Las cooperativas / Cooperatives: Una Alternativa Economica / an Economical Alternative 8415454074, 9788415454076


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Índice
Prólogo
Presentación
PRIMERA PARTE. LA METAMORFOSIS DEL CAPITAL
1. El triufo del capitalismo
2. La crisis del capitalismo
3. Los movimientos reaccionarios
4. Los neocapitalismos
5. El cooperativismo en democracia
6. Las empresas de futuro
7. Hacia un mundo mas solidario
SEGUNDA PARTE. LA DOCTRINA COOPERATIVA
1. La filosofía de la cooperación
2. Los estatalistas
3. Los pioneros del pensamiento cooperativo
4. La reglamentación cooperativa
5. La empresa cooperativa
6. Las tendencias cooperativas
Conclusión
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Las cooperativas / Cooperatives: Una Alternativa Economica / an Economical Alternative
 8415454074, 9788415454076

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Javier Divar Garteiz-Aurrecoa

Javier Divar Garteiz-Aurrecoa

COOPERATIVAS:

Doctor en Derecho. Catedrático de la Universidad de Deusto. Presidente de la Asociación Internacional de Derecho Cooperativo.

una alternativa económica

En la Universidad de Deusto ha sido Director del Doctorado en Derecho, Director del Master en Derecho de la Empresa y Director del Departamento de Derecho de la Empresa. Es autor de numerosas publicaciones sobre Derecho Mercantil, Cooperativismo y Economía Social, así como Coordinador de un Grupo Internacional de Investigación en Derecho de las Cooperativas en el que participan profesores de las Universidades de Deusto, Buenos Aires, Montevideo, Unisinos (Brasil), Los Andes (Venezuela), San José de Costa Rica, Autónoma del Estado de México y Pinar del Río (Cuba).

ISBN: 978-84-15454-07-6

www.dykinson.com

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las COOPERATIVAS: una alternativa económica

Se licenció por la Universidad de Deusto con Sobresaliente, Premio Extraordinario N.º 1. Es también Diplomado de la Escuela de Práctica Jurídica. Ha sido Abogado de Empresas, Asesor de Propiedades de Altos Hornos de Vizcaya, Director de Cooperativas y Economía Social del Gobierno Vasco y Presidente del Consejo Superior de Cooperativas.

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Todos los derechos reservados. Ni la totalidad ni parte de este libro, incluido el diseño de la cubierta, puede reproducirse o transmitirse por ningún procedimiento electrónico o mecánico. Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO Centro Español de Derechos Reprográficos, www.cedro.org si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra.

© Copyright by Javier Divar Garteiz-Aurrecoa Madrid, 2011 Editorial DYKINSON, S. L. Meléndez Valdés, 61 - 28015 Madrid Teléfonos (+34) 915 44 28 46 - (+34) 915 44 28 69 E-mail: [email protected] http://www.dykinson.es http://www.dykinson.com Consejo editorial: véase www.dykinson.com/quienessomos ISBN: 978-84-15454-07-6

Preimpresión: SAFEKAT, S. L. Laguna del Marquesado, Naves 32 L y K - Complejo Neural - 28021 Madrid Impreso por: PUBLIDISA

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«Los poderes públicos promoverán eficazmente las diversas formas de participación en la empresa y fomentarán, mediante una legislación adecuada, las sociedades cooperativas. También establecerán los medios que faciliten el acceso de los trabajadores a la propiedad de los medios de producción.» CONSTITUCIÓN ESPAÑOLA Artículo 129, párrafo 2.º

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Edición conmemorativa del

AÑO MUNDIAL DE LAS COOPERATIVAS Declaración de la ONU para el 2012

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Prólogo

En este excelente libro del Profesor Javier Divar el lector puede disfrutar del placer de la lectura de un texto que contiene el análisis preciso y las reflexiones profundas que son propias, y que solo están al alcance, de los grandes maestros, aunque ello no debe llevar a concluir que esté dirigido únicamente a los expertos en esta materia. Dada la claridad expositiva del autor, la obra pueda ser leída por toda persona interesada en comprender el pasado y en buscar soluciones satisfactorias para el futuro. En los últimos tiempos son muchos los ciudadanos indignados o, al menos, insatisfechos, que podrían encontrar en este estudio las bases de una alternativa económica para canalizar sus demandas de una sociedad más justa. En la actual fase de globalización, la situación no invita al optimismo: el capitalismo avanzado se encuentra en una situación de dominio económico del mundo, transnacional, ideológico, productivo y financiero, sin contrapoderes equilibradores, desde el hundimiento del bloque de países comunistas. Ello conduce al sistema capitalista hacia un monopolio internacional comandado por pocas manos (unos grandes grupos societarios, participados interactivamente por poco más de 50 agrupaciones bancarias), que hace ilusorio el principio de competencia, en contradicción con la propia esencia del liberalismo económico. El orden económico internacional resulta así servidor del dominio de los grandes grupos económicos transnacionales,

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prólogo

mientras que las pequeñas y medianas empresas se mueven en el juego simulado de la competencia mercantil, en la que participan bajo condiciones leoninas y de subordinación. En la práctica no sólo no existe competencia, sino tampoco igualdad jurídica real, ni controles públicos ciertos de la actividad mercantil internacional. Los propios contrapoderes políticos históricos están desbordados en la actualidad por el poder económico global, que ha llegado a convertir a los Estados en instrumentos utilitarios protectores de su tráfico, en policías del comercio «abierto y libre» (pero no justo). Además, en contraposición a la expansión económica y al aumento de las productividades, buena parte de la población mundial sigue sumida en la pobreza extrema, la falta de instrucción básica es una rémora impeditiva del desenvolvimiento personal de millones de seres humanos, la ignorancia generalizada mantiene la discriminación de las mujeres en la mayor parte del mundo, las enfermedades se extienden por el difícil acceso a los medicamentos, cuyos costos son impeditivos para los pobres. El capitalismo lo que desde luego ha globalizado es la subordinación mercantil y la dependencia tecnológica y financiera. Por ello muchas mentes reflexivas abominan de sus efectos, dudan de su legitimidad y advierten del peligro de un futuro mundial sometido a intereses económicos transnacionales no controlados ni participados. Ante esta situación, la única opción posible es proponer mejoras del sistema capitalista. No podemos quedar impasibles ante un orden en colisión con la ética, devastador de culturas, irrespetuoso con las creencias, destructor de la naturaleza, y que sólo está interesado en las cuentas de resultados. Aunque sea difícil pensar en reacciones inmediatas, el sistema habrá de tender hacia unas producciones más atentas ante las necesidades humanas, favoreciendo los valores que permitan una convivencia más amable, menos

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competitiva, más cercana al disfrute de la vida desde parámetros naturales, no falseando necesidades y provocando artificiosos consumos. Las relaciones humanas han de buscar una convivencia más cooperativa, superando las actuales visiones del mundo como un mero mercado, al que invadir con la tecnología y el capital, sin atender al respeto de las culturas autóctonas, ignorantes de sus creencias y sus valores propios, despachando todo ello con el menosprecio del estúpido que se cree superior por la sola vulgaridad de ser más rico. El sistema capitalista de la era de la globalización deberá corregirse y ese cambio de rumbo por fuerza de la lógica deberá atender a la solidaridad y la cooperación. En otro caso sólo se persistiría en el error de los valores desviados. Aunque en el mundo presente los intereses creados supranacionales del sistema capitalista, coaligados con los intereses políticos que les sirven y les dan cobertura, con un orden público jurídico que protege esos intereses como bienes sociales de especial atención y con la red de convenios internacionales que tienen como objeto preferencial su defensa global, aparecen como un conjunto institucional inamovible, inatacable e invencible, y todo intento de cambio se presenta como aparentemente ilusorio e inútil, lo cierto es que, si tomamos en consideración el ideario expuesto en este estudio y si intelectualmente no aceptamos esa realidad como buena, si decidimos con determinación que debe ser cambiada, cambiará. Cambiará porque no ha existido ni podrá existir sistema alguno que pueda mantenerse contra la opinión y el convencimiento colectivos. Ese es, precisamente, el motor del cambio. La defensa intelectual, constantemente mantenida y sólidamente argumentada, de la alternativa. Renunciar al cambio, a la búsqueda del mejoramiento del sistema económico, sabiendo que ha impuesto un orden injusto por sus valores materialistas e insolidarios, sería tan absurdo como esperar que

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una persona religiosa o ética renunciara a la búsqueda del bien al observar que el mal está entre nosotros, domina el mundo y ha asentado su poder de tal manera, que predicar el bien y ejercerlo resulta inútil e ilusa la esperanza de que los valores morales mejoren a los seres humanos Frente al modelo de Sociedad y de Empresa descrito, se nos presenta la filosofía cooperativa. El Cooperativismo permite conjugar los intereses comunitarios y los particulares de los socios, dando cobertura, por la democratización económica que supone, al legitimo derecho de participación de los socios. Por ello, junto al Profesor Divar, otros muchos pensadores, desde distintas disciplinas, sostienen que la participación económica (básicamente en las empresas en las que se trabaja) produce una auténtica sociedad democrática, pues la sola participación política termina siendo meramente formal y ritual, máxime cuando el poder económico va limitando y haciendo poco menos que subordinado al poder político. Además, los valores del sistema cooperativo (y, entre ellos, la existencia de una auténtica democracia participativa) son eficaces para alcanzar, junto al económico, otros objetivos de orden personal como la autoestima, la autorrealización o incluso para encontrar sentido a la existencia. En nuestras sociedades, la condición de identidad colectiva plantea tantos problemas como la condición de necesidad. El individualismo reinante, la desaparición de los vínculos sociales y el debilitamiento de las bases tradicionales (la religión, las relaciones vecinales, el sindicalismo etc.) actúan en contra de esa identidad colectiva. En una sociedad como la nuestra, el ideario cooperativo puede contribuir a marcar las pautas de un estilo de vida más satisfactorio y más pleno. Dr. Enrique Gadea Profesor de Derecho mercantil de la UD Secretario General de la AIDC

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Presentación

El estudio de la empresa no precisa de engorrosos prolegómenos para ensalzar su importancia. Sencillamente la empresa es vital para la sociedad. Es la organización básica productiva, siendo la productividad, por suponer la generación de recursos, preferencial en el orden social. En todo sistema por cierto. Tirios y Troyanos están de acuerdo en señalar la productividad como imperativo económico de la comunidad, en cuanto que ningún programa social es factible, en general, sin contar con el vehículo productivo. Pero la importancia del medio lo ha convertido en fin en sí mismo, como siempre ha sucedido con los institutos consecutores del poder. Efectivamente, durante milenios la propiedad de la tierra y en los tiempos modernos los medios de producción, genéricamente, han acompañado al poder político. Y desde luego, al sirviente de los poderes político-económicos, el poder jurídico, pues el Derecho es regulador de los conflictos (el otro camino es simplemente la fuerza) y el interés más poderoso inclina el fiel de la balanza, ya que poder y peso son la misma cosa a estas medidas (el bien jurídico preferente). De manera que la titularidad jurídica («propiedad» simplistamente) de los medios de producción ha supuesto y supone el poder en su triple dimensión (económico, jurídico y político). Y la ausencia de tal poder el convertimiento en esclavo, siervo o proletario.

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La clase de los detentadores del poder económico (y de los demás poderes, a la postre) y la de los marginados de tal soberanía tuvieron que acabar enfrentándose en la Historia, produciéndose el enfrentamiento máximo, lógicamente, con la maximalización de posiciones. Esto es, cuando unos tratan de aumentar su poder (teorías del máximo beneficio) y dejan a los otros en marginación miserable y fronteriza, y éstos, en consecuente reacción, oprimidos por el infortunio, subvierten el orden social violentamente (teorías revolucionarias) o pacíficamente (teorías socialistas utópicas). Así, resumiendo posiciones, las relaciones productivas y de poder, han llegado a situar a la humanidad ante tres vías. Una la del capitalismo, defensora de la llamada libre empresa, del beneficio ilimitado (o moderado sólo por las circunstancias) y de la soberanía del capital, de los aportantes patrimoniales en la organización productiva. Otra la del comunismo, defensora de la socialización de los medios de producción mediante su toma por el proletariado, con el posterior control estatalista de los mismos, al menos hasta tanto deje de peligrar el nuevo orden social. Y entre ambas una utopía por algunos llamada «tercera vía», de evolutiva y pacífica democratización de la empresa, bajo un sistema privativo pero solidario, de participación progresiva en la vida económica. Entre los dos sistemas macrosociales de división del mundo, opuestos en la filosofía de concepción de la vida, ha ido abriéndose camino un sistema medianero que se ha aplicado en ambos polos bajo permisión limitada, en cuanto que parte de una sustanciación racionalista y de un procedimiento pacífico, de forma que su exclusión total aparece como abusiva. Se trata de la utopía participativa en la empresa, originada en el siglo xix (aunque tiene más lejanos antecedentes), que ha plasmado fundamentalmente en el cooperati-

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vismo. Supone una evolutiva socialización de los medios de producción, pero de socialización privativa, es decir, manteniendo el principio liberal constitutivo y de funcionamiento empresarial. Además democrática, tanto en lo referente a su propia actuación orgánica como al respeto escrupuloso de las demás formas de empresa. En esencia que, como corresponde a la misma naturaleza de las cosas, parece razonable pensar que el cambio del sistema de empresa va a seguir un camino evolutivo absolutamente acorde a natura. El sistema capitalista va a tener que admitir, forzado por las circunstancias, una lógica participación de todos los directamente implicados en el sistema de producción. Y los sistemas estatalistas deberán aceptar que cabe una titularidad privada de esos medios, máxime bajo las formas de autogestión de sus productores y siempre dentro de los límites de la solidaridad con la comunidad. Pero ese camino de la evolución de los sistemas empresariales no será corto en el tiempo, siendo objeto de este estudio el analizar brevemente las líneas esenciales de tal marcha, bajo la observación fundamental de que en los estadios intermedios existirá no un solo tipo de organización empresarial, sino varias. La sociedad civil deberá ir estableciendo pausadamente sus criterios, los cuales, concordes con el devenir histórico, imparable, se concretan en principios básicos que actúan como señalizaciones a lo largo de todo el extenso y complicado proceso. Es objeto igualmente de este estudio el concretar y analizar tales principios del cambio. Por último debe aceptarse que no hay un solo futuro, sino varios. Pero con carácter general, es razonable esperar que a corto plazo el cambio de la empresa en relación a sus formulaciones actuales pase sólo por una mayor participación de los trabajadores y el asentamiento de los principios

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que la auspician. A medio plazo dichos principios tendrán una aceptación más generalizada, de modo que los sistemas de participación en la empresa y el cooperativismo, como punta de lanza del movimiento democratizador de la empresa, podrán llegar a suavizar el capitalismo, que habrá de moderarse por fuerza del movimiento social de los principios de participación económica, cuando estén asentados como derechos. Por fin, a largo plazo, la participación y la autogestión podrán ser fórmulas ordinarias en la empresa privada, completadas por unas empresas públicas de carácter marcadamente social. Con ello se habrá cerrado un larguísimo proceso histórico, el que supone el triunfo de la democracia total, su extensión del terreno político al económico.

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PRIMERA PARTE LA METAMORFOSIS DEL CAPITAL

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1. El triufo del capitalismo

De siempre, a lo largo de la historia, el afán de poder y beneficio acompaña al ser humano. Y es que, ciertamente, ese interés nos es consustancial. Podemos llenarnos de honorables intenciones, nos educarán en los más sublimes principios, ensalzarán los dirigentes las virtudes y el amor al prójimo, pero lo nuestro, lo que nos es más íntimo, lo ínsito a nuestra naturaleza (pecadora, añadiría el «hombre religioso») es la codicia, el egoísmo, el deseo de poder y de poseer. Para el humano el bien general solamente parece ser bien en cuanto posible compresivo, por extensión, de su propio bien. Pero estará ordinariamente de acuerdo, sin embargo, en que si todo va bien pero a él le va mal, todo va mal. Y por el contrario, si todo va mal pero a él le va bien, todo va bien. Esa naturaleza del humano, interesada, codiciosa y egoísta, si se quiere así apelar, despreciable, le es tan suya como la propia piel. En puridad ni siquiera puede considerarse negativa, sino, como hemos dicho, neutramente, consustancial a su ser. Y ello porque el humano como ser animal está dotado de los mismos instintos e intuiciones de los demás seres animales, especialmente de los evolutivamente más cercanos a él (sobre tales cercanías A. Oparin tiene un sencilla monografía, «El origen de la vida») y con su cerebro superior (racional o razonador) aplica el poder inmenso de la inteligencia a cubrir necesidades e instintos, inclu-

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so deformadoramente, ampliando sus necesidades mucho más allá de lo necesario. En base a todo ello, por más que las grandes religiones traten de ensalzar las virtudes y domeñar el auténtico ser en la búsqueda de la santificación, por más que los altos principios civiles y patrióticos traten de iluminar a los hombres con las virtudes de los héroes, es lo cierto que santos y héroes son seres de naturaleza extraña e impenetrable, innaturales, metafísicos. Supuestos de interés social. Pero no seres reales y ordinarios. Lo ordinario es lo otro, lo interesado, lo egoísta. Y como queda dicho, ello no es en rigor calificable como un defecto del humano, sino como propio de su ser. Ya las filosofías budistas y los iniciados del pensamiento zen (véase a Colomer en «El Zen y sus orígenes»), sostienen la ausencia del bien y del mal, cuya asunción lleva a sus practicantes al camino de la paz, al nirvana. En todo caso, los hechos acreditan que, como decimos, la codicia humana, el afán de poseer, de dominar, están presentes a lo largo de la historia y en todas las civilizaciones. Siempre ha existido la fiebre del lucro y el beneficio ha movido y sigue moviendo el mundo, independientemente de las ideologías imperantes. El «poderoso caballero» de Quevedo cabalga sin descanso. Ahora bien, a pesar de ese deseo de dominio del humano, que ha llegado a esclavizar al semejante, a tratarlo como sujeto jurídicamente inferior («servi adscripti»), a lo largo de la historia se han dado elementos limitativos que han servido de freno al ánimo de lucro, elementos conexionados que han servido de fuerza restrictiva al afán ilimitado de ganancia. Estas circunstancias limitativas han sido esencialmente, dos. Una de orden ético y otra de orden social. El freno ético ha provenido del pensamiento humanista. Por referirnos a movimientos históricos cercanos, el

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cristianismo en Occidente y las previas filosofías redentoristas (budismo, confucianismo y taoísmo, con sus numerosas derivaciones) en el Oriente, en general más tempranas pero de fuerza expansiva menor que el cristianismo (seguramente por tener un carácter más filosófico y menos apostólico). Estos frenos humanitaristas son coincidentes en lo fundamental, cual es la consideración de todo humano como portador de valores superiores, metafísicos, que le hacen sumamente respetable y asemejan (es decir, en cierto sentido igualan) a unos con otros. Estos pensamientos éticos condenan, aunque fuere a nivel de principios, la explotación del prójimo (del hombre por el hombre), califican la codicia como pecado, el poder es considerado como elemento corruptor, la riqueza como obnubilante de los sentidos, la ganancia ilimitada como usuraria. Distracciones del alma humana. Esta ética de los creyentes se convierte en social paulatinamente como consecuencia de su propagación por el apostolado de sus militantes, y al fin en pública, cuando al ser social es adoptada por el poder político y jurídico. En ese momento se transforma en norma de obligado cumplimiento, incluso en Derecho positivo, pues como dice el Prof. Caro Baroja en su obra «Las brujas y su mundo», «…una nueva concepción del Derecho hizo que éste se cargara de un carácter religioso que acaso no había tenido inmediatamente antes. Al Derecho particular de la polis griega o de la ciudad romana, Derecho empírico y pragmático como el que más, sucede el Derecho de los creyentes, de los fieles frente a los que no lo son. A la idea de la moral pública, de la moral de la polis, se opone la idea de la moral de la comunidad religiosa». Confusión entre la fe religiosa (para los creyentes) y el ordenamiento jurídico (para todos), que todavía en la actualidad se observa en las sociedades menos evolucionadas.

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Pero su conexión con el poder corromperá en muchos casos esta ética, puesto que el poder tiene un alto componente corruptor, como está acreditado con tantos supuestos históricos, máxime cuando es absoluto, por lo que como bien ha sido dicho, el poder absoluto corrompe absolutamente. El freno sociológico lo es socioeconómico. Efectivamente hasta la baja Edad Media a efectos prácticos no hay mayor riqueza que la territorial (signo de dominio milenario). La propiedad de la tierra denota la supremacía. El poder del noble no es entendible sin su señorío sobre un territorio y al tiempo sobre los habitantes del mismo para su explotación. Así los feudos se van estructurando como unidades productivas de sector primario, estatuyéndose el feudalismo como sistema también económico. Pero es precisamente en la Edad Media cuando surge la «nueva clase» de los comerciantes, hasta entonces menospreciados por la clase superior como meros «hombres del mercado» (mercaderes), villanos o habitantes de los burgos («burgueses»). Su conciencia de clase se va a producir gracias a la unidad de los comerciantes en entes profesionales, las Ligas y Consulados de Comerciantes, creados para amparar los derechos mercantiles frente a los derechos de los señores y que irán creando usos y costumbres codificados en ordenaciones, antecedentes del Derecho Mercantil, entonces «derecho de clase» (aplicable sólo entre comerciantes). Una razón de orden político va a provocar el alza de la nueva clase surgida del mundo de los negocios, cual será la lucha entre señores y concretamente entre el «señor de señores», el rey, y la nobleza de los señoríos existentes en los distintos reinos. La búsqueda del poder absoluto de las Coronas europeas (absolutismo) deberá pasar por la limitación de los poderes de los feudos territoriales.

