Las mujeres y los derechos del hombre: feminismo y sufragio en Francia, 1789-1944 [1 ed.]
 9789876292436, 9876292439

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Traducción de Stelia Mastrangelo

LAS MUJERES Y LOS DERECHOS DEL HOMBRE feminismo y sufragio en francia, 1789-1944

joan wallach scott

v y y i siglo veintiuno

/ X M editores

X !V ¡j^ | grupo editorial s T s ^ l siglo v ein tiu n o siglo xxi editores, méxico CERPlO DEL AGUA 2 4 8 , HOVERO DE TERREROS

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DIPUTACIÓN

Sco tt,Jo an Waliach Las m ujeres y los derechos del hom bre: Feminism o y sufragio en Francia, 1 789-1944-- i a ed.- Buenos Aires: Siglo Veintiuno Editores, 2 0 1 2. 272 p.; 2 1 x 1 4 cm - ~ (H istoria y cultura / / D irigida p o r Luís Alberto Rom ero; 54) Traducido por: Stella M astrangelo / / ISBN 978-987-629-243-6 1. Historia del Fem inism o. I. Stella M astrangelo, trad. II. Título CDD 305.42

Título original:

of Man

Only Panuloxe i lo Offer: French Femhmts and the Righls

© ¡996, President and Fellows o f H arvard College © 201 2, Siglo Veintiuno Editores S.A. Diseño de cubierta: Peter Tjebbes ISBN 978-987-6 29-243-6 Impreso en Al tuna im presores S.R.L. / / Doblas 1968, Buenos Aires, en el mes de octubre de 2012. H echo el depósito oue m arca la ley 1 1.7 2 3 Impreso en Argentina / / Macle in Argentina

Para Lizzíe, Tony y Don

y

Indice

Prefacio

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i . Releer la historia del feminismo

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%. Los usos de la imaginación

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3. Los deberes del ciudadano

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4. Los derechos de “ lo social”

12 3

5. El individualismo radical de Madeleine Peiletier

16 5

6. Ciudadanas pero no individuos

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Notas

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Prefacio

A m enudo ía lucha política es más intensa cuando los problemas que se debaten no pueden justificarse en la naturaleza o en la verdad. Históricamente, ese ha sido el caso de las discu­ siones en torno al género, tanto en relación con los derechos de las mujeres como con la educación o la ciudadanía. ¿La biolo­ gía determ ina la capacidad de razonamiento, de reflexión moral o de acción política? ¿La reproducción está en conflicto con la inteligencia? Como es imposible dar una respuesta definitiva a esas preguntas, los que proponían respuestas de signos opuestos trataron de determ inar una solución, con frecuencia en forma de leyes o reglamentos. En consecuencia, la ley sustituyó a la verdad como guía de lá acción hum ana. Sin embargo, esa sustitución no era reconocida como tal sino que, por el contrario, la norm a apro­ bada era presentada como basada en la naturaleza o en la verdad. Así, los triunfadores atribuyeron su victoria, no a la política, sino a la superioridad de su comprensión científica o moral y, de esa manera, se logró ocultarla influencia de la ley en las percepciones de ¡a naturaleza. En los debates sobre el género se invocaba a la “naturaleza” para explicar las diferencias entre los sexos, a la vez que se in­ tentaba establecer definitivamente esas diferencias por medios legales. Por una especie de lógica circular, una presunta esencia de los hombres y las mujeres pasaba a ser la justificación de leyes y políticas, cuando en realidad esa “esencia” (variable histórica y contextual) no era sino el efecto de esas leyes y políticas. Ese fue el caso cié la ciudadanía en Francia. Desde ía Revolu­ ción de 1789 hasta 1944, los ciudadanos eran los hombres. La ex­ clusión de las mujeres era atribuida, con distintas variantes, a la

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debilidad de su cuerpo y de su mente, a una división del trabajo que hacía que las mujeres sólo fuesen aptas para la reproducción y la maternidad, y a las susceptibilidades emocionales, que las im­ pulsaban al exceso sexual o eí fanatismo religioso. Para cada una de esas razones, sin embargo, la autoridad última invocada era ía “naturaleza”. Y la naturaleza es una autoridad difícil de desaliar. Sin embargo, las feministas cuestionaron la práctica de excluir a las mujeres de la ciudadanía. Afirmaron que no había una co­ nexión lógica ni empírica entre el sexo y la capacidad de partici­ par políticamente, y que ía diferencia sexual no era un indicador de capacidad social, intelectual ni política. Sus argumentos eran vigorosos y convincentes, como se hará evidente en el curso de este libro. Pero también eran paradójicos: para protestar contra la exclusión de las mujeres, debían actuar en su nom bre y, de ese modo, terminaban por invocar ía misma diferencia que preten­ dían negar. Los términos de la exclusión de las mujeres de la vida política incluyeron intentos de producir una definición de género que fuera ampliamente reconocida. Esos términos hacían que las fe­ ministas se enfrentaran a un dilema imposible de resolver, que ha llegado hasta nosotros en forma de debates sobre ía '‘igualdad” o la “diferencia”. ¿Son las mujeres lo mismo que los hombres? ¿Esa mismidad es la única base sobre la cual puede afirmarse la igual­ dad? ¿O son diferentes y, debido a sus diferencias o a pesar de ellas, tienen derecho a un tratamiento igualitario? Cualquiera de estas posiciones atribuye identidades fijas y opuestas a las mujeres y los hombres, y respalda implícitamente la premisa de que puede haber una definición generalm ente aceptada de la diferencia se­ xual. En consecuencia, la diferencia sexual es vista como un fenó­ meno natural que es preciso tom ar en cuenta y que en sí mismo es inrnodificable, cuando en realidad es uno de esos fenómenos indeterminados (como la raza y la etnicidad) cuyo significado siempre está en discusión. La intensidad de la política feminista -d e las acciones feminis­ tas y las reacciones antifeministas- deriva de esa incíecidibilidad de la diferencia sexual. Lo mismo ocurre con la esencia paradó­ jica de los reclamos feministas de derechos: arrastradas a debates

P R E FA C IO

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sobre la mismidacl o la diferencia que ellas no habían iniciado, las feministas francesas que examino en este libro trataron de invertir los términos empleados para discriminarlas a ellas. No obstante, al igual que los negros o los judíos o los musulmanes en otras circunstancias históricas, adoptaron la identidad de grupo que se les atribuía, aun cuando rechazaban sus características negativas. Esa afirmación de la identidad de grupo hizo imposible declararla totalmente irrelevante a los fines políticos. Sin embargo, las dificultades no arredraron al feminismo; de hecho, sostengo que le imprim ieron parte de su fuerza política. La posición de las feministas era contradictoria: en las palabras de ía revolucionaria francesa Olympe de Gouges, eran mujeres que tenían “sólo paradojas para ofrecer”. Por un lado, parecían acep­ tar ías definiciones dom inantes del género y, por otro, las rechaza­ ban. Esa aceptación y rechazo simultáneos ponían de manifiesto las incoherencias y omisiones de las definiciones del género que se proponían en nom bre de la naturaleza y se imponían a través de la ley. Los reclamos de las feministas revelaban los límites de los prin­ cipios de libertad, igualdad y fraternidad, y planteaban dudas acerca de su aplicabilidad universal. Proponían una crítica no sólo de cómo se habían m anipulado las ideas sobre la diferencia sexual, sino del intento mismo de basar la diferencia sexual en la autoridad de la naturaleza. Por esa razón, su historia es suma­ mente relevante para nosotros hoy, cuando los políticos intentan legislar el significado del género apelando a la naturaleza supues­ tamente inmutable de las mujeres y los hombres. Si logramos en­ tender las luchas de las feministas francesas en los términos de la política de indecidibilidad, quizá podamos com prender mejor, y así enfrentar mejor, los conflictos, dilemas y paradojas de nuestro propio tiempo. Este libro tomó forma en un contexto en que se teorizaba, se dis­ cutía y se examinaba el uso de Ja diferencia de género. Durante un seminario realizado en el Institute for Advanced Study, entre 1987 y 1988, presenté un trabajo sobre Olympe fie Gouges con la idea de pensar la teoría feminista en términos históricos con-

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ere tos. (Esa preocupación por demostrar las posibilidades de una historia teóricamente informada era también una respuesta a la feroz resistencia que mi interés por la teoría posestructuralista ha despertado entre muchos historiadores.) Ya había decidido escri­ bir sobre De Gouges para una conferencia organizada por Leslie Rabine y Sarah Melzer, sobre las mujeres y la Revolución francesa, que se celebró en la Universidad de California, en Irvine, duran­ te la conm em oración del bicentenario en 1989. El tema que me habían asignado era “Jos efectos de la Revolución en las mujeres del siglo XIX'’, pero me resultó imposible considerar esos efectos sin examinar antes la Revolución misma, y De Gouges parecía un buen punto de partida. Tiempo después le presenté el trabajo a Donna Haraway, y tuvimos una de esas largas conversaciones que sólo retrospectivamente llegan a ser forma ti vas. Ella me alentó a investigar más casos de los siglos XIX y XX, y a escribir un libro sobre la historia del feminismo francés, continuando la decons­ trucción de la oposición igualdad/diferencia que había iniciado en el ensayo sobre De Gouges. Bajo la influencia del entusiasmo que con frecuencia genera ese tipo de intercambios, empecé a pensar en qué otras feministas podía incluir. En abril de 1991, mientras dictaba las conferencias “Tobías and Hortense Cohén Lewin” en la Washington University, en Saint Lotus, hice las primeras investigaciones y escribí el borrador pre­ liminar de lo que serian los capítulos 2, 3, 4 y 5 de este libro. Y el otoño siguiente, presenté versiones revisadas de lo que ahora son los capítulos 3, 4 y 5, como ponencias de las conferencias “Cari Becker”, en Cornell University. Más tarde ofrecí una nueva ver­ sión de los capítulos 1, 3, 5 y 6 en el ínstitute for H um an Sciences de Viena. Esas conferencias no sólo me permitieron cristalizar el proyecto, sino que me proporcionaron públicos muy sagaces de profesores y estudiantes. Sus intervenciones críticas, las preguntas y sugerencias de estu­ diantes, colegas y amigos, en el contexto de las constantes activi­ dades académicas, en general, y de los estudios feministas, en par­ ticular, ayudaron a ciar forma a las ideas y los argumentos de este libro. El hecho de que muchos de los intercambios más fructíferos hayan tenido lugar en los centros feministas (el Pembroke Ceríter

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for Teaching and Research on Women, en Brown University,y el W om en’s Studies Program, de la Universidad de California, en Santa Cruz, para m encionar sólo dos) es testimonio de la vital importancia que han alcanzado estas instituciones. Entre mis mejores críticos ha habido estudiantes, muchos de los cuales son ahora estudiosos por derecho propio; sus preguntas y sus desafíos me ayudaron a aclarar mis argumentos y a retinar mis interpretaciones. También me dirigieron hacia fuentes que desconocía o había pasado por alto, compartieron generosam en­ te referencias e ideas, y aportaron la amistad y el compromiso crí­ tico que hacen de la enseñanza una parte integral e indispensable de mi vida académica. Por sus sugerencias y su ayuda, agradezco a los siguientes estu­ diantes, colegas y amigos: Andrew Aisenberg, Leora Auslander, James Bono, Wendy Brown, joshua Colé, Marianne Constable, Drucilla Cornell, Paul Friedland, Don na Haraway, Steven Hause, Carla Hesse, Jonathan Kahana, Lloyd Kramer, Ruth Leys, Harold Mah, Claire Moses, Mary Louise Roberts, Sylvia Schafer, Charles Sowerwine y Havden White. Debra Reates contribuyó con traduc­ ciones útiles, asistencia en la investigación y consejo editorial. Por sus lecturas extraordinariamente cuidadosas y exigentes de todo el original, agradezco a ían Burney, Judith Butler, Christi.ua Crosby, Laura Engelstein, Donald Scott y Elizabeth VVeed. Denise Riley merece un reconocimiento aparte, por su minuciosa lectura crítica del original durante lo que supuestamente debían haber sido sus vacaciones de verano. Dos anónimos lectores de Harvard University Press señalaron inconsistencias en el estilo o en la argu­ mentación, con un enfoque útil y solidario. Los investigadores no pueden trabajar sin bibliotecas, y yo heasistido a varias mientras escribía este libro: en París, a la Bibliothéque Nationale, la Bibliothéque Marguerite Durancl y la Bibliothéque Historique de la Ville de París; en Princeton, a la Fírestorie Libran' de la Universidad de Princeton y la Historieal Sciences' Social Sciences Libran', del Institute for Advanced Study. En la Insdtute Libran’, debo agradecer especialmente a El lío tt S lio re, Faridah Kassirn, Marsha Tucker y Rebecca Bushby. quienes me ayudaron a ubicar fuentes recónditas y me enseñaron a usar las

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computadoras para buscar información, siempre con inteligen­ cia, paciencia y buen humor. La preparación técnica del original, con todas sus complejida­ des, fue obra de Meg Gilbert, secretaria extraordinaria, tanto por su paciencia como por la consistencia con que realiza su trabajo. Soy especialmente afortunada por tener familiares que han llegado ser colegas inteligentes y buenos amigos. Son, a la vez, mis críticos más severos y mis más firmes defensores. Ellos me han ayudado a reflexionar sobre muchos de los problemas que trato en este libro, a veces directamente y otras veces a través de conversaciones sobre ideas y libros que sólo tenían una relación tangencial, o sobre cosas totalmente distintas. Les agradezco su presencia perdurable en mi vida y todo lo que me han dado. Este libro es para ellos.

1. Releer la historia del feminismo

Los que olvidan releer se obligan a leer en todas partes la misma historia. ROLANDBARTHES

Este libro es un intento de repensar la historia del fe­ minismo a través del examen de las campañas realizadas por Jos derechos políticos de las mujeres en Francia entre 1789 y 1944. Mediante el análisis de los escritos y los actos de distintas acti­ vistas políticas feministas en diferentes momentos históricos, he intentado dar otra perspectiva al enfoque típico de la historia del feminismo, heredado de las feministas del siglo XIX. Esas feminis­ tas construyeron una historia comparable a las grandes historias evolucionistas de su época. Escribieron una historia ideológica de progreso acumulativo hacia una meta siempre esquiva; una histo­ ria en que las mujeres inevitablemente encontraban dentro de sí mismas los medios para luchar contra su exclusión de la política democrática; una historia en que la identificación de las feminis­ tas con acciones dispares y discontinuas de otras mujeres del pa­ sado se convirtió en una tradición histórica ordenada y continua. Diferentes generaciones han extraído de ahí lecciones morales adicionales, relacionadas con sus propios debates teóricos. Nues­ tra versión, a fines del siglo XX, es la insistencia en que todas las feministas deí pasado reclamaban ya sea la igualdad o la diferen­ cia, y que una de esas estrategias era -y todavía es- más exitosa que la otra.1 Ese enfoque deí siglo XIX nos impide analizar, o siquiera vis­ lumbrar, el aspecto negativo de la experiencia feminista: sus con­ tradicciones insoluble.s, las obsesivas repeticiones que parecen

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condenar a cada generación a vivir de nuevo los dilemas de sus p rede ceso ras y su incapacidad para obtener una representación igual para las mujeres, incluso después de alcanzar una meta tan largamente buscada como el voto. Una historia feminista que da por sentada la inevitabilidad del progreso, la autonom ía de los agentes individuales y ia necesidad de elegir entre la igualdad y la diferencia lia reproducido -sin cuestionarlos siquiera- los mismos términos del discurso ideológico dentro del cual ha operado el feminismo. Lo que hace falta, en cambio, es distancia analítica. Lo que me hizo com prender en profundidad mi sensación de que era necesario un enfoque distinto para la historia feminista fue una noticia de Francia publicada en el Neto York Times.2 Cansa­ do de constatar el núm ero minúsculo de mujeres que ocupaban escaños en ía Asamblea Nacional (la proporción es inferior a la de cualquier otro país de Europa y ha permanecido prácticamente invariable -en tre 3% y 6%~ desde que se concedió el voto a las mujeres en 1944), un grupo constituido mayoritariamente por mujeres insistió en que hubiera paridad de género en la Asam­ blea. En demandas que ellas mismas reconocían “algo utópicas”, pedían que se aprobara una ley que otorgara la mitad del total de bancas del Parlamento a mujeres. “La exclusión de las muje­ res ha sitio p an e de la filosofía política de Francia desde la Re­ volución”, dice Claude Servan-Schreiber, cuyo libro Au pouvoir, citoyennes! f [Ai poder, ciudadanas!] es un manifiesto del grupo.3 “Las mujeres de mi generación —tengo 55 años- no tuvieron que hachar por el voto”, agrega, “pero no ha pasado nada desde el su­ fragio universal”, aprobado hace casi cincuenta años. Yo agregaría que el movimiento actual es un intento, en una forma nueva, de enfrentar un problema que es anterior al sufragio y que ServanSchreiber remonta, con precisión, a la gran revolución dem ocrá­ tica de 1789. El dilema era cómo podían establecer las feministas el estatus de las mujeres como individuos autónomos autorrepresentativos, con derecho a ejercer plenam ente todos los derechos políticos en una república democrática. *Es decir, ¿por qué ha sido tan difícil para las mujeres, durante tanto tiempo, materializarla promesa de la Revolución (y de todas las repúblicas después de ella) de -líber-

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lad e igualdad universales, de derechos políticos para todos? La respuesta exige algo más que una crónica de las heroicas-luchas, las traiciones inmerecidas y los errores estratégicos deí feminis­ mo (aunque también esta versión nueva trae su parte de luchas y traiciones). D emanda algo más que una historia interna del movi­ miento feminista tratado como algo tangencial a la escena política “grande”, pero también algo distinto de la explicación que sólo remite a factores sociales o económicos anteriores o externos a la política, o de las interpretaciones que los propios políticos asignan a sus acciones. La nueva respuesta, por el contrario, requiere en­ tender las repeticiones y los conflictos del feminismo como sínto­ mas de las contradicciones en su discurso político, lemas a los que apelaba y que a ia vez desafiaba: el individualismo, los derechos individuales y la obligación social, según el enfoque que los repu­ blicanos proponían (y también algunos socialistas) para organizar las instituciones de la ciudadanía democrática en Francia. Las feministas tenían conciencia de la índole repetitiva de sus acciones, incluso cuando escribían sus propias historias progre­ sistas. En 1913, la psiquiatra y activista social Madeieine Pelletier asociaba el surgimiento de los movimientos feministas a los turbu­ lentos sucesos revolucionarios del siglo XIX. Sin embargo, al igual que Servan-Schreiber en 1993, rem ontaba sus orígenes al trauma de la primera revolución. Fue entonces, decía, cuando el feminis­ mo “aprendió a enunciar todos sus reclamos de derechos”.'’ La legitimidad de esos reclamos y su satisfacción dependían de que se reconociera que la proclamación de la revolución de derechos para todos no era consistente con la negación de la ciudadanía a las mujeres. Pero lo que para las feministas era una contradiccic>n evidente, no lo era para los legisladores, que repetidamente les negaron el voto en razón de ser diferen tes de los hombres. Así, en la historia del feminismo, el tema de la repetición se ha vinculado con las inconsistencias e incongruencias, y con las dis­ cusiones acerca de lo que es contradictorio y lo que no lo es. Sin embargo, la cuestión va más allá del conflicto entre el principio universal y la práctica excluyeme (conflicto que presumiblemente puede resolverse), y se centra en el tema imposible de tratar de Ja “diferencia sexual”. Cuando se legitimó la exclusión haciendo

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referencia a la distinta biología de los hom bres y las mujeres, la “diferencia sexual” quedó establecida no sólo como un hecho na­ tural, sino como una base ontoiógica para la diferenciación polí­ tica y social. En la era de las revoluciones democráticas, “las muje­ res” nacieron como excluidas políticas producto del discurso de la diferencia sexual. El feminismo surgió, entonces, como protesta contra esa exclusión, y su objetivo era eliminar la “diferencia se­ xual” en la política, pero para ello debía expresar sus reclamos en nom bre de “las m ujeres” (que a nivel deí discurso eran producto de la “diferencia sexual”) y, en la m edida en que actuaba por “las mujeres”, terminaba reproduciendo la misma “diferencia sexual” que quería eliminar. Esa paradoja -la necesidad de aceptar y de rechazar al mismo tiempo la “diferencia sexual”- fue ía condición constitutiva del feminismo durante su larga historia. En 1788, Olympe de Gouges, que más tarde se ganaría su lugar en la historia del feminismo como autora de la Declaración de los derechos de la mujer y de la ciudadana (1791), reconoció la dificultad de superar esa paradoja. En un largo tratado, en el que emula­ ba a Jean-Jacques Rousseau, expuso su versión de la historia del contrato social, así como una serie de observaciones acerca de la filosofía, la ciencia y la situación actual del teatro, además de una lista de proposiciones para una reforma política. En un tramo de­ dicado a los efectos nocivos para la sociedad de la búsqueda de la ciencia y el conocimiento por parte de los artesanos y comercian­ tes (empujados por su ambición a querer escapar de su sitio y ofi­ cio acostumbrados, con peligro para el orden social), interrum pe su diatriba con el siguiente comentario: Si voy más allá sobre este asunto, llegaré demasiado lejos y me atraeré la enemistad de los nuevos ricos, quienes, sin reflexionar sobre mis buenas ideas ni apreciar mis buenas intenciones, me condenarán sin piedad como una mujer que sólo tiene paradojas para ofrecer, y no problemas fáciles de resolver/1 Esa descripción final - “una mujer que sé)!o tiene paradojas para ofrecer, y no problemas fáciles de resolver”- resume bien la sitúa-

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ción de Olympe de Gouges y sus feministas contemporáneas. Lo paradójico no era solamente que las opiniones de De Gouges sobre la ambición social iban en contra de supuestos ampliamente com­ partidos sobre los beneficios de la educación y el progreso científi­ co, sino el hecho de que su posición como mujer en la Francia revo­ lucionaria era producto de paradojas, y ella era consciente de eso. En aquella época, al igual que en esta, “paradoja” se usa casi siempre en un sentido no técnico. Técnicamente, los lógicos la definen como una proposición irresoluble, que es verdadera y fal­ sa al mismo tiempo. (El diccionario Le Petil Roben da como ejem­ plo la afirmación de un mentiroso: “Estoy m intiendo'’.) En la teo­ ría retórica y estética, la paradoja es un signo de la capacidad de equilibrar pensamientos y sentimientos complejamente contra­ dictorios y, por extensión, la creatividad poética. El uso corriente conserva vestigios del significado formal y estético, pero en ía ma­ yoría de los casos utiliza “paradoja” para indicar una opiniéni que desafía la ortodoxia dom inante (literalmente, va en contra de la doxá), que es contraria a la tradición recibida. La paradoja marca una posición que contrasta con la dom inante, haciéndo énfasis en esa diferencia/ Los que ponen en circulación un conjunto de verdades que desafían las creencias ortodoxas, pero no las sustitu­ yen, crean una situación que de alguna m anera cor responde a la definición técnica de la paradoja. Sin embargo, la historia del feminismo no es simplemente una historia de mujeres opositoras que expresan opiniones discrepan­ tes. Y tampoco corresponde a la descripción oximorónica de mu­ jeres que reclaman los derechos de los hom bres”. Las paradojas a las que me refiero no son estrategias de oposición, sino el propio elemento constitutivo del feminismo. La historia del feminismo es la historia de mujeres que sólo tienen paradojas para ofrecer, no porque -com o afirman los críticos misóginos- su capacidad de razonamiento sea deficiente o su naturaleza fundam entalm ente contraria, ni porque el feminismo sea una corriente que aún. no ha conseguido plantear bien su teoría y su práctica, sino porque, históricamente, el feminismo occidental ha sido constituido por las prácticas discursivas de la política democrática, que han hecho equival e n tes la i n d ivi d ual i dad y la m ascu 1in ida d .

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La palabra “individuo” tiene significados ambiguos, que están presentes en sus diversos usos. Por un lado, el individuo es el pro­ totipo abstracto de lo hum ano; por otro lado, el individuo es un ser único, una persona distinta, diferente de las otras de la es­ pecie. La primera definición era utilizada con frecuencia por la teoría política como base para la afirmación (hecha en Francia por filósofos de la ilustración y políticos revolucionarios) de que había derechos hum anos naturales y universales (a la libertad, la propiedad, la felicidad) que daban a los hombres un común de­ recho a los derechos políticos del ciudadano. Los filósofos revo­ lucionarios hicieron del individualismo abstracto la base retórica de su república, a pesar de que históricamente las repúblicas no se basaban en nociones tan incluyentes/ La segunda definición estaba presente cuando filósofos tan diferentes como Diderot y Rousseau articularon el concepto de un ser único y especificaron su unicidad por medio de su diferenciación de otro. Ese otro pro­ porcionaba las fronteras de la existencia del ser, sus cualidades y características distintivas, como en la entrada “individuo” de la Encydopédie. Pedro es un hombre, Pablo es un hombre, pertenecen a la misma especie; sin embargo, se distinguen uno de otro por diferencias numerables. Lino es apuesto, el otro es feo; uno es culto, el otro es ignorante, y cada uno de ellos es etimológicamente un individuo porque no es po­ sible dividirlo en nuevos sujetos que tengan una existen­ cia realmente independiente ele él. La combinación de sus rasgos es tai que, tomados en conjunto, no podrían aplicarse más que a él.9 Esas diferencias 110 eran categóricas, y precisamente era su inter­ minable variedad lo que distinguía a un individuo de otro. De acuerdo con esa definición, lo que los seres hum anos tenían en común era su individualidad, el hecho de que cada persona fue­ ra distinta de Untas las demás. Y fue a través de una relación de contraste como se estableció la individualidad. Esa noción de in­ dividuos radicalmente diferentes coexistía en una relación tensa

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coa la idea política del individuo abstracto, que buscaba articular alguna propiedad más esencial com ún a todos los humanos. En realidad, esa búsqueda de una base común para la com unidad política era lo que hacía intolerable ese tipo de diferencia. Para los teóricos políticos de la época de la Revolución francesa, el individuo abstracto expresaba esa esencia común a toda la hu­ manidad. Sus derechos eran considerados naturales porque (en palabras del marqués de Condorcet) “derivan de la naturaleza del h om bre”, definido como “un ser sensible [...J capaz de razonar y de tener ideas morales”.li! Entender a todos los seres hum anos como iguales en ese sentido requería abstraer a los individuos de las posiciones sociales diferenciadoras atribuidas al nacimiento, la familia, la riqueza, la ocupación, la propiedad y la religiém." También significaba tratarlos como incorpóreos, ignorando las características físicas diferenciadoras, como la fisonomía, el coloi­ de piel y el sexo. Esa abstracción posibilitaba plantear una igual­ dad hum ana fundamental, un conjunto de rasgos universales, y abría el camino para pensar en la igualdad política, social e inclu­ so económica. Si los seres hum anos eran fundam entalm ente igua­ les, podían ser concebidos como un solo individuo. El individuo abstracto era ese individuo singular.5" Pero precisamente porque era un tipo singular y porque se lo describía como poseedor de “cierto conjunto de características y tendencias psicológicas invariantes”,'3 el concepto abstracto del individuo también podía funcionar para excluir a los que se con­ siderase que no poseían los rasgos requeridos. A fines del siglo XVIII y comienzos del XIX, los psicólogos sensacionalistas desta­ caban la base fisiológica de la cognición, y eso planteaba el pro­ blema de la diferencia.11 Si se consideraba que los órganos del cuerpo eran la fuente de todas las impresiones y experiencias, entonces la piel en algunos casos y los órganos reproductivos en otros pasaban a ser delimitadores de la capacidad humana. Los psicólogos utilizaban esas diferencias orgánicas para distinguir entre los que representaban al individuo a través de su razón y su integridad moral (los hombres blancos) y aquellos (otros: lasmujeres, e inicialmente también los negros) cuyas llamadas “ten­ dencias naturales” les impedían estar a la altura de ese prototipo.

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Así, el médico Pierre-Jean-Georges Cabanis sostuvo que todos los seres hum anos tenían en com ún una sensibilidad visceral por el sufrimiento cíe otros y, por consiguiente, la capacidad de m ora­ lidad, pero distinguía entre la profunda y deseable sensibilidad de los hom bres y los sentimientos efímeros de las mujeres. Esas diferencias derivaban de la desigualdad de sus órganos internos y determ inaban sus papeles sociales. Los hombres eran, por na­ turaleza, plenam ente morales (y por lo tanto los mejores repre­ sentantes de lo hum ano), mientras que las mujeres no tanto.1:5 Aquí tenemos, entonces, una de las contradicciones útiles, incluso necesarias, del concepto del individuo abstracto: articulado como base de un sistema de inclusión universal (contra las jerarquías y los privilegios de los regímenes monárquicos y aristocráticos), también podía ser usado como norm a de exclusión, definiendo como no individuos, o menos que individuos, a aquellos que eran diferentes de la figura singular del humano. Cuando el individualismo abstracto hacía referencia a un indi­ viduo prototípico, hacía una generalización sobre todos los hu­ manos y a la vez evocaba el concepto de la individualidad como unicidad. Pero para concebir la unicidad de un individuo todavía se necesitaba una relación de diferencia. ¿Qué era un individuo, después de todo, sino una unidad distinta? ¿Cómo distinguir su naturaleza unitaria sino limitándola, diferenciándola de otras? ¿De qué otra m anera se podía alcanzar un sentido de la individua­ lidad, salvo mediante una relación de contraste? Para decirlo de otro modo, la individualidad requería, justamente, la diferencia que la idea del individuo hum ano prototípico intentaba negar. El concepto del individuo abstracto, dirigido a eliminar los pri­ vilegios políticos, planteaba y a la vez ignoraba preguntas acerca del proceso de establecimiento de las fronteras de la individuali­ dad. Pero ignorarlas no equivalía a resolverlas o eliminarlas, de modo que ei problem a de la diferencia subsistió. El individuo abstracto, un tipo singular con características específicas, no ad­ mitía la existencia de variedades de individuos ni el papel del otro para asegurar la existencia de cualquier individuo. Sin embargo, el concepto de individualidad también conllevaba un sentido de distinción y de diferenciación.

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Algunos teóricos de los derechos, como Condorcet. sostuvieron que la utilidad del individualismo abstracto para la definición de la participación política residía precisamente en esa deliberada ig­ norancia de la diferencia: Sería difícil probar que las mujeres son incapaces de ejercer los derechos de la ciudadanía. ¿Por qué los indi­ viduos expuestos a los embarazos y otras indisposiciones pasajeras serían incapaces de ejercer derechos que nadie ha soñado con negar a las personas que sufren de gota todo el invierno o que se resfrían con facilidad?['n Las características y las relaciones sociales de diferencia existían, por supuesto, pero no había-que tomarías en cuenta para deter­ minar la participación política formal. Condorcet reconocía que el concepto de igualdad política era en sí mismo paradójico, ya que necesariamente ignoraba las diferencias que al mismo tiempo debía reconocer para declararlas irrelevantes. Sin embargo, la posición de Condorcet era minoritaria en la historia de la política francesa. La forma más típica de manejar la individualidad y la diferencia en Ja política explicaba la dife­ rencia en función del género, a veces idealizado en términos de una división funcional del trabajo reproductivo, y otras, como la expresión natural y por lo tanto incuestionable del deseo hete­ rosexual.’'7 En ese enfoque, la infinita variedad de la diferencia entre yo y el otro quedaba reducida a una cuestión de diferencia sexual; masculinidad equivalía a individualidad, y femineidad, a alteridad, en una oposición fija, .jerárquica e inmóvil (nunca se veía la masculinidad como el otro de la femineidad). Entonces, el individuo político era considerado tanto universal como hombre, mientras que la mujer no era un individuo, prim ero porque no era idéntica al prototipo hum ano y después porque era el otro que confirmaba la individualidad del individuo (hom bre).!* Un breve relato procedente de las actas oficiales de la Conven­ ción Nacional de .1794 ilustra cómo, con el propósito de definir la individualidad que confería la ciudadanía política, la diferencia era vista como la diferencia sexual. Ese año, los revolucionarios

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(tratando de derrotar a los británicos en el Caribe) abolieron la esclavitud y otorgaron la ciudadanía a los ex esclavos. (Los hom ­ bres de color libres habían obtenido todos los derechos en 1792.) Al proclamarse la emancipación, los dos diputados de color de la Asamblea fueron hasta la tribuna y allí abrazaron al presidente y recibieron un beso presidencial. A continuación, el diputado Pierre-Joseph Cambon (que además era miembro del Comité de Seguridad Pública) se dirigió a los presentes: Una ciudadana [cüoyemie] de color que asiste regular­ mente a las sesiones de la Convención sintió una alegría tan grande al vernos dar la libertad a todos sus hermanos que se ha desmayado. (Aplausos.) Exijo que el hecho conste en nuestras actas y que esa ciudadana sea admiti­ da en la sesión y recíba por lo menos ese reconocimiento por sus virtudes cívicas.10 Se permitió a la mujer sentarse cerca del presidente durante el resto de la sesión y, al ocupar su lugar, enjugándose los ojos lle­ nos de lágrimas, fue saludada con vítores y aplausos. La “virtud cívica” de la m ujer consistió en expresar su gratitud hacia los le­ gisladores, que habían actuado por ella al permitir que hombres de su raza la representaran. No es casual que Cambon haya elegi­ do ese m om ento de inclusión fraternal para hacer de una mujer negra el signo del ingreso de los hom bres negros a las filas de la ciudadanía. La diferencia entre los hombres y las mujeres servía para erradicar las diferencias de color de piel y de raza entre los hombres. De esa m anera y en esas circunstancias, se estableció la universalidad del individuo abstracto como una masculinidad común. Como veremos en los capítulos que siguen, la combinación de la ciudadanía con el género fue un tema persistente en el discurso político francés. Rousseau ofrece un importante ejemplo, porque sus formulaciones fueron utilizadas con frecuencia por los revolu­ cionarios franceses posteriores. El escribió que es la conciencia de la diferencia sexual, experim entada como el deseo de poseer un objeto amado, lo que distinguía a los hombres como él de los “sal­

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vajes”. Ese deseo era la base no sólo del am or gentil entre el hom ­ bre y la mujer, sino de los celos y la discordia -política- entre los hombres. Estos tienen que perseguir su deseo, sostenía Rousseau, mientras que las mujeres deben contener o redirigir los suyos en interés de la arm onía social.20Y Rousseau está lejos de ser el único ejemplo. Más de un siglo después, el sociólogo Emile Durkheim, escribiendo en contra de lo que él consideraba el egoísmo moral del individuo rousseauniano, insiste en que tos lazos de amistad -d e “solidaridad”- habían llegado a sustituir formas más primiti­ vas y calculadas de intercambio hum ano. Su modelo de amistad era la “sociedad conyugar-, porque se basa en una atracción de diferencias fundamentales. Si las relaciones sociales dependieran de la semejanza, decía, no funcionarían: Cuando ía unión es resultado de ía semejanza de dos imágenes, consiste en una aglutinación. Las dos repre­ sentaciones se hacen solidarias porque, siendo indistin­ tas, [...] se confunden y pasan a ser una sola [...). Por el contrario, en el caso de la división del trabajo, están fue­ ra ei uno del otro y se vinculan sólo porque son distintos. Ni los sentimientos ni las relaciones sociales que derivan de esos sentimientos son las mismas en los dos casos.2S El tipo de atracción por la diferencia que Durkheim quería presentar como “solidaridad orgánica" tenía su mejor ejemplo, según él, en la heterosexualidad, en la que no puede haber problem a de similitud fundamental. “Precisamente porque eí hom bre y la mujer son diferentes se buscan apasionadam ente.” Su atracción, además, se basaba en el hecho de que sus diferen­ cias “se necesitan recíprocamente para su m utuo disfrute'’.22 Esa atracción apasionada por la diferencia restaba toda importancia -p e ro no p erturbaba- a las diferencias legalmente sancionadas de poder. E! “retiro de las mujeres de la política”, que Durkheim consideraba un signo de civilización, era parte del nuevo sistema de división del trabajo. En la medida en que la ciudadanía seguía rimando con la individualidad, se consideraba prerrogativa de los hombres.

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Acerca de la individualidad, no puede haber contraste más m ar­ cado que el que presenta el criminólogo italiano Cesare Lombroso, ampliamente leído en Francia durante ia III República: “Todas las mujeres caen dentro de la misma categoría, mientras que cada hom bre es un individuo por sí mismo; la Fisonomía de las prim e­ ras se conforma a un estándar generalizado; la de los segundos es única en todos los casos”.23 Las variaciones históricas sobre estos temas, que se examinan en los próximos capítulos, son de vital importancia, porque sur­ gen de epistemologías específicas e históricamente distintas que cambiaron los significados del término “individuo”. Definido en origen en oposición a los privilegios sociales y legales del feuda­ lismo, en 1789 el concepto de individuo sirvió para afirmar que todos los hombres eran iguales ante la ley. Hacia fines del siglo XIX, algunos teóricos definían al individuo, no en oposición a lo social o a la sociedad, sino como su producto. Otros lo postulaban en contraposición a la multitud, que había sido creada por la de­ mocracia de masas. Para los críticos de la democracia de masas, la racionalidad, la independencia y la autonom ía eran atributos de la inteligencia y la educación superiores; no eran prerrequisitos para la ciudadanía ni productos de ella. Sin embargo, hacia 1944, en Francia, la base común de la individualidad, así como de la ciudadanía, era la masculinidad. Había, pues, un terna persistente, evidente, en los intentos de reformular las ideas acerca de la individualidad y la ciudadanía: el in­ dividuo universal que ejercía los derechos políticos del “hom bre” era a la vez abstracto y concreto; la diferencia con la mujer (ya fue­ ra cuestión de deseo o de función reproductiva) fundamentaba al mismo tiempo su dpicidad y las fronteras de su individualidad. Esta última no sé)lo era una prerrogativa masculina, sino que además era definida racialmente. La superioridad del hom bre occidental sobre sus semejantes “salvajes” residía en una individualidad alcan­ zada y expresada a través de la división social y afectiva del trabajo, formalizadas en la institución del matrimonio monógamo. Cada vez que filósofos y políticos proponían la “diferencia sexual” como explicación de los límites que ponían a la universalidad de

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los derechos individuales, aparecía el feminismo para señalar las inconsistencias. La palabra “m entira” resuena del principio al fin del siglo XIX, cuando las feministas denuncian a la Revolución y a Jas repúblicas I, lí y III por traicionar los principios universales de libertad, igualdad y fraternidad, al negarles la ciudadanía, Y no se limitaban a señalar las inconsistencias, sino que trataban de corregirlas dem ostrando que también ellas eran individuos según los estándares de su tiempo. Incluso la ley lo había reconocido, apuntaban, en varios puntos del derecho civil. Pero no podían evitar -n i resolver- el problem a de su presunta diferencia sexual. Las feministas sostenían, al mismo tiempo, la relevancia y la irrelevancia de su sexo, la identidad de todos los individuos y la dife­ rencia de las mujeres. Se negaban a ser mujeres en ios términos que la sociedad dictaba y, a la vez, hablaban en nom bre de esas Jim je res.-1Así, los argumentos feministas penetraron y denuncia­ ron las ambigüedades del concepto republicano de individuo (su definición universal y su encarnación masculina). De hecho, la agencia* de las feministas consistía precisamente en eso: eran mujeres que “sólo tenían paradojas para ofrecer'’. La valentía y la inventiva de las feministas individuales, la fuerza subversiva y la significación histórica de su voz colectiva residían -y aún residen- en el espectáculo perturbador que la paradoja presenta. Porque la identificación y la exhibición de inconsisten­ cias y ambigüedades -d e au toco n tradicc io nes- dentro de una or­ todoxia que niega denodadam ente su existencia son ciertamente desestabilizadoras y a veces incluso transformadoras. Los sistemas ideológico-políticos como eí republicanismo francés operan apo­ yando la idea de que la coherencia es un requisito de la organi­ zación social y, después, afirmando que cumplen con el requisito de coherencia. Para hacerlo, niegan o reprimen cualquier contra­ dicción, parcialidad o incoherencia interna.-3 Así, la producción de la “diferencia sexual” fue una m anera de alcanzar la exclusión * En inglés, ngev q 1, que se utiliza para referir a la intencionalidad y acción de los actores, y a su papel o protagonism o com o agentes activos en los procesos históricos, en el marco de condiciones dadas. I N .d e T .]

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de las mujeres -q u e de otro m odo habría sido inconsistente- de las categorías de individuo y de ciudadano. Después de lodo, pri­ mero los revolucionarios y después los republicanos habían basa­ do su gobierno en la idea de que todos los individuos hum anos (cualesquiera que fuesen sus diferencias) estaban igualmente (y naturalmente) dotados de derechos. Las feministas aceptaban ía insistencia republicana en la nece­ sidad de coherencia y, precisamente porque compartían ese com­ promiso con la coherencia, sugerían que el sistema no cumplía con sus propias reglas. Al desafiar y denunciar por hipócrita e in­ coherente a un republicanismo que enunciaba principios univer­ salistas y excluía a las mujeres del pleno ejercicio de los derechos políticos, pero también al encarnar* en sí mismas la dificultad de resolver las inconsistencias, las feministas mostraban de m anera flagrante las líneas de falla reprimidas de su sistema ideológicopolítico, y así abrían interrogantes sobre el diseño original del sistema y la necesidad de repensarlo. Esa era ~y es- la fuerza y el peligro del feminismo, la razón de que provocara, a la vez, miedo y desprecio.-*’ Las estrategias feministas demostraron una capacidad casi so­ brenatural para descubrir y explotar las ambigüedades en los conceptos fundacionales de la filosofía, la política y el sentido común. Esa capacidad, desde luego, no era nada sobrenatural, sino el resultado de estar ubicadas discursivamente en una con­ tradicción y como una contradicción. Las feministas enfrentaron los supuestos fundacionales de sus respectivas épocas en forma sum am ente inquietante: no en su aspecto de certezas morales o científicas, sino como intentos ambiguos y discutibles de im poner orden a ía organización social hum ana. Establecieron el nexo en­ tre esos conceptos y su lucha por los derechos políticos, destacan­ do las implicaciones contrarias en el uso común y haciendo que los desacuerdos sobre su significado trabajaran a favor de su cau­ sa. Así, las feministas se negaron a aceptar la “naturaleza” como explicación de la negación de sus derechos cuando incluso entre los científicos había dudas acerca de cómo interpretar el m undo natural: ¿su significado era transparente o estaba siempre sujeto a la imperfecta interpretación humana? Y si para la ciencia la ex-’

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plica ció 11, en el mejor de los casos, no era concluyente, ¿por qué suponer que el género era la clave de todas las diferencias físicas? A fines del siglo XVIII, Olympe de Gouges tomó la ineertidumbre de sus contem poráneos sobre la facultad hum ana de la imagi­ nación como una licencia para pensar más allá de las limitaciones de la política revolucionaria y sostener -e n términos de debates de la Ilustración sobre la relación entre la razón y la imagina­ ción- que poseía la capacidad (requisito de los ciudadanos) de representarse a.sí misma. En 1848, jea n n e Deroin encontró en las ambigüedades de la idea romántica del andrógino un argumento para la com plementariedad y autonom ía absoluta de los sexos. Hubertine Auclert aceptó la importancia de “lo social” tal como lo definían los políticos de la III República y después defendié) los derechos de las mujeres en términos del derecho de “lo so­ cial” a ser sujeto, antes que objeto, de la política gubernamental. Madeieine Pelletier, alrededor de 1900, abrazó el individualismo radical y recogió su reclamo de trascender las categorías homogeneizadoras de la representación social. Incluyó el género entre las categorías que negaban la unicidad de ios individuos y exhortó a las mujeres a rechazar las representaciones femeninas con el fin de alcanzar la igualdad. Ninguna de esas estrategias logró un éxito completo, no scSlo porque no consiguieron eí voto, sino también porque todas te­ nían sus propias inconsistencias internas. En cada caso, aunque en diferentes formas, la necesidad de hablar de “las mujeres'’ pro­ ducía la “diferencia sexual”, y así socavaba el intento de declararla irrelevante a los fines políticos. Como lo indican estos ejemplos (y como elaboraremos en de­ talle en los capítulos que siguen), las feministas formularon sus reclamos de derechos en términos de epistemologías muy dife­ rentes, y sus argumentaciones deben ser leídas de ese modo, y no como evidencia de una continua conciencia de la Mujer o ía expe­ riencia de las mujeres, l.a idea de un patrón de paradojas repetido conlleva un aura de intemporaíidad, pero ios conceptos que las feministas usaban tenían sus raíces en su tiempo y, por último, sólo pueden ser comprendidos en su especificidad. La historia explica no sólo la variedad de posiciones que se encuentran en ios

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escritos feministas, sino también las diferentes maneras de conce­ bir la identidad social e individual de la “m ujer”. Jeanne Deroin, apoyándose en el romanticismo y en el socialismo utópico, escri­ bía en éxtasis sobre una m adre amorosa y espiritualmente pura, que, como la Virgen María, llevaba en sí la redención del m undo. Hubertine Auclert, aceptando los estándares de la III República, aspiraba a las alturas del racionalismo científico y secular. A co­ mienzos del siglo XX, Madeleine Peiletier utilizó las nuevas ense­ ñanzas psicok>gicas para refutar la idea de las diferencias sexuales naturales. Definió la femineidad como “sexo psicológico” y consi­ deró que era la causa de la subordinación de las mujeres. Según su punto de vista, las mujeres emancipadas eran las que habían sabido “virilizarse”, La diferencia entre esas mujeres no reside en lo que cada una destacaba sino, mucho más profundan) en te, en ía identidad mis­ ma de cada una como feminista y de las mujeres cuyos derechos defendían. El sujeto del feminismo no fue constante; los términos de su representación cambiaron, y en esos cambios encontramos no sólo la historia de las mujeres, sino también historias de la filo­ sofía, la psicología y la política. La historia del feminismo puede entenderse como la interacción de un patrón de exclusión repetitivo y una cambiante articulación de sujetos. Los términos de exclusión producen repetidam ente la “diferencia sexual” como una frontera natural y fija entre lo políti­ co y lo doméstico, o lo autorrepresentante y lo representado, o lo autónom o y lo dependiente. Pero los términos de exclusión tam­ bién son variables y contradictorios, se basan en epistemologías diferentes, y esa variabilidad y contradicción dan como resultado concepciones fundam entalm ente diferentes de las “mujeres” cu­ yos derechos se reivindican. La repetida exclusión de las mujeres de la política generaba cier­ to sentido de com unidad entre las feministas, aun cuando sus vi­ siones de quiénes eran ellas mismas y cómo debían ser las mujeres fuesen distintas. En realidad, la experiencia común de ser excluidas fue confundida en ocasiones con una visión compartida del signi­ ficado de ser mujer. En consecuencia, las historias del feminismo,

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si bien han prestado atención a marcados desacuerdos sobre cues­ tiones de estrategia}7de táctica, a m enudo han pasado por alto las diferencias en los conceptos de '‘mujer” y “feminista", dando por sentado un significado evidente e invariable para esos términos. Siguiendo las huellas de Denise Rilev, quiero indagar en los términos “m ujer” y “feminista” a través de un examen cuidadoso de los diferentes modos en que han sido usados históricamen­ te.27 Para ello, me he concentrado en cuatro feministas que re­ clamaron derechos políticos -específicamente, el voto- para las mujeres en diferentes contextos revolucionarios o republicanos. Fue en momentos de revolución o de transformación constitucio­ nal que la cuestión de los derechos políticos estuvo más expuesta a la discusión, y fue bajo los gobiernos republicanos cuando se pudo reclamar la extensión y universalidad del sufragio. Oiympe de Gouges exigió que las mujeres fueran ciudadanas igual que los hombres durante la Revolución francesa; Jeanne Deroin desafió a la Constitución de la II República presentándose como candidata a 1111 cargo legislativo en la lista demócrata-socialista, en '1849; Hu~ bertine Auclert fue la primera en reclamar a la III República que cumpliera su promesa de conceder los derechos a las mujeres; y Madeleine Peíletier hizo del voto la piedra angular de un plan para la emancipación republicana de las mujeres, que incluía ade­ más el aborto como un derecho “absoluto” de dominio del propio cuerpo.*8 Ninguna ele esas mujeres era una filósofa profesional, y sus ni­ veles de educación eran variados. Todas eran activistas políticas y escritoras que hablaban el lenguaje popular e improvisaban es­ trategias (a veces en soledad, y otras veces en asociación con otras feministas) para impulsar sus reclamos de derechos. Lo intere­ sante es cómo los formularon y en nom bre de quién, así como las formas en que fueron construidas como sujetos feministas y las diferencias entre ellas. También es interesante indagar cómo sus discursos universalistas, concretam ente el discurso del indivi­ dualismo abstracto y de! deber y el derecho social, les permitieron concebirse a sí mismas como agen tes políticos, a pesar de que esos mismos discursos negaban la agencia política de las mujeres. Y lo más llamativo es la especificidad histórica de la agencia feminista

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y la incomparabilidad de las filosofías feministas bajo la similitud formal de la paradoja. Investigar estos temas requiere el tipo de lectura minuciosa y detallada que se concentra en los individuos, por idíosincráticos que sean. Precisamente porque esas cuatro mujeres no eran ni tí­ picas--algunas tenían una posición decididamente minoritaria en el espectro de la política feminista- ni únicas -sus opiniones con frecuencia se superponían o intersecaban las de otras feministas de su tiem po-, investigarlas en profundidad -sus ideas, sus retóri­ cas e invectivas, su ironía y lo escandaloso de sus acciones- puede ayudarnos a com prender los diversos problemas políticos y filosó­ ficos históricamente relacionados con la reclamación de derechos políticos por parte de las feministas. Quienes busquen una narrativa biográfica con nexos causales entre experiencia personal y acción individual, no la encontrarán en este libro. Las experiencias de vida personales de esas mujeres -sus relaciones con sus padres o maestros o amantes o hijos- no ofrecen explicaciones suficientes de la política feminista. La bio­ grafía tiende a enfocar demasiado estrechamente las circunstan­ cias de los individuos, reduciendo los pensamientos y las acciones a las historias de vida personales, dejando de lado las complejas determinaciones de lenguaje (los medios sociales/cultural es por los cuales los sujetos se constituyeron). Además, el enfoque bio­ gráfico refuerza la idea de que la agencia es una expresión de la voluntad individual autónom a, antes que el efecto de un proce­ so históricamente definido que forma a los sujetos. La idea de ¡a agencia como expresión de la voluntad individual no es una descripción de ía naturaleza hum ana (aunque con frecuencia se presenta como sí lo fuera), sino una concepción específica en eí contexto histórico, vinculada en realidad a muchas de las mismas ideas que negaban a las mujeres su individualidad, su autonom ía y sus derechos políticos. En lugar de suponer que la agencia surge de una voluntad hum ana innata, quiero entender el feminismo en términos de los procesos discursivos -las epistemologías, las instituciones y las prácticas- que producen los sujetos políticos, que hacen posible ia agencia (en este caso, de las feministas) in­ cluso cuando se la niega o prohíbe.29 f

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No pienso en esas mujeres como heroínas ejemplares. De he­ cho, pienso en ellas como lugares -sitios o marcadores históricosen los que se produjeron enfrentamientos políticos y culturales, que es posible examinar con cierto detalle. Imaginar a una per­ sona -e n este caso una mujer-" como un lugar 110 significa negar su hum anidad, sino más bien reconocer los muchos factores que constituyen su agencia, las complejas y múltiples maneras en que se construyó como actor histórico. Un hilo argumental de este libro es que la agencia feminista es paradójica en su expresión. Está constituida por los discursos uni­ versalistas del individualismo (con sus teorías de los derechos y la ciudadanía), que evocan Ja “diferencia sexual” para naturalizar la exclusión de las mujeres. Un segundo argumento es que la agencia feminista tiene una historia; no es un conjunto fijo de comporta­ mientos ni tampoco un atributo esencial de las mujeres, más bien es un efecto de ambigüedades, inconsistencias y contradicciones dentro de determinadas epistemologías. Para exponer debidamen­ te esos argumentos, tengo que escribir la historia del feminismo a través de la lectura de las paradojas históricamente específicas, que los sujetos feministas encarnan, realizan y denuncian. Leer en busca de paradojas requiere un tipo de lectura distinto del que los historiadores acostumbran hacer. Estamos habituados a leer buscando el choque de posiciones opuestas (las mujeres contra los políticos liberales, por ejemplo), pero no las tensiones e incompatibilidades internas (dentro del feminismo, del indivi­ dualismo liberal, de conceptos como el de libertad, esferas sepa­ radas o individuo), de las que esos choques son a la vez síntoma y causa. Leer en esa forma técnicamente deconsímctiva no fun­ ciona cóm odam ente con la narrativa lineal ni con la teleología, dado que tiende a socavar las historias que establecen la verdad o la inevílabilidad de determinadas visiones de! mundo, eliminando la mención de conflictos y poder dentro de ellas. Sin embargo, el resultado vale la pena. Porque ignorar la irreso­ lución que implican la paradoja, la contradicción y la ambigüedad es perder de vista el potencial subversivo del feminismo y de la agencia de las feministas. Precisamente porque encarna la para-

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cloja, el feminismo ha sido trivial izado o relegado a la marginalidad por quienes buscan proteger las bases de cualquier statu quo que representen.:i0 Esa protección implica negar la contradicción haciéndola invisible y desplazando el origen del problema hacia quienes lo señalan. Así, las paradojas feministas con frecuencia han sido interpretadas como producto de sus propias confusio­ nes, y luego esa interpretación lia pasado a ser la justificación de la continuación de la exclusión. Repetidamente, los reclamos de una implementación coherente del principio de igualdad univer­ sal concitaron la respuesta de que las feministas no eran razona­ bles sino peligrosamente incoherentes (la acusación de que eran “mujeres masculinas” u “hom bres femeninos” -u n a combinación imposible- expresaba el sentido de la incoherencia como anor­ malidad). Olympe de Gouges fue guillotinada por los jacobinos debido a sus excesos de imaginación, je a n n e Deroin fue ridicu­ lizada por querer poner el m undo patas arriba. A Hubertine Au­ clert se la com paró con Medusa y se la consideró “afectada por la locura o la histeria; una enferm edad que la hace ver a los hom ­ bres como sus iguales”, según informó la policía en I880.31 En la década de 1920, Madeleine Peiletier fue considerada por los pro natalistas como una fuente de desorganización moral y, hacia el fin de sus días, fue recluida en un manicomio. Las paradojas que las feministas planteaban no eran totalmente creadas por ellas, y seríamos injustos con la historia del feminismo si lo ignorásemos. Al escribir la historia del feminismo como si la cuestión fuera simplemente elegir la estrategia correcta -igual­ dad o diferencia-, estaríamos implicando que una u otra de esas opciones estaba efectivamente disponible, que el cierre o la re­ solución era y es, en definitiva, alcanzable. Pero la historia del feminismo no es una historia de las opciones disponibles o de la elección sin constricciones de un plan triunfador, sino más bien la historia de mujeres -y algunos hom bres- que lucharon repeti­ damente con la dificultad radical de resolver los dilemas que en­ frentaban (cualquiera que haya sido el éxito obtenido en el logro de reformas específicas). Una historia del feminismo centrada en esos problemas, que presta atención a los orígenes y a las operaciones de la parado­

ja, no sólo establece la significación histórica del feminismo, sino que se opone a esas historias de la democracia -e n Francia o en cualquier otro lugar- que atribuyen exclusiones anteriores a fallas técnicas pasajeras de un sistema perfectible, en continua expan­ sión y pluralista, y que toman la extensión del voto fuera cié sus contextos históricos necesariamente relativizantes, corno un indi­ cador consistente de ia ausencia de desigualdades en la sociedad. La historia del feminismo que este libro ofrece se plantea como una crítica de ese enfoque convencional de la historia y de la ideología que suscribe. No niego que el feminismo -p o r lo menos cuando reclamaba derechos para las m ujeres- haya sido produci­ do por el discurso del individualismo liberal, ni que dependiera del liberalismo para su existencia; no había alternativa, y todavía no la hay. Lo que pretendo destacar es la naturaleza fundamental­ mente irresoluble, aunque cambiante, de una relación conflictiva duradera. El feminismo no fue un signo de bis operaciones be­ nignas y progresistas del individualismo liberal, sino más bien un síntoma de sus contradicciones constitutivas. Esas contradicciones pueden haber sido desplazadas a otras esferas por reformas como el voto, pero no desaparecieron, y por esa razón tampoco desapa­ reció el feminismo. Históricamente, el feminismo ha sido una práctica crítica com­ pleja, de m odo que su historia no tiene por qué serlo me:nos. En realidad, es por esa práctica crítica que la historia del feminismo pasa a ser parte del proyecto sobre el cual escribe; es en sí misma historia feminista.

