Las Maximas Politicas Del Mar

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LAS MÁXIMAS POLÍTICAS DEL MAR » 8 < c r ----

Salvador Gallardo Cabrera

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CO LEGIO NACIONAL 0 £ C E N C IA S POLÍTICAS Y ADMINISTRACIÓN PU BLICA A. C.

l¡e V E R TICE

cu I t ur a política cconomia

No puede reproducirse, almacenarse en un sistema de recuperación, o transmitirse en forma alguna por medio de cualquier procedimiento, sea éste mecánico, electrónico, de fotocopia, grabación o cualquier otro, sin el previo permiso del editor. Derechos reservados © 1998 respecto a la primera edición de Luis máximas políticas del m ar por: Salvador Gallardo Cabrera ISBN 968-5007-00-4 ISBN 968-5007-01-2

Ilustración de portada: Ismael Guardado Editores: Guido Peña y Héctor Baca Diseño Editorial: Liliana Maya Composición: E diciones C uadrivio. Mariano Escobedo 724-102, col. Anzures, c.p. 1 1590. México, D.F. Tel. 254-85-30 Impreso en México

Printed in México

ÍNDICE

Las máximas políticas del mar Arte de la navegación i .......................................................... Morfología de los océanos i ................................................ Morfología de los océanos II ................................................ Digresión sobre los reinos sin distancia ........................... La época de la imagen del mundo ...................................... Arte de la navegación ii ........................................ ................ La representación rota: cuatro puntos de quiebra de la modernidad ............................................................... Morfología de los océanos m .............................................. Digresión sobre las máquinas. El tonel ............................ Caleidoscopio de espacios El litoral vertical ..................................................................... Paul l 'irilio El pacífico ................................................................................ Hermán Melville Morfología de la isla flotante del mar del norte .............. Jonathan Swift

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Marco Antonio, L m ís Fernandoy Ernesto

LAS MÁXIMAS POLÍTICAS D EL MAR

A

r t e d e l a n a v e g a c ió n i

a o . E x i s t i ó u n t i e m p o en que los marineros acostumbra­ ban, al encontrarse con una ballena, arrojarle un tonel vacío para que le sirviera de distracción y le hiciera abandonar la intención de atacar el barco. De esto, hace mucho tiempo. Fue en otro eón, antes de que la aceleración de las velocidades quebrara el viejo orden marítimo; la metáfora marítima del gobierno, y la política de los espacios fueran sustituidas por la interrogación del tiempo. Antes de que la velocidad, como escribe Paul Virilio, desmoronara el tiempo v ya no significase únicamente la supresión de distancias o la negación del espacio. Es decir, antes de que el asfalto se convirtiera en el territorio político por excelencia. En ese entonces, el símbolo del barco y la ballena tenía dos referentes claros: la ballena se interpretaba como la representa­ ción del Estado absolutista; su nombre era Ijeviatán. El barco en peligro era la República. Del tonel, en cambio, nadie sabía qué

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significaba, salvo el deán de la catedral de San Patricio, Jonathan Swift. El símbolo de Swift partía, como muchos otros, del navio en aprietos. Desde que el problema de cómo gobernar se genera­ liza en el siglo X'VI, los tratados sobre el “arte de gobernar” apa­ recen ilustrados frecuentemente con la imagen simbólica de un barco que surca los mares. En esos tratados se buscaba aclarar los nuevos hechos que comenzaban a abrir la modernidad occi­ dental: la concentración estatal y la dispersión religiosa. En esa apertura crecía la pregunta sobre cómo gobernar, quién debía hacerlo y hasta qué punto y, a la vez, mediante qué estrategias habría que gobernar. Ahí se desenvolvía el símbolo: había que planear cuidadosamente la ruta, sopesar el cargamento y poner­ lo en relación con la resistencia del barco, y a éste, en relación con los vientos y las vicisitudes del viaje. Sin olvidar relacionar el barco con los marineros, para que la ruta, el cargamento y el barco mismo cobrasen sentido en relación con un puerto: punto acrecentado del sentido del viaje, símbolo indudable del buen gobierno del barco, meta cumplida. Dos. Gobernar significaba disponer adecuadamente las cosas. Y desde el siglo xvi hasta finales del siglo xvm esto implicaba una cierta continuidad; partir del gobierno de sí mismo hasta as­ cender al gobierno de la familia, del patrimonio, para finalizar en el peldaño del Estado. Foucault escribió unas páginas muy bellas sobre ese desenvolvimiento ascendente que remite a la an­ tigüedad grecorromana. Paul Veyne ha explicado que el gran principio de casi todo el pensamiento político antiguo enseñaba que sólo era digno de mandar a los demás el que sabía dominar­ se a sí mismo; era indigno tener que obedecer a un libertino. La disciplina política y social reflejaba la disciplina interior. A par­ tir de ese principio, Cicerón justificó el imperialismo romano. “Quienes rechazan la pax romana son seres moralmente indis­

ciplinados, naturalezas rebeldes”, decía, por ejemplo. En el rei­ no donde la dicha ondula en el vacío, en la fortaleza vacía del estoicismo, la política se reducía a un modo de vida autodisciplinario. Pero Foucault no distinguió con fuerza que la continuidad as­ cendente tenía como desembocadura virtual una estrategia de representación descendente: en un Estado bien gobernado el padre sabría conducir a su familia, cuidar su patrimonio, y ten­ dría la oportunidad de conducirse adecuadamente a sí mismo. Así, el plano ideal del gobierno podría ser fijado por la continui­ dad ascendente-descendente con una comprensión clara de los medios y una conciencia recta de los fines. Todo ello debido a que en la antigüedad gobernar no era una función especializa­ da, sino el ejercicio de un derecho natural. ¿Por qué, entonces, algo que parecía tan natural resultaba tan complicado? “Si la Providencia nunca ha tratado hacer del ma­ nejo de los asuntos públicos un misterio”, de dónde surge, pre­ gunta Swift, “esa insensatez y desmesura de los edictos, esa falta de proporción en los epítetos?” ¿Qué se ha hecho para convertir la disposición natural del gobierno en usos ornamentales, en prácticas enrarecidas? ¿Cómo puede estar puesta la gloria de los asuntos públicos en tantas banalidades? Swift pensaba a través de alguien —Gulliver— que observa y compara los usos y costumbres de reinos de la Terra Ignota con los de Europa. Pero el sustento de sus observaciones, el espe­ sor real de su mirada irónica, es una idea con una clara filiación occidental. Radica en la certeza del derecho natural: lo justo está inscrito en la naturaleza de la razón y en la razón de la natura­ leza. De ahí que el quiebre de la continuidad ascendente-descen­ dente del gobierno, en tanto disposición adecuada de los asun­ tos, sea vista como una falta.

Para trascender esa situación el derecho debía dejar de ser una mera falta en el orden jurídico del Estado policial. Debía dejar de ser una excepción de la esfera de dominación y convertirse en re­ gla central: la facultas agendi debería quebrar la anterior norma agendi y poner en su lugar normas jurídicas democráticas. Es el nacimiento del derecho natural ilustrado. De la Edad de la Dig­ nidad. La misma que Swift ve encarnada en un “viejo antitipo”, la República, la cual piensa amenazada por el egoísmo desenca­ denado que practica el engendro absolutista —Leviatán— soña­ do por Thomas Hobbes, el monstruo de Malmesbury. Para dis­ traer al monstruo, Swift escribe su Cuento de un Tonel.

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o r f o l o g ía d e lo s o c é a n o s i

La gran máxima política del mar dice que éste nunca es el mis­ mo, en la forma de límite extremo de la tierra o espacio estria­ do diagonalmente, sino lo que resta del orden de un mundo to­ talmente inundado. D^ ahí la intensa artificialidad de los usos marítimos, los océanos reglamentados y humanizados. Una mi­ rada útil sobre los imperios de la antigüedad no estaría fija en los tramos cíclicos de recurrencia y uniformidad ni en el tiem­ po desigual de la grandeza y la decadencia. Se fijaría, mejor, en su inteligencia oculta: en las jerarquías y aparatos para no termi­ nar, para no sucumbir, para prolongar su dominio. Esa mirada podría empujar tan atrás que del tiempo no quedara otra cosa que el movimiento del mar. ¿Perseo y no los emperadores adop­ tivos; la Atlántida o el Leteo y no la ciudad? Y aun cuando no fuese necesario empujar hasta el mundo mítico, ¿podría desen­ cajarse al mar como el vínculo de unión en la Grecia micéníca? El mar, la primigenia térra incógnita, el “piélago estéril”, como lo llamó Herodoto. Para esos griegos, el mediterráneo era el río que

en sí mismo termina, borde del agua. Desde la superficie: rizo exterior de los profundos vórtices o línea del mar observable; hada un lado: playa de aprovisionamiento, perfil costero de loca­ lización geográfica y apertura a la conquista. El océano, en cam­ bio, era el gran mar exterior que rodeaba las tres partes del ecumene, más allá de las columnas de Hércules. En los fragmentos que se han conservado del Viaje alrededor del mundo, es posible observar que Hecateo de Mileto situaba al mediterráneo como su centro. En este centro convergían las tres partes del mundo habitado: Europa, Asia y Libia —Libia era el nombre genérico con que se designaba el África situada al oeste de Egipto. Final­ mente, el océano rodeaba por completo esas tres partes. Exis­ te en esta descripción un movimiento doble de círculos y de fuerzas de atracción y repulsión. En el primer círculo, el centro de agua atrae a los tres cortes de tierra; éstos están ordenados hacia dentro por la fuerza de atracción del centro líquido, pero jalados hacia afuera por la presión del océano caótico. Una pre­ sión ejercida, paradójicamente, en la forma de apertura total, fuera de los círculos del ecumene, fuera, tal vez, de los paisajes que se acomodaban a la morfología humana. Sucede como con los estratos en la tierra. Un estrato va del centro a la periferia, pero la periferia presiona también al centro y forman un nue­ vo centro para una nueva periferia. Ceuta y Gibraltar, las columnas con que Hércules marcó la frontera del mediterráneo, eran también el umbral del archipié­ lago de la Atlántida. Una vez, nueve mil años antes de que Pla­ tón escuchara entre el rumor del mar la orden de suspender el Cri­ das o La Atlántida, tuvo lugar una batalla entre los atenienses y los adantes, entre los pueblos que habitaban más allá de las co­ lumnas del mediterráneo y los que habitaban al interior de las mis­ mas. Esa batalla había sido referida por Solón quien, a su vez, supo de ella por algunos sacerdotes egipcios. Los reyes antiguos

del Atica eran solemnes héroes ctónicos, hijos de la tierra, figu­ ras del orden continental en lucha con las jerarquías marinas. La genealogía de los reyes atlantes se remontaba a Poseidón que en­ gendró con Clito, una mortal, diez hijos varones en cinco pa­ rejas de dos gemelos. Del desarrollo de la batalla sabemos muy poco. Platón inter­ rumpió su descripción en los preliminares geopolíticos: las rela­ ciones de fuerza, las ventajas que ofrecían las respectivas posi­ ciones geográficas, los diferentes sistemas de organización social y de gobierno. Nueve mil años después, no quedaba otra cosa que un recuerdo difuso, azul plomo como el color de las túni­ cas que los reyes atlantes vestían en sus ceremonias nocturnas. Azul plomo como el color del océano que permanecía amena­ zante e inexplorado. Nueve mil años después de la batalla, en el tiempo de la narración de Platón, los griegos poseían sobre el occidente menos que retazos de información: hebras de mi­ tos, visiones basadas en razones teóricas de simetría y equilibrio. ¿Cómo se hizo para potenciar a un poderoso enemigo prove­ niente del imaginario marino siendo que el propio núcleo de afirmación de la Grecia micénica, su vértice primordial de co­ municación e intercambio, era el mar y no la tierra? Quizá por­ que para ellos el mediterráneo era justo el borde del mar, la fron­ tera entre el río que en sí mismo termina ni el terrible océano Adántico, sin forma y medida.

