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Spanish; Castilian Pages 321 [355] Year 2015
LA REBELIÓN DE LAS NIÑAS El Caribe y la “conciencia corporal”
Nadia V. Celis Salgado
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Colección Nexos y Diferencias Estudios de la Cultura de América Latina 38
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nfrentados a los desafíos de la globalización y a los acelerados procesos de transformación de sus sociedades, pero con una creativa capacidad de asimilación, sincretismo y mestizaje de la que sus múltiples expresiones artísticas son su mejor prueba, los estudios culturales sobre América Latina necesitan de renovadas aproximaciones críticas. Una renovación capaz de superar las tradicionales dicotomías con que se representan los paradigmas del continente: civilización-barbarie, campociudad, centro-periferia y las más recientes que oponen norte-sur y el discurso hegemónico al subordinado. La realidad cultural latinoamericana más compleja, polimorfa, integrada por identidades múltiples en constante mutación e inevitablemente abiertas a los nuevos imaginarios planetarios y a los procesos interculturales que conllevan, invita a proponer nuevos espacios de mediación crítica. Espacios de mediación que, sin olvidar los nexos que histórica y culturalmente han unido las naciones entre sí, tengan en cuenta la diversidad que las diferencia y la que existe en el propio seno de sus sociedades multiculturales y de sus originales reductos identitarios, no siempre debidamente reconocidos y protegidos. La Colección Nexos y Diferencias se propone, a través de la publicación de estudios sobre los aspectos más polémicos y apasionantes de este ineludible debate, contribuir a la apertura de nuevas fronteras críticas en el campo de los estudios culturales latinoamericanos.
Directores Fernando Aínsa Lucia Costigan Luis Duno Gottberg Margo Glantz Beatriz González Stephan Gustavo Guerrero
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Jesús Martín-Barbero Andrea Pagni Mary Louise Pratt Beatriz J. Rizk Friedhelm Schmidt-Welle
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LA REBELIÓN DE LAS NIÑAS El Caribe y la “conciencia corporal”
Nadia V. Celis Salgado
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Iberoamericana • Vervuert • 2015
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© De esta edición: Iberoamericana, 2015 Amor de Dios, 1 — E-28014 Madrid Tel.: +34 91 429 35 22 Fax: +34 91 429 53 97 [email protected] www.ibero-americana.net © De esta edición: Vervuert, 2015 Elisabethenstr. 3-9 — D-60594 Frankfurt am Main Tel.: +49 69 597 46 17 Fax: +49 69 597 87 43 [email protected] www.ibero-americana.net ISBN 978-84-8489-836-8 (Iberoamericana) ISBN 978-3-95487-381-4 (Vervuert) E-ISBN 978-3-95487-824-6
Diseño de interiores: Carlos del Castillo Diseño de cubierta: Carlos Zamora Fotografía de cubierta: Irina Junieles
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Para las niñas que fuimos y las mujeres por venir…
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Índice
Agradecimientos . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .
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Un cuerpo propio Prólogo de Mayra Santos Febres . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .
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Introducción: la rebelión de las niñas . . . . . . . . . . . . . . . Contra el fetiche de la niña . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . Tácticas y estrategias . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . Re-articulando el cuerpo infantil . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .
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1. Entre el cuerpo “apropiado” y el cuerpo “propio”: corporalidad, subjetividad y poder . . . . . . . . . . . . . . . . . . . Pensar el poder desde el cuerpo . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . El cuerpo como sujeto . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . Del cuerpo apropiado al cuerpo propio . . . . . . . . . . . . . . . .
43 43 53 63
2. Antonia Palacios y Magali García Ramis: de cómo se (de)forma una niña decente . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 77 Cuerpos “decentes” . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 77 Retóricas del “cuerpo vivido” . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 93 Narrar la identidad . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 104
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3. EN DICIEMBRE LLEGABAN LAS BRISAS de Marvel Moreno: la psique del poder . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . Sobre el “fenómeno de la sumisión” . . . . . . . . . . . . . . . . . . Una hermenéutica de la violencia . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . “Un amor de mi madre” . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .
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4. Fanny Buitrago: de la “mujer-niña” y la feminidad como “pose” . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . Desde los márgenes del panteón . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . La belleza y la “mujer moderna” . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . Del goce caribeño . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .
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5. Mayra Santos Febres: la mirada de La Negra . . . . . . . . La (di)solución del “sexo caribeño” . . . . . . . . . . . . . . . . . . . La niña negra . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . El Caribe como burdel . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .
221 222 237 253
6. El Caribe y la conciencia del cuerpo . . . . . . . . . . . . . . 269 Anales de la rebelión . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 269 Bregando con el cuerpo caribeño . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 279 Bibliografía . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 297 Índice onomástico y conceptual . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 323
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Agradecimientos
Es difícil precisar las paradas y los acompañantes de cada tramo del viaje que condujo a este libro, inspirado por las historias de muchas niñas y mujeres de mi vida y avanzado al generoso amparo de varios maestros. Baste recontar los parajes inolvidables. La investigación formal en que se funda este estudio empezó mientras escribía mi tesis de pregrado sobre escritoras del Caribe colombiano para la Universidad de Cartagena. Un maestro de rigor y pasión intelectual inagotables acogió mis hasta entonces desatendidas inquietudes feministas. Ariel Castillo, de cuyo derroche de saber no he encontrado par, ha sido desde entonces mi cómplice intelectual y el anfitrión de mis incursiones académicas en Barranquilla, ciudad que me ha regalado varias de mis más admiradas creadoras, excelsos interlocutores y estupendos amigos. A esa época debo además el reconocimiento del devenir histórico que dio forma al Caribe colombiano y de sus relaciones culturales con los múltiples Caribes que me he ido encontrando desde mi salida de Cartagena de Indias. Dos mentores y hoy grandes amigos nutrieron ese despertar a una conciencia caribeña en mi primer hogar intelectual, el Instituto Internacional de Estudios del Caribe, iniciativa de Alfonso Múnera Cavadía, secundada por Moisés Álvarez Marín en los tiempos en que tuve la suerte de ser la asistente de esos dos pilares de la investigación y la difusión de la historia de Cartagena y el Caribe.
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La extensión de mi estudio a las escritoras del Caribe hispano se benefició de la constancia y el ojo implacable de Carlos Narváez, director de mi tesis doctoral, a cuya vera se materializó el primer intento de documentar la rebelión de las niñas literarias, algunas de las cuales él mismo introdujo en mi mundo. Al Departamento de Español y Portugués y a la escuela graduada de Rutgers, The State University of New Jersey, debo además el tiempo y los recursos que apoyaron esa fase de mi investigación. Inolvidables son mis clases en el Departamento de Estudios de Género y Mujeres, en particular la genialidad de Mary Gossy y Elizabeth Grosz, de quienes aprendí a renunciar a las respuestas correctas y a enfocarme en afinar mis preguntas. Durante la más reciente metamorfosis de La rebelión, debo la autonomía, el tiempo y la flexibilidad que me permitieron expandir mi investigación y dedicarme a escribir, a una serie de becas provistas por mi institución, Bowdoin College, complementadas por el espíritu abierto y el estímulo intelectual de mis colegas del Departamento de Lenguas Romances y de mis fabulosos estudiantes. La última de esas becas me permitió formalizar el apoyo de mi otra gran mentora, Francisca López, quien revisó borrador tras borrador de este libro, con el ojo crítico de la experta y la paciencia cariñosa de una verdadera amiga. Todo lo que puedo ofrecerte a cambio, querida, es mi gratitud eterna. El intercambio académico y personal con mis colegas de la Asociación de Estudios del Caribe, mi segundo hogar intelectual, constituyó otro pilar en la toma en consideración de la conciencia corporal caribeña. La vida me fue prestando la compañía de varias niñas mientras escribía: Valentina, la niña sin miedo; Zoe, el cuerpo más vivo que haya conocido; y Sofía, mi sobrina adorada, en cuyos cuentos, que escribe desde sus seis años, veo renovarse mi fe en la imaginación. Quiero agradecer también a las niñas que viven dentro de cada una de esas amigas cuya presencia sigue siendo mi cable a tierra y cuyas historias han sido, en distintos momentos del camino, mi verdadero laboratorio. En especial a Silvia Casabianca, Mavi Uribe y Stella Betancour, Olga Cabeza y Martha Carrillo, Brenda Werth, Selma Cohen, Julieta Vitullo y Macarena Urzúa, Karen Lindo y Mariana Cruz, Esmeralda Ulloa y Julieta Martino, a Irina Junieles y a Eva Córdoba, la diosa de ébano. Con sus batallas,
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Agradecimientos
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risas y afectos se bordó el tejido espiritual que sostiene mis argumentos. Extiendo mi gratitud además a las escritoras que me abrieron las puertas de sus hogares y sus vidas, en especial a Mayra Santos Febres, y a Fanny Buitrago, al igual que a Letty, su hermana y aliada eterna. Quiero cerrar agradeciendo, en nombre de la niña en mí, a mi familia. A Miguel Eduardo, el padre de la niña rebelde, por compartir su amor por los libros, alimentar mi criterio y enseñarme a defenderlo. A mis hermanos, Luis Miguel y Miguel Ángel, por recibirme siempre con los brazos abiertos al final de mis navegaciones, y por hacer del drama, comedia, aun en los momentos más duros. Finalmente, a Lucely Salgado, mi madre, el regalo más preciado de mis ancestros. De esa niña eterna aprendí el poder del amor y mi fe en la capacidad de las mujeres para liberarnos y reinventarnos a fuerza de querernos unas a otras y a nosotras mismas.
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Un cuerpo propio
Prólogo de Mayra Santos Febres
Tal como se practica en Occidente, la racionalidad supone una trascendencia del cuerpo. Es, sobre todo, la práctica intelectual y reflexiva que lleva hacia un vencimiento de lo particular, una búsqueda de las categorías atemporales, universales, aplicables a todas las instancias de lo humano. Sin embargo, las últimas tendencias en la crítica cultural, desde el feminismo fundamental de los años sesenta y setenta que insistió en que lo personal es político, dieron un vuelco a la idea de la razón trascendental y de las prácticas de lectura que la acompañaron. Nacieron el Third World Feminism, los estudios culturales y las lecturas críticas de los discursos de construcción de raza y sexualidad, los estudios poscoloniales y cientos de otras prácticas intelectuales que día a día afirman que el estudio de las particularidades humanas es una vía fértil para darle carne y precisión a la reflexión acerca de la experiencia de lo humano y de los saberes que nacen de dicha reflexión. Es decir, que sólo desde el cuerpo se llega a la razón, que intentar transcenderlo, enmascararlo, evadirlo o sublimarlo tiene más que ver con la práctica del poder que naturaliza relaciones desiguales entre los dueños del discurso y los desapalabrados, entre los señores del deseo y los deseados, entre los guardianes de la razón y los que no pueden acceder a ella por pobres, primitivos, incompletos, los que necesitan ser guiados hasta sus predios. En La rebelión de las niñas, Nadia Celis propone una interesante lectura que revisa el discurso de la sexualización infantil femenina. En
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Mayra Santos Febres
su introducción, Celis examina las maneras en que la literatura latinoamericana continúa y expande el topos discursivo de la Lolita, y del acceso de los protagonistas masculinos a sus cuerpos prepúberes. No se enfoca en la denuncia, sí en la ausencia de una crítica sistemática del topos literario y en lo que esto puede suponerle como punto de partida para una relectura del cuerpo-corpus literario latinoamericano y las respuestas que al topos ofrecen cinco escritoras caribeñas contemporáneas: Antonia Palacios, Marvel Moreno, Fanny Buitrago, Magali García Ramis, y esta servidora. Me honra estar considerada entre este grupo de rebeldes literarias. Apalabrar una ausencia discursiva supone una tarea difícil de acometer, y requiere una estrategia argumentativa creativa e innovadora. En La rebelión de las niñas, Nadia Celis echa mano a los estudios culturales, el feminismo tercermundista, los estudios poscoloniales, la crítica literaria caribeña y la teoría queer, y sus examinaciones de la construcción discursiva de los cuerpos y la sexualidad, obviamente poniendo énfasis en las formas en que el discurso del poder se manifiesta en la política de los cuerpos. Otra vez Nadia se enfoca en las respuestas, las resistencias, las subversiones y negociaciones que hacen las “niñas” literarias de su estudio. En todas y cada una de las argumentaciones que componen el abarcador estudio que aquí presenta, las niñas son vistas no como meras víctimas de la depravación o el deseo sublimado de los hombres, sino como entes activos en la empresa de su rebelión que, a fin de cuentas es estrategia de supervivencia y propuesta de cambio de los sistemas contextuales que las enmarcan. El discurso de la víctima da paso a la examinación de la agencia en estos sujetos discursivos (reflejo y proyección de los sujetos políticos, civiles, actuales) para así ir desarticulando el discurso del poder patriarcal que los enmarca y los define como meros objetos de las acciones del otro, como receptores de su potencia y su apetito carnal y apalabrador. La rebelión de las niñas termina con una exquisita coda/conclusión, “El Caribe y la conciencia corporal”, que resume y abre la discusión propuesta en los capítulos del libro. El Caribe corpóreo protagoniza esta parte del estudio, estableciendo pautas para la relectura de nuestra literatura desde nuevas perspectivas. Nadia V. Celis Salgado cierra con una provocativa y fructífera reflexión acerca del Caribe sexualizado
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como un lugar discursivo en perpetua tensión. De hecho, es esta tensión entre los deseos de los cuerpos marginados y su posición en la jerarquía del poder patriarcal y poscolonial lo que mejor define las negociaciones de los caribeños como sujetos. Llama particularmente la atención la propuesta del binario cuerpo vivido vs. cuerpo objeto y cómo esta distinción teórica facilita criticar la inocencia femenina como fuerza centrífuga del deseo masculino y dar fe de las negociaciones entre el poder y el sujeto, la marginación y la inclusión y prospectivamente la posibilidad de lograr un cuerpo articulado desde el deseo propio. Como lectora tanto de literatura como de crítica y teoría, La rebelión de las niñas me hizo descubrir prácticas literarias que apenas intuía tanto en mi obra como en la obra de otras escritoras caribeñas. Agradezco la generosidad, la minuciosidad y el riesgo creativo de este maravilloso estudio de Nadia Celis. También me nutro de su pertinente ejercicio en posicionar mi producción literaria y la de otras escritoras del Caribe en diálogo con la tradición (patriarcal, poscolonial, de cultura popular y de relaciones de raza y cuerpo), una que valoramos, que nos compone y nos marca como sujetos vivos y vivientes que añoramos seguir dando respuestas y proponer tensiones y negociaciones hasta que el imaginario del Caribe, de Latinoamérica y del mundo pueda efectivamente dar cabida a todos.
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Introducción: la rebelión de las niñas
In general, there is an assumption that children are moving towards adulthood and maturity, that they are unfinished and incompetent. This vision of childhood has become so commonplace that it serves as the bedrock for most of our thinking on children and their place in the world. Children are frequently denied rights that are accorded to adults (for example, the right not to be hit), and are spoken about as society’s “investment in the future” rather than being valued for who they are and for what they do now. A positive side to this perspective on childhood is the view that children are in need of protection by adults and the state. But it should be possible to protect children without devaluating them1
(Greene 2003: 23).
Nostalgia, particularly for childhood, is likely to be a mask for unrecognized anger2
(Heilbrun 1988: 15). 1.
2.
“En general, se asume que los niños van avanzando hacia la edad adulta y la madurez, que son incompetentes y están sin terminar. Esta visión de la infancia es tan común que es la base fundamental de nuestra percepción de los niños y su lugar en el mundo. Los niños con frecuencia carecen de derechos que se conceden a los adultos (por ejemplo, el derecho de no ser golpeados) y se habla de ellos como la ‘inversión en el futuro’ de la sociedad en lugar de ser valorados por lo que son y por lo que hacen en el presente. Un lado positivo de esta perspectiva sobre la infancia es la opinión de que los niños necesitan protección por parte de los adultos y el Estado. Pero debería ser posible proteger a los niños sin devaluarlos” (traducción nuestra). “La nostalgia, particularmente por la niñez, es probable que sea una máscara para una rabia no reconocida” (traducción nuestra).
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Contra el fetiche de la niña Este libro nació de mi encuentro con América Vicuña. Ocurrió una madrugada mientras devoraba por segunda vez la séptima novela de Gabriel García Márquez, El amor en los tiempos del cólera (1985). El descubrimiento de la última de las 623 amantes que acompañaron la paciente espera de Florentino Ariza por la viudez de su verdadero amor, me conmovió hasta el llanto. Más que la compasión hacia aquella niña de doce años “con sierras en los dientes y peladuras de la escuela primaria” o la repulsión hacia el septuagenario tutor que “se la fue llevando de la mano con una suave astucia de abuelo bondadoso hacia su matadero clandestino” (362-363), más que la tristeza por el suicidio de América durante la feliz consumación de una de las más memorables historias de amor de nuestros tiempos, me sobrecogió mi ceguera: pensar que durante mi primera lectura, a los 14 años, había celebrado el triunfo del amor de Florentino Ariza por Fermina Daza sin notar el sacrificio de América. Una vez corrido el velo, las relecturas del escritor colombiano vendrían a confirmar la sensación de déjà vu que me causó Delgadina, la adolescente prostituida y dopada para suplir las fantasías eróticas de otro mujeriego empedernido, Mustio Collado, el protagonista de Memorias de mis putas tristes (2004), una de sus últimas novelas. Entre sus antecesoras recordé a la Cándida Eréndira, Remedios Moscote, Leticia Nazareno y Sierva María. Años después, mientras presentaba una ponencia sobre las niñas garciamarquianas a lectores asiduos en su ciudad adoptiva, Cartagena de Indias, pude comprobar que no era yo la única “ciega”. A juzgar por la patente mayoría de la crítica en torno a la obra de García Márquez, América, al igual que sus congéneres, es invisible.3 Lo son también las docenas de niñas y adolescentes que pu3.
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En medio de la manigua de estudios publicados sobre la obra de García Márquez, he hallado pocos artículos que reconocen y cuestionan, aunque con diversas conclusiones, la representación de la pederastia y la construcción de los personajes femeninos infantiles en la obra del Nobel. Véanse los trabajos de Alessandra Luiselli (2007), Francesca Camurati (2008) y el ensayo del Premio Nobel sudafricano J. M. Coetzee sobre Memorias de mis putas tristes (2007), además de mi propio artículo (2010).
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lulan en el imaginario amoroso de los escritores latinoamericanos y caribeños a todo lo largo del siglo xx. El motivo es tan recurrente que cabe preguntarse qué habría sido del boom sin ancianos enamorados contemplando virginales púberes o seduciendo virtuales “Lolitas”. No obstante, y pese a que la genealogía de Vladimir Nabokov cuenta entre sus seguidores a varios Premio Nobel –Octavio Paz, Miguel Ángel Asturias y Mario Vargas Llosa, además de García Márquez–,4 su prolijidad es tan sugerente como sorda ha sido la crítica ante las connotaciones poéticas y estéticas de su reiteración, aún más ante sus implicaciones socioculturales y éticas.5 Debo al poder de la literatura no sólo mi ceguera inicial frente a la representación acrítica del “amor” por las niñas sino también la transformación de mi punto de vista que hizo posible el reencuentro o, más bien, que remedió mi desencuentro original con América Vicuña. En mi reconocimiento de América cristalizaron historias, voces y experiencias llevadas a la ficción por autoras caribeñas y latinoamericanas, cuyo universo está igualmente poblado de niñas y adolescentes: chiquillas que ríen, gritan, reclaman y muerden; muchachitas caminando descalzas, bañándose desnudas en el río o bajo la lluvia, atreviéndose a llevar el pelo suelto, a bailar entre cuerpos sudorosos o a hacer preguntas “indiscretas” pese a la amenaza, la persecución o el castigo; pequeñas llorando de rabia, vergüenza o miedo; señoritas cansadas de ser “decentes” y mujeres escapando a cualquier precio del peso de serlo; niñas, adolescentes 4. 5.
Otros ejemplos son el de Juan Carlos Onetti y Filiberto Hernández, para el Cono Sur, o el de Guillermo Cabrera Infante y Severo Sarduy para el Caribe. En contraste con la lectura más difundida y emulada de Lolita, Olga Voronina argumenta que Vladimir Nabokov creó a Humbert Humbert como parodia de varios escritores y artistas contemporáneos, incluyendo al controversial Lewis Carroll, en aras de problematizar la obsesión pedofílica durante la era victoriana. De acuerdo con Voronina, Nabokov dio vida a Lolita “in order to revive, relive, and bring to a close the Humbertian discourse that no one before him cared to judge ethically, rather than from an aesthetic point of view” (2006: 147; “con el fin de revivir y llevar a su fin el discurso Humbertiano que nadie antes que él se preocupó de juzgar éticamente en lugar de desde un punto de vista estético”, traducción nuestra). De aceptarse esta interpretación, resulta aún más irónico y sugerente el “malentendido” que consolidó y bautizó uno de los más poderosos mitos sobre la sexualidad femenina: el de la niña hipersexual y provocadora.
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y mujeres golpeadas, violadas, reducidas a la depresión o al suicidio. Las protagonistas de esta narrativa desafían el silencio y denuncian, por contraste, la invisibilidad de las niñas del boom, sus inspiradores y sucesores. Si bien la sexualidad de las niñas y las relaciones de niñas y jóvenes con hombres mayores constituyen asimismo motivos recurrentes en estas historias, su representación carece del glamour del discurso amoroso y del aura intelectual o espiritual que sacraliza a los adultos que las cortejan en casos como el de Florentino Ariza. De infames y violentos, mediados por mentiras, intimidación o intercambios económicos, entre otras instancias de sujeción y dominación sexual, son catalogados los encuentros que entre los escritores pasan por historias de amor. Lejos de exonerar a sus perpetradores, las escritoras acusan, juzgan y hasta vengan sus acciones en la ficción, revelando la inherente desigualdad y los efectos traumáticos de estas relaciones en la formación física y psíquica de sus protagonistas. Hay, sin embargo, mucho más que victimización en su caracterización de las niñas. Rabia, dolor y compasión coexisten con la celebración de la curiosidad, sensualidad, inteligencia y libertad de las niñas, plasmadas en variedad de experiencias infantiles que problematizan el sentido comúnmente adjudicado al retorno a la niñez como gesto nostálgico y la interpretación de la infancia como emblemática de la “inocencia”. La rebelión de las niñas. El Caribe y la conciencia corporal es, en primera instancia, un estudio de la relación entre la ficción y la construcción simbólica del cuerpo y la sexualidad femenina, anclado en la caracterización de niñas, adolescentes y el proceso de hacerse mujeres entre escritoras de habla hispana del Caribe continental e insular. Mi análisis reproduce la invitación implícita en la narración de la niñez a dialogar con el sujeto infantil, en cuyo cuerpo, experiencia y conciencia sitúo tanto el origen de los avatares de los personajes femeninos adultos, como variedad de respuestas posibles a dilemas comunes de niñas y mujeres en torno a su identidad. Capítulo a capítulo indago además en el rol de la escritura del cuerpo infantil, tanto en la resignificación de la subjetividad e identidad a nivel textual como en la disputa contra la apropiación simbólica y empírica del cuerpo de las niñas más allá de la literatura. Las diferentes modalidades de resistencia o “rebeliones” de las protagonistas emergen así como denuncia de las
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limitaciones en el repertorio vigente de feminidades disponibles para niñas y mujeres en relación no sólo con su género y sexualidad sino también con su raza, estatus socioeconómico y pertenencias nacionales, y, al mismo tiempo, como testimonio, formulación y ensayo de modelos más autónomos de subjetividad. Antes de que articulara los argumentos críticos y teóricos que sustentan mi interpretación, el recorrido aquí propuesto fue precipitado por mi reacción visceral a la seducción, el abandono y el suicidio de América Vicuña. La “magia” de la respuesta corporal a la lectura es que no obedece a las explicaciones racionales para sentir los sucesos, por eso es quizás el cuerpo el mejor testigo de los elusivos vínculos entre la ficción y lo real cuya intuición motiva este libro. Mi reacción hace eco a su vez de la prevalencia de las vivencias corporales como eventos comunicativos y cognitivos entre los personajes estudiados. La rebelión propone leer la curiosidad y agencia adjudicada por las autoras al cuerpo infantil como manifestaciones de un saber alternativo a la razón, ajeno tanto a la “inocencia” como a la “precocidad” atribuidos al comportamiento de niños y niñas, con sus consabidas connotaciones sexuales. Fruto de la percepción, que da lugar al pensamiento y al conocimiento, este saber responde a la experiencia del cuerpo, cuya permeabilidad sensorial facilita el reconocimiento de objetos y sujetos, su localización en el espacio y en el tiempo, la relación con los mismos y, en suma, la formación del sujeto y su conciencia de sí mismo (Merleau-Ponty 2005 [1945]). Ese saber anclado en el “cuerpo vivido” es origen y producto de lo que a lo largo de este libro denomino la “conciencia corporal”. En el primer y último capítulos retornaré respectivamente a las implicaciones de esta forma de conciencia para entender, por un lado, el proceso de subjetivación o individualización y, por el otro, las relaciones intersubjetivas y el “cuerpo social”, en particular en el contexto caribeño. La subyugación física y simbólica que los escritores citados reproducen a través de sus silenciosas damiselas se orienta, según sugieren por contraste los textos de las escritoras, a la supresión del saber y la autonomía de ese cuerpo-sujeto perceptivo y sensible del cual es emblemático la niña. La perspectiva de niñas y adolescentes abre además la puerta a una verdad alterna y paralela, que se contrapone a los mitos
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sobre la sexualidad y la subjetividad de hombres y mujeres encumbrados desde el punto de vista dominantemente masculino y patriarcal que reina tanto en el realismo social como en el “maravilloso” o “mágico”. La conciencia corporal de la niña media la reproducción textual de lo que en este libro denomino lo “real íntimo”. La anécdota inicial de mi experiencia como lectora preludia en varios niveles los vínculos entre narrativa y poder que el ingreso en lo “real íntimo” permite atisbar. La ficción ha jugado un papel indudable en la consolidación y continuidad de la distinción entre inocentes doncellas y peligrosas seductoras que domina el imaginario sobre la sexualidad infantil femenina desde sus más remotos antecedentes. Sin embargo, no sobra advertir que la apropiación del cuerpo de las niñas y el desplazamiento de sus voces e identidades por la proyección edificada a imagen y semejanza del deseo, las fantasías y la culpa del adulto –proceso magistralmente reproducido por los narradores latinoamericanos– no es un problema de índole literaria.6 La resistencia de escritores, lectores y críticos a considerar las connotaciones éticas de la recreación estética de la niña erotizada y su dominación sexual –llámese incesto, pedofilia y/o pederastia, se ejerza a través de la seducción o de explícita violencia– resuena con el silencio que garantiza la impunidad de los agresores reales, en el contexto caribeño, el latinoamericano y más allá.7 La obsesión de la literatura regional con niñas y “vírgenes” 6.
7.
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Entre las tendencias comunes a la representación de estas relaciones entre los escritores latinoamericanos pueden destacarse la emulación de las fantasías y maniobras de autojustificación del agresor, incluyendo la proyección del deseo y la culpa propias sobre las niñas, y la prevalencia exclusiva del punto de vista masculino sobre la construcción del personaje femenino. Dichas estrategias han permitido una suerte de seducción discursiva de los narradores sobre los lectores, evidente en la institucionalización de tales fantasías como realidades cuya naturalización no sólo relega al silencio y al fetiche la sexualidad infantil femenina sino que exonera y victimiza a los perpetradores –culpables por su debilidad ante la “provocación” de las “Lolitas”. Entre las objeciones frecuentes al cuestionamiento de estas prácticas y su representación, se suele aludir al problema de la historicidad de los términos con los que hoy se definen estas relaciones como “abuso infantil”, dado que la infancia y la adolescencia son conceptos modernos y la sanción del abuso a los niños es aún más reciente (ver Hacking 1999). Mi análisis parte de la base de que estas prác-
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es, a su vez, una de muchas manifestaciones del fenómeno de “ubiquitous eroticization of little girls in the popular media and the just as ubiquitous ignorance and denial of this phenomenon”8 que caracteriza su representación contemporánea a escala global (Walkerdine 1996: 363). La universalidad del fetiche de la “niña” es evidencia de la negación de subjetividad a los niños a la que alude el primero de los epígrafes de esta introducción. En la medida en que el derecho de las mujeres a una personalidad autónoma continúa en disputa –cada vez más brutal a juzgar por el recrudecimiento de la violencia de género en el presente siglo– las niñas son, aún más que los niños, víctimas de la devaluación de la infancia que denuncia Sheila Greene. Incluso entre los estudios feministas, en medio de los reclamos contra el monopolio masculino sobre la definición del “Sujeto” y de sofisticados análisis contra la apropiación simbólica y empírica de las experiencias femeninas, las niñas siguen siendo sólo parcialmente visibles, a menudo obviadas en disquisiciones sobre “mujeres” que las reducen a sujetos en formación o prospectos –incompletos e incompetentes– de la adulta. Dada la generalizada negación de subjetividad a las niñas, no sobra enunciar la más básica de las premisas que inspira este libro: las niñas, al igual que los niños, son personas en sí, no estados de evolución o individuos potenciales. Cada vez que una niña es golpeada, violada, torturada, vendida,
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ticas, nombradas o no, han tenido efectos fundamentales en la formación de la personalidad de niños, niñas y mujeres, pasados y presentes, pese a los diversos grados de tolerancia a estos comportamientos en distintos contextos históricos y culturales. Las consideraciones éticas de este libro se circunscriben a derechos y violaciones reconocidos, aunque preexistentes, por la “Convención para los derechos del niño” establecida en 1989 por la Oficina del Alto Comisionado de las Naciones Unidas para los Derechos Humanos. La convención contempla, entre otros derechos vulnerados por el maltrato, la seducción, la violación y el tráfico de niños y niñas, el derecho a la igualdad, a la protección contra los abusos y la explotación sexual, a la supervivencia y al desarrollo de la personalidad. La Convención destaca también la responsabilidad del Estado sobre la garantía del “interés superior de los niños”, aún por encima de la potestad de los padres y de los valores culturales que sustenten su lugar en comunidades específicas. “ubicua erotización de la niña en los medios y la ubicua negación e ignorancia de este fenómeno” (traducción nuestra).
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intercambiada, forzada a casarse o empujada a comerciar con su cuerpo, cada vez que un niño o niña muere fruto de agresión, enfermedad, abandono o víctima de la violencia estructural de la pobreza que potencia su vulnerabilidad a tantas y tan complejas formas de abuso, es un sujeto sensible e inteligible quien sufre, un ser completo el que se va, no el hombre que será o la mujer que no pudo ser. Una segunda premisa de este libro es que niñas y niños son además sujetos sexuados, marcados por su diferencia sexual y el significado sociocultural de su género, aspectos que el neutral “niños” no logra abarcar. Las novelas analizadas demuestran igualmente, haciendo eco del llamado de las feministas poscoloniales, la necesidad de considerar la simultaneidad de las formas de opresión que actúan sobre las niñas. De allí que este libro considere tanto los efectos de las jerarquías de género como sus intersecciones con fuerzas ligadas a la raza, la clase, la sexualidad y la edad. La rebelión contribuye así a decodificar la “matriz de la dominación” (Collins 2009 [1990]: 18), la forma en que se organizan y sostienen estas formas de opresión a través de relaciones interpersonales e instituciones culturales y sociales que, aunque mi análisis se hace en el contexto de escritoras caribeñas y latinoamericanas, tienen resonancia global. Basta con apreciar desprevenidamente el razonamiento de una niña para darse cuenta de que las niñas son sujetos sensibles, curiosos y capaces de juicio. Desafortunadamente, la descalificación del saber asociado a esas vivencias en nombre de la educación “apropiada” para la mujer desempeña un papel fundamental en su formación. La ceguera ante la niña literaria tiene su correlato en la incapacidad de entender y valorar la lógica infantil, en la propensión, en general, a juzgar, sancionar y moldear el comportamiento de niños y niñas a partir de imágenes preconcebidas sobre lo que debe o no ser, sentir o saber un niño. Las novelas estudiadas cuestionan la “naturalidad” de los conceptos con los que se nombran tanto las etapas de desarrollo del cuerpo y la subjetividad femenina como los comportamientos adecuados para las mismas. Los eventos biológicos que demarcan la transición de “niñas” a “púberes”, “adolescentes” y “mujeres” se revelan incongruentes, intrincados con las expectativas sociales sobre la feminidad, sus categorizaciones y distinciones. De ahí que además de
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las niñas “biológicas”, en La rebelión considere a otras “niñas”: las que habitan el espacio indefinido y polivalente de la adolescencia, ya en lid con los marcadores físicos y sociales de la “mujer”, y “mujeres-niñas” que, pese a su madurez física mantienen en su apariencia y comportamiento características asociadas con la niñez –dependencia, obediencia e indefensión, entre otras. La tercera premisa básica de este libro es que las niñas son sujetos de deseo y no sólo objetos del mismo. Las historias analizadas ponen en evidencia el deseo activo de las niñas, manifiesto en las sensaciones, movimientos e interacciones con el entorno y con otros cuerpos, en la presencia de pulsiones sexuales, en su curiosidad intelectual y en la búsqueda de autonomía. En contraste con la pasividad mistificada por el fetiche, las escritoras ponen de relieve que tanto la inocencia como la iniciativa sexual atribuidas a las niñas son proyecciones sobre la sexualidad infantil del lenguaje sexual de los adultos. Son éstos los beneficiarios de la imagen de la niña inocente que la despoja de todo erotismo y agencia, y del mito de la provocadora, que le asigna poder sobre la voluntad de los otros. Las historias de formación de las niñas apuntan al miedo y al deseo adulto como fuente de la atribución de responsabilidad a las mismas sobre la atracción que “despiertan”. Demuestran además que el ataque implícito en esta atribución tiene como objeto no tanto el ejercicio de la sexualidad sino el de la agencia sexual femenina –la capacidad de niñas y mujeres para entender y ejercer control sobre su propio cuerpo y erotismo–. De ahí que fenómenos como la citada erotización mediática de la niña, la hipersexualización de los cuerpos femeninos en el mercado global y la creciente permisividad ante la actividad sexual a edades cada vez más tempranas, coexistan con variedad de mecanismos de regulación del deseo femenino. Los textos examinados sugieren asimismo la necesidad de considerar el cuerpo de las niñas en su relación con el “cuerpo social”. Estudios contemporáneos sobre los vínculos entre la sexualidad y la ciudadanía en el Caribe enfatizan cómo ni la primera es una cuestión meramente privada ni la segunda está desconectada de lo íntimo. El sostenimiento de la norma heteropatriarcal imperante en la región –la cual continúa legitimando no sólo el control sexual y social de las mu-
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jeres sino la promiscuidad masculina y la agresión contra cualquier “desviación” de la sexualidad normativa– es fundamental a la producción simbólica de las naciones y a su materialización por medio de políticas públicas, medidas económicas y prácticas cotidianas (Alexander 1994, 1997; Kempadoo 1999, 2004, 2009; Sheller 2008, 2012; Smith 2011). La continuidad entre la opresión persistente en las relaciones íntimas –tanto con sus parejas como consigo mismas– y la capacidad de las mujeres para responder contra la explotación en el ámbito público, es también patente en estudios sobre las prácticas eróticas y afectivas entendidas como “amor” en la región (Barriteau 2012). La rebelión examina el rol del control del cuerpo y la sexualidad de las niñas en la perpetuidad de las estructuras jerárquicas neocoloniales y poscoloniales y, al mismo tiempo, subraya los retos que la conciencia corporal de la niña contrapone a esas jerarquías. Mi estudio se sitúa en la intersección entre, por un lado, la materialidad de los cuerpos y las realidades sociales recreadas por las autoras, y, por el otro, los significados y efectos simbólicos de los conceptos “niña”, “adolescente” y “mujer” producidos y nutridos por la ficción. Desde un enfoque “realista crítico feminista”,9 indago en las fantasías colectivas atestiguadas por la literatura, para iluminar el papel de la ficción en la reproducción de los imaginarios que sustentan el fetiche de la niña y sus fenómenos derivados –desde el comercio sexual con púberes y adolescentes hasta la extendida infantilización de la feminidad 9.
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Anna Jónasdóttir y Kathleen Jones (2009) acuñan este término como contraparte al énfasis del feminismo postestructuralista en la condición discursiva de lo real. Denunciando los riesgos políticos de esta tendencia, las autoras abogan por análisis feministas que consideren la mutua constitución de lo material, las instituciones sociales y la producción de sentidos, desde un enfoque que “brings identification of social structures and institutions of power together with elucidation of the norms and rules of language or discourse, explaining how these norms and rules shape and are shaped by specific social structures and relationships ordering social life, and yet are subject to change” (Jónadósttir/Jones 2009: 6; “vincule la identificación de las estructuras e instituciones de poder a la comprensión de las normas y reglas del lenguaje y el discurso, explicando cómo estas normas y reglas forman estructuras específicas y son formadas por relaciones sociales que ordenan la vida social, no obstante sujetas a cambios”; traducción nuestra).
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adulta–. En diálogo con el campo de los estudios de la infancia y adolescencia femenina surgido en décadas recientes –los girls’ studies–,10 ilumino además cómo se forjan y sostienen los mitos que nombran a las niñas, la complicidad entre esos mitos y las fuerzas hegemónicas de poder, así como los efectos individuales y sociales de su imposición. Sean fruto de la ficción o inspiración para la misma, lo cierto es que los mitos sobre la sexualidad y la subjetividad de las niñas circulan como verdades, demarcando el escenario en el que niñas y mujeres reales tienen que actuar y dar forma a su personalidad, proveyendo el guión según el cual callan, nombran u organizan sus miedos, dolores y deseos y la trama que circunscribe sus oportunidades de formación y su autonomía en el mundo real. La permisividad social ante las relaciones entre adultos y menores, el incesto, la trata de niñas y adolescentes, la venta de hijas y familiares a turistas en el Caribe, Latinoamérica y a todo lo largo del “Mundo en desarrollo”, entre otras prácticas extendidas de abuso y explotación sexual infantil, constatan los efectos de esas proyecciones, retroalimentadas por su trivialización en la literatura. La proliferación de las prácticas de objetivación, apropiación y mercantilización de los cuerpos y la sexualidad de niñas y mujeres en lo que va del siglo xxi, pone de relieve la necesidad de investigaciones que expliquen los mecanismos que garantizan el privilegio del deseo masculino, la ecuación de la sexualidad con la dominación y sus bases psicológicas, sociales y culturales –ese entramado que a lo largo de este libro denomino la “economía patriarcal del deseo”–. Se requieren además acciones que cuestionen las complicidades entre esta “economía” y el régimen capitalista y neoliberal global. Apremia también pensar 10. Las tendencias dominantes en las primeras décadas de estudios sobre la adolescencia femenina revelan consonancias con la distinción literaria y popular entre inocencia y precocidad, al circunscribirse a la dicotomía entre la joven en riesgo –the girl at risk– cuya vulnerabilidad es denunciada en superventas y libros de autoayuda, y la joven “poderosa” –the girl power– cuya independencia es celebrada por las revistas juveniles y la industria del entretenimiento. Autoras feministas contemporáneas apuntan a la consonancia de ambos enfoques con las ideas de éxito promovidas por el modelo del sujeto neoliberal contemporáneo, denunciando la disolución de los ideales colectivos feministas en el discurso de realización individual contemporáneo (Gonick 2006; McRobbie 2009).
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en cómo las niñas y adolescentes crecen y aprenden a entenderse a sí mismas, su cuerpo y sexualidad, qué tipo de agencia asumen y qué formas toma su deseo de cara a la ubicua mercantilización de sus cuerpos. Este libro es un aporte a esa tarea.
Tácticas y estrategias La rebelión de las niñas ilustra los enunciados del cuerpo y sobre el cuerpo con los que las escritoras del Caribe hispano responden tanto a la negación de subjetividad como a las versiones dominantes en la construcción simbólica de la niña. Mi estudio se concentra en novelas de formación de escritoras que privilegian la perspectiva de niñas y adolescentes, en particular la venezolana Antonia Palacios (19042001), las colombianas Marvel Moreno (1939-1995) y Fanny Buitrago (1943), y las puertorriqueñas Magali García Ramis (1946) y Mayra Santos Febres (1966). La primera de las rebeliones comunes a estas autoras consiste en la ruptura del silencio y el cuestionamiento de los mitos en torno a la feminidad infantil. Por medio de la recreación crítica del proceso de hacerse mujeres –de las relaciones, discursos y prácticas que asignan significado a los cuerpos y dan forma a la subjetividad– las escritoras disputan el monopolio del fetiche, al cual contraponen una vasta diversidad de vivencias narradas desde la perspectiva de niñas y mujeres. Pese a los finales trágicos de varias de las protagonistas, niñas y adolescentes aparecen en estas novelas como heroínas de una lucha cotidiana contra la apropiación social de sus cuerpos. Esta lucha es en sí un testimonio revelador y rebelde: ni inocentes ni seductoras, tampoco víctimas pasivas. Mi análisis recurre a herramientas teóricas y críticas de los estudios literarios y culturales, al pensamiento postestructuralista y a los estudios poscoloniales, a teorías feministas y a los estudios del Caribe, además de al campo de los estudios de adolescentes, para iluminar los actores y factores que facilitan el sostenimiento de las relaciones dominantes de poder, los mecanismos sociales y los resortes psíquicos que promueven la aquiescencia de hombres y mujeres con las relaciones que les subyugan. A lo largo de este libro examino además las ac-
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ciones que niñas, adolescentes y mujeres han puesto en práctica para desarticular esos mecanismos, refutando o negociando su posición frente a las expectativas sociales ligadas a la feminidad. De este modo, me aúno al compromiso con prácticas colectivas de autorreflexión que en su evaluación y reformulación de la empresa feminista, investigadoras y pensadoras a lo ancho del globo continúan abogando como eje de la formación de identidades aptas para cuestionar y subvertir simultáneamente el sustrato patriarcal y heterosexista, el legado colonial y racista, las premisas del neoliberalismo y las subjetividades consumistas y mercantilizadas promovidas por el capitalismo global. A lo largo de La rebelión, resuenan las voces del feminismo “de color” o del “Tercer mundo” (Gloria Anzaldúa 2007 [1987]; Patricia Collins 2009 [1990]; Chandra Mohanty 1991, 1997, 2003; Chela Sandoval 1991, 2000; Emma Pérez 1999; María Lugones 2003) y, en particular, de feministas caribeñas (Audre Lorde 1984; Jacqui Alexander 1994, 1997, 2006; Kamala Kempadoo 1999, 2004, 2009; Patricia Mohammed 2002; Eudine Barriteau 2012, 2013). Mi conceptualización de la “conciencia corporal” se adhiere al esfuerzo de estas últimas por crear un corpus de conceptos propios para refutar la arraigada cultura machista y legitimar los saberes femeninos en la región.11 La rebelión ilustra igualmente las estrategias que las niñas, según retratan las escritoras estudiadas, pueden proveer a la tarea global de descolonización y a la concepción de formas alternativas de ser mujeres, hombres, humanos. Además de la prevalencia del punto de vista de la niña, el rasgo que distingue y hermana a las escritoras estudiadas en este libro es su reconocimiento de la polivalencia del cuerpo tanto en la formación individual como en la estructuración de lo social. La segunda rebelión co11. Al referirse al “vocabulario propio” creado por el pensamiento feminista caribeño, Eudine Barriteau (2012a) pone en evidencia las tendencias prevalentes en el mismo. Entre ellas cabe destacar el énfasis en la complicidad del patriarcado con las jerarquías raciales y de clase heredadas al colonialismo; un interés en el poder simbólico y social de las madres; la atención a las identidades transnacionales promovidas por la migración constante de las mujeres trabajadoras; el abordaje de la sexualidad y el erotismo como fuerzas sociales; y una preocupación simultánea por la masculinidad y la marginalización de los hombres en la región.
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mún a estas autoras consiste en la puesta en escena del cuerpo y del conflicto entre su vivencia y su valoración sociocultural como eje de la formación de la subjetividad femenina. Una constante inescapable a lo largo de este recorrido es la “violencia simbólica”, esa opresión estructural aunque intangible, ratificada por variedad de escenas de violencia física y sexual que acentúan la vulnerabilidad de niñas y adolescentes en culturas que se valen del control del cuerpo y la sexualidad para prevenir o suprimir la autonomía femenina. Capítulo a capítulo, La rebelión expone los mecanismos de sujeción contra los que se debaten las protagonistas, ilustrando las peripecias comunes a hacerse mujeres en el contexto hispano-caribeño, al igual que las estrategias por medio de las cuales niñas, adolescentes y mujeres combaten contra el imperativo social por su derecho a ser un cuerpo-sujeto autónomo. La presencia constante del deseo de autonomía, pese a la ubicuidad de la violencia, inspira no sólo el título de este libro sino también la reconsideración teórica de la relación entre los cuerpos, los sujetos y el poder que desarrollo en el primer capítulo del mismo. Narrar con los cuerpos y desde ellos cumple entre las escritoras elegidas una variedad de funciones. Palacios, García Ramis, Moreno, Buitrago y Santos Febres caracterizan la formación de sus protagonistas como un proceso corporal, problemático e inacabado: las niñas aprenden los roles de género, junto con jerarquías de raza, clase, edad y orientación sexual, a través de una coreografía de gestos y actos, a menudo violentos, destinados a adecuar sus cuerpos al comportamiento femenino “apropiado”. El cuerpo es asimismo instrumento y plataforma de los actos de rebeldía recreados por estas obras. Tocando, llorando, gritando –a través de sus sentidos y corporalidad– las niñas expresan el dolor y las satisfacciones que resultan de su lucha por articular deseos e identidades propias. En las historias de formación se evidencia la tensa coexistencia del cuerpo activo, cuyo emblema es el cuerpo infantil, escenario de las percepciones y acciones que permiten aprehender el mundo, y aliado del deseo y la curiosidad de la niña, por un lado. Por el otro, y en pugna constante con el primero, las escritoras denuncian la producción de un cuerpo objetivado, socialmente construido como apariencia, propiedad, receptáculo, significante vacío o carencia. El conflicto interno generado por esas dos versiones del
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cuerpo se intensifica durante la pubertad, dando lugar a una serie de imágenes de pérdida y duelo, así como al recrudecimiento de la violencia física y sexual sobre las adolescentes que reconocen o resisten formas más sutiles de control. La recurrencia y transversalidad de este conflicto en las novelas incluidas en este estudio indica que el proceso de feminización bajo la norma patriarcal se vale del desplazamiento del cuerpo-sujeto por el cuerpo-objeto como soporte de la feminidad “normal”, dando origen a una disociación entre la corporalidad y la identidad que obstaculiza la constitución de una subjetividad autónoma. Si bien los escenarios han cambiado y las técnicas de inscripción de la normatividad y las distinciones de género se han hecho más sofisticadas, la persistencia del conflictivo estatus social de los cuerpos femeninos sugiere asimismo que el gran desafío heredado por las mujeres del presente siglo es ya no sólo el de procurarse “un cuarto propio” –como clamara el famoso ensayo de Virginia Wolf– sino además el de hacerse de “un cuerpo propio”. La tercera de las rebeliones colectivas revisada en este libro consiste en el uso de la narración como recomposición de la identidad de la niña, y de la adulta, en la escritura. Escribir desde las percepciones y reacciones corporales de sus protagonistas constituye un mecanismo de legitimación de las voces narrativas, y de la autoridad de las escritoras mismas, estructurada sobre la base de una empatía o una identificación con la conciencia de sus protagonistas, que tiene a menudo matices autobiográficos. Abordando la escritura misma como ejercicio de “conciencia oposicional” (Sandoval 1991, 2000),12 mi interpretación se distingue tanto de las lecturas derrotistas sobre el proceso de subjetivación como de las que conciben el retorno a la niñez como 12. En su reivindicación de las prácticas de resistencia de las feministas de color, Chela Sandoval postula el concepto de “conciencia oposicional” como alternativa a la dicotomía entre poder y resistencia. Así denomina formas de agencia creativas, flexibles y móviles, a las cuales atribuye la capacidad para negar la primacía de cualquier ideología sobre la identidad y para promover formas estratégicas de subjetivación: “a tactical subjectivity with the capacity to de- and recenter, given the forms of power to be moved” (Sandoval 2000: 56-57; “una subjetividad táctica con la capacidad de descentrarse y recentrarse, según las formas de poder a mover”, traducción nuestra).
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nostalgia por la pureza, tendencias que han permeado la crítica sobre la literatura de formación en el Caribe y Latinoamérica. En contraste, mi análisis acentúa el poder renovador de la subjetividad que implica para las escritoras el retorno a la rebeldía infantil. Las historias estudiadas documentan un conflicto fundacional del “yo”. Por un lado, la escisión entre la experiencia activa del cuerpo y su objetivación social bajo parámetros patriarcales, y, por el otro, el imperativo de “olvidar” la condición corporal de la subjetividad en pro de una abstracción mental de uno mismo, ajustada a la conceptualización dominante de la identidad. Este conflicto, sin embargo, procura no sólo entenderse sino además resolverse por medio de la reestructuración de la identidad en la narrativa misma, que si bien supone un retroceso es también una apuesta hacia el futuro. Si, como señala Marianne Hirsch, los relatos de formación femeninos y/o feministas comprenden un impulso revisionista –reescribir el presente por medio de la revisión del pasado (1993: 107)– la recreación del cuerpo activo de la niña puede favorecer la reconstitución del ser de quien escribe y, eventualmente, de quien lee. En este movimiento se manifiesta tanto un ejercicio de agencia de la autora como un impulso de restitución de agencia a las niñas narradas y, ¿por qué no?, a las niñas reales que inspiran la ficción. Desde un enfoque transdisciplinar y feminista, teórico y empírico, mi análisis de los cuerpos infantiles disputa la colonización simbólica del cuerpo y la conciencia femenina por nociones de subjetividad e identidad que nos hacen leales al pasado, al histórico y al personal. La rebelión última registrada por este libro consiste, en consecuencia, en leer a las niñas no como pasado irrefutable del sujeto ni preludio de “la mujer” sino cual modelo de sujetos femeninos autónomos, destacando la relación con el cuerpo como vehículo potencial de una conciencia libre de la sujeción implícita en las nociones hegemónicas de ser y poder de origen colonial y patriarcal.
Re-articulando el cuerpo infantil En el primer capítulo, “Del cuerpo ‘apropiado’ al cuerpo ‘propio’: corporalidad, subjetividad y poder”, introduzco los ejes conceptuales que
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informan mi lectura de las niñas literarias. La caracterización de las protagonistas de La rebelión prefigura y excede las disquisiciones en torno a la relación entre el sujeto y el poder consolidadas en décadas recientes en el marco del pensamiento postestructuralista y el llamado “feminismo del cuerpo”. Las escritoras remiten la formación de la subjetividad a la materialización en los cuerpos de las niñas de una normatividad que, según la célebre conceptualización del poder contemporáneo de Michel Foucault, se aplica y reitera constantemente en la vida cotidiana por medio de una serie de “tecnologías” –fuerzas, prácticas, discursos– que, al “producir” y dar existencia social al sujeto, simultáneamente lo categorizan y adhieren a la identidad asociada con “su lugar” en la red de relaciones que constituyen ese poder. Al privilegiar cuerpos y experiencias femeninas, las autoras registran igualmente los efectos de la diferencia sexual, destacando la prevalencia y simultaneidad de las jerarquías de género y raza entre las fuerzas que enmarcan la definición y localización de niñas y mujeres en esa red. Para abordar esa diferencia, mi estudio recurre a revisiones feministas de las nociones de sujeto y poder planteadas por Michel Foucault, Pierre Bourdieu y Maurice Merleau-Ponty, entre otros. Trabajos como los de Luce Irigaray (2007 [1974], 2009 [1977], 2010 [1984]), Donna Haraway (1991, 1997), Judith Butler (1993, 1997, 1999), Elizabeth Grosz (1994, 1995, 1999), Rosi Braidotti (1994), Ann Balsamo (1996) y Lois McNay (2000) sustentan mi lectura del cuerpo como agente de la percepción y de la formación de la subjetividad como un proceso de “encarnación” –embodiment–, término acuñado por el “feminismo del cuerpo” para subrayar el énfasis en la regulación de las pulsiones y prácticas corporales de las “tecnologías del poder” contemporáneas. No obstante, la relación de las niñas con sus cuerpos recreada por las escritoras estudiadas rebasa las explicaciones ensayadas por la teoría postestructuralista y aun por el “feminismo del cuerpo”, dando cuenta de un deseo de autonomía previo a la producción del sujeto por el poder. Ahondando en las manifestaciones corporales y emocionales de agencia y resistencia entre estos personajes, mi análisis pone de relieve la inconsistencia entre la elocución de los cuerpos y la lógica de la dominación, llamando a reconsiderar la cuestión de la libertad más allá del paradigma dicotómico entre sujeción y resistencia.
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Las novelas de Antonia Palacios, Marvel Moreno, Fanny Buitrago, Magali García Ramis y Mayra Santos Febres, cuyo análisis desarrollo en los capítulos subsiguientes, abarcan seis décadas de escritura y retratan más de un siglo de historias femeninas de formación. Mi lectura enfatiza los eventos comunes a la vivencia de hacerse mujeres durante este período, que acogió transiciones fundamentales como la salida de las mujeres al espacio público y la transformación, aunque incompleta, de los modelos de género bajo el influjo de ideas y actitudes feministas. Palacios, García Ramis y Moreno ilustran la intensificación de las tensiones en torno a los cuerpos femeninos en el contexto de la errática modernización de las urbes del Caribe hispano –Caracas, San Juan, Barranquilla–. En el segundo capítulo, los aspectos en común en la niñez de las protagonistas de Ana Isabel, una niña decente (Palacios, 1949), ubicada en Caracas durante la primera década del siglo xx, y Felices días, tío Sergio (García Ramis, 1987), localizada en San Juan en los años cincuenta, permiten identificar los discursos y prácticas que, en medio de las mutaciones sociales y económicas de la primera mitad de este siglo, reinscribieron en la memoria corporal de niñas y mujeres las jerarquías de género, raza y clase heredadas del régimen colonial, cuya perdurabilidad en el contexto poscolonial y neocolonial es también comprobable entre las novelistas posteriores. Las últimas décadas del siglo se distinguieron, por su parte, por “the triumphal rise and recolonization of almost the entire globe by capitalism”13 (Mohanty 2003: 2). Las contradicciones implícitas en la imposición a las naciones latinoamericanas y caribeñas de los ideales individualistas y utilitaristas corolarios de esa empresa capitalista, pueden observarse en su expresión más cruda en el exponencial incremento de la violencia en todas las esferas sociales. Quizás no haya concreción más gráfica de los efectos agravados de la simultaneidad de opresiones sobre los cuerpos-sujetos femeninos contemporáneos que las imágenes recurrentes de tortura y desmembramiento que acompañan las violaciones y femicidios, con frecuencia de niñas y adolescentes, ocurridos en medio del persistente conflicto armado en Colombia 13. “el triunfante ascenso y recolonización de casi todo el globo por el capitalismo” (traducción nuestra).
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o los Estados postconflicto de Centroamérica, las pandillas políticas jamaiquinas, las guerras entre carteles mexicanos o el Haití posterremoto, si bien la diseminación de la violencia física y sexual como estrategia de control de las mujeres es un fenómeno que franquea clases, razas, religiones y fronteras nacionales. En el Caribe, la permisividad ante la violencia sexual es tal que cabe considerar este tipo de agresiones como “a regular or normal part of male sexual expressions and identity”14 (Kempadoo 2009: 3). En diciembre llegaban las brisas (Moreno, 1987), estudiada en el tercer capítulo, ofrece una singular genealogía del sustrato psicológico de las jerarquías patriarcales, de raza y de clase vigentes en el Caribe poscolonial, apuntando al rol fundacional de la violencia en su sostenimiento. Moreno remite además el recrudecimiento de la violencia contra los cuerpos femeninos durante la segunda mitad del siglo xx al tenso relevo del poder colonial –cuyo andamiaje ideológico y “moral” se resistía a ceder terreno– por las nuevas élites en las sociedades caribeñas. Las novelas de la colombiana Fanny Buitrago, que analizo en el cuarto capítulo, ratifican la pervivencia del sustrato colonial y su violencia en el contexto urbano de finales del siglo en el Caribe y otras regiones de Colombia. Pese a los avances que han hecho de las mujeres actores cada vez más visibles de participación social, sus cuerpos reaparecen en estos escenarios como objeto no sólo ya de apropiación, uso e intercambio al servicio de la economía patriarcal, sino además como objetos de consumo supeditados a una economía global de mercado. Nuestra señora de la noche (Santos Febres, 2006), localizada a principios del siglo xx durante la acelerada modernización del Puerto Rico neocolonial, refiere los orígenes tanto de la violencia sexual como de las prácticas de consumo de los cuerpos femeninos a la economía racial colonial. Si bien Buitrago y Santos Febres, a quien dedico el quinto capítulo, coinciden en conceder mayor agencia a sus protagonistas en la negociación de las condiciones y modelos disponibles para la formación de sus subjetividades e identidades, sus obras permiten observar el arraigo de la disociación interna requerida por la feminización 14. “una expresión regular o normal de la sexualidad e identidad masculinas” (traducción nuestra).
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patriarcal. Al documentar la evolución de un siglo de batalla por el “cuerpo propio” de niñas, adolescentes y mujeres caribeñas, mi estudio de estas novelas destaca sus aportes, aún vigentes y relevantes, para la creación de salidas colectivas a la dominación y a su violencia. El segundo capítulo, “Antonia Palacios y Magali García Ramis: de cómo se (de)forma una niña decente”, explora el mundo de dos niñas “malcriadas”, Ana Isabel Alcántara y Lidia Solís, protagonistas de Ana Isabel, una niña decente y Felices días, tío Sergio, ligadas por su explícita rebeldía contra las restricciones a su género que familiares, maestros, vecinos y sacerdotes se empeñan en inculcarles en nombre de la “decencia”. Al recrear la sanción social al “sensualismo” de Ana Isabel y a la “malacrianza” de Lidia, así como la furiosa resistencia de las niñas a renunciar al disfrute de sus cuerpos, Palacios y García Ramis cristalizan el conflicto medular de las protagonistas de La rebelión: la pugna interna entre la vivencia del “cuerpo propio”, agente y vehículo de su aprehensión del mundo, y el cuerpo “apropiado”, materialización del doloroso aprendizaje de los modelos que han restringido el rol de las mujeres a objetos del deseo y de la apropiación masculina.15 En este 15. En Beyond the Body Proper (2007), Margaret Lock y Judith Farquhar remiten a la prevalencia de un cuerpo “apropiado” las contradicciones que continúan permeando no sólo la valoración popular de los cuerpos sino las herramientas y categorías de análisis de la mayoría de las ciencias sociales: “This body proper, the unit that supports the individual from which societies are apparently assembled, has been treated as a skin-bounded, rights-bearing, communicating, experiencecollecting, biomechanical entity. Our common sense has attributed basic needs to this discrete body along with fixed gender characteristics. In law it has been seen as the only possible basis for the citizen’s responsibility to act and to choose. In the humanities it was long treated as the focus of an originary consciousness that is expressed in voice, image, and on. However contradictory this complex hybrid body may seem, its naturalness and normality tend to be reinforced by the operations of common knowledge and standard operating procedure in many contemporary spheres activity” (2007: 2; “Este cuerpo apropiado, la unidad que da soporte al individuo y a partir de la cual se ensamblan aparentemente las sociedades, ha sido tratado como una entidad limitada por la piel, depositaria de derechos, comunicante, recolectora de experiencias y biomecánica. Nuestro sentido común ha atribuido a este cuerpo necesidades básicas junto con características fijas de género. En la ley se le ha visto como la única base posible de la responsabilidad de los ciudadanos para actuar y elegir. En las humanidades fue
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capítulo introduzco los actores, instituciones y discursos que enmarcaron la formación de niñas y adolescentes durante la primera mitad del siglo xx en Latinoamérica y el Caribe, poniendo de relieve las prácticas que, al asignar sentido y valor a la experiencia corporal infantil, hicieron de la norma de género vigente un “estado de cuerpo” (Bourdieu 2007 [1980]: 111). Indago igualmente en la gama de respuestas que la conciencia corporal de las niñas contrapone a los parámetros patriarcales sobre la feminidad. Exponiendo y defendiendo la capacidad de juicio y pensamiento crítico que las niñas derivan de sus sentidos y sus relaciones intercorporales, las autoras subvierten las expectativas de ignorancia y docilidad requeridas en nombre de la “inocencia”. Ese primer gran mito sobre la niña es blanco común de la suspicacia de las escritoras estudiadas, quienes reconocen y denuncian la amenaza del mismo a la agencia y la autonomía femeninas.16 Las niñas de La rebelión saben, entienden y cuestionan con notoria lucidez el mundo natural y social que las rodea, si bien su criterio se ancla en la verdad de las sensaciones y las emociones. El choque entre la conciencia derivada de este saber y los significados socioculturales asignados a sus experiencias corporales y relaciones intersubjetivas, mediados por la moralidad y los imperativos sociales, es una de las primeras y fundamentales fuentes de dolor, trauma y debilitamiento de la estima propia que caracteriza el crecimiento, en particular el ingreso a la pubertad, de la mayoría de las protagonistas. largamente tratado como el centro de una conciencia originaria que se expresa en voz, imagen, etc. Pese a cuán contradictorio este cuerpo complejo e híbrido pueda parecer, su naturalidad y normalidad tienden a ser reforzadas por vía del sentido común y por los procedimientos en muchas esferas de actividad contemporáneas”, traducción nuestra). 16. En su exploración de la voz narrativa en escritoras contemporáneas, Renee R. Curry denuncia la desconfianza de las autoras hacia la equiparación de las niñas con la “inocencia”, fantasía cultural que demanda de las mismas “to be blameless, faultless, virtuous, spotless, pure of heart, irreproachable, unimpeachable, inculpable, chaste, guiltless, guileless, harmless, simple, naïve, unsophisticated, artless, unknowledgeable and free from responsibility” (1998: 96; “ser intachables, impecables, virtuosas, libres de mancha, puras de corazón, irreprochables, irrecusables, libres de culpa, castas, inocentes, inofensivas, simples, ingenuas, insofisticadas, cándidas, ignorantes y carentes de responsabilidad”, traducción nuestra).
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En su caracterización de la sensualidad de Ana Isabel y Lidia, Palacios y García Ramis prefiguran asimismo la consideración de las niñas como sujetos eróticos característica de todas las novelas estudiadas. Plasmado como el fruto de un deseo activo de sentir y conectarse, el “sensualismo” que las autoras adjudican a sus protagonistas subvierte la economía patriarcal del deseo y desvirtúa la construcción del deseo femenino como esencialmente pasivo, como el deseo de ser deseadas. Valga aclarar que lo que las niñas desean, según esta narrativa, dista mucho de las fantasías que proyectan sobre ellas los narradores y personajes de las citadas historias de amor de los escritores latinoamericanos. De hecho, un segundo tropiezo en común, igualmente traumático para las protagonistas, es el encuentro con la sexualización de sus cuerpos por parte de los adultos forzada por gestos y acciones que van desde la mirada hasta la violación. La experiencia de las niñas atestigua la incongruencia del lenguaje erótico infantil con el del adulto, así como la inherente desigualdad en el diálogo entre sus actores. De manera aún más problemática, las niñas evidencian la existencia de un deseo femenino de agencia, de libertad sobre sus acciones y movimientos, cuya expresión las convierte en blanco del ataque sistemático de su medio social por medio de sanciones constantes que incluyen el rechazo, la alienación y la agresión directa. La violenta represión de la agencia de niñas y mujeres sobre su corporalidad y sexualidad es objeto de la denuncia aguerrida de Marvel Moreno. La represión del deseo es también blanco de parodia a lo largo de la obra de Fanny Buitrago, a cuya recreación de la “pose” con la que las mujeres aprenden a camuflar su agencia volveré en el cuarto capítulo. El reconocimiento y la capitalización de la economía patriarcal del deseo es, finalmente, piedra angular en el proceso de emancipación de la protagonista de la novela de Mayra Santos Febres analizada en el capítulo final. En En diciembre llegaban las brisas, Marvel Moreno enfatiza el vínculo entre la “decencia” y la coerción de la sexualidad elucidado por Palacios y García Ramis desde una mirada a las respuestas inconscientes al control del cuerpo, que le permite ahondar en los pilares psíquicos de la construcción patriarcal de la sexualidad. Evaluando los paralelos entre En diciembre y revisiones feministas de la narrativa psicoanalítica, el tercer capítulo de La rebelión ofrece un recorrido crí-
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tico por el desarrollo psicosexual de las niñas y los más grandes mitos sobre el mismo: la “envidia del pene”, el “masoquismo” de la sexualidad femenina y la condición “fálica” del amor y el “poder” materno, entre otros. Objetando la naturalización de su sujeción, Moreno localiza en el origen de la identidad de sus protagonistas, el impacto psicológico de la violencia simbólica, física y sexual contra sus cuerpos. De este modo, la autora pone de relieve el pacto implícito entre el poder patriarcal y la violencia sexual. En este contexto, una vez más, la batalla por un deseo propio hace del cuerpo el blanco de la agresión que intenta contener a niñas, adolescentes y mujeres, y, a su vez, el instrumento de las rebeliones de sus protagonistas. En el cuarto capítulo exploro la evolución de los modelos de subjetividad disponibles para niñas, adolescentes y mujeres a lo largo de la excepcional trayectoria de Fanny Buitrago, desde su primera novela, El hostigante verano de los dioses (1963), hasta la más reciente de ellas, Bello animal (2002). Mi lectura se detiene en su recurrente caracterización de “mujeres-niñas”, que contrasto con estudios sobre la adolescencia femenina para adentrarme en los efectos de la ficción y los medios masivos en la construcción simbólica de la feminidad. Apuntando a la farsa, una vez más, tras la expectativa de la “inocencia” o tras el imperativo de la “belleza”, entre otros mitos en torno al cuerpo y la feminidad “apropiadas”, Buitrago parodia las distintas “poses” asumidas por las mujeres y expone los sutiles mecanismos que continúan garantizando, desde temprana edad, el control de sus cuerpos. La autora satiriza por igual a la virginal heroína del romanticismo, a la provocadora “Lolita”, a la independiente “mujer moderna” y a la perfecta mujer “posmoderna”, presa del mundo re-colonizado por los valores neoliberales y consumistas. De este modo, documenta la persistencia de la construcción pasiva del deseo femenino, y reclama la emancipación erótica, encarnada en las experiencias antinormativas del cuerpo que permiten a algunas de sus protagonistas desarmar el artificio patriarcal sobre sus identidades. Por medio de continuos gestos metaficcionales, Buitrago subraya además el poder de la literatura en la producción y desconstrucción de ese artificio, poder que ella misma pone a prueba en una de sus más recientes novelas, Señora de la miel, donde imagina una rebelión individual y colectiva anclada en una forma alternativa
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de goce, jocosamente contrapuesto al culto al “falo” que gobierna la sexualidad caribeña. A la agencia sobre el deseo propio remite también Mayra Santos Febres la fuerza por medio de la cual el más vulnerable de los individuos en la jerarquía social, una niña negra, pobre y huérfana, consigue convertirse en la legendaria Isabel La Negra, propietaria del más famoso emporio del placer de Puerto Rico, el Elizabeth’s Dancing Place. En el quinto capítulo recurro a la revisión de este personaje histórico en Nuestra señora de la noche (2006) para adentrarme en el sofisticado lenguaje de la sexualidad en la cultura popular caribeña y en las transacciones con el erotismo que han proliferado en la historia del Caribe. Mi análisis se sustenta en teorías de las feministas “de color” y caribeñas para iluminar las negociaciones con el deseo por medio de las cuales Isabel no sólo trasciende su situación como objeto y reclama agencia, sino que se convierte en mediadora y gestora de la de los otros. En este capítulo reviso igualmente los orígenes de esas negociaciones a la luz de las diferencias y los aportes que propone la visión afrodiaspórica en cuanto a conceptos fundamentales como el de familia, maternidad y sexualidad, y sus corolarios ideales de comunidad, nación y región. Remarco además los resortes y efectos de la naturalización del mito de la mujer negra como provocadora por excelencia, sexualmente disponible y pasiva. Si bien la protagonista subvierte a cabalidad estos mitos, controlando la accesibilidad a su cuerpo y priorizando sus deseos de independencia y poder económico, la novela deja irresuelto el dilema de las niñas explotadas por la Madama, resaltando la vulnerabilidad de las mismas y el riesgo que suponen los ideales de ascenso social y acumulación de capital para una propuesta feminista y humanista. La condición encarnada que las escritoras estudiadas atribuyen al proceso de hacerse mujeres y el uso del cuerpo como sitio de resistencia son características comunes en variedad de autoras contemporáneas del Gran Caribe y su diáspora. En diálogo con la crítica sobre estas autoras y estudios sobre el rol social de los cuerpos y la sexualidad en el Caribe como los de Jacqui Alexander (1994, 1997, 2006), Ángel Quintero Rivera (1996, 2009), Kamala Kempadoo (1999, 2004, 2009) y Mimi Sheller (2002, 2008, 2012), en el capítulo final sinteti-
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zo las manifestaciones e implicaciones de la excepcional “conciencia del cuerpo” manifiesta por las escritoras mismas e introduzco los factores culturales que dieron lugar a su emergencia. La abundante y polifacética expresión del cuerpo como tropo, escenario y agente en variedad de fenómenos culturales y artísticos, además de en la literatura regional, sustenta mi teoría de la prevalencia entre caribeños y caribeñas de una singular conciencia de la polivalencia de los cuerpos y su relación con el poder. Esta teoría responde a su vez a mi experiencia en común con las escritoras aquí analizadas: haberme formado como mujer en el Caribe hispano. Aunque esta conciencia no puede considerarse exclusiva del Caribe, puede verse exacerbada debido a la violenta apropiación de los cuerpos y a la prohibición de la palabra por las políticas coloniales en la región. La persistencia de la compleja cultura de resistencia corporal a la que dieron origen estas políticas inspira el énfasis en la “rebelión” de mi análisis. La rebelión emula el gesto revisionista del pasado entre las autoras elegidas para pensar el futuro de la propuesta feminista de emancipación del sujeto. Las protagonistas estudiadas revelan, por una parte, que pese a la desmemoria de las adultas, las niñas han deseado siempre libertad y han luchado por ella. Demuestran también que no habrá liberación posible, individual ni colectiva, si no somos capaces, como señala Greene, de proteger sin devaluar a nuestros niños y niñas, de entenderlos como sujetos y agentes de deseo. Al centro de la tergiversación neoliberal del sueño feminista de realización personal de las mujeres, en principio un sueño colectivo y humanista, las escritoras caribeñas sitúan la colonización del deseo. Ya no sólo la tergiversación del deseo de conexión y contacto y la apropiación de la agencia femenina sobre la sexualidad sino, más recientemente, la sustitución de los deseos de agencia y autonomía característicos de la experiencia infantil por deseos materiales producidos por la cultura de consumo, el arma imperialista más efectiva de nuestros tiempos. Volver a la niña es reconectarnos con la fuerza primaria del deseo, proveniente de la relación orgánica con su cuerpo expuesto al mundo, su primer motor y vehículo, poroso ante la presencia material y la energía del entorno natural y de los otros, permeable al dolor y al goce, maleable y abierto hacia el futuro.
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1. Entre el cuerpo “apropiado” y el cuerpo “propio”: corporalidad, subjetividad y poder
El problema político, ético, social y filosófico de nuestros tiempos no es tratar de liberar al individuo del Estado y sus instituciones sino liberarnos del Estado y del tipo de individuación vinculada con el mismo. Debemos fomentar nuevas formas de subjetividad mediante el rechazo del tipo de individualidad que se nos ha impuesto durante varios siglos
(Foucault 1988: 11).
Pensar el poder desde el cuerpo La segunda mitad del siglo xx fue escenario del intensivo cuestionamiento empírico e intelectual del poder y de las distinciones jerárquicas en las que se sostienen sus estructuras hegemónicas. Fue una era de
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protestas y revoluciones sociales, de liberaciones más o menos contenciosas y perentorias de las colonias remanentes en el mundo “en desarrollo” y de grandes batallas por los derechos y oportunidades de minorías raciales y sexuales, aun en el interior del mundo “desarrollado”. En el caso de Latinoamérica y del Caribe, fue también una época de intensificación de los conflictos y las confrontaciones violentas tanto por la soberanía ante la intervención de viejos y nuevos imperios como por la distribución de recursos y derechos en naciones desgarradas por la desigualdad. Variedad de movimientos sociales, culturales, políticos y armados, revelaron y disputaron la reconfiguración de las jerarquías coloniales mal disimulada por las democracias formales que instituyeron los Estados-nación latinoamericanos y caribeños. Pese a la aparente estabilidad política alcanzada –a menudo a fuerza de represión– a finales del siglo, pese a las promesas estatales y corporativas de progreso y al estupor colectivo ante el apoteósico salto tecnológico que transformó la experiencia de vivir en el mundo, voces disidentes continuaron subrayando la consonancia de la denominada “condición posmoderna” con los objetivos neoimperialistas del capitalismo transnacional durante la transición al nuevo milenio. Décadas de rebeliones fallidas, incompletas o viciadas constataron la reticencia a la emancipación colectiva tanto de las estructuras sociales como de los sujetos mismos. La “democratización de la opresión” (Sandoval 2000: 51) –esa ubicua penetración de las conciencias requerida para transformar en consumidores tanto a los tradicionalmente subyugados como a los ciudadanos burgueses del “Primer mundo”– contribuyó asimismo a un desplazamiento en los estudios y la conceptualización del poder. Preocupados por entender tanto el funcionamiento de las fuerzas y relaciones que han sostenido las configuraciones hegemónicas del mismo como la complicidad del individuo con esas fuerzas, investigadores de campos diversos se preguntan cómo “descolonizar” a un sujeto que, según el consenso de las ciencias humanas y sociales, surge del poder y es producto del mismo. Las tácticas puestas en práctica por los sujetos explotados contra el dominio patriarcal y colonial cumplen una función polivalente de cara a este propósito. Por una parte, vienen a demostrar que, pese al esfuerzo monumental de la empresa capitalista de someter y borrar los remanentes
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de otras formas de ser, entender el mundo y vivir en él, subsistieron concepciones alternativas y, con ellas, sigue vigente la aspiración a formas más equitativas de coexistencia. Como sugiere María Lugones, la resistencia es inherente a la tensión entre esos múltiples sentidos y realidades, y reside en los intersticios resultantes del choque entre mundos “intertwined semantically and materially, [each] with a logic that is sufficiently self-coherent and sufficiently in contradiction with others to constitute an alternative construction of the social”1 (Lugones 2003: 20-21). En este contexto, el conocimiento, las habilidades y métodos desarrollados para resistir y conciliar las identidades fragmentadas de aquellos marginalizados por las categorías sociales del orden moderno, ofrecen, como sugiere Chela Sandoval, “the most efficient and sophisticated means by which all peoples trapped as inside-outsiders in the rationality of postmodern social order can confront and retextualize consciousness into new forms of citizenship/ subjectivity”2 (2000: 36). En La rebelión de las niñas exploro las claves para esa “re-textualización de la conciencia” que emergen de las batallas por la autonomía plasmadas en los cuerpos de los personajes de niñas, adolescentes y mujeres en escritoras del Caribe. Haciendo eco de la propuesta de pensadoras poscoloniales y decoloniales, examino la resistencia codificada en las prácticas de la memoria con que la literatura, entre otros discursos no oficiales, responden a los vacíos, fisuras y silencios de la historiografía y las narrativas hegemónicas (Mohanty 1991; Pérez 1999). Me concentro, sin embargo, en el registro gestual de esas prácticas y en la capacidad del cuerpo escrito para recrear la memoria del sujeto individual y colectivo. Las experiencias de las niñas en la ficción de escritoras sugieren que las resistencias capaces de promover nuevas 1.
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“semántica y materialmente entrelazados, [cada uno] con una lógica que es lo suficientemente coherente en sí misma y lo suficientemente en contradicción con otras para constituir una construcción alternativa de lo social” (traducción nuestra). “los medios más eficientes y sofisticados para que todas las personas atrapadas como extraños-internos en la racionalidad del orden social posmoderno puedan afrontar y retextualizar la conciencia hacia nuevas formas de ciudadanía y subjetividad” (traducción nuestra).
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formas de conciencia pueden hallarse en prácticas encarnadas –motrices, sexuales, emocionales y espirituales– que preceden y exceden el ámbito de la racionalidad. En este libro propongo que la subjetividad de la niña atestigua la existencia de esas otras formas de conciencia en el “origen” del sujeto, dando cuenta de la precedencia de un deseo de libertad anterior y coexistente con la sujeción o la “producción” del sujeto por el poder. La toma de conciencia de la “conciencia del cuerpo” es, en consecuencia, una estrategia fundamental para desarticular la dominación psicosocial del sujeto. Tras una larga historia de ostracismo contra la materialidad del ser humano, la reconsideración contemporánea del poder ha devuelto protagonismo al cuerpo. Una creciente atención a la historia privada de lo social y del individuo mismo vendría a legitimar las reclamaciones de las teorías feministas y, más recientemente, de los estudios poscoloniales, que coinciden en localizar en el sometimiento del cuerpo a la racionalidad uno de los mecanismos más efectivos y violentos del poder hegemónico. La definición del Sujeto moderno, anclada en la supresión de todo impulso “natural” en pro de la elevación del alma o de la razón, según defendieron respectivamente la moral judeocristiana y el dualismo cartesiano, requiere de la voluntad y capacidad para dominar los propios instintos como prueba de la “humanidad” del individuo. En esta capacidad se justificó el “derecho” del Sujeto –blanco, europeo, hombre– para apropiar y explotar la tierra, sus recursos, la vida no humana y a todos aquellos identificados como cuerpos “salvajes” o incapaces de racionalidad: mujeres, indígenas, negros y las “masas”. Los trabajos de Michel Foucault y Pierre Bourdieu han sido particularmente influyentes en la reconsideración contemporánea de los cuerpos, su relación con el sujeto y el poder. Foucault y Bourdieu coinciden en destacar, por un lado, el rol del entrenamiento de los impulsos, posturas, desplazamientos y relaciones entre los cuerpos en la formación tanto del individuo como del cuerpo social. Por otro lado, ambos resaltan el papel del saber sobre los cuerpos, su estudio, clasificación e intervención material y discursiva en el sostenimiento de las posiciones y relaciones de poder, ancladas más que en la actuación voluntaria de los individuos, en su respuesta prerreflexiva a una normati-
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vidad archivada y activada por sus cuerpos. Foucault caracteriza el poder contemporáneo por su condición disciplinar, enfatizando la dependencia de este tipo de poder de la aquiescencia de los individuos mismos a su sujeción (1976 [1975]). Inscrito en el cuerpo a través de las llamadas “tecnologías” del poder, éste “se ejerce sobre la vida cotidiana inmediata, clasifica a los individuos en categorías, los designa por su propia individualidad, los ata a su propia identidad, les impone una ley de verdad que deben reconocer y que los otros deben reconocer en ellos” (Foucault 1988: 7). Es, en suma, un poder que “transforma a los individuos en sujetos” haciendo posible en un evento simultáneo e indisociable, la subyugación de los mismos, “sometido[s] a otro a través del control y la dependencia y atado[s] a su propia identidad por la conciencia o el conocimiento” (Foucault 1988: 7). En una caracterización afín, Pierre Bourdieu atribuye la conformidad de los sujetos con “su lugar” en el mapa social y la continuidad del orden establecido a una “violencia simbólica”, “invisible para sus propias víctimas, que se ejerce esencialmente a través de los caminos puramente simbólicos de la comunicación y del conocimiento o, más exactamente, del desconocimiento, del reconocimiento o, en último término, del sentimiento” (Bourdieu 2000 [1998]: 11-12). Aplicaciones de estas teorías a la historia de los Estados nacionales en Latinoamérica y el Caribe documentan cómo la producción de cuerpos y sujetos “apropiados” jugó un papel fundamental en la formación de los mismos, en cuyos parámetros de identidad y ciudadanía se reimplantaron las jerarquías raciales y de género de origen colonial. Como señala Beatriz González Stephan, la “política sistemática del castigo corporal tanto en el ámbito público como en el privado”, expresión emblemática del poder ejercido por gobernadores, encomenderos, inquisidores, capataces y hacendados sobre indios, negros, mulatos, esclavos y cimarrones, fue reemplazada en la transición al orden moderno por formas más sutiles de control del cuerpo. Entre ellas, González Stephan destaca el dominio de la palabra escrita sobre los cuerpos, subrayando cómo textos fundacionales como las constituciones, las gramáticas, los manuales, e incluso la literatura canónica, “constituyeron a través de sus leyes y normas un campo policial de vigilancia y ortopedia que captaba e inmovilizaba al ciudadano” (1999:
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84). Destinado a contener, reprimir o marginalizar por medio de la ley, la disciplina y los modales, la “vitalidad gratuita y explosiva” propia de sectores populares asimilados a la “barbarie”, “la expresión desinhibida de la sexualidad, de la gestualidad corporal, la sensualidad, el desenfreno, la gritería, la risa: en fin, una sensibilidad poco dada a la contención de toda clase de pulsiones” (González Stephan 1999: 77-78), el gobierno de la letra permitió a la nueva clase dominante reinventarse y afirmarse pese a la dudosa legitimidad de sus orígenes y su propia mezcla racial, deteniendo a su vez el potencial ascenso social de agentes “indeseados”. Sin embargo, concluye la autora, “el cuerpo de leyes” no logró eliminar ni regular completamente “la violencia de las pasiones, la soltura de los cuerpos y lenguajes… Más bien habría que pensar en una tensión y si acaso lucha no siempre cómodamente resuelta entre los universos postulados por la escritura reguladora y la dinámica de la realidad” (González Stephan 1999: 85). Versiones posteriores de la “urbanidad”, cuyo carácter biopolítico y espíritu antipopular resumieron los manuales de etiqueta, eventualmente reemplazarían el fundamento moral de la ciudadanía para fortalecer componentes pragmáticos y utilitarios del control del cuerpo, enfatizando elementos de la cultura física como el deber de la higiene, de mantener un cuerpo sano y de velar por su capacidad productiva y sensitiva (Pedraza Gómez 2004: 12), que continúan siendo marcadores por excelencia de la civilidad hoy en día. En el caso de las mujeres, el imperativo de velar por la capacidad reproductiva de sus cuerpos y el control de las condiciones de esa reproducción, aun acompañado de fuertes connotaciones morales, sigue siendo aspecto central de su acceso a la ciudadanía plena. Ya en el paso del siglo pasado al presente, el proceso de pensar el eje material del sujeto y del orden social coincidió con el desnudo literal y metafórico de los cuerpos en la era global. En ningún momento de la historia de Occidente los cuerpos humanos habían sido tan cercanamente observados, analizados y modificados, con propósitos científicos, médicos, tecnológicos o estéticos. Es, en consecuencia, hoy aún más relevante que nunca observar la relación advertida por Foucault y Bourdieu entre saber y poder sobre los cuerpos, entender y contrarrestar su papel en la producción de los sujetos. Las políticas del
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cuerpo implícitas en la constante manipulación, rediseño y adecuación de su apariencia, habilidades, relaciones y respuestas al medio, a través de tecnologías cotidianas y desde variedad de disciplinas científicas, llaman a cuestionar hasta qué punto se ha transformado su estatus como ancestral antagonista y objeto de control de la razón: ¿asistimos a un renacimiento del cuerpo o al esplendor de su regulación disciplinar? En la intrincada historia entre el cuerpo escrito y el material, y entre el cuerpo individual y el nacional, sobresale inequívoca la connivencia del afán de dominio en lo social con el afán de dominio en lo íntimo, tanto en las relaciones interpersonales y afectivas como en las relaciones del sujeto consigo mismo. No sólo, siguiendo el precepto feminista, lo personal es y se ha hecho cada vez más visiblemente político, sino que lo político ha revelado su carácter íntimo y personal. Entender la relación entre el cuerpo, el sujeto y el poder es una tarea insoslayable para reconocer y explicar las dinámicas que han facilitado la permanencia de relaciones desiguales a todos los niveles de la experiencia humana. Lo es también para reformular, de cara a futuros posibles, asuntos cruciales para el individuo como la autonomía y la libertad, así como sus conexiones con los otros y sus relaciones afectivas, tan a menudo amalgamadas con relaciones de control y dominio. Al atestiguar la realidad desde el mundo íntimo, las escritoras ofrecen un puntal a las investigaciones en torno a estéticas y prácticas de resistencia y a las reclamaciones políticas que han hecho y siguen haciendo la crítica subalterna, los estudios culturales, las teorías poscoloniales y el pensamiento descolonizador, la crítica feminista y los estudios queer, entre otros desafíos recientes al poder ejercido por el saber. Desde su cuestionamiento de la condición patriarcal concomitante con los arreglos coloniales y neoliberales del poder, las escritoras contribuyen además a otros de los objetivos comunes de estas corrientes académicas y políticas, entre ellos, hacer patente la existencia de otras identidades posibles, promover la formación de subjetividades no subsumidas por el poder, reconocer y fomentar formas de coexistencia más justas y sostenibles. El pensamiento de Michel Foucault ofrece a esta tarea una visión policéntrica del poder, capaz de contemplar tanto la ubicua distribu-
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ción e interconexión de fuerzas materiales y simbólicas como las concentraciones nodales de esas fuerzas que permiten la solidificación de instituciones e ideologías hegemónicas. No obstante, y aun cuando Foucault mismo postula la resistencia como condición implícita de la relación entre el sujeto y el poder, la tendencia dominante tanto en sus propias investigaciones como entre las de sus seguidores ha sido la de conceder limitada agencia al sujeto y concebir el cuerpo como el polo “dócil” del mismo. Entre las distorsiones frecuentes que han perpetuado a nivel simbólico la objetivación del cuerpo y la atribución de la sujeción del individuo a su “docilidad”, se destacan la propensión a aislar el primero de su contexto social y de sus relaciones con otros cuerpos, y la “antipatía hacia la carne” que lleva a privilegiar su conceptualización sobre su consideración como ente material (Turner 1994: 28). Tanto la primacía de la mente como la alienación del cuerpo persisten no sólo en la discusión sobre el sujeto y el poder sino en el mundo académico en general, dominado por el ejercicio desencarnado de sujetos hiperracionales que seguimos entendiéndonos a nosotros mismos no siendo sino estando en un cuerpo. En la base de estas tendencias es posible localizar, por un lado, el paradigma dicotómico que continúa marcando la comprensión de las relaciones entre los sujetos y el poder social, según el cual se distingue a los autónomos de los enajenados y se reduce a la confrontación directa la capacidad del sujeto de resistir ese poder.3 Las teorías feministas y los estudios del Caribe, de cuya coalición se vale este trabajo, ofrecen variedad de alternativas a este paradigma de resistencia, a las 3.