2. Los usos de la imaginación Olympe de Gouges en la Revolución francesa

Cuando anunciaron los principios de su revolución en una sonora Declaración de los derechos del hombre y del ciudadano, en el otoño de 1789, los arquitectos de la Revolución francesa te­ nían conciencia del peligro que implicaba un pronunciamiento tan universalista, dado que seguro entraría en conflicto con los detalles prácticos de cualquier constitución que se elaborase final­ mente. H onoré Gabriel Mirabeau y Pierre Víctor Malouet, ambos ex nobles y diputados por el Tercer Estado, lo explicitaron en la Asamblea Nacional. Aconsejaron cautela y no informar al pueblo sobre sus derechos antes de decidir con exactitud cuáles serían esos derechos, cómo se implementarían y a quiénes correspon­ derían/1- Sin embargo, ias preocupaciones de ambos diputados fueron desestimadas por ía mayoría, que consideró que una decla­ ración de principios ensenaría a la nación a amar la libertad, que era suya por derecho, y podría servir para movilizar el apoyo que se necesitaba con urgencia para sustituir el Antiguo Régimen por un gobierno basado en la soberanía deí pueblo y “el orden natu­ ral de las cosas”. La Declaración tuvo éxito en cuanto a agrupar patriotas para la Revolución, pero también desperté) -tal como habían advertido Mirabeau y Malouet—el descontento entre todos aquellos que quedaron excluidos de la ciudadanía (entre ellos, las mujeres, ios esclavos y los hombres de color libres) por la nueva Constitución, sancionada dos años más tarde. La conciencia de algunos revolucionarios de un conflicto inevi­ table entre los principios y la práctica, entre los derechos de los individuos abstraídos de cualquier contexto social y la necesidad de una política pública que tomara en consideración las diferen­ cias sociales, es un punto de partida adecuado para la historia del

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feminismo en Francia. A unque hay complicaciones adicionales. La Revolución muy pronto concedió derechos civiles a las m u­ jeres, en especial en el terreno del matrimonio. En 1791 se lo definió como un contrato civil, y en 1792 el divorcio se convirtió en un derecho legal de las dos partes. Así, esos legisladores, todos de género masculino, aprobaron leyes con efectos contradictorios para las mujeres, haciéndolas a ia vez objeto de preocupaciones legislativas y sujetos de derechos civiles. Ese estatus ambiguo, es decir, su reconocimiento como agentes civiles y su exclusión de la política, fue lo que generé) el feminismo.33 En 1791, mientras se debatía la Constitución, Olympe de Gou­ ges publicó su Declaración de los derechos de la mujer y de la ciudada­ na, docum ento que insistía en que las mujeres, por naturaleza, tenían ios mismos derechos que los hom bres (también ellas eran individuos), a la vez que sus necesidades específicas hacían tanto más urgente: el ejercicio de esos derechos. La Declaración de De Gouges no fue la prim era ni la única afirmación feminista en la Revolución, pero por muy buenas razones ha llegado a ser la ejemplar, tanto para las feministas com o para los historiadores.3'* Es, probablem ente, el reclamo de derechos para las mujeres más amplio de ese período, ya que toma literalmente el universalismo de la Revolución y denuncia su carácter incompleto en sus pro­ pios intentos paradé>jicos de presentar a las mujeres como indi­ viduos abstractos, llamando la atención sobre las diferencias que encarnaban. El desafío de De Gouges -presentar a las mujeres como ciudada­ nas- se articuló con una discusión inquietante y de vasto alcance entre los revolucionarios acerca de los significados políticos y filo­ sóficos de la representación. ¿Los representantes elegidos por el pueblo constituían ía nación o eran sólo un sustituto imperfecto de esta? ¿Qué relación existía entre la voluntad general y los que supuestamente la expresaban? Si la ciudadanía era un atributo de individuos abstractos, ¿podía representar también a las personas en sus existencias concretas? ¿El ciudadano representaba en reali­ dad a un hom bre o era la concesión de la ciudadanía lo que crea­ ba su posibilidad de ser un individuo político? (Si era lo último,

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entonces evidentemente la ciudadanía era la clave de la representación para las mujeres.) Todas esas cuestiones se referían no sólo a la prudencia y la p rae ti ciclad de delegar la autoridad para los fines del gobierno, sino también a la naturaleza de la relación entre el signo y el referente. Después de todo, ¿a qué entidades reales podían referirse en efecto conceptos visiblemente abstrac­ tos como “nación”, “pueblo”, “individuo portador de derechos'’, “ciudadano”, “voluntad general”? Los revolucionarios sostuvieron debates interminables sobre esas cuestiones. Para algunos, ía Asamblea Nacional era la nación, pero para otros, sólo representaba a la nación. Para algunos, los representantes electos eran delegados del pueblo, mientras que para otros eran el pueblo soberano. Para algunos, la ley era la voluntad general; para otros, era una expresión o un reflejo de esa voluntad, etcétera. Los problemas epistemológicos eran pro­ blemas políticos, y el esfuerzo por resolverlos naufragó contra su definitiva irresolubilidad. En conclusión, era imposible saber si la representación reflejaba con exactitud una realidad anterior o si creaba la posibilidad misma de imaginar esa realidad. Sin em bar­ go, mucho se apostaba a dilucidarlo/55’ Una de las estrategias de De Gouges -característica del feminis­ m o- era llevar hasta el límite la ambigüedad de la representación, jugando con la relaciém entre el signo y el referente, utilizándolos como intercambiables para establecer la realidad. De Gouges lo hizo no sólo en sus muchos escritos (además de la Oaclaraáón pro­ dujo abundantes obras de teatro, panfletos y folletos), sino en la construcción de sí misma. De hecho, sus esfuerzos en ese terreno dificultan la tarea de trazar su biografía en forma convencional, como es evidente en la lucha de uno de sus primeros biógrafos por separar la verdad de la ficción. Léopold Lacour dedicó muchas páginas de su obra de 1900 a tratar de determ inar los hechos de la vida de De Gouges: la fecha exacta de su nacimiento en la ciudad de M ontauban (en general se considera que fue en 1748, aunque ella la fue cambiando para rejuvenecerse a medida que envejecía); las fuentes del nom bre que adoptó (al nacer era Marie Gouzes y se cambió el nombredespués de enviudar, en 1764); si abandonó a su marido, Louis

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Aubry, para irse a París antes de que é! m uriera o fue después; la ocupación precisa de ese marido, con el que estuvo casada du­ rante un breve período, a los dieciséis años (¿era cocinero, pro­ veedor de comidas o de artículos alimenticios para el intendente -adm inistrador provincial- de Momauban?); la cantidad de hijos que tuvo (sólo hay registro de uno, Pierre Aubry, pero Lacour considera que la referencia de De Gouges en 1793, después de ser arrestada, a dos “embarazos anteriores” puede indicar la posibili­ dad de otro hijo vivo); el núm ero y el nom bre de sus amantes (vi­ vió en París como cortesana en los años previos a la Revolución); y la identidad de su padre (en el registro de nacimientos aparece un Gouzes, carnicero, pero hubo reiterados rumores -q u e ella negaba- de que ella era una hija bastarda de Luis XV, así como historias -q u e aparentem ente ella misma originaba- de que era hija ilegítima del marqués Le Franc de Pompignan) ,íiG Las minuciosas especulaciones de Lacour sobre estos asuntos no aportan ninguna prueba concluyente y pasan por alto la im­ portancia histórica del hecho de que De Gouges trató de contro­ lar la representación de sí misma. Al rechazar los nom bres de su padre y su marido, en realidad estaba afirmando su autonomía, rechazando la posición secundaria que la ley patriarcal asignaba a las mujeres. Ningún nom bre más que el que ella misma se había dado podía designar -y definir- su existencia. Ella era única; su ser se originaba en ella misma. No había ningún sujeto preexis­ tente, ninguna materia maleable en la que grabar una impresión; más bien De Gouges, a través de la representación, producía un ser que no tenía un antecedente. Por consiguiente, en los térmi­ nos de su época, era un ciudadano activo, equivalente e incluso idéntico al “hom bre nuevo” de la Revolución. Además, los oríge­ nes familiares que se atribuía, verdaderos o no, operaban para producir la figura que ella quería ser. Al sugerir que su padre era Le Franc de Pom pignan establecía un linaje para sus elevadas as­ piraciones sociales y también (porque el marqués se había ganado cierta fama como hom bre de letras) para sus actividades literarias como drama tu rga y, a partir de 1788, como autora de panfletos políticos. (El informe final sobre su proceso y ejecución en 1793 la describe corno “un# femme de lelites", dando así testimonio^ de su

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éxito en el control de por lo menos algunos de los términos de su autodefinición.)3' La lucha de Lacour por establecer la verdad acerca de Olympe de Gouges pone de manifiesto la creencia en la relación transpa­ rente entre un nom bre y una persona, un signo y su referente, creencia que ella, corno otros Filósofos de la misma época, cuestio­ naba. La naturaleza de esa relación preocupó m ucho a Rousseau y a los revolucionarios influidos por él, pero De Gouges estaba dispuesta a aceptar e incluso explotar el reconocimiento hecho por ellos de que todos los signos podían ser arbitrarios, y quizás en particular el signo del ser individual.w De Gouges entendía su capacidad de representarse a sí misma como un atributo de su imaginación. Fue por medio de la ima­ ginación que se representó como poseedora de los derechos de “hom bre y ciudadano” y explicó sus m te ive liciones en política en un m om ento en que los derechos políticos de las mujeres eran resistidos. En ocasiones apelaba directamente a la imaginación, como cuando expliccS la audacia de su tentativa de describir los orígenes de la sociedad -tem a sobre el cual tantas grandes mentes ya habían aventurado opiniones- como un sueño. Los sueños y la imaginación eran a m enudo sinónimos para ella y sus contem po­ ráneos, o si no, términos estrechamente relacionados. “Tal vez me he perdido en mis sueñ os../”5-' En eso afirmaba no ser diferente de Rousseau o de Voítaíre, que también habían imaginado sus afirmaciones y cuyo genio no los había protegido contra la críti­ ca o el error. “Y yo, ignorante como soy, quiero perderm e igual que los demás.”40 En otros momentos, De Gouges tan sólo actuaba imaginativamente en los términos de su tiempo, representando eí papel al cune aspiraba, recombinanclo en forma improbable elementos de su mundo, insertándose en historias de las que, de otro modo, habría sido excluida. Era una segunda Gasandra, un hom bre sabio, un imitador de Rousseau super ior a él, un aboga­ do defendiendo al rey en su proceso. Se com paró a sí misma con Hom ero y con ju a n a de A rco.11 En un panfleto que denunciaba los crímenes de Robespierre, Firmó con el anagrama “Polyme”, descripto como “un animal am biguo”. “Soy un animal único: no soy ni hom bre ni mujer. Tengo todo el valor de uno v, a veces,

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las debilidades de la otra.”'1- No era ni una mujer ni un hombre, pero también era a la vez una m ujer y un hombre. “Soy una mujer y he servido a mi país como un gran hom bre.”’’’ El logro de la ciudadanía era, en sus términos, un resultado de su imaginación creadora. Q ue una mujer afirmara poseer la fuerza de ía imaginación creadora a fines del siglo XVlfl resultaba a la vez plausible e incon­ cebible en los términos de los debates en curso. La imaginación era un concepto cada vez más inquietante, a m edida que los filó­ sofos luchaban con sus ambigüedades, sin conseguir resolverlas. En los diccionarios de comienzos del siglo XVIII, la imaginación se refería principalmente a la facilidad de la m ente para repre­ sentar cosas externas a ella en forma de imágenes o pensamien­ tos. Las definiciones secundarias incluían la inventiva (capacidad de la m ente para crear cosas), pero con frecuencia eso era visto como una forma degenerada de la imaginación reflexiva (como en el caso del hipocondríaco, el mala-de iviaginaire, “el hom bre cuya imaginación está tan afectada que se cree enferm o cuando está sano”).'1 Era en ese sentido que los sueños estaban ligados a la imaginación: “Todos los objetos de los sueños son claramente juegos de la imaginación”, afirmaba un artículo de la Encydopédie de Diderot.1'’A medida que el siglo avanzaba, la cuestión de la fan­ tasía y la invención parece haber ganado importancia y, con ella, lo que un diccionario llamaba la definición ‘‘más noble y precisa”, la capacidad de la m ente de producir poesía y arte, de “crear por imitación”."’ Al mismo tiempo, a la vez que se insistía cada vez más en la in­ ventiva y la creatividad, su relación tanto con la razón com o con la realidad pasé) a ser cuestionada. “El m undo real tiene sus lími­ tes”, escribía Rousseau en Emile. “El m undo imaginario es infini­ to. Incapaces de extender el uno. restrinjamos el otro, porque es sólo de la diferencia entre ios dos que surgen todos los dolores que nos hacen verdaderam ente infelices.”’7 Podría haber agre­ gado que la diferencia entre los dos establece el significado de cada término: sin algo designado com o ficción para marcar sus límites, las fronteras del m undo real no siempre son inmediata­ m ente evidentes; sin la imaginación, ¿cómo podrían distinguirse

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las operaciones de la razón? En la búsqueda de respuestas im­ posibles a esa irritante cuestión, los filósofos de la Ilustración p r od uj e ro 11 d is ti nc io n es m uy ag u d as (a u n c[ue n e c esa ri a ui e n te ambivalen tes). En la Encyclopédie, Vol taire intentó conciliar esos dos aspectos de la imaginación postulando una forma pasiva y una activa. La imaginación pasiva era mimética y simplemente reflejaba en la mente cosas externas a ella. Impuestas desde fuera, esas imágenes poseían al individuo y lo habitaban y, ai igual que con un sueño que uno tiene mientras duerme, no era posible ejercer ningún control sobre ellas. La imaginación pasiva lo dom inaba a uno, igual que la pasión; estaba asociada con el error y conducía al sojuzgamiento. Vol taire proponía el ejemplo de las personas sin educación, cuya imaginación pasiva se convertía en el instrum en­ to de su dominación por otros.18 Su colega Diderot hablaba de la imaginación en términos de imitación y equiparaba esa pasividad con las mujeres. “Piénsese en las mujeres -escribía en Le paradm.e sur le comedien-, están millas más allá de nosotros en sensibilidad; no hay comparación entre su pasión y la nuestra. Pero tanto como nosotros estamos por debajo de ellas en la acción, así están ellas por debajo de nosotros en la imitación.'' Com entando este pasa­ je, Philippe Lacoue-Labarthe escribe: “Esto no significa que las mujeres no imiten [...]. Pero si imitan [...] eso ocurre sólo en la pasión y la pasividad, en el estado de ser poseídas o ser habitadas. En consecuencia, sólo cuando son sujetos”.49 La imaginacicm se manifiesta en la m ujer que no se resiste: no interviene en su con­ formación, sino que más bien ella es -e n los términos de LacoueLabarthe- “Ja matriz o la materia maleable en que se graba una marca”. Cuando tienen genio, comentaba Diderot en su ensayo “Sur les femmes”, “creo que la marca es más original en ellas que en nosotros”. ’0 Aquí, originalidad significa “parecido al original”, tal como fue imaginado por otros; lo que muestra originalidad es la marca, no el m edio en el que ha sido impresa. La autonom ía de autocreación que exhibe el poseedor ele una imaginación activa está ausente.'* La imaginación activa, en cambio, supone un sujeto soberano. Voltaire la describía como Ja fuente de los triunfos del genio crea­

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tivo en la poesía, en las matemáticas y en la invención científica. La imaginación activa implicaba pensamiento considerado, la recombinación de imágenes e ideas existentes “porque”, señala­ ba el filósofo, “no es dado al hom bre crear él mismo ideas; sólo puede modificarlas”. ’' Pero ía modificación significaba también mejoramiento: la superación de lo dado por la naturaleza por el arte del hombre. Y a través de esa producción, que no era sim­ ple reproducción, el hom bre pasaba a ser la fuente de su propia articulación.^ Para Voi tai re, la ambigüedad más dificultosa residía no en el contraste entre activo y pasivo, sino en la propia imaginación acti­ va. En el mejor de los casos, la imaginación activa podía ser dirigi­ da hacia fines útiles y esclarecedores, pero siempre existía el peli­ gro dei exceso, porque, aun cuando la facultad imaginativa podía ser susceptible de regulación por la razón, no era intrínsecamente razonable. De hecho, en la m edida en que la imaginación (de cualquier tipo) implicaba imitación o re-presentación -lo que Lacoue-Labarthe llama una “lógica de semejanza”-, estaba articulada alrededor de la división entre apariencia y realidad, presencia y ausencia, el mismo y el otro, o iden­ tidad y diferencia [...]. Esa es la división que sirve de base (y que constantem ente desestabiliza) la mimesis. A cualquier nivel que se la tome [... j la regla es siempre la misma: cuanto más se parece, más difiere. El mismo en su mismedad es el otro mismo, que a su vez no puede ser considerado “él 111181110”, y así hasta el infinito.51 Una imaginación activa llegaba a ser activa precisamente a través de una forma positiva de alienación, en la que uno literalmente se creaba a sí mismo (pues no había ningún sujeto anterior so­ bre el cual actuar). Ai mismo tiempo, acechaba la posibilidad de otro tipo de alienación: lo que con éxito podía operar como arte también podía conducir, en forma destructiva, a la locura. Los escritores, por ejemplo, podían fundirse con los personajes que tan hábilmente modelaban, y esa identificación, advertía Vol tai re, “puede degenerar en locura”. Ese tipo de imaginación lo llevaba a

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uno más allá de sí, a un estado extático o exaltado, que constituía una desidentificación, o una identificación errada, una confusión el yo y el otro. Además, esa confusión tenía dos aspectos. El imi­ tador perdía el sentido apropiado de sí y dejaba de apreciar los rasgos distintivos que hacían al otro diferente; en consecuencia, aí volverse borrosas las fronteras de la diferencia, tanto el imitador como el objeto de imitación se volvían dudosos. Así lo advertía Rousseau en el prefacio a La nouvelle Héloüe. “Queriendo ser lo que no somos, llegamos a creernos algo distinto de lo que somos, y así es como nos volvemos locos”/’5 Vol tai re, viendo el peligro de exceso implícito en la imagina­ ción activa, lo expresó en términos de pérdida del poder de re­ gulación de la razón, la marca distintiva del ser individual:'^ la ficción y la poesía eran productos aceptables de la m ente creativa, pero las imaginaciones “fantásticas” de los cuentos de hadas iban demasiado lejos. “Siempre carentes de orden y de buen sentido, uno los lee por debilidad, pero por la razón los condena.”5' Condillac compartía, desde otra perspectiva, esa preocupación por los peligros que planteaba a la comprensión la imaginación activa: tiene el poder de recombinar impresiones sensoriales en forma “contraria a la verdad”/’’8 La corrección de los potenciales peligros de la imaginación ac­ tiva residía en los siempre vigilantes poderes reguladores de la razón. La línea entre la ficción y la realidad, el error y la verdad, la salud mental y la locura, el desorden y el orden requería la vi­ gilancia constante de mecanismos internos de autogobierno. De hecho, la imaginación activa sólo era una característica de indivi­ duos que se autorregulaban y se autogobernaban, y con frecuen­ cia pasaban a ser agentes reguladores de los que eran incapaces de controlarse a sí mismos. La entrada para "songé' (sueño) en la Encyclopédie parece aludir a esa doble implicación de regulación externa e in terna: La imaginación despierta es una república ordenada, donde la voz deí magistrado restaura el orden por com ­ pleto; la imaginación de los sueños es la misma república en estado de anarquía, donde las pasiones lanzan fre­

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cuentes ataques contra la autoridad del legislador, inclu­ so mientras su ley está vigente.59 La voz de la razón es la voz del magistrado (hom bre), la voz de la Ley cuyas prohibiciones regulan la imaginación despierta. El or­ den -tanto político como personal, según sugiere la m etáfora- de­ pende de la internalización de esa ley. La anarquía de los sueños es concebida como un ataque de la pasión y el deseo contra “la autoridad del legislador” (ciertamente, una figura masculina). La diferencia entre el día y ía noche es la diferencia entre el orden y el caos, la razón y la pasión, la disciplina y el deseo, lo activo y lo pasivo. I.,os sueños surgidos en la vigilia, sugiere el autor, son coherentes, a diferencia de los que em ergen al dormir, en los que “todo está embarullado, sin orden, sin verdad”.00 Mientras están confinados al dormir, los sueños subversivos son sólo potencialm ente perturbadores, aunque su existencia es de todos modos inquietante. Esa diferencia, para Diderot, era también la existente entre hom bres y mujeres. En su ensayo Sur les feinmes, describía las fantasmagorías, el delirio, las “ideas extraordinarias” que produce en las mujeres el útero, “el órgano específico de su sexo”, suscep­ tible de “espasmos terribles”. Daba como ejemplos casos que pare­ cían ser de histeria incurable, que sin embargo habían sido cura­ dos m ediante la intervención de doctores o magistrados, porque “esa imaginaciém ardiente, ese espíritu que parecía irreprimible, basté) una palabra para derrotarlo”.'11 “U na palabra”, la palabra de la Ley, calmaba esas erupciones de imaginación febril. No obstante, para Vol tai re el dilema persistía, lo cual pone de manifiesto -para nosotros- ía futilidad de tratar de fijar la lógica necesariamente inestable de la imaginación, fuente de la creativi­ dad y del ser individual autónom o, siempre propensa al exceso y la alienación. La distinción entre hom bres y mujeres propuesta por el abate Féraud (“una imaginación exaltada lleva a los hombres al heroísmo y precipita a las mujeres a desórdenes terribles”)"2 no bastaba para tranquilizarlo. La línea entre los sueños y los pensa­ mientos de la vigilia es difícil de establecer, escribió, porque en los sueños pueden manifestarse ideas en apariencia coherentes. Pero entonces, ¿merecen confianza? Y “si es incontestable que en

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nosotros se forman, a pesar nuestro, ideas coherentes durante el sueño, ¿qué seguridad tenemos de que no se forman del mismo m odo cuando estamos despiertos?”.”" La concepción de imaginación de Rousseau agregaba otra di­ mensión a esas discusiones, al plantear explícitamente la cuestión del deseo en términos de la relación entre el yo y el otro, entre el hom bre y la mujer. Para él, la imaginación era una facultad a la vez consoladora y perversa, podía conducir al placentero aban­ dono del ensueño en que un hom bre era transportado más allá de sí mismo, sin desviaciones ni obstáculos.^1 En ese estado, de alguna m anera estaba más cerca de la naturaleza, libre de la disci­ plina restrictiva que im pone el pensamiento restrictivo, abierto a sensaciones de otro m odo desconocidas para la mente razonable. Pero esa concepción romántica estaba limitada por una sensación de peligro. La imaginación era una proyecciém del deseo y. por lo tanto, a la vez, causa y producto de la civilización. En la natura­ leza, los hombres actuaban sólo para satisfacer necesidades físicas y no formaban relaciones emocionales perm anentes -escribió en el segundo Discurso sobre el origen de la desigualdad de los hombres recién con la sociedad aparecen las facultades humanas de la me­ moria, la imaginadém, el egoísmo y la razón. “La imaginación, que tales estragos causa entre nosotros, nunca habla al corazón de los salvajes.” Cuando los hom bres empezaron a vivir en estrecha proximidad, la imaginación no sólo expresaba el deseo, sino que lo lijaba en un único objeto: “los hom bres adquirieron impercep­ tiblemente las ideas de belleza y mérito, que piorno dieron ori­ gen a sentimientos de preferencia”. De ahí derivaron las pasiones gemelas de amor (“un sentimiento tierno y placentero”) y celos (“furia impetuosa”). Sin imaginación no habría am or ni comercio ni creatividad, pero tampoco competencia ni pasión asesina ni guerra. La imaginación era, a la vez, la bastí de la organización social y de ía política, y la simiente de su destrucción.0-3' En la concepción de Rousseau, la imaginación y el deseo eran la misma cosa. La imaginadém del hombre, advertía en Emile, “es­ candaliza al ojo al revelarle que lo que ve no sólo está desnudo sino que debería estar vestido. No hay vestidura tan púdica que una mirada inflamada por la imaginación no penetre con sus de­

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seos”.t,b Las mujeres también eran impulsadas por el deseo y, en realidad, era su deseo lo que es am ulaba el de los hombres. Para Rousseau, en última instancia, la forma de manejar o eliminar el peligro de excesos eróticos en ambos sexos era refrenarlo en las mujeres. Así, la educación de Sofía apunta a hacer de ella una criatura pudorosa y altruista, cuyo único objetivo es servir a su marido; .su trabajo consiste en confirmar a Emilio en su visión de sí mismo, y no buscar su propio ser a través de él. La clave de su educación reside en el control, cuando no en la represión, de su imaginación. Quizá sea mejor decir que el objeto de su educación sería servir de pantalla sobre la que Emilio pueda proyectar su imaginación. En ese sentido, ella sólo ejerce una imaginación pasiva, en los tér­ minos del siglo XVIII, una imaginación que muestra las huellas de lo que otros ofrecen, en lugar de producir imágenes propias. Sofía es el objeto de la imaginación de Emilio, no el sujeto de la suya propia. En la medida en que la imaginación expresa deseo, confirma (en realidad, crea) el ser individual a través de la bús­ queda del otro; la restricción de la imaginación a la reflexión pasi­ va del deseo de otro niega entonces (a las mujeres) la posibilidad de articular un sentido independiente de su propio ser individual. La solución de Rousseau reconocía su propia naturaleza social­ mente determ inada y, por lo tanto, estaba abierta a la crítica y la revisión. La conexión entre el deseo y la imaginación podía admi­ tirse en abstracto, sin hacer de ella una actividad exclusivamente masculina. Aprovechar las ambigüedades, no sólo de Rousseau sino de todos esos intentos de tratar el tema de la imaginación, fue lo que hizo Oiympe de Gouges. La ambigüedad de ía imaginación la hacía, a ía vez, atractiva y peligrosa como forma de justificar el propio comportamiento. Por un lado, De Gouges afirmaba poseer imaginación para ali­ nearse con las grandes mentes creativas. En realidad, su identifica­ ción más fuerte era con Rousseau, a quien calificó de “padre espi­ ritual”.*'7 Además, la autorizaba -cuando ignoraba la advertencia de Diclerot de que la imaginación de las mujeres era sólo de tipo pasivo y tomaba de m odo literal las elaboraciones no genéricas de Vol taire- a demostrar sus capacidades, a desafiar los límites ^que

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imponía a las mujeres una sociedad cada vez menos dispuesta a apreciarla diversidad desús talentos. Si m ediante ei ejercicio de la imaginación activa uno llegaba a ser autónom o y a autogoberfiar­ se, De Gouges se construiría a sí misma de esa manera. Alcanzaría el reconocimiento de su capacidad de autorrepresentación -y por consiguiente, de su derecho.a la representación política- por la fuerza de su imaginación. Por otra parte, el hecho de recurrir a la imaginación podía considerarse una transgresión o, peor aun, locura. Después de todo, Diderot excluía la posibilidad de que las mujeres fueran capaces de ejercer una imaginación activa; en consecuencia, sus esfuerzos sólo podían conducir a la inautendcidad, a la imitación de algo que no eran. Esa imitación constituía 1111a representación falsa, una traición tanto al ('eferente como al signo, como cuando De Gouges declaró que se había hecho un gran hom bre para la patria/* El peligro de ese tipo de falsa identificación consistía en que volvía borrosas las líneas de la diferencia sexual, esas fronteras de la naturaleza que los revolucionarios consideraban cada vez más importantes para la organización social. Si a través del ejercicio de su imaginación activa las mujeres podían representar en for­ ma convincente características, papeles sociales o ambas caracte­ rísticas de los hombres, ¿cómo distinguir entre lo real o natural y su imitación?, ¿cómo justificar la restricción de la ciudadanía a los hombres? La única m anera era establecer una autoridad dotada de la capacidad de reconocer e im poner las distinciones que, según se decía, constituían la diferencia sexual. Pero, como demostró el reinado del Terror jacobino y el castigo impuesto a De Gouges, la imposición rígida de esas distinciones negaba la transparencia de las diferencias entre público y privado, virtud y traición, masculino y femenino. Porque, ¿qué era natural en la pasividad de las mujeres, después de todo, sí la única manera de impedirle ejercer una imaginación activa era declararla loca, po­ nerla fuera de la ley y condenarla a muerte? Las feministas vivie­ ron y m urieron denunciando esa paradoja. Mucho antes de los tumultuosos días de la Revolución, Oiympe de Gouges era conocida en los círculos literarios parisienses por

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sus obras teatrales, algunas de las cuales llegaron a ser represen­ tadas por la Comedie Francaise. Crítica franca y exuberante de las maquinaciones del m undo del teatro, con frecuencia atribuyó el hecho de que su éxito no fuera mayor a los prejuicios de los comMtms contra las mujeres dramaturgas. De Gouges rechaza­ ba —y probablem ente también ejemplificaba- las objeciones de Rousseau a la representación teatral como artificio asociado al com portam iento de las mujeres. Insistía en que el teatro era un lugar en el que podían combinarse la enseñanza moral y el placer estético/'*' En eso ella continuaba una tradición de producciones teatrales críticas realizadas por mujeres, asociada con Le journal des ■do,mes y sus editores, en especial Louis-Sébastien Mercier (que la ayudó a publicar muchas de sus obras y panfletos).70 Un gran cantidad de sus obras trataba temas políticos del m omento. Zamore et Mizrah, ou Vesclavage des négres, por ejemplo, demostraba que blancos y negros com partían una misma hum anidad, por lo que fue cancelada por las autoridades tras unas pocas represen­ taciones en 1789, para satisfacer a una organización de propie­ tarios de esclavos que temían que estimulara rebeliones en las colonias.71 En una tem prana sugerencia a la Asamblea Nacional, De Gou­ ges propuso la creación de un segundo teatro nacional, para las mujeres. A quienes dudaban de sus posibilidades de éxito les ase­ guró que poseían el talento necesario para producir las obras ne­ cesarias para m antener un público regular. “No me corresponde a mí responder en nom bre de todo mi sexo, pero si he de ser la base para ei juicio, yo puedo presentar a la consideración treinta obras.” En 1788, incursionó en ¡a arena política con un panfleto, Lettre au peuple, ou projel d ’u ne caisse patriotique, donde proponía que los Estados Generales (que habían sido convocados pero todavía no se habían reunido) podían resolver la crisis financiera del reino mediante el establecimiento de un fondo patriótico, con contri­ buciones voluntarias de todos tos ciudadanos. De Gouges declaró que escribía como “un m iem bro del público”73 para ese mismo Público, ese cuerpo de opinión educada que había surgido du­ rante el siglo XVIII en respuesta a la autoridad absoluta del rey.71

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No era nada desusado identificarse como m iem bro del Público. Durable el Antiguo Régimen, las mujeres formaron parte de la oposición al absolutismo, y su actividad adopté) formas .trias o me­ nos abiertamente políticas. Los salones regenteados por mujeres de ia elite patrocinaron discusiones que contribuyeron a generar lo que llegó a ser una “opinión pública” crítica y opositora. Ese Público incluía a mujeres, pero sólo a las que poseían riqueza, educación y gracias sociales.7’ De Gouges no era una salonnicre ni participaba en los centros de sociabilidad cortesana y educada, aunque ofrecían un espacio en el que las mujeres podían des­ em peñar un papel público. Ella estaba más bien asociada a los círculos de periodistas, más activistas y reformistas, cuyos artículos se dirigían a un grupo más amplio y desafecto. Nina Geíbart ve en ese periodismo de oposición -ejemplificado por Le joumal des dames en sus veinte años de historia (1759-1778)- no sólo ía fuente del reclamo de De Gouges de participación política de las muje­ res, sino de buena parte del feminismo político de la Revolución.71’ Al mismo tiempo que se declaraba miembro del Público, De Gouges también tenía conciencia de la escasa credibilidad de las mujeres para hablar sobre asuntos políticos. En los últimos años del Antiguo Régimen y los primeros de la Revolución, la posición de las mujeres era, en el mejor de los casos, un tema de deba­ te.77 De Gouges reclamó con insistencia la plena emancipación, en contra de los que la negaban y los que preferían postergar la discusión. “Este sexo, demasiado débil y oprimido por demasiado tiempo, está listo para arrojar de sí el yugo de una vergonzosa es­ clavitud”. “[...] Yo me he colocado a la cabeza de él.”78 Recorda­ ba a sus lectores que no se tomaba suficientemente en serio a las mujeres, a pesar de que, como demostraban sus propias pruden­ tes sugerencias, podían ser ib en te de ideas políticas inteligentes y dignas de encomio. Sus escritos intentaron combatir, en forma directa y median te el ejemplo contrario, la idea de que las mujeres eran demasiado vagas y tornadizas para algo tan serio como el go­ bierno. Era verdad, reconocía, que algunas mujeres vivían excesi­ vamente consagradas al luxe, pero hasta las más coquetas podrían reducir sus compras una vez que se instaurara el fondo patriótico, “porque la belleza no excluye la razón ni el amor por el país”.79

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En este aspecto, se basaba en las ideas asociadas, durante ese período, a la facción girondina de los republicanos, y en especial a Condorcet, quien escribió que '‘los derechos del hom bre deri­ van simplemente del hecho de que son seres sensibles, capaces de adquirir ideas morales y de razonar de acuerdo con esas ideas. Las mujeres, que poseen las mismas cualidades, necesariamente deben poseer ios mismos derechos”.81’ Las diferencias funcionales y biológicas entre los sexos no tenían importancia, argum enta­ ba, porque no constituían “una diferencia natural entre hombres y mujeres que pudiera servir legítimamente como base para la privación de un derecho”.81 Para Condorcet, la política era una actividad a la que se dedicaban personas de identidades diversas; uno se volvía político, pero la política no definía a la totalidad de la persona (hombre o mujer). En ese sentido, la persona política era un individuo abstracto. La argumentación de Condorcet concuerda con lo que Keith Baker llama “un discurso racionalista de lo social”, originado con los fisiócratas y “basado en los conceptos de los derechos de! hom ­ bre, la división dei trabajo y el dominio apolítico de la razón”.82 Pero la defensa del individuo abstracto contenía una paradoja: hasta el individuo más autosuñciente existía como tal sólo a los ojos de otro. En la retórica de los revolucionarios, la división se­ xual del trabajo resolvía el problem a al decretar que las mujeres estaban fuera de la esfera pública y negarles la individualidad re­ querida de los ciudadanos, pero el género, por supuesto, negaba el carácter abstracto (y la autosuficiencia) del individuo abstracto. Cuando De Gouges propugnaba la inclusión de las mujeres en la política sobre la base de su individualidad, chocaba con el pro­ blema del ser individual y el otro. En el discurso político de su tiempo, el individuo independiente se constituía como la antíte­ sis de la mujer dependiente. El concepto del individuo abstracto de Condorcet no ofrecía una respuesta suficientemente completa para De Gouges** ¿Cómo podría ella finalmente afirmar la indi­ vidualidad de la mujer? ¿Era posible la simetría en la oposición hom bre/m ujer, yo/otro, o acaso la igualdad de las mujeres de alguna m anera privaba a los hombres de la individualidad confe­ rida por el otro, al hacerlos a todos lo mismo? ¿Era posible que los

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otros fueran simplemente otros individuos (hombres o mujeres), sin que el género hiciera la diferencia? ¿O acaso la ausencia de género confundiría las fronteras en un narcisismo amocentrado? Eran preguntas acuciantes que el llamado de Condorcet a una igualdad basada en la com unidad de la razón hum ana no tomaba en cuenta. Sin embargo, sus escritos alimentaron los argumentos de De Gouges y sus acciones. De Gouges m oldeó una identidad com o m iem bro del Público sobre la base de las ideas disponibles sobre las mujeres, la razón y la opinión pública (todos temas controversiales). En la atmós­ fera caldeada de la Revolución, con muchas definiciones de la conducta apropiada abiertas a la reinterpretación, se imaginó a sí misma ~y lkígó a ser- una figura política de cierta visibilidad. Lo hizo, no reproduciendo el papel de los hom bres políticamen­ te activos, sino apropiando la acción política para las mujeres. Por cada designación de sí misma com o un “hom bre de estado’’, por cada invocación de su “genio benéfico”, hay una referencia a su femineidad.8! “Es una m ujer que se atreve a mostrarse tan fuerte y valerosa por su Rey y por su país.”8’ “Oh, pueblo, infeli­ ces ciudadanos, escuchen la voz de una m ujer justa y sensible.”1"' Uno de sus panfletos se titulaba Le crí d ’u n sage: Par une ¡hume,, y cuando se propuso defender a Louis XVí durante su proceso sugirió que el sexo no debía ser tomado en cuenta (“dejad de lado mi sexo”), a la vez que debía serlo (“El heroísmo y la gene­ rosidad son también parte de las mujeres, y la Revolución ofrece más de un ejemplo de ello”) / 7 Lo im portante era no establecer la similitud de las mujeres con los hom bres para calificar para la ciudadanía, sino refutar ía idea predom inante de que !a ciuda­ danía activa era igual a la masculinidad, hacer que la diferencia sexual no tuviera importancia en la política y, al mismo tiempo, asociar alas mujeres -explícitam ente como m ujeres- a la idea de sujeto “activo”. Pero si el sujeto activo ya estaba definido como un individuo de género masculino, ¿cómo podía defender a las mujeres? La evidente contradicción -en tre la importancia y ía no im­ portancia de la diferencia sexual, entre la igualdad y la diferen­ cia- anidaba en el corazón del proyecto feminista de hacer de

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las mujeres sujetos políticos. La tentativa de realizar ese proyecto incluyó un acto de autocreación, en el que una mujer que se de­ finía a sí misma como tal representaba el papel público/político desempeñado en general por hombres. “Ella se hizo ira hom bre para su patria.”148Pero eso llevó a De Gouges, inevitablemente, a la paradójica “lógica de la semejanza”: en la m edida en que su imita­ ción tuviera éxito, estaría apuntando a la diferencia que intentaba superar, que ella señalaba siempre con una especie de asombro y alegría (miren, proclaman sus referencias a sí misma, ¡aquí está una mujer que se hace hombre!). En la medida en que la dife­ rencia de la mujer en aquel m om ento evocaba la distinción entre activo y pasivo, la semejanza que ella había alcanzado establecía, no la autonomía, .sino su antítesis. De Gouges asumió el papel reservado a los hombres en forma instrumental, para ponerlo a disposición de las mujeres. Esa re­ presentación desaliaba las definiciones de las cualidades mascu­ linas y femeninas, poniendo de manifiesto la naturaleza necesa­ riamente contradictoria de la asociación exclusiva de “hom bre” con “ciudadano” activo, pero también podía ser vista como falsa (com o ocurrió en 1/93), porque era una identificación errónea y, por lo tanto, una confirmación de las razones de la exclusión. Para De Gouges, la imaginación activa conducía a la ciuda­ danía activa, la producía literalmente. De hecho, en eí uso de ía prim era para acceder a la otra, De Gouges revela algo de la conexiém entre ambas. En ambos términos, “activo” connota independencia y productividad, el funcionam iento de la razón en eí ejercicio de la iniciativa individual. Los que poseían una imaginación activa, según la definición de Voltaire, se autogobernaban, tenían la capacidad de producir ideas, imágenes y, por extensión, instituciones y leyes que ordenaran y cambiaran a las sociedades. El suyo era el trabajo del arte y la ciencia, pero también el de la ley y la política. Así, en 1789, el abate de Sieyés describía a los ciudadanos activos com o los que tenían educa­ ción y razón suficientes para participar en el trabajo creativo dé­ la nación.8'-1 Sostenía que sólo los hom bres autónom os y autocreadores estaban calificados para representarse a sí mismos en el ejercicio del voto. (Esa representación era digna de confianza

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p o rqu e e I si gn o y el refe re n te e ra n 1a m ism a c os a .) lia insistencia cié De Gonges en la base imaginativa de su propio pensamiento y acción tenía el propósito de establecer su autonom ía, su capa­ cidad de producir un ser individual auténtico -d e ser lo que a fu ­ ñí alia s e r, n o u n a c op ia d e algu n a otra c osa- y, en c o n secuencia, su elegibilidad para los derechos políticos. Al adoptar la posición de un ciudadano activo, De Gouges de­ safiaba la definición -q u e la Revolución seguía aceptando- de ias mujeres como ciudadanos pasivos, y ampliaba así el debate que giraba casi por completo en torno a los derechos de los hombres para incluir los de las mujeres. La distinción entre ciudadanos activos y pasivos se basaba en las teorías opuestas de los derechos naturales, que se habían desarrollado m ucho antes de 1789. Los que gozaban de derechos activos eran considerados agentes in­ dividuales, capaces de hacer elecciones morales, de ejercer la li­ bertad y hablar en su propio nom bre (literalmente, de represen­ tarse a sí mismos). Eran aquellos cuyos intereses comunes como propietarios les permitían realizar el interés social, la base sobre la que podía apoyarse una nación unificada. Los que disfrutaban de derechos pasivos, en una división funcional del trabajo, eran protegidos y cuidados por otros, y tenían “el de recito a que otros les dieran o les permitieran algo”.™ (Esta definición se hace eco de la equiparación que hace Diderot de las mujeres con la pasivi­ dad; eran dominadas, habitadas por la pasión, moldeadas por las impresiones de otros.) Los historiadores de las teorías de los derechos naturales gene­ ralmente describen ios derechos activos y pasivos como sistemas legales antitéticos que no pueden regir al mismo tiempo. Pero eso no tiene en cuenta la inventiva de los revolucionarios france­ ses que, en su prim er esfuerzo por redactar una constitucicm en 1791, concillaron su tem or a la democracia y su compromiso con la libertad estableciendo dos categorías de ciudadanos; los activos y los pasivos. Y tampoco toma en consideración cómo opera el género dentro de los lenguajes universales de ía teoría política. En el debate de la Asamblea sobre la Constitución de 1791. la posición de la minoría (que De Gouges apoyó) fue expresada por el diputado Camiíle Desmoulins: “Los ciudadanos activos son los

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que tomaron la Bastilla”.91 Sin embargo, la mayoría rechazó la idea de que la acción política establecía la ciudadanía y, en cambio, definió dos categorías de ciudadanía. Los ciudadanos activos eran los hom bres de más de veinticinco años que fuesen independien­ tes (no podían ser servidores domésticos) y poseyesen una riqueza considerable (tenían que pagar un impuesto directo equivalente a tres días de trabajo). El prerrequisito era la propiedad en forma de tierra, dinero, y uno mismo. Después de la caída de la m onar­ quía, en 1792, prevaleció una interpretación más incluyente de la ciudadanía: se concedió el voto a todos los hom bres mayores de veintiún años, que se mantuvieran por sus propios medios, y se lo negó explícitamente a las mujeres. No obstante, la distinción entre activo y pasivo no desapareció del todo, aunque dejó de ser m encionada en los docum entos oficiales, y la teoría de la repre­ sentación en que se basaba -q u e hacía derivar la unidad de una división social del trabajo y un interés social com ún- subsistió. Diferenciaba entre los que tenían derecho a elegir representantes (literalmente, a ser representados en y como la nación) y ios que no tenían ese derecho, los que eran capaces de a u torre presentar­ se y los que sólo podían ser representados, los que tenían autono­ mía y los que no la tenían.11- Estos últimos eran principalmente, aunque no en forma exclusiva, las mujeres. A diferencia de las distinciones basadas en la riqueza, las de gé­ nero eran consideradas naturales y, por lo tanto, quedaban fuera de la esfera legislativa. Como las constituciones y los decretos lega­ les se ocupaban, en general, de las reglas de la participación polí­ tica (activa), las referencias a los derechos pasivos desaparecieron. Pero invisibilidad no significa ausencia. Los términos “tzlayen' y liciioymne” llevaban en sí el contraste entre activo y pasivo, y de vez en cuando este era evocado claramente, por ejemplo, cuando el exasperado Chaumette, al denunciar a Oiympe de Gouges ante un grupo de mujeres que protestaban contra ei cierre de sus clu­ bes políticos en 1793, gritó (me imagino): “¡Mujeres desvergonza­ das que quieren transformarse en hombres! ¿Acaso no se les da lo suficiente? ¿Qué más necesitan?”. De Gouges tornó la definición de la ciudadanía activa de Desmoulins y se lanzó a la batalla. Encarnando la “opinión pública”/

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pasó a la letra impresa, a las calles y al foro de la Asamblea Na­ cional. Alquiló un alojamiento cerca de la Asamblea para poder asistir más fácilmente a sus sesiones, habló desde el podio en reu­ niones de varios clubes y, por lo menos una vez, se precipitó a la tribuna de ía Asamblea. Sus declaraciones sobre la abolición de la esclavitud y los derechos de los hijos ilegítimos, el veto rea! y los hospitales de m aternidad con frecuencia cubrían los muros de la ciudad de París. En 1792, planeó un enorm e cortejo fúne­ bre para un héroe de la nación, con el fin de demostrar el apoyo de las mujeres a la Revolución y su importancia para ella misma, e hizo campaña entre los altos funcionarios hasta convertirlo en realidad. Un año antes, actuando como legisladora autodesignada, había presentado la. Dedaracüm de los derechos de la mujer y de la ciudadana e insistido en que fuera adoptada como complemento de la Constitución. Siempre actuó como una persona encargada de forjar el futuro de Francia, aun cuando sus proyectos fueron ignorados, como ocurrió con la declaración de derechos. La elocuencia de sus discursos suscitó la admiración de sus con­ temporáneos, pero para ella la forma más importante de inter­ vención política era la escritura. Esta es la forma más asombrosa porque, al parecer, la llevaba a cabo con gran dificultad, dictando sus textos a una secretaria. Sentía que el gasto y el esfuerzo va­ lían la p ena porque la escritura, a diferencia de los discursos, era una forma más perdurable de comunicar sus ideas, de m antener lo que de otro m odo sería apenas una relación pasajera con sus oyentes. El discurso requería un público físico, mientras que la pa­ labra escrita se. podía transmitir a un sector m ucho más vasto, cuyo núm ero y variedad no tenía más límite que el de su imaginación.9'* De Gouges evocaba la ansiedad de Rousseau, para quien la es­ critura era un medio de expresión m enos auténtico que la ora­ toria, porque sus marcas sólo representan de manera imperfec­ ta al orador ausente. Ella utilizó la escritura para establecer su identidad, como lo había hecho Rousseau, y explotó la paradoja de la posición del filósofo: tal vez la escritura era solamente un com plemento del habla, pero fue el medio que él eligió reitera­ dam ente para presentar sus ideas, para demostrar la conciencia identificada por la firma “J.-J. Rousseau”. Y esa firma, aunque sé>lo

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fuera un sustituto del hom bre real, tam bién establecía su existen­ cia. Seguram ente esa era la implicación en las ocasiones en que De Gouges se com paró con Rousseau y tam bién de su insistencia en que se reconociera su significación com o autora. Su em ulación en ambos aspectos pone de m anifiesto que, tanto en el caso de ella com o en el de él, la existencia del hom bre era un efecto, y no el origen, de su firm a.95 Para De Gouges, así com o para sus contem poráneos y para la posteridad, escribir, firm ar y publicar dem ostraba lo que la ley negaba: el hecho de que las m ujeres podían ser, y ya eran, autoras. Bajo la legislación revolucionaria, las m ujeres no tenían los dere­ chos de los autores, los de individuos poseedores de su propiedad intelectual, porque no eran consideradas ciudadanos activos. Por lo tanto, para De Gouges, ser reconocida com o autora significaba ser adm itida com o individuo y com o ciudadana. Al hacer refe­ rencia a sus obras de teatro, que según ella eran la prueba de que el género no im pedía el talento, las llamaba sus “propiedades”, resultado de un trabajo productivo y creativo. “¿Acaso no es un activo mío?, ¿no es mi propiedad?”, preguntaba retóricam ente.5”7 Consideraba que la pérdida de la posibilidad de escribir era equi­ valente a la pérdida de la vida, y así lo manifiesta en el ju ram en ­ to que hace sobre la veracidad de sus opiniones, en su Leltre au p tupie de 1788: “Oh, sublim e verdad, tú que siem pre has sido mi guía, que sostienes mis opiniones, quítam e los m edios de escribir si alguna vez traiciono a mi conciencia, que tu luz ilum ina”.5'7 Afir­ m aba que se veía irresistiblem ente em pujada a escribir, obliga­ da por su “com ezón [démangeaison] de escribir”/* “Tengo locura por escribir, locura por verme publicada.”99 “H acerse publicar” [de me [aire vmprrnur] significaba no sólo ver im presa su obra, sino literalm ente im prim irse ella misma, ser la fuente de su propia re­ presentación, establecerse com o autor, y así asegurar su propia identidad. Escribir requería, dependía de la im aginación del autor. Y así De Gouges atribuía sus capacidades, tales com o eran, a su imagi­ nación. Se com paraba con los grandes pensadores de su época, no en el dom inio de la filosofía y la teoría política, sino en su capacidad de “soñar”: “Pero no esperen verme tratar esos asun­

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tos en discursos políticos y filosóficos; sólo en sueños he podido dedicarm e a ellos”.i(M)Al apelar a la im aginación, De Gouges evo­ caba ideas de inspiración directa y desinteresada, que no reque­ rían educación para ser efectivas. En realidad, la educación podía ser un obstáculo para la claridad de visión, afirmo, utilizando a Rousseau contra sí misma, al decir que su propia versión de los orígenes sociales del hom bre era más plausible que la de él. Ar­ gum entó que probablem ente el filósofo era dem asiado brillante para im aginar el verdadero carácter dei hom bre primitivo. (“JeanJacques era dem asiado ilustrado para que su genio pudiera llegar dem asiado lejos...”) En cam bio ella, De Gouges, "que siento los efectos de esa prim era ignorancia, y que estoy ubicada y desubi­ cada al mismo tiem po en este siglo ilustrado, se puede conside­ rar que mis opiniones son más correctas que las de él”.1'15 Aquí, una inocencia similar otorga a De Gouges la capacidad de realizar una identificación im aginaria con hum anos primitivos o, por lo menos, hace que la historia inventada por ella sea más realista. La imaginación es un proceso de pensam iento no m ediado por la erudición, y así transm ite im ágenes que están más cerca de la naturaleza y de la verdad. “Yo soy, en mis escritos, una estudiosa de la naturaleza; quisiera ser, com o ella, irregular, incluso extrava­ gante, pero tam bién siem pre verdadera, siempr e sim ple.’‘iaEsa concepción rom ántica (rousseauniana) de la imaginación, peligrosam ente, casi rechaza por com pleto la disciplina de la ra­ zón. Se describe com o casi puram ente reflexiva, la reproducción de la naturaleza m isma m ediante la imaginación pasiva. En la versión de De Gouges, la naturaleza nada tiene de la jerarquía que los hom bres han creado; en cam bio, se caracteriza por una confusión anárquica pero arm oniosa: “Mira, busca y después dis­ tingue, si puedes, los sexos en la adm inistración de la naturaleza. En tocias partes los encontrarás confundidos [confondus], en todas partes cooperan arm oniosam ente en esta obra m aestra inm or­ tal”.IÍB Del mismo m odo, sobre el asunto del color, De Gouges sostenía que la naturaleza no ofrecía ningún m odelo de aquellas distinciones que los hom bres inventaban: “El color del hom bre es matizado, com o todos los animales que la naturaleza lia pro­ ducido, así como las plantas y los m inerales. ¿Por que la noche

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no rivaliza con el día, el sol con la luna y las estrellas con el firma­ m ento? Todo es variado, y esa es la belleza de la naturaleza. ¿Por qué entonces destruir su obra?”.1*1'1No obstante, si bien De Gouges afirm aba que la naturaleza dem ostraba sus afirm aciones, tam bién insistía en que sus lecturas eran algo más que simples reflejos. Sus proyectos podían tener su punto de partida en la naturaleza, pero eran ordenam ientos productivos, extensiones a la sociedad hum ana de lo que había visto. En ese sentido, su imaginadém era activa, no pasiva: consideraba que el pensam iento actuaba sobre una verdad transparente. C uando se trataba de la im aginación, De Gouges se negaba a aceptar los límites del género. Igual que C ondorcet, sostenía que la razón y la capacidad de im aginar no reconocían las fronteras del sexo. Dio una prueba de su propia capacidad de autorregu­ lación cuando atribuyó un juicio errado que había hecho (sobre las buenas intenciones del rey hacia la Asamblea Nacional) a una m om entánea desorientación de su im aginación (mi im aginación “se extravió”, explicó). El reconocim iento de esa pérdida era en sí una corrección, una instancia ejem plar de su capacidad de autocontrol.ií,ri Para De Gouges, la im aginación ofrecía un buen m odo de es­ capar a los restrictivos límites del género y de dem ostrar nuevas y contrarias formas de relevancia. En Séance royale, subtitulada Les songes patriotiques, que dedicó al duque de O rléans en 1789, De Gouges im aginaba una sesión regia en la que hablaban prim ero el duque y después el rey, reafirm ando ía necesidad del veto real (que la Asamblea quería abolir). Ella hablaba con varias voces para expresar lo que quería decir. Prim ero, con la suya propia, dedicó el panfleto al duque, y le recordó la necesidad del recono­ cim iento de las m ujeres autoras, así com o su prom esa de ayudar a obtener un cargo para su hijo. Vinculaba su situación particular a las necesidades de su sexo: “[•--] es terrible que las m ujeres no tengan las mismas ventajas que los hom bres para el progreso de sus hijos1’. Después hablaba com o el duque, que le proponía al rey el plan que ella proponía. “Bien, señor, una m ujer, un ser ignorante, un espíritu visionario | ...] tiene el valor de alertar a su rey sobre el único m edio capaz de salvar a Francia”. A continúa-

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ción, tom aba la voz del rey para insistir en la prerrogativa regia, en nom bre de sus deberes paternales con su pueblo, la nación. Des­ pués hablaba de nuevo O rléans y presentaba com o artículos para la Constitución, adem ás del veto, el divorcio y el derecho de los hijos ilegítimos a tener igualdad de condiciones en la sociedad.1*’*' (De Gouges era especialm ente hábil para insertar dem andas femi­ nistas en otros program as políticos. C uando escribió la Declaración de los derechos ele la mujer y de la ciudadana, se la dedicó a María Antonieta, con la prom esa de que, si la reina la apoyaba, recuperaría la adulación de sus súbditos.) Leída de cierta m anera, Les songes patrioliques es com o una obra con tres largos m onólogos, lo cual evidencia que De Gouges uti­ lizó la forma que le era familiar para expresar sus ideas políticas. Pero si la leem os de otro m odo, el panfleto es un ejem plo del potencial político del ensueño; so ñ a r-q u e era sinónim o de ima­ ginar™ perm itía una movilidad extraordinaria, tanto a ella, que asumía por lo m enos tres identidades (dos de ellas, masculinas), com o a los personajes que había inventado. El duque de Orléans se convertía en un apasionado defensor de los reclamos feminis­ tas, al tiem po que defendía el poder m onárquico; tal vez fuera sólo un sueño, pero su aparición im presa podía influir en el pen­ sam iento del verdadero duque, com o sugería tím idam ente De Gouges, y así “quizás llegue más cerca de la realidad”.i!>T Los sueños, pues, cuestionaban e incluso renegociaban la fron­ tera entre la ficción y la realidad, y tam bién jugaban con las líneas establecidas de la diferencia sexual. Las repetidas descripciones de sí misma com o un “h om bre” pueden ser vistas por algunos lectores de hoy com o un ejem plo de sexualidad transgresora.1"* Sin em bargo, no creo que eso fuera lo central para ella. En todo caso, intentaba elim inar la cuestión de la identidad sexual del debate político, a la vez que daba por sentada la im portancia de la atracción heterosexual en las relaciones sociales hum anas. No abogaba por que las m ujeres se convirtiesen en hom bres física o psíquicam ente, y pensaba que el deseo del sexo opuesto des­ em peñaba un papel en la construcción del yo. Q uería producir para las m ujeres una identidad política que se apropiara de las cualidades (supuestam ente m asculinas) necesarias para estable­

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cer la individualidad y las incorporase a un sujeto definiblem en­ te fem enino. Se trataba de una em ulación, el deseo de adquirir para uno mismo las virtudes m orales de u n a figura idealizada.109 La em ulación no era la adquisición de los rasgos fijos de la mas­ culinidad, sino más bien la realización del proceso continuo de autoconstrucción, que por entonces estaba reservado a los hom ­ bres. Pero ¿de dónde provenía la afirm ación del propio ser? En la econom ía de la atracción heterosexual, tenía que venir del otro de la mujer: el hom bre. A parentem ente, De Gouges daba por sentada la heterosexualidad en su propia vida y com o fuerza social, igual que lo hacía Rousseau en sus visiones de la política. Pero sus im aginaciones tenían otra vuelta. Aun cuando con frecuencia describió sus sue­ ños corno realizables por la capacidad de las m ujeres de inspirar deseo a los hom bres, tam bién explicé) sus acciones com o resulta­ do de su propio deseo. “Sólo el bienestar de mi país y el am or y el respeto que siento por mi rey, sólo eso ha inspirado mi ánim o”, e intentaba inspirar a otros una im aginación similar, “inflamarlos con el am or a la nación que siento penetrar en m í”.110 La afirm a­ ción tiene un sonido hiperbólico familiar, pero tam bién da por sentada una agencia fem enina. De Gouges aceptaba la idea de Rousseau de que la m ujer es de alguna m anera responsable de provocar el deseo del hom bre, pero eso era sólo la m itad de la historia. El am or y el m atrim onio se basaban en las “inclinaciones recíprocas” de la pareja. En Le bonheur prhniüf de al adulterio la transición de una gran familia arm oniosa a una sociedad más compleja: aburrido de su esposa y de la uniform idad de la vida a su alrededor, uno de los hijos del prim er padre deseó a la esposa de su vecino y, eventualm ente, la sedujo. Según De Gouges, la m ujer era “débil y más culpable que su am ante”, presum iblem ente porque no había controlado el deseo de él, pero tam bién porque no había con­ trolado su propio deseo: “El mismo vicio, la misma inclinación, subyugaron su razón y su virtud”.I!l Para Rousseau, el dulce sentim iento del am or significaba su contradicción: el deseo de] hom bre por la posesión exclusiva del objeto de su am or conducía a la discordia y los celos que anim a­

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ban la sociedad y la política. Para De Gouges, en cambio, el am or y el deseo podían ser perturbadores, pero esa perturbación no era inevitable. Las instituciones sociales hacían bueno o malo el deseo, y esas eran construcciones hum anas que podían cambiar. Para provocar el cam bio, ella hizo cam paña por los derechos de los hijos ilegítimos y esbozó un prototipo para una nueva forma de contrato m atrim onia], en el que cada uno de los padres re­ conocía a los hijos, “de cualquier cama que provenieran”, como legítim os.112 En ía Declaración de los derechos de la w/ujer-y de la ciudadana insistía en que Ja libertad de palabra entrañaba el derecho de las mujeres a revelar la identidad de los padres de sus hijos, ‘'sin verse forza­ das por ningún prejuicio bárbaro a ocultar la verdad”. Todas esas propuestas aceptaban la inevilabilidad del deseo de los hom bres y de ¡as m ujeres, e intentaban volver inocuas sus consecuencias sociales y personales. De hecho, De Gouges negaba que la posesividad m asculina fuera un com plem ento necesario del am or y, eu cambio, sugería una m ayor fluidez para las proyecciones im agina­ tivas que constituían su em oción. Así com o creía que las mujeres podían incitar a los hom bres a la acción -en una ocasión se jactó de que “nada puede resistirse a nuestro órgano sed tu un no tenía ninguna de las fantasías misóginas de Rousseau acerca de que esa era una fuerza capaz de devorar totalm ente a cualquier hom bre. Más bien, el deseo sexual fem enino era un com ponente idéntico en la construcción de la pareja heterosexual y del ser de cada uno de los cónyuges. Era resultado no de la cosificación cic­ las m ujeres por los hom bres, sino del deseo del otro de las propias mujeres, la expresión de su ser volitivo. De Gouges buscó activam ente alternativas a ia subordinación política de las m ujeres. C uando reclam aba los derechos del hom ­ bre para las m ujeres, buscaba realizar su individualidad, sin re­ chazar la diferencia sexual, sino igualando sus operaciones. Para ella, la identificación imaginativa de la m ujer con el hom bre 110 implicaba la reestructuración de la propia identidad sexual, sino 1a am pliación de sus posibilidades sociales y políticas. La Declaración de los derechos de la mujer y de la ciudadana fue un paso en esa dirección. Allí, intentó crear las bases sobre las cuales

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pudiera concederse ia ciudadanía activa a las m ujeres. Los die­ cisiete artículos que la com ponen eran exactam ente paralelos a los de la Declaración de los derechos del hombre y del ciudadano, en la mayoría de los casos reem plazando el singular “H om bre” por la frase “la M ujer y el H om bre”, pero tam bién con una enérgica de­ fensa del reconocim iento del derecho de las m ujeres a expresarse com o clave para conquistar su libertad. El docum ento es a la vez com pensatorio, por cuanto incluía a las m ujeres donde habían sido excluidas, y un desafío crítico a la universalidad del térm i­ no “hom bre”. Sim plem ente al pluralizar la diferencia, De Gouges indicaba que el “hom bre” solo no representaba a la hum anidad. Si no se especificaba a la m ujer, ella estaba excluida, de modo que su inclusión requería reconocer su diferencia del hom bre a fin de hacerla irrelevante desde e) punto de vista de los derechos políticos.'” Seguram ente ese sea el significado de la asombrosa afirm ación que cierra el preám bulo a su Declaración'. el sexo superior tanto en belleza com o en valentía en el parto reconoce y declara, en presencia y bajo los auspicios del Ser Suprem o, los siguientes derechos de la m ujer y la ciudadana”. En los artículos X y XI, De Gouges repetía las garantías de li­ bertad de opinión y libre expresión de las ideas de la Revolución y agregaba razones explícitas para reconocer que esos derechos pertenecían también a las m ujeres. “La m ujer tiene derecho a subir al patíbulo, debería tener igualm ente eí derecho de subir a la tribuna.”li;> “Subir a la tribuna” \monter á la tribune] no sólo significaba hablar en público, sino específicam ente dirigirse a la Asamblea de representantes delegados de ia nación. Si las m u­ jeres estaban sujetas al poder coercitivo de la ley, argum entaba aquí De Gouges, debían ser tam bién sujetos de la ley, es decir, participantes activas en su form ulación. El artículo XI definía el derecho a la libre expresión com o el más precioso para las m u­ jeres, y especificaba la razón: “La libre com unicación de ideas y opiniones es uno de los dei'echos más preciosos de las mujeres, porque esa libertad garantiza que los padres reconozcan a sus hi­ jos. Así, cualquier ciudadana podrá decir librem ente: yo soy la m adre de tu hijo, sin verse forzada por ningún prejuicio bárbaro a ocultar la verdad". En esa form ulación, la libertad de expresión

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conducía no sólo a que la responsabilidad por los hijos fuera com­ partida por los dos progenitores, sino que debilitaba la im agen de los hom bres com o seres puram ente racionales, al llam ar la aten­ ción sobre ellos com o seres sexuales. Daba voz a los oprim idos para denunciar las transgresiones de los poderosos, para exigir eí cum plim iento de las obligaciones en las que se basaban, según se decía, la cohesión social y la libertad individual. El artículo XI de De Gouges daba por sentado, como no lo ha­ cía Rousseau, que las m ujeres eran veraces, incluso sobre cues­ tiones com o el em barazo, en general imposibles de verificar por nadie salvo ellas mismas. De Gouges hace del em barazo un pro­ blema epistem ológico antes que natural e insiste en que la ma­ ternidad es una función social y no natural. El artículo se mueve entre los registros de la universalidad y la particularidad; da nom ­ bre al interés específico que las m ujeres tienen en el ejercicio de la libertad de expresión y al interés específico de los hom bres en negarles ese derecho. Con ello, queda viciada la idea misma de universalidad, al dem ostrar que no es más que una pantalla que encubre un interés particular (el m asculino). La especificidad del artículo, además, denuncia y refuta la razón implícita para excluir a las m ujeres de las filas de los ciudadanos activos: su papel en la reproducción. En la Declaración de De Gouges, los agentes de la reproducción son las m ujeres y los hom bres, y en cuanto tales, ambos tienen derecho a una voz pública. De Gonges rechazaba las oposiciones -en tre público y privado, productivo e improductivo, razonable y sexual, político y dom éstico- con las que los revolu­ cionarios trataban de justificar el reiegam iento de las m ujeres a las filas de los ciudadanos pasivos. A pelando a la posibilidad de que el género no fuera una diferencia que tuviese relevancia en política -posibilidad que todavía estaba vigente en las proposicio­ nes de C ondorcet y algunos m iem bros de la G ironda-, escribió; “El principio de toda soberanía reside en la Nación. No es otra cosa que la reunión [la reunión] de la M ujer y el H om bre”. Al final de la Declaración, concibe esa reunión de la m ujer y el hom bre com o una nueva form a de “contrato social”. Los revolu­ cionarios habían incluido en la Constitución de 1791 la afirm a­ ción de que el m atrim onio era un contrato civil, principalm ente

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para separarlo del control de la iglesia. Pero esa m edida de laici­ zar el m atrim onio en esos térm inos abrió el cam ino para las leyes de divorcio de septiem bre de 1792 -q u e perm itían a cualquiera de los cónyuges disolver un m atrim onio insatisfactorio o desdi­ ch ad o -y para propuestas com o las de De Gouges, tendientes a reform ular los térm inos del contrato m ism o.110 Planeado para reem ­ plazar el m atrim onio, “tum ba del am or y la confianza”, el contrato m atrim onial de De Gouges declaraba la com pleta igualdad de los esposos. Desde luego, había diferencias entre ellos; de lo contra­ rio, la idea de unión sería innecesaria. Pero esas diferencias no implicaban una jerarqu ía ni la exclusión social y política de las m ujeres. Los m iem bros de la pareja eran “unidos, pero iguales en fuerza y virtud”; la unión no subordinaba uno al otro ni elim inaba la visibilidad o la función de la m ujer. En cambio, los asociados tenían discreción individual para la transmisié>n de propiedad; los hijos podían llevar el nom bre del padre o el de la m adre; y todos los hijos eran legítimos, ya fueran producto de esa unión o de otras alianzas. Las familias pasaban a ser unidades de am or y afecto, que tras­ cendían los deseos particulares de los socios conyugales, conside­ rados inconstantes. Sobre todo, el “contrato social” de De Gouges ponía fin a la subordinación de las m ujeres al negar a los m aridos la autoridad discrecional sobre la propiedad y los hijos. Además, la elim inación del nom bre del padre com o significante legal de la familia aniquilaba el p o der patriarcal.117 De Gouges consideraba que sus propuestas para una reform a del m atrim onio estaban dentro de los límites de la ley universal en que se basaban las sociedades. En su opinión, ofrecían un nuevo ordenam iento de las relaciones entre los hom bres y las mujeres similar a otros ordenam ientos creados por la Revolución. Si era posible sustituir la jerarquía de los estam entos sociales por una Asamblea Nacional, si se podía conceder la soberanía al pueblo, ¿por qué no hacer planes para acabar con la esclavitud y modificar los vínculos legales del m atrim onio? Esos planes, sostenía, no sólo conciiiarían las leyes francesas con los principios de la ley univer­ sal, sino que adem ás m ejorarían la m oral y harían más virtuosas a las mujeres. ’

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Sin em bargo, a pesar de que De Gouges apelaba directam ente a la ley, la concepción que tenía de ella era contradictoria. Aceptaba la prem isa de que la ley era clave para la coherencia de la socie­ dad, pero su idea de la ley universal incorporaba una representa­ ción simbólica (masculina) que term inaba por subvertir sus pla­ nes de reform a. De Gouges exponía esa concepción en la historia que relataba sobre los orígenes de la sociedad. Empezaba con una familia reunida alrededor del lecho del padre m oribundo, cuyas últimas palabras estaban orientadas a dictar la ley que guiaría a sus hijos en su ausencia. El padre reconocía la tendencia de los hijos a “la desobediencia y la rebeldía”, pero tam bién sabía que, al mismo tiem po, deseaban “estar som etidos” a sus reglas. Después de relatar la historia de su ascenso desde un estado salvaje:, en que la observación del nido de un pájaro le había dado ideas acerca de cómo abrigarse él y su familia frente al castigo de los elementos, propuso su ley. La clave de la felicidad, decía, residía en la coo­ peración, eí trabajo de la tierra, la igualdad y, especialm ente, la regla de oro: “respeto absoluto por los derechos de tus herm anos, vecinos y am igos”. Q uienes la violaran debían ser expulsados de la familia, excluidos de todos los beneficios de la sociedad.119 Esa ley del padre estaba pensada para controlar los impulsos que van en contra de la igualdad y la felicidad. Es a través de esa ley que el padre crea su familia y la sociedad; su papel no es bio­ lógico sino regulador. Además, en el relato de De Gouges no hay primera m adre. Aparte de una referencia del padre a su compagne, la m adre que presum iblem ente trajo al m undo a esos hijos es invisible, ausente, irrelevante. Sim bólicam ente, la elim inación de la madre en esta historia del origen establece ía autonom ía del padre (y, con posterioridad, de los hijos) en asuntos sociales y po­ líticos. Las m ujeres son una de las cosas sobre las que los hom bres (“hermanos, vecinos, am igos”) tienen derechos individuales; aun cuando De Gouges describe el m atrim onio com o una unión de iguales, basada en la inclinación m utua, nunca asocia a las m u­ jeres con la articulación de la ley o la creación de la sociedad. El legislador es hom bre. Los “herm anos, vecinos y am igos” que se someten a la ley lo hacen identificándose con el padre y se con­ vierten a su vez en sujetos, legisladores.