M o r f o l o g ía

d e l o s o c é a n o s ii

Roma y Bizancio habían hecho del mediterráneo la base geo­ política de sus imperios, pero a partir de la expansión árabe la unidad mediterránea se rompió. El núcleo de afirmación del me­ dioevo estaba dispuesto a partir de la tierra, de membranas y

pliegues terrestres. Jacques Le Goff ha trazado el largo cami­ no que se recorrió en la Edad Media para volver a encontrar, más allá del telón del simbolismo que abarcaba todo, la realidad física del mundo. La navegación participaba de ese umbral sim­ bólico. Una de sus figuras más socorridas era la de la nave en la tempestad; incidente que aparece con asombrosa regularidad en la vida de numerosos santos y que prefiguró múltiples mila­ gros para apaciguar una tempestad o resucitar a un náufrago. Sin embargo, era el bosque o el camino, y no el mar, lo que formaba el inquietante horizonte del mundo medieval. Tristán dice a Isolda en el bosque del Morois: “Volvamos al bosque, que nos protege y nos guarda...”. El progreso en el occidente me­ dieval partió de la roturación de la tierra, en la lucha sobre la ma­ leza y los arbustos; la “selva oscura” de Dante y el bosque vir­ gen. Dentro de la esfera simbólica, el bosque representaba las tinieblas o el siglo con sus ilusiones. El mar era el mundo y sus tentaciones. En un grabado que ilustraba La nave de los locos de Sebastián Brant (1457-1521) se muestra cómo se confinaba den­ tro de un barco a quien estaba afuera para apartarlo de la mira­ da de los cuerdos. Con todo, el horizonte geográfico de ese mundo era muy restringido; se limitaba a la cristiandad. Además, el tonelaje de las flotas y el número de buques —aún en la era mercantil veneciana y genovesa que repuso en parte la unidad mediterránea— eran muy pequeños. El estrato rural medieval, reino de la madera y la piedra, asen­ tado en un núcleo territorial difúminado —pues la propiedad no estaba generalizada—, sin potencia marítima ni comercial, donde se practicaba la regresión al pasado como arma contra la decadencia; ese estrato poblado por las ruinas de las antiguas estructuras del Estado —el derecho romano, las vías continenta­ les, las grandes concentraciones urbanas—, no cesaba de agi­ tarse por una errancia aniquiladoramente larga, desesperada­

mente lenta, “en una especie de movimiento browniano, a la vez perpetuo e inconstante”, como lo ha descrito Marc Bloch. La errancia medieval utilizaba el bosque y los caminos como una red de trayectos plegados sobre algunos puntos fijos: ciertos lu­ gares de peregrinación, ciudades con ferias, puentes. Sólo a partir del siglo XIV la errancia fue considerada activi­ dad de hombres malditos, de vagabundos. Esto se logró por me­ dio de una transferencia del estatuto de normalidad a la vida se­ dentaria. El sedentarismo medieval del mar trasladado a la tierra. Entre el 800 y el 1100, las naves longas y los knórrs de los vikingos tenían el dominio naval del adándco. Descubrieron tres veces Islandia, la Tierra de Hielo, mientras como un torrente se apoderaban de Burdeos, de Périgueux, Angers, Tours y Orleans. Odín, el de un solo ojo, dios de la sabiduría rúnica y de los ahor­ cados, los acompañó con su lanza Gungnir, su caballo de ocho patas y sus dos cuervos: mente y memoria. Sus descendientes medievales navegaron a ambos lados del estrecho de Davis. En su avance hacia el oeste fueron construyendo un mapa de se­ ñalizaciones para esa región del adándco que poco después se perdería. Erick E l Rojo pardo exiliado de Islandia en el año 982. Regre­ só tres años después con un relato acerca de los contornos de la Tierra Verde (Grónland). Los groenlandeses no se detuvie­ ron: Leif Eriksson realizó cinco travesías hasta dar con una fie­ rra que nombró Vínland, la tierra de vino, situada en lo que mu­ cho más tarde se llamaría América. Según algunos historiadores, el descubrimiento de América fue posible gracias a que las técni­ cas marítimas se fueron perfeccionando en las travesías del me­ diterráneo. Pero los escandinavos medievales habían empujado la navegación justo fuera del mar dormido. Los logros de esta sombría magnificencia marina no fueron integrados a la pos­ a d o r conquista occidental del Adándco. Antes de 1400 Groen­

landia era casi una leyenda, una saga oscura para los propios islandeses. La gran línea de despliegue marítimo de los escan­ dinavos medievales se cerraría sobre sí misma como un espe­ jismo sin testigo. Memoria, uno de los cuervos de Odín, regre­ só muy pronto de su viaje exploratorio; lo que significaba que no había fierra cercana. Así, los escandinavos quedaron atrapa­ dos en el océano abierto.

D

ig r e s ió n s o b r e l o s r e in o s sin d is t a n c ia

Hace siete eones, al occidente del mundo mediterráneo, existía el reino de la madera y la piedra, de las aguas estancadas con sus flores de turba. No había flores de turba, pero cualquier extran­ jero lo hubiese creído. Sólo que ese reino, tan perseguido y per­ dido, tan alcanzado y abandonado, era un reino sin muchas ven­ tanas: sus caminos reales habían sido olvidados y el Mar Tenebroso golpeaba el más fértil —por abierto e inexplorado— de sus costados. Fuera del limes, al norte del reino, existía un pueblo adorador del dragón rojo —enredado o no a la colum­ na vertebral de cada hombre; dios de una era y principio ma­ ligno del final de la misma. Ese pueblo adoraba navegar. Siem­ pre hacia el oeste, sobre el camino de la ballena, se dice que navegaron hasta configurar un nuevo litoral merced al matrimo­ nio anacronístico de un mexica convertido en islandés, llama­ do Bjórn Kukulcan, quien se casó con la reina de Saba y gober­ nó Yucatán. Los pueblos de la madera y la piedra — el pueblo lanzado hacia el Adámico— tan diferentes y distantes entre sí, vivían, sin embargo, en un mundo común. Un mundo sin dis tancia donde las travesías y los viajes se medían en términos de tiempo transcurrido —tardes, lunas, atados de días—, y no en distancia, porque no contaban con un modo o instrumento para

expresarla. Esto no suponía algo así como una falta técnica, una carencia. Para ellos la distancia no era una modalidad espacial sino temporal. El pueblo del dragón, por ejemplo, tuvo que in­ ventar una orilla en pleno mar abierto cuando no tenía un lito­ ral que le sirviese como referencia espacial. Esa orilla la constru­ yó a partir de la caligrafía que se puede leer en el mar, entre los cambios en el color del agua, la profundidad y consistencia del fondo marino observadas desde la proa o medidas con una son­ da, el desplazamiento y la configuración de los hielos flotantes, la fluctuación de los astros y el vuelo de las aves. Bajo unos ban­ cos de bruma casi consistente, perdida la cuenta de los días, ¿có­ mo saber la distancia que lo separaba de su meta? Esa pregun­ ta jamás fue formulada así. Nunca nadie preguntó así en los reinos de la Edad Media.

La

é p o c a d e l a im a g e n d e l m u n d o

Fn uno de los seminarios del Thor, propiciados por René Char, Heidegger expuso la fórmula siguiente: “Para los griegos las co­ sas aparecen. Para Descartes y el hombre de la edad moderna, las cosas me aparecen”. Heidegger recrea el recorrido de la cien­ cia moderna utilizando su procedimiento “retorno río arriba” con el fin de alcanzar la fuente de la ruptura que significó el pen­ samiento de Descartes: su determinación de lo real como ob­ jetivación del representar y de la verdad como reducción, como certeza del propio representar. Lo existente ya no es lo presen­ te como en el mundo griego, sino lo que en el representar se po­ ne en frente, lo objético. Lo decisivo de este viraje no es que el hombre se emancipa­ ra de las ataduras medievales al emanciparse a sí mismo, sino que se transformara absolutamente la esencia del hombre, al conver­

tirse éste en sujeto. Y ser sujeto quiere decir que el hombre se tor­ na en el punto de referencia de lo real como tal, es decir, en él se funda todo lo existente a la manera de su ser y su verdad. Medi­ da de todas las medidas, garante de lo representado, dador de sentido, el subjectum conquista al mundo como imagen. Es, como escribió Descartes, “el amo y poseedor de la naturaleza”. Por “imagen del mundo”, Heidegger no entiende una ima­ gen del mundo cualquiera, sino el mundo comprendido como imagen en el senddo de que lo existente sólo es si es colocado por el hombre, que representa. La imagen del mundo no pasa de una medieval a otra moderna; el hecho decisivo es que el mundo pasa a ser imagen y éste es exactamente el mismo proce­ so que hace que el hombre se transforme en subjectum dentro de lo existente. Este proyecto doble es el que caracteriza a la Edad Moderna.