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Denunciando la tendencia “epistémica” a ver el comportamiento humano como oprimido ó resistente, María Lugones hace énfasis en la coexistencia de estas fuerzas tanto en lo social como al interior del individuo mismo. Dado que las lógicas de la opresión y de la resistencia atraviesan todos sus movimientos, interacciones, deseos e intenciones, una misma persona puede actuar de formas resistentes y oprimidas e incluso ser entendida de diferentes maneras por distintos sectores sociales. Es la tensión entre las percepciones producidas por cada una de estas lógicas, igualmente entrelazadas aunque aparentemente antagónicas en el ámbito social, lo que hace difícil reconocer su coexistencia: “If you see oppression, you tend not to see resistance” (2003: 13; “si ves opresión, tiendes a no ver resistencia”, traducción nuestra) y viceversa.
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cuales retornaré a lo largo de mi análisis. Incluso en estos campos, una tendencia aún más común y menos cuestionada, sigue siendo la de atribuir la resistencia al dominio exclusivo de la mente y la acción “consciente”. La premisa implícita de que el sujeto capaz de resistir lo hace desde la voluntad racional niega la condición del cuerpo como agente creativo y capaz de autodeterminación, reduciendo la complejidad de la experiencia y la variedad de prácticas con las que los seres humanos han negociado su libertad al paradigma excluyente y soberbio de la razón. Ahora bien, si el poder mismo se sostiene en comportamientos pre o pararracionales, ¿tienen la resistencia o la emancipación que pasar por la racionalidad? o ¿es posible ejercer una libertad que no obedezca al privilegio del discurso que tanta complicidad le ha prestado al estatuto colonial y patriarcal? Con este libro me aúno a los esfuerzos teóricos de identificar formas alternativas de saber, actuar y ejercer autonomía, desde el cuerpo, concebido como centro de las sensaciones, emociones y experiencias íntimas y colectivas que dan lugar al pensamiento y la acción. Intento asimismo reformular la relación entre poder y sujeto desde un paradigma alternativo, más allá de la lógica dicotómica del primero. El problema central de mi estudio es ¿cómo imaginar formas de agencia y movernos hacia nociones de subjetividad que honren la complejidad del sujeto racional en relación con –y no en oposición a– sus dimensiones materiales, emocionales y espirituales? Y, más aún, ¿cómo pensar y dar cuenta de lo humano, sin reducirlo al sujeto creado en o por el poder? En este primer capítulo esbozo el proceso de reflexión e investigación que ha dado lugar a mi abordaje de la cuestión del poder, en particular de la condición patriarcal del poder hegemónico en las sociedades hispanocaribeñas. Aunque documento mis deudas a fuentes teóricas específicas, mi lectura resulta de la conversación constante con colegas en más disciplinas de las que registro aquí, al igual que con amigas, amigos, conocidos, escritores, artistas y gente común, en variedad de contextos caribeños y no caribeños. Mi estudio dialoga asimismo con trabajos transdisciplinares que han puesto en evidencia el potencial epistemológico, ético y político de considerar los cuerpos como agentes. Entre los elementos en común con estos estudios, cabe
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destacar el énfasis en la materialidad y la actividad de los cuerpos, así como su localización en contextos histórico-sociales específicos. Más que en las “políticas del cuerpo”, dichos estudios indagan en las prácticas corporales como encarnaciones de lo social, explorando zonas de la experiencia humana tradicionalmente subordinadas en la categorización del saber: las emociones, la sexualidad y la espiritualidad. Para la crítica literaria, esta perspectiva supone desplazar la atención de los mecanismos de representación hacia la materialidad recreada en el texto y por la escritura, concebir la escritura y la lectura como prácticas encarnadas, es decir, contemplar las consonancias entre vida y ficción y aventurarse a contemplar los potenciales efectos de esta última sobre cuerpos y sujetos reales. Mi enfoque responde, en primer lugar, a las tácticas por medio de las cuales las autoras mismas construyen, (re)posicionan y ponen en escena la diferencia y el exceso frente a la normatividad en la experiencia de las niñas, tácticas en las que el cuerpo es un ente discursivo fundamental. Las historias estudiadas objetan la apropiación simbólica de la sexualidad de la niña, su silenciamiento textual y su correlato empírico por medio de una reafirmación de la condición activa del cuerpo y la subjetividad de sus protagonistas. El cuerpo infantil aparece como el centro de una subjetividad que no se disculpa por su condición corpórea. Inspirada en estas imágenes, y en contraste con la creencia común en la presubjetividad de niños y niñas, en este libro propongo leer a las niñas como sujetos, más aún, como modelo de subjetividades posibles, menos escindidas y más autónomas si bien profundamente intersubjetivas. El aquí propuesto es, en segundo lugar, un recorrido impulsado y guiado por mis conciencias múltiples. Como he explicado en la introducción, el “descubrimiento” de las niñas textuales fue catapultado por una experiencia encarnada de lectura: el llanto suscitado por la súbita comprensión de la opresión y la invisibilidad de América Vicuña durante la relectura de El amor en los tiempos del cólera de Gabriel García Márquez. Este libro surgió además tanto de la experiencia en carne propia de crecer como mujer en el Caribe, como de la “toma de conciencia” de la poliglotía y polisemia corporal del mundo popular caribeño, proceso detonado no sólo por mi “despertar” feminista sino
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también por la experiencia de “extrañamiento” provocada por la emigración. A la experiencia continua de verme atrapada en los malentendidos del lenguaje corporal fuera del Caribe debo el reconocimiento de la especificidad cultural del uso y la lectura de los cuerpos, así como el desplazamiento hacia la corporalidad en mi indagación en la formación de las subjetividades e identidades femeninas. El resultado de esta reflexión es la convicción de que el cuerpo es capaz de comunicar y crear, dentro y más allá de los límites propuestos por su apropiación empírica y discursiva, dentro y fuera de los parámetros de lo racional. El que sigue es el testimonio de mi recorrido en curso en busca del saber “letrado” que me permita no sólo legitimar esa convicción sino articular mi defensa del valor epistemológico y ontológico de la experiencia corporal.
El cuerpo como sujeto …O how I long to place my foot on the head of anthropology to swig my breasts in the face of history to scrub my back with the dogma of theology to put my soap in the slimming industry’s profitsome spoke…4 (Nichols 1984: 15)
La reivindicación de la corporalidad en la experiencia y la formación del sujeto durante el último medio siglo tiene como antecedente a menudo obviado el cuestionamiento de las pensadoras feministas a la primacía de la racionalidad patriarcal en la organización del conocimiento y de lo social: desde su ataque a las jerarquías implícitas en la 4.
“Oh cómo añoro ponerle el pie / en la cabeza a la antropología / tragarme mis pechos en plena cara de la historia / fregar mi espalda con el dogma de la teología / poner mi jabón / en el adelgazante para beneficio / industrial-que algunos hablan…” (traducción nuestra).
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distinción entre lo masculino y lo femenino –naturaleza y cultura, actividad y pasividad, razón y emoción, mente y cuerpo– hasta su énfasis en el género como encarnación de lo social o “construcción híbrida de materialidad y discurso” (Balsamo 1996: 12). En palabras de Margaret Lock y Judith Farquhar, “it was feminist scholars who perhaps most powerfully in the twentieth century forced a political anthropology of the body”5 (2007: 26). No obstante, la relación de las teorías y prácticas feministas con el cuerpo no ha sido idílica. La vertiente marxista del feminismo de la segunda ola lo concibió como el obstáculo a superar para probar la capacidad de las mujeres para ser más de lo que dictaba su “naturaleza”. Las reivindicaciones de los cuerpos en las corrientes posteriores estuvieron, por su parte, marcadas por el empeño en encontrar el rasgo y la causa común a “la” mujer del “feminismo cultural” y por la reducción de los sujetos a entes discursivos operada bajo la influencia del postestructuralismo y el deconstruccionismo (Alcoff 1989: 1-18). Tanto el esencialismo del primero como la amenaza que la abstracción teórica del segundo supone contra el reconocimiento de las mujeres como sujetos y colectividad política, han sido duramente cuestionados por el feminismo “de color”. Localizando la problemática del género y la sexualidad en el contexto de una matriz de opresiones en intersección (Collins 2009 [1990]) –en función de la clase, raza, etnicidad, orientación sexual o religiosa– las pensadoras afroamericanas, Latinas y Chicanas, reclamaron y conceptualizaron un “tercer espacio feminista”, factor común de la “conciencia híbrida” o “mestiza” concebida por Gloria Anzaldúa (2007 [1987]), el “imaginario decolonial” definido por Emma Pérez (1999), la “conciencia oposicional” recreada por Chela Sandoval (1991, 2000) o el “peregrinaje” acuñado por María Lugones (2003), entre otras formas alternativas de pensar la relación entre sujeto y poder, y la historia social de esta relación. Su denuncia no sólo de la hegemonía masculina sino de la resistencia del feminismo blanco y de clase media a considerar otras formas de desigualdad, resonaría con los reclamos de las feministas “poscoloniales” y del “Tercer mundo”, voceras de ideas y prácticas de 5.
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“fueron las estudiosas feministas quienes quizás más poderosamente en el siglo xx forzaron una antropología política del cuerpo” (traducción nuestra).
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oposición tanto a la opresión patriarcal como a las formas de sujeción promovidas por la agenda neoliberal y capitalista global. La lucha por mejorar las condiciones materiales y por adquirir el poder simbólico que explique y cuestione la opresión de género y facilite la formación de sujetos autónomos sigue siendo una preocupación común a todas estas vertientes feministas. Al volcarse hacia el eje material de la experiencia de hacerse mujeres, el llamado “feminismo del cuerpo” constituye una alternativa y una herramienta para revisar y combinar, más allá de los antagonismos, corrientes feministas anteriores y contemporáneas. Las teorías del sujeto “corpóreo” o “encarnado” –the embodied subject– ofrecen, entre otras ventajas, una extensa y ecléctica revisión crítica de la conceptualización de la subjetividad en la filosofía occidental y las ciencias sociales, la más completa reformulación del proceso de formación de los sujetos femeninos, así como sugerentes aportes al reconocimiento y la imaginación de formas contrahegemónicas de subjetividad. Pese a las diferencias entre sí, el énfasis en la materialidad común a filósofas como Susan Bordo (1989, 1993), Donna Haraway (1991, 1997), Judith Butler (1993, 1997, 1999) y Elizabeth Grosz (1994, 1995, 1999), permite localizar el cuerpo como escenario y producto de la constitución mutua de fuerzas simbólicas y empíricas, y delinea al sujeto y su identidad como entes en proceso constante de formación, a partir de una sustancia dinámica y permeable. Según resume Rosi Braidotti, las feministas del cuerpo work along the lines of a multiplicity of variables of definition of female subjectivity: race, class, age, sexual preference, and or lifestyles count as major axes of identity. They are radically materialistic in that they stress the concrete, “situated” conditions that structure subjectivity, but they also innovate on the classical notion of materialism, because they redefine female subjectivity in terms of a process-network of simultaneous power formations… emphasiz[ing] the situated, specific, embodied nature of the feminist subject, while rejecting biological or psychic essentialism6 (1994: 98-99). 6.
“trabajan en la línea de una multiplicidad de variables que definen la subjetividad femenina: raza, clase, edad, preferencia sexual o estilos de vida son considerados ejes principales de la identidad. Son radicalmente materialistas en tanto
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Lois McNay destaca además la flexibilidad ante la norma de género y el potencial para concebir la agencia provistos por el énfasis en el cuerpo no como el otro de la subjetividad sino como la “frontera mutable”, el punto de encuentro entre un interior y un exterior que si bien se constituyen mutuamente, no pueden reducirse el uno al otro (2000: 32-33). Además de recurrir a ideas específicas de las pensadoras citadas, mi análisis emula su enfoque interdisciplinar, su eclecticismo y apropiación crítica de la producción en torno al Sujeto en escuelas teóricas que incluyen la fenomenología, el postestructuralismo, la hermenéutica y el psicoanálisis. No obstante, La rebelión retoma el énfasis en la localización de las mujeres en situaciones socioeconómicas y culturales concretas argumentado y practicado por el feminismo del “Tercer mundo”, con el cual comparto la preocupación por la simultaneidad de opresiones operada contra hombres y mujeres por la combinación de las ideologías patriarcales con el neoliberalismo, al igual que su “ética del compromiso” con el bienestar colectivo (Barriteau 2013). En Volatile Bodies, Elizabeth Grosz esboza los parámetros del estudio del sujeto en el contexto del feminismo del cuerpo. Su modelo, que construye a partir de la revisión crítica de autores como Maurice Merleau-Ponty, Michel Foucault, Sigmund Freud, Jacques Lacan, Gilles Deleuze y Félix Guattari, toma de la física la figura de la tira de Moebious para sintetizar –en su torsión de adentro hacia afuera y de afuera hacia adentro simultáneamente en tres dimensiones– su conceptualización del sujeto como efecto de la intervención mutua de cuerpo y mente y de psique y sociedad. Las premisas generales de esta propuesta teórica pueden resumirse de la siguiente manera: cualquier investigación de la subjetividad debe concebir una corporalidad psíquica y un materialismo más allá de lo físico, ya que insisten en la condición concreta y en ‘situación’ que estructura la subjetividad, pero también innovan en relación con la noción clásica del materialismo, porque redefinen la subjetividad femenina en términos de una red de procesos simultáneos de formación de poder… enfatizando la naturaleza encarnada, específica y situada del sujeto feminista y rechazando el esencialismo biológico o psíquico” (traducción nuestra).
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que el cuerpo no es naturaleza dada o previa al sujeto, sino el producto de la intervención cultural de la materia, un espacio de producción de lo social y lo político. En consecuencia, para estudiarlo son necesarias metáforas y métodos que diluyan las fronteras entre sujeto y objeto, reconociendo la interacción entre las dimensiones físicas, psíquicas y sociales del ser encarnado. Entre los más audaces y conocidos ejercicios de imaginar esta interacción cabe destacar la concepción del sujeto contemporáneo como cyborg, acuñada por Donna Haraway (1991) en su consideración de las posibilidades sugeridas por la creciente permeabilidad de los cuerpos a la intervención y modificación científica y tecnológica. Por otra parte, continúa Grosz, el estudio de los cuerpos requiere de la consideración de al menos dos tipos de cuerpo, diferenciados por su género, aspecto transversal de su formación que afecta todas las funciones de los sujetos, su percepción de sí mismos y su posición social. Cuestionando la ceguera ante la diferencia sexual que aqueja a la filosofía y ampliando consideraciones feministas previas, Grosz enfatiza el rol del género no como fenómeno cultural agregado o derivado de la naturaleza del cuerpo sino como condición de posibilidad que da lugar a la materialidad misma del sujeto. El análisis de los cuerpos debe además combatir la primacía de un tipo de cuerpo, partiendo de un campo abierto, discontinuo y heterogéneo que ha de dar cabida a las especificidades, a las diferencias inextricables e incoercibles de muchos tipos de cuerpos. Pensar el cuerpo o desde el cuerpo implica, en suma, acercarse a la pluralidad de sensaciones, sentimientos, pensamientos y acciones resultantes de la infinidad de combinaciones suscitadas por la intersección de lo biológico y lo psíquico con los aspectos socioeconómicos y raciales que confluyen con el género y otras diferencias en la experiencia de cada ser humano. En contraste con el énfasis en la ubicuidad del poder y la subyugación del cuerpo en Foucault y Bourdieu, autoras como Grosz, Haraway, Butler, Bordo, Braidotti y McNay, a cuyas ideas retorno en distintos momentos de este libro, ponen de relieve la singularidad de los sujetos y las posibilidades de agencia implícitas en la condición encarnada del poder. Sus teorías coinciden además en la exploración del deseo y de los procesos inconscientes no sólo en la for-
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mación individual sino como fuerza social. De allí que su respuesta a la dicotomía cuerpo/mente no sea disolver o devaluar la mente sino concebirla como encarnada: el cuerpo tiene mente propia y la razón existe y actúa desde un cuerpo. Más que una definición del sujeto, el feminismo del cuerpo propone un mapa para navegar las diferentes dimensiones del mismo sin perder de vista su simultaneidad, en aras de contrarrestar no sólo las taras heredadas de la primacía ancestral de la mente en la filosofía y las humanidades sino también las divisiones, omisiones y falsas oposiciones suscitadas por el insularismo disciplinar. Entre los “errores” originados en estas tendencias cabe destacar, además de siglos de estigmatización de las dimensiones emocionales y espirituales de la subjetividad y la identidad, males más recientes como la omisión de los factores culturales en la descripción del desarrollo psíquico del individuo o la negación de la carnalidad en las aproximaciones al mismo como construcción simbólica. Una objeción común a la mayoría de estos enfoques ha sido además su escasa contemplación de las diferencias entre los cuerpos-sujetos y del impacto psíquico, social y político de los valores asignados a esas diferencias en contextos culturales e históricos específicos. Oblicua a estas teorías y prácticas ha sido, además, la tendencia a omitir o reducir las implicaciones de la diferencia de género y la orientación sexual. La experiencia corporal, tanto en su construcción discursiva como en su existencia material, es medular a muchos de los estudios, al igual que de las teorías, de escritoras y pensadoras “de color” y del “Tercer mundo”, si bien su acercamiento al sujeto como encarnado suele ser tácito antes que el objeto de elaboración teórica. Los estudios poscoloniales, feministas o no, han sido igualmente prolíficos en su recurrencia a la corporalidad como eje y testimonio de la relación entre poder y sujeto. En su análisis del “habla del cuerpo” en escritoras del Caribe inglés, Denise Narain señala como factor común entre los estudios feministas y poscoloniales del cuerpo, además de su representación como objeto predilecto de la violencia patriarcal y/o colonial, su énfasis en el potencial de resistencia y agencia de las prácticas corporales. El llamado de Helene Cixous a “escribir el cuerpo” para “to inflect the printed (patriarchal) word with the physical presence associated with
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woman”,7 resuena, según argumenta Narain, con la insistencia de los escritores y críticos poscoloniales en “pitting the post-colonial body with the spoken or performed word standing in for the body against the hegemony of the printed word”8 (1998: 257). El reconocimiento de la memoria y la expresividad del cuerpo ha dado acceso a la historia acallada por el discurso colonialista, constituyendo un singular documento de las batallas físicas y simbólicas que se libraron en medio de la empresa imperialista. Aunque es presumible que en los territorios más ideológica y genealógicamente homogéneos de Occidente, el borrón del cuerpo y sus “pasiones” en función de la razón haya sido más o menos exitoso, en las colonias, en particular en aquéllas donde la intimidad forzada o voluntaria de diversos tipos de cuerpo fue una experiencia cotidiana, el silenciamiento del cuerpo fue un trabajo incompleto. Como señala Ann Laura Stoler, en “la intimidad de los imperios” –los arreglos domésticos, las relaciones afectivas y la administración del intercambio sexual entre señores y servidores– pueden encontrarse las fisuras de la estratificación y categorización racial y sexual del mundo colonial, cuyas políticas, aunque afianzadas profundamente, fueron, en la práctica, adaptadas tanto por sus creadores como por la gente a la que intentaban contener (2002: 7-9). De allí que cuadros previos de la dominación colonial sobre aspectos como la reproducción o la movilidad de los cuerpos subordinados, en donde éstos aparecían sin agencia o conciencia, hayan sido desplazados por miradas a “cuerpos híbridos” que frustraron o incomodaron la lógica imperial (Lock y Farquhar 2007: 307). A todo lo largo del Caribe, variedad de estudios históricos se han valido de los saberes registrados en prácticas de estética y performance corporal para documentar las tensiones entre las visiones hegemónicas eurocéntricas y el sustrato africano, revelando cómo fueron precisamente las “minorías” raciales y sexuales, silenciadas y marcadas por el discurso racional eurocéntrico en virtud de su carácter “irracional” e 7. 8.
“transformar la palabra impresa (patriarcal) con la presencia física asociada a la mujer” (traducción nuestra). “enfrentar el cuerpo poscolonial, oponiendo la palabra hablada o puesta en escena en el cuerpo a la hegemonía de la palabra impresa” (traducción nuestra).
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“incontrolable”, las más susceptibles a encarnar la memoria de la resistencia. Cabe destacar que en el Caribe hispano y buena parte de Latinoamérica la paranoia ante las pasiones de esos cuerpos “Otros” tenía origen en el carácter “híbrido” de las clases “superiores”. Recordando la condición multiétnica de los individuos de estos sectores, Beatriz González Stephan enfatiza la necesidad de las élites criollas y mestizas de las nuevas repúblicas de “enmascarar” el cuerpo por medio de gestos, modas y modales para producir la distinción social y reemplazar, con un nuevo código corporal, los valores genealógicos que habían sustentado la jerarquía colonial: “Las buenas maneras no sólo blanqueaban la piel, sino que representaban ahora un valor (y no una virtud) mercadeable, porque tanto la apariencia (limpieza, salud, vestuario) y saber decir eran un capital simbólico que podía colocar a cada individuo (mujer u hombre según el caso) en la jerarquía social más alta” (1990: 90). De manera que los lenguajes del cuerpo son un archivo exuberante para la consideración de todos los actores de la historia regional. En el contexto de la crítica literaria feminista, el retorno a la materialidad del cuerpo provee una oportunidad única para la comprensión de las subjetividades femeninas en relación con la complejidad de sus diferencias. Aún más, estudiar el sujeto textual como encarnado permite reanimar los nexos entre ficción y vida disueltos en las recientes décadas de interpretación del discurso, dominadas por la abstracción lingüística y el virtuosismo teórico. Como señala Nattie Golubov, la crítica inspirada en el “feminismo del cuerpo” puede acercarse a los textos como efectos de complejos sistemas de significación, sin perder de vista que ese producto discursivo que es el sujeto literario surge de un sujeto que “habla desde un cuerpo (entendido no como esencia ni página en blanco biológica donde se inscribe e impone el género, sino como ese espacio siempre ya construido por discursos y prácticas donde opera el poder)” (1994: 121).9 Leer los cuerpos feme9.
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Aunque el feminismo latinoamericano evidencia posiciones encontradas en cuanto a las teorías del cuerpo, durante las últimas décadas una gama de ejercicios críticos han abordado el rol del control del cuerpo y la polivalencia de su representación en la literatura contemporánea. En su pionero estudio de 1993,
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ninos a la luz de estas teorías supone, por tanto, más que identificar una unidad o aplicar un concepto, observar la articulación de variadas líneas de fuerza y sentido: “among reading effects, writing practices, relations of power, cultural stagings, material bodies, and socially constructed perceptions”10 (Balsamo 1996: 35).11 Reading the Body Politic, Amy Kaminsky llama a aterrizar el cuerpo en abstracto de la teoría feminista europea en el contexto latinoamericano, desligándolo de sus asociaciones con el placer para observarlo como ente político, por ejemplo, al interior de los regímenes represivos. Al otro lado del espectro, casi dos décadas después, la influyente crítica chilena Nelly Richard expresa su desconfianza hacia “el rescate de lo vivencial como conciencia primaria de un femenino latinoamericano reducido funcionalmente a los mitos del cuerpo y la oralidad” (2008: 38), explicando el interés hacia los cuerpos como un “juego táctico” de la crítica feminista “en la escena de la teoría contemporánea” (2008: 57). Pese a importantes objeciones como la de Richard, el cuerpo ha sido un mediador eficiente de la escisión entre experiencia, teoría y militancia que autoras como Jean Franco (1986) identificaron en el feminismo latinoamericano del siglo xx. Este feminismo, según señalan también Anny Brooksbank y Catherine Davies (1996), estuvo dominado por la tensión entre una tendencia hegemónica a hacer lecturas marxistas, socioeconómicas y culturales, y trabajos que intentaron reconciliar esas lecturas con el cuestionamiento de las relaciones de poder embebidas en el discurso, recurriendo a la producción teórica tanto regional como extranjera. Publicaciones más contemporáneas constatan el interés en la subjetividad y la posicionalidad del sujeto del que dan cuenta los estudios del cuerpo, desde un feminismo más materialista influenciado por la teoría postestructuralista. Entre éstos cabe destacar los trabajos de Alice A. Nelson (2002), Claire Taylor (2003), Dianna Niebylski (2004), Dianne M. Zandstra (2007), al igual que antologías críticas como la de Chiclana y González y Scott (2006), y el número especial de Letras Femeninas (2004) dedicado al análisis del cuerpo entre escritoras latinoamericanas. Otra línea de interés creciente ha sido la de trabajos sobre sexualidad y estudios queer, incluyendo los libros y colecciones críticas de David Williams Foster (1994, 1997) y de Daniel Balderston y Donna Guy (1997). 10. “entre efectos de la lectura, prácticas de escritura, relaciones de poder, puestas en escena culturales, cuerpos materiales y percepciones socialmente construidas” (traducción nuestra). 11. Si bien la escritura del cuerpo como agente comunicativo es una práctica más consciente y reconocida por la crítica entre escritores y escritoras de las décadas recientes, la crítica del cuerpo ha dado lugar también a una revisión de la memoria encarnada por el cuerpo textual en siglos anteriores, con énfasis en la denuncia silenciosa de la opresión y la represión sexual de la mujer simbolizada en
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Nutriéndose del marco esbozado, mi análisis de las novelas elegidas remite a la recreación textual del cuerpo y el sujeto producido en la narración, así como a los discursos y prácticas dominantes en la construcción cultural de los cuerpos recreados por los textos; al sujetoautor que “habla desde un cuerpo” y a la experiencia del cuerpo de sujetos extratextuales iluminada por la ficción. Registrar la vivencia y la conciencia del cuerpo es la base de los gestos comunes de rebelión entre las autoras estudiadas anunciados en la introducción: la contestación del fetiche de la niña y de los mitos en torno a la sexualidad femenina desde la perspectiva de niñas y mujeres; la escenificación del conflicto generado por la objetivación del cuerpo –la tensión entre la experiencia del “cuerpo propio” y la construcción social del “cuerpo apropiado”–; y el uso de la narración como ejercicio de recomposición de la identidad de la niña y de la adulta en la escritura. La empatía con sus protagonistas constituye además el punto de partida para deslegitimar la construcción patriarcal de los cuerpos femeninos y resignificar el signo “mujeres”, gesto en el que se sustenta la autoridad del discurso de estas autoras. La recreación de niñas y adolescentes como sujetos, no seres en formación sino personas capaces de criterio y agencia, constituye a su vez un aporte a la concepción de la subjetividad y a la comprensión del proceso de formación de las identidades femeninas.
el cuerpo violentado y enfermo. Elizabeth Scarlett documenta, por ejemplo, la representación del cuerpo como “proceso”, “vivencia” y “protagonista contra la sujeción social” en novelas españolas desde el siglo xix (1994: 4). Entre los mecanismos que registra su análisis, cabe destacar la inscripción del cuerpo como “órgano comunicativo” o enunciante de otra forma de lenguaje y el consecuente fortalecimiento del cuerpo femenino con una vitalidad y capacidad creativa que disuelve y denuncia la dicotomía entre mente y cuerpo (1994: 8). Scarlett resalta además el contraste con la representación del cuerpo entre escritores de la época, cuya abundante representación del cuerpo femenino caracteriza por su fragmentación y atribución de sentido metafórico en recreaciones fetichistas que las escritoras evaden o parodian, si bien aclara que el cuerpo textualmente vivo o el cuerpo como vivencia es tanto en escritores como en escritoras mediador del “vital flux of desire from mind to page” (1994: 186; “el flujo vital del deseo desde la mente hasta la página”; traducción nuestra).
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Del cuerpo apropiado al cuerpo propio The body proper –that discrete, structured, individual myth of a European modernity– begins to disappear, to be replaced by an indeterminate site of natural-cultural processes that is full of possibilities and impossible to finally delimit. Not only is the body not singular [anymore], it is not very proper either12
(Lock y Farquhar 2007: 10).
En Space, Time and Perversion, Elizabeth Grosz plantea una definición de “cuerpo” que sirve de bitácora a mi recorrido por las historias de formación de Antonia Palacios, Magali García Ramis, Marvel Moreno, Fanny Buitrago y Mayra Santos Febres. Por cuerpo entiende “a concrete, material, animate organization of flesh, organs, nerves, and skeletal structure, which are given a unity, cohesiveness, and form through the psychical and social inscription of the body’s surface”13 (1995: 104). El cuerpo, continúa, es orgánicamente “incompleto”, es decir, permanece como una serie de potencialidades que necesitan activación, ordenamiento y “administración” a largo plazo, y se vuelve un “cuerpo humano”, “a body that coincides with the shape and the space of a psyche, a body that defines the limits of experience and subjectivity only through the intervention of the m(other) and, ultimately, the Other (language-and rule-governed social order)”14 (1995: 12. “El cuerpo correcto –ese mito discreto, estructurado, individual de una modernidad europea– comienza a desaparecer para ser reemplazado por un sitio indeterminado de procesos naturales y culturales que es imposible delimitar de manera definitiva y está lleno de posibilidades. No sólo no es el cuerpo singular [ya], tampoco es muy apropiado” (traducción nuestra). 13. “una organización de carne, órganos, nervios y estructura esquelética concreta, material y animada, que adquiere unidad, cohesión y forma a través de la inscripción psíquica y social de la superficie del cuerpo” (traducción nuestra). 14. “un cuerpo que coincide con la forma y el espacio de una psique, un cuerpo que define los límites de la experiencia y la subjetividad, sólo a través de la intervención de otros, de la madre y, en última instancia, del Otro (el orden social gober-
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104). Entre los principios que permiten la subjetivación de ese cuerpo están, continúa Grosz, por un lado, la codificación de sus deseos y pulsiones físicas y psíquicas por actores familiares y sociales que, al asignar significado y valor a las partes y comportamientos del cuerpo, lo convierten en un ente significativo y “legible”. Por otro lado, el cuerpo se hace sujeto a través de su “entrenamiento” en regímenes disciplinares que permiten la coordinación de sus funciones con las de otros cuerpos, o sea, su incorporación a las estructuras de poder. En mi análisis de las novelas incluidas en La rebelión retomo los distintos elementos del proceso de formación del sujeto delineado por Grosz y apropio críticamente ideas de Michel Foucault, Pierre Bourdieu, Maurice Merleau-Ponty y Paul Ricœur, interpelados por una variedad de voces feministas, para ilustrar la multiplicidad de matices y subjetividades posibles a las que da lugar la combinación de factores biológicos, psíquicos y sociales que afectan la formación de las protagonistas de las historias seleccionadas. En diálogo con estos pensadores, hablo del “cuerpo” como ese híbrido cuya complejidad resume Grosz y, a su vez, como el escenario, el sujeto y el objeto de la batalla empírica y simbólica entre la feminidad “apropiada” y el “cuerpo vivido”. Llamo cuerpo “apropiado” –en el sentido de convertido en propiedad y en sus connotaciones de adecuación y corrección– tanto al cuerpo de carne y hueso, como al constructo discursivo que resulta de las prácticas que disponen la acción y movilidad del primero y que asignan valor simbólico a la apariencia y las habilidades del mismo. El “cuerpo vivido” es, por su parte, ese ser “en el mundo” que media la percepción, según lo caracteriza Maurice Merleau-Ponty. A este filósofo, remite el “feminismo del cuerpo” la conceptualización del sujeto como “encarnado” o “corpóreo” –embodied subject–, cuya premisa fundamental puede resumirse en que no hay sujeto sin cuerpo, porque no hay percepción sin cuerpo y no hay experiencia ni conocimiento posible sin la percepción. En Phenomenology of Perception, Merleau-Ponty define la relación entre el “cuerpo vivido” y su entorno en los siguientes términos: nado por el lenguaje y las reglas)” (traducción nuestra).
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Every external perception is immediately synonymous with a certain perception of my body, just as every perception of my body is made explicit in the language of external perception […] remaking contact with the body and with the world, we shall also rediscover our self, since, perceiving as we do with our body, the body is a natural self and, as it were, the subject of perception (2005 [1945]: 239).15
La percepción es, entonces, condición de posibilidad de la conciencia del sujeto, pues desde el cuerpo se lleva a cabo la constante recreación y reconstitución del entorno indispensable para la localización no sólo de los objetos, sino de sí mismo y de los otros en el espacio y el tiempo. MerleauPonty reivindica a su vez el valor epistemológico de la experiencia, definida como una construcción simultáneamente activa y pasiva, a medio camino entre mente y cuerpo, de la cual surge el conocimiento (Grosz 1994: 95-99). Ese “cuerpo vivido” emerge en su manifestación paradigmática en las historias de formación, constituyendo el agente y el aliado de la exploración y evaluación del mundo por parte de las niñas. Es, por eso, la avenida propuesta en este libro hacia la articulación de un “cuerpo propio”, término con el cual me refiero al objeto, el eje y el producto de las acciones que, tanto en la ficción como en la cultura representada en estos textos, median las reclamaciones presentes y posibles de autodeterminación por parte de los sujetos femeninos. Denomino “sujeto” tanto al proceso como al producto de la formación y regulación de ese cuerpo por una serie de actores, relaciones, instituciones y prácticas que registran sobre niñas y mujeres la normatividad social y los alineamientos hegemónicos de las relaciones de poder –su localización en función de jerarquías de género, raza, nacionalidad, orientación sexual, capacidad física o intelectual, creencias y prácticas espirituales, edad, estatus económico y estilo de vida–. La inscripción de la norma sobre los cuerpos, en particular de 15. “Toda percepción externa es inmediatamente sinónima de una cierta percepción de mi cuerpo, tal como toda percepción de mi cuerpo se expresa en el lenguaje de la percepción externa […] rehaciendo el contacto con el cuerpo y con el mundo, debemos también redescubrirnos a nosotros mismos pues, al percibir, como lo hacemos, con nuestro cuerpo, el cuerpo es un ser natural y el sujeto de la percepción” (traducción nuestra).
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la norma de género, es entendida, según sugieren autoras como Judith Butler 1993, 1999) y Rosi Braidotti (1994), como un proceso constante, que requiere de su reiteración por parte de los sujetos mismos para producir el efecto de fijeza implícito en las visiones modernas de la identidad. Concibo la formación de la identidad, por un lado, como el proceso por medio del cual el sujeto adquiere una cohesión en medio de la diversidad de sus experiencias y sus simultáneas locaciones sociales; y, por otro lado, como la reflexión que le la facilita establecer una idea de sí y una relación consigo mismo. Comprendo la adquisición de esa coherencia interna como un desarrollo que da lugar a excesos, no sólo por asociación u oposición a los otros inmediatos y al entorno social, sino en virtud de la diversidad interna del sujeto mismo. En palabras de Stuart Hall, la “identificación” es una “articulación” imperfecta: a suturing, an over-determination not a subsumption. There is always ‘too much’ or ‘too little’ – an over-determination or a lack, but never a proper fit, a totality… And since as a process it operates across difference, it entails discursive work, the finding and marking of symbolic boundaries, the production of ‘frontier-effects’. It requires what is left outside, its constitutive outside, to consolidate the process16 (1996: 3).
El mecanismo principal de “articulación” del sujeto en relación con los otros y consigo mismo analizado en este libro es narrar, específicamente narrar el cuerpo, en cuya reproducción textual las autoras sintetizan la delimitación requerida por el proceso de producción material y simbólico del yo. Abordando la escritura de los relatos de formación femeninos y/o feministas como gesto revisionista, mi lectura examina el papel de las narrativas de formación en la recomposición de las identidades de las protagonistas, de las escritoras y potencial16. “una sutura, una sobredeterminación no una subsunción. Siempre hay ‘mucho’ o ‘muy poco’, pero nunca un ajuste correcto o total… Y puesto que como proceso funciona a través de la diferencia, implica trabajo discursivo, encontrar y marcar límites simbólicos, la producción de ‘efectos de frontera’. Requiere de lo que queda fuera, su exterior constitutivo, para consolidar el proceso” (traducción nuestra).
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mente de sus lectores y lectoras, a partir de la renegociación en la ficción de las fronteras del yo impuestas por la normatividad de género, y de la puesta en escena de los excesos ante la misma. A la luz del concepto de “identidad narrativa” de Paul Ricœur, ficciones autobiográficas como las de Palacios, García Ramis y Moreno, son leídas además como comentarios sobre la relación entre ficción y vida, mediada por la narrativa como mecanismo privilegiado de organización de la experiencia discontinua, heterogénea y fragmentada del ser. En las fisuras y excesos derivados de la “articulación” transitoria e incompleta de la norma con la experiencia del cuerpo vivido localizo la habilidad que permite a las protagonistas de las historias estudiadas negociar los confines de la feminidad en medio de los cuales se definen a sí mismas. Esa habilidad constituye la “agencia” que, según la definición de Lois McNay, ha de encontrarse no sólo en la actuación de los sujetos de conformidad con el poder sino en su capacidad para responder a la complejidad y la diferencia de maneras innovadoras e impredecibles, catalizadoras de cambios personales y colectivos (2000: 5). Cabe insistir en que mi interpretación privilegia formas corporales y a menudo prerreflexivas de agencia, situando en las acciones y desplazamientos de los cuerpos los excesos que habilitan la transgresión y desestabilización de las relaciones de poder. La primera de esas formas de agencia registrada por este libro es la escritura misma. Narrar las historias infantiles supone tanto la denuncia encarnada de la trampa patriarcal contra el cuerpo, el deseo y la identidad femenina, como un ejercicio de reparación y reestructuración de la subjetividad de niñas y mujeres. La rebelión ilumina tanto los mecanismos de sujeción como los “excesos” del cuerpo frente al poder y la racionalidad, cubriendo un amplio espectro de oscilaciones entre el cuerpo-sujeto “apropiado” y el sujeto-cuerpo “propio”. Las novelas de Antonia Palacios, Magali García Ramis, Marvel Moreno, Fanny Buitrago y Mayra Santos Febres ilustran cómo opera y se materializa sobre los cuerpos femeninos la normatividad social –desde el control de la postura y los movimientos hasta la valoración de las experiencias sensoriales, pasando por su localización en relación con los otros, su movilidad entre el espacio privado y el público, y, por supuesto, el reconocimiento y la regulación de
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su sexualidad, quizás la más sofisticada y ubicua de las “tecnologías del poder”–. No obstante, las narrativas de formación de escritoras caribeñas revelan también cómo el proceso de formación del sujeto no se reduce a la coincidencia del individuo con las disposiciones establecidas por la normatividad vigente en su grupo social. La discusión sobre el poder entre los teóricos postestructuralistas es el punto de partida para develar los mecanismos que promueven la hegemonía patriarcal. En su célebre Historia de la sexualidad, Michel Foucault remite las tecnologías contemporáneas del poder a la proliferación de discursos y disciplinas de estudio de la sexualidad durante la era victoriana, época de transición a un orden disciplinar que se sirve del conocimiento para controlar las pulsiones de los cuerpos, basándose ya no en la represión sino en la producción y clasificación de los sujetos. Concentrado aunque a su vez disperso e inherentemente desigual, este poder es omnipresente, pues se produce en todos los puntos de la red de fuerzas que lo constituye, determinando la capacidad de individuos e instituciones para actuar ya no directamente sobre los sujetos sino sobre sus acciones. El poder es, en consecuencia, “un conjunto de acciones sobre acciones posibles… [que] incita, induce, seduce, facilita o dificulta, amplía o limita, vuelve más o menos probable; de manera extrema constriñe o prohíbe de modo absoluto; con todo, siempre es una manera de actuar sobre un sujeto actuante o sobre sujetos actuantes” (Foucault 1988: 15). La habilidad del poder para actuar sobre las acciones del individuo, involucrándolo desde su comprensión de sí mismo en la perpetuación de las relaciones hegemónicas, constituye lo que Pierre Bourdieu denomina “violencia simbólica”, el eje inequívoco de la “dominación masculina” y de toda forma de dominación. Aunque no puede desligarse de la violencia física, esta violencia “amortiguada” se erige sobre “un principio simbólico conocido y admitido tanto por el dominador como por el dominado”, anclado a su vez en la discriminación de “Unos” y “Otros” en función de rasgos que van desde el color de la piel hasta la manera de comportarse, pasando habitualmente por “una característica distintiva, emblema o estigma”, aún más poderosa por su condición “absolutamente arbitraria e imprevisible” (Bourdieu 2000 [1998]: 12).
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Las ideas de Pierre Bourdieu resultan especialmente útiles para explorar la durabilidad de los arreglos y jerarquías hegemónicas del poder. Según el sociólogo francés, la aquiescencia del sujeto con el poder surge del habitus: “principios organizadores y generadores de prácticas y de representaciones” que funcionan a nivel inconsciente y garantizan la conformidad del individuo a través de su naturalización y el ocultamiento de su carácter regulador (Bourdieu 2007 [1980]: 8889). Encargado de actualizar en el presente las “disposiciones” creadas por la práctica repetitiva de la norma social, el habitus asegura tanto la presencia activa de la memoria colectiva como la reiteración de las fuerzas exteriores incorporadas por los individuos en esquemas de percepción, de pensamiento y de acción. Al igual que Foucault, Bourdieu enfatiza los efectos del ordenamiento riguroso de los cuerpos y su expresividad en el sostenimiento del poder, cuya eficacia depende de la capacidad de actuar por medios diversos sobre “los montajes verbo-motores más profundamente ocultos, ya sea para neutralizarlos, ya sea para reactivarlos haciéndolos funcionar miméticamente” (2007 [1980]: 112). Bourdieu destaca a su vez la dependencia del orden social de la habilidad del cuerpo para depositar y reproducir la memoria, reactivando los sentimientos asociados con previas posiciones o movimientos. La efectividad de este proceso depende de la condición irreflexiva de la mímesis corporal, de la ausencia de mediación racional o consciente. Inscrito en el cuerpo como una ley inmanente aunque no fija, el habitus termina por convertirse en un sistema generador de los parámetros de comprensión y acción, ajustando las respuestas y expectativas individuales a las disposiciones establecidas por el “sentido práctico”. En contraste con la omisión de este aspecto por Foucault, Bourdieu (2000 [1998]) ahonda además en el rol de la regulación del cuerpo en la imposición de las identidades femeninas y masculinas, resaltando los vínculos entre el control del movimiento y los desplazamientos de los cuerpos y la “naturalización” de las asimetrías de género. Variedad de autores han apuntado a las contradicciones en torno a los cuerpos y las dificultades de Foucault y Bourdieu, entre otros autores postestructuralistas, para iluminar sus resistencias, así como a las limitaciones de sus teorías y aplicaciones para dar cuenta de otras formas de
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subjetividad posibles. Si bien Foucault imagina el poder actuando sobre sujetos “libres”, es decir, como un campo de acciones y respuestas abierto, su caracterización del sujeto en los distintos contextos que estudia – la prisión, el manicomio, las instituciones y disciplinas ligadas al estudio de la sexualidad–, reduce el cuerpo a un objeto “sin carne” ni “vida en sí” (Turner 1994: 36), subyugado doblemente por el poder social y por la racionalidad del individuo mismo. Pese a su preocupación por entender los sistemas de poder, “Foucault ends up writing not so much from a site of resistance but from a site of power–male-centered discourse”17 (Balsamo 1996: 22).18 Tampoco Bourdieu logra dar cuenta de la polivalencia del cuerpo, concebir formas alternativas de relacionarse con el mismo ni formular una agencia individual que conlleve otro propósito que el de la constante acumulación de capital económico o simbólico. Al igual que el concepto de “biopoder” de Foucault, nociones como “violencia simbólica” y “sentido práctico” ofrecen valiosas herramientas para entender cómo operan, se legitiman y protegen las distinciones y jerarquías sociales plasmadas en los cuadros de formación de las niñas caribeñas y latinoamericanas. Sin embargo, en la medida en que ignora todo lo que no se ajusta al orden burgués, Bourdieu pierde de vista matices propios de las prácticas de aquéllos que no operan desde una posición dominante (Skeggs 2005: 29-30). En suma, los trabajos de Foucault y Bourdieu son más útiles para dar cuenta de los avatares del cuerpo “apropiado” que para pensar un “cuerpo propio”. 17. “Foucault termina escribiendo, no tanto desde la resistencia sino desde el poder del discurso centrado en lo masculino” (traducción nuestra). 18. Foucault mismo reconoce e intenta corregir este problema en uno de sus últimos ensayos. Resumiendo y expandiendo sus postulados anteriores, en “El sujeto y el poder” propone tender puentes entre práctica y teoría y tomar como punto de partida las formas de resistencia ejercidas por grupos concretos para imaginar una nueva economía del poder: “En lugar de analizar el poder desde el punto de vista de su racionalidad interna, se trata de analizar las relaciones de poder a través del enfrentamiento de las estrategias” (1988: 5). Curiosamente entre sus ejemplos de estas estrategias están las utilizadas por las mujeres para contrarrestar el dominio masculino y las usadas por los niños ante la autoridad de sus padres. En su negociación con el poder inmediato –íntimo– sitúa herramientas poderosas que cuestionan el estatus del individuo mismo. Las de mujeres y niños son batallas, concluye, contra “el gobierno de la individualización” (1988: 6).
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En una de las más conocidas y productivas apropiaciones feministas de estas teorías, Judith Butler subraya y expande las implicaciones de la paradójica condición de la agencia dentro del pensamiento de Foucault. En tanto que el sujeto es constituido por el poder, su agencia ha de darse necesariamente, no por oposición o de manera externa sino desde dentro del poder, que no sólo actúa sobre el sujeto sino que “enacts the subject into being. As a condition [for its formation], power precedes the subject”19 (Butler 1997: 13). En consecuencia, Butler localiza las potenciales prácticas de resistencia en la relación del sujeto con la norma, en la actuación o performance de los marcadores sociales de su identidad que, si bien produce la ilusión de estabilidad que soporta tanto la identidad individual como el poder, puede también tornarse desidentificatoria y subvertir la norma misma (Butler 1993: 1-35). La agencia, concluye, habrá de hallarse en los excesos de la relación entre sujeto y poder, que la hacen posible al tiempo que la restringen (1993: 15). Al representar la subjetividad de las niñas –capaces, como demostraré, de pensamiento, acción autónoma y juicios éticos propios– las escritoras remiten sus resistencias a un impulso vital del ser mismo, previo y contrapuesto a la objetivación del cuerpo, de cuya persistente renuencia a su sujeción por el poder da cuenta la rebeldía de sus protagonistas.20 Las niñas, adolescentes y mujeres de este libro son capaces de maniobrar entre relaciones y fuerzas a menudo discontinuas, contradictorias y conflictivas, respondiendo en formas impredecibles a los imperativos del poder, en una recreación de la “agencia” que coloca la 19. “hace ser al sujeto. Como una condición [de su formación], el poder precede al sujeto” (traducción nuestra). 20. Thomas Csordas subraya al respecto cómo nuestros cuerpos no son originalmente un objeto para nosotros ni vivimos siempre en cuerpos objetivados, nuestros cuerpos son, en cambio, “the ground of perceptual processes that end in objectification […], and the play between preobjective and objectified bodies within our own culture is precisely what is at issue in many of the contemporary critiques” (1994: 7; “el terreno de los procesos perceptivos que terminan en la objetivación […], y el juego entre cuerpos preobjetivados y objetivados dentro de nuestra propia cultura es precisamente lo que está en cuestión en muchas de las críticas contemporáneas”; traducción nuestra).
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eventual resistencia en la complejidad de la relación vivida entre potencial corporal y relaciones materiales (McNay 2000: 16-17). En consecuencia, en este libro propongo entender el deseo de autonomía manifiesto en la tensión entre el “cuerpo apropiado” y el “cuerpo propio” durante la formación del sujeto femenino, no como contraparte inevitable de un poder que precede y produce al sujeto, sino como impulso propio y condición de posibilidad del ser. En diálogo con las nociones de subjetividad implícitas en las novelas estudiadas, en este libro argumento que la reconsideración del cuerpo y su conciencia ofrece una avenida alternativa para entendernos a nosotros mismos, para imaginar la autonomía, las relaciones intersubjetivas, la agencia y el poder. Acuño el término “conciencia corporal” para nombrar, en primera instancia, la condición comunicativa y creativa del cuerpo, manifiesta en su capacidad para decodificar los mensajes expresados por el movimiento, los gestos, la apariencia y los estímulos sensoriales en la variedad de experiencias intercorporales que dan lugar a la formación del sujeto. El cuerpo consciente es, en esta primera acepción, ese “cuerpo vivido” cuya percepción media y habilita, según argumenta Maurice Merleau-Ponty, toda emoción y pensamiento. En una segunda acepción, llamo “conciencia corporal” a los distintos niveles de reconocimiento de esa condición comunicativa del cuerpo; aludo asimismo a las distintas formas de agencia en el ejercicio de su capacidad creativa, previas o simultáneas a la articulación “mental” de los sentidos implícitos en las prácticas corporales individuales y sociales. Si bien la “conciencia corporal” en su primera dimensión es universal, aun si no somos racionalmente conscientes de ella, la segunda responde a los usos del cuerpo en contextos culturales específicos. El agudizado reconocimiento del rol social del cuerpo caracteriza a las escritoras incluidas en este estudio, convirtiéndose en la base de su cuestionamiento de los valores asociados al género, entre otras formas de categorización, y de su planteamiento de formas más democráticas de coexistencia. Escribiendo el cuerpo y desde el cuerpo, las narradoras emulan y amplifican esta conciencia, atribuyendo a la corporalidad agencia y expresividad, y convocando al cuerpo de los lectores al ejercicio de decodificación de los significados culturalmente atribuidos y
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de las experiencias registradas en la corporalidad de sus protagonistas. En este libro remito este reconocimiento de la expresividad y el saber del cuerpo a la cultura popular caribeña, fuente de la que emana, como mostraré en el capítulo final, la variedad de usos del cuerpo en las escritoras elegidas. Aunque no ajena a la “gente común” en el Caribe y Latinoamérica, donde mucha de la comunicación cotidiana toma lugar a través de miradas, movimientos y acercamientos o distanciamientos –a “flor de piel”–, la idea de que el cuerpo puede ejercer agencia enfrenta en el mundo académico al menos dos obstáculos inmediatos. Por un lado, la corporalidad lleva consigo el peso de su estatus de “salvaje”, esgrimido por el proyecto colonial y moderno para someter a minorías sexuales y raciales. La batalla por la autodeterminación para muchos de los sujetos de esas minorías continúa peleándose en el plano material y simbólico, a nivel del uso y la representación de sus cuerpos. Para las mujeres, en particular, la equiparación de lo femenino con lo natural, sexual y reproductivo sigue siendo el paradigma dominante en la práctica a escala global. Atrapadas en la violencia simbólica y empírica que sustenta ese paradigma, muchas mujeres “buenas” continúan reforzando las barreras del cuerpo “apropiado” para probar que son sujetos dignos y completos: cuerpos higiénicos y controlados en lugar de “vulgares” o sexualmente disponibles (Allen 2008: 6). La lucha por la palabra y el saber que legitimen la existencia autónoma de las mayorías oprimidas sigue igualmente dependiendo de demostrar su condición racional. Los intelectuales, aún más los de las minorías trabajando en el seno del Occidente racional, continuamos igualmente atrapados en la necesidad de demostrar que podemos pensar y que, como sujetos racionales, tenemos criterio y autoridad para participar en la producción, además de en la circulación, del saber. En consecuencia, seguimos pensando el poder en sus términos, dentro del paradigma logocéntrico que ha permitido la complicidad entre la palabra escrita y sus más atroces manifestaciones. Si bien al hablar de los cuerpos no puedo evitar citar esa historia de significados, en este libro me propongo reclamar el cuerpo material como espacio y agente de formas alternativas de pensamiento y conocimiento que, aunque carentes de estatus epistemológico, están en la
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base del comportamiento individual y la interacción social en el mundo popular, en particular en el caribeño. La toma de conciencia de nuestra materialidad y de los niveles de conciencia emocional y espiritual mediados por la experiencia corporal, tiene el potencial, no de erradicar el uso del conocimiento racional, sino de facilitar y legitimar el uso consciente del saber que han acumulado los oprimidos en siglos de resistencia a la deshumanización. Es igualmente una oportunidad para fomentar las sensibilidades surgidas por la permeabilidad de los cuerpos a otros cuerpos, humanos y no humanos. Inscribiendo el cuerpo de las niñas en sus relaciones con otros cuerpos, las escritoras subrayan, finalmente, el potencial de las conexiones con los otros –del deseo, el erotismo y los afectos–. Otro punto ciego en la teorización de la relación entre sujeto y poder es la incapacidad de sus principales gestores para superar el paradigma individualista de la subjetividad que, como denuncia Amy Allen (2008) en el caso de Foucault y Butler, reduce la dependencia mutua a una fuente de vulnerabilidad. Desde este paradigma, las relaciones son sólo concebibles como relaciones de poder y las alianzas como estrategias, destinadas a lo que Bourdieu llamaría el “capital simbólico”. El llamado de Allen a reconsiderar al individuo en un “marco intersubjetivo” resuena con los retratos de formación de las escritoras, cuya introducción en la intimidad femenina pone en evidencia tanto la vulnerabilidad de niñas y mujeres a la construcción cultural de las relaciones sexo-afectivas –al “amor” y al matrimonio en particular– como el potencial de una variedad de alianzas y lazos alternativos. En los capítulos siguientes interpreto los cuerpos literarios como testimonio tanto de las tecnologías y políticas del cuerpo que han facilitado la continuidad de la economía patriarcal del deseo, como de las negociaciones y prácticas contrahegemónicas que atestiguan, pese a su difícil articulación discursiva, formas de “libertad encarnada” (Sheller 2008: 356). Si bien comparto con trabajos previos sobre la representación del proceso de hacerse mujeres en el contexto caribeño y latinoamericano, el interés en los cuerpos como escenario de la reproducción del poder, mi estudio subraya manifestaciones corporales y emocionales de agencia irreducibles al universo de relaciones estratégicas que imaginaron Foucault o Bourdieu, iluminando las inconsistencias en-
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tre la lógica del poder y la vivencia y práctica del cuerpo. Las rebeliones de las protagonistas de este libro reivindican, por un lado, el derecho de vivir en un cuerpo “propio”. Denuncian a su vez las dificultades de ejercer este derecho dadas las relaciones de dominación que continúan apropiando en las esferas privada y pública los cuerpos femeninos. Desde su excepcional conciencia del rol social de los cuerpos, las autoras estudiadas localizan al centro de la cuestión de la autonomía femenina y de la gama de respuestas del sujeto ante el poder –sumisión, resistencias, negociaciones o rebeliones– la construcción simbólica del deseo, tanto del deseo sexual como del deseo de existir como sujetos en conexión con los otros. La conciencia corporal aparece en este contexto como vehículo de impulsos y relaciones otras con los otros y con sus propios cuerpos, validadas por estos textos pese a la violenta inscripción del poder hegemónico sobre los sujetos-cuerpos de las protagonistas. Emma Pérez destaca en su conceptualización de un “imaginario decolonial” la condición transitoria del pasado, susceptible siempre a reformulación desde el pensamiento presente, y el por venir. Se pregunta, en consecuencia, cómo elegiremos entender y presentar nuestro pasado ahora y en el futuro: “what will we choose to think again as our history, the history that we want to survive as we decolonize a historical imaginary that veils our thoughts, our words, our languages?”21 (Pérez 2009: 27). Si, volviendo a Pierre Bourdieu, el poder hegemónico depende del cuerpo como memoria viva y de su condición irreflexiva para actualizar el pasado (2007 [1980]: 118), ha de ser posible poner el cuerpo textual al servicio de pensar y de actuar pasados que engendren futuros y seres distintos a los inscritos en versiones previas de nosotras mismas. He ahí el potencial que la conciencia corporal de la niña provee para reconocer e imaginar subjetividades alternativas. Retornar al sujeto-cuerpo de las niñas, al pasado del sujeto, personal y colectivo, supone no sólo buscar las claves que expliquen la sujeción de la feminidad sino también recurrir a su conciencia para remembrar, 21. “qué elegiremos pensar otra vez como nuestra historia, la historia que queremos que sobreviva mientras descolonizamos un imaginario histórico que vela nuestros pensamientos, nuestras palabras, nuestros lenguajes?” (traducción nuestra).
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recordar y rearticular, las partes escindidas por la feminización patriarcal. El cuerpo textualizado de las niñas es igualmente un escenario donde poner a dialogar las distintas conciencias del ser al servicio tanto de una reinvención del sujeto en el presente como de una liberación hacia el futuro.
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2. Antonia Palacios y Magali García Ramis: de cómo se (de)forma una niña decente
The body produced through identification is not mimetically related to a preexisting biological or anatomical body… The body in the mirror does not represent a body that is, as it were, before the mirror… The mirror produces that body as its delirious effect1
(Butler 1999: 91).
Cuerpos “decentes” El recorrido literario de La rebelión de las niñas empieza en la segunda década del siglo xx, de la mano de la pequeña Ana Isabel Alcántara, 1.
“El cuerpo producido a través de la identificación no se relaciona miméticamente con un organismo biológico o anatómico preexistente… El cuerpo en el espejo no representa un cuerpo que está, por así decirlo, ante el espejo… El espejo produce ese cuerpo como su efecto delirante” (traducción nuestra).
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protagonista de Ana Isabel, una niña decente (1949), ficción autobiográfica de la infancia de la narradora y poeta venezolana Antonia Palacios. Nacida con el siglo, Palacios (1904-2001) fue una de las más respetadas y queridas escritoras de su país. Es recordada tanto por su prolífica obra poética como por su participación activa en la escena literaria de Venezuela. A su protagonismo contribuyó también el acompañamiento de su esposo, el escritor Carlos Eduardo Frías, y su amistad con varios autores de la llamada “Generación del 28”, reconocida por su oposición a la dictadura del general Juan Vicente Gómez, que gobernó Venezuela entre 1908 y 1935. Palacios fue promotora de talleres literarios y de la revista Hojas de Calicanto, publicación del grupo con el mismo nombre. En 1976, se convirtió además en la primera mujer en recibir el Premio Nacional de Literatura. Pese a éste y posteriores homenajes, la atención crítica hacia su obra en prosa ha sido escasa, debido quizás a la singularidad que motivó la catalogación de su arte como “raro”, “único”, “extraño” (Crespo 1949: ix).2 Ana Isabel, una niña decente consiste en dieciséis cuadros que culminan con el llanto de la protagonista ante su primera menstruación, anuncio de su inminente paso a la adultez. Antonia Palacios escribió ésta, su única novela, entre 1938 y 1946, tras la sugerencia de un amigo de narrar sus memorias de infancia. La obra fue publicada tres años más tarde con éxito inmediato en Venezuela, Colombia y otros países de Suramérica. A su publicación sobrevino un silencio de nueve años en los que, según Palacios confesó a Elena Iglesias, su biógrafa y crítica, “algo la desgarraba llenándola de zozobra, porque sentía la palabra amordazada y sentía que tenía algo que decir y no encontraba medios para decirlo” (Iglesias 1979: 7-8). El retorno de Palacios tras esta suerte de duelo, se produjo en medio de cambios significativos en su esti2.
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Además de su novela, Antonia Palacios publicó numerosos volúmenes de poesía y relatos: Crónica de las Horas (1964); Los insulares: relatos (1965-1967) (1972); Viaje al frailejón (1973); El largo día ya seguro: relatos (1975); Textos del desalojo (1978); Una plaza ocupando un espacio desconcertante: relatos (1974-1977) (1981); Multiplicada sombra (1983); Ese oscuro animal del sueño (1991); y Hondo temblor de lo secreto (1993). Sus obras fueron antologadas en una primera selección titulada Ficciones y aflicciones (1989) y posteriormente en dos volúmenes de Obras completas (2002).
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lo. El desplazamiento de la anécdota, la ruptura de las fronteras entre prosa y verso, y el desmoronamiento de los límites entre realidad y sueño, caracterizarían desde entonces la poética de la autora. Si bien Palacios reencontró la voz y el camino para salir de la parálisis, su obra posterior está, al igual que su personaje al final de la novela, “atrapada” –atravesada por imágenes de aprisionamiento, ventanas cerradas o demasiado pequeñas, espacios oscuros desde los que se observa el paso inevitable del tiempo–. La muerte prematura de su hija y la sordera progresiva que le sobrevino en su madurez, contribuirían a esta visión del mundo. La novela de Palacios constituye en varios niveles un antecedente de las narraciones de formación analizadas en este libro. La vida familiar y social de Ana Isabel sintetiza aspectos y actores comunes en la formación de las niñas caribeñas y latinoamericanas, y su análisis sienta las bases para su discusión en los capítulos siguientes. Su negativa a comportarse como una niña “decente” –obediente, respetuosa de sus mayores, quieta, callada y aplicada– hace de Ana Isabel la antecesora por excelencia de las “malcriadas” de escritoras latinoamericanas y caribeñas contemporáneas. La elección de la niña como personaje y punto de vista dominante en la novela sugiere a su vez una relación de mutua dependencia entre la mirada infantil en la ficción y la voz adulta que estructura textualmente esta experiencia con resonancias para todas las autoras incluidas en este estudio. En este capítulo comparo la historia de Ana Isabel y la de Lidia Solís, protagonista de la primera novela de la puertorriqueña Magali García Ramis (1946), Felices días, tío Sergio (1986), publicada casi cuatro décadas más tarde, una de las novelas más leídas y estudiadas en la isla. La recepción de Felices días consolidó la carrera como narradora de García Ramis, quien había publicado hasta entonces una colección de cuentos, La familia de todos nosotros (1976), si bien era mejor conocida como periodista y ensayista.3 García Ramis pertenece a la llama3.
Las obras de García Ramis publicadas hasta la fecha incluyen La familia de todos nosotros (1976); La ciudad que me habita (1993); Las noches del riel de oro (1995); De cómo el niño Genaro se hizo hombre y otros cuentos (2002); Las horas del sur: novela (2005); y La R de mi padre y otras letras familiares (2011).
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da “Generación del 70”, fruto de la agitación política internacional de los sesenta y setenta, y reconocida en la historia intelectual de la isla por su actitud transgresora y su rol en la redefinición de una identidad nacional basada en el reclamo de una cultura propia, a pesar de la dependencia política de Estados Unidos. Esta generación se distingue de la de sus predecesores tanto por una significativa presencia de escritoras como por una generalizada sensibilidad hacia el problema de la opresión de la mujer, incluso entre los escritores (Silén 1971: 97). Al lado de García Ramis, surgieron autoras como Rosario Ferré, Ana Lydia Vega, Carmen Lugo Fillipi y Olga Nolla, quienes se convertirían en las precursoras de las numerosas voces femeninas contemporáneas en la isla. Su exitosa divulgación por las editoriales, entre la crítica y los lectores en general puede explicarse en la temprana evolución de la participación social de las mujeres en Puerto Rico, donde los movimientos feministas datan del siglo anterior y el voto femenino de 1929, una de las fechas más tempranas para Latinoamérica y el Caribe.4 García Ramis misma señala cómo para la época en que ella ingresó a la universidad existían en la clase media de la isla “mujeres lectoras, mujeres alcaldesas, mujeres legisladoras, mujeres médicos, mujeres líderes, feministas… la generación mía nunca tuvo que cuestionar, ¿debo o no debo?” (Celis 2007: s.p.). Otro fue el caso de las mujeres de su novela, inspiradas en las tías de la autora, siete hermanas que asistieron a la universidad en las décadas del veinte y el treinta. Si bien Felices días recrea las paradojas de la formación de su protagonista al amparo de esas tías excepcionalmente autónomas y, sin embargo, defensoras de ideas patriarcales, a diferencia de la de sus contemporáneas, la obra de García Ramis se ha leído menos como un testimonio feminista y más como el relato de aprendizaje de una identidad nacional puertorriqueña. Quizás por esto se convirtió rápidamente en un 4.
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Refiriéndose al desarrollo de los movimientos feministas en Puerto Rico, Lizabeth Paravisini-Gebert destaca la necesidad de hablar de los mismos en plural y de considerar las divisiones de clase que marcaron su evolución. En cuanto al voto, en particular, las mujeres de la clase obrera tendrían que esperar hasta 1935, tras la declaración del sufragio universal, para que se levantara el veto contra las mujeres analfabetas, apoyado por conocidas figuras del movimiento feminista de clase media (1997: 9-10).
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texto canónico en la literatura de la isla, leído en la escuela y traducido a varios idiomas. Desde una aguda comprensión de la centralidad del cuerpo de las niñas, Antonia Palacios y Magali García Ramis coinciden en su representación de los espacios, prácticas y agentes que, al asignar valor y significado a la experiencia corporal infantil, promueven la encarnación de las relaciones de poder y la norma de género. A continuación ilustro los escenarios de este proceso –la casa, la escuela, la iglesia y la calle o la plaza– y sus efectos sobre la formación de las niñas. Exploro además las transformaciones sociales que, al resquebrajar el orden familiar y espacial, inspiran la rebeldía de las protagonistas. En contraste con la crítica previa sobre ambas novelas, el análisis propuesto pone de relieve el potencial emancipatorio del retorno a la niñez de estas “malcriadas”, exponiendo la gama de respuestas que el cuerpo-sujeto de las niñas contrapone a las expectativas patriarcales sobre la feminidad. La defensa de las protagonistas de la actividad de sus cuerpos, medio y motor de un saber no racional a partir del cual evalúan su entorno natural y social, me permite ilustrar, en la segunda parte del capítulo, un primer nivel de la “conciencia corporal”, fuente de las preguntas indiscretas, las respuestas rebeldes y otros “desvíos” en su formación como “niñas decentes”. En la sección final recurro a la crítica sobre el bildungsroman femenino y la conceptualización de la identidad de Paul Ricœur para examinar el papel de la narración en la reconstitución de la identidad escindida que resulta del choque entre la “conciencia corporal” de las niñas y las expectativas sociales en torno a su género. Ahondo así en otra de las rebeliones enfatizadas por este libro, la recomposición de la identidad de la niña, y de la adulta, en la escritura. El retrato de las transformaciones socioeconómicas de la Caracas de la segunda década del siglo xx delineado por Antonia Palacios prefigura el conflicto en el interior de las élites latinoamericanas y caribeñas agudizado hacia mediados de siglo, época a la que se remite la infancia de Lidia Solís. Este último es también el contexto de formación de las protagonistas de la primera novela de Marvel Moreno (19391995), En diciembre llegaban las brisas (1987), discutida en el tercer capítulo. Palacios y García Ramis hacen explícito el componente racial, además del conflicto de clases, subyacente en la resistencia de la
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aristocracia local a la modernización de la estructura social heredada de la colonia, destacando el rol de los valores asociados con la femineidad en medio de estas tensiones. Ana Isabel Alcántara, la hija de un matrimonio de alcurnia venido a menos y empeñado en sostener su estatus pese a su pobreza, es emblemática de las señoritas de la decadente oligarquía colonial cuyas historias, narradas por autoras latinoamericanas y caribeñas, encarnan la pugna de su clase por sostener los estandartes de su poder –justificado en la supuesta superioridad racial y moral– ante la presión de las recién adquiridas fortunas burguesas. Las “señoritas de bien” constituyeron, por un lado, el último bastión para la defensa del orden en declive y, por el otro, una pieza clave en la transición del poder económico y social, consolidándose su valor como objetos de intercambio en medio de las negociaciones entre los oligarcas venidos a menos y los burgueses advenedizos. La ambigua pertenencia de clase de Ana Isabel y la indefinición de su identidad nacional en el caso de Lidia, agravan la confusión de las protagonistas ante las contradicciones de su medio social, contribuyendo a la visión disidente que forjan de sí mismas y “los Otros”, y a su rebeldía contra las jerarquías que sus familiares insisten en inculcarles en nombre de la “decencia”.5 El conflicto interno forzado por el imperativo patriarcal sobre las jóvenes de la élite y las connotaciones socioeconómicas de ese conflicto, había sido magistralmente recreado décadas atrás en la historia de María Eugenia Alonso, protagonista de Ifigenia, diario de una señorita que se aburría (1924), novela de la también venezolana Teresa de la Parra.6 Al enfocarse en la infancia y trasladar la batalla interior de la mente a la corporalidad de la protagonista, Palacios revela una inédita conciencia del lugar del cuerpo en este conflicto. Su caracterización de la pequeña Ana Isabel remite la formación de su subjetividad, por una 5.
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Nótese el uso deliberado de “los Otros” para referirme a la construcción cultural dominante de la alteridad y a sus categorías jerárquicas, en contraste con el uso de “los otros” para esos sujetos que las niñas y mujeres en estos textos, ignorando o desobedeciendo su estratificación, no conciben como ajenos o “distintos” de sí mismas. Para un detallado estudio de la relación entre el cuerpo, la identidad de María Eugenia y el dinero ver los análisis de Sonia Mattalia e Ileana Rodríguez.
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parte, a los espacios y eventos que dan lugar a la inscripción de la norma de género sobre el cuerpo de la niña y, por la otra, a la percepción y experiencia propias de ese cuerpo, fuente de sus “excesos” en relación con la norma social. Palacios hace del cuerpo de Ana Isabel el escenario de la batalla entre el impulso vital o “sensualismo” de la niña, cuya percepción alimenta su imaginación, exploración del mundo y acercamiento a los otros, y el imperativo sociocultural sobre la feminidad blanca y aristocrática inscrito en la compleja red de comportamientos, distinciones y prohibiciones que constituyen el régimen de “la decencia”. Gestos, posturas, intensidad de los movimientos, movilidad entre los espacios privados y públicos, la manifestación y validación de las emociones –en especial de la rabia, el arreglo y la apariencia, son algunos de los aspectos constantemente vigilados y entrenados por padres y familiares, profesoras, criadas, vecinos y sacerdotes, entre otros actores, relaciones e instituciones abocadas a producir niñas y señoras “de bien”–. Palacios va aún más allá. Al situar en el centro del conflicto el “sensualismo” de Ana Isabel, la escritora hace explícita la conexión entre el control de la sexualidad femenina y el sostenimiento del orden colonial y patriarcal, cuya denuncia se convertirá en eje de las reivindicaciones feministas décadas más tarde. Ana Isabel, dice la narradora, ama su cuerpo, “sus brazos que levanta muy alto, sus piernas con que corre, sus ojos con que mira…” (41) y sus manos, con las que sueña alguna vez escribir historias, “¡[…]que nunca podrán estarse quietas! […] que vibran, que palpitan […] y lanzan pulidos guijarros” (107). Este amor la hace objeto permanente de los reproches de sus familiares, profesoras y compañeras, quienes no pierden oportunidad para subrayar su desaprobación: “¡Qué niña más desobediente!”(38), “¡Te vas a volver un marimacho, Ana Isabel!” (121), “Fea le dicen todos” –comenta la narradora (78)–; “Que Ana Isabel tiene una naturaleza propensa al sensualismo que quién sabe a dónde la conducirá” –advierte su profesora (42)–; e “instintos de mujer mala, mujer de la calle” –acusa su tía Clara (41)–. La connotación irónica del título de la novela de Palacios es evidente en la negativa de la protagonista a sacrificar su cuerpo para convertirse en esa niña “decente”. Narrada en primera persona por un álter ego de la autora, Felices días, tío Sergio recrea el crecimiento de Lidia desde el preámbulo a la
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pubertad hasta su tardía adolescencia, en el San Juan de los años cincuenta. La novela vincula el desarrollo de la niña con la urbanización y modernización de la isla durante el primer gobierno estadolibrista: “los tiempos de Muñoz Marín… tiempos de esperanza que todavía olían a nuevo” (2), si bien remite sus orígenes a los de sus tías, formadas en el barrio Santurce y miembros de una pujante burguesía de inmigrantes recientes, que aún veneran la memoria del abuelo muerto y su ascendencia española. La autora recrea, en primera instancia, el dilema ante la identidad nacional de Lidia y su hermano Andrés, descendientes de una generación encerrada en “el cerco agridulce” de una casa/nación donde “todo lo heredado era europeo y todo lo porvenir era norteamericano” (157). La adquisición de la decencia, o la “civilización” de la pequeña, asume en este caso un tinte político, vinculando las contradicciones internas de la pequeña Lidia –cuyo nombre es sinónimo de lucha– a la situación neocolonial puertorriqueña. El reclamo de autonomía de la protagonista es paradigmático de la obsesión nacionalista de varias generaciones de escritores puertorriqueños, cuyo legado García Ramis revisa desde una versión feminista del bildungsroman. Mientras los mandatos de su clase despiertan en Lidia menos indignación que en Ana Isabel, la protagonista de Felices días exhibe con mayor elocuencia sus objeciones ante las restricciones inherentes al ser “mujer” que intentan inculcarle sus tías. La discrepancia entre estas prescripciones y los significados de la sexualidad que “lee” en su cuerpo y el de los otros, se convierte durante su adolescencia en el principal detonador de la rabia que la distingue como “malcriada”, penalizada, como en el caso de Ana Isabel, con el rechazo familiar: “habrá que ponerla en una correccional” –dice de ella su tía Sara F (18)–; “tienes que corregir ese genio” –le increpa la mamá (53)–.7 Al igual que la novela de Palacios, Felices días registra además el brutal recrudecimiento de las pugnas de las protagonistas por su autonomía, sensuali7.
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Sobre las “malcriadas” advierte Elena Gianini Belotti que reciben “la represión más directa, más impetuosa, más implacable. Con las niñas más tranquilas, menos vitales y que requieren por tanto menos autonomía perentoria y abiertamente, los conflictos a menudo no se producen enteramente” (1985: 66-67).
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dad y sexualidad durante la pubertad, cuando “the full force of gender conformity descends… [and] is pressed on all girls”8 (Halberstam 2004: 193). Pese a las resoluciones diversas de este conflicto, la inscripción textual del proceso constituye un contradiscurso de revelador potencial de cara a la comprensión de las subjetividades e identidades femeninas. El proceso de formación de Ana Isabel y Lidia expone las instancias por medio de las cuales el orden social se convierte, en términos de Pierre Bourdieu, en un “estado de cuerpo” (2007 [1980]: 111). Como apunté en el capítulo previo, Bourdieu explica que la estabilidad del poder se ancla en el principio de dominio o la “violencia simbólica” reiterada por el habitus en la cotidianidad. El habitus actualiza tanto las tendencias interiorizadas por el sujeto como la memoria colectiva, promoviendo la concordancia entre las respuestas y expectativas individuales y las disposiciones establecidas por el “sentido práctico”. Según Bourdieu, el poder simbólico requiere para perpetuarse del control y el entrenamiento del cuerpo, especialmente susceptible a reproducir el habitus debido a la condición irreflexiva de la mímesis corporal. Más aún, el poder se vale de la creencia del cuerpo en lo que reproduce para “naturalizar” la normatividad social: “El cuerpo cree en aquello a lo que juega: llora si imita la tristeza. No representa aquello a lo que juega, no memoriza el pasado, actúa el pasado, anulado así en cuanto tal, lo revive. Lo que se ha aprendido con el cuerpo no es algo que uno tiene, como un saber que se puede sostener ante sí, sino algo que uno es” (Bourdieu 2007 [1980]: 118). En la ausencia de mediación racional y en esa cualidad de “verdad” que el cuerpo atribuye a lo que experimenta, siente y actúa, propongo localizar el potencial subversivo del cuerpo material y textual para actuar pasados y presentes que transformen el habitus. Palacios y García Ramis registran la temprana intervención del poder en la relación de las niñas con sus cuerpos y las condiciones específicas del control impuesto a los sujetos femeninos. Las historias de Ana Isabel y Lidia discurren a través de una progresión de escenas em8.
“la fuerza completa de la conformidad de género desciende… [y] es impuesta sobre todas las chicas” (traducción nuestra).
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blemáticas de la instrucción “apropiada” que las niñas de su época habían de recibir en la casa, la escuela y en el estrecho ámbito de las relaciones con familias de su clase, escenarios a los que se restringe su movilidad. Las estampas de la infancia de Ana Isabel y la adolescencia de Lidia sintetizan los espacios, actores y eventos comunes a las experiencias retratadas por autoras del resto del Caribe y Latinoamérica. Las escritoras recrean a su vez las réplicas creativas de los cuerpos, que no sólo reproducen la estructura dominante sino que responden además a sus fisuras e incongruencias. En el caso de Ana Isabel y Lidia, sus propios cuerpos y los de los otros constituyen el escenario y los agentes de la disputa por el significado del género y la diferencia sexual, incentivada por la infiltración en el ámbito doméstico y social de modelos ambivalentes de feminidad y masculinidad. La conciencia del cuerpo de las escritoras mismas, evidente tanto en la regulación de la expresión corporal en la formación de sus protagonistas como en la variedad de respuestas corporales que las niñas contraponen a esa regulación, debe considerarse también en medio del contexto socioracial y la particular cultura corporal del Caribe hispano, a cuyas variaciones retornaré en el capítulo final. El eje de la educación de las niñas es, por supuesto, la casa, según Bourdieu “el sistema de clasificación hecho cosa” por medio de las distinciones y jerarquías que en ella se establecen entre los objetos, las personas, las prácticas y sus principios correspondientes en cada contexto cultural (2007 [1980]: 124). En la casa, Ana Isabel aprende de la madre el cuidado, la higiene y las costumbres de las niñas de su clase, las distancias requeridas de los que no son sus iguales –pobres, criadas y negros– y las apariencias cuya defensa ha de garantizarle una buena vida como esposa y madre. Beatriz González Stephan resalta la consonancia entre la regulación pública de los cuerpos en la formación de las naciones latinoamericanas, y la regulación privada de los mismos, particularmente severa contra las mujeres dado que en “la propiedad de su vientre –las imbricaciones entre familia, propiedad y Estado… [residía] la custodia no sólo de una educación que reproduce la contención y la docilidad en los hijos/as sino también la vigilancia de la hacienda privada” (1999: 85). La rotunda categorización del bien y el mal que Lidia y su hermano Andrés aprenden desde la “perfectamente
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ordenada e incambiable” (15) casa-mundo de las Solís, constata las equivalencias políticas del orden doméstico, en su caso agravadas por la ansiedad de su clase ante la modernización promovida por el primer gobernador electo de Puerto Rico, Luis Muñoz Marín: Del lado del Bien estaban la religión Católica, Apostólica y Romana, el Papa, Estados Unidos, los americanos, Eisenhower, Europa… la gente preferiblemente blanca, todos los militares, Franco, Evita Perón, la ópera… todos los productos de España… Del lado del Mal estaban los comunistas, los ateos, los masones, los protestantes, los nazis, las naciones recién formadas por negros en África (porque derramaban sangre europea y mataban hermanitas de la caridad), los nacionalistas e independentistas puertorriqueños, el mambo, Trujillo, Batista, y María Félix, pájara mala culpable de que Jorge Negrete estuviera en el infierno (28-29).
La concordancia entre el mundo doméstico y la dimensión pública de la vida civil se hizo posible, argumenta González Stephan, gracias a las reglas de urbanidad y a los manuales que las inscribieron. Con ellos, “la norma –que controla hasta la más leve insinuación del cuerpo, de la mirada del deseo, alguna emoción inoportuna o palabra mal dicha– penetra en los hogares a través de la escuela y de la imprenta para instalarse sutil y perseverante, cual vigilancia invisible en el centro no sólo del núcleo familiar o laboral sino dentro de la misma intimidad del individuo” (González Stephan 1999: 84). El más difundido registro de esta particular “tecnología”, el Manual de urbanidad y buenas costumbres del venezolano Manuel Antonio Carreño (1812-1874) publicado por entregas en 1853, evidencia la centralidad de la “moral femenina” o la “decencia” en medio de la transposición del estamento colonial al orden moderno burgués, evidente en el código políticomoral de la familia Solís. Entre las muchas recomendaciones –en cuanto a la postura, los gestos, movimientos, tono de voz, espacios, emociones y distancias corporales adecuadas– destinadas en su mayoría a las mujeres, su exhortación a las adolescentes es digna de notar: “Piensen pues las jóvenes que se educan, la gran responsabilidad que Dios ha puesto en su vida. Ellas serán las sembradoras de las preciosas semillas de la moral y los nobles sentimientos; ellas darán a sus hijos la
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maravillosa ambición del saber […] Dense cuenta de la gran importancia que tiene la cultura en la mujer… el mejoramiento de la humanidad puede estar en las manos de las madres futuras con una sólida educación e instrucción apropiadas” (41-42). Si bien la educación explícitamente promovida por las familias de Ana Isabel y Lidia corresponde a los parámetros de instrucción “apropiada” para las chiquillas, las novelas de Palacios y García Ramis resquebrajan el orden de la casa por medio de la inclusión de modelos ambivalentes de género, empezando por las madres mismas. En el trabajo de su madre, forzado por la pobreza y la enfermedad de su esposo, Ana Isabel aprende a admirar el de otras madres, pobres y solteras que hacen dulces o lavan ropa para sostener a sus hijos, si bien algunas de ellas no son consideradas “decentes”. El orden doméstico es, en el caso de los Alcántara, infiltrado además por la nana negra, Etelvina, cómplice de las fugas a la plaza de Ana Isabel, donde se encuentra con niños pobres y hasta se pierde, con ocasión del carnaval, entre los olores y movimientos de cuerpos negros bailando desatados.9 Por su parte, la ambivalencia de la madre de Lidia se introduce desde la primera escena de Felices días al describirse su postura: “no era que mi mamá no fuera femenina, sino que le gustaba pararse como las garzas” –dice Lidia (1)–. Si, como establece Bourdieu, el habitus se forma y sostiene en la “hexis corporal”, es decir, por medio de la imitación de esquemas posturales, sus significados y valores (2007 [1980]: 119), el desafío “al mundo, al ‘buen gusto’ y a la familia” que Lidia “lee” en la pose de su madre (Felices días 1) resulta un mensaje más contundente que la aparente adhesión de María Angélica a los valores patriarcales de sus cu9.
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Según señala María Inés Lagos-Pope en su comentario sobre el papel de las nanas entre escritoras latinoamericanas, aunque éstas son, en principio, extensiones de la vigilancia materna, su presencia tiende a producir un efecto liberador sobre las niñas, cuya curiosidad y sensibilidad hacia valores alternativos se alimenta del desparpajo y la movilidad de estas mujeres. Capaces, por no ser “señoras”, de establecer relaciones horizontales con las niñas, las nanas y sirvientas son también fuente de información, “especialmente de la existencia de las facetas ocultas por el doble estándar y la moralidad convencional” (2003: 248). A las libertades a las que da lugar el poco apego a la convención de las mujeres negras en el contexto popular postesclavista retornaré en el capítulo 5.