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La identificación de los “herm anos, vecinos y am igos” con e¡ padre depende de una com ún m asculinidad, que consiste tanto en e! derecho de acceso sexual indiscutido a una m ujer como en la exclusión de las m ujeres de las esferas de la política y la ley. Di­ cho de otro m odo, el simbolismo del legislador hom bre establece los térm inos de la m onogam ia heterosexual y la restricción de la ciudadanía a los hom bres. Ese simbolismo plantea la diferencia sexual como una relación asimétrica, en la cual la m ujer garantiza la individualidad del hom bre,1'0 y ofrece algunos de los sentidos que asocian a las m ujeres con las funciones “naturales” del sexo y la reproducción, y a los hom bres con la reproducción social y la racionalidad. En consecuencia, su posición en relación con el objetivo de De Gouges de term inar con la subordinación de las mujeres en la vida política es paradójica. La aceptación de la cons­ trucción simbólica de la cultura de la diferencia sexual parecería estar en desacuerdo fundam ental con sus sugerencias prácticas para la reform a de la institución del m atrim onio. La asociación simbólica de la ley con la m asculinidad llevó a De Gouges a apoyar la m onarquía com o la form a de gobierno más coherente. (D urante el curso de la Revolución, ajustó sus ideas al com portam iento de Luis XVI, condenando su fuga y sus actos de traiciém en ju n io de 1791, pero apoyándolo después de su arres­ to. Al llegar el T error, anunció que había “nacido con un carác­ ter republicano y m oriría con él”, aunque en sus declaraciones generales sobre el gobierno parecía preferir la m onarqu ía.)j"j De Gouges se refirió con frecuencia ai rey com o “el padre de su pueblo”, si bien lo consideraba más que un padre ordinario, y no creía que el predom inio de los hom bres en las familias derivara de la necesidad de la nación de tener un rey. Para ella, el rey era un legislador sabio, la encarnación m isma de la ley. Al igual que el m agistrado evocado en la entrada de la Emyclopedie para “sueño”, el rey era la figura externa responsable del orden y la adm inistración racional. Su presencia garantizaba la flexibilidad en las relaciones personales de sus súbditos porque establecía lí­ mites para esas relaciones. La m edida de esos límites dependía del m agistrado, el experto encargado de m anten er las fronteras en nom bre de la razón.

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Según De Gouges, los reyes eran los más apropiados para ese trabajo porque tenían más desarrollada la capacidad de liderazgo desinteresado y benevolente. U no de los problem as de las repúbli­ cas era que no había una figura evidente que colocar com o legis­ lador por encim a del tum ulto; sólo había legisladores imperfectos y poco dignos de confianza, herm anos en conflicto com pitiendo por el papel de prim er padre. O tro problem a de la república era que ya estaba en m anos de los hijos, que no querían com partir el poder con sus herm anas. En su opinión, un rey no tendría interés en establecer un m onopolio para sus hijos varones, ya que su be­ nevolencia le perm itiría apreciar los m éritos de la argum entación de De Gouges y sus colegas por el reconocim iento de los derechos políticos de las m ujeres.12* Así, su apoyo a la m onarquía operaba a la vez como una crítica y una corrección de las prácticas exclu­ yen tes de la república. De Gouges no creía que el m onopolio m asculino del poder po­ lítico derivara de la m onarquía; por lo tanto, sus escritos tuvieron el efecto contradictorio de reproducir y a la vez pretender socavar la idea de la ley corno Ley del Padre. Ella entendía sus propuestas para la reform a del m atrim onio com o una m anera de desafiar la exclusión de las m ujeres de la política, pero no las consideraba subversivas del orden mismo de la sociedad. Sin em bargo, otros sí lo veían de esa m anera. Su tem prano apoyo a la m onarquía fue in­ terpretado com o un signo de deslealtad a la Revolución, del mis­ mo m odo que su cam paña por extender a la m ujer los derechos del hom bre. Para De Gouges, apoyar a la m onarquía equivalía a apoyar la ley, pero otros entendían su cam paña para reform ar el m atrim onio y hacer de las m ujeres ciudadanos activos com o una amenaza que podía borrar las líneas de diferencia sexual que esta­ blecían la autoridad de la ley. (El hecho de que ambos postulados fueran tratados com o un mismo delito hace pensar que los demás los veían más conectados que la propia De Gouges.) Ella conser­ vaba una concepción de la diferencia sexual, entendiendo que se establecía a través de la atracción heterosexual m utuam ente experim entada, pero, en última instancia, eso no era suficiente para m antenerla dentro de los límites de la ley.

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En los prim eros tiem pos de la Revolución, no había un límite im­ puesto a la im aginación. Los ciudadanos com unes estaban en li­ bertad de inventar planes políticos y de soñar nuevos futuros para Francia, a condición de que no tuvieran poder para llevarlos a la práctica. En ese contexto, la actividad de De Gouges era tolerada; sus propuestas se podían hacer a un lado por desm esuradas y casi irrealizables, y no parecían representar mayor am enaza. La con­ solidación del dom inio de los jacobinos desde fines de 1792, sin em bargo, trajo aparejada una mayor rigidez de la relación entre la ley, el orden, la virtud m asculina y la diferencia sexual, y, por ende, el intento del estado de controlar la expresión, si no la ex­ periencia, de la im aginación. La política jacobina se basaba en una posición epistem ológica que atribuía un significado singular y transparente a los objetos físicos, el lenguaje, el pensam iento y la representación visual. En esa perspectiva, los desafíos de De Gou­ ges pasaban a ser peligrosos. Sus llamados a la im aginación im pli­ caban un insolente desprecio por la realidad, por la correspon­ dencia establecida entre las ideas y las cosas. En sus escritos y en sus acciones, De Gouges parecía oscurecer deliberadam ente asun­ tos diáfanos, al traficar símbolos cuyos referentes eran ambiguos. El tema de los derechos de las m ujeres se había planteado m u­ chas veces en el curso de la Revolución, pero en 1793 fue repeti­ dam ente agitado y debatido, Ese año, durante la discusión sobre una nueva Constitución -q u e nun case im plem ento-, el diputado por Ile-et-Vilaine, Jean Denis Lanjuinais, inform ó a la Convención que, pese a varias peticiones en contrario, su com ité m antendría la negación del voto a las m ujeres. Aun en el futuro, argum entó, “es difícil creer que las m ujeres sean llamadas a ejercer los dere­ chos políticos. No consigo im aginar que, todo considerado, los hom bres o las m ujeres puedan ganar algo bueno con ello”.'-3 Después de la ejecución de María A ntonieta, el 16 de octubre, los ataques al papel político de las m ujeres se volvieron más vehe­ mentes. A provechando la ocasión de un alboroto callejero entre m ujeres del m ercado y m iem bros de la Sociedad de Mujeres Revo­ lucionarias Republicanas, la Convención declaró fuera de la ley a todos los clubes y asociaciones populares de m ujeres y, para justi­ ficar esa m edida, invocó argum entos rousseaunianos. “¿Es que las

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m ujeres deben ejercer derechos políticos e intervenir en asuntos de gobierno?”, se preguntaba Anciré Amar, representante del Co­ mité de Seguridad General. En general, podem os responder que no. [...] Porque eso las obligaría a sacrificar los cuidados más im portan­ tes a las que la naturaleza las llama. Las funciones priva­ das a las que están destinadas las m ujeres por su propia naturaleza están relacionadas con el orden general de la sociedad; ese orden social es resultado de las diferencias entre el hom bre y la m ujer. Cada sexo está llam ado al tipo de ocupación adecuado a él; su acción está circuns­ cripta por ese círculo que no puede rom per, porque la naturaleza, que ha im puesto esos límites al hom bre, or­ dena im periosam ente y no acepta ninguna lev. •' Una articulación aún más explícita de esos hechos presunta­ m ente naturales fue enunciada por C haum ette. En nom bre de la Com una de París, C haum ette rechazó indignado un pedido de apoyo de m ujeres que protestaban contra el decreto de la Convención: ;I)esde cuándo está perm itido renunciar al propio sexo? ¿Desde cuándo es decente ver a m ujeres abandonar los piadosos cuidados de sus hogares, las cunas de sus hijos, para acudir a lugares públicos, a oír arengas en las gale­ rías, a la tribuna del Senado? ¿Fue a los hom bres que ia naturaleza confió las tareas domésticas? ¿Nos ha dado pechos para alim entar a nuestros hijos?1-’ Igual que m uchos de sus colegas políticos, Chaum ette apelaba a las reglas de la naturaleza para justificar su visión de la organiza­ ción social. Según él, la naturaleza era el origen tanto de la liber­ tad com o de la diferencia sexual. La naturaleza y el cuerpo eran sinónimos; en el cuerpo se podían discernir las verdades en las que debía basarse el orden social y político. M ientras que Con­ dorcet -y De Gouges con él- insistía en la separación entre la bio-

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logia y la sociedad política, Los jacobinos proponían una visión totalizadora. C onstantin Volney, que había representado al T ercer Estado de Anjou en la reunión de los Estados Generales de 1788 y 1789, sostenía en su catecismo de 1793 que la virtud y el vicio “siem pre pueden referirse, en última instancia, [...] a la destruc­ ción o preservación del cuerpo”. Para Volney, las cuestiones de la salud eran cuestiones de estado: “ía responsabilidad cívica es un com portam iento tendiente a la salud”.11'6 La enferm edad indivi­ dual implicaba un deterioro social; una m adre que no podía ama­ m antar a su hijo constituía un rechazo del diseño corporal natural y, en consecuencia, un acto profundam ente antisocial. El mal uso del cuerpo no sólo tenía costos individuales, sino tam bién efectos sociales, puesto que el cuerpo político era, para Volney, no una m etáfora sino una descripción literal. El cuerpo, por supuesto, no era considerado un objeto singular, ya que la diferencia sexual era vista com o un principio fundador del orden natural y, por consiguiente, social y político. Para esta­ blecer distinciones entre los hom bres y las m ujeres, la diferencia genital era fundam ental; la m asculinidad o la fem ineidad cons­ tituían toda la identidad de los m achos y hem bras biológicos. Ya ames, el doctor Pierre Roussel había expresado la visión que adop­ taron los jacobinos: “La esencia del sexo no está limitada a un solo órgano sino que se extiende, pasando por matices más o m enos perceptibles, a todas las partes”.127 En ese esquem a, las mujeres estaban más definidas por el sexo que los hom bres. El anatom ista jacques-Louis M oreau presentó com o propio el com entario rousseauniano de que la ubicación de los órganos genitales, interna en las mujeres y externa en los hom bres, determ inaba la extensión de su influencia: “la influencia interna recuerda constantem ente a las mujeres su sexo [... ] el hom bre es m acho sólo en ciertos m om en­ tos, pero la m ujer es hem bra durante toda su vida”.128 Para los jacobinos, la función social de la m ujer se podía leer com pleta en los cárganos reproductivos de su cuerpo, y especial­ m ente en sus pechos (¡un órgano extern o '). El pecho era la sinéc­ doque para designar a la m ujer y aparecía con m ucha frecuencia en los discursos y la iconografía de los jacobinos (como ha dem os­ trado am pliam ente Madelyn G utw irth).129 El pecho tenía m uchas

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resonancias, puesto que la palabra sein significa pecho, seno y tam bién útero, aunque la fijación en el propio pecho parece sig­ nificativa. Funcionaba com o un fetiche en el sentido freudiano, para desviar la atención de lo más perturbador hacia algo aparen­ tem ente más benigno. La frenética preocupación por el pecho, desde luego, concentraba el interés en todo el cuerpo fem enino y servía al mismo tiem po para desviarlo de la función más proble­ m ática de ese cuerpo, la de dar a luz. Después de todo, se podía entender que el nacim iento no sólo era natural -y por lo tanto anterior a la sociedad- sino tam bién un acto de creación social, parte del contrato social dado que era indispensable para él. De hecho, una caricatura m onárquica que m uestra a un revolucio­ nario pariendo una Constitución (que sale de entre sus piernas) alude a la vergonzante usurpación del papel de las mujeres por parte de los revolucionarios. Pero esa usurpación no se llevé) a cabo excluyendo el cuerpo de las m ujeres, sino todo lo contrario. La ocultación de su cuerpo social se realizó a través de la proliferación de imágenes de su cuerpo físico. A m edida que las m ujeres eran excluidas de la polí­ tica, sus cuerpos eran representados con una frecuencia obsesiva, típicam ente com o m adres en el acto de am am antar.1*’ Esa icono­ grafía ocupó un lugar muy im portante en agosto de 1793, en la fiesta de la U nidad y la Invisibilidad preparada por Jacques-Louis David para honrar a la República: los diputados se adelantaban para ju rar fidelidad a la nación y luego sellaban su prom esa be­ biendo (agua) del pecho de una estatua, una enorm e figura ma­ terna. La diferencia entre el hom bre y la m ujer estaba subrayada p or el contraste entre O riente y Occidente, ya que la estatua era una fértil diosa egipcia.5'11 La m ujer com o pecho: nutre, pero no crea. El hom bre como ciudadano: el conquistador de la naturaleza. Las diferencias entre los hom bres y las m ujeres eran consideradas irreductibles y funda­ m entales, existían en la naturaleza y, por lo tanto, no podían ser corregidas por la ley. Se consideraba que la com plem entariedad funcional del hom bre y la m ujer era asimétrica: la asociación de la m asculinidad con la virtud, la razón y la política dependía, para su realización, del contraste con la fem ineidad, definida como

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tortuosa, sensual, vana, dada al artificio y a los caprichos de la moda, y por esas razones necesariam ente restringida a funciones domésticas y modestas. En realidad, se podría sostener que la oposición entre hom bres y mujeres, razón y pasión, era una form a de desplazar los impulsos desordenados del sexo hacia las m ujeres, impulsos que Rousseau había reconocido que era imposible erradicar de la im aginación masculina. Sin em bargo, sus seguidores jacobinos no tenían nin­ gún sentido de la ironía ni de la am bigüedad. Así com o atribuían toda oposición política a los enem igos de la República, tam bién atribuían a las m ujeres todas las cualidades que consideraban an­ títesis de la virtud, esa virtud que, según Robespierre, era el prin­ cipio fundam enta) del gobierno dem ocrático y que en época de revolución derivaba su fuerza del terror, justicia pronta, severa, inflexible [...1 una em anación de la virtud”.!3~ El T error fue la represión de todo lo que era contrario a la vir­ tud, la im plem entación de la verdad frente al error. Era im pulsado por aquellos cuya virtud les perm itía conocer la diferencia entre la verdad y e! error, la naturaleza y su representación equivocada. La verdad era transparente para el virtuoso; su significado era lite­ ral y sin am bigüedades. No había espacio allí para la im aginación creativa de Voltaire, esa recom binación que era capaz de producir ideas nuevas, pero tam bién capaz de confundir la ficción con la realidad. En cambio, las ideas debían ser lecturas directas de la naturaleza, de m odo que la im aginación quedaba desterrada por decreto, por si acaso fuera a representar mal la verdad. En ese contexto, De Gouges com enzó a negar que sus ideas tuvieran alguna relación con una im aginación activa. Antes, en 1791, había atribuido a un m om entáneo desvío de su imagina­ ción su equivocado entusiasm o p or la m onarquía, cuando estaba ansiosa por dem ostrar su capacidad de distinguir entre las obras buenas de su im aginación y las malas, y buscaba poner freno a sus tendencias desordenadas* Pero en 1793 suprim ió por com pleto la influencia de ía im aginación. C uando predecía un futuro som­ brío para la Revolución insistía en que sus pensam ientos eran un reflejo de la realidad de “la m oral depravada” de los dirigentes de Francia y no el producto de su “imaginación exaltada”.13:í Con

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m ordaz sarcasmo, escribió a R obespierre que sus discursos sobre ia m oralidad le habían devuelto el sentido y le habían hecho to­ m ar conciencia de la necesidad “de reprim ir en m í misma esos movimientos de exaltación de los que un alma sensata siempre debe desconfiar, y que los sediciosos saben explotar tan bien”.'”1 En esa andanada, atacaba igualm ente la falta de virtud en él y el egoísm o de su conducta, adem ás de condenar los excesos de su “patriotism o extraviado” {patriotisme égaré] en nom bre de L‘la verdad”. De Gouges se identificaba com o “plus homvir que fnmne\ incapaz de disociar por com pleto su im aginación activa de la bús­ queda de la individualidad, aun cuando afirm aba no ver ni decir otra cosa que ia verdad.!:B En todo caso, su ataque a Robespierre no hizo más que confu­ m ar su destino com o una m ujer cuyas fantasías privadas invadían la vida pública en form a inaceptable. En julio de 1793 fue arres­ tada y, poco después, condenada a m uerte, por haber tapizado los m uros de París con un cartel que anunciaba su folleto Les trois urnes, ou Le snh.it de la patrie, donde abogaba por el federalismo, posición asociada a los girondinos y sus teorías de la representa­ ción. !3h Ella apeló su sentencia señalando su patriotism o (insistió en que sus escritos filosóficos habían contribuido a preparar la Revolución) y afirm ando prim ero que estaba enferm a y, después, que estaba em barazada. El procurador público, Fouquier-Tinville, investigó e inform ó al Tribunal Revolucionario que De Gouges no había tenido oportunidad de quedar em barazada y que la partera y el doctor que había convocado para verificar su condición no habían podido hacerlo. En vista de esos hechos, sugería que De Gouges “sólo había im aginado” el tener contacto con un hom bre y el subsiguiente em barazo para postergar o evitar la ejecución.1’’7 En esas circunstancias, era evidente la terrible ironía en la refe­ rencia de Fouquier-Tinville a la im aginación de De Gouges. Im­ plicaba que su desorden m ental había llegado tan lejos que hasta su propio intento de evocar el aspecto más fundam ental de su na­ turaleza -su fem ineidad, definida com o su capacidad de reprodu­ cirse- podía ser objeto de burla com o invento de su imaginación. La m arca fem enina no podía tener expresión en la m onstruosa Olympe de Gouges.

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Finalm ente, De Gouges fue ejecutada en noviem bre, com o trai­ dora ai centralism o jacobino (equivalente a la preservación de la integridad de la República). En jillió, cuando había sido arresta­ da, la am enaza del desm em bram iento nacional estaba latente no sólo en form a de guerra civil e invasión inm inente, sino tam bién como transgresión del sexo y disolución personal. La respuesta jacobina consistió en intensificar el control y, com o el control político y el personal eran equivalentes, evaluar uno en los tér­ minos del o tro .!ÍH Es bajo esa luz que debem os leer el inform e de la m uerte de De Gouges publicado en La feuille du salut publique. Oiympe de Gouges, nacida con una im aginación exalta­ da, confundió su delirio con una inspiración de la natu­ raleza. Q uería ser un estadista. Hizo suyos los proyectos de los pérfidos que quieren dividir a Francia. Parece que la ley ha castigado a esa conspiradora por haber olvidado las virtudes que corresponden a su sexo.!'w Era un epitafio particularm ente apropiado para una m ujer que, al denunciar rencorosam ente a Robespierre, le había dicho que ella era “plus homme que femme’ y había intentado exonerarse se­ ñalando que ella era “un grand homme' m ientras que él era un vil esclavo.110 A unque tam bién correspondía a la percepción de que De Gouges había desertado en form a deliberada de la realidad, apartándose im aginativam ente de las condiciones sociales y polí­ ticas existentes para la vida de las mujeres. En su deseo de em ular al H om bre, había “olvidado las virtudes que corresponden a su sexo” y había perdido literalm ente eí rum bo. La idea de olvido evoca la pérdida de dirección del que sueña, que con tanta nos­ talgia evocara Rousseau, im itado después por De Gouges: “quiero [...] tratar de perderm e com o los dem ás”.141 Aquí, ese perderse no se presenta como una trascendencia be­ nigna, sino com o una patología. La pérdida del ser coherente de De Gouges (su '‘im aginación exaltada” anulaba la regulación in­ terna de la razón, confundía sus fantasías con la realidad) y la adopción de fines pérfidos tendientes a “dividir a Francia” están conectadas, o más bien son la misma cosa. La integridad natural

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deí yo garantiza la integridad natural de la nación; el deseo no re­ gulado, los excesos de la im aginación los com prom eten a ambos por igual. El discurso sobre el federalism o era el producto de una im aginación extraviada y era visto com o una transgresión de las fronteras tanto geográficas como de género. Sólo en una "imagination exaltée”, producto de un yo dividido e incoherente, podía caber la idea del federalism o, un ataque a lo que se m encionaba con insistencia com o la “República, una e indivisible”.1'1" Solo una im aginación así podía haber generado sim ultáneam ente las am e­ nazas de desm em bram iento político, social y físico, de castración. En 1793, se leía a De Gouges com o un a encarnación deí peligro de caos y anarquía que “'une imagination exaltée" o ‘7 nnagination des songes’’ planteaba al orden social racional y a los significados de m asculinidad y fem ineidad de los que había llegado a depender, un peligro que para Rousseau, al igual que para sus intérpretes jacobinos, era sinónim o de mujeres. Tanto en la tentativa del siglo XV7II de codificar la imaginación com o en el uso que De Gouges hizo de ella era imposible m ante­ ner distinciones nítidas. Su am bigüedad era, por un lado, la fuen­ te de su em poderam iento com o ciudadana activa, aun cuando la Constitución de 179.1 no concedía esos derechos a las mujeres, y, por otro lado, el signo de su incapacidad de razonar dentro de los térm inos de la ley, desde la perspectiva de sus opositores. Como ocurría con la im aginación misma, era la autoridad legal, actuando en nom bre de la razón, la que decidía si se cruzaba esa línea y cuándo. Algunos meses después de que De Gouges fuera enviada a la gui­ llotina, su hijo pidió y obtuvo la corrección de los docum entos. En las actas del Tribunal Revolucionario, eí nom bre de su madre fue cam biado de “Marie-Olympe de Gouges, veuve [viudaj d ’A ufay' a “Marie Gouze, veuve de Louis-Yves A u b )j\]'r-' Con ello, Pierre Auhry buscaba restaurar la identidad de su m adre com o hija y esposa, poner en orden el registro de su genealogía (la de ella y la de él). De hecho, el gesto modificó muy poco, y la posteridad la recordó por el nom bre que Olympe de Gouges se había dado a sí misma. H istóricam ente, la realidad de esta fem inista fue, en el m ejor sen­

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tido, producto de su im aginación. Y los historiadores son inj ustos con ella cuando ignoran la im portancia de lo perform ativo en el establecim iento de su personalidad. D enostada o venerada, fue tratada com o una “m ujer de letras” independiente, que estableció su reputación a través de sus escritos y sus acciones. Esa reputación tenía p or lo m enos dos aspectos que se oponían a las posibilidades que Vol taire veía para la im aginación activa, y hablaban del creciente énfasis en la definición inventiva de la im aginación durante el siglo X1X.; 1! E. Lairtullier, en Les femmes célebres de 1789 a 1795, de 1840, hacía referencia a ella com o la “fogosa” [fougimtse] O lym pe de Gouges. Era una de las “furias” en su catálogo de tipos de m ujeres revolucionarias, y destacaba el doble aspecto de la “brillantez” de su im aginación: “Más de una vez sorprendió a los hom bres más elocuentes del m om ento por la riqueza de su im aginación y la fecundidad de sus ideas; y ese fue, a decir verdad, el lado brillante de la celebridad que ella no tardó en conquistar”,ltr> Para Lairtoullier, la im aginación connotaba cierta inventiva benigna, pero tenía otra cara, que se expresaba en la naturaleza explosiva de De Gouges, en sus exce­ sos em ocionales, su incapacidad de distinguir ideas burdas de las bien fundadas y su estilo provocativo. Su brillante im aginación parecía ser inevitablem ente producto de un carácter excéntrico y peligroso. Escritores posteriores fueron m enos taxativos que Lairtullier en sus diagnósticos de desorden m ental. De Gouges había cruza­ do la frontera entre la razón y la fantasía; al adoptar el papel de hom bre, había perdido el rum bo y la salud m ental. Para Mi che­ le t, cualquier intrusión de la m ujer en la política era peligrosa: “todas las partes son destruidas por las m ujeres”.,4Í> Para él, De Gouges era “una m ujer desdichada, llena de ideas generosas”, que se convirtió en “la m ártir, el juguete de su inestable sensibilidad [sa mobile sensibilité] S u verdadera naturaleza fem enina se reve­ ló -escribió M icheíet- cuando, “ablandada y m ojada de lágrimas, volvió a ser m ujer [ellese remil á etrefemme), débil, tem blorosa, tuvo miedo de la m uerte”. Ante la guillotina, sin em bargo, se m ostró valiente (lo cual implica que retrocedió a una posición masculi­ n a).147 “Hijos de la patria -exclam ó-, ustedes vengarán mi m uer­

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te.” Y los espectadores respondieron (sin ironía, al parecer): “Vive lü Réfnddique r . ‘ !K La descripción de M ichelet de Oiym pe de Gouges com o ines­ table, oscilando entre la debilidad y la fuerza, ío fem enino y lo masculino, reaparece en los escritos de los G oncourt, quienes en su historia de la Revolución, escrita en 1864, la tildan de “loco heroico”, utilizando el m asculino fou en lugar del fem enino folie para designar sit enferm edad.149 El énfasis de los G oncourt coinci­ de con el creciente interés por las cuestiones definidas como psi­ quiátricas por los expertos médicos. Ese interés se desarrolló más plenam ente hacia el final del siglo y se enfocó en las patologías tanto sociales com o individuales. En 1904, cierto doctor G u illo is analizó los docum entos produ­ cidos durante el arresto de De Gouges, y la diagnosticó tom o un caso de histeria revolucionaria. Su sexualidad anorm al (causada por un exceso de flujo m enstrual), su narcisismo (evidenciado por su predilección por el baño diario) y su total carencia de sentido m oral (dem ostrado por su repetida negativa a volverse a casar) constituían los signos definitivos de su patología m ental. De Gouges era un ejem plo de lo que ocurría cuando las mujeres trataban de im itar a los hom bres; impulsadas por deseos anorm a­ les, se volvían valientes, pero tam bién más salvajes y crueles que cualquier hom bre.150 Para Guillois y sus contem poráneos, una imaginación desenfrenada no era más que un síntom a de una fe­ m ineidad defectuosa o anorm al. El problem a no estaba en usar mal la capacidad de la m ente de imaginar, sino en una sexualidad aberrante, una personalidad fundam entalm ente anorm al. Para las feministas de los siglos XIX y XX, que escribían contra esa acum ulación de diagnósticos de patologías, De Gouges era una figura totalm ente distinta, que realizaba lo m ejor de lo que es capaz de producir la im aginación activa.151 Fue recordada princi­ palm ente por expresar lo que llegó a ser un lema del movimiento feminista francés del siglo XIX: “La m ujer tiene derecho a subir al patíbulo, debería tener igualm ente el derecho de subir a la tri­ buna”. Esa osada afirm ación había sido form ulada por una m ujer cuya vida y m uerte ejem plificaron su relevancia. Era em inente­ m ente razonable y se la consideraba un adagio político antes que

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una invención fantástica. Además, la experiencia de De Gouges parecía prefigurar el destino recurrente del feminismo: nacido de la república, fue repetidam ente sentenciado a m uerte por la misma república. Fue en esos térm inos que Jeanne D eroin -p o r entonces exiliada- recordó a sus lecores el precio que ella y otras feministas habían pagado por sus acciones en 1848: “Muchas, si­ guiendo el ejem plo de Oiympe de Gouges, han tenido que pagar con sus vidas su devoción a la Justicia y la V erdad”,'"’2 De Gouges fue una m ártir, y las fem inistas creían que había m uerto por su causa, víctima no de sus propios delitos o desórdenes sino de las contradicciones inherentes a la definición de ciudadanía de los republicanos, y de su aplicación equivocada de los principios uni­ versales de libertad, igualdad y fraternidad. El concepto de im aginación era una condición de agencia para Oiympe de Gouges: establecía su capacidad de actuar como una fi­ gura pública política. La agencia de generaciones subsiguientes de feministas fue m oldeada por otros conceptos, más centrales para las configuraciones discursivas de sus respectivas épocas. Pero De Gouges fue incorporada también a lo que podríam os llam ar el im aginario feminista o la tradición feminista im aginada (y no por eso m enos real). Fue leída fuera de su contexto específico y pre­ sentada com o un ejem plo de acción valiente; sus palabras fueron utilizadas para inspirar a m ujeres de posiciones y creencias muy distintas de las suyas a abrazar la causa feminista. De esa form a fue em ulada y al mismo tiem po apropiada casi de la misma m anera que ella había adoptado el papel de ciudadano activo (hom bre) con el fin de reclam ar la ciudadanía activa para las mujeres. Si la preocupación p o r la im aginación en relación con la razón era específica de la época de De Gouges, el proceso de recom bina­ ción activa que im plicaba no lo era. Su ejercicio de la imaginación se basaba en sus am bigüedades y denunciaba las contradicciones que contenía y que sostenía. Que esa participación creativa haya estado m arcada por la paradoja parece ser una de las característi­ cas dei fem inismo, su form a de probar los límites ele lo posible en la lucha por obtener los derechos políticos para las mujeres.

3. Los deberes del ciudadano Jeanne Deroin en la Revolución de 1848

D urante ia Revolución de 1848, Jeanne Deroin se con­ sideraba a sí misma una heredera de la cam paña de Olympe de Gouges por los derechos de las mujeres. A pesar de que su propia form ación política en los m ovim ientos del socialismo utópico de las décadas de 1830 y 1840 no pudo haber sido más distinta de las influencias políticas y sociales en De Gouges, y a pesar de que la política de la revolución de entonces creaba un contexto total­ m ente distinto para la lucha feminista, Deroin encontraba inspi­ ración en la gran audacia de las acciones de De Gouges. Arries­ gar la propia vida por la causa de la em ancipación de las m ujeres era una realización que trascendía los detalles del com prom iso político. Sin em bargo, los detalles tenían im portancia y m arcaban la di­ ferencia entre ambas m ujeres. Deroin surgió com o activista po­ lítica a los cuarenta y tres años de edad, en el contexto de una nueva revolución. Si De Gouges fue un m o d e l o para su acción, sus m entores doctrinales fueron los sansím onianos y los fourieristas. Las estrategias de Deroin respondían a los acontecim ientos de la revolución de febrero, que se desarrollaron con gran rapidez, y que en su contenido y en sus premisas filosóficas eran necesaria­ m ente diferentes de los de 1792. En 1848, el derecho a trabajar y el derecho a votar estaban inex­ tricablem ente entrelazados; en consecuencia, Deroin organizó asociaciones de m ujeres trabajadoras para enfrentar su situación económ ica y para movilizar por el voto. En el estallido de libertad periodística que siguió a la revolución, escribió panfletos y artí­ culos en los que analizaba las relaciones entre la reform a social y económ ica y los derechos de las mujeres. Colaboró en La voix des

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fpmwp-s, prim er periódico feminista de la nueva república, y luego lanzó su propio periódico, La polilique desfemmes. Y en el verano de 1848, cuando se prohibió a las m ujeres actuar en política, cam bió su nom bre por L 'opimon des feminas. sin la m enor intención de re­ ducir su com prom iso político. Estaba convencida de que la voz, la opinión y la política de las m ujeres eran innegables, con o sin auto­ rización del gobierno. En 1849, a pesar de ser considerado incons­ titucional, se postuló a un puesto en la Asamblea Legislativa.’^ A diferencia de Oiympe de Gouges, que con frecuencia parecía atrapada entre las necesidades sim ultáneas de reconocer y negar la posición de las m ujeres para defender la igualdad de derechos políticos, Deroin sostuvo claram ente el lugar especial que las m u­ jeres ocupaban en la organización de la vida social y espiritual. Convirtió los him nos rom ánticos a la fem ineidad y lo fem enino en argum entos a favor de su causa, y em pleó los argum entos sobre ía igualdad de las m ujeres para desafiar las lim itaciones de las visio­ nes de reform a económ ica de sus colegas socialistas. (El hecho de que esos esfuerzos no carecieron de contradicciones es uno de los temas de las páginas que siguen.) Los historiadores a m enudo la presentan com o un ejem plar de la escuela fem inista de la “diferencia”, pero, en realidad, D eroin es una figura m ucho más com plicada. Su insistencia en la diferen­ cia de las m ujeres debe leerse com o una articulación fem inista de la crítica del individualismo de los socialistas utópicos. Para ellos, el individualismo era el fundam ento ideológico del capitalismo rapaz y destructivo, que esperaban reem plazar p o r una sociedad más hum ana y cooperativa. El fem inism o de D eroin ofrecía una alternativa al individualismo, al insistir en la “diferencia sexual” com o unidad básica de la hum anidad. La pareja, hom bre y mujer, escribía haciéndose eco de los postulados sansim onianos, era el “individuo social”. Ella convirtió la diferencia sexual en un argu­ m ento a favor de la igualdad, cuando para la mayoría de sus con­ tem poráneos esa prem isa iba en contra de ella. Así, denunció las contradicciones de las definiciones de ciudadanía de la II Repú­ blica y, a la vez, reveló cuán difícil era presentar la diferencia en­ tre los sexos com o u n a relación simétrica, en lugar de jerárquica.

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Ei “derecho a trabajar” era el grito de batalla de las mujeres y los hom bres que se lanzaron a las barricadas en febrero de 1848 para derrocar la m onarquía constitucional del rey orleanista Luis Felipe. Más que una revelación sobre las influencias económicas en la revolución (aunque ciertam ente es un com entario sobre las crisis a corto y a largo plazo de los salarios y el em pleo), la de­ m anda del derecho a trabajar constituía un desafío serio para los planes republicanos de reform a electoral,3:VÍ porque introducía lo que había llegado a ser conocido com o “la cuestión social” en las discusiones de derechos políticos. Se insistía en que las solucio­ nes a la pobreza y la desigualdad económ ica debían provenir de gobiernos dem ocráticos, no com o m edidas filantrópicas o coyunturales, sino en reconocim iento de un derecho hum ano natural e inalienable. El derecho a trabajar, según lo definían los socialistas dem ocráticos (e) ala izquierda de esa revolución), significaba una garantía de acceso no sólo a un puesto de trabajo sino a un me­ dio de vida, a la capacidad de ganar un salario suficiente. Negaba la visión de la econom ía política de un m ercado que funcionaba según sus propias leyes y, en cam bio, proponía la regulación gu­ bernam ental en nom bre de los derechos individuales del pueblo soberano. “El derecho al trabajo tiene su origen y su legitimidad en las cláusulas fundam entales y absolutas del pacto social, y su justificación en la necesidad natural de trabajar”, escribió Louis Marie de C orm enin en sus com entarios sobre la C onstitución.15'1 En los prim eros días de la revolución, cuando las m ultitudes se sublevaban y los políticos intentaban contenerlas, el derecho al trabajo fue reconocido con cautela por el gobierno provisional: El derecho al trabajo es el de cada hom bre a vivir de su trabajo. La sociedad, con los m edios productivos y ge­ nerales de que dispone hoy y en el futuro, debe proveer trabajo para todos los hom bres físicam ente capaces que no puedan conseguirlo por sí m ism os.15(1 Ese pronunciam iento sería pronto condicionado y más tarde re­ visado, pero el hecho de que el derecho al trabajo fuera procla­ mado al mismo tiem po -y con frecuencia en la misma frase- que

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el sufragio universal introdujo la am bigüedad en las discusiones de los derechos políticos. Esa am bigüedad era evidente en la pro­ clama del 16 de marzo, en la que el gobierno provisional anunció sus planes de celebrar elecciones. Prim ero, el derecho al voto se describía com o el “suprem o derecho del hom bre”, la gran fuerza igualadora en el cam po de la política. “No habrá un ciudadano que pueda decirle a otro ‘tú eres más soberano que yo’.” Después, se extendió a una esfera más am plia que la elección de represen­ tantes al gobierno: era tam bién “un ejercicio de poder social” en interés no sólo de individuos sino de grupos sociales específicos. Del hecho de que “las elecciones pertenecen a todos sin excep­ ción” seguía una conclusión notable: “A partir del día en que se aprueba esta ley ya no habrá más proletarios en Francia”.157 Por un lado, la desaparición del proletariado podía significar sim plem ente el fin de la subordinación política o la exclusión de un grupo social particular (de acuerdo con las ideas republicanas sobre la igualdad form al). Por otro lado, podía significar el fm del propio grupo social, su disolución en el gran proyecto iguala­ dor de reconciliación y justicia social. La am bigüedad introducida cuando el derecho al trabajo se vinculó con el derecho al voto hizo im posible determ inar cuál de esas lecturas era la correcta y, en consecuencia, m antuvo la cuestión de la distinción social en el centro de todas las consideraciones. AI esfum arse la línea entre los derechos formales y los dere­ chos positivos, el individuo abstracto perdió terreno a favor del individuo socialm ente diferenciado, y ese individuo por fuerza estaba dentro de una identidad colectiva, que en ese período ge­ neralm ente eran “las clases trabajadoras” o “los proletarios” o “los pobres”. Y com o la posibilidad de sum ar a esa lista estaba abierta, las feministas pronto la aprovecharon en nom bre de las mujeres. El derecho al trabajo im ponía la consideración de las diferen­ cias sociales y hacía de la política un asunto sustantivo para la eli­ minación de la desigualdad. El sufragio universal (m asculino), desde ese punto de vista, era un com prom iso con la aprobación y la imposición de derechos positivos. En ese sentido, contradecía la teoría de la igualdad política formal, expresada en los térm i­ nos de los derechos de individuos políticos abstractos. Esar,teoría

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consideraba que las diferencias sociales carecían de im portancia para el propósito de determ inar la participación política y no de­ bían ser objeto de acción ni de atención. Alexis de Tocqueville, defendiendo la idea de los derechos formales, observó que ‘la Re­ volución requiere que políticam ente no haya clases”.’, Afirmaba que los derechos eran el instrum ento m ediante el cual los intereses podían ser representados y satisfechos. Lo que el su­ fragio universal quería lograr era ese propósito sustantivo y no una formalidad vacía. Un sufragio exclusivam ente m asculino per­ mitía entronizar un interés particular en nom bre de la libertad y

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la igualdad. Dicho de otro m odo, la igualdad formal no era sino una m áscara para perpetuar la desigualdad social, Para Deroin, la índole sexista del sufragio ponía de manifiesto una contradic­ ción -en tre el derecho sustantivo al trabajo y el derecho formal al voto- que la doctrina de! trabajo com o propiedad se proponía resolver.180 En 1848, el tema del derecho al trabajo produjo, para las teorías republicanas de la representación, el mismo tipo de crisis que la imaginación había originado durante la prim era revolución. Aho­ ra la cuestión se centraba en la relación entre el individuo como abstracción política y com o ser social m ente diferenciado. ¿A cuál de esos individuos correspondían los derechos? La respuesta te­ nía implicaciones profundas para la política gubernam ental: ¿la ley existía sólo para proteger aí individuo en el ejercicio de sus de­ rechos o para satisfacer algún conjunto de necesidades com unes a todos (el derecho a vivir del propio trabajo, por ejem plo), co­ rrigiendo inequidades derivadas de la diferenciación social? Para apuntalar al individuo abstracto com o portador de los derechos se propuso la idea de que la ley debía proteger el derecho a la propiedad, pero no su sustancia ni su extensión. Al mismo tiem po, en el estado de ánim o conservador que si­ guió a la insurrección de junio, la cuestión de los derechos quedó en segundo lugar frente al tem a de los deberes [les devoirs] del ciudadano. La Constitución de 1848 tenía com o preám bulo una declaración, no de los derechos de hom bre y del ciudadano, sino de los derechos y deberes recíprocos de la república y sus ciuda­ danos. 1S1 Sin em bargo, en el Preám bulo no se m encionaban los derechos, que se reservaban para el segundo capítulo de la Cons­ titución misma, y la m ayor parte se ocupaba de los deberes: Los ciudadanos deben am ar la Patria, servir a la Repúbli­ ca, defenderla incluso con el precio de su vida, partici­ par en las cargas del Estado en proporción a su fortuna; deben asegurarse, por el trabajo, m edios de existencia, y por la previsión, posibilidades para el futuro; deben contribuir al bien com ún ayudándose entre ellos frater­ nalm ente V al orden general observando las leyes m ora­

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les y las leyes escritas que rigen la sociedad, la familia y el individuo.182 A cambio, la república debía al ciudadano protección ¡jara su per­ sona, su familia, su religión, su propiedad y su trabajo, y ayuda a para los pobres desem pleados. A unque se hablaba de deberes y derechos com o paralelos y exis­ tentes “antes y por encim a de las leyes positivas”, eran conceptos antitéticos. Los deberes, por definición, eran sociales: establecían límites a los derechos individuales, subsum ían los intereses egoís­ tas en el interés colectivo y estaban gobernados por preceptos m o­ rales sustantivos. Los individuos poseían derechos, pero cum plían deberes, y lo hacían en contextos específicos, en relación con otros específicos. Los derechos podían ser concebidos en forma abstracta com o atributos de “el individuo”, m ientras que los debe­ res eran prácticas concretas de los individuos. Como ha señalado Giovanna Procaeci, el resultado de esa conceptualizadém era que, “observado a través de una red de deberes, el individuo parece estar fragm entado en una serie de experiencias, en lugar de ser el sujeto jurídico unificado de los derechos”.18:4 Procaeci observa que el concepto de deberes de los ciudadanos -q u e en ese período fue teorizado en su forma más com pleta por Auguste Comte y reform ulado com o doctrina política en la Cons­ titución de la nueva república- era parte del esfuerzo por articu­ lar “lo social” com o objeto de estudio científico y de regulación gubernam ental, y ya no com o un repositorio de derechos.ISÍ Sin em bargo, olvida agregar que en ese período tanto el concepto de derechos com o el de lo social tenían connotaciones femeninas. De hecho, una razón que se aducía con frecuencia para la exclu­ sión de las m ujeres de las filas de los individuos y los ciudadanos se relacionaba justam ente con su estatus de (ini;er)depencHentes: sus deberes para con los hijos, los maridos y la sociedad. Además, la atención a lo social com o objeto de indagación y de regula­ ción se form ulaba en los térm inos de la necesidad de proteger a las poblaciones dependientes: los pobres en cuanto dependien­ tes eran identificados con -o com o- las m ujeres y los niños. Por eso Com te pensó que la idea de gobierno m oral contenida en el

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concepto de deber resultaría particularm ente atractiva para las m ujeres que necesitaban protección “contra la acción opresora del poder tem poral”, y que, de todos m odos, tenían tan poca in­ fluencia en la política. '‘Es sólo desde el aspecto fem enino que la vida hum ana, considerada, ya sea en form a individual o colectiva, puede ser com prendida realm ente com o un todo.”iH5M introducir el tema del deber social com o un freno a los derechos sociales, y al hacer del deber un prerrequisito de la ciudadanía, los legisladores reducían la singularidad de la figura del individuo abstracto -el hom bre cuya propiedad (en sí mismo) lo hacía igual a todos los hom bres y, por lo tanto, ciudadano- y, con ello, abrían el cam ino para pluralizarlo e incluso feminixarlo. Había, pues, una tensión en esas diversas tentativas de elim i­ nar de la política la cuestión social. Por un lado, los legisladores definían el trabajo com o un derecho de propiedad en el intento de m antener indiferenciado al individuo abstracto, fínicam ente sujeto de derechos formales. Por otro lado, intentaban elim inar por com pleto la cuestión social del terreno de los derechos, m o­ ralizándola. Pero eso im plicaba destacar el deber de los indivi­ duos y, con eso, la diferenciación social y la interdependencia volvían al problem a de la ciudadanía. Ambas cosas abrían el ca­ m ino a los reclam os feministas. Las m ujeres no sólo trabajaban, con lo que calificaban p or lo m enos para ser consideradas due­ ñas de propiedad en su propio ser, sino que va eran un ejem plo de la idea de deber m oral. “La m oralidad de una nación se basa sobre todo en la m oralidad de las m ujeres [...]. No hay devoción pública sin virtudes privadas, ni virtudes privadas sin respeto por la familia, ese tem plo al que la m adre se consagra con tan com ­ pleto altruism o”. De acuerdo con los térm inos del discurso sobre derechos y de­ beres, las m ujeres eran innegablem ente ciudadanas. Fue la conclusiem a la que llegó Jeanne D eroin cuando decidió postularse para un cargo en 1849: “Al presentar mi candidatura a la Asam­ blea Legislativa, cum plo mi deber; es en nom bre de la m oralidad pública y en nom bre de Ja justicia que exijo que el dogm a de la igualdad deje de ser una m entira”.187 T om ando literalm ente la descripción del ciudadano com o alguien de quien se esperaba

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que cum pliera deberes a cam bio del reconocim iento y la proteo cidn de sus derechos, Deroin se declaró ciudadana e intentó ejer­ cer sus derechos. Aun antes de ser declarada ilegal, su acción denunciaba el ca­ rácter contradictorio de las premisas de la Constitución de 1848. ¿Se postulaba com o individuo, uno de esos trabajadores-propie­ tarios cuya individualidad establecía su com unidad con los otros hombres? Pero ¿en qué térm inos las m ujeres podían afirm ar que poseían propiedad com o individuos? Seguram ente no a través de la posesión de un m arido que llevase su nom bre. ¿Y qué tal la posesión del hijo? En 1834,. la fem inista sansim oniana Egérie Casaubon, en un fo­ lleto titulado La mujer es la familia, había insinuado justamente eso: “El fruto debería llevar el nom bre del árbol que le dio la vida, no el del jardinero que injertó su brote Deroin argum entaba en form a similar, en pro del reconocim iento del hecho de que los niños pertenecían únicam ente a la m adre. Sem ejante proce­ dim iento bien podía establece]' las identidades individuales de las mujeres, pero ¿qué haría con el estatus de los hom bres com o in­ dividuos? En los cálculos de “todo o nada” de la econom ía patriar­ cal, el logro de la individualidad de las m ujeres necesariam ente ponía en peligro la individualidad del hom bre. Cuando D eroin insistía en que se postulaba a un cargo con el objeto de lograr la representación para las mujeres, un grupo so­ cial con necesidades e intereses propios, planteaba ia cuestión so­ cial en una form a particularm ente difícil. Se podía im aginar que. el sufragio universal fuera capaz de producir un nuevo orden so­ cial de tal m anera que ya no hubiera “más proletarios en Francia", pero ¿podía prom eterse lo mismo en relación con las mujeres? ¿La representación de las m ujeres iba a term inar no sólo con la opresión sino con lo distintivo de su identidad? Si se les permitía plantear y defender su propia situación en la esfera de lo publico/ político, ¿seguirían siendo, podrían seguir siendo mujeres? Mu­ chos pensaban que no, en acuerdo con la vehem ente advertencia de un artículo de Le.Peupk, el periódico publicado por el socialista Pierre-joseph Proudhon, acerca de que “la em ancipación de las mujeres no producirá otra cosa que herm afroditas”.iSíi

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Sin em bargo, a pesar de esa evocación de Jo m onstruoso como resultado específico de la igualdad de los géneros, el reclam o de igualdad sustantiva de las m ujeres no era excepcional, sino sim­ plem ente eí caso más extrem o del concepto de derechos políticos positivos. Como tal, y al igual que todas las otras dem andas de igualdad social, am enazaba la jerarq u ía en la que se asentaba el orden social y que era preciso proteger (en el doble sentido de “preservar” y “ocultar a la vista”) a través de la concesión de de­ rechos políticos formales. Pero estos no podían extenderse a las mujeres, porque la universalidad entre los hom bres se alcanzaba haciendo a las m ujeres -bajo el signo de la propiedad y la fam íliaun derecho del hom bre. Por eso las dem andas de derechos de las m ujeres necesariam ente vinculaban lo sustantivo con lo formal, denunciando la relación entre ambas cosas y negando cualquier distinción entre ellas. Cuando Deroin reclam aba derechos basados en el cum plim ien­ to de los deberes, confundía aún más el razonam iento constitu­ cional. Si realm ente los derechos y los deberes eran anteriores a las leyes positivas, si cada uno era prenequisito del otro, ¿cómo era posible invocar los deberes de las m ujeres -p a ra con la familia, los hijos, la sociedad- para negarles el ejercicio de sus derechos? A m enos que el énfasis en los deberes fuera un ardid para negar a los hom bres sus derechos, aun concediéndoles el voto. D eroin insistió en que, al postularse para un cargo, “hem os cum plido un deber reclam ando un derecho”.)W! C uando su acción fue declara­ da ilegal, se dem ostró que los derechos y los deberes no estaban por encim a de la ley, sino que eran producto de ella. Muchos años más tarde, D eroin ironizó sobre la naturaleza de la relación entre los derechos y los deberes: “El deber y el derecho son cor relativos. Pero para ejercer el propio derecho y para cum ­ plir el propio deber es necesario tener p o d er”.151 La experiencia del feminismo durante la íí República es un vigoroso testim onio de la validez de esa conclusión. C uando el tem a de los derechos se planteó en una red de de­ beres, com o ocurrió en 1848, las fem inistas no tuvieron dificul­ tad para encon trar una m ujer que encajara en esa definición de

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ciudadano. Basaron sus reclam os cié ciudadanía en esa figura ejem plar de deber y devoción, el ser venerado en la enseñanza católica y deificado en las alabanzas rom ánticas: la m adre. Ahí estaba una identidad alcalizada a través del cum plim iento de los deberes socialm ente atribuidos, el m odelo m ism o del significa­ do de la reciprocidad y la obligación. En la lógica de la C onstitu­ ción, los deberes eran correlativos a los derechos; por lo tanto, para las feministas, los derechos debían ser concedidos a todos los que cum plieran los deberes. De hecho, el cum plim iento exi­ toso de sus obligaciones im ponía que se les perm itiera ejercer derechos: Es especialm ente la sagrada función de la m aternidad, la que dicen es incom patible con el ejercicio de los dere­ chos del ciudadano, lo que im pone a las m ujeres el de­ ber de velar por el futuro de sus hijos y le da el derecho a intervenir, no sólo en todos los actos de la vida civil, sino tam bién en todos los actos de la vida política.HlLa M adre de D eroin era una figura idealizada, presentada como un individuo en plena posesión de sí mismo y de los hijos pro­ ducidos por su esfuerzo. Pero esa figura no concentraba las ex­ periencias de las m ujeres ordinarias com o una estrategia de or­ ganización para las feministas. No era un ejem plo de expresión simbólica que reflejara una realidad vivida previam ente, y no re­ quería que las m ujeres fueran buenas m adres, ni siquiera que luc­ ran madres. (Deroin, por ejem plo, dejó a sus tres hijos a! cuidado de otras personas en el calor de las luchas políticas, entre 1848 y 1850.) Tam poco significaba restringir la acción política de las m u­ jeres a los problem as de ia familia y los hijos, aunque cooperativas de productoras se hacían cargo del cuidado cíe los niños cuando establecían horas y condiciones de trabajo para sus m iem bros.l!l;1 Más bien, D eroin tom ó el rasgo que construía el significado sim­ bólico y distintivo del ser m ujer en su época y lo convirtió en justi­ ficación de los derechos políticos, y así sostuvo que las que tenían hijos debían tener derechos, de acuerdo con los criterios morales y políticos prevalecientes.15)4 .

