La magia de los números y el movimiento : La carrera científica de Descartes
 9788420627465, 8420627461

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William R. Shea

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Alianza Universidad

Alianza Universidad

William R. Shea

La magia de los números el movimiento La carrera científica de Descartes

Versión española de Juan Pedro Campos Gómez

Alianza Editorial

Título original: The Magic ofNumbers & Motion: The Scientific Career o f René Descartes

Reservados todos los derechos. De conformidad con lo dispuesto en el art. 534-bis del Código Penal vigente, podrán ser castigados con penas de multa y privación de libertad quienes reprodujeren o plagiaren, en todo o en parte, una obra literaria, artística o científica fijada en cualquier tipo de soporte, sin la preceptiva autorización.

© Watson Publishing International 1991 © Ed. casi.: Alianza Editorial, S. A., Madrid, 1993 Calle Milán, 38; 28043 Madrid: telef. 300 00 4 5 ISBN: 84-206-2746-1 Depósito legal: M. 3.863 -1993 Impreso en Lavel. Los Llanos, nave 6. Humanes (Madrid) Printed in Spain

INDICE

Prefacio..

11

Capítulo

1.

E l jo v e n d e

porrou................................

15

Capítulo

2.

E n l o s p r i m e r o s d í a s d e l a f í s i c a ....................

32

Capítulo

3.

L a v i c t o r i a m a t e m á t i c a ........................................

59

Capítulo

4.

T r a s l a a r m o n í a m u s i c a l ......................................

107

Capítulo

5.

D e sc a r t e s y l a il u s t r a c ió n d e l a R o sa C r u z ........................................................................................

139

L a b u sc a d e l m é t o d o y l a s r e g l a s d e d i­ ...............................................................................

175

Capítulo

6.

r e c c ió n

Capítulo

7.

EL TRIUNFO ÓPTICO (1625-1628)......................

212

Capítulo

8.

M e d i t a c i o n e s m e t a f í s i c a s ....................................

232

Capítulo

9.

D e s t e j e r e l a r c o i r i s .................................................

265

Capítulo 10.

L a a c c i ó n d e l a l u z ..................................................

315

Capítulo 11.

L a m a t e r ia y e l m o v im ie n t o e n u n n u e v o M U N D O ..................................................................................

350

7

g

La magia de los números y el movimiento

Capítulo 12.

L as

leyes y reglas del MOVIMIENTO............

387

Capítulo 13.

Pu blicar

o p e r e c e r .........................................

442

C o n c lu sió n ..................................................................................

473

Apéndice:

C R O N O LO G ÍA DE LA VIDA DE D E S C A R T E S .............

485

B ibliogra fía .................................................................................

488

I n d ice

499

t e m á t ic o .........................................................................

A la memoria de Fierre C ostabel (1912-1989) Sacerdote, universitario e historiador de la ciencia.

PREFACIO

Tras la muerte prematura de Descartes en Estocolmo el once de febrero de 1650, sus escritos inéditos fueron puestos en las manos del embajador francés, Pierre Chanut, que los embarcó con destino a Francia, donde había de hacerse cargo de ellos su cuñado, Claude Clerselier. La carga llegó a Ruán sin contratiempos, y la trasladaron a una barcaza que debía remontar el Sena. A las afueras de París, la barcaza se hundió, y el cofre que contenía los manuscritos de Des­ cartes permaneció tres días y tres noches en el agua antes de que Clerselier pudiese rescatarlo. Sus criados (que ni sabrían mucho de la filosofía natural cartesiana ni, se dirían, falta que les hacía) le ayudaron a extender las hojas en varias habitaciones, para secarlas. Durante los diecisiete años siguientes, Clerselier habría de ordenar pacientemente las estropeadas páginas, y publicaría tres volúmenes con la correspondencia de Descanes, además de su Tratado del hom­ bre, E l Mundo y el Tratado de la formación del feto. Se suele creer que Clerselier reconstruyó los desmembrados es­ critos de Descanes con acieno suficiente, pero yo no puedo evitar que su labor me parezca un símbolo de las dificultades con las que habrá que tropezar cualquiera que pretenda casar las distintas panes de la variada actividad de Descanes como filósofo, matemático, teóli

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La magia de los números y el movimiento

logo y científico natural, y es que no dejará nunca de acecharle el peligro de que el concierto que logre sea más aparente que real. Descartes mismo intentó ocultar las costuras de un tejido de cono­ cimiento del que le habría gustado que creyésemos que era de una sola pieza. En el brillante fragmento autobiográfico que publicó a los cuarenta y un años en su Discurso del método, rehacía su pasado con la intención de que sus lectores se convenciesen de que habían de adoptar su nuevo método científico, y convertía su propia vida en ejemplo señero de ordenada peregrinación de la oscuridad a la luz por un camino quizá estrecho, pero siempre recto... Mi objetivo ha sido seguir a Descartes en su viaje, y proporcio­ nar una visión global, pero en absoluto exhaustiva, de su carrera científica desde sus días de estudiante en el colegio de los jesuítas en La Fleche hasta su marcha a Suecia, adonde le había llamado la reina Cristina. He intentado ser fiel a la recomendación de Descartes de ser claro (pero no claro a cualquier precio), y tengo la esperanza de que este libro le dé suficientes razones al lector para que se anime a leer las obras del propio Descartes. He querido que la discusión matemática del capítulo tres sea lo más sencilla posible, pero quien desee saltarse esa sección en una primera lectura cuenta no sólo con mi simpatía, sino con la seguridad de que podrá encontrar la esencia del asunto explicada en unas pocas páginas al final. Hay una crono­ logía de los principales acontecimientos de la vida de Descartes en el apéndice. No podría haber llevado a cabo mi trabajo sin las obras pioneras de Gastón Milhaud (Descartes Savant, 1921), Paul Mouy (Le Développement de la Physique Cartésienne, 1934), y J. F. Scott (The Sáentific Work of René Descartes [La obra científica de René Des­ cartes], 1952). Le debo muchísimo a estos precursores, y a los nu­ merosos amigos, colegas y estudiantes que me han ayudado con sus consejos y críticas constructivas. Los lectores familiarizados con las obras de Eric Aitón, Gerd Buchdahl, I. Bernard Cohén, Paolo Rossi y R. S. Westfall caerán inmediatamente en la cuenta de qué hombros son los que me levantan. Les doy calurosamente las gracias, a ellos y a Roben E. Butts, Catherine Chevalley, Paolo Galluzzi, Marcello Pera y René Taton, que me han criticado a lo largo de los años y librado de muchos errores lamentables. Le estoy especialmente agra­ decido a Fierre Costabel, que escrutó minuciosamente panes del original y fue tan amable como para hacerme sentir que no estaba del todo equivocado. Murió así iba este libro a las prensas, y se lo

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Prefacio

dedico con aprecio. Tuve también el privilegio de aprender de Neale Watson y Gerald Lombardi, y les agradezco su paciencia y dedica­ ción. Agradezco así mismo al Consejo de ciencias sociales y huma­ nidades del Canadá, al Departamento de filosofía y al Centro de medicina, ética y derecho de la Universidad McGill el haber apoya­ do constantemente mi investigación. Tuve el placer de escribir este libro en el Wissenschaftskolleg (Instituto de estudios avanzados) de Berlín, y quiero agradecerles al rector, al bibliotecario y a su equipo su inapreciable ayuda. Tengo contraída una gran deuda con Beata Gallay, que preparó el índice, y Firooza Kraft y Iris Hardinge, que mecanografiaron el manuscrito. Estoy también agradecido a Rolf Selbach y John Honeyman, de la McGill, por su ayuda con las ilustraciones, que proceden en su ma­ yor parte de la edición de referencia de las Oeuvres de Descartes, editada por Charles Adam y Paul Tannary. Este libro no habría llegado a buen fin sin el ánimo que me ha prestado mi esposa, Evelyn, que me comentaba el original e intentaba siempre que fuese yo con­ secuente con el ideal de Descartes de claridad y concisión. Es un placer darle las gracias y expresar mi gratitud a nuestros hijos, Herbert, Joan-Emma, Lduisa, Cecilia y Michael, por sus exigentes pre­ guntas y su renuencia a conformarse con respuestas fáciles. Agosto de 1990. Universidad McGill. Montreal.

Capítulo 1 EL JOVEN DE POITOU

Descanes nació el treinta y uno de marzo de 1596 en La Haye (hoy La Haye-Descartes), en la Turena. Conocemos la fecha gracias a la inscripción que orla su retrato en la edición latina postuma de su Geometría. Retrato e inscripción fueron hechos en vida de Descartes, quien, sin embargo, se opuso a que figurase la fecha de su nacimiento, que no quería que llegase a conocimiento de los autores de horóscopos1 1 Frans van Schooten el Joven hizo el retrato en 1644. Quería que se imprimiese en la primera edición latina de la Geometría, que salió en 1649. Sin embargo, en carta fechada el nueve de abril de 1649 y remitida a van Schooten, Descartes alababa el retrato, «aunque la barba y las ropas no guardan semejanza con la realidad», pero rogaba que no se imprimiese. En caso de que van Schooten insistiese en hacerlo, debería al menos retirar la inscripción, «Señor del Perron, nacido el último día de marzo de 1596». Se oponía a las primeras palabras «porque me desagrada todo título», y a las demás «porque también me desagradan los autores de horóscopos, cuyos errores parece que alentamos cada vez que publicamos la fecha de nacimiento de alguien». (Rene Descartes, Oeuvres, Charles Adam y Paul Tannery, eds., once volú­ menes; París: Leopold Cerf, 1897-1913). Esta es la edición de referencia de las obras de Descartes, que ha sido reeditada con añadiduras (París: Vrin, 1964-1979). En ade­ lante será citada como A.T., más el volumen en números romanos y la página en números arábigos. El párrafo reproducido en esta nota pertenece al volumen V, pá­ gina 338, es decir, A.T., V, pág. 338. 15

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La magia de los números y el movimiento

Puede que un legítimo deseo de guardar su intimidad explique se­ mejante actitud, pero yo creo que, además, hay detrás de ella un temor ancestral al poder de la astrología. Ya hablaremos del entu­ siasmo que Descartes sintió en su juventud por la Rosacruz, y ve­ remos que es un error creer que se revestía siempre con la refulgente armadura de la racionalidad pura. El padre de Descartes, Joachim Descartes, fue miembro del par­ lamento de la Bretaña en Rennes, y su madre, jeanne Brochard, hija del teniente general del presidio de Poitiers. Se puede decir que René pertenecía a la nobleza menor, y de joven se hacía llamar Sieur du Pcrron, por la pequeña seigneurie que había heredado. Su madre murió el dieciséis de mayo de 1597, tres días después de dar a luz a un niño que no sobrevivió. Descartes fue criado por su abuela materna, Jeanne Sain, que murió en 1610, y por una nodriza a la que no dejaría de estar unido; le pagaba una pensión anual, y no la olvidó en su testamento *12.

El Colegio de La Fleche En 1603 ocurrió algo que habría de influir profundamente en la educación del joven Descartes. A los jesuítas, expulsados de Francia en 1594, se les permitía volver y fundar un colegio en La Fleche, que estaba en la misma pane del país que La Haye 3. El colegio abrió sus puertas en 1604, y en 1606 Fr. Etienne Charlet (1570-1652), primo de Descartes, pasó a formar parte de su claustro. Charlet fue nombrado rector en 1608. La presencia de un pariente quizá movió a la familia de Descartes a enviar a éste a la nueva escuela, en la que

1 Adrien Baillet, La Vie de Monsieur Des-Canes, dos volúmenes (París, 1691). Facsímil (Ginebra: Slatkine, 1970), vol. II, pág. 458. Baillet sigue siendo la fuente principal sobre la vida de Descartes. 1 Véase Un Collége des Jésuites au XVII' et au XV III' Siecle. Le Collége Henri IV de La Fleche, cuatro volúmenes, de Camille de Rochemonteix (Le Mans: Leguicheux, 1889). Los jesuítas gozaban de una gran reputación incluso entre los protes­ tantes. En 1623, Francis Bacon llegaba a decir de ellos: «En todo lo que se refiere a la enseñanza, no hay mis que hablar: fíjate en las escuelas de los jesuítas, no hay nada mejor». (De Dignitale et augmentas scientiarum, Libro VII, capitulo 4, en Fran­ cis Bacon, Works, cds., J. Spcdding, R. L. Ellis, et alii, catorce volúmenes. (Londres, 1857-1874). Reedición (Stuttgart-Bad Cannstatt: Frommann, 1963), vol. I, pág. 709.

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entró, con toda probabilidad, en 1606, a los diez años de edad, y que dejó a los diecinueve, en 1615, una vez completado el ciclo normal de estudios, que comprendía seis años de bachillerato y tres años universitarios 4. Cuando Descartes llegó a La Fleche, los edificios ni siquiera es­ taban terminados; hasta que no estuvieron listos los dormitorios, lo que ocurrió en 1609, los estudiantes tuvieron que alojarse en casas cercanas. Había por entonces unos sesenta estudiantes. El fundador del colegio, Guillaume Fouquet, Sieur de la Varenne, lo había do­ tado generosamente, y no se cobraban tasas de enseñanza. Había veinticuatro becas para estudiantes de familias de pocos recursos, lo que explica que Marín Mersenne, hijo de un modesto granjero, pu­ diese asistir a La Fleche de 1604 a 1609. Era ocho años mayor que Descartes, y los dos chicos no serían en la escuela más que meros conocidos. Su amistad nace en 1623, cuando se encuentran de nuevo en París y sus comunes aficiones científicas les aproximan. Mersenne sería el corresponsal más importante y estimulante que Descartes tendría una vez se estableciese en Holanda. De hecho, todos los colegios jesuítas fomentaban los lazos entre gentes de alta y baja cuna, y amistades de ese tipo no eran raras. Asistir a una escuela jesuíta era una forma de adquirir una especie de título por partici­ pación. Abría las puertas de las mejores casas de Francia. El único compañero de clase que Descartes menciona en su co­ rrespondencia es Fran^ois Chauveau, que sería jesuita y enseñaría en La Fleche 5. N o se cobraban tasas, pero los estudiantes de posibles podían hacerse con una habitación privada. La familia de Descartes cuidó de que disfrutase de este privilegio. Por su mala salud, se le permitía levantarse tarde, hábito que conservaría toda su vida, hasta

4 Sobre Descartes en La Fleche, véase Les années d ’apprentissage de Descartes, de J. Sirven (Albi: Imprimerie Coopérative de l’Ouest, 1928), págs. 25-S2. Descartes entraría en La Fléche no antes de 1604 y no más tarde de 1607, y saldría de allí en 1613, 1614 o 1615. Sirven aboga por el periodo 1607-1615 (págs. 41-48). Acerca del estado actual de la cuestión, véase la nítida descripción de Geneviive Rodis-Lewis, Idees et veriles itemelles chez Descartes el set successeurs (París: Vrin, 1985), págs. 165-181. Todo lo que Descartes mismo dejó dicho al respecto es que pasó en La Fléche «ocho o nueve años» (carta a Fr. Grandamy, dos de mayo de 1644, A. T., IV, pág. 122), o «casi nueve años» (carta a Fr. Hayneuve, veintidós de julio de 1640, A. T. III, pág. 100). * Carta de Descartes a Mersenne, veintiocho de enero de 1641, A.T., III, pág. 2%, y notas de las páginas 299 y 873.

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que no tuvo más remedio que levantarse a las cuatro de la mañana para instruir a la reina Cristina de Suecia. El acontecimiento político más importante acaecido durante los días estudiantiles de Descartes fue el asesinato del rey Enrique IV por un monje demente el catorce de mayo de 1610. El corazón del rey fue llevado solemnemente a La Fleche el cuatro de junio de 1610, y Descartes fue uno de los catorces nobles escogidos para formar la procesión fúnebre. Un año después, se celebró como se merecía el primer aniversario de la llegada del corazón del rey, y se leyó un soneto en el que se conmemoraba el reciente descubrimiento por Galileo de los cuatro satélites de Júpiter 6. Que se mencionase el más sensacional de los descubrimientos telescópicos de Galileo muestra hasta qué punto los jesuitas se mantenían al día de los desarrollos científicos. Revela también su astucia política, pues Galileo había bautizado los cuatro satélites como «estrellas medíceas» en honor de Cósimo II, gran duque de Toscana y primo de la reina regente de Francia, María de Médici. Quizá los jesuitas supiesen también que, antes de la muerte del rey, la corte francesa le había pedido a Galileo que diese al siguiente planeta que descubriese el nombre de Enrique IV 7.

Educación jesuíta La enseñanza que se impartía en los colegios jesuítas se atenía a los criterios dictados por la Ratio Studiorum, que bosquejó san Ig­ nacio de Loyola y se publicó por vez primera en Francia en 1603, el año de la fundación del Colegio de La Fleche. Los jesuitas no pretendían formar teólogos, sino laicos que fuesen capaces de dar testimonio del evangelio en el mundo. Aunque insistían en la orto-* * Véase Rochemontcix, Un Coliége des Jesuíta, vol. I, págs. M4-152. 7 Véase la carta de Galileo a Vincenzo Giugni, veinticinco de junio de 1610, en Opere de Galileo Galilei, cd„ Antonio Favaro, veinte volúmenes (Florencia: G. Bar­ bera, 1890-1909), vol. X, pág. 381. En su deseo de poner a la realeza por los ciclos, dos astrónomos aficionados, el sacerdote francés jean Tarde y el jesuíta austríaco Charles Malapcrt, dedicarían más tarde manchas solares a las familias reinantes de Francia y Austria, que, según ellos, eran planetas: J . Tarde, Borbonia Sidera, id est planetae qut solis limina circumvolttant mola propio ac regulan, falso haetenus ab belioscopis macular solis nuncupati (París, 1620), y C. Malapert, Austríaca Sidera Hehocyclica astronomías bypathesibus illígata (Douay, 1633).

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doxia en materia de fe, promovían la libertad de pensamiento en lo que fuese disputable. La educación se basaba en los clásicos latinos; las Metamorfosis de Ovidio eran especialmente populares. Descartes dominaba el la­ tín, y con el tiempo escribiría sus Meditaciones y sus Principios de Filosofía en esa lengua. Aprendió también algo de griego, y disfru­ taba de un conocimiento efectivo del italiano, que se usaba frecuen­ temente en la corte de María de Médici. Le gustaban las novelas, y un día recordaría el gusto que sentía cuando leía, con entusiasmo, el Amadís, larga novela de caballerías que narra las hazañas de un caballero, modelo de fidelidad a su amada *. Cuando en su Discurso del método recuerda la educación que recibió en La Fleche, escribe Descartes que «el encanto de las fábulas despierta el espíritu», y que «las memorables hazañas que se cuentan en las historias lo elevan, y ayudan a que el juicio se forme». «Leer buenos libros», añadía, «es como si se conversase con los hombres más notables del pasado —una conversación meditada en la que descubriesen tan sólo sus mejores pensamientos» *9. Descartes siem­ pre creería que los libros no debían contener más que cosas cuida­ dosamente escogidas; en su vida sólo daría a conocer lo que, pen­ saba, se tendría por lo mejor de que era capaz. N o fue, en conse­ cuencia, un escritor prolífico; tampoco fue precoz: esperó hasta los cuarenta y un años para publicar su primer libro, en 1637; incluía la Optica, los Meteoros y la Geometría, y un prefacio, el Discurso del método, destinado a ser más famoso que los tratados científicos que prologaba. A este libro siguieron tres, las Meditaciones en 1641, los Principios de filosofía en 1644, y las Pasiones del alma en 1649. En los tres últimos años de bachillerato se impartían poesía y retórica. «La oratoria», leemos en el Discurso del método, «tiene poder y belleza incomparables; la poesía, delicadeza y dulzura em­ briagadoras» l0. Descartes escribió versos, y siempre puso la inspi­ ración poética por encima del mero razonar filosófico ' 1.

* Carta de Descartes a Constancio Huygens, ocho de septiembre de 1637, A. T., pág. 396, y nota de la página 397. 9 Discurso del método, primera parte, A. T., VI, pág. 5. 10 Ib., pág. 6. " Descartes le dijo a Huygens que había compuesto poemas (véase la carta de Constantin Huygens a Descartes, catorce de marzo de 1644, A. T. IV, pág. 102). Sobre la superioridad de la inspiración poética, véanse las Cogitationes Privatae de

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L a magia de los números y el movimiento

Los tres años universitarios, o de «filosofía», como se les llama­ ba, se repartían entre la lógica, la física y las matemáticas, por una parte, y la metafísica. La Ratio Studiorum recomendaba que los maes­ tros siguieran a Aristóteles tal y como lo interpretaba Tomás de Aquino (1227-1274), quien había sido proclamado Doctor de la Igle­ sia en fecha por entonces tan reciente como 1569, y cuyas enseñan­ zas se suponía que abarcaban la ortodoxia católica. En todo caso, parece que los profesores jesuítas manejaban libros de texto, no las obras originales de Aristóteles. Los estudiantes asistían a dos horas de clase por la mañana y por la urde. Tenían también una hora de discusión, que se confiaba normalmente a un «repetidor» o estudian­ te graduado que ejercía una función similar a la de un asistente en» las universidades americanas. Los sábados, en vez de las clases de la tarde, había un debate público en el que los estudiantes, por tumo, atacaban o defendían tesis filosóficas. Del profesor de lógica se esperaba que explicase a Porfirio y las siguientes obras de Aristóteles: las Categorías, Sobre la interpretaáón, los cuatro primeros capítulos de los Primeros analíticos, los Tópicos y la sección que trata de la demostración en los Analíticos posteriores. La Ratio Studiorum recomendaba los comentarios de los jesuítas Francisco de Toledo (1533-1596) y Pedro de Fonseca (1528-1599), autores ambos competentes, pero no muy estimulantes. En el segundo año, la física comprendía el estudio de la Física de Aristóteles, Sobre los cielos y el primer libro de Sobre la generación. Cuesta más saber qué se enseñaba en matemáticas. Con toda segu­ ridad los jesuítas usaban los manuales del más grande de sus mate­ máticos y científicos, Christopher Clavius, que murió en Roma pre­ cisamente en 1612 tras una distinguida carrera en el Colegio Roma­ no, la más prestigiosa institución de enseñanza superior de los je­ suítas. Al enseñar matemáticas, disciplina en la que, entendida en un sentido amplio, cabían el arte de la fortificación y la teoría musical, los jesuítas insistían en las aplicaciones prácticas, y abordaban ma­ terias, como las ingenierías civil y militar, que fuesen del interés de los jóvenes nobles, que con el tiempo podían llegar a ocupar cargos Descartes, A. T., X, píg. 217. Hay cierta característica de la vida de los estudiantes que Descartes no menciona, pero sí un edicto real de 1604: -Los taberneros los tientan, las mujeres de vida disoluta los hacen caer en sus lazos, y los charlatanes los arruinan con el señuelo de que les van a enseñar la ciencia de la magia». (Rochemonteix, Un collége des Jésnúes, vol. II, pág. 90).

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de responsabilidad en el ejército y la administración. El tercer año se dedicaba a la Metafísica de Aristóteles, su tratado Sobre el alma y el segundo libro de Sobre la generación. Todas estas obras se interpretaban a la luz de la Suma teológica de Tomás de Aquino, una de las pocas obras, junto a la Biblia, que Descartes llevaría con­ sigo a Holanda 1Z. Mientras preparaba las Meditaciones para enviarlas a la imprenta en 1640, Descartes escribió a Mersenne, que se encontraba en París, solicitándole una lista de autores que hubiesen escrito libros de texto de filosofía después de que él hubiese dejado la escuela: «Sólo re­ cuerdo a los Conimbricenses, Toletus y Rubius. Me gustaría saber también si alguien ha escrito un resumen popular de la filosofía escolástica. Me ahorraría la labor de tener que leer si)s pesadísimos tomos. Me parece recordar que un monje cartujo o feuillant ha he­ cho algo así, pero su nombre se me escapa» 12l314. Esta es la única referencia explícita en toda la correspondencia de Descartes a los autores que estudió en la escuela. Toletus es Francisco Toledo, el jesuíta del siglo dieciséis que recomendaba la Ratio Studiorum. Antonius Rubius o Rubio (1548-1615) era un misionario jesuíta que enseñó filosofía en México y publicó una Lógica mexicana o Co­ mentario de toda la lógica de Aristóteles, así como comentarios de otras partes de la filosofía de Aristóteles M. Los Conimbricenses eran un grupo de profesores que publicaron comentarios de las obras de Aristóteles en Coimbra de 1592 en adelante. La Etica a Nicómaco de Aristóteles estaba también en el progra­ ma del tercer año de filosofía en [la Fleche]; el profesor quizá usase el pertinente comentario de Coimbra, aparecido en 1594. El autor del resumen filosófico que Descartes recordaba era Eustache de Saint Paul, conocido como el Feuillant, del nombre de su convento en París. Su Summa Philosophiae apareció en 1609, y se reimprimió ocho veces entre 1611 y 1626. Esto demuestra que los jesuítas de los que Descartes recibió clases usaban los libros de texto más re­ cientes y de mayor predicamento que había en el mercado. 12 Cana de Descanes a Mersenne, veinticinco de diciembre de 1639, A. T., II, pág. 630. 13 Cana de Descartes a Mersenne, treinta de septiembre de 1640, A. T „ III, pág. 185.

14 Los Comentarios de Rubius se citan en ib., págs. 195-196, donde también se dan las obras de Toletus, los Conimbricenses y el Feuillant (Frére Eustache de Saint Paul).

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La magia de los números y el movimiento

Es difícil calibrar en qué medida impresionó toda esta filosofía escolástica a Descartes. Veinte años después, afirmaba que había «dis­ frutado con las matemáticas», pero despachaba displicentemente la filosofía como algo que sólo «daba los medios para hablar de manera superficialmente convincente de cualquier cosa y ganar la admiración de los menos cultos» ,s. Los profesores de Descartes Los estudiantes, normalmente, tenían el mismo profesor durante los tres años de filosofía. La incertidumbre en torno a la fecha exacta de la llegada de Descanes a La Fleche hace que sólo podamos decir que su profesor hubo de ser uno de estos tres jesuítas: Fran — tamaño del cubo desconocido, x = primera media proporcional, y = segun­ da media proporcional. Entonces: a _ x _ y x y 2a

y, componiendo las razones, tenemos ay x* ay _

a x

x y

y 2a

a

x> = 2a> No hace falta decir que esto sólo muestra que, dadas dos medias proporcionales entre a y 2a, podemos duplicar el cubo, pero no nos enseña qué proporciones son ésas. De ahí la búsqueda de un método que sirviese para calcularlas y las varias soluciones que se propon­ drían en la antigüedad. Las dos que ingenió Mcnecmo fueron de las más famosas. Como tuvieron mucho peso en el desarrollo de las ideas de Descartes, las examinaremos más adelante, en este capítulo.

Enfoques contemporáneos El problema todavía estaba vivo en los días de Descartes, y no faltaban los autores que perseguían soluciones más simples y prác­ ticas, normalmente con pobres resultados. Sólo en 1619, se publica­

La victoria matemática

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ron dos obras que decían dar a conocer grandes mejoras de los métodos conocidos. La primera apareció en Alemania: el matemáti­ co Molther exponía lo que se había venido intentando al respecto, y proclamaba con orgullo la superioridad de sus logros; en Francia, hasta los políticos querían echar una mano: Paul Yvon, alcalde de La Rochelle, publicó (en latín y en francés) una obra en la que reclamaba para sí el descubrimiento de la cuadratura del círculo y la duplicación del cubo 4. Descartes quizá conociese las soluciones de los antiguos de fuen­ tes, si bien menos llamativas, más autorizadas, tales como la Geo­ metría Practica de Christoph Clavius, en la que se describían los métodos conocidos, o la edición de Commandino de las Colecciones matemáticas de Pappus, que lo hacía al principio del libro 5. Des­ cartes estudiaría más tarde esas primeras páginas con detenimiento, eomo veremos, pero en el invierno de 1618-1619 no le preocupaba directamente el problema específico de la duplicación del cubo, que ni siquiera menciona. Creo que la inspiración de Descartes se debe en realidad a obras de naturaleza muy distinta. Sabemos que Descartes habió largo y tendido de musicología con Beeckman a finales de 1618, y que le escribió una sustanciosa mo­ nografía, el Compendium Musicae, de la que con el tiempo se mos­ traría muy orgulloso, y que examinaremos en el siguiente capítulo. Una cuestión prominente de la que discutieron los dos amigos fue la consonancia musical, y, más concretamente, de cómo dividir una cuerda en dos semitonos iguales. Sorprendería que Descartes no hu­ biese buscado la solución en los tratados de los musicólogos con­ temporáneos o aún de moda, y había varios. Sin embargo, en el Compendio de música sólo se cita a uno de ellos, Gioseffo Zarlino. ¡Y Zarlino habla de la división de tonos iguales en música precisa­ mente cuando estudia las medias proporcionales!* * Molther, Problema Deliacum de Cubi Daplicatione nunc tándem post infinitos praestanlissimorum mathematicornm conatns expedite et geometrice solulum (Frankfurt, 1619); Paul Yvon, Circulam qaadrandi et cabaram duplicandi modas versas a nemine hactenus mortalium cognitas (La Rochelle, 1619), en francés, Q uadratare da tercie ensemble le double da cabe (La Rochelle, 1619). Merscnne repasa brevemente las tentativas de solución del problema en su Verité des Sciences (París, 162$). Facsímil (Stuttgart-Bad Cannstadt: Fromman Verlag, 1969), págs. 859-861. * Christopher Clavius, Geométrica Practica (Roma, 1604), págs. 297-304; Pappt Alcxandrmt Mathematicae Collectiones, Federico Commandino, ed. (Pesara, 1588), págs. I-7. Habiéndose perdido el primero y segundo libros, la obra empieza por el tercero.

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Como a la octava la caracteriza la razón 1:2 y consta de doce semitonos, cada intervalo puede hallarse tomando once medias pro­ porcionales entre 1 y 2 o entre 1 y 1/2. Primero hay que encontrar dos medias proporcionales entre la cuerda y su mitad. Zarlino sabía que eso no se podía hacer con regla y compás tan sólo, pero sí con un instrumento inventado por Erastótenes en el tercer siglo antes de Cristo llamado mesolabium, la misma palabra con la que Descartes nombraba el instrumento de su invención 6. El mesolabio de Erastótenes constaba de tres rectángulos o trián­ gulos rectángulos colocados entre unas reglas paralelas que formaban un marco y estaban dotadas de ranuras de manera que los rectán­ gulos pudiesen deslizar los unos sobre los otros. Zarlino empleaba rectángulos, pero la prueba que ofrece se basa en los triángulos que se forman al dibujar las diagonales de los rectángulos. Ilustrativa­ mente, también yo usaré los triángulos 7. Sean las líneas a y b las líneas entre las que se buscan las medias proporcionales. Dispóngase el instrumento de manera tal que las reglas paralelas AX, EY estén a la distancia AE —a la una de la otra. En la posición inicial que se muestra en la figura 2, los tres triángulos AMF, M NG y N Q H son contiguos. En la figura 3, DH — b se marca en QH. Al triángulo MNG se le hace deslizar hasta que quede detrás del AMF, y al triángulo N Q H hasta que ocurra lo propio con el MNG, de manera que N Q H tome la posición N 'Q H y M NG la posición M 'N G. Dibújese por D una línea que corte MF en B, NG en C y EY en K.

6 Cogitationes Prk/atae, A. T., X , págs. 238-239. Zarlino describe el mesolabio en sus dos obras más importantes, las Istituzioni Harmoniche (Venecia, 1558, segunda edición, 1562, tercera, 1573), en las páginas 113-114, y las Dimostrazioni Harmoniche (Venecia, 1571), págs. 163-168. Es más que probable que Descartes conociese las obras de Zarlino, porque escribe en su Campedium M uríate: «Zarlino enumera de­ talladamente todos los tipos de estas cadencias. Tiene también tablas generales en las que explica qué consonancias pueden seguir a una dada en una canción. Da razones para todo esto, pero mucho, en mi opinión, puede deducirse más convincentemente a partir de nuestras premisas» (A. T ., X , págs. 133-134). Hay una interesante nota de un amigo de Descartes, Frans van Schooten el Viejo (1581/82-1645), en la que se lee: «Testimonio de Descanes ... Zarlino y Salinas, italianos los dos, escribieron de música sin los errores de los antiguos, uno en italiano, en latín el otro» {ib., pág. 638). 7 Véase A History o f greek mathematics (Historia de la matemática griega), dos vols., de Thomas Heath (Oxford: Clarendon, 1921), vol. I, págs. 258-259.

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La victoria matemática

BF y CG serán las dos medias proporcionales que se querían entre AE (= a) y DH (= b). Prueba: Como los triángulos AEK, BFK y CGK son similares

y

EF AK FK KF ~ KB “ KG ’

EK ^ AE FK Bp KF ~ BF ' y K G a QrT, por lo unto, AE BF Análogamente,

BF CG’

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La magia de los números y el movimiento

luego AE, BF, CG , DH guardan una proporción continua, y BF, CG son las medias proporcionales deseadas. Q. E. D. El mesolabio de Erastótenes se parece muy poco al compás pro­ porcional de Descartes, pero quizá fuese la chispa que encendió su imaginación y le condujo a su notable descubrimiento. La trisección del ángulo Una vez hallada una forma de duplicar, al menos en principio, el cubo, Descartes procedió a resolver otro problema que por en­ tonces aún conservaba su fama, la trisección del ángulo. Entre el veinte y el veintiséis de marzo de 1619 Descartes cono­ ció un estallido de creatividad matemática, y descubrió cómo se po­ día modificar su compás proporcional de manera que sirviese para trisecar ángulos. El veintiséis de marzo le comunicó a Beeckman por carta su descubrimiento sin remitirle explicación o diagrama algunos. Pero el instrumento está descrito en su cuaderno de notas, las Cogitationes Privatae. Como el primer compás que generaba medias proporcionales, el nuevo instrumento era muy simple. Cuatro reglas, AB, AC, AD y AE giran alrededor de A (véase la figura 4). Los puntos F, I, K y L equidistan de A (es decir, AF = AI = AK. = AL), y las varillas FG, GK, IH y LH, todas ellas iguales a AF, giran alrededor de los puntos F, I, K y L, y están dispuestas de manera que G pueda deslizar a lo largo de la regla AC y H a lo largo de la AD ®. Si se quiere trisecar un ángulo dado a, se abre el compás hasta que abarque el ángulo BAE = a . Como los triángulos AFG, AKG, AIH y ALH siempre son iguales, se sigue que los ángulos respecti­ vos, FAC, GAD y DAE, también lo serán sea cual sea el tamaño del ángulo BAE. Por lo tanto, basta aplicar el compás a un ángulo dado para trisecarlo. Podemos también, como dice también Descartes, trazar la curva descrita por el punto G mientras el compás se abre hasta que AE y AB coincidan con las aristas de un ángulo dado a (véase la figu­ ra 5) 9. Entonces, si trazamos un círculo de radio FG centrado en F, cortará la curva en el punto G por el que se dibuja la línea AC,* * Cogttationes Privatae, A. T., X, pág. 240. * Ib., pág. 241.

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La victoria matemática

B

dividiendo el ángulo en partes que guardan la relación 2:1 y gene­ rando el ángulo FAC = 1/3 del ángulo BAE. Descanes se dio cuenta inmediatamente de que si se añadían una o más reglas se podría dividir mecánicamente un ángulo en cuatro o más panes. No sólo había trisecado el ángulo: ¡había dado con una forma de dividirlo en tantas panes ¡guales como se quisiera! Conviene observar que no se deduce la utilidad y generalidad del compás de la inteligencia matemática de cieña clase de problemas; se intuye por el obrar del instrumento mismo ,0. 10 En las Brtef U ves ¡Biografías Concisasl de John Aubrey, encontramos una anécdota sobre Descartes que Aubrey dice haber recibido de Alexandcr Cowper, irtratista que había conocido a Descartes en Estocolmo. «Era un sabio un eminente que no había persona instruida que no le visitase, y muchos deseaban que les enseñase ... sus instrumentos (en aquellos días el aprendizaje de las matemáticas consistía en huena medida en el conocimiento de instrumentos, y, como Sir HJenry] Sfavile] decía, en saberse los trucos), que sacase una pequeña gaveta de debajo de su mesa y les enseñase un par de compases con una pierna rota; luego, usaba a modo de regla una Imja de papel doblada dos veces». «Brtef Lives- Chiefly o f Contemperarles, Set Doten by John Aubrey, betwcen the years 1669 and 1696 (- Biografías Concisas♦ , principal­ mente de contemporáneos, puestas por escrito por John Aubrey entre los años 1669 y 1696/, cd., Andrew Clark, dos vols. (Oxford: Clarendon, 1898), vol. I, pág. 222. Apócrifa o no, esta historieta demuestra la importancia que se le daba en el siglo diriisicte a los instrumentos articulados, y que el ver (o imaginar) cómo se dibujaba

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"L a magia de los números y el movimiento

Resolución de las ecuaciones cúbicas Puede que fuese de la mera manipulación de instrumentos me­ cánicos de donde le viniese a Descartes la inspiración que le condujo al brillante descubrimiento del compás proporcional y del que tri­ seca ángulos, pero no tardaría en percibir consecuencias que iban mucho más allá de esa inspiración original. Nada más anunciarle a Beeckman que puede trisecar ángulos, añade que sabe resolver los tres tipos siguientes de ecuaciones cúbicas: x* = ± ax ± b xi = ± ax2 ± b xi = ± a x 2 ± b x ± c

0) (2) (3)

Los matemáticos del siglo diecisiete excluían aquellos casos que carecían de raíces positivas, es decir, los casos:

una curva ante los propios ojos llevaba al ánimo la sensación de que se estaba com­ prendiendo la naturaleza de la curva.

La victoria matemática

69

x* = — ax - b x3 = — ax2 - b x3 = — ax2 — bx — c

(4) (5) (6)

de donde se sigue que de las dieciséis ecuaciones posibles incluidas en (1), (2) y (3), sólo trece se tenían en cuenta. «N o los he estudiado aún todos», escribía Descartes a su amigo, «pero creo que será fácil extender a los demás casos lo que he hallado que vale para algunos». Como hemos visto ya, al encontrar una forma de generar dos medias proporcionales continuas Descartes había encontrado también la for­ ma de duplicar el cubo, en otras palabras, de resolver una ecuación cúbica. Cuando reflexionó sobre esto, se le ocurrió que la solución de ecuaciones se reducía a descubrir magnitudes proporcionales, que era, precisamente, lo que su instrumento podía hacer. Parecía que el compás proporcional abría la puerta a «una ciencia completamente nueva ... que resuelva con generalidad todo problema para cantida­ des de cualquier género» 11. Grandes esperanzas animaban a Descartes, pero tanto entusiasmo le hizo incurrir en usos erróneos de su compás, y no se percató de ello. Como los errores de los grandes hombres siempre son instruc­ tivos, me detendré en cómo empleaba el compás para resolver la ecuación cúbica xi — 7x + 14, que pertenece al tipo (1), es decir, x3 = ± ax ± b. En primer lugar, Descartes simplifica la ecuación dividiéndola por siete, con lo que adquiere la forma 1/7 xJ = x + 2. Procede entonces a resolver la ecuación xJ = x + 2, en la creencia errónea de que ¡le bastaba con multiplicar después el valor obtenido por siete! Sea ab — 1, ac — x. Entonces, como ab _ ac ac ad

ae

_ ad _ ae _ a f a f ag ah ’1

_ ag

11 Carta a Isaac Beeckman del veintiséis de marzo de 1619, A. T., X, págs. 156-157; la cursiva es mía.

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La magia de los números y el movimiento

tenemos que 1 _ x _ x1 _ x> _ x* _ xi x xJ x3 x4 x5 x6 ’ pero ce = OB. Sea AO = b y OB = a (véase la figura 11). Coloqúese AO perpendicularmente a OB. Sea O N = x y OM * ySupóngase que el problema está resuelto y halladas las medias proporcionales OM y O N , tomadas a lo largo de OB y AO. Complétese el rectángulo OMPN. Como AO _ OM _ O N OM O N OB’

F ig u r a n

tendremos que OB X OM = (O N)2 = (PM)2 (o x2 * ay), luego P pertenece a una parábola cuyo vértice es O, OM su eje y OB su latus rectum. De la misma manera puede mostrarse que AO x O N - (OM)2 = (PN)2 (o y1 = bx), luego P pertenece a una parábola cuyo vértice es O , OM su eje y AO su latus rectum.

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La victoria matemática

La solución, pues, consiste en construir dos parábolas de las ca­ racterísticas dichas. El punto de corte, P, da la solución, pues ten­ dremos entonces el valor x = PM e y = PN para la serie AO PN

PN PM

PM OB

Un método nuevo En fecha que no se puede determinar con certeza, quizá no más tarde de 1620, Descartes hizo otro avance memorable: cayó en la cuenta de que se podían hallar dos medias proporcionales no ya con su compás, sino también por medio de una parábola y un círculo, es decir, sin otra cosa que no fuesen secciones cónicas. Hablaría de este descubrimiento a sus amigos de París durante su estancia allí entre 1625 y 1628, pero guardándose para sí la demostración. Pasa­ rían diez años antes de que hubiese por vez primera constancia por escrito de su hallazgo, en dos libros, de contenidos en parte coinci­ dentes, publicados por Marin Mersenne en 1636, la Harmonicarum Instrumentorum Libri IV, en latín, y la Harmonie UnherseUe, en francés. Ambas obras están dedicadas a la teoría musical; se dice en ellas que el método de Descartes es de utilidad, en ese campo, para la división de la escala en tonos y semitonos. Esto confirma nuestra hipótesis, que en un principio abordó Descartes las medias propor­ cionales por la relación que tenían con la consonancia musical. La versión en latín añade que el método era de provecho para los fun­ didores de campanas; la francesa, para los constructores de órganos. Que Descartes calle sobre su demostración, dice Mersenne, no es sino una prueba de su exagerada modestia: Quiero dar aquí un procedimiento geométrico de hallar medias proporcio­ nales que se basa en sólo una parábola. Fue descubierto por uno de los mejores espíritus que aún alientan, un hombre cuya modestia es tan grande que no desea que se haga público su nombre u .

14 Marín Mersenne, Harmonie Universeile, 3 vols. (París, 1636). Facsímil (París: C.N.R.S., 197$). vol. III, libro VI, pág. 407, citado A.T., X, pigs. 652-653.

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Seguramente, es al propio Descartes a quien se debe la formula- ción del método que aparece, en latín, en el Harmonicorum Instrumentorum Libn IV. Esta exposición tiene la peculiaridad de no ser tan clara como Descartes podría haber hecho fácilmente que fuera, y dice (véase la figura 12): Descríbase la parte D A de una parábola cuyo vértice A dista del foco O un cuarto de las líneas dadas, la línea m , por ejemplo. Tómese, en el eje de la parábola, BA = 1/2 m , y a partir de B dibuja B C = 1/2 « , perpendicular al eje. Entonces, con centro en C , dibújese un círculo de radio C A que corte la parábola en D , y dibújese DI perpendicular al eje. DI será la mayor de las medias proporcionales, IA la menor. Se espera la demostración, acom­ pañada de muchas otras cosas, por pane del inventor 2S.

Descartes temía que a sus conocidos parisienses, Mersenne, Roberval y Mydorge entre otros, les pareciese demasiado simple el procedimiento, y vela que n no es sino el latus rectum al decir que AO es igual a 1/4 m en vez de a 1/2 », aunque es tanto esto como aquello (1/4 m — 1/4 n). Pero no se les escapó a Roberval y Mydor­ ge que las cosas eran así, e indicaron que la construcción se entendía mucho mejor si se identificaba claramente el latus rectum AB como n y AB se igualaba a 1/2 n y BC a 1/2 m, pues entonces O C ' está u Marín Mersenne, Harmonicorum Instrumenlorum Libn ¡V (París, 1636), líber tertius, Prop. II, págs. 146(47, citado en la Corrtspondanct de Marín Mersenne, eds., C. de Waard, A. Bcaulieu, et alii, diecisite volúmenes (París: C. N. R. S., 1933-1988), vol. 1, págs. 236-257.

ü victoria matemática

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en la parábola. He aquí la construcción de Roberval, que Mersenne, con razón, recomienda por ser «la más sencilla de las descubiertas hasta ahora» 2é: Sean m, n las dos longitudes dadas entre las que hay que hallar dos inedias proporcionales (véase la figura 13). Dibújense A E = m y EH = n, perpendicular a AE. Divídase A E por la mitad en B, y levántese B C = 1/2 EH perpendicular a AB. Con centro en C , trácese un círculo de radio A C que pasará por H y E ya que A C ■ C H = CE. Con AE de eje y A de vértice, dibújese la parábola A G D con A E de

latas rectum, que cortará el círculo en G y D. Dibújese D I, perpendicular a la prolongación de AE. D I y AI serán las dos medias proporcionales. La prueba se reduce a mostrar que AE _ _DI_ DI “

Al *

_A I_ EH

u Marín Mersenne, Harmóme UniverselU, A. T., X, pág. 653. Sigue la prueba de Roberval, pigs. 655*657.

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La magia de los números y el movimiento

Se puede hacer mediante geometría euclídea elemental: Roberval recurrió a la proposición VII del segundo libro de Euclides, y Mydorge se basó en el uso de triángulos similares, método éste que era el preferido por Descartes, y del que le diría más tarde a la princesa Isabel que era parte del mismo fundamento de su forma geométrica de proceder17. Parece que las medias proporcionales interesaban de nuevo en París allá por 1632, pues vemos que Mersenne le remite a Descartes, por entonces en Holanda, una demostración que, con toda proba­ bilidad, era la de Roberval. Descartes aparenta indiferencia, y le re­ cuerda a Mersenne que a él nunca le había parecido difícil la demos­ tración, y que a Mydorge le había bastado ver la construcción para entenderla. Habría sido mejor, añadía, haberles mostrado el método de la trisección de ángulos «que te di al mismo tiempo que el otro, si no me falla la memoria. Es algo menos fácil, y M. Mydorge me reconoció que había sido incapaz de hallar la prueba» 28. Descartes debe de referirse a la figura que aparece en el Libro III de la Geo­ metría (véase la figura 14), en la que encontramos la demostración de la trisección del ángulo, de la que ahora se dice que «es fácil de ver por medio del cálculo (ainsi qu’il aisé a voir par le calcul)» 29. ¡Se ve que la facilidad es más que nada cosa de la familiaridad que se gana a lo largo de los años!

17 En la medida en que sea posible, «cuando busco la solución de un problema geométrico, trazo sólo líneas paralelas o perpendiculares y no uso m is teoremas que estos dos: los lados de triángulos similares son similares, el cuadrado de la hipotenusa es igual a la suma de los cuadrados de los otros dos lados» (carta a la princesa Isabel, noviembre de 1643, A. T., IV, píg. 38). J* Cana de Descartes a Mersenne, junio de 1632, A. T., I, pág. 256. En una caru a Mersenne anterior, escrita en octubre o noviembre de 1630, dice Descanes que había enseñado la construcción a Claude Hardy y Claudc Mydorge, y que a Mydorge no le costó ningún trabajo hallar la prueba [ib., pág. 17S). Descanes le remitió esa demostración a Becckman, que la insenó en su Journal alrededor del uno de febrero de 1629 (Isaac Bceckman, Journal, cd., C. de Waard, cuatro volúmenes (La Haya: Maninus Nijhoff, 1939-1953), vol. IV, pígs. 136-138. También aparece completa en la Correspondance de Marín Mersenne, vol. 1, págs. 269-272, y sin la última pane en A. T., VI, págs. 342-344. ** Geometría, A. T., VI, pág. 471.

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El secreto universal Habiendo descubierto que se pueden hallar dos medias propor­ cionales por medio de una parábola y un círculo, y que su método puede expresarse con una ecuación cúbica, Descartes no pudo por menos que pensar que quizá todas las ecuaciones de tercer y cuarto grado se resolvían de manera similar. La primera indicación de que el éxito había coronado sus indagaciones se encuentra en una nota que Beeckman insertó en su diario algún tiempo después de que Descartes le visitase en Dordrccht en octubre de 1628. La solución estaba ya madura, y no difiere de la que Descartes daría más urde en su Geometría, donde muestra cómo reducir cualquier ecuación de tercer o cuarto grado a las formas ^ x3 = ± apx ± a1 X* = ± apx* ± alqx ± r A los problemas cuyas soluciones se buscan por medio de estas ecuaciones los llama Descartes «sólidos». Todos ellos pueden resol­ * Journal de Beeckman, A. T., X, págs. 344-346; Geometría, A. T., VI, pies. 464-466.

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verse (es decir, pueden ser construidos) por medio de un círculo y una parábola. Descartes da, para ilustrar este estado de cosas, cuatro casos con a = 1: X* = px2 - qx + r X* = — px2 — qx + r X* = px2 — qx — r x3 = a2q

0) (2) (3) («)

El caso (4) se corresponde con el problema que había conside­ rado previamente Descartes, el de insertar dos medias proporciona­ les entre dos líneas dadas, pues si a y b son éstas, entonces

a _ x _ y x ~ y ~ y por lo tanto x2 = ay, e y2 = xq luego •

x*

a^y2 = a2xq.

