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D O C U M E N T A
Colección Theoria cum Praxi Serie Studia/monografías Txetxu Ausín, Entre la Lógica y el Derecho (Prólogo de Concha Roldán) Lorenzo Peña y Txetxu Ausín (ed), Los derechos positivos Roberto R. Aramayo y M. José Guerra (ed), Los laberintos de la responsabilidad Rocío Orsi, El saber del error Antonio Casado, Bioética para legos Serie Impronta/materiales Roberto R. Aramayo y Txetxu Ausín (ed), Valores e historia en la Europa del s. XXI Roberto R. Aramayo y Francisco Álvarez, Disenso e incertidumbre David P. Chico y Moisés Barroso (ed), Pluralidad de la filosofía analítica Faustino Oncina (ed), Teorías y Prácticas de la Historia Conceptual Serie Clasica/textos J. J. Rousseau, Cartas morales (Edición de R.R. Aramayo)
a colección Theoria cum Praxi se honra en abrir L una nueva serie, Documenta, con la reaparición de un texto que constituyó un hito dentro del panorama
filosófico español. La razón sin esperanza se encuadraba en un programa de autocrítica de la razón analítica, dentro de la cual le correspondía cuestionar el tratamiento analítico de la razón práctica por parte de sus más insignes representantes, desde G. E. Moore a John Rawls. Lejos de centrar exclusivamente su atención en la problemática del análisis filosófico del lenguaje moral, el libro se esforzaba por ampliar sus horizontes, lo que llevó a
Javier Muguerza a interpretar las vicisitudes de la ética analítica como un síntoma de la crisis de la Razón Ilustrada, a deplorar su frecuente supeditación al pensamiento positivista (tal como ha sido denunciada por la crítica procedente de la Escuela de Frankfurt) y a confrontar, en suma, sus planteamientos con el enfoque marxista de las relaciones entre la Teoría y la Praxis. En esta misma colección se ha editado un volumen colectivo de homenaje a Javier Muguerza titulado Disenso e incertidumbre.
Antología, Teoría social y política de la Ilustración escocesa (ed. Isabel Wences) Serie Documenta/legados Javier Muguerza, La razón sin esperanza
CSIC: 978-84-00088-43-9
Filosofía
1 Javier Muguerza
theoria cum praxi serie documenta/legados theoria cum praxi
La razón sin esperanza
theoria cum praxi serie documenta/legados
theoria cum praxi serie documenta/legados theoria cum praxi
theoria cum praxi serie documenta/legados
Javier Muguerza avier Muguerza es catedrático J emérito de Filosofía Moral y Política en la Universidad Nacional
La razón sin esperanza
de Educación a Distancia, tras haber desempeñado dicha cátedra en la Universidad de La Laguna y Autónoma de Barcelona. Fue el primer director del Instituto de Filosofía del CSIC con ocasión de su refundación en 1986, así como de Isegoría Revista de Filosofía Moral y Política, editada por este último. Ha sido profesor visitante de diversos centros docentes e investigadores europeos y americanos, coordinando desde su fundación el Comité Académico de la Enciclopedia Iberoamericana de Filosofía. Entre sus publicaciones destacan, además de La razón sin esperanza, los libros Ética de la incertidumbre, Desde la perplejidad, Ética, disenso y derechos humanos o El puesto del hombre en la cosmópolis y otros ensayos. Ha compilado e introducido en alemán la antología Ética desde el descontento: 25 años de discusión ética en España y coeditado numerosos volúmenes colectivos, entre ellos Kant después de Kant, El individuo y la historia o La paz y el ideal cosmopolita de la Ilustración, así como recientemente La aventura de la moralidad (Paradigmas, fronteras y problemas de la Ética).
LA RAZÓN SIN ESPERANZA (SIETE TRABAJOS Y UN PROBLEMA DE ÉTICA)
COLECCIÓN THEORIA CUM PRAXI Directores: Roberto R. Aramayo, Txetxu Ausín y Concha Roldán Secretaria: María G. Navarro Comité editorial: Roberto R. Aramayo Txetxu Ausín Manuel Cruz María G. Navarro Ricardo Gutiérrez Aguilar Francisco Maseda Faustino Oncina Lorenzo Peña Francisco Pérez López Concha Roldán Agustín Serrano de Haro Comité asesor: Francisco Álvarez (UNED) Dominique Berlioz (Université Rennes, Francia) Mauricio Beuchot (UNAM, México) Fina Birulés (Universidad de Barcelona) Daniel Brauer (Universidad de Buenos Aires, Argentina) Roque Carrión (Universidad de Carabobo, Valencia-Venezuela) Marcelo Dascal (Universidad de Tel-Aviv, Israel) Marisol de Mora (Universidad del País Vasco) Jaime de Salas (Universidad Complutense de Madrid) Liborio Hierro (Universidad Autónoma de Madrid) María Luisa Femenías (Universidad de La Plata, Argentina) Thomas Gil (Technische Universität Berlin, Alemania) José Juan Moreso (Universitat Pompeu Fabra) Francesc Pereña (Universidad de Barcelona) Alicia Puleo (Universidad de Valladolid) Johannes Rohbeck (Technische Universität Dresden, Alemania) Antonio Valdecantos (Universidad Carlos III de Madrid) Antonio Zirión (Instituto de Investigaciones Filosóficas, UNAM, México)
LA RAZÓN SIN ESPERANZA (SIETE TRABAJOS Y UN PROBLEMA DE ÉTICA)
Javier Muguerza Tercera edición
DOCUMENTA 1
Madrid – México 2009
Reservados todos los derechos por legislación en materia de Propiedad Intelectual. Ni la totalidad ni parte de este libro, incluido el diseño de la cubierta, puede reducirse, almacenarse o transmitirse en manera alguna por ningún medio ya sea electrónico, químico, mecánico, óptico, informático, de grabación o de fotocopia, sin permiso previo por escrito de las editoriales. Las noticias, asertos y opiniones contenidos en esta obra son de la exclusiva responsabilidad del autor o autores. Las editoriales, por su parte, sólo se hacen responsables del interés científico de sus publicaciones. Primera edición: Taurus ediciones, 1977 Segunda edición: Taurus ediciones, 1986 Tercera edición: (Primera edición en Plaza y Valdés / CSIC), 2009 © Javier Muguerza, 2009 © Consejo Superior de Investigaciones Científicas, 2009 © Plaza y Valdés Editores Plaza y Valdés S. L. Calle de las Eras, 30, B Villaviciosa de Odón 28670 Madrid (España) : (34) 91 665 89 59 e-mail: [email protected] www.plazayvaldes.es
Plaza y Valdés S. A. de C. V. Manuel María Contreras, 73 Colonia San Rafael 06470 México, D. F. (México) : (52) 55 5097 20 70 e-mail: [email protected] www.plazayvaldes.com.mx
PLAZA Y VALDÉS
Página web: www.ifs.csic.es ISBN Plaza y Valdés: 978-84-96780-44-6
ISBN CSIC: 978-84-00-08843-9 NIPO: 472-08-098-7
Catálogo general de publicaciones oficiales: http://www.060.es
Página web de la colección Theoria cum Praxi: http://www.plazayvaldes.es/theoria
Diseño de cubierta: Nuria Roca Logotipo: Armando Menéndez Apoyo técnico a la edición: Francisco Maseda (IFS-CSIC) Impresión: D. L.: M-
A Manuel Sacristán, a quien —desde otras perspectivas y en un diverso frente— han interesado los temas de que trata este libro, habiendo sabido arrostrar ejemplarmente las consecuencias.
«Die Vernunft kann nicht blühen ohne Hoffnung, die Hoffnung nicht sprechen ohne Vernunft.» «La razón no puede prosperar sin esperanza, ni la esperanza expresarse sin razón.» (ERNST BLOCH, Das Prinzip Hoffnung.)
Índice
PRÓLOGO A LA PRIMERA EDICIÓN ................................................
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PRÓLOGO A LA SEGUNDA EDICIÓN ..............................................
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PRÓLOGO A LA TERCERA EDICIÓN ................................................
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I. LA RAZÓN SIN ESPERANZA: UNA ENCRUCIJADA DE LA ÉTICA CONTEMPORÁNEA .........
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II. «ES» Y «DEBE» (EN TORNO A LA LÓGICA DE LA FALACIA NATURALISTA).....
79
III. RAZÓN Y SOCIEDAD, O EL DRAMA DE BERTRAND RUSSELL ..................................
115
IV. ÉTICA Y CIENCIAS SOCIALES ...............................................
143
V. TEORÍA CRÍTICA Y RAZÓN PRÁCTICA, A PROPÓSITO DE JÜRGEN HABERMAS .................................
165
VI. OTRA VEZ «ES» Y «DEBE» (LÓGICA, HISTORIA Y RACIONALIDAD) ..............................
203
VII. A MODO DE EPÍLOGO: ÚLTIMAS AVENTURAS DEL PREFERIDOR RACIONAL...........
257
Prólogo a la primera edición
L
os prólogos constituyen, ciertamente, un género literario en decadencia, y no es difícil comprender por qué. Por lo pronto, y dejando a un lado razones contraculturales de más fuste, impacientan tanto al autor cuanto al lector de un libro. Al primero, porque sin duda tendrá prisa —aun si el pudor le impide confesarlo— por decir lo que haya de decir en el resto del libro. Al segundo —sobre cuya prisa por zambullirse en el texto subsiguiente no hay que hacerse ilusiones— porque cualquier prefacio habrá de parecerle, en el mejor de los casos, ocioso y redundante. Comoquiera que sea, las que a continuación se formulan son tan sólo unas cuantas aclaraciones (todas ellas, por descontado, de intención descaradamente apologética) a cuya tentación no me he sabido resistir, por lo que doy en presentarlas como imprescindibles. Mi editor —y, sin embargo, amigo— Jesús Aguirre se permitió hace algunos años anunciar en esta misma colección, con evidente desenfado, la aparición de un libro mío que llevaría por título el de Adversus positivistas y que a la sazón no estaba concluido, como no lo está aún por el momento. Habida cuenta de la radical inconclusión de toda obra filosófica, no me creo obligado a ofrecer especiales excusas por un retraso tal en el cumplimiento de mis compromisos editoriales. Mas si me preguntasen los motivos por los que no he podido concluir aquélla hasta la fecha (ruego al lector condescendiente se sirva hacerme la pregunta aun cuando la respuesta no le inquiete gran cosa), respondería (gracias) que el principal motivo ha sido
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LA RAZÓN SIN ESPERANZA
la frecuente vacilación a que —a lo largo de esos años— se han visto sometidas mis opiniones sobre una serie de materias filosóficamente relevantes para la discusión contemporánea del positivismo, como es el caso de la ética, la epistemología o la metafísica. A título de testimonios de esa vacilación han ido apareciendo aquí y allá algunos trabajos que podrían pasar por borradores de mi libro. Y así como cuando se trata de autores importantes de obras importantes lo más normal es que éstas se publiquen primero y sólo luego, póstumamente muchas veces, los borradores de esas obras, cuando ni la obra ni el autor son importantes bien pudiera ser invertido dicho orden. El presente volumen no es, en efecto, sino una colección de varios de esos trabajos, especialmente relacionados en este caso con cuestiones de filosofía moral, cuyo carácter tentativo, balbuceante y perfunctorio tal vez suscite irritación en quienes gusten de afirmaciones con más sólidos y seguros fundamentos. Mas, como las desgracias no vienen nunca solas, La razón sin esperanza inaugura una trilogía y le habrán de seguir en breve los volúmenes —de características similares— A ciencia incierta y De lo divino y lo humano, que respectivamente coleccionan otros tantos conjuntos de trabajos relacionados con cuestiones de filosofía de la ciencia y filosofía de la religión o teología. En mi descargo, puedo decir que no me habría decidido a reunirlos si un grupo de amigos —entre los que destaca Alfredo Deaño, que ha llegado a erigirse en una especie de apremiante superego a este respecto— no me hubiera hecho objeto en tal sentido de una presión afectuosa, a menudo insistente y en cualquier caso digna de mejor causa. Lo cierto es que ella ha sido la razón más que suficiente de este libro y de los que le sigan, puesto que, en definitiva, uno escribe por y para los amigos, y la Humanidad únicamente le interesa en tanto que congregación de infinitos amigos potenciales. Entre tales amigos se cuentan, de modo muy particular, aquellos críticos que —distrayéndose de empresas de más envergadura— han tenido a bien prestar cierta atención a tal o cual punto de vista sustentado por mí en estas páginas, en las que, a la recíproca, se dialoga abundantemente con los suyos. Nuestro gremio no se halla en este país demasiado acostumbrado que digamos al ejercicio de la crítica, y mucho menos a su aceptación. Pero a los aprendices de filósofo la crítica podría no sólo depararnos la agradable oportunidad de hablar unos de otros sino también
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más de una decisiva contribución al reconocimiento de la propia identidad. De mis trabajos, por ejemplo, ha dicho un crítico benévolo que «muestran más un camino que una solución acabada». Lo habría tomado como un elogio si otro menos piadoso no viniera a decir lo mismo, aun sin nombrarme, cuando sentencia de algunos de los intentos acometidos en este libro que «no parece que hayan conducido a ningún resultado». He de reconocer que un juicio semejante no peca sino de acertado, y que además es extensivo a todo el libro si por resultado se entiende la efectiva resolución de los problemas que se abordan en él. Ya que no para mayores provechos, la filosofía analítica debería haber servido por lo menos para hacernos desconfiar de que con los problemas filosóficos quepa aspirar a tanto como resolverlos. Mas conste que tampoco me entusiasma la demasiado cómoda terapia, no menos analítica, que nos invita a contentarnos con disolverlos. Si de mí dependiera, yo diría que a lo más que podemos aspirar —y con lo menos que nos podemos contentar— es a absolvernos de seguirlos tratando después de haber bregado honradamente con los mismos hasta donde nos lo hayan permitido nuestras fuerzas. Por lo que a mí concierne, sin embargo, prefiero dejar mi absolución en otras manos, en la seguridad de que la penitencia de tener que volver más de una vez sobre problemas que continúan interesándome es una penitencia al fin y al cabo llevadera. En el curso de su tratamiento, esos problemas cambian de faz eventualmente, mostrándonos aspectos antes insospechados. Nos permiten cambiarlos de contexto y extraer de su nuevo emplazamiento nuevas implicaciones. Y nos hacen también cambiar de ánimo a nosotros mismos, aun cuando sea para trocar la claridad en confusión y la ilusión en decaimiento. A falta de otros más sustanciosos, pienso que algunos de esos resultados podrían valer la pena. Y son, por otra parte, ilustrativos de una cierta manera de entender la filosofía sobre la que me gustaría adelantar un par de precisiones. Sin estar convencido de haber hecho ningún mérito para ello, uno acostumbra a aceptar con resignación que se le etiquete de filósofo analítico. De ahí que la trilogía de que este libro forma parte, y en la que la filosofía es ante todo concebida como meditación en torno a la razón, admita de buen grado su catalogación — para expresarlo con palabras de uno de los trabajos que aquí se recogen— como un esbozo de «autocrítica de la razón analítica». Por lo de-
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más, no ignoro que mi desaliñada práctica del análisis filosófico puede inducir el día menos pensado a que el collegium analyticum me retire la licencia. Pero, si así ocurriera, la verdad es que no sabría dónde meterme, dado que entre nosotros no se tolera fácilmente que alguien haga la guerra por su cuenta y que no me sería más fácil sentar plaza en las filas de las dos o tres tropas filosóficas cuyos banderines de enganche considero con mayor capacidad de seducción de entre los actualmente abiertos en nuestro territorio: dudo que, ni con la mejor voluntad, se me dejara alistarme como filósofo dialéctico; mi escasa propensión al patetismo, o la habituación a disimularla, me impediría pasar por filósofo trágico; y, desde luego, ya no tengo edad para imaginarme travestido de filósofo lúdico. Afortunadamente, la filosofía analítica enriquece su culto con una amplia variedad de santos patronos a los que poder invocar según la devoción de cada cual. Y, de tener que elegir alguno que otro, me acogería al patronazgo de aquellos que, como Wittgenstein, no sólo dieron fe de que la filosofía es una actividad eminentemente crítica, sino de que la crítica bien entendida —y no digamos la autocrítica, que lo hace por imperativo de la estructura lógica de las tautologías— empieza por uno mismo. Sirva ello a modo de disculpa por la decepcionante circunstancia de que este libro se enderece más a minar la confianza en cualquier género de soluciones, comenzando naturalmente por las de la propia cosecha, que a procurar su afianzamiento. Disculpa que, como todas las no pedidas, entraña sin remedio una manifiesta confesión de culpabilidad. De las colecciones de trabajos como ésta suelen sus autores decir con indulgencia que «bajo su aparente diversidad subyace una unidad profunda». Mucho me temo que, en mi caso, lo que haya que justificar sea la diversidad, acaso no tan aparente, más bien que la unidad, de por sí bastante obvia. En un cierto sentido, los diversos trabajos recogidos llegan incluso a producir la inquietante impresión de ser uno y el mismo, siquiera en la medida en la que todos parecen ocuparse de un único e idéntico problema. Sucede, sin embargo, que ese problema —el problema del ser y el deber ser, para decirlo en dos palabras— descansa como los poliedros en una multiplicidad de caras y es susceptible, en consecuencia, de formulaciones harto distintas entre sí. Para citar tan sólo un par de ellas, su formulación más aséptica lo convierte en el problema de la posible conexión entre un juicio de hecho y un juicio de
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valor en tanto que la más comprometida lo trasmuta en el de la posible conexión de la teoría con la praxis. No hay que decir que los filósofos analíticos —cuya característica obsesión lingüística les lleva a reducir aquel problema al de la conexión, comúnmente tenida por imposible, entre un «es» y un «debe»— acreditan una marcada preferencia por la primera formulación, más débil, y hasta una invencible reluctancia hacia la segunda o más fuerte de las dos que se acaban de mencionar. Si la prometida amnistía (!) me devolviese, tras de diez largos años de carecer de él, mi pasaporte, espero acudir el próximo otoño a un Symposium on Facts and Values organizado por la Fondazione Giorgio Cini de Venecia, de cuyos participantes no se podría decir con corrección, aunque resultaría tal vez halagador para más de uno, que representen a la «izquierda filosófica». Pero tampoco hay que pensar que ni la más auténtica izquierda filosófica, cualquiera que ésta pueda ser, detente el monopolio de las formulaciones fuertes. Ahí está sin ir más lejos el bizarro Congresso Internazionale sul tema Teoria e Prassi —organizado para las mismas fechas en Barcelona y Génova bajo los auspicios, entre otros, de la Fundación Balmesiana, que sí que da cobijo a distinguidos representantes de nuestra proverbial «derecha filosófica»— al que no me siento tentado de asistir por más que a su primera manga quepa hacerlo sin siquiera necesidad de pasaporte. Quienes repasen ahora las diversas formulaciones barajadas caerán, si no lo han hecho ya, en la cuenta del abolengo de nuestro problema, ramificado en linajudas tradiciones filosóficas con sus correspondientes clásicos a la cabeza: para no remontarnos a Aristóteles, aludamos a Hume, Kant, Hegel... y después, un después que —pasando por Marx en primer término— llega hasta nuestros días. Pues, a juzgar por lo apuntado más arriba, su actualidad está fuera de duda. El peligro, si acaso, es que se trate de un problema excesivamente actual. Pero el hecho de que «hasta los cuervos graznen acerca de él en los tejados», hipérbole que el bibliotecario Calímaco de Alejandría destinaba a los lógicos megárico-estoicos y para nada alude a nuestros escolásticos, no es obligatoriamente indicio de la descomposición académica de ese problema. Por lo menos en el sentido en el que, por encima o por debajo de sus inevitables tics academicistas, uno querría modestamente contribuir a replantearlo. Cada uno de los trabajos que integran este volumen aparece fechado y he procurado conservarlo en su redacción originaria. De cuanto llevo dicho
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se desprende que, si he procedido así, no ha sido por creerlos imperfectibles ni por considerarlos efemérides. Sencillamente me he apropiado de la fórmula de Gustavo Bueno, quien —preguntado un día por lo que salvaría de su obra filosófica de juventud— respondía con elegancia: «Con la fecha debajo, casi todo; sin la fecha debajo, casi nada». Por lo demás, es claro que la simple yuxtaposición de los trabajos no contribuye precisamente a liberar al libro en su totalidad de reiteraciones ni incoherencias. Por lo que se refiere a las primeras, sólo me cumple conceder que lamentablemente son tediosas (añadiendo que me daría por satisfecho con que no más que ellas lo fueran). En cuanto a las segundas, me limitaré a recordar que la contradicción estricta únicamente se establece entre proposiciones simultáneas pero no entre proposiciones sucesivas y que, en su totalidad, este libro pretende ser leído (es un decir) como un todo en evolución más bien que como un totum revolutum. Mas como, al discutir de estos asuntos con un colega a un tiempo vehemente y porfiado, mi interlocutor insistía en preguntarse si quien junta todas esas proposiciones en un solo volumen no se está comprometiendo con todas ellas a la vez (incluidas, por lo tanto, las contradictorias), quizás no esté de más que traiga a colación el confortable aforismo de Emerson —«Las coherencias tontas son la obsesión de las mentes ruines»— que Asimov gusta de citar en sus relatos. Siguiendo su consejo, quien se vea asaltado en la lectura por la perplejidad de mi interlocutor podrá, si lo desea, escribir «¡Emerson!» al margen y pasar adelante sin cuidado. Excepción hecha de algunos fragmentos del primero y tercero, y del último en su integridad, todos los trabajos de este libro han sido publicados con anterioridad, indicándose la procedencia a pie de página en sus respectivos encabezamientos. El último de ellos, inédito hasta ahora, habrá sido asimismo publicado cuando el libro aparezca y se ha beneficiado —en cuanto parte de una investigación más amplia sobre los orígenes y la herencia del positivismo— de una Ayuda de la Fundación Manuel Aguilar, cuya autorización para reproducirlo me place consignar. La dificultad de encontrar la mayoría de esas publicaciones, de las que ni yo mismo conservo en muchos casos separatas, podrá servir, supongo, para excusar la cuota de incremento de la polución cultural que proporcionalmente corresponda a esta su edición en forma de libro.
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El capítulo de agradecimientos tendría que ser con mucho el más largo de todos. Creo haber aprendido algo, con absoluta seguridad bastante menos que lo que ellos trataron de enseñarme, de mis maestros, que lo fueron por orden cronológico Antonio Rodríguez Huéscar, Emilio Lledó, José Luis Aranguren, José Ferrater Mora y Carlos París. A pesar de nuestra escasa comunicación personal, debida a su prolongado exilio y a mi incurable anquilosis epistolar, debo decir que siempre me sentí estimulado por la labor, tantas veces pionera entre nosotros, de Miguel SánchezMazas. Al dedicar este libro a Manuel Sacristán, he querido dejar constancia de la deuda que tanto yo como el resto de mi generación tenemos contraída con su ejemplo. A mi buen amigo Carlos Castilla del Pino le debo finalmente, además de no pocas sugerencias de índole estrictamente filosófica, unos cuantos consejos médicos muy útiles y no siempre de su especialidad como psiquiatra. Para colmo de bienaventuranzas, uno no sólo tuvo maestros sino también alumnos, de los que no es un tópico decir que creo haber aprendido bastante más que lo que pueda haberles enseñado a lo largo del agitado nomadeo que me llevó y me trajo en estos últimos diez años —a merced del humor más bien variable de las autoridades académicas de turno y del no tan variable de las extraacadémicas— por una serie de Departamentos, Facultades y Universidades del país. Aun sin por eso haberme sedentarizado, he batido todos mis récords de estabilidad en la de La Laguna, lo que me ha permitido mantener un intenso contacto con mis actuales compañeros del Departamento de Filosofía de la misma. Por no citar sino a aquellos a los que he tenido ocasión de importunar —mi importunidad, como se verá, es considerable— a cuenta de los temas tratados en el libro, estoy muy agradecido por sus observaciones y comentarios sobre el particular a Paco y Evangelino Álvarez, Gabriel Bello, Fernando Carbonell, José María Castro, Felipe Concepción, José María Chamorro, Andrea Dorta, José Luis Escohotado, Miguel Angel Fernández Lomana, Alberto Galván, Emilio Guedes, José Carlos Guerra, Ana Hardisson, Juan Antonio Jaén, Humberto Mederos, Sarichi Miranda, Fabio Morales, Luis Ojeda, Pablo e Isabel Ródenas, Vicente R. Lozano, Jesús Sánchez, Cristóbal Soler, Sergio Toledo y Luis Vega. A Francis Seguí tengo que agradecerle especialmente, entre otras muchas cosas, el interés y la paciencia con que ha so-
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brellevado la puesta a punto de todo el material, así como la decisión con que afrontó la dura prueba de familiarizarse con mi letra. Una aclaración, para concluir, acerca del título de este libro. Se equivocaría quien pensase que pretende contrariar a Ernst Bloch, uno de los filósofos que más profundamente admiro de este siglo. Pero no deja de ser cierto que me separa de él la persuasión de que —por más que secularizada— la esperanza continúa siendo una virtud teologal y no siempre se alcanza sin el concurso de la gracia, pudiendo estar vedada en ocasiones a la impiedad de la razón. Y, ya que aludo a ello, me permito anunciar, como un acontecimiento fuera de lo común en nuestro medio, la inminente aparición en castellano de El principio Esperanza, en traducción —que se presume magistral, como todas las suyas— de don Felipe González Vicén, catedrático de la Universidad de La Laguna y patriarca de la filosofía en estas Islas. Al Profesor González Vicén quiero expresarle mi reconocimiento por las múltiples atenciones que de él he recibido y, sobre todas, por el inestimable regalo de su conversación. Pero también por el talante generoso y abierto —como no se podía esperar menos de un traductor de Bloch— con que está haciendo frente a las dificultades planteadas por nuestra naciente Sección de Filosofía durante su Rectorado, por fortuna provisional. Y digo por fortuna porque en algunas raras ocasiones hay personas que vienen grandes a ese cargo, cuando lo más normal y lo peor no es que ese cargo les venga grande a los Rectores sino que precisamente les quede a la medida. En el momento de redactar estas líneas, los alumnos del Departamento de Filosofía —junto con el resto de sus compañeros de Sección— cumplen en la Universidad de La Laguna el vigésimo día de encierro en defensa de su derecho a continuar estudiando en Canarias. Que, en plena segunda mitad del siglo veinte, un tan crecido número de personas sea capaz de encerrarse durante tantos días para luchar por un derecho como el de estudiar filosofía es algo que a muchos no dejará de resultarles sorprendente. Pero, además de la sorpresa, puede asimismo despertar diversos otros sentimientos que, en mi caso, harán que —dondequiera que me encuentre en el futuro— no las olvide nunca. JAVIER MUGUERZA La Laguna, Fin de curso, 1976.
PRÓLOGO A LA PRIMERA EDICIÓN
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A punto de entregar el original a la imprenta, me llega la noticia de que el Profesor Aranguren —cuya injusta separación de la Universidad española tuve ocasión de lamentar en las primeras páginas de este libro— ha sido repuesto en su cátedra de Ética de la Complutense de Madrid. Con el retorno de Aranguren —en unión de los Profesores Tierno Galván, García Calvo, Valverde y Sacristán— se cierra, me gustaría poder creer que para siempre, un capítulo sombrío y vergonzoso de nuestra vida universitaria. Quiero sumarme aquí a la alegría de todos aquellos a quienes en España importa la causa de la filosofía —a cuya militancia no es ajeno ninguno de los cinco— y, por lo pronto, la nunca demasiado bien parada —salvo en ocasiones como ésta— de la ética. JAVIER MUGUERZA Santa Cruz de Tenerife, 1-VIII-76
Prólogo a la segunda edición
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uisiera aprovechar la oportunidad de este prólogo a la segunda edición de La razón sin esperanza para agradecer, ante todo, las críticas recibidas por el libro. He aprendido mucho, de entre ellas, de las observaciones y comentarios procedentes de José Luis Aranguren, Gabriel Bello, Victoria Camps, Pedro Chacón, Alfredo Deaño, Nicolás Martín Sosa, Juan Antonio Ortega Díaz-Ambrona, Salvador Giner, Esperanza Guisán, Alain Guy, Pilar Jimeno, Vidal Peña y Fernando Savater. En el caso de Alfredo Deaño concurre la circunstancia, profundísimamente triste para mí, de haber sido su crítica de mi libro la última que publicara en vida aquel gran compañero y gran amigo. Cuando apareció este libro por primera vez, me cuidé de advertir que hacía míos los trabajos recogidos en él únicamente en la medida en la que cada uno llevaba consignada la fecha de su redacción. A mayor abundamiento, eso es lo que tendría que decir ahora del libro en su conjunto con motivo de la presente reedición. Y si me viese en la necesidad de aclarar, y de aclararme, qué es lo que más lo aleja de mi estado de ánimo actual, añadiría que acaso sea un asunto de «estilo filosófico», que —como suele decir Ferrater Mora— tiene que ver no sólo con la «estética» sino también con la «noética». Uno de aquellos críticos insinuó en su día que el libro, pese a su declarada actitud de reserva ante la historia más o menos reciente de la filosofía analítica, seguía todavía siendo demasiado analítico para su gusto. A lo que solamente pude responder que también seguía siéndolo para mi propio gusto y
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que ése es un padecimiento de los que no se curan, si es que se curan, sino con el tiempo. No sé si el transcurrido desde entonces habrá obrado o no un suficiente efecto en tal sentido. Lo cierto es, desde luego, que no pocas de las cuestiones con que me encarnizaba en estas páginas tienden a parecerme hoy un tanto banales y que, con demasiada frecuencia, mi tratamiento de las mismas me temo que resulte insufriblemente pedante. Pero también es cierto que algunas de esas cuestiones continúan pareciéndome importantes; y quisiera confiar en que, aun si mi manera de tratarlas no se halla a la altura de su importancia, lo porfiado del empeño por hacerlo de la mejor manera que he podido consiga disculpar su ocasional pedantería. Por lo demás, confío asimismo en que no haya necesidad de considerar a este libro —que, parodiando a Ortega, me gustaría poder calificar de «no demasiado postmoderno» aunque «bastante siglo veinte»— como precursor de lo que se ha dado en llamar «la jerga de la desesperanza». Cualquier cosa que sea lo que se quiera entender por postmodernidad, la entrada en esta última no tiene por qué equivaler al abandono a la desesperación, si bien quizá sea inevitable el acompañamiento de la melancolía. Pero por más que las lanzas de la moderna racionalidad no pasen muchas veces de ser frágiles cañas, creo sinceramente que aún cabe romper alguna que otra en pro de la razón, moderna o no. En el prólogo a la edición anterior se anunciaba que la publicación del libro sería seguida de la de otros dos que con éste formaban una trilogía. El caso es que ambos libros se hallan acogidos de momento al patrocinio de la American Procrastinaters Association, cuyos estatutos imponen, según es bien sabido, una considerable dilación en la elaboración del material patrocinado. Entretanto, y en la línea de las preocupaciones éticas que movieron al primero de la serie, ha ido surgiendo un nuevo libro cuya aparición en esta misma Colección espero para pronto: su título es Desde la perplejidad, y está efectivamente escrito desde ella, pues en lo que a este punto se refiere —diferencias estilísticas aparte— no creo haber mejorado mucho, qué le vamos a hacer, en el transcurso de los últimos años. JAVIER MUGUERZA Liberty, North Carolina, U.S.A., Junio de 1985
Prólogo a la tercera edición
A
lo largo del casi cuarto de siglo que media entre la última edición de La razón sin esperanza y ésta que estoy ahora prologando, he tenido ocasión de rechazar no menos de tres veces otras tantas invitaciones a reeditar el libro, rechazo que se basaba en el convencimiento de que su hora había pasado sin remedio. Pero el caso es que —como prueba de que después de todo, y al margen de lo que piensen sus autores, habent sua fata libelli— la empeñosa solicitud de un grupo de amigos ha acabado venciendo mi resistencia. A ellos, algunos de los cuales figuran sin tapujos en el cuadro editor de la acreditada colección Theoria cum Praxi, traspaso enteramente la responsabilidad por la suerte de esta nueva edición, aun si acompañándola, pues no faltaba más, de mi agradecimiento. En el Prólogo a su segunda edición taché a este libro de pedante entre otros improperios, pero hoy caigo en la cuenta de que nada hay probablemente tan pedante como confundir la ingenuidad con la pedantería: el texto que sigue peca sin duda de ingenuo en no pocos pasajes, pero la etimología de tal vocablo —que asocia una culposa candidez a la condición de «nacido libre», algo que desde luego reivindico para mi libro— convertiría a dicho cargo en un pecado venial frente al mucho más grave, por no decir
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mortal, del engreimiento comúnmente asociado a la pedantería, respecto del cual quisiera hacerme la ilusión de que no hay rastro entre sus páginas. En el mentado Prólogo, al igual que en el de la primera edición, se hablaba de un par de libros —A ciencia incierta y De lo divino y lo humano— que podrían haber acabado formando con éste «una trilogía» pero se han desligado finalmente de él. Ambos libros aparecerán en su momento, bajo los respectivos subtítulos de Ensayos de ética y filosofía de la ciencia o Ensayos de ética y filosofía de la religión, en compañía de otras recopilaciones de ensayos ya publicados sobre «ética y... » (filosofía del derecho, filosofía política, etcétera). Pero lo que más me ha animado a reeditar La razón sin esperanza es la innegable conexión filogenética que guarda con otro libro mío asímismo anunciado por entonces, Desde la perplejidad (1990; 4ª ed., 2006), conexión ésa subrayada por más de un comentarista. Y si se me tolera mi afición a las tríadas (que nada tienen que ver, en cualquier caso, con «tríadas hegelianas» o cosa parecida), añadiré que aquella conexión se prolonga en el libro en que me hallo ahora trabajando y llevará por título el no menos optimista de La ética a la intemperie, constituyendo con los dos anteriores, esta vez sí, Una trilogía ética. De acuerdo con el aludido phylum, el nuevo libro —provisionalmente subtitulado Acerca del uso moral de la razón— persevera en la concepción de la filosofía, concretamente la filosofía moral, como meditatio rationis, y abordará, entre otras, cuestiones tales como la de la correspondencia entre «acción y razón práctica» o la del tránsito del «paradigma de la racionalidad» al «paradigma de la razonabilidad» en aquella última, además de la relativa a lo que se podría llamar, alarmantemente quizás, «el horizonte metafísico de la ética». El tiempo es corto y larga la tarea, pero —como suele decirse— nada de ello importa mucho mientras el ánimo no decaiga. JAVIER MUGUERZA Las Rozas de Madrid, Otoño del 2008
LA RAZÓN SIN ESPERANZA (SIETE TRABAJOS Y UN PROBLEMA DE ÉTICA)
I La razón sin esperanza: Una encrucijada de la ética contemporánea1
¿Q
ueda aún lugar para la ética dentro del horizonte cultural de nuestra época, tan decisivamente tributario de las perspectivas que nos han sido impuestas por el pensamiento científico y sus aplicaciones de orden técnico? Como más de una vez se ha señalado, la filosofía —otrora ancilla theologiae— se apresta hoy a convenirse en ancilla scientiae2, por lo que no es en modo alguno sorprendente la intensidad con la que se cultiva la filosofía de la ciencia ni el predominio de que goza en el conjunto de la producción filosófica contemporánea a escala mundial. ¿Qué consecuencias se derivan de este hecho incuestionable para el cultivo, en nuestros días, de la filosofía moral?
1 Una versión abreviada de este trabajo se publicó, con el título de «Ética, lógica y metafísica», en la revista Aporía, 9, 1967. La presente versión fue redactada ese mismo año con destino a la revista Man and World. Para su inclusión en este libro ha sido objeto de algunas modificaciones y recoge en parte mi Presentación de Mary WARNOCK, Ética contemporánea, Barcelona, 1968. 2 La underlabourer conception of philosophy, dentro de la que ya Locke asignaba a la filosofía el cometido de barrer y fregar el piso por el que haya de discurrir el conocimiento científico, parece haber alcanzado su apogeo en nuestro siglo, como no sin pesar lo reconoce Max HORKHEIMER, Um die Freiheit, Francfort del Main, 1962, pp. 95 y ss.
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No deja de ser cierto que, justamente en nuestros días, resulta casi un tópico obligado advertir cómo un interés unilateral por los problemas del conocimiento pudiera presagiar un futuro sombrío para la humanidad si al mismo tiempo no se presta una atención pareja a los problemas planteados por la acción humana: los problemas morales y, entre ellos, los problemas morales implicados en el empleo por parte de los hombres de los mismos recursos que la ciencia y la técnica actuales ponen a su disposición. Pero no es menos cierto que, con una especie de optimista confianza en el principio homeopático de que similia similibus curantur, se espera de la ciencia y de la técnica —capaces, desde luego, de hacernos desaparecer buenamente de la faz de la tierra— la solución de todos nuestros males, incluidos aquellos que la ciencia y la técnica contribuyan a desencadenar o incrementar. ¿Por qué —podríamos preguntarnos para seguir en esta vena— filosofía moral y no, en su lugar, ciencias morales? Cuando en la actualidad se habla de estas últimas no se está pensando de ordinario en la vieja categoría de las llamadas «ciencias normativas», pues hoy tiende a considerarse —sin duda con razón— que no hay otras ciencias que las teóricas3. Y tampoco se alude, de manera inmediata por lo menos, a un conjunto de «ciencias descriptivas» del comportamiento humano —individual o colectivo— como lo puedan ser la antropología, la psicología o la sociología de la moral, sobre cuyas relaciones con la ética habría algo que decir en cualquier caso4. Ahora bien, aun si la distinción entre ciencias teóricas y normativas no parece hoy tener mucho sentido, la no menos tradicional distinción entre ciencias puras y aplicadas conserva 3 Lo que no excluye en modo alguno la posibilidad de un estudio científico de las normas. Cfr. sobre este punto la posición de H. ALBERT, «Probleme der Wissenschaftslehre in der Sozialforschung», en R. KÖNING (ed.), Handbuch der empirischen Sozialforschung, 2.ª ed., Stuttgart, 1967, que habría de contrastarse, sin embargo, con la no menos generalizada atención que se dispensa a las implicaciones praxiológicas de las ciencias sociales y de manera muy especial la politología, sea en el sentido de las policy sciences (Cfr. H. LASWELL, The Future of Political Science, N. York, 1963), sea en el sentido de la kritische Politologie (Cfr. W. ABENDROTH-K. LENK, Einführung in die politische Wissenschaft, Berna-Munich, 1968). 4 Para un tratamiento actualizado de las relaciones entre la ética y las clásicas sciences de moeurs, cfr. R. B. BRANDT, Ethical Theory, Englewood Cliffs, 1959, pp. 83 y ss., 114 y ss.
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en cambio el suyo, comenzando por la antropología, la psicología o la sociología morales, entendidas ahora —al igual que el resto de las ciencias humanas y sociales— como «ciencias explicativas», esto es, como ciencias que ofrecen o por lo menos buscan explicación de los fenómenos que estudian en vez de contentarse con su simple descripción5. Así las cosas, no es infrecuente —aunque probablemente sea abusivo— subsumir a las ciencias humanas y sociales bajo la simplificadora categoría de «ciencias de la conducta»6. Y si, por último, pasamos —como con toda naturalidad cabría pasar— a interesarnos por las posibles aplicaciones de las mismas, nuestra pregunta originaria vendría ahora a concretarse en la de si no habría que encomendar a una prometedora «tecnología de la conducta» todos los cometidos que la ética haya podido usufructuar hasta la fecha7. El apartado de la ética conocido un día como ética descriptiva, encargada de describir las muy diversas maneras humanas —y en demasiadas ocasiones inhumanas— de comportarse, ha acabado identificándose, en efecto, con las correspondientes ciencias morales descriptivas a que hacíamos antes referencia. Pero, como también sabemos, los antropólogos, psicólogos y sociólogos de que hablábamos no siempre se limitan a estudiar un fenómeno dado —pongamos por caso, la agresividad humana—, sino pudieran aspirar a controlarlo, tratando, por ejemplo, de promover la mentalización del individuo o el consenso de la colectividad en pro o en contra de la guerra. Desde la pacificación colonial al desarrollo de la industria bélica, los gobernantes de este mundo han contraído alguna que otra deuda con nuestros científicos por su contribución al mejor éxito de desig5 Sobre las relaciones entre ética y ciencia en general, véanse las obras de A. EDEL, Ethical Judgement: The Use of Science in Ethics, Glencoe, 1955, y Science and the Structure of Ethics, en International Encyclopedia of Unified Science, vol. II, n. 3, 1961, así como Mario BUNGE, Ética y ciencia, Buenos Aires, 1960. 6 Una sobria caracterización de las mismas, que no pretende identificar a las ciencias humanas y sociales con las ciencias de la conducta (ni a éstas con el conductismo), puede encontrarse en B. BERELSON y G. A. STEINER, Human Behavior: An Inventory of Scientific Findings, N. York, 1964. Cfr. asimismo B. BERELSON (ed.), The Behavioral Sciences Today, N. York, 1963. 7 Puesto que semejante reducción presupondría la no menos problemática reducción de toda teoría ética al modelo explicativo de las behavioral sciences, en lo que sigue nos podremos circunscribir con exclusividad a este último aspecto de la cuestión.
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nios políticos diversamente relevantes. Y bastaría observar el trato diferente que dispensan a científicos y filósofos morales para caer en la cuenta de la superior eficacia de los nuevos métodos ingeniados por los primeros frente a las inanes exhortaciones habituales de los segundos, en las que nos parece incomprensible cómo antaño pudieron confiar tanto nuestros poderes públicos. Pero ni éste es el único ni el principal factor que ha cooperado al descrédito en que se halla sumido el apartado de la ética conocido un día como ética normativa ni el panorama actual de la ética se agota en dicha crisis. El asunto merece ser abordado con algún pormenor. En principio, parece obvio que una cosa sería la cuestión fáctica de cómo acostumbra la gente a comportarse —o cómo cabe, de hecho, modificar ese comportamiento en tal o cual sentido— y otra muy diferente la de cómo pensamos que debiera hacerlo. Que los hombres acostumbren a matarse entre sí, o que quepa tratar de evitar que obren de esa manera mediante este o aquel procedimiento de control de su conducta agresiva, todo ello deja intacta la cuestión de si consideramos lícito o ilícito que solventen sus diferencias por medio de la guerra, de si se puede hablar alguna vez de guerra justa o si por el contrario la guerra es siempre injusta, etcétera. Las cuestiones de este segundo tipo no son científicas ni técnicas, pues ni la ciencia ni la técnica nos podrían ayudar a decidirlas aunque nos puedan ayudar a planteárnoslas con más exactitud. Para abordar una cuestión como la de la justa distribución de la riqueza quizás sea necesario saber algo de economía, del mismo modo que para abordar la cuestión de la licitud o ilicitud del aborto tal vez sea menester tener en cuenta a la medicina. Pero no son cuestiones decidibles en términos científicos estrictos, y —por más que las decisiones en materia de política económica o sanitaria puedan tecnificarse— a nadie se le oculta que semejantes decisiones han de apoyarse, en última instancia, en opciones morales sobre lo que creemos que está bien o está mal. Aunque no sean científicas ni técnicas, no estamos obligados a abandonar esas opciones a la irracionalidad y no sería ilegítimo, por tanto, que intentásemos dar razón de ellas, intento muy distinto —dicho sea entre paréntesis— que el de ofrecer explicación de por qué optamos de un modo u otro. De ahí que no haya más remedio que lamentar el apresuramiento con el que Moritz Schlick —llevado del deseo de hacer de la ética una ciencia o, mejor
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dicho, de reducirla a una ciencia (concretamente, la psicología)— procede a identificarlas: «Que el hombre declare “buenas” precisamente determinadas acciones y actitudes no es algo que se explique por sí mismo para el filósofo, sino que con frecuencia le sorprende, moviéndole a lanzar su “¿por qué?”. Ahora bien, en toda ciencia fáctica las explicaciones pueden considerarse explicaciones causales, algo que aquí no necesita de más pruebas: de donde se desprende, por lo tanto, que aquel “por qué” tiene el sentido de una pregunta por la “causa” de aquellos procesos psíquicos en que el hombre realiza una valoración moral, establece una exigencia moral»8. Pero es dudoso que esos porqués —los porqués, en definitiva, de las ciencias explicativas de la conducta— tengan que ver con la filosofía moral, como muy sagazmente advirtió Kant al apuntar que el orden de la causalidad y el de la racionalidad no deben confundirse por más que puedan coexistir9. Supongamos que, en un momento dado de mi vida, experimento un sentimiento de obligación moral, como el de recoger con mi coche a un hombre herido en la carretera aun si ello me expone a llegar tarde a una cita importante10. Si deseo conocer la causa de tal hecho —por qué siento que debo recoger a ese hombre herido—, un psicólogo podría responderme (según sea conductista, psicoanalista o gestaltista) que la aparición de dicho sentimiento es resultado de un proceso de aprendizaje o adiestramiento en la imitación de determinados modelos de conducta, como la ayuda a otras personas, de manera que mi disposición a recoger al herido sería la respuesta previamente condicionada al estímulo de su presencia; o que mi sentimiento de obligación es, antes bien, interpretable como un sentimiento de piedad o de justicia, que habría que entender como una compensación o protección contra las tendencias de mi infancia a la crueldad o el egoísmo; o que se trata en fin, más que de un hábito de conducta o un contrapeso de tendencias reprimidas, de un sentimiento originario e irreductible que experimento en virtud de la estructuración de mi vida 8
M. SCHLICK, Fragen der Ethik, Viena, 1930, c. I, 10 (hay reedición reciente en traducción inglesa por D. Rynin, Problems of Ethics, N. York, 1962). 9 KANT, Kritik der reinen Vernunft, Prefacio a la segunda edición y I, 2.ª parte, 2, libro II, capítulo 2, sección 9, § III. 10 El ejemplo procede de R. B. BRANDT, op. cit., p. 116, aun cuando aquí es objeto de un tratamiento independiente.
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emocional, de suerte que —tras la emoción de contemplar a la persona herida— no puedo por menos de sentirme obligado a prestarle ayuda. Pero si me pregunto por qué debo recoger a ese hombre que me siento obligado a recoger, lo que estaré ya demandando no es ninguna causa de mi sentimiento de obligación sino una razón de mi deber, razón que habría ahora de escoger de entre un surtido no menos variado de posibles respuestas: «Debes anteponer la solidaridad con tu prójimo a tus intereses personales, de modo que párate y recoge a ese herido». «Bueno, en realidad debes amarle tanto como a ti mismo, pero no necesariamente más. ¿No podrías avisar al servicio de auxilio en carretera?», «Mira, la caridad bien entendida empieza por uno mismo, así que acelera y allá se las componga cada cual». Y es de la provisión de estas razones específicamente morales de lo que, a lo largo de los siglos, se ha venido ocupando la ética normativa. Que la legitimidad de ese cometido de la ética haya acabado viéndose muy seriamente puesta en duda por los propios profesionales de la filosofía no ha de extrañar a nadie, sin embargo, y ello no sólo por la sombra de sospecha que desde la acerada crítica de Nietzsche se cerniera sobre la voluntad moralizante de los filósofos y acaso sobre toda voluntad de moralización11. Puesto que Nietzsche, de cualquier modo, no fue enteramente ajeno a semejante voluntad (y no lo fue precisamente en tanto que filósofo), la sospecha podríamos limitarla a los filósofos. Ciñéndonos a ellos por lo tanto, y aun si la moralina filosófica sólo pecase por su ingenuidad y no encubriera el propósito inconfesable de satisfacer el resentimiento o el ansia de dominación, la pregunta sería qué credenciales acreditan al filósofo como la persona más indicada para decir a la gente lo que la gente debe hacer. En la medida en que se trata de opciones morales, las razones en pro o en contra del aborto o de esta o aquella forma de distribuir la riqueza no habrían de confiarse a ningún género de expertos científicos ni técnicos, pero tampoco habría por qué sustraerlas al común de los mortales confiándoselas a filósofos supuestamente expertos en cuestiones relativas a la moralidad. Cierto es que hay todavía demasiada gente que no afronta racionalmente esas cuestiones, guiándose al respecto por la opinión recibida, la 11
NIETZSCHE, Jenseits von Gut und Böse, sección V y Zur Genealogie der Moral, passim.
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costumbre dominante o el criterio de autoridad prevaleciente. Pero, toda vez que se trata de seres siquiera sea potencialmente racionales, los filósofos harían bien en incitarles a actualizar aquellas potencialidades en vez de suplantarlas con nuevos y enfadosos recetarios morales de su propia cosecha. Con lo que, de pasada, se evitaría que la ética quedase reducida a edificante prédica moral. Como ha reconocido un filósofo moral contemporáneo —Patrik Nowell-Smith—, la ética no es una Tía Universal, ni un Cura Párroco, ni un Consultorio Cívico12. Y, en tanto que el nivel de racionalidad del género humano vaya creciendo al margen —y hasta a pesar— de una cierta filosofía moral, es muy probable que ese reconocimiento haya de ir de día en día ganando adeptos. Buen viaje, así pues, a la ética normativa. Mas, comoquiera que ello sea, la despedida —en el supuesto de que se trate de un adiós definitivo— tendría que ser algo más cálida. La filosofía del pasado tendía a mezclar desde los viejos tiempos aristotélicos la teoría ética y la práctica moral. El fin de la ética no era exactamente el conocimiento sino el perfeccionamiento humano, esto es, un cierto tipo de acción tendente a hacernos mejores; y el punto de partida para la adquisición de la virtud no era tampoco exactamente la enseñanza por vía intelectual sino la instalación en un determinado modo de vivir13. Una tal mezcolanza de inte12
P. H. NOWELL-SMITH, Ethics, Londres, 1954, p. 12. Véase la discusión de este extremo en J. L. ARANGUREN, «Programa para una ética rigurosamente filosófica», en Varios, Estudios jurídico-sociales. Homenaje al Profesor Luis Legaz y Lacambra, Universidad de Santiago de Compostela, 1960, pp. 551-555, así como sus libros Ética, Madrid, 1958 y Ética y política, Madrid, 1963 (hay reedición de ambos en J. L. A., Obras, Madrid, 1965). Reciente todavía su injusta separación de la Universidad española por razones políticas, deseo evocar desde estas páginas mi inolvidable experiencia como alumno del Prof. Aranguren, experiencia que, en rigor, tiene poco que ver con lo que normalmente se entiende en filosofía por una relación de discipulado. Aranguren, que en todo momento ha procurado contribuir —generosa y desinteresadamente— a la formación filosófica de cuantos hemos trabajado con él, no ha pretendido en cambio nunca formar discípulos estrictos. Esto, naturalmente, concede una gran libertad de movimiento a los que pese a todo nos consideramos como tales y nos evita el trance incómodo —apto sólo para mentalidades escolásticas—de convertirnos en un eco del maestro. De cuanto pueda decirse en este trabajo sobre filosofía moral, toda la responsabilidad, por consiguiente, me incumbe sólo a mí, por más que en él haga frecuente uso de ideas originales del Prof. Aranguren, a quien debo, en fin, la misma posibilidad de haber llegado a poseer alguna que otra opinión propia acerca del asunto. 13
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reses teóricos y prácticos presenta, desde luego, más de un inconveniente y es responsable en buena parte de la antes citada confusión entre el filósofo moral y el moralista o —si lo preferimos decir así— entre la «ética» y la «moral». En nuestro empleo normal y coloquial de estos dos últimos vocablos propendemos, por cierto, a usarlos de manera indistinta, como cuando decimos «No me está moralmente permitido hacer tal cosa» o «No me es posible hacer tal cosa porque mi ética no me lo permite». Este uso indiscriminado de uno y otro vocablo no carece de justificación etimológica: el término «ética» —en el sentido de «filosofía moral» (lo que los griegos llamaban ēthikē epistēmē, ta ēthiká)— deriva grosso modo de las palabras griegas ēthos («modo de ser», «carácter») y éthos («hábito», «modo de comportarse»); ambas palabras significan en última instancia —aunque quizá no sea éste su sentido profundo— lo que hoy entendemos por «costumbre»; y los latinos tradujeron indistintamente esas palabras, con dicho significado, mediante la palabra mos, de donde deriva nuestro término «moral». Puesto que sus respectivas raíces —griega y latina— vinieron a significar lo mismo, no es de extrañar que «ética» y «moral» resulten usualmente sinónimos. Sinónimos si los asimilamos, según antes veíamos, al sentido de «moralidad», como cuando decimos: «Mi ética, o mi moral, no me permiten hacer esto». Y sinónimos también si asimilamos los dos términos al sentido de «filosofía moral», como cuando se habla, por ejemplo, de la Ética o Moral aristotélica (por ejemplo, la Gran Ética o Gran Moral —Magna Moralia— discutiblemente atribuida a Aristóteles). Pese a todo ello, tal vez convenga deshacer el equívoco y distinguir de cuando en cuando entre ética y moral. Por más que los reformadores morales hayan gustado de presentar en ocasiones su mensaje con un envoltorio más o menos filosófico —entendiendo por tal su tendencia a la generalización y la apariencia teórica del mismo—, los filósofos ya dijimos que no parecen poseer en virtud de su sola condición atribuciones especiales para aconsejar a los demás sobre el mejor modo de proceder. Mas, suponiendo que no tengan afición a dar consejos, no tendrían tampoco obligación de darlos si su tarea fuese más bien la de reflexionar a un nivel teórico y general sobre el fenómeno de la moralidad que no la de abanderar, a la usanza normativista, una determinada manera de entenderla, descendiendo si llega el caso a la casuística programación de sus menores detalles de orden práctico. El filó-
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sofo interesado, por ejemplo, en la problemática ética del placer no tendría más necesidad de hacer apología del hedonismo —no digamos de pronunciarse sobre la gratificación comparativa de los placeres del lecho y de la mesa— de lo que un científico estudioso de las relaciones de parentesco entre los nambikwara la tendría de emparentar con estos últimos. Pero es el caso, sin embargo, que un autor como Aranguren —quien no vacila en admitir que «es menester reconocer que la ética normativa se encuentra en un impasse»— cuida de recabar para la filosofía moral «si no la tarea de crear moral... sí por lo menos la de revisar críticamente toda moral dada y, en especial, aquélla bajo la cual vivimos», añadiendo a continuación: «Me parece que nuestra situación es comparable a la del orto de la época moderna. También entonces hizo crisis el sistema normativo de la Edad Media: las circunstancias habían variado de tal modo que la condenación como usura del préstamo con interés, de la sexualidad, etcétera, se había tornado anacrónica e inoperante; mas, por otra parte, no se podía improvisar un nuevo o renovado sistema moral. La casuística no fue una calamidad ni ocurrió por puro azar: era la única manera de salir de la situación, resolviendo los conflictos morales no conforme a una regla general que se había tornado cuestionable, sino caso por caso. Pues bien, en cierto modo hoy nos encontramos en una situación semejante... Hoy sólo por inercia, y de modo puramente repetitivo, se escriben tratados de moral. En cambio, el problema moral de la justicia social, el del colonialismo, especialmente el larvado colonialismo económico, el problema racial, el de la juventud y el de la mujer, el problema de la culpa colectiva o corresponsabilidad (frente al fácil recurso anterior de proyectar toda la culpabilidad sobre individuos “estigmatizados”, los “delincuentes”), el de la pena de muerte, el de la guerra y la tortura y hoy, en especial, el de la guerra del Vietnam, el de la relación entre la moral y la política, el de la democracia real, el sexual (limitación artificial de la natalidad, divorcio, etc.), el de la diversión y, en general, el empleo del tiempo libre... son aquellos sobre los que se escriben libros verdaderamente vivos. Mundo difícil desde el punto de vista moral, duro de afrontar, y en el que, por tanto, la tentación de la deserción se hace más fuerte que nunca»14. Una forma de deserción —en este caso filosófica (po14
José Luis L. ARANGUREN, Lo que sabemos de moral, Madrid, 1967, pp. 57-58.
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dría haber otras más consoladoras, o por lo menos más amenas, desde el ensueño religioso al erotismo, pasando por la droga)— sería la consistente en explotar la no infundada distinción entre ética y moral con vistas a asegurar un tajante divorcio entre la teoría ética y la práctica moral. El adiós a la ética normativa vendría en tal caso acompañado de un suspiro de alivio por parte del filósofo de turno, que se vería así libre de enzarzarse en la espinosa problemática de la moral vivida. Y, sin necesidad de que echemos mano de la frivolidad o la irresponsabilidad como motivaciones capitales de la ética contemporánea, lo cierto es que esta última insiste en proclamar su carácter de disciplina rigurosamente teórica. Si dejamos a un lado al marxismo —que, por desgracia, no ha acabado todavía de aclararse consigo mismo en lo tocante a sus relaciones con la ética— y a la escolástica —a la que, aunque filosofía oficial de nuestro país, sólo por cortesía cabría considerar contemporánea—, las dos corrientes de mayor vitalidad de la filosofía moral en este siglo son, por encima o por debajo de su corte académico, las de inspiración fenomenológica y analítica15. Y ambas se hallan muy lejos del ēthismós aristotélico, cuya proverbial confusión entre theōría y prâxis — acaso no del todo infecunda— abandonaron para resueltamente alinearse del lado de la primera. 15 Véase la valoración que hace ARANGUREN de ellas en «Programa para una ética rigurosamente filosófica», cit.; en cuanto a la significación de esas corrientes para el propio pensamiento de Aranguren, y para la filosofía moral de nuestro país en general, cfr. mi artículo «En torno a la ética de Aranguren», Cuadernos para el Diálogo, 32, 1966, pp. 30-31. Dentro del panorama de la ética actual, poco cabe decir de la ética escolástica (véase, con todo, la Introducción de Aranguren a la versión castellana de J. MARITAIN, Filosofía moral, trad. de G. Gonzalo Mainar, Madrid, 1962) y, desde luego, nada de la ética de dicha orientación que haya podido producirse en nuestro idioma, excepción hecha de la Ética de Aranguren ya citada, inserta — según su expresa declaración— «en una tradición cuyos principales eslabones son Aristóteles, Santo Tomás y Zubiri», una tradición, añadamos, libremente entendida y de la que —en mi opinión— se halla hoy un tanto más distanciado que hace diez años. Por lo que se refiere, finalmente, al marxismo, me resisto a creer con Aranguren que el vigoroso aliento ético del autor de los Manuscritos económico-filosóficos o (mejor dicho, y) El Capital no encuentre en nuestros días mejor prolongación que la de obras como la Ética marxista de A. F. SHISHKIN (trad. cast. de A. Fierro y A. Sánchez Vázquez, México, 1966) o pueda verse sofocado a consecuencia de ciertas infundadas extrapolaciones filosóficas del estructuralismo (véase al respecto el próximo libro de ARANGUREN, El marxismo como moral, Madrid, en prensa).
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Pero la mejor prueba de que en filosofía moral cabe ocuparse teóricamente de la práctica la había ya dado Kant al preguntarse «¿Cómo son posibles los juicios morales?», pregunta que, a su modo, continúan replanteándose fenomenólogos y analíticos. La pregunta, según se ve, se halla centrada en cómo son posibles esos juicios, pues que esos juicios son posibles constituye un hecho: el hecho de la moralidad (de la misma manera que la pregunta paralela «¿Cómo son posibles los juicios científicos?» se limita a inquirir por sus condiciones de posibilidad, toda vez que la ciencia —al igual que la moral— constituye indiscutiblemente un hecho para Kant)16. La práctica moral consiste en formular juicios de aquella índole y obrar en consecuencia (o inconsecuentemente, puesto que la inmoralidad no es todavía amoralidad), mientras que la teoría ética consistirá más bien —como hace un momento se insinuaba— en la reflexión filosófica sobre tal práctica. Pero las vías seguidas al respecto por la fenomenología y la filosofía analítica difieren entre sí lo suficiente —ambas difieren asimismo, aun si por distintos conceptos, de la vía kantiana— como para que valga la pena detenernos en esas diferencias brevemente. Los fenomenólogos no desdeñan la ética normativa, pero hacen hincapié en su insuficiencia teórica. Cuando afirmamos que el hombre debe amar a su prójimo, estamos dando a entender que quien no lo haga así no es un hombre bueno y, por lo tanto, es malo, de la misma manera que al afirmar que un drama no debe resolverse en episodios nos referimos efectivamente a un buen drama y consideraremos malo, en consecuencia, a todo otro que no cumpla la mencionada condición. Toda norma presupone, así, una valoración, puesto que lo bueno y lo malo se identifican respectivamente con lo valioso y lo no valioso. Por lo demás, un conjunto de normas se deja con frecuencia agrupar en torno a una «norma fundamental» —como cuando, pongamos por ejemplo, el utilitarismo o ética normativa utilitarista se agrupa en torno a la recomendación de procurar la mayor utilidad posible para el mayor número posible de beneficiarios—, lo que presupone un «valor fundamental» destinado a actuar como unidad de medida con que medir cualquier valor en ese ámbito, determinando no sólo ya lo bueno y lo malo sino asimismo lo mejor (óptimo) y lo peor (pésimo). Y la investigación de ese valor fundamental —la investigación de la utilidad, sus tipos, 16
KANT, Kritik der praktischen Vernunft, I, libro 1, capítulo 1, § 7.
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condiciones, etc.— constituirá el adecuado complemento teórico que según Husserl ha de acompañar a toda disciplina normativa, complemento que en este nuestro caso vendría suministrado por una axiología17. Un planteamiento semejante ha conducido a los fenomenólogos a preguntarse cómo podemos conocer esos valores y, tras de dar por concedido que podemos hacerlo de un modo u otro18, a elaborar lo que se llama una ética material, esto es, una ética supuestamente capaz de indicarnos lo que debemos hacer y de garantizar la objetividad de los contenidos morales que constituyen la sustancia de esas indicaciones. Este último aspecto del programa fenomenológico bastará para hacernos calibrar hasta qué punto nos hemos alejado ya de Kant. A Kant le preocupó, y no poco, el problema del conocimiento objetivo, que resolvería más o menos en los términos siguientes. De un juicio relativo al mundo de nuestro conocimiento, y del conocimiento mismo que incorpora, diremos que es objetivo más bien que subjetivo cuando no solamente rige para quien lo formula sino para quienquiera que se haga cuestión de él: si afirmo haber oído repicar campanas y sólo yo pudiese oírlas, pero ninguno más de los que en ese instante me acompañan, éstos tendrían serios motivos para dudar de la objetividad de mi afirmación y creerme víctima de una alucinación. La objetividad de mis percepciones de sonido, y de los juicios que sobre ellas me sea dado establecer, dependerá de que cualquier otro sujeto —excepción hecha, claro, de los sujetos sordos— las pueda compartir conmigo (aunque no las comparta de hecho, si por ejemplo se halla a gran distancia del campanario que repica o prefiere taparse los oídos). Y esto es lo que, de modo señalado, acontece con los juicios científicos, pues el conocimiento científico es objetivo al máximo por hallarse en principio abierto a cualesquiera sujetos de conocimiento19. Con otras palabras, a 17 Cfr. A. ROTH, Edmund Husserls Ethische Untersuchungen, dargestellt anhand seiner Vorlesungsmanuskripte, La Haya, 1960, especialmente cc. I, II (§§ 23-25) y III. 18 Por lo que en concreto se refiere al caso antonomástico de SCHELER (Der Formalismus in der Ethik und die materiale Wertethik; hay trad. cast. de H. Rodríguez Sanz, Madrid, 2 vols., 1941-1942), cfr. mi trabajo «Las bases epistemológicas de la ética de Max Scheler», Aporía, en prensa. 19 Cfr. a este respecto B. K. MILMED, Kant and Current Philosophical Issues, N. York, 1961, pp. 51 y ss.
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Kant se debe la observación de que la objetividad consiste, o por lo menos descansa, en la intersubjetividad. Ahora bien, a Kant también le preocupó —y no menos que el anterior— el problema de la objetividad de nuestros juicios morales, que trataría de resolver en términos análogos a los del problema de la objetividad de los juicios científicos20. Análogos, sí, pero no idénticos. Pues no está claro que los juicios morales incorporen conocimiento, siquiera sea un conocimiento moral presuntamente diferente del científico. Comoquiera que sea, si creo que es obligado ayudar al prójimo, mas sólo cuando el prójimo sea yo y no cuando me toque a mí prestar ayuda, cualquiera tendría también serios motivos para dudar de la objetividad de mi sentimiento de obligación y de los juicios que sobre éste me fuera dado levantar. Si nos fijamos bien, empero, este criterio de objetividad podría aplicarse a un contenido moral de signo estrictamente opuesto al que acaba de servirnos de ejemplo: si creo que el hombre debe ser lobo para el hombre, me vedaré el derecho a protestar cuando el resto de mis congéneres me obsequien con las feroces dentelladas que proclamo a mi vez estar dispuesto a propinarles. Y, en general, podría aplicarse a no importa qué contenidos de los muchos y muy diversos a los que la moral humana ha dado, da y dará albergue a lo largo y a lo ancho del tiempo histórico y el espacio geográfico. Lo que nos dice Kant —a saber, que actuamos moralmente si, y sólo si, estamos dispuestos a convertir nuestras máximas en ley universal— es aplicable, pues, a todo contenido en la exacta medida en que ninguno resulta relevante a ese respecto (que es en lo que, en última instancia, radica el meollo del formalismo ético kantiano: en hacer abstracción de la materia o contenido de los juicios morales para quedarnos sólo con su forma). Aun si tal vez más aparente que verdaderamente sustancial, he ahí un punto de coincidencia con el enfoque de la ética analítica. En su inmensa mayoría, los filósofos analíticos no se interesan ni poco ni mucho por la ética normativa ni menos aún pretenden elaborar una ética material, si bien entre sus filas habría que consignar alguna que otra ruptura muy notable con esta
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Cfr. L. W. BECK, A Comentary on Kant’s Critique of Practical Reason, ChicagoLondres, 1960, pp. 112 y ss.
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tónica general21. Las motivaciones a que responde su ética formal —interpretada de ordinario como un ejercicio de análisis lógico del lenguaje moral— son, no obstante, de cuño harto distinto, por más que algunos filósofos analíticos, concretamente los de filiación positivista, hayan tratado discutiblemente de reivindicar para ellas una genealogía kantiana a través de una apropiación no menos discutible del pensamiento de Wittgenstein22. Para los positivistas, en efecto, la filosofía analítica vendría a ser un arma al servicio de la «crítica lingüística de la metafísica» con la misión de hacer ver que, a diferencia del lenguaje de las ciencias especiales o el lenguaje corriente del que cotidianamente nos servimos, el lenguaje metafísico resulta lógicamente ingobernable, ya sea porque no hay modo de fijar con precisión el significado de sus términos, ya sea porque resulta imposible decidir con exactitud si los enunciados compuestos a base de esos términos son verdaderos o falsos, ya sea por carecerse de criterios con los que controlar la corrección o incorrección de los argumentos llevados a cabo mediante dichos enunciados. Ahora bien, toda ética del pasado ha sido más o menos metafísica para un positivista; y, aunque no hay ninguna regla en virtud de la cual toda ética metafísica desemboque forzosamente en una lista de preceptos morales ni toda ética normativa presuponga necesariamente un sistema metafísico a sus espaldas, los ataques a una y otra caracterización de la filosofía moral han ido con frecuencia de consuno en la parroquia del positivismo. Y, sean o no positivistas los filósofos analíticos en cuestión, lo cierto es que la ética para ellos no se concebirá ya más como el intento de determinar sustantivamente qué es lo bueno o lo malo, por qué normas debemos regirnos o en qué argumentos hemos de apoyar esas normas. Todo lo más de que el filósofo moral pueda ocuparse será de responder cuestiones lógico-lingüísticas tales como «¿Cuál es el significado de los términos evaluativos?», «¿Es un juicio de valor (o una prescripción) susceptible de verdad o falsedad?», «¿Cabe inferir legítimamente una prescripción (o un juicio de valor) de un juicio de hecho?». 21 El caso más sobresaliente es el del último capítulo de los Principia Ethica de MOORE (hay trad. cast. de A. García Díaz, México, 1959), como muy oportunamente nos recuerda Mary WARNOCK, Ethics since 1900, Oxford, 1960, c. II. 22 En castellano puede verse sobre el particular J. L. L. ARANGUREN, Ética, cit., cc. XI y XXVIII.
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Ateniéndose a la letra, más bien que al espíritu, de los planteamientos kantianos, los filósofos analíticos positivistically-minded acostumbran, como se ve, a emparedar la clásica pregunta «¿Cómo son posibles los juicios morales?» entre las exigencias epistémicas de la pregunta precedente «¿Cómo son posibles los juicios científicos?» y una respuesta concluyentemente negativa a la nueva pregunta «¿Son posibles los juicios metafísicos?»23. Lo que se haya de entender por «metafísica» en tal contexto no es el momento todavía de precisarlo, pero sí es menester que adelantemos que la actitud positivista ante la metafísica no podría por menos de contrastar en su cicatería con la riqueza de matices desplegada en la actitud de Kant e incluso la de Wittgenstein, en buena parte epígono de Kant a este respecto24. Para decirlo en dos palabras, y de acuerdo con los positivistas, Kant —que habría negado a la razón la posibilidad de trascender los límites de la experiencia— habría asimismo denegado la racionalidad de toda problemática incursa en los dominios de la metafísica trascendente. La razón, cuyo poder se halla sobradamente acreditado dentro de los confines de la ciencia, nada podría en cambio más allá de esta última: peor, en tal caso, para dicho más allá. Es dudoso que Kant hiciera jamás suya aquella reducción de la razón a la razón científica. Pero, en la extravagante hipótesis de que no hubiera tenido inconveniente en concederla, su conclusión habría sido muy otra: si la razón no es capaz de llegar más allá del conocimiento científico, peor para la razón, pues a Kant no le preocupaba únicamente averiguar qué es lo que el hombre puede conocer, sino también qué debe hacer, qué le es dado esperar y qué es, en suma, el hombre. En cuanto a Wittgenstein, es cierto que no abundan en su obra tales proclamaciones y que las que en raras ocasiones se permite no dejan fácilmente traslucir sus intereses, mas no faltan indicios de que mantuvo siempre una despierta sensibilidad para los problemas de la ética25. 23 Sobre el tratamiento positivista de estas dos últimas cuestiones, véase la primera parte —«¿Qué es el análisis filosófico?»— de mi trabajo «El problema de Dios en la filosofía analítica», Actas de la Convivencia de Filósofos Jóvenes de Alcalá de Henares, Revista de Filosofía, 96-99, 1966, pp. 291-366. 24 Ibíd., pp. 308-327. 25 Sumamente reveladora en tal sentido es la correspondencia recogida en P. ENGELMANN, Letters from Ludwig Wittgenstein with a Memoir, B. F. McGuinness (ed.), Oxford, 1967.
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Está por ver en qué medida la filosofía analítica ha sabido ser fiel a esas preocupaciones, preocupaciones que compendia la famosa declaración kantiana de que «una crítica que limita el uso teórico de la razón, si bien en este sentido es negativa... resulta sin embargo de una utilidad positiva y muy importante tan pronto se alcanza la convicción de que hay también, irrenunciablemente, un uso práctico de la razón cual el moral»26. *** Para empezar, aceptaremos como cosa convenida que la ética —esto es, la reflexión filosófica sobre los juicios morales— es una disciplina formalmente teórica, por más que la materia sobre la que recae su examen sean juicios relativos a la praxis humana y, por lo tanto, prácticos. ¿Qué cabe hacer entonces, según los filósofos analíticos, cuando desde un punto de vista teórico estudiamos esos juicios? En la línea de cuanto hemos venido viendo, cabría, por lo pronto, compararlos con los juicios de la ciencia y los de la metafísica, preguntándonos a cuáles de ellos se asemejan más. Consideremos, a título de ejemplo, el problema de la verdad o falsedad de cada uno de nuestros tres tipos de juicios. Es evidente, desde luego, que los juicios científicos aspiran invariablemente a ser tenidos por verdaderos y que con gran frecuencia lo consiguen. Por lo demás, la clase de verdad a la que aspiran tales juicios no es siempre la misma. La verdad de los juicios correspondientes a las llamadas ciencias formales, como la matemática, es por ejemplo algo distinta de la verdad de los juicios correspondientes a las llamadas ciencias empíricas, como la física o la química. Un juicio aritmético como «2+2=4» es verdadero en virtud del significado de sus términos27: esto es, «4» significa «2+2» y, a su vez, 26
KANT, Kritik der reinen Vernunft, Prefacio a la segunda edición. La anterior caracterización de la verdad de un juicio aritmético es deliberadamente sumaria, pero —lo que es más grave— insuficiente. Pues, en efecto, si por «verdadero en virtud del significado de sus términos» se entendiese «verdadero por definición», alguien podría alegar que la tesis de que las verdades necesarias lo son por definición parece decididamente insostenible a la luz del teorema de Gödel. En cuyo caso habría que precisar que, en términos generales, decir que un enunciado matemático es «verdadero en virtud del significado de sus términos» no equivale a decir que es «verdadero por definición», sino 27
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«2» significa «1+1», de donde se desprende que «2+2=4» significa lo mismo que «1+1+1+1=1+1+1+1», juicio que —podríamos decir ahora— será tan verdadero como «A es A». Por el contrario, para saber si es verdadero un juicio como «El cobre es un metal» no basta sólo con examinar el significado de «cobre» y de «metal», pues tras de conocer el peso atómico del cobre y darme por enterado de que los metales conducen la electricidad y forman compuestos básicos con el oxígeno, todavía necesitaré acudir a la experimentación y averiguar si el cobre es o no conductor de la electricidad (por ejemplo, haciendo pasar una corriente eléctrica a través de una varilla de cobre) o si forma o no compuestos básicos con el oxígeno (por ejemplo, exponiendo la varilla de cobre a los efectos de la oxidación). Los juicios verdaderos en virtud del significado de sus términos son necesariamente verdaderos, en tanto que los juicios verdaderos en virtud de su relación con la experiencia son sólo contingentemente verdaderos. Veámoslo más claramente con un par de ejemplos extraídos de un contexto lingüístico no científico. Un juicio como «Ningún soltero es casado» es verdadero en virtud del significado de sus términos, tal y como antes ocurría con el juicio «2+2=4». Esto es, para saber que es verdadero no necesitaremos acudir a la observación estadística de la conducta de los solteros, sino que bastará saber que —por definición— «soltero» significa «no-casado»; y es por eso precisamente, porque sería contradictorio afirmar que Fulano es soltero y está casado, por lo que el juicio «Ningún soltero es casado» es necesariamente verdadero. Pero pensemos en un juicio como «El Presidente De Gaulle es casado», cuya verdad —como en el caso del juicio «El cobre es un metal»— únicamente es decidible por recurso a observaciones empíricas, bien sean directas (si, por ejemplo, tengo el gusto de conocer a Mme. De Gaulle) o indirectas (a través, por ejemplo, de las informaciones que la prensa me suministra acerca del matrimonio De Gaulle). Ahora bien, que De Gaulle esté casado, más bien que soltero, es algo puramente fortuito: si se hubiera tratado de un misógino, sería lo más probable que permaneciese soltero (y, en cualquier caso, la idea de su celibato no es en sí misma inconmás bien que es «verdadero para todos los modelos de la teoría correspondiente (esto es, para toda interpretación que convierta a los axiomas de la misma en enunciados verdaderos)». En lo que sigue, sin embargo, pasaremos por alto la mencionada precisión.
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cebible ni contradictoria). De ahí que deba decirse que el juicio «El Presidente De Gaulle es casado» es sólo contingentemente verdadero. Más adelante aludiremos a la importancia filosófica de semejante distinción entre juicios necesaria y contingentemente verdaderos. Por el momento, sólo nos interesa reparar en la distinción paralela entre juicios «verdaderos en virtud del significado de sus términos» y juicios «verdaderos en virtud de su relación con la experiencia». Las ciencias formales como la matemática se llaman asimismo deductivas por consistir en encadenamientos de juicios verdaderos en virtud del significado de sus términos, juicios relacionados entre sí por vía de deducción: algunos de esos juicios, en efecto, ofician como axiomas, y los restantes se derivan de estos últimos a título de teoremas. En las ciencias empíricas, por supuesto, también se emplea la deducción, pero ésta no parte de juicios verdaderos en virtud del significado de sus términos, sino de juicios verdaderos en virtud de su relación con la experiencia, esto es, de juicios que —hasta tanto no hayan sido empíricamente contrastados— sólo podrían considerarse como simples hipótesis. De la distinción, pues, entre dos tipos de verdad de los juicios científicos pasaríamos, así, a la distinción entre dos aspectos o modalidades del método científico: el método axiomático-deductivo, propio de las ciencias formales, en que se extraen deducciones a partir de una serie de juicios verdaderos con absoluta independencia de toda suerte de experiencias; el método hipotético-deductivo, propio de las ciencias empíricas28, en el que la teoría extraída a partir de un conjunto de hipótesis se somete al test de la experiencia, bien sea esperando que ésta la confirme, bien sea buscando —según la práctica más usual de los científicos— su refutación por la misma (una teoría científica se hallará tanto más acreditada cuantas más veces supere con éxito nuestros intentos de refutarla mediante hechos; para lo que naturalmente se requiere que la teoría en cuestión sea, al menos en principio, refutable, pues si no hubiera posibilidad de refutación tampoco podría haberla de confirmación). 28 Con semejante afirmación no se pretende dar por sentado que el método hipotéticodeductivo sea el método de las ciencias empíricas ni que, por tanto, el rótulo de «ciencias inductivas» carezca por entero de aplicación en el dominio de aquellas últimas. Mas la confrontación entre la concepción inductivista y la antinductivista de la ciencia escapa por entero del alcance del presente trabajo.
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Con los juicios científicos podrían ahora compararse los juicios metafísicos, que —al igual que aquéllos— aspiran asimismo a ser considerados verdaderos, pero es harto dudoso que merezcan alguna vez tal consideración. Veamos algunos ejemplos. Juicios metafísicos mutuamente contradictorios —esto es, tales que, si el uno fuese verdadero, el otro sería falso y viceversa— como, pongamos por caso, «El mundo exterior existe sólo cuando yo lo contemplo» y «El mundo exterior existe siempre, independientemente de mi contemplación», no nos dan el menor pie para tratar de decidir sobre sus respectivas verdad y falsedad, por lo menos de acuerdo con los criterios antedichos (y hay razones de peso para considerar como exhaustivos a estos últimos). Ninguno de esos juicios, por lo pronto, podría ser verdadero en virtud del significado de sus términos, tal y como ocurriría con juicios tales como «El mundo exterior es exterior» o «El mundo contemplado por mí es contemplado por mí». Cabría pensar entonces que uno de ellos resultase verdadero en virtud de su relación con la experiencia, en cuyo caso el otro sería falso en virtud de esa misma relación. Pero, si nos fijamos bien, las consecuencias empíricas de los dos juicios —«El mundo exterior existe sólo cuando yo lo contemplo» y «El mundo exterior existe siempre, independientemente de mi contemplación»— son exactamente las mismas. Yo no puedo saber, por experiencia de ningún género, si el mundo exterior existe, por ejemplo, cuando duermo y he perdido totalmente la consciencia; pero tampoco puedo saber por experiencia de ningún género que el mundo exterior no exista durante mi sueño. Y esto, la imposibilidad de decidir empíricamente entre uno u otro juicio, es lo que ha dado pie al positivista contemporáneo —valga como botón de muestra el caso de Alfred Ayer— para concluir que ambos juicios carecen de sentido29, como carece de sentido la oposición tradicional entre el idealismo berkeleyano y el realismo. El único modo de escapar a semejante imputación de sinsentido consistiría en que el metafísico renunciase a toda suerte de confrontación final de sus teorías, refugiándose en una metafísica puramente deductiva del tipo de la metafísica prekantiana, esto es, dispuesta a proceder more axiomatico (o, como entonces se decía, more geometrico). 29
A. J. AYER, Language, Truth and Logic, 2.ª ed., Londres, 1946, pp. 33 y ss. (hay trad. cast. de R. Mesta, Buenos Aires, 1965).
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Mas la dificultad final vendría ahora a retrotraerse a los inicios de las mismas teorías, puesto que una de dos: o los «axiomas» en cuestión serían de nuevo juicios verdaderos en virtud del significado de sus términos —en cuyo caso se verían reducidos nuevamente a vaciedades, aun si acaso vaciedades tan ilustres como el juicio «A es A» u otro principio lógico supremo—, o serían más bien juicios verdaderos en virtud de su relación con la experiencia, en cuyo caso habríamos de considerarlos como «hipótesis» y volveríamos a encontrarnos exactamente donde estábamos; una mixtura deductiva de ambas metodologías —axiomática e hipotética— que pretendiese, por ejemplo, extraer juicios empíricamente verdaderos a partir de juicios no-empíricos constituiría, por fin, una imposibilidad, pues «deducir» proviene de deducere, es decir, «sacar de», y por vía deductiva no hay manera de sacar de premisas cualesquiera otra cosa que conclusiones homogéneas por su naturaleza con las tales premisas (creer, por el contrario, que es posible obtener conclusiones relativas al mundo, como las de la vieja metafísica deductiva, a partir de premisas vacías equivaldría a creer que el prestidigitador puede en verdad sacar del interior de su sombrero un conejo que previamente no haya sido depositado allí). El lector avisado habrá caído ya en la cuenta, con amplia antelación, de que la doctrina que subyace a cuanto estamos exponiendo no es de cuño kantiano sino humeano, que es lo que por ejemplo ocurre con el dilema precedente, cuya cogencia no vamos ahora a entrar a discutir30. Como tendremos ocasión de repetir más adelante, Hume suele ser el clásico que en rigor se agazapa bajo las invocaciones kantianas de los positivistas y, en general, de los filósofos analíticos. Mas, prosiguiendo con los juicios metafísicos, tal vez no sea necesario ir tan lejos como los primeros en relación con este extremo. En efecto, pudiera suceder que —como alguien ha puesto de relieve— incluso si dos juicios metafísicos resultasen idénticos en cuanto a sus consecuencias teóricas (en este caso empíricas), no lo fuesen en cambio en cuanto a sus consecuencias prácticas. Un caso típico sería, por ejemplo, el de la mente de otras personas. La hipótesis de que existen otras personas en posesión de 30 Se trata, en efecto, del célebre Hume’s fork de la Investigación sobre el entendimiento humano (cfr. sobre el particular A. FLEW, «Hume», en D. J. O’Connor (ed.), A Critical History of Western Philosophy, c. XII).
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pensamientos y sentimientos semejantes a los míos es exactamente idéntica, en cuanto a sus consecuencias empíricas, a la hipótesis de que esas personas únicamente forman parte de mis sueños. Sin embargo, las consecuencias prácticas de una y otra hipótesis metafísica pudieran diferir considerablemente. Todos nosotros abrigamos amor u odio, simpatía o antipatía, admiración o desprecio hacia lo que creemos son personas reales. Y las consecuencias prácticas de semejante creencia —consecuencias que, por ser prácticas, podrían también ser moralmente relevantes— acaso resultasen muy distintas de las del solipsismo, esto es, de las de la creencia de que sólo yo existo de verdad y el resto de las cosas y personas son pura fantasmagoría. Pero, por el momento, no insistiremos más en este género de observaciones. Finalmente, podemos preguntarnos cuál sería el estatuto de los juicios morales por referencia a estos dos polos, el de los juicios científicos por un lado, el de los juicios metafísicos por otro. Supóngase, por ejemplo, que somos hedonistas y consecuentemente hacemos nuestro el juicio «El placer es bueno». Es evidente que este juicio no puede ser verdadero (ni, por lo tanto, falso) en virtud del significado de sus términos, como lo podrían ser los juicios «El placer es placentero» o «El placer no es placentero». Pero tampoco puede serlo en virtud de su relación con la experiencia, esto es, no se trata de un juicio empíricamente verdadero ni falso: yo no puedo experimentar si el placer es o no bueno; podré experimentar, pongamos por caso, si el placer es o no agradable (o por lo menos, si el dolor es o no desagradable) y lo podré experimentar mediante un cierto tipo de experiencia fisiológica o introspectiva (que es lo que de ordinario se entenderá por «experiencia»). Mas ninguna experiencia de este tipo me llevaría al conocimiento de si algo es o no bueno. La bondad no es objeto de experiencia, en el sentido por lo menos en que son experimentables, por vía fisiológica o introspectiva, un sabor dulce y otro amargo o la alegría y la tristeza31. Ahora bien, sería un error asimilar los juicios morales a los juicios metafísicos por el hecho de no ser asimilables a los juicios científicos. De estos úl31 Por lo demás, no cabe en principio descartar la posibilidad de un cierto tipo de experiencia superior a cualquiera de esas dos ni —como se verá más adelante— han faltado filósofos morales dispuestos a abonarse a un posible conocimiento supraempírico.
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timos dijimos que aspiraban a ser tenidos por verdaderos y con frecuencia lo consiguen (esto es, son verdaderos en virtud del significado de sus términos o necesariamente verdaderos —en el caso de las ciencias formales—, son verdaderos en virtud de su relación con la experiencia —en el caso de las ciencias empíricas— o contingentemente verdaderos). De los juicios metafísicos dijimos asimismo que aspiraban a ser considerados verdaderos, aunque sin conseguirlo (puesto que no podían ser verdaderos ni en virtud del significado de sus términos ni en virtud de su relación con la experiencia, esto es, ni necesaria ni contingentemente verdaderos). Pero los juicios morales no aspiran tan siquiera a la verdad ni la falsedad o, si lo preferimos decir así, no comportan ni pretenden comportar enunciados32, tal y como lo hacen los juicios científicos o pretenden hacerlo los juicios metafísicos. Un juicio de valor como «El placer es bueno» se deja resolver en una prescripción, como es el caso de la máxima hedonista «Obra siempre de modo que tus actos te reporten placer», esto es, «Debes procurar el placer». Y una prescripción será algo que podemos cumplir o no cumplir, obedecer o desobedecer, aceptar o rechazar, pero de la que no cabe esperar que entrañe un enunciado ni, por tanto, sea verdadera o falsa (el discurso normativo nada tiene que ver con el discurso enunciativo, esto es, con lo que llamaría Aristóteles el lógos apophantikós). Es sin duda sobradamente conocido el hincapié del positivismo contemporáneo en semejante caracterización de los juicios morales, así como el escándalo que ese hincapié suscita comúnmente en los círculos filosóficos antipositivistas. Pero, a decir verdad, la tesis positivista es todavía inofensiva —además de difícilmente controvertible— en este punto. Lo verdaderamente inquietante, y lo que desde luego habría que someter a discusión, de la interpretación positivista de los juicios morales no comienza sino a partir de aquí. Pues, en efecto, la pregunta «¿Cómo pueden ser verdaderos o falsos (o cómo no pueden serlo) los juicios morales?» se halla comprendida, pero sin agotarla, en la pregunta «¿Cómo son posibles los juicios morales?», cuestión a la que —para distinguirla de aquélla— llamaremos la de 32 Empleamos el término «enunciado» para designar el contenido de una oración enunciativa, reservando el de «juicio» para aludir a la aserción de cualquier clase de oración, enunciativa o no.
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la «justificación» de tales juicios. Además de la cuestión de la verdad o falsedad de los juicios morales, nuestra cuestión comprende las cuestiones conexas del significado de los términos que los integran —cuestión que se halla presupuesta en la anterior— y de los argumentos que con ellos nos sea dado pergeñar, es decir, la cuestión de la «argumentación moral», en la que de algún modo desembocan las restantes y a la que cabría identificar con la del puesto de la razón en la ética33. Por lo que a los positivistas se refiere, sus respuestas a esas dos cuestiones han sido harto tajantes. Pues, tras de señalar el significado emotivo de sus términos como el rasgo específico del vocabulario moral —rasgo que, en cualquier caso, dista de especificar a este último, toda vez que el vocabulario moral habría de compartirlo con el publicitario o el propagandístico—, no parecen reconocer para propósitos morales otra vía argumentativa que la argumentación retórica, tendente a persuadirnos emocionalmente —como en el caso de la propaganda o la publicidad— de que algo es bueno o que debemos procurarlo34. Si decir que el placer es una buena cosa o que debemos procurarlo equivaliese a exclamar «El placer, ¡ah, el placer!...» o «¡Gocemos!», nuestros juicios morales vendrían a reducirse a interjecciones o, a lo sumo, transmitirían a un interlocutor nuestras inclinaciones personales, como la inclinación hacia lo placentero, mas nada cabría hacer para contrarrestar racionalmente la invitación opuesta del asceta a conservar la castidad y flagelarnos. Mientras el desacuerdo moral no pase de ahí, todo se mantendría en los límites de lo tolerable, pues cada quien es dueño ciertamente de buscar la felicidad donde le plazca o renunciar a ella cuando guste. Mas lo característico de la vida moral es que no solamente implica la felicidad o infelicidad propias 33
Tomo la expresión del título de la obra de Stephen TOULMIN, An Examination of the Place of Reason in Ethics, Cambridge, 1950 (hay trad. cast. de I. F. Ariza, Madrid, 1964). 34 Al hablar de «positivismo» en este contexto estamos aludiendo, por lo pronto, a las versiones clásicas del llamado «emotivismo ético», tal y como —en forma más o menos evolucionada— pueden aquéllas encontrarse en A. J. AYER, op. cit., c. VI y «On the Analysis of Moral Judgements», en Philosophical Essays, Londres, 1954, pp. 231 y ss.; Ch. L. STEVENSON, Ethics and Language, New Haven, 1944, así como la mayor parte de los artículos recogidos en Facts and Values, New Haven-Londres, 1963, etcétera. Una defensa actualizada del emotivismo se encontrará en P. EDWARDS, The Logic of Moral Discourse, Glencoe, 1955.
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sino asimismo las ajenas, y ello dentro de una compleja trama en la que, por desgracia, acostumbra a haber víctimas y verdugos, oprimidos y poderosos, explotados y explotadores. Cuando la persuasión irracional no da los frutos apetecidos, la sinrazón suele abrir paso a la fuerza bruta que —bajo muy diversas formas de coacción— se encarga de zanjar expeditivamente los conflictos morales. Que la filosofía moral se encuentra inerme frente a esa suprema instancia de la sinrazón —lo que irónicamente se ha llamado «la razón de la fuerza»— no es un descubrimiento de ayer ni anteayer, pero que su inermidad le imponga desistir de la única fuerza que le queda —lo que, a su vez no sin ironía, cabría llamar «la fuerza de la razón»— es un descubrimiento más reciente cuyo recordatorio, si no el descubrimiento mismo, se debe a los positivistas. No es de extrañar que, en estas condiciones, la filosofía analítica en su conjunto —y no sólo el positivismo— haya podido ser acusada de arrojar por la borda a la razón. Incluso un adversario no excesivamente hostil —si se admite el juego de palabras— como Brand Blanshard, capaz de «tomar muy en serio a la filosofía del análisis y de ver en el suyo el tipo de crítica lógicamente competente de las viejas concepciones de la razón que, más que ningún otro, pudiera desacreditarlas», hace resueltamente suya la advertencia contra el peligro que al parecer aquélla corre de «acabar negando a la razón en nombre de la lógica»35. Es muy posible, sin embargo, que las admoniciones a lo Blanshard yerren a la hora de localizar ese peligro, como lo muestran, por ejemplo, los términos siguientes de su propia condena del emotivismo ético positivista: «El emotivismo... arrastra a la ética fuera del ámbito de lo racional. De los juicios morales se ha supuesto siempre que constituían auténticos “juicios”. En cuanto tales, se les hizo un lugar en los dominios del conocimiento y la razón. Eran tenidos por verdaderos o falsos; cabía con pertinencia hablar de su claridad y precisión o de su vaguedad y confusión; resultaban coherentes o no consigo mismos, así como con otras creencias éticas; se podía argumentar en favor de ellos aduciendo las pruebas pertinentes; la aceptación de una de esas creencias... permitía, si lo era, la calificación de “razonable”; y, cuando dos personas divergían acerca 35
B. BLANSHARD, Reason and Goodness, Londres-N. York, 1961, y Reason and Analysis, Londres-N. York, 1962, c. I.
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de semejante calificativo, había en última instancia una verdad por encontrar a la que se podía erigir en la suprema corte de apelación»36. Algunos de los equívocos del precedente párrafo podrían haber sido evitados mediante una distinción más cuidadosa entre «juicios» y «enunciados», distinción que por nuestra parte hemos procurado tener presente en todo instante. Y gracias a ella, en cualquier caso, nos es dado ahora reparar en que lo que se halla en juego cuando se habla de la racionalidad ética no es la cuestión de la verdad o falsedad de los juicios morales —en la que acaso los positivistas no anduvieran descaminados—, ni tan siquiera la cuestión del significado emotivo de sus términos, pues ni el positivista más recalcitrante se obstinaría en negar a dichos términos otra función que la expresión de nuestras emociones, pudiendo como pueden ocuparse también de describir la realidad. Lo que el positivista sostendría más bien es que, a diferencia de esta última, la primera función escapa a cualquier clase de consideraciones racionales. Si digo que mi coche es un buen coche, no sólo estoy expresando que me encuentro satisfecho de su funcionamiento, sino que, por ejemplo, el coche sólo sufre un promedio de cinco averías en un año, alcanza en directa los setenta kilómetros por hora y no consume más de treinta litros de combustible en ese recorrido, afirmaciones estas últimas cuya verdad o falsedad cabría sin duda constatar y esgrimir en contra, o a favor, de quien afirme que se avería con más frecuencia aún, corre todavía menos y consume cantidades de combustible superiores por unidad horaria de velocidad (no ocurriría, en cambio, así con mi primera afirmación, pues pudiera sencillamente suceder que yo sea fácil de contentar en materia de automóviles y que nadie más exigente me consiga apear de mi opinión de que mi coche después de todo es un buen coche). Y eso es más o menos —un «más o menos» probablemente discutible— lo que vendría a acontecer si afirmo que Fulano es una buena persona, dando a entender con ello, supongamos, que no fuma, ni bebe ni fornica: sobre lo que Fulano haga (o, más exactamente, no haga) me será dado discutir racionalmente con quien quiera, pero ninguna discusión racional podrá ser entablada entre aquellos que aprecien y aquellos que detesten las mencionadas cualidades de Fulano. Como el mismo Blanshard no tiene otro remedio que ma36
B. BLANSHARD, Reason and Goodness, cit., p. 216
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tizar: «La consecuencia más importante de la teoría emotiva es la imposibilidad de alegar razones relevantes en pro o en contra de un juicio moral. He aquí una objeción que a menudo ha sido repudiada y que habría que formular con meticulosidad. Ya que los juicios morales poseen comúnmente significado descriptivo no menos que emotivo, y ya que el componente descriptivo constituye un enunciado fáctico al que muy bien cabría apoyar por medio de razones, los emotivistas han protestado a veces contra el cargo de que su teoría excluye el razonamiento acerca de tales juicios. Verbalmente, la protesta está justificada; en su sustancia no lo está. Pues lo que viene a dar a entender es que es posible argüir en favor del componente fáctico de un juicio semejante, cosa que nadie ha puesto nunca en duda, mas no así acerca de su componente propiamente moral, lo que equivale a admitir sustancialmente el fundamento de la acusación»37. Sin necesidad de negar al positivismo sus aciertos allí donde los tenga, esta última acusación es sumamente grave no sólo ya para su ética sino también para su lógica, de la que no podría por menos de decirse que es el fruto de una concepción empobrecida de la razón. Pero no está tan claro que el reproche pueda hacerse extensivo a la totalidad de los cultivadores del análisis lógico del lenguaje moral. Y va siendo hora ya de recordar que, si bien los positivistas contemporáneos son en su inmensa mayoría filósofos analíticos, no todos los filósofos analíticos merecen desde luego la reputación de positivistas. Comenzando, no obstante, por lo que aquéllos guardan de común con estos últimos, hay que insistir en que —al replantearse la pregunta kantiana «¿Cómo son posibles los juicios morales?»— los filósofos analíticos están interesándose por los problemas que Kant se planteó, pero no necesariamente por las soluciones que el propio Kant les diera. Como todo el mundo sabe, Kant llamaba «analíticos» a los juicios que antes llamábamos nosotros «verdaderos en virtud del significado de sus términos» (aquéllos, diría Kant, en que el significado del predicado se halla contenido en el significado del sujeto); y llamaba «sintéticos» a los juicios que antes llamábamos nosotros «verdaderos en virtud de su relación con la experiencia» (aquéllos, diría Kant, en que la conexión entre los significados del predicado y el sujeto únicamente puede establecerse por vía empírica). Por nuestra parte, 37
Ibíd., pp. 228-229.