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ñadas. La postura de su madre constituye el origen de la “feminidad masculina” (Halberstam 2004: 192) que Lidia acoge para sí, posteriormente alimentada por la aparición del personaje del tío Sergio. Otras situaciones en las que María Angélica excusa a su hija de los castigos de las tías constatan su disconformidad con los valores de las Solís, también mujeres profesionales y autosuficientes, aunque empeñadas en actualizar en los cuerpos de los niños la memoria del abuelo español. La complacencia total de las tías con esos valores es igualmente digna de cuestionamiento, pues, a juzgar por la rebeldía de Lidia, su ejemplo de autonomía tiene un mayor impacto en la personalidad de la niña que su discurso represivo.10 El padre de Ana Isabel es, en contraste con la madre, un ente apenas visible en el microcosmos doméstico. El de Lidia ha muerto en la guerra de Corea, dejando la casa paterna a cargo de Mamá Sara y sus hijas.11 La ausencia de la figura paterna es parcialmente suplida en Fe10. Sobre la ambivalencia de las tías, señala Margarite Fernández Olmos: “the example of the women in the household conveys a different message: the women are professional productive members of society, independent and unencumbered by male dominance. Their own autonomy and strength is a more potent influence than their words” (1979: 71; “el ejemplo de las mujeres de las casa reproduce un mensaje diferente: las mujeres son profesionales y miembros productivos de la sociedad, independientes y ajenas al dominio masculino. Su autonomía y fortaleza constituyen un mensaje más poderosamente influyente que sus palabras”; traducción nuestra). 11. El motivo del padre ausente atraviesa mucha de la narrativa caribeña y es, al lado de las imágenes de matriarcas y “madres fálicas” que abundan en la misma, cómplice de uno de los más grandes malentendidos sobre el funcionamiento del dominio patriarcal. El poder atribuido a las madres en muchas de las obras canónicas de la literatura caribeña revela por contraste el absolutismo del dominio masculino, que “se descubre en el hecho de que prescinde de cualquier justificación: la visión androcéntrica se impone como neutra y no siente la necesidad de enunciarse en unos discursos capaces de legitimarla” (Bourdieu 2000 [1998]: 22). El padre aparece sólo para responder, entonces sí con violencia física, cuando por fuerzas externas o por “negligencia” de la madre en su papel de transmisora del orden, su poder es amenazado. El “patriarcado en ausencia” que recrea la literatura regional es también manifestación de la “doble paradoja” que, según Janet Momsen, la migración y la ruptura con los lazos familiares forzadas por la “plantocracia” colonial legaron a las relaciones de género y a la familia caribe-
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lices días con la aparición de Sergio, desterrado por su actividad política, que regresa a desestabilizar el mundo familiar, superponiéndole a su código de convenciones un orden presidido por las expresiones de afecto, la solidaridad y la conciencia social. Pese a que las Solís condicionan su relación con los sobrinos a no hablar de política ni historia puertorriqueña, Sergio consigue incentivar en ellos una actitud crítica, convirtiéndose en su punto de referencia para otra forma de evaluar el mundo. El tío es además objeto de la emergente curiosidad sexual de Lidia. Los hogares de Ana Isabel y Lidia se complementan finalmente con la presencia de un hermano menor, cuyo trato diferencial facilita a las protagonistas reconocer las prescripciones distintivas de su género. Los únicos otros espacios accesibles para las niñas, la escuela y la iglesia, refuerzan el aprendizaje del género en instancias que van, en la primera, desde la enseñanza curricular hasta la vigilancia permanente de las maestras, pasando por las relaciones con las otras niñas. La moralidad judeocristiana y la institución de la Iglesia desempeñan un papel decisivo en la formación del razonamiento y la identidad de Ana Isabel y Lidia, educadas en hogares estrictamente católicos. Varios de los capítulos de Palacios se concentran en la preparación para la primera comunión, cuando ante la amenaza de la confesión aparece en Ana Isabel la conciencia del pecado. La confesión es un evento traumático también para Lidia, al igual que para muchas niñas católicas entre las escritoras latinoamericanas, víctimas, como argumenta Helena Araújo, del tabú de la ña: “of patriarchy within a system of matrifocal and matrilocal families; and of domestic and state patriarchy with economic independence of women” (2002: 45; “de un patriarcado en medio de un sistema matrifocal y de familias matrilocales; y de patriarcados domésticos y estatales con independencia económica de las mujeres”, traducción nuestra). Los tempranos y mayores niveles de autonomía económica de las caribeñas, en especial entre las mujeres negras y de la clase obrera, que resultaron de la esclavitud y las migraciones laborales de los hombres de la región, contribuyeron también a la fabulación de la sobrenatural y castrante matriarca (2002: 51). El silencio crítico en torno a la relación de la hija con el padre contrasta a su vez con la atención prestada a sus relaciones con la madre, desconociéndose su lugar en la constitución de la subjetividad femenina o limitándosele al papel del padre abusivo.
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“pureza” que constituye un obstáculo en la relación entre su conciencia y el mundo exterior, al reducir la emergencia del deseo femenino a la disimulación, la hipocresía o la represión (1989: 99). La prohibición del acceso a la calle complementa el problemático aprendizaje de “las equivalencias entre el espacio físico y el espacio social” (Bourdieu 2007 [1980]: 115). Ana Isabel resiste deslizándose hacia la plaza por entre los barrotes de las ventanas de su casa para juntarse con los pobres y “negritos” a quienes envidia por no sufrir la vigilancia de sus madres ya que no son “decentes”. Condenados a ver pasar la vida desde el balcón, “oyendo a lo lejos a los niños de la calle jugar todos los juegos peligrosos del mundo –calle, niños y mundo vedados para nosotros”, Lidia y Andrés manifiestan la misma envidia (7). Estudios críticos previos sobre el proceso de formación de las niñas en escritoras latinoamericanas y caribeñas, coinciden en subrayar la prevalencia del escenario de la casa y sus actores, el rol de la escuela y la iglesia, el papel de la represión del cuerpo y la prohibición del espacio público en este proceso. No obstante, mi análisis se distancia de la tendencia de esta crítica a privilegiar el resultado –el sujeto adulto– sobre el proceso de formación o la subjetividad de la niña misma.12 En su extensa disquisición sobre las “novelas de formación de protagonista femenina” –la cual incluye la novela de Palacios– María Inés Lagos-Pope concluye, por ejemplo, que “a pesar de la autoconsciencia de su papel subordinado que empuja a las protagonistas a rebelarse… la fuerza de la educación y de las instituciones que respaldan al orden dominante resultan exitosas porque consiguen que el sistema se perpetúe” (2003: 252-253). Pese a que la autora reconoce entre las protagonistas latinoamericanas a “niñas excepcionales que se apartan de la norma” (2003: 238) e insinúa el potencial desestabilizador de estos relatos sobre los modelos tradicionales de feminidad, su concepción del poder como producción de “cuerpos dóciles” le impide reconocer la vitalidad de Ana Isabel, a quien considera “prisionera de su alcurnia” (Lagos-Pope 1996: 74), o entender el potencial subversivo de la representación de la rabia que mueve a “malcria12. Ver, entre otros, los trabajos de María Inés Lagos-Pope (1996, 2003), Zulema Moret (2000), Stephen M. Hart (1993), Debra Popkin (2007) y Lucy Ann Wilson (2008).
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das” como Lidia. Igualmente pesimista resulta la conclusión de Guillermina De Ferrari en su estudio sobre Felices días, entre otros relatos de coming of age femenino en el Caribe. De Ferrari concede a estas narraciones un rol privilegiado en la recreación de las premisas sociales que sostienen las sociedades coloniales tales como la prevalencia de lo europeo y la decencia “directly depending on, and standing over tension with the girl’s body”13 (2007: 107). Las historias de niñas y adolescentes son, en consecuencia, idóneas para denunciar la persistencia de las estructuras coloniales en el contexto contemporáneo, dado que hacen explícita la complicidad entre la historia colonial del archipiélago y prácticas contemporáneas cimentadas en la “vulnerabilidad” del cuerpo de las mismas a su apropiación simbólica (De Ferrari 2007: 108). Omitiendo los efectos de la norma de género y la denuncia del poder patriarcal implícita en esta narrativa, la autora argumenta, sin embargo, que los relatos de adolescencia femenina incurren en una “nostalgia imperialista” debido al “unproblematized approach to memory” que supone el retorno a la niñez como “idealized prism of innocence”14 (De Ferrari 2007: 142). Las conclusiones citadas representan tanto la negación de subjetividad de la niña denunciada en la introducción de este libro como las limitaciones de la teoría sobre la relación entre sujeto y poder expuestas en el primer capítulo. Evidencian además cómo los críticos mismos somos susceptibles a los mitos, proyecciones y fetiches en torno a la niña que los textos sugieren rebasar. Implícito en la afirmación de De Ferrari, está el supuesto de que el retorno a la niñez constituye una vuelta a la “inocencia”, el cual contrasta con el rechazo de ese paradigma y la complejidad de la experiencia inscrita por las autoras en el cuerpo de las niñas. En el caso particular de García Ramis, Luis Felipe Díaz reconoce en ese retorno “un ambiguo resentimiento ante el pasado y la niñez… más ruptura y malestar que continuidad y nostalgia” (1994: 339). En la siguiente sección subrayo el potencial transgresor 13. “directamente dependientes y erigidos sobre la tensión con el cuerpo de la niña” (traducción nuestra). 14. “el uso acrítico de la memoria”, “prisma idealizado de la inocencia” (traducción nuestra).
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de considerar a las niñas como sujetos capaces de agencia, y las implicaciones que, dentro y más allá del texto, tiene estudiar la conciencia corporal de las mismas.
Retóricas del “cuerpo vivido” Emotion is precisely the experience of embodied sociality… The body cannot be seen merely as subject to external forces; the emotions which move the person through bodily processes must be understood as a source of agency: social actors are embodied15
(Lyon y Barbalet 1994: 48-50).
Ana Isabel es la antecesora por excelencia de las niñas narradas por las autoras caribeñas gracias a su excepcional conciencia de su cuerpo, que la conduce a una permanente rebeldía y la define ante los demás como “rara”. Su aprendizaje de la “decencia” discurre en medio de un cuestionamiento constante de las reglas destinadas a restringir su exploración, movilidad física y contacto con los otros. Ana Isabel reacciona con perplejidad ante las convenciones que sus congéneres no parecen cuestionar, poniendo en evidencia el artificio tras su aparente naturalidad y rehusando reiterar y legitimar la normatividad impuesta sobre su género. De allí que eventos comunes a la vida de otras niñas, desde los juegos infantiles hasta su primera menstruación, se tornen para Ana en descubrimientos angustiosos, intensamente hermosos o desgarradores, revelando no sólo un distanciamiento crítico del paradigma impuesto a las niñas de su clase sino una conciencia despierta y sensible ante las injusticias suscita15. “La emoción es precisamente la experiencia de lo social encarnada… El cuerpo no puede verse meramente como sujeto a fuerzas externas; las emociones que mueven a la persona a través de los procesos corporales deben ser entendidas como fuentes de agencia: los actores sociales están encarnados” (traducción nuestra).
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das por la disposición jerárquica de las diferencias raciales, de clase y de género. Ana Isabel vive cada una de esas emociones y eventos en su cuerpo y a través de él. La narradora hace explícito el gusto de la niña por observar, escuchar y, sobre todo, tocar, ligando su comprensión del mundo y de los otros a ese “cuerpo vivido” cuya percepción habilita, según argumenta Maurice Merleau-Ponty, toda emoción y pensamiento. Palacios hace evidente la interdependencia entre cuerpo y mente y el carácter cognitivo de la experiencia, por medio de la asociación de las exploraciones sensoriales de la niña con el rico mundo interior de Ana Isabel, su imaginación y sus reflexiones. La voz narrativa asume la perspectiva infantil para representar la curiosidad intelectual y el desarrollo del pensamiento racional de la niña, internándose en las hipótesis con las que Ana Isabel intenta explicarse el mundo: sus teorías sobre la muerte y el origen de la vida, sus cuestionamientos sobre la bondad de Dios y sobre las motivaciones y reglas de los adultos. La narradora recuenta también sus temores, como las dudas sobre el afecto de sus padres, y sus fantasías: que todas las personas sean ricas para que sean felices o que el negrito Eusebio se vuelva blanco para que pueda casarse con ella. La niña reflexiona además sobre su cuerpo en crecimiento y el de los otros: la belleza escondida bajo el vestido largo de su profesora y las “cosas feas” que, según su primo Luis, hacen los adultos. Sus pensamientos, anhelos y frustraciones se manifiestan en risa, llanto, dolor físico, enfermedades e ira; y su cuerpo activo –gritando, mordiendo, golpeando, bañándose desnudo bajo la lluvia o escapando a través de las rejas de la ventana– aparece constantemente como el agente de su rebeldía. El reemplazo súbito de ese “cuerpo vivido” por el cuerpo objetivado que se le superpone durante la pubertad, constituye también el motor del duelo de la niña en la escena final de la novela. El aprendizaje de Lidia Solís en Felices días tiene también su momento cumbre en una serie de eventos en los que la protagonista “lee” en el cuerpo de los otros o en el significado asignado al suyo propio, los elementos en tensión que definen su lugar en el mundo. Tanto para Lidia como para Ana Isabel la comunicación con sus cuerpos aporta los elementos que les permiten cuestionar la naturalización de la norma sobre
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la que se sustenta su identificación no sólo de género, sino de raza y clase. Si bien el cuestionamiento de Lidia –en un punto más adelantado de su desarrollo– logra articularse en preguntas y reflexiones racionales, la mediación de estas reflexiones por su apreciación de los cuerpos es evidente en una serie de escenas clave: la interpretación de la pose de garza de su madre que inspira su propio desafío a la autoridad familiar (1); su atracción hacia el cuerpo vilipendiado de su vecina Márgara (3); su fascinación por el olor de Sergio, al que atribuye la interrupción del mundo perfecto “de olores, sabores y rituales conocidos” de la casa de sus tías (18); la constancia de la rabia como respuesta a las limitaciones de su movilidad, palabra y acción; el llanto desatado por el primer abrazo tierno que recibe de brazos de su tío (102); la perplejidad que la sobrecoge al ver bailar a Sergio con su abuela la danza de Morel Campos que le da título a la novela (123-124); además de los avatares del despertar sexual propio y de su hermano. Quizás el aspecto más interesante sugerido por la puesta en escena del cuerpo como sujeto en estas novelas, es la permeabilidad y apertura que genera la exposición y cercanía a otros cuerpos, pese a la constante vigilancia familiar y social de estas interacciones. De acuerdo con Merleau-Ponty, la dificultad humana para concebir la existencia del otro radica principalmente en la racionalización de nuestros cuerpos, y los de esos otros, como objetos, desde el pensamiento y la conciencia reflexiva, que se estructura sobre la base de un Ego amenazado por la coexistencia con los demás (2005 [1945]: 409). La comprensión de sí de los niños atestigua la precedencia de una conciencia basada en una percepción intersubjetiva que desconoce las subjetividades “privadas”, en cuanto entiende el cuerpo propio y el del otro como un todo: “two sides of one and the same phenomenon… [that] inhabits both bodies simoultaneously”16 (2005 [1945]: 412). Ana Isabel ejemplifica los efectos de esa “conciencia perceptiva” previa a la incorporación de los esquemas de percepción y apreciación que, retomando a Pierre Bourdieu, acabarán interponiéndose entre el individuo y su experiencia corporal, marcando la conciencia racional y produciendo el “sentido práctico” 16. “dos lados de uno y el mismo fenómeno… que habita ambos cuerpos simultáneamente” (traducción nuestra).
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que limita los deseos y aspiraciones del sujeto a las realidades probables en el orden social dominante (2007 [1980]: 117). El cuerpo permeable y curioso de Ana Isabel es la fuente de una inusual sensibilidad hacia los otros, de un singular aprecio por sí misma y de un criterio propio, los cuales evidencia en su primaria distinción entre el bien y el mal, y en su sentido de la justicia, cualidades que la novela contrapone al entramado de relaciones, valores y prejuicios que definen el racionamiento adulto. La amistad que Ana Isabel desarrolla con los hijos de artesanos y trabajadores durante sus escapes a la plaza, nutre sus preguntas en cuanto a las diferencias de clase y género, que deduce, por ejemplo, de la ausencia de los padres y del trabajo de las madres de los niños pobres. La niña se pregunta, entre otras cosas, “¿por qué será que son siempre los pobres los que no son decentes?”; y por qué, si ella es pobre, todavía es decente (60), o por qué si los negros son los indecentes, hay blancos con los que tampoco puede jugar. Ana Isabel cuestiona también la hipocresía de las niñas ricas, a quienes se les tolera jugar con los “negritos” en la plaza pero no pueden llevarlos a sus casas. El choque entre su propia sensibilidad hacia los otros y las distinciones impuestas por los adultos es uno de los aspectos más dolorosos del crecimiento de Ana Isabel. Así, la protagonista exhibe rasgos de una identidad y una agencia previas y en pugna constante con la objetivación del cuerpo propio y ajeno que es condición de posibilidad de la producción del Sujeto por el poder. Dichos rasgos permiten considerar a la niña como sujeto y no como embrión del mismo, poniendo de relieve el potencial de la experiencia y la concepción de un “cuerpo propio” para la formación de una subjetividad femenina autónoma y en relación. La novela de Palacios es también pionera en la representación de las alianzas con los otros y otras como soporte emocional de visiones disidentes y rebeliones contra la norma, a cuyas connotaciones retornaré en el tercer capítulo. Lidia y su hermano sufren una regulación más severa de sus relaciones con “los Otros”, mediadas por un miedo constante al castigo familiar y a la vergüenza pública. En contraste con la novela de Palacios, la de García Ramis evidencia el extrañamiento del Otro como requisito de la estructura patriarcal, colonial y poscolonial, así como el potencial asignado al cuerpo y la sexualidad de los otros como amenaza a la subjetividad propia y al orden social dominante. El Otro negro, cuya “strong
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cultural vitality”17 fue el blanco idóneo del discurso sobre la civilidad en el Caribe (Quintero Rivera 1996: 161), es una presencia amenazante en las dos novelas. Con la frase “una cosa es juntos y otra revueltos” se resume la posición de las Solís frente a las relaciones entre razas, que justifican explicando reiteradamente a los niños cómo “los hijos de blancos y negros nunca podrían ser felices” (116, 117). La presencia abyecta por excelencia en la novela de García Ramis es otra, sin embargo: su vecina Márgara, la hija natural de un militante del partido independentista a quien los niños tienen prohibido mirar y saludar. “Mujer callejera, mujer mala” (7), Márgara es la encarnación de la transgresión a la norma de género y la prueba ambulante del ostracismo con que se sanciona. La “poca vergüenza” con la que Márgara exhibe por la calle su embarazo y a su hijo “ilegítimo”, constituye a su vez un contradiscurso que inspira la curiosidad y la rebeldía de Lidia, quien en una de las primeras escenas de la novela se atreve a saludarla, a sabiendas de que será castigada por ello. Más adelante, descubrir la amistad de su tío Sergio con el señor Tristani, el padre de Márgara, y la compasión de su madre hacia su bebé, constituyen también momentos reveladores para la chica. La centralidad de este personaje apunta a la prevalencia del conflicto de género en la formación de Lidia, aprendizaje simultáneo aunque más problemático que el de su pertenencia nacional. En oposición a esa “extraña” en cuyo cuerpo no asimilable se reconoce el peligro y se castiga la suciedad de la sexualidad (Butler 1993: 3; Ahmed 2000: 53),18 se definen a sí mismas las Solís, empeñadas, para desasosiego de Lidia, en remarcar la mancha asociada al deseo femenino. La explicación que da la tía Sara F de la “maldad” de la actriz María Félix resume el doble estándar sobre la sexualidad que sustenta su posición: “Las mujeres que se portan mal son viciosas, lo hacen por vicio, en cambio, los hombres, muchas veces no pueden evitarlo, el hombre tiene el lobo por dentro” (29). 17. “fuerte vitalidad cultural” (traducción nuestra). 18. En palabras de Ahmed, “cuerpos extraños” e “inasimilables” pero “legibles” y reconocibles gracias a las “histories of determination in which such bodies are associated with dirt and danger” (2000: 53; “historias de determinación en que esos cuerpos son asociados con suciedad y peligro”, traducción nuestra). Del reconocimiento de estos Otros como extraños depende la identificación de sí mismos de los miembros “legítimos” de una comunidad.
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Pese a las advertencias, reproches y castigos de las mujeres de su familia, que llegan a ponerle tabasco en la boca para que calle lo que los demás no quieren escuchar, Lidia no para de pedir explicaciones y se resiste decididamente a aceptar no sólo la “suciedad” femenina, sino la pasividad que proclaman sus tías. “¿Por qué las mujeres son fuentes de pecado para los hombres?” (103) o “Por qué Eva tentó a Adán, por qué Dios nos castigó haciendo que doliéramos al dar a luz, por qué no era tan digno ser mujer como ser hombre”, son algunas de las preguntas de Lidia, que ni el irreverente tío Sergio acierta a contestar (104105). El rechazo de Lidia a los parámetros de feminidad defendidos por sus tías es tal que la niña prefiere identificarse con un mono al jugar a Tarzán, con tal de poder trepar árboles y no tener que quedarse al pie, como Jane, cocinando y cuidando la casa de la selva (20). Su identificación con un animal salvaje en pro de la actividad de su cuerpo se refuerza con el rechazo categórico a identificarse con uno domesticado: “Yo no soy un perro […] yo no soy ‘Fido lárgate’ ni ‘Lidia afuera’” –les grita a sus tías durante una de sus discusiones (57). Las perspectivas de Lidia y Ana Isabel revelan los efectos de crecer en un cuerpo femenino enfatizados por filósofas feministas como Elizabeth Grosz y Luce Irigaray al matizar el “cuerpo vivido” según lo explicara Merleau-Ponty. Las novelas introducen vivencias exclusivas del cuerpo de las mujeres, como la menarquia, y un rosario de situaciones en las que la corporalidad de las protagonistas es confrontada por las expectativas culturales sobre lo “apropiado” para un cuerpo femenino. En ambas historias se evidencia también el impacto sobre la construcción de la imagen de sí misma que tiene la tensión entre las percepciones propias y los discursos y juicios de los otros sobre sus cuerpos. Los regaños y advertencias en torno a su goce de los sentidos, así como al desarreglo de su apariencia, conducen a Ana Isabel a la idea de que es “fea”. Lejos de debilitarla, la “fealdad” –a cuya amalgama de rasgos físicos y comportamientos ajenos a la “gracia” aprobada en las niñas retornaré en el cuarto capítulo– le da distancia crítica. Ana Isabel responde con ira, golpeando y mordiendo a sus compañeras ricas cuando éstas intentan humillarla por ser “fea”, “rara” o pobre. El conflicto en torno a su corporalidad llega a su cumbre durante los preparativos para la primera comunión, cuando la insistencia de su tía Clara en que
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es pecado amar el cuerpo empieza a agobiar a Ana Isabel. La niña decide buscar en el diccionario el significado del “sensualismo” que preocupa a su tía y a su profesora. Al leer que el “sensualismo” es la propensión a los placeres de los sentidos, la niña concluye: “¡Claro que ella es sensual![…] si le place ver, verlo todo y oír y gustar, aun cuando peque de golosa[…] Sin duda tendrá que acusarse con el padre Mallorca de ser sensual. De tener pecados vergonzosos. De amar su cuerpo, que es castigo del alma. Y también de lo que le ha dicho su primo Luis. Tendrá que decirlo todo, todo, porque Isabel no quiere condenarse” (41-42). A pesar de la presión familiar y cultural sobre el uso de su cuerpo, Ana Isabel sostiene una actitud afirmativa hacia el mismo a lo largo de su infancia. Para el final de la novela, sin embargo, su confianza en sí misma y su terca autodefensa se convierten en dolor, y su rico mundo interior se puebla de tristeza y oscuridad. En la sucesión de eventos que precipitan esta transformación se revela el impacto de su despertar sexual y de la comprensión del deseo del que su cuerpo es, puede y “debe” ser objeto, precipitados por las revelaciones del primo Luis y las indagaciones del padre Mallorca durante la confesión: “Ana Isabel no sabía lo que es pecado. El padre Mallorca le ha enseñado y desde entonces peca mucho Ana Isabel” –comenta irónica la narradora (74)–. En otra escena incómoda para la niña, el papá de su amigo Pepe la mira con malicia y comenta que su hijo “ya va a sé un hombre […] Y como que va a sé macho como yo” (95). Los primeros encuentros con el deseo de los otros, en situaciones que van desde miradas incómodas hasta la seducción y la violación, constituyen, a juzgar por su prolífica representación en la narrativa de escritoras en el Caribe hispano, un evento fundacional de la subjetividad femenina. En La sexualidad femenina: de la niña a la mujer, Emilce Dio Bleichmar argumenta que la sexualidad de la niña emerge en contacto con la mirada masculina, imposición sobre su cuerpo de un deseo que, aunque no le pertenece, al engendrar en ella excitación o temor, aprende a entender como propio. Las escenas anteriores ilustran la “ausencia de privacidad en la construcción psíquica de su sexualidad” que circunscribe la construcción del significado sexual para la adolescente (Dio Bleichmar 1997: 260). En este hecho tiene su
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correlato psíquico tanto el mito de la “provocadora” como el de la niña indefensa, ligado a la vulnerabilidad que genera la ausencia de control sobre la mirada del otro. En el próximo capítulo considero formas más violentas de esta apropiación y las consecuencias psíquicas del vínculo entre poder y sexualidad que niñas y mujeres reconocen en estos encuentros. La novela de Palacios refiere a la atribución de significado sexual a su cuerpo por los otros la transformación radical de la relación de la niña consigo misma que acompaña los cambios morfológicos de la pubertad: desde la crisis de su imagen corporal hasta la escisión del “yo” en una identidad de la que el cuerpo pasa de ser sujeto a ser objeto. Elizabeth Grosz remite a este período como “the greatest discord between the body image and the lived body, between its psychical idealized self-image and its bodily changes”19 (1994: 75). Ana Isabel, al igual que muchas de sus sucesoras, vive el crecimiento como un evento involuntario e inevitable, una especie de traición de la que sus cuerpos son origen y víctimas, el asomo de una sexualidad de la que no se es totalmente dueña, experiencias de las que ya no se es agente, fuente de temores, frustraciones y renuncias. En el origen de estas sensaciones se encuentran no sólo las transformaciones físicas y psíquicas que la púber experimenta, sino los significados y valores asignados culturalmente a esos cambios, cuyas consecuencias sobre la identidad de la adolescente se recrean en los últimos capítulos de la novela de Palacios. Ahora Ana Isabel “se la pasa mirándose en el espejo” (123) y todo la hace estremecer; ya no se duerme fantaseando con bailarinas y aventureras sino en medio de una angustia sin motivo evidente; la niña se reconoce en las curvas recién adquiridas de sus amigas, que ya no juegan ni corren por las calles y se da cuenta poco a poco de su interés por Pepe. A las nuevas sensaciones se superponen los comentarios de la madre: “Ya eres una señorita […] Ahora tienes que tener mucho juicio” (128). La necesidad de sentirse atractiva le llega de la mano con una tristeza constante y una obsesión con la 19. “la mayor discordancia entre la imagen corporal y el cuerpo vivido, entre su autoimagen psíquicamente idealizada y los cambios corporales” (traducción nuestra).
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muerte que alcanza su cumbre la noche en que se descubre sangrando: “¿Se irá ella a morir? ¿Se irá desangrando poco a poco hasta quedarse exangüe?” (128). Imágenes de adolescentes en duelo proliferan entre las protagonistas de narradoras del Caribe hispano. Los estudios sobre la adolescencia femenina han registrado también el sentimiento de “pérdida de sí” o de “pequeña muerte” al que dan lugar, en la púber, las transformaciones de su cuerpo. Autoras como Carol Gilligan (1981) y Mary Pipher (1994) se refieren a esta transición como una pérdida de autenticidad o desaparición de la voz propia. En efecto, hay algo de muerte en ese paso a la adolescencia, en la pérdida de ese cuerpo que, según intuye Ana Isabel, ya no podrá correr ni trepar por los árboles. Es una muerte simbólica pero violenta, producto de la comprensión repentina de que ese aliado de su rebelión ya no le pertenece, y es ahora vulnerable a la amenaza de su propio deseo y el de los otros en un orden que legitima el segundo pero reprime el primero. La noche de su primera menstruación, Ana Isabel camina hacia la ventana de su casa y recuerda llorando sus escapes a la plaza: Ana Isabel se agarra a los balaustres con sus manos que tiemblan […] ¡Cómo quisiera irse, escaparse, dejar la casa de los Alcántara y perderse a través de la plaza! Escaparse por la ventana como cuando pequeña jugaba al escondite […] Pero sus hombros están anchos y le impiden escaparse a través de la reja […] ¡Su cuerpo, su cuerpo de mujer contenido por las rejas! ¡Su cuerpo que ha de quedarse muy quieto, prisionero en la casa de los Alcántara! (131-135)
Es aquí cuando el cuerpo adquiere la significación que atraviesa toda la obra posterior de Antonia Palacios, en la que aparece como sujeto vivo pero también frontera, límite a la posibilidad de trascendencia del ser en el espacio y el tiempo. No es la carne ni su sexo, sin embargo, el origen de la oposición entre cuerpo y trascendencia. El obstáculo para el sujeto femenino, que en esta escena se simboliza en la obligación de permanecer en la casa, radica en el desdibujamiento del deseo propio bajo la condición de madre y esposa que se asumirá
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como centro de su identidad adulta. En lo que parece ser, finalmente, el triunfo de la biología sobre la rebelión de la niña para conducirla por el camino de la decencia, yace un orden social denunciado por el duelo de la púber. El clímax del conflicto de Lidia con su cuerpo se produce también con su entrada en la adolescencia, en medio de la simultánea emergencia y prohibición de su deseo sexual. Lidia y Andrés empiezan a hacer indagaciones sobre el sexo, del que hasta entonces sólo intuían que era “un estado de ánimo o actividad intensamente ligado al pecado original y la maldad de la mujer, y a lo sucio del cuerpo de los hombres” (84). Entonces, dice Lidia, el mundo se vuelve sexual: “De pronto, todos los calzoncillos que colgaban en los patios y galerías de Santurce eran motivo de interés para mí, porque ahí estaba la forma de los hombres […] todos éramos seres sexuales” (87-88). Los hermanos compran revistas, hacen preguntas a amigos mayores y, al igual que Ana Isabel, exploran su propio cuerpo, negociando su curiosidad con su temor por estar en pecado. Una vez más, la Iglesia tiene un papel decisivo en la asignación de significado a esa sexualidad incipiente. Un miércoles santo, ante la angustia de la confesión, Andrés le declara a Lidia la verdad que ella se ha negado a admitir y que la separa definitivamente del mundo previamente compartido con su hermano: –Mira, yo soy hombre, ¿ves? Los curas son hombres. Ellos entienden. Yo le puedo decir que compré libros y hasta que me masturbé, y me dicen que cuántas veces y me mandan unos padre nuestros y credos y ave marías y me perdonan. En cambio tú […] eres una mujer y no se supone que hagas nada. Las mujeres tienen que ser limpias. Tú nunca te vas a conseguir novio, nunca te vas a poder casar si no eres limpia. Al padre no le va a gustar nada que sepas de sexo o que mires revistas o hagas nada (89).
Lidia recrea el derrumbe de su imagen de sí tras esta imprecación: “Y mi mundo se cayó… Yo, era una viciosa. No quería decírmelo a mí misma pero eso era lo que yo era. Por eso me sentía tan distinta de todos, ni tenía amigas” (90). Al despertar de su conciencia sobre el significado social de ser mujer se superpone su deserción frente a esta valoración, en tanto que Lidia decide callar y comulgar sin confesar lo que ha hecho,
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asumiendo su destierro de la norma que hasta ahora la ha definido: “yo para siempre fuera de los BUENOS, de los JUSTOS, de los LIMPIOS, de los CATÓLICOS, de mi FAMILIA” (89-90). Si bien la ruptura es dolorosa y enfurece a la adolescente, impotente ante las injusticias que separan a los hombres de las mujeres, a la larga se convertirá en liberadora. En su declarada reincidencia en el pecado, Lidia se hermana con las “endemoniadas, endiabladas [y] pervertidas” niñas de otras escritoras latinoamericanas, quienes, como señala Helena Araújo, “parecen opinar con Kierkegaard que el pecado concede a las personas individualidad… las niñas pecan. Y después se aguantan el arrepentimiento. ¿Acaso no han de pecar otra vez? Pecando se sienten más personas, más mujeres” (1989: 119). Poco después, Lidia defiende a su hermano de otros niños del colegio que le gritan “mujercita” y se proponen “iniciarlo” a golpes en la masculinidad, ganándose así el epíteto de “marimacho” (Felices días 98-99). Esta inversión profundiza la brecha que marca la identidad de género de Lidia, anticipada ya por la tía Sara F cuando declara que “esa niña nunca se va a dar bien” (68). El furioso cuestionamiento de los parámetros patriarcales sobre la corporalidad, la sexualidad femenina y la participación social encarnado en las protagonistas de estas dos novelas hace la formación de la subjetividad de Ana Isabel y Lidia emblemática de lo que Katherine Stockton cataloga como “crecimiento lateral” –sideways growth–. Las historias de Ana Isabel y Lidia ejemplifican a su vez los dos modelos de niñas rebeldes discutidos por Judith Halberstam en su caracterización de las feminidades infantiles masculinas. Si bien ambas han sido caracterizadas como tomboys –machorras, machonas, machetonas, marimachas o varoneras, entre otras formas despreciativas de referirse a la niña “poco femenina” en los países hispanohablantes–, la primera –el caso de Ana Isabel– desemboca en una identificación con lo femenino y heterosexual; mientras que la segunda –el caso de Lidia según sugieren algunos de sus críticos– culmina en una identificación con lo masculino o lo queer (2004: 192). Halberstam denuncia cómo, aunque el primer modelo de las tomboy parece haber ganado aceptación social en décadas recientes, la reticencia a cultivar las feminidades otras insinuadas por millones de niñas masculinas sigue imponiéndose durante la adolescencia y reformando los instintos de las “malcriadas” hacia formas convenientes de feminidad (2004: 193-194). Catalogar como
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“masculinas” estas subjetividades supone el riesgo de reinscribir la actividad y la curiosidad, entre otros de sus atributos, como privilegios accesibles sólo desde la masculinidad, y de limitar los “crecimientos laterales” a la ruptura con la norma heterosexual. No obstante, urge, como sugiere Halberstam, pensar y nombrar esos procesos y subjetividades, crear términos que nos permitan acoger en nuestros imaginarios y sociedades a las “malcriadas”. Si, como dice Stockton, seguimos “in a time that does not officially recognize children as growing sideways […] in a world not ready to receive this thought or formulation”20 (2004: 281), es necesario recurrir a la ficción, no sólo para contar y recontar esas historias otras, sino para hilar en nuevas configuraciones de identidad los tejidos rotos en el interior de las niñas que se atreven a crecer en zig zag.
Narrar la identidad Life is an activity and passion in search of a narrative… we never cease to reinterpret the narrative identity that constitutes us, in the light of the narratives proposed to us by our culture… we learn to become our narrator and the hero of our own story, without actually becoming the author of our own life21
(Ricœur 1991: 29-32).
El conflicto entre las expectativas sociales y la vida interior que experimentan personajes como Ana Isabel Alcántara y Lidia Solís, entre otras heroínas literarias desde finales del siglo xix y a lo largo del xx, ha lleva20. “en una era que no reconoce oficialmente a los niños que crecen lateralmente… en un mundo que no está listo para recibir ese pensamiento o formulación” (traducción nuestra). 21. “La vida es una actividad y una pasión en busca de una narrativa… nunca cesamos de interpretar la identidad narrativa que nos constituye, a la luz de las narrativas que nos propone nuestra cultura… aprendemos a ser nuestro narrador y el héroe de nuestra propia historia, sin de hecho convertirnos en los autores de nuestra propia vida (traducción nuestra).
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do a sus críticos a caracterizar el desarrollo femenino entre las escritoras hispanoamericanas como un “de-crecer” o “aprender la dependencia” (Moret 2000: 181). Como un “despertar a las limitaciones” define Rosowski este proceso refiriéndose a escritoras del África y el Caribe poscolonial (1983: 49). Otras estudiosas del bildungsroman femenino –también llamado fictions of female development (Abel, Hirsch y Langland 1983), “novelas de formación de protagonista femenina” (Lagos-Pope 1996, 2003) o “autobiografías ficcionales” (James Alexander 2001)22– coinciden en ubicar entre las principales diferencias frente al relato de aprendizaje masculino, la imposibilidad de las protagonistas para reconciliarse con su entorno social, si bien no conciben ésta como un fracaso sino, por lo contrario, como el camino a un despertar feminista. Alice Edwards resalta entre las variaciones feministas del género en las últimas décadas del siglo xx en Latinoamérica, el desplazamiento de su problemática original hacia la búsqueda de autoconocimiento y autorrealización, el cuestionamiento de los roles de género y el examen de la actitud hacia las relaciones afectivas y el matrimonio, al igual que la exploración de opciones educativas y profesionales, la lucha por autonomía y control sobre sus propias vidas. Edwards destaca a su vez la relación formal del bildungsroman con la autobiografía. Al tratarse del recuento ficcional de una vida, el bildungs convoca la expectativa de verdad que caracteriza el pacto autobiográfico con el lector. Resulta, además, particularmente atractivo para inscribir el proceso de adquisición de una conciencia feminista –registrado por muchas escritoras a finales del siglo xx– por su didactismo, puesto que invoca la formación y el aprendizaje de las lectoras mismas. Trabajos como los de Marianne Hirsch y Julia Kushigian plantean, a su vez, la necesidad de diferenciar, sin jerarquizarlos, los procesos de formación y los modelos de subjetividad alternativos 22. Dichas ficciones, señala Simone A. James Alexander, no son autobiográficas en el sentido más estricto, en la medida en que las autoras recrean y reconstruyen las vidas de sus personajes a partir de sus experiencias, historias y narrativas personales. Se distinguen de la autobiografía porque “they do not constitute the simple retelling of one’s life story but are a complex mixture of dreams, myths, and histories” (2001: 23; “no constituyen el simple recuento de la historia de vida de alguien sino una compleja mezcla de memorias, mitos e historias”, traducción nuestra), cuyo recuento es facilitado por la transmisión oral de sus historias entre mujeres.
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con los que las autoras responden a las limitaciones ofrecidas por la norma sexual, destacando, por ejemplo, el carácter relacional y/o colectivo del crecimiento femenino.23 Las ideas de Hirsch y Kushigian resultan particularmente útiles para reivindicar la agencia de la niña en el desenlace de la novela de Antonia Palacios. Pese a que la desobediencia de Ana Isabel resulta insuficiente para vencer la presión cultural que transforma su cuerpo de sujeto a objeto, la rebeldía de la protagonista no puede darse por concluida con este final. En su reivindicación del término bildungsroman y de sus especificidades en Hispanoamérica, Kushigian atribuye a la reconstrucción de la niñez efectos tan variados como evidenciar las crisis culturales provocadas por el advenimiento de sujetos marginalizados; promover, a través de la escenificación de lo abyecto o excluido, una catarsis textual; y poner la transformación del héroe al servicio del lector o de un proyecto social más amplio. La resistencia de Ana Isabel persiste en la lectura de la novela, con todos estos efectos, gracias a la representación de la búsqueda de autonomía de la niña y a la denuncia de la sujeción de su cuerpo y psique. En este contexto, su final debe entenderse no como el fracaso del desarrollo o aprendizaje sino como el rechazo de una adultez que niega aspectos fundamentales de su identidad. En palabras de Hirsch: “not a failed adulthood but the desire of a different one”24 (1983: 1011). La novela de Palacios sugiere que esa madurez alternativa pende de la coincidencia del “yo” con un cuerpo agente, en la preservación de esa primaria “conciencia corporal” que, en el caso de Ana Isabel, facilita sus relaciones con los otros y su toma de posiciones éticas.25 23. Lucy Ann Wilson señala también la preponderancia de estos bildungsroman colectivos como una característica de la adaptación del género por los escritores del Caribe, entre los cuales “the emphasis on community and communal life leads to a innovative model of adolescent development in which the individual is defined to a much greater extent in relation to the community” (2008: xii; “el énfasis en la comunidad y la vida comunal conlleva a un modelo innovador del desarrollo adolescente en el cual el individuo se define mayormente en relación con la comunidad”, traducción nuestra). 24. “no una adultez fallida sino el deseo de una adultez distinta” (traducción nuestra). 25. En “Algo tan feo en la vida de dos señoras bien: Los relatos de formación de Marvel Moreno y Rosario Ferré” (Celis 2010), discuto en detalle la ética fundada en
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Felices días presenta, además de sus variaciones feministas, la mayoría de los rasgos clásicos del bildungsroman, cuyo eje tradicional es el conflicto entre el adolescente y la norma social, desde la ruptura con la familia y el viaje (literal o simbólico) de autoconocimiento hasta la revelación que precipita el encuentro de su vocación o la fundación de una nueva conciencia. García Ramis presenta también el que Alice Edwards considera uno de los rasgos principales de las novelas de formación entre escritoras latinoamericanas: el diálogo entre lo histórico y lo individual desde un discurso basado en la experiencia femenina. La culminación de la historia de Lidia demuestra asimismo las transformaciones en torno a los roles femeninos en el medio siglo que separa su crecimiento del de Ana Isabel. El desarrollo de la protagonista y de su identidad de género conduce también a la fragmentación de su subjetividad, pero la novela de García Ramis sugiere una resolución más positiva al dilema suscitado por la escisión del cuerpo-sujeto. Dos aspectos de la historia de Lidia distinguen su problemática de la de Ana Isabel. En primer lugar, el acceso al espacio público garantizado por su ingreso a la universidad en ese ambiente de mayor permisividad social para las puertorriqueñas que he descrito en palabras de la autora al principio de este capítulo. En segundo lugar, el acceso a la narración y la escritura de su historia, puesto en escena en la elección de una voz narrativa en primera persona y en la redacción de una carta que Lidia le escribe al tío Sergio. Junto a la inclusión de otra serie de discursos: desde los comics hasta la música popular, la carta concede a la novela esa estructura de pastiche que Kushigian registra como tendencia entre los bildungsromans hispanoamericanos y, en particular, en las novelas de formación de sujetos marginales. La incorporación de la narración dentro de la narración en el caso de Lidia, emula el proceso de (re)constitución de la identidad que supone para las autoras mismas el ejercicio de retornar a la infancia y contar la formación de sus protagonistas. La maduración de Lidia se concreta años después de la partida de Sergio en el reencuentro textual con el espejo del Otro, que constituye su carta, por medio de la cual la protagola experiencia del cuerpo y la intersubjetividad femeninas en Marvel Moreno y la escritora puertorriqueña Rosario Ferré.
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nista evalúa el papel del tío en su formación y le confiesa su amor y su ira. Lidia reconoce el impacto de Sergio en el despertar de su conciencia política y sexual, aunque lo culpa por haberse ido sin acompañarlos, a ella, su hermano y su primo, en el descubrimiento de la “verdad”. La carta supone asimismo un reencuentro con el español, lengua en la que escoge redactar su diatriba pese a su educación formal en inglés. En ella cuenta también cómo encontró refugio a su soledad en la literatura, los cómics y la fantasía. La música popular, a la que se asoma al ver a su tío bailar con su abuela poco antes de su partida, aparece también como puente con la cultura puertorriqueña.26 Sergio no contesta la carta. Sin embargo, en el acto mismo de escribirla, Lidia se encuentra consigo misma y repara la brecha dejada por el tío. La recapitulación narrativa, tanto de la novela como de esta carta, constituye el gesto interpretativo y organizador de sus experiencias que facilita a Lidia la articulación de una identidad. A ésta se accede en un movimiento retrospectivo, en el espacio entre la fabulación y la historia al que da lugar la memoria individual, vinculada por la narradora y la autora con la historia de su generación. En el capítulo final nos enteramos de que Sergio ha muerto solo en Nueva York. Lidia, ahora estudiante universitaria, reflexiona sobre las luchas y dimisiones de su tío y sobre la historia nacional a la que se asomó a través de él. La protagonista explica cómo durante sus años en la universidad, ella, su hermano y su primo llegaron a la revelación de que “habíamos crecido a ser puertorriqueños” (151), gracias al reencuentro con una herencia cultural que las generaciones anteriores habían dado por sentada, pero que para 26. En la escena referida por el título de la novela, Sergio baila con Mamá Sara una danza típica y explica a la niña el sentido de su título, la nostalgia por los “Felices días” del pasado, que Lidia misma invoca al iniciar su carta con las palabras: “Felices días, Tío Sergio, Felices Días” (150). El título supone una suerte de reparación del encuentro original con la danza, pues la niña sale huyendo al presenciar el baile, repentino acercamiento de dos mundos que ella considera opuestos y cuyo encuentro, en opinión de Luis Felipe Díaz, puede estar percibiendo en principio como hipocresía: “Sólo en ese espacio abierto por la música y mediado por el contacto de los cuerpos más allá de la etiqueta, es posible tal reconciliación” (1994: 329).
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ellos fue fruto de un reaprendizaje canalizado por la presencia de Sergio en sus vidas. En este primer nivel la historia de Lidia parece concluir exitosamente, al registrar el bildungs colectivo –de la niña, su hermano, su primo y su generación– hacia una identificación con la cultura puertorriqueña, evento que Lidia describe como su entrada en “otra familia más amplia, más grande, toda nuestra” (152). La “añoranza histórica”, señala Myrna García Calderón, “le sirve a García Ramis como herramienta que le permite comenzar a desentrañar la accidentada historia de su pueblo y desarrollar a su vez una contrarepresentación del discurso aceptado como verdadero por muchas generaciones” (1995: 63). El efecto de este aprendizaje más allá de la novela puede constatarse en la asignación del libro como texto escolar y en su popularidad entre los lectores de generaciones posteriores.27 Haciendo énfasis en la sujeción del cuerpo de Lidia y el de su hermano por las distinciones socioraciales heredadas del régimen colonial, en el citado estudio de la formación femenina entre las escritoras caribeñas, Guillermina De Ferrari postula en cambio que la novela recrea una derrota, en tanto que la normatividad consigue consolidarse y reproducirse en los personajes: It is undeniable that the children’s bodies have memorized, literally incorporated, concepts of decency and class that, if misquoted, would be physically revolting to them. Class, which is a cultural construct, has become a bodily “instinct”. So is a social structure based on racial difference which helps sustain the illusion of a colonial way of life28 (2007: 115).
27. García Ramis misma cuenta cómo, tras un cuarto de siglo desde su publicación, Felices días continúa siendo particularmente “moderna” y de interés para el público juvenil. La escritora sigue asistiendo anualmente al menos a una sesión con estudiantes, invitada por las escuelas donde se lee su novela (Celis 2007: s.p.). 28. “Es innegable que los cuerpos de los niños han memorizado, literalmente incorporado, conceptos de decencia y clase que, si se citan mal, se volverían físicamente en su contra. La clase, un constructo cultural, se ha convertido en un ‘instinto’ corporal. Igualmente la estructura basada en la diferencia racial que ayuda a sostener la ilusión de un modo de vida colonial” (traducción nuestra).
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Aun si, como sugiere De Ferrari, el aprendizaje de la identidad nacional no supone necesariamente una ruptura con los valores de clase, lo que se pierde de vista en estas lecturas de la novela es que García Ramis no concluye el devenir de la narradora. La historia de Lidia superpone al desarrollo de una identidad nacional, la persistente desidentificación de la protagonista con el entramado de prácticas y discursos que la definen como “mujer”, en una denuncia del carácter patriarcal del orden colonial y poscolonial que brilla por su ausencia en el análisis de la adolescencia femenina de De Ferrari. La “derrota” adjudicada al desarrollo del personaje puede responder, además, al paradigma individualista de subjetividad denunciado en el primer capítulo, que impide concebir los modelos alternativos sugeridos por el proceso de formación de las niñas, más orientado hacia una “autonomía en relación” (Wilson 2008: xii) que hacia la separación encumbrada por el Sujeto moderno y masculino. Felices días establece un paralelo entre el proceso de autoexploración de Lidia, en conexión permanente con los otros inmediatos, y la formación de una identidad colectiva donde, como identifica Julia Kushigian en el buildungsroman hispanoamericano, “relational traits point toward historic national identities in service of social transformation”29 (2003: 33). Al inscribir la tensión entre los distintos niveles del “aprendizaje” de Lidia, la recreación de sí misma del personaje registra las pulsiones simultáneas hacia la igualdad y hacia la diferencia, hacia la permanencia y el cambio inherentes al sujeto, pulsiones cuya concatenación da lugar a esa unidad en transformación que Paul Ricœur cataloga como “identidad narrativa”. Las ideas de Ricœur resultan cruciales para comprender el impacto de la narración, en este caso de la escritura, en el proceso de formación de la subjetividad en cada una de las escritoras incluidas en La rebelión, y aún más allá de su representación textual. En Oneself as Another, Ricœur argumenta que la unidad del sujeto es adquirida retrospectivamente a través de la construcción de una trama –emplotment– que organiza la experiencia. Todas las acciones y eventos vividos son susceptibles de ser parte de este relato. Sucesos a 29. “los rasgos relacionales apuntan hacia identidades nacionales históricas al servicio de la transformación social” (traducción nuestra).
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veces discontinuos y divergentes, seleccionados en medio de una cadena de olvidos necesarios, se vinculan en esta narración del ser, una acción ontológica y a su vez interpretativa, en la que se negocian las imágenes que el individuo forja de sí mismo y de su historia personal con unas metanarrativas socioculturales. Fruto de la tradición y de la apropiación popular de la ficción y sus estructuras, estas metanarrativas afectan la valoración de los eventos y sucesos de la vida, e incluso los modelos sobre los cuales se organiza y narra la experiencia individual. El resultado es una variedad de historias de sí que incorporan las narrativas y géneros disponibles, haciendo de su narrador desde la víctima hasta el héroe de su propia historia. El epígrafe de esta sección resume el diálogo entre sujeto y cultura inherente a la construcción narrativa del yo, la cual permite pensar la identidad como fruto del encuentro y la negociación entre la capacidad creativa de los individuos y las técnicas de producción de los sujetos por el poder. La narración del ser es además el espacio en el que se reconcilian ficción y vida en el interior del sujeto, pues si la primera se nutre de las historias vividas, es a través de las narrativas accesibles al sujeto que se codifica, interpreta y diversifica el relato de lo vivido. “Somos héroes y heroínas en la propia novela de nuestra vida, que es más bonita y mil veces mejor que las novelas escritas”, dice María Eugenia Alonso al declararse a sí misma la heroína del diario que escribirá para no aburrirse, en Ifigenia de Teresa de la Parra (7). En contraposición a las nociones esencialistas del “hombre” o la “mujer” –comunes tanto en la filosofía tradicional como en algunas de sus contrapartes feministas– y a las celebraciones posmodernas del “yo” como ilusión o contingencia, la identidad narrativa concibe al ser como una unidad dinámica: “The self has unity, but it is the dynamic unity of narrative which attempts to integrate permanence in time with its contrary, namely diversity, variability, discontinuity and instability. […] Identity is neither completely in flux nor static; it has the dynamic unity of narrative configuration”30 (McNay 2000: 89). El 30. “el ser tiene unidad, pero es la unidad dinámica de la narrativa que intenta integrar la permanencia en el tiempo con su contrario, la diversidad, la variabilidad, la discontinuidad y la inestabilidad… La identidad no es completamente fluida
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concepto de Ricœur permite pensar la estabilidad del sujeto en el tiempo y su resistencia al cambio. Considerar la identidad como el efecto de una narración constante facilita, al mismo tiempo, acercarse a las dinámicas que permiten al ser componer y recomponer esa narrativa, así como a los términos con los que articula e incorpora en su imagen de sí la heterogeneidad de sus experiencias, la multiplicidad de sus identificaciones y las modificaciones inherentes a su devenir en el tiempo. En el caso de Lidia, la simultánea identificación –con una cultura y una nación– y desidentificación –con la construcción del género en ese contexto cultural– demuestran los efectos del reconocimiento de la diferencia y del cambio como fuerzas inherentes al ser para la formación de una subjetividad femenina autónoma. El acto de narrar la formación de su identidad y de revisarla a través de su carta y sus reflexiones finales, provee las bases para rechazar y replantear sus identificaciones y abocarse a nuevas experiencias y performances identitarias, preservando la cohesión interna necesaria para la relación consigo misma y para ejercer agencia. La unidad en transformación en el tiempo que ofrece la estructuración del yo en la narración, es propicia asimismo para conjurar la amenaza que significa para las reivindicaciones políticas feministas y de otros sujetos subalternos la “muerte del Sujeto”, promovida tanto por la disolución del mismo en las teorías posmodernas como por el paradigma que asimila la subjetivación a la sujeción en el contexto postestructuralista. Varias de las historias de formación estudiadas en este libro, y de manera más evidente ficciones autobiográficas como las de Ana Isabel, En diciembre llegaban las brisas y Felices días, son sofisticadas construcciones de una identidad narrativa, a través de las cuales las autoras procesan y organizan, con las licencias permitidas por la ficción, su experiencia vital, en un ejercicio de autoinvención que, entre otros efectos, desautoriza la representación patriarcal de la feminidad y del proceso de formación del sujeto. Parte esencial de esta desautorización es la inscripción de un proceso de desarrollo humano “lateral” orientado por la experiencia del cuerpo y la intersubjetividad, a través del uso crítico del bildungsroni estática; tiene la unidad dinámica de una configuración narrativa” (traducción nuestra).
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man. Así, la narración, en particular la recreación de las voces, cuerpos e historias de la niñez y adolescencia, se convierte en el mecanismo principal por medio del cual estas escritoras negocian la agencia de sus personajes y la suya misma frente a los modelos, normas y relaciones de poder en medio de las cuales tiene lugar su formación. La búsqueda en el pasado de las claves que explican la sujeción de la feminidad es una estrategia doble de subjetivación en el presente y de liberación hacia el futuro. He ahí el potencial que la conciencia encarnada de la niña provee para reconocer e imaginar subjetividades femeninas alternativas. Además de subrayar la condición corporal y relacional del sujeto, las narrativas de formación pueden contribuir a disputar la fidelidad que permea la relación del individuo con su pasado. En palabras de Sheila Greene “part of our imprisonment in the past is due to our being in thrall to theories of the person which are built on historical explanations of who we are”31 (2003: 30). La textualización de la experiencia corporal es estrategia fundamental para la refutación del historicismo de la identidad. Las novelas de Palacios y García Ramis permiten trazar una relación de mutua dependencia y actualización entre la voz infantil en la ficción y la voz adulta que estructura textualmente esta experiencia, excediendo la citada interpretación del gesto de retorno como nostalgia por la inocencia del pasado. El análisis de estas novelas ilustra cómo, pese a la discontinuidad y heterogeneidad de las experiencias de protagonistas y autoras, en constante conflicto interno por los imperativos concernientes a su género, el acto de narrar se constituye en la fuente de una coherencia del ser que facilita su agencia en medio y más allá de las expectativas patriarcales. Usando el cuerpo como depósito de la memoria y, al mismo tiempo, como actor que actualiza y revive esa memoria en el presente –retomando su funcionalidad según Bourdieu– Palacios y García Ramis reescriben y reinscriben el cuerposujeto, poniendo su actividad, conciencia y resistencia al servicio de las versiones antihegemónicas que las protagonistas producen de sí 31. “parte de nuestro aprisionamiento en el pasado se debe a nuestra creencia en teorías de la persona construidas sobre explicaciones históricas de quiénes somos” (traducción nuestra).
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mismas. La elección de la niña como foco de la narración revela la necesidad de recuperar en la ficción una voz cuya energía y autenticidad parece, en efecto, haberse perdido al crecer, pero cuya recreación tiene un impacto en la voz de la narradora y la escritora. Los elementos autobiográficos presentes en las novelas de Palacios y García Ramis, entre otros datos de la vida de las autoras, dan testimonio del paralelo entre la mirada infantil y los avatares de la subjetividad adulta. Más que el regreso a una época idílica, ambas novelas constituyen la revisión de un pasado conflictivo desde una perspectiva que pretende rescatar a la niña como mecanismo liberador de la voz adulta. La narración –y la carta– por medio de la cual Lidia articula su identidad en la novela de García Ramis, produce una mise en abyme de este movimiento. La protagonista y narradora de Felices días es un álter ego de la autora, de quien toma el personaje su carácter, experiencias familiares y otras vivencias documentadas en entrevistas y comentarios a la obra. No obstante, la autora ha declarado que el tío Sergio no existió, que su personaje es la condensación de “todos los que en mí despertaron una conciencia puertorriqueña. Es como un símbolo, el tipo de persona que cuando estás creciendo tiene una influencia sobre ti y después se va, sigue su camino” (Cruz Alfonso 2004: 112). La encarnación de este símbolo en el texto permite a García Ramis reinventar su historia para reparar, a través de la escritura, la carencia que marcó a muchos de los escritores de su generación, urgidos de recobrar “el discurso perdido de un mentor invisible” (Sotomayor 1993: 326). La recuperación de una identidad cultural puertorriqueña recreada por Lidia remite parcialmente a la reconciliación con su entorno social que caracteriza el final convencional del bildungsroman. Sin embargo, en lo que se refiere a su identidad de género y sexual, la ruptura y fragmentación del yo persisten y su desarrollo aparece como un proceso inacabado, registrándose a su vez la tensión entre el orden impuesto retrospectivamente por la voz adulta y el sentimiento de dislocación experimentado por la protagonista adolescente.32 32. La coexistencia de estas voces es un rasgo destacado por Renée Hoogland en la narrativa de adolescencia: “organized around a protagonist overwhelmed by feelings of meaninglessness and incoherence, adolescent novels present often dis-
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La ambivalencia de su mentor ante su sexualidad contribuye a la dislocación de la protagonista: “¿O es que tú no tienes clara tu identidad y nos lo escondiste?” –le pregunta Lidia en su carta a Sergio (141)–. La adolescente se ve obligada a desmitificar a su modelo para identificarse como mujer puertorriqueña. Sergio no puede ser el guía de este segundo aprendizaje, en tanto que su rebeldía contra la estructura colonial y su búsqueda de independencia nacional se supeditaron a su aceptación de una norma patriarcal que lo condena a la disimulación de su propia identidad homosexual. Juan Gelpí reconoce un “doble giro feminista” que matiza en la novela de García Ramis la persistencia del “nacionalismo cultural” de escritores precedentes: “en primer lugar, se silencia o suprime la dimensión paternalista en la figura del tío Sergio y, en segundo lugar, se renueva la metáfora clave de ese tipo de nacionalismo –la de la ‘gran familia puertorriqueña’– al despojarla de su dimensión autoritaria” (366). El descubrimiento del homosexualismo velado de Sergio supone, sin embargo, un tercer giro. En el cuestionamiento del silencio del tío estriba, según Luis Felipe Díaz, la mayor crítica de García Ramis al legado de los independentistas y nacionalistas de los cincuenta, cuya visión revolucionaria estuvo limitada por su incapacidad “para reconocer que la problemática del Mundo no se limita a lo ideológico y que alcanza la identidad sexual (al eros) de los sujetos en la sociedad” (Díaz 1994: 332). En la crítica del tío se engendra, a su vez, el zig zag hacia una identidad queer tácito en la novela. Pese a que, como señala el mismo Díaz, Lidia no hace explícita su orientación sexual y es sólo a través de sus fantasías que accedemos a su psique, las pistas dejadas en el texto permiten aseverar a Larry La Fountain-Stokes, que Lidia es “a woman who has not reached self-identification as a lesbian but whose acts (a mimicry of standard masculine behaviors) and passions (specifically the frusconnecting accounts of disorder on which an omniscient narrator, firmly established in her/his position as an adult speaking subject, retrospectively imposes order” (1993: 93; “organizadas en torno a una protagonista abrumada por sentimientos de incoherenia y carencia de sentido, las novelas de adolescentes a menudo presentan recuentos del desorden en medio del cual una narradora omnisciente, establecida firmemente en su posición como hablante y sujeto adulto, retrospectivamente impone orden”; traducción nuestra).
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trated relationship with men –both Sergio and Juan Miguel– and her phantasmic attraction to Sophia Loren) suggest this”33 (2003: 59). En esta faceta de su búsqueda Lidia carece de mentor y respuestas. Su aprendizaje es, a este nivel, tanto para la autora como para su generación, un asunto irresuelto, paralelo pero no equivalente, aunque históricamente supeditado a la búsqueda de una identidad nacional. Las lecturas citadas insinúan la identificación de García Ramis no sólo con Lidia sino con Sergio. Como él, la autora elige callar el desenlace de ese otro aprendizaje, el cual queda inconcluso quizás, según explica Díaz, por el contexto de la publicación de la novela, todavía represivo ante las sexualidades disidentes, si bien no tanto como en los tiempos de Sergio. Retomando el comentario de Stockton citado en la sección previa, quizás aún hoy no vivimos en tiempos que celebren los crecimientos laterales. Una aproximación a la identidad como producto de la narrativa sugiere, no obstante, que es la acción de narrar la que genera tanto el descubrimiento de su orientación sexual como los límites de su comunicabilidad. Como plantea Renée Hoogland en su estudio de las novelas de adolescencia, el evento de crear permite al escritor o escritora reelaborar su espacio psíquico, mediando “a genuine inscription of unconscious contents within language, while simultaneously protecting the subject ‘from phobic affects’”34 (1993: 93). Al emular el proceso de formación, el bildungs permite la inscripción de las pulsiones inconscientes que facilitan esa “subversión en el clandestinaje de la conciencia” reconocida por Díaz en Felices días (1994: 333). La narración del “yo” revela a su vez los límites autoimpuestos por la necesidad de coherencia consigo mismo que es también inherente al sujeto: “Individuals act in certain ways because it would violate their sense of being to do otherwise”35 –recuerda McNay al comen33. “una mujer que no ha alcanzado su autoidentificación como lesbiana pero cuyos actos (una mímica de comportamientos masculinos estandarizados) y pasiones (específicamente la relación frustrada con hombres –tanto Sergio como Juan Miguel– y su fantasmática atracción hacia Sofía Loren) la sugieren” (traducción nuestra). 34. “la inscripción genuina de contenidos inconscientes en el lenguaje’ al tiempo que protege al sujeto de ‘afectos fóbicos’” (traducción nuestra). 35. “Los individuos actúan en ciertas formas porque violaría su sentido de ser hacerlo de otra manera” (traducción nuestra).
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tar la identidad narrativa de Ricœur (2000: 80)–. A pesar de estos límites, por medio de su polivalencia y apertura final, la novela de García Ramis inscribe las identidades y otredades posibles de esa “gran familia puertorriqueña”, cuyos parientes queer no pudieron instalarse en la casa-nación hasta la siguiente generación de escritores, mas cuya genealogía puede remitirse, por vía de la indomabilidad del cuerpo de Lidia, a la madre masculina, las tías patriarcales y la masculinidad feminizada del tío en la familia Solís.36 El acto de narrar, y de narrar (con) el cuerpo, remite en las novelas de Palacios y García Ramis, ya no a la experimentación formal en aras de un lenguaje propio de “la mujer” que promovieron autoras feministas de la segunda ola, sino a la incorporación a la materia textual y social de experiencias, impulsos y subjetividades diversas que aún no han encontrado acogida en los imaginarios sociales, pero que han hallado en la escritura, en especial de autores de minorías, el espacio idóneo para la producción de otras formas de ser y conocer. Se actualiza en esta narrativa el precepto planteado por Chandra Mohanty: “It becomes imperative that we rethink, remember, and utilize our lived relations as a basis of knowledge. Writing (discursive production) is one site for the production of this knowledge and this consciousness”37 (1991a: 34-35). En la narración y revisión del drama irresuelto de la identidad de las niñas rebeldes cuyas resistencias encarnadas recrea este libro, reside un potencial único para desvirtuar la trama dominante de la subjetivación y la sujeción. Los crecimientos laterales de las malcriadas ofrecen a la “utopía política” del pensamiento feminista el textimonio encarnado de esas otras trayectorias de ser y coexistir que Donna Haraway propone contraponer al argumento patriarcal de la “inocencia original perdida”, en cuya trama –“individuation, separation, the birth of the self, the tragedy of autonomy, the fall into wri-
36. Irune del Río Gabiola discute las formas queer de la gran familia puertorriqueña contemporánea en su artículo sobre Mayra Santos Febres (2011). 37. “es imperativo que repensemos, recordemos y utilicemos nuestras relaciones vividas como base de conocimiento. La escritura (la producción discursiva) es un sitio de producción de este conocimiento y esta conciencia” (traducción nuestra).
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ting, alienation”38– las mujeres somos siempre imaginadas como mejores o peores, con menos personalidad o con una subjetividad más débil (1991: 77). Más aún, las historias de las niñas ofrecen a sus lectores y lectoras imágenes, tramas, vocabulario, actores y actrices, heroismos otros y diversidad de perspectivas desde las cuales interpretar y articular en narrativas propias sus múltiples identidades vividas y posibles.
38. “individualización, separación, el nacimiento del ser, la tragedia de la autonomía, la alienación” (traducción nuestra).
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3. En diciembre llegaban las brisas de Marvel Moreno: la psique del poder The key notion to understand multiple identity is desire, that is to say unconscious processes. Psychoanalysis –as a philosophy of desire– is also a theory of cultural power. The truth of the subject is always in between self and society1
(Braidotti 1994: 14).
Sobre el “fenómeno de la sumisión” Al principio no había sido el verbo, decía su abuela, porque antes del verbo había habido la acción y antes de la acción el deseo. En su origen cualquier deseo era y sería siempre puro, anterior a la palabra, ajeno a toda considera1.
“La noción clave para entender la identidad múltiple es el deseo, es decir, los procesos inconscientes. El psicoanálisis –como una filosofía del deseo– es también una teoría del poder cultural. La verdad del sujeto está siempre en medio del individuo y la sociedad” (traducción nuestra).
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ción de orden moral; tenía en sí mismo la facultad de equilibrarse, poseía de manera natural un preciso y certero mecanismo de regulación. Pero como para sobrevivir el hombre había debido tolerar la vida en comunidad… había sido necesario inventar una estructura de valores adecuada a cada circunstancia, y el deseo, perdiendo su primitiva inocencia, entraba así dentro de las categorías del bien y del mal… Cada individuo, según su vitalidad, su avidez, su temperamento o capacidad de afrontar el riesgo, estaba obligado a encontrar un nuevo equilibrio entre las exigencias de sus deseos y los imperativos de la realidad. Y era allí donde se jugaba todo. Pero eso casi nadie lo sabía (Marvel Moreno, En diciembre 37-38).
Publicada en 1987 desde el exilio voluntario de Marvel Moreno (1939-1995) en París, En diciembre llegaban las brisas sorprendió a críticos colombianos e internacionales con la complejidad y profundidad psicológica de su retrato de Barranquilla, el mayor puerto marítimo y fluvial del Caribe colombiano contemporáneo. Moreno había incursionado en las letras nacionales desde 1969 con la publicación en suplementos y revistas de varios de sus cuentos, recogidos en 1980 en el volumen Algo tan feo en la vida de una señora bien.2 El escenario principal de estas dos primeras obras es la Barranquilla de la primera mitad del siglo xx: ciudad en pleno proceso de modernización industrial, sacudida por las transformaciones socioeconómicas y la afluencia de una inmigración reciente, en disputa frontal con las jerarquías, prejuicios y distinciones heredados por la aristocracia local del régimen colonial, cuyo rígido código de valores había permitido a la “‘gente bien’ regular las relaciones humanas, distribuir roles, implantar actitudes, otorgar derechos e imponer deberes” (M.ª M. Jaramillo 1997: 117). De este conflicto emergen los protagonistas de Moreno: seres reprimidos y escindidos, cercados por sus inhibiciones y sus máscaras o castigados por su desacato a la moral vigente, cuyos desenlaces van del aislamiento a la depresión, la locura y la muerte. Moreno asienta su exploración 2.
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La edición de sus Cuentos completos (2000) reúne éste y un segundo volumen publicado, El encuentro y otros relatos (1992), además de una colección póstuma: Las fiebres del Miramar. El primero de los libros de cuentos, Algo tan feo en la vida de una señora bien (1981), fue retitulado en esta edición con el nombre del cuento que abre la colección: Oriane, tía Oriane, en honor al deseo de la autora.
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de la psique y las motivaciones humanas en esa urbe, producto de la acumulación desigual y contradictoria de capas poblacionales, culturales e ideológicas; una ciudad que, como el Caribe todo, ha tenido que “erigir una historia sin contar con un mito fundacional, secularizarse sin nunca haber sido sacra, ser cosmopolita sin haber abandonado su provincianismo, prohijar la liberalización y a la vez la intolerancia con la diferencia, ser pluriétnica y a la vez racista” (Ángel Rivera 1997: 82). Barranquilla es también el espacio de la gran “utopía del deseo” que Moreno delinea en su primera novela (Weiler 1997: 239), una utopía anclada en el singular matriarcado de la familia de Lina, álter ego de la autora cuya perspectiva y proceso de formación es el hilo conductor de las historias de En diciembre.3 La historia personal de Moreno encarna las contradicciones de su ciudad. Entre los hitos del capítulo caribeño de su inusual biografía, destacan el haber sido expulsada de una escuela católica para “señoritas de bien” por defender las teorías evolucionistas de Darwin, su nombramiento como reina del Carnaval de Barranquilla, el ser la primera mujer admitida en la Facultad de Economía de la Universidad del Atlántico y su escandaloso matrimonio con un escritor del interior del país y militante político de izquierda, con quien abandonó Ba3.
En diciembre llegaban las brisas es un ambicioso proyecto literario, cuya concatenación de historias, discursos teóricos y visiones de mundo es susceptible de un sinnúmero de interpretaciones. Ha sido, como toda la obra de Moreno, un trabajo sin suerte editorial y de poco público en Colombia, a pesar de haber consolidado la voz de Moreno ante la crítica literaria nacional e internacional. El trabajo crítico de autores como Monserrat Ordóñez, Blanca Inés Gómez, María Mercedes Jaramillo, Betty Osorio, Freddy Téllez y Sarah González de Mojica, entre otros, ha ahondado en su complejidad estructural, dominio del lenguaje y la perspectiva feminista de Moreno. Los aportes de éstos y otros críticos fueron compilados en las memorias: La obra de Marvel Moreno. Actas del Coloquio Internacional de Toulouse, editado por Jacques Gilard y Fabio Rodríguez Amaya (1997) y “Ellas cuentan”. Memorias del I Encuentro de Escritoras en Cartagena. Homenaje a Marvel Moreno (2005). Otras contribuciones importantes son las monografías de Yohainna Abdala Mesa (2004) y Juan Manuel Cuartas Restrepo (2006). La colección crítica editada por Fabio Rodríguez Amaya, Plumas y Pinceles (2008), dedica también un segundo volumen a la obra de Marvel Moreno y Gabriel García Márquez.
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rranquilla. La tensión entre pertenencia y ruptura medió siempre su relación con la élite local, estimulando la perspectiva irónica con la que Moreno expone las fisuras de su clase; si bien fue en el exilio, desde la distancia y el tamiz de la memoria, donde la autora consolidó sus contundentes posiciones críticas y su voz escritural.4 Del capítulo de París, cabe destacar sus penurias económicas, el divorcio de su primer esposo y su segundo matrimonio, su participación en la revista Libre, donde se codeó con importantes escritores latinoamericanos, así como un lupus con el que batalló más de dos décadas antes de fallecer a los cincuenta y seis años de un enfisema pulmonar. Durante esta época escribió la mayor parte de su obra: tres volúmenes de cuentos y dos novelas. La segunda novela, ficción autobiográfica de su etapa parisina titulada El tiempo de las amazonas, sigue inédita. La Barranquilla de la primera mitad del siglo xx es considerada el escenario de la renovación y modernización de la literatura colombiana, debido, sobre todo, a la atención generada por el éxito de Gabriel García Márquez hacia sus compañeros de formación y experimentación literaria, asociados con el ya legendario “Grupo de Barranquilla”. Menos reconocido ha sido el aporte que, desde la misma “Puerta de Oro de Colombia”, han hecho a la literatura nacional, latinoamericana y caribeña las dos autoras colombianas incluidas en este libro: Marvel Moreno y Fanny Buitrago, a cuya obra retornaré en el cuarto capítulo. Moreno, al igual que Buitrago, comparte con los escritores “costeños” esa tendencia a la transgresión, cuyo motor identifica Jacques Gilard en el prólogo a Algo tan feo en la vida de una señora bien: “el repudio a los valores de respetabilidad… esa casi rabiosa defensa de la libertad del cuerpo y la conciencia, ese continuo llamado para que cada quien se asuma como lo que es” (1980: 3). Gilard atribuye el origen de esta actitud a los valores populares surgidos del mestizaje, en pugna, desde la época colonial, con las relaciones de producción y su adepta moralidad judeocristiana. Sarah González de Mojica reconoce 4.
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Juan Manuel Cuartas Restrepo define la relación de la autora con las dos ciudades como la dualidad entre un “adentro” –Barranquilla– “sin solución, vivido desde la piel y la norma”; y un “afuera” –París– “desde donde se observa y reflexiona la condición humana” (2006: 11).
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igualmente esta tendencia, la cual asocia con las “culturas de resistencia” surgidas del “pacto de silencio” de los esclavos cimarrones, manifiestas a todo lo largo del mundo antillano en prácticas que van desde el sincretismo religioso hasta el contrabando y el carnaval (1997: 243). Hay en la obra de Moreno, además, muchos de los motivos de ese Caribe mítico inmortalizado por el Premio Nobel colombiano, con sus patriarcas y matriarcas, “sus figuras cabalgando en las noches de luna el brioso potro del deseo, el ronco y mordiente acecho del incesto, el silencio rancio y sólido de la desolación y el infeliz final de las estirpes condenadas a la rencorosa soledad” (Castillo 2005: 47). Los hermana además una similar obsesión por desentrañar el poder y exponer su violencia. Moreno se destaca entre los escritores y escritoras de Latinoamérica y el Caribe hispano por su implacable indagación feminista en la condición patriarcal de ese poder y en sus fundamentos psíquicos, tan relevante para el Caribe a finales del siglo xx como para el contexto contemporáneo global. La gráfica representación de la violencia contra la mujer, desde la simbólica hasta la sexual, es piedra angular en su crítica del poder.5 En contraste con la caracterización garciamarquiana del Caribe como el espacio edénico cuyo orden familiar es destruido por fuerzas invasivas, la novela de Moreno sitúa el núcleo de la violencia en el espacio íntimo de la familia, sugiriendo una comprensión de la misma no como la consecuencia de la corrupción política o la invasión imperialista, sino como la condición de posibilidad del orden social, tanto en su versión colonial como en la poscolonial. Su examen del poder es facilitado por la intimidad profunda de sus voces narrativas con sus protagonistas femeninas, esa “empatía” (Damjanova 1997: 108) que le permite guiar a lectores y lectoras al fondo de las conciencias para cimentar una perspectiva que, desde allí, “se dirige a todos 5.
En diferentes grados del espectro en cuanto al cuestionamiento del poder patriarcal en los escritores del Caribe colombiano habría que colocar, por ejemplo, a La casa grande (1962) de Álvaro Cepeda Samudio y Respirando el verano (1962) de Héctor Rojas Herazo, en cuya caracterización puede rastrearse una comprensión, compasión y disgusto hacia la subordinación de la mujer, por lo contrario idealizada en la figura de la matriarca en Cien años de soledad (1967).
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los lugares, mira, observa, escudriña, cuestiona y pone en crisis tanto las costumbres establecidas como las razones del mundo contemporáneo” (Giraldo 1997: 221). Adentrándose en lo “real íntimo”, Moreno logra revelar, por un lado, el engranaje de prácticas, discursos y valores sobre los que se ha sostenido el dominio patriarcal y, por el otro, el impacto de este orden sobre las conciencias individuales: el correlato psíquico de la sujeción al poder. La mirada privilegiada por la escritora para esta exploración en varios de sus relatos es, como subraya González de Mojica, “la de la niña que despierta a la vida del conocimiento y de la sexualidad mirando el mundo” (1994: 329); en el caso de En diciembre, la mirada de Lina. Desde el punto de vista de Lina, la violencia se revela como una fuerza productiva, vinculada a la fundación misma del espacio, tanto privado como público, inherente e indispensable para el sostenimiento del orden patriarcal. En este capítulo sigo el itinerario por los cuerpos y las conciencias femeninas trazado por Marvel Moreno en las historias de formación de las protagonistas de En diciembre en busca de las claves sobre el sostenimiento del poder reveladas por su profunda exploración de la psicología femenina. Presento, en principio, los ejes temáticos de la novela y las herramientas teóricas que Moreno misma utiliza para adentrarse en los pilares psíquicos de las estructuras vigentes de dominación. En diálogo con reelaboraciones feministas de la teoría psicoanalítica, reviso además los mitos dominantes en torno a la formación psicosexual de la mujer y sus orígenes, que contrasto con las nociones sobre la sexualidad y la sujeción del deseo y la autonomía femenina implícitas en la caracterización de las protagonistas de En diciembre. Con base en la prolífera representación de la violencia sexual de Moreno, en la segunda parte me concentro en la relación entre la violencia y la economía patriarcal del deseo, y en sus efectos sobre la formación psicosexual de niñas, adolescentes y mujeres. Como antídoto contra esa economía, Moreno propone una ética alternativa, anclada en un saber del cuerpo en conexión con los otros, con el mundo material y espiritual, contraria a los artilugios de la racionalidad y al individualismo implícito en la definición de “Sujeto”. En la sección final del capítulo retomo un punto controversial en el planteamiento feminista de Moreno, el antagonismo entre madres e hijas, para ahondar en el
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aporte de la autora a la reconsideración del rol del primero y más poderoso de los lazos femeninos, el vínculo con la madre. En diciembre se estructura desde la perspectiva de Lina Insignares, quien teje las historias de formación de sus tres amigas de infancia: Dora, Catalina y Beatriz. La narración se inicia en los años setenta, época de los trágicos finales de sus respectivos matrimonios. La depresión de Dora permite a su marido aislarla y quitarle la custodia de sus hijos, declarándola demente; mientras Beatriz, desesperada por la oposición de su esposo a que abandone el país, termina dinamitando su propia casa, con ella y sus hijos dentro. En contraste, Catalina logra defenderse y escapar a Europa tras el suicidio de su marido. La novela retrocede y se expande al narrar los orígenes de las protagonistas y sus respectivas familias. Las transformaciones económicas y sociales de la ciudad se contraponen al movimiento aludido por el título de la novela: el retorno, como las brisas, de patrones ancestrales de comportamiento y organización social. De este modo, Moreno produce una genealogía crítica del paisaje social de Barranquilla, representada en una red cerrada y resistente de relaciones, discursos y fuerzas sociales. Síntesis y crítica de los arreglos hegemónicos del poder, la red es simultáneamente metáfora del potencial antihegemónico de la solidaridad humana, fuente de la ética alternativa encarnada por Lina, cuyo inusual sentido de la justicia y rechazo a las jerarquías ligadas al género, la raza, la clase y otras diferencias, resultan tanto de la constatación de sus nefastos efectos sobre sus amigas como de la suspicacia ante las convenciones sociales heredada del legendario matriarcado de su abuela y sus tías: […] la insólita, frágil y sin embargo tenaz organización familiar en la cual conseguían su equilibrio, pues siempre la hallaban al final de cualquier errancia o extravío, dispuesta, no a excluir, sino a integrar, a comprender con la tranquila indulgencia de esas mujeres que se habían aceptado a sí mismas, podían admitir la diferencia en los otros y consideraban pueril el deseo de dominar a los demás. Entre ellas todo estaba permitido y mientras la familia fue grande y la ciudad pequeña ningún conflicto serio se opuso a las dos: después, la ciudad, creciendo como una inmensa hiedra empezó a asfixiarlas y, a fin de sobrevivir, debieron fingir adaptarse a sus costumbres, extraviándose por mo-
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mentos en las redes de la simulación, pero conservando secretamente la solidaridad del viejo clan donde los problemas se resolvían entre murmullos y sonrisas (En diciembre 144).
Cada parte de la novela desarrolla un contrapunto, desde la perspectiva de Lina, entre la historia de una de sus amigas y los comentarios de Jimena, su abuela, y sus tías, Eloísa e Irene, cada una de las cuales encarna diferentes tipos de saber. En la primera parte, la historia de Dora, la “hembra primitiva” (13), cuya sexualidad es temida y castigada por su madre y su marido, es enmarcada por la visión determinista, pragmática y fatalista, casi profética, de la abuela Jimena. La confianza propia de Catalina y su consciente rebelión contra el intento de su marido de anular su sexualidad, se explica en la segunda parte desde el ilustrado feminismo y la apropiación crítica del discurso psicoanalítico de la tía Eloísa. Finalmente, el exacerbado misticismo de Beatriz y sus tendencias sadomasoquistas son dilucidados con la sensibilidad de la tía Irene y los conocimientos sugeridos por su música y los grabados de su mansión en la tercera parte de la novela. A partir de ese diálogo se va moldeando y liberando la conciencia de Lina, cuya lucidez revela “una ciencia de la vida que se fue elaborando a través de los siglos y de las generaciones… proyectándola incluso más allá de las incertidumbres e interrogantes de nuestro tiempo” (Gilard 1987: 8). Lina es la culminación de la “cadena de aprendizaje” que, según señala Helena Araújo, hace de En diciembre un bildungsroman colectivo (156). La pugna entre el poder y el cuerpo, que sufre, resiste, se rebela, niega y asume su deseo y su placer, es tropo fundamental en toda la obra de Moreno. La escritora localiza los cuerpos al centro de esa red de fuerzas que sostiene las estructuras de dominación y como núcleo de la “rebelión” contra el mismo, acentuando la batalla entre el “cuerpo propio” y el “cuerpo apropiado” que suscribe la formación de la subjetividad de niñas y mujeres. Al igual que las historias en Ana Isabel, una niña decente y Felices días, tío Sergio, En diciembre remite el conflicto que escinde el cuerpo y el “yo” femenino a la sanción de la sexualidad desde su temprano florecimiento, recreando las tecnologías del cuerpo que dieron forma a las identidades femeninas en un mo-
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mento histórico en el cual la rápida modernización de la ciudad y la diseminación de ideas feministas parecían haber propulsado el acceso de las mujeres a la esfera pública, si bien intensificando paradójicamente la vigilancia sobre su sexualidad y la violencia contra sus cuerpos. Moreno recrea el proceso de “especulación” por medio del cual el cuerpo femenino se transforma en objeto de uso, intercambio y circulación de valores masculinos, proceso que inspira a Luce Irigaray a catalogar el “devenir mujer normal” en un contexto patriarcal como un “devenir mercancía” (2009 [1977]: 169-171). En las historias de los enlaces y fracasos matrimoniales de sus protagonistas, Moreno denuncia, además, el propósito último de la represión del deseo: la restricción de la sexualidad femenina a su función reproductiva en el escenario legítimo del matrimonio, pilar y garante de las relaciones vigentes de poder. Como precisa María Mercedes Jaramillo, la conducta de las protagonistas de Marvel Moreno está marcada por su mayor o menor aceptación de ese tácito pero rígido pacto social, que resuelve con el intercambio de sus cuerpos desde alianzas económicas entre familias y rivales hasta el estatus y aceptación de los inmigrantes, en tanto que hace accesibles o inaccesibles el reconocimiento y el ascenso social para las mujeres (M.ª M. Jaramillo 1997: 118). La recreación de la sexualidad en En diciembre resuena, en primera instancia, con la catalogación de la misma como ese gran dispositivo histórico que, de acuerdo con la ya célebre historia de la sexualidad de Michel Foucault, constituye un mecanismo privilegiado para el ordenamiento de los sujetos. Foucault localiza la sexualidad en medio de la transición desde un poder represivo hacia el poder disciplinar característico de nuestros tiempos, cuyo surgimiento, durante la era victoriana, fomentó una serie de discursos y disciplinas destinadas a la recolección de información y la producción de saber sobre los cuerpos y la psique. El nuevo orden se valdría de estas disciplinas, como la psiquiatría y la psicología, para, pasando de reprimir la sexualidad a incitar la “confesión” de todas sus variantes y “desvíos”, hacer de ésta una “verdad” del sujeto al servicio de la clasificación e intervención del individuo: “una gran red superficial donde la estimulación de los cuerpos, la intensificación de los placeres, la incitación al discurso, la formación de conocimientos, el refuerzo de los controles y las resistencias se en-
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cadenan unos con otros según grandes estrategias de saber y de poder” (Foucault 1987 [1976]: 63). En contraste con su omisión por Foucault, Moreno recurre además a la teoría psicoanalítica para explorar el rol del deseo y de la regulación del instinto en el desarrollo psicosexual de hombres y mujeres. Su dominio de las teorías feministas de la segunda ola es igualmente evidente en la novela, no en vano escrita en París y en medio del maremágnum ideológico que dejó el Mayo del 68. Las fisuras e inconsistencias de cada uno de estos discursos son, a su vez, reveladas por medio de su contraposición con las particularidades de la cultura del Caribe colombiano, que Moreno rememora como una síntesis desigual de rígidas jerarquías de clase y raza, ancladas en una doble moral y un machismo recalcitrantes, en coexistencia con los vericuetos del mestizaje, la flexibilidad y el desparpajo de las clases populares y sus respectivos saberes, que se infiltran subrepticiamente en el andamiaje de la élite. Las historias de las protagonistas de En diciembre confirman las instancias y actores, al igual que las políticas del cuerpo que circunscriben la formación de niñas y adolescentes en el Caribe hispano y Latinoamérica, ilustradas en el segundo capítulo de este libro. A su vez, el extenso tapiz dibujado por Moreno6 anticipa e ilustra con variedad de ejemplos la noción de subjetividad encarnada del “feminismo del cuerpo”, introducida en el primer capítulo. Órganos, nervios, sangre y carne se constituyen en un sujeto, según plantea Elizabeth Grosz, a través de la inscripción psíquica y sociocultural de esa materialidad por unas fuerzas de poder, en un movimiento que implica la interacción y simultaneidad de cuerpo y mente, y el diálogo constante entre psique y sociedad (1994, 1995). Entre la variedad de diferencias genéticas y fisionómicas, psicológicas y sociales que definen el carácter de los personajes femeninos en la novela, Moreno concede crucial importancia a sus modelos y experiencias familiares. Al igual que en las 6.
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Fabio Rodríguez Amaya precisa la amplitud abarcada por la novela: “una red de aproximadamente 260 personajes entrelazados en una saga multifamiliar proyectada en un marco temporal de ciento cincuenta años que abraza tres generaciones y en un ámbito espacial que vincula dos continentes” (2008a: 261).