=

En consecuencia, x

3 = a2q.

Doy aquí la demostración de Descartes de la validez de su pro­ cedimiento para el caso (1), es decir, cuando X* —px2 — qx + r. Trácese la parábola FAG de eje ACDK, y sea AC = 1/2 a, donde a = latul rectum (véase la figura 15). Córtese CD = 1/2 p de ese eje. Dibújese DE =1/2 q perpendicular al eje. De AE córtese AR = r, y de la prolongación de AE, tómese AS = a. Descríbase un círculo tal que RS sea diámetro suyo.

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La victoria matemática

Dibújese la perpendicular A H a RS, que corta el círculo en H . Trácese un círculo cuyo centro sea E, de radio EH . Dibújese M K = ED . Añádese EM. La raíz positiva de la ecuación es G K , la negativa FL . Prueba:

Sean G K = x , A K = y , y a = latus rectum — 1. C om o x2 = a y ,

se tiene que x2 =

y.

Ahora bien,

DK = AK - AD = jc2 - (AC + AD) = jc2 - (1 / 2 + 1 /2 p) = x2 - V 2 p - 1/2. (DK)2 = (EM)2 * x* —px2 - x2 + 1/4 p2 + 1/2 p + 1/4.

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DE = KM - 1/2 q. (GM)2 = (GK + MK)2 = x1 + qx + 1/2 ql. (EG)2 = (EM)2 + (GM)2 — x4 —px1 + qx + 1/4 ql + 1/2 p2 + + 1/2 p + 1/4. (EA)2 = (AD)2 + (ED)2 = (1/2 p + 1/2)2 + 1/4 ql. Como (AH)2 = AR de Euclides),

X

AS (por la proposición 13 del Libro VI

y AR = r, AS = 1, se tiene que (AH)2 = r. Ahora bien, (EH)2 = (EA)2 + (AH)2 = 1/4 q1 + 1 / 2 p1 + 1/2 p + 1/4 + r. Igualando (EH)2 = (EG)2, obtenemos x* = px2 — qx + r. Cuando comunica a Beeckman este descubrimiento en 1628, se ve que Descartes tenía consciencia de haber logrado algo extraordi­ nario, y lo describe con palabras que no dejan lugar a dudas de cuán convencido estaba de la grandeza del avance matemático que se le debía: era nada menos que «el secreto universal de la solución me­ diante líneas geométricas de todas las ecuaciones de tercer o cuarto grado» 3I. Beeckman anota la construcción que Descartes le remite, y a continuación da cuenta otra vez de la importancia que Descartes le confería: El Sr. Descanes tiene en tan alta estima su invención que declara no haber hecho nunca una de más valor, que, de hecho, nadie ha hecho en esta materia algo tan grande12.*32

11 Journal de Beeckman, A. T „ X, pigs. 344. 32 Ib ., pág. 346.

La victoria matemática

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Ocho años después, en la Geometría, Descartes reseña de nuevo su logro, pero en un tono mucho más moderado: Ahora que estamos seguros de que el problema propuesto es sólido, sea la ecuación con la queremos encontrar su solución de tercer o de cuarto grado, sus raíces siempre se podrán hallar mediante alguna de las tres secciones cónicas o incluso por alguna pane de una de ellas, por pequeña que sea, sin usar otra cosa que líneas rectas y círculos. Pero me contentaré con dar aquí una regla general para hallarlas todas por medio de una parábola, puesto que ésta es, en cieno sentido, la más simple M. Muy lejos cae esto de la proclamación triunfal que le hacía a Beeckman de su descubrimiento del «secreto universal» de la reso­ lución de cúbicas y ecuaciones. Es que Descanes había caído en la cuenta de que otras secciones cónicas valían igual de bien, y que para cienos problemas eran incluso más sencillas y prácticas. Este poner sordina a su descubrimiento no debería hacernos ol­ vidar la imponancia excepcional, más aún, única que Descanes le confería en un principio. Muy bien podría ser el brillante hallazgo que Descanes hizo el aniversario de su famoso sueño de 1619, según narra en su Cuaderno de notas: «Once de marzo de 1620, empiezo a entender el fundamento de una invención maravillosa»

La clasificación de las curvas Desempeñó un papel notable en el desarrollo de las ¡deas de Descanes tocantes a la clasificación de las curvas el descubrimiento de que bastaba una parábola y un círculo no ya para hallar medias proporcionales, sino para resolver ecuaciones de tercer y cuano gra­ d o 35.*14 “ Geometría, A. T., VI, pág. 464 ■M Olympica, A. T., X , pág. 179. 14 Véanse los excelentes artículos de H. J. M. Bos, «On the Representation of Curves in Descartes’ Géométrie [Sobre la representación de curvas en la Géométric de Descanes]», Archive fo r History o f E xaa Sciences 24 (1981), pígs. 295-338, y •Argumcnts on Motivation in the Rise and Decline o f a Mathematical Theory; the Construction of Equation, l637-ca.l750 [Argumentos sobre las motivaciones en el auge y decadencia de las teorías matemáticas; la construcción de ecuaciones, desde 1637 hasta alrededor de 1750]», Archive fo r History o f E xaa Sciences 30 (1984), págs. 331-380. Véanse también, de Jules Vuillemin, Mathématique et metaphysiquc chez

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En 1619, la distinción que hacía Descartes entre curvas geomé­ tricas y no geométricas no se basaba en sus ecuaciones, sino en la facilidad con que se las pudiese construir «instrumentalmente» con un movimiento continuo de su compás. Como hemos visto, Des­ cartes sostenía que las curvas que trazaba su compás se concebían «clara y distintamente» (nettement et distinctement), pero no tarda­ ría en darse cuenta de que las ecuaciones de esas curvas eran compli­ cadas. Si nos fijamos de nuevo en el diagrama del compás de Descartes (figura 1) y hacemos YA =° YB = a, YC = x, CD = y, YD = z, veremos sin dificultad a qué ecuación responde la curva que traza D así se abre el compás. Los triángulos YBC e YDC son rectángulos y, por lo tanto, similares: De ahí que YD YC

YC YB

, es decir,

z

X

X

a

Por lo tanto z

a

Pero en el triángulo YCD: (YD)’ = (YC)’ + (CD)2, z2 = x2 + y2 Como = £ a Descanes (París: P. U. F., 1960), pigs. 77-98; de G.-G. Granger, Essai d'une philosopbie du style (París: Armand Colin, 1968), p ig$. 43-70; y de Jean Dhombres, Nom­ bre, mesure et continu. Epistimologie et histoire (París: Fcmand Nathan, 1978), págs. 134-147.

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La victoria matemática

la ecuación de la curva AD es: X* = a2 (x2 + y2) Análogamente, así se abre el compás, el punto F traza la curva AF, y el punto H, la AH. Comparamos triángulos similares y ob­ tenemos con la misma facilidad que la ecuación de la curva AF es x* = a2 (jc2 + y2)3, y la de curva AH, x 12 = a2 (x2 + y2)*. Está claro, pues, que la sencillez de la construcción «mecánica» no se refleja en los grados de la ecuación respectiva. De entrada, no le pertubaría mucho a Descartes semejante estado de cosas, ya que no creía que fuese suficiente dar la ecuación para representar la curva. En 1619, el único criterio que le guiaba a la hora de aceptar una curva en el dominio de la geometría exigía sólo que la curva se pudiese trazar con un movimiento continuo único o con dos subordinados y regulados. Pero, como acabamos de ver, las curvas que se generan conforme a este criterio pueden ser muy com­ plicadas algebraicamente. Descanes tropezó con este problema en el Libro III de la Geometría; establece en ¿I que debe escogerse, a la hora de «construir el problema de que se trate», la curva más simple. Pero lo que sigue descubre cierta inseguridad: Por las curvas más simples, debemos entender no sólo las que se describen m is fácilmente o las que facilitan más la construcción o demostración del problema propuesto, sino, sobre todo, las que son del tipo más simple que pueda usarse para determinar la cantidad tras la que se anda M.

Simple, pues, quiere decir que es del grado más bajo posible. Descanes sigue entonces con la aplicación de este criterio a su com­ pás en cuanto que generador de curvas. Por un lado, sostiene que «no hay manera de hallar medías proporcionales que sea más fácil o cuya demostración sea más evidente». Por otra pane, como las me­ dias proporcionales se pueden hallar mediante secciones cónicas cu­ yas ecuaciones son más simples que las de las curvas AD, AF o AH, Descanes ha de admitir que «sería geométricamente erróneo utili­ zarlas» ,7. Es tan claro esto, que Descanes habría finalmente de re­ conocer la incompatibilidad de sus criterios instrumental y algebrai-367 36 Geometría, A. T., VI, pág. 443. 37 Ib ., págs. 443-444.

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co de clasificación de curvas como geométricas o no. Si la sencillez de la ecuación ha de guiarnos en la elección del método de resolu­ ción de un problema, entonces ¡no tenemos más remedio que cerrar nuestros compases para siempre! No dice esto Descartes, por su­ puesto, pero si no lo dice, no es tan sólo porque mirase a otra parte para no tener que ver algo que no era de su gusto. Por mucho que las propiedades de una curva quedasen consignadas en su ecuación, Descartes no creía que ello fuese bastante, como da a entender en el siguiente pasaje de la Geometría: Si se sabe la relación que cada punto de una línea curva guarda con cada punto de una recta de la manera que he explicado [es decir, gracias a la ecuación cuando ésta es conocida], es fácil hallar la relación que guardan con cualesquiera puntos y líneas dados, y, por lo tanto, hallar los diám etros, ejes, centros y dem ás puntos o líneas con los que cada línea curva guarda alguna relación especial o más simple que las que tiene con otros, e imaginar así distintas form as de describirlas y escoger las m ás sencillas de entre ellas ,8.

De esta cita se desprende que, aunque las ecuaciones incorporan información relativa a las propiedades de las curvas, no ofrecen una representación suficiente de su realidad geométrica. Hace falta aún «imaginar distintas formas de describirlas y escoger las más sencillas de entre ellas». Las ecuaciones algebraicas quedarían en la opinión de Descartes más que nada como herramientas para construir y clasificar proble­ mas geométricos. Las más de las veces, Descartes se abría paso en sus cálculos sin escribir siquiera las ecuaciones de la curva explíci­ tamente; de hecho, ni siquiera se dan en la Geometría las ecuaciones de las curvas AD, AF y AH que trazaba su compás. Si no se puede asociar a todos y cada uno de los puntos de una curva una coordenación rectangular por medio de un número finito de operaciones algebraicas, no se la admite en el dominio de la geo­ metría. Descartes aceptaba este criterio, pero no daría nunca el paso siguiente, definir las curvas geométricas como aquellas que admiten representación mediante ecuaciones algebraicas, porque lo que de verdad le interesaba era la forma en que se trazaban de hecho las curvas. La generación siguiente de matemáticos se contentaría con “ Ib., pág. 412-413.

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las ecuaciones y se olvidaría de la construcción efectiva de las curvas, lo que habría sorprendido a Descartes. El problema de Pappus En 1631, el matemático holandés Jakob Golius le trasladó a Des* cartes un célebre problema que se puede encontrar en la obra de Pappus. La respuesta original de Descartes se ha perdido, pero sa­ bemos, gracias a una carta del cinco de abril de 1632 remitida a Mersenne, que le dedicó seis semanas J9. Este problema era de im­ portancia fundamental para la Geometría, y Descartes sostenía que haberlo resuelto era una de las pruebas de que su método era supe­ rior al de sus rivales *40. El examen de este problema mejorará nuestra comprensión de las matemáticas de Descartes. Es como sigue. Se dan n líneas rectas. A partir de un punto c se dibujan líneas que formen ángulos dados con las líneas dadas. Si n = 3, se da la razón del producto de dos de las líneas que parten de c y del cuadrado de la tercera. Si n es par y mayor de dos, se da la razón del producto de n/2 de las líneas que parten de c y el producto de las otras n/2. Si n es impar y mayor de tres, se da la razón del producto de {n + l)/2 de las líneas y el producto de las otras ( » —1)/2 con una de las líneas dadas. Se pide hallar el lugar de c. En el Libro I de la Geometría, Descartes obtiene la solución para el caso en que n = 4, es decir, cuando se dan cuatro líneas rectas, AB, AD, EF y GH 4I. Para aplicar su análisis algebraico, toma AB (véase la figura 16) como línea de referencia y la llama x; CB es la línea que se dibuja a partir de una posible posición de c y que corta a AB con un ángulo dado: la llama y. Va implícita en este proceder 19 Cana de Descanes a Mersenne del cinco de abril de 1632, A. T., I, pág. 244. Dice Leibniz que Claude Hardy le contó en París (donde Leibniz vivió entre 1672 y 1676) que Golius Jak o b Gool, 1596-1667) le planteó a Descanes el problema de Pappus («Remarques sur l'abrégc de la vie de Mons. des Canes», en D ie Philosophischen Schriften de G. W. Leibniz, edición de C. J. Gerhardt, siete volúmenes (Ber­ lín, 1875-1890). Reimpresión (Hildesheim: Olms, 1978), vol. IV, pág. 136) Sobre el problema de Pappus, véase «On thc Rcpresentation of Curves in Descartes’ Géom itr ie , de H. J. M. Bos, págs. 298-303, 332-338. 40 Cana de Dcscanes a Mersenne, finales de diciembre de 1637, A. T., 1, pág. 478. 41 Geometría, A. T., VI, págs. 377-387; 396-411. Dcscanes cita el problema (págs. 377-379) en latín según la edición de Federico Commandino, Pappt Atexandrmi Malhematicae Colíectiones (Pesaro, 1588), págs. 164 verso-165 verso.

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la estrategia básica de la geometría analítica, con la salvedad de que las coordenadas x e y no son ortogonales. A lo largo de la Geometría Descartes cambia su sistema axial para acomodarlo al problema de que se trate; en ninguna parte aparecen nuestras coordenadas carte­ sianas corrientes. Una vez designadas esas dos líneas con los símbolos x e y (véase la figura 16), Descartes muestra cómo puede expresarse la longitud de las otras líneas que parten de c con respecto a las líneas dadas que cortan con los ángulos dados por medio de x e y. La multipli­ cación de estas expresiones produce una ecuación cuyo grado de­ pende del número de líneas (cuando es de cuatro, la ecuación es de segundo grado). Descartes pensaba que esa ecuación representa la curva que es el lugar de c 42. Pero la generación de semejante ecuación no resolvía el problema de Pappus. Aún había que hallar, es decir, construir, la curva. El método de Descartes consistía en escoger un valor arbitrario de y (en nuestro diagrama, la longitud de BC), y construir entonces geo­ métricamente el valor de x que se correspondía con ese de y. Repi­ tiendo este proceso con otros valores de y, hallaba tantos puntos del 42 En realidad, se necesitan dos ecuaciones del grado dado, pero Descartes creía que bastaba con una, a causa de las deficiencias de su técnica de manejo de los cambios de signo. Véase •Shifting thc Foundations: Descartes' Transformation of Ancient Geometrv», pág. 39, de A. G. Molland.

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lugar buscado como desease. Esta construcción por puntos no es una construcción por medio de un movimiento continuo. El proceso sólo proporciona un número finito de puntos arbitrariamente determina­ dos. Como Descartes había estatuido en marzo de 1619 que era obligado que la producción de una curva se efectuase mediante un movimiento continuo si es que esa curva había de ser geométrica­ mente aceptable, es evidente que estaba tropezando con una sería dificultad. Pero no se puede decir que la encarase directamente. En el primer libro de la Geometría, lo que hace es eludir el problema, y no dice que su construcción por puntos haya de tomar­ se como si fuese el lugar de una curva. Al principio del Libro II, al tratar de los casos en que hay tres o cuatro líneas (como en la figu­ ra 16), Descartes indica cómo pueden hallarse los vértices, ejes, latus rectum y latus transversum. En la notación a la que estamos habi­ tuados, tenemos (con el vértice de la sección cónica en el origen y el eje x en la dirección del diámetro) las fórmulas y2 = ax (parábola), y1 = ax — a/b x2 (elipse), y2 = ax + a/b oc2 (hipérbola). Podemos representar con alguna de ellas la curva; basta identificar qué sección cónica es (elipse, hipérbola,...) y dar sus parámetros. Buen uso hacía aquí Descartes de su conocimiento de las secciones cónicas según las había explicado Apolonio. Pero cuando las líneas eran cinco o más, no había Apolonio alguno que mostrase el camino, y no le quedaba más remedio que echar mano de sus propias ocurrencias. No aborda Descartes una exposición general; se limita a dos casos especiales con cinco líneas (véase la figura 17). En ambos, cua­ tro de las líneas son paralelas y están separadas por huecos del mis­ mo tamaño. La quinta línea es perpendicular, y todos lo ángulos dados son rectos. En el primer caso, Descartes mostró que el lugar era una parábola (conocida más tarde como «parábola cartesiana») que había definido previamente en el Libro II: era la curva descrita por el movimiento combinado de una regia y una parábola. En el segundo caso, cuyo enunciado es oscuro, daba una propiedad del lugar de la que, a lo sumo, podía seguirse una construcción por puntos. N o dice cómo trazar el lugar con un movimiento continuo único; se limita a afirmar lo que sigue: «N o pretendo decirlo todo. He explicado cómo se hallan infinidad de puntos por los que pasa la línea, y con esto creo haber dicho bastante para describirlos» 43.

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Geometría, A. T „ VI, pág. 411.

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Construcciones por puntos N o le queda a Descartes otro remedio, pues, que hacerle sitio a las construcciones por puntos, y a ello se dedica en la sección si­ guiente, titulada: «¿Qué líneas curvas cuya descripción consista en dar la manera de hallar muchos de sus puntos son geométricamente aceptables?» Como hemos visto antes, Descartes excluía las construcciones por puntos de la cuadratriz y de la espiral arquimediana. Al llegar a este punto, explica por qué son distintas esas construcciones ina­ ceptables y las que él da por buenas: Debe tenerse en cuenta que esta forma de hallar varios puntos para trazar una linca curva es muy distinta de la empleada en la espiral y curvas por el estilo. Pues en ésta no hallamos indiferentemente (indifférem m ent) todos los puntos de la línea que se busca, sino sólo aquellos que se pueden determinar mediante un proceso más simple que el que se requiere para componer la curva 44. 44 Ib.

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En otras palabras: las curvas del estilo de la cuadratriz sólo se pueden construir a partir de puntos especiales —en el caso de la construcción de Clavius descrita más arriba, a partir de los puntos que se hallan gracias a la iteración de la bisección. Las curvas que Descartes admite como geométricas son aquellas que se pueden cons­ truir por puntos de manera que cualquier punto de la curva pueda ser construido de hecho. Entenderemos la idea de Descartes si nos fijamos en la concoide, que cita explícitamente y cuya construcción por puntos le llamó vivamente la atención por ser esencialmente diferente de la que Clavius exponía para la cuadratriz 4í. La propiedad fundamental de esta curva es la siguiente: si se dibuja cualquier radio vector desde C hasta la curva, digamos CQ, la longitud del radio vector comprendida entre la curva y la recta a es constante. (En la figura 18, esto quiere decir que RQ = R'Q'O Una construcción por puntos posible es la siguiente: escójase cual­ quier punto R de la línea recta a, y dibújese CR hasta Q , siendo RQ la constante dada. Escójase «indiferentemente» cualquier otro punto R' y repítase la misma operación con R 'Q ' = RQ. Esta ope­ ración se puede repetir, en principio, infinitas veces, y obtener así todos los puntos de la curva. Y esto era suficiente para que Descartes casase construir «indiferentemente» por puntos y trazar con un mo­ vimiento continuo: Y como esta manera de trazar una curva tomando al azar (indifféremment) muchos de sus puntos sólo se puede aplicar a curvas descritas a su vez por

F ig u r a 18

" lb„ páBs.

423-424.

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movimientos regulares y continuos, no deberíamos excluirla completamente de la geometría 44. A falta de prueba, semejante aseveración no es sino una conjetura atrevida; se quiere hacer pasar por seguro lo que, simplemente, pa­ rece verosímil a primera vista. La importancia de las construcciones por puntos es aún más clara cuando Descartes se dedica a mostrar la utilidad de sus matemáticas en óptica. Los óvalos de que habla entonces tienen la propiedad de hacer que los rayos de luz converjan en un punto dado; son cierta­ mente dignos de la atención de la óptica física, pero Descartes no dice nada de cómo podría construírselos por medio de un «movi­ miento continuo y regular único». He aquí un resumen de la descripción del primer óvalo (véase la figura 19) 47. Dos líneas se cortan según un ángulo dado en A. Se da la razón de AF a AG. Márquese en la otra línea AR = AG. El óvalo se construye como sigue: tómese un punto arbitrario K de AG. Dibújese un círculo cuyo centro sea F de radio FK. Dibújese la perpendicular KL a AR (de donde AL/AK = AF/AG, ya que los triángulos ALK y ARG son similares). Dibújese un círculo cuyo centro sea G de radio RL. Los puntos M y N de los dos círculos están en el óvalo. Repitiendo la construcción a partir de otros puntos K de AG, se puede obtener arbitrariamente cuantos puntos se desee. Lina vez ensanchada la clase de los métodos geométricamente aceptables de trazar curvas al dar cabida en ella no sólo a los movi­ mientos continuos y regulares de las piernas de un compás sino

44 Ib., píg. 412. 47 Ib., págs. 424-425.

Véase la clara exposición de H.J.M. Bos, «On the Repre­ sentaron of Curves in Descanes' Géométrie», págs. 318-319.

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también a las construcciones por puntos, añade Descartes, en el Li­ bro III de la Geometría, una tercera forma de representar curvas, a saber, por medio de cuerdas. Descartes se remite explícitamente a su Optica, en la que describe los métodos empleados por los jardineros para darles a sus lechos de flores forma de elipse o hipérbola48. En la figura 20, los dos cabos de la cuerda BHI se atan y el lazo resultante circunda las estacas H e I, clavadas en el suelo. La cuerda se tensa con un estilete trazador B que se mueve alrededor de H e I, siempre tensa la cuerda. Se obtiene así una elipse cuyos focos son I y H.

F igura 20 Para hacer una hipérbola, los tacos se clavan en H e I (véase la figura 21)49. Una regla, AX, gira alrededor de t, una cuerda algo más corta que AX se fija en H y al punto X d e s r e g la . Se tensa, la cuerda con el estilete trazador B, al que se aprieta contra la regla. Cuando la regla gira alrededor de I con fi fijo Cogitationes Prtvatae, A. T., X , pág. 213.

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donde fuese con tal de librarse de las visitas inoportunas y «dejarse ver sólo por muy pocos amigos» 7172*. Más tarde, en Holanda, se le conocería por su amor a la vida apartada. £1 médico Vopiscus-Fortunatus Plempius afirmaba que al­ rededor de 1629 Descartes vivía en la Kalverstraat de Amsterdam «sin que nadie lo supiese (Nulli notus)» 7i. Y un colega francés deda de él, cuando fue Leyden a supervisar la impresión del Discurso del Método: H a estado en la ciudad desde que empezaron a imprimir su libro, pero se oculta, y se le ve raras veces. Vive siempre en este país en ciudades pequeñas, apartadamente. L os hay que dicen que así se ha ganado el nombre de d’Escartes [es decir, de los apartes], que antes se llamaba de otra forma 74.

La búsqueda de simpatías Si los amigos parisinos de Descartes hubiesen tenido acceso a su Compendium Musicae, mayores hubiesen sido sus sospechas de que no le hacía ascos a las explicaciones basadas en fuerzas ocultas, como cuando declara que la voz humana es agradable porque casa con nuestra disposición. La voz de un amigo nos es más agradable que la de un enemigo probablemente por la simpatía o antipatía que experimentamos. Por la misma razón, un tambor cubierto con la piel de un cordero deja de vibrar y se silencia cuando, se nos dice, su sonido resuena en otro tambor cubierto con la piel de un lobo 7i. Esta historia puede que proceda de nuevo de della Porta, que da dos versiones de ella: El lobo es odioso y dañino para la oveja aun después de muerto: pues si cubrís un tambor con la piel de un lobo, el sonido asustará a la oveja ... si 71 Adríen Baillet, Vie de Monsieur D es-Canes, vol. 1, pág. 153. 71 V. P. Plempius, Fundamenta Medicinae, tercera edición (Louvain, 1654), citado en A. T., I, pág. 401. 74 Carta de Claude de Saumaise a M. de Puy del cuatro de abril de 1637, citado en A. T., X, págs. 555-556. Cuando Descartes fue por vez primera a Holanda en 1618, se hacía llamar du Perron (por ejemplo, A. T., X, págs. 56, 153, 160, 161, 164, 166). 7* Compendium Musicae, A. T., X, pág. 90.

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colgáis varias pieles unas contra otras ... la piel del lobo devorará la del cordero *76 47 ■97* H ay antipatía entre ovejas y lobos, como he dicho a menudo, y perma­ nece en cada una de sus partes; así, un instrumento cuyas cuerdas sean de tripa de oveja y de lobo no hará música, sólo ruido y todo tipo de disonan­ cias 17.

Siempre hay, por supuesto, la posibilidad de explicar mecánica­ mente esos fenómenos, como Descartes pedía en la cuarta parte de sus Principios de filosofía 7S. Pero nos podemos preguntar si en 1619 no sería ¿1 proclive a explicaciones del tipo de las que della Pona ofrecía de los «espejos infectados». Nos dice della Pona en el Libro I de la Magia Naturalis que las rameras poseen una «vinud» por la que, «si alguien se mira a menudo en el espejo de una de ellas, se vuelve tan insolente y lúbrico como su dueña» n . Siete libros más tarde, habiéndonos tenido en vilo, si no moral, sí epistemológica­ mente, nos da la siguiente explicación: 74 Della Porta, N atural Magick, Libro I, capitulo 14, págs. 19-20. 77 Ib., Libro X X , capitulo siete, pág, 403. Della Porta atribuye esta opinión a Pitágoras. La fuente más antigua con la que yo he dado es el libro de Fracastoro sobre la Simpatía y antipatía, de 1550, en el que escribe que «golpear un tambor hecho con la piel de un lobo romperá, se dice, tambores hechos de la piel de corde­ ros» (H. Fracastoro, De Sympathia et Antipathia Rerum (Lyon, 1550), pág. 22) Hay muchas variantes de este tema. Burton, por ejemplo, lo dice de Jan Zizka, el héroe nacional de Bohemia, del siglo quince: «El gran capitán Zisca tendría una vez muerto un tambor hecho con su piel, pues pensaba que su mismísimo sonido pondría en fuga a sus enemigos» (Robert Burton, The Anatomy o f Melancholy (L a anatomía de la melancolía¡, publicada por vez primera en 1621: se reimprimió en la Evervman's Library la sexta edición de 1651, tres volúmenes (Londres: Dent, 1932). vol. 1. pág. 38). Iras afirmar que ha explicado todas las propiedades de los imanes y el fuego por medio de «la forma, el tamaño, la posición y el movimiento de partículas de materia». Descartes añade: «Y cualquiera que examine todo esto se convencerá fácil­ mente de que no hay poderes en las piedras y las plantas que sean tan misteriosos, ni maravillas atribuibles a influencias simpáticas y antipáticas tan asombrosas, que no puedan unas y otras explicarse de esta manera». (Principios de Filosofía, Parte IV, artículo 187, A. T., V lll-I, págs. 314-315). La versión francesa de Picot añade las siguientes maravillas —no citadas en la versión original en latín— entre aquellas de las que se dice que son consecuencia del movimiento de fragmentos del elemento primero: (1) «hacer que tas heridas de un muerto sangren de nuevo cuando el asesino se acerca, (2) excitar la imaginación de los que duermen (o incluso de los que velan), V transmitirles ideas que les adviertan de lo que está ocurriendo lejos» (A. T., IX-2, pág. 309). 79 Della Porta, N atural Magick, Libro I, capítulo 13, pág. 19.

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El espejo pulido teme la mirada de una mujer inmoral, com o dice Aristó­ teles, pues su mirada lo oscurece y le roba su esplendor. Es así por la condensación del vapor de su sangre en la superficie del espejo *°.

Me apresuro a añadir que no encontramos esta explicación en los escritos del propio Descartes, pero, en un fragmento fechado en 1631, leemos: Se exhalan espíritus por los ojos, com o vemos en las mujeres menstruantes, de cuyos ojos se dice que emiten vapores. El cuerpo entero de la mujer está lleno de vapores cuando tiene el mes. L os humores más pesados se purgan por la vagina, los más sutiles, más arriba, a saber, por los ojos

En su cuaderno de notas juvenil hallamos esta críptica sentencia sobre las mujeres y la ciencia: La ciencia es como la mujer: si permanece fiel a su marido, se la respeta; si es de propiedad pública, se la desprecia M.

Sabemos también que por esa época Descartes leyó De sensu rerum et magia libri quataor, pars mirabilis occultae philosophae, ubi demonstratur mundum esse Dei vivam Statuam beneque cognoscentem (Frankfurt, 1620), de Campanella, libro del que diría, unos quin­ ce años más tarde, que no le había hecho otra impresión que la de superficialidad 801283. Por entonces ya estaba Descartes a años de dis­ tancia de la atmósfera intelectual de su juventud, y no muy dispuesto a que su memoria pusiese en entredicho el papel que había apren­ dido a representar en el teatro del mundo. Pero esto no quiere decir que escapase del todo de los fantasmas del pasado.

80 Ib ., Libro VIH, capitulo 14, pág. 230. 81 A. T., XI, pág. 602. El pasaje de Aristóteles en que se basan las observaciones tanto de Della Porta como de Descartes está en De ¡os Sueños II, 459 b 28-31: «Si una mujer se mira en un espejo muy pulido durante el periodo menstrual, la superficie del espejo se nubla de color rojo sangre». [Shea cita de la yraducción inglesa, On the Soul. Parva Naturalia, On Breath, trad. de W. S. Kett, Loeb Classical Librarv (Lon­ dres: Heinemann, 1975)]. 82 Cogitationes Privatae, A. T., X, pág. 214. ** Carta de Descartes a Constantin Huygens de marzo de 1638, A. T., II, pág. 48.

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Ecos holandeses El rumor de que era rosacruciano persiguió a Descartes hasta los Países Bajos, donde se voceó en letra impresa por vez primera en un libelo titulado Admiranda Methodus Novae Philosophae Renati Descartes, publicado en Utrecht en 1643. Era anónimo, pero cabe colegir que su autor fue Martin Schook, el que escribió el prólogo 84. En su sátira Nouveaux mémoires pour servir a l’histoire du cartésianisme, aparecida a finales del siglo diecisiete, Daniel Huet describe a Descartes como el perfecto rosacruciano. «Renuncié al matrimo­ nio», le hace decir, «llevé una vida errante, busqué la oscuridad y el aislamiento, abandoné el estudio de la geometría y de las demás ciencias para dedicarme exclusivamente a la filosofía, la medicina, la química, la cábala y otras ciencias secretas» 8S. Huet, que escribía en 1692, no es una fuente fiable de informa­ ción sobre lo que pudiese pasársele por la cabeza a Descartes más de medio siglo atrás, pero prueba que la acusación de ser rosacru­ ciano, que se remontaba a 1623, aún tenía crédito. Nicolás Poisson, en su Commentaire o h Remarques sur la Méthode de Rene Descar­ tes, publicado en 1670, hace una digresión para vindicar a Descartes del cargo que se le hacía. Su argumento principal, al que llegaba con todas las ventajas de lidiar a toro pasado, es bastante simple: Des­ cartes «era demasiado sofisticado para ser amigo de esos visionarios que basaban todos sus argumentos en las pruebas empíricas más que en razonamientos» 86.

Los sueños de Descartes ¿Habrá servido este largo demorarse en la atmósfera (o manía) rosacruciana para arrojar algo de luz en la disposición intelectual de Descartes, que es lo que nos importa? Creo que al menos nos ayu­ 84 F.l autor dice que no cree la imputación porque Descartes es demasiado vani­ doso para que aceptase la regla de silencio de la Hermandad (A. T., VIII-2, pág. 142, nota b). 85 Pierre-Daniel Huet, Nouveaux mémoires pour servir a la histoire du cartisianisme par M. G. de l’A. (iniciales de Gilíes de l’Anuy, el seudónimo de Huet) (París, 1692), pág. 42, citado en Les premieres pernees de Descartes, pág. 128, de Hcnri Gouhier. ** A. T „ X, pág. 197, nota a.

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dará a entender el famoso pasaje autobiográfico del Discurso del Método en el que Descartes nos dice cómo descubrió su nuevo méto­ do: Por entonces estaba yo en Alemania, a donde me habían llevado las guerras que aún no han terminado allí. Me iba a reincorporar a mi ejército de vuelta de la coronación del Emperador, cuando el principio del invierno me retuvo en un lugar donde, a falta de conversaciones que me distrajesen y, afortu­ nadamente, del azuzamiento de pasiones que me inquietasen, pasaba los días enteros callado y solo en una habitación que calentaba una estufa, y en la que nada me impedía entregarme a mis propios pensamientos * 7* .

Se desconoce la localización exacta de los cuarteles de invierno de Descartes, pero Daniel Listorp, en 1653, tres años después de la muerte de Descartes, sugiere que pudo ser en un pueblo cerca de Ulm, donde vivía el matemático Faulhaber ®8. «A falta de conversaciones que me distrajesen, y, afortunadamen­ te, del azuzamiento de pasiones que me inquietasen ... nada me im­ pedía entregarme a mis propios pensamientos». ¡Qué despego sere­ namente filosófico destilan estas palabras! El Descartes maduro que­ rría hacernos creer que la intuición le vino mientras adoptaba una pose de ésas que un escultor escogería para representar a «el filóso­ fo». Y se trata, efectivamente, de una pose. En 1619, describía su cambio de vida con palabras que caían muy lejos de la prosa fría y calma del Discurso del Método. Hablaba entonces el lenguaje de los sueños. El manuscrito de doce páginas que describía detalladamente su experiencia visionaria se ha perdido, pero Leibniz lo vio cuando visitó París en 1675-1676, y Baillet lo tradujo en el primer volumen de su biografía 89. * 7 Discurso del Método, Pane II, A, T., VI, pág. II. ** Daniel Listorp, Specimina Philosophae Cartesianae (I.eiden: Elzevier, 1653), págs. 78-79, citado en A. T., X, pág. 252. Adrien Baillet, en su Vie de Monsieur Des-Cartes en dos volúmenes, publicada en 1691, no dice cuál fue el retiro de in­ vierno de Descanes en 1619, pero si dice que estuvo en Ulm de finales de junio a principios de septiembre (vol. I. pág. 96). En la versión abreviada que publicó un año más tarde, afirma, sin más explicaciones, que Descartes estableció sus cuancles de invierno en el ducado de Neuburg, en octubre de 1619 (Abrégé de la vie de M. Descartes (París, 1692), pág. 39. El libro se reimprimió en la colección «Les Grandeurs» (La Tablc Konde, 1946); el pasaje peninente está en esa edición en la página 33). Neuburg no está cerca de Ulm, sino a orillas del Danubio, en Baviera del norte, pocos kilómetros al oeste de Ingolstadt. M Adrien Baillet, Vie de Monsieur Des-Cartes, vol. I, págs. 81-86, A. T., X, págs.

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Descanes consigna que la noche del diez al once de noviembre de 1619 tuvo, en rápida sucesión, no uno sino tres sueños, «que imaginó no le podían venir sino de lo alto». En el primer sueño, ve fantasmas que le atemorizan y un viento impetuoso le impide ir a donde quiere. Las imágenes son vivas, y le dirían mucho más a un hermético del diecisiete que a nosotros. Siente, por ejemplo, una debilidad en el lado derecho, un torbellino le hace dar tres o cuatro vueltas alrededor de su pie izquierdo, otros se mantienen derechos y firmes mientras él se dobla y vacila, etc. Cuando despierta, siente temor, confiesa sus pecados al Todopoderoso y se duerme de nuevo. El segundo sueño acaba con un ruido penetrante, como el que hace un trueno. Al abrir sus ojos percibió muchas chispas de fuego desperdigadas por la habitación. Ya le h abía pasad o esto a m enudo, en otras ocasiones; y no era n ad a extraord i­ n ario en él, si se despertaba en medio de la noche, que tuviese los ojos lo bastante chispeantes como para hacerle entrever los objetos más próximos a é l* 0.*I, 181-188. Este pasaje está traducido en New Stadíes in thc Philosophy o f Descartes [Nuevos estudios sobre la filosofía de Descartes/, de Norman Kcmp Smith (Londres, Macmillan, 1952), págs. 33-39. Descartes le dio al manuscrito en latín el título de Olympica. No está claro por qué, pero la palabra pertenece a las tradiciones hermética y paracéisica. Entre los emblemas populares en los días de Descartes, Olympia sig­ nificaba «Solí in Deo Securitas (Sólo en Dios hay seguridad)», según consta en los Emblemas Moralizados, de Enrique de Soto (Madrid, 1599), pág. 26 b (citado en Emblemata. Handbuch tu r Sinnbildung des 16. and 17. Jahrhunderts, de Arthur Hcnkel y Albrecht Schóne (Stuttgart: Metzlcr, 1976, pág. 60). En el Colegio de La Fléche, los estudiantes hacían e interpretaban emblemas los días festivos. Véase Un Collige des Jésuiles aux XV I 1‘ et X V llí' Siecles. Le College Henri ¡V de la Fleche, cuatro volúmenes, de Camille de Rochcmonteix (Le Mans: Leguicheux, 1889), vol. I, págs. 146-150. El texto empezaba con las famosas palabras, •X Novembris 1619, cam plenas forem Enthousiasmo, et mirabilis scientiae fundamenta reperirem (Diez de noviembre de 1619, como estuviera lleno de entusiasmo y hubiera descubierto los fundamentos de la ciencia que maravilla)». Baillet menciona una nota en el margen escrita por la misma mano pero con tinta diferente, «A7 Novembris 1620, coepi intelligere fundamenlum Inventi mirabilis» (A. T., X , pág. 179; véase también el in­ ventario de los papeles e Descartes, ib., pág. 7). *° A- T., X , pág. 182, cursiva mía, N. Kcmp Smith, trad., pág. 35. En la Optica, Descartes afirma que fluye luz de los ojos de los gatos, y da a entender que lo mismo pasa con los de los hombres que se elevan por encima de lo ordinario ... (A. T., VI, pág. 86). ¿Pensaba en gente excepcional como él mismo? Según Sexto Empírico, el emperador Tiberio podía ver en la oscuridad (hay traducción al inglés: Outline of Pyrrhonism [Introducción a l pirronismo). Libro I, capítulo 14, pág. 84, traducción de R. G. Burv, Loeb Classical Library (Londres: Heinemann, 1976), vol. I, pág. 52).

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¡Menuda hazaña, incluso para un filósofo! El tercer sueño, que siguió rápidamente al segundo, fue, por el contrario, tranquilo. Ve un libro, que, descubre, es un diccionario, y una colección de poemas, que abre al azar por un poema de Ausonio que empieza «Quod vitae sectabor iter?» En ese momento, un desconocido le ofrece otro poema que empieza con la frase *E st & Non.» Se le ocurre entonces a Descartes, en medio de este sueño, preguntarse si está soñando. No sólo se responde que sí, emprende la interpretación del sueño soñando aún. Cuando despierta, «conti­ nuó la interpretación de su sueño sobre la misma idea». Obsérvese la continuidad del dormir y el velar. Juzga, en su interpretación del sueño, que el diccionario representa «la reunión de todas las ciencias», la colección de poemas, «la unión de la filo­ sofía y la sabiduría», y los poetas que figuran en ella, la «revelación e inspiración, de las que esperaba le favoreciesen». El «Est & Non» del poema era «el Sí y el No de Pitágoras», que interpreta como la verdad y la falsedad en los conocimientos humanos y las ciencias profanas. El trueno que oyó en el segundo sueño era «la señal del Espíritu de la Verdad que descendía sobre él para poseerle». Por miedo de que este nuevo Pentecostés se saludase, como el primero, con chanzas («¡Están cargados de mosto!», Hechos 2, 13), Descartes, como Pedro antes que él, asegura que no estaba borracho, que «ha­ bía pasado la tarde y el día entero con gran sobriedad», y que ¡no había bebido vino en tres meses! 91 El sueño de Descartes fue una intensa experiencia personal, pero la verdad es que quizá le viniese muy bien como pretexto literario; podía así manejar símbolos que, si el narrador estuviese en estado de vigilia, parecerían incongruentes. Toda persona educada del siglo diecisiete conocía el sueño de Escipión, y sabía, a partir de fuentes bíblicas y clásicas, que Dios se comunicaba con los hombres por medio de sueños. Como artificio poético-filosófico, era común en el siglo dieciséis. Pero ¿qué pasaba en el siglo diecisiete, y, por volver a nuestro tema, qué dicen al respecto los tratados rosacrucianos? Ya he mencionado el Raptus philosophicus, publicado en Alemania en 1619. Es el relato del sueño de un joven en la encrucijada. Se pre­ gunta qué camino ha de tomar, y —como se puede uno imaginar— escoge el recto y estrecho. Tras varios incidentes peligrosos, encuen­ tra a una joven que le pregunta: «¿A dónde vas? ¿Qué espíritu traes ” Ib., págs.

182-186.

Descartes y la ilustración de la Rosa Cruz

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aquí?», y le enseña un libro «que contenía todo lo que hay en tierra y cielos, pero no estaba ordenado metódicamente». Un joven, ves­ tido de blanco, le revela entonces que esta mujer «es Naturaleza ... hoy en día desconocida por científicos y filósofos» 92*. Hcnri Gouhier reconoce las semejanzas que hay entre esta obra y el sueño de Descartes, pero las desdeña por no ser sino «w»e influence purement ornaméntale* n . Si se piensa en el desarrollo intelectual posterior de Descanes, semejante opinión parecerá plau­ sible, pero no puedo evitar preguntarme si Gouhier, acaso, no em­ pequeñece demasiado la que puede que fuese una fase breve, pero no necesariamente intrascendente, de su vida. Baillet nos dice que Descanes aseveraba explícitamente que había estado esperando tener sueños significativos desde hacía varios días: Añade que el Genio que excitaba en ¿1 el entusiasmo que inflamaba su cerebro desde hacía varios días le había predicho estos sueños antes de irse a la cama, y que la mente humana no tenía pane alguna en ellos 94. Descartes concluye que el tercer sueño «marcaba el porvenir; y no era sino lo que habría de ocurrirle en el resto de su vida» 95. Aunque cambió de residencia muchas veces entre 1619 y 1650, no se separaría nunca del manuscrito de sus sueños, y no hay razón para creer que no desempeñase en su vida un papel análogo al que el famoso Memorial de la noche del veintitrés de noviembre de 1654

42 Rodophilus Staurophorus. Raptas Pbdosophicus, citado en La Rose-Croix avec la Franc-Ma( Ib., regla 12, pág. 420. La fuerza de esta afirmación se atenúa bastante si tene­ l í n » en cuenta lo que Descartes escribe en la sexta regla: «hay muy pocas naturalezas «imples puras que se puedan intuir directamente y per se» (ib., pág. 381).

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todas las cosas se pueden disponer en una serie, no en cuanto que se las pueda referir a alguna categoría ontológica (como las categorías en las que los filósofos dividen las cosas), sino en cuanto que se las pueda conocer a partir de otras w.

El ejemplo que Descartes pone en la regla doce es el de un cuer­ po extenso. Desde el punto de vista de nuestro entendimiento, es complejo, y consta de «cuerpo», «extensión» y «figura». N o pueden estas componentes existir aisladas, pero debemos pensar en ellas como si existiesen por separado antes de que podamos juzgar cómo se han combinado en el mismo objeto: Esta es la razón por la que, como nos ocupamos aquí de las cosas sólo en cuanto que percibidas por el intelecto, llamamos simples sólo a aquellas que conocemos tan clara y distintamente que la mente no pueda dividirlas en otras a las que se las conozca más distintamente. Figura, extensión y movi­ miento, etc., son de esa suerte; todas las demás las concebimos compuestas de alguna manera a partir de ésas 41.

Obsérvese que se ocupa de las cosas «sólo en cuanto que perci­ bidas por el intelecto». Se trata de un punto de vista completamente epistemológico. El fundamento de la ordenación de las «naturalezas» es la dependencia lógica que tengan en una serie deductiva. «Las*1

40 Reglas para la dirección del espíritu, regla 6, pág. 381. 11 Reglas para la dirección del espíritu, regla 12, pág. 418. Seguramente quedará más claro qué quiere decir Descartes si comparamos lo que dice con la discusión de las naturalezas simples que Bacon hace en su Novum Organum, Libro II, aforismo V, donde escribe: «Las reglas o axiomas de la transformación de los cuerpos son de dos tipos. F.l primero se refiere al cuerpo en cuanto que agregado o combinación de naturalezas simples (Primum intuetur corpas ut lurmam sive conjugationem naturarum stmplicium)». Bacon da a continuación una lista de éstas para el oro: amarillo, pesado, con cierta densidad, maleable, dúctil, no volátil, fluido a alta temperaturas, etc. Dice entonces: «Un axioma de este tipo, pues, deduce la cosa de las formas de las naturalezas simples (¡taque hujusmodi axioma rem deducit ex Formis naturarum simplicium). Quien conozca las formas de lo amarillo, la densidad, la ductilidad, la fijeza, la fluidez, la solubilidad, etc., y los métodos pra superinducirlas, y sus gra­ duaciones y modos, se preocupará de conjugarlas en algún cuerpo, de lo que se seguirá la transformación de esc cuerpo en oro» (Francis Bacon, Novum Organum, en Works [O brasJ, editadas por J. Spedding, R.L. Ellis y D.D. Heath en catorce volúmenes (Londres, 1857-1874). Reimpresión (Stuugart-Bad Canstatt: Fromman, 1962), vol. IV, pág. 122). Las «naturalezas simples» de Descartes están claramente en un nivel distinto. Su objetivo no es la «forma» de la cosa individual, sino la «idea».

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naturalezas simples» no son genera que contengan naturalezas com­ puestas. Como dice L.J. Beck: El pensamiento de Descanes se basa en una clasificación matemática en la que tales consideraciones carecen de sentido: la «linea recta» no es más general que el «triángulo», el «ángulo» no es más particular que la «línea recta», la relación que hay entre el triángulo, la línea recta y el ángulo no se puede expresar como una diferencia de especie o género.... El rechazo del método aristotélico y escolástico de clasificación, que se basaba esen­ cialmente en una jerarquía graduada de conceptos, encierra además el re­ chazo de toda deducción por inmersión en clases, y la negación de su prin­ cipio primero, dictum de omni, dictum de nullo —en una palabra, el rechazo del razonamiento silogístico 4J. Las naturalezas simples no pueden descomponerse en partes cuya inteligibilidad sea mayor, pues son, por definición, evidentes por sí mismas. El problema es el de su combinación. «La totalidad del conocimiento humano», escribe Descartes, «sólo consiste en esto: ver claramente cómo estas naturalezas simples se combinan para pro­ ducir otras cosas» 43.

Pensamiento continuo Como para Descartes la intuición y la deducción son los únicos medios intelectuales de adquisición del conocimiento, la combinat ion o mezcla de las naturalezas simples ha de ser una forma de deducción. En la tercera regla se define la deducción como un mo­ vimiento a lo largo de una cadena de razonamientos, cada uno de tuyos eslabones se conoce intuitivamente, y en la que la conexión de los eslabones se aprehende «en un acto de pensamiento continuo e ininterrumpido» 44. Es distinta de la intuición, pues no es instanunca, se extiende en el tiempo, depende de la memoria. Llama la L.J. Beck, Metbod o f Descartes. A Study o f the Regular (Oxford: Clarendon C . 1952), pigs. 80-81. 41 Descartes, Reglas para la dirección del espíritu, regla 12, pág. 427. O de nuevo t t-n la misma regla: «no cuesta trabajo descubrir estas naturalezas simples, pues son inficientemente evidentes por sí mismas. Otra cosa es distinguirlas unas de otras, i intuirlas, cada una de ellas por separado, mediante una mirada única de la mente» i|ug. 425). " Reglas para la dirección del espíritu, regla 3, pág. 369.

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1%

atención que, a io largo de las Reglas para la dirección del espíritu, le preocupe a Descartes menos la descripción detallada del proceso deductivo que liberarlo de las incertidumbres de la memoria y con­ vertirlo en intuición. Se nos encarece que adquiramos una celeridad cada vez mayor en pasar de unos eslabones a otros de las demos­ traciones, hasta que podamos verlos todos en un destello único y simple de la intuición.