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nosotros hemos dicho que los juicios verdaderos en virtud del significado de sus términos (o analíticos) son necesariamente verdaderos (Kant diría de estos juicios necesarios que su verdad se halla a priori garantizada); asimismo hemos dicho que los juicios verdaderos en virtud de su relación con la experiencia (o sintéticos) son contingentemente verdaderos (Kant diría de estos juicios contingentes que su verdad únicamente puede garantizarse a posteriori). Ahora bien, Kant pretendía asimismo dar cabida en su clasificación a una tercera categoría de juicios: la de los juicios «sintéticos a priori». La síntesis a priori kantiana ha sido duramente criticada por la filosofía contemporánea de la ciencia y, de manera señalada, por la filosofía de la ciencia de tendencia analítica, sea o no positivista38. Según la opinión más extendida, la axiomática moderna deja escaso lugar para los juicios sintéticos a priori en el dominio de las ciencias formales, del mismo modo que la moderna interpretación de la metodología hipotético-deductiva deja escaso lugar para los juicios sintéticos a priori en el dominio de las ciencias empíricas. Y no ya sólo los principios supremos de la lógica, sino ni tan siquiera el mismísimo principio de causalidad, admitirían hoy fácilmente la citada consideración. En cuanto a la filosofía moral contemporánea, la síntesis a priori no ha merecido mejor suerte, aunque sí larga vida en direcciones — curiosa paradoja— expresamente antikantianas. Dentro de estas últimas, se estuvo por lo menos en situación de ver con claridad que —para admitir la posibilidad de juicios morales sintéticos a priori, esto es, juicios de valor absolutos o prescripciones absolutas, semejantes por su carácter incondicionado al imperativo categórico kantiano— tendríamos que admitir un tipo extra de conocimiento, al margen del científico, que sancionara aquellos juicios (ya que los juicios de la ciencia únicamente podrían ser o bien analíticos y, por ende, a priori; o bien sintéticos y, por ende, a posteriori). Esto es, para admitir que el juicio «El placer es el sumo bien» es un juicio sinté38 La mejor, y más mesurada, exposición analítica de nuestra problemática es sin duda la de Arthur PAP, Analytische Erkenntnistheorie, Viena, 1955, c. VI (hay trad. cast. de F. Gracia Guillén, Madrid, 1964). Cfr. del mismo autor su Introducción al tema del «Conocimiento a priori», en P. EDWARDS-A. PAP (eds.), A Modern Introduction to Philosophy, 2.ª ed., N. York-Londres, 1965, pp. 592-600 y An Introduction to the Philosophy of Science, 2.ª ed., Glencoe, 1962. En líneas generales, los tratadistas analíticos de la cuestión suelen mostrarse harto más impacientes y, por ende, menos propicios a hacer justicia a Kant que Pap.
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tico a priori tendríamos que admitir la posibilidad de una intuición supraempírica del sumo bien, intuición que —en tanto que no empírica— resultaría difícilmente intersubjetivizable. Si su intersubjetividad hubiese estado garantizada de antemano, la discusión entre Sócrates y Protarco habría sido sin duda menos ardua y Platón podría haberse ahorrado su Filebo. A esa dificultad se debe que el intuicionismo ético, que en un momento dado tuvo sus representantes en las principales corrientes de la filosofía moral contemporánea (pensemos, por ejemplo, en el caso de Moore dentro de la ética de inspiración analítica; o en el caso de Scheler dentro de la ética de inspiración fenomenológica)39, se halle en la actualidad arrumbado en el desván de los trastos inútiles: mientras que las soberbias facultades intuitivas de Scheler le impedían contentarse con menos que la intuición del valor de la santidad, las más modestas de Moore se declaraban satisfechas con el placer de una grata conversación; y de nada valdría que cada intuicionista tratase de prevenir a su colega contra el riesgo de «ilusiones de evidencia» o le acusase de «ceguera para los valores»; de intuitionibus, al fin y al cabo, non est disputandum. Pero si todo ello no bastase y deseásemos llevar hasta sus últimas consecuencias la crítica analítica de la síntesis a priori, cabría aún preguntarse si la idea misma de «juicio sintético a priori» no encerrará un contrasentido. Pues si identificamos, como antes hicimos, los juicios «analíticos-a priori» con los juicios «necesarios» y los juicios «sintéticos-a posteriori» con los juicios «contingentes», tal vez hablar de «juicios sintéticos a priori» equivaliese en suma al absurdo de hablar de «juicios contingentes necesarios». Ahora bien, aunque la respuesta de Kant a la pregunta «¿Cómo son posibles los juicios morales?» pueda parecer desfasada a los filósofos analíti39 El posible paralelismo entre uno y otro intuicionismo —analítico y fenomenológico— no ha sido, que yo sepa, objeto de la atención que probablemente merece, como asimismo sería digno de atención el parentesco que con la fenomenología y corrientes derivadas de esta última parece guardar la reciente reorientación de la ética analítica hacia la indagación de la estructura de la conciencia moral (dicha reorientación es perceptible tanto en la dirección de la ambiguamente llamada moral psychology —discutible empeño analítico por resucitar a este nivel una «psicología filosófica de la acción»; cfr. M. WARNOCK, op. cit., pp. 141 y ss.— cuanto en la de autores más difíciles de clasificar como Stuart HAMPSHIRE, Thought and Action, Londres, 1959).
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cos, la pregunta retiene para ellos —como venimos repitiendo— toda su significación. Reinterpretándola a su modo como una pregunta concerniente a la justificación de esos juicios, el problema vendría a ser ahora «¿Cómo se justifica un juicio moral?». Y, para ser de nuevo justos con los positivistas, ningún positivista ignoraría que —en materia de juicios morales— no es imposible argumentar mediante los procedimientos (el caso, por ejemplo, de la deducción) de los que nos servimos en el dominio de la ciencia. Aristóteles hablaba ya de syllogismoi tōn praktōn o «silogismos prácticos», que se distinguían de los silogismos científicos o teóricos porque en ellos se siguen conclusiones normativas a partir de premisas asimismo normativas40. O, dicho en términos más modernos, la lógica deóntica no será menos lógica —ni menos deductiva— que la lógica enunciativa o apofántica. Así pues, de un juicio de valor o de una prescripción siempre podremos dar razón (a esto se llama «argumentar») por medio de otro juicio de valor o de otra prescripción. Si considero, por ejemplo, que perdonar las ofensas recibidas es un acto de magnanimidad y admito que se debe ser magnánimo, tendré que concluir que deben perdonarse las ofensas recibidas. Cuando, con ocasión de mi renuncia eventual al placer de los dioses, alguien me preguntase, «¿Por qué no te has vengado?», podría entonces responderle: «Porque se deben perdonar las ofensas recibidas»; y si me preguntase nuevamente: «¿Y por qué deben perdonarse las ofensas recibidas?», podría de nuevo responder: «Porque se debe ser magnánimo». (Por supuesto, el que la magnanimidad sea una razón para perdonar las ofensas recibidas no excluye que, en otros contextos morales, haya asimismo otras razones para hacerlo: para un cristiano, la sobria magnanimidad —la megalopsiquía griega— sería una virtud puramente pagana, a la que habría de reemplazar la empalagosa obligación de amar a sus enemigos impuesta por la caridad.) Ahora bien, sería completamente irracional —esto es, contrario a nuestro propósito de «dar razón» de nuestros juicios morales— remontarnos al infinito en una sucesión de prescripciones o de normas, cada una de las cuales estaría a su vez necesitada de justificación (pues, en efecto, siempre podríamos preguntarnos, para seguir con nuestro 40
Sobre el tratamiento de los mismos en la Ética nicomaquea aristotélica, cfr. D. P. GAUTHIER, Practical Reasoning, pp. 24-29, 44 y ss.
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ejemplo: «¿Y por qué se debe ser magnánimo (o caritativo)?»). Supongamos que alguien me recomienda: «Debes hacer esto». Y que pregunto: «¿Por qué debo hacer esto?». Y que se me responde: «Porque debes hacer eso otro». Y que pregunto: «¿Por qué debo hacer eso otro?» Y que se me responde: «Porque debes hacer aquello otro». Y así ad infinitum. ¿No sería ello irracional? Repárese en que, cuando preguntamos: «¿Por qué?», lo que hacemos es —como se ha dicho— pedir razones de por qué deberíamos hacer algo. A esa pregunta no se la ha contestado mientras nuestro «Por qué» no haya cesado de replantearse. Y, si hubiera de replantearse incesantemente, es que no habría razones para nuestro deber. En definitiva, remontarnos al infinito en una sucesión de premisas normativas sería tan irracional como pararnos caprichosamente en una cualquiera de ellas41. Supongamos, por ejemplo, que alguien me dice: «Debes hacer esto». Y que pregunto: «¿Por qué?». Y que se me responde: «Ah, no sé; no hay ninguna razón en especial». Se trataría, desde luego, de un diálogo absurdo. Y también sería absurdo este otro diálogo: «Debes hacer esto», «¿Por qué?», «Porque lo digo yo y basta». Esta última respuesta sería en todo caso inadmisible en un contexto moral, aun si en otros contextos —como el castrense, por ejemplo— pudiera parecer normal. Pero si lo que la ética pretende es dar razón de la conducta humana, no podremos tomar como modelo la vida militar en que a un «Por qué» se responde con una orden. Una orden puede movernos a obrar aunque carezca de toda justificación; y en esto se diferencia ciertamente de una prescripción moral, que —para ser lo que es— ha de estar justificada. Pero si no podemos remontarnos al infinito en una cadena de juicios de valor o prescripciones, cada uno de los cuales fundamente al anterior pero se halle, a su vez, necesitado de fundamentación; y si tampoco podemos, tal y como quedó antes descartado, hacer culminar esa cadena en un juicio de valor o prescripción que no requiera ser ulteriormente fundamentado, a la 41
Por lo demás, está bien claro que en alguna premisa hay que parar y que —en tanto el encadenamiento entre premisas y conclusiones sea un encadenamiento deductivo— la premisa en cuestión no podrá ser sino normativa. El reconocimiento de este hecho, ciertamente obvio, se halla a la base de la posición recientemente conocida como «prescriptivismo», de la que es exponente Richard HARE. Véanse sus libros The Language of Morals, Oxford, 1952, y Freedom and Reason, Oxford, 1965.
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manera de un imperativo categórico, ¿qué podremos hacer para justificar nuestros juicios morales? Alguien podría pensar que cabe aún una tercera solución: a saber, tratar de justificar esos juicios morales mediante un juicio fáctico, esto es, abonarlo con razones de hecho más bien que valorativas o normativas. Por ejemplo, más arriba se dijo que, mientras no hay manera de cobrar experiencia —fisiológica ni introspectiva— de si el placer es bueno o no, sí la había en cambio de experimentar si el placer es o no agradable. A la pregunta, entonces, de «¿Por qué es bueno el placer (por qué debemos procurarlo)?», ¿no se podría acaso responder que debemos procurarlo porque el placer es agradable? Si lo que se pregunta en este caso es si es legítimo llevar a cabo una inferencia deductiva como ésta: «El placer es agradable, luego es bueno o debe ser procurado», la respuesta es que no. Esa inferencia no es legítima. Deductivamente hablando, el paso de un es fáctico a un es valorativo o un debe prescriptivo es un paso insalvable: inferir un juicio de valor o una prescripción a partir de un juicio de hecho es, lisa y llanamente, una falacia, la clásica falacia consistente en incluir en la conclusión más de lo que se hallaba contenido en las premisas (en nuestro caso, un «es» valorativo o, lo que es lo mismo, un «debe», donde sólo había antes un «es» fáctico). Si le quisiéramos echar prosopopeya filosófica al asunto, diríamos que el reino del «deber ser» es absolutamente autónomo frente al reino del «ser». Y, prosopopéyica o no, ésa es la formulación del problema que hicieron suya tanto Kant como Wittgenstein, por lo menos el primer Wittgenstein de sus escasos pero reveladores pronunciamientos sobre la ética, esto es, el Wittgenstein del Tractatus Logico-Philosophicus y, para el caso, de la posterior Lecture on Ethics42. Dejando a Wittgenstein a un lado, nosotros ya sabemos, sin embargo, que el clásico predilecto de los filósofos analíticos acostumbra a ser Hume más bien que Kant. Y a Hume se debe una muy celebrada denuncia de aquel tránsito falaz de un juicio con verbo «es» a 42 L. WITTGENSTEIN, Tractatus Logico-Philosophicus, Schriften, Francfort del Main, 1960 (hay trad. cast. de E. Tierno Galván, sobre la edición bilingüe alemana e inglesa de 1922, Madrid, 1957) y «A Lecture on Ethics (1930)», Philosophical Review, 74, 1965, pp. 3-12 (sobre este trabajo póstumo de Wittgenstein, véase el lúcido comentario de José HIERRO S. PESCADOR, «La ética en Wittgenstein», Aporía, 7-8, 1966, pp. 251-263).
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otro con verbo «debe», denuncia que, a su vez, no carece de precedentes en la más clásica literatura filosófico-moral de lengua inglesa43. Expresándonos ahora, para dar gusto a los filósofos analíticos, en román paladino, lo que se trata de hacer ver con tal denuncia es que no hay modo de derivar, por deducción, juicios morales a partir de juicios de hecho. La falacia en cuestión es, por lo tanto, una falacia lógica, concretamente una falacia deductiva, a la que los filósofos analíticos han otorgado la equívoca denominación de «falacia naturalista»44. Tal denominación es, en efecto, equívoca, ya que si por naturalismo filosófico se entiende —según es lo usual— lo contrario de una actitud metafísica en filosofía, entonces toda ética analítica sería naturalista, cuando lo cierto es que hasta los positivistas han puesto buen cuidado en esquivar nuestra falacia; y tan falaz sería, por lo demás, la interpretación de nuestros juicios morales en términos naturales (como cuando decimos, por ejemplo, que algo es bueno o debe hacerse porque ese algo es deseado o aprobado por mí) cuanto en términos supranaturales (como cuando decimos, por ejemplo, que algo es bueno o debe hacerse porque ese algo es deseado o aprobado por Dios), toda vez que las inferencias «Apruebo o deseo esto, luego esto es bueno o debe hacerse» y «Dios 43
HUME, A Treatise of Human Nature, libro III, parte I, sección I. Para una historia del problema, cfr. el interesante librito de A. N. PRIOR, Logic and the Basis of Ethics, Oxford, 1949, pp. 95 y ss. 44 Tal denominación se debe a MOORE, quien dio en bautizar de esa manera a la falacia en sus Principia Ethica de 1903. Para una penetrante discusión de los planteamientos de Moore, cfr. el ya clásico trabajo de W. K. FRANKENA, «The Naturalistic Fallacy», Mind, 48, 1939, pp. 464-477. Sin aceptar buen número de sus originarias implicaciones filosóficas, la refutación mooreana de la falacia naturalista ha sido asumida por los emotivistas (cfr. en conexión con este punto Ch. L. STEVENSON, «Moore’s Arguments against Certain Forms of Ethical Naturalism», en P. A. SCHILPP (ed.), The Philosophy of G. E. Moore, Evanston, 1942, pp. 71-80, así como la réplica de MOORE, ibíd., pp. 535-554) y goza de amplio predicamento en el contexto de la ética analítica (entre las más recientes variantes de la argumentación, cfr. las de R. M. HARE, The Language of Morals, cit., pp. 82-93, 154 y ss., 171-175, y Freedom and Reason, cit., pp. 187-202, o P. H. NOWELL-SMITH, Ethics, cit., pp. 32-33, 180182), si bien últimamente se acentúan las voces discordantes dentro de ese concierto casi general (cfr., como botón de muestra, los trabajos de Ph. FOOT, «Moral Arguments», Mind, 59, 1958, pp. 83-104, y «Moral Beliefs», Proceeding of the Aristotelian Society, vol. 59, 19581959, pp. 83-104).
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aprueba o desea esto, luego esto es bueno o debe hacerse» serían deductivamente ilegítimas por igual. La falacia naturalista vendría a ser simplemente un caso más —de especial interés para nosotros por cuanto atañe a la teoría de la argumentación moral— de la «falacia prestidigitadora» a que antes aludimos cuando hablamos del ilusionista capaz de poner su sombrero vacío al servicio de la cunicultura o, para nuestros efectos, de utilizar la lógica deductiva como varita mágica en orden a transformar en campanudas normas y solemnes valoraciones simples supuestos fácticos, sean empíricos o especulativos. Cuando inferencias como las que nos acaban de servir de ejemplo —inferencias que acaso complugiesen a un monarca autocrático o a un director espiritual poco versado en lógica— puedan parecernos plausibles, su plausibilidad se debe sólo a la actuación elícita de una premisa valorativa o prescriptiva, esto es, de un nuevo juicio moral. A saber, el desarrollo completo de dichas inferencias arrojaría por resultado: «Apruebo o deseo esto; lo aprobado o deseado por mí es bueno o debe hacerse; luego esto es bueno o debe hacerse», «Dios aprueba o desea esto; lo aprobado o deseado por Dios es bueno o debe hacerse; luego esto es bueno o debe hacerse». Tales inferencias ya no serían falaces, mas sólo porque en ellas se deduce un «debe» (o un «es» valorativo) de otro «debe» (u otro «es» valorativo), no un «debe» (o un «es» valorativo) de un «es» fáctico. Y la pregunta sería entonces: «¿Cómo justificar ahora esa nueva premisa valorativa o prescriptiva, esto es, cómo dar razón de semejante juicio moral?». Parece, por lo tanto, que no hemos avanzado un paso en la resolución de nuestro problema: «¿Cómo se justifican los juicios morales?». Pero, si nos fijamos bien, algo sí que hemos avanzado. Pues, por lo pronto, sabemos ahora que se trata de un problema lógico, siquiera sea en una amplia acepción del vocablo «lógica» que nos permita hacernos cargo de la problemática relativa a la argumentación moral45. Pero, por lo demás, también 45
El empleo, en los párrafos siguientes, del vocablo «lógica» para designar otra cosa que la lógica deductiva podría acaso provocar una cierta aprensión —cuando no una abierta y declarada irritación— en el especialista en lógica, acostumbrado a reservar el rótulo de lógica para la construcción teórica de sistemas deductivos y su tratamiento metateórico. El respeto que nos merece la lógica deductiva —la lógica, diríamos, kat’exojén— hace obligada una aclaración terminológica que podría parecer innecesaria si se piensa que los nombres
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sabemos que la argumentación deductiva con que la ciencia opera normalmente no nos puede ayudar a resolver aquel problema: mediante deducciones sólo podremos apoyar juicios morales en nuevos juicios morales y éstos, a su vez, en otros juicios morales, y así hasta el infinito; nunca habrá un juicio de hecho del que podamos deducir esa cadena de juicios morales ni tan siquiera un eslabón de la cadena. (Y aunque —siquiera sea a efectos heurísticos, cuando no metodológicos— el razonamiento científico no desconozca otros diversos tipos de inferencia, como las inferencias probabilísticas que la lógica inductiva suministra al cultivador de las ciencias empíricas en cuanto diferentes de las ciencias formales o formalizadas46, son, en definitiva, convenciones dependientes del arbitrio de sus usuarios. Por lo pronto, el vocablo «lógica» se usa corrientemente para aludir al estudio de las condiciones de legalidad a que se hallan sujetos los diversos tipos posibles de razonamiento (y así se habla, por ejemplo, de «lógica inductiva» junto a la deductiva) e incluso las diversas esferas del saber humano en que aquéllos encuentran aplicación (de ahí, por ejemplo, el recurso a la expresión «lógica de la ciencia» como sinónima de «metodología científica»). Cualquiera de esos usos —y, por ende, el de expresiones de nuevo cuño, como podría ser por ejemplo la de «lógica de la moral» en paralelo a la de «lógica de la ciencia»— resulta inofensivo si sus reglas se estipulan previamente, de modo que no auspicien la confusión. Pero, por lo demás, nuestro empleo genérico del vocablo «lógica» para referirnos al estudio de las diversas especies de argumentación (deductiva o no, como vendría a ser el caso de la «argumentación ética») obedece a la única razón de no encontrar otro término ad hoc que desempeñe satisfactoriamente el mismo cometido. La expresión «teoría de la argumentación» podría quizá servir a esos efectos, si no fuera por su común asociación a la idea de una «nueva retórica» (cfr. Ch. PERELMAN y L. OLBRECH TYTECA, La nouvelle rhétorique. Traité de L’argumentation, París, 1958, así como el volumen colectivo La théorie de l’argumentation, Lovaina-París, 1963), que la hace poco apta para nuestro propósito de distinguir la argumentación ética de la argumentación retórica, vieja o nueva. 46 Sin duda bajo la influencia de la lógica popperiana de la investigación científica, no son muchos, con todo, los lógicos ni metodólogos dispuestos a concederles la debida importancia. Pese al ingente esfuerzo de Carnap por asegurar a la teoría de la probabilidad sus fundamentos lógicos o al abierto reconocimiento por parte de Hempel de la irreductibilidad del patrón probabilístico de explicación científica, ¿cuántas introducciones a la lógica o tratados de metodología incluyen entre sus páginas un capítulo dedicado a la lógica inductiva? Véase una excepción a esta tónica general en W. C. SALMON, Logic, Englewood Cliffs, 1963, quien de pasada apunta cómo la condición falaz de la falacia naturalista —esto es, del tránsito de un «es» a un «debe»— se origina en las mismas insuficiencias de la inferencia deductiva que impondría la exigencia de argumentos inductivos (op. cit., p. 17).
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nadie ha tratado que yo sepa de servirse de ellos adaptándolos a las exigencias del razonamiento moral). ¿Habrá que dar entonces la razón al positivista y concluir que sólo la argumentación retórica podría servir para apoyar nuestros juicios morales? Una respuesta afirmativa —esto es, la aceptación del positivismo ético contemporáneo— equivaldría a aceptar que no hay otra forma no-retórica de argumentación o de razonamiento que el razonamiento deductivo de la ciencia. Pero, ¿es esto enteramente cierto? Cuando pedimos a alguien que dé razón de sus actos pasados, presentes o futuros, no le estamos pidiendo simplemente razones para actuar de tal o cual manera, sino razones que él mismo sea capaz de «hacer valer», esto es, razones válidas para obrar así. Ahora bien, inquirir por «razones válidas», en el dominio de los juicios morales o cualquier otro, parece asunto de la incumbencia de la lógica, a la que desde siempre se ha considerado la encargada de regular las condiciones de validez o invalidez de todo posible razonamiento. Y esta última afirmación es una afirmación bastante seria, puesto que si —como hemos dicho— la argumentación moral no se identifica con la argumentación deductiva (sin que por ello hayamos de identificarla con la argumentación retórica, esto es, con un tipo extralógico de argumentación), lo que se acaba de afirmar equivaldría a ensanchar el ámbito de la lógica más allá de la estricta deducción. El positivista no entreveía semejante posibilidad, puesto que para él no parecía haber otra modalidad interesante de razonamiento que el razonamiento científico. Y puesto que la argumentación moral no encajaba en los moldes de este último, sólo cabía alojarla en el cajón de la retórica, donde el discurso moral tendría que convivir con el de la publicidad comercial o la propaganda política, además de con los sermones eclesiásticos. Pero esta reducción positivista del ámbito del razonamiento es absolutamente abusiva, no sólo ya —como sabemos— en sí misma, sino incluso desde un punto de vista lógico. Haber contribuido a ponerlo de manifiesto es una de las cosas que debemos al último pensamiento de Wittgenstein, no el Wittgenstein prepositivista del Tractatus sino el postpositivista de las Philosophische Untersuchungen47. Pa47 WITTGENSTEIN, Philosophische Untersuchungen, Schriften, Francfort del Main, 1960. Véase para lo que sigue I, 18. Aun cuando a diferencia de lo que ocurre en el Tractatus —donde, como ha mostrado ENGELMANN (op. cit., pp. 94 y ss.), hay por lo menos tanta ética co-
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ra Wittgenstein, las diversas familias de inferencias científicas constituyen tan sólo barriadas de esa compleja red urbana que llamamos «lógica» (en rigor, Wittgenstein habla más bien de «lenguaje»; pero «lenguaje» y «lógica» venían, en definitiva, a coincidir en el vocablo griego lógos, cuyo significado, para nuestros efectos, sería «razonamiento» o «argumentación»). Wittgenstein compara a la lógica con una ciudad constituida por un conjunto de calles, avenidas y plazas; tantas, y de tan vario trazado, cuantas el hombre haya podido necesitar a lo largo de su historia para llevar a cabo esa compleja actividad que conocemos por «razonar». Si contemplamos la ciudad a vista de pájaro, lo que más llama la atención es un conjunto de colonias con un trazado urbano regular y edificaciones uniformes: constituirían lo que podríamos llamar el Barrio de la Deducción, el barrio de las ciencias, sean formales o empíricas. Se trata, desde luego, del barrio selecto y elegante de la Ciudad del Logos, el mejor dotado de vías de comunicación, alumbrado eléctrico y servicios públicos en general. Y tal vez sea también el barrio que más rinde a la comunidad: el barrio, diríamos, donde se realizan los grandes negocios del razonamiento y donde se halla enclavado el comercio lógico más floreciente. Pero, por mucho que ese barrio requiera de atención especial por parte del Ayuntamiento, no hay, en verdad, la menor disculpa para tener convertido el resto de la ciudad en una cochambre. Y eso es, en cierto modo, lo que ha venido a suceder con ciertos tipos de argumentación, como la argumentación moral, a la que correspondería una calleja oscura y mal pavimentada, aunque, eso sí, bastante céntrica y transitada a pesar de su mal estado (de ahí el riesgo de accidentes que continuamente amenaza a la teorización acerca de la praxis humana). Para emplear otra metáfora de cuño asimismo wittgensteiniano, la lógica —como el lenguaje— sería comparable a una caja de herramientas, cada una de las cuales podría muy bien servir a un propósito peculiar para el que, desde luego, no sería menos necesaria que lo son las restantes para sus fines respectivos. Y, si pareciese excesivo acordar con algunos wittgensteimo lógica— las alusiones a la ética no abundan en las Investigaciones, 1953 —fecha de la primera edición, alemana e inglesa, de esta obra póstuma— marca indudablemente un hito en el desarrollo de la ética analítica, por más que todavía sea prematuro juzgar de la perdurabilidad de su influencia.
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nianos que «cada lenguaje tiene su propia lógica», bastaría con modificar nuestra metáfora —como otro seguidor de Wittgenstein ha hecho— comparando a la lógica con un cuchillo de boy scout, que, lejos de ser un instrumento de finalidad única, constituye un utensilio con dos clases de hojas, destornillador, sacacorchos, abrelatas, lima, lezna e incluso un chisme para sacar piedras de los cascos de los caballos. Para hacer justicia a la «lógica del lenguaje moral», ni tan siquiera habríamos de ir tan lejos como algunos filósofos analíticos cuando hablan de una presunta «lógica informal»48, presuntamente contrapuesta a la «lógica formal» o deductiva. Pues el hecho de que la lógica no sea una ciencia formal más, sino la disciplina destinada a estudiar la forma (la forma lógica, no por ejemplo la estilística) de todo tipo de razonamiento (razonamiento lógico de nuevo, no por ejemplo persuasivo o retórico), no sólo contribuye a convertir la desafortunada expresión «lógica informal» en una auténtica contradicción en los términos, sino que abre también la puerta a la consideración de muchas otras formalidades o «reglas lógicas» que las formalidades y reglas estrictamente deductivas: lo que se ha llamado con acierto «la versatilidad de la razón»49, permitiría extender, así, el imperio de la lógica —la lógica formal, 48 Por no citar sino dos casos sobresalientes, véanse P. F. STRAWSON, Introduction to Logical Theory, Londres-N. York, 1952, y G. RYLE, «Formal and Informal Logic», en Dilemmas, Cambridge, 1954, pp. 111-129. El peligro latente en la investigación —por lo demás, de innegable interés filosófico— de la «lógica del lenguaje ordinario» que un Strawson cultiva, por ejemplo, ha sido enérgicamente denunciado con palabras (¡de un tomista!) que todavía resultan aplicables a buena parte de la enseñanza de la lógica prodigada en nuestro país, razón por la que no me resisto a transcribirlas: «Muchos lectores quedarán vagamente persuadidos de que Strawson ha demostrado que el sistema tradicional de la lógica, con todos sus defectos, es filosóficamente menos engañoso que el enfoque moderno de la misma. Esas Facultades de la Sinrazón donde la lógica pseudo-aristotélica acostumbra a ser presentada como la única auténtica y esos profesores a quienes gustaría enseñar filosofía de la lógica sin tener que aprender una palabra de lógica formal podrían, así, encontrar un buen pretexto para perseverar en su supina ignorancia» (P. T. GEACH, «Mr. Strawson on Symbolic and Traditional Logic», Mind, 285, 1963, p. 128). Sobre las relaciones entre la «lógica del lenguaje ordinario» y la etapa clásica de la lógica, cfr. mi trabajo «La lógica, su historia y sus fronteras», Revista de Filosofía, 84-85, 1963, pp. 153-167. 49 St. E. TOULMIN, op. cit., c. VI, 6.7. En la línea de las reservas apuntadas en la nota precedente, hay que añadir que semejante versatilidad acaso no sea tanta como para dar pie a la «remodelación» de la teoría de la inferencia lógica sobre el modelo «informal» de la ju-
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puesto que no parece que haya otra— desde la matemática al derecho, sin olvidarnos, claro, de la lógica del discurso moral. Aun cuando el propio Wittgenstein no se haya ocupado expresamente de esta última, a partir de su obra se ha emprendido la prometedora tarea de adecentar la iluminación y asegurar el pavimento del olvidado callejón de la argumentación moral, si bien en lo que sigue nos tendremos que limitar a reseñar el acontecimiento. Si quisiéramos una ilustración sencilla y breve de la envergadura de la obra por acometer, pensemos por ejemplo en la bien conocida distinción entre justificación teórica y justificación pragmática de nuestros juicios, incluidos nuestros juicios morales50. Si digo «El triángulo abc es trilátero» y se me pregunta por qué, podría responder «Porque todos los triángulos son triláteros». He aquí un caso de «justificación teórica» de un cierto tipo de juicio. Justificar un juicio teóricamente no es sino deducirlo de una serie de premisas: en nuestro caso, «Todos los triángulos son triláteros; abc es un triángulo; luego abc es trilátero». Nuestro «porque» de antes equivale aquí a un «luego». El caso, sin embargo, sería muy distinto si pidiéramos una «justificación pragmática» del juicio, «La democracia es la forma más justa de gobierno». Si se me preguntase «¿Por qué lo cree usted así?», yo podría acaso responder «Porque la democracia permite el control de los poderes públicos». En cuyo caso habría alegado una razón —que será o no válida, ésa es otra cuestión; pero que, de cualquier modo, parece una razón de hecho— para justificar mi juicio de valor sobre la democracia. Tendríamos, así pues, «La democracia es una forma justa de gobierno, porque permite controlar el poder público». Pero este «porque» nunca equivaldría a un «luego», puesto que la inferencia «La democracia permite controlar el poder público, luego la democracia es justa (o nuestra forma de gobierno debe ser democrática)» sería una inferisprudencia más bien que sobre el modelo «formal» de la matemática. Esta última parece ser, en cualquier caso, la sugerencia del propio TOULMIN en The Uses of Argument, Cambridge, 1958, passim. 50 La terminología, aunque no exactamente su sentido, procede en este caso de Mario BUNGE (Ética y ciencia, cit., pp. 62 y ss.), quien a su vez se inspira en el célebre trabajo de H. FEIGL, «Validation and Vindication: An Analisys of the Nature and the Limits of Ethical Arguments», en W. SELLARS y J. HOSPERS (eds.), Readings in Ethical Theory, N. York, 1952, pp. 667-680.
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rencia deductivamente ilegítima en la medida en la que incurre en la falacia de derivar un juicio de valor o prescripción a partir de un juicio de hecho. Como vemos, por tanto, hay juicios de hecho que —si bien no podrían constituirse en la premisa de un razonamiento deductivo cuya conclusión sea un juicio moral— podrían, no obstante, servir de base (esto es, de razón) para la justificación pragmática de este último. Por lo demás, y como dimos ya a entender hace un momento, la argumentación moral se halla muy lejos de constituir la única muestra imaginable de ejercicio de semejante justificación pragmática, pues cabría sin duda preguntarse si los propios «principios de la ciencia» —desde el de no-contradicción al de uniformidad de la naturaleza— podrían ser justificados de otro modo que pragmáticamente51. Pero ciñéndonos al caso de la argumentación moral, la cuestión ahora estribaría en determinar cuándo una razón es una razón válida. O por decirlo con los términos de Stephen Toulmin, a quien hemos venido siguiendo muy de cerca al referirnos a la lógica del discurso moral, cuándo una razón es una «buena razón» (good reason)52. Aparte de su con51 Cfr. J. HOSPERS, An Introduction to Philosophical Analysis, Englewood Cliffs, 1953, cc. II (6) y III (2). 52 Aparte del libro de TOULMIN, An Examination of the Place of Reason in Ethics, cit., puede verse la subsiguiente discusión de semejante concepción de la «lógica del razonamiento moral» en (entre otros) los siguientes trabajos de K. BAIER, «Good Reasons», Philosophical Studies, 4, 1953, pp. 1-15, y «Proving a Moral Judgement», ibíd., pp. 33-44; D. B. TERRELL, «A Remark on Good Reasons», ibíd., pp. 58-53; K. NIELSEN, «The “Good Reasons” Approach», Philosophical Quarterly, 9, 1959, pp. 116-130; G. NAKHNIKIAN, «An Examination of Toulmin’s Analytic Ethics», ibíd., pp. 59-79. Cfr. asimismo P. W. TAYLOR, Normative Discourse, Englewood Cliffs, 1961. Esta dirección en la investigación de la «lógica del razonamiento moral» no debe confundirse con los modernos trabajos —no menos interesantes, pero completamente diferentes en cuanto a los objetivos perseguidos— de «formalización del discurso moral» en la línea de la lógica de los imperativos, lógica deóntica, etc., de la que son exponentes obras como las de A. R. ANDERSON, The Formal Analysis of Normative System, New Haven, 1956, o G. H. VON WRIGHT, Norm and Action. A Logical Enquiry, Londres-N. York, 1963. En ocasiones, ambas direcciones han sido presentadas como contrapuestas, ejemplificando una y otra las que, respectivamente, podrían considerarse una posición «deductivista» (la segunda) y «no-deductivista» (la primera) en relación con el problema de la inferencia válida en el dominio del discurso moral (cfr. sobre este punto N. PIKE, «Rules of Inference in Moral Reasoning», Mind, 279, 1961). Pero, en rigor, no hay contraposición alguna entre ellas, sino más bien una diversidad de planos sobre los
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dición de razones de hecho, tiene que haber algún criterio que nos permita distinguir entre razones buenas y malas, entre razones válidas e inválidas, ya que de lo contrario ni tan siquiera podría hablarse de que algunas razones sean buenas o sean válidas. Mas, antes de ocuparnos de ese punto, tendríamos todavía que asegurarnos de que tales razones de hecho actúen como efectivas razones de hecho y no bajo la cobertura o con la ayuda subrepticia de ocultas premisas normativas. Pues supongamos, por ejemplo, que la razón de que la democracia permite controlar el poder público fuese una buena razón o razón válida para sostener que la democracia es una forma justa de gobierno o que debemos organizarnos democráticamente. Para que esa razón logre cumplir con el cometido que le es propio, ¿no tendremos que dar por presupuesta la valoración favorable del control del poder, esto es, aceptar previamente que los poderes públicos deben ser controlados por quienes han de padecerlos? En cuyo caso, nuestro razonamiento se dejaría expresar en estos términos: «El poder público debe ser controlado; la democracia permite controlar el poder público; luego debemos organizarnos democráticamente.» Y, puesto que a su cabecera volvería a figurar una premisa normativa, ¿no habríamos retrocedido nuevamente a la originaria posición deductivista de la que tan desesperadamente tratábamos de escapar? Teniendo, pues, conciencia de este riesgo —al que los partidarios del good-reasons approach no siempre prestan la atención que merece53— pasemos finalmente a preguntarnos cuándo, en general, cabe decir de una razón que es una buena razón o razón válida.
que discurre cada una sin interferirse mutuamente: la diferencia vendría a ser la que existe entre justificar un «código moral» o parte de este último (en el primero de ambos casos) y organizar (cuasi) deductivamente dicho código (en el segundo de ambos casos, donde para nada entra en juego el problema —filosóficamente decisivo— de la justificación de los «axiomas» o principios morales que presiden el código en cuestión). Con posterioridad a la confección de este trabajo, he tenido ocasión de conocer el de Héctor-Neri CASTAÑEDA, «Imperatives, Decisions and “Oughts”: A Logico-Metaphysical Investigation» en H. N. CASTAÑEDA y G. NAKHNIKIAN, eds., Morality and the Language of Conduct, Detroit, 1963, pp. 219-299), que abre sugerentes perspectivas para un nuevo enfoque de la cuestión. 53 Así lo ha apuntado, por ejemplo, K. NIELSEN, «The Good Reasons Approach Revisited», Archiv für Rechts- und Sozialphilosophie, 9, 1965. pp. 116-130.
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La respuesta de Toulmin, para atenernos a ella en virtud de su representatividad, es decididamente vaga y no puede por menos de resultar ligeramente decepcionante. En su opinión, no hay manera de responder «en general» a una pregunta como aquélla, pero de cada acción particular podrá darse razón al subsumirla bajo un principio superior, esto es, bajo una práctica social establecida o un proyecto de práctica social a establecer (así, cuando decimos que debemos respetar la propiedad privada porque veintitantos siglos de Derecho Romano la hacen aparecer casi como un derecho natural, pero que tal vez deberíamos exceptuar de dicha regla a los medios de producción y a la Banca porque a lo mejor así garantizamos el disfrute de sus derechos naturales a quienes el azar ha desprovisto de toda propiedad; los ejemplos son míos, pues los de Toulmin se refieren preferentemente a la conveniencia o inconveniencia de conducir por la izquierda); y, en caso de conflicto entre principios o prácticas sociales (conflicto que, a tenor de mis ejemplos, no resulta inusual en nuestra sociedad contemporánea), lo razonable sería optar por aquellas alternativas que causen menos detrimento a nuestros intereses —en un «nosotros» que, se supone, engloba por igual a propietarios y a desposeídos—, puesto que la función de la moralidad no es, en definitiva, otra que propiciar «la satisfacción armoniosa de los deseos e intereses de los miembros de una comunidad... de tal manera que los haga compatibles en la medida de lo posible»54. Se trata, ciertamente, de un cometido en modo alguno desdeñable, al que valdría la pena aportar cualquier esfuerzo del que nuestra razón fuese capaz, aunque en principio parezca harto más fácil armonizar los deseos e intereses de dos vecinos empeñados en tocar cada uno a la misma hora música clásica al piano y música de jazz con la trompeta que los de un empresario y sus obreros55. Pero, en tanto que concebido como un programa de ética analítica, se le ha podido preguntar en tono de reproche si no constituirá más bien una pieza de ética descriptiva —esto es, una descripción abiertamente 54
St. E. TOULMIN, op. cit., c. XI. La trivialidad del primer ejemplo no disminuye, desde luego, el interés del opúsculo de R. B. BRAITHWAITE, Theory of Games as a Tool for the Moral Philosopher, Cambridge, 1955, de donde procede, mas tampoco alimenta la ilusión de ver en la teoría de juegos el instrumento decisivo para la solución final de la cuestión social. 55
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etnocéntrica de las modernas sociedades del bienestar— y hasta una pieza de inconsciente ética normativa, a saber, la ética normativa del utilitarismo56. Como más de una vez se ha señalado, el utilitarismo es la moral vigente a la que invariablemente adhieren los filósofos anglosajones cuando no hacen teoría ética en su cuarto de trabajo. Y Toulmin y los teóricos de las buenas razones no constituyen por su parte una excepción a dicha regla, salvo acaso por la nitidez con la que colaboran a su confirmación. Pero si fuera ése el terreno en el que hubiese que juzgarlos, hay que decir que el utilitarismo nunca sobresalió como una ética normativa especialmente brillante. Falacias lógicas aparte, la afirmación de que algo es bueno o debe hacerse porque es útil (o porque contribuye a «la satisfacción armoniosa de los deseos e intereses de los miembros de una comunidad..., etc.») no resiste la crítica. Pues, en efecto, hay cosas —como la realización de la justicia o la lucha por la libertad— cuya valoración escapa por completo a toda consideración utilitaria. Nada habrá sin duda tan inútil como la justa defensa de una causa perdida, pero su inutilidad dejaría intacta la cuestión de su justicia. Y, sin ánimo de minimizar el convincente alegato de Mill sobre la libertad, el valor de la libertad tampoco se reduce a la utilidad de sus consecuencias, pues —como Kant ya supo anticipar— quien de veras valora la libertad es quien está dispuesto a cualquier sacrificio por conseguirla o preservarla. Pero el terreno en que los teóricos de las buenas razones se sitúan no es el de la ética normativa, sino el de la lógica del discurso moral, en la que hay que decir que su teoría de la razón aventaja con mucho a cualquier otra 56 Cfr. K. NIELSEN, op. cit. De cuanto hasta aquí llevamos dicho parece desprenderse que los filósofos analíticos no tendrían objeciones de principio que oponer a la posibilidad de una ética normativa, sino sólo al presunto carácter filosófico de la misma. La filosofía moral de corte analítico aspira, en cuanto disciplina teórica, a una estricta neutralidad respecto de los diversos códigos morales existentes o posibles, mientras que una «ética normativa» sería siempre —para decirlo en términos de la crítica marxista de la moralidad— la condensación ideológica de un código moral dado. Esto es lo que, en definitiva, sucedería con el utilitarismo, que —bajo su aparente ropaje filosófico— ha sido la constante de la moral anglosajona (cosa, por cierto, algo distinta de la filosofía moral en lengua inglesa) desde el siglo XVIII al Welfare State. Por lo que se refiere a las implicaciones sociológicas de la cuestión, cfr. A. MACINTYRE, A Short History of Ethics, N. York, 1966, 264 y ss.
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de las recientemente expuestas por los filósofos morales analíticos. Hay que decir también, ello no obstante, que la suerte no da la sensación de acompañarles en medida sensiblemente superior a la de éstos por lo que hace a su intento de salvar la distancia consignada entre el ser y el deber ser (o, si lo preferimos formular more analytico, entre un «es» fáctico y un «debe» evaluativo). Pues, en efecto, cuando prescribimos que algo debe hacerse porque es útil, nuestra prescripción presupone una vez más la positiva evaluación de la utilidad, esto es, da justamente por sentado que debemos hacer lo que es útil, que no es lo mismo que hacer algo por ser útil sino su fundamento normativo. Y mientras la ética analítica no logre romper por algún lado dicho círculo, o desembarazarse de él de un modo u otro, tampoco faltarán buenas razones para pensar que el callejón de la argumentación moral en que se aventuraba carece de salida. *** La pregunta kantiana «¿Cómo son posibles los juicios morales?», que ha venido constituyendo el Leitmotiv del presente trabajo, tiene también — como sabemos— otras implicaciones a las que, para concluir, resulta inexcusable referirnos. Para no pocos críticos de la filosofía analítica, la reducción de nuestra problemática a un problema lógico-lingüístico no pasará de una deplorable trivialización de la misma. Y para algunos filósofos analíticos, notablemente los positivistas, cualquier otro planteamiento de dicha problemática que no se deje reducir a un planteamiento lógico-lingüístico pecaría sin remisión de metafísico. No vamos a tomar aquí partido por unos ni por otros. Mas sea o no metafísica, la cuestión que va ahora a interesarnos es la cuestión kantiana del ser y el deber ser y no tan sólo su planteamiento en los términos relativos a la argumentación moral que acabamos de examinar. Para Kant, como es bien conocido, la separación entre el reino del ser y el del deber ser era la garantía —y, al mismo tiempo, el precio— de la autonomía moral. Nada ajeno a mi conciencia —sea que se trate de la educación recibida o de mis propias inclinaciones naturales, de la autoridad terrena que auspicia el sistema legal bajo el que vivo o de la misma autoridad de Dios a que remitirían mis sentimientos religiosos en caso de tenerlos—
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podría determinar moralmente a mi voluntad, aunque pueda moverme a actuar por otros conceptos (por ejemplo, por medio del refuerzo psíquico o a base de consideraciones jurídicas). Pues una acción sólo será moral cuando se trate de la acción de un sujeto racional que libremente asume — cualesquiera que sean— estos o aquellos principios de conducta, lo que torna a la determinación de mi voluntad moral independiente de toda interferencia de orden causal, bien por vía de eficiencia (como cuando asumo esos principios porque el contenido de los mismos se acomoda a los prejuicios que me han sido inculcados desde mi niñez o coincide con lo que en un momento dado me dicta la pasión), bien teleológicamente (como cuando doy en asumirlos para evitar que de otro modo me metan en la cárcel, o persigo, al hacerlo, salvar mi alma y conquistar la gloria eterna)57. El esfuerzo de Kant por sustraer la esfera de nuestra voluntad moral a toda suerte de contaminaciones heterónomas ha sido saludado, y con sobrados méritos para ello, como una de las grandes hazañas de la ética de todos los tiempos. Mas, como se apuntaba, esa hazaña tuvo un precio: a saber, el divorcio introducido entre el mundo del conocimiento (contrapartida teórica del ser) y el de la acción (contrapartida práctica del deber ser). Y la prueba de hasta qué punto pudiera ser tal consecuencia inoportuna es que esta última dicotomía ha sido en más de una ocasión interpretada —con fundamento o sin él— como directamente precursora del emotivismo ético58. La ciencia empírica actual —el caso, por ejemplo, de las ciencias sociales, pero también en buena parte el de las ciencias naturales— no es ya inflexiblemente determinista como lo era en la época de Kant. Pero, aun así, nosotros ya pusimos buen cuidado en advertir —cuando en su momento sostuvimos la irreductibilidad de la ética a ciencia (pura o aplicada y, por ende, también tecnología) de la conducta— que las consideraciones científicas pudieran ser irrelevantes desde un punto de vista estrictamente moral. Esto es lo que, a fortiori, habría que decir de todo intento de reducir los actos morales a meras piezas dentro de un engranaje causal de hechos. Todo acto humano puede ser considerado, si es ése nuestro gusto, como efecto de alKANT, Kritik der praktischen Vernunft, I, 1, I, c. I, § 8. Para un adecuado enfoque de la conexión entre este último y la ética kantiana, que contribuye a poner las cosas en su punto, cfr. S. KÖRNER, Kant, Londres, 1955, pp. 171 y ss. 57 58
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guna causa conocida o por conocer. Pero no es semejante consideración la que hace al caso cuando encaramos un tal acto moralmente, esto es, cuando lo encaramos como el acto de un sujeto que responsablemente se ha propuesto realizarlo. Cuando la voluntad moral, en cambio, no entra en juego —cuando se halla, por ejemplo, patológicamente disminuida o anulada—, se considera a ese sujeto irresponsable y no cabe pedirle cuentas de sus actos. En este último caso, la explicación causal basta y sobra a esos efectos, pero la justificación moral es otra cosa y no hay modo de ahorrarla en el primero. Ahora bien, aunque Kant nunca sostuvo que el sujeto moral hubiera en cuanto tal de actuar a ciegas, su defensa de la autonomía moral podría ser entendida como la negación de que la racionalidad que le es propia —la razón práctica— tenga nada que ver con la razón teórica, científica o no. Y, como de inmediato pasaremos a ver, ésta ha sido la interpretación de su pensamiento favorita en amplios círculos de la filosofía contemporánea más o menos reciente. Por citar una muestra de la misma un tanto ajena a las proclividades analíticas, pensemos en el caso de la ética existencialista y, más concretamente, la de Sartre59. Como el de Kant, el dualismo sartriano descansa en la atinada observación de que las cosas son lo que son, mas no son libres, mientras que el hombre —cuyos actos morales, a diferencia de los puramente naturales, no le vienen impuestos por su naturaleza o por su esencia— no tiene más remedio que apechar con su libertad. Cualquier intento de descargarse de esta última, como cuando alguien atribuye lo que es fruto de su libre decisión a otros factores —por ejemplo, factores psíquicos, es decir, leyes naturales (y de igual manera factores o, si pudiera hablarse de ellas, leyes sociales)— en orden a decir «No pude actuar de modo diferente a como lo hice», sólo pondría de manifiesto un torpe afán por escapar a su indeclinable responsabilidad moral y hasta una engañosa voluntad de cosificación. Para decirlo de otro modo, los valores no se hallan inscritos en el mundo de los hechos —con palabras del propio Sartre, «la ontología no
59 J. P. SARTRE, L’être et le néant, París, 1943 (hay trad. cast. de M. A. Virasoro, Buenos Aires, 1948), y L’existencialisme est un humanisme, París, 1948 (hay trad. cast. de V. Prati de Fernández, Buenos Aires, 1949).
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puede formular preceptos éticos»60—, sino que hemos de ser cada uno de nosotros quienes en cada situación los inventemos o creemos. Pero de lo que se acaba de decir pudiera desprenderse que tampoco nuestras valoraciones tienen nada que ver con el conocimiento o cualquier otro género de reflexión teórica acerca del mundo de los hechos y hasta que esas creaciones libres serían creaciones arbitrarias, con lo que nuestra praxis vendría en fin a encontrarse desprovista de todo fundamento racional. Más aún, si todo lo que a cada uno de nosotros nos fuese dado hacer ante una determinada situación es inventar arbitrariamente una respuesta, sólo por pura casualidad sería posible la cooperación humana, comenzando por la cooperación llamada a permitir el establecimiento de reglas morales, esto es, la instauración de una moral. Una «moral sin reglas», lo que se ha dado en llamar una «moral romántica», no es, por cierto, impensable —ni mucho menos indeseable—, pero sería forzosamente «ambigua» en el peor sentido de la adjetivación. Podría ser, sí, una moral libertaria: la moral, por ejemplo, del anarquismo. Pero también podría desembocar, como en el caso del fascismo, en el más tenebroso de los irracionalismos morales. A nadie menos que a Sartre cabría echarle en cara semejante aberración, pero acaso la conciencia de esa debilidad latente de su ética haya jugado una importante baza en su ulterior empeño por hacer del marxismo —o, en cualquier caso, de su peculiar modo de entenderlo61— el puerto de arribada del existencialismo. El parangón de Wittgenstein con Sartre tal vez resulte a muchos sorprendente, aunque quizá no lo sea tanto para quienes se hallen al corriente de que en la literatura analítica no han faltado las muestras de interés hacia el pensamiento del segundo o estén familiarizados con aquellas interpretaciones del pensamiento del primero —así, la de Ferrater Mora— que insisten en ver también en él «un símbolo de una época angustiada»62. 60
SARTRE, L’être et le néant, cit., p. 720. SARTRE, Critique de la raison dialectique, I, París, 1960 (hay trad. cast. de M. Lamana, Buenos Aires, 1963), especialmente la «Question de méthode» preliminar. 62 Véanse, por ejemplo, los libros de I. MURDOCH, Sartre, Cambridge, 1953; A. MANSER, Sartre, Londres, 1966; M. WARNOCK, The Philosophy of Sartre, Londres-N. York, 1967; así como el trabajo de José FERRATER MORA, «Wittgenstein, A. Symbol of Troubled Times», Philosophy and Phenomelogical Research, 14, 1, 1953 (hay trad. cast. de A. Vidal 61
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Como por nuestra parte hemos insinuado repetidas veces, la ascendencia kantiana del pensamiento de Wittgenstein es innegable y comienza a gozar de un amplio reconocimiento63. En un cierto sentido, el primer Wittgenstein habría reproducido en términos lingüísticos la gnoseología que subyace a la crítica kantiana de la razón teórica. Lo único que podemos conocer es lo que la organización de nuestro conocimiento nos permite conocer, lo único que podemos decir es lo que la organización de nuestro lenguaje nos permite decir; más allá de nuestro conocimiento y de nuestro lenguaje es muy posible que haya algo: la «cosa en sí» para Kant, lo «místico» para Wittgenstein; mas cuando la razón teórica kantiana trataba de rebasar las posibilidades de auténtico conocimiento (el mundo fenoménico de la ciencia) se extraviaba en paralogismos y, de análoga manera, cuando el lenguaje wittgensteiniano trata de rebasar sus propios límites (lo que puede ser dicho con sentido, esto es, los enunciados del discurso científico) sobreviene el sinsentido. En uno y otro caso, pues, la conclusión sería la misma, difiriendo tan sólo los criterios —lo cognoscible, lo expresable— que en cada caso delimitan el ámbito del que teóricamente nos es dado hacernos cargo: la metafísica no entra en ese ámbito, y tampoco la ética lo hace. Como afirma Wittgenstein, con expresión un tanto equívoca, «la ética es trascendental»64, esto es, se halla más allá del lenguaje, fuera de cuanto puede ser expresado. A la consigna wittgensteiniana de callar acerca de aquello de lo que no se puede hablar, los positivistas —positivistas «lógicos»— añadirían que sobre tales cosas, en efecto, más vale guardar silencio, pero sólo porque en rigor no hay nada de que hablar. No es preciso puntualizar que de este grueso humor no hay rastro alguno en Wittgenstein, quien —al igual que Kant— respetaba profundamente ciertas tendencias del alma humana, como la que nos lleva a cuestionar el último significado de la vida. Mas quien desee seguir jugando con la común raíz griega de «lógica» y «lenguaje», como nosotros antes hemos hecho, podrá tal vez Parellada en Theoria, 7-8, 1954), recogido en K. T. FANN (ed.), Ludwig Wittgenstein, The Man and his Philosophy, N. York, 1967, pp. 107-115. 63 Tal reconocimiento se halla en deuda con el libro pionero de E. STENIUS, Wittgenstein’s Tractatus, Oxford, 1960. 64 WITTGENSTEIN, Tractatus Logico-Philosophicus, cit., 6.421.
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concluir —sin traicionar a aquél en demasía— que lo inefable viene sin más a coincidir con lo irracional. Por lo demás, no deja de ser cierto —y así lo hemos reconocido expresamente— que a partir del segundo Wittgenstein menudearon los intentos, protagonizados en gran medida por él mismo, de ampliar su primitiva concepción del lenguaje y de la lógica y, en definitiva, su concepción de la racionalidad. Pero tales intentos podrían verse estorbados por una nueva especie de positivistas —positivistas «terapéuticos»— empeñados en disolver todo problema filosófico y, por lo tanto, todo problema ético mediante el agua regia del análisis65. Cuando un paciente —esto es, un filósofo— pregunte, por ejemplo, al terapeuta de turno «¿Cómo, si de algún modo, se conectan la Teoría y la Praxis?», éste le aconsejará dejar de torturarse con vagas generalidades como ésas para pasar a inquirir qué analogía, si alguna, puede darse entre decir que hemos dejado la plancha conectada al enchufe, que deseamos conectar en la estación de Sol con la línea de metro Argüelles-Goya o que tenemos buenas conexiones dentro del Opus Dei... en la seguridad de que el aburrimiento acabará quitándole las ganas de hacer preguntas enojosas y curándole de pasada de su perplejidad. Aun a costa de la reiteración, es menester volver a recordar que la interpretación positivista —lógica o terapéutica— del pensamiento wittgensteiniano no es imputable al propio Wittgenstein. Pero, como suele decirse, los productos filosóficos habent sua fata, independientemente con frecuencia de la voluntad de su autor. Y las consecuencias de semejante lectura de Wittgenstein no son, como ha mostrado Ferrater66, para tomárselas a broma: «(Los existencialistas) nos permiten todavía seguir viviendo con la confianza puesta en la existencia de un mundo. La ruptura proclamada por ellos, por muy espantosa que resulte, no es todavía una ruptura radical. El suelo sobre el que pisan todavía se sostiene. El terremoto que nos estremece reduce a escombros nuestras antiguas moradas, pero también entre las 65
Como advierte FERRATER, op. cit., en la nota añadida a su trabajo en 1965, la interpretación terapéutica del pensamiento de Wittgenstein no complacía gran cosa a este último ni conserva hoy en día la misma actualidad que hace quince años, pero parece haber presidido toda una etapa de la filosofía analítica que estamos lejos aún de poder dar por clausurada. 66 J. FERRATER MORA, op. cit.
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ruinas se puede seguir viviendo, y se puede reconstruir lo destruido. Wittgenstein, en cambio, nos deja, después de estas tristes pérdidas, en la más completa orfandad. Pues si con las ruinas desaparece el suelo sobre el que descansan y con el árbol derribado toda su raigambre, ya no tendremos nada sobre lo que apoyarnos, ya no podremos reclinarnos siquiera contra la nada o hacer frente, con claridad de espíritu, al absurdo, sino que tendremos que desaparacer totalmente». Las ruinas en cuestión pueden bien ser las de la vieja metafísica, pero el suelo que ahora desaparece podría creerse que es el de la razón. O así es, por lo menos, como un Lukács escruta admonitoriamente su hundimiento. Sin discernir gran cosa, es cierto, entre el pensamiento de Wittgenstein y su interpretación convencional, ni entre esta última y la de Ferrater, Lukács ha podido escribir67: «Nada de extraño tiene que un ardiente admirador de Wittgenstein, José Ferrater Mora, lo ensalce precisamente como el filósofo de la desesperación (...) para Wittgenstein, el pecado capital reside en la razón, en el pensamiento, que es “el gran perturbador y casi podríamos decir el gran tentador”. En el mundo descrito por Wittgenstein, el centro es “lo absurdo sin atenuación”. Con él, “el problema mismo se problematiza”». A estas alturas, sin embargo, lo que debiera interesarnos no es descalificar al análisis filosófico como un último capítulo de la empresa secular de demolición de la razón, tan vigorosamente —y a veces tan injustamente— denunciada por Lukács en sus obras, sino sencillamente preguntarnos dónde residen y en qué estriban las limitaciones de la razón analítica. La comparación con la crítica kantiana de la razón —la razón práctica y no ya sólo, como en los párrafos precedentes, la teórica— podría ser instructiva de nuevo en este punto. Y a ella habremos de dedicar nuestros párrafos finales. Contra lo que los positivistas que se proclaman sus herederos parecen inclinados a pensar, Kant nunca descartó a la metafísica del horizonte de la razón humana68. Tras de habernos persuadido de su imposibilidad en el 67 G. LUKÁCS, Die Zerstörung der Vernunft, Berlín, 1953 (hay trad. cast. de W. Roces, México, 1959), Epílogo. 68 La diferencia de talante entre Kant y los positivistas no ha escapado a los filósofos analíticos posteriores, como lo muestran, entre otros, los trabajos de G. J. WARNOCK, «Cri-
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dominio de la razón teórica, trató, en efecto, de hacerle un hueco en el dominio de la razón práctica. Por ejemplo, no hay modo de conocer que el alma sea inmortal, pero presuponer su inmortalidad pudiera no carecer de relevancia —en opinión de Kant— por lo que se refiere a nuestro esfuerzo por alcanzar la perfección moral. Es en este sentido como acostumbra a interpretarse su concepción de la inmortalidad como un «postulado» de la razón práctica. En realidad, un postulado semejante no añade ni una coma a la filosofía moral kantiana, que podrá seguir siendo aceptada o rechazada —con iguales merecimientos— tanto por quienes crean que nos espera otra vida tras la muerte como por quienes crean que tras ésta nos aguarda la nada. Por eso no han faltado quienes piensen que los famosos «postulados de la razón práctica» apenas representan otras cosa que una tardía y claudicante concesión de Kant a las autoridades prusianas de su tiempo. Sin embargo, es muy poco probable que se trate de esto, y ello no sólo porque resulte difícil considerar realmente a Kant como un «filósofo enmascarado». Por lo pronto, lo que Kant dice no es, en modo alguno, que para ser justos necesitemos dar por supuesta la inmortalidad del alma, sino más bien que dicha hipótesis —como, por lo demás, acaso ocurra con cualesquiera otras hipótesis metafísicas— sólo cobra sentido en el contexto de nuestras aspiraciones morales, perpetuamente insatisfechas y alentadas por el curso efectivo de la historia humana. Y, comoquiera que ello sea, lo cierto es que hay preguntas metafísicas —preguntas tales como «¿De dónde venimos?», «¿Qué somos?», «¿Adónde vamos?»— cuyo sentido nunca se agota en sus respuestas, sean éstas religiosas o increyentes, pues la semántica del discurso metafísico tal vez sea más de índole erotética que apocrítica69. Por lo que a Kant respecta, ni tan siquiera hay que temer que unas y otras —preguntas y respuestas— comporten para la ética su instalación entre la servidumbre palaciega de la metafísica trascendente. Como Max Horkheimer ha visto bien, el «Tú debes» kantiano, que tan al pelo suele ticisms of Metaphysics» (en D. PEARS (ed.), The Nature of Metaphysics, Londres-N. York, 1957, pp. 124-141) y «Kant» (en J. O’CONNOR (ed.), op. cit., c. XVI). 69 Para la interpretación de la metafísica como un «sistema de preguntas» más bien que de respuestas, véase J. L. L. ARANGUREN, La comunicación humana, Madrid, 1967, pp. 82 y ss., así como su Prólogo a la versión castellana del libro de TOULMIN, El puesto de la razón en la ética, cit., pp. 9-12.
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siempre venir a pedagogos de toda laya, no esconde tras de sí ningún poder, ni recompensa ni castigo, como tampoco lleva impreso ningún sello de procedencia de un Ser de orden superior. Kant no negó la existencia de Dios, mas no lo convirtió en la garantía de sus mandamientos. Dios no postula, sino es a lo sumo un postulado. Y su postulación podría no expresar más que el sentimiento de que ha de haber un mañana, esto es, la incapacidad de pensar que la injusticia que domina la historia sea definitiva70. El Bien supremo sería, así, la prolongación de los objetivos que el hombre se proponga lograr en este mundo. Que los postulados de la razón práctica no son materia de conocimiento es algo unánimemente admitido por los intérpretes del pensamiento de Kant. Que sean asunto de esperanza es algo en lo que acaso no se haya reparado con idéntica unanimidad y cuya admisión pudiera desplazar el centro de gravedad de la pregunta kantiana «¿Qué es el hombre?». Como al comienzo de este trabajo nos permitíamos recordar, esa pregunta se desglosa para Kant en las preguntas «¿Qué puedo conocer?», «¿Qué debo hacer?», «¿Qué me es dado esperar?» y podría hacerse ahora bascular —para atenernos al orden literal de su formulación— sobre la primera o la tercera de ellas, esto es, sobre una interpretación gnóstica o una interpretación elpídica de la filosofía kantiana. No es difícil imaginar cuál de esas interpretaciones ha sido hasta la fecha la favorecida por los filósofos analíticos, subconscientemente impulsados por el positivismo a asimilar toda expectativa humana a prognosis del tipo de las predicciones científicas. Pero, como entre nosotros ha advertido Laín, Kant no confundió nunca la «esperanza» (Hoffnung) de felicidad inviscerada en la voluntad humana y la praxis moral con la simple «espera» (Erwartung) o previsión basada en el conocimiento científico o la planificación tecnológica71. Por lo demás, no deja de ser cierto que la esperanza kantiana tenía en la religión su raíz última. Pero tampoco es menos cierto que esa esperanza es susceptible de secularización y de transformación —para decirlo con palabras de Ernst Bloch— en Hoffnung einer besseren Welt, en «esperanza de un mundo
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M. HORKHEIMER, Um die Freiheit, cit., pp. 105-106. P. LAÍN ENTRALGO, La espera y la esperanza, 2.ª ed., Madrid, 1958, pp. 214 y ss.
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mejor»72. Frente al conocido cargo de que el marxismo no es sino escatología profana, ni tan siquiera es ilegítimo que un marxista como él trate de rastrear a todo lo largo de la tradición escatológica que discurre desde el Antiguo Testamento a la esperanza secular de la Ilustración, pasando por el Cristianismo, indicios seminales de un mismo anhelo de revolución social. Después de todo, no sólo ha habido un socialismo utópico, sino que —como alguna vez se ha puesto de relieve— casi todas las grandes utopías han sido de un modo u otro socialistas. En cuanto a Kant, es innegable que todos esos cabos de aquella tradición se dan cita en su obra y se anudan, sólida y a la vez precariamente, en su teoría de la razón. La concepción que comentamos del marxismo ha renunciado, como el resto de la filosofía moderna postkantiana, a asociar esperanza y trascendencia. Pero pretende mantener indisoluble la trabazón de las preguntas «¿Qué puedo conocer?», «¿Qué debo hacer?», «¿Qué me es dado esperar?», una trabazón insegura, por no decir inexistente, ya para el propio Kant —como tuvimos ocasión de constatar a propósito de su concepción de las relaciones entre teoría y praxis—, pero a la que el marxismo no podría ciertamente renunciar. Ante el empeño de esta razón otra, la razón analítica —razón, al igual que ella, sin metafísica— se nos presenta asimismo como una razón sin esperanza en la que se ha creído apreciar, según veíamos más arriba, una de tantas muecas filosóficas del desaliento de la sociedad burguesa tras el fracaso o la conculcación de sus un día esperanzadores ideales ilustrados. Y en la medida en que esa apreciación no sea infundada, como probablemente no lo es por entero, también cabría culparla por su infidelidad a Kant, que fue capaz de escribir estas hermosas frases: «La balanza de la razón no es, en efecto, del todo imparcial, y uno de sus brazos —el que ostenta la inscripción “esperanza de futuro”— se beneficia de una ventaja mecánica que determina que aun ligeras consideraciones depositadas en el platillo correspondiente consigan remontar las especulaciones de mayor peso intrínseco depositadas en el otro. Esta es la única inexactitud que no creo me sea dado corregir y que, a decir verdad, tampoco quiero en ningún caso co-
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E. BLOCH, Das Prinzip Hoffnung, Francfort del Main, 2 vols., 1959.
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rregir»73. A semejante inculpación, el filósofo analítico podría por su parte responder que nadie se halla libre de pecado para arrojar sobre él la primera piedra, que el estalinismo ha conculcado no sólo ya los ideales ilustrados sino el propio marxismo, y que hace falta todo el indiscutible coraje moral de un Bloch para sobreponerse a su experiencia y continuar entonando con renovado acento el viejo himno de la ensoñación esperanzada: Terminus est illa civitas, ubi non praevenit rem desiderium nec desiderio minus est praemium. Aun si secularizada, la esperanza continúa siendo una virtud teologal, algo, pues, que se tiene —o no se tiene— a la manera gratuita de los dones divinos. Ningún soplo de gracia parece haberla regalado a la filosofía analítica, mezquinamente recelosa ante su vanidad. En la presente encrucijada de la ética, testigo excepcional del malestar de la razón en nuestro tiempo, ni tan siquiera está muy claro lo que aquélla pudiera hacer por merecerla. Aséptica, árida y prosaica, su andadura no es fácil ni demasiado grata. Mas por debajo de la asepsia, la aridez y el prosaísmo, crepitan los problemas teóricos y las urgencias prácticas que han inflamado otros contextos filosóficos. Tal vez alguna brasa de ese fuego inextinguible logre prender en ella y, desentumeciendo la yerta piel de la razón sin esperanza, avivarle el aliento de una cierta esperanza en la razón.
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KANT, Träume eines Geistersehers, erläutert durch Träume der Metaphysik, I, c. 4 (véase el comentario de BLOCH a este pasaje en op. cit., vol. II, pp. 989 y ss.).
II «Es» y «debe» (En torno a la lógica de la falacia naturalista)1
«S
i bastase la hostilidad para anular el ascendiente de una doctrina filosófica, el llamado “naturalismo ético” habría de estar hoy día sepultado bajo una pesada losa». Las anteriores son palabras de una historiadora de la ética contemporánea2, y es dentro de los límites de la ética contemporánea donde vamos a confinar estrictamente la discusión que sigue. Sin duda, un debate exhaustivo en torno a las posibilidades actuales de una filosofía moral de inspiración naturalista nos obligaría a remontarnos al pasado, más o menos remoto, en busca de sus fuentes. Pero aquí no albergamos semejantes pretensiones de exhaustividad. En nuestro siglo, el naturalismo ético ha sido juzgado —y acaso demasiado severamente condenado— por un delito muy concreto: a saber, su incursión en la llamada «falacia naturalista». Quienes deseen solicitar la revisión de ese proceso (y hay que decir que, en el presente, son cada día más numero1
Originariamente publicado en F. GRACIA, J. MUGUERZA, V. SÁNCHEZ DE ZAVALA (eds.), Teoría y sociedad. Homenaje al Prof. Aranguren, Barcelona, 1970. 2 M. WARNOCK, Ethics since 1900, Oxford, 1960 (hay traducción castellana de C. López-Noguera, Barcelona, 1968, p. 197). La cita de la autora —que nos hemos permitido modificar ligeramente— se refiere en concreto al utilitarismo, que en la filosofía moral anglosajona constituye el paradigma de una actitud naturalista en el dominio de la ética.
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sos los testimonios de simpatía hacia el reo), harán bien en no irse por las ramas y concentrar escrupulosamente su atención sobre los pormenores del caso. Para decirlo en breves términos, quizás excesivamente simplificatorios, la falacia naturalista consiste en el intento de derivar conclusiones expresadas en un lenguaje evaluativo (el lenguaje de juicios de valor o de las normas) a partir de premisas expresadas en un lenguaje descriptivo (el lenguaje de los juicios de hecho). Así, quienquiera que conceda que el juicio de hecho «X produce tales y tales consecuencias» permite la derivación del juicio de valor «X es bueno», o de la norma «Debe hacerse X», estaría incurriendo en la falacia. La precedente caracterización de la falacia naturalista como un tránsito indebido del «lenguaje descriptivo» al «lenguaje evaluativo» no es, por descontado, la única versión posible de la misma. Pero, de entre sus múltiples variantes, acaso sea la más interesante para nuestros propósitos. Por lo pronto, permitirá que nos circunscribamos a la crítica de la falacia llevada a cabo dentro de una determinada orientación de la filosofía contemporánea: la filosofía analítica, cuya característica más acusada es su costumbre de abordar el examen de los problemas filosóficos por medio de un análisis del lenguaje en el que éstos se plantean. No voy a entrar aquí a discutir los méritos o deméritos intrínsecos de semejante approach a los problemas filosóficos3. Si hubiera de alegar alguna razón para elegirlo en nuestro caso, me limitaría a las dos siguientes, la una de tipo histórico y la otra de tipo sistemático. Por lo que se refiere a la primera, hay que decir que los filósofos analíticos no han sido los únicos debeladores contemporáneos del naturalismo ético, discutido igualmente por filósofos de tan distinto pelaje como los existencialistas. Les ha correspondido, sin embargo, el papel de fiscales principales en el proceso. E incluso sería posible sostener que entre los representantes más significativos de las diversas etapas de la ética analítica — el intuicionismo de Moore, el emotivismo de Stevenson o el prescriptivismo de Hare— no hay mayor punto de contacto que su común oposición a 3
Véase a este respecto mi Presentación de la edición castellana del libro de M. WARNOCK citado en la nota precedente (asímismo, c. I de este libro).
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la falacia naturalista. Si el naturalismo tiene aún alguna chance en la filosofía moral de nuestros días, ningún modo mejor de averiguarlo que poniéndolo a prueba en el terreno de sus propios adversarios y haciéndole batirse con las armas de éstos. En cuanto a la segunda de las razones apuntadas, una consideración lingüística del problema del naturalismo permitiría distinguir con nitidez entre los que cabría llamar «aspectos éticos» y «aspectos morales» de la cuestión. Cuando alguien afirme que tal y tal acción es buena, o debe hacerse, si produce tales y tales consecuencias, estará expresando una opinión moral. Una de las características más relevantes de los juicios formulados en el lenguaje moral (en cuanto subespecie del lenguaje evaluativo) es que los mismos no resultan susceptibles de ser considerados verdaderos ni falsos. ¿Cómo podríamos, en efecto, pronunciarnos acerca de la verdad o falsedad del juicio «Tal y tal acto es bueno, o debe hacerse, si produce tales y tales consecuencias»? La imposibilidad de hacerlo así no debe sorprendernos: nuestro interlocutor no está tratando de describir el mundo mediante aquella afirmación, sino tan sólo de exhortarnos a seguir un determinado tipo de conducta (esto es, a comportarnos de tal modo que nuestros actos produzcan las mencionadas consecuencias). Su afirmación se mueve, por lo tanto, no en un contexto teórico, sino en un contexto práctico cuya misión es orientar la acción moral. El caso es muy distinto cuando alguien afirma «El juicio de valor “X es bueno”, o la norma “Debe hacerse X”, es derivable del juicio de hecho “X produce tales y tales consecuencias”». Para empezar, su afirmación no se halla inserta en el lenguaje moral, correspondiendo por así decirlo a su metalenguaje. Dicho con otras palabras, nuestro interlocutor no persigue con ella la orientación de nuestra práctica moral, sino tan sólo esclarecer un importante punto de la teoría ética. La mejor prueba de que nos movemos en un contexto teórico, más bien que en un contexto práctico, es la doble posibilidad de verdad o falsedad que alcanza a dicha afirmación. En efecto, para saber si es verdadera o falsa sólo tendríamos que acudir a la lógica buscando los criterios que impidan o autoricen la citada derivación4. En cuanto actividad teórica, por tanto, la ética no es lo mismo que la moral o propuesta de directrices prác4
En relación con el uso lato sensu de la palabra «lógica» en este contexto, véase infra el texto correspondiente a la nota 30.
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ticas, consistiendo a lo sumo en una reflexión de segundo orden sobre estas últimas. (Por lo demás, la distinción entre una y otra se halla con gran frecuencia oscurecida por la proclividad de los filósofos morales a actuar como moralistas; cuando sucede así y se sigue llamando «ética» a lo que hacen, conviene reservar para la actividad de segundo orden la denominación de «metaética».) De los filósofos analíticos —que se han venido caracterizando por su denuncia del naturalismo— cabría decir que, al proceder así, no eran movidos por ningún género de afán moralizante, oficiando tan sólo como asépticos profesionales de la ética. Por lo menos, así ha ocurrido hasta hace poco; pues las cosas han cambiado un tanto, en los últimos tiempos, por lo que se refiere a un cierto número de filósofos morales, a los que no se sabría bien si es oportuno continuar apellidando de «analíticos». De una parte, se tiende a reconsiderar el veredicto contra el naturalismo. Pero, por otra parte, al hacerlo no siempre se distinguen claramente los aspectos moral y ético de la cuestión a que antes aludíamos. Los ejemplos de esta actitud podrían multiplicarse. Pero, a título de ilustración, yo escogería el de G. J. Warnock, quien en algún otro trabajo ha reflejado últimamente un cierto hastío ante la aproximación lingüística a los problemas de la ética5. En su Contemporary Moral Philosophy, recientemente aparecida, Warnock esquematiza la evolución de la ética analítica sobre la base de la bien conocida distinción de Austin entre actos lingüísticos locucionarios, ilocucionarios y perlocucionarios6. Cuando nosotros proferimos un juicio moral, habría que distinguir entre lo que se consigue mediante dicho acto lingüístico (what is done by saying something), como por ejemplo un cambio en la conducta de nuestro interlocutor (se hablaría en tal caso de una «perlocución»); lo que se lleva a cabo al realizar dicho acto lingüístico (what is done in saying something), independientemente del efecto perseguido, como por ejemplo formular una recomendación más bien que una orden (se hablaría 5 Cfr. G. J. WARNOCK, «Ethics and Language», en The Human Agent, Londres-N. York, 1968, pp. 186-208. 6 G. J. WARNOCK, Contemporary Moral Philosophy, Londres-N. York, 1967, pp. 2-3, y nota 1, p. 78. Para la distinción de AUSTIN, cfr. How to Do Things with Words, Oxford, 1962, pp. 94 y ss.
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en tal caso de una «ilocución»); y, finalmente, lo que se dice mediante dicho acto lingüístico (what is said), esto es, el significado (o «locución») que encierran nuestras palabras. En opinión de Warnock, los filósofos morales se han olvidado durante demasiado tiempo de las «locuciones» del discurso moral, concentrando exclusivamente su atención en el carácter ilocucionario o perlocucionario de este último. Alguien podría alegar que tal reproche es injustificado, puesto que la denegación del carácter significativo de los juicios morales no es más que una reliquia del más rancio positivismo. Sólo en los viejos tiempos del llamado «criterio empirista de significado», que identificaba el significado de un juicio con los criterios que determinan su verdad o falsedad, pudieron los positivistas lógicos alegar que los juicios morales carecían de sentido por el hecho de no ser verdaderos ni falsos. Pero nadie, salvo un recalcitrante, interpretaría hoy el clásico principio de verificabilidad como un criterio de significado7. Bien miradas las cosas, sin embargo, quizá no falte a Warnock un punto de razón. Pues aunque los filósofos morales posteriores a la etapa positivista de la filosofía analítica corrigieron la insuficiencia de la primitiva teoría empirista del significado (así, las distinciones entre «significado emotivo» y «significado cognoscitivo» de los emotivistas, o entre «significado» y «criterios de aplicación» de los prescriptivistas)8, el caso es que han seguido interesándose casi con exclusividad por la capacidad persuasiva o la modalidad imperativa de nuestras expresiones morales. El interés que ahora despunta en Warnock por los «contenidos» de dichas expresiones merece, pues, la bienvenida9. Lo que sucede es que ocuparse de estos últimos no es tarea de la ética analítica —entendida como una lógica del discurso moral y, por lo tanto, atenta sólo a las «formalidades» del lenguaje evaluativo—, sino de las ciencias morales positivas (la antropología, la psicología o la sociología de la moral), cuyo lenguaje fáctico es el llamado a almacenar la información rela7 Cfr. sobre este punto, en relación con el discurso moral, B. MAYO, Ethics and the Moral Life, Londres-N. York, 1958, p. 90. 8 Cfr., para la primera, Ch. L. STEVENSON, Ethics and Language, New Haven, 1964, y Facts and Values, New Haven-Londres, 1963; y, para la segunda, R. M. HARE, The Language of Morals, Oxford, 1952, y Freedom and Reason, Oxford, 1963. 9 Véanse, no obstante, las reservas de R. M. HARE en su recensión del libro de Warnock, Mind, 307, 1968, pp. 436-440.
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tiva a los contenidos morales efectivamente vigentes en épocas históricas o círculos culturales bien determinados. Por lo demás, nada hay que impida los contactos entre filosofía moral y ciencias del comportamiento, que en sí mismos no sólo son deseables, sino obligados. Es precisamente en la búsqueda de semejante conexión donde acaso radique lo más valioso de los esfuerzos del naturalismo ético contemporáneo10. Y se comprendería muy bien, desde esta perspectiva, que el interés por los contenidos morales aparejase una renovación del interés por el naturalismo ético. No es ésta, sin embargo, la perspectiva adoptada por Warnock, que para nada se pregunta por los «contenidos morales», sino concentra su atención en «el contenido de la moral»11. Con este giro esencialista, no sólo desperdicia las posibilidades abiertas a una fecunda colaboración entre ética y ciencia, sino amenaza de hecho con volatilizar los mismos logros de la ética analítica; pues, si hay algo que esté claro, es que una «lógica del discurso moral» pretende consistir en una investigación neutral, que en cuanto tal no puede entrar a dirimir ningún conflicto entre pronunciamientos morales contrapuestos sobre la base de su mayor o menor aproximación a una supuesta esencia de la moralidad12. No digo que sea esto exactamente lo que propugna Warnock, quien procede por lo demás con gran cautela a la hora de desentrañar «el contenido de la moral» (todo lo más que llega a aventurar es que «no cabe negar la relevancia de consideraciones relativas al bienestar de los seres humanos» en el contexto de la ética, «mas no porque decidamos que así sea: simplemente es así, en virtud del significado del término “moral”»)13. Pero no hay ninguna garantía de que filósofos menos precavidos o circunspectos no se sirvan del recurso que Warnock les ofrece para identificar sin más su 10 Así es como, por ejemplo, caracteriza A. EDEL el enfoque naturalista de la teoría ética en su visión panorámica «Naturalism and Ethical Theory», en H. KRIKORIAN (ed.), Naturalism and the Human Spirit, N. York, 4.ª ed., 1949, pp, 65-95. 11 WARNOCK, op. cit., c. V. 12 Aunque desde otros presupuestos, la acusación de «esencialismo» contra (ciertas interpretaciones posibles de) la ética analítica ha sido anticipada por H. ALBERT en su trabajo «Ethik und Meta-Ethik. Das Dilemma der analytischen Moralphilosophie», Archiv für Philosophie, 11, 1961, pp. 1-56. 13 WARNOCK, op. cit., p. 67.
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propio punto de vista moral con el significado del término «moral» en sí y por sí, resucitando de este modo el venerable ideal de la «ética normativa». Esto es lo que yo llamaría el mal camino para una reivindicación del naturalismo. En el caso de la filosofía moral anglosajona, acabaría desembocando con toda probabilidad en la consagración del utilitarian way of life como el resultado inevitable de la pesquisa lógica del razonamiento moral. Pero el utilitarismo no es sino un código moral entre otros posibles, y sólo si se olvida la distinción entre «moral» y «ética» (o entre «ética normativa» y «metaética») cabría hacerle gozar de un estatuto teórico privilegiado. El mal camino para la reivindicación del naturalismo sería entonces, también, un mal camino para la ética analítica del futuro si de veras endereza sus pasos por los rumbos que Warnock hace presagiar14. Lo que aquí se cuestiona, sin embargo, no es la ética analítica, sino el naturalismo ético. Y a este respecto hay que advertir que la denuncia de la falacia naturalista —en los mismísimos términos de la versión adoptada por nosotros— no sólo no es privativa de la ética analítica, sino ni tan siquiera de la filosofía moral contemporánea. Cualesquiera que puedan haber sido los auténticos motivos de su inserción en el Tratado de la Naturaleza Humana, difícilmente encontraríamos otra formulación mejor de la falacia que el siguiente texto de Hume. Pese a ser bien conocido, no me resisto a transcribirlo en su integridad: «En cada uno de los sistemas de moralidad con que hasta la fecha me he tropezado, he observado invariablemente que el autor procede durante un cierto tiempo razonando a la usanza ordinaria (estableciendo, por ejemplo, la existencia de Dios, o haciendo observaciones relativas a los asuntos humanos); pero, de pronto, me encuentro sor14
Del nuevo auge del interés por el utilitarismo en el contexto de la filosofía moral anglosajona pueden dar idea los artículos de J. O. URMSON, J. D. MABBOTT, J. RAWLS y J. J. C. SMART que significativamente cierran la antología de Philippa FOOT (ed.), Theories of Ethics, en los Oxford Readings in Philosophy, Oxford, 1967. Por lo común, la ética utilitarista de la hora presente —en la que predomina ampliamente el llamado rule-utilitarianism o utilitarismo «modificado», «restringido» e «indirecto»— exhibe rasgos diferenciales bastante notables respecto del utilitarismo clásico o act-utilitarianism, lo que no impide sin embargo que el «neoutilitarismo» se vea expuesto a objeciones muy semejantes a las que hicieron sucumbir a su predecesor. Cfr. a propósito D. LYONS, Forms and Limits of Utilitarianism, Oxford, 1965.
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prendido al comprobar que, en lugar de la cópula “es” que usualmente interviene en las proposiciones, apenas hay lugar para otras proposiciones que aquellas en que el verbo “es” ha dejado paso al verbo “debe”. El cambio es casi imperceptible, pero reviste, sin embargo, la máxima importancia. Porque, dado que dicho “debe” expresa una relación de nuevo cuño, es menester tomar nota del mismo y explicarlo; y, al mismo tiempo, es necesario dar razón de algo que a primera vista resulta inconcebible: a saber, cómo aquella nueva relación pudo surgir por deducción a partir de otras de cuño enteramente diferente. Mas ya que los autores no toman de ordinario tales precauciones, me arrogaré la atribución de recomendárselas a sus lectores. Por mi parte, estoy persuadido de que un poco de atención en este punto acabaría por subvertir todos los sistemas al uso de moralidad»15. Para ser enteramente completa, la caracterización humeana de la falacia naturalista sólo requiere precisar que el «es» de que se habla es un «es» fáctico (para nuestros efectos, el «es» valorativo de «X es bueno» podría asimilarse al «debe» de «Debe hacerse X»; pero no entraremos para nada en la dilucidación de cuáles sean las relaciones entre dichos dos grandes géneros —valoración y prescripción— del lenguaje moral)16. Por lo demás, y en tanto que género del lenguaje moral, la prescripción comprende bajo sí una pluralidad de especies (exhortaciones, mandatos, recomendaciones, etc.), todas las cuales podrían considerarse resumidas —de nuevo para nuestros efectos— en el verbo «deber». Finalmente, el lenguaje moral no es a su vez sino una variedad subespecífica del lenguaje evaluativo, lo que plantea el problema de las relaciones entre la prescripción estrictamente moral y otros diversos modos de prescribir (instruir, aconsejar, dar orientación, 15
HUME, A Treatise of Human Nature, libro III, parte I, sección I. (Para simplificar, omitimos en nuestra traducción la mención de las formas negativas «no es» y «no debe».) Sobre las verdaderas intenciones de HUME en este pasaje, cfr. las contribuciones de A. C. MACINTYRE, R. F. ATTCHINSON, A. FLEW, G. HUNTER y W. D. HUDSON a la discusión «Hume on Is and Ought», recogida en el volumen de V. C. CHAPPELL (ed.), Hume, de la serie «Modern Studies in Philosophy», Londres, 1968. 16 La extendida opinión según la cual no habría entre normas y juicios de valor otra diferencia que la de formulación es, por lo pronto, discutible. Cfr. sobre este extremo G. H. VON WRIGHT, Norm and Action, Londres, 1963 (hay trad. cast. de P. García Ferrero, Madrid, en prensa), pp. 99-100, así como The Varieties of Goodness, Londres, 1963, c. VIII.
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etc.) que pudieran tener lugar en tipos diferentes de contexto lingüístico (el caso, por ejemplo, del discurso tecnológico, político, legal, etc.). Para nuestros efectos nuevamente, consideraremos que todos esos verbos corresponden a un nivel de lenguaje equiparable al de nuestro «deber». De cuanto acaba de decirse se desprende que los quebraderos de cabeza proporcionados por la falacia naturalista desde hace un par de siglos largos no han afectado solamente a los filósofos profesionales. Afectan asimismo, por ejemplo, a los cultivadores de las ciencias sociales, tan pronto como éstos se preocupan por la aplicación práctica de sus resultados teóricos. Para decirlo en términos de Myrdal, estos últimos constituyen «pronósticos», en tanto sus aplicaciones se concretan en «programas»17. Ahora bien, los «pronósticos» son en definitiva juicios de hecho, en tanto los «programas» encierran juicios de valor o directrices normativas. El científico social se enfrenta en este punto con un arduo dilema, cuyos dos cuernos representan extremos igualmente indeseables. Pues, en efecto, si no hay modo de derivar un «debe» de un «es», tampoco lo habrá de fundamentar ninguna propuesta de orden práctico en premisas teóricas de carácter científico, con lo que la política social se vería irremisiblemente condenada al irracionalismo. Mas si, para evitar incurrir en la falacia naturalista, admitimos que las ciencias sociales han de albergar premisas normativas, abriríamos de par en par las puertas a la introducción de juicios de valor en su interior y, de este modo, arruinaríamos la misma posibilidad de una ciencia social18. Dejando a un lado el caso de las ciencias puras o formales, que no se ocupan de hechos, toda ciencia es una ciencia fáctica (pues la idea misma de una «ciencia normativa» no es sino una contradictio in adiecto). Pero, por otra parte, la política —aunque en sí misma sea un hecho y pueda, por lo tanto, ser objeto de investigaciones científicas— es siempre normativa 17 G. MYRDAL, Value in Social Theory (ed. P. Streeten), Londres, 1958, sección 3. Para una presentación de conjunto de los puntos de vista de Myrdal sobre esta cuestión, cfr. P. STREETEN, «Programas y pronósticos» (trad. cast. de G. García Passigli), Revista de Economía Política, mayo-diciembre 1958, pp. 482-521. 18 Un penetrante planteamiento de nuestro dilema en H. ALBERT, «Wertfreiheit als methodisches Prinzip. Zur Frage der Notwendigkeit einer normativen Socialwissenschaft», recogido en E. TOPITSCH (ed.), Logik der Sozialwissenschaften, Colonia-Berlín, 3.ª ed., 1966, pp. 181-210,
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por definición. Entre ciencia y política, por tanto, se da un hiato, que no es sino un trasunto de ese inquietante «gap between “is” and “ought”» que desde Hume viene mortificando a los filósofos morales. Y en tanto que esa brecha no se cierre de algún modo, el problema de la aplicación política de los pronósticos científicos o de la inspiración científica de los programas políticos seguirá siendo una «cuestión abierta» desde un punto de vista lógico. En honor a la verdad, hay que decir que los científicos sociales han sido a este respecto harto más avisados que muchos filósofos de profesión (el caso, por ejemplo, de los filósofos morales de vocación normativista). Para citar tan sólo el caso de la economía, teóricos de posiciones metodológicas ampliamente diversas —como lord Robbins o Milton Friedman— han prevenido contra el error de confundir y entremezclar ciencia económica y economía normativa19. Pero ahí está, por otra parte, la discusión en torno a la «economía del bienestar» para mostrar que la desazón provocada por la falacia naturalista no se ha acabado de apagar20. Por lo común, los economistas han acostumbrado a considerar problemas tales como el de la comparación interpersonal de las utilidades como el obstáculo filosófico más formidable para la construcción de la noción de «bienestar social». Pero el problema de la intercomparación no es demasiado preocupante desde el punto de vista de la filosofía actual21; y, en cualquier caso, resulta banal frente al obstáculo levantado por la falacia naturalista. De hecho, aquellas vías para la economía del bienestar que mejor o peor consiguieron eludir en su día la exigencia de la intercomparación, sobre la base por ejemplo del 19 L. ROBBINS, An Essay on the Nature and Significance of Economic Science, Londres, 2.ª ed., 1935, c. VI; M. FRIEDMAN, «The Methodology of Positive Economics», en Essays in Positive Economics, Chicago, 1953 (hay trad, cast. de este ensayo por E. Fuentes Quintana, en Revista de Economía Política, mayo-diciembre 1958, pp. 355-397). 20 Contrástense, por ejemplo, las posiciones de I. M. D. LITTLE, A Critique of Welfare Economics, Oxford, 2.ª ed., 1957, y E. J. MISHAM, «A Survey of Welfare Economics», The Economic Journal, 278, 1960, pp. 197-265, que abiertamente sostienen la inevitabilidad de la introducción de juicios de valor en la economía del bienestar, con las de Hla MYINT, Theories of Welfare Economics, 1948, y G. C. ARCHIBALD, «Welfare Economics, Ethics and Essentialism», Economica, 104, 1959, pp. 316-327, que confían en la posibilidad de depurar la «nueva economía del bienestar» de tales implicaciones evaluativas. 21 Cfr. a este respecto R. B. BRANDT, «The Concept of Welfare», en S. R. KRUPP (ed.), The Structure of Economic Science, Englewood Cliffs, N. J., 1965, pp. 257-276.
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principio del óptimo de Pareto o del principio de compensación de Kaldor, tropezaron inevitablemente en cambio con la fastidiosa falacia. Pues, en efecto, decir que «un cambio económico es deseable si nadie pierde con él y por lo menos alguien gana», o que «si es posible que el beneficiario de un cambio económico compense de sus pérdidas a los perjudicados por el mismo mientras conserva parte de sus beneficios, entonces dicho cambio es deseable», constituyen casos diáfanos de derivación indebida de un juicio evaluativo a partir de uno de hecho. (Precisamente fue la observación de que «lo deseable» es «lo que debe ser deseado» la que originó los célebres palmetazos de los filósofos analíticos a la filosofía moral de Mill)22. Y, en líneas generales, la construcción de refinadas «funciones de bienestar social» o cualquier otro tipo de recursos que los economistas ideasen se enfrentaría —a la hora de extraer conclusiones normativas— con la obstinada presencia de la falacia naturalista. Como hemos venido repitiendo con alguna insistencia, la falacia naturalista es una falacia lógica. En cuanto tal, únicamente una investigación de su lógica interna podría ayudar a resolver los múltiples problemas que plantea. Aquí no se persiguen, por supuesto, objetivos tan ambiciosos como todo eso. Podremos darnos, pues, por satisfechos si nuestro examen de la cuestión arroja alguna luz sobre la estructura del razonamiento moral que en ella se debate. Pero tal vez las conclusiones del presente trabajo, aun si exclusivamente referidas a la ética, pudiesen encontrar aplicación a otros dominios. 22 El locus clásico de la objeción a Mill en este punto son los Principia Ethica, c. III, A, 40. En nuestros días, no obstante, la crítica de Moore se halla sujeta a revisión, tendiéndose a exculpar al Mill filósofo moral de su presunta incursión en la falacia naturalista (cfr., por ejemplo, M. WARNOCK, op. cit., pp. 31 y ss.; A. MACINTYRE, A Short History of Ethics, N. York, 1966, pp. 239-240; así como J. NAVERSON, Morality and Utility, Baltimore, 1967, pp. 283-288). En cuanto al Mill economista, quizá resulte oportuno recordar que fue el primero en distinguir, mediante su bien conocida distinción de ciencia y arte de la economía política, entre juicios económicos de carácter fáctico y juicios económicos de carácter normativo sobre la expresa base de la «regla de Hume», si bien no siempre logró ser enteramente consecuente al aplicar esta última (cfr. sobre este punto Pedro SCHWARTZ, «La nueva economía política», Moneda y Crédito, 96, 1966, pp. 12 y 13, y La nueva economía política de John Stuart Mill, Madrid, 1968, pp. 184 y ss.).
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*** La trascendencia de estos aspectos lógicos de la cuestión es tan considerable que ha dado pie a Popper para escribir: «Quizás la más elemental e importante de las cuestiones de la ética sea una cuestión de índole puramente lógica. Me refiero a la imposibilidad de derivar reglas éticas no-tautológicas —imperativos, principios de conducta o comoquiera que podamos describirlas—a partir de enunciados de hechos. Tan sólo si tenemos bien presente este fundamental detalle lógico podremos empezar a plantearnos los genuinos problemas de la filosofía moral y apreciar toda su dificultad»23. Para atenernos a la caracterización humeana de la falacia naturalista —que Popper recoge en su versión de «la más elemental e importante de las cuestiones de la ética»—, nuestra pregunta ahora será: ¿cómo es posible derivar un «debe» a partir de un «es» fáctico? Pero, así formulada, la pregunta adolece de una tremenda vaguedad que dificulta cualquier intento serio de responder a ella. En efecto, ¿qué es lo que ha de entenderse allí por «derivar»? Como recordaremos, Hume matizó la índole lógica de tal «derivación» interpretándola como una deducción. Puesto que hemos partido de su formulación de la falacia, haremos bien en comenzar por esa interpretación. Es justamente esa interpretación, como veremos, la que convierte a la falacia en una fortaleza irreductible. Pues, en principio, la pregunta acerca de si un «debe» es deductivamente derivable a partir de un «es» fáctico sólo podría responderse con una negativa. Después de todo, «deducir» quiere etimológicamente decir «sacar de»; y, en la conclusión de un argumento deductivo, sólo será posible sacar de las premisas lo que se hallare previamente «contenido» en las mismas. Esta y no otra es la razón por la que la mayor parte de los filósofos morales consideran ilegítima —deductivamente ilegítima— la extracción de conclusiones morales a partir de premisas fácticas24. Algunos autores interpretan este usual aserto como si lo que se afirmase en él fuera la imposibilidad de que la conclusión de un argumento válido contenga términos (como el término «debe») no conteni23 K. R. POPPER, W. KNEALE y A. J. AYER, «What can Logic do for Philosophy?», Aristotelian Society Proceedings, Suppl. Vol. XXII, 1948, p. 154. 24 Véase, por ejemplo, P. H. NOWELL-SMITH, Ethics, Londres, 1954, p. 37.
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dos de antemano en las premisas. Es evidente que esto último únicamente rige para el caso de que por «argumento válido» se entienda «silogismo válido». En otros apartados de la lógica que la silogística categórica, sería posible introducir en la conclusión de un argumento válido términos que no hubiesen hecho antes acto de presencia en las premisas: el caso, por ejemplo, del argumento «Un andaluz es un español; luego un andaluz pobre es un español pobre». Pero ello no es motivo para renegar de la popular metáfora según la cual la conclusión de un argumento deductivo se halla «contenida» en las premisas; ni, en particular, obstaculiza la aplicación de esa metáfora a la crítica humeana de la falacia del «es» y el «debe». Pues Hume no habla de términos cualesquiera, sino de «relaciones» (esto es, de verbos). Y eso —a saber, la «relación de nuevo cuño» en que consiste el «debe» para Hume— es lo que no hay modo de extraer, a partir de premisas fácticas y mediante puras deducciones, como no sea por arte de magia25. En ocasiones, esto es cierto, podemos tropezar con argumentos que den la sensación de ejemplificar plausiblemente deducciones de normas a partir de juicios de hecho. Pero se tratará, invariablemente, de apariencias engañosas. Es lo que suele suceder, pongamos por caso, con la mayor parte de los argumentos morales de autoridad. Así, el argumento «La Iglesia proscribe el control artificial de la natalidad; luego un católico no debe recurrir al uso de anticonceptivos». Bajo semejante formulación, el argumento es falaz; y su aparente plausibilidad —para quienes realmente lo encontrasen plausible— únicamente podría obedecer a la actuación elícita de una premisa de tipo normativo, cuya explicitación daría lugar a un argumento correcto: «Si la Iglesia proscribe el control artificial de la natalidad, entonces un católico no debe recurrir al uso de anticonceptivos; la Iglesia proscribe el control artificial de la natalidad; luego un católico no debe recurrir al uso de anticonceptivos». Este argumento sería válido dentro de lo que Von 25 Véase a este respecto una adecuada interpretación de la «Hume’s Guillotine» en Max BLACK, «The Gap between “Is” and “Should”», The Philosophical Review, 406, 1964, pp. 165-181, cuyo trabajo constituye no obstante un intento desesperado de escapar a su hoja por una vía exclusivamente deductiva. Más abajo tendremos ocasión de extendernos sobre la insuficiencia de esta vía para dicho propósito.