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Un aliado inmediato serán los comerciantes, encantados de verse libres de la tributación y jurisdicción sobre sus negocios de los señores feudales, sirviendo además sus tributos a la Corona para, mediante el fortalecimiento de los ejércitos, hacer más seguros los caminos y abiertos los mares, con lo cual se multiplicarán los beneficios. La Corona, a cambio del apoyo de los burgueses, reconocerá, amparará y potenciará sus Consulados de Comercio, admitirá sus propios tribunales arbitrales (la jurisdicción de los cónsules) y reconocerá como Derecho propio de su actividad las normas mercantiles de sus ligas (las Ordenanzas de Comercio). Con todo ello se irá produciendo un despegue del comercio, una prepotencia de las ciudades sobre el campo y el cambio de la riqueza, y por ende del poder, de las manos de los nobles a las de los comerciantes, que pasarán a ser los «nuevos nobles» (o «nuevos ricos») por la acumulación del capital y el poder que comporta. Así el capitalismo se va fraguando a lo largo de toda la llamada Edad Moderna y se demuestra ya muy potente en los siglos xvii y xviii, con paso lento pero incansable, con terca insistencia, como el agua fluye continua disolviendo la roca. Los límites éticos a la actuación del mercantilismo van a sufrir un rudo golpe con el movimiento protestante (cuyos orígenes han sido estudiados con maestría por James Atkinson en su «Lutero y el Nacimiento del Protestantismo»), en cuanto que racionalizador de los comportamientos religiosos anticomerciales, para prestigiar socialmente al mercader, que pasa de ser considerado un trapichero enriquecido a la categoría de ejemplo benéfico de la comunidad. Con ello el protestantismo dará savia al lucrativismo capitalista, en una ligazón de sutiles causas genialmente analizadas por el Prof. Max Weber en su monografía «La

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Ética Protestante» (subtitulada en alguna edición «El Espíritu Capitalista», con acierto). Los estrechos moldes que trataban de limitar el mercantilismo, sobre todo en las sociedades avanzadas, se derrumban rápidamente y las aguas del espíritu capitalista lo invaden todo, al punto que la tenencia de una mentalidad capitalista pasará de la reprobación a la consideración de virtud de emprendedores, de los capitanes de empresa, de los nuevos héroes económicos. Se considera virtud primera en el hombre político, en el dirigente social de todo orden, andando el tiempo incluso en el religioso (figura del rectoradministrador, del buen ecónomo). Es el éxito del burgués gentilhombre. Superados los límites éticos y religiosos por la revolución protestante (pues revolución fue un cambio tal en las conciencias de la cristiandad en Occidente) y los económicos y jurídicos por la protección mercantil por el poder político, los negocios y el tráfico mercantilista caminan a un esplendor nunca antes conocido, en irresistible ascensión de la burguesía al dominio de Europa y desde ella al mundo todo. A este empuje antedicho se añadirán nuevos motores: la explotación de las colonias y el instrumento jurídico capitalista más vital, la Sociedad Anónima. Efectivamente, para organizar y articular legalmente la ingente empresa de la explotación de las colonias, para canalizar los grandes patrimonios necesarios a este objeto y limitar las posibles responsabilidades de sus resultas, las Coronas utilizaron como vehículos jurídicos las «personas morales», empleadas por el Derecho Eclesiástico para sus instituciones y transvasadas al Derecho Mercantil (como el Eclesiástico lo había recibido del Derecho Romano, para representar el «alma» o «ánima» de Roma, SPQR), primero en forma de sociedades personalistas de ilimitada responsabilidad para sus socios y después, con origen en Italia, con responsabilidad limitada y «no personalistas», es decir «anónimas».

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De esta forma buena parte del mundo se transforma en «objeto mercantil» en sí mismo, regido por sociedades mercantiles con preferente finalidad lucrativa, elevada a causa jurídica de los negocios. Para mediados del siglo xviii nos encontramos con una burguesía que ha conseguido prácticamente todo el poder económico, que domina los puestos técnicos de la Administración del Estado, las profesiones liberales y el mundo de la cultura. Sólo tiene enfrente una enfermiza aristocracia de título y una Corona que depende tributariamente para sus caprichos absolutistas de unas masas populares depauperadas bajo la inmisericorde presión fiscal regaliana. Pero a esta burguesía mercantil le faltaba el poder político y su camino de servicio, el Derecho. La tripleta de los poderes sociales la van a conseguir finalmente por la vía revolucionaria. Ello, salvo en sociedades que con convulsiones parciales y reformas sociales arrancadas van, de forma más evolutiva, a parecidas resultas, caso por ejemplo de los Estados Generales en los Países Bajos, o de las revueltas en Inglaterra o en los Estados Unidos de Norteamérica (del siglo xvii en el caso de la primera y de las luchas independentistas del xviii en el segundo), van a adelantar, con menor influencia exterior, al triunfo burgués en Francia (sobre el carácter burgués de las guerras independentistas de toda América hizo un magnífico estudio Carlos M. Rama en su «Historia de América Latina»). La revolución burguesa se asentará en la ideología liberal (imprescindible para facilitar la «libre empresa»), coadyuvando a su arranque la ciega fuerza de las masas, obnubiladas por la miseria (la revolución les servirá de válvula de escape y será, al propio tiempo, su freno controlador). Efectivamente el liberalismo será la bandera de la revolución burguesa al efecto de hacer tabla rasa de los pri-

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vilegios que aún conservaba la nobleza y establecer así la «igualdad ante la ley».Esta no será en absoluto una igualdad política, si no una calculada igualdad mercantil, impedidora de beneficios jurídicos por parte de los aristócratas. En el campo jurídico-económico implicará la extensión del Derecho Mercantil, es decir, que éste dejará de ser un Derecho «de clase» (de los comerciantes) para convertirse en un Derecho general, un Derecho común de los actos de comercio (aplicable a cualquier persona, física o jurídica, empresario o no, que intervenga en actos y negocios tipificados como mercantiles, de ahí la codificación). Esa filosofía liberal (cuya influencia económica ha sido resumida con claridad notable por William J. Barber en su «Historia del Pensamiento Económico») y ese instrumento mercantilista van a cambiar la faz del planeta en el cambio más acelerado y trascendente que han conocido los tiempos: la época capitalista. Ayudará no poco a dicho cambio que en el campo de la tecnología aplicada el capitalismo vaya a coincidir (y a provocar por sus inversiones al efecto) con el maquinismo, la llamada «revolución industrial» (aunque se pueden distinguir varias revoluciones industriales sucesivas). En todo caso, esa revolución industrial potenciará el incremento extraordinario de la productividad del capitalismo, rotos ya los límites de la «codicia controlada» de que hablara Drew Pearson en «El Senador», desbordándose en una codicia enfermiza, en un afán lucrativo sin límites. La ganancia, el beneficio, el poder del dinero como esencia del mundo y de la vida, como filosofía, como religión, como fin social. El materialismo más insolidario deviene como una peste imparable, deparando un siglo xix de capitalismo «salvaje» que producirá grandes capas de desplazados y de míseros. Y la miseria provocará la violencia de quienes no tienen nada que perder.

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2. La crisis del capitalismo

Desde la segunda mitad del siglo xviii y durante todo el xix, el capitalismo y su sustrato ideológico, el liberalismo económico, causaron dolorosos desgarros en el tejido social. El ánimo de lucro, la consecución del máximo beneficio ya sin cortapisas éticas de sustancia, provocaron la inmoralidad económica absoluta. Vencidas las barreras de la humanidad y de la ética y conseguido el amparo jurídico a favor del mercantilismo liberal, se cayó en el sistema del «dejar hacer» más o menos en libertad al económicamente poderoso (resultancia final del liberalismo económico puro). Para evitar la resistencia organizada de los trabajadores se estableció la abolición de los gremios, que aunque malamente por su «clasismo laboral», suponían una organización de resistencia. Y ello se consiguió precisamente en el sagrado nombre de las libertades, ya que el gremialismo implicaba un corporativismo no liberal. La industrialización (su causalidad ha sido estudiada con lucidez por Eric Hobsbawm, en su ensayo «En torno a los orígenes de la revolución industrial») consiguió por su parte una notable reducción de las necesidades de mano de obra, con lo cual se fueron creando legiones de parados sin ninguna protección social, es decir, auténticos mendicantes que al fin trabajaban por cualquier salario.

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Sin defensas gremiales ni mucho menos sindicales (los sindicatos de trabajadores estaban prohibidos o estrechamente vigilados como organizaciones sospechosas de subversión), los trabajadores se convirtieron en mera «provisión productiva» de un nuevo servilismo. El siguiente paso fue la consecución de un abaratamiento de los costos laborales. Además de los ya bajos salarios, por la existencia de una gran masa de desempleados, fueron además recuperados en buena parte por los patronos mediante artimañas de «devolución del gasto»: los vales de abastos en economatos obligatorios, las viviendas de empresa, las libretas de ahorro patronales, las cartillas sanitarias de empresa, etc., sirvieron al indicado fin y también como forma de retención y de control del obrero. La imaginación se desbordó en la búsqueda del costo productivo mínimo y del beneficio máximo. Los empresarios menos «imaginativos» quebraron por la imposibilidad de competencia con los «lobos de la economía». El sistema liberal del «dejar hacer» no admitía miramientos propios de mentes débiles. El paro y la desprotección social, la explotación y la miseria, fueron los compañeros inseparables de las masas populares. La numerosa clase proletaria irredenta aumentó extraordinariamente sus efectivos, quedando solamente un reducido número de patronos frente a ella, ya que la llamada clase media estaba compuesta fundamentalmente por una minoría de empleados cualificados que precisaba entregarse, siempre con cierto servilismo, a la exigua clase dominante (entre estos intermedios podría incluirse a muchos funcionarios, mal pagados y poco independientes). Con esta situación no había otra lucha (ya que todo intento de reforma social se consideraba subversión) que la revolucionaria, que en esta época asentó sus mecanismos. La táctica de la lucha de masas por medio de la propaganda

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política, las medidas de hostigamiento mediante huelgas salvajes (en origen prácticamente todas lo eran), las revueltas urbanas, los atentados, el terror social y en fin, el desequilibrio social sistemático preparatorio de la revolución. Frente a las luchas populares se implementaron medidas contrarrevolucionarias desde el poder que en muchos casos fueron contraproducentes por ir contra las libertades civiles, lo que aumentaba la nómina de los descontentos. Además, las posiciones políticas de mera evitación de la liberación de la mayoría, resultaban de una pobreza intelectual difícil de sustentar a largo plazo. Por todo ello subyace al sustrato sociológico durante todo el siglo xix la lucha de clases entre las fuerzas de revolución proletaria y las de la resistencia burguesa. En este contexto, el desarrollo capitalista tiene que tomar numerosas medidas correctoras para irlo haciendo más «razonable» y evitar la dura enemiga de las masas laborales. Estas fuerzas fueron consiguiendo algunos beneficios a favor de los trabajadores, aumentos salariales, limitación de jornadas, asistencia médica, etc. Pero en consecuciones tan paulatinas, tan trabajadas, que fueron desgarros arrancados golpe a golpe, cuando debieron ser reconocidos como derechos elementales y básicos, no como victorias de un batallar pleno de traumas. Los dirigentes de las fuerzas revolucionarias llegan así al convencimiento operativo de que la burguesía no admitía otra dialéctica en profundidad sino la de la fuerza. Que los derechos del trabajo se arrancan, se conquistan, se ganan en lucha social sin cuartel. Que el proletariado no dejará de serlo, es decir, no conseguirá ser titular de bienes productivos sino cuando y solamente cuando, consiga los medios de producción por la fuerza, por la revolución de las masas (parafraseando a Ortega y Gasset). Y ello en el convencimiento de que la ordinaria evolución de las relaciones de

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producción nunca llevará a negociar la participación, ni mucho menos servirá para acceder a la gestión por los trabajadores de tales medios (la autogestión). De esta forma y en base a las convergentes ideas de los comunistas teóricos y de los prácticos del movimiento comunal, se va haciendo el apostolado de la revolución proletaria, cuyo objetivo primero, tras la movilización de las masas, será la asunción de un gobierno dictatorial del proletariado, al efecto de defender los logros revolucionarios de clase, para después, en segundo paso, exportar la revolución a todo el orbe hasta conseguir un alzamiento universal, preludio de (tercera fase) una democracia auténticamente igualitaria (liquidadas las resistencias contrarrevolucionarias), de autogestión económica solidaria. En suma, llegar así a la armonía universal, al «paraíso comunista» en el que todo el poder, político y económico, estuviera en manos y al servicio de las clases trabajadoras. El indicado proceso cubrió su primera fase con la Revolución Comunista de 1917, comenzando el desarrollo de la segunda (extensión del comunismo por toda la faz del planeta), bajo una resistencia contrarrevolucionaria que supuso que los bloques se lanzaran a una carrera armamentística suscitada por su recíproco temor, del que ha sido triste fruto el establecimiento de arsenales de ingenios de alta tecnología (pobre misión para la ciencia) capaces de llevar a la Humanidad al holocausto universal, ante la fanática ceguera de dirigentes alejados de la mesura de las personas cabales. Pero tal proceso encierra una contradicción del propio espíritu revolucionario (lo que es común a todo lo humano, el ser contradictorio), ya que la fijación ideológica hace que se produzca un efecto social estabilizador (la «revolución institucional»). Como estudió Georges Duby, en su «Historia social e ideologías de las sociedades», toda ideología

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lleva ínsita la estabilización, lo que supone un conservadurismo de su pureza. Junto a ello, el fracaso económico de la antigua URSS y sus países satélites, incapaces de atender las necesidades básicas de sus poblaciones, hizo que los ciudadanos, muchos dirigentes y, sobre todo, los intelectuales, apoyaran los cambios políticos y económicos que terminaron por disolver aquellos regímenes liberticidas. Otras naciones del bloque comunista, aprendiendo en cabeza ajena, han ido iniciando los cambios de forma paulatina, de manera que a la planificación se la ha acompañado de una apertura de sus mercados a formas de empresa no estatalizadas (retardando sin embargo las libertades civiles), siendo el resultado, como bien se ha dicho, que se han instaurado dos modelos económicos en un mismo Estado. Pero el proceso socializador sigue su camino. Es más, es absolutamente imparable. Se asienta en la naturaleza del humano como ser social y lo aconseja su dolorosa experiencia. Aunque se produzcan parones, incluso aparentes marchas atrás (como sucedió en Europa con los movimientos nacionalistas y fascistas), el avance histórico continúa, aunque en ocasiones parezca como adormecido por los señuelos del capitalismo «remozado»: el nuevo opio del pueblo del consumismo, el éxito económico de algunos («el sueño americano»), o la filosofía del individualismo que anuncia una pretendida crisis de las ideologías, como observó Enrique Nacher en «El Éxito». Lo cierto es que mientras todo el aparato del Estado siga estando en esencia al servicio de la clase dominante, incluso a pesar de la posible llegada al gobierno de fuerzas de izquierda, cada vez más tímidas por miedo a que los llamados «poderes fácticos» los arrasen (ese miedo parali-

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zante ha sido magistralmente estudiado por el Prof. Ralph Miliband, en «El Estado en la Sociedad Capitalista»), se crearán desencantos de amplias masas ciudadanas que derribarán con su voto a los gobiernos que las desatiendan. Por otra parte, los cambios progresistas de parte del mundo occidental (sobre todo las naciones que han sido influidas por la socialdemocracia europea), hacen dudar de la llegada de la última fase del socialismo. Incluso se cuestiona su pertinencia si el capitalismo avanzado fuera capaz de dar el gran salto que supone la evolución hacia una auténtica economía social de mercado. No es que tales posiciones nieguen la utilidad de la socialización del mundo, sino que se piensa que la misma puede llegar evolutivamente sin necesidad de pasar por los traumas revolucionarios. Ello se considera posible vista la evolución sociopolítica de Europa tras la Segunda Guerra Mundial, a más de que esta opinión de la socialización progresiva y en libertad es compartida por muchas personas preparadas y liberales en todo el mundo. Es decir, se conviene en la imparable socialización, pero se discute si es posible o no llegar a ello por la misma evolución de las sociedades avanzadas. Esa idea evolutiva no es sin embargo algo nuevo, a pesar de estar de moda por circunstancias históricas, sino que ya desde la segunda mitad del siglo xviii (pero sobre todo desde la primera mitad del xix) se manifestó como camino por los llamados «socialistas utópicos», en clara alusión a lo que entonces se consideraba un absoluto imposible. Efectivamente, frente a los propugnadores de la violencia revolucionaria como sistema de cambio social, en la segunda mitad del siglo xviii fueron apareciendo los defensores de un cambio evolutivo partiendo de las fuerzas del trabajo y en competencia con las del capital, para en el juego de la competencia (en el terreno ajeno, por tanto)

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afrontar y aún superar el capitalismo. La proposición implicaba, de inicio, el ordenamiento operativo de la solidaridad (en evitación del marginamiento, la desgracia y la miseria), mediante empresas privadas pero de titularidad colectiva, derivadas de las anteriores experiencias de los asociacionistas. Se trataba, por tanto, de establecer comunidades productivas y de gasto, cerradas mientras fuere necesario para su autodefensa, que con el esfuerzo cooperativo permitieran atender al colectivo en las necesidades de cada quien. Pero esta unidad cuasi familiar excedía con mucho las relaciones de producción y exigía virtudes «apostólicas» en los miembros (virtudes nada corrientes en los seres humanos). Por eso la propia experiencia aconsejó el paso de los sistemas comunitarios cerrados al cooperativismo, tanto al de consumo (más fácil) como al de producción. Cuando a finales del siglo xviii se comenzaron a constituir sociedades cooperativas entre trabajadores (como la de Obreros Sastres de Birmingham en 1777 o la del Molino Harinero de Hull en 1795, por citar sólo algunas de las pioneras), se inició la socialización sin violencias, la participación productiva, la democracia económica. Pero ello se vio con escepticismo por los propios trabajadores (la diferencia de fuerzas económicas era enorme) y con gran recelo por los patronos, que consideraban peligroso principio la impertinente osadía de los cooperativistas. El absoluto dominio conservador en los gobiernos de la época hizo que la progresiva inquina de los patronos se trasladara a los poderes públicos, que en muchas naciones consideraron subversivo el cooperativismo. Al mismo tiempo los revolucionarios lo observaron como instrumento ideológico, introduciéndolo en sus pro-

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gramas políticos como fórmula jurídica para la organización económica a montar tras la revolución proletaria. Ello resultó negativo para el cooperativismo, pues «confirmaba» el recelo contra el mismo. El resultado fue que a lo largo de todo el siglo xix los cooperativistas debieron luchar al mismo tiempo contra los poderes públicos, los patronos, los revolucionarios y aún contra las organizaciones de trabajadores, que les consideraban ilusos utopistas creyentes en el sueño de una economía social. Las dificultades de todo orden y, como más directas, los difíciles aprovisionamientos y acceso al mercado que encontraron las sociedades cooperativas de producción industrial, hicieron que los cooperativistas cambiaran de táctica, dedicándose a servicios en mutualidad, principalmente al cooperativismo de consumo entre asociados, puesto que en sociedades cerradas podrían resistir mejor las adversidades mercantiles. Pero además de la misma supervivencia económica, los cooperativistas se encontraron con el problema de las graves dificultades legales para su funcionamiento en no pocos ordenamientos jurídicos, incluso de inicio para la consecución de la propia personalidad jurídica de sus sociedades. Ante la falta de regulación jurídica propia de algunos ordenamientos decimonónicos, las cooperativas hubieron de acudir al funcionamiento de hecho, a la mera actuación como sociedades civiles sin personalidad y al acogimiento a la legislación general de asociaciones, que implicaba, genéricamente, un control público constitutivo y una fiscalización permanente de sus actividades por parte de las autoridades (nada favorables, en general, al movimiento cooperativo). A pesar de todo este cúmulo de dificultades, los cooperativistas continuaron con su empeño con asombrosa fe en

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sus capacidades, en un trabajo tenaz y callado, en resistencia constante frente a las dificultades y el fracaso, en una actitud que produce admiración. Su humilde y pacífica resistencia en el cumplimiento de sus ideales merece el reconocimiento de toda persona inteligente y sensible, comparta o no sus creencias. La firmeza de su posición hizo que (vista la imposibilidad de destruir su movimiento) se reconocieran jurídicamente las sociedades cooperativas con sus caracteres jurídicos y principios (aunque, en casos, tratando de mitigar y controlar sus esencias y efectos), comenzando tal legislación por la «Industrial and Provident Societies Act» de 1852, seguida por la ley francesa de sociedades de capital variable de 1867, la portuguesa también de 1867, la alemana de 1868 y la japonesa de 1900, que sirvieron como modelos del Derecho comparado en la materia. Algunos cooperativistas, como los españoles por ejemplo, debieron esperar sin embargo hasta bien entrado el siglo xx (ley general de 1931) para conseguir una legislación propia para sus sociedades. Pero en todo caso, tras más de un siglo de lucha, puede decirse que el reconocimiento legislativo va a permitir que el siglo xx vaya viendo claramente el asentamiento paulatino del cooperativismo en todo el mundo, establecido sobre sus bases de participación, democracia personal de funcionamiento, limitación al beneficio del capital, solidaridad y conexión con los intereses generales de la comunidad social. Como lema de resumen: Democracia, Libertad, Solidaridad. A más de todo ello, en las sociedades cooperativas de «trabajo asociado», conformadas por trabajadores con la doble cualidad de socios y trabajadores del ente, que son las sociedades cooperativas en las que más íntegramente están presentes las bases del sistema (puesto que las demás

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son complementarias de las productivas, al efecto del abasto popular —«de consumo»—, de su habitación —«de vivienda»—, de sus necesidades varias —«de enseñanza», «seguros», etcétera— o de financiaciones autoimpulsadas por y para el propio sistema —«de crédito»—), se da una auténtica autogestión de los trabajadores, convertidos no sólo en partícipes, sino en propietarios de los medios de producción, quedando absolutamente superada la condición de trabajadores por cuenta ajena. Pero mientras este movimiento se va desarrollando en el mundo con exasperante lentitud, por causa de las numerosas barreras del sistema establecido, los movimientos revolucionarios de quienes exigen cambios drásticos sigue su camino en todos los confines del orbe, mediante la utilización de medios violentos en promoción de la subversión social acelerada, medios contestados por otros no menos violentos en una justificación «de orden», derivada del propio desencadenamiento de las acciones de la contestación. Sin embargo, las fuerzas de la reacción tienen evidentes dificultades para asentar su «fuerza moral» (máxime en comunidades con desigualdades sociales notables). Es decir, tienen perdida la iniciativa, dada la «natural justificación» del descontento en una sociedad capitalista al no existir una esperanza auténtica de participación en los medios de producción (es más, existe una auténtica alienación colectiva en las mismas, producto de la inseguridad económica y del temor por la pérdida del empleo, todo lo cual produce una generalizada irritabilidad social, fenómeno estudiado con maestría por el Herbert Marcuse en «La agresividad en la sociedad industrial avanzada»). En un momento histórico concreto incluso se ha producido una contestación globalizada de las fuerzas reaccionarias, por medio de los regímenes fascistas que convulsionaron el mundo (Europa principalmente) aprovechando los momentos de gravísimas dificultades económicas de la

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segunda década del siglo xx. Contestación que mostró la obnubilación de los reaccionarios, que apoyaron y aplaudieron la gestación de aquellos atroces autoritarismos, que liquidaron los modelos de convivencia política. Incluso en otras partes del mundo (significativamente en América Latina), sirvieron tardíamente para sojuzgar a los pueblos, bajo el apoyo indisimulado de algunos gobiernos de naciones democráticas, que entendieron erróneamente que esa era «la solución» frente a las exigencias de libertad y justicia.