La maquinaría de la deducción Según Descartes, no manipulamos los conceptos conforme a le­ yes formales, trabamos naturalezas simples que percibimos intuiti­ vamente. ¿Puede concretarse en qué consiste este proceso, o se trata tan sólo de un vago llamado en favor de que ejercitemos el cuidado y la atención? Al principio de la regla catorce, Descartes dice que no podemos llegar, por mera deducción, a un tipo nuevo de ente. Sólo podemos descubrir combinaciones de naturalezas simples, co­ nocidas éstas por intuición. Es imposible, por ejemplo, lograr que un ciego de nacimiento perciba la verdadera naturaleza de los colores gracias sólo a la fuerza de un argumento, pues la idea de color se deriva de nuestros sentidos. Pero si un hombre hubiese visto los colores primarios (se refiere Descanes seguramente al rojo, al azul y al amarillo), podrá construir por sí mismo, «mediante una especie de deducción», imágenes de los colores secundarios que se obtienen mezclando los primarios. Este ejemplo es, como poco, cualquier cosa menos intuitivamente obvio. Ni siquiera convencía al propio Descanes, que al margen escribió: «Esto no es verdad del todo, pero no tengo un ejemplo mejor» 4S. Una vez intuidas las naturalezas simples y evidentes por sí mis­ mas, Descartes quiere que las comparemos con otras cosas cuya naturaleza comparten por alguna u otra razón. El procedimiento se resume típicamente en la inferencia: «Todo A es B, todo B es C, luego todo A es C». Aunque éste es un silogismo de los más co­ rrientes, Descartes insiste en que lo que él dice nada tiene que ver con el formalismo de la lógica escolástica; piensa más bien en un procedimiento inspirado en las matemáticas, en las cuales la compa­ ración de una cantidad desconocida, x, y una cantidad conocida, y, 45 Reglas para la dirección del espíritu, regla 14, pág. 438.

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consiste en determinar sus relaciones mutuas y expresarlas mediante ecuaciones, es decir, escribir una ecuación en la que, junto a y, apa­ rezca x. Lo dirá a las claras en la Geometría, pero en las Reglas para la dirección del espíritu Descartes aún estaba tanteando cuál era la mejor forma de decir sus ideas. Sin embargo, en las Reglas sí sostiene Descartes inequívocamente que debemos basarnos en «las imágenes que se dibujan en nuestra imaginación» para entender «la magnitud en general», abstraída de los objetos particulares Lo que nos sugiere que haríamos bien en fijarnos en su fisiología de la percepción. Ver es creer En la regla duodécima, ofrece Descartes una explicación de la percepción que hace de ésta algo puramente pasivo; «tiene lugar», dice, «de la misma manera que un sello deja una marca en la cera». Temiendo que nos tomemos esto nada más que como una mera comparación, insiste: No se piense que digo esto a modo de analogía, pues la figura externa del cuerpo que siente es modificada realmente por el objeto de la misma forma que la figura de la superficie de cera lo es por el sello *7. La figura que los sentidos reciben se retransmite instantáneamen­ te al sentido «común», o interno, que coordina las impresiones re­ cibidas. El sentido común, a su vez, impresiona la figura en la ima­ ginación o «fantasía», que Descartes define como «una parte más del cuerpo, tan grande que las partes de que consta puedan adquirir muchas figuras distintas, y mantenerlas por mucho tiempo» *4748. Este es el fundamento psico-fisiológico en que se basa lo que dice de la imaginación, que «en ningún otro sujeto se exhiben más distinta­ mente las diferencias en las proporciones» 49. Teniendo en mente que el verdadero conocimiento, según Des­ cartes, resulta de la mirada mental (o intuición) dirigida a una na­ 44 47 “ 49

Ib ., págs. 440-441. Regías para la dirección del espíritu, regla 12, pág. 412. Ib., pág. 414. Reglas para la dirección del espíritu, regla 14, pág. 441.

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turaleza simple, el proceso es el siguiente: nuestro propósito es el estudio de las relaciones o proporciones de la magnitud en general, de manera que las podamos expresar en forma de ecuaciones; pero la magnitud en general es una forma de extensión, y la extensión no es sólo una naturaleza simple, es también un cuerpo real; por esa razón, la magnitud se conoce propiamente en la inspección intuitiva de la extensión corpórea en nuestra imaginación. Descartes va tan lejos, que dice que un cuerpo extenso que no pueda ser imaginado no puede, en verdad, ser concebido 50. Si alguien arguyese que podría destruirse todo cuerpo, y, sin embargo, la extensión, en cuanto tal, subsistiría tras ello, le bastaría fijarse en la idea de extensión que hay en su imaginación para con­ vencerse de su error. «Por lo tanto», añade Descartes en consejo que da a toda la comunidad de futuros estudiosos, «no emprenderemos nada sin la ayuda de la imaginación» 51. Es que el patrón corporal que se imprime en la imaginación es nuestra garantía de la verdad intuitiva de esa operación fundamental que es la comparación de magnitudes. Y es que, de hecho, la riqueza del patrón grabado en la imaginación va más allá de lo que está al alcance del punto de vista limitado o abstracto en que se centra el intelecto: incluso si el intelecto atiende precisamente sólo a lo que la palabra significa, la imaginación, sin embargo, deberá formarse una idea real de la cosa, de manera que el intelecto, cuando así se requiera, podrá dirigirse hacia aquellas otras condiciones que el vocablo no expresa S2. Podemos, por ejemplo, entender que un triángulo es una com­ binación de naturalezas simples tales como la figura, la extensión, el número tres y la línea, pero si examinamos la figura bidimensional que se intuye en la imaginación, nos será posible ver otras caracte-

50 «En general, no reconocemos los entes filosóficos que no caen bajo nuestra imaginación» (Regla 14, ib., pág. 442). Cotéjese con el siguiente fragmento dei Journal de Beeckman, de 1629: «N o admito en filosofía nada que no se pueda representar como objeto sensible en la imaginación (nihil enim in philosophia adm itió quam quod imaginationi velut sensible representatur)». Beeckman, Journal, vol. IV, pig. 162. 51 Ib ., pág. 443. En nuestras investigaciones deberíamos (a) seleccionar aquellas dimensiones «que más ayuden a nuestra imaginación» (Regla 14, págs. 449), y (b) tener en mente que no podemos prestar atención más que a una o dos de ellas tal y como se dibujan en nuestra imaginación» (ib., y de nuevo, regla 16, pág. 454). ,J ib ., regla 14, pág. 445. Véase también la regla 16, pág. 454.

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rísticas (Descartes las llama «naturalezas») que contiene implícita­ mente, que la suma de sus ángulos es igual a dos rectos, por ejem­ plo 5J. Lo esencial es que el análisis del triángulo no abandone nunca el fundamento, ontológicamente certificado, de la extensión corporal en la imaginación. Pero ¿qué es la extensión? La respuesta de Descartes es: «lo que quiera que sea que tenga longitud, anchura y profundidad», noción que no necesita «más elucidación, pues no hay nada que nuestra imaginación perciba más fácilmente» M. La piedra de toque de la idea de extensión es la realidad corporal clara y directamente intuible. Pero Descartes, por ahora, no identifica la extensión con la materia en cuanto tal, paso que daría unos años más tarde, en El Mundo. El modelo, en marcha El problema, por supuesto, es si todo esto funciona bien. Exa­ minemos cuatro casos a los que aplicar el modelo: (a) las operaciones básicas de adición, substracción, multiplicación y división; (b) la explicación del sonido; (c) la investigación del magnetismo; y (d) el rango conceptual de las cualidades secundarías y la naturaleza del color.

Las operaciones matemáticas básicas La busca de la simplicidad y la claridad intuitiva conduce a Des­ cartes a ver si las operaciones matemáticas básicas (adición, substrac­ ción, multiplicación y división) pueden representarse mediante líneas y superficies rectangulares. En el caso de la adición y la substracción, el manejo de segmentos para generar sumas o rectas es trivial. En la regla 18, Descartes muestra cómo la multiplicación de dos magnitu­ des, a y b, representadas con rectas, se puede realizar conectando éstas en ángulo recto y formando así un rectángulo ab. Si éste ha de multiplicarse por una tercera magnitud, c, hemos entonces de tomar ab como si fuese una línea, y conectarla a c formando un 51 Reglas para la dirección del espíritu, regla 12, p ig . 422. M Reglas para la dirección del espíritu, regla 14, pág. 442.

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nuevo rectángulo, abe. Análogamente, en las divisiones de divisor dado el rectángulo hace las veces de la magnitud a dividir, uno de los lados, las del divisor, y el otro lado, las del cociente. Se esconde en lo anterior la presuposición de que cualquier po­ tencia de cualquier cantidad puede representarse mediante una linea recta o una superficie rectangular. Como resume Descartes: Importa, pues, explicar aquí cómo se puede transformar cualquier rectán­ gulo en una línea, y, recíprocamente, cómo se puede transformar una línea, o incluso un rectángulo, en otro rectángulo, uno de cuyos lados sea cono­ cido S5. El quid de la cuestión es que Descartes no trata de dar mera­ mente una representación gráfica de cantidades, sino un argumento que muestre que las operaciones matemáticas pueden ser imaginadas o percibidas claramente. La notación abstracta a X b = ab es el registro de la manipulación de cuerpos, bien en el mundo físico, con varas o barras, o en la imaginación, que también es una superficie extensa. La figura uno muestra la ilustración gráfica de la regla diecio­ cho: Dados a y b b

a

I----- 1------1

I----- 1----- '----- 1

conectamos las dos líneas en ángulo recto, y queda

J-------1-------1

b-

5i Reglas para la dirección del espirita, regla 18, pág. 468.

La busca del método y las reglas de dirección

201

y hacemos el rectángulo: g se refracta en g hacia e, foco del segundo brazo de la hipérbola, y los pasos cruciales de la demostración, tras la bisección del ángulo age, se basan en trazar la normal hgq y la línea an, paralela a ella. Con medios geométricos simples y a partir de triángulos similares, Beeckman demuestra que sen i st be , , a u í “ /\» ® donde sen OHI OI ae be = distancia entre los vértices, y ae — distancia entre los dos focos 2S.*14

a Beeckman, Journal, A. T., X , pág. 341. 14 Caita de Descartes a Beeckman del diecisiete de octubre de 1630, A. T „ I, pág. 163. B Beeckman, Journal, A. T., X , págs. 341-342.

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La lógica de la justificación Podemos calificar el descubrimiento por Descartes de la ley del seno de golpe de suerte, siempre y cuando recordemos que la suerte sonríe sólo a los que se lo merecen y se preparan para que les toque a ellos. Pero una vez que había tropezado con la relación correcta, Descartes tenía que justificarla físicamente, y así como había hallado en Kepler la idea que le hacía falta para idear un instrumento que midiese la refracción, volvía a Kepler en busca de guía para la ex­ plicación del fenómeno. Kepler, en su primera gran obra de óptica, Ad Vitellionem Paralipomena (Introducción a Vite/ío), jugaba explícitamente con la idea de que en la palanca se encerraba la clave que nos permitiría com­ prender la refracción 26, y Descartes siguió sus pasos. He aquí cómo resume Beeckman el argumento de Descartes, en el caso de la re­ fracción del aire al agua (véase la figura 10): Supone que hay agua por debajo de st y que los rayos son qeg y cef. Parece que éstos experimentan el mismo cambio que los brazos iguales de una balanza en cuyos extremos se pusiesen pesos, de manera que el sumer­ gido es más ligero, y levanta el brazo*27

2‘ Kepler, Ad Vitellionem Paralipomena qutbus Astronomiae Pan Optica Traditur, en Gesammelte Werke, vol. II, pág. 28. Sobre Kepler, véanse los excelentes tra­ ducción y comentario de Catherine Chevalley, Johann Kepler: Let fondements de l ’optique modeme: Paralipoménes a Vitelliott (1604) (París: Vrin, 1980). 27 Beeckman, Journal, A. T ., X, pág. 336.

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La analogía estática va al paso de una tradición que se mantuvo viva a lo largo del siglo diecisiete, pero no está claro cómo pretendía Descartes llevarla adelante. Para empezar, los brazos eg y e f no su­ birían, como le pasaría a un peso que flotase en el agua; al contrarío, descenderían, pues Descartes toma el caso de la refracción de un medio a otro que es más denso que él. Más adelante abandonaría Descartes el recurso de la palanca. No aparece en la Optica y obras siguientes. Creo, sin embargo, que es una buena muestra de su manera de hacer en sus años parisinos. Lo confirma un pasaje bien conocido de la octava regla de las Reglas para la dirección del espíritu, escrito alrededor de 1627-1628, a) que le vamos a dedicar nuestra atención ahora.

El orden correcto Descartes considera en la regla octava el orden que debe seguirse en el ejercicio de la ciencia, y el momento en que desistir de más pesquisas. El primer ejemplo que pone es, precisamente, el de la determinación de la anaclástica. ¿Cómo se puede hallar la línea en que se cortan, en un único punto, tras atravesar un medio refractivo, rayos que inciden paralelamente en éste? Descartes contrapone el enfoque del matemático puro, al que sólo le interesa hallar razones

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o proporciones, y el del filósofo natural, que quiere entender la natu­ raleza 28. £1 matemático puro «verá fácilmente», dice Descanes, que la determinación de la anaclástica «depende de la razón entre los án­ gulos de refracción e incidencia» 29. En otras palabras, todos y cada uno de los matemáticos de París tenían claro que lo que había que hallar era una razón constante de alguna propiedad del ángulo de incidencia y alguna otra, o quizá la misma, propiedad del ángulo de refracción. Como ya hemos indicado, Descanes buscaba desde el principio alguna relación de ese tipo. Cuando vio (véase la figura 7 de más arriba) que H I/H O era una razón constante para los rayos refractados por un medio dado, examinó inmediatamente si HI y OI tenían algo que ver con los ángulos de incidencia y refracción, y halló que eran, en efecto, sen i y sen r. Pero el mero hecho de que HI/O I = sen i ! sen r no da expli­ cación alguna de la fuerza o potencia en juego. De ahí que sea ne­ cesario ampliar la base de la investigación. Lo sorprendente es que Descartes no lo diga en la regla octava. Ni siquiera enuncia la ley; se limita a aseverar que sólo podrá hallársela si se va más allá de las matemáticas puras y se dan los siguientes pasos: en primer lugar, caer en la cuenta de que la razón del ángulo de incidencia y el de refracción depende de esos cambios en la magnitud de los ángulos que causan los diferentes medios refractivos; en segundo, percatarse de que esos cambios dependen de cómo penetre la luz en el medio; en tercero, comprender que el conocimiento del proceso de pene­ tración presupone el de la acción de la luz; en cuarto, ver que el conocimiento de la acción de la luz presupone, a su vez, el conoci­ miento de una potencia natural. Este paso es el último y definitivo paso de la serie. Una vez se ha «percibido esto claramente por medio de la intuición mental», el físico matemático puede volver sobre sus pasos de manera ordenada. «Pero si en el segundo paso», escribe Descanes (y aquí viene el pasaje que creo es fruto de su propia experiencia con la anaclástica), es incapaz de discernir inmediatamente cuál es la naturaleza de la acción de

28 La terminología es mía. Descartes habla de «alguien que sólo estudie matemá­ ticas» (A. T., X, pág. 393), y de «alguien que no sólo estudie matemáticas ... sino la verdad sobre cualquier cuestión que se pueda suscitar» (ib. pág. 394). n Ib., Reglas para la dirección del espíritu, Regla 8, págs. 393-394.

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la luz, de acuerdo con la séptima regla enumerará todas las demás potencias naturales, en la esperanza de que el conocimiento de alguna otra potencia natural le ayude a entender ésta, aunque sólo a modo de analogía — pero ya se dirá más de esto en adelante. Una vez hecho esto, investigará cómo pasa el rayo a lo largo de todo el cuerpo transparente. Entonces, seguirá los puntos restantes en su debido orden, hasta que llegue a la anadástica pro­ piamente dicha. Incluso aunque la anadástica haya sido objeto de muchas investigaciones inútiles en el pasado, no veo nada que impida a quien siga el método correcto hacerse con un conocimiento claro de ella M.

Esta extensa descripción de cómo debería investigarse la anaclástica que nos hace Descartes produce perplejidad por varías razones. En primer lugar, y esto es lo más chocante, no da explicación alguna de la anadástica, y no nos ofrece otra cosa que la creencia en que la única manera de llegar a la solución es siguiendo el derrotero filosófico que ha descrito. Sin embargo, por la época en que escribió las Reglas para la dirección del espíritu, ya había obtenido la ley del seno, y la había aplicado con éxito al problema de la anadástica. En segundo lugar, a Descartes se le ve ansioso por que quede claro que el matemático puro está perdido a la hora de enfrentarse a un pro­ blema como ése. No puede apoyarse «en lo que les oye a los filó­ sofos o lo que saque de la experiencia;» se le niega además el derecho a postular una razón de la que sospeche, sin poder probarlo, que es la correcta 31. Algo extraña es esta negativa, pues parece que con ella se desecha el uso de modelos matemáticos. En tercer lugar, no aboga Descartes por la realización de experimentos; apela, más bien, a al­ gún concepto no especificado de la naturaleza de la acción de la luz, en sí misma o por analogía con una potencia natural. Está claro, sin embargo, que Descartes no pensaba que el haber hallado un tanto casualmente la ley del seno bastase para calificar su hallazgo de científico. Como hemos visto en el capítulo seis, las Reglas para la dirección del espíritu fueron su primer intento de formular un método científico que produjese resultados apodícticos a partir de la aprehensión intuitiva de las naturalezas simples. Su recurso a una «potencia natural» debe verse a esta luz. Aunque Des­ cartes no la defina como, o haga de ella explícitamente, una «natu­ raleza simple», no hay duda de que una potencia natural es un ob-

50 ib ., pág. 395. 51 ib ., pág. 394.

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jeto propio de la intuición, que ha de ser aprehendido, como dice él, «per intuitum mentís» i2. En la regla novena, Descanes explica qué quiere decir con la palabra «intuición» mediante el siguiente ejemplo: si quiero saber, escribe, si se puede transmitir instantáneamente una «potencia natu­ ral», no debería fijarme en la fuerza magnética, la influencia de las estrellas o la velocidad de la luz, e indagar si su acción es instantánea, pues ésta es una cuestión aún más difícil. «En vez de eso», dice, «tendré en cuenta movimientos locales de cuerpos, pues no hay otro tipo de movimiento que sea más obvio para los sentidos». Aunque una piedra no pueda pasar de un sitio a otro en un instante, pues es un cuerpo, la «potencia» que la mueva sí puede. Por ejemplo, si muevo el extremo de un bastón, por largo que sea, me será fácil concebir que es necesario que la potencia que mueve esa parte del bastón mueva cada una de las otras partes instantáneamente, pues lo que se comunica es la potencia desnuda, y no la que está encerrada en algún cuer­ po, una piedra, por ejemplo, que la lleve consigo , J .

Como hemos visto (en la figura 10), Descartes hacía en un prin­ cipio uso de la palanca para explicar la ley del seno, como cuando se la explicó a Becckman. En la novena de las Reglas para la direc­ ción del espíritu, hace de la palanca o balanza ejemplo primario de potencia natural: De la misma manera, si quiero saber cómo puede una sola y la misma causa producir simultáneamente efectos opuestos, no me valdrán las drogas de los médicos, que expulsan unos humores y retienen otros, ni balbucearé no sé qué sobre la luna, que calienta con su luz las cosas y las enfría me­ diante alguna cualidad oculta. Más bien me fijaré en la balanza [en latín, in tuebor librum ], en la que un solo peso levanta un brazo y baja el otro en uno y el mismo instante J4.

Que había movimientos ¡nstántancos le parecía obvio a Descar­ tes. Así como la punta de una pluma no se puede mover sin que lo haga además la parte superior 3S, así mismo un lado de una palanca*15 11 “ M 15

Ib., Ib., Ib., Ib.,

pág. 395. pág. 402. pigs. 402-403. Regla 12, pág. 414.

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no puede descender sin que suba el otro. Lo que se le escapaba a Descartes es que no hay cuerpos completamente rígidos. Todas las sustancias lo son más o menos, y no hay movimiento que se trans­ mita instantáneamente. Acabaría por ver que la palanca era un mal modelo de potencia natural, y la desechó como tal. Descartes reemplazó esa analogía por otras en la Optica: el bastón de un ciego, la presión de un líquido en un recipiente, y el impacto de una raqueta. Como veremos en el capítulo diez, Descartes creía que estos ejemplos no ponían en pe­ ligro su explicación, basada en el cambio instantáneo.

Capítulo 8 MEDITACIONES METAFISICAS

El refugio holandés A principios de 1629 volvió Descartes a Holanda, en la que re­ sidiría durante los veinte años siguientes. Aunque hubiese visitado a Becckman en Dordrecht en octubre de 1628, y le hubiese expresado la esperanza de verle más a menudo, no se estableció cerca de donde vivía él, sino en Franeker, en la Frisia, unos ciento cincuenta kiló­ metros al este. Se alojó «en un pequeño castillo, separado de los dos por un foso, donde se decía misa a seguro» Prohibida oficialmente la religión católica, se toleraba en Holanda, sin embargo, su práctica; Descartes vivía siempre en lugares en los que pudiese practicar su religión sin trabas. El castillo de Franeker era propiedad de nobles católicos, los Sjaerdema; arrendaría más urde en Endegeest un cas­ tillo de la familia católica van Foreest. El dieciséis de abril de 1629 (del calendario viejo, es decir, el veintiséis de abril del calendario gregoriano), Descartes se apunta en la universidad de Franeker. Se le registró como «filósofo», cuando lo usual hubiera sido como «estudiante de filosofía», quizá en razónI I Carta de Descartes a Mersenne del dieciocho de marzo de 1630, A. T., I, pág. 129. 232

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de su edad, pues ya tenía treinta y tres años. ¡Pero no se libró de la obligación de apuntarse! A los estudiantes que no lo hacían se les citaba ante el rector, y se les decía que o cumplimentaban lo regla­ mentado, o se les impediría acceder a las aulas 2. Puede que Descartes quisiese asistir de vez en cuando a ciertas clases que se impartiesen allí, pero, antes que cualquier otra cosa, el propósito que le llevaba a retirarse a las partes más distantes de Holanda era emprender la redacción del ensayo metafísico que le había encarecido que escribiese el cardenal de Bérulle.

El árbol del conocimiento N o siempre nos es fácil rastrear el proceso de formación de las ¡deas de Descartes, pero podemos estar seguros de una cosa: que se veía a sí mismo en marcha por el camino que va de la metafísica a la física; más tarde, en el prefacio de sus Principios de Metafísica, expresaría su punto de vista mediante una analogía, relativa a un árbol cuya raíz es la metafísica, su tronco la física y sus ramas, que salen del tronco, las demás ciencias, que se pueden reducir a las tres principales, a saber, la medicina, la mecánica y la etica 3.

La motivación profunda de Descartes era esencialmente religiosa; hemos de recordar que no era cristiano evangélico sino católico, y que le dominaba una intensa creencia en la primacía del intelecto cuando había que enfrentarse al enigma del universo. No podía sino hacer suya de todo corazón la misión que le había encomendado el cardenal de Bérulle. Antes de dejar París, hasta le pidió a Fr. Guillaume Gibieuf, cercano al cardenal y superior de la comunidad de sacerdotes del Oratorio, que examinase su obra cuando estuviese lista. El dieciocho de julio de 1629, le hacía saber a Gibieuf que estaba «empezando el pequeño tratado», con lo que quería decir que empezaba a ponerlo por escrito 4. Por el verano de 1629, pues, Des­ cartes había sacado ya sus conclusiones principales, y las trasladaba* 2 Charles Adam, Vie et Oeuvres de Descartes (París: Léopold Cerf, 1910), págs. 123-124, non b. 1 Principios de Filosofía, prefacio de la edición francesa, A. T., IX-2, pág. 14. * Carta de Descartes a Gibieuf del dieciocho de julio de 1629, A. T., 1, píg. 17.

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al papel. Como sabemos, su trabajo quedó interrumpido, pero dis­ ponemos una descripción de su puño y letra de la naturaleza de su obra, en carta que le escribe a Mersenne el quince de abril de 1630: Creo que todos a los que D ios nos ha dado el uso de la razón estamos obligados a emplearla principalmente en conocerle a El y en conocemos a nosotros mismos. Por aquí he querido empezar mi propia investigación, y puedo decir que habría sido incapaz de hallar los fundamentos de la física si no los hubiese buscado por ese camino 56.

Pocos meses después, le confiaba a Mersenne de nuevo que espe­ raba terminar un pequeño tratado de metafísica que empecé cuando estaba en Frisia, y cuyo objetivo principal era probar la existencia d e D ios y de nues­ tras alm as cuando están separadas del cuerpo, de donde se sigue su inmorta­ lidad b.

Descartes no tenía duda alguna de que iba a tener éxito en su empresa, y decía que había hallado «una forma de demostrar las verdades metafísicas que es más clara [plus ¿vidente] que las demos­ traciones geométricas» 7. Este primer tratado es claramente un esbo­ zo de las Meditaciones, que Descartes publicó en 1641, tras haber ofrecido la línea argumenta! básica en la cuarta parte del Discurso del método cuatro años atrás 8.

* Ib ., cana de Descartes a Mersenne del quince de abril de 1630, pág. 144. 6 Ib ., carta de Descartes a Mersenne del veinticinco de abril de 1630, pág. 182. 7 Ib ., cana de Dcscanes a Mersenne del quince de abril de 1630, pág. 144. * La insistencia con que Descartes pidió que se le entregase el manuscrito de las Meditaciones a Gibicuf (véase sus canas a Mersenne del treinta de septiembre, once de noviembre y treinta y uno de diciembre de 1640, A. T., III, págs. 184, 239-240, 276-277), y su cana del once de noviembre de 1640 a Gibicuf, en la que declara que •es la causa de Dios la que he echado sobre mis espaldas {ib., págs. 237-238)», con­ firman la continuidad esencial que hay entre el tratado y las Meditaciones. Gibicuf promovió la difusión del libro en París (véase la cana de Descanes a Mersenne del veintitrés de junio de 1641, ib., pág. 388). Según Geneviéve Rodis-Lewis, el núcleo del primer tratado se convinió en las meditaciones primera, tercera y quinta (véase «Hypothésc sur l'élaboration progressive des Meditations de Descanes», de Genevievc Rodis-Lewis, Archives de Philosophie 50 (1987), págs. 109-123).

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La contrastación de los fundamentos Podemos aceptar que el punto de partida de la indagación de Descartes era la persecución del objetivo que se había marcado en la octava regla de sus Reglas para ¡a dirección del espíritu: la más útil de las indagaciones que podamos hacer en esta etapa es la que se desprende de esta pregunta: ¿Q ué es el conocimiento humano, y cuál es su alcance? ... Esta es una tarea que todos los que tengan siquiera sea el más ligero amor a la verdad deberían emprender al menos una vez en su vida 9.

Si hay que reconstruir el mundo, veamos en primer lugar de qué herramientas disponemos. Desde un punto de vista epistemológico, se trata de saber qué conceptos son los básicos y dignos de toda confianza. Pero ¿cómo podemos estar seguros de la fiabilidad de cualquiera de nuestras herramientas conceptuales? Como Shakespea­ re, que era sólo unos pocos años mayor que él, Descartes estaba dispuesto a jugar con la idea de que la vida no es sino un sueño. Pero mientras que para Shakespeare tal idea es un oportuno recurso literario, en manos de Descartes, que estaba dispuesto a admitir, llegado el caso, que nuestras ideas objetivas son tan febles como las nociones que pueblan nuestros sueños, se convierte en un problema filosófico central. Preguntaba Descartes, con toda seriedad: ¿cómo podemos estar seguros de que lo que vemos, sentimos, oímos, ole­ mos no es sino producto de nuestra imaginación? ¿A qué prueba decisiva, si es que la hay, podemos recurrir? Descartes creía que sólo hay un método posible: la duda universal y radical. Ponlo todo en duda (hasta el hecho de que dudas), hazlo sistemáticamente, y ob­ serva qué sale incólume. Es bien sabido cuál es el resultado, que se encierra en la lapidaria frase «Pienso, luego existo». Aunque el dia­ blo se dedicase a sembrar el caos entre mis ideas más corrientes, en las entrañas de mi sentido común, no por eso dejaría de haber un sujeto pensante que sufre algún tipo de experiencia psíquica. Puedo dudar del mundo, no puedo dudar de mi propia existencia. El «yo que piensa» es el suelo firme en el que se puede cimentar una filo­ sofía inexpugnable. Cogito, ergo sum (Pienso, luego existo) es, pues, «el principio primero de la filosofía» tras el que andaba Descartes l0. Que se puede * Reglas para la dirección del espirita, A. T., X , págs. 397-398. 10 Discurso del Método, cuarta pane. A, T., VI, pág. 32.

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concebir el pensamiento sin el cuerpo le parecía tan obvio, que in­ fería inmediatamente que el yo (o el alma, como Descartes, según la terminología tradicional, lo llamaba) es «una sustancia cuya esen­ cia o naturaleza toda es, simplemente, el pensar, y que no requiere de lugar ni depende de cosa material alguna para ser» No se arredra Descartes ante la consecuencia que se desprende de lo ante­ rior: como la propiedad constitutiva del yo es el pensar, la mente —incluso la de los niños recién nacidos— anda siempre atareada con ideas 12. La fuente de la certidumbre El siguiente paso es preguntarse por qué la existencia del yo que piensa es claramente indudable. ¿Cuál es el marchamo de esta evi­ dencia irresistible? Sólo, dice Descartes, que «veo muy claramente que para pensar hay que existir». De donde estatuye «como regla general que las cosas que concebimos muy clara y distintamente son, todas ellas, verdad» 13. Sabemos, de las Reglas para la dirección del espíritu, que Des­ cartes tomaba en un principio como espejo de claridad, no esta mi­ rada introspectiva a la naturaleza del yo, sino las demostraciones matemáticas. Pero empeñado en evitar hasta la más ligera posibilidad de error, a Descartes no le quedaba más remedio que reconocer que hasta la geometría podía ser presa de la falacia lógica. Por lo unto, la comprensión ideal (la «intuición» de las Reglas para la dirección del espíritu) no podía ser ya la de índole matemática, sino la apre­ hensión intuitiva del yo como sujeto pensante. La idea del yo, aprehendida clara y distintamente, se valida a sí misma; que la idea de Dios, aprehendida clara y distintamente, hace lo mismo, es el caballo de baulla de Descartes. La razón de que sea así, arguye, es que el concepto de Dios tiene la característica única de incluir su propia existencia. En otras palabras, la existencia es*1 " Ib ., pág. 33. u Cana de Descanea a un corresponsal desconocido, de agosto de 1641, A. T., III, págs. 423-424; Conversación con Burman, dieciséis de abril de 1648, A. T., V, pág. 149; cana a Amauld del cuatro de junio de 1648, Ib ., pág. 193; Meditaciones, quinto conjunto de réplicas, A. T.t VII, págs. 356-357. 11 Discurso del Método, Pane II, A, T .. VI, pág. 33.

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pane integral de la noción de Dios, y conocer verdaderamente a Dios es saber que verdaderamente existe u . Se ha discutido larga­ mente sobre esta prueba, conocida por el nombre de argumento ontológico, desde que la propuso por vez primera san Anselmo de Canterbury en el siglo doce, y tan grande como ha sido la discusión al respecto, escaso ha sido el acuerdo final. No nos interesa aquí su validez formal, sino lo que nos pueda decir acerca del papel que la idea de Dios desempeña en la filosofía natural de Descanes, y como ejemplo de la confianza de Descartes en las ¡deas innatas.

Las ideas innatas y el lenguaje universal Como hemos visto en el capítulo cinco, Descanes creía, desde los primeros días de sus carrera filosófica, que nacíamos dotados de «semillas de verdad» ,s. No dio nunca una explicación detallada del papel que juegan las ideas innatas, pero su ¡mponancia es tan grande como ubicua su presencia. La comunicación humana depende de que sea accesible a todos. Ello se ve en la discusión que Descanes hace en 1629 de una propuesta de lenguaje universal que Mersenne le había remitido. N o sabemos nada acerca de este documento, pero de la respuesta de Descanes se desprende que el proyecto propug­ naba un lenguaje muy regular cuyas inflexiones se indicasen con prefijos o sufijos regulares. Descanes despreció la idea; decía de ella que era trivial, lo que no es muy informativo, habida cuenta de que decía de cualquier proyecto que se le enviase que era fácil si ¿1 era capaz de llevarlo a cabo, o estúpido, si estaba más allá de sus posi­ bilidades. Le gustó, sin embargo, la idea en sí de lenguaje universal, y señalaba que una lengua así presupondría la ordenación de todas las ideas que puedan entrar en la mente humana en analogía con el orden natural existente entre los números. Así como pode-*14

14 Ib., págs. 33-36; Meditaciones, meditaciones tercera y quinta, A. T., VIH, págs.34-52, 63-71. Véanse Descartes* Philosopby ¡nterpreted According to tbe Order

of Reasons (La fdosofla de Descartes interpretada según el orden de las razones), traducción al inglés de Roger Ariew en dos volúmenes de una obra de Martial Guéroult, vol. I, págs. 103-202, y del mismo autor, Nouvelles réflexions sur la preuve ontologique de Descartes (París: Vrin, 1955). 14 Véase más arriba, capítulo cinco, pág. {101}

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m os aprender en un so lo día a nom brar y escribir en una lengua extranjera todos los núm eros hasta el infinito (que es aprender a hacer una infinidad de palabras diferentes), podríam os hacer lo m ism o con todas las palabras que se necesiten para expresar todo lo que pueda aprehender la mente hu­ mana.

A quien posea la «verdadera filosofía», no le llevará más de cinco o seis días «enumerar todos los pensamientos de los hombres» antes de ponerse a determinar y explicar «las ideas simples» de las que proceden. «Pues un lenguaje tal», añade Descartes, «es posible, y podemos hallar la ciencia en que se base. Gracias a a él, los campe­ sinos juzgarían mejor la verdad que los filósofos hoy en día» 16. Es como si Descartes pensase que el lenguaje es un mecano gigantesco. Una vez tenemos los bloques constructivos básicos, podemos levan­ tar la estructura que nos plazca. O, por usar una terminología más cercana a la del propio Descartes, cabe decir que si queremos tener una ciencia genuina deberemos: (a) analizar las ideas complejas en sus elementos más simples, y (b) reconocer que esos elementos sim­ ples no son el fruto de lo que se recibe por los sentidos, ni el re­ sultado de una construcción lógica, sino que Dios mismo los ha implantado en nuestras mentes. Como Dios es infalible, nuestra cien­ cia también lo será con tal de que nos limitemos a describir fielmente sólo lo que nuestras ¡deas representen clara y distintamente. Nuestra física se basará entonces en Dios mismo.

La verdad eterna y la contingencia radical Descartes insiste en que nuestras ideas dependen de Dios en la correspondencia que mantuvo con Mersenne en 1630. Mersenne le pregunta si discutirá en su Física la validez universal y verdad per­ manente de las matemáticas; Descartes le responde lo siguiente: N o me olvidaré de tocar en mi Física varias cuestiones m etafísicas, y en particular ésta: que las verdades matem áticas, a las que llam o eternas, han 16 Carta de Descartes a Mersenne del veinte de noviembre de 1629, A. T., I, págs. 80-82. Véase más arriba, capítulo cinco, pág. , nota 31. Las esperanzas de Descartes resuenan en la propuesta de un alfabeto de los pensamientos humanos de Leibniz (G. W. Leibniz, Die Philosophischeti Schriftcn, ed., C.J. Gerhardt, siete vo­ lúmenes (Berlín, 1879-1890), facsímil (Darmstadt: Olms, 1978), vol. IV, págs. 64-65).

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sido dispuestas por Dios, y dependen enteramente de El no menos que el resto de Sus criaturas. Esto es importante, pues la certidumbre de las matemáticas no había quedado a salvo tras ser sometida a la duda radical. Era fun­ damental que se reivindicase su validez, pero sin poner en entredicho el poder y la libertad de Dios. Para Descartes, nada hay fuera de Dios que sea inmutable y eterno. Si las proposiciones matemáticas son universalmente válidas, es porque Dios quiere libremente que lo sean. Con el cuidado que ponía en que sus opiniones no se difun­ diesen, esta vez, en cambio, Descartes estaba ansioso de que se vo­ cease a los cuatro vientos esta idea de su filosofía. «Por favor, no dudéis», le dice a Merscnne en la misma carta a continuación, en afirmar y proclamar donde sea que es Dios mismo quien ha impuesto estas leyes a la naturaleza, tal y como un rey impone las leyes a su reino. No hay ni una sola que no podamos entender si ponemos toda nuestra voluntad en ello. Todas ellas son innatas a nuestras mentes, tal y como un rey estamparía sus leyes en los corazones de sus súbditos si tuviese el poder de hacerlo ,7. Esta doctrina es iluminadora, pero también embarazosa, pues hace que no sólo las leyes de la física, sino todas nuestras ideas sean radicalmente contingentes, por mucho que Descartes quiera, desde el puesto privilegiado de su epistemología, aseverar que encontramos dentro de nosotros ideas que tienen «sus propias naturalezas verda-17 17 Carta de Descartes a Mersenne del quince de abril de 1630, A. T., I, pág. 145. Véanse también las cartas a Merscnne del seis y del veintisiete de marzo de 1630, ib., págs. 149-150, 151-154. Descartes no se priva de concluir que un ateo no puede tener ciencia genuina: «N o niego que un ateo pueda saber claramente que los tres ángulos de un triángulo son iguales a dos rectos, pero si asevero que ese conocimiento no es verdadera ciencia, pues el conocimiento que puede acabar siendo dudoso no debería llamarse ciencia» (Meditaciones, segundo conjunto de réplicas, A. T., V i l., pág. 141). Se ha discutido mucho la doctrina de las verdades eternas de Descanes. Los siguientes estudios me han parecido especialmente útiles: «Eterna! Truths and the Laws of Nature: the Teológica! Foundations of Descanes’ Philosophy of Nature [Las verda­ des eternas y las leyes de la naturaleza: los fundamentos teológicos de la filosofía de la naturaleza de Descanes}», de Margaret J. Osler, Journal o f the History o f Ideas 46 (1985), págs. 349-362, y Theology and the Scientific Imagina!ton from the Middle Ages to the Seventeentk Century [L a teología y la imaginación científica de la Edad Media hasta el sigla diecisiete!, de Amos Funkestein (Princeton: Princeton University Press, 1986).

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deras e inmutables», a partir de las cuales podemos hacer ciertas inferencias absolutas ,8. En otras palabras, hay una tensión radical, ¡nsoluble en el pensamiento de Descartes entre su reconocimiento de que Dios es absolutamente libre y su aseveración de que algunas de nuestras nociones son inmutables. Los ejemplos que ponía Descartes para dejar bien sentada la con­ tingencia radical de nuestro aparato conceptual demuestran cuán le­ jos estaba dispuesto a llegar para responder a las críticas que se le hacían. A Mcrsenne y sus amigos, que habían hecho objeciones a sus Meditaciones, les replicaba que la suma de los ángulos interiores de un triángulo es igual a dos rectos sólo porque Dios quiere que el triángulo tenga esa propiedad ,9. Tras la publicación de las Medita­ ciones, declaró, ésta vez a Antoine Arnauld, que «no se atrevería nunca a decir que Dios no puede hacer una montaña sin su valle o que uno y dos no sean tres» *20. Estas afirmaciones son cruciales, pues adscriben contingencia radical a las proposiciones matemáticas. Parece que esto amenaza de ruina a la demostración a priori de la existencia de Dios y el yo pensante ofrecida por Descartes, de esas dos verdades que decía haber establecido más allá de toda duda. Examinémoslas una a una.

Dios y el yo En la quinta meditación, que desarrolla un argumento que, según mi datación, se remonta al menos a 1629, Descartes sostiene que ciertas ideas tienen un estar dadas que trasciende la mente que las concibe: Cuando, por ejemplo, me imagino un triángulo, hay, incluso aunque quizá no exista o haya existido jamás semejante figura en algún lugar fuera de mi pensamiento, una naturaleza determinada, o esencia, o forma del triángulo que es inmutable y eterna. Y o no la he inventado, no depende de mi mente.

y unas páginas después, leemos: '* Discurso del Método, Parte II, A, T., VI, pág. 64. '* Meditaciones, sexto conjunto de réplicas, A. T., V il, pág. 432. Véase también la carta de Descanes a Mesland del dos de mayo de 1644, A. T., V, pág. 224. 20 Cana de Descanes a Antoine Arnauld, 29 de julio 1648, A. T., V, pág. 224.

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Pero cuando pondero esto más cuidadosamente, es bastante evidente que no cabe separar más la existencia de Dios de su esencia de lo que cabe separar el hecho de que la suma de los tres ángulos de un triángulo sea igual a dos rectos de la esencia de un triángulo, o la idea de montaña, de la de valle. Por lo tanto, no es menos incongruente pensar que Dios (es decir, un ser supremamente perfecto) carece de existencia (es decir, que carece de una perfección) que lo es concebir una montaña sin concebir al mismo tiempo un valle 212.

De esta forma, ¡a la intuición que vincula la esencia de Dios con su existencia se le da el mismo rango epistemológico que a esas dos proposiciones matemáticas que Descartes socavaba en sus réplicas a Mersenne y Amauld! ¿Hasta qué punto es en realidad convincente una intuición como ésa? El argumento a favor de la manifestación inmediata del yo se debilita de manera parecida cuando recurre en él precisamente al mismo ejemplo numérico del que se dice en la carta a Amauld que es verdad sólo porque así lo quería, contingen­ temente, Dios. En la tercera meditación, hallamos una ardorosa de­ claración en la que se invoca de nuevo la verdad de 2 + 3 = 5 como ilustración de la indubitabilidad del yo intuido: Quien pueda engañarme, que lo haga. Pero no será capaz de hacerme creer que soy nada cuando pienso que soy algo, o hacer que sea verdad en algún instante futuro que yo no he existido si es verdad que yo existo, o que dos y tres hacen más o menos que cinco, o cualquier otra cosa de ese estilo, en la que yo vea alguna contradicción manifiesta a .

El convencimiento espontáneo El problema de la certidumbre de nuestras ideas no se les esca­ paba a los lectores de Descartes. Cuando le hicieron llegar su pro­ testa, la reacción inicial de Descartes fue expresar el fastidio que le causaban los que «seguían amarrados por las dudas» a las que él mismo había dado voz al principio de las Meditaciones. Sin embargo, en el segundo conjunto de réplicas es más condescendiente, y explica cuál es «la base en la que descansa toda certidumbre humana». A

21 Meditaciones, A. T., VII, págs. 64, 66. 22 Ib., pig. 36.

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este notable pasaje no siempre se le ha concedido toda la atención que merece, así que voy a citarlo por extenso: Tan pronto como pensamos que percibimos correctamente algo, nos con­ vencemos espontáneamente de que es verdad. Ahora bien, si ese convenci­ miento es tan firme que no podamos nunca tener razón alguna que nos haga dudar al respecto, entonces no habrá nada más que preguntar: tenemos todo lo que razonablemente podemos querer. ¿Q ué podría suponer para nosotros que alguien imaginase que todo eso de lo que estamos firmemente conven­ cidos que es verdad es, para Dios o uno de sus ángeles, falso, es decir, que

es, hablando en términos absolutos, falso f ¿Por qué debería preocupamos esa falsedad absoluta, pues ni creemos en ella ni tenemos siquiera la más ligera sospecha al respecto? Pues estamos hablando de un convencimiento tan firme que no pueda ser destruido, y está claro que semejante convencimien­ to en nada se diferencia de la certidumbre más perfecta.

Una página más tarde, Descartes repite que deberíamos, simple­ mente, ignorar las críticas radicales de ese tenor; Imaginar que tales verdades puedan parecer falsas a D ios o a un ángel no es una verdadera objeción, pues la claridad de nuestra percepción no nos permite escuchar a alguien que urda una historia de ese tipo 2>.

¡Pero el quid de la cuestión es que semejante objeción puede suscitarla precisamente alguien que practique la duda radical que Descartes recomienda! Descartes ha de retirarse a una de estas dos posiciones: el fideísmo y el recurso al carácter moral de Dios. Hay un ejemplo de la primera estrategia en el sexto conjunto de réplicas a las objeciones a sus Meditaciones, donde se nos pide que creamos en lo que nos es insondable: «No hace falta que nos preguntemos cómo podría Dios haber hecho desde toda la eternidad que no fuese verdad que dos veces cuatro hacen ocho y otras cosas así, pues admito que es algo ininteligible para nosotros» 24.

" Ib ., págs. 144-145, la cursiva es mía. Cuando escribe a Mesland el dos de mayo de 1644, hace la misma recomendación: no deberíamos intentar entender esto, pues está más allá de nuestra naturaleza* (A. T „ IV, pág. 118). ’■* Meditaciones, A. T., VII, págs. 436.

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La perfección moral La segunda estrategia, de la que se suele pensar que es más sa­ tisfactoria que la otra, se basa en el carácter moral de Dios. El ar­ gumento discurre como sigue: metafísicamente hablando, no pode­ mos descartar que Dios nos haya dado una naturaleza condenada a errar en las cosas más obvias, pero como la perfección pertenece a la esencia de Dios, y la veracidad es una perfección, no puede decirse que Dios engañe a sus criaturas, cosa que haría, sin embargo, si errásemos sistemáticamente al hacer juicios que parecen obvios25. Pero aunque estemos de acuerdo en que la perfección moral es en efecto parte de la idea de Dios, se nos sigue dejando con analogías matemáticas (2 + 2 = 4, 2 + I = 3, y que «la suma de los ángulos interiores de un triángulo es igual a 180"») cuya certidumbre ha sido desacreditada, y, con ella, también nuestra fe «absoluta» en la iden­ tificación intuitivamente aprehendida de esencia y existencia en que se basa la prueba de la existencia de Dios. Si Dios es la garantía necesaria de la objetividad de nuestras intuiciones, ¿cómo podemos estar seguros de la validez de una de nuestras intuiciones antes de conocer a Dios? Hemos de recurrir a Dios, pues nuestros sueños son tan vividos como las experiencias que sufrimos en la vigilia. En el adelanto de las Meditaciones que ofrece en el Discurso del Método, Descartes fundamenta explícitamente en el Ser Supremo la regla de la claridad y la distinción: Lo que ahora tomo por norma, a saber, que lo que concebimos clara y distintamente es verdad, se valida sólo porque Dios es o existe, y es un ser perfecto, y todo lo que tenemos nos viene de él 2S. Igualmente, Descartes cimenta el edificio entero de sus ciencia en esta capacidad que nos da Dios de alcanzar conocimientos válidos. En la tercera parte de los Principios de Filosofía, el libro de texto oficial de la ciencia cartesiana, leemos que, cuando las inferencias matemáticas a partir de principios claros y distintos están de acuerdo con los fenómenos,

® Discurso del Método, cu aru parte. A, T ., VI. p ies. 38-39. * Ib ., pág. 38.

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parecería que estuviésemos injuriando a D ios si sospechásemos que las cau­ sas de las cosas, que hemos descubierto de esta manera, no fuesen las ver­ daderas, como si D ios nos hubiese hecho tan imperfectos que el uso correc­ to de nuestra razón nos condujese a error 27.92*

En el último artículo de los Principios de Filosofía, se nos recuer­ da de nuevo que la certidumbre absoluta se basa en un fundamento metafísico, a saber, que Dios es el bien supremo, y no quiere, de manera alguna, engañarnos; por lo tanto, la facultad que nos ha dado de distinguir la verdad de la falsedad no nos puede llevar a error mientras la usemos con propiedad y percibamos las cosas con nitidez 2®.

En el segundo conjunto de réplicas, del que reproduje más arriba un párrafo, Descartes estaba dispuesto a admitir la posibilidad de que nuestra epistemología no llegue nunca a concordar con la ontología que parece requerir. ¡Podemos estar absolutamente seguros epistemológicamente hablando incluso aunque lo que creamos sea, estricta, ontológicamante hablando, completamente falso! En el pa­ saje que acabo de reproducir de los Principios de Filosofía, sin em­ bargo, Descartes recurre a la bondad de Dios para sostener su ase­ veración de que las leyes básicas de la naturaleza son o intrínseca­ mente evidentes por sí mismas, o enteramente deducibles por el ra­ zonamiento lógico a partir de premisas evidentes por sí mismas. Que ésta era la más profunda de sus convicciones, se desprende clara­ mente de una carta que le escribió a Henry More en 1649: En física, no hay explicación que me satisfaga a menos que posea la nece­ sidad que llamáis necesaria o contradictoria —excepción hecha de lo que sólo se puede saber por experiencia, como, por ejemplo, que no hay más que un sol o una luna alrededor de la tierra, y cosas por el estilo w.

27 Principios de Filosofía, tercera parte, artículo 43, A. T., VIII-1, pág. 99. 2* Ib ., parte IV, articulo 206, pág. 328. 29 Caita de Descartes a Henry More del cinco de febrero de 1649, A. T., V, pág. 273.

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Las certidumbres creadas por Dios N o se puede negar que Descartes fue incapaz de conciliar total­ mente las tendencias escéptica y fideísta de su pensamiento, pero si nos esforzamos en determinar hacia donde se inclinaba más, parece que vendría a ser más o menos hacia algo como esto: Dios, habiendo escogido libremente una determinada matemática y una determinada materia, implantó en nuestra mente las ideas que les correspondían. No podemos acceder a un mundo platónico más allá del espacio y del tiempo; lo único que no nos está vedado es un conjunto de ideas innatas muy ligadas al lugar y al momento. Podemos hacer deduc­ ciones a priori y aseverar que nuestras conclusiones son objetivas porque: (a) Dios creó tanto el mundo como nuestras ideas innatas, y (b) Dios es veraz. O como dice Descartes en el Discurso del Método-. He observado que hay leyes que D ios ha estatuido a la naturaleza y cuyas ideas ha implantado en nuestras mentes, tales que, tras adecuada reflexión, no podremos dudar que todo lo que exista o se haga en el mundo las cumplirá exactamente .