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historias de Palacios y García Ramis, la familia es el microcosmos desde el cual se instituye la estructura de valores sociales y, en especial, las expectativas de género implícitas en el código encarnado y silencioso de “la decencia”. Las familias de los personajes de Moreno son, sin embargo, núcleos desmembrados; debido a la ausencia del padre en el caso de Dora y Catalina, la prematura muerte de la madre de Lina, así como el desequilibrio mental de doña Eulalia del Valle, Divina Arriaga y la Nena Avendaño, las madres de Dora, Catalina y Beatriz. La inserción de los orígenes familiares facilita a la escritora cuestionar el fundamento “mágico” del fatalismo caribeño, remitiendo la opresión de estas mujeres no a un orden “natural” sino a la institución cultural de la asimetría entre los géneros –de raigambre ancestral aunque reforzada por el régimen colonial– cuyas “verdades” se imprimen en los cuerpos y conciencias de las protagonistas desde su infancia. La extraordinaria crudeza del destino de las protagonistas se explica no en el designio sobrenatural o percibido como tal gracias al pensamiento mítico – ponderado por García Márquez, entre otros escritores regionales– sino en el desproporcionado poder masculino sobre el destino de niñas y mujeres. La inclusión de epígrafes bíblicos en las tres partes de En diciembre refuerza además la complicidad entre la moralidad judeocristiana y el poder patriarcal.7 Los efectos de la “naturalización” de la dominación –requisito de la “violencia simbólica” a la que se refiere Pierre Bourdieu– varían entre las protagonistas. En el contraste de sus historias se avizora el diálogo entre la materialidad, la psique y el contexto sociocultural en la secreta alquimia que produce la singularidad de cada sujeto. La sensualidad innata de Dora suscita precozmente la atracción masculina, convirtiéndola en la “provocadora” por excelencia. Doña Eulalia se obsesio7.
A los fragmentos bíblicos se contraponen, a su vez, unos íncipits, incluidos inmediatamente después de los epígrafes. Dos de ellos son retomados en los epígrafes de la primera y segunda parte de este capítulo. En estos comienzos, en los que Lina resume las visiones de su abuela y sus tías sobre los preceptos bíblicos y sobre otros discursos, se anticipa y sintetiza también la crítica de la novela hacia teorías como el psicoanálisis, el evolucionismo de Darwin y el marxismo, e incluso el feminismo radical, que son encarnados a su vez por varios personajes de la novela.
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na con neutralizar la fuerza que se anida en el cuerpo de la hija por medio del encierro y una morbosa cantaleta sobre el pecado del sexo y la malignidad de los hombres, que prepara el terreno para que Dora acepte los golpes con los que Benito Suárez la castiga por no llegar virgen al matrimonio. En un gráfico ejemplo del uso de la sexualidad como “tecnología del poder”, su esposo, con la complicidad de otros médicos, se propone “regenerar” a Dora, cuyo cuerpo es “analizado, cortado, amputado, pinchado, drogado” con el objeto de suprimir su voluptuosidad (58). Pese a la eventual desaparición de Benito tras cometer un asesinato, Dora termina enferma y anulada por la depresión. Por su parte, la infancia de Beatriz, hija de un matrimonio de primos de la aristocracia barranquillera, es marcada por el martirio constante de su madre y las historias de almas en pena de una tía fanática. La niña desarrolla una compulsiva obsesión con el pecado y el control, que suscita la hostilidad de sus compañeros y empeora en la adolescencia, tras encontrar a su padre en pleno acto sexual con una amante y notar el desparpajo sexual de sus hermanos, criadas y vecinos. El consecuente sadomasoquismo de Beatriz se revela en su tardía adolescencia, cuando se descubre disfrutando su violación a manos de Javier Freinsen, quien se convertirá en su esposo. Beatriz encuentra así el camino hacia su placer, mas nunca logra reconciliarse con la “bajeza” de su deseo ni disfrutar del sexo. Acorralada y desesperada ante la amenaza de Javier de encerrarla en una clínica mental, Beatriz acaba incendiándose junto a sus hijos dentro de su propia casa. Las trágicas historias de Dora y Beatriz ejemplifican cómo las relaciones de dominación se graban y activan en cuerpos y conciencias, garantizando su persistencia con la denigración de sí mismo del sujeto subordinado. Moreno va más allá de exponer este fenómeno en su denuncia del poder patriarcal; la mirada inquisitiva de Lina se dirige al por qué de la autosujeción indagando en el poder ya no sólo desde los fundamentos arquetípicos de las estructuras sociales sino desde las conciencias individuales, y ya no desde la lógica del dominador sino desde la psique de las dominadas, desde el prisma de la conciencia femenina como “reflejo de las voces del poder… que mediatizan la autoconciencia” (Gómez 1997: 139). A esas voces, Moreno contrapone la “conciencia corporal” de las protagonistas, cuya expresión silenciosa
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–gestual y somática– revela las inconsistencias entre la retórica de los cuerpos y la lógica del poder. De este modo, la escritora expone las contradicciones que circunscriben los cuerpos femeninos en la cultura caribeña, revelando la violencia simbólica y empírica que, en hogares y comunidades, desde las leyes hasta en las aplicaciones del discurso “científico” y por medio de prácticas grabadas en el imaginario popular, continúa supeditando a los intereses heteropatriarcales la “autonomía erótica” de sus mujeres (Alexander 1997: 64). Su tendencia a exponer el cuerpo y a “hacer público lo púbico” (Sheller 2008: 357), desenmascarando el carácter patriarcal del poder social, hermana a esta autora colombiana con el proyecto ético y estético de escritoras como Rosario Ferré, Ana Lydia Vega, Jamaica Kincaid, Maryse Condé, Edwige Danticat y Shani Mootoo, entre otras contemporáneas del Gran Caribe. En su zigzagueo entre las pulsiones psíquicas y el registro encarnado del poder y sus resistencias, se afinca asimismo el sello particular de la “rebelión” de Moreno, quien, anticipando desarrollos posteriores en la teoría feminista, devela y desmantela los resortes inconscientes que motivan la anuencia de hombres y mujeres con su propia sujeción; eso que Lina misma, al comentar las ideas de su tía Eloísa, denomina “el fenómeno de la sumisión” (En diciembre 143). Tanto Dora como Beatriz adquieren conciencia de su subordinación e incluso del papel de su sexualidad en la misma. Cuestionan igualmente la legitimidad del poder de sus maridos, sin lograr, no obstante, deshacer sus amarras. En The Psychic Life of Power (1997), Judith Butler recurre a las pulsiones inconscientes para explicar la persistencia de la sujeción pese a su reconocimiento, subsanando algunas de las limitaciones de la teoría de la subjetividad de Michel Foucault discutidas en el primer capítulo de este libro. Según Butler, la paradójica condición de ser producidos por y en el poder, promueve en los sujetos no sólo la sujeción de sus deseos sino el deseo de la sujeción, manifiesto en los “apegos pasionales” que los individuos desarrollan hacia el sufrimiento y sus fuentes. Estos apegos responden, explica la filósofa, a la dependencia psíquica y social del Otro para validar la existencia propia: “social categories signify subordination and existence at once… Subjection exploits the desire for existence, where existence is always conferred from elsewhere; it marks a primary vulnerability to
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the Other in order to be”8 (1997: 20-21). El ejemplo más contundente de esta dependencia afectiva es la desarrollada por víctimas infantiles de abuso hacia los adultos agresores. Si bien Butler reconoce agencia al individuo, a quien concede en otros trabajos la capacidad para transgredir la normatividad que lo sujeta (1993, 1999), se queda corta, como Foucault mismo, al imaginar opciones de subjetividad más allá de la sujeción. Como he señalado en mi discusión de la agencia en el primer capítulo, esta dificultad puede asociarse a la incapacidad para considerar el potencial social de la intersubjetividad. A la reivindicación de las relaciones intercorporales e intersubjetivas por parte de Moreno retornaré posteriormente. Moreno ahonda en la relación entre el deseo y el apego pasional a la sujeción descrito por Butler, apelando críticamente al psicoanálisis para evaluar el individualismo del paradigma del Sujeto patriarcal, entre otros tantos malentendidos sobre la formación de la subjetividad femenina. La escritora hace eco de la preocupación de psicoanalistas feministas por la andromorfización de la sexualidad que continúa infiltrándose incluso entre los discursos feministas sobre la subjetividad. Las ideas de Moreno se vinculan a las de autoras como Nancy Chodorow (1978, 1989), Juliet Mitchell (1974, 1982), Luce Irigaray (2009 [1977]), Emilce Dio Bleichmar (1997) y Jessica Benjamin (1986, 1988) en su rechazo de la universalización de la experiencia psíquica y en su desafío a varios preceptos psicoanalíticos sobre las mujeres: la masculinidad de la sexualidad temprana de la niña; la satanización de toda forma de “poder” femenino, que llega a su cumbre en el mito de la “madre fálica”; la naturalización de la polaridad activo-pasivo y del “masoquismo” del deseo femenino; la reducción del cuerpo a las leyes del discurso y el lenguaje; y la atribución a la mujer de la “envidia del pene”. Tras la negativa a considerar el carácter cultural del desarrollo psíquico y la diferencia de género, acusan estas autoras, se esconden las fantasías inconscientes de los psicoanalistas mismos y el privilegio 8.
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“Las categorías sociales significan la existencia y la subordinación a la vez… La sujeción explota el deseo de existir, dado que la existencia es siempre otorgada desde afuera; marca una vulnerabilidad primaria al Otro para ser” (traducción nuestra).
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cultural del falo: “dios celoso de sus prerrogativas, que pretende, en cuanto tal, ser el sentido último de todo discurso, el patrón de la verdad y la propiedad, en particular del sexo, el significante y/o el significado último de todo deseo” (Irigaray 2009 [1977]: 62). El discurso psicoanalítico informa la caracterización de los personajes de En diciembre y es explícitamente evocado por varios de ellos. Álvaro Espinoza, psiquiatra y esposo de Catalina, es emblemático de la capitalización de este discurso al servicio del privilegio masculino, que usa para enmascarar su homosexualismo reprimido e intentar controlar a Catalina. Desde la perspectiva de Eloísa, Moreno hace explícito su escepticismo ante la capitulación de Freud y sus seguidores que, de acuerdo con la tía feminista, tras haber descubierto el rol del instinto y la represión, sacrificaron el deseo al statu quo. Dicha evolución no habría de sorprenderla demasiado, pues [Eloísa] no creía que el placer del amor se opusiera al esfuerzo del trabajo, rechazaba sin miramientos el modelo de la civilización patriarcal y si Freud afirmaba que la represión sexual era su corolario, ella estaba en condiciones de demostrarle que curiosamente el freno en cuestión se había aplicado siempre a las mujeres, nunca a los hombres, si acaso por añadidura. Pero, en cambio, la esencia misma de la teoría le venía de perlas en cuanto estructuraba un conocimiento hasta entonces oscurecido bajo el peso de las costumbres y que de pronto podía nombrarse obligando a reconocer no sólo que represión había y en ella se encontraba el nudo de la neurosis, sino sobre todo, que su existencia era condición sine qua non del poder (En diciembre 144-145).
Las palabras de Eloísa resumen la ambivalencia que permite a Moreno utilizar las herramientas del psicoanálisis mismo para desmentir y verificar, desde el diálogo con otros discursos y las experiencias de sus personajes, los “equívocos” en torno al desarrollo psicosexual de niñas y mujeres con los que esta disciplina ha contribuido a su dominación simbólica y empírica. Moreno llega por vía de la ficción a conclusiones similares a las del psicoanálisis feminista, recreando una serie de diferencias fundamentales en el desarrollo psíquico de las niñas. La revisión de sus hallazgos permite además iluminar la caracterización del proceso de formación de todas las protagonistas estudiadas en La rebelión. Freud, Lacan, sus
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sucesores y sucesoras, coinciden en que la primera identificación de la niña ocurre tempranamente con la madre, en una fase preedípica y prelingüística, en cuya intensidad se siembra la ambivalencia que experimenta la bebé en la próxima etapa, cuando se da cuenta de que no es una con la madre y descubre el estatus subordinado asignado a ese Otro de su propio género. Es entonces, según Freud, cuando surge su “envidia del pene” (del “falo”, como emblema del poder y lo simbólico, dirá Lacan). La niña reacciona a este descubrimiento defensivamente, en principio identificándose con el padre, si bien en la mayoría de los casos acabará por asumir su lugar pasivo, preparándose para recibir el pene, como vía de acceso al poder que éste representa. La anterior, según las autoras citadas, es una respuesta condicionada por la distribución sociocultural del poder, no la evolución “natural” de su apreciación de sí, posición que Moreno remarca en el contraste entre las historias de Dora, Catalina y Beatriz. Las psicoanalistas feministas insisten, del mismo modo, en que el impulso de separación que conduce a la identificación –que Freud atribuye a la intervención del padre y Lacan a la intermediación del Otro: la Madre y el lenguaje– existe en niños y niñas desde la fase preedípica. Jessica Benjamin demuestra con casos clínicos cómo el sujeto evoluciona en un proceso constante de diferenciación, si bien en conexión antes que en la separación de los otros. Los bebés de ambos sexos sienten necesidad de experimentarse a sí mismos como seres separados y agentes de deseo, aunque paradójicamente necesitan la aceptación de sus padres para sentirse a salvo en la exploración de sí como sujetos independientes. Dado el arreglo cultural de las responsabilidades domésticas, el padre se convierte en el ideal de la libertad ansiada y en el objeto de un amor “identificatorio”, fruto de un deseo de “ser como él” a menudo problemático para las niñas. La carencia de un modelo activo de su género con quien identificarse es, según Benjamin, el origen tanto de la idealización del padre que el psicoanálisis tradicional reduce a “envidia”, como de la ausencia de autorreconocimiento de la niña como sujeto de deseo, es decir, de su carencia de “un deseo propio” (Benjamin 1986: 88-90). La necesidad de reconocimiento es también el origen del supuesto “masoquismo” femenino, pues en medio de las relaciones de dominación patriarcal, admitir su
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condición de objeto –desear ser deseada– se presenta como la única vía legítima para acceder tanto a la satisfacción de su propio deseo como a una identidad “femenina”. De allí que la “solución real” al dilema del deseo femenino esté, según Benjamin, en la madre, en la formación de madres que sean sujetos y agentes de deseo, escenario que Moreno construye en la ficción a través del personaje de Divina Arriaga, la madre de Catalina, y al proveer a Lina con el modelo de las tías. Otro punto de convergencia entre las psicoanalistas consiste en destacar que, pese a los conflictos que le genera, la niña no renuncia totalmente a su primaria identificación con la madre, ni resuelve su identidad de género hasta la adolescencia. Aun entonces, adolescentes y mujeres siguen construyendo su identidad en continuidad con los otros, con límites más flexibles y permeables que los de los varones (Chodorow 1978: 169). Moreno enfatiza esta condición permeable e intersubjetiva del proceso de formación del yo femenino desde la estructura misma de la novela, en un coro de voces a cuyos efectos sobre Lina en particular retornaré más adelante. Las autoras citadas coinciden en denunciar que el modelo vigente de subjetivación corresponde a un ideal androcéntrico, que falsea no sólo las experiencias femeninas sino las de los hombres mismos. Según Benjamin, a la imperativa separación implícita en el ideal del Sujeto, debe además adjudicarse la necesidad masculina de control en sus relaciones con los otros: Since the child continues to need the mother, since man continues to need woman, the absolute assertion of independence requires possessing and controlling the needed object. The intention is not to do without her but to make sure that her alien otherness is either assimilated or controlled, that her own subjectivity nowhere asserts itself in a way that could make his dependency upon her a conscious insult to his sense of freedom9 (Benjamin 1986: 80). 9.
“Dado que el niño sigue necesitando a la madre, y el hombre a la mujer, la afirmación absoluta de independencia requiere poseer y controlar los objetos necesitados. La intención no es estar sin ella sino asegurarse de que su alteridad es asimilada o controlada, de que su propia subjetividad no se afirme de ninguna manera que pueda hacer de su dependencia de ella un insulto consciente a su sentido de libertad” (traducción nuestra).
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Los esposos de las protagonistas de En diciembre encarnan hasta el paroxismo la carga de violencia implícita en el proceso de anulación del otro del cual depende el ideal de “independencia” del sujeto masculino. Las relaciones maritales en la novela remiten así a otra clave fundamental para entender y contrarrestar “el fenómeno de la sumisión”: el rol de la violencia en la feminización patriarcal.
Una hermenéutica de la violencia Si Darwin no se había equivocado y había en efecto un proceso de selección natural, parecía acertado pensar que los hombres actualmente en vida eran descendientes de aquellos cuya violencia o crueldad –hoy defectos, ayer virtudes– les había permitido masacrar convenientemente a sus adversarios transmitiendo así a sus hijos un patrimonio genético susceptible de despertar en las mujeres la más sana desconfianza: que apedrearan a los pájaros, arrancaran las alas de las moscas o descuartizaran el cuerpo de las lagartijas correspondía pues a tendencias estimuladas por la selección en el pasado que la sociedad presente no había encontrado el modo de inhibir, pues seguía tolerando el dominio del más fuerte y aceptaba que la arbitrariedad y la injusticia fuesen el pan de cada día (En diciembre 21).
En La sexualidad femenina: de la niña a la mujer (1997), Emilce Dio Bleichmar destaca el rol distintivo del miedo en la concepción de sus cuerpos y la formación de la identidad de las niñas desde su temprana formación. Retomando la premisa freudiana de que los bebés observan o deducen la relación sexual entre sus padres –la “escena primaria”–, la psicóloga destaca cómo, según confirman los casos clínicos, niños y niñas interpretan esta relación como violenta: en la percepción de los niños la madre está “padeciendo” el coito. De esta escena y su comprensión inicial se derivan el bien conocido “temor a la castración” en el niño y un miedo equivalente en la niña a la agresión de su cuerpo y sus genitales. La liberación del niño de este miedo ocurrirá eventualmente al concluir la fase edípica, tras identificarse con el padre, a menudo encontrando suficientes indicios en su entorno para comprobar la improbabilidad de que su pene sea realmente cortado y numerosos estímulos para asumir su sexualidad de manera
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activa. Entretanto, las niñas tendrán que lidiar dentro de sí con el “fantasma” de esa primera hipótesis sobre la sexualidad, formando su identidad dentro de los límites sugeridos por el rol pasivo culturalmente asignado a su deseo y confirmado por la asociación entre sexualidad y violencia reiterada en imágenes mediáticas, además de en sus relaciones familiares y en su entorno social. Dio Bleichmar remite a esta situación el llamado “masoquismo femenino”, pues “la niña desea estar en el lugar de la madre y recibir el pene en tanto lo presupone en términos de violencia”, de manera que “el fantasma masoquista es la forma habitual en la que se sexualiza su femineidad” (1997: 30). Este “fantasma” explica también cómo el reconocimiento de la violencia sexual y no sólo la experiencia directa del abuso, resulta decisivo para la formación de la subjetividad femenina, dado que se registra en el cuerpo y la psique de niñas y mujeres como prueba irrefutable de su vulnerabilidad ante el deseo y el poder asociados a lo masculino. Si bien esa vulnerabilidad varía debido a innumerables factores que marcan la posición de las niñas en sociedades específicas, desde la pigmentación de la piel y la pobreza hasta sus afiliaciones religiosas, la expectativa de ser protegida o la necesidad de aprender a protegerse –cuya afirmación implícita es que son vulnerables a la violencia y la agresión sexual– puede considerarse una característica generalizada del proceso de convertirse en mujeres. A lo largo de En diciembre, Moreno incorpora un amplio espectro de relaciones, eventos y efectos que constatan la ubicuidad de la violencia simbólica y empírica en la formación psicosexual de sus personajes. La formación de Dora y Beatriz subraya el impacto de la violencia en el origen mismo de su comprensión de sí, al igual que las fuentes psíquicas y culturales de la construcción “masoquista” de la sexualidad femenina, planteada en la novela no como la condición “natural” de su deseo sino como el resultado de una feminización traumática. Beatriz encarna dramáticamente el comportamiento masoquista, inspirado en la autovejación de la madre, quien tras la pérdida de su matriz durante el parto de la hija y las subsecuentes infidelidades del marido, se dedica a espiar en misas y peregrinaciones el voluptuoso deseo que motivó su matrimonio con su primo. La llegada de una hermana expulsada de un convento acentúa su laceración y alimenta la oscura
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imaginación de Beatriz, quien vive el sufrimiento de La Nena como una agresión contra sí misma y reproduce su victimización en sus muñecas, “simbólicamente amarradas, golpeadas y a veces crucificadas para purificar sus cuerpos de los pecados que Beatriz les atribuía, o en pago de faltas tan graves que no podía mencionar” (184). En otras ocasiones, comenta Lina, “la morbosidad de su carácter la llevaba a convertirse ella misma en muñeca, y oía la misa entera de rodillas o permanecía en su silla muy recta y sin moverse durante las horas de curso” (185).10 Las faltas graves que Beatriz no puede mencionar son, en realidad, las del padre, cuya culpa en el sufrimiento materno la niña se niega a admitir. Beatriz ejemplifica los efectos de la constatación de las relaciones de dominación: la idealización e identificación defensiva con el padre y el rechazo a la madre, con la que, sin embargo, Beatriz no puede evitar identificarse. Dio Bleichmar ubica en la percepción de la relación entre sus padres la clave para comprobar o refutar la teoría infantil de la violencia, así como el origen de la mal llamada “envidia del pene” que, según documentan casos clínicos, emerge sólo cuando existen mensajes familiares que promueven la identificación del pene –de un hermano o del padre– como la fuente de una posición de privilegio en su entorno inmediato (1997: 327). Jessica Benjamin destaca que la envidia, a diferencia de los celos, es un sentimiento que implica el deseo de ser lo que el otro es antes que el deseo de tener lo que otro tiene. De modo que la “envidia” resulta del intento fallido de identificación de la niña, no aceptada como un igual por el padre ni como un sujeto activo por la madre (Benjamin 1986: 25). En el caso de Beatriz, la doble identificación conduce a una “conciencia dividida” manifiesta en la representación de sí misma como víctima carente de poder y en la identificación con el pa10. Curiosamente Freud atribuye estos juegos identificatorios con las muñecas a un impulso de sustituir la pasividad percibida en sí mismas por una forma de actividad: “she was playing the part of her mother and the doll was herself: now she could do with the baby everything that her mother used to do with her” (1964: 128; “ella estaba jugando el papel de su madre y la muñeca era ella misma: ahora ella podía hacer con el bebé todo lo que su madre solía hacer con ella”, traducción nuestra).
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dre poderoso (Jacobs 1994: 12). Esta dualidad se agrava cuando, a los trece años, Beatriz encuentra al padre haciendo el amor con su amante en su automóvil. Al verse descubierto, éste arranca el coche y atropella accidentalmente a la niña. Incapaz de admitir la falta del padre, Beatriz entra en una cadena de crisis anoréxicas, desmayos y amnesia selectiva que administra, según Lina, en función de su obsesión con el orden: la anorexia le sirve como “instrumento de venganza” contra la expresión en sus hermanos de los apetitos que insiste en reprimir en sí misma y los desmayos sólo ocurren en presencia del padre (En diciembre 198). El accidente ratifica en el cuerpo y la psique de Beatriz el vínculo entre sexo y violencia inferido de la escena primaria constituyéndose a su vez en el evento traumático en cuya reiteración encontrará su placer adulto, que vive por primera vez cuando Javier Freisen la amarra y la golpea para poseerla. En el infierno de su matrimonio, cuando empieza a sufrir depresiones nerviosas, Beatriz reconoce el carácter patológico de su sexualidad y le confiesa a Lina que sólo puede disfrutarla con hombres “que por una razón u otra le resultaran innobles” (258), si bien no logra desarmar los profundos mecanismos tras su sujeción, su desprecio por su cuerpo y su tendencia a la victimización.11 De ella, dice Lina que “odiaba en el erotismo lo que justamente Dora [con su primer amante] y luego Catalina habían descubierto un día fascinadas: una manera de afirmarse a través de la transgresión, un momentáneo silencio de la voluntad para encontrar el fulgurante silencio del absoluto” (264). Beatriz, en cambio, asocia el sexo con una humillación, viviendo el placer “como los hombres”, como una “aterradora desintegración de su conciencia” (264). Movida por la culpa y la repugnancia hacia su propia sexualidad, Beatriz finge el papel de la perfecta esposa, haciéndose cada vez más indefensa y dependiente. Sin em11. Ludmila Damjanova interpreta la psicopatología de Beatriz en la novela como “una presentación consciente de los estragos que dejan en el comportamiento femenino la educación tradicional, los valores morales y el rechazo del placer carnal, que se asocia con apetitos bajos y animales. La protagonista, consciente del pecado que encarna el acto sexual, necesita huir de la responsabilidad de una entrega voluntaria para alcanzar el placer a la fuerza” (1997: 111).
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bargo, el sadismo de su esposo acaba por destruir su farsa y conducirla a su trágico final. Poseedora de un cuerpo voluptuoso cuya sensualidad todo el mundo parece notar excepto ella misma, Dora crece siendo el objeto no sólo de las insidiosas miradas y avances de los hombres, sino de la obsesión de su madre, a quien se atribuye el rol principal en la imposición de la conciencia del carácter sexual de su cuerpo y de la normatividad patriarcal –tanto de las jerarquías de género como de las raciales y de clase–. La ambivalencia de su madre hacia el cuerpo de Dora es vívidamente registrada por Lina. Doña Eulalia la vigila con una mezcla de rechazo, fascinación y envidia, abyección que la madre justifica en la sangre africana del padre “contaminada por siglos de desenfreno, por remotas lujurias de bailes y tambores y olores fuertes”, y probable fuente de “aquella cosa inaudita que Dora rezumaba por cada poro de su piel” que la negaba a ella “su pálida, ascética, desdibujada figura” (16). Lina comenta también la inmutabilidad de la niña ante su madre y los muchachos que escalaban el muro para mirarla o los vagabundos que se masturbaban en su presencia, remarcando entre sus efectos el ensimismamiento y el mutismo en medio de los cuales Dora desarrolla su prematura conciencia de ser deseada y la precoz erotización de su cuerpo. El caso de Dora remarca otro aspecto fundacional en el desarrollo de la sexualidad de las niñas, uno de los más sutiles y ubicuos mecanismos en la apropiación de los cuerpos femeninos: la mirada. Como introduje en el segundo capítulo, la mirada “seductora” de un adulto aparece en relatos de ficción y testimonios orales de muchas mujeres como un evento fundacional, el primero de los múltiples escenarios de la imposición del deseo del otro sobre el cuerpo de niñas y adolescentes. Las niñas son aún más vulnerables en culturas voyeristas que, como en el caso del Caribe hispano, no sancionan la mirada ni los avances verbales sobre jóvenes ni adultas. En esa mirada descubren el atributo sexual de sus cuerpos, si bien la comprensión de la naturaleza del deseo y los efectos del mismo, varían de acuerdo con el conocimiento previo y la intensidad de la experiencia. Emilce Dio Bleichmar remite a la escena en que la niña reconoce la intencionalidad sexual de la mirada, la primera percepción de su cuerpo entero como órgano se-
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xual y de sí como “provocadora”, culpable de poseer un cuerpo que atrae el deseo (1997: 258). Se trata de un evento en el cual la niña, si bien experimenta su cuerpo como pasivo, lo codifica –con ayuda de la sanción cultural– como activo, es decir, se siente responsable de la mirada y las sensaciones que genera en ella aun si no ha sido agente activo del mirar ni del buscar la mirada. En este mecanismo tiene su origen, según la psicóloga, la construcción escindida del significado sexual de la niña, para la cual ese objeto de la mirada se constituye en un “cuerpo extraño-interno”, fuente de una mezcla compleja de placer, vergüenza y culpa (Dio Bleichmar 1997: 259). Entre las implicaciones de la ausencia de control sobre su sexualización resultante de esta experiencia están, además del extrañamiento del cuerpo, la confirmación de su vulnerabilidad al deseo activo del otro. Acosada por las miradas de los otros desde temprana edad, Dora aprende a concebirlas como algo natural, sin notar su diferencia frente a otras chicas ni cuestionar el lugar de su cuerpo como origen y objeto de las mismas. Si bien la narración asocia las miradas y la vigilancia de la madre con la prematura conciencia sexual del personaje, la disociación psíquica de su deseo, la vergüenza y la culpa emergen, no como resultado inmediato del despertar del mismo ante el deseo del otro, sino como producto de la sanción social. Tras descubrirla haciendo el amor con Andrés Larosca a los trece años, Lina concluye que el silencio de Dora ha sido una forma de resistencia contra la aversión al sexo y a los hombres promovida por la madre, de la cual la niña aprende a desconectarse mentalmente, permaneciendo fiel a su instinto. Dora sucumbe a este discurso, sin embargo, cuando Andrés la humilla públicamente. Es entonces cuando descubre el carácter transgresor y el significado moral de su sexualidad, así como el precio social de ser la “provocadora”. Con el repudio de Andrés, dice Lina, “algo murió en ella definitivamente” (58). En consecuencia, Dora reprime su deseo y se resigna a expiar su “pecado” bajo el destino que su madre predijera para aquéllas que cometen el crimen de desear. La golpiza de Benito Suárez que Lina presencia un año más tarde, viene a confirmar tanto el nexo entre sexualidad y violencia como la degradación cultural de su cuerpo que Dora incorpora en la imagen de sí misma, culminando su objetivación y la disociación definitiva entre su cuerpo y su subjeti-
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vidad. La resignación masoquista de Dora a su condición se remite a la “penetración” inicial de la madre, quien “trató fascinada de hacerla suya… se le trepó al cuerpo… escudriñó su cerebro… la obligó a pensar en voz alta, a contarle todos sus secretos, a revelarle sus deseos: [y] terminó por poseerla antes que ningún hombre, abriéndole a todo hombre el camino de su posesión” (16). A esta suerte de violación, se sumará “lo que Dora había visto y oído desde que nació, lo aprendido en el colegio, lo enseñado por la religión, lo leído en las novelas, lo insinuado en las películas, en fin, toda aquella moral de represiones vencida un instante por el calor de su cuerpo adolescente, que había terminado abriéndose paso en su mente, y allí instalándose de modo definitivo” (70). En consecuencia, apunta Lina, Dora no se contraría ante las limitaciones que le impone Benito, no se queja jamás ante la supresión de su placer ni se resiste a la degradación de su apariencia y su salud. Pese a que le confiesa a Lina vivir como “sonámbula” y vacía, sentimiento que somatiza en jaquecas permanentes, la única salida que halla a su postración es “la evasión en el silencio y la inercia, tal vez en la muerte” (70). Bajo la aparente derrota de los esfuerzos por lograr autonomía de Dora y Beatriz persiste una forma de rebelión. El mutismo y la muerte simbólica y/o física de los personajes acentúan la crudeza de la batalla por los “cuerpos propios” librada por las protagonistas. Luce Irigaray sugiere esta propiedad comunicativa del cuerpo silenciado, al referirse al “habla de la histérica”, que “bajo la forma de una gestualidad paralizada, de una palabra imposible y prohibida… en forma de síntomas, habla de algo que ‘no puede hablarse ni decirse’” (2009 [1977]: 131). Esa cosa innombrable es el deseo femenino. A través de la conciencia encarnada de la encrucijada de su deseo, que en el caso de Beatriz llega a articularse además discursivamente, Beatriz y Dora ilustran los efectos de la carga de angustia y la amenaza contra su integridad física o posición social que muchas niñas, adolescentes y mujeres aprenden a concebir como ligadas a la satisfacción de su deseo, entre ellos la fuerte represión sexual, la disociación entre el cuerpo-objeto y el cuerpo deseante y la idealización del amor y/o el matrimonio como escenario idóneo para el encuentro sexual, incluso en condiciones violentas. Si bien la erotización prematura y violenta de Dora y Beatriz conduce a
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consecuencias más notoriamente traumáticas, las condiciones socialmente “legítimas” en las que se lleva a cabo su sexualización violenta “bajo los derechos que le[s] atribuyen [a sus esposos] las leyes de los hombres –el patriarcado– y la religión” (Aldana 1997: 151), sugieren que la formación de una mujer “normal” bajo condiciones patriarcales requiere de comportamientos patológicos y autodestructivos para niñas, adolescentes y mujeres. Así, los cuerpos masacrados de Dora y Beatriz adquieren en la novela una doble connotación: de aceptación de la condición disminuida y los requisitos asociados con la feminidad hegemónica y, al mismo tiempo, de “protesta encarnada” contra los mismos. Susan Bordo atribuye esta dualidad al cuerpo de las histéricas, agorafóbicas y, en el contexto contemporáneo, de las anoréxicas, emblemáticos de la condición patológica y la violencia que se agazapa “just around the corner, waiting at the horizon of the ‘normal’ femininity”12 (1989: 97). En palabras del mismo Freud: “Pathology has always done us the service of making discernible by isolation and exaggeration conditions which would remain concealed in a normal state”13 (1964 [1933]: 121). En los cuerpos denigrados de Dora y Beatriz, Moreno denuncia de forma gráfica y contundente, el lazo endémico entre sexualidad, poder patriarcal y violencia que sustenta la economía patriarcal del deseo. El afán por develar la crudeza de la violencia sexual encuentra su mayor concreción en la novela en la incorporación de dos eventos extremos de apropiación del cuerpo de las niñas: la pederastia y el incesto. La primera hace su temprana aparición en la primera parte de la novela, al introducir la historia de la abuela de Dora, una niña de doce años “recién formada, pero todavía adormecida en la niebla de los cuentos infantiles” cuando es comprada y violada por su esposo (19-20). El abuso sexual infantil, con el agravante del incesto, se repite en la historia de María Fernanda, una prostituta lesbiana que terminará ayudando a Catalina a 12. “a la vuelta de la esquina, esperando en el horizonte de la feminidad ‘normal’” (traducción nuestra). 13. “Las patologías nos han servido siempre para hacer discernible por aislamiento y exageración condiciones que permanecerían escondidas en un estado de normalidad” (traducción nuestra).
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escapar de su esposo, violada a los diez años por su abuelo y encerrada por su padre en un asilo para acallar el oprobio y aislar la “tentación”. La representación de la pederastia y del incesto en la novela permiten trazar la continuidad entre la violencia simbólica que garantiza según Bourdieu la actualización de las relaciones de dominación, y sus formas más brutales, como parte de un todo que vincula sexualidad y poder patriarcal, inscribiendo de manera traumática la norma de género –una heterosexualidad pasiva– en los cuerpos femeninos. Emblemática concreción de la batalla por el “cuerpo propio” de niñas, adolescentes y mujeres, la proliferación de escenas de violaciones en la obra de escritoras caribeñas y latinoamericanas, a menudo de niñas y adolescentes, remite a un evento real cuya persistencia está documentada en estadísticas y estudios sociológicos y psicológicos, legislaciones, registros médicos y penales, además de la prensa y el poderoso rumor popular. Analizando las cifras alarmantes de la violencia contra las mujeres en la región, Kamala Kempadoo denuncia la permisividad social ante la misma en Latinoamérica y en el Caribe, donde la violencia y el sexo son herramientas primarias para ejercer control o infligir daño a las mujeres.14 En contraste con su trivialización estética y ética 14. Kempadoo resume y explica dichas estadísticas de este modo: “The concept of sexual violence, especially within domestic violence studies, remains then, vague and obscured, and is barely specified by ethnicity/race, or class. Nevertheless, data from 15 countries in Latin America and the Caribbean show rates of physical abuse by a partner ranging up to 69% of all women, with 47% of all women reporting being victims of sexual assault during their lifetime […]. Such data support the argument that even though the statistics on rape are unreliable indicators of the incidence of gender violence, they demonstrate the pervasiveness and social acceptability of violence against women throughout the region […]. The general conclusion in such studies is that the problem of gender-based violence, which includes sexual violence, ‘is serious, growing, and probably quite widespread’ […]” (2009: 3; “El concepto de violencia sexual, especialmente en los estudios de la violencia doméstica, sigue siendo vago y opaco, y apenas si se especifica por etnia/raza o clase. Sin embargo, datos de 15 países de América Latina y el Caribe presentan tasas de abuso físico por un compañero que van hasta el 69% de todas las mujeres, con 47% de todas las mujeres reportando ser víctimas de agresiones sexuales durante toda su vida […]. Estos datos apoyan el argumento de que a pesar de que las estadísticas sobre violaciones no son indicadores
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por escritores de la región, las escritoras denuncian esta violencia como trauma fundacional de la subjetividad, y la violación en particular como una fractura en el desarrollo que marca indeleblemente incluso a quienes logran retomar control sobre sus vidas.15 Un aspecto igualmente significativo en la narrativa de estas escenas es el efecto que producen en la vida de las mujeres alrededor de las víctimas. Como registran las reacciones de Lina ante las sucesivas “violaciones” de sus amigas, la agresión sexual constituye para otras niñas y adolescentes un evento que define su identidad de género tanto a nivel social como íntimo. Las imágenes de violación ratifican la vulnerabilidad de niñas, adolescentes y mujeres en un orden que no sólo adjudica a otros poder sobre sus cuerpos desde el origen mismo de su sexualización sino que, en la mayoría de los casos, legitima el abuso con la impunidad. La violación o el temprano descubrimiento de su susceptibilidad a la misma, confirman en la psique femenina el par activo/ pasivo, según el cual la actividad sexual se celebra como signo de masculinidad y la pasividad se inscribe como condición “natural” e ideal de la feminidad, detonando la visión peyorativa y masoquista de la niña sobre su género y sobre sí misma. Pese a su ubicuidad, la violación no responde a una condición “natural” del deseo. Es, en cambio, el síntoma de una distribución hegemónica del mismo y de un sistema que engendra violencia en tanto que requiere de ella para ratificar los roles y jerarquías de género, “an acquired deviation from basic human instincts of sexual desire, a common display of a pathological behavior that is learned… evident in societies that essentialize masculine and feminine conduct as an active/passive polarity”16 (Dorsey 2003: 294). fiables de la incidencia de la violencia de género, demuestran la omnipresencia y la aceptabilidad social de la violencia contra la mujer en toda la región […]. La conclusión general en este tipo de estudios es que el problema de la violencia de género, que incluye la violencia sexual, ‘es grave, creciente y probablemente bastante extendido’ […]; traducción nuestra”). 15. Ludmila Damjanova desarrolla una detallada y sugerente comparación entre la representación de la violencia sexual en García Márquez y Marvel Moreno en su libro Particularidades del lenguaje femenino y masculino en español (1993). 16. “una desviación adquirida de los instintos humanos básicos de deseo sexual, una manifestación común de un comportamiento patológico aprendido… evidente
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El abuso sexual infantil –tanto la violación como la seducción por parte de un adulto– y el incesto, son paradigmáticos de esta economía del deseo. El escenario del incesto, inscrito por Moreno en la doble victimización del personaje de María Fernanda que es violada por su abuelo y encerrada por su padre, apunta directamente a la violencia del poder y también al rol del padre, el real y el simbólico, en la sexualización y el aprendizaje de los roles de género de la hija. Reflexionando sobre el cuadro psíquico de las víctimas de incesto, Janet Liebman Jacobs destaca que el incesto “represents the most extreme conditions under which the sexuality of a female child is socially constructed by the power of male violence and control”17 (1994: 126). Jacobs sugiere también una conexión entre los aspectos normativos de la feminidad convencional y los síntomas de la hija víctima de abuso sexual, en cuya formación se exageran aspectos constitutivos de la subjetividad femenina tradicional ilustrados a lo largo de La rebelión: la ruptura con la madre, la idealización del padre, el rechazo de lo femenino y la identificación defensiva con lo masculino, la construcción del significado de su sexualidad en relación con la violencia y la escisión entre el cuerpo y una subjetividad autónoma que resulta de la concepción del cuerpo como objeto sexual y del “yo” como sinónimo absoluto de ese cuerpo sexualizado. Más que en ningún otro caso, el abuso sexual de la hija, sobrina o nieta, refuerza además en el desarrollo psíquico individual sólidos preceptos socioculturales en torno a la sexualidad y el poder: el tabú del incesto, el “derecho” del padre y los hombres de la familia sobre esposas e hijas, el fetiche de la niña como encarnación última de la tentación femenina y la “legitimidad” de la violencia con la que el padre puede hacer valer su propiedad sobre sus cuerpos. Sus efectos sobre otras mujeres se amplifican además tanto por la justificación del escenario del abuso bajo el discurso de la “provocación” –la “lolitización” de la niña– como por la impunidad, a menudo facilitada por el silencio familiar y la aceptación cultural del comportamiento abusivo. en sociedades que esencializan la conducta masculina y femenina como la polaridad entre activo y pasivo” (traducción nuestra). 17. “representa las condiciones extremas bajo las cuales la niña es socialmente construida por el poder de la violencia y el control masculinos” (traducción nuestra).
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Las prácticas pedofílicas y pederastas, al igual que los preceptos que las sustentan, son prolíficamente representadas en ese universo común a los escritores del Caribe colombiano antes citado. El aura mágico-folclórica que las enmarca en textos como los de García Marquez ha fomentado su sacralización como parte del acervo cultural, contribuyendo a la legitimación simbólica de la violencia sexual. Apuntando al riesgo de complicidad de la narración de la violación con su contraparte real, Laura Tanner denuncia las expresiones literarias que “often function to efface rather than unveil the materiality of the victimized body”18 (1994: 10), haciendo del cuerpo textual otra superficie a la que escritor y lector le imponen, en este caso, un significado. Como testimonio de la violación simbólica que constituye esta apropiación discursiva puede considerarse la idealización del amor del anciano hacia la niña a la que me he referido en la introducción de este libro. Para revelar, en lugar de opacar esta violencia, advierte Tanner, la representación literaria del cuerpo violentado debe subvertir las distancias convencionales entre el lector y el texto “unsettling its own dynamics and pushing the reader into a position of discomforting proximity to the victim’s vulnerable body… [in order] to collapse the distance between a disembodied reader and a victim defined by embodiment”19 (1994: 10-12). Sobre esta proximidad incómoda con los cuerpos denigrados y las conciencias desgarradas de sus protagonistas, se erige el proyecto desacralizador de Marvel Moreno. Que sean los cuerpos los que atestigüen la violencia estructural del poder patriarcal es, en este caso, un mecanismo paradójico que roba al violador su propia estrategia. Según señala Tanner, el de la violación es el más contundente de los actos de afirmación de la condición de cuerpo-objeto de los sujetos femeninos (o feminizados), precisamente porque prescinde de la mediación del lenguaje: “the violator offers a her18. “a menudo funcionan para desdibujar en lugar de develar la materialidad del cuerpo victimizado” (traducción nuestra). 19. “desestabilizando sus propias dinámicas y empujando al lector a una posición de proximidad incómoda con el cuerpo vulnerable de la víctima… para hacer colapsar la distancia entre el lector incorpóreo y la víctima, definida por su corporeidad” (traducción nuestra).
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meneutics of destruction in which the basic unit is physical rather than semiotic, a piece of the human body rather than a word”20 (Tanner 1994: 6). Desde una similar hermenéutica de la destrucción, en su amplio espectro de encuentros y apropiaciones violentas de la sexualidad de niñas y mujeres, Moreno subraya cómo la violencia contra los cuerpos femeninos es esencial a su posición social y cultural, en tanto que concreta física y psíquicamente la norma que confina sus cuerpos al lugar del Otro y prescribe su agencia erótica, inhibiendo la formación de una subjetividad autónoma. Más aún, con esta exposición del cuerpo como significante y significado, el texto llama al cuerpo del lector mismo a intervenir en el proceso interpretativo, “lo cual implica suspender las categorías que reprimen el deseo, borrar el logos y utilizar la memoria de los sentidos impresa en el cuerpo” (Osorio de Negret 2005: 87). La alternativa de Moreno ante la economía patriarcal impuesta con violencia sobre el deseo femenino es, en primera instancia, recuperarlo en el encuentro con el Otro, enarbolando el erotismo y el placer como estandartes de la rebelión contra el dominio patriarcal. Su desenmascaramiento de los mecanismos de la sujeción culmina en el “reclamo de la feminidad fundado en el deseo” (Cuartas Restrepo 2006: 16) reconocido por la crítica de su obra. Si bien este reclamo pasa por “revelar con precisión los mecanismos de la represión psicológica destinados a someter el deseo de las mujeres, y la manera como esos resortes sutiles les impiden acceder a una posición autónoma ante la vida” (Burgos 1997: 99), tiene como propósito último explorar “las posibilidades de construir un nuevo sujeto con un deseo libre de cadenas, [desde] una memoria de lo íntimo como clave de la historia” (Osorio de Negret 2005: 89). Críticos como Barbisotti y Rodríguez Amaya subrayan además la importancia de arrebatar la palabra, soporte por excelencia del artificio de la feminidad convencional, al dominio patriarcal. Elvira Sánchez-Blake destaca, en cambio, cómo a lo largo de la obra de Moreno “las mujeres dueñas de su cuerpo y de su 20. “el violador ofrece una hermenéutica de destrucción en la cual la unidad básica es física antes que semiótica, una parte del cuerpo humano en lugar de una palabra” (traducción nuestra).
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deseo son las que adquieren el conocimiento de la feminidad, y por ende, encauzan su vida y su destino en forma exitosa” (2000: 39), situando en el autoconocimiento y en los saberes del cuerpo –a menudo desde la ausencia de la palabra– el pilar de las subjetividades autónomas. El potencial emancipador de asumir un “deseo propio” es subrayado en En diciembre en el contraste entre Dora y Beatriz con la historia de Catalina, y es también un motivo recurrente en los cuentos de Moreno, cuyas protagonistas suelen asomarse a sí mismas a través del encuentro erótico, a menudo con hombres de razas o estratos sociales “inferiores”. La historia de Lina destaca, por su parte, otro tipo de encuentro de similar relevancia estratégica: las alianzas entre mujeres. Reconocer la persistencia de los vínculos femeninos, y politizarlos, le permite a Moreno subrayar la condición intersubjetiva de la formación de hombres y mujeres, y denunciar las complicidades entre el orden patriarcal y el modelo del sujeto independiente sustentado por variedad de disciplinas filosóficas y científicas. Catalina jamás incorpora ni acepta los prejuicios patriarcales contra la sexualidad; en cambio, encuentra en su erotismo el motor para desligarse definitivamente del poder que encarna su esposo, Álvaro Espinoza. Heredera de Divina Arriaga, legendaria y odiada en Barranquilla por su belleza y desparpajo moral, Catalina crece rodeada por un hálito de inaccesibilidad e impermeabilidad al mal, como “una muñeca envuelta en papel celofán” (102), condición que paradójicamente promueve en la niña el desarrollo de una espontánea actitud de insubordinación. La fortaleza de Catalina se remite a la madre, a quien no le tiembla la mano para defenderse a tiros de tres hombres que intentan violarla en su adolescencia, así como a la ausencia de toda autoridad masculina. Educada por una antropóloga inglesa, de quien aprende la suspicacia ante el comportamiento humano, de Divina Arriaga dice la narradora que su “belleza insolente” intimidaba hasta a su propia madre, a quien de niña “había ignorado siempre imaginándola quizá una simple prolongación del padre, con quien se identificaba sin reservas” (100). Divina sintetiza en la ficción ese sujeto femenino con “deseo propio” en cuyo “amor identificatorio” Jessica Benjamin sitúa el antídoto contra la autodepreciación de las hijas como pasivas o subordinadas. Divina regresa a Barranquilla con la pequeña Catalina
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tras la tortura y el asesinato de su compañero en la guerra. Desde el mutismo de su melancolía, emprende entonces el curioso experimento encaminado, según intuye la tía Eloísa, a inmunizar a la hija contra los artificios del poder, “dejándole siempre la libertad de elegir, pero sin orientarla, es decir, sin emitir ninguna opinión destinada a modificar la influencia del medio ambiente” (114), a la espera de que, en el choque con el mismo, surja de sí el verdadero temperamento de Catalina. Éste se revela tras su matrimonio con Álvaro Espinoza, un psiquiatra de “buena familia” que la exhibe como a un trofeo e intenta anularla a fuerza de rechazos y reproches. Álvaro es, junto a Eloísa, vocero del discurso psicoanalítico en la novela, que utiliza para enmascarar su homosexualidad y descalificar el deseo activo de Catalina, a cuyo “complejo de masculinidad” adjudica su reticencia a aceptar el rol de esposa sumisa. Catalina, comenta Lina, no podía imaginarse un deseo incestuoso porque no conoció a su padre y “como sólo a los quince años había visto por primera vez a un hombre desnudo le resultaba imposible considerarse a sí misma acomplejada desde la infancia por carecer de un órgano masculino” (125). Catalina evalúa cuidadosamente los argumentos del marido a la luz de sus propias lecturas tanto del psicoanálisis como de tratados orientales sobre la sexualidad y otros libros encontrados en la enorme biblioteca que hereda de su madre. Así aprende a reconocer no sólo los vínculos entre el dominio patriarcal y el control de la sexualidad, sino sus cimientos en la palabra. Su escepticismo y la defensa de su agencia sexual, son ratificados por su experiencia erótica con un amante indígena, ajeno a los prejuicios de los hombres de su clase, y por el conocimiento sobre la sexualidad masculina que Catalina obtiene de dos fuentes directas: Petunia, una antigua “señora bien” que se prostituye en un barrio popular, y María Fernanda, quien elige la prostitución para vengar, manchando su apellido, la violación del abuelo y la complicidad de su padre. En el contraste entre el discurso psiconalítico y este saber encarnado sobre la sexualidad, Catalina alcanza “la comprensión más total de [los] temores y deseos” de Álvaro (162), cuya revelación lo conducirá al suicidio. Con el hombre indígena, el padre de su hija y el “más auténtico” de sus amores, Catalina experimenta ese “pasaje en/por el otro” en el
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cual puede hallarse, más allá del imperativo patriarcal, la jouissance femenina (Irigaray 2009 [1977]: 30). En palabras de la narradora, “algo indefinible, anterior a cualquier forma de reflexión, que se agitaba oscuramente en su cuerpo y que sólo con un hombre podía expresarse” (En diciembre 154). A este encuentro doble y simultáneo, con el otro y consigo misma, adjudica también Jessica Benjamin el descubrimiento y la recuperación de agencia sobre el deseo propio: “The awareness of one’s own intentions, the ability to express them through action, and the confidence that they are one’s own, evolve through the flow of recognition between two persons”21 (1986: 94). En su caracterización del encuentro erótico, Moreno subraya el potencial para la autonomía femenina del reconocimiento de la condición intersubjetiva de ser que el pensamiento feminista contrapone al privilegio del Sujeto independiente. La complicidad entre Catalina y las prostitutas alude al segundo tipo de encuentro recurrente a lo largo de la obra de Moreno, las alianzas entre mujeres, cuya representación paradigmática está dada por la estructura misma de la novela, en el entramado de voces y visiones tejido por la conciencia de Lina. Moreno recrea simultáneamente los efectos, trampas y posibilidades de la condición intersubjetiva del yo femenino en la formación de cada una de sus protagonistas, cuya autoconciencia surge, como señala Blanca Inés Gómez, “en la frontera de la conciencia propia y la ajena, en el umbral”. De allí que en la novela, destaca Gómez: “todo lo interior está vuelto hacia lo exterior… cada vivencia interna llega a ubicarse sobre la frontera, donde se encuentra con el otro, y en ese intenso encuentro está toda su esencia” (1997: 140). Esta construcción colectiva de la autoconciencia, la postura ética que supone y el poder surgido de su utilización en alianza con otras mujeres, llegan a su paroxismo en la historia de formación de Lina, cuya vida “se propone como caja de resonancia de toda una colectividad” (Prandonni 2008: 256). De Lina, cuya historia es la más “elusiva” de En diciembre (Ordóñez 1999: 140), sabemos que perdió a su madre y que crece con su abuela y 21. “el reconocimiento de sus propias intenciones, la habilidad de expresarlas a través de la acción, y la seguridad de que son propias, evolucionan por medio del reconocimiento mutuo entre dos personas” (traducción nuestra).
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un padre benévolo, el doctor Insignares. Su desarrollo se presenta como la trayectoria de su observación y análisis, la formación de su criterio, guiada por la combinación de saberes encarnados por su abuela Jimena y sus tías Eloísa e Irene y catalizada por las experiencias de sus amigas. En el interior de esta red de cuerpos, saberes y palabras se desenvuelve también la propuesta ontológica de Moreno. En la primera y segunda parte de En diciembre la autora desarrolla su proyecto genealógico, destinado a desentrañar los discursos en los que se ancla el poder y los orígenes del vínculo entre el dominio patriarcal y la restricción de la sexualidad femenina, cuya meta última es la exposición de todo dogma o doctrina, de todo discurso con pretensión de verdadero como formas veladas del “deber ser”. Con la abuela Jimena, Lina aprende a interpretar el comportamiento humano y el afán de dominio como productos de la ancestral lucha entre el instinto y las estructuras sociales, comprensión que le facilita reconocer y reconstruir las historias de sus amigas como la batalla de sus cuerpos contra la enajenación de su deseo. A su vez, Lina se resiste a aceptar las convenciones de este orden, distanciándose del pragmatismo y del fatalismo de su abuela. Con la tía Eloísa, Lina aprende desde niña a cuestionar las motivaciones de esas estructuras y a valorar su ruptura a través del crecimiento intelectual y la reconciliación con el deseo. A la luz de este cruce de visiones, la novela promueve una agencia fundada en el autoconocimiento, que pasa por el reconocimiento del cuerpo, la liberación del instinto y de la sexualidad, vehículos de una intersección entre el ser y los otros previa al artificio sobre el Sujeto orquestado por el discurso y el poder patriarcal. Si bien tanto desenmascarar el nexo entre sexualidad, poder y violencia como denunciar la supresión del deseo femenino son requisitos esenciales en este proyecto, la propuesta de la novela no se queda en la “revolución sexual”. De hecho, Lina expone las trampas de esta rebelión en el epílogo, al comentar la transformación en “jovencitas carnívoras” de la próxima generación de barranquilleras y parisinas, prontas a hacer el amor en un “frenético consumo de hombres, elegidos y devorados sin ternura ni compasión… la venganza que una generación de mujeres ejercía, sin saberlo, en nombre de muchas otras” (283). Las palabras de Moreno resuenan con la advertencia de Michel Foucault contra la engañosa agencia del sexo: si hemos de romper los lazos entre sexualidad y
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poder, señala el filósofo, habrá que reclamar no el sexo sino los cuerpos, los placeres y los conocimientos, en plural, así como sus múltiples posibilidades de resistencia (Foucault 1987 [1976]: 157). De allí que las avenidas privilegiadas por Moreno para arrebatarle el cuerpo al poder y vivir (en) un “cuerpo propio” sean el instinto, la intuición y las formas no discursivamente colonizadas del placer y del saber. Por medio del desarrollo de la excepcional conciencia de Lina, la novela registra un giro subsiguiente, destinado al cuestionamiento ya no sólo del conocimiento, su organización disciplinar y su complicidad con el poder, sino también del privilegio de la razón, la palabra y su dominio epistemológico. Esta subsecuente refutación se alimenta del saber que Lina recibe, uno a uno, de los cuerpos de sus amigas, cuyo mensaje encarnado expone gráficamente tanto los efectos violentos del poder, como la liberación posible en el deseo y el placer. La evolución de la visión del mundo de Lina llega a su cúspide en la tercera parte de la novela, gracias a su interacción con la tía Irene, quien, de manera similar al experimento de Divina con Catalina, le transmite su conocimiento desde el silencio, sin proveer información ni opiniones, promoviendo el libre deambular de su sobrina entre los laberintos y los frescos de su casa, “La torre del italiano”. En ese espacio para la reflexión, donde “Lina puede por fin escuchar su propia voz y ordenar sus pensamientos” (Barbisotti 2008: 188), la adolescente se asoma al misterio y aprende la indeterminación que signa la experiencia humana. Así concluye en ella el desmoronamiento de todo orden racional, cuya recreación es también la estrategia textual “para proponer un nuevo ordenamiento que apenas se sugiere… [En] un deslizamiento de niveles y planos que se articulan desde la memoria y que dejan al lector ante el umbral de lo único que es certero: la incertidumbre” (Sánchez-Blake 2000: 40). El resultado es una clarividencia escéptica, ajena a todo dogma, una apreciación honesta y descarnada de la naturaleza humana y de la sociedad, así como un profundo reconocimiento de las diferencias, que facilita a Lina interpretar no sólo las historias de sus amigas, sino la de Barranquilla y la de la civilización occidental misma, sintetizada en sus vicios y falacias en esa ciudad del Caribe. El balance del aprendizaje de Lina se realiza en el epílogo de la novela, donde es finalmente narradora en primera persona, la voz en plural
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de una barranquillera en París, batallando en soledad contra una enfermedad que amenaza extinguir sus días. En el epílogo descubrimos el matiz autobiográfico que explica la proximidad y profundidad de la mirada de Lina. La narradora se sitúa como heredera de “nuestras abuelas”, quienes llegaron a Barranquilla “trayendo a lomo de mula, en un hervidero de polvo, sus muebles y añoranzas de las ciudades más antiguas del litoral Caribe”, y como antecesora de las nuevas coterráneas llegadas a París: jóvenes ajenas a la sumisión, sexualmente libres y, sin embargo, incapaces para el amor y lo sagrado, aún sin lograr reconciliarse con el erotismo y la vida (En diciembre 282-283). Como si se iniciara en este epílogo, la novela inédita de Moreno, El tiempo de las amazonas, se concentra precisamente en la transición, las búsquedas, hallazgos y fracasos en torno al sexo y el amor de varias contemporáneas de Lina –tres primas barranquilleras en París– y de las “jovencitas carnívoras” de la próxima generación. La segunda novela sigue además apostándole a la red de visiones y las alianzas con los y las Otras, como alternativa a la sujeción. El camino hacia la sabiduría desde la cual Lina reconstruye la historia de sus amigas es, según confirma este epílogo, un recorrido doloroso, movido por una lucidez triste cuyos efectos sobre su propia historia se deducen de los enormes silencios textuales sobre su vida, del desencanto de la voz final y de su registro somático en el cuerpo enfermo de Lina. Fruto de su absoluta conciencia sobre la violencia y su sinsentido, el mundo de Lina es, como señala Alfredo Antonaros, “la alegoría de un mundo sin amor, del amor depravado, de la confusión poder/sexo/amor, pero también de la sed de afectos y de emancipación auténticas y totales” (1997: 204). El epílogo registra al mismo tiempo el encuentro último en el cual Lina, y Moreno, siembran su esperanza de reconciliación y liberación colectiva. Si para Catalina ha sido el erotismo la vía para reunirse consigo misma y con el Otro, para Lina lo es no sólo su vivencia de sí en colectivo, en asociación con otras mujeres, sino su registro de esa vivencia en la escritura. En el epílogo nos enteramos de que Lina ha escrito una novela denunciando la opresión de las mujeres de Barranquilla. Como en el caso de Felices días de Magali García Ramis, el gesto de ficcionalizar el proceso de narrar el “yo” pone en evidencia la condición narrativa de la identidad misma y el poder organizador de la palabra que expone, acusa, hila, sana. La novela de Moreno representa también ese retorno a la in-
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fancia, que al exponer el conflicto fundacional de la identidad femenina precipitado por la violencia y la supresión del deseo, intenta a su vez entenderlo y resolverlo, en un gesto que es tanto un retorno al pasado como una apuesta hacia el futuro, hacia la reestructuración de la identidad en la narrativa misma. La (re)escritura se constituye así en vehículo del encuentro que habilita la articulación del deseo y la conciencia propios, desde el conocimiento de los otros y con los otros: personajes, narratarios y, en últimas, lectores y lectoras, a quienes la narradora hace “partícipe[s] del drama de su autoanálisis frente al espejo o los ‘espejismos’ de su ‘educación’, que sucesivamente pervierten su propia conciencia y las conciencias trágicas de sus amigas” (González de Mojica 1994: 330). Moreno apela al encuentro con los lectores y lectoras de la novela para concluir su refutación de la violencia como mecanismo de producción del sujeto. Es también en este encuentro donde la complejísima red del texto y su amplia genealogía, se expande y se extiende, como la identidad misma, hacia un tiempo no sólo remoto sino incompleto, presente sucesivo en el que las brisas seguirán llegando.
“Un amor de mi madre” In our societies, the mother/daughter, daughter/mother relationship constitutes a highly explosive nucleus. Thinking it, and changing it, is equivalent to shaking the foundations of the patriarchal order22
(Irigaray 1991b: 50).
Uno de los mayores silencios de la historia de Lina es la historia de su madre, cuya generación constituye también el eslabón perdido en la cadena de “nosotras” enunciada por su voz en el epílogo. Se trata, sugiero, 22. “En nuestras sociedades, la relación madre/hija, hija/madre constituye un núcleo altamente explosivo. Pensarlo, y cambiarlo, es equivalente a sacudir los cimientos del orden patriarcal” (traducción nuestra).
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de un tema irresuelto en la novela y para la autora misma, cuya complejidad permite vislumbrar, sin embargo, el más frágil eje psíquico de la subjetividad femenina. Como he ilustrado desde la discusión de Ana Isabel, una niña decente y Felices días, tío Sergio en el segundo capítulo, la economía que facilita la “especulación” con los cuerpos femeninos se aprende en casa, de modo que requiere para su sostenimiento de la participación de las mujeres mismas. La contribución de la madre a su propia sujeción y a la de su hija constituye un factor esencial de la indagación de Moreno en el engranaje psíquico de la dominación. Las madres de Moreno son significativas por su abundancia y descarnada representación, en la cual los desequilibrios mentales y emocionales desplazan los atributos tradicionalmente asociados con la maternidad. Entre las madres de las protagonistas de En diciembre figuran mujeres deprimidas y postradas por sus frustraciones matrimoniales, como el caso de Divina Arriaga y el de la Nena Avendaño, al lado de madres represivas y “castradoras” como doña Eulalia y las madres de Benito Suárez, Álvaro Espinoza y Javier Freisen, los esposos de Dora, Catalina y Beatriz. La galería de madres se extiende además a las abuelas de las protagonistas. Como en la mayoría de la narrativa estudiada en este libro, la figura de la madre en Moreno dista de encarnar el ideal de la feminidad y la maternidad de ser sinónimo de pureza, amor y cuidado. En contraste con la tradición de las “matriarcas”, en cuyas faldas se amparan las sagas familiares de otros autores del Caribe, las madres “omnipotentes” de Moreno saltan a la vista por su inquisidora vigilancia sobre el cuerpo y la sexualidad de sus hijas, que atan para renovar el pacto patriarcal, avalando su entrega silenciosa y sumisa a esposos fríos y aterrorizados por la sexualidad femenina, educados por madres igualmente opresoras. Son ellas la primaria y más evidente barrera contra el deseo femenino y el desarrollo de una subjetividad autónoma por parte de las hijas. Armadas de íconos, oraciones, sacerdotes, acusaciones de pecados y culpas, son también las encargadas de llevar el estandarte de la moral y los valores religiosos, el culto a la apariencia y el temor al “qué dirán”. La obsesión con las distinciones de clase, raza y género, que las madres profesan a costa de sus hijas se liga inequívocamente a la necesidad de sostener los privilegios de clase para garantizar su posición y poder en este orden. Por su parte, la au-
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sencia de los padres, cuyo rol doméstico es minimizado, contribuye a la visibilidad y “exceso” asociado con el poder materno sobre hijos e hijas, imaginado por la teoría, escritores y escritoras, como “fálico”. En su estudio sobre las madres de Marvel Moreno, Elizabeth Burgos atribuye a las mismas el rol de “mordaza” y “verdugo” del cuerpo de la hija, su igual, que el poder patriarcal le delega la tarea de controlar (1997: 101). El resultado es una relación conflictiva y ambivalente, eterna y trunca a la vez, en la que la madre no puede permitir que la hija realice lo que le fue negado a ella, porque la realización del deseo significa al mismo tiempo que la hija escape a su poder, que es, en el fondo, la opción que la madre se ha otorgado ante el malestar que conlleva el amor entre ellas: no es toda mía, pero tampoco lo será del hombre, del otro. La hija es, a la vez, depositaria de los deseos frustrados de la madre; mientras que la madre será para la hija la rival que posee al padre, al hombre (Burgos 1997: 101).
La interpretación de Burgos reproduce los preceptos básicos de la teoría psicoanalítica, en particular de la freudiana, cuya caracterización predominante de la relación entre madres e hijas suele destacar la ambivalencia y la hostilidad –el deseo homosexual y la seducción original de la madre, la frustración de su deseo sexual y la consecuente envidia y afán de controlar el deseo de la hija; así como la rivalidad que sobreviene a la identificación preedípica entre madre e hija–, pues, según Freud: “the attachment to the mother ends in hate. A hate of [the] kind [that] may become very striking and last all through life”23 (1964: 121). En su comentario crítico se desdibuja en cambio la hostilidad por parte de las hijas, también planteada por Freud, quien la explica en la culpa que las niñas atribuyen a las madres por su carencia del pene (1964: 124). La tendencia de Moreno y sus críticos a hacer de las hijas las víctimas unidireccionales de las madres es notoria también en el comentario de Cuartas Restrepo, quien adjudica a las primeras el impulso de ser un referente nuevo de sexualidad, sensibilidad, lenguaje y acción que enfrenta con desenvolvimiento las contrariedades del mundo masculino, en 23. “el apego a la madre termina en odio. Un odio tal que puede volverse muy notorio y durar toda la vida” (traducción nuestra).
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tanto que para la madre no deja de ser su hija un objeto que se deja reducir. La hija intentará, en la medida de sus fuerzas, ser ‘otra’, mientras que la madre se afirmará en sus dictados de ‘mala fe’, en una imagen de organización, sumisión, respeto y culto a las estructuras patriarcales en las que alcanzó muy pocas reivindicaciones (2006: 27).
Dada la agudeza ante las trampas del psicoanálisis que evidencia Moreno, así como su claro compromiso con vindicar las alianzas femeninas, resulta paradójico que la autora no cuestione las motivaciones para descalificar el vínculo entre madres e hijas ni reconozca la tergiversación de la experiencia de la maternidad y del “poder” materno operadas por la narrativa psicoanalítica. La consideración de la encrucijada de la madre ante el orden patriarcal puede considerarse el “punto ciego” del planteamiento feminista de Moreno. Tampoco su crítica, presa de las mismas herramientas interpretativas, parece haber captado esta paradoja. No obstante, en su radiografía de las conciencias femeninas, Moreno avizora la complejidad de este lazo, permite vislumbrar las claves de su ruptura y revela la urgencia de desmantelar este mecanismo. Al ahondar en la complejidad de la relación entre madres e hijas, Moreno pone en evidencia su peso en la formación de la subjetividad femenina, en las relaciones afectivas y eróticas y en la valoración de sí de niñas, adolescentes y adultas. Una crítica al mito de la “madre fálica”, cuya descripción psicoanalítica es el intertexto sobre el que se reconstruye el poder de las figuras maternas de Marvel Moreno, puede iluminar su representación de la relación entre madres e hijas ya no sólo como denuncia de la complicidad femenina en el sostenimiento del orden patriarcal, sino además como testimonio de la ambivalencia de este lazo y los efectos de su ruptura, otro síntoma extremo de la violencia patriarcal, para cuya perpetuación la prescripción de esa primera y primordial alianza entre las mujeres resulta uno de los mecanismos más sutiles y efectivos. El epíteto de “fálica” se acuñó para referirse al apego “excesivo” desarrollado por algunas madres a sus hijos, interpretado por los psicólogos como el resultado de la frustración de su deseo ante la ausencia o insatisfacción con el padre; después se generalizó para caracterizar a la madre ambiciosa de poder que, para compensar su carencia del mismo,
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lo reemplaza a través del hijo-falo, de acuerdo con la narrativa lacaniana. En la imagen de la madre fálica se juntan dos premisas: la de la seducción y la del poder de la madre sobre el hijo, para generar “una atribución de poder –imaginario o real– que se califica o fantasea por medio de una imagen de pene” (Dio Bleichmar 1997: 147).24 El mito de la “madre fálica”, que connota, entre otros atributos, egoísmo, posesividad, desviación y “castración”, se ha filtrado en la apreciación de la relación entre madres, hijos e hijas dotándola de una inherente hostilidad. Bajo esta valoración subyacen la ignorancia de la experiencia de la madre y del contenido psíquico, físico y social que circula en la relación con su bebé, la imposición de una visión y un lenguaje masculinos a la experiencia de la maternidad, al igual que la equiparación de toda forma de poder con el falo y la caracterización de todo poder femenino como ilegítimo. El más notorio de los ejemplos en En diciembre de la recreación del poder de la madre como “fálico” se presenta en las reflexiones previamente comentadas de Lina sobre la madre “seductora” de Dora, cuya obsesión por controlar a la hija es representada en términos de “penetración”. Lina explica el comportamiento de doña Eulalia como movido por la amenaza a su propio poder que supone la sexualidad de la hija, a quien la madre ve como el objeto cuyo intercambio le garantizará el sostenimiento del estatus correspondiente a su origen y apellido. La hostilidad que se revela en la representación de la relación entre madre e hija en los personajes de Moreno –de cuya ubicuidad da 24. En cuanto a la primera premisa, Dio Bleichmar aclara que, en efecto, son los adultos quienes provocan las primeras sensaciones placenteras en los niños pero, por una parte, no es la madre la única que estimula, también el padre lo hace; y, por otra parte, en ese punto el o la bebé no perciben este estímulo como sexual pues ocurre durante el cuidado y la limpieza, de manera que esos primeros placeres son asociados con la ternura materna. En cuanto a la segunda premisa, la presunción de que la madre vive la experiencia de lactar y de cuidar del bebé como “poderosa” y que los sentimientos de satisfacción que siente respecto a su bebé son “fálicos”, responde a la andromorfización de la experiencia materna. Este prejuicio también se pone en evidencia en la denominación de mujer “fálica” para mujeres que “usurpan” los papeles culturalmente asignados a lo masculino: activas, ambiciosas y competitivas.
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cuenta la cita anterior de Burgos– sugiere una revisión crítica de las herramientas de la escritora. Dada su utilización del discurso psicoanalítico, no es de extrañar que Moreno haya reconstruido en clave de “madre fálica” su crítica a las madres opresoras y la experiencia con su propia madre. El último texto de Moreno, escrito a la víspera de su muerte, pone en evidencia el impacto de su propia experiencia y la complejidad de su aproximación al problema de la relación madre e hija, motivo sobre el que la autora vuelve una y otra vez a lo largo de toda su obra. En “Un amor de mi madre”, fragmento de un texto que dejó incompleto, Moreno escribe: Piadosa y rezandera, moralista y puritana, gorda y más bien fea, aunque tenía unos ojos magníficos, severa y sin ningún sentido del humor, convencida de que la principal actividad de una mujer consistía en ocuparse de sus hijos y mantener a salvo las apariencias, dominadora y dada a la crítica, inteligente y segura de poseer siempre la verdad, al acecho de los pecados, de las tentaciones y de los simulacros, mi madre habría sido un inquisidor perfecto pero no estaba preparada para el amor. Se había casado por interés con el fin de darle a su propia madre una casa donde envejecer y morir en paz. La quería mucho y a mí me adoraba. Sólo he encontrado tanta devoción y fidelidad en mi perrita caniche, ahora, en mis cincuenta y seis años de vida… (Cuentos completos 427)25
La madre del fragmento está diseminada en todas esas madres “fálicas” de las historias de Moreno, incluyendo varios de sus cuentos y su novela inédita. El personaje de doña Eulalia del Valle la recrea con singular crudeza.26 Sin embargo, el gesto de escribir este texto final, así 25. La narración asume una mezcla de la voz adulta con la visión de la niña al comentar sus tardes de cine con la madre y la abuela, que “cargaban” con ella para no dejarla con las sirvientas, a pesar del rechazo de la niña a las sangrientas escenas de piratas y de amores contrariados que la hacían llorar. “Las escenas en que los protagonistas se besaban y se miraban dejaban a mi madre indiferente” sigue diciendo. “Pero había un actor que la enloquecía…” (Cuentos completos 428). 26. Los paralelos entre doña Eulalia y la madre de Marvel Moreno son ratificados por el comentario de Sarah Gónzález de Mojica en un ensayo biográfico inédito. La escritora, dice González de Mojica, “creció en una cultura matrilineal, bajo la especial tutela de su abuela materna Aldonza Falquez, una mujer fuerte e in-
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como el tono del mismo, sugieren un retorno reconciliador a la figura de la madre, un intento de comprenderla, quizás para encontrarse a sí misma e irse en paz en ese momento final de su propia vida. Al parecer, “después de incansablemente reflexionar a lo largo de la vida acerca de la madre” (Cuartas Restrepo 2006: 43), Moreno logra, no sin ambigüedad, articular la encrucijada de la suya.27 En la novela y en sus cuentos, se prefigura ese gesto que a Moreno le faltó tiempo para completar pero cuya semilla es central al proyecto ontológico de recuperación del yo, del cuerpo propio y de la relación auténtica con los otros, que se deduce de su obra. La representación del papel de la madre en la continuidad del poder patriarcal constituye uno de los movimientos más audaces de Moreno en su denuncia de este poder. Como se ha planteado anteriormente, Marvel Moreno construye su novela como un proyecto genealógico que nos lleva a los orígenes remotos de la sociedad patriarcal, efecto que se enfatiza por la inclusión del árbol familiar de sus personajes principales. Es así como descubrimos las historias de las madres “fálicas” y de sus propias madres. La historia de doña Eulalia, incorporada a través de la abuela Jimena, es emblemática de este movimiento hacia el pasado. Doña Eulalia es la hija de una niña de doce años cedida por su familia a un hombre en sus treintas, quien viola la regla tácita de esperar tres años para consumar su matrimonio “desardependiente que sacó adelante a su familia después de quedar viuda. La madre Berta Abello Falquez parece tener otro talante, pues la vigila con el fin de controlar su socialización y administrar su belleza para, de algún modo, compensar sus desventajas económicas. Por esta vigilancia constante tendrá con su madre una relación difícil. Las más íntimas opiniones de la madre, escritora también a su manera, se conservaron en un diario en el que expresaba los miedos de una moral conservadora, propia de un grupo social local que en los años treinta reaccionaba por la pérdida de la hegemonía frente al ascenso del partido liberal al gobierno” (1994: s.p.). 27. Burgos reconoce en la pieza un impulso de “reconciliar a la mujer consigo misma, con la otra, su igual” (1997: 105). Por su parte, Cuartas Restrepo remarca el giro en el texto desde la culpabilización de la madre como emblema de la vigilancia social, a la de la abuela, quien pasa a ser ahora “la norma de familia, la vigilancia, la incomprensión de los nuevos tiempos” (2006: 44). En este texto, insiste el crítico, es la madre quien recibe el homenaje.
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mado ante el inexplicable, diabólico deseo que por primera y única vez lograría endurecer la flaccidez de sus muslos destrozando el sexo de la niña hasta el punto de provocarle una hemorragia” (19). La niña, a la que el hombre había visto una sola vez antes de pedirla en matrimonio y que “en su noche de boda fue violada por su marido, remendada por un veterinario y preñada de una criatura [doña Eulalia] que nueve meses después arrastraría al salir de su vientre su matriz y sus ovarios haciendo de ella una mujer que sin transición pasó de la infancia al ocaso”, aprende así a odiar a los hombres, fría y lúcidamente, transmitiendo a su hija ese mismo odio (20). La violación de la niña por su legítimo esposo constituye asimismo un ejemplo contundente del efecto extendido de la violencia sexual sobre la formación de la subjetividad femenina discutido en la sección anterior.28 Doña Eulalia crece aislada del mundo, leyendo novelas románticas cuyos galanes son su único referente de masculinidad fuera del padre ciego y del odio de su madre hacia los hombres. Cuando al bordear sus treinta años se ve amenazada por la pobreza, acepta casarse con Juan Palos Pérez, un hombre mulato y de dudoso apellido, que le produce asco y que muere de un paro cardíaco mientras hace el amor en una playa con otra mujer, dejándole por herencia sus deudas, la humillación pública de su muerte y a su hija Dora. A esta historia remite la abuela Jimena la obsesión de doña Eulalia con la sexualidad de su hija. También el sadismo de Benito Suárez y de Javier Freisen, los esposos de Dora y Beatriz, se asocian en la novela con el poder sobre sus hijos de madres ambiciosas, “seductoras” y posesivas cuyas historias se remiten a migraciones forzadas, familias empobrecidas o expulsadas de sus países en medio de la guerra y maridos abusivos que las desposaron por su dinero o sus apellidos. Si bien las expectativas de las madres sobre hijos e hijas varían, detrás de cada una de estas historias hay otras 28. La imagen de la púber entregada al hombre adulto recuerda y pone bajo sospecha la historia del célebre Coronel Aureliano Buendía y su matrimonio con Remedios Moscote, su primer y único amor, con quien se obsesiona cuando es una niña y cuya pubertad tiene que esperar para casarse con ella. Remedios, la “tatarabuela niña” cuyo retrato velará los destinos de generaciones y generaciones de los Buendía durante Cien años de soledad (1967), muere a los doce años con un par de gemelos atravesados en el vientre.
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madres represivas, esposos violentos y privilegios sociales que la madre pugna por sostener a través del dominio sobre el hijo o del control de la sexualidad de su hija, cuya virginidad y matrimonio es el medio para su propia supervivencia. Las capas agregadas a la historia revelan el origen y el arraigo de los valores que las madres encarnan, al igual que la impotencia desde la cual la madre construye su presunto poder. En Ese sexo que no es uno (1977), Luce Irigaray se refiere al poder “fálico” de la madre como asociado a la pérdida de su propio goce: “en la carrera por el poder, la mujer pierde la singularidad de su goce. Al cerrarse como volumen, ella renuncia al placer” para participar en la sujeción del placer de las otras en un sistema que la premia “reconociéndole cierta potencia social en tanto que ella sea reducida, con su complicidad, a la impotencia sexual” (2009 [1977]: 29). La historia de doña Eulalia revela, sin embargo, la paradoja de atribuir la limitación del goce de la madre a una renuncia, más o menos voluntaria, dada la enraizada construcción cultural de los parámetros de la maternidad. Detrás de la “madre fálica” se esconden las contradicciones de un poder que se garantiza la complicidad de las madres con la violencia simbólica o empírica, privándolas no solo de su placer sino de cualquier otra forma de agencia. La “madre fálica” es el negativo de la imagen hegemónica y naturalizada de la madre, sobre la cual se ha impuesto la responsabilidad casi absoluta de la formación de sus hijos, en especial de las hijas, según un ideal que implica, en sus versiones extremas, la restricción de su subjetividad a la maternidad, la anulación de sus deseos y ambiciones de realización personal, así como la negación de frustraciones derivadas de ese papel. Lo paradójico del “poder” de esta madre, como señala Jessica Benjamin, es que ella carece de libertad para actuar como sujeto de su propio deseo o como agente de su propia vida. La desexualización de la madre, de la cual son cómplices desde los hijos mismos hasta los psicoanalistas progresistas, es, en otro giro paradójico, el precio a pagar por su percibida omnipotencia. En la imposibilidad de la madre de encarnar su propio deseo, de la cual aún no terminan de emanciparse muchas madres contemporáneas, Benjamin sitúa también el principal obstáculo para la autoidentificación de la niña como sujeto de deseo (1986: 83-84). En este implícito sacrificio podría explicarse la “ambivalencia” que las psicólogas feministas reconocen en la relación de la madre con su bebé;
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una experiencia, pese a la idealización cultural de la maternidad, cargada de angustias, rabia, dolor y alegrías inenarrables. A la construcción psíquica de la ambivalencia originalmente identificada por Melanie Klein, autoras como Adrienne Rich y Roszyka Parker agregan la consideración del componente sociocultural y, en particular, de las expectativas de género, que contribuyen a las angustias inherentes a la experiencia de ser madre.29 Para estas autoras, han sido estas últimas el fundamento de la oscilación entre amor y odio en la relación entre madres e hijas, y de su incomunicación, paradigmática de la dificultad para encontrarse con el otro y para amar encarnada por las protagonistas de En diciembre. A las contradicciones de la madre, es importante asimismo agregar las de la hija, que como señala Nancy Chodorow, también experimen29. En Of Women Born (1976), Rich plantea la necesidad de diferenciar el nivel biológico de la maternidad, la potencialidad de dar a luz y la experiencia de traer a la vida y criar un hijo o una hija, una experiencia signada por emociones cuya complejidad carece de discurso interpretativo. Rich propone desnaturalizar el concepto de maternidad impuesto por la sociedad patriarcal, donde la madre incondicional e ideal se ha equiparado a la mujer, restringiendo otras posibilidades femeninas, en especial su sexualidad, y generado una angustia paralizadora sobre las madres reales, aisladas en sus contradicciones. La psicóloga remite a este ideal la “matrofobia” registrada en muchas de las hijas (1976: 36). En esta línea de ideas, y retomando la teoría psicoanalítica de Melanie Klein, entre otros, Rozsica Parker desarrolla y amplía el concepto de ambivalencia materna, “a complex of contradictory states of mind, shared variously by all mothers, in which loving and hating feelings for children, exist side by side” (1997: 17; “un complejo de estados mentales contradictorios, compartidos con variaciones por todas las madres, en el cual coexisten sentimientos de amor y odio por sus hijos”, traducción nuestra). Esta ambivalencia no es exclusiva de las madres y forma parte también del universo psíquico de los hijos. Parker enfatiza que la ambivalencia es parte del desprendimiento físico y psíquico entre madre e hijo y que no es necesariamente negativa; el odio es necesario para la individualización y puede tener un poder creativo para la relación. La imposibilidad de manejar la ambivalencia da cuenta, de hecho, de los paradigmas sobre la maternidad impuestos por la sociedad: de las expectativas culturales hacia el poder de la madre sobre el hijo, de la ansiedad y la ambigüedad entre poder y vulnerabilidad que genera en la madre la experiencia de dar vida y formar a un nuevo ser y, para el caso particular de las hijas, de sus sentimientos conscientes e inconscientes hacia su propia sexualidad, sus expectativas y creencias sobre las diferencias de género y el valor cultural que se asigna a hijos e hijas (1995: 231).
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ta con angustia la identificación y continuidad de su vínculo con la otra de su género: From very early, because they are parented by a person of the same gender (a person who has already internalized a set of unconscious meanings, fantasies and self-images about this gender and brings to her experience her own internalized early relationships to her own mother), girls come to experience themselves as less differentiated than boys, as more continuous with the external object-world as differently oriented to their inner object-world as well30 (1978: 166-167).
En consecuencia, la separación de la madre, que se concibe como requisito para la subjetivación de la niña, puede acarrear un duelo de profundo impacto para su apreciación de sí misma y para sus relaciones con los demás. Dicha separación es provocada, por un lado, por la identificación con el padre, que como he señalado con anterioridad es una reacción defensiva de la hija a su percepción de desigualdad y/o de violencia en la relación entre padre y madre. La separación resulta también del imperativo de crecer y aprender su propio rol como mujer según los modelos patriarcales. La ruptura con la madre, nuestra separación de ese “primer hogar”, como lo cataloga Luce Irigaray, “remains uninterpreted, unthought in their losses and scars”31 (1991a: 40), reducida al “odio” en el clásico citado de Freud. La necesidad de entender, reparar y potenciar las relaciones entre madres e hijas, y entre las mujeres en general, constituye uno de los postulados centrales de la obra de esta filósofa, quien destaca también tanto las ventajas como la “fragilidad” inherentes a la propensión femenina a concebirse a sí misma en conexión con otros. Uno 30. “Desde muy temprano, porque son criadas por una persona del mismo sexo (una persona que ya ha interiorizado un conjunto de significados inconscientes, fantasías y auto imágenes acerca de este género, y que actualiza en esta experiencia sus propias e interiorizadas relaciones con su madre), las niñas se experimentan a sí mismas como menos diferenciadas que los niños, como más continuas con el mundo objetivo externo y como orientadas de manera distinta también a su mundo interior” (traducción nuestra). 31. “continúa sin ser interpretada o pensada en sus pérdidas y cicatrices” (traducción nuestra).
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de los principales retos para la construcción de la subjetividad femenina, es, según Irigaray, el de encontrar un equilibrio entre la condición intersubjetiva de su formación y la adquisición de autonomía: “that she comes out of an exclusive relation with the same as herself, the mother, and that she discovers the relation with a different other, while remaining herself… [with an other] as horizontally transcendent, and not as vertically transcendent to her”32 (2004: 27). Moreno reconoce el efecto liberador de ese encuentro horizontal con los otros, que media el de la mujer con su erotismo y promueve la recuperación de agencia sobre su propio cuerpo. En cambio, no parece entender la necesidad de emancipar a la madre, de reconocerla, como se señala en el epígrafe de esta sección, como sujeto de deseo. A excepción de la madre de Catalina, cuya paradójica salida al dilema femenino es identificarse “sin reservas” con el padre, Moreno evade el potencial de recuperar ese “amor identificatorio” entre la niña y su madre, reemplazada por otros modelos, los de las tías y las abuelas, entre otras aliadas femeninas, como las nanas y criadas, amigas, vecinas y mujeres de clase popular, incluso prostitutas, en quienes niñas y adolescentes encuentran afectos alternativos y el apoyo a sus rebeliones. La ausencia de la madre cómplice subraya, sin embargo, el peso psíquico de esta ruptura para sus personajes. Las protagonistas de En diciembre, y Moreno misma, ejemplifican el motivo de “la hija sin madre” que recrea Vivien Nice en escritoras norteamericanas y europeas, notorio también entre las caribeñas. Se trata de un sentimiento de orfandad evidenciado por poetas y narradoras en la ficción, en sus memorias y otros textos, que surge, entre otras razones, de las restricciones impuestas por la madre para educar a su hija como “buena mujer”, de su incapacidad para ser modelo de su hija, además de su ausencia real ya sea por su trabajo o por haberse alcoholizado, deprimido, enloquecido, suicidado o muerto (103). No obstante, la madre sigue estando presente desde su ausencia. La pérdida irremediable que la “hija sin madre” no logra superar es, de hecho, la del mito de la “madre ma32. “que salga de la relación exclusiva con esa otra como ella, la madre, y que descubra la relación con un otro diferente, siendo aún ella misma… con el otro como horizontal y no verticalmente trascendente a ella” (traducción nuestra).