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Wright llama una «lógica deóntica de las normas hipotéticas»26, en que cabría operar conjuntamente con juicios de hecho susceptibles de verdad o falsedad (enunciados) y prescripciones. Con ello, sin embargo, estaríamos muy lejos de haber tornado válido el argumento de autoridad originario, pues los dos argumentos son toto coelo diferentes entre sí. (Podríamos verlo claramente si, para nuestros efectos, prescindiésemos por un momento de la distinción entre enunciados y prescripciones. Para probar la validez del modus ponendo ponens —«Si p, entonces no-q; p; luego no-q»— en que consistiría entonces el segundo argumento, todo lo que tendríamos que hacer sería convertirlo en el enunciado condicional «Si (si p, entonces no-q) y p, entonces no-q» y asegurarnos de que éste es verdadero para todos los casos posibles. Mas ya que ello no ocurre con el enunciado condicional —«Si p, entonces no-q»— correspondiente al primer argumento, la inferencia «p; luego no-q» no sería válida ni aun en el caso de que premisa y conclusión constituyesen enunciados por igual.) Por lo que hace a nuestro problema —la deducción de una norma a partir de un juicio de hecho—, todo lo que habríamos conseguido es desplazarlo del primer argumento («La Iglesia proscribe...; luego un católico no debe...») a la primera premisa del segundo («Si la Iglesia proscribe..., entonces un católico no debe...») sin avanzar un solo paso en pro de su solución. Otros casos más complicados de aparentes deducciones de juicios con «debe» a partir de juicios fácticos son, en definitiva, tan inanes para nuestros propósitos como el anterior. Sea, a título de ejemplo, el argumento «Si se tolera el consumo de drogas por parte de la juventud, entonces aumentará la delincuencia juvenil; luego, si la delincuencia juvenil no debe aumentar, entonces no debe tolerarse el consumo de drogas por parte de la juventud». La sensación de plausibilidad procede, en este caso, de que nuestro argumento no es sino la transformación de un argumento perfectamente correcto: «Si se tolera el consumo de drogas por parte de la juventud, entonces aumentará la delincuencia juvenil; la delincuencia juvenil no debe aumentar; luego no debe tolerarse el consumo de drogas por parte de la juventud». De nuevo aquí, como antes, el «debe» de la conclusión se encuentra autorizado por la presencia de una premisa normativa en algún lu26
G. H. von WRIGHT, Norm and Action, cit., c. IX.
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gar del argumento, que sería ahora válido dentro de lo que Von Wright llama una «lógica deóntica de las normas categóricas»27. Mas de no concurrir esa premisa normativa, la conclusión —de nuevo como antes— habría sido imposible. En resumidas cuentas, pues, parece que no hay modo —deductivamente hablando— de derivar un «debe» de un «es» fáctico. La conciencia de dicha imposibilidad, junto con el deseo de preservar el carácter deductivo de la derivación de un verbo de otro, ha llevado a algunos autores a tratar de debilitar la distinción entre «es» y «debe». Ya que no es fácil deshacer el nudo de la falacia naturalista —parecen decirse—, tratemos por lo menos de aflojarlo28. Consideremos, por ejemplo, el siguiente argumento: «A desea vivir en paz con B, a quien adeuda una cierta suma de dinero; el único modo de que A viva en paz con B es que A cumpla su promesa de devolver a B el dinero; luego A debe cumplir su promesa de devolver el dinero a B.» La primera premisa del argumento es una premisa descriptiva, que nos informa del deseo de A de vivir en paz con B, añadiendo la mención de una circunstancia que pudiera obstaculizar la satisfacción de ese deseo. Ninguna duda, pues, en cuanto a su carácter de premisa fáctica. La segunda premisa presenta, en cambio, un cierto carácter híbrido de evaluación y descripción. Por una parte, envuelve un matiz evaluativo: la estimación de cuál sea el mejor modo de convivir con nuestros acreedores. Pero, por otra parte, lo que se hace en ella es describir aquella evaluación. Cabría pensar, por tanto, que contamos con sobrado fundamento para considerarla una premisa descriptiva y, consiguientemente, fáctica. Aunque como —después de todo— también es de algún modo una premisa evaluativa, estaríamos en situación de derivar (¡por deducción!) a partir de ella la conclusión del argumento, cuyo carácter evaluativo no admite en cambio duda. El 27
G. H. von WRIGHT, Norm and Action, cit., c. VIII. El artículo de Max Black citado en la precedente nota 25 es buena muestra de esta actitud. Un objetivo afín parece perseguirse en el trabajo de J. R. SEARLE, «How to Derive “Ought” from “Is”», The Philosophical Review, 407, 1964, pp. 43-58 (recogido en Ph. FOOT [ed.], Theories of Ethics, cit.); el artículo de Searle, que aquí no se discute expresamente, ha sido comentado por J. y J. THOMSON, «How not to Derive “Ought” from “Is”», The Philosophical Review, 408, 1964, pp. 512-516. 28
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esqueleto, pues, del argumento vendría a ser más o menos éste: premisa netamente descriptiva, premisa descriptivo-evaluativa, conclusión netamente evaluativa. Pero su punto débil radica, justamente, en el eslabón intermedio, donde el carácter híbrido de la segunda premisa resulta más que sospechoso. En otros tiempos, habría sido sencillo zanjar la ambigüedad en dos palabras: una premisa es fáctica o normativa; si lo primero, la deducción de una conclusión normativa es incorrecta; si lo segundo, tal deducción es obligada puesto que la premisa es normativa. Pero lo que hoy comienza a discutirse es, justamente, que la citada distinción entre lo «fáctico» y lo «normativo» sea tajante. El ataque se centra, a este respecto, sobre la distinción entre lo «descriptivo» y lo «evaluativo» que le sirve de base29. Y lo que se pretende es demostrar que la tan debatida transición entre «es» y «debe» podría ser gradual, más bien que un salto brusco. Para volver a nuestro ejemplo, los juicios «El único modo de que A viva en paz con B es que A cumpla su promesa de devolver a B el dinero» y «A debe cumplir su promesa de devolver el dinero a B» se insertarían en un continuo, cuyo extremo inicial podría ocuparlo la predicción «Cuando A cumpla su promesa de devolver a B el dinero, podrá vivir en paz con él» y cuyo extremo terminal podría ocuparlo el imperativo «Cumpla A su promesa de devolver el dinero a B». De uno a otro extremo, cabría entonces registrar un progresivo desplazamiento de propiedades tales del lenguaje como su capacidad de reflejar adecuadamente la realidad a propiedades tales como su capacidad de incitación con vistas a la acción (cuando la primera fuese máxima, la se29 J. L. AUSTIN ha sido, sin duda, la voz más autorizada de cuantas se han levantado, dentro de la última filosofía lingüística, contra la dicotomía entre lo «normativo» o lo «evaluativo», por un lado, y lo «fáctico» o «descriptivo» por otro (cfr. How to Do Things with Words, cit., p. 148). No es, pues, extraño que su influjo se haga sentir con fuerza en los trabajos de Black y Searle antes citados: en el primero a través de la distinción entre expresiones «constatativas» y «ejecutivas» y, en el segundo, mediante la más evolucionada interpretación de la descripción y la evaluación como dos diferentes géneros o grados de «fuerza ilocucionaria» de ciertos actos lingüísticos (cfr. también sobre este punto J. SEARLE, «What is a Speech Act?», en Max BLACK (ed.), Philosophy in America, Londres, 1965, pp. 221-239). Acerca de la repercusión de la nueva teoría austiniana del lenguaje para el problema que nos ocupa, cfr. Ph. FOOT (ed.), op. cit., Introducción, pp. 10 y ss.
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gunda sería mínima y viceversa; pero, por lo demás, habría entre ellas una fundamental continuidad y no un abismo). Ahora bien, lo malo de este abismo entre lo «fáctico» y lo «normativo» es que no lo ha abierto una determinada teoría del lenguaje, como la que pudiera descansar en la distinción entre lenguaje descriptivo y lenguaje evaluativo. Si así fuera, una teoría del lenguaje que mitigara dicha distinción podría, en efecto, contribuir a fundamentar la posibilidad de derivar de un «es» un «debe». Pero si se interpreta esa derivación como una deducción, será entonces la lógica deductiva —que no entiende gran cosa de sutilezas lingüísticas— la que se encargue de impedir que pueda nadie franquear el abismo. Y aquí sí que no caben subterfugios: un juicio es susceptible de verdad o falsedad o no lo es; si lo primero, sólo cabrá inferir del mismo juicios de hecho; si lo segundo, sólo podrá ser inferido de otro juicio no-fáctico. El argumento que nos servía de ejemplo, por lo tanto, sólo podrá considerarse deductivamente válido si la segunda premisa, «El único modo de que A viva en paz con B, etc.», se interpreta como una premisa normativa. En cuyo caso, sería incluso posible hacernos cargo del carácter lingüísticamente híbrido de la misma, que habría de achacarse a su condición de «norma hipotética», esto es, de juicio que combina en su interior un enunciado y una prescripción: «Si A desea vivir en paz con B, entonces A debe cumplir su promesa de devolver a B el dinero.» La lógica deductiva, por lo tanto, no nos permite deshacer el nudo de la falacia naturalista, ni aflojarlo, ni mucho menos cortarlo gordianamente haciendo caso omiso de sus reglas. Ahora bien, si todo lo que un enfoque puramente deductivista del razonamiento moral trajese consigo fuera, como hasta aquí, el reconocimiento de que la falacia naturalista es una falacia deductivamente hablando, haría tiempo que la cuestión habría sido archivada como una de tantas curiosidades de la historia de la ética. Si no ha ocurrido así, es menester buscar la explicación. Y acaso ésta pudiera ser la inconfortable sensación que nos produce el no poder justificar nuestros principios morales mediante puras deducciones. La deducción juega, por descontado, un importante papel en esa justificación. Así, quien deseara justificar el juicio moral «A debe cumplir su promesa de devolver el dinero a B» podría tratar de deducirlo de otro juicio moral de orden superior, como «Toda promesa hecha a otra persona debe ser cumplida», con ayuda de
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la premisa «A prometió a B devolverle el dinero». A su vez, dicho juicio moral podría ser justificado deduciéndolo de otro juicio moral de rango aún más alto, etcétera. ¿Pero qué quiere decir «etcétera»? Por supuesto que no «y así, hasta el infinito». Yo puedo deducir la norma «Debe hacerse X» (o el juicio de valor «X es bueno») de la norma «Debe hacerse Y» (o el juicio de valor «Y es bueno»), y ésta a su vez de otra, etcétera. Pero, a la postre, tendría que llegar a algún principio último —como «Debe hacerse Z» (o «Z es bueno»)— que no cabría ya deducir de ningún otro si de veras se trata de un «principio último» o supremo. En estas condiciones, alguien podría apuntar tal vez que la justificación de «Debe hacerse X» (o «X es bueno») ha quedado en el aire por completo, ya que en definitiva pende de un principio reconocido sin ambages como injustificable. La pregunta que surge, en ese caso, es si no habría otros caminos —al margen de la pura deducción— para la justificación de nuestros principios morales. Y la vitalidad del interés por la falacia naturalista podría explicarse, entonces, en virtud de la confluencia de esa pregunta con esta otra: ¿no sería acaso posible la derivación de un «debe» a partir de un «es» por una vía nodeductiva? Después de todo, hay otros tipos de razonamiento —como el inductivo— en que también la conclusión encierra algo no contenido de antemano en las premisas: así, cuando de una pluralidad de enunciados particulares extraemos una ley general. Sin duda, la imperfección de las argumentaciones inductivas —que no pretenden implicar sus conclusiones sino a lo sumo acreditarlas de algún modo— podría hacernos desconfiar de ellas para ciertos propósitos o, por lo menos, preferir en tales casos las argumentaciones deductivas. Pero sería evidentemente trivial considerar falaz a la inducción por no ser deducción, pues esto es algo que se sigue de la propia definición de la «inducción»30. Algo muy semejante podría ocurrir con el razonamiento moral. Quizá cabría objetar que la falacia naturalista no dejará de ser una falacia «lógica» aun si se encuentra alguna vía no-deductiva para pasar de un «es» a un «debe». Pero todo dependería en dicho caso de lo que se desee entender por «lógica». Lo más normal —y acaso lo más aconsejable— es 30
Véanse, en este punto, las observaciones de P. F. STRAWSON sobre el razonamiento inductivo en Introduction to Logical Theory, Londres, 1952, c. IX, pp. 233 y ss.
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reservar la denominación de «lógica» para el estudio del razonamiento deductivo, esto es, aquel en cuyas argumentaciones las conclusiones obtenidas lo son por deducción. Se podría entonces dar satisfacción a los puristas de la lógica hablando, en lugar de ésta, de «teoría del razonamiento». Al fin y al cabo, lo que toda argumentación persigue —cualquiera que sea su índole— es dar razones válidas (good reasons) para aceptar la conclusión a que se llega en ella. Aun si las reglas de procedimiento con que se cuenta a estos efectos pudieran diferir de uno a otro tipo de razonamiento, el objetivo final sería común a todos ellos31. Volviendo a nuestro problema, se trata ahora de examinar qué clase de razones podrían justificar, esto es, hacer aceptable, la conclusión de una argumentación moral. Cuando antes preguntábamos por qué A está obligado a cumplir lo prometido a B y se nos respondía alegando la norma más general de que las promesas deben ser cumplidas, podríamos llamar a ésta una razón normativa en apoyo del primer juicio moral. Pero nuestra pregunta también podría haber sido contestada: «Porque saldar su deuda permitirá a A vivir en paz con B», en cuyo caso habríase alegado una razón fáctica en apoyo del citado juicio. La diferencia entre una «razón normativa» (norma que justifica a una norma) y una «razón fáctica» (juicio de hecho que justifica a una norma) vendría a ser ésta: la justificación por medio de razones normativas es siempre deductiva, la justificación por medio de razones fácticas no lo podría ser nunca. La distinción entre ambos tipos de razones es algo que debemos a los naturalistas clásicos, pero su uso de la 31 Para las conexiones entre lógica stricto sensu («lógica deductiva») y «teoría del razonamiento» en general (incluida, dentro de ella, la «lógica no-deductiva»), cfr. R. B. ANGELL, Reasoning and Logic, N. York, 1964, C. I, esp. pp. 41 y ss. Por lo demás, parece ocioso recordar que la expresión «good reasons» reviste en este contexto un sentido técnico bastante concreto, que nada tiene desde luego que ver con ningún género de evaluación moral (para su traducción por medio de la expresión «razones válidas», véase mi trabajo «Ética, lógica y metafísica», Aporía, 9, 1967, pp. 5-28; cap. I de este libro). La presente contribución pretende hallarse inserta en lo que se conoce hoy bajo el nombre de «good-reasons approach» a la teoría ética —representado, entre otros autores, por Stephen TOULMIN, An Examination of the Place of Reason in Ethics, Cambridge, 1950 (hay trad. cast. de F. Ariza, Madrid, 1954), y Kurt BAIER, The Moral Point of View, Ithaca, N. York, 1958—, aunque también aspira a verse libre de las implicaciones neoutilitaristas que lastran buena parte de la producción incluida en esa orientación.
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misma por parte de estos últimos ha sido desafortunado. El ejemplo que acaba de citarse de justificación por medio de razones fácticas podría servir, como veremos enseguida, de ilustración de semejante falta de fortuna. Si quisiéramos expresar aquella distinción en los términos del naturalismo clásico, podríamos distinguir entre lo que cabría llamar la consideración axiológica o deontológica de la justificación moral (aquella consideración en virtud de la cual los juicios morales sólo pueden justificarse a partir de otros juicios morales, esto es, de nuevos juicios de valor o nuevas normas) y lo que cabría llamar su consideración teleológica (aquella consideración en virtud de la cual los juicios morales podrían justificarse mediante juicios de hecho, como el que afirma que tal acto produce esta o la otra consecuencia: en líneas generales, llamamos «fin» ex ante a lo que ex post llamamos «consecuencia»). El naturalismo clásico constituye un ejemplo típico de adhesión a semejante consideración teleológica de la justificación moral. Así, el juicio de valor «X es bueno» o la norma «Debe hacerse X» podrían justificarse de esta suerte: «X es bueno, o debe hacerse, porque produce C». ¿Pero qué es lo que habríamos ganado, en realidad, con semejante giro teleológico? La objeción fatal que surge ante la pretensión naturalista en este punto es que siempre cabría preguntarnos si dicha consecuencia es una buena consecuencia o consecuencia que debe perseguirse32. Por ejemplo, cuando antes se intentaba justificar una determinada conclusión moral —como la de que A debe cumplir lo prometido a B— por medio de una razón fáctica, como la de que así podrá vivir en paz con él, cabría objetar que esa razón sólo sería aceptable si se admite el principio de que la convivencia entre los hombres es deseable. O, con otras palabras, que siempre evaluamos nuestros fines cuando los aducimos como razón de nuestros actos. Y, en general, la evaluación parece ineliminable del razonamiento moral. Tal sensación, sin duda, se agudiza cuando se llega al techo de la justificación de nuestros principios morales. Por lo común, estos principios se organizan en códigos morales regidos por algún principio último (o una serie de tales principios). 32 Dicha objeción puede entenderse como una reformulación a este nivel del fatídico argumento («open question» argument) de MOORE contra el naturalismo en sus Principia Ethica, c. I, B, 13.
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Desde él (o desde ellos) se justifican todos los demás principios integrados en el código. Así, cuando un utilitarista nos diga que una norma moral — como la de cumplir nuestras promesas— se justifica por sus consecuencias, entendiendo por tal su capacidad de promover el bienestar, se limita a tomar como premisa el principio que inspira su propio código moral, esto es, el principio según el cual la utilidad es el fin último de la vida moral. Pero un antiutilitarista, o por lo menos no-utilitarista, sostendría tal vez que las promesas deben continuar siendo cumplidas aun cuando no promuevan el bienestar, sobre la base de que la educación que ha recibido le enseña a valorar la fidelidad a la palabra dada como lo más alto o de que la religión que profesa o la voz de su conciencia así se lo prescriben. Ahora bien, si el principio de utilidad es tan evaluativo como lo pueda ser cualquiera de estos otros, ¿qué hay de la pretensión naturalista de derivar de un «es» un «debe» a través de la justificación de nuestros principios morales por medio de razones fácticas? En este punto estriba, justamente, el fracaso del naturalismo clásico, capitaneado por el utilitarismo. Al decir que algo debe hacerse porque es útil, la razón aducida —aun si en sí misma constituye un juicio de hecho— sólo vendría a surtir su efecto justificatorio por descansar en una evaluación positiva de la utilidad. En cuyo caso, ni tan siquiera habría habido ocasión de incurrir en la falacia naturalista, esto es, de transitar del lenguaje fáctico al lenguaje evaluativo. Simplemente, no habríamos salido de este último. Pero, una vez más, ¿es eso todo? Si así fuera, todo nuestro problema habría constituido un inútil rompecabezas. Y no valdría la pena seguirse interesando por tender puente alguno entre «es» y «debe». El fracaso del naturalismo clásico, sin embargo, no nos debe desanimar si lo que pretendemos es extraer algunas conclusiones acerca de la auténtica estructura del razonamiento moral. Pues es posible que ese puente requiera ser tendido a distinto nivel de donde lo intentó el naturalismo clásico. *** Veíamos hace un momento cómo, según el código moral en que nos instalásemos, cabría aducir razones diferentes —tantas cuantos principios últimos de aquellos códigos— para justificar la norma o el principio de que
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deben cumplirse las promesas. Ahora bien, las razones aducidas no eran razones cualesquiera. Son razones que aspiran a ser consideradas como válidas. Más aún, aspiran a ser consideradas como tales no sólo dentro de un determinado código moral, sino asimismo fuera de éste. Con otras palabras, aspiran a ser consideradas como universalmente válidas. Es éste un rasgo característico del razonamiento moral, que cabría apreciar más claramente si del estadio de las justificaciones generales descendiésemos por un momento al de las justificaciones concretas de nuestras opiniones morales. Si yo aduzco la razón R en apoyo de mi opinión de que la guerra es moralmente injusta, aspiraré a que dicha razón R sea considerada como válida no sólo por los pacifistas sino por todo el mundo, incluidos los fabricantes de equipamiento bélico o los jefes de los Estados Mayores militares. Lo que sucede es que, probablemente, sería difícil que unos y otros la admitiesen como válida por igual. Algo análogo acontece con los principios últimos que figuran a la cabeza de los diversos códigos morales. Todos aspiran a gozar de validez universal, por más que sea cierto que ninguno de ellos lo consigue. Lo que, en definitiva, no nos debe extrañar si todos ellos son igualmente evaluativos, pues toda evaluación puede contrarrestarse con otra evaluación de signo opuesto. Ahora bien, ¿se sigue de ahí que todos los principios últimos se hallen a la par desde el punto de vista de la justificación moral? De ser así, no se trataría sólo de que ningún principio consiga colmar de hecho su aspiración a ser considerado como universalmente válido. Es que ni tan siquiera podría aspirar a conseguirlo. Dicho con otras palabras, no se trataría sólo de una imposibilidad práctica, sino de un imposible teórico. ¿Pero se puede sostener que ni en teoría haya principios últimos que nos ofrezcan las razones más válidas (best reasons) para justificar el resto de nuestras convicciones morales? ¿Acaso no es posible la preferencia racional entre diversos códigos morales? Cabría, sin duda, responder que dicha preferencia es imposible y no hay que dar más vueltas al asunto. Pero las consecuencias a extraer de semejante afirmación son insatisfactorias. Por lo pronto, y de acuerdo con las mismas, no habría modo de explicar ciertos fenómenos bien conocidos de la vida moral. Consideremos dos a título de ejemplo. El primero de ellos es el de la controversia moral. Si todos los principios últimos se hallasen a la par en cuanto a su poder de justifica-
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ción, ¿qué objeto tendría la controversia moral? Podríamos, desde luego, cultivarla, ya sea con la esperanza de persuadir retóricamente a nuestro interlocutor para que adopte nuestros principios, o simplemente por pasar el rato. Pero la discusión carecería, en última instancia, de sentido. Otro fenómeno difícil de explicar, bajo tales supuestos, sería el del progreso moral. Una comparación de los códigos morales vigentes en las sociedades actuales con los códigos morales vigentes, en esas mismas sociedades, en épocas pretéritas parece evidenciar un cierto progreso (se estiman ciertas cosas —como la libertad de pensamiento— que antes se condenaban, y se repudian otras — como el trabajo esclavo— que antes se toleraban). Por descontado, esas estimaciones y repudios —como los códigos morales mismos que las albergan— son, en definitiva, evaluaciones. Pero si los principios últimos que inspiran dichos códigos se hallasen a la par en cuanto a su poder de justificación, ¿qué sentido tendría hablar de progreso? No sólo no se podría calibrar el progreso moral respecto del pasado, sino —lo que aún es más— tampoco habría modo de calibrar la situación presente respecto de posibles metas morales del futuro. Todo esto hace pensar que la noción de «preferencia racional» entre diversos códigos morales no puede despacharse a la ligera. Nuestra pregunta, pues, es ésta: ¿bajo qué condiciones es posible la preferencia racional entre diversos códigos morales? Al hablar de las condiciones de posibilidad de una preferencia racional —en ética o cualquier otro dominio— sería preciso distinguir entre lo que cabría llamar condiciones intrínsecas y extrínsecas de la misma33. En el primero de los casos, consideramos que la preferencia se halla ya constituida (que yo prefiero X, por ejemplo, más bien que Y o Z) y pasamos a preguntarnos bajo qué condiciones le sería atribuible la racionalidad. En el segundo de los casos, nos interesa en cambio la comparación (como cuando comparo, por ejemplo, X, Y, Z) que permite la constitución de la preferencia, preguntándonos, por así decirlo, por las condiciones de racionalidad de esa comparación. La distinción entre ambas consideraciones, «intrínseca» y «extrínseca», de la pre33 La terminología, aunque no exactamente su sentido, procede de la distinción de VON WRIGHT entre preferencias «intrínsecas» y «extrínsecas» en The Logic of Preferente, Edimburgo, 1963 (hay trad. cast. de R. J. Vernengo, Buenos Aires, 1967), s. V.
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ferencia racional es sumamente importante, pese a lo cual se tiende de ordinario a pasarla por alto. Pero la mejor prueba de que no cabe confundirlas es que uno y otro tipo de condiciones de racionalidad requieren de investigación por separado. El estudio de las condiciones intrínsecas de la preferencia racional sería asunto de lo que Von Wright llama la «lógica prohairética» o lógica de la elección preferencial34: así, para que una preferencia pueda considerarse racional tendrá que ser con toda seguridad asimétrica (si yo prefiero X a Y, no puedo preferir al mismo tiempo Y a X), probablemente transitiva (si yo prefiero X a Y e Y a Z, sería cuando menos anómalo que prefiriese al mismo tiempo Z a X), etc. Si «X», «Y», «Z» designasen ahora códigos morales, sabríamos bien cuándo y cómo considerar (intrínsecamente) racional nuestra preferencia por uno u otro de ellos. La determinación de las condiciones extrínsecas de dicha preferencia racional es, en cambio, asunto considerablemente más arduo. Para ceñirnos exclusivamente al caso de la ética, no hay de hecho acuerdo unánime entre los filósofos morales que se han ocupado de la cuestión. Se puede, ciertamente, sostener que la aplicación del decisivo calificativo de «racional» a mi preferencia entraña algo más que la simple coherencia, o «racionalidad intrínseca», en el mantenimiento de la misma por mi parte. Pero la determinación de ese «algo más» —esto es, la determinación del contenido material de la «racionalidad extrínseca» de una preferencia— parece tropezar con dificultades insuperables. Un psicólogo que definiera operativamente la preferencia en términos de elección, podría decirnos que una conducta es racional cuando el sujeto elige la mejor alternativa de entre las que se le presentan en un instante dado, lo que implica en cualquier caso alguna ordenación evaluativa de esas alternativas35. Pero si las alternativas en cuestión fuesen los códigos morales X, Y, Z, eso querría decir que no es posible preferir racionalmente entre los mismos más que desde otro código moral. Hay, sin embargo, un modo de esquivar tal conclusión en lo que a la ética concierne.
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Op. cit., s. VIII. Cfr., por ejemplo, W. EDWARDS, «The Theory of Decision Making», en W. EDWARDS y A. TVERSKY (eds.), Decision Making, Middlesex-Baltimore, 1967, p p. 14 y ss. 35
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Consistiría, a saber, en identificar las condiciones extrínsecas de la preferencia racional entre diversos códigos morales con lo que se podría llamar las «condiciones de universalidad» de los principios últimos que inspiran dichos códigos. Kant intuyó ya este recurso cuando, en conexión con el problema de la objetividad o intersubjetividad de nuestras máximas morales, advirtió que una máxima sería objetivamente válida si resultase válida no para tal o cual sujeto —en cuyo caso, su validez sería puramente subjetiva— sino «válida para todo ser racional»36. Decir tal es lo mismo que decir que aquella máxima alcanzaría a convertirse en efectivamente universal si, y sólo si, todos los sujetos morales fuesen de hecho racionales. Lo que permitiría determinar indirectamente qué sea un sujeto moral racional (o, para nuestro caso, capaz de preferir racionalmente) determinando bajo qué condiciones serían universalizables sus principios morales (o, para nuestro caso, su preferencia por este o aquel código moral). Este es, precisamente, el curso que han seguido los más recientes intentos de caracterizar la noción de «preferencia racional», en el sentido extrinsecista del vocablo que aquí nos interesa, desde el punto de vista de la ética. Para nuestros propósitos, podríamos adoptar los criterios de racionalidad propuestos por Paul Taylor, que gozan de una amplia aceptación entre otros autores37. Según Taylor, cabría decir que nuestra preferencia por un código moral determinado es (extrínsecamente) racional cuando, primero, sea suficientemente libre; segundo, sea suficientemente informada; tercero, sea suficientemente imparcial. Pues, en efecto, mi preferencia por X sobre Y o Z sólo podría aspirar a ser universalmente compartida por el resto de los sujetos morales si, primero, no se halla externa o internamente constreñida en absoluto; segundo, descansa en un conocimiento exhaustivo de las alternativas a preferir; tercero, se halla enteramente desligada de intereses particulares o prejuicios. Podríamos concluir, pues, que si mi preferencia satisficiese tales condiciones, sería racional. 36
KANT, Grundlegung zur Metaphysik der Sitten, Sección I. Para un tratamiento al día de la problemática ética de la «universalizabilidad», véase M. C. SINGER, Generalization in Ethics, Londres, 1963. 37 P. W. TAYLOR, Normative Discourse, Englewood Cliffs, 1961, pp. 164 y ss. Una concisa vulgarización de los criterios de Taylor puede encontrarse, por ejemplo, en J. HOSPERS, Human Conduct, N. York, 1961, s. 28 (hay trad. cast. de J. Cerón, Madrid, 1964).
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La precedente formulación hipotética es obligada en nuestro caso porque, por descontado, las mencionadas condiciones son condiciones ideales, que nunca se darían en la práctica: ¿cómo podría yo estar seguro de la suficiencia de mi libertad, mi información y mi imparcialidad a la hora de preferir X a Y o Z? Mas supongamos que alguien considerablemente más capaz y afortunado que yo, a quien podríamos llamar el preferidor racional P, consiguiese ejercer su preferencia en semejantes condiciones ideales. Como se acaba de apuntar, la preferencia de P sería lo único capaz de universalizar efectivamente los principios últimos de un código moral dado, ya que las condiciones que determinan la racionalidad de la primera son asimismo condiciones necesarias para la universalidad de los segundos. (No son, no obstante, condiciones suficientes de universalidad; pues, en efecto, pudiera darse el caso de otro preferidor —llamémosle Q— que, aun convencido de la racionalidad de la preferencia de P, prefiriese no obstante de manera diferente que este último.) En cualquier caso, P sería el único preferidor capaz de ofrecernos las razones más válidas —en sentido superlativo— para optar entre X, Y o Z. Y, por más que los principios últimos de cada uno de esos códigos aspirasen a ser considerados más válidos que los restantes, sólo los de uno de ellos —a saber, el racionalmente preferido o preferido por P— merecerían tal consideración. Pero, como nosotros ya sabemos, la atribución de validez a esos principios entraña siempre alguna evaluación: por ejemplo, la consideración del principio de utilidad como un principio válido presupondría la positiva evaluación del código utilitarista. Si el código preferido fuese X, la atribución de validez a sus principios últimos presupondría también la positiva evaluación de X. Podríamos, en tal caso, decir que X es preferible a Y o Z. Ahora bien, imaginemos que alguien nos pregunta por qué X es preferible a Y o Z. ¿Qué otra respuesta cabría dar sino la de que ha sido racionalmente preferido o preferido por P? En cuyo caso, estaríamos pasando del lenguaje fáctico («X es preferido por P») al lenguaje evaluativo («X es preferible»), puesto que «preferible» es «lo que debe ser preferido». ¿Sería ilegítimo este paso que se desprende del análisis de la noción de «preferencia racional»? De acuerdo con lo que se dijo más arriba, la afirmación «X debe ser preferido porque es preferido por P» podría considerarse falaz —esto es, incursa en la falacia naturalista— por dos motivos principales. El primero
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de ellos consistiría en la suposición de que apoyar el juicio evaluativo «X debe ser preferido» mediante el juicio fáctico «X es preferido por P» equivale a derivar deductivamente el primero de esos juicios a partir del segundo. Pero nosotros ya sabemos que esa suposición no es obligada en el contexto del razonamiento moral, donde el «porque» de «X debe..., porque X es...» no equivale necesariamente al «luego» deductivo de «X es..., luego X debe...». La equivalencia se daría solamente en el caso de las antes llamadas «razones normativas», mas no en el de las llamadas «razones fácticas». El segundo motivo provendría de la sospecha de que toda justificación de un juicio evaluativo por medio de una razón fáctica, como en el caso de «X debe..., porque X es...», se halla a su vez transida de evaluación. Cabría alegar, así, que la justificación de «X debe ser preferido» mediante la razón «(Porque) X es preferido por P» o, lo que es lo mismo, «(Porque) X es racionalmente preferido» sólo sería posible sobre la base de una positiva evaluación de la racionalidad de la preferencia. Pero, en nuestro caso, no hemos evaluado la preferencia racional. Nos hemos limitado, simplemente, a caracterizarla, estipulando las condiciones que la hacen posible. (Y, por supuesto, cabría ofrecer caracterizaciones diferentes de la noción de «preferencia racional» sin que por ello se alterasen sustancialmente —siempre que fuese conservada la correlación entre aquélla y la noción de «universalidad»— los términos de la cuestión que nos ocupa.) Es cierto que cabría —como se anticipaba hace un momento— que Q no prefiriese X, sino Y, pese a su convicción de que X constituye la preferencia racional de P. Pero no hay que pensar que, en dicho caso, Q esté prefiriendo la irracionalidad a la racionalidad. Estaría, tan sólo, prefiriendo Y irracionalmente. De la misma manera, cuando consideramos a X preferible por haber sido racionalmente preferido tampoco estamos prefiriendo la racionalidad. Estamos simplemente sosteniendo que, de entre los diversos códigos morales existentes o posibles, habrá uno que sea preferible a los restantes y ése sería el preferido en el supuesto de la preferencia racional. Mas nada hay de falaz en esta conclusión a que nos ha llevado nuestro examen de la llamada «falacia naturalista», que —por lo menos a este nivel de razonamiento moral— parece estar pidiendo un cambio urgente de denominación. Que la denominación de «falacia» resulte inapropiada en este caso no excluye, como vimos, que haya otros modos de pasar de un «es» a un «de-
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be» a los que sea aplicable dicha denominación con absoluta propiedad. Este era el caso del naturalismo clásico, de cuyo acierto o desacierto podría juzgarse ahora bajo una nueva luz. El saldo positivo del naturalismo clásico, y especialmente de su consideración teleológica de la justificación moral, hay que buscarlo en su abierta oposición a toda ética metafísica, como la que las consideraciones axiológica o deontológica rivales pudieran propiciar en ocasiones. Quienes sostengan, por ejemplo, que no cabe aducir juicios de hecho para justificar nuestros principios morales —esto es, nuestras normas supremas o nuestros supremos juicios de valor— podrían tal vez sentir la tentación de interpretar la imposibilidad de derivar unos de otros como el trasunto lógico de una distinción ontológica entre hechos y valores, o entre el reino del ser y el del deber ser. No es históricamente cierto, desde luego, que todos los partidarios de la consideración axiológica o deontológica de la justificación moral hayan tenido que asentir a semejante interpretación ontológica de la distinción entre un «es» fáctico y un «debe» o un «es» valorativo; pero sí es cierto, por lo menos, que muchos de ellos sucumbieron a la tentación de hacerlo así38. Mas si se admite que nada es bueno ni obligatorio por sí mismo sino sólo en razón de sus consecuencias, tal y como los partidarios de la consideración teleológica lo propugnan, ello equivaldría a admitir la posibilidad de incardinar valores y deberes en los fines que asignamos a nuestros actos, apeándolos así de su supuesta trascendencia. La ontología subyacente a la ética naturalista sería a su vez, por consiguiente, una ontología naturalista, libre de contaminación de toda suerte de metafísica trascendente. Pero el error del naturalismo clásico estriba en suponer que los fines vigentes dentro de un código moral determinado
38 La asepsia ontológica de los intuicionistas anglosajones, especialmente si se mueven —como Moore— en un contexto más o menos analítico, parece hallarse fuera de toda duda razonable (aunque tal vez cabría añadir a este respecto que la asepsia no basta para curar posibles padecimientos ontológicos de una teoría, como la de las «cualidades no naturales», que acaso sean congénitos). Otros intuicionismos éticos —como el de los filósofos morales alemanes de inspiración más o menos fenomenológica— han sido, en cualquier caso, menos cautos, patentizando hasta la ostentación sus compromisos ontológicos (un buen ejemplo de ello podría ser la teoría objetivista de los «valores» de Nicolai HARTMANN, Ethik, 2.ª ed., Berlín-Leipzig, 1935).
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—lo preferido, diríamos, dentro de dicho código— coincidirían sin más con lo absolutamente preferible. Esto es lo que, en rigor, no puede hacerse sin incurrir en la falacia naturalista, salvo que el código en cuestión fuese efectivamente objeto de nuestra preferencia racional. Pero —aquí surge la pregunta que antes nos formulábamos—, ¿quién podría estar seguro de que su propia preferencia sea sin más absolutamente racional? Por regla general, nosotros preferimos en condiciones muy distintas de las que aseguraban el supuesto de la racionalidad ética; esto es, lo hacemos faltos de suficiente libertad, información e imparcialidad. Nadie puede atribuirse, por lo tanto, la posición privilegiada del «Preferidor Racional» de nuestra hipótesis. Para volver una vez más al caso paradigmático del utilitarismo, el utilitarista considera deseables aquellas consecuencias de los actos humanos que en su opinión desea la gente, como sucede con la promoción del bienestar. Pero la gente —lo estamos viendo cada día en nuestro propio mundo occidental, especialmente entre las jóvenes generaciones— no siempre desea de hecho el bienestar, ya sea el del individuo o incluso el de la colectividad, anteponiendo a este último otros fines como podrían ser, por ejemplo, la integración solidaria de la sociedad o la igualdad entre sus miembros. Esta última alusión puede servir para advertirnos de que la preocupación por abstractas cuestiones relativas al razonamiento moral no es totalmente ajena a los problemas que moralmente nos acucian en el aquí y ahora en que vivimos. Pero si, como ya hemos concedido, nadie puede erigirse en el «preferidor racional» en sí y por sí, cabría con todo preguntarse: ¿para qué hablar, por consiguiente, de esa hipotética «racionalidad» en que coincidirían lo preferido y lo preferible, el «es» y el «debe» de nuestras preferencias morales? Hay por lo menos una razón de índole teórica para tomar en cuenta dicha hipótesis. Y es que ese límite ideal en que consiste la preferencia racional juega un papel regulativo, en relación con nuestros códigos morales, comparable al jugado por la «verdad objetiva» respecto de nuestras teorías científicas. Cuando dos o más teorías científicas compiten entre sí, nunca podríamos estar absolutamente seguros de que una de ellas acapare sin residuo la condición de verdadera. Mas no por ello hay que pensar que su aspiración a la verdad constituya un empeño inútil, ni estamos obligados a adherirnos a una interpretación abiertamente conven-
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cionalista de la ciencia39. Lo que se impone es, simplemente, tolerar y fomentar el libre juego de teorías contrapuestas y someter al mismo tiempo a crítica constante las teorías ajenas y las propias. Exactamente lo mismo rige en caso de conflicto entre diversos códigos morales, cuya común aspiración a la racionalidad tampoco es un empeño inútil. (Por supuesto, no todas las formas morales de vida conocidas aspiran a la racionalidad, de la misma manera que hay teorías que sólo en apariencia son científicas, consistiendo en elucubraciones metafísicas cuya verdad o falsedad sería en principio indecidible. Lo único que cabe decir de unas y otras es que su discusión es imposible y que han de ser dejadas fuera de nuestra consideración.) Si pensamos ahora, finalmente, que nuestras actitudes morales impregnan de hecho todo el ámbito de la conducta humana en sus múltiples aspectos, las consecuencias prácticas de la hipótesis de la racionalidad no se hacen esperar. Como dijimos al comienzo del presente trabajo, el problema del «es» y el «debe» se plantea no sólo en el contexto del discurso moral, sino en el de todo tipo de discurso relacionado de uno u otro modo con la praxis del hombre. En alguno de esos contextos, como ocurre con frecuencia con el discurso tecnológico, el tránsito de «es» al «debe» es cuasitautológico40. Así, la ley de la conservación de la energía podría ser cuasitautológicamente transformada en términos tecnológicos mediante la advertencia: «No se puede construir una máquina de movimiento continuo», de donde es fácil extraer algunas instrucciones de orden práctico sobre lo que los ingenieros no deben proponerse construir (mientras que el paso del «se puede» al «se debe» ha planteado desde siempre problemas lógicos de alguna envergadura, el paso del «no se puede» al «no se debe» suscita en cambio escasas controversias). Pero en otros contextos, como el de la política social científicamente inspirada a que antes aludimos, esas transformaciones cuasi-tautológicas están muy lejos de resultar tan asequibles, lo que
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Véase, por ejemplo, la conocida posición de POPPER en sus trabajos «Three Views Concerning Human Knowledge» y «Truth, Rationality and the Growth of Scientific Knowledge» en Conjectures and Refutations, Londres, 1963, pp. 97-119 y 215-250 (hay trad. cast. de N. Míguez, Buenos Aires, 1967). 40 Cfr. sobre este punto POPPER, The Poverty of Historicism, Londres, 1957, pp. 58 y ss. (hay trad. cast. de P. Schwartz, Madrid, 1961).
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sin duda constituye un serio inconveniente para la «ingeniería social»41. Por una parte, en las ciencias sociales no hay por lo general acuerdo sobre leyes de la amplitud de las de la termodinámica. Pero, lo que es más importante, las prescripciones políticas a extraer de estos o aquellos principios científicos envuelven siempre ingredientes morales de los que no es tan fácil prescindir como en el dominio de la pura tecnología. Un buen ejemplo podría ser la discusión en torno al supuesto de la «racionalidad económica», entendiendo por tal la elección de la mejor alternativa de entre las que se le presentan al «hombre económico» en orden a maximizar sus beneficios. En tanto que se trata de un supuesto teórico, la actitud metodológicamente correcta ante el mismo consistiría en tratar de confrontar la teoría resultante con los hechos, más bien que en atacar directamente al tal supuesto reprochándole falta de realismo42. Pero, en cualquier caso, cabría preguntarse —a la manera, por ejemplo, del marxismo— si el supuesto de la «racionalidad» en economía no ha de inscribirse en otros marcos de «racionalidad» harto más amplios, como la «racionalidad social» o —para emplear un giro favorito en el presente— la «racionalidad estructural»43. Ahora bien, uno de dichos marcos tendría también que ser, 41 La confianza de Hans ALBERT —inspirada por el programa popperiano de una tecnología social como base para una política racional— en la analogía del tránsito del «es» al «debe» en uno y otro dominio resulta, cuando menos, excesiva. Véase, por ejemplo, su posición sobre el problema en el trabajo citado en la nota 18, pp. 191 y ss., y «Social Science and Moral Philosophy», en M. BUNGE (ed.), The Critical Approach to Science and Philosophy, Glencoe-Londres, 1964, pp. 385-409. 42 Cfr. el trabajo de Friedman citado en la nota 19, complementado por su discusión en T. C. KOOPMANS, «The Construction of Economic Knowledge», en Three Essays on the State of Economic Science, N. York, 1957, y T. W. HUTCHISON, The Significante and Basic Postulates of Economic Theory, 2.ª ed., N. York, 1960, Prefacio a la segunda edición, más las puntualizaciones de E. NAGEL, «Assumptions in Economic Theory», en el debate «Problems of Methodology», Papers and Proceedings of the 75th Annual Meeting of the American Economic Association (1963), pp. 211-219 (asimismo la Discusión final a cargo de G. C. ARCHIBALD, H. A. SIMON y P. A. SAMUELSON, ibíd., pp. 227-236). Véase también Ángel ROJO, «El conocimiento empírico en economía», Symposium de Filosofía de la Ciencia en Homenaje a K. R. Popper, Burgos, septiembre de 1968, Madrid. 43 Véanse, desde perspectivas ampliamente diversas, las observaciones de G. HARTFIEL, Wirtschaftliche und soziale Rationalität, Stuttgart, 1968, y M. GODELIER, Rationalité et irrationalité en économie, París, 1966 (hay trad. cast. de N. Blanc, México, 1967).
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a no dudarlo, el de la «racionalidad ética», en la medida en que toda conducta maximizadora envuelve decisiones del agente económico, individual o colectivo. Así, cuando el supuesto económico se formula bajo la forma del imperativo «Condúcete de modo que extraigas el mayor partido de los medios disponibles con vistas al fin propuesto», o alguna otra similar, dicha formulación encierra componentes evaluativos por partida doble. Tendríamos, en primer lugar, la positiva evaluación de la eficiencia, que, no obstante, podría considerarse moralmente neutral en cuanto se traduce en preceptos de índole tecnológica, como por ejemplo el precepto de reducir al mínimo el gasto de medios. Después de todo, incluso si el fin propuesto fuese el exterminio de la humanidad, cabría tal vez felicitarse de alcanzarlo con el mayor ahorro posible de armamento nuclear. Pero la evaluación del «fin propuesto» no es ya, ni podría serlo, moralmente neutral, aun si los objetivos perseguidos no revisten el dramatismo del ejemplo anterior. La maximización de los beneficios individuales o colectivos es, en efecto, una finalidad a conjugar con otras finalidades, asimismo individuales o colectivas, como la práctica de la justicia distributiva, el respeto de los compromisos adquiridos o el disfrute de los derechos humanos básicos. En cuyo caso, la opción entre las mismas que pueda plantearse al empresario o al funcionario público que programa la actividad económica de una parte o el conjunto de la sociedad será —o, por lo menos, comportará— una opción moral. ¿Qué problemas plantea la incidencia de semejante opción moral en el contexto de la política económica? El economista K. J. Arrow ha estudiado a este respecto ciertos procedimientos decisorios que, aunque originariamente ideados para el dominio de la política económica, podrían ser generalizados y extendidos a todo el ámbito de la política social. Así, la opción en pro de una u otra de dos alternativas políticas enfrentadas podría decidirse sobre la base de las preferencias de un subgrupo —por ejemplo, la mayoría— del grupo social considerado (como criterio a estos efectos cabría acudir al cómputo de las escalas individuales de preferencia, ya sea ordinal o cardinal, u otra función por el estilo). El recurso de Arrow tropieza con algunas dificultades de orden técnico, como las derivadas de su propio «teorema de imposibilidad», en las que aquí no nos podemos
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detener44. Pero la objeción de más envergadura que cabría oponerle —desde el punto de vista que aquí nos interesa— se refiere a su presunto alcance normativo, puesto que aquel recurso habría de permitirnos considerar preferible la alternativa preferida por el subgrupo en cuestión. Algunos autores, como el también economista S. S. Alexander, han cuestionado si las decisiones acerca de lo que debe hacerse y lo que no podrían basarse simplemente en las encuestas de la opinión pública. Pues, por indiscutible que nos pueda parecer la «soberanía del ciudadano» —o, en el modelo de Arrow, la «soberanía del consumidor»—, todos sabemos que la primera puede verse frustrada y pervertida por factores tales como la propaganda política en no menor medida de lo que la segunda podría verse frustrada y pervertida por factores tales como la publicidad comercial. Lo políticamente preferido y lo políticamente preferible —viene a decirnos Alexander— sólo coincidirían en aquel caso en que los miembros del subgrupo decisivo fuesen éticamente racionales, esto es, libres, informados e imparciales (o, para nuestro caso, suficientemente inmunes a cualquier tipo de presión que pueda restringir su racionalidad)45. Como nosotros ya sabemos, tal objeción resulta teóricamente irreprochable; y no tenerla en cuenta equivaldría a incurrir flagrantemente en la versión falaz del naturalismo ético que más arriba reseñábamos. Mas ya que, por desgracia, no somos de hecho racionales en tal sentido ni hay modo de sustraernos en la práctica a aquella presión —que en líneas generales se concreta en lo que llamaríamos una «ideología»—, no tenemos otro remedio que irnos acostumbrando a prestar oídos a la opinión pública y acatar su dictamen en materia de decisión política. (Lo que, por lo demás, no implica doblegar ante la misma nuestras actitudes políticas, o las convicciones morales que les sirvan de respaldo, especialmente si creemos que la sociedad de que formamos parte está lejos 44 K. J. ARROW, Social Choice and Individual Values, 2.ª ed., N. York-Londres-Sydney, 1963, cc. V y VIII. Una excelente exposición de la cuestión, bajo la versión particularizada de la llamada «paradoja de la votación» (voting paradox), en Y. MURAKAMI, Logic and Social Choice, Londres-N. York, 1968, pp. 82-98 (cfr. asimismo la reconsideración de la paradoja por parte del autor, ibíd., pp. 99 y ss.). 45 S. S. ALEXANDER, «Human Values and Economists’ Values», en Sidney HOOK (ed.), Human Values and Economic Policy, A Symposium, N. York, 1967, pp. 101-116 (contrástese con la posición de ARROW, «Public and Private Values», en el mismo volumen, pp. 3-21).
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de agrupar ciudadanos soberanos; ni excluye, en fin, que tales actitudes o convicciones puedan trocarse en revolucionarias si la soberanía en cuestión es sistemáticamente imposibilitada desde el poder establecido, como cuando una minoría impone despóticamente su propia ideología a la mayoría o la segunda oprime ideológicamente a la primera.) Retornando a nuestro tema, los ingredientes morales parecen, pues, insoslayables en la política económica y, generalizando, en la política social. No se trata tan sólo, por lo tanto, de que entre el «es» de los pronósticos científico-sociales y el «debe» de los programas políticos haya una brecha más difícil de salvar que la existente entre el «es» y el «debe» de las ciencias naturales y sus aplicaciones tecnológicas. Al fin y al cabo, el progreso de las ciencias sociales podría ir acortando la distancia entre uno y otro extremo de esa brecha. Pero el «debe» político se halla tan cerca del moral que casi se confunde con este último. Y, como se ha venido repitiendo, la racionalidad que habría de permitirnos pasar del «es» al «debe» moral no es más que un límite ideal que todos nos esforzamos por alcanzar, pero sin que ninguno de nosotros lo pueda nunca recabar en exclusiva para sí. No creo que haya, de hecho, un argumento más cogente que éste en favor del pluralismo ideológico y de las formas democráticas de organización política llamadas a hacerlo posible46. Si la ética, en nuestros días, puede ayudarnos a pulir y perfeccionar dicho argumento, sería difícil aceptar la usual reconvención de que el estudio del razonamiento moral —en una época de crisis como la nuestra, cuyas urgencias dejan poco lugar a cualquier clase de refinamientos lógicos— constituye una pérdida de tiempo.
POSTSCRIPTO Mis compañeros José Hierro y José Luis Zofío, con quienes he tenido ocasión de discutir el argumento precedente, me han hecho observar que en él se presta al preferidor irracional Q una atención considerablemente menor 46
Un argumento semejante se halla implícito en el bello trabajo de Henry D. AIKEN, «Morality and Ideology», en R. T. De GEORGE (ed.), Ethics and Society, N. York, 1966, pp. 149-172.
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que la prestada al preferidor racional P. ¿Acaso no cabría, después de todo, que Q prefiriese Y tan racionalmente como P prefiere X o que, alternativamente, estuviese prefiriendo la irracionalidad en lugar de preferir Y irracionalmente? Como no estaba en mi ánimo ofender a Q tachándole sin apelación de irracional, creo que esa doble posibilidad merece ser tenida en cuenta. Como se recordará, el argumento descansaba en la identificación de las condiciones extrínsecas de la preferencia racional entre diversos códigos morales con las condiciones de universalidad de los principios últimos que inspiran dichos códigos. En cuyo caso, será difícil conceder que Q pueda preferir Y tan racionalmente como P prefiere X, pues —por definición— únicamente P (o quien, no siendo P, prefiriese como él) podría ofrecernos razones superlativamente válidas en apoyo de la preferibilidad de X. Es muy posible, sin embargo, que el calificativo de irracional sea demasiado fuerte para aplicarlo sin más a Q, pues «preferir menos racionalmente que P» no es todavía lo mismo que «preferir irracionalmente». Sólo si Q respondiese a la pregunta «¿Por qué Y es preferible?» mediante un «Porque sí», u otra respuesta gratuita por el estilo, cabría en rigor considerar irracional su preferencia. Y, puesto que ello no afecta para nada a la cogencia del argumento, no tengo por mi parte el menor inconveniente en reconocerlo así. La segunda objeción es de mayor envergadura. Pues, en efecto, en el argumento se sostiene que la justificación de «X debe ser preferido» mediante la razón «(Porque) X es racionalmente preferido», que constituiría la cima de toda posible justificación moral, no descansa en la positiva evaluación de la racionalidad de la preferencia. A lo que Q —si de veras se trata de un «preferidor de la irracionalidad», más bien que de un «preferidor irracional»— podría oponer ahora la pregunta: «¿Por qué ser racional?». Frente a esta pregunta, opino que no hay otra respuesta que el conocido argumento de Kurt Baier (op. cit. en la nota 31, pp. 317 y ss.) contra el escéptico moral, que acaso sea el calificativo que mejor cuadra a Q. Se trataría, a saber, de hacerle ver que, al preguntar «¿Por qué ser racional?», está pidiendo razones y, por ende, contradiciendo su alegado escepticismo respecto de la racionalidad ética. Semejante argumento contra el escéptico moral es de algún modo análogo al tradicionalmente esgrimido contra el
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escéptico en materia de conocimiento, que alega que el conocimiento es imposible y se expone con ello a la pregunta: «¿Cómo conoces, pues, tal cosa?». Así como este último, para ser enteramente consecuente, tendría que renunciar a cualquier clase de alegato y refugiarse en el silencio, de la misma manera el escéptico moral —al que, por lo demás, nada hay que le impida comportarse en la práctica irracionalmente— tendría que renunciar a proveer a su actitud de un fundamento teórico y aceptar verse silenciado. En cuyo caso, pienso que nos podríamos olvidar de él en nuestra discusión.
III Razón y sociedad, o el drama de Bertrand Russell1
O
tros trabajos del presente número de esta revista se ocupan de evocar, desde diversos ángulos, el pensamiento filosófico y científico de Bertrand Russell2. Se supone que, en el nuestro, habríamos de abordar su pensamiento —científico o filosófico—de carácter social. Ahora bien, el pensamiento social de Russell —que, hay que comenzar por decirlo, constituye la parte más endeble de su producción intelectual— no es, propiamente hablando, científico ni filosófico. Russell nunca creyó haber cultivado las ciencias sociales y rechazó más de una vez expresamente que tuviera una filosofía social. En boca de un autor que escribió copiosamente sobre cuestiones tales como la reconstrucción de la sociedad, la estructura del poder, el conflicto entre autoridad e individuo o la vida política de nuestro tiempo, aquella negativa no dejará, sin duda, de resultar un tanto sorprendente. Más adelante habrá que decir algo, en consecuen1
El texto de este trabajo procede de una conferencia pronunciada en el Instituto Británico de Madrid en enero de 1971 y fue más tarde publicado, bajo el título de «Filosofía y sociedad en Bertrand Russell», en Revista de Occidente, 101-102, 1971. 2 En el homenaje a Bertrand Russell de la Revista de Occidente colaboraron asimismo mis compañeros del Departamento de Filosofía de la Universidad Autónoma de Madrid Carlos París, José S. P. Hierro y Alfredo Deaño.
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cia, sobre las motivaciones que puedan haber llevado a Russell a pronunciarse en esos términos sobre tan dilatada parcela de su obra. Es muy posible, desde luego, que Russell haya hecho —siquiera malgré lui— filosofía social, ya que no ciencia social. Pero, en cualquier caso, la ocupación con ella estaría lejos de agotar nuestro tema. Quizá más importante que, o por lo menos tan importante como, su aportación en esos dominios sea la repercusión social de su pensamiento científico y filosófico en general, asunto, pues, sobre el que también habrá de recaer nuestra atención. Finalmente, aun si Russell no cultivó sistemáticamente —si hemos de hacerle caso a él mismo— la teoría social, no rehuyó nunca el compromiso con la sociedad en que le tocó en suerte vivir, de modo que igualmente será preciso hacer mención de su actitud a este respecto3. En lo que sigue, por lo tanto, trataremos de tocar muy sumariamente esos tres puntos en un orden inverso a aquel en que se acaban de citar: en primer lugar, la figura de Russell como pensador comprometido; en segundo lugar, la repercusión social de su pensamiento científico y filosófico; en tercer lugar, su pensamiento propiamente social, su «filosofía social», si es que pudiera hablarse de ella. El primero de los aspectos citados es, con mucho, el más popular y divulgado de los tres, principalmente a causa del apasionante atractivo de la biografía de Russell. Con ocasión de su muerte, ahora hace un año, toda la prensa mundial pasó revista a sus encarcelamientos (el último de ellos cuando era ya un anciano), las persecuciones académicas de que fue víctima (sus expulsiones o separaciones, por ejemplo, del Trinity College de Cambridge en 1916, del City College de Nueva York en 1940, de la Barnes Foundation de Filadelfia en 1943), las causas por las que abogó (desde su pacifismo con ocasión de la Primera Guerra Mundial hasta las todavía recientes campañas en pro del desarme nuclear, pasando por sus propuestas 3 Sobre estas diversas facetas del pensamiento y la personalidad de Russell pueden verse, entre otros, los trabajos de E. C. LINDEMAN, «Russell’s Concise Social Philosophy» y V. J. MCGILL, «Russell’s Political and Economic Philosophy», en P. A. SCHILPP (ed.), The Philosophy of Bertrand Russell, Evanston, 1944, pp. 557-578 y 579-618, así como las colaboraciones de Michael SCOTT, «Civil Disobedience and Morals» y Erich FROMM, «Prophets and Priests», a R. SCHOENMAN (ed.), Bertrand Russell. Philosopher of the Century, 1967, pp. 63-66 y 67-79.
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de reforma en materia de educación de la juventud) o, finalmente, las ideologías y conductas políticas a las que hizo objeto de su denuncia (como el nazismo, el estalinismo o los crímenes de guerra en Vietnam). Pero, una vez enumerado todo ello, se prestó en cambio —al menos en nuestro país— escasa atención al respaldo teórico que, en su pensamiento, puedan haber tenido todas esas tomas de posición. Para la mayor parte de la prensa española de hace un año, Russell vino en definitiva a reducirse a un personaje de malas pulgas y algo huraño —aunque, en el fondo, pintoresco y simpático—, del que se dice que ha hecho cosas importantes que nadie sabe muy bien en qué consisten y que, por lo demás, era famoso por escribir impertinentes cartas a los Jefes de Estado. El caso es, sin embargo, que en un gran pensador como fue Russell nunca deja de darse alguna conexión entre sus abstractas preocupaciones de orden teórico y sus concretos afanes de orden práctico. Es muy posible, desde luego, que el carácter comprometido de la filosofía de un Russell sea menos claramente perceptible, por poner un ejemplo, que el de la filosofía de un Sartre, puesto que en definitiva no es lo mismo ocuparse de áridas cuestiones de lógica matemática y epistemología que escribir la Crítica de la Razón Dialéctica. Pero sería un error pensar que esa aridez equivalga a renuncia al compromiso. Nosotros vamos a tratar de verlo así a través de un somero examen de los detalles más relevantes de la contribución de Russell al pensamiento, filosófico y científico, contemporáneo. En rigor, ambas cosas —filosofía y ciencia— resultan inseparables para Russell, quien no las concebía como compartimentos estancos sino más bien como un continuo. El hincapié en esa continuidad constituye, quizás, el rasgo más sobresaliente de la aportación de Russell a la filosofía analítica que él mismo contribuyó a fundar a comienzos de siglo y hubo de convertirse en una de las corrientes filosóficas capitales a lo largo de este último4. 4 Ésa es, al menos, la interpretación que de su concepción de la filosofía parece abonar POPPER por contraposición a la de caracterizados representantes del análisis filosófico contemporáneo como STRAWSON. Cfr. sobre este punto el debate del BBC Third Programme, «On the Philosophy of Bertrand Russell: Karl Popper, Peter Strawson, Geoffrey Warnock. Discussion Chaired by Bryan Magee», The Listener, 83, 1970, pp. 633-638 y 685-686 (debo mi información a este respecto, así como algunos cáusticos comentarios sobre el particular, a mi amiga Klara Faber, St. Hugh’s College, Oxford).
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Como otras grandes corrientes de la filosofía de nuestro tiempo —el caso, por ejemplo, del existencialismo o el marxismo (tanto el marxismo clásico como, recientemente, el estructuralista)—, la filosofía analítica supuso una reacción frente a la concepción de la filosofía sustentada por el hegelianismo (que no hay que confundir exactamente con la de Hegel, a menos de negar a éste el derecho —usualmente concedido a todo filósofo importante desde los días de Platón— de hallarse por encima de sus escoliastas). Según el hegelianismo, la filosofía vendría a constituir algo así como la coronación del saber humano y toda otra forma de cultura —desde la ciencia al arte— se le habría necesariamente de subordinar. Naturalmente, se trata de una concepción desmesurada y filistea de la filosofía que ningún filósofo sensato podría oír hoy sin sonrojarse. Y sin duda se nos hace difícil comprender en nuestros días por qué razones pudo sostenerse, en pleno siglo XIX, la supeditación de la ciencia a la filosofía. Esas razones, sin embargo, estaban claras para las autoridades prusianas que trataron de convertir al hegelianismo —por lo menos durante una cierta temporada, pues, como es bien sabido, cambiaron luego de opinión— en la filosofía oficial de la Universidad de Berlín5. Desde el Renacimiento, en efecto, la ciencia había supuesto un formidable instrumento de liberación del hombre: había liberado al pensamiento humano de la servidumbre medieval a la teología, había hecho posible la primera revolución industrial y, en última instancia, había contribuido al desencadenamiento de la revolución política y social. En estas condiciones, una filosofía como el hegelianismo, que sólo concediese a los científicos la posibilidad de un conocimiento deficitario de la realidad en tanto reservaba a los filósofos el auténtico conocimiento de la misma, podía resultar ideológicamente rentable para el Poder constituido, que como todo el mundo sabe acostumbra a hacer gala en tales casos de un interés inusitado por los productos de la vida del espíritu. Esto explica, en
De la más que probable pertinencia de esa interpretación da testimonio el propio RUSSELL en el último capítulo de My Philosophical Development, Londres, 1959 (hay trad. cast. de J. Novella Domingo, Madrid, 1960). 5 Cfr. Helmut SCHELSKY, Einsamkeit und Freiheit. Idee und Gestalt der deutschen Universität und ihrer Reformen, Reinbeck bei Hamburg, 1963, y Joseph BEN-DAVID, The Scientist’s Role in Society. A Comparative Study, Englewood Cliffs, 1971, pp. 108-138.
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definitiva, la vigencia del hegelianismo6 en el establecimiento académico de la Universidad inglesa todavía a finales del siglo pasado. Por lo que a Russell se refiere, trató de reaccionar frente a este estado de cosas basándose precisamente para ello en dos ingredientes básicos del pensamiento científico —la lógica y la experiencia— a los que convirtió asimismo en los pilares de su propia filosofía. Por supuesto, esos dos ingredientes no eran desconocidos de la filosofía del pasado: nadie sabía mejor esto último que el propio Russell, que había dedicado uno de sus primeros libros a la filosofía de Leibniz y reconoció en múltiples ocasiones su deuda con la de Hume7. Pero mientras que el racionalismo y el empirismo clásicos habían representado líneas de pensamiento radicalmente divorciadas entre sí, Russell intentó hacer confluir ambas tradiciones filosóficas, procurando montar su propia filosofía sobre una reflexión parigual en torno a las ciencias formales y las ciencias empíricas. La lógica y la experiencia eran, por otra parte, dos ingredientes preteridos por el hegelianismo. El hegelianismo no tenía, desde luego, demasiado que ver con la experiencia: por lo pronto, los hegelianos ingleses no se ocupaban para nada de las cosas empíricamente cognoscibles de que se ocupan los científicos y, en general, el resto de los mortales, sino que perseguían nada menos que la contemplación metafísica del Absoluto. Y tampoco tenía mucho que ver el hegelianismo con la lógica, a pesar de que Hegel escribió no uno sino dos 6 Un hegelianismo, por lo demás, harto sui generis, del que no sin justicia ha podido decir John PASSMORE —A Hundred Years of Philosophy, Londres, 2.ª ed., 1966, p. 59— que su dialéctica tiene según todas las trazas más que ver con Parménides y Zenón de Elea que con Hegel. 7 Que el componente empirista de la filosofía de Russell haya sido alzaprimado por sus comentaristas ingleses —véase, por ejemplo, D. F. PEARS, Bertrand Russell and the British Tradition in Philosophy, Londres, 1967—es, después de todo, explicable. Más lamentable resulta, en cambio, la preterición de su componente racionalista por parte de Noam Chomsky, heredero por tantos conceptos del papel de Russell en la cultura de nuestro tiempo, quien en sus recientes Problems of Knowledge and Freedom. The Russell Lectures, N. York, 1971, no parece prestar suficiente atención al hecho de que Russell no sólo es el autor de Human (¡no Humean!) Knowledge —cuyo empirismo dista, en cualquier caso, de la irrestricción (véase infra el texto correspondiente a la nota 16 de este trabajo)— sino que escribió también, medio siglo antes, A Critical Exposition of the Philosophy of Leibniz, Cambridge, 1900.
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libros con ese título: los hegelianos, en cualquier caso, no se ocuparon de la lógica formal como no fuera para disparatar acerca de ella. Por lo demás, el hegelianismo —al considerar como pura fantasmagoría el mundo cotidiano de los sentidos y el razonamiento ordinario— mostraba idéntico desprecio por el sentido común que por la ciencia. Ese fue el punto de partida, por ejemplo, de otra gran reacción antihegeliana: la de Moore, contemporáneo y colega de Russell en Cambridge8. Pero, por lo que hace a este último, advirtió con frecuencia de los riesgos de una excesiva confianza en el sentido común y fue más bien el pensamiento científico lo que le interesó reivindicar ante el hegelianismo. Por descontado, una filosofía erigida sobre el sentido común y/o el pensamiento científico puede a veces dar la sensación de excesivamente prosaica y aburrida y hasta de intolerablemente aséptica y descomprometida con las múltiples urgencias del mundo que nos rodea. Tal vez por eso, en nuestros días, se haya podido —desde posiciones aparentemente marxistas, pero en el fondo hegelianas o neohegelianas— tachar de «filosofía unidimensional» a la filosofía analítica que Russell puso en movimiento, hace setenta años, en los inicios de su trayectoria intelectual. En realidad, es difícil saber a quién dirige Marcuse su reproche de unidimensionalidad, puesto que entre las múltiples dimensiones de Marcuse no figura, por lo visto, la del rigor y no parece distinguir con claridad entre un atomista lógico, un neopositivista y un seguidor del segundo Wittgenstein9. Es posible que el reproche convenga a más de un filósofo analítico contemporáneo para el que el reconocimiento de las limitaciones de la filosofía, en sí mismo loable como toda forma de autoconciencia, proporcione un pretexto confortable para desinteresarse de todos los problemas que atormentan y acucian hoy a la humanidad. Ese desinterés resulta especialmente llamativo, además de lamentable, en el dominio de la ética analítica. Con la excepción tal vez de Moore (que mal que bien se interesó por averiguar qué cosas son buenas y 8 Véase mi trabajo «Del sentido común al lenguaje común: El lugar de G. E. Moore en la filosofía contemporánea», Prólogo a G. E. MOORE, Defensa del sentido común y otros ensayos (trad. de C. Solís), Madrid. 9 Herbert MARCUSE, One-Dimensional Man, Londres, 1964, c. VII (hay trad. cast. de A. Elorza, Barcelona, 1969).
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no tan sólo por el significado del término «bueno») y Wittgenstein (que, si no «dijo» demasiado sobre el particular, «mostró» —con la elocuencia incluso del silencio— un interés profundo a este respecto), los cultivadores de la ética analítica (o, más exactamente, del «análisis del lenguaje moral») la han acabado resignando a una creciente trivialización: «Una manifestación de esa tendencia a la trivialización la tendríamos en el hecho de que nuestros filósofos morales rehúsen comprometerse con ningún tipo de opiniones morales... sintiéndose inclinados a creer que, por lo menos en teoría, no hay posibilidad de hacer valer ninguna opinión moral ni ningún principio moral, toda vez que para ello nos habríamos de servir de los mismos recursos empleados para establecer o formular tales principios u opiniones y, por lo tanto, para guiar nuestra conducta. Ninguno de ellos excluiría la posibilidad de que algunas de tales opiniones choquen con nuestras convicciones más íntimas, ni de que algunos de tales principios nos merezcan la consideración de perniciosos, mas nada nos dicen —so pena de incurrir en la expresión de una nueva opinión moral— acerca de la procedencia de esos principios u opiniones, ni acerca de cómo cabría decidirse por unos o por otros, y mucho menos se expondrán a citarnos ningún ejemplo de lo que pueda ser un principio aceptable o una opinión decente... Para nuestros filósofos, ello equivaldría a arruinar la autonomía de la ética o algo por el estilo; y así es como el confinamiento en los tipos más generales de lenguaje evaluativo... ha conducido demasiado a menudo a discusiones bizantinas, relegando más y más en el olvido a la ética en tanto que dedicación seria»10. La reprobación en cuestión no es de cuño marcusiano, sino que brota del examen de conciencia de la propia filosofía analítica o lingüística, una filosofía de la que Russell pudo decir un día que se hallaba en peligro de sucumbir a la fascinación del Evangelio de San Juan —«en el principio era el Verbo»—, si es que no ha sucumbido a ella por entero en numerosas ocasiones, persuadida de que el Verbo continúa siendo, a fin de cuentas, lo único que existe y merece atención. Mas en cuanto a los argumentos marcusianos, si cabe hablar en esos términos, lo más probable es que no puedan detentar otra validez que la puramente ad homi10
Mary WARNOCK, Ethics since 1900, Londres, 1960, pp. 203-204 (hay trad. cast. de C. López-Noguera, Barcelona, 1968).
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nem. Esto es, todo dependerá, en definitiva, de la clase de filósofo que se sea. En otros tiempos, un filósofo podía siempre convertirse —si no era demasiado honesto— en oráculo de la Divinidad o en corifeo de sus representantes en la Tierra. Hoy, y aunque su cotización ha bajado sin duda mucho, podrá asimismo convertirse, con un poco de suerte, en mandarín de un Estado formalmente democrático o en burócrata ideológico de un Estado formalmente socialista. Pero, aun concediendo que la crítica de Marcuse a la filosofía analítica se halle más de una vez justificada y tenga aplicación a estos o aquellos derroteros del análisis filosófico contemporáneo, ése no ha sido nunca el caso de Bertrand Russell. Quienquiera que recuerde su interrogación acerca del futuro del pensamiento libre en nuestra sociedad industrial, sus advertencias ante el advenimiento de la amenaza tecnocrática, su incitación a la socialización del ocio y los modernos recursos para la plena realización del hombre —todo ello perfectamente compatible, por lo demás, con un vehemente entusiasmo por la ciencia y la técnica y un no menos vehemente aborrecimiento del hegelianismo— no tendrá otro remedio que ver en Russell al representante más ilustre de lo que en otra parte he llamado «la otra dimensión de la filosofía unidimensional»11, esto es, la dimensión crítica, desmitificadora y humanista de la filosofía analítica. *** Esa dimensión, que nos lleva a ocuparnos de la proyección o repercusión social del pensamiento filosófico y científico de Russell, es perceptible ya al nivel de sus planteamientos más teóricos y aparentemente alejados de la praxis cotidiana. Como decíamos hace un momento, el hegelianismo inglés del siglo pasado consideraba como puras apariencias las cosas que nosotros llamaríamos reales o, más concretamente, materiales: esta página, la silla en que el lector está sentado, la distancia física que le separa de quien ha escrito el presente artículo o el tiempo cronometrable invertido en su lectura, por no 11
Véase mi nota necrológica «Adiós a Bertrand Russell», Cuadernos para el Diálogo, 77, 1970, pp. 37-38.
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hablar de realidades algo más vaporosas como el tedio suscitado por esta última. La auténtica realidad era para los hegelianos de índole espiritual y venía en definitiva a condensarse en lo que más arriba llamábamos el Absoluto. Para sostener este fabuloso juego de prestidigitación, los hegelianos acudían a una confusa lógica en la que, por ejemplo, se confunde la conexión predicativa (como cuando atribuimos a una cosa una determinada cualidad con la que aquélla guarda lo que cabría llamar una «relación interna») y otro tipo de conexiones, como las llamadas «relaciones externas», tanto simétricas (el caso, por ejemplo, de la relación de identidad, como cuando decimos que dos cosas son idénticas entre sí, esto es, una y la misma) cuanto asimétricas (el caso, por ejemplo, de la relación de precedencia, como cuando decimos que una cosa precede a otra)12. Desde un punto de vista científico, tal confusión es grave puesto que arruina la especificidad de las relaciones asimétricas, sumamente importantes tanto para las ciencias formales —como la matemática— cuanto para las ciencias empíricas, como las naturales o sociales (piénsese, por ejemplo, que la relación de precedencia antes citada es la llamada a posibilitar la ordenación serial en matemáticas o el establecimiento de nexos causales en las ciencias empíricas). Pero la confusión es aún más grave desde un punto de vista filosófico. Pues, en efecto, si toda conexión entre dos cosas viniese a equivaler a una relación de identidad, según llegó el hegelianismo a postular, en ese caso — y dado que todas las cosas de este mundo se hallan de algún modo relacionadas entre sí— todas las cosas vendrían a ser idénticas y, en último término, una y la misma. Esto es lo que los hegelianos expresaban hablando de la «síntesis» de toda la realidad en el Absoluto. Como es bien sabido, Russell contaba para deshacer estos equívocos con un sistema de lógica bastante más depurado y más preciso que el de los hegelianos. Había llegado a elaborarlo a partir de sus investigaciones sobre los fundamentos de la matemática y lo había dado a conocer en el primer 12 El locus clásico de estos dislates suele encontrarse en las obras de F. H. BRADLEY, The Principles of Logic, Londres, 1883 y Appearance and Reality, Londres, 1893, frecuente y duramente criticadas por Moore y Russell en los albores de la revolución filosófica analítica (cfr. R. A. WOLLHEIM, «F. H. Bradley», en G. RYLE y otros, The Revolution in Philosophy, Londres, 1957, pp. 12-25; hay trad. cast. de M. Macau de Lledó, Madrid, 1958).
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volumen de los Principia Mathematica, escrito en colaboración con Whitehead y publicado en 191013. Se trataba, por cierto, del más potente de los sistemas de lógica construidos hasta la fecha de su publicación (para hacernos idea de su potencia baste pensar que la lógica tradicional aristotélica —que nuestros bachilleres acostumbran a estudiar como si se tratase del cuerpo entero de la lógica y todavía hace pocos años era la única estudiada en nuestras Facultades de Filosofía— no es más que un pequeñísimo fragmento de un fragmento del sistema de Russell). Aquí no nos podemos detener, naturalmente, en los detalles de este último. Para nuestros efectos, bastará con decir que, en su interior, se hace posible distinguir con nitidez entre una teoría de la predicación, una teoría de la identidad y una teoría de las relaciones asimétricas, concebidas ahora como tres apartados de la lógica deductiva entre los que no cabe posibilidad de confusión. Y, gracias a ello, Russell podía ofrecer, por último, un esquema de la realidad de muy distinto corte que el de los hegelianos, como el propuesto por vez primera en la serie de conferencias tituladas The Philosophy of Logical Atomism de 191814, que representan un compendio de la ontología del autor. Russell concebía su «atomismo», por vía de semejanza con el de la física, como una búsqueda de los constituyentes últimos de nuestro conocimiento de la realidad (y, en definitiva, de la realidad misma) partiendo para ello del «análisis» de un lenguaje que llamó «lógicamente perfecto» por reproducir la sintaxis del lenguaje lógico de los Principia, esto es, la estructura de su propia lógica15. El universo resultante sería entonces un universo poblado de individuos, cualidades y relaciones, integrantes de una vasta multiplicidad de hechos y susceptibles todos ellos, a diferencia del Absoluto hegeliano, de conocimiento directo por medio de la experiencia. Naturalmente, nuestro conocimiento —comenzando por el conocimiento cientí13 A. N. WHITEHEAD-B. RUSSELL, Principia Mathematica, 3 vols., Cambridge, 19101913 (2.ª ed., 1927); cfr. en especial la Introducción debida a Russell, vol. I, pp. 1-86. 14 B. RUSSELL, «The Philosophy of Logical Atomism», The Monist, 28, 1918, pp. 495-527 y 29, 1919, pp. 32-63, 190-222, 345-380 (recogidas en R. C. MARSH (ed.), Logic and Knowledge. Essays 1901-1950, Londres-N. York, 1956, junto con el ulterior compendio de las mismas «Logical Atomism» de 1924; hay trad. cast. de J. Muguerza, Madrid, 1966). 15 Véase mi trabajo «Sobre la ontología del atomismo lógico de Russell», en Varios, Pro y contra Bertrand Russell, Madrid, en prensa.
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fico— no se agota en lo empíricamente conocido. A pesar de su interés por la lógica y la experiencia, Russell no fue jamás un «empirista lógico», esto es, un neopositivista. E incluso escribió un libro —Human Knowledge: Its Scope and Limits (1948)— tratando de demostrar la imposibilidad de un empirismo absoluto: para que sea posible la experiencia, precisamos admitir una serie de supuestos (como el de la permanencia de lo experimentado en las distintas experiencias de una cosa por un mismo sujeto o el de la analogía entre las experiencias de esa cosa por sujetos distintos), supuestos estos últimos que no hay modo de justificar empíricamente16. Por lo demás, el físico que trate de explicarnos la constitución interna de los objetos materiales en términos de partículas elementales subatómicas tendrá asimismo que echar mano de entidades empíricamente inobservables, esto es, de hipótesis teóricas o no-experimentales. Y otro tanto sucederá con el psicólogo que trate de explicarnos los acontecimientos mentales en términos de procesos conscientes (y no digamos si echa mano del «ello» o el «superego»). Russell jamás pensó en excluir tal posibilidad. Ahora bien, lo que sí hizo fue recomendar que —allí donde sea dado hacerlo así— se reemplacen las inferencias de entidades hipotéticas y desconocidas por «construcciones lógicas» a partir de entidades empíricamente conocidas. Si quisiéramos un ejemplo de cómo funciona para Russell este último principio metodológico, podríamos acudir a libros suyos como The Analysis of Mind (1921) y The Analysis of Matter (1927), que constituyen sendos intentos de aplicarlo al mundo de la experiencia interna o externa17. Así, diríamos, existen hechos que llamamos materiales —como fenómenos químicos o eléctricos, por ejemplo— y hechos que llamamos mentales —como, por ejemplo, percepciones, imágenes o recuerdos—, pero la mente y la materia —en tanto que entidades hipostasiadas y presuntamente subsistentes— no necesitan existir, pudiendo reducirse simplemente al conjunto de esos hechos que llamamos materiales o mentales. 16 B. RUSSELL, Human Knowledge, Londres, 1948, pp. 506 y ss., 516-527 (hay trad. cast. de A. Tovar, Madrid, 1950). 17 B. RUSSELL, The Analysis of Mind, Londres-N. York, 1921 (hay trad. cast. de E. Prieto, Buenos Aires, 1950), y The Analysis of Matter, Londres, 1927 (hay trad. cast. de E. Mellado, Madrid, 1929).
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El atomismo lógico de Russell ha sufrido los embates de la filosofía analítica posterior. La afirmación de una correspondencia entre el «lenguaje lógicamente perfecto» y el mundo fue tachada de metafísica y carente de sentido por su discípulo Wittgenstein, quien más tarde hizo añicos la idea misma de un «lenguaje lógicamente perfecto»18. En consecuencia, sus epígonos —que de algún modo han dominado la escena filosófica en el mundo anglosajón desde hace más de veinticinco años— se han olvidado por completo del atomismo lógico de Russell y, en general, han proclamado la ruina de toda suerte de metafísica. A decir verdad, esa proclamación se halla un tanto sujeta hoy a revisión, dado que cada día se cobra más conciencia de que para arruinar una metafísica no basta con decir que ésta carece de sentido (si es que, en rigor, cabe decir tal cosa con sentido), sino es posible que —como afirma el dicho que pasa con los clavos, que sólo se desclavan clavando nuevos clavos— la crítica de una metafísica envuelva siempre otra metafísica. Pero, por lo demás, hay que decir que Russell ha sido un crítico de sí mismo no menos exigente que sus detractores y ahí está para probarlo la evolución del atomismo lógico en sus últimas obras filosóficas, como An Inquiry into Meaning and Truth (1940)19. Por otra parte, el espíritu al menos —si no la letra— de su filosofía sigue aún presente en buena parte del análisis filosófico actual. Para decirlo en dos palabras, ese espíritu se deja resumir en una actitud fundamentalmente naturalista que lleva a la filosofía de Russell a esforzarse por depurar nuestro universo — ontológicamente hablando— de cualquier género de entidades míticas y supuestamente supranaturales (como la mente, la materia y no digamos el 18 Véase sobre este punto J. O. URMSON, Philosophical Analysis, Oxford, 1956, que recoge de algún modo la interpretación «oficial» del giro impuesto por el pensamiento wittgensteiniano a la concepción clásica del análisis filosófico, así como la displicente réplica de RUSSELL en My Philosophical Development, cit., pp. 215-230. De la complejidad de dicho giro, de la que no se hacen cargo las displicencias russellianas (pero tampoco los fervores de los intérpretes «oficiales»), podrían dar idea los volúmenes colectivos de I. M. COPI-R. W. BEARD (eds.), Essays on Wittgenstein’s Tractatus, Londres, 1966, y G. PITCHER (ed.), Wittgenstein. The Philosophical Investigations. A Collection of Critical Essays, N. York, 1966. En castellano puede verse el trabajo de Alfredo DEAÑO, «Filosofía, lenguaje y comunicación», Convivium, 34, 1971, pp. 23-53. 19 B. RUSSELL, An Inquiry into Meaning and Truth, Londres-N. York, 1940, passim (hay trad. cast. de J. Rovira Armengol, Buenos Aires, 1946).
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Absoluto, por citar sólo los tres ejemplos anteriormente mencionados). Según puede pensarse, esa actitud no se halla exenta de motivaciones críticas, desmitificadoras y humanistas, puesto que —en definitiva— liberarnos de tales entidades es una forma de combatir lo que cabría llamar la alienación teórica20. Pero donde más claramente apuntan esas motivaciones es —como se podía esperar— en la filosofía moral de Russell, que por tanto nos interesa aquí especialmente. En la filosofía moral de Russell, los valores —lo bueno y lo malo, en cuanto dotados de una supuesta objetividad trascendente a nuestra decisión personal de asignar tales o cuales fines a nuestros actos— desempeñarán ahora el papel de entidades míticas a las que es menester desenmascarar. Y no es extraño, en consecuencia, que la filosofía moral de Russell haya desembocado —por contraposición a esa supuesta objetividad de los valores— en el subjetivismo. En lo esencial, su posición —cuya última versión puede encontrarse, por ejemplo, en la «Réplica a las críticas» de The Philosophy of Bertrand Russell (1944)21— consiste en afirmar que el bien y el mal, si así pudiera hablarse, se reducen a lo que cada quien tiene por tal. Por supuesto, dicho subjetivismo —aparte, me imagino, de escandalizar a las almas piadosas— plantea serios problemas. No se trata, desde luego, de descartarlo diciendo que una ética meramente subjetivista es insuficiente, puesto que hablar de «mero subjetivismo» es tan inane como hablar de «grosero materialismo». El subjetivismo ético es una posición filosófica bastante seria, que en definitiva procura hacer un hueco a los deseos e inclinaciones humanas en el sofisticado mundo de la filosofía moral. Pero a pesar de ello, repetimos, plantea serios problemas. Pues si toda va20
Semejante proclamación, de todos modos, habría de ser tomada cum grano salis, pues un uso inmoderado de la Navaja de Occam —valga como exponente el caso del positivismo filosófico— pudiera ser no menos alienante que la más alienante de las metafísicas trascendentes. Sobre el cambio de actitud hacia la metafísica en el contexto de la filosofía analítica, cfr. D. F. PEARS (ed.), The Nature of Metaphysics, Londres-N. York, 1957, así como el soberbio y ya clásico trabajo de Friedrich WAISMANN, How I See Philosophy, R. Harré (ed.), Londres-N. York, 1968, pp. 1-38. Véase asimismo Alfredo DEAÑO, «Metafísica y análisis del lenguaje», en F. GRACIA-J. MUGUERZA-V. SÁNCHEZ DE ZAVALA (eds.), Teoría y sociedad. Homenaje al Prof. Aranguren, Barcelona, 1970, pp. 117-128. 21 B. RUSSELL, «Reply to Criticisms», en P. A. SCHILPP (ed.), op. cit., pp. 681-741.
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loración es subjetiva, ¿cómo sería posible entonces defender racionalmente nuestras convicciones morales y someter a crítica las ajenas, algo que, entre paréntesis, se pasó Russell la vida haciendo? En ocasiones22, Russell llegó inclusive a sostener que nuestros juicios de valor no eran sino exclamaciones de agrado o desagrado mediante las que procuramos contagiar nuestras actitudes a un interlocutor o, a lo sumo, persuadirle para que se comporte como nosotros deseamos que lo haga. El razonamiento moral quedaría entonces reducido —de acuerdo con semejante posición, que es lo que luego hubo de conocerse bajo el nombre de «emotivismo ético»— al razonamiento retórico (o a la retórica irracionalista, si lo preferimos) de la publicidad comercial o la propaganda política. La confianza de Russell en el poder de la razón no parece incurrir en exageraciones si la hemos de juzgar por textos como éste23: «Platón creerá poder probar la bondad de su República ideal, mientras que el demócrata que acepte la objetividad de la ética podrá a su vez creerse en situación de probar la maldad de la misma; pero quienquiera que coincida con Trasímaco preferirá decir sin duda: “No es asunto de prueba o contraprueba; la única cuestión que verdaderamente importa es la de si me gusta o no el tipo de Estado que Platón desearía ver implantado. En el primero de ambos casos, lo declararé bueno para mí; en el segundo de ambos casos, lo declararé malo para mí; y si hubiera mucha gente a la que le gustase y mucha gente a la que le disgustase aquella perspectiva, la decisión por una u otra de las alternativas en litigio no habría de encomendarse a la razón, sino sólo a la fuerza, desnuda o encubierta”.» Otras veces, por el contrario, no vacila en augurar a la razón una especie de triunfo final24: «El poder de la razón acostumbra a ser minimizado en nuestros días, mas por mi parte sigo sien22 Cfr., por ejemplo, B. RUSSELL, Religion and Science, N. York, 1935, cap. IX (hay trad. cast. de S. Ramos, México, 1951), así como la interpretación de su posición por parte de Charles L. STEVENSON, Ethics and Language, New Haven, 1944, p. 265 (hay trad. cast. de E. A. Rabossi, Buenos Aires, 1971); véase también en castellano Risieri FRONDIZI, ¿Qué son los valores?, México, 1958, pp. 64-71. 23 B. RUSSELL, A History of Western Philosophy, Londres, 1945, pp. 138-139 (hay trad. cast. de J. Gómez de la Serna y A. Dorta, Madrid, 1947). 24 B. RUSSELL, Sceptical Essays, Londres, 1928 (2.ª ed., N. York, 1961), p. 123 (hay trad. cast. parcial de M. Pereyra, Madrid, 1954).
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do un racionalista impenitente. Es posible que la razón no pase de constituir una pequeña fuerza, pero esa fuerza se mantiene constante y opera siempre en una única dirección, en tanto que las fuerzas de la sinrazón se destruyen entre sí en fútiles refriegas. Toda orgía de irracionalidad acabará en última instancia, por lo tanto, fortaleciendo a los amigos de la razón y confirmándolos como los auténticos amigos de la humanidad.» La contradicción no ha escapado a los observadores menos perspicaces: «La causa principal que ha hecho suya el Russell reformador político y social es la de la razón, a la que habría que prestar oídos frente a la incitación irracional de la emoción y del prejuicio. Pero el argumento capital del Russell filósofo moral no es otro que el de la impotencia de la razón como instrumento último de decisión a ese respecto, lo que obligaría a entregar el veredicto a semejantes instancias irracionales. La descripción del alegato del Russell reformador a manos del Russell filósofo lo convierte en absurdo. Russell se halla necesitado de defensa en contra de sí mismo»25. Y si la empresa de defender a Russell contra sí mismo nos pareciese impertinente, como probablemente lo es, tendremos por lo menos que aceptar que tampoco parece fácil aliviar de su tensión dramática a los textos precedentes. Por lo demás, los herederos del emotivismo ético no han dejado con posterioridad de pulir sus puntos de vista, insistiendo en que los juicios morales no se limitan a servir de vehículo a nuestras emociones sino que encierran prescripciones destinadas a guiar nuestras decisiones. En cuanto a la aceptabilidad de dichos juicios, se haría ahora descansar en su capacidad de ser universalizables, esto es, en el hecho que su formulación los dirija a 25 Brand BLANSHARD, Reason and Goodness, Londres-N. York, 1961, p. 238. La aparente contradicción entre ambos Russell ha sido señalada por la generalidad de sus críticos; cfr., a título de muestra, Justus Buchler, «Russell and the Principles of Ethics», en P. A. SCHILPP (ed.), op. cit., pp. 511-536. La respuesta de Russell —típicamente analítica y sin duda más fácil de formular a nivel teórico que de concretar en la práctica— ha consistido de ordinario en distinguir entre la actividad de primer orden del reformador político y social (y, generalizando, el moralista) y la actividad de segundo orden del filósofo moral que reflexiona críticamente sobre aquélla (cfr. su «Reply to Criticisms», ibíd., p. 724). En relación con las dificultades, no sólo prácticas sino asimismo teóricas, que plantea la citada distinción de esos dos órdenes en el dominio de la ética, cfr. las observaciones de Alasdair MACINTYRE, A Short History of Ethics, N. York, 1966, c. XVIII (hay trad. cast. de R. J. Walton, Buenos Aires, 1970).
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todo hombre en cuanto hombre. Sin duda que esta nueva posición —hoy conocida bajo el nombre de «prescriptivismo ético»26—entraña un paso adelante, pero lo más probable es que se trate todavía de un paso demasiado corto. Pues lo cierto es que todos sabemos de juicios morales contrapuestos —como los que nos hablan de la admisibilidad o inadmisibilidad de la pena de muerte—impartidos con idéntica pretensión de dirigirlos a «todo hombre en cuanto hombre» y entre los que, sobre esas bases, seguiría siendo imposible la discusión racional. Dejando, empero, a un lado el curso ulterior de la filosofía moral de inspiración analítica27 y retornando a la ética de Russell, imaginemos, por ejemplo, que alguien considera como un bien la libertad y la democracia mientras que alguien otro las considera como un mal, prefiriendo en su lugar el autoritarismo y el totalitarismo. ¿Cómo cabría posibilitar en dicho caso la discusión entre esos juicios contrapuestos, en el improbable supuesto —claro está— de que los interlocutores deseasen discutirlos en lugar de zanjar la discusión a tiro limpio? Russell diría que, en tanto hubiera de versar sobre las respectivas preferencias de ambos interlocutores, la discusión sería imposible. Pero con gran frecuencia, añadiría, tales discusiones versan no sobre preferencias, sino sobre hechos; y aquí sí que es posible discutir, puesto que de los hechos cabe siempre conocimiento, esto es, ciencia. Así, si alguien sostiene las desventajas de un régimen de libertad o la legitimidad del poder absoluto basándose en defectuosos o irrelevantes índices de bienestar social o en inconsistentes argumentos sobre el origen divino del poder, siempre cabrá la posibilidad de demostrarle que se halla en un error28. Ahora bien, no hace falta demasiada agudeza para caer en la cuenta de que una tal solución a nuestro problema del conflicto entre juicios morales contrapuestos no es sino una manera de escamotear dicho problema, pues aquello sobre lo que 26 Véanse las obras de Richard HARE, The Language of Morals, Oxford, 1952, y Freedom and Reason, Oxford, 1963; y, entre nosotros, el libro de José S. P. HIERRO, Problemas del análisis del lenguaje moral, Madrid, 1970. 27 Véanse para otras direcciones de la misma mis trabajos «Ética, lógica y metafísica», Aporía, 9, 1967, pp. 5-28 y «“Es” y “debe”. En torno a la lógica de la falacia naturalista», en F. GRACIA-J. MUGUERZA-V. SÁNCHEZ DE ZAVALA (eds.), op. cit., pp. 141-175 (cc. I y II de este libro). 28 B. RUSSELL, loc. cit.
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se discutía no era sobre índices de bienestar social ni sobre el origen del poder sino sobre la conveniencia o inconveniencia de la democracia o la tiranía. Y esta última cuestión sería en principio indecidible a menos de que estemos dispuestos a considerar a nuestros juicios de hecho sobre el bienestar social o el origen del poder como «buenas razones» o razones de peso en apoyo de nuestros juicios de valor acerca de la tiranía o la democracia. Ahora bien, un dogma de la ética analítica contemporánea —plenamente compartido por Russell en este caso— es el de que ninguna clase de razones fácticas podría apoyar ni dar pie nunca a la extracción de conclusiones valorativas: si alguien dice, pongamos por caso, que «puesto que la represión sexual comporta un incremento del número de psicopatologías, deberíamos propugnar una completa liberalización de nuestras costumbres sexuales», estaría incurriendo —según Russell— en una conocida falacia, a saber, la falacia consistente en deducir un juicio de valor (una prescripción) a partir de uno de hecho (lo cual entraña una falacia toda vez que una de las máximas de la lógica deductiva es la de que la conclusión de un argumento no incluya nada —como, en nuestro caso, un ingrediente valorativo o prescriptivo— que no se halle de antemano contenido en las premisas)29. La investigación y el tratamiento de esa falacia acaso hayan constituido la mayor aportación de la filosofía analítica a la ética contemporánea; aunque, si bien se mira, se trata obviamente de una aportación a la lógica aplicada más bien que a la filosofía moral, sobre la que cabría incluso preguntarse si no ha surtido un efecto paralizante al obligar a concentrar en la cuestión unas energías que se podrían haber canalizado más provechosamente en otras direcciones. Porque, por lo demás, lo cierto es que tampoco puede decirse que el tratamiento analítico que se le ha dispensado haya pecado de feliz. En primer lugar, no está escrito que la argumentación moral —y, por lo tanto, la conexión que haya de ligar a los juicios de hecho con los juicios de valor a los que tratan de fundamentar— tenga que ser forzosamente deductiva. En segundo lugar, tampoco está escrito que la distancia que separa a hechos y valores tenga que ser, después de todo, una distancia abismal: al fin y al cabo, los que llamamos «hechos» son siempre hechos «interpretados» desde una teoría —por ejemplo, científica—, y una interpretación es 29
Cfr. mis trabajos citados supra, nota 27.
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por lo menos algo bastante parecido a una valoración; y, recíprocamente, los que llamamos «valores» no son, con gran frecuencia, sino «hechos futuros», esto es, finalidades cuya consecución nos proponemos30. Para reparar en estos puntos tan sólo se requiere un pequeño esfuerzo de imaginación. Mas la imaginación es algo, por lo visto, de lo que la ética analítica no ha andado muy sobrada en los últimos tiempos. Como no lo estuvo en los de Russell. ¿Qué conclusión habremos de extraer, pues, de la filosofía moral de Russell? ¿Quiere tal vez decirse que, ante la imposibilidad de discutir racionalmente sobre problemas concernientes a la conducta humana, nos hayamos de abandonar al irracionalismo y a la ley de la selva? Como anticipaba ya el repudio russelliano de la irracionalidad, no se trata de eso exactamente. Russell, y con él la mayor parte de los profesionales analíticos de la ética, opinaría más bien que —ante la imposibilidad de dirimir de forma concluyente una discusión moral— lo que se impone es una actitud de tolerancia con las opiniones ajenas como única forma de hacer valer las propias. Según puede pensarse, Russell se está aquí haciendo eco de la tradición ilustrada y liberal del pensamiento filosófico británico. Y lo que está por ver es, justamente, hasta qué punto es hoy viable ese liberalismo. Algunos autores contemporáneos de otras orientaciones —como el filósofo marxista inglés Maurice Cornforth31— han esgrimido contra aquella actitud muy serios argumentos, alegando, por ejemplo, que lo que los filósofos analíticos consideran como «conflictos entre principios o ideales morales» son, en rigor, «conflictos entre opuestos intereses de clase» y que la tolerancia en tales casos sólo se puede practicar en beneficio del más fuerte, esto es, de la clase dominante. La ética de Russell, como la ética analítica en general, sólo sería en tal caso el trasunto ideológico de una sociedad escindida por la lucha de clases, lucha de clases que la burguesía en el poder vería con gusto trasladarse de las calles y fábricas a los Seminarios de Ética de la Universidad y a los Congresos y Simposios de Filosofía Moral. 30 Véase mi trabajo «Ética y ciencias sociales» en Varios, Filosofía y ciencia en el pensamiento español contemporáneo (1960-1970). III Simposio de Lógica y Filosofía de la Ciencia. Valencia, 1971, Madrid, en prensa (cap. IV de este libro). 31 M. CORNFORTH, Marxism and the Linguistic Philosophy, Londres, 1965, pp. 211-222 (cfr. también, del mismo autor, The Open Philosophy and the Open Society, Londres, 1968).
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Como se echa de ver, la cuestión que ahora se ventila no es ya lo que —de acuerdo con las viejas etiquetas académicas— llamaríamos una cuestión de ética o filosofía moral, sino más bien se trata de una cuestión de filosofía política o social. Eso nos lleva, pues, a entrar —aunque tan sólo sea para asomarnos— en el último punto de este trabajo, el dedicado al pensamiento social de Bertrand Russell. *** Como se dijo al comienzo, aquel apartado es con mucho el más endeble de la obra de Russell; y lo peor del caso es que este último no tiene el menor empacho en reconocerlo así32. Cabría en tal caso preguntarse cómo un autor tan demostradamente capaz para la ciencia y la filosofía como Russell ha descuidado tan conscientemente —y hasta, diríamos, tan deliberadamente— esa faceta de su producción. La respuesta parece ser que, según Russell, la reflexión social —la reflexión, pongamos por caso, sobre la historia, las formas de gobierno o la política económica— tropieza con limitaciones metodológicas insuperables. Cuando se acerca a ella, Russell lo hace pensando en los standards de rigor y precisión de ciencias como la matemática y la física, que evidentemente no resultan alcanzables en esos nuevos dominios. En consecuencia, acaba concluyendo que la reflexión social — para decirlo en los términos clásicos— no constituye gnosis, no pertenece al reino del «conocimiento», sino al de la dóxa u «opinión». De esta actitud se ha dicho que consiste en comenzar pidiendo demasiado para acabarse luego contentando con demasiado poco. Y en efecto, sobre todo cuando se las compara con las ambiciosas y autoexigentes declaraciones de Russell en otros campos, las ideas vertidas en libros suyos como Principles of Social Reconstruction (1916), Freedom and Organization 1814-1914 (1934) o
32
Cfr., por ejemplo, B. RUSSELL, op. cit., pp. 730-731, aun cuando —tanto allí como en otros lugares— disfrace irónicamente tal concesión alegando que no escribió sus Principles of Social Reconstruction («ni el resto de sus obras populares») como «filósofo» sino como un simple «ser humano» (para ser exactos, como «un ser humano que sufría por la situación del mundo, deseaba encontrar algún modo de mejorarla y ansiaba hablar en términos sencillos a quienes compartiesen semejantes sentimientos»).