¿Qué pasa con el concepto de cuerpo, el mío y tantos otros que me tocan de una forma u otra, con los que permanentemente estoy en contacto? Descartes basa de nuevo sus argumentos a favor de que aceptemos la realidad de los cuerpos (y de la materia en general) en la bondad y poder de Dios. Una deidad todopoderosa y benévola no permitirá que nuestros sentidos nos comuniquen sensaciones sis­ temáticamente erróneas. Pero si existen tanto la mente como la ma­ teria, y la materia es independiente de la mente, ¿qué es la materia?

La materia: algo extenso y maleable En la segunda meditación investiga Descartes la naturaleza de la materia a partir de un trozo de cera. Creo que ya pensaba en este argumento en 1629, pero vendrá bien reproducirlo aquí en toda su extensión tal y como se publicaría más tarde y haría famoso: Pensemos en esas cosas de las que se suele creer que las entendemos con ” Discurso del Método, Parte II, A, T., VI, pág. 41.

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más claridad que a cualquiera otra, a saber, los cuerpos que tocamos y vemos; no los cuerpos en general —pues tales percepciones suelen ser algo más confusas— sino uno en particular. Tom em os, por ejemplo, este trozo de cera. Se le ha sacado hace muy poco del panal; no ha perdido aún todo el sabor a miel; conserva algo del aroma de las flores de las que se lo recolectó; su color, forma y tamaño se perciben inmediatamente; es duro y frío, fácilmente manejable, y si lo golpeáis con el dedo, se produce un so­ nido; de hecho, posee todo lo que se necesita para que conozcamos un cuerpo tan distintamente como es posible. Pero ahora, mientras hablo, lo acercan al fuego: pierde todo su sabor, el aroma se evapora, el color cambia, su forma se deshace, su tamaño aumenta, se vuelve líquido y caliente, apenas es manejable, y si se lo golpea en estos momentos, no hace sonido alguno. Después de todo esto ¿sigue siendo la misma cera? Debe admitirse que sí; nadie lo niega, nadie piensa lo contrarío. ¿Q ué había en la cera, pues, que se comprendía tan nítidamente? Cier­ tamente, nada que se pueda alcanzar con los sentidos; pues todo lo que cae bajo el gusto o el olfato o la vista o el tacto o el oído ha cambiado, y, sin embargo, la cera sigue siendo la misma. Quizá fuese lo que pienso ahora: que la cera misma no era la dulzura de la miel, ni la fragancia de las flores, ni la blancura, ni la figura, ni el sonido, sino un cuerpo que poco antes se me hacía perceptible bajo esas formas, y ahora bajo otras diferentes. ¿Q ué es precisamente, pues, lo que imagino? Parémonos a pensar, y, retirando esas cosas que no pertenecen a la cera, veamos qué queda: obviamente, sólo algo extenso, flexible y muta­ ble 31.

Hay algo de engañoso en la sencillez de este análisis. Podemos interpretarlo fácilmente como si fuese un argumento que demuestra directamente que la cera no consiste en sus cualidades sensibles, pues todas ellas pueden cambiar sin que la cera deje de ser cera, y, en cambio, no puede perder la propiedad de la extensión, es decir, de ocupar espacio, sin dejar al mismo tiempo de existir. Como señala Bernard Williams, si el argumento fuese antes que nada un argu51 Meditaciones, A. T „ VII, pág. 30. Le debo mucho al magnífico libro de Ber­ nard Williams Descartes: the Project o f Puré Enquiry /Descartes: el proyecto de ¡a indagación pura] (Harmondworth: Penguin Books, 1978). Sobre las Meditaciones, véanse también el libro de Martial Guéroult citado en la nota 14; de Anthony Kennv, Descartes: A Study o f His Phtlasophy ¡Descartes: Estudio de su Filosofía/ (Nueva York: Random House, 1968); de J.L . Beck, The Metaphysics o f Descartes: A Study o f the Meditations /L a Metafísica de Descartes: Estudio de ¡as Meditaciones] (Oxford: Clarendon, 1965); y de Margaret Dauler Wilson, Descartes (Londres: Roudedge & Kegan Paul. 1978).

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mentó sobre la identidad de la cera, no sería precisamente, ni siquie­ ra para Descartes, lo que se dice irrefutable. La cera tiene cierta forma y volumen, pero no necesariamente una forma y un volumen dados. Cuando se la calienta, cambia de forma, pero no deja de tener alguna forma. De una manera o de otra, será extensa; en otras pa­ labras, siempre es flexible y mutable. Incluso aunque admitiésemos que la extensión indeterminada es una propiedad esencial de la cera, no por ello dejaría de ser también el color indeterminado una ca­ racterística de la cera. Cambiar de color es cambiar de color, y no es cambiar de estar coloreado a ser incoloro. En palabras de Bemard Williams, «del cambio de cierta cualidad de una cosa en ciertas cir­ cunstancias, en absoluto se sigue que dicha cualidad haya de quedar excluida de la enunciación de la esencia de la cosa» 32. No parece que esta dificultad inquietase a Descartes; ello indica que su propósito no era tanto penetrar en la naturaleza de la cera como en la naturaleza de la materia, lo que queda aún más claro en un pasaje de sus Principios de la Filosofía en el que inspecciona una lista de cualidades sensibles, tales como el color, la fragancia, el peso y el calor, y las desecha en razón de que podemos concebir cuerpos que carecen de alguna de ellas }3. Partía Descartes de la noción de cuerpo, «de la que se suele creer que es la que entendemos con más claridad», y procedía a mostrar que nuestra aprehensión inicial de la noción es confusa. La noción clara de cuerpo, es decir, que es «algo extenso, flexible y mutable», sólo sale a luz gracias de un proceso de clarificación. Descartes re­ calca que ni se la puede construir a partir de la evidencia sensible, ni representarla adecuadamente mediante imágenes. Llega en la se­ gunda meditación a esta conclusión: Debo admitir, pues, que no imagino de ninguna manera qué es esta cera, que lo percibo sólo con mi mente; y me refiero a este trozo de cera en particular, pues en cuanto a la cera en general, ello es aún más claro. ¿Qué es, pues, esta cera que sólo percibe la mente? Es precisamente esa misma que veo, y toco, e imagino, la misma que yo creía que existía desde el principio. Pero— y esto es importante— no se la percibe ni con la vista, ni con el tacto, ni con la imaginación, y nunca fue así, por mucho que lo pareciera en un principio; se la percibe sólo con la inspección de la mente,*1

M Bemard Williams, Descartes: the Project o f Puré Enquiry, pág. 217. 11 Descartes, Principios de la Filosofía, pane dos, articulo II, A. T., VIU-1, pig. 46.

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que puede ser imperfecta o confusa, como era en un principio, o clara y distinta, como es ahora, en la medida en que le preste yo más o menos atención a lo que la cera es M.

Innata y única La concepción de la cosa extensa no depende de los sentidos y la imaginación (con lo que Descartes no niega que los cuerpos se perciban con los sentidos o puedan ser imaginados), pues es fruto inmediato del intelecto, una idea innata 3S. En la quinta meditación, la primera parte de cuyo título reza «La esencia de las cosas mate­ riales», Descartes identifica la ¡dea innata de materia con la idea innata de cantidad, definida esta como longitud, anchura y profun­ didad, en otras palabras, el volumen espacial. Imagino con claridad esa cantidad que los filósofos suelen llamar continua, o la extensión en longitud, anchura o profundidad de la cantidad o, más bien, de una cosa que posea esa cantidad. Puedo enumerar varías partes en ella, y asignar a esas partes varios tamaños, figuras, posiciones y movimien­ tos locales, y a esos movimientos varías duraciones M.

Identificar materia y extensión era algo al mismo tiempo sencillo y atractivo. Era fácil, porque Descartes presuponía que para descu­ brir el atributo esencial de la materia bastaba con aclarar la noción que tenía en su cabeza. La aclaración misma, como hemos visto, consistía tan sólo en inspeccionar la ¡dea y preguntarse qué era lo que se veía forzado a pensar cuando se preguntaba qué era la ma­ teria. Tenía que pensar en la extensión, al menos, pero (y éste era el punto difícil) en nada más. Como no podía pensar en la materia sin pensar en la extensión, Descartes creía que tenía una garantía intuitiva que le permitía decir que la materia es, simplemente, exten­ sión. La identificación era atractiva, porque si la extensión es la única propiedad esencial de la materia, entonces los cielos y la tierra tienen que estar formados de la misma materia. La vieja teoría que sostenía*

M Descanes, Meditaciones, A. T., VII, pág. 31. ” Meditaciones, sexto conjunto de réplicas, A. T .. V il, pág. 441. * Ib., pág. 63.

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que los cuerpos celestes estaban formados de un tipo de materia especial queda descartada. ¡Los grandes problemas se resuelven di­ solviéndolos! Además, si es posible reducir otras propiedades, el sonido o el calor, por ejemplo, a la extensión, o derivarlas de la extensión, entonces el universo material se puede describir adecua­ damente en términos puramente geométricos. La física se convierte en geometría aplicada, y la metodología de las ideas claras y distintas extiende su imperio a la ciencia.

Las cualidades primarías y secundarías Nos puede ser útil contrastar el tratamiento que Descartes Ies da a las que luego se llamarían cualidades secundarias (el color, el so­ nido, el calor y el frío) con el que les da Galileo. El italiano arguye que las sensaciones, las cosquillas o el sentirse acalorado, son res­ puestas subjetivas a las propiedades objetivas de figura, tamaño y movimiento de las partículas extensas con las que nos encontramos. Descartes llega a la misma conclusión, pero su método es mucho más radical. La razón sola, sin ayuda de los sentidos, zanja la cues­ tión de la constitución de la materia. La información sensorial, sea de la clase que sea, no es pertinente en la discusión. Que esto arroje una sombra de duda sobre la utilidad de los experimentos no le parece una desventaja a Descartes. Galileo pregunta algo como lo siguiente: SÍ paso una pluma por la planta del pie de alguien y le hago reír, ¿está la risa en la pluma? 17 Por supuesto que no, responde, ¡no hay otra cosa en la pluma que una extensión dada que se mueve a cierta velocidad! A Galileo le interesaba identificar cuáles eran las cualidades que residen en tos objetos mismos. También a Descartes, pero éste planteaba una pre­ gunta de índole distinta, a saber, ¿en qué estoy obligado a pensar cuando considero el movimiento de una sustancia material? Galileo habría respondido que debemos pensar en todo un cúmulo de pro­ piedades, tales como la figura, el tamaño, el número, la distancia y la velocidad. La respuesta de Descartes es que se ha de pensar for­ zosamente en la extensión sólo. Las demás cualidades primarias no i7 Galileo Galilei. // Saggiatore. Opere, vol. VI, pág. 348; citado en The Contraversy on the Comett of 1618 (La controversia de los cometas de 1618], de C.D. O ’Malley (Filadelfia: University of Pennsylvania Press, 1960), págs. 309-310.

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tienen más que un rango secundario en cuanto que modos de la extensión, y no forman parte de la esencia de la sustancia material. La intuición de la razón pura establece entre las cualidades primarias una jerarquía: todas residen en los cuerpos físicos, pero en distintos niveles. Del análisis precedente se desprende claramente que Descartes presuponía que tenía una idea nítida no sólo de la materia en general, sino de determinaciones particulares de figuras y tamaños, es decir, de cosas concretas. Cuando afirma que tiene la idea de un triángulo cuya «naturaleza, o esencias, o forma es inmutable y eterna, y no inventada por mí» 38, no diferencia entre la concepción abstracta de un triángulo y un triángulo real. Pero, puede uno objetar, ¡la con­ cepción abstracta de un triángulo no es la concepción de un objeto material en absoluto! Esta objeción la hizo el filósofo francés Pierre Gassendi. He aquí cómo la resume Descartes: Algunas mentes de primera categoría [¡viniendo el elogio de Descartes, no es adulación precisamente!] creen que ven claramente que la extensión ma­ temática, que establezco como el principio fundamental de mi física, no es sino una idea, y que ni existe, ni puede existir fuera de mi mente, pues no es más que una abstracción que formo a partir de los cuerpos físicos. «Aquí», dice Descartes, «está la objeción de las objeciones». Pero no se molesta en responderla. Más bien se burla de ella, como si fuese sólo una negación del pensamiento racional y una invitación a comportarse «como los monos y los loros», y se mofa de los simios y psitácidas que le critican: «Por lo menos, tengo el consuelo de que vinculen mi física con la matemática pura, a la que que por encima de todas las cosas deseo que se parezca» 39. No vacilaría nunca Des­ cartes en su creencia. Un año antes de su muerte prematura en Sue38 Descanes, Meditaciones, A. T., VII, pág. 64. 39 Cana de Descartes a Clcrselier, en la que replica las objeciones de Gassendi, del doce de enero de 1646, A. T., IX -1. págs. 212-213. También Lcibniz y Newton llegaron a la conclusión de que las propiedades geométricas de los cuerpos sor. precisamente las que excluyen lo que los hace materiales, que, en sus respectivas y bastante diferentes concepciones, era la fuerza. Sobre Leibniz, véase Lcibniz, Dynamiqiie et Métaphysique, de Manial Guéroult (París: Aubier-Montaigne, 1968), y Leibniz, Critique de Descartes, de Yvon Bélaval (París: Gallimard, 1960). Sobre Newton, véase Newton on Matter and Activity fLas ideas de Newton sobre la materia y la actividad], de Ernán McMullin (South Bcnd, Ind.: University of Notre Dame Press, 1978).

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cía, ie escribe a Henry More, que había indicado que su filosofía se tendría en pie aunque se abandonase la identificación de materia y extensión: N o admito lo que cortésmente concedéis, a saber, que mis otras ideas se sostendrían incluso aunque se refutase lo que he escrito sobre la extensión de la materia, pues está entre los fundamentos principales, y, en mi opinión, más seguros, de mi física 40.

Descartes no podía negar, sin embargo, que la noción correcta de cuerpo o materia requiere algo de esfuerzo, hasta de la imagina­ ción. Le confiaba a la princesa Isabel (de todos sus corresponsales, con la que ejercía más brillantemente su faceta pedagógica) que por mucho que la extensión fuese conocida mediante el intelecto sólo, la verdad era que se la aprehendía «mucho mejor si la imaginación ayudaba al intelecto». Añadía, significativamente, que «las matemá­ ticas, que ejercitan sobre todo la imaginación en el estudio de figuras y movimientos, nos adiestra en la formación de nociones realmente nítidas del cuerpo» 41. Obsérvese que Descartes no se limita a hacer una aseveración poco comprometida, que la geometría (en el sentido euclídeo de la palabra, o en el gráfico) nos ayuda a entender el comportamiento de la materia; al contrario, se atreve a defender esta otra, mucho más fuerte: que nos ayuda a concebir qué es la materia. ¡ La extensión claramente conocida es extensión claramente imagina­ da!

El papel privilegiado de las matemáticas Aunque el objeto de las matemáticas «no consista sino en varias relaciones o proporciones», Descartes cree que éstas han de serlo de líneas, «pues no hallé nada ni más simple, ni que se pudiese repre­ sentar más distintamente ante mi imaginación y sentidos» 42. La in­ teligibilidad clara e indudable que Descartes quiere se da cuando se realizan, o ven, las proporciones entre líneas, qt¿e Son el tipo más 40 Carta de Descartes a Henry More del cinco de/tebrero de 1649, A. T¡, V,pág. 275. / ' 41 Carta de Descartes a la princesa Isabel del veinttochp dé junio de 1643, A. T., III, pág. 692. I42 Descartes, Discurso del Método, tercera parte, A\ T.,\V1, pág. 20.

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simple de extensión. El objeto propio de la ciencia es, pues, la ex­ tensión y la comparación de extensiones. Como sabemos de las R e ­ g la s p a r a la d irecció n d e l e sp íritu , debemos asegurarnos siempre «de que cada problema se reduzca de manera que lo único que quede sea descubrir cierta extensión a partir de la comparación con alguna otra que ya nos sea conocida» 43. Gerd Buchdahl sostiene que Des­ cartes «pasa de mantener que el estudio científico de la naturaleza p re su p o n e que se la co n sid e re en cuanto que extensión, a defender que la naturaleza (material) es esencialmente equivalente a la exten­ sión, y que esto por sí solo justifica que postulemos la existencia de una verdadera ciencia» 44. Puede que Descartes se deslizase incons­ cientemente de la epistemología a la ontología, pero no es así como veía él las cosas. Se veía a sí mismo como alguien que preconiza que to d o s lo s a trib u to s de los cuerpos presuponen la extensión, precisa­ mente como «no es concebible una figura sin una cosa extensa, ni el movimiento sin el espacio extenso» 4S. Cree que la extensión les es evidente por sí misma a todos lo que piensen claramente en ello. Sus contrarios no sólo estaban equivocados, estaban ciegos, o al menos tenían una venda sobre los ojos. La ilimitada confianza de Descartes en sí mismo y en su método gira alrededor del papel o misión a la que se sentía llamado como filósofo natural. Lo que esperaba lograr era algo a lo que ningún filósofo moderno aspiraría ni en sus más descabalados sueños. Desde Kant, los filósofos dan por supuesto que su tarea consiste en analizar las teorías científicas a la luz de lo que creen que es humanamente conocible, y sentar los resultados científicos en el campo del cono­ cimiento crítico. A Descartes, esto le habría parecido un trabajo menor. N o quería explicar la práctica científica vigente, sino legislar qué procedimientos habría de seguir la ciencia en adelante. Su meta era formular un programa general capaz de generar resultados fiables en la esfera de la ciencia. Cuando era sólo un joven y brillante matemático, la claridad y certeza de las matemáticas le fascinan. Allá por 1619 da con una nueva manera de trisecar ángulos y un nuevo método de obtener medias proporcionales, y en las R e g la s p a r a la d irecció n d e l e sp íritu declara que la certidumbre de las matemáticas se debe a la simplicidad de sus objetos y el rigor de sus deducciones; 41 Descartes, Reglas para la dirección del espíritu, regla 14, A. T., X , pig. 447. 44 Gerd Buchdahl, Metaphysics and the Philosophy o f Science, p ígs, 89-90. 45 Descartes. Principios de Filosofía, Parte I, artículo 53, A. T., V1I1-I, pág. 25.

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por lo tanto, «para encontrar el recto camino de la verdad debemos ocupamos sólo de objetos susceptibles de tanta certidumbre como lo son las demostraciones matemáticas y geométricas» 46. La certi­ dumbre de las matemáticas emerge del crisol de la duda universal avalada por la bondad y benevolencia de Dios. La pureza conceptual de su objeto, la extensión, queda incólume. Incólume, pero bajo el fuego teológico Descartes podía tomarse a broma a Gassendi, y hablar de su crítica como si fuese cosa de monos, pero en realidad no le quedaba más remedio que tomársela en serio. Era de índole teológica, y tenía que ver con el dogma de la transubstanciación, que había sido defi­ nido en el Concilio de Trento (1545-1563). Según dicho dogma, en la misa, durante la consagración, la sustancia del pan y el vino se convierte en el cuerpo y sangre de Cristo, sin que cambien los ac­ cidentes (es decir, las cualidades secundarias tales como el color y el sabor) del pan y el vino. Como, según la explicación de la materia que ofrecía Descartes, la sustancia corpórea es extensión y las cua­ lidades secundarías son meramente subjetivas, no es posible que los accidentes genuinos puedan conservarse una vez se han convertido el pan y el vino en el cuerpo y la sangre de Cristo. Antoine Arnauld, el más incisivo de los críticos de Descartes, formulaba la objeción como sigue: Es artículo de nuestra fe que, cuando la sustancia del pan desaparece del pan en la eucaristía, de éste sólo subsisten los accidentes; esos accidentes son la extensión, la figura, el color, el sabor y las otras cualidades sensibles. Ahora bien, M. Descartes piensa que no hay cualidades, sino sólo ciertos movimientos de los diminutos corpúsculos que nos rodean, por medio de los cuales percibimos esas diferentes impresiones a las que damos los nom­ bres de color, sabor y olor. Sólo permanecen la figura, la extensión y la movilidad. Pero el autor niega que estas propiedades sean inteligibles si se las abstrae de alguna sustancia a la que sean inherentes, y sostiene, pues, que no pueden existir sin tal sustancia 47’. Descartes, Reglas para la dirección del espíritu, regla 2, A. T., X , pág. 366. 47 Meditaciones, cuarto conjunto de objeciones. A. T., V il, pigs. 217-218. Sobre las ideas de Descanes tocantes a la explicación física de la eucaristía, véase Theologia C artesiana, de Jean-Robert Armogathe (La Haya: Maninus Nijhoff, 1977), págs. 41-81.

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Cuando replica a Arnauld, Descanes se atreve a interpretar (era peligroso para un laico) el decreto del Concilio de Trento. El Con­ cilio, observa, emplea la palabra species, no la palabra accidens, y species significa «lo que puede actuar en los sentidos». Para Descar­ tes, se trata simplemente de la superficie del cuerpo, que, según él, es una fina película de aire que, propiamente hablando, no pertenece ni al pan ni a los cuerpos contiguos, sino que es la frontera común a unos y otros 48. Cuando la sustancia del pan se convierte en otra sustancia de manera que ésta quede enteramente contenida dentro de los límites del pan y el vino, «se sigue necesariamente que la nueva sustancia actuará en nuestros sentidos exactamente de la mis­ ma manera en que lo habrían hecho el pan y el vino si no hubiese habido transubstanciación» 49. Descartes, más aún, estaba convenci­ do de que su explicación de la materia era en realidad muy benefi­ ciosa para la teología católica: Si puedo decir aquí la verdad libremente y sin ofender, me atrevo a esperar que llegará el día en que esa concepción según la cual hay realmente acci­ dentes, la desacreditarán los teólogos por ser irracional, incomprensible y peligrosa para la fe, y que la mía será puesta en su lugar, y tenida por cierta e indudable w. Descartes era demasiado optimista en sus esperanzas. Como él señalaba, el Concilio de Trento había, en efecto, empleado la palabra species en vez de la palabra accidens, pero si se leía atentamente el decreto, estaba claro que la palabra se usaba para referirse a los accidentes genuinos y no a lo que se quiera decir que excita de alguna manera los sentidos. Tras la guerra de palabras tenía lugar la guerra de ideologías. Pero Descartes no deseaba verse enredado en una disputa teológica, y tenía el convencimiento de que el camino

«Nuestra concepción de U superficie no debería basarse en la figura extema del cuerpo que sienten nuestros dedos; hemos de tener en cuenta también los dimi­ nutos huecos que hay entre las particulas de harina que forman el pan .... Y como el pan no pierde su identidad aunque se sustituya el aire o alguna materia de otro tipo que haya en sus poros, está claro que esa materia no pertenece a la sustancia del pan. Por lo tanto, la superficie del pan no es la puramente exterior, sino la superficie que rodea inmediatamente sus partículas individuales». (Meditaciones, A. T ., Vil, págs. 250). 44 Ib., pág. 251. *° Ib., pág. 255.

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del cielo tan abierto estaba para los ignorantes como para los sabios. En todo caso, sentía también vivamente que su filosofía era una salvaguardia, lo mismo para ignorantes que para sabios, contra las cabalas de los teólogos. El pensamiento recto y la fe verdadera iban mano con mano. Por eso deseaba «por encima de todas las cosas», como lo dijo a Franz Burman, «ver la teología escolástica erradica­ da» s*.

El reloj viviente Menos sensible teológicamente quizás, pero más urgente filosó­ ficamente era el problema de la naturaleza de los seres vivos en un mundo en el que sólo hay dos clases de sustancias: la espiritual, definida como algo que piensa, y la material, definida como exten­ sión. Los cuerpos vivos difícilmente pueden ser incluidos en la pri­ mera clase, y si pertenecen a la segunda, no pueden ser sino materia en movimiento, en otras palabras, máquinas. Descartes creía que eran, en efecto, máquinas, y empleó sus fuerzas en mostrar qué consecuencias tenía ello. En la segunda pane de E l Mundo, publi­ cada postumamente con el título de Tratado del Hombre, describe el cuerpo humano como un autómata, y lo compara a las estatuas y figurines hidráulicos que parecen moverse a su libre arbitrio en los jardines públicos: En verdad, podemos comparar los nervios de la máquina que estoy descri­ biendo cono los tubos de los mecanismos de esas fuentes, sus músculos y tendones con los varios artilugios y muelles que les dan movimiento, y sus espíritus animales, con el agua que las impulsa, de los cuales el corazón es la fuente, y las cavidades del cerebro, el conducto principal del agua. Ade­ más, la respiración y otras acciones naturales ordinarias que dependen del flujo de los espíritus son como los movimientos de un reloj o molino a los que regule el flujo ordinario de agua. Los objetos ordinarios, que actúan en los órganos de los sentidos con su mera presencia, y así hacen que se mue­ van de varias maneras según como estén dispuestas las partes del cerebro, son como extraños que, al entrar en algunas de las grutas de esas fuentes, causen involuntariamente el movimiento que se produzca entonces, por ser imposible que entren allí sin pisar en ciertas losas dispuestas al efecto. Por ejemplo, si se acercan a Diana en su baño, harán que se oculte entre las 41 Conversación con Burman, 16 de abril de 1648, A. T „ V, pág. 176.

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cañas [véase la figura 1], y si la persiguen, provocarán que Neptuno les salga al paso y les amenace con un tridente; o si van en otra dirección, a causa de ello saldrá un monstruo marino y les echará agua a la cara H.

F ig u r a i

B Tratado del Hombre [Traite de l'Homme], A. T ., XI, págs- 130-131, cursiva mía; la traducción inglesa de Thomas Steelc Hall (Cambridge, MA: Harvard University Press, 1972) incluye además un comentario histórico y analítico muy útil y el texto francés de 1664 (París: jacques Le Gras), publicado dos años después que la imperfecta traducción al latín de Florentius Schuyl (Renatus des Caries, De Homñ/e (Lcyden, Apud Franciscum Moyardum et Pctrum Leffen, 1662). El Tratado del Hom­ bre era la segunda parte de su tratado general sobre El Mando. Sabemos gracias a la correspondencia de Descartes que empezó a trabajar en él en el verano de 1632 (véase la caita de Descartes a Mersenne escrita a Finales de junio de 1632, A. T „ I, pág. 254, y la carta al mismo corresponsal escrita en noviembre o diciembre de ese año, ib., pág. 263). Sobre la Filosofía de la biología de Descartes, véase Descartes* Medica!

PhÚosophy: the

O ig a n te

Solution to the Mmd-Body problem [La filosofía médica de

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Aunque Descartes no lo diga explícitamente, describe en este párrafo los autómatas instalados en una gruta de los jardines reales de Saint-Germain-en-Laye, bien de memoria, bien a partir de los grabados de un libro del ingeniero Solomon de Caus, de donde está sacada nuestra ilustración 53*. Descartes creía que el funcionamiento del cuerpo humano podía explicarse exhaustivamente gracias a los principios que gobiernan el movimiento de figuras como ésas. Pero si el cuerpo es una máquina, ¿cómo se le une la mente? La respuesta obvia, como la mente y el cuerpo son sustancias distintas, parece que sería indicar que la relación sólo puede ser externa y análoga a la que el conductor tiene con un coche, una secretaria con un procesador de textos o, menos anacrónicamente, un piloto con un barco. Como dice Antoine Arnauld, «el cuerpo es sólo el vehí­ culo del espíritu, de donde se sigue la definición del hombre como espíritu que usa un cuerpo* Pero Descartes pensaba que esto era demasiado poco; ya había afirmado en la sexta meditación que la mente no usa sin más el cuerpo como si de un instrumento se tra­ tase. La naturaleza me enseña que estoy unido a mi cuerpo, y lo que enseñe la naturaleza ha de tener alguna verdad en sí, pues la naturaleza «es o Dios mismo, o el orden y disposición de las cosas creadas establecido por Dios» 5S. Además, está claro, a partir de «mis sensaciones de dolor, hambre, sed, etc.», añade seguidamente Descartes,

Descartes: la solución orgánica dle problema mente-cuerpo], de Richard B. Cárter (Baltimore: John Hopkins University Press, 1983). 55 Solomon de Caus, La raison des forces motivantes avec dsverses machines tant útiles que plaisantes ausquettes sont adjoints plusieurs desseins de grates et fontaines (Frankfurt: J. Norton, 1615). El grabado está reproducido en la traducción inglesa del Tratado del Hombre, pág. i». En sus Cogitationes Prtvatae, escritas entre 1619 y 1621, Descartes pone el ejemplo de una muñeca que baila sobre una cuerda y una paloma mecánica (A. T., X , págs. 231-232). Nicolás Poisson, que pudo ver los ma­ nuscritos de Descartes, dice también que « d más ingenioso de esos artilugios era una perdiz a la que hacía volar un spaniel» (Nicolás Poisson, Commentaire ou Remarque sur la Méthode de Rene Descartes (Vendóme, 1670), pág. 156, citado en A. T „ X , pág. 232). Si se quiere un estudio de los autómatas del siglo diecisiete, véase «Autó­ mata and the Origins oí Mechanisúc Philosophy (Los autómatas y los orígenes de la filosofía mecanicista]», de Derek J. de Solía Pnce, Technology and Culture i (1964), págs. 9-42. H Meditaciones, cuarto conjunnto de objeciones, A. T., VII, pág. 203. * * Ib ; pág. 80.

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que no estoy en mi cuerpo como un piloto en un barco, sino muy estre­ chamente unido a ¿I, o, puede decirse, entrelazado con él, de manera que ¿1 y yo formamos un todo. Si no fuese así, cuando mi cuerpo estuviese herido, yo, que no soy nada sino un ser pensante, no sentiría dolor, pues sería sólo el intelecto quien percibiría la herida, tal y como el marino percibe con sus ojos si hay algo defectuoso en su barco **. La mente y el cuerpo constituyen una unidad, y la naturaleza no permitirá que se niegue este hecho empírico. Pero ¿cómo y dónde interactúan? Descartes pensaba que había encontrado el punto exac­ to de la interacción: la glándula pineal. La figura 2 ilustra el proceso en el caso de la visión. Hay una correspondencia punto a punto entre el patrón del objeto ABC, el patrón en la imagen retina! 1, 3, 5, el patrón de la proyección de esa imagen en el fondo de las cavi­ dad cerebral 2, 4, 6, y el patrón del efluvio de «espíritus animales» a través de la superficie de la glándula pineal a, b, c. Estos «espíritus animales» son las partículas más pequeñas y más agitadas de sangre que llegan ai cerebro. Fluyen de a, b, c hacia los tubos 2, 4, 6, que dilata la tracción que sobre ellos ejerce la imagen en 1, 3, 5 *57. En el caso de la volición, por ejemplo, cuando vuelvo a propósito mis ojos hacia alguna parte, la mente interviene en el flujo de espí­ ritus que sale de la glándula pineal; en consecuencia, algunos tubos se dilatan, y se produce una fuerza sobre los músculos de los ojos, que los hace girar. La mente no crea nuevos movimientos, sólo cam­ bia la dirección de los espíritus animales, que ya estaban en movi­ miento. De esta forma se respeta el principio de conservación del movimiento. No se puede decir precisamente que la localización del punto en que se produce la interacción de la mente y el cuerpo resuelva el problema de la acción de una mente inmaterial en un cuerpo mate­ rial, pues una «idea» no es sino un efluvio de espíritus que sale de “ Ib ., pág. 81. 57 Tratado del Hombre, A. T., XI, págs. 175-176. Descartes había observado la glándula pineal en animales, pero fue incapaz de hallarla en una mujer, cuyo cerebro había diseccionado Adrizan van Walckenburg en una clase de anatomía a la que asistió en Leyden en 1637. Cuando Walckenburg le dijo que nunca había podido verla en cerebros humanos, Descartes llegó a la conclusión de que se descomponía muy rá­ pidamente después de la muerte (carta a Mcrsenne del uno de abril de 1640, A. T., III, pág. 49). Sobre la interpretación pre-cartesiana de la glándula pineal, véase la nota 135, págs. 86-87, de la traducción al inglés del Tratado del Hombre de Thomas Steele Hall.

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Figura 2 la glándula pineal y reproduce cierto patrón, es decir, es sólo una diferenciación de la res extensa o materia ss. Esta línea principal del pensamiento cartesiano, a saber, la insistencia con que se distingue la mente del cuerpo, choca sin remedio con una segunda línea que salva la unidad de la persona 59. Pero la última palabra de Descartes sobre este tema, que aparece en las Pasiones del alm a, de 1650, el año de su muerte, no despeja el misterio: El cuerpo de un hombre vivo difiere del de un hombre muerto en lo mismo que un reloj, o cualquier otro autómata (es decir, cualquier otra máquina que se mueva a sí misma), cuando se le ha dado cuerda y tiene en sí el principio corpóreo del movimiento para el que se lo ha diseñado y todo aquello que se requiera para que actúe, difiere del mismo reloj o de cualquier M En el Tratado del Hombre, donde Descartes describe la máquina totalmente carente de mente, las ideas son necesariamente materiales (A. T., XI, págs. 185-186). Nos dice que «cuando haya un alma racional en esta máquina, se asentará principal­ mente en el cerebro, y residirá en él a modo de regulador» (pág. 132), pero no cómo se desmaterializan las ideas. w Un joven profesor de la universidad de Utrecht, Henry De Roy, o Regius, defendía que se seguía de la filosofía cartesiana que la unión del alma y el cuerpo es sólo accidental. Descartes le escribió inmediatamente para corregirle: «Cuando quiera y donde quiera que tengáis la oportunidad, en público o en privado, debéis confesar que creéis que el hombre es verdaderamente un ser único, y que no ¡o es sólo acci­ dentalmente, y que la mente y el cuerpo están unidos real y sustancialmente» (carta a Regius de enero de 1642, A. T „ III, pág. 493).

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otra máquina cuando está roto y deja de actuar el principio de su movimien-

El animal máquina La predisposición de Descartes a creer que los animales son au­ tómatas es consecuencia de su dualismo. Donde no hay mente, sólo puede haber materia. Pero ¿y qué pasa con algo tan evidente como que los animales no carecen del todo de mente, pues pueden apren­ der y comunicarse? Descartes insiste en que no hay en verdad prue­ bas de que los animales disfruten de razón. Algunos animales, como los loros, tienen órganos que Ies permiten pronunciar sonidos, pero no los pronuncian inteligentemente, en el sentido de que piensen lo que dicen, entiendan el significado de las palabras o inventen nuevos signos para comunicar sus ideas. Los animales muestran signos de sus sentimientos, pero éstos no son más que reflejos automáticos. Descanes creía que un autómata que tuviese el aspecto exterior de un mono nos engañaría siempre, y que la mayor destreza de los animales no demuestra que posean mentes *61. «Muestran más bien», como dice en el Discuso del Método, una completa carencia de razón, y que es la naturaleza la que actúa en ellos según la disposición de sus órganos, como un reloj, que está hecho de ruedas y pesos, puede dar las horas y medir el tiempo más correctamente que nosotros, con toda nuestra sabiduría u .

*° Las Pasiones del Alma [Passions de l'ám e], A. T., XI, págs. 350-331. 61 Víase el Discurso del Método, quinta parte, A. T „ VI, págs. 56-59; la carta a Reneri de abril o mayo de 1638, A. T., II, págs. 39-41 (acerca de la dirección y fecha, véase la pág. 728); Meditaciones, cuarto conjunto de réplicas, A. T., VII, págs. 219-221; la carta al marqués de Ncwcastle del veintitrés de noviembre de 1646, A. T., IV, págs. 573-576. Cuando Henry More se alista en defensa de cotorras y loros (carta a Descartes del once de diciembre de 1648, A. T., V, pág. 244), Descartes repite sus argumentos con una matización importante: admite que no podemos probar estric­ tamente que los pájaros carezcan de razón, y que se había limitado a hacer juicios probables, en este caso el juicio abrumadoramente probable de que los animales no tienen mentes (carta a More del cinco de febrero de 1649, A. T., V, págs. 276-277). M Discurso del Método, quinta parte, A, T., VI, pág. 59. Sobre la negación por Descartes de que los animales tuviesen alma, véase From Beast-Machine to Man-Macbine [D e la bestia-máquina a l hombre-máquina], de Leonora Cohén Rosenfcld (Nue­ va York: Octagon Books, 1968). págs. 4-25. El punto débil de la idea de la bestia-

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Tendemos a pensar que los animales son algo más que máquinas porque vemos que realizan acciones parecidas a las nuestras. Así como atribuimos el origen de los movimientos de nuestros cuerpos a nuestras mentes, suponemos espontáneamente que los animales también tienen mentes o algún principio vital. Todo lo que esto prueba, según Descartes, es que tenemos que embridarnos, y no precipitarnos a inferir cosas acerca de la supuesta vida animal. Pero ¿cómo sabemos que las personas que conocemos no son sofisticados robots con forma humana? La prueba a pasar es, cree Descartes, el uso del lenguaje y la capacidad de crear símbolos. Hasta las personas más estúpidas, dice, saben ordenar palabras para expresar pensamien­ tos, y los mudos pueden aprender o inventar signos con los que hacerse entender 63.

El prodigio del movimiento Los comentaristas suelen resaltar el carácter reductivo de la filo­ sofía de la biología de Descartes. Despoja a los animales de sus «almas sensibles», y los conviene en máquinas completamente, al menos en principio, inteligibles. Pero no se han resaltado tanto dos interesantes consecuencias de esa radical división de la realidad en dos mundos, el de la materia y el del espíritu, que Descanes postula. La primera concierne a la posición y dignidad del hombre, la segun­ da al uso de los argumentos de propósito, o causas finales, en la ciencia. Ambas tienen relación con la visión del mundo, religiosa en última instancia, de Descanes. No cabe duda de que Descanes consideraba que la mecanización de la vida animal era un paso importante en pro de la reafirmación de la posición única del hombre, pues de ella se sigue que la dife­ rencia entre el hombre y los animales no es sólo de grado. En el sumario del Tratado del Hombre que se da en la quinta pane del*

máquina era claramente la existencia del dolor. Mersenne le preguntó a Descartes cómo explicaba que los animales padeciesen dolor si no tenían alma. N o sufren dolor, respondió Descartes, pues hay dolor sólo cuando hay entendimiento. Los animales no hacen otra cosa que desarrollar esos movimientos externos que en el hombre son síntomas de dolor sin experimentar la correspondiente sensación mental (carta a Mer­ senne del once de junio de 1640, A. T., III, pág. 85). ** Discurso del Método, quinta parte, A, T., VI, págs. 57-58.

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Discurso del Método, Descartes lo deja perfectamente claro: «He mostrado que el alma racional, al contrario que las otras cosas de las que he hablado, no puede ser generada por la potencialidad de la materia, sino que ha de ser creada aparte». «Pues con la excepción del error de los que niegan a Dios», continúa, no hay nada que lleve a los espíritus débiles más lejos del recto sendero de la virtud que imaginar que las almas de las bestias son de la misma natura­ leza que las nuestras, y que, por lo tanto, tras esta vida nada habremos de temer o esperar, como las moscas o las hormigas. Pero cuando recapacita­ mos y vemos cuánto difieren las bestias de nosotros, entendemos mucho mejor las razones que prueban que la naturaleza de nuestra alma no depende en nada del cuerpo, y, en consecuencia, que no ha de morir con él. Y como no podemos concebir otra causa que destruya el alma, nos vemos natural­ mente llevados a concluir que es inm ortalH.

Descartes no pensaba en una mera posibilidad teórica. Una carta que le escribió aJ marqués de Newcastle revela que en el párrafo anterior alude a los influyentes escritos de Montaigne y Charron 6S. En sus Essais, Montaigne decía que los animales se comunican entre ellos como hacen los humanos, y Charron, en De la Sagesse, sostenía que el sabio es tan diferente del hombre común como éste es dife­ rente de las bestias. Pesada tarea se imponía Descartes al querer mostrar que todo signo de actividad mental de los animales no es sino el resultado de un mecanismo. La exaltación del hombre re­ quiere la degradación de los animales. Pero la maravilla de la mente se gana al precio de atribuirle a la materia en movimiento la capa­ cidad de realizar hazañas casi milagrosas. La segunda consecuencia importante de la reducción del mundo material a sistema mecánico es la eliminación de las explicaciones telcológicas, es decir, la explicación de las estructuras físicas por su*14 M Discurso del Método. quima parte, A, T., VI, págs. 59-60. Liben Froidmont intentó volver contra Descanes sus propios argumentos afirmando que éstos podían usarse tamo para demostrar que los animales no tenían alma como para negar que el hombre la tenga (cana de Froidmont a Plempius del trece de septiembre de 1637, A. T., I, pág. 403). Descanes replicó diciendo que «las almas de las bestias no son otra cosa que su sangre», y con dos citas de las Escrituras [Levitico, capítulo 17, versículo 14, y Deuttronomio, capítulo 12, versículo 23) como aval (cana a Plempius del tres de octubre de 1637, ib., pág. 414). ** Carta de Descanes al marqués de Newcastle del veintitrés de noviembre de 1646, A. T., IV, pág. 573.

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propósito u objetivo. Descartes podría haber hecho suyo el lamento de Francis Bacon por «que el empleo de causas finales en física haya desplazado a la indagación de las causas físicas, y hecho que los hombres se conformen con causas engañosas y sin sustancia, y no busquen jamás, seriamente, las reales, verdaderamente físicas» 66. Ya en las Reglas para la dirección del espirita ponía Descartes el ejemplo de una figura de Tántalo que vio en cierta ocasión. Estaba Tántalo en lo alto de una columna colocada dentro de un recipiente, y daba la impresión de arder en deseos de beber; cuando se vertía agua en el recipiente, ascendía hasta rozar sus labios, y entonces escapaba súbitamente del vaso. La sorpresa que experimentaban los especta­ dores cuando pasaba esto se debía a la falsa impresión de que era cosa de teleología o de un designio preconcebido. Parecía que había alguna conexión entre el hecho de que se escapase el agua y los labios de Tántalo, cuando, en realidad, nada tenía que ver con éstos, pues sólo se debía a la altura alcanzada por el agua y la colocación del oculto desagüe. El centrar la atención en los labios de Tántalo, que tan resecos parecían, y en la sed que entonces cabía imaginar que le torturaba, sólo servía para distraer a los que miraban de la indagación de las verdaderas causas mecánicas 67. Así como la minimización de la vida animal era la otra cara de la exaltación del hombre, el rechazo de la teleología lo era de la glorificación de la sabiduría infinita e inescrutable de Dios, que Des­ cartes ensalza en la cuarta meditación: «mi propia naturaleza es muy débil y limitada, mientras que la de Dios es inmensa ... me basta esta razón para pensar que la busca de causas finales es totalmente inútil en física» 68. Cuando Gassendi le objetó que a menudo sabe­ mos qué propósito persigue una cosa sin saber cómo está hecha (por ejemplo, sabemos para qué sirven las válvulas del corazón aunque no sepamos de qué material están hechas), Descartes replicó que la causalidad final es sólo causalidad eficiente disfrazada 69. Todo lo que podemos saber del reino de los fines es que Dios es la causa*• “ Francis Bacon, Dignity and Advancement o f Leam ing [D ignidad y progreso de la educación/, libro III, capítulo IV, en Works [O bras/ de Francis Bacon, editadas por J. Spedding, R. L. Eslic, et al., catorce volúmenes (Londres, 1857-1874), facsímil (Stuttgart-Bad Canstatt: Frommann, 1963), vol. IV, píg. 363. Shea revisa esa traduc­ ción en su cita. 47 Reglas para la dirección del espíritu, regla 13, A. T ., X , págs. 435-436. * • Meditaciones, A. T ., V il, pág. 55. «* Ib., págs. 374-375.

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final y eficiente del universo. Decir que «el hombre es el fin de la creación» o que «los cielos están hechos para la tierra y la tierra para mí» le parece a Descartes una gran impertinencia 70. Sólo nos está permitido maravillarnos de los impenetrables decretos de Dios, y confiar en su providencia. La filosofía mecánica hace del hombre un ser único, y pone a Dios por encima de todo lo que pueda encerrarse en humanas analogías.

70 Cana de Descanes a la princesa Isabel del quince de septiembre de 1645, A. T., IV, pág. 292.

Capítulo 9 DESTEJER EL ARCO IRIS

Descartes empleó la mayor parte de sus primeros nueve meses en Holanda en su tratado de metafísica. Pero muchos eran sus in­ tereses, y volvía con frecuencia a los problemas de óptica que tanto le habían ocupado durante los años parisinos. Puede, de hecho, que se retirase a Franeker en 1629 porque allí podía asistir a las diserta­ ciones de Adriaen Metius, que había publicado en 1614 un par de libros en tos que contaba que su hermano, Jacob Metius, había in­ ventado el telescopio en 16Q8, atribución que Descartes repite en la Optica '.1

1 Adriaen Metius, Nieuve geographische ordcrwysinghe (Franeker, 1614), pig. 15, e Instituriones astronomicae el geographicae. Fondamentaie ende grondelijcke orderwysinge van de sterre-konst (Franeker, 1614), págs. 3-4, citado y traducido en The ¡n vention o f the Telestope, de Albert van Helden (Filadelfia: American Phtlosophical Socicty), 1977, pág. 48. Descartes dice que el descubrimiento de Jacob Metius se debió al ajuste fortuito de una lente cóncava y una lente convexa (O ptica, A. T., VI, págs 81-82). Van Helden cree que Jacob Metius y Hans Lipperhey, a quien Descartes no menciona, consiguieron hacer, independientemente el uno del otro, un telescopio. 265

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El artesano Jean Ferrier Hemos visto en el capítulo siete que Descartes sólo podía darles a sus lentes la curvatura correcta con la ayuda, que le era indispen­ sable, de Mydorge y Ferrier, esa curvatura que había determinado gracias a su descubrimiento de la ley de la refracción. Gracias al talento superior de Mydorge como dibujante y a la habilidad técnica de Ferrier, se pudo construir una lente hiperbólica. La construcción de una cóncava estaba más allá de sus posibilidades, lo que dejó insatisfecho a Descartes, que siguió pensando en ello hasta que hubo pasado mucho tiempo de su marcha de París. Puede que la metafísica sea más importante que la óptica, pero nadie, ni siquiera Descartes, podía vivir en tan exaltadas regiones más de unas pocas horas al día 123. En el tiempo que le quedaba libre, Descartes le daba vueltas a la mejora de su técnica de construcción de lentes, y el dieciocho de junio de 1629 le escribe a Ferrier que se le ha ocurrido una ¡dea brillante: Desde que me marché, he aprendido mucho sobre las lentes, hasta el punto de que ahora es posible hacer algo que va más allá de todo lo que se ha visto hasta ahora. Parece tan fácil y tan cierto, que, al contrario que antes, apenas si tengo dudas acerca del lado técnico del asunto }.

Descartes quería atraer a Ferrier a Holanda, pero no le decía nada de la naturaleza de su descubrimiento, con el pretexto de que no es fácil comunicar cosas de interés práctico por escrito. Si Ferrier quisiese compartir su «vida salvaje» por unos pocos meses, el éxito no podría escapárseles. Le pidió que tomase sus herramientas y via­ jase a Dort, donde podría hacerle llegar dinero por medio de Isaac Becckman, rector de la universidad local, con quien todavía estaba de buenas. ¡Hasta le aseguraba que era más seguro viajar de D on a Franeker que dar una vuelta por las calles de París!

1 Descartes le confiaría m is tarde a la princesa Isabel que no gasuba nunca m is que «muy pocas horas por año a materias que sólo sean relativas al entendimiento» (carta del veintiocho de junio de 1643, A. T., III, pigs. 692-693). 3 Carta de Descartes a Ferrier del dieciocho de junio de 1629, A. T., I, pig. 13.

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Intimidad a toda costa Si Descartes estaba dispuesto a adelantar dinero en el puerto de llegada, ¿por qué no le ofreció a Ferrier mandarle dinero a París? La razón está en la obsesión que Descartes sentía por la intimidad (hoy en día habría tenido un número de teléfono que no aparecería en la guía y por señas un apartado postal). «Si pudiere haceros llegar dinero en París», le escribía a Ferrier, «sin descubrir mis señas (lo que no deseo que ocurra), os pediría que me trajeseis una pequeña cama plegable, pues las de aquí no tienen colchón, y son de lo más incómodas». Ferrier no debía decirle a nadie, ni siquiera a Mydorgc, que Descartes había escrito, y si se decidía a ir a Holanda, debería hacerlo en secreto *. No corrió Ferrier a hacer las maletas. Al contrario, le pidió a Descartes que le ayudase a hacerse con un apartamento en el Louvre, privilegio reservado a los artistas y artesanos en boga. Descartes hizo lo que se le pedía, y a finales del verano le da las gracias a un amigo de París por haber ayudado a Ferrier, «quien, os lo aseguro, no es sólo un hombre honesto y agradecido, sino alguien que carece de rival en todo cuanto hace». Y le explica qué esperaba haber conse­ guido si Ferrier se le hubiese unido: Hay una rama de las matemáticas a la que llamo la ciencia de los prodigios, pues nos enseña cómo usar el aire y la luz de forma tan admirable que gracias a ella podemos producir todas las ilusiones que los magos dicen hacer por medio de demonios. Por lo que sé, jamás se ha puesto en práctica esta ciencia, y no conozco a nadie que no sea él [Ferrier] que pueda hacerlo. Sostengo que él es capaz de hacer todas esas cosas, aunque luego no me quede más remedio que reconocer que no son sino niñerías. N o os ocultaré, sin embargo, que si le hubiese persuadido de dejar París, le habría dado empleo aquí, y pasado en su compañía las horas que, si no, pierdo en juegos o conversaciones inútiles 45.