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ternal” –la incondicionalmente protectora y dadora de afecto–, cuya más cercana manifestación es la madre preedípica. En su lugar se erigen otros mitos, la madre “perfecta” o la “fálica”, inmersas en una red de valores morales y leyes sociales que se constituyen en modelos irrepetibles y asfixiantes. El sentimiento de orfandad manifiesto en sus textos, puede interpretarse, señala Nice, como resultado de la ambigüedad inconsciente de las escritoras mismas ante la madre, a quienes parecen reclamar el haber obedecido a los valores de su sociedad, antes que a las necesidades y deseos de sus hijas (1992: 78). Nice argumenta que este sentimiento está ligado a la incomunicación entre madres e hijas y a la incomprensión de la posición de la madre, a menudo presa de las expectativas culturales y sociales sobre su papel. También Irigaray apunta a la ignorancia de su experiencia como origen de la representación de la madre “terrible” que las mismas escritoras reproducen como un “monstruo devorador” y que es, para la filósofa, consecuencia de la carencia tanto para las madres como para las hijas de un lenguaje propio y de un lugar propio en la cultura. Según Irigaray, el verdadero obstáculo en la relación entre madres e hijas es el hecho de que la experiencia de unas y otras carezca de nombre, sentido y sexo propios: “Man’s language separates her from her mother and from other women, and she speaks it without speaking it”33 (2009 [1977]: 136-137). La supresión de los placeres propios tanto para la madre como para su hija desde su temprana formación, es consecuencia de este mismo fenómeno: “the Girls’ earliest pleasures will remain wordless; her earliest narcissization will have no words or sentences to speak their name, even retroactively. When a girl begins to talk, she is already unable to speak of/to herself ”34 (Irigaray 1991c: 101). Trazando una relación directa entre la ruptura del lazo entre madres e hijas y la supresión tanto de la voz como del deseo femeninos, Irigaray enfati33. “El lenguaje de los hombres separa a la mujer de su madre y de otras mujeres, y ella lo habla sin hablarlo” (traducción nuestra). 34. “los placeres tempranos de las niñas carecerán de palabras; su más temprano narcisismo carecerá de vocablos o frases para nombrarlo, incluso retroactivamente. Cuando una niña empieza a hablar, ya no puede hablar de sí o a sí misma” (traducción nuestra).
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za la necesidad de crear otra sintaxis u otra “gramática de la cultura”, un lenguaje que verbalice la relación con el cuerpo de la madre y restablezca su habla y la de las hijas: “we must give her the right to pleasure, to jouissance, to passion, to restore her right to speech, and sometimes to cries and anger” e inventar “the sentences that translate the bond between her body and that of our daughters”35 (Irigaray 1991a: 43). A esa tarea parecen haberse aplicado las escritoras caribeñas de las últimas tres décadas, “hijas en retorno” abocadas a la revisión del pasado de sus madres (Rody 2001: 6), cuyo cuerpo se recompone para devolverlo a los escenarios sociales, políticos e históricos desde los cuales ha sido usualmente excluido (Adjarian 2004: 4).36 En su honesta inclusión de la problemática entre madres e hijas, Marvel Moreno suscita el replanteamiento de una relación esencial para niñas, adolescentes y mujeres, en cuya ruptura e incomprensión se esconde el mecanismo más directo de su subordinación y en cuya 35. “debemos devolverles el derecho al placer, al goce, a la pasión, restaurar su derecho a hablar, y a veces al llanto y la rabia e inventar las frases que traduzcan el lazo entre sus cuerpos y el de sus hijas” (traducción nuestra). 36. La proliferación de la figura de la madre entre las escritoras caribeñas, en especial entre autoras del Caribe anglófono y francófono, ha sido ampliamente abordada por la crítica, destacándose en general su rol en la reescritura de la historia regional desde una perspectiva femenina y feminista en el contexto de los discursos nacionales poscoloniales. En Allegories of Desire: Body, Nation, and Empire in Modern Caribbean Literature by Women (2004), M. M. Adjarian enfatiza la reconexión con el cuerpo discursiva y materialmente desmembrado de las madres como estrategia de reclamación tanto de la sexualidad femenina como de la memoria de su participación social. Las escritoras caribeñas contemporáneas, argumenta Adjarian, son “daughter-gatherers who re-arrange maternal body-parts into the social, political, and historical patterns from which mothers– and indeed women generally– have to such a great extent been cut out to form richer, more complex national patterns” (2004: 4; “hijas-recolectoras que reorganizan las partes del cuerpo de la madre en medio de modelos sociales, políticos e históricos de los cuales las madres –y las mujeres en general– han sido en gran medida cortadas para formar modelos nacionales más ricos y complejos”, traducción nuestra). Otros estudios que hacen énfasis en la relación entre madres e hijas entre las escritoras caribeñas son los volúmenes de Consuelo López Springfield (1997), Simone A. James Alexander (2001), Carolyne Rody (2001), Joan AnimAddo (2007) y Brinda J. Mehta (2009).
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reconciliación laten prometedores caminos para la formación de subjetividades femeninas y masculinas más autónomas. La representación de “madres fálicas” por parte de Moreno es sal en la herida que demanda atención sobre todos los lazos entre mujeres frustrados por el imperativo de la feminización en la norma patriarcal. Pese a su propia ambivalencia hacia la madre, el proyecto ontológico de Moreno vislumbra ese núcleo explosivo, a cuya transformación Irigaray adjudica la capacidad de conmover las bases del orden patriarcal. La representación de la ruptura consigo mismas y con otras mujeres que garantiza la complicidad de las mujeres con el poder, apunta también a las rupturas y alianzas impuestas por un orden sociocultural que se erige sobre la separación y distinción entre clases, razas y géneros. Moreno extiende su preocupación por esta ruptura con el Otro y los otros a las relaciones entre todo tipo de sujetos, al asociar las luchas de sus protagonistas con las de individuos marginalizados como prostitutas, indígenas y mulatos. En el núcleo del mundo violento y sin amor que recrea la mirada de Lina Insignares, yace la incapacidad de conexión, de coexistencia con el Otro, cuyo primer ritual de aprendizaje es la separación de la madre. Así mismo, en el corazón de la propuesta ética de Moreno está el restablecimiento de esas conexiones, la construcción del yo en reconciliación con el cuerpo propio –con la intuición, el instinto y los placeres– como vehículo de la autonomía y escenario de un encuentro horizontal y auténtico con los otros y las otras.
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4. Fanny Buitrago: de la “mujer-niña” y la feminidad como “pose” Quiero acercarme al mundo del político de la calle, de la señora gorda, de la adolescente enamorada, convertirme en niña y en policía. Para mí, ser escritora es ser muchas gentes, de todas las layas… Y, claro, trabajar la palabra, jugar con ella, hasta que adquiera color, sabor, ritmo… la historia de donde venga. No me importa que salga del mundo infantil, de la política, de la violencia o de la cursilería.
Que venga de donde venga (Fanny Buitrago en entrevista con Camilo Calderón).
Desde los márgenes del panteón Fanny Buitrago (Barranquilla, 1943?)1 era todavía una adolescente cuando escribió su primera novela, El hostigante verano de los dioses 1.
Nacida entre 1943 y 1945, la fecha varía dependiendo de la fuente y la escritora misma prefiere no precisarla.
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(1963), pero a juzgar por la trama de la misma había ponderado ya los gajes de su oficio. La historia de un grupo de intelectuales y artistas que adquieren fama gracias a la publicación de un libro anónimo sobre sus vidas, El hostigante es una novela autoconsciente, sembrada en el territorio común que había nutrido la renovación de la literatura nacional desde el Caribe colombiano y con riesgos experimentales dignos de los más audaces escritores de la “nueva novela” y el boom latinoamericano. La novela es también la piedra angular de la trayectoria literaria de la primera escritora de oficio del Caribe colombiano, quien a lo largo de medio siglo ha reiterado su vocación a través de piezas teatrales, colecciones de cuentos y volúmenes de literatura infantil, junto a sus siete novelas – las dos últimas, Señora de la miel (1996) y Bello animal (2002) han sido además traducidas a varios idiomas–.2 Sin embargo, el reconocimiento de los aportes de El hostigante verano de los dioses a las letras colombianas continúa a la espera, y su obra, la más constante, amplia y versátil entre la de escritoras colombianas del siglo xx, carece aún de un estudio completo que la contextualice en el canon latinoamericano y caribeño. La figura de Fanny Buitrago sigue igualmente enredada en las reacciones encontradas que despertó desde aquella primera novela, en la que a sus 18 años la autora tuvo la osadía de burlarse de la moralidad de una sociedad profundamente católica, de los prejuicios y jerarquías raciales heredados de la Colonia, de los vicios y la mezquindad de sus élites y del arribismo burgués.3 2.
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Buitrago ha publicado a la fecha, una obra de teatro, El hombre de paja, ganadora del Premio Nacional de Teatro en 1964, en un volumen compartido con su primera colección de cuentos Las distancias doradas (1964); los volúmenes de relatos La otra gente (1973), elegido por la revista Semana en 1999 como uno de los mejores libros colombianos del siglo xx), Bahía sonora: relatos de la isla (1975), Líbranos de todo mal! (1989), Los encantamientos (2003) y Canciones profanas (2010). Entre las novelas están: El hostigante verano de los dioses (1963), Cola de zorro (1970), Los pañamanes (1979), Los amores de Afrodita (1983), Los fusilados de ayer (1986), Señora de la Miel (1993) y Bello animal (2002). Sus obras para niños y jóvenes son La casa del arco iris: una novela de la infancia (1986), Cartas del palomar (1988), La casa del abuelo (1991), La casa del verde doncel (1990) e Historias de la rosa luna (2008). Las traducciones de sus novelas incluyen Señora Honeycomb (1996), La signora del miele (1999) y Un animalle Bellisimo (2004). Entre la larga e incesante serie de episodios insólitos y “malentendidos” que han
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Reflexionando sobre la recepción de El hostigante, Buitrago misma concluyó dos décadas más tarde que “mucha gente rechaza ciertos libros a priori, pues ofenden sus principios o los enfrentan a situaciones que consideran imposibles” (“El oficio no oficio” 5). A pesar de que el ambiente literario colombiano empezaba a aceptar el desafío a la tradición de sus intelectuales y artistas, no estaba preparado para que una mujer pusiera en tela de juicio el alcance de la irreverencia de los mismos. Pues, aunque El hostigante contiene una crítica amplia de los valores y la normatividad social, su sátira se dirige en última instancia a las pretensiones revolucionarias de los intelectuales, caracterizados como brillantes pensadores y aguerridos iconoclastas, pero a su vez como hombres narcisistas, contemplativos y pasivos, elitistas y racistas, prestos a enmascarar con su duda existencial su conformismo o su arribismo. Aunque con alusiones evidentes al “Manifiesto Nadaísta” (1957), con cuyo movimiento los críticos insistieron en asociar a la escritora, el blanco de esta parodia puede buscarse entre los bohemios reunidos en el Café Bastilla de Medellín, los de El Cisne de Bogotá o, como sugiere Jorge Ordóñez, en los del Café de los Turcos en Cali o contribuido a este ostracismo cabe destacar la sombra del Premio Nobel colombiano, Gabriel García Márquez, que opacó a varios de sus contemporáneos, en especial aquellos con similitudes significativas en trabajos anteriores y/o trayectorias paralelas. Seymour Menton alude en particular a los potenciales nexos de la novela de Buitrago con el Macondo garciamarquiano: “Debido a que en la órbita macondiana se mueve el mayor número de satélites, no he querido analizarlos todos, ya que esto hubiera desequilibrado el libro. El hostigante verano de los dioses (1963), de Fanny Buitrago, merece especial atención porque se publicó cuatro años antes de Cien años de soledad y porque contiene una presentación sutil de la vida trágica de los peones bananeros contrastada con la de los protagonistas seudointelectuales, en un ambiente tropical basado tanto en Cali como en Barranquilla” (Menton 2002: 478). Isaías Peña Gutiérrez señala también a El hostigante como antecedente de Cien años de soledad en su estudio sobre la novela de “El frente nacional” (1982). A la sombra de Cien años de soledad atribuye también Raymond Williams en Una década de novela colombiana: la experiencia de los setenta, la escasa atención de los críticos a la “joya literaria” que sería su segunda novela, Cola de zorro, finalista del premio Seix Barral en 1968, el cual, según le informarían posteriormente a la autora, no le fue otorgado debido a las reticencias de algunas figuras de la academia colombiana contactadas por el jurado internacional para informarse sobre la “desconocida” escritora.
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los de La Cueva, lugar de tertulia del “Grupo de Barranquilla” (25). El retrato de “los dioses” esbozado por Buitrago cuestiona el lugar asignado por los “auténticos liberales” –como se autodenominan los miembros del grupo en El hostigante– a las mujeres, tratadas como apéndices u objetos de intercambio para la complacencia de los genios. Desde los márgenes del panteón, son sus visiones, en las voces de cinco narradoras superpuestas, las encargadas de desnudar a cada personaje, exponiendo las contradicciones de los escritores mismos ante el punto ciego de su cuestionamiento al poder: el privilegio masculino. Además de denunciar las bases patriarcales del poder social, la novela llama la atención a la complicidad de la literatura con este poder, delineando un motivo recurrente a lo largo de la obra de Buitrago: su preocupación por la relación entre texto y sujeto, es decir, por el papel de la literatura como guión de la cultura, discurso forjador tanto de imaginarios y fantasías colectivas como de la puesta en escena del yo.4 La experimentación con el lenguaje, los géneros y los procedimien4.
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Las palabras de uno de los primeros críticos que reseñaron la novela, Agustín Rodríguez Garavito, atestiguan la sospecha, maquillada de paternalismo, que despertó: “Novela esta que retrata amoralidades, excesos, frustramientos. Lectura nociva para quienes crean aún en la belleza de muchas cosas y las defiendan con hermoso coraje. Pero rica en valores novelísticos y de una técnica muy bien lograda en una muchacha de 18 años como Fanny Buitrago” (1963: 839). No faltó tampoco quien acudiera a estrategias menos sutiles de descalificación, aludiendo, por ejemplo, a la falta de educación formal de Buitrago como “escasa evolución intelectual” (Peña Gutiérrez 1982: 182). Buitrago contó, sin embargo, con algunos aliados y una justa cuota de reconocimiento en sus primeras décadas de trayectoria. Entre sus más entusiastas seguidores estuvieron los directores de suplementos literarios, Gonzalo González del Magazín Dominical de El Espectador, y Eduardo Mendoza Varela, de las Lecturas Dominicales de El Tiempo, con quienes sostuvo una sólida amistad. En la década que transcurrió entre sus dos primeras novelas, sus cuentos continuaron publicándose regularmente en estos suplementos y en revistas colombianas como Letras Nacionales, e internacionales, como Américas. En 1964 Buitrago ganó el Premio Nacional de Teatro con El hombre de paja y en 1968 fue finalista, como he señalado antes, al Premio Seix Barral con Cola de Zorro. En estos primeros años fue además incluida en antologías narrativas y textos críticos como Nuevos narradores colombianos de Fernando Arbeláez (1968) y La generación del bloqueo y del estado de sitio del citado Peña Gutiérrez (1973).
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tos narrativos, otra de las constantes de su obra introducidas por esta novela, sugiere también una actitud hacia el lector, continuamente convocado a la manufactura del sentido por las “trampas” metaficticias y las estructuras deliberadamente abiertas de sus obras. De allí que El hostigante haya sido considerada la primera obra posmoderna en Colombia y, a su vez, un enlace entre la actitud moderna y la posmodernidad. Como señala Elizabeth Montes Garcés, la de Buitrago es “una narrativa sin ánimos totalizantes, que plantea los riesgos del proceso de escritura” y que trasluce su desconfianza tanto hacia lo nuevo u original –motor de la exploración moderna– como hacia toda forma de autoridad, incluida la textual (1997: 8-15).5 Valiéndose de las voces, espacios y tipologías provistas por el gran montaje de la sociedad misma, a lo largo de su obra Buitrago localiza sus personajes e historias en una variedad de escenarios en apariencia familiares y cotidianos que van desde pueblos remotos a grandes urbes, incluyendo, en su narrativa más reciente, los espacios de interacción promovidos por los medios masivos y la tecnología virtual. Por sus casas, calles y pantallas desfilan, en palabras de Luz Mery Giraldo, “figuras deleznables, atractivas, complicadas, descomplicadas, sofisticadas, elementales, inteligentes, pobres de espíritu, feas, bonitas, etc., [que] son efectos miméticos tanto de la vida como de la literatura, al igual que los habitantes de las ciudades y las provincias, los burgueses y los aristócratas de apellido, de clase o de dinero” (1994: 207). A ese “engañoso apego a la realidad” atribuye Giraldo la dificultad para escribir sobre Buitrago, cuyo hermetismo a los esquemas interpretativos 5.
El extenso y detallado estudio monográfico de Elizabeth Montes Garcés (1993, 1997), el cual cubre hasta Señora de la miel, es la más notoria excepción en el fenómeno acusado de ostracismo crítico hacia la obra de Buitrago. También destacables son la tesis doctoral de Luz Consuelo Triana Echeverría (2003), sobre clase, raza y género en la novelística de la autora, y el estudio sobre el bildungsroman femenino de Leasa Lutes (2000), que compara la obra de Buitrago con la de Isabel Allende y Alejandra Luiselli. En el 2005, la publicación de un número monográfico de los Cuadernos de Literatura Hispanoamericana y del Caribe, con artículos de quince investigadores, contribuyó a reubicar la obra de Buitrago en el contexto de la literatura del Caribe colombiano, en medio de la cual la autora había recibido escasa atención.
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convencionales es evidente en los análisis de sus textos, a menudo reducidos a disquisiciones sobre aspectos formales. Su recurrencia al humor y la parodia ha llevado a calificar sus obras como satíricas, si bien su caricaturización indiferenciada de las tipologías culturales y las instituciones sociales no siempre deja claro el “mensaje” ni el objeto de su crítica. La variedad de sus temáticas, también oscilante entre asuntos considerados “serios” como la violencia política y temas “triviales” como la publicidad y la industria de la belleza, en las últimas novelas, ha despertado asimismo reticencias. Aún más problemático ha sido su explícito rechazo a todo intento de asociarla con movimientos literarios, sociales y políticos y su escaso interés en participar en eventos para escritores, así como su negativa a figurar en antologías dedicadas exclusivamente a escritoras. En esta tensión entre la resistencia activa de la autora al encasillamiento y la dificultad de sus potenciales intérpretes para clasificarla puede localizarse el origen principal de la escasez de trabajos críticos en torno a su obra. Este capítulo examina la sátira de la construcción cultural de las feminidades y de las instituciones que las producen en cuatro novelas de Fanny Buitrago: El hostigante verano de los dioses (1963), Los amores de Afrodita (1983), Señora de la miel (1993) y Bello animal (2002). Pobladas de adolescentes y mujeres, las novelas de Buitrago facilitan un recorrido privilegiado por el relevo de actores, escenarios, discursos y modelos en medio de los cuales se han formado y transformado los sujetos femeninos en el último medio siglo. Al lado de las “niñas decentes” y las “señoras bien”, las protagonistas de Buitrago incluyen muchachas pobres, mulatas, niñas “feas” y con discapacidades, analfabetas y profesionales, empleadas y amas de casa, mujeres de ambientes rurales y de grandes ciudades, con todo tipo de cualidades y defectos, cada una de las cuales enfrenta los retos derivados de su género en medio de múltiples marcadores de su identidad. Sin embargo, en contraste con su coterránea Marvel Moreno, el eje de las obras de Buitrago no está en la crítica al patriarcado y su proyecto ético no prioriza una agenda feminista. Buitrago recurre a voces, perspectivas y empatías fluctuantes entre multiplicidad de personajes femeninos y masculinos, demostrando las inconsistencias y criticando la complicidad de las mujeres mismas, en especial de las de clase alta, con el orden social. Además,
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aunque sus novelas exploran los efectos de la representación cultural, literaria y mediática sobre la formación de las identidades, el énfasis se vuelca sobre la agencia de los sujetos en las relaciones que establecen con esas representaciones. En este contexto, la autora evidencia su escepticismo hacia la catalogación indiferenciada de las mujeres como “víctimas” del patriarcado y hacia los aparentes triunfos de la “mujer moderna”. Su proyecto desacralizador apunta a la condición artificial del ser en un orden que si bien hace vulnerables a niñas y mujeres ante los hombres, establece a su vez jerarquías basadas en la apariencia, la procedencia y los estilos de vida entre las mujeres mismas, así como relaciones de utilitarismo y abuso en las que los hombres son también víctimas.6 El resultado es una apreciación de las feminidades y masculinidades como “poses” fabricadas y asumidas con mayor o menor conciencia de su artificialidad por los sujetos en su negociación con los discursos y prácticas que instituyen el poder. Las novelas escogidas registran la transición de un orden social que basa las expectativas y juicios morales sobre hombres y mujeres en su coincidencia con el código de normas establecidas –el rígido orden de 6.
Alejandro Martínez comenta a este respecto como, si bien la experiencia de ser mujer en un mundo que la obliga a “defenderse como gato boca arriba” es crucial para entender su mundo “sembrado de lágrimas, sueños, encantamientos, pescadores, mentirosos y amantes furtivos al lado de intelectuales impíos y mujerzuelas que no reconocen su oficio”, Buitrago no define sus personajes femeninos “con compasión ni las defiende del acoso de los hombres: deja que ellas mismas materialicen sus elementos que las identifican, deja que hablen libremente, deja que los demás las escuchen y entonces sí, surge el conflicto” (1985: s.p.). Esta representación de las mujeres ha dado lugar a interpretaciones diversas y constituye un aspecto polémico para la crítica, en particular para la crítica feminista, para la cual resulta controversial además, según comenta Patricia Aristizábal, la negativa de la autora a participar en congresos y antologías dedicados exclusivamente a escritoras (2005: 53). Sobre el dilema de Buitrago como escritora, señala Eduardo Jaramillo: “No es posible comprender a cabalidad las dificultades por las que atraviesa quien decide escribir acerca de sí misma sabiéndose la imagen deseada por la misma escritura que la produce e intentando al mismo tiempo desmontar esa imagen y liberarse del ejercicio de ventriloquias que impone una tradición. La contradicción es muy honda y se manifiesta en la obra de Fanny Buitrago con una constancia que supera la misma voluntad de la autora” (1994: 64-65).
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“la decencia” comentado en los capítulos dos y tres– a otro que privilegia modos de individualización y clasificación más centrados en la relación de los sujetos con esos códigos y consigo mismos. En este contexto, la prescripción de la sexualidad femenina es desplazada por nuevos cánones y la actividad sexual es aceptada desde la adolescencia, pasando de ser un comportamiento prohibido a convertirse en un asunto de control personal, si bien el ejercicio de la sexualidad continúa siendo decisivo en la forma como cada adolescente o mujer se concibe a sí misma, ahora socialmente mediado por la “reputación” (Aapola, Harris y Gonick 2005; McRobbie 2000 y 2009). En el universo retratado por las novelas de Buitrago llega a su plenitud ese nexo entre sexualidad y poder disciplinar descrito por Michel Foucault en su Historia de la sexualidad, el cual se alimenta ya no tanto de la prohibición o la represión, como se aprecia en las autoras analizadas anteriormente, como de la inducción y regulación del deseo. Buitrago ilustra también las “tecnologías del yo” destacadas por Foucault en el segundo tomo de su Historia de la sexualidad (1984) –modos de comportamiento y comprensión de sí por medio de los cuales los sujetos concilian los códigos morales y la norma con su propia vivencia del cuerpo y de su sexualidad–. La autora documenta asimismo el lastre sobre las políticas y tecnologías contemporáneas del cuerpo de la atávica moral judeocristiana, el marianismo y sus corolarios: la retórica del pecado, la culpa y el sacrificio, así como las expectativas de pureza e “inocencia” que continúan gobernando la imagen de sí mismas de niñas y mujeres. Subraya a su vez los resortes discursivos de estos valores y mitos culturales, concediendo sustancial importancia a la tradición literaria culta y popular –desde los cuentos de hadas hasta las novelas románticas, reemplazadas más recientemente por las revistas femeninas– sobre el repertorio de feminidades vigente en los imaginarios caribeños y latinoamericanos.7 Las tres últimas novelas estudiadas 7.
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La universalidad y perennidad de estos mitos en el mundo hispánico, y sus vínculos con la moralidad judeocristiana, pueden constatarse en el estudio de Francisca López de sus manifestaciones en la España franquista y posfranquista según escritoras españolas (1995). López sitúa como eje de esta mitología el más arraigado mito de la dependencia femenina del hombre, al cual puede remitirse
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ilustran además el estatus de niñas y adolescentes en medio de una sociedad más consumista y globalizada donde sus cuerpos son concebidos, hasta por ellas mismas, ya no sólo como objetos de deseo, control e intercambio, sino como objetos de mercadeo y consumo. Desde su primera novela Buitrago recurre a la representación grotesca del cuerpo femenino como objeto y significante de la batalla por el sentido del signo “mujer”. Los cuerpos e historias de sus protagonistas registran las conflictivas relaciones de adolescentes y mujeres con las imágenes mitificadas de feminidad, desde las consecuencias violentas sobre aquéllas que intentan disputar los modelos tradicionales, hasta las manipulaciones más o menos conscientes de quienes “posan” su asimilación a esos modelos. En este contexto, el arquetipo de la “mujer-niña”, encarnado por varios de sus personajes, sintetiza su crítica a la infantilización de la feminidad en la cultura caribeña y latinoamericana. En El hostigante verano de los dioses, la caricaturización del cuerpo mitificado de la “mujer-niña” y su confrontación con los cuerpos violentados de los otros personajes femeninos, revelan los pilares que cimientan la “pose”, sugiriendo una revisión de los significados asociados a los signos “niña”, “mujer”, “púber”, “adolescente”, “niña-mujer” o “mujer-niña”, las fantasías culturales que los sustentan y sus efectos sobre las experiencias de niñas y mujeres. En la segunda sección de este capítulo, dedicada a Los amores de Afrodita y Bello animal, exploro la continuidad y variaciones de estas “poses” de cara al la negación de un cuerpo y una subjetividad “propias” a niñas y mujeres denunciada por La rebelión. Este primer y abarcador mito da lugar a la categorización de las mujeres en una serie de “tipos” que López resume en el de la “chica casadera” o en busca de marido, y su negativo, la “chica rara”, que no aparenta interés en los hombres; la “mujer inaccesible”, cuya estrategia de seducción es su aparente dificultad; la “solterona”, fracasada en su búsqueda de marido y, por tanto, carente de identidad social; y la “fresca” o “loca” –la “fácil” se diría en Latinoamérica– cuya sexualidad no se supedita a la institución del matrimonio. El vector primordial de esta clasificación es evidentemente la disponibilidad y accesibilidad sexual de las jóvenes y mujeres de acuerdo a un sistema que garantiza al hombre el privilegio de ser él quien elija, ratificando la condición activa de su deseo ante el deseo pasivo de la mujer, “la elegida, [que] por el hecho de serlo, ha de sentirse feliz y agradecida” (1995: 22).
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“nuevo contrato sexual” (McRobbie 2009), con un énfasis en el papel del imperativo de la belleza en la concepción y el control de la “mujer moderna”. Al cuerpo aparentemente “propio” pero enajenado de la “mujer moderna”, Buitrago contrapone en Señora de la miel, estudiada en la sección final de este capítulo, el erotismo y los placeres más allá del artificio patriarcal sobre la sexualidad y de la falacia de la llamada “revolución sexual”. En contraste con la gravedad de Marvel Moreno, a cuya vindicación del erotismo femenino me he referido en el capítulo anterior, Buitrago recurre al desparpajo sexual y al humor caribeño como antídotos contra la producción de los cuerpos al servicio de los intereses patriarcales, llevando al paroxismo tanto la “rabiosa defensa del cuerpo” (Gilard 1980) como la “conjuración de la violencia” (Benítez Rojo 1989) asociadas con los escritores caribeños. Señora revela a su vez el propósito último de la crítica de Buitrago, desenmascarar un orden moral y social que anula el potencial de ser de los individuos condenándolos a la interpretación de papeles gastados en la gran función del poder. El hostigante verano se inicia con la llegada de Marina a la ciudad de B., ardiente provincia del trópico, con claras alusiones a Barraquilla y la Zona bananera del Caribe colombiano, donde Buitrago escribió la mayoría de la novela. La primera de las narradoras es esta “forastera”, una periodista enviada a investigar los orígenes del misterioso y exitoso libro sobre la vida de “los auténticos liberales”, conformado por Esteban, Yves, Leo, Milo, Arnabiel y Hade, entre otros miembros itinerantes, como Inari, Eugenia e Isabel. Completan el retrato las voces de Inari, Hade e Isabel, además de las cartas, notas periodísticas, el diario de Esteban Lago y las declaraciones de un juglar negro, Arturo C, recuperados por la investigación de Marina. Mientras Marina ofrece la mirada objetiva y renovadora de la periodista, Inari, la segunda narradora, es una suerte de conciencia externa del grupo, cuyo ojo pragmático acusa sin reparos su “síndrome de genios”. Inari, que llega a la ciudad a trabajar como relacionista pública, caracteriza a sus amantes, Milo y Arnabiel, y narra la vida de Abia, la otra protagonista de la novela. Hade, por su parte, ofrece el punto de vista interno, marcado por su resignación al designio trágico que le han deparado sus relaciones con Leo y Fernando, el hermano gemelo de Esteban Lago,
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este último su amor verdadero aunque nunca correspondido. Isabel, la cuarta narradora, es miembro de un grupo revolucionario y llega a la ciudad tratando de salvar a su amado Daniel, que se ha unido a la guerrilla tras ser abandonado por Abia. Si bien la diversidad de estos personajes apunta a la emergencia de nuevas oportunidades para las mujeres, sus voces recrean sus ambiciones frustradas y los destinos truncados por “los dioses” y por sus propias contradicciones ante las expectativas de una sociedad que, pese a su aparente modernización, defiende su estructura jerárquica a través del control de los cuerpos femeninos. Inari es la única que se libera al final, amparada en su trabajo para Dalia Arce, la matriarca del pueblo, y en su relación con un hombre negro, Isaías Bande, el hermano bastardo de los Lago, tras superar el rechazo de su madre y el oprobio de la ciudad. Marina, la periodista, acaba en un matrimonio con Leo, forzado por su embarazo, en tanto que Isabel se suicida tras ver frustrado su intento de recuperar a Daniel. En el seno de las contradicciones que marcan el destino de las protagonistas se encuentra una vez más la violencia sexual, crudamente encarnada en el maltrato de Hade por sus sucesivos amantes, las violaciones de Edna, Dalia Arce y Eugenia, esta última además víctima de incesto. Reiterando el rol de la violencia discutido en el tercer capítulo, Buitrago registra el impacto psíquico y el carácter fundacional de esta violencia dentro del orden patriarcal, ilustrando además su recrudecimiento contra los cuerpos adolescentes femeninos durante las décadas de los cincuenta y sesenta. El acceso al espacio público y a la educación, así como la interacción con mujeres de otros contextos sociales, promueven en esta época la emergencia de nuevos modelos de feminidad que, a juzgar por las experiencias de los personajes de El hostigante, la sociedad patriarcal resiste con particular saña. Buitrago explora en la novela tanto la conformidad de las mujeres fomentada por esta violencia, como las formas de resistencia veladas por su subordinación aparente. Para este efecto, contrapone a las situaciones dramáticas de mujeres que resisten las convenciones, la mujer que encarna la feminidad mítica, fabricada a la medida de las expectativas patriarcales. Hade, Eugenia y Dalia Arce son paradigmáticas de las primeras; su némesis es Abia, emblema de la “mujer-niña”.
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Hade, una muchacha morena, sensual, sensible, inteligente y con talento artístico, ve su destino de “señora bien” torcido gracias a la publicación del libro sobre los “dioses”, que revela los detalles de sus relaciones íntimas con Leo. El rechazo inmediato de su familia la empuja a una serie de relaciones violentas que la muchacha asume como castigo tanto por la pérdida de ese “músculo entre las piernas, que me aseguraba la respetabilidad, pero lo he dejado caer!” (220), como por su incapacidad para cuidar a su amiga Edna, quien muere después de que Hade inicia su relación con los dioses. El caso de Hade manifiesta gráficamente la relación entre el cuerpo real y el textual que obsesiona a Buitrago, pues Hade es literalmente víctima de la apropiación de su cuerpo, psique y experiencia por la ficción. La historia de Hade y su “resignación” a la violencia evidencia a su vez afinidades con Dora en la novela de Moreno, emblema del masoquismo al que da lugar la construcción cultural de la sexualidad femenina como “provocadora”, agravada por la hipersexualización de la mulata caribeña. Incapaz de encajar en las expectativas de la “buena mujer”, Hade reitera su culpa quemándose los brazos con cigarrillos, “placas del remordimiento” (220) que continúa provocándose incluso después de ser socialmente “redimida” por un matrimonio arreglado con Yves, el capitán y el más acaudalado de “los dioses”. Retomando las ideas de Susan Bordo también introducidas en el capítulo anterior, el silencio final de Hade puede ser leído como su capitulación a los modelos tradicionales de feminidad, pero también como una “protesta encarnada” (1989: 97) contra las condiciones de su rendición, es decir, un testimonio hiperbólico de la condición patológica de esa feminidad “normal” que parece acoger al convertirse en esposa. Más aún, al hacerla narradora en la novela, Buitrago reproduce textualmente esa protesta: “la autoconcientización de ser personaje de una ficción permite a Hade reaccionar ante esta invasión [de la ficción], apoderarse del discurso y relatar sus propias experiencias, transformándose en autora y participante activa del proceso creativo” (Montes Garcés 2000: 337). La historia de Eugenia recurre a una forma similar de protesta. Víctima de incesto, violación y del maltrato de sus amantes, su cuerpo una vez deslumbrantemente hermoso aparece como el vivo testimonio de su ruina, envejecido en plena adolescencia y permanentemente
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sucio. Eugenia, a quien esta cadena de eventos violentos y la muerte de su bebé acaba por dejar sin habla, hace de su deterioro físico el escenario y el lenguaje de su denuncia, exhibiendo sin decoro su degradación y disfrutando del disgusto de quienes la observan. El espectáculo del cuerpo de Eugenia remite además a los usos de lo grotesco atribuidos por Mary Russo a mujeres, artistas y escritoras que, al escenificar los “excesos” del cuerpo femenino, reclaman para esos cuerpos “inapropiados” el espacio de lo público (1997: 322-331). Russo destaca la centralidad del cuerpo en los dos órdenes tradicionales de lo grotesco, el de lo extraño, monstruoso o abyecto, ligado al concepto de “uncanny” de Freud, y el de lo cómico, donde el cuerpo asume el papel del Otro reprimido por el “cuerpo apropiado” según la identidad burguesa (Russo 1994: 9).8 Retomando la definición lacaniana de la feminidad como máscara, Russo atribuye un potencial subversivo al uso consciente de la máscara monstruosa o cómica como desviación intencional de los modelos de género instituidos sobre la regulación del cuerpo. La variedad de máscaras y “poses” usadas por los personajes de Buitrago a lo largo de su obra exponen no sólo la violencia sobre esos cuerpos sino también la condición artificial de la feminidad, recurriendo para develar sus dilemas tanto a lo grotesco extraño y monstruoso como a lo grotesco cómico, que retomaré en mi análisis de Señora de la miel. En su estudio del “grotesco criollo” y sus variaciones en el caso de la escritora argentina Griselda Gambaro, Dianne Zandstra documenta además el potencial político de la apropiación feminista del cuerpo abyecto en la exposición de los excesos del poder masculino: “The grotesque body, through its caricature and hybridization as well as by 8.
Revisando las ideas de Mijaíl Bajtín, quien contrapone ese cuerpo grotesco a la fijeza, hermetismo y aislamiento del cuerpo clásico, Russo resalta las ambivalencias del género en torno a este cuerpo ignoradas por Bajtín y problematiza la implícita identificación de la mujer con la “anormalidad” y el “exceso” que hace al cuerpo femenino especialmente vulnerable a su caracterización grotesca (1994: 11-12). Russo documenta y celebra, sin embargo, el potencial carnavalizador del cuerpo grotesco cómico y las apropiaciones feministas de su potencial lingüístico y semiótico, atribuyendo al uso de la máscara la capacidad para desenmascarar los dilemas de la feminidad (1997: 331).
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means of its protrusions and secretions, exposes cruelty, mocks phallocentrism, or betrays the biases suggested by abjection”9 (2007: 46). La caracterización de Dalia Arce es emblemática de este uso político del cuerpo grotesco. Dalia es retratada por variedad de voces como ignorante y carente de modales, obsesionada con vestidos lujosos y maquillaje, obesa, déspota, manipuladora, egoísta, codiciosa, rencorosa y vengativa, alcohólica y consumidora de hombres. No obstante, esta pariente de doña Bárbara, no aparece en la novela juzgada como una mujer “amoral”, a quien urge civilizar o eliminar, sino como el emblema de una moralidad alternativa, negociada en medio de las condiciones en que es obligada a sobrevivir. Dalia misma le cuenta a Marina cómo se casó por hambre a los doce años con un hacendado que “acariciaba a sus caballos y pegaba a sus mujeres… Y me escogió a mí… Señorita, que tenía doce años y sólo fui dos a la escuela” (32). Deslumbrada por sus “promesas y golosinas”, Dalia concibe su matrimonio como una tabla de salvación: “un nuevo futuro donde comería a diario y no de vez en cuando como en mi casa” (32), sin anticipar las agresiones de un marido que la toma “con violencia, enseguida… sin inmutarse por mis gritos” (33). La narradora adulta asume su parte en la decisión que, siendo aún una niña, la unió a ese hombre salvándola de ser una más de las muchachitas pobres “que estrenan con mucho perfume su prostitución” en las fiestas del río (99), aunque condenándola a un calvario insospechado. Al igual que en los casos de Eugenia y Hade, la pobreza, la carencia de oficio y la dependencia económica agravan su vulnerabilidad, poniendo en evidencia la coexistencia de las desventajas materiales, de educación y de clase, con las diferencias de género, como fuentes de la inferioridad social que expone a las adolescentes a la violencia patriarcal. A sus trece años, Dalia da a luz a los gemelos Esteban y Fernando, a quienes su padre decide criar ajenos a toda forma de afecto. El resultado es un par de “monstruos” que desprecian a la madre y asesinan al padre cuando apenas tienen diez años, dejando a Dalia como la heredera de un reino que ella decide gober9.
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“El cuerpo grotesco, a través de la caricatura y la hibridación, así como mediante sus protuberancias y secreciones, expone la crueldad, burla el falocentrismo o traiciona los prejuicios sugeridos por la abyección” (traducción nuestra).
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nar recluida en su casa, moviendo desde allí los hilos de las plantaciones de banano y de la ciudad toda. Al negarse a asumir los papeles tradicionales de esposa, madre o doliente viuda, Dalia hace de sí misma el negativo de estos modelos, exhibiendo su “monstruosidad” como un contradiscurso que desnaturaliza la feminidad y exhibe sus contradicciones implícitas. Dalia es también la antítesis de la tradicional “matriarca” caribeña no sólo por su poca devoción al rol materno sino porque, en lugar de salvaguardar la tradición, es ella quien precipita la modernización de la ciudad, cuando opta por desatender los reclamos de los “hombres del banano” y dejar de sembrar sus tierras. En su lugar, Dalia funda un casino con el cual rompe para siempre la economía agrícola local, avalando una modernidad que llega de la mano de turistas, moteles y burdeles. Pese a todo ese poder, Dalia admite su fracaso al no poder competir por el amor de sus hijos contra Abia, antagonista de varias de sus coprotagonistas, “la más inútil. Pero la única más poderosa antes de mí”, según declara Dalia misma (36). Abia llega a la ciudad atraída por las historias de Inari sobre sus nuevos amigos. Descrita por los dioses y las narradoras como “una niña consentida”, “inútil”, “inconsciente”, incapaz de sentir odio o envidia, ofender o darse por ofendida, Abia es una especie de niña eterna, aún cuidada por una nana, cuyo único talento es el de hacerse amar con devoción irracional. Presa de enamoramientos fugaces, Abia usa a los hombres –Daniel, Milo, Esteban, Fernando y Leo– como juguetes, plegándose temporalmente a sus expectativas e ideologías, sin que ninguno resienta su volubilidad. Es ella, en efecto, la mujer más poderosa de la ciudad, pues, a diferencia de las otras, víctimas directas o indirectas de su devoción hacia ellos, Abia es la única que hace de “los dioses” sus súbditos. Tal como Dalia Arce desnaturaliza el signo “madre” y expone las fisuras de la abnegada “matriarca”, el personaje de Abia delata la artificialidad de los signos “niña”, “púber”, “adolescente” y “mujer”. Abia es todas a la vez si bien no corresponde cabalmente a ninguna. Pese a ser cognitiva y físicamente una niña, incapaz de contar, leer ni escribir más que garabatos, “delicada, con un cuerpo de doce años, duro y grácil” (112), Abia lleva la vida sexual de una mujer adulta, sin que su aura de pureza se vea amenazada por la misma. Su indeterminación biológica y la imposibilidad de ubicar su
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comportamiento en ninguna categoría cuestionan los límites y la progresión entre las que se consideran etapas naturales del desarrollo femenino, a la vez que ponen en evidencia los valores y significados culturales asignados a cada una de estas etapas. Indefensa e inocente y, al mismo tiempo, agresivamente sensual, Abia es la “mujer-niña”, la virgen y la “provocadora”, una paradoja cuya materialización textual revela “the structural ambivalence of femininity itself ”10 (Aapola, Gonick y Harris 2005: 165), delatando la imposibilidad detrás de las definiciones dominantes del signo “mujer” y su farsa. En Girls: Feminine Adolescence in Popular Culture and Cultural Theory (2002), Catherine Driscoll se vale de un recorrido histórico por la construcción discursiva de los conceptos de pubertad y adolescencia femenina para refutar la distinción entre el primero como evento “natural” y el segundo como social o cultural. Según Driscoll, la adolescencia femenina nunca ha correspondido a una edad, identidad o forma corporal concreta, sino a una idea de movilidad que precede la fijeza de la “mujer”. Esta última es asociada a su vez con un sujeto inacabado según los ideales de desarrollo del Sujeto moderno, el cual ha de resultar de la transición entre dependencia e independencia y entre ignorancia y conocimiento. Driscoll argumenta que esta concepción ha condenado a las adolescentes, incluso en el contexto de discursos feministas, al espacio de la no-subjetividad: “While masculine adolescence is a progress to Subjectivity, feminine adolescence ideally awaits moments of transformation from girl to Woman. The feminine adolescent has no past identity as herself and her future identity is divorced from what she presently is; her historical identity is thus not ordered in terms of duration”11 (2002: 57). Driscoll insiste además en el carácter cultural de la pubertad, tradicionalmente entendida como el conjunto de cambios biológicos que marcan la inevitable transición del cuerpo de la niña –“an in10. “la ambivalencia estructural de la feminidad misma” (traducción nuestra). 11. “Mientras la adolescencia masculina es un progreso hacia la Subjetividad, la femenina idealmente espera momentos de transformación de niña a Mujer. La adolescencia femenina no tiene identidad pasada en sí misma y su identidad futura está divorciada de quien es en el presente; su identidad histórica no se ordena en términos de duración” (traducción nuestra).
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adequate and perhaps unstable map of the body”,12 cuya madurez sexual y reproductiva hace visible la disposición “natural” del mismo–. “There is thus no such thing as female puberty (detached from representations, ideologies, histories) –insiste la autora– “but only feminine puberty –a field of discourses on gender within which the girl is especially privileged”13 (Driscoll 2002: 87). Abia es una caricatura de la condición de no-sujeto de la feminidad adolescente, un ser de edad indefinible, sin identidad pasada, progresión ni proyección futura. En contraste, los personajes de niñas y adolescentes estudiados en este libro ponen de relieve que las niñas son sujetos, no sólo sujetos en formación, sino individuos en relación, agentes de acción y reflexión, capaces de juicios y decisiones éticas mediados por una relación consigo mismas y con el mundo que tiene como núcleo las percepciones y experiencias de sus cuerpos. Es precisamente la ruptura con esa experiencia de sus cuerpos activos, durante la pubertad, la fuente de la crisis adolescente que dificulta la consolidación de su identidad. El “mapa inestable” del cuerpo de Abia revela las inconsistencias entre los discursos y la experiencia femenina de su corporalidad durante la pubertad y la adolescencia. Su figura de púber y su rostro que no envejece coexisten con los comportamientos de una “adolescente” e incluso una “mujer”, que tiene amantes, conduce un automóvil y asiste a la universidad, pero Abia no se desarrolla intelectualmente, no adquiere un criterio ético o moral que le permita distinguir entre el bien y el mal, no asume responsabilidad por sí misma ni por los demás. De estos comportamientos surge su catalogación como una “niña” por parte de los miembros del grupo, que explican su irresponsabilidad como resultado de su “inconsciencia”. Inari atribuye la atrofia en el comportamiento de Abia a la ausencia de la menstruación, ofreciendo otro dato a la confusión de edades mentales, físicas y culturales orquestada por el personaje. Driscoll destaca el significado sociocultural de la menarquia como indicador físico de lo que se considera un “hecho interior”, la transforma12. “un mapa inadecuado y quizás inestable del cuerpo” (traducción nuestra). 13. “No hay tal cosa como la pubertad de la mujer (desligada de representaciones, ideologías, historias) sino pubertad femenina –un campo de discursos sobre el género en el cual la niña es especialmente privilegiada” (traducción nuestra).
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ción en adolescente y eventualmente en “mujer”, esta última resultante de una maduración aún más imprecisa asociada históricamente con la ruptura del himen por la penetración, el matrimonio o el parto (Driscoll 2002: 90-91). Estas respectivas transiciones jamás ocurren o se delatan en el caso de Abia, quien llega a casarse dos veces pero jamás madura física, emocional o socialmente, e incluso se resiste a la marca de ese desarrollo por la menstruación: “¡No quiero que me moje esa porquería!”–replica (2002: 96). Delatar la inconsistencia entre los marcadores biológicos y el significado sociocultural de las etapas de desarrollo femeninas constituye una estrategia central para la desacralización de los mitos en torno a la feminidad a todo lo largo de la obra de Buitrago. En Señora de la miel, en contraste con Abia, la protagonista madura físicamente pero prolonga indefinidamente su “adolescencia” a la espera de su primer encuentro sexual. La escritora evidencia la arbitrariedad en la definición de esas etapas que, como subraya Driscoll, responden a significados y límites fluctuantes según variantes culturales e históricas. Refiriéndose al “nuevo contrato sexual”, al que retornaré en la siguiente sección, Angela McRobbie remarca, por ejemplo, el adelantamiento y la extensión de la adolescencia, así como el aplazamiento del matrimonio y la maternidad entre mujeres profesionales contemporáneas. Abia es el antecedente de otras mujeres-niñas, como Anabel Ferreira, la coprotagonista de El legado de Corín Tellado que retomaré en la siguiente sección de este capítulo. Su caracterización sugiere asimismo los resortes discursivos sobre los cuales se edifican los mitos en torno a la feminidad, delatados por la intertextualidad en cada una de las novelas de Buitrago. En Los amores de Afrodita el intertexto evidente son la novela rosa y las revistas femeninas; en Señora de la miel, los cuentos de hadas y la tradición del bildungsroman. En Bello animal, los libros son apropiados y desplazados por el poder de la publicidad y la imagen. A través de este diálogo crítico con la tradición, la obra de Buitrago presenta una constante reflexión sobre la relación entre textualidad y subjetividad, el impacto de la palabra escrita y la imaginación en la cultura y en la relación de los sujetos consigo mismos. El hostigante verano parte de la premisa de la respuesta vital de los lectores a un texto: el libro anónimo sobre el grupo de “los dioses” que afecta radicalmente la existencia de
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todas las narradoras, especialmente la de Hade. Buitrago recurre a la mise en abyme para involucrar a sus lectores con esos personajes que se conciben a sí mismos en función de sus lecturas y se vuelven, a su vez, personajes. De este modo, la autora explora el impacto cultural de los modelos literarios privilegiados en el imaginario popular, esas metanarrativas a partir de las cuales los individuos viven e interpretan sus propios personajes e historias en el ejercicio de estructuración de la trama del “yo” que, como he discutido a la luz de Paul Ricœur en el segundo capítulo, vincula ficción y vida en una “identidad narrativa”. Si bien las expectativas de pureza e inocencia en la construcción mítica de lo femenino tienen un anclaje ancestral en el marianismo cristiano, el ideal infantilizado de la feminidad tiene sus cimientos en una larga y difundida tradición de heroínas literarias. El personaje de Abia está edificado sobre la amada-niña de la tradición romántica. La fascinación que despierta en los hombres su aura de indefensión se agrava por el delirio intelectual de “los dioses”, cuya fantasía es encarnada por la feminidad etérea e inaccesible de Abia. Como confiesa Esteban, los hombres “amamos lo inestable, y somos felices cuando lo que queremos no está a nuestro alcance” (40). La muerte de Abia, por una enfermedad extraña e incurable, minutos antes del retorno de Esteban desde Europa para “salvarla”, remeda el viaje de Efraín al encuentro de su amada en la más famosa novela romántica colombiana, María (1867) de Jorge Isaacs, ratificando la tradición que nutre al personaje, proyección narcisista de una otredad inaccesible cuyos rasgos se remontan a los orígenes mismos del amor occidental, a la tradición del amor cortés. La caracterización grotesca de la heroína de Buitrago coincide con la revisión del amor cortés propuesta por Slavoj Žižek en su lectura lacaniana de la dama como abstracción deshumanizada, monstruosa e inescrutable del Otro: “A kind of automaton, a machine which randomly utters meaningless demands… the Other [the Lady] which is not our ‘fellow-creature’, i.e. with whom no relationship of empathy is possible”14 (1993: 96). Al construir una heroína-niña se14. “una suerte de autómata que pronuncia al azar demandas sin sentido… el Otro que no es nuestro igual, es decir, con quien no es posible una relación de empatía” (traducción nuestra).
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xual y “provocadora”, Buitrago hace también un guiño a la tradición de “la Lolita”, el perverso negativo de la feminidad infantilizada, el mito de “la niña-mujer”. La “anormalidad” de Abia es motivo de reflexión y desconfianza de varios de los personajes en la novela. Isabel subraya el privilegio de clase que facilita la “bondad” de Abia, quien es “buena porque es inútil, y es incapaz de sentir rencor o envidia, ya que jamás tuvo hambre, ni experimentó rabia, angustia o despecho, porque todo cuanto quiso le fue dado, sin que se molestara o intentara luchar por ello” (44). Leo atribuye su diferencia a la carencia de “ese motor que distingue al hombre del resto de la creación… el remordimiento” (182). Preso del despecho, Milo la acusa de mentir “hasta en el acto tan humano de respirar” (73). Las claves de su pasado ofrecidas por Isabel e Inari, por su parte, indican que Abia tiene un leve retardo congénito, que disimula gracias a la protección de su padre y la asistencia incondicional de su nana. La relación especular que se establece entre Abia y el personaje de Edna, una mendiga retrasada que enloquece tras haber sido violada por uno de los gemelos, parece confirmar esta teoría. La explicación de un retardo mental como origen de la “inocencia” de Abia plantea una prolífica ironía en cuanto a los paradigmas de feminidad que el personaje encarna: la única mujer que consigue el amor de todos los hombres que desea es una “idiota”, cuya inutilidad convierte en habilidad a la hora de despertar el deseo, la ternura y la protección masculinas. Sin embargo, la percepción de Abia como “inconsciente” se complica con los cabos sueltos de la vida del personaje. Los recuerdos de Daniel, el primero de sus novios, ponen bajo sospecha la inocencia de la muchacha. Abia se desnuda para hacer el amor con él, pero Daniel se niega, temeroso de mancillar la pureza de su amada. Antes de abandonarlo, Abia –hasta entonces una dulce “muñeca” que se pliega a sus ideas revolucionarias y hasta a su pobreza– le reprocha con inusitada articulación: “tu clase de amor que no permite que me desvista y que necesita de mi pureza para desearme… ¡No quiero ser buena para que tú me ames!” (205). Abia imputa la hipocresía de su revolución socialista, que combate las desigualdades de clase sin deponer el freno al deseo de sus mujeres, mientras le recalca cómo sus amigos ricos quieren a sus mujeres aunque beban, fumen y
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tengan relaciones sexuales. Esta faz desconocida se ratifica en la escena de su muerte, casi al final de la novela, cuando Abia le confiesa a Leo que lo amó, pero que no pudo desarmar su pose para quedarse con él: “¡Tenía que hacerlo! De otro modo no hubiera tenido a nadie cerca de mí. Tenía que ser inútil para manejarlos, inconsciente para que obedecieran… ¡los engañé a todos!” (237). Los personajes parecen hacer caso omiso de sus palabras y se hace imposible determinar los niveles de conciencia tras la farsa de Abia. La gama de personajes femeninos de El hostigante verano revela la composición de factores biológicos e imposiciones culturales, así como las estrategias de autoproducción que enmarcan la formación de adolescentes y mujeres. A diferencia de Eugenia y Dalia, cuya resistencia a los parámetros dominantes de la feminidad se manifiesta en suciedad y desenfreno, Abia se rebela haciendo de sí misma una versión hiperbólica de los atributos de la feminidad ideal, poniendo en escena todas las fantasías patriarcales en torno a la niña, la adolescente y la feminidad infantilizada. Porque era una niña inútil, sin “nada que ofrendar”, según clama su epitafio (239), Abia convierte en arte el recibir, el hacerse amar. Antecedente fundamental de esta producción es su temprana comprensión de la economía patriarcal del deseo. Abia aprende de su experiencia con Daniel que su expresión abierta le ganará el juicio moral de los hombres y limitará la satisfacción de su deseo erótico. En respuesta hace de su inconsciencia e inutilidad una pose, con la que se libera de las expectativas que gobiernan la sexualidad y las vidas de las otras mujeres en la novela, el imperativo de dar y cuidar, y el de ser “inocentes” y “puras”. Abia delata, en últimas, la condición de niñas y adolescentes como seres eróticos y el vínculo entre el mito de la inocencia infantil y la necesidad tanto de borrar ese erotismo como de enmascarar el deseo adulto por las niñas. Como advierte Valerie Walkerdine, la existencia de la niña como objeto erótico contamina por su mera existencia el ideal de la niñez como inocente y debe, por lo tanto, mantenerse a raya a toda costa (1993: 18). De allí la esquizofrenia en la representación textual y visual de las niñas, quienes aparecen en los libros de textos como ángeles inmaculados mientras proliferan en la cultura popular como “Lolitas”, maquilladas y sonrientes, posando sensualmente ante las cámaras. Lejos de protegerlas, la negación colectiva
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de este fenómeno en las sociedades contemporáneas “the ubiquitous eroticization of little girls in the popular media and the just ubiquitous ignorance and denial of this phenomenon”15 (Walkerdine 1996: 323), ha contribuido a agravar la vulnerabilidad sexual de las niñas. Tanto la expectativa de la inocencia infantil y el tabú frente al deseo femenino como la hipererotización y la fetichización en la representación de las niñas, sobre cuyos parámetros superpuestos se edifica caricaturescamente Abia, resultan igualmente nocivos para niñas y mujeres, en cuya formación como sujetos el deseo es restringido al terreno de la ambigüedad, al silencio o a la disociación y sublimación. Como antídoto, Walkerdine propone una lectura más compleja de la sexualidad de las niñas que contemple el deseo y el placer de las mismas no sólo como objeto de las fantasías masculinas. Llama además a revisar el poder del fetiche cultural en torno a sus cuerpos ya no como un asunto pertinente a una minoría de pervertidos sino como “massive fantasies carried in the culture, which are equally defended against by other cultural practices, in the form of the psycho pedagogic and social welfare practices incorporating discourses in childhood innocence”16 (Walkerdine 1996: 331). El contraste entre los cuerpos victimizados de Hade, Eugenia y Dalia Arce, y el “triunfo” de la farsa de Abia, prueba la contradicción inherente en el paradigma de la “inocencia”, el cual, según advierte Buitrago a lo largo de su obra, condena a las mujeres a la infelicidad o a “la pose”, la máscara asumida por el deseo femenino en sociedades que sancionan su expresión activa. En su dedicatoria a “una jovencita impura, cuya alma no haya sido contaminada por el remordimiento” (9), esta primera novela registra otra de las persuasivas armas de regulación del deseo femenino bajo el poder patriarcal, la retórica de la culpa, cuya contraparte, el sacrificio, es objeto de su crítica a la moralidad judeocristiana en Los amores de Afrodita. Implícita en la paradoja 15. “la ubicua erotización de las niñas en los medios populares y la igualmente ubicua negación de este fenómeno” (traducción nuestra). 16. “fantasías culturales masivas defendidas por otras prácticas culturales, en la forma de prácticas psicopedagógicas y de bienestar social que reiteran el discurso de la inocencia infantil” (traducción nuestra).
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de su dedicatoria está también la búsqueda de un espacio para ser más allá de las contradicciones, donde se amparen modelos de subjetividad que rompan con las expectativas asociadas a la construcción patriarcal, el sueño realizado por Teodora en Señora de la miel.
La belleza y la “mujer moderna” Varios de los problemas introducidos en su primera novela son retomados por Buitrago en Los amores de Afrodita (1983). El libro es la suma de cinco relatos situados en Bogotá, en cuyo clima de violencia y caos se discute el tema del amor y de las relaciones de pareja, la institución del matrimonio y las feminidades y masculinidades en circulación en un contexto cada vez más mediado por la economía de mercado y sus correspondientes valores, los medios masivos, además de problemáticas específicas del contexto colombiano como la infiltración del narcotráfico en la estructura social. En el último de los relatos, El legado de Corín Tellado, una novela corta reeditada y publicada de manera independiente en 2008, Buitrago recurre al dúo-duelo entre dos hermanastras, María Teresa y Anabel Ferreira, para retomar con una fuerte carga de humor negro, varias de sus obsesiones: la feminidad como “pose” y el paradigma de la mujer infantil, la relación entre texto, lectura y la formación del yo, además de las relaciones entre mujeres, sus rivalidades y sus efectos individuales y colectivos. Los amores registra la evolución histórica de los modelos de feminidad, denunciando, a través de una caricatura del imperativo de ser “bella”, la intensificación de la relación entre subjetividad femenina y apariencia física, fenómeno que se acentuará radicalmente en el fin de siglo. Parodiando los ideales estéticos de la sociedad contemporánea, Buitrago subvierte los paradigmas de la emergente “mujer moderna”, cuya sátira lleva a su cumbre en su novela más reciente, Bello animal (2002). En este contexto, la escritora explora la compleja amalgama de factores socioculturales, físicos y psíquicos en medio de los cuales las protagonistas asignan valor y significado a la belleza de sus cuerpos y examina la “cosificación” que las adolescentes hacen de sus propios cuerpos en el contexto de los ideales de la sociedad consumista neoliberal.
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En El legado de Corín Tellado, María Teresa –Tarita– rememora su vida desde que, a sus nueve años, su padre, Max Brand, trae a casa a su nueva esposa, Natalia, y sus dos hijos, Anabel y Christian. La vida familiar empieza entonces a girar en torno a Anabel, a quien se empeñan en proteger de su defecto y desgracia: Anabel es una niña fea. De nariz ganchuda, ojos saltones y dientes carnívoros, el rostro de Anabel, dice Tarita, “tenía derecho a encontrar su sitio en la vida diaria, si la belleza no se hubiese convertido en un artículo de consumo masivo y la fealdad, también la normalidad, para el hombre del siglo veinte, no fuesen considerados crímenes peores que el mismo asesinato” (178). Movida por “una fe inquebrantable en el hermoso porvenir de su niña consentida” (179) e inspirada por revistas femeninas y novelas rosa –a cuya máxima expositora alude el título– la madre decide educarla en casa, con maestros privados y en oficios tradicionalmente femeninos, a la espera de que el crecimiento, su “plan de embellecimiento y culturización” y variedad de cirugías terminen por obrar un milagro. Con el tiempo, Anabel misma empieza a asumir un papel activo en el proyecto orquestado por Natalia. La representación de la obsesión por la belleza y por el acondicionamiento del cuerpo en El legado hace eco de las preocupaciones de autoras feministas e investigadoras de la feminidad adolescente en torno al efecto de los parámetros estéticos sobre la relación que establecen jóvenes y adultas con sus cuerpos. En palabras de Susan Bordo, a través de la búsqueda de ese siempre cambiante y homogeneizador cuerpo que constituye el ideal de la feminidad actual “female bodies become docile bodies –bodies whose forces and energies are habituated to external regulation, subjection, transformation, ‘improvement’”17. La obsesión con dietas, ejercicio, maquillaje y cirugías, insiste la autora, reimprime en nuestra memoria corporal la sensación y convicción de ser inadecuadas y de nunca ser lo suficientemente buenas (Bordo 1993: 91). En Young Femininity: Girlhood, Power, and Social Change, Sinnika Aapola, Marnina Gonick y Anita Harris discuten también los proyectos de em17. “los cuerpos femeninos se convierten en cuerpos dóciles, cuerpos cuyas fuerzas y energías se habitúan a la regulación externa, la sujeción, la transformación y el ‘mejoramiento’” (traducción nuestra).
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bellecimiento –beauty projects– comunes entre las adolescentes en pro de “mejorar” sus cuerpos. Pese a que estas últimas expresan visiones más optimistas de la relación de las adolescentes con los modelos estéticos en revistas y los medios, coinciden en afirmar que el imperativo de ajustarse a los patrones de belleza hegemónicos promueve el distanciamiento de éstas de sus cuerpos y su propia objetivación: “the body is to be held away from oneself, considered critically and judged by its attractiveness or unattractiveness”18 (2005: 136). La disociación entre el yo y el cuerpo que se inaugura, como he discutido en los capítulos anteriores, cuando se descubre al cuerpo propio como objeto de la mirada y el deseo adulto, persiste y se intensifica entre las niñas, adolescentes y mujeres contemporáneas en la vigilancia implícita en los proyectos de modificación de su apariencia. Las autoras apuntan también a la carga psíquica y emocional que conllevan estas prácticas, que fomentan y se nutren de la inconformidad permanente de las mujeres con sus cuerpos, haciendo de su “mejoramiento” un requisito de la identidad y la felicidad para las jóvenes (2005: 137). Los parámetros de belleza constituyen así, según denuncia Fanny Buitrago en concordancia con estas investigadoras, una sofisticada y poderosa “tecnología”, que “maquilla” con la complicidad de las mujeres mismas la sujeción de sus cuerpos, mientras limita la energía, el tiempo y la determinación que emplean en otras áreas de su formación. En su polémico superventas, The Beauty Myth, Naomi Wolf subraya también el poder económico y social del mito de la belleza: “Beauty is a currency system… Like any economy, it is determined by politics, and in the modern age in the West it is the last, best belief system that keeps male dominance intact”19 (1991: 12). La valoración de las mujeres de acuerdo con un estándar físico culturalmente impuesto, insiste Wolf, es una expresión de las relaciones de poder, diseñada para regular tanto la apariencia como el comportamiento femenino al asig18. “el cuerpo ha de ser situado fuera de uno mismo, considerado críticamente y juzgado por su atractivo o su ausencia de atractivo” (traducción nuestra). 19. “La belleza es un sistema monetario… Al igual que cualquier economía, está determinada por la política y en la edad moderna en Occidente es el último y mejor sistema de creencias que mantiene intacta la dominación masculina” (traducción nuestra).
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nar el epíteto de “bellas” a las cualidades que resultan deseables o convenientes para el estatuto patriarcal. El nexo entre la regulación de la apariencia y la del comportamiento es evidente en las novelas de Fanny Buitrago. Las prácticas de embellecimiento de Anabel en El legado forman parte de un proyecto más complejo de fabricación de un ser, con cuya recreación la autora acentúa su cuestionamiento de las feminidades y masculinidades como ensamblaje cultural y discursivo mediado por la tradición textual y la cultura popular. La parodia de la novela rosa, cuya heroína típica es apropiada por Anabel y su madre como inspiración de su papel de mujer-niña, permite a la autora no sólo denunciar la mitificación de la belleza sino subrayar el impacto sobre las mujeres de la naturalización de la juventud y la “inocencia” como atributos que condenan la feminidad al artificio. En el caso de Anabel, su “pose” remite a un modelo aparentemente en vía de extinción, que se debate con los emergentes ideales de la “mujer moderna” encarnados en la novela por Natalia, quien impone sobre su hija la feminidad tradicional que le fue vedada a ella misma pese a ser físicamente “bella”. Natalia es una profesional en “Administración de Empresas” que trabaja incansablemente para pagar el extravagante tren de gastos requeridos en la educación y embellecimiento de su hija. Sin embargo, la madre se queja de haber nacido en el siglo equivocado, de los años desperdiciados en la universidad y de su título que, según reflexiona su hijastra: “la delataba como persona activa, sagaz, con mente contable, restándole la posibilidad de parecer la indefensa y delicada esposa con quien su marido creyó haberse desposado” (200). Natalia atribuye el fracaso de sus dos matrimonios a su incapacidad para ajustarse a esa “indefensa y delicada” feminidad. En consecuencia moldea el cuerpo y la subjetividad de Anabel, haciendo de ella esa mujer-niña, plena de dulzura y candidez, que “no era deplorablemente culta, ni poseía capacidades ejecutivas, pero sí [era] diáfana, sencilla, acogedora” (200). Todo esto con el fin de garantizarle “ese milagro de amor que todas las madres latinoamericanas suponen inherente a la preservación de la virginidad y al matrimonio obligatorio (no a la doble conjugación de sexo y espíritu, menos a la diaria transformación de dos personas en una)” (188). Un “milagro de amor” que al crecer Anabel empieza a esperar ansiosa, ce-
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losa ante las amistades de Tarita, y que llega cuando Christian decide comprarle un novio a su hermana, Camilo Zárate. Tras un par de años de un noviazgo tradicional y poco efusivo, al verse presionado para casarse, Camilo desaparece dejando a la familia sumida en el estupor de su mentira. Sólo su padrastro, Max, es capaz de admitir la farsa tanto en las intenciones de Camilo como en la máscara de dulzura de Anabel, quien “además de ser fea de remate… no tiene nada en la cabeza. También [es] maleducada, egoísta, presumida y llorona… [y] todavía se echa al suelo y echa espuma por la boca cuando quiere salirse con la suya, como cuando tenía siete años” (194-195). Buitrago caricaturiza las implicaciones psíquicas de la obsesión con la apariencia y las consecuencias de la cosificación del propio cuerpo. El amoldamiento obsesivo al que se somete Anabel remite a una herida narcisista, a una carencia que aprende a asociar con su “fealdad” y que procesa abocándose a una performance permanente del ideal impuesto por su madre y su cultura. Retomando a las autoras citadas, el ser o hacerse “bellas” no sólo supone encajar en los patrones estéticos y los parámetros de feminidad imperantes sino que constituye una piedra angular en la identidad de las adolescentes, educadas para ganar de este modo la atención y el afecto de los otros. De allí que niñas y mujeres toleren el dolor y hasta encuentren placer en la modificación de su apariencia. Al exagerar el limitado desarrollo intelectual y emocional de Anabel, Buitrago subraya además el vacío en los otros aspectos de su formación que acompaña esta obsesión. La autora insiste igualmente en la inmadurez sexual y el silenciamiento del deseo requeridos por el paradigma de la “mujer-niña”, contra los cuales se erige, como he identificado en El hostigante, el simulacro de perenne infantilidad de Abia. Incapaz de despertar la atracción de Camilo y de articular la carga de deseo frustrado que se esconde tras su libreto de niña delicada y consentida, Anabel reacciona a la desaparición del novio haciendo de su cuerpo el instrumento de su violencia pasiva, contra sí misma y los otros, a quienes opta por imponer su voluntad por medio de la culpa, blandiendo su cuerpo enfermo como arma de ataque. Tras preparar un suntuoso ajuar de bodas, la novia se dedica a consumirse en una deliberada anorexia hasta que, desesperada, la abuela envía a Tarita en busca de Camilo y le ofrece una gran suma
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para que se case. Se desencadena así un triángulo trágico, pues Camilo abandona a Anabel en su noche de bodas para irse a vivir con Tarita. Buitrago hace explícita su crítica a la institución de la familia y al matrimonio en el contraste entre la relación amorosa entre Tarita y Camilo y su nunca consumada aunque “legítima” unión con Anabel. Tras un dudoso intento de suicidio y la dilatación de un cuantioso divorcio, Anabel reaparece en el lanzamiento de una película de Camilo para reclamar a gritos a “su marido” mientras “lloriqueante, nimbada de tules, como una niña furiosa a quien se acaba de arrebatar un caramelo” golpea a Tarita en el vientre hasta provocarle un aborto (274). La autora dramatiza el duelo entre la “mujer-niña” y su rival, la mujer de carne y hueso, apabullada por las convenciones sociales y el poder de los mitos culturales en torno a la feminidad. Incluso después del suicidio de Camilo y la lectura de su diario, en el que descubre las siniestras transacciones que dieron lugar a su matrimonio, Tarita se niega a disputarle a Anabel lo único que posee de Camilo, su apellido, atribuyendo la desgracia de ambas a los consejos de las revistas femeninas que, años después, siguen produciéndole terror. Entretanto, Anabel, viuda de Zárate, sigue apareciendo en todo homenaje póstumo al recordado actor, radiante en su papel de “la dulce enamorada de cada novela rosa, la frágil criatura atormentada por una rival infame, el ejemplo vivo de que la inocencia y el bien triunfan por encima de todos los escollos” (172). Una vez más, Buitrago hace uso de la parodia a la tradición literaria para reconstruir los orígenes del mito y desconstruir los modelos de sujeto heredados del mismo. La novela rosa y las revistas femeninas proveen el guión para la pose de mujer-niña que, como en el caso de Abia, hace de Anabel un sujeto atrofiado, si bien permite a las protagonistas no sólo compensar su aparente debilidad sino ejercer poder sobre los demás. La novela critica explícitamente, a su vez, el conformismo de Tarita, quien a pesar de las advertencias de su padre es reducida a la vergüenza y el olvido, sometida por la culpa de haberle arrebatado a su hermanastra el hombre al que le daba derecho su lugar de “legítima” esposa. Reflexionando sobre su propia sumisión, “Tarita” remite su origen a otro legado textual y cultural, la “tara genética” que todas las mujeres latinoamericanas debemos, dice, a la re-
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ligión católica: “una pujante, decisiva, y hasta alegre propensión al sacrificio” (220). En Bello animal (2002), Buitrago lleva al paroxismo su sátira a la obsesión con la belleza para adentrarse, por un lado, en las tecnologías del cuerpo que median la formación de los sujetos contemporáneos y, por el otro, en el artificio colectivo promovido por la sociedad de consumo, subrayando la relación entre los ideales neoliberales y la construcción contemporánea del deseo femenino. Su protagonista, una supermodelo, caricaturiza el motivo de la mujer como construcción, encarnado por ese cuerpo en cuya superficie se trazan infinitos significados, exagerado por las innumerables poses que asume su protagonista en fotografías que circulan en revistas, medios audiovisuales y virtuales, de la mano de productos que van desde muñecas hasta la identidad nacional. Gema es “descubierta” a los trece años por Marlene Tello, miembro de una agencia de publicidad que reconoce en esa “niña cándida e inculta” (50) el embrión de una diva. “Le inventaremos carisma y personalidad” (127), se propone Marlene, “crearemos una nueva modelo… que rescate lo diferente de cada mujer y convierta todos los defectos físicos en atributos” (86), “una diva que afirmará la identidad y el orgullo de las mujeres del tercer mundo” (88). Así emerge ese símbolo nacional e internacional cuyo éxito es llevado a la hipérbole por la autora para construir una alegoría de la nación colombiana como una sociedad colonizada por los medios, en la que los publicistas y los empresarios de la televisión y del internet, aliados a los poderes políticos y económicos tradicionales, se erigen en los “dioses” de un orden dominado por las redes de comunicaciones y de información. El mundo, explica uno de los personajes, “es como un alucinante ojo de mosca… Quien maneja imagen e información tiene a la mosca y sus ojos en el puño” (35). El universo virtual de las pantallas, videocarteles, el internet y otros medios visuales que la autora recrea e inventa, contrasta grotescamente con el mundo popular de los transeúntes, las carretas, el ruido, los puestos de comida y los bebederos de cerveza, subrayando la ironía del creciente “desarrollo” tecnológico de las sociedades latinoamericanas, en donde la juxtaposición de lo premoderno, moderno y posmoderno sirve para enmascarar con fantasías masivas la igualmente masiva precariedad de sus gentes. En
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el centro de este escenario, situado en la gran urbe bogotana, Buitrago localiza a Gema Brunés, el ídolo de una juventud “ambiciosa, desprejuiciada, ávida” (47). En las paredes de la agencia de Gema se exhiben los “consejos para triunfar”, mandamientos a seguir para alcanzar el ideal de perfección representado por la supermodelo: “1. Cada mujer es única. Cuide su físico y olvide sus defectos. No soy una diosa pero conozco una a una mis cualidades. La belleza es magia, inteligencia, alegría e imaginación” (89). De esta manera se inaugura una serie de mandatos para obtener tal unicidad, desde el maquillaje, la dieta, ejercicios, perfumes, bronceado, matrimonio, vida social, horas de sueño, equilibrio emocional, porque, para completar la ironía, “ser bella es ser usted misma” (123-124). Buitrago se vale de discursos de orígenes diversos –revistas femeninas, libros de autosuperación, el movimiento de la “nueva era” y hasta preceptos “feministas”– en una amalgama que no establece jerarquías, para ridiculizar la construcción mediática de lo femenino y denunciar la creación y la venta del producto “mujer” en las sociedades consumistas y globalizadas contemporáneas. En la novela es también evidente la ubicuidad y el carácter elusivo del ideal de la belleza, que al no concretarse en cualidades físicas específicas, constituye el testimonio de la carencia perpetua sobre la que se sostiene el mito del cuerpo femenino como potencialmente perfecto y, en consecuencia, de la feminidad como urgida de mejoramiento permanente. Al final de la novela, cuando aprovechando el rumor de su muerte Gema escapa para casarse con su amor de toda la vida, sus creadores se preparan para lanzar otro modelo: “será otra mujer la llamada a reinar. Hermosa, impoluta, que nunca hará el amor sin preservativos y elegirá con cuidado al padre de sus hijos. Amante de la salud, la perfección física y espiritual… opuesta a sus antecesoras afectas a la carne… sacerdotiza del agua, la naturaleza y la energía solar” (256). El entramado de discursos, imágenes y personajes femeninos que Buitrago incorpora en Bello animal remite a la polémica que Aapola, Gonick y Harris registran en el discurso sobre el Girl Power, evocado en la forma en que se construye el símbolo de Gema desde su adolescencia y en la juventud ambiciosa que la idolatra. Nacida en reacción a la tendencia a representar a la adolescente desde su vulnerabilidad –
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the girl at risk–, la imagen de la joven ambiciosa, motivada e independiente fue rápidamente mercantilizada por las industrias culturales (2005: 26). Si bien la proliferación de este nuevo modelo ha sido celebrada por algunas autoras feministas por proveer alternativas a las feminidades tradicionales para las adolescentes en la negociación de sus identidades, otras han denunciado su vínculo directo con los ideales del sujeto neoliberal y el régimen de mercado, subrayando que su popularidad se debe a que no objeta el orden establecido, sino que, al contrario, promueve una autorrealización individual en la que se diluyen las expectativas de transformaciones sociales colectivas.20 20. Marnina Gonick sugiere que la aparente dicotomía entre los discursos que asocian la adolescencia femenina a vulnerabilidad –the girl at risk– y al “poder” –girl power– y entre sus correspondientes líneas de investigación, oblitera la aquiescencia de ambos al modelo del sujeto neoliberal contemporáneo, que ha entrado a constituirse en el paradigma y el nuevo reto para la formación de niñas y mujeres. Ambos discursos y sus correspondientes imágenes mediáticas, denuncia Gonick, operan una suerte de adoctrinamiento psicológico, diseminando formas de entenderse y actuar sobre sí mismas que niñas, adolescentes y mujeres aprenden a asociar con la superación de insatisfacciones, la realización de sus talentos y, en consecuencia, la adquisición de felicidad y autonomía. En suma, tanto la advertencia del primero como la celebración del segundo funcionan al unísono como “tecnología” para producir ciertos tipos humanos: “In a time of uncertainty, the future is thought to be securable only through creating and enhancing powerful identities acquirable by consuming the right products, having the right look, and resolving difficulties and problems by following the guidelines for selfimprovement found in self-help books” (2006: 18-19; “En una era de incertidumbre, se piensa que el futuro sólo puede asegurarse a través de crear y mejorar identidades poderosas, asequibles si se consumen los productos adecuados, se tiene la apariencia correcta y se resuelven dificultades y problemas siguiendo las directrices para la superación personal que se encuentran en los libros de autoayuda”, traducción nuestra). Por su parte, Angela McRobbie argumenta que el ideal de la chica independiente –y bella– es una señal de cómo el feminismo ha sido apropiado por la derecha no solo para consolidar sus valores “of brutal individualism and the pursuit of wealth and success [that] turn all personal and social relationships into an extension of the market economy”, sino además para revivirlos “through the seduction of individual success, the lure of female empowerment and the love of money” (2000: 211-212; “de individualismo brutal y la búsqueda de riqueza y éxito que convierten todas las relaciones personales y sociales en una extensión de la economía de mercado”, “por medio de la seduc-
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En The Aftermath of Feminism, Angela McRobbie explora además las contradicciones implícitas en la elevación de la mujer, en particular de la mujer joven, como sujeto privilegiado del cambio en medio de nuevas formas de poder y relaciones de género que “operate within an illusion of positivity and progress while locking young women into ‘new-old’ dependences and anxieties”21 (2009: 10). El “nuevo contrato sexual”, señala McRobbie, localiza a la adolescente y la mujer joven como encarnación de los valores de la nueva meritocracia, como epítome de la autosuperación, la capacidad de trabajo y la posibilidad de ascender socialmente. Los sofisticados mecanismos de regulación implícitos en este contrato se fundan ya no en el control de lo que la mujer no debe hacer, sino de lo que la mujer puede y por ende debe hacer y conseguir: “The production of girlhood now comprises a constant stream of incitements and enticements to engage in a range of specified practices which are understood to be both progressive but also consummately and reassuringly feminine”22 (2009: 57). McRobbie denuncia como requisito del contrato contemporáneo la anulación discursiva y la renuncia a cualquier crítica del patriarcado, así como el abandono de la solidaridad entre mujeres, minada por un discurso que coloca la responsabilidad de su “éxito” en cada individuo desdibujando las desigualdades estructurales que limitan el desarrollo de niñas y mujeres de distintas clases, etnias, religiones y contextos culturales. El mundo de Bello animal está poblado de mujeres jóvenes, talentosas, exitosas, ricas, sexualmente activas e independientes, y de otras que luchan por asegurarse a cualquier costo este estatus, si bien el precio suele ser la insensibilización, la alienación, la rivalidad descarnada, la ausencia de escrúpulos, la pérdida de los afectos y la complicidad con su objetivación, por medio de la utilización de sus propios cuerción del éxito individual, la atracción del empoderamiento de la mujer y el amor al dinero”; traducción nuestra). 21. “operan dentro de la ilusión positivista del progreso mientras encierran a las jóvenes en ‘nuevas-viejas’ dependencias y ansiedades” (traducción nuestra). 22. “la producción de la juventud femenina ahora consta de un flujo constante de incitaciones e incentivos a participar en una variedad de prácticas específicas que se entienden como progresistas pero también consumada y tranquilizadoramente femeninas” (traducción nuestra).
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pos como herramienta de poder y ascenso social. Profundizando la ironía introducida por Los amores de Afrodita, cuyas protagonistas, pese a las connotaciones del título, “están inmersas en el mundo que les ha impuesto la sociedad de consumo, son objeto de algún tipo de manipulación familiar y buscan el éxito y la fortuna sin a cambio llegar a ser felices” (123-124), en Bello animal “la mujer posmoderna ha logrado el éxito y la realización personal pero es absolutamente infeliz” (Caballero 65). Marlene Tello, por ejemplo, “representa a la mujer atrapada y condenada a seguir los valores de la moral individual entronizada por la época” (Caballero 67). La novela delata en estas mujeres las contradicciones de la agencia femenina ante la alienación de sus deseos por los valores neoliberales, representados en la variedad de productos ligados al cuerpo de Gema Brunés, al igual que en las ambiciones que mueven su carrera y la de sus seguidoras y rivales. Más aún, Buitrago registra la reconfiguración del deseo y la sexualidad femeninos forzada por la interrelación de placeres eróticos, prácticas sexuales y el deseo de consumo y mercancías entre las adolescentes contemporáneas, ese complejo entramado que en su estudio del deseo adolescente en el Caribe, Debra Curtis denomina “commodity erotics”.23 23. En Pleasures and Perils. Girls’ Sexuality in a Caribbean Consumer Culture (2009), Debra Curtis estudia la construcción de la sexualidad de las chicas de la isla de Nevis y las formas que asume su agencia de cara a las expectativas de la cultura local en un contexto global. Examinando la proliferación de relaciones entre las jóvenes de Nevis y hombres mayores, Curtis rechaza el presupuesto de que las necesidades económicas son el factor predominante en estas relaciones y propone considerar el lugar que desempeña el consumo y su relación con los estilos de vida promovidos por el mercado global, en la conjunción de deseos materiales y deseos sexuales entre las adolescentes contemporáneas. La autora acuña el término “commodity erotics” para referirse a la interconexión entre placeres eróticos, prácticas sexuales y el deseo de mercancías que, según ella, condiciona la formación misma de los sujetos femeninos contemporáneos: “Commodity erotics is complex, embedded in sexual-economic exchanges that represent a constellation of interactions between desiring subjects and desirable commodities” (Curtis 2009: 13; “El erotismo mercantilizado es complejo, e involucra intercambios económico-sexuales que representan una constelación de interacciones entre sujetos deseantes y mercancías deseadas”; traducción nuestra). Esta combinación se complica aún más por las imágenes y modelos circulados por los medios masivos.
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Buitrago problematiza, por un lado, la agencia sexual femenina en sociedades que, pese a su supuesta liberalización de la sexualidad de sus mujeres, continúan promoviendo su construcción como pasiva y colocando sobre adolescentes y mujeres la responsabilidad de administrar –despertar, evadir, usar– el deseo de los otros, además del propio.24 Por otro lado, la autora inscribe el deseo como fuerza social en una cultura de mercado que se vale de la incitación, fabricación y proliferación de carencias, “necesidades” y apetitos, del individualismo y del hedonismo, como motores de toda su estructura, denunciando la creciente hipersexualización de los cuerpos femeninos y su conversión en objetos, ya no sólo de apropiación e intercambio patriarcal, sino de consumo, autoexplotación y autoconsumo. 24. Sinikka Aapola, Marnina Gonick y Anita Harris discuten cómo las ideas y prácticas sobre la sexualidad en el mundo contemporáneo fuerzan a las adolescentes a hacer un “difficult balancing act” (“un acto de equilibrio difícil”) en tanto que a las muchachas se les exige, como parte de su maduración, entender sus cuerpos como objetos sexuados y, al mismo tiempo, hacerse responsables por esa condición, a través de prácticas como cuidar de su apariencia y atraer a los hombres, que coexisten con el imperativo de no mostrarse demasiado sexuales ni activas y evadir el interés no solicitado. Las jóvenes deben no solo monitorear y controlar los efectos del sentido sexual atribuido a sus propios cuerpos sino además vigilarse mutuamente, creando distinciones entre las que se comportan “bien” y las que actúan “mal” (2005: 140). La gama de vocabulario que continúa sancionando el rompimiento del código implícito de responsabilidad femenina sobre la sexualidad no difiere demasiado de la vieja distinción entre vírgenes y prostitutas, aún poderosa en el imaginario popular. Leora Tanenbaum (1999) afirma que el epíteto de slut y sus equivalentes –“puta”, “perra” o “zorra” entre otras versiones en español– siguen siendo el mayor insulto posible hacia una chica y una sanción poderosa en la vida de las jóvenes, cuya identidad continúa definida por su “reputación”. A pesar de que el adjetivo no tiene siempre su origen en el comportamiento sexual de la chica, su utilización sigue operando como “tecnología” que aísla a aquéllas consideradas “impuras” o las que no se ajustan a las expectativas del medio sobre su comportamiento. Otro medidor de la desproporción en la responsabilidad sobre la actividad sexual asignada a las adolescentes es el imaginario en torno al embarazo y la maternidad. McRobbie comenta, por ejemplo, cómo las adolescentes de clases populares se las ven en dificultades para exigir de los hombres que utilicen condones porque resulta en contra de su propia reputación “saber” sobre el sexo y la contracepción, pero, al mismo tiempo, la responsabilidad de un embarazo no deseado sigue cayendo mayormente sobre ellas (Tanenbaum 2009).