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Power: A New Social Analysis (1938)33 saben a demasiado poco. El recurso a principios explicativos como la teoría de las pasiones (por ejemplo, el ansia de dominio) o la función del instinto (por ejemplo, el de agresividad) es tan ingenuamente psicologista o biologista que difícilmente podría satisfacer gran cosa a nadie, ni siquiera en tiempos como éstos en los que una barata extrapolación de los hallazgos de la etología amenaza con erigir a las nociones de jerarquía o defensa del territorio en categorías sociológicas supremas. Lo mismo cabría decir de la pleitesía que Russell rinde a la intervención del azar o al papel de los grandes hombres en la historia. Sin duda que, tras un siglo de inflexible determinismo historicista como lo fue el pasado, la insistencia en el reconocimiento de los fueros de la casualidad o la importancia histórica de los factores personales podría ejercer un cierto efecto saludablemente liberador, pero —como apunta un autor tan poco sospechoso como Sidney Hook— eso no es suficiente para aceptar la explicación que Russell nos ofrece de la existencia de los Estados Unidos como un resultado de los amoríos de Enrique VIII con Ana Bolena34. Con todo, no conviene tampoco dejarse agarrotar por el esprit de sérieux hasta tornarnos incapaces de apreciar la lozanía de esta parcela de la obra de Russell, de la que ha podido escribirse con justicia: «En toda la obra de Russell se puede percibir la misma actividad permanente de crítica racional, siempre dispuesta a poner en cuestión y revisar de nuevo todas las doctrinas y teorías, aun las propias; pero donde mejor se manifiesta el alcance social de esa actitud filosófica es, paradójicamente, en sus escritos menos “filosóficos”, en sus artículos sobre temas morales, educativos o sociales. La obra de Russell se divide, en efecto, en dos partes muy diferentes. Por un lado contamos con sus obras más técnicas y rigurosas..., donde el 33 B. RUSSELL, Principles of Social Reconstruction, Londres, 1961 (hay trad. cast. de E. Torralba Beci, Buenos Aires, 1921); Freedom and Organization 1814-1914, Londres, 1934 (hay trad. cast. de L. Felipe, Madrid, 1936); Power: A New Social Analysis, Londres, 1938 (hay trad. cast. de L. Echavarri, Buenos Aires, 1939). Cfr. asimismo Roads to Freedom, Londres, 1918 (hay trad. cast. de E. García Paladini, Madrid, 1932); Authority and the Individual, Londres, 1949 (hay trad. cast. de M. Villegas, México, 1954), y Human Society in Ethics and Politics, Londres, 1954. 34 S. HOOK, «Russell’s Philosophy of History», en P. A. SCHILPP (ed.), op. cit., pp. 645-678, p. 673.
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pensamiento de Russell se distingue por su claridad racional, su precisión en el análisis y su rigor y seriedad científicas. En estas obras se encuentra su aportación más valiosa a la lógica, y a la teoría del conocimiento y del lenguaje. Por otro lado, están los escritos que Rusell tenía más a pecho. Cientos de ensayos libres, sueltos, sobre los más diversos temas humanos: creencias morales, religión, educación, política, literatura, ideas sociales... Se trata de escritos de redacción rápida, destinados a una amplia divulgación. No están dirigidos al especialista como sus obras técnicas, sino a cualquier hombre culto. Su ligereza, su desenfado hacen recordar más al diletante sagaz que al hombre de ciencia. Sin embargo, su ligereza no obedece a inconsistencia sino a la negativa a asumir la solemnidad del doctrinario y a un deseo de espontaneidad y sencillez que sólo puede dar una libertad intelectual auténtica»35. Cabría alegar, por consiguiente, que —si el propio Russell no pretende presentar todo eso como auténtico conocimiento, sino sólo como opinión— de nada vale reprocharle que no sea suficientemente científico al respecto, cuando lo que intencionadamente nos ofrece no es «ciencia» sino «ideología». Mas lo malo es que el Russell ideólogo —ideólogo político, por ejemplo— es bastante confuso por su parte y no siempre coherente. Su individualismo, pongamos por caso, le ha ganado una extensa reputación —no enteramente inmerecida— de anarquista, pero esa filiación se compadece mal con su creencia en la necesidad inextinguible y hasta la conveniencia de la permanente actuación del Estado. Frecuentemente Russell, otro ejemplo, se declara socialista —con un socialismo, por lo demás, de corte sumamente moderado, que a veces no pasa del encomio del guild socialism o del sindicalismo—, pero insiste por otra parte en que la concentración de poder económico y poder político es siempre indeseable, tanto si quien los ha de usufructuar es la oligarquía como si son las organizaciones obreras; y esto, que haría imposibles ciertamente las dictaduras fascistas, también haría imposible las revoluciones socialistas. En cuanto a la confrontación entre capitalismo y comunismo, las constantes vacilaciones de los juicios de Russell han dado en ocasiones que pensar si su tan prego35
Luis VILLORO, Introducción a Fernanda NAVARRO (ed.), Bertrand Russell. Antología, México, 1971, pp. 6-20, p. 7.
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nada equidistancia respecto de uno y otro no sería a la postre una licencia para el oportunismo36. Ahora bien, cualquiera que sea el uso que objetivamente quepa hacer de esa licencia, es realmente difícil imaginar una imputación menos acorde con las intenciones de Russell. No deja de ser cierto, desde luego, que quienes juzguen que el capitalismo se encuentra en mejor situación de asegurar un máximo de producción y desarrollo económico, por lo que sería perfecto si se lo conjugara con una buena dosis de reformismo social, en tanto el comunismo se preocupa de garantizar un máximo de justicia en la distribución, por lo que sería completo si pudiera complementársele con una buena dosis de libertades democráticas, se arriesgan en la práctica —en virtud de ese curioso sistema de contrapesos— a una permanente fluctuación de sus adhesiones políticas. Mas no parece que haga falta acudir a ese sistema de contrapesos para explicarnos actitudes de Russell tan aparentemente diversas como su condena del estalinismo o el patrocinio del tribunal al que dio nombre. Russell no obraba en tales casos a instancias de estrategia política ninguna, sino movido por imperativos obviamente morales. Y el hecho de que esos imperativos le llevasen a actuar en distintos frentes en defensa de unos mismos ideales, más bien que a la adopción oportunista de diferentes ideales en diferentes circunstancias, no sería en definitiva sino una muestra de imparcialidad, virtud —si la hay— extraída asimismo de la mejor tradición liberal. Con ello, pues, volvemos a enfrentarnos con la cuestión del liberalismo, que es sin duda la etiqueta que mejor cuadra a esto que hemos dado en llamar la ideología de Russell. Nuestra pregunta era, recordemos, hasta qué punto es hoy viable ese liberalismo. Y a los efectos de abordar dicha cuestión, con la que concluiremos, deseo referirme a una conferencia pronunciada hace un año en la Facultad de Ciencias Económicas de Bilbao por Manuel Sacristán, conferencia que bajo el título de «Russell y el socialismo» se habrá publicado ya cuando aparezcan estas líneas37. Se trata de un trabajo duro e inmisericorde, lo que no le resta excelencia ni nobleza para con Russell, pues desde luego no está dicho que la blandura y la misericor36
Cfr. John LEWIS, Bertrand Russell. Philosopher and Humanist, Londres, 1970, pp. 71 y ss. M. SACRISTÁN, «Russell y el socialismo», en Varios, Pro y contra Bertrand Russell, Madrid, en prensa. 37
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dia sean los mejores cauces para la controversia intelectual. En ese trabajo se reprochan a Russell varias cosas: desde las conclusiones extraídas a raíz de su viaje a la Unión Soviética el año veinte o su aprobación de la idea de un uso coactivo de la bomba atómica contra esta última, en los años cincuenta de la guerra fría, hasta su incomprensión teórica del marxismo. Lo primero que hay que decir de esos reproches es que son absolutamente fundados. Es cierto que Russell se mostró, en su viaje a Rusia, considerablemente perspicaz en la predicción de buen número de los peligros y adulteraciones —como el dogmatismo, el burocratismo y hasta el bonapartismo— que acechaban a la naciente revolución proletaria, pero la lectura de The Practice and Theory of Bolshevism38 trasluce demasiados prejuicios como para no producir en más de un lector una decepción comparable a la que el mismo viaje le produjo a Russell. En cuanto a la alineación de Russell entre los partidarios de la guerra preventiva, cabría acaso explicarla —como el propio Sacristán sugiere— en virtud de una sensibilidad casi zoológica que le llevaba a enfocar el problema del destino de la humanidad en términos de la supervivencia de la especie: las mismas razones de seguridad mundial que, a falta de un efectivo desarme a escala planetaria, aconsejan hoy el mantenimiento del equilibrio atómico entre las grandes potencias podían aconsejar, desde aquella perspectiva, la preservación del monopolio atómico americano como el único medio de evitar la proliferación del riesgo. Mas, comoquiera que ello sea, al recordar las declaraciones de Russell por esas fechas no podemos por menos de experimentar un estremecimiento. ¿De qué no seremos capaces los demás en semejantes situaciones desquiciantes cuando una mente tan lúcida y ecuánime como la de Russell se dejó trastornar hasta ese punto por el terror a un desastre colectivo? Por lo que finalmente se refiere al acercamiento de Russell al marxismo, parece que, en efecto, no llegó nunca a comprenderlo, no sólo cuando le mostró su hostilidad, sino principalmente cuando quiso declararle su acuerdo: así, cuando afirma que coincide con Marx en considerar a las causas económicas como la base de los grandes movimientos de la historia, tanto políticos como religiosos, artísticos o morales, para descubrir 38
B. RUSSELL, The Practice and Theory of Bolshevism, Londres, 1920 (hay trad cast. de J. C. García, Barcelona, 1969).
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luego que por «base económica» entiende, no el sistema social de las relaciones y condiciones de producción, sino una variedad del «impulso adquisitivo» individual39. La responsabilidad de esa óptica defectuosa del Russell teórico social, junto con las insuficiencias, confusiones o incoherencias del Russell ideólogo, las atribuye Sacristán a las raíces de clase del pensamiento y la conducta de nuestro autor. ¿Se contaría en tal caso su liberalismo —su «liberalismo burgués», para no ahorrar el tópico— entre los subproductos de semejante condicionamiento? En el trabajo de Sacristán no hay el menor asomo de esta fácil descalificación del liberalismo a que nos tiene acostumbrados la crítica ideológica ortodoxa. Y el propio Sacristán ha subrayado agudamente en otros lugares que el liberalismo puede ser algo más que un mero reflejo político de la conciencia burguesa: así, en un trabajo asimismo reciente40 donde Sacristán cita con aprobación una afirmación de Ferrater Mora en el sentido de que «el liberalismo, al mismo tiempo que caducaba como sistema de tesis económico-social, ha salvado su esencia moral universalizándola, de tal modo que —al menos entre los intelectuales— hoy es posible encontrar liberales en todas las tradiciones vivas de pensamiento». Esta afirmación me parece certísima y sumamente digna de ser tenida en cuenta. Entre nosotros, por ejemplo, se ha hablado no hace mucho —y con bastante propiedad siquiera en ese caso— de la existencia un día de «un falangismo liberal»; y eso es también lo que, a fortiori, podría decirse del marxismo, como lo prueba el caso del llamado «modelo checoslovaco de socialismo»41. El hecho de que de ese falangismo «liberal» o de ese comunismo «liberal» sólo haya pervivido el adjetivo «liberal» podría llevarnos a pensar que sólo en los regímenes democráticos de Occidente le es dado al «liberalismo» florecer. Pero, 39 S. HOOK, op. cit., pp. 654 y ss.; cfr. asimismo los trabajos de E. C. LINDEMAN y V. J. MCGILL citados en la nota 3. 40 M. SACRISTÁN, «El diálogo: consideración del nombre, los sujetos y el contexto», en Jesús AGUIRRE (ed.), Cristianos y marxistas: los problemas de un diálogo, Madrid, 1969, pp. 187-202, p. 194. 41 Véase, para lo primero, José Luis L. ARANGUREN, «Pedro Laín, español», Asclepio, vol. XVIII-XIX, Homenaje al Prof. Pedro Laín, 1966-1967, pp. 7-19; y, en cuanto a lo segundo, la Introdución del propio Manuel SACRISTÁN a Alexander DUBCEK, La vía checoeslovaca al socialismo (trad. de M. Sacristán y A. Méndez), Barcelona, 1968, pp. VIII-XXXIII.
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por descontado, no es eso en modo alguno lo que aquí se pretende sugerir. Precisamente ese liberalismo político es, en rigor, bastante poco de fiar, pues no sólo parece inseparable del capitalismo con el que históricamente hubo de surgir, sino que nunca ha rechazado —llegada la ocasión— asociarse con el fascismo frente al socialismo. Es de ese liberalismo del que, no sin razón, se ha dicho que representa la ideología del capitalismo en su fase competitiva, de suerte que —al alcanzar el capitalismo su fase monopolista— la ideología se transfigura fácilmente al compás de la alteración de la situación económica, convirtiéndose entonces en fascismo. Recordemos, por ejemplo, las palabras de Gentile a Mussolini: «Un auténtico liberal... no tiene otro lugar que entre las filas de la legión de vuestros seguidores»42. Y preguntémonos cuántos liberales del momento presente, en los Estados Unidos por ejemplo, no llegarían a convertirse un día en Gentiles ante la aparición de nuevos Mussolinis. O, sin necesidad de desplazarnos tan lejos en el espacio ni en el tiempo, que cada uno de nosotros mire en su derredor y se pregunte cuántos Gentiles no conoce... Pero si no es de ese liberalismo del que se habla, ¿a qué otro podemos estarnos refiriendo? Exactamente a aquel que antes decíamos, de acuerdo con Sacristán, que se ha independizado sustancialmente de las raíces sociales de la ascendente burguesía europea de los siglos XVI, XVII y XVIII. Para una mayor exactitud, y como Sacristán apunta, fue más bien el orden social burgués el que acabó arrumbando esa tradición librepensadora que en sus orígenes colaboró a su implantación. Por eso hoy no es extraño que sus ingredientes críticos, desmitificadores y humanistas —la herencia, en definitiva, del liberalismo— puedan reaparecer en direcciones tan insospechadas como la «nueva izquierda» occidental. En otro lugar43 me he referido a ciertos rasgos del pensamiento social de Russell —por ejemplo, su inconfortable perplejidad ante el socialismo, el anarquismo o el sindicalismo (cuyos ideales de libertad consideraba prácticamente irrealizables, pero estimaba profundamente) y el comunismo (al que consideraba no sólo como prácticamente realizable, sino como un hecho, pero cuyo uso del poder 42 Cito de memoria de L. SALVATORELLI y G. MIRA, Storia d’Italia nel periodo facista, Turín, 1962. Cfr. asimismo A. JAMES GREGOR, The Ideology of Fascism, N. York, 1969. 43 Cfr. nota 11.
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temía y deploraba)— que lo emparentan con más de uno de los replanteamientos de la «nueva izquierda» (lo que, entre paréntesis, podría contribuir a que el buen Russell no nos parezca a fin de cuentas tan oldfashioned). El liberalismo de que hablamos podría ser otro de esos rasgos. Quizás alguien se extrañe de oír calificar de liberal a la «nueva izquierda», pues es casi un lugar común considerarla como antiliberal, violenta e intolerante. Ahí está sin ir más lejos la crítica marcusiana de la tolerancia44, que ha hecho rasgar sus vestiduras a tantos filósofos políticos de nuestro mundo occidental. Uno no es, como se habrá advertido por cuanto dije más arriba, un entusiasta de Marcuse, pero su crítica de la tolerancia me parece —y no precisamente porque sea partidario de la intolerancia y la violencia, que por supuesto no lo soy— uno de los aspectos menos repudiables de su pensamiento. Marcuse, en efecto, no niega que el cultivo de la tolerancia y la supresión de la violencia sean precondiciones para la creación de una sociedad verdaderamente humana, sino que se limita a constatar que la intolerancia y la violencia pudieran ser la única salida de quienes no alcancen a ver la posibilidad de resistir por otros medios a la opresión del sistema establecido. Escandalizarse ante esa constatación —como hace, por ejemplo, el filósofo analítico Maurice Cranston45— es olvidarse, farisaicamente o de buena fe, de que la violencia no sólo se halla siempre genéticamente asociada a la constitución del poder, sino que suele ser estructuralmente inseparable de su ejercicio (como recientemente, en ocasión de todos conocida, se encargaban entre nosotros de recordarnos —con notable oportunidad— unos distinguidos representantes de la Iglesia en el País Vasco). En cuanto al liberalismo, Marcuse ha reconocido expresamente que «los principios del liberalismo continúan siendo válidos... por más que las formas concretas de sociedad desarrolladas desde el siglo XIX hayan frustrado una y otra vez la salvaguardia de la libertad predicada por el liberalismo»46, afirmación ésta que Russell suscribiría punto por punto. 44
R. P. WOLFF, B. MOORE y H. MARCUSE, A Critique of Pure Tolerance, Boston, 1966. M. CRANSTON, «Herbert Marcuse», en M. CRANSTON (ed.), The New Left, Londres, 1970, pp. 85-118. Cfr. asimismo el matizado punto de vista de Alasdair MACINTYRE, Marcuse, Londres, 1970, especialmente pp. 89 y ss. Y, como contrapeso final, K. H. WOLFF-B. MOORE (eds.), The Critical Spirit. Essays in Honor of Herbert Marcuse, Boston, 1967. 46 H. MARCUSE, Reason and Revolution, 2.ª ed., N. York, 1954, p. 397. 45
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Aquí es, por consiguiente, adonde quería ir a parar. A la pregunta de si el liberalismo es hoy viable todavía, habría que responder que sí es viable pero todavía no. La instauración del reino de la libertad nos remite a la utopía, esto es, a un mundo en que los hombres puedan ser efectivamente razonables, tolerantes y pacíficos y por el que realmente merecería la pena luchar como Russell luchó toda su vida. Ese «liberalismo utópico» resulta, por lo demás, perfectamente compatible con una pesimista visión de nuestro mundo como la que Russell hizo frecuentemente suya, pues los hombres son hoy a decir verdad bastante poco razonables, intolerantes y violentos. Y, si para luchar contra la intolerancia y la violencia tuviésemos que hacerlo con esas mismas armas (como Russell lo hizo al renunciar al pacifismo con ocasión de la segunda guerra mundial), lo importante —diríamos— es «salvar los principios» (que, dicho sea de pasada, es lo que me parece que distingue a la «nueva izquierda» del neofascismo). Eso de «salvar los principios» tal vez no suene demasiado bien, lo reconozco. Al fin y al cabo, «salvar los principios» es lo que hace un señor cuando les rinde culto los domingos para violarlos luego el resto de los días de la semana. Eso es hipocresía, el homenaje —según dicen— que el vicio rinde a la virtud. Por supuesto, no es eso lo que estoy proponiendo al insistir en que una de las misiones de la filosofía de la praxis humana es «salvar los principios». Lo que sostengo es, simplemente, que la filosofía moral, política y social no puede renunciar a instalarse en la utopía, pues para ocuparse de los hechos, o de los que llamamos tales, ya están los científicos (y —al menos así lo creen ellos— los políticos realistas). Dejando a un lado, pues, la opinión que mereciese al propio Russell su obra en cada uno de esos dominios, pienso que una lectura de la misma desde la perspectiva sugerida la encontraría quizás no menos valiosa que el resto de su producción.
IV Ética y ciencias sociales1
E
l propósito que ha animado la organización de estas reuniones ha sido el de cuestionar, desde diversas perspectivas, las relaciones entre filosofía y ciencia2. Se sobrentiende que eso es también lo que me correspondería hacer a mí en esta comunicación, siquiera sea en lo concerniente a esa parcela de la filosofía que es la filosofía moral. Bajo el rótulo, pues, de «Ética y ciencias sociales» podría tener cabida una de estas dos cosas: o bien la pregunta por la relevancia de las ciencias sociales para la problemática de la ética, o bien la pregunta por la incidencia de la ética en la problemática de las ciencias sociales. 1
Ponencia presentada al III Simposio de Lógica y Filosofía de la Ciencia, Universidad de Valencia, noviembre de 1971, y ulteriormente recogida en VARIOS, Filosofía y ciencia en el pensamiento español contemporáneo (1960-1970), Madrid, 1973. 2 El III Simposio de Lógica y Filosofía de la Ciencia, organizado por el Departamento de Lógica y Filosofía de la Ciencia de la Universidad de Valencia y presidido por el Profesor José Ferrater Mora, distribuyó sus ponencias bajo las rúbricas de «Filosofía y ciencias formales», «Filosofía y ciencias de la naturaleza» y «Filosofía y ciencias sociales», agrupando esta última a la mía junto con las de Pedro Schwartz, Amando de Miguel y Valeriano Bozal. (Sobre el desarrollo del Simposio puede verse la crónica de Tomás LLORÉNS en Teorema, 4, 1971, pp. 101-113).
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Si el presente simposio hubiera sido un simposio de filosofía moral, no habría dudado en interpretar el rótulo de mi comunicación en el primero de dichos dos sentidos y sugeriría, en consecuencia, la oportunidad de ocuparnos de la importancia que para la ética reviste hoy el estudio de disciplinas tales como la antropología, la psicología o la sociología de la moral, sea que se las entienda como «ciencias de la conducta» stricto sensu, sea que se las entienda en un otro sentido algo más lato según propende a hacerse en estos tiempos de revisión de la ortodoxia conductista3. Mas como la protagonista de este simposio no es la filosofía moral, sino la ciencia misma, me van a permitir que invierta el sentido de la relación entre ambas y que me ocupe, por lo tanto, de la posible importancia de la ética para el estudio de ese conjunto de disciplinas —más o menos variopinto, pero no obstante relativamente bien delimitado— que se conoce hoy bajo el nombre de «ciencias sociales»4. Dicho esto, que es algo que estaba obligado a decir para justificarme ante los organizadores de estas reuniones, añadiré que, por mi parte, me gustaría tomar también pretexto de esta charla para continuar un tema de conversación iniciado hace ya un par de años con un nutrido grupo de estudiantes valencianos de filosofía, de los que no sé si alguno estará hoy presente aquí. La conversación a que me refiero se desarrolló informalmente con ocasión de las penúltimas Convivencias de Filósofos Jóvenes celebradas en Montserrat, y ni siquiera tuvo lugar en una de las salas habituales de sesión, sino en la cafetería del Monasterio. Mi papel dentro de ella, por lo demás, tampoco fue exactamente el de un interlocutor. Quienes dialogaban entre sí eran más bien dos amplios sectores del público, respectivamente polarizados en torno a las etiquetas de «asistentes interesados por el mar3 Como sugerentemente ha apuntado CHOMSKY, la denominación de «ciencias de la conducta» —al omitir toda alusión a las correspondientes áreas de la competencia humana en cuanto diferente de los actos reales de ejecución— pudiera resultar tan empobrecedora para aquellas disciplinas como la denominación de «ciencias de la medición» aplicada a las ciencias naturales. Cfr. sobre este punto N. CHOMSKY, Language and Mind, Nueva York, 1968, pp. 58 y ss. (hay trad. cast. de J. Ferraté, Barcelona, 1971). 4 Para una discusión de esta última noción en la que son tenidas en cuenta las observaciones de la nota precedente, cfr. A. RYAN, The Philosophy of the Social Sciences. Londres, 1970, pp. 125 y ss.
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xismo» y «asistentes interesados por el análisis filosófico». Y mi misión se reducía a intentar traducir para la otra lo que iba diciendo cada una de ambas partes dialogantes. Tengo la sensación de que no acerté a hacerlo con demasiada fortuna. Cuando la decodificación del mensaje transmitido resultaba inteligible para la parte receptora, surgía la queja invariable de que la previa codificación de ese mensaje distaba mucho de ser fiel a la intención originaria de la parte emisora. E incluso no faltó quien se preguntara si el cometido por mí desempeñado en el canal no era más bien el de una interferencia o un ruido que simplemente perturbaba la comunicación y convendría, por ende, eliminar. Comoquiera que fuese, la conversación concluyó abruptamente. Pero no —como acaso esté pensando ahora algún oyente malicioso— porque el diálogo en cuestión fuera de veras imposible, sino sencillamente porque eran las dos de la madrugada (una hora sin duda intempestiva para un recinto claustral, aun tratándose de un claustro tan reconocidamente liberal como el de Montserrat) y nos apagaron la luz. Por lo que a mí respecta, pues, estoy lejos de sentirme desanimado por aquella experiencia y creo sinceramente que el diálogo merecería ser proseguido, no con ningún afán ecléctico o irenista, sino con la finalidad de averiguar lo que ambas partes tengan en cada caso que decir. Y creo, además, que este simposio —dedicado a la filosofía y la ciencia en el pensamiento español contemporáneo— constituye un buen momento para hacerlo. Por suerte o por desgracia, en España no contamos con tradiciones filosóficas nacionales demasiado oprimentes (lo cual no quiere decir que no contemos con ninguna tradición filosófica y estemos partiendo ahora de cero o reinventando la filosofía en nuestro país). Pero, de cualquier modo, lo cierto es que esas tradiciones no son —como decía— demasiado oprimentes; y precisamente por ello nos encontramos desembarazados para atender a las múltiples sugerencias del pensamiento contemporáneo a escala mundial e intentar hacer así justicia, sin ningún género de trabas escolásticas, a quien en cada caso lo merezca. Por descontado, esa actitud pluralista no excluye en modo alguno el compromiso con una forma dada de pensar, sino que hasta lo exige si el pluralismo no ha de degenerar en irenismo o eclecticismo. Y, en este sentido, yo diría que en España contamos ya con una cierta tradición de diálogo —concebido en los términos expuestos— entre lo que cabría llamar a grandes rasgos el «pensamiento marxis-
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ta» y el «pensamiento analítico». Si alguien me pidiera que adujese un precedente de semejante intento de diálogo, no vacilaría en señalar el de Manuel Sacristán, tal y como se manifiesta —por citar una muestra de su labor— en su excelente estudio introductorio al Anti-Dühring de Engels5. No es menester compartir la posición filosófica sustentada por Sacristán en ese trabajo6 para reconocer lo que su actitud tiene para nuestros efectos de ejemplar, en ésta como en tantas otras cosas. Y por mi parte, desde luego, me complazco en reconocerlo así públicamente. Pero, naturalmente, el problema de la confrontación entre filosofía analítica y marxismo excede por su generalidad de los límites de esta comunicación, de suerte que tan sólo podremos abordarlo dentro de las coordenadas que nos marca nuestro tema. Entremos, pues, en él. *** Lo primero que hemos de hacer, para empezar, es no dilatar excesivamente —so pena de extraviarnos— aquellas coordenadas. De la ética se acuerda todo el mundo, por ejemplo, cuandoquiera que en la teoría social o en sus aplicaciones de orden práctico se introduce la menor alusión al problema de los juicios de valor o de las normas. Pero esa asociación es abusiva en muchos casos, pues el lenguaje moral no es más que un sublenguaje dentro del cuadro de conjunto del lenguaje evaluativo (valorativo o prescriptivo). Ahora bien, no es lo mismo hablar de un «buen coche» que hablar de una «buena persona», ni es lo mismo prescribir que se ha de conducir por la derecha más bien que por la izquierda que prescribir que se ha de hacer a los demás lo que queremos que los demás nos hagan a nosotros. Tanto en un caso como en otro estamos valorando o prescribiendo —estamos evaluando—, mas sólo cuando hablamos de la bondad de las personas o del 5 Manuel SACRISTÁN, La tarea de Engels en el Anti-Dühring, en F. ENGELS, AntiDühring (trad. cast. de M. S.). México, 1964, pp. VII-XXVIII. 6 Como tuve ocasión de explicitar en el coloquio que siguió a esta comunicación, ni el punto de partida de la misma ni —muy probablemente— su punto de llegada son marxistas, lo que por lo demás no excluye la posibilidad de un encuentro con el marxismo en algún punto del trayecto (ni, en definitiva, creo que ello importe demasiado: tampoco Marx, después de todo, era marxista).
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deber de preservar la famosa «regla de oro» de la moral estamos, en rigor, haciendo evaluaciones de carácter moral. Así pues, el problema de la presencia de juicios de valor o normativos en la actividad del científico social —ya sea que se refieran al dominio del conocimiento o al de la acción— no tendría necesariamente que ver algo con la filosofía moral. Por lo demás, es muy posible que la presencia de tales juicios de valor o tales normas de carácter no necesariamente moral sea más frecuente en el dominio de las ciencias sociales que en cualesquiera otros dominios de la ciencia. Pero no hay que pensar en ningún caso que se trate de un fenómeno exclusivo o privativo de las ciencias sociales. Aquellos juicios de valor y aquellas normas podrían también aparecer, y de hecho lo hacen con frecuencia, en otros dominios científicos. Y, desde luego, sería erróneo extender a ellos la esfera de influencia de la ética. Consideremos algunos ejemplos. El filósofo social Richard Rudner, por ejemplo, ha argüido en un difundido trabajo7 que el científico —y no sólo el científico social— no tiene otro remedio que hacer juicios de valor en tanto que científico (esto es, no en tanto que señor particular que, digamos, olvida sus pasiones a la hora de hacer ciencia, sino precisamente en tanto que científico). Rudner aduce a este respecto dos diferentes tipos de argumento, de desigual alcance en cada caso y asimismo de una cogencia desigual. El primero de ellos, que es el único al que me voy a referir por el momento, atañe exclusivamente al caso de las ciencias empíricas. En lo esencial, viene a decir que —dado que ninguna hipótesis científica resulta nunca susceptible de una verificación concluyente— el científico ha de pechar con la responsabilidad de decidir cuándo la probabilidad de la hipótesis considerada es lo suficientemente alta como para garantizar su aceptación. Y la determinación de la suficiencia de dicha probabilidad envuelve un juicio de valor, del mismo tipo —según Rudner— de los que intervienen en la ética8. A la tesis de Rudner se le ha 7
R. RUDNER, «The Scientist qua Scientist Makes Value Judgements», Philosophy of Science, 20, 1953, pp. 14. 8 Cfr. ibíd., p. 2, en que el autor especifica que las decisiones del científico respecto de la suficiencia de la probabilidad de la hipótesis ponderada se hallan en función de la importancia —«en el sentido típicamente ético»— de cometer un error al aceptar o rechazar a aquella última.
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opuesto (así lo ha hecho Richard Jeffrey, por ejemplo) la objeción de que tan sólo se sostiene dentro de una concepción probabilística de la ciencia; y también se ha alegado (así lo ha hecho, por ejemplo, Isaac Levi) que, incluso dentro de esta concepción, la asignación de probabilidades a la aceptación de una hipótesis podría hacerse en función de los ingredientes puramente sintácticos y semánticos de esta última sin involucrar para nada al científico mismo ni, por lo tanto, a sus evaluaciones9. Para nuestros efectos, sin embargo, ni tan siquiera necesitaríamos hacernos cargo de esas dos objeciones, pues bastaría con hacer ver que las evaluaciones de que Rudner nos habla —y en contra de su caracterización— no guardan relación alguna con la ética. Que yo sepa, la hipótesis galileana de la caída de los graves carece por completo de relevancia moral, como no sea que Galileo se complaciese al formularla imaginando sus efectos sobre el cuerpo de alguno de sus adversarios —el Padre Grassi, por ejemplo— en caída libre y vertical desde lo alto del campanile de Florencia. Y lo mismo cabría decir de la formulación de una hipótesis sociológica como la conocida hipótesis de Lipset, según la cual el desarrollo económico de un país comportaría la progresiva democratización de su régimen politico10. En sí misma considerada, tampoco alcanzo a ver que tenga ninguna relevancia moral, como no sea que algún joven sociólogo compatriota la formule con la esperanza de que se trate de una de esas predicciones que se autoconfirman al formularlas (en cuyo caso quizás fuera aconsejable, y algo más cómodo sin duda para todos, ir familiarizando a las supremas instancias del país con la lectura de la obra de su colega americano). Aun si el científico, por consiguiente, hiciera qua científico juicios de valor en el sentido de Rudner, esos juicios no tendrían por qué ser juicios morales, ni en las ciencias naturales ni en las ciencias sociales. Y lo que acaba de decirse a propósito del conocimiento científico valdría igualmente bien para la praxis científica, tal y como sucede, por ejemplo, en el dominio de la tec9 Los trabajos de R. JEFFREY —«Valuation and Acceptance of Scientific Hypotheses»— e I. LEVI —«Must the Scientist Make Value Judgments»— se hallan recogidos, junto con el de R. RUDNER antes citado, en B. A. BRODY (ed.), Readings in the Philosophy of Science, Englewood Cliffs, 1970, pp. 547-558 y 559-570, respectivamente. 10 Cfr. S. M. LIPSET, Political Man, Londres, 1963, pp. 61 y ss.
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nología. La previsión tecnológica, podríamos conceder, se diferencia de la simple predicción científica por su carácter declaradamente preceptivo: no se refiere tanto a lo que ha de acontecer, independientemente de las estimaciones del hombre de ciencia, cuanto a lo que debería acontecer si se han de conseguir los objetivos que el tecnólogo (o sus financiadores) consideran estimables11. Pero esos preceptos tecnológicos —los de la ingeniería, por ejemplo— no se hallan normalmente presididos por consideraciones de orden moral, sino sólo por consideraciones de eficiencia. Una vez examinados los cursos alternativos de acción a seguir para la consecución del objetivo propuesto y los resultados positivos o negativos previstos en cada uno de esos casos, el tecnólogo habrá de decidir —ya sea que lo haga en condiciones de certidumbre, riesgo o incertidumbre— sobre la base de estrategias que permitan optimizar aquellos resultados, ya sea buscando el menos malo (el caso de las llamadas estrategias «minimax» o «minimin») o el mejor posible (el caso de las llamadas estrategias «maximin» o «maximax»), etc., etc., etc. Si los resultados positivos o negativos en cuestión fueran, pongamos por caso, las ganancias o pérdidas de una empresa privada de exportación, las previsiones tecnológicas de turno serían en sí mismas moralmente neutrales salvo que los tecnólogos previesen —como entre nosotros es frecuente— recabar la ayuda estatal para socializar las pérdidas pero no las ganancias, o salvo que entre sus previsiones figurase —como tampoco es inusual entre nosotros— la de defraudar impunemente a la Hacienda pública. Ahora bien, lo que acaba de decirse a propósito de la previsión tecnológica podría ser extendido sin esfuerzo a un buen número de aspectos de la previsión política en general, dado que la previsión política tiene hoy sin duda mucho de tecnología. El problema estriba solamente —y el detalle no es insignificante que digamos— en determinar la medida de aquella extensión. Quienes vean en la «ingeniería social» el paradigma de toda acción política no dudarán en extender a las previsiones políticas el beneficio de la misma neutralidad moral de que disfrutan las previsiones tecnológicas12. Pero alguien podría pensar 11
Cfr. Mario BUNGE, La investigación científica. Barcelona, 1969, pp. 702 y siguientes. Semejante extensión se halla a la base del programa popperiano de una tecnología social como base para una política racional, del que —aun si con alguna que otra cualificación importante— se hace eco el trabajo de Hans ALBERT, «Social Science and Moral Philo12
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que lo que el «ingeniero social» considera política tecnológica es, pura y simplemente, política tecnocrática; y que las consideraciones de orden moral no son en absoluto extemporáneas a la hora de distinguir con nitidez entre tecnología y política, entre técnica y praxis13. La ética, por tanto, podría muy bien hacer su aparición en este punto. Pero, por el momento, vamos a abandonar aquí el plano de la acción en que veníamos moviéndonos para retornar otra vez al del conocimiento científico. Antes yo anticipé que Richard Rudner tenía todavía un segundo argumento que esgrimir en pro de su tesis de que el científico qua científico formula juicios de valor. Vamos a detenernos brevemente en él porque nos puede ser de utilidad en lo que sigue. El alcance de este argumento es notablemente mayor que el que considerábamos hace un momento, pues haría extensible la tesis de Rudner no sólo a las ciencias empíricas —tanto sociales cuanto naturales—, sino asimismo a las formales, como la lógica o la matemática. Rudner comienza para ello recordando la conocida distinción de Carnap entre «cuestiones internas» y «cuestiones externas» a un contexto lingüístico dado14. Dentro del lenguaje de una determinada ciencia —como sophy», en M. BUNGE (ed.), The Critical Approach to Science and Philosophy. In Honor of K. R. Popper, pp. 385-409 (véase también del mismo autor su reciente summa del «racionalismo crítico», Traktat über Kritische Vernunft, Tübingen, 1968, especialmente cap. VII). Para el problema de las relaciones entre tecnología y valores, cfr. K. BAIER y N. RESCHER (eds.), Values and the Future. The Impact of Technological Change on American Values, Nueva York-Londres, 1969. Una excelente discusión de la cuestión que nos ocupa se encuentra en el trabajo de H. LENK, «Technokratie, Ideologie, Philosophie», recogido en Philosophie im technologischen Zeitalter. Stuttgart, 1971, pp. 108-132 (debo agradecer al profesor Emilio Lledó el conocimiento del librito de Lenk). 13 El énfasis en esta distinción figura, en mi opinión, en el activo de los representantes de la Escuela de Francfort, cualesquiera que sean las reservas que quepa mantener ante su enfoque general de nuestra problemática. Cfr. a este respecto Jürgen HABERMAS, Theorie und Praxis, Neuwied-Berlín, 1963 (hay trad. cast. de D. J. Vogelmann, Buenos Aires, 1966), cap. 4; Technik und Wissenschaft als «Ideologie», Francfort del Main, 1968, pp. 120 y ss.; Erkenntnis und Interesse. Francfort del Main, c. I; asimismo, Varios, Der Positivismusstreit in der deutschen Soziologie, Neuwied-Berlín, 1969 (hay trad. cast. de J. Muñoz, Barcelona, en prensa). 14 R. CARNAP, «Empiricism, Semantics and Ontology», Revue Internationale de Philosophie, IV, 1950, pp. 20-40 (recogido en Meaning and Necessity, 2.ª, Chicago, 1956). Sobre la significación de este trabajo en el conjunto de la obra de Carnap, cfr. L. KRAUTH, Die Phi-
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la matemática, la física o la sociología— un científico puede operar con entidades tales como conjuntos, partículas subatómicas o clases sociales, planteándose así cuestiones teóricas del tipo de «¿Es posible contar con un conjunto que no equivalga ni al conjunto de los números naturales ni al conjunto de los números reales, pero posea un subconjunto equivalente al primero y sea él mismo equivalente a un subconjunto del segundo?», o «¿Habrá una estructuración de la materia dentro de la que todas las partículas que intervienen en la materia ordinaria se encuentren sustituidas por sus respectivas antipartículas?», o «¿Constituyen los “empleados de cuello blanco” una nueva clase en las sociedades industriales contemporáneas?». Pero, por el contrario, cuestiones tales como las de si existen las entidades abstractas con que opera la matemática, las entidades inobservables que la física maneja o los colectivos de que habla la sociología no serían ya cuestiones teóricas o internas a esas ciencias (cuestiones científicas, en suma), sino cuestiones externas a las mismas (cuestiones ontológicas) que requieren de una decisión práctica: la decisión de admitir o no esos marcos lingüísticos respectivamente constituidos por la teoría de conjuntos, la teoría nuclear o la teoría de la estratificación social. Y para Rudner estas cuestiones serían cuestiones de valor (aunque —añadamos de nuevo, por nuestra parte, la puntualización— no necesiten ser cuestiones de ética). Ahora bien, Quine —como también es bien sabido— ha indicado cómo cuestiones ontológicas y cuestiones científicas son continuas, de suerte que la divisoria entre las mismas es sólo gradual y fluctuante. Eso es lo que se desprende, por lo pronto, de su concepción de la ciencia como una estructura de una pieza, que es la que en su totalidad — y no sus elementos aisladamente considerados— se ha de enfrentar en cada caso a la experiencia. Por lo que a Carnap se refiere, por ejemplo, Quine no tiene inconveniente en admitir que las cuestiones ontológicas no son cuestiones de hecho, sino cuestiones lingüísticas relativas a la admisión de un oportuno marco conceptual. Pero siempre —advierte— que extendamos la losophie Carnaps, Viena-N. York, 1970, pp. 195 y ss. Para una discusión de la citada distinción, véanse mis trabajos «Ontología y análisis», Man and World, I/2, 1968, pp. 208-240; «Cuestiones “internas” y “externas” en el problema del significado», Lenguage y filosofía (IX Semana Española de Filosofía), Madrid, 1969, pp. 307-322; y «Tres fronteras de la ciencia», en Varios, Ensayos de Filosofía de la Ciencia en torno a la obra de Sir Karl R. Popper, Simposio de Burgos, Madrid, 1970, pp. 161-201.
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misma consideración a toda hipótesis científica15. Y, una vez superada la rígida dicotomía de cuestiones científicas y ontológicas —o teóricas y prácticas—, se habría abierto la puerta, según Rudner, a la introducción de evaluaciones en el dominio de la ciencia no menos que en el de la ontología. El punto de vista de Quine, por lo demás, no constituye un caso insólito dentro de la teoría contemporánea de la ciencia. Había ya sido anticipado por Duhem y ha sido asimilado, con matices diversos, por historiadores y metodólogos recientes como Kuhn o Feyerabend. En lo esencial, viene a decirnos que la ciencia no trabaja jamás sobre hechos «puros», sino tan sólo sobre hechos «interpretados» desde y para una teoría; y que las interpretaciones «teóricas» son, en última instancia, inseparables de decisiones de tipo «práctico». Lo fáctico incorpora por lo tanto, invariablemente, alguna evaluación (aunque, insisto una vez más, no necesariamente alguna evaluación moral o de incumbencia de la ética). Quien lo sostenga así, como hace Rudner, me parece indudablemente que exagera, pues se me hace difícil imaginar qué tenga la ética que ver —pongamos por caso— con la matemática16. La situación, empero, acaso sea muy diferente en aquellos dominios de la ciencia en los que las evaluaciones pertinentes fuesen —entre otras— evaluaciones de carácter moral. Y ése pudiera ser el caso, por ejemplo, de la sociología y, generalizando, de las ciencias sociales. Para continuar con el ejemplo de la sociología, todos sabemos que la llamada «nueva sociología» o «sociología crítica» americana, más o menos continuadora de la obra de Wright Mills (y asimismo emparentada, más o menos de lejos, con la «sociología crítica» europea), ha acabado por abandonar el clásico ideal de la Wertfreiheit, esto es, el ideal de la libertad, independencia o neutralidad evaluativa. Uno de los representantes de esa nueva sociología, el sociólogo Alvin Gouldner, llamó una vez a ese ideal «el mito de una sociología libre de valores», comparándolo con el mito del mi15 W. v. O. QUINE, «On Carnap’s Views on Ontology», Philosophical Studies, 2, pp. 65-72, y Ontological Relativity and Other Essays, Nueva York-Londres, 1969, pp. 26 y ss. 16 R. RUDNER, op. cit., pp. 4-5. En los últimos tiempos, en cualquier caso, parece haberse despertado una nueva sensibilidad para el problema de las relaciones entre «matemática y ética», del que son expresivas las alusiones de un discípulo de Lorenzen, C. THIEL, en su trabajo «El problema de la fundamentación de la matemática y la filosofía», Teorema, 3, 1971, pp. 5-24, p. 23.
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notauro (un minotauro, en nuestro caso, llamado Max Weber), a cuya cueva peregrinan los sociólogos como un lugar sagrado alguna vez en su vida —bien en su juventud, bien en su ancianidad— para rendir así tributo de homenaje al problema de las relaciones entre los valores y las ciencias sociales17. Para llegar hasta la cueva se precisa —añade Gouldner— de una lógica laberíntica, lo que explicaría no sólo que la mayor parte de los sociólogos no hayan logrado nunca dar con ella, pese a su devoción, sino asimismo que los pocos que al parecer lograron visitarla no hayan vuelto jamás. Desde que Gouldner describiera así la situación, esto es, en el curso de los últimos años, hay que decir que el laberinto se ha convertido en una ruta pública y que la peregrinación se ha hecho masiva, regresando de ella los sociólogos perfectamente persuadidos de que el hecho de que la sociología no sea value-free, no se halle libre de valores, no es motivo suficiente para dejar de hacer sociología, sino tan sólo para hacer otra sociología de tipo algo distinto de aquella a la que el academicismo estructural-funcional les tenía acostumbrados. No hay, en definitiva, como fomentar el turismo para desacralizar un lugar común... De ahí que, en un reciente libro18, haya podido el propio Gouldner ocuparse de estudiar sistemáticamente los supuestos de orden evaluativo que constituyen el trasfondo inevitable de la teoría social. Esos supuestos pueden ser de muy diverso grado de amplitud, desde «supuestos cosmovisivos» o generales a los que Gouldner llama «supuestos de dominio» o específicos de una determinada área científica, entre los que —en el caso de las ciencias sociales— se contarían a no dudarlo las evaluaciones morales19. La novedad de semejante posición no necesita ser encarecida. El empirismo sociológico más o menos influido por el neopositivismo se había olvidado lisa y llanamente de aquellos supuestos a consecuencia de su excesiva fidelidad a los llamados «hechos» («hechos de experiencia», para revestir17 A. GOULDNER, «The Anti-Minotaur. The Myth of a Value-free Sociology», en I. HOROWTZ (ed.), The New Sociology. Essays in Social Science and Social Theory in Honor of C. Wright Mills, c. 13 (hay trad. castellana de N. Míguez y E. Franchi, 2 vols., Buenos Aires, 1969). Véase, asimismo, sobre el particular el libro de I. ZEITLIN, Ideology and the Development of Sociological Theory, Englewood Cliffs, 1968. 18 A. GOULDNER, The Coming Crisis of Western Sociology, Londres, 1971. 19 Ibíd., pp. 29 y ss.
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los de toda su aura de eminencia). Cierto es que con posterioridad, a lo largo de las décadas de los cuarenta y los cincuenta y en buena parte bajo la influencia de Talcott Parsons, muchos sociólogos cuidaron de recalcar que los hechos son en gran parte el resultado de inferencias teóricas y se hallan así constituidos por los esquemas conceptuales que arman esas teorías. Pero, a pesar de ello, se siguió manteniendo todavía la tajante separación entre lo fáctico, por un lado, y lo evaluativo, por otro, de suerte que la máxima «No harás un juicio de valor» conservaba intacta su vigencia para la sociología respetable. O, mejor dicho, la conservaba sólo abstractamente, dado que las hipótesis sociológicas concretas no podían evitar la introducción —más o menos subrepticia— de presuposiciones evaluativas. (A título de muestra, Gouldner cita el volumen American Sociology, editado por Parsons hace un par de años y cuyo título obedece no sólo a la nacionalidad de sus autores, sino asimismo al hecho de centrarse en el estudio de la actual sociedad americana20. En el índice de materias del volumen no aparece para nada la palabra «imperialismo» ni en ninguno de sus trabajos se contiene la menor alusión al problema de las relaciones entre opulencia y guerra, todo lo cual no deja de constituir una omisión notable en una publicación caracterizada por su aire triunfalista y aparecida en pleno auge de la escalada militar en el Vietnam. Por el contrario, no faltan en él trabajos que sostengan que por lo menos uno de cada tres negros americanos podría hoy día clasificarse sociológicamente como «clase media» y que la intensificación de la violencia racial no es más que un síntoma de la extensión de la «franquicia ciudadana» a la población de color). Para retornar a uno de los ejemplos que yo mismo citaba más arriba, ¿cómo no apreciar en la correlación «desarrollo económico-democracia política» de Lipset la tácita actuación de presupuestos evaluativos, aunque no sea más que en razón del primado concedido al modelo de comunidad económico-política americana de unos años atrás? En su momento ya advertí que tales presupuestos no tendrían necesariamente que ostentar un carácter moral, y sigo manteniendo la advertencia. Pero ahora añadiría que la presencia de esas evaluaciones no-morales tampoco afectaría necesariamente al carácter científico de la hipótesis de Lipset. Si se admite, por ejemplo, la susceptibilidad de 20
T. PARSONS (ed.), American Sociology, Nueva York, 1968.
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refutación como criterio de cientificidad, quienquiera que haya oído hablar de la llamada «revolución de las expectativas emergentes» podría considerar no sólo refutable, sino sencillamente refutada, la afirmación de que «cuandoquiera que aumentan los ingresos decrece la intensidad de las opiniones políticas». Y si la presencia de evaluaciones no-morales deja intacta, según los cánones más clásicos de la metodología científica, la cientificidad de las hipótesis sociológicas, tampoco habríamos de asustarnos, me parece, por la presencia en la sociología de evaluaciones específicamente morales, que al fin y al cabo pertenecen a la misma familia lógica que aquéllas. Por descontado, donde más claramente se detecta la presencia de esas evaluaciones no es tanto en el dominio de los pronósticos científicos cuanto en el de los programas políticos más o menos científicamente inspirados. Volvamos, pues, a ellos para mantener el ritmo alternante —conocimiento, acción— que estoy procurando preservar a todo lo largo de esta charla. En la antología de Parsons a que acabo de referirme se incluye, por ejemplo, un artículo de Lipset en que su autor afirma que «la introducción de cambios básicos estructurales que permitan mantener la legitimidad tradicional de las instituciones parece constituir el mejor modo de evitar las tensiones políticas»21. ¿Cómo habremos de entender una afirmación semejante? Quizá alguien insista en ver en ella un precepto exclusivamente tecnológico y, por lo tanto, moralmente neutral. Pero, en cualquier caso, cabría al menos preguntarse a quién dirige Lipset su precepto. Si se tratara, por ejemplo, de orientar mediante el mismo una acción de gobierno, la recomendación de Lipset podría sin duda traducirse como el consejo de detener prudentemente el cambio social antes de que éste ponga en riesgo la estabilidad del sistema político vigente. Y dudo que esta opción conservadora en pro de la continuidad y el gradualismo pueda, en rigor, considerarse moralmente neutral. Alguna vez se ha dicho, en defensa precisamente de la concepción tecnocrática de la «ingeniería social», que el tinte moralizante de todas las políticas sociales no obedece sino al escaso respaldo científico que la sociología podría prestarles, incomparablemente menor —en cualquier caso— que el que la economía podría prestar a la política económica. Personalmente no comparto, sin embargo, esta opinión. No cabe duda de que, a juzgar por sus resultados, la 21
S. M. LIPSET, «Political Sociology», en T. PARSONS (ed.), American Sociology, cit., p. 159.
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economía se nos presenta hoy por hoy como una ciencia más evolucionada que la sociología, pero yo no atribuiría esa mayor evolución a su mayor aproximación a una supuesta idea platónica del método científico. Como ha observado Kuhn a propósito de la idea del «progreso científico», la economía no ha progresado más que la sociología por el hecho de que los economistas sepan mejor que los sociólogos lo que la ciencia sea; lo único que sucede es que saben mejor lo que es la economía de lo que los sociólogos saben qué es la sociología, y eso les proporciona ideas más claras acerca de los objetivos que les es dado proponerse y conseguir22. Y, por lo que en concreto se refiere a la política económica, quienquiera que se halle medianamente familiarizado con la «economía del bienestar» sabe bien lo difícil que resulta zafarse en su interior de presupuestos de índole moral. En la llamada economía «clásica» del bienestar, la cosa estaba clara toda vez que sus sistematizadores —el caso, por ejemplo, de Pigou— admitían sin ambages que la determinación de un máximo de bienestar social descansa en presuposiciones como la de la igual capacidad de satisfacción de todos los seres humanos. Y si acudimos a los más refinados procedimientos de la «nueva» economía del bienestar —como la construcción de la llamada «función de bienestar social» de Bergson y Samuelson— nos encontramos con que su puesta en práctica se resuelve en el sistema de la votación democrática, con todas las implicaciones morales que su simple mención comporta23. Como resumen, pues, de cuanto hasta aquí llevamos visto, creo que estamos en situación de concluir que el problema de la incidencia de la ética en las ciencias sociales es bastante complejo. Y esa complejidad hay que tenerla muy en cuenta a la hora de abordar, en la última parte de mi comunicación, la cuestión que nos interesa de la confrontación entre análisis filosófico y marxismo, que vamos a centrar por vía de ejemplo en lo que se podría llamar en líneas generales la «crítica analítica del materialismo histórico». *** 22
T. S. KUHN, The Structure of Scientific Revolutions, Chicago, 1962, pp. 159-161. Cfr. sobre este punto el clásico trabajo de E. J. MISHAN, «A Survey of Welfare Economics», The Economic Journal, 278, 1960, pp. 197-265, recogido en The Royal Economic Society y The American Economic Society (eds.), Surveys of Economic Theory. Volume 1. Money, Interest and Welfare, Londres, 1965 (hay trad. cast. de L. A. Rojo, A. Maravall y J. Vergara, Madrid, 1970). 23
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En rigor, la sustancia de esa crítica procede de un filósofo —como Popper— que vehementemente rechazaría su clasificación como un filósofo analítico, pero ha sido adoptada por no pocos filósofos de dicha persuasión24. La crítica en cuestión se deja resumir esencialmente en un doble reproche dirigido al materialismo histórico: el reproche de historicismo, por un lado, y el de naturalismo, por el otro. Si tenemos en cuenta que esas dos etiquetas han comportado habitualmente connotaciones antitéticas, alguien podría pensar sin más que la crítica analítica del materialismo histórico es incoherente o atribuir a sus autores insospechadas aficiones por las síntesis hegelianas. Pero ninguna de estas dos contrarréplicas sería en verdad justa hasta tanto no hayamos hecho algo por descifrar lo que se oculta bajo ambas etiquetas de «historicismo» y de «naturalismo». Comenzaremos, pues, por la primera. Para decirlo en dos palabras — sin duda muchas menos de las que serían necesarias—, por «historicismo» podríamos entender «aquella concepción de las ciencias sociales que supone que la predicción histórica constituye el objetivo principal de estas últimas, y que dicho objetivo es alcanzable merced al descubrimiento de las “leyes” que subyacen a la evolución de la historia»25. Ahora bien, esa definición no sería por sí misma suficiente para condenar al marxismo por historicista, aunque quizá lo sea para caracterizar como tal al materialismo histórico. Quiero decir que este último pudiera muy bien ser historicista sin que tal calificativo comportase una intención peyorativa, pues la historia podría ser una ciencia al fin y al cabo y de la ciencia se admite comúnmente que su objetivo es predecir. Los filósofos analíticos —para emplear aquí un plural ambiguo y, por lo tanto, abusivo— admitirían sin duda algo
24 Cfr., por ejemplo, A. DANTO, Analytical Philosophy of History, Cambridge, 1968, cap. I, pp. 9 y ss., donde el autor recoge la distinción de Popper entre «predicción» y «profecía» a que se alude más abajo (es de advertir, no obstante, que el empleo que hace de la misma no se halla exento de matices que no permitirían sin más emparejarlo con el originario tratamiento popperiano). 25 La precedente caracterización constituye una abreviatura de la ofrecida por K. R. POPPER, The Poverty of Historicism, Londres, 1954, Introduction (hay trad. cast. de P. Schwartz, Madrid, 1961). Cfr. en conexión con este punto Z. A. JORDAN, Philosophy and Ideology. Dordrecht, 1963, pp. 433-517.
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de eso y no tendrían empacho en conceder que en el materialismo histórico se encierren ingredientes de carácter científico. ¿Qué si no ciencia es, por ejemplo, lo que hace el Marx de El Capital cuando, tras de partir de un cierto modelo de economía capitalista (la célebre hipótesis del capitalismo «puro»), procede a extraer del mismo un cuerpo de consecuencias lógicas (por ejemplo, una determinada descripción de la sociedad de mercado) para concluir luego montando sobre ellas una serie de predicciones (como la relativa al descenso de la tasa de beneficio, dentro o fuera del ciclo económico)? En efecto, Marx estaría aquí haciendo uso del método hipotético-deductivo en el dominio de la ciencia económica. Y decidir sobre el acierto o desacierto de ese uso sería asunto de la metodología científica y, muy concretamente, de la metodología de las ciencias sociales. Ningún filósofo analítico, por tanto, tendría objeciones de principio que oponer al materialismo histórico en este punto. Lo que diría es que el materialismo histórico va en realidad más lejos que todo eso, esto es, más lejos de allá donde la ciencia puede ir, como sucede por ejemplo cuando anuncia la indefectible sustitución del capitalismo por el socialismo. ¿Y qué? —cabría alegar—, ¿no continúa ello siendo una predicción? ¿Por qué negarle entonces el calificativo de «científica»? Los filósofos analíticos denunciarían tal vez a este respecto una palmaria confusión de planos. Las predicciones científicas incondicionales a largo plazo —dirían, por ejemplo— únicamente parecen posibles en sistemas cerrados y de un alto grado de recurrencia (el caso, por ejemplo, de las predicciones de eclipses; y, en general, de aquellas predicciones que descansan en la regularidad de los fenómenos naturales: el caso de las estaciones climáticas, los ciclos vitales de un organismo, etc.). Pero en sistemas abiertos a la inventiva humana —en que las condiciones son cambiantes, como consecuencia por ejemplo de descubrimientos científicos o de avances de orden técnico— tan sólo son posibles predicciones incondicionales a corto plazo. El marxismo —se ha llegado a afirmar— se olvida de este hecho y lo que hace, en consecuencia, es confundir la predicción científica con la profecía al estilo del Viejo Testamento. Como era de esperar, los marxistas han respondido a esta acusación. Algunas de esas respuestas son puramente ad hominem y su valor argumental no es demasiado grande. Así, cuando han respondido acusando a su vez
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a los filósofos analíticos de que la aplicación de pequeños parches «a corto plazo» acabaría enmascarando e impidiendo la reforma fundamental —o la revolución, para decirlo corto y claro— de que la sociedad pudiera estar necesitada. Yo no niego que esta respuesta pueda tener en ocasiones fundamento, y de cuanto antes dije se desprende que no albergo ninguna simpatía por la «ingeniería social». Pero no alcanzo a ver en dicha réplica un argumento muy lucido, pues en definitiva se reduce a responder con un tu quoque al reproche de que el materialismo histórico no es ciencia sino ideología. Por lo demás, otras respuestas a la crítica analítica del materialismo histórico son decididamente ingenuas, como la de un marxista que hace poco sostenía que el advenimiento del socialismo no constituye un acontecimiento indefectible: si, por ejemplo, sobreviniese una invasión de seres de otro planeta con la intención de preservar el capitalismo, aquel advenimiento podría verse frustrado. Por supuesto que sí, ¡y me imagino que otro tanto sucedería si a Dios se le ocurriese convocar para el próximo 31 de diciembre el Día del Juicio Final! Pero, por lo demás, lo cierto es que el advenimiento del socialismo podría verse frustrado sin necesidad de acudir a tales dioses ex machina: el consumismo o la burocracia podrían bastarse, acá o allá, a esos efectos. Y esto nos lleva a una tercera línea de respuesta posible del marxismo, a saber, la consistente en hacer ver que el materialismo histórico no es tanto —o no es sólo— un pronóstico (esto es, una predicción científica, ni mucho menos una profecía veterotestamentaria) cuanto un programa de acción destinado a orientar la praxis política. Si lo que esta tercera línea de respuesta pretendiera ofrecernos fuese la aceptación por parte del marxista de que el materialismo histórico es sin más una ideología, alguien podría creer fácil —sin duda, demasiado— su acuerdo con el filósofo analítico, pues por parte de éste no habría el menor inconveniente en conceder que el marxismo sea por ejemplo un código moral entre otros códigos posibles. Ahora bien, el marxista no se contentará a buen seguro con semejante concesión, dado que cuando menos ha de aspirar a que ese código, ese programa de acción o esa ideología sean un código, un programa de acción o una ideología bien fundados. La convicción de la necesidad de un fundamento semejante fue probablemente lo que impulsó en su día al marxismo a bautizarse con la denominación —a decir verdad, no excesivamente afortunada— de «socialismo científico». Y aquí
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es donde, en tal caso, haría su aparición la otra de las acusaciones analíticas, esto es, la acusación de «naturalismo», que de nuevo podríamos resumir en dos palabras diciendo que «el materialismo histórico incurre en la falacia de extraer conclusiones normativas o políticas a partir de premisas de orden fáctico o científico, lo que evidentemente atenta contra las leyes de la lógica deductiva que prescriben la homogeneidad de premisas y conclusiones en toda deducción correcta»26. En cuyo caso, la expresión «socialismo científico» sería no sólo desafortunada, sino literalmente absurda. En resumidas cuentas, como vemos, la crítica analítica del materialismo histórico pretende acorralarlo en el dilema: o ciencia social o ética. Y lo que, para concluir, yo me preguntaría es si dicho dilema no será, en última instancia, sino un falso dilema en el que los marxistas —acentuando ya una interpretación moralizante, ya una interpretación ciencista del materialismo histórico (o alzaprimando alternativamente la importancia del primer Marx o del segundo)— se han dejado atrapar más de una vez con una especie de resignación masoquista. Pues en definitiva es muy posible que, bajo ese dilema, no se esconda sino un dogma que la filosofía analítica ha heredado del más rancio positivismo y del que me parece que ella misma ha de ser la primera interesada en desembarazarse. Me refiero, está claro, a su dogmática postulación de un insalvable abismo entre hechos y valores. Consideremos por ejemplo, desde esta perspectiva, la doble acusación de «historicismo» y de «naturalismo» que antes se hacía recaer sobre el materialismo histórico. Este no es el momento, desde luego, de embarcarnos en una ardua discusión metodológica sobre la naturaleza de la historia. Pero si hubiéramos de preguntarnos qué es la historia, yo no iría a preguntarlo a Hempel ni a Althusser, sino preferiría acudir a los historiadores, que al fin y al cabo son los que la hacen27. Y lo que los historiadores probablemente nos dirían es que historia son muchas cosas: no es lo mismo, ciertamente, inventariar li26
Nuestra caracterización condensa la argumentación al respecto de K. R. POPPER, The Open Society and Its Enemies, 4.ª ed., Princeton, 1963, vol. II, c. 22 (hay trad. cast. de E. Loedel, Buenos Aires, 1967). Cfr. a propósito de este punto Z. A. JORDAN, The Evolution of Dialectical Materialism, Nueva York, 1967, pp. 370-391. 27 En el sentido, claro está, de la historia rerum gestarum, pues en el de las res gestae todos somos en mayor o menor medida protagonistas.
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bros de cuentas de una banca alemana de la Baja Edad Media que abordar un estudio global comparativo de estas o aquellas civilizaciones; mas todo ello es historia, tanto la microhistoria o historia particular cuanto la historia general o macrohistoria. Eso explica que la historia se presente unas veces como una ciencia social más —pensemos en el caso, por ejemplo, de la historia económica— y otras como un apartado de las humanidades, lindando, o poco menos, con la filosofía especulativa de la historia. Y pretender reducir todo eso a un esquema unitario sería, además de obstinarse en un problemático monismo metodológico, abandonarse a algún oscuro prejuicio esencialista. Sin duda que hubo un tiempo en el que los historiadores presumían de que «la historia es una ciencia, ni más ni menos», que por ende se ocuparía ni más ni menos que de hechos. Pero, desde la propia perspectiva de la teoría contemporánea de la ciencia, creo que hoy estaremos más de acuerdo con el aserto del historiador Edward Carr para quien «no hay historia sin interpretación»28. Decir esto no compromete la objetividad histórica más de lo que la afirmación de que no hay hechos sin teorías podría comprometer, según veíamos, la objetividad de la ciencia en general. Sucede simplemente que la realidad objetiva es de naturaleza más o menos hermenéutica. Ahora bien, nosotros ya sabemos que toda interpretación comporta siempre alguna evaluación; y que, mientras esta última podía considerarse moralmente neutral en los dominios de las ciencias formales o naturales, dicha neutralidad moral no resultaba ya tan evidente en el dominio de las ciencias sociales. Mucho menos podría resultarlo, añadiremos, en el dominio de la historia; y tanto menos cuanto más nos aproximemos dentro de ella a los confines humanísticos de la macrohistoria o la historia general. De la misma manera que el cronista de un partido de fútbol no se molesta en relatarnos cómo iba peinado el árbitro, sino que selecciona en su relato aquellos hechos que considera relevantes, el historiador general —al que de ningún modo cabría equiparar con un autor de crónicas— ha de efectuar alguna selección en la infinita colección de los hechos con los cuales se enfrenta; y dicha selección se verá guiada —inevitablemente, según Carr— por presupuestos de orden valorativo y, muy 28
E. CARR, What is History? Londres, 1961, c. I (hay trad. cast. de J. Romero Maura, Barcelona, 1967).
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concretamente, por las valoraciones morales del historiador de turno. Los hechos de la historia se nos presentan, pues, también como valores, lo que arroja en cualquier caso una imagen de los mismos bien distinta de lo que el crudo facticismo de algunos filósofos analíticos de la historia permitiría sospechar. Pero vayamos ahora con el segundo de los cargos contra el materialismo histórico. De la negativa analítica a conceder la posibilidad de cualquier clase de conexión entre juicios de hecho y juicios de valor o prescripciones se ha dicho —y a mi modo de ver no sin justicia— que priva a la praxis de toda posibilidad de fundamentación teórica y la condena al irracionalismo. Para ser más exactos, le concedería el mismo tipo de racionalidad instrumental que antes veíamos regía en la esfera de los preceptos tecnológicos, donde —una vez sentados tales o cuales objetivos—podía pasarse a discutir sobre los medios más adecuados para conseguirlos. Pero sobre los objetivos mismos no habría ya posibilidad de discusión alguna racional. Esto es, los objetivos en cuestión no podrían ser fundamentados, sino tan sólo decididos. Y este decisionismo de la acción —no menos crudo que el facticismo del conocimiento antes considerado— completaría el esquizofrénico divorcio entre razón teórica y razón práctica al que también nos han venido acostumbrando algunos filósofos morales analíticos29. Ahora bien, así como los hechos no debían inspirarnos la actitud reverencial del empirista al viejo estilo, pienso que los valores y las normas tampoco deben inspirarnos el respeto que inspiraron en su día a los viejos metafísicos. Los valores (y las normas) no se alojan en ningún género de tópos hyperourános sino en el mismo mundo de los hechos, pues en definitiva hay que considerarlos como hechos futuribles, esto es, como finalidades cuya consecución nos proponemos. Por descontado, cuando formulamos un juicio de valor o una prescripción —cuando evaluamos, por ejemplo, un posible cambio social— no tenemos ninguna garantía de estar apostando a favor de los vien29 Recientemente, sin embargo, comienza a apreciarse un cierto cambio de actitud entre autores de formación o procedencia más o menos analítica, pero abiertos a inspiraciones filosóficas diversas. Cfr. a título de muestra, y desde perspectivas ampliamente distantes entre sí, P. CAWS, Science and the Theory of Value, Nueva York, 1968, y R. NORMAN, Reasons for Actions, Oxford, 1971.
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tos de la historia, dado que nuestra interpretación de la trayectoria de esta última en el pasado pudiera estar equivocada, y eso será a fortiori lo que pueda ocurrir con nuestras conjeturas acerca de su trayectoria en el futuro; pero, aun si dichas conjeturas resultasen acertadas (cosa que, desde luego, solamente sabríamos post eventum), eso no nos eximiría de participar en la realización del cambio social en cuestión, pues si así fuera estaría claro que las revoluciones no se harían en las calles y los campos, sino en los gabinetes de futurología. Nada hay, no obstante, que obligue a considerar al materialismo histórico como si se tratase poco menos que de una versión actualizada del famoso argumento —el kyrieúōn lógos— de Diodoro el Megárico en favor de la fuerza ineluctable del Destino30. Cierto es que esa manera de entenderlo ha seducido no sólo a algunos adversarios del marxismo, sino asimismo a muchos de entre sus adeptos, que se harían en tal caso justamente acreedores a su caracterización como historicistas y naturalistas. Mas quienes se hayan resistido a aquella seducción no creo que tengan nada que temer de los filósofos analíticos, salvo que éstos se aferren a la doctrina de la absoluta inconexión entre hechos y valores, en cuyo caso los marxistas tendrían a su vez todo el derecho de tacharlos de «facticistas» y de «decisionistas». Pero, por lo que a mí respecta, desconfío de esos u otros epítetos, pues estoy convencido de que el diálogo filosófico no se hace con epítetos, sino a base de argumentos. Los que aquí he tratado de ofrecer no eran tanto argumentos en defensa del materialismo histórico cuanto en contra de su crítica analítica convencional, y confieso que no sé en qué medida puedan haber contribuido a fomentar aquel diálogo entre análisis filosófico y marxismo. Me daría por contento con que, al menos, no volviera a imputárseme otra vez el triste achaque de haberlo estado interfiriendo.
30 Según es bien sabido, el argumento diodoreico establecía la tesis de que «nada es posible que no sea y haya de ser verdadero», lo que acabaría por borrar toda distinción entre futuros contingentes y necesarios, desembocando así en el fatalismo. Cfr. sobre este punto W. y M. KNEALE, The Development of Logic, 3.ª ed., Oxford, 1970, pp. 118-122 (hay trad. cast. de J. Muguerza, Madrid, en prensa).
V Teoría crítica y razón práctica, a propósito de Jürgen Habermas1
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or una serie de razones fortuitas, como incompatibilidades de fechas y de horarios, me corresponde a mí hoy hablar en último lugar en este ciclo de charlas dedicado a la Escuela de Francfort2. El hecho de que lo haga sobre un autor como Jürgen Habermas, cronológicamente posterior a los restantes autores abordados en el ciclo, no es, en cambio, casual, sino intencionado por mi parte. Y la razón de mi elección estriba en la creencia de que Habermas se presta, en medida mayor que cualquier otro de los clásicos de esa Escuela, a propiciar el diálogo entre las tradiciones filosóficas de la misma —muy en particular, la tradición marxista— y otras corrientes del pensamiento contemporáneo, como el llamado pensamiento analítico, de las que acaso yo me sienta más cercano. Sobre las condiciones de ese diálogo tal vez convenga decir algo, aunque no sean más que dos palabras, antes de proseguir. Por lo pronto, acabo 1
El texto de este trabajo procede de una conferencia pronunciada en el Instituto Alemán de Cultura de Madrid en marzo de 1972 y fue más tarde publicado, bajo su título actual, en la revista Sistema, 3, 1973. 2 En el ciclo La Escuela de Frankfurt del Instituto Alemán de Cultura intervinieron asimismo como conferenciantes Jesús Aguirre, Saturnino Alvarez Turienzo, Carlos Moya, Fernando Savater y Santiago González Noriega.
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de reconocer que mi quartier —si alguno tengo— no es precisamente el francfortés. Y semejante circunstancia pudiera comportar alguna que otra implicación no irrelevante en relación con los propósitos de esta charla. En primer lugar, mi familiaridad con la problemática de la Escuela de Francfort es sin duda menor y más superficial que la del resto de mis compañeros que se ocuparon de ella días pasados. En segundo lugar, mi actitud ante los logros alcanzados por los filósofos de Francfort en el debate de dicha problemática será también posiblemente un tanto menos simpacética, o en cualquier caso más distante, que la de la mayoría de mis predecesores acabados de citar. Frente a estos dos cargos, que me apresuro a echar sobre mis hombros antes de que alguien venga a hacerlo por mí, puedo ofrecer, no obstante, los dos descargos siguientes. Por una parte, no creo que el pensamiento crítico y negativo patrocinado por la Escuela de Francfort constituya un monopolio de esta última. Al hablar así, no me estoy refiriendo —entiéndaseme bien— a la inevitable ambigüedad de las etiquetas filosóficas: autores que, como Hans Albert o Ernst Topitsch, han venido animando desde hace años la polémica con la Escuela de Francfort, se autotitulan ellos mismos «pensadores críticos», pero los filósofos francforteses no vacilarían en calificar a su pensamiento de «pensamiento positivo» en un sentido antonomástico, esto es, positivista. No es de tales autores, sin embargo, de los que hablo. Lo que digo es, más bien, que el pensamiento crítico y negativo tal y como los propios filósofos de Francfort lo entienden podría ser compatible con el disentimiento, y hasta con la aversión, de estas o aquellas tesis características de la Escuela. (En rigor, esto es algo que sus miembros tendrían que admitir para sí mismos si fueran consecuentes con sus principios, puesto que, según reza el viejo adagio dialéctico —cuyos orígenes se remontan, no digo ya a Hegel, sino a Spinoza—, Omnis determinatio est negatio, esto es, tan pronto pretendamos matizar nuestras posiciones filósóficas —tan pronto pretendamos ser autocríticos—, estamos ya negándolas.) Por otra parte, me sucede que no puedo por menos de considerar estimulante la importación a nuestro medio filosófico de los temas de inspiración y las preocupaciones básicas de la Escuela de Francfort. Que semejante importación arrecie justo en el momento en que la Escuela misma ve declinar su estrella y se halla en trance de disolución no es, en definitiva, más que una servidumbre habitual —una constante— de nuestra vida
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cultural, perfectamente extensible a cualesquiera otras manifestaciones filosóficas contemporáneas (incluida, por supuesto, la filosofía analítica). Y todo lo que habría que hacer a este respecto —con la Escuela de Francfort, la de Oxford o la de Singapur— es prevenir las degeneraciones escolásticas de aquella importación. La importación del krausismo en nuestro país durante el siglo XIX es un fenómeno lo suficientemente reciente, históricamente hablando, como para que no olvidemos la lección, ni en lo que tuvo de bueno ni, sobre todo, en lo que tuvo de malo. Los precedentes motivos de descargo —que son los que, en última instancia, me permiten intervenir en este ciclo sin demasiado mala conciencia— requieren alguna explicación. Vayamos primero con el capítulo de las aversiones, para pasar luego al de los encomios. Las aversiones antifrancfortesas aludidas, que uno estaría en principio dispuesto a compartir, pudieran emplazarse en una u otra de las dos grandes áreas del pensamiento filosófico contemporáneo: la filosofía de la ciencia, por un lado, y la filosofía moral, política o social, por otro. De los dos tipos de aversión tenemos una muestra, entre nosotros, en la Apostilla de Manuel Sacristán a su traducción de las Antworten auf Herbert Marcuse, editadas precisamente por Habermas3. De la filosofía moral, política y social de los colaboradores en el volumen —jóvenes representantes de la última generación del Grupo de Francfort— se traza allí el perfil siguiente: «El especial interés de esta publicación consiste... en que los críticos de Marcuse, que aquí se manifiestan, proceden de la misma tradición intelectual y política que Marcuse: no son socialistas de la II Internacional, ni comunistas de la III, ni trotskistas, ni anarquistas. Son “frankfurtianos” [entre mortales comillas]... El parentesco se les nota.» En cuanto a la filosofía de la ciencia, Sacristán dice de ellos que «no tienen reparo en echar por la borda o ignorar, muy à la Frankfurt, las pocas cosas sólidas que hay en filosofía de la ciencia», añadiendo de nuevo que «semejantes exageraciones anti-“positivistas” [también entre comillas, pues —como es bien sabido— los francfortianos son sumamente pródigos en el reparto a diestro y siniestro del adjetivo] emparentan los textos de los críticos aquí presentados con el pensamiento de Marcuse». A 3
M. SACRISTÁN, «Apostilla a la edición castellana» de J. HABERMAS (ed.). Respuestas a Marcuse, Barcelona, 1969, pp. 7-9.
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decir verdad, los desahogos filosófico-científicos de los francfortianos son, con frecuencia, sumamente irritantes. En ciertos casos se trata, lisa y llanamente, de mala información o falta de ella. En otros —como el ya citado de Marcuse— se perciben resonancias poco gratas de la inquina anticientificista del Sein und Zeit de Heidegger y, en general, de toda o casi toda la filosofía alemana de inspiración fenomenológica. Y lo corriente, en fin, es que la crítica francfortiana trasude un cierto aroma de prédica medievalizante ante las desafortunadas consecuencias de la ciencia y la técnica moderna: ¿adónde nos han llevado?, ¿qué va a ser de nosotros, míseros aprendices de brujo?, ¿y qué es lo que hacemos, pandilla de glotones, llenando el mundo con nuestros desperdicios?, etc., etc., etc. Mas de ahí no se sigue, ciertamente, que la Escuela de Francfort no tenga nada que aportar a la filosofía contemporánea de la ciencia, cuestión ésta sobre la que más adelante volveremos. Lo único que, de momento, interesaba aquí apuntar es que —para decirlo nuevamente en términos dialécticos— ninguna negación podría ser absoluta ni, por ende, tampoco la negación o impugnación de la filosofía francfortiana de la ciencia, pues toda negación comporta siempre alguna cualificación o determinación: Spinoza, que antes afirmaba Omnis determinatio est negatio, añadía a continuación Omnis negatio est determinatio (y Hegel, e incluso Marx, habrían estado muy de acuerdo). Y lo que acaba de decirse vale también respecto de la filosofía moral, política o social de la Escuela de Francfort. Sin duda nos podrán desagradar tales o cuales aspectos de las actividades de orden práctico de sus miembros: por ejemplo, determinados episodios escabrosos de la aventura norteamericana de Adorno, Horkheimer y hasta el propio Marcuse (algunos de esos episodios, como el trato dispensado por los dos primeros a Walter Benjamin, son particularmente odiosos); o, por ejemplo, las tortuosas y desfallecientes relaciones con el movimiento estudiantil alemán en el curso de los últimos años por parte de los francfortianos académicamente consagrados en el establecimiento universitario, incluido alguna que otra vez el propio Habermas. Pero eso no da pie, en cualquier caso, para argumentar ad hominem contra las posiciones filosóficas que en su momento respaldaron, o dejaron de hacerlo, aquellas actividades. Y, lo que es más, la discusión de la filosofía moral, política o social de la Escuela de Francfort debería cuidar, a mi entender, de no alinearse con el marxismo ortodoxo
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convencional, que acaso la tornara irrelevante. La mejor expresión que yo conozco de esa crítica ortodoxa y convencional la hallamos en el título de la famosa recensión de One-Dimensional Man por parte de un representante de la Old Left: «The Point is Still to Change It», «la auténtica cuestión continúa siendo cambiar el mundo»4. Pero el problema es que, pese a todo su entusiasmo por la undécima tesis sobre Feuerbach, la vieja izquierda americana tampoco se halla, por desgracia, en situación de cambiar el mundo. Ante esta lamentable y desesperanzadora situación, la única respuesta que se me ocurre es la respuesta —de aparencia un tanto cínica, pero en el fondo melancólica como corresponde a su inspiración en Joyce— del final de una novela de José María Guelbenzu: «Ya que no podemos cambiar el mundo, cambiemos al menos de conversación.» En nuestro caso, diversifiquemos el marxismo: sus potencialidades de orden práctico tal vez no experimenten variación de inmediato —aunque a lo mejor sí, quién sabe—, pero al menos lo enriqueceremos teóricamente; y eso algún día podría tener su rendimiento en la esfera de la praxis. Me he extendido un tanto, acaso demasiado, en este capítulo preliminar de las aversiones. Pero, puesto que las tenía, pensé que lo más correcto era declararlas de entrada abiertamente. Seré más breve, en cambio, ahora con el capítulo de los encomios, con el que propiamente entramos ya en materia. A los filósofos de Francfort y, por lo tanto, a Habermas, que la relata en casi todos sus libros —desde su primerizo Strukturwandel der Öffentlichkeit de 1961 hasta sus últimos Philosophisch-politische Profile de 19715—, debemos una Historia de la Razón Humana que nos va a ser de utilidad en lo que sigue. Los acentos de ese relato han sido reputados de cuasi-bíblicos por algunos de sus críticos, que en consecuencia han acusado a la filosofía francfortiana de la historia de parecerse muy mucho a una teofanía, siquiera sea en sentido hegeliano. Pero, de cualquier modo, opino que esa Historia —aun si en ocasiones puede darnos la sensación de capri4
Cfr. sobre este punto la crítica de Karl MILLER y la réplica de MARCUSE en The Monthly Review, junio y octubre de 1967, respectivamente. Hay traducción castellana de ambos trabajos por L. Isler, en Serge MALLET y otros, Marcuse polémico, Buenos Aires, 1968. 5 J. HABERMAS, Strukturwandel der Öffentlichkeit. Untersuchungen zu einer Kategorie der bürgerlichen Gesellschaft, Neuwied, 1962; Philosophisch-politische Profile, Francfort del Main, 1971.
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chosa— es en sí misma interesante. He aquí cómo la narra un profesor hispanoamericano, H. C. F. Mansilla, desde una perspectiva estrechamente afín a la del pensamiento francfortés: «El notable progreso en el campo del conocimiento científico, iniciado durante el Renacimiento y acelerado poderosamente en los últimos cien años, denota tanto aspectos positivos como negativos, y estos últimos representan un peligro tal para la supervivencia de la Humanidad, que el pavor del que hablara Mefistófeles es completamente bien fundado. Las ciencias aplicadas y la tecnología han aportado a la carrera armamentista y a las fuerzas represivas de toda índole una nueva dimensión y un nivel tan alto de capacidad destructiva, que parecen más bien concebidas por una encarnación contemporánea del espíritu asirio de la Antigüedad que por una casta de científicos e investigadores que se remiten a las tradiciones humanistas que emanciparon a la Ciencia de la tutela escolástica. Aquella emancipación ha sido un arma de doble filo. Contra las tendencias tomístico-aristotélicas imperantes en la Edad Media, las cuales habían asignado al Hombre y a todos los fenómenos naturales un lugar a priori en sus cosmologías exhaustivas y que temían, con todo derecho, que la investigación científica, libre de la conducción por parte de la ideología escolástica, destruyese sus Sumas Teológicas como castillos de naipes, los iniciadores de la ciencia moderna en Occidente insistieron en el carácter empírico, no ideológico y desinteresado, del quehacer investigador. El conocimiento en sí mismo, tanto de la Naturaleza como de la Sociedad, pasó a ser el fin y la justificación de esa actividad que pretendía esclarecer el universo de todos sus misterios. Si bien en sus comienzos la investigación empírica tuvo un innegable carácter humanista, éste era en realidad más un reflejo de los impulsos personales de los investigadores que un resultado de la teoría misma que animaba el desarrollo de las ciencias. Por temor a un nuevo tutelaje metafísico se rechazó toda teoría que trascendiese la inmanencia de los fenómenos constatados: toda visión de conjunto que intentase interpretar la realidad fuera del estricto principio de causalidad y construyese hipótesis sobre el desarrollo histórico como un proceso unitario y teleológico ha sido desde entonces condenada como ajena a la ciencia... El interés por el conocimiento en sí mismo, depurado de toda teoría aparentemente trascendente, ha llevado a la separación entre Ciencia y Moral, entre hechos aprehendidos en forma experimental y valo-
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res establecidos por el relativismo de turno. Esta tendencia del pensamiento, que poco a poco pasó a ser la doctrina indubitable de la mayoría de los investigadores de la sociedad burguesa, se ha convertido, a partir del aporte del positivismo de Auguste Comte, en una escuela del pensar de decisiva influencia, sobre todo en Occidente. De especial importancia histórica es el axioma del positivismo que ignora la trascendencia social y política de la investigación científica, conduciendo de tal modo a todos los que trabajan en este campo a la convicción de que la aplicación práctica de su muy cualificada actividad no incumbe a ellos mismos, sino justamente a los “especialistas” de la praxis: a los políticos... La legitimación positivista de la separación entre ciencia y política y la de la inmanencia de la investigación científica denotan, pues, un carácter fundamentalmente conservador, y es totalmente lógica su apología por quienes disfrutan del status quo...»6. Para decirlo en dos palabras, y adelantando acontecimientos que nos han de ocupar más adelante, lo que aquí se denuncia es la escisión entre la dilucidación de los medios —cuya racionalidad sería asunto de la competencia del científico— y la determinación de los fines, que por su parte estarían libres de toda legitimación racional. Pero si me he alargado en la lectura de ese texto es porque —para cualquiera que repare en ella con un poco de atención— la historia de la filosofía española de estos últimos treinta años constituye una recapitulación ontogenética, con unos cuantos siglos de retraso ciertamente (lo que, entre paréntesis, da idea del cataclismo cultural que supuso nuestra guerra civil), de aquella filogénesis de la Razón Humana que se acaba de transcribir. Los últimos residuos del pensamiento metafísico escolástico están siendo barridos todavía en nuestro país por ese otro tipo de pensamiento al que, para entendernos, dimos en llamar antes analítico. Pero el pensamiento analítico no basta, aunque no sea más que por la dosis de positivismo que arrastra en suspensión. Ese positivismo no es, por cierto, el paleopositivismo comtiano que antes veíamos, 6 El citado pasaje procede de una interesante colección de trabajos inéditos de H. C. F. MANSILLA que, agrupados bajo el título de «Positivismo y marxismo», tuve ocasión de conocer hace un año, ignorando hasta la fecha si han sido publicados. Véase también, del mismo autor, Introducción a la teoría crítica de la sociedad, trad. de M. Faber-Kayser, Barcelona, 1970.
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sino el usualmente conocido como neopositivismo. Pero para nuestros efectos es lo mismo, puesto que la filosofía moral, política y social de cuño neopositivista —el caso, por ejemplo, del llamado emotivismo ético— hizo suya en su día aquella tesis de la imposibilidad de toda discusión racional de los últimos fines que orientan nuestra acción. Y eso es lo que amenaza, justamente, convertirla en asimilable por el Sistema, dispuesto a renovar su fachada ideológica en estos tiempos de desarrollo económico y de intentos —tímidos todavía— de reajuste de la estructura del poder. Cierto es que el neocapitalismo hispánico es un capitalismo harto sui generis —lo que alguien llamó un día festivamente «el capitalismo del señor Fernández de la Mora»—, y eso es también lo que sucede a nivel supraestructural. Entre las Obras Públicas del señor Fernández de la Mora no es, por ejemplo, la menor su denodado esfuerzo por desideologizar al país... sin necesidad de sacarlo para ello de la fase escolástico-metafísica de su evolución cultural. Y así, en una conferencia pronunciada hace unos años, llegaba a conceder a los científicos la categoría de «expertos en medios», mas reservando la de «expertos en fines» no a los especialistas de la política, sino a los filósofos tomistas. La respuesta a esas pretensiones se la dio en su momento mi amigo y compañero Miguel Boyer cuando advirtió que «experto en fines» sólo lo puede ser el pueblo soberano que en cada caso elige democráticamente sus destinos. Pero lo que yo quiero aquí hacer ver es que la situación sería poco más halagüeña si el filósofo del señor Fernández de la Mora se viera reemplazado, de acuerdo con el signo de los tiempos, por un equipo de tecnócratas encargados de administrar la personal teleología del gobernante. Pues lo cierto es que, en términos estrictamente positivistas, los procedimientos decisorios de un autócrata serían tan racionales —o tan irracionales, si así lo preferimos— como cualesquiera otros. Es por eso por lo que creo que el pensamiento analítico necesita ser complementado por otros tipos de pensamiento, entre ellos el marxista (incluido dentro de éste, en la medida en la que quepa hacerlo así, el de la Escuela de Francfort o sus aledaños). Esto último matiza, según pienso, el sentido del diálogo entre filosofía analítica y marxismo propugnado al comienzo del presente trabajo. Variedades de diálogo hay, por supuesto, muchas. Y la confrontación polémica no es, desde luego, la menos saludable, pareciéndome en cualquier caso preferible a la mutua ignorancia o el des-
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dén. Más aún, semejante confrontación no excluye en modo alguno la posibilidad de una cierta complementariedad, aunque sí excluya de antemano cualquier eclecticismo e irenismo demasiado fáciles: la complementariedad en cuestión, después de todo, podría —y debería— ser problemática más bien que sistemática. Esto es, no se trata de que el filósofo analítico y el marxista se conviertan recíprocamente en lo que no son, llegándose así a una pseudodialéctica síntesis de contrarios, sino de que cada uno se dé cuenta de las limitaciones de sus respectivos instrumentos y cobre así conciencia de los diversos tipos de problemas que en cada caso quedan fuera de su horizonte respectivo. Es desde este punto de vista como opino que el encuentro entre análisis y marxismo pudiera ser fecundo a escala mundial, y, por lo pronto, en nuestro país: el complemento analítico podría impedir, pongamos por caso, que la importación del marxismo se convierta en la importación de un dogma, cosa por cierto muy distinta de un pensamiento vivo; el complemento marxista, por su parte, podría impedir que la filosofía analítica importada se convierta en la filosofía oficial de una futura España tecnocrática como la que muy presumiblemente se nos avecina. En nuestro país, de cualquier modo, dicho encuentro acaso sea más fácil que en otros contextos —piénsese en Francia o Inglaterra, por no hablar de Alemania— con tradiciones filosóficas nacionales ricas y poderosas y, por ende, oprimentes, que actúan frecuentemente a la manera de un corsé que dificulta la libertad de movimientos. Pero por eso es justamente mayor el mérito de Habermas, a quien cabría considerar como la menos parroquialista de las grandes figuras en la Escuela de Francfort: en su obra, ciertamente, está presente la gran tradición filosófica alemana (es difícil pensar cómo cabría dejarla a un lado, cuando se cuenta con una tradición tan imponente como ésa), pero también lo está —y decisivamente— el reto que ha supuesto para dicha tradición el pensamiento filosófico anglosajón contemporáneo. Dicha doble presencia, finalmente, condiciona tanto su tratamiento de la problemática de la razón teórica —su filosofía de la ciencia—, cuanto su tratamiento de la problemática de la razón práctica —su filosofía moral, política y social—. De esos dos apartados, habrá de ser el último el que principalmente nos ocupe en lo que sigue, aunque también diremos algo acerca del primero. Antes, no obstante, habrá que hacer una
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alusión a la teoría crítica que, en uno y otro caso, constituye la plataforma desde la cual aborda nuestro autor esos problemas. *** Según es bien sabido, el término «teoría crítica» fue acuñado por Max Horkheimer en un célebre trabajo —«Traditionelle und Kritische Theorie»— aparecido en la Zeitschrift für Sozialforschung en 19377. La expresión o su sentido acaso puedan ser rastreados en algunos trabajos anteriores de Horkheimer, pero el que ahora comento constituye toda una declaración de principios. Y en él aparecen, por lo pronto, los dos rasgos fundamentales de la «teoría crítica» en los que aquí nos interesa reparar: por una parte, la convicción de que el criterio del conocimiento que una teoría nos proporciona no es el único que cuenta a la hora de encarar su consideración, sino que también cuenta el interés social e históricamente condicionado que promovió su construcción; por otra parte, la insistencia en superar el viejo hiato entre teoría —asiento de la racionalidad, pero inane a efectos prácticos— y praxis —que, en virtud de su desconexión teórica, se vería condenada a la irracionalidad—. El eco de estos puntos de vista de Horkheimer ha sido muy considerable en la filosofía contemporánea, tanto dentro como fuera de la Escuela de Francfort. Por ejemplo, ese eco preside en gran medida las dos grandes confrontaciones sostenidas recientemente por la Escuela con otras direcciones filosóficas alemanas, afines o rivales, como las de inspiración gadameriana o popperiana: la segunda se halla recogida en el volumen Der Positivismusstreit in der deutschen Soziologie, de 1970, la primera lo está en el volumen Hermeneutik und Ideologiekritik, de 19718. Y 7 M. HORKHEIMER, «Traditionelle und Kritische Theorie», Zeitschrift für Sozialforschung, VI, 2, París, 1937, pp. 245 y ss., recogido en M. H., Kritische Theorie, Alfred SCHMIDT (ed.), 2 vols., Francfort/Main, 1968, II, pp. 137-191, junto con el «Nachtrag» originario (ZfS, VI, 3, pp. 625 y ss.). Cfr. a este respecto Rüdiger BUBNER, «Was ist Kritische Theorie? (M. Horkheimer-J. Habermas)», Philosophische Rundschau, diciembre de 1969, pp. 213-249. 8 Der Positivismusstreit in der deutschen Soziologie (T. W. Adorno, H. Albert, R. Dahrendorf, J. Habermas, H. Pilot, K. R. Popper), Neuwied-Berlín, 1970; Hermeneutik und Ideologiekritik (K. O. Apel, C. v. Bormann, R. Bubner, H. G. Gadamer, H. J. Giegel, J. Ha-
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si pensamos que el denominador común de ambas confrontaciones es justamente Habermas, eso podrá ponernos en la pista del lugar cardinal que ocupa su obra en la tradición crítica inaugurada por Horkheimer9. En cuanto a la inserción de la «teoría crítica» de este último en la más vasta tradición marxista, dicha inserción parece hallarse fuera de toda duda razonable para los francfortianos de observancia más o menos estricta. En su epílogo a la edición en dos volúmenes de la Kritische Theorie de Horkheimer, aparecida en 1968, su editor, Alfred Schmidt, no vacilaba en emplazar a la «teoría crítica» en una amplísima corriente de pensamiento que vendría a abarcar desde el primer Lukács al último Althusser10. No debe ser, sin duda, tarea fácil la de encontrar el denominador común de enfoques tan dispares del marxismo como ésos, mas la dificultad quizás no sea mayor que la de conciliar al «joven Marx» y al «Marx maduro»; y ahí están, no obstante, los Grundrisse de 1857-58, en que ambos Marx parecen darse cita11. Lo que ya es más dudoso, en cualquier caso, es que la «teoría bermas), Francfort/Main, 1971. Para la traducción castellana del primero de ambos volúmenes, véase infra la nota 13. 9 La adscripción de Habermas al Grupo de Francfort nunca se ha hallado exenta, por lo demás, de reservas y reticencias, acentuadas tras la crisis de la Escuela subsiguiente a la muerte de Adorno. Cfr. sobre el particular los desenfadados y entretenidos reportajes de Claus GROSSNER —«Kritik der Kritischen Theorie», «Anfang und Ende der Frankfurter Schule», «Frankfurter Diadochenkämpfe», etc.— incluidos en su libro Verfall der Philosophie. Politik deutscher Philosophen, Hamburg, 1971, cuyo conocimiento debo a mi buen amigo Justo Pérez Corral. 10 Cfr. A. SCHMIDT, ed. cit., «Nachwort des Herausgebers: Zur Idee der Kritischen Theorie», II, pp. 333-358, esp. 338. Sin necesidad de incurrir en ningún género de exageraciones escolásticas, la génesis histórica de la «teoría crítica» ha sido trazada con mano maestra en el magnífico libro de Gian Enrico RUSCONI, La teoría critica della societá, Bolonia, 1968 (hay trad. cast. de A. Méndez, Barcelona, 1969). 11 Para común desesperación de marxistas «humanistas» y «estructuralistas», el reciente interés por los Grundrisse der Kritik der politischen Oekonomie (Rohentwurf) de MARX contribuirá sin duda a remover las aguas —un tanto estancadas tras los últimos años de asfixiante predominio althusseriano— de la problemática de los «dos» Marx que, como es bien sabido, había venido acaparando lastimosamente los mejores esfuerzos de no pocos talentos del marxismo contemporáneo. Cfr. en conexión con este punto los trabajos, entre otros, de Martín Nicolaus, «The Unknown Marx», en C. OGLESBY (ed.), The New Left Reader, New York, 1969 (hay trad. cast. de F. Santos Fontela, Barcelona, 1972), y «Proleta-
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crítica» pudiera ser el hilo conductor que nos permita discurrir con soltura de un enfoque al otro. Y tanto más dudoso cuanto que la filiación marxista de la «teoría crítica» probablemente es discutible en más de un punto12. Como acertadamente ha apuntado Jacobo Muñoz, la crítica ideológica de la Escuela de Francfort debe tanto o más que a Marx a la tradición metafísica de las Geisteswissenschaften, mientras que su impotencia o su desinterés —dejando, acaso, a un lado a Marcuse— para vertebrar una teoría revolucionaria tendría también bien poco de marxista13. A nosotros, de cualquier modo, no nos interesan exactamente ahora la partida de nacimiento ni el último destino de la «teoría crítica», sino sólo su concreción en Habermas. Y lo primero que habría que recordar —de acuerdo nuevamente con Muñoz— es que Habermas dista en tal sentido de ser sin más un «frankfurtiano» estricto. Esta última observación es, desde luego, susceptible de ser interpretada tanto meliorativa cuanto peyorativamente. Por ejemplo, no ha faltado quien vea en la obra de Habermas la liquidación de los últimos ingredientes marxistas que —mal que bien— aún pervivían en la «teoría crítica» de Horkheimer: las categorías habermasianas de «trabajo» e «interacción» no serían, así, más que un mal remedo de los conceptos clásicos de fuerzas productivas y relaciones de producción; la lucha de clases conducente a la instauración de una sociedad sin explotación habría venido a ser sustituida por la consumación de la «autorreflexión» de la especie humana sobre su propia historia, supuestamente capaz de conducirla al reino de la libertad; y el proletariado, como agente de la revolución, se vería finalmente reemplazado por la ilustración de la «opinión pública» a cargo de universitarios reformistas, entre los cuales —especialmente en su variedad anglosajona— se pronostica
riat and Middle Class in Marx: Hegelian Choreography and the Capitalistic Dialectic», en J. WEINSTEIN y D. W. EAKINS (eds.), For a New America, New York, 1970, así como el libro de Shlomo AVINERI, The Social and Political Thought of Karl Marx, Cambridge, 1968. Un ponderado comentario sobre la importancia exegética de aquel replanteamiento, en Francesc AGÜES, «Acerca de los Grundrisse», Teorema, 7, 1972, pp. 81-96. 12 Cfr., por ejemplo, J. H. VON HEISELER, R. STEIGERWALD y J. SCHLEIFSTEIN (eds.), Die «Frankfurter Schule» im Lichte des Marxismus, Francfort/Main, 1970. 13 J. MUÑOZ, «Nota marginal a una polémica», en T. W. ADORNO y otros, La disputa del positivismo en la sociología alemana, Barcelona, 1973, pp. 7-9.