4 Ib ., pág. 15. 5 Carta a un corresponsal desconocido fechada en septiembre de 1629, ib., págs. 19-21. El editor de la correspondencia de Mcrsenne sugiere que el destinatario era el franciscano, y la (echa, agosto de 1629 (Corresptmdance du P. Marín Mersermt, vol. II, págs. 250-253).

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La soledad en la ciudad Por septiembre, sin embargo, Descartes empezaba ya a sentirse cansado de la vida en una pequeña ciudad de provincias holandesa, y a caer en la cuenta de que no le daba más intimidad que las localidades francesas de las que había huido. Según su biógrafo, Adrien Baillet, se trasladó a Amsterdam en octubre de 1629. Sabe­ mos cuáles eran sus sentimientos gracias a una carta que le escribiría algo más tarde a su amigo Guez de Balzac: Por encantadora que pueda ser una casa en el campo, siempre le faltarán la mayor parte de las comodidades de que se disfruta en la ciudad. N i siquiera la soledad que se busca llega alguna vez a ser completa. Estoy dispuesto a reconocer que podréis encontrar una cascada que inspiraría hasta a la lengua más gárrula, y un valle tan retirado que la exaltaría y transportaría, pero no os será tan fácil escapar de un montón de vecinillos que de cuando en cuando os molestarán, y cuyas visitas serán más pesadas que las que tengáis que recibir en París. Pero ahora, en esta gran ciudad en la que vivo, todos, menos yo, se dedican a sus negocios, y buscan tan fervientemente aumentar los beneficios, que podría pasarme la vida entera sin que nadie se percatase de mi existencia 6.

Desde que Descartes se trasladó a Amsterdam, ya no tema sen­ tido que mantuviese su invitación a Ferrier, o que esgrimiese eso de que la mejora de las lentes sólo podía explicarse de palabra. Como veremos en la segunda parte de este capítulo, a Descartes había ve­ nido a interesarle en el verano de 1629 un problema de óptica dife­ rente, pero relacionado con los que le habían tenido hasta entonces ocupado, a saber, la explicación del arco ¡ris. El trabajo en ese tema no le dejaba tiempo para seguir trasteando con instrumentos en pos de unas lentes mejores. El ocho de octubre escribió retirando la invitación, con el amable lenguaje, eso sí, de una rectificación a me­ dias. Tras encarecerle a Ferrier que se diese prisa con el instrumento que se le había pedido que hiciese para Jean-Baptiste Morin (segu­ ramente un cuadrante equipado con un telescopio), añadía: «Desea­ ría que estuvieseis aquí, pero, por lo que sé de vuestros propios asuntos, no puedo esperar que se cumpla mi deseo. Además, estamos*

* Carta de Descartes a Guez de Balzac del cinco de mayo de 1631, A. T. , 1, pág. 203.

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en una estación que os parecería inapropiada; tendríamos que espe­ rar hasta el próximo verano» 7. La construcción de lentes Por lo que se refería al avance técnico que había logrado, Des­ cartes le explicaba ahora a Ferrier que se trataba tan sólo de una modificación de la máquina de la que le había hablado en París, que consistía en lo siguiente: constaba de tres partes: un rodillo AB (véase la figura 1), una regla CD que atraviesa el rodillo, y un cilin­ dro EF que se mueve entre las placas G H e IK, y da forma a la lente con uno de sus extremos, E ó F.

7 Carta de Descartes a Ferrier del ocho de octubre de 1629, A. T., I, pág. 33. Por qué es más incómodo viajar en octubre que hacerlo a principios de la primavera no está claro. Pero de lo que se trataba es de que Ferrier leyese entre líneas. Descartes le escribió a Mersenne ese mismo día para que le encontrase a Ferrier trabajo en París {ib., págs. 24-25).

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Este dispositivo no había funcionado bien cuando se le puso a prueba en París, y lo que se le había ocurrido a Descartes era em­ plearlo, no para dar forma directamente a las lentes, sino a una paleta PMON, que se aplicaría luego a las lentes para darles la deseada curvatura PNO. En esta versión mejorada, la regla CD que se des­ liza por un agujero en el rodillo AB se fija rígidamente al rodillo, y desaparece el cilindro EF, pues el giro de CD con AB produce en L la línea deseada. La paleta NM se aprieta entre las placas GH e IK, y se la presiona contra la regla C D , lo que le confiere la forma PNO ; en una segunda operación se le da un borde cortante. Una vez hecho esto, se aplica la paleta contra una piedra de amolar todo lo blanda que sea preciso, a la que se transfiere la curva PNO. Una vez hecho esto, se aplica la lente SR (véase la figura 2) contra la piedra, y se le da la forma deseada.

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2

La intuición del artesano Descartes le promete a Ferrier que le enviará diagramas con el siguiente correo, y termina su carta pidiéndole que le escriba des­ cribiéndole con sus propias palabras el procedimiento que acababa de explicarle. «Por miedo», añade con aires de superioridad Descar­

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tes, «a que creáis haberlo entendido cuando en realidad se os esté escapando algo importante» 8. Ferrier cumplió al recibo de la instruc­ ciones de Descartes, y su carta es una lección de claridad cartesiana. No sólo da cuenta de que la curva es una hipérbola (aunque Des­ cartes no había empleado la palabra), sino que ofrece una descrip­ ción del instrumento que mejora la del propio Descartes. Se muestra consciente además de varias dificultades prácticas que Descartes ig­ noraba o sobre las que había preferido callar, tales como: (a) se necesitan dos paletas, pues la que se use para la cara cóncava de la lente no valdrá para la convexa; (b) si la regla CD se sujeta rígida­ mente al rodillo AB, sólo tocará el punto N cuando suba o baje; (c) basta con una placa o tablero, no dos, como decía Descartes; (d) el abrasivo (asperón o esmeril) colocado entre el tomo y la lente des­ gastará rápidamente la piedra del tomo; y (e) la paleta se volverá roma al restregarla contra la piedra. Ferrier exhibe verdaderamente su maestría cuando sugiere varias mejoras, entre ellas las siguientes: (a) que la piedra de amolar sea de hierro o bronce; (b) colocarla sobre la lente, para que no se pierda demasiado deprisa el abrasivo; (c) hacer la piedra de amolar y el eje de una pieza; (d) verter agua mezclada con aceite sobre la piedra para que el abrasivo se adhiera a su superficie; (e) evitar el uso de dientes y ruedas, porque nunca encajarán tan bien que no se formen bultos y huecos diminutos; y (f) darle a la lente de manera basta la forma que se desea antes de moldearla a la perfección con la máquina de Descartes. Ferrier añade (lo que Descartes ni siquiera menciona­ ba) que la piedra que se emplee para dar forma a la cara convexa ha de tener forma de polea (es decir, cóncava), y que no se desgastará por igual. La carta termina con un poco de chismorreo. Al parecer, Mydorge no sólo enseña un método para determinar el punto focal de una lente, sostiene, además, que él es su autor. «Sé», dice Ferrier, «que ese secreto no os es desconocido, y que el susodicho caballero sólo sabe lo que vos le habéis enseñado». Esta pequeña calumnia se debía seguramente a que Ferrier estaba resentido con Mydorge, al que le oyó una vez quejarse de que no podía encontrar un constructor de lentes decente. Ferrier se sentía profundamente herido, y se desaho­ ga con Descartes:*

* Carta de Descartes a Ferrier del ocho de octubre de 1629, ib., pág. 36.

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Me tiene en tan poca estima que no cree que yo sea capaz de entender o emprender la cosa más simple. ¡H asta llega a decirlo en mi presencia! Re­ conozco mis limitaciones, pero es que nadie me ha dado instrucción alguna, excepto vos, señor, a quien tanto debo, y eso debería excusarme. Este des­ precio, sin embargo, no me descorazona hasta el punto de hacerme perder mi deseo de comprender, de privarme de mi gusto por el verdadero cono­ cimiento científico que sólo personas de vuestra excelencia pueden comuni­ carme. He hecho mía la ambición de que se me conozca por algo que esté por encima de lo ordinario 9.

La voz del maestro En una larga carta fechada en Amsterdam el trece de noviembre de 1629, Descartes escribe que está de acuerdo con que las lentes convexas y cóncavas requieren paletas distintas, y que no hace falta disponer de dos placas o tableros. Ferrier había señalado que no era conveniente fijar rígidamente la regla C D al rodillo AB, e indicaba que sería mejor hacerla pasar por el rodillo. Descartes creía, sin embargo, que era posible conservar su diseño original con tai de que se presionase la paleta NM contra la regla con un peso o muelle l01. Saber cambiar con habilidad la velocidad de rotación de la piedra de amolar y del tomo es de importancia crucial; Descartes lo llama «uno de los principales secretos del artilugio»: Al hacer, como es necesario, que una sea más rápida y el otro más lento, podréis lograr formas tan perfectas como sea humanamente posible. Pero la razón en que hayan de estar dichos movimientos sólo puede llegar a cono­ cerse gracias a la práctica; por así decirlo, aunque fueseis un ángel, no lo haríais tan bien el primer año como lo haréis en el segundo " .

9 Cana de Ferrier a Descanes del veintiséis de octubre de 1629, ib., pág. 51. La cana va de la pág. 38 a la pág. 52. 10 Cana de Descanes a Ferrier del trece de noviembre de 1629, ib., pág. 54. Cuando escribió, pocos años después, su Optica, Descanes se dio cuenta de que Ferrier tenía razón, y modificó la descripción de su instrumento de manera que la regla atravesase el rodillo y pudiese moverse arriba y abajo. El peso o muelle presiona ahora contra el rodillo en vez de contra la paleta (Optica, discurso X, A. T., VI, pág. 217), No se hace mención de Ferrier, cuyo conmovedor deseo de que se le conociese «por algo que esté por encima de lo ordinario» debía de despenar poca simpatía en el corazón de alguien a quien semejante deseo no le era extraño. 11 Ib., págs. 59-60.

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La rueda debe presionar continuamente la lente, y si Ferrier no encontrase la forma de hacerlo, Descartes le promete con demasiada confianza en sí mismo que le dirá cómo lograrlo, olvidando que acaba de admitir que el problema no es sólo de diseño, sino de habilidad artesana también. Le dice además a Ferrier que no se sor­ prenda si parece que las lentes casi no están curvadas, y que las pula con el mayor cuidado con madera o gamuza. La carta nos hace saber también que Descartes planeaba usar lentes plano-convexas y plano­ cóncavas en el telescopio, pues le dice a Ferrier que las «lentes para pulgas» (es decir, magnificadoras) son diferentes, y hay que darles forma por ambas caras. Le enseña entonces a Ferrier cómo trazar una hipérbola con dos compases. Se trata de la construcción mecá­ nica que se describe en la Optica, y Descartes asevera que es tam­ bién, por lo que él sabe, la que emplea Mydorge ’2. Problema más delicado (Descartes habla de «un gran secreto») es la determinación de la inclinación de la máquina que moldea las lentes. Le comunica a Ferrier su método, pero también le confiesa que es plenamente consciente de que no podrá haber resultados sa­ tisfactorios antes de un año o dos de duro trabajo. SÍ Ferrier estu­ viese dispuesto a ponerse manos a la obra, «me atrevería a esperar que gracias a vos podríamos ver si hay seres vivos en la luna» ,J. ¡Tales eran las grandes esperanzas que Descartes ponía en el poder de los telescopios dotados de lentes adecuadamente moldeadas! El artesano recriminado Ferrier no dio acuse de recibo de la carta de Descartes, y el veinticinco de enero de 1630, Descartes escribió a Mersenne pregun­ tándole si aquél había terminado el instrumento que estaba haciendo para el astrónomo Jean-Baptiste Morin. Mersenne le contestó que Ferrier ¡ya no trabajaba para Morin, y se preparaba para dejar París y unirse a Descartes en Holanda! Semejante noticia le produjo a Descartes lo que sólo puede describirse como una conmoción. Ha­ biendo dejado Franeker por las distracciones e intimidad que una gran ciudad, Amsterdam, podía proporcionarle, no le apetecía cargar con un huésped. El disgusto le arrancó de su calma filosófica, y se*1 11 Véase más arriba, págs. (217-218). 11 Carta de Descartes a Ferrier del trece de noviembre de 1629, A. T., I, pág. 69. Véase arriba, página 108.

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despachó a gusto contra Ferrier en una carta que le escribió a Mersenne: le reprochaba que no hubiese contestado a sus dos largas cartas, «que más que cartas parecían libros». Era una gran injusticia que dijese esto, pues Ferrier había respondido a la primera carta de Descartes con una lista de sugerencias prácticas que tenía más de cuatro mil palabras. Descartes decía incluso que la reluctancia de Ferrier a dejar París era lo que le había llevado a abandonar las habitaciones que había tomado en Franeker en un pequeño castillo, separado por un foso del pueblo, en el que se decía Misa a seguro. Si él hubiese venido, habría comprado muebles y alquilado parte del edificio para establecer independientemente nuestra residencia. Has­ ta había contratado ya a un joven que sabía cocinar al estilo francés, y estaba decidido a no moverme de allí en tres años. En ese tiempo, él lo habría tenido para construir lentes según mis diseños y adquirir una maestría que, más adelante, le habría proporcionado honor y provecho. Pero tan pronto como supe que no vendría, cambié mis planes, y ahora me dispongo a navegar a Inglaterra en un plazo de cinco o seis semanas Descartes no le había ni insinuado a Ferrier que tuviese la inten­ ción de trasladarse o de viajar a Inglaterra. En la carta que le había escrito el dieciocho de junio de 1629, le decía, a pesar de los planes del propio Ferrier: «por lo que a mí se refiere, estoy tan bien aquí, que no pienso irme en mucho tiempo». El proyectado viaje de Des­ canes puede que no fuese más que una excusa, pues el pánico que sentía a encontrarse en el umbral de su puena con Ferrier hacía que le contase a Mersenne que incluso aunque se quedase en Holanda no podría recibir a Ferrier sin que ello no tuviese incovenientes hasta para él: «Y entre nosotros, aunque pudiese, lo que me decís, que ha dejado por terminar el instrumento del señor Morin, me quita todo deseo de hacerlo». Pero lo que de verdad temía Descartes, ahora que se le había hecho saber a Ferrier las dificultades que comportaba la construcción de lentes perfectas, era que ello redundase en menos­ cabo de su propia reputación: Sería vergonzoso que, tras haberle retenido aquí dos o tres años, no lograse14*

14 Carta de Descartes a Mersenne del dieciocho de marzo de 1630, ib ., págs. 129-130.

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algo fuera de lo común. Se me acusaría a mí de este fracaso o, al menos, de haberle traído aquí para nada.

La poca franqueza de Descartes es aún más evidente cuando aña­ de: N o hace falte que se hable con ¿I de esto, ni siquiera mencionar que ya no deseo recibirlo, a menos que veáis que se está preparando en serio para salir, en cuyo caso decidle, por favor, que os he dicho que iba a dejar este país, así que no podría encontrarme a q u íIS.

En caso de que Ferrier pensase que iba a encontrar un mejor trabajo en Holanda que en Francia, Mersenne debería «asegurarle que la vida es más cara aquí que en París», y que a prácticamente nadie le interesaba la construcción de instrumentos (¡en la cuna del telescopio!). Descartes, a continuación, se dedica a denigrar a Ferrier por no haber contestado las preguntas que le había hecho sobre el paradero de sus amigos Balzac y Silhon, y termina su indigna dia­ triba diciendo que le haría muy feliz ayudar, siempre que no le costase nada, al artesano: «Después de todo, me da pena el señor Ferrier, y me gustaría, sin demasiadas molestias, aliviar su infeliz condición» 16. No sabemos cuánto le participaría Mersenne a Ferrier de lo que se decía en esta carta, pero sí parece que le comunicó a Descartes que el constructor de instrumentos era optimista acerca del fruto de su trabajo con las lentes. El quince de abril, Descartes se mostraba sorprendido de que Ferrier tuviese tales esperanzas, «pues se olvida de escribirme. Incluso aunque le describiese detalladamente las má­ quinas necesarias para construir las lentes, no creo que pueda hacerlo sin mí» *7. N o podemos dejar de sospechar que tras este magnífico alarde de indispensabilidad, se escondía el temor de Descartes a que Ferrier pudiese obtener sin su guía lo que ambos buscaban. Varios meses más tarde, una carta del cuatro de noviembre de 1630 dirigida a Mersenne nos enseña que los diagramas que Descar­ tes había prometido que le enviaría a Ferrier en su carta del ocho de octubre de 1629 habían, en efecto, llegado a su destino, pero que*17 ,s Ib ., pág. 130. '* Ib ., pág. 132. 17 Cana de Descanes a Mersenne del quince de abril de 1630, ib., pág. 138.

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a Ferrier le habían parecido de poca utilidad. A Descartes le llegó al alma semejante actitud: Yo debería ser quien se quejase, pues yo pagué por ellos, que a ¿I no le han costado nada. Puede que haya hecho com o que no los había recibido para no tener que admitir lo que me debe; yo estaba seguro de que la dirección era la correcta. N o me sentiría infeliz si se supiese que o s dije que no es un hombre al que tenga en mucha estima. Nunca termina lo que empieza, y es mezquino l8.

Descartes le cuenta a continuación a Mersenne que había recibi­ do una carta de Ferrier, en la que éste le transmitía una invitación a viajar a Constantinopla con M. de Marcheville, el nuevo embajador de Francia. Gassendi había de ser de la partida. Descartes se lo toma como una broma de mal gusto de Ferrier, pues ni siquiera conocía a de Marcheville. «Me río de esto, ya que no tengo intención de viajar». Sin embargo, seis meses antes, en abril, Descartes le había dicho a Mersenne ¡que estaba a punto de embarcar para Inglaterra! A pesar de ello, le pedía a Mersenne que, si se probase que la oferta era auténtica, le rogase a Gassendi que le asegurase a de Marcheville que, de haberle sido hecha esa propuesta cuatro o cinco años antes, la habría saludado como un gran golpe de suerte. Desafortunada­ mente, en este momento estaba demasiado ocupado para aceptar: «Además, me sentiría feliz si se supiese que, gracias a Dios, no ne­ cesito viajar en pos de mi fortuna ... y si viajo sólo es por mi afán de conocer y por placer» ,9. Cuando de Marcheville salió para Cons­ tantinopla en julio de 1631, ni Descartes ni Gassendi estaban entre los que le acompañaban. Parece que Mydorge se quejó a Mersenne de que Descartes le escribiese a Ferrier y no a él. Descartes, en respuesta, le pidió a Mersenne que le explicase a Mydorge que no siempre escribía a los que «honro y estimo más». Si escribía a Ferrier en vez de a Mydorge era porque necesitaba a alguien que le hiciese ciertas cosas 20. Le dejó claro a Mersenne, sin embargo, que ya no deseaba escribirle10 111 Carta de Descartes a Mersenne del cuatro de noviembre de 1630, ib., págs. 172-173. " Ib ., pág. 174. 10 «Me gustaría que supiese que aquéllos con los que me carteo más a menudo no son aquéllos a quienes estimo y honro más. Tengo muchos parientes cercanos y amigos íntimos a los que no escribo nunca», (ib., pág. 175).

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más a Ferrier, no porque sintiese que estaba en deuda con Mydorge, sino porque le preocupaba que sus cartas cayesen en manos de ri­ vales que podrían deducir la ley correcta de los senos que deseaba ser el primero en publicar en su Optica 2I. Mientras tanto, Ferrier había llegado a sentirse realmente angus­ tiado por el trato que le estaba dispensando Descartes, hasta el punto de que rogó la intercesión de varias personas importantes. Sabemos que Fr. de Condren, el superior del Oratorio, y Fr. Gibieuf, por quien Descartes sentía un gran respeto, escribieron en su defensa, y que Gassendi envió una nota a Reneri, discípulo y amigo de Des­ cartes, en la que presentaba las alegaciones de Ferrier. La reacción de Descartes fue escribir una larga carta a Ferrier, y se la hizo llegar a través de Mersenne, a quien le había confiado la tarea de enseñár­ sela antes a Gassendi, Gibíeuf y de Condren. Escribió también con mucho tacto una carta a de Condren, en la que expresaba la conmi­ seración que sentía por Ferrier y afectaba que le tenía por alguien confundido, más que mal intencionado 22.

21 Descartes manifiesta este miedo por vez primera en una carta que le remite a Mersenne el veinticinco de noviembre de 1630 (ib., págs. 178-179), y más explícita­ mente en noviembre o diciembre de 1632: «Si Ferrier le ha enseñado mis cartas a alguien que esté mínimamente familiarizado con las matemáticas, le habrá costado muy poco entender cómo se mide el ángulo de refracción» (ib., pág. 262). A esta preocupación se debe, seguramente, que Descartes se decidiese a comunicarle su ley del seno a Mersenne en junio de 1632: «Por lo que se refiere a la medición de la refracción de la luz, comparo los senos de los ángulos de incidencia y refracción, pero me sentiría feliz si no se hiciese saber esto, pues la primera pane de mi Optica no contendrá nada más» (ib., pág. 225). Mersenne, sin embargo, era la última persona que guardaría un secreto, e insertó la formulación de la ley del seno en su Harmonte UnwerseUe, anunciando además que Descartes la demostraría en su Optica. Fue se­ guramente esta indiscreción, cometida en 1636, la razón de que Descanes se apresu­ rase a completar los tres ensayos que aparecieron con el Discurso del Método en 1637. 22 Descartes le escribía a Mersenne el dos de diciembre de 1639 o alrededor de ese día (ib., págs. 189-191), y le adjuntaba cartas para Ferrier (págs. 183-187) y Con­ dren (págs- 188-189). El trato que Descartes le dispensó a Ferrier es comparable al que le propinó a Isaac Beeckman (véanse más arriba las páginas 120-129). En 1640, el científico y artesano francés Florimond de Bcaune se hirió una mano mientras cons­ truía una lente ateniéndose a las instrucciones de Descanes. Cuando Descartes se enteró del accidente, le escribió a Constantin Huygens lo siguiente: «Quizá penséis que estoy apenado, pero os juro que me enorgullece que las manos del mejor artesano no lleguen tan lejos como mi razonamiento» (carta del doce d emarzo de 1640, A. T .. III, pág. 747).

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El artesano reivindicado A pesar de que Descartes tuviese en poco su perseverancia, Ferrier no cejó en la mejora de las lentes ópticas. N o fallaría. En su Perspective Curieuse, publicada en París en 1638, Franqois Niceron, como Mersenne de la Orden de los Mínimos, recomienda la Optica de Descartes que acababa de aparecer, y «a partir de ella», dice, esperamos ver pronto grandes cosas de la mano del señor Ferrier, que está dispuesto a trabajar en ello. De hecho, si alguien puede sacar adelante esta nueva invención, será él. N o sólo es hábil y tiene experiencia; además, está al tanto de los secretos del autor. N o s podemos hacer una ¡dea de lo que puede lograr de la muestra que enseñó a sus amigos, que incluía un espejo con una pequeña lente hiperbólica que descubre y magnifica los más peque­ ños objetos 23.

Lo que Ferrier exhibió era una «lunette d paces», es decir, un microscopio simple. Pero no había permanecido ocioso en otros cam­ pos. Jen-Baptiste Morin elogiaba sus logros técnicos relativos a la instalación de lentes telescópicas en cuadrantes y a la mejora de su diseño. Hasta el cardenal Richelieu, en 1634, le pidió que constru­ yese un cuadrante con el que se pudiesen observar las altitudes de dos planetas al mismo tiempo 24. Ferrier se dio cuenta de que la publicación de la Optica era una oportunidad para restablecer con­ tacto con Descartes, y le escribió en 1638 para informarle de los progresos que había hecho. Descartes debió de quedar impresiona­ do, pues su respuesta de septiembre de 1638 está limpia de todo sentimiento torcido: «Pues me hacéis el favor de hacerme saber lo que habéis logrado tocante a la construcción de lentes hiperbólicas, me siento obigado a informaros de lo que un tornero de Amsterdam hizo para un amigo mío» 2S. Ese artesano holandés había sido capaz de construir un torno para pulir, pero no de que la piedra de amolar conservase la forma. 23 Fran^ois Niceron, La perspective curieuse, ou Magie aruficielle des effets merveilleux de l'Optique, Caioptrique, Dioptrique ..., (París: Pierrc Billaine, 1638), págs. 100-101, citado en A. T., lí, pág. 376. 24 Correspondance de Mersenne, vol. II, pág. 420. 21 Carta de Descartes a Ferrier de septiembre de 1639, A. T., II, pág. 374. El amigo de Descartes es Constantin Huygens, que mantuvo una larga correspondencia con Descartes sobre este tema (A. T., I, pág. 317-337).

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La llanta de cobre no se ceñía perfectamente al borde de madera de la rueda, y el polvo que usaba como abrasivo se perdía en el cobre. Descartes no encontraba una fácil solución, pero era consciente de que la única esperanza, si es que había alguna, se encontraba en París: «Si alguien puede lograrlo, ¡ése sois vos!» 2627Esta es la última frase de Descartes sobre Ferrier de la que queda constancia. Es un conmovedor reconocimiento de que los artesanos tenían un impor­ tante papel que desempeñar en la creación de la nueva ciencia mecanicista 17. Un signo en el cielo Debemos ahora volver sobre nuestros pasos, hasta el verano de 1629. Por entonces todavía estaba Descartes ocupado escribiendo su tratado de metafísica, pero acababa de ocurrírsele una nueva idea para la construcción de lentes mejores, y le había escrito a Ferrier invitándole a que le ayudase a que su idea fructificase. Que le diese por pensar en los instrumentos ópticos demuestra cuán bien le venía darse un respiro de la meditación abstracta, y no sorprende que hiciese del todo a un lado su metafísica cuando un signo de los cielos reanimó el interés que sentía por la óptica. Alrededor de las dos de la tarde del veinte de marzo de 1629, en Roma, el astrónomo jesuita Christoph Scheiner y varios amigos suyos se quedaron estupefactos al ver en el cielo cuatro parhelios o «soles de pega». Este chocante fenómeno óptico, cuya naturaleza era desconocida por entonces, tiene lugar cuando el sol brilla a través de una fina nube compuesta de cristales hexagonales de hielo que caen de manera que su eje principal esté vertical. Se da entonces una refracción a través de un prisma de sesenta grados, y los colores que forman el espectro solar se desvían según ángulos ligeramente dis­ tintos. El extremo rojo del espectro, que es el que menos se desvía, sale por el interior, mientras que el azul, si es visible, aparece por el exterior. Se forma usualmente un círculo, pero en esta ocasión se

24 Carta de Descartes a Ferrier de septiembre de 1639, A. T „ 11, pág. 376. 27 La exposición que Descartes hace de sus ideas en la Optica termina con un llamamiento a que «algunas de las más curiosas y dotadas personas de nuestros días tomen sobre sí la empresa de ponerlas en práctica» (Optica, A. T „ VI, pág. 227).

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observaron tres, acompañados por cuatro manchas de luz trémula, los parhelios, que eran imágenes refractadas del sol.

Se le remitió una descripción del fenómeno a Nicolás Claude Fabri de Peiresc, que residía en el sur de Francia. Este rico aficio­ nado mandó realizar copias del informe, y las hizo circular amplia­ mente (véase la figura 3). Le llegaron varías a Gassendi, que estaba viajando por Holanda en el verano de 1629, y le dio una a Renerí, que a su vez se la pasó a Descartes 28. A éste le sorprendió mucho que los primeros círculos se pareciesen al arco iris, y tuvo inmedia­ tamente la sensación de que si llegaba a entender la naturaleza del arco iris podría explicar no sólo los parhelios, sino toda la óptica. La fascinación del arco iris El arco iris es bello, e inspira hondos sentimientos. Pero a Des­ cartes y a sus coetáneos les planteaba también un reto intelectual, y era frecuentemente objeto de estudio 29. Por ejemplo, en la popular Récréation Mathématique, publicada por vez primera en 1624, el jesuíta Jean Leurechon explica cómo se puede observar el arco iris en las fuentes, las rociadas de agua que hacen los remos, los vasos de agua, las burbujas de jabón o los prismas triangulares. Todos Js Es probable que Henry Régnicr o Renerí (1593-1639) conociese a Descartes en Amsterdam en marzo de 1629. El veintiocho de marzo de ese mismo año, le escribía a Constantin Huygens proponiéndole, como si los hubiese inventado él, varios de los trucos ópticos que se dicen en la Magia Natnralis de delta Porta y que Descartes había anotado en su cuaderno de notas privado, las Cogitationes Privatae (véase más arriba, págs. 157-158). Rcneri se vio probablemente abocado a hacer esto porque ne­ cesitaba un patrón, repudiado como lo había sido por sus padres cuando se convirtió al protestantismo. Aunque era tres años mayor que Descartes, fue el primero y más ardiente de sus discípulos. La cana de Reneri a Huygens puede encontrarse en A. T., X, págs. 541-542. La figura tres reproduce la copia de Isaac Beeckman (Isaac Beeckman, Journal, ed., Comelis de Waard, cuatro volúmenes (La Haya: Maninus Nijhoff, 1939-1945), vol. IV, pág. 150). í9 The Rainbow, From Myth to mathematics [E l an o iris. D el mito a las mate­ m áticas/, de Cari B. Boyer (Nueva York: Thomas Josehoff, 1959), es un esdarecedor estudio de la historia del arco iris. Véanse también The Scientific Methodology o f Theodoric o f Frtbourg, de Wiliiam A. Wallace (Fribourg: Fribourg University Press, 1959), y Roben Grosseleste and the Origins o f Esperimental Science, 1100-1700, de A. C. Crombie (Oxford Clarendon Press, 1953).

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sabían que lo causaban de alguna manera la reflexión y a la refrac­ ción, pero no había filósofo natural o matemático que se atreviese, «tras todos estos años y tantas especulaciones», escribía Leurechon, a aventurarse más allá de esa vaga generalización 30.10 10 Récréation Mathématique (Pont-á-Mousson: Jcan Appier Hanzelet, 1626), págs. 42-43. Es reimpresión de U priemra edición (también anónima), publicada tam­ bién en la misma localidad en 1624. Robcrt Boutonné publicó una segunda edición en París, en 1626. La tercera apareció el mismo año, con notas de Claudc Mydorge, el científico con el que Descartes discutía de óptica en París. Mydorge reclamó que habían publicado sus notas sin su permiso, pero en 1627 se publicó una versión autorizada, que incluía notas adicionales de Denis Henrion, esta vez, y por primera, con el título en plural, Récritaions Mathématiques. Las edición de 1630 y las que la siguieron se titulaban Examen du livre des Récréations Mathématiques de Claude

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Por los días en que Descartes volvió a París en 1625, Mersenne se dedicaba con ardor a recoger las opiniones de sus amigos sobre las propiedades del arco iris, y poco después escribiría un extenso ensayo sobre el fenómeno, que en manuscrito se quedó 3'. En sep­ tiembre de 1629 hace mención de los parhelios en una carta que le escribe a Descartes, quien le contesta el ocho de octubre que había oído hablar de ellos haría unos dos meses, y que, como sólo podía concentrarse en una cosa a la vez, había abandonado su ensayo de metafísica «para estudiar de manera ordenada todos los meteoros» (se refería a los fenómenos atmosféricos en general). «Creo», añadía, «que estoy ahora en condiciones de darles una explicación, y me he decidido a escribir un pequeño tratado que incluirá una exposición de la causa del arco iris, el problema que más difícil me ha resulta­ do» 32. Descartes tenía la intención de escribir esa que llamaba «muestra de mi filosofía» en latín, y publicarla anónimamente en París. Mien­ tras tanto, le rogaba a Mersenne que no hiciese mención de su pro­ yecto, porque quería quedar oculto tras su obra y escuchar lo que la gente diría de ella cuando saliese de las prensas 3334. Pero esto ocu­ rrió mucho más tarde de lo que él había esperado; el tratado sobre el arco iris no vio la luz hasta 1637, como discurso octavo de su Meteorología M. No se imprimió en París y en latín sino en Holanda y en francés. Sí se mantuvo, sin embargo, cierta apariencia de anoMydorge. Descanes se refiere explícitamente a las Récréations M athimatiques en una cana a Mersenne de abril de 1634 (A. T., 1. pág. 287). 11 Véase la cana de Roben Cornicr a Mersenne del veintinueve de julio de 1625, Correspondance du P. Marín Mersenne, vol. II, pág. 237. El ensayo de Mersenne sobre el arco iris está en el mismo volumen, págs. 649-666, con útiles notas editoria­ les, págs. 666-673. 12 Carta de Descanes a Mersenne del ocho de octubre de 1629, A. T., I, pág. 23. 33 Ib ., págs. 23-24. Mersenne reconocería la alusión implícita que Descartes hace a Apeles, el celebre pintor del siglo cuano antes de Cristo, que se escondía tras sus obras para escuchar los comentarios de los que pasasen ante ellas. Cuando un zapa­ tero que había señalado un fallo en una sandalia se disponía a criticar la pierna, Apeles pronunció el famoso dicho * Sutor, ne snpra trepidante («Zapatero, no pases de la sandalia»), que Descanes empleaba contra sus críticos. La historia de Apeles se cuenta en la Historia N atural de I'linio, Libro 35, sección 36, 84-85, y era popular en el siglo diecisiete. Por ejemplo, Christoph Scheincr, jesuiu adversario de Galileo, pu­ blicó sus Tres Cartas sobre ¡as manchas solares bajo el seudónimo de Apelles latens post tabulam (Apeles oculto tras el cuadro). 34 Meteorología [Les Météoresj, Octavo Discurso, «Sobre el arco iris», A. T., VI, pág. 327.

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nimia 3S. Creo que ese discurso octavo es esencialmente la obra que Descartes había bosquejado en 1629. Si la hubiese revisado antes de publicarla, habría recalcado seguramente los lazos que la unían a la Optica; aparece, sin embargo, como un estudio autocontenido sobre el arco iris, que se pone como ejemplo señero de su método: F.I arco iris es una m arav illa de la naturaleza tan intrigante, y hace tanto que ha habido personas capaces que han buscado su explicación con tanto esmero y tan poco éxito, que no he podido escoger mejor tema para mostrar que con mi método podemos llegar a saber lo que se les ha escapado a todos los autores cuyas obras han llegado hasta nosotros

Se había estudiado mucho el arco iris desde que lo hiciese Aris­ tóteles en la antigüedad. Es un signo de la confianza en sí mismo de Descartes, por no llamarla arrogancia, que empiece su estudio como si no tuviese nada que aprender de sus predecesores. Su propia experiencia y su intelecto es todo lo que juzga que necesita para explicar esa maravilla de la naturaleza; crea deliberadamente la im­ presión de que ha llegado a su descubrimiento sólo con preguntarse a sí mismo por qué se puede ver el arco iris en el surtidor de una fuente; cae en la cuenta de que la explicación ha de buscarse en la acción de la luz sobre los gotas de agua, y decide «hacer una gota muy grande llenando con agua una vasija de cristal de un buen tamaño» >7. La técnica no era tan nueva como Descartes daba a entender, pues a ella habían recurrido ya el físico y filósofo medieval Witelo (nacido alrededor de 1230), y el científico renacentista Fran­ cesco Maurolico, siciliano (1494-1575) iH. }J El nombre de Descartes como autor del Discurso del Método, de la Optica, la Meteorología y la Geometría sólo apareció en los títulos de la edición postuma de 1650. En el prefacio de la traducción al latín del Discurso, la Optica y la Meteorología publicada en 1644, Descartes afirma que ha revisado y corregido el texto, de donde se desprendía su autoría. La traducción al latín de la Geometría apareció en 1649, y en ella se identifica claramente a Descartes como el autor. Como quiera que Descartes repartió personalmente la edición de 1 6 3 7 a muchos amigos y hombres de estudios, no hubo nunca duda alguna de su origen.

•’* Meteorología ¡Les Metéoros],

O c t a v o D is c u r s o , A . T . , V I , p á g . 3 2 5 . P a u l J .

O ls c a m p tr a d u jo e s ta o b r a al in g lé s, c o n u n a in tr o d u c c ió n : Discourse on Method. Optics, Geometry and Meteorology, L ib r a r y o f L ib e r a l A r ts (I n d ia n ip o lis : B o b b sM e rrill), 1965.

* Ib. M La

Opticae

d e W itelo se h iz o m u y c o n o c id a c u a n d o la e d itó y p u b lic ó F .

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La elocuencia de una gota de agua Descartes sostenía la vasija a un brazo de distancia, y observaba que cuando la movía o le daba vueltas siempre aparecía una mancha brillante en un punto tal que la línea que lo unía con el ojo formaba un ángulo de cuarenta y dos grados con la línea que unía el sol y el ojo. Esta estimación era ya de por sí una mejora considerable respecto al estado de la cuestión establecido por Maurolico, cuya estimación era de cuarenta cinco grados, pero el mayor logro de Descartes es la atrevida generalización que hacía al aseverar que el resultado de su experimento valía para todas las gotas de agua sus­ pendidas en el aire. Es atrevida porque, al contrario que los estu­ diosos de la óptica anteriores a él, Descartes presupone que las gotas de agua no se deforman exageradamente cuando se presionan las unas a las otras en la circunstancias que terminan por producir un arco iris. La engañosa sencillez de la idea no debería cegamos, y privarnos así de captar su atrevimiento. Descartes imagina entonces que la esfera está en el cielo (véase la figura 4), y de esa manera, como si fuese una macrogota, le sirve para explicar las reflexiones y refracciones que la luz sufre cuando se produce el arco iris. En otras palabras, describe su observación de la vasija con agua como si fuese la de una de las miles de gotas Risner junto con el Opticae Thcsaurus de Alhazen en Basilea, en 1572. Los dos tratados tienen paginaciones separadas. La referencia a un vaso redondo lleno de agua por el que pasa la luz del sol está en el Libro X de la Opticae, pág. 474. Los Photismi de lamine el umhra se publicaron póstumamente en Ñapóles en 1611, y de nuevo en Lión en 1613 y 1617 con el título de Theoremata de lamine. Hay una traducción al inglés de Henri Crew, titulada The Photismi de lamine o f Maurolycus. A Chapter in Late M edieval Optics [Los Photismi de lamine de Maarolico, an capitulo de la óptica medieval tardía] (Nueva York: 1940); el estudio de la refracción en una esfera de cristal se encuentra en e s a traducción en las págs. 58-75. Descartes hace especial mención de Maurolico en su Meteorología (A. T ., VI, pág. 340), y de Witelo en su correspondencia (A. T ., 1, pág. 239; II, pág. 142; III, pág. 483). También podría ha­ berse inspirado Descartes en el siguiente pasaje de la Récréation Mathématiqme de Leurechon: «Si queréis ver un arco iris más esublc y de colores más permanentes, tomad un vaso de agua y haced que los rayos de sol que pasen a su través caigan en una zona sombreada. Disfrutaréis de la visión de un hermoso arco iris» (Récréation M athimatique, pág. 42). Sobre intentos anteriores de dar con la ley de la refracción, véase «Ptoiemy's Search for a Law of Refraction: A Case-Study in the Classical Methodology of ‘Saving the Appearances’» [La busca por Ptoknneo de la ley de la refracción: estudio de un ejemplo de la metodología clásica de 'salvar las apariencias’], Archive for History o f Exact Sciences 2 f (1982), págs. 221-240, de A. Mark Smith.

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de agua a las que se debe el arco iris. Podía hacerlo así porque presuponía que había reproducido en su «laboratorio» las condicio­ nes experimentales que reinan en la atmósfera. Como hemos visto, Descartes había dejado sentado que aparecía una mancha roja brillante en D cuando el ángulo DEM era de unos cuarenta y dos grados. Si este ángulo aumentaba ligeramente, la man­ cha desaparecía, pero si disminuía un poco, no se borraba inmedia­ tamente sino que se dividía en «dos bandas menos brillantes en las que se perciben el amarillo, el azul y otros colores» 39. Descartes ” Meteorología, A. T., VI, pág. 327. Descartes dice que los colores del arco iris son el rojo, el amarillo, el azul y «otros». Newton escogió como colores más pro-

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observaba también una mancha roja más tenue cuando el ángulo KEM era de unos cincuenta y dos grados. Cuando éste aumentaba o disminuía, pasaba lo mismo que en D, sólo que a la inversa, es decir, un ligero aumento producía otros colores, más tenuemente, y una ligera disminución borraba todos los colores. Descartes concluía que, cuando la atmósfera está saturada de gotas de agua, han de aparecer manchas rojas en todas las que se encuentren en puntos tales que la línea que los una con el ojo forme un ángulo de cuarenta y dos ó cincuenta y dos grados con la línea EM, de manera que se producirá un arco iris primario que pasará por D (con el color rojo en su parte superior y el violeta en la inferior), y un arco iris se­ cundario a más altura con los colores invertidos (el rojo en la parte inferior y el violeta en la superior). La determinación de los ángulos de los arco iris interior y exte­ rior era de por sí un avance considerable con respecto a anteriores tentativas, pero el paso siguiente fue aún más trascendental. ¿Cuál es la trayectoria que sigue un rayo de luz que entra por B en la vasija con agua hasta que sale por D? Descanes, de nuevo, presu­ pone algo implícitamente: que la refracción en la pared de cristal de la vasija puede despreciarse, y habla como si la vasija entera fuese de agua y nada más que de agua. También en esto demostró notable habilidad experimental, pero no ofrece un informe detallado del tipo que cabría esperar de un físico. Colocó un cuerpo opaco entre A y B, y luego entre D y E. En ambos casos, la mancha roja de D desaparecía. Como la vasija estaba abiena por arriba, podía colocar un cuerpo opaco entre B y C, y luego entre C y D. La mancha D desaparecía de nuevo. Cubrió entonces toda la vasija, y vio que, con tal de que se dejase una abertura en B y en D, la mancha roja no dejaba aparecer. De esta forma le quedó claro a Descartes que el rayo incidente AB se re­ fractaba al entrar en la vasija en B, avanzaba hasta C, donde se reflejaba internamente hacia D, y ahí se refractaba de nuevo al emer­ ger. El arco iris, interior, pues, lo producían una reflexión y dos

minentes del espectro el rojo, el naranja, el amarillo, el verde, el azul, el índigo y el violeta. Ahora se suelen dar a seis colores, y se omite el índigo, que la mayoría no puede distinguir. Pero en realidad hay un número infinito de colores en el arco iris. N o es más posible decir cuántos colores hay que decir cuántos pumos hay en una línea de una longitud dada. Además, sólo tenemos un número limitado de nombres de colores, y la palabra «rojo», por ejemplo, ha de cubrir un amplio rango de tintas.

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refracciones. Descartes repitió el mismo procedimiento para la man­ cha K, y estableció que el arco iris secundario se producía por la refracción del rayo FG en G, su posterior reflexión interna en H e I, y, finalmente, su refracción al entrar de nuevo en el aire por K. Esta vez había dos reflexiones y dos refracciones. ¿Por qué los ángulos de cuarenta y dos y cincuenta y dos grados? Es, sin duda, un trabajo brillante, pero Descartes nos lo presenta sólo como un ejercicio preliminar que lleva a la pregunta: ¿por qué aparece una mancha roja sólo en aquellas partes de las gotas tales que una línea que vaya de ellas al ojo haga un ángulo de cuarenta y dos ó cincuenta y dos grados con EM? En otras palabras, ¿por qué esas líneas forman todas el mismo ángulo y yacen en la super­ ficie de un cono cuyo vértice está en el ojo? Descartes se encontraba en la posición única desde la que podía atacarse el problema porque disponía de la herramienta que le per­ mitía medir no sólo la reflexión, lo que es fácil de hacer, sino tam­ bién la refracción, lo que se les escapaba a todos sus coetáneos, excepción hecha de Snell, a quien, sin embargo, no se le había ocu­ rrido aplicar lo que sabía sobre la refracción al estudio del arco iris. La ley del seno le permitía a Descartes calcular cuánto se dobla un rayo incidente al entrar o salir de una gota de agua, pero es carac­ terístico de su poca franqueza que no dijese esto simple e inequívo­ camente. En vez de ello, da una tortuosa exposición de su proceso de pensamiento: Pero aún quedaba en pie la dificultad principal: llegar a entender por qué, aunque hay muchos otros rayos que tras dos refracciones y una o dos reflexiones pueden dirigirse al ojo cuando la vasija está en diferentes posi­ ciones, sólo ésos de los que he hablado hacen que aparezcan de hecho manchas de color. Para deshacer esta dificultad, miré si había algún otro fenómeno en que apareciesen de la misma forma, de manera que comparan­ do aquél y éste pudiese juzgar mejor cuál era su causa. Entonces, al recordar que un prisma o un triángulo de cristal hacen que se vean colores parecidos, centré mi atención en uno que tuviese la forma M N P [véase la figura 5] 40.

40 Meteorología, A. T., VI. pág. 329.

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L a magia de los números y el movimiento

Preguntas al prisma Habría sido más sencillo decir: la luz que pasa a través de un prisma se descompone en los colores del arco iris, luego puede es­ tudiarse la generación de éste con un prisma, especialmente porque se sabe que en ese caso el índice de refracción (es decir, el valor de sen 1/sen r) es 3/2. Que no lo hiciese así es aún más sorprendente porque la Meteorología viene a continuación de la Optica, en la que Descartes hizo público su descubrimiento. La razón más probable es que, como he sugerido, el tratado del arco iris se escribiese en 1629 y se le incorporase sin que se le revisase mayormente en la Meteorología publicada en 1637. Lo que realmente le importaba a Descartes cuando escribió el pasaje que acabo de reproducir era la vindicación de la metodología por la que había abogado en la octava de sus Reglas para la dirección del espíritu. Como hemos visto en el capítulo siete, Descartes recomendaba que, cuando la intuición di­ recta no servía, se razonase a partir de ejemplos que fuesen análogos al caso cuya naturaleza se tratase de desentrañar41. Como no podía ver directamente por qué el arco iris se producía sólo cuando los rayos hacían determinados ángulos, buscó «algún otro fenómeno» en el que la refracción satisficiese también una razón de magnitud prefijada. Descartes sabía muy bien que ése era el caso del prisma, aunque escribiese como si hubiese tenido que escarbar en los rinco­ nes más apartados de su memoria. La presuposición de que la refracción en una gota de agua puede, sin perder más tiempo, compararse con la refracción en un material diferente, el cristal, no le parecería obvia a la mayoría de los filósofos naturales del siglo diecisiete. Pero Descartes ya había llegado en sus Reglas para la dirección del espíritu a la conclusión de que hay sólo un tipo de materia, cuya propiedad esencial es la extensión geomé­ trica. De ahí la legitimidad de las analogías entre objetos materiales distintos. En el nuevo reino de la cantidad, las cualidades no indican ya diferencias sustanciales, y la medición adquiere una voz propia. El fenómeno análogo es la refracción debida a un prisma MNP (véase la figura 5) de la luz del sol, luego de haber pasado ésta por una rendija estrecha, DE, en la cara por lo demás a oscuras NP. Los colores del arco iris aparecen en una pantalla blanca colocada en

41 Véase m is arriba, págs. 227-230.

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PHGF, el rojo por F y el azul por H. De este experimento saca Descartes varías conclusiones, todas ellas válidas también para la gota de agua que hace las veces de prisma:

F ig u r a 5

1.

La superficie curva de la gota no causa los colores, pues las caras MN y NP del prisma son, ambas, planas; 2. La reflexión no tiene tampoco nada que ver, pues aquí no hay ninguna; 3. N o tiene por qué haber varias refracciones, con tal de que haya al menos una y, si hay dos, la segunda no anule el efecto de la primera, como pasaría si las caras NM y NP fuesen paralelas; 4. Tiene que haber una zona de sombra, pues en cuanto se ensancha demasiado la rendija D E, los colores se ven sólo en el borde, y el centro queda blanco. Si la rendija se ensan­ cha aún más, los colores desaparecen totalmente 42. 42 M acón ¡logia, A. T „ VI, págs. 330-331.

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Pero ¿por qué el rojo aparece en F y el azul en H? Es aquí donde empieza a teorizar, y lo hace en una línea íntimamente conectada con el desarrollo de las ideas cosmológicas de Descartes, faceta ésta de la evolución del pensamiento de Descartes que conocemos gracias a El Mundo (el título completo es E l Mundo o Tratado de la Luz), que se remonta también a 1630, más o menos, si bien se publicó sólo postumamente, en 1664.