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La sagrada función de la m aternidad traía niños al m undo; por lo tanto, era un trabajo social valioso. ‘‘Las m ujeres son las m adres de la hum anidad -afirm ó D eroin-; el más im portante de todos los trabajos es la producción del .ser hum ano.”1-1*’Además, presentaba ese trabajo com o una realización puram ente fem enina. La Virgen María era la representante perfecta de productividad fem enina autónom a, puesto que Cristo había sido concebido sin ayuda de ningún m acho hum ano, y encim a m ediaba entre las esferas de la espiritualidad y la corporeidad. Su cuerpo físico era el m edio de la regeneración m oral y espiritual, el crisol del que surgiría un orden nuevo.’1’5 Por otra parte, no había ningún motivo egoísta en la m aternidad sino que, más bien, esta captaba la esencia misma del “deber”: una ‘"misión de sacrificio y devoción” a otros. “Actúa porque ama. El am or a la hum anidad es am or eterno.” ^ Negar el valor social del trabajo reproductivo de la m ujer, afir­ m ar que los hijos nacidos de ella no eran de ella, constituía una expropiación tan violenta com o el capitalismo o ía esclavitud. El hecho de que la expropiación simbólica se realizara m ediante la imposición del nom bre del m ariclo/padre a su esposa y sus hijos no la hacía m enos odiosa. D eroin lo com paró al “hierro que im­ prim e las iniciales del am o en la fíente del esclavo”.™ Insistía en que la costum bre de que la familia llevara el nom bre del padre no era una práctica inocente ni tam poco reflejaba una realidad establecida. D efinir a la familia por el nom bre del padre era una apropiación de poder disfrazada com o el ejercicio de un dere­ cho. 1'-,í) Su efecto era obliterar el valor social de la m aternidad y la identidad de la m ujer com o actor independiente, despojarla de su individualidad y de sus hijos, los frutos de slí trabajo, la demostración de su estatus soberano, de su propiedad en sí misma. Para las feministas com o Deroin -al igual que antes para De G ouges-, el correctivo consistía en dar a los hijos el nom bre de ía m adre. Deroin creía en la m onogam ia y la fidelidad en las rela­ ciones heterosexuales, pero no en la propiedad privada adquirida a través del m atrim onio y significada por el nom bre del m arido/ padre. A comienzos de la década de 1830, había form ado parte de un grupo de m ujeres sansim onianas que sustituyeron su patro­ nímico por una X al firm ar artículos en su periódico. C uando en

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1832 se casó por civil con un colega sansim oniano -u n ingeniero de apellido Desroches, segxm las fue m es que conozco-, los votos que pronunciaron elim inaban la prom esa del m arido de proteger y la de la m ujer de obedecer, y ella continuó usando su apellido de nacim iento (el de su padre), D eroin.200 La dificultad de establecer un estatus independiente con un apellido que no era el suyo la llevó a preferir que la llam aran sim plem ente Jeanne: “De todos los nom bres que designan a una m ujer, ya sea el del padre o el del m arido, sóio me gusta el nom bre de pila que es suyo”.-”1Calan­ do fue condenada por subversión en 1850, por su participación en la organización de una asociación de asociaciones destinada a coordinar los intentos socialistas de establecer una alternativa al capitalismo, los jueces le preguntaron por qué no había adopta­ do el apellido Desroches. Ella replicó que no quería que él fue­ se considerado responsable de su mal com portam iento, aunque también quería “protestar contra el m atrim onio". La afirmación de autonom ía de D eroin, su crítica del ordenam iento corriente y sus tentativas de m odificarlo pasaron a ser, en las circunstancias del tribunal, otras tantas pruebas de que estaba fuera de la ley.~üLa presentación de D eroin de la m aternidad com o un traba­ jo productivo destacaba su cualidad de autoconstitviyente, tam o como su aspecto social. Según ella, tener hijos no era simple­ m ente un reflejo biológico ni un producto secundario del deseo instintivo de placer sexual. Com o todo trabajo, la m aternidad era im pulsada por la necesidad de la especie de sobrevivir y re­ producirse; es decir, era trabajo social, no natural. Así, para ella, la asociación de la m aternidad con el deseo sexual constituía la marca de su corrupción. Eva había sido la prim era m adre, no la tentadora responsable de la Caída. V ilipendiar a Eva era pas te del intento de desvalorizar la m aternidad y del largo proceso por el cual el trabajo de las m ujeres era explotado -sexual y social tríen­ te- en interés de la dom inación patriarcal. En esas condiciones, insinuaba Deroin: No debería sorprender que la m ujer busque refugio en el sentim iento cristiano y que, puesto que su dignidad hum ana es violada, renuncie a su naturaleza hum ana y

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se vista de ángel, para ser líbre de la brutal dom inación y ia hum illante servidum bre del hom bre.20:5 Por implicación, las relaciones sexuales serían aceptables cuando las m ujeres fueran tratadas como iguales a ios hom bres. Deroin sugería, adem ás, que la castidad podía ser la m ejor garantía de la igualdad en el m atrim onio. Rechazaba intensam ente la idea de que las m ujeres podían adquirir su independencia a través de la práctica dei “am or libre”, tras haber visto, en la década de 1830, al dirigente sansim oniano Prosper Enfantin y a sus seguidores tener relaciones prom iscuas sin responsabilizarse de la progenie resultante. (M uchas m ujeres del m ovim iento fueron abandona­ das y se vieron obligadas a criar solas a sus hijos ilegítim os.)20’ La alternativa a la castidad y ai am or libre, en consecuencia, era ía m a te rn i d a d ase x ual. Finalm ente, la representación que D eroin prefería era María. Le perm itía postergar la cuestión de las relaciones sexuales y eí papel del hom bre en la producción de los hijos. Sostenía, en cam­ bio, que el estado debía dar apoyo económ ico (una ‘'dote social”) a todas las m adres, para que pudieran ser libres de la depen den­ cia económ ica de cualquier hom bre y de cualquier relación con los hom bres.2'15 Igual que el proletariado, cuya em ancipación se conseguiría m ediante el trabajo no alienado, las m ujeres encon­ trarían su realización en la m aternidad cuando esta recibiera el reconocim iento y la com pensación que m erecía de la sociedad.2® La m adre espiritual y devota alcanzaba su fuerza com o cuerpo trabajador; ni instrum ento del deseo de otro ni propiedad de otro, un ser totalm ente en control de las condiciones y el pro­ ducto de su trabajo. Ese trabajo era a la vez autodefm idor y eí cum plim iento de un deber social y, com o tal, calificaba a las m u­ jeres para el voto (así com o el trabajo com parable lo hacía con los hom bres). Al sostener que tener hijos era un trabajo socialm ente nece­ sario, Deroin negaba la diferenciación entre los hom bres como trabajadores productivos -q u e transform aban m aterias primas en algo de valor- y las m ujeres com o fuerzas de la naturaleza. Sus críticos vieron en esa igualación de las funciones una negación

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de toda diferencia de género, revelando hasta qué punto era la naturaleza del trabajo asociado con ellos -y no la naturaleza mis­ m a-lo que constituía las diferencias, irónicam ente, la insistencia de Deroin en que un trabajo exclusivo de las m ujeres las calificaba como ciudadanos fue tornada com o una afirm ación de que hom ­ bres y m ujeres eran lo mismo. Proudhon se indignó: La igualdad política de ios dos sexos, es decir, la adm i­ sión de las m ujeres a las funciones públicas del hom bre, es un sofisma refutado no sólo por la lógica sino por la conciencia hum ana y la naturaleza de las cosas. El hom ­ bre, en la m edida en que su razón se desarrolla, puede ver a la m ujer com o su igual, pero nunca la verá com o lo mismo.2'1' La falta de lógica en su insistencia en la lógica y ía sustitución de la argum entación seria por la negación airada dem uestran la enorm e im portancia que tenía para Proudhon m antener a los hom bres y las m ujeres separados y el papel esencial de la idea de esferas separadas para m antener esa separación. La respuesta de D eroin ponía de manifiesto la naturaleza del interés de Proudhon y negaba su acusación: ‘‘Porque la m ujer es igual al hom bre, pero no lo mismo, es que ella debe tom ar parte en el trabajo de reform a social”/~tK Para Proudhon, las “funciones públicas” efectivam ente sostenían fronteras de género, y no había otro m odo de establecer las diferencias entre los hom bres y las mujeres; para D eroin, en cambio, la existencia de esas fronteras era lo que creaba los “intereses” definiblem ente diferentes de las m ujeres y, por ende, su necesidad de representación política. Sin em bargo, el propio razonam iento de D erain sobre estos temas revela la dificultad para expresar la igualdad de las mujeres en los térm inos de su diferencia. Acerca de la cuestión de la m aternidad, borraba el papel de los hom bres com o socios en la producción de los hijos en un esfuerzo por establecer la individualidad autóno­ ma de las m ujeres com o productoras. Con todo, en otros terrenos presentaba a la pareja heterosexual com o el m odelo para pensar la igualdad social y política de seres irreductiblem ente diferentes.

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Deroin retom ó ia fórm ula sansim oniana para la igualdad, en la que “la pareja, hom bre y m ujer”, era el individuo social, sin cuya unión “nada es com pleto, m oral, duradero o posible”.™11Pre­ sentada com o crítica de la esencia divisionisía del individualismo egoísta, esta idea destacaba la complement.ari.edad de los opues­ tos, la necesaria ínterrelación de cualidades consideradas antitéti­ cas y la com plejidad de conceptos propuestos com o singulares. El individuo era una pareja y, p or lo tanto, el vocabulario de D eroin insistía en su dualidad: hablaba de ‘‘un et une en singular y de “toxis eí loules" en plural. La hum anidad era hom bre y m ujer, un andrógino en algunas de sus representaciones; en otras, la pareja en la cópula, cuya unión los fundía en uno para form ar un hijo, y en otras, los dos aspectos de Dios. El m atrim onio que regenera­ ría al m undo era el de dos iguales, “a quienes Dios ha unido así, ningún hom bre puede separar5’, '( E n ese punto, su pensam iento seguía el de Pierre Leroux, que había escrito que Dios era “en realidad [...] dos principios, pero El no es él ni ella: es los dos unidos por un tercero [,..j el am or, que es Su tercer rostro”.)-11 A veces, D eroin apoyaba cierta idea de androginia, com o cuando instó a G eorge Sand a representar los intereses de las m ujeres en la Legislatura, en 1848, para que la redacción de la Constitución no quedara enteram ente en m anos de los hom bres. (Sand recha­ zó la nom inación y ridiculizó duram ente a quienes la proponían, insistiendo, al m enos en ese m om ento, en que las m ujeres no te­ nían lugar en la política.)-1¿ Según D eroin, las cualidades duales de Sand la harían m enos am enazante para los legisladores: “Ella es del tipo un et une, m asculina por su virilidad, fem enina por su poesía y su divina intuición. Ella se ha hecho a sí misma hom bre por su genio; sigue siendo una m ujer debido a su lado maternal, su infinita ternura”/ 11 El pensam iento de D eroin se nutría de una rica veta de escritos de los rom ánticos y los socialistas utópicos sobre androginia. En algunas versiones, el andrógino expresaba una nostalgia de la integridad masculina, alcanzada m ediante la incorporación, de lo fem enino. (Esto no sólo implicaba la sabor' dinación, sino, directam ente, la exclusión de las m ujeres, como lo había dem ostrado en 1832 la com unidad sansim oniana de Mcnilm ontant. em presa exclusivam ente m asculina dedicada al cultivo

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de las dim ensiones fem eninas de la psique de ios hom bres.)-11En otras versiones proponía una visión más igualitaria de ia complem entariedad de lo fem enino y lo masculino, en los térm inos de una asociación del hom bre y la m ujer. Para Leroux, que había abandonado el sansimonismo por su desacuerdo con las prácti­ cas prom iscuas de! “am or libre” de Enfantin, la androginia era el estado hum ano natural. Con la caída vino “la separa,tion des deux sexes' q u e era tam bién la separación entre le vwi y le non-noi, ia realización de la conciencia exclusivamente hum ana de uno mis­ mo. La redención, según Leroux, no llegaría con la restauración del andrógino anterior a la caída, sino con la igualdad social y polí­ tica del hom bre y la m ujer, el m arido y la esposa. Su relación debía ser totalm ente recíproca, de m anera que cada uno entendiera su dependencia del otro. Esa era la premisa de la argum entación de Deroin en pro de los derechos: el hom bre y ¡a m ujer se com ple­ m entaban m utuam ente, y ninguno estaba com pleto sin el otro. Dios creé) al ser hum ano a su imagen; le dio vida con aliento divino, y con las dos mitades del mismo ser formó el individuo social: hom bre y m ujer, para traer a otro a la vida, para com pletarse el uno al otro y para cam inar jun­ tos hacia eí mismo fin. El fundó la sociedad hum ana.-1'1 En la concepción ele! ser com pleto de D eroin, los dos sexos eran tan com pletam ente interdependientes que uno no podía existir sin el otro. La com plem entariedad era una relación destinada a completar o llenar, a com pensar la carencia o la insuficiencia de las partes que lo constituían. Pero la igualdad de la relación, en su opinión, requería una simetría perfecta en un terreno com parti­ do entre dos asociados no idénticos. Nuestro objetivo político es el mismo de ellos -explicaba Deroin en el prim er núm ero de La pol/íique d-es femmes-, pero nuestro punto de vista es diferente. Cada uno tiene derecho a ser único bajo la am plia bandera de) socialis­ mo; la política de las m ujeres puede m archar al lado de la política de los hom bres.-17

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En defensa de ía paridad o equivalencia, Deroin subrayaba la individualidad autónom a y la irreductible diferencia de cada uno de ios socios (si no fuese así, su unión tendría com o resultado la incorporación de un lado por el otro y la negación de la repre­ sentación a una de las partes). Si cada uno de los socios fuese com pleto p or sí solo, ¿desaparecerían las diferencias que hacían a cada uno necesario para el com pletainiento del otro? ¿Cómo era posible que la interdependencia -o las carencias de cada unopresupusiera Ja independencia -o autosuficiencia-? La dificultad para responder esas preguntas es evidente en el choque entre las dos figuras que D eroin utilizó para la igualdad. Por un lado, el individuo aparecía com o una pareja heterosexual perfectam ente entrelazada y, por otro, representaba la individualidad de la mu­ je r com o una m adre autónom a, único agente de la generación de su hijo. La paradoja del intento de defender la igualdad en los tér­ minos de la com plem entariedad derivaba de que respondía a un discurso político que definía la individualidad del hom bre a partir del contraste con la m ujer com o no individuo (su “al te rielad” es­ tablecía la individualidad de él). Así, cualquier esfuerzo por esta­ blecer la individualidad de la m ujer am enazaba la del hom bre y, sin em bargo, tenía que ser establecida en relación con la de él. En ese contexto, los recursos a la com plem entariedad de Deroin eran insostenibles, ya que, en lugar de com pletar al hom bre, la m ujer pasaba a ser su sustituto, con él pero en el lugar de él, des­ em peñando el papel de él. Las líneas entre ellos eran indiferentes y, por lo tanto, efectivam ente elim inadas, o, para decirlo en los térm inos de la crítica literaria Barbara Johnson: “M ientras haya simetría, no estarem os hablando de diferencia sino de versiones de lo m ism o”.2ÍH La dificultad para m an ten erla com plem entariedad era eviden­ te en los esfuerzos de D eroin. En el núm ero inaugural ele L ’opinion des ¡ewutes invocó vigorosam ente la paridad de hom bres y mujeres: i A trabajar, hom bres del futuro! ¡Republicanos, socialis­ tas de todas las escuelas, a trabajar! Reconozcan ustedes a la m ujer, abiertam ente por fin, com o esa m itad de su alma, su corazón, su inteligencia p o r dem asiado tiem po

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no reconocida y abandonada; trabajen juntos para abrir las puertas a la nueva era, la ley del futuro, de la solidari­ dad, la tolerancia)' el am or.-1-' En esa em presa conjunta, las m ujeres tenían sus propios intere­ ses que representar, com o m adres y trabajadoras, pero también representaban el interés social, ia salud general, la prosperidad y el bienestar moral de Francia. “No es sólo en nom bre de las m uje­ res” que ellas deben actuar en el terreno político, insistía Deroin, “sino en interés de toda la sociedad”. - 0 Sólo su pericia podía traer orden a esa “casa grande y mal adm inistrada llam ada Estado”, ad­ vertía, transform ando m etafóricam ente el ám bito público en un lugar en el que las m ujeres presidían."'1Y aun cuando proponía su influencia com o correctivo de la de los hom bres, no era difícil oír en su elección de las palabras una argum entación a favor de la sus­ titución. Las m ujeres representaban la paz, el am or y el principio de asociación (tocios objetivos declarados de los revolucionarios), m ientras que los hom bres eran egoístas y crueles, y m ostraban inclinación a la destrucción m utua (características que ¡os revolu­ cionarios condenaban) : En política, la opinión de las mujeres, ya sean de inclina­ ciones republicanas o aristocráticas, pueden resumirse en pensam ientos de am or y paz [•••]• Todas concuerdan en desear que una política de paz y trabajo sustituya la política egoísta y cruel que incita a los hom bres a des­ truirse m utuam ente [...]. En todas las teorías sociales, lo que las m ujeres m ejor entienden es el principio de asociación."' Con el objeto de defender la com plem entariedad. Deroin fue más allá de los reclam os de simple igualdad porque tenía que conceptualizar —en contra de la opinión predom inante-- la posibilidad de que una m ujer independiente no careciera de nada y fuese autosuflciente (para ser equivalente al hom bre). Identificaba a esa m ujer con el interés general y el bien social, desplazando al hom bre, cuya exclusión de la m ujer dem ostraba su egoísta perse­

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cución del interés especial, su tendencia a im poner leyes basadas no en {ajusticia sino en la anticuada “ley del más fuerte”.2211' En realidad, el m odelo de D eroin, más que com petir con el hom bre, lo sustituía. Y lo hacía tanto identificando su propio interés con el bien social com o estableciendo su independencia, m inando así el ideal en que se basaba la com plem entariedad: la unión interdependiente de la pareja heterosexual. Al reivindicar la política com o terreno de las m ujeres, al iden­ tificar el hogar con el estado, D eroin distinguía su concepto de com plem entariedad del de m uchos de sus contem poráneos, que expresaban la diferencia entre los sexos en térm inos de su ubica­ ción física en “esferas separadas”. La justificación propuesta para la ley del 28 de julio de 1848, que excluía a las m ujeres de cual­ quier participación en clubes, ya fuera com o m iem bros o como observadoras, lo expresaba sin ambages: “Sólo la vida privada co­ rresponde a la mujer; no está hecha para la vida pública”," 1 Más tarde, Proudhon divulgé) esas ideas en las páginas de Le Peuple. La m ujer posee una naturaleza totalm ente distinta de la del hom bre. El hom bre es aprendiz, productor y ma­ gistrado; la m ujer es alum na, ama de casa y m adre. Por lo tanto, la m ujer debe tener condiciones sociales total­ m ente diferentes.23 Con “condiciones sociales”, Proudhon se refería a las esferas se­ paradas. En diciem bre de 1848 condenó un “banquete fraterno” organizado por m ujeres socialistas para exigir una reform a y apo­ yar a los candidatos políticos. Según él, las m ujeres que iniciaban tales eventos y, peor aún, que hablaban en ellos violaban la regla que se les había im puesto en la división de la hum anidad: El papel de la m ujer no es la vida exterior, la vida de ac­ tividad y agitación, sino ía vida íntima, la del sentim iento y la tranquilidad del hogar dom éstico. El socialismo no llegó sólo para restaurar el trabajo, sino tam bién para rehabilitar el hogar, santuario de la familia, símbolo de la unión m atrim onial [... j invitamos a nuestras herma-

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ñas a pensar en lo que hem os dicho y a penetrar en esa verdad, que la pureza y ia m oralidad ganan más en las celebraciones patriarcales de la familia que en las ruido­ sas m anifestaciones de la política. La invectiva de Proudhon recordaba el deber de la m ujer e insis­ tía en que no tenía ninguna relación con los derechos políticos. Sí la asistencia de m ujeres a banquetes electorales era un escánda­ lo, que se postularan a puestos públicos era ridículo. A puntando directam ente a la cam paña de D eroin por un puesto en la Le­ gislatura, entre abril y mayo de 1849, P roudhon afirmó que una m ujer legisladora tenía tanto sentido como un hom bre ama de casa. La respuesta de D eroin -q u e Proudhon se negó a publicar en su periódico, obligándola a difundirla en otra parte- señala­ ba lo absurdo de ese argum ento basado en la naturaleza. Pedía a Proudhon que especificara cuáles eran los órganos necesarios para las funciones de un legislador: “Si la naturaleza es tan positi­ va en ese aspecto com o parece creerlo usted, yo adm itiré que ha ganado el debate”.-*7 Ese intercam bio da idea del im pacto radical de las argum enta­ ciones y acciones de D eroin, que invertían la explicación habitual de las diferencias entre los sexos haciéndolas resultado no tanto de la biología com o de la organización social. Deroin no discutía la atribución de características y obligaciones distintas entre hom ­ bres y mujeres; de hecho, buscaba intensificar las diferencias con el propósito de consolidar una identidad política para las mujeres y defender la idea de derechos igualitarios. Admitía que las m uje­ res eran, por naturaleza, más delicadas, más débiles, más sensibles y compasivas que los hom bres, pero esas diferencias nada tenían que ver con su capacidad para ejercer sus derechos.iiK Deroin iba más allá, sosteniendo que, históricam ente, el error de la m ujer ha­ bía sido tratar de negar esa diferencia, intentado escapar al yugo de ia opresión, “haciéndose igual al hom bre [en se faisani semblable a riromm.e]"rw Ai hacerlo, las m ujeres se convertían en meras imitaciones y, necesariam ente, en versiones inferiores porque no estaban representándose activam ente a sí mismas. La alternativa de Deroin era, entonces, resaltar fas diferencias, y especialm ente

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la responsabilidad única de la m aternidad, a fin de obtener un reconocim iento separado e independiente. Pero si la diferencia sexual era un asunto de carácter e interés, para Deroin no estaba relacionada con ubicaciones espaciales o esferas de actividad separadas. A nte todo, la distinción no corres­ pondía a lo que los hom bres y las m ujeres hacían o debían hacer. Las m ujeres trabajaban; los hom bres intervenían en los asuntos domésticos; el deber y la m oralidad (por m ucho tiem po asociados a las m ujeres y la esfera privada) eran ahora prerrequisitos de la ciudadanía; el estado adm inistraba lo social y a la vez dependía de lo social para m antener el orden. Ese era el significado de su referencia al estado com o “un hogar grande, mal adm inistrado”, y tam bién estaba en el centro de su redefm ición del m atrimonio, no como un arreglo privado, sino com o una institución social “con un triple aspecto: m aterial, intelectual y m oral, a través del trabajo”/"0 La vida misma era tan com pleja y m ultifacética que no podía suscribir una concepción puram ente individualista de los derechos: “La vida es triple en su unidad: vida individual, vida de familia y vida social constituyen una vida com pleta”, escribió.-*’ La insistencia de la Constitución en los derechos y deberes había esfum ado las fronteras no sólo entre lo individual y lo social, sino entre lo político y lo familiar, lo público y lo privado. La continua­ da exclusión de las m ujeres no tenía sentido en el nuevo orden de cosas, y Deroin sentía que era su deber señalarlo y corregirlo. La calurosa reacción a sus esfuerzos, tanto de Proudhon com o de políticos y caricaturistas políticos, revela hasta qué punto los derechos del hom bre dependían de negar derechos similares a las m ujeres, hasta dónde sus contem poráneos dependían de las esferas separadas para establecer los límites físicos de los cuerpos m asculino y fem enino. Cruzar el um bral del hogar hacia el foro conducía al herm afroditism o, clam aban, ía pérdida de los rasgos distintivos del hom bre y la m ujer.232 El peligro de la androginia era un cuerpo sexualm ente indescifrable y, por lo tanto, m ons­ truoso. C om partir el espacio político significaba com partir los derechos políticos, la creación de una igualdad forzada represen­ tada -y en tendida- com o una abom inación natural. “Las m ujeres no están hechas para ser estadistas”, opinó Ernest Legouvé, cu:

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vas conferencias en el Collége de France en abril de 1848 habían atraído a decenas de entusiastas feministas. Legonvé apovaba el mejoramiento de ía situación de las m ujeres a través de la ense­ ñanza y la introducción de cambios en el Código Civil, pero no estaba de acuerdo en concederles el voto porque eso transgredía las fronteras espaciales de la diferencia sexual. Su em ancipación sólo podía tener lugar dentro de la familia; las m ujeres políticas eran un absurdo Los críticos y los caricaturistas de la cam paña feminista ilustra­ ron una y otra vez la posición de Legouvé. D aum ier y otros jugaron con el tem a de la inversión de los papeles, presentando a las m u­ jeres políticas com o feas, cómicas, de aspecto curioso, imitadoras de los hom bres. Había esposas viriles que ¡ echa/aban la autoridad del m arido por consejo de Mme. Deroin; niños abandonados en los brazos de padres desesperados m ientras sus m adres jugaban a la política; m ujeres con m onóculos, cigarros y barbas, y hom bres con polleras. U na serie de caricaturas incluía a un hom bre que pedía a la m ujer que guardaba ia puerta del Club de mujeres que le alcanzara sus pantalones a su esposa para que pudiera coserle un botón. O tra m ostraba a un hom bre que retrocedía desde la puerta deí Club de m ujeres m ientras avanzaba hacia él una guar­ dia de seguridad, em puñando unas enorm es tijeras que apunta­ ban am enazadoram ente hacía su entrepierna. La policía de París se sumó a la contienda, reclutando prosti­ tutas para una inexistente sociedad fem enina llamada las vesubíanas. Incluso publicaron una constitución del grupo, que tuvo tanto éxito en su parodia que generaciones de historiadores la han tratado com o un auténtico docum ento feminista.'^'1 Incluía una sección que am enazaba a los hom bres que se negaran a cum ­ plir con su parte de las tareas domésticas con som eterlos al servi­ cio en una guardia cívica com puesta únicam ente por mujeres. Y presentaba el cruce de las fronteras de género com o travestismo. Recom endaba a las m ujeres luchar en forma im perceptible para borrar las diferencias entre la vestimenta masculina y la fem enina, sin por eso traspasar los limites de la decencia y el ridículo, ni distan­

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ciarse de la forma graciosa y el buen gusto. El resultado será un cambio del que ios hombres, que hoy visten como empresarios de pompas fúnebres, no podrán quejarse."3'' jeanne Deroin citó a las vesubíanas como ejemplo de acoso oficial contra las feministas: “Parodian todo lo que hemos dicho y hecho con el objeto de atraer el ridículo y el desprecio sobre nuestras reuniones y nuestros actos”.2?,{> También se consentían los ataques violentos contra los clubes feministas. Las reuniones del Club des Femmes fueron repetida­ mente perturbadas a partir de abril de 1848, y las organizadoras eran blanco de insultos y perseguidas por las calles, y algunas in­ cluso fueron alcanzadas y amenazadas con palizas. En un m om en­ to fue necesario desocupar por completo el salón de reuniones; a ese punto habían llegado las multitudes hostiles.2'57 El ridículo, la hostilidad y la violencia fueron utilizados para im­ pedir la transgresión del espacio social y las fronteras de género. Esa transgresión fue representada de muchas maneras, como cas­ tración, como amenaza al signo de la diferencia de! hom bre y el símbolo de su poder, que ahora se identificaba con sus derechos políticos.2:w La implicación de que la fusión de las esferas traería la castración h^ce pensar que, en el discurso sobre las esferas se­ paradas. la integridad ele los cuerpos de distinto sexo en definitiva no se basaba en la esj)i ritualidad ni en la biología ni en las activi­ dades especializadas, sino en los espacios segregados, en los que se llevaban a cabo esas actividades. Lo que producía la diferencia sexual no era la naturaleza sino la organización social. Ese era el punto que las esferas separadas reconocían y negaban al mismo tiempo, la contradicción que reveló el rechazo feminista de las esferas separadas. Durante la Revolución de 1848, las feministas dramatizaron su convicción de que su lugar estaba en la esfera pública, penetran­ do en ella. Desafiaron directamente la justificación de que su ex­ clusión derivaba de la biología o de la naturaleza, y su protesta denunció, a través de acciones que evidenciaban que las mujeres tenían capacidad para ser ciudadanas, ia “m entira” de un régimen

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que les negaba el voto.239 Afirmaron que la ley no reflejaba una realidad anterior, sino que más bien constituía esa realidad; en este caso, la de la desigualdad de las mujeres. Una paradoja para las feministas era que, al haber sido puestas fuera de 3a ley, sus ten­ tativas de reformarla, de cumplir con su deber llevándola a que se conformase según los principios universales a los que estaba dedicada, fueron consideradas ilegales. Las feministas apelaron al deber cuando se proponían violar la ley. Aseguraban que su sentido del deber provenía de una convic­ ción íntima anterior a cualquier ley, de una conciencia profun­ da de lo que era moral m ente justo. “En todas partes las mujeres tienen conciencia de sus derechos”, proclamó un artículo en el periódico feminista que Deroin fundó con Eugénie Ni boye t, La voix des femmes."1^ E3 artículo relataba ia acción de una amiga de Deroin, Pa.ii.line Roland, quien en 1848 llegó al ayuntamiento para depositar su voto por Pierre Leroux, candidato a alcalde por los demócratas socialistas. Cuando los funcionarios, indignados, ¡e ne­ garon la papeleta, ella exigió que presentaran cargos formales en su contra. Las intervenciones de Roland contienen maravillosos elementos de la parodia: cuando la policía llegó para arrestarla, dijo que su nom bre era “Marie-Ant.oinet.te Roland”, invocando el poder reconocido y la situación de descrédito de- la ex reina. Ha­ bía elegido el ayuntamiento de Boussac porque Leroux defendía públicamente los derechos políticos de las mujeres, y el hecho de que le prohibieran votar por él intensificó el sentimiento de con­ tradicción e injusticia que ella pretendía expresar, al igual que su insistencia en ser formalmente acusada de cometer un acto ilegal. Deroin llevó más lejos la protesta de Roland al presentarse como candiel ata a un escaño en la Legislatura, en las elecciones de mayo de 1849. Como la Constitución -aprobada en noviembre de 1848- no prohibía explícitamente esa acción, Deroin simio que era su “deber” hacer realidad el principio de igualdad hasta entonces no realizado, por el cual se había hecho la revolución. Al invocar su “deber”, Deroin intentaba calmar los temores de que los derechos de las mujeres conducirían al descuido de sus obligaciones (maternales y familiares), y desde luego apeló a la "Declaración de derechos y obligaciones” que servía de preám­

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bulo a la Constitución de la II República: “Inspiradas y guiadas por los sentimientos de derecho y justicia, hemos CLimplido nues­ tro deber al reclamar el derecho de participar en el trabajo de la Asamblea Legislativa’'.-:|1 El relato de Deroin de su cam paña electoral describe un vigoro­ so intento de afirmar sus derechos y así hacer realidad su ciudada­ nía. Apela a una convicción interior tan profunda que, por sí sola, es capaz de establecer ese sencido de uno mismo que es sinónimo de la ciudadanía. La estrategia de Deroin consistió en obtener el acceso a la tri­ buna, ese foro público prohibido para las mujeres por ley. Hizo campaña asistiendo a mítines electorales organizados por tos so­ cialistas democráticos en París y pidiendo la palabra para explicar su propósito. En una de esas reuniones se le concedió el uso de la tribuna a condición de que sólo hiciera preguntas a los delega­ dos (en lugar de pedir directamente su apoyo como candidata). Cuando llegó al podio “estalló un violento tumulto [...] cerca de la entrada al salón, y pronto se extendió a toda la asamblea”. Los organizadores le sugirieron que se bajara a fin de poder restable­ cer la calma, pero ella se mantuvo en su posición, fortalecida por el sentimiento íntimo de ía grandeza de nuestra misión, de la santidad de nuestro apostolado, y profundam ente convencida ele ia importancia y la opor­ tunidad de nuestro trabajo -tan eminente, tan radical­ m ente revolucionario y social-, cumplimos nuestro de­ ber al negarnos abandonar la tribuna. “Sentimiento íntimo”, “conciencia", “inspiración”, “conocimiento interior” fueron presentados como motivos irrenunciables para acciones que harían que la ley reconociera el hecho de que las mujeres ya tenían derechos. La certeza subjetiva entendida como reflejo de un ser ya en posesión de derechos políticos permitía a Deroin convertir “los principios en práctica”, “tom ar parte activa” en las luchas por justicia, alzar su “voz con los defensores de ios derechos del pueblo, los amigos de la hum anidad”. Y también ofrecía consuelo cuando la acción no lograba sus fines:

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Ustedes me cierran los caminos del m undo, me decla­ ran subalterna y menor; pero me queda en mi concien­ cia un santuario donde se detiene tanto la fuerza de sus brazos como el despotismo de sus espíritus. Allí, ningún signo de inferioridad mancilla mi existencia, ninguna servidumbre encadena mi voluntad ni le impide volverse hacia la sabiduría.211 En ese mitin electoral, Deroin demostró su convicción perm ane­ ciendo en su lugar. Cuando finalmente la multitud se calmó, ella habló. Como una madre indignada que reprende a sus hijos, les reprochó la injusticia de sus pretensiones. Expresó su "asombro” ante el com portam iento de esos socialistas, “esos hombres que se llaman a sí mismos hom bres del futuro", que buscaban abolir todos los privilegios, menos el de los hombres de dom inar a las mujeres, que no com prendían que la desigualdad entre hombres y mujeres promovía todas las demás desigualdades sociales, y que sólo podían alcanzar su propia felicidad cuando practicaran ia jus­ ticia con sus madres, hermanas y esposas. En realidad, corrigió los errores de su visión del futuro, ofreciendo el libreto correcto para quienes harían la historia. Deroin intentaba dem ostrar que era capaz de hablar en públi­ co, que una mujer estaba realmente calificada para expresar sus ideas. Cuando experim entó “una fuerte em oción” y temió que pudiera debilitar su discurso, la atribuyó a la importancia de la ocasión (fue la primera que planteó ía gran cuestión de los dere­ chos civiles y políticos de las mujeres frente a un mitin electoral) y a su “inexperiencia de las formas parlamentarias”. Esa inexperien­ cia provenía de situaciones como la que había enfrentado al co­ mienzo del mitin, cuando los que invocaban el antiguo privilegio de los fuertes trataron de silenciar las voces de los débiles. Con el fin de term inar con esa injusticia, todos los individuos aprende­ rían a dirigirse a reuniones públicas con la misma facilidad. En el desempeño de la función pública, en el ejercicio de los derechos políticos, los hombres no tenían nin.gi.in monopolio. El hecho de ser una m ujer y haberse desenvuelto bien en un foro que se consideraba inapropiado —y que estaba prohibido-

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para su sexo dio fuerza política a la acción de Deroin. Explicó que había superado su “timidez natural” porque actuaba al servicio de una causa superior, porque estaba “consagrada” al cumplimiento de su deber: Cuando el señor Eugéne Pelletan me dijo un día que yo actuaba como si disparase un tiro de pistola en la calle para atraer la atención, tenía razón, pero no era para atraer la atención sobre mí, sino sobre la causa a la que me consagraba.243 Ya fuese para sí misma o para la causa, el hecho insoslayable era que una mujer había atraído la atención en un espacio público. Simplemente el hecho de pedir la palabra en un mitin electoral de socialistas democráticos equivalía a llamar ía atención hacía sí misma “como si disparase un tiro de pistola en la calle”, es decir, como si, al actuar como lo hacían los hombres (al apropiarse del falo), hubiera creado una perturbación y violado la ley. Si bien la perturbación fue creada por los que reaccionaban contra ella, Deroin estaba efectivamente tratando de violar la ley con el objeto de poner de manifiesto sus contradicciones y poder cambiarla. No importaba que ella pensara que la ley era injusta y, por lo tanto, víolable, ni que aquellos socialistas democráticos que simpatizaban con su candidatura (alrededor de quince delegados volaron por colocar su nom bre en la lista electoral) estuvieran de acuerdo con que era inconstitucional. Aquí Deroin -y, más en ge­ neral, las feministas- llegaba al límite de sus improvisaciones, al límite de su capacidad de redefmir los conceptos (la mujer, lo fe­ menino.. lo individual, los derechos y deberes) que hacían que su diferencia fuera incompatible con la igualdad. Sin reconocimiento legal, no había m anera de que una mujer calificara como ciudada­ no, de que alcanzara el estatus de individuo. En el contexto políti­ co determinado por la Constitución, el individuo abstracto estaba encarnado por un hombre, y sólo a los idénticos a él se les permitía votar o servir como representantes elegidos por el pueblo. Incluso cuando se trataba de asumir la responsabilidad por sus propios actos, en el contexto de su época, las leyes hacían insoste­

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nible ia posición de Deroin. Ella había sido una de las fundadoras, en el verano de 1849, de la Asociación de Asociaciones, un gru­ po que coordinaba los esfuerzos de varios grupos de trabajadores socialistas por la autonom ía de productores y consumidores. Los planes incluían sustituir el dinero por sistemas de crédito, dar a los trabajadores la propiedad de los medios de producción y ga­ rantizar por igual a hombres y mujeres “el derecho y los medios para vivir del producto de su trabajo, ellos, sus hijos y sus fami­ lias”.^6 Hacia 1850. Ia Asociación de Asociaciones había atraído a sus filas a alrededor de cuatrocientos grupos, pero entonces sus dirigentes fueron arrestados, durante una reunión celebrada en la casa de Deroin. (Existían límites estrictos para las reuniones políticas y para el núm ero de personas que podían reunirse por cualquier razón, y se consideró que en ese caso se habían violado ías reglas.) A unque parecería que antes de los arrestos en la Aso­ ciación se practicaba cierto grado de igualdad de género, además de aceptarse el hecho de que el trabajo asalariado era una condi­ ción común para los trabajadores de ambos sexos, en los prepa­ rativos de la defensa para el proceso, Deroin fue convencida de­ negar haber tenido un papel de dirigente. Me habían pedido con insistencia, en nom bre de la Aso­ ciación, que no reconociese que era yo la autora del pro­ vecto [...]. El prejuicio que todavía prevalecía en las aso­ ciaciones se había exacerbado por el papel preeminente que una mujer, consagrada a la causa de los derechos de las mujeres, había tenido en ese trabajo. Como no quería iniciar un debate entre socialistas en presencia de nuestros adversarios [...] me contenté con responder a la pregunta que me hicieron: “No, yo no tuve nada que decir sobre las Asociaciones1’/ '7 La disposición táctica de Deroin a aceptar una situación subordi­ nada no impidió que la sentenciaran a seis meses de prisión por su participación en la reunión ilegal. Igual que Olympe de Gouges, estaba sujeta a leyes que le negaban los derechos de un sujeto polí­ tico. Al replicar, invocó una verdad más alta: “Debo protestar por la

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ley por la cual quieren juzgarme. Es una ley hecha por hombres; yo no la reconozco”.2'8 La ley hecha por hombres establecía la posibili­ dad de su protesta y, a la vez, su límite. En ese sentido, constituía el propio carácter subversivo de su feminismo, su lugar en la historia. Aun desde ía cárcel, Deroin intentó defender los derechos de las mujeres. Cuando la Asamblea consideraba las limitaciones al derecho de petición y un diputado propuso que se negara por entero ese derecho a las mujeres, Deroin presentó una moción para preservar ese derecho de último recurso para los excluidos de la representación directa. (Había un precedente constitucio­ nal para conceder derechos de petición a los no representados en la Constitución de 1791, y sobre la base de ese precedente final­ mente, se resolvió conceder a las mujeres ese derecho,) También apoyó el esfuerzo inútil de Leroux por extender gradualmente el sufragio a las mujeres, permitiéndoles votar en las elecciones mu­ nicipales, y continuó escribiendo sobre la necesidad de incluidas en la política. Pero estaba claro, especialmente después del golpe de estado de Napoleón III en diciembre de 1851, que las mujeres habían perdido toda posibilidad de acceso a los foros públicos que habían conquistado. Con su periódico cerrado y muchos de sus asociados ya en el exilio, Deroin se m archó a Inglaterra. Continuó trabajando por la causa feminista, publicando un pe­ riódico bilingüe, el Almanach des femmes, de 1851 a 1853. Dirigió una escuela para hijos de expatriados, practicaba el vegetarianis­ mo y, a medida que pasaban los años, fue inclinándose cada vez más hacia el esplritualismo. Sin embargo, mantuvo su afiliación socialista y participó en el grupo que seguía a Wiíliam Morris, quien más tarde pronunciaría el discurso de despedida en su fu­ neral, en 1894.‘M9 A unque siguió siendo firm em ente feminista hasta el fin de sus días, Deroin llegó a creer que eí m om ento para su militancia había pasado. En 1849, se había inscripto en una historia feminista que se iniciaba con Oiympe de Gouges, quien, “como todos los inicia­ dores de una idea nueva abrió el camino pero no llegó a la meta”, decía Deroin a los lectores de su “Cours de fém ancipation de la fem m e”. La Revolución de Febrero había permitido a m u­

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jeres como su amiga Pauline Roland denunciar ia mentira de un sufragio universal que excluía a la mitad de ia humanidad. En 1849, una mujer volvió a golpear a las puertas de la ciudad para reclamar para las mujeres el derecho a par­ ticipar en la labor de la Asamblea Legislativa. No se diri­ gía al m undo viejo [...]. Lía llegado el m om ento ele que las mujeres tomen parte en el movimiento social, en el movimiento de regeneración que está teniendo lugar.-1" Deroin había subido a la tribuna y había logrado escapar con vida, pero no por eso había conquistado ei derecho de acceso al foro público para todas las mujeres. No obstante, había hecho historia. De hecho, el suyo fue, como ella misma señaló, el primer esfuerzo de una m ujer por alcanzar un cargo público. Deroin había dedica­ do muchas columnas de su periódico a la crónica de la larga lucha de las mujeres por la emancipación, y ahora se inscribía en una historia que reconocía la capacidad de las mujeres de hacer histo­ ria, capacidad negada por muchos historiadores de la época, que veían el papel de las mujeres como intemporal y trascendente, y sólo a los hombres como productores de cambio.-'1' Eí m om ento revolucionario había pasado sin alcanzar su meta, pero ese hecho no redujo su fe en la democracia ni su consagra­ ción a la cattsa feminista. Cuando la sufragista Hubertine Auclert, que intentaba docum entar una tradición histórica para las femi­ nistas de su tiempo, le escribió a Londres, en 1886 (odio añosantes de su muerte), Deroin le agradeció sus deseos de larga vida: Yo también lo deseo y espero que se realice, no porque tenga esperanza de ver el triunfo completo de nuestra causa durante mi vida, sino porque quiero trabajar por ella un poco más antes de ser transportada a la siguiente vida.25* Igualmente, declinó el pedido de ayuda de Auclert y declaró que su enfoque ya no era adecuado a los tiempos. Con el feminismo y una república más institucionalizados de lo que habían estado en

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sus días, se necesitaba otra cosa: “Ahora ya no hacen falta pione­ ros impulsivos y temerarios, es preciso unir el talento a la dedica­ ción, adornar la verdad con la belleza del estilo, y es por eso que no puedo ofrecerles mi inútil asistencia”.2-'’3 Esa actitud modesta también pedía un lugar pionero en la his­ toria del feminismo francés, así como el cierre de un capítulo en esa historia. La convicción íntima que sostenía la fe frente a la oposición, que proporcionaba consuelo y motivación a la gene­ ración de Deroin, ahora exigía algo más: dedicación y devoción para la larga marcha que tenían por delante. (En el contexto del comentario de Deroin, devoción connota un compromiso a largo plazo y contrasta con el com portam iento impulsivo y arriesgado de quienes esperaban resultados inmediatos. Deroin, por supues­ to, era un ejemplo de esa devoción, pero no había formado parte de su estrategia en los febriles días de la revolución.) La simple denuncia de la verdad ya no era suficiente para ganar adherentes para la causa; ahora era preciso adornar la verdad con “belleza del estilo”, presumiblemente para hacerla más atractiva y, por con­ siguiente, más exitosa. Deroin recomendaba Ja persuasión sutil como sustituto de la presentación desnuda de la verdad, y parecía sugerir que la persuasión de ese tipo no se condecía con las capa­ cidades que ella había desarrollado durante su activismo en 1848. En sus cartas a Auclert, Deroin no sólo comunicaba un firme sentido de sí misma y otras mujeres como actores históricos, sino que además concebía el feminismo como una fuerza política ins­ pirada por su conexión con ías acciones de mujeres del pasado. Con esa concepción, contribuyó a la construcción de una tradi­ ción feminista subversiva y una com unidad de propósito entre mujeres pasadas, presentes y futuras. Ese esfuerzo consciente por insertar a las mujeres en ía historia constituía una identidad femi­ nista y, al mismo tiempo, infundía al movimiento un sentido de propósito. Deroin tenía conciencia de la influencia del tiempo y, por lo tanto, del carácter cambiante de los contextos políticos sobre los pensamientos y las acciones de sucesivas generaciones de feministas. En realidad, ella repudió claramente la idea de que la sustancia y la estrategia de una generación de feministas debía servir de modelo para la siguiente.

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Por esa razón, Deroin probablem ente no se habría sorprendi­ do,'1corno yo me sorprendí inicial mente, ai verse evocada en la novela autobiográfica de Madeleine Peíletier, en 1933. como el noni de guerre de t 1n a joven a envista.’1Pe 1le de r e ra s oc iaJis La, igual que Deroin (aunque el término venía significados distintos en el siglo XX), pero su feminismo rechazaba la mayor parte de lo que Deroin proponía: la irreductible diferencia de las mujeres, la necesaria com plementariedad de los sexos, la visión -d e inspi­ ración religiosa- de ía regeneración social conseguida mediante la amorosa influencia de la madre. En cambio, con un razona­ miento totalmente secular, Peíletier proponía la eliminación de todo vestigio de diferencia de género como el mejor camino del feminismo hacia la igualdad. Deroin podría haberlo com prendi­ do como una respuesta a condiciones nuevas, en las que ella no estaba preparada para intervenir. El feminismo no podía sepa­ rarse de su m om ento histórico; sin embargo, también ella lo veía como una búsqueda cambiante basada en la perdurable verdad de que la mujer era el com plemento del hom bre e igual a él, y en la capacidad, y el deber, de la mujer de ejercer derechos políticos. La tensión entre el sentido de Deroin del impacto de la historia en las tácticas feministas y su compromiso con una idea intem po­ ral de la mujer ejemplifica el dilema que plantean a las feministas -y a los historiadores- las nociones naturalizadas de “diferencia sexual” utilizadas tanto para justificar como para protestar con­ tra ia exclusión de las mujeres de la política en ese período. Los hombres actuaban en política y hacían historia; eran entendidos como seres conformados en eí curso del tiempo. En cambio, la esencia de las mujeres venía dada; la historia no la afectaba poi­ que se suponía que era inaccesible a sus acciones. Entrar en la política constituía, para Deroin, entrar en la historia. Y equivalía también -au n qu e ella no lo reconoció así- a abrir a “la m ujer”, ahora concebida en términos absolutos como una madre amo­ rosa, a las cambiantes influencias del tiempo. En el proceso de reclamar los derechos de la persona entendida como '‘m ujer” en 1848, concibió de nuevo la categoría misma de “m ujer”. Paradóji­ ca e inevitablemente, la militancia de Deroin minaba a la misma mujer en cuyo nom bre hablaba.

4. Los derechos de “lo social” Hubertine Auclert y la política de la III República

Las canas que Hubertine Auclert y je an n e Deroin inter­ cambiaron en 1886 fueron un intento de cubrir una distancia no sólo geográfica sino temporal. Son un ejemplo de la (orina con­ creta en que se formaron los eslabones de la historia feminista y, además, sirvieron de inspiración para las lectoras del periódico sufragista de Auclert, La Citoyenne. El lenguaje romántico y espiritual de Deroin debe haber so­ nado raro para Jas lectoras acostumbradas al estilo más directo y racional de Auclert, pero no cabía duda de que las mujeres com­ partían una misma misión: denunciar “la m entira” -en palabras de D eroin- de una república que negaba los derechos políticos a las mujeres. Sin embargo, a pesar de que compartían un com pro­ miso profundo con la emancipación, también había diferencias importantes entre las dos mujeres, diferencias que, como señaló con tanta delicadeza Deroin, provenían de la historia. Literalmen­ te, Hubertine Auclert llegó a la política con la III República: en 1873, a los veinticinco años, se mudé) de Allier a París para parti­ cipar en el creciente -y ahora legal- movimiento de las mujeres. La política de la 111 República era radicalmente diferente de la de 1848; en consecuencia, no sólo la estrategia sino Ja sustancia mis­ ma de su feminismo eran diferentes de las de Deroin. El activismo de Auclert cubrió más de cuatro décadas de la III República, desde comienzos de 1870 hasta su muerte en 11)14. Incluso cuando otras feministas abogaban por una posición más moderada, ella siempre reclamó, en discursos, artículos de periódico, peticiones y campañas electorales, el derecho de las mujeres a votar. Sus argumentaciones remiten constantemente a las cambiantes políticas y teorías presentes en eí debate político.

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Algunos de sus discursos son deslumbrantes por la combinación de los reclamos más variados e incongruentes: dondequiera que encontraba una grieta en una argumentación, aprovechaba para insertar su reclamo del derecho del voto para las mujeres. A través de ella, es posible seguir las cambiantes y ambiguas corrientes po­ líticas de la 1ÍI República, así como algunas de sus contradicciones y preocupaciones más persistentes. Si el conflicto entre los derechos políticos formales y los derechos sociales sustantivos había sido un dilema para la II República, la III enfrentó la ‘‘cuestión social” en nuevos términos: ¿cuál debía ser el papel del estado en la resolución de los problemas de ía pobreza v la desigualdad económica? ¿Cómo debía legitimarse ese papel? Acerca de la primera pregunta, había más acuerdo de lo que ini­ cial m ente parecerían indicar los debates entre republicanos y so­ cialistas. Los socialistas sostenían que “una república social” -u n estado que hiciera realidad e impusiera la igualdad social y econó­ mica- era el único tipo que valía la pena tener, y la representaban con frecuencia en términos familiares, como algo que produciría un mayor cuidado de las esposas y los hijos de los trabajadores, así como de los enfermos y los desempleados.‘2sf>Los republicanos, en parte en respuesta a la creciente presencia socialista en las urnas, los sindicatos y la actividad huelguística, eventualmente llegaron a aceptar la idea de que el estado debía enfrentar “la cuestión so­ cial” atendiendo a las víctimas del capitalismo que, por accidente o por su debilidad o vulnerabilidad, no podían cuidar de sí mis­ mos. Esta visión estaba muy lejos de la concepción igualitaria de los socialistas, que también se expresaba en términos familiares. De hecho, algo que las dos posiciones tenían en común era la pre­ misa de que el estado debía cuidados a la población, igual que una familia, por deber y por afecto, cuidaba de los que no tenían a quien más recurrir. Mucho más desacuerdo existía sobre la segunda cuestión. Los socialistas todavía usaban la retórica de la soberanía cuando bus­ caban representar a la clase trabajadora en todos los niveles del gobierno. Para muchos, el llamado del dirigente socialista Jules Guesde por votos y no balas seguía siendo un llamado a la revo-

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Ilición. La conquista de ayuntamientos y bancas en el Parlamento por parte de los socialistas en ia década de 1890 fue presenta­ da, no sólo como un esfuerzo tendiente a sensibilizar al gobierno frente a la cuestión social, sino también de dar a “lo social” una representación directa en el estado."3Í> Entre los republicanos había más ambivalencia y división sobre la cuestión de la soberanía popular. Muchos de los arquitectos de la n ueva rep ú blic a (e n tre e 11os, gra n n u m e ro de m o n á rq u ic os y con sentadores) pensaban que debían evitarse a toda cosía las apelaciones a la soberanía popular, porque la experiencia de la comuna de París (la insurrección revolucionaria contra la diri­ gencia conservadora de ía nueva república en 1870-1871) había demostrado su p e lig r o s id a d .S i la república era vista como el representante de su pueblo, y si ese pueblo sentía que las acciones del gobierno lo representaban mal, entonces tenía el derecho de disolverlo; en realidad, lógicamente, ya se había disueho él mis­ mo al no representarlo. Para evitar ese razonamiento, así como la anarquía y la guerra social que, según ellos, serían su conse­ cuencia inevitable, estos políticos consideraban que era necesario tanto abstenerse de discutir sobre derechos habiliíadores como restringir el sufragio a aquellos que, por sus propiedades, tenían un verdadero interés en el futuro de la nación. Otros republica­ nos más liberales o más radicales pensaban que sería imposible te­ ner una república sin sufragio universal (masculino), en vista de! precedente establecido en 1848, y eventualmeme fue su opinión la que prevaleció.2^ Pero la existencia del sufragio universal no era una concesión a la idea de que el gobierno reflejaba o encarnaba la voluntad del pueblo. En lugar de restringir el sufragio, los legisladores y los forma dores de la opinión pública trataban de socavar la doctrina de la soberanía popular afirmando que el estado no representaba al pueblo y, por lo tanto, no podía ser legitimado como una expre­ sión de su voluntad. En cambio, tenía la función administrativa de arbitrar y equilibrar intereses distintos y en conflicto. Al mismo tiempo, los legisladores se proponían crear el consenso necesario para la estabilidad política produciendo ciudadanos que se repre­ sentaran a sí mismos como republicanos, de m odo que no pudie­

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ran pensar en destruir la forma de gobierno que había establecido su identidad. Bajo las leyes Ferry -aprobadas en 1881, 1882 y 1886 y denominadas así por el ministro de Educación, Jules Ferry- la enseñanza era libre, obligatoria y secular. Las escuelas debían in­ culcar “esa religión de la Patria [...], ese culto y ese am or a la vez ardiente y razonado, con el cual queremos im pregnar el corazón y la mente del niño”.2"’9 Los niños debían llegar a ser no sólo patrio­ tas, sino pensadores que razonaran en forma lógica y científica: sujetos republicanos, ejemplares del ideal republicano.-m Al repensar la relación entre el estado y el pueblo, la cuestión social fue separada de los derechos políticos. Una definición de “lo social” en el diccionario de Emile Luiré, de 1877, ofrecía una fórmula fija que sería continuam ente rebatida durante las déca­ das siguientes: “Lo social: se usa, en oposición a lo político, para condiciones que, independientem ente de las formas de gobier­ no, tienen relación con el desarrollo intelectual, moral y material de las masas populares. La cuestión soda!”.2" Esta formulación excluía “las formas de gobierno” como condición para el mejo­ ramiento de las clases populares y “la política” como medio para alcanzar ese mejoramiento. Dicho de otro modo, el ejercicio de) voto no era considerado un m edio para alcanzar la reforma so­ cial ni una expresión de la soberanía popular, sino más bien un proceso de consulta que hacía un gesto a la idea democrática de los derechos. En esa concepción, “lo social” era un objeto de la atención del estado. En nom bre del orden, el estado bien podía ocuparse del “desarrollo intelectual, moral y material” de las ma­ sas de su pueblo.~l>Lo social no tenía representación política ni agencia indepen­ diente, pero el estado podía ocuparse de ello, como lo hizo, cada vez más, durante la III República. En 1874, el estado reguló el empleo de nodrizas a fin de reducir la mortalidad infantil, es­ tableció la tutela para los niños “moralmente abandonados” en 1889 y aprobé) legislación para proteger a las mujeres trabajadoras en 1892. Además, monitoreaba las condiciones sanitarias de los hogares de los pobres para impedir la difusión de enfermedades contagiosas.21^ A partir de fines de la década de 1890, aprobó leyes que exigían a los patrones otorgar compensación por accidentes

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industriales, la primera medida que trajo ai m undo el estado de bienestar.2'14 El concepto de lo social, si bien casi siempre se asociaba a las “clases populares”, implicaba repensar en forma más general el significado del individuo. Lo que hacía plausible la intei'vención del estado era que apuntaba a regular las acciones interdepen­ dientes de los individuos, ahora definidos com o miembros de grupos. Al tiempo que la privacidad y la singularidad de los indivi­ duos se convertían en una preocupación cada vez más prom inen­ te (como se evidencia en la popularidad de los retratos fotográfi­ cos, la fascinación por la nueva ciencia de la grafología -el análisis de los rasgos únicos de cada escritura individual- y la paradójica atención pública a las intimidades de la vida privada),-"’' en el dis­ curso político el individuo se definía, no ya en oposición a la so­ ciedad, sino como un ser preem inentem ente social. A fines del siglo XIX, el sociólogo Emile Durkheim resumió una línea de pensamiento que rechazaba el ‘‘egoísmo m oral” del individualismo rousseauniano (con sus autores autónomos y con voluntad propia, cuya antítesis era la sociedad) e instauraba en su lugar a un individuo que era social por definición, puesto que tos vínculos que lo ligaban a otros eran anteriores a su nacimiento e imposibles de disolver. De acuerdo con ese pensamiento, no había contrato -y nunca lo había habido- que los individuos hu ­ bieran aceptado y pudieran romper. En cambio, la sociedad m i la condición humana. “El yo individual [le moi] es, en realidad, un nosotros [un nous]; eso nos permite com prender por qué el noso­ tros social [le nous social] puede ser considerado un yo [un'moi)''-''* Durkheim sostenía que eí yo, el ser individual, no era una entidad sino una percepción, una “fusión” de impresiones diversas en un sentido de integridad “más o menos definido”. Cualquier sentido de integridad -ya fuese de una sociedad o de un ser- era un logro (no muy estable), construido sobre la interconexión funcional de partes distintas. (En la sociedad, la división social del traba­ jo -descripción propuesta por Durkheim para sustituir la ludia de ciases de los socialistas- consistía en esa misma interreiación de com plementariedad de partes diferentes.) Para alcanzar el yo , era necesario que hubiera otro, continuam ente internalizado: “la

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imagen del uno que nos completa pasa a ser inseparable de la nuestra L---L parte integrante y perm anente de nuestra concien­ cia, a tai punto que ya no podemos separarnos de él”, salvo en presencia del objeto que la imagen representa.2'* Lo importante era reconocer la relación con el otro como parte integrante de ia constitución del yo; el todo -tanto eí individuo como la sociedadestaba formado por partes diferenciadas. El. teórico jurídico Léon Duguit, que había sugerido que la pro­ piedad no debía ser considerada un derecho individual, destaca­ ba el aspecto grupal de la identidad individual; El hom bre es un animal social, como se ha dicho hace mucho; el individuo, entonces, es tanto más hom bre por estar socializado, es decir, por formar parte de grupos sociales. Siento la tentación de decir que sólo entonces es un superhom bre. El superhom bre no es, como afir­ maba Niet/.scbe, el que puede im poner su omnipotencia individual; es el que está fuertem ente ligado a grupos sociales, porque entonces su vida como hom bre se hace más intensa.'M> Otro estudioso de la ley, René Worms, escribió: “La sociedad no está formada directamente por individuos, sino por grupos de los cuales los individuos son miembros Aun cuando estas teorizaciones de un nuevo tipo de individuo fueron propuestas por quienes se consideraban enemigos polí­ ticos del socialismo, tenían en com ún el énfasis en la importan­ cia de las identidades colectivas y en la naturaleza relaciona! de esas identidades. Los socialistas, que durante las décadas de 1880 y 1890 fueron haciéndose cada vez más visibles, entendían esas identidades colectivas como clases en lucha, los productores-tra­ bajadores enfrentando a sus explotadores, los capitalistas “chupasangreV 71 Los republicanos proponían, en cambio, la idea de divisiones sociales y funcionales del trabajo, jerarquías de diferen­ cias complementarias, lo que Durkheim llamó “solidaridad orgá­ nica”. El conflicto fue sustituido por la atracción mutua, cuando Durkheim trazó la analogía entre los grupos sociales y ios indivi-