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3. Los movimientos reaccionarios

Las depresiones económicas de los años veinte, que dieron lugar a la quiebra de numerosas entidades mercantiles, al empobrecimiento general y a millones de parados en todo el mundo occidental, mostraron bien a las claras las limitaciones operativas del sistema. Primero, la dependencia general a una matriz (al momento los Estados Unidos de Norteamérica), lo cual asienta que cualquier alteración en «la cabeza» implique espasmos imparables en todo el cuerpo dirigido (todas las naciones occidentales), lo que supone una dependencia en asuntos vitales de las llamadas «sociedades libres». Y segundo, que efectivamente (como argumentó el marxismo) se confirmó que el capitalismo está sometido a depresiones cíclicas (y posteriores situaciones lo confirman) por la falta de eficientes controles públicos y de una planificación socioeconómica globalizada, dejándose los agentes económicos motores en manos de intereses particularistas que abandonan la nave a su suerte, sin mayor responsabilidad, tan pronto como conviene a sus intereses (que está demostrado no suelen coincidir de ordinario con los intereses de la comunidad, habiendo así una dejación injustificada de las utilidades sociales). Ambas quiebras del sistema se han tratado de corregir, parcialmente, en la Europa Occidental después de la II Guerra Mundial mediante la creación de un mercado interre-

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gional menos dependiente (el Mercado Común Europeo) y mediante una planificación económica de dirección estatal e intereses sociales (en los que han incidido prioritariamente fuerzas socialdemócratas). Además la «matriz» capitalista intenta su internacionalismo mediante la progresión de las llamadas sociedades mercantiles multinacionales y el establecimiento de altos órganos consultivos supraestatales. Sin embargo, en uno y otro caso, las taras subsisten, como demuestra la crisis financiera internacional, originada en los Estados Unidos de América y extendida globalmente (y muy significativamente en la Europa de la Unión). Aprovechando las indicadas dificultades económicas surgidas en el primer cuarto del siglo xx, que provocaron el paro y la inseguridad de los trabajadores en una especie de «vuelta a las miserias» decimonónicas, los revolucionarios forzaron la máquina de su lucha contra el capitalismo, creador de aquellas penurias, con el apoyo y bajo el ejemplo de los logros soviéticos tras la Revolución de 1917 (en principio como toda revolución fue populista, pero adjetivada por los más capaces, como sucedió con la «burguesa» de 1789). En la lucha destacaron como «compañeros de viaje» los anarquistas, redoblada su imagen de antiautoritaristas en contraposición de las grandes fuerzas de uno y otro signo, que estaban dispuestas a defender sus posiciones con el totalitarismo (la esencia antiautoritarista del anarquismo puede observarse desde su base ideológica en M. Zemliak, «Obras de Kropotkin»). Y contra esta ola revolucionaria y libertaria debieron reaccionar las fuerzas de la contrarrevolución, partiendo ideológicamente de un punto convergente (la socialización) y apoyados en elementos fanatizadores (nacionalistas, fundamentalmente). En efecto, en un aprovechamiento del malestar social provocado por las penurias económicas, los grupos reaccio-

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narios de la derecha extrema (la moderada estaba superada por la fuerza de los acontecimientos y había de acudirse a las «falanges de choque») se opusieron a los revolucionarios desde el único punto de apoyo con base popular, el de la justicia social. Así nos encontramos que a partir de la segunda década del siglo xx los partidos, asociaciones políticas y juntas populistas de la derecha reaccionaria empapan su ideología conservadora y tradicionalista con elevados ideales justicialistas, obreristas y sindicalistas (un muy completo estudio técnico en el tema fue aportado por el Prof. Sigmund Neumann, «Partidos Políticos Modernos»). Al propio tiempo, para conseguir un elemento fanatizador, imprescindible en la acción de masas para la justificación de la violencia política (que además acalle a la mayoría nunca comprometida por el temor personal o de posición, por ello llamada certeramente «mayoría silenciosa»), se utilizó el nacionalismo, ya que el ardor patriótico resulta altamente demenciador como impulsor de elevados sentimientos heroicos y de codicias colectivas (como es el caso de los llamados «nacionalismos imperialistas»). A más de lo dicho se utilizaron otros sentimientos humanos de base presentados en concepciones primarias, como los religiosos (mediante la conversación a «bien social necesario» de valores espirituales e íntimos, «actuados» adexternum, con quiebra de la auténtica religiosidad), o los de origen y aún racistas (propios de mentes débiles que buscan su autoprotección amparados en «el pueblo», hurtando el término «ciudadanos», tan cargado de significación jurídica como sujetos de derechos). Partiendo, como hemos dicho, de supuestos movimientos socializadores y al efecto de crear un nuevo orden por medio de una fuerza nueva, la reacción se puso en marcha. Desde las filas del nacional-socialismo y de las falanges y

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juntas obreras, los «defensores del orden» se movieron a la conquista de sus reaccionarios objetivos, mediante la utilización de la violencia, el amedrentamiento de la población y la uniformización antiliberal de la comunidad. Aquellos nuevos «socializadores» del Partido Nacional Socialista Alemán del Trabajo, de las Juntas Ofensivas Nacional Sindicalistas, del Orden Negro del duce presocialista (los cambios y manejos de Benito Mussolini desde posiciones obreristas han sido ampliamente tratados y puede citarse, entre otros muchos, el sencillo resumen de análisis histórico de Angelo Tasca en su «El nacimiento del fascismo»), manejaron con acierto los sentimientos de frustración de las masas, claramente apoyados por los grandes capitalistas, dispuestos a mantener sus privilegios, tan amenazados por las difíciles circunstancias y el propio camino de la evolución social. Otros muchos les apoyaban en otras naciones menos involucradas directamente, lo que facilitó notablemente la ocupación militar posterior y el colaboracionismo, pasando también por la nula resistencia de sectores burgueses (aunque después todos quisieron pasar por resistentes, lo cierto es que la resistencia contra el fascismo fue casi exclusivamente de los sectores populares). Dentro de las fuerzas ultraconservadoras del momento hay que incorporar por derecho propio al tradicionalismo japonés, de antiguo nacionalista e imperialista, que en la época que comentamos había conectado gustoso con el capitalismo como sistema consecutor de potestades y extendía su influencia poderosa (y totalitaria) por Asia. Así pues, la reacción se movía al unísono por todo el orbe en su deseo de imponer un orden nuevo (como vemos, el de siempre). En principio este movimiento fascista no fue mal mirado por el gran capitalismo. Muy al contrario fue consentido complacientemente o subrepticiamente apoyado (por ejemplo, mediante las ayudas de gobiernos de naciones

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democráticas a los rebeldes nacionalistas sublevados en España) por los dirigentes de potencias que no los «disfrutaban» directamente o se abrazaron ardorosamente a él en los demás casos (capitalistas y alta clase germana, italiana, española y japonesa). Ninguna potencia occidental molestó a los fascistas, sino que les alentó (en casos con un silencio culposo) en los primeros momentos, mientras se limitaron a imponer su «nuevo orden» sobre sus propias poblaciones nacionales, mediante la represión encarnizada contra los elementos revolucionarios, progresistas y aún liberales. Fue después, cuando pasaron a la acción exterior, el momento en que chocaron los intereses de las potencias fascistas de alto rango económico (fundamentalmente Alemania y Japón) y las capitalistas democráticas (actuando en la desgracia al unísono), que hasta entonces observaban con preocupada complacencia la situación política mundial, que parecía evolucionar hacia un cerco ultraconservador y reaccionario contra el comunismo. «Todo vale contra los bolcheviques», parecía ser la consigna, en una identificación unitaria, pueril e injusta (pero eficaz), de todos los que luchaban contra las grandes injusticias del capitalismo, incluyendo, por supuesto, a los espíritus liberales y pacíficos que se esforzaban legítimamente en la búsqueda de un cambio benéfico a la justicia social. Las potencias capitalistas de ninguna forma parecían esperar otra conducta de los fascistas que no fuera meramente la represión anticomunista, segura dentro de las propias fronteras de éstos (los derechos humanos pueden esperar) y posible en el exterior (la paz mundial también está en la lista de espera). Esta hipócrita complacencia quedó archidemostrada en el caso de la España nacionalista, que tras su guerra civil (no exclusivamente interna, pues sirvió de módulo de las

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ideologías enfrentadas en el mundo) recibió la indirecta protección de numerosos gobiernos de las «potencias aliadas», pues España no era un peligro como competidor mercantil y en cambio sí un mercado para la expansión y notablemente seguro (políticamente, sobre todo). Y esa política del dejar hacer e incluso de apoyo directo o soterrado, sigue siendo una constante en el mundo capitalista respecto a los regímenes totalitarios en todo el mundo (lo que es contrario a la «fuerza moral» de las democracias, su respeto por las libertades y los derechos humanos, aunque lo cierto es que la razón económica pretende ser la justificación de esas conductas tan contrarias a la ética que se pretende representar, con una hipocresía que hace que sus ciudadanos deban «mirar para otro lado»). Lo cierto es que a pesar de lo esperado y quebrando las expectativas optimistas de las potencias occidentales, Alemania y Japón se lanzaron a la conquista mercantil del mundo mediante el previo imperialismo militar, pues su prepotencia económica se consolidaba con el control de los mercados cercanos (invasiones germanas de naciones europeas y japonesas de asiáticas), concordándolo con el ataque directo a los fuertes competidores (ataques que a pesar de entrar en los análisis de una buena lógica, pillaron desprevenidos a los dirigentes, ya que no era imaginable por ellos un ataque de intereses supuestamente cercanos). Pero así se despertó por fuerza (pocas veces mejor dicho) de su sopor a los gobiernos de dichas potencias, capitaneadas por los EE.UU. de Norteamérica. De esta forma los antes complacientes demócratas liberales, los espíritus civilizados, se lanzaron a la lucha contra las potencias antidemocráticas, en defensa de la Libertad, de la Democracia y del Pueblo, y de otras grandilocuencias varias (y también, dicho sea en voz baja, de sus intereses mercantiles amenazados por aquellos demenciados fascistas que no se conformaban con «convencer» a

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sus ciudadanos de los efectos luciferinos de las herejías socializadoras). Y así se fueron liberando (conformes entonces en la esencial los bloques opuestos, pactando sin rubor las democracias con las dictaduras comunistas) a las naciones de la tiranía y de la guerra, para en la paz continuar explotándolas con las armas de la economía colonizadora, que es la continuación de la guerra por otros medios. A pesar de la liberación y las ayudas económicas posteriores, el fascismo dejó en el mundo una reticencia intelectual hacia la alta burguesía, a más de que el avance militar del Ejército Rojo supuso una ocupación por los regímenes comunistas de una parte notable del continente europeo. Aquellos hechos dejaron en la política de las democracias occidentales europeas un subconsciente temor popular contra el sistema y las altas clases dominantes, consideradas capaces de llegar hasta los últimos extremos en defensa de sus intereses mercantiles y de su dominio y privilegios. Y ese recelo no ha podido difuminarse a pesar de la insistente propaganda antisocialista de los grandes medios propagandísticos del sistema. Como consecuencia de las reticencias populares hacia los económicamente privilegiados se produjeron notables avances de la socialdemocracia en varias naciones europeas, que ampliaron los derechos sociales de la población y fomentaron las políticas de participación empresarial de los trabajadores, como un derecho económico del trabajo. En resumen, que la herencia del nazismo y de los fascismos en los países de economía avanzada resultó una lacra para el capitalismo, sabiendo bien sus defensores que deben huir de tales soluciones a nivel global, pues son «tiros por la culata» contra el sistema dada la imposible re-

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trotracción de los avances sociales (como bien apuntó Fernand Braudel en su conocida obra «La Historia y las Ciencias Sociales»). Por todo ello, los mentores del sistema y las mejores cabezas a su servicio han visto claramente la necesidad de su renovación, bajo lo que ha dado en llamarse los «neocapitalismos».

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4. Los neocapitalismos

Lo más inteligente para impedir un daño es evitar su causa. La causa del mal capitalista está en la paulatina absorción productiva en pocas manos, que controlan los hilos del sistema como el artista del movimiento las marionetas. La causa de la causa, por tanto, es la falta de participación de muchos, de la inmensa mayoría, en los medios de producción. Y la causa de la causa es causa del mal causado, como sostiene la vieja sentencia jurídica. Es decir, que la causa de los idearios antisistema procede de la falta de participación de la población, sobre todo en el ámbito económico, así que la solución en consecuencia pasa por permitir y aún facilitar la participación en el sistema productivo de modo que exista un compromiso de todos los agentes económicos, poniéndose así sordina a la vieja vindicta social, pasando tal vindicación a ser, sencillamente, la del grado de participación concreta, en un camino prolongado en el tiempo que sólo tendría un fin evolutivo por llegada con el tiempo (aunque éste fuera largo) a la democracia económica empresarial (es algo parecido a lo que ya sucede con las negociaciones colectivas laborales, que son siempre de pluspetición, sin que el titular empresarial pueda evitarlo, ya que es dirección de único sentido). Ciertamente que como el refrán sostiene «mientras dura, vida y dulzura», y la oligarquía financiera intentará hacer durar la antedicha evolución no menos que las de las especies, parafraseando al maestro Darwin. Realmente en

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no forzar ese pulso está su futuro, puesto que es un hecho sociológico que la evolución histórica les es contraria y por ello el camino socioeconómico es tan cierto como una ley física, aunque sin su concierto invariable (puesto que media el factor humano). Los maximalistas, sin embargo pretenden, adoctrinados por los ideólogos del liberalismo económico, que los desajustes del capitalismo se han producido precisamente por los intervencionismos, de manera que sólo dejando a su libre juego las fuerzas económicas, en competencia perfecta, es como se consigue el funcionamiento armónico del sistema, que así marcha con la suavidad de una máquina bien ajustada. Es la vuelta a los orígenes, la sobrevivencia de la filosofía liberal que motivó a los movimientos burgueses. El neoliberalismo como fórmula del neocapitalismo. Lógicamente este intento no resulta fácilmente ensayable en países avanzados, dotados de fuerzas sociales bien organizadas, con participación política democrática consolidada y con una elevada cultura social. Por ello se han utilizado países de mediano desarrollo, con gobiernos dictatoriales teledirigidos por los grandes intereses capitalistas y con una clase dirigente miope en perspectivas de alcance y poco escrupulosa ante las categorías intelectuales, que en otro caso les llevarían a percibir fácilmente la poca conveniencia y viabilidad de aprovechamiento para sus intereses de tal sistema a largo plazo. Ello porque es razonable pensar que se reproduzcan las situaciones sociales de empobrecimiento general de la población (pese al enriquecimiento de los dirigentes), con la destrucción de las posibilidades de grandes masas sociales y el aparejado peligro de las resistencias populares (que se sabe dónde comienzan pero no siempre dónde pararán). Este ha sido el neocapitalismo aplicado en la América Latina, pues en ella se han dado los supuestos previos de

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grandes facilidades a la explotación económica, existencia de países no suficientemente avanzados, fuerzas militares aventureras, masas populares poco instruidas y clase dirigente de escasos escrúpulos. En resumen, un laboratorio idóneo. Los intereses capitalistas, con los dirigentes de los EE.UU. a su cabeza como policías mundiales del sistema (penoso papel para sus honorables ciudadanos), han puesto en práctica las ideas de los economistas neoliberales (tan sabios en las técnicas económicas como limitados parecen en las sociológicas), que han sido respaldados con importantes galardones científicos, callabocas para quienes critican sus audacias. Y las resultas últimas de todo ello, como era previsible en buena lógica, han sido el fracaso absoluto de tales aplicaciones económicas, la repetición de las condiciones sociales de pobreza generalizada, la quiebra de numerosos pequeños y medianos empresarios ante la absorción del mercado por los grandes, un paro gigantesco, una inflación de desmesura elefantiásica, el advenimiento de tremendas dificultades para la población, el desamparo social absoluto, abonos salariales mínimos, la fuga de capitales, la fraudulenta liquidación de patrimonios empresariales y, conexamente a todo ello, el peligro gravísimo de destrucción del orden social. Ante este panorama económico y social de quiebra, no se ha podido responder sino con las dictaduras, el desgobierno, la ruptura convivencial, quedando sólo por administrar el orden público. Unos Estados-policía para las consecuciones económicas oligárquicas, represores y liberticidas. Pero si el neoliberalismo ha fracasado, demostrado ser una mala repetición de la historia económica, el capitalismo «civilizado» y participativo está en cambio de plena actua-

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lidad, pudiendo ser el camino para que el capitalismo se transforme en un sistema de interés social, sin pasar por los traumas de las resistencias sociales violentas. Todo ello depende, como queda dicho, de la inteligencia y de la habilidad para que la participación sea la suficiente en cada momento y en cada circunstancia. La tendencia de las fuerzas progresistas será, claro está, la de obtener mejoras constantes, mientras que la de los grandes capitalistas, lo será la de conseguir la paz social y laboral con la mínima posible dejación de poder, de participación. Evitar que ese pulso quiebre la mesa sobre la que se contiende, deberá ser la inteligencia de las partes en conflicto. Que ninguna fuerza social desee la ruptura, sino la consecución de metas por medios no violentos es el secreto del mantenimiento de una paz social duradera. Pero debe destacarse, de inicio, que la participación económica tiene diversidad de formas operativas, que expuestas en resumen son: 1.

2. 3.

4. 5.

La información de los representantes de los trabajadores, al efecto del conocimiento puntual y concreto de la marcha empresarial para la mejor defensa de sus intereses (la «información laboral»). La participación de los trabajadores en el accionariado de las compañías mercantiles (el «accionariado laboral»). La coparticipación de los trabajadores en la gestión ejecutiva de las sociedades mercantiles, en los órganos de control y fiscalización la gestión (la «codirección»). La cogestión real, de participación laboral en el capital social de no menos del 50% del mismo (las «sociedades laborales»). Los sistemas autogestionarios, de participación absoluta de los trabajadores sin porcentajes participativos de capitalistas no trabajadores. Sería el

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caso de una sociedad mercantil en la que todo el capital social y el control soberano societario estuviera en manos laborales, lo que cabe en una sociedad capitalista ordinaria y es el sistema propio de las cooperativas de trabajo asociado. Como vemos, en estos cinco estadios se produce una participación ascendente hasta la autogestión de los trabajadores, es decir, campo sobrado para la evolutiva transformación de las participaciones en la empresa. Es más, refundiendo los posibles estadios fronterizos con los indicados, tenemos todo el arco operativo de la participación. Concretando al estudio de cada uno de los supuestos tenemos: A. El llamado «capitalismo popular».—Se trata de una habilidad participativa extralaboral procedente del propio seno capitalista, que implica una recluta dineraria del ahorro de las clases populares que invierten en acciones de grandes sociedades anónimas cotizadas, las cuales prácticamente aseguran un beneficio sostenido, a más de una sencilla convertibilidad mediante el juego bursátil. Se trata de fomentar una participación dineraria popular gestionada por promotores del gran capital, los únicos que realmente están interesados en el ejecutivo social, de manera que en estas sociedades de amplia base accionarial se produce lo que se ha dado en llamar «la soberanía de los ejecutivos», pues la Junta de Socios realmente no ejercita sus derechos de control, puesto que los pequeños inversionistas no están interesados en la participación activa. De ello que incluso para componer los quorums mínimos de asistencia que las Juntas precisan, haya de acudirse a medios de atracción de los pequeños partícipes (adelantos del dividendo, incentivos, regalos, etc.) al tiempo que se les solicita una «representación pública» de sus acciones. Para evitar ello jurídicamente se tiende a la solución de la emi-

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sión de acciones sin derecho de voto, títulos intermedios entre acciones y bonos. Con el tiempo estas grandes corporaciones mercantiles tienen una lógica disfunción orgánica al no existir reales controles societarios, pareciendo que funcionan por inercia, sin auténticos controles de sus juntas generales, que además constantemente delegan facultades a favor de los administradores. Pero la apasionada (e interesada) opinión de múltiples pequeños ahorradores consigue a la postre la consideración de estas grandes compañías mercantiles como de interés social y sujetas a las protecciones públicas, fin inteligentemente buscado como fórmula de aseguramiento de posiciones. Ni que decir tiene que este sistema no supone en absoluto una participación alternativa en el sistema económico capitalista, muy al contrario es una forma muy lograda de captación de capitales y de conseguir al propio tiempo una amplia base social de apoyo. B. La censura laboral.—Supone un presupuesto previo de interés para la consecución de paulatinas metas, ya que la información resulta ineludible para la adopción de decisiones correctas. Obviamente no cabe acción razonable alguna sin un anterior conocimiento, cuanto más completo y profundo, mejor. Esa fijación de posiciones permitirá hacer más eficaz la acción sindical dentro de la empresa y potenciará los correspondientes apoyos políticos, cuando éstos sean posibles. Ciertamente la censura laboral no supone un fin en sí misma, ni aun consiguiendo el derecho al libramiento de informes laborales previos a decisiones ejecutivas trascendentes de la dirección empresarial o de los órganos de las sociedades mercantiles, sino un medio vital para ahondar en los demás derechos de los trabajadores.

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Esa exigencia laboral (que engloba el derecho de información de los trabajadores), institucionalizada jurídicamente, es también ya un logro real en las naciones avanzadas, provenga de convenios o de normativa de obligado cumplimiento. C. La codirección.—Salvo que fuera de forma paritaria, es simplemente una variedad, por distinto camino, de obtención de información privilegiada (interna en las empresas) para defender las posiciones de los trabajadores. En ningún caso es una cogestión real (independientemente de las denominaciones que en la práctica confusamente puedan utilizarse), ya que ésta debe implicar en la base la coparticipación, al menos al 50%, en el capital social, como es exigencia en la legislación española de sociedades en las llamadas sociedades laborales. Pero fuere una dirección auténticamente compartida, o al menos participada en porcentaje menor, implica una fórmula de conocimiento y de emisión orgánica de opiniones, lo que puede dificultar la toma de decisiones en las empresas en contra de los intereses laborales, siendo por ello una consecución de enorme importancia para los trabajadores. En el caso de que se estuviere ante una forma paritaria de codirección (rara especie), será preciso operativamente designar un «colchón dirimente» para la buena marcha de los asuntos básicos empresariales, en previsión de que pudieren producirse graves conflictos de interés entre los representantes capitalistas y laborales (cooptando «hombres buenos» entre unos y otros, o acudiendo a decisiones arbitrales). En todo caso esta codirección será la única que auténticamente sirva para evitar una gestión desacorde con las expectativas de los trabajadores, siendo por tanto un gran logro para los intereses laborales, previsto ya en algunos países avanzados.