Las partículas esféricas de luz En E l Mundo reduce Descartes los cuatro elementos tradiciona­ les, fuego, aire, tierra y agua, a sólo los tres primeros. N o se los distingue ya por sus cualidades intrínsecas como hacían Aristóteles y sus seguidores, para los que el fuego era caliente y seco, el aire caliente y húmedo, y la tierra fría y seca. Descartes sólo reconoce un tipo de materia, que sólo varía en el tamaño, forma, disposición y velocidad de sus partes. Las partículas que forman la tierra son grandes, irregulares y lentas, las que constituyen el aire pequeñas, regulares y esféricas. El fuego está hecho de panículas tan diminutas que pueden llenar instantáneamente los intersticios que quedan entre las panículas de aire, que a su vez llenan los huecos entre las paní­ culas de tierra. De ahí que el universo sea una plenitud sin vacío alguno 43. Volveremos más adelante sobre las propiedades de este universo, pero por ahora sólo nos hace falta tener en cuenta las panículas esféricas de aire mediante las cuales la presión se transmite desde una fuente luminosa. «Hay que imaginar estas panículas», escribe Descanes en la sección de la Meteorología a la que hemos estado prestando nuestra atención, «como pequeñas bolas que giran en los poros de los cuerpos terrestres» 44. Si las paredes contiguas se mue­ ven al mismo paso, «su rotación es casi igual a su movimiento en línea recta», y si lo hacen más deprisa o más despacio, su rotación aumentará o disminuirá. En otras palabras, Descanes conjetura que en el borde de la sombra, es decir, en D y E de la figura 5, se alteran los movimientos rotatorios de las bolas, y que ésa es la causa de los distintos colores que observamos. 41 El Mundo [Le Monde ou Traité de la lumiere], capítulo 5, A. T ., XI, págs. 23-31. 44 Meteorología, A. T., VI, pig. 331.

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Como hay que explicar todos los fenómenos físicos y ópticos a partir del tamaño, forma y movimiento de partículas extensas, y como las partículas de aire tienen todas el mismo tamaño y forma, la explicación del color sólo puede encontrarse en el cambio de ve* locidad. Imagínese una bola, 1234 (figura 6), que es empujada obli­ cuamente de V a X, y se pone a girar cuando golpea la superficie del agua, YY, lo que ocurre, dice Descartes, porque en el momento en que la bola entra en el agua la parte 3 se frena mientras la parte 1 sigue por un momento con la misma velocidad. A resultas de ello, la bola ha de girar en el sentido de las agujas del reloj, es decir, en el orden 1234. Ahora, imagínese que la rodean cuatro bolas, Q, R, S, Y, de las cuales Q y R se mueven aún a la velocidad inicial, y S y T van ya frenadas. Según Descartes, Q, que presiona sobre la parte 1 de la bola, y S, que sostiene la parte 3, aumentan el giro de la bola, y las bolas R y T no la estorban, pues R «está dispuesta» a moverse hacia X más deprisa que la bola 1234, y T más despacio 4\ Podemos observar aquí un curioso lapsus. Descartes dice que la rotación de la bola en la dirección 1, 2, 3, 4 aumenta por la acción de Q y S, cuando es evidente que del diagrama se desprende que el movimiento rotatorio de la bola aumenta por la acción de Q y R,

-Y x

X -X Figura 6

45

Ib., p á g s . 3 3 1 - 3 3 2 .

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no por la de S. Que no se trata sólo de un error tipográfico está claro, habida cuenta de las explicaciones que acompañan el diagrama. Lo que tenemos aquí es un ejemplo del temperamento galo de Des­ cartes. Cuando tenía una idea que parecía prometedora, la bosque­ jaba, y, habiéndose convencido a sí mismo de que podría ser válida, se desentendía de ella. N o le interesaban los detalles, como si siem­ pre fuese a haber gente dispuesta a emprender la tediosa tarea de experimentar y cuantificar. Una lectura cuidadosa de la Meteorología revela que Descartes no dice de manera simple y directa que las bolas R y T se muevan más deprisa o más despacio que la bola 1234 que acaba de entrar en el agua. Como presupone que la transmisión de la luz en una ple­ nitud es instantánea, emplea (al menos en los momentos en que está en guardia) una terminología que implica que el movimiento es vir­ tual, pero en una manera tal que sus propiedades no difieran de las del movimiento real. Por eso, en el pasaje que estamos examinando, no dice de las cuatro bolas Q, R, S, T que se mueven sino que «tienden a moverse», o que «están dispuestas» a moverse más deprisa o despacio. Descartes no sólo atribuía a toda la materia la misma propiedad esencial de la extensión, daba incluso el paso más atrevido de atribuir al movimiento virtual y al movimiento real las mismas características. No se niega tanto la muy denigrada «poten­ cialidad» de los escolásticos como se viste la mona de una seda que la conviene en una subespecie de la «efectividad» 46.

La explicación instantánea Hay una soterrada corriente parmenideana a lo largo de buena pane de la reflexión de Descartes sobre el movimiento, pero la co­ nexión más inmediata y obvia es con el mundo de la magia, en el que no hay lapso alguno entre que escuchamos las palabras mágicas y asistimos a sus espectaculares resultados. Debemos recordar que al repudiar las conexiones no mecánicas, y con ellas las relaciones ocultas que postulaba la magia, Descartes nunca rechaza por ello el cambio instantáneo. N o era éste mágico en sentido alguno. Era algo maravilloso, por supuesto, pero encontraba su lugar entre las expli44 Véanse las págs. 325-326, 380, 458-459.

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caciones en una categoría extendida de la realidad, hecha para abar­ car todo aquello que fuese «verdaderamente» virtual. Todo esto demuestra con bastante claridad, me parece, que la naturaleza de los colores que aparecen en F [véase la figura 5 más arriba] consiste sólo en el hecho de que las partículas de la materia sutil que transmite la acción de la luz tienden con más fuerza a rotar que a moverse en línea recta, de manera que las que tienen una tendencia mucho más fuerte a rotar causan el color rojo, y las que sólo tienen una tendencia ligeramente más fuerte a ello causan el amarillo.

«En todo esto», sigue Descartes, «la explicación (la raison) con­ cuerda tan perfectamente con la experiencia que no creo que sea posible, una vez se haya aprehendido ambas, poner en duda que la materia es como acabo de explicar». Esto le es evidente por sí mismo a Descartes porque, según su punto de partida mecánico, «es impo­ sible hallar en el cristal MNP algo más que pueda producir color, a no ser la manera en que emite las pequeñas partes de materia sutil hacia la pantalla FGH y de ahí a nuestros ojos» 47.

Apariencia y realidad De la explicación mecánica del color se sigue su objetividad, y Descartes no deja pasar la oportunidad que esto le ofrece de darse a la polémica: «N o me gusta la distinción que hacen los filósofos cuando dicen que algunos colores son verdaderos y otros falsos o sólo aparentes» 48. N o dice quiénes son esos filósofos, pero los je­ suítas autores de los Comentarios de Coimbra de la obra de Aris­ tóteles sostenían que había colores verdaderos y permanentes, como el blanco del cisne o el negro del cuervo, y colores aparentes y transitorios, como los del arco iris 49. En opinión de Descartes, to-

**7 Descanes, Meteorología, A. T., VI, págs. 333-335 4’ Ib., pág. 335. 'I9 Commentarta in tres libros de Anima Aristotelis (Coimbra, 1596), Lib. II, cap. 7, qu. 2, an. 2 (sobre los comentarios de los profesores jesuítas de Coimbra, véase más arriba, págs. 21-22. Descartes seguía a Kepler, que había repudiado tal distin­ ción: «Como los colores que se observan en el arco iris son del mismo tipo que los que hay en los cuerpos coloreados, es que tienen el mismo origen» (Kepler, Ad ViteUionem Paralipomena, capítulo 1, prop. 15, en Gesammelte Werke, vol. 2, pág. 23).

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dos los colores son «apariciones [acto del aparecer]», es decir, res­ puestas fisiológicas a los estímulos producidos por las finas partícu­ las de materia, con sus velocidades lineales y rotacionales distintas. En este sentido, «la verdadera naturaleza» de los colores «es», como él dice, «aparecer», así que sería estúpido decir «que son falsos cuan­ do su aparición es real». Sin embargo, las apariciones [actos del apa­ recer] han de ser explicadas coherente y consistentemente, y hay algunas tensiones en la explicación de Descartes que no se pueden soslayar. Difícil es ocultar los costurones de la vestidura que Des­ cartes creía inconsútil de su filosofía natural. Podemos resumir quizá la naturaleza de los problemas soterrados como sigue. Descartes efectuaba en un principio su explicación de los colores a partir de las diferencias entre las velocidades lineal y rotacional de las partículas esféricas de la materia sutil. Cuando se dio cuenta de que esas partículas están empaquetadas tan apretada­ mente que no puede haber espacio vacío, vio que la luz sólo podía transmitirse instantáneamente. Atajó esta incongruencia con su des­ cripción de la transmisión instantánea de la luz como virtual o «ten­ dencia!». Este era el primer gran problema que le salía al paso. El segundo estribaba en la necesidad que había de reconciliar la ley de conservación de la inercia rectilínea (a la que volveremos en el ca­ pítulo once), con la aparente inercia rotacional de las partículas es­ féricas de la materia sutil. Estas dificultades salieron a luz de una forma u otra en cuanto las ideas de Descartes llegaron a ser conocidas y discutidas. Esta es la razón por la que vamos a examinar el tipo de reacción que la explicación del color ofrecida por Descanes suscitó en sus lectores cuando se publicó en 1637, antes de dedicamos a examinar los pasos que da en la Meteorología 50 para explicar por qué vemos sólo un arco iris compuesto de rayos que hacen un ángulo de cuarenta y dos ó cincuenta y dos grados con la dirección original. La reacción a la teoría de los colores de Descartes Descanes repanió ejemplares de su Discurso del Método y los tres tratados que lo acompañaban a personas prominentes del mun­ do académico. Envió como cumplido tres ejemplares al profesor de Ib., pág. 74. Descanes le aseguraba a Merscnne que todas las cuestiones tocan­ tes a la física de la luz se explicaban «muy fácilmente» en el Mundo, pero que de otra forma eran «ininteligibles» (carta a Merscnne del quince de noviembre de 1638, ib., pág. 437).

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dad de rotación de las esferas de la materia celeste cambia cuando salen del prisma, los resultados no podrían ser los que Descanes asevera. Como hemos visto, según la analogía de Descartes la bola 1234 (véase la figura 6 más arriba) sólo tiene movimiento traslacional has­ ta que incide en la superficie del agua YY y empieza a rotar. Esferas de materia fina que se mueven más deprisa, como Q, aumentan esa rotación, que es refrenada por las que se mueven más despacio, como S. «Esto explica», dice Dcscanes, «la acción del rayo DF» M [véase la figura 5]. Pero examinemos ahora, dice a su vez Ciermans, lo que implica esta analogía si hacemos que la luz pase a través de un pris­ ma y tenemos presente la aseveración que Descanes hace en la Op­ tica;, a saber, que a las esferas de materia fina les es más fácil pasar (y por lo tanto se «mueven» en él más deprisa) por un medio denso que por otro rarificado. En la figura 11, la esfera A deja el medio más denso, el cristal, y entra en el medio más rarificado, el aire, mientras que en el ejemplo de Descanes la bola 1234 (véase la figu­ ra 6 arriba) deja el aire por el medio más denso, el agua. Descanes suponía que estos dos casos eran idénticos. Si miramos más de cerca, dice Ciermans, veremos que no es así. La bola A, que es parte del ra^o rojo, DF, acaba de salir al aire, y pierde velocidad de rotación a causa de las esferas de aire, más lentas. A la esfera B, justo encima de ella, la presiona una esfera de materia fina que está aún en el prisma y gira más deprisa, así que gira tam­ bién más deprisa por ello. En consecuencia, las esferas que lleguen a H rotarán más deprisa que las que lleguen a F. Pero el color rojo aparece en F, luego lo producen las esferas que rotan más despacio, \no las que lo hacen más deprisa, como Descanes aseguraba! 65 JeanBaptiste Morin, independientemente, hizo la misma objeción, y Des­ canes no pudo sino caer en la cuenta de que algo iba mal en su analogía. Al contestar a Morin en julio de 1638, intenta reconstruir su argumento: No hablo de partículas de materia fina, sino de bÑas/dé'madera (o de algún otro materia) visible) que son empujadas haci&veVagua. Esto es evidente, pues las hago rotar en una dirección diferente/i-íar dirección en la que rotan las partículas de materia fina, y comparo la rptácpóiyque adquieren cuando M Meteorología, A. T-, VI, pág. 333. “ C ana de Ciermans a Descanes de marzo de

, p í & .}3-.

Comprensiblemente, Morin no se quedó convencido. ¿Por qué sacar a colación bolas de madera, pregunta, si no se comportan como las pequeñas esferas de materia celeste fina? 67 Es notable la réplica de Descanes por la manera en que desplaza el punto de vista de las consideraciones teóricas a los requisitos del control experimental: «Tenía que usar bolas que se pudiesen ver, y no las invisibles par­ tículas de materia fina, para que fuese así posible someter mis argu­ mentos a contrastación empírica [d l’examen des sens\, como yo siempre intento hacer» 68. Tampoco eso impresionó a Morin, quien respondió a Descanes señalando que en la Meteorología no había ningún indicio de que estuviese pensando en bolas de madera. Pero aunque fuese así, la afirmación experimental era vacua, «pues nadie en el mundo podría realizar el experimento que sugerís» 69. ¡A quién le puede sorprender que después de esto la correspondencia con Morin cesase!* “ Cana de Descanes a Morin *7 Cana de Morin a Descanes 48 Cana de Descanes a Morin Cana de Morin a Descanes

del trece de jubo de 1638, ib., pág. 208. del doce de agosto de 1638, ib., págs. 293-294. del doce de agosto de 1638, ib., págs. 293-294. de octubre de 1638, ib., pág. 418.

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Descanes nunca se enfrentó abiertamente a la crítica de Ciermans, que censuraba su ofuscación en lo tocante a la rotación de las esferas de materia fina que producen el rojo y el azul (a saber, cuan­ do sostiene que las más rápidas producen el rojo). Se limitó, más bien, a reclamar retóricamente que se tuviesen en cuenta experimen­ tos independientes que confirmaban su idea: N o quisiera que creyeseis, por el ligero y limitado número de argumentos que he publicado [en la M eteorología], que es sólo un experimento lo que me ha movido a aseverar que el color rojo consiste, no digo en la agitación más frecuente, sino en la mayor tendencia a un movimiento circular. Aun­ que no creo que haya una prueba mejor que la que he aducido, hay cien más [literalmente, « seiscientas m ás»] que podría dar si tomase en cuenta las partes de la física a las que pertenecen. Si hablase de los animales, explicaría por que la sangre es roja, en otras ocasiones explicaría por que el azogue y otras sustancias enrojecen con que el fuego actúe sobre ellas, y así sucesi­ vamente. Si diese con un solo caso, en todo el reino de la naturaleza, que no casase con mi opinión, suspendería el asentimiento hasta que me hubiese convencido a mí mismo de que estaba en lo cierto. Pero ¿no hay acaso otros experimentos en la M eteorología que confirman mi opinión? En las página 272 y siguientes, por ejemplo, donde discuto el color rojo de las nubes, el azul del cielo y del mar, etc 70.

Descartes hizo protesta de demasiado, como no podemos dejar de ver si nos fijamos en el pasaje de la Meteorología al que se refiere. Está en el capítulo que sigue al dedicado al arco iris, y se limita a repetir que se percibe el azul cuando las pequeñas esferas de materia fina rotan despacio, y el rojo cuando rotan más deprisa7172. Por lo que toca a la sangre, destaparía el tema en un manuscrito biológico que escribiría mucho más tarde, pero todo lo que se nos dice es que la sangre es roja porque las pequeñas esferas de materia fina que hay en la superficie de la sangre «rotan mucho más deprisa» 7Í.

70 Carta de Descartes a Ciermans del veintitrés de marzo de 1638, ib., págs. 75. 71 Meteorología, A. T., VI, págs. 346-347. 72 La Description du Corps Humain, A. T., XI, pág. 256. Descartes iguala su interpretación de los hechos a los hechos mismos cuando escribe que «podemos sentir [nous poHVons sentir] dos tipos de movimiento que tienen estas bolas: uno, el que tienen cuando se acercan a nuestros ojos en línea recta, que nos da la sensación de luz, el otro, el que tienen cuando giran alrededor de sus centros» (ib., págs. 255-256). Esta obra se escribió alrededor de 1648.

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Inercia rectilínea y circular Ciermans se maravillaba de que las esferas de materia fina, que suponía manaban del sol, no perdiesen su velocidad durante su viaje por distantes regiones del espacio. N o conocía la ley de la inercia de Descartes, que todavía no había sido publicada, y que era lo que éste daba por sentado todo el tiempo. La cuestión es entonces: si el movimiento rectilíneo es inercial, ¿qué explica la persistencia del movimiento rotacional? La respuesta que Descartes le da a Ciermans revela que no había captado del todo las consecuencias de su propio principio, pues dice no ver dificultad alguna en mantener tanto la inercia rectilínea (que, después de Newton, llamamos simplemente movimiento inercial) como la inercia circular (que, después de New­ ton, consideramos que es no-inercial, es decir, requiere la aplicación constante de una fuerza exterior): No entiendo por qué os parece que las partículas de la materia celeste no mantienen la rotación que da lugar a los colores tanto como el movimiento en línea recta en que consiste la luz. Podemos captar ambos igual de bien gracias a nuestro razonamiento. Estoy convencido de que, por lo que se refiere a los sucesos naturales, no podemos pensar en nada mis seguro, es decir, que mejor respondan al rigor de la computación matemática'3. La atrevida declaración de Descartes sobre el rigor de las mate­ máticas no añade nada a su explicación, que es de naturaleza ente­ ramente cualitativa. Lo que se nos dice que captamos «gracias a nuestro razonamiento» no es más que la posibilidad de que las dis­ tintas velocidades de rotación de las partículas que llegan a nuestro ojo causen los colores. Nunca sospechó Descartes que el prisma descomponía la luz blanca en las partes que la constituyen; su ex­ plicación del color es a partir del movimiento sólo. Ninguno de los colores es, para él, intrínsicamente diferente, sus diferencias se deben simplemente a su mayor o menor velocidad de rotación. Afortuna­ damente, podía Descartes reclamar la fama en el reino de la óptica, porque su derecho a ella no descansa en su explicación del color, sino en su descubrimiento de la ley de la refracción y en su brillante análisis del arco iris, al que ahora volvemos. 73 Cana de Descanes a Ciermans del veintitrés de marzo de 1638, A. T., II, pág. 74.

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Angulos privilegiados Hemos dejado en suspenso la cuestión crucial: ¿por qué el arco iris principal está formado exclusivamente por rayos que hacen un ángulo de unos cuarenta y dos grados? Descartes se dio cuenta de que la respuesta se hallaba en el cálculo de la trayectoria de rayos que caigan en varios puntos de una gota de agua, para así determinar con qué ángulos entrarían en nuestros ojos. Había probado además que, tras una reflexión y dos refracciones, se ven muchos más rayos que hacen un ángulo de unos cuarenta y dos grados que rayos que hagan ángulos menores, y ninguno que lo haga mayor. Cálculos análogos para dos reflexiones y dos refracciones revelan que entran muchos más rayos en el ojo con un ángulo de unos cincuenta y dos grados que con ángulos mayores, y ninguno con ángulos menores. Estos cálculos sólo eran posibles porque Descartes había descubierto que cuando la luz pasa de un medio a otro, el seno del ángulo de incidencia guarda una relación constante con el seno del ángulo de refracción, lo que a su vez le había permitido determinar que el valor de sen í/sen r (lo que llamamos el índice de refracción) cuando se pasa del aire al agua es un poco más de 4/3, a saber, 250/187, esti­ mación excelente experimentalmente hablando. Descartes aclaraba su procedimiento con la ayuda de la figu­ ra 12 74. Todos los rayos que proceden del sol (que está en la parte de abajo de la figura, del lado de S) son paralelos, pero se refractan, como el rayo EF, al entrar en la gota de agua. Como era costumbre en su época, y para evitar las fracciones, se hace que el radio de la gota fuese 10.000 unidades. El ángulo de incidencia del rayo EF no se da en grados, sino por medio de la magnitud de la distancia FH entre el rayo y un rayo paralelo que pase por el centro de la gota. La razón FH /FC es, por lo tanto, el seno del ángulo de incidencia i del rayo. Para FH = 0, el rayo coincide con el rayo central AH, y el ángulo de incidencia es cero; para FH = 10.000, el rayo sólo roza la gota, y le ángulo de incidencia es 90°. Si el rayo EF penetra en la gota y se refleja en K, puede, o salir por N e ir hacia el ojo en P, o reflejarse y seguir hacia Q y por lo tanto a R. En el primer caso, llegará al ojo tras una reflexión y dos refracciones, y en el segundo, tras dos reflexiones y dos refracciones.

74 Meteorología, A. T ., VI, págs. 337-340.

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Descartes se da cuenta de que tiene que determinar la magnitud del ángulo ONP para el arco primario, y el ángulo SQR para el secundario. Calculó, para valores de FH que iban de 1.000 a 10.000, el ángulo O NP correspondiente, es decir, el ángulo entre el rayo emergente y el que viene directamente del sol. El cálculo se basa en la desviación que el rayo sufre de la línea recta cuando se refleja o refracta. En F la desviación se mide mediante el ángulo GFK, que es igual a i — r, donde i es el ángulo de incidencia y r el ángulo de refracción. En K, donde el rayo se refleja internamente, hay una segunda desviación de 180" —2r, y en N, al dejar la gota, una tercera desviación de i — r. La desviación total es, pues, D = 180° + 2t —4r. O N es paralelo a EF, así que el ángulo O NP es igual a 180" - D, es decir, 180" -(180" + 2i - 4r) = 4r + 2¿. Para FH = 8.000, que es el rayo que Descartes elige como ejemplo, i es 40"44'. Es fácil hallar el ángulo de refracción, r, a partir del índice de la refracción del aire al agua, es decir, sen i/sen r = 4/3. Un procedimiento aná­ logo da el valor del ángulo SQR 75. 75 Si se quiere un resumen claro del procedimiento de Descanes, véase The Rainbou), de Cari B. Boyer, págs. 200-219.

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Tablas elocuentes £1 resultado de los cálculos de D escartes es el siguiente: T a b l a 1. lín ea

lín ea C1

FH

T

a rc o FG

á n g u lo arco F K

á n g u lo ONP

1 6 8 -3 0 ' 1 5 6 ”5 5 '

1 7 1-25'

1 4 5 “4 ' 1 3 2 “5 0 '

1 6 2-48' 154-4' 145 -1 0 '

5-4 0 ' 1 1 -1 9 ' 17-56' 22 -3 0 '

1 6 5 -4 5 ' 1 5 1 -4 5 ' 136 -4 5 ' 1 2 2 -4 5 '

1 3 6 -4 ' 1 2 6 -4 0 ' 1 1 6-51' 1 0 6-30'

27 -5 2 ' 32 -5 6 ' 37 -2 6 ' 40 -4 4 '

1 0 8 -1 2 ' 93 -4 4 ' 79-25' 6 5 "4 6 '

95 -2 2 ' 83 -1 0 '

40 -5 7 '

5 4 -2 5 ' 69 -3 0 '

1000

748

2000 3000 4000

1496 2244 2992

5000 6000 7000 8000

3740 4488 5236 5984

120“ 1 0 6 -1 6 ' 91 -8 ' 73 -4 4 '

9000 10000

6732 7480

51 -4 1 ' 0

abla

línea

FH 8000 8100 8200 8300

1 3 ”4 0 '

SQ R

2. lín ea

a 5984 6058 6133 6208

8400 8500 8600 8700

6283 6358

8800 8900 9000 9100

6582 6657 6732 6806

9200 9300 9400 9500

6881

9600 9700 9800

arco FG

á n g u lo arco F K

7 3 "4 4 ' 71 -4 8 ' 6 9 -3 0 ' 67 -4 8 '

1 0 6-30' 1 0 5 -2 5 '

65 -4 4 ' 63 -3 4 ' 61 -2 2 ’

102-9'

1 0 4 -2 0 ' 1 0 3-14'

á n g u lo ONP

40 -4 4 ' 40 -5 8 ’ 4 1 -1 0 ’ 41 -2 0 '

SQ R

65 -4 6 ' 64 -3 7 ' 63 -1 0 ' 62 -5 4 '

1 0 1 -2 ' 99 -5 6 ' 98 -4 8 '

41 -2 6 ' 41 -3 0 '

6 1 "4 3 ' 60 -3 2 '

41 -3 0 ' 41 -2 8 '

5 8 -2 6 ' 57-20'

56 -4 2 ' 54 -1 6 ' 51 -4 1 ' 49-

97 -4 0 ' 96 -3 2 ' 95 -2 2 '

41 -2 2 ' 41 -1 2 ' 40 -5 7 '

94 -1 2 '

4 0 -3 6 '

56-18' 5 5 -2 0 ' 5 4 -2 5 ' 5 3 “3 6 '

6956 7031 7106

4 6 “8 ' 43 -8 ' 39 -5 4 ' 3 6»24'

9 3 ”2 ' 91 -5 1 '

40 -4 ' 3 9 -2 6 ' 38-38' 3 7 -3 2 '

5 2 -5 8 ' 5 2 ”2 5 ' 52“ 5 1 -5 4 '

7180 7255 7330

32 -3 0 ' 2 8 “8 ' 2 2 “5 7 '

8 8 -1 2 ' 8 6 "5 8 ' 8 5 ”4 3 '

3 6 -6 '

5 2 -6 ' 52 -4 6 ' 54-12'

6432 6507

5 9 ”4 '

90 -3 8 ' 89-26'

3 4 -1 2 ' 3 1 -3 1 '

308

La magia de los números y el movimiento

La revelación sorprendente de esta tabla es que sea cual sea el ángulo con el que el rayo entre en la gota, el ángulo de salida no será nunca de más de 40*57' con respecto a la dirección original. Ocurre también que un gran número de rayos (aquéllos para los que FH está entre 8000 y 9000) se refractan con un ángulo de unos cuarenta grados. Para determinar la acumulación con más exactitud, Descanes calcula entonces las trayectorias para valores que van de FH = 8000 a FH = 10000 (tabla dos). Estos cálculos mostraban que muchos rayos se concentran alre­ dedor de los 41*30'. Con un valor de 17' para el radio aparente del sol, Descartes establece que el ángulo máximo del arco iris interior es 41*47', y el ángulo mínimo del exterior 51*37' 76. Los valores a los que Descanes llegó explicaban no sólo por qué los arcos aparecen a ángulos de unos cuarenta y dos y cincuenta y dos grados, sino también por qué la frontera exterior del arco iris primario está mejor definida que el borde interior del secundario. No sale luz alguna, tras las reflexión y refracción indicadas, a un ángulo mayor que unos 46*30', si bien sí hay un número apreciable de rayos a ángulos ligeramente menores que ese ángulo. En el caso del arco iris secundario, sin embargo, se produce una acumulación de rayos a ángulos ligeramente mayores que 51*37', pero no llega ningún rayo al ojo a ángulos menores. Pese a su importancia, Des­ cartes sólo habla de pasada de este hecho. Lo que desea resaltar es que su método científico le permite corregir informes experimenta­ les. La experiencia no respaldada por la teoría no es fiable, y con severidad fuera de lugar, pone en evidencia a Francesco Maurolico, que había afirmado que el ángulo O N P era de unos cuarenta y cinco grados, y el SQR de unos cincuenta y seis. «Lo que demuestra», escribe Descartes, «qué poca fe podemos tener en las observaciones que no vienen acompañadas por la explicación correcta» 77. Los cálculos de Descartes revelan que sólo los haces estrechos, apretadamente empaquetados que emergen de las gotas que hacen con la dirección del sol un ángulo de unos cuarenta y dos grados son lo suficientemente intensos para afectar al ojo. Como todos ellos forman el mismo ángulo, han de yacer en la superficie de un cono con el vértice en el ojo. De ahí que el arco iris sea, en efecto, un arco. Está claro que una serie de personas dispuestas en una línea 74 Las tablas 1 y 2 aparecen en la Meteorología, A. T., VI, págs. 338-339 77 Ib., pág. 340.

Destejer el arco iris

309

verán, cada una de ellas, un arco iris distinto, pues para cada una de ellas seráp gotas distintas las que estarán en la dirección apropiada (véase la figura 13). Si están en el suelo, la parte del círculo que esté sobre ellos quedará conada, pero desde un aeroplano se vería un círculo completo (véase la figura 14). Mas no parece que Descanes tomase en cuenta la posibilidad teórica de, digamos, un ángel tum­ bado en una nube admirando el arco iris, pues explica los informes que hablan de arco iris invenidos diciendo que tal fenómeno se debe a la reflexión de los rayos del sol en la superficie de un lago hacia las gotas de lluvia, cortados los rayos directos por nubes interpuestas (véase la figura 15).

F ig u r a 14

F igura 15 El triunfo de la intuición... y la retórica La explicación del arco iris que da Descartes es, en efecto, un triunfo de su método científico. Sus observaciones impresionan, y sus deducciones matemáticas son enormemente iluminadoras. Pero cuando señala que las observaciones que no cuentan con la debida explicación no son de fiar, parece olvidar que se hacen observaciones sólo en las áreas donde la teoría le lleva a uno a esperar que serán significativas. Descartes no se preocupó nunca, por ejemplo, en me­ dir exactamente la anchura del arco iris, pues su teoría no da pie de ninguna manera a la noción de que la luz blanca se disperse en las partes que la componen. Descartes niega que haya cambios cualitativos en el sentido aris­ totélico, pero conserva la idea de que la luz se modifica cualitativa­ mente cuando pasa de un medio a otro, si bien, eso sí, interpreta el fenómeno mecánicamente. Cuando las panículas de materia fina tien­ den con más vigor a girar que a desplazarse en línea recta, el resul­ tado es la luz roja; y cuando la rotación es menos pronunciada, se ve el amarillo; y cuando es aún más suave, se observan el verde o

Destejer el arco iris

311

el azul 78. La inversión del orden de los colores en el arco iris se­ cundario suponía un serio reto a esta intepretación. Descartes lo encaraba con una mezcla de retórica («no he tenido dificultades») y manipulación arbitraria de las formas de las partículas invisibles cu­ yas propiedades se suponía que eran iguales a las de los cuerpos macroscópicos: Además, no he tenido dificultades en entender por qué el rojo aparece en la pane exterior del arco iris interior y la pane interior del externo. La causa de que se vea el rojo cerca de F en vez de cerca de H una vez ha pasado por el crista] MNP [véase la figura 5 arriba] es la causa también de que el ojo, cuando se encuentra en FGH, vea el rojo hacia la parte más espesa MP, y el azul hacia N. La razón es que el rayo de color rojo que se dirige a F viene de C, la pane del sol más cercana a MP. Por la misma razón, cuando el centro de las gotas de agua (y por lo tanto su pane más espesa) está en la parte exterior con respecto a los puntos de color que forman el arco iris interior, el rojo ha de aparecer en la cara exterior 79. A pesar de que esta explicación navegue con el pabellón de la república de las «cosas fáciles», no parece que participen de la cla­ ridad de la que tanto presumía Descartes. Parece que quiere decir que la inversión del orden de los colores es consecuencia de la in­ versión del prisma al que se asimilan las gotas de lluvia, y que el espesor es de alguna manera responsable de la aparición del rojo. Una esfera material puede rotar alrededor de su eje o moverse en línea recta. Lo segundo explica la ley de la refracción, lo primero, la producción de los colores. Como Descartes no admite otros tipos de movimiento y trata el color como si fuese la única propiedad del arco iris, piensa que su explicación es la única posible. Con la con­ fianza en sí mismo propia de un filósofo natural que posee la clave de las maravillas del universo, concluye: «Creo que no queda nin­ guna dificultad por resolver en esta materia» 80. Una multitud de arcos N o se le puede culpar a Descartes por no haberse anticipado a Newton, pero sí es verdad que quizá habría podido dar un paso Ib., pág. 342. n Ib., págs. 34-341, cursiva 80 Ib., pág. 341.

mía.

312

L a magia de los números y el movimiento

importante si hubiese prestado atención con más cuidado a los informes en los que se daba cuenta de la observación de arco iris terciarios en ciertas ocasiones. Suponía que ello pasaba cuando entre las gotas de lluvia había fragmentos de hielo, cuyo índice refractivo es mayor que el del agua. Sin embargo, estaba en posesión de una teoría con la que se podía hacer lo que ninguna hipótesis anterior había logrado: predecir dónde podría verse un arco iris terciario, en caso de que existiese, y un cuarto, quinto o sexto arco iris también. Como ha señalado Cari Boyer, todo lo que Descartes tenía que hacer era añadir más reflexiones internas que producen trayectorias capaces de generar nuevos arco iris, como se ilustra en la figura 16, donde r, el número de reflexiones internas, indica el orden del arco 81. Ni Descanes ni Newton se molestaron en hacer cálculos más allá de dos reflexiones internas. Halley, el astrónomo' británico y amigo de Newton, parece que fue el primero que efectuó cálculos sobre el arco iris terciario, y como se puede ver en la figura 16, el resultado fue una sorpresa: el tercer arco iris tenía un radio angular de 40“20\ y en vez de aparecer opuesto al sol, formaba un círculo alrededor del sol mismo. Es invisible, no porque su luz sea muy débil, sino por la brillantez de la del sol. Halley también halló que en el caso del cuarto arco, el rayo sufría una desviación de 405°33\ y que ese arco es un círculo de radio 45'*33' alrededor del sol. El quinto arco coincide casi exactamente con el segundo pero con los colores en orden inverso, y esto contribuye a que sea difícil observarlo. El sexto se superpone al primero, y nunca ha sido observado fuera de condiciones de laboratorio, en las que se han visto más de dieciocho, y todos ellos confirman la teoría de Descanes. La nueva alianza Descartes podía estar orgulloso, desde luego. Había tomado al asalto, gracias a su filosofía mecánica, uno de los símbolos más po­ tentes de la naturaleza. Dios, tras el diluvio, erige el arco iris como símbolo eterno de la alianza «entre El y toda criatura viviente» (Gé­ nesis 9, 13), y en la Iliada, Homero escribe que Afrodita, herida por Diomedes, huye del campo de batalla y por la senda del arco iris se

" Véase The Rainbou/, pág. 250, de Cari B. Boyer.

Destejer el arco iris

313

refugia en el Olimpo, llevada con la rapidez del viento por la diosa Iris, la diosa cuyo nombre es el nombre griego, y castellano, del arco multicolor del cielo 82. Como los griegos y hebreos de la antigüedad, Descartes se recrea en el arco iris, que sella su obra con el agrado de Dios. N o sorpren­ de, pues, que cierre su capítulo sobre el arco iris con la demostración de que su método puede no sólo explicar maravillas, sino hacerlas además. Para tener una exhibición de magia natural que sobrepuje los magros logros de della Porta, Descartes sugiere que se mezclen en el surtidor de una fuente líquidos cuyos índices de refracción sean distintos, de manera que se puedan producir «figuras en forma de cruz, o de columna, o de cualquier otra cosa que nos maraville» 8J. Poco podía prever lo que Keats escribiría casi dos siglos después, cuando las maravillas de la filosofía mecánica habían perdido ya su atractivo: Do not all charms fly At the mere touch of coid philosophy There was an awful rainbow once in heaven We know her woof, her texture; she is given

82 ¡liada, V, 350. Virgilio hace que Juno envic a Iris desde los cielos para que expire dulces vientos sobre la flota de Ilion (Eneida, V, 606-607). 85 Meteorología, A. T., VI, pág. 334.

314

La magia de los números y el movimiento

In the dull catalogue of common things. Philosophy will clip an Angel's wings, Conquer all mysteries by rule and line, Empty the haunted air, and gnomed mineUnweave a rainbow.... M.

[¿No huye acaso la gracia si la roza filosofía helada? Hubo una vez un arco iris en los cielos que estremecía: Conocemos hoy su trama y su textura, y está apuntado en el oscuro catálogo de las cosas corrientes. La filosofía atravesará con un alfiler las alas de un ángel, penetrará todos los místenos con reglas y líneas, vaciará el aire un lleno de espíritus, y de gnomos la minaDesteje un arco iris.... *4]

M John Keats, Lam ia, segunda parte, versos 229-237, en Complete Poems, ed., Jack Stillingfleet (Cambridge, MA: Harvard University Press, 1978), pág. 357.

Capítulo 10 LA ACCION DE LA LUZ

Hemos visto que los parhelios de Roma hicieron que Descartes, lleno de interés por el fenómeno y su explicación, dejara todo lo que se traía entre manos en ese momento, especialmente acabar el tratado metafísico en el que había estado trabajando durante los nueve pri­ meros meses siguientes •a su vuelta a Holanda. Con objeto de dar una explicación satisfactoria, reanudó el estudio de la refracción, que había dejado a un lado cuando salió de París, lo que a su vez le condujo a investigar la naturaleza del arco iris y a una nueva teoría de los colores. Publicaría sus resultados en la Meteorología, el se­ gundo de los tres tratados científicos que se publicaron con el Dis­ curso del Método. Del primero de esos tratados, titulado Optica [en francés, La Dioptrique], no se pretendía que fuese un tratado teórico sino un manual práctico para artesanos que, como Jean Fcrrier, que­ rían hacer mejores telescopios. Justo al principio del mismo, Des­ cartes afirma que desea que «le entienda todo el mundo», y promete que no empleará noción alguna que requiera conocimientos previos de otras ciencias. Ni siquiera, dice, se necesita un conocimiento exac­ to de la naturaleza de la luz: Ahora bien, como la única razón para hablar de la luz aquí es que de ella 315

316

La magia de los números y el movimiento

hay que hablar para explicar cómo entran sus rayos en el ojo y cóm o los desvían los distintos cuerpos con los que se encuentren, no he de esforzarme en decir cuál es su verdadera naturaleza. Bastará, pienso, con que haga dos o tres comparaciones que faciliten la comprensión de la concepción de la luz más adecuada para explicar todas esas propiedades que conocemos por experiencia, y deducir todas las demás que no podemos observar tan fácil­ mente. En esto imito a los astrónomos, cuyos supuestos son casi todos falsos o inciertos, pero de los cuales, sin embargo, extraen muchas conse­ cuencias verdaderas y ciertas, pues guardan relación con diferentes observa­ ciones '.

Descartes no deseaba discutir la naturaleza de la luz, pues no era probable que les interesase a los artesanos. Aunque creía que las leyes de la óptica se podían, finalmente, derivar de las propiedades básicas de la materia, le parecía que algo así no se podía trasladar a la mente de otras personas si al mismo tiempo no se les explicaba toda su metafísica, o al menos esa parte de ella que trata de la filo­ sofía natural. Para Descartes, el conocimiento perfecto de la luz re­ quería la aprehensión de la estructura que está tras el universo ma­ terial. De ahí que el título completo de su ensayo cosmológico pos­ tumo sea El Mundo, o Tratado de la Luz. Modelos y analogías Una característica de la luz que daba muchos quebraderos de cabeza, pues no parecía que la intuición directa pudiese captarla, era la instantaneidad. No podemos poner el movimiento instantáneo di­ rectamente ante nuestra mira porque no hay manera de que poda­ mos manejar velocidades infinitas. Todo lo que está en nuestra mano es entenderlo por analogía con alguna «potencia natural» que nos sea familiar. Descartes ya había abordado este problema en la regla novena de sus Reglas para la dirección ¿leí espíritu: Si, por ejemplo, quiero saber si una potencia natural puede propagarse ins­ tantáneamente a un lugar disunte atravesando todo el espacio interpuesto, no fijaré inmediaumente mi atención en la fuerza magnética, o en la in­ fluencia de los astros, ni siquiera en la velocidad de la luz, para ver si acciones como ésas pueden ocurrir instantáneamente, pues me sería más ’ Optica [L a Dioptrique/, A. T ., VI, pág. 83.

La acción de la luz

*17

difícil zanjar tales cuestiones que la de partida. Reflexionaré, más bien, sobre el movimiento local de los cuerpos, pues no hay nada en toda esta área que los sentidos perciban mejor. Y me daré cuenta de que, mientras que una piedra no puede pasar instantáneamente de un lugar a otro, pues es un cuerpo, una potencia similar a la que mueve la piedra ha de transmitirse instantáneamente cuando pasa, desnuda, de un objeto a otro. Por ejemplo, si muevo el extremo de un bastón, por largo que sea, me será fácil concebir que es necesario que la potencia que mueve esa parte del bastón mueva cada una de las otras partes instantáneamente, pues lo que se comunica es la potencia desnuda, y no la que está encerrada en algún cuerpo, una piedra, por ejemplo, que la lleve consigo 2.

£1 bastón será la primera de las tres analogías que Descartes tomará en consideración en la Optica. Las otras dos serán un barril de vino en fermentación y el juego de pelota. Examinaremos cada de una de ellas en este capítulo. Pero antes de que nos dediquemos a ello, hemos de fijarnos en cómo intenta Descartes justificar su método en ese pasaje que hemos visto más arriba, ¿se en el que compara su forma de proceder con la de los astrónomos «cuyos supuestos son casi todos falsos o inciertos, pero de los cuales, sin embargo, extraen muchas consecuencias verdaderas y ciertas, pues guardan relación con diferentes observaciones que ellos han hecho» 3. El recurso a las analogías no crea mayores problemas en un con­ texto del que se dice que es sólo práctico y propedéutico. El pro­ blema está en la referencia que se hace a artificios de cálculo que se sabe son falsos. Descartes piensa en los epiciclos y deferentes de la astronomía tolemaica, que servían para calcular la posición de los cuerpos celestes, pero de los que no se creía que fuesen físicamente verdaderos. Este reconocimiento de la arbitrariedad —y por lo tanto falsedad— de los modelos astronómicos ha dado mucho que pensar a los descartistas. Lo que al parecer quiere decir Descartes es que aunque la luz no se mueva en sentido literal, como el bastón, el vino de un barril o la pelota en el frontón, estos modelos pueden, sin*1 Reglas para la dirección del espíritu, regla nueve, A. T ., X , pág. 402. Optica, A. T., VI, pág.83. Resuena en esto lo que había escrito en la décimosegunda de sus Reglas para la dirección del espíritu: «Hay que presuponer ciertas 2 1

cosas que quizá no acepten todos. Pero aunque se piense que no son más reales que los círculos imaginarios que los astrónomos usan para describir los fenómenos, poco importa, con tal de que nos ayuden a discernir lo que puede ser verdad de lo que puede ser falso» (A. T., X, pág. 417).

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L a m a g ia d e lo s n ú m e r o s y e l m o v im ie n t o

embargo, servirnos para calcular la trayectoria de un rayo de luz, incluso aunque nos quedemos lejos de entender lo que verdadera­ mente pasa en el proceso de iluminación. No podemos libramos, sin embargo, de tener la impresión de que Descartes esperaba que sus analogías transmitiesen mucho más que esto a sus lectores más pers­ picaces. El pasaje de la novena de las Reglas para la dirección del espíritu reproducido al principio de este capítulo dice que en un caso como éste hay que recurrir al «movimiento local» (es decir, el cambio de lugar), el tipo de movimiento que se percibe más fácil e inmediata­ mente *4. En esto sigue la directriz que él mismo estatuye en la se­ gunda de las Reglas para la dirección del espíritu: «Deberíamos pres­ tar atención sólo a aquellos objetos que nuestras mentes puedan conocer cierta e indubitablemente» 5. El movimiento local, según Descartes, es un objeto que se puede conocer así de cierta e indu­ bitablemente, y, por lo tanto, el punto de partida debido para una investigación científica. Le parecía, además, que podía, en algunos casos, ser instantáneo.

El bastón del ciego Lo deja claro gracias a la comparación (la primera que hace) de la acción de la luz con el movimiento de un bastón, con el que un ciego no sólo descubre su camino alrededor de los obstáculos que haya a su paso, sino que llega a reconocer los objetos con tan estu­ pefaciente precisión que se puede decir de él que «ve con sus ma­ nos». Según el análisis de Descartes, el objeto se percibe en el mis­ mísimo instante en que el extremo del bastón lo toca. En otras pa­ labras, la transmisión de la información es instantánea. «Para sacar de aquí una analogía», escribe Descartes, quiero que hagáis vuestra la idea de que la luz, en los cuerpos que llamamos luminosos, no es sino cierto movimiento o una acción muy rápida y viva que llega a nuestros ojos gracias al aire y a otros cuerpos transparentes de * Según Aristóteles, el movimiento local es anterior a todo otro tipo de cambio (Física, Libro VIH, capítulo 7). 4 Reglas para la dirección del espíritu, regla dos, A. T., X, pág. 362.

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la misma manera que el movimiento o resistencia de los cuerpos con los que se encuentra un ciego llega a su mano gracias al bastón 6. Al lector moderno, que se asevere que la transmisión de la luz es instantánea le parece carente de todo fundamento, especialmente si la aseveración descansa en la analogía del bastón de madera que toca un objeto. La compresión de sus partes (por veloz que sea) lleva tiempo. Para Descartes y sus contemporáneos, sin embargo, que la luz se propague instantáneamente no era tan difícil de aceptar, y que se la comparase con un contacto no era una idea extraña. Las teorías de la visión de los antiguos, muy discutidas aún en el siglo diecisiete, nos harán comprender por qué. Ya en el siglo quinto antes de Cristo, Empédocles había inten­ tado explicar la visión recurriendo a «haces oculares» que fluyen del ojo al objeto; la sensación de ver según esto era comparable, pues, a un contacto. Aristóteles criticó a Empédocles por haber sostenido que le lleva un tiempo a la luz el ir de un sitio a un otro, y ofreció una explicación distinta, basada en el supuesto de que la luz no es una corriente material que fluye de los objetos luminosos hacia el ojo, sino un estado o cualidad que el medio adquiere de una vez a causa de la fuente de luz, tal y como el agua se congela en todas sus partes simultáneamente 7. Aunque eran opuestos a Aristóteles, tanto Keplcr como Descartes aceptaban la doctrina de la transmisión ins­ tantánea 8. La novedad del enfoque de Descartes estribaba en pre­ 6 Optica, A. T „ VI, pág. 84. En las Reglas para la dirección del espíritu, Descanes había ilustrado su idea con un ejemplo aún más chocante: le pedia a su lector que pensase en el movimiento de una pluma, cuya punta no puede moverse sin que no lo haga al mismo tiempo el penacho en el otro extremo. 7 Para un breve y excelente resumen del estado de la cuestión antes de Descartes, véase «The Science oí Optics [La ciencia de la óptica)», de David C . Lindberg, en Science in the Middle Ages / L a ciencia en la edad media}, cd., David C . Lindberg (Chicago y Londres: University o í Chicago Press, 1978), págs. 338-368. Hay una explicación más detallada en Theories o f Vision from al-Kmdi to Kepler fL as teorías de la visión de al-Kindi a Kepler] (Chicago y Londres: University o í Chicago Press, 1976), del mismo autor. Acerca de la teoría de Aristóteles, véase su D el Alm a, libro dos, capítulo siete, 4l8a26-4l9a25, y De los sentidos y los objetos sensibles (De Sensu), capítulos 2-3, 437al8-439bl8; la analogía con el agua que se congela aparece en el capítulo seis, 447a3 fí. Sobre la estrategia de Descartes, véase «The Cartesian Theory oí Vision [La teoría cartesiana de la visión]», Ratio XXVII (1986), págs. 149-167, de John Hyman, y «Model and Reality in Descartes* Theory oí Light [Modelo y realidad en la teoría de la luz de Descartes]», Synthesis 4 (1979), págs. 2-23, de Peter Galison. * Johann Kepler, Ad Vitellionem Parahpomena, quibus Astronomiae Pars Optica

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suponer que la transmisión instantánea del movimiento local basta para explicar la acción de la luz. Las imágenes no revolotean Descartes insiste en que no se transmite nada que no sea movi­ miento. El ciego percibe diferencias en los objetos prácticamente tan bien como el vidente, «y sin embargo», escribe Descartes, «las dife­ rencias entre todos esos cuerpos no son sino las diferentes maneras en que el bastón ha de moverse, o las resistencias que encuentra». De esto querría que sacásemos la conclusión de «que no hace falta suponer que pasa algo material del objeto a nuestro ojo que nos hace ver los colores y la luz» 9. Por lo tanto, lo que importa en esta analogía no es tanto la instantaneidad, de la que no se ocupa mucho Descartes, sino la transmisión puramente mecánica de la informa­ ción. Subraya esto escogiendo como objeto de mofa las «formas intencionales» que invocaban los aristotélicos en su explicación de cómo se propaga la imagen de un objeto hasta el sentido que la recibe: De esta manera, vuestra mente se liberará de todas esas pequeñas imágenes llamadas formas intencionales, que revolotean por el aire y unto dan que hacer a la imaginación de los filósofos, y hasta os será fácil zanjar el actual debate filosófico tocante al origen de la acción que causa la percepción visuall0. Traditur, capítulo uno, proposición cinco (Frankfurt, 1614), en Gesammeke Werke, eds., Max Caspar, Franz Hammer el alü. veinte volúmenes hasta la fecha (Munich: C. H. Beck, 1948-), vol. 2, pig. 21. Sobre las ideas de Kepler, véase la traducción francesa, profusamente anotada, de Catherine Chevalley, Paralipoménes a Viteüion (París: Vrin, 1980), págs. 32-41. El único oponente notable a la transmisión instan­ tánea en la edad media fue Ibn-ai-Havtham (que murió alrededor del 1039), conocido como Alhazen, que sostenía que el movimiento de la luz requiere un intervalo de tiempo finito pero imperceptible. Puede que Descartes leyese a Alhazen en la colec­ ción de textos de óptica bien conocidos de F. Risner, el Opticae Thesaums (Basilea, 1572), facsímil (Nueva York: Johnson Reprint, 1972), pág. 37 (Optica de Alhazen,

II. 21). * Optica, A. T., VI, pág. 85. Es interesante la comparación de esta afirmación con lo que Aristóteles escribe en De Sem a: «pero si la luz o el aire es el medio existente entre el objeto visible y el ojo, el movimiento a través del medio es lo que produce la visión» (De Sensu, capítulo tres, 438b3-4). 10 Optica, A. T ., VI, pág. 85. Los Conimbricensis y Eustache de Saint Paul de­ fienden que la especie intencional es necesaria (véase el índex Scolastico-Cartésien de

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La última frase se refiere al debate en marcha en el siglo diecisiete sobre el origen de los rayos visuales. Se suele llamar a las dos teorías enfrentadas teoría de la «extramisión», aquella según la cual los ra­ yos salen del objeto, y teoría de la «intromisión», si los rayos salen del ojo del observador para «sentir» el objeto. Kepler dio el coup de gráce a la teoría de la intromisión cuando demostró que se podía considerar el ojo como una camera obscura, y que los rayos inci­ dentes formaban una imagen invertida en la retina. Descartes verificó este experimento con el ojo de un toro, y publicó sus resultados en la Optica (véase la figura 1) " . Es de lo más sorprendente que en el capítulo que abre la Optica, del que ya hemos hablado, Descartes dé a entender que su analogía del bastón da razones a favor tanto de la extramisión como de la intromisión: Pues así como nuestro ciego puede sentir los cuerpos que le rodean no sólo cuando se mueven al contacto de su bastón, sino también gracias a la acción de su mano cuando los cuerpos no hacen otra cosa que resistirse al bastón, así debemos nosotros reconocer que los objetos de la vista se pueden per­ cibir no sólo por medio de la acción que procede de ellos y tiende a ir a nuestros ojos, sino también gracias a la acción de nuestros ojos que tiende a ir hacia ellos ,2. Descartes creía que los ojos de los gatos funcionaban como lin­ ternas, pero su prueba concluyente a favor de la intromisión era una que no cita en la Optica. Se trata de su propia experiencia personal, registrada en la narración de su célebre sueño l3. N o intenta explicar la óptica de la intromisión, y es difícil ver cómo podría hacer que ésta casase con el mecanismo que da por sentado en su publicada Optica.