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dúos: “Si una de dos personas tiene lo que ei otro no tiene,, pero desea, en ese hecho está ei punto de partida de una atracción positiva”.2'2 Del mismo modo, las diferencias oeupaeionales eran la base de las relaciones sociales. Los socialistas imaginaban un m undo en el que las di visivas di­ ferencias de clase terminarían en el triunfo del pueblo soberano, mientras que los republicanos tendían a ver la diferencia como un aspecto perm anente de. la vida social. Pero, cualquiera que fuese el valor que se le atribuía, la diferencia era un factor que había que tomar en cuenta en el discurso político de la época. Reconocer la primacía de la diferencia social daba una base nueva a la ciudada­ nía, el individuo abstracto -autónom o, independiente, pon ador de derechos- ya no servía para tipificar al hombre, al ciudadano. En su lugar, había miembros interdependientes de grupos, cuyas diferencias les imprimían un interés en la participación política. El derecho a participar era dado por el voto, signo de ía igualdad formal entre diferentes intereses. Así, los socialistas sostenían que era en interés de los trabajadores que usaban el voto como arma de la lucha de clases para alcanzar la igualdad econcxnica, mien­ tras que los republicanos veían el voto como signo de esa igualdad humana que precedía a las asimetrías de función y de poder en la división social del trabajo. En ese sentido, Léon Bourgeoís des­ cribió el solidarismo como un sistema de “interdependencia libre y racional, basada en igual respeto para los derechos iguales de todos”. Y Charles Brunot afirmó que, no los individuos, sino los derechos, eran unidades iguales e intercambiables.-75 Si se toman la diferencia y la identidad social como caracte­ rísticas defin i to rias de los individuos, y el voto es visto como una expresión de los diferentes intereses que esas diferencias sociales producen, parecía evidente que las mujeres también debían ser autorizadas a votar. Empleando el lenguaje de la interdependen­ cia funcional y la diversidad, Auclert llegó a esa conclusión en 1881:

No todos pueden desem peñar el mismo papel; por el contrario, la diversidad es indispensable para el funcio­ namiento armonioso de la sociedad [...]. El deber ¡m-

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puesto a iodos es diferente para cada uno. El derecho inherente al individuo es igual para todos.271 No obstante, su pedido del voto para las mujeres fue sistemática­ m ente rechazado. En general, los términos de la negativa tanto socialista como republicana invocaban la idea de una división funcional del tra­ bajo que asignaba la política a los hombres y la dom estiddad a las mujeres. A pesar de que la ‘‘cuestión de las mujeres” dio origen a mucha discusión y conflicto entre los socialistas, y de que dentro del movimiento obrero había grupos que apoyaban el reclamo de igual salario por igual trabajo, así como del voto, había mucha re­ nuencia -y a m enudo hostilidad abierta- a tratar los problemas de las mujeres. En el m ejor de los casos, los mítines de los socialistas votaban por apoyar el sufragio femenino y después olvidaban el asunto. La justificación, cuando se daba alguna, era con frecuen­ cia teórica: la emancipación de las mujeres tendría que esperar a la revolución. Otras veces era práctica: como las mujeres no te­ nían voto, y como los socialistas querían ganar eí poder político, sería una pérdida de tiempo preocuparse por representar los in­ tereses de las mujeres. En otros casos, los socialistas sostenían que el único lugar natural de las mujeres era el hogar: “la mujer en el hogar [la jbnme au foyeiY era el eslogan de una parte considerable del movimiento de los trabajadores.27"’ La división funcional del trabajo también era la justificación re­ publicana para negarles el voto a las mujeres. Era una excepción -y como señalaría Auclert, una contradicción- a la promesa de qtie las divisiones sociales del trabajo no afectarían la participación po­ lítica. La división del trabajo entre el marido y la esposa, a diferen­ cia de las divisiones existentes entre los hombres, ei'a vista como la división entre lo público y lo privado, lo intelectual y lo afectivo, lo político y lo social. De hecho, se decía que esas diferencias eran resultado de ia evolución y, por lo tanto, una marca de civilización. Emile Durkheim es un buen ejemplo de esa posición, que en aquella época era ampliamente compartida. En el pasado remoto, observó Durkheim, las diferencias entre hombres y mujeres eran apenas perceptibles. No sólo los sexos eran del mismo tamaño,

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sino que llevaban la misma existencia. Las mujeres todavía no ha­ bían alcanzado la debilidad y gentileza que ahora las caracteriza­ ban; igual que algunas hembras animales se enorgullecían de su agresividad guerrera. Las relaciones sexuales eran casuales ("me­ cánicas”), y no existía nada parecido a la fidelidad conyugal. La llegada de la división del trabajo había cambiado todo eso. La m u­ jer “se retiró de la guerra y los asuntos públicos y consagró su vida entera a su familia”. En consecuencia, “las do.s grandes ¡unciones de la vida psíquica [...] [quedaron] disociadas": las mujeres se es­ pecializaron en las “funciones afectivas” y los hombres en las ‘''fun­ ciones intelectuales”. D e ahí derivaron cambios "morfológicos”, no sólo en la estatura y el peso, sino especialmente en el tamaño del cerebro. Citando estudios del médico-sociólogo Gustavo Le Ron, Durkheim observó: Con el progreso de la civilización, el cerebro de los dos sexos se va diferenciando cada vez más. De acuerdo con [Le Bon], ese cambio progresivo se debería lauto al con­ siderable desarrollo del cráneo masculino como a un estado estacionario o incluso regresivo dei cráneo feme­ nino. “Así -dice-, aun cuando el cráneo promedio de los hombres parisienses está entre los más grandes que se conocen, el promedio de las mujeres parisienses es uno de los más pequeños observados, por debajo incluso dei cráneo de las chinas y apenas por encima del de las mujeres de Nueva Caledouia.”-" La evidencia morfológica tuvo un poderoso electo naun aü/.ador sobre toda la argumentación, ya que establecía una historia na­ tural del proceso social de la división del trabajo y una historia social de ía evolución de la diferencia sexual. Ambas cosas eran vistas como signos del progreso de la civilización. En el mundo contem poráneo, distinguían a las sociedades civilizadas de las sal­ vajes: “Aún hoy hay gran núm ero de pueblos salvajes en ios que las mujeres participan en 3a vida política”. ^ El guión evolucionista buscaba no sólo conciliar ía división so­ cial del trabajo con la exclusión de las mujeres de ia política, sino

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también proteger la masculinidad del ciudadano, al tiempo que la soberanía popular perdía terreno como base de la legitimidad de la república. Porque la historia del retiro de las mujeres de la po­ lítica podía leerse como una parábola sobre la soberanía popular más en general. En ese sentido, el surgimiento de lo social como objeto de la preocupación deí estado reducía la importancia del individuo como fuente de legitimidad de la república. E) voto era, entonces, un elemento vestigial, signo del poder pú­ blico de los hombres (padres y maridos) como medio de afirmar el poder paternalista del estado. En una extraña inversión -en vista de la histórica negativa de la individualidad de las mujeres™, ja disminución de la importancia deí individuo como actor pú­ blico fue representada como ía retirada de las mujeres a la esfera privada, el reino de lo personal y lo afectivo. El individuo, ahora desvanecido en lo social -com o la mujer estaba incrustada en la familia-, seria cuidado por el estado. En ese libreto, el estado establecía su legitimidad, 110 sólo por el voto de los ciudadanos, sino por analogía con los padres de familia. Motivado por su benévola preocupación po r el bienestar físico y moral de sus seres queridos, el buen burgués pére defnmilk actuaba siempre en nom bre de ellos. La identificación de los ciu­ dadanos hombres con ese estado hacía que sus intervenciones en la vida de ellos fueran menos evidentes y menos intrusivas, o por lo menos confundía la posibilidad de hacer distinciones claras en­ tre la santidad de la familia y el papel disciplinario del estado. La analogía entre el estado y un padre, y la restricción de la ciudada­ nía a los hombres servían también para alinear la masculinidad y la política en una forma nueva. A medida que se abandonaba la idea de un contrato social original y de los individuos soberanos de voluntad independiente que lo habían establecido, los teóricos abandonaron también el concepto de que la común masculinidad de los ciudadanos constituía ei fundam ento del estado. La masculinidad había sido el vinculo común preexistente para los que hablaban por la nación en 1789, y más tarde para los que defendían el derecho de propiedad en su trabajo en 1848, pero en la década de 1890 la cosa era al revés: el estado era el que pro­ veía de masculinidad a sus ciudadanos. Esa concepción aseguraba

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la lealtad de los ciudadanos a la república, pero también sugería que las líneas de la diferencia sexual eran menos transparentes y, por consiguiente, menos seguras de lo que muchos creían. La evolución, una explicación naturalizada de la diferencia sexual, era una tentativa para establecer la masculinidad como hedí o an­ terior a la acción del estado e independiente de ella. Pero la evolución no podía deshacerse por completo de las contradicciones de la teoría democrática que planteaba una re­ pública que ya no basaba su legitimidad en la soberanía popular. Aquí es cuando el feminismo entra en el análisis, ya que ponía de manifiesto y encarnaba las contradicciones. H ubertine Auclert es un buen ejemplo. Ella se negó a aceptar la evolución como explicación de la ex­ clusión de las mujeres de la política porque contradecía la pro­ mesa republicana de igualdad para todos, dejando de lado las diferencias sociales/funcionales. Si se excluía a las mujeres, la desigualdad política era un efecto de la división social del traba­ jo, y eso tenía implicaciones serias para toda la cuestión de los derechos, y no sólo los de las mujeres: “La idea de subordinar el ejercicio de un derecho a una cuestión de roles, antes de ser invo­ cada por los adversarios al voto de las mujeres, sirvió de objeción al sufragio universal para los hom bres”.'-’''9 Los hombres que tole­ raban la exclusión de las mujeres, advirtió al Congreso Nacional de Trabajadores celebrado en Marsella en 1879, estaban siempre en peligro de perder sus propios derechos. “Una república que mantiene a las mujeres en una posición inferior no puede hacer iguales a los hombres. Auclert buscó aliarse con los socialistas que defendían la doc­ trina de la soberanía popular argum entando que la “república social” era la única forma auténtica de gobierno representativo. Recalcaba que la negación de derechos a las mujeres estaba liga­ da a la despolitización de la cuestión social y, como las mujeres simbólicamente eran un equivalente de lo social -e n cuanto vul­ nerables, dependientes y necesitadas de cuidado-, insistió en que sus derechos eran en última instancia una cuestión de soberanía popular, respecto del derecho de lo social de representarse a sí mismo.

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Si ias mujeres -y, por ende, lo social- habrían de representarse a sí mismas, tenían que cumplir con las normas de la república so­ bre el com portam iento y las creencias de sus ciudadanos. Por esa razón, el sujeto feminista de Auclert era un sujeto republicano, un (potencial) ciudadano “leal y lógico” a la vez.-1Pero construir ese sujeto y m antener su credibilidad implicaba superar una serie de obstáculos. Con sus acciones, Auclert trató de demostrar su capacidad -y, por extensión, la de todas las mujeres- de responder al llamado de la república, de aceptar las condiciones de la plena ciudada­ nía. inició su cam paña sufragista en 1876, tres años después de su llegada a París, adonde había ido -gracias a un pequeño le­ gado de su pad re- para unirse a la lucha por los derechos de las mujeres. La inspiraban, según elijo, los cummunards Louise Michei y André Léo, así como Marie Desraimes y Léon Richer, quienes habían fundado la Asociación por los Derechos de las Mujeres en 1870.^- Libró sus batallas en las páginas de su periódico La Ciíoyeune, en cientos de peticiones que hizo circular y envió a la Legislatura, y en un pequeño núm ero de acciones directas que em prendió sola o con el auspicio de organizaciones feministas/ Intentó organizar una rebelión fiscal de las mujeres y un boicot del censo. En la primavera de 1880, solía aparecer en las oficinas de registro civil de diversos anmidissements de París para instar a las mujeres a no pronunciar el voto de “obedecer” a los hombres con quienes se casaban. “¡No, Madame!”, gritaba a las novias, que probablemente se espantaban, “l u no debes obediencia y sumi­ sión a tu marido [...] eres igual a él en todo [...]. Vive a su lado y no a su sombra [...] levanta la cabeza [...] sé su amiga, su espo­ sa, su compañera, y no su esclava, su sirvienta.”284 Después de ser calificada de histérica, comparada con los sacerdotes que trata­ ban de inyectar de nuevo !a religión en las ceremonias civiles de matrimonio, perturbándolas, evitada por otras feministas y por la sociedad de librepensadores cuyo nom bre invocaba para jus­ tificar su conducta, amenazada de arresto por la policía, escribió artículos en que instaba a las mujeres a no adoptar el apellido del marido y a insistir en disposiciones separadas sobre la propiedad en sus contratos matrimoniales. “Para una mujer, la posesión de

su nom bre y de su ingreso o su .salario, esa es la base de la libertad en el matrimonio.”-8’ Superó su propia renuencia a casarse sólo cuando su amante, Antonin Levrier, enferm ó fatalmente. De 1888 a 1892, vivió como su esposa en Argelia, donde él era magistrado, pero después de su muerte regresó a París y ai activismo feminista. En 1904, se unió a un grupo de feministas, en el centenario del Código Civil, para quem ar un ejemplar del docum ento que “esclavizaba” a las rmyeres de Francia y, en 1908, volcó una urna electoral en el cuarto distrito. Fn el tribunal defendió su acción no como un delito contra la república sino como un ejercicio po­ lítico en nom bre de la libertad republicana. Dijo a los jueces que la había inspirado el ejemplo histórico de revoluciones anteriores, en que “los hombres erigieron barricadas para poder votar".-**’ Las acciones públicas de Auclert cubrieron una amplia gama de posibilidades, en su mayoría planeadas para adaptarse a las normas republicanas de ciudadanía y, por lo tanto, para demos­ trar que las mujeres podían ser ciudadanas. El título de su pro­ pio periódico, La CÁlo^mne, ofrecía una ilustración gradea de sus intenciones. Centrado justo debajo del título del periódico, y en letras casi del mismo tamaño, figuraba su nombre, que así apare­ cía proclamada como ciudadana ejemplar. Esa presentación de sí misma estaba de. acuerdo con su creencia de que para alcanzar sus objetivos era preciso hacerlos realidad. “Es preciso actuar -escri­ bió- como si pudiéramos hacerlo todo.”-S/ Propuso su acción como prueba empírica de que el género nO tenía nada que ver con el ejercicio de los derechos. “Se ha he­ cho toda clase de investigaciones científicas, pero nunca nadie ha probado tomar un núm ero determ inado de niños fie ambos sexos, someterlos al mismo m étodo de educación, a las mismas condiciones de existencia.”-** Lodo lo que existía hasta entonces era una afirmación vacía, carente de cualquier base científica. "La objeción que se hace de que las mujeres no saben nada de la vida pública no tiene ningún valor porque es sólo a través de la expe­ riencia que uno puede iniciarse en la vida pública.”-1'1 Poner en práctica la ciudadanía en términos políticos normales era un asunto arriesgado para las mujeres durante la III República. Podían tratar ele probar su semejanza con los hombres demostrar)-

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do ser competentes como periodistas y oradoras, peticionantes y organizadoras, estrategas y razonadoras, y en un equilibrio exacto entre la persuasión y la presión, la argumentación lógica y la ac­ ción directa, pero también debían establecer una clara diferencia con las mujeres que habían llegado a simbolizar todo lo que era peligroso para la república. Esas figuras estaban tan profundam en­ te arraigadas en el imaginario político de la república, eran tan coincidentes con el significado que se daba al concepto de “mu­ jer”, que podían ser evocadas incluso por actividades que habrían sido consideradas razonables si fueran emprendidas por hombres. Había dos figuras que presentaban a las mujeres como enem i­ gas de la república. La prim era era la m ujer rebelde, sexuahnente peligrosa, perpetradora de violencia irracional, que con frecuen­ cia se usaba en la iconografía popular para representar a la Comu­ na de París. Esa figura tenía una historia muy larga, que se rem on­ taba por lo m enos a la Revolución francesa. Para la III República, la imagen de las pétroleuses, mujeres enfurecidas que blandían antorchas y que supuestamente se habían propuesto incendiar todo París en los últimos días de la insurrección popular contra el gobierno recién establecido, comparaba los excesos de las mu­ jeres con los excesos de la revolución.290 Durante la Comuna, las mujeres efectivamente habían reclamado sus derechos y habían desempeñado un papel en la movilización política. Después, esas actividades se convirtieron en un símbolo del carácter subversivo de todo el movimiento y, de hecho, la Com una misma se repre­ sentaba como una mujer incendiaria cuya pasión desenfrenada amenazaba con incendiar los sistemas de propiedad y de gobier­ no que eran la base del orden social. Un observador escribió: la s mujeres actuaban como tigresas, arrojando petróleo por todas partes y distinguiéndose por la furia con que luchaban; un desfile de casi cuatro mil recorrió los bule­ vares esta tarde, figuras como nunca se han visto, negras de pólvora, todas harapientas y sucias, unas pocas con los pechos al descubierto para mostrar su sexo, las mujeres con los cabellos en desorden y una apariencia de lo más feroz.2'-’1

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Si se tomabao literalmente esas imágenes, la Comuna pasaba a ser una demostración de la “verdadera” naturaleza de las mujeres, incluso feministas participaron en ese discurso. Marie Desraimes, pidiendo que se les conm utara la pena de m uerte a las mujeres acusadas de incendiarias, las excusó como “mujeres cuyas pasio­ nes estaban sobreexcitadas, y que en ese estado de frenesí suma­ ron la más profunda ignorancia a la corrupción que han conoci­ do desde la cuna”.'92 Para Desraimes, así como para muchos de los que se opusieron a sus reclamos de reforma del estatus social de las mujeres, la ignorancia y la corrupción no eran las únicas causas de las acciones de las pétroleuses. sino que más bien habían permitido que aflorase algo de la naturaleza de las mujeres: su tendencia a la sobreexcitación y el frenesí. La segunda representación de la mujer como un peligro para la república era la piadosa y supersticiosa doncella de un cura. Buena parte de la resistencia al sufragio de las mujeres se basaba en la creencia de que, como las mujeres eran desproporcionada­ mente susceptibles a la influencia de los curas, sus votos irían a aum entar la fuerza de la derecha antirrepublicana y pro clerical. Expresada por primera vez por Micheíet en 1845, esa opinión al­ canzó una enorm e popularidad y, durante la III República, llegó a ser casi un axioma.'2113 Republicanos fervientes, muchos de los cuales acordaban con las reformas educativas y legales para las mujeres, se detenían ante el voto. Entre estos estuvo Léon Riclier, dirigente de la asociación por los derechos de las mujeres y editor del periódico L'avenir das femmes, quien sostenía que las mujeres necesitaban m ucha educación para destetarse del “peligro negro” del clero. “De los nueve millones de mujeres que han llegado a la mayoría de edad, sólo algunos miles votarían libremente; el resto recibiría órdenes en el confesionario.”'93 Otro republicano, el fi­ lósofo solidarista Alfrecl Fouillée, reiteró esos temores al ingresar en el nuevo siglo: Ya hay en la política tanta gente no calificada que no puedo imaginar a las mujeres lanzándose a la batalla de los partidos políticos sin sentir ansiedad. En los paí­ ses católicos, el voto de la mayoría de las mujeres seria

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el de sus confesores, quienes a su vez reciben órdenes de Roma. En lugar de contribuir ai progreso, creo que conduciría a un retroceso. Esperemos; me parece que la cuestión es prem atura.21*5 En 1907, Georges Clemenceau. dirigente del Partido Radical, rei­ teró esa opinión con más fuerza: “El núm ero de las que escapan a la dom inación del clero es ridiculamente pequeño -advirtió-. Si m añana se les diera a las mujeres el derecho de voto, Francia saltaría de golpe de vuelta a la Edad Media’'."'* La creencia en la propensión de las mujeres a la religiosidad descansaba en ideas más antiguas sobre la superstición, el irracionalismo y el fanatismo de las mujeres, para identificarlas, como grupo, con el antirrepublicanismo clerical. Se argum en­ taba que su exclusión se justificaba porque su presencia pondría en peligro la continuación de la vida de la com unidad política. Esos argumentos eran de doble filo, ya que, por un lado, gene­ ralm ente atribuían las opiniones de las mujeres a una falta de educación secular y con eso admitían la posibilidad de cambio a través de la extensiém de la educación laica y, por otra parte, la explicación de la atracción que ejercía la iglesia sobre ellas invo­ caba causas no sólo institucionales sino psicológicas, que, según se decía, arraigaban en su naturaleza sumisa. Ese argum ento ex­ cluía la posibilidad de que la educación tuviera algún efecto y eliminaba definitivamente cualquier posibilidad de concederles el voto.--’7 A unque la objeción de Fouillée vino después de varias décadas de educación para mujeres y cuando ya había numerosas educa­ doras de niños en los valores seculares de la república, ía figura de la piadosa mujer dom inada por su confesor siguió siendo la justificación más ampliamente utilizada para negarles el voto a las mujeres. También servía para identificar la masculinidad con el secularismo, eí razonamiento científico v el pensamiento inde­ pendiente, prerrequisitos para la ciudadanía en la república. A pesar de sus diferencias aparentes, las figuras de la fanática piadosa y obediente y de la revolucionaria en frenesí sexual eran las dos caras de la misma moneda. Ambas presentaban a la mujer

como sujeta a influencias que estaban fuera de los límites del con­ tro! racional, un control que las mujeres eran incapaces de ejercer y como vehículo de ellas. Ambas consideraban que la susceptibi­ lidad y la falta de disciplina de las mujeres eran peligrosas para la república. Incluso en el hogar, la mujer podía ser un agente de la subversión clerical, sólo que en la esfera política podía hacer mucho más daño. Auclert trató de presentar una alternativa a esas imágenes. Aceptando la reverencia de la ÍÍÍ República por el nacionalismo, el positivismo, el secuíarismo y la ciencia, mostró una persona­ lidad em inentem ente racional, disciplinada por la fuerza de la lógica. La palabra “lógica” aparece en todos sus escritos. Llamaba a las mujeres a mostrar “más lógica” que quienes las oprimían, y denunció el tratamiento desigual como “ni justo ni lógico”.-'** Sometía a pruebas lógicas los argumentos que se presentaban en contra de los derechos de las mujeres: ¿alguien sugeriría que las funciones especializadas del panadero le niegan el voto?, pregun­ taba. Hacerlo “sería igualmente lógico" que excluir de esos dere­ chos a las mujeres porque hacen trabajos domésticos y cuidan de los hijos.'"Ki Para Auclert, las mujeres merecían tener derechos porque eran seres lógicos, y no las fanáticas indisciplinadas de la (amasia re­ publicana, ni tampoco el individuo construido por medio de la imaginación de Olympe de Gouges, ni las madres amorosas de Jeanne Deroin. Feministas en virtud de sus campanas a favor deí voto y de su propia identificación con una tradición construida o “inventada”, las tres estaban separadas por las diferencias en sus respectivos contextos históricos, diferencias que no sólo eran producto de los acontecimientos previos, el énfasis o el detalle, sino de los terrenos discursivos en los que se construían los signi­ ficados mismos de las “mujeres” y sus derechos. El m étodo de Auclert era científico según las normas de su tiempo; la verdad, para ella, era un hecho, y los hechos eran evi­ dentes por sí mismos. Aun cuando ella creía que la afirmación de un hecho en un argum ento lógico era capaz de disipar las contra­ dicciones, sus propios argumentos -igual que los de Oivmpe de Gouges y jeanne D eroin- no podían evitar la paradoja.

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Habitual meme, terminaba sus vehementes denuncias de los efectos nocivos de la carencia de derechos de las mujeres ofre­ ciendo pruebas empíricas: "‘Podemos apoyar esta afirmación con hechos”.300 Pensaba que los números eran todavía más persuasivos y. siempre que podía, los presentaba en apoyo de su posición. Si alguien dudaba de que los impuestos pagados por las mujeres eran apropiados para el uso de los hombres, por ejemplo, no te­ nía más que consultar el presupuesto del estado y com parar lo asignado a las mujeres y a los hombres: “Los núm eros son elo­ cuentes; prueban mejor que las palabras que tenemos razón para desconfiar”/ 01 Cuando los investigadores sociales presentaban sus argumentaciones a favor de cierta legislación o regulación con datos tomados de encuestas y estadísticas, Auclert respondía con ejemplos en apoyo de sus recomendaciones de reforma/*02 ¿Por qué no pagar a ías mujeres por las tareas domésticas?, preguntó, porque, cuando una mujer moría, el marido debía contratar a una nodriza para sus hijos. ¿Acaso no era eso una prueba clara del valor monetario del trabajo doméstico de las mujeres? A los que sostenían que el trabajo rem unerado destruiría el bienestar físico y moral de las mujeres, les respondía con una consideración del bajo nivel de los salarios de las mujeres: “No es el trabajo sino la pobreza lo que mata a las mujeres”.31’3 Al jefe del sindicato de tipógrafos, Jacques Alary, quien en 1883 insistía en que admitir a las mujeres en los oficios de la imprenta no sé>lo destruiría a ellas mismas, sino también a la civilización francesa, le replicó que sin duda el oficio de impresor era apro­ piado para mujeres. En un panfleto exaltado, Alary predecía que cualquier mujer que se pusiera a trabajar en una im prenta “se deformará adquiriendo el aspecto, la voz y los hábitos groseros de los hombres con los que se asociará en el trabajo, y finalmente caerá en el estado de naturaleza y se volverá simplemente hem­ bra”. El hecho de que volverse “simplemente hem bra” era un re­ greso a la animalidad, peor incluso que la esclavitud y la barbarie, estaba claro: “¿Dónde está la negra de La H abana o la muchacha de un harén turco que cambiaría la hacienda española o el hogar turco por un puesto en una imprenta?”. Puesto que la situación de las mujeres era una prueba del progreso de la civilización, y

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puesto que sólo el confinamiento doméstico las mantenía “deli­ cadas” y “elegantes", la civilización francesa se basaba en "lafmmr au foyer".:m

En respuesta, Auclert señaló con firmeza los “hechos" del em­ pleo femenino. ¿Era posible que el trabajo de un linotipista litera más aburrido que el de atender una tienda, donde la mujer venía que estar todo el día de pie, o más peligroso que lavar la ropa, trabajo en que las mujeres d.ebían meter las manos en agua casi hirviendo y levantar planchas pesadas y muy calientes? ¿Acaso ios altos salarios de los impresores inducían a la corrupción moral más que los salarios increíblemente bajos de la mujer que cosía botas y tenía que com plem entar sus ganancias insuficientes con la prostitución? Sostenía que ios hechos de la vida de las mujeres trabajadoras contradecían en forma evidente las afirmaciones de los impresores, y los que se negaran a ser persuadidos por esos hechos actuaban impulsados por el egoísmo o de mala fe.:Í LA S M U JE R E S Y LO S D E R E C H O S D E L H O M B R E

de establecer sujetos republicanos. El objetivo de consenso y ho­ mogeneidad, abrazado con entusiasmo en el programa escolar, declaraba im procedente cualquier desacuerdo fundamental. De ese modo, la política legitimaba la ley del más poderoso, amplián­ dose para incluir únicam ente a los que respetaban las reglas del juego. Las mujeres eran el signo de la diferencia irreductible en ese sistema, pero no su única expresión posible. (Los trabajado­ res también representaban y llevaban a la práctica desacuerdos inaceptables.) Las dem andas feministas de inclusión requerían o bien que esa diferencia fuese admisible -q u e se contemplara la revolución como una posibilidad sería-, o bien que las mujeres no fueran consideradas fundam entalm ente diferentes. Pero esta úl­ tima alternativa no era menos revolucionaria, puesto que cuestio­ naba la ley, la identificación constitucional de la ciudadanía con la masculinidad. Por lo tanto, de cualquier modo, en la estructura simbólica de la política, el sujeto político femenino era un sujeto revolucionario, por legalistas que fuesen sus acciones, por razona­ bles que fuesen sus términos. La principal línea de argumentación de Auclert planteaba que ha­ bía una conexión entre los intereses de las mujeres y los intereses de lo social. El pensamiento funcionalista había dado más crédito al concepto de un “interés* de las mujeres durante la ííl Repú­ blica, i7o sólo entre el creciente núm ero de mujeres organizadas en sociedades sufragistas, sino también entre los legisladores dis­ puestos a apoyar propuestas legislativas a favor del voto. (A partir de 1906, el apoyo a esas propuestas aum entó en la Cámara de Di­ putados, aunque después de 1919 y hasta 1944, el Senado, m ucho más conservador, las derrotó sistemáticamente.)315 Los que apo­ yaban el sufragio femenino sostenían que las mujeres tenían un “interés” que era preciso tomar en cuenta y un saber especializado que era necesario si el bienestar de la nación había de ser admi­ nistrado debidamente. (Con frecuencia, el bienestar y las mujeres eran vistos como la misma cosa.) Entonces, el interés de las muje­ res debía ser representado por eí voto de las mujeres. Ferdinand Buisson, diputado por Seine y presidente de la comisión sobre el voto universal de la Cámara, pidió en 1911 la “colaboración

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social” de las mujeres a través del voto: “Se ha observado que en la vida pública hay gran núm ero de intereses que una mujer está tan calificada como un hombre, o más, para cuidar y servir"/'1' Esos intereses tenían que ver con ‘i a familia, ia asistencia pública, la higiene, la protección de las mujeres jóvenes y los niños”; en suma, con lo social.:,IK Auclert apeló a ese '‘interés de las mujeres'’ al expresar tura identidad política femenina, pero las ambigüedades de! término presentaban un desafío enorm e para ella, porque interés conno­ taba ventaja'particular, motivación egoísta y beneficio, además de empatia y preocupación, curiosidad e incluso atracción hada otros. Ponía a los individuos uno contra otro cuando sus intereses eran opuestos, pero también los unía cuando un interés común creaba una identidad compartida: era a la ve/, divisivo y un.idor.:!,,J Más allá de eso, el concepto de interés implicaba la existencia pre­ via del sujeto cuyo interés se invocaba. El “interés de las mujeres” evocaba a un sujeto con un conjunto perm anente de necesidades y atributos, lo que hoy llamaríamos una concepciém esencialista de las mujeres. Además, corría el riesgo de particularizar tanto a las mujeres que terminaría provocando el efecto contrario de reafirmar sti exclusión del cuerpo político general. Auclert trató ele evitar esencial!zar y particularizar a las muje­ res, incluso cuando apelaba al “interés de las ñutieres’'. Lo hacía explicando que su particularidad era el efecto histórico de leyes constitucionales -em pezando por la Cov\sütuc.ic>i:\ de i 791- que despojaban a las mujeres de todos los derechos políticos de los que algunas -depen d ien do de su nacimiento y su m atrim oniohabían gozado en el pasado. La exdusiém legal de las mujeres como grupo, sostuvo, había creado su agencia en defensa de la restauración de una justicia perdida. A la vez que insistía en esos orígenes históricos, Auclert sostenía que, en general, ios intereses de las mujeres no eran en absoluto particulares, sino consonantes con el interés general. Sin embar­ go, de nuevo intentaba evitar fundir com pletam ente ese interés particular con el general, a fin de no perder la capacidad de ape­ lar a la identidad política separada de las .mujeres. Ahí residía la paradoja de la “diferencia sexual”: no había ninguna manera cía-

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ra de defender un interés específico de las mujeres si el objetivo era la igualdad general con los hombres. En 1881, Auclert explicó la necesidad de un periódico y una organización dedicados al interés de las mujeres: A quienes nos acusan de ser excluyen tes, ele hacer de la cuestión de las mujeres una cuestión particular, respon­ demos que estaremos obligadas a plantear una cuestión de las mujeres mientras haya una situación particular im­ puesta a las mujeres, y que antes de que esa situación haya dejado de existir, antes ele que ¡a mujer tenga el derecho a intervenir para defender sus intereses dondequiera que estén en juego, un cambio en la situación política o econó­ mica de la sociedad no remediaría la suerte de Ja m ujer/5-0 En esta declaración no queda claro si los intereses de las mujeres son resultado de la discriminación contra ellas o sí esa discrimina­ ción les impide defender sus intereses ya existentes. Esa falta de distinción es en realidad la base de la identidad colectiva de las mujeres, haciéndola a la vez la causa y el producto de una movili­ zación concertada. ¿Cuáles eran “los intereses de las mujeres’? Auclert rara vez se extendió sobre ello, salvo para hacer del voto un interés y al mis­ mo tiempo el m edio para defender otros intereses. En general, esos otros intereses contrastaban con lo que ella llamaba el “in­ terés del sexo” [intéret du sexe] de los hombres. Ese deseo egoísta de dom inar social y sexualmente conducía al monopolio mascu­ lino del poder, tanto en los oficios como en la política, a una de­ fensa corporativa de inversiones particulares necesariamente en conflicto con el bien general. Auclert colocaba siempre un tipo de interés (particular, egoísta, sexual, masculino) contra el otro (general/hum ano, altruista, amoroso, femenino). Identificaba a los hombres con la guerra y la muerte, a las mujeres con la paz y la preservación de la vida, a los hombres con el derroche y la inestabilidad, a las mujeres con la economía y la arm onía social. Eran las mujeres las que sabían cómo economizar, establecer pre­ supuestos viables, im poner orden y realizar la “arm onía social”.

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Y se podía contar con ellas para representar a la nación tal como era: “El ama de casa nacional pondrá más hum anidad que gloria en su funciónV'-’ En esa visión, las mujeres eran Jo social v sus representantes; el reclamo de derechos para ellas era el repudio del paternalismo benevolente del estado republicano. La identificación de las mujeres con lo social era, por defini­ ción, no particularista. En realidad, Auclert no veía ninguna di­ ferencia entre los diversos grupos de adultos que esperaban del estado justicia y bienestar. Las mujeres, sostenía, eran estructural y socialmente iguales a los trabajadores, y los trabajadores eran corno las mujeres. En consecuencia, había una alianza natural entre la ciase trabajadora y los movimientos feministas; los dos grupos tenían los mismos problemas que resolver. Auclert propuso por primera vez esa idea durante un discurso dirigido al Congreso Nacional de Trabajadores, reunido en Mar­ sella en 1879, uno de los primeros intentos de organizar un par­ tido socialista de ios trabajadores en Francia. ’-- Llegó al congreso como delegada de dos organizaciones, una cooperativa de muje­ res trabajadoras, Les Travailleuses de Belleville, y su propia asocia­ ción feminista, llamada en ese m om ento Le Droit des Fe mines. Allí sostuvo que. si la división sexual del trabajo era un paradigma para la división social del trabajo, como sugerían los teóricos li­ berales, entonces los trabajadores y las mujeres debían hacer una causa común, Pero los liberales se equivocaban con respecto a las consecuencias de la diferenciación social compleja, y ¡os socia­ listas estaban en lo cierto. La creciente división del trabajo en la sociedad no había traído la arm onía de la amistad, sino la bata­ lla de intereses en conflicto, del oprimido contra el opresor, del explotado contra el explotador. Y del mismo modo, la creciente división social del trabajo había proletarizado a las mujeres. Yo vengo, llena de estimación por esta gran asamblea, el primero de los cuerpos libres elegidos en Francia desde hace tantos siglos, que permite a una mujer, no porque sea una obrera, sino porque es m u jer-es decir, explota­ da- esclava delegada de nueve millones de esclavas, para hacer oír las reclamaciones de la mitad desheredada del genero h um ano.:m

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'‘Mujer, es decir, explotada” disolvía la distinción entre ei trabaja­ dor y la mujer, puesto que en el lenguaje del naciente movimien­ to obrero los trabajadores eran por definición los que eran explo­ tados. Auclert evocaba las dificultades de la vida de las mujeres en los términos que los trabajadores compartían: los dos grupos necesitaban trabajo, subsistencia y un salario que les permitieran m antener a otros, además de a sí mismos; los dos necesitaban acceso a la ley y derechos políticos para impulsar y proteger sus intereses. Al mismo tiempo, describía la situación de las mujeres como una versión más extrema de la de los trabajadores, puesto que ellas todavía eran “esclavas” porque carecían del voto. Eran problemas que los trabajadores, oprimidos y maltratados por sus patrones, debían entender; no habría igualdad ni fraternidad rea­ les para ellos hasta que las mujeres alcanzaran la emancipación económica, social y política. En última instancia, era ilógico e inmoral que hombres traba­ jadores tomaran el papel de opresores, haciéndose uno con sus propios enemigos burgueses a fin de dom inar a las mujeres. Des­ pués de todo, los dos grupos eran equivalentes, quizás incluso idénticos: Nos dirigimos a ustedes, proletarios, como a nuestros com pañeros de infortunio, para apoyar nuestro derecho a salir de la servidumbre Ustedes son electores, tie­ nen el poder del núm ero, todos ustedes son mujeres por el corazón, ustedes son nuestros hermanos. Ayúdennos a liberarnos.:ü'! No había diferencia, en el corazón, entre las mujeres y los traba­ jadores. Para poner de su parte a los “proletarios”, Auclert identi­ ficaba sus valores y sus sentimientos (deseo de felicidad, reforma, paz, intimidad y amor) con los de las mujeres, y los contraponía a los de los agresivos, competitivos y guerreros hombres burgueses, “nuestros comunes opresores”. A la vez, obliteraba la línea de dife­ rencia sexual entre los hombres trabajadores y todas las mujeres, y la reconstruía para distinguir a los no emancipados de sus explo­ tadores burgueses. Su discurso imitaba la retórica y la actitud de

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los oradores que acostumbraban dirigirse a grupos de trabajado­ res, articulando una identidad para ellos como miembros de una ciase trabajadora. Al pasar “de la polémica a! llamado, del lirismo a la ironía cáustica, de la denuncia repetida a la peroración exal­ tada”, Auclert también articulaba esa unidad de clase. ' ' 1 Pero la despojaba de su pretensión masculina, tanto por el contenido de su discurso como por eí hecho de que quien lo pronunciaba era una mujer. La camaradería a la que apelaba y que ponía en práctica se ba­ saba en la semejanza, no en la diferencia, en el reconocimiento mutuo de los impotentes. Los intereses de las mujeres y de los tra­ bajadores eran los intereses de los explotados, esos miembros del cuerpo social que el estado debía defender y proteger. A menos que los explotados fueran capaces de representarse a sí mismos en el gobierno, el estado no cumpliría con su responsabilidad, porque no era un instrum ento neutro, sino -análogo a ia fami­ lia patriarcal burguesa- una forma de dominación de ciase y ele género. La alternativa, para Auclert, no consistía en abandonar la idea de una relación entre el estado y lo social, sino en concebirla de nuevo, así como al modelo familiar en que se basaba. La analogía entre el estado y la familia guardaba un lugar para una identidad separada de las mujeres, identidad que Auclert debía m antener si no quería ver el interés de las mujeres subsumido en eí de los trabajadores (hombres), en la lógica de su propio reclamo. En lugar del dominio paterno, proponía la cooperación de los dos progenitores: ambos representaban y gobernaban las necesidades y los intereses sociales de los miembros de la lamilla. “No es posi­ ble ser hom bre y mujer al mismo tiem po”, escribió en un panfleto de 1908. “Se consideraría extraño que un hom bre desempeñara en una familia ei papel de padre y de madre, y sin embargo se­ les permite desempeñar ese doble papel en la L e g i s l a t u r a .E n realidad, la representación de las mujeres era la única garantía de que la república fuera completa y “viril”. No se trataba simplemen­ te de que la pericia doméstica de las mujeres fuese necesaria en el “gran hogar”, “la cocina administrativa'’, ahora tan mal manejada por los hombres. El asunto era m ucho más serio que una simple

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división del trabajo social,;I2/ porque una república que negaba el voto a las mujeres estaba “m utilada”, tan “im potente” como a quien le falta un brazo o una pierna. Su paso era rengo; su visión tuerta y distorsionada. Carecía del poder generativo que sólo po­ día provenir del acoplamiento de hombres y mujeres en eí terre­ no político/-* Y no era sólo el bienestar general lo que se ponía en peligro por la exclusión de ías mujeres, sino también la salud de los hombres, su masculinidad, su vida.329 Auclert equiparaba la exclusión de las mujeres del cuerpo so­ cial a la mutilación corporal practicada por los san tos Jerónim o y Cipriano. Igual que ellos y p o r las mismas causas irracionales, “los legisladores librepensadores mutilan el cuerpo social, cor­ tando la mitad de sus m iem bros para evitarse el im puro con­ tacto fem enino”.™0 Tales acciones no sólo eran anormales, sino autodestructivas porque, sin la asociación explícitamente hete­ rosexual de las mujeres, los hom bres no podían realizar su pro­ pio destino ni el de la sociedad. En realidad, sin su presencia, los hom bres carecían del falo que garantizaba su masculinidad. Las mujeres, entonces, eran el falo, la fuente del p oder de los hombres. Así, Auclert argumentaba que la negación del voto a las mujeres ponía en peligro la capacidad del estado de asegurar ía masculi­ nidad de sus ciudadanos. El voto sólo para los hombres, advertía, era una estratagema, que creaba la ilusión de la soberanía mien­ tras en realidad constituía una cesión de poder. La subordinación de las mujeres era simbólicamente y de hecho la subordinación de lo social a lo político y al estado (y los hombres trabajadores es­ taban incluidos en lo social). Mientras lo social continuara siendo objeto de legislación y no pudiera hablar en su propio nombre, se negaba a los hom bres -especialm ente a los trabajadores- tanto corno a las mujeres un derecho fundamental de a uto rep re se n ta­ ción -au n cuando los hom bres tuvieran el voto-. La disociación de lo social y lo político, madres y padres, mujeres y hom bres se lograba negando la ciudadanía a las mujeres. Negar a io social un papel activo en su propio nom bre hacía que los derechos sus­ tantivos v la justicia social fueran asuntos de regulación adminis­ trativa antes que de política. Cuando eso ocurría, los ciudadanos

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hombres pasaban a ser impotentes como representantes de sus propios intereses sociales (y económicos). El interés de lo social, entonces, era el interés de las mujeres, no porque ellas literalmente se preocuparan más por la salud, el bienestar y la justicia, sino porque esas áreas, igual que las muje­ res, eran consideradas ajenas a la política, “la s francesas tienen el sentido del utilitarismo democrático. Cuando sean electoras y elegibles, obligarán a las asambleas administrativas y legislativas a compenetrarse de Vas necesidades hum anas y a satisfacerlas. Para Auclert, la concesión de derechos a las mujeres sería equiva­ lente a la concesión de derechos a lo social y la restauración de la potencia de la ciudadanía, potencia que sólo se realizaría cuando la necesidad -sexual, social, simbólica- que los hom bres tenían de las mujeres fuera reconocida a través deí reconocimiento de los derechos políticos de las mujeres. La concepción de un estado parental antes que paternal revelaba también las posiciones de Auclert respecto de la política fran­ cesa en Argelia, donde vivió durante cuatro años como esposa de Levrier, En los artículos que envió a periódicos parisienses entre 1888 y 1892 (y que en 1900 fueron reunidos en un libro) vincu­ laba la situación de “les fenuv.es árabes en Algéri(r con su campaña por el sufragio. Estaba convencida de que, si las mujeres france­ sas hubiesen tenido injerencia en la política colonial, sus herma­ nas argelinas (la analogía más exacta era probablemente “hijas") nunca habrían sido explotadas y degradadas como lo eran en ese momento. El interés de las francesas, en ese caso, era no sólo por los problemas sociales de las argelinas, sino también por el mejo­ ramiento general del régimen colonial. Auclert compartía la opi­ nión de que era la misión de Francia “civilizar” a los nativos más primitivos, esclareciéndolos con el secularismo republicano y la ciencia moderna. Por eso mismo la intrigaba el hecho ele que los franceses tolerasen la ley coránica, puesto que era a la vez religio­ sa y arbitraria. Y aún más, la inquietaban las prácticas licenciosas que esa ley parecía alentar, prácticas que le parecían particular­ mente degradantes para las mujeres musulmanas. En su libro sobre Argelia. Auclert comparó el prejuicio contra las mujeres con el prejuicio racial; en ambos casos la subestima­

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ción de la capacidad innata de los excluidos -mujeres, nativosretardaba el avance de la “civilización”. La ausencia de mujeres blancas en. los consejos de administración franceses impedía la elevación de una “raza naturalmente dotada y bella”. E l des­ precio de los hombres franceses por todos los árabes daba como resultado la perpetuación de la ignorancia y la superstición, en lugar de su eliminación. De esa manera, la misión francesa soca­ vaba sus propios fines. Es viendo cómo el prejuicio racial dom ina todo en Ar­ gelia como se com prende bien lo absurdo del prejuicio sexual. Así, la raza árabe, tan hermosa y tan bien dotada, es absolutamente despreciada por los europeos, que, sin embargo, rara vez son igualmente herniosos ni poseen tantas aptitudes naturales como los árabes. Y obsérvese esta contradicción. El francés vencedor dice al musul­ mán: “Yo desprecio tu raza, pero rebajo mi ley ante la tuya.: doy precedencia al Corán frente al Código”/’^ En lo que hoy calificaríamos de enfoque clásicamente “orienta­ lista”, Auclert veía a Argelia y sus mujeres como exóticas, exu­ berantes y sensuales.**1 Las imágenes que proponía eran físicas y eróticas: describía cuerpos exhaustos y explotados, hombres y mujeres copulando en las calles, niñas forzadas a tener relacio­ nes sexuales, mujeres m uñéndose del agotamiento provocado por demasiados embarazos, mujeres con pechos desfigurados y vacíos am am antando a sus hijos con su sangre. (La explotación de las mujeres francesas, en cambio, la examinaba en abstracto, en forma de instituciones, recursos sociales, códigos legales y poder político.) lü peligro de la situación, para ella, no era simplemente que la condición de las mujeres argelinas socavara el progreso de la “civilización”, sino que también corrompía a los administradores coloniales y, por extensión, las elevadas normas de la civilizada Francia. Porque, si los hom bres franceses participaban aunque fuera indirectamente en la degradación de las mujeres argelinas, ¿qué les impediría “olvidar” su educación y tratar a las mujeres

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francesas de la misma rnan era? Sólo la presencia moral i/adora de las mujeres francesas podía corregir esa situación; si las francesas votaban y participaban en los asuntos coloniales, las nativas recibi­ rían la misma educación que los hombres, se permitiría a los arge­ linos desarrollar las virtudes del republicanismo secular mediante el voto y la “misión civilizadora” tomaría el rumbo correcto. Varios años más tarde, Auclert escribió que. tal como estaban las cosas, se negaba el voto a las “mujeres blancas educadas’’ mien­ tras que se lo concedía a “negros salvajes'’. Ya pesar de que apoya­ ba el derecho de ios “nativos” al voto en la república, consideraba que darles preferencia sobre las mujeres francesas era “un insulto a ¡a raza blanca”. E n realidad, en esa argumentación primaban los prejuicios raciales. Las "civilizadas” francesas, que ya habían triunfado sobre los instintos y las pasiones de sus cuerpos, eran en definitiva los agentes más confiables de la política colonial. Igual que las madres en una familia, darían disciplina y moralidad a la nación y a todos sus miembros, e igual que ellas también educa­ rían a sus hijos dependientes para que fuesen ciudadanos leales a la república. (Cuando se trataba de niños y “nativos”, la ana­ logía de la familia, redefuiida para igualar los papeles de ia ma­ dre y el padre, conservaba todas sus con notaciones de jerarquía y dependencia.) Para Auclert. el interés de las mujeres era casi un. sinónimo del interés nacional cuando hablaba de las mujeres argelinas, pero su argumentación sobre esc punto no era inusual. El objetivo era que el conocimiento de lo social que las mujeres poseían entrase a formar parte de la formulación de la política, que las mujeres llegaran a ser parte integrante de la administración de la nación y term inar con la separación de lo político y lo social, sin por ello disolver del todo las diferencias entre los hombres y las mujeres. La identidad de las mujeres corno grupo electoral definible se al­ canzaba en oposición crítica a la política existente y se entendía como resultado de ella. Sin embargo, ai mismo tiempo se nega­ ba la particularidad de esa identidad al hacer el “interés de las mujeres” sinónimo no sólo del interés social sino de los objetivos mismos de la república.

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(fiand o las mujeres, que tienen en el Estado los mismos intereses que los hombres, estén como ellos provistas de los derechos necesarios para protegerse, para defender­ se, para ascender, Francia, en posesión de la integridad de su fuerza cerebral, asumirá en el m undo un papel prepon de ran te.m AI igual que los socialistas cuyo apoyo buscaba, Auclert se nega­ ba a aband onar el concepto de soberanía popular. Si se había de alcanzar la verdadera igualdad, afirmaba, no se podía entender al estado com o un padre -p o r generoso y am oroso que fuera-, y la ciudadanía no podía seguir siendo un asunto puram ente masculino. Auclert había denunciado desde m ucho antes la identifica­ ción de la masculinidad con la política como egoísta y antiso­ cial. Según ella, la historia evolucionista del retiro de las mujeres de la política era una fábula que intentaba ocultar una expul­ sión inmotivada, realizada por m edio de la ley.:?S7Veía el uso del poder del estado para proteger el poder de los hom bres como una usurpación calculada, contraria al propósito declarado de la república. En ese sentido había declarado inaceptable el re­ clamo del jefe del sindicato de tipógrafos, jacques Alary, de una legislación que “pusiera obstáculos insuperables en el cam ino” de las mujeres que buscaran trabajar como linotipistas/'^ Alar)' sostenía que, si las mujeres entraban a trabajar en las imprentas, se volverían hom bres y después, inevitablemente, los hom bres se volverían mujeres: “Es inaceptable que el hom bre tenga que vivir como un zángano y quedarse en casa para atender las tareas do­ mésticas".331' Vivir com o un zángano significaba no tener otro va­ lor que el de proveedor de esperm a para la reina, ser un agente de la reproducción. Vivir com o un zángano sería vivir com o una hem bra hum ana, ser degradado como hom bre, y según Alary ningún gobierno verdaderam ente republicano permitiría esa de­ gradación. En su opinión, la ley era la garantía contra semejante degradación. Auclert, en cambio, consideraba que ese uso del poder era un abuso del estado en pro del interés egoísta de los varones.

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Auclert denunciaba la asociación entre la república y la masciilinidad de sus ciudadanos, pero esta persistía, como se eviden­ ció en la reacción a una de sus protestas, en 1908. Junto con las feministas Caro Une Kauffmann y Madeleine Pelleder, entró en un centro de votación en el cuarto distrito un día de elecciones y derribó una urna al tiempo que denunciaba la “m entira” del “sufragio universal”. Más tarde, en su testimonio, uno de los fun­ cionarios electorales dijo que esa escena le había provocado una extraña parálisis, como si hubiera visto a la Medusa.:íí() Después de Freud, es imposible leer esa descripción sin pensar en la castración. Y si tomamos a Freud como un lector de cierta lógica cultural, sus análisis pueden arrojar luz sobre lo que en este caso parecería una respuesta exagerada -e irracional- del funcio­ nario. Para Freud, la cabeza decapitada de la Medusa, el símbolo monstruoso representado en el escudo de Atenea, significaba la castración.:Hi Decapitar - castrar. El terror a la Medusa es, pues, un terror a la castración relacionado con la vista de algo. Numerosos análisis nos han familiarizado con las cir­ cunstancias en las cuales esto ocurre: cuando el varón, que hasta entonces se resistió a creer en la amenaza de la castración, ve los genitales femeninos, probablemente los de una persona adulta, rodeados de pelo; esencial­ mente, los de su m adre.312 Por extensión, Atenea, que lleva la horrenda cabeza en su escu­ do, pasa a ser una “mujer inabordable que repele todo deseo sexual, ya que ostenta los genitales terroríficos de la m adre”. Es “una representación de la m ujer como un ser que aterroriza y repele porque está castrada”.ÍKÍ El reconocim iento del miedo a la castración, sin embargo, trae consigo cierto alivio para el niño, ya que es 1a base d e la c o m pr e n s i ó n d e 1a dife re n c ia sex n a 1. Esc ri be Freud: La visión de la cabeza de la Medusa paraliza de terror a quien la contempla, lo petrifica. ;Una vez más el mismo

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origen del complejo de castración y la misma transfor­ mación del afecto! Q uedar rígido significa, efectivamen­ te, la erección, es decir, en la situación de origen ofrece un consuelo al espectador: todavía posee un pene, y el ponerse rígido viene a confirmárselo.344 La Medusa, entonces, tiene un doble efecto: es a la vez una ame­ naza a la fuerza sexual del hom bre y una confirmación de esa fuerza; al encarnar el horror de lo que podría ser, la imagen in­ tensifica el deseo de preservar lo que es.345 En el relato del funcionario, la violenta interrupción del ejerci­ cio del voto (Auclert pisoteó las papeletas cuando se desparrama­ ron por el suelo) había sido experim entada como una amenaza de castración. Al cuestionar la legitimidad de una de las fronteras entre los sexos, sintió que Auclert estaba cuestionando la pro­ pia diferencia sexual, pero, al mismo tiempo, el hecho de que la acción fuera considerada ilegal (fue arrestada por la policía y el juez le impuso una multa) significaba que esa acción era im­ procedente, lo que lo había tranquilizado, demostrándole que el voto (así como el falo) pertenecía únicam ente a los hombres. Fue precisamente esa asociación entre el falo y el voto lo que llevó a un periodista indignado a rechazar la dem anda de Auclert de sufragio para las mujeres en estos términos: “¿Que renunciemos a ser hom bres es lo que nos pide madama Hubertine? Que lo diga francam ente”.346 Auclert rechazaba esa asociación de la masculinidad y el voto en nom bre de la división social del trabajo. Señalaba que no todas las divisiones sociales seguían las líneas de género: “ser hom bre o m u­ jer no tiene más importancia en la distribución de las funciones sociales que ser alto o bajo, m oreno o rubio, gordo o flaco”.347 Las divisiones sexuales en los campos social y político eran imposicio­ nes arbitrarias, destinadas a proteger el monopolio masculino de determinados puestos y del poder político, su “interés de sexo”, Cuando las mujeres tuvieran acceso a la ley, representarían algo más que su propio interés: representarían el interés social. En realidad, recién cuando las mujeres votaran lo social alcanzaría el tipo de importancia que ya le atribuían políticos y sociólogos.

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“Al convertirse en ciudadana, la francesa cumplirá con su deber aún mejor, puesto que su papel de educadora se extenderá de la unidad a la colectividad hum ana y su solicitud maternal abrazará a la nación entera.”548 La visión de Auclert era m ucho más democrática que la de los teóricos y políticos cuyo discurso invocaba. En su versión de la po­ lítica republicana, las mujeres -q u e representan lo social- no eran recipientes pasivos de asistencia; eran agentes activos y el voto era el símbolo de su agencia. Aun cuando los sexos tenían funciones fundamentalmente diferentes (ella hablaba de "la ruda natura­ leza del hom bre” y “el dulce carácter de la m ujer”), aun cuando sólo las mujeres podían tener hijos, el valor social de las contribu­ ciones de los hombres y las mujeres a la nación era equivalente y debía ser reconocido como tal.34-’ Las mujeres reproducían la nación mientras que los hombres defendían su vida. De hecho, si se consideraba exclusivamente el tiempo invertido -unas cuantas semanas de entrenam iento en comparación con nueve meses de gestación-, “sería infinilamen­ te más difícil para los hombres ser madres que para las mujeres ser soldados”.350 Auclert había apoyado las propuestas de las m u­ jeres que presentaron sus candidaturas en 1885, afirmando que debía haber servicio militar obligatorio para los hombres y ser­ vicio humanitario obligatorio para las mujeres. “La defensa del territorio para los hombres; el cuidado de los niños, los ancianos, los enfermos y los inválidos confiado a las mujeres.”*"’1 Diferentes tareas, pero funciones igualmente vitales, autorizaban la igualdad política. Sólo la igualdad política, sostenía, permitiría alcanzar la meta de justicia como la república había prometido. Entonces, la par­ ticipación de las mujeres como votantes y representantes electos transformaría el “estado m inotauro” en el “estado m aternal”, es­ cribió en 1885.352 En esas metáforas, el m onstruo mitad hum ano y mitad bestia que exige tributos de dinero y sangre es sustituido por una figura plenam ente hum ana, que cuida el bienestar de todos: fuertes y débiles, ricos y pobres, jóvenes y viejos, enfermos y sanos. La humanización del estado es también su feminización, el desplazamiento del padre por la madre. En la figuración de

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LAS MUJERES Y LOS DERECHOS DEL HOM BRE

Auclert, lo reprimido vuelve: el objeto de la preocupación del es­ tado -lo social- se convierte en sujeto de su propio cuidado, lo que restaura una forma justa de aquella soberanía popular que el estado republicano paternalista intentaba contener. Y fue, de hecho, como una movilización popular de lo social como Auclert definió, en última instancia, su cam paña por el su­ fragio. Aunque aconsejaba la persuasión como táctica feminista, Auclert llegó a la conclusión de que los argumentos razonables no eran suficientes para derrotar el “interés de sexo” de los hom ­ bres.3"3 Lo que hacía falta era una fuerza contraria, una "‘contrafuerza” capaz de aplicar presión pública a favor de las mujeres: “Si los hom bres son fuertes es porque se unen y se reúnen. Hagamos como los hom bres”.35'1 “Faisom comme les honwies” era un llamado a la acción política, una convocatoria urgente a las mujeres para que emularan a los socialistas, cuya afirmación de representar los intereses de la clase trabajadora les había ganado, desde fines de la década de 1880, un núm ero cada vez mayor de bancas en la Cámara de Diputados y en los concejos municipales de todo el país. “Faisom comme les hommes” refrendaba ia idea de que el interés colectivo -y no la vo­ luntad individual- era el m otor de la participación política, pero era también el repudio de los términos prevalecientes de la divi­ sión social/sexual del trabajo y del papel del estado en su perpe­ tuación. No trataba la ley como un medio de regular fenómenos naturales, sino como un instrum ento del poder (masculino). El grito de batalla de Auclert anunciaba la intención de compartir y a la vez de apropiarse de ese poder exclusivo. En cualquier caso, e! resultado sería el mismo: despojar a la ciudadanía de su poder de conferir o confirmar la masculinidad, y así despojar al estado de su papel de padre representativo. Si las mujeres eran efectivamente capaces de hacer lo que los hombres hacían en la política, ¿cómo podrían discernirse las di­ ferencias entre los sexos? ¿Cómo podría hacerse aceptable el po­ der del estado? Al obligar a sus contem poráneos a enfrentar esas cuestiones, Auclert ponía al desnudo la endeble relación entre ia diferencia sexual y la política. Ese era el origen de la hostilidad hacia ella y la fuerza crítica de su feminismo.

LOS D E R E C H O S DI'. ''I .O S O C l A l”

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En los anales del feminismo francés, H vi be r tiñe Auclert se re­ cuerda no tanto corno una figura pionera sino más bien como una militante franca y por momentos problemática. Su insistencia en la acción directa, que le ganó el apodo de “la sufrage! le fran­ cesa”, no le sirvió para ganar un gran núm ero de seguidores ni tampoco la fama retrospectiva de una Oiympe de Gouges ni de activistas homologas, como las Pankhursts en Inglaterra o Susan B. Anthony en Estados Unidos. A medida que el movimiento su­ fragista femenino fue ganando más adeptos, los esfuerzos de Au­ clert fueron eclipsándose sin ser celebrados. Su temprano recla­ mo del voto fue considerado con más frecuencia prematuro antes que precursor por las mismas mujeres, que retornaron la causa feminista en el nuevo siglo. Ellas insistieron en la necesidad de respetabilidad, y rechazaron explícitamente a Auclert por su “par­ ticularismo” (una ironía, si se recuerda cómo había rechazado ese enfoque). Con amargura, Auclert calificó de oportunistas a esas recién lle­ gadas que apoyaban el voto sólo “después de haber observado la veleta por largo tiem po” y ahora pretendían “haber inventado el movimiento”. ^ Se burlaba de su timidez y le dolía la usurpación de lo que creía era su lugar en la historia. En cierto m odo tenía razón. El funeral de Auclert, realizado en abril de 1914, atrajo a un gran núm ero de feministas, que es­ cucharon con atención a más de una docena de oradores. Las crónicas del evento, que elogiaron el extraordinario “ardor y per­ severancia” de Auclert, aparecieron en la primera página de los periódicos de la época.;!rw> Una nota necrológica en I jl fe m m e de demain afirmó que se había ganado el título de “m adre del sufra­ gio de las mujeres el día que se haga realidad en nuestro país”."’57 Sin embargo, cuando ese día llegó, rara vez sus seguidoras die­ ron ese crédito a Auclert. A pesar de haber sido objeto de una atención renovada cuando las feministas empezaron a compilar historias del movimiento a comienzos de la década de 1970, su primera biografía fue escrita por un historiador estadounidense y publicada apenas en 1987. Esa biografía hace honor al deseo de Auclert de ser recordada por su carácter tínico, como una mártir del pensamiento más atrasado de la m oderada v legalista corrien­ te principal de! movimiento sufragista francés.

