289 30 263KB
Spanish Pages [41]
Las páginas de Ibrahim Abdennur Prado El Qur’án da cuenta de varios du’a de Ibrahîm (as), donde se nos sitúan en el momento de la fundación de la Kaaba, la Casa Inviolable de Adoración en el valle de Bekkah. Se trata de la culminación de la trayectoria de Ibrahîm. Si en el du’a de su juventud él y un pequeño grupo de discípulos se encomendaban a Al-lâh, buscando protección frente a las persecuciones de sus compatriotas, en el momento de la fundación de la Kaaba su mirada abarca a las generaciones venideras. Así pues, está dirigiéndose a nosotros, a todos aquellos que tratan de vivir en la tierra como seres que reconocen su sometimiento a la Fuerza matricial de la existencia, y que admiten como algo real y vinculante el fenómeno universal de la profecía: el misterio del encuentro con el Creador en el interior insondable de todas las criaturas
Capítulo 1. Ibrahim no era judio ni cristiano El lugar en el que Ibrahîm se situaba; quien entra en él encuentra paz interior. (Qur’án, surat 3, ayat 98) La trayectoria de Ibrahîm (aleihi salem) es una de las más ricas y sugerentes que encontramos en el Qur’án, llena de episodios significativos. Aquí, más que nunca, la revelación no se da como doctrina, sino como acercamiento a la vivencia de un profeta, una serie de experiencias arquetípicas en las cuales nos vemos implicados. Esta trayectoria puede ser dividida en cuatro episodios centrales: 1) la destrucción de los ídolos y enfrentamiento con la religión de su padre; 2) el exilio y la prueba del sacrificio; 3) la vista de los ángeles y la destrucción de la ciudad de Lot (as); y la fundación de la Kaaba junto con su hijo Ismail (as), en una tierra bendecida. El conflicto, el exilio, el encuentro y el retorno: “un arranque, un desprendimiento, una unión, una luz”. Más allá de cualquier genealogía imaginaria, son estos “cuatro momentos” los que enlazan a Ibrahîm con Mûsa (as), con Isa (as) y con Muhámmad (saws), en una transmisión espiritual de la cual el primero se sitúa como polo, el segundo como cauce, el tercero como centro y el cuarto como sello. La meditación sobre los profetas y todos los episodios de sus vidas ha nutrido la espiritualidad islámica desde los tiempos de la revelación coránica. No en vano, estos “cuatro momentos” han sido comparados a los cuatro pájaros de la metáfora mediante la cual Al-lâh explica a Ibrahîm el secreto de la resurrección: Y, he ahí, que Ibrahîm dijo: “¡Oh Sustentador mío! ¡Muéstrame cómo devuelves la vida a los muertos!” Dijo: “¿Es que acaso no crees?” Respondió: “Ciertamente, pero para que mi corazón quede tranquilo.” Dijo: “Coge, pues, cuatro pájaros y enséñales a obedecerte;
luego, colócalos separados en las colinas; después llámalos: acudirán a ti volando. Y sabe que Al-lâh es el Poderoso, el Sabio.” (Qur’án 2: 260) No se trata pues de ninguna historia, ni personal ni colectiva, sino de acontecimientos arquetípicos. Sucesos que afectan a lo más profundo de las criaturas, preparando a los hombres para el Día del Juicio, cuando todas y cada una de las criaturas se tengan que enfrentar cara a cara a su destino, para dar cuenta de lo que han hecho con el don precioso de la vida. A través de estas historias somos zarandeados, nos vemos enfrentados a nuestro destino, lo cual no es poca cosa. Colocar estos “cuatro momentos” en las colinas es lo que nos disponemos a hacer, con el permiso de Al-lâh. 1. Ibrahîm no era ni judío ni cristiano Los profetas son material sensible. Hablar sobre ellos, a partir de ellos, requiere un determinado grado de conciencia sobre el sentido de la profecía. No son personajes de novela, ajenos a nosotros mismos. Son mensajeros de Al-lâh, venidos para despertar en nosotros la comprensión de lo que nos rodea, a ayudarnos a estar de un modo integrado sobre el mundo. Nos son judíos, ni cristianos, ni hinduistas, ni budistas ni nada por el estilo: son personificaciones de la energía espiritual que nos constituye, despertando desde el sacro hasta la coronilla, dotando al hombre de una dimensión trascendente en medio de la perfecta inmanencia de las cosas. Sus seguidores pueden haber construido el budismo a partir de las enseñanzas de Buda, como otros el cristianismo a partir de Isa, pero Buda no era budista ni Isa era cristiano, que la paz sea con ellos, sino mensajeros de la misma y única Realidad que se comunica con los hombres a través de la experiencia que viven y transmiten los profetas. El Qur’án opone la condición interna de Ibrahîm a la pertenencia a una religión establecida, invitándonos a seguir su ejemplo: Y dicen: “Sed judíos” o, “cristianos” —“y estaréis en el camino recto.” Di: “¡No!, sino [que seguimos] la creencia de Ibrahîm, que se apartó de todo lo falso, y no fue de los que atribuyen divinidad a algo distinto de Al-lâh.” (Qur’án 2: 135) “¿O diréis que Ibrahîm, Ismael, Isaac, Jacob y sus descendientes fueron ‘judíos' o ‘cristianos'?” (Qur’án 2: 140) Ciertamente, Ibrahîm no era ni judío ni cristiano, sino un hanif, uno de los que se apartó de todo lo falso para afirmar su sometimiento al Creador de los cielos y la tierra. Y aquí está nuestra primera dificultad, que debemos apresurarnos a despejar para que se comprenda todo lo que sigue. Los “musulmanes” solemos llenarnos la boca con estas aleyas, y al cabo de un minuto las estamos traicionando. Decimos: no fue judío ni cristiano... sino “un musulmán, uno de los nuestros”. Tararí que te vi, la nuestra es la única religión verdadera, todos los demás están equivocados... Para evitar que el Shaytán se cuele tan pronto en nuestro escrito, será necesario superar toda consideración sectaria y adentrarnos directamente en las enseñanzas que los profetas nos deparan.
Si decimos que todos ellos son “musulmanes” es solo a costa de no traicionar el sentido original de esta palabra: seres sometidos a la Realidad. En el Qur’án, la palabra Islam no se refiere a la religión histórica establecida a partir de las enseñanzas de Muhámmad (as), sino del estado de sometimiento de todas las cosas al Creador, que puede ser asumido como estado de conciencia por las criaturas. ¿Cómo entender, sino, la aleyas donde diferentes profetas (que la paz sea con ellos) y personajes anteriores al Muhámmad histórico se declaran “musulmanes”? Mûsa dice a sus gentes: “¡Confiad en Él, si realmente sois musulmanes!” (Qur’án, Yunus, 84). Nuh: “Se me ha ordenado ser de los musulmanes” (Qur’án, Yunus, 72) Ibrahîm e Ismael: “¡Oh, Señor! Haznos ser musulmanes ante ti” (Qur’án, al-Baqara, 132) Yacub: “Al-lâh ha elegido vuestro dîn: no muráis sino siendo musulmanes” (Qur’án, 2: 132). Yusuf: “¡Haz que muera como musulmán ” (Qur’án, Yusuf, 101). Los apóstoles de Isa dijeron al Mesías, hijo de Maryam: “¡Sé testigo de que somos musulmanes!” (Qur’án, al-Miran, 52). El hombre justo: “Hacia Ti me vuelvo y soy de los musulmanes” (Qur’án, al-Ahqaf, 15). Y la Reina de Saba: “Me rindo como musulmana junto a Suleyman
ante Al-lâh, el Sustentador de los Mundos”. (Qur’án, al-Naml, 44). Aquí no se está hablando de ninguna religión histórica, sino de una condición interior, de un estado de conciencia. En caso de que confundamos una y otra acepción de la palabra musulmán, estaremos escamoteando el Mensaje del Qur’án. Para evitar esto, sería recomendable no usar las palabras árabes muslim o islam, sino sus traducciones: hombre sometido, sometimiento a Al-lâh. Esto puede arrojar luz sobre lo que nos propone el ejemplo de Ibrahîm: Mâ kâna ‘Ibrahîmu Yahudi yan wa lâ Nasarâ ni yan wa lâkin kâna hanîf am-muslimâ. (Qur’án 3: 67) Donde algunos traducen: Ibrahîm no fue ‘judío’ ni ‘cristiano’, sino hanif y musulmán. Nosotros leemos: Ibrahîm no fue ‘judío’ ni ‘cristiano’, sino uno que se apartó de todo sectarismo, sometiéndose a Al-lâh. Lo mismo sucede con una aleya tan clara como esta: ‘Inna ad-dîna ‘inda Al-lâhi al-islam. (Qur’án 3: 19) Donde unos traducen: Ciertamente, la única religión junto a Dios es el Islam. Nosotros entendemos: Ciertamente, el único comportamiento [lícito, lógico, sensato] ante Al-lâh es la aceptación de que Le estamos sometidos. Esta es una buena ocasión para hacer preguntas comprometedoras. ¿Por qué estas —de todas las palabras del Qur’án— son las únicas que los arabistas sistemáticamente no traducen? ¿Por qué se traducen —y tan mal— muchas palabras del Qur’án y se dejan sin traducir estas, que tiene un sentido unívoco, y cuya traducción no presenta dificultad alguna? Parece que si hablamos de “sometimiento a Dios” se comprenderá lo que el Qur’án y la tradición muhammadiana no cesan de repetir: eso que llamamos islam no es una religión histórica, sino la condición natural del ser humano. Una mente tan lúcida como la de Goethe dio testimonio de esto en su Diwan OrientalOccidental: Si Islam significa sometimiento a Dios, entonces,
todos nacemos y morimos musulmanes. Lo cual no deja de ser cierto, siempre y cuando completemos la reflexión desde nuestra conciencia de seres sometidos: Si por Islam se entiende otra cosa que sometimiento a Al-lâh, entonces, no somos musulmanes. Frente a las lecturas reductoras de nuestra tradición, es necesario volver al Qur’án y proclamar bien claro cual es nuestro dîn. Todo esto afecta a nuestro modo de ver la tradición: ¿cuál es nuestra herencia? Si por “historia del Islam” entendemos la de los califatos omeya, abbasida y otomano, entonces no somos musulmanes. Si un concepto tan vago como el de “historia del Islam” tiene sentido, este no puede ser sino la recepción de la Palabra revelada a través de los tiempos. No es una historia en el sentido lineal: se trata más de una “metahistoria”, una serie de acontecimientos arquetípicos que se repiten en todas las épocas, y de la cual la propia vida de los profetas es un signo. En el plano reducido de las religiones, se trata de la larga travesía de la profecía frente a la cosificación de la espiritualidad humana en unos dogmas, una tensión que no ha dejado de repetirse en todos los tiempos. Con esto, estamos acercándonos a la posición de Ibrahîm dentro del ciclo universal de la profecía, una cadena magnética a través de la cual la Realidad se nos revela, las puertas se abren y el hombre accede al centro. Ya hemos superado la ilusión de fijar un Ibrahîm histórico, de adscribirle a una religión determinada. Ya podemos presentarlo como un ejemplo para todos los mundos: Di: “Creemos en Al-lâh y en lo que se ha hecho descender para nosotros, y en lo que se hizo descender para Ibrahîm, Ismael, Isaac, Jacob y sus descendientes, y en lo que Mûsa, Isa y todos los profetas han recibido de su Sustentador: no hacemos distinción entre ninguno de ellos. Y a Él nos sometemos.” (Qur’án 3: 84) La aceptación de todos los profetas de todas las tradiciones es una condición interna antes que una idea. Se trata de la propia aceptación del fenómeno universal de la revelación, la posibilidad de una Palabra que desciende al corazón de aquellos que se postran, que se someten voluntariamente a la fuerza creadora de los cielos y la tierra. Esta aceptación no puede limitarse, debe abrirse a todos aquellos lugares desde donde Al-lâh le habla a las criaturas. También a aquellos profetas y a aquellas tradiciones no mencionadas explícitamente en el Qur’án. Con esto, el Qur’án no hace más que afirmar la primacía de la revelación sobre la historia. Reivindicamos nuestra condición de seres sometidos a al-Hayy, el Viviente, a al-Wâsi’, el que todo lo abraca, al poseedor de los Más Bellos Nombres (al-asmâ’ al-husnà). Ponemos todo nuestro empeño en la comprensión de este prodigio: Al-‘Azîz, el Inaccesible, no ha dejado de hablar al hombre desde el principio de los tiempos, en una revelación constante, que aún siendo la misma ha adoptado diferentes formas en función del contexto donde se produce. Esa revelación ha dado pie a las grandes creaciones de la humanidad, no solo a las llamadas “religiosas”, sino también a la ciencia, al arte y al comercio, a todo aquello a través del cual el hombre se realiza. Este hecho, el contacto entre el Todo y la parte, entre Dios y el hombre, es el hecho central de la única historia que aceptamos como nuestra.