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a Habermas un halagüeño porvenir14. Es posible, no obstante, que el interés de tales universitarios reformistas —entre los que podría contarse algún que otro filósofo analítico15— no lo suscite en exclusiva la degradación ideológica de que, según sus críticos, es víctima el marxismo en la obra de Habermas. Lo que más bien sucede es que, por regla general, los partidarios europeos de una versión ciencista del marxismo suelen estar bastante poco familiarizados —o lo están sólo de segunda mano— con las prolijidades de la epistemología contemporánea, familiarización que, con mejor o peor fortuna, Habermas se ha esforzado siquiera en conseguir. No es de extrañar, en consecuencia, que filósofos epistemológicamente refinados como lo acostumbran a ser los analíticos se interesen un día —o ya lo hagan— por estas o las otras versiones ideológicas del marxismo, persuadidos quizás de que, en cualquier caso, parece preferible reconocer en él a una ideología de nuestro tiempo que no a una ciencia decimonónica. Pero, puesto que acaba de mencionarse la cuestión, éste podría ser el momento de ocuparnos del tratamiento que Habermas dispensa —desde su propia plataforma teórico-crítica— a la filosofía de la ciencia y, en general, a la razón teórica. En diversos lugares de su obra —como, entre otros, sus trabajos «Analytische Wissenschaftstheorie und Dialektik», de 1963; Zur Logik der Sozialwissenschaften, de 1967; Technik und Wissenschaft als «Ideologie» y Erkenntnis und Interesse, de 196816—, Habermas ha intentado remozar la 14 Cfr., por ejemplo, Göran THERBON, «Jürgen Habermas: un nuevo eclecticismo» (trad. cast. de C. Moya Espí), Teorema, 6, 1972, pp. 57-80. Del mismo autor, véase también La Escuela de Frankfurt, trad. cast. de I. Estrany, Barcelona, 1972. 15 Valgan, como botón de muestra, las recientes traducciones inglesas de obras de Habermas, la inclusión de trabajos suyos en diferentes colecciones de lecturas —como D. EMMET y A. MACINTYRE (eds.), Sociological Theory and Philosophical Analysis, Londres-N. York, 1970— y las breves pero calurosas alusiones a los filósofos de Francfort, incluido por supuesto nuestro autor, en la obra de Richard J. Bernstein, Praxis and Action, Filadelfia, 1971. 16 J. HABERMAS, «Analytische Wissenschaftstheorie und Dialektik. Ein Nachtrag zur Kontroverse zwischen Popper und Adorno», recogido en M. HORKHEIMER (ed.), Zeugnisse, Festschrift für T. W. Adorno, Francfort/Main, 1963, así como en E. TOPITSCH (ed.), Logik der Sozialwissenschaften, Colonia-Berlín, 1966, y en el ya citado Der Positivismusstreit in der deutschen Soziologie («Teoría analítica de la ciencia y dialéctica», pp. 147-180 de la también citada traducción castellana); Zur Logik der Sozialwissenschaften, Franfort/Main, 1970 (originariamente aparecido como Beiheft 5 de la Philosophische Rundschau, Tübingen, 1967);
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vieja contraposición entre ciencias de la naturaleza y la cultura, respectivamente orientadas a la explicación de los fenómenos naturales mediante el establecimiento de sus leyes empíricas y a la interpretación de los fenómenos históricos a través de la captación de su sentido plasmado en expresiones institucionales, con vistas a la dilucidación del estatuto metodológico de las ciencias sociales, que acaso sean bifrontes y por igual hayan de conjugar la perspectiva nomológica y la hermenéutica. Según ha sido puesto de relieve, aquella contraposición pudiera ser objeto —en la teoría contemporánea de la ciencia— de una generalización que contraponga no ya a dos diversas subfamilias científicas, sino a dos concepciones enfrentadas de la ciencia en general17. Simplificando mucho los términos de semejante clasificación dicotómica de la compleja y multiforme metaciencia contemporánea, tal vez cupiera entonces distinguir entre una metaciencia «analítica» y una metaciencia «dialéctica» a tenor del relieve paradigmático asignado en una y otra a las ciencias de la naturaleza o a la historia. Por simplificatorio que el esquema pudiera resultar, hay que reconocer que ha sido usufructuado por no pocos epistemólogos de nuestros días, como sucede, por ejemplo, con aquellos marxistas incapaces de distinguir entre un empirista lógico, un seguidor de Popper o un filósofo analítico post-positivista (o con aquellos analíticos dispuestos a imputar al materialismo histórico cualquier desmán de la dialéctica en el dominio de las ciencias naturales). Pero, una vez reconocida la insuficiencia de ambas etiquetas18, quizás valga la pena detenernos a escudriñar lo que, en cada caso, pueda esconderse bajo ellas. Technik und Wissenschaft als «Ideologie», Francfort/Main, 1968; Erkenntnis und Interesse, Francfort/Main, 1968. 17 Cfr. a este respecto la interpretación de Gerard RADNITZKY, Contemporay Schools of Metascience, New York, 1968, así como el extracto de la Introducción a la segunda edición en preparación «Ways of Looking at Science», que he tenido ocasión de conocer por cortesía del autor (versiones previas de este último trabajo han sido publicadas en Scientia, 104, 1969, pp. 49-57, y General Systems, 14, 1969, pp. 187-191). 18 Las simplificaciones precedentes no son en modo alguno imputables a la interesante obra de Radnitzky —tenida muy en cuenta en lo que sigue—, cuyo último objetivo no es otro que contribuir a romper la incomunicación entre aquellas dos tradiciones de pensamiento. Para un intento paralelo, desde posiciones más estrictamente analíticas y de alcance más limitado por ahora, cfr. también el libro de Georg Henrik von WRIGHT Explanation and Understanding, Ithaca, New York, 1971.
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En líneas generales, la metaciencia analítica de que hablamos vendría a caracterizarse por los siguientes presupuestos metodológicos. Según sus adeptos, todas las disciplinas científicas —entendiendo por tales las ciencias naturales y las ciencias de la conducta susceptibles de una consideración naturalista— formarían parte por igual de un corpus básico y único. Entre las varias disciplinas científicas hoy por hoy existentes, la física sería probablemente la que más se aproxime al ideal de la ciencia así entendido. Y todas las restantes disciplinas científicas se aproximarían en mayor o menor medida a ese ideal según que quepa reducir al de la física su respectivo modus operandi. Junto a estos tres rasgos secundarios —que cabría rotular como «monismo», «fisicalismo», «reduccionismo», etc.—, sería asimismo característica de la metaciencia analítica su tendencia a considerar a las teorías científicas como un factum acabado más bien que como un proceso in fieri (lo que explicaría, por ejemplo, la mayor atención prestada dentro de ella a la metodología que a la historia de la ciencia, a las cuestiones de validación lógica que a los problemas de la génesis y el descubrimiento científico). Esa propensión formalista culminaría, por fin, en la configuración de la ciencia como un sistema hipotético-deductivo cuyos enunciados desplieguen el contenido informativo concentrado en un reducido número de postulados iniciales, lo que haría de la metamatemática el modelo metacientífico por excelencia si no fuera porque los postulados en cuestión constituyen hipótesis más bien que axiomas y se hallan, pues, necesitados de ulterior contrastación empírica. A diferencia, en cambio, de la metaciencia analítica, la mencionada metaciencia dialéctica se caracterizaría ante todo por su atención a las ciencias humanas —irreductibles ahora a meras ciencias de la conducta— y a las humanidades —el caso, por ejemplo, de las filologías—, humanidades entre las que tendrían cabida, por supuesto, una serie de disciplinas filosóficas que discurren desde la antropología filosófica a la filosofía de la cultura. Esta diversidad de objetos materiales respecto de la metaciencia analítica impondría, por su parte, una diferente estrategia indagatoria. Lo que en ella se busque, por ejemplo, no sería ya tanto la consideración impersonal de los fenómenos estudiados o su subsunción bajo leyes generales, como son las de la naturaleza, cuanto la «comprensión», digamos endopática, de esos fenómenos que —como en el caso de una obra de arte o un texto literario—acaso sean irrepetibles y, por
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lo tanto, únicos. En otras ocasiones, sin embargo, el «distanciamiento» respecto del fenómeno estudiado podría servir a los efectos de superar alguna alienación preexistente. Y el modelo del intérprete de un texto no es, desde luego, el único posible a la hora de aplicar la pesquisa hermenéutica a procesos estrictamente cognoscitivos, como el conocimiento de uno mismo o el de otras personas. Está también, para citar otro ejemplo clásico, el modelo del encuentro psicoanalítico, que —aplicado a la crítica de fenómenos culturales de carácter ideológico—arrojaría el llamado «psicoanálisis de la sociedad». Por último, y en conexión con este punto, el componente proyectivo que toda interpretación envuelve habría de permitirnos la anticipación de posibles formas de vida como las que frecuentemente encontramos no sólo en la mejor literatura de ficción, sino asimismo en las grandes utopías histórico-sociales. Un cuadro como éste de la filosofía contemporánea de la ciencia no podría pretender —repito una vez más— ser exhaustivo. La situación de la filosofía analítica de la ciencia —para empezar por ella —está lejos de resultar tan monocorde como se acaba de pintar, siquiera en la medida en la que quepa incluir en su inventario a historiadores de la ciencia como Thomas S. Kuhn, a estudiosos del descubrimiento científico como Norwood R. Hanson o a discípulos heterodoxos de Popper —como Agassi, Lakatos y, sobre todos, Feyerabend— bastante poco fieles a la preceptiva metodológica de su maestro19. El título de uno de los últimos trabajos de Paul K. Feyerabend, sobre el que habremos de volver más adelante, es sumamente significativo: «Against Method»; y todavía más significativo es su subtítulo de «Outline of an Anarchistic Theory of Knowledge»20. En cuanto a la precedente descripción de una filosofía de la ciencia de orientación dialéctica, la simple enunciación de sus rasgos generales erizará sin duda el cabello de todo aquel marxista que por alguna otra razón no se sienta inclinado a condescender con Habermas. Sin que, por lo demás, tampoco sea cosa de 19
Cfr. sobre este punto mi trabajo «Nuevas perspectivas en la filosofía contemporánea de la ciencia», Teorema, 3, 1971, pp. 25-60. 20 P. K. FEYERABEND, «Against Method», en M. RADNER y St. WINOKUR (eds.), Analyses of Theories and Methods of Psysics and Psychology, Minnesota Studies in the Philosophy of Science, vol. IV, Minneapolis, 1970 (hay trad. cast. de F. Hernán, Barcelona, en preparación).
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pasar por alto que —tal y como Habermas parece hacerla suya— aquella concepción no sólo se halla en deuda con hermeneutas como Karl-Otto Apel, sino también con el análisis conceptual del segundo Wittgenstein o seguidores suyos —como Peter Winch— interesados en explotar la identificación wittgensteiniana del «lenguaje» con una «forma de vida» a los efectos de la investigación social21. Ahora bien, lo que a Habermas le inquieta —como se recordaba anteriormente— es justamente la índole científica de las ciencias sociales. Y lo que acaso no deje de ser cierto es que la situación real y efectiva de la teoría contemporánea de la ciencia —bastante menos nítida y menos plácida, bastante más confusa y más efervescente de lo que cualquier cuadro de la misma pueda dar a entender— conspira a favor de los designios de cuestionar la imagen establecida de disciplinas tales como, pongamos por caso, la sociología. Por lo que a Habermas respecta, lo que persigue abiertamente es sustraer a esta última de la férrea sujeción a la metaciencia analítica, dando entrada en su seno a ingredientes hermenéuticos que permitan —de acuerdo con los principios de la «teoría crítica»—el reconocimiento del papel desempeñado por la inevitable presencia de contenidos valorativos en las construcciones sociológicas y la puesta de éstas al servicio de la emancipación de la sociedad. De una tal metodología de las ciencias sociales cabría, por descontado, disentir, mas no sin antes imponerse un par de precisiones. Primera precisión, que en modo alguno tendría por qué tratarse de arrumbar a la sociología empírica en beneficio de la llamada «sociología crítica». Si las ciencias sociales aspiran de algún modo al calificativo de nomológicas —esto es, a administrar un mínimo patrimonio de leyes científicas, siquiera sea bajo la forma de regularidades estadísticas—, es difícil pensar cómo podrían dejar de ser «empíricas». Lo que sucede es que el científico social no sólo ha de bandearse en un mundo de hechos, sino asimismo de valores —en cuyo caso lo mejor sería reconocer ese pequeño inconveniente en lugar de tratarlo de ocultar o enmasca21 Véanse al respecto, y desde perspectivas ampliamente diversas, Karl-Otto APEL, Analytic Philosophy of Language and the Geisteswissenschaften, Dordrecht, 1967 (originariamente publicado en alemán, Philosophisches Jahrbuch, 72, 1965), y Peter WINCH, The Idea of Social Science and Its Relation to Philosophy, London, 3.ª ed., 1963 (hay trad. cast. de M. R. Viganó de Bonacalza, Ciencia social y filosofía, Buenos Aires, 1972).
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rar— y que, al menos en principio, cabría esperar de él algo más que asépticos pronósticos de índole puramente fáctica, como, pongamos por ejemplo, su colaboración en la confección de programas de acción racional capaces de ayudar a la totalidad del género humano más bien que a sectores minoritarios y privilegiados de este último. Segunda precisión, que —como veremos— la cuestión que ahora se ventila no es ya, o no es sólo, una cuestión metodológica, sino una cuestión política. Esto es, no se trata ya sólo de saber qué sean las ciencias sociales, sino para qué sirven. Dicho, si lo queremos, en términos más pedestres: para quiénes trabajan los científicos sociales y con qué fines22. O con otras palabras, sin duda más prosopopéyicas, la cuestión que ahora se ventila no es ya —o no es sólo— asunto de la razón teórica, sino también —y especialmente— asunto de la razón práctica. 22
Como acertadamente apunta Salvador GINER en su reciente trabajo aparecido en esta misma revista («El progreso de la conciencia sociológica», Sistema, 1, 1973, pp. 7-30), la toma de conciencia sociológica a la que con frecuencia se da el nombre de «sociología de la sociología» pudiera por sí misma carecer de relevancia metodológica (mientras que ni los propios «sociólogos de la sociología» vacilarían en concederle relevancia política: Robert W. FRIEDRICHS, A Sociology of Sociology, N. York-Londres, 1970, pp. 32 y ss., insiste en asociar su nacimiento al escándalo de la profesionalización de los sociólogos suscitado por el Proyecto Camelot. Cfr. también sobre este punto Irving HOROWITZ, The Rise and Fall of Project Camelot, MIT, 1967). Personalmente, sin embargo, ya no estoy tan seguro de que la cuestión pueda despacharse acusando a sus cultivadores de incurrir en la «falacia genética», tal y como Giner da la sensación de insinuar: «[La sociología de la sociología] representa una línea asaz fecunda de investigación que complementa necesariamente el estudio propio de los contenidos del saber sociológico, pero que constituye, de por sí, una tarea esencialmente diferente. Sorprende un tanto que esta distinción tan sencilla no haya sido comprendida por un número de profesionales, empeñados en explicar exhaustivamente el contenido de la sociología a través de las condiciones sociales en que ésta surge... Aparte del indudable interés que tiene la exploración de los condicionamientos socioculturales del saber, la validez de las teorías que lo expresan debe ser puesta a prueba según las reglas del análisis crítico, del raciocinio y de la lógica, junto con su replicación y cotejo empíricos. Por desgracia, es necesario insistir en esto a causa de la pertinaz actividad de extrapolación de los datos que nos ofrece parte de la sociología de la sociología, la cual los proyecta sobre el campo de la teoría, desfigurándola» (S. G., op. cit., p. 14). A la base de mi reserva a este respecto se halla por el momento la perplejidad en que la puesta en cuestión de la otrora nítida distinción entre «contexto heurístico» y «contexto validatorio» parece haber sumido a la filosofía contemporánea de la ciencia en general, perplejidad a la que no veo modo —o, por lo menos, modo fácil— de escapar en el dominio de las ciencias sociales.
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La problemática de la razón práctica a que ahora aludimos —y sobre la que versa la filosofía moral, política y social de Habermas— encierra, según se acaba de indicar, dos problemas en uno. Esos dos problemas, que convendría en cualquier caso distinguir, fueron ya planteados en su día por Max Weber, y son —repito— el problema de la «neutralidad axiológica de las ciencias sociales» (el problema de la Wertfreiheit o independencia de valoraciones de las mismas) y el problema de la «racionalidad o irracionalidad teórica de la praxis» (suscitado bajo la forma de la distinción weberiana entre Zweckrationalität —la racionalidad, científicamente determinable, de los fines que sirven de medios para la consecución de otros fines— y Wertrationalität —la racionalidad de los fines últimos o valores, insusceptible por principio de semejante determinación por procedimientos científicos—). Uno y otro problema han sido extensamente debatidos por la sociología crítica y, por lo pronto, por Habermas en diversos lugares de su obra. A título de muestra citaría, por lo que hace al segundo, su trabajo «Dogmatismus, Vernunft und Entscheidung», séptimo de los que integran el volumen Theorie und Praxis, de 196323, y, por lo que al primero se refiere, su trabajo «Wertfreiheit und Objektivität», recogido en el volumen Arbeit, Erkenntnis, Fortschritt, de 197124. Para nuestros efectos, ambos problemas ofrecen un interés desigual. Del primero de ellos —el menos interesante de momento— me he ocupado en otra parte25, por lo que aquí voy a limitarme a resumir en dos palabras mi opinión. Como se sabe, la sociología crítica americana de nuestros días —heredera de Wrigth Mills, pero asimismo emparentada, más o menos de lejos, con la sociología crítica europea— no piensa ya que la socio23
J. HABERMAS, Theorie una Praxis, Sozialphilosophische Studien, Neuwied-Berlín, 1963 (hay trad. cast. de esta obra por D. J. Vogelmann, Buenos Aires, 1966, de la que inexplicablemente han sido cercenados más de la mitad de los trabajos incluidos en la edición alemana, entre ellos alguno tan decisivo para una adecuada comprensión de la posición sostenida por el autor como el titulado «Zwichen Philosophie und Wissenschaft: Marxismus als Kritik»). 24 J. HABERMAS, Arbeit, Erkenntnis, Fortschritt, Francfort/Main, 1971. 25 Cfr. mi trabajo «Ética y ciencias sociales», en Varios, Filosofía y ciencia en el pensamiento español contemporáneo (1960-1970). III Simposio de Lógica y Filosofía de la Ciencia. Valencia, 1971, Madrid, 1973, pp. 275-298 (c. IV de este libro).
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logía pueda ser value-free, esto es, hallarse libre de valores. En los tiempos de Weber, e incluso hasta hace pocos años, esa idea habría escandalizado a los metodólogos de las ciencias sociales. En nuestros días, sin embargo, los metodólogos —tanto especiales cuanto generales— se hallan curados de espanto, o debieran estarlo cuando menos. En primer lugar, hoy se está al cabo de la calle de que no cabe hablar de puros datos empíricos, independientemente de su inserción en tal o cual contexto teórico cuya delimitación será siempre selectiva. En segundo lugar, se empieza a estar de vuelta de la creencia en la viabilidad de algún criterio estricto de demarcación entre ciencia y metafísica (o, para nuestro caso, ciencia e ideología), distinción que a lo sumo se ve hoy sustituida por la existente entre teorías — científicas o no— dogmáticas y no-dogmáticas: una teoría científica pudiera ser dogmática si se la considera invulnerable a cualquier género de contrainstancias, como acontece —con más frecuencia de lo que uno se imagina— en el dominio de la ciencia normal; en cambio, una teoría metafísica propuesta con conciencia de su provisionalidad no sería dogmática en sí misma, como tampoco habría de serlo una ideología que se sabe ideología y no pretende presentarse como lo que no es. En tercero y último lugar, la distinción entre elementos estrictamente científicos e ideológicos o metafísicos dentro de una misma teoría no siempre es fácil de establecer, lo que inclina cada día más a los metodólogos a declararse en pro de una concepción holista de las teorías, según la cual serían éstas en bloque —o incluso el todo de la ciencia del momento, con su correspondiente cosmovisión aneja— lo que habría que enfrentar con la experiencia y no sus elementos aisladamente considerados. Pedir, en estas condiciones, que la sociología se halle «libre de valores» —cuando probablemente no lo alcancen a conseguir ciencias más evolucionadas que la propia sociología— pudiera no pasar de un pío deseo, deseo que el academicismo estructural-funcional reinante convertiría a veces en impío al ponerlo al servicio de la renuncia al compromiso político por parte del científico social. Dejando, pues, a un lado este problema, vamos con el segundo —el de la «racionalidad de la praxis»—, que es el que, en realidad, nos interesa. ***
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Como se habrá pensado, nuestro problema constituye nuevamente un terreno propicio a la confrontación con el análisis filosófico, cuya filosofía moral, política o social podría extraer de ella bastante más provecho que el antes obtenido en los dominios de la filosofía de la ciencia. Después de todo, y para hablar en términos generales, la epistemología analítica ha conquistado un crédito hoy por hoy inigualado por su ética; y las razones de esa desigualdad merecerían alguna consideración. Para no referirnos sino al caso de la filosofía política, los filósofos analíticos han debido enfrentarse más de una vez al cargo de no prestar idéntica atención a problemas tales como el de las relaciones entre el individuo y el Estado que la prestada —en alguna ocasión hasta la náusea— a problemas lingüísticos harto más superferolíticos o menos acuciantes. Y la más llamativa diferencia en el reparto de esa atención acaso no sea tanto de volumen cuanto de capacidad de penetración. Sin duda es éste un punto sobre el que los sociólogos de la cultura tendrían no poco que decir, pero —para proseguir con nuestra anterior caracterización de la metaciencia analítica— tal vez cupiera aventurar alguna que otra explicación menos exógena de esa insatisfactoria situación. La metaciencia analítica, principalmente modelada sobre la reflexión metodológica acerca de las ciencias naturales, se concibe a sí misma de ordinario como un discurso de segundo orden respecto del discurso propiamente científico. Pasaron ya los tiempos, por fortuna, en que el viejo filósofo metafísico de la naturaleza —con la ayuda, si se terciaba, del teólogo— se creía en el derecho de competir con el hombre de ciencia en el conocimiento del mundo natural, sin vacilar, llegado el caso, en enmendarle a éste la plana. La filosofía analítica de la ciencia no será, en cambio, philosophia naturalis, filosofía «de la naturaleza», sino filosofía tan sólo «de las ciencias de la naturaleza»26, cuyo discurso —insisto— constituirá el lenguaje-objeto sobre el que el filósofo discurra ahora a nivel metalingüístico. Si nos fijamos bien, la segregación analítica entre filosofía y ciencias naturales contrasta —alguien diría que favorablemente— con la flexible mezcolanza de 26 Cfr., a título de ilustración, el texto hoy ya clásico de Carl G. HEMPEL, Philosophy of Natural Science, Englewood Cliffs, 1966 (hay trad. cast. de A. Deaño, Madrid, en preparación).
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ciencias humanas, humanidades y disciplinas filosóficas tolerada, según veíamos, por la metaciencia habermasiana. Pero pudiera ser que tal segregación se torne un tanto problemática cuando el objeto de la filosofía analítica de la ciencia dejen de ser las ciencias naturales, tal y como sucede, por ejemplo, con la filosofía analítica de la historia27. Y esto es lo que, a fortiori, podría acontecer con la filosofía política de dicha inspiración. He aquí cómo un filósofo analítico, Anthony Quinton, concibe la naturaleza de aquella última en su Introducción al volumen colectivo Political Philosophy de la conocida serie Oxford Readings in Philosophy28. La manera más cómoda e incontrovertida de definir la filosofía política consistiría, sin duda, en caracterizarla como el común objeto de una serie de libros famosos, tales como —entre otros— la República de Platón, la Política de Aristóteles, el Príncipe de Maquiavelo, el Leviatán de Hobbes, los Tratados de la Gobernación Civil de Locke, el Contrato Social de Rousseau, la Filosofía del Derecho hegeliana, el Manifiesto Comunista de Marx y Engels o el Ensayo sobre la Libertad de Mill. En opinión de Quinton, sin embargo, una lista retrospectiva de ese género no sería hoy adecuada por más tiempo para definir a la filosofía política tal y como ésta es cultivada en el contexto del análisis filosófico. Lo característico de la aproximación analítica a la filosofía política sería, por el contrario, la renuncia a concebirla como una disciplina sustantiva —como lo es la política en sí misma— para pasar, también aquí, a interpretarla como una reflexión de segundo orden destinada al esclarecimiento metodológico de los términos, enunciados y argumentaciones del discurso político. Con la filosofía política, por tanto, vendría a ocurrir algo muy semejante a lo que antes veíamos que ocurría con la filosofía de la ciencia, donde una mayor conciencia de sus limitaciones acababa imponiendo a su ejercicio una mayor asepsia. De la misma manera, por ejemplo, que el filósofo no tiene atribuciones qua filósofo para suplantar al científico y dar cuenta de cosas tales como la interatracción planetaria 27 Para un certero escrutinio de las dificultades inherentes a un programa analítico en tal sentido, cfr. Haskell FAIN, Between Philosophy and History. The Resurrection of Speculative Philosophy of History Within the Analytic Tradition, Princeton, 1970. 28 A. QUINTON (ed.), Political Philosophy, Oxford Readings in Philosophy, Oxford, 1967, Introduction, pp. 1-18.
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o la constitución del átomo, tampoco las tendría —en tanto al menos que filósofo— para suplantar al político opinando sobre la reforma legislativa o la programación económica. La filosofía, que no era una fuente de conocimiento, no tendría tampoco por qué constituir una fuente de acción. Para no pocos de sus críticos, las pretensiones actuales de la filosofía analítica acaso pequen de excesivamente modestas; y hay que reconocer que —comparadas con las de la filosofía del pasado— aquellas pretensiones son, en efecto, bien modestas. Mas la modestia no es un vicio y, en cualquier caso, alguien podría considerarla preferible a la fatuidad. Nada de extraño tiene, en consecuencia, que los puntos de vista antes expuestos resulten muy plausibles para un sector no menos amplio del pensamiento filosófico de hoy. Y, sin embargo, lo cierto es que los resultados de la filosofía política desarrollada bajo esas directrices no han podido por menos de ser deplorados por los cultivadores profesionales de la teoría política, cosa que —propiamente hablando—no es un Quinton. Al referirme a los teóricos de la política no estoy pensando en autores de corte más o menos tradicional como Leo Strauss, sino en autores como John Plamenatz, cuyo libro Consent, Freedom and Political Obligation de 1938 —que tenía por cometido el análisis del lenguaje que sirve de vehículo a los pensadores políticos— le ha valido el justo título de patriarca de la filosofía política analítica. En un balance publicado hace ahora diez años29, Plamenatz tuvo, por ejemplo, ocasión de lamentarse de la aparente consunción de la teoría política en manos de los positivistas lógicos y sus sucesores, obsesionados por mostrar cómo muchos de los problemas que ocuparon el pensamiento político de todos los tiempos eran espurios, descansando como lo hacían en confusiones debidas a un mal uso del lenguaje. Para Plamenatz, sería ilusorio creer que la aplicación del disolvente del análisis lingüístico a los pretenciosos sistemas teóricos de la filosofía política pasada baste para mostrar cómo, una vez desvanecida su aparatosa espuma, nada subsiste en ellos de valor. Pues, aun cuando se admita que los grandes pensadores políticos han suscitado muchos pseudoproblemas, incurrido en abundantes confusiones y abusado frecuentemente del lenguaje, con eso no se ha dicho todavía que 29
J. PLAMENATZ, «The Use of Political Theory», Political Studies, 8, 1960, pp. 37-47, recogido en A. QUINTON, op. cit., pp. 19-31.
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erraran al intentar hacer lo que intentaron. La situación que Plamenatz critica ha variado un tanto, a no dudarlo, desde la fecha en que su autor formulara aquellas críticas. Al hablar, por ejemplo, «de los positivistas lógicos y sus sucesores», Plamenatz tenía in mente de seguro libros tales como The Vocabulary of Politics de T. D. Weldon30 que lleva por subtítulo el de «Una investigación sobre el uso y el abuso del lenguaje en la construcción de las teorías políticas» y se propone nada menos que la demostración de que no hay modo de asignar un significado preciso a los términos de esas teorías, que sus enunciados carecen, por tanto, de sentido y que la argumentación política no tiene, en fin, objeto. Pero, aun si tales tesis fueron un día episódicamente populares entre los filósofos analíticos, no deja de ser cierto que ese tipo de literatura se ha visto andando el tiempo sustituida por otra harto más mesurada, cautelosa y concienzuda, de la que es exponente, por ejemplo, el libro de Brian Barry Political Argument31. Ello no obstante, no menos cierto es que también dentro de esta nueva literatura se siguen en la actualidad echando en falta las mismas cosas que Plamenatz echaba en falta, esto es, las intenciones que animaron las obras antes enumeradas de Platón, Aristóteles, Maquiavelo, Hobbes, Locke, Rousseau, Hegel, Marx y Engels o Mill. En líneas generales, los filósofos analíticos continúan pensando todavía que aquellas piezas de teoría política son metodológicamente impuras, que lo que en ellas hay de aprovechable pertenece a un estadio primitivo y subdesarrollado de la ciencia política y que el resto es escoria o — para emplear el término fatídico—ideología32. Y éste es precisamente el estado de cosas que deploraba Plamenatz, para quien la teoría política no consiste primariamente en la explicación de cómo funcionan los gobiernos, sino en la reflexión sistemática acerca de los propósitos de estos últimos, algo que está, por tanto, lejos de ser asunto exclusivamente «científico» y que tiene no poco de «ideológico». En resumidas cuentas, como vemos, la filosofía política analítica se nos presenta como una consideración metacientífica de lo que en nuestros días 30 Cfr. T. D. WELDON, The Vocabulary of Politics. An Enquiry into the Use and Abuse of Language in the Making of Political Theories, Londres, 1953. 31 Cfr. Brian BARRY, Political Argument, Londres-N. York, 1965. 32 A. QUINTON, loc. cit., p. 1.
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se conoce como ciencia política o politología. No voy a ser yo quien niegue el interés que este nuevo dominio de la ciencia ofrece a la reflexión de los filósofos: basta leer cualquier introducción a la materia medianamente al día33 para dejarse cautivar por la ebullición de un dominio científico in statu nascente como éste, en el que se dan cita no sólo ya las ciencias clásicas de la conducta y de la sociedad, sino también lo que hoy se llama «nueva ciencia» —desde la teoría de la información a la teoría de los sistemas— puesta al servicio de la micro y macroteoría de la organización. Ahora bien, si la filosofía política se redujera sólo a reflexión metacientífica sobre la politología, entonces sería eso, a saber, una rama de la filosofía de la ciencia. Y pensar que la ciencia —la ciencia política— agote sin residuo la cuestión no sólo haría escasa justicia a las tradiciones de la teoría política (donde, como veíamos, tenía también cabida la ideología), sino —cosa aún peor para los analistas del lenguaje—haría escasa justicia a la especificidad del discurso político, que si por algo se caracteriza es por su carácter declaradamente normativo más bien que fáctico. Esto es, la política es un hecho, como también lo es la moral, y puede, por lo tanto, ser objeto de un estudio científico. Pero así como la moral no debe confundirse con las llamadas ciencias morales que la estudian, tampoco la política debe ser confundida con la ciencia política. Decir, como se ha dicho algunas veces, que la ciencia política es una ciencia normativa sería incurrir en una auténtica contradicción en los términos, puesto que ciencia no la hay sino de hechos. Pero decir que la política es normativa no es sino expresar una gran verdad, la gran verdad de las tautologías o las perogrulladas, pues que yo sepa no hay otra manera como puedan regirse los miembros de una comunidad —desde una tribu a un Estado moderno— que por medio de sistemas de normas morales o jurídicas y, en definitiva, políticas. Y acaso sea esta vecindad de la política con la moral y el derecho lo que los filósofos analíticos han pasado por alto en su afán de avecindarla en exclusiva con la ciencia, o —si lo 33 Cfr., por ejemplo, W. J. M. MACKENZIE, Politics and Social Sciences. Londres, 1967 (hay trad. cast. de J. Cazorla Pérez, Madrid, 1972). Del mismo autor, «Political Science», en J. PIAGET y otros, Main Trends of Research in the Social and Human Sciences (edición de la Unesco), París-La Haya, 1970, vol. I, pp. 166-224 (hay trad. cast. de la versión francesa del volumen por P. Castrillo y P. Jimeno, Madrid, en prensa).
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preferimos— en su obsesión por concebir a la filosofía política como no más que un apartado de la metodología científica y no también como una disciplina afín a la ética. Tal dualidad de aspectos de la filosofía política refleja, por supuesto, la distinción entre razón teórica y razón práctica que anteriormente se insinuaba y sobre la que ha llegado la hora de retornar en este punto. A este respecto, lo primero que habría que disipar es la posible sugerencia de que haya dos razones contrapuestas. Hablar de «razón teórica» y «razón práctica» no es más que una licencia permisible a los efectos de evitar innecesarios circunloquios. Pero, una vez sentado esto, habría que insistir —y con no menos energía— en distinguir esos dos usos, teórico y práctico, de una y la misma razón. Hay, por ejemplo, una notable diferencia entre dar razón de un hecho (como la articulación, supongamos, de un Estado corporativo como el de Portugal, que una persona de mentalidad democrática podría interesarse en estudiar) y dar razón de una norma (como los principios corporativos que inspiran la vigente Constitución portuguesa, que una persona de mentalidad democrática podría verse obligada a rechazar). Lo primero lo puede hacer el politólogo suministrándonos al respecto las explicaciones pertinentes; pero para aceptar o rechazar una constitución política lo que se necesita no es una explicación científica, sino una justificación, algo que —para entendernos— correspondería a un orden de racionalidad bien diferente. La distinción entre «explicación» y «justificación» es sumamente importante, pero aquí voy a limitarme a ilustrarla por medio de un ejemplo. Un adulto de nuestra sociedad podría explicar su conservadurismo, en contraste con el progresismo de su hijo, aduciendo la consabida fórmula de que «Quien a los treinta años no ha sido comunista es que no tiene corazón, mas quien lo sigue siendo a los sesenta es que no tiene cabeza». Ahora bien, aun si estas premisas biológicas lograran explicar — por ejemplo, causalmente—las actitudes políticas de ese señor y de su hijo (lo que, por lo demás, resulta harto dudoso), estarían lejos, desde luego, de agotar su justificación. Y, si le presionáramos con suficiente habilidad, nuestro hombre acabaría probablemente alegando otras razones, como —supongamos— la de que, a diferencia de su hijo, «Prefiere la injusticia al desorden». En la filosofía analítica contemporánea se ha discutido muy arduamente sobre esta distinción entre causas y razones, pero el punto de vista que pa-
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rece imponerse es el de que, en última instancia, aducir causas y alegar razones son dos actividades racionales que no se interfieren mutuamente34. Desde un punto de vista práctico, alegar que con el paso de los años mis opiniones políticas se han esclerotizado, de la misma manera que he perdido pelo, duermo peor o se resiente mi vesícula biliar, sería a lo sumo una «racionalización», nunca una justificación racional de una conducta políticamente retardataria. Decir, en cambio, «Creo que el orden debe ser mantenido a toda costa, incluso a costa de la preservación de la injusticia», sería una «buena razón» desde un punto de vista práctico, lo que no excluye, ciertamente, que las haya mejores, como decir «Creo que la justicia debe ser procurada por encima del orden, puesto que constituye el fundamento de la vida social» a los efectos de apoyar una conducta política de signo opuesto a la anterior. Para decirlo en dos palabras, mientras que al explicar teóricamente nuestras acciones las concebimos como efecto de alguna causa natural (el paso de los años, por ejemplo) o cuando menos susceptible de una interpretación naturalista (el peso, por ejemplo, de la educación recibida, que condiciona mis respuestas a los estímulos políticos externos), al justificar desde un punto de vista práctico esas mismas acciones nos concebimos a nosotros mismos como agentes morales que responsablemente se proponen la consecución de estos o aquellos fines. De ahí que, a la hora de razonar nuestras actitudes políticas, no nos baste echar mano de tales o cuales leyes científicas, teniendo que apoyarnos en los principios de uno u otro código moral. La terminología convencional, por lo demás, no siempre es clara a este respecto: las premisas de una explicación causal son llamadas a veces «razones causales», en tanto las razones justificatorias son a veces llamadas «explicaciones teleológicas»35. Pero no creo que tales con34 Sobre la aludida controversia, cfr. Myles BRAND (ed.), The Nature of Human Action, Pittsburgh, 1970, así como el discutido libro de Charles TAYLOR The Explanation of Behaviour, Londres, 1964. Especialmente transparente en sus planteamientos, aun si no igualmente satisfactorio en sus intentos de solución de la cuestión, es el trabajo de Stephen TOULMIN «Reasons and Causes», en R. BORGER y F. CIOFFI (eds.), Explanation in the Behavioural Sciences. Confrontations, Cambridge, 1970, pp. 1-48 (hay trad. cast. parcial de esta última obra por D. Quesada, Madrid, en preparación). 35 En mi opinión, aquella oscuridad terminológica es responsable de no pocos malentendidos en el debate contemporáneo sobre el problema de la explicación, tal y como suce-
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fusiones terminológicas, que en cualquier caso deben evitarse, atenten gravemente contra la distinción establecida` entre causas y razones, explicaciones y justificaciones, usos teóricos y usos prácticos de la razón. Los que aquí nos interesan son justamente los segundos, pues ésos son los relevantes a la hora de preguntar por los posibles criterios de racionalidad de nuestra praxis. Ahora bien, sería erróneo conceptuar como «conducta práctica» —que acabamos de caracterizar como propia de los agentes morales— a toda acción tendente a la consecución de un fin. Desde un punto de vista meramente lingüístico, las recomendaciones de orden práctico (como la de que «la propiedad de los medios de producción debe ser colectivizada si se aspira a instaurar una sociedad justa») acaso pertenezcan al mismo género o familia que las recomendaciones de orden tecnológico (como la de que «para no frenar la reactivación económica iniciada, debe aprobarse el III Plan de Desarrollo», según pudiera asegurar en nuestras Cortes un procurador entusiasta). Esa comunidad o ese aire de familia entre las mismas obedece, en definitiva, a su común contraposición a las explicaciones científicas, cuyo reverso suelen ser —aun si, por lo demás, no necesitan serlo siempre— las predicciones científicas. Cuando se da esa simetría entre explicación y predicción, el mismo uso de la razón que nos permite explicar un cierto tipo de hechos —como cuando explicamos, por ejemplo, el movimiento de la Luna en torno de la Tierra valiéndonos para ello de las leyes de la mecánica clásica— habría de permitirnos predecir esos hechos, u otros hechos análogos, antes de que acontezcan, como cuando calculamos de antemano la trayectoria de un satélite terrestre artificial. Pues bien, las predicciones científicas tienen su analogado en el dominio de la tecnología: las previsiones tecnológicas, que, no siendo exactamente predicciones científicas (ni, por lo tanto, usos teóricos de la razón stricto sensu), tampoco deben confundirse, sin embargo, con usos prácticos de la misma. Las prede, por ejemplo, con buena parte de la polémica Hempel-Dray acerca de la explicación de la acción racional. Cfr., en conexión con este punto, los conocidos planteamientos de William DRAY, Law and Explanation in History, Oxford, 1957, y Carl G. HEMPEL, Aspects of Scientific Explanation, New York-Londres, 1965, pp. 331-488, así como mi trabajo «La versatilidad de la explicación científica», Teorema, en prensa.
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visiones tecnológicas, en efecto, se diferencian de las simples predicciones científicas por su carácter declaradamente preceptivo, puesto que no se refieren tanto a lo que ha de acontecer —independientemente de las estimaciones del hombre de ciencia— cuanto a lo que debería acontecer si se han de conseguir los objetivos que el tecnólogo, o más exactamente sus financiadores, consideran estimables. Pero cualquier teórico de la planificación —y, por lo pronto, de la planificación política— está obligado a distinguir entre, por una parte, planificación estratégica y operativa, destinadas a establecer el cómo y el porqué de un curso de acción dado en orden a optimizar sus resultados, y planificación normativa, encargada por otra parte de ordenar los objetivos sobre los que descansa esa política: por mucho que la previsión política pueda tener hoy de tecnología, lo que «debería» acontecer nunca cabrá fijarlo sólo en base a consideraciones de eficiencia como pudiera hacerlo un ingeniero—, sino que inevitablemente exigirá la introducción de consideraciones de orden moral36. Y olvidarse de semejante distinción —como lo hacen quienes ven en la «ingeniería social» el paradigma de la acción política— equivaldría, en definitiva, a confundir tecnología social y política tecnocrática, arruinando así toda posible distinción entre técnica y praxis. Lo que distingue a una de otra —a saber, la relevancia moral de la segunda frente a la posible neutralidad moral de la primera— podría quizá ser expresado, de acuerdo con la distinción que antes establecíamos, diciendo que la técnica atiende únicamente a fines que son medios para la consecución de otros fines, en tanto que la praxis ha de habérselas con fines últimos o valores. Las discusiones, por ejemplo, sobre planificación económica en una economía del bienestar, y hasta la misma discusión sobre la conveniencia o inconveniencia política de colectivizar los medios de producción, podrían no rebasar —y de hecho no rebasan muchas veces— el mero uso técnico de la razón. Pero cuando nos preguntamos para qué sirve todo eso —si todo eso está al servicio de la explotación 36 Así lo reconoce, por ejemplo, un futurólogo como OZBEKAHN («Skizze einer Lookout-Institution», en L. KOCH y D. SENGHAAS (eds.), Texte zur Technokratiediskussion, Francfort/Main, 1970, apud Simon MOSER, «Technologie und Technokratie. Zur Wissenschaftstheorie der Technik», en H. LENK (ed.), Neue Aspekte der Wissenschaftsheorie, Braunschweig, 1971, pp. 169-178, esp. 176.
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del hombre por el hombre o más bien al servicio de la liberación de la humanidad—, entonces es cuando la razón práctica no podría por menos de hacer su aparición. A mi modo de ver, y aun si obtenida por caminos un tanto diferentes de los nuestros37, la precedente distinción entre «técnica» y «praxis» constituye sin duda la mayor aportación de la Escuela de Francfort a la filosofía contemporánea. Y considero, pues, muy oportuna —además de acertada— su denuncia del positivismo por haber concentrado en exclusiva su atención en la racionalidad de los medios, con absoluta preterición de la racionalidad de los fines (los fines últimos, se entiende), que acabaría en última instancia declarándose imposible. El locus clásico de esa denuncia es el primer capítulo de Zur Kritik der instrumentellen Vernunft de Horkheimer, publicado en 194738, donde el autor caracteriza a la «razón instrumental» como «aquella para la que no existe ninguna meta racional en sí, de suerte que carece de sentido discutir la superioridad de una meta frente a otras por referencia a la razón», añadiendo a continuación que —si esto es así— «el razonamiento no nos podría prestar ayuda alguna a la hora de determinar si un objeto dado es en sí mismo deseable: la aceptabilidad de ideales, los criterios de nuestros actos y nuestras convicciones, los principios rectores de la ética y la política, todas nuestras decisiones últimas, se harían entonces depender de otros factores que la razón». En conclusión, y según las teorías de quienes reducen la razón a su función puramente instrumental, «El razonamiento serviría por igual a cualquier empeño, sea éste bueno o malo. Sería un instrumento para toda suerte de empresas indiscriminadas de la sociedad, mas no habría nunca de abordar la tarea de configurar pautas de vida individual o colectiva, cuya determinación correría a cargo de otras fuerzas. En la discusión tanto profana como científica de la cuestión, 37 Particularmente ilustrativas resultan al respecto las aportaciones de Habermas a la discusión con Niklas Luhmann, en J. HABERMAS-N. LUHMANN, Theorie der Gesellschaft oder Sozialtechnologie. Was leistet die Systemforschung?, Francfort/Main, 1971, sobre todo pp. 142-290. 38 M. HORKHEIMER, Zur Kritik der instrumentellen Vernunft, Alfred Schmidt (ed.), Francfort/Main, 1967. La primera parte de esta obra apareció originariamente en inglés bajo el título de Eclipse of Reason, N. York, 1947 (hay trad. cast. de H. A. Murena y D. J. Vogelmann, Buenos Aires, 1969). Cfr. c. I, «Means and Ends», pp. 3-57.
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la razón ha venido por lo común a ser considerada como no más que una facultad intelectual de coordinación cuya eficiencia podría incrementarse mediante el uso metódico y la remoción de cualesquiera factores extraintelectuales, tales como emociones conscientes o inconscientes. No deja de ser cierto que la razón jamás llegó realmente a gobernar la realidad social, pero en la actualidad se la ha depurado tan concienzudamente de la menor inclinación o preferencia específica que finalmente ha acabado por renunciar incluso a la tarea de emitir su veredicto sobre las acciones y el modo de vida de los hombres. La razón ha abandonado la definitiva sanción de todo ello al juego de intereses en conflicto a los que nuestro mundo parece hallarse enteramente entregado». Quince años después de estas palabras de Horkheimer, Habermas las repite —con parecido acento— en el citado séptimo capítulo de Theorie und Praxis, donde —refiriéndose a los últimos giros de la ética analítica, y citando significativamente el caso del filósofo inglés contemporáneo Richard Hare— escribe lo siguiente: «En la forma analítico-lingüística de una ética no-cognoscitiva, la complementación de una ciencia depurada a la manera del positivismo mediante el añadido de un ingrediente decisionista se sigue concibiendo en términos positivistas... Una vez postulados a título de axiomas determinados juicios de valor fundamentales, nos será dado proceder en cada caso a un concluyente análisis de un cuerpo deductivo de enunciados; mas con ello estaremos lejos todavía de haber suministrado a esos principios una fundamentación racional: su aceptación es fruto, pura y simplemente, de una decisión. Tales decisiones podrán ser luego interpretadas [en diversos sentidos]..., pero la tesis en cuestión no experimentará por ello variación: a saber, que las decisiones relevantes para la praxis vital —sea que se trate de la adhesión a unos valores, de la adopción de un proyecto de vida o la elección de un enemigo—escapan por entero a la reflexión científica y ni siquiera pueden ser objeto de una discusión racional. Ahora bien, si los problemas de orden práctico —eliminados del ámbito del conocimiento tras la reducción de este último al de la ciencia experimental— se ven así sustraídos al alcance de la controversia racional..., nada de sorprendente tendrá entonces un último y desesperado intento: el de asegurar por vía institucional una decisión previa, capaz de vincularnos socialmente en aquellos asuntos prácticos, mediante el retorno al mundo clausurado de las imágenes y los poderes mí-
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ticos... Esta complementación del positivismo mediante la mitología no carece de una cierta compulsión lógica..., cuya abismal ironía sólo podría salvarla la dialéctica por medio de la risa»39. Personalmente estoy de acuerdo con Habermas, y con Horkheimer, en que semejantes perspectivas irracionalistas —en un mundo como el nuestro, que padeció y padece todavía la avalancha mitológica del fascismo— impiden la risa. Pero también opino que la denuncia de un problema no equivale a resolverlo, y los intentos de solución de Habermas o de Horkheimer no acaban de parecerme convincentes. Horkheimer, tras identificar a la razón instrumental con lo que llama la «razón subjetiva», identifica a la razón no amputada por el positivismo con una supuesta «razón objetiva» cuya objetividad sería la garantía de la racionalidad de los fines perseguidos por la misma. Y Habermas, abundando en análogas ideas, añade como reaseguro del éxito de una razón así entendida su coincidencia con el interés por la emancipación. Sin pretender hacer justicia a la teoría habermasiana del «interés»40, cabría cuando menos decir de ella que la triple correlación que Habermas postula entre interés «técnico», «práctico» y «emancipatorio», por un lado, y ciencias de la naturaleza, la cultura y la sociedad (así como la propia filosofía entendida como «crítica»), por otro, presenta más de un punto débil. Dejando a un lado las ingratas resonancias 39 J. HABERMAS, Theorie und Praxis, cit., p. 243. El párrafo final alude a los intentos del heideggeriano Walter BRÖCKER —cfr. asimismo J. HABERMAS, «Der befremdliche MythosReduktion oder Evokation», en Philosophische Rundschau, abril 1958, pp. 215 y ss.—, denunciados a su vez por ADORNO en «Wozu noch Philosophie?», Eingriffe, Francfort/Main, 1964, pp. 11 y ss. (hay trad. cast. de este texto por J. Aguirre, Justificación de la filosofía, Madrid, 1964), con las siguientes palabras: «En ambos casos, en los positivistas y en Heidegger, en su fase más tardía por lo menos, se va contra la especulación... Bajo este aspecto de la común aversión contra la metafísica, resulta menos paradójico de lo que a primera vista parece el que recientemente un discípulo de Heidegger, Walter Bröcker, ..., haya querido combinar positivismo y filosofía del ser, en cuanto que acota para el positivismo el ámbito entero del ser-aquí y coloca por encima, tal un estrato más elevado, la doctrina del ser, y explícitamente como mitología.» 40 Cfr. sobre este punto Nikolaus LOBKOWITZ, «Interesse und Objektivität», Philosophische Rundschau, diciembre 1969, pp. 249-273. En castellano puede verse el trabajo de Julio CARABAÑA, «La teoría dialéctica del conocimiento de Jürgen Habermas», Teorema, 1, 1971, pp. 43-56.
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de la obsolescente concepción scheleriana del saber, tan influyente en casi toda la filosofía alemana posterior, ni las ciencias naturales se hallan exclusivamente dominadas por el interés en el control técnico de la naturaleza ni la cultura humanística se halla tampoco exenta, por su parte, del peligro de ver degenerar el interés práctico dominante en un interés por el control social, pudiendo de este modo convertirse en instrumento de opresión. En cuanto al interés emancipatorio compartido por las ciencias sociales y la filosofía de intención crítica, Habermas no explicita si se trata de una estructura transcendental ajena al paso de la historia o de un contenido histórico susceptible de diversas, y hasta encontradas, determinaciones41. Y, lo que aún es más importante para nuestros efectos, todavía cabe preguntarse si la emancipación de que habla Habermas no habría de ser más bien un resultado de la racionalidad de nuestras praxis que no la condición de su posibilidad. El debate de estas cuestiones ha ocupado por lo menos una parte muy sustanciosa de la reciente polémica sostenida entre nuestro autor y el popperiano Hans Albert42, cuyo punto de vista se dejaría expresar quizás en los siguientes términos (indebidamente esquemáticos, de nuevo). El único sentido en el que cabe hablar de la «objetividad» de la razón práctica es, por así decirlo, el de su «intersubjetividad». Por el hecho de adherir a aquella forma social de vida que nos parece más racional, aspiramos a que otros hombres y otras sociedades la puedan compartir y luchamos por conseguir universalizarla. Pero nunca podremos estar seguros de que nuestro ideal coincida, de hecho, con la racionalidad en sí y por sí, lo que sin duda constituye un argumento poderoso para admitir la competencia democrática de otros ideales de vida alternativos. Con lo que el funcionamiento de la razón práctica no sería en sí mismo muy distinto del funcionamiento de la razón teórica, cosa que no habrá de extrañarnos si, en definitiva, la razón 41 Cfr. a este respecto el concienzudo examen de Harald PILOT, «Jürgen Habermas’ empirisch falsifizierbare Geschichtsphilosophie», en Der Positivismusstreit in der deutschen Soziologie, cit., pp. 307-334, que —al igual que los trabajos indicados a continuación— puede leerse en castellano en la excelente versión de Jacobo Muñoz reseñada en la nota 13 supra. 42 Ibíd., cfr. J. HABERMAS, «Analytische Wissenschaftstheorie und Dialektik» y «Gegen einen positivistisch halbierten Rationalismus», pp. 155-192 y 235-266; H. ALBERT, «Der Mythos der totalen Vernunft» e «Im-Rücken des Positivismus?», pp. 193-234 y 267-306.
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es sólo una. Cuando dos teorías científicas compiten entre sí, ninguna de ellas podría recabar en exclusiva para sí la condición de verdadera; pero la aspiración de cada una a la verdad es lo que da sentido a la discusión entre ambas, determinando así su racionalidad. Y algo análogo acontece cuando compiten entre sí dos ideales de vida, cuya discusión racional tendrá sentido por su común aspiración a eso que —despojándolo de su vieja retórica indeseable— cabría llamar el bien. La concepción del racionalismo expuesta en los párrafos anteriores no carece, según pienso, de alguna plausibilidad: el bien y la verdad de que se hablaba no serían entidades sustantivas de cuño más o menos platónico, algo, por tanto, estático y fijo, sino meros principios regulativos carentes de sustantividad y susceptibles de este modo de un continuo desplazamiento a lo largo de la historia43. Mas tal y como los popperianos lo hacen suyo, semejante racionalismo tampoco se halla exento de peligros. Como Feyerabend ha puesto de relieve en el dominio de la filosofía de la ciencia, el racionalismo popperiano acaso satisfaga a algún que otro filósofo académico, pero pudiera resultar inatrayente desde el punto de vista de los intereses humanos —como el de la libertad, incluida la libertad respecto de tiránicos sistemas de pensamiento— siquiera en la medida en que «la búsqueda de la verdad» acabe creando monstruos que empequeñezcan y constriñan los intereses en cuestión. Más aún, es muy dudoso que las premisas de ese racionalismo nos permitan una aceptable caracterización del desarrollo de la ciencia, que desde luego no se mueve solamente —como no sea en el fantasmagórico «mundo de la objetividad ideal» del último Popper— por impulsos metodológicos, resultando, por tanto, imprescindible echar mano de consideraciones psicológicas y sociológicas para poder dar de él cuenta cabal. E incluso en términos metodológicos, la presumible «inconmensurabilidad empírico-teórica» de construcciones científicas relativamente comprehensivas y contrapuestas obligaría a reconocer que tales construc43 Por mi parte, y aun si desde posiciones muy alejadas de —y hasta diametralmente opuestas a— las de Popper, he compartido al menos este enfoque de la cuestión en mi trabajo «“Es” y “debe”: en torno a la lógica de la falacia naturalista», en F. GRACIA-J. MUGUERZA-V. SÁNCHEZ DE ZAVALA (eds.), Teoría y Sociedad. Homenaje al Prof. Aranguren, Barcelona, 1970, pp. 141-75 (c. II de este libro).
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ciones sólo sucumben en la historia a sus contradicciones internas, mas sin que quepa compararlas entre sí para emitir un juicio acerca de su respectiva verosimilitud44. Feyerabend no retrocede ante la conclusión de que la elección de una de esas cosmologías se convierta así en cuestión de gustos, pensando con acierto que el parangón con el artista nada tendría de vejatorio para el hombre de ciencia. Como el arte y la literatura, también la ciencia constituye un acto de creación imaginativa; y otro tanto cabría decir de la imaginación de nuevos proyectos de organización individual o colectiva de la vida del hombre, tal y como sucede en los dominios de la moral y la política. Y que nadie vea en ello ninguna concesión a ningún género de irracionalismo. La razón no consiste solamente —ni principalmente— en el ejercicio rutinario de una facultad que nos permita discurrir por los caminos trillados de un determinado paradigma científico, artístico o político, sino en nuestra capacidad de enfrentarnos a situaciones inéditas45. De ahí que la historia de la ciencia, el arte o la política disten de constituir procesos acumulativos y procedan más bien por discontinuidades y rupturas. Dicho con otras palabras, la ciencia, el arte o la política son eminentemente revolucionarias y precisamente por ello constituyen actividades racionales: la Revolución de Octubre fue, por ejemplo, una respuesta al reto de la historia tan racional como pudieran serlo la teoría einsteiniana de la relatividad o el Ulises de Joyce, de la misma manera que estas últimas no son, por cierto, menos revolucionarias que aquélla. 44
P. K. FEYERABEND, «Against Method», cit., especialmente pp. 72 y ss. y 81 y ss. Cfr. Jonathan BENNET, Rationality. An Essay Towards Analysis, Londres, 1964. (Entre paréntesis, no deja de ser curioso que, tras citar con elogio la tesis de Bennet y hacerla suya en buena parte, Stephen TOULMIN aplique luego —en su reciente libro Human Understanding, vol. I, The Collective Use and Evolution of Concepts, Princeton, 1972, pp. 478 y ss.— el calificativo de «irracionalista», subrayado mediante equívocas comillas, a la posición sostenida por Feyerabend.) Por lo demás, y una vez sentada semejante concepción de la racionalidad, quedaría aún abierta la cuestión de hasta qué punto esa creatividad característica de la razón humana es irrestrictamente libre o se halla sometida a muy precisas regulaciones restrictivas. Para la discusión de esta cuestión, véase Noam CHOMSKY, Problems of Knowledge and Freedom. The Russell Lectures, Cambridge, 1971 (hay trad. cast. de C. P. Otero y J. Sempere, Barcelona, 1972), así como el incitante y entusiasta prólogo a esta última versión del propio Carlos P. OTERO, quien —según imagino— no alberga grandes dudas sobre la última adecuación de la interpretación chomskyana del «racionalismo». 45
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Es evidente que el concepto de razón al que se acaba de aludir tiene poco que ver con el menguado concepto de razón estatuido por el positivismo. No es cosa de negar la valiosa aportación del pensamiento positivista —aunque no sólo, ni acaso fundamentalmente, positivista— a la liquidación de los últimos vestigios de una metafísica trasnochada, pero sí convendría ponerse en guardia frente a la inercia antiespeculativa que el positivismo desencadenó un día en su ataque contra la metafísica. Después de todo, la metafísica sirvió en tiempos pretéritos de depósito de la capacidad de especulación del género humano, capacidad que luego heredarían la ciencia, el arte o la política tras de su independización de la tutela metafísica. Y la pretensión de administrar todo ese caudal de creatividad encerrándolo en los estrechos cauces de una determinada preceptiva filosófica revelaría, además de una ambición desmesurada, el carácter perfectamente represivo que el positivismo pudiera revestir en nuestros días. En ningún otro campo cabe apreciar mejor ese carácter que en el de la filosofía política que antes consideramos. Mas a esta nueva luz la cuestión cobra asimismo nuevas dimensiones, que trascienden con mucho de los límites en que Habermas y Albert planteaban su polémica. Albert no es, con seguridad, un filósofo analítico; y es muy posible que Habermas tampoco sea un marxista estricto46. Pero si deseáramos generalizar sus respectivas posiciones y hablar a grandes rasgos de la contraposición entre análisis filosófico y marxismo en el seno de la filosofía política contemporánea, estaríamos en situación de comprender por qué ninguna de esas dos posiciones en disputa podría concluir esta última con un saldo definitivo a su favor. La filosofía política de inspiración analítica y la filosofía política de inspiración marxista son, en algún sentido, los dos tipos de pensamiento filosófico-político más representativos de las dos grandes sociedades industriales avanzadas del momento presente. Y los adeptos de uno y otro harían sin duda bien en no perder de vista que la racionalidad —y, por supuesto, la racionalidad po46
A las observaciones precedentes de las notas 12 y 14 cabría añadir ahora que —en opinión de la crítica ortodoxa— tanto el punto de vista de Habermas como el de Albert serían igualmente exponentes de la ideología burguesa dominante en la sociedad alemana (República Federal) del momento presente. Cfr. para ello Hermann LEY-Thomas MÜLLER, Kritische Vernunft und Revolution. Zur Kontroverse zwischen Hans Albert und Jürgen Habermas, Colonia, 1971.
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lítica— constituye una tarea inacabable mientras la historia sea un proceso abierto (lo que, en la medida en que la racionalidad es revolucionaria, abonaría la convicción de que toda auténtica revolución ha de ser permanente). Eso es lo que, a mi entender, han entrevisto los filósofos políticos que en una u otra de las dos grandes sociedades industriales avanzadas contemporáneas adoptan una actitud crítica frente al Sistema establecido: el caso, por ejemplo, de los teóricos de la New Left en Occidente o el comunismo neorrevolucionario de los Kuron y Modzelewski en los países socialistas. Y lo que es de esperar que algún día podamos entrever en aquellos países donde, como en el nuestro, tareas más apremiantes todavía convierten en un lujo el cultivo de la filosofía política. No se me oculta que la apuesta por el racionalismo es un tanto arriesgada en estos tiempos en que la habitual prostitución de sus invocaciones ha dado pie a un espectacular resurgimiento de la desconfianza en el poder de la razón. Mas cuando la razón se nos revele insuficiente, lo que hay que hacer no es arrumbarla, sino ensanchar sus límites, estando por lo demás dispuestos siempre a recordar el venerable aviso de que cuanto más sólido sea el edificio construido por la razón mayor será la urgencia de la vida que nos incita a escapar de él hacia la libertad..., que es en lo que, en definitiva, consiste la razón47. Naturalmente, un racionalismo como éste —hiperconsciente de su fragilidad histórica— tendrá que ser por fuerza un racionalismo crítico. Y en nombre del «racionalismo» y de la «crítica» se han cometido, ciertamente, muchos pecados: ahí están sin ir más lejos, por ejemplo, la teoría de la ciencia de algunos francfortianos o la teoría social de algunos popperianos. Uno de los propósitos del presente trabajo era el de contribuir a demostrar que esos pecados no son inevitables y que, en cualquier caso, no deben acallar nuestra pregunta por el porvenir —no cabe duda que azaroso, pero no obstante decisivo para todos— de la razón humana.
47 No es de extrañar que aquella hermosa frase, con la que FEYERABEND concluye su trabajo —op. cit., p. 92—, proceda de un racionalista sui generis llamado Georg Wilhelm Friedrich Hegel.
VI Otra vez «es» y «debe» (Lógica, historia y racionalidad)1
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asta qué punto puede continuar siendo interesante volver una vez más, aquí y ahora, sobre el tema de las relaciones entre filosofía analítica y marxismo? Es ésta una pregunta cuya respuesta, por fortuna, no corre de mi cargo, de modo que gustosamente la traslado a editores y lectores del presente volumen colectivo. Uno personalmente no necesita disculparse de continuar interesado por aquello que en alguna medida le interese, si bien, en una ocasión dada, cabe que experimente desazón ante la oportunidad que se le brinda de hacer proclamación de ese interés. Como diría Ferrater Mora, un tema como el nuestro da la impresión de hallarse especialmente destinado a exacerbar toda suerte de propensiones «metafilosóficas» —el caso, por ejemplo, de la que lleva a los filósofos a ocuparse con reiteración y hasta con exclusividad «de modos o tipos de filosofía, de orientaciones, escuelas, tendencias, giros, definiéndolos, criticándolos, proponiendo excluir a unos o absorber a otros, cortando amarras, tendiendo puentes, quemando naves, etc.»2—, propen-
1 Originariamente publicado en A. DEAÑO (ed.), Análisis y dialéctica, núm. 138 de Revista de Occidente, 1974. 2 José FERRATER MORA, «Meta-metafilosofía», Teorema, IV, 1, 1974, pp. 5-10, p. 5.
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siones que, de no ser parsimoniosamente atemperadas, acabarían sumiendo a la filosofía en la obstinada contemplación de su propio ombligo a falta de otra ocupación más provechosa. Sentada esta advertencia, especialmente digna de ser tomada en cuenta cuando se la refiere a la filosofía que se cultiva en nuestro país, no hay más remedio, sin embargo, que admitir lo que de irresistibles tienen al parecer las tales propensiones. (Después de todo, y como su mismo autor risueñamente reconoce, la advertencia en cuestión resulta un tanto «meta-metafilosófica».) Dispongámonos con resignación, por consiguiente, a abandonarnos a las mismas siquiera sea por un momento. A nadie se le oculta que la problemática del diálogo entre filosofía analítica y marxismo presenta hoy una terrorífica complicación. Antes de preguntar a qué propósitos vendría a servir ese diálogo, es menester —pero no es fácil— identificar a las partes dialogantes. Probablemente dista de estar claro lo que haya que entender en cada caso por «filosofía analítica», mas con un poco de desenfado y buena voluntad cabría embarcarse en la tarea de pergeñar una pasable caracterización de aquélla en su conjunto3. Las dificultades suben de punto cuando el marxismo entra en la liza, pues no faltan marxistas renuentes a conceder la posibilidad de hablar siquiera de un «marxismo filosófico». Y, desde luego, está bastante claro que el marxismo es más que una filosofía. El marxismo alberga a un mismo tiempo, por ejemplo, pretensiones científicas no infundadas e inevitables ingredientes ideológicos, todo lo cual sin duda contribuye a enmarañar su identidad y, de este modo, sus vías de comunicación con cualquier otro sector del pensamiento contemporáneo. Quienes, interesados por los pretendidos aspectos del marxismo como «ciencia», gusten de abordar desde esa perspectiva su contraposición al pensamiento analítico se verán obligados, por lo pronto, a dilatar los márgenes de este último considerablemente más allá de los de una corriente filosófica. A diferencia, por ejemplo, de la ciencia antigua, la ciencia moderna acostumbra a pasar por «analítica». La geometría cartesiana fue analítica, como antes lo había sido la física galileana y lo vendría a ser luego la 3 Por lo que a mí respecta lo he intentado, imagino que no a gusto de todos, en mi trabajo «Esplendor y miseria del análisis filosófico», Introducción a J. MUGUERZA (ed.), Lecturas de filosofía analítica. I. La concepción analítica de la filosofía, Madrid, 1974, pp. 15-138.
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mecánica newtoniana. Olvidémonos de las figuras geométricas, como un polígono o un poliedro, para pasar a sustituirlas por representaciones numéricas de sus elementos básicos —coordenadas de puntos—, de cuyas relaciones funcionales, expresables por medio de ecuaciones algebraicas, habrán de derivar sus propiedades las configuraciones en cuestión. Dejemos de interpretar los movimientos de los cuerpos en términos globales, como si se tratara de organismos teleológicamente regulados, para diseccionarlos en componentes tales como la inercia y la aceleración uniforme debida a la gravedad. Acentuemos, finalmente, todos los demás rasgos analíticos de la ciencia moderna —desde el cálculo infinitesimal a la naciente concepción atomista de la materia— y la habremos hecho culminar, de la mano de Newton, en la consabida visión del universo como un gigantesco mecanismo reducible a un conjunto de interacciones causales de sus piezas. Por fecundo que haya podido ser, y siga siendo, el enfoque analítico de la ciencia, basta pensar en la creciente difusión del llamado systems point of view o punto de vista de la «teoría general de los sistemas» para reconocer con Ervin Laszlo que su primado no es actualmente indiscutible y que comienza a abrirse paso un nuevo enfoque, sintético u holista, de la misma4. ¿Hasta qué punto dicho enfoque reivindicará para sí la hegemonía que detentaba el anterior? En principio, no parece que concurra entre ambos una fundamental incompatibilidad, siquiera en la medida en que un buen conocimiento de las «partes» constituye una ayuda inestimable para la comprensión satisfactoria de los «todos». ¿Se tratará entonces más bien de un cambio de énfasis? Comoquiera que sea, la macrosociología de Marx constituye, en opinión de Anatol Rapoport, un excelente ejemplo de esa aproximación holista al estudio de la sociedad en cuanto que pretende bosquejar la evolución estructural de los «sistemas sociales» siguiendo para ello la dinámica interna de instituciones tales como la división del trabajo, el acceso a la propiedad, la estratificación en clases resultante, etc., en vez de limitarse a atomizar su consideración en unidades individuales de producción, distribución y consumo presuntamente susceptibles —como en el clásico funcionamiento de las leyes de la oferta y la demanda— de trata4
Cfr. E. LASZLO, The Systems View of the World, Nueva York, 1972, así como Introduction to Systems Philosophy, Nueva York, 1972.
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miento en términos cuasi-mecanicistas5. Y es que la imagen analítica de la ciencia consagrada por Newton para las ciencias naturales no resulta ciertamente fácil de extender, al menos sin profundas modificaciones o sin riesgos de abuso, a otros dominios del pensamiento científico, desde la economía o la teoría política clásicas a las actuales ciencias humanas y sociales. Más aún, en el empeño de extrapolarla a ultranza podría ver el marxismo —acostumbrado a leer entre las líneas de las epistemologías siquiera sea el registro de esa suerte de systemic (macro)determination con que la sociedad reobra en los epistemólogos— la insidiosa presencia de inequívocas motivaciones ideológicas. Ignoro qué partido quepa extraer de la aplicación de semejantes criterios a la propia filosofía analítica de nuestro siglo, aparte de ayudarnos a reparar en que la inspiración de su apellido procede significativamente de la fisico-química dieciochesca. Al fin y al cabo, las extrapolaciones de la sociología marxista del conocimiento no son menos frecuentes ni penosas que aquellas otras. Pero, de cualquier modo, la sugerencia se halla ahí, a la disposición de los historiadores de las ideas. Y no es improbable que su tarea se vea facilitada tan pronto como pasen de las ideas epistemológicas a las éticas. Desde su atomismo individualista a su asepsia desideologizante, la filosofía moral, política y social de cuño analítico ha hecho, en efecto, méritos más que suficientes para que se la considere un exponente de la ideología liberal convencional. Ahora bien, no hay razón para privar a los marxistas de la extensión de un parecido beneficio ideológico. En un mundo como el que nos ha tocado vivir, las conclusiones de la dinámica social marxista parecen resistirse a coincidir según que ésta se aplique a —y, lo que todavía es más serio, desde— una sociedad industrialmente avanzada o subdesarrollada. Eso es lo que, al menos, demuestran las pugnaces disensiones que cuartean en la actualidad el movimiento socialista mundial. Y, en tales condiciones, no serviría de mucho etiquetar como «marxista» a cada una de las interpretaciones en pugna del marxismo y evitar a la vez la concesión de que el marxismo pueda oficiar en ocasiones como una «ideología». 5 Cfr. A. RAPOPORT, «A View of the Intellectual Legacy of Karl Marx», en Internacional Social Science Council (ed.), Marx and Contemporary Scientific Thought, La Haya-París, 1969, pp. 103-121.
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Dada, pues, la complejidad exuberante del marxismo, no hay sino lamentar que —como ocurre con algunos profesores marxistas de filosofía— lo que en el marxismo haya o pueda haber de ideología venga a hacerse coincidir, o punto menos, con lo que de filosofía subsista en él residualmente (de pasada, y por añadidura, ello parece sugerir que lo que tales profesores hacen no es ya filosofía sino ciencia). Por mi parte, no estoy tratando de cargar tamaña simplificación sobre las sufridas espaldas de Althusser, que de Galileo del marxismo parece últimamente haber pasado a convertirse en su Simplicio. Pero no deja de ser cierto que le cupo alguna responsabilidad en el florecimiento de tales actitudes, principalmente a través de su insistencia en la maniquea escisión introducida entre un Marx primerizo o ideólogo (el Marx «filósofo» de los Manuscritos de 1843) y un Marx científico o maduro (el Marx «economista» del primer volumen de El Capital de 1867). Tal y como se tienden en la actualidad a ver las cosas —especialmente tras de haber ocupado el primer plano del escenario marxológico el imponente mamotreto de los Elementos fundamentales para la crítica de la economía política de 1857-58—, la distinción entre uno y otro tipo de motivos en la obra de Marx ya no parece tan sencilla. Como en toda gran obra, lo que se encuentre en la de Marx dependerá en muy buena parte de lo que se desee buscar en ella. Pero al menos hoy vamos sabiendo qué era lo que buscaba el propio Marx. Y lo que Marx buscaba, llámeselo como se quiera, era —según veíamos más arriba— la elaboración de una teoría general de la sociedad que pudiera servir de fundamento a los intentos de transformarla revolucionariamente. Al decir esto, por desgracia, proseguimos estando donde estábamos por lo que se refiere al dudoso papel de la filosofía en dicho proyecto. Para un filósofo analítico, no habría en principio inconveniente en acordar que la filosofía no es una ciencia «estricta» sin que por eso se reduzca a «mera» ideología (por lo demás, la presunción de semejante equidistancia tanto respecto de infatuadas tentaciones científicas cuanto de indeseables contaminaciones ideológicas no pasa con frecuencia de ilusoria)6. Un marxista, en cambio, ni tan siquiera tendría abierta esa tercera vía si no hace antes un esfuerzo de aclaración consigo mismo. En una obra tan cercana a los Manuscritos por su fecha de redacción como La ideología 6
Cfr. «Esplendor y miseria del análisis filosófico», cit., pp. 36-48.
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alemana —que, adviértase no obstante, no es sólo de Marx sino también de Engels y no fue publicada por ninguno de los dos—, se da a entender más de una vez que el marxismo aceptaría de buena gana la ecuación entre filosofía e ideología, entendida ésta en el sentido de una visión deformadora de la realidad atribuible a la ubicación social de los filósofos en dicha realidad. De donde tal vez quepa concluir, aunque cuidando de no atribuir a Marx la conclusión, que la única tarea filosóficamente respetable en adelante sería la que apuntase a la superación de la filosofía mediante la desvelación de su carácter ideológico. Quienes concluyan tal se obligan, claro está, a renunciar a hablar de una filosofía marxista, ya que, de lo contrario, se les podría aplicar entonces la familiar admonición de que los alguaciles ideológicos pueden a su vez ser alguacilados. Pero, aunque tal vez no falten en sus filas los espíritus consecuentes bien dispuestos a profesar el voto filosófico de silencio, lo cierto es que el marxismo ha hecho en los ciento y pico últimos años tanto o más que cualquier otra orientación, tendencia o giro de pensamiento por engrosar el censo filosófico del planeta. Tal vez sea que, como Korsch nos vino a recordar que dijo Marx, «la superación de la filosofía no es posible sin su realización» (a lo que el sombrío humor de Adorno apostilló que, acaso por haber desperdiciado en su momento las oportunidades de realizarla, estén ahora los filósofos —incluidos, por supuesto, los marxistas— condenados a continuar filosofando). La discusión acerca de la «muerte de la filosofía» no promete llevar a parte alguna, como no sea a exacerbar en los filósofos sus propensiones masoquistas, las peores con mucho de entre las propensiones metafilosóficas. Pero hay además otras razones para olvidarse de ella buenamente. La filosofía, propiamente hablando, no puede morir porque no hay en rigor nada que sea «la» filosofía; y bajo las patéticas proclamaciones de su muerte, que casi nunca son sino partidas de defunción —real o deseada— de «una» filosofía rival, suele esconderse de ordinario algún prejuicio esencialista. No es verosímil que haya algo a que poder llamar «la esencia de la filosofía». Pero, incluso si la hubiera, lo que el despliegue de la misma mostraría es la infinita y polimorfa variedad de sus manifestaciones, tan diversas de hecho que hasta a veces se torna harto difícil la captación no digo de una esencia compartida en común por todas ellas, sino de un simple aire de familia llamado a delatar su parentesco. Y lo que vale para el ca-
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so de las grandes familias filosóficas, valdría también para cada una a nivel endogenético: eso es lo que sucede, por ejemplo, con la filosofía analítica o el marxismo como filosofía y sus tupidas redes respectivas de subcorrientes y contracorrientes. Lo que hay son, pues, genealogías filosóficas, esto es, tradiciones filosóficas de pensamiento, como hay también contextos culturales en los que dichas tradiciones se insertan de algún modo. Que se confeccionen «Historias de la filosofía occidental» no siempre es síntoma de etnocentrismo, sino sencillamente indicio de la dificultad de coadunar al budismo zen con un producto cultural que se nos dice nació en Grecia hace unos cuantos siglos. Y, por lo mismo, lo que tal vez podría poner en un aprieto a eso que desde entonces hemos dado en llamar «filosofía» en Occidente sería una quiebra o un cataclismo de toda la cultura occidental, esto es, la instauración entre nosotros de una nueva cultura o —como hoy se diría más bien— de una auténtica contracultura. Un acontecimiento así constituiría, a no dudarlo, una experiencia fascinante, pero parece estar lejano todavía o, por lo menos, es más fácil de presagiar que de plasmarlo en hechos efectivos. Y, mientras llega el despuntar de esa incierta aurora contracultural, los filósofos disconformes con el estado actual de la cultura occidental podrían, en cualquier caso, entretener la espera ejercitándose en su crítica, como de algún modo han hecho los filósofos —o, para ser exactos, unos cuantos de entre ellos— desde la sofística griega a la Ilustración, esa Edad de la Razón sobre cuyo subsuelo se asienta todavía, al decir de John Herman Randall, el pensamiento crítico de nuestro tiempo7. Filosofía analítica y marxismo como filosofía acostumbran a presentarse, ciertamente, como filosofías críticas. Y es posible que sus frontales discrepancias hundan en buena parte sus raíces en su dispar evaluación de ese legado, ambiguo si lo hay, de la Ilustración. Pues, en efecto, 7 John Herman RANDALL, Jr., The Career oJ Philosophy, vol. I. From the Middle Ages to the Enlightenment, 4.ª ed., Nueva York-Londres, 1970, pp. 563 y ss. En la literatura sobre la Ilustración en lengua inglesa es llamativa la omisión de toda referencia a la sin duda discutible pero aguda interpretación de M. HORKHEIMER y Th. W. ADORNO, Dialektik der Aufklärung, Amsterdam, 1947, que ni siquiera aparece mencionada (aunque lo hagan autores más o menos emparentados con la misma como, entre otros, Franz Neumann o Herbert Marcuse) en una obra tan extraordinariamente informada como la de Peter GAY, The Enlightenment. An Interpretation, 2.ª ed., 2 vols., Londres, 1973.
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la Razón ilustrada ha podido contribuir desde hace un par de siglos tanto a la legitimación de una estrepitosa bancarrota de las viejas mitologías metafísicas, de un formidable avance de la ciencia y la técnica y de un amplio consenso acerca de los bellos y nobles ideales de la libertad, la igualdad y la fraternidad cuanto a la legitimación de la indecente prostitución de dichos ideales, del desencadenamiento de guerras que se cuentan entre las más brutales y despiadadas que padeció jamás la humanidad y de la instauración, en fin, de nuevas mitologías no menos opresoras y despóticas de lo que un día lo fueron las antiguas. Posiblemente no haya mejor índice de la dificultad de conciliar aquellas discrepancias que la contraposición de esos movimientos filosóficos representados hacia los años treinta —años de decisiva puesta en cuestión, como ahora, de la viabilidad de la razón— por el Círculo de Viena, de una parte, y la Escuela de Francfort, de la otra8. Puesto que dicha contraposición va a servirnos de modelo, o por lo menos de pretexto, para abordar la existente entre la filosofía analítica y la marxista, quizás convengan dos palabras que traten de justificar nuestra elección. En un cierto sentido, ninguno de ambos movimientos son excesivamente representativos de esas filosofías, comoquiera que sea que deseemos entenderlas. El análisis filosófico, en especial bajo el influjo de una interpretación trivializante de la última obra wittgensteiniana, abandonó hace tiempo ya los más sanguíneos rasgos del positivismo vienés hasta lograr cobrar un rostro filosóficamente neutro e incoloro. En cuanto al marxismo francfortiano, sobre cuya catalogación nunca faltó quien abrigara suspicaces reservas, también se ha ido desdibujando con el tiempo, en especial a consecuencia de la orientación por otros derroteros filosóficos —valgan como botón de muestra los habermasianos— de algunas de sus figuras prominentes. Y, sin embargo, los problemas a que conjunta o separadamente hubieron de hacer frente el Círculo y la Escuela sí que son representativos —y hasta lo son en grado sumo— de la presente coyuntura filosófica, incluidas dentro de ella las posibilidades ac-
8 Para sendas historias de dichos movimientos, véanse Víctor KRAFT, Der Wiener Kreis, Viena, 1956 (hay trad. cast. de F. Gracia, Madrid, 2.ª ed., 1977), y Martín JAY, The Dialectical Imagination, Boston-Toronto, 1947 (hay trad. cast. de J. Curutchet, Madrid, 1974).
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tuales de un fecundo debate entre análisis y marxismo9. Eso quiere decir que en buena parte se trata de problemas irresueltos, ¿pero qué es lo que puede en realidad interesar de la filosofía como no sea su saldo de cuestiones pendientes? Por otra parte, lo que filosóficamente representan ambas agrupaciones no se constriñe a los contornos de su emplazamiento geográfico concreto o su concreta localización histórica. El espíritu del positivismo, por ejemplo, no encarnó exclusivamente en el conjunto de filósofos y científicos agrupados alrededor de la cátedra de filosofía natural de Moritz Schlick en Viena ni utilizó como único vehículo el ideario de la revista Erkenntnis. Pese a sus protestas de lo contrario, y con toda la diversidad de matices que se quiera, las huellas de ese espíritu podemos rastrearlas en el pensamiento de un Popper no menos que en el de un Carnap o el de un Hempel. Y eso es también lo que acontece con el espíritu francfortiano, encarnado un día en el análogo conjunto de filósofos y científicos agrupados en torno a la cátedra de filosofía social de Max Horkheimer y la Zeitschrift für Sozialforschung, y repartido hoy —tras de la encarnizada lucha de diadocos que siguiera a la muerte de Adorno— en el pensamiento más o menos heterodoxo u ortodoxo de un Habermas, un Schmidt o un Negt. Lo que sea ese «espíritu» positivista o francfortiano no cabe describirlo en dos palabras y, sobre todo, no cabe hacerlo así sin incurrir en burdas simplificaciones. Pese a lo cual, y en gracia a nuestro planteamiento, no tendremos otro remedio que arriesgarnos a esbozar su descripción10. Para empezar por el positivismo, es proverbial, en primer término, su enérgica repulsa de la metafísica o, cuando menos, la tajante segregación que de esta última propugna con respecto a otras actividades intelectuales consideradas respetables, como es el caso de la ciencia. Reactualizando en términos un tanto extremosos la crítica kantiana de la metafísica, los positivistas insistirán en que sólo la ciencia puede hablarnos con conocimiento de causa sobre el mundo real y en que, por consiguiente, todo intento de 9
Véanse algunas sugerencias sobre el particular en mi trabajo «Teoría crítica y razón práctica», Sistema, 3, 1973, pp. 33-58 (c. V de este libro). 10 De entre las simplificaciones aludidas, no es la menor la que obedece al hecho de que —en su mutua confrontación— positivistas y francfortianos apenas dejan entrever más que su respectivo «ser-para-otro», con lo que toda descripción acabará por convertirse en punto menos que una caricatura.
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trascender los límites del conocimiento científico del mundo —como cuando, imaginemos, el metafísico pretende que en dicho mundo resplandecen la sabiduría y la bondad de Dios—vendría a desembocar en el absurdo. En el mejor de los casos, una hipótesis semejante se acomodará por igual a cualquier orden de cosas concebible, pues ni el más desastroso curso de las mismas bastará a desalentar a quien sostenga que en él se revela la presencia de algún designio superior. Eso es tanto como decir que las hipótesis metafísicas resultan por principio insusceptibles de contraste empírico, por lo que, en consecuencia, no admiten parangón con las científicas, sin que se alcance a ver a qué otro efecto cabría en tal caso aventurarlas. En cuanto a las hipótesis científicas, el Círculo de Viena venía a entender por ciencia —en segundo lugar— una ciencia fisicalista, es decir, una ciencia exclusivamente cortada por el patrón metodológico de la física. La física, obviamente, es una ciencia natural. Y eso es lo que en cuanto a su método, si no también en cuanto a su objeto, tendría que ser cualquier ciencia humana que aspire al calificativo de científica, tal y como sucedería con la psicología entendida en términos estrictamente conductistas. La dificultad estriba en que el hombre no es sólo naturaleza, sino incluye asimismo, por ejemplo, una inesquivable dimensión sociocultural, esto es, histórica. Nada de extraño tiene, en consecuencia, que la historia adquiera por su parte especial relevancia a la hora de estudiar al hombre en sociedad, esto es, a la hora de hacer ciencia social. No será así, no obstante, para el positivista, que tenderá a mirar con desconfianza cualquier intento de conjeturar regularidades —y no digamos leyes— del desarrollo histórico, especialmente cuando tales conjeturas sean presentadas en apoyo de una determinada acción política. Un socialista puede luchar si así le place por la instauración de una sociedad sin clases en que se haya abolido la propiedad privada de los medios de producción, mas si pretende proveer a sus acciones de un fundamento científico —echando mano para ello, por ejemplo, de la concepción de la historia sustentada por el materialismo histórico— se estaría limitando a confundir la realidad con sus deseos o, si se prefiere tal vez decir así, a confundir la certidumbre científica con sus convicciones morales. La ciencia y la ética son, sin embargo, cosas enteramente diferentes que no pueden mezclarse una con otra más de lo que pudieran ser mezclados el agua y el aceite. Y es que, en tercer término, la ciencia habla de hechos y la
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ética lo hace de valores. Pero, mientras que acerca de los hechos cabe la posibilidad de un acuerdo racional entre los hombres, la racionalidad nada tendría que hacer cuando entran en juego los valores. Que los valores no son hechos parece estar fuera de duda para el positivista. De los hechos podemos, en definitiva, cobrar noticia a través de la experiencia —como cuando yo abro un periódico y me entero de que una persona ha sido ajusticiada—, pero nuestras valoraciones de esos hechos —que la pena de muerte nos parezca aceptable o la creamos una inicua monstruosidad— no estarán dadas como ellos sino habremos de ponerlas cada uno de nosotros. El bien y el mal, en la medida en la que quepa hablar de esa manera, vendrían sin más a reducirse a lo que cada quien tiene por tal. De donde el positivista cree poder concluir que el único sentido del razonamiento moral apuntaría a tratar de contagiar a los demás por vía emotiva de nuestras propias actitudes o, a lo sumo, a intentar persuadirles para que se comporten como nosotros deseamos que lo hagan. Con lo que, finalmente, el uso de la razón vendría ahora a reducirse a la retórica. En resumidas cuentas, pues, el positivismo pretende haber llevado a cabo un implacable y lúcido examen del alcance —y, por lo tanto, de los límites—del poder de nuestra razón. Aun si sus conclusiones no resultan muy halagüeñas para nuestra orgullosa confianza en tal poder, no cabe duda de que, en caso de ser ciertas, el racionalismo sería el primer beneficiario de que alguien se hubiese tomado la molestia de extraerlas. Los positivistas, desde luego, no vacilaron en tenerse a sí mismos por racionalistas, y todo lo que hicieron según ellos fue preferir la sobriedad a la ilusión. El caso es, sin embargo, que podría haber, y los hay de hecho, racionalistas más difíciles de contentar. Invocando una racionalidad de cuño abiertamente más hegeliano que kantiano, la Escuela de Francfort ha tratado de oponerse a semejante reducción de la razón a manos de los positivistas, fuesen éstos o no estrictos miembros del Círculo de Viena11. Veamos ahora lo que da de sí esa oposición. 11 Si se quiere expresar así, tal reducción positivista de la razón pudiera describirse —en los términos de Aranguren— como «un exorbitante predominio del Verstand sobre la Vernunft». Cfr. José Luis L. ARANGUREN, Moralidades de hoy y de mañana, Madrid, 1974, pp. 161 y ss., p. 169.
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Los francfortianos rehúsan, por lo pronto, asignar a la ciencia el monopolio de la racionalidad, pues, si aquélla alcanzase a detentarlo, todo cuanto quedara fuera de su ámbito —lo mismo da que sea la metafísica que la moral o la política— se vería forzosamente condenado al irracionalismo. De ahí que, junto a la racionalidad teórica o científica, insistan por su parte en el derecho de extender la racionalidad a los asuntos de la praxis. ¿Cómo es posible, por ejemplo, argumentar racionalmente en pro de nuestras convicciones morales y políticas o disentir de las ajenas? Los positivistas no sostuvieron nunca exactamente la imposibilidad de discutir sobre ese tipo de cuestiones, mas siempre que la discusión versase acerca de hechos y no acerca de preferencias personales. Si alguien proclama, supongamos, la conveniencia de mantener en vigor la pena de muerte basándose para ello en defectuosas o irrelevantes estadísticas de delincuencia criminal o en incontrastables argumentos metafísicos sobre la culpa y su castigo, siempre cabrá la oportunidad de hacerle ver que se halla en un error o que no tiene modo de probar lo que dice. Mas si la discusión se centra en las valoraciones favorables o adversas a la pena de muerte, ya no habrá posibilidad de recurrir al tribunal de la razón para zanjarla. Tal situación no es, desde luego, demasiado satisfactoria; y, si no hubiera otro remedio que aceptarla, las decisiones más acuciantes para la vida de la sociedad —piénsese en la fundamental opción entre la represión, por un lado, y la emancipación humana por el otro— tendrían que ser dejadas al imperio de la más absoluta arbitrariedad. Con este planteamiento, y a la hora de discutir sobre un determinado fin social —pongamos por caso, la distribución de la riqueza o el mantenimiento del orden—, podríamos razonar sobre los medios más adecuados para conseguirlo —pongamos por caso, un determinado sistema de imposición fiscal o una determinada organización de las fuerzas de seguridad interior—, pero los fines mismos trascenderían a toda posible determinación racional y nuestra elección de unos u otros tendría que abandonarse a una decisión irracional. Ahora bien, la razón sería entonces una razón puramente instrumental, capaz sólo de ser medida por su eficiencia técnica. Y reducir a eso la racionalidad de nuestras praxis equivaldría a confundir técnica y praxis —por ejemplo, ingeniería social y política—, que es lo que justamente hace la mentalidad tecnocrática al tachar despectivamente de ideológica la menor alusión a fines últimos o valores en la
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conducción de nuestros actos. Los filósofos francfortianos han visto ahí un problema, o una madeja de problemas, cosa ciertamente más fácil que resolverlos. Cualesquiera que sean los derechos de la racionalidad práctica, ¿qué criterios tendríamos, en efecto, para atribuirla a un cierto curso de nuestra praxis —como en el caso antes citado de la lucha política por la instauración de una sociedad sin clases—, de manera que dicha atribución sea algo más que una gratuita expresión ideológica de encomio? Es muy probable que los francfortianos no hayan hecho gran cosa por aclarar esta última cuestión directamente, pero al menos sí han dado algunos pasos —y ésta sería su segunda aportación— por advertirnos de que la misma ciencia no es ajena a proclividades ideológicas y no siempre le es dado, en consecuencia, permanecer neutral en materia de valoraciones. Una teoría científica no sólo es digna de atención por la cantidad o la calidad de los conocimientos que incorpora, sino que asimismo hay que atender al interés social e histórico que la promueve. Esta última advertencia viene a cuento especialmente de las ciencias sociales en tanto diferentes de las ciencias naturales que servían de patrón a los positivistas. Quizá sea discutible que las ciencias naturales se hallen exclusivamente presididas, como quieren los francfortianos, por el interés en el dominio y el control técnico de la naturaleza, pero las ciencias sociales no debieran interesarse únicamente —como es, por desgracia, bien frecuente— por el dominio y el control de la sociedad, sino estar al servicio de la emancipación del hombre e incluso dar la prioridad a ese interés emancipatorio sobre el puro y simple interés técnico. La distinción entre juicios de hecho y de valor no es en manera alguna nítida en el campo de las ciencias sociales —lo que para unos no sería sino la descripción de una determinada relación entre trabajo asalariado, capital y mercado de trabajo, para otros pudiera equivaler a su enjuiciamiento como un caso de alienación—, y de ahí que del científico social quepa esperar no sólo descripciones o hipótesis explicativas de índole desapasionadamente fáctica, sino también su apasionada colaboración en la propuesta, cuando no en la consecución, de nuevas formas de vida más humanas y libres. Y eso es lo que, en tercero y último lugar, convertiría en merecedoras de respeto a cualesquiera otras actividades intelectuales aunque no sean científicas, incluida por tanto la propia metafísica denostada por los positivistas y hasta en ocasiones la mismísima teología. Hubo, en
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efecto, un día en que éstas conspiraban al servicio de intereses oscurantistas y retardatarios, por lo que su repudio podía ser saludable. Hoy no hay, en cambio, inconveniente para que en los aledaños de la Escuela de Francfort se haya llegado a admitir la posibilidad de una teología emancipatoria, puesto que al fin y al cabo la esperanza —lo mismo puesta en Dios que en los hombres, tanto si sobrenatural como si puramente natural— supone cuando menos una instancia frente al orden establecido y un intento de trascenderlo trascendiendo la desesperación de la justicia reinante en cada caso. Como puede apreciarse, las discrepancias reseñadas parecen irreconciliables (más aún, son irreconciliables con toda probabilidad). Y así da la impresión de acreditarlo, sin necesidad de ir más lejos, la propia historia de las mutuas relaciones entre el Círculo de Viena y la Escuela de Francfort: con anterioridad a la segunda guerra mundial, los representantes del uno y de la otra ya se miraban con hostilidad; la marea del fascismo vino a arrastrarlos luego por igual, desalojándolos de Europa y dispersándolos; y cuando al cabo de los años —aplastado el fascismo en apariencia, transformado su rostro en realidad— volvieron los supervivientes a encontrarse y dialogar, o lo hicieron sus respectivos herederos, fue sólo para constatar una vez más su desacuerdo12. Contra lo que quizás cabría pensar, eso en filosofía no es necesariamente malo, pues la disputa y la polémica constituyen a mi entender la mejor muestra imaginable de diálogo filosófico. Podría haber otras, desde luego, como cuando un Leszek Kolakowski es hecho figurar en ocasiones como un filósofo marxista propicio a conversar con el análisis filosófico mientras otras es presentado a la manera de un filósofo analítico con raíces marxistas13. A nadie, y menos que a nadie al propio Kolakowski, cabría culpar aquí de eclecticismo, pues la admisión de que haya autores fronterizos (o simplemente independientes) que no sean ni marxistas ni analíticos no entraña de suyo un compromiso ecléctico entre 12 Véase, como botón de muestra, el volumen Der Positivismusstreit in der Deutschen Soziologie (Th. W. Adorno, H. Albert, R. Dahrendorf, J. Habermas, H. Pilot, K. R. Popper), Neuweid-Berlín, 1970 (hay trad. cast. de J. Muñoz, Barcelona, 1973). 13 Véanse, por ejemplo, los pasajes dedicados a Kolakowski en Henryk SKOLIMOWSKI, Polish Analytical Philosophy, Londres, 1967, especialmente páginas 219 y ss.
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filosofía analítica y marxismo. Pero el eclecticismo, ciertamente, es el cortejo inseparable de todo intento de diálogo filosófico, y el recurso al Círculo de Viena y a la Escuela de Francfort ofrecía al menos la ventaja de no dejar abierto ese resquicio. La fórmula suprema del eclecticismo, tal y como la consagró en el siglo XVII un ilustre filósofo, consistiría en procurar la universal conciliación entre las opiniones discordantes al concentrarse sólo en lo que los filósofos afirman y desviar la atención de lo que niegan. Por mi parte, no creo que la conciliación sea fácil ni deseable en este caso. Y la fórmula que, por tanto, propondría es precisamente la opuesta: lo verdaderamente interesante de los filósofos no se halla tanto en lo que afirman cuanto en lo que rechazan. Para afirmar, después de todo, ya hay mucha gente en este mundo y no parecen necesarios los filósofos. La negación y la crítica, por el contrario, han solido contar con menos adeptos en la historia de la cultura humana; y tal vez ahí pudieran los filósofos continuar llenando un importante hueco. Según se apuntaba más arriba, análisis y marxismo acostumbran a presentarse como «filosofías críticas». Pero, igual que la caridad bien entendida, la crítica bien entendida es siempre la que empieza por uno mismo. Tanto o más importante, pues, que la crítica mutua (y, por supuesto, que el diálogo conciliante e irenista con las posiciones ajenas) podría ser en tal caso la «autocrítica». En la modesta medida de sus posibilidades, el presente trabajo pretende aportar algunas sugerencias para lo que tal vez cabría considerar una autocrítica de la razón analítica. Eso ya delimita, así lo espero, con suficiente claridad en qué contexto nos vamos a mover en lo que sigue. Pero, por lo demás, tampoco excluye que —como hasta aquí— uno pueda asomarse libremente a otros contextos y, de acuerdo con el viejo precepto, in aliena castra transire, non tamquam transfuga, sed tamquam explorator. *** Cuandoquiera que se habla de la «razón analítica» resulta casi un tópico obligado compararla con la «razón dialéctica», y tampoco es infrecuente abordar tal comparación como si se estuvieran comparando la «lógica formal» (o «analítica») y la llamada «lógica dialéctica». Por lo que a mí res-
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pecta, voy a tratar de eludir sin más excusas ese enojoso trámite. La reconocida polisemia del vocablo «dialéctica», es, por lo menos, un indicio de su prosapia filosófica. Y no seré yo quien le niegue, en consecuencia, interés a más de una de sus plurales significaciones. (No puedo hacer, pues, mío el expeditivo consejo de un adversario de la dialéctica: procédase a tachar la palabra «dialéctica» cuantas veces haga ésta aparición a lo largo de un texto; si después de tachada el texto hace sentido, tendremos ahí una prueba de que la introducción de la palabra era superflua; y si por el contrario el texto no se entiende, consolémonos pensando que la presencia de la palabra tampoco lo habría hecho inteligible.) De todas sus posibles acepciones, sin embargo, quizás ninguna sea tan empobrecedora como la que comporta la identificación de la razón dialéctica con la lógica dialéctica, pretenciosa señora cuya altilocuencia ha contrastado desde siempre — desfavorablemente para ella— con la callada y eficaz labor doméstica de la lógica formal. En cuanto a la lógica formal, no hay más razón para apellidarla de «analítica» que la arqueológica intención de remitirnos a su originaria denominación aristotélica. Y, como Aristóteles y sus discípulos cuidaron de advertir al recalcar su condición de instrumental filosófico, la lógica formal es un bien público y en modo alguno patrimonio exclusivo de una corriente filosófica, sea la «filosofía analítica» o cualquier otra. En honor de la verdad, los filósofos analíticos nunca han ejercitado ningún tipo de reivindicación patrimonial sobre la lógica formal. Pero —debido quizá a la circunstancia de que muchos de ellos han sido lógicos profesionales o, por lo menos, expertos aficionados a la lógica— lo que sí han hecho con frecuencia es identificar razón y lógica, «racionalidad» y «logicidad»14. Tengo para mí, e intentaré a continuación hacerlo ver así, que algunas de las consecuencias de semejante identificación podrían ser filosóficamente desastrosas. De acuerdo con uno de los reproches más comúnmente dirigido por los filósofos analíticos o paranalíticos a la filosofía marxista de la historia y la 14 Sobre la distinción entre «racionalidad» y «logicidad», cfr. Stephen TOULMIN, Human Understanding, I. The Collective Use and Evolution of Concepts, Princeton, 1972, especialmente pp. 248 y ss., 478 y ss., así como —para una versión harto más imprecisa y balbuciente de la misma— The Uses of Argument, Cambridge, 1958, cc. III y IV.