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LA S M U JE R E S Y LO S D E R E C H O S D E L H O M B R E

En la sociedad Suffrage des Femmes, liemos tratado de forzar el desarrollo de las ideas feministas como los jardi­ neros tratan de forzar la floración de las plantas -escribió en una nota para sí misma-, pero [... j forzar no produce nuevas convicciones. Hace falta ¡ay! tiempo para que las ñores se abran, igual que para cambiar las mentalidades. Pero el tiempo es largo y la vida es breve.358 Ni durante su vida ni después Auclert alcanzó el tipo de recono­ cimiento histórico que buscaba. Y no es de! todo sorprendente. En prim er lugar, el tamaño del movimiento y la diversidad de sus posiciones estratégicas en el período 1870-1914 ofrecía muchos más ejemplos de feminismo activo y articulado que los que ha­ bía antes. Por otro lado, las divisiones internas y la incapacidad de las facciones de reunir votos contradecían las premisas de la historia ideológica. Todas las partes coincidían en que Olympe de Gouges, que había sido sacrificada por creencias que no había podido expresar en un foro público, encarnaba d destino irónico del feminismo; pero no estaban de acuerdo en casi nada más, ni siquiera respecto de si la candidatura ilegal de Jeanne Deroin era un precedente apropiado para las mujeres de la III República. Auclert corrigió repetidam ente los relatos históricos de su pro­ pio papel (y el de otras), escritos por la periodista ja n e Mísme, editora de La Frarujaise y una de las recién llegadas a! movimiento sufragista, que fundó la Unión Francesa por el Sufragio Feme­ nino en 1909. Sin embargo, a pesar de su referencia a la lenta germinación de las ideas nuevas, no produjo una historia lineal, evolucionista, de la defensa de los derechos políticos por parte de las mujeres. Más bien, sus acciones del pasado -rem ontándose incluso hasta Juana de Navarra y Juana de A rco- le parecían una prueba de la perdurable capacidad de las mujeres para participar en política y de que la Constitución de la prim era revolución, que identificaba la ciudadanía con la masculinidad, había introducido distorsiones en ordenam ientos sociales que antes eran más equita­ tivos. Su descripción del presente era una defensa de sus propias y problemáticas acciones, que presentaba no como producto de un proceso histórico inevitable y acumulativo, sino de la lógica y

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el propósito moral de sil pensamiento. Desde ese punto de vista, el feminismo implicaba la detección y eliminación de las contra­ dicciones de la teoría y la práctica del republicanismo que condu­ cían a la injusta -e injustificable- subordinación de las mujeres. Su historia era la historia de los repetidos esfuerzos por resolver una contradicción perdurable, no la de un progreso basado en la acumulación de saber y en una estrategia cada vez más electiva. El deseo de Auclert de alcanzar un lugar identificable como alguien que había iniciado un nuevo capítulo en la historia evolu­ cionista del feminismo francés chocó con su propia incapacidad para escribir ese tipo de historia. Insistía en que el voto, si se apli­ caba universal mente, sería un instrum ento de progreso social: El sufragio es una máquina de progreso [...]. Igual que muchas invenciones modernas, que sólo llegan a ser utilizables con la ayuda de determinadas combinaciones, el sufragio necesita todas las energías femeninas y mas­ culinas de la nación para llegar a ser el instrumento de evolución capaz de transformar el orden social.1” '1 Pero no entendía ei feminismo mismo en términos de evolución. Más bien, era una intervención estratégica impulsada por un pro­ pósito moral, y sus adherentes eran más o m enos aptas para reco­ nocer las contradicciones, en cualquier forma que adoptasen en un m om ento determinado. El deseo de Auclert de ser recordada como alguien que había iniciado un nuevo capítulo en ía historia del feminismo tenía m u­ cho que ver con la visión de la historia de su época. Vivió en un m om ento en que las historias monumentales se escribían desde muchos puntos de vísta políticos diferentes, y eran pocas ¡as que concedían alguna agencia positiva a las mujeres. De hecho, mu­ chas de ellas colocaban a las mujeres totalmente fuera de la his­ toria, en esferas intemporales, naturales, trascendentes. Anclen, que aspiraba a la política, estaba defendiendo también el papel de Jas mujeres com o agentes históricos. Por io tanto, era lógico que el valor -si no el éxito- de sus esfuerzos se midiera sobre la base del alcance de un lugar distintivo, si no único, en la historia.

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LAS MUJERES Y LOS DERECHOS DEE HOM BRE

Pero el alcance de ese lugar sólo es posible si se concibe la agen­ cia misma en forma ahistórica, como un atributo de la voluntad individual antes que como un efecto de la atribución discursiva, es decir, de la designación de características específicas vinculadas a funciones o papeles sociales especiales (como “m ujer”, “m adre”, “feminista”, ‘'padre”, “trabajador”, “ciudadano”). El relato históri­ co de Auclert de los orígenes del feminismo es justam ente sobre esa atribución discursiva (aunque en términos diferentes). Ella sostenía que antes de 1791 las mujeres no se distinguían de los hombres como miembros de la sociedad y que fue su maltrato legal -la exclusión de las mujeres de la política- lo que inaugu­ ró su identidad política colectiva. Así, las feministas entraron a la historia como sujetos políticos excluidos.3*’0 Su agencia fue produ­ cida corno una contradicción dentro del discurso de los derechos universales del hombre. La atención de Auclert a la contradicción y dificultad para con­ cebir el feminismo en forma teleológica hacen de ella un caso ideal para explorar la historia del feminismo en sus cambiantes contextos discursivos. Y finalmente es de esa m anera que alcanza visibilidad histórica. Llega a ser ejemplo no de las realizaciones y las frustraciones de un tipo particular de feminismo, sino del con­ tinuo dilema del feminismo y de las contradicciones específicas que encarnaba en el período de la III República. Leer a Auclert de este m odo no le resta seriedad ni significación, pero tampoco le confiere la posición exclusiva a la que aspiraba. Más bien, y qui­ zás mucho más importante, nos permite ubicarla, y más en gene­ ral al feminismo, en una posición claramente central en la larga historia política de la que típicamente ha sido excluida.

5. El individualismo radical de Madeleine Peiletier

M adeleine Peiletier se presentaba com o una individua­ lista entre las feministas, en las prim eras décadas del siglo XX. A unque era una generación más joven que H ubertine Auclert (había nacido en 1874 y m urió en 1939), podía encontrársela ju n ­ to a A uclert en las filas de las sufragistas militantes: invadió puntos de votación en 1908; editó un periódico irregular titulado La suffrugiste, entre 1907 y 1914, y de nuevo brevem ente en 1.919; escri­ bió artículos y folletos feministas, y más tarde, ya m adura, obras de teatro y novelas; se presentó com o candidata en la lista socialista en 1910; y agitó por la igualdad de las m ujeres en organizaciones de francm asones, socialistas, anarquistas y. entre 1920 v 1925, co­ munistas. Pero, a diferencia de m uchas de sus com pañeras, no buscaba los derechos políticos com o m edio de em ancipación co­ lectiva, ni como form a de representar algún supuesto interés de las m ujeres en la esfera pública, ni para obtener reconocim iento y respeto com o m ujer. Para Peiletier, la m eta en relación con la identidad de las m ujeres era enteram ente negativa: “No ser una mujer com o la sociedad espera”.'561 Desde ese punto de vista, los derechos formales significaban el acceso tanto a la libertad como al poder, puesto que esos eran los prerrequisitos psicológicos para cualquier declaración de indivi­ dualidad. “D enle a una m ujer, incluso una m ujer inferior, el dere­ cho a votar v dejará de pensar en sí misma exclusivamente como mujer y se sentirá en cambio un in d iv id u o .P a r a Peiletier, los de­ rechos no eran el reconocim iento de un sujeto preexistente, sino los medios con los que podía traer al m undo un sujeto autónom o. A unque utilizaba el lenguaje de la igualdad, Peiletier despre­ ciaba la uniform idad nivelada que podía implicar. Para ella, el so­

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cialismo era cuestión cié equidad, no de igualdad en el sentido de ser todos lo mismo. Creía en una m eritocracia de intelectuales, en la superioridad de la inteliguentsia sobre las dúctiles masas. Como para ella ¡a inteligencia no conocía fronteras de clase ni de géne­ ro, pensaba que sus poseedores debían tener acceso a posiciones de influencia y liderazgo. Ese acceso sólo podía garantizarse si el derecho a la política era verdaderam ente universal. Afirmar el de­ recho universal a la política no implicaba la hom ogeneidad de los ciudadanos, sino que más bien ofrecía la posibilidad de conside­ rarse un individuo independiente capaz de autorrealizarse, total­ m ente suficiente y no com prom etido por ninguna dependencia. El feminismo de Pelletier no puede leerse -com o ciertam ente puede hacerse con el de A uclert- dentro del discurso de “lo social” que hacía de las m ujeres a la vez sujeto y objeto de reform a.3íi:i En cambio, extraía su fuerza de la crítica -d e la derecha y la izquier­ d a- del racionalismo, la dem ocracia de masas y el reform ism o par­ lam entario. Era un fem inism o radicalm ente individualista. El ob­ jetivo de Pelletier era elim inar ei sexo del sujeto de los derechos, separar a los individuos de las categorías de identidad social que constreñían su creatividad, y así dejarlos en libertad para confor­ m ar su propio destino. “El único deber de ia sociedad es no trabar a nadie en el ejercí cío de su actividad; que cada uno se oriente en la vida com o le guste, por su cuenta y riesgo. El fem inism o de M adeieine Pelletier confunde los argum en­ tos de los que presum en que detrás de los reclam os de derechos políticos de las m ujeres hay un interés de grupo preexistente y evidente, que la política de las m ujeres refleja su experiencia co­ lectiva. Para Pelletier era justam ente al revés: el fem inismo no era un m edio para m ejorar la situación social de las mujeres, sino una forma de disolver por com pleto esa categoría. Su ejemplo funda­ m enta la tesis de que históricam ente ha habido fem inismos “sin m ujeres”.3'” Porque el fem inism o de Pelletier ofrecía no sólo una forma de escapar de la hum illante pasividad de la vida de la m a­ yoría de las m ujeres, sino una alternativa a declarar la identidad de "m ujer”. En posesión de derechos políticos, la identidad de la m ujer se transform aría: “Será un individuo antes que un sexo”.:ímo podía un individuo que estaba fuera de él, que reflexionaba sobre él y se resistía a su poder, controlar plenam ente su propio discurso? Le Bon adopta­ ba la posición -n o la propia, pero una disponible en el discurso corriente sobre el lenguaje y el inconsciente- que establecía una distinción entre distintos tipos de palabras, entre representación y realidad, tomadas com o antitéticas. A diferencia de las palabras hipnóticas pronunciadas p or Napoleón o por el general Boulanger, “m asculino” y “fem enino”, “hom bre” y '‘m ujer” eran térm inos que transm itían hechos caracterológicos y físicos. La validez -el estatus transparente y por consiguiente prelingüístico- de los tér­ m inos de la “ciencia de 3a psicología de la m ultitud” de Le Bon estaba asegurada por su invocación del genero. “En todas partes las m ultitudes se distinguen por características fem eninas, pero las m ultitudes latinas son las más fem eninas de todas” no era una afirm ación m ediada por el lenguaje, sino una afirm ación de un hecho científico que separaba a Le Bon, el intelectual conocedor, de la multitud.™3 En sus escritos, “las m ujeres” es una m etonim ia de “la multi­ tud”. Su conocida irracionalidad y susceptibilidad a desórdenes

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afectivos -la prueba de ello era la propensión de las m ujeres a la histeria y la facilidad con que se las podía hipnotizar—lo llevaban 110 sólo a justificar su exclusión de los jurados, sino que tam bién utilizaba su carencia de derechos para sostener que el voto de las masas no tenía ningún valor. Para él, la ciudadanía había pasado a ser un fenóm eno de masas com o resultado del sufragio univer­ sa] m asculino, que daba fuerza num érica a “elem entos inferiores” y voz a las inconscientes “necesidades de la raza”.384 Por razones prácticas, no abogaba por la abolición o la restricción del voto, puesto que eso no podía cam biar la naturaleza intrínsecam ente colectiva de los procesos electorales y los gobiernos. En todo caso, creía que el “dogm a” del sufragio universal era tan poderoso que sólo el tiem po podía erosionar su prestigio. Pero no tenía fe en la ciudadanía. En realidad, las “m ultitudes electorales” eran com o mujeres; no había en ellas individualidad ni independencia, y eran igual­ m ente incapaces de articular y realizar un sentido de propósito racional. La representación política dem ocrática, entonces, era otro tipo de representación errada, porque socavaba el poder individual que otrora la ciudadanía se proponía entronizar. En la masa abigarrada, hom ogénea, fem enina, los hom bres no sólo perdían su capacidad de razonar, sino hasta su yo. Esa pérdida del yo equivalía a una pérdida de la m asculinidad. La referencia literal al género servía para presentar la argu­ m entación de Le Bon com o cien tífica, y en ese período la ciencia servía para invocar una “realidad” que estaba fuera del lenguaje. Sin em bargo, el uso figurativo del género contradecía esa presen­ tación. La m ultitud era fem enina, y el inconsciente tam bién, así como el lenguaje. Lo m asculino era lo individual, la “realidad” consciente. Le Bon sostenía que el poder de conform ar las pala­ bras, antes que ser conform ado por ellas -d e m antener la propia individualidad, de poseer el propio yo™, era el logro de los inte­ lectos superiores. El intelecto era el triunfo sobre el poder enga­ ñoso de las palabras, figurado como fem enino. Pero com o esa era precisam ente una referencia figurativa, y no física, dejaba abierta la posibilidad de que las m ujeres pudieran adoptar la posición m asculina y así llegar a ser individuos.

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A unque liego a la cuestión desde una perspectiva diferente, puede considerarse que H enri Bergson se encontraba dentro del mismo cam po discursivo que Le Bou. Fue uno de los filósofos más populares de su época, y sus conferencias en el Gollége de France, entre 1903 y 1907, atraían vastos públicos de “estudiantes, clérigos, intelectuales y señoras de sociedad’'.3*' Después, sus li­ bros fueron muy exitosos y adquirió fam a internacional. Igual que Le Bon, Bergson era un apóstol del individualismo y, a diferencia de aquel, consideraba que la clave de la individualidad eran los procesos inconscientes, intuitivos. Esos procesos o sentim ientos perdían su carácter único una vez que se les ponía un nom bre, porque las palabras sólo podían representar falsam ente -al gene­ ralizarla- la autenticidad del alm a interior. Al igual que Le Bon, Bergson proponía una crítica de la significación que destacaba los efectos distorsionantes de las categorías simbólicas, pero, a dife­ rencia de él, pensaba que el lenguaje era producto de la razón, la herram ienta del análisis cognitivo. El intento racionalista de p oner nom bre a los impulsos irra­ cionales era lo que confinaba su existencia evolutiva, tem poral, a un espacio fijo, categórico, que ocultaba la sensibilidad única -la realidad- de cualquier individuo. La reflexividad, que para Le Bon era el carácter autodefinidor del individuo, para Bergson representaba un ejercicio -colectivo- destructivo, que sustituía la cosa real por representaciones necesariam ente aproxim adas: un proceso incesantem ente móvil, preconociente, prelingúístico, en el que ia fuerza activa era la em oción (la analogía era con la mú­ sica. que expresaba y provocaba sentim ientos profundos sin pala­ bras). El individuo verdaderam ente líbre estaba constantem ente en estado de devenir; la reflexión, así com o la aceptación de ideas previas y “hábitos adquiridos” -im puestos en form a m ecánica por la sociedad en interés del orden—lim itaban la libertad e im pedían la realización plena del propio ser.3SCl Las categorías y los hábitos eran transm itidos por el lenguaje, el intento colectivo de som eterla individualidad. Pero sólo ahogaban el impulso creativo, el Líélan vitar que expresaba ia esencia de lo hum ano. El individuo se realizaba realm ente cuando trascendía el lenguaje y sim plem ente existía. Las implicaciones de esa filosofía

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eran que ningún símbolo, ninguna categoría captaba adecuada­ m ente la realidad en continua evolución de un individuo: Veremos que las contradicciones inherentes a los pro­ blemas de la causalidad, de la libertad, de la personali­ dad, en una palabra, no tienen otro origen, y que para elim inarlas basta con sustituir la representación simbóli­ ca por el yo real, el yo concreto.38” Lógicam ente, el género puede ser considerado com o una de esas representaciones simbólicas, de esos “hábitos adquiridos” que dificultaban la percepción del “ser real” de cualquier individuo. Pero Bergson no extendía su crítica a la cuestión del género. Esto se hizo sum am ente explícito cuando respondió a los ataques viru­ lentos contra el estilo y el contenido '‘fem eninos” de su filosofía, por parte de, por un lado, los defensores del racionalism o como Julien Benda y, por otro lado, del líder de la Acción Francesa, Charles Maurras. La respuesta de Bergson invocaba distinciones categóricas entre los sexos, que estaban implícitas en su filosofía y no eran sólo una defensa táctica contra sus críticos. “U na psicología que pone tanto énfasis en la sensibilidad”388 se podía hacer a un lado despectivam eníe com o “fem enina”, reconoció, pero eso sería un error, porque las em ociones dinám icas y creativas que describía, las que “vivifican, o más bien vitalizan, los elem entos intelectuales con que se com binan” eran diferentes de los sentim ientos más su­ perficiales experim entados por las mujeres- “Sin querer em pren­ der un estudio com parativo de los dos sexos”, Bergson introducía una variación sobre un tem a aceptado. Adm itía -e n contra de la opinión prevaleciente- que los hom bres y las m ujeres eran igual­ m ente inteligentes; sin em bargo, las m ujeres eran “m enos capaces de em oción”. La com paración era entre la sensibilidad profunda del hom bre y las “agitaciones superficiales” de la m ujer.389 Aquí, el sentim iento pasaba a ser el poder de la creatividad (masculina) en su form a individualizada de m anera única, y la razón era no sólo un atributo hum ano inferior poseído por todos, sino lo que im pedía la plena expresión (y sensación) del yo. En esa defensa

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de la filosofía de Bergson, la diferencia sexual aparecía como una diferencia natural, anterior a su significación; exactam ente como ia había invocado Le Bon. Pero tam bién operaba com o una cíe esas categorías que re­ ducían a los individuos a m iem bros de un grupo. Bergson decía que la m arca de la individualidad era su resistencia espiritual a la representación colectiva o su trascendencia más allá de ella. Sin em bargo, la definición de hom bres y m ujeres en función de sus cuerpos sexuados operaba precisam ente com o una de esas representaciones. Ya sea definido contra el inconsciente -com o en Le B on- o com o su realización -com o en B ergson-. el concepto de lo indi­ vidual se basaba en un rechazo de las formas colectivas, conven­ cionales, de representación. Los individuos eran capaces de escu­ darse -en virtud de su intelecto o sensibilidad sup erior- contra la masifícación opresiva creada por esas designaciones colectivas. “El pensam iento [de cualquier individuo] -escribía B ergson- es inconm ensurable con el lenguaje”,m y cuestionaba esas formas relativizando sus contenidos. (Lo mismo Le Bon: “Las palabras [...] tienen sólo significaciones móviles y transitorias que cam ­ bian de época en época y de pueblo en pueblo1'.) ',1>I A su vez, la individualidad se establecía a través de una serie de oposiciones basadas en ía presunta naturalidad del género, de m anera que el estatus del género mismo com o representación lingüística nunca fue cuestionado. O por lo m enos nunca fue cuestionado por los que no eran afectados por la identificación de m asculinidad e individualidad. Las que sí eran afectadas por ella experim entaban esa construc­ ción excluyem e de la individualidad com o una contradicción y utilizaron la crítica individualista del lenguaje para plantear su reclam o. Así es exactam ente com o puede entenderse el feminis­ mo de M adeleine Peiletier, es decir, com o un intento de hacer congruentes los preceptos del individualismo de comienzos del siglo XX con su propia filosofía. Peiletier se refería a la diferencia sexual com o “sexo psicológi­ co”, un conjunto im aginado y socialm ente im puesto de hábitos adquiridos, que no guardaba relación con la fisiología.™- Soste­

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nía que. al identificar a las m ujeres con sus cuerpos sexuados, sus contem poráneos contradecían la idea misma de la individualidad com o una trascendencia de la identificación colectiva. Y llamaba a las m ujeres a convertirse en individuos, rechazando cualquier identificación con lo fem enino. Sin em bargo, cuando trataba de dem ostrar que el cuerpo sexuado carecía de im portancia para el concepto de individuo, Peíletier descubrió que 110 podía tras­ cender por com pleto la significación. C uando se trataba de ¡a diferencia sexual, no había lenguaje neutro. Por lo tanto, para disociarse de lo fem enino, adoptó lo m asculino, y continuó ope­ rando dentro de los térm inos de la significación de una “diferen­ cia sexual” naturalizada. Así, su defensa del individualismo radical encarnaba y denunciaba el concepto de individuo basado en la represión -p e ro no la resolución- de la contradicción que plan­ teaba la diferencia sexual. El intento de Peíletier de usar el individualismo com o feminis­ mo hacía explícita esa represión y, de esa m anera, funcionaba com o una crítica de la propia filosofía en que se basaba. M adeleine Peíletier era una psiquiatra profesional. E ntre 1902 y 1903 llevó a cabo una cam paña exitosa y sum am ente publicitada para que le perm itieran presentar los exám enes para realizar una pasantía en un asilo para enferm os m entales. (Hasta entonces, las regias especificaban que los candidatos a ese puesto debían “gozar de sus derechos civiles y políticos”, cosa imposible para una m ujer.) Peíletier no sólo buscaba que. las m ujeres ingresaran en una profesión de la que hasta ese m om ento estaban excluidas, sino que adem ás em prendió una investigación que estableció la naturaleza contingente y cam biante de las ideas, incluidas las ideas sobre el yo,:!'H Peíletier pensaba que la identidad fem enina aceptada por la mayoría de las m ujeres era un fenóm eno psicológico, no físico, una forma de opresión internalizada, efecto y causa de su subor­ dinación. “La m entalidad de esclavo me repugna -escribió, haciéndose eco de N ietzsche-; no me gustan las m ujeres tal como son.”:,!'r’ Dedicó el trabajo de su vida a transform ar esa psicología re-presentando a las m ujeres libres de los signos degradantes de su

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dife re n dación d e l os h o m b res. El ob je ti vo e r a re al izar 1a posi bi 1idad de la individualidad, pero, com o la individualidad se figuraba com o masculina, puesto que era lo más cerca del universalismo a que se podía aspirar, el rechazo de la diferencia fem enina pasaba a ser sinónim o de aceptación de lo masculino. La solución de Pe­ lletier fue separar la fem ineidad y la m asculinidad de ios cuerpos físicos de los hom bres y las m ujeres, haciendo de la masculinidad una posibilidad para los dos sexos. Por ello instó a las feministas a “virilizarse” y a vestir a sus hijas en garlón. “Es necesario conver­ tirnos en hom bres social m ente”, escribió.39" Y sin em bargo, era evidente que esa transform ación no resolvía todos los problem as planteados por la diferencia. El proyecto de re-presentar a las m ujeres fue el foco del trabajo de Pelletier desde sus prim eros días com o estudian le. Como joven estudiante de M edicina, bajo la tutela de los antropólogos físicos L etoum eau y Léonce M anouvrier, dem ostró que las tentativas de utilizar el sexo o la raza para explicar las diferencias en el tam año del cerebro y las tentativas de utilizar el tam año del cerebro para m edir las diferencias sexuales y raciales eran fundam entalm en­ te erróneas. En un estudio de esqueletos japoneses fem eninos y masculinos publicado en 1900, m idió el tam año del cráneo en relación con la masa ósea, en especial el fém ur, y encontró que los esqueletos fem eninos tendían a tener una capacidad craneal mayor en proporción a su estatura y peso, pero no afirm ó que, en consecuencia, la inteligencia de las m ujeres Juera mayor. En cam­ bio, descartó burlonam ente la idea de que pudiera haber “una ley misteriosa, un ordenam iento especial del tejido óseo que tuviera una relación con el sexo tan extraña com o desconocida”, y más bien argüyó que se trataba de diferencias de estatura física y no de sexo. “Si el cráneo de la m ujer es más pesado que su fém ur, no es porque sea m ujer, sino porque es un ser más liviano, en que el tejido m uscular y los huesos están m enos desarrollados que en el hom bre.”:w En realidad, las diferencias entre esqueletos grandes y pequeños eran m ucho más significativas que las existentes entre masculinos y fem eninos, o incluso entre diferentes razas.3-'8 Final­ m ente, cuestionaba la idea de que el tam año del cerebro tuviera alguna relación con la inteligencia. ¿Cómo era posible que un

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conjunto de sensaciones conscientes e inconscientes, incluidos el tem peram ento, la energía y la velocidad o lentitud de la per­ cepción - “ese tipo de quím ica m ental cuyas reacciones son hasta ahora desconocidas”-, pudiera reducirse a un asunto relativo a la masa orgánica del cerebro?3-*’ El punto crucial -q u e el sexo y la raza eran clasificaciones an­ tropológicas que erróneam ente convertían ciertas diferencias fí­ sicas evidentes en explicaciones generalizadas del carácter y el com portam iento- reaparece a lo largo de toda su obra, m ucho después de que ella y otros científicos hubieran abandonado la craneom etría. Atacó cualquier política social -d esd e las dife­ rencias en la enseñanza y las oportunidades de em pleo para las m ujeres hasta la prohibición del servicio m ilitar o las restriccio­ nes a los anticonceptivos y el ab o rto - que reforzara ía im presión de que era posible clasificar a las m ujeres por su sexo físico. Sin em bargo, Peíletier pensaba que, puesto que la ley era la sede privilegiada del poder, había que enfrentar en prim er lugar la exclusión de las m ujeres de los derechos políticos, que las con­ finaba en una identidad colectiva al negarles la posibilidad de ser reconocidas com o individuos. Pensaba que el voto tendría un electo “virilizador” sobre las m ujeres, al elim inar uno de los más fuertes soportes estructurales de la diferencia entre m asculino y fem enino. Pero, si bien el voto era un objetivo central de su estrategia fe­ minista -en especial durante el período previo a la Prim era Gue­ rra M undial-, y aunque a veces adm itía la prioridad del cam bio estructural. Peíletier destacaba la im portancia de ía psicología.100 “El foso profundo que separa psicológicam ente a los sexos es, sobre todo, obra de la sociedad”,401 y ella intentaría cubrir ese foso elim inando la diferencia fem enina en el com portam iento y la subjetividad de las m ujeres. Puesto que la fem ineidad consis­ tía únicam ente en su representación, y puesto que las m ujeres perpetuaban su subordinación aceptando norm as reguíatorias y representando la diferencia de su fem ineidad, el objetivo de las feministas debía ser evitar ese com portam iento.

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La observación de niños pequeños jugando m uestra que en las prim eras etapas de ia vida los dos sexos tienen Ja misma m entalidad; es la m adre la que em pieza a crear el sexo psicológico, y el sexo psicológico fem enino es inferior/íf)‘J Usar polleras largas y som breros adornados con flores y pájaros, adoptar una actitud rem ilgada, actuar con coquetería o con pu­ dor exagerado, m ostrar excesiva delicadeza de lenguaje y de sen­ tim iento, negarse a salir de noche porque es im propio o pasar sed antes que en trar a un café, todas esas pequeñas costum bres [toits ces menas usnges] “en conjunto form an todas las diferencias psico­ lógicas entre los dos sexos”.4(1:5 La principal tarea del feminismo, según Peiletier, era presentar un análisis de ese com portam iento y una alternativa. Igual que el psicoanalista, la fem inista debía aplicar ¡a razón a ios actos in­ conscientes -actos que habían llegado a ser tan rutinarios que quedaban fuera del alcance de la reflexión consciente-, y así for­ ja r una nueva subjetividad para las m ujeres, Ubre de la tacita de la fem ineidad. Aquí Peiletier adoptaba una posición firm em ente racionalista. Igual que en cualquier m ovim iento, en su opinión, las educadas, es decir las que habían escapado a las categorías sociales de identidad en las que habían nacido, debían guiar a las masas. “A la larga, y bajo la influencia de individualidades de elile, tiene lugar ia evolución social.”,ÍH Las m adres feministas debían inculcar a sus hijas una psicología diferente, escribió en 1914 en el m anual de consejos L ’édumtion férn h viste cíes filies. El cultivo de una nueva psicología se conseguiría dando a las niñas nom bres que pudieran com partir con los hom ­ bres (Paul/e, A n d ré/e o R en é/e, por ejem plo), no colmándolas de afecto ni dándoles dem asiado azúcar, y enseñándoles a sopor­ tar el dolor, provocándoselo. Además, Peiletier recom endaba que las niñas fueran educadas p or hom bres, quienes, a pesa)' de su misoginia, eran m aestros más exigentes que las mujeres. Además, las niñas debían recibir una educación física rigurosa, que inclu­ yera el uso ele un revólver. El arm a no sólo les perm itiría salir solas con seguridad, sino que aum entaría el valor y la confianza en sí

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mismas. El arm a en m anos de una niña -o de una m ujer- era la prueba palpable de su fuerza, una prótesis fálica que la hacía sentirse igual a los hom bres. “Aparte de la utilidad que tiene en caso de peligro, el revólver tiene un poder psicodinám ico; simple­ m ente el hecho de sentirlo sobre el cuerpo la hace a una sentirse más valiente.”105 La confianza interior y la fuerza física no eran sino una parte del program a de Pelletier. La re-representación de las mujeres incluía tam bién, y quizás principalm ente, cam biar la vestimenta de Sa servidum bre por el ropaje de la libertad. Pelletier am plió los argum entos de la Liga por la Em ancipación de las Mujeres y de fe­ ministas individuales que desde 1896 habían solicitado el fin de la aplicación de una ordenanza de 1800, que prohibía a las mujeres usar ropa m asculina.101’ Esos grupos argum entaban que los panta­ lones perm itían a las m ujeres hacer deporte y participar en activi­ dades más saludables, porque posibilitaban realizar movimientos más libres. Pelletier agregó un detalle en ios efectos psicológicos: usar ropa de hom bre dejaba claro que las m ujeres no eran, ante todo, objetos para el deseo del hom bre, sino seres por sí mismas. No sentía más que desprecio para las feministas que sostenían que debían “m antenerse m ujeres” para alcanzar un apoyo de base amplia para su em ancipación política. Ridiculizó sus tretas fem eni­ nas; los vestidos a la m oda, con grandes escotes tendientes a atraer a los hom bres la enfurecían. La sugerencia de realizar un desfile en favor del sufragio, en el que m ujeres elegantem ente vestidas arrojarían flores a la m ultitud desde carruajes adornados, la lle­ vó a la exasperación. Creó, entonces, una im agen satírica de una feminista que se aprontaba para una m anifestación en el Parla­ m ento bordando un som brero para llam ar la atención -y presu­ m iblem ente la sim patía- de un atractivo joven diputado. “Si todas las feministas fueran de ese tipo, quienes esperan m antener las prerrogativas masculinas podrían dorm ir tranquilos por m ucho tiem po.”107 En una ocasión, se negó a realizarle un aborto a una m ujer em pleada en el correo, que había sido violada por un com pañero de trabajo m ientras am bos participaban en una huelga. Pelletier puso en duda las afirm aciones de fem inism o de la m ujer porque

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se rizaba el cabello, se ponía som breros con plumas, usaba lápiz labial y se le había oído decir que 'las m ujeres deben seguir sien­ do m ujeres” y no tratar de “convenirse en hom bres”: “Pensé que no había recibido más nue lo que se m erecía. Ojalá todas las fe­ ministas que sólo son feministas a m edias sean tratadas del mismo m odo”.!ÍWEsa profunda hostilidad hacia cualquier m uestra de fe­ m ineidad por parte de las feministas declaradas es evidente en la descripción satírica que realizó de la aparición de las socialistas fe­ ministas más famosas del m om ento en un congreso internacional: N aturalm ente, las m ujeres socialistas tuvieron m ucho cuidado de no parecer sexualm ente libeladas. Rosa Luxem burgo llevaba un vestido largo, el pelo largo, un pequeño velo y flores en el som brero. Clara Zetkin. otro tanto. En esa época los som breros se sostenían con unos alfileres muy largos, y m ientras Clara Zetkin hablaba des­ de el podio, sus am plios gestos hicieron que el som bre­ ro se le cayera de la derecha hacia la izquierda, con un efecto cómico. Laura Lafargue, hija de Karl Marx, fue nom brada vicepresidenta del congreso. Se presentó con el rostro cubierto por un tupido velo: de lejos parecía un paquete de ropa. sm> En opinión de Peíletier, los velos, al igual que los vestidos, los sombreros y las flores, hacían un espectáculo de la sexualidad fe­ m enina y eran ía m arca hum illante de la diferencia que originaba la subordinación de las m ujeres. Cubrían a las mujeres y oscure­ cían su visión. Los velos eran tan hum illantes como los vestidos de escote bajo, que detestaba (tal vez porque el cuerpo fem enino, siempre que llevaba ropas explícitam ente femeninas, ya estaba objetificado). Yo no entiendo -se quejó a su amiga Arria Lv. cuando hacía furor el dérollelage- cóm o es que esas señoras no ven la vil servidum bre que implica exhibir sus pechos. Yo m ostraré los míos cuando los hom bres adopten un tipo especial de pantalón que m uestre su s..."0

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Esa com paración es reveladora precisam ente porque va al cora­ zón de la relación entre la ropa y la diferencia sexual. La diferen­ cia con las m ujeres consistía en la exhibición de todas las partes del cuerpo y el coqueto velado de la cara -entonces en boga-, lodo destinado a indicar su disponibilidad sexual. Esa vestimenta las constituía en objetos del deseo sexual m asculino, lo que reve­ laba su carencia de poder. La ropa de las m ujeres socialistas soca­ vaba el poder que pretendían afirm ar al hablar en público y en el contenido de sus discursos. La fuerza de los hom bres, en cambio, provenía de que cubrían la única parte del cuerpo que importaba: el pene. Su vestimenta los constituía en objetos deseantes. Sólo a través de la sugestión podía m antenerse la identificación fantásti­ ca entre la m asculinidad (el pene físico) y el pod er fálico. "El falo -escribe Jacques L acan- sólo puede desem peñar su pa­ pel si está veladoV ” y sugiere que el privilegio m asculino se basa en la fantasía (la idea equivocada) de que el pene anatóm ico es el falo simbólico y que, por lo tanto, los hom bres son individuos autónom os, poderosos. En realidad, continúa, los hom bres han renunciado a la autonom ía al subordinarse a la ley (la Ley del Pa­ dre, im puesta a través de la am enaza de castración). Están unidos com o herm anos por su aceptación de la ley y por su identifica­ ción im aginaria con su poder. La identidad masculina se alcanza positivam ente a través de cosas com o la ciudadanía m asculina (la calidad de m iem bro de la polis confirm a la posesión del fak v y negativam ente a través de la exclusión de las m ujeres, que sí ( definidas com o el otro porque su carencia de pene se interpreta erróneam ente com o carencia del falo. Pero la identidad masculi­ na es siem pre inestable, porque tiene que m antener la ilusión de que los hom bres tienen ei falo (el poder simbólico que el pene no puede asegurar) y, al mismo tiem po, encubrir su ausencia. “Un parecer -según L acan- que se sustituye al tener, para protegerlo p or un lado, para enm ascarar la falta en el otro .”112 En esa am bigüedad entre “parecer” y “ten er” Pelletier ubicaba no sólo la fuente del poder m asculino sino tam bién la oportuni­ dad para las m ujeres de reclam arlo. Sim bólicam ente, ese reclam o podía afirm arse cuando las m ujeres usaban ropa de hom bre. Re­ vestir el cuerpo fem enino en homme era señalar su autonom ía y su

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individualidad (no había estilo neutro, sin género). El proceso debía com enzar lo antes posible, por lo que instaba a las madres feministas a vestir a sus hijas con ropa de niño y cortarles el pelo muy corto. En su propia vestimenta, las feministas debían aban­ donar los significadores de fem ineidad. Ella misma usaba el pelo muy corto, un cuello alm idonado, corbata y traje de chaqueta, m ucho antes de que esa vestim enta se pusiera de m oda para las m ujeres “m odernas” después de la Prim era G uerra M undial."'5 (O casionalm ente, tam bién usaba pantalones, aunque a com ien­ zos del siglo XX todavía estaban prohibidos para las mujeres en París.) E ntendía su irasvestismo com o una transgresión de las norm as prevalecientes, una form a de establecer su individualidad frente a una m ultitud que la desaprobaba: Son los que usan el pelo corto y cuellos postizos los que tienen todas las libertades, todos los poderes. Pues bien: yo tam bién uso el pelo corto y un cuello postizo en la cara de los idiotas y los malvados, desafiando las injusti­ cias de los brutos de la calle y de la m ujer esclava en su delantal de cocina."5 Vestir ropa del otro género era un aspecto esencial de su política feminista: Me gusta exteriorizar mis ideas, llevarlas encim a de mí com o la m onja lleva su Cristo o e! revolucionario su esca­ rapela roja. Llevo esos signos exteriores de libertad con el objeto de que puedan decir, de que puedan procla­ m ar que yo deseo libertad."3 En 1919 escribió: “Mi ropa dice a los hom bres: yo soy tu igual”.11*’ Peiletier quedaba encantada cuando, ocasionalm ente, logra­ ba “pasar” por hom bre, aunque en varios casos su apariencia la puso en peligro. En una reunión del com ité ejecutivo de la SEIO (del que form ó parte desde 1909 hasta 191 i ; era la única m ujer), “realizó un viejo sueño” al presentarse vestida con ropa de hom ­ bre, pero la tom aron por espía de la policía y escapó por poco

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de una paliza. (No evitaba esos encuentros, sino que respondía agresivam ente -co m o un h o m b re- lanzando insultos vulgares e intercam biando golpes con los que la atacaban.)117 En 1914, cuando trabajaba para la Cruz Roja en Nancy. fue identificada com o un agente enem igo: “Mi apariencia m asculina fue suficien­ te para atraer una m ultitud de alrededor de dos mil personas que aullaban a mi alrededor; tina vieja me agarró violentam ente por la chaqueta: m e salvé m etiéndom e en el coche de un oficial”.118 Esas experiencias le enseñaron a tener cierta cautela. En 1921, cuando esperaba cruzar Europa sin ser reconocida, porque iba a la U nión Soviética sin pasaporte, atenuó su actitud generalm en­ te firm e intentando pasar p o r “una m ujer com o cualquier otra”, usando una peluca, m edias y una pollera com o parte de su dis­ fraz.111■ ’ (Esa presentación fem enina no era más cóm oda para ella, quizás todo lo contrario, puesto que traicionaba el sentido de su propia identificación.) La experiencia de “pasar p o r” era un rasgo perm anente de la situación de Peíletier: ya sea vistiendo en honime o en femme, despre­ ciaba abiertam ente las convenciones y ocultaba la discrepancia entre su identidad socialm ente atribuida y la que ella deseaba/120 Pero “pasar p o r” no siem pre constituía una aventura totalm ente exitosa. “A fuerza de representar el personaje que uno quiere pa­ recer, uno term ina por serlo un poco [ unfum ] en realidad.”421 Ese “impeu" expresaba la am bigüedad de la em presa. Para Peíletier, esa am bigüedad era fuente de deseo y de placer. Vestida con ropas de hom bre, se paseaba de noche p o r las “zonas rojas” y se divertía m ucho cuando las prostitutas la tom aban por un hom bre: “Me llam an ‘mi gordo’ [ mmi gmsj -le contó a su ami­ ga Ly-. Me gustaría más que me llam aran ‘mi flaco’, pero uno es com o es”/122 Ahí su actuación reproducía los térm inos de la iden­ tidad m asculina com o diferencia sexual (incluso cuando negaba term inantem ente haber puesto algo “libidinal”); el deseo de una m ujer operaba para confirm ar que ella poseía el falo que aparen­ taba tener. La re-presentación de sí misma en hommedependía, así, paradójicam ente, de la oposición de género que intentaba pertur­ bar. Su m ím ica expresaba un deseo de ser un hom bre (“O h, ¿por qué no soy un hom bre? Mi sexo es la peor desgracia de mi vida”,

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le escribió a Ly),'1-3 pero, al mismo tiem po, denunciaba la fragili­ dad de cualquier apariencia fálica. En el caso de Pelletier, había una disonancia de la que elia tenía clara conciencia: el ropaje de m asculinidad encubría un cuerpo visiblemente fem enino. “Soy bajita y gorda; tengo que disfrazar mi voz y cam inar con rapidez por la calle para que no me des­ cubran.”1- 1 La figura de la “femme en hovimé\ al revelar y a la vez disfrazar su carencia, al ju g ar con la am bigüedad del falo necesa­ riam ente velado, repudiaba la asociación entre el cuerpo físico y el poder simbólico (el pene y ei falo}.123 Según Pelletier, la adopción del traje m asculino proclam aba la irrelevancia social y política deí cuerpo físico, pero, inevita­ blem ente, planteaba la cuestión de sus inclinaciones eróticas.'1-'1 C uando le envió a Ly un retrato suyo vestida de hom bre, le ad­ virtió, en brom a, que no se enam orase. “El viaje a Leshos no me tienta más que el viaje a C iterea.”1-7 Hay inform es policíacos que la califican de lesbiana, pero no frecuentaba los circuios que a comienzos del siglo XX hacían de París “la capital de Lesbos”,1-* e insistía en que era com pletam ente casta. Aun cuando alguna vez declaró que la castidad no era sinónim o de continencia absoluta, en su caso era tajante: “No he querido educar mi sentido genitai -le escribió a Ly en 1908—. Mi opción es consecuencia de ia injusta situación de las m ujeres”.'1-* V einticinco años después, cuando había más libertad para la expresión sexual de las m ujeres, lo expresó en forma aún más vehem ente: “C iertam ente, considero que una m ujer es libre en su cuerpo, pero esos asuntos deí bajo vientre me causan una profun­ da repugnancia”.1530 Tal vez si hubiera encontrado algo parecido a ia asombrosa afirm ación de M onique W itúg de que las lesbia­ nas no eran m ujeres, su posición al respecto habría sido diferen­ te.'131 Tal com o estaban las cosas, declararse lesbiana en el París de comienzos del siglo XX significaba, según Pelletier. exagerar la propia fem ineidad (en el estilo de la clase alta de Natalie Barnev y Colette), o bien enfatizar la propia sexualidad, aunque fuese invertida (a la m anera de Radclvffe Hall, Rom aine Brooks y la M arquesa de B elbeuf)/13- N inguna de esas opciones era acepta­ ble, puesto que lo que hum illaba la fem ineidad, en la opinión

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de Peiletier, era precisam ente que funcionaba para hacer de las m ujeres viles objetos de deseo sexual. Además, aparentem ente com partía la opinión general sobre la hom osexualidad com o una anorm alidad -q u e sin em bargo de­ bía ser tolerada- y consideraba que su curación sobrevendría en una sociedad más justa. En su novela utópica Une vie nouvelle, de 1932, escribió que las lesbianas eran o bien m ujeres solteras que no conseguían encontrar u n am ante adecuado, o bien mujeres casadas tan oprim idas por sus m aridos que, por defecto, buscaban ternura en otras m ujeres. C uando las m ujeres alcanzaran 11la liberté sexuellé’ -es decir, la igualdad total con los hom bres- el “safismo” desaparecería gradualm ente.'^ Pero la casi identidad de hom bres y m ujeres, en la vestim enta y la actitud tanto com o en la subjeti­ vidad. podía llevar tam bién a la desaparición de las distinciones entre heterosexuaiidad y hom osexualidad. C uando el individuo reem plazara a la familia com o la “célula social” [cdiule sociale\,m y cuando los individuos ya no se diferenciaran por su “sexo psi­ cológico”, cuando los hom bres fuesen viriles y las m ujeres “virili­ zadas”, ¿no era posible que todas las relaciones sexuales fuesen, en realidad, relaciones homosexuales? Peiletier probablem ente tenía en m ente una idea más com pleja del deseo, que considerase la diferencia com o necesaria, pero más flexible de lo que perm i­ tían las categorías estrictas de la diferencia sexual. Sin em bargo, al vincular el logro de la igualdad política y social con la elim inación de toda diferencia sexual, ponía de m anifiesto la conexión entre la heterosexuaiidad y la desigualdad en los térm inos del indivi­ dualism o que afirm aba. Sin em bargo, no optó p or la hom osexualidad ni proyectó un utópico futuro hom osexual, aunqu e en Une vie nouvelle im agina­ ba una época en la que los hom osexuales recibirían “ios dere­ chos de la ciudad”. Los dirigentes del futuro en ten derían que la hom osexualidad no era “norm al”, “sin em bargo les parecía arcaico y arbitrario regular las caricias, designar lo que se per­ m itía y lo que estaba p ro h ib id o ”.4*’ A pesar de ese gesto de tole­ rancia, para Peiletier la hom osexualidad era un tem a m arginal, ya que la cuestión real era si podían reform arse las relaciones heterosexuales. ,

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En principio, ella pensaba que sí. Después cié todo, las m ujeres eran seres sexuales. Por escandalosa que la idea pudiera pareeerles a sus contem poráneos, “la m ujer desea; el instinto sexual llama en ella también”.'130 Y el sexo, escribió en 1931, “es muy podero­ so. Freud ha dem ostrado que es m ucho más poderoso de lo que im aginábam os antes”.'137 Com o seres sexuales, las mujeres tenían “derecho a am ar”, y el ejercicio de ese derecho no tenía por qué ser degradante. La m ujer liberada no se siente dism inuida por una ini­ ciación sexual que ella ha querido El acto sexual no es la entrega de la propia persona. Es la reunión efím era de dos seres de sexo diferente; su objetivo es el placer.1,s Sin m atrim onio ni cohabitación dom éstica que la inhibiesen, y totalm ente autosuíiciente en lo económ ico, la m ujer podía bus­ car su placer corno igual al hom bre. “Si no hubiera más cohabi­ tación, se acabarían esos odios familiares tan bien descriptos por F reu d /’13-1 Pese a su deseo de escam otear el tem a del cuerpo fem enino sexuado, Peíletier tuvo que enfrentarlo repetidam ente. Si había de alcanzarse la individualidad, y si individualidad significaba to­ tal autonom ía, no podía eludir la relación entre el ser y su expre­ sión fenom enológica en el cuerpo. La garantía de la integridad de la m ujer en el acto sexual (“el acto sexual no es ¡a entrega de la propia persona”) y en todas sus relaciones se basaba en la dis­ posición de su cuerpo. El derecho absoluto sobre su cuerpo era la expresión física de la individualidad de una mujer; no era posible com prom eterlo sin pérdida: “El individualismo nos ha enseñado que cada persona se pertenece sólo a sí misma y no puede entre­ garse a nadie”.Hí) Así, Peíletier advertía que la reproducción debía ser vista como una función del cuerpo fem enino, pero no su significado esen­ cial. C ondenaba los esfuerzos feministas, que consideraba erra­ dos, por elevar el estatus de las m ujeres celebrando la m aternidad. Pero esa estrategia no hacía más que confirm ar la inferioridad de las m ujeres, puesto que ubicaba todo su valor en una función

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fisiológica que ponía en peligro la coherencia y la autonom ía deí cuerpo: “T ener hijos nunca dará a las m ujeres un título de im por­ tancia social. Las sociedades futuras pueden construir templos a 3a m aternidad, pero lo harán solam ente para m antener a las m u­ jeres encerradas en ellos”.'1'11 Sí las m ujeres habían de tener hijos —una necesidad para la re­ producción de la especie y a veces un efecto secundario inespe­ rado de relaciones placenteras-, la m aternidad debía ser una op­ ción, no i.ma obligación. No podía haber interferencia del estado, ni ley que inhibiera la libertad de elección de las mujeres. Con ese fin. Pelletier fue m iem bro de la organización neom althusiana encabezada por Paul Robin y Nelly Roussel, e hizo cam paña por la legalización total del aborto en el prim er trim estre de em ba­ razo. Ni siquiera el interés de un estado por su población podía interferir con el control de la m ujer de sus funciones corporales, afirmaba. Por encim a de todo, lo sagrado es el individuo [...], tie­ ne el derecho absoluto de vivir a su m anera, de procrear o no procrear. Al pretender, por un interés nacional, poner un freno a las libertades individuales, siem pre se hace más mal que bien.' En cuanto al feto, la idea de que tuviera derechos era absurda: “El niño nacido es un individuo, pero el feto en el seno del útero no lo es, form a parte del cuerpo de la m adre”."1'13 Y como parte de! cuerpo de la m adre, el feto no tenía existencia autónom a. “La m ujer em barazada no es dos personas sino una y tiene dere­ cho a cortarse el pelo o las uñas, a engordar o adelgazar. Nuestro derecho sobre nuestro cuerpo es absoluto.”!H Pero si el derecho absoluto sobre el cuerpo era una garantía de la individualidad cíe­ las mujeres, tam bién constituía un obstáculo para su plena inclu­ sión en las filas (masculinas) del individuo abstracto, puesto que ei cuerpo en cuestión debía ser aceptado y protegido con toda su diferencia fem enina. Para evitar esa contradicción, Pelletier buscó una m anera de superar el sexo por com pleto. Aun cuando hablaba en tono to­

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lerante de impulsos sexuales e imaginaba una época en la que el placer sería la única motivación de socios iguales, esperaba el día en que la evolución hum ana avanzara más allá de su herencia animal. Sostenía que la función sexual “es una función natural, como la nutrición o la circulación”, y debía ocupar el mismo lugar en la escala de los valores hum anos: necesaria, pero no de i orden más elevado. “La sexualidad es una función natural, pero no es una función noble.”it:' Peiletier pensaba que Freud ponía excesivo énfasis en ei poder de los impulsos sexuales para determ inar Ja conducta -y al igual que la mayoría de los psiquiatras franceses, tenía fuertes objecio­ nes a sus teorías sobre la sexualidad infantil-. Mucho más im por­ tantes eran las capacidades intelectuales, que si se desarrollaban y desplegaban en form a adecuada podían ser ia verdadera fuente de la felicidad: “La gama de los goces animales se recorre pronto [,..]. Pero la vida del intelecto es infinitam ente más variada”.Hí> C uando sugirió que “la familia cerebral” debía reem plazar a “la familia sexual”, propuso esta ilustración de su impacto en las m u­ jeres: “En lugar de ser la hem bra inclinada sobre sus crías, como una gallina, la m ujer será un ser pensante, artesa na independien­ te de su felicidad”.117 El contraste era entre lo hum ano y lo animal, lo sexual y lo cerebral, la m adre y la artesana, un ser al servicio de su cuerpo y otro cuya m ente conform aba su destino. Ese disgusto por lo físico llevó a Peiletier a. sugerir la posibili­ dad de elim inar el sexo por com pleto, y con frecuencia proponía el celibato com o alternativa. En ese aspecto, tranquilizaba a las m adres feministas afirm ando que era una opcié>n perfectam ente apropiada para sus hijas. “Los médicos que han escrito acerca de los peligros de la castidad sólo habían considerado hombres; las mujeres no tienen el mismo impulso sexual imperioso.” El único inconveniente de una vida casta era la soledad, pero esta podía evitarse si la m ujer joven vivía en com ún con varias más. En la no­ vela autobiográfica de Peiletier, La fruí me vicrgc, Sa heroína rechaza la atracción de los enredos amorosos y es capaz de vivir una vida verdaderam ente independiente. C uando nota que ciertas novelas provocan sentim ientos sexuales, deja de leerlas. De vez en cuando “tenía un sueño erótico”,i ,!í pero su salud nunca se resintió.