La inclinación al movimiento: la lección del vino Si no se transmite nada físicamente, y lo que ocurre pasa instan­ táneamente, tenemos, hablando con propiedad, una inclinación al Etienne Gilson (París: Vrin, 1979), págs. 97-98). Sobre el peso que estos comentarios de Aristóteles tuvieron en la educación temprana de Descartes, véase más arriba, págs. 21-22. " Optica, A. T., VI, pág. 119. '* Optica, A. T.. VI. pág. 8S-86. u Véase más arriba, pág. 320.

322

La magia de los números y el movimiento

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F ig u r a i

movimiento más que movimiento mismo. Esto es lo que la analogía del barril nos ayudará a entender. La primera comparación, la de la luz y el bastón de un ciego, había conectado dos conjuntos de ope­ raciones:1 (1)

mano —*■ bastón - * movimiento o resistencia al movimiento —► sentir los objetos (2) ojo —» aire —> acción o tendencia al movimiento —» ver los colores

L a a c c ió n d e la lu z

i2 i

Es característico que para nosotros ios puntos débiles de esta analogía sean la inadmisibilidad de la propagación instantánea y que el contacto físico de (1) difiera de la percepción sensorial de (2), mientras que para Descartes lo sea sólo que el bastón es opaco y el aire, en cambio, transparente. De ahí que necesitase una segunda analogía —la de un barril lleno de uvas que fermentan. A primera vista, no se puede decir que la nueva comparación se base precisa­ mente en un claro ejemplo de transparencia, pero Descartes creía que las uvas del barril se podían comparar a las partículas redondas o pequeñas esferas de materia que forman el aire y los cuerpos trans­ parentes, y el zumo o mosto, a la materia fina que llena los inters­ ticios entre esas esferas. No ve Descartes problema alguno en aceptar que toda la materia fluida del barril tiende a moverse en línea recta hacia todas las aberturas del fondo. He aquí cómo desarrolla la ana­ logía, con la ayuda de un diagrama (figura 2): Pensad en un barril de vino en época de vendimia, lleno hasta el borde con uvas a medio prensar, y en cuyo fondo haya uno o dos agujeros, como A y B, por los cuales pueda fluir el vino sin fermentar ... entenderéis fácilmente que las panes del vino, las que están en C, por ejemplo, tenderán a caer en linea recta por el agujero A en el mismo instante en que se abra, y, al mismo tiempo, tenderán a caer por el agujero B, mientras que las panes que están en D y E tenderán también, al mismo tiempo, a caer por esos dos agujeros, sin que esas acciones se estorben unas a otras o las estorbe la resistencia de los racimos de uvas que hay en el barril. Y así será incluso aunque los racimos se apoyen los unos en los otros y no tiendan lo más mínimo, pues, a caer por los agujeros A y B como hace el vino, y, sin embargo, sí puedan moverse de varias maneras por la presión que otros racimos les hagan. De la misma manera, todas las panes de materia fina que toquen la pane del borde que esté de cara a nosotros tenderán a moverse en linea recta hacia nuestros ojos en el mismo instante en que los abramos, sin que esas panes se estorben unas a otras y sin que siquiera las estorben las panes más gruesas de los cuerpos transparentes que estén entre ellas H. Veamos qué está en juego en este ejemplo. En primer lugar, está claro que, para Descanes, las partes del fluido que estén en C reci­ birán una tendencia instantánea a moverse por los agujeros A y B, por los dos, tan pronto como se los abra. La idea es que, incluso

1,1 Optica, A. T., VI, págs. 86-87, cursiva mía.

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F igura 2 antes de que empiecen a moverse, tendrán una tendencia real a mo­ verse. Esto es coherente con lo que Descartes le escribe a Mersenne, comentando la ley de la caída de los cuerpos: hay que tomar en cuenta el peso de un cuerpo en el instante inicial de la caída, no cuando esté cayendo de hecho Esta opinión ya se encuentra en el tratado de hidrostática que le escribió a Beeckman en 1618 y al que prestamos nuestra atención en el capítulo dos l6, pero Descartes no se hizo la pregunta que surge desde el mismo planteamiento de la idea, a saber, como la «tendencia» empieza en el mismo instante en que se abre el agujero A, ¿es que no tiene el vino de C tendencia a caer antes de que se haya hecho el agujero? En otras palabras, hacer simplemente un agujero en el fondo del barril, ¿basta para producir una tendencia en la superficie? En segundo lugar, ¿por qué ha de tender el fluido de C en igual medida hacia A y B? Parece que Descartes supone que ha de ser así simplemente porque es tan fácil trazar una línea recta de C a B como de C a A. N o tiene en cuenta en absoluto que la distancia de C a B es mayor que la distancia de C a A, ni que el peso o la presión se ejercen hacia abajo. En otras palabras, no parece que le preocu­ pase lo más mínimo el estado físico de cosas concreto, sino tan sólo la capacidad de sugerir de las líneas rectas que dibuja en el barril.

,s Véase pág. 53 arriba. '6 Véase págs. 53-58 arriba.

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Una descripción lastrada de teoría En la comparación del bastón, se tomaba como modelo para la descripción de la luz la acción de sondeo de aquél, pero en la ana* logia del barril es, en cambio, la noción de la luz que Descartes tiene la que gobierna la explicación del comportamiento del líquido. La frase decisiva es: «De la misma manera, todas las partes de materia fina ... tenderán a moverse en línea recta hacia nuestros ojos». Des­ cartes sabe que los rayos de luz no se estorban los unos a los otros (por ejemplo, los rayos que salen de dos velas se cruzan sin que se produzca interferencia visible), y cuela de rondón esa propiedad de la luz en su historia del barril de uvas en fermentación. Tras esta forma de proceder se encuentra seguramente la idea de que la luz es el arquetipo de los fenómenos naturales 17. Lo que pase en el caso de la luz pasará también, aunque no sea tan manifiestamente, o ni siquiera parezca que tenga algo que ver, en cualquier otro caso. Si intentamos desmenuzar el razonamiento implícito de Descar­ tes, creo que obtendremos lo siguiente: el fluido en C puede salir por la abertura en A o por la abertura en B; el camino más fácil, tanto hacia A como hacia B, es la línea recta; por lo tanto, el fluido en C tiende a caer en línea recta hacia A y B, y lo que realmente le pase al zumo, es decir, que salga por A o por B, es sólo una cuestión práctica que no altera la geometría (y por lo tanto, la física, pues la materia es meramente extensión) del problema. «Téngase aquí en cuenta», describe Descartes la distinción que ya nos es fami­ liar, que es necesario distinguir entre movimiento, por una parte, y acción o tendencia a moverse, por la otra. Pues nos es fácil concebir que el vino de C tienda a bajar hacia lo agujeros A y B incluso aunque no pueda en realidad moverse hacia ambos al mismo tiempo, y que tienda a bajar exac­ tamente en línea recta hacia A y B incluso aunque no pueda moverse exac­ tamente en línea recta a causa de los racimos de uvas que haya interpuestos. De la misma manera, considerando que hemos de tener en cuenta que la luz de un cuerpo luminoso no es tanto su movimiento como su acción, ,f El prefacio de la primera (1664) edición de E l Mundo menciona que el titulo original era, simplemente. Tratado de ¡a Luz (A. T „ X I, pág. viü). Sobre el papel crucial que desempeñaba la metafísica de la luz antes de Galileo, víase Roger Grostetttte and the Origins o f Experimental Science f Roger Grosseteste y los orígenes de la ciencia experimental/, de A. C. Crombie (Oxford: Oxford University Press. 1953).

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h ab é is d e h ac ero s a la idea d e q u e lo s ra y o s d e lu z n o so n o tr a c o sa q u e las lín eas p o r las q u e su acción tien de a p ro p ag arse

La «tendencia a bajar» o «acción» del vino se caracteriza por ser: (1) rectilínea (se invoca la ley de la inercia, pero no se da explicación de ella alguna), (2) multidireccional (tiende tanto hacia A como hacia B), (3) instantánea, y (4) nada la estorba. Ahora bien, éstas son las propiedades de las que Descartes presupone, desde un principio, que son a su vez las típicas de la luz. Por eso, en la última frase del párrafo que acabo de reproducir, anima al lector a hacerse «a la idea de que los rayos de luz no son otra cosa que las líneas por las que su acción tiende a propagarse». Que hay una infinidad de rayos que tienden a propagarse a partir de una fuente luminosa es algo que, se nos dice, se sigue de la analogía del barril, en la que «imaginamos una infinidad de líneas rectas a lo largo de las cuales la acción que procede de todos los puntos de la supcrficc del vino tiende a pro­ pagarse hacia un agujero» ,9. Pero pensemos en la luz o en el vino, el criterio de inteligibilidad es puramente geométrico o, todavía me­ jor, diagramático. El juego de pelota y el gran slam La diferencia en transparencia entre un bastón de madera y la vastedad del aire era la razón confesada de que Descartes hiciese la segunda comparación; nada le interesaba más, de hecho, que las características de instantaneidad y rcctilineidad de la propagación de la luz, pero no se podía decir precisamente que el líquido oscuro y turbio del barril sirviese para sus propósitos. Por eso hizo una ter­ cera analogía, con la intención de esclarecer tanto el problema de la transparencia como el de los colores. Los rayos de luz que se en­ cuentran con cuerpos cuya transparencia no sea uniforme pueden ser desviados o amortiguados por ellos de la misma manera que los cuerpos que cortan el camino de una pelota o una piedra arrojada al aire desvían su movimiento. Pues no cuesta creer que la acción o tendencia a l movimiento en que, como he dicho, consiste la luz, h a de seguir en esto las m ismas leyes que el m ovimiento 20.*1 0 '* Optica, A. T., VI, pág. 88. " Ib. 10 Ib., págs. 88-89, cursiva mía.

La acción de la luz

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Pese a que se nos diga que es algo que no cuesta aprehender, no es inmediatamente obvio que una tendencia instantánea pueda seguir las mismas leyes que el movimiento en el tiempo de una bola o una piedra. Volveremos a esto pronto, pero veamos primero cómo de­ sarrolla Descartes su analogía. Cae la piedra inmediatamente en el olvido, y se nos pide que pensemos en una pelota golpeada por una raqueta. La bola se mueve hacia delante, pero se puede además hacer que rote y darle efecto, rozándola o golpeándola de manera opor­ tuna. La superficie que luego golpee la pelota cambiará esos movi­ mientos en diferente medida. Análogamente, los cuerpos negros «amortiguan los rayos de luz y y les quitan todo su vigor», otros, en cambio, los reflejan tal y como les llegan (los espejos planos), o en diferentes direcciones (los espejos curvos). Además, algunos cuerpos, a saber, los que decimos que son blancos, reflejan esos rayos sin producir ningún otro cambio en su acción, y otros, a saber, los que decimos que son rojos, amarillos, azules o de algún otro color, produ­ cen un cambio similar al que experimenta el movimiento de una bola cuando la rozamos.

Descartes añade, como si fuese para reafirmar a sus lectores que la analogía tiene fundamentos más firmes de lo que parece, que «creo que puedo determinar la naturaleza de cada uno de los colores y demostrar esto experimentalmente [le faire voir par expérience], pero es algo que va más allá de los límites de mi tema» 2>. Como sabemos de nuestro estudio del arco iris, Descartes ofrece una explicación de los colores en el capítulo ocho de la Meteorología, publicado bajo la misma cubierta que la Optica, y es sorprendente que no se refi­ riese a ese desarrollo. La razón de que no lo hiciese es que escribió la Optica primero, y no la revisó tras completar la Meteorología 2122. Idealizaciones y conocimiento a priori La presuposición que está detrás de todas las comparaciones de Descartes es que la «inclinación o tendencia al movimiento» obedece las leyes del movimiento; la da por sentada y la emplea como ga­ 21 Ib ., pág. 92. 22 F.n la Meteorología, se refiere explícitamente a la Optica, p. cj., ib., pág. 331.

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rantía de que se puede estudiar la naturaleza de la luz, no por medio de la investigación de fenómenos ópticos reales, sino de los movi­ mientos de reflexión y refracción de una pelota de frontón. Pero antes de abordar el análisis de la reflexión, Descartes presenta tres abstracciones o idealizaciones adicionales 2i. La primera, que la su­ perficie que golpea la pelota es perfectamente dura y regular. No parece algo especialmente atrevido: los libros de texto de física mo­ dernos nos han acostumbrado a esferas perfectamente redondas que ruedan por superficies completamente carentes de fricción. En el siglo diecisiete, sin embargo, se solía considerar que semejantes abs­ tracciones matemáticas eran más una negación que una dilucidación de la física. La segunda de las idealizaciones de Descartes es la abs­ tracción también de peso, tamaño y forma, y aquí empezamos a ver cuán difícil es parar una vez se ha empezado a recorrer el resbaladizo camino de la abstracción. Con la tercera idealización, a saber, que la velocidad de la pelota es la misma antes y después del impacto, nos encontramos en un mundo en el que un cambio de dirección no es, en realidad, un cambio en absoluto. Las idealizaciones de Descartes son menos un intento de simpli­ ficar las cosas, guiado por la creencia en que se pueden aislar los factores principales, que un afirmar que se sabe a priori que ciertos factores carecen de importancia. En otras palabras, la idealización cartesiana no es un ardid, o una consecuencia de la necesidad de poner a prueba la teoría bajo condiciones adecuadas. En el caso que estamos examinando, es el resultado de la creencia dogmática en que se pueden llegar a conocer las características principales de la luz mediante inspección simple y directa. Descartes distingue entre la «fuerza» que impulsa la pelota y la «posición» de la raqueta que determina su trayectoria: «la potencia [puissance], cualquiera que sea, que hace que el movimiento de la pelota continúe, es diferente de la que determina que se mueva en una dirección en vez de en cualquier otra». Lo primero depende de con qué fuerza se golpee la pelota, lo último, de la posición de la raqueta en el momento del impacto. Tras dar en el suelo, la pelota rebota en una dirección diferente «sin que haya ocurrido cambio alguno en la fuerza de su movimiento» *24. Aquí, de nuevo, parece que Descartes apela a una analogía sacada del juego de pelota, cuan­ 2i Optica, A. T.( VI, pigs. 93-94. 24 Ib-, pág. 94.

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do en realidad está describiendo la colisión de una pelota con una raqueta con un lenguaje que va como anillo al dedo a lo que pre­ supone que pasa en la acción de la luz. Lo que tiene en mente es la manera con que la luz rebota en un espejo, aparentemente «sin es­ fuerzo». Como quiera que la «determinación del movimiento» y la «fuerza que lo impulsa» son cosas distintas, se pueden considerar variables independientes. La dirección puede ser cambiada sin que ello afecte a la velocidad. Quies Media La idea que Descartes se había formado de la naturaleza de la luz gobierna su análisis, pero éste tiene alguna relación también con el conocido problema medieval de la quies media, es decir, con la supuesta existencia siempre de un intervalo de reposo entre dos mo­ vimientos sucesivos. Una pelota que dé en el suelo y rebote no se para antes de que se produzca la inversión de su movimiento, «pues si su movimiento se interrupiese alguna vez, no hallaríamos causa alguna que hiciese que lo reemprendiese» 25. La elasticidad se exclu­ ye de entrada, pues se supone que la pelota y la superficie son per­ fectamente rígidas. La misma interpretación vale para la colisión de dos bolas. Respondiendo una cuestión de Mersenne, escribe Descar­ tes en 1640: Cuando dos bolas de metal chocan, y, como ocurre a menudo, una de ellas rebota, lo hace en virtud de la misma fuerza que la hace moverse hacia delante: pues la fuerza y la dirección del movimiento son cosas completa­ mente diferentes, como dije en mi O ptica 26.*16 í5 Ib. El problema lo formuló por vez primera Aristóteles, que llegó a la conclu­ sión de que el movimiento de un cuerpo que avanza por una línea recta y luego recula ha de deternerse antes de recular (Física, libro 8, capítulo 8, 262b24-263a4). Galileo negó esto, y sostuvo que no había un intervalo de reposo (Galilco Galilei, De Motu, Opere, vol. 1, pigs. 323-328.) Isaac Beeckman muestra en su Journal, vol. 2, pág. 23, su conformidad con Aristóteles, y Marín Mersenne esxpone los argumen­ tos a favor y en contra, pero no toma partido, en su Harmonio Unwerselle (París, 1636), facsímil (París: C.N.R.S., 1975), vol. III, págs. 163-165. 16 Carta de Descartes a Mersenne del once de marzo de 1640, A. T., III, pág. 37. Ames, en 1630, cuando estaba escribiendo la Optica, Descartes ya había expresado su negación de la existencia de un intervalo de reposo en el caso concreto de una cuerda vibrante, con el argumento de que nunca podría volver a su posición original

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Pocos meses después, Mersennc le comunicó la objeción que ha­ bía hecho Hobbes, a saber, que cuando una pelota da en el suelo, el impacto hace que tanto la superficie del suelo como la de la pelota se hundan, y luego toman de nuevo su forma original. Descartes admitió que, en efecto, así era empíricamente, pero se negó a ver en ello una objeción a su teoría. Lejos de conceder que la reflexión sería imposible si los cuerpos que chocasen fuesen incompresibles, afir­ maba que la compresibilidad sólo tenía el efecto de distorsionar la reflexión de manera que el ángulo de incidencia y el ángulo de re­ flexión dejasen de ser iguales 27. De ahí que le pareciese a Descartes que la incompresibilidad era requisito imprescindible de la explica­ ción matemática del fenómeno de la colisión. La respuesta de Des­ cartes a Mersenne muestra cuán difícil les era aún a los contempo­ ráneos de Descartes aprehender el concepto de elasticidad, que Mer­ senne intentaba entender encuadrándolo en la categoría antropomor­ fa de «reunir fuerzas*: N o estoy de acuerdo en que la velocidad de un golpe de martillo le pille a la naturaleza por sorpresa y no le deje tiempo para reunir sus fuerzas y resistir. La naturaleza no tiene fuerzas que reunir, ni necesita tiempo p a ra eso, pues, en todo, actúa m atem áticam ente 2“.

Cuando Hobbes volvió a la carga, Descartes replicó con un ar­ gumento que le parecía concluyente: si el rebote se debiese a la compresión y elasticidad, sería posible hacer que la pelota rebotase tan sólo con presionarla contra el suelo con fuerza 29. Está claro que, para Descartes, el tiempo no desempeña papel alguno en el análisis de la colisión y el rebote, y que permitir el retroceso elástico sería tanto como abandonar la interpretación verdaderamente matemática del mundo. Las matemáticas son, en efecto, intemporales, ¡luego lo es el movimiento instantáneo!

si paraba antes de que empezase a volver (cartas a Mersenne del cuatro y veinticinco de noviembre de 1630, A. T „ I, págs. 172, 181; véase también una caita escrita en 1630, o qui’za m is tarde, A. T., IV, pág. 687). Carta de Descartes a Mersenne para Hobbes del veintiuno de enero de 1641, A. T „ III, pág. 289. !> Carta de Descartes a Mersenne del once de marzo de 1649, ib., pág. 37, cursiva mía. ” Carta de Descartes a Mersenne del dieciocho de marzo de 1641, ib., pág. 338.

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El análisis de la reflexión Si volvemos ahora al análisis de la reflexión que hace Descartes, nos encontramos con que introduce una nueva presuposición, to­ cante esta vez a la divisibilidad de la «determinación» o dirección del movimiento: «debe observarse que la determinación a moverse en una cierta dirección, así como el movimiento y en general cual­ quier tipo de cantidad, se puede dividir entre todas las partes de las que se pueda imaginar que lo componen» 30. Por razones que no se dicen explícitamente, de todas las partes del movimiento que «se puedan imaginar» en AB (véase la figura 3), Descartes escoge las determinaciones o direcciones AC, perpendicu­ lar a la superficie, y AF, paralela a ella. En el momento del imapacto, la superficie impide la primera «determinación», pero no la segunda. En otras palabras, el movimiento descendente AC encuentra un obs­ táculo, y al paralelo AF no le afecta nada.

A la luz de este supuesto, Descartes halla el camino que seguirá la pelota tras chocar con la superficie dibujando un círculo con cen­ tro en B, de radio AB (figura 3). Como la velocidad de la pelota no cambia, se moverá de B a un punto F en la circunferecnia del círculo en el mismo tiempo que hubiese llegado a D si no hubiese estado la superficie reflectante. Se halla el punto F basándose en que la «determinación» paralela no cambia tras el impacto, luego habrá de equidistar de H y caer en la línea FD paralela a HB y AC. Del 30 Optica, A. T., VI, pigs. 94-95.

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diagrama se desprende también claramente que los ángulos ABC y FBE que la trayectoria forma con la superficie son iguales. Descartes los llama ángulo de incidencia y ángulo de reflexión; nosotros, en cambio, damos esos nombres a los ángulos ABH y FBH, respecti­ vamente. La diferencia sólo es terminológica: Descartes se refiere usualmente a la línea AH (= CB), que es, si se toma el radio AB = 1, el seno del ángulo ABH. Se le entregó un ejemplar de la Optica de Descartes a Fcrmat, quien quedó desconcertado por el argumento de aquél. Si se pudiese dividir la «determinación» en todas las partes de las que se pueda imaginar que la componen, ¿por qué se privilegian las determinacio­ nes AH y AC? Descartes replicó que se puede dividir el movimien­ to, en efecto, en un número infinito de componentes diferentes, pero que una superficie «real» (expresión con la que se refería a una su­ perficie física), tal como CBE, impide el movimiento descendente de la pelota, pero no el lateral 31. En otras palabras, una superficie dura no permitirá que la pelota pase a través de ella. Pero si éste es el caso, el argumento de Descartes se resume en aseverar que la expe­ riencia revela la geometría de la situación. Es sólo cosa de observa­ ción cotidiana que una superficie dura y plana impide el movimiento descendente pero no el lateral, y que la pelota rebota de manera tal que el ángulo de reflexión es igual al de incidencia. ¿Qué será en­ tonces de la supuesta posibilidad de deducir la ley de la reflexión a partir de sus características matemáticas abstractas? Puede que sea necesario recurrir a la experiencia, sólo que las premisas del propio Descartes no lo permiten. Pero sobre esto, Descartes calla. Sobre la refracción

Una modificación más de la analogía del juego de pelota da pie a la discusión de la refracción que viene inmediatamente a continua­ ción. Imagínese, dice Descartes, que la pelota golpea, no el suelo, sino un frágil lienzo, que atraviesa, y con ello pierde la mitad de su velocidad. Si se tiene en mente que «el movimiento de la pelota es1 11 Carta de Descartes a Mersenne para Fermat del cinco de octubre de 1637, A. T ., I, pág. 452. Fermat formuló sus objeciones a Fermat en una carta que escribió a Mersenne en abril o mayo del mismo año, ib., págs. 358-359.

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enteramente diferente de su determinación a moverse en una direc­ ción en vez de en cualquier otra», la trayectoria de la pelota se hallará trazando un círculo, AFB, y tres líneas rectas, AC, HB y FE, que sean perpendiculares CBE, de manera que la distancia entre FE y HB es el doble que la que haya entre HB y A C (véase la figura 4). De lo anterior se desprende que la pelota debe tender a ir al punto I: Pues, como la pelota pierde la mitad de su velocidad al atravesar el lienzo C BE, para ir, por abajo, de B a cualquier punto del círculo A F D deberá emplear el doble de tiempo que le llevó el ir, por encima del lienzo, de A a B. Y como no pierde nada de la determinación a avanzar hacia la derecha que tenía, en el doble del tiempo que empleó en ir de la línea A C a la H B, cubrirá el doble de distancia en la misma dirección, y, consecuentemente, llegará a un punto en la línea recta FE en el mismo momento en que alcan­ zará un punto de la circunferencia del círculo A D F. Pero esto sería impo­ sible si no avanzase hacia I, pues éste es el único punto bajo el lienzo C B E en el que el círculo A FD y la línea recta E F se cortan i l .

Si reemplazamos ahora el lienzo por agua, y suponemos que la velocidad de la pelota se reduce a la mitad, valdrá el mismo argu­ mento. La pelota se desviará hacia I: «Pues el agua puede abrirse para dejarla pasar tan fácilmente en un lado como en el otro, al menos si suponemos, como hacemos siempre, que el curso de la pelota no depende de su peso, ligereza, tamaño, forma o cualquier otra causa extraña» 33. Este es el primer paso del argumento de Descartes sobre la re­ fracción; más tarde volveremos a examinar algunas de sus caracte­ rísticas, especialmente la reducción de la velocidad a su mitad. Pero veamos ahora el segundo paso, la aplicación del modelo a la acción de la luz, lo que obliga a echarle aún más remiendos al modelo para que case con el hecho experimental de partida: que la desviación que sufren los rayos de luz cuando entran en un medio más denso (di­ gamos el agua) no los aleja de la normal (la línea HG), sino que los acerca a ella. Para explicar esa deflexión, Descartes supone que la pelota, al alcanzar la superficie en B, recibe un nuevo y fuerte golpe de la raqueta CBE hacia abajo, de manera que «la fuerza de su movimien-* ** Optica, A. T., VI, págs. 97-98. “ Ib., pág. 99.

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Figura 4 to» aumente en un tercio, y que recorre ahora en dos momentos la distancia que antes había recorrido en tres (véase la figura 5). Des­ cartes afirma audazmante que «se produciría el mismo efecto si la pelota encontrase en B un cuerpo de naturaleza tal que pasase a través de su superficie CBE un tercio más fácilmente que a través del aire» 34. La trayectoria real del rayo refractado BI se determina entonces tomando BE — 2/3 BC, y dibujando la perpendicular FE que corta el círculo en I cuando se la prolonga. He aquí que lo que se deducía de esto, según Descartes: Como la pelota, que viene en línea recta de A a B, es desviada en el punto B y se mueve hacia 1, quiere decir que la fuerza o facilidad con que penetra en el cuerpo CBEI es a aquella con la que deja el cuerpo ACBE como la distancia AC y HB es a la que hay entre HB y FI, es decir, como la línea CB es a la B E 35. La ley de la refracción La razón CB/BE es la ley del seno tal y como aparece en la Optica. La forma moderna, sen i = n sen r (donde í es el ángulo de M Ib., *» Ib.

pág, 100.

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F igura 5 incidencia, r el de refracción, y n una constante específica del medio refractivo), se sigue de ahí fácilmente, como se desprende de nuestro diagrama (figura 5), en el que ABH es el ángulo de incidencia, c IBG el de refracción. Sen i = AH/AB, y sen r = GI/BI. Pero AB = BI = 1, luego sen í = AH y sen r = GI. Ahora bien, AH = CB, y GI = BE. De ahí la comparación válida que Descartes estatuye entre CB y BE. Es probable Descartes escogiese esta formulación de la ley del seno para que los artesanos, como Ferrier, viesen directa* mente en el diagrama qué líneas habían de medir. A Mersenne, sin embargo, le había enunciado la ley en la forma sen i — n sen r, y así es como Mersenne la dio a conocer en su Harmonie Universelle en 1636. Pero sea cual sea la formulación de la ley que tomemos, la prueba que Descartes aduce está lejos de ser inmediata e intuitiva­ mente convincente. Si he reproducido extensamente las palabras de Descartes, ha sido para examinar su argumento más de cerca. Como hemos visto más arriba, el primer paso del argumento de Descartes incluye la reducción a la mitad de la velocidad de la pelota cuando atraviesa el lienzo o entra en el agua. Incluso esto es muy ambiguo. Por una parte, Descartes afirma que la componente hori­ zontal del movimiento permanece inalterada, y que sólo cambia esa parte de la «determinación» que hace que la bola «tienda a moverse hacia abajo»; por otra, pocas líneas después, sostiene que la dismi­ nución de velocidad ocurre a lo largo de la trayectoria real de la pelota bajo la superficie CBE (véase la figura 6). Escribe que la pe­ lota, una vez ha perdido «la mitad de su velocidad al atravesar el

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lienzo CBE, para ir, por abajo, de B a cualquier punto del círculo AFD deberá emplear el doble de tiempo que le llevó el ir, por en­ cima del lienzo, de A a B» M. Para ser coherente, Descartes debería haber escrito que debería emplear el doble de tiempo en descender, no por la trayectoria real BI, ¡sino por la distancia vertical BL (igual a HB)!

¿Qué pasa? Creo que la respuesta nos saltará a la vísta si recor­ damos que todo el ejercicio descansa en el conocimiento previo que Descartes tenía ya de la ley. En otras palabras, lo que ofrece no es un proceso de descubrimiento, sino una justificación. Como sabe­ mos gracias a nuestra discusión del arco iris en el capítulo nueve, Descartes conocía la ley del seno ya antes de que empezase a escribir su Optica. Su empeño era mostrar cómo se la podía deducir a partir de argumentos geométricos.

La geometría, a la palestra Fijémonos en el primer paso de la prueba geométrica de la ley de la reflexión, que dice, simplemente, que el ángulo de incidencia es igual al ángulo de reflexión. Descartes no tenía ahí problema al-* * Ib.. pigs. 97-98.

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guno en definir un círculo de radio AB, pues la pelota rebota en B y cubre la distancia de B a F en el mismo tiempo que le lleva el ir de A a B (véase la figura 3 arriba). Como AB = BF, la velocidad no cambia. De lo que no parece haberse dado cuenta Descartes es de que cuando la velocidad cambia, como ocurre en el caso de la refracción, el tamaño del círculo debería cambiar también. Por lo tanto, cuando la velocidad bajo la superficie CBE se reduce a la mitad, debería dibujarse un segundo círculo más pequeño, de radio 1/2 AB, bajo la superficie CBE, como en la figura 7.

Como la velocidad horizontal es constante, AH = H F, y la tra­ yectoria por debajo de CBE estará sobre BI', donde I' es el punto donde se cortan el círculo pequeño y la perpendicular FI'. Como podemos ver en la figura 8, esta construcción no vale cuando el ángulo de incidencia es de más de treinta grados, pues FI' caería fuera del círculo pequeño. Descartes no introduce en la Optica un segundo círculo, pero el golpe de la raqueta aumenta «la fuerza del movimiento en un tercio, de manera que puede recorrer en dos momentos la distancia que antes había recorrido en tres» i?. Se dibuja FE de manera tal que CB ,7 Ib ., pág. 100.

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Figura 8 = 3/2 BE (véase la figura 9), y Descartes concluye que la pelota se dirigirá a I, el punto donde se cortan la extensión de la perpendicular FE y el círculo. Pero esto es como un juego de manos. Al hacer CB = 3/2 BE, Descartes ha, en efecto, hecho que la velocidad lateral antes del impacto con la raqueta sea un tercio menor que después, cuando habríamos esperado que la fuerza aumentase en un tercio después del golpe. ¡Pero ello habría producido una razón diferente de la que Descartes sabia ya que era la correcta para la refracción del aire al cristal, 3/2!

Una curiosa coincidencia ¿Qué pasaría si siguiésemos la línea de razonamiento que parece más lógica, y dibujamos un segundo, y mayor, círculo? Dado que AH — HF, tomamos la razón 3/2 de Descartes, y suponemos que el rayo refractado BI recorre tres unidades de distancia cuando el rayo incidente AB sólo recorre dos (véase la figura 10). Trazamos entonces el semicírculo G LH cuyo radio BL es al radio BC del círculo pequeño como tres es a dos. Tírese IK. perpendicular a BL. El ángulo de incidencia es ABH, y el de refracción, 1BL.

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F ig u r a 9

Por lo tamo, sen i _ AH/AB (AH/radio del círculo pequeño) _ sen r IK./BI (IK/ radio del círculo grande)

AH/2 IK/3

Ahora bien, como AH — IK, se tendrá que sen i/sen r = 3/2 En otras palabras, se tendrá ¡el mismo resultado que Descartes obtiene en la Opticul Es fascinante comparar esta hipotética línea de argumentación con la que Claude Mydorge siguió realmente en París en algún mo­ mento entre 1626 y 1631 Mydorge imagina un estado de cosas* ** Mcrsenne copió el texto de Mydorge; ha sido impreso en la Correspondance de Marin Mcrsenne, vol. I, pág. 405, donde se presume que tuvo su origen en una cana que Mydorge le escribió a Mersenne en febrero o marzo de 1630 (pág. 404). Pierre Costabcl cree que es posterior a la obra de Mydorge sobre las secciones cóni­ cas, que escribió en 1631 (Rene Descanes, R elies útiles et claires pour la direction de Vesprit en la recherche de la vériti, trad., Jean-Luc Marión, con notas de Pierre Costabel (La Haya: Maninus Nijhoff, 1977), pág. 318). La prueba de Mydorge se

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en el que un rayo de luz FE se refracta en E en la dirección EG (véase la figura 11), y anda tras determinar la trayectoria que el rayo HE seguirá cuando a su vez se refracte. Dibújese el semicírculo ACB con centro en E y radio EB. F y H están en su circuferencia. Dibújese FI paralela a AEB. Tírese la perpendicular 1G que corra al rayo refractado HEG en G. Con E como centro y EG como radio, descríbase el cuarto de círculo DGL. Dibújese HM paralela a AEB. Tírese la perpendicular MN que corta al cuarto de círculo en N. Añádase EN, que será la trayectoria del rayo refractado HE.

discute en «Descartes' Theory of Light and Refracción: A Discourse on Method [La teoría de la luz y la refracción de Descartes: discurso del método], Tramactiont o f the American PhUoíophkal Soáety, TI, parte 3 (1987), págs. 27-29, de A. Mark Smith.

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Figura 11 El procedimiento es esencialmente el apuntado arriba, pues EG /EF = radio del círculo grande/radio del círculo pequeño. Mydorge hizo, pues, lo que Descartes podría haber hecho. Pero incluso aunque Descartes hubiese empleado este enfoque inicialmente, aún así, podría haberse decidido a emplear sólo un círculo en la Optica porque ello tiene la ventaja de mostrar la ley claramente, ya que AH y GI (véase la figura 9 arriba) se refieren al mismo radio. Si bien es expositivamente claro, el diagrama de Descartes no es tan afortunado en lo tocante a la provisión de una explicación ra­ cional, pues enmascara las presuposiciones que se hacen: (1) la com­ ponente horizontal de la velocidad no cambia, y (2) la razón de la velocidad por encima de la superficie del medio y de la velocidad por debajo de la misma es constante.

El golpe de pala Para que el rayo se doble hacia la normal una vez haya entrado en el agua, postula Descartes en su analogía que la pelota se golpee por segunda vez en cuanto pase por la superficie, hacia abajo, y se la acelere de manera que recorra en dos momentos la distancia que antes recorría en tres. Esta es, sin duda, la parte menos convincente de la analogía del juego de pelota. Lo del segundo golpe de pala parece demasiado forzado, y aunque la pelota se acelerase súbita­ mente, no es obvio por qué habría de producirse todo el cambio en

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la superficie, de manera que, una vez la pelota entre en el agua, avance sin que cambie más su velocidad a pesar de que lo haga por un medio que opone resistencia. A Descartes no se le escapan estas dificultades, e intenta salvarlas. No explica el súbito aumento de la velocidad en la superficie mediante una causa mecánica similar a la pala; la atribuye, más bien, a que se penetra más fácilmente en el medio más denso. El segundo golpe de pala produce el mismo efecto que «tendría el que la pelota se topase en B con un cuerpo cuya naturaleza fuese tal que se pu­ diese pasar a través de su superficie CBE [véase la figura 9 arriba] un tercio más fácilmente que a través del aire» 39. El problema aquí es que, incluso si el medio más denso no ofreciese resistencia alguna, no se seguiría por ello que la pelota se tuviese que acelerar al entrar en él, a no ser que la fuerza de la pelota se hubiese estado disipando previamente a causa de alguna fuerza contrapuesta dominante. Des­ cartes reconoce que está forzando demasiado su analogía. A quien la lea, como él mismo dice, «quizá le parezca extraño» que la luz se doble hacia la normal al entrar en un medio más denso, mientras que una pelota, al entrar en el agua, se aleja de ella. En otras pala­ bras, mientas que el rayo tiende a moverse hacia I (véase la figu­ ra 12), una pelota se movería hacia V. Pero Descartes no se arredra. Todo lo que el lector ha de hacer es recordar que: (a) la luz «no es sino un cierto movimiento o acción que recibe la materia finísima que colma los poros de los otros cuerpos», y (b) que una pelota «pierde una parte mayor de su movimiento cuando golpea un cuerpo blando que cuando golpea uno duro, y rueda con menos facilidad sobre una alfombra que sobre una mesa completamente despejada» 40. No es probable que la comparación con una pelota que rueda satisfaga al lector moderno. Es verdad que un almohadón detiene una bola dura, la cual, en cambio, recula cuando choca contra otra bola dura. Para explicamos que pase esto recurrimos al concepto de elasticidad. Se destruye la velocidad inicial, se genera velocidad en la dirección opuesta. Si la colisión fuese totalmente inelástica, las dos bolas que chocan se aplastarían, simplemente. Descartes, en cambio, procedía bajo la suposición de que la «determinación» o dirección de la bola puede cambiar sin que el movimiento en sí se altere. El cambio de dirección es instantáneo, y no da lugar a ganancia o pér” Optica, A. T „ VI, pág. 100. 40 Ib ., pág. 103.

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dida de momento. La pelota no queda en reposo ni por un instante, por infinitesimal que sea su duración, pues si se parase una sola vez, no habría razón alguna para que reemprendiese el movimiento. En la terminología de Descartes, la misma fuerza actúa todo el tiempo. Como sostiene que la transmisión de la luz es instantánea, no se preocupa demasiado de las sutilezas de la acción en el tiempo del impulso o la fuerza. Cree, sin embargo, y esto es lo que nos parece tan sorprendente, que la transmisión instantánea ¡puede ocurrir con mayor o menor facilidad! Su razonamiento es el siguiente: la luz es una acción ejercida sobre la materia fina que colma los poros de los cuerpos materiales, y cuando los poros son blandos y están mal unidos, como pasa en el aire, la acción de la luz se transmite con menos facilidad que en caso de que los poros estén más compacta­ mente cementados, como pasa en un medio más denso 41. La persistencia de los sueños juveniles La convicción de que la luz pasa mejor por un medio más denso no es un punto de vista científico maduro, fruto de una diestra reflexión; se remonta en realidad a la que hemos llamado etapa ro41 Es sorprendente que Descartes no mencione el caso del sonido, que se propaga más deprisa en el agua que en el aire. Es bien sabido, por ejemplo, que el sonido de los cascos de los caballos se puede oír poniendo en tierra el oído mucho antes de que se pueda oírlos por el aire. Una versión moderna de la idea que se traía en mente Descartes discurriría como sigue: apretaba hasta el fondo el acelerador de mi coche, y apenas si avanzaba por terreno blando, cuando de pronto mis ruedas han tocado suelo firme, y he salido disparado a una velocidad terrorífica.

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sacruciana de Descartes. Ya entre 1619 y 1621, tan temprano, apuntó en su cuaderno de notas: C om o la luz sólo se puede producir en la materia, donde haya más materia, se producirá m is fácilmente, mientras todo lo demás permanezca igual; por lo tanto, penetrará más fácilmente en un medio denso que en uno rarificado. Esta es la razón de que la refracción produzca un alejamiento de la normal en éste, y un acercamiento a ella en aq u él 41.

Casi veinte años más tarde, la Optica de 1637 declara que la ley del seno es una medida de la facilidad de penetración en un medio denso ° . Sean cuales sean las virtudes de suponer que la bola se acelera cuando entra en un medio más denso, lo cierto es que no disipa la sorpresa que nos produce la afirmación siguiente: que la bola se mueve a velocidad uniforme por el medio. Descartes sabía tan bien como cualquiera que si se empuja un palo dentro de un montón de arena, va perdiendo velocidad, y pronto deja de moverse, y no podía escapársele tampoco que si se disparan flechas contra balas de heno, éstas las frenan y paran. Creía, sin embargo, como ya hemos visto, que el agua ofrecía poca o ninguna resistencia al movimiento *44. Su descripción toma como modelo una bola teórica a cuyo movimiento no afectan ni el peso, ni el tamaño, ni la forma. Una vez más volvemos al movimiento instantáneo y diagramático, que, por lo tanto, no presenta (para Descartes) problema alguno. La teoría y sus consecuencias No siempre se ocupaba Descartes de las consecuencias de su teoría más allá de lo que tenía utilidad práctica en óptica. Pero sí insistió en una de ellas, que tenía, a su vez, consecuencias casi letales para todo lo demás: se puede hacer que una bola golpee oblicua­ mente el agua de manera que no penetre en ella, sino que rebote «tal y como si hubiese golpeado la tierra [vease la figura 13]. Algo 41 Cogitationes Privatae, A. T., X , págs. 242-243. 41 «la fuerza o facilidad ... es como C B a BE» (Optica, A. T „ VI, pág. 100). 44 Véase más arriba la pág. 334. Galilco estaba también convencido de que «el agua no ofrece resistencia alguna a que se le divida» (Galileo Galilci, Fragmentos relacionados con el tratado de los cuerpos flotantes [1610-1612], Opere, vol. IV, pág. 27).

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así es lo que desafortunadamente ha ocurrido cuando balas de cañón disparadas por mera distracción contra el fondo de un río han herido a quienes estaban en la otra orilla» 4S. Lo que a Descartes le movía, más allá del afán de servicio públi­ co, a comunicar esta información puede que fuese, probablemente, el deseo de que no le quedasen dudas al lector de que se había molestado en sacar las consecuencias matemáticas de sus ideas. Pero, en realidad, no se podía decir que acometiese semejante tarea de la manera más ordenada y constante. Un ejemplo llamativo es el dia­ grama (véase la figura 14) que Descartes usa para ilustrar lo que pasaría si una pelota de frontón atravesase un lienzo que redujese su velocidad a la mitad, y siguiese hasta un punto I en la circunferencia del círculo; se dice que I se determina haciendo H F = 2 AH y tirando la perpendicular FI. En el diagrama que se publica en la Optica, AH = 10,5 mm y AF = 14 mm, en vez de 21 mm, que es lo que pide la ley. Está claro qué pasa. Como el radio AB sólo es de 15 mm, AF, dibujada a escala, caería fuera del círculo, y tendría­ mos el caso de la bala de cañón de la figura 13. Es fácil calcular que si el ángulo de incidencia ABH es de más de treinta y dos grados, FE caerá, en efecto, fuera del círculo. En la figura 14, ¡el ángulo ABH es de cuarenta y cuatro grados! Hobbes detectó la discrepancia existente entre lo que se dice en el texto y lo que se dibuja en el diagrama, y llamó la atención de Descartes sobre ello en carta del treinta de marzo de 1641, que le remitió Mersenne 46. La reacción inmediata de Descartes fue un es45 Optica, A. T., VI, pág. 99. 46 Cana de Hobbes a Mersenne para Descartes del treinta de marzo de 1641, A. T., III, pág. 348.

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Figura 14 tallido de indignación. ¡Cómo podía un lector ser «tan estúpido» que le imputase a él los errores del impresor! «Si, en el diagrama, la línea HF no es exactamente el doble de larga que AH, es culpa del impresor, no mía», argüía Descartes 47. Lo cierto es que el diagrama no había sido realizado por el impresor, sino por Franz Van Schooten, bajo la mirada atenta de Descartes 48. Descartes no podía expo­ ner lo que quería sobre la refracción si la línea FE caía fuera del círculo, y ésa es la verdadera razón de que manipulase el diagrama para que se ajustase a sus propósitos ilustrativos. Dieciocho meses más tarde le escribe a Mersenne menos apasionadamente, y le explica como sigue el diagrama: U so la razón 2:1 en las páginas diecisiete y dieciocho de mi Discurso [O p ­ tica, A. T., VI, pág. 98] porque es la más simple, y quería ser lo más claro posible, pero hice que se imprimiese un diagrama con una razón menor para mostrar que lo que digo vale para razones de todo tipo, y también para estar más cerca de lo que se experimenta 49.

47 Cana de Descanes a Mersenne del veintiuno de abril de 1641, ib., pág. 356. 41 Descanes escribió a Constantin Huygens el trece de julio de 1636 que Franz Van Schooten el joven estaba dibujando todas las Figuras de la Optica a su completa satisfacción, A. T., I, pág. 611. 49 Cana de Descanes a Mersenne de) veinte de octubre de 1642, A. T., III.

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Haya la verdad que haya en las excusas de Descanes, lo cieno es que dejó pasar la oponunidad de hacer un provechoso descubri­ miento. Con que le hubiese prestado un poco de atención a las consecuencias que componaba su elección de AF = 2 AH, habría hallado el ángulo crítico que hace que un rayo que venga de un medio más denso no atraviese la superficie, sino que se refracte a lo largo de ella. En su estudio del arco iris, Dcscanes había determi­ nado correctamente que el índice de refracción del agua al aire es 3/4. El ángulo crítico es, pues, 3/4 = 0'75 =48“ 35'. La razón de que Descanes no se viese conducido a hacerse esta consideración es, probablemente, el que no haya reflexión interna cuando un rayo pasa del aire al agua. Lo que está claro es su falta de interés en ampliar las consecuencias matemáticas de sus enunciados generales. En el tiempo que pasó en París, Descanes había podido confir­ mar experimentalmente su ley del seno gracias al talento como di­ bujante de Mydorge y las habilidades prácticas de Fcrrier. En la Optica llega a la formulación de su ley gracias a un razonamiento basado en un modelo a la manera geométrica. ¿Cómo casa esto con su insistencia en que todo conocimiento ha de cimentarse en cosas intuitivamente obvias? Aunque le admitamos a Descartes que el mo­ vimiento local es intuitivamente obvio, difícilmente podrá dársele esa categoría a la idea de que la luz es «una tendencia a moverse». Es como si Descartes no tuviese más que unas cuantas analogías (el bastón del ciego, el barril y el juego de pelota), y sus explicaciones ópticas no fuesen más que hipótesis. Cuando Descartes se dispuso a escribir su Discurso del Método, hubo de reconocer las dificultades que se le presentaban, y «diagnosticó» que sus lectores padecerían al tropezar con ellas una conmoción que, seguramente, no era sino la que él mismo había sufrido: Si a algu n o le chocan ciertas afirm acion es q u e h ago al p rin cip io d e la Optica y d e la Meteorología a c a u sa d e q u e las llam e « su p o sic io n e s» y n o p are z c a q u e m e p re o c u p e d e p ro b a rla s, ten ga la p acien cia d e leer co n aten ción to d o el lib ro , y c o n fío en q u e q u ed ará satisfe c h o . P u es c o n sid e ro q u e m is ra z o ­ n am ien tos están tan intim am en te in terco n ec tad o s q u e a sí c o m o a lo s ú ltim o s lo s p ru e b an lo s p rim e ro s, q u e so n su s c a u sa s, a lo s p rim e ro s lo s p ru eb an lo s ú ltim o s, q u e so n su s e fe cto s. N o d e b e su p o n e rse q u e e s to y co m etien d o

págs. $89-590. Véase también su carta a Merscnnc del trece de octubre de 1642, pág. 583.

ib.,

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aquí ia falacia que los lógicos llaman «argumentar en círculo». Pues como las experiencias hacen que la mayoría de esos efectos sean bastante seguros» las causas de las que los deduzco sirven no tanto para probarlos com o para explicarlos; de hecho, más bien al contrario, son las causas las que son probadas por los efectos. Y las he llamado «suposiciones» simplemente para que se sepa que pienso que puedo deducirlas de las verdades primarias que he expuesto más arriba’, pero he eludido deliberadamente llevar a cabo esas deducciones para no darles a ciertas personas de ingenio la oportunidad de construir, a partir de los que crean son mis principios, quién sabe qué ex­ travagante filosofía, que se me echará en cara a mí *°.