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política, el marxismo incurre en un doble pecado que le haría acreedor a un mismo tiempo a las denigratorias etiquetas de «historicista» y de «naturalista»15. El marxismo pecaría de historicista al confiar en la posibilidad de llevar a cabo predicciones históricas incondicionales a largo plazo, como cuando proclama —contra toda mesura predictiva— la indefectible sustitución del capitalismo por el socialismo. Y el marxismo pecaría no menos de naturalista al aducir un hecho semejante como premisa de la cual concluir que estamos obligados a luchar por la instauración del socialismo, conclusión ésta prescriptiva que no tolera fácilmente su deducción de una premisa fáctica. No deja de ser cierto que en el marxismo han coexistido —naturalmente, no sin fricciones mutuas— una tendencia al cientificismo, como en la interpretación economicista de la historia característica de los teóricos de la Segunda Internacional, y una tendencia al voluntarismo, de la que serían representativos el mejor Lukács y un cierto Gramsci. Pero es dudoso, en cambio, que un mismo marxista, por muy amigo que resulte de las síntesis dialécticas, pudiera simultáneamente cometer aquellos dos pecados, pues la comisión del primero tornaría la del segundo tan ociosa como el rapto de una cortesana tras de haber anunciado ésta su segura disposición para otorgarle graciosamente sus favores. Mas supongamos, no obstante, que el marxista experimentase impaciencia ante los dilatorios coqueteos de la historia y rehusara esperar a que la historia le otorgue como gracia lo que puede tomar ahora por su mano. ¿Estaría, en dicho caso, incurriendo a la vez en el pecado de historicismo y en el de naturalismo? Quien lo crea así rinde probablemente un tributo excesivo a la clásica concepción weberiana de las ciencias sociales, siquiera sea bajo la aceptación de esa variante de la dicotomía «hecho-valor» que se acostumbra a presentar como dicotomía «pronóstico-programa»16. Estaría olvidando, por 15 El locus hoy ya clásico de este doble reproche se encuentra en Karl R. POPPER, The Poverty of Historicism, Londres, 1954 (hay trad. cast. de P. Schwartz, Madrid, 1961), y de allí lo han recogido con matizaciones diversas no pocos filósofos estrictamente analíticos como, entre otros, Arthur DANTO, Analytical Philosophy of History, Cambridge, 1968, c. I (véase en conexión con este punto mi trabajo «Ética y ciencias sociales», en Varios, Filosofía y ciencia en el pensamiento español contemporáneo (1960-1970), Madrid, 1973, pp. 277-297; c. IV de este libro). 16 Semejante correlación se halla sujeta, no obstante, a una importante cualificación relacionada con los particulares puntos de vista weberianos sobre la naturaleza más o menos im-
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ejemplo, que —independientemente de lo que suceda con las predicciones científico-naturales— la prognosis científico-social guarda una estrecha relación con la programación política en cuanto que las predicciones del economista o el sociólogo, a diferencia de las del meteorólogo, son a menudo auto-confirmatorias o autorrefutatorias, esto es, capaces de incidir en nuestra praxis y de ser afectadas por esta última. Cuando alguien prevé como posible la instauración de una sociedad sin clases, su simple previsión concita los esfuerzos de quienes juzgan deseable o indeseable tal perspectiva histórica y se aprestan, por ende, a coadyuvar a su consecución o a frustrarla. He aquí, por tanto, un punto de confluencia entre la «teoría» y la «praxis» al que habría que prestar cierta atención. Por lo que a los filósofos analíticos se refiere, y aun cuando reconozcan de mejor o peor grado que una y otra pudieran confluir, insistirían, con todo, en advertir que teoría y praxis son al fin y al cabo distintas entre sí. Los filósofos analíticos se sorprenden, así, de la facilidad con la que algunos de sus colegas marxistas dan la impresión de pergeñar inferencias como ésta: «El socialismo es previsiblemente la meta a la que apunta el curso (la dirección, tendencia, etc.) de la historia, luego se debe luchar por el socialismo». Y su sorpresa es todavía mayor cuando —tras de insinuarles que esa inferencia constituye un flagrante caso de incursión en la falacia lógica bien conocida bajo el nombre de «falacia naturalista»— los marxistas responden, impasibles, que la célebre falacia naturalista les trae completamente sin cuidado17. predictiva de las explicaciones científico-sociales. Cfr. a este propósito Max WEBER, Gesammelte Aufsätze zur Wissenschaftsehre, 2.ª ed., al cuidado de J. Winckelmann, Tübingen, 1951 (hay trad. cast. parcial de M. Faber-Kaiser, Barcelona, 1971), pp. 168 y ss., 428 y ss., así como W. C. RUNCIMAN, A Critique of Max Weber’s Philosophy of Social Science, Cambridge, 1972, c. V. 17 En torno a la reciente discusión analítica de la falacia naturalista, cfr. W. D. HUDSON (ed.), The Is/Ought Question, Londres, 1969, donde la insipidez predominante excluye de antemano cualquier provechoso intercambio de opiniones con el marxismo (con esa tónica contrasta el trabajo de Charles TAYLOR, «Marxism and Empiricism», en B. WILLIAMS y A. MONTEFIORE, eds., British Analitical Philosophy. Londres-Nueva York, 1966, pp. 227-246, sobre cuyos puntos de vista habremos de volver más adelante). En cuanto a la indiferencia marxista hacia dicha falacia, podría servir de testimonio la de Bertell OLLMAN, Alienation. Marx’s Conception of Man in Capitalist Society, Cambridge, 1971, pp. 43-51, ante las observaciones al respecto de Isaiah BERLIN, Karl Marx, Londres, 1960 (hay trad. cast. de R. Bixio, Madrid, 1973), pp. 6 y ss.
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Dejando, pues, a un lado la acusación de historicismo, vamos por el momento a concentrarnos en la acusación de naturalismo que la filosofía analítica hace recaer sobre el marxismo. Los marxistas, con Marx a la cabeza, harían a este respecto causa común con Hegel, quien tampoco parece haber perdido el sueño por la afrenta infligida a la lógica al transitar de un «es» a un «debe». Al admitir sin más la posibilidad de dicho tránsito, Hegel ni tan siquiera creía estar violando el principio de Hume que impide efectuarlo por la vía deductiva. Sí creía estar, en cambio, oponiéndose a la tesis de Kant según la cual nuestra moralidad tendría que ser ajena al mundo de los hechos, idea que sustituye por la de una moralidad corporeizada en el sistema de las instituciones sociales vigentes en un momento histórico determinado: si alguien vacila ante la obligación de pagar sus deudas, lo que le moverá a cumplir con ella no es la inconvincente apelación al imperativo categórico, sino más bien la convicción de que el cumplimiento de tales obligaciones constituye una condición para que se sostenga la institución del crédito, sin la que, a su vez, tampoco habría manera de hacer funcionar un cierto tipo de organización económica de la sociedad18. La moral es tan parte de la vida comunitaria como el modo de saludar o el derecho, y no cabe por tanto desligarla de una trama social más de lo que cupiera desligar de dicha trama al apretón de manos o al código civil. Y eso es también lo que encontramos en el caso de Marx, acentuada aún más si cabe lo que tal vez podría llamarse la disolución sociológica de la ética. No se trata de discutir la ardua cuestión de si hay o no una «ética marxista», cuestión, por lo demás, que en modo alguno es fácil despachar con la simplista observación —observación, mejor aún, sociologista— de que los valores morales son en cada instante los valores de la clase dominante, de suerte que conceptos como los de «bondad», «justicia», «obligación», etc., derivan su significado, en un instante dado, de las condiciones de vida y los correspondientes intereses de los hombres que se sirven de ellos. Esto puede muy bien ser cierto, mas no basta a explicar por qué algunos marxistas insisten a su vez en afirmar que se «debe» luchar por el socialismo19. A falta 18
Cfr. W. H. WALSH, Hegelian Ethics, Londres-Nueva York, 1969, pp. 40 y ss., 49 y ss. La insuficiencia de la concepción marxista convencional ha sido adecuadamente puesta de relieve por Eugene KAMENKA en sus libros The Ethical Foundations of Marxism, 19
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de mayores indicaciones, no es de extrañar que los filósofos analíticos tiendan a ver en esa afirmación la expresión de una obligación moral. Y tampoco es extraño que rechacen como lógicamente falaz cualquier intento de asegurarle el oportuno fundamentum obligationis mediante el alegato de que el socialismo «es» la meta a que la historia parece dirigirse. Si fueran ésas en verdad las intenciones del marxismo, y ése su modo de servirlas, la razón correspondería de todas todas a sus críticos analíticos. La lógica —y, muy concretamente, la lógica deductiva— constituye, en efecto, escasa ayuda con vistas a fundamentar una supuesta obligación de secundar el curso de la historia. Lo más que podría hacer es sugerir una interpretación entimemática de la inferencia «La meta previsible de la historia es S, luego se debe luchar por S», de manera que su explicación rezase ahora «La meta previsible de la historia es S y S es deseable, luego se debe luchar por S». Mas con dicha interpretación no se habría conseguido otra cosa que trasladar a la nueva premisa la demanda de fundamentación que antes se demandaba, sin demasiado éxito, para la conclusión, pues «deseable» es «lo que es digno de, o lo que debe, ser deseado» y su significado no se deja reducir con facilidad al de «lo que la gente desea de hecho», «lo que de hecho le interesa a la gente», etcétera. Ahora bien, cualquier cosa que sea lo que acontezca con el marxismo en este punto, la filosofía analítica no alcanzará a salir del trance bien parada y hasta habrá de cargar con la más grave implicación de cuanto aquí llevamos visto. Pues, dado que para la gran mayoría de sus adeptos no cabe concebir otra actividad de la razón que el ejercicio de la lógica y dado que la lógica se nos revela insuficiente para ayudarnos a fundamentar cualquier obligación moral, no parece quedar ya más salida que renunciar a proveer a la moral de todo fundamento racional. Al referirme a la gran mayoría de los adeptos al análisis filosófico, he querido hacer la expresa salvedad de que no todos los filósofos analíticos tendrían que compartir forzosamente la opinión mayoritaria a este respecLondres, 1962 (hay trad. cast. de E. Arias y A. Pirk, Buenos Aires, 1972), y Marxism and Ethics, Londres, 1969, que admitirían por lo demás su complementación mediante un estudio del origen socioeconómico del vocabulario moral como el de William ASH, Marxism and Moral Concepts, Nueva York, 1964.
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to. Si, con palabras de Charles Taylor, caracterizamos dicha opinión mayoritaria como «la bien consolidada doctrina según la cual las cuestiones de valor serían independientes de cuestiones de hecho», está claro que esa doctrina constituye por ahora la doctrina semioficial de la ética analítica, como lo muestra el amplio crédito que dentro de ella goza todavía el prescriptivismo de un Hare. Hay, no obstante, excepciones dentro de ese consenso casi general; y una de tales excepciones es la del propio Taylor, quien por lo pronto acierta en el diagnóstico de la insuficiencia que aqueja a aquella posición: «Su punto de partida es la configuración deductiva de la argumentación moral: todos los argumentos esgrimidos en contra de la llamada “falacia naturalista” han pivotado sobre la validez de la inferencia deductiva»20. Argumentar o tratar de justificar racionalmente nuestros juicios morales es dar razón de tales juicios, que son sin duda juicios de valor. Y, si para ello recurrimos con exclusividad a la lógica deductiva, todo lo que podremos aducir como razones en pro de aquellos juicios de valor serán a su vez juicios de valor. Quienes juzguen que dos cónyuges infelices deben (o no deben) divorciarse, podrían alegar como razones de esos sus juicios respectivos que la felicidad de las personas debe ser antepuesta a cualquier otra consideración (o que la doctrina católica de la indisolubilidad del matrimonio debe ser preservada a toda costa). En cuyo caso la afirmación «Debe hacerse tal cosa (A), porque debe hacerse tal otra (B)» equivaldría a la afirmación «Debe hacerse tal cosa (B), luego debe hacerse tal otra (A)», esto es, se trataría de una inferencia deductiva. Mas supongamos que alguien se pregunta por el porqué de ese deber de anteponer la felicidad personal a cualquier otra consideración (o de preservar a toda costa la doctrina católica sobre el matrimonio). Si no desea aducir nuevas normas como razones («Debe hacerse C, D, etc.»), lo que a su vez replantearía nuevas preguntas («¿Y por qué debe hacerse C, D, etc.?»), podría tal 20 Ch. TAYLOR, «Neutrality in Political Science», en A. RYAN (ed.), The Philosophy of Social Explanation, Oxford, 1973, pp. 137-170 (anteriormente incluido en P. LASLETT y W. G. RUNCIMAN, eds., Philosophy, Politics and Society, Third Series, Oxford, 1967), pp. 161-162. Para una adecuada comprensión de la posición sustentada por TAYLOR en este trabajo, convendría enmarcarla en el contexto de algunas de las tesis generales de su obra The Explanation of Behaviour, Londres-Nueva York, 1964, en cuya consideración nos abstendremos, sin embargo, de entrar aquí.
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vez pensar en aducir una razón de tipo fáctico, como la de que la felicidad es lo que de hecho le interesa a la gente (o la de que la doctrina de la Iglesia es de hecho la expresión de la voluntad de Dios)21. Pero en tal caso es evidente que la afirmación «Debe hacerse tal cosa (A), porque tal cosa es esto o lo otro (B)» no equivaldrá a la afirmación «Tal cosa es esto o lo otro (B), luego debe hacerse tal cosa (A)», que es deductivamente hablando una falacia. Y los filósofos analíticos que se empeñen en identificar argumentación moral y lógica deductiva —o, si lo preferimos, razones y premisas— no tendrán, pues, otro remedio que aceptar sin más razones ni premisas, esto es, sin posibilidad de fundamentación alguna racional, la vigencia suprema de una norma fundamental: «Basta. No se hable más. La felicidad personal debe ser antepuesta a cualquier otra consideración»; «La doctrina de la Iglesia debe ser preservada a toda costa. Eso es todo. Sanseacabó». Como subraya Taylor con acierto: «Que algo sea una razón dependerá, en última instancia, de los valores que sustente quien echa mano de ella... Y, en última instancia, no tendremos otro remedio que —por así decirlo—decidir más allá de toda razón cuáles hayan de ser nuestros valores»22. En la concepción de la racionalidad prevaleciente en los dominios del análisis filosófico hay, como vemos, algo de chocante que no ha escapado a la mirada perspicaz de por lo menos ciertos filósofos analíticos. Pero lo peor de aquella concepción no es que sea chocante, ni tan siquiera que nos deje insatisfechos, sino que casi nunca ha sido explicitada de manera que nos sea dado proceder a discutirla seriamente. Se habla, en efecto, de «razones», sean «razones normativas» o sean «razones fácticas»; y se habla, por supuesto, de «la razón», sea «teórica» o sea «práctica». Mas raramente se definen esos términos con mediana precisión. ¿Qué es, pues, lo que se entiende por «racionalidad» dentro de lo que hemos dado en llamar «la concepción prevaleciente de la racionalidad»?
21 Para la distinción entre «razones fácticas» y «razones normativas», véase mi trabajo «“Es” y “debe”. En torno a la lógica de la falacia naturalista», en F. GRACIA-J. MUGUERZAV. SÁNCHEZ DE ZAVALA (eds.), Teoría y sociedad. Homenaje al Prof. Aranguren, Barcelona, 1970, pp. 141-175, p. 159 (c. II de este libro). 22 TAYLOR, op. cit., p. 162.
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Cuando hablo de la concepción prevaleciente de la racionalidad no trato de insinuar que quien adhiera a ella tenga que ser obligatoriamente un afiliado a la filosofía analítica, ni muchísimo menos que esa adhesión haya de ser una adhesión mostrenca o inercial. Esta última circunstancia —y bien pudiera ser que la primera— se halla lejos de concurrir en un reciente trabajo de Jesús Mosterín, que sin embargo constituye la exposición más luminosa que conozco del concepto de racionalidad prevaleciente23. Como siempre que algo es enfocado bajo una luz hiriente, su exposición de este concepto deja una densa y rica zona de penumbra por la que podría ser interesante merodear. Pero antes habría que detenerse en el análisis que de nuestro concepto nos ofrece, esto es, en el conjunto de precisiones que introduce en él. Partiendo de la idea de racionalidad como un método más bien que una facultad —la aplicación del método racional presupone, pongamos por ejemplo, la facultad de la inteligencia, pero la más aguda de las inteligencias sería perfectamente compatible con una crasa irracionalidad—, Mosterín pasa a distinguir entre la racionalidad que se predica de nuestras creencias y opiniones, por un lado, y la que se predica de nuestras decisiones y acciones, por el otro. Por lo que se refiere a la primera —la racionalidad teórica—, precisa su concepto en estos términos: «Una persona determinada X cree racionalmente que p (donde p es un enunciado cualquiera) si y sólo si (1) X cree que p y (2) X posee suficiente evidencia de que p, es decir, p es analítico, o X puede comprobar directamente que p, o p es un teorema de una teoría científica vigente en el tiempo de X, o hay testimonios fiables de que p, o p es deducible a partir de otros enunciados q1 ... qn y X posee suficiente evidencia de que q1 ... qn (semejante cláusula convierte a esta definición en recursiva) y, además (3), X no es consciente de que p esté en contradicción con ninguna otra de sus creencias»24. Pasando ahora al segundo tipo de racionalidad, Mosterín juzga que la racionalidad práctica presupone la racionalidad teórica (pues, mientras que podemos ser racionales en sentido teórico sin serlo en sentido práctico, no podemos actuar racionalmente en un campo determinado si no somos racionales al menos en nuestras creencias referentes a ese campo), por lo que, 23 24
J. MOSTERÍN, «El concepto de racionalidad», Teorema, III, 4, 1973, pp. 355-380. Ibíd., p. 463.
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en consecuencia, cabría considerarla la «racionalidad sin más». He aquí cómo procede a precisar ahora su concepto: «Diremos que un individuo X es racional en su conducta si (1) X tiene clara conciencia de sus fines, (2) X conoce (en la medida de lo posible) los medios necesarios para conseguir esos fines, (3) en la medida en que puede, X pone en obra los medios adecuados para conseguir los fines perseguidos, (4) en caso de conflicto entre fines de la misma línea y de diverso grado de proximidad, X da preferencia a los fines posteriores y (5) los fines últimos de X son compatibles entre sí»25. Semejante precisión del concepto de racionalidad práctica —que vendría a ser entendida como «una estrategia para maximizar el conocimiento y la consecución de nuestros fines últimos»— comporta un ingrato corolario: «Muchos de los fines que perseguimos no son sino medios para otros fines... Los fines posteriores son más importantes que los anteriores y, en caso de conflicto, han de ser preferidos. Si un determinado fin es medio para otro o no, es una cuestión científicamente decidible. Pero evidentemente en la aceptación de un fin como último hay un momento de gratuidad. Los fines intermedios son justificables en función de los fines últimos. Los fines últimos pueden ser explorados y elevados a un plano de conciencia, pero en último término no pueden ser justificados —¿en función de qué lo serían?—, aunque a veces puedan ser explicados por los millones de años de evolución biológica que pesan sobre nosotros y que forman parte de nuestro destino»26. Corolario al que, finalmente, cabría añadir este otro harto más grato: «Desde el punto de vista racional, nada está absolutamente permitido o prohibido, ni por Dios ni por el diablo, ni por la naturaleza ni por la historia. Lo único que no se puede hacer es lo que es físicamente imposible. Esto no significa, naturalmente, que todo da igual —lo cual sería caer en la frivolidad práctica—, sino que depende de las metas que en un momento dado persigamos y de la información sobre el mundo de que dispongamos»27. El más grato de los corolarios lo podremos dejar para el final, como un sabroso postre, y fijar ahora la atención en el primero, más inmediatamente 25 26 27
Ibíd., p. 471. Ibíd., p. 472. Ibíd., pp. 477-478.
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vinculado a la precedente conceptuación de la racionalidad práctica. Dentro de esta última acaso quepa echar de menos todavía algunas precisiones, pues el propio autor es el primero en advertir que la suya dista de proclamarse una dilucidación suficiente y completa del concepto. Para empezar, y aun cuando de pasada se distinga entre «explicar» y «justificar» (los fines de) nuestra conducta, quizás tal distinción fuese más nítida si se la hiciera descansar en una previa distinción entre conducta y acción, pues —como reconoce David Braybrooke28— el utillaje conceptual con que hacer frente a las «acciones» podría tener que conceder más importancia a las reglas o normas sociales que gobiernan nuestras acciones de lo que sería necesario hacerlo a propósito de la consideración, más biopsicológica que sociológica, de nuestra «conducta». En esta misma línea, tal vez hubiera sido conveniente proceder a introducir alguna distinción ulterior entre acción y praxis, y ello no sólo por deferencia al peso histórico de distintas tradiciones filosóficas —tal y como un Richard Bernstein aborda la cuestión29—, sino porque la distinción podría ser relevante a la hora de pasar de la consideración de la acción y/o la praxis individual a la consideración de la acción y/o la praxis colectiva. Dado el punto de vista netamente individualista que se adoptó para su conceptuación, la única manera de extender la racionalidad práctica a situaciones sociales —o, por lo menos, a situaciones de interdependencia estratégica entre dos o más individuos racionales— sería recurriendo a la teoría de juegos, recurso éste que no todo el mundo consideraría igualmente satisfactorio. No se trata tan sólo de recordar que puede haber problemas que desafíen a la teoría de juegos ideada para resolverlos, pues con paciencia e ingenio siempre cabría hacer algo por superar esas dificultades. Por ejemplo, mientras que la teoría clásica de von Neumann y Morgenstern sólo proporcionaba solución unívoca para juegos bipersonales de suma cero —pero no así, en cambio, para juegos bipersonales de suma no nula ni para juegos n-personales, considerablemente más decisivos en la aplicación de la teoría de juegos a las ciencias sociales—, John Har28 D. BRAYBROOKE (ed.), Philosophical Problems of the Social Sciences, Londres, 1965, Introduction, pp. 1-19, pp. 2 y ss. 29 R. BERNSTEIN, Praxis and Action, Filadelfia, 1971 (hay trad. cast. de G. Bello, Madrid, en prensa), passim.
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sanyi parece haber conseguido desarrollar un nuevo enfoque de la teoría de juegos capaz de producir soluciones determinadas para toda clase de juegos30. Harsanyi cree con ello haber logrado elaborar un concepto de acción racional lo suficientemente rico como para servir de base a una teoría general de la acción social desde la perspectiva del individualismo metodológico. Mas la dificultad ahora no estribaría en las posibles limitaciones de la teoría de juegos, sino más bien en sus exageradas pretensiones. En opinión de Harsanyi, su enfoque individualista no sólo competiría con éxito con el enfoque funcionalista parsonsiano, sino que arruinaría también la presuposición marxista de que los intereses divergentes de dos clases sociales serían mejor servidos en caso de conflicto entre ambas que en caso de su mutua cooperación, presuposición a la que asigna la denominación de «falacia del conflicto de intereses»31. Como indicaba hace un momento, no son, con todo, estos inconvenientes más o menos inherentes a toda concepción individualista de la acción racional los que nos interesa señalar en relación con el primero de los corolarios del concepto de racionalidad de Mosterín, sino el carácter gratuito que atribuye a nuestra aceptación de estos o aquellos fines últimos.
30 J. HARSANYI, «Individualistic and Funcionalistic Explanations in the Light of Game Theory: The Example of Social Status», en I. LAKATOS y A. MUSGRAVE (eds.), Problems in the Philosophy of Science, Amsterdam, 1968, pp. 305-348 (se alude aquí a sus trabajos «A General Theory of Rational Behavior in Game Situations», Econometrica, 30, 1966, pp. 613-634, y «Bargaining and Conflict Situations in the Light of a New Approach to Game Theory» (American Economic Review, 55, 1965, pp. 447-457). 31 Lo menos que se puede decir a propósito de tan curiosa denominación es que, cualquier cosa que sea lo que suceda con los intereses de la clase obrera, parece estar fuera de duda que el mejor servicio de los intereses de la clase capitalista no preocupaba a Marx ni poco ni mucho. Para ser justos con Harsanyi, su tesis no es exactamente la de que en toda situación conflictiva haya invariablemente una solución negociada preferible para ambas partes al conflicto, lo que implicaría que —si estas últimas actuaran racionalmente— nunca podría surgir ningún conflicto, pero sostiene que tal tesis «se halla más cerca de la verdad que la contraria»; (op. cit., p. 310). En relación con la cuestión que nos ocupa, puede, con todo, verse el ponderado e interesante comentario de Manuel MEDINA, «La posibilidad de una reinterpretación de la teoría de juegos como praxis racional de la decisión colectiva», Teorema, III, 1, 1973, pp. 25-42.
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Como veíamos más arriba, «fines» y «medios» representan usualmente categorías relativas, en el sentido de que un fin determinado puede con gran frecuencia ser un medio para un fin más alto... hasta llegar a algún (eventual) fin último que (eventualmente) sería fin y no medio32. Imaginemos, por ejemplo, el siguiente diálogo entre el propietario de un coche y el mecánico que lo revisa: M. «El aceite de su coche está muy sucio. Debería usted cambiarlo.» —P. «¿Por qué?» —M. «Porque cuanto más sucio esté el aceite, peor cumplirá con su cometido de lubrificar. En consecuencia, aumentarán los riesgos derivados de la fricción de los materiales. Y debe usted evitar que eso le ocurra al coche.» —P. «¿Por qué?» —M. «Hombre, pues porque se expone usted a quedarse sin coche...» O este otro diálogo entre un médico y su paciente, enfermo de diabetes: M. «Tenga usted cuidado con la insulina. No debe inyectarse dosis más altas que las que le receto yo.» —P. «¿Por qué?» —M. «Porque se arriesga a quedarse en cero de glucosa, con lo que le podría sobrevenir un coma hipoglucémico. Y debe usted evitar que esa situación se produzca.» —P. «¿Por qué?» —M. «Caray, pues porque se podría ir usted al otro mundo...» En nuestros dos ejemplos está claro que el mecánico y el médico consideran como fines últimos la conservación del coche y de la vida del paciente (o, por lo menos, dan por sentado que lo son para sus preguntones interlocutores, esto es, dan por sentado que entre los fines de uno y otro no se cuentan sacrificar el coche a una campaña contra la contaminación del medio ambiente u ofrecerse en holocausto para mitigar los efectos de la agobiante superpoblación del globo). En estas condiciones, la escala de los fines se dejaría representar en cada caso como una concatenación deductiva de preceptos, se32
En la literatura filosófico-moral anglosajona, y desde por lo menos los tiempos de Henry SIDGWICK (cfr. The Methods of Ethics, Londres, 1874; 7.ª ed., 1907, reimpresión 1962, 1. I, c. IX y 1. III, c. XIV), se acostumbra a identificar la contraposición entre «medios» (i. e., fines que son medios para otros fines) y «fines» (i. e., fines últimos) con una supuesta contraposición entre «bienes instrumentales» y «bienes intrínsecos», donde no hace falta decir que la segunda comporta connotaciones —en este caso indeseables para nuestros efectos— que no comporta la primera. Puesto que un bien intrínseco —esto es, algo en sí mismo bueno— podría dar la impresión de ser un bien de una vez para siempre (ambas cosas, no obstante, no se implican mutuamente), es menester que subrayemos que para nada se está hablando de la intrinsecidad de ningún bien y sí en cambio de la eventualidad de nuestros fines últimos.
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an técnicos o clínicos. «Debe usted conservar su coche, luego debe evitar los riesgos derivados de la fricción de los materiales, luego debe cambiar el aceite», «Debe usted conservar su vida, luego debe evitar que le sobrevenga un coma hipoglucémico, luego debe tener cuidado con la insulina». Y eso es, punto por punto, lo que vendría a ocurrir con los preceptos (prescripciones, normas o patrones de comportamiento) que en su conjunto integran lo que se llama un código moral. Imaginemos ahora que dialogan el partidario y el antagonista del divorcio que nos servían de ejemplo párrafos atrás: los dos pueden estar de acuerdo en que la subsistencia del vínculo matrimonial contra la voluntad de uno de los cónyuges, o de ambos, plantea serios problemas; los dos pueden estar de acuerdo en que los problemas planteados por el cuidado de los hijos del matrimonio, si los hay, tampoco son desdeñables; pero, no obstante, el uno opta por la doctrina de la Iglesia mientras el otro lo hace por la felicidad personal. Sus respectivas cadenas de deducciones —«La doctrina de la Iglesia debe ser preservada a toda costa, ..., luego el matrimonio debe considerarse indisoluble», «La felicidad personal debe ser antepuesta a cualquier otra consideración, ..., luego debe permitirse el divorcio»—discurrirían cada una por su cuenta en paralelo, sin que la lógica que ayuda a establecerlas pueda ayudarlas a encontrarse en algún punto. Mucho menos podría, por consiguiente, contribuir a zanjar esa disputa de modo concluyente33. Dentro de cada uno de 33 Los cultivadores de la lógica deóntica son los primeros en mostrarse conscientes de la imposibilidad de agotar con ella el ámbito de la argumentación moral o, generalizando, la teoría de la razón práctica (Cfr. Georges KALINOWSKI, Étude de logique déontique 1 (19531969), Prefacio de Robert BLANCHÉ, París, 1972, pp. 123 y ss., 169 y ss., así como su Initiation a la philosophie morale, París, 1966, pp. 183 y ss.; véanse también Dagfinn FOLLESDAL y Risto HILPINEN, «Deontic Logic: An Introduction», en R. HILPINEN (ed.), Deontic Logic: Introductory and Systematic Readings, Dordrecht, 1971, pp. 1-35, y el completo panorama del estado de la investigación en tal dominio presentado en la Introducción de Miguel SÁNCHEZ-MAZAS, Cálculo de las normas, Barcelona, 1973). Consideraciones análogas cabría hacer a propósito de la lógica de la preferencia, la lógica de la decisión, la lógica de la acción racional, etc.; cfr. sobre estas materias N. RESCHER (ed.), The Logic of Decision and Action, Pittsburgh, 1967, y Nicholas RESCHER, Topics in Philosophical Logic, Dordrecht, 1968, cc. XV y ss., así como —entre otras— las colaboraciones de Patrick SUPPES, Richard B. BRAITHWAITE y Héctor NERI-CASTAÑEDA a J. L. LEACH-R. BUTTS-G. PEARCE (eds.), Science, Decision and Value, Dordrecht-Boston, 1973.
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esos «códigos morales», las preguntas acerca de por qué debe el divorcio permitirse, o el matrimonio ser considerado indisoluble, tendrían fácil respuesta. En cambio, a las preguntas acerca de por qué debe ser preservada la doctrina de la Iglesia, o preferida la felicidad personal, cabría tan sólo responder gratuitamente con idéntico «Porque sí». Comparado con el presunto poder resolutivo de la razón teórica, el carácter inconcluyente de las disputas morales ha dado pie —en el ámbito de la concepción prevaleciente de la racionalidad—a toda suerte de lamentaciones, a veces melancólicas y a veces menospreciativas, sobre el desvalimiento de la razón práctica. Y ni siquiera es menester abandonarse a unas ni a otras —como no se abandona Mosterín— para hacer concesión de la aparente diferencia que, en cuanto a su capacidad de resolución, existiría entre ambos modos de ejercitar la racionalidad34. Mientras la lógica no nos ayuda a solventar rivalidades entre códigos morales, la lógica —sea en ocasiones la lógica inductiva, sea en todo caso la lógica deductiva— habría de permitirnos dirimir cualquier conflicto entre teorías científicas rivales. Esto es, la lógica de la ciencia —a diferencia de la lógica de la moral— no sólo facilita la presentación axiomática o la organización hipotético-deductiva de una teoría científica, sino que bastaría con acudir a una sencilla regla de inferencia como el modus tollendo tollens para emitir un veredicto sobre la inadecuación de esa teoría respecto de un cierto hecho empíricamente observable («Si T, entonces H; no-H; luego no-T») y, de este modo, resolver 34
En opinión de MOSTERÍN, «no hace falta subrayar el paralelismo que se da entre el plano de las creencias y el de las normas de conducta: quien a nivel teórico sea doctrinario tenderá a ser moralista a nivel práctico; y quien en el primer plano prefiera las hipótesis, tenderá a preferir en el segundo las propuestas» (op. cit., p. 476). Mosterín no explicita, sin embargo, si está dispuesto a llevar el paralelismo teórico-práctico tan lejos como para extender a la razón práctica lo que sin vacilar concede a la estrategia de la razón teórica, a saber, que «está concebida de tal modo que en general las revisiones significan progresos, pues los casos en que el método racional nos incita a renunciar a nuestras anteriores creencias son precisamente aquellos en que hay indicios objetivos de que es más probable que las creencias alternativas resulten ser las verdaderas» (ibíd., pp. 465-466). Por mi parte, no trato exactamente de reivindicar para la razón práctica la posibilidad de hablar de un dudoso «progreso moral», sino más bien de hacerme eco de las dudas —cada días más generalizadas en el seno de la epistemología contemporánea— acerca del carácter «lineal» del progreso científico que sirve de modelo a la razón teórica.
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un litigio de dos o más teorías. Así era, por lo menos, como enfocaba el asunto la clásica metodología científica a lo Popper, pues, a decir verdad, el enfoque ha cambiado un tanto desde la irrupción en la palestra de la historiografía de la ciencia estilo Kuhn. Los experimentos cruciales, por ejemplo, no parecen posibles más que cuando la contraposición entre teorías se da dentro de un marco teórico más amplio que las engloba por igual (la teoría corpuscular pudo así sucumbir frente a la ondulatoria, dentro siempre del paradigma científico representado por la mecánica y la electrodinámica clásicas), mas cuando las teorías contrapuestas constituyen alternativas radicales —esto es, cuando se trata de diferentes marcos teóricos o paradigmas, como en el caso de la contraposición entre la física clásica y la cuántico-relativista— cada teoría (T1, T2, etcétera) conforma de algún modo sus propios hechos observables (H1, H2, etc.) oponiendo así un grave obstáculo a la imparcialidad de la experiencia llamada a decidir entre las mismas. Un científico puede, en consecuencia, acorazarse tenazmente en su teoría mediante un hábil despliegue de hipótesis ad hoc; o abrazar, si es su gusto, una nueva teoría por motivos —desde su propio instinto científico a la moda científica imperante— que un metodólogo exigente dudaría por su parte en considerar «racionales». Si los historiadores (y psicólogos, y sociólogos, etc.) de la ciencia no nos mienten, la manera de proceder de los científicos no siempre tiene demasiado que ver con la caracterización mosteriniana de la racionalidad teórica. Esto no constituye de por sí una objeción a semejante caracterización. Después de todo, esta última —lo que Mosterín llama su «precisión» del concepto de racionalidad teórica— constituye una definición, esto es, una libre estipulación del uso que su autor está dispuesto a hacer del término «racionalidad». Ahora bien, aunque toda estipulación pueda ser libre —y hasta libérrima—, no podrá ser humptydumptyana y pretender al mismo tiempo preservar la connotación y denotación habituales del término definido. Uno puede, si lo desea, definir al hombre como «mamífero bípedo de dos metros y diez centímetros de estatura», pero no esperará que su definición convenga a más de un par de decenas de jugadores de baloncesto y a un centenar acaso de batusis. Y si, para complicar más las cosas, la alusión a los standards metodológicos convencionales de la ciencia ha sido introducida en la definición —como parece ser el caso de la definición mosteriniana de «racionalidad teórica»—, és-
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ta pudiera convertirse en algo peor que circular. Volviendo ahora a la situación actualmente planteada en la teoría contemporánea de la ciencia, podríamos resumirla diciendo que el carácter inconcluyente de las controversias científicas resulta a veces comparable al de las disputas morales, por lo que la razón teórica no tendría a este respecto gran cosa que envidiar a la razón práctica (ni viceversa). Los intentos de afrontar tal situación oscilan entre el relajamiento —¿o la liquidación?— de las exigencias metodológicas popperianas (Lakatos), la admisión sin ambages —o con más de una ambage, que pudiera hacer extraviarse tanto al racionalista como al irracionalista ingenuos— de la irracionalidad de la ciencia (Feyerabend) y la tajante distinción entre logicidad —o, como quizás cabría llamarla, «racionalidad intraparadigmática»— y racionalidad propiamente dicha —o, como a su vez se la podría quizás llamar, «racionalidad interparadigmática»— (Toulmin)35. Dejando a un lado el contenido concreto de cada una de estas propuestas, en las que aquí no nos es dado demorarnos, nos interesa retener de la tercera para más adelante la oportunidad que nos ofrece de considerar que lo racional pudiera consistir no tanto en el empleo de la lógica a todo trance cuanto en nuestra determinación de emplearla en un momento dado, esto es, cuando creamos que es necesario —y sea posible—hacerlo. Antes se impone, sin embargo, decir una palabra más sobre la gratuidad de nuestros fines últimos o valores. Como ha visto Charles Taylor con acierto, la tesis de la gratuidad se halla estrechamente ligada a una interpreta35
Para una discusión de dicha problemática, véase mi trabajo «La teoría de las revoluciones científicas (Una revolución en la teoría contemporánea de la ciencia)», Introducción a la versión castellana de I. LAKATOS y A. MUSGRAVE, eds., Criticism and the Growth of Knowledge, Londres, 1970 (trad. de F. Hernán, Barcelona, en prensa). Con posterioridad a la redacción del mismo, en que expresaba de pasada alguna que otra reserva sobre la efectividad de la heterodoxia popperiana de Imre Lakatos, he tenido ocasión de conocer los trabajos de Diego RIBES, «Lógica de la ciencia versus psicología de la ciencia (Notas en torno al debate Popper-Kuhn)», Teorema, IV, 1, pp. 125-133, y Carlos SOLÍS, «Adversus methodologos (Comentario a unas notas en torno al debate Popper-Kuhn)», Teorema, en prensa, que —sin hacerme abandonar enteramente esas reservas— me convencen en buena parte del carácter postpopperiano de la metodología de Lakatos, en quien los críticos de Popper no siempre consiguieron —al decir de Solís— «reconocer al aliado ataviado con pieles de lobo». Sirvan las líneas que anteceden como expresión de mi homenaje personal al gran filósofo húngaro de la ciencia recientemente desaparecido, precisamente en el momento más prometedor de su trayectoria.
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ción comendatoria del vocabulario evaluativo, que es la que han hecho suya no sólo ya el prescriptivismo, sino el más crudo emotivismo ético de un Stevenson. Más aún, dicha interpretación —según la cual un término valorativo como «bueno», o un término prescriptivo como «debe», se usaría pura y simplemente para recomendar algo— sería también característica de la concepción weberiana de las ciencias sociales, para la que la eliminación de tales términos vendría a constituir el mejor modo de purgar a las ciencias sociales de recomendaciones y garantizar de esa suerte su neutralidad evaluativa36. Ahora bien, los términos «bueno» o «debe» podrán o no usarse para recomendar, pero lo cierto es que su uso a estos efectos comporta la exigencia de razones en apoyo de nuestra recomendación. De ahí la significativa diferencia existente entre la afirmación «Me gusta S» —que podría ser la última palabra a la hora de expresar una actitud emotivamente favorable hacia S y no requiere de ulterior justificación— y la afirmación «S es una buena cosa (o debe procurarse S)», que parece en cambio demandar tal justificación si ha de ser entendida como una evaluación de S y no como la mera expresión de una emoción. Uno puede, en efecto, reconocer que está bien hacer algo —como sacrificarse en ocasiones por el prójimo— aunque no le apetezca hacerlo, o reconocer que hacer algo no está bien — por ejemplo, darle a ese prójimo de puntapiés— por más que en ocasiones le apetezca. Nuestras evaluaciones, pues, exigen ser justificadas y —lo que ahora es más importante— admiten esa justificación por medio de razones fácticas sin por ello obligarnos a incurrir en ningún género de falacia naturalista. En opinión de Taylor, decir de algo que sirve a los intereses humanos constituye sin duda una razón para decir que ese algo es una buena cosa o que debemos procurarlo. Con ello, ciertamente, no se ha dicho que el significado evaluativo de «S es una buena cosa (o debe procurarse S)» se reduzca al significado descriptivo de «S es algo al servicio de los intereses humanos», puesto que la inferencia «S es algo al servicio de los intereses 36 La caracterización de Max Weber como un prescriptivista avant la lettre ha sido oportunamente sugerida en W. G. RUNCIMAN, A Critique of Max Weber’s Philosophy of Social Science, cit., p. 53, quien explícitamente asocia su posición a la de Richard Hare. Para una detallada exposición de los supuestos básicos del prescriptivismo, se puede ver en castellano José S.-P. HIERRO, Problemas del análisis del lenguaje moral, Madrid, 1970.
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humanos, luego S es una buena cosa (o debe procurarse S)» seguiría siendo una falacia desde el punto de vista de la lógica deductiva o, con otras palabras, siempre sería posible afirmar su premisa y no obstante negar su conclusión. Nuestras evaluaciones, en efecto, pueden ser objetadas mediante consideraciones que dejen intactas las razones que las apoyan —como cuando alguien duda de que la libertad de difamar sin fundamento a una persona sea una buena cosa o deba procurársela, sin por eso dudar de que la libertad de expresión se halle al servicio de los intereses humanos—, mas las razones mismas mantendrán su vigencia indiscutida hasta tanto no sean contrarrestadas por otras supuestamente más poderosas. Eso es lo que, sobre la base de que la felicidad constituye un interés humano primordial, permite a Taylor erigirla en principio de toda evaluación (principio que tan sólo cabría contrarrestar mediante un cambio de mentalidad lo suficientemente profundo como para sustituir la invocación de la felicidad humana por la de la doctrina de la Iglesia u otra por el estilo). «Podemos ver así — concluye Taylor— por qué la afirmación “Lo conducente a la felicidad humana es bueno” no necesita de ulterior fundamento. No quiere ello decir que toda otra argumentación quede excluida. Cabría tratar de demostrar que los hombres incurrirían en una serie de degeneraciones si buscaran únicamente la felicidad y que determinadas cosas que los hacen infelices resultan, no obstante, necesarias para su desarrollo. O cabría tratar de demostrar que hay una felicidad de orden superior y otra de orden inferior, que bajo esa palabra la mayor parte de los hombres busca sólo el placer, lo que acaso les aleje de la posibilidad de alcanzar plenamente la felicidad, etc. Pero, a menos que podamos aducir alguna consideración capaz de contrarrestarla, no nos será posible denegar aquella tesis. El hecho de que, en última instancia, siempre nos sea dado aducir consideraciones de esa índole quiere decir que no estamos autorizados —tal y como supo ver Moore— a sostener que “bueno” signifique “conducente a la felicidad humana”. Mas que algo conduzca a la felicidad humana —o, generalizando, sirva para satisfacer las necesidades, aspiraciones y designios de los hombres— constituye prima facie una razón para llamarlo bueno, razón que se tendrá en pie mientras no sea efectivamente contrariada»37. 37
Ch. TAYLOR, op. cit., p. 168.
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La posición que acabamos de reseñar ha sido justamente bautizada como un «neonaturalismo»38. Y sería erróneo no apreciar que presenta a la crítica alguno de los flancos débiles que presentaba ya el viejo naturalismo. Taylor no especifica demasiado, por ejemplo, lo que haya de entenderse por «conducir a la felicidad humana», «hallarse al servicio de los intereses humanos» o «satisfacer las necesidades, aspiraciones y designios de los hombres». Por otra parte, tampoco está muy claro si la adopción de la felicidad humana como «principio supremo de evaluación» se le impone en virtud de una experiencia de carácter cognoscitivo o es a su vez el resultado de alguna evaluación. Lo más probable, según creo, es que se trate de ambas cosas a la vez, pues Taylor no parece muy dispuesto a divorciar enteramente «conocimiento» y «evaluación» en los inveterados términos de la polémica entre el cognoscitivismo y el anticognoscitivismo (emotivismo, prescriptivismo, etc.) éticos. Más aún, lo que persigue no es —como sabemos— garantizar el paso deductivo de una premisa fáctica a una conclusión valorativa o prescriptiva; y de ahí que su naturalismo tenga poco que ver con la desacreditada pretensión de conectar lógicamente un «es» y un «debe». Lo que le interesa es más bien echar por tierra la no menos desacreditada pretensión de neutralidad evaluativa de las ciencias sociales y, muy concretamente, la pretensión de extender esa neutralidad a la teoría política. Cualquier cosa que sea lo que en ella pueda haber de científico, la teoría política no podrá nunca ser neutral: «El único modo de evitar esta conclusión en la ciencia política consistiría en atenerse a descubrimientos fácticos de vía estrecha que —precisamente porque, tomados por sí solos, resultan compatibles con gran número de marcos teóricos— pueden aparecer inmersos en una atmósfera de neutralidad evaluativa. Que los católicos de Detroit tiendan a votar por los Demócratas es algo que casi sin excepción encaja dentro de cualesquiera esquemas conceptuales y que, por ende, se deja acompañar de cualesquiera valoraciones políticas. Pero, en la medida en que la ciencia política no puede prescindir de la teoría, en la medida en que demanda un marco teórico, en esa misma medida no puede 38 Tomo este rótulo de la minuciosa y atinada paráfrasis de la posición de Taylor por parte de Fred M. FROHOCK en su libro Normative Political Theory, Englewood Cliffs, 1974, pp. 35-43, tenido muy en cuenta en los párrafos precedentes.
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dejar de desarrollar una teoría normativa»39. O, con otras palabras, siempre habrá en ella algo de ideológico. Una teoría política, como el marxismo por ejemplo, comportará —siquiera sea implícitamente— una determinada concepción de los intereses (necesidades, aspiraciones y designios) de los hombres y, por ende, de su felicidad. No es, pues, extraño que segregue un conjunto de evaluaciones, de las que no podremos desprendernos —aunque quepa objetarlas, desde luego— a menos que nos desprendamos del contexto teórico total del cual emanan. Aun cuando reconozcamos que la instauración de una sociedad sin clases serviría a los intereses de la humanidad, podremos, desde luego, denegar que el estalinismo sea una buena cosa o que debamos procurar la implantación de semejante género de socialismo. Mas lo que no podremos hacer es denegar que la instauración del socialismo sirva a los intereses de la humanidad y seguirnos llamando socialistas, salvo que nuestra adhesión al socialismo sea sin más irracional (el caso de alguien que adhiriera al socialismo como un fin último, e incluso se adscribiera a este o a aquel Partido Comunista, sin ninguna razón para hacerlo) o pura y simplemente fruto del oportunismo político (adheriríamos al socialismo como un medio para alcanzar otra finalidad, sea la industrialización de un país en vías de desarrollo, sea nuestro propio medro personal... en la dudosa eventualidad de que la adscripción a uno cualquiera de los Partidos Comunistas existentes pudiera en nuestro medio reportarnos algo mejor que unos cuantos años de cárcel). Por el contrario, si a la pregunta acerca de por qué debemos luchar por el socialismo respondemos que porque, en nuestra opinión, el socialismo podría hacer más felices a los hombres, habremos dado una razón de cierto peso para justificar nuestra adhesión al socialismo. En tanto que ideológica, no hay que esperar que todo el mundo la comparta. En el reciente referéndum italiano sobre el divorcio, por ejemplo, una no desdeñable minoría de votantes prefirió anteponer a cualquier clase de consideración eudomonista la fidelidad a la doctrina de la Iglesia. Y la inclinación por esta última hubiera sido abrumadora en otras épocas. De donde se desprende la trivial conclusión —que, sin embargo, quizás no sea ocioso recordar— de que nuestros fines
39
TAYLOR, loc. cit.
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últimos son históricos. O, dicho de otro modo, el neonaturalismo parece conducirnos a un cierto «neohistoricismo»40. Dicho historicismo tiene a su vez poco que ver con la discutible remisión historicista a un supuesto destino de la historia, pero tiene en cambio que ver —y, a decir verdad, no poco— con la tesis historicista, acaso menos discutible, de la relatividad de nuestra moral. Discutible o no, semejante punto de vista historicista nos permitiría hacernos cargo de lo que a mi entender constituía el mayor encanto del concepto de racionalidad de Mosterín, a saber, su afirmación de que «desde el punto de vista racional, nada está permitido ni prohibido... sino que todo depende de las metas que en un momento dado persigamos y de la información sobre el mundo de que dispongamos». Concretamente, sería la historicidad de nuestros fines últimos —y no su gratuidad— la llamada a despojarlos de su condición de absolutos sin tornarlos por eso irracionales o carentes de toda justificación. Pero adviértase que con ello no hemos hecho más que entreabrir tímidamente una caja repleta de cuestiones borrascosas. Pues, bien miradas las cosas, histórica no es sólo la moral sino cualquier otro producto cultural humano, como la ciencia por ejemplo. ¿Y no será histórico también, y por lo tanto relativo, el mismo «punto de vista racional» desde el que la razón —sea teórica o sea práctica— encara en cada caso esos productos? *** La afirmación de que la ciencia, la moral y la cultura humana en general son relativas no pasa —al menos por sí sola— de constituir una trivialidad. Los psicólogos, antropólogos y sociólogos de la moral han insistido hasta la 40 Debo dejar constancia de que he dudado mucho antes de decidirme a adoptar este rótulo, que a los inconvenientes genéricos de todos los «neoísmos» añade en este caso los derivados de la propia equivocidad del término «historicismo» (en opinión de Maurice MANDELBAUM —cfr. su artículo «Historicism» en Paul EDWARDS (ed.), The Encyclopedia of Philosophy, vol. IV, pp. 22-25— cabría incluso preguntarse si hay de hecho alguna base que permita conectar entre sí los muy diversos sentidos en que aquel término ha sido empleado). No conozco, no obstante, otro mejor a los efectos de aludir al intento de restaurar los fueros de la historia en los dominios de la epistemología, la ética y la filosofía de la cultura en general.
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saciedad sobre este punto, ya sea por referencia al desarrollo de la moralidad en el individuo, ya sea por referencia al desarrollo social de la moralidad en diferentes sistemas culturales41. De hecho, se ha destacado que la única coincidencia universal entre la mayor parte de los códigos morales estudiados parece ser la proscripción del incesto; y es bastante dudoso, desde luego, que la noción de incesto envuelta en tales códigos morales haya permanecido idéntica a través de las muy diversas circunstancias de lugar y de tiempo en que se han dado aquéllos. La relatividad de nuestros mores (por lo demás, perfectamente compatible con una cierta universalidad del «fenómeno moral» mismo, que hace difícil de admitir la posibilidad de que existan individuos o sociedades «amorales» en el estricto sentido del vocablo)42 resulta, pues, incuestionable. Y eso es también lo que respecto de los diversos contenidos epistémicos nos enseña, en definitiva, la historia de la ciencia. Lo que se halla ahora en discusión no es, sin embargo, la obvia relatividad de semejantes contenidos —epistémicos o éticos—, sino la relatividad de los criterios de los que hayamos de valernos para emitir un juicio acerca de ellos. Es ahí donde radica lo verdaderamente peliagudo de la tesis historicista a que se ha hecho alusión, tesis que de algún modo se deja compendiar por medio de la fórmula —todavía insuficiente para nuestros propósitos— veritas et virtus filiae temporis43. La insuficiencia de esta fórmula estriba en que, en la medida en que dichos criterios puedan considerarse «criterios racionales», la propia racionalidad no escaparía a la relatividad. Es decir, rationalitas etiam filia temporis. Como reconocía abiertamente hace un momento, un enfoque semejante del problema de la racionalidad se halla erizado de dificultades. Y a lo más 41
Cfr. Richard B. BRANDT, Ethical Theory, Englewood Cliffs, 1969, cc. V y VI. ARANGUREN ha contribuido entre nosotros a llamar la atención sobre este hecho con su insistencia en la distinción de «moral como contenido» y «moral como estructura» (véase, entre otros lugares, su Ética, c. VII, en José Luis L. ARANGUREN, Obras, Madrid, 1965, pp. 448 y ss.). En otro orden de cosas, el reconocimiento del mismo hecho se halla en buena parte a la base de la crítica chomskyana al análisis skinneriano de la conducta humana; cfr. Noam CHOMSKY, The Case against B. F. Skinner, Nueva York, 1972 (hay trad. cast. de N. Pérez de Lara, Barcelona, 1974). 43 Cfr. la sugerente glosa de esta fórmula por parte de Alfred STERN, Geschichtsphilosophie und Wertproblem, Munich, 1967, pp. 168 y ss., de donde por mi parte la extraigo. 42
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que podría aspirar aquí es a mencionar una de ellas que entresaco de otras tanto o más acuciantes. Nuestra pregunta vendría a ser: ¿entraña el reconocimiento de la relatividad del punto de vista racional alguna concesión al «relativismo», esa temida posición filosófica cuyo antídoto suele hacerse consistir en un no menos temible «absolutismo»? No pretendo tener una respuesta para esta pregunta. Pero pienso, no obstante, que cabría extraer algún provecho de la simple mención de la dificultad de responderla. La racionalidad de que se habla en conexión con este punto es la que dimos antes en calificar de interparadigmática —sea que por «paradigma» se entienda una teoría científica (o una constelación de teorías científicas), sea que se entienda un código moral (o una forma moral de vida en su conjunto) — más bien que la calificada de intraparadigmática, esto es, la racionalidad que nos permite articular coherentemente nuestras creencias científicas o nuestras convicciones morales «dentro de» una de esas teorías o uno de esos códigos. Un par de ejemplos nos podrán ayudar a esclarecer la distinción que existe entre ambos géneros de racionalidad. Para empezar por la racionalidad teórica, no es sin duda lo mismo el ejercicio de la razón por parte del astrónomo medieval que no discute la vigencia del paradigma ptolomeico y se afana en multiplicar los epiciclos con el fin de paliar anomalías que el ejercicio de la razón por parte del científico renacentista que, impulsado a salir «fuera de» dicho paradigma, tenía que decidirse por Copérnico basándose para ello en testimonios, argumentos, etc., pero echando también mano, cuando éstos no bastaban, de cualesquiera otros recursos disponibles —desde los aprestados por su propia capacidad de inventiva hasta los inducidos por la emergencia de una nueva cosmovisión— cualquiera que fuese el grado de su «heterodoxia metodológica»44. Pasando ahora a la racionalidad práctica, hay sin duda bastante que decir en favor de la coherencia con que alguien acomoda sus acciones a los principios profesados en el interior de una determinada codificación moral pa44
Por extremosa que, en efecto, sea su interpretación de Galileo, hay que reconocerle a Arthur KOESTLER (The Sleepwalkers. A History of Man’s Changing Vision of the Universe, Londres, 1959; trad. cast. de A. L. Bixio, Buenos Aires, 1963) el mérito de haber llamado por su nombre al desenfado metodológico de aquel y otros protagonistas de la «revolución copernicana». En relación con esta última, véase también Carlos SOLÍS, «La revolución copernicana y quiénes la hicieron», Teorema, IV, 1. 1974, páginas 29-46,
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radigmática, pero tampoco es cosa de olvidar que la coherencia puede arrastrar en ocasiones a excesos monstruosos —como el elogio del verdugo en quien De Maistre veía la salvaguardia del orden de la sociedad tenido en su opinión por más recomendable— y que, en tales casos, la razón podría ser ejercitada «desde el exterior» del código en cuestión, sea para promover frente a éste tal o cual codificación alternativa, sea para propugnar —al margen de cualquier codificación moral— la apertura a una «ética sin código»45. Ambas formas de racionalidad, inter o intraparadigmática, son en algún sentido históricamente relativas. Pero mientras que la segunda —la racionalidad intraparadigmática que antes hicimos coincidir a grandes rasgos con la racionalidad de la lógica formal— lo sería en un sentido un tanto inocuo, la primera —la racionalidad interparadigmática o, como antes la llamamos, la «racionalidad propiamente dicha»—pudiera serlo en un sentido algo más fuerte. La lógica, en efecto, es un producto histórico que cuenta en Occidente con unos veinticuatro siglos de existencia desde su embrionaria presentación canónica por parte de sus cultivadores peripatéticos y estoicos hasta sus recientes presentaciones a partir de la teoría de las funciones recursivas. Pero la comisión de la falacia de afirmación del consecuente en el transcurso de una inferencia deductiva sería igual de falaz si corre a cargo de uno de los protagonistas de un Diálogo platónico que si incurre en ella un estudiante dentro de un par de siglos. La historicidad de la lógica no parece implicar en tal sentido ninguna relatividad de sus criterios de validez formal. Cuando se habla de lógica formal, por lo demás, se quiere dar tanto a entender su capacidad de abstracción de cualquier género de contenidos cuanto —y éste sería el matiz que ahora nos interesa resaltar— la sujeción del razonamiento lógico a determinadas «formalidades» o reglas de proce45 Sobre los peligros de una extrema coherencia entre nuestros principios universales y su aplicación a los casos concretos ha llamado muy agudamente la atención Leszek KOLAKOWSKI en Toward a Marxist Humanism. Essays on the Left Today, Nueva York, 1968 (trad. cast. de «Elogio de la inconsecuencia» por A. Sánchez Pascual, en El hombre sin alternativa, Madrid, 1970, y de «Ética sin código» por J. Muñoz, en El racionalismo como ideología, Barcelona, 1970). La pasión —típicamente prescriptivista— por la codificación moral ha sido motejada por Ernest GELLNER (Thought and Change, Chicago, 1974, pp. 90 y ss.) como «el sueño del burócrata».
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dimiento. Una inferencia como el modus tollens resulta, así, un procedimiento o concatenación de pasos deductivos reglados de manera que la negación del consecuente de una premisa condicional nos lleve a concluir la negación de su antecedente. Por descontado, la sujeción a formalidades no es una característica privativa de esos procedimientos que llamamos «razonamientos lógicos», sino algo que las reglas lógicas de inferencia comparten asimismo, por ejemplo, con las reglas de juego que establecen la corrección o incorrección del movimiento de una pieza en un tablero de ajedrez46. Todos los juegos, desde los más complicados y cerebrales hasta los más sencillos e infantiles, revisten ciertamente ese carácter de «formales». ¿Quién no ha jugado alguna vez al conocido juego «De La Habana ha venido un barco cargado de...»? Se propone una determinada letra del alfabeto —la «b», pongamos por caso— y se van enumerando objetos cuyos nombres empiecen por dicha letra: «De La Habana ha venido un barco cargado de bananas, botellas de ron, boleros...» Lo que importa en el juego, por supuesto, no es ni mucho menos la verosimilitud de la carga del barco, sino tan sólo el hecho de que el nombre de la carga comience por la 46 Tan socorrida como esta última comparación —objeto en su día de una célebre crítica a manos nada menos que de Frege— hubiera sido la comparación, cara a Toulmin, con las «formalidades jurídicas», que asimismo determinan la «validez» o «invalidez» del procedimiento seguido con absoluta independencia del contenido sobre el que versa tal procedimiento: por ejemplo, se puede haber reunido toda la evidencia concebible, todas las pruebas imaginables, contra el hombre acusado de cometer un cierto acto delictivo; sin embargo, si el instructor del sumario incurre en su trabajo en algún error «formal» o «de procedimiento» (si, supongamos, no ha interrogado a todos los testigos de descargo propuestos como necesarios por la defensa, o si ha dejado de apreciar una posible circunstancia del caso, etcétera), el procedimiento de inculpación se considerará inválido por muy escasas dudas que puedan caber acerca de la culpabilidad del acusado. La conclusión a extraer de tal comparación, en cualquier caso, no debe ser —como lo era para TOULMIN en The Uses of Argument, cit.— que el modelo de la Lógica tenga que ser el «informal» suministrado por el Derecho más bien que el «formal» suministrado por la Matemática, sino la conclusión —que TOULMIN hace suya en Human Understanding, cit.— de que la Lógica está lejos de agotar la cuestión en más de un caso, tanto por lo que se refiere al razonamiento jurídico como al mismísimo razonamiento matemático (cfr. a este respecto John MYHILL, «Some Philosophical Implications of Mathematical Logic», Review of Metaphysics, 6, 1952, pp. 165-198, cuya argumentación se halla recogida en Howard DE LONG, A Profile of Mathematical Logic, Reading, Mass., Londres-Ontario, 1970, pp. 191 y ss.).
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letra indicada. Si decimos que el barco ha venido cargado de «bisontes», lo que decimos es «correcto» o «válido» de acuerdo con las reglas del juego, por improbable o inverosímil que nos pueda parecer que un barco de La Habana venga cargado de bisontes. Si decimos, en cambio, que el barco ha venido cargado de «azúcar», lo que decimos es «incorrecto» o «inválido», por verosímil o probable que pueda parecernos que un barco de La Habana traiga azúcar. Las reglas de nuestro juego de palabras serán, pues, tan formales como las de la lógica, por más que las formalidades de esta última —como la que estipula la ausencia de contradicción entre la conclusión y las premisas de una inferencia deductivamente válida— sean sin duda tenidas por más serias que las que presidían nuestras suposiciones relativas al carguero cubano. Pero la analogía no acaba ahí. Cuando un juego un poco tonto como aquél llegue a cansarnos o aburrirnos, siempre cabrá sustituirlo por otro más apasionante, como el tarot o la ruleta rusa. Y eso es también lo que acontece con la lógica, aun si —de nuevo como antes—los motivos para cambiar de juego en este caso tal vez no se reduzcan al capricho y hayamos de exigirnos otros más poderosos para hacerlo. La insuficiencia del modus tollens con vistas a edificar sobre él la metodología de los experimentos cruciales podría ser un motivo, según vimos, para desconfiar de que la lógica constituya la última palabra de la razón teórica. De modo parecido, tampoco constituiría la última palabra de la razón práctica, dada la insuficiencia de la opción —por revestida que se halle de respetabilidad lógica— en favor de la «racionalidad de los fines que son medios para otros fines» frente a la «racionalidad de los fines últimos o valores». Pero lo más interesante a este respecto es que a Max Weber —quien si no acuñó tal distinción, acuñó por lo menos su terminología47— no se le ocultaba que el crédito de aquella opción no era ya tanto un crédito de orden lógico cuanto un crédito histórico. En su opinión, se trataría tan sólo de una opción en favor de un modelo de racionalidad a la que cabría dar la denominación de «racionalidad tecnoburocrática», esto es, la racionalidad que hubo de alcanzar su máxima expresión en el moderno «Estado racional» y, muy con47 La distinción weberiana entre Zweckrationalität y Wertrationalität puede encontrarse en, entre otros lugares, su trabajo «Soziologische Grundbegriffe», Gesammelte Ausfsätze zur Wissenschaftslehre, cit., pp. 527-565.
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cretamente, en el Estado del capitalismo concurrente o monopolista. Y, por lo mismo que ninguna necesidad histórica podría garantizar la eternidad de semejante variedad de organización estatal o cualquier otra, nada habría tampoco que asegure a una determinada variedad de racionalidad otra vigencia que la asegurada por su efímera condición de contingencia histórica. En la actualidad, y como he insinuado varias veces a lo largo del presente trabajo, una concepción alternativa de la racionalidad comienza a abrirse paso incluso dentro de la filosofía analítica ampliamente entendida. Por lo pronto, filósofos e historiadores de la ciencia de dicha filiación han entrevisto que —en lugar de reducirse a un ejercicio rutinario que nos permita discurrir por los caminos trillados de un paradigma dado— la racionalidad tal vez consista en la capacidad del hombre de ciencia o la comunidad científica para hacer frente a nuevas e imprevistas situaciones. La racionalidad así entendida no la demostraríamos por nuestra adhesión inquebrantable a estereotipadas reglas de procedimiento, sino por la manera como seamos capaces de cambiarlas y la oportunidad con que lo hagamos. Pero, por lo demás, esa concepción emergente de la racionalidad sólo alcanzaría a explotar todas sus indudables posibilidades si se la pone en conexión con una concepción holista de la ciencia —no exactamente ahora en el sentido de la teoría de los sistemas reseñado en nuestro primer apartado, sino en el de la venerable tesis metateórica duhemiana resucitada por Quine en nuestros días— que coloque el acento en el conjunto de la ciencia del momento más bien que en estos o los otros elementos del mismo aisladamente considerados. Más aún, la concepción holista de la ciencia resulta susceptible todavía de generalización hasta extenderla a la totalidad de la cultura de una época48, pues la ciencia, en efecto, no es tampoco un elemento aislable de esta última. Esto es, así como los enunciados y teorías científicas se hallan contextualmente urdidos, según Quine, en la trama del todo de la ciencia, también la ciencia habría de estarlo con muy diversos otros tipos de contexto, sean teóricos, técnicos o prácticos. El hombre de ciencia o la comunidad científica no carecen por cierto de alguna ideología, ni son ajenos a las necesidades del resto de la humanidad en su lucha por acomodarse a su medio natural o agruparse socialmente, ni tienen por qué permanecer in48
Cfr. «La teoría de las revoluciones científicas», cit., ad finem.
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sensibles a cualquier género de instancias de orden moral. Y toda vez que la ciencia no es más que una compleja actividad humana, en cuanto tal inmersa en la infinita complejidad de las demás actividades de los hombres, la racionalidad científica sería sólo un intento entre otros muchos de responder a aquellos múltiples desafíos. De ahí que lo que se acaba de decir acerca de ella pueda aplicarse a cualquier otra manifestación de la racionalidad, desde el arte a la política pasando por la filosofía. En ninguno de dichos casos podría la racionalidad ser reducida a una regla de procedimiento que canalice de antemano su caudal de creatividad, su poder de innovación y, en última instancia, sus posibilidades de gratificarnos y contribuir así a nuestra felicidad. En la medida en que la historia constituya un proceso abierto, y puesto que ignoramos qué nuevos desafíos haya de depararnos, sería quimérico intentar planificar de una vez y por siempre las estrategias de la razón. Todo esto acaso pueda sonar bien e incluso parecernos hermoso, pero suena también —lo reconozco— un tanto vago. Ya que no nos es dado decir mucho sobre la racionalidad a título prospectivo, tal vez cupiera, por lo menos, intentar ver cómo funciona a título retrospectivo. Pero lo malo a este respecto es que ni el historiador más aventajado cuenta con las facilidades del yanki de Mark Twain para viajar a Camelot y cultivar allí la práctica de la comparación intercultural. Las facilidades negadas a los historiadores están aún al alcance, sin embargo, de los profesionales de la antropología. Y no es extraño, pues, que en torno a las posibilidades y los límites de semejante intercomparación se haya armado un considerable revuelo filosófico dentro de muy diversas tradiciones de la filosofía actual. La filosofía analítica no ha constituido tampoco una excepción en este tópico, si la hemos de juzgar por el debate que ha enzarzado —entre otros—a los filósofos P. Winch, A. Maclntyre e I. C. Jarvie49. Puesto que Winch y Jarvie re49 El debate —que incluye entre otros los trabajos de WINCH, «Understanding a Primitive Society» (American Philosophical Quarterly, I, 1964); MACINTYRE, «The Idea of a Social Science» (Aristotelian Society Supplement, XLI, 1967); y JARVIE-AGASSI, «The Problem of Rationality of Magic» (The British Journal of Anthropology, XVIII, 1967)— se halla recogido en B. R. WILSON (ed.), Rationality, Oxford, 1970. Con posterioridad, JARVIE y WINCH han proseguido la discusión en torno a la ponencia del primero «Understanding and Explanation in Sociology and Social Anthropology», incluida en R. BORGER y F. CIOFFI (eds.),
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presentan de algún modo las posiciones extremas en el mismo, haremos bien centrando en ellas nuestro examen aun a costa de simplificarlo en exceso. El punto de partida del debate es la observación del antropólogo Evans-Pritchard, en un libro, hoy ya clásico, de hace casi cuarenta años50, según la cual las creencias mágicas de los azandas serían falsas, puesto que no se hallan de acuerdo con la realidad objetiva, esto es, puesto que no existen brujas como creen. Estrictamente hablando, ni Winch ni Jarvie aprueban lo que afirma Evans-Pritchard, pero entre sus respectivas desaprobaciones media todo un abismo filosófico. Por lo que se refiere a Winch, la apelación a «la realidad objetiva» no le parece muy oportuna, dado que lo que se ventila aquí no es tanto lo que «sea» la realidad cuanto lo que «creamos» que ésta es; y nuestras creencias científicas podrían no ser, después de todo, la vara de medir más adecuada para medir las creencias mágicas de los azandas. En cuanto a Jarvie, tampoco le parece muy oportuno calificar de «falsas» a estas últimas, pero sólo porque en rigor las considera «irrefutables» por apelación a ningún recurso empírico conocido; lo que equivale, desde luego, a someter las creencias mágicas de los azandas a la medida de las nuestras basadas en la ciencia. Por lo demás, tanto Winch como Jarvie parecen coincidir en que su discusión versa ante todo sobre criterios de racionalidad. Quizás no esté muy claro que Winch desee sostener que «los criterios de racionalidad (de los azandas y nuestros) son inconmensurables», mas tal tesis le ha sido atribuida y ciertamente Winch rechaza «la apelación a las creencias de la ciencia occidental para mostrar la falsedad de las creencias de los azandas». Por su parte, Jarvie es bastante explícito en lo que hace a su tesis y sostiene con insistencia la conmensurabilidad de esos criterios: «¿A qué propósito sirven los criterios de racionalidad? Como mínimo, deben servir al propósito de la adquisición de conocimiento. Ahora bien, si nuestros conocimientos son mayores Explanation in the Behavioural Sciences, Cambridge, 1970 (hay trad. cast. incompleta de esta obra por D. Quesada, Madrid, 1947), pp. 231-270. Los puntos de vista de WINCH y JARVIE en la polémica deben complementarse con sus libros respectivos The Idea of Social Science and its Relation to Philosophy, Londres, 2.ª ed., 1963, y Concepts and Society, LondresBoston, 1972. 50 E. E. EVANS-PRITCHARD, Witchcraft, Oracles and Magic among the Azande, Londres, 1937.
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que los conocimientos de los azandas (como, en efecto, sucede al menos en un aspecto: sabemos cómo llegar hasta ellos y cómo encontrar un sentido a su forma de vida; ellos no saben cómo hacer lo recíproco), parecería que tenemos un argumento en favor de que nuestros criterios cumplen con la misión que tratan de cumplir los suyos y lo hacen mejor. Por tanto, ¿no podrían llegar a estar de acuerdo en que deberían adoptar los nuestros y en que los suyos son bastante pobres?»51. En lo que respecta a la ciencia y la tecnología contemporáneas, si semejante conclusión ha de imponerse no lo hará, con toda probabilidad, a través de abstrusas disquisiciones filosóficas sobre criterios de racionalidad sino por otros medios harto más efectivos. Dentro de un mundo como el nuestro, que no es ya el de Evans-Pritchard y todavía no es el presagiado por el economista Kenneth E. Boulding para the coming spaceship Earth52, la ciencia y la tecnología adquirirán más cada día los caracteres de invariantes planetarias, de donde puede que se siga la consolidación de una civilización asimismo planetaria. El precio que haya que pagar por tal conquista en diversidad, proliferación y riqueza cultural no es todavía calculable y dependerá, en gran medida, de que aquella uniformación científico-tecnológica se imponga por la vía de la expansión del imperialismo neocolonialista o mediante la fraternal cooperación entre los pueblos que constituyen el pasaje de la Aeronave Espacial Tierra. Pero, volviendo a nuestro tema, lo cierto es que el dilema de la intercomparabilidad que atenazaba a Winch y a Jarvie ha mostrado con claridad sus dos alternativas, inseparablemente asociadas entre sí (aunque no necesariamente a ambos autores). Junto a la cara del relativismo, espantable para muchos, tendríamos la cruz —no menos insoportable para otros tantos— del absolutismo cultural. Y comoquiera que los hechos ayuden a escapar a este dilema dentro del marco de la civilización del porvenir, el dilema subsiste enteramente por lo que concierne a la comparación intercultural en el seno de la historia, donde los hechos todos están ya consumados. Pues, en efecto, también aquí el relativismo y el absolutismo culturales han venido de51 JARVIE-WINCH, «Understanding and Explanation in Sociology and Social Anthropology», cit., p. 268. 52 K. E. BOULDING, «The Economics of the Coming Spaceship Earth», en G. DE BELL (ed.), The Environmental Handbook, Nueva York, 1970, pp. 95-100.
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sempeñando puntualmente su papel de Escila y de Caribdis para amenaza de cuantos filósofos han osado acercarse a la cuestión. De entre todos ellos, ninguno ha navegado que yo sepa con tan majestuosa seguridad por esos mares procelosos como Hegel. Y no cabe decir que la fortuna le ayudase a coronar la travesía, aunque estuvo bastante cerca de lograrlo. La cifra del historicismo hegeliano podríamos encontrarla, para nuestros efectos, en su célebre declaración según la cual —en traducción un tanto libre— la filosofía es la conciencia de su tiempo53. Así como ningún hombre podría rebasar su propia edad ni mucho menos tornarse intemporal, tampoco la filosofía podría aspirar a saltar por encima del presente ni mucho menos a instalarse en una plataforma suprahistórica. En líneas generales, por lo tanto, ni la filosofía ni ninguna otra actividad cultural humana constituiría un vehículo de verdades absolutas ni valores absolutos, y tampoco habría nada de absoluto —como no sea su desarrollo a través de la historia— en la Razón a la que de ordinario se recurre para juzgar de esas verdades y valores. El auténtico juez no es esta última sino la historia misma, lo que parecería que basta a sancionar cualquier acontecimiento por el simple hecho de haber acontecido. Esa es al menos la interpretación habitual de la igualmente célebre declaración según la cual todo lo racional es real y todo lo real es racional54. Ahora bien, si hay algo que el historicismo hegeliano no podía asimilar ni digerir era la manifiesta inconsecuencia de conferir carácter absoluto a su propia filosofía y a su época. Y puesto que Hegel incurrió en ella —es de suponer que no inadvertidamente—, habría que preguntarse qué objetivos perseguía al obrar como lo hizo. Sin pasarnos gran cosa de benevolentes, quizá cupiera interpretar aquella inconsecuencia como un último y desesperado esfuerzo por escapar a las implicaciones relativistas del historicismo. Mas, comoquiera que sea, en el suyo concurren dos pecados, al menos uno de los cuales podría ser un pecado venial. Pues lo pecaminoso, en efecto, no estaría tanto en erigir en 53
Véase una fina exégesis del apotegma hegeliano Philosophie ist ihre Zeit, in Gedanken erfasst en el trabajo de Pedro CEREZO, «Teoría y praxis en Hegel», en A. ÁLVAREZ BOLADO y otros, En torno a Hegel, Granada, 1974, pp. 89-144, pp. 125 y ss. 54 Cfr., para un replanteamiento de la interpretación conservadora de la filosofía de Hegel, J.-F. SUTTER, «Burke, Hegel and the French Revolution», en Z. A. PELCZYNSKI (ed.), Hegel’s Political Philosophy. Problems and Perspectives, Cambridge, 1971, pp. 52-72.
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atalaya la propia perspectiva para volver la vista atrás desde esta última — ¿y qué otra perspectiva podríamos elegir salvo la propia?— cuanto en absolutizar tal perspectiva y, de este modo, arriesgarse aunque sea ilusoriamente a detener el curso de la historia. Ortega, que sabía sin duda algo del dilema de las comparaciones interculturales, buscó precisamente en un cierto «perspectivismo» la manera de escapar por igual al relativismo y al absolutismo; y únicamente condenó por ahistórica la instalación en la visión de las cosas sub specie aeternitatis: «El punto de vista de la eternidad es ciego, no ve nada, no existe»55. El pecado realmente grave no es, por tanto, tratar de mensurar otras culturas pasadas o presentes tomando por patrón nuestros criterios de racionalidad, sino no ser capaces de admitir la posibilidad de que dichos criterios sean mensurados a su vez mediante otros patrones y desde otras instalaciones culturales presentes o futuras. La posición de Hegel al respecto resulta ambigua cuando menos, pues mientras que la identificación de realidad y racionalidad consagraría sin más a título de racional todo producto histórico —incluidos la falsía y el engaño, la injusticia y el crimen, todo el dolor y la miseria irreparables del transcurso del mundo—, la Historia sería a un tiempo el más severo tribunal de dicho mundo y las más sólidas verdades o los valores más sublimes habrían de sucumbir ante la instancia de su inapelable juicio crítico. Frente a la conformista aceptación de todo lo realizado, que ciertamente es susceptible de racionalización, tendríamos ahí también la puerta abierta a la realización de cualquier proyecto imaginativo de la razón nacido de la disconformidad con nuestra condición histórica actual. Es decir, aun si todo lo real es, por
55
JOSÉ ORTEGA Y GASSET, «El sentido histórico de la teoría de Einstein», Obras completas, Madrid, 1947, vol. III, pp. 231-242. No sin cierto sonrojo, tengo que confesar que desde hace bastante tiempo no había vuelto a releer el bello y penetrante texto de Ortega hasta encontrármelo —¡en inglés!—en L. PEARCE WILLIAMS (ed.), Relativity Theory. Its Origins and Impact on Modern Thought, Nueva York-Londres, 1968 (hay trad. cast. de M. Paredes, Madrid, 1973). En descargo de tan hispánico pecado, puedo alegar que los problemas del perspectivismo orteguiano me han interesado con alguna anterioridad, como lo prueba mi reseña —«Un libro sobre la verdad en Ortega», Revista de Occidente, 66, 1968, pp. 307-320— del libro de Antonio RODRÍGUEZ HUÉSCAR, Perspectiva y verdad: el problema de la verdad en Ortega, Madrid, 1966.
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desgracia, racionalizable, ¿no será por ventura realizable todo lo racional?56. La instauración de una sociedad sin clases podría ser, por ejemplo, una de semejantes utopías racionales, uno de esos proyectos en los que la alianza de la crítica y la imaginación lograsen impulsar a la razón más allá de los límites en que la acrítica resignación con el presente la tienen confinada. El socialismo es, desde luego, utópico, siquiera en el sentido de que ninguna sociedad existente en nuestro mundo ha alcanzado hoy por hoy a realizar sus ideales. Pero no sería utópico en proporción pareja a como lo es la fantasía de convertir el agua de los océanos en limonada. Y cuando una utopía admite una remota posibilidad de realización, su defecto no es ser una utopía sino precisamente no dejar de serlo. A la hora de convertir en realidad una utopía, la razón necesita, por supuesto, de aliados más poderosos que la imaginación y no digamos que la crítica, como es el caso de la fuerza. Pero en la medida en que la crítica sea asimismo necesaria, la filosofía no habría de contentarse con ser —como lo quería Hegel— conciencia de su tiempo, sino tendría que ser conciencia crítica del mismo57. No hay que pensar que esa tarea les esté reservada en exclusiva a los filósofos. Tanto o más que de ellos, el espíritu crítico es asimismo patrimonio de los científicos o los artistas, los moralistas o los políticos. Pero quizá sea una característica de nuestra coyuntura filosófica la de que —a diferencia de todos esos cometidos que, pudiendo ser críticos, son además bastantes otras cosas— a la filosofía ya acaso no le quede desempeñar más cometido que la crítica. La herencia hegeliana del marxismo ha sido muchas veces malgastada, y —tal vez como compensación a ese derroche—puesta en tela de juicio otras tantas. Mas si algo ha quedado en pie de ella es la sensibilidad filosó56 Como Shlomo AVINERI ha resaltado, el propio cisma del hegelianismo en la década de los treinta del siglo pasado se deja compendiar en una preferente acentuación de la primera o la segunda parte de la frase Was vernünftig ist, das ist wirklich; und was wirklich ist, das ist vernünftig (cfr. The Social and Political Thought of Karl Marx, Cambridge, 1971, pp. 124 y ss., así como —del mismo autor— Hegel’s Theory of the Modern State, Cambridge, 1972). 57 Para una discusión de semejante reinterpretación de los pasajes precedentes de la Filosofía del Derecho hegeliana, reinterpretación predilecta en el contexto de la «teoría crítica» á la Frankfurt, cfr. Rüdiger BUBNER, «Was ist Kritische Theorie?», Philosophische Rudschau, 16, 1969, pp. 213-249.
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fica del marxismo para cuanto se relaciona con la historia, incluida la historicidad de la razón. Marx supo ver, mejor que nadie, la relatividad en que la historia de una sociedad desgarrada por la lucha de clases habría de sumir a nuestras apreciaciones sobre el bien o el mal, la verdad o la falsedad y a los mismos criterios de los que en cada caso nos sirvamos para avalar racionalmente nuestras preferencias en uno u otro sentido. De nada valdría, pues, que encomendemos la superación de esa relatividad a un fantasmal Preferidor Racional sustraído al flujo de la historia y supuestamente capaz de preferir en condiciones ideales de suficiente libertad, información e imparcialidad58, esto es, a un hipotético sujeto cuya ecuanimidad sólo podría garantizarla la misma ingravidez histórica que hace de él un fantasma. Pero Marx también quiso, en cualquier caso, salvar para nosotros la esperanza en una sociedad dentro de la que —superados los antagonismos de clase— una humanidad no escindida estuviera igualmente en situación de superar las escisiones de la razón. El advenimiento de ese prometedor futuro es tan incierto como lo pueda ser cualquier futuro histórico y, por lo tanto, contingente, y eso sin entrar ahora a discutir el arduo problema de la muy presumible pervivencia de conflictos no antagónicos en el seno de una sociedad socialista. Mas, si un día se produjera, también habrían quedado superadas buena parte de las dificultades filosóficas que nos han ocupado a lo largo del presente trabajo. Para concluir abandonándonos una vez más a las propensiones metafilosóficas a que rendíamos culto en su comienzo, no es mucho, lamentablemente, lo que la filosofía podría hacer por propiciar un acontecimiento como aquél, tan decisivo para su propia suerte. Como se decía más arriba, la filosofía apenas puede ser otra cosa hoy que crítica, y crítica, y más crítica. En cuanto tal, la tarea de la filosofía resulta ciertamente bastante desagradecida, toda vez que la crítica pudiera parecer molesta a unos y resultar estéril para otros. La crítica no puede por sí sola modificar lo criticado, 58
Por mi parte, hice mía dicha hipótesis en «“Es” y “debe”», cit., pp. 164 y ss. Como sospechoso consuelo podría servirme el hecho de verla de algún modo replanteada en la resurrección de la teoría del contrato social por obra de John RAWLS, A Theory of Justice, Oxford, 1972, intento que merece, en cualquier caso, una atención que no le puede ser prestada aquí. Véase para ello mi trabajo «Ética y preferencia racional», The Human Context, en prensa (asimismo, c. VII de este libro).
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aunque ninguna acción tendente a transformarlo sería posible sin la crítica. De ahí que la crítica, y consecuentemente la filosofía, acostumbre a ser amordazada y no reciba demasiados estímulos de parte de los poderes de este mundo. La situación actual de la filosofía es incómodamente paradójica, con una paradoja semejante a la que ya Platón creyó atisbar cuando la presentaba, como a Eros —hijo de Penia y Poros, de la indigencia y la opulencia—, a la manera de una tensión inacabable entre el estado de inocencia que proporciona la ignorancia y el confortable bienestar que suministra la certeza: la filosofía no es ni lo uno ni lo otro, y de ahí su incomodidad. En nuestro mundo de hoy, en el que ni siquiera basta ya con el conocimiento consistente —como para Platón— en la pura contemplación, sino que al conocimiento se le exige alguna traducción más o menos inmediata en la transformación de dicho mundo, la filosofía inevitablemente se debate entre sus buenas intenciones y su impotencia irremediable. Contra lo que a veces se le pide, la verdadera crítica nunca podría ser constructiva, porque para construir se necesita un cierto grado de dogmática confianza reñida con la crítica. Pero, por lo demás, tampoco es menester ser un nihilista para apreciar lo que de sano puede haber en la crítica destructiva. Así como el escepticismo, al desconfiar de cualquier clase de sabiduría instituida, puede ser sabio en ocasiones, también la crítica pudiera en ocasiones ser bastante más eficaz que cualquier dogma. Sin ella, en cualquier caso, los viejos dioses que a lo largo de los siglos se han enseñoreado una vez y otra de nuestro espíritu estarían siempre prestos a renacer bajo disfraces insidiosos y continuarnos subyugando bajo una u otra forma de dominio. El espíritu crítico, el inconformismo, la simple voluntad de decir no, no pueden por sí solos redimirnos de todos esos males engendrados por la habituación a decir sí, la complaciente conformidad o el dogmatismo. Mas sólo a través de ellos cabría esperar alguna posibilidad de redención.
POSTSCRIPTO Mi buen amigo Miguel A. Quintanilla, en comunicación recibida después de dar por terminado el presente trabajo, me previene contra una posible
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insuficiencia de la caracterización del «relativismo» que en él se sugiere. He aquí los oportunos términos de su advertencia: «Este nuevo historicismo plantea, como el trabajo mismo no deja de reconocer, bastantes problemas. Uno de ellos, al que concedes la debida atención, es el del relativismo llamémosle “diacrónico”... Pero hay otra cuestión que me parece más relevante por el momento. La de lo que podríamos llamar el relativismo “sincrónico”: los criterios de racionalidad no sólo son históricamente contingentes, sino contradictorios en un momento dado de la historia (o, si se prefiere decir así, contrarios, opuestos o antagónicos). De acuerdo en que no hay fines buenos en sí ni malos en sí, e incluso en que no hay ciencia intrínsecamente aceptable o inaceptable. Ni tan siquiera razón o sinrazón absolutas y definitivas. La razón es histórica. Pero, aparte de esto, en cada momento de esa historia la razón de unos es sinrazón para otros; lo que unos tienen por bueno es tenido por malo para otros; y por fin, ¿por qué no?, lo que es científico para unos no lo es para otros. Por consiguiente, la crítica —que me parece una actitud fundamental para la “vigilancia del futuro”— resulta, sin embargo, insuficiente en el presente. En el presente no basta con afirmar que la razón no es definitiva. En eso estaríamos de acuerdo. Pero, aun así, provisionalmente hay que dársela a alguien. La vieja tesis leninista podrá parecernos sumaria y excesiva; pero, despojando al término “partido” de toda connotación indeseable, la necesidad de la “toma de partido” encierra, creo, una gran verdad. Un tal compromiso partidario —un tal “racionalismo parcial’— conlleva, lógicamente, algunas limitaciones. Pero sin ellas el pensamiento sería estéril. Y dado que la crítica continuaría constituyendo el sustrato básico del compromiso, dichas limitaciones nunca tendrían efectos irremediables». Puesto que mi corresponsal promete extenderse en otra parte sobre su propuesta de racionalismo parcial (reduplicativamente parcial o «parcialmente parcial», para ser exactos, puesto que en un obvio sentido ningún racionalismo estaría en situación de proclamar que ha actualizado sin residuo todas las potencialidades de la razón), me limitaré a mi vez a tomar pie del párrafo transcrito —que, en líneas generales, no vacilaría en suscribir— para precisar el sentido de mi propia propuesta «neohistoricista». Contra lo que Quintanilla parece dar por supuesto en su comunicación, mi intención— a la que no sabría decir si he conseguido ser enteramente fiel— no
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era encerrarme en un relativismo tout court, siquiera en la medida en que un cierto perspectivismo pueda representar una alternativa a la vez frente al relativismo y al absolutismo. Como todo intento de superación de dos extremos contrapuestos, aquél pretendería retener algunas de las ventajas de uno y otro y es muy posible que no logre zafarse de algunos de los inconvenientes de ambos. Para comenzar por el segundo de esos extremos, en mi trabajo no he dudado en conceder que el absolutista sólo pecaba venialmente (además de inevitablemente, lo que haría aún más disculpable la venialidad de su falta) al adoptar por perspectiva histórica su propia perspectiva a falta de otra, por más que pecaría mortalmente si tratase de sustraerse al flujo de la historia absolutizando (de donde la etiqueta que con toda justicia se le asigna) la perspectiva en cuestión. Pero, por lo demás, habría ahora que insistir en que tales pecados —mortal y venial— tienen su puntual analogado en la manera (que no hay por qué, en principio, considerar más virtuosa) como el relativista acostumbra a encarar nuestro problema. Para expresarlo con palabras de Aranguren (cfr. op. cit. en la nota 11, Madrid, 1973, pp. 164-5), procedentes de un texto destinado a comentar la irreductible pluralidad de códigos morales en los distintos grupos socioculturales: «En la sociedad contemporánea es característico el pluralismo simultáneo de códigos dentro de la misma sociedad global. Todo ello significa que la cultura (en sentido antropológico) es el horizonte colectivo de la moral como contenido. El grupo no ve ni puede ver más allá de ese horizonte. Tal pluralismo cultural parece conducirnos inexorablemente al relativismo moral. Conviene, sin embargo, que veamos un poco de cerca los sentidos posibles de esta palabra, que lleva en sí bastante carga emocional... Hay una visión abstracta, la más corriente en el relativismo, que consiste en algo así como la comparación “desde fuera” de todas y cada una de las culturas, y “desde arriba” por así decirlo, que, en efecto, desemboca en escepticismo (otra palabra emotivamente todavía mucho más grave). Pero cabe también una visión concreta “desde dentro” de la cultura de que se trate y del grupo social que la encarna. La sociedad global no puede trascender su horizonte cultural, pero una minoría inconformista, discrepante, crítica, sí; y su esfuerzo tenderá a la ruptura del monolitismo de la “sociedad cerrada” en que vive y a producir en ella como meta el cambio social y, por de pronto, la pluralidad, el pluralismo».
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Si de pecados se trata, el perspectivismo a que se hacía arriba alusión no tendría, según pienso, otro remedio que pechar con los pecados veniales del relativismo y el absolutismo. Y no es menos cierto que asimismo se halla expuesto —aun si, quiero pensar, no está obligado— a echar sobre sí sus respectivos pecados mortales, que acaso —puesto que, al fin y al cabo, los extremos se tocan— no sean más que uno y el mismo pecado contra la historia. De ahí que el perspectivismo haya podido ser frecuentemente identificado con el relativismo sin más cualificaciones (véase, por citar un ejemplo reciente, el agudo trabajo de Michael Krausz, «Relativism and Rationality», American Philosophical Quaterly, 10/4, 1973, pp. 307-312, quien remite al respecto —página 312— a la crítica «objetivista» del perspectivismo en W. H. Walsh, Philosophy of History, Londres, 1958; hay traducción castellana de F. M. Torner, México, 1968). Y de ahí también que, en ocasiones, las actitudes perspectivistas recuerden sospechosamente la voluntad absolutista de situarse al margen y por encima de cualquier compromiso histórico concreto. El perspectivismo orteguiano —cuya mención, en cualquier caso, no podía eludirse en relación con el problema de la historicidad de la razón que nos venía ocupando— tal vez no alcance a verse libre de semejante imputación, pues como continúa Aranguren a propósito de la concepción perspectivista que desearía hacer mía aquí: «Adviértase que esta concepción no tiene nada que ver con el “perspectivismo” orteguiano, que es también una visión “desde fuera” y “desde arriba”. Pues se trata por el contrario de una praxis moral, de una discrepancia dentro de la realidad social, de un duro trabajo histórico de moralización, y no de la contemplación de la historia desde lo alto del gabinete filosófico» (Ibíd.). Pero como no sé si estas puntualizaciones bastarán por sí solas para declararnos de acuerdo —o, cuando menos, para aclarar dónde reside nuestro mutuo desacuerdo—, me dispenso por ahora de ampliarlas hasta que Quintanilla cumpla con la promesa de hacer otro tanto con las suyas.
VII A modo de epílogo: Últimas aventuras del Preferidor Racional1
L
os trabajos que integran este libro han sido todos ellos redactados en el curso de los últimos diez años. Aunque no exclusivamente dedicados a la auscultación de la ética analítica, pretenden por lo menos haberse hecho cuestión —o simplemente eco— de algunas de sus vicisitudes a lo largo de ese lapso de tiempo. Pero lo que en ningún momento han pretendido, ni pueden pretenderlo estas consideraciones finales, es constituirse en su balance. La suerte de la ética en el contexto del pensamiento analítico contemporáneo dependerá, en definitiva, de la de todo un paradigma filosófico en su conjunto, paradigma cuya cronología desborda ampliamente la del período que nos sirve como marco de referencia2. Es difícil determinar, por lo demás, hasta qué punto han sido decisivos esos diez años para la propia historia del análisis filosófico del lenguaje. Pero, para hacernos una idea, 1 Versiones abreviadas de este trabajo se hallan pendientes de publicación en las revistas Materiales y The Human Context. 2 Para una visión panorámica de dicho paradigma, cfr. mi trabajo «Esplendor y miseria del análisis filosófico», Introducción a J. MUGUERZA (ed.), La concepción analítica de la filosofía, 2 vols., Madrid, 1974, vol. I, pp. 15-138.
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baste con advertir que —como se verá más adelante— dicha fórmula consagrada parece haber perdido en buena parte su vigencia y la filosofía moral de inspiración analítica no se deja ya hoy identificar, al menos sin buen número de cualificaciones y reservas, con «el análisis filosófico del lenguaje moral». Nuestro período, en efecto, se abre con la aparición de las últimas obras de los clásicos del emotivismo y el prescriptivismo éticos, como Charles Stevenson o Richard Hare, en las que el análisis lingüístico desempeñaba a no dudarlo una función predominante3. Y podríamos cerrarlo con la discusión promovida por un reciente libro de John Rawls, en la que esa función ha visto disminuir drásticamente su relieve cuando no ha desaparecido de toda cuenta4. Aun si no entra, pues, en nuestro ánimo desentrañar el sentido profundo de éste u otros cambios de orientación en la ética analítica actual, tal vez valga la pena hacer mención de algunos de sus rasgos más aparentes. Entre otros no menos llamativos, señalaría —como botones de muestra— los tres siguientes. Es perceptible, en primer término, un progresivo desplazamiento del interés de los filósofos analíticos desde los abstractos y formales dominios de la metaética al más concreto y material de los contenidos morales5. No es lo 3 Ch. L. STEVENSON, Facts and Values, New Haven, 1963, y R. M. HARE, Freedom and Reason, Oxford, 1963. Con posterioridad, HARE ha publicado las siguientes recopilaciones de artículos: Practical Inferences, Londres, 1971; Essays on Philosophical Method (ed. W. D. HUDSON), Berkeley, 1972; Essays on the Moral Concepts, Londres, 1972; Aplications of Moral Philosophy, Berkeley, 1972. Noticia en castellano de los dos primeros puede encontrarse en José HIERRO, «Razonamientos prácticos (sobre dos libros de Richard Hare)», Teorema, 7, 1972, pp. 71-79. 4 J. RAWLS, A Theory of Justice, Oxford, 1972. Los puntos de vista de RAWLS habían ya sido anticipados en una serie de artículos, de entre los que destacan «Justice as Fairness», Philosophical Review, 68, 1958, pp. 164-194; «The Sense of Justice», Philosophical Review, 72, 1963, pp. 281-305; y «Distributive Justice», en P. LASLETT y W. G. RUNCIMAN (eds.), Philosophy, Politics and Society, Third Series, Oxford, 1967, pp. 58-82. En castellano puede verse la noticia de Jesús RODRÍGUEZ MARÍN, «La teoría del contrato social rediviva», Teorema, V/1, 1975, pp. 109-116. 5 Para un replanteamiento de la bien conocida distinción entre ética y metaética, cfr. H. J. MCCLOSKEY, Metaethics and Normative Ethics, La Haya, 1969. En la actualidad, incluso repasos tan convencionales de la filosofía moral de inspiración analítica como el de W. D.