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D. Las sociedades participadas o cuasicogestionadas.—Lógicamente se trata del supuesto de la participación capitalista laboral, del llamado «accionariado obrero o laboral» en las sociedades mercantiles capitalistas. Su finalidad es interesar a los trabajadores en las resultancias empresariales y, en general, en la marcha societaria, incentivándose además la producción por esta «convertibilidad» capitalista de los trabajadores. Para los partícipes exclusivamente capitalistas la bondad del sistema tiene su límite natural máximo en la participación laboral que implicare controles societarios de entidad. Desde luego siempre en porcentajes inferiores (que no supongan jurídicamente una «participación significativa» en el capital) en evitación de los derechos de los partícipes minoritarios consagrados por derecho necesario en las legislaciones sobre régimen jurídico societario. Precisamente por esa «convertibilidad capitalista» del trabajador que el supuesto representa, algunas tendencias sindicalistas han visto negativamente esta forma de participación. Pero otras entienden que debe continuarse la presión para conseguir paulatinamente la auténtica cogestión primero, dejando para más tarde la autogestión. Como dijo el profesor Tierno Galván en sus «Cabos sueltos», «… cuando no se puede hacer la revolución, el diálogo y la paciencia son fines morales». En este punto, como en tantos otros, la lucha sindical no ha de ser sólo un esfuerzo laboralista sino también mercantilista, buscando la participación incluso mediante la utilización de fondos colectivos y con la entrada en el juego de la circulación de títulos-valor, hasta donde la disponibilidad dineraria lo permitiere. Es decir, presionando la participación y aplicando el que podríamos llamar «capitalismo de sindicato», utilizando las

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centrales sindicales, en la medida de lo posible, como entes de cartera en beneficio de los intereses de los trabajadores, auspiciando la inversión en títulos del capital de las sociedades en que presten su trabajo (como es el caso de la inversión de los fondos de pensiones y de las mutualidades laborales en el capital de las propias empresas). E. Las Sociedades Laborales o Cogestionadas.—Estas son aquellas sociedades mercantiles capitalistas en las cuales los trabajadores de las mismas participan con, al menos, el 50% del capital social. En este tipo de sociedades puede decirse que realmente se produce una auténtica participación de los trabajadores en los medios productivos (en las meramente participadas sólo de una forma muy relativa, pues en última instancia la soberanía societaria se les escapa), si bien en las pequeñas y medianas sociedades laborales se puede dar la burla de que los titulares capitalistas se reconviertan en «trabajadores» de condición muy cualificada (en todo caso si realmente prestan una actividad laboral están en su derecho), sumando a las cuotas meramente capitalistas parte de las teóricas laborales, con lo que se desvirtúa su puridad jurídica. En tales casos y conforme al grado de cada supuesto concreto, seguiremos estando ante una sociedad meramente participada. Ha sido práctica común que las sociedades laborales se constituyeran como fórmula de salvación in extremis de compañías mercantiles capitalistas en situación económica agónica, tras la huida del capital (que es un animal ágil de patas). En esos casos estas sociedades pueden tener enormes dificultades para su mantenimiento y no digamos para su expansión. Sin embargo, partiendo de situaciones ordinarias (o superadas las dificultades de inicio), son fórmulas societarias de extraordinario valor operativo, con escasa conflictividad y alto nivel productivo. Su protección, en consecuencia, es

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inteligencia indudable de una política económica de interés popular (o nacional, que debe ser lo mismo). F. La autogestión y el cooperativismo de trabajo asociado.—Aunque todo el cooperativismo implica una contestación reposada, realista, solidaria y altamente efectiva frente a los excesos del capitalismo, lo cierto es que las sociedades cooperativas de trabajo asociado lo hacen en grado máximo, pues crean un auténtico sistema productivo autogestionario, como lo sería el de una compañía capitalista en la cual todo su capital estuviere en manos de los trabajadores de la misma, pero además con la moralización de la aplicabilidad de los principios cooperativos de democracia funcional, libertad participativa, solidaridad social y conexión con los intereses generales. Las demás fórmulas cooperativas, las del cooperativismo que no es de trabajo asociado, facilitan productos y servicios a la población en régimen de participación e intereses solidarios (consiguiendo así una mejora social), siendo por ello socialmente vitales, al punto que los propios trabajadores deben ir adquiriendo conciencia del beneficio que supone, particular y socialmente, satisfacer sus necesidades mediante las cooperativas de consumo, de enseñanza, de vivienda y de otros múltiples servicios. Entre todas estas sociedades que no son de trabajo asociado resultan de suma trascendencia las cooperativas de crédito, ya que ellas facilitan los auxilios crediticios y dinerarios precisos para la creación, sostenimiento y desarrollo de todas las demás sociedades cooperativas. Apoyar a las cooperativas de crédito es, por tanto, una postura de inteligencia para todos los interesados en el movimiento cooperativo.

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5. El cooperativismo en democracia

Aunque el cooperativismo tiene que ser por propia esencia democrático, ya que tal es principio básico de su esencia filosófica y de su teleología, cabe hablar impropiamente de «cooperativismo democrático» para referirse al cooperativismo en libertad, lo cual no se ha dado con cierta globalidad hasta el siglo xx. Incluso hoy en día se produce en muchos países un fenómeno de utilización del cooperativismo por imposiciones estatalistas de dictaduras varias o de seudodemocracias, sustituyéndolo por un mutualismo de control gubernamental o por un asociacionismo sindicalista. De esta forma se trata de controlar la fuerza democratizadora y liberadora del cooperativismo, e incluso su aprovechamiento en contrario (esto último es dificilísimo de conseguir a largo plazo, pues no cabe mantener tan burdo engaño por tiempo). El caso más destacable de utilización política del cooperativismo se dio en el programa de socialización que Lenin propuso como instrumento de la economía popular para la nueva Rusia (Diario Pravda, del 25 de mayo de 1923): «Dado que en nuestro país el poder del Estado se encuentra en manos de la clase obrera y que a este poder estatal pertenecen todos los medios de producción, solo nos queda, en realidad, cumplir la tarea de organizar a la pobla-

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ción en cooperativas». Pero después, con el inmediato fallecimiento de Lenin, llegaron los impuros, los liberticidas. Debe señalarse también que el cooperativismo puede ser mutual, para prestaciones sólo entre socios (lo cual cabe en toda sociedad mercantil), como lo fue en sus orígenes para mejor conseguir, como sociedades cerradas, la defensa ante los ataques externos de los adversarios económicos. Pero nada obsta a que sean sociedades abiertas (como toda otra sociedad mercantil), es más, será precisamente lo habitual en una situación ordinaria (por ejemplo, son siempre sociedades abiertas las cooperativas de trabajo asociado para la producción y podrán serlo también las de consumo, crédito, etc.). Incluso conviene que lo sean para sus mejores prestaciones a la comunidad y para su propio potenciamiento económico. La oposición a ello no tiene sustento jurídico ni lógico, es simplemente el viejo y rastrero interés económico para evitar molestas competencias. En cuanto a la sindicalización del cooperativismo, es evidente que se trata de conseguir la limitación y el control de la fuerza cooperativa por parte de sistemas dictatoriales de uno y otro signo, que por ser tan manifiestos en sus intenciones resultan groseros atentados a la inteligencia. En puridad técnica la cooperativa es una forma de empresa. Dicho jurídicamente, es una sociedad económica (y social, como añaden numerosas definiciones legales) cuyo objeto podrá ser la circulación de toda suerte de productos y/o servicios lícitos en el mercado. Exactamente en la misma extensión técnica y económica, como principio, que pueda tener una sociedad capitalista (anónima o limitada). De la misma forma que todo otro sistema mercantilista privado, el cooperativismo precisa de libertad de actuación, no cabiendo a efectos prácticos un libre cooperativismo en sistemas económicos estatalizados, pues bajo la intervención gubernativa totalitaria pierde su esencia.

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Al igual que las sociedades por acciones, es la sociedad cooperativa propia de un régimen económico libre y privativo. Y aunque se ha venido justificando el capitalismo como propio de un sistema de libertad y privacidad económica, esto es sólo una verdad a medias, pues también son privadas las cooperativas y demás sociedades autogestionadas y laborales, las únicas que además añaden el valor de la participación democrática personal en la empresa. En la actualidad, aunque se mantienen todavía injustificados controles administrativos al funcionamiento de las sociedades cooperativas, como vestigio de otros tiempos, el cooperativismo tiende a su autogobierno, a su gestión en libertad, siguiendo un camino evolutivo semejante al sufrido por las compañías anónimas desde su época regaliana hasta su liberalización actual, bajo el solo control del cumplimiento de la legalidad. El siglo xx (en la mayor parte de los ordenamientos jurídicos) marca el comienzo de la liberalización del cooperativismo de los controles gubernativos, acreditando los hechos que en libertad va avanzando como sistema democratizador de la economía. Ya partir de la segunda mitad del siglo xx el cooperativismo se proyecta como fórmula jurídica del Derecho económico de alta eficacia mercantil y social. Se calculan en más de quinientos millones los cooperativistas en el mundo; en la Comunidad Económica Europea se han constituido diversas confederaciones continentales de cooperativas; desde el siglo pasado existe una Internacionalidad Cooperativista (la Alianza Cooperativa Internacional-ACI-ICA); funciona un Banco Mundial Cooperativo (el BIC); son varias las regiones en el mundo en las que un alto porcentaje de su producto bruto se compone por las empresas cooperativas; la Organización de Naciones Unidas recomendó a los Gobiernos el fomento del cooperativismo y la contribución a su financiación (3.a Conferencia de la UNCTAD, destacada por su im-

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portancia por los tratadistas económicos, como el Prof. Tamames en su «Estructura Económica Internacional»). Su interés social aliviando las necesidades económicas populares ha llevado a varias Constituciones de las democracias avanzadas (singularmente a partir de la Italiana de 1947) a la promoción pública del cooperativismo como instrumento primordial de la participación en la empresa. Dada su vital importancia de futuro, cabe preguntarse sobre las esencias que distinguen el cooperativismo como sistema de empresa y de organización productiva general, incluso por encima de las meras articulaciones legislativas. A estos efectos, los congresos de la Alianza Cooperativa han partido en la fijación de principios, siguiendo a los teóricos del sistema, de los estatutos sociales de la cooperativa de consumo fundada en la población inglesa de Rochdale en 1844, que tienen un importante contenido ideológico. A partir de los Congresos Mundiales de la Alianza Cooperativa Internacional, se han extraído como principios básicos del sistema los de voluntariedad, democracia participativa, limitación capitalista, participación en beneficios, constitución de fondos sociales y solidaridad. A más de ello, con criterio de intención finalista, el movimiento cooperativo internacional ha considerado como propio la lucha del cooperativismo por la paz mundial. Esos principios ideológicos y causales (por ser caracteres jurídicos) del cooperativismo merecen una separada y breve explicación. Concisamente:

1.º

Principio voluntarista

Implica, lo que no sucede en ninguna otra forma de sociedad mercantil por Derecho indisponible, que la socie-

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dad cooperativa no puede limitar el alta de socios por razones personalistas de ningún tipo. Es decir, es acto contra natura jurídica, absolutamente nulo, toda discriminación por razón política, sexual, de raza, religión o cualquiera otra de contenido ideológico y/o personal. Ello no es más que un pronunciamiento básico, pero resulta de agrado a toda persona de criterio universalista el establecimiento, de inicio, de reglaciones no discriminatorias. En este sentido las cooperativas son siempre abiertas, transparentes y jurídicamente universales. Supone una aplicación concreta del principio de igualdad ante la Ley, en una aplicación jurídica objetiva. El principio voluntarista supone también la posibilidad de baja del socio cooperativo sin necesidad de sujetarse a causalidad alguna, es decir, sin sometimiento a la existencia de razones de Derecho que legitimen su acto de voluntad. Lógicamente podrá y deberá protegerse la viabilidad de la sociedad cooperativa en todo caso, pues ante un conflicto de intereses es primeramente protegible el razonablemente reputable superior (siguiendo la filosofía jurídica conflictual de J.G. Federico Hegel, expuesta en su «Filosofía del Derecho») y en tal lógica se podrá reglamentar la baja del cooperativista (siempre con claro mantenimiento del principio voluntarista), como es el caso de la exigencia de preaviso que establece la legislación de cooperativas.

2.º

Principio de gestión democrática

De la misma manera que la democracia política implica un elenco de derechos mínimos, la democracia societaria supone también una pluralidad de resultancias jurídicas, ya que el principio se extiende a todo el régimen jurídico de las sociedades cooperativas.

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Estando a los aspectos fundamentales, este principio democrático supone que toda la organización societaria se establece de forma participativa directa: la administración colegida compuesta por vocales exclusiva o mayoritariamente elegidos entre los socios cooperativos; la soberanía social bajo facultades no delegables de la Asamblea de socios; el órgano fiscalizador permanente participado por socios elegidos asambleariamente. Además, el voto en la Asamblea de socios será unipersonal (cada socio un voto) sin atender a las posibles diferencias de participación en el capital o en las prestaciones sociales (a salvo el voto ponderado estatutariamente, en los casos en que la legislación lo permita). Y por último, que todo socio puede ser por derecho necesario e indisponible, elegido como miembro del órgano ejecutivo (Consejo Rector) o del fiscalizador (socios-interventores). La esencia de este principio democrático es el voto unipersonal y no el proporcional, lo que supone una democracia participativa y directa para el control de las sociedades cooperativas, lo que impide los bloqueos orgánicos por reducido número de partícipes (lo que en cambio es muy común en las grandes sociedades mercantiles capitalistas). Debe de entenderse que el voto unipersonal no puede predicarse para las cooperativas llamadas «de segundo grado», es decir, las que tienen como socios a cooperativas en funcionamiento (de primer grado) o a las formadas por personas jurídicas. En este último caso no cabe hablar de «voto personal», pues la base asociativa es de entes societarios. Por ello en estas cooperativas, como queda indicado, habrá de estarse al voto proporcional y no al directo, pero siempre bajo la determinación objetiva del estatuto de dichas cooperativas.

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3.º

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Principio de limitación capitalista

Este principio resume la oposición del cooperativismo al sistema capitalista. Implica una base de dos vertientes, ya que abarca la prohibición de participar (el socio ordinario) como mero aportante patrimonial a una sociedad cooperativa y también la limitación de beneficio al patrimonio (capital en términos sociojurídicos) aportando por cada partícipe, que podrá cuanto más recibir un interés fijo por tal cuota capitalista (limitado además por la normativa legal). Efectivamente, el reparto del beneficio cooperativo (excedente neto divisible) se realizará siempre en base a módulos de participación personal y nunca capitalista. Podrá así fijarse en el volumen de consumo (claro está, es una cooperativa de este género), en la prestación y categoría laboral, aumentada en su caso con la antigüedad u otro baremo objetivo laboral (en las de trabajo asociado), en la cuantificación de los servicios utilizados (por ejemplo en una cooperativa de detallistas), en la cuota-porcentaje sobre elementos comunes (en las de vivienda), etc. En todo caso, como vemos, siempre es la participación personalista de cada socio de la cooperativa.

4.º

Principio de la participación económica

El sistema cooperativo establece una forma societaria participada por todos los miembros de la unidad empresarial, sean socios o asalariados no socios, en su caso. En efecto, no sólo los socios son titulares del derecho al beneficio en la sociedad cooperativa, sino también (bajo establecimiento estatutario o por acuerdo asambleario) los trabajadores de la sociedad aunque no fueren socios, lo que podrá suceder limitadamente en las cooperativas de trabajo asociado (también llamadas de producción o cooperativas

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obreras) y abiertamente en las demás cooperativas, en las cuales, sin embargo, se pude acordar la dación de la condición de socio a los trabajadores, equiparándolos a los de las cooperativas de trabajo asociado. El régimen jurídico establece que todo trabajador no socio de una cooperativa tiene derecho a participar en los excedentes anuales de la sociedad en la que presta sus servicios, en la forma que regule operativamente cada legislación, sin que quepa ninguna forma de exclusión a este derecho, de manera que no caben acuerdos discriminatorios bajo ningún criterio, siendo todos los trabajadores asalariados sujetos jurídicos de tal derecho.

5.º

Principio de Asistencia Social

Todo socio de una cooperativa tiene derecho a que ésta, en la razonable medida de su correspondiente disponibilidad de fondos (a determinar mínimamente por la Ley), le asista a él y a quienes dependientemente del mismo convivan habitualmente con el titular del derecho, en sus necesidades sociales, prioritariamente las educativas y de formación (como las adjetiva la legislación actual, que llama al Fondo Social de estas sociedades Fondo de Educación y Promoción Social). Para la cobertura patrimonial de este derecho la sociedad constituirá un fondo especial de obras sociales del cual se dispondrá, gestionado por el órgano ejecutivo de la cooperativa (el Consejo Rector), en la medida de las necesidades de cada quien, con fijaciones previas de detracción. Esta reserva estará sometida a la preferencia de las económicas de la cooperativa, pudiéndose estar incuso a la previa constitución de éstas. Pero salvando esa razonable prelación, la cooperativa atenderá la constitución de un

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fondo social, considerándose básico el destino educacional, como queda dicho.

6.º

Principio de la Solidaridad

Este principio impone la necesaria colaboración entre las sociedades cooperativas al efecto de que, in sólidum, mantengan la fuerza del sistema como formulación económica superadora del capitalismo, se fortalezcan en común contra las dificultades externas e impulsen esta forma de empresa en la fe de ser la más acorde a los valores humanos y también la más eficaz. Al propio tiempo el principio exige también la colaboración del cooperativismo con la comunidad social en la que se desenvuelve como empresa, en la intención finalista de que toda empresa no es más que un reflejo productivo de la sociedad en la que vive, debiendo servir de institución productiva para cubrir las necesidades sociales, con sometimiento a los intereses generales. Por todo ello la cooperativa tendrá una triple extensión de solidaridad. Solidaridad entre sus miembros, solidaridad con las demás cooperativas y solidaridad con la comunidad. La competitividad salvaje debe ser superada por la cooperación económica, lo que no es un principio propio de un «buenismo» iluso, sino un valor de una economía puesta al servicio de la sociedad, una auténtica economía social, poniendo límites de derecho público a los excesos del lucrativismo de las minorías económicamente privilegiadas, de ordinario bajo el uso particularista de la infraestructura social. Pero durante mucho tiempo (en la larga espera del triunfo de la solidaridad cooperativa, conforme esperan sus «creyentes», como expuso el Prof. Davidovic en su «Hacia

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un Mundo Cooperativo») tendrán que coexistir el capitalismo y el cooperativismo, lo que supone que las sociedades de una y otra formulación sociojurídica vivirán en competencia mercantil, es decir, en «guerra económica» (ya que el capitalismo no conoce otra competencia que la «guerra del mercado», bajo su viejo axioma empresarial: «El que no pueda vivir, que se muera»). Esa larga convivencia en los mercados abiertos provoca también, por propia simpatía (entiéndase cercanía entre los competidores), que se entrecrucen caracteres y elementos de un sistema al otro, de manera que no han de faltar acusaciones de pérdida de esencias ante la recíproca copia de modos empresariales (cual es el caso de la mercantilización del cooperativismo o del balance social de las sociedades capitalistas). Para su adecuación a las crecientes exigencias sociales, las empresas capitalistas deberán abrirse a la participación laboral, haciendo también más transparente la información sobre la situación y resultados de la sociedad. Las cooperativas, por su parte, han de mercantilizar su funcionamiento para hacerse más competitivas en un mercado de rivalidad in misericorde para la consecución de objetivos, de manera que podrá parecer externamente que renuncian a la puridad de sus principios (por lo que, en inteligencia, se debe dar un voto de confianza a sus gestores). De esos largos años de común lucha aparecerá una resultancia empresarial, cercana al cooperativismo (dada la indestructibilidad social de los principios que lo sustentan), pero que posiblemente permita una abierta participación de capital, en forma de socios prestadores de un capital en comandita (sin participación en la gestión social), mejorando las figuras actuales de socios «mixtos» de pleno derecho, también mediante las fórmulas de apertura y

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participaciones financieras en las cooperativas de crédito (ampliación también de prácticas ya en marcha), o por el sistema (también ya practicado, pero de más abierto futuro si se establecen mediante consorcios de cooperativas) de la emisión de obligaciones y otros títulos negociables en los mercados, como medio como medio para la consecución de capitales. Todo ello sin olvidar la creación o participación por las cooperativas en sociedades de capitales para intervenir en los mercados financieros. En todo caso esa «contaminación» del cooperativismo vendrá dada por la necesidad de acudir a los mercados de capitales y a la intervención en los sistemas financieros, imprescindibles para el mantenimiento empresarial, máxime en el caso de tener que competir en mercados globalizados. También podrá ser concausa del advenimiento de un «cooperativismo remodelado» la posible llegada a los gobiernos de fuerzas políticas propugnadoras de la economía social y de la participación en las empresas (y ninguna mejor que las cooperativas de trabajo asociado), en el ámbito de las políticas activas de fomento del empleo y del establecimiento paulatino de una economía social de mercado. Por su parte las sociedades capitalistas, en ese largo camino de las trasformaciones de «apariencia social», irán precisando de mucho más que simples maquillajes. Entre otras aperturas, deberán abrirse a la participación de los trabajadores, limitada de inicio, pero que las irá conduciendo a plazo en sociedades cada vez más tendentes a la codirección, al propio tiempo que habrán de ir asumiendo los principios informadores de la democracia económica, presionadas por las fuerzas políticas y sociales progresistas (que como es bien sabido, no tienen límites en sus demandas).

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Es bien cierto sin embargo que, en ocasiones, sobre todo por causa de las crisis económicas (que son cíclicas en las economías capitalistas), puedan producirse retrocesos políticos de las fuerzas progresistas, incapaces de atender a las demandas electorales de grandes sectores de población, ante la presión de sus dificultades económicas.

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6. Las empresas de futuro

Vista la evolución histórica del sistema de poder económico, siempre consustancial a los poderes sociales (políticos y jurídicos) acompañantes de cada cultura social como macrosistema (conforme a las formulaciones del estudio histórico enunciadas por A. J. Toynbee en «El Estudio de la Historia»), es claro que la irresistible ascensión de la socialización en todos los órdenes de la vida irá auspiciando una participación creciente en los medios de producción, en las empresas. Pero debe de ser razonablemente entendido que la participación en la titularidad jurídica de los medios productivos (dicho sea de paso, sobre estos medios se habla de titularidades porque en puridad jurídica no cabe hablar de derechos de propiedad ya que sobre el conglomerado orgánico de la empresa no es posible la aprehensión del dominio, sino sólo el mero facultamiento de las titularidades jurídicas) debe abrirse a todos los partícipes directos e inmediatos en los mismos y someterse a los controles sociales, puesto que los medios de producción son causa y objeto social, ya que la comunidad facilita no pocos de los instrumentos que hacen posible el tráfico mercantil. No es defendible en base al interés general de la empresa, la utilización dominical de la misma con la facultad jurídica plena de las propiedades particulares, sino que, muy por el contrario, deberá entenderse que el fin de tal medio es social (lo que no supone en absoluto negar su posible titularidad privada).

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En ese sentido debe entenderse de derecho necesario la fiscalización pública de las empresas, lo cual ya se acepta en la práctica actual en las intervenciones tributarias y laborales (la intervención de los trabajadores en las empresas viene abriéndose camino en los ordenamientos jurídicos más avanzados). Y ello porque, además, es quebrar la racionalidad argumental con insostenible engaño el admitir a nivel de principio el fin social de la empresa negando después abiertamente la participación laboral. Dicha negación se hace bajo excusa de una mal entendida propiedad privada de las empresas, de la libertad económica en los sistemas de economía de mercado o de tendenciosos neoliberalismos. La razón, propia de nuestra entidad, ha de ser la que nos lleve a superar las viejas tensiones producidas por la tenencia o exclusión de los medios de producción. Y la razón social impone el ser solidario, el actuar in solidum con los demás al efecto de solventarse unos con otros. Luego si el ser humano es racional y social por sus esencias mismas, deben aplicarse sus naturas a los institutos creados por él, máxime, dada su trascendencia, a los productivos. Por interés racional y social, debe caminarse, en evitación de conflictos, a la participación económica como último estadio de las sociedades avanzadas. El mantenimiento de una empresa capitalista exclusivamente participada por los grandes titulares accionariales, cerrada a la participación de sus trabajadores, agentes cada día de su productividad, es situación que va contra la racionalidad y los intereses de una parte sustancial de sus miembros, por lo que se convierte en semillero de conflictos. En ese sentido es entendible la calificación que hizo Francisco José Proudhon de la propiedad privativa de los medios de producción («La propiedad es un robo»), aunque extraída de su contexto sea un exceso verbal.