Con todo esto, afirmamos nuestra voluntad de seguir la misma senda que seguían Ibrahîm, Mûsa, Isa y todos los profetas, siguiendo literalmente lo que el Qur’án al-Karim afirma: Decid: “Creemos en Al-lâh y en lo que se ha hecho descender sobre nosotros y en lo que descendió sobre Ibrahîm, Ismael, Isaac, Jacob y sus descendientes, y lo que fue entregado a Mûsa y a Isa, y en lo que fue entregado a todos los profetas por su Sustentador: no hacemos distinciones entre ninguno de ellos. Y es a Él a quien nos sometemos.” (Qur’án 2: 136) Esta es una escritura clara en si misma, para que los dotados de razón no puedan engañarse. Aquellos que se someten a Al-lâh no sitúan a un Mensajero por encima del otro. No ponen a Muhámmad por encima de Lao Tzé, ni a Manco Capac por encima de Ibrahîm. Que la paz de Al-lâh sea con todos ellos y con sus descendencias, que Al-lâh derrame sus bendiciones sobre todos y cada uno de sus seguidores. Tal vez este sea el signo del Islam bien entendido, justo aquello que legitima que sigamos hablando del Islam como un camino abierto para todos, tal vez la última oportunidad de una vida digna para la humanidad en un mundo cada vez más deshumanizado. Así está escrito, para que todos aquellos que quieran adentrarse en las enseñanzas que contienen los libros revelados lo hagan libremente, sin la presión de ninguna ortodoxia. Para que nadie pueda afirmar que el sometimiento a la Realidad es el camino particular de ningún pueblo, de ninguna religión, de ningún país, de ninguna casta, de ningún Estado, de ningunos ninguneadores, ladrones de palabras, escamoteadores del contacto directo entre el Creador y la criatura. Solo entonces, Ningunos niños matarán ningunos pájaros, ningunos errores errarán, ningunos cocodrilos cocodrilearán. Ningunas nubes nublarán ningunas estrellas, ningunas lluvias lloverán cuchillos, paciencias ningunas de mujeres pacienciarán en vano. (Gonzalo Rojas)
Capítulo 2. Ibrahim en el ciclo de la profecía Todos los versículos coránicos que establecen la relación entre Muhámmad y Abraham son un admirable ejemplo de interiorización que realiza la hermenéutica de Semnânî, el paso del “tiempo horizontal” al “tiempo del alma”. Dicha hermenéutica llega a realizar en la persona del microcosmo humano la verdad del sentido según el cual la religión de Muhámmad se origina en la religión de Abrahám, pues “Abrahám no era ni judío ni cristiano, era un creyente puro (hanif), un muslim” (3, 60). Henry Corbin, El hombre de luz en el sufismo iranio
Hablar de Ibrahîm a través del Qur’án al Karim significa hacerlo a través de Sidna Muhámmad, el sello de todos los profetas. Significa ver a Ibrahîm en conexión con Muhámmad, como los dos extremos de una cadena iniciática en la cual el último no hace sino completar la obra del primero. Completar no quiere decir modificar sino cumplir: en Muhámmad se da el cumplimiento de la transmisión iniciada por Ibrahîm, profeta al cual seguimos, según ha sido revelado. La relación entre estos dos profetas es algo medular en la vida de los musulmanes. No en vano, en cada una de las cinco oraciones que marcan nuestro día terminan con la mención de los dos unidos en una plegaria: Al-lâhuma salli ala Muhammadin wa ala ah Muhammad kama sallaytta a ia Ibrahîm wa ala ah Ibrahîm wa barik ala Muhammadin wa ala ah Muhammad kama barakta ala Ibrahîm wa ala ah Ibrahîm fial al-amina innaka hamidun mayid. Al-lâh nuestro, agracia a Muhammad y a su familia tal como agraciaste a Ibrahîm y a su familia y bendice a Muhammad y a su familia tal y como bendeciste a Ibrahîm y su familia en todos los mundos Tu eres digno de alabanza. Esta salutación es pronunciada por todos los que seguimos la sunna de Muhámmad en cada salat. Eso es una nuestra concreta de que la conexión entre el uno y el otro no es algo gratuito. Pedimos para Muhammad que Al-lâh le conceda lo mismo que le concedió a Ibrahîm y a sus descendientes. Existe la conciencia de Ibrahîm como un hombre bendecido y favorecido por Al-lâh. Existe la conciencia de su papel fundacional, de que el camino del islam está en Ibrahîm, y solo tuvo que ser rescatado por Muhámmad del olvido de los siglos, concluyendo la obra del primero. Con el nombre de Ibrahîm nos remitimos a una experiencia espiritual enraizada en lo más profundo de nuestros corazones, anterior a todo lo sabido. Y aquí aparece nuestra segunda dificultad: si hemos rechazado la idea del Islam como una religión meramente histórica, ahora nos situamos en una paradoja. ¿Acaso hablar de un “ciclo de la profecía” no nos devuelve a la historia? ¿Acaso entre Ibrahîm y Muhámmad no establecemos una genealogía? Y aún más: ¿Qué quiere decir hablar del “sello de la profecía”? ¿Acaso Al-lâh ha dejado de comunicarse con los hombres? Se nos criticará entonces, y con razón, de relegar la recepción de la revelación a una franja estrecha del planeta (definida como “oriente próximo”), de situar la historia de unos pueblos por encima de la historia de otros pueblos. Pero este no es nuestro camino. Si nos hemos referido a la superación del islam como una religión histórica, lo mismo debemos hacer con el concepto del “ciclo de la profecía”. Esto tiene otras implicaciones: no podemos reducir la tradición de Adám, de Ibrahîm y de Muhámmad a la llamada “tradición abrahámica” o “monoteísta”, que englobaría a judíos, cristianos y musulmanes, las “tres religiones del Libro”. Para nosotros, no hay nada que justifique la expresión “las tres religiones monoteístas”. En primer lugar, no está clara la idea de que el islam sea una “religión monoteísta”. Hemos oído decir que no es una religión ni es monoteísta, aunque bien podría tratarse de una broma. La pregunta “¿es el islam una religión?” puede sorprender a algunos, pero la hemos visto contestada negativamente una y otra vez. Existen muchos musulmanes que no ven con buenos ojos esta denominación. Estos asuntos son cansinos. En realidad, ¿qué es una religión? Alguien escribió un
libro ofreciendo más de doscientas definiciones diferentes. Así pues, según la definición que adoptemos, tendremos la respuesta. Si por religión se entiende jerarquía y sacerdocio, nuestra respuesta es negativa. Si por religión se entiende “vinculo directo que establecen los hombres con la divinidad”, entonces el islam puede pasar por una religión. En principio, decimos que el islam —sometimiento a Al-lâh ar-Rahman ar-Rahim, la Fuerza Matriz que genera la existencia— no puede ser un –ismo, ninguna ideología. A partir de las enseñanzas de Buda se elabora el budismo, de las de Cristo el cristianismo, de las de Zoroastro el zoroastrismo. En todos estos casos, la partícula –ismo denota la transformación de las enseñanzas de un hombre concreto en doctrina. Si los musulmanes no aceptamos la denominación islamismo, por implicar un islam ideológico, ¿por qué aceptar monoteísmo? Si por monoteístas entendemos unitarias, aquellas tradiciones que postulan la Unicidad de todo lo existente, habría que ampliar la lista. El tres es un número antipático. Unitarios son los mapuches, como la mayoría de las tradiciones del África negra, generalmente llamadas animistas. Unitaria es la cosmovisión del Vedanta, de Gautama Buda, del Tao Te King... ¿Por qué debemos separar el islam de estas tradiciones y privilegiar un vínculo excluyente con judíos y cristianos? Por lo mismo, tampoco está justificada la expresión “las tres religiones del Libro” —que hemos oído incluso en boca de algunos musulmanes. ¿Quién dice que son tres las “religiones del Libro”? En primer lugar, el Qur’án no habla de “religiones del Libro”, sino de ahl al-Kitab: “gentes del Libro”. La diferencia es importante: no se refiere a instituciones o doctrinas, sino a personas. En segundo lugar, el Qur’án no establece un número determinado de ahl al-Kitab, sino que lo deja abierto: todos los pueblos de la tierra han tenido sus profetas, en todas las lenguas, por tanto todos los pueblos de la tierra son susceptibles de ser considerados ahl al-Kitab. Los juristas musulmanes de los periodos omeya y abbasida declararon como “Gentes del Libro” a budistas, mazdeístas, zoroastrianos, mandeos, hinduistas, a los llamados “sabeos de Harrán”... a todas las cosmovisiones con las que se toparon (mención aparte el encuentro/desencuentro con los maniqueos). En relación al Budismo, la declaración es significativa, ya que el suyo no es un Libro concreto, sino más bien una enseñanza trascendente. El concepto de ahl al-Kitab fue establecido por Al-lâh como un motivo de apertura, cerrarlo es un signo de desprecio. Teniendo en cuenta la perspectiva abierta del Qur’án, resulta difícil entender que algunos musulmanes se hayan dejado seducir por la idea de “las tres religiones monoteístas”. Creemos que en este caso ha jugado a favor de la difusión de esta idea el complejo de inferioridad, así como el deseo de verse considerados en igualdad de condiciones por la Iglesia. Ciertamente, para la Iglesia Católica esta consideración es un verdadero avance, un paso de gigante. Sin embargo, desde la perspectiva coránica seguimos dentro del mismo espíritu reductor e historicista. Una y otra vez oímos hablar de una “espiritualidad semita”, de una “conciencia semita”, de una “sensibilidad semita”. Estas expresiones son aplicadas indistintamente al judaísmo, al cristianismo y al islam, como un nexo entre las “tres religiones monoteístas”, llamadas “religiones abrahámicas”. Todas estas expresiones son engañosas. Nos rebelamos contra estos conceptos, que no son sino reducciones de nuestra tradición. Queremos prevenir a los musulmanes sobre la aceptación de tales categorías, que no solo contienen un velado racismo, sino una reducción y estandarización de la espiritualidad humana bajo parámetros históricos. Con ello, se pretende anular el carácter proteico y abierto de la revelación y subordinarla a un modelo eurocéntrico de la historia de las religiones. Hay que darse cuenta de que esto es contrario al sentido de la revelación como un fenómeno universal, sin divisiones. Si aceptamos esta clasificación del islam como una “religión semita”,
estamos subordinándola al judeo-cristianismo. Esta ha sido la pretensión de la Iglesia Católica desde la segunda mitad del siglo XX. Situamos el maqam de Ibrahim como superación de todas las dicotomías, de todos los discursos que quieren encasillarnos, entre lo griego y lo semita, entre oriente y occidente. Hemos roto con el monstruo de tres cabezas que quieren imponernos, con esa idea de la existencia de una espiritualidad típica de los semitas que se expresa en las “tres religiones monoteístas”. Alhamdulillâh que salimos de ese túnel, del túnel de la historia para adentrarnos en la Palabra revelada. La nuestra es una entrega anárquica, una lectura sin otros presupuestos que los del amor a la Palabra, y el deseo de hallar en ella todo aquello que pueda servir a la liberación del hombre, tarea siempre inconclusa, y por tanto siempre irrecusable. Estamos al borde de un abismo, constantemente nuestro discurso se evapora, y sin embargo todo se encadena con una lógica aplastante. No somos nosotros, es la propia Palabra quien nos dice. No somos nosotros: el discurso no estaba pensado, aunque es cierto que ser amolda a nuestros deseos, va revelando aquello que somos y que nos reclama. Va haciendo salir esas palabras mediante las cuales se nos impone la creencia, unos contenidos que surgen de la Palabra y a través de ellas son canalizados. Una creencia que no es un mero decorado, sino expresión de un destino compartido. Despejado el camino, nos situamos ante la Palabra revelada. ¿Qué es la profecía? Ya lo hemos visto: la comunicación que se establece entre el Todo y lo múltiple, entre lo efímero y lo Eterno. Lo propio de la profecía es que esta comunicación se da bajo dos condiciones: 1) desde el Todo a un individuo concreto (descenso de la Palabra al profeta), y 2) la recepción implica pasividad absoluta ante los mensajes revelados, una actitud de entrega y vaciado de todo presupuesto que transforme al hombre de un cúmulo de prejuicios en un recipiente para la Palabra. Este cara a cara del hombre y su Sustentador ha sido calificado de encuentro entre el uno y el Único: entre el hombre unificado, separado del todo como un individuo y unido mediante su adoración al Único. Hablar de un ciclo de la profecía significa que la relación entre el uno y el Único tiene un principio, un camino, un fin y una consumación: la revelación, el exilio, el encuentro y el retorno, y que cada uno de esos momentos puede discernirse a través de los profetas. Significa que Muhámmad e Ibrahîm actúan unidos dentro de este ciclo, que ellos son parte de los mismo, portadores de la misma Palabra que desciende, que Ibrahîm actúa en Muhámmad del mismo modo que Muhámmad está presente en Ibrahîm. Los judíos de Medina acusaban a Muhámmad de hablar sin derecho de “su profeta”. Le acusaban, precisamente, de hablar en nombre de Ibrahîm, “como si fuera Ibrahîm”. En realidad, eso es precisamente lo que les molestaba: tener a Muhámmad entre ellos era como tener a Ibrahîm presente. Esta bien seguir a un profeta en la distancia, domesticado por los sacerdotes en una religión, reducida su exigencia y acomodado su mensaje. Otra cosa es tener a Ibrahîm enfrente, tener que oír las mismas palabras que su Libro contenía en la boca de un árabe iletrado. Los “sabios de zalamea”, los eruditos, los orientalistas y los historiadores de las religiones son como los judíos de Medina. Para ellos, todo lo que hay en el Qur’án tiene que tener antecedentes, tiene que haber sido oído en alguna parte por Muhámmad. Con esto se quedan fuera de la comprensión sobre la profecía. Unos dirán que “Muhámmad tomó de los chinos” o “de los egipcios”, o que “se lo copió a los judíos”. Con ello, no pretenden sino subordinar la revelación a la historia, conduciendo a explicaciones reductoras, que quieren pasar por “racionales”, cuando en verdad no son más que ignorancia. Y, sin embargo, ¿quién sino un profeta ha de saber de otro profeta? Lo que los historiadores son incapaces de ver es que no existe influencia sino correspondencia, diálogo en el plano de lo indiferenciado. Muhámmad es Ibrahîm cuando se enfrenta al Quraysh, como Ibrahîm es Isa cuando
es arrojado al fuego. ¿Acaso no estaba Ibrahîm con Muhámmad cuando derribó los ídolos de la Kaaba? ¿Acaso no estaba con Mûsa cuando se enfrentó al Faraón? ¿Acaso Mûsa y Muhámmad no repitieron los mismos gestos, palabras y actitudes de Ibrahîm? Todos los profetas se comunican a través de la experiencia común de la revelación, de una Palabra que los borra del mundo de las apariencias para insertarlos en el universo de Al-lâh, todo integrado. Allí ya no importan ni la religión ni el idioma, ni la raza ni la historia. No hacemos distinción entre los profetas porque todos ellos son el mismo hombre que regresa de las sombras hacia lo Uno. Un mismo hombre que se nos muestra de diferentes formas para que podamos acceder a Él, sea cual sea nuestro estado. La no distinción entre los profetas se refiere a su rango: no situamos a uno por encima del otro, pues sería completamente absurdo. Sería como pretender que una gota del océano fuese superior a otra, o que Al-lâh se ha revelado a unos más sinceramente que a los otros. Solo a partir de la igualdad de los profetas ante Al-lâh, pueden establecerse diferentes roles. Cada profeta ocupa su lugar en el ciclo de la profecía, permitiendo a los creyentes el acceder a una experiencia completa de la Realidad, permitiendo que ella misma sea la que nos realice. En el caso de Ibrahîm, estamos hablando del polo (qutb): momento fundador, establecimiento del polo de orientación. Esto ya es un signo: la profecía se manifiesta en la tierra en base a unas coordenadas, una camino, una teofanía visionaria. No es que unos profetas hayan dicho unas cosas y otros otras, sino que cada uno se manifiesta en un momento especifico de nuestra trayectoria. Ibrahîm nos retrotrae a nuestro despertar hacia la trascendencia, al largo camino que va desde la conciencia del Dios Insondable hasta la piedra negra. Este movimiento interior está lleno de pruebas. Hay algo, pues, esencial en su recorrido, el secreto de la piedra negra, de la fundación de la Casa de Al-lâh como un regalo para las generaciones venideras. Si no hacemos distinción entre los profetas, sí la establecemos entre estos y el resto de los hombres. Ellos han sido escogidos por Al-lâh para mostrarnos el camino hacia el Creador de los cielos y la tierra. Aquello que distingue a los profetas es el grado de su entrega confiada (tawakkul) a su Sustentador, su capacidad de enfrentarse a un destino que nos parece prodigioso: la recepción y transmisión de la Palabra revelada. La relación directa que mantienen con la divinidad alcanza grados de intensidad insuperable. Ellos dan testimonio con sus propias vidas de una experiencia radical de la divinidad, en ocasiones terrible. Recordemos que Ibrahîm es conocido como “Jalil Allâh”, el amigo íntimo de Al-lâh. Este es motivo suficiente para meditar su recorrido, para que lo acompañemos siquiera sea de palabra. Al emprender la tarea de rastrear en el Qur’án los signos que se refieren a Ibrahîm, nuestra intención no es otra que aprender. No somos sabios que ya creen saberlo todo y se limitan a transmitir una enseñanza heredada, sino simples creyentes que indagan en el Qur’án su vida, que se buscan a partir de la Palabra revelada. Sabemos que existen miles de meditaciones anteriores a las nuestras, muchas de ellas obras de grandes sabios, de maestros sufíes de penetración inigualable. A pesar de ello, hemos preferido dirigirnos directamente a la Palabra de Al-lâh, sin otros velos que los de nuestra propia capacidad y entendimiento. El alcance de nuestras palabras no será otro que el de nuestro propio estado. Lo que nos atañe, en tanto seres sometidos a la Realidad, es la recepción de la revelación aquí y ahora. Habrá quienes vean este escrito como algo pretencioso y carente de conocimiento, y habrá quien pueda sacar partido de él. Todos los juicios son verdaderos, en la medida en que reflejan los estados de sus emisores. Nos mueve una certeza: vale más los presuntos “errores de interpretación” que hagan los más ignorantes de los lectores del Qur’án que no las pretensiones de ortodoxia de aquellos que quieren apoderarse del Mensaje. Vale más el rechazo sincero que la apropiación hipócrita. Esto es así porque esta Palabra permanece abierta, se derrama generosamente en cada uno de los que se acercan a ella. Lo que sucede ante ella es siempre verdadero, ya sea el rechazo o la comprensión
más luminosa. No todo el mundo es capaz de soportar la fuerza de una Palabra que hace saltar las montañas como copos de lana cardada. Siendo así, aquellos que queremos aceptarla, hacer en nosotros un espacio para la Palabra, no podemos sino tratar de aprehenderla, imponerle los límites en que nos manejamos. Entonces, es la propia Palabra que refleja aquello que hay en el corazón de cada uno. A eso invitamos a nuestros lectores, y en eso consiste nuestro intento. Invocamos a Al-lâh y le pedimos que nos ayude a acercar a los lectores a la experiencia de Ibrahîm, como Él nos abrió desde la piedra negra un día.