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Buitrago concede, sin embargo, agencia a las mujeres en la producción de su “pose” posmoderna, cuyo guión es prestado a la amalgama antes señalada de imágenes y discursos mediáticos. También McRobbie reconoce la conciencia y autorreferencia a su artificio que se esconde tras la “máscara postfeminista” asumida por muchas mujeres profesionales y exitosas en el mundo laboral contemporáneo, forzadas a revestir sus ambiciones y competitividad de una “exquisita feminidad”. El uso de la máscara, “a kind of ironic, quasi-feminist staking out of a distance in the act of taking on the garb of femininity”25 implica, por un lado, una afirmación de su capacidad de elegir un estilo personal, desde los tacones hasta las uñas perfectas, si bien vela el nerviosismo que acompaña todavía la participación de la mujer en el ámbito público y su consecuente rivalidad con los hombres (McRobbie 2009: 64-65). En el origen de su “elección” de llevar la máscara, no exenta de sublimada rabia por tener que usarla, McRobbie localiza el persistente temor entre esas mujeres “exitosas” de que la notoriedad de su agencia limite su atractivo y su acceso al deseo del otro: The successful young woman must now get herself endlessly and repetitively done up, so as to mask her rivalry with men in the world of work (i.e. her wish for masculinity) and to conceal the competition she now uses because only by these tactics of re-assurance can she be sure that she will remain sexually desirable. She fears the loss of her own desirability26 (McRobbie 2009: 68).
Es esta mezcla incómoda de perfecta feminidad con conciencia de su farsa, fruto de la rabia y el deseo sublimados, la que Buitrago ha venido denunciando desde hace medio siglo en su caricaturización grotesca de los modelos de feminidad como “poses”. La renovación de la “pose” o el uso de las máscaras entre las adolescentes y mujeres 25. “una suerte de irónica, casi feminista interpretación de distancia en el acto de disfrazarse de feminidad” (traducción nuestra). 26. “La mujer joven exitosa debe ahora producirse a sí misma interminable y repetidamente para enmascarar su rivalidad con los hombres en el mundo del trabajo (es decir, su deseo de masculinidad) y para ocultar su competencia porque sólo con estas tácticas puede estar segura de que seguirá siendo sexualmente deseable. Lo que teme es la pérdida de su propia deseabilidad” (traducción nuestra).
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contemporáneas atestigua la persistencia de la construcción del deseo femenino como pasivo: desear ser deseadas, en tanto que el ser objeto de deseo del otro se concibe como mediación del deseo propio, sexual o no. En este contexto, la fuga final de Gema resulta un gesto significativo. Buitrago sitúa a la protagonista, afirma Amílkar Caballero, como “la mujer que se libera de esos valores [neoliberales] a pesar de haber llegado a ser la máxima encarnación de ellos” (2005: 67), gesto que permite al crítico concluir que la escritora “no sólo clama por una vuelta al mundo de las tradiciones y los valores colectivos y familiares, sino que propugna por el derrumbe del ethos posmoralista y narcisista posmoderno” (2005: 68). En efecto, Buitrago critica, a tono con los comentarios de las autoras citadas, tanto las apropiaciones facilistas del discurso feminista como el narcisismo posmoderno de los que se ha valido el neoliberalismo para instituir su modelo de sujeto. Sin embargo, leyendo Bello animal en el contexto de la novelística de Buitrago, resulta difícil conceder que la autora esté clamando por un retorno a la familia tradicional, institución que constituye en El legado, entre otros de sus textos, la cuna de todas las “taras” que han limitado la formación de sujetos autónomos y mujeres felices. El retorno de Gema a su amor de adolescencia, al sur y a la ciudad popular, puede interpretarse, más bien, como un retorno al primer, único y genuino objeto de su deseo, del que los creadores de la mítica “Gema” han intentado separarla desde su adolescencia. En una de las escenas finales de la novela, su exesposo y coprotagonista, Aurel Estrada, descubre una Gema en la que no reconoce a la modelo que amó, embarazada y de “piernas varicosas”, celebrando su boda entre el populacho con un marido gordo y feliz, Helios. La descripción de esta Gema remite, una vez más desde la incomodidad de lo grotesco, al cuerpo y a la mujer de carne y hueso, cuya fertilidad y capacidad de goce es elegida por Gema por encima del poder de su imagen. El contraste entre el final de Gema y la exitosa infelicidad de las coprotagonistas de la novela apunta inequívocamente a la regulación del deseo como sustrato último de la obsesión con la belleza y dilema persistente entre las “mujeres-niñas” tradicionales o modernas, las independientes y sexualmente liberadas jóvenes “posmodernas” y todas las niñas y mujeres abarcadas por este
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espectro. De allí la importancia del llamado al ejercicio de un deseo femenino activo, al “goce”, cuyo efecto individual y colectivo Buitrago alegoriza en Señora de la miel.
Del goce caribeño La alternativa a la “pose”, a la sexualidad y subjetividad producidas por el poder y la fuente del restablecimiento de la relación del cuerpo con el “yo” para los personajes femeninos de Buitrago es no ya el “deseo”, con su carga simbólica de carencia, pasividad, mercantilización del cuerpo y enmascaramiento, sino el goce. Esta propuesta se evidencia desde El hostigante verano de los dioses en la reivindicación de su derecho al placer que consuma Abia, a pesar de que para conseguirlo tenga que hacerse pasar por tonta. De la supresión de ese goce dan cuenta, en contraste, las marcas en los brazos de Hade y los cuerpos menoscabados y perturbadores de Eugenia y Dalia Arce. Este es también el goce que se niega Tarita, anulada por la compasión con la que Anabel Ferreira se asegura de compensar la frustración de su propio deseo. Es el goce, en cambio, que recupera Gema en su retorno a Helios en Bello animal. El goce más allá de los confines predispuestos por las instituciones y el poder patriarcal, el “poder erótico” que clama Audre Lorde (1984), o “la dicha” que alcanza Teodora en el así titulado capítulo final de Señora de la miel (1993). En Señora de la miel, Fanny Buitrago reelabora el tema del deseo y de su relación con la subjetividad femenina, dramatizando en el interior de su protagonista la lucha entre la sexualidad apropiada por el poder y una forma alternativa de erotismo. En esta novela, Buitrago lleva también a su cumbre el efecto satírico de sus textos, acentuado por el uso, una vez más, de lo grotesco, el lenguaje soez y el humor carnavalesco, con los que emprende una celebración del cuerpo sin precedentes en su obra. Buitrago recurre igualmente a la intertextualidad paródica, en esta ocasión con los cuentos de hadas y la novela de aprendizaje o bildungsroman, para romper las expectativas y “jugar con el deseo de los lectores” (Montes Garcés 1997: 15), convocando al cuerpo del lector como agente en la toma de conciencia tanto de los
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mecanismos inconscientes de los que se nutre el poder como de la complicidad de la literatura con los mismos.27 La novela dialoga también con la tradición mágico-realista, acudiendo a la argamasa del sustrato mítico regional, el realismo (grotesco) y lo fantástico para revisar críticamente los parámetros de la feminidad y de la masculinidad en el Caribe, a cuya mitificación ha contribuido la literatura de los escritores caribeños. Señora de la miel puede leerse como una alegoría de la sexualidad en el Caribe, síntesis y sátira de las contradicciones implícitas en mitos como el de la “sensualidad” atribuida a los cuerpos de la región, la “hipersexualidad” del “macho” caribeño y sus complicidades con la economía patriarcal del deseo. La historia de Teodora Vencejos se narra en dos secuencias cuyos episodios se intercalan a lo largo de la novela, confluyendo en los últimos capítulos. En la primera se cuenta el viaje de Teodora de regreso a Real del Marqués, pueblo imaginario del Caribe colombiano situado a las afueras de Barranquilla, desde Madrid, donde la protagonista trabaja para el Doctor Amiel. La segunda narra la adolescencia de Teodora, desde la muerte de su madrina, la madre de Galaor, hasta su matrimonio con éste y su partida a Madrid. Teodora es una mujer sensual y mágica, que despierta en los demás el florecimiento de su erotismo. Si bien “no es espectacularmente bella” –aclaración significativa en el contexto de la crítica de Buitrago a los ideales de belleza–, Teodora posee “ojos llenos de luz” (78) y un atractivo inexplicable que, desde su 27. María Eugenia Muñoz (1996) realiza un cuidadoso recuento de las fuentes intertextuales aludidas y parodiadas por la novela y sus efectos, desde los cuentos de hadas (la “Bella durmiente” y la Cenicienta”) hasta las novelas de caballería. Concluye así que “Buitrago defamiliariza la interpretación popular de los cuentos de hadas internalizados por las mujeres. Igualmente importante en esta obra es la subversión del mito de la pureza e inocencia de la mujer virginal. Un mito que Buitrago recrea como un estado de somnolencia que impide un verdadero desarrollo de la sexualidad y la expresión sensual femeninas” (1996: 5). Por su parte, “la fe ciega de Teodora Vencejos en la perfección de Galaor se puede ver también como una metaparodia de Don Quijote y su amor también ciego e irreal por la campesina ordinaria que es Aldonza Lorenzo y que aquél ha transformado en la dama ideal de sus sueños de amor. Y también como Don Quijote, Teodora, cuando la realidad destruye sus fantasías, cae en los túneles de la muerte” (1996: 10).
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adolescencia, incomoda a los hombres y alegra a sus esposas, beneficiarias de sus efectos afrodisíacos. Sin embargo, a la espera de consumar su matrimonio con un prototipo jocoso del macho caribeño, Galaor Ucrós, Teodora llega a sus treinta años siendo una “mujer-niña”, guardando su “pureza” para un marido infiel que se aprovecha económicamente de ella, a la vista de todos excepto de Teodora misma. Galaor, cuyo falo llega a adquirir proporciones míticas en la imaginación del pueblo, es motivo del delirio de las solteras de Real del Marqués, quienes, a la muerte de su madre, compiten por el honor de consolarlo. La ganadora es Clavel Quintanilla, una forastera con la que se encierra a “fifar” por meses, dejando a Teodora fuera de su propia casa. Tras dilapidar su dinero y acrecentar su fama de play boy, y al descubrir que la que creía su propia herencia es, en realidad, la de Teodora, Galaor le propone matrimonio. Ingenua y excitada, Teodora se casa a pesar de las advertencias de sus coterráneos, pero en la noche de bodas es interrumpida por la llegada de las dos hijas de Galaor y Clavel. Unas semanas después, aún sin haber consumado su unión, Teodora tiene que partir a España ante la amenaza de embargo del Doctor Amiel por las deudas de Galaor. Así se inicia el singular acuerdo de trabajo entre Teodora y Amiel, quien se ha hecho famoso por su empresa de culinaria y repostería erótica y sus perfumes afrodisíacos, entre otros productos escandalosos que le valen el destierro de Barranquilla. Teodora, quien aprende el oficio de repostera de su madrina, es contratada por Amiel como asistente y musa, en un acuerdo detallado que incluye los costos de cada caricia y beso, entre otros juegos sexuales que se vuelven cotidianos, si bien Teodora preserva para su marido su virginidad. La novela empieza con los “antojos” de Teodora, ya desesperada por su “paloma torcaz muerta de hambre” (79). Es así como emprende, a pesar de las advertencias de Amiel, un viaje inesperado de regreso a Real del Marqués. Las dos secuencias de la novela y su zigzagueo en el tiempo y el espacio reproducen en su estructura la escisión interna que empieza a obrarse en la subjetividad de Teodora gracias a sus viajes e intercambios sexuales con Amiel, al igual que las dos visiones de la sexualidad que Buitrago inscribe en el cuerpo de su protagonista. Gregory Utley interpreta la historia de Teodora como un viaje de auto descubrimiento a través del cual, “as both subject and object, she projects the femi-
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nine erotic body as a complex focal point of desire, pleasure, subjugation, and ultimate self-determination”28 (2004: 131). Utley propone leer la subjetividad femenina en la novela como resultado del cruce de dos órdenes, el del deseo regido por el discurso y el poder patriarcal, simbolizado por el falo de Galaor, y un segundo orden en el que emerge un erotismo que transforma y reescribe el cuerpo femenino desafiando la “verdad” del primero (2004: 131). Teodora es, a su vez, un sujeto escindido entre una mujer tradicional cuya sexualidad y “poder amoroso” (Jónasdóttir 2009) son cooptados por la economía patriarcal del deseo, y un nuevo sujeto que emerge de su encuentro con otra forma de erotismo. El deseo que despierta Galaor en Teodora y las mujeres del pueblo, el cual se intensifica con los gritos de placer de Clavel, sus farras con prostitutas y hasta un concurso de penes que resulta en un catálogo con fotos del denominado “pipí de oro” de Galaor, representa el poder disciplinar, el cual funciona por medio de la incitación y la seducción, provocando el deseo femenino pero, al mismo tiempo, sometiendo a la protagonista a una permanente insatisfacción y menosprecio de sí. Buitrago no escatima epítetos en la caracterización de la superpotencia del falo –“pito”, “palo izado”, “pala”, “verga”– y sus conquistas bélicas: “ocupar la plaza sitiada”, “meter gol”, “clavar la pica en Flandes”, “encajar el estilete en la preciosa funda”. La hipérbole de la hipérbole permite a Buitrago revisar el mito de la superpotencia sexual del hombre caribeño y la economía sexual de la cual es epítome. Kamala Kempadoo localiza el mito de la “hipersexualidad” como columna vertebral del orden “heteropatriarcal” caribeño, “a structuring principle in Caribbean societies that privileges heterosexual, promiscuous masculinity and subordinates female sexuality, normalizing relations of power that are intolerant of and oppressive of sexual desires and practices that are outside of or oppose the dominant sexual and gender regimes”29 (2004: 9). Este principio privilegia las percepciones, expe28. “como sujeto y objeto a la vez, ella proyecta el cuerpo erótico femenino como un foco complejo de deseo, placer, subyugación y autodeterminación” (traducción nuestra). 29. “un principio estructurador en las sociedades caribeñas que privilegia una masculinidad heterosexual y promiscua y subordina la sexualidad femenina, norma-
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riencias y definiciones patriarcales de la sexualidad opacando, a menudo con violencia, además de la sexualidad femenina, el homoerotismo y cualquier sexualidad no normativa, al punto de reducir a sus practicantes a “desviados”, sujetos fuera de la ley y no ciudadanos. En pugna con el “hipermacho” caribeño, Buitrago localiza al Doctor Amiel, emblemático de la masculinidad “desviada” del orden sexual patriarcal. Educado por sus tías y enviado a Europa en su juventud, Amiel regresa a Barranquilla casado con una sueca que se enloquece por la atracción que despierta en los “morochos” locales y lo abandona para exhibirse desde su terraza en túnicas transparentes para el goce público. Amiel procesa el abandono dedicándose a la cocina y a la repostería erótica. “Dulces bolas de tamarindo salpimentadas”, “mariposos nalgones”, “cucas gigantes”, “pitos” y “tetas” de variados ingredientes y estilos, al igual que amantes en plena unión coronan sus pasteles y bizcochos. Su súbita popularidad lo hace objeto de una batalla campal entre sus clientes y las fuerzas conservadoras de la ciudad, cuya protesta pública termina convertida en carnaval. Como resultado, Amiel es declarado fuerza corruptora y es desterrado de la ciudad. Es entonces cuando decide hacer valer las deudas de Galaor y llevarse a Teodora como asistente a Madrid. La migración por motivos laborales, las transacciones sexuales en las que Teodora incursiona para sostener a su familia, así como su ciego sometimiento al abuso del esposo pese a la distancia y la oportunidad de abrirse nuevos horizontes emocionales y sexuales, resuenan con las realidades de las miles de mujeres caribeñas empleadas en el servicio doméstico y sexual en Canadá y Estados Unidos, España, Italia y otros países europeos, además de aquéllas que sirven al turismo dentro de la región. Estudios sobre la sexualidad en el Caribe subrayan las connotaciones políticas de la economía sexual que sustenta estas prácticas. Jacquie Alexander acusa la complicidad de la estructura “heteropatriarcal” con la construcción de las naciones caribeñas poscoloniales, cuyos discursos y prácticas culturales minimizan la participación de las mujeres en la formación de la matriz ideológica, legal y pragmática de la misma, lizando relaciones de poder que son intolerantes y opresivas de deseos sexuales y prácticas que están fuera o se oponen a los regímenes sexuales y de género dominantes” (traducción nuestra).
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mientras se valen de sus cuerpos, de su capacidad reproductiva y productiva, como sostén de su núcleo ideológico –la familia– y de su viabilidad económica. El triángulo amoroso/sexual de Teodora ilustra cómo la nación, imaginada como “masculina”, depende de la cooptación de la “autonomía erótica” de las mujeres y de otros sujetos marginalizados, cuya agencia sexual, remarca Alexander, resulta una amenaza no sólo al mito de la familia heterosexual sino a la matriz socioeconómica que se estructura sobre el mismo (1997: 64). Al igual que Kempadoo, Alexander denuncia la exclusión legal y pragmática que resulta de este mito de la nación, bajo el cual: “Not just (any) body can be a citizen anymore, for some bodies have been marked by the state as non-procreative, in pursuit of sex only for pleasure, a sex that is non-productive of babies and of no economic gain”30 (1994: 7). El destierro de Amiel es también simbólico de esa condición de no-ciudadanía del sujeto cuya sexualidad no corresponde a la definición normativa de lo “masculino”. La historia de Teodora denuncia y subvierte el sometimiento del erotismo femenino a la economía patriarcal del deseo. Más aún, Buitrago apunta a la cooptación no sólo de la sexualdiad sino del “amor” como mecanismo regulatorio tanto de la identidad privada de la mujer como de su participación en lo público. Ana Jónasdóttir (2009) localiza en las prácticas de apropiación y explotación del “poder del amor” un mecanismo privilegiado del patriarcado contemporáneo (61) y, a su vez, un imperativo de la economía de mercado, dependiente cada vez más de la sujeción de toda actividad humana al flujo de producción y reproducción de objetos y sujetos (77). Denunciando la continuidad del usufructo de los recursos sexuales de las mujeres, así como de su capacidad para formar, nutrir y cuidar de los otros, Jónasdóttir argumenta que hombres y mujeres participan de una relación particular “in which men tend to exploit women’s capacities for love and transform these into individual and collective modes of power over which women lose control”31 (2009: 62). El sometimien30. “No cualquiera puede ser ciudadano puesto que algunos cuerpos han sido marcados por el estado como no-procreadores, en busca de sexo solo por placer, un sexo que no es productivo de bebés ni de ganancia económica” (traducción nuestra). 31. “en la cual los hombres tienden a explotar las capacidades de las mujeres para
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to sexual y la explotación laboral de Teodora por su esposo, así como la sujeción simbólica de las demás mujeres del pueblo al falo de Galaor, caricaturizan esta relación y sus consecuencias. Indagando en las razones íntimas del sometimiento a esta relación, Eudine Barriteau (2012b) aterriza las ideas de Jónasdóttir en las prácticas sexo-afectivas y sociales de las mujeres caribeñas, para sugerir que la cooptación de su poder en sus asociaciones heterosexuales puede entenderse más bien como la entrega de su capacidad de cuidado en nombre de una satisfacción erótica que muchas sólo conciben posible en el contexto amoroso. Dicha entrega se sostiene en definiciones convencionales del “amor” que colocan a las mujeres en la posición de suplir las necesidades afectivas y sexuales de los hombres a cambio de la promesa de un éxtasis que a menudo viene, si llega, sin reciprocidad en el cuidado afectivo. Barriteau retoma el potencial liberador atribuido por Audre Lorde al “poder erótico” como antídoto posible al sometimiento del poder del amor al poder sexual del otro. La autora lamenta, sin embargo, su desconocimiento por parte de jóvenes y mujeres, quienes continúan asociando la satisfacción erótico-sexual no con la fuente vital propia que propone Lorde sino con una fuente exterior de poder. Como contrafuerza al deseo pasivo –de ser deseada– exacerbado por la dilación de su encuentro sexual con Galaor, Teodora siente surgir en su cuerpo otra forma de deseo, mediada por el placer que recibe de sus intercambios con Amiel. Es así como comienza a operar sobre su identidad ese “poder erótico” cuyo desconocimiento detona la confusión femenina entre amor y sumisión. No obstante, y aunque apremiada por sus “antojos”, Teodora se niega a sí misma ese deseo y placer, que sublima con la repentina decisión de regresar a casa de su marido. La ceguera de Teodora atestigua la escisión del yo que he venido ilustrando entre las protagonistas de las autoras estudiadas, la cual permite a adolescentes y mujeres no sólo establecer una relación objetivada con sus cuerpos sino también aislar el significado sexual de sus pulsiones, ocultando a la conciencia toda disposición al acto sexual por medio de lo que Emilce Dio Bleichmar describe como “un amar y transformarlas en modalidades individuales y colectivas de poder sobre las cuales las mujeres pierden el control” (traducción nuestra).
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olvido voluntario con desconocimiento por parte del sujeto de su voluntad para olvidar” (1997: 389). Niñas y mujeres, argumenta Dio Bleichmar, “se excitan pero no se enteran. Es posible observar conductas, gestos, posturas corporales que demuestran su excitación; no obstante, el significado de tales sensaciones y comportamientos se halla interceptado o encubierto por otros argumentos” (1997: 386-387). Barriteau documenta un comportamiento similar entre mujeres caribeñas contemporáneas, quienes, a pesar de ser movidas por intereses eróticos, prefieren no reconocer ese interés pues no se conciben a sí mismas como sujetos de deseo (2012: 94-95). A esta “inocente mentira del yo” femenino refiere Dio Bleichmar la conducta de “hacerse las tontas”, cuya recurrencia entre niñas y mujeres motiva a la psicóloga a preguntarse si puede generar una inhibición cognitiva –si de tanto fingir serlo, terminan haciéndose, en efecto, tontas– (1997: 386). Buitrago hace eco de esta pregunta en personajes como Abia y Anabel, además de Teodora, quien obviamente se “hace la tonta” en cuanto a la lucha que empieza a librarse en su cuerpo. La protagonista llega al punto de incitar las caricias de su jefe, encubriendo su impulso bajo el motivo económico y sin considerar este comportamiento una transgresión a su lazo matrimonial. La única condición que antepone, desde el momento mismo de la firma del contrato con Almiel, es que no haya penetración, ratificando con este gesto el reinado del falo sobre la construcción de su propia sexualidad. Sin embargo, el deseo que empieza a emerger en Teodora es una fuerza liberadora que, como el que inspira Amiel en sus clientes, posee un potencial social y político. Amiel ama y reconoce en Teodora a su igual: una fuerza erótica capaz de despertar el deseo activo de cada individuo que, aunque dormida bajo el manto de su candidez, aguarda para florecer. Los viajes por el mundo como asistente del exitoso negocio global de Amiel son el inicio de ese florecimiento. Buitrago lleva al paroxismo la estrategia de las escritoras caribeñas de “hacer público lo púbico” como expresión de resistencia y libertad (Sheller 2008: 357). La autora vincula el dilema íntimo de la protagonista con las negociaciones con el deseo del mundo popular caribeño, sintetizado en los habitantes de Real del Marqués, el pueblo “alborotado” por la batalla entre la sexualidad “heteropatriarcal” encarnada por
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Galaor, el desafío de Amiel a ese orden sexual y el poder “mágico” sobre el erotismo que exuda Teodora. El énfasis de Buitrago en la ambivalencia del deseo y su condición de fuerza social resuena con estudios sobre la sexualidad y la ciudadanía en el Caribe abocados a entender el rol polivalente del erotismo en fenómenos contemporáneos que van desde el turismo sexual, hasta la escritura y el baile. Mimi Sheller considera, por ejemplo, el potencial implícito en la “agencia erótica” en expresiones culturales que han permitido a los sujetos caribeños responder a las distintas formas de opresión que dieron lugar a su paisaje social: “embodied (material and spiritual) practices through which people exercise and envision freedom in a domain that I will define later as ‘erotic agency’”32 (2012: 6). La socióloga asocia estas prácticas con formas contrahegemónicas de autodefinición y participación social, ancladas en el cuerpo y los aspectos cotidianos de la vida física usualmente excluidos de las altas esferas de lo político, en “the ‘lower orders’, the subordinate, the common people, and the subaltern, but also the lower body, the vulgar, the sexual, the impure, and the forbidden”33 (2012: 33). El mediador primordial de la toma del mundo operada por el cuerpo bajo y vulgar en Señora de la miel, es el lenguaje mismo, abocado en la novela a nombrar lo innombrado e innombrable. La prolija evocación ya no sólo del acto sexual sino del erotismo femenino, del cual es emblemático la vagina –“cuca”, “pepita”, “pajarilla”, “ollita”, “almeja”, “rosa”, “dalia húmeda” o “joyero”– es central en esta operación. El deleite en los sentidos, en una numerosa variedad de imágenes que remiten a lo sensorial, los sabores y olores, en particular de la comida,34 es también mecanismo principal en el despertar de los apetitos de los personajes, y de los lectores, sobre el cual se construye la propuesta de 32. “prácticas encarnadas (materiales y espirituales) por medio de las cuales la gente ejercita e imagina la libertad en un ámbito que definiré luego como ‘agencia erótica’” (traducción nuestra). 33. “los ‘órdenes inferiores’, lo subordinado, la gente común y lo subalterno, pero también en el cuerpo bajo, lo vulgar, lo sexual, lo impuro y lo prohibido” (traducción nuestra). 34. Sobre los efectos del lenguaje culinario en Señora de la miel, ver el artículo de Mayela Vallejos-Ramírez (2004).
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la novela (Montés Garcés 1997: 162-163). De este modo irrumpe en la página ese cuerpo popular, abierto, múltiple, protuberante, irregular y cambiante, cuyo uso en lo grotesco cómico y su potencial subversivo ha sido magistralmente argumentado por Mijaíl Bajtín en su reconocido estudio de la carnavalización en Rabelais. En su lectura del cuerpo en la escritura caribeña, Denise Narain destaca tanto la recurrencia del carnaval en la literatura regional como sus coincidencias con prácticas de resistencia cotidianas en la cultura popular, como el énfasis en la comunidad, la interdependencia y la fusión, contrapuestas al poder individualizante y totalizador en y más allá de la fiesta misma (1998: 39). Alberto Bolaño Sandoval remarca cómo la carnavalización textual en Señora de la miel funciona precisamente como apertura a lo popular, subrayando a su vez cómo su potencial desestabilizador surge de “una unión comunal mediatizada por la contigüidad sexual y una vecindad de la palabra explosiva, el rumor y el chisme” (2005: 89). De la mano de la corporalidad popular, “la palabra que como Teodora, antes [era] seria, adusta, conservadora, también se metamorfosea y se revela, se carnavaliza, satiriza y exagera; atenta contra ‘las buenas conciencias’” (2005: 91). El poder liberador de la apropiación feminista del cuerpo grotesco, central a toda la obra de Buitrago, adquiere todavía otro matiz en Señora de la miel, dada la carnavalización ya no sólo del cuerpo de Teodora, sino del de Galaor y su falo súper poderoso. Momento clave de este proceso es el reencuentro de Teodora con su esposo cuando regresa de improvisto al pueblo. Camuflándose en la transformación de su cuerpo, que ha adelgazado y adecuado a la imagen “moderna” aprendida en sus viajes por el mundo, Teodora entra de incógnito a su casa, donde encuentra a Galaor en pleno acto sexual con su amante, afeado y debilitado por la gordura y el alcohol. La protagonista reacciona con un ataque de risa, una “risa caliente, traicionera y cosquillosa que se le mete a Teodora entre los muslos y los orificios de las orejas”, en medio de la cual anuncia el declive de la extraordinaria potencia sexual de su esposo: “Galaor Ucrós ya no tiene el pipí de oro… ¡ya no!” (133). La escena constituye el clímax de la carnavalización operada en la novela y por ella, quizás incluso en la obra completa de Buitrago. Dirigida inequívocamente al cuerpo masculino, al privilegio del falo y a la econo-
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mía del deseo sustentada en el mismo, la risa subvierte de manera definitiva su autoridad, detonando el descubrimiento y la depreciación de la máscara fálica del poder. El poder de la risa “traicionera” que se toma y libera a Teodora radica tanto en la calidad de la risa como en la inversión entre el sujeto y el objeto tradicional de la misma, en quién y cómo se ríe de quién. La de Teodora es, sin duda, no la risa cómplice sino la risa conflictiva del sujeto marginalizado; es también esa risa distintiva de la literatura del Caribe, que como resalta Dianna Niebylski al describir el humor de sus escritoras, se nutre de la irreverencia de la risa popular, caracterizada por el uso de lenguaje vulgar, su recurrencia obsesiva al erotismo y una actitud generalizada de irrespeto (2004). La subversión de la risa de Buitrago se ancla de manera aún más decisiva en el hecho de que es Teodora quien ríe. La risa de la protagonista supera las cualidades transitorias del carnaval, operando un cambio radical y permanente en su subjetividad. El de la decadencia del falo es el anuncio también de la ruptura de Teodora con el deseo patriarcal y con el modelo de feminidad que supone. Su risa sintetiza el poder del humor femenino y de la mujer que ríe, objeto, según denuncia Niebylski, de temor, sospecha y descalificación a todo lo largo de la tradición letrada. El efecto más subversivo de esta risa agresiva y transgresora en el contexto de la representación de la feminidad a lo largo de la obra de Buitrago, es que Teodora, una vez arrebatada la máscara de su esposo, puede librarse de su propia máscara. Sin embargo, esta ruptura la conduce al momento más crítico de la escisión de su yo, sumiéndola en un profundo sueño, que coincide con la revitalización del pueblo, curado también del hechizo de Galaor, pues la llegada de Teodora ha hecho emanar del suelo unas fuentes termales que se convierten en atractivo turístico. Preocupadas por el debilitamiento de su “hada madrina” en una extendida somnolencia, la pitonisa y otras mujeres del pueblo organizan un encuentro clandestino para hacerle perder su virginidad con un muchacho igualmente virgen, Perucho. Es también Perucho quien va en busca de Amiel, pues sólo con un beso de amor Teodora despertará totalmente de su sueño. Amiel regresa en el capítulo final, “La dicha”, a rescatar a esta “bella durmiente” en un final feliz aunque ambiguo. Mientras hacen el amor ante los ojos gozosos del pueblo, la
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heroína imagina los cuerpos de los hombres que ha visto en sus viajes con Amiel y de los que se ha privado por su fidelidad a Galaor: Teodora, perfumada con romero y verbena, entreveía las maravillas del porvenir. ¡Y el mundo era tan grande! ¡Y había en él tantos y tantos hombres! Delicados japoneses, hermosos griegos, exóticos muchachos de filipinas… Y los negros aceitunados… Eres un tipo sensacional –dijo, inundada por la cercanía del máximo placer–. ¡Como tú no hay dos! –mientras, con los párpados cerrados, se prometía un mundo con sábanas de seda, incandescencias, amantes de pura miel (227).
El encuentro entre los dos amantes es, más que el final, el inicio, la liberación erótica de la protagonista, la renuncia definitiva al enmascaramiento de su deseo, a la “pose”. La resolución de la novela hace eco del llamado de Audre Lorde a reconocer el erotismo como “an assertion of the life force of women; of that creative energy empowered, the knowledge and use of which we are now reclaiming in our language, our history, our dancing, our loving, our work, our lives”35 (1984: 55). Buitrago formula, en lenguaje y trama, un proyecto de realización en el placer ajeno a la norma sobre los cuerpos, la palabra y el texto, donde el cuerpo femenino que goza funciona como “a body of defiance… that seeks to offer another voice, another subject free to search a different destiny”36 (Utley 2004: 139). Este sujeto, su voz y su desafío, se dirigen directamente a la economía patriarcal del deseo, exacerbada por el mito del macho hipersexual caribeño. En este sentido, Señora de la miel es un puerto de llegada en la larga búsqueda de la autora de las conexiones entre ficción y sujeto, que desemboca en la formulación de un lenguaje impregnado por el goce, dando voz y forma a la “conciencia corporal”. 35. “una afirmación de la fuerza vital de las mujeres; de esa energía creativa empoderadora cuyo conocimiento y uso estamos reclamando ahora en nuestra lengua, nuestra historia, nuestro baile, nuestra manera de amar, nuestro trabajo y nuestras vidas” (traducción nuestra). 36. “un cuerpo desafiante… que busca ofrecer otra voz y otro sujeto libre para buscar un destino diferente” (traducción nuestra).
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La evolución en la representación de niñas, adolescentes y su proceso de formación en la trayectoria de Buitrago, registra el paso de una narrativa que recrea, denuncia y subvierte los paradigmas dominantes de feminidad a una escritura que crea nuevos paradigmas. La historia de Teodora concentra el poder transgresor que Renée Hoogland atribuye a las narrativas de adolescentes para apropiar y reescribir los “guiones ideológicos” frente a los cuales los sujetos son llamados a definir sus roles e identidades: “as critical interventions in the dreams of patriarchy, stories of female adolescence may succeed in rewriting, revising the cultural narratives in and through which we have learned to read ourselves”37 (1993: 95-96). La recreación de la feminidad como “pose” en la obra de Buitrago constituye no sólo una indagación en el problema de la representación de la feminidad como parte de la formación de las mujeres, sino una intervención crítica, cruda y burlesca, en las fantasías patriarcales que han dado lugar a los modelos de feminidad del último medio siglo. El cuerpo excesivo e inapropiado, emancipado de su “pose” recreado en Señora, convoca además a participar de una nueva forma de libertad, más allá de los artificios discursivos –ideológicos, legales, mediáticos y literarios– que han constituido el guión de nuestra definición como hombres y mujeres. En este contexto, la provocación de los apetitos del lector contribuye no sólo a desenmascarar el artificio sociocultural del poder –y el poder de la literatura en la producción del artificio–, sino, en últimas, a sembrar la utopía de otras subjetividades posibles en el imaginario literario, y en la imaginación de sus lectores.
37. “como intervenciones críticas en los sueños del patriarcado, las historias de la adolescencia femenina pueden triunfar al reescribir y revisar las narrativas culturales a través de las cuales hemos aprendido a leernos a nosotros mismos” (traducción nuestra).
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5. Mayra Santos Febres: la mirada de La Negra
Como grupo, las mujeres negras están en una posición inusual en esta sociedad, pues no sólo estamos como colectivo en el fondo de la pirámide ocupacional, sino que nuestro estatus social es más bajo que el de cualquier otro grupo. Al ocupar esa posición, aguantamos lo más duro de la opresión sexista, racista y clasista. Al mismo tiempo, somos un grupo que no ha sido socializado para asumir el papel de explotador/opresor puesto que se nos ha negado un «otro» al que podamos explotar u oprimir
(Hooks 2004: 49).
A ver, dime Isabel cómo fue que el tres de enero, setenta y cuatro atraíste ciertas balas hasta Ponce que se alojaron en tu cuerpo te arrancaron de tu prostíbulo encendido y febril… isabel, negra, desdúdame… desde qué parcela aclaras que los cuerpos de la provocación atraen plomo
(Santos Febres, Anamú y manigua 46).
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La (di)solución del “sexo caribeño” Considerada “la primera celebridad negra de las letras hispanoamericanas” (Celis y Rivera 2011: 17), Mayra Santos Febres (Carolina, Puerto Rico, 1966) es una prolífica poeta, narradora, ensayista, crítica y profesora de literatura, guionista, bloggera, además de directora y fundadora de talleres, concursos y festivales literarios. Su excepcional celebridad proviene del cruce de esas múltiples facetas y posiciones, que la escritora ha sabido negociar para localizarse e intervenir en el espacio literario, académico, mediático y cultural, constituyéndose en una importante figura pública en Puerto Rico y en una promotora resuelta de las letras caribeñas e hispanoamericanas.1 Desde la publicación de su primera novela, Sirena Selena vestida de pena (1996), Santos Febres despertó un consistente interés de la crítica, la cual ha destacado, entre otros rasgos innovadores de su narrativa, su singular capacidad para indagar y contar historias desde el punto de vista de “los Otros”, para dirigir “su mirada adentro, liberando el cuerpo y el deseo inconsciente… buscando lo que está prohibido en el cuerpo político y no es tolerado por la ley paternal” (Sandoval Sánchez 2003: 9).2 Travestis, prostitutas, migrantes, asistentes de motel y sus clientes, erotómanos, prisioneros, pitonisas y sus aprendices, niñas y mujeres negras esclavizadas y libres, los protagonistas de Santos Febres comparten, además de su marginación social, una excepcional conciencia de su sexualidad, que utilizan en la negociación constante de las distintas fuerzas que los subyugan. Este 1. 2.
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Para una detallada relación de las facetas públicas y las razones de la visibilidad de la autora, ver Celis y Rivera (2011). Hasta esta fecha, Santos Febres ha publicado cuatro novelas: Sirena Selena vestida de pena (2000), Cualquier miércoles soy tuya (2002), Nuestra Señora de la Noche (2006) y Fe en disfraz (2009), todas traducidas al inglés. Su colecciones de cuentos incluyen Pez de vidrio (1996), Premio Letras de Oro en 1994 y publicado en inglés como Urban Oracles (1997), y El cuerpo correcto (1998). Es también autora de los poemarios Anamú y manigua (1991), El orden escapado (1991), Tercer mundo (2000), Boat People (2005), y una colección de poemas sueltos titulada Instrumentos de medición (2010). Entre sus ensayos, se cuentan Sobre piel y papel (2005) y el manual de ensayo, poesía y autoayuda titulado Tratado de medicina natural para hombres melancólicos (2011).
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uso renovador del lugar de la diferencia, “su insaciable afán de transgredir fronteras y de convertir estratégicamente su condición ‘abyecta’ en espacio de posibilidades” (Haesendonck 2003: 90), ha sido señalado además como el aporte distintivo de Santos Febres en relación con sus predecesores en Puerto Rico, en particular con la generación del 70, quienes, pese a la audacia de su propuesta político-social y su cuestionamiento al estatus colonial de la isla, no pudieron “asumir con acometividad lo concerniente a la alteridad en lo genérico y a la sexualidad en sus posibles alegorías culturales” (Díaz 2003: 29). La escenificación del saber del cuerpo, registrado en la carne violentada y deseante, que se desviste, trasviste y disfraza como “a dialectical site of traumatic experience and knowledge, or connaissance”3 (Mehta 2009: 2) es además parte de un acervo común que hermana a Santos Febres con las escritoras afrocaribeñas y su diáspora. La efectividad de Santos Febres para reproducir estas formas alternativas de ser y saber ha sido atribuida a la efusión en la textura de la página de su corporalidad e imaginario de mujer negra, de su propia identidad fragmentada transfigurada en aras de atestiguar que la subjetividad, en el contexto (pos)colonial, no corresponde a la disolución del cuerpo en nombre de la mente respaldada por el paradigma occidental (Chiclana y González 2006: 169). La agencia que la escritora infunde a sus protagonistas es posible también gracias a una especial concepción del espacio y la geografía caribeña, así como a la movilidad de sus personajes, que reiteran la condición “errante” del Caribe y sus ciudadanos. Santos Febres localiza sus historias en calles, parques, baños públicos, aviones, barcos y hoteles, sitios donde la experiencia urbana se revela desintegrada e inaprehensible, además de en los espacios medulares del deseo –el cabaret, el motel y el burdel– en cuyo circuito marginal transcurren sus tres primeras novelas: Sirena Selena vestida de pena (1999), Cualquier miércoles soy tuya (2002) y Nuestra Señora de la Noche (2006).4 En estos escenarios, los cuerpos se reve3. 4.
“espacio dialéctico de experiencia traumática de saber o conocimiento” (traducción nuestra). La preferencia de Santos Febres por los espacios marginales es examinada por varios de sus críticos, en especial en los estudios de la primera de sus novelas. Véan-
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lan como sitio y producto de las tensiones entre las fuerzas hegemónicas de poder y la memoria activa de sujetos e historias periféricas. Estos últimos se toman el texto para “hablar” de opresión y de violencia, aunque también de deseos y placeres irreducibles, de una energía “excesiva” que desafía los confines de la razón patriarcal y que los protagonistas de Santos Febres capitalizan permanentemente en sus negociaciones por autonomía y poder. En el origen de esta representación de la Otredad y su marginalización, es importante destacar a su vez el conocimiento de la escritora del andamiaje teórico occidental –al que responde con excepcional articulación– dada su condición de doctora en filosofía y profesora de literatura. Santos Febres misma se define como una escritora “entre ambas aguas”, nadando entre los saberes empíricos mediados por el cuerpo y el saber letrado mediado por la razón (Celis 2011: 257). La tercera de sus novelas, Nuestra señora de la noche (2006), sintetiza varias de las reconocidas “obsesiones” de la autora, en particular las conexiones entre las jerarquías de raza y género y la batalla entre el proyecto de modernidad y los saberes ancestrales de esos “Otros” forzados a negociar su existencia en medio de la opresión y la exclusión heredadas de la estructura colonial.5 Especialmente importante para
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se el Caribe de Sirena como “espacio y máquina de transgresiones”, en Haesendonck (2003), la “ciudad del deseo” en el estudio de García Calderón sobre Cualquier miércoles (2005), y las connotaciones de los espacios transitorios en El cuerpo correcto (1996) según Dania Abreu Torres. Hilda Lloréns (2008) caracteriza el burdel de Nuestra señora como metáfora de Puerto Rico. Varios de los artículos de la primera antología crítica sobre la autora, Lección errante. Mayra Santos Febres y el Caribe contemporáneo (Celis y Rivera 2011), refieren igualmente a la caracterización del espacio en su narrativa, entre ellos los de Radost Rangelova, Rosana Díaz-Zambrana, Margaret Shrimpton y Annette Passapera (quien expande el análisis de la poética de Santos Febres al ciberespacio). En mi contribución a esta colección, analizo los espacios del deseo –burdeles, cabarets y moteles– en las tres primeras novelas de Santos Febres, para iluminar su congruencia con el espacio “legítimo” y cómo cristalizan las fuerzas de poder que dan forma al Caribe y sus relaciones globales. Santos Febres resume sus obsesiones así: “el Caribe urbano, la conexión entre raza y género, la pelea con las tradiciones de la razón –ese proyecto de modernidad que todavía tenemos encima de ser gente civilizada, que significa casi siem-
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el propósito de este libro resulta la caracterización de Santos Febres de las condiciones de la formación de una niña negra y la simultaneidad de marginaciones de las que es objeto. La escritora ratifica y amplía los factores y actores sociales que sustentan la opresión del cuerpo de las niñas estudiados en autoras anteriores, acentuando tanto la vulnerabilidad como la capacidad creativa y rebelde de sus cuerpos. La complejidad de factores que se cruzan en la historia de Isabel Luberza se anticipa en el poema que sirve de epígrafe a este capítulo, donde Santos Febres esboza la asociación entre raza, sexualidad, poder y violencia que atrapa la subjetividad de la mujer negra, asociación implícita en la irónica “provocación” de ese cuerpo que, una vez emancipado, atrae ya no el deseo sino las balas. Nuestra señora es, en primera instancia, un esfuerzo por desvelar o “desdudar” las implicaciones de la existencia de ese personaje histórico, Isabel Luberza Openheimer, heroína popular inmortalizada en el imaginario nacional por plenas, cuentos y películas, pese a su asesinato en pleno furor de su dominio.6 La primera secuencia narrativa de la novela narra, empezando en su niñez, cómo esa ahijada de lavanderas de San Antón, caserío a las orillas de Ponce, desafía su marginación racial, de clase y género, para transformarse en una rica y poderosa aunque escandalosa empresaria, la pro-
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pre parecerse lo más que puedas a Europa… [y] lo que tú tienes que hacer, las negociaciones, para escapar de la marginalidad” (en Celis 2011: 251). Además de las plenas que la conmemoran y de la película hecha en su honor, A Life of Sin (1979), dirigida por Efraín López Neri, Isabel Luberza aparece como personaje en el cuento de Rosario Ferré, “Cuando las mujeres quieren a los hombres” (Papeles de Pandora, 1976) y en “La última plena que bailó Luberza”, relato de Manuel Ramos Otero (El cuento de la mujer del mar, 1979). Sánchez-Blake traza la genealogía del personaje en la obra de Santos Febres misma, según la critica ya en embrión en su poesía y en el cuento “Marina y su olor” (Pez de vidrio, 1996). Respecto a su relación con el cuento de Ferré, afirma Sánchez-Blake: “Varios críticos y la misma Santos Febres han señalado que Nuestra Señora de la Noche es una respuesta al cuento de Ferré a través de una reapropiación del personaje por parte de la autora, un afirmar ‘este personaje me pertenece’. Al revertir los valores del cuento de Ferré se establece un contrapunto del discurso literario entre la escritora blanca y la escritora negra que se disputan un personaje… Santos Febres construye su personaje a través de contrapuntos que parodian y revierten los elementos del cuento de Ferré” (2011: 193).
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pietaria del burdel más famoso de la historia de Puerto Rico. Santos Febres reclama al personaje histórico y literario de Isabel Luberza para localizarlo en el contexto de la historia negra (Ríos Ávila 2011: 73), convirtiéndolo en emblema tanto de las negociaciones con la sexualidad forzadas por el poder patriarcal y colonial como del saber-poder de las mujeres afrocaribeñas, cuya agencia la autora, como su personaje, disputa a una larga tradición de silencio, tergiversación y apropiación. De este modo, como sugiere Elvira Sánchez-Blake, Santos Febres expande un proyecto iniciado desde su poesía y que llega a su cúspide en su siguiente novela, Fe en disfraz (2009), el de la “validación de la ‘provocadora’ subjetividad de la mujer afrocaribeña” (2011: 190), cuya sexualidad es arrebatada a su construcción arquetípica para re-crear y celebrar el poder derivado de su transgresión. Una segunda línea narrativa de la novela, presentada desde el punto de vista de Luis Arsenio Fornarís, hijo del amante blanco de Isabel, permite adentrarse igualmente en el mundo de las élites de Ponce y en sus vínculos con San Antón, de donde provienen sus empleadas domésticas, obreros y amantes. A este nivel, la historia de Isabel Luberza permite observar el relevo imperial en Puerto Rico, condensado en la modernización de la antigua urbe colonial, Ponce, durante la primera mitad del siglo xx. Este proceso incluye el paso de una economía agrícola a la industrial y la problemática incorporación cívica de los sectores subyugados bajo la estructura colonial previa, la implantación de bases militares estadounidenses en la isla y eventos de resonancia global como las guerras mundiales. La errancia de Luis Arsenio, que sale de Puerto Rico para estudiar en Estados Unidos y viaja por el mundo como miembro de la marina estadounidense, registra además las conexiones entre el poder local y las estructuras económicas, étnicas y raciales del imperio en un contexto transnacional. La historia de Isabel localiza a los afropuertorriqueños como testigos y testimonio de los límites de esa modernización, que una vez vista “desde los bateyes de las casuchas de San Antón” (Ríos Ávila 2011: 73) –enclave de descendientes de esclavos– delata la “democracia racial” que domina el paisaje social de la isla (Lloréns 2008: 198). Nuestra señora de la noche recrea los esfuerzos y logros de Isabel en su batalla por expandir los contornos de ese cuerpo social en aras de construirse a sí misma como
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“mujer de medios”. El tronco estructurador de la novela es precisamente la tensión entre el mundo popular y el de la élite y, como señala Guillermo Irizarry, la violencia desprendida del choque epistemológico y ético entre los imaginarios hegemónicos y los subalternos (2011: 208). Este choque se sintetiza en el cuerpo y la historia de Isabel. Mi análisis de Nuestra señora dialoga con el pensamiento feminista afrodiaspórico y con estudios sobre la sexualidad en el Caribe para ilustrar los significados asumidos por la sexualidad y su funcionalidad en medio de la rebelión que permite a Isabel hacerse una “mujer emancipada”. Las armas enarboladas por Isabel en la lucha contra su marginalización son el conocimiento y el aprovechamiento del lenguaje cifrado de los cuerpos y del poder social del deseo. Su sofisticado manejo de estas fuerzas delata, por un lado, el rol político del control del cuerpo en medio de la estructura colonial, poscolonial y neocolonial, al igual que la violencia simbólica, física y sexual con la que se ha ejercido ese control sobre los cuerpos de las mujeres negras. Por otro lado, la lectura de los cuerpos que le permite a Isabel administrar el deseo sugiere un conocimiento profundo de la polivalencia de la sexualidad en el Caribe, testimonio de lo que Santos Febres denomina “una filosofía afrodiaspórica”, que concibe la sexualidad como “fuerza social que trabaja el cuerpo desde el espacio de la negociación; tú negocias con las otras fuerzas a través de lo material y lo erótico” (en Celis 2011: 252-253). En contraposición a la visión occidental de la sexualidad y el erotismo, Santos Febres describe el “sexo caribeño” como una fuerza para re-ligar: “es el aché [yoruba], es el poner a correr las fuerzas que mueven los intercambios entre los planos espirituales, emocionales y materiales del universo… No es ni bueno ni malo, no es ni violento ni trascendental. Es una fuerza… para conectar; unas ganas de ser parte de algo más grande que tú” (en Celis 2011: 253). La redefinición de la ciudadanía “desde abajo” de la socióloga Mimi Sheller ilumina las conexiones entre esta visión alternativa del sexo y la trayectoria que permite a Isabel desbordar los guiones sociales, construirse a sí misma como sujeto y demandar espacios de participación social. Ampliando previas exploraciones de la relación entre la regulación de la sexualidad y la definición de la ciudadanía en el Caribe, Sheller propone un entendimiento de esta última más allá de sus
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definiciones jurídicas, que considere las nociones de pertenencia y convivencia implícitas en las prácticas materiales y espirituales mediadas por los usos y relaciones de los cuerpos con los cuales los sujetos del Caribe popular han respondido a variadas formas de marginación: The claiming and performance of citizenship is at its core a negotiation of freedom that is based on how bodies are used (one aspect of personal freedom), how bodies are socially interrelated with other bodies (one aspect of civic freedom), and how state practices regulate and legislate the uses of and relations between bodies (one aspect of sovereign freedom), with the regulation of sexualities being key here7 (2012: 27).
En la medida en que la regulación de las libertades individuales depende de la reiteración colectiva y pública de las distinciones y límites sexuales y raciales que gobiernan el uso y las relaciones entre los cuerpos, cualquier manifestación de autonomía sexual está siempre en tensión, insiste Sheller, con los esfuerzos estatales y liberales de controlar, a través de la sexualidad, la reproducción, el núcleo familiar, la propiedad y el trabajo (2012: 28). De allí las implicaciones políticas de la “agencia erótica” que esta socióloga, expandiendo estudios previos, atribuye a las prácticas performativas de la cultura popular, cuyo uso y exhibición del cuerpo asocia a la resistencia esclava contra la deshumanización, registrada y legada a las generaciones posteriores en variedad de lenguajes corporales. En estas prácticas pueden encontrarse, argumenta Sheller, rastros de una ideología alternativa de libertad, sembrada en la experiencia del cuerpo sensual como eje de conexiones que objetan y reforman las versiones hegemónicas de la identidad, al tiempo que reconstituyen el espacio de lo público (Sheller 2012: 23-28). La obra toda de Santos Febres desarrolla esta ideología alternativa, articulada explícitamente en 7.
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“La reclamación y la actuación de la ciudadanía son en esencia una negociación de la libertad que se basa en cómo los cuerpos son usados (un aspecto de la libertad personal), cómo los cuerpos se interrelacionan socialmente con otros cuerpos (uno de los aspectos de la libertad cívica) y cómo las prácticas estatales regulan y legislan los usos de los cuerpos y sus relaciones (uno de los aspectos de la libertad soberana), con la regulación de sexualidades como elemento clave” (traducción nuestra).
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sus ensayos y entrevistas. En “Los usos de Eros en el Caribe”, por ejemplo, la ensayista entra en disputa con las ideas de Georges Bataille para denunciar la insuficiencia del paradigma eurocéntrico del erotismo, cuya distinción entre sexualidad y trabajo no aplica a la experiencia de “una cultura donde sexo es trabajo, donde el deseo es lo que surge de la obligación de tener que sentir, que experimentar, el cuerpo de la dominación dentro del propio cuerpo” (Sobre piel y papel 84-85). Las definiciones occidentales tampoco consideran, continúa Santos Febres, lo erótico como medio de autoconocimiento y de autodefinición, cualidades primordiales de su recreación en la obra poética y narrativa de la propia autora y cuyos efectos he explorado ya en las protagonistas de Moreno y Buitrago. Obvian además el potencial social del “sexo caribeño” para “dibuja[r] un mapa más bonito que el mapa de la desconexión, de la sospecha contra el otro, aún en ese espacio que puede ser tan vulnerable” (en Celis 2011: 254). El proyecto emancipatorio de Isabel en Nuestra señora de la noche se sirve del potencial personal y social de esa fuerza del “sexo caribeño”, que La Negra aprovecha y ejerce en formas disruptivas y productivas activadas por medio de dos estrategias fundamentales: la ruptura con la jerarquización corporal y espacial de la diferencia y la inversión del poder implícito en la mirada y en el roce como formas de contacto erótico y social. Ambas estrategias son, además de recreadas en las acciones de la protagonista, reproducidas a nivel formal en la novela. La excepcional “agencia erótica” de Isabel se explica, en la segunda sección de este capítulo, en el marco de las visiones alternativas de familia, comunidad y sociedad aprendidas durante su niñez, testimonio de la experiencia afrodiaspórica sobre la cual se asienta tanto su comprensión de sí misma como su valoración de la sociedad ponceña. En la sección final me adentro en el emporio de La Negra para discutir la polivalencia de la sexualidad, su intercambio, capitalización y comercialización en la imagen del Caribe proyectada por la novela, subrayando el lugar de la prostituta en la construcción de la ciudadanía caribeña y sus implicaciones para la conceptualización de los cuerpos y las subjetividades femeninas. La trayectoria vital de La Negra ilustra el sustrato racial y sexual de las categorías que sostienen las relaciones de dominación, evidenciando por un lado, la centralidad de la producción de cuerpos “Otros” en la
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formación del orden social y, por el otro, la permeabilidad y vulnerabilidad de este orden al contacto entre los cuerpos. En su estudio del rol de la regulación de los cuerpos en la formación de las naciones latinoamericanas, Beatriz González Stephan (1999) señala como su eje vertebral “el manejo de la diferencia”, tanto la articulación de heterogeneidades aceptables como la producción de “Otredades” inadmisibles desde la nueva concepción de la ciudadanía. El orden disciplinar de las naciones modernas, documenta González Stephan, se valió de constituciones, manuales y textos literarios como “tecnologías del poder” tanto para conjurar la amenaza de los sectores populares y racialmente mixtos como para legitimar el dominio de las élites, sustentando en el discurso el “muro de contención” que habría de enviar a ese Otro, calificado de “vulgar, grosero, enfermo, salvaje, sucio”, “hacia el espacio (im)posible de la ‘barbarie’” (1999: 92-93). No obstante, señala la autora, más allá de la escritura “lo que la letra deja de nombrar, se levanta[ba] una dimensión amenazante que provoca[ba] la tensión de esta racionalidad”, forzando la permanente negociación de la diferencia. De allí que la “prueba de fuego de la eficacia de las nuevas tecnologías del poder” consistiera en la supresión de los excesos, en recortar “las excrecencias (los sobrantes) inadecuadas –por inmanejables– de sujetos otros, de otras lenguas y de las otredades del mismo cuerpo” (1999: 91), que fueron reguladas por medio de “la penalización, pesquisa, juzgamiento [y] exclusión en lo jurídico; la degradación (“asqueroso”, “repugnante”, “incivil”, “desagradable”, “vicioso”) en el terreno ético y cultural; y el fracaso en lo social y económico” (1999: 91). Sarah Ahmed (2000) documenta la contigüidad de las políticas de “extrañamiento” en la formación de la identidad personal y la delimitación del cuerpo público en las sociedades occidentales contemporáneas, cimentadas en la creación y el reconocimiento continuo de “Otros” aceptables o foráneos. La identidad de los “Unos”, no surge en el espacio privado de la relación de los sujetos consigo mismos, “rather, in daily meetings with others, subjects are perpetually reconstituted… it is only through meeting with an-other that the identity of a given person comes to be inhabited as living”8 (2000: 7-8). La asime8.
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“por lo contrario, en sus reuniones diarias con los demás, los sujetos son perpetuamente reconstituidos… es sólo a través de los encuentros con un-Otro que la
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tría de poder implícita en estos encuentros, gracias a la cual el “Uno” puede definir al “Otro” como “extraño”, depende a su vez de la ratificación, encuentro tras encuentro, de una historia previa y colectiva de los mismos (2000: 8-13). Santos Febres representa la memoria histórica encarnada en los encuentros entre cuerpos “extraños” distinguidos por los límites coloniales de raza y género, exponiendo e invirtiendo el sustrato ideológico de su diferenciación. No obstante, la autora revela y celebra a su vez la vulnerabilidad del poder hegemónico a la cercanía de esos cuerpos y las intensidades variables de sus encuentros. Regodeándose en la exhibición de los excesos a sus intentos de regulación, Santos Febres delata la porosidad de las categorías hegemónicas, que pone a prueba por medio de la interpenetración constante entre cuerpos y espacios “legítimos” y “extraños”. La autora resalta, en particular, el papel del contacto visual y sexual en la constitución del espacio urbano, las desigualdades que signan estos contactos y sus efectos sobre identidades individuales y colectivas. Ilustra así, una vez más, la compenetración de lo personal y lo político en lo “real íntimo”. La multiplicidad y confusión de voces narrativas que se superponen en Nuestra señora de la noche activa el carácter disruptivo de los encuentros en la novela, poniendo de relieve el interés en subvertir fronteras simbólicas y espaciales que cimenta la poética de Santos Febres. La formación de Isabel se relata desde el punto de vista de la niña, la jovencita y la mujer adulta, las cuales se desdoblan a su vez en distintas voces internas. Las de Isabel se intercalan con las voces también fragmentadas e internamente escindidas de otras dos protagonistas femeninas: su némesis blanca, Cristina Rangel, esposa y madre de Luis Arsenio, el hijo legítimo del amante de Isabel, Fernando Fornarís; y su antagonista negra: Candelaria o doña “Montse”, la madre de crianza o madrina del hijo de Isabel y Fernando. Cada una de estas mujeres es caracterizada desde una suerte de espejo divergente, en relación con las otras y con las vírgenes que las inspiran: la Virgen Inmaculada, para Cristina, la Virgen de Montserrate, “madre negra con niño blanco en el regazo”, asociada con Candelaria, y la Virgen de la Caridad del Cobre, la patrona de Isabel, encarnación de Ochún, deiidentidad de una persona determinada viene a ser habitada y vivida” (traducción nuestra).
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dad yoruba emblemática de la sexualidad y la seducción. El contraste entre las mismas sitúa en el núcleo del conflicto social y epistemológico presentado por la novela, el encuentro entre la cosmovisión cristiana y la espiritualidad afrocaribeña implícita en las apropiaciones sincréticas de la primera. Santos Febres confunde deliberadamente los límites de estas visiones, sus respectivos discursos sobre la sexualidad femenina y las connotaciones raciales de los mismos, con énfasis en la distinción entre la madre y su “extraña”, la concubina o la prostituta, particularmente susceptible a la cercanía entre las conciencias de las protagonistas. Cristina, la madre blanca y pura, que no logra pese a su abnegación sostener su posición social, resiente el poder de la Madama y le reclama a la Virgen su frustración afectiva y sexual, refugiándose en el alcohol y la depresión. “Montse”, antigua prostituta, tras inmolar su sexualidad para ganar los favores del padre blanco y convertirse en la madre sustituta de “El Nene”, el hijo “ilegítimo” de Fornarís, es acosada por voces internas que le reclaman su sumisión conduciéndola eventualmente a la demencia. En contraste, Isabel, madre biológica de Roberto Fornarís, asume el dolor del desgarramiento interno y capitaliza su rabia para transformarse en la “mujer dura” que rechaza la maternidad y el concubinato para continuar con su empresa emancipadora. Este juego especular, que tergiversa no sólo los modelos femeninos sino las realidades circundantes, se completa con la visión de Luis Arsenio, cuya identidad entra en crisis tras su encuentro erótico con una mulata del Elizabeth’s, debido a su dificultad para asumir el control del deseo requerido de los hombres de su clase. La indefinición de Luis Arsenio se agrava al asistir a la universidad, tras su encuentro con las élites estadounidenses que lo relocalizan como el “extraño” colonial, indeseado y subordinado. La movilidad física y social de Isabel reproduce igualmente los efectos desintegradores de la confusión ya no de las voces y conciencias sino de los cuerpos y lugares de propios y “extraños”. El proceso por el cual se define y reconoce al “extraño” está firmemente anclado, según remarca Sarah Ahmed, en la legitimidad de su presencia en ciertos espacios: “we recognize somebody as a stranger, rather than simply failing to recognize them… [and] the recognizability of strangers is determinate in the social demarcation of spaces of belonging: the
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stranger is ‘known again’ as that which has already contaminated such spaces as a threat to both property and person”9 (2000: 22). Desde la primera aparición de La Negra, en el capítulo titulado “Revelación”, Santos Febres registra la “contaminación” del espacio de la élite blanca ponceña operada por esa emblemática “extraña” –negra, mujer, prostituta– sobre las fronteras espaciales de la diferencia. Forrados en un guante blanco, la mano y el brazo negros de “la Madama del Portugués” surgen desde el Cadillac de su abogado para dar paso a ese cuerpo improbable, entrando al baile de la Cruz Roja, donde senadores, empresarios y hasta el obispo la miran “espantados” sin que nadie pueda disputar su presencia, pues entre favores y secretos, Isabel ha comprado su derecho a habitar, y a definirse a sí misma, en relación con ese espacio (9-10). Mimi Sheller destaca el vínculo entre movilidad, apropiación del espacio e identidad sugerido por esta escena, al señalar cómo los espacios se forjan y adquieren límites y carácter de lugar a través del movimiento de los sujetos a través de ellos. Este movimiento es, a su vez, una tecnología que produce a los sujetos mismos, en tanto que “‘one’ goes or does what one ‘is’, or where one is determines what one is seen to be”10 (2004: 32-33). Al presentar, en el segundo capítulo de la novela, el Elizabeth’s Dancing Place, Santos Febres completa la inversión operada por el desplazamiento inicial y subraya su polivalencia. La introducción del eje del poder de la Madama, desde el punto de vista de Luis Arsenio durante su visita de “iniciación” en la masculinidad, insinúa igualmente la relación endémica del burdel y sus cuerpos con el espacio y los ciudadanos “legítimos” de Ponce: Aquello era otra dimensión … La gente reía alto, bebía libre en ese lugar con aire a diván mullido, a sitial sin ojos pero repleto de manos y pieles 9.
“reconocemos a alguien como extraño, en lugar de simplemente no reconocerlo… y el reconocimiento de los extraños es determinado por la segregación social de los espacios de pertenencia: el extraño se ‘conoce otra vez’ como el que ya ha contaminado dichos espacios como una amenaza tanto a la propiedad como a la persona” (traducción nuestra). 10. “‘uno’ va o no según lo que uno ‘es’, o donde uno está determina lo que se percibe que se es” (traducción nuestra).
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de bullicio que camuflaba las palabras dichas sin reparo. Además, allí estaban las chicas, las pupilas/ahijadas/protegidas de Isabel, esparciéndose por el salón como carnes de regalo… [con] una alegría de regalo, con mujeres tan diversas como uno las pudiera imaginar, prestas a hablar y a regalar su presencia la noche entera… [que] se paseaban por el salón envueltas en rumores de tafetán, con amplios escotes y carmín de labios, empuñando grititos y sonrisas y bamboleándose sobre tacones altos, perfumadas con mil fragancias y con humo y con el olor al deseo regalado de aquellos que llegaban al Elizabeth’s en busca de un lugar donde soltar las amarras de su decencia (33-34).
La voz narrativa asocia el efecto licencioso de esta “otra dimensión, distinta y alegre” al carnaval, si bien se cuida de matizar este vínculo, distinguiendo el efecto del burdel del carácter transitorio y finito asociado con el carnaval: “Era otra la alegría del Elizabeth’s. Una alegría derramada pero consciente de su existencia casi imposible” (34). La irreverencia del burdel de Isabel no sólo coexiste de manera permanente con el espacio legítimo, sino que exhibe su conciencia de la máscara, de esa “pose” de alegre rendición a su dominio requerida por la fantasía patriarcal, cuyas implicaciones he discutido en el capítulo anterior. El desplazamiento del cuerpo de La Negra, que no sólo crea un espacio propio sino que, retomando la escena de su aparición, apropia el espacio de los otros, media el ingreso de la energía del burdel en los espacios “decentes” de la ciudad. El movimiento textual emula la “toma del espacio” que Carole Boyce Davies atribuye al cuerpo femenino negro en el contexto del carnaval y en otras formas de expresión popular en el Caribe. Pese a las contradicciones implícitas en su exhibición para el disfrute masculino, el cuerpo de las mujeres que bailan en el carnaval asevera la agencia y el disfrute de la sensualidad femeninos, haciendo del mismo un escenario para la puesta en escena pública de esa sexualidad cuya expresión privada es tan deseada como temida. Resistiendo al imperativo de cubrirse y esconderse, con sus implicaciones de vergüenza e intimidación, el gesto de “ganar espacio” de las danzantes en el carnaval, que según señala Boyce Davies proviene del baile afrocaribeño, implica además un movimiento a áreas no permitidas y la transgresión de los confines marcados por las divisiones de raza y género (Boyce Davies 1998: 339-341). La toma del espacio por parte de Isabel constata este
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efecto de ruptura a lo largo de sus distintas etapas, incluyendo la adquisición de la tierra sobre la cual funda su burdel, la ampliación y consolidación del Elizabeth’s, su “invasión” de la ciudad blanca de la élite ponceña y su expansión a otras islas del Caribe, donde la Madama invierte y salvaguarda su dinero. Este desplazamiento resulta definitivo en la resignificación del cuerpo externamente sexualizado y vulnerable de la mujer negra, transformado por Isabel en cuerpo-sujeto autónomo y poderoso. Los mecanismos que habilitan el poder de Isabel, al igual que la ambivalencia y la conciencia de la máscara que supone la alegría irreverente del burdel, se enfatizan en la descripción del Elizabeth’s desde el punto de vista de La Negra Luberza. “Sentada en su trono de paja, convertida en espectáculo ella misma y convirtiendo en espectáculo todo lo que pudiera acaparar con su mirada”, la “benevolente Madama” mira y dirige su reino: Sus ojos se abrían en dos profundas almendras que vigilaban el lugar, alertas, pero derramándose en cada paisano, en cada pareja que bailaba, en las manos que abrían y cerraban la caja registradora de la barra, en los morenos altos como una torre que se tomaban un trago con aparente despreocupación, apostillados cerca de las entradas y las salidas del salón. Paseaba su vista como si estuviera evaluando un espectáculo de variedades y como si sopesara estrategias de defensa en un territorio minado. Todo lo abarcaban sus ojos (35-36).
Las dos descripciones del lugar, concebido como espacio de libertad y desenfreno por Luis Arsenio, y como campo de batalla por Isabel, introducen la tensión entre la visión de la élite y la del mundo popular que atraviesa la novela. Al situar a La Negra simultáneamente como objeto de deseo y como sujeto de erotismo y poder, el pasaje destaca además el reconocimiento de Isabel de sí misma como testimonio encarnado de la porosidad de los límites del cuerpo individual y el social: “Que aquella mujer se sabía mucha hembra. Sabía, además, que su piel era una provocación y que bastaba mirarla para impresionar a cualquiera” (35). La subjetividad de la mujer negra es reafirmada al concederle conciencia de ese saber sobre su cuerpo y sobre el de los otros, cuyo poder se constata en la inversión de la mirada, en esos ojos ubicuos que vuelcan contra los “Unos” el extrañamiento del cual son objeto el cuerpo y la sexualidad de La Negra. Santos
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Febres pone de relieve el poder de “la mirada vigilante” como “tecnología” tanto de la economía sexual como del poder social. A esa mirada puede remitirse, en el orden moderno, “el cuidado de las formas, las apariencias, la contención de las emociones, el contacto de los cuerpos, las retóricas del buen decir, porque el ojo del otro recuerda permanentemente fronteras que sólo son imaginarias… [convirtiendo] la vida urbana en una gran mascarada [y] en un inmenso observatorio no sólo policial, clínico, pedagógico, lingüístico y literario” (González Stephan 1999: 99-100). La escena resalta a su vez el potencial implícito en la mirada como vehículo de contacto corporal, cuyo origen Santos Febres misma remite a la práctica popular de mirar y mirarse en el Caribe: “una manera de leer a la gente, de mirar el entorno, [que] a mí me interesa mucho… porque se forma también un ‘tome y daca’. Tú miras, pero a la misma vez eres mirado. Y hay una cierta justicia social ahí. Otra vez es una manera de conectarte, de crear otro mapa y de ver el cuerpo como un papel” (Celis 2011: 255). La narración continúa describiendo a las empleadas de Isabel como sus “pupilas” desplegadas entre sus clientes, en una caracterización que amplifica el poder transgresor de La Negra. Los encuentros sexuales en que los locales de la clase popular, los soldados y extranjeros buscan ratificar su poder masculino, y en los que los hombres blancos de la élite de Ponce ratifican, además, su poder económico y social, se convierten en este espacio en fuente de poder para Isabel, quien capitaliza tanto la lectura de las necesidades sexuales de sus clientes, como los secretos compartidos en las camas. Santos Febres se vale no sólo de la reciprocidad de la mirada sino de la amalgama del contacto visual con el erótico que tiene lugar en el burdel, donde mirar y ser mirado, el primer contacto entre los cuerpos, asume las cualidades del roce. En su análisis del uso textual de los sentidos, William Cohen identifica un mecanismo similar entre autores de la era victoriana, quienes cuestionan la distancia implícita en el acto de mirar diluyendo las fronteras entre el sujeto y el objeto de la mirada. Retomando la teorización de la carne –the flesh– de Maurice Merleau-Ponty, Cohen destaca cómo el filósofo, al igual que estos escritores, concibe el mirar como una “palpación del ojo”, adjudicando a la visión las cualidades del tacto, analogía que contamina el acto de mirar con la ineludible reversibilidad de tocar y ser tocado: “MerleauPonty lends vision the tactile qualities of proximity and direct contact,
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turning it from the objective, distant sense into a corporeally grounded and reciprocal one”11 (2009: 17). En este contexto, la visión pierde su autoridad, haciendo del sujeto que mira un objeto para ser mirado. La “carne” de Merleau-Ponty es precisamente el producto de la constitución mutua entre el cuerpo que percibe y el objeto percibido por los sentidos, prerrequisito de la formación del sujeto que emerge del “cuerpo vivido”. Cohen resalta a su vez cómo, en esta economía de la reciprocidad de los cuerpos, la visión actúa no como una percepción profunda sino como el roce entre las superficies mutuamente permeables de sujetos y objetos (2009: 23). En su reconsideración de la mirada “imperial” (Pratt 1992) y de cómo se actualiza en la relación entre el turista y los locales en el Caribe contemporáneo, Mimi Sheller explica en términos afines la situación del visitante del Primer Mundo, cuyo derecho implícito a mirar implica a su vez el riesgo de ser “tocado”: “gazing on another requires a certain degree of proximity, which puts the gazer at risk: Embodied encounters leave a space for the gaze, deflecting the gaze, returning the gaze, appropriating the gaze, and destabilizing the power of the gaze”12 (2012: 211-212). En el continuum entre la mirada y el roce erótico se siembra entonces la economía del “contagio” que marca el paisaje social de Nuestra señora, a cuyos orígenes e implicaciones retornaré en las secciones que siguen.
La niña negra Las mujeres negras siempre hemos sido un objeto sexual, pero de verdad, de carne. No objeto de la seducción, ni de la seducción malvada en la que te van a timar para acostarse contigo. No, hombre, no, tú eres una mujer negra, tú eres menos
11. “Merleau-Ponty presta a la visión las cualidades táctiles de la proximidad y el contacto directo, pasando de ser el sentido objetivo y distante a convertirse en una conexión recíproca anclada en lo corporal” (traducción nuestra). 12. “mirar a otro requiere de un cierto grado de proximidad, que pone en riesgo la mecánica: los encuentros corporales dejan un espacio para la mirada, para desviar la mirada, devolver la mirada, apropiarse de la mirada y desestabilizar el poder de la mirada” (traducción nuestra).
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Nadia V. Celis Salgado que eso todavía. Eres un objeto de consumo. Te pagan directamente, o te pagan indirectamente a través del trabajo doméstico y sexual. Antes fue a través del trabajo esclavista y sexual. Yo te hago un hijo pero te pago la casa, el agua, la luz y el teléfono. En ese espacio es que yo trabajo el espacio del cuerpo y del erotismo
(Santos Febres, en Celis 2011: 253).
Santos Febres remite a la infancia de Isabel las claves del poder que le permite revertir la mirada y que facilita su desplazamiento espacial y social. Al adentrarse en las relaciones de la niña, Santos Febres ilustra la formación de una lógica y una ética alternativas, marcadas por el contexto material, ideológico y espiritual de San Antón, en cuyas interacciones sociales puede apreciarse la persistencia de una visión del mundo de origen africano, en tensa y porosa coexistencia con el mundo eurocaribeño. Escenas clave del proceso de formación de niñas a mujeres a las que me he referido en los capítulos anteriores, adquieren matices particulares en esta novela, dada su recreación de las circunstancias que marcaron la existencia de las mujeres negras tras la esclavitud y que continúan siendo parte de la formación de muchas mujeres “de color” contemporáneas. Entre ellas, la pobreza y la necesidad de trabajar desde muy temprana edad, las variaciones del núcleo familiar derivadas del régimen colonial, las dificultades para acceder a la educación y otras oportunidades de desarrollo personal, la confrontación con la inferioridad social asociada al color de su piel, el recrudecimiento de la objetivación del cuerpo y la vulnerabilidad a la violencia sexual, así como las negociaciones con la sexualidad a las que da lugar su caracterización como cuerpo hipersexual y disponible, entre otras consecuencias materiales y psíquicas de los mitos asociados a la identidad de niñas y mujeres negras. Al igual que en las protagonistas antes analizadas, la novela sitúa como núcleo de la formación de la niña la vivencia del cuerpo, eje de una conciencia corporal que, en el caso de Isabel, se aprecia ya no sólo en la interpretación de la experiencia desde las percepciones sensoriales o en la necesidad de defender su cuerpo de los imperativos patriarcales, sino en la toma de conciencia del papel
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del deseo y la sexualidad en el entramado social. A lo largo del desarrollo de Isabel, la novela se vale sucesivamente del contacto y la reacción corporal, de la comunicación no verbal, para recrear los discursos y prácticas que nombran y localizan a la mujer negra, así como las estrategias con las que Isabel negocia las condiciones de opresión asociadas con su raza, género y clase. En el centro de su excepcional capacidad para leer y reescribir las relaciones intercorporales, que irónicamente Isabel termina usando para mercadear con los cuerpos de otras niñas, se sitúan los saberes ancestrales archivados en los cuerpos negros, fuente de esa “filosofía afrodiaspórica” que Santos Febres asocia al trabajo con el cuerpo y con la sexualidad como fuerza social. Una serie de momentos clave del proceso de formación de Isabel ilustran las bases históricas e ideológicas, así como las connotaciones éticas de la filosofía encarnada por La Negra. La representación de la mirada, tangible y recíproca, funciona como indicador de la fluctuación en las posiciones, las negociaciones y el acceso al poder que va adquiriendo la protagonista. En “Mama’s Baby, Papa’s Maybe: An American Grammar Book”, Hortensia Spillers retoma el horror de la esclavitud para describir el proceso por medio del cual el cuerpo de la mujer negra fue deshumanizado y convertido en significante de los sentidos asignados por su captor. Spiller destaca la continuidad entre la violencia simbólica que sustentó la apropiación material del cuerpo negro y las imágenes estereotípicas que continúan circunscribiendo la definición de la identidad de las mujeres negras, tales como el de la “mula” de trabajo, el de la “provocadora” sexual, el de la sumisa nana doméstica y el de la matriarca emasculadora y súper poderosa. Patricia Collins enfatiza tanto la función revictimizadora del lenguaje señalada por Spiller, como el carácter violento de la persistencia de esas imágenes en el imaginario popular. Los mitos sobre las mujeres negras, destaca Collins, operan como tecnologías de control sobre todas las mujeres en el contexto colonial y poscolonial, dada la racialización de los parámetros de feminidad que distinguen la sexualidad “provocadora” y “disponible” atribuida a las primeras del ideal reservado para las mujeres blancas, basado en la pureza, la sumisión y la domesticidad. A esta separación responde críticamente en Nuestra señora de la noche la contraposición
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entre Isabel, Cristina Rangel y doña Montse. Un resultado paradójico de esta clasificación de las mujeres es que, como comenta Collins en el caso de las afroestadounidenses, en contraste con los modelos femeninos disponibles para las mujeres blancas y de clase media, el repertorio de imágenes de las mujeres negras es tan uniformemente peyorativo que casi invita a la resistencia. De allí que la formación de la identidad de estas mujeres pase necesariamente por “the struggle to replace controlling images with self-defined knowledge deemed personally important, usually knowledge essential to Black women’s survival”13 (Collins 2009 [1990]: 100). Isabel encarna y refuta en distintos momentos de su crecimiento varias de estas imágenes, ilustrando tanto la trampa que suponen para su subjetividad como el conocimiento de sí misma y del mundo que genera su coexistencia con las mismas. La agencia patente en la trayectoria vital del personaje refleja también el proceso de autodefinición al que se refiere Collins y las bases colectivas, con raíces en las comunidades de mujeres negras, del conocimiento alternativo que nutre la capacidad de Isabel no sólo para sobrevivir sino para inventarse una identidad propia. Santos Febres empieza por situar a Isabel niña en el contexto de su familia de crianza y en el barrio negro de San Antón. Hija y ahijada de lavanderas, la niña crece ayudando a su madrina y admirando a esas mujeres de “grupa dura”, esas “mujeres-mula” que, sin embargo, hablan fuerte y ríen alto, “libres” pese a la continuidad de su explotación laboral por los patrones blancos. Isabel es dejada al cuidado de Tete Casiana, quien cría niños de otras madres, cuando su madre biológica debe volver a trabajar. Maruca, otra de las lavanderas del barrio, se encariña con la niña y decide amadrinarla. El universo narrativo de Santos Febres está lleno de estas madres sustitutas, cuya presencia fundamenta otro sentido de familia y de comunidad, en tensión permanente con la familia “privada” blanca y sus formas de sociabilidad. El sustrato ideológico de estas dos visiones de familia es documentado por Patricia Collins en su caracterización de la familia afroamericana. Co13. “la lucha por reemplazar las imágenes controladoras con un conocimiento autodefinido personalmente relevante, usualmente un conocimiento esencial a la supervivencia de las mujeres negras” (traducción nuestra).
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llins señala cómo la distinción entre el trabajo en la esfera pública, considerado masculino, y el trabajo doméstico, a cargo de la mujer, que dio lugar al ideal de familia blanco, no es aplicable a la experiencia de las mujeres negras, ni en sus comunidades originarias ni bajo las condiciones impuestas por la esclavitud. Estas últimas incluían la prohibición de los matrimonios entre esclavos, la separación forzada de los hijos y la obligación de trabajar, a menudo criando los hijos de los amos y no los propios. Collins documenta, además, las distintas formas de cuidado comunal de los niños que surgieron como alternativa al cuidado materno individual bajo estas condiciones, arraigadas entre sus descendientes hasta época muy reciente (Collins 2009 [1990]: 50). Entre las comunidades descendientes de africanos, “otras-madres” reemplazaron comúnmente a mujeres que por variedad de razones, desde haber concebido muy jóvenes o como producto de violaciones hasta la pobreza extrema, carecían de la preparación o el deseo para la maternidad (Collins 2009 [1990]: 180). Es éste el caso de la abuela y la madre de Isabel, así como de Isabel misma, quien al dar a luz un hijo no deseado lo entrega al padre y a “Montse”. La intervención colectiva en la crianza de los hijos de otros es también rasgo de esta visión alternativa de la maternidad que, según Collins, contribuyó a la formación de una particular forma de comunidad alterna a los intereses “privados” ligados al individualismo capitalista. Santos Febres recrea estas visiones de familia y comunidad entre las lavanderas, los albañiles y obreros de San Antón y en las distintas relaciones que forja Isabel, quien pese a que abandona a su propio hijo, cría al bebé de una de sus muchachas, funciona como madre sustituta de sus empleadas y contribuye con dinero, regalos y obras públicas a la educación de los niños de San Antón. Su relación con Demetrio Sterling, tabacalero sindicalista y maestro de los niños del barrio, es particularmente ilustrativa de las familias alternativas que forma La Negra. Demetrio es también su mentor intelectual, quien le enseña a leer y le facilita libros en los que Isabel ve reflejado su propio deseo de transformación. Isabel crece curiosa y feliz en esa comunidad de mujeres fuertes, sin reconocer el peso de sus restricciones económicas ni su sustrato racial hasta que su madrina decide entregársela como empleada domés-
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tica a una familia blanca a cambio de que la envíen a la escuela. Un detonante decisivo de la partida del hogar es la “mirada viscosa” de Mariano Moreno, hermano de Maruca, cuya lascivia, que la niña siente pero no logra interpretar, intranquiliza tanto a Isabel como a sus madrinas. En el caso de Isabel, como en los comentados en las novelas previas, la mirada que sexualiza el cuerpo de la niña se convierte en evento fundacional que fuerza sobre ella la negociación de la percepción propia de su cuerpo con los significados sociales del mismo, incluyendo las connotaciones sexuales ligadas tanto a su género como a su color de piel. La proyección del deseo del adulto como “provocación” de la niña que ha dominado la imaginación patriarcal de esta atracción, es explícitamente refutada en la novela cuando Maruca confronta a su hermano, culpándolo de la “desgracia” que ocurrirá si la niña no se va. Mariano responde: “–¿A mí qué me andan mirando? Yo a esa negrita no le he tocado ni un pelo… ¿Tú no la ves cómo me mira?”; “–Cómo la miras tú”, le responde inequívoca la Madrina (55). Esta “mirada viscosa”, que sitúa a la niña como “Otro” en la jerarquía de género, señala los orígenes de la dinámica en torno al mirar de que se vale Santos Febres para ilustrar el reposicionamiento de Isabel ante el poder. Por su parte, el proceso de “extrañamiento” de la niña negra como otro racial se recrea en el encuentro de Isabel con la familia Tous, cuando se ve examinada por doña Gina y se compara a sí misma con su hija, Virginia, su primer espejo blanco, que “la hace sentirse tan sin nada” (62). Isabel experimenta así ese primer momento de la conciencia de su cuerpo como “negro” que, en su clásico Black Skin, White Mask, Frantz Fanon (1968) describe como una conciencia en tercera persona, reacción a la respuesta del otro a la piel propia. Santos Febres representa el surgimiento de esta conciencia como una experiencia de desdoblamiento, durante la cual la niña ve su cuerpo reflejado en los ojos de sus nuevas patronas como flaco y sucio, devaluación confirmada por la voz deferente de su madrina Maruca al hablarle a la señora, “una voz que jamás le había oído antes” y que se materializa en el encogimiento de su cuerpo ante los ojos de Isabel. Sin embargo, la niña interpreta esta inferioridad como desposesión, no como evidencia de un ser sino de un (no) tener, desde una lógica que fusiona las jerar-
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quías de raza y clase y que motiva la determinación de Isabel de hacerse “mujer de medios”. La negativa de Virginia a tocarla y la sentencia de doña Gina, que la manda a bañar para que no ensucie la casa, concluyen esta primera revelación (61).14 La anterior es la primera de varias experiencias “fuera del cuerpo” de la protagonista, cuyo desdoblamiento es análogo a la distinción entre el cuerpo vivido y el cuerpo objetivado revisada entre las protagonistas de las novelas anteriormente estudiadas. El hecho de que la niña viva esta experiencia en un encuentro con mujeres blancas es a su vez decisivo puesto que socava la posibilidad de una solidaridad de género como eje de su batalla por ser “mujer emancipada”. Santos Febres hace eco de las objeciones de las feministas “de color” a la universalización de las experiencias de las mujeres y de su clamor por considerar la intersección de las opresiones, cuya negociación implica para Isabel un acercamiento estratégico a los hombres, de quienes aprende a valerse para sus propósitos. Al rescate de la niña aparece otra madre sustituta, Lorenza, empleada doméstica de los Tous, con quien Isabel aprende a mirar a sus patrones y a desprender su visión de sí misma de la que ellos le devuelven con sus maltratos e insultos. “No le eches la culpa a nadie más que a ellos… Así son ellos. Así hacen para sentirse mejores. Se lo hacen a todo el mundo” –le advierte Lorenza (102-103). De ella aprende también “el alivio de la risa” (109), a través de la burla constante de los cuerpos blancos, de cómo hablan y caminan sus patrones, “que no mueven las caderas ni aunque les cueste la vida, oye, como si les hubieran metido una vara por el culo” (108-109). La vida de Isabel y Lo14. En su lectura de la formación de la subjetividad de Isabel, Rosario Méndez Panedas interpreta esta escena a la luz de su intertexto con el cuento “En el fondo del caño hay un negrito” de José Luis González. Méndez Panedas sugiere que la novela retrata la formación de la subjetividad de Isabel desde la alteridad, a partir de las voces internas que la “seducen y le permiten cambiar su destino, tomar las riendas de su vida y conseguir sus deseos” (2009: s.p.). La llegada a casa de doña Georgina, primera de las escenas en que se enfrenta a estas voces, es equiparable para Méndez Panedas a la escena en que el negrito Melodía se mira en el espejo del caño en el cuento de José Luis González. Según la autora, a diferencia del no reconocimiento de sí mismo como Otro que motiva a Melodía a tirarse para alcanzarlo y ahogarse en el caño, Isabel logra resistir la ilusión.