A

r t e d e l a n a v e g a c ió n ii

Uno. El “arte de gobernar” contempló en el curso de los siglos xvii y xvin unas líneas paralelas a la de la justicia. Contar y M e­ dir, la línea bicéfala de mensurabilidad. Notar y Anotar, línea de identificación o control de la apariencia. Se trata de líneas empo­ tradas en una relación: se cuenta y se mide, se nota y se anota. Esta relación establece una diferencia entre los términos: lo que se nota importa para la acción disciplinaria del Estado y por tan­ to se anota. Las leyes suntuarias y la revisión de las listas de no­ bles tenían como fin no sólo eliminar a los usurpadores, ni eran meros censos para trazar diagonales de identificación. “Ser un censo”, se decía de una cosa que proporcionaba molestias a su dueño. Más bien, se buscaba redimir el censo; imponer las obli­ gaciones, los impuestos, las condiciones de gobierno, derivar del

censo al censor. Pero lo decisivo es que estas líneas excedían sus funciones de control restrictivo. Como se sabe, la secularÍ2 ación del poder corría al parejo de la formación de la sociedad disci­ plinaria que modificó el orden de lo público y lo privado, a la vez que invirtió la función restrictiva de las disciplinas en utili­ dad positiva. Apresar esta utilidad positiva de los controles gu­ bernamentales —entender cómo se rizan las disposiciones de gobierno al interior del barco— no es un dato que se siga “na­ turalmente” de los propios mecanismos de gobierno. No es una evidencia. Significa más bien una reorganización del análisis que rompe las familiaridades admitidas, una mirada nueva que gra­ cias a Nietzsche adquirió importancia. “Tras los nombres más sagrados encontré las tendencias más destructivas”, escribió una vez. Casi un siglo antes, Johann G. Herder —quien a pesar de re­ frenar las tendencias racionalistas de la Ilustración compartía sus objetivos— entendía aún el barco como la imagen primigenia de un sistema de gobierno especial y riguroso. Como un peque­ ño estado al que en todas partes rodean enemigos: cielo, tor­ mentas, vientos, corrientes, arrecifes y otros barcos. Se trataba de un orden casi ritual que ejercía una acción intencional, defi­ nida: “¡Cuánto hubiera dado por leer a Orfeo o la Odisea estan­ do embarcado!”, anota con nostalgia triple. La del alemán que no se acostumbra a sustituir República por Estado, la del escri­ tor que ve los costos de la modernidad ahí donde la mayoría só­ lo distingue ganancias y la del viajero que constata en todos la­ dos la supresión de los vínculos objetivos de su época. Dos. Para cuando comenzaron a mutar los conceptos e institu­ ciones del siglo xix la imagen del 'Estado-monstruo marino hacía agua: la primera guerra mundial acabó con una buena parte de las monarquías y lo que parecían conflictos locales se habían ex­ tendido, al mostrar la inoperancia conceptual que sustentaba a

los Estados nacionales liberales. Además, la velocidad del movi­ miento y la descomunal ampliación del espacio, tenían ya como eje a las ciudades y su estridencia técnica. El nomos hereditario y los estamentos campesinos se disolvían apresuradamente. La técnica modificaba las competencias individuales, la índole del trabajo y de su ethos. Un último coletazo del imaginario marino marcaría, según Ernst Jünger, el advenimiento de la nueva épo­ ca: el hundimiento del Titanio en 1912. En esa fractura aparecían juntos la hybris del mundo técnico, el automatismo y la catástrofe. Eran las marcas del nuevo orden.

L.\

REPRESENTACIÓN ROTA: CUATRO PUNTOS D E QUIEBRA D E I.A MODERNIDAD

Uno. Heinrich von Kleist era un kantiano consecuente, casi dog­ mático. En 1801, después de un largo estudio de la escritura kan­ tiana y atormentado por la idea de la imposibilidad de una ver­ dad exterior a los cuerpos humanos, escribió a su hermana: “si todos los hombres en vez de ojos llevasen gafas verdes, juzga­ rían que los objetos que miran son verdes, y nunca podrían sa­ ber si sus ojos ven las cosas tal como son o si es propio de los ojos lo que ven”. Aquí, el si condicional no deviene en una su­ posición; es más bien la constatación de un estado de hecho: to­ dos llevamos puestas las gafas verdes, por ello no podemos de­ cidir si lo que llamamos verdad es la verdad auténtica, la verdadera verdad, o si solamente nos parece que es así. O al­ guien se atrevería a decir: “¿yo tengo ojos y no gafas verdes?” ¿Cómo lo probaría? Se dice con facilidad que estas líneas de Kleist sólo dan cuenta de una estrategia romántica que consis­ tía en llevar al extremo, a su límite, un pensamiento que señaló el inicio emancipado de la filosofía. Pero no es así. Kleist no re­

duce ad absurdum el pensamiento kantiano; su escritura y su vida están ahí como testimonios de un rigor desesperado y puro. Si Kant había puesto los límites a la razón, nadie podía hacer como si las gafas no existiesen. “Mis gafas son rojas o amarillas”, se entiende. Pero no se entiende: “soy un ilustrado, no llevo gafas”. El primer punto de quiebra de la modernidad deviene justa­ mente de uno de sus más fuertes bastiones: la idea de la relati­ vidad del conocimiento y las culturas. Se trata de un dispositivo que utilizaron Montesqüieu, Voltaire, Adam Ferguson y Rous­ seau, derivado de distintas necesidades y dirigido a muy diferen­ tes fines. Principalmente, lo utilizaron en relación con la diversi­ dad de corte étnico, histórico o geográfico-climático, al enfatizar la fragilidad de los presupuestos totalizadores occidentales. Georg Flamann yjohann G. Herder ampliaron este dispositivo para realizar el desmontaje del tribunal de la razón kantiana. Si­ tuaron a la razón en un contexto lingüístico, histórico y social, como un modo de hablar y actuar en una cultura y un lenguaje específicos, y no en tanto una facultad que existe en algún do­ minio mental o nouménico. El corte más profundo y duradero lo practicó Herder al señalar que el tribunal crítico-ilustrado propuesto por Kant solamente universalizaba los valores e in­ tereses del siglo xviii europeo. Con ello, Herder relativizó el pináculo más alto de la moder­ nidad ilustrada. El contraponía a la perfectibilidad moral e inte­ lectual una diversidad irreductible de aspectos concretos. El sen­ tido de la relatividad terminó destruyendo los cimientos de la misma modernidad que dicho sentido había contribuido a en­ gendrar. Ni el tribunal de la razón pudo escapar a la visión de las gafas verdes. “¿Dónde está el punto central de la tierra?”; es la más alta pregunta geográfica. “Ahí, donde tú estés”, es la respuesta de la relatividad. Pero esa respuesta variable sólo sirve a tal pregun­

ta general. Si se pregunta, en cambio, quién está más cerca o lejos del punto central de la tierra, entramos en el reino de la geopolí­ tica. Su respuesta es ya una cuestión de escalas. Por su visión diferenciada de las sociedades, a Swift se le ve casi siempre como parte de esta genealogía ilustrada. Los via­ jes de Gulliver vendrían a ser, según esta lectura, un alegato que muestra la relatividad de los valores culturales europeos — y casi siempre su descomposición. La cuestión no es de poca monta. De ser un índice geográfico y étnico, al concepto de relatividad se le fue incorporando valores morales o posturas éticas. Recuér­ dese el Nathan de Lessing. En Swift no sucede esto. La enseñan­ za moral está siempre oclosionada por el estallido de la impo­ sibilidad de su trascendencia. Cuando Gulliver viaja a Luggnagg, la isla de los inmortales, dice que de ser él uno de ellos serviría como oráculo para señalar las diversas gradaciones en las cua­ les se desliza la corrupción del mundo. Sin embargo, en ningún sitio del pasado encuentra un modelo a seguir; lo único cons­ tante es la perversión, el engaño y la utilización del poder co­ mo modo de consecución de los fines más aviesos. Ante la in­ trascendencia moral, queda la ironía. En la ironía, como escribió Emilio Uranga, hay una amargura incurable. ¿Implica el uso de la ironía una enseñanza moral? Si la ironía deja de ser un grano de sal, ¿se convierte en un paraíso del absurdo o en una prédi­ ca moral? Swift es un maestro de las relaciones, no de la relatividad. Una cosa es más grande o pequeña que otra sólo si media una rela­ ción: “el destino puede complacerse en permitir que los lilipu­ tienses descubran alguna nación cuya gente sea tan diminuta res­ pecto a ellos como éstos lo fueron para m í...” La amargura tuerce la figura de un hombre que trata de hacerse honor entre aquellos que están fuera de todo grado de comparación o equi­ valencia con él.

La moral no tiene, en el terreno de las relaciones, nada que ver. El problema es más bien de escalas; toda una estrategia geo­ política. ¿Qué sucede cuando dos escalas diferentes se encuen­ tran? Un caballo puede ser el sinónimo de la perfección de la naturaleza desde una escala distinta a la del cuerpo humano. Los partidos políticos, en una escala real, únicamente se distinguen por los tacones, altos o bajos, de sus calzados. Queequeg, el ar­ ponero del Pequod, era George Washington con desarrollo de caníbal. Por el contrario, en un sistema de relatividad no hay re­ laciones, sino presupuestos. Por ello, las distinciones que se esta­ blecen desde .este sistema dan cuenta de un ideal, nunca de la diferencia irreductible que escapa a cualquier regla de juicio. Sólo una política de las relaciones puede mostrar por qué existen le­ yes y ordenanzas para prohibir romper un huevo por la mitad. Lo que está en juego en última instancia es la continuidad del pensamiento representativo. Desde el mundo mítico, la enorme magnitud del mar es una cuestión de escalas o perspectivas: un sorbo de agua para un sediento es más grande que los siete ma­ res. Cuando el mundo mítico se retiró, el mar se volvió opaco; un espacio indestructible que no necesita mantenimiento y don­ de todos los puntos pueden unirse. Dos. El segundo punto de quiebra de la modernidad lo completó Nietzsche al colocar a la verdad fuera del ámbito de la epistemo­ logía. La verdad es “un ejército móvil de metáforas”, una cues­ tión de “estilo vinculante”, es una convención. El reposicionamiento de la verdad en la arena del poder significó la quiebra de la pretensión moderna por establecer un mundo verídico, autosuficiente y redondo, desde el cual era posible crear un nexo de derecho entre la verdad y el pensamiento. Tal pretensión, se­ gún Nietzsche, significó el instante más mentiroso y arrogante de la historia universal. Cuando los filósofos relacionaron la ver­ dad con el pensamiento y la verdad con la libertad, trataban de