Capítulo 3. Experiencia de la trascendencia Existe un acontecimiento inicial en la vida de Ibrahîm: su descubrimiento de Al-lâh como un principio Creador situado más allá de lo visible, una experiencia que lo lleva inmediatamente a cuestionar todo saber constituido y a enfrentarse a la idolatría de sus gentes. El Qur’án describe en los siguientes ayats el desvelamiento, el despertar del sentido de la trascendencia de Al-lâh en Ibrahîm: Y, he ahí, que Ibrahîm habló a su padre Asar: “¿Tomas acaso a los ídolos por dioses? ¡En verdad, veo que tú y tu gente estáis evidentemente extraviados!” Y dimos a Ibrahîm visión del magnífico dominio sobre los cielos y la tierra —para que fuera de los que poseen certeza interior. Cuando se hizo sobre él la oscuridad de la noche, vio una estrella; exclamó: “¡Este es mi Sustentador!” —pero cuando se ocultó, dijo: “No amo lo que se desvanece.” Luego, cuando vio salir a la luna, dijo: “¡Este es mi Sustentador! —pero cuando se ocultó, dijo: “¡Ciertamente, si mi Sustentador no me guía, seré sin duda de los que se extravían!” Luego, cuando vio salir al sol, dijo: “¡Este es mi Sustentador! ¡Este es el más grande!” —pero cuando este también se ocultó, exclamó: “¡Pueblo mío! ¡Ciertamente, estoy lejos de atribuir, como vosotros, divinidad a algo junto con Al-lâh! Ciertamente, me he vuelto por entero a Aquel que creó los cielos y la tierra, apartándome de toda falsedad; y no soy de los que atribuyen divinidad a algo junto con Al-lâh.” (Qur’án 6: 75-80) En un primer momento, el Qur’án nos remite a la experiencia de la noche, donde el hombre está solo, completamente abocado a la tiniebla. Fa lam maa janna ‘alayhi alayiu ra’a kawkabaa... Y cuando cayó sobre él la oscuridad de la noche vio una estrella... (Qur’án 6: 76)
Ibrahîm se ha apartado de la idolatría y ha hecho en si el vacío de imágenes: nada tiene ya sentido, todo lo extravía. Estamos perdidos en un laberinto de representaciones que se suceden sin sentido. Es esa experiencia la que lo conduce al más allá de lo visible, a una dimensión de la Realidad que escapa a los sentidos. Lo primero que aparece ante su mirada es una estrella, un punto de luz diminuto en la inmensidad negra de la noche. La mirada que surge de la noche ve las cosas con una claridad que sobrecoge. El deslumbramiento que le produce es tal, que la confunde con su Sustentador. En cierto sentido, es lógico que piense que su Señor es aquello que sobrevive a la oscuridad más absoluta. Sin embargo, cuando Ibrahîm ve desvanecerse esta estrella dice: Lâ ‘uhibbu al-‘afilîn. “No amo lo que se desvanece.” Esta sentencia sitúa el amor (hubb) como motor de su búsqueda. El amor es una fuerza que nos conduce a ir más allá de nosotros mismos, un impulso hacia “lo otro”. Este anhelo muestra que estamos incompletos, y por tanto somos presa fácil de todos los señuelos, de la fascinación de lo aparente. Somos presa fácil porque necesitamos de lo otro, estamos siempre proyectando nuestras carencias. En esta noche oscura, en este vacío de si mismo que siente el hombre se despiertan las ansias de conocimiento, de ir hacia lo desconocido. Ibrahîm se sitúa ante el firmamento como quien se sitúa ante un misterio, ante la presencia inefable de las cosas. Entonces el círculo luminoso de la luna lo deslumbra: “¡Este es mi Sustentador!” Pero la luna también se desvanece. Entonces invoca la guía de su Sustentador: La ‘il-lam yah dinni Rabbi la ‘akuu nanna min al-qawmi adz-dzaaliim. “¡Ciertamente, si mi Sustentador no me guía, seré sin duda de los que se extravían!” Tras el amor, esta aleya nos ofrece una segunda clave. Ibrahîm comprende que la percepción humana es engañosa, que su visión exterior se halla limitada. Se da cuenta de que debe recibir una guía de esa misma Verdad que está buscando: es ella misma quien debe revelarse. Mientras esto no suceda, seguirá vagando de una cosa a otra, perdido en el mundo de las representaciones. Por eso cae de nuevo en el error cuando ve la magnificencia del sol: Hadzaa Rabbi hadzaa ‘akbar. “Este es mi Sustentador, este es el más grande”. Tercer error, tercera clave: Ibrahîm busca lo más grande, algo que no se desvanezca. Mientras aparezca limitado por su percepción exterior, jamás encontrará aquello que es verdaderamente grande: al-Kabir, uno de los Nombres de Al-lâh. Solo cuando ve desvanecerse el propio sol (lo más grande en el mundo de las representaciones) se da cuenta de que su Sustentador se sitúa más allá de lo aparente. Con eso, se abre ante Ibrahîm una nueva dimensión (el malakût), que había permanecido oculta tras los velos del “reino de este mundo” (el mulk). Ibrahîm se orienta a “lo más grande”, rompe con los limites de la percepción y descubre una
inmensidad ilimitada. Se encuentra con algo cuya grandeza no es medible, no puede ser limitada en función de los sentidos engañosos. Si lo podemos medir, todavía no es lo más grande, sino algo que abarcamos con nuestra capacidad de medición. Necesitamos llegar a eso que está fuera de toda medición, a lo Infinito: solo entonces se rompen los límites de nuestra percepción y nos abrimos a lo oculto, a un mundo que nos abarca y sobrepasa. Este abismarse implica la ruptura del yo como medida de las cosas. Ante la inmensidad de lo creado todavía somos algo, pero uno mismo no es nada de nada ante lo Infinito. Esa ruptura sobrecoge, en cierto sentido es una pérdida, pero también es un alivio. La duda se desvanece, se produce la certeza. Una pérdida de todas nuestras fantasías de ser y de dominio, una pérdida de referencias para el ego. Sin embargo, también es un alivio: superación de todas las obsesiones que nos tenían atrapados, de los ídolos que nos habíamos forjado. Quedamos en suspenso, en lo abierto, en las propias manos del Creador de los cielos y la tierra.
Capítulo 4. El paso del mulk al malakût Al narrarnos la experiencia de Ibrahîm, Al-lâh nos dice. Wa kadzalika nurii ‘Ibrahiima malakuut as-samaawati wa al-‘ardzi wa li yakuuna min al-muuqiniin Así es como mostramos a Ibrahîm el reino de los cielos y la tierra para que fuera de los que tienen certeza interior. (Qur’án 6: 75) Al-lâh nos dice que agració a Ibrahîm con la “certeza interior”, min al-muuqiniin, y que esta proviene de que le mostró el malakût, el Reino de los Cielos y la Tierra. El malakût es uno de los tres mundos de la “metafísica islámica”, junto con el mulk y el ÿabarut. De una forma sencilla, decimos que el mulk es “el reino de este mundo”, la ficción de dominio de las criaturas. El malakût es el “reino de las esferas”, donde los ángeles celebran la gloria de su Sustentador, y el ÿabarut es el mundo exclusivo de Al-lâh. Este esquema, por muy limitado que se quiera, goza de un amplio prestigio. No es el resultado de un capricho, sino que se basa en una lectura global del Qur’án, a partir de la cual se ha realizado una clasificación que nos sirve para discernir en lo insondable. En su “Guía de términos islámicos” (todavía inédito), Yaratul-lâh Monturiol nos ofrece las siguientes entradas: mulk. El reino de este mundo (dunia). El mundo de los seres humanos y el mundo de los malâ’ika —llamado malakût— no son mundos diferentes, sino dos aspectos de lo mismo, es decir, del universo del poder. Ambos responden a la trilítera árabe M-L-K, que hace alusión a poder, reino, gobierno (de ahí el término árabe malik, rey). El mulk es el universo del poder aparente del ser humano, el malakût es el universo del poder angélico; pero ambos universos pertenecen a la expansión natural del hombre Universal, que es el señor de los ángeles de la existencia. Fue por eso que Al-lâh dijo a los malâ’ika y a todas las criaturas que hicieran suÿûd (se postraran) ante Adam, el hombre primordial.
malakût. El universo propio de los malâ’ika; es el espacio intermedio entre la Unidad esencial y la pluralidad de la existencia. Es el universo del poder angélico o universo interior de las cosas. El ser humano que llega al malakût deja que a través suyo se ejerza una voluntad auténtica de realización de las cosas que jamás relacionaríamos con lo que nosotros entendemos por “poder”. El místico participa de la cualidad de Al-lâh de “gobernar el mundo sin rozarlo”. El conocimiento del malakût le brinda posibilidades de comprensión de las realidades aparentes y del mundo de lo no-visto, con lo que su nivel de acción se incrementa. ÿabarût, el universo exclusivo de Al-lâh. El universo del Poder de Al-lâh. Proviene de la trilítera árabe Ÿ-B-R que alude a una fuerza que domina, constriñe. mulk-malakût-ÿabarût, los niveles de la realidad. El mulk no es algo subtancialmente diferente al malakût. Como se deduce de la propia plasmación árabe de ambas palabras, el malakût es el mulk “desarrollado”. Lo que se encuentra potencialmente en el mulk se da en acto en el malakût. El malakût es algo que está ya en germen en el mulk, integrándose el mulk en el malakût como —de alguna forma— la semilla está en el árbol que llega a ser. El ÿabarut, siguiendo con la metáfora sería Lo que hace posible el universo del mulk y del malakût. Se dice en el ámbito del islam interior que en el Corán, las letras son el mulk; el sonido es el malakût, y los números son el ÿabarût. Desde esta perspectiva, decimos que Ibrahîm ha cruzado del mulk al malakût, del sueño de poder de los hombres a la aceptación de un Poder que está por encima de toda ficción de soberanía mediante la cual el hombre trata de ocultar su carácter contingente. Ha pasado del mundo de las formas al mundo del ángel, intermedio entre lo múltiple y lo Uno. ¿Cómo se logra este salto? Aunque puedan sernos útiles, y un buen modo de prepararse para ello, parece claro que este no se logra mediante la especulación o el razonamiento. En la surat 19, Ibrahîm da cuenta de su experiencia ante su padre Asar en los siguientes términos: Yaa ‘abati ‘inni qad jaa’anii min al-‘ilmi maa lam ya’atika fatta bi-nii ‘ahdika siraat an-sawiyyaa. “¡Oh padre mío! Ciertamente, me ha llegado en verdad [un rayo] de conocimiento como no te ha llegado a ti: sígueme, pues, y yo te guiaré a un camino perfecto.” (Qur’án 19: 43)
Esa certeza o conocimiento que calificamos de “interior”, no viene del hombre, sino que se produce como un deslumbramiento. Es algo “que nos llega”, que viene al encuentro de aquellos que se han entregado a la observación sincera de las cosas. Solo cuando penetramos en el interior oscuro de lo visible se nos abrirá la puerta hacia “el otro lado”. Mientras el desvelamiento no se produce, incluso Ibrahîm, que ha decidido apartarse de la idolatría, está condenado a seguir preso de su fascinación por el “espectáculo de la creación”. Así pues, no basta con saberlo, ni con especular sobre “tres mundos” (en realidad, los mundos de Al-lâh son infinitos) para acceder a ellos. Hay que profundizar en lo que el Qur’án nos dice y preguntar directamente: ¿cómo se obtiene la certeza? Hay que atreverse a pedir a Al-lâh que nos otorgue ese conocimiento interior con el cual ha distinguido a sus más sinceros siervos, atreverse a realizar la trayectoria de Ibrahîm, en la medida de nuestras posibilidades.
Curiosamente, lo que engaña a Ibrahîm es lo mismo que le conduce a la certeza. Trascender implica un doble movimiento: ir a través (trans) y ascender (scando). Ascender mediante es ese “atravesar las apariencias” lo que lo conduce “arriba”, lo que eleva a Ibrahîm del Mulk al Malakût, hasta verse a si mismo preso de un nuevo plano. Penetrar en el meollo mismo de las cosas, hacer que la mirada las traspase. ¿Cómo la mirada, que nos mantiene apegados a las cosas, puede trascenderlas? Desde los mismos orígenes del pensamiento humano, se ha hablado del asombro: ¿por qué hay mundo? El asombro suele referirse a las cosas mismas: la maravilla del funcionamiento del mundo, de los ciclos del día y de la noche, de la armonía perfecta de las esferas y el equilibrio que reina en la naturaleza. El asombro ante la respiración, ante el latir del corazón, ante las funciones fisiológicas. El asombro ante los amaneceres, ante la renovación constante de la vida. Todo lo visible es susceptible de provocar nuestro asombro, pues todo ha pasado de la inexistencia a la existencia, y está ahí como cifra del misterio. Ahora bien: si nos fijamos bien, este asombro se refiere a las criaturas, y por tanto contiene en si mismo el germen de toda idolatría. La criatura queda presa de aquello que “le parece asombroso”, lo cual no es sino un reflejo de su propio saber abocado al horizonte. Este asombro nos concierne, el darse cuenta de que estamos vivos bajo el cielo estrellado, en la misma existencia que lleva millones de años funcionando. Así, mediante este asombro el hombre se sublima. Lo crucial de la experiencia iniciática de Ibrahîm es que no se queda preso de ese asombro, supera el solipsismo y la idolatría de las cosas que el saber que surge del asombro implica. Ibrahîm no se queda en la maravilla de las cosas, da un paso más allá, hacia el origen de todo eso que lo maravilla. En efecto: lo que nos maravilla, más allá de la Majestad y la Belleza en que Al-lâh se nos muestra, es el propio hecho de la Creación. Al tener conciencia de haber sido creado, y de que su vida es una mota de polvo abocada a desaparecer en lo infinito, el hombre cae postrado. Este es el punto que separa la idolatría de la adoración, la inmanencia de la trascendencia. Este hecho muestra que estamos completamente sometidos a Al-lâh, nos aboca al aniquilamiento, al reconocimiento, a la entrega de todos nuestros actos. Es en este momento cuando Ibrahîm comprende que el sol no es más que una criatura, y como tal su influjo se desvanece dando paso a la certeza. Verdaderamente, no puede haber algo más grande que lo infinito, no puede haber algo más grande que “lo más grande”: Al-lâhu Akbar. Con esto nos basta. ¿Por qué tendríamos que encontrarlo, darle objetividad a nuestra busca? En realidad, en la medida en que encontramos algo concreto deja de ser automáticamente “lo más grande”. Así pues, para no caer en idolatrías debemos aceptar que “lo más grande” se halla más allá de todo lo visible.