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C iertam ente, no carecía de sexo; ella tam bién sentía de­ seos, pero había tenido que reprim irlos para ser libre, y no lo lam entaba [...}. Ella, Marie, había sustituido el am or por la vida cerebral, pero cuán pocos son capaces de hacerlo. Más adelante la m ujer podrá liberarse sin re­ nunciar al am or. Ya no será para ella una cosa vil [...]. La m ujer podrá vivir su vida sexual sin rebajarse.'150 El intelecto superior de Marie le perm ite sublim ar su impulso se­ xual sin lam entarlo. La represión establece su superioridad con respecto a otros (“pero cuán pocos son capaces de hacerlo”). "Más adelante”, en el futuro, es posible que las cosas sean distin­ tas, pero ese futuro parece estar pospuesto indefinidam ente. El cam ino hacia ese m undo feliz era a través de la afirm ación de la individualidad, eí triunfo de la m ente sobre el cuerpo, 3a razón sobre el deseo, lo m asculino sobre lo fem enino. Era un cam ino abierto a las m ujeres de intelecto superior que elegían seguirlo y cuya decisión iniciaba un lento pero inevitable proceso de cambio. En Une me nouvelíe, su tentativa de ficción utópica, Peíletier lle­ va su pensam iento sobre este tem a hasta su lógica final. El héroe, Charles Ratier, que al com ienzo de la novela es un hom bre sen­ sual con m uchas am antes, culm ina su carrera aband onando el sexo por el estudio de la ciencia. A prende a reg enerar órganos hum anos, y así d errota a la m uerte y reduce aún más la necesi­ dad de reproducción. El progreso de la ciencia, sum ado a una tendencia general a la dism inución de la población, prom etía un futuro en el que la individualidad sería cada vez más posible. “La despoblación -h a b ía escrito antes-, lejos de ser un mal, es un bien esencial, corolario de la evolución general de los seres, es la expresión de la victoria del individuo sobre la especie."I:,t Y una victoria aún mayor auguraba el asentam iento que los astro­ nautas encuentran en la Luna, presum iblem ente un vislum bre de la vida que esperaba a los habitantes de la T ierra: “T odos los individuos eran sim ilares y no había sexo. La reproducción se hacía m ediante unos huevos que los individuos iban a buscar a un establecim iento especial, que se m antenía a una tem peratura elevada”.5’'

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“Todos los individuos eran similares y no había sexo.” Donde no hay diferencia sexual ni encuentro sexual hay individuos; don­ de hay sexo no hay individuos. Los individuos sólo pueden ser representados com o individuos si no tienen sexo. En la Luna, la contradicción entre la necesaria dualidad de la diferencia sexual y la necesaria singularidad de la individualidad podía resolverse; en la Tierra, en cambio, sólo era posible reprim irla. La frustrante búsqueda de la individualidad de M adeieine Pe­ lletier m encionaba la represión de la diferencia sexual com o una estrategia y así hacía visible su papel, hasta entonces oculto en la representación del individuo com o hum ano trascendente. La necesidad de aceptar lo m asculino com o lo individual universal, por un lado, y su insistencia en que la individualidad trascendía el sexo, por otro lado, com ponían una paradoja que no pudo resolver. C uando escribía sobre la igualdad de los individuos, Pelletier quería decir concretam ente que no estaban diferenciados por el sexo, pero su concepto de individualidad no abandonaba la idea de jerarquía natural. Si bien los cuerpos sexuados eran irre­ levantes, las m entes eran esenciales para distinguir entre las per­ sonas; Ja inteligencia, entendida com o la capacidad de control racional, separaba a los individuos de la m ultitud. La inteligencia no era un atributo universal de los hum anos y, de hecho, estaba lim itada a unos pocos, pero Pelletier pensaba que la oportunidad de m ostrarla no debía ser negada categóricam ente sobre la base deí sexo. Después de todo, la m ente estaba fuera del alcance deí cuerpo, pero la inteligencia era innata. Había una “desigualdad intelectual original”'1^ que sólo podía ser superada parcialm ente m ediante la educación, y era la única base aceptable para hacer distinciones sociales. A diferencia de Jas aristocracias de la rique­ za, del nacim iento o del género, “la aristocracia de la razón” era natural, inevitable y beneficiosa. El signo de la inteligencia superior era la individualidad y con­ sistía en la originalidad, la negativa a adaptarse a com portam ien­ tos y m aneras convencionales, la capacidad de trascender “las cadenas im aginarias” de la sociedad y de afirm ar, en cambio, la

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realidad exclusiva del yo. ‘Yo soy, y soy sola”, escribió en delibera­ da referencia a Descartes. “Antes de reflexionar, rae creía unida a los hom bres y a las cosas por toda suerte de lulos [...]. Al reflexio­ nar, com prendí que todos esos vínculos son ilusorios y que estoy realm ente sola, la tínica realidad.”1’’1 “Estoy sola y todo es exterior a m í.”i:,r’ El yo era una propie­ dad privada, fuera del alcance del control o la influencia de otros, pero su percepción dependía de la existencia de esos otros. Pelletier operaba dentro de los térm inos de un discurso en el que la individualidad se basaba en la presencia de su opuesto masivo -la m ultitud, la com unidad, el cuerpo social, la n ació n -y en un posicionam íento jerárquico de la relación entre el yo y la sociedad. El individuo no sólo se contraponía a la m ultitud, sino que además cuestionaba los preceptos del republicanism o; la bondad del do­ m inio de la mayoría electoral y de la ley reguladora im puesta en nom bre -o para el b ien - de la mayoría. Los efectos niveladores de esas leves eran contrarios a la individualidad. “El individualismo está en contradicción con la dem ocracia, tal com o la entienden las personas vulgares.”'1’0 Peíletier intentó articular su teoría del individualismo en 1919, en un m om ento en que estaba profundam ente desilusionada frente al poder de las naciones de movilizar a tas masas para gue­ rras inútiles y devastadoras. “Deber, devoción, sacrificio, no las conozco, son palabras y sé que con esas palabras sólo quieren en­ gañarm e.”^7 Pero su argum entación iba m ucho más allá de un ataque al patriotism o, al invocar, com o lo hacía, el discurso del individualismo. El elitismo expresado en el libro de 1919 fue evi­ dente a lo largo de toda su carrera: en su descripción del femi­ nismo com o logro de una pequeña elite en 1906; en su estudio del progreso social com o “el triunfo de las m ejores personas” en 1912; en su com entario de 1914 respecto de que el cam bio social era un proceso influenciado por “individuos de la elite”; en sus devastadores retratos de la naturaleza perdurable de la brutalidad de los hom bres y el senilism o de las m ujeres de la clase trabajado­ ra. y de los celos, eí m iedo y eí odio de las masas por los “intelectos superiores", y en su descripción, en 1922, después de su viaje a la U nión Soviética, de las masas com o “la masa amorfa que sólo es

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capaz de adoptar la form a que desean darle un pequeño núm ero de personas inteligentes y osadas”.45* En Une vie nouvelle describía los prim eros días de la revolución que im aginaba com o ei desencadenam iento caótico de la sexuali­ dad masculina. Hasta que un dictador benévolo impuso la ley. no había seguridad, especialm ente para las mujeres. “Por la noche, las bandas de hom bres borrachos recorrían las calles exhibiendo sus órganos y gritando frases Obscenas/’13'1Ahí, la exhibición del órgano m asculino era una revelacicVn de la ausencia del falo, de su ausencia política y social, no de la posesión de su poder. La de­ fensa de las m ujeres, agrega Peiletier, era vestir ropa de hom bre, para disim ular la cuestión de lo que tenían o parecían tener, a fin de no ser presa de los violadores. Entonces el nuevo traje, que se extendió, perm itió a las m ujeres, ahora com o hom bres, identifi­ carse con el falo cuando surgió un Padre para declarar su Ley. Pero cuando un dictador se afirm ó y organizó la reconstrucción de la sociedad, desapareció “la política en el sentido estrecho de la palabra”. (Y el sexo fue devuelto a su esfera apropiada. Para Pelleüer, lo m ejor era ejercerla anim alidad, com o otras funciones corporales necesarias, en privado.)iWI La gente estaba tan contenta con la vida que aceptaba ser go­ bernada por una minoría; no tenía ningún deseo de em ular al Padre. “La masa se desinteresaba de los asuntos públicos”,lMy sólo la elite votaba, y su inteligencia legitim aba su poder. Ahora, úni­ cam ente unos pocos poseían el falo, unos pocos de ambos sexos, y virilidad significaba cualidades superiores de la m ente. Peiletier sentía escepticismo frente al funcionam iento de la de­ mocracia de masas; sin em bargo, hizo cam paña por !a ciudadanía de las m ujeres. Tenía plena conciencia de las limitaciones de su posición: para alcanzar la individualidad, que era "la única reali­ dad”, las m ujeres necesitaban obtener el reconocim iento políti­ co com o m ujeres. H istóricam ente, la ciudadanía era vista como el reconocim iento de los derechos de individuos preexistentes. La posición de Peiletier invertía esa causalidad y denunciaba la forma en que la ciudadanía creaba tanto los derechos como los individuos. Su reclam o del sufragio para las m ujeres reconocía el poder definidor e insoslayable de la representación (las cosas

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venían al m undo a través de las palabras que las significaban; ias m ujeres se convertían en ciudadanos cuando la ley las designaba así), pero tam bién su inestabilidad y vulnerabilidad. Y sin em bargo había algo más. En épocas anteriores, la ciuda­ danía había sido vista como el signo seguro de la individualidad, pero hacia com ienzos del siglo XX esa correspondencia había caído en el desprestigio. A hora m uchos consideraban que la ciu­ dadanía había reducido al individuo a un m iem bro de la masa o la m ultitud, imposible de distinguirse; significaba la pérdida de la individualidad antes que su afirm ación. Pelletier se encontraba en la posición de reclam ar justam ente lo que subsum ía a los in­ dividuos, con el fin de, eventualm ente, lib erara algunos de ellos. Trató de explicar a sus amigos anarquistas que “el sufragio políti­ co, a pesar de ser quizás un objetivo ilusorio, es una etapa que las m ujeres tienen que pasar para liberarse”:w¿ El problem a era a la vez práctico y simbólico: las m ujeres com o grupo debían volverse legítim a y legalm ente parte de la m ultitud “ ¿electoral?-, impo­ sibles de ser distinguidas de los m iem bros masculinos, para que algunas de ellas pudieran elevarse por encim a de esa m ultitud, La trascendencia sólo era posible si uno ya estaba incluido en los térm inos de representación que se quería trascender. No era casual, por lo tanto, que Pelletier hablara del sufragio en términos evolucionistas, como una “etapa” que las mujeres debían atravesar. La tensión de su propia posición provenía de que intentaba realizar dos significados históricam ente diferentes -e incongruentes- de “individuo” en el mismo m om ento histórico. El hecho de que tanto el individuo universal del siglo XVIII como el intelectual singular del siglo XX fueran identificados simbólicamente como masculinos aliviaba por m om entos esa tensión y otras veces la intensificaba. Tal vez fue esa tensión lo que hizo que Pelletier exagerase su presentación m asculina, porque buscaba afirm ar tanto su dere­ cho a la ciudadanía com o su superioridad intelectual con respec­ to a cualquier m ultitud -ya fuese de mujeres, feministas, socialis­ tas, trabajadores o m ilitantes partidarios-: un esfuerzo paradójico y doblem ente m asculino. Su apariencia y sn com portam iento la distinguían en todas las organizaciones a las que se unió. Anar­ quistas y socialistas, llam ándola de regreso a su grupo com o base

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ontológica de su identidad, ia instaban a dejarse crecer el cabello y usar vestidos. Uno de sus m entores socialistas,'Gustavo Hervé, le propuso corno m odelo a Louise Michel, que había llegado a un puesto de dirección en el partido sin renunciar a su fem ineidad. ¿Por qué no podía Peíletier hacer lo mismo? Ella registra esas conversaciones con desprecio, pero también gozaba con la im presión de singularidad que causaba. Era un ser anóm alo, ni una m ujer fem enina com o sus colegas feministas, ni todo un hom bre com o sus cam aradas socialistas. Incluso dentro de la vanguardia, ella era única, y ese sentim iento la hacía sentirse superior. La vemos repitiendo el intento de establecer su identi­ dad a lo largo de todo su itinerario político. La m áxim a actividad intelectual de Peíletier fue en los años previos a la Prim era G uerra M undial, iniciada en una “obedien­ cia” mixta de francm asones en 1904 -en las logias regulares las m ujeres estaban excluidas-, atraída por el clima intelectual, el intercam bio de ideas entre republicanos y socialistas, y la posibi­ lidad de am pliar el m ovim iento masónico a las mujeres. Trabajó frenéticam ente dando conferencias y escribiendo artículos sobre m uchos temas, incluido el derecho de las mujeres al aborto y el sufragio. PresentxS en su logia a Louise Michel, un éxito que le atrajo atención y elogios. El objetivo declarado de Peíletier era conquistar el pleno acceso de las m ujeres a la ciudadanía en el sentido que el térm ino tenía en el siglo XVII.I. Al mismo tiem­ po, quería preservar la atm ósfera elevada de la francm asonería, incluidos sus rituales y jerarquías. “No hay necesidad de ocultar el hecho -afirm ó en una conferencia en 1904- de que nuestra civilización [...] es la realización ele una eiite reducida.” Las masas eran tan incapaces de generar el tipo de pensam ientos “profun­ dos” que los masones expresaban com o de cam biar la sociedad. Por lo tanto, no tenía sentido atraerías al movimiento. Mi concepción de la m asonería sería la de una oligar­ quía esclarecida suficientem ente fuerte para obligar al gobierno a tom arla en cuenta, y que no tendría los de­ fectos de las otras oligarquías, porque sus filas estarían abiertas a todas las inteligencias.ifyl

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Para ella, la inteligencia era una garantía, no sólo de decencia sino tam bién de justicia y benevolencia. La inteligencia de Pelletier y su extraordinaria energía le gana­ ron adm iración pero tam bién enem igos entre los francm asones, m uchos de los cuales tem ían que su cam paña para atraer a las m ujeres a las logias norm ales, exclusivam ente masculinas, tuviera éxito. En ocasiones fue disciplinada por sus excesos -q u e inclu­ yeron am enazar a alguien con un revólver- y suspendida de su logia, pero siguió form ando parte de la francm asonería toda su vida, aunque hacia 1906 concentró su energía y su atención en las organizaciones feministas y socialistas. En 1906, Pelletier aceptó sustituir a Caroline Kauffmann en la dirigencia de una pequeña organización fem inista, La Solidante des Femmes, y ese mismo año ingresó a la SFIO. En esas organi­ zaciones, igual que en la francm asonería, se hizo evidente la ten­ sión entre sus afirm aciones universalistas en pro de los derechos de las m ujeres y su elñismo. De hecho, algunos historiadores han descripto ese período de la vida de Pelletier com o un ejemplo del “m atrim onio desdichado” entre el fem inismo y el socialismo, aunque esa caracterización no es exacta. Lo que perturbaba la experiencia política de Pelletier en esa época era la tensión entre su dedicación a la política em ancipadora -e n favor de las mujeres, los ciudadanos, los trabajadores-, por un Jado, y la búsqueda de la individualidad, por otro, es decir, entre universalismo y elitismo. ¿Cómo era posible poner en práctica el individualismo del sujeto fem enino en la era de la política de masas? Pelletier era tan since­ ram ente feminista com o socialista, y eso le perm itía distanciarse de los reclamos absorbentes de am bos movimientos. Entre las feministas, adoptó una posición contraria a la femi­ neidad y, entre los socialistas, denunció la misoginia. Criticaba las “ideas absurdas” que circulaban bajo la bandera deí feminismo, pero destacaba la im portancia de las organizaciones feministas para las m ujeres que ingresaban a los partidos políticos. Esas or­ ganizaciones perm itían a las m ujeres llegar “a saber cómo afirmar­ se a sí mismas”, escribió en un astuto panfleto de 1908, La femvie en tuüe pour tes droüs. Las m ujeres debían ingresar a los partidos políticos tanto para dem ostrar su capacidad com o para que au­

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m entara la influencia feminista. (Sin em bargo,:no debían hacercam paña únicam ente por objetivos feministas, porque eso gene­ raría dudas sobre su dedicación al partido; en cambio, cada m ujer debía actuar com o “un buen m ilitante” [ un bon mili! av. i], Aunque, naturalm ente, debía intervenir cuando se presentaran problem as relacionados con las mujeres.) Los grupos feministas enseñaban a las m ujeres a hablar, capaci­ dad crucial porque, “en un grupo político, quien no habla no exis­ te”. S i n em bargo, esa existencia, aunque necesaria, era efímera. No se hagan ilusiones al respecto; si un partido te eleva [a una posición destacada] es porque tiene interés en hacerlo. A parte de sus sentim ientos sexuales, las mujeres sienten simpatía por los hom bres, pero los hom bres en general no sienten más que indiferencia v desprecio ha­ cia las mujeres.**’ Peiletier aconsejaba a las m ujeres que nunca dieran a un partido político “su corazón, porque ese corazón es nuestro; pertenece a nuestras organizaciones feministas, las únicas que trabajan por nuestra em ancipación”. Hizo referencia a las organizaciones femi­ nistas com o el único home verdadero de las mujeres, utilizando la palabra inglesa para subrayar lo que quería decir. “’7 Y es inevita­ ble la tentación de interpretarlo com o un juego de palabras con la francesa "homme’, com o sí Peiletier hubiera querido decir que las organizaciones feministas perm itían a las m ujeres estar “en su casa”, at home, homme, com o hom bres, com o hum anos, libres de la atribución de las características fem eninas degradantes, libres de la necesidad de definir su existencia de acuerdo con los deseos de los hom bres. En opinión de Peiletier, las organizaciones feministas opera­ ban, no tanto en el sentido de consolidar una identidad común femenina, com o para fortalecer la resolución de cualquier mujer dedicada a la actividad política de resistir las presiones que trata­ ban de reducirla a su sexo. En Solidante des Femmes, Peiletier se opuso a quienes veían el feminismo como la expresión política de la identidad de las muje­

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res. En la SFIO, se presentaba com o “ un bon m ilitanf, em pleando la forma masculina del térm ino, y corno tal fue elegida -la única mu­ je r que lo consiguió, entre 1910 y 1911- al consejo ejecutivo, como representante de la facción de izquierda insurreccional dirigida por Gustave Hervé. Pero por más “ bon m ilitanf que fuera, su sexo y su feminismo la distinguían de los dem ás dirigentes del partido. ’68 En 1906, habló a favor del voto en el congreso del partido en Limoges y después negoció con jules Guesde, je a n Jaurés y otros para lograr la im plem elitación de la resolución aprobada por el partido a favor deí sufragio fem enino. M ientras fue m iem bro del com ité ejecutivo evitó cuidadosam ente defender el feminismo, pero sí escribió en nom bre de la causa feminista y, en algún pun­ to, hizo enfurecer a Hervé con un artículo para su periódico, La guerre sacíale, en que abogaba por la inclusión de las m ujeres en el servido militar. (Hervé respondió calificando su posición de an­ tinatural: “Si las m ujeres van a los cuarteles, los hom bres tendrán que hacer la sopa y los bebés”).'1(>a Si el activismo socialista la llevó más allá de los confines del m ovim iento de las m ujeres, el fem inism o le dio una posición dis­ tintiva entre los socialistas. C uando se presentó com o candidata a una banca en la Legislatura, en 1910, en la lista socialista, Peíletier destacó su propio carácter de ejem plar único. A ú n a m ultitud de em pleadas dom ésticas reunidas para escuchar su discurso le dijo “todo acerca de la evolución de las m ujeres hacia la independen­ cia [...] [y] me presenté a m í misma com o un ejem plo de esa evo­ lución”.170 En 1922, a la vez que reconocía la necesidad de tener organizaciones separadas de m ujeres trabajadoras y campesinas dentro del Partido Com unista, insistió, como feminista, en que las intelectuales plenam ente desarrolladas com o ella debían ser incluidas en los mismos térm inos que los hom bres.471 Peíletier perm aneció en la SFIO hasta que esta se dividió, en 1920, y en esos mismos años tam bién trabajó arduam ente para im­ pulsar el program a neom akhusiano. Escribió L 'émanápation sexuelle des femucs en 1911, publicó de nuevo su capítulo sobre el derecho al aborto com o panfleto separado en 1913, y después lo incluyó com o un capítulo de La rationalisation sexuelle, en 1935. Además, con frecuencia pronunciaba conferencias sobre el control de la

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natalidad y discutía sus méritos en foros públicos, en especial en el Club du Faubourg, en Ja década de 1930. A parentem ente, tam­ bién practicaba abortos com o parte de su práctica médica.'1'" Su defensa del control de la natalidad por medio de los anticon­ ceptivos y el aborto se basaba en la im portancia de la responsabili­ dad del individuo -ho m bre o m ujer- por las condiciones sociales y económicas de su propia vida, creencia opuesta a la m ayoría de ios análisis socialistas de la estructura del capitalismo.17'5 (El hecho de que Hervé -e n form a excepcional- apoyara a los neom althusianos parece haber sido una de las razones de la asociación de Pelletier con la fracción de los socialistas.) Ahí había una causa que respon­ día a las concepciones clel individualismo, tanto del siglo XVIII como del XX, al hacer del control del propio cuerpo la expresión literal —y la condición previa- de la posesión sin limitaciones de 1a propiedad en el propio ser. Era una causa que además desplazaba el énfasis de su individualismo, en cuanto que el enem igo al que había que oponerse, si había de existir, ya no era la m ultitud ni la masa ni las convenciones sociales, sino el estado y sus leyes. Y llamaba la atención sobre el cuerpo fem enino en su —difícil— relación con la búsqueda de una identidad no sextiada por parte de cualquier m ujer individual. Había una paradoja en la dedica­ ción de Pelletier a una política centrada tan concretam ente en el cuerpo fem enino. La m ujer que insistía en que la m ente, y no el cuerpo, era la clave de la individualidad, que afirmaba que la di­ ferencia sexual era asunto de hábitos psicológicos adquiridos, que hacía a un lado los asuntos del “bajo vientre” como algo decidi­ dam ente inferior a las actividades superiores de la m ente, estaba implicada en una cam paña para teorizar y llevar a la práctica la autonom ía de las m ujeres en relación con sus cuerpos físicos (ne­ cesariam ente sexuados). El trabajo de Pelletier en favor del derecho a abortar ponía de m anifiesto la interdependencia de la oposición m ente-cuerpo a la que se aferraba tenazm ente. El ser autónom o -incluso en su pen­ sam iento acerca de é l- no era sólo un logro cognitivo, sino una entidad material, un cuerpo integrado.174 Y en relación con ese cuerpo, el tem a de la diferencia sexual era fundam ental: el propio aborto, a la vez que trascendía las limitaciones impuestas a las mu­

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jeres p or ia m aternidad, llam aba la atención sobre el cuerpo cuya im portancia se quería negar. Desde 1810, las leyes prohibían el aborto, y el artículo 317 del Código Penal castigaba tanto a quien lo buscaba com o a quien lo practicaba. En julio de 1920, en la cresta de una ola pronatalista que vinculaba la recuperación de Francia de los estragos de la Prim era Guerra. M undial con el aum ento de la tasa de natalidad, los legisladores agravaron las penas y declararon iiegal incluso la publicación de inform ación anticonceptiva. Peiletier se m ostró desafíam e antes y después de la aprobación de las nuevas leyes, porque consideraba que la crim inalizacíón del aborto era una negación de la individualidad de las mujeres, otro aspecto de la negación de la ciudadanía. M ediante esas leyes, el estado reducía a las m ujeres a su vientre y, a la vez, violaba su integridad corporal. Se apropiaba de sus funciones reproductivas en interés del estado, del mismo m odo que los hom bres utilizaban el cuerpo de ellas com o “un instrum ento'’ para satisfacer sus necesidades sexuales y m antener -a través de arreglos de familia y pro piedad- el poder patriarcal.17"’ El estado violaba su propio com prom iso de proteger la libertad de su pueblo al despojar a las m ujeres de una posesión inalienable: su cuerpo, su propio ser. El rem edio, creía Peiletier, no era sólo insistir en el voto para las m ujeres, sino tam bién denunciar la ilegalidad de la ley. Des­ pués de 1920, dedicó sus discursos y escritos a desafiarla. U no de sus panfletos, L'amour el la malemité, fue publicado en 1923 por el G rupo de Propaganda m ediante Panfletos. Pero, además, parece ser que Peiletier, siguiendo la buena usanza anarquista, también hacía propaganda con hechos, utilizando su pericia m édica y su posición com o profesional (desde 1906 era m édica en el servicio postal y tenía un pequeño consultorio en su barrio) para realizar abortos clandestinos -au n q u e jam ás lo reconoció-.'*íh A través de esa actividad se veía com o u n individuo dedicado, que ponía a tra­ bajar sus conocim ientos científicos -su educación y preparaciónai servicio de quienes no podían ayudarse a sí mismas -n i siquiera controlar su cuerpo-. “La ley y la m oralidad son para hom bres y circunstancias ordinarios -decía uno de los científicos en la obra que Peíletier escribió en 1920, In anima, vüi, ou un crimc srientjfi-

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que-, nosotros somos hom bres extraordinarios [... j elevémonos a las alturas en que estamos ubicados.”'f77 Al liberar los cuerpos de las m ujeres del aspecto más opresivo de la ley. Pelletier trascendía la ley. Esa trascendencia era, de he­ cho, la realización de su propia individualidad. Pero, paradójica­ m ente, era un individuo totalm ente m asculino el que lo realizaba: el médico-científico-intelectual definido en oposición jerárquica a su objeto, el cuerpo reproductivo de la m ujer, y a la autoridad exterior e ilegítim a del estado. Al mismo tiem po, al restaurar la in­ tegridad corporal del ser a m ujeres que de otra m anera la habrían perdido, Pelletier sustituía a la ley. Esa acción tenía varias impli­ caciones. No sólo expresaba algo acerca de la libertad absoluta de los individuos para existir fuera de la regulación del estado, tanto si eran considerados ciudadanos com o si no; tam bién reconocía el poder formativo de la ley de crear o negar individuos. El final de la vida de Pelletier es una punzante ilustración del po­ der definí torio de la ley y las limitaciones del control de la propia representación por cualquier individuo. Sus palabras y sus actos habían hecho de ella un enem igo temible a los ojos de los pronatalistas. Fue denunciada repetidas veces com o ejemplo de la am ena­ za feminista al futuro de la civilización francesa. En 1933 fue pues­ ta bajo vigilancia e investigada por practicar abortos, y en 1935, el Club du Faubourg fue procesado por prom over la pornografía porque Pelletier había hablado allí sobre varios temas relacionados con su libro La rationalisatimi sexuelle, entre ellos “¿Es la noche de bodas una violación legalizada?” y “despoblación y civilización".'178 En 1939 fue arrestada, y condenada, por haber supervisado abor­ tos. (En 1937, un ataque cerebral ía había dejado parc ialm ente pa­ ralizada, por lo que ya no podía realizar operaciones ella misma.) Su estado de salud hizo que el juez ia confinara en un hospital, en lugar de enviarla a una cárcel. Por consiguiente, a pesar de que su m ente estaba en perfecto estado, Pelletier pasó los últimos meses de su vida en un manicomio. M urió en diciem bre de 1939. Los historiadores han señalado la ironía del hecho de que la prim era m ujer que realizó una pasantía en psiquiatría term ina­ ra sus días internada en un m anicom io. Pero para Pelletier la contradicción más terrible estaba entre la percepción legal de su

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situación y la personal, ya que su propio testim onio de cordura no había tenido m ayor efecto sobre su estatus legal. “No puedes im aginar qué terrible es estar en un m anicom io cuando uno tie­ ne todas sus facultades m entales -le escribió a su amiga Hélene R rion-. Mi m ente es tan vigorosa como siem pre. Por eso sufro ta n to /'17'5En otra carta observaba que alguien le había leído una noticia que inform aba sobre los planes de Suiza para incluir mu­ jeres en el ejército. Le recordó a Rrion que ella había tenido ia misma idea m uchos años antes y que Gusta ve Hervé y todos los otros se habían burlado de ella. “Así es com o se trata en Francia a las m ujeres que se distinguen desde un punto de vista intelectual. [Arria Lv] se suicidó y yo estoy en un m anicom io.”180 El poder de los otros -ejem plificado por la ley y sus agentes- para confirm ar o negar la existencia de los individuos era arrasador, y el proyecto de autocreación, por superior que fuese el intelecto o el indivi­ duo, no podía llevarse a cabo sin su sanción. La situación de Peíletier en 1939 era el opuesto de la escena que con tanto orgullo había protagonizado en un tribunal en 1908. En aquel año había sido acusada de violar la ley por haber lanzado piedras contra urnas de votación. A su juicio acudió una gran cantidad de feministas, quienes consideraron que el evento había sido un triunfo. “Todo el grupo está allí [...] e incluso una parte de los grupos de LL A uclert y de Mme. O ddo. Me felicitan. Es ía. prim era vez que el fem inism o com parece ante los tribunales. Me desean m ucho valor.”'181 La felicitaban porque el feminismo había ganado una batalla ante la ley. La m ulta de dieciséis francos impuesta a Peíletier era la señal del logro legal, del nacim iento de un sujeto fem inista, tanto com o de una pena. La integridad del propio ser, tanto com o la del cuerpo -su en­ carnación física-, se basaba en últim a instancia en su estableci­ m iento por parte de poderes “exteriores”. Por eso el voto era la clave para la realización de la individualidad de las mujeres. Al final de su vida, a pesar de su desconfianza hacia las m ultitudes, la dem ocracia de masas y los efectos reductores de las categorías de identificación social, Peíletier todavía pensaba que la ciudadanía, representada por el voto, era el objetivo más im portante para las feministas/18* Y com o la individualidad que anhelaba era la de las

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mujeres, Peiletier ponía de m anifiesto la paradoja generalm ente reprim ida de la teoría que abrazaba: no había autonom ía absoluta del ser fuera del lenguaje, ni individualidad, a m enos que fuese representada com o tal. La representación por ley, ante la ley, era a la vez la antítesis del individuo y la fuente de su existencia. La preocupación de Peiletier por re-presentar a las m ujeres abar­ caba todos ios campos. Se extendía a la historia, al uso de figuras del pasado com o m odelos inspiradores para las feministas y a la escritura de la historia del fem inismo para aclarar el significado de la lucha contem poránea. En la autobiografía íiccionalizada de Peiletier, Jj i Jenime vietge, Marie, la protagonista, vacila en ponerse a la cabeza de la organi­ zación feminista La Solidante des Femmes en 1906. Explica a la se­ cretaria del grupo, Caroline Kauffmann, que tem e perder su pues­ to de m aestra si acepta un papel dem asiado público. Kauffmann resuelve el problem a sugiriéndole que adopte un seudéniimo -P e­ lleüer relata el m om ento com o un bautism o-, y se convierte en ‘je a n n e Deroin, en honor a la famosa feminista de 1848”. “Esfuér­ zate por m ostrarte digna de tan grande paironné\ responde Kauff­ m ann a la joven, usando la palabra con sus m uchas resonancias para significar a la vez patrocinadora, protectora y modelo. La referencia de Peiletier al bautism o evoca la adopción de nom bres de santos y sugiere que atribuye un estatus similar a sus predecesoras feministas. Revela la im portancia que daba a ubicar­ se en una tradición histórica hecha de heroínas activistas. Desde un punto de vista, je a n n e D eroin era la hom ónim a perfecta para una fem inista de com ienzos del siglo XX, ya que había participa­ do en batallas que todavía se estaban librando: por el sufragio, el feminismo, la autonom ía sexual y el derecho de las m ujeres a ser candídatas en elecciones nacionales. Sin em bargo, desde otro punto de vista la elección de D eroin por Peiletier era sorpren­ dente, porque la sustancia de las ideas de aquella -e n especial su aceptación de la diferencia absoluta de las m ujeres, su énfasis en la im portancia simbólica de la m aternidad y sus inten tos de elevar lo fem enino a un estatus equivalente al de lo m asculino- no podía estar más alejada de la de Peiletier. Evidentem ente, no fue por­

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que apoyara las ideas específicas de Deroin que Peíletier se colocó en la misma tradición histórica, sino que más bien la identificaba com o la quintaesencia de una fem inista que utilizó com o inspira­ ción para la versión ficcionalizada de sí misma. ¿Qué significaba “fem inista” para Peíletier? Se definió a sí misma com o una en forma inequívoca: “Puedo decir que he sido siem pre feminista, por lo m enos desde que estuve en edad de com pren­ der”.481Así em pieza sus Mémoires. En el curso del libro, expresa des­ precio por “las m ujeres tal como son”, aburrim iento ante el alcance limitado de la actividad organizacional feminista y pesimismo acer­ ca clel futuro, pero nunca reniega de esa afiliación. “Por lo demás, sigo siendo feminista y seguiré siéndolo hasta la m uerte.”'1*’ El fe­ minismo no era solo una posición de defensa de los derechos de las mujeres, sino una posición de rebeldía, la capacidad de trascen­ der las norm as convencionales. Lo im portante era violar las reglas para, paradójicam ente, alcanzar el reconocim iento legal. Para rebelarse contra la ley en nom bre de los derechos de las mujeres, sin duda D eroin era una buena predecesora. Estaba sufi­ cientem ente lejos en el tiem po para servir com o m odelo abstrac­ to; los detalles concretos de su actuación -y la sustancia de sus ideas- no eran tan actuales com o para confundir la imaginación. Bastaba con saber que se había presentado com o candidata a elec­ ciones a pesar de la prohibición constitucional: en el proceso, ha­ bía denunciado la hipocresía de la república y re-presentado a las m ujeres como ciudadanos. Para la joven Marie, adoptar el nom ­ bre de D eroin im plicaba no sólo re-presentarse a sí misma como feminista, sino com prom eterse con la causa de la representación política de las mujeres. El voto era el punto de partida de esa re-presentación; su bús­ queda proporcionaba una unidad difícil de conseguir por otros medios en el presente y, adem ás, continuidad con el pasado. Pelletíer la propuso com o punto de unión en su prim er discurso a Salid arité des Femmes. Atacó la vaguedad de las ideas del grupo acerca del “valor social de la m adre y del am a de casa, virtudes fem eninas y vicios m asculinos”.4^ En lugar de ello, proponía un objetivo com ún: “Q uerem os la igualdad, eso es todo; el derecho a votar”.us7 La reacción del público y su propia excitación ante

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su entusiasm o la llevaron a subestim ar la dificultad de la tarea: “U na joven abogada m e dice ' ¡Guíanos a ia victoria!’, y siento mi corazón que late muy fuerte. D urante un m inu to, lo juro, creí que había llegado. Pero no llegará tan p ro n to ”.''188 Pelletier aprendió muy pronto que su palabra no era suficiente, que las palabras pronunciadas por una m ujer no garantizaban la individualidad. El problem a de quién controlaba el lenguaje de la representación no se resolvía con la apropiación del lenguaje por parte de una mujer; para ser un “sujeto hablante” hacía falta algo más que pronunciar palabras. Aun dentro de su grupo, las mujeres no entendían la relación entre ía realización de su fem ineidad y la carencia de derechos legales. Marie vino a expresar parte de la decepción de Pelletier. Después de su prim era reunión en Solidarilé-esetibe Pelletier—. Marie tenía sentim ientos confusos: “Cierta­ m ente, la presidenta era simpática, pero el feminismo, a través del espíritu algo confuso de la vieja militante, le aparecía corno algo muy débil, ¡y ella lo hubiera querido muy íiu -rtv !" .' Para Marie -al igual que para Pelletier-, re-presentar el feminismo llegó a ser tan im portante como re-presentara las mujeres, constituir un sujeto fe­ minista fuerte que desafiara las expectativas sociales acerca de ellas. Para ese proyecto, los personajes históricos podían proveer mo­ delos. Pelletier habló m ucho sobre la im portancia de lo que hoy llamamos role models. modelos de rol. Instaba a las m adres feminis­ tas a ofrecer a sus hijas literatura sobre m ujeres y hom bres desusa­ dos y valientes -“Jo h n Stuart Mili, Juana de Arco y la matem ática Sophíe G erm ain eran ejemplos que citaba- y, en cuanto a las fe­ ministas, jean n e Deroin ofrecía un perfil similar por su valor.'™ Pero adem ás del valor que le reconocía, adoptar el nom bre de Deroin perm itía a M arie im prim ir legitim idad histórica a su acti­ vidad fem inista y recrear retrospectivam ente a D eroin -e n cuanto apóstol del voto- a su propia imagen. La Marie de la ficción no sólo expresaba la frustración de PeUeder con las dem ás feministas, su sensación de sea' única y estar aislada (“se podría recorrer todo París y no se encontraría otra Marie”);1*'1 adem ás perm itía a Pelletier expresar su deseo de con­ trolar el significado del feminismo. A cierta altura de la novela, Marie decide escribir una tesis de doctorado sobre la historia del

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feminismo. (Com o no ha term inado el bachillerato, se inscribe en la Ecole Pratique des H autes Eludes, “que no requiere diplo­ m as”.)*'2 Pe lie lie r relata esto de pasada y no explica por qué Marie quería escribir sobre historia; sin em bargo, parece plausible conjeturar que el doctorado de Marie era un equivalente -p a ra la política- de su propio título de m édico -p a ra las ciencias-. Esta­ blecía sus credenciales com o activista y estudiosa del m ovim iento (en realidad sus estudios eran una form a de activismo) y le perm i­ tía escribir su legado y su inspiración a generaciones futuras, así com o rescribir esa historia en sus propios térm inos. Si para Pelletier la ciencia era la clave del futuro de la sociedad, para Marie la historia era una m anera de conform ar los térm inos del feminismo en el presente y en el futuro. En la novela de Pelletier, Marie desarrolla una ilustre carrera com o política socialista en Alemania, donde las m ujeres ya tenían el voto y lo usaban para m ejorar la vida de las m ujeres, y finalm en­ te m uere en form a trágica en Berlín, en el apogeo de su carrera, com o transeúnte inocente atrapada en un tiroteo entre revolucio­ narios y soldados del gobierno. Su viejo amigo Charles Saladier, m ilitante socialista que la había acom pañado a Alemania y allí se había convertido en su secretario, regresa a París y busca consuelo entre sus antiguas amistades. Carolíne Kauffmann, que ahora era una m édium espiritista, canaliza un mensaje de Marie. Al oír la voz de la m uerta, Saladier huye aterrorizado. Pelletier presenta la escena en form a cómica, pero el mensaje de Marie, representado -m a l- por Kauffmann com o la voz auténtica de la heroína difun­ ta, parece tener una función más seria en la novela: “Es Marie. No estoy m uerta, nadie m uere. Veo el m undo nuevo que se acerca. Trabajen, trabajen, m archen hacia la luz po r encim a de las tum ­ bas, el m undo nuevo se acerca”/'93 Pronunciada p o r el presente y para sus propios fines, la voz de la historia señala hacia el futuro. La historia del feminismo, com o la entendía Pelletier, era exactam ente eso: un linaje im aginario de m ujeres rebeldes, uno de los recursos que era preciso constituir en su transform ación de m ujeres som etidas a sujetos feministas. Ver la historia del fem inism o com o más o m enos que eso sería, a sus ojos, negar su vitalidad y su propósito perdurable.

6. Ciudadanas pero no individuos El voto y después

Las m ujeres francesas obtuvieron eí derecho a votar ei 21 de abril de 1944. El Comité de Liberación Nacional, presidi­ do por el general Charles de Gauíie e instalado en Argel, simple­ m ente anunció la extensión del derecho a las m ujeres como parte de una ordenanza que fijaba los térm inos en que se restablecería el gobierno republicano. Según una fuente, la proclam ación fue acogida sin entusiasm o ni oposición;™4 en la Francia posterior a Vichy, las voces de los senadores que habían bloqueado los pro­ yectos sobre el sufragio, por lo m enos desde 1919, perm anecieron silenciosas.™5 Así, el sufragio fem enino fue inscripto en la Cons­ titución de la IV República, adoptada en 1946. En su Preám bulo, se reafirm aba la Declaración de D erechos de 1789 y, al final, figu­ raba una frase que habría alegrado a Olyrnpe de Gouges: “La ley garantiza a las m ujeres derechos iguales a los de los hom bres en todas las esferas”. Los detalles se exponían en el artículo 4, que afirm aba que “to­ dos los ciudadanos y las personas de nacionalidad francesa, de am bos sexos [...], pueden votar bajo condiciones determ inadas por la ley’719f’ De Gaulle observó en sus m em orias que “esa tre­ m enda reform a [...] puso fin a controversias que habían durado cincuenta años’YW7Y Louise Weiss, la fem inista que había librado la últim a batalla por el derecho de las m ujeres a votar en la década de 1930, antes de que estallara la guerra, com partió el sentim ien­ to del general: El acceso de las m ujeres en todo el m undo a un estatus civil igual al de los hom bres es sin duda el fenóm eno co­ lectivo más im portante de la prim era m itad de este siglo.

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las

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Todavía no conocem os todas sus consecuencias, pero me alegro de haber hecho mi parte para ello.'*98 Igual que en 1848, un gobierno provisional, tratando de im poner el orden republicano en un caos político, concedió el sufragio universal con el fin de legitim ar su posición com o representante del pueblo soberano. David Thom son, historiador de la política francesa, describe así la sensación del m om ento: Los esfuerzos por establecer tenues y más bien ficticios hilos de continuidad cedieron ante una teoría reconoci­ dam ente jacobina: la de que debe haber elecciones ge­ nerales que expresen la “voluntad g en erar’ nacional del pueblo soberano. La tradición revolucionaria renació, y la IV República, en lugar de ser form alm ente una con­ tinuación de la III República, debía surgir de un gran acto creativo de voluntad nacional, ejercido a través del sufragio libre universal. A diferencia de 1848, sin em bargo, ahora el sufragio universal in­ cluía la ciudadanía para las m ujeres. Ese cam bio se ha explicado com o un intento calculado de Charles de Gaulle y sus asociados para excluir la victoria com u­ nista en el nuevo gobierno, que se temía. Como se pensaba que las m ujeres eran más conservadoras que los hom bres, se esperaba que contrarrestaran la influencia que la izquierda había ganado durante la resistencia.500 Sin em bargo, ese tipo de especulaciones, si existieron, no constituyen más que una parte de la explicación. Más im portante aún era que. hacia 1944, la definición de de­ mocracia se había am pliado para incluir la dem ocracia sexual -en form a de voto para las m ujeres-. La concesión del sufragio fem e­ nino perm itió al nuevo gobierno distinguirse tanto del régim en de Vichy como de la III República. M uchos -en tre ellos De G aullecreían que las debilidades de la ÍÍI República habían conducido a su m uerte, a m anos de Pétain, y la ciudadanía para las m ujeres era una de las formas de señalar el fin de una república obsoleta y el advenim iento de otra más m oderna. (En realidad, como se

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com probó después, en sustancia había tan poca diferencia entre ambas que la concesión clel voto fue uno de los pocos contrastes notables.) Además, el sufragio fem enino alineó a Francia -cuyas credenciales dem ocráticas habían quedado m anchadas por eí go­ bierno de Vichy—con las dem ás dem ocracias occidentales, que en su mayoría habían reconocido m ucho antes los derechos políticos de las mujeres. D escribiendo los comités de m ujeres organizados por las fuer­ zas de la Francia Libre en 1942 en Londres, con el fin de preparar una legislación que asegurara una m ejor situación para “la fami­ lia, las m ujeres y los niños”, un partidario destacaba la im portan­ cia del contexto internacional: Esos comités m antenían contacto con organizaciones si­ milares extranjeras o internacionales, a fin de que, even­ tualm ente. Francia pudiera ser restaurada a su debido lugar, en esos aspectos, en el plano internacional."'01 El voto para las m ujeres en Francia en 1944 puso así al país a la par de las otras dem ocracias occidentales. Además, conceder derechos a las m ujeres fue una m anera de resolver práctica v sim­ bólicam ente las diferencias políticas nacionales. La consagración del voto fem enino eliminé) uno de los conflic­ tos que habían asediado a la república anterior. En especial en los años posteriores a la Prim era G uerra M undial, la Cámara de Dipu­ tados envió periódicam ente un proyecto de ley sobre el sufragio al Senado, donde siem pre era derrotado. El gobierno provisional ahora ponía fin a uno de los conflictos entre los dos cuerpos legis­ lativos, en una vigorosa afirm ación de la unidad nacional. Sim bólicam ente, eí voto para las m ujeres significaba la diso­ lución de toda diferencia. Su inclusión com o ciudadanas, su in­ corporación al cuerpo político, era un gesto de reconciliación nacional, term inando con divisiones entre radicales, socialistas, comunistas y católicos, entre los que habían luchado en la resis­ tencia, los m iem bros de los consejos del m ovim iento Francia Li­ bre, incluso entre súbditos coloniales y sus gobernantes, v entre m ujeres y hom bres. Todos eran declarados iguales, y su igualdad

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se basaba en que todos eran m iem bros de la nación. Sobre todo durante la vida del gobierno provisional, antes de que se tomara efectivamente la decisión de crear una nueva república -e n un referéndum en abril de 1945-, la población debía ser una nación unificada, cuyo gobierno representara su única voz y voluntad. De Gaulle recitó repetidam ente ese mensaje, prim ero desde Londres y después desde Argelia: “Los franceses tenem os un solo país [...}. Francia es y seguirá siendo una e indivisible”.5,02 En 1848, la unidad se había alcanzado declarando irrelevantes las diferencias de clase para el ejercicio de los derechos políticos (se afirm aba que, con el sufragio universal masculino, “ya no había proletarios en Francia”); en 1944, la fusión de los sexos en una sola ciudadanía llevaba a cabo por lo m enos parte de la retórica de la unificación política nacional.50:5 C ontem plando retrospectivam ente esas circunstancias, en que los dirigentes del gobierno llegaron a la conclusión de que conce­ der derechos a las m ujeres contribuiría al interés nacional, Louise Weiss planteaba, en su característica form a petulante, una pre­ gunta sobre la agencia fem enina.504 “¿H abrían obtenido las m uje­ res sus derechos políticos en ese m om ento sin la dura lucha que yo encabecé?” Y su respuesta fue concluyente: “Sí [...], gracias a las contingencias internacionales”.:>os E ntre otras razones, estimó que ya no era posible, en un m undo en que las dem ás dem ocra­ cias habían concedido la ciudadanía a las m ujeres, que Francia afirm ara ser una dem ocracia sin perm itir que las m ujeres votaran. A unque tam bién insistió en la im portancia de la lucha feminis­ ta para definir la acción de De Gaulle no como el regalo de un príncipe benévolo -o interesado-, sino com o la respuesta a “una aspiración”. Weiss hizo una analogía con el desem barco de las tropas esta­ dounidenses e inglesas en N orm andía: sin la participación de los luchadores de la resistencia, Francia igual habría sido liberada, pero el hecho habría sido sólo una victoria estratégica im puesta desde afuera. Con la participación del maquis, el desem barco pasó a ser de alguna m anera ejem plar -la idea no está expresada con claridad- de la form a en que ella pensaba que la historia debía

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funcionar, de su creencia en la necesidad moral de participación de los oprim idos, de su concepción del proceso de la política dem ocrática.500 Según Weiss, sin la lucha feminista, las mujeres habrían sido sólo recipientes pasivas de sus derechos, mientras que con esa lucha podía verse que habían ganado activamente su era a n c ipació n ,m? Weiss entendía su propio papel, y más am pliam ente el tema de la agencia fem enina, dentro del discurso del individualismo, del que hablaba tam bién Peíletier. A unque políticam ente estaban en distintas posiciones -Peíletier era socialista y Weiss, radical-, Weiss creía, al igual que Peíletier, que “individuos de la elite” po­ dían provocar cambios, y definió sus propias acciones en esos tér­ m inos.-^ El título de sus m emorias. Combáis pour les fe mines, capta parte de ese sentim iento de superioridad, así com o su observa­ ción acerca de que m uchas de sus antiguas colaboradoras esta­ ban “estupefactas” por su decisión de movilizarse por el voto. U[E1 hecho de que yo] dejara el influyente [periódico] Europe nouvelle para dedicarm e a las infelices m ujeres carentes de todo derecho, y por lo tanto de toda im portancia, les parecía una extraña locu­ ra”.509 Aquí, Weiss entiende que su paso al feminismo, así como las actividades que llevó a cabo en su nom bre, incluyó una serie de estrategias personalm ente determ inadas. Para ella, la historia se puso en m ovim iento im pulsada sobre todo por su voluntad in­ dividual, Sin em bargo, una historia diferente sobre Weiss servirá com o un efectivo sum ario y conclusión para este libro. Es un rela­ to en que e3 fem inism o es constituido por la exclusión de las mu­ jeres de la política y por la represión de la diferencia sexual com o tem a político; en que el fem inism o después constituye la agencia de las feministas, que “tranca la m aquinaria teórica” del discurso político republicano, denunciando sus lim itaciones e im pidiendo su funcionamiento.-"’10 Weiss no había m ilitado en círculos feministas antes de 1934; en cam bio, había trabajado en el m ovim iento por la paz, como editora de la revista Europe nouvelle, que después de la Prim era G uerra M undial buscó sustituir el conflicto bélico por ía m edia­ ción en la política internacional. Explicaba entonces su pasaje al fem inism o com o una estrategia política: si los políticos hubieran

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le ni do que conquistar los votos de las mujeres, la creencia de que ellas preferían la paz habría influido en los hom bres para evitar la guerra. (La propia Weiss no aceptaba la identificación esencialista de las m ujeres con eí pacifismo, pero estaba dispuesta a sostener la “hipótesis’7con el fin de ganar adeptos para “mi apostolado por la paz”,)01'’ Weiss asumió la posición de m ujer en form a deliberada y sub­ versiva, es decir, se presentó com o portavoz de un grupo con el que no se había identificado antes.312 Pero, una vez establecida la identificación, utilizó su propio caso para señalar las limitaciones del universalismo que la república proclam aba. Vista a través de la lente del feminismo, la incongruencia de su situación llegaba a ser inquietante: ahí estaba una periodista prom inente, que go­ zaba de una gran influencia política, pero que no tenía derechos políticos formales. Su cam paña tocaba un tema fem inista tradicional: atacaba las contradicciones de la ideología republicana y exigía que se corri­ gieran. En la década de 1930, la república estaba asediada desde la derecha y la izquierda: Weiss reclam aba el derecho al voto para las m ujeres en nom bre de la protección de la república. Cada vez que em ergía una crisis constitucional, ya fuese una disputa sobre los poderes del presidente, las acciones del gabinete o el futuro de Sas formas republicanas de gobierno, Weiss insistía en el recla­ mo del voto. (Su libro está organizado exactam ente en esa forma, alternando relatos de las crisis del régim en con historias de sus intervenciones feministas.) D urante el Frente Popular, salió a ía calle al mismo tiem po que otros grupos políticos; organizó ma­ nifestaciones y m archas; im itando a las sufragistas inglesas, ella y otras m ujeres se encadenaron a la estatua de 1a Plaza de la Bastilla; y colocó urnas electorales -hechas con cajas de som breros- para reunir “votos” para las m ujeres candidatas fuera de los puestos de votación. Reconocía el riesgo efe agravar la inestabilidad polí­ tica con sus actividades: “Reclam ar nuestros derechos en un pe­ ríodo tan dram ático parecía inoportuno, insolente y peligroso a los profesionales que habían em pezado a tem er p o r su futuro.”™' De hecho, la cam paña bien podía derribar vil régim en que podría favorecer la causa de las mujeres, pero insistía en que era esencial

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elegir el m om ento apropiado para lograr el progreso de la causa. Era indispensable denunciar y explotar la “incom petencia del go­ bierno” y “la petrificación” de las instituciones republicanas, y la form a de hacerlo era enfocando el uso y abuso del voto, insistien­ do en el sufragio para 1as m ujeres. ’11 Weiss estaba particularm ente orgullosa del im pacto de su cam­ paña en el Consejo de Estado, suprem o tribunal adm inistrativo de la nación: sentía que había ganado el reconocim iento oficial de la justicia de su causa por parte de los hom bres cuya tarea consistía en conciliar los principios y la práctica de la ley. En mayo de 1935, m ientras Fierre La val, aliado de los fascistas italianos, negociaba con Stalin un acuerdo que desató el caos entre los radicales fran­ ceses, los socialistas y los com unistas, Weiss dirigió una cam paña de protesta en el Decimoctavo Distrito por un puesto en el con­ cejo m unicipal de París. Reclutó a m iem bros de su organización, La Fem m e Nouvelle, para que se sentaran a las puertas de ios lugares de votación y repartieran listas no oficiales, que debían ser colocadas en cajas de som breros. (Después los resultados fueron anunciados a la prensa-W eiss tenía un agudo sentido de la nece­ sidad de publicidad- com o una victoria de las m ujeres candidatas y com o expresión de apoyo a los derechos de: las mujeres.) Como era previsible, algunos hom bres colocaron por erro r las papeletas feministas en las urnas oficiales, pero luego fueron anuladas en el recuento. Weiss sostuvo que la elección era inválida porque no se habían contado todos los votos em itidos y llevó el caso prim ero a la prefectura del departam ento de Seine y después al Consejo de Estado.315 Este rechazó su apelación pero, ai mismo tiem po, reconoció los m éritos del caso y la “contradicción form al” que Weiss denun­ ciaba: la ley francesa era escrita, no consuetudinaria, adm itían, y no había ninguna ley escrita que im pidiera a las m ujeres votar. La ley existente daba por sentada la universalidad de los dere­ chos y la capacidad de los ciudadanos para ejercerlos; por lo tan­ to, no hacía falta ninguna ley para perm itir votar a las mujeres. “Por el contrario, sería necesario que el Parlam ento aprobara una ley para prohibirles expresam ente que ejercieran ese derecho.” Como la Legislatura no había aprobado ninguna ley de ese tipo,

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‘lógicam ente [...] las m ujeres tienen derecho a votar en todas las elecciones”, adm itía el Consejo. Pero no llegó a concederles el voto por interpretar que 3a exclusión era la intención -p o r im­ plicación ilógica- de los legisladores, aunque tam bién reconoció que esa solución era inadecuada, al sugerir que el voto se hallaba lim itado por “el estado de la legislación existente”. El relator se­ ñaló explícitam ente que la inserción de esa frase era un llamado al cam bio legislativo.515 El Consejo no había hecho a un íado el caso de Weiss como una simple locura, sino que había adm itido sus méritos. Y Weiss, evidentem ente, consideró que ese éxito suyo había sido un factor legal y conceptual fundam ental en la conquista del voto. Es posible que la decisión del Consejo haya sido un signo de la mayor apertura de algunos republicanos a la “dem ocracia se­ xual”, tanto com o del brillante razonam iento de Weiss, pero para nuestros fmes la cuestión de ese tipo de causalidad es irrelevante. Lo interesante es la insistencia de Weiss, una vez que se puso el m anto feminista, en denunciar y corregir las insuficiencias del dis­ curso político republicano. Esa atención a las contradicciones no se originó con ella, sino que era la m arca distintiva del feminismo. Lo mismo ocurría con la dificultad que encontraba para decla­ rarse una “m ujer” igual a las otras, cuya em ancipación perseguía. Para ella, la categoría no guardaba relación con el sexo sino con la exclusión política. En sus m em orias oscila constantem ente entre verse a sí misma com o una m ujer sin derechos y com o alguien -n o m ujer- social e intelectualm ente superior a esas pobres m ujeres ignorantes cuya causa había abrazado. Sin em bargo, hablar desde una posición de “m ujer”, por muy calificada que fuese la referen­ cia, necesariam ente evocaba su diferencia de los hom bres, a los que era social e intelectualm ente igual en los altos círculos diplo­ m áticos en que se movía. La reacción de una de sus colegas frente a la cam paña que ini­ ció destaca la dificultad que enfrentaban las feministas, no sólo ante todo para expresar su posición, sino para corregir la historia escrita. Los que habían vivido los turbulentos años de lucha en las calles, de la década de 1930, insistían particularm ente en la anti­ gua preferencia republicana p o r los votos sobre las balas. Por esa

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razón, la m ilitancia de ía.s feministas había inquietado a un colega de Weiss, Marc Rucan. M iem bro del gabinete de Léon Blum en 1935 y más tarde del Com ité de Liberación Nacional de De Gaulle, Rucart dijo a Weiss m uchos años después cuánto lo habían irritado sus m anifestaciones feministas en las calles. “El derecho a votar elim ina el derecho a la insurrección, M adame [...]. ¿No ha leído usted a Víctor H ugo?” La respuesta de Weiss asom bró a Rucart: “Sí, mi querido minis­ tro. Pero, dígame, ¿teníam os nosotras entonces derecho a votar?”. Ella señala que “Rucart quedó atónito. Políticam ente, él sólo po­ día pensar com o un hom bre”. ^ Weiss atribuía el lapsus de.R ucart a su creencia de que las m u­ jeres no tenían lugar en la esfera política, pero es igualm ente probable -d ad o que fue m iem bro del gobierno que concedió el voto—que, una vez que las m ujeres fueron incorporadas al elec­ torado, le haya parecido que siem pre habían estado allí. Resolver una de las contradicciones del republicanism o significaba borrar el hecho de que había existido. Además, en la m ente de Rucart, la m ilitancia fem inista todavía tenía la tacha de irracionalidad que sus opositores le habían endilgado para desacreditarla -eso justificaba su indignación cuando habló con Weiss m uchos años después-; en cam bio, el republicanism o seguía intacto, un siste­ ma tan coherente en su pasado com o había llegado a ser para él en el presente. Frente a tales interpretaciones oficiales, los historiadores sien­ ten la tentación de corregir la historiografía tratando el feminismo com o una especie de heroica resistencia a la injusticia, y ubicando esa resistencia en la voluntad de m ujeres individuales. A lo largo de este libro, sostengo que eí problem a es m ucho más com pli­ cado. El fem inismo no fue una reacción al republicanism o, sino uno de sus efectos, producido por afirm aciones contradictorias acerca de los derechos universales de ios individuos, por un lado, y p o r las exclusiones atribuidas a “la diferencia sexual”, por otro. El fem inism o es la expresión paradójica de esa contradicción en su esfuerzo tanto por lograr el reconocim iento de la “diferencia sexual” com o por declararla irrelevante. Esa paradoja es lo que constituye la agencia feminista. Las feministas fueron mujeres que

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“tenían sólo paradojas para ofrecer”, sin em bargo, lo hicieron en térm inos fundam entalm ente diferentes. La im portancia histórica del fem inism o y la validación de la agencia feminista, por lo tanto, no dependen de si podem os esta­ blecer. o no, que fueron las feministas las que finalm ente consi­ guieron el voto -au n q u e puede afirm arse que sus acciones contri­ buyeron al proceso-: más bien es en el m arco de los cam biantes discursos del individualismo, al señalar insistentem ente las insufi­ ciencias del universalismo republicano, que el fem inismo hizo su trabajo critico y debe encontrar su historia. Para las feministas, la obtención del voto fue motivo de celebra­ ción, pero no term inó con la situación de sojuzgam lento de las m ujeres, lo que poco después Sim one de Beauvoir calificaría de “segundo sexo”. U na vez más, es útil considerar la experiencia de Louise Weiss. No auguraba nada bueno para la realización de sus esperanzas -au nque, a la larga, su carrera política sin duda fue la de una m ujer liberada-. Weiss, que se había incorporado al Partido Radical inm ediatam ente después del anuncio del voto, se vio muy pronto desengañada por (Jeorges Ridault en relación con su esperanza de alcanzar un lugar en el nuevo gobierno. Bkiault la consultó en nom bre de De Gaville para pedirle nom bres de m ujeres que pudieran ser incluidas cuando se organizara la Asam­ blea Constituyente -q u e debía redactar una nueva C onstitución-. C uando propuso el suyo, Bidault le explicó que ella no era el tipo de m ujer en el que estaban pensando: “jUsted! [...] No, usted no, a ningún precio. ¿No querem os incluir a m ujeres tan meritorias que nos avergüencen!”. Ella recuerda que rio con am argura y le recom endó una serie de viudas cuyos “difuntos maridos les ha­ bían dejado nom bres notorios”.*'8 Como lo indica la elección de viudas para esas prim eras eleccio­ nes, los que redactaron el decreto que concedió la ciudadanía a las m ujeres querían seguir considerándolas m iem bros de familias o de colectividades con intereses particulares que defender. Y bus­ caban m inim izar la significación del nuevo derecho de las mujeres a participar en las elecciones, que después de todo no eran más que ejercicios periódicos cuyos efectos no había por qué extender

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a otras áreas de la vida. Con lodo, la ciudadanía traía consigo la prom esa de la individualidad, si no su realización inm ediata, y así abría 3a puerta a una mayor participación política de las mujeres. Cualesquiera que fuesen las intenciones de los legisladores, con el voto las m ujeres pasaron a ser sujetos políticos. Irónicam ente, la posesión de derechos contrastaba, más que su carencia, con la continuada dependencia social y psicológica de las m ujeres.515' En lugar de elim inar el problem a general de la diferencia sexual, el voto atrajo m ucho más atención sobre él. Es por eso que El segundo sexo de Sirnone de Beauvoir es relevan­ te. Escribiendo en 1949, la autora hacía referencia a los derechos políticos que las feministas habían buscado como “abstractos” y “teóricos” (el uso de esos térm inos parece im plicar “m eram en­ te”). La ciudadanía había hecho a las m ujeres iguales a los hom ­ bres com o sujetos ante la ley en un sentido formal, de procedi­ m iento, pero no les había otorgado la autonom ía, ni social, ni económ ica, ni subjetiva. FJ problem a no era la igualdad sustantiva -au n q u e De Beauvoir tam bién se preocupaba por conquistarla-, sino sim plem ente que las m ujeres no habían pasado del estatus de individuos abstractos al de “sujetos soberanos”, seres autónom os en plena posesión de sí mismos. En ese sentido, el voto era sólo una victoria parcial: El período que estamos atravesando es un período de transición; este m undo, que siem pre ha pertenecido a los hom bres, todavía se halla en sus manos; sobreviven en gran parte las instituciones y los valores de la civiliza­ ción patriarcal. Los derechos abstractos están muy lejos de ser en todas partes integralm ente reconocidos a la m ujer [...]. Y acabamos de decir que los derechos abs­ tractos jam ás han bastado para asegurar a la m ujer una aprehensión concreta del m undo: entre ambos sexos, todavía no existe hoy una verdadera igualdad."1"0 De Beauvoir sostenía que las m ujeres nunca alcanzarían el esta­ tus de individuos plenam ente autónom os m ientras siguieran fun­ cionando com o los “otros” de los hom bres. Las mujeres eran la

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proyección mítica de las esperanzas y los tem ores de los hombres, la confirm ación de su virilidad y su soberanía. Si bien la libertad económ ica era un ingrediente esencial de su em ancipación -la dim ensión concreta que debía acom pañar los derechos teóricos-, en últim a instancia el problem a era existencial: sólo los hombres podían alcanzar la autocreación a través de la trascendencia de las condiciones de su existencia. La m ujer estaba condenada a la vida de la inm anencia; confinada a la repetición interm inable de las funciones fem eninas generales, le estaba negada la libertad de vivir -individual y específicam ente- com o quisiera.5-1 La ventaja de que goza el hom bre [...] es que su voca­ ción com o ser hum ano no se contrapone de ninguna m anera a su destino com o m acho. A través de la iden­ tificación del falo con la trascendencia, resulta que sus triunfos sociales y espirituales lo dotan de una presencia viril. No está dividido. M ientras que a la m ujer se le exige que, para realizar- su fem ineidad, se haga objeto y presa, lo que significa que debe renunciar a sus aspiraciones de ser un sujeto soberano.52De Beauvoir pensaba que la m arca distintiva del ser hum ano era actuar com o un sujeto soberano, elegir la dirección de su vida. En consecuencia, a las m ujeres se les estaba negando la expresión de su hum anidad esencial. Para ella, la diferencia sexual era un fenó­ m eno secundario, cultural, no biológico. No negaba la universa­ lidad -la igualdad- de la hum anidad, y no desaparecería cuando esa igualdad fuera reconocida o -com o ella decía- “restaurada”. Los que habían tanto de “igualdad en la diferencia” ~ escribía al final de El segundo sexo- no pueden negarse a conciencia a concederm e la posibilidad de la existen­ cia de diferencias en la igualdad [...]. Si la sociedad de­ vuelve a la m ujer su individualidad soberana, no por eso destruirá el poder del abrazo am oroso de conm over el corazón.'