evitar relacionar la verdad con una voluntad concreta — la suya—, con un flujo de fuerzas o una cualidad de la voluntad de poder. Juntar verdad con libertad señala esa estrategia; una estrategia vinculante. Los filósofos expandieron a tal grado sus pretensiones que crearon un mundo verídico en donde, como ha visto Deleuze, querían la verdad no en nombre de lo que es el mundo, sino en nombre de lo que el mundo no es. Tan grande es el poder de ilusión de un estilo. Fres. A comienzos del siglo xx, el tiempo de duración de las ins­ talaciones más recientes era ya muy reducido. Comenzaban a sucederse breves épocas técnicas, generaciones subsecuentes de materiales e instrumentos. Aunque la lógica específica del espa­ cio técnico era la recomposición infinita, no podía asimilarse esa lógica a la del progreso tal como había sido proyectado en la modernidad. No podía porque en un proceso de recomposición infinita la distinción representación-realidad, que se describió en la época de la imagen del mundo, resulta irrelevante: se intensifica la representación, todo deviene representación, entonces, la ten­ sión desde la que lo real era representado está rota. Es en esa representación rota donde aparece la época de la radiación. El tercer corte en el espectro de la modernidad. Cuatro. Para dar cuenta del cuarto corte, el punto de quiebra de la modernidad democrática, es necesario contar una pequeña historia: los acuerdos de la postguerra de 1914 mostraron clara­ mente que los principios del Estado nacional liberal no basta­ ban para acceder a la identidad del poder y el derecho prevista en el discurso moderno-democrático. En ese discurso existía una consideración que hacía de la democracia el único sistema donde la modernidad se desenvolvería adecuadamente. Esta consideración suponía dos líneas en busca de circularidad: la incompletud de la modernidad y la perfectibilidad de la democra­ cia. Así, los estatutos básicos de la modernidad —progreso, su­

peración, crítica o problematización de todos los presupuestos y valor de lo nuevo— , que por su propia configuración perma­ necían siempre incompletos, encontraban en un sistema abierto y plural, como la democracia, un territorio firme para que la circularidad desembocara en la constatación de su necesidad; de que no era posible una línea sin la otra. Se trataba de una desembocadura virtual pero siempre en ac­ to ya, real sin ser actual, mediante un juego de líneas que se co­ rroboraban a sí mismas. Una falta alargándose mediante la pers­ pectiva de su cumplimiento. “Mediante”, es decir, a partir de la puesta en marcha de una maquinaria de representación poten­ ciada al infinito. La modernidad democrática requería ampliar e impulsar los espacios de representación para generar escalas de logros progresivos: la democracia debería ser el misterio re­ suelto de las constituciones. Las líneas de la democracia y la mo­ dernidad alcanzarían una circularidad virtuosa en la medida en que se pudiese apelar a un desenvolvimiento y a unos progre­ sos más o menos mensurables. Pero la circularidad fue quebrada al fin de la guerra de 1914. El vértigo patriótico, la inflamación nacional de esa guerra, mostró paradójicamente el fin del ideal na­ cional, de los conflictos localizados, de las guerras caseras. De ello es ejemplo la Sociedad de Naciones cuyos objetivos, sus metas y cumplimiento, se asentaban en una desproporción: vigilar unos espacios enormes de derecho a partir de una potestad eje­ cutiva mínima. Ahí comienza a gestarse la crisis de la democra­ cia representadva. La idea de nación, el modelo del individuo propuesto por las constituciones liberales y las disposiciones de la democracia libe­ ral, no parecían sincronizarse con la velocidad del nuevo siglo; parecían trazos creados para una época más lenta y socialmen­ te menos compleja. En adelante, la incompletud constitutiva del movimiento modernidad-democracia será conceptualizada en

un sentido negativo: la distancia para alcanzar la realización de­ mocrática, los requerimientos para hacer coincidir la moral y el derecho, etcétera. De ahí que el plano gubernamental se esta­ blezca como una suma de carencias por cubrir o como un pro­ ceso gradual más o menos coherente. El ideal democrático escamoteó la exigencia de su cumpli­ miento por medio de un aplazamiento que se ofrecía, desde las estrategias gubernamentales, como algo inherente a su configu­ ración. La democracia fue neutralizada desde sus propias dis­ posiciones. Pero lo más notable es que gran parte de los análi­ sis críticos enderezados contra las entidades gubernamentales participaban de dicha conceptualización “en negativo”: lo que falta para alcanzar x o z, lo que no se hizo o se hizo mal, las correcciones. Aún hoy, decenas de analistas políticos escriben y opinan a diario sobre nuestra “actualidad”. Pero en realidad esos analistas y opinadores profesionales nunca escriben para pensar nuestro presente, nunca ven sus positividades. Observen cómo siempre anclan su mirada desde un terreno ya construido: la democra­ cia soñada por los liberales decimonónicos o los rasgos consti­ tutivos, los tempos de la idea civilizatoria inscrita en el proyecto moderno burgués. Los opinadores siempre tienen ideas justas cuando de lo que se trata es tener, como dice Godard, justo ideas. Ideas de vida, no grandes, ni decisivas, sino renglones de resistencia a nuestro presente. No es gratuito que Hegel viera en la moderna lectura de los periódicos el medio desacralizado —mas equivalente— de la antigua lectura de la Biblia. Y no tanto porque la lectura de los periódicos reemplazara la lectura cotidia­ na de la Biblia, sino porque leer los periódicos comporta la mis­ ma disposición a buscar ideas preformadas. ¿Cómo pasaba esto? ¿Cómo se hizo para convertir el discur­ so liberal-democrático en una gran redundancia? Ahí están los

archivos, las hemerotecas donde se puede constatar el desplaza­ miento de la Gran Redundancia, el discurso de la Aproximación Sucesiva, de los Logros Sumándose. Quien esté dispuesto a mancharse los dedos y los ojos con el gris nietzscheano — con el gris de lo efectivamente existente y lo realmente comproba­ ble— puede encontrar los cientos y los cientos de miles de dis­ cursos, decretos, análisis, informes, proyectos y críticas redun­ dando unos con los otros, letra con letra, convalidándose unas a otras, como en una cadena de transmisión. Y si en ese trán­ sito de lo Mismo, se tropieza con una reivindicación que se ca­ lificó a sí misma de independiente, hay que ver cómo el más sutil de los sobornos practicados siempre fue declarar tal reivin­ dicación como una manifestación externa del propio concep­ to de libertad y en legitimarla de ese modo ante el tribunal de la constitución democrática liberal, es decir, en hacerla inocua. La desincronización entre las disposiciones de las democra­ cias liberales —votación, representación, contienda pluripartidista, separación de poderes— y la realidad cotidiana, fue acrecentándose con el transcurrir del siglo. La democracia neu­ tralizada: todo ocurría dentro de la democracia pero fuera de la realidad. Aún antes de la guerra de 1939, muchos criticaban el valor de las doctrinas de los gobiernos representativos libera­ les, y en varios Estados éstos habían desaparecido ante formas políticas que los negaban. Sin embargo, esto significó otra coar­ tada para que los impulsores de la redundancia capitalista-libe­ ral minimizaran los temores producidos por una nueva época que abolía las rutinas y suprimía los vínculos objetivos. “Se trata, de nuevo, de un desarreglo provocado por los alemanes; esos malos europeos que no lograron hacer crecer, desde la unidad nacional lograda por Bismarck, una nación civilizada, democrática-liberal”. Y necesariamente, toda la máquina fascista —y de paso la comunista— fue presentada como algo exógeno a la

evolución política occidental, como un monstruo que sin tener casilla alguna en el continuo ascendente de las formas de gobier­ no modernas —pues no podía tolerarse la idea de un hijo mons­ truoso— permitía hacer aparecer tal continuidad como el or­ den de la semejanza y extraer diferencias que cupiesen en la taxonomía del orden político de la postguerra. Con base en esas diferencias, al restablecimiento del ideal de­ mocrático, se instauró entonces el “nuevo orden del mundo”, una fórmula quizá demasiado pomposa para hablar del reparto diferente de la explotación. Los desarreglos, el desacomodo entre la virtualidad y el acto se agudizaron. Era ya muy difícil ocultar que mediante la redun­ dancia extendida, la representación democrática había degene­ rado en comedia: la propaganda sustituía a la moral, los dere­ chos individuales se fundaban en el poder, no en su propiedad, como concedía el estatuto constitucional. La igualdad en térmi­ nos de participación ciudadana devino igualdad pasiva frente a las enormes diferencias de función —todos podían oír y dar respuestas pero los temas sujetos a discusión estaban determina­ dos, en última instancia, por unos pocos actores políticos. Las instituciones gubernamentales eran utilizadas como instrumen­ tos de perpetuación del poder. Una perpetuación atenuada por el rejuego partidista donde la oposición servía, en el extremo, como estímulo para los dueños de la violencia. Gobernar no significó ya, en adelante, disponer adecuada­ mente las cosas sino, como escribe Foucault, estructurar el posi­ ble campo de acción de los otros. De ahí que a nosotros no nos quede otra salida que intentar inventariar esas formas guber­ namentales partiendo de sus positividades y ya no, como quería la ciencia política liberal, desde lo que falta, un tránsito o una correc­ ción, donde en realidad los poderes se corroboran a sí mismos. Si un sistema político se mide no por lo que deja de hacer, sino

por lo que hace efectivamente, es necesario enderezar un pensa­ miento político que escape a las formas contractuales y la lógi­ ca positivista de los consensos.

M

o r f o l o g í a d e l o s o c é a n o s iii

Herder decía que la morfología de América facilitó su conquista. América era un continente cuyos pliegues, protuberancias y bra­ zos se abrían hacia la conquista. A pesar de ello, el arte de la na­ vegación y de la guerra pueden transformar en una ventaja hasta un destino morfológico. Los pueblos del sol mesoamericanos sabían, por ejemplo, aprovechar una curvatura de un cerro para que deviniese en línea de transformación, mediación y balance. Esa línea servía, a la vez, como recinto de aprovisionamiento o curva defensiva. Trabajando desde Melville, Charles Olson mostró que el es­ pacio era el hecho central para los norteamericanos. Si la lógi­ ca y la clasificación habían llevado a la civilización occidental al hombre y entre hombres lejos del espacio, la aventura que se ini­ ció en los Estados Unidos estaba ligada profundamente a la geo­ grafía. La nomadología de las grandes praderas, la macropolítica de los océanos, la micropolítica de las máquinas. Una de las má­ quinas más bellas, precisas y sanguinarias era el buque ballene­ ro. Máquina que servía como nexo entre la industria y un espa­ cio empujado más allá de las fronteras nacionales. Sobre esos mares así entendidos, sobre ese espacio privado de dimensiones, se fue gestando el dominio total de los océa­ nos. La táctica sin obstáculos y sin contingencias de la moder­ na guerra sobre el mar cimentó el modelo para las nuevas estruc­ turas de colonización e industrias terrestres —urbanizaciones, vías férreas. Todo lo que significaba una contingencia o un obstá­