Capítulo 5. Contra la "religión de los antepasados" El Qur’án nos ha presentado a Ibrahîm como un joven inquieto, a la búsqueda de una verdad sólida, de una certeza irrefutable. El primer instante de Ibrahîm pasa por poner en duda la religión de su padre. Tras ello se hace sobre él “la oscuridad de la noche”, referencia a la ausencia de certezas, al estado de zozobra en el que vive aquel que se atreve a realizar la pregunta por el fundamento. La propia pregunta es el signo de un desconocimiento, el propio deseo de saber es el camino. Al reconocer que no sabemos nos estamos ya dirigiendo a Aquello superior a nuestras capacidades, estamos pidiendo que se produzca la revelación. Este proceso interior le conduce directamente a enfrentarse con su pueblo. Cuando ve como se oculta el sol, la conciencia de su Sustentador lo impele inmediatamente a proclamar la
incomparabilidad de Al-lâh: Qawmi innii barii’ um-mimmaa tushrikuun. ‘Inni wa j-jahtu waj-hiya lil-ladzi fatara samawaati wa al-‘ardza hanii fan wa maa ‘ana min al-mushrikiin. “¡Pueblo mío, estoy lejos de aquello que asociáis! Ciertamente, dirijo mi rostro, como hanif, a Aquel que ha hecho los cielos y la tierra; y no soy de los asociadores.” (Qur’án 6: 79-80) Situado enfrente de los ídolos que veneran sus mayores, Ibrahîm se da cuenta de que estos no son más que estatuas huecas, signos de una religión que hace tiempo que ha perdido su valor, para quedar reducida a una costumbre. Todo lo empuja al enfrentamiento, a denunciar un culto vacío de sentido, que tiende a usurpar el contacto directo entre el Creador y las criaturas. Las aleyas en las cuales se dirige a sus gentes son las más numerosas de las que el Qur’án dedica a la historia de Ibrahîm: Y, ciertamente, mucho antes [de Mûsa] dimos a Ibrahîm su conciencia de la rectitud; y éramos conscientes de él cuando les dijo a su padre y a su gente: “¿Qué son esas imágenes de las que sois tan intensamente devotos?” Respondieron: “Hallamos a nuestros antepasados adorándolas”. Dijo: “¡En verdad, vosotros y vuestros antepasados estáis evidentemente extraviados!” (Qur’án 21: 51-54) El estallido de Ibrahîm da cuenta de que el desvelamiento que se ha producido en él implica el alejamiento de las creencias de su entorno, de la “religión de los antepasados”, tema que se repite como un leitmotiv en la historia de todos los profetas, paz y bendiciones. No se puede codificar ni representar con elementos mundanos lo que es anterior y está por encima de todo lo mundano. De otro modo, lo único que hacemos es ponerle límites a lo ilimitado, con lo cual deja de ser ilimitado. No asociar nada a Al-lâh: este es el modo negativo de explicar la trascendencia. ¿De qué otro modo podría Ibrahîm expresar su encuentro con lo inapresable? Decir inapresable —como decir ilimitado, incomparable o infinito— ya es calificar a Al-lâh de un modo negativo, mencionarlo por aquello que no es. Digamos lo que digamos de Él, Él es siempre más. Si decimos que es la Belleza, Él está más allá de la belleza terrestre, si decimos que es Misericordia, Él es la omni-misericordia: una misericordia que lo abarca todo a todas horas. Sea lo que sea, Él siempre nos desborda, pues precisamente en ello se cifra su eficacia, el seguir siendo un motivo de búsqueda incesante. Más allá de la referencia concreta a unas estatuillas, hay que partir de este desvelamiento para comprender el mensaje de Ibrahîm. La experiencia de la trascendencia es el cara a cara entre el hombre y su Creador, que se torna en rechazo de la idolatría en el mundo de las criaturas. Ibrahîm ha dirigido su rostro hacia “otro lado”. Ciertamente, la entrada al Malakût nos aleja del Mulk, mostrando lo absurdo de asociar al Creador lo que pertenece al mundo de las criaturas: ¿cómo podría una criatura crearse a si misma?
Dijeron: “¡Pero hallamos que nuestros antepasados hacían lo mismo!” (Qur’án 26: 73) Toda representación de Al-lâh es una usurpación. Confusión entre el mundo psíquico del hombre y el principio generador de la existencia. Si limitamos a Al-lâh en función de los procesos espirituales, estamos haciéndolo inoperante, incapaz de trascender esos procesos. Al situar a Al-lâh como anterior a todo, estamos invocando una fuerza anterior a todos los conflictos, una profundidad anterior a toda profundidad, una luz que está más allá de las tinieblas. Oposición entre la religión como elemento cultural y la relación entre el hombre con el Todo. En el primer caso, la religión es una limitación y un signo de identidad, en el segundo es la superación del ego y de las barreras culturales para acceder a la Realidad en si misma. ¿Por qué se ha producido esta situación? ¿Qué es lo que sustenta un culto tan vacío? El propio Ibrahîm nos ofrece una respuesta: “Habéis dado en adorar ídolos en lugar de Al-lâh únicamente por mantener un lazo de amor, en esta vida, entre vosotros...”. (Qur’án 29: 24) Lo que mantiene en pie la adoración de los ídolos es el intento de mantener lazos de amor tribales, unos lazos basados en la conveniencia antes que en la conciencia de su Sustentador. Esto nos recuerda en muchos aspectos al tipo de “religiosidad” que se difunde hoy en día muchos países de mayoría musulmana: una religión de estado, basada en la costumbre y la repetición mecánica de ritos. Ya no se sabe en que momento de la cadena de transmisión se dejaron atrás los contenidos, en todo caso verificamos que la transmisión ha sido rota, que la educación ha perdido su capacidad de despertar en los creyentes el sentido profundo de la revelación. Separar a Al-lâh de cualquier forma de representación es separarlo de cualquier signo de identidad y devolverlo a lo incondicionado. Es, necesariamente, romper con la religión de los antepasados y establecer un vínculo interior con Al-lâh, cara a cara a nuestro Sustentador, tal y como Ibrahîm hiciera surgiendo de lo más oscuro de la noche. A Al-lâh no lo encontramos en la cultura humana, aunque la trascendencia sea el motor de las más excelsas creaciones que haya producido la humanidad. Quienes pretenden ver a Al-lâh encarnado en una cultura o religión determinada están en un claro extravío. El propio Ibrahîm explica lo inútil de esta “religión tribal”: “... pero luego, en el Día de la Resurrección, renegaréis unos de otros y os maldeciréis unos a otros —pues vuestra meta común es el fuego, y no tendréis quien os preste auxilio.” (Qur’án 29: 25) Lo que fundamenta el anarquismo espiritual de Ibrahîm es el hecho de que nada puede sustituir la relación directa del hombre con su Sustentador. El Juicio es el momento en el cual todo lo superfluo se desvanece, es el propio declinar de los astros en el cielo, la destrucción de todo lo que ahora nos parece sólido. Ese Día no seremos juzgados más que por nuestras acciones, de nada nos servirá el alegar que creímos servir a Al-lâh con nuestro culto vacío de sentido. La ruptura que Ibrahîm experimenta con su entorno proviene de su conciencia interior de su soledad
esencial ante Al-lâh. En el Juicio de nada servirán los hijos o parientes, cada uno deberá responder por su propias acciones y creencias. No servirán de nada las excusas de aquellos que se refugian en la religión oficial para justificar comportamientos, lapidar adúlteras, azotar borrachos, asesinar a homosexuales, discriminar a la mujer. En ese momento no podrá nadie echar mano del ulema de turno para justificar lo injustificable: el haber delegado nuestra responsabilidad en el camino de Allâh, como si otros pudieran responder por nosotros ante Al-lâh. Esta gente nos recuerda unos versos de T.S. Eliot, donde vemos descritos a estos seguidores de la religión de los antepasados: Somos los hombres huecos somos los hombres rellenos apoyados unos en otros con la cabeza llena de paja. ¡Ay! Nuestras voces resecas, cuando susurramos juntos son tranquilas y sin significado como el viento al soplar sobre la hierba seca o patas de ratas sobre el cristal roto en la bodega de nuestras provisiones. Figura sin forma, sombra sin color, fuerza paralizada, gesto sin movimiento; los que han cruzado con los ojos derechos, al otro Reino de la muerte. (...) Esta es la tierra muerta esta es tierra de cactus aquí se elevan las imágenes de piedra, aquí reciben la súplica de la mano de un muerto bajo el titilar de una estrella que se apaga. (The hollow men) Sin duda Ibrahîm es uno de esos que ha cruzado, con los ojos derechos, al otro lado, al Reino que está más allá de la muerte de todo lo mundano, y ha visto ese culto vacío como una traición al principio trascendente que rige la existencia.
Capítulo 6. Experiencia de la Luz Los ídolos necesitan templos, doctrinas, sacerdotes y liturgia. Nos remiten a una religión jerarquizada, donde la mayoría de los fieles es invitada a participar en unos misterios que controlan unos pocos. Frente a ello, Ibrahîm ha experimentado la conmoción del universo que se abre dentro suyo, desde sus propias entrañas hasta lo más remoto. Es la conexión del hombre con el Universo del Decreto, con el mundo del Poder absoluto de Al-lâh, un Poder que no acepta limites. No acepta, sobretodo, nada que lo represente. En el plano social, todo esto tiene un sentido muy concreto. Representar a Al-lâh es otorgarle unos
rasgos de identidad específicos. El mundo de la idolatría es un mundo fragmentado, condenado a los enfrentamientos entre diferentes tiranías. Eso es lo que había sucedido en el mundo en el cual Ibrahîm lanza su mensaje, el mensaje de todos los profetas. Cada pueblo ha llegado a identificarse con sus representaciones, y dentro de cada pueblo las representaciones han sido objeto de un monopolio religioso. Hoy sucede lo mismo al nivel de las nacionalidades, las ideologías, las religiones, los estados. Poco puede importarnos que se llamen a si mismo cristianos, demócratas o musulmanes: se trata siempre de la misma usurpación del poder por parte de unos pocos. Si Ibrahîm sabe que toda pretensión de poder humano es absurda, es porque ha visto el verdadero Poder, un poder ilimitado, capaz de crear cualquier cosa. Descubre que el orden de la naturaleza no es un milagro, sino una manifestación de Su Voluntad y Su Misericordia. Ha penetrado en el Malakût, en el Universo del Mandato. Sabe que las acciones de los hombres carecen de poder en si mismas, que ellos no podrían hacer nada sino es gracias a la vida que procede de una fuente ilimitada. Ibrahîm no puede seguir adorando a Al-lâh a través de las formas, y se ve abocado a lo anterior a toda forma. Ante Al-lâh, el propio Ibrahîm se desvanece. Si nosotros somos nada, entonces, ¿qué queda del asombro que sentimos ante la Creación de Al-lâh el Altísimo? Una curiosa etimología, tal vez un juego de palabras, nos lo aclara: postrarse es caer en la propia sombra, abismarse en el asombro y anegarse para dejar que solo la Luz del verdadero nos domine. Ibrahîm ha visto: esta expresión tiene un largo alcance. Ha visto como la vida nace de la nada. No se trata de creencias o de ideas, sino de la constatación de una realidad a través de la mirada. Esto quiere decir que aún tratándose de algo invisible, Ibrahîm lo ha visto. ¿Qué es este “invisible” que se hace “visible” a la mirada interior, al ojo del corazón? Se trata de la Luz, la misma Luz que Ibrahîm estaba buscando desde el primer momento, desde que confundió la estrella con su Sustentador, para ver como la luz de la luna la eclipsaba. El sol, que comunica su luminosidad a la luna, recibe a su vez la irradiación de la Luz de luces, de la única Luz que se revela a través del sol, de la luna y las estrellas. Cada vez ha ido abriéndose más y más hacia la Luz, desde ese destello que aparece en la negritud más absoluta hasta la Luz que todo lo domina, dejando atrás los cultos lunares y solares. Solo un poeta podría expresar la paradoja de esta luz, al mismo tiempo visible e invisible, otro de los más Bellos Nombres de Al-lâh: an-Nûr. Una Luz que anega la luz de la naturaleza, que pertenece a otro mundo y sin embargo nos deslumbra, que no es representable pero que ilumina y se hace visible al amor de las criaturas. Tal y como acertó a expresar Lezama Lima: “La luz es el primer animal visible de lo invisible”. Y la vida de la Luz es árbol, aire, agua, tierra, fuego. La Misericordia creadora de Al-lâh no conoce límites.
Capítulo 7. La idolatría interior Ibrahîm sabe que Al-lâh no es una criatura, sino aquello que no se desvanece. Y, en este punto, no se admiten concesiones: asociar algo a Al-lâh es el peor de los crímenes, el de empequeñecer a lo más grande para hacerlo coincidir con nuestros puntos de vista de criaturas. Esta es la peor de las transgresiones por significar un empequeñecimiento de la Realidad, una mezquindad. Esta es la fuente de todas las desgracias, de toda forma de dogmatismo, de cerrazón, de tiranía. Falta de visión, falta de amor, falta de conciencia, idolatría. Frente a esta mediocridad, afirmamos que es Al-lâh es el objeto final de todos nuestros anhelos y
deseos, y que es más grande que cualquier cosa que podamos soñar, pensar, imaginar, conocer o desear... sabemos que Al-lâh está siempre más allá de nosotros mismos, que nosotros somos nada. Sabemos que todo lo creado perece, pero que es sustituido constantemente por nuevas formas, por una vida nueva. ¿Por qué entonces preferir lo ya creado a la propia fuerza que renueva la vida? Todo lo que es se desvanece, solo lo que está viniendo a la existencia tiene vida verdadera. Entonces, somos algo en la medida en que dejamos de ser aquello que creemos ser, en la medida en que abandonamos nuestras ficciones, sueños y avaricia, en la medida en que nos dejamos arrastrar por el Poder Creador de Al-lâh el Altísimo. La degradación de la espiritualidad en idolatría —la espiritualidad cosificada en unas formas sin sentido— es el horror, el auténtico fin, el Fuego. Frente a la desolación de la costumbre, Ibrahîm nos impele a realizar las preguntas esenciales, a verificar la eficacia de nuestras prácticas de adoración: “¿Qué es eso que adoráis? ¿Queréis una mentira – deidades distintas de Al-lâh? ¿Qué pensáis, entonces, del Sustentador de todos los mundos?” (Qur’án 37: 85-87) Dijo [Ibrahîm]: “¿Acaso os escuchan cuando les invocáis, u os benefician u os perjudican?” (Qur’án 26: 70) Esta es la diferencia entre un culto vacío y la recta adoración: el establecimiento de una comunicación interior entre el siervo y su Sustentador. Esta es la diferencia entre la religión como una herencia que no admite ningún cuestionamiento, y aquellas creencias que surgen del realizar las preguntas esenciales y no aceptar otra guía que Al-lâh. Esta comunicación implica la conciencia de que Al-lâh escucha nuestras súplicas, que es el Único que puede darnos o quitarnos algo. A Él nos orientamos con todas nuestras fuerzas. E, Ibrahîm, cuando dijo a su pueblo: “¡Adorad a Al-lâh y sed conscientes de Él: esto es mejor para vosotros, si lo supierais! ¡Adoráis en lugar de Al-lâh sólo ídolos [inertes], dando [con ello] forma visible a una mentira! En verdad, esos [seres y cosas] a los que adoráis no pueden proveeros de sustento: ¡buscad, pues, todo [vuestro] sustento en Al-lâh, y adoradle [sólo] a Él y sed agradecidos a Él: [pues] a Él seréis devueltos! (Qur’án, 29: 17-18) Los ídolos de piedra son la forma exterior de una mentira. El verdadero error es invisible: la idolatría interior, el endiosamiento de nuestras fantasías. Representar a Al-lâh no es una práctica inocente. Toda representación es una proyección del ego que la crea. Esto no quiere decir que las estatuas u otras representaciones no sean la cifra de un misterio, que la imagen de un hombre con cabeza de carnero no tenga una explicación psicológica, y que no se puedan cifrar elementos del mundo psíquico mediante obras de arte. Incluso deben ser respetadas como tales, u objetos decorativos, siempre que no traten de ocupar el lugar que solo a Al-lâh es debido. Lo que aquí esta en juego es algo mucho más importante.