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Esos pensam ientos m arcan a Sim one de Beauvoir com o una filó­ sofa existencialisla y la ubican del lado de la “igualdad” en los de­ bates de “igualdad contra diferencia” de las feministas contem po­ ráneas, pero tam bién nos dicen algo sobre el efecto del voto sobre el fem inism o.5"* Porque ella, com o todas las feministas, debe ser leída en los térm inos de los discursos políticos y filosóficos concre­ tos de su época. En su caso, los contextos discursivos fundam en­ tales son el existencialismo y el voto, la idea del sujeto soberano y su existencia legal para las mujeres. Porque el voto, en lugar de resolver la tensión entre el individuo abstracto indiferenciado v el ser individual definido por la diferencia, intensificó el conflicto ambos. En el pasado, esa tensión se había resuelto aparentem ente con­ siderando am bos individuos com o masculinos, pero esa resolu­ ción dejó de funcionar cuando las m ujeres fueron adm itidas en las filas de los individuos abstractos. Ahora, la afirm ación de las m ujeres de ser sujetos soberanos estaba respaldada por su nuevo estatus de ciudadanas. La referencia de De Beauvoir a “renunciar” a esa aspiración se refería no sólo a vulnerar su hum anidad intrín­ seca sino a violar la ley. Según ella, la adquisición del voto no había resuelto el proble­ ma de la subordinación de las mujeres, pero sí había desplazado el foco de la contradicción. La cuestión ya no era si las m ujeres te­ nían derechos; cuando se convirtieron en sujetos legales pudieron decir que los principios del republicanism o liberal eran verdade­ ram ente universales. El problem a de los derechos sustantivos, por supuesto, subsistía; así com o había ocurrido con el sufragio uni­ versal masculino, las lim itaciones de los derechos formales para corregir las inequidades de poder social y económ ico se hicieron más evidentes. Con derechos políticos, las m ujeres podían llevar sus dem andas al terreno legislativo -y lo hicieron-, señalando la contradicción entre la prom esa de igualdad y su realización. Pero, en opinión de De Beauvoir, la tensión real estaba en otra parte: la m ujer “está frente al hom bre, no com o sujeto, sino como un objeto paradójicam ente dotado de subjetividad; ella se ve a sí misma sim ultáneam ente com o yo y com o otro, una contradicción que tiene consecuencias muy extrañas”.5-5'M editando sobre ese

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dilema. Simone de Beauvoir se preguntaba qué haría falta para lograr la “m etam orfosis interior” necesaria para que las m ujeres fueran representadas com o individuos plenam ente autónom os. “Pero, ¿alcanza con cam biarlas leyes, las instituciones, las costum ­ bres, la opinión pública y todo el contexto social para que los hom bres y las m ujeres lleguen a ser verdaderam ente iguales?” La respuesta de De Beauvoir es cautelosa. Por un lado, pensaba que esos cambios eran una condición pre­ via necesaria para la verdadera igualdad y gradualm ente llevarían a ella, pero, por otro lado, creía que su realización requería de las m ujeres el tipo de extensión trascendente que su posición como objetos im pedía. “No es cuestión de abolir en la m ujer las miserias y las contingencias de la condición hum ana, sino de darle los me­ dios para trascenderlas.” ’1* Según su análisis, esa tensión replicaba algunas de las tensiones sobre la causalidad y el m aterialism o inherentes al encuentro del existencialismo con el marxismo. Tam bién señalaba un contexto nuevo para las críticas feministas, una consecuencia directa del voto. C uando las m ujeres se convirtieron en ciudadanas, el indi­ viduo abstracto parecía haberse pluralizado; en realidad, en el m ejor de los casos se había vuelto neutro, aunque probablem ente sería más exacto decir que seguía siendo masculino. Las m ujeres fueron substituidas en la categoría, declaradas una versión del hom bre para el fin de ejercer el voto. Eso tuvo el efec­ to de negar o eludir transitoriam ente la cuestión que la diferencia sexual había planteado por tanto tiem po para las definiciones del individuo abstracto. Pero, en los térm inos de De Beauvoir, la solu­ ción era "teórica”, no real, porque no tenía ningún efecto sobre el proceso yo/ol:ro por el cual se construían los individuos diferen­ ciados. Ese proceso ejemplificaba la diferencia sexual, no como pluralism o -pu esto que todavía se consideraba que el individuo era un tipo singular-, sino com o jerarquía. C uando las mujeres pasaron a ser ciudadanas, pudieron ser representadas como indi­ viduos (abstractos), pero ¿cómo podían ser representadas como mujeres? El fem inismo posterior al sufragio se construyé) en el espacio de una paradoja: estaba la igualdad declarada entre hom bres y muje­

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res bajo el signo de la ciudadanía (o el individuo abstracto) y, por otro lado, la m asculinidad exclusivista del sujeto individual. De un lado estaba la presunta igualdad que derivaba de la posesión garantizada por la ley de los derechos universales y, del otro laclo, la desigualdad derivada de los presuntos hechos naturales de la diferencia sexual. A partir de esa inconsistencia -e n tre los signi­ ficados político y psicológico de “individuo”- podem os entender no sólo las dificultades de De Beauvoir de producir un program a definitivo para alcanzar la igualdad, sino tam bién los conflictos que han caracterizado la historia más reciente del feminismo. Visiones feministas rivales han adoptado un lado u otro de la oposición entre el individuo abstracto -q u e cuenta a las mujeres igual que a los hom bres- y el individuo definido m ediante la di­ ferencia sexual -q u e insiste en su desigualdad radical-. Las que, siguiendo a Sim one de Beauvoir -Elisabeth B adinter es la más re­ ciente representante-, son partidarias de la igualdad están de par­ te del individuo abstracto/’"' Insisten en que la diferencia sexual es irrelevante frente a los derechos hum anos com unes reconoci­ dos por los principios universales de la ley dem ocrática liberal. Las partidarias de la diferencia sostienen que la diferencia sexual es el producto inevitable de la individuación y que el individuo abstracto no sólo reprim e una diferencia que no es posible su­ perar, sino que adem ás perpetúa la opresión de las mujeres, al to m arla m asculinidad como norm a, (“¿igual a quién? -pregunta Luce Irigaray, discutiendo con las feministas que aspiran a la iden­ tificación con el ‘masculino genérico’- Eso me parece un error bastante ingenuo, puesto que ellas [las m ujeres] todavía carecen de lo necesario para definir su propia identidad sociocultural.'1"1-8 En otras palabras, las m ujeres siguen siendo imposibles de repre­ sentar en sus propios térm inos.) El objetivo de las llam adas feministas de la diferencia es tras­ trocar el proceso que objetifíca a las m ujeres, a fin de constituir sujetos masculinos individuales, haciendo de la diferencia de las m ujeres la base para representar una subjetividad fem enina autónom a.3-1' No ha sido mi propósito tom ar partido en esas controversias, sino señalar que, por muy apasionadas que sean, no señalan un

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defecto del fem inism o -3o que T heodore Zeldin, citando las me­ morias de Louise Weiss, llamó “el costado pena de los movimien­ tos fem inistas”'-.-’™ Más bien, la aparente necesidad de elegir la igualdad o la diferencia -q u e no puede ser satisfecha con ninguna de las alternativas- es sintom ática de la dificultad que la diferen­ cia sexual plantea para las concepciones singulares del individuo. En la m edida en que el fem inism o se construye en relación para­ dójica con esa concepción singular del individuo, inevitablemen­ te reproduce los térm inos de su propia construcción. U na relectura de la historia del fem inismo no puede resolver sus paradojas; ser irresoluble es parte de la naturaleza de la pa­ radoja. Sin em bargo, el estudio de esas paradojas introduce una com plejidad necesaria en el relato histórico. Yo he puesto el foco en la historia del fem inismo, pero la utilidad del enfoque va más allá del fem inism o, al estudio de la historia en general. Insiste en la especificidad de las paradojas y las contradicciones que produ­ cen sus propias negaciones y, por consiguiente, en la historicidad de lo que parecen ser expresiones culturales y políticas recurren­ tes. Así, la existencia del fem inism o -~o de los movimientos de tra­ bajadores o de socialistas o de antirracistas, para m encionar sólo algunos otros ejemplos posibles- no se explica com o una resisten­ cia a un m achism o -o capitalismo o racism o- intem poral, o a los límites fijos de la teoría política liberal. Más bien, el feminismo -o el sindicalismo o el socialismo o el antirracism o- se produce, de m aneras diferentes en diferentes m om entos, en puntos histórica­ m ente específicos de contradicción discursiva. Los movimientos políticos surgen en puntos de contradicción difícil, a veces irre­ solubles. Y el objeto de) estudio histórico es ilum inar la especifici­ dad de esas producciones. La historia del fem inism o ha sido un instrum ento im portante y com plejo, conscientem ente utilizado para los fines de la políti­ ca feminista. Mi propósito ha sido dialogar con esa historia a fin de enfrentar una serie de cuestiones difíciles, planteadas por los debates aparentem ente interm inables y con frecuencia acalora­ dos, entre las feministas, sobre igualdad y diferencia. Así como ocurría con las feministas del pasado, mi pensam iento ha tom ado form a en un contexto discursivo que yo no controlo por com pleto

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-y que otros tendrán que analizar-, pero tam bién me he basado conscientem ente en las teorías referentes a la diferencia, la para­ doja y la form ación discursiva de los sujetos. '31 Esas teorías m e han proporcionado una com prensión distinta de las razones de la intralabilidad de los dilemas que las feminis­ tas han enfrentado y de las respuestas necesariam ente paradójicas que siguen teniendo. Pero no han resuelto, ni pueden resolver, los dilemas, ni siquiera hacerlos m enos intratables. De hecho, en el caso del fem inismo, el problem a central -igualdad contra dife­ rencia- es imposible de resolver tal com o está planteado. Pero ¿es posible plantearlo de otro modo? ¿H abría fem inismo sin el discur­ so de los derechos individuales que reprim e la diferencia sexual? Creo que no. ¿Puede haber una política fem inista que explote esa tensión sin esperar resolverla de m anera definitiva? Creo que sí, y el objetivo de este libro ha sido sostener que las feministas vienen haciéndolo hace por lo m enos dos siglos. Si mis respuestas a esas preguntas finales son todavía tentativas -'creo qne n o ”, “creo que sP-~ es porque intentan provocar el deba­ te, no agotarlo. Esa discusión no sólo es necesaria para m antener un m ovim iento vigoroso, tanto académ ico com o político, sino que es inevitable. H istóricam ente, las feministas han tenido que enfrentar problem as que son centrales en la organización ideoló­ gica de sus sociedades y que, por lo tanto, no suelen ser vistos ni considerados com o problem as. Frente a desafíos de esta enverga­ dura, no hay ni puede haber una solución segura ni única, de ahí la inevilabilidad del debate perm anente. Som eter nuestras propias paradojas a un escrutinio crítico cons­ tituye una form a de apreciar la enorm idad de los problem as que han enfrentado las feministas, la creatividad con que lo han he­ cho y la necesidad de generar formas de pensar que no insistan en la resolución de las oposiciones. Después de todo, fue el impulso con que se buscaba esa resolución lo que hizo ele la “diferencia sexual” un problem a imposible de tratar para las teorías de la re­ presentación política. Y fue a través de una crítica de esas teorías, que intentaba desterrar el problem a de la diferencia sexual ex­ cluyendo a las m ujeres, que el fem inism o encontré) su inestable razón de ser.

Notas

J. RELEER LA HISTORIA DEL FEMINISMO

1 Entre las historias del fem inism o francés pueden verse; León A bensour, N islom géném k dufíminisme: Des origina n/dir, Princeton. Princeton University Press, i 984: Lauren ce Klejrnan v Florence Rochefort. idégaíHé en marche; Lejémin/sme.soia la Iroisienu>.RélnihUijite. París, Fditions des Femmes, 1989; ¡am es F. McM.illan, IJoiístanije oí I¡artot: TheFlact■oj Womnt m Frmch Soridy. 1870-19-10. Nueva York. Si. Mártires Press, 19 8 1; Giaire G o ld berg Moses, Frendi Feminista in ¿he NincU’cnth (',i-nt¡ny, Albany, State Untversity o í New York Press, 1984: ('.baríes Sowervvine. Sklen or Citizenx? Wnmrn mu! Sanafoxm m Fmncc sivat 187 6. Cam bridge, Cam bridge University Press, 5982; Evelyne Sulleroi, Hístoiir de ht ¡jikiw féminhut m Franca, des origines ñ 1848, París, F ibrain e Armand Colin, 1966; M arguerite T h ib eit, Le ¡éminisme dans le soeinlistne ¡rancais de 1830(1 1850, París, Maree!. G irard, 1926; l.outse A. Tille, ‘'W onierfs Collecúve Aetion and Fcminísm ¡n France. 8 7 0 -19 )4 ” , en Lotiise A. Tiíly y Charles Tiily (eds.), CJass C.oitjlid and Ccdledive Adion, Beverly Hills, Sage. 19 8 J. 2 Nao York Times, 31 de diciem bre de 1993. 3 Fnm coise Gaspard, Glande Se n a n-Se h re i be r y Auné. Fe C ali, ,-Ah jsminoir rúoyrtirwi! Liberté, ¿gaüíé, ¡torilé, París, Senil, 1992. 4 Sobre este pinito, véase Genevicye Fraisse. "Q uand gouverner u'est. pas représenter” , Esprií. n“ 290, man/o-abri¡ de 1994. pp. 103-1 ¡4. 5 Citado en Charles Sovverwine y ('lau d e M aignien, Ahídnkr»c PrUrúer: Um ¡fonmista dtms. L'nrme París, Fes Edííions Ouvríeres, 1992, p. 1 0 2 . 6 O lym pe de Gouges, l s bonheurprumiij de Fhottuue. París, 1788, p. 23;

"Si j ’allois ¡du* rtvant sur celle mo!;rrc, je ¡¡(turross m ’d íoidrr Irop Inhi, et rn'ailirer Thwniíié des hm/rmr^ paivenits, qni, sans ré¡léehir sur mes bolines mies. 7ti ajtpvnfnvdir mes bou ¡les intentiems, me eondfnnneroirn.t iwfd!n';a-

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bleunmi camine une j'emme qui v ’a que des punuloxes á offrir, et non des ¡j roblémes fáciles a réscnulre'. 7 Sobre los distintos usos de los térm inos ‘"paradoja” y “contradicción’', véase Petil Robert. Dictionnaire de la ¡cingue franca ¿se, París, 1986, pp. 1353 y 380, respectivamente. 8 Sobre la historia del republicanism o francés, véanse Rogers Brubaker, Cilhenship and Naíwn-hond in France and Germany, Cambridge, Mass., Harvard University Press, 1992; Peter Campbell, French Electoral Systems and Ekciious since i 789, Londres, Faber, 1958; Glande Nicolet, L 'idee républiccrine en Frunce (1789-1924): Fssaí d 'histoire critique, París, Gallimard, 1982; Sián Reynolds, "M aríanne’s Citkens? W omen, the Repubiic, and Universal Sufítage in France”, en Reynolds (com p.), Wuiiic-ii; Síale, and Reimhdion: Essnys on Power and Gender in Europe since 1789, Brighton, Wheat-sheaf Books, 1986, pp. 102-112; Fierre Rosanval Ion, L'étnl en France: De 1789 a, nos jmm, París, Seuíl, 1990, y l£ sacre du eitoyen: Histoire du suffrage. univm el en France, París, GaUmuird, 1992; David Thom pson, Democracy in France: The Third and Fourth Republks, Londres, Oxford Umvevsity Press, 1958. 9 Fncyilojjédie, ou dküunnam raisonné des sciences, des arls et des uiéliers, .17 vois., Neufcháiel, 175Í-1765 (citado en adelante com o la Encydopéditi), vol. 8, pp. 684-685: "Pierre est un homm, Paul esl un homirm, ils appuHiennenl á la mérne espéce; inais Hs differe.nl nuinériquemunl parles d.ifférences qui leur son i propies. Lhmestbe.au, l ’autre. luid, l’u n savani, l nutre igaomnl, et un tel sujel esl un iadividu suim nt 1’é.lymologie, parce qu ’on ne peui plus le diviser en mmvm ux sujeta qui ayenl une existente réellement indéptndanU de lui. i, \isseiiddagn de ses piopriélés esl tel, que plises ensamble, elles ne sauraient com/enir qu Vi luí'. 10 Letlres d u n bourgeois de New Haven á un eitoyen de Virginia (1787), en Oeuvres de CondorceL 12 vols., París, i 84-7-1848, voí, 9, p. 14; cit. en Che n i B. Weich, Liberty and Utility: The French ídmlogues and the Tutnsfomuliun of Libmilism, Nueva York, Colnmbia Uuiversity Press, 1984, p. 11. 11 Un ejem plo de cómo funciona este proceso de abstracción puede verse en el com entario del conde de Cierm ont-Tonnerre sobre los judíos, a fines de la Revolución francesa: "Uno debe negarles todo a los judíos como nación y concederles todo a los judíos como indivi­ duos [...]. Deben ser ciudadanos como individuos” (cit. en Rogers Brubaker, Citi~.nish.ip andÁ Ta liüukood..., ob. cit., p. 106). 12 Stephen Lnkes, lnd.ividuali.sm, Nueva York, H arper and Row, 1973, pp. 1.52-153. Véanse tam bién Uday S. Me lira, “Liberal Strategies of Exclusión”, Politics and Sociely 18, diciem bre de 1990, pp. 427-453, y Maree! Gauche!, “De l'avénem ent de i’individu á la découverte de la socieié", Anuales:Econoniks suciétés civUisations (cit. en adelante como Anuales ESQ 34, mayo-junio de 1979, pp. 457-463. Sobre el liberalis­ mo francés, véanse Stephen Holmes, Benjamín ConsLant and tíie Malúng of Modf.ru [Áberalism, New Haven, Yaie Universit.y Press, ¡984; Cheryl B. Welch, Liberty and Utility: Willíam Logue, From Phifoúfphy lo Sí>ciulogy: The Evolutiva of French Libmilism., De Kalb, N orthern Illinois University Press, 1983; Francrois Bourricaud, “The Righus of the Individual and the General Will in Revolníionary T hought”, yjean Rivero, “The

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Jac o b in and Liberal Traditions” , am bos e n jo s e p h Kkdtsy Michael H. Haltzel (eds.), Liberty/Liberté: TheAmerüun and Fiv.nck Expetwiue», W ashington, DC, W oodrow Wilson Oenter Press: y Balfimore, Johns Hopkins University Press, 19 9 1. Sobre el fem inism o y la teoría política libera!, véanse Christine Faurc, La démucniík sans les fcmmr»: lissat. sur le libéralisí.'íí en Frunce,, París, Presses Universt taires de France, 1985: M ichéle Le D oeuff, Hipf>an:hui’s Chotee: AnJissay eoneern.ing Wohíi-h. PfiUosuf/hy, Fie., O xford, Blackwell. 5990; Wai-chee Dimock. '‘Criminal Law, Fem ale V im ie , and the Rise o f Liberalism ” , Yole Journal of Law 4, n*' 2, verano de .1992, y Dimock, “ Rigiulu! Subject.ívity” , Yate Journal of C ritidm 4 , 11" 1 , 1990. Sobre la teoría dem ocrática y la exclusión de las m ujeres, véase Geueviéve Praisse, Muse de la rahon: La démoemlie exclusive e! la dijjeience des sexes, Aix-en-Provence, Editions Alinea, 1989. 1 3 Stephen Lukes, In d ivid m tim , ob. cit., p. 146, 14 W elch, Liberty and Ulilily..., ob. cit. L? P ierrejean -G eo rges Cabanis, Rapports du f/liysiijue el da moral de i'homme, 2 vols., París, 18 0 2 .-Agradezco esta referencia a A n c liw Aisenberg. 16 Condorcet, "O 11 the Admission ofW om en 10 the Rights o f Cidzensh ip ” (17 9 0 ), en Keith M ichael B aker (com p.), Seke’ed VVVilings, Indianápoüs, Bobbs-M errill, .1976, p. 98. 1 7 Esto no significa que la individualidad del hom bre blanco no se estableciera también p o r contrastes de color o ■‘civilización” , sino sólo que el gén ero fue crucial para la conceptualizacíón de la individuali­ dad masculina, que pasó a ser una dim ensión cada vez más im por­ tante de la identidad personal y social desde fines de! siglo XVIU, en adelante. 18 Fue el trabajo pionero del historiador M ichael W arner sobre el indivi­ dualism o estadounidense y la identidad individual lo que despertó) mi interés por las contradicciones en el concepto de individuo. W arner sostiene que, en el contexto de Estados Unidos en el siglo X ÍX , la heteroscxnalidad era la resolución de la contradicción. Véanse “ HomoNarcissism: O r. H eterosexuality”, en [oseph Boone y M ichael Cadden (com ps.), E>i.gend.enng Men, Nueva York, Roudedge. 1990, pp. 190-206; “T he Mass Public and (he Mass Subject", en Craig Calhonn (com p.), Habennus and the Public Spkere, Cam bridge, Mass., MLT Press. 1.992, pp. 377-401; “ New English Sodom ", American l.Hmdure 64, n*’ i, marzo de 1992, pp. 19-29; “T h o rea u ’s Bottom ” , íianíun I 1, n” 3. inv ierno de 1992, pp. 53-79; “W alden’ s Erotíc Econom y", en H ortense j . Spiller (com p.), ConipartUíve American lden tilles: Race. Sex, and &Jn di Wn -vca \ A fea;:!’',', \u e \ a York. Basic Books, 199335 Sobre la representación, véanse flan na Fenichel Pirkin, The ('.onee.pt. of Rrpresrritaiinn, Berkelev, University o f (.California Press, 1972: ¡arques Derrida, “Sending: O 11 R epresem ation”, Soria! Research 49. 1982. pp. 294-326; Lynn H um , "H ercules and the Radical ímages in the

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LA S M U JE R E S Y LO S D E R E C H O S D L L H O M B R E

French Revolution”. Reptcsi:!!lalious2, prim avera de 1983, pp. 95-13 7; Keith M ichael Baker, “ Representa ti on", en B aker (com p.), The French Revüh.Uiui; and the Cifoíwii of Modera PoUlical Culture, vol. I: ThePolitiad CuUatr of the Oíd Regime, O xford, Pergam on Press, 3987; y Paul Friedland, “ Representadori and Revolution: T h e Theatricality o f Politics and the Politics o f T h eater in France, 178 9 -17 9 4 ”, tesis de doctorado, üniversiry o f California, Berkelev. 1995.

36 Léopold Lacour, Les origina du fémhtwnn i'mlcmpwain. Trois feturnes de la Revoltillo¡1: Olympe de Gonges, Théroigne de Mérkowí, Rose Laujinbt, París, 1900, pp. 6-29. Para un tratam iento biográfico, véanse Oliver Bíanc, Olympe de Gouges, París, Syros, 1981; Benoíi GrouSt, "Imroduciion: Olympe de Gouges., ia prem iére féminíste m oderne”, en Olympe de Gouges: Oeuvres, París, ¡vlei cure de France, 3986 (cit. en adelante com o Oeuvres); F. Lairtullier, Lesfemmes célebres de 1789 á 1795 el leur íufluen.ce daña la Révuluüón, París, 1840; y H anneiore Schróder, “The D edaratkm of H um an and Civil Riglus for Women (París, 1791) by Olympe de Gouges”. Hísloty of hito opean, ideas 11, 3989, pp. 263-271. "M émoire de Madame de V ahnont” (1788), de De Gouges, es la única 37

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fuente que m enciona que era hija ilegítim a del m arqués (cit. en Oeuvres, pp. 2 15-224 ). “ Proces d ’ OJympe de Gouges, feiw n e de lettres ( 12 brum aire an 1 1 ) ” , en A lexau dre Tuetey, Réperloire general des sources numuscriles de, Ilusione, de París pendant la Revolution fran^tüe, vol. 10, París, Im prim erie Nouvelle, 19 12 , pp. 156-164, ¡acques Derrida, Of "Grununalrdugy-, Baltim ore, Jo h n s H opkins Universiiy Press. 1976, ¡jarte 2. Véanse también Paul de Man, Á lkgom s of Reading: Figura!. Lungiinge m Rousseau, Nielzsehe, Rilke, and Proust, New H aveu, Yale Univevsíty Press, 1979, y Linda M. G, Zerilli, Signifying Womaii: Culture and Chaos in Rousseau, Burile, and Mili, khaca, C oro el í Üniversiry Press, 1994, cap, 2. ''Je me sais peui-élre égurée dans mes reverÍes..." (Oiym pe de Gouges, Le honheur pñm iiif de Ilum ine. .., ob. cit., p. I ). “fe veitx nioi, ignorante, essnyer de megarer camme les mitres" (ibíd., p . 4). ()!' mpniverU ¿de esFtmées; on ks lit par fuiblcsse, el on les cunduitnte par-misan” ("im agination”, Eruyi líjpfdle, vol. 8, p. 5 6 1).

58 Citado en Ja n Gold.st.ein, oí), cit.. p. 92. 59 “ L'imaginadüt! déla imite est une ¡épahUijin- pulicée.

oü la voix du magistral le/nri lout en orare; Finuiginudím des sirnges est la tuémr iépu'>li(¡ne dans Félal

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LA S M UJERICS Y LO S D E R E C H O S

DEL

H OM BRE

(l’anarcllk', encare les passiems snnl.-elles de jrrrpsms (iftenfals con/re l.'nuJorifé du legisla teur pmda'nf le temps me me ou ses droUs soní en vigeur" (“So n ge” , Encxcloprdie, vol. 15 , p. 354 ). El artículo está tom ado de un ensayo de M. Fonncy, Méíai iges p.hilosophiipm, Le id e n , 175 4 . 2 vols. Tam bién aquí hay una distinción entre sueño y vigilia, pasión y razón, público y privado. Sobre lo com plicado de las fronteras entre público y privado, véanse L u d e n Ja u n e , “ Le pnblic et le privé che?, les Jacobins, (178917 9 4 ) ” . iinmtefrtnt$am de. sdm re potinque 37 , abril de 1987, pp. 230-248; Lynn Hunt, “T h e Unstable B oundaries o f the Freneh Revoiution” , en Phílippe Aries y G eorges Duby (com ps.), T Histmy of Prívate Life, vol. 4, Cam bridge, Mass., Harvard University Press, 1990, pp. 13-45; y Dena G oodm an. “ Enlightenm ent Salons: T h e Convergence o f Female and PhHosophtc Am bitions” , Eighlrmih-Crnlwy Sludies 22. n“ 3, prima­ vera de 1989. (>() "l'ou!. est décousv, sans ordre, sans x’énte (“ Son ge” , Encyclnpfdie, vol. 15 , p. 356). (51 "Celie imagino !i on ft.nignpv.se, cel e.spril qu'on croí rail incoercible.. uv mol suffil pour ¡.'abatir?" (Denís Diderot, Sur les femme.s, ob. cit., pp. 429 y 4 3 1) . (52 "Une imaginalion esrdtér, wene. les hornwa a l'hcmismc et precipite les feminr t dnns d ’/ tffm tx ¿gm-mmls” (jean-Frangois Péraud, ob. cit., p. 17 5 ). (53 “ ()t\ s ’if esl ¡nconlesitddc, que des idees snivies se formenl en nous. malgré nous,

pendan! notre sowwri! (¡vi. nous (usurera (¡u ’eües ríe. sont. pus produiía de vu~v:e dans la ve.ULeT (“ Im aginaiion", F.ncyrlopcdie, vol. 8, p. 5 6 1). (54 Maree! Raym ond. '‘ hu rod uction", en Je a n Ja c q u e s Rousseau, Oeuvres onnpJi’fes. ob. cil., vol. 1 , p. xxviii. (55 ¡ean-Jacques Rousseau, Discovrse 011 the Origin of Inemmliiy, en The Social Contraei and Disconrscs, Nueva York, E. P. Dut.ton, 1950, pp, 247, 229 y 24 L (5(5 jean-|acques Rousseau, Emite..., ob. cit., p. .134, cit. en Linda M, G. Zerilli. Sigmfytng W omav..., ob. c it, p. 55. Véanse también jo e ! Schwanz, Th e Se\ ■uní Pedilles of ¡ean-Jacques Rousseau, Chicago, University o f Chicago Press, 1984; Penny A. Weiss, “ Rousseau, Antifem inism , and Wom an 's N am re” , Pof.if.iral. Tfm m 15 , n" t, febrero de 1987. pp. 81-98; Cita May, “ Rousseau’s ‘Antifem inism ’ Reconsi dered ” , en Samia 1. Sp encer (com p.), Freneh VVVjijí.-if and the. Age of EnHghícmv.nit, Bioomington, Indiana University Press, 1984, pp. 309-317. (57 Cit. en Caro! Bit ¡ni, Rousseau and i he Re.pu.hlic of Virlue: The Langa age oj Poli fies in the Freneh R¡a ¡ola. ti o ¡i, khaca, Cornell University Press, 198(5, p. 208. (58 Cit. en D om inique G odineau. “ ‘Q u’v a-t-il de commtm entre vous et nous?’; En je ux et. disco urs opposés de la difieren ce des sexes pendan! la Revoiution francai.se (17 8 9 -17 9 3 )”, en Irene Théry y Christian Biet (ecls.), I .a famille, la loi. Vétaf de fa Revolví i ou au Code civil , París, Imprim erie N ationale Editions, p. 75. Los peligros que podrían derivar de esa identificación errada habían sido señalados mucho antes por Platón, cuya República se leía cuidadosam ente en Francia en el siglo XVIII: “-¿A caso no has advertido que, cuando las imitaciones se llevan a cabo desde la juventud y durante mucho tiempo, se instauran en los

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hábitos y en la naturaleza misma ele la persona, en cuanto al cuerpo, a la voz y al pensam iento?

—Sí, lo he advertido.

No tolerarem os, pues, que aquellos por los cuales debemos preocu­ parnos, y que se espera que lleguen a ser hom bres de bien, si son varones, imiten a una m ujer, joven o anciana, que injuria a su marido o desafía a ios dioses, con la mayor jactancia porque piensa que es dichosa, o bien porque está sumida en infortunios, penas y lamentos. Y m ucho menos que representen a una m ujer enferm a o enam orada o a punto de dar a luz. -D e ningún modo. -N i tam poco a esclavas o a esclavos, al m enos realizando actos seniles. -T am poco. -N i que representen a hom bres viles y cobardes, que hagan lo con gu ario de lo que hemos dicho ya. insultándose y ridiculizándose unos a otros y diciendo obscenidades, ebrios o sobrios, y cuantas oirás palabras o acciones de esa índole con que se degradan a sí mismos y a los otros. C reo también que no se los debe acostum brar a imitar, ni en palabras ni en actos, a los que enloquecen. May que conocer, en efecto, a los locos y a los malvados, hom bres o m ujeres, pero no se debe ob rar com o ells ni imitarlos. -E s una gran verd ad.” (Platón, La República [III. ‘V.)5d-;i9(>bj, en Edith Hamill.on y H untington Cairns [cds. j, The C.aürríed Dinfagxm, Princeton, Princeton Universitv Press, 19 0 1. Gil. en Pbilippe UicotieL abarthe, ob. cit., pp. 43-44 [ed. cast.: Diálogos, ÍV. Repúhlim, Madrid, (irados, 1988, pp. 16 5-10 8 ]). 69 |onas Barish, The Anlilh.e.airieal Prejtidice, Berkelev, Universitv oí 'C ali­ fornia Press, 19 8 1, pp. 256-294, y Patriek ( ’otem an, R VAvY)'//. v Poli lira/ Imaginalirv: Rule and Represen! alion in Iho “LeUve á d'A/einhert", Ginebra. Librairie ü ro z, 1984. 70 Nina R atíner Gelbart, Feniinene and. O-ppasitian pnirnalism in (Hd Redime /'ranee: I.e pnim n! des Dam.es, Berkelev, Universitv o f California Press, 1987, pp. 2 12 -2 13 . 7 1 Benoíí Groult, ob. cit., Oeuvres, p. 27. 72 “Ce n'es!. pohiL a moi a répanclre de Ion! nion sexe, milis s ’ii pía! en jugar par mai-mhne, je peux vieílre Lrcníe pirres á. Vé.tude (Olympe -Ce»!u>y Síadies 22, n" 3, prim avera de ¡989;

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78 79 80 81 82 83

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Jo a n Laudes, Wumen and the Public Sphere in the Age o¡ the French Revolu­ tio-n, lib ara, C orneü University Press, 1988; R oger Chartier, Cidlund Origins oj ihe French Revolutiuu, Duj'harn, Duke University Press, 19 9 1. B uen a parte de lo dicho acerca de la opinión pública alude a [urgen H aberm as, The Slrudural Tntmjbnnalum o f the Public Sphere: An Inquhy ¿nto a Catr.guiy oj Bourgeois Sociely, Cam bridge, Mass., Harvard Universitv Press, 1989. Dena G oodm an, “ Public Sp here and Prívate Life: Toward a Syndtesis o fC u rre n t H istoriographica! Approaches to the Oíd R egim e” , Hislmy and 'FhemyS 1, n" 1, 1992, pp. 1-20. Véase también G oodm an, “Enlightenm ent S a l o n s . . o b . cit. N ina Rattner G elbart, ob. cit., esp. pp. 29-37. Sobre esos debates, véanse H arriet B. Applewhíte y D aiiine G. Levy (com ps.), 1 Votmn and Poltíics in the Age oflhe Democratic Revolu­ ti on, Ann A rbor, University o f M ichigan Press, 1990; M arie-Franee Brive (com p.), Les femmes el la R ñ ’oluíiou. fránjense: Mudes d ’adion et d ’e xpm úon nouvm ux tlmiS'iiouvea-ux devoirs, T oulouse, Presses Universi taires du Miras!, 19 8 9 -19 9 1, 3 vols.; Paul Frítz y Richard M oríon (com ps.), W vm m in the ICi^hlemlh Cenlury and Olher Essays, TorontoSarasota, H akkert, .1976; Olwen H . H uíton, W'omen and ihelÁmils ofCifizenship in ike French Revolulion, T oronto, University o f T oronto Press, 1992; Sara E. M elzer y Leslie W. Rabine (com ps.), RehdDauglUers: Wonien and lite French Revuíulum, Nueva York, O xford University Press, 1992; Sam ia I. Sp en cer (com p,), ob. cit. O lym pe de Gouges. Le Ixmheurprimüif de Fliomme..., ob. cit., p. 104, Ibíc!., p. 27. Condorcet, ob. cit., p. 98. Ibíd., p. 1 02 . Keith Baker, “D efin in g the Public S p h e r e ...” , ob. cit., p. 202. Sobre Condorcet, véanse Keith Baker, íbid., y Condorcet: Frovi Natural P hilím fM to Social Mnihnnalics, Chicago, Univeivsity o f Chicago Press, 1975. Olym pe de G ouges, Le a i da sage: Par une femme (17 8 9 ), en Oeitvres, p. 9L

“C ’est une femme, qui ose se manlrer si forte, tí si courageuse pour son Roí, el pour sa Patrie” {O lym pe de Gonges, Remarques palrioíiques: Par la 1802, París. Presses Univershaires de France. 1992. 9 1 C-it. en M. j. Sydenham , ob. cit., p. 67. 92 Sobre la historia de esas reorías de ía represeniación. véase Keith M ichael Baker, "Representación R ed efm ed” , luvetiling ¿he l'wnch

'ñívotudon: fásays ov Freneh Fcdidcal Culture in tfn> lughktM h Cenluri.

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Cam bridge, Cam bridge University Press, 1990, pp. 2 24-251. Véase también Pierre Rosanvailon, Le sacre du ritmen — "i), cit. Cit. en Darline Cay Levy, ÍTariet Branson Applewhite y M an Durham Johnson. W’om.ti in Revotulionaiy París.. ob. cit., p. 220. Béatrice. Slam a, “ Ecrits de femrnes pendant la Revoiution", en Brive, ob. cit., vol. 2 , pp. 291.-306. Sobre estas cuestiones, véase Jacqu es Derrida, O f C.ta tiumlohgy, ob. cit. Tam bién, jo m a b a n Culler, On Decanslriu lian: l'hctny and Criddsm ujier Strwlumlwtc, ithaca, Cornell University Press, 1982. ".V fl/'if’ /íi/i mon hien? n ’e sl-cepus ma propriéléT (Oiympe d¡¡en taf: Debáis su r le m a na ge, S.’n ¡¡;o >¡y, le divorce, de l’A nden Régime a la Res!aurahan, París, Aubier, 1990; Rociéi'ick Phillips, Farni’y Brrfíkdmm in ¡ ate Eightren(k-Centu>y Frunce. ZJíVv'jvw in Rumen, 1792-1803, O xford, O xford University Press. 1980; Phillips, Put/ing Asundrr: A History of Divorce in Western Snciríy, Cam bridge, Cam ­ bridge Universitv Press, 1988; James F. T raer, Maniage nnd !he i-mnily in Fighteenlh-Cenlun France, Ithaca, Cornel! University Press, 1980.

1 1 6 F ni n c is Ro n si n ,

1 1 7 Otra m anera de decirlo sería em plean do el concepto de contrato se­ xual de Carole Pateman. De Gouges denuncia y desbarata el contrato sexual (el acuerdo entre hom bres sobre ei intercam bio de mujeres) que subyace al contrato social e inevitablem ente im pide a las mujeres alcanzar la igualdad en sus térm inos (C arole Pare man, The, Sexual Conimcl, Slaiiíorc!. Stanford University Press, 1988). Véase también Gail Rubin, 'T h e T rafík in W om en: Notes on the 'Polincal Econom y' o í'S e x ”, en Rayna R. Reiter (cornp.), Totmrd Anthmpo!og$ ofWcmen, N ueva York, M om hly Review Press, 1975, pp. 15 7 -2 10 . [Hay una tra­ ducción del artículo de Rubin en Nueva Av.trotml.ngia> n" 30, México, noviem bre de 1986], 1 1 8 Sobre la virtud cíe la m ujer, relacionada sobre todo con ¡a castidad y la fidelidad fem enina, véanse D orinda O utram , The liody and the French RnndvHon, New Haven, Yaie University Press, 1989, p. 126, y O utram , "L e Langage m ále de la Vertu: W omen and the Discourse of the French Revolution", en Peter Burke y Roy P o n e r (com ps.), The Social Hislcny of Langungc, Cam bridge, C am bridge University Press, 1987, pp. 12 0 -135 . Sobre el concepto de virtud más en general, véase Caro! Blum , ob, cit. 1 1 9 Olym pe de Gouges, f.j> hanhtntr piiinitif de Uhonme..., ob. cit., pp. 12 , 14. 120 En mi lectura aquí ha influido la obra de Jacques Lacan y sus intér­ pretes feministas. Véanse D ru d lla Cornell, Bey mu!. ÁccsnvmodíUinyr Flhiral Fcnníiism, Deconsínution, and. the l.aw, Nueva York, Routledge, 19 9 1; Elizabeth Grosz, Janpses ! aran: A Fevnnist Introduclion, Nueva York, Routledge, 1990); y Jane Gallop, Rendir,g Lacan, Ithaca, Cornell University Press, 1985. 12 1 La mezcla de principios, com prom iso político y cálculo personal que guiaba a De Gouges es evidente en un breve texto que escribió en septiem bre de 1 7 9 1 , Reper,¡ir de Mndame de (iovges. En él refuta a los que cuestionaban su patriotismo por sus críticas a la Constitución. 12 2 La convicción de De Gouges de que los derechos de las mujeres po­ dían conciliarse con la m onarquía constituye, para algunos historia­ dores, un fem inism o “ aristocrático” , que se mezclaba con corrientes más recientes y dem ocráticas. Véase Louis Devanee. “ Le féminisme pen clantla Revolution francaise” , Annales hísínriitues de !t¡ ftrno'uiirrn franeaise. n" 227, enero-m arzo de 1977, p. 352. Tam bién, Léopold L acour, ob. cit., pp, 57-58. 12 3 At ch i ; v f>e, r’e r>;en la i res 63 ( 17 8 1-17 9 9 ), 5 64. 12 4 Cit. en D ariine Gay Levy. H arriet Branson Applevvhite y Mary Durhanm Johnson, ob. cit., p. 2 15 . 12 5 Ibíd., p. 2 19 . 12 6 Cit. en Ludm illa J . jo rd an o va, “ ’G uarding the Body Politic': Volney's Cateehism o f 17 9 3 ” , en Francis Barker ei ai. (com ps.), 1789: Reading,

LA S M U JE R E S Y LO S D E R E C H O S D E L H O M B R E

Wriling Rcvolution. Proceedings oj the Essex Confiaran ce on the Stniülugy oj Literature, julio de 19 8 !, University o f Essex, 1982, p. 15. 12 7 Cit. en Lon da Schiebín ger, “Skelei.ons in the Cióset: T h e First lilustrations o f the Fem ale Sk ele ton in Eighteem h-Century Anatomv”, /i-pi'fii’ultdtuu.t 14, prim avera de 1986, p. 5 1. Véase tam bién Thomas Laqu eu r, "O rgasm , G enerasion, and the Polines o f Reproductive Biologv” , Ih'j/rcsmUilions 14 , 1986, p. 3. 128 Cit. en Yvonne K nibiehler, "Les m édecins et la ‘ Nature fém in ín e’ au temps du Cocle civil” , Anuales ESC. 3 1 , 1976, p. 8 3 5 .1,a versión original puede encontrarse en el Em ile de Rousseau v e s t í citado en Dentse Rüey. ob. cit., p. 37 , n. 57. V éanse tam bién D. G, Charlton, New Images oflhe Natural in Fmnce, Cam bridge, Cam bridge University Press, 19 8 4 ;Je a n Boi se, “ Une gynécoiogie pasionée” , en j.-P . Aron (com p.), Miserable et gloríense: Jm femme du X/Xe siéc.U\ París, Fayard, 1980, pp. 153-18 9 ; y M ichelie Le Doeuff, “ Pierre Roussel’s Ch iasmas: Froin Im agin an 1 Know iedge to the L earned ím agin alío n ” , Idtalogy and Conscioian-iM 9, 19 8 1-19 8 2 , pp. 39-70. 129 Madelyn Giitwirth, Ihe Twilight oj the Goddesses: Women and Rejnemnluliifh in the French Rcvotalmiurf Era, New Brunswick, N], Rutgers University Press, 1992. Véase también Yvonne Knibiehler y Catberine Fouqnet. L ’hisluire des tueres du tnayea-áge á nasjours, París, Monuüba, 1980. Para una perspectiva com parativa inglesa, véase Ruth Ferry, “Colonizing the Breast: Sexual! ty and M atenüty in Eighteenth-Centurv Fn glan d ” , fn u ix ü o f the History of Sexuality 2, octubre de 1 9 9 !, pp. 204-234 130 A quí estoy en desacuerdo con ia interpretación de Gutwírth y otros, que entienden el p e d io en esas representaciones com o fálíco. 1 3 1 Madelyn Gutwirth, ob. cit., p. 364. Es instructivo com para]- este festival con el producido por De Gouges en ju n io de 1792, en honor de Jacques-Henri Sim onneau, el alcalde de Etam pes asesinado. En esa ocasión, cientos de m ujeres adornadas con llores encabezaron un en orm e destile, dem ostrando (según la interpretación de De Gouges) su capacidad de reconocer y recom pensar a los héroes de la nación. Encabezado p o n in a m ujer vestida com o ia Libertad, seguido por la G u ardia N acional con su com andante a la cabera y, después, por una m ujer con el traje de la ju sticia, se suponía que el desfile debía evocar ias glorias de las repúblicas antiguas y mostrar a los enem igos de Francia cuán unidas y decididas estaban sus ciudadanas. Para De Gouges, el acontecim iento fue una ocasión para reunirse y luchar por su participación política activa. Si bien su sim bolismo también puede leerse com o una dem ostración del papel más pasivo y de apoyo de las m ujeres, de todas m aneras les daba un pape! político que estuvo totalmente ausente en la conm em oración de 179 3. 13 2 M axim ilien Robespierre, “On the Principies o f Política! M orality", History of Western Civitizalion: Seleríed Rcadings, Chicago, C oliege o f the University o f Chicago, 1964, pp. 79-80 [ed.cast.: “Sobre los principios de moral política que deben guiar a la convención nacional en la adm inistración de la R epública” , en Y. Base, F. G authier y S. W ahnich (com ps.), Por la felicidad y por la libertad: discursos, M adrid, El Viejo T opo, 2005].

NOTAS 239 1 3 3 Oeuvres de la i ¡Unt-nm- de. Gouges, s.L, p. 15. 13 4 “/l répñmei e)t mol c« muíivemens d ’e xaltníiun

dont une ánu: seusiid: devroit hnijaws se déjier, el don! les factieux seuls snveiit si bien tirer par!/" (Oiympe • de Gouges, Rcponse á In juslifualloii de Rohe.spu ne..., ob. cit., p. 1).

13 5 Ibíd., p. 15 . 13 6 Los cargos y las pruebas esuín registados en 'T ro ces d ’OIympe ríe G ouges” , en A lexan dre Tuetey, ob. d i., pp. 156-164. 13 7 Ibíd., p. 159 . 538 D o n a d a Outnirn, The Body in Ike. Prendí Revoiution, ob. cir., y Fr ancois Furet, “T h e Logic o f the T e rro r” , Inlerpreliag the Freneh Revoiution, Cam bridge, Cam bridge University Press, 19 8 1. 13 9 " ()i\ nú»- de Gouges, néeavec •teñe ¡magiiudiun exaltée, prit son delire pour une

mspiraiio'n de leí indure. Elle voulul éíre ha mine d'élat. File ¡¡dupla les projeis des perfitles (¡ui w u la kn l diviser ¡a France. 11 m tlbk i/ue l/i lr>i nil puní céüe eonspiraltiee d'avoir oublié les vertus qui coitinennvof d son aexe" (cit. en E.

140

14.1 i 42

14 3 144 145

L airtullier, ob. cit., p. 14 0 ). Nótese la sem ejanza con los com entarios de Chaum ette pocos días después: “ Recuerden a esa arpía, a esa mujer-hombre, [rrífó fi.m)iw-lio¡iuiu¡l, la desvergonzada O iym pe de Gou­ ges, que abandonó los cuidados de su hogar porque quería actuar en política y com eter crím enes ( ...]. Ese olvido de las virtudes de su sexo la llevó al cadalso" (d i. en D arline Gay Levy, H arriet Braiison Applewhite y M an' Durham Jo h n so n , ob. cit., p. 220). La condena de Chaum ette fue pronunciada con la inflexión de) magistrado razona­ ble aunque ponzoñoso, que había detectado y desarm ado una peli­ grosa identificación falsa, que estaba protegiendo la realidad no sólo de la fem ineidad según los dictados de la naturaleza, sino también de la m asculinidad. Igual que los doctores y magistrados citados por Diderot, “ una palabra” de Chaum ette debía disipar los síntomas de otras m ujeres que pudieran haber sido afectadas por ¡a enferm edad contagiosa de De Gouges. O iym pe de Gouges, Répuuse a la pisliju(ilion de Robespicne — ob. cit., p. 8 , y De Gouges, Compte moral renda el deniier mol a mes ehers amis, París, s.f., p. 5. O iym pe d e Gouges, Le bouheur príuiilif de l'humme...., ob. cit., p. 1. Agra­ dezco a Sylvia Sch afer por este aporte. Bullelhí du Tribunal niminel rk/ijhdioinuiiw (17 9 3 ), cit. en Darline Gay Levy, H arriet Rranson Applew hite y Mary Durham Jo h n so n , ob. cit., p. 255. “Proces d ’ Olym pe de G ouges” , en A lexan dre Tuetey. ob. cit., pp. 16 3-164. “ Im aginad o»” , en Pierre Claude Victoire Boiste. D ktion huiré u n iv m e l de. la liingue francaise..., París, Verdiere, 18 2 3, 6a ed., p. 3,54.

“Plus d ’u ne fois elle surprii les homaurs les plus é.híjuens de l'époque par la richesse de son itiutgination el la féeondilé de. se.s idees; el ee. ful, a vra.i diré, le colé hrUlani de lo. eéléhrilé qu 'elle ne larda pus a, eurujuérh" (E. Lairtullier,

ob. cit., pp. 5 1 , 6 8 ). 146 Cit. en Louis Devanee, "L e fem inism e penchm t...” , oh. cit.. p, 345. 14 7 Ju le s M k h elet, Les fm n m de la Hévduíiva (18 5 4 ), en Oeuvres completes, vol. 16, París, Flam m arion, 1980, pp. 400, 40 1.

240

LA S M U JE R E S Y LOS D E R E C H O S D L L H O M B R E

148 Cit. en D arline Gay Levy, Ha ¡"riel Branson Applew hite y M an1 Durham Jo h n so n , ob. cit., p. 259. 149 Cit. en L oáis Devanee, “ Le íémínisrne p e n d a m ...” , ob. c it, p. 346. 150 lbíd., p. 347. 1 5 1 Para Lacotir, su im aginación era un rasgo positivo, y en ese aspecto la com paraba favorablem ente con ia girondina Mme. Roland: "Pero, provistos los m edios de expresión pacientem ente adquiridos a su im aginación rica y chispeante, a su espíritu de apóstol, ella resultaba superior incluso a Mme. Roland, por la am plitud y la novedad de su m irada" [ “ Mais, a son iniagination ferlile el brújante, á svn, eoeur d ’apótre, dormez fias }>?oyens d ’expressimi hatiemmev! a-rrpn?, f'Hr /;ppnráil supérirure méwe ñ Mine. Roland pa r Félendue el la n m v m u fé des vu.es" \ (Léopold

Lacour, ob. cit., p. 5).

15 2

"Phivrurs nvi: du, á í'exempíe dX)bpnpr de Govges, pnyer de ievr tne mfane leur flñuninnrni á la justiee et á Ui Vet'ilf (jeann e D eroin, Almanach des p'ivmr-i. 1853, p. 15 ). 3. LOS DEBERES DE1, CIVJDAOANO

15 3 . Para más detalles biografíeos e históricos, véanse Léon Abensonr, Le íemiiúsvie .v/j-j/.s le regué de ¡jmis-Philippe. et en i 848, París, Plon-Nourrít, 19 13 ; Laure Adler, l ’aube du jeminisvir: Les premieres jouriialist.es (18301850), París, Payot, 1979; Adler, “ Flora, Paulino et Ies atures”, en. jean-Patil Aron (com p.), Misérnbfe el gierieuse: La /enriar du XlXe siécle, París, Fayard, 1980; M aíté Albistur y D aniel A rm ogathe, ob. cit.., vol. 2; dossúr*]. D ero in” . Bibliothéque M arguerite D urand, París; A drien Ranvier, “U ne fém iniste de 1848: jean ne D eroin", La rn'oluli^m de 1848, 4. 1907-4 908, pp. 3 17 -3 5 5 , 421-430, 480-498; M ichele RiotSarcev, La démnrmlie d l ’é preuve.. ob. cit.; Riot-Sarcey, “ La conscience fém iniste des fenim es en 1848: je a n n e D eroin et D ésirée Gay"', en Stephane M icband (com p.), Un fahufm x destín: Fiara 'Pristan. Dijon, Presses Universitaires de Dijon. 1985; Riot-Sarcey, “ Histoire et. a m o biographie: L e ‘Vrai livre des fem m es’ d 'E u gén ie N iboyel” , JUnmantisrm 56. 1987: Riot-Sarcey, “ Une vie publique privée d ’hisfoire: je a n n e Deroin ou l'otibli de so r’, Universiié de París VIII, Cahiers du. (7FDRFF I, 1989, núm ero especial: “Silence: Em ancipatíon des fem m es entre privée et public d 'h isto ire” : M ichele Serriére, ‘Je a n n e D eroin", Ferm­ ines el Ivuvaii, París, M arün san, 19 8 1; M arguerite T h ib en , Le fé.minisvu! dans..., ob. cit.; Edit.b Thom as, Lesjt:»iinrs de 1848, París, Presses Universitaires de Franee, 1948; Linda M. Zeriili, “ M otionless fdois and Viruious Mothers: W ornen, Art, and Politics in France: 178 9-184 8” , Berkeley Journal ofSneiribigy 27. 1982. 15 4 Sobre ia historia de la Revolución de 3.848, véanse M aurice Agulhon, La répiddinne au villa ge, París, M outon, 1970; Agulhon, Une ville ouvnére a-u temps du u¡eiat.isme v.tnpiqu.r: Toulon de 1815 (i 1851, París y La Haya, Mouton. 1970; y A gulhon, 1848 ou l'apprrntisc.age de la rrpuhTujue, París, Senil. 1973; Peter Arnann, Rn^o!u!;on and Mass De).nr¡c¡ru:y: The París Club Mn-írmc»! in 1848, Princeton, Princeton University Press. 1975; Roben: Bal San d, “ De l’organisation á la restriction du suffrage universel en France ( J 8 48 -1850 )” , e n Ja c q u e s Droz (com p.), RéarTmn et. siijfrage u.nu>e¡sel en 1'ranee el en Allnnugne (1848-1850, París, Riviére,

NO TAS

2J 1

3963; i.ouís Blanc. Pagas d ’histoire tic la rá ’ofulion dr ¡h-rie? 1848. París. Au Burean du Nouveau M onde, 1850; Frcdriek de Luna, 1 he French Refnddie aadry C./iiiaigin-ir, (848. Princeton, Princeton Universitv Press, 1969; Rémi Gos.se/, l,es ouvriers di- Parts, vol. L L ’o iganjyution, 1848-1851, B ibüotbeque de ¡a Revolution de 1848. vol. 24, La Rochesur-Yon, im prim erie Céntrale de l’O ucsL 1967; Karl Marx, l'h,e Ctass Slnjggfrs in France (1848-}850)* Nueva York, ínternaüona! Publishers, .s.í.; Jo h n M. M errim an, The Agony of lite Refluid i e: The Repression of the Left in R nm btlm xny Trance. 1848-1851, New Haven, Yaie University Press, 1978; Bernard H. Moss, The Origim of the Frrvrh Ltthnr S'hroemen!: The Soeialism ofShif/erl Worbers, J830-1914, Berkelev, University o f California Press. .1976; R oger Price, The French Serón d Rrjyuhür: Social ílisloiy , ithaca, Cornell University Press. 1972; William ij. Sewell, |r.,

Work and Revolution in Trance: The l.anguagc o¡ i .ahor from the Oíd Rcgiwe to 1848, Cam bridge, Cam bridge Universitv Press. 1980; Charles Tillv y Lynn Lees, “ Le peuple de jiu n 1848” , Avnafas FSC29, septiembreoctubre de 1974, pp. 10 6 1-10 9 1.

“Ledroilau Iravail a son origine et sa íégitiimlr dam les . de. 244 “Vous vie jértnez les voies du monda, vom au dédurez

s abolí ente el mineare; víais il tM reste. dans vía roas cim a mi sanctvaire oü s'arré.le la jaree de volre bras comme le despulióte de volre espril. Lá nal signe d'cnfértimlé ne flétril mon exislence, nul mxerutísemitl n'enchame vía volonté. el n¿ i ’empeche de se knemer ven la sagesse” (Jeann e Deroin, Ahnanfídi des femmes, ob. cit., p.

95). Este artículo, aunque está firm ado por “M arie’’ y probablem ente no fue escrito por D eroin, expresa con elocuencia las opinion es que ella sostenía. 245

"Q uavd M. Fugene P dklan me dil un jour que j'agm ais c tm m si je tiráis un e.üuj.> de phtolet dans la rae pour allirer l ’aUenlion, il avail rabión, víais ce n ’était pas pour allirer rallen’ion sur van, niais sur la cause á laqudie je Vie dévouais’ (can a de Deroin a Léon Richer. Fonds Rougié, Bibíiothéque

H istorique de la Y ü le de París, cit, en M ichéle Serriére, ob. cit., p,

26).

246 Cit, en Adrien Ranvier, ob. cit., pp. 34 1-34 3. Véanse tam bién Jeanne Deroin, L A sm ialion JraUrnelle des démoctales ¿ocialistes des deux sexes pour rajJiaiadtisseineiU polilújue et social des femmes, París, 1849; D eroin, Lettre aux As.m iadons sur rorgcmhtílUm du cmlil, París, 1 8 5 1 ; y H enri Desroches, Soliduriiés cnnmhes: S'ocicUiues el cumpagnons dans les as.sociations a/opémlives (1831 d 900), París, 19 8 1, pp. 59-73. 247 Cit. en Claire G o k lb erg Moses, French Fetnmism . .., ob. c.it., p. 148. 248 Ibíd. 249 Nadie ha conseguido hallar el texto del discurso de Morris. 250 "Comme tenis les ¡niliateuis (Fuñe idée nouvetie [...] ¡ellej a frayé la roule s'ftns alleindre le bul: elle esl montee ¿1 lY-diafimd sans obtener k droit de mon­

tee á la tribune." “En ¡849, une femme vient- ancore frappe.r el la- porte de In­ cité, rédame! pour les femmes le droit de participer aux travmtx de, l'Asseniblée legisla! ive. Ce n ’est pas au vieux monde y, Ithaca.

Cornell University Press, 1989. 3 1 3 “ N ’esl-ca pas « fon* de prumneer eerlains mols, qu 011 finí! par en aceepter le sens (¡ni lout d'abord hm rtailT v “La jemiuisatkai tmíudc est celle de la

langite, car le féi/tiuia non ni.it>nei\\tn ¡‘ranee, 1LX )0-I9l-1, Gaigary, Universitv oi Gaigary Press, I988; Zeev -Stcrnheii, Ni droita ni gauche: L ’idéologk ¡ascisle en Frunce, París, Seuii, 1983; Eligen W eber. Aciinn Franjase: Hwalhm and Rencíion in Tu’ctUteih-Cmlury ¡■ranee, Sian ford, Stanford University Press, 1962. 37 ] Ei “descubrim iento'’ del inconsciente en Francia es anterior a ia traducción de Freud (en 19 22) y tiene diferencias marcadas con lo que hoy, retrospectivam ente, se considera ia línea principa! de! pensam iento psicoanalítico tem prano. Los psicólogos franceses que escribían desde las décadas de 1880 y 1890 no consideraba» que el seso o ia sexualidad fueran un factor prim ario en la estructura de ia vida psíquica, ni tam poco hacían del inconsciente el punto de partida para el análisis de la psique. En general, lo consideraban más bien uno de los ingredientes de ia psique: ia causa de un com portam iento patológico, o ei intuitivo íian vil al que postulaba Henri Bergson, o ia “causa invisible” que, según Gustave Le Bon, podía explicar fenóm e­ nos colectivos com o el com portam iento de las multitudes, ei '‘ahíta” de la nación o el “gen io ” .de ia raza. Véanse Eli/abetb Roudinesco, blkíiHie de la ps'xiendraienl pour l ’e viprisou.n.erpendnnt un lemps rndéterminé dans un asde d'aliénésT) (Peíletier, L'individuülism¡, París, 19 19 , p. 82).

4 15 “Les dem i-ém an dp ées” , cit. en Felicia G ordon, ob. cit., p. 155 . 4 16 M adeleine Peíletier, “ Du costum e” , La Suffragisle, ju lio de 19 19 . 4 17 Christine Bard, ' La virilisauon” , ob. cit., pp. 96-97. Véase también Sow envine y M aignien, Madeleine. Peíletier, ob. cit,, p. 122. 4 18 M adeleine Peíletier, “War D iary”, cit. en Felicia G ordon, ob. cit., p. 142. 419 Felicia G ordon, ob. cit., pp. 15 4 -15 5 ; G a n d e M aignien, “L ’expérienc.e com nnm iste ou ía foi en Favenir radieu x”, en Christine Bard, Made­ leine Pettelier, ob. citv p. 160; y Charles Sowenvine y Claude M aignien, Madeleine Pelíei'm', ob. cit., pp. 15 6 -15 7 . 420 Sobre “ pasar po r” , véase Judith Butler, Bodies That Matte>\ ob. cit., pp. 167-186. 42 i “A forre dejouer lepersonneige que Ion veut paraitre, on finit par l’elre un peu en réalite (M adeleine Peíletier, Philosophie. sociale, ob. cit., p. 1 1 2 ) .

NOTAS

263

422 G an a de Pelletier a A rria Ly, 2 de noviem bre de 19 1 L cit. en Sowerwine, “ M adeieine Pelletier: M aking !t in a M a¡vs W orid” , ob. cit., p. 23. 423 Cit. en Felicia G ordon, ob. cit., p. 122. 424 M adeieine Pelletier, “M ém oires” , ob. cit., p. 38. 425 ¡an e Gaílop, The DaughUr’s Sáluctbn: Fnninlun and Psy< ¡uianalpis, Ithaca, Corneil University Press, 1982, p. 120. 426 M adeieine Pelletier, “M ém oires” , ob. cit., p, 38. 427 Carta de Pelletier a A rria Ly, 22 de octubre de 19 1 i , cit. en Son-envi­ ne, “ M adeieine Pelletier: M aking ít in a M an’s W orld", ob. cit., p. 25. 428 Los inform es policiales de 19 16 están citados en Felicia Gordon, ob. cit., p. 122. Sobre París com o “ la capital de Lcsbos” , véase Shan Benstock, ob. cit. 429 “/