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Esa participación en la titularidad empresarial y por ello en sus decisiones y frutos, esa soberanía compartida del poder productivo, ha de traer por consecuencia la paz social, pues ésta exige el equilibrio de los intereses, que produce la conformidad de las mentes. El equilibrio de la soberanía empresarial compartida será también sin duda causa de mayor productividad económica, puesto que se irán fortaleciendo las relaciones de corresponsabilidad y de confianza, facilitándose además los beneficios del trabajo creativo. No es por cierto ésta una utopía de ilusos soñadores. Antes bien, los grandes conflictos sociales suelen derivar de la deficiente regulación de los intereses económicos, de la ausencia de participación en los bienes del mundo. Buena parte de la historia sociopolítica de la humanidad se puede resumir en la lucha por el poder económico (independientemente de que, por supuesto, quepan otras interpretaciones de la Historia no «materialistas»). Y el poder más permanente es el derivado del dominio sobre los medios productivos, sean las tierras, el comercio, la industria o los servicios económicos. La ambición de su dominio, ha producido buena parte de los conflictos y tensiones en la historia, tanto en ámbitos domésticos como en los nacionales o internacionales. El derecho de todos los seres humanos a participar de los bienes del mundo incluye necesariamente la participación en todas las estructuras sociales, y entre éstas en la más esencial, la productiva. La democracia tiene por esencia la participación y la democracia en la empresa es vital en cuanto que la productividad lo es a la comunidad a la que debe servir y de la que emana. Nada puede seriamente organizarse con intención de permanencia sin participación, máxime en algo tan básico, tan cotidiano, tan cercano a cada quien como la empresa en la que trabaja.

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No puede producirse de espaldas a los productores. No cabe pensar en la defensa de los intereses de alguien sin su debida participación. De la misma manera que la democracia es el sistema mejor, o el menos malo de los sistemas en la organización política, lo es también en la económica. Y la democracia en la empresa implica la participación en su poder. Y la soberanía compartida es causa de satisfacción para los copartícipes, lo cual desarma los conflictos. Es por ello que desde la base a la cúspide de los poderes sociales, la democracia, la participación, disuelve el descontento y es origen de la paz social. La participación económica es además parte de una solidaridad interesada (la auténtica liberación, como Krishnamurti sostiene en su obra «Liberación del pasado», consiste en aceptarnos como somos), que se sostiene no sólo por los grandes valores sociales, sino también por el interés egoísta de atender los derechos generales, en los que están así comprendidos los propios de cada uno. Si por pura consideración racional, sin excluir complementaciones respetabilísimas (sean religiosas o sencillamente humanistas), llegamos a la consecuencia de la necesaria participación en los medios productivos como esencia de la paz social, esto es, si proclamamos la democracia en la empresa, debemos completar el argumento analizando su aplicación a las diversas formas de titularidad empresarial. Lógicamente la fórmula más primaria de titularidad, la del empresario individual, persona física que ejerce profesionalmente la actividad mercantil, seguirá siendo un sistema de ejercicio de actividades empresariales, si bien cada día más, dado el gran volumen patrimonial a aportar para ser competitivos en los mercados actuales, el empresario individual quedará constreñido a pequeños negocios, células mercantiles de carácter familiar.

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La contratación de personal no partícipe en esos negocios se irá haciendo cada vez más gravosa, ya que las cargas sociales y salariales directas devorarán los beneficios de los pequeños negocios, a los que habrá que atender personalmente por los interesados. Por ello las sociedades mercantiles seguirán siendo, casi en exclusiva, la forma jurídica de organización empresarial, incluidas las sociedades de capital público o de capital mixto, reflejo de la demanda social de intervención gubernativa en sectores de interés económico general o de los calificables como de «servicio público» (que en resumidas cuentas habrá que indicar, dada la difícil delimitación operativa del concepto, que serán así reputables los que políticamente se consideren en cada momento como de «interés social»). Las sociedades mercantiles públicas plantean un claro problema en relación al derecho de participación de sus trabajadores, puesto que ello puede suponer, en su extremo, una «desafección» de su status jurídico (se limitaría precisamente el control público). Este problema se plantea porque es razonable negar las participaciones particulares en la «función pública», aunque fueren de naturaleza mercantil. Atendiendo al carácter público de éstas compañías, al supuesto aseguramiento en el empleo que convierte a sus trabajadores en «funcionarios sin estatuto» y al presumible objeto societario de servicio público, debe de entenderse que la exigencia de participación en las empresas no se extiende a las públicas, pues la naturaleza misma del derecho participativo es incompatible con la afección pública (y en tanto ésta se de clara e íntegramente, esto es, que no hay razones para negarla en las sociedades de «capital mixto», al menos de inicio). En atención a lo indicado, es claro que la lucha por la participación laboral se plantea en relación a las sociedades

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capitalistas privadas, en las cuales es previsible la exigencia de esta demanda conforme avance la opinión pública. En las sociedades privadas de capital la participación se podrá ir imponiendo por la acción sindical y por la acción política concordante, de forma que incluso podrá auspiciarse por la inteligencia de los administradores de las propias compañías, al efecto de limitar la presión de sus trabajadores y conseguir, de paso, los beneficios públicos de las posibles políticas de fomento de la participación laboral en las empresas (subvenciones y créditos, a más de ayudas tributarias). La unificación de fuerzas progresistas en la acción política y en la sindical podrá, con el tiempo, imponer la participación incluso a nivel del Derecho positivo societario (como ya es propio de la reglamentación comunitaria europea). En las grandes sociedades cotizadas, con ágil circulación de sus acciones y de obligaciones convertibles, una acción sindical «mercantilista» puede crear «cajas mobiliarias» para la adquisición de títulos y «sindicatos de bloqueo» para su mantenimiento y gestión. Convenios de trabajo, acción política, estrategia sindicalista y legislación en paralela concordancia, podrán ir fomentando la participación laboralista, en una lenta tendencia al sistema de sociedades coparticipadas (o laborales) y con la finalidad última de llegar por vía pacífica y democrática a formas de autogestión. Este campo de la participación progresiva en las sociedades privadas capitalistas será el principal en la lucha por la democratización de la empresa en los años venideros en las sociedades avanzadas. En las sociedades no democráticas, ante la falta de un ordenamiento jurídico protector, la lucha directa y las acciones revolucionarias serán la ordinaria resultancia de sus

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regímenes, al estarse ante un sistema de Derecho conflictual no equilibrador de los intereses sociales concurrentes. En esencia, el propio sistema opresivo justifica la violencia contra el mismo, puesto que al no existir camino (Derecho justo) se forzará el camino por la resistencia de las fuerzas sociales. La violencia política, en cambio, no tiene justificación en un sistema democrático, pues su práctica entonces está desprovista de moralización causal y por consecuencia directa desmoraliza a sus agentes y sus acciones. Si las opciones políticas pueden plantearse, aunque fuere con limitaciones de principio, siendo posible democráticamente decidir sobre ellas, no ha lugar a salirse del camino jurídico. La violencia sólo se justifica en la ilegitimidad popular de un sistema jurídico-político, es decir, de la falta de democracia o, en el campo jurídico, de la ausencia del llamado «Estado de Derecho» (legislación no emanada de los auténticos representantes populares). Por ello la democratización de la empresa se podrá ir produciendo en las sociedades avanzadas, en ordinarias condiciones de liberalismo político, tanto mediante la participación de los trabajadores en el capital societario, como mediante los derechos de información societaria o la participación laboral en el funcionamiento orgánico mercantil. Pero sin duda la fórmula mercantil de mayor desarrollo en los años venideros (en sus formas puras o derivadas) será la cooperativa, en cuanto que conjuga el interés privatista (pues son sociedades privadas), el control democrático (ya que están por el voto unipersonal) y asientan los intereses populares (insitos a los principios cooperativos) en las formas mercantilistas. En una simplificación de la causalidad básica del cooperativismo podríamos decir que es una de las fórmulas, la

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más auténtica y directa, de la aplicación de la democracia en el mundo de la empresa. Estando ya legitimados los principios democráticos en la práctica sociopolítica como únicos que permiten una equilibrada convivencia, es llegado el momento de extenderlos al orden socioeconómico, para que la democratización social sea completa, pues no cabe hablar de orden social plenamente democrático sin su extensión al poder económico. Como ya se ha señalado, el cooperativismo más auténtico, el autogestionario, es el de las sociedades cooperativas de trabajo asociado, en las cuales los socios son al propio tiempo trabajadores de la compañía. Además de este cooperativismo autogestionario, existe otro grupo de cooperativas que genéricamente podríamos llamar de servicios, o por exclusión «no de trabajo asociado», que permite el sostenimiento y la expansión cooperativista (las sociedades cooperativas de crédito) o ello y la prestación de servicios de interés popular (las de consumo, vivienda, enseñanza…). En estas sociedades los partícipes no son lógicamente trabajadores de la cooperativa, sino beneficiarios de los servicios, si bien los trabajadores de las mismas pueden ser socios en régimen de reconocimiento y con carácter similar a los de las cooperativas de trabajo asociado, por su admisión como tales por los estatutos sociales de esas cooperativas. Bajo distintas formas el cooperativismo merece el respaldo de las fuerzas sociales avanzadas, puesto que va convirtiendo en realidad la utopía socializadora nacida a finales del siglo xviii como reacción intelectual y no violenta contra los excesos del capitalismo, mediante un convencimiento lento pero firme de su eficacia en todos los órdenes. La sociedad cooperativa se ha demostrado en la práctica mercantil como forma de empresa de utilidad notable, con resultados económicos por lo menos similares a los de

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las empresas capitalistas; como sistema moralizador del mundo productivo, en cuanto que practica por esencia la solidaridad y es acorde a los intereses comunitarios; como fórmula de estabilidad y de consecución de empleo, en tanto que la lucratividad no es fin en sí misma para ella, ya que la causa societaria no es el del reparto de dividendos, sino el mantenimiento de los puestos de trabajo o el servicio cooperativizado; como instrumento culturizador, ya que el fomento educativo es principio informante del cooperativismo; y, finalmente, es medio de democratización social, pues las sociedades cooperativas suponen la aplicación directa de la democracia a la economía. Complementariamente, las cooperativas deben, como empresas de interés social, atender al sostenimiento de la naturaleza, siendo para ellas irrenunciables los valores ecologistas y el mantenimiento de la paz (fin cooperativo proclamado por la Alianza Cooperativa Internacional, ACI-ICA). Por todo ello las sociedades cooperativas establecieron ya desde el siglo xix los principios informantes de la «nueva empresa», principios que dada su moralidad y utilidad operativa, al propio tiempo, van imponiéndose como generales en el sistema productivo, lógicamente aplicados conforme la acción circunstancial lo permite en cada momento, en interpretaciones abierta o estrictas, atendiendo al momento sociopolítico. Con todo, la práctica empresarial va admitiendo lentamente, forzada por la presión social, unas directrices básicas, aplicables a toda forma de empresa, que van a suponer los derechos mínimos de la democratización empresarial y la participación laboral, y que podemos agrupar en cinco grandes directrices o principios, vitales para el mantenimiento de una convivencia mínima en las empresas. A tal fin podríamos ordenar los «derechos empresariales mínimos de los trabajadores», en los siguientes:

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1.º

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El Derecho de Información

Supone el reconocimiento de la base sustancial para el ejercicio de toda facultad jurídica, en cuanto que lógicamente no es factible la realización responsable de ningún derecho, muy especialmente de resultancias económicas, sin un previo conocimiento exacto y en profundidad de las circunstancias. La delimitación jurídica del derecho de información laboral vendrá dada por un contenido mínimo, cual es el de que los trabajadores deberán tener al menos el mismo derecho de información de los partícipes empresariales patrimonialistas (accionistas o socios en general). A más de ello debe entenderse razonable que los trabajadores conozcan por informes de comprobación previos al globalizado de final del ejercicio, la marcha de los negocios empresariales, ya que su estabilidad económica y social depende de su puesto de trabajo. Por ello cuando menos trimestralmente deberá facilitárseles un informe de la gestión empresarial, incluyendo planificación y expectativas, el balance de comprobación y, en su caso, los anexos por operaciones especiales o extraordinarias que pudieran corresponder (previos a la consumación de las mismas, si se trata de modificaciones estructurales de las sociedades mercantiles). Este derecho de información y su delimitación sustancial está ya reconocido en las legislaciones avanzadas, y en cuanto a Europa respecta, recogidos en los Reglamentos de los Estatutos Societarios de la Unión Europea, así como en las legislaciones propias de los Estados miembros. Debe también apuntarse que aunque este derecho de información de los trabajadores sea operativamente colectivo (facilitándose por medio de los delegados comisionados del personal), corresponde en puridad, como derecho sub-

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jetivo, a cada uno de los trabajadores individualmente (para poder fundar su derecho individual laboral).

2.º

El Derecho a la participación en la Gestión

Este es un derecho directamente relacionado con el de información de los trabajadores, pues la información es utilizable preferentemente para ejercer una fiscalización social mediante la vigilancia de la acción gestora de los órganos de administración o de la tecnoestructura ejecutiva que actúe como extensión operativa de los mismos (y a su elección y responsabilidad), aparte de que mucha información provendrá directamente de la presencia en los órganos de la sociedad correspondiente. A efectos prácticos el principio implica, por supuesto, la directa presencia de los trabajadores en los órganos sociales, al efecto de participar y conocer las líneas decisorias de la compañía, en el control de las actuaciones ejecutivas que realice la tecnoestructura directiva. Para su máxima efectividad, la representación laboral deberá tender a la paridad con la representación del capital, para lo cual lo más racional sería el partir de la participación laboral en el capital social. Pero hubiere tal participación o no, el control de la gestión como facultad laboral deriva no sólo del derecho genérico de participación societaria, sino también de la afección personalísima de las decisiones ejecutivas sobre los trabajadores como partícipes de la organización productiva. Dicho más claramente aún, el derecho de los trabajadores a fiscalizar la gestión debe entenderse ínsito a la relación de empleo, no sólo a la de partícipes en el capital de las compañías.

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3.º

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El Derecho de Participación en Beneficios

En la consideración de que los trabajadores son partícipes productivos, agentes necesarios en la detracción de los beneficios económicos, se abre paso irresistiblemente la consideración como derecho de su participación en los resultados positivos del ejercicio (en los negativos suelen ser partícipes claros, incluyendo el desempleo). Este derecho, procedente del sistema cooperativo, se ha ido imponiendo progresivamente en todo tipo de empresas, y hoy está teóricamente admitido aunque sin acuerdo en su delimitación jurídica. Pero de entrada debe indicarse, en aras de esa delimitación, que el derecho de participación en beneficios no puede ser burlado en sus esencias con la contratación colectiva laboral de una cuantía fija, convertida en extraordinaria paga no ajustada a los resultados económicos empresariales. Incluso puede darse el absurdo de su percepción a pesar del resultado empresarial negativo, lo que supone la admisión de un resultado absurdo por no querer admitir lo razonable. Esta participación en beneficios debe ser, por tanto, acorde a los verdaderos resultados de las empresas, en un porcentaje variable en consecuencia. Lo correcto sería, también aquí, que tal derecho se debiera directamente a la del accionariado laboral, pero en su defecto (pues los derechos que estamos viendo son mínimos laborales, a falta de consideración del trabajador como partícipe societario) debe suponer un índice porcentual sobre beneficios. No es el caso establecer los baremos y limitaciones cuantitativas globales y establecer su detracción (que podrían ser fácilmente objetivas conforme a la calificación de cada puesto de trabajo en la empresa), sino de asentar el principio, reconociendo las capacidades de los trabajadores

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en la producción e incentivar ésta con el resultado final. Porque con la fijación de cuantías previas se lesionan tanto el espíritu causal del derecho como su resultancia pragmática en orden a la mejora de la productividad.

4.º

El Derecho a Fondos Sociales

Las prestaciones colectivas de orden asistencial son una exigencia a imponer a todo ente empresarial por razón del imperio comunitario sobre las organizaciones sociales, máxime sobre las productivas que son las que en el orden material pueden consolidar fondos económicos a tales fines. Con un criterio socializador, que es el que razonablemente cabe esperar de la evolución sociológica, es cabal considerar que las empresas no son sino células de la organización socioproductiva, vinculadas en sus finalidades últimas a los intereses de la comunidad, causa y fin. En atención a todo ello debe considerarse que la economía se ha de desarrollar en interés social y no sólo (ni preferentemente) en intereses particulares, a pesar de que en la práctica ha servido a éstos la comunidad toda, lo que en su extremo es aberrante. La sociedad además «padece» muchas veces la actividad productiva, sobre todo cuando ésta supone actividades molestas, contaminantes y peligrosas. A más, en todo caso, pone la comunidad a disposición de la actividad productiva los medios sociales más variados, humanos y materiales. Considerar todo ello como de uso y disfrute privado, en actitudes insolidarias auspiciadas por abusivos derechos particulares, es insostenible en un análisis someramente riguroso de las instituciones sociales. En esa consideración social de la empresa, debe instituirse con carácter necesario el establecimiento de fondos

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de obras sociales mediante la detracción de una parte del beneficio, fondos que se aplicarán a la asistencia especial de los trabajadores y de las personas de ellos dependientes, a la acción formativa del colectivo laboral y a la educación y culturización permanente de todos los partícipes en el ente productivo, con una distribución a determinar por la representación laboral de la empresa, sujeta a reglaje y/o atendiendo a las necesidades de cada cual según las circunstancias. Este derecho, también procedente del mundo cooperativo, se ha ido imponiendo en muchos entes empresariales de distinta naturaleza, añadida a las acciones asistenciales comunitarias, conformando todo ello la llamada «acción social de la empresa» (recogida en el «balance social»). 5.º El Derecho a la Solidaridad Social En una derivación directa de los argumentos razonados en el anterior apartado, debe también entenderse que las prestaciones sociales empresariales (como células productivas de la comunidad) no tienen sólo un área interna, sino además otra externa y general, como en parte queda adelantado. Ciertamente, toda la comunidad social debe tener un beneficio con la acción productiva, no solamente de carácter asistencial particular, sino fundamentalmente de engarce o concierto con las finalidades generales. Dicho con más claridad, que toda empresa debe incardinarse en los fines comunitarios, actuando paralelamente a las demás y no en competencia destructora. En nada beneficia a la comunidad social la acción de los «capitanes de empresa» prestos a la lucha contra los competidores, a los que consideran, en ridículos términos bélicos, adversarios y enemigos. No puede ser el éxito mercantil la destrucción de los competidores, ni deben forjarse las relaciones productivas en base a luchas deshumanizadoras.

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No es solamente el beneficio la medida de un buen resultado, ni se pueden justificar los medios por los fines, por mucha apariencia inmediata de efectividad que tuvieren. No es ética social el arruinar a otras empresas, con el daño y traumas que ello acarrea para todos. La acción productiva, muy al contrario, sólo se justifica en el bien de la comunidad. Tomemos del liberalismo el derecho a crear empresas y de las doctrinas sociales su moralización en la acción y fines. Haya competencia pero no en intervenciones destructoras. La acción productiva concertada (social) es el límite de toda competitividad. Todos los partícipes empresariales, bajo los controles políticos y jurídicos establecidos por el interés social, tienen el irrenunciable derecho a intervenir las decisiones de la gestión empresarial que pongan en peligro los fines sociales. El ser humano es también la medida de la sociedad y su bien exige colectivamente la solidaridad. Esa es la palabra sagrada de toda convivencia si una sociedad quiere vivir con unos mínimos de humanidad.

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7. Hacia un mundo mas solidario

Como en una proporción casi absoluta el poder social depende del dominio sobre los medios productivos, sucediendo que ese poder económico vincula el político y entrambos el jurídico, en cuanto que el Derecho reglamenta los conflictos de interés inclinando la balanza al «interés preferente» (y éste suele ser el sociológicamente más fuerte en cada momento y circunstancia) y como quiera que el discurso histórico más cercano va suponiendo un camino evolutivo hacia la participación económica, que exige la esencia de la solidaridad, podemos concluir que ésta es la adjetivición más comprensiva de un mundo futuro que pretenda la paz social. De la base a la cúspide, la democratización de la empresa por medio del principio general de participación supondrá un sistema social global de poder, en lo que en terminología política llamaríamos socialización, pero que en conceptos simples no es otra cosa que extender la democracia a la producción, a la economía en general. Y andando el tiempo, la democracia económica se considerará tan normal y necesaria como actualmente la política, y anormal e impropia de naciones civilizadas y libres de falta de participación económica. El fénix de las sociedades avanzadas propiciará la llegada de un «humano superior», sólo en el sentido de que no precisa sustentos fuera de la lógica social. El ser huma-

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no pensado por Friedrich Nietzsche («Así habló Zaratustra»), plenamente racional, no ofuscado por entes ajenos a su propio ser (lo que no implica necesariamente una negación de lo divino, como algunos simples han querido entender, ni mucho menos extrapolar las palabras en beneficio de demencias racistas). La participación en la empresa, que la razón impone a resultas de la democracia social íntegra, se irá estableciendo en base a los principios o derechos laborales mínimos en la organización empresarial, que son, como queda indicado, los derechos de información, de control de la gestión, de beneficios, de fondos sociales y de solidaridad social. Estos principios laborales mínimos, garantizan la participación empresarial más básica, estadio previo de la auténtica participación, la que supone cuota de la soberanía en las sociedades mercantiles (el capital, el voto), como efecto de la misma causa. Pero en los cambios sociales no es propia la inmediatez, dada la naturaleza de las cosas, de manera que es cabal esperar que en un largo tiempo han de coexistir diferentes formas jurídicas de titularidad empresarial, sobre la base fundamentalmente de las sociedades mercantiles. En resumen, esas formas pueden concretarse en: A) Sociedades públicas, en forma de compañías anónimas de capital público, cuyos trabajadores irán adquiriendo de hecho un status cuasifuncionarial, dado el cual (a más de la consideración de patrimonio nacional e interés público de tales compañías), no habrá lugar a su participación directa, pero sí a la información, el control de la gestión, los fondos sociales y, desde luego, la política de solidaridad social. Cabrá también pensar en compensaciones económicas sustitutivas, en su caso, del derecho al beneficio. Estas sociedades públicas gestionadas por una política progresista, podrán ser cada vez más propiciadoras de una

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economía social, participando de un bloque económico alternativo o «de tercera vía», como ha sido llamado. B) Sociedades anónimas de capital privado, las cuales deberán también adecuar sus intereses capitalistas a los derechos laborales mínimos y, además, deberán paulatinamente abrirse al accionariado laboral. C) Sociedades laborales, en las que las cuotas de capital laboral controlen los órganos sociales por su participación mayoritaria o incluso exclusiva. Es previsible que durante mucho tiempo estas sociedades tengan gran interés como compañías de un «capitalismo reformado», por lo que es razonable pensar que su futuro cercano pueda ser de notable desarrollo. D) Sociedades autogestionadas no cooperativas, procedentes de tomas de control laborales de sociedades con anterioridad estrictamente capitalistas, o de trabajadores que en primer grado constituyan una compañía con prioritarias prestaciones de trabajo, no deseando asumir todos los principios que implica el cooperativismo de trabajo asociado, ni cumplimentar formas jurídicas laboralistas. Sin embargo, como en fin de cuentas el cooperativismo se basa en esencias democráticas, como resume Lambert en su «Doctrina Cooperativa», toda autogestión tiende al cooperativismo, ya que él marca los principios que delimitan la economía social. E) Sociedades cooperativas, tanto de trabajo como de servicios de toda clase. Estas sociedades, muy fundamentalmente las de trabajo, pues son las cooperativas auténticas en puridad, en cuanto que laboralmente autogestionarias, son las que van a establecer la competencia intelectual alternativa con las sociedades mercantiles capitalistas para ahondar en la progresiva democratización del sistema productivo.