La idolatría interior, la religión como una herencia cultural. No solo se trata de una adoración absurda, sino de algo corrosivo, que mina la posibilidad real de un contacto sin presupuestos entre el Creador y la criatura. En efecto, para que éste pueda producirse, es necesario que sea en el interior del ser humano, en esa zona oscura de representaciones donde entramos en contacto con la fuerza creadora de los cielos y la tierra, ese mismo principio vital que nos crea y nos recrea, al único que nos debemos por encima de todas nuestras miserias cotidianas. Adorar al Creador por encima de su Creación es dirigirse al Mandato Creador antes que al Poder de lo creado. Con ello, Ibrahîm no hace otra cosa que volverse hacia las fuerzas creativas que rigen la existencia, dando la espalda a todo aquello que trata de atrapar y cosificar esta energía vital indomable en una forma. Sólo de ahí puede emanar la guía que nos permita romper con el círculo vicioso de lo conocido, que nos encierra en nosotros mismos, impidiéndonos acceder al otro. Permanecer abiertos a la Guía de Al-lâh, a las señales que vienen de lo indeterminado, es abandonar toda pretensión de existir por uno mismo, dejarse llevar por la propia fuerza que rige la existencia. Es amoldarse a los ciclos del día y de la noche, evitando la violencia de los egos que luchan entre sí. La adoración de los ídolos nos separa de un mundo constantemente recreado: cosifica la experiencia directa de Al-lâh. Ibrahîm devuelve la mirada de sus contemporáneos hacia la propia dinámica de Creación, hacia el universo del Mandato. Lo abierto es la tierra bendecida, hacia la cual Ibrahîm dirigirá sus pasos. El universo de la idolatría requiere de templos, dogmas, sacerdotes, explicaciones, jerarquías... Necesita de símbolos identitarios que los distingan de otras identidades. Es un mundo donde unos pocos se han apoderado de Al-lâh, robando a la mayoría la posibilidad de un encuentro más allá de todas las fronteras. Ese es el encuentro que Ibrahîm nos propone: trascender nuestros límites de criaturas, abocarnos al origen indiferenciado de nosotros mismos, donde no existen esas diferencias artificiales que los hombres se imponen para tener una ficción de realidad. Si admitimos —con Ibrahîm— que Al-lâh está más allá de toda representación, tendremos que admitir que no se lo puede cosificar en unos dogmas. Tendremos que admitir que eso que llamamos “religión” queda limitado a la recepción por parte de cada una de las criaturas de la guía de Al-lâh, y que esta es la única fuente de autoridad que el musulmán admite. En diferentes momentos del Qur’án, Ibrahîm se dirige a sus conciudadanos mediante las siguientes expresiones: “¡Lejos de mí, en verdad, adorar lo que vosotros adoráis! ¡No [adoro] sino a Aquel que me creó: y, ciertamente, Él será quien me guíe!” (Qur’án 43: 27-28) “¡No [adoro] sino a Aquel que me creó!” (Qur’án 43: 27) Respondió: “¡No! ¡Vuestro Sustentador es el Sustentador de los cielos y de la tierra –el que los ha creado!” (Qur’án 21: 56) Dijo: “¿Disputáis conmigo sobre Al-lâh,
cuando es Él quien me ha guiado?” (Qur’án 6: 80) En estas y otras aleyas se pone siempre el acento en la misma idea: abocarse al propio Creador para alcanzar la guía, una guía que ninguna criatura puede ofrecernos. El hombre que se deja guiar por elementos externos está perdido. No podrá salir nunca de ese limite de referencias que su costumbre le impone, no podrá nunca abrirse a lo desconocido, ampliar su campo de conciencia. Permanecerá atrapado de “la religión de los antepasados”, una serie de atavismos que le impiden avanzar en el camino de Al-lâh, siempre abierto hacia lo desconocido-creador. Ibrahîm insiste, nosotros insistimos. Una y otra vez se trata de lo mismo: ¿es qué no oiréis? Dirigir directamente la mirada del hombre hacia su Creador. Apartarse de todo saber constituido, no hacer caso de ninguna casta sacerdotal, huir como la peste de todos aquellos que quieren usurpar las funciones de Al-lâh, haciéndose pasar por sus representantes en la tierra. ¡Este es el mensaje del Islam en toda su pureza! Luego llegarán los sacerdotes con sus maquinaciones, transformando el sometimiento a Al-lâh en una religión de estado, recopilando libros de hadices que dicen lo que el Qur’án no dice y que hay que venerar, so pena de herejía... Pero esta es otra historia. Frente a la actitud de aquellos que pretenden hacerse garantes de la religión, controlando sus discursos e imponiendo la idolatría, la única posibilidad de permitir que todos los hombres accedan a su Señor sin limitaciones temporales es preservar la absoluta trascendencia de Al-lâh. Negar la idolatría no es romper unas estatuillas que simbolizan las fuerzas de la naturaleza. Es afirmar la relación directa que cada creyente establece con el Todo. En la surat de la Araña (al-Aankabarut) se recoge de forma admirable el mensaje que Ibrahîm lanza a sus conciudadanos, unas palabras claras que todavía resuenan, a las que retornamos siempre, in sha Al-lâh: E Ibrahîm dijo a su pueblo: “¡Adorad a Al-lâh y sed conscientes de Él: esto es mejor para vosotros, si lo supierais! ¡Adoráis en lugar de Al-lâh sólo ídolos, dando forma visible a una mentira! En verdad, esos a los que adoráis no pueden proveeros de sustento: ¡buscad, pues, todo sustento en Al-lâh, y adoradle a Él y sed agradecidos a Él: a Él seréis devueltos! “Y si desmentís... ya comunidades desmintieron antes: pero un enviado no está obligado mas que a transmitir con claridad el mensaje.” ¿Es que no ven cómo Al-lâh crea en un principio, y luego la suscita de nuevo? ¡Esto es, ciertamente, fácil para Al-lâh! Di: “¡Id por la tierra y contemplad cómo Él ha creado en un principio: y así, también, creará Al-lâh vuestra segunda vida —pues, ciertamente, Al-lâh tiene el poder para disponer cualquier cosa! “Castiga a quien Él quiere, y concede Su misericordia a quien Él quiere;
y a Él se os hará retornar: y no tenéis escapatoria ni en el cielo ni en la tierra; y no tenéis a nadie que os proteja de Al-lâh, ni nadie que os preste auxilio.” Y quienes se empeñan en negar la verdad de los mensajes de Al-lâh y de su encuentro con Él —esos son los que desesperan de Mi gracia y misericordia: y a esos les aguarda un doloroso castigo. Pero, la única respuesta del pueblo [de Ibrahîm] fue decir: “¡Matadle, o quemadle!” —pero Al-lâh le salvó del fuego. ¡Ciertamente, en esto hay en verdad mensajes para los que confían! E [Ibrahîm] dijo: “Habéis dado en adorar ídolos en lugar de Al-lâh únicamente por mantener un lazo de amor, en esta vida, entre vosotros [y vuestros antepasados]: pero luego, en el Día de la Resurrección, renegaréis unos de otros y os maldeciréis unos a otros —pues vuestra meta común es el fuego, y no tendréis quien os preste auxilio.” (Qur’án, surat 29, ayats 16-25)
Capítulo 8. La plegaria de los hombres en tawakkul En el Qur’án al-Karim podemos encontrar varios du’a —peticiones o plegarias— realizados por el Profeta Ibrahîm, que la paz sea con él. En ellos vemos condensada su creencia, basada en la destrucción de los ídolos y una experiencia directa de la divinidad a la que una y otra vez sus enseñanzas nos abocan. Estas plegarias nos llevan directamente desde su juventud (entrega a Al-lâh y enfrentamiento con el poder) hasta la fundación de la Kaaba, cuando es un anciano que ruega por las generaciones venideras junto a su primogénito Ismael (as). La importancia del du’a en la tradición islámica es extraordinario. La plegaria nos pone en contacto con la Realidad: la invocamos y pedimos su protección, su ayuda, su guía, su misericordia. Hablar con Al-lâh, dirigirse a Él, es el mejor modo de sincerarnos y reconocer nuestros más íntimos deseos. Al pronunciar nuestras súplicas estamos expresándonos, fijándole un destino a nuestro anhelo. Ante Al-lâh nadie puede engañarse, pues Él sabe mejor que nosotros lo que contiene nuestro pecho. Todas las plegarias son una plegaria: aquella que expresa nuestra condición de criaturas dependientes, nuestro anhelo de reintegración y de retorno. Todos los hombres quieren luz, todos los hombres quieren agua, superar todo aquello que los separa y los desgarra y conciliarse con el todo. El du’a es una forma de purificar nuestros deseos, canalizándolos hacia lo Absoluto. Con ello nos libramos de la tiranía de las cosas y nos confiamos a Aquello que da vida (al-Muhyî) y que la quita (al-Mumît), al Único (al-Ahad) que puede perjudicarnos (al-Dârr) o beneficiarnos (al-Nâfi’). Siendo así, ¿qué no esperar de los du’a de un mensajero de Al-lâh? A través de ellos se expresan los deseos de Ibrahîm, y por tanto su humanidad más carenciosa.
Hemos hablado de que en la vida de Ibrahîm se dan “acontecimientos arquetípicos”. Tenemos que añadir: no por ello fríos o distantes, sino (y muy precisamente) desgarradoramente vivos. Lo arquetípico es la muerte, el silencio, la desintegración, el sueño. Algo que sucede en las entrañas, una apertura dolorosa a través de la cual Ibrahîm es hecho, es moldeado por Al-lâh. Somos conducidos de una situación a otra, desde la rebeldía juvenil ante la religión cosificada de sus mayores, hasta la visita de los ángeles y la destrucción de la ciudad de Lut (as). Desde el enfrentamiento con el poder representado por la idolatría hasta la fundación de la Casa de Al-lâh en el valle de Bekkah. Desde el diálogo íntimo con su Sustentador hasta las relaciones familiares, que en su caso se revelan como especialmente conflictivas. Ibrahîm reza, siente temor y lo supera. Es entregado al fuego. Algunos querrían ver a los profetas como personajes monolíticos, sin fisuras, una especie de héroe espiritual infalible al cual una voz de ultratumba le va dictando lo que tiene que hacer y que decir a cada paso... y sin embargo, al penetrar en la revelación nos encontramos con seres humanos, que cometen errores y que sufren, que tienen problemas familiares y cuya única salida es pedir la guía de Al-lâh, al que suplican desde su soledad esencial de criaturas. En el Qur’án todos los profetas se equivocan, desde el primero hasta el último. Esto es una misericordia de Al-lâh, algo que nos hace pensar que nosotros no somos solo humo, que nuestra humanidad no nos incapacita para recibir la guía, sino más bien todo lo contrario: es el hecho de ser hombres y de querer vivir como tales lo que nos hace abrirnos al mundo como teofanía, manifestación de una Realidad de la que formamos parte. El primer du’a de Ibrahîm (cronológicamente hablando) lo encontramos en la surat 60 (AlMumtahana / La Examinada). Nos situamos en los primeros tiempos de su predicación entre sus gentes, antes de la persecución y del exilio. Si en el capítulo anterior hemos visto la experiencia de Ibrahîm frente al misterio de la Creación, ahora nos abocamos a las consecuencias sociales que tiene esa experiencia. Ha descubierto que las estatuas que sus mayores adoran carecen de poder en si mismas, y como todo lo creado está destinado a desaparecer. Ha dirigido su mirada directamente hacia la Creación para ver como las estrellas, la luna y el sol se desvanecen. Todo lo que parece inmenso no es nada ante la inmensidad del todo. Descubre a Al-lâh como una fuerza creadora, que no es apresable en una forma, sino que abarca y supera todo lo que las criaturas pueden ver, pensar, imaginar o concebir, y decide entregarse a Aquel que es más grande que todo lo creado. Este desvelamiento lo lleva a rechazar la religión de sus antepasados, la que profesa su padre y sus conciudadanos. Con esto, se sitúa como un apartida entre los suyos, condenado a un cierto modo de clandestinidad. En el momento de este du’a ya ha iniciado su predicación y lo vemos rodeado de un puñado de discípulos: Rabbana ‘alayka tawakkalnaa wa ‘ilayka ‘anabraa wa ‘ilayka al-mashîr. Rabbana laa taj‘alnaa fitnat al lil-ladziina kafaruu wa agfir lanaa Rabbana. ‘Innaka ‘anta al-‘Azizu al-Hakim. (Qur’án 60: 5-6) La traducción de Muhámmad Asad no da con la música ni provoca la resonancia del original, pero
representa una aproximación bastante precisa a su contenido: ¡Oh Sustentador nuestro! ¡En ti hemos puesto nuestra confianza y a Ti nos volvemos: pues a Ti es el retorno! ¡Oh Sustentador nuestro! ¡No permitas que seamos objeto de persecución por parte de aquellos que están empeñados en negar la verdad! ¡Y perdónanos nuestros pecados, Oh Sustentador nuestro: pues sólo Tú eres todopoderoso, realmente sabio! Una traducción alternativa, sería la siguiente: Señor nuestro, nos entregamos a Ti nos volvemos a Ti y hacia Ti conduce el porvenir. Señor nuestro, no nos enfrentes a los que Te rechazan y concédenos Tu perdón, Señor. Ciertamente, Tú eres Inaccesible, Sabio. La atención está puesta en la trascendencia absoluta de Al-lâh, el cual es nombrado del siguiente modo: Rabb (Sustentador), al-‘Azîz (el Poderoso, Inaccesible, Victorioso), al-Hakim (el Juicioso, el Sabio). En la clasificación tradicional de los Nombres de Al-lâh, estos tres pertenecen a los de Majestad, a través de los cuales se expresa la incomparabilidad y absoluta distancia que separa al Creador de las criaturas, el tanzîh. Al-lâh es el Sustentador de todos los mundos, hacia el cual todo retorna, ante quien los hombres no pueden sino abandonarse buscando perdón y refugio. La inmensidad de Al-lâh contrasta con la pequeñez de las criaturas, pero el hombre posee la capacidad de nombrarlo, de ponerse en contacto con Él buscando protección.
Capítulo 9. El Nombre de Al-lâh al-Wakîl Un Nombre que aparece por alusión en el du’a de Ibrahîm es al-Wakîl, ante el cual los creyentes hacen tawakkul. Este Nombre, por la radical experiencia de la divinidad a que aboca a los creyentes, ha gozado de especial predilección entre los sufíes. A ellos nos remitimos para tratar de comprender cual es la actitud de Ibrahîm y los suyos ante su Sustentador, una entrega y confianza absoluta. Más allá de la lógica, se trata de abandonar toda voluntad y confiarse a Al-lâh como un bebé de pecho se confía en los brazos de su madre. Lo primero es la definición de Dûl-Nûn al-Misrî, tomada de La maravillosa vida de Dûl-Nûn el egipcio, de Ibn ‘Arabî, en la página 115: Sa’id ibn ‘Uthman al-Hayyât ha referido esto: Yo he oído a Dûl-Nûn el Egipcio dar la respuesta siguiente a un hombre que le había preguntado qué era el tawakkul: “Es desposeer a los señores (arbâb) de su soberanía y abandonar los intermediarios (asbâb, con el sentido frecuente de “causas segundas”)”.