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renza en casa de los Tous resuena además con la de otras familias blancas con sus criadas negras, actualizando en el contexto postesclavista de Ponce la “intimidad de los imperios” a cuyos arreglos domésticos, conexiones afectivas e intercambio sexual entre señores y servidores, remite Ann Laura Stoler (2002) las fisuras de la estratificación racial y sexual del mundo colonial. A su acceso privilegiado a la psique de los blancos y sus contradicciones, atribuyen asimismo algunos estudios sobre el sevicio doméstico postesclavista, la desmitificación del racismo y la afirmación de su propio punto de vista por parte de nanas y cocineras negras (Collins 2009 [1990]: 10-11). En estos primeros encuentros de Isabel surge esa identidad autodefinida de la mujer negra que Patricia Collins señala como la consecuencia paradójica de su construcción mítica peyorativa, una conciencia diferenciada de sí misma que supone independizar su criterio y asumir responsabilidad sobre la transformación personal (113-119). No obstante, en contraste con la represión o sublimación de la sexualidad que Collins identifica entre las autoras afroestadounidenses, Santos Febres sitúa en el núcleo de esta autoconciencia la capacidad de Isabel para controlar su cuerpo y sexualidad, una conciencia erótica que nace en su pubertad, cuando empieza a reconocer frente al espejo los cambios y atributos sexuales de su cuerpo adolescente. La alegría de Isabel al apreciar sus “caderas anchas, anunciando a la mujer que vendría a habitar sus carnes, de un tinte azul bruñido” (89) contrasta también con la ansiedad, culpa y vergüenza ante la sexualidad dominante entre las protagonistas adolescentes estudiadas en este libro. Ajena a la noción del pecado, a la moralidad católica y al ideal femenino que opera sobre la mujer blanca, Isabel reconoce en las propiedades de su cuerpo una fuente de poder: “No pudo evitar mirarse las carnes y sonreír, haciendo plan mental de cómo eran mejores que las de la niña Virginia. Más fuertes, duras” (89). En la mirada de Isabel a sí misma, Santos Febres invierte el espejo blanco convirtiéndolo en fuente de autoafirmación. Esta inversión surge en diálogo con las miradas del señor Tous, cuyo interés la niña no sólo reconoce sino que, en el contexto de las constantes vejaciones de sus patronas, recibe como compensación, una confirmación de la “dureza” de su piel: “Lo miraba mirándola y se le dibujaba una sonrisa en el rostro. Dulce tibio
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arroz con leche recién sacado del horno en las miradas del Señor” (91). En otra de sus escenas de desdoblamiento, cuando Virginia le grita que suelte su vestido porque lo va “a ensuciar con esas manos de tiznada” (102), Isabel se imagina a sí misma apretándole el cuello, mientras piensa: “Yo soy mejor que tú, foca fofa. Hasta tu padre lo sabe, yo soy más fuerte y más dura, tú inservible, malagradecida, inútil” (102). Tras su sonrisa ante la atracción del señor reside pues un secreto sentimiento de triunfo, surgido del prematuro reconocimiento de cómo funciona el poder, en este caso de la subordinación de sus patronas al padre, a quienes la niña intenta sobrepasar estimulando las miradas del señor, gracias a las habilidades para la costura aprendidas de Lorenza, que utiliza para amoldar a su propio cuerpo los vestidos usados de Virginia. Si bien su participación en esta dinámica implica agencia por parte de la niña, que empieza a situarse como sujeto que mira y no sólo objeto de la mirada (Méndez Panedas 2009: s.p.), no se trata de un intercambio igualitario. Por un lado, Isabel, libre del deber de la “decencia” que anula a sus congéneres blancas, rompe la jerarquía de género implícita en el acto de mirar, cuya codificación implica la renuncia al derecho a iniciar, aceptar o retornar la mirada: “The female gaze is trained to abandon its claim to the sovereign status of seer. The ‘nice’ girl learns to avoid the bold and unfettered staring of the ‘loose’ woman who looks at whatever and whomever she pleases”15 (Bartky 1997: 135). Por otro lado, pese a su reapropiación de la “provocación” que diera lugar a esa mirada, el origen de la mirada del señor Tous no es la voluntad de Isabel; no es ella quien ha iniciado la mirada ni tiene todavía el poder de mirar libremente o de imponer su mirada sobre el otro. Volviendo al rol de la mirada sexual en la comprensión de la identidad de la niña examinado en capítulos anteriores, es importante agregar que el “malentendido” sobre el origen e intención del deseo mediado por esta mirada se centra en que “la provocación consiste no 15. “La mirada femenina es entrenada para abandonar su reclamación del estado soberano de observadora. La chica ‘buena’ aprende a evitar la mirada audaz y sin trabas de la mujer ‘fácil’ que mira lo que quiere y a quien a ella le place” (traducción nuestra).
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en la intencionalidad del acto, sino en la posesión de un atributo”. Aunque recibir la mirada es una experiencia en principio pasiva, activa sensaciones en el cuerpo de la niña y, en consecuencia, “es codificada por la mente infantil como un acto activo… sin ser activa ni agente ni sujeto del cual parte el deseo… ni la excitación, sin estar su fuente en la subjetividad infantil, la niña lo interpretará como propio y se encontrará situada en la posición de ser causa del deseo del hombre, y ante el hecho consumado de la sexualización de su mirada y su cuerpo entero” (Dio Bleichmar 1997: 258). Las limitaciones de la agencia de Isabel en la seducción de su patrón se hacen patentes cuando el señor Tous regresa borracho de la fiesta de presentación en sociedad de su hija y va en busca de la chiquilla. La voz narrativa explora las “opciones” de Isabel: “Quizás debería llamar a Lorenza, salir corriendo; pero ¿hacia dónde? ¿Qué otros brazos la podrían acoger? Mejor se quedaba allí, quietecita, respirando contra don Aurelio, que la seguía abrazando lento, que la seguía oliendo entera. Aquel abrazo tan tibio que quizás la pudiera aliviar… ‘No te asustes, niña’” (110). La escena evidencia el sustrato emocional del juego y la ingenuidad de la niña, confundida aún entre el lenguaje de ternura que habla su incipiente erotismo y el lenguaje sexual adulto. Abandonándose, con los ojos cerrados, a “el peso exacto de los ojos de don Aurelio mirándola despacio”, Isabel se desdobla una vez más para conversar con Maruca: “Madrina, ya no importa nada” (110-111). La razón por la que “ya no importa nada” es la muerte reciente de su Madrina, y con ella de los sueños de educarla que condujeron a su entrega a esa familia; el “abrazo tan tibio que la pudiera aliviar” alude, por su parte, al duelo truncado por la urgencia de regresar al trabajo para complacer las exigencias de la patrona. La disparidad de poder que limita la agencia de la niña se constata en el comentario de Lorenza, quien al despedirla al día siguiente le dice que se salvó, gracias a la llegada oportuna de doña Gina, de que el señor “se la hubiera comido como a un pajarito” (176). La relación de Isabel con el deseo del señor Tous debe explicarse, además, en el contexto de las relaciones entre los hombres blancos y las mujeres esclavizadas, a cuyo legado volveré más tarde. La evolución de la conciencia de Isabel sufre otro giro mientras trabaja como costurera para don Antón, cuyas contribuciones a las aspi-
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raciones de la joven incluyen un cuartito donde dormir, un modesto salario y las telas y modas europeas con las cuales la muchacha empieza a diseñarse una imagen nueva, “espigada, moderna” (177). Isabel se transforma al amparo de la Virgen de la Caridad del Cobre, Ochún en el panteón Yoruba, la seductora por excelencia cuya medalla Lorenza le regala. La acompañan también las palabras de Luisa Capetillo, sindicalista y escritora, en cuyo alegato contra la institución del matrimonio –“un contrato de compraventa en el que muchas veces la mujer sale perdiendo” (98)– Isabel sustenta su propia ambición: “Mujer de medios, independiente y libre. Ya existían otras que lo habían conseguido” (99). Isabel se descubre “mujer” a los quince años, camino a un baile de bomba, haciendo inventario de “todas las cosas que estrenaba aquella noche. Vestido, baile, compañía, ganas de gozar. ‘Toda una mujer’ se volvió a decir y sonrió” (185), y lo celebra bailando, como le enseñó su madrina: “quería decirle al tambor que estaba feliz. Que había sobrevivido a ‘aquello’ en los abrazos de don Aurelio… Que ahora estaba en un sitio mejor, que se lo dijera a su Madrina” (185). La escena del baile introduce, a su vez, el rol del goce en el mundo popular, la independencia y el desparpajo sexual de las jóvenes negras, que eligen a sus amantes y se ríen de aquéllas que se consiguen un “cliente fijo” a través del matrimonio. Tal como he estudiado en el caso de Señora de la miel de Fanny Buitrago, esta economía otra del goce que se contrapone a la economía patriarcal del deseo, es sólo posible desde la marginalidad social. Nuestra señora celebra la prevalencia de la agencia erótica en el mundo popular, cuya corporalidad excede los esfuerzos de la élite blanca y de la recién formada clase media mulata por preservar la “moralidad” europea y colonial (Paravisini-Gebert 1997: 5-6).16 Es 16. Lizabeth Paravisini-Gebert destaca cómo, si bien los estándares metropolitanos de familia y comportamiento sexual fueron acogidos e imitados por una clase alta y media alta blanca o de piel clara caribeña con interés en pasar por europea, las clases populares reacomodaron estas expectativas: “Oficial culture may have insisted on continuing to represent Eurocentric models as characteristic of Caribbean societies, making them, for example, the prerequisite for social mobility; but the reality was much more complex, more fluid, much more sui generis. The image of the closely chaperoned, virginal, white or light-skinned senorita that has long since stood as archetypical for Spanish Caribbean womanhood is
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también en ese baile donde se produce el primer encuentro de Isabel con una mirada de tú a tú, la de los ojos amarillos del mulato Issac Lowell, con quien Isabel disfruta de su primera relación íntima consentida: “Su primer contacto como hembra con hombre que le gustaba” (189). Lowell es también otro de sus guías en la toma de conciencia del poder, pues es él quien la introduce a la economía racial del imperio al contarle la discriminación sufrida como soldado de la armada estadounidense. Pese a las recomendaciones de don Antón de administrar su sexualidad para garantizarse un matrimonio, Isabel se muda con Isaac y juega con la idea de convertirse en “mujer de soldado” hasta que su marido es trasladado. Entretanto observa la transformación de Ponce por la recesión y la guerra, el reclutamiento de los desempleados como soldados para las bases americanas y la llegada de los extranjeros, unos y otros ávidos del licor ilegal que la joven Isabel empieza a producir. La partida de Lowell precipita el salto que la lleva a negociar con los deseos sexuales de esos hombres, acogiendo en un cuartito de su casa a las muchachitas recién bajadas del campo que se prostituyen por las calles de la ciudad. La flexibilidad moral que le permite asumir sin miramientos el rol de la Madama, se asocia a la ambigua relación que Isabel establece con Fernando Fornarís. Santos Febres ahonda en las connotaciones psíquicas y sociales de la relación de Isabel con su amante blanco, el más grande de los obstáculos y, a su vez, la oportunidad que catapulta el proyecto de independencia de Isabel. La mirada de Fernando intriga a Isabel desde su primer encuentro por su familiaridad, por la ilusión de igualdad que intenta producir entre los dos y que distingue a Fernanas race-, class-, and stereotype-bound as that of the happy-go-lucky unmarried black mother of the Jamaican or Trinidadian yard with her large brood” (1997: 5-6; “La cultura oficial puede haber insistido en continuar representando modelos eurocéntricos como característicos de las sociedades caribeñas, haciéndolas, por ejemplo, el requisito para la movilidad social; pero la realidad era mucho más compleja, más fluida, más sui generis. La imagen de la señorita blanca o de piel clara, vigilada de cerca y virginal, que ha sido por mucho tiempo arquetípica de la mujer del Caribe Hispano, está tan limitada por un estereotipo racial y de clase como la de la despreocupada madre soltera jamaiquina o afrotrinitaria con sus muchos hijos”; (traducción nuestra).
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do de su padre y los hombres de su clase. Pese a su desconfianza ante su mirada, Isabel acepta limpiar el apartamento de Fernando, seducida por el salario generoso que facilitará sus planes comerciales y su transformación definitiva: “Isabel empezó a sentir que una segunda piel le iba naciendo, quizás más densa que todas sus pieles anteriores” (222). La posición fluctuante de Isabel ante el poder encarnado por este hombre se representa, una vez más, en la dialéctica entre los cuerpos detonada por la mirada y el roce. Tras descubrirse observada por él, Isabel elige alimentar su atracción en un juego de seducción sazonado por los regalos de Fernando, que termina cuando se entera, ya durante su embarazo, de la inminente boda de su amante con Cristina Rangel. Santos Febres incorpora por medio de la historia de Isabel y Fernando uno de los aspectos más polémicos en torno a la sexualidad de la mujer negra durante la esclavitud, apuntando a su legado sobre las relaciones poscoloniales entre hombres blancos y mujeres negras. En su extenso estudio sobre la sexualidad y el trabajo sexual en el Caribe, Kamala Kempadoo registra la prevalencia desde el contexto colonial del “sexo transaccional”–actividades sexo-afectivas practicadas a cambio de la satisfacción de necesidades o deseos de cosas materiales, seguridad o confort– en variadas prácticas de explotación que han contado con la participación, aunque en condiciones asimétricas y vulnerables, de las mujeres mismas, muchas de las cuales continúan negociando con su sexualidad para sobrevivir y mejorar su posición social. Kempadoo documenta la persistencia de éste, entre otros usos comunes del cuerpo de la mujer negra durante la esclavitud, en actividades que iban desde el servicio doméstico hasta el concubinato y que continúan asociándose con las mujeres “de color” dadas sus condiciones persistentes de pobreza y marginación (2004: 56-7). La socióloga comenta así mismo los estigmas morales y el oprobio que suponen, especialmente para las mujeres jóvenes, dichas actividades, su sustrato oficial en las leyes que persiguen a las prostitutas y su exacerbación en el contexto del Caribe hispano debido al imaginario católico (Kempadoo 2009: 5). La cuestión de la agencia femenina en estas prácticas ha despertado intensa polémica, parcialmente por la percepción dicotómica de la agencia como autodeterminación y opuesto de la opresión, y debido a
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las connotaciones morales que siguen circunscribiendo la valoración de la sexualidad femenina. Para exponer la falacia tras esta dicotomía, Jenny Sharpe retoma las condiciones del contexto esclavista, donde las mujeres negras eran propiedad de sus amos y podían, por tanto, ser violadas, recibir un pago por su “cooperación” o entrar en relaciones más o menos formales a mediano y largo plazo, pero no podían rechazar los avances sexuales de sus dueños. Hablar de “opciones restringidas”, propone Sharpe, sería más pertinente para describir la participación de las mujeres en circunstancias donde el límite entre actuar y recibir la acción del otro era –sigue siendo, cabe agregar– tan precario. A esta situación, donde no era posible disentir, debe remitirse, insiste, la práctica de que las mujeres se sometieran a sí mismas a la explotación sexual, a menudo una alternativa preferible a la violación (Sharpe 2003: 7-8). Respondiendo a la cuestión del placer derivable de estas relaciones para las mujeres, Hortensia Spillers advierte además la necesidad de cuestionar ya no la posibilidad del placer en condiciones de subyugación extrema, sino la definición y los límites de la aplicación de las categorías dominantes sobre la sexualidad –deseo, placer, reproducción– a los arreglos familiares y sexuales forzados por el sistema esclavista (1987: 76). A esta historia compleja e irresuelta de las relaciones interraciales, amalgama de deseo, necesidad, opresión y fantasías bilaterales de control, se remite tanto la experiencia de Isabel con Fernando como la lógica que permitirá a La Negra fundar su emporio del placer, cuya base es precisamente la tierra que recibe de él en retribución por su intimidad sexual. Nuestra señora evidencia esta complejidad en los sentimientos encontrados de Isabel, sus reflexiones sobre los límites entre el placer y una conexión más profunda y su miedo al contacto con Fernando, cuyo poder intenta conjurar con su decisión de no verlo más y con el rechazo de su hijo, “la prueba de su trampa” (252). Isabel aprende en carne propia la vulnerabilidad al deseo que capitalizará en la edificación de su empresa, el hecho de que “no se sale inmune de las camas” (251). Santos Febres remarca asimismo el dilema de Isabel cuando, teniendo que escoger entre la maternidad o el futuro que ha empezado a abrirse como mujer de negocios, opta por transformarse en la “mujer dura [que] la habitó por dentro, [y] fue a su rescate” (250) abocándola a
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“convertirse por fin en lo que su matriz [invertida] le dicta, en Isabel ‘La Negra’ Luberza” (252-253). Darle la espalda a la maternidad se presenta como requisito para culminar el proceso de reinvención de sí misma y el desprendimiento definitivo de los discursos y las realidades materiales que atan a Isabel a su marginación. En su análisis de este “cambio de conciencia” entre escritoras afroamericanas, Patricia Collins remarca la importancia de la liberación de sí mismas, aún en circunstancias en que no se logra una emancipación de las fuerzas opresoras, y las implicaciones políticas de esta transformación interior: “Regardless of the actual content of Black women’s self-definitions, the act of insisting on Black female self-definition validates Black women’s power as human subjects”17 (2009 [1990]: 114). Santos Febres celebra la capacidad de reinvención como atributo de la mujer negra en el contraste entre Cristina, doña Montse e Isabel, todas escindidas por las convenciones que las definen como “buenas” o “malas” mujeres, si bien sólo Isabel se atreve a hacerse una mujer nueva. No obstante, la autora registra el revés de este proceso, cuya dualidad escenifica en el diálogo permanente de las voces de Isabel, dividida entre su urgencia de darse a luz a sí misma y el deseo de recuperar a su hijo. Isabel carga el testimonio de esta dualidad en la cicatriz del parto. A falta de lenguaje para nombrarlo, la cicatriz habla del dolor irresuelto y del sufrimiento de las generaciones anteriores, convirtiéndose en “una representación visual de lo que se perdió en la historia” (McCormick 2011: 5), el dolor de generaciones de mujeres que, como en el caso de Isabel, su madre y su abuela, tuvieron que elegir entre la maternidad y la supervivencia.18 La novela, la obra toda de Santos Febres, reproduce la ética de la negociación dominante en el mundo popular caribeño, situando la 17. “Sin importar el contenido real de las autodefiniciones de las mujeres negras, la acción de insistir en la autodefinición valida el poder de las mujeres negras como sujetos” (traducción nuestra). 18. En su estudio sobre la escenificación del dolor entre escritoras afroamericanas, Stacie McCormick analiza la cicatriz como símbolo tanto de la herida como del proceso de sanación. La cicatriz es clave en la expresión del sufrimiento como estrategia de humanización que McCormick identifica entre estas escritoras, abocadas a refutar los estereotipos de “dureza” que han contribuido al abuso y la explotación laboral y sexual de las mujeres negras y sus cuerpos (2011: 6).
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agencia más allá de las dicotomías del pensamiento liberal o el maniqueísmo moralista, en la capacidad de maniobrar y sacar el mejor provecho en condiciones restringidas y ante formas no elegidas de marginación. Santos Febres subraya igualmente los gestos de resistencia implícitos en esas estrategias subalternas de supervivencia y negociación cuya prevalencia y connotaciones individuales y colectivas, Arcadio Díaz Quiñones examina con rigor en su discusión del “bregar” boricua, a cuyas asociaciones con la conciencia corporal en el Caribe retornaré en el capítulo final. Rubén Ríos Ávila destaca además el carácter empresarial de esta ética en el caso de la protagonista de Santos Febres, quien como “mujer de negocios… se mueve progresivamente en la dirección del agenciamiento de su prosperidad. El negocio y la negociación constituyen la ética de este relato, más allá del utopismo anarquista de Luisa Capetillo o del romanticismo sindicalista de Demetrio Sterling” (2011: 73). En el contexto ideológico provisto por el punto de vista marginal y el ejercicio de esta ética, el rechazo a la maternidad de Isabel adquiere varias connotaciones “rebeldes”. Isabel resiste, por un lado, la subordinación de género y raza implícita en el acuerdo de concubinato comúnmente aceptado por las amantes negras de los hombres de la élite blanca caribeña, salida propuesta por Fernando ante su propio dilema entre el deseo por La Negra y los imperativos de su clase. A su vez, Isabel se niega a someter sus ambiciones de prosperidad económica y reconocimiento social a los parámetros de la respetabilidad, develando el uso político de la sexualidad y la maternidad en el contexto colonial y poscolonial. Mimi Sheller destaca la batalla por la “libertad reproductiva” –desde las condiciones de su actividad erótica hasta las del cuidado de sus hijos– como característica central del reclamo de su ciudadanía de las mujeres racialmente subordinadas, fenómeno que remite al pasado colonial que subyugó la reproducción negra a la producción de esclavos (2012: 52-53). El rechazo a la imposición del matrimonio, la maternidad y la limitación al mundo doméstico en el contexto postesclavista, a menudo atribuido a la sexualidad “ingobernable” con que se asocia a las mujeres negras, puede interpretarse también, sugiere la socióloga, como resistencia al afán de control implícito en las intervenciones moralizantes del Estado, cuyas fronteras raciales, económicas y políticas son amenazadas
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por la agencia de esas mujeres (249). El fundacional estudio de Jacquie Alexander sobre la regulación de la sexualidad en el caso de Barbados y Trinidad y Tobago, que introduje en el cuarto capítulo, ilustra también la complicidad del Estado poscolonial con el control de las fuerzas productivas y reproductivas de las mujeres. La elección de oficio de Isabel, acentúa el gesto de resistencia a la subordinación a esa feminidad ideal para los intereses estatales y patriarcales, la de la madre, y a la ciudadanía de la “decencia”.
El Caribe como burdel Mezclar sensualidad con infancia es un tema tabú en Occidente. Desde que se descubrió que la gente tenía adolescencia, se convirtió en el lugar de una segunda pureza que, ideológicamente, hay que defender hasta con los dientes. Pero la realidad es que para la gente pobre, la madurez, la pérdida de esa inocencia ocurre bien temprano… ese es el gran tabú. Hablar del incesto, por ejemplo, hablar del comercio sexual, de las tratas, de esos intercambios que tienen que hacer las niñas muchas veces por comer o por un par de jeans que ellas quieren tener. De eso no se habla. Y a mí me gusta hablar de eso. Que se vea que el privilegio, que la pobreza… La pobreza no es la palabra; es la marginación… si tú no vales, nadie te protege. Y lo que no protegen de ti muchas veces es tu integridad y tu inocencia. Todo el mundo te toca antes de que tú entiendas que es lo que están haciendo contigo. Antes de que tú sepas lo que es ser una puta, ya tú has sido consumida o consumido. Y después, ¿cómo echas para atrás?
(Santos Febres, en Celis 2011: 260-261).
En la ya citada discusión sobre la participación de las mujeres en su explotación sexual en el contexto de la esclavitud, Jenny Sharpe destaca el paradójico efecto de la elección “inmoral” de comerciar con sus cuerpos de las mujeres esclavas y libertas que, aunque reapropiaron de este modo sus beneficios económicos, reclamando agencia so-
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bre su sexualidad y subjetividad, tuvieron que hacerlo por medio de la autoexplotación (Sharpe 2003: 40-41). Santos Febres da voz a esta paradoja cuando Isabel explica el origen del Elizabeth’s Dancing Place y su propia participación en la explotación de las jovencitas recién bajadas del campo, las sobrinas abusadas o las niñas inmigrantes a las que recluta o “rescata” para su burdel, quienes “necesitarían alguien que supiera de números y pudiera comprar y vender. Ron, servicios, muchachitas correcostas. Total, la misma mercancía. Mejor venderse una a que la vendan, mejor ser dueña de la propia mercancía” (279). Al otro extremo del mismo espectro la novela localiza las negociaciones con la “respetabilidad” de sus cuerpos que permitieron a mujeres blancas y mulatas garantizarse, a través del matrimonio, su ascenso y estabilidad social. 19 La proliferación del trabajo sexual y el sexo tran19. Gina Ulysse documenta el papel del cuerpo en la negociación del estatus social de las mujeres en el contexto jamaiquino contemporáneo, destacando la agencia de las mujeres negras de clases populares que, como Isabel, se niegan a amoldarse a la feminidad hegemónica. Ya sea por no poder encajar en sus parámetros –porque son conscientes de que la posición de clase se hereda o requiere una performance más allá de sus medios económicos– o porque reconocen y se oponen al carácter restrictivo de los mismos, las jamaiquinas en el “dance hall”, por ejemplo, optan por exteriorizar su sexualidad por medio del baile y la estética, en desacato directo contra las jerarquías de clase, raza y género implícitas en la performance de la “dama” (1999: 168). La caracterización de la “dama” de finales del siglo xx por Ulysee no dista demasiado de la feminidad de la “decencia” estudiada en el segundo y tercer capítulo de este libro: educada y refinada, siempre casada puesto que su estatus se deriva de su matrimonio y capacidad de cuidar de una familia, su feminidad exuda de su despliegue corporal: “diminutive size and unobtrusive manner, high heels and exquisite grooming, soft voice and careful diction. She does not use vulgar language or even patois. She distinguishes herself from all men and common women through body language. A lady knows her place; when she goes out socially by night her husband escorts her… a lady stands and sits with her legs together and when she dances she does not ‘wine.’ That is, she avoids the expansively/explicitly sexual hip movements of the dance style associated with ghetto women” (1999: 153; “tamaño diminuto y modales discretos, tacones y arreglo exquisito, voz suave y dicción cuidadosa. Ella no hace uso de lenguaje vulgar o incluso del patois. Se distingue de todos los hombres y mujeres comunes a través de su lenguaje corporal. Una señora conoce su lugar; cuando sale por la noche su esposo la acompaña … una señora se para y se
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saccional en el contexto poscolonial, tanto en el interior de los países caribeños como en las relaciones del Caribe con el turismo del Primer Mundo o en la diáspora y “exportación” voluntaria o forzada, de caribeños y caribeñas para el trabajo sexual, sugiere a su vez que la agencia sobre la sexualidad en el Caribe continúa parcialmente circunscrita por la paradoja heredada de la economía no sólo patriarcal sino colonial del deseo. Por medio del despliegue de experiencias y sentidos de la sexualidad en medio de los cuales Isabel, las mujeres negras, mulatas y blancas, los hombres de Ponce y, por extensión, Puerto Rico todo, negocian con esa “fuerza” de lo sexual, Santos Febres expone la urgencia de pensar la sexualidad caribeña desde otros parámetros, reiterando los dilemas planteados por científicos sociales en sus discusiones sobre el comercio sexual en la región. Al reflexionar sobre las variaciones y continuidades durante los cinco siglos abarcados por su estudio de la prostitución en el Caribe, Kamala Kempadoo postula la necesidad de un abordaje del trabajo sexual que contemple las desigualdades y complejas condiciones históricas ligadas al comercio de los cuerpos, sin desconocer los distintos niveles de agencia con los que los caribeños y caribeñas han participado en estas transacciones. Documentando la polivalencia de estas prácticas y la diversidad de sus motivaciones, Kempadoo sugiere evaluar los límites entre la sexualización externa y la conciencia erótica de los sujetos mismos. La socióloga registra, por ejemplo, las transformaciones en la definición y en el comercio con su sexualidad desde el punto de vista de las trabajadoras sexuales, algunas de las cuales conciben su labor ya no como la venta de sus cuerpos sino como la venta de un servicio, a menudo menos opresivo y humillante que el trabajo doméstico, puesto que les permite establecer reglas, horarios, distancias emocionales con los clientes y hasta partes “prohibidas” del cuerpo (1999: 55-83). Se pregunta, en consecuencia, si es posible entender la praxis sexual caribeña como origen de conocimientos, identidades y estrategias de resistencia sin caer en nociones sienta con las piernas juntas y cuando baila no wine [se contonea]. Es decir, evita los movimientos de cadera expansivos/explícitamente sexuales del estilo de baile asociado a las mujeres del gueto” (traducción nuestra).
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esencialistas de la sexualidad nativa, así como explorar el potencial para la descolonización política implícito en las resistencias sexuales (2004: 2). Ahondando en estas preguntas, Mimi Sheller sugiere estudiar las negociaciones con la sexualidad en el contexto de la variedad de resistencias con las que caribeños y caribeñas han respondido a las “violencias íntimas” que imprimieron las fuerzas de la economía mundial en la carne de indígenas y negros (2002: 151). A estas prácticas pueden remitirse, precisa la autora, tanto las políticas raciales y sexuales que continúan delineando el Caribe como espacio edénico apto para la explotación y el goce hedonista de su naturaleza y habitantes por las élites locales y los visitantes; como el despliegue de las energías lúdicas y eróticas en esas prácticas populares de “libertad encarnada” por medio de las cuales los caribeños y las caribeñas reclaman sus cuerpos como “propios” (2008: 356). Las novelas de Santos Febres reflejan una profunda afinidad con estas percepciones de la sexualidad y la energía erótica, cuya compleja relación con otras fuerzas sociales y económicas se explora en un amplio espectro de espacios, experiencias y valores. Santos Febres resiste los espacios que borran, regulan y/o legitiman la sexualidad –la casa, el matrimonio y la maternidad, desplazando sus personajes hacia sitios abyectos en los que sexo, dinero y poder coexisten con otros deseos–. Moteles, casinos, cabarets, burdeles, los escenarios de sus novelas son lugares en los que los ciudadanos, como sugiere la descripción inicial del Elizabeth’s, pueden abandonarse temporalmente a sus energías para proteger sus identidades públicas del riesgo de ser avasallados por sus fuerzas inconscientes. Tan “extraños” como los Otros que los habitan, estos espacios revelan su relación estructural con el resto del espacio, convirtiéndose en crisoles de las múltiples economías que circundan los cuerpos y la sexualidad, y del potencial del deseo para reproducir, cuestionar e invertir el orden social. De este modo, facilitan una mirada crítica a la amalgama de intereses estatales, de élites locales y fuerzas imperiales que se sostienen sobre la regulación de la sexualidad. No obstante, desde esos espacios se dibujan también las líneas de fuga a las que da lugar el deseo, las transgresiones y nuevas trayectorias encarnadas por seres que, como Isabel, se salen de “su lugar”, rompiendo las distancias y la jerarquización implícitas en los encuentros entre los cuerpos.
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Los protagonistas de Santos Febres revelan una singular conciencia del carácter sexual de la ciudadanía, que según plantea Mimi Sheller, se arraiga y reitera a través de relaciones sexuales y de dominación, por medio de las cuales aquellos con acceso a los derechos y protecciones legales de la ciudadanía pueden aprovechar tanto su posición como las regulaciones estatales que los criminalizan para explotar a los que no son considerados ciudadanos (2012: 242). En su caracterización de los Estados neocoloniales caribeños como “masculinos”, Jacquie Alexander denuncia igualmente el rol de la cooptación de la “autonomía erótica” de las mujeres y otros sujetos marginales en el sostenimiento de la idea de nación (1997: 64), particularmente “amenazada” por la negativa a participar en su reproducción de homosexuales, lesbianas y prostitutas, cuya sexualidad “anómala” ha permitido definir, por contraste, las fronteras de la respetabilidad y la sexualidad “apropiadas” que dan derecho a la ciudadanía (1994: 7). Alexander remarca el lugar paradójico de la prostituta en el contexto de estados económicamente dependientes del turismo, pues si bien la venta de sexo como parte de los paquetes para el visitante es de todos conocida, la nación continúa dependiendo de la clandestinidad y la sanción social de la prostitución para sostener la máscara de “respetabilidad” que constituye su eje moral. El cuerpo y la sexualidad de las mujeres negras es particularmente visible en este montaje, dada su susceptibilidad a encarnar tanto las fantasías locales de ingobernabilidad sexual como las fantasías europeas y globales de conquista de lo exótico, lo primitivo y “peligroso” (Alexander 1997: 85-88). Al discutir el proceso de imposición de la “decencia” como marcador de ciudadanía en Ponce a finales del siglo xix, Eileen Findlay ilumina en particular el contexto en el cual surgió el personaje histórico y literario de Isabel Luberza. En la batalla por manejar y clasificar la diferencia discutida al principio de este capítulo, la prostituta constituyó la “extraña” por excelencia, el emblema de las “incontrolables mujeres de las clases populares” para las que no había lugar en la proto-nación puertorriqueña (Findlay 1997: 478). Según explica Findlay, una vez resquebrajada la estructura racial colonial por el proyecto de nación moderna y democrática, se hizo necesario establecer otras distinciones: “While attempting to safely incorporate into the body
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politic male artisans who could be granted the status of dignified, respectable, yet subordinate, citizens, sharp gendered lines were drawn to distinguish the ‘respectable’ urban poor from ‘dishonorable’ plebeians”20 (1997: 477-478). La agresiva campaña de regulación de la prostitución emprendida por el gobierno local, tuvo como resultado el consenso en cuanto a los estándares de respetabilidad sobre los cuales se erigió el derecho a la ciudadanía (Findlay 1997: 472). Para finales de siglo xix el rechazo de “la prostituta” como paradigma del “Otro” inaceptable, era unánime entre hombres y mujeres de todas las razas y clases, que podían definirse como “decentes” por oposición a la misma. No obstante, el clamor contra la inmoralidad respondía, más que a la presencia pública de las prostitutas, a la creciente libertad de las mujeres trabajadoras, lavanderas, comerciantes y costureras, la mayoría de ellas negras, que empezaban a desfilar por las calles de la ciudad, resolviendo sus querellas a gritos, asistiendo a bailes, bebiendo en las tabernas locales y viviendo en uniones consensuales (Findlay 1997: 475-476). Al centro del ataque se encontraba, una vez más, la necesidad de controlar la agencia erótica de sus mujeres que, según temían los “hombres liberales”, podían ser influenciadas por el comportamiento de las ingobernables mujeres negras (Findlay 1997: 476-479). Santos Febres recrea ese mundo femenino popular en disputa contra la hegemonía de la decencia, dramatizando la persecución policial de las prostitutas y los exámenes médicos forzados a todas las que pudieran ser confundidas con ellas para revelar “la intrusión tiránica del estado en el cuerpo de la mujer so pretexto de diseños de higiene y salud pública” (Irizarry 2011: 220). De este modo, la autora re-significa a la prostituta como “figura emblemática de una cruel estructura social… [que] da cuenta de los infiernos sistémicos que sostienen al poder” (Irizarry 2011: 221). Nuestra señora de la noche documenta a su vez el remezón contra los fundamentos morales de las definiciones de nación y ciudadanía 20. “Al intentar incorporar en el cuerpo político a los artesanos que podían aspirar al estatuto de ciudadanos dignos y respetables, aunque subordinados, claras líneas de género fueron establecidas para distinguir al pobre urbano ‘respetable’ de los plebeyos ‘deshonrados’” (traducción nuestra).
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provocado, una década más tarde, por la imposición del control militar y económico de Estados Unidos sobre los locales. Tanto las élites ponceñas como los “nuevos amos” son blanco de la comercialización del deseo y el tráfico de poder sobre los que se forja el emporio de La Negra, quien saca especial provecho de la proliferación de bases militares estadounidenses en la isla. El proyecto de Isabel es polivalente. Por un lado, La Negra se propone, en franco desacato a la respetabilidad, dignificar el trabajo sexual, construyendo un espacio legítimo para la labor de esas “mujeres emancipadas” cuya independencia económica admira y celebra: “Nadie tendría que bajar la cara en el lugar de Isabel” (281). La lógica de Isabel sintetiza a su vez el pragmatismo mercantilista que empieza a permear la estructura social con la llegada de los estadounidenses, cuyo advenimiento Isabel no duda en aprovechar. Desde la perspectiva de Luis Arsenio se revela un similar oportunismo por parte de la clase dirigente, cuya flexibilidad moral se evidencia en las negociaciones de su dominio con los recién llegados. La novela registra también las tensiones generadas en torno a la “propiedad” de las mujeres, cuyos cuerpos y sexualidad pasan de ser objeto de intercambio entre los nativos a participar en las negociaciones del poder forzadas por los “nuevos amos”. Santos Febres recrea las reacciones de los ponceños a la presencia de los soldados en una conversación entre los amigos de Luis Arsenio, cuando se dirigen por primera vez al Elizabeth’s. Oponiéndose a la tendencia mayoritaria a aplaudir el desplazamiento de la moral local por el “pragmatismo moderno” de “los americanos”, la única voz disidente comenta la actitud de un soldado con una mujer de su clase, Margarita Vilá: “Nos tratan a todos como si fuéramos sus peones”–se queja. Otra voz entra entonces a justificar el desmán del soldado en el dudoso comportamiento de “la Márgara”, quien ha heredado las “malasmañas” de su sirvienta negra. “Esas negras son un tizón” –concluyen (27), conjurando su ansiedad al comentar que, después de todo, los soldados buscan la “carne local, preferiblemente oscura” (27) que tiene entre ellos el mismo valor de uso. El nerviosismo ante la amenaza contra su dominio económico entre los hombres de la élite se sosiega parcialmente, según sugiere la escena citada, con la ratificación de su dominio sexual. Nuestra señora de la noche pone en evidencia el sustrato patriarcal tras el dominio sexual y ra-
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cial, así como el rol del trabajo sexual y de la sanción de la prostituta en el sostenimiento del poder político en sus modalidades coloniales, poscoloniales y neocoloniales. El énfasis de la novela en la habilidad de Isabel para leer y capitalizar las necesidades sexuales de sus clientes desplaza a su vez la cuestión de la agencia o la “moralidad” del comportamiento de la explotada, hacia la participación masculina en la empresa de la prostitución. Isabel identifica el “punto ciego” tras la paradoja enunciada por Jenny Sharpe, la complicidad entre el dominio patriarcal y el privilegio del deseo masculino, naturalizado de tal forma que se atribuye la responsabilidad de la transacción a la mujer sin cuestionarse la agencia o “moral” del hombre en la compra de los servicios sexuales. Como denuncia Susan Edwards, es el poder patriarcal y el privilegio masculino el que define tanto la narrativa como la práctica de la prostitución, una empresa enteramente liderada por las demandas del cliente. Es, en consecuencia, el deseo masculino, tanto el deseo sexual como el deseo de dominio sexual, el que necesita ser estudiado: “We need to examine the social construction of male sexual arousal and the channeling of sexual arousal into a context of abuse and harm in which women are degraded… We need also to recognize that the male client in all his guises is the man amongst us”21 (1998: 101-103). Es precisamente el conocimiento del deseo masculino y su administración –desde la selección de las muchachas hasta el diseño del burdel a imagen y semejanza de sus fantasías sobre la sexualidad– lo que permite a Isabel invertir la relación de poder. En este contexto, la rebelión de La Negra consiste no en cuestionar el privilegio masculino sino en negociar con el capital sexual a cambio de capital social, por medio del manejo de la clandestinidad y la información compartida en la intimidad, así como de los favores sexuales y las donaciones que empieza a otorgar a distintos actores y sectores poderosos, además de a su propia gente. El éxito de Isabel depende tanto de su reconocimiento del poder de la sexualidad, de su ubicuidad e importancia en el engranaje social de la 21. “Necesitamos examinar la construcción social de la excitación sexual masculina y la canalización de la excitación sexual en un contexto de abusos y daño en el que las mujeres son degradadas… También debemos reconocer que el cliente masculino en todas sus formas es el hombre en medio de nosotros” (traducción nuestra).
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ciudad, como de su manipulación de los residuos de ese poder, de los excesos a los que puede dar lugar el erotismo. La lucha entre el caos y el orden ligados a lo sexual se sintetiza en la novela en la dualidad de Luis Arsenio y en los efectos de su entrada al Elizabeth’s sobre su trayectoria vital. En Luis Arsenio se observan tanto la vulnerabilidad al deseo sobre la que se construye el afán masculino de dominio sexual como las connotaciones políticas de esta batalla interna. Hijo de un padre ausente, menospreciado por su propia clase por no haber podido, tras su ruptura con Isabel, actuar de manera coherente su papel de opresor, Luis Arsenio ocupa un espacio liminal, que le permite reconocer las conexiones profundas del Elizabeth’s con el resto del espacio urbano: “Que se regía por reglas distintas al resto del pueblo. Que allí no era igual la distancia entre los servidores y servidos, que los cuerpos y sus humores se atrevían a proponerse más cercanos” (31). Luis Arsenio capta también el rol social de las muchachas de Isabel, “prestas a hablar y a regalar su presencia… [y] responsables de romper la tirantez de los machos” (33). Santos Febres atribuye a sus protagonistas una conciencia intuitiva, basada en la experiencia erótica, del carácter corpóreo –material y sexual– de lo social. Isabel reconoce y tergiversa las economías del roce, las distintas, legítimas y proscritas maneras de tocar, por quién y a quién, dónde y cómo, que constituyen el “cuerpo social”. Retomando la discusión sobre los encuentros con “extraños”, la creación y el reconocimiento de los “Otros” depende no sólo del contacto visual sino de una jerarquía del tacto, donde distintas formas de tocar producen arreglos distintos del espacio social: “Bodies with skins, while they are already touched in the sense of being exposed to others, are touched differently by near and far others, and it is this differentiation between others that constitutes the permeability of bodily boundaries”22 (Ahmed 2000: 49). Isabel reconoce y utiliza la dependencia mutua entre el cuerpo social y la sexualidad, nutrida de la congruencia entre los cuerpos y geografías sexuales, “which include spaces of belonging and safety, ethnosexual 22. “Los cuerpos y sus pieles, aunque ya son tocados en el sentido de estar expuestos a los demás, son tocados de manera diferente por otros cercanos y lejanos, y esta diferenciación entre los otros es lo que constituye la permeabilidad de las fronteras corporales” (traducción nuestra).
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borders and frontiers, and modes of normalizing, policing, and surveilling sexualized bodies and places”23 (Sheller 2012: 242). La crisis de identidad sufrida por Fernando tras su relación íntima con Isabel, y la de Luis Arsenio tras su contacto con el Elizabeth’s y con el mundo de su amante mulata, atestiguan el poder de los límites espaciales y del desborde de las pieles y los cuerpos. Luis Arsenio es “tocado” no sólo por la intensidad de su deseo sino por la intimidad que percibe en esa familia “Otra” que observa cuando visita el burdel de día, entre las muchachas más allá del maquillaje y la pose, los jornaleros del pueblo, Demetrio e Isabel. Sobre el sentido de comunidad alternativo que identifica Luis Arsenio, dominado por la “hospitalidad y la concordia” entre los oprimidos, se siembra según Guillermo Irizarry “el paisaje ético de la obra”, que se plasma “en la heterogeneidad racial y social de los prostíbulos, y en las familias sustitutas. Se alegoriza en la oscilación focalizadora del discurso narrativo y en los rezos heterodoxos de las mujeres mortificadas. Se inscribe… en el sudor y la lubricidad de los amantes, y en los humores corporales que el proyecto racional no puede subsumir” (Irizarry 2011: 221). Todas estas instancias, aunque “no buscan suplantar el poder, ni desafiarlo rectamente” (Irizarry 2011: 222) encarnan la coexistencia y negociación del proyecto totalizador moderno con sus residuos sociales, con fuerzas indomadas por el poder. Santos Febres se hermana también a variedad de escritoras caribeñas cuyas “alegorías del deseo” destacan el potencial del cuerpo, sus productos y excesos para resistir y subvertir: “Desire –which at times travel in unpredictable ways– is one bodily product with the capacity to energize this potential and work against the colonizer’s own desire for regulation and control”24 (Adjarian 2004: 188). Con los años y su experiencia fuera de la isla, Luis Arsenio parece neutralizar la amenaza del Elizabeth’s y aprender las distancias que se23. “que incluyen espacios de pertenencia y seguridad, bordes y fronteras étnicosexuales y formas de normalización, supervisión y vigilancia de los cuerpos y lugares” (traducción nuestra). 24. “El deseo –que a veces viaja en maneras impredecibles– es un producto corporal con la capacidad para energizar este potencial y trabajar contra el deseo del colonizador de regulación y control” (traducción nuestra).
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paran a su clase de los otros puertorriqueños, esos subalternos a quienes estaba destinado a dominar a cambio de la contención de su propio exceso dentro de las fronteras del burdel, pues “él era un Fornarís, distinto y distante al fin y al cabo de esa otra cosa que mantiene a su isla latiendo del lado de lo innombrable, de la rabia callada que la enquista en el tiempo, como esperando una venganza” (242). Sin embargo, la doble conciencia del personaje, la pugna entre su conciencia racional y su conciencia corporal, no le permite conjurar del todo esa fuerza, la misma que precipitará su ruptura con barreras de clase y raza para asociarse, al final de la novela, con su medio hermano Roberto, el hijo bastardo de su padre y la Madama. Durante la peregrinación de Luis Arsenio con la marina estadounidense, el Elizabeth’s y sus cuerpos son además replicados a escala global. En Manila, el joven observa cómo “niñas sin sangre todavía”, ofrecidas por sus propias madres a los soldados, “eran el problema número uno de la base. Los soldados se las comían por docenas” (298). Los moteles y burdeles que emergen en torno a las bases militares, en Puerto Rico y a lo ancho del planeta, evidencian el vínculo entre la explotación sexual y la expansión del imperio estadounidense.25 Los sobornos y componendas políticas que le permiten a Isabel sostener su empresa ilegal apuntan también a la silenciosa aceptación por parte del Estado de la comercialización de los cuerpos caribeños, cuya sexualidad es fundamental a la producción y reproducción del capital y a las relaciones de las naciones caribeñas con los países industrializados, mediadas por esos cuerpos sexualizados y racializados cuyas energías “are primary resources that local governments and the global tou25. Al discutir el impacto de las bases militares extranjeras y otras políticas internacionales sobre las mujeres y sus cuerpos, Cynthia Enloe destaca cómo el trabajo sexual constituye un sistema implícitamente aceptado en nombre de la seguridad y las economías nacionales. Para prevenir las rivalidades entre los hombres locales y los visitantes, los imperios se cuidan de establecer con países industrializados un pacto implícito en cuanto al acceso a las mujeres nativas, que afecta decisiones como la de permitir a las esposas de los soldados vivir en las bases o, en cambio, satisfacer sus necesidades con “carne local”. En estas políticas se explica cómo el impacto de las bases sobre la explotación sexual es un problema mucho más generalizado en los países del “Tercer mundo” (1990: 65-92).
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rism industry exploit and commodify to cater to, among other things, tourist desires and needs”26 (Kempadoo 1999: 26-27). Kempadoo enfatiza además cómo la sexualidad de hombres y mujeres caribeñas en el sector turístico no opera en igualdad de condiciones frente a la de los norteamericanos y europeos, en cuyos “encuentros” se reinscriben las relaciones de género y poder entre el Mundo “desarrollado” y “en desarrollo”. En este contexto, los locales luchan por sostenerse y participar en la economía global en formas que confirman y cuestionan, simultáneamente, los estereotipos dominantes en torno a la sexualidad caribeña (Kempadoo 2004: 139-140). El mundo de Santos Febres revela las rutas escondidas y las líneas de contacto del Caribe con los países del “Primer mundo”, cuyos visitantes buscan en tierras exóticas la natural sensualidad atribuida a los nativos. En los esfuerzos de Isabel por hacerse una “mujer de medios”, y los de sus pupilas por sobrevivir bajo su protección, Santos Febres ejemplifica las luchas suscitadas por una economía local y global del deseo que hace de la región un “paisaje sexual” y en la cual se sintetizan vectores patriarcales, imperiales y capitalistas.27 El burdel se constituye así en metáfora de la relación del Caribe con un Occidente cuya clase media encuentra en la “presencia de regalo” de los cuerpos caribeños, ese espacio “extraño” apto para desahogarse, en condiciones que confirman y permiten el restablecimiento de sus posiciones de poder sin amenazar los mitos sobre los que se sostienen. Sin embargo, tanto el burdel como el Caribe encapsulan una fuerza cuya amenaza no siempre logra 26. “son recursos primarios que los gobiernos locales y la industria turística global explotan y capitalizan para abastecer, entre otras cosas, los deseos y necesidades del turista” (traducción nuestra). 27. Al analizar el trabajo sexual en la población de Sosúa en la República Dominicana, Denise Brennan acuña el término “sexcape” para denominar la dinámica predominante en el Caribe, y en el contexto globalizado, caracterizado por el desplazamiento de turistas del Primer mundo a los países en desarrollo, la compra y venta de servicios sexuales y la erotización de las diferencias raciales, de género, clase y nacionalidad como “commodified inequalities” (“desigualdades mercadeables”), por medio de prácticas privadas y públicas que involucran desde la imaginación de los clientes hasta industrias enteras, usufructuando del deseo de lo diferente (2004: 312).
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conjurarse dentro de sus límites. Nuestra Señora de la noche pone en escena la batalla entre la sexualidad codificada por el capital y el “sexo caribeño” como contrafuerza a la regulación del deseo. El Caribe de Santos Febres materializa las energías del Caribe popular, las intensidades y ritmos de un espacio donde los cuerpos hablan, sobre las complicidades entre sexualidad y poder, sobre la esquizofrenia patriarcal ante los placeres, sobre la violencia de la razón y el capital, y sobre la imposibilidad de anular, pese a todo, la agencia de los cuerpos-sujetos. Tan paradójica como el espacio que abarca, Isabel Luberza Openhaimer es representante idónea de la condición polivalente de ese Caribe del deseo, fundado en la apropiación violenta de los cuerpos y sumido aún en los “infiernos sistémicos” de la herencia colonial y las demandas del capital global. El aparente triunfo de su empresa emancipatoria contra la subordinación racial y de clase, es matizado por una serie de eventos históricos, entre ellos su asesinato, irresuelto e impune. Al atribuir su muerte a un antiguo compañero de Luis Arsenio, “El enemigo”, cuyo plan de construir una carretera es obstaculizado por la negativa de Isabel a vender el Elizabeth’s, la novela vincula el fin de la Madama al motor económico, ajeno a los escrúpulos, que caracteriza su propia empresa. Aunque el componente moral de su castigo es reforzado por la negativa del Obispo a proveerle un entierro católico pese a sus donaciones a la Iglesia, su asesinato apunta a neutralizar su transgresión socioeconómica y espacial. Isabel es castigada por poner a circular la energía sexual como capital más allá de los confines del burdel.28 No obstante, como sugiere Hilda Lloréns, la historia de Isabel triunfa como denuncia contra el mito de la igualdad racial puertorriqueña y como testimonio de la trampa contra su libertad que significa para la Madama, y sus muchachas, un sistema global de desigualdades de raza, clase y nacionalidad. La escritura misma de la no28. Santos Febres sugiere el valor de esta sentencia al comentar su identificación con la protagonista de la novela: “Isabel La Negra, en última instancia, soy yo, y es Puerto Rico y el Caribe, en conexión con estos grandes espacios de poder que te prometen un lugar si trabajas fuerte, si logras dinero, si logras darle dinero a los pobres. Es esta búsqueda de un lugar social por todos los espacios que te dicen que crean vías de acceso, y a la postre, no: ‘No vas a entrar a la catedral, te quedas afuera’” (en Celis 2011: 257).
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vela, comenta Lloréns, habla de la evolución de la participación social de la mujer negra, ahora lista para empuñar la pluma, demandar el reconocimiento de la emancipación de Isabel y reinscribir la historia silenciada de las mujeres negras en la historia de Puerto Rico. Aunque la narración simpatiza con la audacia y la “ética de la negociación” encarnada por Isabel, juzga el precio de su éxito económico, cuestionando su participación en la explotación de sus “pupilas”, “ahijadas” o “protegidas”, que Isabel recluta a todo lo ancho de la cuenca caribeña. Entre ellas desfilan los cuerpos tristes de “niñas” y “casi niñas”, “frágiles” y “amarillentas”, abusadas por sus familiares y abandonadas, reclutadas o clandestinamente “importadas” para el consumo local, como el caso de la “chinita” que Isabel se trae desde Panamá, o la colombiana cuya “carne” virgen le sirve a un político influyente, mientras la consuela diciéndole: “‘No llores niña, no te asustes. No llores más. Si todo sale bien, ésta es la última vez que tienes que acostarte con el representante” (10). Si bien Santos Febres no cae en el facilismo de la victimización absoluta de la niña, su sospecha ante el heroísmo de la Madama y ante su mistificación por la memoria popular es evidente al final de la novela. Entre el coro de voces y rostros que Luis Arsenio escucha en su funeral, resuenan las concesiones y objeciones de la autora misma frente al personaje: “Nunca obtuvo el respeto que se mereció” –dice su abogado, generando murmullos y algunas muecas de disgusto. “Ahora que se muere la pintan de heroína” –resiente otro doliente. Una última voz deja, para el lector, la pregunta abierta: “Y qué de las que La Negra usó?” (359). La gran trampa de los “infiernos sistémicos” del capital, es la complicidad del oprimido con el opresor. Santos Febres parece disentir de la afirmación de bell hooks, citada en el primer epígrafe de este capítulo, según la cual es la mujer negra el punto más bajo de la cadena opresiva, la “Otra” absoluta sin nadie a quien oprimir. Los niños, continúa argumentando hooks, “no representan un otro institucionalizado aunque puedan ser oprimidos por sus padres”(49). Al otorgarle excepcional agencia a la niña y a la mujer negra y, a su vez, cuestionar el ejercicio particular de esta agencia sobre otras niñas, Santos Febres pone en evidencia la extrema vulnerabilidad de las niñas en un orden material y simbólico que, al no concederles subjetividad, ni siquiera
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desde la sujeción o la condición de “Otras”, las encadena a las opresiones simultáneas erigidas por la circulación global del capital, en sus versiones coloniales y poscoloniales. La explotación a manos de la prostituta negra evidencia además la imposibilidad de salir de esas opresiones simultáneas sin cuestionar, desde la raíz, el privilegio del deseo sexual masculino y del deseo de dominio que sustentan la economía sexual patriarcal.
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Against the forces of a world economy that commodified black bodies and the personal relations of domination that inflicted violence on black flesh, resistance has long taken the form of staking a claim not only in one’s own body, but also in a community of bodies who re-claimed agency1
(Mimi Sheller 2008: 256).
Anales de la rebelión Abrí este libro con un llamado a reconocer a las niñas como sujetos y a leer sus historias como testimonio de la mutua dependencia entre rea1.
“Contra las fuerzas de la economía mundial que mercantilizaron el cuerpo negro y las relaciones personales de dominación que violentaron la carne negra, la resistencia se ha expresado desde hace mucho en la aserción no solo del cuerpo propio sino también de una comunidad de cuerpos que reclamaron agencia” (traducción nuestra).
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lidad y ficción mediada por el cuerpo material y simbólico. En el primer capítulo, invité además a pensar la relación entre sujeto y poder desde el cuerpo de la niña, que si bien habilita la inscripción de la normatividad para dar forma y existencia social al sujeto femenino, es también el eje de las respuestas activas con las que niñas y mujeres expresan su deseo primario de ser. Al examinar las batallas de las niñas literarias por el derecho a hacerse de un cuerpo y una subjetividad propias, a lo largo de este libro he expuesto la temprana intervención del poder en la relación de las niñas con sus cuerpos y las condiciones específicas del control impuesto a los sujetos femeninos, al igual que las réplicas creativas contra estas condiciones que obedecen no sólo a los arreglos hegemónicos del poder sino también a sus fisuras e incongruencias. El poder revelado por estas historias es sin duda ubicuo y multidimensional, productor y producto de tecnologías represivas que coexisten con las disciplinarias infringiendo grados diversos de influencia sobre las acciones de las protagonistas. Es un poder, además, anclado tanto en la violencia simbólica como en la material y sexual, cuya persistencia delata la relación mutuamente constitutiva del dominio patriarcal y la violencia contra las cuerpos. Al demostrar la agencia de las niñas e ilustrar su resistencia activa a encarnar el poder, mi análisis apunta, sin embargo, a la precedencia del impulso de libertad sobre el impulso de dominio corolario de la prevalencia de la razón tanto en el ideal de subjetividad moderno como en la organización social a la que dio lugar. A lo largo de este estudio he sustentado y ampliado varias de mis hipótesis de partida. Haciendo eco de postulados feministas previos, las historias de las niñas me han permitido comprobar cómo la feminización o la formación del sujeto femenino en el orden disciplinar patriarcal, colonial y poscolonial, requiere del desplazamiento del “cuerpo vivido” por el “cuerpo objeto”. Este proceso supone una doble objetivación, por un lado la equiparación social de la mujer con un cuerpo y la consecuente negación o devaluación de su subjetividad; por el otro, la incorporación de esta objetivación en la psique femenina, habilitada gracias a la disociación de las pulsiones corporales que niñas y mujeres aprenden a concebir y reprimir como manifestaciones de ese “Otro” interno, ajeno y problemático para su imagen de sí mis-
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mas. En su recurrencia a lo “real íntimo” como eje de recreación de lo social, las historias estudiadas demuestran además la consonancia de esta descalificación de la experiencia y el saber derivados del cuerpo propio como “Otro” con la legitimación del dominio público del Sujeto –racional, blanco, Occidental y masculino– moderno. Las historias de las niñas registran el temprano inicio de este proceso de objetivación. En aras de concretar las distinciones que sustentan las jerarquías sociales, es indispensable “apropiar” –poseer simbólica o físicamente y adecuar a la forma definida por los mitos que sustentan su dependencia– el cuerpo de la niña. Para esto resulta fundamental prescribir, sancionar y castigar la relación inicial de la niña con su cuerpo, sus deseos y su sexualidad. Las novelas estudiadas constatan la efectividad y denuncian los efectos físicos y psíquicos de tecnologías diversas que van desde el castigo de su “sensualidad” –tanto la penalización de sus movimientos y gestos como de sus emociones y expresiones sexuales– hasta la violación y el incesto, pasando por el aislamiento y la exclusión social o la obsesión forzada con el perfeccionamiento del cuerpo, entre otras formas de violencia simbólica, física y sexual. La persistencia, proliferación y sofisticación de estas tecnologías, pese a las transformaciones en la percepción social de la actividad sexual de adolescentes y mujeres, constata que el blanco del proceso de “apropiación” del cuerpo y la sexualidad, es, en última instancia, la prescripción de la autonomía sexual de las mujeres –tanto de la capacidad de ejercer agencia sobre el cuerpo y el deseo propios como del conocimiento sobre sí mismas que puede derivarse de la experiencia sexual. Al terror patriarcal al vínculo entre desear, sentir y saber puede remitirse la prematura intervención en el desarrollo del cuerpo y la conciencia de las niñas y la edificación del mito de la “inocencia” como condición ideal de la feminidad. La efectividad del sostenimiento de las jerarquías de género pende, según acusan transversalmente las escritoras estudiadas, de la construcción del deseo femenino como pasivo o dependiente del deseo de los otros. Pese a la “liberación” de la sexualidad entre las adolescentes y mujeres contemporáneas, el ejercicio activo de su energía sexual, y de sus ambiciones de autonomía en general, continúa siendo sancionado en todas las esferas de lo social, mediado por mitos persistentes o reciclados que continúan atribuyen-
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do a niñas y mujeres la responsabilidad de “despertar” o no el deseo de los otros, sujetando su identidad al gobierno de la “reputación” o a la báscula global de los cuerpos, si no perfectos, “adecuados”, e intimidándolas con el acecho perpetuo de la eventual soledad y la infelicidad. Las escritoras denuncian las contradicciones persistentes en sociedades que, pese a haber abierto las puertas de lo público a jóvenes y adultas, continúan adjudicándoles identidad mayoritariamente en relación con su éxito en “lo íntimo” –de acuerdo con sus filiaciones sexuales y afectivas y su capacidad para reproducirse y cuidar de una familia–. En este contexto, el riesgo de ser percibidas como “masculinas” –excesivamente ambiciosas o independientes– continúa siendo una tecnología infalible para controlar el deseo femenino, ubicuamente mediado por la necesidad de “hacerse desear”. Mientras tanto, el privilegio sexual masculino –la presunción de que el hombre tiene derecho a un deseo activo, a elegir y satisfacerse, aun si para ello es necesario pagar o agredir al objeto de su deseo– permanece masivamente incuestionado. Igualmente inexplorados se mantienen los nexos entre el deseo sexual masculino y el deseo de dominio material y simbólico, de cuya interconexión y complicidad con la violencia sexual y social dan cuenta todas las historias de este libro. De ahí que el antídoto ante la economía patriarcal del deseo propuesto por algunas de las autoras estudiadas sea ya no la agencia sobre el sexo sino la búsqueda de sí mismas en experiencias más allá de la construcción patriarcal del deseo, el placer y el “amor”; en palabras de Audre Lorde, la reivindicación y el uso de “lo erótico como poder” (1984: 53-59). Ahora bien, las “rebeliones” de las niñas estudiadas documentan cómo, pese a la variedad y sofisticación de las tecnologías que apoyan la transformación del cuerpo-sujeto en un cuerpo “apropiado”, la formación del sujeto femenino no puede entenderse como el producto del reemplazo del primero por el segundo sino como el resultado de la tensión permanente entre la vivencia del cuerpo como agente y la dimisión del mismo al cuerpo objetivado socialmente, así como de los excesos a los que da lugar este conflicto. El énfasis en la vivencia del cuerpo entre las niñas literarias, y el de mi propio análisis en los excesos corporales y emocionales que la normatividad social no logra reducir, pone de relieve una primaria forma de ser y conocer, una “con-
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ciencia” previa a la sujeción del cuerpo a la razón y coexistente con la subyugación del sujeto por el poder, anclada no en la objetivación sino en la mutua compenetración de los cuerpos, que da lugar a juicios otros sobre “los Otros” y a formas de coexistencia no jerárquicas. La indagación en la relación íntima del sujeto consigo mismo, en las relaciones afectivas y en las relaciones sociales hegemónicas trenzadas por las historias de estas escritoras, revela a su vez cómo la objetivación del cuerpo en todas esas instancias no es la condición “natural” del sujeto sino la condición de posibilidad del poder, promovido por el afán de dominio de los sectores dominantes que, al reducir la agencia de los individuos a todo lo ancho de la red de relaciones humanas, estimulan la necesidad de control y reducen esas relaciones a negociaciones gobernadas por fuerzas y estrategias. Sin embargo, aún en esa red ubicua del poder imaginada por Foucault, en la que los sujetos luchan por procurarse el “capital simbólico” que les permita localizarse mejor en la escala del mismo –según diría Bourdieu, el móvil de la negociación con esas fuerzas para muchos, en especial para los que han sido marginalizados por las categorías hegemónicas, no es necesariamente el afán de poder sobre los otros –el deseo de sujeción y dominio. El móvil de la resistencia de los oprimidos a la lógica del poder es, en principio, el afán de agencia sobre sí mismos –el deseo de ser y ser libres. En suma, el poder –represivo aun en sus manifestaciones simbólicas y disciplinares– se sirve de la reducción, el control y la manipulación del deseo de libertad del ser, para exacerbar, naturalizar y universalizar el deseo de poder o dominio del Sujeto. A juzgar por la recreación del desarrollo psicosexual, físico y afectivo en estas novelas y de los efectos de las “desviaciones” forzadas por la norma patriarcal, el impulso primario de autonomía de las niñas –quizás incluso del ser humano– no sólo no obedece a la necesidad de controlar sino que tampoco responde a la ilusión de la “libertad” como empresa individual. La condición intersubjetiva del ser evidenciada por estos personajes, quienes se descubren a sí mismas en encuentros íntimos alternativos al “extrañamiento” de los “Otros” predicado por el orden patriarcal, colonial y neoliberal, apunta a que el afán de libertad es reconciliable con el deseo de conexión. Su oposición resulta de un paradigma individualista del sujeto que, al ofrecerles sólo la alternativa de una li-
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bertad egocéntrica y egoísta, fuerza a los “individuos” a una permanente “vulnerabilidad” a “los Otros”, y a tener que controlar al otro íntimo – hijo/a, hermano/a, pareja– en lugar de amarlo para suplir la insalvable necesidad humana de existir en relación. La batalla íntima por re-asociar la dimensión psíquica y mental a la dimensión corporal de nuestra subjetividad e identidad es concomitante a la lucha por refutar el dominio de la racionalidad, en aras de reconciliar las dimensiones emocionales, sexuales y espirituales mediadas por nuestros cuerpos a nivel individual y colectivo. Superar la autoobjetivación es el primer paso para reclamar una agencia que no se traduzca en nuestra aquiescencia y reproducción consciente o inconsciente de las fuerzas y jerarquías que nos nombran, sujetan y clasifican. La avenida sugerida por las niñas de La rebelión para reencontrarnos con nosotros mismos y con los otros, es reflexionar sobre ese nivel prerreflexivo de lo humano e incorporarlo al mapa de las identidades personales y comunales. La vitalidad de las niñas, cuando son una con sus cuerpos activos, sustenta el llamado a hacernos conscientes y reclamar agencia sobre la “conciencia del cuerpo” con el que inauguré y cierro este libro. En diálogo con las escritoras caribeñas y su crítica, así como con variedad de aportes investigativos y teóricos regionales, en este capítulo sintetizo los aportes que la literatura y la cultura caribeñas pueden ofrecer a esta tarea. Recapitulando el recorrido analítico de La rebelión, me remito a las fuentes culturales de la excepcional conciencia del lugar de los cuerpos en la configuración del sujeto y la sociedad entre las niñas y mujeres estudiadas, para ilustrar, en primera instancia, las consonancias entre la vivencia del cuerpo textual y la del cuerpo material en la cultura popular caribeña. Los postulados de variedad de investigadores de la región me permiten además rastrear el origen de la “conciencia corporal” de caribeños y caribeñas en la dolorosa historia de negación, prohibición y castigo del uso de la palabra bajo el dominio colonial, y destacar la paradójica condición transgresora que subyace en la toma de conciencia del discurso encarnado de los sujetos marginalizados. Como ilustraré en estas páginas finales, que son también una invitación abierta a otras investigaciones, los elocuentes cuerpos del Caribe ofrecen a la reconsideración de la identidad cultu-
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ral regional y al proyecto global de descolonización al menos tres estrategias fundamentales de rebelión: una práctica y ética de la negociación, alternativa al pensamiento dicotómico y a la confrontación; el reconocimiento y el uso del lugar de lo sensual y espiritual en esa negociación; y la reivindicación del goce como motor de liberación, asociada a un clamor por la autenticidad, por la libertad no para hacer y tener sino para ser. En las dos primeras novelas analizadas en este libro, Ana Isabel, una niña decente (Palacios, 1949) y Felices días, tío Sergio (García Ramis, 1987), la defensa de las percepciones y acciones de sus cuerpos que les vale a sus protagonistas el epíteto de “malcriadas” se erige como estandarte contra el ataque familiar y social de su “sensualidad”–práctica preferencial en la inscripción de la norma de género. Examinando este conflicto, en el segundo capítulo introduje una primera modalidad de la “conciencia corporal” de las niñas, una conciencia perceptiva y reflexiva, anclada en la actividad del “cuerpo vivido”, que precede y acompaña a la conciencia racional, constituyéndose en la base de los “desvíos” de Ana Isabel y Lidia ante el imperativo de la “decencia”. Palacios y García Ramis contraponen a este imperativo una categórica afirmación de la actividad del cuerpo y los deseos de las niñas, que desborda a su vez la dicotomía entre precocidad e inocencia dominante en el imaginario sobre la sexualidad infantil femenina. El resultado es una caracterización de la niña como agente, capaz de pensamiento y acción autónoma y sujeto de juicios éticos, aspectos ligados tanto a sus percepciones como a su reflexión sobre los cuerpos propios y los de los otros. Las autoras sintetizan la batalla entre el cuerpo autónomo o el cuerpo-sujeto del cual es emblemático ese cuerpo activo de la niña, y el cuerpo objeto, significado, valorado y objetivado por los discursos en torno a la feminidad y el control del deseo, cuya imposición parece concretarse drásticamente durante la pubertad. La imagen final de la novela de Palacios es emblemática de la escisión interna generada por este conflicto: Ana Isabel llora de desconsuelo al descubrir que ya no puede escaparse a la plaza a jugar, pues su cuerpo adolescente es demasiado grande para traspasar los barrotes de la ventana de su casa. Narrar el conflicto que escinde la identidad de las niñas supone, sin embargo, tanto la denuncia encarnada de la trampa patriarcal contra el cuerpo, el deseo y la subjetividad femeni-
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nos, como un ejercicio de reparación de la identidad de la niña, re-articulada por la escritura misma. De este proceso es paradigmática la elección de la voz en primera persona por García Ramis, o de la perspectiva de Lina en En diciembre llegaban las brisas de Marvel Moreno, ambas narradas desde un álter ego de las autoras que además escribe, emulando en la ficción el uso de la narración como mecanismo de autodefinición. Desde estos primeros capítulos se demuestran varias de las hipótesis iniciales y relevantes a todo el libro: la condición encarnada de la inscripción del poder en el sujeto y, al mismo tiempo, la posibilidad de una subjetividad activa abierta por la condición corporal de la existencia del poder; la escisión interna detonada por la sexualización de su cuerpo como condición de posibilidad de la identidad de adolescentes y mujeres en el contexto patriarcal; y el poder de la narrativa, de narrar a las niñas y sus cuerpos activos como herramienta de re-articulación de dicha dislocación interna. Entender la narración misma como rebelión, permite leer estos textos no sólo como denuncia sino como re-creación del ser por personajes y escritoras, potencialmente incluso por las lectoras, abriendo una ventana a otras subjetividades posibles. A partir de una exploración de los efectos psíquicos de la regulación de la sexualidad femenina retratados por Marvel Moreno, en el tercer capítulo pongo a prueba varias explicaciones posibles a la “conformidad” de los sujetos femeninos con el principio de dominación. El contraste entre las cuatro protagonistas cuyo bildungsroman recrea En diciembre llegaban las brisas (1987), ejemplifica combinaciones y reacciones diversas a los factores y actores físicos, psíquicos y socioculturales que enmarcan la formación de las conciencias de niñas y adolescentes, facilitando una revisión crítica de los mitos dominantes en torno al desarrollo psicosexual femenino. El correlato psicológico de la sujeción, estudiado en conversación con Foucault, Freud y variedad de apropiaciones feministas de las teorías psicoanalíticas, señala como origen común de la aquiescencia de las mujeres con las trampas patriarcales contra su deseo la ubicuidad de la violencia contra los cuerpos femeninos tanto en sus manifestaciones simbólicas como en las empíricas. En el Caribe de En diciembre, las técnicas disciplinares coexisten con formas represivas del poder y la violencia sexual se presenta como la más efectiva de sus “tecnologías”, erigiéndose como estandarte de la supre-
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sión tanto del deseo sexual activo como del deseo de autonomía de los sujetos femeninos. A través de una red de cuerpos y conciencias mutuamente permeables, articuladas por el álter ego de la autora misma, Moreno enfatiza los efectos de la violencia sexual –miedo, trauma, parálisis– en la identidad no sólo de sus víctimas sino además de las congéneres de esas víctimas, revelando cómo esta violencia no es la consecuencia fortuita sino la condición de posibilidad del poder patriarcal. No obstante, la autora esboza también el potencial político de este entramado de cuerpos y conciencias, que utiliza para imaginar y crear las condiciones de formación de sujetos femeninos autónomos. La reconsideración de los lazos entre mujeres, y en particular de la relación entre madres e hijas, constituye una piedra angular para este último propósito. Moreno pone de relieve el poder latente en las conexiones con los otros para la autotransformación y urge a considerar el sujeto en relación, resaltando el potencial de los lazos afectivos para contrarrestar las falencias evidentes en las teorías del sujeto y el poder. En estas fuerzas se actualiza un “capital emocional” (Allen 2008) que, como demuestra la red de conciencias que estructura En diciembre, puede usarse deliberadamente en contra o a favor de los otros. Si bien Moreno acentúa la vulnerabilidad física, psíquica y social de las mujeres a la construcción social de las relaciones íntimas bajo el orden patriarcal, señala a su vez las ventajas de politizar los lazos anclados en el cuerpo, el erotismo, las emociones y los afectos, de reclamar agencia sobre el “poder del amor” (Jónasdóttir 2009). Al subrayar la mutua dependencia entre el cuerpo propio y el de los otros, Moreno apunta igualmente a otra de las ventajas epistemológicas y políticas de concebir el sujeto como encarnado, el potencial para reivindicar la condición intersubjetiva de ser. En su estudio sobre los cuerpos enfermos que proliferan entre las escritoras chicanas, Suzanne Bost resalta en términos afines esta posibilidad, denunciando cómo la concepción de la conciencia “individual” y los arreglos sociales derivados de la misma son producto de una ilusión mental y teórica, en conflicto permanente con la infinita permeabilidad de los cuerpos: Indeed, identity, social location, and the lines between “us” and “them” are abstract and discursive. What’s real is the messy and complicated ways in
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which we are like those we politically despise, the ways in which our bodies fail to adhere to ideal racial and sexual forms, and the instability of our identifications depending upon where we are, whom we are with, and how we are feeling2 (Bost 2010: 26).
Las palabras de Bost sugieren, entre las vías derivables del estudio del sujeto encarnado, el planteamiento de un materialismo aún más radical que, anclado en la porosidad de los límites del cuerpo individual, promueva la disolución de las fronteras del sujeto neoliberal y su ethos individualista. La solución a la ilusión del Sujeto racional moderno no es la disolución del sujeto y su identidad celebrada por las tendencias posmodernas, sino la vuelta a una verdad que las escritoras de todas las generaciones han puesto obsesivamente de relieve: la condición intersubjetiva del ser, la coexistencia y mutua dependencia del cuerpo y la conciencia propias con los cuerpos y conciencias de los otros. Seguir las conexiones del cuerpo viviendo en relación puede redibujar no sólo la trayectoria del sujeto y su identidad sino también el mapa de lo social. Las escritoras estudiadas remiten la persistencia del problema de la identidad femenina, la constante batalla por un cuerpo y una subjetividad autónomas que no han podido garantizar ni la adquisición de mayor educación, ni el ingreso al mundo laboral, ni la participación política de las mujeres –ni para las blancas y de clase media ni para las pobres y “de color”– al dilema interno suscitado por la construcción patriarcal de las relaciones íntimas. A todo lo largo del siglo retratado por las novelas estudiadas, la reclamación del cuerpo “propio” por parte de niñas y mujeres enfrenta como barrera primordial la reducción del deseo femenino a la pasividad, ya sea por la represión directa de la sexualidad o por su supeditación a nuevos parámetros de autocontrol y consumo del cuerpo. En la medida en que la dicotomía entre activo (masculino) y pasivo (femenino) propia de la economía sexual patriarcal subsiste, la agencia femenina 2.
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“En efecto, la identidad, la situación social y las líneas entre ‘nosotros’ y ‘ellos’ son abstractas y discursivas. Lo real es la forma desordenada y complicada en que nos parecemos a los que políticamente despreciamos, las maneras en que nuestros cuerpos no se adhieren a las formas raciales y sexuales ideales y la inestabilidad de nuestras identificaciones dependiendo de dónde estamos, con quiénes estamos y cómo nos sentimos” (traducción nuestra).
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continúa circunscrita a la contradicción entre el deseo de autonomía y el deseo de ser deseadas, esa amalgama de deseo sexual, de conexión y de existencia social que supedita la sexualidad de las mujeres a las relaciones heterosexuales y socialmente “legítimas”. De allí que, pese a haber diversificado su temática y haber abandonado las “guerras feministas” que caracterizaron su emergencia en las décadas del setenta y ochenta, el erotismo femenino sea un tópico recurrente entre autoras más recientes en el Caribe (Paravisini-Gebert 2003: 462). A menudo adelantadas a la teoría, las escritoras se empeñan en recordarnos que siglo y medio de actividad y pensamiento feminista no es suficiente para desmantelar no sólo el andamiaje discursivo y social sino el sustrato emocional que ha sostenido por milenios el privilegio masculino. Contra este privilegio, como demostré en el cuarto y quinto capítulo de este libro, Fanny Buitrago y Mayra Santos Febres enarbolan el reconocimiento y uso de la condición erótica del cuerpo individual y del cuerpo social. Esta forma excelsa de la “conciencia corporal” es asociada por ambas autoras a una “cierta manera” de llevar y vivir el cuerpo en la cultura caribeña.
Bregando con el cuerpo caribeño Los marginados hemos aprendido a hablar con el cuerpo… Siempre han habido espacios de poder que han dicho: “te vas a callar la boca”, así que tú tienes que hablar con otros lenguajes. Un lenguaje bien difícil de codificar es el lenguaje del cuerpo, porque siempre hay en él espacio para la ambigüedad. Hay muchos cuerpos que saben hablar por allí… decía Benítez Rojo que en el Caribe se camina y se es “de cierta manera”, y esa cierta manera está referida directamente a esos lenguajes de los cuerpos
(Santos Febres, en Celis 2011: 256).
La tensión entre el “cuerpo apropiado” y el “cuerpo propio” que postulo como condición de posibilidad de la formación del sujeto femenino no es, por supuesto, una experiencia exclusiva de las mujeres ni de las escri-
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toras caribeñas. Sin embargo, el énfasis en los cuerpos como agentes comunicativos en las novelas analizadas revela matices propios, derivados de la singular expresividad del cuerpo evidente tanto en prácticas de la cultura popular como en su prolífica representación en el arte, la literatura y la teoría producida desde el Caribe y sobre el mismo. Buitrago y Santos Febres se distinguen entre las escritoras estudiadas porque sus protagonistas salen del ámbito doméstico y se sumergen en escenarios públicos, trasladando a estos últimos las dinámicas en torno a los cuerpos y la sexualidad recreadas en los espacios íntimos. En el mundo de Buitrago y Santos Febres se introduce además otro elemento reiterado en la discusión teórica sobre la cultura caribeña, la prevalencia de una lógica de la negociación, caracterizada por la capacidad de adaptar y reamoldar la normatividad en la práctica, desde niveles variados de irreverencia aunque evadiendo la confrontación directa con el poder. Esta táctica es fundamental en las rebeliones de sus protagonistas, cuyo reconocimiento del rol social del deseo les permite ejercer una singular forma de agencia. En su articulación de la “pose” de la “mujer-niña” o de la “mujer moderna”, en el caso de Buitrago, y en la administración del deseo y las transacciones con la sexualidad, en el de Santos Febres, sus protagonistas llevan a su expresión axiomática la conciencia corporal que este libro atribuye a niñas y mujeres. El elemento que hermana a todas las escritoras de este estudio es su reconocimiento tanto del imperativo patriarcal de regular los cuerpos femeninos como de la relación entre el deseo, la sexualidad y la organización de lo social. En casos como el de Antonia Palacios, Marvel Moreno y Fanny Buitrago, este reconocimiento se adelanta a las teorías postestructuralistas y feministas en torno al cuerpo. Novelas como Ana Isabel, una niña decente de Palacios (1949) y El hostigante verano de los dioses (1963) de Buitrago, anticipan además la utilización del cuerpo como artefacto discursivo en escritores y escritoras contemporáneas en la región, entre los cuales éste se ha convertido en un “dramatic site of contestation resulting in a series of diverse –and often contradictory– inscriptions and strategies for recovery”3 (Narain 3.
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“espectacular espacio de confrontación, generando una serie de inscripciones y estrategias de recuperación diversas y a menudo contradictorias” (traducción nuestra).
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1998: 255). Tanto la condición encarnada que las escritoras atribuyen al proceso de hacerse mujeres como la expresividad y la capacidad de leer los cuerpos que evidencian sus protagonistas, son tendencias rastreables en variedad de escritoras contemporáneas en el Gran Caribe y su diáspora. La recurrente escritura del cuerpo y la sexualidad en la región debe vincularse además a la vitalidad y versatilidad de las prácticas y relaciones intercorporales en la cultura popular del Caribe. La rebelión se une a los esfuerzos de las escritoras caribeñas, al igual que de la crítica feminista que ha acompañado su ascenso desde finales de los setenta, para destacar y cuestionar otra tendencia predominante en la representación del cuerpo en la literatura, la crítica y la teoría regional: la subordinación de la diferencia sexual a los parámetros de las luchas contra el dominio colonial y su legado, a menudo enraizadas en el reconocimiento de la condición racializada de los sujetos. Las escritoras han sido las abanderadas en la tarea no solo de combatir la carencia de representación de las mujeres y el silenciamiento de sus voces en la historia regional, sino también de poner en evidencia el sexismo que continúa permeando la práctica de autores, historiadores, críticos y teóricos caribeños contemporáneos. La prevalencia de esta actitud se sintetiza en el “canibalismo discursivo” ejercido por los escritores regionales en sus formulaciones del sujeto y la identidad cultural del Caribe (Adjarian 2004: 11). Entre éstos, el cuerpo femenino ha sido objeto predilecto de variedad de metáforas geopolíticas que han feminizado a la región “in graphically and ‘naturally’ libidinous terms, conflating land and the female body in a ‘canniballistic’ economy of rape and male desire”4 (Mehta 2009: 4). Entre estas metáforas cabe destacar la de Antonio Benítez Rojo, quien ilustra la “penetración” del meta-archipiélago caribeño por la maquinaria colonial con una “vagina distendida entre ganchos continentales” (1989: vi). Subrayando la complicidad entre la invención del Caribe colonial –naturaleza y cuerpos salvajes, eróticos y “digeribles”– y las transversales jerarquías patriarcales sostenidas en el contexto neocolonial y poscolonial, las escri4.
“en términos gráfica y ‘naturalmente’ libidinales, en los que la tierra y el cuerpo femenino confluyen en una economía ‘canibalista’ de violación y deseo masculino” (traducción nuestra).
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toras caribeñas han denunciado la violencia que a nivel simbólico y empírico, en hogares, comunidades y el mundo laboral, desde los discursos oficiales hasta los folletos turísticos, continúa subyugando a los intereses heteropatriarcales y capitalistas la autonomía de las mujeres, y de los hombres ajenos al “macho” caribeño. Un mecanismo privilegiado en la batalla por la recuperación de la experiencia y la memoria femeninas ha sido la inserción del cuerpo en el texto. Estrategias comunes destacadas entre las escritoras caribeñas, como la apropiación y reinvención de la ficción autobiográfica –ostensible en Palacios, García Ramis y Moreno– y la preferencia por la narrativa trenzada o “tejida” entre variedad de voces e historias –también obvia en Moreno y en Santos Febres– pueden asociarse también a la utilización del texto como instrumento y escenario de la reinscripción de las mujeres en la historia (Boyce Davies y Savory 1990: 5-6). Táctica fundamental a esta tarea ha sido, como he destacado en este libro, la vinculación de la historia íntima y doméstica con la social. Este recurso es habilitado, en casos como el de Buitrago y Santos Febres, por la alegoría, tropo que, como señala M. M. Adjarian, permite a variedad de escritoras del Caribe “to partially heal the material and discursive wounds of a ‘history [that] hurts’: wound that have mutilated generations of female bodies; separated mothers from daughters and sisters from sisters; and kept women isolated from each other”5 (Adjarian 2004: 187). El cuerpo de la madre ha sido el depósito predilecto de la memoria femenina, si bien su caracterización es tan prolífica como contradictoria. Entre las autoras más recientes, según señala Caroline Rody, el retorno a la madre puede asociarse ya no sólo con la recuperación de una historia femenina encarnada sino con la articulación de una nueva propuesta feminista anclada en la autoridad cultural ganada por las “hijas”. Rody lee las novelas de escritoras de entre finales de los setenta y los noventa como “alegorías del deseo de historia”, cuya satisfacción 5.
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“curar parcialmente las heridas materiales y discursivas de una ‘historia que duele’: heridas que han mutilado a generaciones de cuerpos femeninos; separado madres de hijas y hermanas de hermanas; y mantenido a las mujeres aisladas entre sí” (traducción nuestra).