culo —los indígenas, su hábitat— debía ser destruido. La nove­ dad residía en que este; nodelo partía de un país que funcionaba como un objeto en movimiento con un potencial y una veloci­ dad inéditos. Un país que barría los espacios con una velocidad máxima. La pesca norteamericana de la ballena sirvió como uno de los detonantes para el reacomodo marítimo. Desde el espacio de la pesca, el Pacífico aparecía “misterioso, divino, ciñe al mundo en­ tero, hace que todas las costas le sirvan de entrada, parece el co­ razón palpitante de toda la tierra... se agita con las aguas más centrales del mundo, el Adántico y el índico no son más que sus brazos”. Para Melville, el Pacífico también era la confirmación del futuro: hasta los descubrimientos del siglo xv, el mediterrá­ neo seguía siendo el centro del mundo. Colón hizo del Adánti­ co el mar central y activó el mercantilismo de 1500 a 1800. El despegue inglés se debió a la eclosión del Adántico y al reposicionamiento del mediterráneo como una mera zona de paso. Inglaterra se hallaba en el centro de todo este recambio: a me­ dio camino entre el Báltico y el Mediterráneo y lanzada hacia el Nuevo Mundo. Melville pensaba que la Nueva Historia, la del dominio de los Estados Unidos, se iniciaba en el Pacífico. Era el futuro, una oda procedente de las praderas, algo nuevo, profetizado hace mu­ cho, venido de muy lejos. En ese despliegue, el buque ballene­ ro aventajaba morfológicamente a los barcos mercantes, a los de guerra y a loc oiratas. Estos tres tipos eran, por su composi­ ción y comportamiento, fragmentos del orden terrestre, exten­ siones de ese orden mar adentro. Los barcos mercantes eran puentes de extensión; los de guerra, fortalezas flotantes, y los piratas se movían como salteadores de caminos. El buque balle­ nero, en cambio, hacía de la línea oceánica una línea de avance, buscando los embates del mar lejos de la tierra. “Como en todo

lo que carece de tierra, reside allí la más alta verdad —ese algo sin costa e indefinido como dios...”. A Melville, como escribe Olson, este buque le recordaba la tragedia de la democracia, ya desde la primera configuración de la Gran Noche Americana. La democracia no se había deshe­ cho de los señores y la línea de transmisión entre el hombre co­ mún —por más libre que fuera— y los líderes — tan dedicados como parecían— se encontraba asentada en una hebra de paja.

D

ig r e s ió n s o b r e l a s m á q u i n a s , e l t o n e l

Uno. Una máquina forma casi siempre un dispositivo más com­ plejo. En ese dispositivo caben piezas, materias, personales maquinados, líneas de dominación y resistencia, unos haciendo engrane con otros, potenciando bandas sin fin, círculos de pro­ ducción o apuntando hacia ductos de entrada y salida. Hay máquinas que funcionan como índices de un dispositivo sin separar o desmontar. Hay dispositivos maquínicos sin índices visibles: un camarote y un crepúsculo formaban una terrible má­ quina de pensar para Ahab. También las hay con índices simila­ res, como la llamada cuerda del mono. Por medio de una cuerda el organillero sujeta a un mono danzarín. El remero del bote está unido igualmente al arponero que faena un cachalote. Esa cuer­ da es el índice de un dispositivo mayor. La máquina que forman el remero y el arponero se potencia simbólicamente debido a los códigos de honor marítimos. Si el arponero tropieza, cae y se hunde, el remero no debe cortar la cuerda, sino seguirle al fon­ do del mar. Entre el mono y el organillero no existe esta rela­ ción que convierte a la cuerda en una ligadura simbólica don­ de, se haga lo que se haga, sólo es posible dominar uno de los extremos.

MelviUe sabía mucho de los personales maquinados. Los hombres forman una multitud de duplicados innecesarios, con­ temporáneos o hereditarios. Su condición de duplicados no tie­ ne que ver con su mayor o menor “humanidad” ni con su gran­ deza de alma, esos parámetros liberales. El carpintero del Pequod, por ejemplo, era un tipo indiferente y sin respeto por nada. Sin alma, poseía “un algo indefinido” que hacía sus veces: esencia de mercurio o gotas de amoníaco, nadie lo sabía. Paradójicamen­ te, esa inhumanidad lo convirtió en un no duplicado. En rela­ ción con las máquinas, el carpintero era un múltiple; como esas navajas con hojas de vanos tamaños, destornilladores, sacacor­ chos, punzones, pluma, reglas y hasta brújula. Maquinaba, abriéndose o cerrándose, “por una especie de proceso literal es­ pontáneo, sordo y mudo. Era manipulador exclusivamente. Su cerebro, si lo tuvo alguna vez, debió escurrírsele muy pronto a los músculos de los dedos”. Cuando el capitán Ahab le pide reemplazar su pierna de mar­ fil de cachalote, y cuenta el enigma de su miembro fantasma, el carpintero aleja rápidamente la sombra del enigma y prefiere considerarlo como “un problema difícil”. Con su respuesta, es­ tablece una de las pruebas más altas de la función del personal maquinado. La prueba de ser no tanto un diente del engranaje, sino un índice para conocer exactamente cómo funciona el dis­ positivo en su totalidad. Dos. Swift supo inventar varias de las máquinas más bellas. El cuerpo de Gulliver sujeto a la arena por cientos de finísimas liga­ duras, es una máquina de cálculo: la medición de su cuerpo arro­ ja toda una política económica que en sus líneas generales nos hace saber cómo la economía no responde al reino de la necesi­ dad, sino al de la estrategia y el dominio. También supo extraer múltiples enseñanzas espaciales de las máquinas oratorias. Del púlpito conoció que nunca es tan per­

fecto, en forma y dimensiones, como cuando es extremadamen­ te estrecho, con muy pocos motivos ornamentales. Nada debía cubrirlo. Al igual que la picota, debería ser la única máquina des­ cubierta en todo el escenario. El púlpito, la escalera por donde suben los condenados y el tablado de los feriantes, juntos, formaban la máquina de elo­ cuencia de ese tiempo. Para atraer la atención del público, esta­ ban diseñadas como si fueran a gravitar sobrepuestas, sólo que el tablado de los feriantes constituía un engranaje frontal en tan­ to que abastecía a los dos otros índices de material, es decir, de temas para desatar la elocuencia. El barco, la ballena y el tonel conforman otra máquina, no una alegoría. Es una expresión del pensamiento simbólico —y Swift comparte, con quienes consideran el poder como el Gran Anhelo, la característica de pensar en símbolos. Con las imáge­ nes de la alegoría es imposible maquinar algo. La descripción del púlpito del padre Mapple que hace Melville utiliza imágenes para expresar cualidades, forja una alegoría. Así, el mundo deviene un barco en plena travesía que nunca completa su viaje y el púl­ pito es su proa: “desde allá se divisa primero la tormenta de la rápida cólera divina, y la proa debe soportar el primer embate...”. Sin embargo, Moby Dick no es una alegoría del drama demo­ crático como muchos han querido hacernos ver. “Llegar a con­ siderar a Moby Dick como infundio o, aún peor y más detesta­ ble, como a una odiosa e intolerable alegoría”, se quejaba Melville. D. H. Lawrence, quien sabía todo lo que hay que saber so­ bre la alegoría, el mito y los símbolos, escribió: “desde niño odié la alegoría: el que la gente tuviera nombre de cualidades, como este alguien montado en un corcel blanco, llamado Fiel y Verda­ dero pero también desde niño aprendí de Euclides que el todo

es mayor que las partes, lo cual me resolvió el problema de la alegoría”. En la alegoría se pone en marcha una descripción donde cada imagen significa algo y es un postulado en el argumento, con un propósito moral o didáctico. Los símbolos, por el contrario, no “significan algo”; más bien configuran unidades de experiencias. Un barco y una ballena son más que la república y un estado to­ talitario, tal como un jinete y un caballo blanco deben ser más que la Fe y la Verdad. ¿Se podría intentar pensar-escribir en el tonel olvidándonos un momento de la ballena y el barco? Sobre todo hoy que el Es­ tado ha devenido en un espacio sin tarea histórica y las bases de sustentación de la acción política, el meollo de lo público, dan muestra del grado de oxidación que corroe a las democracias occidentales. Hoy que simulacro y realidad parecen ser equiva­ lentes en el tiempo de la recomposición infinita. El tonel maquina la representación rota. La ruptura del gozne “repre­ sentación” que en el estrato político parece colocar, en su lími­ te último, la propuesta político-social del liberalismo occidental. Por ello Richard Rorty ve en la sugerencia de J. S. Mili acer­ ca de que los gobiernos deben dedicarse a llevar a un grado óp­ timo el equilibrio entre el dejar en paz la vida privada de las per­ sonas e impedir el sufrimiento, la última revolución conceptual que requeriría el pensamiento político y social de Occidente. Es­ to quiere decir que lo que estaba pensado como mínimos nece­ sarios o posibles son ofrecidos ahora como los máximos o to­ pes. ¿El todo sigue siendo mayor que las partes? ¿No significa esto que el navio democrático — cargando en sus bodegas a su propia ballena totalitaria— está destinado a navegar por los ma­ res de la esterilidad? Hay relatos donde la primera historia, lo representado o visto de golpe, siempre encierran una segunda historia —cómo lie-

gó hasta allí tal personaje, por qué se acomodó de tal manera, qué necesidad tuvo de decir todo eso. Algunos otros para quedar completos, deben escribirse con un trozo de un relato nuevo: “tiempo atrás a mí me intrigó a me­ nudo qué se podría sentir ante un camino cortado. Hoy sé que en todas partes ya ha estado alguien. Y aún así, sobre la tierra no hay medida alguna”. §