El hombre le rogó explicase más, y Dûl-Nûn añadió: “Es arrojar su alma al estado de servidumbre (‘ubûdiyya) y sacarla del estado de señorío (rubûbiyya)”. He aquí otra frase de Dûl-Nûn: “el tawakkul es abandonar el gobierno de sí mismo y desposeerse de la fuerza del poder”. Estas citas hacen referencia al abandono por parte del siervo de toda pretensión de poder, de autodominio, de soberanía. El creyente renuncia a todo simulacro de autoridad, hasta el extremo de dejar de poner su atención en las “causas segundas”, y ponerlo solo en la “causa primera”, que no es otra que Al-lâh. Cuando se dice que el tawakkul es el abandono, o la confianza absoluta en Al-lâh, no se miente, pero ¿acaso el islam no es ya eso? Todos los sometidos, por definición, se confían a Al-lâh. Aquí debe notarse algo más: Salirse de los asbâb, salirse de las causas segundas... ¿a qué se refiere? En primer lugar, a romper con la causalidad, con la idea de que todo lo que vemos tiene una cusa en lo aparente. Se trata de confiar en la capacidad de actuar de Al-lâh más allá de las leyes lógicas del sentido, rompiendo con las relaciones de causa y efecto. Se trata también de no hacer caso de lo que digan los demás, abandonar los intermediarios, confiar únicamente en aquello que viene directamente de Al-lâh, renunciar a todo ejercicio del poder. Es abandonar la pretensión de que nosotros seamos la causa de algo, cuando en realidad sabemos que no somos nosotros sino Al-lâh. Solo Él hace y deshace a su antojo. El que está en tawakkul parece “hacer burla” de las causas secundarias, de los que se afanan y creen que pueden procurarse ellos mismos su sustento, sin contar con la ayuda del Único Sustentador. Solo confía en Al-lâh, niega la realidad a cualquier otra causa. Si un hombre le ofrece un trozo de pan no toma en cuenta al hombre que se lo ofrece. Según un hadiz, el profeta habría dicho: “la sadaqa (dádiva) va directamente de las manos del que la entrega a Al-lâh, y es Él quien se la da al que la pide”. Así pues, el que recibe debe agradecer tan solo a Al-lâh, y el que da debe saber que es Al-lâh quien le agradece. En realidad, el hombre no le ha dado nada, y si es tan arrogante para creer que ha sido así, no será el hombre en tawakkul quien se lo confirme. Esto explica que los sufíes recomiendan a los discípulos que están el tawakkul que se alejen de los lugares donde se suele dar limosna, que no acepten la ayuda de alguien de quien haya esperado ayuda, que rechacen todo lo que pueden recibir con avidez o alegría, etc. El tawakkul, como práctica sufí, no es únicamente vida mendigante, sino confianza en lo absolutamente inesperado. Se recomienda alejarse de los caminos transitados, alejarse de un lugar en el cual ya has recibido una ayuda, etc. Lo que se espera es —prácticamente— que les baje un plato del cielo, como a Maryam. Una anécdota nos muestra el extremo al cual los sufíes han llevado estas consideraciones: Abû Yazîd al-Bistâmî exclamó: “¡Oh, mi Rabb, nunca he asociado nada a Ti!” — “Oh Abû Yazîd, dijo el Altísimo, ¿ni siquiera leche? Acuérdate cuando una noche dijiste: ‘la leche me sienta mal’. Pero soy Yo quien causa el mal y el beneficio”. Por haber considerado la causa secundaria, Al-lâh lo consideró entre los asociadores. Ciertamente, aunque Abû Yazîd hubiera tomado un cuenco entero de leche en mal estado, el causante de su dolor de tripas no sería la leche sino Al-lâh. ¿O es que vamos a atribuir poder a la leche junto a Al-lâh? En el Qur’án, este Nombre aparece numerosas veces, de la que ofrecemos algunas:
1) Faman yu-jâdi lu-l-lâha ‘anhum Yawm al-Qiyamat ‘amman yakûnu ‘alayhim wakîla Qur’án 4, 109 ¿Quién abogará por él ante Al-lâh el Día del Alzamiento o quien será su Wakîl? 2) ... wa Huwa alâ kulli shay-‘in Wakîl Qur’án 6, 102 3) ... wa Huwa alâ kulli shay-‘in Wakîl Qur’án 39, 62 … y Él tiene todo bajo Su Wakîl 4) ... wa lâhu ‘alâ kulli shay-‘in Wakîl. Qur’án 11, 12 … y Al-lâh tiene todo bajo Su tutela. 5) ... ‘al-lâ tattajizû min dûnî Wakîlâ Qur’án 17, 2 ... “No escojáis aparte de Mí otro Wakîl”. 6) Rabb ul-Mashriqi wa al-Magribi Lâ ‘ilâha ‘il-lâ Huwa fattajizhu Wakîlâ Qur’án 73, 9 El Señor del Oriente y del Occidente No hay otro dios que Él Escogedle como Wakîl 7) Qul-lan yusî-banâ ‘il-lâ mâ kataba al-lâhu lana Huwa Mawlâ-nâ wa-l-al-lâhi fal-ya tawakka-l-mu’minûn Qur’án 9, 51 Dí: “Nada nos ocurre sino lo que Al-lâh ha decretado. Él es vuestro Maestro y a Al-lâh se entregan los confiantes”. 8) Wa ‘ala-l-lâhi fa tawakkalû ‘in-kuntum-Mu’minîn Qur’án 5, 23 Y en Al-lâh debéis abandonaros si realmente tenéis confianza 9) Fa-‘izâ ‘azamta fa ta-wakkal ‘al Al-lâh ‘Inna-l-lâha yu hibbul-Mutawakkilîn Qur’án 3, 159 Cuando estés resuelto, abandónate a Al-lâh. Al-lâh ama a quienes hacen tawakkul.
10) ... wa qâlû hasbuna-l-lâhu wa ni’ama al-Wakîl Qur’án 3, 173 ... y dijeron: Al-lâh nos basta y es un excelente Wakîl. Este Nombre es el nº 53 en El secreto de los Nombre de Dios de Ibn ‘Arabî, y es traducido por Pablo Beneito de varias maneras: El Procurador, el Abogado, el Valedor, el Encargado, el Fiable Guardián, el Protector. En una nota, Beneito amplía las posibilidades, pero con reservas: “con menos propiedad, podrían considerarse traducciones como Gerente, Garante, Agente, Delegado... pero desprovistas de connotaciones reductivas”. Estas traducciones hacen referencia al aspecto más material del tawakkul, como si fuese una respuesta a lo mundano. Consultado el diccionario, se confirma que la palabra wikâla implica esta idea de gerencia: un propietario que delega la administración de sus asuntos en un administrador. Lo cual también es resaltado en una nota por Muhammad Asad: “el término wakîl denota a alguien a quien se encomienda la gestión de los asuntos”. La idea de “delegar en Al-lâh como administrador” lo referente a nuestra manutención, aunque poco atractiva en apariencia, se corresponde con la idea de buscar en la raíz de la palabra árabe la acción correspondiente, sin embellecerla con connotaciones metafísicas. En realidad se trata de una prueba fuerte, de un tipo de espiritualidad radicalmente relacionada con la precariedad del hombre, con su miedo al hambre, con su miseria moral en los asuntos cotidianos. Así podía ser entendido al-Wakîl en tiempos de la revelación, en una sociedad de comerciantes, con lo cual también tendría el sentido paralelo de “no dejarse atrapar por las tendencias garantistas del comercio” (teniendo miedo a las pérdidas, fijando precios, almacenando mercancías, etc.), no caer en las leyes grises del mercado. Se trata de un aspecto secundario... aunque ¿existe algo secundario?: la aplicación de las “causas secundarias” a un terreno concreto, según la materialidad de la palabra. Ibn ‘Arabî hace estos comentarios: “Este término [wakîl] es un Nombre con sentido pasivo de resultado, que precisa de la designación de alguien que la asuma y tome como tal —como valedor— al designado”. “Es propio de la delegación general (‘umûn al-wikâla: [¿la gestión de lo común?]) que se delegue en Él para que a su vez Él apodere a quien quiera”. “Es más improbable que en relación a cualquier otro de los Nombres que se halle en este un significado agentivo”. Lingüísticamente hablando, este es el Nombre no-agente por excelencia. Como al-Wakîl Al-lâh es doblemente pasivo: 1) para que alguien pueda ser al-Wakîl es imprescindible que “otro” delegue sus asuntos en Él (incluso si todas las cosas en la Creación delegan instintivamente en Al-lâh, es necesario que alguien asuma conscientemente ese cometido). 2) Al-lâh mismo delega sus asuntos en sus enviados y allegados, que a su vez actúan encomendándose a Él (Ibn ‘Arabî se refiere a la ámana, a la confianza que —según el Qur’án— Al-
lâh ha ofrecido a los hombres, y que estos han aceptado bajo su responsabilidad). En este último sentido, el “designado” como wakîl puede ser tanto Al-lâh como el hombre, lo cual tiene grandes implicaciones en el comportamiento de Ibrahîm ante el poder. En un primer momento, podríamos pensar que alguien que se abandona a Al-lâh bajo la figura del “místico” que vive su espiritualidad en soledad, alejado de la sociedad, desentendiéndose de lo mundano, etc. Paradójicamente, tal y como podremos comprobar, sucede todo lo contrario. Al-Wakîl es un Nombre de paradigma fa’îl, que denota una acción hecha con gran fuerza, que los gramáticos designan como una “forma intensiva”... ¡La intensidad pasiva de al-Wakîl reclama la pasividad intensa del siervo para realizarse! El secreto está en la unión de pasividad e intensidad. La auténtica pasividad del siervo consiste en dejarse activar por la actividad de Al-lâh, es decir: en no ejercer la ficción de poder que Él nos otorga y entrar en completo estado de ubûdiyya, servidumbre absoluta que no implica dejadez sino servicio. La intensidad vital del creyente en estado de tawakkul consiste en todo lo contrario a la imagen del místico dejado: consiste en dejarse activar por Su pasividad. De lo contrario, podría suceder que creyésemos que somos nosotros quienes hacemos tawakkul, lo cual es contradictorio con lo que este estado representa. No se puede “hacer tawakkul”, sino “abandonarse a al-Wakîl”, reconocer que Al-lâh es el Único capaz de garantizar nuestro sustento, y abandonar toda pretensión de dominio sobre lo que nos rodea. Los hombres en estado de tawakkul vivencian este Nombre: le dan vida. Puede decirse que la existencia, para ser completa (para ser la plena manifestación de todos los Nombres de Al-lâh) depende de aquellas criaturas que están en tawakkul. Ciertamente, no son necesarios los hombres para que Al-lâh realice Su Nombre al-Wakîl. Basta con la existencia de cualquier otra criatura: todo en la existencia se abandona al Creador de los cielos y la tierra. Sin embargo, el carácter intensivo de la experiencia de Ibrahîm y los suyos consiste en que vivencian en si mismos el significado de este Nombre. Sin ellos Al-lâh no existiría como al-Wakîl para los hombres, al margen del hecho de que todo en la Creación está en tawakkul.
Capítulo 10. El enfrentamiento con el poder A partir de este análisis del tawakkul avanzamos hacia la segunda parte del du’a en el cual se expresa el estado espiritual de Ibrahîm y de sus seguidores. Si en un principio se refería a la relación de Ibrahîm y los suyos ante/en Al-lâh, ahora se ponen al descubierto las relaciones conflictivas que mantienen con su entorno. Rabbana laa taj‘alnaa fitnat al lil-ladziina kafaruu wa agfir lanaa Rabbana. Señor nuestro, no nos enfrentes a los que Te rechazan y concédenos Tu perdón, Señor. (Qur’án 60: 6) Este es un du’a especialmente apropiado para aquellos que viven su islam en minoría, siendo perseguidos. En él se da cuenta de la oposición entre aquellos que se someten a Al-lâh y aquellos que están empeñados en ocultarlo, entre el mumin (confiante) y el kafir (cafre), el que se confía Allâh y el que rechaza toda dimensión trascendente en lo que le rodea, endiosa su ego y por tanto se
comporta de modo cruel con el mundo. Situación tensa a la que el Qur’án se refiere en numerosos pasajes, y que está en el centro mismo de la tragedia del islam sobre la tierra. Ibrahîm pide a Al-lâh que no permita que los creyentes sean perseguidos, puestos a prueba. Incluso en el caso de aquellos que se abandonan completamente a Al-lâh, existe temor, la constatación de hallarse ante un enemigo cruel, capaz de cualquier cosa. Sin embargo, esta es una petición en cierto modo inútil: ¿cómo aquellos cuya condición vital es la de ocultar la verdad podrían dejar a Ibrahîm en paz? El propio Ibrahîm no puede sino revelarse ante la “religión heredada”, enfrentarse a aquellos que están velando a Al-lâh, confundiendo a las gentes. No quiere provocar esa ruptura (fitna), y sin embargo no puede dejar de dar testimonio de la Realidad, y denunciar el culto vacío de sus padres. Siendo así, el enfrentamiento parece inevitable. Existe otro sentido posible a esta plegaria. Ibrahîm y sus gentes piden a Al-lâh que no haga de sus propias creencias un motivo de ruptura, es decir: que si tiene que existir un motivo sea totalmente a causa de la ceguera del kufur, de su animadversión hacia la Verdad, y no a causa de que los creyentes hayan adoptado esa ceguera. La petición de perdón (astagfirul-lâh) se estaría refiriendo a todas aquellas adherencias que, involuntariamente, puedan haber hecho, a la idolatría interior. Esto nos remite al sentido que tiene la trascendencia absoluta de Al-lâh. La adoración a la que se entregan Ibrahîm y sus seguidores no se realiza ante nada humano, ante ningún símbolo codificable, manipulable por el hombre. Es un acto por el cual afirman su independencia frente a cualquier forma de poder externo, ante cualquier causa secundaria que pretenda competir con la Soberanía de Al-lâh. Un acto de liberación por el cual afirman su pertenencia al Único infinito, a una inmensidad no codificable. Desde este punto de vista, la idolatría no sería sino una usurpación del poder de Al-lâh por parte de los hombres, que pretenden convertirse en sus “representantes en la tierra”. Este es el momento en el cual Ibrahîm se opone a la tiranía: ¿No has sabido de aquel [rey] que discutió con Ibrahîm acerca de su Sustentador, [sólo] porque Al-lâh le había dado la realeza? He ahí, que Ibrahîm dijo: “Mi Sustentador es quien da la vida y da la muerte.” [El rey] respondió: “¡[También] yo doy la vida y doy la muerte!” Dijo Ibrahîm: “¡En verdad, Al-lâh hace que el sol salga por el este; hazlo tú, pues, salir por el oeste!” Así fue confundido el que se obstinaba en negar la verdad: pues Al-lâh no guía a gentes que hacen el mal. (Qur’án 2: 258) Estas aleyas nos sitúan ante la falacia del poder humano, ante la estupidez de aquellos que pretenden ejercer el poder sobre los hombres y usurpar a su Sustentador. Los hombres que están en tawakkul no reconocen a otro soberano que Al-lâh, se postran únicamente ante Aquel que los libera de toda servidumbre. De ahí que el desvelamiento que ha vivido Ibrahîm lo convierta en un destructor de ídolos, en el lenguaje moderno, en un revolucionario. Siendo así, es normal que el du’a de Ibrahîm y de sus seguidores denote temor ante su situación. Sin embargo, Ibrahîm no se detiene en este temor, sino que lo supera reafirmando su plena confianza en Al-lâh: Y su gente disputó con él. Dijo: “¿Disputáis conmigo sobre Al-lâh, cuando es Él quien me ha guiado?
No temo a nada a lo que atribuís junto con Él, a menos que mi Sustentador así lo decrete. Mi Sustentador abarca todo en Su conocimiento; ¿es que no vais a tener esto presente? ¿Y por qué habría de temer yo a lo que vosotros adoráis junto con Él, cuando vosotros no teméis atribuir a otros poderes junto con Al-lâh, sin que Él os haya hecho descender para ello autoridad? [Decidme,] pues, ¿cual de las dos partes tiene mayor derecho a sentirse a salvo —si acaso sabéis? Quienes han llegado a creer y no han enturbiado su fe con malas acciones —¡ellos son los que estarán a salvo, pues son ellos los que han hallado el camino recto!” (Qur’án 6: 80-82) Es un mayor grado de conciencia de la realidad lo que empuja a Ibrahîm a superar su temor y enfrentarse con los asociadores, con aquellos que pretenden limitar a Al-lâh en unas formas que no permiten la experiencia libre y abierta de la divinidad. Su decisión implica el reconocimiento de que el último veredicto es el de Al-lâh. Tiene que suceder aquello que ha sido decretado. En efecto, ¿de qué sirve ocultarse, acaso no tenemos el deber de proclamar la Unicidad divina frente a aquellos que tratan de usurparla? En este punto, Ibrahîm da el paso de la creencia a la acción, superando el miedo natural a las consecuencias del enfrentamiento con la tiranía. En último extremo, el rechazo de los ídolos se torna franco enfrentamiento: “Esos [ídolos] son ciertamente mis enemigos, [nadie me presta auxilio] salvo el Sustentador de todos los mundos, que me ha creado y es quien me guía, y es quien me da de comer y de beber, y cuando caigo enfermo, es Él quien me devuelve la salud, y quien me hará morir y luego me devolverá a la vida — y quien, espero, perdonará mis faltas en el Día del Juicio.” (Qur’án 26: 77-82) Al dar este paso, Ibrahîm tiene presente el Día del Juicio. No le importa morir desde el momento en que tiene la esperanza de ser perdonado por Al-lâh. De ahí la ruptura definitiva, la declaración de guerra: Habéis tenido un buen ejemplo en Ibrahîm y en quienes le seguían, cuando dijeron a sus paisanos: “¡Realmente, nos desentendemos de vosotros y de todo lo que adoráis en vez de Al-lâh: negamos que haya verdad en lo que decís; la enemistad y el odio se interpondrán entre nosotros y vosotros, y persistirán hasta que lleguéis a creer en el Al-lâh Único!” (Qur’án 60: 5) La dureza de estas palabras se verá confirmada con los hechos: Ibrahîm actúa, destruye los ídolos. Aquí, claramente, es un activista, en la medida en que se deja activar por Al-lâh. Su entrega a la Verdad lo hace refractario a la mentira:
“¿Qué es eso que adoráis? ¿Queréis una mentira – deidades distintas de Al-lâh? ¿Qué pensáis, entonces, del Sustentador de todos los mundos?” Dirigió entonces una mirada a las estrellas y dijo: “¡Realmente, me estoy poniendo enfermo!” —se dieron entonces media vuelta y se alejaron de él. (Qur’án 37: 83-90) Dirigió su mirada a las estrellas: nuevamente, se opone la mirada directa a las cosas a la idolatría. Aquellos que dirigen su mirada a la inmensidad de los cielos y la tierra no pueden sino acabar encontrándose con Su Sustentador, desapegándose de todo lo mundano. este es el verdadero temor que tienen los tiranos, el retorno del hombre a su morada, a su naturaleza primigenia. Por el contrario, aquellos que permanecen cerrados en su pequeño universo de creencias quedarán velados, no serán capaces de ver más que aquello que los rodea, sin penetrar el fondo de las cosas. Literalmente, la idolatría que practican sus contemporáneos pone enfermo a Ibrahîm. Quien no comprenda este sentimiento profundo de rechazo ante la mentira no comprenderá lo que sigue, la destrucción de los ídolos como un acto libertario, e incluso puede que llegue a tener lástima de las estatuillas destruidas.