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pasa por la liberación de las madres y abuelas esclavizadas, en un gesto que implica simultáneamente su restitución y la ruptura con el tiempo en el que esas precursoras fueron oprimidas (Rody 2001: 4). Las madres brillan por su carácter poco convencional entre las escritoras estudiadas en La rebelión, variando desde las madres tradicionales pero ambivalentes que “fracasan” en la transmisión de las convenciones de la “decencia” a sus hijas –el caso de Palacios y García Ramis– hasta las madres endurecidas y antagónicas de Moreno o las problemáticas madrastras y madrinas de los textos de Buitrago y Santos Febres. Transversal a estas escritoras es su desconfianza de la abnegación y el sacrificio de la sexualidad implícitos en la figura de la “madre omnipotente” que ha dominado la escena regional (Narain 1998: 258), ya sea en su materialización como madre tradicional o como la poderosa matriarca sospechosamente ponderada por los escritores caribeños y latinoamericanos. No obstante, el “deseo de historia” y la condición regeneradora identificada por Rody en el retorno de las hijas del Caribe anglófono y francófono a la madre, puede reconocerse en el retorno al cuerpo de la niña, a los orígenes de la historia personal, cuya revisión sugiere un afán similar de liberarlas de las limitaciones impuestas por su feminización patriarcal y de situarlas en la historia regional. Otro aspecto recurrente entre las autoras contemporáneas del Caribe es la tendencia a reinscribir la sexualidad y el erotismo femenino en la ficción, ese afán de “hacer público lo púbico” para exponer tanto la vulnerabilidad del cuerpo a las “encarnaciones íntimas del poder” como el potencial liberador de su “agencia erótica” (Sheller 2008: 356-357, 2012: 17). Como he ilustrado en mi análisis de las protagonistas de Buitrago y Santos Febres, en los cuerpos femeninos deseantes se pone de relieve el poder social del deseo, las múltiples repercusiones políticas, económicas y sociales de la sexualidad, y su potencial descolonizador. Las novelas de Fanny Buitrago, publicadas a lo largo de medio siglo, constituyen un antecedente precoz y a su vez un vívido testimonio de la evolución formal y temática atribuida a las escritoras del Caribe hispano, desde el énfasis feminista inicial hasta la diversidad temática de la década final del siglo xx, con marcada preferencia por
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los escenarios y fenómenos de la cultura popular y la exploración del erotismo (Paravisini-Gebert 2003: 462). Buitrago ofrece además un singular paseo por la transformación del estatus de las mujeres en las sociedades caribeñas y latinoamericanas, a través de una gama de personajes que incluye “niñas decentes” y “señoras bien” al lado de muchachas pobres y niñas “feas”, profesionales y amas de casa, mujeres de ciudad y de ambientes rurales, cada una de las cuales enfrenta los retos asociados a su género desde posiciones marcadas por distinciones de clase, raza, estilos de vida e ideologías diversas. A lo largo de esta panorámica, Buitrago exhibe una excepcional conciencia de la mediación cultural en la formación del sujeto, y de la relación entre la ficción y el repertorio de identidades disponibles para la formación de hombres y mujeres reales. Al tomar, combinar y actuar sus roles frente a la norma social, los personajes de Buitrago sugieren una respuesta paradójica a la dicotomía entre autonomía y subyugación: la agencia del sujeto en la representación de su sujeción. Buitrago anticipa y excede la caracterización de la identidad de género como performance que hizo célebre Judith Butler (1999), quien atribuye a la actuación y reiteración de la norma de género por los sujetos tanto su durabilidad y efecto de fijeza como el potencial transgresor contra la misma. No obstante, Buitrago, como lo hará también Santos Febres, sitúa la agencia no sólo en la capacidad para actuar de formas tergiversadas los rasgos atribuidos por las identidades sociales, sino además en los distintos niveles de conciencia de estar actuando un “papel” por parte de sujetos que negocian activamente con los paradigmas vigentes e identidades hegemónicas su posición en la red del poder. Varias de las protagonistas de Fanny Buitrago “posan”, es decir, actúan complacencia con las normas de género vigentes para ganar o asegurarse desde placer y afecto hasta dinero y estatus social, a menudo sometiéndose a una aparente subordinación ante los hombres que propicia su relocalización en la escala de clase e, irónicamente, les garantiza variados grados de autonomía. De la mano de estudios sobre la adolescencia femenina, en el cuarto capítulo he ilustrado los mitos sobre la niña, la adolescente y la mujer que continúan enmarcando las negociaciones en medio de las cuales niñas y mujeres dan forma a su identidad, así como sus transformaciones en el medio siglo abarcado
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por la obra de Buitrago. A juzgar por la trayectoria trazada por sus novelas, las “poses” han variado en las últimas décadas, pero la feminidad continúa siendo una fabricación, producto de maniobras cada vez más complejas entre el sujeto y las tecnologías del poder. Al igual que sus antecesoras, Buitrago localiza al centro de las dificultades de sus protagonistas para ejercer autonomía, la prescripción de la agencia sexual y la cooptación de su capacidad de amar, remarcando la persistente circunscripción de las ambiciones de niñas y mujeres a la economía patriarcal del deseo. Este conflicto aparece agravado, en la transición entre los siglos xx y xxi, por la creciente sexualización de los cuerpos femeninos, masivamente convertidos en objetos de consumo y explotación comercial. Buitrago revela la perenne sanción social de la capacidad y responsabilidad de adolescentes y mujeres de administrar –despertar, evadir, usar, cotizar– el deseo sexual propio y el de los otros, si bien destaca la audacia de la mujer “moderna” y “posmoderna” en la negociación de renovadas condiciones de opresión, denunciando a su vez las restricciones que las categorías sociales continúan imponiendo a la libertad y autenticidad de hombres y mujeres. En la obra de Buitrago, “posar” funciona simultáneamente como una reiteración de la normatividad social y como una forma de resistencia negociada ante la misma, orientada a evadir la confrontación directa y hasta a sacar provecho de la norma de género, cuya condición represiva se hace visible, en contraste, en el destino trágico de los personajes que no saben ni ajustarse a la norma ni confrontarla efectivamente. La elección de “posar” en lugar de confrontar los imperativos patriarcales, es asociada por la autora, por un lado, a la violencia simbólica y sexual de la que son objeto las mujeres que no pueden o no quieren asimilarse a los modelos dominantes y, por el otro, a la enajenación de los deseos de realización personal femeninos, reducidos a las “necesidades” y “placeres” incentivados por los valores neoliberales. Buitrago registra así la reconfiguración de la sexualidad forzada por la interacción de placeres eróticos, prácticas sexuales y el deseo de mercancías entre las adolescentes y mujeres contemporáneas, ese complejo entramado que en su estudio del deseo adolescente en el Caribe, Debra Curtis denomina “commodity erotics” (2009). No obstante, la autora reconoce en el erotismo una fuerza social, subrayando la condición de agentes de deseo que
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mueve la variedad de manipulaciones y desvíos con los cuales niñas y mujeres conducen, en culturas aún hostiles a esa agencia, tanto su deseo sexual como su deseo de poder. Al imperativo de “inocencia” de la mujer tradicional, a la falacia de la llamada “revolución sexual” y a los deseos mercantilizados del mundo contemporáneo, Buitrago contrapone placeres más allá del artificio patriarcal sobre la sexualidad y la subjetividad. En Señora de la miel (1996), la escritora recurre al desparpajo verbal y sexual, como antídoto contra la “pose”. Buitrago encarna en su protagonista el conflicto entre una sexualidad pasiva, que subyuga la subjetividad propia a su validación por el deseo del otro, y una forma alternativa de erotismo, que constituye la base de su nueva identidad. La novela es también una alegoría satírica del orden sexual en el Caribe, que tiene como blanco principal el mito de la “hipersexualidad” atribuida a caribeños y caribeñas, cuyas complicidades con la economía patriarcal y colonial del deseo Buitrago subraya y subvierte. A su vez, la autora celebra jocosamente la vivencia de lo sensorial y lo sexual “a flor de piel” por parte de los vecinos del pueblo, una suerte de microcosmos del Caribe. En la liberación final de su protagonista del falo legendario de su marido, Buitrago esboza una utópica emancipación colectiva del imperativo de “posar”, mediada por la articulación consciente del poliglotismo del cuerpo y del goce erótico, así como por su resistencia activa al control racional y patriarcal de la sexualidad. De este modo, la autora pone de relieve el potencial implícito en la articulación y expansión de la “conciencia corporal” de los caribeños y caribeñas, cuya recreación es también central al Caribe de Mayra Santos Febres. Una mirada a la literatura y la teoría del Caribe da cuenta de la prevalencia de la aptitud para negociar diferencias y fuerzas sin entrar en la confrontación directa, de esa “ética de la negociación” (Ríos Ávila 2011) implícita en las “poses” más o menos conscientes asumidas por caribeños y caribeñas ante las formas hegemónicas de poder. Desde el “contrapunteo” de Fernando Ortiz (1940) a la “relación” de Édouard Glissant (1990), los escritores regionales han dado cuenta de esa capacidad para “conjurar violencia” que Antonio Benítez Rojo (1989) adjudica al uso de la paradoja en la literatura caribeña, tejiendo un paradigma que invita a pensar la autonomía en la tensión productiva antes
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que en la relación vertical y dicotómica entre sujeto y poder. La polivalencia del verbo “bregar”, con el cual los puertorriqueños nombran la acción y la astucia para maniobrar en medio de límites reducidos, es particularmente rica al resumir las múltiples y simultáneas negociaciones que implica la supervivencia en el contexto colonial, neocolonial y poscolonial. Según explica Arcadio Díaz Quiñones (2000), “bregar” se refiere en primera instancia a la “lucha” cotidiana para sobrevivir, al trabajo afanoso necesario y al talento requerido para ejercerlo, tanto en batallas íntimas y privadas como en las políticas y públicas. La expresión se utiliza también con connotaciones eróticas, para referirse a la actividad sexual entre parejas, denotando una habilidad corporal que “confirma la conciencia constante del sujeto como ser sexual” (2000: 32). Bregar implica, finalmente, la reflexión y los ajustes necesarios para “encontrar soluciones apropiadas, tender un puente sin hacer demasiado ruido… [y] buscar un punto medio, evitando prudentemente la violencia” (Díaz Quiñones 2000: 32-33). El humor irreverente es forma predilecta de la “brega” en el Caribe, siendo quizás su manifestación más conocida el “choteo” cubano estudiado por Jorge Mañach. Ante la dificultad introducida en el primer capítulo para entender la autonomía y la agencia del sujeto en coexistencia con el poder, Buitrago y Santos Febres llaman la atención a las rebeliones sutiles pero constantes implícitas en la práctica popular y literaria de “bregar”, en cuyo centro se encuentra, según confirma Díaz Quiñones, la conciencia permanente del rol del deseo, que ilumina la centralidad de los cuerpos, sus pulsiones y lenguajes en la edificación de lo social. También esa “cierta manera” con la cual, en uno de los ensayos más célebres en torno a la identidad caribeña, Antonio Benítez Rojo intentó caracterizar la experiencia común al metaarchipiélago caribeño, se edifica, como señala Santos Febres, sobre una manera de llevar el cuerpo y de comunicarse con él. La intuición de esa particular forma de vivir el cuerpo, aunque raramente nombrada como tal, es motivo recurrente en el Caribe imaginado desde la percepción popular, en el Caribe producido por la discusión teórica, y en el Caribe proyectado a nivel global por y para el consumo de los turistas, rebosados de alusiones al ritmo, la sensualidad y la disposición a la performance en-
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tre sus gentes. La literatura de la región ha intentado materializar esta corporalidad, haciendo del cuerpo el eje en la comunicación de las distintas modalidades de marginación que han marcado a los sujetos caribeños, y traduciendo los lenguajes y saberes que han producido sus cuerpos. No obstante, en comparación con la versatilidad del cuerpo en la cultura popular, las historias encarnadas siguen siendo elusivas a la escritura y son raros los esfuerzos académicos por revisar la relación entre cuerpo y cultura, cuerpo y literatura o cuerpo y sociedad desde un paradigma que presuma la condición activa de los primeros. El prolífico uso del cuerpo como portador de memoria y las contradicciones en su representación y conceptualización, son ilustrados en el excepcional recorrido por la caracterización de los cuerpos en la literatura y teoría caribeñas de Guillermina De Ferrari (2007). La autora demuestra cómo una actitud “exhibicionista” del cuerpo ha desplazado progresivamente el simbolismo del paisaje en la ficción y en las discusiones en torno al legado colonial y la identidad de los sujetos caribeños, haciendo del “mito del cuerpo vulnerable” puente en la “relación” que, como planteara el filósofo martiniqués Édouard Glissant, ha de conjurar la carencia de raíces y disputar el mito de los orígenes encumbrado por el discurso y la práctica colonial. Según De Ferrari, en tanto que “the invention of the Caribbean as we know it today originates in the symbolic appropriation of bodies the tendency among contemporary writers to foreground the body’s literal and figurative vulnerability is a more effective strategy toward affective decolonization than marvelous perceptions of nature”6 (2007: 3).7 Con un notorio énfasis en la materialidad de la apropiación 6.
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“la invención del Caribe como lo conocemos hoy se origina en la apropiación simbólica de los cuerpos, la tendencia de los escritores contemporáneos a poner en primer plano la vulnerabilidad literal y figurada del cuerpo es una estrategia más efectiva para la descolonización afectiva que las percepciones maravillosas de la naturaleza” (traducción nuestra). Si bien De Ferrari reconoce en la ficcionalización del rol histórico del cuerpo condiciones para revertir su apropiación simbólica, revisar la formación de las identidades coloniales y refutar su esencialismo (2007: 25), su análisis reduce el cuerpo material a una “presencia fantasmal” inexistente más allá del lenguaje, y la dominación colonial del mismo a un proceso “based not so much on the real vulnerability of naturally colonizable bodies, but on the vulnerability of the
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colonial de los cuerpos, Mimi Sheller argumenta, en contraste con De Ferrari, que el Caribe que conocemos es el resultado de las “violencias íntimas” que imprimieron las fuerzas de la economía mundial en la carne de hombres y mujeres nativas y africanos esclavizados. Al “consumo” de las energías laborales y sexuales de los cuerpos en el sistema colonial –desde el trabajo forzado hasta el uso sexual de las mujeres y la confiscación de su progenie– deben, según la socióloga, remitirse las políticas raciales y sexuales que continúan delineando la región como espacio edénico apto para la explotación de su naturaleza y habitantes (Sheller 2002: 151). No obstante, también a esas “violencias íntimas” puede remitirse el despliegue energético y el uso comunicativo del cuerpo en expresiones populares –desde el baile hasta transacciones sexuales– por medio de las cuales los caribeños y caribeñas han reclamado sus cuerpos como “propios” (Sheller 2008: 356). La urgencia de conectar el texto literario a los efectos materiales del poder sobre los cuerpos es abogada también por Lizabeth Paravisini-Gebert en su imputación de la reducción del cuerpo a su simbolismo por parte de la crítica de obras de escritoras caribeñas y del “Tercer mundo”. La autora advierte cómo la “lectura” y “escritura” por parte de las autoras caribeñas de cuerpos alusivos a mujeres de “carne y hueso” victimizadas por actores históricos reales, surge de la amenaza permanente a su propia carne vulnerable a sistemas sociales y políticos en que los cuerpos femeninos han sido sometidos a abuso, violaciones, tortura y desmembramiento “precisely because this very treatment, through its interpretation as symbolic construct, has been an effective method of political control”8 (1997: 7-8).
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material body to the forces of symbolic power” (2007: 8; “basada no tanto en la vulnerabilidad real de cuerpos naturalmente colonizables, sino en la vulnerabilidad del cuerpo material a las fuerzas del poder simbólico”, traducción nuestra). Igualmente problemática resulta su escasa consideración de la diferencia sexual, enteramente supeditada a la economía racista del orden colonial, omisión que le permite reducir el cuerpo femenino a la docilidad, o a su capitalización, en las manipulaciones con la sexualidad atribuidas a las mujeres negras en sus relaciones con el colonizador, a cuya complejidad me referí en el quinto capítulo. “precisamente porque este mismo tratamiento, a través de su interpretación como construcción simbólica, ha sido un método eficaz de control político” (traducción nuestra).
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A la violencia tanto material como simbólica contra los cuerpos en la historia del Caribe debe atribuirse no sólo su recreación textual, sino la tendencia popular a usar, exponer y leer el cuerpo como medio de comunicación, correlato paradójico de la prohibición del habla y el monopolio de la palabra escrita por el orden colonial y patriarcal. En su célebre The Black Atlantic (1993), el guyanés Paul Gilroy remite al “terror racial” de la era colonial la “distintiva relación con el cuerpo” propia de la cultura expresiva afrodiaspórica. La prolijidad y polivalencia de las manifestaciones orales y no verbales que, según Gilroy, “have grown in inverse proportion to the limited expressive power of language”9 (1993: 74), son el resultado tanto de la prohibición como de la incapacidad para expresar discursivamente el horror de la violencia esclavista; y de la patriarcal, cabe agregar, cuya coexistencia con la violencia colonial y numerosas materializaciones posteriores documentan las escritoras del Caribe. En la riqueza de las expresiones no verbales de las culturas afroatlánticas localiza Gilroy además el poder para desafiar “the privileged conceptions of both language and writing as preminent expressions of human consciousness”10 (1993: 75). La ficcionalización del conflicto entre el cuerpo “apropiado” y el cuerpo “propio” entre las escritoras caribeñas, tiene entonces su correlato en el polivalente y problemático estatus de los cuerpos en la historia y la cultura del Caribe. Empleado tanto para repeler y defenderse como para seducir y, a través de la intimidad con el poder, ganar espacios de participación social, visibilidad y, literalmente, libertad, el cuerpo ha sido en el Caribe no solo el sitio de la inscripción material del poder, sino un espacio de negociación de autonomía. La esquizofrenia ante la sensualidad y la sexualidad en la región –estimuladas para el goce público en los espectáculos folclóricos o en el deambular cotidiano de los cuerpos, comercializadas para complacer a los turistas, ponderadas como signo distintivo del “macho” y aún temidas y atacadas en las “buenas” mujeres– puede atribuirse a la intuición de 9.
“han crecido en proporción inversa al limitado poder expresivo del lenguaje” (traducción nuestra). 10. “las concepciones que privilegian el lenguaje y la escritura como expresiones por excelencia de la conciencia humana” (traducción nuestra).
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los sectores en el poder de la resistencia subyacente en la “fuerte vitalidad” del cuerpo y su “conciencia”, en especial entre los sectores populares negros, o mixtos, que fueron “stripped or deprived of their language, their geography and power, but never of the polyrhythmic movement of their bodies”11 (Quintero Rivera 1996: 161).12 Dada su frecuente omisión en las citadas caracterizaciones tanto de la vulnerabilidad como de la vitalidad del cuerpo, no sobra reiterar el sustrato patriarcal de la regulación de los cuerpos tanto en la época colonial como en el contexto contemporáneo. Estudios sobre la sexualidad y su rol en la construcción de los estados poscoloniales caribeños, documentan la tensión persistente entre la anulación del cuerpo femenino en el discurso de lo nacional y la dependencia de su carácter productivo y reproductivo, así como la continua supeditación de la “autonomía erótica” de las mujeres (Alexander 1997) al irónico marianismo caribeño –que, a diferencia de sus versiones ortodoxas, permite y hasta celebra la exhibición de la sensualidad aunque continúa penalizando el uso activo de su sexualidad por parte de las mujeres–. Esta amalgama de fuerzas tejidas en torno a los cuerpos femeninos en el día a día del Caribe real ha sido y continúa siendo objeto primordial de la denuncia y la transgresión articulada por los cuerpos deseantes y elocuentes de las escritoras caribeñas. En diálogo con el pensamiento feminista afrodiaspórico y estudios sobre la sexualidad en el Caribe, en el quinto capítulo de La rebelión expongo el rol de la sexualización y racialización de los cuerpos femeninos en medio de las relaciones íntimas, familiares y sociales que dieron forma y continúan definiendo los contornos de las sociedades caribeñas. Nuestra señora de la noche (Santos Febres, 2006), historia de la legendaria Isabel Luberza, hija y ahijada de lavanderas negras que habría de convertirse en la dueña del burdel más pujante de la historia de 11. “privados de su lengua, geografía y poder, pero nunca del polirrítmico movimiento de sus cuerpos” (traducción nuestra). 12. Las investigaciones sobre el baile han sido particularmente prolíficas en la documentación del movimiento de los cuerpos como récord y lenguaje surgido en respuesta a la opresión y la represión cultural (Browning 1995), así como de las prácticas populares como rituales no solo reiterativos sino renovadores de la memoria de la resistencia (Quintero Rivera 2009).
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Puerto Rico, localiza al centro de la capacidad de transformación y autoinvención con la que La Negra contrarresta la marginalización social asociada a su raza, género y posición socioeconómica, una cosmovisión afrocaribeña. Remitiendo la acentuada conciencia del cuerpo de los caribeños al mulataje genético y cultural del Caribe, Santos Febres se vincula a otra de las tendencias temáticas registrada en el panorama de las escritoras caribeñas contemporáneas, la incorporación de la religiosidad y del legado espiritual afrodiaspórico en la cultura regional (Paravisini-Gebert 2003). Nuestra señora de la noche ahonda además en las respuestas encarnadas al “consumo” de los cuerpos en el Caribe colonial y poscolonial, haciendo de la prostituta emblema de la polivalencia de la sexualidad en la región y en sus relaciones transnacionales y globales. Entre los mecanismos de los que se vale Santos Febres para reproducir la emancipación de La Negra se destaca la ruptura con la clasificación corporal y espacial de la diferencia y la inversión de las jerarquías implícitas en los contactos intercorporales, en particular el contacto visual y el “roce” erótico entre cuerpos y lugares “extraños”. El conocimiento del lenguaje cifrado de los cuerpos y el reconocimiento del poder social del deseo son las armas de Isabel en su batalla por hacerse no sólo un sujeto autónomo sino una “mujer de medios”, social y económicamente poderosa. Su sofisticado manejo de estas fuerzas delata, por un lado, el rol político del control del cuerpo en medio de la estructura colonial y poscolonial, así como la violencia simbólica, física y sexual con la que se ha ejercido ese control sobre los cuerpos de las mujeres negras. Por otro lado, la lectura de los cuerpos que le permite a Isabel administrar el deseo de sus clientes, sugiere un conocimiento profundo de la polivalencia de la sexualidad en el Caribe, testimonio de lo que Santos Febres misma denomina “una filosofía afrodiaspórica”, dentro de la cual la sexualidad se concibe como una “fuerza social que trabaja el cuerpo desde el espacio de la negociación; tú negocias con las otras fuerzas a través de lo material y lo erótico” (en Celis 2011: 252-253). La fuerza social del deseo pende a su vez de la excepcional conciencia de la sexualidad de los sujetos del Caribe popular que, al igual que Fanny Buitrago, Santos Febres destaca y celebra.
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En la novelística de Santos Febres resuenan las preguntas de variedad de investigadores de la sexualidad en la región, que han intentado formular los límites entre la sexualización externa y la conciencia erótica de los sujetos mismos en aproximaciones al “trabajo con el cuerpo” que contemplen las complejas circunstancias que enmarcan estas transacciones, desde las condiciones históricas ligadas a la comercialización de los cuerpos hasta los distintos niveles de agencia de los actores en la misma. La autora reviste a Isabel de una extraordinaria habilidad para entender el deseo y para negociar con el mismo, habilidad que asocia a las visiones alternativas de familia y comunidad forjadas en la experiencia afrodiaspórica. Nuestra señora resalta tanto la vulnerabilidad del cuerpo en una economía patriarcal del deseo como el potencial de la relación con el cuerpo propio para negociar y subvertir las condiciones de su subordinación. El de Isabel no es sólo un cuerpo que resiste, sino un cuerpo que “piensa” y actúa, anticipando la respuesta y motivando la posterior articulación “consciente” de la resistencia de la protagonista a las estructuras jerárquicas del poder. Un cuerpo que ejerce poder y que, en el caso de Isabel La Negra, responde al deseo de poder de la protagonista, poniendo al servicio del mismo tanto la agencia erótica propia como el deseo sexual de su amplia variedad de clientes. Al evaluar los alcances de la administración del deseo sexual en el proyecto de Isabel de hacerse una “mujer emancipada”, mi análisis de Santos Febres pone de relieve el rol de las energías corporales no sólo en la formación de sujetos autónomos sino en la formulación de formas alternativas de ciudadanía, “ciudadanías desde abajo” (Sheller 2012) que apuntan a una concepción de la libertad más allá del marco de la formación del sujeto por el poder patriarcal y colonial. Mi recorrido por las escritoras concluye subrayando las implicaciones políticas de la “conciencia corporal”, cuya expresión idónea puede encontrarse en la “agencia erótica” (Sheller 2012) que variedad de autores han capturado en las prácticas culturales del Caribe popular. 13 En el 13. Las prácticas de “libertad encarnada” o “agencia erótica”, según las denomina Mimi Sheller (2008, 2012) abarcan desde respuestas a formas específicas de opresión hasta prácticas más positivas de participación y acción, que remiten al
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baile y el carnaval, por ejemplo, cuya representación textual reviso también en mi análisis de Buitrago y Santos Febres, pueden encontrarse rastros de un deseo de libertad precedente a la sujeción y subyugación del sujeto. Este deseo, que coexiste con el poder y como contrafuerza al mismo, se manifiesta en el uso y la experiencia del cuerpo sensual como eje de conexiones que contestan y reconstituyen la separación y el dominio de la mente sobre el cuerpo –y la espiritualidad– tanto al interior del sujeto como en sus relaciones con los otros. La batalla por sus cuerpos de las niñas y mujeres en estos textos, atestigua la persistencia de un deseo de autonomía ejercido –precisamente por la historia singular de su represión violenta en el Caribe– a través de la vivencia del cuerpo y su conciencia permeable. Las rebeliones registradas y defendidas por las protagonistas de este libro reivindican ese derecho de hacer del “cuerpo propio”, como se diría en el Caribe colombiano en una categórica expresión popular de independencia, “lo que a uno le dé la gana”. También obvias en sus historias son las dificultades de ejercer esta forma de libertad y las contradicciones implícitas en la misma, de cara a la constante apropiación privada y pública de los cuerpos femeninos. Ninguna situación como la de las mujeres que venden “voluntariamente” sus cuerpos expresa más claramente la paradoja de la “libertad” en su acepción liberal, pafundamento mismo de la libertad, no libertad de quién o contra quién, sino libertad para qué: “Pulsing beneath our consciousness, moving our feet, welling up from below, erotic agency works our bodies toward an expansive engagement with life, implying a more holistic locus of citizenship that reaches far beyond the state and its structures of erotic subjugation in exchange for recognition as a citizen. This mobile kinetic embodiment of historical forces propels all of us toward a future in which we can still learn from the ancestral spirits of those who were moved by slavery to seek freedom in its fullest sense” (Sheller 2012: 279; “Pulsando bajo nuestra conciencia, moviendo nuestros pies, manando de abajo hacia arriba, la agencia erótica trabaja nuestros cuerpos hacia un amplio compromiso con la vida, lo cual implica un locus más integral de la ciudadanía que va mucho más allá del estado y sus estructuras de sometimiento erótico a cambio del reconocimiento como ciudadano. Esta encarnación móvil y cinética de las fuerzas históricas nos propulsa hacia un futuro en el que todavía podemos aprender de los espíritus ancestrales de quienes fueron forzados por la esclavitud a buscar la libertad en su sentido más completo” (traducción nuestra).
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radoja que sintetizan las palabras de Mary Gossy, una mis profesoras inolvidables: “no elegimos las condiciones en las que elegimos”. Los personajes de Fanny Buitrago ilustran este dilema, por ejemplo, en los mecanismos de control del cuerpo y sus pulsiones asumidos por niñas y mujeres para amoldarse a los parámetros de belleza dominantes. Las y los protagonistas de Santos Febres, en otras de sus novelas y cuentos, incurren en similares actividades de “autoconsumo” en pro no sólo de la supervivencia sino de la satisfacción de deseos colonizados por el capital –desde jeans hasta celulares–. La variedad de prácticas de consumo del cuerpo de las que niñas, adolescentes y mujeres siguen siendo objetos y agentes hoy en día, sugiere que hay muchas rebeliones todavía por pelear para poder reclamar el cuerpo, y el ser, como “propios”. El caso de Isabel La Negra es particularmente paradójico, dado que Santos Febres cuestiona a su vez el comportamiento con sus “pupilas” de la Madama, cuyo proyecto incluye “protegerlas” del escarnio público y del desamparo de la pobreza y el abuso sexual de sus familiares, pero también explotar su virginidad, juventud y sexualidad en su casa de citas. Las contradicciones implícitas en las prácticas de autosujeción del cuerpo no se resuelven, sin embargo, volviendo a la dicotomía entre autonomía y poder, pensando el poder desde el poder o el sujeto desde la razón y el dominio de la mente. Pensar el cuerpo como agente de libertad permite no sólo ubicar formas de resistencia alternativas sino relocalizar la subjetividad más allá de la dicotomía, en la negociación entre opresión y agencia; y aún más allá, en el exceso energético y espiritual de la relación del “sujeto” con el poder, en ese remanente de la voluntad de libertad previa y posterior a la voluntad de dominio impuesta por los sistemas de control y acumulación de riqueza patriarcales y coloniales. Validar la “conciencia del cuerpo”, es decir, devolverle a la corporalidad su derecho a la “palabra” en la formación del ser, su identidad y sus interacciones sociales, es sólo el primer paso. Mi propuesta es, en última instancia, aprender del retorno a la niña de las escritoras caribeñas para tomar conciencia de esa conciencia, y ponerla a dialogar con la racionalidad, el inconsciente, la espiritualidad y todos nuestros otros niveles de conciencia en aras de reconocer e imaginar subjetividades alternativas. Entretanto, manteniendo siempre la pers-
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pectiva en el futuro, pues como le escuché decir a Elizabeth Grosz, otra de mis profesoras inolvidables, “nuestra identidad es el resultado del próximo paso que daremos”.
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Índice conceptual A Abuso infantil, abuso sexual infantil (22, 23, 24, 27, 132, 134, 137, 143-146,295); incesto (22, 27, 123, 143, 144, 146, 181, 182, 253, 271, 312); pederastia (18, 22, 143, 144, 302); pedofilia (22, 27) Adolescencia, adolescente(s) (22, 25, 27, 39, 84-86, 92, 101-104, 110, 112-113, 114, 116, 130, 135, 149, 178, 182, 186-188, 200, 201, 206, 208-209, 219, 2053, 284) Amor (18, 38-39, 74, 82-83, 107-108, 133-134, 142-143, 147, 154155, 164, 169, 180-181, 185, 188-193, 196-198, 200, 202, 206, 207-218, 272); “amor identificatorio” (134-135, 149, 166); amor madres-hijas, “un amor de mi madre” (155-169); hacer, haciendo el amor (139, 141, 152, 162, 200, 217); “poder del amor” (213, 272, 277) Autobiografías ficcionales, ficciones autobiográficas (31, 67, 78, 105, 112, 114, 122, 154, 282); novelas, relatos de formación (32, 66, 105, 106) África, africano/a (87, 105, 59, 140, 238, 241, 289). Afroamericanas, afroestadounidenses (240, 244, 251); afrocaribeño, afrocaribeñas
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(223, 226, 232, 234, 248, 292); cultura, experiencia, filosofía, legado, visión afrodiaspóricos (40, 227, 229, 239-240, 290-293). Agencia (14, 21, 25, 28, 31-41, 49-51, 56-59, 62, 67, 70-75, 93, 96, 106, 112-113, 132, 163, 166, 177, 203-205, 223, 226, 245-248, 249-253, 265-267, 270-274, 277-279, 280, 293-295); “agencia erótica”, agencia sexual (148-152, 203-204, 212, 215, 228-229, 234, 254-260, 283-287, 293-294); “autonomía en relación” (110) B Belleza, embellecimiento (8, 39, 94, 149, 161, 174, 176, 179-180, 193-206, 208, 295); fealdad (98, 194, 197) Bildungsroman (81, 84, 85, 105-107, 114, 126, 175, 188, 207, 276, 305, 311, 312) Boom, el 19, 20, 172 Brega, bregando, bregar (252, 279, 286-287, 305) Burdel(es) (185, 223-265, 291); “casa de citas” (295) C Capital, capitalismo (29, 34, 40, 44, 70, 263-267, 295). Agenda, empresa, intereses, régimen, individualismo capitalistas (34, 55, 241, 282); “capital emocional” (277); “capital sexual” (260); “capital simbólico” (60, 70, 74, 273); “capital social” (260); consumo, consumismo, cultura, sociedad de consumo (35, 41, 152, 179, 194, 199, 203-204, 238, 266, 278, 285, 287, 289, 292, 295) Carnaval, carnavalización (88, 121, 123, 183, 207, 211, 216, 217, 234, 294) Casa (88-89, 91, 95, 98, 101, 160, 194, 213, 243, 244, 248, 275). Ámbito, mundo, orden domésticos, lo doméstico (59, 86-90,135, 144, 157, 244, 252, 280, 282); empleada, trabajo, servicio doméstico (211, 226, 238, 241, 243, 249, 255). Catolicismo, la religión Católica (87, 90, 103, 121, 172, 198-199, 244, 249, 265). Confesión (90, 99, 102, 127); culpa (22, 37, 138, 139, 141, 156, 178, 183, 192, 197, 198, 243, 244); “El Bien y el Mal” (86, 96, 187); La Iglesia (81, 90, 91, 102, 265); padre, sacerdotes (36, 83, 99, 102, 156, 200); moralidad (37, 88, 90, 123,
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129, 172, 178, 184, 192, 244, 247, 258, 260); pecado (90, 98103, 130, 138, 139, 141, 156, 160, 178, 244); primera comunión (90, 98); pureza (32, 90, 156, 178, 185, 189, 190, 208-209, 239, 253); remordimiento (182, 190, 192); resignación (142, 180, 182); sacrificio, sacrificar, sacrificado (18, 83, 133, 163, 178, 192, 199, 283) “Cierta manera” (279, 287) Ciudadanía, ciudadano(s), ciudadana(s) (25, 36, 44-45, 47-48, 211212, 215, 223, 227-233, 252-253, 256-258, 293-294) Clase. Clase(s) alta, dominante, media, obrera, popular(es) (48, 54, 55, 60, 80-96, 199-110, 122, 166, 175, 176, 204, 232, 236, 240, 247, 249, 252, 254, 258-259-261, 264, 278); conflictos, diferencias, divisiones, jerarquías, prejuicios, privilegios de clase, desigualdad (24, 29, 30, 34, 35, 54, 80-96, 125, 128, 140, 150, 156, 169, 184, 190, 202, 225, 239,242-243, 248, 254, 262-263, 264, 265, 284). Colonia, colonialismo. Contexto, era, mundo, orden, políticas, régimen coloniales (19, 34, 35, 41, 44, 47, 49, 51, 58, 59, 73, 82, 83, 87, 89, 92, 96, 103, 109, 110, 115, 120, 122, 123, 129, 172, 224, 226, 226, 227, 232, 238, 239, 247, 252, 255, 260, 265, 267, 270, 273, 274, 281, 286, 287, 288, 289, 290, 291, 292, 293, 295); contexto, estados neocoloniales, neocolonialismo (26, 34, 35, 84, 223, 227, 255, 257, 260, 281, 287); contexto, naciones, relaciones poscoloniales (15, 26, 34, 35, 59, 96, 105, 110, 123, 168, 211, 227, 239, 249, 252, 253, 260, 267, 270, 281, 287, 292); estructura, economía racial colonial (35, 60, 73, 231, 239, 257, 289); “imaginario decolonial” (54, 75); legado colonial (29, 288). Conciencia. “Conciencia corporal”, “del cuerpo”, “encarnada” (10, 14, 21, 22, 26, 29, 37, 40-41, 46, 62, 72, 71, 81, 86, 93, 106, 113, 130, 142, 218, 238, 252, 263, 269, 274, 275, 279-295); “conciencia híbrida” (54); “conciencia mestiza” (54); “conciencia oposicional” (31, 54); “conciencia perceptiva” (95, 275) “Condición posmoderna” (44) Convención para los Derechos del Niño 23, 314 Crítica subalterna (49)
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Cuerpo(s), corporalidad. (La) carne (the flesh), “carne local”, “carne virgen”, “carne negra” (49-50, 69-70, 101, 128, 223, 234, 236237, 244, 250, 256, 259, 263, 266, 269); conciencia corporal, del cuerpo (véase conciencia); “cosificación”, comercio, “consumo”, mercantilización, de los cuerpos (28, 193-207, 253-267, 278, 291-292); creatividad, expresión, expresividad, lenguajes, memoria, puesta en escena, retórica, saber corporal/de los cuerpos, escribir el cuerpo, “habla del cuerpo”, “leer los cuerpos”, narrar el cuerpo (20, 21, 28-32, 41, 45, 46-47, 49, 52-53, 57-62, 69-76, 77-93, 104-118, 124-133, 136-155, 167-169, 179-188, 207-219, 221267, 269-296); cuerpo(s) activos, cuerpo(s) agentes, cuerpo(s) “vivido(s)” (15, 21, 30-41, 43-76, 77-93, 94-118, 124-133, 136155, 177-188, 207-219, 221-267, 269-296); cuerpo(s) apropiados, cuerpo-objeto u objetivado(s), apropiación, control de los cuerpos (15, 22, 26-41, 43-76, 77-93, 94-118, 126-133, 136155, 156-157, 177-188, 191-219, 221-267, 269-296); cuerpos caribeños, cultura corporal caribeña (86, 130-131, 207-219, 221267, 279-296); cuerpos “decentes” (77-93); “cuerpo de leyes” (48); cuerpo(s) “dócil(es)” (50, 91, 194, 288-289); cuerpos “extraños”, cuerpo “extraño-interno” (97, 141, 229-237, 261, 292); cuerpo(s) “grotesco(s)” (179, 183-188, 206-208, 215-217); cuerpo(s) infantil(es), (pre)púberes, de niños, de niñas (14, 20-22, 24-41, 43-76, 77-118, 124-125, 126-133, 136-155, 177-188, 191-207, 224-227, 237-253, 269-279, 283); “cuerpos híbridos” (37, 59-60, 64); cuerpos masacrados, cuerpos violentados, agresión del cuerpo (136-155, 179, 182-185, 192, 197-198, 222-223, 288-290); cuerpo(s) masculino(s) (102, 207-218, 261-262); cuerpos, corporalidad negros (87-88, 221-267, 269, 296); “cuerpo político”, cuerpo/corporalidad popular, cuerpo público, cuerpo social (21, 25, 40, 46, 26, 72, 87-88, 211-218, 226, 230, 235-237, 246-248, 258, 261-267, 279-296); cuerpo(s) “propio(s)” (13-15, 30-41, 43-76, 95-96, 126, 161, 166, 169, 195, 197, 229, 245246, 269-296); cuerpos, corporalidad “salvajes” (46, 73, 98, 230, 281); “cuerpo(s)-sujeto(s)” (21, 30-41, 53-62, 67, 81, 107, 234235, 272-273, 275-276); “cuerpos vulnerables”, “vulnerabilidad”
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del cuerpo (92, 147, 288-289, 293); “estado de cuerpo” (37, 85); “excesos” de los cuerpos (67, 83, 183, 219, 224, 219, 260-262); imagen corporal (100-103); “instinto corporal” (bodily instinct), hexis corporal, mímesis corporal (28, 85, 88); políticas, “tecnologías” del cuerpo (14, 46-52, 57-58, 74, 126-128, 178, 199-200, 230); “trabajo con el cuerpo” (293). Cultura popular, mundo popular (52, 74, 227, 235) Cyborg (57) D Decencia (36, 38, 82-93, 102, 109, 129, 178, 234, 245, 253, 254, 257-258, 275, 283); cuerpos, gente, mujeres, niñas “decentes” (19, 24, 36, 77-93, 96, 176, 234, 258, 284); el “deber ser” (152); respetabilidad (122, 182, 252, 254, 257-259). Deseo (13-15, 22, 25, 27-28, 30-33, 36, 38-41, 46, 57, 62, 64, 67, 74, 75, 87, 96, 99, 101, 102, 106, 119-121, 119-169, 178-179, 190-192, 195, 197, 203-219, 221-267, 270-287, 293-295). “Alegorías del deseo” (262, 282); “ciudad del deseo” (224); “deseo de historia” (282-283); “deseo femenino” (25, 38-39, 91, 97, 132, 135, 152, 156, 168, 192, 199, 271, 278); “deseo propio” (39-40, 101, 134-135, 149, 151, 155, 163, 206, 271); “economía patriarcal del deseo”, “economía sexual patriarcal” (27, 38, 74, 124, 143148, 156, 191, 207-219, 236, 247, 255, 260-261, 264, 267, 272273, 285-286, 293); “gran utopía del deseo” (121). Diferencia de género, diferencia sexual (24, 33, 40, 52, 57-58, 86, 94, 96, 132, 164, 184, 264, 281, 289); “la diferencia” (223, 229-230, 233, 257, 292) E Empatía (31, 62, 123, 176, 189, 304) “Ética del compromiso” (56); “ética de la negociación” (251, 266, 286) Encarnación (embodiment) (33, 52, 54-61, 64, 93, 97, 147, 215, 237, 294). Conciencia encarnada (véase conciencia corporal); condición, experiencia, naturaleza encarnadas (40, 52, 56, 57, 93, 276, 281);
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“encarnaciones íntimas del poder” (283); denuncia, testimonio, resistencia(s) encarnadas (60, 67, 117, 131, 153, 235, 274-275, 292); “libertad encarnada” (embodied freedom) (74, 256, 293); memoria, historia(s) encarnada(s) (60, 61, 131, 231, 282, 286); prácticas encarnadas (46, 52, 215); “protesta encarnada” (embodied protest) (143, 182); saber(es) encarnado(s) (150, 152); ser, sujeto(s) encarnado(s), subjetividad(es) encarnada(s) (55, 64, 57, 58, 60, 64, 128, 277-278) Era victoriana (19, 68, 127, 236) Erotismo, lo erótico (29, 39, 40, 74, 131, 139, 148-150, 154, 166, 180, 191, 203, 207-219, 227-229, 235-238, 244, 246-247, 255261, 272, 277, 279, 283-287, 290-294). “Agencia erótica” (véase también agencia), “autonomía erótica” (131, 148, 212, 215, 228, 229, 247, 257-258, 283, 291, 293); conciencia erótica (244, 255, 293); “erotismo mercantilizado” (“commodity erotics”) (203, 285); erotización (eroticization) (140-142, 264); jouissance femenina (151, 168); el “goce caribeño” (207-219); niña(s) erotizada(s), erotismo, erotización de la(s) niña(s) (22-25, 38, 191, 192, 246); “poder erótico” (207, 213). Escritores costeños 122 Escritores/as latinomericano(s)/a(s), literatura latinoamericana 14, 19, 22, 24, 38, 47, 60, 61, 79, 80, 82, 86, 88, 90, 91, 103, 107, 122, 123, 144, 172, 283 Estudios culturales (2, 13, 14, 49) Estudios del Caribe (28, 50) Estudios poscoloniales (13, 14, 28, 46, 58); teorías poscoloniales (49); teóricos poscoloniales (59) F Familia. Autoridad, presión, vigilancia familiar (95-96, 98-99); de “buena familia” (150); familia, mundo, orden, vida, relaciones familiares (40, 98, 102-103, 107, 109, 114-115, 123, 125, 127129, 137-138, 146, 161, 162, 182, 194, 197,1 98, 206, 211-212, 228, 229, 238, 239, 241-242, 244, 246-247, 250, 264, 262, 272, 291, 293); “la gran familia puertorriqueña” (115,117).
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Fantasías (18, 22, 38, 94 115, 132, 165, 189, 208, 250, 257, 260). Fantasías colectivas, masivas (26, 174, 199); fantasías culturales (37, 179, 192); fantasías patriarcales (191, 219, 234). Fatalismo (129, 152) Feminidad (21, 24-31, 37, 39, 64, 67, 75, 81, 83, 86, 91, 98, 103, 112, 113, 143, 145, 146, 148-149, 156, 171-208, 217, 219, 239, 253, 254, 271, 275, 285). “Feminidad masculina” (89, 103); feminización (31, 35, 76, 117, 136, 137, 147, 169, 279, 281, 283). Feminismo. Apropiaciones, corrientes, estudios, ideas, postulados, reivindicaciones, revisiones, teorías feministas (23, 27, 28, 33, 34, 50, 53-66, 71, 80, 83, 126-129, 183, 186, 200, 270, 276); autoras, filósofas, pensadoras, teóricas feministas (27, 53-66, 98, 111, 117, 194, 201); crítica feminista (49, 61, 177, 281, 306); “feminismo cultural” (54); feminismo caribeño, feministas caribeñas, pensamiento feminista caribeño (29, 227, 281-283, 291-2 96); feminismo, feministas “de color” (29, 31, 40, 54, 58, 227, 243); feminismo “del cuerpo” (33, 55-58, 60-66, 128); feminismo, feministas, pensadoras poscoloniales (24, 45, 54, 58); feminismo postestructuralista (26); feminismo, feministas tercermundista(s), del “Tercer mundo” (14, 29, 54, 56, 58, 289); pensamiento feminista afrodiaspórico (227). Fetiche, fetichismo, “fetichización” (de las niñas) (18-28, 62, 92-93, 146, 191-192) G Generación del 28 (78) Generación del 70 (80, 84, 108, 109, 114, 116, 117, 223, 319) Género. Distinciones, expectativas, identidad, jerarquías, modelos, normas, relaciones, roles de género (20-24, 30-37, 47, 54-58, 60, 65-69, 72, 81-114, 125-135, 140, 144-146, 156, 164-165, 169, 174-176, 183-188, 202, 211, 224-225, 231, 234, 239, 242-245, 252, 254, 258, 264, 271, 275, 284-285, 292); “nuevo contrato sexual” (179-180, 188, 202-206) Girl power (27, 200, 201) Girls studies – estudios de la infancia y adolescencia femenina (27) Globalización, global, globalizado (23, 25, 29 35, 48, 55, 73, 179, 200, 203, 214, 224, 226, 257, 263-267, 272, 275, 287, 292)
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Grotesco, lo (183-184, 189, 205-208, 216-217) Grupo de Barranquilla 122, 174, 299, 302, 316, 317 H Habitus (69, 85, 88) “Habla de la histérica” (142) I Identidad, identificación (20, 29, 30-33, 39, 45, 47, 49, 55, 58, 66, 77, 71, 81, 95-118, 119, 176-177, 179, 183, 223, 228, 230-233, 255-256, 265, 271-281, 283-290, 295-296). “Amor identificatorio” (véase amor); identidad caribeña (287-290); identidad(es), identificación femenina(s), de las niñas, de las adolescentes, de las mujeres, de las protagonistas (20, 22, 30-31, 39, 53, 62, 67, 69, 81, 82, 85, 90, 96, 98-118, 126, 134-140, 145, 146, 154-155, 157, 163-166, 183, 186-187, 195, 197, 199, 201, 204, 212, 213, 219, 238-240, 244-245, 271-281, 283-286); identidad(es), identificación masculinas (35, 103, 146, 232, 262); identidad, identificación homosexual, queer (103, 114-118); identidad nacional (80, 82, 84, 109-112, 114-118, 199); “identidad narrativa”, la narración del “yo” (emplotment) (67, 81, 104-118, 154-155, 189) Imaginarios (2, 26, 117, 174, 178, 227) Indígenas, indios (46-48, 150, 169, 256) Inocencia, inocente (15, 20, 21, 22, 25, 27, 28, 37, 39, 92, 113, 117, 120, 178, 186, 189-192, 196, 198, 208, 214, 253, 271, 275, 286) Intimidad, lo íntimo, relaciones íntimas (25-26, 49, 51, 59, 70, 74, 87, 123, 145, 148, 181, 182, 213, 214, 248, 250, 260, 262, 271274, 277-280, 282, 283, 287-291). “Encarnaciones íntimas del poder” (283); “intimidad de los imperios” (59, 244); lo “real íntimo” (22, 123-124, 231, 271); “violencias íntimas” (256, 289) L Libertad(es) (freedom) (20, 33, 38, 41, 46, 49, 51, 88, 122, 134, 135, 150, 163, 214, 219, 228, 235, 252, 258, 265, 270, 273, 275, 285, 290, 293-295); “libertad encarnada” (embodied freedom) (74, 214215, 228, 256, 293)
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Lolita, “lolitas” (14, 19, 22, 39, 190, 191); “lolitización” (146) M Madre, maternidad. “Ambivalencia materna” (157-158, 163-167); “madre(s) fálica(s)” (132, 158-163, 167, 169, 239); madres, maternidad, lo materno (29, 39-40, 64, 86-91, 95-97, 100-101, 117, 124-125, 129, 130, 133-142, 146, 149, 151-152, 155-169, 181, 184-186, 188, 194, 196-197, 204, 208, 209, 231-232, 240-241, 143, 248, 250-253, 256, 263, 277, 282-283); madrina(s) (208, 209, 217, 231, 240, 241, 242, 246, 247, 283); “matrofobia” (164) Manifiesto Nadaísta 173 Masculinidad, lo masculino (14, 22, 29, 54, 70, 86, 103, 104, 105, 115-116, 117, 127, 132, 137, 146, 146,150, 157, 159, 162, 177, 192, 193, 196, 205, 208, 210-212, 233, 241, 257, 260, 272, 278). Apropiación, dominación, dominio, hegemonía, privilegios masculinos (23, 36, 54, 68, 70, 89, 129, 133, 135, 146, 149, 174, 183, 195, 236, 261, 272, 279); atracción, cuerpo, deseo, mirada, sexualidad masculinos (15, 26, 27, 99, 129, 150, 190, 216, 234, 260, 267, 272, 281); “complejo de masculinidad” (150); “hombres del banano” (185); “hombres liberales”, “los auténticos liberales” (174, 180, 258); identidad(es), subjetividad(es), sujeto(s) masculinos (35, 69, 110, 136, 169, 186); “los dioses” (174, 181, 182, 185, 188, 189, 199); machismo, machista, macho (29, 99, 123, 208, 209, 261, 290); el “macho caribeño”, el “hipermacho”, el “macho hipersexual” (208-209, 211, 218, 282); machorra, “marimacho” (tomboy) (83, 103); privilegio masculino (27, 132-133, 138, 174, 216-217, 260, 267, 272, 279) Matriarca, matriarcado, matriarcal, “matrifocal”, matrilineal (89, 90, 121, 123, 125, 156, 160, 181, 185, 239, 245, 283) Matrimonio (74, 82, 105, 121, 122, 125, 127, 130, 137, 139, 142, 159, 156, 161-163, 179, 181, 182, 184, 188, 193, 196, 198, 200, 208-209, 214, 241, 247-248, 252, 254, 256) Mayo del 68 128 Memoria (34, 41, 45, 59-61, 69, 75, 78, 84, 85, 89, 92, 105, 108, 113, 122, 148, 153, 168, 194, 224, 231, 266, 282, 288, 291)
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Menarquia (98); menstruación (78, 93, 101, 187-188) Mestiza, mestizaje (54, 60, 122, 128) Minorías raciales, minorías sexuales (44, 59, 73, 117) Mirada, la (the gaze) (38, 79, 87, 99-100, 114, 124, 130, 140-141, 154, 169, 195, 222, 229, 235-249, 286) Mise en abyme (114, 189) Modernidad (63, 175, 185, 224); modernización (34, 35, 82, 84, 87, 120, 122, 127, 181, 185, 226) Mujeres. “La dama” (189-190, 208, 254-255); “la hembra primitiva” (126); mujeres, niñas “de color”, negras, racialmente subordinadas (40, 86-91, 221-267, 289, 291-295); “mujer(es) de medios” (226227, 242-243, 246-247, 264, 292); “mujer(es) emancipada(s)”(227, 243, 293-294); mujer(es), feminidad “normal(es)”, (a)normalidad (31, 127, 142-143, 182, 183, 190, 194); “mujer moderna”, mujer “posmoderna” (39, 177, 179-180, 193-207, 216, 280, 285); señoras, señoritas “decentes”, “de bien” (19-20, 81-83, 88, 100-101, 106-107, 120-123, 150, 176, 182, 284); mujeres vírgenes (véase vírgenes) Mundo desarrollado, “Primer mundo” (44, 255, 264) Mundo en desarrollo (27, 44, 264) Muñecas (138, 149, 190, 199) Nación, nacionalismo. Discursos nacionales poscoloniales (59); Estados-nación en el Caribe y Latinoamérica (44, 47); Estados poscoloniales caribeños (291); Estados neocoloniales caribeños (257); mundo antillano (123); Nación (90, 199, 257, 258); naciones caribeñas y latinoamericanas (211, 263); “nacionalismo cultural” (115) N Nana(s) (88, 166, 185, 190, 239, 244). Natural, naturaleza, naturalidad, (des)naturalizar, “naturalización” (13, 22, 24, 36, 37, 39, 40, 46, 54, 56, 57, 63, 65, 69, 73, 81, 83, 85, 93, 97, 129, 132, 134, 137, 140, 141, 145, 153, 163, 164, 185, 186, 187, 196, 200, 222, 256, 260, 264, 273, 281, 288-289) Negro(s), “negrito(s)” (46-48, 86-87, 90-91, 95-97, 180-181, 218, 243, 256, 290-291) (véase también mujeres y niñas “de color”, negras).
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Neoliberal, neoliberalismo (27, 29, 39, 41, 49, 55, 56, 193, 199, 201, 203, 206, 273, 278, 285) Niñas, niñez femenina. Cuerpos, historias, experiencias, mirada(s), perspectiva(s), voces infantiles (18-41, 67, 79, 81, 93-104, 113-114, 132, 138, 143-146, 171-172, 191-192, 245-246, 275-276); infancia, niñez (17, 19-20, 24-25, 27, 31-32, 34, 77-78, 81-82, 85-86, 91-93, 99, 106-108, 112-113, 125, 128-130, 150, 161-162, 191192, 229, 237-253); infantilización (179-180, 189-193, 197-198); niña, chica “rara” (93-94, 98-99, 179); niña(s) “fea(s)” (98-99, 176, 194-199); niña(s) malcriada(s) (36-37, 79-104, 117-118); niña, joven “en riesgo” (the girl at risk) (27, 200-202); niña, joven “poderosa” (Girl’s power) (27, 200-202); niñez femenina (girls, girlhood) (23, 84-85, 91-92, 164-168, 186-187, 191-192, 194-196, 203, 245246); niños (17, 21-24, 41, 52, 70, 79, 88-91, 95-97, 102-103, 104, 109, 134-137, 159, 165, 172, 231, 240-241, 266-267) Norma, normatividad, (anti)normativa, normalización (31, 32-33, 36, 37, 39-40, 46-47, 52, 56, 65-71, 81-83, 77-118, 122, 126-132, 140, 143-144, 146-148, 161, 168-169, 173-174, 177-178, 210211, 218, 261-262, 269-286); “desviación”, “desviados” (de la norma) (25-26, 145-146, 158-159, 182-183, 210-211, 237, 273-274) Nueva novela, la 172 O Otro (El), Otra (La), Otros, Otras (the Other), otros cuerpos, Otredad (56, 60, 63-68, 74-75, 82-118, 131-136, 138, 140-142, 148-149, 150-152, 154-155,157, 161, 164-166, 169, 183, 189, 197, 204206, 212-213, 218, 221-224, 228-231, 234-237, 242-246, 250, 256-258, 261-263, 266, 270-286, 294); “extraño/a (s)” (strangers), extrañamiento (véase también cuerpos “extraños”) (45, 5253, 96-97, 141, 229-237, 242, 256, 257, 261-272, 273-27, 292) P Padre, figura paterna (22-23, 89-90, 97, 128-129, 130, 133-140, 143-144, 149-152, 156-159, 162, 165, 166, 184, 190, 194, 198, 200, 232, 241, 2425, 248-249, 261, 263).
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Patriarcado, patriarcal. Artificio, discurso, condición, ideas, hegemonía, intereses, jerarquías, orden, parámetros, norma, racionalidad, sustrato, tradición “patriarcales” (14-15, 22, 29-31, 32, 35-40, 44, 49, 51, 53-62, 67-76, 80-84, 88-92, 96-97, 103-104, 110, 112118, 119-169, 174, 176-177, 179-193, 195-196, 202-207, 207219, 224, 226, 234238, 242, 252-253, 258-260, 264-265, 269296); “economía patriarcal del deseo” (véase deseo); “la ley paternal” (222); norma heteropatriarcal, heterosexista (25, 29, 103-104, 131, 144, 210-215, 282); “patriarcado en ausencia” (89); poder “patriarcal”, poder “masculino” (14-15, 129-130, 137, 136-155, 161, 173-174, 183-185, 191-192, 207-219, 226, 236, 259-260, 276-277, 293). Percepción corporal. Cuerpo o sujeto perceptivo, “esquemas de percepción”, la percepción (17, 21, 30-33, 50, 64-65, 69, 71, 72, 8283, 94-99, 136-137, 138, 140-141, 165, 187, 236-237, 238-239, 241-242, 275) (véase también conciencia perceptiva) Performance, prácticas performativas (59-60, 112, 197, 227-229, 254-255, 284-285, 287-288) Poder. (Afán de, deseo de) dominación, dominio sexual, patriarcal, “dominación masculina”, relaciones de dominación (20, 22-23, 27-28, 33, 36, 44-46, 49, 68, 70, 75, 85-86, 89, 119-155, 163, 195-196, 229-230, 234, 257, 259-263, 269-276, 288, 295-296); control, orden, poder, “social” (25-26, 45, 47-49, 63-70, 85, 9596, 101-102, 109-110, 131, 134, 177-178, 180, 195-196, 219, 226-227, 229-230, 235-236, 283, 292); fuerzas, hegemonías, instituciones, jerarquías, negociaciones, políticas, prácticas, relaciones, técnicas de poder (13-15, 17-41, 43-76, 81-82, 95-96, 99100, 111-113, 119-169, 177, 180, 183-185, 195-196, 198-219, 221-267, 269-296); “matriz de la dominación” (24); orden, poder, regímenes, regulación, técnicas “disciplinares” (46-49, 64, 68, 123, 127-129, 178, 210, 230, 270, 273, 276); orden, poder simbólico (29, 85, 133-134, 273, 289); poder amoroso, “poder del amor” (véase amor); poder erótico, del goce (véase también erotismo) (207-219, 235, 271-272, 283); “poder de la mirada” (235237); poder “femenino”, poder de la madre, madre poderosa (véa-
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se también madre fálica) (29, 89, 132, 155-169, 283); poder, regímenes represivos, represión (38, 44, 61, 68, 84, 91-92, 127, 133, 142-143, 148, 156, 162-163, 178, 273, 276-277); “psique del poder” (119-169); “tecnologías” del poder, de control, disciplinares, represivas (33, 130, 195, 201, 204, 230, 233, 235-236, 239, 270-273, 276, 285); “tecnologías del yo”(178). Pose(s), posar (38, 39, 88, 95, 171-219, 234, 262, 285-286) Posestructuralismo, pensamiento posestructuralista, teorías/teóricos postestructuralistas (28, 33, 54, 56, 61, 68, 112, 280, 297) Pragmatismo (152, 259) Premio Nobel (18, 19, 123, 173) Prostitución. Comercio, trabajo sexual, prostitución (150, 184, 253267); prostituta(s) 143, 151, 166, 169, 204, 210, 222, 229, 232, 233, 248, 249, 257-258, 267, 292); “slut” (204). Provocación. “La provocadora”, “provocación” (19, 22, 25, 39, 40, 100, 129, 141, 146, 182, 186, 190, 219, 221, 225, 226, 230, 235, 239, 242, 245); la seductora (22, 28, 140, 159, 162, 247) Psicoanálisis. Discurso, ideas, teorías psicoanalíticas (38, 56, 119, 124, 126, 128, 129, 132-136, 150, 157-169, 276); “falo” (poder del, culto al, reinado del, privilegio cultural del), “falocentrismo” (40, 132-133, 134, 184, 209-210, 213-214, 216-217); “fase edípica”, “fase preedípica” (134, 136, 157, 167); “envidia del pene” (39, 132, 134, 138); “madre fálica” (véase madres); “masoquismo femenino” (39, 130, 132, 134, 137, 182); psicoanálisis, psicoanalistas feministas (124, 128, 132, 134, 163); narcisismo, narcisista (167, 173, 189, 197, 206); “temor a la castración” (136). Psicología (124, 127); bases, sustrato, profundidad, represión psicológicos (27, 35, 39, 120, 128, 144, 148, 201). Psiquiatría, psiquiatras (127, 133, 150). Púber, púberes, prepúberes (14, 19, 24, 26, 100-102, 162, 179, 185, 187); la pubertad (31, 37, 83-85, 94, 100, 162, 186-188, 244, 275) (véase también adolescencia) Público, lo. Apropiación, escarnio, humillación públicos (141, 162, 294, 295); cuerpo público (230); dimensión, escenarios, esfera, espacio, puesta en escena, regulación públicos (26, 34, 47, 68, 75,
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86, 86, 87, 91, 107, 124, 181, 183, 205, 211, 212, 222, 228, 234, 241, 258, 271, 272, 280, 287, 290, 294); “hacer público lo púbico” (131, 214, 283) Rabia (17, 19, 20, 83-84, 91, 95, 164, 168, 190, 205, 232, 263) R Raza, racismo. Conflictos, diferencias, divisiones, jerarquías, prejuicios, privilegios de clase, desigualdad, opresión racial o de raza, racismo (24, 29, 30, 34, 35, 54, 80-96, 125, 128, 140, 150, 156, 169, 184, 190, 202, 225, 239, 242-244, 248, 254, 262-263, 264, 265, 284); “democracia racial” (226); economía, estructura racial colonial (35, 248, 257); racialización, racializada (239, 263, 281, 291); “terror racial” (290) Realismo. Realismo “crítico feminista” (26); lo “real íntimo” (24, 231, 271); “realismo mágico”, tradición mágico-realista (22, 147, 208); realismo “maravilloso” (22); realismo “social” (22) Rebeldía, rebelión. Emancipación, emancipado(a)(s), emancipador, emancipar(se) (38, 39, 41, 44, 51, 81, 149, 154, 163, 166, 219, 225, 227, 229, 232, 251, 265-266, 286, 292-293); rebeldía, rebeldes, rebelión (11, 14, 28, 30, 32, 36, 70, 81-82, 89, 93, 94, 97, 103, 106, 115, 117, 225, 252); resistencia (14, 20, 22, 31, 33, 36, 40-41, 45-46, 49-53, 54, 58-60, 69-75, 81-82, 106, 111-113, 117, 123, 125, 127, 131, 141, 153, 176, 181, 191, 214, 216, 228, 240, 252-253, 255-256, 269-270, 273, 285-286, 291, 291-295); revolución, revolucionaria (44, 115, 173, 152, 173, 181, 190) Risa (10, 48, 94, 216-218, 243) S Sensualidad, “sensualismo” (20, 36-38, 48, 82-84, 98-99, 129-130, 140, 208, 234-235, 253, 264, 271, 275-276, 287-288, 290-291) “Sentido práctico” (69, 70, 85, 95) Sexualidad. “Andromorfización de la sexualidad” (132); “Caribe sexualizado”, “praxis sexual caribeña”, sexo, sexualidad “caribeños” (13-15, 39-41, 222-237, 207-219, 253-267, 286-296); diferencia sexual (véase diferencia); hipersexualidad, hipersexualización (182,
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208, 210, 286); homosexual, homosexualidad, homosexualismo, queer (véase también identidad homosexual) (61, 115-116, 133, 150, 157, 257); norma, relaciones heterosexuales, (103-104, 144, 210-213, 278-179); “nuevo contrato sexual” (véase género); orientación sexual (30, 54, 55, 58, 65, 115-117); “paisaje sexual” (sexcape) (264); prácticas, relaciones “sexo-afectivas” (74, 213, 249); “revolución sexual” (152, 180, 286); sexo transaccional, transacciones sexuales (40, 203, 211-212, 249-260, 280, 289, 293); sexualidad, sexualización “femenina”, infantil, de las niñas (18-41, 38-40, 5152, 61-62, 68-70, 73-75, 82-86, 90, 95-104, 123-169, 177-193, 197-219, 222-267, 276-277, 290-296) Siglo xix (64, 104, 257, 258) Siglo xx (19, 27, 34, 35, 37, 43, 54, 61, 77, 81, 104, 105, 120, 122, 123, 172, 226, 254, 285) Siglo xxi (27, 285) Subjetividad(es), sujetos. “Crecimiento lateral” (sideways growth), crecer “en zigzag” (103-104, 112-118); cuerpo(s)-sujeto(s) (véase cuerpos); formación de subjetividad, sujetos, subjetivación (14-15, 20-41, 43-76, 81-118, 119, 124-136, 136-155, 156-169, 173174, 176-180, 186-193, 193-206, 207-219, 223-237, 237-253, 255, 266-267, 269-296); intersubjetividad, relaciones intersubjetivas, “marco intersubjetivo” (21, 37, 52, 72, 74, 95, 107, 112, 131-132, 135, 149-151, 165-166, 273-274, 277-278); “la muerte del Sujeto” (112); sujeto encarnado (the embodied subject) (véase encarnación) Sumisión (75, 154, 158, 198, 213, 232, 239); “el fenómeno de la sumisión” (119-136) T Teoría queer, estudios queer (14, 49, 61) Turismo, turismo sexual (211, 215, 255-257) V Violencia (22-24, 30-31, 34-36, 48, 58, 68, 70, 73, 85, 89, 123-124, 127, 129-131, 136-155, 162, 163, 165, 171, 176, 180, 181-182,
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184, 193, 197, 224-225, 227, 265, 270-272, 276-277, 282, 285287, 290, 292). “Violencia simbólica” (30, 39, 47, 68, 70, 73, 85, 129, 131, 137, 144, 163, 227, 239, 270-271, 285, 292); violencia de género, violencia sexual (30-31, 35, 39, 127, 136-155, 162, 181, 210-211, 238, 270, 272, 276-277, 285, 290, 292); violación, violaciones, “violencias íntimas” (143-146, 251, 289); “hermenéutica de la violencia”, “hermenéutica de la destrucción” (136-148). Virgen(es), virginal(es), virginidad (19, 39, 130, 163, 185-186, 196197, 208, 209, 217-218, 231-232, 247-248, 266, 295). Y Yoruba 223, 232, 247
Índice de obras citadas en el texto A A Life of Sin 225 Algo tan feo en la vida de una señora bien 120, 122 Allegories of Desire: Body, Nation, and Empire in Modern Caribbean Literature by Women 168 “Algo tan feo en la vida de dos señoras bien: Los relatos de formación de Marvel Moreno y Rosario Ferré” 106 Américas 174 Ana Isabel, una niña decente 34, 36, 38, 78-107, 112, 126, 156, 275, 280 Anamú y Manigua 221, 222 B Bahía sonora: relatos de la isla 172 Bello animal 39, 172, 176, 179, 188, 199-207 Black Skins, White Masks 242 Boat People 222 C Canciones profanas 172 Cartas del palomar 172
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Cien años de soledad 123, 162, 173 Cola de zorro 172, 173, 174 Crónica de las Horas 78 Cuadernos de Literatura Hispanoamericana y del Caribe 175 Cualquier miércoles soy tuya 222, 223, 224 “Cuando las mujeres quieren a los hombres” 225 Cuentos completos 120, 160 E El amor en los tiempos del cólera 18, 52 “El cuento de la mujer del mar” 225 El cuerpo correcto 222, 224 El encuentro y otros relatos 120 El hombre de paja 172, 174 El hostigante verano de los dioses 39, 171, 172, 173, 176, 179-193, 207, 280 El largo día ya seguro: relatos 78 El legado de Corín Tellado 188, 193-199 El orden escapado 222 El tiempo de las Amazonas 122, 154 “Ellas cuentan”. Memorias del I Encuentro de Escritoras en Cartagena. Homenaje a Marvel Moreno 121 En diciembre llegaban las brisas 8, 35, 38, 81, 112, 119-169, 276, 277 “En el fondo del caño hay un negrito” 243 Ese oscuro animal del sueño 78 F Fe en disfraz 222, 226 Felices días, tío Sergio 34, 36, 79-80, 83-98, 102-104, 107-118, 126, 154, 156, 275 Ficciones y aflicciones 78 G Girls: Feminine Adolescence in Popular Culture and Cultural Theory 186-188
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H Historia de la sexualidad 68, 127, 178 Historias de la rosa luna 172 Hondo temblor de lo secreto 78 I Ifigenia, diario de una señorita que se aburría 82, 111 L La casa del abuelo 172 La casa del arco iris: una novela de la infancia 172 La casa del verde doncel 172 La casa grande 123 La familia de todos nosotros 79 La generación del bloqueo y el estado de sitio 174 La otra gente 172 La sexualidad femenina: de la niña a la mujer 99, 132, 136-141, 159, 213-214, 246 La signora del miele 172 “La última plena que bailó Luberza” 225 Las distancias doradas 172 Las fiebres del Miramar 120 Lección errante, Mayra Santos Febres y el Caribe contemporáneo 224 Lecturas Dominicales de El Tiempo 174 Letras Nacionales 174 ¡Líbranos de todo mal! 172 Los amores de Afrodita 172, 176, 179, 188, 192, 193-199, 203 Los encantamientos 172 Los fusilados de ayer 172 Los insulares: relatos 172 Los pañamanes 172 M Magazín Dominical de El Espectador 174 “Mama’s Baby, Papa’s Maybe: An American Grammar Book” 239
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Manual de urbanidad y buenas costumbres 87 María 189 “Marina y su olor” 225 Memorias de mis putas tristes 18, 19 Multiplicada sombra 78 N Nuestra señora de la noche 35, 40, 221 Nuevos narradores colombianos 174 O Obras completas (Palacios, Antonia) 78 Of Women Born 164 Oneself as Another 110 Oriane, tía Oriane 120 P Papeles de Pandora 225 Pez de vidrio 222, 225 Pleasures and Perils. Girls’ Sexuality in a Caribbean Consumer Culture 203, 285 Plumas y pinceles 121 R Respirando el verano 123, 317 S Señora de la miel 39, 172, 175, 176, 180, 183, 188, 193, 207-219, 247, 286 Señora Honeycomb 172 Sirena Selena vestida de pena 222, 223 Sobre piel y papel 222, 229 Space, Time and Perversion 63-64, 128
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T Tercer mundo 222 Textos del desalojo 78 The Aftermath of Feminism 202, 205 The Beauty Myth 195 The Black Atlantic 290 The Psychic Life of Power 33, 55, 71, 131-132 Tratado de medicina natural para hombres melancólicos 222 U “Un amor de mi madre” 8, 155, 160 Un animalle Bellisimo 172 Una década de novela colombiana: la experiencia de los setenta 173 Una plaza ocupando un espacio desconcertante: relatos 78 Urban Oracles 222 V Viaje al frailejón 78 Volatile Bodies 55-57, 65, 308, 100, 128 Y Young Femininity: Girlhood, Power, and Social Change 178, 186, 194195, 200-201, 204 Índice de personajes de ficción citados en el texto A Adán y Eva 98 América Vicuña 18, 19, 21, 52 Ana Isabel Alcántara 36, 38, 77-107, 275 B Beatriz 125, 126, 129-131, 134, 137-139,142-143, 149, 156, 162 C Catalina 125, 126, 129, 133, 134, 135, 139, 143, 149-154, 156, 166 Coronel Aureliano Buendía 162
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D Don Quijote 208 Dora 139-143, 149-156, 160-162 E Eulalia del Valle 129, 140, 156, 159-163 F Florentino Ariza 18, 20 H Humbert Humbert 19 L (la) Bella Durmiente 208, 217 (la) Cenicienta 208 La Negra (Luberza) 221-267, 292-295 Lidia Solís 36, 79, 81-92, 94-98, 102-118 Lina Insignares 121, 124-126, 129, 130, 131, 135, 138, 139, 140, 141, 142, 145, 149, 150, 151-153 M Mustio Collado 18 R Real del Marqués 208, 209, 214 Remedios Moscote 18, 162 T Tarzán y Jane 98
Índice onomástico A Aapola, Sinikka 178, 186, 194, 200, 204 Abdala-Mesa, Yohainna 121
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Abello Falquez, Berta 161 Abreu-Torres, Dania E. 224 Adjarian, M. M. 168, 262, 281, 282 Ahmed, Sara 97, 230-232, 261 Alcoff, Linda 54 Aldana, Ligia S. 143 Alexander, M. Jacqui 26, 40, 105, 131, 168, 211-212, 253, 257, 291 Allen, Amy 73, 74, 277 Allende, Isabel 175 Ángel Rivera, Miguel Arnulfo 121 Anim-Addo, Joan 168 Antonaros, Alfredo 154 Anzaldúa, Gloria 29, 54 Araújo, Helena 90, 103, 126 Arbeláez, Fernando 174 Aristizábal Montes, Patricia 177 Asturias, Miguel Ángel 19 B Bajtín, Mijaíl 183, 216 Balderston, Daniel 61 Balsamo, Anne Marie 33, 54, 61, 70 Barbalet, M. J. 93 Barbisotti, Barbara 148, 153 Barriteau, Eudine 29, 56, 213, 214 Bartky, Sandra Lee 245 Batista, (Fulgencio) 87 Benítez Rojo, Antonio 180, 279, 281, 287 Benjamin, Jessica 132, 134-135, 138, 149, 151, 163 Bolaño Sandoval, Adalberto 216 Bordo, Susan 55, 57, 143, 182, 194 Bost, Suzanne 277-278 Bourdieu, Pierre 33, 37, 46-48, 57, 64, 68-75, 85-86, 88-91, 95, 113, 129, 144, 273 Boyce Davies, Carole 234, 282
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Braidotti, Rosi 33, 55, 57, 66, 119 Brennan, Denise 264 Brooksbank Jones, Anny 61 Browning, Barbara 291 Buitrago, Fanny 8, 11, 14, 28, 30, 34, 35, 38, 39, 63, 67, 122, 171219, 229, 247, 279, 280, 282, 283-287, 292, 294, 295 Burgos, Elizabeth 148, 157, 160, 161 Butler, Judith 33, 55, 57, 66, 71, 74, 77, 97, 131-132, 284 C Caballero, Amílkar 203, 206 Cabrera Infante, Guillermo 19 Calderón, Camilo 171 Campos, Morel 95 Camurati, Francesca 18 Capetillo, Luisa 247, 252 Carreño, Manuel Antonio 87 Carrillo, Martha 10 Carroll, Lewis 19 Casabianca, Silvia 10 Castillo, Ariel 9, 123 Celis, Nadia 13-15, 80, 106, 109, 222, 224, 225, 227, 229, 236, 253, 265, 279, 292 Cepeda Samudio, Álvaro 123 Chiclana y González, Arleen 61, 223 Chodorow, Nancy 132, 135, 164 Coetzee, John Maxwell 18 Cohen, William 236, 237 Collins, Patricia 24, 29, 54, 239-241, 244, 251 Condé, Maryse 131 Crespo, Luis Alberto 78 Cruz Alfonso, Lesbia 114 Csordas, Thomas 71 Cuartas Restrepo, Juan Manuel 121, 122, 148, 157, 161 Curry, Renée 37 Curtis, Debra 203, 285
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Índice onomástico y conceptual
D Damjanova, Ludmila 123, 139, 145 Danticat, Edwige 131 Darwin, (Charles) 121, 129, 136 Davies, Catherine 61 De Ferrari, Guillermina 92, 109-110, 288-289 De la Parra, Teresa 82, 111 Del Río Gabiola, Irune 117 Deleuze, Gilles 56 Díaz Quiñones, Arcadio 252, 287 Díaz, Luis Felipe 92, 108, 115-116, 223, 224 Díaz-Zambrana, Rosana 224 Dio Bleichmar, Emilce 99-100, 132, 136-141, 159 Dorsey, Joseph C. 145 Driscoll, Catherine 186-188 E Edwards, Alice A. 105, 107 Edwards, Susan S. M. 260 Eisenhower, (Dwight) 87 Enloe, Cynthia H. 263 F Falquez, Aldonza 160 Fanon, Frantz 242 Farquhar, Judith 36, 54, 59, 63 Félix, María 87 Fernández Olmos, Margarite 89 Ferré, Rosario 80, 106-107, 131, 225 Findlay, Eileen 257-258 Foster, David William 61 Foucault, Michel 33, 43, 46-50, 56-57, 64, 68-71, 74, 127-128, 131132, 152-153, 178, 273, 276 Franco, (Francisco) 87 Franco, Jean 61
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Índice onomástico y conceptual
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Freud, Sigmund 56, 133, 134, 136, 138, 143, 157, 165, 183, 276 Frías, Carlos Eduardo 78 G García Calderón, Myrna 109, 224 García Márquez, Gabriel; garciamarquiano/a 18, 19, 52, 121, 122,123, 129, 145, 173, 299, 302, 303, 306, 312, 316, 317 García Ramis, Magali 7, 14, 28, 30, 34, 36, 38, 63, 67, 77-118, 129, 154, 275, 276, 282, 283 Gelpí, Juan G. 115 Gianini Belotti, Elena 84 Gilard, Jacques 121, 122, 126, 180 Gilligan, Carol 101 Gilroy, Paul 290 Giraldo, Luz Mery 124, 175 Glissant, Édouard 286, 288 Golubov, Nattie 60 Gómez, Blanca Inés 121, 130, 151 Gonick, Marnina 27, 178, 186, 194, 200, 201, 204 González de Mojica, Sarah 121, 122, 124, 155, 160 González Stephan, Beatriz 47, 48, 60, 86, 87, 230, 236 González, José Luis 243 Gossy, Mary 10, 295 Greene, Sheila 17, 23, 41, 113 Grosz, Elizabeth 10, 33, 55-57, 63-65, 98, 100, 128, 296 Guattari, Félix 56 Guy, Donna J. 61 H Hacking, Ian 22 Haesendonck, Kristian 223, 224 Halberstam, Judith 103 Hall, Stuart 66 Haraway, Donna 33, 55, 57, 117 Harris, Anita 178, 186, 194, 200, 204
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Índice onomástico y conceptual
Hart, Stephen M. 91 Heilbrun, Carolyn G. 17 Hernández, Filiberto 19 Hirsch, Marianne 32, 105, 106 Hoogland, Renée 114, 116, 219 Hooks, Bell 221, 266 I Iglesias, Elena 78 Irigaray, Luce 33, 98, 127, 132-133, 142, 151, 155, 163-169 Irizarry, Guillermo 227, 258, 262 Isaacs, Jorge 189 J Jacobs, Janet Liebman 139, 146 James Alexander, Simone 105, 168 Jaramillo, Eduardo 120, 121, 127 Jaramillo, María Mercedes 177 Jónasdóttir, Anna 26, 210, 212-213, 277 Jones, Kathleen 26 K Kaminsky, Amy K. 61 Kempadoo, Kamala 26, 29, 35, 40, 144-145, 210, 212, 249, 255, 263-264 Kierkegaard, (Søren) 103 Kincaid, Jamaica 131 Kushigian, Julia Alexis 105-107, 110 L La Fountain-Stokes, Lawrence 115 Lacan, Jacques, lacaniano/a 56, 133, 134, 159, 183, 189, 31 Lagos-Pope, María Inés 88, 91, 105 Langland, Elizabeth 105 Lloréns, Hilda 224, 226, 265-266 Lock, Margaret 36, 54, 59, 63
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Índice onomástico y conceptual
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López Neri, Efraín 225 López, Francisca 178 Loren, Sophia 116 Lugo Fillipi, Carmen 80 Lugones, María 29, 45, 50, 54 Luiselli, Alessandra 18, 175 Lutes, Leasa 175 Lyon, M. L. 93 M Mañach, Jorge 287 Martínez, Alejandro 177 Mattalia, Sonia 2, 82 McCormick, Stacie 251 McNay, Lois 33, 56, 57, 67, 71-72, 111, 116 McRobbie, Angela 27, 178, 179-180, 188, 201-205 Mehta, Brinda J. 168, 223, 281 Méndez Panedas, Rosario 243, 245 Menton, Seymour 173 Merleau-Ponty, Maurice 21, 33, 56, 64-65, 72, 94-95, 98, 236-237 Mitchell, Juliet 132 Mohammed, Patricia 29 Mohanty, Chandra Talpade 29, 34, 45, 117 Momsen, Janet 89 Montes Garcés, Elizabeth 175, 182, 207 Moreno, Marvel 8, 14, 28, 30, 34, 35, 38, 39, 63, 67, 81, 106,107, 112, 119-169, 176, 182, 229, 235, 242, 276-277, 280, 282, 283 Moret, Zulema 91, 105 Motoo, Shani 131 Muñoz Marín, Luis 84, 87 Muñoz, María Eugenia 208 N Nabokov, Vladimir 19 Narain, Denise DeCaires 58-59, 216, 280, 283 Negrete, Jorge 87
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Índice onomástico y conceptual
Nelson, Alice A. 61 Nice, Vivien 166-167 Nichols, Grace 53 Niebylski, Dianna C. 61, 217 Nolla, Olga 80 O Ochún 231, 247 Onetti, Juan Carlos 19 Ordóñez Muñoz, Jorge 121, 151, 173 Ordóñez, Monserrat 121, 151 Ortiz, Fernando 286 Osorio de Negret, Betty 121, 148 P Palacios, Antonia 14, 28, 30, 34, 36, 38, 63, 67, 77-118, 129, 275, 280, 282, 283 Paravisini-Gebert, Lizabeth 80, 247, 279, 284, 289, 292 Parker, Rozsika 164 Passapera, Annette 224 Paz, Octavio 19 Pedraza Gómez, Zandra 48 Peña Gutiérrez, Isaías 173, 174 Pérez, Emma 29, 45, 54, 75 Perón, Evita 87 Pipher, Mary Bray 101 Popkin, Debra 91 Prandonni, Mauro 151 Pratt, Mary Louise 237 Q Quintero Rivera, Ángel G. 40, 97, 291 R Ramos Otero, Manuel 225 Rangelova, Radost 224
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Índice onomástico y conceptual
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Ricoeur, 64, 67, 81, 104, 110-112, 116-117, 189 Ríos Ávila, Rubén 226, 252, 286 Rivera, Juan Pablo 222, 224, 225 Rodríguez Amaya, Fabio 121, 128, 148 Rodríguez Garavito, Agustín 174 Rodríguez, Ileana 82 Rody, Caroline 168, 282-283 Rojas Herazo, Héctor 123 Rosowski, Susan J. 105 Russo, Mary J. 183-184 S Sánchez-Blake, Elvira 148, 153, 225, 226 Sandoval Sánchez, Alberto 222 Sandoval, Chela 29, 31, 44, 45, 54 Santos Febres, Mayra 7, 8, 11, 14, 28, 30, 34, 35, 38, 40, 63, 67, 117, 221-267, 279, 280, 282, 283-288, 291-296 Sarduy, Severo 19 Savory, Elaine 282 Scarlett, Elizabeth A. 62 Scott, Sue 61 Sharpe, Jenny 250, 253-254, 260 Sheller, Mimi 26, 40, 74, 131, 214, 215, 227-228, 233, 237, 252, 256-257, 261-262, 269, 283, 288-289, 293-294 Shrimpton, Maggie 224 Silén, Juan 80 Skeggs, Beverley 70 Smith, Faith 26 Sotomayor, Áurea María 114 Spillers, Hortense J. 239, 250 Stockton, Kathryn Bond 103-104, 116 Stoler, Ann Laura 59, 244 T Tanenbaum, Leora 204 Tanner, Laura E. 147-148
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Índice onomástico y conceptual
Taylor, Claire 61 Triana Echeverría, Luz Consuelo 175 Trujillo, (Leónidas) 87 Turner, Terence 50, 70 U Ulysse, Gina Athena 254 Utley, Gregory 209-210, 218 V Vallejos-Ramírez, Mayela 215 Vargas Llosa, Mario 19 Virgen de la Caridad del Cobre 231 Virgen de Montserrate 231 Virgen Inmaculada 231 Voronina, Olga 19 W Walkerdine, Valerie 23, 191-192 Weiler, Doris 121 Williams, Raymond L. 173 Wilson, Lucy Ann 91, 106, 110 Wolf, Naomi 195 Wolf, Virginia 31 Z Zandstra, Dianne Marie 61, 183 Žižkek, Slavoj 189 Índice de topónimos A África 87, 125 B Barbados 253
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Índice onomástico y conceptual
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Barranquilla 9, 34, 120-122, 125, 149, 153, 154, 171, 173, 174, 208, 209, 211 Bogotá 173, 193 C Cali 173 Canadá 211 Caracas 34, 81 Caribe colombiano 9, 120, 123, 128, 147, 172, 175, 180, 208, 294 Caribe hispano 10, 28, 30, 34, 41, 51, 60, 86, 99, 101, 123, 128, 140, 248, 249, 283 Caribe 1 ,3, 7-10, 14-15, 19-20, 25, 27, 28, 32, 34, 37, 40, 41, 44, 45, 47, 50, 51, 52, 53, 58-60, 73, 80, 86, 92, 97, 99, 101, 105-106, 120, 121, 123, 128, 131, 140, 144, 144, 147, 153, 154, 156, 172, 175, 180, 203, 207-219, 221-265, 269-296; caribeño(s), caribeña(s) 8, 14, 15, 19, 21, 22, 24, 29, 34, 35, 36, 40, 41, 44, 52, 68, 70, 73, 74, 79, 81, 82, 89, 90, 91, 93, 109, 121, 122, 129, 131, 144, 166, 168, 172, 178, 179, 180, 182, 185, 207-219, 221-265, 269-296 Carolina 222 Cartagena 9, 18, 121 Centroamérica 35 Colombia, colombianos, colombianas 9, 18, 28, 34, 35, 78, 120, 121, 122, 123, 128, 131, 147, 172, 173, 174, 175, 180, 189, 193, 199, 208, 266, 294 E España 4, 87, 178, 209, 211 Estados Unidos 80, 87, 211, 226, 259 Europa 87, 125, 189, 211, 225 G Gran Caribe 40, 131, 281 H Haití 35
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Índice onomástico y conceptual
I Italia 211 L Latinoamérica, América Latina, Latin America, latinoamericano(s), latinoamericana(s) 15,22, 27, 32, 37, 44, 47, 60, 61, 70, 73, 74, 79, 80, 81, 86, 105, 128, 144, 178, 179, 196, 198, 199, 230, 284 M Madrid 208, 211 Manila 263 Medellín 173 N Nueva York 108 O Occidente 13, 48, 59, 73, 195, 253, 264 P París 120, 122, 128, 154 Ponce 221, 225, 226, 229, 233, 235, 236, 244, 248, 255, 257, 259 Puerto Rico 35, 40, 80, 87, 222, 223, 224, 226, 255, 263, 265, 266, 292 R República Dominicana 264 S San Antón 225, 226, 238,240, 241 San Juan 34, 84 Santurce 84, 102 T Trinidad y Tobago 253 V Venezuela 78
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