C a l e id o s c o p io d e e s p a c io s

EL LITORAL VERTICAL

PAUL V1RILIO

“ XAi L T i T U D

c e r o ” ; e s t a s p a l a b r a s pronunciadas por el piloto del LM (módulo lunar) al final de las maniobras de alunizaje de la misión Apolo X I, son más históricas que cualesquiera otras. Señalan que en ese instante la altitud se volvió una pura distancia para nosotros. A partir de ahora, existe otro suelo, un suelo en lo alto: la superficie de la tierra se convirtió en un entresuelo. Durante el verano de 1969, contemplar una isla de cierta ribe­ ra o la Luna se volvió lo mismo. El acontecimiento no era tan­ to la retransmisión de imágenes televisadas a más de 300 mil ki­ lómetros de la Tierra, sino la visión simultánea de la Luna en la pantalla y la Luna a través de la ventana. El cielo se volatilizaba y el descenso en otro planeta nos situaba, como en un balcón, sobre el vacío, desencadenando la superficie de las cosas como referencia; de pronto, los confines se volvían un litoral sideral. El umbral negro sobre el que se destacaban las siluetas de los astronautas ya no era un horizonte. Muy de cerca, su curvatura situaba netamente la finitud del astro: Armstrong y Aldrin esta­ ban menos sobre la Luna que al borde del espacio. Pero esta

gran importancia dada a los límites era comparable con una de­ sapropiación, con una devaluación “del interior”; el valor se des­ plazaba desde el centro hacia una ulterior periferia, el objeto ce­ leste tenía por tanto menos interés que el intervalo espacial y sus paredes. De hecho, el gran vuelco, que erigía la longitud y que disper­ saba las distancias en un continuum, descomponía simultánea­ mente un orden de percepción y un orden de utilización; incita­ ba a que los dos grandes bloques ideológicos —quienes ya no se combatían verdaderamente desde el final de la guerra fría-— disiparan en el tiempo y el espacio una geopolítica carente, no obstante, de perspectiva. Aunque se desterritorializaban no renunciaban a sus esfuerzos totalitarios, de ahí las vacilaciones de la política de Kennedy al dudar sobre la elección del enemi­ go, oscilando entre la bahía de Cochinos y la guerilla urbana, el exterior y el interior. Pero desde las campañas Lunares, tanto americanos como soviéticos, saben bien que ya no existen otras tierras para una sola humanidad. El mundo, desapareciendo co­ mo horizonte infinito de toda experiencia posible, reaparecía como campo teleológico, y von Braun, el tránsfuga del sueño sideral alemán, renunciaba a la NA SA. Una vez que cuantificar y cualificar infinitamente los conteni­ dos se volvió imposible, se sustrajeron los continentes al des­ calificar su contenido: las naciones y los ciudadanos. Esta nue­ va forma de acción capitalista (de social-imperialismo) devolvió la paz a los campus. La institución científica, profundamente minada por las incertidumbres políticas del poder, volvía a ser el instrumento de la obra, retomaba su lugar como informante privilegiada del Es­ tado, a través de la inmensa tarea de inventariar y cuestionar nue­ vamente los contenidos; tal era el sentido nuevo de los contra­ tos pasados con la armada y en el cual las ciencias humanas

mantenían un buen lugar. Es un hecho sin precedentes el que uno de los miembros de la institución, H. Kissinger, fuera ascen­ dido al puesto de jefe de relaciones exteriores, en el núcleo mis­ mo de la nueva empresa americana-soviética. Un año después se realizan los trabajos confidenciales de la o t a n sobre la plani­ ficación mundial de la circulación de personas y de mercancías, en el momento mismo del Nixon Round, de la conferencia de Gi­ nebra... paralelamente el carácter cerrado del sistema soviéti­ co era públicamente criticado por el físico Sakharov en Moscú; los intelectuales rusos y los judíos tenían más libertades en el mundo, y la Unión Soviética declaraba la renuncia a sus circui­ tos protectores en materia de radio y televisión. De pronto, los habitantes de los dos grandes bloques ideológicos podrían com­ partir las mismas ficciones gracias a la mundo-visión. Desde el abandono de las misiones Apolo, por ejemplo, la imagen televisada del suelo Lunar, en las pantallas americanas, se reemplazó por las imágenes de los efectos especiales de agigantamiento, que son a los objetos demasiado grandes lo que el microscopio es a los objetos demasiado pequeños. Así, los operadores se divierten combinando continuamente macro y micromateria, dándole a los telespectadores, en pocos segundos, la ilusión de viajar desde la estructura gigante de una rama de hierba hasta una tierra en miniatura perdida en el cosmos. En el siglo XIX, el totalitarismo histórico (la historia intrínse­ ca) había instruido a los pueblos europeos que estaban fuerte­ mente territorializados a pensar en milenios; la teleobservación permanente de perspectiva espacial y de perspectiva temporal adiestra ahora a la población planetaria a pensar en años-luz o, de preferencia, a no situarse en ninguna parte, lo que estaría con­ forme con aquello que se habría convertido en un totalitarismo histórico extrínseco.

Un doble litoral político e histórico se dibuja: tanto una macropolítica nacida de la fuga vertical, capaz de resolver técnica­ mente desde arriba los problemas más vastos en el marco de un ecosistema global, como una micropolítica de la institución hu­ mana, prisionera horizontal de los litorales técnicamente perimidos, limitada por su lugar y forzosamente incapaz de poner­ se a la altura de la solución de los problemas más difundidos. Cuando Edward Fox nos muestra nuestro país dividido (des­ de los carolíngeos hasta la v República) por el conflicto perma­ nente de dos sociedades irreconciliables —una continental, con­ servadora, rural, belicosa, y la otra litoral, urbana, la Francia de los negocios y los puertos, favorable a la iniciativa privada, paci­ fista y deseosa de un control oligárquico del Estado— , y cuan­ do al mismo tiempo nos invita a cumplir en nuestro territorio nuestra segunda revolución contra la Francia centralista de los campesinos, lo hace aplicando un esquema a la vieja usanza del modelo anglosajón en nuestras realidades. Esta Francia ligera que él desea ya no es solamente aquella del progreso y de la prosperidad, sino aquella de la micropolítica y de la política sub­ alterna, porque si —al igual que la geografía que es “aquello que se produce en el espacio” (Sauer)— la historia volviera a ser efectivamente aquello que se produjo en el espacio, entonces el cambio de posición del sujeto... La historia occidental preten­ día cualificar, por medio de unidades sucesivas, un conjunto geográfico inerte; ahora no será lo contrario, sino la descalifica­ ción de ambas partes por la nueva teleobservación espacio-temporal o cobertura vertical de la tierra, por medio de un recono­ cim iento visual que perm ite ocasionalm ente descubrir y reconstruir de un solo vistazo el conjunto total de proyectos hu­ manos y naturales a menudo milenarios. Con el reconocimien­ to de los recursos planetarios, de los sitios arqueológicos, ba­ ses de cohetes, cobertura meteorológica, etcétera, nuestra

civilización se volvería efectivamente la situación en el espacio de un conocimiento razonado, de una geometría tal que la po­ blación mundial no podría esperar más que sus repercusiones. Al eliminar primeramente al determinismo geográfico, Fox trabaja tanto en la sobredeterminación del campo de la humani­ dad por los grandes bloques, como en la cobertura del conjun­ to del campo por su definición geométrica; el litoral lineal que él pretende oponer al interior de Francia ya no está solamente sobre nuestras costas, sino también sobre nuestras cabezas. La edición norteamericana de The OíherFrance es de 1971, y en aquel entonces el fracaso vietnamita es duramente resenti­ do en Estados Unidos porque es justamente aquél de todo el sistema frente a una pequeña unidad nacional y campesina. El armamento estaba estipulado por la conducta tradicional de la política norteamericana, ese imperialismo lineal que necesita el cuidado permanente de unidades potentes de intervención ma­ rítimas y aéreas que alcanzan blancos tan vulnerables tanto al chantaje económico como a las acciones militares y a los gran­ des ejes litorales y portuarios de fácil acceso, donde vienen a concentrarse, de vez en cuando, la totalidad de la producción, de los recursos y de las poblaciones de continentes enteros. La gran diseminación del pueblo vietnamita en guerra, al interior del territorio, se reveló más eficaz que toda esta técnica nortea­ mericana, y este armamento pesado no pudo llevar a buen término un ligero combate continental. Cuando la guerra en el medio se volvió imposible, tuvo que ser reemplazada por la gue­ rra hecha en el medio, en el hábitat natural, en la fauna, en la flora y en la atmósfera. Tal era la escala de la política norteameri­ cana y de sus medios. Los diferentes modos de ocupación del espacio civil reapare­ cieron entonces como fuerza de disuasión popular, poder ya no ideológico, sino fisiológico de los pueblos. En un complejo

hábitat continental siempre hay una fuerza de conservación, y en la ocupación lineal de un espacio inerte, o vuelto inerte, hay una fuerza de decisión y, por tanto, de cambio; existe entonces una fuerza continental que rechaza a una fuerza litoral, pero en tér­ minos del conflicto esencial entre el acto de ser y el acto de exis­ tir. Así aparece, más allá del acontecimiento, una política de ne­ gación de la vida, de desaparición de lo viviente a través de la modificación radical de la economía continental de en medio. El carácter indeterminado del conflicto vietnamita había puesto en jaque al principio mismo de la macropolítica, el chan­ taje en el aprovisionamiento de los grandes protectores. Por el contrario, cuando al final se necesita en ambos lados un arma­ mento pesado, la presión litoral es inmediatamente ejercida; esto será el bloqueo, el minar el puerto de Haiphong, y una “conclu­ sión” aparece rápidamente. Afirmar hoy que el comercio reemplaza a la guerra abierta es, entonces, un viejo eufemismo; lo que reemplaza a la guerra es la repartición económica de los territorios. Esta repartición eco­ nómica debe impedir que la quincallería tecnológica de paz y de guerra entre inmediatamente en el museo o termine prematura­ mente en la basura —como fue el caso reciente del prototipo norteamericano SST (Supersonic transport)— , e impedir que el conjunto del litoral vertical se fulmine desde el interior. Una amenaza tal forzosamente fue resentida por los Estados que po­ seen una tecnología avanzada y la poseen como poder militar, económico y político absoluto. De ahí la tentación, o más bien la necesidad, de hacer del conjunto del campo de la humanidad el campo de la técnica. Sin embargo, si sólo los dos grandes bloques van a reencon­ trarse sobre el nuevo litoral político es porque sólo ellos van a poseer el poder técnico de éste. Ellos se apresuran a reglamen­ tar los conflictos territoriales perimidos de los Estados-naciones,