Capítulo 11. La destrucción de los ídolos El episodio de la destrucción de los ídolos es sutil, lleno de significados. Más allá de la descripción física, se trata de un acontecimiento interior, y contiene el secreto de todo lo que Ibrahîm vivirá en su exilio. En un primer momento, el Qur'án nos presenta a Ibrahîm hablando con los ídolos, para comprobar lo que ya sabe, la inanidad y la impotencia de los simulacros. Aquello que no nos responde no es Al-lâh. Luego se acercó sigilosamente a sus dioses y dijo: “¡Cómo! ¿No coméis? ¿Qué os pasa que no habláis?” Y entonces se abalanzó sobre ellos golpeándolos con la mano derecha. Luego los otros acudieron rápidamente a él. Respondió: “¿Es que adoráis algo que habéis esculpido, cuando es Al-lâh quien os ha creado, a vosotros y lo que hacéis?” Exclamaron: “¡Levantad una pira para él, y arrojadle al fuego abrasador!” Y quisieron causarle daño, pero les humillamos por completo. (Qur’án 37: 91-98) Y luego rompió en pedazos aquellos [ídolos,] excepto el más grande que tenían, para que [pudieran] volverse a él. [Cuando vieron lo ocurrido,] dijeron: “¿Quién ha hecho esto a nuestros dioses? ¡Sin duda, es uno de los peores malhechores!” Algunos [de ellos] dijeron:
“Hemos oído a un joven llamado Ibrahîm hablar de ellos”. Dijeron: “¡Pues traedlo ante los ojos de la gente, para que puedan atestiguar [contra él]!” [Y cuando vino, le] preguntaron: “¿Has hecho tú esto con nuestros dioses, Oh Ibrahîm?” Respondió: “¡Qué va; lo hizo éste, el más grande de ellos: pero preguntadles —si es que pueden hablar!” Y se volvieron unos contra otros, diciendo: “Ciertamente, sois vosotros quienes estáis siendo injustos.” Pero luego, volviendo a su anterior forma de pensar, dijeron: “¡Sabes muy bien que estos [ídolos] no pueden hablar!” [Ibrahîm] dijo: “¿Adoráis, pues, en vez de Al-lâh a algo que en nada os puede beneficiar ni perjudicar? ¡Fuera con vosotros y con todo lo que adoráis en vez de Al-lâh! ¿No vais a usar vuestra razón?” Exclamaron: “¡Quemadle, y vindicad a vuestros dioses —si estáis dispuestos a hacer [algo]!” [Pero] dijimos: “¡Oh fuego! ¡Sé frío, y [una fuente de] paz interior para Ibrahîm!” —y mientras que ellos quisieron hacerle daño, Nosotros les hicimos sufrir la mayor de las pérdidas: pues le salvamos a él y a Lot, [guiándoles] a la tierra que hemos bendecido por todos los siglos venideros. (Qur’án 21: 58-71) Aquí no podemos entrar en detalles, sino apenas destacar cinco aspectos que nos llaman especialmente la atención: a) Naturaleza de las imágenes Que los idólatras se molesten es comprensible. Incluso nosotros, que rechazamos la idolatría, no podemos sino preguntarnos sobre el tema. ¿Tiene derecho Ibrahîm a destruir sus estatuas? ¿Acaso no tienen ellos derecho a adorar a Al-lâh a través de esas imágenes? Durante siglos se ha discutido sobre el culto a las imágenes, tanto en oriente como en occidente. Hay religiones y pueblos donde se haya firmemente asentado, lo cual no quiere decir que sean politeístas ni que adoren imágenes, sino que utilizan estas como un medio de meditación, de orientación hacia “lo otro”. El argumento de los defensores de las imágenes tiene un brillante exponente en el neoplatónico Máximo de Tiro: “Al propio Dios, origen y autor de todo lo que existe, más viejo que el sol o que el cielo, más grande que el tiempo y la eternidad y todo el ciclo del ser, ningún legislador puede nombrarlo, ninguna voz pronunciarlo, ningún ojo verlo. Pero nosotros, incapaces de aprehender Su esencia, nos ayudamos de sonidos, nombres e imágenes, del oro batido, del marfil y la plata, de las plantas y los ríos, de las cumbres montañosas y los torrentes. En nuestro anhelo por conocerle, y en nuestra debilidad, nombramos todo lo que es bello en este mundo según Su naturaleza —tal como hacen los amantes terrenales. Para éstos, no hay visión más bella que los rasgos del amado, aunque, para recordarle, se complacerán en la visión de una lira, una jabalina, una silla, o cualquier otra cosa en este mundo que despierte el recuerdo del amado. ¿Por qué debería yo examinar aún más las imágenes y emitir un juicio sobre ellas? Que los hombres sepan lo que es divino. Que lo sepan, eso es todo. Si un griego se siente impulsado a recordar a Dios en el arte de Fidias, un egipcio por el culto a los animales, otro hombre por un río, otro por el fuego —yo no me
enojo por sus divergencias. Pero que los hombres sepan, que amen, que recuerden.” Estas palabras se producen de un contexto unitario (creencia en el Dios Uno) donde se discute sobre las imágenes. Representa la actitud tolerante: no defiende las imágenes, sino que trata de comprender el motivo que puede inducir a utilizarlas, que no es otro que el anhelo de acceder a un Dios Inaccesible. Para él lo importante es que los hombres buscan medios de acercarse a Dios, aunque sean imperfectos, y ese intento sincero es lo que cuenta: “que los hombres sepan lo que es divino, que amen, que recuerden”. En ningún momento se dice que los hombres veneren las estatuas como representantes de diferentes dioses, sino que estas son medios de recordar a Dios. Nuestra respuesta es la siguiente: según creemos, los defensores de las estatuas se engañan sobre la verdadera naturaleza de la idolatría. Si por “destrucción de los ídolos” se entiende el romper unas estatuillas inofensivas, se le dará la razón a Máximo de Tiro. Por el contrario, y según lo hemos entendido, se trata más de una cuestión política (oposición al poder) que teológica. Ibrahîm es el destructor de dogmas, de la religión establecida al servicio del poder. Los ídolos representan todas aquellas tendencias que pretenden usurpar el poder de Al-lâh, constituyéndose en sus representantes. Lo que se combate es a aquellos que utilizan las imágenes como símbolos identitarios, separando a los pueblos en la adoración de sus iconos, llevando a la guerra de todos contra todos. Para este tema, nos remitimos al capítulo cuarto, donde hemos hablado del “anarquismo espiritual” de Ibrahîm. No nos confundamos sobre la naturaleza de la idolatría. La destrucción de los ídolos es un acto político, no teológico. No tiene que ver con estatuas de piedra, aunque en los tiempos de Ibrahîm y de Muhámmad, la tiranía si estuviese íntimamente relacionada con el culto a las estatuas, como símbolos de la “monarquía sagrada”. De ahí el enfrentamiento de Ibrahîm con el tirano Nimrod, como el de Mûsa con el Faraón. b) El fracaso de Ibrahîm Si nos fijamos bien, en el Qur’án, la actitud de Ibrahîm hacia los ídolos es puramente externa. Llama la atención sobre sus contemporáneos de lo absurdo que es adorar ídolos que ellos mismos han forjado, que no pueden contestarles ni ayudarles, que no son sino piedras inertes, sin poder alguno. La estratagema de Ibrahîm enfrenta a los idólatras con el hecho de que ni ellos mismos creen que esas imágenes sean dioses. Ellos no creen verdaderamente que las estatuas sean importantes, de ahí que lleguen a dudar. Sin embargo, con esta estrategia no toca el carácter interno de la idolatría, de la cual las estatuas son una manifestación externa, y como tal prescindible. De hecho, Ibrahîm ha destruido las estatuas, pero no ha logrado acabar con la idolatría verdadera, la de los corazones. La destrucción de las estatuas es inútil, por los mismos argumentos que Ibrahîm expone: porque son simples estatuas, sin poder en si mismas. Los idólatras harán otros ídolos, los más bellos y temibles que conciban. Reestablecerán su culto, de modo que podemos decir que Ibrahîm fracasa en su predicación del culto al Dios Uno, a pesar del acto simbólico que ha llevado a cabo. Ha fracasado porque su intento no se ha centrado en derruir la idolatría interior. Esto explica tanto la reacción airada de sus compatriotas como el hecho simbólico de que deje un ídolo de pie. c) El ídolo destructor de ídolos
Ibrahîm destruye todos los ídolos menos uno. El Qur’án nos dice que los destruyó todos “excepto el más grande”. Ya hemos visto que Ibrahîm buscaba “lo más grande”, y que declaraba “no amo lo que se desvanece”. Su rechazo a amar las cosas visibles (se supone que su negativa incluye a las personas) le conduce a su encuentro con Al-lâh como un Ser trascendente. Esto nos lleva a fijarnos en la naturaleza de Al-lâh. En el Qur’án se establece un equilibrio entre los Atributos de Majestad (lejanía, incomparabilidad y soberanía de Al-lâh) y los de Belleza (cercanía, ternura, intimidad del hombre con Al-lâh). Al-lâh no es tan solo el “Dios lejano e Inaccesible” de las teodices racionales, sino que responde desde el interior del hombre a sus plegarias: “Al-lâh está más cerca de vosotros que vuestra vena yugular”. Sin embargo, hasta ahora en ningún momento Ibrahîm se ha referido a Al-lâh con los Nombres de cercanía, tales como el Misericordioso (ar-Rahman), el Tierno (al-Waddud) o el Perdonador (alGafur). En el momento en que la destrucción de los ídolos se produce, el suyo es el Dios lejano e inaccesible del monoteísmo abstracto. Así pues, todavía queda en pie el ídolo destructor de ídolos, el Dios Inaccesible que no tolera que se le compare, que exige fidelidad absoluta, destrucción absoluta, amor absoluto. Con ello, Ibrahîm aún se encuentra lejos de haber recibido la revelación completa de su Señor, una revelación que se producirá de un modo progresivo. Aquí se esconde el secreto de las pruebas del exilio, del sacrificio y la visita de los ángeles. d) La prueba del fuego A causa de su acción, Ibrahîm es arrojado al fuego. Al-lâh lo salva ordenando al fuego que sea frío. El “fuego frío” es una metáfora de la unión de los contrarios, del tawhîd que se ha consumado en el seno de Ibrahîm. ¿Qué es el fuego? La pasión en la que se consume, su odio declarado hacia sus conciudadanos se manifiesta externamente. Esto contiene una lección sobre la naturaleza humana. Si volvemos a la actitud de Ibrahîm, a más de uno le habrá sorprendido oír a un mensajero de Al-lâh realizando una declaración de odio y enemistad eterna. Ibrahîm se ha visto impulsado por un cierto fatalismo. En el du’a veíamos como le pedía a Al-lâh que no hiciera de él un motivo de conflicto (fitna), y sin embargo ha sido él quien ha roto las estatuas, provocando la reacción airada de las gentes. Tal y como insinuábamos en su momento, sucede que Ibrahîm sabe que la causa de esta ruptura está en el mismo, como una fuerza latente, incontrolada. Psicológicamente, Ibrahîm está buscando la muerte. Esta actitud sacrificial es compulsiva. Ibrahîm se pone enfermo, no puede contenerse. Odia a los idólatras, su odio lo vuelve agresivo. Esta actitud contrasta con la de Muhámmad en Mekka, quien dialogó y pactó con los idólatras, y esperó a su triunfo total (político y humano) y consiguiente consenso para destruir las estatuas de la Kaaba. Paradójicamente, el fuego que la ira de Ibrahîm ha provocado se convierte en una fuente de paz interior (se trata de la sakina) para Ibrahîm. Lo que valora Al-lâh, más allá de las cuestiones teológicas, es la entrega y sinceridad de sus siervos. Ibrahîm se ha movido de un modo pasional pero siempre con la intención recta de despertar a sus conciudadanos. Si la muerte no le llega por el fuego es porque Al-lâh le tiene preparadas otras pruebas, a través de las cuales irá completando su misión en esta tierra. Es así como Al-lâh forja a sus mensajeros en el
fuego, los abrasa para borrar toda impureza. e) La tierra bendecida Hemos dejado para el final la continuación de los fragmentos anteriores, tras ser salvado del fuego por Al-lâh: [Pero] dijimos: “¡Oh fuego! ¡Sé frío, y paz interior para Ibrahîm!” —y mientras que ellos quisieron hacerle daño, Nosotros les hicimos sufrir la mayor de las pérdidas: pues le salvamos a él y a Lot, [guiándoles] a la tierra que hemos bendecido por todos los siglos. (Qur’án 21: 69-71) E [Ibrahîm] dijo: “¡Iré a donde me guié mi Sustentador!” [Y oró:] “¡Oh Sustentador mío! ¡Concédeme el regalo de [un hijo que sea] uno de los justos!” —y entonces le dimos la buena nueva de un muchacho benévolo. (Qur’án 37: 99-101) Con esto, el Qur’án nos ofrece una especie de happy end. Parece que Al-lâh no quiera dejar ningún cabo suelto, y asocia unos episodios con los otros. Todo está conectado. La oración de Ibrahîm al ser salvado del fuego por Al-lâh es significativa: el hombre que se ha enfrentado con la muerte le pide un hijo a su Señor lejano. Al-lâh le concede esto y más: ser conducido a “la tierra bendecida”. Sin embargo, antes de llegar a su destino, Ibrahîm se verá enfrentado a dos grandes pruebas o acontecimientos: el episodio del sacrificio y la destrucción de Sodoma. En ambos, Ibrahîm será visitado por los ángeles de Al-lâh.