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mismo, ciertamente, interesarse por una teoría ética como el hedonismo que por la posible virtud moral de la voluptuosidad, y menos aún cabría identificar el interés por la virtud moral de la prudencia con el interés por las tesis del prudencialismo metaético según el cual todo razonamiento práctico —incluida la argumentación moral— habría de reducirse a razonamiento prudencial. Donde antes se hablaba casi con exclusividad de emotivismo, prescriptivismo, etc. —esto es, de teorías metaéticas—, se oye ahora hablar, en cualquier caso, del sentido de la justicia o el ideal de la igualdad con mayor profusión —aun si no necesariamente más provecho— que en otros tiempos. Pero ya que hemos aludido a una cuestión —metaética si la hay— como la del razonamiento práctico, podríamos aducirla, en segundo término, como exponente de la pérdida de funcionalidad del análisis lingüístico que constatábamos hace un momento. Por más que el vocablo griego lógos admita por igual su traducción —entre otras traducciones posibles— ya sea como «razón», ya sea como «lenguaje», eso no autoriza a confinar el tratamiento filosófico de la razón práctica dentro de los estrechos límites del análisis del lenguaje moral. Al reconocimiento de este hecho contribuyó, quizás más que cualquiera otra dirección de la ética analítica, el llamado good-reasons approach. Es muy posible que esta última dirección, que experimentó una cierta revitalización precisamente hacia mediados de la década de los sesenta, no haya dado de sí todo lo que sus promotores parecían esperar de ella6. Pero dicha contribución, de cualquier modo, es lo suficienHUDSON, Modern Moral Philosophy, Londres, 1970 (hay trad. cast. de J. Hierro S. Pescador, Madrid, 1974), que admiten sin reservas la vigencia de la citada distinción, se sienten obligados, sin embargo, a cuestionar «la conexión entre la filosofía moral y el discurso moral de primer orden» (op. cit., c. 1). No menos expresivo del cambio de actitud que se reseña sería el índice de la colección de Joel FEINBERG (ed.), Moral Concepts, Oxford, 2.ª ed., 1972 —perteneciente a los clásicos Oxford Readings in Philosophy dirigidos por G. J. Warnock—, que incluye, entre otros, títulos tales como «Pleasure», «Happiness», «Prudence, Temperance and Courage», «The Sense of Justice» (el segundo de los trabajos de Rawls aludidos en la nota precedente) o «The Idea of Equality». 6 Cfr., por ejemplo, los trabajos de Kai NIELSEN, «Why Should I Be Moral», Methodos, XV, 59-60, 1963, pp. 275-306; «The Good Reasons Approach Revisited», Archiv für Rechtsund Socialphilosophie, 1965, pp. 116-130; y «Ethics» («History of Twentieth-Century Ethics» y «Problems of Ethics»), en P. EDWARDS (ed.), The Encyclopedia of Philosophy, 8
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temente importante como para que merezca ser recordada. Contra lo que cabría tal vez pensar, la misma no ha de entenderse exactamente como el fruto de un desapego respecto de la aproximación lingüística a los problemas de la ética, más o menos inercialmente asociada al pensamiento del último Wittgenstein. Por el contrario, nada hay más wittgensteiniano que el empeño de considerar al lenguaje, en su más amplia acepción, como una «forma de vida». Y en ese empeño insisten, aun si con distintas motivaciones, diversas otras direcciones de la filosofía moral analítica del presente, cuyos representantes —tras de haber reparado en que el lenguaje no es sólo una forma de vida, sino una forma «social» de vida, acaso la forma social de vida por excelencia— han hecho ver que semejante circunstancia podría no ser irrelevante a la hora de enfrentarse con un ámbito problemático como el nuestro, etimológicamente patrocinado por el vocablo griego éthos7. El denominador común de todas esas posiciones consiste, pues, en su voluntad de ensanchar la perspectiva desde la que el filósofo moral aspira a hacerse cargo de una cuestión tan intrincada y tan compleja como la de la racionalidad. Para decirlo en dos palabras, la discusión acerca de la razón práctica no es lisa y llanamente reducible al manido debate en torno a la «falacia naturalista». Sería efectivamente cómodo poder dilucidar cuanto concierne al alcance, o las limitaciones, de la primera mediante la pesquisa —todo lo ardua que se quiera— de la posible o imposible conexión entre un «es» y un «debe», entre un enunciado y un imperativo más o menos disfrazado, o —para precisar aún más las cosas— entre una oración semánticamente declarativa y otra que no lo es en términos semánticos estrictos, o —por rizar aún más el rizo— entre diversos actos de discurso con una vols., N. York-Londres, 1967, vol. III, pp. 100-117 y 117-134. Véanse igualmente las antologías de Paul W. TAYLOR (ed.), The Moral Judgment, Englewood Cliffs, 1963, y Problems of Moral Philosophy, Belmont, 1967. En la bibliografía correspondiente al último de los artículos de Nielsen acabados de citar se incluía como representante del good-reasons approach a un autor como Rawls, cuyos planteamientos trascienden considerablemente —como luego ha podido comprobarse y nosotros hemos de constatar más adelante— la problemática característica de aquella dirección o cualquier otra de la ética analítica. 7 Como muestras dispares de este nuevo estilo pueden verse, entre otras varias, las de R. W. BEARDSMORE, Moral Reasoning, Londres, 1969, y Peter WINCH, Ethics and Action, Londres, 1972.
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u otra fuerza ilocutoria según que preferentemente sean de índole veredictiva, ejercitiva, comisiva, etc., etc., etc. Mas, para bien o para mal, cuestiones tales como la de la fundamentación o carencia de fundamento racional de nuestra acción moral —o, generalizando, la de las relaciones entre nuestra teoría y nuestra praxis— presentan más dificultades que todo eso. En tercer término, y por último, no me resisto a mencionar un nuevo rasgo de apariencia acaso secundaria pero no intranscendente en su sustancia. Se trata del tan traído y llevado asunto de los ejemplos. Todavía hace pocos años, la literatura analítica producía la impresión de que el criquet y el golf constituían el mejor arsenal imaginable de ilustraciones de conflictos morales, excepción hecha del posible conflicto suscitado por la obligación moral de cumplir con la promesa de devolver libros prestados. Sin duda el echar mano de ejemplos más dramáticos para ilustrar tales problemas no garantiza por sí solo que el tratamiento de los mismos haya de ser menos banal. Pero el hecho de acudir a extraerlos —como se tiende a hacer más cada día— de los filones de la política, la historia o las ciencias sociales, o sencillamente de la vida cotidiana que palpita fuera de los recintos académicos, contribuye a poner de manifiesto que la autonomía de la ética es cuando menos discutible y en ningún caso tiene mucho que ver con la avitalidad o el retraimiento de los filósofos morales. Al fin y al cabo, vivimos en un mundo de miserias y sublimidades, poblado de bellacos, de héroes y de santos, sujetos todos ellos de pasiones bastante más interesantes que las de profesores universitarios angustiados por la infracción del plazo de devolución de sus préstamos bibliotecarios8. 8
Entre nostros, Alfredo DEAÑO ha llamado la atención sobre la reveladora trivialidad de los ejemplos analíticos habituales, a través de los cuales los filósofos de semejante filiación parecen decididos a «ofrecernos su propia caricatura» y «ponerse a sí mismos en ridículo». Véase al respecto su estimulante Introducción a A. DEAÑO (ed.), Análisis y dialéctica, número monográfico de Revista de Occidente, 138, 1974, pp. 129-152, esp., p. 140 y nota 16. Para su tranquilidad, y puesto que Deaño me reclama en nombre del Departamento de Filosofía de la Universidad Autónoma de Madrid la devolución de algunos libros inadvertidamente retenidos conmigo al trasladarme a la Universidad de La Laguna, aclararé que estoy tan convencido como el más sesudo analista de que los libros prestados se deben devolver y cuanto antes.
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De los tres rasgos novedosos que se acaban de apuntar, el segundo es, con mucho, el de más trascendencia, tanto en sí mismo como para nuestros propósitos. Un distinguido cultivador de la filosofía moral, Bernard Williams, reconocía hace poco la constancia de la atención prestada por sus colegas al tema de la racionalidad —«se han ocupado intensamente... de la actividad consistente en dar razón de nuestros juicios morales, así como de esclarecer qué género de actividad sea ésa y hasta qué punto se asemeja a, o difiere de, la consistente en dar razón de nuestras opiniones fácticas o teorías científicas»—, al tiempo que, significativamente, deploraba su pareja obsesión por «la dicotomía hecho-valor, que —aun si profundamente arraigada en nuestra cultura y de gran importancia intelectual— ha sido presentada, sin embargo, de forma desafortunada, capaz de desvirtuar todo el planteamiento de la cuestión»9. Aunque Williams no trata de correlacionar ambos aspectos de la práctica filosófico-moral convencional, dicha correlación tendría que resultar —históricamente hablando— bastante clara para quienquiera que repare en la obra de un autor tan influyente en la filosofía analítica como Hume. Dentro de semejante tradición filosófica, Hume ha sido frecuentemente celebrado —y alguna vez que otra criticado— por su hincapié en aquella última dicotomía. También lo ha sido por su no menos famosa reducción del cometido de la razón al juicio sobre cuestiones de hecho y relaciones abstractas, como las relaciones de inferencia que la lógica establece entre tales cuestiones fácticas. Ahora bien, Hume supo extraer las oportunas conclusiones de la confluencia de ambas tesis, como lo demuestra el siguiente pasaje de su Investigación sobre los Principios de la Moral en el que se examina la medida en la que la razón o el sentimiento intervienen en todas las decisiones morales: «La razón juzga acerca de cuestiones de hecho o relaciones... Resulta así evidente que la razón jamás podrá dar cuenta, en ningún caso, de los últimos fines de los actos humanos, que habrá que encomendar enteramente a los sentimientos e inclinaciones de los hombres con absoluta independencia de sus facultades intelectuales. Preguntad a un hombre por qué hace ejercicio y os responderá que porque desea conservar su salud. Si a continuación inquirís por qué 9
Conversación de B. WILLIAMS con el autor sobre «Philosophy and Morals», en Bryan MAGEE, Modern British Philosophy, Londres, 1971, pp. 150-165, esp. pp. 152 y 155.
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desea la salud, os replicará prestamente que porque la falta de salud es fuente de penalidades. Si proseguís vuestro interrogatorio y demandais una razón de por qué aborrece las penalidades, será imposible ya que alcance a dárosla. Se trata de un fin último y no hay ocasión de referirlo a ningún otro objetivo. Tal vez también habría cabido que, ante vuestra segunda pregunta —por qué desea la salud—, nuestro hombre hubiese dado la respuesta de que la necesita para el desempeño de su trabajo. Y si se le pregunta nuevamente qué es lo que le mueve a ese respecto, responderá que su deseo de ganar dinero. Si preguntais ahora que por qué, os dirá que se trata de un instrumento para el logro del placer. Y más allá de esta respuesta sería absurdo volver a demandar una razón. En este punto es imposible remontarse in infinitum y que haya de haber siempre alguna cosa que constituya una razón por la que otra es deseada. Algo tendrá que haber que sea deseable por cuenta propia y en gracia a su acuerdo o concordancia inmediata con la inclinación y el sentimiento humano»10. Hume tiene buen cuidado de proclamar que ese algo es la virtud; pero, cualquier cosa que sea aquí la virtud, lo que importa hacer resaltar es que la distinción entre el vicio y la virtud ha de ser confiada en su opinión al sentimiento y no a la razón, convirtiéndose así en algún sentido —no necesariamente peyorativo— en lo que el propio Hume no dudaría en llamar «una cuestión de gusto». Para echar mano de un conocido ejemplo suyo, hay una gran diferencia entre los errores morales y los fácticos. Cuando Nerón mató a Agripina —a diferencia de cuando Edipo mató a Layo— no ignoraba previamente ninguna de las circunstancias fácticamente relevantes de sus actos, por lo que sólo habría errado moralmente al anteponer la motivación de la venganza, el miedo o el interés a los sentimientos humanitarios. De análoga manera, quienes condenen aquel asesinato no necesitarán tampoco descubrir ningún aspecto fáctico del caso que ignorasen previamente, sino sencillamente abandonarse a sus sentimientos de aversión hacia el crimen. La huella de Hume en la ética analítica ha sido muchas veces recalcada, y es fácil comprender por qué quienes lo han hecho no han incurrido en exageración. El emotivismo ético, por ejemplo, ha podido ser considerado —con mayor o menor justicia, lo que es ya otro cantar— como heredero 10
HUME, An Enquiry Concerning the Principles of Morals, Apéndice I.
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directo de los puntos de vista humeanos más arriba expuestos11. Si —como Hume gustaba de decir en otros lugares— la razón es, y debe ser, la sierva de las pasiones y sólo la pasión podría movernos a la acción, queda la puerta abierta a que —ante cualquier hecho— podamos adoptar la actitud que más nos plazca sin atentar por ello contra la racionalidad. En el supuesto de que la observación y el razonamiento inductivo me pongan sobreaviso de que el vaso de mi mesilla de noche contiene una pócima mortalmente venenosa, el simple reconocimiento de este hecho no bastará para moverme a ingerir el contenido del vaso o abstenerme de hacerlo (ni para darlo a beber a otra persona o impedir que lo beba) más que si, independientemente de todo raciocinio, deseo abandonar este perro mundo o continuar gozando de sus excelencias (o privar de ellas, o permitir que siga disfrutándolas, al prójimo). Al informarme acerca de aquella cuestión de hecho, la razón habrá oficiado simplemente como sierva de mis deseos de suicidarme, sobrevivir, etc. Ahora bien, si en lugar de hablar de una cuestión de hecho pasásemos a hacerlo del contenido de un uso descriptivo (o cognoscitivo, o científico) del lenguaje, y añadiéramos luego que nuestros juicios morales no son primariamente de esa índole sino descansan en el significado emotivo de sus términos y dan así lugar a un uso dinámico del lenguaje destinado a mover a alguien a actuar, tendríamos ahí un compendio de la posición emotivista: «Apruebo esto, haga Vd. otro tanto» constituye, en efecto, una adecuada traducción de «Esto es bueno» en una de las variantes del análisis de Stevenson. No hay que decir que el énfasis depositado en el ingrediente emocional de tales juicios morales, reducidos a poco más que la expresión de nuestras actitudes, con la consiguiente interpretación del dinamismo del lenguaje como una estimulación cuasi-causal de nuestros in11 J. O. URMSON, The Emotive Theory of Ethics, Londres, 1968, pp. 19 y ss. Hay que advertir que esta interpretación del pensamiento de Hume implica dar por buena la adhesión de este último al llamado «principio de Hume» —esto es, al principio que proscribe el tránsito de un «es» a un «debe»—, adhesión que ha sido puesta en duda a raíz del trabajo de Alasdair MACINTYRE «Hume on “Is” and “Ought”», The Philosophical Review, LXVIII, 1959, pp. 35-50. (El trabajo de MACINTYRE, así como su discusión por una serie de autores —R. F. ATKINSON, G. HUNTER, A. FLEW y W. D. HUDSON—, se halla recogido en los volúmenes antológicos de V. C. CHAPPELL (ed.), Hume, Londres, 1968, y W. D. HUDSON (ed.), The Is/Ought Question, Londres, 1969).
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terlocutores para que obren como nosotros deseamos que lo hagan, deja escaso lugar a la presencia de ingredientes racionales en la evaluación de las acciones humanas12. En términos estrictamente emotivistas, es difícil idear cómo cabría adoptar racionalmente una actitud u otra y, en consecuencia, cómo podrían darse razones tanto en pro como en contra de un curso de acción dado. Consideraciones análogas tendrían aplicación a otras tendencias de la ética analítica, como es el caso del prescriptivismo, en el que sus adeptos tratan de ver una superación de las precedentes insuficiencias del emotivismo en tanto que sus críticos dan en catalogarlo como una simple variedad sofisticada de este último. La sofisticación, con la que Hume hubiera estado muy de acuerdo —y también los emotivistas, aun si no se tomaron la molestia de subrayarlo expresamente—, consiste en advertir que la razón tiene, después de todo, un papel importante que jugar en la argumentación moral, como cuando concluimos que debemos o no debemos hacer tal o cual cosa —por ejemplo, ingerir bebidas tóxicas— a partir de tales o cuales premisas, como las que pudieran prescribirnos que conservemos o arruinemos nuestra salud, a su vez concluidas de ulteriores premisas como, en última instancia, la prescripción que nos invita a perseguir el placer (o desdeñarlo, si optamos por la austeridad) o a evitar el dolor (o procurarlo, si deseamos autocastigarnos)13. Lo cierto es, sin embargo, que ni ése ni otros refinamientos adicionales —como el consistente en rehuir cuidadosamente la mención de emociones, actitudes y demás— bastarían a borrar el rastro genealógico del prescriptivismo. Las últimas premisas de un razonamiento moral, como los fines últimos de Hume, serían aquéllas de las que ya no cabe dar razón. Y aunque para hacer valer un principio supremo —como el de la persecución del placer o la evitación del dolor, o sus contrarios respectivos— no baste acaso con decir que uno personalmente lo aprueba, tampoco cabe ya hacer más que declarar que simplemente lo elegimos o decidimos hacerlo nuestro por las buenas. Además del carácter prescripti12 Cfr. Ch. L. STEVENSON, Ethics and Language, New Haven, 1944 (hay trad. cast. de E. A. Rabossi, Buenos Aires, 1971), cc. II, IV y IX, así como «The Emotive Conception of Ethics and Its Cognitive Implications», en Facts and Values, cit., pp. 55-70. 13 Cfr. R. M. HARE, The Language of Morals, Oxford, 1952, cc. 1-4.
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vo de los juicios morales, y por ende de los principios morales, Hare ha enfatizado, por ejemplo, su condición de universalizables, dando a entender que nuestra adhesión a uno de ellos nos compromete a concederle irrestricta vigencia cuandoquiera que concurran idénticas circunstancias —o circunstancias relevantemente similares— a las del caso en cuestión. Con otras palabras, «Debo hacer esto» implicaría «Cualquier otra persona debe hacerlo en circunstancias relevantemente similares». Ahora bien, lo único que semejante precisión vendría a reafirmar es la necesidad de consecuencia con los propios principios, tanto si lo que creo que debo hacer es amar a los demás hombres como si creo que debo enviar a la cámara de gas a los que pertenezcan a otras razas. Un racista fanático podría aceptar, así, la idea de ser gaseado en el supuesto de descubrirse en él la menor mancha de impureza racial, puesto que el fanatismo acostumbra a pecar de exageradamente consecuente más bien que de inconsecuente. Y la discusión racional entre el racista y el filántropo no pasaría, en cualquier caso, de la constatación de su irreconciliable desacuerdo en cuanto a los principios, con lo que más o menos volveríamos a estar donde el emotivismo nos dejó14. Finalmente, como el emotivista —y, en el fondo, de nuevo como Hume—, el prescriptivista extremaría su reluctancia ante la sugerencia de romper el punto muerto buscando algún apoyo a nuestros juicios o principios morales fuera de los confines del lenguaje moral, puesto que —como ya sabemos— un juicio normativo no admite ser lógicamente deducido a partir de otro no-normativo: deducir el deber de luchar contra el nazismo del hecho de Auschwitz supondría, ciertamente, incurrir en una grosera falacia lógica15. Como apuntamos al comienzo, emotivismo y prescriptivismo no son las únicas corrientes a registrar en la última —o penúltima— filosofía moral de inspiración analítica. Pero han sido hasta ayer mismo doctrinas oficiales, o semioficiales, dentro de ella. Como también se insinuaba, su preponderancia está lejos de ser actualmente indiscutible y comienzan a verse sometidas a revisión, cuando no a abierta crítica. En rigor, dicha crítica ha podido in14
R. M. HARE, Freedom and Reason, cit., pp. 86 y ss., 157-175. El ejemplo, y la ironía, proceden de Xavier RUBERT DE VENTÓS, Moral y nueva cultura, Madrid, 1971, p. 79. 15
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cluso responder a una considerable pluralidad de orientaciones y revestir, por tanto, una amplia gama de matices, si bien no siempre ha revestido idéntica capacidad incisiva. Sin juzgarla ni mucho menos la más demoledora, querría traer a colación la de un representativo libro de Geoffrey Warnock, que —historiador él mismo de la filosofía analítica y, muy concretamente, de la ética analítica16— acostumbra a ser un buen testigo del momento de turno. La situación de la que parte la describe en estos términos: «Muy a comienzos del presente siglo, G. E. Moore desplegó, con lo que hoy pudiera parecernos un efecto sorprendentemente enervante, un arma crítica a la que dio el nombre de “falacia naturalista”. En su opinión, constituía un error —una falacia— pensar que los conceptos morales pudieran ser objeto de definición en términos de conceptos “naturales” o que en rigor cupiera definir de algún modo el repertorio de nuestros conceptos morales fundamentales. “Bueno es bueno, y ahí acaba el asunto”. Ahora bien, lo cierto es que de alguna manera —y sería una tarea espinosa la de determinar exactamente cómo— esta abstrusa pero recia doctrina de Moore parece haber propagado entre los filósofos analíticos la impresión general de que el filósofo moral ha de abstenerse de cualquier pronunciamiento acerca de los fundamentos de los juicios morales, el contenido del discurso moral o la materia sobre la que efectivamente versa... Las teorías éticas generales, en consecuencia, pasaron llamativamente a presentarse como in16 Si entendemos por «neonaturalismo» la resistencia a declarar sin más incurso en la falacia naturalista todo intento de transitar de un «es» a un «debe», el libro de WARNOCK, Contemporary Moral Philosophy, Londres, 1967 —sobre el que he llamado la atención en otra parte (cfr. mi trabajo «“Es” y “debe”. En torno a la lógica de la falacia naturalista», en F. GRACIA-J. MUGUERZA-V. SÁNCHEZ DE ZAVALA, eds., Teoría y sociedad. Homenaje al Prof. Aranguren, Barcelona, 1970, pp. 141-175; c. II de este libro)— podría sin duda ser calificado de neonaturalista. En la antes citada obra de W. D. HUDSON, Modern Moral Philosophy, para la que el «descriptivismo» —o «neodescriptivismo»— parece constituir el último grito de la ética analítica (y en la que, significativamente, se omite toda mención del good-reasons approach), la posición de Warnock es presentada como descriptivista (i. e., opuesta al prescriptivismo a lo Hare) y emparejada a la de autores, como Philippa FOOT o John SEARLE, con los que ciertamente guarda alguna afinidad. El libro de WARNOCK a que nos referimos ahora —The Object of Morality, Londres, 1971— demuestra sin embargo, en especial por lo que atañe al énfasis depositado sobre el problema de la racionalidad, que sus preocupaciones exceden en no escasa medida de aquellas coordenadas.
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tentos de analizar y caracterizar nuestros conceptos y juicios morales únicamente en la medida en que ello pueda hacerse sin mencionar la aplicación de los primeros o el fundamento de los segundos. Por ejemplo, de los términos morales se dijo que eran “emotivos”, cualquier cosa que sea de aquello a lo que quepa considerarlos aplicables; y de los juicios morales se dijo que eran “prescriptivos”, con absoluta independencia de lo que esta o aquella persona pudieran opinar acerca de sus apropiados fundamentos... Es en este sentido en el que pienso que algunas de las recientes teorías éticas generales merecen —sin que, a no dudarlo, tengan por qué avergonzarse de ello desde su peculiar punto de vista— el calificativo de “vacías”»17. En la crítica de Warnock, por lo demás, concurren todos aquellos rasgos que nos permitían antes atribuir una renovada fisonomía a la ética analítica. A diferencia que en el inmediato pasado, su libro no ostenta ya por título el de «Ética y lenguaje» o «El lenguaje de la moral», sino que expresivamente se titula «El objeto de la moralidad». Y, aunque entre sus ejemplos haya todavía demasiado golf y demasiado criquet, de vez en cuando tropezamos con ejemplos aparentemente menos triviales —o, en cualquier caso, sociológicamente más reveladores— como los relativos al pago de los impuestos. Pero, lo que para nosotros cuenta más, el libro todo —que comienza por asignar a la moral el cometido de evaluar «las acciones de los seres racionales» y concluye con un capítulo dedicado a la relación entre «moral y racionalidad»—parece enderezarse a un nuevo tratamiento de la razón o, por lo menos, a un enfoque de la misma no exento de alguna novedad dentro del tratamiento analítico habitual. Por lo pronto —y aunque Warnock aborde el pormenor tan sólo de pesada, incrustándolo en un comentario marginal18—nada hay de especial, en su opinión, en el lenguaje del discurso moral o, por lo menos, nada hay en tal lenguaje que arroje especial iluminación sobre tal tipo de discurso. Sin duda que el discurso moral es susceptible de contradistinción en términos lingüísticos respecto de otros tipos de discurso. Lo es, por ejemplo, por su vocabulario —por más que los vocablos «bondad», «deber», etcétera, no sean privativos de contextos morales, cabría decir que son característicos 17 18
G. J. WARNOCK, The Object of Morality, cit., Foreword, pp. VII-VIII. WARNOCK, op. cit., pp. 125 y ss.
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de semejantes contextos—, tal y como por su vocabulario se contradistinguen, pongamos por caso, el discurso científico o el jurídico. Pero de ahí no se sigue, contra lo que de ordinario se ha venido creyendo, que haya en algún otro sentido un «uso del lenguaje» distintivo del discurso moral, por sí solo capaz de iluminar nuestros conceptos morales o —lo que a Warnock le interesa especialmente— el concepto de moralidad. La suposición de la especificidad de dicho uso del lenguaje es comprensible como reacción frente a la ingenua interpretación de los juicios morales como no más que la expresión de nuestras creencias morales, interpretación que habría de convertirlos en juicios puramente descriptivos como lo son cualesquiera otros juicios fácticos. Parece haber, no obstante, alguna diferencia entre decir que «Las vacas son mamíferos» y decir que «La evasión de impuestos es reprobable». Y alguien podría tratar de dar razón de dicha diferencia haciendo ver que la segunda afirmación no se limita a informarnos de un hecho o de lo que creemos que es un hecho, sino que —más allá de nuestra creencia— guarda con la acción una relación que no guarda la primera. Eso es lo que por lo común han intentado los filósofos analíticos (singularmente, de nuevo, los emotivistas y prescriptivistas) al insistir en que la afirmación de que hacer algo es reprobable no equivale simplemente a inducir a los demás a compartir una determinada convicción, sino a invitarles a que no hagan lo que según tal convicción es reprobable19. Tras de lo cual han concluido —la conclusión, por lo demás, es razonable, aun cuando habría que razonarla de otro modo— que lo que la interpretación ingenua, o descriptiva, de los juicios morales pasa por alto es justamente el carácter práctico del discurso moral. Ahora bien, Warnock no cree que— en orden a salvaguardar ese carácter— sea necesario remitirnos a un uso específicamente moral del lenguaje, o para decirlo con el giro favorito del emotivismo y el prescriptivismo, a un «significado» (emotivo o prescriptivo) específico de los elementos del lenguaje moral. Es cierto que mediante este último podemos proponernos influir emotivamente en la conducta o que al menos parte de lo que en él se hace consiste en prescribir cursos de acción. Pero evidentemente tales usos no son exclusivos del lenguaje moral: el lenguaje publicitario también se 19
Ibíd., pp. 128-129.
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sirve de la persuasión y en el castrense menudean las órdenes. Por otra parte, no se trata tampoco de los únicos usos concebibles del lenguaje moral, por medio del cual, o en cuyo interior, pueden llevarse a cabo docenas de otras cosas aparte de la persuasión emocional o la imperación prescriptiva: alguien puede servirse del lenguaje moral para denunciar una injusticia aun a sabiendas de que su denuncia va a resultar completamente ineficaz, alguien puede dar a un amigo en tal lenguaje lo que estima un buen consejo pero considerar una absoluta impertinencia mandarle que lo siga. No hay por lo tanto algo a que poder llamar el uso del lenguaje moral, y ni siquiera parece que haya ningún uso lingüístico decisivo para cualificar al discurso moral20. Pues lo que importa de este último, en efecto, no es tanto lo que hagamos o dejemos de hacer «mediante» o «en» él cuanto aquello acerca de lo cual versa dicho discurso. Así como el discurso científico o el jurídico versan acerca de la ciencia o el derecho, el discurso moral —«como su nombre indica»— versará acerca de la moralidad. Y el uso de palabras consideradas propias del lenguaje correspondiente a tal discurso —entre las que, por descontado, se encuentran las voces «moral», «moralmente» o «moralidad»— adquirirá tan sólo relevancia por respecto al conjunto de fenómenos, los fenómenos morales, a que tales vocablos tienen o pretenden tener aplicación. En cuanto a la diferencia entre el lenguaje y el «discurso moral» propiamente dicho, estribaría en que el primero no constituye por sí solo indicio suficiente de la presencia del segundo: si digo que Fulano no debería hacer lo que hace, puedo estarme refiriendo tanto a su comportamiento moralmente deshonesto como a sus groseros modales en la mesa (o, para el caso, a su torpe manera de manejar los palos de golf o el mazo de criquet). Lo único que podría indicar a otra persona de qué estoy efectivamente hablando —si de moral, de urbanidad o de deporte— han de ser las razones que yo aduzca para apoyar, en cada caso, aquel mi juicio. De donde la necesidad, a que aludíamos párrafos atrás, de emancipar el tratamiento de la racionalidad de su inveterado confinamiento en el análisis lingüístico. A pesar de este prometedor inicio, y por desgracia, Warnock no llega en dicho tratamiento mucho más lejos que los filósofos morales analíticos a los 20
Ibíd., pp. 131-132, 135-138.
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cuales fustiga con su crítica. Aunque nos diga, por ejemplo, que no hay algo a que poder llamar «el» uso del lenguaje moral, en el sentido de este o aquel uso privilegiado de ese lenguaje, sería erróneo asociar su observación a la de aquellos otros críticos que —desde posiciones que Warnock calificaría de «neohegelianas»21— han insistido en que no hay tampoco nada a que poder llamar «el lenguaje de la moral» o , más exactamente, «la moralidad» entendida como algo sustraído al cambio sociohistórico. Los conceptos morales, en efecto, cambian de unas a otras sociedades y de unas a otras épocas de la historia, y sólo un miope parroquialismo —espacial o temporal— podría ocultarnos esta evidencia suficientemente reconocida no ya por tales o cuales filósofos más o menos neohegelianos, sino por legión de antropólogos e historiadores. La cuestión es, por lo demás, bastante más compleja que lo que se concede de ordinario y habría que distinguir cuidadosamente entre el llamado «relativismo cultural» o «descriptivo» (o simplemente relatividad) y el llamado «relativismo ético» o «evaluativo» (o relativismo propiamente tal)22. Para ciertas comunidades del pasado, o para ciertas tribus primitivas del presente, el parricidio se hallaba o se halla lejos de comportar las connotaciones desfavorables que comporta en nuestras actuales sociedades desarrolladas; mas si nosotros compartiésemos con los miembros de aquéllas la creencia de que el tránsito a la otra vida de los padres ancianos podría verse obstaculizado por un exceso de decrepitud, o si viviéramos como ellos en condiciones de escasez tan lamentables que tornen imposible la supervivencia del grupo sin la eliminación de sus elementos improductivos a causa de la ancianidad, tal vez concidiríamos en la evaluación del parricidio como un bien o, cuando menos, como un mal ne21
WARNOCK, op. cit., p. 3, cita expresamente las de Alasdair MACINTYRE, A Short History of Ethics, Nueva York, 1966 (hay trad. cast. de R. J. Walton, Buenos Aires, 1970) y W. H. WALSH, Hegelian Ethics, Londres-Nueva York, 1969 (hay trad. cast. de E. Guisán, Valencia, 1976). En otro lugar —cfr. mi trabajo «Lógica, historia y racionalidad», en A. DEAÑO (ed.), Análisis y dialéctica, cit., pp. 190-236 (c. VI de este libro) — he apuntado cómo, en ocasiones, el neonaturalismo parece conducir a un cierto «neohistoricismo». El de Warnock constituiría, desde luego, una excepción a dicha regla (en el improbable supuesto de que, en efecto, se trate de una regla). 22 Cfr. sobre este punto John H. BARNSLEY, The Social Reality of Ethics, LondresBoston, 1972, pp. 339 y ss.
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cesario. Tal vez sí o tal vez no, puesto que las creencias religiosas y las condiciones materiales de vida tampoco son los únicos factores dignos de ser tenidos en cuenta a este respecto. Comoquiera que sea, la relatividad sería tan sólo una condición necesaria, no una condición suficiente, para el relativismo23. Pero cuando se insiste, como antes, en el sometimiento al cambio sociohistórico del lenguaje moral o la moralidad, lo que parece hallarse en juego es el problema del relativismo ético, no la simple constatación de la relatividad cultural. Ahora bien, lo que a Warnock le interesa no es el cambio mismo, sino precisamente «lo que» cambia en el transcurso de ese flujo heraclíteo o —para adecuarnos todavía más fielmente a su intención— «lo que» gradualmente, e incluso intermitentemente, emerge en dicho cambio. Eso que emerge, sustrayéndose así como un islote parmenídeo a la relatividad en el espacio y en el tiempo, es lo que Warnock llama el punto de vista moral24. Y desde luego no está claro que «el punto de vista moral» sea menos problemático que el relativismo al que pretende superar, ni tampoco más fácil de fijar que «el» lenguaje de la moral o «la» moralidad a los que viene a sustituir o a apuntalar. Independientemente por ahora de la concreta modalidad de su adopción por parte de Warnock, no carente por lo demás de originalidad, vamos en lo que sigue a mencionar al menos una de las dificultades de principio con que tropieza dicho punto de vista. *** El punto de vista de «el punto de vista moral» no es ciertamente nuevo en la ética analítica. Pero la dificultad que nos interesa la comparten prácticamente todas las versiones del mismo, comenzando por la originaria de Kurt Baier25. Para exponerla en dos palabras, esa dificultad genérica se deja resumir en la pregunta acerca de si «el» punto de vista moral implica la existencia de «un» único punto de vista moral o si alternativamente —y por debajo de semejante proclamación de unicidad— podría ser algo más que 23 24 25
Ibíd., p. 345. WARNOCK, op. cit., p. 10. K. BAIER, The Moral Point of View, Ithaca, 1958.
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la expresión de sólo «un» punto de vista moral entre otros muchos posibles. En conexión con el debate en torno a nuestra dificultad se ha solido esgrimir, por lo demás, una objeción a dicho punto de vista de la que por mi parte no deseo apropiarme. Se trata del reproche de que cualquier intento de concretar el «contenido» del, o de un, punto de vista moral obligaría al filósofo a abandonar la proverbial asepsia de la metaética para comprometerse de algún modo con una «ética normativa»26. Como nosotros ya sabemos, sin embargo, los tiempos no están hoy para asepsias. Y por más que la ética normativa —esto es, la propuesta filosófica de formas morales de vida, susceptible de ser interpretada como fruto del inmoderado afán de los filósofos por dictar a la gente su conducta— parezca hallarse hoy en descrédito, descrédito a decir verdad no inmerecido, ello no veda a los filósofos su derecho a opinar —como cualquier otro mortal y según su leal saber y entender (esto es, precisamente en tanto que filósofos)—sobre cuál sea la mejor forma de vivir. Eso es, en cualquier caso, lo que han hecho algunos de los más interesantes cultivadores de la ética a lo largo de su historia, como —por citar unos cuantos al azar— Epicuro, Spinoza o Mill. Y no hay razón de peso para dejar de hacerlo en nuestros días, ni tan siquiera en el contexto de la ética analítica, si quienes la cultivan se declaran insatisfechos con su colegiación profesional como metaéticos. Naturalmente, no lo podrán hacer quienes reduzcan la ética analítica a análisis filosófico del lenguaje moral, entendiendo por tal —mediante una segunda reducción— única y exclusivamente su análisis «lógico». Pues, dado que la lógica es siempre lógica formal, sería contradictorio pretender extraer de ella una «ética material». Pero, sin el menor propósito de resucitar la discutible gnoseología intuicionista de otras éticas materiales de este siglo27, lo cierto 26 Véanse, para un circunstanciada discusión de este extremo, los trabajos de NIELSEN citados en la nota 6. 27 Contra lo que sin duda piensan los filósofos morales analíticos —cfr. W. D. HUDSON, Ethical Intuitionism, Londres, 1967—, el «intuicionismo ético» es una planta de la que, a pesar de su rareza, conócense otras variedades que la anglosajona. En el libro de Hudson, por ejemplo, no se alude ni tan siquiera de pasada a la materiale Wertethik de Scheler. Comoquiera que sea, lo cierto es que no faltan fenomenólogos que se hayan encargado de compensar en lengua inglesa aquellas omisiones, destacando al respecto el conocido trabajo
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es que no pocos filósofos morales se hallan en la actualidad comprometidos en la empresa de elaborar una ética de ese tipo. Que la empresa sea más o menos vana en un mundo donde nadie parece muy dispuesto a conceder audiencia a los filósofos, lo mismo da si analíticos como si no, es algo que, sin duda, se presta a reflexiones de muy diversa índole, pero —al igual que tantas otras vanidades de este mundo— no me parece que dé pie a una adusta reconvención. Bastante más fundada resulta, en cambio, otra objeción que sí deseo hacer mía y a la que incluso añadiría algo de mi cosecha. Es frecuente que, a la hora de encarar otras formas de vida distintas de la nuestra, las del pasado nos parezcan «atrasadas» y las que en el presente nos parecen primitivas sean llamadas «salvajes». Cuando, como tampoco es infrecuente, algún filósofo moral identifique «el» punto de vista moral con «su» propio punto de vista a este respecto se hará acreedor a análogo reproche de etnocentrismo28. Eso es lo que sucede, por ejemplo, con aquellos filósofos morales —no obligatoriamente analíticos, ni necesariamente anglosajones, ni siquiera exclusivamente «occidentales»—que asocian «el punto de vista moral» a la ética normativa del utilitarismo o, como acaso sería más apropiado decir, a la forma de vida utilitarista que impera hoy en la mayor parte de nuestras sociedades más o menos postindustriales, con el inevitable riesgo de considerar «inmorales» tanto a todas aquellas sociedades que no hayan alcanzado análogo nivel de desarrollo cuanto a todos aquellos grupos que —voluntariamente o no— se encuentren marginados dentro de las primeras. Por descontado, y aunque la citada asociación sea de hecho muy común, no hay ninguna regla que la establezca con carácter fijo. Mas la objeción preliminar que cabría oponer a cualquiera de esas versiones normativistas de la ética, tengan o no algo que ver con el utilitarismo, se refiere a la misma posibilidad de inyectar un contenido u otro —cualquier clase de contenido— en «el punto de vista moral» sin arruinar al mismo tiempo su presunción de unicidad o, si lo preferimos decir así, de univerde Alfred SCHÜTZ, «Max Scheler’s Epistemology and Ethics», Review of Metaphysics, XI, 1957, pp. 304-314, 486-501 (recogido en A. SCHÜTZ, Collected Papers, La Haya, 1966, vol. III, pp. 145-178). 28 Cfr. sobre el «etnocentrismo» ético J. H. BARNSLEY, op. cit., pp. 28-48.
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salidad. No deja de ser cierto, desde luego, que no faltan cultivadores de las ciencias humanas y sociales propicios a admitir la invariancia del fenómeno moral, esto es, de la moralidad como estructura recurrente en la organización de toda colectividad humana, de suerte que no habría colectividades humanas propiamente «amorales». Pero eso —a saber, la conjetura de que los hombres acostumbran invariablemente a regirse según pautas internalizadas de comportamiento que llamamos «morales»— tiene, en rigor, poco que ver con la tesis del punto de vista moral, que no es una hipótesis científica concerniente a la estructuración del comportamiento humano sino una tesis filosófica supuestamente relativa al contenido mismo de la moralidad29. Que la posibilidad de hablar de contenidos morales «universales» es más difícil de sostener que la de hablar de la estructura moral como un «universal» parece estar fuera de duda. Como más de una vez ha sido puesto de relieve, la generalidad de tales contenidos guardaría directa proporción con su indeterminación: el caso, por ejemplo, de la máxima Bonum est faciendum, de la que no se sabría bien si es más correcto decir que expresa un contenido superlativamente general o que se halla absolutamente desprovista de contenido (y ni aun así habría que confundir generalidad con estricta universalidad, siquiera en la medida en la que quepa imaginar una forma de vida —más demoníaca, si ha lugar, que la de 1984 de Orwell— en la que la vigencia de esa máxima se viese suplantada por la del opuesto precepto Malum est faciendum). Mas concedamos que dispusiésemos de una colección de contenidos morales efectivamente universales —esto es, no tautológicos ni vacíos— que en su conjunto integrarían «el punto de vista moral». ¿Cuáles serían las credenciales gnoseológicas de este último o, lo que viene a ser lo mismo, de dónde habríamos obtenido los primeros? Pese a su impopularidad, la idea de un «conocimiento moral» no constituye forzosamente un despropósito y ello sin necesidad de echar mano —tal y como antes se advertía—del desacreditado intuicionismo ético. Después de todo, las verdades morales podrían serlo por convención o por consenso (como cualesquiera otras manifestaciones ideológicas) y eso es lo que a menudo se ha pensado que acontece con las propias verdades 29
Para una adecuada introducción a la cuestión, véase Shia MOSER, Absolutism and Relativism in Ethics, Springfield, 1963.
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de la ciencia (el convencionalismo es, cuando menos, una epistemología respetable). El acuerdo acerca de la licitud o ilicitud moral de la pena de muerte en el contexto de una colectividad humana sería, así, el resultado de una estipulación análoga a la que lleva a definir la fuerza como el producto de la masa por la aceleración en el contexto de la física newtoniana. Ahora bien, el epistemólogo convencionalista es consciente de la necesidad de distinguir entre semejante definición estipulativa de la noción de fuerza y una impracticable definición real de esta última que aspirase a desvelarnos poco menos que la esencia de «la» fuerza. No es, en cambio, tan obvio que la tesis de «el» punto de vista moral consiga fácilmente escapar a la acusación de esencialismo30. Esencialismo que, en última instancia, tampoco arreglaría mucho las cosas, puesto que el adversario de la tesis siempre podría apañárselas diciendo que lo que ocurre es que hay tantas «esencias» de la moralidad cuantos puntos de vista morales diferentes. ¿Mas por qué dedicar entonces tanto espacio a una tesis tan endeble? Endeble o no, se trata de una tesis que no carece de alicientes, que en ocasiones podrían darnos la sensación de poderosos. La promoción de dicha tesis fue obra en su momento de esa corriente o subcorriente de la ética analítica a la que más arriba hicimos referencia bajo el nombre de «ética de las buenas razones»31. Puesto que semejante denominación pudiera producir en castellano un efecto algo cómico, habrá que apresurarse a esclarecer que no se trata de una ética tramposa tendente a reemplazar el amor de las obras contantes y sonantes por el consolador palique de las racionalizaciones. Se la llamó así, sencillamente, por su insistencia en afirmar que el cometido de la argumentación en el dominio de la ética consiste en proveernos de razones —buenas o malas, por lo pronto (más discutible es si también mejores o peores)— en pro o en contra de nuestros juicios morales. Pero la calificación de esas razones como «buenas» o «malas» no habría a su vez de proceder de evaluación moral alguna, dado que ambos calificativos serían en principio metaéticos. Y hasta, cuidando de advertir que 30 Véase supra, c. II, p. 75, una advertencia análoga contra el riesgo de esencialismo en posiciones éticas afines a las que comentamos. 31 Sobre el lugar de Baier dentro de ella, cfr. K. NIELSEN, «Ethics» («History of Twentieth-Century Ethics»), cit., pp. 110 y ss.
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la logicidad o los criterios estrictamente lógico-formales de validez o invalidez no agotan sin residuo el ámbito de la racionalidad32, tal vez cabría calificar a esas razones de «válidas» o «inválidas» en un amplio sentido de ambos términos. Comoquiera que sea, el mayor énfasis de una concepción tal de la ética recaía, según se dijo, en los aspectos prácticos de la racionalidad, lo que de modo natural llevaba a sus adherentes a interrogarse por «el puesto de la razón en la ética»33. En líneas generales, la manifestación más genuina de la razón dentro de esta última sería el razonamiento práctico ejercitado desde el (es decir, desde algún) punto de vista moral, desprovista dicha expresión ahora de las connotaciones que antes la hacían controvertible. Un par de ejemplos pudieran ayudarnos a ilustrar estos extremos. Supongamos que una persona calculadora anduviese sopesando en su interior si para su provecho es más prudente rechazar las tentaciones de un medio corrompido, pero donde la hipocresía reinante conceda a la incorruptibilidad pequeños beneficios exentos de riesgo, o dejarse arrastrar desenfrenadamente por la corrupción trocando de este modo su mediocre seguridad por una rentabilidad mayor. Cualquiera que pueda ser la conclusión a la que llegue, y por más fiel que sea tal conclusión a los dictados de la prudencia, cabría dudar que esa lucida pieza de deliberación haya sido razonada desde ningún punto de vista moral. Por el contrario, si dos personas discutiesen sosteniendo la una la primacía del bienestar común sobre las libertades individuales y la otra la inviolabilidad fundamental de la libertad del individuo, podrían tratar de llevar adelante su discusión en términos racionales (para lo que sería obligado, desde luego, que precisaran algo más sus respectivas posiciones: «¿Reduce Vd. el bienestar común al mero consumo material o incluye dentro de él el disfrute de la cultura, que presupone, entre otras cosas, la libertad de expresión?», «Entre las libertades básicas que considera Vd. inviolables, ¿figura, por casualidad, el libre acceso de los individuos a la propiedad privada de los medios de producción aun si en detrimento del 32
Véase supra, c. VI, pp. 194 y ss. Este es precisamente el título de la obra de Stephen TOULMIN, clásica dentro de nuestra tendencia, An Examination of the Place of Reason in Ethics, Cambridge, 1950 (hay trad. cast. de F. Ariza, Madrid, 1954). 33
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bienestar común?», etcétera). Pero, lo que es más importante, ambas estarían discutiendo racionalmente desde sus respectivos puntos de vista morales, puntos de vista que, a la postre, vendrían a coincidir con los de tal o cual variante del utilitarismo o el antiutilitarismo. Cada uno de dichos puntos de vista, en efecto, podría suministrar buenas razones en pro, o en contra, de cada una de las dos posiciones en litigio. Mas la pregunta ahora sería si esas razones han de ser «igualmente» buenas por el hecho de descansar en un punto de vista moral —y, en definitiva, en una forma moral de vida—o si, por el contrario, unas de ellas podrían ser mejores o «más válidas» que las otras en tanto que razones. Con otras palabras, y como Baier supo advertirlo con acierto, la problemática suscitada por «el punto de vista moral» tiene que ver no poco con la que vendría ahora a plantearse, desde otra perspectiva si se quiere, en relación con el punto de vista racional 34. Y, entre el cortejo de cuestiones compartidas por uno y otro planteamiento, volveríamos de nuevo a encontrarnos con el problema del relativismo ético. Para empezar, toda forma moral de vida parece acreedora —por el mero hecho de ser vivida— a la atribución de una racionalidad interna que la hace justificable ante los ojos de aquellos que la viven, de acuerdo con la sagaz observación wittgensteiniana de que lo que la gente acepta a título de justificación viene indicado por su modo de pensar y de vivir35. El creyente religioso tiene, así, tantas razones para obedecer la ley de Dios como pueda tenerlas el ateo para fundar en su ateísmo su propia concepción de la moralidad; y la moral de los samoanos nada hubo de ganar, en punto a racionalidad así entendida, de su contacto con la civilización occidental. Aun si invita, pues, a excluir toda obsesión comparativa entre formas morales de vida ajenas entre sí, aquella observación no tiene, sin embargo, por qué encerrar al practicante de una de ellas en el más absoluto conformismo respecto de su propio modo de pensar y de vivir. Un samoano del siglo pasado podía opinar desfavorablemente, me imagino, de la afición de los 34 K. BAIER, The Moral Point of View, cit., c. 12 (no será inoportuno recordar, a este respecto, que el libro de Baier ostenta por subtítulo el de A Rational Basis for Ethics). 35 WITTGENSTEIN, Philosophische Untersuchungen, Schriften, Francfort del Main, 1960, § 325.
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habitantes de su aldea a cortar las cabezas de los aldeanos vecinos, lo mismo que un católico considerar seguramente que la doctrina pontificia sobre el control de la natalidad se halla necesitada hoy día de inaplazable revisión. Y, una vez admitido tal margen de comparación dentro de una y la misma forma moral de vida, acaso ya no fuera tan inimaginable la posibilidad de encarar comparativamente otras formas morales de vida distintas de la nuestra, máxime cuando éstas no necesitan ser coextensas con toda una Weltanschauung o una cultura en su totalidad ni por lo tanto plantearnos la espinosísima cuestión de las comparaciones interculturales36. Al fin y al cabo, formas morales de vida son también las de los gángsteres de Chicago, los policías de la PIDE o los proxenetas de Hamburgo y no pocos americanos, portugueses y alemanes las consideran indecentes. Pero, dejando a un lado su indecencia, lo que importa en este momento es preguntarse si —además de las buenas razones que gángsteres, policías y proxenetas puedan tener para vivir como lo hacen— cabría o no aducir otras razones, mejores razones, para vivir de modo diferente. Pues eso abriría paso a una diferente manera —una manera, por así decirlo, externa a aquellas formas morales de vida (aunque no necesariamente a cualquier forma moral de vida)— de ejercitar la racionalidad desde la perspectiva, y a los efectos, de la justificación moral37. La exigencia de este último ejercicio comparativo de la racionalidad parecería imponérsenos tan pronto como tratásemos de dar una respuesta afirmativa a la interrogación acerca de la posibilidad de un progreso moral. Como reza una advertencia frecuentemente repetida, nada resulta tan difí36 Para una discusión de las implicaciones éticas de la cuestión, cfr. P. H. NOWELLSMITH, «Cultural Relativism», Philosophy of the Social Sciences, 1, 1971, pp. 1-17, y R. ATTFIELD, «Against Non-Comparabilism», Philosophy, 50, 1975, pp. 220-234, así como Eduardo A. RABOSSI, «Relativismo: Diversidad de sistemas morales y conducta racional», Cuadernos de Filosofía, 10, 1973, pp. 307-322. 37 La distinción entre uno y otro tipo de consideración, internalista y externalista, del ejercicio de la racionalidad se relaciona con la que en diversas ocasiones he tratado de establecer entre racionalidad «intraparadigmática» e «interparadigmática» [véase, por ejemplo, mi trabajo «La teoría de las revoluciones científicas (Una revolución en la teoría contemporánea de la ciencia)», Introducción a I. LAKATOS y A. MUSGRAVE, eds., La crítica y el desarrollo del conocimiento científico (trad. de F. Hernán), Barcelona, 1975, pp. 13-80].
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cil de conciliar con la idea de progreso como el relativismo ético38. En el improbable supuesto, por ejemplo, de que hubiésemos conseguido extirpar de la faz de la tierra todo vestigio de esclavitud en lugar de habernos limitado a reemplazar a las antiguas por nuevas formas de la misma, el relativismo ético nos impediría —oficiando al modo de un impertinente aguafiestas— congratularnos de tal hecho y hasta calificarlo como un paso adelante. Pues, en efecto, por «relativismo ético» habríamos de entender aquella posición según la cual toda forma moral de vida —por el mero hecho de serlo— cuenta a su favor con idénticas oportunidades de justificación. Con otras palabras, cuando nosotros prefiramos una forma moral de vida a cualquier otra, dicha forma de vida no admitirá más justificación que nuestra propia preferencia por ella y nuestra consiguiente voluntad de vivirla. Y lo único capaz de hacernos escapar a semejante conclusión sería la atribución a dicha preferencia —y, en última instancia, a la forma de vida misma sobre la que recaiga—de la máxima racionalidad, entendida la racionalidad no en el sentido «interno», un tanto inocuo, que antes veíamos, sino en el más fuerte sentido «externo» destinado a permitirnos considerar como máximamente racional aquella forma moral de vida susceptible de justificación mediante las mejores razones concebibles y posible objeto, en consecuencia, de una preferencia igualmente racional. El sujeto de una tal preferencia vendría a ser, por así decirlo, el sujeto instalado en «el punto de vista racional» o —como también cabría denominarlo— el Preferidor Racional39. Un sujeto tan excepcional como ése convertiría a quienquiera que lograra ubicarse en su privilegiada posición en un antípoda del relativista, dado que dicha posición pudiera ser descrita como una variedad más entre otras —revestida, si acaso, de un cierto alambicamiento ligeramente superior a lo habitual— del absolutismo ético. Para nuestros efectos, cabría entender por «absolutismo ético» aquella posición que —sin negar la relatividad moral que se desprende de la existencia, en diferentes circunstancias de fecha y de lugar, de una indudable multiplicidad de formas de vida—admite, sin embargo, la posibilidad de que alguna de ellas sea absolutamente preferible, siquiera a título ideal, desde el punto de vista racional. La idealidad de 38 39
John PASSMORE, The Perfectibility of Man, Londres, 1970, p. 227. Véase supra, c. II, pp. 93 y ss.
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semejante preferencia hay que tomarla muy en serio si se piensa que la forma moral de vida a preferir podría no ser, a fin de cuentas, una forma de vida existente en el presente o el pasado sino un ideal de vida propuesto como meta a conseguir en el futuro, sentido éste en el que adquiere —moralmente hablando— su mayor relevancia la noción de progreso. Y de ahí que, cualesquiera que puedan ser las objeciones que se opongan al hipotético usufructuario del punto de vista racional, tal vez parezca improcedente —o, por lo menos, prematuro— descalificarlo sin más por ahistórico, como si absolutismo e historicismo representasen rótulos antitéticos (o, lo que viene a ser lo mismo, como si historicismo y relativismo resultasen sinónimos40). Sin perjuicio, por tanto, de retornar más adelante sobre el relativismo —especialmente en su variedad historicista—, lo que nos interesa de momento es concentrarnos en el punto de vista del Preferidor Racional. En el sentido en que venimos entendiendo la racionalidad, para que nuestra preferencia por una forma moral de vida (o la propia forma de vida preferida) merezca ser calificada como máximamente racional no bastará con su coherencia (a no dudarlo, alguien podría resistirse a considerar racional la preferencia por una forma de vida incoherente, como la inspirada a un tiempo en los principios «El placer es el sumo bien» y «El placer es la fuente de todo mal»; y consideraría igualmente irracional la incoherente preferencia simultánea de dos formas de vida contrapuestas, como la de signo hedonista y su contraria), sino que habremos asimismo de exigirle la satisfacción de determinadas condiciones que la hagan acreedora a aquella decisiva calificación en grado superlativo, esto es, por comparación a cualesquiera otras posibles preferencias (o formas de vida a preferir)41. 40 En rigor, y como podrá apreciar quien lleve su interés por las vicisitudes del Preferidor Racional hasta el extremo de continuar leyendo este trabajo, mantengo resueltamente la descalificación de que lo hice objeto en «Lógica, historia y racionalidad» (véase supra, c. VI, p. 223), si bien me creo obligado a precisar más de lo que allí me fue posible el sentido de esa su ahistoricidad (en cuanto a las conexiones entre historicismo, absolutismo y relativismo, véase infra el texto correspondiente a las notas 92, 93 y 94). 41 El establecimiento de las siguientes «condiciones de racionalidad» es ampliamente deudor del tratamiento dispensado por Paul TAYLOR a la problemática de la justificación moral en Normative Discourse, Englewood Cliffs, 1961, c. 6.
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¿Cuáles habrían de ser esas condiciones? Antes de ofrecer, a título tan sólo tentativo, una respuesta a semejante pregunta, convendría hacer constar que el filósofo moral empeñado en la tarea de responderla no tiene exactamente la obligación de indicarnos cuál sea en concreto la forma moral de vida sobre la que haya de recaer nuestra concreta preferencia en el supuesto de su máxima racionalidad (y es menester, en cambio, volver a subrayar que este último no pasa de un «supuesto»). Pues, aunque el intento de pergeñar una ética material se halle en sí mismo lejos de constituir ningún absurdo, no todos los filósofos morales tendrían por qué sentirse tentados de acometerlo, pudiendo contentarse a este respecto con apuntar las condiciones generales —y hasta, si se quiere decir así, formales— de una tal atribución de racionalidad. Sentada, pues, esta advertencia, pasemos a continuación a enumerar las condiciones en cuestión. La primera de ellas se relaciona estrechamente con lo que, por servirnos de un vocablo del que ya hicimos uso anteriormente, cabría llamar la «universalizabilidad» de la forma moral de vida distinguida con nuestra preferencia. Dicha universalizabilidad —o universalidad tan sólo potencial— no debe confundirse con universalidad efectiva, pues aquí no nos interesa para nada si una forma dada de vida es efectivamente universal o no. Todo lo que nos interesa es hacer ver que a nadie le sería dado justificar moralmente su forma de vida, cualquiera que ésta sea, si se niega a aceptar la posibilidad de que cualquier otra persona —incluida ella misma si cambiaran las circunstancias y le tocara en suerte padecer esa forma de vida más bien que disfrutarla— comparta por igual su preferencia en tal sentido. Si yo fuese, por ejemplo, propietario de esclavos, no me sería posible justificar moralmente la organización esclavista de la sociedad a menos de seguirla prefiriendo aun en la tesitura de ser esclavo más bien que amo, esto es, a menos de otorgar a todo el mundo —sin excluirme a mí mismo en un adverso reparto de fortuna— la posibilidad de preferir imparcialmente lo que acaso hoy prefiero sólo a título de su eventual beneficiario. Desde el punto de vista de la propia preferencia, la universalizabilidad envuelve por lo menos la suficiencia de su imparcialidad, entendiendo por tal al mismo tiempo su objetividad y su desinterés42. De la misma manera que una mancha de color 42
P. W. TAYLOR, op. cit., p. 170.
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rojo se dice objetiva cuando puede ser intersubjetivamente compartida por una pluralidad de sujetos percipientes otros que yo, asegurándome así de que no sufro una simple alucinación al percibirla, la justificación de una opinión moral sobre la base de su imparcialidad ha de presuponer en ella un cierto grado de objetividad o intersubjetividad siquiera sea en potencia, ya que de lo contrario sería ocioso tratarla de justificar (tan ocioso, al menos, como tratar de justificar mi preferencia por un determinado tipo de corbata, por poner un ejemplo de capricho irremisiblemente subjetivo y al que no vendría al caso alabar como imparcial). De modo parecido, decir de una opinión moral que es desinteresada equivaldría a asegurarnos de que dicha opinión no se halla afectada por ningún tipo de intereses personales (ni de familia, raza o clase) que pudiesen viciar su imparcialidad, así como tampoco por prejuicios de índole emocional en que —a título más o menos inconsciente o involuntario— viniesen a reintroducirse aquellos intereses (una persona dominada por sentimientos egoístas —o por el espíritu de clan, el racismo o la línea de un partido— difícilmente podría ser imparcial en lo tocante a sus preferencias morales). La atención que, como sabemos, han prestado algunos filósofos morales analíticos al requisito de la universalizabilidad no carece de precedentes en la historia de la ética, acostumbrada desde tiempo atrás a la pregunta «¿Qué ocurriría si todo el mundo obrase como yo?». E incluso hay que añadir que la sabiduría popular se adelantó en algunos siglos a los profesionales de la ética en la formulación de la llamada «regla de oro de la moral»: así, cuando en el Evangelio de San Mateo se nos invita a hacer (o no hacer) a los demás lo que queremos (o no queremos) que se haga con nosotros. Ahora bien, aun si la universalizabilidad —o la imparcialidad en ella envuelta— parece constituir una condición necesaria para la atribución de racionalidad a nuestra preferencia por una forma moral de vida, no constituye, sin embargo, una condición suficiente de la misma. Según se vio en su momento, cabría la posibilidad de que un fanático se muestre bien dispuesto a universalizar su propio sectarismo, arrostrando inclusive el riesgo de convertirse en víctima de éste, lo que acabaría por enfrentarnos con la bonita paradoja de una preferencia sectaria —y, por definición, parcial— adornada, no obstante, con las galas de una estricta imparcialidad. Otra objeción frecuente contra la pretensión de suficiencia de nuestra condición
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consistiría en poner de manifiesto que la máxima «Haced a los demás lo que queréis que se haga con vosotros» puede muy bien servir de lema del sadomasoquismo, al que no todo el mundo, ciertamente, aceptaría comomodelo de racionalidad a nuestros efectos. Y pensemos, en cualquier caso, de qué valdría justificar por semejante vía una forma de vida atenazada por la superstición y la ignorancia, en la que, por ejemplo, un hechicero universalizase imparcialmente la prescripción de sacrificios humanos para impetrar la bienquerencia de los dioses. La mención de este último ejemplo nos lleva a estipular una segunda condición de racionalidad, a saber, el requisito de una suficiente información a la hora de encauzar nuestra preferencia por tal o cual forma moral de vida43. Dicho requisito comporta, por ejemplo, la necesidad de adecuada información acerca de cada una de las posibles formas morales de vida entre las que habría que preferir. De esas formas de vida precisaríamos, en efecto, conocer qué sistemas de valores o códigos morales las integran, qué patrones de valoración o normas de comportamiento rigen en ellas, qué juicios de valor o prescripciones podrían derivarse en su interior (si en lugar de una forma real de vida se tratase de un ideal de vida, su posible composición tendría que ser naturalmente imaginada más bien que conocida). Mas, por supuesto, eso no es todo. Las formas morales de vida —sean reales, sean incluso ideales— entre las que pueda oscilar mi preferencia no se hallan alojadas en los cielos platónicos, y sus méritos o deméritos no cabe dirimirlos con absoluta independencia de las circunstancias de hecho en que aquéllas se desenvuelven o se habrían de desenvolver. Precisaríamos asimismo, por lo tanto, de adecuada información sobre las posibilidades efectivas de materializar esa mi preferencia por una determinara forma de vida. En las actuales circunstancias, por desgracia, ya no me es dado optar por la Edad de Oro y acaso sea todavía pronto para una opción en pro de la realización del Reino Celestial sobre la Tierra. Y lo que se trataría, en suma, de saber es si el conjunto de factores —tanto infraestructurales como supraestructurales (desde el modo y las relaciones de producción vigentes a la cultura del momento en la más amplia acepción del vocablo)— que cooperan en la configuración de una forma moral de vida dan o no pie para poderla preferir racionalmente. 43
Ibíd., p. 166.
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Pero supongamos ahora que nuestra preferencia haya ido precedida de una deliberación exhaustiva, con lo que por lo menos habremos dado un importante paso en orden a considerarla razonada. Todavía no podríamos, sin embargo, trocar este último adjetivo por el de «racional», toda vez que careceríamos de la seguridad de que también haya de merecerlo nuestra decisión de poner dicha preferencia en ejercicio, esto es, nuestra elección de la forma de vida en cuestión. No tendríamos seguridad a menos de añadir el requisito de que tal elección sea suficientemente libre, lo que equivale a sentar una tercera condición de racionalidad: la de suficiente libertad a la hora de preferir esta o aquella forma moral de vida a esta o aquella otra. Para que la introducción de un término tan filosóficamente peliagudo como ése no complique las cosas en exceso, acaso resultase aconsejable renunciar a definir de modo positivo qué sea una preferencia libre, contentándonos, así pues, con caracterizarla negativamente44. Mi preferencia por una forma dada de vida, o por cualquier otra cosa de este mundo, no podría con entera propiedad ser llamada libre si se hallase internamente constreñida, como acontecería, por ejemplo, bajo el impulso de una pasión irresistible o —por decirlo en términos más clínicos que moralistas— bajo la acción, más o menos intensa, de trastornos mentales, desde una simple neurosis (reacciones de ansiedad, fobias, obsesiones y compulsiones) hasta las formas más complejas de psicosis. Y tampoco lo podría ser si se hallase externamente constreñida, en virtud, por ejemplo, de la constricción física (sea incoativa, como en un caso de amenaza; sea consumada, como en un caso de opresión o de violencia) o en virtud de otras formas —sin duda más sutiles, mas no por ello menos poderosas— de constricción, tales como las que se engloblan de ordinario bajo cualquiera de las variantes de la presión social (educación, creencias religiosas, idearios políticos, tabúes del grupo, influjo de la opinión pública, etc.). Una preferencia sería, por tanto, libre si no se halla determinada por la constricción interna o externa, de donde no habría de seguirse, desde luego, que se halle absolutamente indeterminada a menos que nos empeñemos —de acuerdo con el viejo, e infructuoso, planteamiento de la polémica en torno a la libertad y el determinismo— en negarnos a distinguir entre determinación causal y otras 44
Ibíd., p. 165.
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posibles determinaciones (como la determinación por medio de la voluntad del sujeto que prefiere, que evidentemente no excluye —más bien sucede lo contrario— la libertad de su elección). Podríamos concluir, pues, que si mi preferencia por una forma moral de vida satisficiese tales condiciones —a saber, y por enumerarlas en un orden inverso a aquel en que se acaban de citar, las de ser suficientemente libre, informada e imparcial—, sería racional. Como en otro lugar he subrayado expresamente, semejante condicional podría muy bien ser contrafáctico y su formulación en modo alguno está al servicio de la personal vanagloria de aquel que lo formula: «La precedente formulación hipotética es obligada en nuestro caso porque, por descontado, las mencionadas condiciones son condiciones ideales, que nunca se darían en la práctica: ¿cómo podría yo estar seguro de la suficiencia de mi libertad, mi información y mi imparcialidad a la hora de preferir...?»45. En rigor, tales condiciones ideales podrían únicamente concurrir en un preferidor considerablemente más capaz y afortunado que yo o que cualquier otro mortal —el preferidor al que antes se dio el título de «Preferidor Racional»—, por relación al cual, y desde nuestras respectivas posiciones enturbiadas por toda suerte de gangas e impurezas, todo lo que nos sería dado es preferir de modo tal que nuestras preferencias tendiesen a identificarse con la suya. Esto es, la idealidad de la preferencia —que más arriba constituía un acicate para invocar la instancia del Preferidor Racional— se nos presenta ahora más bien como el precio a pagar si deseamos continuar hablando de él. Lo cierto es, sin embargo, que el contraste entre sus espléndidas facultades prohairéticas y nuestra miserable situación resulta tan hiriente que no podría por menos de suscitar, acompañada o no de una secreta envidia, la crítica adversa. En consecuencia, no han faltado críticos que estimen que aquel precio a pagar es demasiado alto: «... Por nuestra parte, y a riesgo de parecer impenitentemente incrédulos, no podemos por menos de llamar la atención sobre lo escasamente verosímil que resulta el que se den, siquiera de un modo aproximado, esas condiciones. (La mera mención de la lucha de clases y algunos epifenómenos en consonancia tales como la manipulación informativa, la falsa conciencia ideológica o la coacción represiva, pongamos por caso, basta45
Cfr. supra, c. II, p. 93.
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rían para dar al traste con la más tibia ilusión al respecto). Mas, a fuerza de no desesperar, apostillan los partidarios de la preferencia racional, podemos considerar esas condiciones como el límite ideal al que tender a la hora de tomar decisiones prácticas. Y de ahí surgiría un encomiable pluralismo de signo tan liberal como resuelto a admitir un abanico de opiniones sucesivamente aproximadas —o, ¿por qué no?, equidistantes, con tal de imaginarlas en la curva misma del arco del abanico— al límite ideal de la Racionalidad Electiva... No se precisa de excesivo espíritu crítico para dar con el defecto fundamental de todos esos intentos de solución: su idealidad. Tal es la base de su inoperancia»46. La idealidad, así pues, ha acabado 46 Antoni DOMÉNECH, «Teoría, crítica y práctica (Un tópico de la filosofía española contemporánea)», Sistema, 7, pp. 53-71, p. 60. En el artículo de Doménech se discuten con agudeza algunos trabajos míos y es sometido a una devastadora crítica el anteriormente citado «“Es” y “debe”» (crítica a la que en parte, si bien sólo en parte, me había yo mismo adelantado en el también citado «Lógica, historia y racionalidad»). Como trasfondo de su propia posición Doménech cita, entre otros, los trabajos de Manuel SACRISTÁN «La tarea de Engels en el Anti-Dühring» (prólogo a la edición castellana de esta obra, México, 1968), «Lenin y el filosofar», Realidad, 19, p. 170 (recogido como prólogo a la edición castellana de Materialismo y empiriocriticismo, México, 1975), y «Nota sobre el uso de las nociones de razón e irracionalidad por Georg Lukács», en el volumen colectivo En homenaje a Lukács, Barcelona-México (en prensa), así como el de Jacobo Muñoz «Después de Wittgenstein» (Introducción a la trad. cast. de J. HARTNACK, Wittgenstein y la filosofía contemporánea, Barcelona, 1972); a título de ampliación de sus puntos de vista, puede verse por último A. DOMÉNECH, «A propósito de algunas interpretaciones del filosofar de Lenin (Contribución a un proyecto para poner el debate con la filosofía analítica sobre sus pies)», Zona Abierta, 3, 1975 (número monográfico dedicado a La filosofía actual en España), pp. 113-155. Aun si el propósito del presente trabajo no es confrontar mis posiciones con la sólida línea Sacristán-Muñoz-Doménech, deseo tomar ocasión de él para apresurarme a dar la bienvenida a la polémica voluntad de diálogo de este último. (Y, puesto que la crítica constituye el mejor modo de corresponder al regalo de la crítica, añadiré que encuentro un par de borrones en la impecable factura del artículo de Doménech. El primero constituye probablemente, si no se trata de una errata de imprenta, un error de interpretación. El artículo, cortando abruptamente el texto de una cita de mi trabajo «Nuevas perspectivas en la filosofía contemporánea de la ciencia», Teorema, 3, 1971, pp. 25-60, concluye haciéndonos decir a Feyerabend y a mí precisamente lo contrario de lo que pretendíamos decir —al menos lo que pretendía decir yo— a propósito de las relaciones entre metafísica, contexto de descubrimiento y contexto de justificación. La cosa, según creo, no afecta mucho al argumento de Doménech, pero la sensación de estar emitiendo fonaciones impensadas es de esas que nos ponen un
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en definitiva por perder —como vemos a tenor de este párrafo—toda posible orla de connotaciones encomiásticas para convertirse lisa y llanamente en objeto de execración. Por lo que a mí respecta, tendría que confesar que en la actualidad me siento cada día más inclinado a dar por bueno aquel reproche, en especial si la acusación vertida bajo el término «idealidad» actualizase toda su soterrada virulencia tras la sustitución de dicho término por la más fuerte invectiva de «idealismo». Pero, dándole tiempo al tiempo, querría antes conceder a nuestro denostado Preferidor una última oportunidad. Pues si, en efecto, nuestra asintótica aproximación no nos bastase para exonerarle de los cargos que amenazan con reducirlo a pura y simple fantasmagoría, ¿no cabría al menos hacer algo por apearle, sin merma de sus envidiables atributos, del mundo de la idealidad para hacer de él un sujeto nudo en la garganta. El segundo borrón entraña una ligera desviación de su grato fair play y lo señalo, a decir verdad, con más pesar que acrimonia, pues me disgusta el espectáculo de la reticencia en una mente joven. ¿A santo de qué viene insinuar —p. 70, n. 47— que aquel trabajo mío se habrá inspirado «muy probablemente» en la exposición que de la «nueva filosofía de la ciencia» hace el libro de C. R. KORDIG, The Justification of Scientific Change, Dordrecht, 1971? No sé si me pasaré de suspicaz, pero —puesto que Kordig no aparece citado para nada en mi trabajo— la conjetura da la sensación de acusarme de ocultar mis fuentes y, para colmo, con un libro como el de Kordig, con cuya interpretación de la cuestión estoy en absoluto desacuerdo. Comoquiera que sea, ni Doménech ni yo hemos de perder el sueño a cuenta de esa conjetura. Mi trabajo fue enviado a Teorema algunos meses antes de la aparición del libro de Kordig, en el que mal podía, por consiguiente, haberme inspirado. En cuanto al hecho de que mi exposición y la de Kordig coincidan más o menos ampliamente, tiene fácil explicación: con toda seguridad, ambos hemos bebido en fuentes comunes, a saber, las que con profusión se citan en la bibliografía de mi trabajo, que —como en él se reconoce expresamente— apenas si tenía otra pretensión que la informativa. Es muy posible que a lo largo de todas estas puntualizaciones me muestre un tanto picajoso, pero —aparte de que los años le vuelven a uno así aunque no quiera— tengo un alto concepto de la filosofía de la sospecha, y hasta de las virtualidades filosóficas de la mala uva, por lo que pienso, en consecuencia, que no hay que malgastarlas ociosamente. Por lo demás, ninguna de dichas puntualizaciones empaña lo más mínimo la muy sincera estima que la calidad del artículo de Doménech me merece. Y querría concluir agradeciéndole la representatividad —no es a mí a quien corresponde decidir si merecida— que me asigna dentro del frente filosófico, digamos, «liberal». Aun si con una punta de fastidio, ya he declarado alguna vez que no desdeño tal alineación).
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real, aun si no necesariamente de carne y hueso? Bien miradas las cosas, no es seguro que no haya otros sujetos que sujetos humanos, mientras que, en cambio, parece haber quien juzga harto probable que atributos como la imparcialidad tengan poco que ver con estos últimos. Pero las perfecciones vedadas a los hombres podrían ser asequibles a otros seres, como dioses o máquinas, que —suprahumanos o infrahumanos— aventajasen a los hombres asimismo en cuanto a su capacidad de deliberación y decisión. Información y libertad alcanzarían máximas cotas, supongamos, si las atribuyésemos a Dios. ¿Por qué no identificar con El, en consecuencia, al Preferidor Racional?47. En mi opinión, y lamentándolo, semejante identificación no se halla exenta de algún que otro inconveniente que, en última instancia, la concluiría tornando indeseable, aunque no sea más que porque —como es bien sabido— la coexistencia de atributos tales como la omnisciencia y la omnipotencia divinas ha planteado desde siempre una dificultad teológica de envergadura. Para hacerle frente, en cualquier caso, sería precisa toda la habilidad del Dios de Leibniz atareado en conjugar la infinita sabiduría que le lleve a conocer cuál sea el mejor de los mundos posibles y la libérrima voluntad que, no obstante, no haya de permitirle no elegirlo. Creo que nuestro Preferidor tiene ya por su cuenta suficientes problemas como para abrumarle con la carga aditicia de estos otros. Pero ya que no Dios, y por seguir ahora la pista de otro sueño leibniziano, ¿no podría el Preferidor Racional ser identificado con una máquina capaz de automatizar el ejercicio de su racionalidad?48. Al fin y al cabo, en nuestros días no sólo se admite sin mayores escrúpulos que una máquina pueda pensar, y hasta elegir, sino que incluso se ha llegado a cuestionar si acaso el hombre es capaz de pensar y de elegir en un otro sentido que una máquina49. Naturalmente, la cantidad de información que una máquina al47 La sugerencia me fue hecha, con su proverbial socarronería, por mi compañero Carlos Solís en el curso de una tormentosa sesión del Seminario del Departamento de Filosofía de la Universidad Autónoma de Madrid. 48 Debo una interesante indicación en tal sentido a una ya antigua comunicación epistolar de mi buen amigo Salomon Klaczko, de la Universidad de Frankfurt, de quien muy bien podría decir en estos momentos que «ignoro si se halla vivo o muerto». 49 Dejando a un lado la célebre respuesta de A. M. TURING a la primera de aquellas cuestiones —cfr. «¿Puede pensar una máquina?» (trad. cast. de «Computing Machinery
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cance a procesar en cada caso tendría que ser finita, lo que en definitiva la asemeja más al cerebro humano que a la mente divina, pero nuestro Preferidor sin duda se daría por satisfecho con algo menos que una cantidad infinita de información. Por otra parte, la máquina de marras no tendría por qué ser —como las máquinas antiguas— una máquina forzada a actuar de modo estrictamente predecible, a la manera de un mecanismo de relojería, cuando sabemos hoy que las modernas máquinas automatizadas son precisamente capaces de originar información en la medida en que sus elecciones no se hallan absolutamente constreñidas, aun si quizás tengan que estarlo en alguna medida —sea por respecto a sus propios estados, sea por respecto al medio externo— si se desea evitar que su actuación sea sencillamente azarosa como ni tan siquiera lo es la de los hombres, concesión ésta que de nuevo cabría sin duda demandar a nuestro Preferidor. Ni en lo tocante a la información ni en lo tocante a la libertad habría tal vez, por consiguiente, demasiadas dificultades a la hora de aceptar la presente versión o encarnación —si nos es permitido hablar en estos términos— del Preferidor Racional. Las dificultades, no obstante, se tornan punto menos que insalvables al intentar acomodar dentro de un tal programa de exhaustiva automatización del ejercicio de la racionalidad la condición o el requisito de la imparcialidad. Al menos hoy por hoy, el instrumental más refinado con que contamos al efecto de pergeñar modelos de actuación o conducta racional vendría suministrado por la teoría matemática de la decisión, la fecundidad de cuyas aplicaciones en los dominios de las ciencias de la conducta nadie se atrevería a negar. Ayudándose en caso necesario de modelos estocásticos, la teoría matemática de la decisión podrá irnos ofreciendo descripciones o pautas de racionalidad —esto es, modelos «descriptivos» o «normativos» de conducta racional— cada día más precisos, sea and Intelligence», Mind, 236, 1950, por M. Garrido y A. Antón en Cuadernos Teorema, 1, 1974)—, W. ROSS ASHBY no muestra empacho alguno en responder afirmativamente a la segunda en «Induction, Prediction and Decision-Making in Cybernetic Systems», en H. E. KYBURG-E. NAGEL (eds.), Induction. Some Current Issues. Middletown, 1973, pp. 55-66, con el consiguiente escándalo, no del todo injustificado, de los filósofos asistentes a la lectura de su trabajo en el Simposio de ese título habido en la Wesleyan University (véanse, por ejemplo, las intervenciones de Max BLACK y Richard BRAITHWAITE en «Comments and Discussion on Ashby Paper», ibíd., pp. 67-73).
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que los refiramos al comportamiento efectivo de sujetos humanos, sea que los refiramos al imaginario comportamiento de un sujeto como podría ser, entre otros, el Preferidor Racional que nos ocupa. El problema estriba, sin embargo, en qué haya de entenderse por «racionalidad» en un contexto semejante. Pues, en efecto, una «decisión racional» no es otra cosa —dentro de este último— que una «decisión óptima», entendiendo por tal la decisión más favorable a la consecución de la finalidad que en cada caso persigan los sujetos. Como tantas veces ha sido puesto de relieve, y dejando a un lado notables diferencias de matiz que en absoluto convendría desdeñar, el homo rationalis de la teoría de la decisión vendría a relacionarse estrechamente con el homo oeconomicus que trata de maximizar sus beneficios, lo que de paso explica el éxito contemporáneo de la teoría económica de la decisión. Y, como asimismo se ha señalado alguna vez, el encanto que todavía conservan hoy los viejos psicólogos humanistas acaso no resida tanto en su insistencia en recordarnos que el hombre es algo más que una computadora cuanto en su insistencia en recordarnos que no se deja reducir al hombre económico50. Por lo demás, no pretendo insinuar que la imparcialidad no tenga sitio dentro del cuadro de conceptos con que se conceptúa de ordinario la conducta económicamente racional. El hombre racional en el sentido de la teoría de la decisión, económica o no, siempre podrá intentar universalizar sus propios criterios de decisión o sus principios. Pero no necesita hacerlo, desde luego. Y si la racionalidad de sus actos no envolviese sino consideraciones relativas a la eficacia de los medios de que el agente se haya de valer en orden a conseguir sus fines, no tendríamos otro remedio que distinguir entre ese género de racionalidad — asequible en principio a un criminal astuto cuya astucia corra pareja a su insensibilidad moral— y la racionalidad propiamente relevante a efectos éticos, que era la que en rigor atribuíamos al Preferidor Racional51. 50 Véanse sobre este punto las atinadas observaciones de Wayne LEE, Decision Theory and Human Behavior, Nueva York, 1971, pp. 322-334. 51 Sobre la base de la hipótesis del Master Criminal (cfr. G. R. GRICE, The Grounds of Moral Judgment, Cambridge, 1967, c. I y pp. 135-140), que ha inducido a Geoffrey GRICE a declarar equivalentes «inmoralidad» e «irracionalidad», David A. J. RICHARDS, A Theory of Reasons for Action, Oxford, 1971, pp. 75 y ss., propone distinguir entre rationality (a cuyo cargo correría la dilucidación de los medios más adecuados para la consecución de los fines
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Mas si no en un sujeto supra o infrahumano, ¿no cabría todavía tratar de personificar a aquel último —o de despersonalizarlo, como acaso fuera más apropiado decir— en una suerte de sujeto transhumano, sea entendido a la manera de un «sujeto trascendental», sea entendido —con un trascendentalismo, si se quiere, rebajado— a la manera de «la comunidad de los sujetos humanos en tanto que sujetos racionales»? Si la trascendentalidad de que hablamos se interpreta como un método de investigación interesado en estudiar los hechos —cuya existencia habría que dar por presupuesta— desde el punto de vista de sus condiciones formales de posibilidad, nuestras dos consideraciones vendrían sin dificultad a confluir. Y ambas, en cualquier caso, pudieran darse cita en el muy renombrado enfoque de la cuestión por parte de John Rawls, que a continuación trataremos de adaptar —para concluir— a los propósitos de la presente argumentación. El enfoque aludido guarda, según su autor expresamente reconoce, estrecha afinidad con el kantiano, preferentemente tenido en cuenta, a su vez, a la luz de la tradición teórica del «contrato social» que desde Locke discurre hasta Kant pasando por Rousseau52. Pero, por lo demás, ha de quedar bien claro que lo que aquí se intenta es —lo repito—una adaptación de tal enfoque y sólo eso, pues lo que a Rawls primariamente le interesa no es teorizar acerca de la preferencia racional sino elaborar sobre esta base «una teoría de la justicia» cuyas implicaciones rebasan generosamente los dominios de la filosofía moral para incidir en varios otros, desde el derecho a la economía53. del agente, cualesquiera que éstos sean) y reasonableness (a cuyo cargo correría la evaluación de esas finalidades a la luz de consideraciones morales). La distinción no es en manera alguna superfetatoria y guarda en cierto modo parentesco con la bien conocida distinción francfortiana entre racionalidad «técnica» y «práctica» que he hecho mía en otros lugares (cfr., por ejemplo, «Ética y ciencias sociales», en Varios. Filosofía y ciencia en el pensamiento español contemporáneo (1960-1970), Madrid, 1973, pp. 277-297, y «Teoría crítica y razón práctica», Sistema, 3, 1973, pp. 33-58; cc. IV y V, respectivamente, de este libro). Pero, puesto que de lo que se habla aquí es precisamente del segundo tipo de racionalidad y no parece haber lugar a equívocos, no creo tampoco necesario introducir ninguna nueva precisión terminológica. 52 J. RAWLS, A Theory of Justice, cit., pp. 11-17. 53 Entre nuestros filósofos del Derecho Rawls no ha tenido todavía ocasión de ser comentado con la atención que merece, aunque imagino que su obra no escapará a la fina percepción de Elías DÍAZ en alguna próxima edición de su excelente Sociología y Filosofía del
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Aunque en lo que sigue tengamos que rozar de pasada algunos de esos otros aspectos de la teoría, nos centraremos ante todo en sus aspectos éticos, aspectos a los cuales someteremos aún a la artimaña más o menos wittgensteiniana de explotar —exagerándola cuanto hayamos menester— la indudable correlación que su misma etimología sugiere entre la problemática de la justicia y la de la justificación moral54. Y esta última referencia nos obliga, antes de proseguir, a situar a la teoría de Rawls dentro del cuadro de conjunto no sólo de la ética actual, sino también de la pasada y, si no es mucho aventurar, de la futura. Aceptando la clasificación de uno de sus críticos55, dentro de la filosofía moral podríamos distinguir tres áreas capitales de discusión: en primer término, la discusión de cuestiones lógicas relativas al significado y la función de los conceptos morales; en segundo término, la discusión de cuestiones criteriológicas concernientes a los patrones normativos usados, o recomendados para su uso, a la hora de decidir lo que se debe hacer; en tercer término, la discusión de cuestiones metafísicas acerca de los supuestos del pensamiento moral y de su conexión o falta de ella con otros diversos modos de pensamiento establecidos. En opinión de dicho crítico, la teoría que ahora nos atañe sólo tiene que ver marginalmente con el primer tipo de cuestiones, lo que parece estar fuera de dudas; se halla casi exclusivamente dedicada a las cuestiones del segundo tipo, lo que probablemente se aproxima bastante a la verdad; y para nada entra en las del tercero y último tipo, lo que quizás sea en buena parte cierto, aun si me temo que el sesgo trascendentalista que vamos a imprimirle delate para muchos una especie de colusión con intereses espurios, a saber, intereses referidos a semejante área de cuestiones «metafísicas», que no serán, en cualquier caso, más ni menos interesantes por el hecho de que el autor que comentamos o sus críticos deseen entrar en ellas u opten por darlas de lado. Comenzando, no obstante, por el segundo tipo de cuestiones, la de Rawls es una teoría de la justicia distributiva —esto es, una teoría de la justa distriDerecho, Madrid, 1971. El primer eco de la misma entre nuestros economistas es, que yo sepa, el trabajo de Emilio ALBI, «La teoría de la justicia de Rawls y el criterio redistributivo maxi-min», Revista Española de Economía, 2, 1974, pp. 33-46. 54 Véanse, en apoyo de esta estrategia, las sugerentes observaciones de Hanna F. PITKIN, Wittgenstein and Justice. On the Significante of Ludwig Wittgensein for Social and Political Thought, Berkeley-Los Angeles-Londres, 1972, pp. 183 y ss. 55 D. D. RAPHAEL, «Critical Notice of A Theory of Justice», Mind, 329, 1974, pp. 118-127.
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bución de derechos y deberes, beneficios y cargas, etc., entre los miembros de la sociedad— que podría en principio competir ventajosamente con algunas de las teorías normativas más acreditadas en la filosofía moral de los dos últimos siglos y, por lo pronto, en la escrita en lengua inglesa. Así acontece, por ejemplo, con el utilitarismo, en cuya crítica a manos de Rawls alcanza particular resonancia el influjo kantiano56. Según el utilitarismo clásico —y, para nuestros efectos, cualquiera de sus modernas variantes—, una sociedad se hallará justamente ordenada cuando sus principales instituciones contribuyan a procurar el mayor balance neto de satisfacción deducible de las satisfacciones e insatisfacciones de la totalidad de sus miembros57. Teniendo a la vista la noción de racionalidad económica considerada más arriba, alguien podría pensar que la concepción utilitarista de la justicia es la más racional en cuanto constituye una transposición al plano social de los principios prudenciales que regían la racionalidad individual en tal sentido. Un individuo prudente es el que trata en cada caso de sacar el mayor partido de los medios disponibles para la obtención de un fin determinado, de suerte que obrará prudentemente contrapesando unas con otras sus propias pérdidas y ganancias, imponiéndose hoy un sacrificio para obtener mañana una compensación y procurando de este modo maximizar en última instancia su satisfacción total. ¿Por qué no 56 RAWLS, op. cit., pp. 22-33, 161-175, 183-192. La crítica de Rawls al utilitarismo ha levantado un considerable revuelo en el contexto de la filosofía moral anglosajona, dando lugar a toda suerte de reacciones, de entre las que se pueden ver a título de muestra las de David LYONS, «Rawls versus Utilitarianism», The Journal of Philosophy, 69, 1972, pp. 535-545; Dan W. BROTK, «Recent Work in Utilitarianism», American Philosophical Quarterly, 10, 1973, pp. 241-276; y Jan NAVERSON, «An Overlooked Aspect of the Fairness-Utility Controversy», The Journal of Value Inquiry, 8, 1974, pp. 124-130. Cfr. asimismo J. J. C. SMART y B. WILLIAMS, Utilitarianism. For and Against, Cambridge, 1973. 57 RAWLS, ibíd., p. 22, n. 9 al pie, toma a Henry SIDGWICK (The Methods of Ethics, 7.ª ed., Londres, 1907) como exponente de la teoría moral utilitarista. En sus Outlines of the History of Ethics (5.ª ed., Londres, 1902), el propio SIDGWICK presenta una historia del utilitarismo cuyos orígenes remonta a Shaftesbury y Hutcheson para hacerla culminar en J. S. Mill, tras de pasar por Hume, Adam Smith y Bentham. Sus Principles of Political Economy (Londres, 1883) han podido ser considerados, finalmente, como precursores de The Economics of Welfare de PIGOU. Para una actualización de la temática filosófica del utilitarismo, véase David LYONS, Forms and Limits of Utilitarianism, Oxford, 1965. Cfr. asimismo Anthony QUINTON, Utilitarian Ethics, Londres, 1973.
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aplicar entonces esos principios al cuerpo social en su conjunto, considerando que lo que es racional para un hombre habría también de serlo para una asociación de hombres? De la misma manera que el bienestar de una persona se construye a partir de la serie de las satisfacciones experimentadas en los diferentes momentos de su vida, el bienestar del grupo habría de construirse en base a la satisfacción de los sistemas de deseos de quienes lo integran en un momento dado, resultando en última instancia de la maximización de su total de satisfacción. La justicia social vendría, en definitiva, a reducirse al ejercicio de la prudencia racional puesta ahora al servicio de semejante concepción agregativa del bienestar de la colectividad. Ahora bien, la identificación entre justicia y bienestar sociales no parece fácilmente admisible tan pronto se repara en que el segundo podría colisionar —y colisiona de hecho con frecuencia— con la primera: la condena de un inocente pudiera no turbar, e incluso incrementar en ocasiones, el bienestar de una comunidad demasiado celosa de su tranquilidad o simplemente amante del orden por encima de todas las cosas; mas no por eso sería menos injusta. Y hasta cabría acordar con Rawls que toda persona posee un fuero inalienable, fundado en la justicia, ante el que ni siquiera prevalece la consideración de la suerte que la sociedad entera pueda correr o dejar de correr58: Fiat justitia, pereat mundus! Reconozco que es grato, por lo menos, oír de vez en cuando en estos tiempos afirmaciones como aquélla, que según Rawls expresaría nuestra convicción intuitiva del primado de la justicia. Por las razones antedichas, y además por desventura, no estoy en cambio tan seguro de la unanimidad del género humano en dicha convicción. O tal vez sea que no me fío gran cosa del concierto de nuestros respectivos poderes de intuición. De ser unánimes los hombres en materia de intuiciones morales, el intuicionismo ético hubiera sido una doctrina más feliz en sus peripecias y los intuicionistas habrían podido coincidir siquiera en la propuesta de sus correspondientes éticas normativas59. El que no haya ocurrido así desaconseja encomendarles la elaboración de la proyectada teoría de la justicia, para la que, en consecuencia, se impone buscar una distinta vía. 58
RAWLS, ibíd., p. 3. Ibíd., pp. 34 y ss. (La discusión rawlsiana del intuicionismo —cualquier cosa, a decir verdad, menos intuitiva— resulta sorprendente en más de un punto, comenzando por su considerable complejidad). 59
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La que propone Rawls tiene por punto de partida el establecimiento de una hipótesis: la de una «situación originaria» en que los miembros de la sociedad —todos ellos agentes racionales en condiciones de igualdad— se supone que tienen ocasión de reunirse y proceder a la distribución de una serie de bienes primarios, ya jurídicos (como derechos civiles), ya económicos (como la renta o el patrimonio), que responden a las que se podrían considerar sus necesidades comunes, cualesquiera que puedan ser, aparte de ellas, las necesidades individuales privativas de cada cual. Los principios que inspiren el procedimiento de distribución escogido por tales agentes racionales en tales condiciones de igualdad habrían de convertirse, en un paso ulterior, en elementos constitutivos del concepto de justicia60. Pero antes de conocer las conclusiones de una tal asamblea habría que añadir algo sobre la identidad de los asambleístas. Cuando se exige de los mismos que sean «agentes racionales», la idea de racionalidad que se está manejando es la convencionalmente vigente en los dominios de la teoría de la decisión, idea que —como ya sabemos— habría de permitir la movilización de los agentes en la prosecución de su propio provecho o, dicho con otras palabras, convertiría a la racionalidad en algo perfectamente compatible con el egoísmo. Rawls no pretende que con aquella idea se agote el tratamiento de la racionalidad, y enseguida veremos que ni siquiera ocurre así dentro de su teoría61. Mas lo que le interesa en este punto es, justamente, excluir la posibilidad del altruismo. Nada hay de ilegítimo en semejante exclusión metodológica. Una hipótesis se halla autorizada a adelgazar la realidad siempre que necesite hacerlo así a tenor de sus recursos y, a decir verdad, para eliminar de esta última todo vestigio de altruísmo quizás no se precise de una dieta excesivamente rigurosa. Rigurosa o no, la dieta de adelgazamiento no podría ser más oportuna en este caso: sin egoísmo —advierte Rawls— no habría conflicto de intereses, con lo que la distribución de nuestros bienes dejaría también de ser conflictiva y su teoría de la justicia perdería, en fin, todo aliciente. Bastante menos explícito resulta, en cambio, el contenido de la cláusula «en condiciones de igualdad», condiciones de las que habrían de disfrutar todos los implicados en la situación originaria. Igualdades hay 60 61
Ibíd., c. III, esp. pp. 136 y ss. Ibíd., pp. 142 y ss. (Cfr., por otra parte, todo el capítulo VII, pp. 395-452).
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ciertamente muchas, desde el «todos somos fisicoquímicamente iguales» de Brave New World a la del comunismo libertario, sin que Rawls nos indique de cuál habla. Pero, dados los menesteres para los que han sido convocados los asistentes a la reunión que estamos celebrando, hay tres cosas por lo menos en las que todos ellos tendrían que ser iguales. En primer lugar, todos ellos tendrían que ser igualmente libres, pues si así no fuera quedaría arruinado el experimento que con ellos se trata de emprender: el hecho de que la misma libertad sea un bien a distribuir no excluye, antes exige, esa coincidencia inicial. En segundo lugar, todos ellos tendrían que gozar de un parejo nivel de información, lo que comportaría su igualación tanto en lo que conocen cuanto en lo que ignoran: en rigor, el experimento exige recubrirlos de un «velo de ignorancia» en lo tocante a sus características personales —por ejemplo, su inteligencia u otras disposiciones naturales— y su puesto —por ejemplo, su función o la clase en la que se hallen encuadrados—dentro de una determinada sociedad, cuyo concreto estado —organización, grado de desarrollo y demás— desconocerían asimismo. Estos pequeños sacrificios en materia de información tienden a asegurar, en tercer lugar, la más fundamental de las coincidencias iniciales exigidas a los participantes en el experimento: a saber, todos ellos tendrían que ser imparciales por igual al acordar a qué principios de justicia distributiva desean acogerse. La teoría rawlsiana, en efecto, ha podido ser rotulada una teoría de la «justicia como imparcialidad»; y su contenido —el resultado, digamos, del experimento, o la conclusión a que nos permiten arribar aquellas premisas— se dejaría expresar bajo la forma de un contrato en que las partes contratantes manifiestan qué distribución de los bienes prefieren, esto es, consideran justa62. En opinión de Rawls, y supuestas las condiciones precedentemente atribuidas a la situación originaria, habrían de preferir en primer término una distribución equitativa de esos bienes; y, en segundo término, tan sólo aceptarían una desviación de tal norma cuando la desigualdad funcionase en beneficio de todo el mundo o, en cualquier caso, de los menos favorecidos. Puesto que cada individuo igno62 Destinado a servir de fundamento a su teoría de la «justicia como imparcialidad» (justice as fairness), el experimento de Rawls podría ser caracterizado, en efecto, como «un problema de elección en condiciones de incertidumbre» (ibíd., pp. 150 y ss.). En cuanto al contenido de los «principios de justicia», cfr. c. II.