que los dividen siempre en el nivel subalterno, puesto que el esfuerzo que ellos van a tener que proporcionar será gigantes­ co: descalificar al conjunto total del hábitat planetario, despojan­ do a los pueblos de su calidad de habitantes. Pero justamente, a causa de su gigantismo, este nuevo proyecto es el único que parece estar a la medida del progreso tecnológico que conocemos. Así, en los años que vengan, asistiremos, en el nivel de la micropolítica, a la mayor asociación de los intereses económicos y militares en la gran remodelación geográfica de los territorios. De esta manera, vemos desde algún tiempo a las armadas dirigir­ se hacia lo que ellas denominan las “tareas apátridas” (J. J. Antier, Chronique des Armées, verano de 1973), así como a los grupos fi­ nancieros orientarse hacia la “producción imponderable”. Pues, hace falta subrayarlo, si el nuevo espacio dominante puede pa­ sar aún por político, tiende no obstante a no ser ya civil, y el asunto Watergate muestra suficientemente cuánto es que la “alta esfera de los irresponsables” se volvió frágil, quizá amenazada, y rápidamente barrida. A pesar de sus esfuerzos, el sistema transparente del capitalismo no sobrevivirá tampoco a su nue­ va desterritorialización puesto que la endocolonización tecno­ lógica rebasará rápidamente el umbral de lo soportable, lo cual no ocurrirá sino sólo por sus necesidades ilimitadas de energía. Desde 1947, frases como las de Henry Wallace muestran que la política de asistencia económica, “dictada más por las nece­ sidades de petróleo de la marina norteamericana que por la ne­ cesidad alimentaria de los niños griegos o turcos”, son ricas en porvenir. El proceso ya está extendido: las fronteras están absor­ bidas por la dominación ortogonal; siendo extranjeros en nues­ tras ciudades pronto lo seremos en nuestro país entero, al igual que 40 millones de trabajadores norteamericanos se bambolean entre la costa Oeste y la costa Este de los Estados Unidos, “ex­

tranjeros del interior” en un endoterritorio inutilizable porque ya no es el suyo, porque ya no es civil. El diagnóstico de Fox no puede sernos, por tanto, indiferen­ te. El nos aclara, por ejemplo, que la nueva habilitación del litoral francés llevada a cabo por la s e s a m e (y la Delegación para la ha­ bilitación del territorio y la acción regional), también puede con­ ducirnos a interrogarnos sobre la preparación de este vn Plan. Este plan, bautizado como “Regina” (regional-nacional), pon­ drá el acento sobre los factores espaciales, pudiendo esto tener como resultado, según R. Courbi, Director de g a m a , una “reno­ vación completa de la problemática del plan”. Si la tecnología occidental aportada por el complejo militarindustrial está ocupada en realizar una idealidad geométrica uni­ versal, una teleología de la razón, ésta se separa no obstante de manera radical de su punto de partida factual e histórico, y ha­ bría una perspectiva geográfica de la historia: la sobredeterminación geométrica de su campo por la técnica occidental. Este vuelco del campo histórico es un hecho que implica la ruina del fenómeno que lo fundaba, “el ideal de un mundo esencialmente igual, esencialmente común como proto-fundación de la forma­ ción del sentido (Sinnbildung), denominada geometría”. La “ciencia” occidental no está fatigada, no regresa, como lo pensaba Spengler, a su patria psíquica; ella es, por el contrario, infatigable. Parodiando las palabras de Féval que veía en la ban­ ca, no una fuerza empresarial sino una avaricia que se volvió ga­ lopante, nuestro modo de apropiación del espacio también se habría convertido en un modo galopante. Fracaso radical de la geometría en tanto que libertad teorética universal, él realiza una especie de ultraconservadurismo espacio-temporal de la defini­ ción del Estado occidental. Entonces, quizá conviene revisar los fundamentos de esta dicotomía, pero no a través de “otra Fran­

cia”, sino por medio de un sistema singularmente igual, a tra­ vés de la morfología de su ser aquí o allá. Nadie sueña hoy en rechazar su propia construcción indeci­ ble en el campo etnológico, nadie sueña en rechazar, en las so­ ciedades tribales, como unidad de construcción de su espacio sensible, la existencia de estas objetividades ideales “distintas en su enunciación y de cualesquiera otras que se mantengan bajo el concepto de lenguaje”. De manera singular, manifestamos menos curiosidad hacia nuestras propias idealidades morfoló­ gicas... sin duda, la revelación de su carácter endémico, de su rudimentariedad, daría un golpe irremediable a nuestra preten­ sión de progreso, de cambio, de conocimiento. Así, durante el último conflicto mundial, Alemania edificó con premura unos diez mil blocaos sobre el conjunto del lito­ ral de la “Fortaleza Europa”; nadie soñó en asombrarse de que esta obra gigantesca no haya tenido prácticamente ninguna utili­ dad militar y que ella escape así, por entero, a su enunciación. Lo que ahí estaba realmente inscrito sobre la totalidad de nues­ tras costas, era el poder incomunicable de la geometría de Oc­ cidente. La dicotomía occidental es la del litoral lineal y la del medio continental, pero la historia de Occidente no comienza verdade­ ramente más que con la instauración de una “razón de Estado lineal”. Ciertamente, como afirman Fox y muchos otros, sola­ mente se puede ver en las primeras ciudades-Estado mediterrá­ neas un aparato protector, comercial y político, más ligero y más abierto, pero no se encontrarán desde este punto de vista las ra­ zones de su expansión y de su ultraconservadurismo. Una hipótesis bastante difundida sugiere que nuestro mun­ do nació en un círculo geográfico natural, el de las islas Cicladas. Como quiera que sea, es ahí donde fue creada casi de manera cierta esta gran ausencia de los manuales continentales de logís­

tica, Seemacht o sea-power. .. el poder del mar. De manera nota­ ble en Creta había reinos marítimos. Es en este kúklos que fue creada, después de la primera liga, la primera potencia maríti­ ma regular de la historia. Más tarde, cuando la ciudad-Estado romana quizo resolver el problema de la potencia marítima, lo hizo todavía en términos teleológicos; ella tomó bajo su autori­ dad a la totalidad del litoral mediterráneo, reproduciendo así, a una escala mayor, el círculo original. La potencia hanseática do­ minó poco después los mares septentrionales pero dirigiéndose hacia las orillas inglesas, y su trayectoria lineal, que se superpo­ nía a la de las costas europeas, desapareció momentáneamente cuando fue emprendido el nuevo curso hacia el Oeste, hacia una problemática limítrofe frente a frente: las Indias o las Américas. Este curso, que Fox mostró como movimiento abierto y oposicional, se desarrolló de hecho según un movimiento mor­ fológico invariable, puntual y después lineal; en fin, cerrándose por zonas en torno al polo inicial, de la misma forma en que Ro­ ma había circunscrito una finitud geométrica propia, Mare Nostrum\ primer continente líquido de la inversión morfológica de Occidente que hace que la mayor parte de las civilizaciones co­ miencen por “habitar”, a excepción de la nuestra. El hombre occidental es verdaderamente el esférico andró­ gino, animado sin cesar por el deseo, en persecución de la uni­ dad entera, y la “esfera de Empédocles” abraza realmente al uni­ verso. La noosfera de Teilhard se volvió oósfer; americanos y rusos realizan a su manera la sobre-representación del andrógi­ no platónico, “hijo de los astros a la vez macho y hembra, y es de sus propios generadores que ellos obtienen su esfericidad y sus propios saltos verticales y circulares”. El determinismo occidental no tiene cultura porque no tie­ ne materia, ni dimensiones, sino direcciones; es por su nulidad espacial que gobierna sin cesar hacia el exterior, y no es un azar

el que, como observa Jean Servier, la edad de oro de nuestras utopías sea también la de las grandes exploraciones y descubri­ mientos. El sistema en apogeo no niega en lo absoluto esta iden­ tidad utópica que muchos historiadores aún le rechazan; afirma, por el contrario, su esquizofrenia como el fundamento mismo de sus esfuerzos técnicos. Lo que también es notable, es que esta idealidad de construc­ ción sobre territorios mostrados como adyacentes y tributarios, sea la de los Estados antes de ser la de las sociedades e incluso la de las naciones. Pero si se considera que los medios privilegia­ dos de Occidente son el mar antes que el cielo, se comprende mejor la fuerza del u-topós que lo mueve. No hay naciones ni pue­ blos en el mar y en el cielo, sólo potencias y fuerzas cuyas leyes derivan directamente del elemento en cuestión. Según el viejo dicho, ahí no se gobierna, se es maestro. Esta es la razón por la cual la potencia de los Estados Uni­ dos, como en otra época las potencias mediterráneas, vuelve a ser más militar que mercantil, sin importar cuál posea. El Esta­ do-ciudad romano, modelo privilegiado de los prospectores americanos, no dependía de una lucha de repartición entre par­ tidos y principios políticos, sino de una lucha perpetua entre eje­ cutivos y legislativos; lo que en el siglo xix parecía una tragedia del poder parece hoy una tragedia del sentido, organizándose en torno a la verosimilitud del Estado, en torno a la conserva­ ción de su morfología. Así como el arte griego poseía la terri­ ble verosimilitud de lo falso, así el Estado romano es la futura obra de muchos, un Estado edípico cuando suplanta al Estado oriental, patrimonio del príncipe. Y el fin de Roma es el final de la obra, de su verosimilitud, el acabamiento fatal de la lucha de su ser contra la nada, su suicidio. La ciudadela-Estado de la antigüedad es ya el lugar preferi­ do en el medio, pero la cosa será aún más clara cuando se pase

de la ciudad colonizadora a la capital, cuando el Estado pase a la dimensión de territorio nacional, de ciudadela nacional. Enton­ ces, con mayor evidencia, la capital se opondrá como caput al gran cuerpo territorial, es decir, como órgano superior y racional. El Estado, “lugar de la razón” de Hegel, renueva al Estado platónico; es la ciudadela estéril, la fortaleza de los ociosos que no encierra más que al vacío y que no puede dar más que órde­ nes y organización. El error era probablemente pensar, como Roth o Toynbee, que el esquema negativo de la ciudad original desaparecería con el de las ciudades-Estado antiguas y sería re­ emplazado por una multitud independiente de formas urbanas, mientras que las pesadas murallas se derrumbarían y alejarían de las ciudades simplemente porque ellas se erigían no obstante en las afueras, en el límite de las naciones nuevas, marcando el final de lo que se ha llamado “mouvance de los imperios”. Los congresos, como los de Viena, de Versalles, en tanto que inventaban naciones y creaban fronteras, continuaban solamente el trabajo morfológico del Estado-ciudad original, de su modo de ser, y el desorden urbano, característica de la ciudad antigua se llevaba a las fronteras, girando, sin embargo, en torno a la nueva verosimilitud nacional de los Estados. También es normal ver en este momento preciso desarrollar­ se fenómenos como los de la industrialización, el mercantilismo, la burocracia, el militarismo, la política de la necesidad, etcéte­ ra. De hecho, no se trata de “revoluciones” económicas, indus­ triales, sociales, u otras, sino simplemente del progreso de las actividades específicas de la ciudadela original extendiéndose al hábitat continental, a través de una urbanización militar de los territorios, de su cuadratura. El conscripto de la Revolución reemplaza al campesino y prefigura al proletario como contribu­ ción a la comunidad expandida en la construcción, al cuidado de nuevas fortalezas nacionales. Sus luchas se organizarán ra-