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De entrada el cooperativismo ha conseguido que sus principios y valores se hayan extendido a todo el sistema empresarial y sean consideradas como instrumentos de progreso. Ciertamente las ideas de participación en beneficios, las obras sociales en la empresa o, incluso, el sometimiento empresarial a los intereses colectivos, que el cooperativismo proclamó ya en la primera mitad del siglo xix, están hoy consideradas como valores de progreso en las sociedades avanzadas. Pero los principios son el sistema, por lo que tras la implantación de los mismos es cabal que se produzca (aunque sea a muy largo plazo) la del modelo cooperativo, aunque fuere bajo formas híbridas. La propia naturaleza humana necesita de la solidaridad interesada, de la necesaria atención social de todos por todos, porque en el «todos» podemos entrar cada uno. Que se atienda a cada cual, que se socorra a quien lo precisare, que no se abuse del prójimo, porque el atendido, el socorrido, puede ser uno mismo. Y también aquél de quien se abusa, al que se explota, del que otro se aprovecha. Esa solidaridad social no la tiene el capitalismo, que es un sistema impuesto pero que no convence a la «mayoría natural», sino sólo a los que, dada su posición privilegiada, la insolidaridad les aprovecha. Por eso el capitalismo tiene en su filosofía individualista el mal de su propia autodestrucción (aunque en los momentos de su triunfo pueda parecer indestructible), puesto que no es un instituto de interés social. Por ello que el materialismo capitalista no precisa de otros materialismos para confrontarlo, sino que podrá ser vencido en su propia esencia filosófica, el ideario liberal, económico y político. Pudiendo partir de una situación de libertad de empresa (que el capitalismo trató de negar, no lo olvidemos, al

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cooperativismo) la propia naturaleza social humana, la racionalidad que impone la participación, la socialización que implica el considerar el bien común como preferente (no opuesto al interés privado, sino a los intereses particulares) y la misma evolución histórica hacia la democratización, harán que al final, después de un largo proceso en el tiempo, el ideal cooperativista pueda triunfar. Además de lo dicho, el cooperativismo ha demostrado a lo largo del siglo xx ser una forma de empresa plenamente operativa y eficaz, a más de haber evitado la miseria a millones de seres humanos en todo el mundo. Por todo ello ya no cabe, pues las pruebas son notorias, la consideración del cooperativismo como un ideal no realizable o propio de empresas de baja productividad. Muy al contrario, es un hecho comprobado que la participación es garantía de sostenimiento y empuje empresarial y las cooperativas por muchas razones conforman el mejor sistema empresarial privado, esencialmente porque ningún otro supera sus logros sociales y aún productivos (como, entre otros ejemplos, viene acreditando el modelo vasco de Mondragón, destacado por su polivalencia en muy diversos sectores económicos). La única objeción seria desde el miramiento económico que podría hacerse al cooperativismo es la de no fomentar la inversión de capitales, en cuanto que prohíbe por principio toda participación meramente dineraria o patrimonialista. Sin embargo, éste no es reparo difícilmente superable. Si forzar en ningún modo los principios cooperativos pueden admitirse aportaciones capitalistas de ahorradores e inversores, sin ceder soberanía societaria, mediante la emisión de obligaciones o bonos que, para mayor aseguramiento y control de emisión, pueden librarse por consorcios de cooperativas al efecto (o utilizando las cooperativas de crédito).

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También es posible permitir la participación de socios capitalistas comanditarios, que asuman cuotas cooperativas con limitaciones del derecho de voto y sin participación en la gestión, estándose a la percepción de dividendos sobre resultados, a más del correspondiente derecho de información sobre la marcha de la sociedad. Sin ceder el poder soberano de los socios cooperativos puede conseguirse fácilmente una participación de capital en lo intereses productivos cooperativistas, sin que ello suponga, por lo tanto, ninguna dejación del principio no capitalista del sistema, ya que el control y la soberanía societaria pueden seguir jurídicamente en manos de los cooperativistas. Aunque el cooperativismo no es un modelo financiero, pues la ganancia especulativa no le es propia, nada impide la participación financiera (en el capital o por titulizaciones especiales), de inversores en las sociedades cooperativas (tanto de ahorro como de inversores de capitales de todo tipo). Se han producido también algunas críticas contra el cooperativismo desde posiciones avanzadas, tanto políticas como, con especificidad, sindicalistas. Estas críticas suponen un cambio de orientación, ya que no tienen como origen a los acomodados, molestos por el avance socioeconómico que paulatinamente implica el sistema cooperativo, sino, muy por el contrario, se trata de trabas procedentes de posiciones defensoras de los trabajadores. Esto representa un principio de separación entre fuerzas que persiguen el mismo fin. Esta separación ocasiona una innecesaria división en los impulsos progresistas producido por «puristas» del movimiento obrero desde finales del siglo xix. Lo cierto es que desde tales posiciones, aun reconociéndose el avance producido por el cooperativismo en el paso

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del «trabajo asalariado» al «trabajo asociado», se mira con desconfianza la aceptación por el mismo de la competitividad en la producción y la desnaturalización capitalista de parte del vigente cooperativismo (y singularmente del de las sociedades industriales avanzadas). Estas posiciones críticas, en esencia, entienden que el cooperativismo puede ser utilizado por el capitalismo como un nuevo señuelo (el más sutil desconcienciador de clase) para evitar la progresiva socialización de las estructuras económicas. Concretado todavía más, se argumenta que el cooperativismo incardinado en el sistema capitalista puede fácilmente perder su rumbo y encandilarse con «cantos de sirenas» (entiéndase acomodarse a unos logros limitados, perdiendo su objetivo final de cambio social), resultando finalmente un pesadísimo lastre en la consecución de los objetivos laboralistas. Precisamente en la IIa Conferencia Internacional sobre la Autogestión, que se celebró en París en 1977, el Dr. A. Antoni ya se refirió a la contribución cooperativa a la participación empresarial y a la autogestión, en una clara defensa del cooperativismo respecto a las indicadas críticas. Volviendo sobre lo mismo, A. Dumas en un artículo publicado en la Revue de Etudes Coopératives (n.º 7, 1.er trim./1983) titulado «La cooperación y la transición hacia la autogestión», insiste en los argumentos críticos, indicando en esencia que en el mundo capitalista se dan unas cooperativas «desnaturalizadas» perfectamente integradas en el sistema, que se conducen de la misma manera que las empresas capitalistas, sin diferencias fundamentales entre unas y otras. De entrada debe reconocerse que estas críticas no son en absoluto irrelevantes y que son ciertas en su fundamento, si bien deben enjuiciarse en su justa medida, con visión

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intelectual, no sacando de los hechos consecuencias excesivas ni desmoralizadoras. El cooperativismo se hace con cooperativistas, como decía el maestro Arizmendiarrieta, de forma que aquellos que no tienen una intención solidaria y participativa torcerán los entes jurídicos cooperativos por falta de causalidad si la situación social y la legislación imperante lo consintieran. A ningún ser cabal debe extrañar que en la dura competencia con el capitalismo se produzcan usurpaciones de algunos de sus institutos económicos para utilizarlos en abuso del espíritu cooperativo, como tapaderas de intenciones no santas. Pero la existencia de sociedades cooperativas sin íntimas intenciones democráticas y solidarias, o que hayan renunciado por debilidad a los fines de cambio social, no suponen la falta de eficacia del conjunto. Si algunas cooperativas se han acomodado en el capitalismo, supone ello solamente la debilidad y tibieza de sus integrantes, que han conquistado una posición precisamente por la bondad operativa del cooperativismo, que en origen se debió de utilizar para que muchos salieran sencillamente de la miseria. Lo que los cooperativistas y todas las fuerzas sociales de apoyo deben hacer para evitar estas situaciones provocadas por usurpadores y tibios, es luchar por la consecución de una legislación cooperativista auténtica, impedidora de la fraudulenta utilización del buen nombre cooperativo por sociedades mercantiles capitalistas en esencia. Y a nivel particular exigir en cada cooperativa el cumplimiento puntual de todos y cada uno de los principios cooperativos, los cuales califican el auténtico cooperativismo de manera tal que la sociedad que no cumpla con todos

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y cada uno de ellos no puede ser reputada en sentido estricto como cooperativa. Desde luego, el asentamiento de las formas autogestionarias no estará libre de impurezas y además precisará de un tiempo muy prolongado, pero no olvidemos que las grandes consecuciones históricas han sido fruto de evoluciones seculares. Las obras de la inteligencia son largas en su realización, pero permanecen como las construcciones bien asentadas. La utilización de la violencia para obtener rápidas consecuciones sociales puede provocar el efecto contrario de retrasarlas. Por ello el revolucionario debe tener fe pero con inteligencia. Y la inteligencia enseña que la devastación de la violencia puede ser tal que sólo se justifica como acción de resistencia en la situación límite (en la frontera de la propia destrucción, es decir, como autodefensa, en último recurso de lícita defensa). Nunca ningún gran revolucionario ha actuado violentamente en situaciones democráticas. En éstas sólo ejercen la violencia política las fuerzas maximalistas (los «iluminados» de la verdad absoluta), ya que al poder participar y defender el propio modelo se pierde toda fuerza moral para practicar la violencia política. La violencia política y la lucha revolucionaria sólo se justifican, pese al inmenso dolor y gran daño que supone en el tejido social, máxime en la moral y ética sociales, en las sociedades no democráticas, en las cuales no hay cauces al gran río de las fuerzas sociales, que así actúan la catástrofe de su paso desbordado. Pero volviendo al centro de la cuestión planteada, el cooperativismo supone un válido canal conductor de la participación en la empresa, la democracia económica y la paz social. Por su carácter está unido a los movimientos en favor de la paz, en cuanto que el cooperativismo pretende

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llegar a la armonía universal por medio de la paz en la justicia y en la libertad (ideal pacifista asentado ya desde el Congreso Cooperativo de Cremona). Además el cooperativismo al establecer como principio la solidaridad con la comunidad social en la que actúa, en la consideración de que la producción debe tener como esencia la sociedad en su conjunto y no un ciego lucrativismo particular, que puede llegar incluso a la destrucción del medio natural, está cercano a los movimientos protectores de la naturaleza, siendo incompatible con el sistema cooperativo la producción con daño ecológico. Como bien sabemos, aunque las palabras se desgastan por su uso irreflexivo, la finalidad de toda sociedad es el bien común. Y ese bien requiere el mínimo de conflictos, lo que supone que los conflictos de interés se han pacificado por el Derecho, que por ello es la ciencia social por excelencia, como nos enseñara Emmanuel Kant en su «Crítica de la Razón Práctica». En primer término debe acabar la marginación de los trabajadores, su consideración económica como mera «mano de obra» no partícipe, como comunidad apartada de la propia empresa en la que trabaja, para alcanzar la democracia económica en virtud de la participación laboral. En conclusión, esa democracia llegará por razón de la irresistible transformación de las titularidades jurídicas sobre la empresa, transformación que supone, evolutivamente, el camino que media entre la empresa capitalista que históricamente ha excluido a los trabajadores, siendo por ello una institución económica enajenante, y la empresa participada, de economía social y cooperativa. Ese largo camino tiene múltiples metas intermedias, períodos de descanso en la ruta histórica hacia la democracia total. No resulta posible cuantificar temporalidades pero sí es posible en cambio determinar los estadios, desde la

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mera titularidad capitalista limitada para los trabajadores, hasta llegar a la «sociedad de trabajo», o autogestionada por sus partícipes laborales. En ese largo período intermedio se definirá la plataforma desde la cual se podrá dar el definitivo empuje final, base que no será otra que la del asentamiento de los principios que el cooperativismo tiene muy claramente establecidos, incluso como caracteres jurídicos de su legislación societaria específica. Esos principios caracterizan precisamente un sistema económico de democracia social, al cual se llegará finalmente cuando el asentamiento de los mismos sea suficiente, desde luego a largo plazo, pero en ascensión irresistible. Estaremos ante un cambio pacífico, por convencimiento de la inmensa mayoría, por necesidad social y por racionalización de estructuras. En síntesis supondrá la llegada a la democracia total. La resultancia final será una empresa fundamentalmente privada (sólo precisará de titularidad gubernativa la producción de bienes o servicios socialmente reputables como de «interés público»), participada de los principios cooperativos y en esencia autogestionaria, facilitándose las aportaciones externas de capitales por medios jurídicos que no supongan pérdida de control laborista. Todo el sistema productivo podrá estar ordenado en solidaridad al destino comunitario, multiplicándose al efecto los controles sociales impedidores de aprovechamientos particularistas, en evitación de dominaciones insolidarias. Para ello la información y transparencia en la gestión serán exigencia jurídica necesaria, facilitándose con ello la defensa del interés social. De esta forma es previsible que pueda producirse la superación definitiva del viejo capitalismo, superado por un modelo de economía social, fundamentalmente privativa,

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solidaria y de beneficio comunitario. En fin de cuentas, por la democratización de las estructuras empresariales, que producirá, la democracia económica. No son ya suficientes las medidas correctoras de las situaciones consideradas en cada momento como límites de las injustas estructuras sociales. No es ya bastante el mero limar de aristas, las componendas para que todo esencialmente siga igual. A pesar de las resistencias de los acomodados en el sistema, un mundo en tensión por las injusticias y la miseria, enfermo por la contaminación y desmoralizado por la violencia, debe cambiar sus estructuras y esencialmente las estructuras económicas, en la esperanza de que los humanos podamos llegar a vivir en un mundo más cooperativo.

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SEGUNDA PARTE LA DOCTRINA COOPERATIVA

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1. La filosofía de la cooperación

El pensamiento social, entendido como sustento para un sistema de organización de la comunidad, de la vida en sociedad, en forma que la meta colectiva sea el bien y el sustento del común de los partícipes y, por ende, de cada uno de los «asociados», son antiguas y se han dado en todas las civilizaciones en distintas formas de manifestación. Pero para no caer en fastidiosa y aburrida prolijidad, puede decirse que la formulación científica primera de las ideas socializadoras se encuentra en la civilización helénica, luz original, sobre todo en el pensamiento del filósofo Platón. Pero en todas las culturas y pueblos encontramos formas de cooperación entre los seres humanos, sin previas formulaciones jurídicas ni asentamientos normativos. Es decir, son espontáneos movimientos de mutualidad, aprovechamiento común, solidaridad y recíproca ayuda. No existen científicos «inventores» del cooperativismo, es sencillamente (y esa es su mayor grandeza) una formulación del buen ser humano no envilecido por la deshumanizada relación en una sociedad insolidaria (términos que debieran ser contradictorios). Es por ello que Carlos Gide, el primer maestro de la Economía Cooperativa, decía que el cooperativismo es un movimiento radicalmente popular, directamente nacido del

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pueblo y para su beneficio. En puridad no cabe hablar siquiera de pioneros en el cooperativismo, sino que, como mucho, puede hablarse de primeros dirigentes o de originarios teóricos del sistema. Por ese origen natural y popular, todos los pueblos han tenido comportamientos económicos cooperativos, lo que a algunos poco avisados autores ha llevado a considerar a tal o cual nación como «inventora» de un sistema universal por su propia naturaleza, cuando está probado que los humanos reaccionan con similares comportamientos ante circunstancias semejantes. En ese sentido amplísimo (y no científico) podemos decir sin miedo a errar que las ideas y movimientos socializadores han sido universales y bajo variadas formas de cooperación. Por así decirlo, por impulso natural, por la propia inercia del comportamiento del humano como ser social. No es necesario analizar la ética del «buen salvaje», ni entrar en la profundidad del análisis sociológico, ni siquiera en la teleología humanista. Sencillamente el humano es un ser social de natura solidario, aunque fuere su solidaridad interesada. Los comportamientos insolidarios son propios de culturas económicas materialistas (como ha sido el caso de los regímenes comunistas y lo es del capitalismo). Por todo ello que en un sentido no científico la socialización es un fenómeno universal y sostenido históricamente. El filósofo Platón fue el primero que le dio un cierto marchamo científico como idea, como ente de razón, abstraído de su curso vivencial. Trayendo a plática a su maestro Sócrates, en sus «Diálogos», asentó Platón el poder de las ideas como esencia del ser y de la comunidad, y entre ellas puso de manifiesto las de socialización, aunque fuere con imprecisa generalidad.

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De sus posiciones no puede deducirse un ideario reivindicativo, ni mucho menos militante. Simplemente asienta el interés general en que todo el sistema social descanse en la búsqueda del «bien común», contra los particularismos antisociales. La intencionalidad de la vida comunitaria, pública, en la felicidad de los ciudadanos, en su servicio, en su mejoramiento. Estas ideas helénicas (socráticas y platónicas y también en su complementación aristotélicas) fueron igualmente recogidas por las doctrinas religiosas, que en sus formulaciones humanistas tenían ya una vieja tradición en el Oriente. Ciertamente en el Judaísmo, en el Cristianismo y en el Islamismo (entre otras creencias) se observa un notable espíritu social, afrontador del abuso y de la explotación, en defensa de los débiles y los humildes. Ello ha servido no poco como freno controlador de la desmesurada codicia, en las sociedades influidas por esas culturas religiosas. Pero una ideología socialista expresa, clara y directa, no se produce sino hasta el triunfo del advenimiento mercantilista en los tiempos finales de la Edad Moderna, como reacción frontal contra la naciente explotación capitalista, sutil en sus formas pero de consecuencias mucho más profundas que la brutal explotación feudal (que ya había tenido también sus resistencias campesinas, poco organizadas y más emotivas que prácticas, precisamente por falta de táctica y de sustento ideológico previo). En los siglos xvii y xviii, muy especialmente en este último, encontramos a los autores pioneros del cientifismo socialista y por cierto que, como veremos, con precisas elaboraciones técnicas muy anteriores a Marx (1818-1883) y Engels (1820-1895), aunque se considere el marxismo como el origen del llamado «socialismo científico».

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Ciertamente existe otro socialismo anterior, también técnico, pero no es un triunfante socialismo científico, sino un socialismo humanista y filosófico. Ya dijo el Prof. G. D. H. Cole, en su «Historia del Pensamiento Socialista», que no existe un concepto neto y unívoco del socialismo. Esas teorías socialistas primeras han dado en llamarse «de los utópicos» como contraposición a las de los «científicos», aunque estas delimitaciones sólo son admisibles como diferenciadoras a efectos clasificatorios, no en estricto rigor analítico. En efecto el socialismo científico es más posibilista y práctico (mediando la previa toma de poder político), siendo el humanista mucho más difícil ya que predica el socialismo en libertad (pero ello no supone que esté desprovisto de técnicas, entre ellas la de la línea cooperativista). En efecto el «socialismo utópico» entra de lleno en la tradicción «socializadora» popular, platoniana y religiosa. Tiene como inmediatas precursoras a las denominadas «novelas sociales», destacadamente la «Utopía» de Tomás Moro (1478-1536) y «La Nueva Atlántida» de Bacón (15611626), expresiones varias del deseo intelectual de un mundo mejor, de una vida nueva asentada sobre la solidaridad entre los seres humanos y la justicia social. Las primeros idearios cooperativistas fueron mantenidos por los llamados asociacionistas, cuyos pioneros fueron P. C. Plockboy y J. Bellers, que en el siglo xvii redactaron sus programas basados en los fundamentos y enseñanzas de la moral cristiana, en la idea liberadora asentada en la igualdad de origen y en el destino común de todos los seres humanos. Se trata de conseguir el reino de Dios en la Tierra, la hermandad de todos los humanos como hijos de Dios. Peter Cornelius Plockboy, nacido en Holanda en 1620, se había instalado en Inglaterra. Como sincero creyente

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encuadraba su vida en los postulados religiosos del cristianismo, por lo que tomó contacto con el reformismo protestante de los comunitaristas de George Fox, considerado el fundador del movimiento cuáquero. George Fox había nacido en 1624 en el Condado de Leicester, en el seno de una familia humilde que le proporcionó una esmerada educación religiosa, estando incluso a punto de seguir los estudios para hacerse sacerdote. Su personal interpretación de la Biblia le llevó a disidir de la línea oficial de la Iglesia en Inglaterra, al punto que fue denunciado por defender sus posiciones «naturalistas» de los Textos Sagrados, bajo la acusación de blasfemia, por lo que fue encarcelado en 1650 (sucesivamente sufrió persecución y penas de cárcel por sus creencias religiosas, que mantuvo siempre con valor y consecuencia). George Fox y sus seguidores, entre ellos Peter C. Plockboy, volvieron a los orígenes de los primeros cristianos en su ideal de vida comunitaria y de ayuda mutua, formando «Sociedades de Amigos», base de la organización cuáquera, trabajando en comunidad, apoyándose entre sí y leyendo y comentando entre «los amigos» o hermanos la Biblia, sin sacerdotes ni sacramentos, bajo su propio criterio. Comparativamente Plockboy, observando las miserias de las familias campesinas y del proletariado urbano, dedujo que la sociedad en su conjunto se basaba en la insolidaridad y el desamor hacia el prójimo, en grave incumplimiento de los principios evangélicos. Como los ricos habían acomodado las instituciones a sus beneficios personales, con explotación inmisericorde de los humildes, comprendió que sólo la unión entre éstos era camino para superar las adversidades populares, mediante una vida de asociación cooperativa integral, a semejanza de las comunidades cuáqueras.

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En 1659 publicó un folleto en el que expresaba su propuesta asociacionista de familias integradas en grupos económicos comunitarios. Se trataba de organizar colonias integradas por varias familias que coadyuvasen unos con otros en la solución colectiva del problema de la habitación, del trabajo asociado entre los colonos y del consumo común. Ese folleto, publicado por Plockboy bajo el título de «Ensayo sobre un proceso que les haga felices a los pobres de esta nación y a los de otros pueblos, consistiendo en reunir cierto número de hombres competentes en reducida asociación económica, o pequeña república, en la cual cada uno conserve su propiedad y pueda, sin acudir a la fuerza, ser empleado en la categoría de trabajo para la cual tenga más capacidad», es en resumen conocido como «Ensayo para la felicidad de los pobres», o «De las repúblicas cooperativas». Establecidos los cuáqueros en las colonias de Norteamérica (y también extendidas sus «Asociaciones de Amigos» en los Países Bajos y territorios de la Alemania actual), el propio Plockboy organizó en Manhattan en 1664 una colonia agroindustrial que fue al poco disuelta por orden del Gobernador inglés. Pero la semilla de las comunidades de vida «al modo cuáquero» quedó bien sembrada, conectadas también con las asociaciones de socorros mutuos procedentes del mundo rural (que emigrados después a las ciudades formaron el proletariado industrial), constituyendo las formas de economía comunitaria que ha dado en llamarse precooperativismo. Por todo ello Peter Cornelius Plockboy, como precursor del cooperativismo moderno ha sido considerado justamente el «Patriarca de la Cooperación», adelantándose con sus «repúblicas» a los «Pueblos de la Cooperación» de Robert Owen y a los «Falansterios» de Charles Fourier.