Capítulo 12. El sueño del sacrificio Recapitulamos los “cuatro momentos” de la experiencia iniciática de Ibrahîm. En primer lugar el amor como motor de toda búsqueda auténtica, en segundo lugar el reconocimiento de las limitaciones en que viven las criaturas, en tercer lugar la orientación a lo más grande, tras la que llega la intuición de la presencia de Al-lâh, que no deja otra opción que postrarse, caer de bruces en señal de sometimiento a nuestro Creador. Ahora podemos comprender lo qué quiere decir Ibrahîm cuando exclama “no amo lo que se desvanece”. Quiere decir, ni más ni manos, que su amor no admite límites. Con esto, nos situamos en el momento en el cual Ibrahîm recibe un sueño de Al-lâh: el de sacrificar a su hijo. Un sueño no es algo ajeno, sino el reflejo de nuestros deseos más profundos. A través de él, Al-lâh le revela a Ibrahîm el conflicto que se ha producido en su interior: la contradicción que hay entre su deseo de “no amar otra cosa que Al-lâh” y su amor por su hijo Ismael, perteneciente al mundo de las criaturas. El episodio del sacrifico lleva al paroxismo este conflicto, de la imposible relación entre lo múltiple y el Uno, de la distancia insalvable entre Al-lâh y todo lo perecedero. Y cuando [Ismael] era lo bastante mayor para ayudar en las tareas [de Ibrahîm], este dijo:
“¡Oh mi querido hijo! ¡He visto en sueños que debía sacrificarte: considera, pues, como lo ves tú!” [Ismael] respondió: “¡Oh padre mío! ¡Haz lo que se te ordena: hallarás que soy, si Al-lâh quiere, paciente en la adversidad!” Pero cuando ambos se hubieron sometido a la voluntad de Al-lâh, y le hubo tendido sobre el rostro, le llamamos: “¡Oh Ibrahîm, has cumplido ya con la visión!” Así, realmente, recompensamos a los que hacen el bien: pues, ciertamente, todo esto fue en verdad una prueba, clara en sí misma. Y le rescatamos mediante un sacrificio magnífico, y de esta forma le dejamos como recuerdo para futuras generaciones: “¡La paz sea con Ibrahîm!” (Qur’án, surat 37, ayats 99-107) La sustitución que Al-lâh realiza devuelve a Ibrahîm (as) a su paternidad, sin la sombra que pesaba sobre ella. Al sacrificar el cordero, estamos celebrando la vida de Ismael (as), nuestro amor hacia las criaturas como algo querido por Al-lâh. No se nos exige el sacrificio de lo más querido, sino que el sacrificio está unido a la consecución de un bien más grande para el hombre, en esta vida y en la otra. Al-lâh nos dice en la surat al-kauzar (la abundancia): Te hemos dado la abundancia. Haz el Salat hacia tu Señor, y sacrifica. El que te odia es el estéril. (Qur’án, surat 108) Debemos estar dispuestos a sacrificar todo aquello que nos impide acceder a la abundancia. Sacrificar cosas sin importancia, los ídolos que nos limitan, que nos mantienen encerrados en nuestro compartimento estanco. Poder, eternidad, dinero, triunfo, sexo, ideología: cada uno sabe de lo suyo. Complacer a Al-lâh, ponernos enteramente a Su disposición, al servicio de la fuerza matriz de la existencia, que hace mover los cielos y la tierra, que nos abarca y aniquila, que responde a nuestra entrega con una mirada cariciosa. Esto no es doloroso más que para el ego, lo más pequeño de nosotros mismos. Por el contrario, este pequeño dolor (ruptura de los límites del ego como medida de las cosas) nos capacita para un placer más grande, el del encuentro en Al-lâh con nuestros semejantes. El camino del islam no nos exige renunciar a los bienes de este mundo, sino el desapego respecto a estos bienes. Solo aquel que está dispuesto a abandonarlo todo obtiene un verdadero bien. Solo aquel que ha superado la esclavitud de las ideas, las cosas, los sabores y los seres, y se ha vuelto completamente hacia Al-lâh, está en disposición de gozar de las cosas, de las ideas, de los sabores y los seres. Lo que ha dejado atrás es la angustia enfermiza de la pérdida, el afán de control que caracteriza el amor egoísta, el falso amor de los cobardes. Solo el desapego nos libera, nos trae los dones de lo abierto. Liberarse no es abandonar el mundo,
sino transitar por él sin condicionamientos superfluos, sin miedo a la pérdida y la muerte. Solo así el hombre se pone en disposición de cumplir con aquello para lo que ha sido creado, de hacerse señor de su existencia. El que odia (el que es incapaz de amar a Al-lâh) es el estéril. El que ama a Al-lâh, recibe a su hijo Ismael (as) como recompensa. La intervención de Al-lâh, y su ofrecimiento de un sustituto, es una misericordia para las criaturas, uno de los signos decisivos que nos ofrece el Qur’án Generoso, y aquello que los musulmanes celebramos el ‘eid al adha, el día más grande, cuando culminan los actos de la peregrinación a Meka. Mediante el sacrificio del cordero superamos la fractura y descubrimos que nuestro amor por la Creación de Al-lâh es el signo privilegiado de nuestro amor a Al-lâh. Por eso, Al-lâh nos dice que ha favorecido a Ibrahîm (as) en esta vida y en la otra: ¿Y quien, sino alguien de mente débil, querría abandonar la fe de Ibrahîm a quien, en verdad, favorecimos en esta vida y en la próxima estará, ciertamente, entre los justos? (Qur’án, surat 2, ayat 130) Ismael no es solo el hijo de Ibrahîm, antes que nada es una criatura de Al-lâh, un ser sometido a Su mandato. Es plenamente hijo de Ibrahîm solo en el momento en el cual éste reconoce que no es suyo. Así, Ibrahîm se libera del amor como cadena, Ismael es liberado de la tiranía de su padre. Ibrahîm reconoce que Ismael pertenece por entero a Al-lâh, lo entrega a su Señor para que sea Él quien lo guíe hacia el camino recto. Al principio de su búsqueda espiritual, Ibrahîm ha abandonado el culto idolátrico de sus ancestros. Sabe que toda transmisión espiritual puede perderse, cosificarse en una piedra que no significa nada. Ibrahîm no puede pretender que su hijo acepte su religión como su padre Asar pretendió que él aceptase la suya. Lo que Ibrahîm ofrece a Ismael es su sueño, el de la propia muerte, su limite en la sombra. La aceptación por parte de Ismael es su iniciación al despaego, su descubrimiento de Allâh como una misericordia ilimitada. La predisposición de Ismael a ser sacrificado es la muestra de que comparte el desapego de su padre. A causa de su entrega, Ismael se convierte en un Profeta (as), y Al-lâh no diferencia entre sus enviados. Al asumir su destino y aceptar la muerte, Ismael se pone a la altura de Ibrahîm. Ambos comparten el mismo dîn, la misma intensidad de entrega al Creador de los cielos y la tierra. Ibrahîm e Ismael son entonces hermanos en Al-lâh, el uno aprende del otro, y juntos están en disposición de edificar la Kaaba.
Capítulo 13. La tierra bendecida El Qur’án da cuenta de varios du’a de Ibrahîm (as), donde se nos sitúan en el momento de la fundación de la Kaaba, la Casa Inviolable de Adoración en el valle de Bekkah. Se trata de la culminación de la trayectoria de Ibrahîm. Si en el du’a de su juventud él y un pequeño grupo de discípulos se encomendaban a Al-lâh, buscando protección frente a las persecuciones de sus compatriotas, en el momento de la fundación de la Kaaba su mirada abarca a las generaciones venideras. Así pues, está dirigiéndose a nosotros, a todos aquellos que tratan de vivir en la tierra como seres que reconocen su sometimiento a la Fuerza matricial de la existencia, y que admiten
como algo real y vinculante el fenómeno universal de la profecía: el misterio del encuentro con el Creador en el interior insondable de todas las criaturas. En la primera parte de la aleya 2: 126, Ibrahîm se dirige a su Sustentador: “¡Oh Sustentador mío! Haz de esta una tierra segura y provee de frutos a aquellos de sus habitantes que tengan confianza en Al-lâh y en el Último Día.” (Qur’án 2: 126) Esta plegaria la realiza Ibrahîm en solitario. Tiene que ver con su trayectoria y largo exilio en busca de ese lugar de reposo, la “tierra bendecida” donde los creyentes no sean perseguidos y puedan recibir los frutos de su confianza y apertura a Al-lâh. En esta sencilla petición se cifra toda la esperanza de Ibrahîm, tanto para ésta como para la Última vida, para el dunia (lo superfluo, lo perecedero) y el ájira (la “otra vida”, lo que nos sobrevive de nosotros mismos). La seguridad es el espacio donde la adoración pueda desarrollarse, sin los inconvenientes de las disputas y las desavenencias que ha vivido. Ibrahîm ha descubierto esa tierra en un valle estéril, el valle de Bekkah. La esterilidad el valle es una protección: no encontramos aquí a ningún tirano (ni ninguna multinacional) que se interese por estas tierras áridas, abandonadas a su suerte. Allí, apartado de todo lo mundano, es posible fundar una adoración basada en la plena confianza del hombre hacia Aquel que lo ha creado. Los frutos que han de cosechar los creyentes no son inherentes al valle. Si la tierra que Ibrahîm ha encontrado es “bendecida” (mabruk, con baraka) es porque en ella existe seguridad y sosiego. No se puede decir que un espacio geográfico concreto es esa tierra por los siglos de los siglos, sino que cualquier espacio donde los hombres encuentran esa seguridad (la ámana o protección de Al-lâh) se convierte automáticamente en una tierra bendecida. Tras la petición solitaria de Ibrahîm, Ismael (as) se suma a su plegaria: “¡Oh Sustentador nuestro! ¡Acéptanos esto: pues, ciertamente, sólo Tú eres quien todo lo oye, quien todo lo sabe! ¡Oh Sustentador nuestro! ¡Haz que estemos sometidos a Ti, haz de nuestra descendencia una comunidad sometida a Ti, muéstranos nuestros ritos de adoración y acepta nuestro arrepentimiento: pues, ciertamente, sólo Tú eres el Aceptador de Arrepentimiento, el Dispensador de Gracia! ¡Oh Sustentador nuestro! ¡Suscita en nuestra descendencia a un profeta de entre ellos, que les transmita Tus mensajes, les imparta la revelación y la sabiduría, y les haga crecer en pureza: pues, ciertamente, solo Tú eres todopoderoso, sabio!” (Qur’án 2: 127-129) Ibrahîm e Ismael piden a Al-lâh la aceptación de sus obras. El destructor de los ídolos sabe que la verdadera religión no está en la veneración de ningún templo, sino que éste se presenta como un lugar vacío, que contiene en potencia todo lo creado. Este es un aspecto clave de la adoración que
Ibrahîm nos enseña. La pregunta es: si Ibrahîm es el destructor de los ídolos, ¿por qué la fundación de un “templo”? La respuesta es la propia configuración de la Kaaba, como un lugar sin signos distintivos, y por tanto abierto a todas las vivencias e interpretaciones. Un simple polo de orientación que nos permite eludir la orientación hacia lo otro que Al-lâh. El vacío que la Kaaba representa es lo más difícil de aceptar. Postrarse ante un lugar vacío, en dirección a una piedra negra. Ausencia de rasgos distintivos, de todo aquello que separa. La Kaaba es una caja de resonancias, no limita lo que contiene el corazón del hombre, sino que actúa como un crisol, donde se posan las plegarias. La quibla evita la dispersión, es la superación del hecho de que el monoteísmo abstracto conduce a perder todo sentido. Conocemos las trampas de la teología: la separación dogmática entre Al-lâh y las criaturas conduce a las masas hacia el ateísmo, es el mismo ateísmo que adopta una forma religiosa. La Kabba señala la presencia de Al-lâh sobre la tierra. Orientarse hacia la piedra negra es convocar esa presencia, indisociable del vacío de representaciones. Si en un primer lugar hemos visto como Ibrahim rechazaba la posibilidad de ver a Al-lâh en lo creado, la experiencia del sacrificio del cordero ha abierto para la ummah la posibilidad de una comprensión más honda. Se trata de la superación de la última de las fracturas, la que media entre la trascendencia y la inmanencia. Los creyentes sienten a Al-lâh en cada gesto de ternura, pero los teólogos nos dicen que amar a Al-lâh es imposible. Esta es una fractura específicamente teológica, que nada tiene que ver con aquello que experimentan a diario los creyentes de todas las religiones. Ibrahîm ha completado su experiencia de la trascendencia absoluta de Al-lâh y nos lega una posibilidad de vivir el ajira en el dunia, la total apertura en el mundo de las formas. Este es el logro más profundo del islam, la posibilidad de una religión no religiosa, de una espiritualidad que se basa en unas formas que no limitan la experiencia individual, por ser capaces de contener infinidad de perspectivas. ¿Acaso la destrucción de los ídolos no era la ruptura de aquello que une a los hombre en una comunidad unificada? Si todos los hombres se vinculan a su Sustentador únicamente por lazos interiores, ¿qué será de la comunidad? ¿acaso no nos aboca eso a una pluralidad de visiones y a la dispersión de los creyentes? La fundación de la Kaaba nos posibilita mantenernos unidos en torno a unas prácticas de adoración que no limitan nuestro desarrollo interior ni nos separan. La piedra negra no es un ídolo, en la medida en que no es objeto de adoración. Lo importante es tener un foco de orientación común, alrededor del cual cada uno puede experimentar su propia vivencia. Todas las vivencias son con respecto a Al-lâh, pero cada una de ellas se expresa de un modo diferente. Si convertimos esa diferencia en objeto de culto, estamos obligando a los demás a aceptar nuestra experiencia de la divinidad, que en realidad está limitada por nuestra pequeñez de criaturas. Cuando los musulmanes se postran codo con codo, cada uno lo hace desde si mismo hacia el infinito. La kaaba, como polo de orientación, es el elemento que nos permite postrarnos el uno junto al otro, preservando nuestra vivencia como un secreto intransferible. Así se logra una comunidad de hombres que se unen en función de aquello que su corazón contiene, y no de unas ideas o unos signos de identidad externos. Todos se postran hacia ella, pero nadie discute por una piedra negra. La humildad de Ibrahîm. En su ancianidad, completada su misión en esta tierra, pide a Al-lâh que acepte su voluntad de retorno (tawba) y haga de Él un musulmán, un ser completamente sometido. Al afirmar que solo Al-lâh es el que puede aceptar el retorno del hombre, quiere decir que ningún hombre puede juzgar el sometimiento de otro hombre. Esto quiere decir que solo “del otro lado” (de Al-lâh) se recibe nuestro retorno, nuestro arrepentimiento. Nosotros no nos hacemos musulmanes: es Al-lâh quien nos ha creado como seres sometidos. Postrarse es abandonar toda resistencia, pedirle a Al-lâh que nos conduzca.
En su ancianidad, Ibrahîm le pide a Al-lâh que nos desvele las prácticas de adoración. Es en este desvelamiento donde el hombre se somete: ir entrando en confianza con Al-lâr, ir aprehendiendo e interiorizando el sentido de las prácticas de adoración. Este es el modo como Al-lâh hace que una comunidad le este verdaderamente sometida: suscitando en ellos el sentido de la ‘ibada. Realmente, tan solo cuando los hombres se hacen conscientes de que esos ritos han sido y están siendo revelados para ellos, y que tienen que ver con sus aspiraciones más profundas, no necesitan ya de nadie que se los imponga. Se adaptan naturalmente a ellos, sacrificarán corderos. En este momento podemos decir que las prácticas de adoración nos han sido reveladas. Hasta entonces, podemos desear que esto suceda, pedirle a Al-lâh con Ibrahîm que nos revele el sentido de la ‘ibada, que no nos permita hacer movimientos físicos sin sentido, como autómatas ante un templo vacío. Epílogo: sobre la fiesta del sacrificio del cordero Todo viene de Al-lâh, y hacia Él es el retorno. Es fácil de decir, pero asumir este hecho no es tan fácil. Hay que aceptar el sueño como guía, estar a la espera del mandato que nos lleve como un cordero al sacrificio. No vale la pena vivir una vida de espaldas a ese sueño, de espaldas a los signos mediante los cuales Al-lâh se nos revela. Hay que asumir ese mandato interno que hace de nosotros califas de la Creación, criaturas libres de todo lo mundano, capaces de vivir entre las criaturas como seres del otro mundo en este. Con ello, hemos roto las barreras, nirvana es samsara, el âjira es el dunia. En el ‘eid al-adha celebramos la cumbre del peregrinaje místico de Sidna Ibrahîm, que la paz sea con él, el encuentro entre el amor humano y el amor divino. Es el secreto de la piedra negra, polo de orientación, lugar de encuentro para los seres sometidos. Ibrahîm ama a su hijo, y ese amor es un vínculo sagrado, el mismo vínculo que une a Al-lâh a sus criaturas. Así pues, el amor a Al-lâh puede realizarse. Cuando somos capaces de amar desprendidamente, dirigirnos a las cosas y a las criaturas con la plena conciencia de que están siendo creadas por Al-lâh, aquí y ahora. Cuando somos capaces de ver las cosas en el momento de Su creación, entonces el bien y el mal se evaporan, se desvanece todo juicio y estamos dispuestos a aceptar y obedecer, a gozar y sufrir en compañía de nuestro Sustentador. Al-lâh no quiere que renunciemos a nuestro amor por lo perecedero, ni siquiera a nuestro amor propio, sino que nos amemos como criaturas sometidas, como musulmanes, con nuestras limitaciones y defectos, en la certeza de que no existe otra Realidad que Al-lâh. ¿Cómo no vamos a amar todo lo que nos rodea si no existe nada más que Al-lâh? Ciertamente, no amo lo que se desvanece. ¿Y quien, sino alguien de mente débil, querría abandonar la fe de Ibrahîm a quien, en verdad, favorecimos en esta vida y en la próxima estará, ciertamente, entre los justos? (Qur'án 2:130)