pidamente en torno a métodos y bienes imbuidos de esterilidad por la improductividad misma de lugares donde, desde el origen, se manifestó como expedientes económicos de la vida urbana. Nuestra civilización es asimilada más a menudo a un proble­ ma de comunicación, el progreso a un progreso de la velocidad, de la facilidad de comunicación mientras que la pseudopolítica de los medios es, en realidad, reducida por la morfología del Esta­ do a dos fases nacidas de dos polos que ella crea: transmisión e información. El Estado-t^W transmite; el territorio-cuerpo lo informa; y el desarrollo extraordinario de los medios es el de los órdenes trasmitidos, pero también el de la información del Es­ tado por medio y por encima de su territorio. Si Nixon vio recha­ zado su proyecto que permitiría alumbrar a distancia los cargos televisivos de los ciudadanos norteamericanos a partir del cargo del ejecutivo, quizá podría ser que ciertamente esta tentativa técni­ ca, precoz en exceso, tendrá un día u otro algún efecto, pues va en el sentido verdadero del desarrollo de los medios. Comunicar cada vez más, y más rápido, no es en nuestra or­ ganización sinónimo de movilidad o de crecimiento de la movi­ lidad de los ciudadanos. Más allá de su historia aristocrática el sistema trasmite los límites posturales de la litoralidad, de la insularidad, de la ortogonalidad; hace perennes los términos mi­ litares que designan la ausencia de alternativas en un punto, en un lugar, como estrategia del poder sobre el otro, hacia lo in­ móvil, el silencio, la muerte. Los diversos nudos o núcleos con­ céntricos que construye tienen el carácter incomunicable de un sólido con relación a un fluido, a una liquidez real o imitada, mar, lluvias, canales, vías férreas, autorrutas, etcétera; los lincamientos que tienen parte y que regresan son redistribuidos pero tienen una tendencia constante a simplificarse ahí, pues entre más son los aflujos menos tienen “lugar” para ser complejos.

Si el legislativo prolifera a sus anchas, en el interior del territo­ rio o medio, entonces las alternativas del ejecutivo permanecen siempre tributarias de su lugar; e inversamente cuando el legisla­ tivo mismo cesa de maniobrar flexiblemente y requiere del eje­ cutivo es que una grave crisis espacial se prepara en torno al ser ahí del Estado, a su verosimilitud construida, lo que pasa con los Gracques, con la reciente experiencia chilena, pero también, en las naciones desarrolladas con la aparición de los signos pre­ monitorios, como la penuria anticipada de combustible en los Estados Unidos, el control militar de los aeropuertos, la circu­ lación de rutas en Europa, etcétera. De la misma forma, la de­ cadencia y las crisis de las ciudades destinadas a crecer desmesu­ radamente no son un problema de gestión o de arquitectura. Vivimos en plena liquidación de una utopía que hizo su tiempo, la de la ciudad-Estado-geográfica-nacional. Ya no se puede plan­ tear la crisis de Occidente en términos intrínsecos (comercio, ener­ gía, producción, polución, etcétera), pues en tanto que no re­ planteemos enteramente el problema de la construcción platónica de su campo, ya no podremos conocer, propiamente hablando, el progreso —ni, por otra parte, el antiprogreso. La última revolu­ ción en el espacio del ultraconservadurismo del Estado occiden­ tal indica claramente que continuaremos nuestro curso hacia el fin sobre nuestro impulso geométrico, como sobre rieles. Pero, en esta situación del espacio contemporáneo, parece bien que el Oriente ocupa aún una posición original. Ahí don­ de el Occidente conquista y ocupa el espacio de arriba (atmosfé­ rico, cósmico), el Oriente parece conquistar el espacio de aba­ jo (litosférico) por medio de la constitución de un hábitat subterráneo, a la escala gigantesca de un continente: China. Es aquí donde veo la justificación del silencio sobre el descenso Lu­ nar de los chinos responsables; se trata menos de una censura, que de un desinterés real por un tipo de expansión profunda­

mente contrario al de Oriente. Esta dimensión “críptica” de un Estado, ligado no solamente a la extensión geográfica sino a la espesura mineral de su territorio, está en perfecta coherencia con la concepción estratégica de una superioridad de la defensiva so­ bre la ofensiva que siempre anima al pensamiento oriental. ¿Se puede oponer válidamente un “dióptero” aeroterrestre al dióptero aeromarítimo de las potencias navales y aéreas? Es una cuestión a la que los chinos responden afirmativamente constituyendo una protección nuclear para el conjunto total de su población, contrariamente al Occidente en donde su segun­ do postigo de la disuasión nuclear está ausente (con ciertas ex­ cepciones, no hay un abrigo significativo más que para las élites). ¿Se debe comprender aquí que Occidente se prepara esen­ cialmente para las consecuencias de la paz total (la conjunción imperialista de los bloques), mientras que el Oriente teme la gue­ rra total? O bien ¿asistimos, despues de la edad de las conquis­ tas marítimas y coloniales, y la del elemento atmosférico, a la inauguración del poblamiento de la espesura misma del globo, a la conquista litosférica, última constitución de un país de las sociedades humanas, respuesta de los campesinos (chinos) a la expatriación preconizada por Fox? Se trata de un gran proble­ ma fundamental para el análisis morfológico del Estado moder­ no, puesto que, más allá de la perspectiva geográfica de la histo­ ria, se plantea no obstante la cuestión del sentido de esta oposición entre el cénit occidental y el nadir oriental. En esta revolución, el Levante y el Poniente pierden su función, el astro rey ya no orga­ niza al espacio del mundo, la secesión se sitúa menos entre el Este y el Oeste, que entre la materia y la ausencia. § Versión de Pablo Tamari£ Domínguez y Juan Javier Cerda Oroyco

EL PACÍFICO

HERMAN MELV1LLE

a través de la islas Bashee, sali­ mos al final al Gran mar del sur; si no hubiera sido por otra cosa, habría saludado a mi querido Pacífico con innumerables agrade­ cimientos, pues ahora encontraba respuesta a la larga súplica de mi juventud: aquel sereno océano se extendía hacia el oriente con un millar de leguas de azul. Existe no sé qué dulce misterio en este mar, cuyos espasmos, suavemente horrorosos, parecen hablar de algún alma escondida adentro, semejante a aquellas legendarias ondulaciones del suelo efesio, encima del sepulcro de San Juan Evangelista. Y resulta apropiado que sobre estos pastizales de mar, sobre estas anchu­ rosas praderas acuáticas y camposanto de los cuatro continen­ tes, las olas se alcen y se precipiten, y fluyan y discurran sin cesar; porque aquí millones de sombras y tinieblas, sueños aho­ gados, sonambulismos, ensueños, todo lo que llamamos vidas y almas, permanecen en sueño, en sueño, todavía, retozando co­ mo personas en sus camas, las olas se mueven siempre en ra­ zón de su desasosiego. U

n a v e z q u e , pa sa m o s a v e la

Para cualquier mago meditabundo, este Pacífico sereno, una vez que lo ha poseído, se convierte en su mar de adopción. Bulle con las aguas más céntricas del mundo, el océano índico y el Adántico no son más que sus brazos. Las mismas olas que ba­ ñan las recién edificadas ciudades de California, apenas funda­ das ayer por la más reciente estirpe humana, mojan también las desgastadas pero aún hermosas faldas de las tierras asiáticas, más antiguas que Abraham. Y en todo el medio flotan vías lác­ teas de islas de coral, y archipiélagos bajos, interminables, des­ conocidos, y japonés impenetrables. Así, este misterioso, divi­ no Pacífico, envuelve la mesa entera del mundo, convierte a todas sus costas en sus propias ensenadas, parece un corazón de la tierra, con pálpito de olas. Cuando a uno lo levantan esas olas eternas, no puede sino ser poseído por el dios seductor e inclinarse ante Pan. Pero muy pocas reflexiones sobre Pan provocaban el cere­ bro de Ahab, cuando, parado como una estatua de hierro en su lugar de costumbre, junto al amesana, aspiraba instintivamente con un orificio nasal el meloso aroma de las islas de Bashee (en cuyos dulces bosques deben vagar amantes plácidos), y con el otro conscientemente inhalaba el aliento salado del mar recién descubierto, de ese mar en donde aún entonces estaría nadan­ do la odiada ballena blanca. Impelido a todo lo largo de esas aguas casi finales, y navegando hacia el campo de ballenas de Ja­ pón, el propósito del viejo adquirió mayor intensidad. Sus la­ bios firmes se juntaban con los de una morsa, el delta de las venas de su frente se hinchaba como un arroyo sobrecargado. En su mismo sueño, su grito estruendoso resonó en todo el casco abovedado: “¡todos a popa! ¡La ballena blanca arroja sangre espesa!”. § Versión de Ignacio C arda l^ascuram

MORFOLOGÍA D E LA ISLA FLOTANTE D EL MAR D EL NORTE

JONATHAN SWIFT

de observar las curiosidades de la isla, lo que me concedió con gran benevolencia; ordenó a mi preceptor que me acompañara. Quería conocer, sobre todo, las causas naturales o científicas que provocaban sus diversos movi­ mientos, de los cuales daré cuenta al lector en forma filosófica. La isla voladora o flotante es exactamente circular y su diáme­ tro mide siete mil ochocientos treinta y siete yardas; esto es, cua­ tro millas y media. Comprende, en consecuencia, diez mil acres. Tiene trescientas yardas de grosor; la base o superficie inferior, que aparece a la vista de los que se hallan abajo, es como una pieza de diamante regular cuyas caras miden alrededor de dos­ cientas yardas. Incrustados en ella yacen varios minerales, sobre los cuales hay una capa de tierra fértil con diez o doce pies de espesor. El declive que tiene la superficie superior de la perife­ ria al centro, es la causa natural de que todo rocío o lluvia que caiga sobre la isla sea llevado en pequeños arroyos hacia el me­ dio, donde desembocan en cuatro grandes depósitos, cada uno E

x pr e sé a l re y m i d e se o

de los cuales tiene, más o menos, media milla de circunferen­ cia, y unas doscientas yardas de distancia con el centro. El agua de esos depósitos se evapora paulatinamente durante el día debido a las acciones de los rayos solares, lo que evita su desbordamiento. Además, como depende de la voluntad del monarca que la isla se eleve sobre la región de las nubes y vapo­ res, él puede prevenir, siempre que quiera, la caída de lluvia y ro­ cío; pues es sabido, los naturalistas convienen en ello, que las nu­ bes más altas no pueden elevarse arriba de dos millas; por lo menos en aquel país no se ha sabido nunca que ocurriese otra cosa. En el centro de la isla hay una hendidura de más o menos 50 yardas de diámetro, desde donde los astrónomos descienden a una gran cúpula que llaman F¡andona gagnol