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Por su parte John Bellers, también cuáquero, nacido en 1654 y fallecido en 1752, publicó en 1695 una obrita denominada «Proposición para la creación de Asociaciones de Trabajo»,basándose en los precedentes de Plockboy y los principios religiosos del amor al prójimo y en los humanistas de la solidaridad. Su sistema era igualmente colonial, de grupos de trabajo asociado que cooperativizaban el beneficio laboral percibiendo unos bonos de consumo, sustitutorios internos del dinero. Las colonias o comunas ideadas por Plockboy y Bellers eran asociaciones cerradas de autodefensa y ayuda mutua más o menos integral (mayor integración personalista en el sistema de Plockboy), organizaciones de defensa de los trabajadores humildes frente a un sistema social abiertamente hostil. Estas colonias tenían como limitaciones operativas de mayor entidad la falta de un espíritu empresarial como organizaciones productivas y la exigencia de un grado de aportación personal que podía llegar a ser asfixiante. También el estar encerradas en sí mimas para evitar su destrucción por un mundo adverso (figura del retiro conventual), lo que suponía el establecimiento de ghettos sin influencia sobre el conjunto de la vida social. Ello favorecería la destructiva crítica de los socialistas «científicos» contra el sistema de los asociacionistas, bajo la consideración de que los cambios sociales deberían venir por la drástica sustitución de las instituciones económicas. Y tal cambio, dado el absoluto imperio de las altas clases en la sociedad de la época, resultaría imposible sin la lucha popular. El doble miramiento del proceso socializador se concretará, ya en el siglo xix, por una parte en el sistema de su implantación evolutiva y pacífica (siguiendo la línea marcada por el asociacionismo cooperativista) y en el opuesto

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del socialismo autoritario (con claros antecedentes en Saint-Simón y sus discípulos), postulado «científico» desde Marx que se autoconsideraba tal en su enfrentamiento con su contemporáneo Proudhon, asociacionista libertario, continuador del mutualismo de los siglos xvii y xviii.

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2. Los estatalistas

En el siglo xviii se habían fijado como categoría sociológica la filosofía precapitalista liberal (tomada por los comerciantes como esencia de sus libertades económicas), que compuso el ideario de la lucha contra el absolutismo y los privilegios aristocráticos, pero que al propio tiempo propició el advenimiento de un mercantilismo lucrativista sin las anteriores limitaciones procedentes de la ética religiosa. Ello supuso un nuevo escalón en la explotación de los trabajadores y, como reacción, el auge de los idearios de redención proletaria, como magistralmente estudió Otto von Gierke en su «Das Deutsche Genossenschaftrecht» (publicado en Berlín a partir de 1868, el primero de los tres volúmenes de la obra). Además de las tesis asociacionistas y cooperativas, se predicaron con gran radicalismo en el siglo xviii doctrinas revolucionarias, colectivistas y estatalistas, por parte de los llamados «comunistas adelantados», como el francés Francisco Emilio Babeuf (1760-1797), «Graco», conspirador condenado a muerte por incitar al asalto popular al poder, al efecto de liquidar las clases sociales y abolir la propiedad privada, para llegar a un paraíso social que no concretó (una especie de comunismo anarquista). Desde las tesis de los asociacionistas se continuó el apostolado a favor de un humanismo solidario, caso, por ejemplo, del historiador y economista suizo Leonardo de

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Sismonde (1773-1842), el cual propugnó un sistema socialista, liberal y cristiano. Pero las proposiciones más específicas fueron planteadas por el filósofo y economista francés Claudio Enrique de Saint-Simón, duque de Saint-Simón, creador de una notable escuela económica (a la que pertenecieron hombres tan ilustres como Enfantin y Bazard). Saint-Simón, nacido en 1760 y fallecido en 1828, planteará un socialismo de Estado dirigido por macroestructuras productivas públicas, colectivizando la propiedad de los medios de producción. Sus ideas fueron compendiadas, ya en 1830, en un volumen publicado por sus discípulos bajo el título «La Doctrina Saintsimoniana», que tuvo gran repercusión en los medios intelectuales de la época y que consagra un ideario comunista. Estas doctrinas se basaron en la oposición frente a las rentas sin trabajo obtenidas de la plusvalía de la explotación económica, así como defendieron también el establecimiento de un mercado ordenado bajo programación gubernamental. Se propone una sustitución económica por las rentas de trabajo («a cada uno según su capacidad, a cada capacidad según sus obras»), el trabajo asociado y la propiedad colectiva de los medios de producción bajo el control del Estado. Las doctrinas de Saint-Simón fueron parcialmente aplicadas al cooperativismo por su discípulo Buchez, que en 1830 rompió con los saintsimonianos a causa de sus ideales religiosos, fijando en 1831 las bases de las sociedades cooperativas de trabajo asociado sobre principios cooperativos estrictos (owenistas y fourieristas). Buchez aplicó las tesis del trabajo asociado sobre la base de la libre empresa, adscribiéndose así al cooperativismo (según el Prof. Hans Müller, «Von der Liberalen zur sozia-

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len Genossenschaftstheorie», ese era precisamente el punto ideológico de partida de muchos cooperativistas a principios del xix). Pero sobre Buchez volveremos en su momento, al tratar de los pioneros de las doctrinas cooperativas. Los saintsimonianos, a diferencia de los asociacionistas cooperativos, no están por el escrupuloso respeto a la propiedad privada y a la herencia, ni por las aportaciones mixtas de capital y trabajo en la empresa, ni por la constitución de «asociaciones económicas libres» (como habían propuesto los precooperativistas Plockboy y Bellers). Por el contrario esta mentalidad cooperativa les parecía propia de ilusos, por cierto que concordantemente con la burguesía de la época y con las doctrinas marxistas. Las generales ideas de socialización, cooperativismo, mutualidad, auxilio popular y piedad religiosa se entremezclaban, por lo que los pragmáticos y posibilistas las consideraban meras manifestaciones voluntaristas. Ciertamente las ideas de los primeros asociacionistas, mutualistas y solidaristas, tienen poco de empresariales y pretendieron ser solamente un remedio a la miseria. No hay una autonomía patrimonial que permita planificar, perseguir unos claros fines productivos al efecto de llegar a competir con las sociedades mercantiles clásicas (fundamentalmente con las sociedades por acciones, entonces en pleno auge), para al menos poder pensar en una evolución económica a largo plazo de participación de los «alienados» del sistema capitalista (como les llama A. Tourain, en su obra «La Sociedad Post-industrial», a los no partícipes económicos). Considerando todo ello operativamente, ordenando y dando vigor científico a las previas ideas revolucionarias, proponen los saintsimonianos un socialismo estatalista que implica una toma de previa del poder político, subvertiendo

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el orden tradicional al atentar contra sus pilares de la propiedad privada, la herencia, la religión y la libre empresa. En resumen la doctrina santsimoniana proponía un dirigismo estatalista de la producción, cuyos medios estarían colectivizados (bajo titularidad pública), autogestionados por los trabajadores (convertidos en servidores del Estado y de su aparato), concibiendo en última resultancia a la comunidad toda como una «vasta asociación de productores» (así denomina la ideal sociedad santsimoniana Paul Lambert en su «Doctrina Cooperativa»). A pesar de que este modelo de socialismo estatal hace inmediatamente pensar en un omnipotente Estado rector, los santsimonianos argumentan (adelantando también ideas marxistas) que ese Estado no será siempre todopoderoso, sino que se irá implantando una «administración de las cosas» (una economía planificada) y un «gobierno de los hombres» (una política popular). Claro que esto no suponía una futura desaparición del Estado, como algunos han malentendido, sino simplemente el anuncio o «revelación» de un segundo tiempo en el cual las tecnoestructuras dirigentes podrían relajarse y reducir sus controles por la educación de las personas en el socialismo, auspiciándose así una liberalización de comportamientos, lo cual sólo se produce ante la seguridad y autoconfianza de un sistema. Pero los santsimonianos no teorizaron sobre la evolución de su socialismo estatalista, por lo que parece debe entenderse que ese aperturismo sólo se produciría ante una universalización y poder tal del socialismo que convirtiera en reliquia histórica el liberalismo mercantilista.

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3. Los pioneros del pensamiento cooperativo

En la primera mitad del siglo xix el ideario humanista religioso, así como el económicamente más elaborado de los asociacionistas y cooperativistas, se van consolidando en un sistema alternativo de principios reglados, con métodos y fines precisos. En resumen, se va a producir la tecnificación del cooperativismo. Cuatro autores nacidos en los últimos años del siglo xviii van a recoger la tradición asociacionista y precooperativa, asentando en los primeros años del siglo xix los caracteres del sistema empresarial cooperativo: Owen (nacido en 1771), Fourier (1772), King (1786) y Buchez (1796). Los tres primeros determinan los principios generales del sistema, ordenados después en los estatutos sociales de la cooperativa de Rochdale (1844), considerados como la base jurídica original del Derecho Societario Cooperativo, mientras que Buchez, que como queda dicho es una derivación saintsimoniana hacia el cooperativismo, reglamentará por vez primera los caracteres de las específicas cooperativas de trabajo asociado, «obreras» o «de producción». A estos autores deben añadirse también, entre los doctrinarios del sistema de la primera mitad del siglo xix, a Thompson (1785) y Derrión (1802), el primero como destacado autor de obras de ciencia económica y el segundo como práctico de la defensa consumerista (siguiendo en ello a King).

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También la literatura de la época influye socialmente en favor de un sistema de economía participativa y solidaria, como es el caso de Etienne Cabet (1788), autor de la novela «El viaje a Icaria», basada en las antiguas ideas de las colonias autosuficientes, así como Pierre Leroux (1798), que en 1840 publicó su conocida obra «La Humanidad», mezcolanza de las ideas de Saint-Simón, Rousseau y Fourier, en donde se pronuncia también por un sistema social basado en el humanismo y el trabajo asociado. Robert Owen (1771-1858), galés de Newton, era un hombre pragmático influido por las ideas solidaristas de John Bellers. En su deseo de humanizar el trabajo redujo notablemente la jornada laboral de la fábrica de Lanark de la que era directivo, aumentando al mismo tiempo los salarios. Y a pesar de las críticas de los demás empresarios consiguió con estas medidas mejorar notablemente los resultados económicos. El éxito de sus experimentos a favor de los trabajadores le permitió dar un nuevo paso progresista, lanzándose a la defensa del «trabajo asociado». Basado en las teorías y experiencias anteriores fundó varias asociaciones integrales de producción y consumo, en forma de cooperativas mixtas, labor continuada por su discípulo E. T. Craig. Las indicadas asociaciones se fundaron en la idea de la propiedad privada colectiva y en la explotación comunitaria, todo ello regido por el principio de solidaridad, lo que en un mundo de feroz mercantilismo le valió el sobrenombre a Owen de «filántropo loco». Superando las críticas de sus contemporáneos llegó incluso a promover personalmente en Norteamérica toda una ciudad cooperativa («New Harmony»), aunque sin éxito. En 1835 constituyó en Londres una Asociación Universal («de todas las clases de todas las naciones») al objeto de conseguir el cambio de mentalidad de la sociedad en favor

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de un sistema económico cooperativo, sobre bases racionalistas y pacifistas (ideal final de la sociedad cooperativa). En la misma intención se mostró partidario de la unificación de esfuerzos entre cooperativas y sindicatos. Consideró el trabajo como la base del valor económico, sosteniendo que el justo precio era el valor-producción. La interrelación trabajo-consumo, con evitación al máximo de intermediarios comerciales, entendió era la mejor fórmula de paulatina consecución de una economía popular. En ese ideal fomentó unas bolsas de contratación directa entre asociaciones cooperativas y trabajadores autónomos, que fracasaron, pero supusieron un adelanto práctico del principio cooperativo de la intersolidaridad, el cual ha servido notablemente a la supervivencia de muchas cooperativas. Charles Fourier (1772-1837), francés de Beçanzon, de familia acomodada, vivió humildemente toda su vida como modesto empleado de comercio. Inteligente observador de la realidad, dedujo que los males sociales derivaban de las injustas estructuras económicas y de la no participación de los pobres en la producción y en sus beneficios. Desconfiando del poder político, aliado del económico, al que veía como una mera correo de transmisión de éste, entendió que la pacífica redención de los humildes sólo vendría por la autoayuda y la unión. Por ello el nudo gordiano de su sistema cooperativo será la idea del agrupamiento de los trabajadores en organizaciones familiares (falansterios), manteniendo la propiedad individual y sin jerarquías políticas (en libre y solidaria anarquía), basadas en la productividad de un trabajo común atrayente y limpio (higienista), así como en un consumo comunitario. Las ideas de Fourier fueron sintetizadas en la obra «Nuevo Mundo Industrial», refundición de sus dispersas publicaciones menores. Aunque era partidario del abono

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de beneficios al aportante de capitales para los «falansterios», no consiguió financiadores de su sistema, por lo cual los creados no tuvieron éxito ya que fueron meras uniones voluntaristas sin las necesarias partidas patrimoniales. Tal fue el fin de las colonias creadas por sus discípulos Channing y Brisbane en las colonias americanas entre 1841 y 1845, así como la fundada por Víctor Considérant en 1845 (en Texas). Considérant (1808-1893) fue el principal discípulo de Fourier, difundiendo sus ideas por medio de la trilogía «El Destino social», publicada de 1834 a 1844. Su sistema es prioritariamente consumerista, aunque siguiendo a su maestro atienda también al trabajo asociado, por lo que desde él la defensa consumerista por medio del cooperativismo se viene denominando «fourierismo». Sin embargo es de justicia destacar que la diferenciación participativa del socio en relación a las cooperativas de trabajo la marcó Charles Howarth, uno de los pioneros de Rochdale, que fue quien propuso en las cooperativas de consumo la distinta distribución de excedentes según el baremo consumista de los socios (principio de sencilla aplicación por el que fue conocido como «el Arquímedes de la Cooperación»). Siguiendo su idea el también rochdaliano Abraham Greenwood fundó, en 1864, el almacén de consumo «Wholesale», en Manchester. Los «falansterios» de Fourier tuvieron continuación en los «familisterios» de André Godin (1817-1888), obrero enriquecido y ferviente fourierista, que fundó en Guisa (Francia), en 1859, una asociación de familias obreras de objetivo consumerista, transformada en sociedad cooperativa de consumo en 1880, que perduró con gran éxito. Con ella la unión cooperativa para los abastos, suficientemente

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dotada de medios, se acreditó como forma práctica para la consecución y defensa del consumo popular. Pero el primer gran doctrinario del consumerismo fue William King (1786-1865), doctor en medicina, defensor de los derechos de los consumidores desde la redacción de la revista mensual «El Cooperador», que prácticamente en solitario comenzó a publicar en 1829. Era seguidor de las doctrinas de Owen, particularmente de la «teoría de la plusvalía». Conforme a ella sostuvo que los trabajadores no eran partícipes del auténtico beneficio de su labor, que era recibido por el capital, que en vez de obtener un interés fijo (costo productivo) dejaba ello al trabajo (costes salariales) para lucrarse con toda la plusvalía neta de la productividad, sin más justificación para ello que el propio imperio. Por contra en las empresas cooperativas el trabajador consumerista se va haciendo con el capital, «fruto del trabajo». Para conseguir el fomento del cooperativismo pensó que se podría partir del más sencillo campo del consumo para pasar después a la producción, con financiación ya propia y con previas estructuras para dar salida a la producción. Personalmente constituyó en Brighton, en 1827, una cooperativa de consumo con la que tuvo un fracaso, ya que no contaba con los medios suficientes. Como la mayor parte de los cooperativistas sostenía King que los trabajadores no debían tener esperanza en los poderes públicos, sino esperar tan sólo en su autoayuda. Por ello era acérrimo defensor de la formación y promoción educacional en el cooperativismo, preconizando la creación de instituciones para la especial enseñanza de los sistemas de organización y economía cooperativas. Por último, debe destacarse que King es uno de los principales cooperativistas cristianos, por lo que tuvo gran pre-

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dicamento entre los sectores religiosos comprometidos con el apoyo a los humildes. Dijo King, a modo de ejemplo, textualmente: «Las virtudes diarias, recomendadas por el Evangelio, constituyen el fundamento de la vida de familia y de la vida cooperativa»; y también: «Mis esperanzas consisten en tener fe en que un día los principios morales de Cristo, tal y como están incluidos en la verdadera cooperación, serán aplicados en la práctica». Otro precursor cooperativo de importancia notable es William Thompson (1785-1833), influyente en la teoría de la economía social por su sistematización de las tesis de Bentham y Owen. Sus tres obras principales se publicaron entre 1824 y 1830, con gran repercusión entre sus contemporáneos. En 1824 publicó la «Investigación sobre los principios de distribución de la riqueza más conducentes a la felicidad humana», obra en la que se encuadra entre los utopistas del solidarismo y la cooperación. En 1827 publicó «Los reclamos del capital y del trabajo conciliados», obra en que se defiende el sistema del trabajo asociado con aportaciones empresariales capitalistas bajo limitaciones a su beneficio. Y en 1830 sus «Indicaciones prácticas para el rápido y económico establecimiento de comunidades», con las que guía sobre la formación de asociaciones cooperativas, «islas de felicidad» en un mundo insolidario. Michel Derrion (1802-1850), injustamente relegado de entre los grandes impulsores del cooperativismo, ha sido considerado por algunos como el gran práctico del consumerismo. Entendió en efecto, con notable y previsora inteligencia, que los consumidores son «la palanca motora del mundo moderno». Estaba influido por Fourier, King y Saint-Simón, y sostenía que por medio del consumo popular asociado podía llegar el cambio social.

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Veía el cooperativismo como un medio de unión de los trabajadores para competir y aun superar a los grandes capitalistas (ideas que reiteró Víctor A. Huber), para llegar a la larga a una sociedad solidaria. El mismo, junto con varios seguidores, fundó en Lyon, en 1835, una cooperativa de consumo bajo el nombre «Comercio Verídico y Social» en la que ofrecían productos de calidad al bajo costo que permitía la no intencionalidad lucrativa. Establecieron en ella el sistema de «puertas abiertas» y una gestión democrática compartida con los consumidores. El excedente se repartía a iguales partes (25%) entre los trabajadores del comercio, los consumidores según su baremo de compras, el capital aportado y un fondo de obras sociales. Fue tal el éxito de esta cooperativa que bajo presiones de los comerciantes de la ciudad fue cerrada por las autoridades en 1838, bajo la acusación de ilicitud (?) mercantil. Se había demostrado una vez más que la sociedad cooperativa, con las mínimas condiciones de viabilidad, es fórmula de notables resultados económicos y sociales. Fhilippe Buchez (1796-1865), como ya se ha indicado, fue un destacado seguidor de Saint-Simón convertido al cooperativismo al apreciar el funcionamiento en libertad de este sistema, que no violentaba ninguna creencia o posición. Terminó siendo un convencido fourierista. Colaboró en el periódico santsimoniano «El Productor» entre 1825 y 1830, separándose en éste último año de los muchos seguidores del movimiento por la ideología panteísta del mismo y por el totalitarismo estatalista que preconizaba, encontrando pronto acomodo en el cooperativismo en el que se apreciaban sus ideas de reorganización de la vida económica y social sobre la base de un «nuevo cristianismo», para conseguir la justicia social. Entendió que el cambio social debiera producirse no por la estatalización económica, sino por las asociaciones

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coaligadas de productores (cooperativas de trabajo asociado), generando como excedente un capital. Este excedente tendría un destino económico (su reinversión mediante las reservas) y social (fondos educacionales y asistenciales), que debiera considerarse societariamente indivisible y jurídicamente indisoluble, tesis que continuadas por Louis Blanc y Raiffeisen, terminaron por ser propias del cooperativismo. Por su confianza en la pacífica liberación de los trabajadores sin totalitarismos estatalistas fue considerado un utópico por los socialistas autoproclamados «científicos». Sin embargo, el sistema de Buchez tenía firmes bases técnicas, entre las que se incluía su propuesta de financiación mediante los llamados «Bancos del Trabajo», adelanto del crédito cooperativo. Un resumen de su ideario, considerado como el primer asentamiento científico del cooperativismo de producción, fue publicado por Buchez en el «Diario de Ciencias Morales y Políticas» del 17 de diciembre de 1831. Las ideas de Buchez fueron recogidas por Louis Blanc (1812-1882), nacido en Madrid, que en 1840 publica «La Organización del Trabajo», en la que se manifiesta a favor de las asociaciones de trabajadores como fórmula para el mantenimiento del empleo, para aumentar la productividad y para conseguir la participación económica de las clases populares. Sostuvo que el problema de la tierra se resolvería sin mayores dificultades convirtiendo en titulares de la misma a los agricultores asociados y el de la industria por medio de los «talleres sociales», especie de sociedades obreras de producción. En principio se mostró partidario de los salarios igualitarios, pero desistió de ello por falta de operatividad, sustituyéndolos por las «distinciones salariales limitadas».

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Se apartó del antiestatalismo de Buchez admitiendo al Estado como «banquero de los pobres» y como promotor de los «talleres sociales». Con el ministro de Obras Públicas, Marie, se organizaron en efecto unos «talleres sociales» (bajo el decreto del 27 de febrero de 1848) que resultaron un engaño, ya que el Gobierno abusó de su posición e impuso una disciplina y jerarquía militar en los mismos, terminando por considerar a los trabajadores meros asalariados (esta «aventura» acrecentó la desconfianza de los cooperativistas hacia las instancias públicas). A pesar de la mala experiencia con los contactos gubernamentales, Blanc terminó inclinándose hacia el estatalismo santsimoniano, sosteniendo la conveniencia de que el Estado administrara las empresas en los sectores básicos, con lo que su sistema pasó a ser un híbrido que sólo preveía la iniciativa privada en un orden menor. Finalmente, como resumen general, puede decirse que la primera mitad del siglo xix es la etapa histórica de normatización del cooperativismo como sistema de empresa y por ello de su especialización jurídica. Todo va a converger en los «principios» reglamentados a partir de los estatutos de la Cooperativa de los Pioneros de Rochdale, recogidos y puestos al día por la Alianza Cooperativa Internacional (A.C.I.-I.C.A.), que desde su nacimiento en 1895, vela por el fomento y pureza del movimiento cooperativo en todo el mundo, conforme a las bases históricas de sus pioneros y a las constantes nuevas aportaciones.

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4. La reglamentación cooperativa

Las aportaciones teóricas y prácticas de los cooperativistas de la primera mitad del siglo xix, estableciendo reglas funcionales para la operatividad empresarial de la vieja institución económica y social de la cooperación, se articulan sistemáticamente en los estatutos de la Sociedad de Rochdale, como queda dicho, cooperativa inscrita legalmente el 24 de agosto de 1844. En la población de Rochdale, cercana a Manchester, se fundó por 28 tejedores en paro, cesantes a consecuencia de una huelga mantenida en 1841, que estaban por ello en gran penuria económica, la «Sociedad de los Justos Pioneros», cooperativa de consumidores asentada originalmente en un local modestísimo de la citada villa. El local fue utilizado como depósito y central de ventas para los socios y sus familias de productos para el abasto, que adquirieron al por mayor con las aportaciones iniciales y vendieron al contado a bajo precio. Con el excedente se reaprovisionaron, proyectando el llegar con el tiempo a manufacturar productos en la medida de lo posible. Su éxito fue total y en diez años pasaron de los 28 socios fundadores a 1.400, abriendo poco después tres sucursales. En los estatutos originales se reglamentaron siete principios cardinales. En extracto: 1. Ayuda mutua. 2. Control societario democrático. 3. Gratuidad de cargos.

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Libres adhesión y dimisión de los socios. Compra-ventas al contado. Intereses limitados al capital social. Retornos cooperativos.