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raría si ha de encontrarse o no entre éstos, Rawls cree poder concluir que nuestros dos principios «se deducen» de las premisas previamente establecidas. Lo cierto es, sin embargo, que no lo harían así sin la actuación de una o varias premisas psicológicas elícitas. De no mediar una premisa de esa índole en favor de la propensión al igualitarismo, nada nos aseguraría, por ejemplo, de que las partes no prefieran —arriesgándose así tanto a perder como a ganar en el reparto— una distribución de acuerdo con el mérito de cada quien. A la inversa, otro ejemplo, la tendencia al igualitarismo podría ser aún más drástica si las partes rehusasen la menor desviación de la norma de equidad —prefiriendo, supongamos, que nadie se enriquezca más que otros, aun si ello repercute en detrimento del posible enriquecimiento de estos últimos—, conclusión que Rawls se ve obligado a prevenir estipulando que las partes no han de abrigar en ningún caso sentimientos de envidia. Comoquiera que sea, el contenido de los principios de justicia distributiva es accidental para Rawls, quien sostiene que los principios podrían haber sido otros sin por eso modificarse la sustancia de su teoría. Prosiguiendo con ella, alguien pudiera sospechar que —al presentarla tal y como lo acabamos de hacer— hemos tratado de llevar, en cierto modo, agua a nuestro molino. La sospecha acaso no carezca de algún fundamento por lo que se refiere a la presentación, pero lo que no creo es haber exagerado el evidente parecido entre nuestro hipotético Preferidor Racional y la hipótesis rawlsiana de la situación originaria. Por lo demás, tal parecido entre una y otra hipótesis nada tiene de sorprendente si se piensa en el hincapié que ambas hacen en la imparcialidad, hincapié que sabemos es tan rancio como la historia misma de la ética. De hecho, el precedente más remoto —al menos que yo sepa— de la situación originaria de Rawls lo encontramos en el mito de Er del libro X de la República platónica, en que el destino de las almas se decide a medias por sorteo y por elección con el fin de salvaguardar a un mismo tiempo la libertad y la imparcialidad de esta última. Más aún, Rawls reconoce abiertamente el parentesco existente entre su hipótesis y las bien conocidas del Espectador Imparcial o el Observador Ideal, que por lo menos son primos lejanos del Preferidor Racional63. Lo que dife63 La teoría del Espectador Imparcial tiene su origen en conocidos pasajes del Treatise of Human Nature de HUME y The Theory ol Moral Sentiments de ADAM SMITH, de donde pasaría a formar parte del acervo de la tradición utilitarista (cfr. John PLAMENATZ, The English Utilita-
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rencia de éste a aquellos dos —a saber, la pasividad del segundo (que, en rigor, podría orientar las preferencias ajenas, mas no es de suyo ningún preferidor) y las concomitancias del primero con el utilitarismo (más o menos mitigadas por la benevolencia, sus preferencias no serían racionales sino en el limitado sentido del esquema medios-fines impuesto por la subordinación de la racionalidad al principio de utilidad)— es también lo que los diferencia, dejando a un lado ahora otras diferencias de menor cuantía para nuestros efectos, de los protagonistas del contrato social de Rawls. Pues tales protagonistas no son ni más ni menos que «preferidores racionales». Rawls cree, por otra parte, que la idealidad de su situación originaria no empaña la evidencia de que las partes contratantes se comportan en el experimento como lo harían en la vida real. Pero esa creencia es cuando menos discutible. En realidad, no hay ninguna garantía de que —una vez descorrido el velo de ignorancia— dichas partes no se vean abandonadas de la ecuanimidad que propiciaba la placidez asambleística para pasar a empeñarse en una feroz lucha de todos contra todos. Lo único que cabría decir en ese evento es que estarían obrando «injustamente», pero todos sabemos que las obras no siempre se acompasan a los altos principios que confesadamente las presiden. Para expresarlo concisamente, y por continuar con el símil del contrato social, entre la situación originaria de las partes contratantes y su situación en la vida real pudiera muy bien darse una distancia comparable a la que —en el modelo rousseauniano— se da entre la «voluntad general» y la «voluntad de todos»64. O, lo que viene a resultar igual, la idealidad de los preferidores racionales de Rawls no sería menor que la de nuestro Preferidor Racional, del que, a la postre, vendrían a ser progenie. Tal y como hasta aquí hemos venido harians, 2.ª ed., Oxford, 1958, y T. K. HEARN (ed.), Studies in Utilitarianism, Nueva York, 1971). En cuanto a la del Observador Ideal, se halla por vez primera expuesta en el muy influyente ensayo de Roderick FIRTH, «Ethical Absolutism and the Ideal Observer», Philosophy and Phenomenological Research, 12, 1952, pp. 317-345 (cfr. su discusión con Richard BRANDT, «The Definition of an “Ideal Observer” Theory in Ethics», ibíd., 15, 1955, pp. 407-413, 414-421, 422423). Para las relaciones de la teoría de RAWLS con una y otra, véase op. cit., pp. 184 y ss. 64 Recuerdo en este punto que hace ya tiempo Pedro Schwartz, en una sesión del Seminario de Historia de las Doctrinas Económicas de la Universidad Complutense de Madrid, llamó mi atención perspicazmente sobre la analogía entre la hipótesis del Preferidor Racional y la de la volonté générale.
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blando de ellas, las condiciones de libertad, información e imparcialidad no son precisamente un ramillete de bellas cualidades que atribuir a las preferencias de ningún sujeto real, dado que tales preferencias podrían no ser nunca racionales. Son simplemente las condiciones —condiciones transcendentales— que, con un poco de suerte (y, ¿por qué no reconocerlo?, un poco de buena voluntad), habrían de posibilitar su racionalidad. La afinidad entre las dos hipótesis se halla por otra parte lejos de constituir un regalo de la fortuna para el Preferidor Racional, pues lo único que entraña es la obligación de sumar a los de éste los achaques que quepa detectar en la teoría de Rawls. Justamente celebrada por su defensa del igualitarismo y su oposición a la meritocracia, la teoría de Rawls ha podido ser catalogada —con no menos acierto— como una «teoría liberal de la justicia»65. Si el socialismo, por ejemplo, se identifica con el igualitarismo en la distribución, aquella forma de liberalismo resultaría en principio compatible con el socialismo. Pero, en rigor, sería ajena a —se hallaría, o pretendería hallarse, «por encima de»— una fundamental opción entre el socialismo y su contrario, en el sentido de resultar igualmente compatible con cualquiera de los dos. Lo característico del liberalismo así entendido sería precisamente esa voluntad de situarse au dessus de la melée, considerando como puras y simples contingencias detalles tales como el de la propiedad pública o privada de los medios de distribución no menos que de producción. A la base de semejante actitud se hallaría, en definitiva, la clásica visión de la sociedad como un conjunto de elementos autónomos e independientes que cooperan en la medida en que dicha cooperación sirve a sus respectivos intereses, tal y como acontece en el modelo de las relaciones de mercado. Y todo lo que luego restaría por hacer es extender un tal modelo contractual —advirtamos, no obstante, de pasada que la justicia conmutativa tendría que entrar aquí en juego en medida siquiera comparable a la distributiva— al propio mundo de las relaciones políticas. Como se apuntaba hace un momento, el contenido de sus principios de justicia distributiva no pasaba de accidental para Rawls; pero, si no fundamental para la supervivencia de la teoría en su conjunto, su quiebra podría al menos servir 65
Brian BARRY, The Liberal Theory of Justice (A Critical Examination of the Principal Doctrines in A Theory of Justice by John Rawls), Oxford, 1973.
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de ilustración de las limitaciones de la misma. En lo esencial, esos principios se dejan resumir en el llamado «criterio distributivo maximin» o regla de distribución tendente a maximizar la peor posición, que —al igual que el criterio de Pareto, al que incorpora de algún modo— habría de permitir, según sabemos, las desigualdades siempre que con ellas coexista un beneficio (y no comporten un perjuicio) para los menos favorecidos. Rawls cuida de advertir que esas desigualdades no serían excesivas en una economía competitiva (con o sin propiedad pública) dentro de una sociedad abierta, pues el incremento de las expectativas de los grupos sociales más favorecidos contribuirá indefinidamente a mejorar la situación de los menos favorecidos. Pero, como se ha señalado, esa agradable convicción de que las cosas buenas se hallan entrelazadas como las cerezas parece digna de la inspiración del Dr. Pangloss66. Y sus efectos prácticos no la hacen que digamos merecedora de alabanza: sirvió de freno bajo el capitalismo de otros tiempos, y continúa de vez en cuando haciéndolo bajo el neocapitalismo, a un cierto sindicalismo temeroso de que cualquier intento radical de mejorar la situación de los trabajadores a expensas de la de sus patronos resultase a la larga perjudicial para los primeros; en tanto que, para tranquilidad de los segundos, ha dado normalmente pie a los gobernantes para desistir de antemano de todo intento serio de redistribución en el sentido de aligerar a los más favorecidos del peso de sus beneficios con el fin de incrementar los beneficios de los menos favorecidos. Y si de los principios rawlsianos de justicia retornásemos al meollo de su teoría, se echaría de ver cómo ésta se halla de raíz aquejada de la misma ambigüedad típicamente liberal. Como por nuestra parte no hemos dejado de puntualizar, dicha teoría es una «construcción analítica» —en una acepción más kantiana que contemporánea de la adjetivación— mediante la que se simula la actuación de unas personas que en una determinada situación y bajo unas determinadas condiciones establecen un pacto o acuerdan un contrato, lo que de entrada exime a ese modelo heurístico de toda servidumbre más o menos realista67. 66
B. BARRY, op. cit., pp. 108 y ss. El no haberlo sabido comprender así bastaría para descalificar la crítica de HARE, «Rawls’ A Theory of Justice», Philosophical Quarterly, 23, 1973, pp. 144-155 y 241-252, agarrotada en líneas generales por su esclerótica incapacidad de hacerse cargo del new ethical 67
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Ello es muy cierto, como lo era ya a propósito de la teoría del contrato social en sus más caracterizadas versiones precedentes. Pero esa consideración a tergo de los hechos, desde las condiciones de su posibilidad, no nos tiene por qué vedar su consideración a fronte, esto es, desde la perspectiva de su incompleta realización. Si la libertad, la información y la imparcialidad hubieran de ser las condiciones posibilitantes de un cierto género de racionalidad, el descontento provocado por la insuficiente racionalidad de nuestra vida social podría sin duda traducirse en un programa de acción en pro de la efectiva instauración de tales condiciones. Con lo que el planteamiento de nuestra cuestión habría salido del dominio de las meras construcciones analíticas para inscribirse en una nueva dimensión, incuestionablemente «política». De hecho, eso fue justamente lo que aconteció con la teoría clásica del contrato social. La teoría rousseauniana del contrato, por ejemplo, no fue nunca entendida por su autor como una reconstrucción histórica del origen de los gobiernos68, en cuyo caso hubiera sucumbido fácilmente a las objeciones de los historiadores resueltos a denegar que algún gobierno haya sido alguna vez deliberadamente establecido en virtud de un contrato. Por el contrario, se trataba de una construcción conceptual —una suposición—destinada a explicar la existencia de ese hecho que llamamos el hecho del gobierno. Mas nadie negará que en el destino de la teoría que desde nuestra más tierna infancia venimos atribuyendo a «un hombre nefasto llamado Juan Jacobo Rousseau» se incluía asimismo una notable proyección de orden político. Lo que ocurrió con la teoría clásica del contrato es look impuesto por aquella obra. Uno de los objetivos del presente trabajo es el de prevenir contra la engañosa tentación (o, más exactamente, contra algunas tentaciones engañosas) del «trascendentalismo ético». Pero no hace falta conceder a Karl-Otto APEL que el pensamiento trascendental constituye el horizonte de toda auténtica filosofía y, muy concretamente, de toda auténtica filosofía moral (cfr. su Transformation der Philosophie, 2 vols., Francfort del Main, 1973) para admitir que su incomprensión —de la que hace sobradamente gala Hare con el intento de reducir a términos empiristas los planteamientos de Rawls— constituye, cuando menos, un penoso síntoma de indigencia filosófica. 68 J. W. GOUGH, The Social Contract. A Critical Study of Its Development, 2.ª ed., Oxford, 1967, pp. 164-174 (cfr. asimismo R. D. MASTERS, The Political Philosophy of Rousseau, Princeton, 1968, pp. 301 y ss.).
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que, como todo el legado ideológico del liberalismo, fue políticamente ambiguo69. De la teoría del contrato, en alguna de sus variantes y aun si no siempre exenta de incoherencia, se encuentran rastros en un teórico del pensamiento contrarrevolucionario como Burke, para quien el Estado vendría a representar la materialización de un consenso originario, plasmado en el pasado en una constitución inviolable y garante en el futuro de la preservación del mismo esquema de gobierno. No es de extrañar, en consecuencia, que la teoría del contrato fuera repudiada por Godwin, y ello no tanto a causa de su potencial conservadurismo cuanto debido a su aplastante inanidad: la realidad del Estado, en efecto, haría innecesaria la hipótesis del contrato social. Pero, comoquiera que sea, tampoco deja de ser cierto que la teoría del contrato sobrevivió no sólo en los teóricos de la Revolución Francesa sino que —a su modo—también lo hizo en los del anarquismo a lo Proudhon: un efectivo acuerdo entre los hombres podría, después de todo, tornar innecesaria la existencia misma del Estado. Y de ahí que el anarquismo, dicho sea a la manera de un inciso, constituya un sugerente tema abierto a la reflexión de los escasos liberales que queden en el mundo y que deseen honradamente seguir siéndolo70. No hay que añadir que el sesgo político que acaba de adquirir nuestro discurso nos obliga definitivamente a cambiar de continente. Esto es, se impone abandonar el mundo enrarecido que servía de morada al Preferidor Racional (y a su teratológica parentela: el Espectador Imparcial, el Observador Ideal y cualesquiera otros vicarios suyos, hieráticos pobladores todos ellos de un Museo filosófico de Figuras de Cera), pasando de una vez a transitar con nuestra problemática por el mundo cálido y turbulento de la historia. Un mundo, como nos consta ya de sobra a estas alturas, escasamente familiar a la concepción analítica de la racionalidad —en una acepción ahora plenamente contemporánea de la adjetivación—, pero que acaso sea el único mundo donde pueda de veras cobrar vida la razón. 69 Véase al respecto mi trabajo «Filosofía y sociedad en Bertrand Russell», Revista de Occidente, 101-102, 1971, pp. 279-297 (cap. III de este libro), pp. 293 y ss. 70 Anarquismo que, desgraciadamente, tampoco se halla a su vez libre de ambigüedad, como permite apreciarlo esa irritante muestra de «anarquismo de derechas» que es el tan celebrado libro de Robert NOZICK, Anarchy, State, and Utopia, N. York, 1974.
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*** Si renunciamos, por lo pronto, a lo que dimos en llamar «el punto de vista racional», nuestra renuncia no podría por menos de afectar a la vigencia de eso que —bajo la equívoca denominación de «el punto de vista moral»— pretendía un Warnock rescatar, según veíamos más arriba, del fluir de la historia. Retornando por un momento a su particular concepción de dicho punto de vista, que nos abstuvimos allí de detallar, Warnock procederá a desarrollarla a partir asimismo de un Gedankenexperiment de cuño más o menos contractualista, aun si de inspiración, en este caso, un tanto hobbesiana71. Como en la ficción de un primitivo «estado de naturaleza» ideada por Hobbes, la situación humana es descrita por Warnock, en efecto, a la manera de una precaria instalación en un mundo dentro del cual las cosas podrían ir aún peor de lo que van (aunque también, para no abandonarnos al pesimismo proverbial de semejante fuente de inspiración, pudieran ir mejor). Entre las circunstancias destinadas, por más que no de modo inevitable, a contribuir a su deterioro se contarían la limitación de recursos —que no asegura la satisfacción natural, pero tampoco determina la ineluctable frustración, de un amplio repertorio de necesidades, deseos e intereses—, la limitación de la inteligencia requerida para una adecuada administración de esos recursos escasos —que torna problemático no sólo el establecimiento de un coherente orden de prelación entre las necesidades, deseos e intereses de un individuo sino, lo que es harto más decisivo, el logro de una coordinación entre los mismos y las necesidades, deseos e intereses de los restantes individuos— y la limitación de la congenialidad indispensable para que las limitaciones precedentes obrasen en favor de la cooperación humana en vez de exacerbar la competitividad de aquellos individuos o agrupaciones de individuos —que, no es preciso subrayarlo, 71
El «contractualismo» goza hoy, a lo que se ve, de una difusa boga en la filosofía moral anglosajona, si bien —en este caso concreto— el eslabón en la cadena de transmisión desde los planteamientos de Rawls a los de Warnock parece ser la obra del discípulo del primero, D. A. RICHARDS, citada en la nota 51, a cuya versión inédita como tesis doctoral remite el segundo expresamente en el prefacio de la suya (cfr. WARNOCK, The Object of Morality, cit., p. X).
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podría degenerar en franca y abierta hostilidad y hasta arriesgarlos a su mutua destrucción—72. En cuanto a la moralidad, tendría entonces por objeto —objeto de cuya comprensión depende la del sentido mismo de la evaluación moral en general— facilitar el mejoramiento, o dificultar el empeoramiento, de dicha situación, tratando ante todo de contrarrestar la última de las limitaciones apuntadas y sus efectos potencialmente más perniciosos. Esto es, la moralidad no se hallaría al servicio —¿cómo podría hacerlo?— de un incremento de los recursos disponibles, así como tampoco —por vía directa, al menos— de su administración inteligente en orden a satisfacer más apropiadamente nuestras necesidades, deseos e intereses, sino vendría a hacer suyo el cometido de expandir la «simpatía» o compasión entre los hombres o, para ser exactos, el de reducir las dañinas consecuencias de la muy generalizada propensión humana a escatimar esa virtud73. En opinión de Warnock, como sabemos ya, la especificidad del discurso moral —y, por ende, de la moralidad— guardaba estrecha conexión con algún específico recurso a «razones morales», entendiendo ahora por razones aquellas consideraciones en virtud de las cuales las acciones de una persona habrían de declararse en conformidad o en conflicto con principios morales tales como el del fomento de la beneficencia, o el de la restricción de la maleficencia, en las relaciones interhumanas74. Al generar un cierto tipo de razones en pro o en contra de un curso de acción dado, esos principios afectarían con propiedad a los seres capaces de actuar racionalmente, esto es, capaces de actuar «por razones». De donde parece desprenderse que la racionalidad ha de entrar a formar parte del concepto de moralidad o, dicho de otro modo, que el punto de vista moral y el punto de vista racional se hallan indisociablemente entrelazados. Digo que lo parece, pues lo cierto es que el avisado realismo de Warnock no tiene empacho en 72 A la luz de lo expuesto —WARNOCK, op. cit., pp. 17 y ss.— nada de extraño tiene, ciertamente, que Hobbes sea el segundo autor más citado de entre los que figuran en el Indice del libro, que acaso habría encontrado una vía más expedita para llegar a las conclusiones deseadas si en lugar del Leviatán hubiese tomado por modelo, supongamos, La ayuda mutua de Kropotkin. 73 Ibíd., p. 26. 74 Ibíd., p. 86.
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disociarlos ante la constatación —más bien incómoda— de que, por más razones que haya para actuar moralmente en tal o cual sentido, nada habría de irracional en el rechazo de la moralidad: «He venido arguyendo que la aplicabilidad de los principios morales a todo ser racional en cuanto agente constituía un ingrediente del concepto de moralidad, como parece evidenciarlo el designio al que esta última sirve... Querría ahora preguntarme si hay algún sentido, y en ese caso cuál, en el que un ser racional se halle obligado —en tanto que racional— a “aceptar” principios morales o a reconocerlos y ponerlos en práctica a través de sus juicios y sus actos... ¿Podría un ser semejante rechazar la moralidad sin merma de su racionalidad? Numerosos filósofos morales, de entre los que acaso sea Kant el más conspicuo, han pretendido que la respuesta a esa pregunta tendría que ser un “No”. Por lo que a mí respecta, me inclinaría a declararme en desacuerdo con ellos, por más que la cuestión se halle bien lejos de resultar sencilla...»75. Entre las concepciones de la moral que contribuyen a complicar nuestra cuestión, Warnock cita —lo que no es muy usual, todo hay que decirlo, en la literatura analítica— las de Marx, Nietzsche y Freud. Por lo que se refiere a la de este último, y basándose en ella, alguien podría objetar la ruta de la que la moralidad se vale para alcanzar la que antes supusimos su finalidad76. La moralidad, cabría apuntar, comporta esencialmente la inhibición de las inclinaciones naturales de los seres humanos, por lo que sólo le es dado funcionar en detrimento de nuestra «salud mental», bien sea a través de la ansiedad originada por el conflicto consciente, bien sea a través de las más graves consecuencias desencadenadas a nivel subconsciente por obra de la represión. En cuyo caso, si aceptamos (freudianamente, diría Warnock) la inerradicabilidad de aquellas inclinaciones (susceptibles acaso de control, mas no de extirpación), no sería irracional —aunque pudiera ser equivocada— la conclusión de que el estado hobbesiano de naturaleza, con toda su crueldad, resulta preferible a las miserias de una humanidad psíquicamente enferma en proporción directa a su grado de «civilización». Tal conclusión pudiera ser equivocada porque, en definitiva, pudiera serlo su 75
Ibíd., p. 152. Ibíd., pp. 161 y ss. WARNOCK no aclara, en cualquier caso, si el Freud de que nos habla es anterior o posterior a Más allá del principio del placer. 76
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premisa, como lo sería para el Sócrates platónico —o para el socrático Aristóteles— que creía en la posibilidad de armonizar naturaleza humana y educación moral. Mas no tendría, en cualquier caso, por qué ser irracional, pues contrariar al buen sentido no es lo mismo que contrariar a la razón. Otra objeción, ésta más bien de corte nietzscheano (por más que, en la versión que nos ofrece Warnock de la misma, parezca extraída del contexto del Gorgias), afectaría no tanto a la ruta de la moralidad hacia su objetivo cuanto a su origen o su «genealogía»77. Lo que antes describimos como moralidad podría no ser, después de todo, más que un recurso de los débiles para evitar por medio de la ley ser sojuzgados —como habría de suceder conforme a la naturaleza—por los fuertes. En un mundo sin piedad, cual el del estado natural hobbesiano, habría sin duda agresores y víctimas. ¿Mas por qué preferir a la desordenada naturalidad de un mundo como ése el artificio de un «orden moral» en que los incapaces se sientan protegidos frente a los más capaces? Por convincentes que de nuevo nos resulten los argumentos esgrimidos por el Sócrates platónico ante Calicles, la preferencia en contrario de este último no podría tampoco ser tachada de irracional. Como no podría serlo, por proponer una última objeción, la idea de que la moralidad viene a la postre —cualesquiera que sean sus puntos de partida y de destino— a reducirse a un fraude78. Una primera variante (marxista según Warnock) de esta objeción consistiría en hacer ver que, aun si pudiera hablarse de principios morales fundamentales, su puesta en ejercicio dentro de una sociedad concreta dada acabaría de modo inevitable desvirtuándolos y poniéndolos al servicio de la estrategia de la «clase dominante» tendente a la preservación de su dominio (y ello tanto más fraudulentamente cuanto más hincapié se haga en la supuesta impersonalidad, o universalidad, de esos principios). En una variante algo más extremosa de la misma objeción —atribuible ahora a Trasímaco—, toda moral, y no tan sólo estas o aquellas «morales oficiales», encubriría invariablemente 77
Ibíd., pp. 159-160. Una lectura comparada de la Genealogía de la moral nietzscheana y el Gorgias platónico contribuiría, como apuntamos, a poner las cosas en su sitio. 78 Ibíd., pp. 155 y ss. En el caso de Marx que sigue las generalizaciones, especialmente si abusivas, no son más tolerables que en el de Freud o Nietzsche, sobre todo después de la espléndida selección de Maximilien RUBEL, Pages de Karl Marx pour une éthique socialiste, París, 1970 (hay trad. cast. de M. Rojzman y A. Bignani, Buenos Aires, 1974).
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una estrategia de dominio a la que sirve y sería por lo tanto fraudulenta. La moralidad no tendría, en última instancia, otra misión que garantizar la división del género humano en presas y predadores, esto es, en hombres que sumisamente aceptan regirse por principios morales y hombres que cínicamente los propugnan sin la menor intención de someterse a ellos. Y si, de nuevo como antes, la segunda de ambas alternativas nos sumiese en la misma consternación que al Sócrates platónico, habría con todo que reconocer que preferirla acaso atente contra la moralidad pero no atenta necesariamente contra la racionalidad. A la luz de estos planteamientos, Warnock se ve obligado a confesarnos —a contrapelo de sus planteamientos anteriores y con confesión que clausura toda una etapa, la última por ahora, de la ética analítica— la sospecha de que lo que está en juego «no es tan sólo que las razones morales puedan a veces ser sobrepujadas por otras, mejores razones, sino que quepa hablar realmente alguna vez de “buenas razones”»79. «La razón» —podríamos decir parafraseando su propia paráfrasis de una conocida sentencia de Butler— «no gobierna el mundo», un mundo que vendría a tener a Glaucón por portavoz80. Y si de ahí no se sigue para Warnock la completa bancarrota de la moralidad es sólo porque —retornando sin confesarlo a la ya consabida primacía humeana del sentimiento, presente como vimos en las etapas previas del análisis del lenguaje moral— todavía confía en que su sostén «no se halla en la razón, sino en la posibilidad de “no-indiferencia” de unos seres humanos para con otros»81. Mas, comoquiera que ello sea, conviene no dejarse seducir por el marco de intemporalidad en el que encuadra Warnock sus disquisiciones acerca del punto de vista moral, marco que —entre otras licencias— nos permitía a nosotros referirlas al Sócrates platónico y sus diversos interlocutores rivales82. La moralidad de la cual se nos hablaba —la tenida en cuenta por 79
Ibíd., p. 159. Sobre la semejanza entre la caracterización del bien y el mal en el Leviatán de Hobbes y la de Glaucón en la República platónica, véase J. W. GOUGH, op. cit., p. 105. 81 WARNOCK, op. cit., pp. 165-166. 82 La licencia, por lo demás, quizás no sea del todo impermisible, siquiera en la medida en la que de los personajes de Platón quepa decir lo que decía Marx del arte y la literatura históricos, a saber, que «su dificultad no radica en comprender que quizás vayan unidos a 80
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Marx, Nietzsche y Freud— no es ciertamente intemporal, como tampoco lo es la sociedad cuya atomización permite la pugna a muerte entre las necesidades, deseos e intereses de sus miembros y exige para mitigarla la instauración de aquel arbitrio. Para describir esa sociedad en sus albores, Hobbes no precisó derrochar imaginación sino tan sólo limitarse a ser testigo de ella, tal y como le sería dado hacerlo hoy a quien desease continuar la descripción ilusionado ante la idea de asistir a su crepúsculo. Y la moral que antes se proponía como remedio a los padecimientos de semejante sociedad gestada por la burguesía bien merece a su vez, siendo por descontado tan histórica como ella, el nombre de «moral burguesa». Ésa es la moral, en cualquier caso, contra cuyos efectos nos precaven en el nombre de Freud ciertos psicoanalistas; y también la moral a la que otros psicoanalistas, sin dejar de invocar a Freud, nos aconsejan resignarnos. La moral cuya hipocresía no pudo menos de excitar la impaciencia de Nietzsche. La moral, en definitiva, denunciada por Marx. Ni Marx ni Nietzsche arremetieron, cualquier cosa que sea lo que hicieran Trasímaco o Calicles, contra toda moralidad, sino más bien contra la reducción de toda moralidad a esa moral burguesa, a cuyas motivaciones humanistas —quizás no siempre hipócritas ni acreedoras tan sólo de denuncia— contrapondrían otras instancias morales (como la moral del «super-hombre» o la moral del «hombre genérico»). Marx, en particular, ni tan siquiera dio pie nunca a sustraer la discusión moral del ámbito de la discusión racional, aun cuando —a buen seguro—habría desdeñado como ajena a dicho ámbito la abstracta y vacua pregunta «¿Por qué ser moral?» que obsesionaba a un Warnock preocupado por justificar racionalmente la moralidad más bien que esta o aquella forma moral de vida en concreto83. Este último, y desafortunado, enfoque del problema invita sin embargo a reflexiones que pudieran no ser intempestivas. Para empezar por una paradoja, un tal enfoque esencialista parece conducir sin remisión al relaticiertas formas sociales de desarrollo, sino en que todavía conservan para nosotros goce artístico y nos valen aún de norma y de modelo inasequible». 83 En descargo de Warnock hay que decir que la pregunta Why should we be moral? pertenece, junto con el lastre de esencialismo que incorpora, a la mejor tradición del goodreasons approach desde que Kurt BAIER se sirviera de ella para rotular el último capítulo de su obra The Moral Point of View.
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vismo ético, caracterizado precisamente por nosotros como aquella posición según la cual una forma moral de vida no admitiría más justificación que nuestra preferencia por la misma84. Dentro de él, en efecto, las preferencias de Calicles o Trasímaco se hallarían a la par en punto a racionalidad con las de Sócrates; y ninguna reserva se opondría a los barruntos de Glaucón en el sentido de que el bien y el mal no son sino el objeto del apetito o la aversión de cada hombre. Pero, por lo demás, se acaba de reconocer —sin por eso negar a los protagonistas de los Diálogos platónicos su indudable carácter arquetípico— que las preferencias morales acostumbran a producirse en muy concretas circunstancias sociales que, por serlo, no podrían dejar de ser históricas. Y ello nos lleva ahora a retomar una cuestión pendiente, la de la conexión entre relativismo e historicismo, que dejamos planteada más arriba sin prejuzgar allí si no hay otro relativismo que el historicista ni si todo historicismo tendría que ser relativista85. No es, finalmente, casual que todas estas reflexiones vengan a suscitarse dentro del marco de una confrontación entre filosofía analítica y marxismo, nada infrecuente y hasta crónica en la filosofía española del momento al igual que en la de otras latitudes. Así sucede, por ejemplo, con un sagaz trabajo de Miguel Angel Quintanilla, en el que todas ellas se dan cita y a cuya discusión quisiera dedicar el tramo final de éste86. No hago de esta manera sino corresponder a la atención prestada por su autor a un anterior certificado de defunción del Preferidor Racional, expedido con mayor apresuramiento que en la presente ocasión por el que suscribe y legalizado a lo que parece sin mayores inconveníentes tanto por analíticos como por marxistas del país87. Aun si tal vez 84
Véase supra el texto subsiguiente a la nota 38. Véase sobre este punto infra la discusión que sigue al texto correspondiente a las notas 92-94. 86 M. A. QUINTANILLA, «Sobre el concepto de razón», Zona Abierta, 3, 1975 (número monográfico dedicado a La filosofía actual en España), pp. 49-59. 87 El certificado de defunción en cuestión es el anteriormente mencionado «Lógica, historia y racionalidad», que no sólo coincide —en parte al menos— con la crítica marxista del Preferidor Racional a cargo de Antoni DOMENECH en «Teoría, crítica y práctica» (véase supra, nota 46), sino ha sido acogido con algo parecido a un suspiro de alivio por colegas más o menos analytically-minded como Victoria CAMPS, Pragmática del lenguaje y filosofía 85
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no pasa de ahí, su coincidencia al menos en este punto no es extraña, pues, como apunta el propio Quintanilla, el debate entre unos y otros se ha centrado con notoria predilección en torno al tema de la racionalidad88. «Desde Kant por lo menos» —comienza Quintanilla recordando— «es perfectamente legítimo hablar de dos aspectos del concepto de razón: el que se refiere a la razón teórica y el que se refiere a la razón práctica. Desde un punto de vista analítico esta dicotomía se puede formular también como racionalidad de nuestras creencias y racionalidad de nuestras acciones»89. Por lo que hace a la primera, continúa recordándonos, la racionalidad teórica suele identificarse con la racionalidad científica, caracterizada a su vez por el ejercicio del método hipotético-deductivo, esto es, una bien dosificada combinación de lógica formal y de contrastación empírica en la articulación y prueba de nuestras creencias. En cuanto a la segunda, y de acuerdo con la misma interpretación, la racionalidad práctica se orienta con ayuda de la teórica a la consecución de los fines perseguidos en nuestros actos, poniendo en obra para ello los medios adecuados al efecto. Ahora bien, dando un sesgo humeano a la dicotomía kantiana precedente, lo más normal es que el filósofo analítico —especialmente, aunque no exanalítica, Barcelona, 1976, p. 176, y Luis VEGA, «Sobre los conceptos de ideología y ciencia», nota 8, en Departamento de Filosofía de la Universidad de La Laguna (ed.), Filosofía y ciencias humanas, Actas del XI Congreso de Filósofos Jóvenes NO celebrado en la Universidad de La Laguna, Las Palmas, en prensa. 88 M. A. QUINTANILLA, op. cit., p. 50. 89 Ibíd. QUINTANILLA remite en castellano a la versión de la dicotomía de Jesús MOSTERÍN, «El concepto de racionalidad», Teorema, III/4, pp. 455-479. La distinción, aun si obvia, no es en manera alguna ociosa, pues no faltan filósofos analíticos (véase Jaako HINTIKKA, «Razón práctica versus razón teórica: un legado ambiguo», Teorema, VI/2, pp. 213-236; el texto, en trad. cast. de A. Sánchez, procede de St. KÖRNER (ed.), Practical Reason, Oxford, 1974), que comiencen a cuestionarla en términos, a mi entender, escasamente provechosos. En efecto, y con vistas a criticar «a aquellos soi-disant humanistas de hoy día que... intentan hacer valer una distinción supersimplificada entre diferentes tipos o usos distintos de razón», Hintikka sostiene la inseparabilidad de razón «teórica» y «práctica» sobre la base de la noción de conocimiento genuino como «conocimiento del que hace», lo que sería sumamente interesante si, de paso, no saltase asimismo por encima —supersimplificándolas— de las nociones aristotélicas de poiesis y praxis (op. cit., p. 214)... y de las más modernas de racionalidad «técnica» y «práctica» (véase en relación con esta última distinción supra, nota 50).
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clusivamente, el de filiación positivista—declare insusceptibles de deliberación y decisión racional los «fines últimos» de la acción humana: si se quiere, podrán mostrarse como irracionales aquellos fines u objetivos que resulten físicamente imposibles de alcanzar a la luz de nuestro conocimiento científico del mundo; pero, salvando dicho caso, todos los fines últimos que guían nuestra acción habrán de declararse gratuitos. Para poner un expresivo ejemplo, contaríamos con un criterio para determinar cuál es el modo racional de llevar a cabo una guerra, mas no para determinar si la guerra es o no irracional, pues tanto el belicismo como el antibelicismo se verían afectados de idéntica gratuidad. De donde se desprende que las limitaciones del concepto analítico de racionalidad no son exactamente consecuencia de la identificación de esta última con la ciencia sino más bien de la manera como la ciencia misma es entendida, a saber, como algo cuya racionalidad fuera previa e incluso independiente de la racionalidad de los fines de la acción humana, sustrayéndose así a la ya admitida historicidad de nuestras preferencias morales. Al tiempo que critica esta manera de entender las cosas, Quintanilla tampoco regatea su condescendencia para con los intentos —incluidos los más modestos— que desde posiciones más o menos afines hayan podido hacerse por contrarrestarla90: «... Los más recientes desarrollos de la filosofía de la ciencia han insistido en un dato fundamental: no sólo el conocimiento científico es provisional, conjetural, etc., sino que los criterios de cientificidad son estrictamente históricos y por lo tanto variables. Para aceptar esto ha habido que acabar con el dogma de la concepción analítica de la ciencia, según la cual ésta, en cuanto sistema cognoscitivo, no tiene nada que ver con el contexto cultural en el que se desarrolla (y mucho menos con el contexto más amplio de sus condiciones físicas y sociales). Ahora bien, una vez abandonado este dogma, y manteniendo a pesar de todo el criterio de la racionalidad científico-positiva como criterio de racionalidad en general, aparece inmediatamente que tal criterio es histórico y cambiante. De ahí la posibilidad de una especie de neohistoricismo cuya característica fundamental consistiría en admitir que los fines racionales de la acción humana (y los criterios de racionalidad de los mismos) varían históricamente de forma paralela a como lo hace el 90
QUINTANILLA, op. cit., p. 53.
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conjunto todo de la cultura (incluida la propia ciencia). Tal es a grandes rasgos la concepción que recientemente ha propuesto Muguerza». Por lo que a mí respecta, ya aclaré en su momento que el término «neohistoricismo» no me hacía demasiado feliz, introduciéndolo a falta de otro mejor para aludir al intento de restaurar los fueros de la historia en los dominios de la epistemología, la ética y la filosofía de la cultura en general. «Ante estas reservas» —añade por su parte Quintanilla— «puede parecer un tanto excesivo que... nos refiramos a la posición de Muguerza aludiendo simplemente a dicho rótulo. Quede constancia de que se trata también, a nuestra vez, de un expediente cómodo, una abreviatura, y no un procedimiento para encuadrar las concepciones de Muguerza en un marco cuya crítica tuviéramos preparada a priori (esto es, de hecho, lo que se suele hacer cuando en vez de discutir las ideas de un autor se limita uno a clasificarle). En realidad... ni siquiera vamos a criticar el “neohistoricismo”, puesto que estamos fundamentalmente de acuerdo con lo que propone; nuestra crítica consiste más bien en pedir que se dé un paso más a partir del que Muguerza da en su artículo»91. Pedir a alguien que dé un paso adelante sobre su propia posición es la manera más cortés que cabe imaginar de espetarle que dicha posición se considera insuficiente. Dos son, entre infinidad de otras posibles, las insuficiencias fundamentales que Quintanilla cree detectar en mi propuesta neohistoricista. La primera de ellas acaso no sea tal, siquiera en la medida en que su detección descansa a mi entender en un equívoco; en cuanto a la segunda, su detección es muy probablemente tan correcta como perspicaz, aunque no sé si el reconocimiento de este hecho bastará a darme fuerzas para aceptar la invitación de superarla. Para comentarlas por este orden, Quintanilla se muestra convencido de que —por contraposición a la innegable propensión absolutista de la tesis de la preferencia racional— la propuesta neohistoricista «bascula naturalmente hacia una forma de relativismo» y hasta «tiende a instalarse en un relativismo tout court»92. No era ésa exactamente, sin embargo, mi intención cuando aventuré dicha propuesta. Ni el neo ni el paleohistoricismo 91 92
Ibíd., nota 5 a pie de página. Ibíd., p. 54, así como nota 6 al pie.
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tendrían, por lo pronto, por qué entrañar una forzosa concesión a alguna suerte de relativismo, por más que aquéllos y éste hayan hecho por lo común bastante buenas migas. Esta última asociación entre el historicismo y el relativismo ha sido, cuando menos, objeto de replanteamiento con ocasión de la reciente revitalización del interés por la problemática historicista93. Pero, por atenernos a más clásicos planteamientos, un Herder y un Meinecke serían por igual historicistas, lo que no ha impedido que el primero acreditase una sensibilidad más aguda que el segundo para siquiera un par de consecuencias desagradables del relativismo94. El relativismo historicista comporta de ordinario, en primer término, la aprobación moral de cualquier pasado (o la renuncia, en todo caso, a condenarlo moralmente). Y acostumbra a desalentar, en segundo término, cualquier proyecto de reforma moral para el futuro (alentando, en cambio, la satisfacción con las cotas morales del presente). Pero no a todo el mundo le es dado experimentar complacencia, o permanecer impasible simplemente, ante el curso sangriento de la historia del Imperio Romano o cualquier otro de los varios que la humanidad ha venido disfrutando a lo largo de los siglos; ni todo el mundo está dispuesto a declinar, por insignificante que éste sea, el papel de protagonista de la historia que como ser humano le compete, abandonándose al quietismo y encomendando a la fortuna la conquista de sus aspiraciones. De esas dos consecuencias, no obstante, pueden incluso rastrearse 93 Véanse, por citar sólo un par de surveys recientes, los trabajos de Jörn RÜSEN, «Überwindung des Historismus?» y «Rationalität und Geschichtlichkeit» («Zur Logik historischer Erkenntnis I u. II»), Philosophische Rundschau, 20, 3/4, 1974, pp. 269-286 y 21, 1/2, 1974, pp. 24-55; así como, entre otros, los de Pietro Rossi, «The Ideological Valences of Twentieth Century Historicism» y John PASSMORE, «The Poverty of Historicism Revisited», en History and Theory, 14 (Essays on Historicism), 1976, pp. 15-29 y 30-47. 94 Compárense al efecto las Ideen zur Philosophie der Geschichte der Menschheit del primero con la obra del segundo Die Entstehung des Historismus, 2 vols., Munich-Berlín, 1936 (cfr. asimismo Friedrich MEINECKE, Zur Theorie und Philosophie der Geschichte, ed. E. Kessel, Stuttgart, 1959, esp. III parte). Para la historia del historicismo puede verse Georg G. IGGERS, The German Conception of History, Middletown, 1968. Y, para una discusión actualizada de su problemática, W. J. MOMMSEN, Die Geschichtwissenschaft jenseits der Historismus, Düsseldorf, 1971; J. y O. RADKAU, Praxis des Geschichtwissenschaft, Gütersloh, 1972, y W. SCHULZE, Soziologie und Geisteswissenschaft, Munich, 1973 (cfr. asimismo H.-U. WEHLER (ed.), Geschichte und Soziologie, Colonia, 1972).
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huellas notablemente persistentes en la obra de autores cuyo historicismo ha desplegado un poderoso esfuerzo por cancelar sus propias implicaciones relativistas. El historicismo de Hegel, por ejemplo, tiene tanto o más de absolutista que de relativista, puesto que el devenir histórico no excluye — antes bien la exige— su culminación en la plenitud de la Razón. Mas he aquí, como confirmación de lo antedicho, el benévolo juicio que dedican a la historia pasada los pasajes tantas veces citados de La Razón en la Historia: «La afirmación de que la Razón gobierna y ha gobernado al mundo puede, pues, formularse en términos religiosos... Ha llegado la hora de comprender esa rica producción de la Razón creadora que es la historia universal. Lo que nuestro conocimiento trata de adquirir es la noción de que el fin de la eterna sabiduría se ha realizado tanto en el terreno de la naturaleza como en el del espíritu, real y activo en el mundo. Nuestra meditación será, pues, una teodicea. El mal en el universo, incluido el mal moral, ha de ser comprendido, y el espíritu pensante debe reconciliarse con lo negativo. Es en la historia universal donde el mal se presenta masivamente a nuestros ojos y, de hecho, en parte alguna la exigencia de tal conocimiento conciliador se deja sentir tan imperiosamente... La perspectiva filosófica exige que ninguna fuerza pueda sobrepasar el poder del bien, de Dios; que ninguna fuerza pueda serle obstáculo o afirmarse como independiente; que Dios posea un derecho soberano; que la historia no sea otra cosa que el plan de su Providencia. Dios gobierna el mundo»95. Y he aquí, de cara ahora a la historia futura, la declaración paralela de principios contenida en los siguientes párrafos de cita no menos familiar: «La tarea de la filosofía es comprender lo que es, pues lo que es es la Razón. Así como, por lo que se refiere al individuo, cada uno es irremisiblemente hijo de su tiempo, de la misma manera la filosofía no consiste en otra cosa que en hacerse cargo de su época mediante el pensamiento. Tan necio exactamente es figurarse que una filosofía pueda trascender su mundo contemporáneo como creer que un individuo pueda saltar por encima de su edad... Si su teorización va, en efecto, más allá del mundo tal y como éste es para construir un mundo ideal tal y como debiera ser, dicho mundo cobrará existencia ciertamente, 95
HEGEL, Die Vernunft in der Geschichte, Segundo esbozo, I (seguimos la traducción de C. A. GÓMEZ, Madrid, 1972, Introducción de Antonio TRUYOL).
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mas sólo en el terreno de los buenos deseos, una sustancia maleable en la que cabe plasmar lo que se quiera. Reconocer a la Razón como la rosa en la cruz del presente y, de este modo, gozar de ella, en esa penetración racional estriba la reconciliación con la realidad garantizada por la filosofía...»96. Por descontado, insisto una vez más, no todo historicismo está obligado a cargar —voluntariamente o no— con semejante herencia relativista. En la caracterización del historicismo que aquí hemos hecho nuestra, y que nada tiene que ver por cierto con la popperiana, Marx vendría a ser historicista. Pero en su pensamiento ético no hay rastro de bendiciones del pasado ni de inhibiciones ante el futuro, así como tampoco se encuentra apología ninguna del presente. El reconocimiento de la inevitabilidad del pasado histórico no arranca del marxismo el aplauso moral sino, por el contrario, la protesta contra su brutal inhumanidad. De análoga manera, el humanismo marxista no conduce a la enervación sino a la acción tendente a transformar la historia en un proceso de emancipación. Al establecer como norte de este último la felicidad humana, la ética de Marx se sitúa a cien leguas del relativismo97. Y, lo que es más, para escapar al mismo no precisa echar mano como antídoto —a la manera de un Lord Acton— de la muy discutible idea de progreso moral, de la que tanto han abusado los historicistas de toda laya aun sin por ello agotar, ciertamente, sus potencialidades: ni los propios marxistas, con los que Marx rehuía ser identificado, han resistido en ocasiones la tentación de dicho abuso, confiando la dirección de un tal progreso a la tutela de unas supuestas leyes evolutivas de la historia supuestamente desveladas por el «socialismo científico», del que lo más piadoso que se le ocurre decir a Quintanilla es que «ignora los rasgos más elementales del conocimiento científico»98. 96
HEGEL, Grundlinien der Philosophie des Rechts, Prefacio. Marek FRITZHAND, «Historiscism and Marxist Humanism», Dialectics and Humanism, I, 1973, pp. 97-102. 98 QUINTANILLA, op. cit., p. 51. Para una razonable caracterización de la idea marxista de progreso, ajena a toda veleidad determinista y atenta en cambio a las instancias éticas, véase Cirilo FLÓREZ, Dialéctica, historia y progreso, 2.ª ed., Salamanca, 1976. Sobre el desafortunado recurso de Lord ACTON —«The Study of History» (Inaugural Lecture, Cambridge, 1895), en Lectures on Modern History, Londres, 1906, pp. 25 y ss.— a la noción de progreso moral frente al relativismo, cfr. John PASSMORE, The Perfectibility of Man, cit., pp. 97
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La maraña de anfibologías que circundan a la noción de historicismo es tan espesa que tal vez haga aconsejable desprendernos del correspondiente vocablo, acompañado o no de algún prefijo. De lo contrario —y traspasando los riesgos del lenguaje no ya al pensamiento, sino a la propia realidad— podríamos vernos abocados a la no menos peligrosa tentación de revocar no tanto esta o la otra versión del historicismo cuanto la historia misma. No creo que las recientes proclamas de «revocación de la historia» registradas entre nosotros incurran, de hecho, en esa tentación99. Si así fuera, únicamente lograría sumirnos en la melancolía. Pues, comoquiera que deseemos interpretarla, la historia pasada parece desgraciadamente irrevocable; y, en cuanto a la futura, será ella más bien la que de nuevo por desgracia nos revoque. Sólo nos quedaría como consuelo el de sacar pasaje para Bali en la confianza de que el progreso, moral o material, no haya aún desalojado a los nativos de su paradisíaca instalación en la efectividad del instante presente100. Lo que en rigor se esconde bajo aquellas proclamacio226 y ss. (Y, puesto que la crítica bien entendida comienza por uno mismo, también yo debo desdecirme de análogo recurso —con análoga falta de fortuna— en «“Es” y “debe”», supra, c. II, p. 90). Por lo demás, y al margen ya de toda interpretación lineal de la noción (correlativa o no de una interpretación no menos lineal de la noción de progreso histórico-social), no cabe duda de que podría seguirse hablando de un cierto «progreso moral», bien sea entendido como un doble proceso de ampliación de la esfera moral en la vida social y de elevación del carácter consciente y responsable del comportamiento moral de los individuos o los grupos sociales (así es como, en parte, lo interpreta Adolfo SÁNCHEZ VÁZQUEZ en su Ética, México, 1969, pp. 41-47), bien sea entendido como el ensanchamiento de las posibilidades abiertas a la cooperación humana universal a través de la admisión del libre juego del pluralismo cultural (tal y como, a su vez, lo interpreta Carlos PARÍS en «El reconocimiento de la pluralidad como progreso moral», Prólogo a Cultura y ciencia. Symposium de la UNESCO sobre «La diversidad de las culturas y la universalidad de la ciencia y la tecnología», Madrid, en prensa). 99 El caso, por ejemplo, de la ponencia de Francisco CALVO, Angel GONZÁLEZ y Fernando SAVATER, «La revocación de la historia», presentada en el XIII Congreso de Filósofos Jóvenes (Cádiz, 1976) y de la que conservo copia gracias a la amabilidad de sus autores. 100 Tomo la referencia al informe psicosocial de G. BATESON y M. MEAD, The Balinese Character, N. York, 1941 —que vendría a constatar, al parecer no sin reservas del colegio antropológico, la existencia de «culturas ahistóricas», esto es, de culturas caracterizadas por la ausencia de reconocimiento social para la experiencia de secuencias de la forma antesdespués como trama de antecedentes y consecuentes y, por ende, como matriz orgánica de
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nes es, sin embargo, la advertencia —tan provocativa como oportuna— contra un cierto progresismo poseído del «sentido de la historia», con cuya filistea seguridad tendría que ver bien poco la nada confortable posición que por mi parte he dado en presentar bajo el rótulo de «neohistoricismo». Prescindamos, pues, de él para ahorrarnos confusiones. Si lo deseamos, podríamos sustituirlo —tal y como yo mismo sugería, siquiera sea implícitamente— por el tampoco, ay, inequívoco de neoperspectivismo101. Todo lo que, en cualquier caso, me interesa poner de manifiesto es que la historicidad fundamental de nuestros fines racionales y de los propios criterios de racionalidad que los avalan nos veda por igual la torpe ilusión de declararlos absolutos y la fácil comodidad de despacharlos como relativos sin el arduo esfuerzo previo de asumir nuestra perspectiva histórica e intentar a la vez sobrepasarla. Sólo desde la historia, en efecto, nos sería dado contribuir activamente a su prolongación, cosa por cierto muy distinta de la proclamación verbal de que la historia queda abierta. Ni el mismísimo Hegel se atrevió a sostener expresamente que la historia se hubiese consumado con la encarnación de la Razón en el Estado prusiano de su tiempo, conjeturando en cambio para ésta sucesivas reencarnaciones en la Rusia dormida o la América recién despierta (conjeturas en las que, desde luego, acertó plenamente, pues —en cuanto a Estados— ni los Estados Unidos ni la Unión Soviética tienen gran cosa que envidiar a la Prusia decimonónica102). Pero su concepción crepuscular de la filosofía —atenida a levantar acta de unidades de acción en el tiempo— del trabajo de Luis VEGA, «Nuevas perspectivas en la teoría de la historia» (ponencia presentada al XIII Congreso de Filósofos Jóvenes, Cádiz, 1976, que, en ausencia del autor, hube de leer yo mismo). En su trabajo, Luis VEGA nos recuerda también la existencia de «sociedades antihistóricas», esto es, de culturas tradicionales en las que Mircea ELIADE —Le mythe de l’eternel retour, París, 1951 (hay trad. cast. de R. Anaya, Madrid, 1972)— ha creído adivinar una especie de «terror a la historia», ritualizado en anulaciones periódicas del paso del tiempo y en regeneraciones cíclicas o latente en la desvalorización del curso histórico por medio de la fijación de arquetipos transhistóricos. El terror a la historia, según pienso, merecería asimismo ser objeto de estudio a nivel psicológico como rasgo configurante de un complejo tipo de personalidad intelectual. 101 Véase el Postscripto a la versión de «Lógica, historia y racionalidad» que se recoge en este libro, c. VI. 102 HEGEL, Vorlesungen über die Philosophie der Geschichte, Introducción especial, II, 2 y 3.
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lo ya acontecido y ciega, muda y sorda respecto de «lo aún por realizar»— acabaría excluyendo de su ámbito la crítica de lo simplemente actual, pues semejante crítica conlleva un ingrediente de futurición: la voluntad de trascender el horizonte de nuestra perspectiva, tras de haber sabido reconocer su relatividad. No hay que decir que el espíritu crítico es una planta rara y débil, amenazada de asfixia en nuestras actuales sociedades entregadas a su creciente domesticación por el Poder. Sin pretender que la tarea les corresponda en exclusiva, pero sin ver del todo claro qué otra podría corresponderles, uno sugeriría que los filósofos han de velar por que no muera103. Pasando ahora a la segunda de las dos insuficiencias antes mencionadas, Quintanilla resume en estos términos mi propio punto de vista: «Por consiguiente, para que el carácter histórico y contingente de los criterios de racionalidad no arruine por completo el valor de la razón, hay que admitir una especie de mecanismo regulador del proceso de desarrollo de tales criterios. Tal parece ser el papel de la actitud crítica que Muguerza propone como contrapunto de su concepción de la racionalidad. La racionalidad sería así, de hecho, el resultado de un juego de interacciones entre la cultura establecida y la instancia crítica de una subjetividad que habría que pensar identificada con el filósofo “radical”. Así pues, el giro que da Muguerza en el artículo que estamos comentando con respecto a posiciones anteriores podría entenderse como una sustitución de la instancia al “preferidor racional” (como pauta de la racionalidad de la opción a favor de un determinado código moral) por una nueva instancia a un cierto “preferidor radical”... Nuestra metáfora tiene una cierta razón de ser: con ella queremos indicar que de las dos notas —idealista y un tanto dogmática— que adornaban al “preferidor racional”, la nueva posición de Muguerza ha prescindido claramente de una —el dogmatismo, que queda sustituido por la crítica—, pero postula una crítica sin más soporte que el inconformismo del filósofo, lo cual conserva todavía un cierto sabor idealista, que es el que ahora nos interesa, y este idealismo nos parece que queda bien expresado 103 Ésta era, a fin de cuentas, la conclusión a la que pretendí llegar en «Lógica, historia y racionalidad», no sin reconocer que de la crítica —según subraya maliciosamente QUINTANILLA (op. cit., nota 6)— sólo cabe «esperar alguna posibilidad de redención» (también cabrá esperar, mucho me temo, una implacable «crítica de la crítica crítica»).
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en la sustancialización de la actitud crítica mediante nuestro “preferidor radical”»104. En opinión de Quintanilla, este punto de vista contrasta desventajosamente con el de Manuel Sacristán: «El intento de Sacristán de delimitar el concepto de dialéctica sin incurrir en irracionalismos consiste, más o menos, en postular una esfera de conocimiento práctico que tendría las características, por una parte, de estar vinculado al conocimiento teórico como soporte sobre el que se apoyan los juicios prácticos que, para determinar los objetivos de la acción, necesitan una información sobre el mundo. Por otra parte, sin embargo, la práctica tiene a su vez un valor de conocimiento “de la realidad concreta” con la que se las tiene que ver. El método dialéctico sería el método para el conocimiento de la realidad concreta y, por eso mismo, para la guía de la acción práctica... La diferencia entre el esquema de Muguerza y éste residiría en que aquí la subjetividad como motor de la crítica se vería sustituida por la práctica, individual y social, que tiene una cierta dimensión objetiva. El “preferidor radical” quedaría sustituido por el “preferidor engagé”»105. Y todavía presenta Quintanilla un tercer punto de vista, que finalmente abraza como suyo: «Volviendo al juego de los “preferidores”, se trataría en cierto modo de saber si podemos contar con un “preferidor” que al mismo tiempo fuera un “preferidor radical» y un “preferidor engagé”, y si tal ficción podría constituir un modelo de “preferidor racional”. Lo primero para ello es constatar que tal modelo no podría ser individual sino colectivo, y además universal, pues sólo a nivel colectivo se puede garantizar la “imparcialidad” del juicio mediante la universalidad de la participación en el mismo. No tiene, en efecto, sentido hablar de parcialidad de perspectivas cuando se trata de la composición de la totalidad de las perspectivas. Dicho de otro modo: imaginemos una sociedad democrática e igualitaria con participación de todos sus componentes en las decisiones que afectan a la colectividad y en la definición continua de los valores y las normas que van a guiarles, etc. Se 104
QUINTANILLA, op. cit., pp. 54 y ss. Ibíd. Es de advertir que QUINTANILLA puntualiza a este respecto: «Ponemos entre paréntesis las referencias a las concepciones de Sacristán porque tienen más bien el carácter de notas marginales, sugerencias e indicaciones de un camino por donde podría desarrollarse el mismo tema que ahora nos preocupa, sin que estemos, sin embargo, totalmente convencidos de que tal camino coincida exactamente con el que estamos siguiendo aquí» (nota 7). 105
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aceptará que, si tuviéramos tal entidad, ella nos daría el único criterio válido para definir la racionalidad... Pero está claro también que tal entidad no existe, e incluso podemos admitir que no sabemos si puede existir. Podemos preguntarnos, sin embargo, si, ya que no hay una sociedad racional, no habrá al menos algún aspecto o contenido de la sociedad irracional que sea racional. En términos de nuestro modelo ideal esto equivale a preguntarse si no hay algún aspecto que sea universalmente compartido: un mínimo de racionalidad que sirva como criterio para progresivas racionalizaciones de valores, conductas, conocimientos, etc. En una sociedad industrial, según la concepción marxista, la clase obrera constituiría precisamente la detentadora de ese mínimo universalmente compartido, en la medida en que lo que ella es o tiene constituye la base y el mínimo de todo lo que la sociedad es y de todo lo que en la sociedad hay. En este sentido se puede decir que la clase obrera constituye la versión realista y parcial del modelo (utópico) de “preferidor racional”»106. En lo que se refiere al diálogo entre filosofía analítica y marxismo, que sin demasiados títulos por cuanto me atañe tratamos de ejemplificar aquí, he sostenido siempre que el irenismo era el modo mejor de estropearlo107. Comenzaré, por tanto, adelantando que no puedo estar de acuerdo con el intento de resucitar al Preferidor Racional que encierra el párrafo de Quintanilla acabado de transcribir, intento que no deja, por lo demás, de conmoverme como padre de la criatura. Pero antes quiero detenerme en las razones de su desacuerdo conmigo. Quintanilla acierta plenamente en el diagnóstico al señalar el dogmatismo como uno de los males que aquejaban —como «una de las notas que adornaban», para decirlo con su gentileza habitual— al personaje en la versión originaria. Y debo agradecerle en lo 106
Ibíd., p. 57. Aunque en la casi totalidad de mis trabajos en los que se menciona aquel diálogo —comenzando por los incluidos en este volumen— he cuidado de proclamar expresamente la indeseabilidad, y en el fondo la imposibilidad, de toda conclusión ecléctica del mismo, lo cierto es que no debo haberlo hecho con la suficiente energía (o la suficiente fuerza de convicción) como para evitar ser arrojado de vez en cuando a ese cajón de sastre que, a efectos clasificatorios, es el eclecticismo (cfr., por ejemplo, las catalogaciones de que me hacen objeto Ernesto GARCÍA, «Sociocriticismo o raciocriticismo: un falso dilema», Zona Abierta, 2, 1975, p. 127, y Andrés ORTIZ-OSÉS, Mundo, hombre y lenguaje crítico, Salamanca, 1976, p. 212). 107
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que vale el cumplido de exonerarme ahora de ese cargo. Cuando traje por vez primera a colación al malhadado Preferidor, me desasosegaba, en efecto, la comezón de refutar al escéptico moral108. Hoy tiendo a ver a este último, en cambio, como un ser incomparablemente menos peligroso que el dogmático, tanto en lo que concierne a la ética como a cualquier otro dominio filosófico. Vayamos, empero, con el cargo de idealismo, del que no se me exime tan fácilmente. Si por «idealista» se entiende lo mismo que «ahistórico», yo ya he reconocido abiertamente que el Preferidor Racional era sin duda repudiable en razón de su idealidad o su idealismo. Pero parece ser que el «preferidor radical» también es idealista, pese a su no menos indudable respeto por la historia, en virtud del confinamiento de su dimensión crítica en la subjetividad del filósofo. Junto con la de dogmatismo, la nota de idealismo desempeña para Quintanilla una función importante en la caracterización de los productos ideológicos de acuerdo con la teoría marxista de la ideología, que viene al caso en este punto toda vez que el de racionalidad es también, en definitiva, «un concepto ideológico»109. Adver108
Véase el Postscripto a la versión de «“Es” y “debe”» recogida en este libro, c. II. QUINTANILLA, op. cit., p. 56. Véase también del propio Miguel Ángel QUINTANILLA, «Sobre el concepto de ideología», Sistema, 7, 1974, pp. 29-52. En este último y penetrante trabajo, Quintanilla esboza —entre otras— la hipótesis de que, detrás de lo que normalmente se entiende por «teoría marxista de la ideología», existen en realidad dos teorías diferentes: una teoría del conjunto de representaciones de los hombres (una teoría de las «formas de conciencia») y una teoría del conjunto de representaciones humanas ideológicamente deformadas (una teoría de la «ideología»), lo que —al interesarnos por la producción social de las ideologías— arrojaría, respectivamente, una «teoría de la producción social de las formas de conciencia» y una «teoría de la producción social de la ideología (esto es, de las formas ideológicas de conciencia o de la deformación —por determinadas condiciones sociales— de las formas de conciencia)». El objetivo de tales distinciones es poner coto a la omnicomprensiva «formulación general del concepto total de ideología» en Ideología y utopía de Mannheim, de acuerdo con la cual hasta el marxismo admitiría su catalogación como una ideología (catalogación de la que, en rigor, escaparía tan sólo al precio de considerarlo con Schaff como una «ideología científica» o de convertirlo dogmáticamente en una ciencia o una «teoría» libre de contaminaciones ideológicas al modo de Althusser). Tras un intento de separar la mena «marxiana» de la ganga «marxista» de la teoría, que quedaría definitivamente caracterizada como una teoría del carácter clasista de la deformación ideológica de la conciencia, Quintanilla se encuentra en situación de sortear esos peligros (aunque no sé si al precio —todo en este mundo tiene un precio— de empobrecer un 109
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tiré, de entrada, que no paso por alto sin reparos la concepción peyorativa de la ideología que se desprende de su presentación de esa teoría. Habida cuenta de que ningún criterio de demarcación entre ciencia e ideología funciona más satisfactoriamente de lo que en el pasado funcionaban los criterios convencionales de demarcación entre ciencia y metafísica, me inclinaría más bien a distinguir entre productos científicos o ideológicos críticos y acríticos, demarcación esta última harto más relevante aun si no siempre más nítida que las anteriores. Pero —para atenernos a su propia concepción, según la cual los rasgos definitorios de la deformación ideológica de la conciencia serían como hemos dicho el dogmatismo (o representación de las formas de conciencia como eternas o independientes del proceso histórico) y el idealismo (o representación de las formas de conciencia como independientes de la práctica social)— la deformación ideológica de la conciencia del «preferidor radical» dimanaría de su incapacidad para tener debidamente en cuenta el hecho de que la racionalidad no sólo no es un valor universal por hallarse sujeta al paso del tiempo, sino que bajo su aparente universalidad se oculta en realidad la escisión en clases de la sociedad. Si he de ser sincero, no me importa mucho lo que pueda ocurrirle al «preferidor radical» con su conciencia, puesto que en ningún momento tanto «lo que normalmente se entiende por “teoría marxista de la ideología”», cercenando, entre otros, aspectos de la correspondiente noción de «ideología» —algunos de los cuales imagino caros al mismo Marx— que acaso queden mal que bien recogidos en la noción mannheimiana de «utopía»). Por lo demás, no es éste momento ni lugar de discutir lo que a continuación llamo en el texto «la concepción peyorativa de la ideología», sino sólo de señalar que su concepción, digamos, «meliorativa» no entra menos en juego en el debate contemporáneo en torno a las ideologías. Cfr. sobre este último, entre infinidad de otras posibles colecciones de textos, los libros de Kurt LENK (ed.), Ideologie, Ideologie-Kritik und Wissenssoziologie, Neuwied-Berlín, 1961 (hay trad. cast. de J. L. Etcheverry, Buenos Aires, 1971), Chaim I. WAXMAN (ed.), The End of Ideology Debate, N. York, 1968, y Richard H. COX, Ideology, Politics and Political Theory, Belmont, 1969, así como el volumen colectivo de Robin BLACKBURN (ed.), Ideology in Social Science. Readings in Critical Social Theory, 3.ª ed., Londres, 1975 (hay trad. cast. de F. Seguí y P. Ródenas, Madrid, en prensa). Para una concisa y sugerente comparación entre los puntos de vista de Marx y los de Mannheim, cfr. John PLAMENATZ, Ideology, Londres, 1970, pp. 46-71. En el libro de Nigel HARRIS, Belief in Society. The Problem of Ideology, Londres, 1971, se pueden leer algunos comentarios incitantes sobre determinados planteamientos actuales de la cuestión.
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se me ha pasado por las mientes recabar su paternidad; pero, entrando en el terreno de las confidencias personales, no sólo no creo haber permanecido insensible ante el hecho de aquella escisión, sino que expresamente he escrito lo siguiente: «Marx supo ver, mejor que nadie, la relatividad en que la historia de una sociedad desgarrada por la lucha de clases habría de sumir a nuestras apreciaciones sobre el bien y el mal, la verdad o la falsedad y a los mismos criterios de los que en cada caso nos sirvamos para avalar racionalmente nuestras preferencias en uno u otro sentido... Pero Marx también quiso, en cualquier caso, salvar para nosotros la esperanza en una sociedad dentro de la que —superados los antagonismos de clase— una humanidad no escindida estuviera igualmente en situación de superar las escisiones de la razón»110, añadiendo que el advenimiento de ese futuro, tan 110
Cfr. supra, c. VI, p. 223. Por lo demás, ya he recordado en otra parte («La razón sin esperanza: una encrucijada de la ética contemporánea», c. I de este libro, ad finem) que la esperanza no la tiene quien la desea sino quien puede, aunque siempre quepa luchar por merecerla. Mas, comoquiera que ello sea, no puedo menos de admirar profundamente —aun cuando, en el mejor de los casos, tan sólo alcance a compartirlo desfallecientemente— ese último residuo de trascendentalismo que veda a un pensamiento filosófico, sea marxista o no, descartar de su perspectiva por entero la idea regulativa, el ideal, de la razón. Como ha escrito bellamente Eugenio TRÍAS: «Sólo la Idea regulativa que orienta vida, pensamiento, acción hacia más allá de sí, hacia el futuro, pero a título necesario de hipótesis condicional, en términos de “como si”, sólo la utopía concreta, el sueño racional, constituye... una alternativa verdadera. Sólo esa Idea regulativa evita la necesaria consecuencia de todo movimiento crítico de desenmascaramiento: el nihilismo... Sólo ese planteamiento evita otra necesaria consecuencia del movimiento crítico: el cinismo... La coartada del cinismo suele ser, lo mismo que la coartada nihilista, el pesimismo: una infravaloración de la acción y de la vida. Que los tiempos presentes, más que nunca quizás en la historia reciente, abonan la propensión de la inteligentsia, pero también de la casta política, empresarial, laboral, civil, hacia nihilismo o cinismo, no significa que éstas sean las únicas actitudes pertinentes que derivan de la lucidez. Cabe, por el contrario, repensar lucidez y acción en un movimiento o proceso más amplio, más comprensivo, en el que, realizando la lucidez su ejercicio necesario de escepticismo, despeje, en virtud de ese ejercicio, el territorio de una acción libre de ideología, ilusión, ídolo: una acción fundada en Ilustración, en Autoconsciencia, en Razón» (El artista y la ciudad, Barcelona, 1976, pp. 16-17; una primera versión parcial de este ensayo se halla pendiente de publicación en Departamento de Filosofía de la Universidad de La Laguna, ed., Varia filosofía, Las Palmas, en prensa, que recoge el último Encuentro de Filosofía de La Laguna, con participación —además de Eugenio Trías—de Alfredo Deaño, Juan Carlos García Bermejo, Miguel Angel Quintanilla, Jacobo Muñoz, Fernando Savater, Luis Vega,
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promisorio como escasamente asegurado, contribuiría a desembarazarnos de algunas de las dificultades filosóficas que por ahora nos afanan. Y, prosiguiendo con el tono confidencial, en modo alguno pienso que el filósofo haya de rehuir en cuanto tal su personal engagement en la lucha por hacer realidad tal utopía. A lo único que me resisto es a gratificarle, además de con la satisfacción de cumplir con sus compromisos sociohistóricos, con la satisfacción adicional de saber de su parte a la Razón con mayúscula (o a esa «parte» de la razón con minúscula que, bajo la forma de una especie de «racionalismo parcial», se considera a un tiempo su heraldo y la encargada de su administración). Cuando hablaba de la muerte del Preferidor Racional, hablaba —no sin alguna compunción— de su muerte con todas las consecuencias de este trance y descartando su posible resurrección, por lo que verlo ahora reaparecer, acicaladamente despojado de sus ingratos ornamentos primigenios y revestido con los atributos de todos los demás preferidores dignos de cuenta en el planeta, tiene para mí más de pesadilla que de sueño imposible. Cierto es que, para el Marx teórico de la sociedad industrial (o, más exactamente, de la sociedad capitalista de su tiempo), la clase obrera encarna la garantía de la supervivencia de la sociedad entera y aun de la especie representada en esa sociedad111. Pero ni toda sociedad es hoy capitalista en el sentido en que Marx la entendía, aunque revoluciones socialistas hayan inaugurado nuevas formas insospechadas de capitalismo de Estado, ni la clase obrera de las sociedades capitalistas avanzadas se ha mantenido invariablemente fiel a la misión histórica que Marx le atribuyera, abandonándose con frecuencia a los cantos de sirena del Estado de bienestar. Si el filósofo, y en general el intelectual de semejantes sociedades (que no son, desde luego, las únicas que existen y que admiten en sí mismas diversos grados de desarrollo y no menos diversos grados de complejiGabriel Bello y Pablo Ródenas). El hecho de que una eventual sobredosis de escepticismo, cuyo ingrediente principal quizá sea el desaliento y no la pesimista presunción de que el sueño racional pueda producir monstruos (¿se podrá ser escéptico sin ser nihilista o cínico?), le impida a uno adherirse plenamente a aquellas palabras, no le impide, sin embargo, gozar de ellas. 111 Como insiste en recordamos Jacobo MUÑOZ en su reciente «Marxismo» en M. A. QUINTANILLA (ed.), Diccionario de filosofía contemporánea, Salamanca, 1976, pp. 283-302, p. 287.
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dad estructural, de todo lo cual acaso sea un trasunto, y es ciertamente buena muestra, el actual fraccionamiento del movimiento socialista mundial que en su día contribuyó a poner en marcha el Marx revolucionario), si el filósofo —digo— propende hoy a la soledad del francotirador, puede ser que no lo haga por su gusto. Aunque confieso que pudiera ser también que ese filósofo se acueste más a la trasnochada figura individualista del intelectual pequeño-burgués que a la gramsciana y más acorde con los tiempos del intelectual orgánico. Se me objetará que, en esa tesitura, la crítica filosófica ha de verse privada de criterios que permitan objetivar sus eventuales compromisos políticos, pero se me ocurre a mi vez sugerir uno a título de respuesta: la permanente orientación de dicha crítica al socavamiento del Poder establecido, cualquiera que éste sea, pues siempre habrá alguno mientras haya clases sociales y ni siquiera es muy seguro que en una sociedad sin clases desaparezca todo vestigio de dominación, dominación al menos interpersonal si no social. Pero precisamente porque hago mía la aclaración de Quintanilla en el sentido de que —cuando se habla de la «toma de partido» en la opción a favor de la razón— «partido» significa «parte» y no «organización» (¡los mejores filósofos no tienen por qué serlo los Secretarios Generales!), me atrevería a aventurar que ni el filósofo orgánicamente comprometido podrá ser en el fondo sino un solitario, por más que solidario, «compañero de viaje»112. Por lo demás, soy bien consciente de que nuestros problemas no concluyen aquí para el filósofo marxista. A lo largo del presente trabajo, así como en el resto de este libro, me he esforzado por hacer ver que la cues112 Esto será, a fortiori, lo que ocurra con el filósofo comprometido «inorgánicamente», según he tratado de decir en mi trabajo «De inconsolatione philosophiae» (pp. 162-183 del Diccionario de filosofía contemporánea de QUINTANILLA, citado en la nota precedente), contrayendo al caso del filósofo la concepción arangureniana del intelectual como homo viator. Una concepción tal situaría a los filósofos en el polo opuesto del filósofo lukacsiano en el que encarna «la unidad de teoría y práctica» por servir de asiento a la infalible «conciencia proletaria», a su vez identificada con la «organización política» de turno. El conocido cargo de que, tras de su identificación con el Partido, esa conciencia acabará identificándose con el Comité Central, luego con el Ejecutivo y, finalmente, con la voz de la Secretaría General, ha resultado demasiadas veces fundado en el pasado como para echarlo enteramente en saco roto con vistas al futuro.
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tión de la racionalidad —y, muy especialmente, la cuestión de las relaciones entre la racionalidad teórica y la práctica— se hallaba lejos de quedar reducida a un problema lingüístico incluso para los filósofos analíticos. Mas, para los filósofos marxistas, tal cuestión se convierte en el problema de la articulación entre el conocimiento científico de la realidad social y la programación política con vistas a la transformación revolucionaria de dicha realidad, articulación en la que se cifra la contribución propiamente filosófica del marxismo113. La efectiva solución de ese problema, el de la mediación filosófica entre la ciencia y la política (entre la teoría y la praxis, según suele decirse), comporta implicaciones que desbordan con mucho no sólo ya las consabidas discusiones analíticas en torno a la falacia naturalista —y hasta las coordenadas «naturalistas» en que las mismas se desenvuelven de ordinario114—, sino cualesquiera otras discusiones desarrolladas en los tér113
J. MUÑOZ, op. cit., p. 286. En su trabajo inédito «Contra el naturalismo», Gabriel BELLO apunta sagazmente que los esfuerzos —entre ellos los de varios trabajos míos anteriores— por mitigar los rigores de la «falacia naturalista» no siempre se han visto a su vez libres de «naturalismo». Cuando con base, por ejemplo, en el efectivo modus operandi de las ciencias sociales se pretende argumentar que no hay un abismo infranqueable entre hechos y valores, se está ya concediendo demasiado a la concepción naturalista de esas ciencias que ha hecho suya el positivismo, olvidando que las ciencias sociales acaso no se ocupen tanto de hechos cuanto de acciones (inevitablemente orientadas a «fines» y, por ende, transidas de «valoraciones»). En su libro El progreso de la conciencia sociológica, Barcelona, 1947, pp. 219 y ss., Salvador GINER registra oportunamente la contraposición —en la que se debate la teoría sociológica contemporánea— entre la sociología subjetivista de la interacción intencional y el objetivismo sociológico representado por el estructuralismo y la teoría de sistemas. Cualquier cosa que sea lo que suceda con el interaccionismo y el estructuralismo extremos, la categoría de «acción» —que nunca desapareció de cuenta dentro del paradigma objetivista (como lo muestra el interés del funcionalismo clásico por las explicaciones teleológicas; cfr. sobre este punto José María MARAVALL, «Sociología y explicación funcional», Sistema, 12, 1976, pp. 25-34)— se halla lejos de resultar inasimilable para el systems-theoretical approach a las ciencias sociales, cuya característica atención a la teleología le permitiría cuando menos empalmar con las mejores tradiciones sociológicas. Que dicho empalme pueda ir o no más lejos de constituir un nuevo intento de «causalización (en este caso cibernética) de la teleología» es una interesante cuestión abierta que no nos corresponde tratar aquí (véase alguna alusión sobre el particular en mi trabajo «La versatilidad de la explicación científica», del libro A ciencia incierta, Madrid, en prensa). Por el momento, únicamente interesaba apaciguar a Gabriel Bello asegurándole que la oposición a la crítica convencional de la «falacia natura114
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minos más o menos académicos de la filosofía tradicional. Lo que el marxismo entiende, en cualquier caso, como realización de la filosofía, pasa por la recusación de esa filosofía y hasta se ha sostenido paradójicamente que culmina en la eliminación de toda filosofía115. Mas, comoquiera que ello sea, el marxismo filosófico no es en manera alguna ajeno a la problemática tradicional de la filosofía. Y, en la cuestión que nos ocupa, su familiaridad con dicha tradición es incluso mayor que la analítica, lo que también habría de permitirle extraer mayor provecho de ella. Si el legado de Hegel en la filosofía contemporánea, por ejemplo, se hace consistir en los problemas que ayudó a suscitar más bien que en la manera como los resolvió, sería difícil exagerar la deuda que la filosofía contemporánea tiene contraída con Hegel. Hasta los filósofos analíticos comienzan hoy a reconocer aquella deuda, en el preciso instante en que — por uno de esos curiosos vaivenes de la historia del pensamiento filosófico— le regatea su reconocimiento más de un filósofo marxista116. Pero lo lista» no entraña necesariamente —aunque pueda haberlo hecho por descuido, inconsistencia o sabe Dios qué otras razones (ni tan siquiera excluyo las temperamentales)— adscripción a ningún «naturalismo». 115 J. MUÑOZ, op. cit., p. 299. 116 De entre los reconocimientos analíticos de Hegel citaría los de Richard BERNSTEIN, Praxis and Action, Filadelfia, 1971 (hay trad. cast. de G. Bello, Madrid, en prensa); Alasdair MACINTYRE (ed.), Hegel: A collection of Critical Essays, N. York, 1972; y, de manera muy especial, Charles TAYLOR, Hegel, Cambridge, 1975 (sin duda discutible, como toda interpretación viva de un gran pensamiento, el impresionante Hegel de Taylor merece hallarse a salvo de la mezquina crítica erudita de Walter KAUFMANN, «Coming to Terms with Hegel», en The Times Literary Supplement, 2 enero 1976, pp. 13-14). El caso más interesante de reacción antihegeliana en las filas marxistas es muy probablemente el de Lucio Coletti, filosóficamente hablando harto más rico y refinado que el hasta ahora antonomástico de Althusser (véase de COLETTI Il marxismo e Hegel, Bari, 1969; asimismo el tercero de los trabajos, «De Hegel a Marcuse», incluidos en Ideología e Societá, 2.ª ed., Bari, 1970 —hay trad. cast. de A. A. Bozzo y J. R. Capella, Barcelona, 1975—, donde el autor extiende su antihegelianismo a una feroz diatriba, no siempre enteramente justiciera, contra la Escuela de Francfort; y, finalmente, sus muy reveladoras declaraciones a la New Left Review, 86, 1974, de las que hay trad. cast. de A. Resines en Zona Abierta, 4, 1975, pp. 3-26). Así como en el seno de la filosofía analítica se habría producido, al decir de Bernstein, un significativo desplazamiento del ascendiente kantiano en favor del hegeliano (antes habríase producido análogo desplazamiento hacia Kant desde Hume), la baja cotización de Hegel en el seno del
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cierto es que, aun si basándose en supuestos como pudimos ver incompatibles con el marxismo,*Hegel fue el primero en levantar su voz contra la inmarxismo filosófico coincidiría en ciertos casos —como de nuevo el de Coletti— con una revalorización de Kant (y, a juzgar por las matizaciones de que Coletti ha hecho recientemente objeto a sus posiciones políticas en la entrevista antes citada, seguro que no falta un correligionario malintencionado que haga venir a cuento la vieja asociación entre neokantismo y socialdemocracia; cfr. a propósito R. DE LA VEGA y H. J. SANDKÜHLER, Marxismus und Ethik. Texte zum neukantianischen Sozialismus, Francfort del Main, 1970). La nueva aproximación marxista a Kant cuenta, por lo demás, con otros representantes, como el filósofo checo Jindrich ZELENY en su complejo libro La estructura lógica de El Capital de Marx, trad. cast. de M. Sacristán, Barcelona, 1974 (los hegelianos de su país —como el otrora popular Karel Kosik— entretienen, al parecer, su cesantía actual vendiendo flores en los puestos de los mercados callejeros, «el único destino de un filósofo verdadaderamente envidiable» en opinión de Fernando Savater, de quien proceden mis noticias). Desde una ubicación ajena ya al marxismo (y también, ciertamente, a la filosofía analítica estricta), Leszek KOLAKOWSKI acaba de lanzar un último «¡Vuelta a Kant!» particularmente relevante para el tema que nos ocupa en su trabajo «The Persistence of the Sein-Sollen Dilemma» (el «kantiano» trabajo de Kolakowski constituye el texto de una ponencia a presentar en el Symposium on Facts and Values, A Critique of the Present Conditions of Philosophy, de próxima celebración bajo los auspicios de la Fondazione Giorgio Cini de Venecia; el contrapeso «hegeliano» en el simposio vendría representado por la ponencia de Charles TAYLOR «Normative Criteria of Distributive Justice», cuya positiva aproximación a las teorías de Rawls —que, como ya sabemos, hunden en Kant al menos buena parte de sus raíces— no ahorra agudas críticas a sus supuestos sociales atomistas; el trabajo de Alan RYAN «Conflicts of Values», que completa la serie de ponencias, se mantiene al margen de toda preferencia por uno u otro clásico, compartiendo no obstante con los dos anteriores su misma línea «liberal»). En opinión de Kolakowski, no hay por qué lamentar la persistencia del dilema del ser y el deber ser en ciertas direcciones del pensamiento contemporáneo, puesto que ni siquiera la superación del dogma positivista que deniega carácter cognoscitivo a los juicios de valor tendría por qué llevarnos a borrar la distinción entre la racionalidad teórica de los juicios científicos y la racionalidad práctica de los juicios morales, cuyo posible fundamento no descansa en el consenso potencialmente universal proporcionado por la ciencia sino en el parcial consenso abastecido por estas o las otras creencias metafísicas. Como consecuencia de este enfoque —que presupone, digámoslo entre paréntesis, otro dogma positivista, cual el de la posibilidad de demarcar de forma más o menos concluyente el ámbito de la ciencia y el de las creencias metafísicas (dogma, por lo demás, bien familiar a KOLAKOWSKI, como lo demuestra su libro The Alienation of Reason, N. York, 1969, pp. 177 y ss.)—, se impondría abandonar toda aspiración a la universalidad de cualquier género de criterios morales, aspiración que únicamente podría conducir según sus críticos al monolitismo ideológico. Con lo que de pasada —el corolario resulta inesquivable— nos tendríamos que resignar a per-
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comunicación que Kant estableciera entre el mundo del ser y el del deber ser al dicotomizar a la razón en teoría y práctica y denegar, después, la conexión de la moral con cualquier género de conocimiento. Y si lo hizo así fue por motivos —como el temor a que, sobrepasando el designio kantiano de preservar la autonomía de la moral, aquella incomunicación extraviase a los filósofos en el misticismo irracionalista— cuya actualidad no se ha perdido en nuestros días117. Por nuestra parte hemos podido constatar cómo el curso todo de la ética analítica se halla presidido por la amenaza de ruptura, la ruptura consumada o el intento de reparar con más o menos éxito los efectos de tal ruptura entre la esfera de nuestro conocimiento de los hechos y la de nuestras decisiones morales. Y, por citar tan sólo un significativo ejemplo, las siguientes sentencias del Tractatus Logico-Philosophicus de Wittgenstein parecen confirmar las previsiones de Hegel: «En el mundo todo es como es y sucede como sucede; en él no hay ningún valor y, aunque lo hubiera, no tendría ningún valor... Por lo tanto, tampoco puede haber proposiciones de ética. Las proposiciones no pueden expresar nada que se halle por encima. Es claro que la ética no se puede expresar»118. Como nopetuar no sólo el saludable pluralismo ideológico que nace de la proteica capacidad de creación intelectual de los seres humanos sino también aquel que se origina de la división de la sociedad en clases a expensas de la previa división social del trabajo. A la luz de estas conclusiones, nada de extraño tiene que algún filósofo marxista crea obrar cuerdamente si persiste en continuar dando a Hegel lo que de Hegel pueda haber en Marx... sin por eso dejar de dar a Kant lo que es de Kant. En cuanto a mí, deseo consignar que mi primera y ya lejana toma de contacto con la herencia hegeliana del marxismo, que redescubro ahora casi como un amor de juventud, la debo a mi desde entonces amigo Emilio Lledó, a quien debo asimismo la incitación a la lectura de la obra de Ernst BLOCH Subjekt-Objekt: Erläuterungen zu Hegel, Berlín, 1951 (hay trad. cast. de W. Roces, México, 1959), cuya impresión ha perdurado en mí imborrable al cabo de los años. 117 Cfr. sobre este punto Shlomo AVINERI, Hegel’s Theory of the Modern State, Cambridge, 1972, pp. 118 y ss. 118 WITTGENSTEIN, Tractatus Logico-Philosophicus, Schriften, Francfort del Main, 1960, 6.41-42 (hay trad. cast. de E. Tierno Galván, sobre la edición bilingüe alemana e inglesa de 1922, Madrid, 1957). En su espléndida reconstrucción Wittgenstein’s Viena, N. York, 1973 (hay trad. cast. de I. Gómez de Liaño, Madrid, 1974), Allan JANIK y Stephen TOULMIN —tras reconsiderar al Tractatus, de acuerdo con las propias declaraciones de su autor, «como una obra de ética»— insisten en asegurar que el objetivo de esta última, objetivo a decir verdad inequívocamente kantiano, no es otro que liberar a la ética de toda supeditación a la ciencia (ibíd., c. VI, passim). Ello ha suscitado a Emilio LAMO —en su libro, libro por cierto excelente,
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sotros ya sabemos, el Wittgenstein ulterior de las Philosophische Untersuchungen abrió no obstante para la racionalidad y su teoría nuevos caminos dentro de la ética analítica. Pero todavía ayer mismo podía oírse el vaticinio de Alan Watts según el cual el Yoga y el Zen, «el silencio de la mente» y «la contemplación sin ideas», constituirían el obligado corolario filosófico del aforismo wittgensteiniano «De lo que no se puede hablar, hay que callar»119. Y, como asimismo hemos tenido ocasión de comprobar en apartados precedentes, ni tan siquiera la ética postanalítica a lo Rawls ha hecho otra cosa que llevar a sus últimas consecuencias planteamientos kantianos. En contraste, por tanto, con su tardío descubrimiento analítico, hemos de conceder a la filosofía marxista el beneficio de un largo trecho de ventaja en el disfrute del legado de Hegel. Juicios de valor y ciencia social, Valencia, 1976, pp. 87-88— el comentario de que «cuando afirman que el objetivo del libro es “liberar a la ética de toda clase de empirismo científicamente basado”... están —junto con Wittgenstein— haciéndole un flaco favor a la ética: pues si en un mundo de hechos nada tiene valor, en un mundo de valores nada tiene realidad, y la puerta queda abierta a lo místico ciertamente, pero también a lo irracional». En descargo de Wittgenstein hay que decir, con todo, que —como el propio Toulmin ha contribuido a demostrar— la lección extraída del primer Wittgenstein por los emotivistas éticos y sus herederos no es la única posible, hallándose además en desacuerdo con el curso ulterior del pensamiento wittgensteiniano; que, ya que no en la ciencia entendida —a la manera positivista— como enteramente purgada de incrustaciones metafísicas, la acción humana podría tratar de buscar fundamento en concepciones del mundo más o menos continuas, y no por eso irracionales, con nuestras convicciones metafísicas, posibilidad ésta que el segundo Wittgenstein no alentó ciertamente mas tampoco desalentó de forma terminante; que la denegación de que haya un hiato insalvable entre el reino del ser y el del deber ser, entre el conocimiento y la acción, entre la teoría y la praxis —denegación que hacen suya (hacemos nuestra) cuantos se oponen (nos oponemos) al positivismo, sea en la variedad del emotivismo ético o cualquier otra— no excluye, sin embargo, que entre aquellos dos polos se dé (y hasta podamos felicitarnos de que se dé) una cierta tensión insuperable: pues la teoría no sólo queda siempre de algún modo «más acá» de la praxis (como sostendría Wittgenstein al afirmar que la segunda «muestra» aquello que no cabe «decir» en la primera) sino que de algún modo va asimismo siempre «más allá» de ella (como sostienen cuantos afirman que la teoría ha de actuar como motor «utópico» de la praxis para que ésta no degenere en pura y simple «organización»). Sobre la implicación de la metafísica en la fundamentación de la razón práctica, véase mi trabajo «Delenda est metaphysica?» del libro en preparación De lo divino y lo humano. 119 A. WATTS, «Philosophy beyond Words», en CHARLES J. BONTEMPO y S. JACK ODELL (eds.), The Owl of Minerva, N. York, 1975, pp. 191-200.
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Un beneficio semejante no carece sin duda de importancia para lo que se está aquí y ahora ventilando. Pues lo que aquí y ahora se ventila no es ni más ni menos que el incierto porvenir del racionalismo en la filosofía de nuestro tiempo. Y también, de algún modo, el porvenir igualmente incierto de la razón en nuestro mundo contemporáneo. La instauración de una sociedad sin clases supondría la posibilidad de instauración de una razón verdaderamente universal. De una razón, esto es, que fuera patrimonio de toda la humanidad y no tan sólo de uno u otro fragmento mutilado de la misma. Se trata, en consecuencia, de un proyecto ante el que ningún filósofo puede permanecer indiferente. Y menos ciertamente que ninguno los filósofos marxistas. De ahí el interés con que, entre nosotros, hay que seguir su empeño de presentar al marxismo como «unidad consciente de una teoría, una crítica y una práctica»120, donde el último ingrediente —banco de prueba del primero y piedra de toque del segundo— quedaría convertido en el auténtico centro en torno al cual gravitan los otros dos. Dicho interés, no obstante, no tiene por qué excluir ciertas reservas críticas ante el proclamado primado de la práctica, reservas que, a tono con su calificación, reclamarían más bien la primacía para la crítica. Pues no hay que olvidar, en primer término, que la práctica encargada de validar una teoría es también de ordinario la encargada de corromperla, de suerte que, como alguna vez se ha dicho de la historia revolucionaria, un fracaso heroico pudiera ser en ocasiones más ejemplar que un éxito funesto. Dado que aquella corrupción suele ir inevitablemente 120 Cfr. Jacobo MUÑOZ, «Marxismo», cit., p. 302. Los trabajos de Sacristán, Muñoz y Doménech profusamente citados a lo largo de estas páginas han contribuido a poner en marcha un auténtico «programa de investigación», del que es buen exponente la labor que en estos momentos desarrolla el Col.lectiu Crítica de Barcelona, integrado, entre otros, por Antonio Aguilera, Angela Ackerman, Joan Comas, Manuel Cruz, Ana Calvera, Josep Altés, Antoni Doménech, Josep M. Domingo, Rafael Grasa, Jordi Guiu, Teresa Rodríguez, Ramón Salvo y Gerard Vilar (sobre su intervención en el Congreso de Filósofos Jóvenes de Cádiz —con la ponencia de DOMÉNECH «Lo lógico y lo histórico en El Capital: sobre la relación entre el método de exposición y el objeto de El Capital» y la ponencia colectiva «Cómo se organiza un seminario sobre El Capital: análisis de una experiencia de trabajo»— puede verse la noticia de José María LASO, «El XIII Congreso de Filósofos Jóvenes», Sistema, 14, 1976, pp. 131-142; a sus miembros debo también agradecer que me proporcionasen copia del trabajo inédito «Introducció metodológica als quatre primers capítols d’El Capital (Secciones I, II, III)»).
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acompañada de la cristalización de la práctica en estructuras de poder, a la crítica correspondería, en segundo término, la invitación a la superación de toda estructura de poder, estimulando a la revolución a convertirse de esta manera en permanente. Lo que tampoco excluye, en tercer término, que la crítica haga posible, por encima o por debajo de las discrepancias teóricas, la coincidencia en la práctica, a saber, siempre que ésta se dirija a la subversión revolucionaria del orden dominante y no a su consolidación. De entre las diversas caracterizaciones de la racionalidad, tanto teórica como práctica, que se han venido barajando en las páginas de este libro, la que entra en juego en este punto es la que insiste en presentarla como capacidad para hacer frente a situaciones inéditas, como son siempre las revoluciones, científicas o sociales121. La racionalidad así entendida será ella misma, entonces, revolucionaria. Quien más agudamente lo ha sabido captar y formular, antes que nadie en nuestro siglo, ha sido el gran filósofo marxista Ernst Bloch, para quien la razón ha de oficiar de catalizador de la Revolución en que se colme el viejo sueño humano de construir un mundo —Destruam et aedificabo!— que nos sirva de auténtica morada122. Mas la catálisis utópica no tendría lugar sin el concurso de esa energía de activación que es la esperanza. Pues la esperanza es la que habrá de permitir no sólo que la racionalidad salga al encuentro de lo inédito, sino que imaginativamente lo anticipe y una vez encontrado lo trascienda, prolongando la historia en la utopía123. 121 En apoyo de semejante caracterización de la racionalidad cabría invocar tal vez argumentos neurofisiológicos o psicológicos —desde el estudio del funcionamiento del sistema reticular ascendente al del pensamiento creativo—, mas por mi parte prefiero remitir al tratamiento que Stephen TOULMIN le dispensa en la Conclusión (hegelianamente titulada «The Cunning of Reason») de su Human Understanding. Volume 1. The Collective Use and Evolution of Concepts, Princeton, 1972, pp. 478-503 (para una caracterización un tanto menos «evolucionista», véase mi trabajo «El porvenir de la razón práctica: ¿evolución o revolución?», en preparación). 122 El juicio algo sumario con el que BLOCH despacha su consideración de la utopía anarquista —«Desde un punto de vista táctico, el sueño de una sociedad libre de dominación se convierte en el medio más seguro para no alcanzarla» (Das Prinzip Hoffnung, Francfort del Main, 1959, p. 670; hay trad. cast. de F. González Vicén, Madrid, en prensa)— contrasta vivamente, en cualquier caso, con la intensa vibración libertaria de toda su obra. 123 Véase en conexión con este tema Helmut FAHRENBACH, «Zukunftsforschung und Philosophie der Zukunft (Eine Erörterung im Wirkungsfeld Ernst Blochs)», en Varios, Ernst Blochs Wirkung. Ein Arbeitsbuch zum 90. Geburtstag, Francfort del Main, 1975, pp. 325-361.
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Haciendo un libre uso de las categorías de Bloch, podríamos decir que la razón es la manera como el hombre experimenta la novedad, lo novum. Pero Bloch se resiste a considerar a la historia como un proceso sin fin, en la doble acepción de sin acabamiento y sin sentido, lo que negaría a la razón todo reposo y tornaría completamente vana la esperanza124. Por el contrario, la esperanza vendría a ser la manera como el hombre experimenta anticipadamente, según Bloch, el sentido y la meta final, lo ultimum, de aquel proceso. Un denodado esfuerzo como ése por conjugar razón y esperanza, arriesgándose incluso a bordear las fronteras de la escatología, es cualquier cosa menos incomprensible. Pues, en efecto, lo contrario de la esperanza no sería en este caso la desesperanza sino algo más próximo a la desesperación. La idea de una historia eviternamente inconclusa que condene a la razón humana a un trabajo incesante, tras negarle la menor posibilidad de exiliarse de su curso, no es precisamente una idea reconfortante. Y hasta llegaría a ser escalofriante si se admite la sisífica posibilidad de que la racionalidad se ejerza una vez y otra contra el mismo obstáculo, el obstáculo de un Poder siempre dispuesto a reconstituirse tras cada uno de sus asaltos críticos, transformando así el curso de la historia en la aterradora ceremonia de una absurda repetición. En estas condiciones, sería consolador poder pensar que la razón, que acaso dé expresión a la esperanza, se sirva de ella para prosperar. Pero ni hay exilio histórico ni la razón humana es la Razón capaz de arrojar luz sobre todas y cada una de las múltiples perspectivas, sucesivas o simultáneas, a través de las cuales aquélla avanza a oscuras tanteando penosamente el rumbo por donde encaminar sus pasos. En este mismo libro, la razón analítica ha sido caracterizada como una razón sin esperanza. Y habría que preguntarse si tal rasgo no será un rasgo invariante del ejercicio humano de la racionalidad, esto es, de la razón sin más. Con esperanza, sin esperanza y aun contra toda esperanza, esa razón es, sin embargo, nuestro único asidero, por lo que la filosofía no puede renunciar sin traicionarse a la meditación en torno a la razón. 124 BLOCH, Das Prinzip Hoffnung, cit., pp. 224-258 (véase también la discusión entre Bloch y Kolakowski sobre el particular en Maurice DE GANDILLAC-Lucien GOLDMANNJean PIAGET, eds., Entretiens sur les notions de Genése et de Structure, París-La Haya, 1965, pp. 234 y ss.; hay trad. cast. de F. Mazía, Buenos Aires, 1969).
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D O C U M E N T A
Colección Theoria cum Praxi Serie Studia/monografías Txetxu Ausín, Entre la Lógica y el Derecho (Prólogo de Concha Roldán) Lorenzo Peña y Txetxu Ausín (ed), Los derechos positivos Roberto R. Aramayo y M. José Guerra (ed), Los laberintos de la responsabilidad Rocío Orsi, El saber del error Antonio Casado, Bioética para legos Serie Impronta/materiales Roberto R. Aramayo y Txetxu Ausín (ed), Valores e historia en la Europa del s. XXI Roberto R. Aramayo y Francisco Álvarez, Disenso e incertidumbre David P. Chico y Moisés Barroso (ed), Pluralidad de la filosofía analítica Faustino Oncina (ed), Teorías y Prácticas de la Historia Conceptual Serie Clasica/textos J. J. Rousseau, Cartas morales (Edición de R.R. Aramayo)
a colección Theoria cum Praxi se honra en abrir L una nueva serie, Documenta, con la reaparición de un texto que constituyó un hito dentro del panorama
filosófico español. La razón sin esperanza se encuadraba en un programa de autocrítica de la razón analítica, dentro de la cual le correspondía cuestionar el tratamiento analítico de la razón práctica por parte de sus más insignes representantes, desde G. E. Moore a John Rawls. Lejos de centrar exclusivamente su atención en la problemática del análisis filosófico del lenguaje moral, el libro se esforzaba por ampliar sus horizontes, lo que llevó a
Javier Muguerza a interpretar las vicisitudes de la ética analítica como un síntoma de la crisis de la Razón Ilustrada, a deplorar su frecuente supeditación al pensamiento positivista (tal como ha sido denunciada por la crítica procedente de la Escuela de Frankfurt) y a confrontar, en suma, sus planteamientos con el enfoque marxista de las relaciones entre la Teoría y la Praxis. En esta misma colección se ha editado un volumen colectivo de homenaje a Javier Muguerza titulado Disenso e incertidumbre.
Antología, Teoría social y política de la Ilustración escocesa (ed. Isabel Wences) Serie Documenta/legados Javier Muguerza, La razón sin esperanza
CSIC: 978-84-00088-43-9
Filosofía
1 Javier Muguerza
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Javier Muguerza avier Muguerza es catedrático J emérito de Filosofía Moral y Política en la Universidad Nacional
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de Educación a Distancia, tras haber desempeñado dicha cátedra en la Universidad de La Laguna y Autónoma de Barcelona. Fue el primer director del Instituto de Filosofía del CSIC con ocasión de su refundación en 1986, así como de Isegoría Revista de Filosofía Moral y Política, editada por este último. Ha sido profesor visitante de diversos centros docentes e investigadores europeos y americanos, coordinando desde su fundación el Comité Académico de la Enciclopedia Iberoamericana de Filosofía. Entre sus publicaciones destacan, además de La razón sin esperanza, los libros Ética de la incertidumbre, Desde la perplejidad, Ética, disenso y derechos humanos o El puesto del hombre en la cosmópolis y otros ensayos. Ha compilado e introducido en alemán la antología Ética desde el descontento: 25 años de discusión ética en España y coeditado numerosos volúmenes colectivos, entre ellos Kant después de Kant, El individuo y la historia o La paz y el ideal cosmopolita de la Ilustración, así como recientemente La aventura de la moralidad (Paradigmas, fronteras y problemas de la Ética).