En 1845 se modificaron los estatutos por tres enmiendas fundamentalmente relativas a la limitación operativa de partícipes por establecimiento, al control democrático asambleario (un voto por socio «y no más») y al tipo de interés al capital, el 5%. En 1854 hubo una nueva modificación estatuaria de notable importancia para el desarrollo jurídico y económico cooperativista, pues se determinó en ella la política de excedentes, se levantó el mutualismo admitiendo las prestaciones a no socios, se estableció el fondo de obras sociales «para el perfeccionamiento intelectual» de los partícipes, y, por último, se estableció el carácter social de los posibles fondos remanentes en caso de extinción societaria (a «fines caritativos o públicos»). Estos estatutos rochdalianos modificados contienen ya los seis principios básicos de la cooperación, reglas operativas jurídicas de la empresa cooperativa moderna: voluntariedad, gestión democrática, interés limitado al capital, participación en excedentes, fomento educativo-asistencial y solidaridad intercooperativa y social. Esta reglamentación del cooperativismo lo distinguió como forma jurídica societaria, frente al capitalismo y el estatalismo económico, no cabiendo ya la consideración como difusas de las fronteras entre el socialismo humanista y el llamado «científico» (como se esforzó en precisar Bernard Lavergne en su libro «La Revolución Cooperativa o el Socialismo de Occidente», publicado en París en 1949). La distinción entre ambas «socializaciones» se presentó con crudeza en la mitad del siglo xix entre el libertario Proudhon (1809-1865) y Marx (1818-1883).

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Proudhon no fue originariamente cooperativista, aunque finalmente quedó «convertido» al sistema, al observar sus realizaciones prácticas. Su obra, salvo la primera «Memoria sobre la Propiedad» (1840), se publicó después de 1844. El Prof. Tullio Rosembuj publicó un esclarecedor ensayo sobre el tema («Conocer a Proudhon») en el que analiza el ideario socializador de Proudhon, antiautoritario, democrático y humanista. Marx, de mayor preparación cultural pero no por ello de superior ingenio, trató de ridiculizarle injustamente como defensor de «utopías» por basarse en los principios de la ayuda mutua popular (entre otros escritos en su «Miseria de la Filosofía», contestación a la proudhoniana «Filosofía de la Miseria»). Después de haberlas combatido doctrinalmente, pero convencido por su eficacia y nobles principios, defendió Proudhon apasionadamente a las cooperativas de trabajo asociado como fórmula productiva social (cambiando con gran honestidad intelectual sus anteriores juicios). Además puede considerarse a Proudhon como uno de los «inventores» del crédito mutuo, diferenciándose del alemán Shultze-Delitzsch (el otro pionero del crédito mutual) en que no preveía un dividendo para los partícipes. Proudhon entendía que el interés al capital, más que una «legitimidad», tenía un carácter de necesidad práctica, pues era la única fórmula para que las asociaciones laborales obtuvieran patrimonio inicial con el que comenzar los objetivos productivos. Y sostenía que, en todo caso, debe imponerse el derecho al posterior «rescate» capitalizando con beneficios y reservas sociales. Pero lo cierto es que a pesar de las lógicas discrepancias sobre el sistema cooperativo, la asunción de una reglamentación del sistema y su practicidad como fórmula empresarial, permitieron que a partir de la segunda mitad del si-

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glo xix comenzaran a promulgarse especiales legislaciones cooperativistas, significadamente la ley inglesa de 1852, las leyes francesa y portuguesa de 1867, la alemana de 1868, la belga de 1873 y la japonesa de 1900. El reconocimiento del cooperativismo en el Derecho Societario supone una acreditación de su «mayoría de edad», lo que permitirá su autónomo desarrollo en los últimos años del siglo xix y su expansión en el xx. Complementariamente, en la segunda mitad del siglo xix se denota en el cooperativismo el inicio de una practicismo economicista de las cooperativas como empresas. Se parte para ello de la autofinanciación, instrumentada tanto en el cooperativismo de crédito industrial (Schulze y Luzzatti) como en el de crédito agrícola (Raiffeisen y Wollemborg), abandonándose también la vieja idea de las colonias agrícolas integrales sustituidas por un moderno cooperativismo agrícola (Haas). Hermann Schulze-Delitzsch (1808-1883), juez de Delitzsch, es uno de los pioneros del cooperativismo alemán. Su popularidad le llevó a conseguir un acta de diputado de la Asamblea Nacional prusiana (1848), para la que posteriormente preparó el borrador de base del Código Cooperativo de Prusia del 27 de marzo de 1867. Publicó diversos artículos sobre asociacionismo cooperativo, fundando al propio tiempo varias sociedades cooperativas (singularmente una Caja de Socorros Mutuos y una Sociedad de Crédito, con la idea de llegar al establecimiento de «Bancos Populares»). Con pragmático espíritu comprendió que la empresa cooperativa debía ajustarse a cada momento histórico y a las circunstancias sociopolíticas, manteniendo su norte ético (los principios del sistema). A largo plazo previó un agigantado cooperativismo de producción, fruto de consorcios entre cooperativas que llevarían a la formación de

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grandes empresas y grupos cooperativos, con cabida también para los pequeños empresarios y comerciantes, absorbidos o unificados económicamente por uniones productivas y de organización. Luigi Luzzatti (1841-1927), descendiente de una rica familia judía veneciana, político y profesor universitario, fue un destacado seguidor de Schulze, cuyo sistema conoció en su época de estudiante en Berlín. Su obra «La Difusión del Crédito y la Banca Popular», publicada en Padua en 1863, tuvo un gran eco social y sirvió de base a los defensores del crédito cooperativo. Es famosa su máxima bancaria cooperativa: «Convertir en capital la honestidad». En 1907 participó en la apertura del Congreso Cooperativo de Cremona en el que abogó por el crédito cooperativo como fórmula financiera de una economía solidaria. Participó en la creación de bancos cooperativos en Lodi y Milán, así como también en la propuesta de creación en Roma de un Instituto Central de Crédito entre las organizaciones cooperativas y la administración pública. F.W. Raiffeisen (1818-1888), alcalde de Weyerbuch y de Heddesford, hijo de un pastor luterano, es considerado el «padre» de las cajas rurales (cooperativismo de crédito agrícola). Publicó en 1866 un ensayo en torno al asociacionismo cooperativista agrícola que tuvo notable éxito, siendo reeditado por cinco veces hasta su fallecimiento. Fundó una «Sociedad de Socorros Mutuos» y la Cooperativa de Crédito de Heddesford. Las bases de su sistema se pueden resumir en la limitación territorial de cada cooperativa, en aras de la mayor operatividad; la exigencia de cualidades morales en los partícipes y la gratuidad de los cargos ejecutivos; la exigencia de aportaciones patrimoniales y la negación del ánimo lucrativo (todos los excedentes deben tener como

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destino los fondos de reserva y los educativos y asistenciales). Como continuador de la obra de Raiffeisen debe destacarse a Leone Wollemborg (1859-1932), nacido en Padua, propagandista de los beneficios para el campo del fomento de las cajas rurales. Su librito «Le Casse Cooperativi di Prestiti», publicado en Padua en 1884, tuvo gran repercusión entre las organizaciones campesinas. Por su parte, Wilhelm Haas (1839-1931) fue el sistematizador del cooperativismo agrícola. Su ideario operativo está recogido en el llamado «Programa de Darmastadt», que resume las conclusiones del Congreso Alemán de las Cooperativas Agrícolas que se celebró en dicha ciudad. La base de la unión agrícola de Haas fue el principio económico del aprovechamiento común, abaratador y mejorador de las explotaciones, de donde se pasó a las centrales lecheras y a las cajas de crédito rural. En 1883 fue nombrado presidente de la Unión de Cooperativas Agrícolas de Alemania, puesto desde el que ejerció gran influencia en la organización del cooperativismo agrícola sobre bases pragmáticas. Todas estas ideas y realizaciones de los teóricos y prácticos del nuevo cooperativismo de la segunda mitad del siglo xix, llevaron a que en el siglo xx se acentuara la visión empresarial de las cooperativas, pasando a segundo plano el elemento «redentorista» del movimiento cooperativo. Se abandonaron las prácticas de vida comunitaria (colonias, falansterios, etc.), para centrarse en la cooperativa como forma societaria económica, al objeto de intervenir en la mercantilidad mediante una empresa participativa y democrática, esencia de la economía social.

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5. La empresa cooperativa

Las bases asentadas en la segunda mitad del siglo xix del nuevo cooperativismo dieron lugar, por su continuación y perfeccionamiento técnico en el xx, a la empresarialización de la sociedad cooperativa en el contexto mercantilista, como queda apuntado. La fórmula cooperativa pasa de los utopismos al sistema de empresa, sobre la fundamental base de la democratización económica como medio superador del capitalismo y consecutor de la justicia social. Aunque este movimiento es multipersonal y de base popular puede destacarse el influjo original de la llamada Escuela de Nimes y del economista Charles Gide. Esta afamada escuela fue fundada por Boyve y Fabre, participando en ella autores de gran prestigito como Lavergne, Poisson, Lasserre y el citado Gide (desde 1885), entre otros. Gide (1847-1932) pesó notablemente en la doctrina de la Escuela defendiendo los principios economicistas para el logro de un cooperativismo práctico. Su base científica, como catedrático de Economía en París, fue vital para el mantenimiento del rigor en la defensa de los postulados cooperativos frente a los de la empresa capitalista. Su obra principal, «Principios de Economía Política», fue el aval científico de los defensores de un nuevo orden económico superador de los inconvenientes sociales del capitalismo. Pensó que un medio para la superación del capitalismo era la unión consumerista, defensora de los intereses de los

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consumidores por su asociacionismo y, empresarialmente, por su adscripción a las cooperativas de consumo. Con ello siguió la vieja doctrina de Michel Derrión, auspiciando también un futuro «reinado del consumidor». La táctica con la que proveyó a las cooperativas de consumo era de largo plazo y en tres fases: primera, la de paulatina conquista del comercio bajo el principio del «justo precio», el no lucrativismo y la defensa del consumidor; segunda, la de adquisición o consorcio con explotaciones agrícolas y cooperativas agrarias; y tercera, la adquisición de manufacturados procedentes de las cooperativas de trabajo asociado. Los fines de este cooperativismo mercantilista eran claros: 1.º

Evitar las luchas sociales, siempre llenas de dolorosas secuelas para los más humildes. 2.º Ir pacíficamente a la paulatina abolición del capitalismo, que dificulta la consecución de la justicia social. 3.º Llegar a una economía, y por consecuencia a una sociedad, democrática y solidaria. La idea de la democracia empresarial fue también sostenida, entre otros coetáneos de Gide, destacadamente por León Walras, economista defensor de un socialismo liberal, muy influyente entre los economistas progresistas. Todas estas ideologías eran coincidentes con los postulados del pensamiento social y del solidarismo, sirviendo de aglutinantes en la formación de la Internacional Cooperativa (A.C.I., Londres-1985/París-1896), propulsora del «nuevo orden cooperativo» en todo el orbe, bajo el escrupuloso respeto de los principios del sistema. El cooperativismo va en su expansión siendo más y más pluralista, esenciándose el sistema en fin en la idea de de-

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mocratización económica (como destacara el profesor de la Universidad de Lieja, Paul Lambert). Por ello va confluyendo el cooperativismo con todas las doctrinas deseosas de conseguir la democracia en la empresa, de manera que muchos sindicatos, partidos políticos y programas gubernativos asumen el ideal cooperativo como consustancial a la Democracia. No es por consiguiente casualidad, que en la primera mitad del siglo xx prácticos y teóricos destacados hayan defendido el ideario cooperativo, como el primer director de la Organización Internacional del Trabajo (O.I.T), Albert Thomas (fallecido en 1932), o su ilustre dirigente George Fauquet (1953), o los insignes profesores universitarios G.D.H. Cole (Oxford), W. Sombart (Jena), G. Mladenatz (París) o F. Milhaud (Ginebra). Es de destacar que tanto en el caso de los teóricos como en el de los prácticos se ha abandonado el integrismo cooperativista en favor de un pluralismo empresarial del sistema, lo que supone su enriquecimiento y su universalización. Sin embargo, dicho sea finalmente, existe también un peligro de acomodación en el sistema capitalista por admisión de formas prácticas poco cooperativas, como queda ya indicado. Ello ha sido denunciado, con razón, en no pocas ocasiones y aunque debe huirse de la inflexibilidad y de maximalismos, es vital atender en la teoría y en la práctica a los principios que esencian el sistema cooperativo, como guías del movimiento. Adecuarse inteligentemente a las circunstancias no es acomodarse en ellas.

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6. Las tendencias cooperativas

No es fácil la clasificación del cooperativismo por bloques ideológicos, pues al ser un movimiento populista y universal se han producido históricamente muchas y variadas tendencias en él, además de que por su carácter solidarista y humanista ha sido considerado instrumento de utilidad por numerosas creencias e ideologías. Por todo ello han confluido en el apoyo doctrinario cooperativista pedagogos y políticos, religiosos y sindicalistas, libertarios y transformativos, humanistas y, en general, toda suerte de pensadores deseosos de llegar a la felicidad social. Y esa universalidad es precisamente una gran riqueza del sistema cooperativo. En efecto, toda ideología sustentadora del noble deseo de la justicia social se acerca al cooperativismo. Los principios de democracia y libre adhesión del mismo lo hacen posible. A nadie se le condiciona por ninguna motivación personalista previa y por ello todos pueden ser amparados por la solidaridad cooperativa. Su fuerza como medio de justicia y pacificación sociales es posiblemente única para alcanzar el deseo de armonía universal, la gran utopía de la humanidad. Haya justicia social y goce después cada cual de sus libertades con toda amplitud de conciencia. Pero a causa de la pluralidad del cooperativismo los intentos clasificatorios del mismo suelen ser muy variados, precisamente por tratar de recoger todos los matices his-

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tóricos del pensamiento cooperativista, utilicen o no directamente tal denominación. Pero en beneficio de la concisión y con criterio globalizador, pueden unificarse las tendencias doctrinales del sistema en cuatro grandes bloques, en los que se dan, a su vez, variedad de posturas ideológicas. La clasificación podría comenzar por los meros «movimientos sociales y la pedagogía social», continuar con los «socialistas-asociacionistas», seguir con los «cristianos sociales» y terminar por los movimientos «solidaristas». En origen, como se ha repetido en múltiples ocasiones, el cooperativismo es un movimiento natural y popular de solidaridad y mutua ayuda. No es una creación de intelectuales sino del pueblo. Por ello sus pioneros se confunden con los precursores de la socialización. Como decía el profesor Sombart «el cooperativismo es un socialismo racionalista», puesto que la necesidad de la reforma social es una cuestión de la razón. Estas inquietudes populares conectan con las teorías moralizadoras de los teóricos de la pedagogía social. Entre otros muchos, destacadamente, Pestalozzi (1746-1827) y Mazzini (1805-1872). El primero como defensor de la autoayuda social y de los humanos sentimientos solidarios, propugnaba un asociacionismo y un cooperativismo asistemáticos; Giuseppe Mazzini hacía referencia más directamente al cooperativismo como fórmula societaria de redención para los trabajadores. En su obra principal, «Los Derechos del Hombre», se refiere al trabajo asociado «libre, voluntario, entre personas que se aman y respetan mutuamente». Se trata de conseguir una sociedad más justa por la natural atención a la ética social. Una mayor concreción doctrinal se produce en los llamados «socialistas asociacionistas», llamados así por Gide porque consideraban a las asociaciones laborales una

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fuerza suficiente para impulsar la resolución del «problema social», como primer estadio para llegar a la justicia social. La práctica totalidad de los pioneros cooperativos (Owen, Fourier, Buchez…), pueden incluirse en esta tendencia, puesto que consideraban la cooperación como una fórmula económica contra los defectos del capitalismo. Es por ello que los pioneros cooperativos recibieron el sobrenombre de utópicos, muy concretamente por los estatalistas santsimonianos y, más tarde, por el marxismo. Conectando con los viejos estatalistas el llamado «socialismo real» (o no democrático), al considerar al Estado como único dirigente económico (ya Ferdinand Lasalle decía del Estado que debía ser «la asociación en grande de las clases obreras») y principalísimo titular de la producción y sus medios, o ha mostrado poca fe en las asociaciones cooperativas o las ha utilizado en la práctica con poco respeto a los principios del sistema, con lo que se ha perdido una oportunidad de oro para conseguir una socialización democrática. Una ideología cooperativista de gran influencia la componen los llamados «cristianos sociales», que no pueden ser unificados en una escuela, sino que desde distintos planos ideológicos confluyen en el deseo último de la consecución de una solidaridad, basada en el amor cristiano al prójimo. Por ello cristianos de todas las épocas han rechazado el dogma económico del liberalismo individualista y han optado por la defensa del cooperativismo como medio práctico para alcanzar sus altos ideales. Ya Buchez, en 1838, en su «Ensayo de un tratado completo de Filosofía desde el punto de vista del Catolicismo y del Progreso», analizó con criterios técnicos la aplicabilidad del cristianismo a las asociaciones cooperativas (antes otros cooperativistas habían incidido en el deseo de conseguir la

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justicia social por la aplicación de los principios del cristianismo, como Bellers y King, entre otros muchos). François Huet, en 1853, se refirió también a ese socialismo cristiano en su obra «El Reino Social del Cristianismo», en el que sueña con una sociedad humanista por la aplicación del cristianismo a la producción y a las relaciones sociales en general. El mismo Gide, en un artículo de divulgación económica titulado «Christianisme Social», estudió las ventajas del cooperativismo para los cristianos, como sistema económico que no lesiona la ética del amor al prójimo y permite llegar a una solidaridad práctica y realista (un caso notable de realismo cooperativista cristiano y humanista es la del sacerdote católico José María Arizmendiarreta, pionero del llamado «Grupo Cooperativo de Mondragón»). Debe señalarse que también otras confesiones religiosas además de las cristianas han apoyado, por sus idearios liberalizadores y humanistas, al cooperativismo u otras fórmulas asociativas y comunitarias, como es el caso del budismo, el judaísmo o el islamismo, sobre la base, de ordinario, de tradiciones populares previas. Por último, han desembocado en el cooperativismo doctrinas sociales basadas en el solidarismo, procedentes del campo político (es el caso destacado de León Bourgeois), del sindicalismo y aún de asociaciones de autodefensa, cual es el caso del consumerismo, así como de diversidad de movimientos alternativos.

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Conclusión

Como resumen general de esta síntesis de la doctrina cooperativa puede decirse que el pensamiento cooperativista ha pasado históricamente por tres grandes fases. La primera es la del utopismo redentorista de base religiosa, el llamado precooperativismo; la de fijación societaria la segunda, en la que se concretan los caracteres jurídicos del estatuto de las cooperativas, con lo que se inicia su «tecnificación»; y la tercera la de la mercantilización, en la que las cooperativas entran en la competencia mercantil abierta como sociedades económicas. En un primer momento el cooperativismo surge como movimiento popular, originado en las costumbres tradicionales de auxilio mutuo entre campesinos y, cuando estos emigran a las ciudades, entre el proletariado de la primera industrialización. El avasallamiento del primer capitalismo, calificado por algunos historiadores económicos como «capitalismo salvaje», dio lugar a idearios utópicos de procedencia cristiana, en el objetivo de redimir a los humildes de su explotación, conforme a las posiciones «salvíficas» de los cristianos reformistas. Sobre la base del antiguo trabajo asociado, fórmula de solidaridad existente en todos los pueblos con distintas formas de manifestación, los marginados sueñan su liberación y la felicidad de vivir en una comunidad en la que reine la armonía y la ayuda mutua.

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Desde distintas posiciones ideológicas, religiosas y laicas, se converge en el ideal del «reino de la fraternidad», pero la implacable realidad hace que el soñado reino se transforme en ghetto, en colonia (llámese comuna o falansterio) de mera autoprotección en la que debe practicarse el mutualismo y las virtudes de una vida cuasiconventual si no se quiere sucumbir ante un mundo de maldad (figura de la «ciudad cooperativa», reflejo condicionado de la agustiniana «ciudad de Dios»). La utopía redentorista debe ceder su lugar a la posibilista sociedad cooperativa, que fija sus normas sociojurídicas en unos principios de democratización económica y solidaridad. De forma que la cooperativa tiene que entrar en el juego de la competencia mercantil con las sociedades capitalistas, juego en el que el cooperativismo se encuentra en la contradicción de la aplicabilidad de sus principios humanistas en una sociedad insolidaria en la que el fin lucrativo es la causa de los negocios. Sin embargo, pese a las numerosas quiebras en la práctica de sus principios, el cooperativismo va abriéndose camino durante el siglo xx con notorio empuje, demostrando que es posible una economía y una empresa privada no capitalista, sino participativa y democrática. Es lo que, por muchos, se ha denominado «la tercera vía». Pero el propio desenvolvimiento empresarial, máxime cuando la feroz competencia impone organizaciones societarias de complicada estructura que han de estar abiertas a las financiaciones externas, exige la mercantilización de los entes productivos, el establecimiento de grupos y consorcios que magnifiquen, gestionen y dirijan los negocios, así como se exige la creación de instituciones financieras y crediticias para su mantenimiento. Las sociedades cooperativas han entrado, necesariamente, en la lucha del mercado, para lo cual han debido mer-

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cantilizar sus estructuras societarias. Y esto es vital para su desarrollo, ya que en otro caso peligraría su futuro. Pero esta tercera fase de su evolución histórica plantea un grave problema de posible pérdida de identidad para las cooperativas. Aunque las circunstancias impongan unas formas de actuación nada delicadas (e indeseables), las sociedades cooperativas no deben por ello perder su auténtico norte, que es el de cambio social. Superar la insolidaridad por la justicia social, realizando así una labor pacificadora. La misión social histórica a la que está llamado el cooperativismo impone en la actualidad un especial cuidado en dos aspectos. El primero, el cuidadoso cumplimiento de sus principios y, en segundo lugar, incidir nuevamente en el cooperativismo como movimiento, practicando el auxilio intercooperativo entre sus sociedades. Hay que volver, en suma, a la desafortunadamente perdida militancia cooperativa. El cooperativismo es un sistema ordenador de la vida en sociedad, no sólo una mera forma de empresa. Aunque a los acomodados no les agrade, es ciertamente (o mejor, pude serlo) la «medianera» entre el capitalismo y los estatalismos económicos, pudiendo servir como instituto corrector de un capitalismo sin participación, para así llegar a una democracia plena, política y económica, en la auténtica base constitucional de una economía social de mercado.

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Índice

Prólogo................................................................................ Presentación ......................................................................

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Primera Parte: La metamorfosis del capital 1. El triufo del capitalismo .................................... 2. La crisis del capitalismo..................................... 3. Los movimientos reaccionarios........................ 4. Los neocapitalismos............................................ 5. El cooperativismo en democracia .................... 6. Las empresas de futuro ...................................... 7. Hacia un mundo mas solidario .........................

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Segunda Parte: La doctrina cooperativa 1. La filosofía de la cooperación ........................... 2. Los estatalistas..................................................... 3. Los pioneros del pensamiento cooperativo ... 4. La reglamentación cooperativa ........................ 5. La empresa cooperativa ..................................... 6. Las tendencias cooperativas .............................

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Conclusión ..........................................................................

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