Debemos tener presente que Descartes no ofrece en este párrafo una exposición de lo que debe ser el método científico; se limita a anticiparse a las objeciones que puedan hacérsele, y a pergeñar (como si el prefacio le llevase en andas) algún tipo de réplica. Si los efectos prueban la causa, como dice él, entonces es que el conocimiento de la verdad de las consecuencias no es axiomático, sino empírico. Esto sería suficiente para un empirista, pero Descartes esperaba que su ciencia tuviese unos fundamentos mejores y más intuitivos. N o le bastaba que las hipótesis generasen consecuencias observadas a las que se pudiese invocar como prueba de su verdad. Sus hipótesis o «suposiciones» tenían una garantía epistemológica superior con mu­ cho a ésa. Se las podía deducir, escribe, «de las verdades primarias que he expuesto más arriba», pero no se nos dice si se refiere con eso al cogito ergo sum, a la existencia, bondad y omnipotencia de Dios, al concepto de extensión o a las leyes del movimiento. En realidad pensaba en su tratado El Mundo, que había resumido en la quinta parte del Discurso del Método. Las explicaciones que daba Descartes no disipaban las dificulta­ des, más bien las resaltaban. Fr. Vatier, profesor de La Fleche a quien Descartes había enviado un ejemplar de su libro, manifestó su sorpresa ante un método que prometía intuición racional y sólo daba una serie de modelos empíricos. Descartes replicó que había ofrecido una prueba a posteriori porque una a priori habría requerido una exposición completa de su física. Sostenía que podía deducir todas sus suposiciones a partir de los primeros principios de su metafísica, pero, decía, había preferido que la verdad hablase por sí misma. «Quería ver», le escribió, «si la mera enunciación de la verdad tenía50 50 Discurso del Método, A. T., V!, pág. 76, cursiva mía.

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M í

fuerza de convicción suficiente» 51. Pocos días después, sin embargo, tomaba un rumbo diferente en una carta que le escribe a Mersenne, en la que declara que ha «demostrado la refracción geométricamente y a priori» 52. Cuando el fraile mínimo le recuerda que no había hecho otra cosa que usar modelos y analogías, Descartes se retira velozmente a sus posiciones anteriores. «Exigirme», escribía, «de­ mostraciones geométricas en una cuestión que pertenece a la física es pedir algo imposible» S3. A Mersenne sólo le quedaba maravillarse en silencio ...

51 Carta de Descartes a Vatier del veintidós de febrero de 1638, A. T ., I, pág. 563. Antoine Vatier (1596-1659) nació el mismo año que Descartes, y enseñó en La Fleche de 1618 1642, con la excepción de dos breves periodos que pasó en París (1626-1628), donde quizá conociese a Descanes, y Bourges (1632-1634). 52 Cana de Descartes a Mersenne del uno de marzo de 1638, A. T ., 11, pág. 31. 51 Cana de Descartes a Mersenne del veintisiete de mayo de 1638, ib., pág. 142.

Capítulo 11 LA MATERIA Y EL MOVIMIENTO EN UN NUEVO MUNDO

La obra que, en opinión del propio Descartes, abarcaba su sis­ tema de filosofía natural, y a la que se refería con posesivo orgullo como «mi mundo* ’, fue escrita entre 1630 y 1632. Contiene la nueva cosmología que su concepto de materia y su manera de com­ prender el movimiento demandaban. Hemos visto en el capítulo ocho cómo el punto de partida metafísico de Descartes, el análisis del cogito, le llevó a concluir que mente y materia eran radicalmente distintas. Identificó la materia con la extensión, y sostuvo que todas sus características se reducían a esa sola propiedad. De ahí que tu­ viese ante sí la tarea de mostrar cómo se derivaban de la extensión, y nada más que de la extensión, el peso, la impenetrabilidad, la dureza y todas las demás propiedades aparentes de la materia. Por lógico que pueda parecer este proyecto, está claro que va contra el sentido común y la experiencia cotidiana, pues si el universo físico está extendido por todas partes, como Descanes defiende, entonces es que hay materia en todas panes, el vacío es imposible, y los lugares en los que aparentemente no hay nada están ontológicamente1 1 «Mon monde» (cana a Mersenne del cuatro de noviembre de 1630, A. T., I, pág. 176). 350

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(es decir, realmente) llenos. La diferencia entre una piedra y un vo­ lumen igual al de la piedra pero de espacio vacío deja de ser una diferencia de tipo para convertirse en una mera diferencia de densi­ dad. No hay que fiarse de lo que uno siente... Con semejante concepto de materia, está claro que Descartes no puede confiar más en el testimonio de sus sentidos, y para evitar que lo hagamos nosotros y nos pongamos en manos de nuestras sensa­ ciones, E l Mundo se abre con un capítulo titulado «De la diferencia entre nuestras sensaciones y las cosas que las producen», que, de otra manera, parecería estar fuera de lugar en un tratado científico. Descartes no nos dice que no creamos en lo que vemos, oímos o tocamos, dice, más bien, que no debemos dar por sentado que el objeto que vemos, oímos y tocamos es similar a las sensaciones que nos lo hacen conocer. Las palabras son ondas de sonido que no guardan semejanza con los significados que evocan en nuestra men­ te. De hecho, como observa Descartes, no sólo aprehendemos las ideas sin percatarnos de los sonidos que las traen ante nuestra aten­ ción, sino que, si hablamos más de una lengua, nos veremos en apuros para decir en cuál de ellas oímos por vez primera una idea dada. En cuanto a los otros sentidos, las cosas son por el estilo. Vemos caras sonrientes o preocupadas, pero nuestros sentidos sólo perciben labios doblados hacia arriba o ceños fruncidos, o decimos que una pluma hace cosquillas, cuando en ella sólo hay extensión y movimiento. Descartes pone el ejemplo de un soldado que vuelve del frente y piensa que está herido. Se le lleva deprisa al médico, se le quita la coraza y ... se descubre que una correa o una hebilla le había estado apretando las costillas. «Si su sentido del tacto, al ha­ cerle sentir esta correa, le hubiese impreso su^im3^éñ~9n^u mente, no habría habido necesidad de que un m íj/ifaiJé-dtjesé qíie" era lo que sentía» 2. Podemos colegir por qué a Descartafede^urgíá tanto tecalcár'Jas diferencia que hay entre nuestras sensacjppss y la realidad pntológjca de los objetos que las causan. Es que ¿ hacerlo concillaba suí con­ cepción de las sensaciones con la epistemologíaWe su añálisjisde la 2

El Mundo [Le Monde/,

A . T ., X I, pág. 6-

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materia imponía. Lo que no dice en El Mundo es que tal cosa su­ ponía una ruptura radical con el análisis de la sensación que había ofrecido en las Reglas para la dirección del espíritu, en el que de­ fendía que los objetos físicos imprimen su forma en la imaginación y que con ello quedaba garantizada la objetividad del testimonio de nuestros sentidos J. Precisamente porque iba contra sí mismo, contra sus viejas creencias, llega Descartes casi a aburrir con tanta insisten­ cia en que la operación por la que conocemos el mundo físico no consiste en el examen de una fiel instantánea que se forme en nues­ tras retinas o de un sonido claro que se grabe en nuestros tímpanos. A Descartes le urgía dejar clara su idea por miedo a que sus lectores quedasen atrapados, por así decirlo, en donde él mismo había caído tres años antes. La llama celeste y el fuego terrestre Una vez purificado el aire epistemológico, Descartes se vuelve al fuego real, del que dice conocer sólo dos fuentes: arriba, las estrellas en los cielos, y el fuego corriente aquí abajo. Como las estrellas están fuera de nuestro alcance, miremos, sugiere, un trozo de madera ar­ diendo. Teniendo en cuenta lo que Descartes acaba de decirnos acer­ ca de cuán traicioneros son nuestros sentidos, esperaríamos de ¿1 que nos obsequiase con un análisis experimental y cuantitativo riguroso de los modos de combustión. En vez de eso, nos lo encontramos apelando a lo que vemos y haciendo inferencias sobre lo que está por debajo del umbral de la visión, que es, dice, de naturaleza similar a lo que sí podemos ver. Cuando el fuego quema la madera, nos dice, sobra con un vistazo para darse cuenta de que mueve pequeñas partículas de esta madera. ... Alguien, si le place, puede imaginar en esta madera la forma del fuego, la cualidad del color y la acción que la quema como cosas distintas; por lo que a mí se refiere, que temo engañarme a mí mismo si supongo que hay ahí algo más que lo que veo que necesariamente ha de estar presente, me contento con concebir el movimiento de sus partes *4.

J V éase m i s a rrib a, p á g s. 4 El Mundo, A . T ., X I , p á g . 7.

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En otras palabras, el movimiento no es sólo una condición ne­ cesaria, sino necesaria y suficiente del fuego. Pero todo esto hay que entenderlo teniendo en cuenta su trasfondo, la ciencia del siglo die­ cisiete. Para Descartes y sus contemporáneos —de hecho, para todo el mundo antes de Lavoisier, a finales del siglo dieciocho—, el fuego era una sustancia física genuina, como el agua o el aire. Donde no­ sotros vemos un proceso de oxidación, es decir, la combinación del oxígeno con otra sustancia, y la consiguiente liberación de luz y calor, ellos veían una manifestación de las propiedades del fuego. Esta es la razón por la que Descartes dice a continuación que el movimiento de los pequeños fragmentos de madera debe ser causado por partículas de fuego muy pequeñas y rápidas. Pueden ser invisi­ bles, pero como hay sólo un tipo de materia, es, en principio, po­ sible describirlas exhaustivamente con el mismo vocabulario que se emplea para describir cuerpos grandes en movimiento. Descartes re­ conocía, sin embargo, que la velocidad de las pequeñas partículas de fuego tenía que ser considerable, «para compesar su pequeñez». Se­ mejante idea parece invitar a que se determine la relación cuantitativa que haya entre su tamaño y su velocidad, con el objeto de determi­ nar su dirección. Pero sólo nos encontramos con la repetición de una afirmación ya hecha en la Optica: que la velocidad y la dirección son variables completamente independientes. No digo nada sobre la dirección en que se mueve cada pane, pues si caéis en la cuenta de que la potencia que mueve y la que determina en qué dirección debe tener lugar el movimiento son completamente diferentes, y que una puede existir sin la otra (como expliqué en la Optica), entenderéis sin dificultad que cada parte se mueve como le sea mis fácil dada la dispo­ sición de los cuerpos circundantes 5. Este párrafo es interesante por dos razones. En primer lugar, se nos dice que la distinción entre movimiento y dirección se explica en la Optica, y en segundo, se nos asegura que con esta distinción en mente no nos costará entender que la llama sube en vez de bajar sólo porque los cuerpos circundantes hacen que le sea más fácil subir. Por lo que se refiere a lo primero, se nos enuncia tal distinción en la Optica, en efecto, pero sólo se la enuncia, no se la justifica; muy al contrario, se nos deja con la clara impresión de que la jus­ 5 Ib., págs. 8-9.

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tificación se sigue de la explicación general de la física cartesiana, a dar en El Mundo. Parece, de todas todas, que Descartes nos monta en el tiovivo de los profesores: en primero, nos dicen que se expli­ cará x en segundo, y en segundo ¡se nos recuerda que x ya se explicó en primero! También hay que aclarar la otra idea, que los cuerpos que circundan al fuego hacen que éste salga hacia fuera. Como quie­ ra que la dirección no tiene relación directa con el tamaño y la velocidad, se nos tiene que explicar por qué es más fácil moverse verticalmente que en horizontal, pero Descartes pospone la discu­ sión de esta cuestión hasta que analice el peso, lo que hará al final de El Mundo. Duro y blando De momento, en el tercer capítulo de El Mundo, prefiere Des­ cartes desarrollar su concepto de materia suponiendo que se mueven (de alguna manera y en cierta medida), no sólo las partículas de fuego, sino todas y cada una de las partículas de materia, y que este movimiento universal se conserva porque se basa en la inmutabilidad de Dios, de la que habla más tarde, en el capítulo séptimo. La pri­ mera cosa que quiere que examinemos es la diferencia entre líquidos y sólidos. «Pensad» (debería haber dicho «suponed») que cada cuerpo se puede dividir en partes extremadamente pequeñas. No deseo determinar si puede haber infinitas partes, pero al menos esto es cierto: por lo que se refiere a lo que conocemos, hay un número indefinido de ellas, y podemos suponer que hay varios millones en el más pequeño de los granos de arena que aún nos sea visible 4. Si dos partes pequeñas están juntas, costado con costado, y quie­ tas, sólo se las podrá separar haciendo fuerza, mientras que si se mueven y se tocan sólo accidentalmente, con que se las toque sua­ vemente, se separarán. Y, de hecho, no habrá que hacer fuerza al­ guna si «el movimiento con el que se pueden separar por sí mismas es igual o mayor que el movimiento con el que queramos separar­ las» *7. Por lo tanto, los cuerpos duros son aquellos cuyas partes 4 7

Ib., Ib.,

p á g s. 8-9. p á g s. 8 -9 .

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están en reposo, y los fluidos, aquellos cuyas partes se agitan. Esta línea argumental sólo tiene sentido si suponemos con Descartes que la velocidad de un cuerpo en movimiento es una magnitud pura­ mente escalar, es decir, que tiene magnitud, pero no dirección. A un lector moderno, la facilidad con que Descartes resuelve el problema de la dureza no puede dejar de darle la sensación de haber sido comprada a un precio excesivo, pero él pensaba que había dado con una brillante solución al problema de la consistencia de los materia­ les, que no obligaba a echar mano de «pegamento o cemento» algu­ no, en contra de lo que él daba por supuesto que habían tenido que hacer los demás 8. Los cuerpos son duros precisamente porque sus partes están en reposo, costado con costado. Pero si el movimiento es todo lo que se necesita para hacer de un cuerpo un fluido y causar la sensación de fuego, ¿por qué no nos quema la brisa? A esta pre­ gunta retórica, responde Descartes que debemos tener en cuenta no sólo la velocidad, sino el tamaño de las partes que se mueven. La partes más pequeñas producen los cuerpos más fluidos, pero sólo las que son más grandes tienen el poder de quemar y, hablando en general, de actuar sobre otros cuerpos 9. No se da ningún desarrollo cuantitativo, y al lector se le deja a solas con la duda de qué significa «más grande» en este contexto, y por qué los cuerpos más grandes tienen un poder penetrante mayor que los más pesados. La impresión que uno tiene aquí y a lo largo de todo el Mundo es que a Descartes lo que le interesaba era el cambio en general, y que la mecánica cuantitativa no pasaba de ser sólo algo marginal para él. Plantarle cara al vacío Parecería que si hay movimiento, es que hay espacio para mo­ verse. Pero según Descartes la materia es extensión, y la extensión* a Ib. P o r un s ú b it o c a m b io d e p e r sp e c tiv a , q u e e s u n a d e la s g ra n d e s iro n ía s d e la h isto ria , N e w to n s e m o fa ría d e D e sc a r te s p o r d e c ir n o s « q u e a lo s c u e r p o s lo s ce m e n ta el r e p o s o , e s d e c ir , u n a c u a lid a d o c u lt a , o n a d a » (Isa a c N e w t o n , Opticks. ( L o n d r e s , 1704), r e im p re sió n (N u e v a Y o r k : D o v e r , 1952), p á g . 3 8 8 . |H a y tra d u c ció n e s p a ñ o la : Optica o Tratado de las Reflexiones, Refracciones, Inflexiones y Colores de la Luz, d e C a r lo s S o lis , c o n in tro d u c c ió n y n o t a s (M a d r id : A lfa g u a r a , 1977)]. * El Mundo, A . T . , X I , p á g . 15.

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no es otra cosa que espacio, de donde se sigue que cualquier cosa concreta es sólo una parte de la cosa extensa única. Otra forma de expresar esto es decir que donde hay espacio, hay extensión y, por lo tanto, hay materia. Como quiera que no somos capaces de ima­ ginar un lugar sin extensión, la ¡dea de un vacío perfecto es impo­ sible, por razones puramente metafísicas. Hablando estrictamente, los cuerpos no están en el espacio, sino entre otros cuerpos. Esta idea está en el mismo centro de la física de Descartes. La recalca en el cuarto capítulo de E l Mundo, y vuelve a ella en los Principios de Filosofía, donde argumenta que si Dios quitase todo lo que hay en un vaso, las paredes de éste se tocarían, pues ya no habría nada entre ellas. Nada no puede tener propiedades y, por lo tanto, carece de dimensiones; por lo tanto, dos objetos a los que nada separa están, en realidad, en contacto l012. ¡Un recipiente vacío no es en absoluto un recipiente! Pero ¿no podría Dios —pregunta Mersenne— sacar todo el aire de una habitación sin reemplazarlo con otra cosa? ¡Eso —protesta Descartes— es como sugerir que Dios podría allanar las montañas y dejar los valles! 11. Pero ¿cómo podemos tener cambios de lugar cuando al parecer no hay lugares a los que cambiarse? Descartes creía que tenía la respuesta: Me habría costado responder si no hubiese aprendido, gracias a varias ob­ servaciones [expériences], que todos los movimientos que ocurren en el mun­ do son, de alguna manera, circulares; es decir, cuando un cuerpo abandona su lugar, siempre toma el lugar de algún otro cuerpo, y éste el de un tercero, y así sucesivamente, de manera que el último cuerpo ocupe en el mismo instante el lugar abandonado por el primero ,2. 10 Pincipios de Filosofía, parte II, artículo 18, A. T ., VIII-1, pág. 50. 11 Carta de Descartes a Mersenne del nueve de enero de 1639, A. T., II, pág. 482. Poco después, en 1641, Descartes aseveraba en las Meditaciones que Dios podía crear montañas sin valles (A. T., VIII, pág. 224), pero volvió a lo dicho en su cana del nueve de enero de 1639 en los Principios de Filosofía publicados en 1644 (Pane II. artículo 18; A. T., VII1-1, pág.50). 12 E l Mundo, A. T., XI, pág. 19, cursiva mía. La fuente del movimiento circular instantáneo está en el Timeo de Platón, donde se recurre al neptunio («impulso cir­ cular») para explicar la respiración. Nuestro aliento es una especie de proyectil que dispara nuestra boca. Como no sale al espacio vacío, ha de desalojar el aire que está cerca de la boca sin dejar un espacio vacío dentro de ella. En las palabras del propio Platón: «Como no bay vacío en el que pueda entrar un cuerpo móvil, y nuestro alien­ to se mueve hacia adelante, la consecuencia estará clara para cualquiera: el aliento no entra en el vacío, sino que empuja el cuerpo contiguo fuera de su sitio, y el cuerpo

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Si no hay espacio vacío y el mundo está, literalmente, lleno de materia homogénea, no se puede desplazar una de sus partes sin que alguna otra tome su lugar en el acto. La instantaneidad y circularidad del movimiento son condiciones necesarias de la suposición (para Descartes, certeza intuitiva) de que la materia es una cantidad ho­ mogénea; la garantía de ambas, se nos dice, es experiencial: si, por ejemplo, se hace una abertura en el fondo de un barril de vino, el líquido no fluirá a menos que se haga un agujero en la tapa. Una vez hecho el agujero, el vino fluye, no por un «miedo» antropomor­ fo al vacío, sino porque el aire toma su lugar. Pasa desapercibida, pero lo llena todo Que rara vez observemos esos movimientos circulares no es ob­ jeción para Descartes. Querría él que pensásemos en los peces de un acuario: ¡menean sus colas y agallas, se pasean de aquí para allá, y ni siquiera causan unas olillas en la superficie del agua! Pero las consecuencias de la teoría son chocantes. Un vaso lleno de oro ¡no contiene más materia que uno vacío! Descartes admite que esto sue­ na raro, pero ello se debe sólo a que la gente confude percepción con pensamiento y cae inconscientemente en la creencia de que la realidad física es coextensiva con la realidad sentida. Como ejemplos de realidad no sentida, nos recuerda el gran calor de nuestro corazón (el órgano que para nosotros es una bomba, para Descartes era una caldera) y el peso de nuestras ropas l3. Una aplicación de la teoría de Descartes más interesante se halla en una carta dirigida a su discípulo Rcneri, escrita mientras bosque­ jaba E l Mundo. Le habían preguntado a Descartes por qué no se escapaba el contenido de un tubo de ensayo lleno de mercurio cuan­ do se le ponía cabeza abajo. «Imaginad», decía en su respuesta, «que el aire es como la lana, y el éter de sus poros como torbellinos que se mueven por la lana» (véase la figura 1) H. Las capas de aire de la parte de arriba presionan el aire del fondo, y por eso éste es mucho*1 así desplazado expulsa a su vez el siguiente ... todo esto tiene lugar simultáneamente, como una rueda que gira, pues no hay vacio» (Timeo 79B). 11 El Mundo, A. T., XI, pág. 19-21. H Carta de Descartes a Rcneri del dos de junio de 1631, A. T., I, pág. 205. El diagrama está en la pág. 206.

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más pesado, pero ese peso no se percibe: «Si empujamos el aire de E hacia F, el aire de F se moverá en círculo en la dirección GHI y volverá a E; no se notará su peso, tal y como el peso de una rueda que da vueltas no se nota si está pcfectamente equilibrada en su eje» '5. No se dice nada más acerca de por qué el aire que es cmIb-, pig. 206, cursiva mía. Obsérvese la similaridad con el pasaje del Timco mencionado arriba, pág. 356, nota doce.

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pujado hacia arriba ha de revolverse de esa manera, y la analogía de la rueda se esgrime como si bastase por sí misma para convencernos. Hasta aquí, lo que se refiere al principio general. Ahora, veamos cómo se aplica éste al tubo invertido de mercurio (OR en nuestro diagrama). El líquido sólo puede caer si la lana (= aire) que está en R empuja la lana de O, que a su vez empujará la lana a lo largo de P y Q, es decir, a lo largo «de toda la línea de peso OPQ». Pero el tubo está sellado en D, y no puede entrar aire por ese extremo. Por lo tanto, el aire que está alrededor de R permanece estacionario. Pero ¿qué pasa con los pequeños «torbellinos» que hacen las veces del «éter» y llenan los intersticios entre las partículas de aire? Des­ cartes admite que podrían atravesar el cristal, pero como el éter de las inmediaciones ya llena los poros del aire allí presente, cualquier cantidad adicional de éter tendría que venir de la región celeste que está por encima del aire, lo que sólo ocurriría si hubiese aire que subiese y ocupase su lugar l6. La respuesta descansa de nuevo en amplias consideraciones cosmológicas, y no se intenta determinar el peso del aire que habría que desplazar.

Una sola materia, pero tres elementos distintos En el capítulo cinco de E l Mundo, Descartes pretende reconciliar la noción de materia homogénea con la tradicional división de la misma en los cuatro elementos, fuego, aire, agua y tierra. N o niega la existencia de las diferencias macroscópicas que condujeron a esa clasificación, pero las ve como el resultado de meras variaciones de tamaño, figura y velocidad de las partes de materia. Las partículas más pequeñas y veloces constituyen el elemento fuego, que se en­ cuentra no sólo en el sol y las estrellas, sino en todos los cuerpos, en los que llena los intersticios entre la partículas redondas y más grandes del elemento aire y las más voluminosas del elemento tierra. El agua pierde su categoría de elemento, y se la asimila al elemento fluido aire. Este ejercicio no es más que una concesión a la nomenclatura corriente en el siglo diecisiete, pues Descartes insiste en que el fuego, el aire y la tierra a los que llama elementos no deben identificarse

“ / * ., págs. 206-207.

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con los cuerpos que sentimos. N o sólo son extremadamente peque­ ños y rápidos, sino que, para que no pueda haber un vacío, carecen de «forma o tamaño determinados», gracias a lo cual pueden desli­ zarse en los intersticios de cualquier cuerpo. Pero como un cuerpo no es sino una sustancia extensa, no puede en realidad cambiar de tamaño. Puede parecer que se expande y su volumen aumenta, pero semejante aumento no quiere decir que aumente la extensión, y por lo tanto la materia; pasa entonces sólo que las partículas se separan más y cuerpos más pequeños rellenan los intersticios. Descartes pone el ejemplo de una esponja que se hincha cuando se la pone en agua. El incremento aparente se debe a la adición de otro cuerpo, agua en ese caso. Según Descartes, las partes de la esponja no se extienden ni tensan más, sólo se las separa l7. En los siguientes capítulos de El Mundo, Descartes se dedica a describir un nuevo mundo hecho exclusivamente de su nuevo tipo de materia, pero antes de seguirle en su interesante viaje, examine­ mos más de cerca tres características fundamentales de esta nueva materia, a saber, su divisibilidad infinita, su impenetrabilidad y su movilidad.

División sin fin Descartes creía que la divisibilidad intrínseca de la materia era una consecuencia inmediata de la definición de la materia como ex­ tensión. Como escribió al que fuera su mentor, Fr. Gibieuf, «no podemos hacernos una idea de una cosa extensa sin hacemos al mis­ mo tiempo la idea de su mitad o de su tercera parte, y, por lo tanto, sin concebirla divisible por dos o por tres» IS. La divisibilidad física de la materia es tan clara y necesaria como la verdad geométrica que*31 17 E l Mundo, A. T., XI, pigs. 23-31. La analogía de la esponja está en la página 31, y se repite en los Principios de Filosofía, Parte II, articulo 6. Véanse también las cartas a Mersenne del veinticinco de febrero de 1630 y once de octubre de 1638, A. T., I, pág. 119, y II, pág. 384. En la primera de estas cartas, le informa a Mersenne que ha llegado precisamente a ese punto (es decir, al capítulo cuatro) de su redacción de El Mundo (A. T., I, pág. 120). Véase «Descartes* Theory of Elcments: From Le Monde to thc Principes•, Journal o f the History o f ideas, 43 (1982), págs. 55-72, de John W. Lynes. '* Carta de Descartes a Gibieuf del diecinueve de enero de 1642, A. T., III, pág. 477.

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dice que la suma de los ángulos interiores de un triángulo es igual a dos ángulos rectos l920. Es consecuencia también de la naturaleza esencialmente circular de la materia en movimiento. Para que los cuerpos se puedan mover en un universo en el que no hay vacío, la materia debe ser infinitamente divisible. Como mejor se ve esto es mediante el ejemplo que pone el propio Descartes en los Principios de Filosofía. Supóngase que hay materia finísima que gira en el sentido de las agujas del reloj alrededor de un cuerpo excéntrico EFGH (véase la figura 2), y que el espacio que está sobre G tiene cuatro veces el tamaño del espacio que está bajo E, y, por lo tanto, contiene cuatro veces más materia, pues no hay vacío ni contracción o condensación de materia. Además, como no se puede mover ninguna materia sin que se mueva toda la materia, la materia que está por encima de G no se puede mover hacia E sin que la materia que está por debajo de E se mueva al mismo tiempo. Pero como el espacio que está por debajo de E es cuatro veces más angosto que el espacio que está por encima de E, la materia que viene desde encima de G se tendrá que mover cuatro veces más deprisa para que pueda comprimirse bajo E. Semejante aumento instantáneo de la velocidad le parecía a Des­ cartes que requería una división también instantánea de la materia «en partes infinita o indefinidamente pequeñas» 7a. Este estado de cosas es paradójico. Descartes suponía que el es­ pacio estaba lleno de cuerpos tan bien acomodados en el espacio que ocupaban, que no podrían llenar un espacio mayor o comprimirse en uno más pequeño. Si se movían, tenían que desplazar a otros cuerpos, pero no hay razón para creer que sufriesen pon ello un cambio cuantitativo radical. Ahora bien, se nos dice, sin embargo, que hay casos de compresión en los que el movimiento circular sólo se puede entender si la materia sufre de alguna manera un proceso de división infinita, para que así pueda moverse toda la materia en el mismo instante. Pero ¿no es esto un argumento contra el mero 19 «Por ejemplo, el hecho de que los tres ángulos sean iguales a dos rectos "es inherente a la naturaleza del triángulo; y la divisibilidad lo es a la naturaleza del cuerpo, o a la de las cosas extensas (pues no podemos concebir una cosa extensa tan pequeña que no se la pueda dividir, al menos en nuestro pensamiento). Y por esto se puede aseverar con certeza que los tres ángulos de cada triángulo son iguales a dos rectos, y que todos los cuerpos son divisibles» (Segundo conjunto de réplicas a las objeciones a las Meditaciones, A. T., VIII. pág. 163). 20 Principios de Filosofía, Parte II, artículos 33-34, A. T „ VIII-1, págs. 59-60.

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intento de explicar el movimiento sin dejar lugar al espacio vacío? ¡No es así!, replica Descartes. Todo esto no es otra cosa que un ejemplo de las limitaciones del conocimiento humano: «confieso que topamos en este movimiento con algo que nuestra mente percibe que es verdad, pero que no puede comprender» 21. Obsérvese que lo que Descartes no consigue comprender no es cómo pueden moverse los cuerpos cuando no hay vacío (¡el espacio vacío ha sido expulsado de la corte!), sino la interminable divisibilidad que el movimiento en una plenitud requiere. Mentes finitas y espacio infinito Si la materia es pura extensión, nos vemos obligados a pensar que se extiende infinitamente y que infinitamente se divide, lo que tiene consecuencias cosmológicas que Descartes le explicaba a su amigo Hector-Pierre Chanut en 1647: Si suponemos que el mundo es finito, hemos de imaginar que más allá de sus fronteras hay espacios con sus tres dimensiones, y, por lo tanto, que no son meramente imaginarios, como los filósofos los llaman, sino que contie­ 21 Ib ., pág. 59.

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nen alguna materia. Ahora bien, como esta materia no puede estar sino en el mundo, esto muestra que el mundo se extiende más allá de las fronteras que se le habían asignado. Por lo tanto, como no tengo argumentos que prueben que el mundo tiene fronteras (de hecho, ni siquiera puedo concebir que las tenga), digo del mundo que es indefinido. Pero no puedo negar que Dios pueda conocer algunas por incomprensibles que nos sean, y esto es por lo qué no digo que el mundo es absolutamente infinito a . A Descartes le habría gustado en realidad afirmar que la materia es infinitamente divisible y el mundo infinitamente extenso. El ar­ gumento de la limitación del conocimiento humano no es del todo convincente cuando lo profiere alguien que profesa invariablemente que las consecuencias lógicas de su sistema son verdaderas. Y, de hecho, Descartes había tanteado inicialmente la posibilidad de afir­ mar pura y simplemente lo que realmente se desprendía de su teoría de la materia. En diciembre de 1629, cuando estaba a punto de em­ pezar a escribir E l Mundo, le había preguntado a Mersenne: Por favor, hacedme saber si la religión establece algo concerniente a la ex­ tensión de las cosas creadas, es decir, si es finita o infinita, y si hay cuerpos reales, creados, en el llamado espacio imaginario. Aunque no deseo abrir esta cuestión, creo, sin embargo, que me veré obligado a probarla 2J. No tenemos la respuesta de Mersenne, pero debió de encarecerle que actuase con prudencia. Varios años después, la reina Cristina de Suecia daba voz a la inquietud teológica que se mascaba en el am­ biente, y expresaba su temor a que un universo infinito fuese eterno (idea condenada por la iglesia) y aboliese el puesto privilegiado que el hombre disfrutaba en la creación. En su papel de sabio que estaba, además, a punto de ser llamado a la corte, Descartes replicó que el mundo es indefinido, no infinito, y que, por lo tanto, no había por qué preocuparse 2*24. De hecho, como le dijo a Frans Burman pocos 22 Carta de Descartes a Chanut del seis de junio de 1647, A. T., V, pág. 52. Sobre cómo concebía Descartes el espacio, véase Teoric dello spa/.io da Descartes a Neviton, de Mauricio Mamiani (Milán: Franco Angelí, 1979). 25 Carta de Descartes a Mersenne del dieciocho de deciembre de 1629, A. T., 1, pág. 86. 24 «El cardenal de Cusa y algunos doctores más suponían que el mundo era infinito, sin que la iglesia les reprendiese por ello. Muy el contrario, se cree que es digno de Dios que se conciba que su obra es inmensa. Y mi opinión es más fácil de aceptar que la suya, pues no afirmo que el mundo sea infinito, sólo digo que es

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meses después, esa distinción, entre infinito e indefinido, era idea suya 25. Pero ¿era una distinción sin una diferencia? Yo pienso que era más bien una distinción que Descartes creía que tenía que hacer por razones teológicas. Pero dicho esto, me apresuro a añadir que Descartes estaba convencido de que la ciencia correcta no podía entrar en contradicción con la buena teología. Por poco grato que ello le fuese, tenía que lograr que la distinción se tuviese en pie. La tarea no era tan fácil, y tenía repercusiones que iban más allá de la cosmología. La teoría de la materia infinitamente divisible parecía socavar el principio escolástico que estatuye que «no hay regreso infinito en el orden de las causas», en el que descansaba la demos­ tración tomista de la existencia de Dios. Descartes se daba perfecta­ mente cuenta de esto, y en sus Meditaciones ofrece una prueba de la existencia de Dios que no recurre a ese principio sino a una ver­ sión revisada del argumento ontológico. En el primer conjunto de réplicas de las Meditaciones hacía este comentario: No basé mi argumento [sobre la existencia de Dios] en que observase un orden o sucesión de causas eficientes entre los objetos que perciben mis sentidos ... no pensaba que tal sucesión de causas pudiese conducirme a otra cosa que no fuese el reconocimiento de la imperfección de mi intelecto, pues una cadena infinita de causas sucesivas de ese estilo que se hunde en la eternidad sin que haya una primera causa es algo que está más allá de lo que puedo aprehender. Y de mi incapacidad para aprehenderlo no se sigue más, ciertamente, que haya de haber un causa primera, que de mi incapaci­ dad en aprehender las infinitas divisiones que puede sufrir una cantidad finita se sigue que haya una última división más allá de la cual sea imposible que haya más divisiones. Lo único que se sigue de ahí es que mi intelecto, que es finito, no abarca el infinito 26.

indefinido» (carta de Descartes a Chanut, quien le había transmitido la cuestión plan­ teada por la reina Cristina, del seis de junio de 1647, A. T., V, pág. 52). A la segunda objeción, Descartes se limitaba a decir esto: «N o pienso que tengamos que creer que el hombre es el fin de la creación» (ib., pág. 53). 25 Conversación con Burman, dieciséis de abril de 1648, ib., pág. 167. Primer conjunto de réplicas a las objecciones a las Meditaciones, A. T., VII, págs. 106-107. La segunda de las cinco célebres pruebas de la existencia de Dios de Tomás de Aquino se basa en la imposibilidad de remontarse al infinito en la serie de causas eficientes (Tomás de Aquino, Summa Theoíogica, Parte I, Cuestión 2, artículo tres). Si se quiere un resumen de las ideas de Tomás de Aquino, véase A History o f Phdosophy (vol. 2): Medieval Pbilosophy, Parí II, Albert the Creat to Dum Scotus, de Frederick Copleston (Garden City, Nueva York: Doubleday, 1962), págs. 55-65.

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Que no podamos aprehender un número infinito de divisiones en una cantidad finita de materia demuestra que un intelecto finito no puede aprehender el infinito. En el segundo conjunto de réplicas de las Meditaciones, lleva el argumento un paso más adelante al hacer que la idea de número infinito dependa de un ser infinitamente per­ fecto: el simple hecho de que cuando cuento no puedo llegar al número que es mayor que todos lo demás me hace reconocer que hay algo en el proceso de contar que está más allá de mi capacidad. Sostengo que de esto sólo se sigue necesariamente, no que existe un número infinito, o que implique su existencia, como vos decís, sino que la capacidad de concebir que hay un número pensable que es mayor que cualquier número en el que yo pueda pensar viene, no de mí mismo, sino de otro ser más perfecto que yo 27. Propiamente hablando, sólo Dios es infinito, pues «sólo en El, no sólo no descubrimos límite alguno, sino que entendemos positi­ vamente que no los hay» 28. Parece, pues, que la idea de infinito sólo es clara y distinta cuando se predica de Dios. En todos los demás casos, es confusa, y, en efecto, hasta Descartes lo es, pues unas veces afirma que se llega a la idea de infinito negando la finitud, y, en cambio, otras sostiene (coherentemente con el párrafo sobre los números que acabo de reproducir) que concebimos la finitud negando la idea anterior de infinito 29*. La idea es suficientemente clara, sin embargo, para que Descartes pueda rechazar la posibilidad del atomismo, pues «cualquier cosa que se pueda dividir en el pen­ samiento debe, por esa misma razón, ser divisible» M. Incluso si Dios crease partes de materia que fuesen indivisibles (ésa es la eti­ mología de átomo), El no podría privarse a sí mismo del poder de subdividirlas si así quisiese hacerlo31. La garantía de esto es, una vez más, que la intuición matemática se valida a sí misma. 27 Segundo conjunto de réplicas a las objecciones a las Meditaciones, A. T., Vil, pág. 139. 22 Principios de Filosofía, Parte I, artículo 27, A. T., VIII-1, pígs. 15. 29 Contrístese, por ejemplo, con Meditaciones, A. T., V il, pág. 45, líneas 223-226’, con pág. 113, líneas 9-17. Véase «iníini» en Index scolastico-cartésien, de Etienne Gilson, segunda edición (París, Vrin, 1979), pág. 142-15010 Principios de Filosofía, Parte 11, artículo 20, A. T., VIII-1, págs. 51. 11 Ib. En la misma obra, parte I, artículo 60, Descartes hace una observación similar cuando discute la distinción real entre mente y cuerpo. Incluso si Dios uniese las dos tan estrechamente como se pudiese concebir, seguirían siendo realmente dis­

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Hasta aquí lo que toca a la divisibilidad interminable de la ma­ teria, pero los cuerpos físicos tienen al menos otras dos propiedades que no se dejan derivar tan fácilmente de la noción puramente ma­ temática de extensión. La primera, que son impenetrables, es decir, que impiden que otra materia ocupe el espacio que ocupan ellos, y la segunda, que, al contrario que las figuras geométricas, pueden moverse y ser movidas. A ellas debemos prestar nuestra atención ahora. Impenetrable, incompresible y móvil La misma extensión en longitud, anchura y espesor que consti­ tuye el espacio, constituye el cuerpo. De ahí se sigue, según Des­ cartes, que cualquier cosa que ocupe completamente un espacio dado impide que cualquier otra cosa extensa lo haga32. Las partes de materia no pueden, simplemente, interpenetrarse 33. Pero esto es de todo punto contrario a la noción geométrica de materia, pues no nos cuesta trabajo pensar en dos sólidos geométricos que ocupan partes del mismo espacio, por ejemplo, dos poliedros con la misma base. La propiedad que tiene la materia de impedir la presencia de otras cosas extensas no se sigue automáticamente, como Descartes querría que creyésemos, de la identificación de materia y extensión geomé­ trica, sino de la identificación de materia y sustancia. Pero en cuanto se acepta la continuidad e impenetrabilidad de la materia, se sigue su absoluta incompresibilidad. Si fuera compresible, podría ocupar menos espacio que antes sin que algo tuviese que moverse para dejar sitio. Lo que parece compresión, es, en realidad, desplazamiento. Cuando se comprime el aire, sus partes se acercan más porque de sus poros se exprimen las partículas de materia fina. Como el aire se suele comprimir en cilindros de duro metal, se sigue que la ma­ teria fina puede atravesar las paredes de éstos con relativa facilidad, consecuencia que no parece que inquietase a Descartes lo más míni-

tintos. pues Dios no puede abandonar su poder de dividirlos (A. T ., VIH-1, pig. 29). Véase también su carta a More del cinco de enero de 1649, A. T „ V, pág. 273. 32 El Mundo, A. T., XI, pág. 33; carta a Isabel del veintiocho de junio de 1643, A. T., III, pág. 694. 33 En el sexto conjunto de réplicas a las objeciones a las Meditaciones, Descartes rechaza que las partes de la materia se puedan interpenetrar, A. T., V il, pág. 442. 33 Véase, por ejemplo, su carta a Mersenne del veinticinco de febrero de 1630,

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Figuras móviles En la tradición aristotélica que le enseñaron a Descartes en La Fleche, la extensión en longitud, anchura y profundidad no es en absoluto el concepto de cuerpo material. Es una abstracción geomé­ trica, y las abstracciones no se pueden mover. Sería un error categorial decir de cualquier idea —sea la idea de amor o la de figura— que está sujeta a movimiento. Pero la noción de extensión de Des­ cartes, como hemos visto, no es la propia de la pura geometría plana o sólida. Su supuestamente distinta idea incluye las de materia par­ ticular, materia en movimiento. El «objeto del geómetra», como dice en el Discurso del Método, «es un cuerpo continuo, o un espacio indefinidamente extenso» cuyas partes «se pueden trasponer de cual­ quier manera». La paradoja es que Descartes reconoce que la movi­ lidad de los objetos geométricos es mental, pues añade que «me percaté además de que no había nada en absoluto en estas demos­ traciones [geométricas] que me diese seguridad de que su objeto existe» M. La idea de extensión no implica por sí misma el concepto de movimiento. La concepción geométrica de sustancia corpórea per­ tenece a un mundo estático, y no puede haber física sin una expli­ cación de cómo se ponen en movimiento los cuerpos extensos. Al llegar a este punto, Descartes presenta su cosmogonía, pero, inespe­ radamente, lo hace por medio de un mito científico.

Ciencia ficción: la sirviente de la ciencia El hombre que escribió en su cuaderno de notas juvenil, «Cuan­ do haga acto de presencia en la escena del mundo, lo haré enmas­ carado» ***, era un revolucionario que no quería que se le tuviese por tal. Deseaba más que nada evitar conflictos con la filosofía oficial, y puso mucho empeño en lograrlo sin tener por ello que renunciar su propio punto de vista i?. Como diríamos hoy, la preocupación que en la que afirma que la materia fina atraviesa -el oro, los diamantes y cualqueir otro cuerpo, por sólido que sea» (A. T., I, pág. 119). ** Discurso del Método, cuarta parte, A. T., VI, pág. 36. 54 Cogitationes Privatae, A. T., X, pág. 213. i7 En la tercera pane del Discurso del Método, antes de embarcarse en la puesta en práctica de su método. Descanes expone una ética provisional cuya primera má-

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Descartes sentía por el orden social hacía de él un conservador, pero de poco valor son las categorías actuales referidas a aquellos días. Descartes quería que prevaleciese una filosofía más «natural», pero no creía que hubiese que derrocar el orden existente para conseguir­ lo. Una vez se hubiese llevado al común de los mortales a ver las cosas clara y distintamente tal y como son, Descartes creía que se seguirían a su debido tiempo los cambios necesarios, fácilmente y sin fanfarrias. El pensamiento ordenado y exacto reemplazaría al sistema confuso e inarticulado de los escolásticos. El problema era hacer que la gente le escuchase y siguiese sus pasos, sin preámbulos y justificaciones fuera de lugar. Descartes creía que, si actuaba de manera que no resultase ofensiva, le sería fácil persuadir a un lector sin prejuicios de la certeza de lo que le decía. Estuvo varios meses dándole vueltas a cómo hacer esto, hasta que se le ocurrió la idea de escribir lo que él llamaba «una fábula», y nosotros llamaríamos más bien una historia de ciencia ficción. Des­ cartes le pide al lector que deje que su espíritu «abandone este mun­ do por otro en todo nuevo que haré que se levante ante ti en los espacios imaginarios» 38. Sólo saca a colación estos «espacios imagi­ narios» que rodean el mundo cerrado de la escolástica para ridicu­ lizarlos: «Los filósofos nos dicen que estos espacios son infinitos, y bien les podemos creer, pues son ellos mismos quienes los hacen» ,9. Como hemos visto, de la identificación cartesiana de espacio y ex­ tensión se seguían la extensión infinita del espacio y la divisibilidad del espacio, pero las aprensiones teológicas de Descartes le aconse­ jaban embridar su imaginación. No sólo el tamaño del nuevo mundo es mayor que el del sistema solar; además, está repleto de materia, que debemos concebir como un cuerpo real y perfectamente sólido, que llena uniformemente toda la* xima establece que se obedezcan las leyes y costumbres de la tierra, no se deje de ser católico, y se sigan las opiniones de los hombres moderados y sensatos (A. T., VI, pág. 23). ** E l Mundo, capítulo seis, A. T., XI, pig. 31. La idea se le ocurrió a Descartes a finales de 1629. Alrededor del trece de noviembre le escribió a Mersenne que «creo haber encontrado una forma de comunicar mis ideas que será del agrado de algunos, y no ofenderá a nadie» (A. T., 1, pág. 70). La expresión «la fábula de mi mundo» aparece por primera vez en una carta escrita al mismo corresponsal alrededor del cinco de noviembre de 1630 (ib., pág. 179). M E l Mundo, capítulo seis, A. T., XI, págs. 31-32.

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longitud, anchura y profundidad de este inmenso espacio en medio del cual hemos hecho que repose nuestra mente. Por lo tanto, cada una de sus partes ocupa siempre una pane de ese espacio en el que encaja tan exactamente que ni podría Henar uno mayor ni comprimirse en uno menor; ni podría, mientras permanezca ahí, permitir que otro cuerpo ocupe su puesto 40. Una materia perfectamente sólida y homogénea, como señalaría Leibniz más tarde, no daría lugar a cambio alguno41. Para que el movimiento se difundiese y produjese una división de la materia, la materia tendría ya que estar dividida y en estado fluido. ¡Pero la materia sólo puede volverse fluida gracias al movimiento! La circularidad de este razonamiento es, según Descartes, sólo aparente, pues Dios crea la materia y la pone en movimiento en el mismo instante. Vemos, sin embargo, que Descartes habla de la materia como de un bloque inerte: «Si pensamos en el estado que la materia podría haber tenido antes de que Dios la pusiese en movimiento, debemos ima­ ginárnosla como el cuerpo más duro y sólido del mundo». Pero esto es sólo una ficción pedagógica, pues Descartes añade inmediatamen­ te que Dios le dio movimiento a la materia «en el mismo instan­ te» 42*. Nos deja, sin embargo, con un serio problema, pues un blo­ que homogéneo que no es otra cosa que un puro postulado (una ficción dentro de una ficción) pierde mucho de su interés. No nos costará entender por qué Descartes habla de esa dureza anterior al movimiento si recordamos que en el capítulo tres de E l Mundo se había definido la dureza o solidez como la mera ausencia de movi­ miento 4J.

40 Ib ., pág. 33. 41 Gottfricd Wilhelm Leibniz, «De ipsa natura sive de vi insita actionibusque Crcaturanim, pro Dynamicis suis confírmandis ¡Uustrandisquc», en D ie phtloíophtsthen Schriften, ed., C .j. Gerhardt, siete volúmenes. (Berlín, 1875-1890): reimpresión (Hildesheim: Olms, 1978), vol. IV, págs. 512-514. 4* E l Mundo, capítulo ocho, A. T., XI, pág. 49. 41 «Basta con que sus partes están inmóviles y se toquen, sin que haya un espacio interpuesto», (ib., pág. 13). En la Meteorología, Descartes introduce la nueva noción de partes entretejidas. Piensa entonces que casi todos los cuerpos tienen «formas muy irregulares y burdas, de manera que basta que se entremezclen ligeramente para que se queden enganchados y unidos los unos a los otros, como las ramas de matorral que crecen juntas en un seto. Y cuando se unen de esta manera, forman los cuerpos duros» (A. T., VI, págs. 233-234).

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Del caos al cosmos Dios, pues, impane movimiento a la materia, extensión o espacio (palabras todas ellas sinónimas para Descanes), pero no tenemos necesidad de preocuparnos por el estado inicial, así fuese «un caos tan confuso y enmarañado como pueda describir un poeta», pues «las leyes ordinarias de la naturaleza se bastan para hacer que las panes de este caos se desenreden y dispongan a sí mismas en tan buen orden que formen un mundo muy perfecto» en el que podre­ mos observar «no sólo luz, sino todas las demás cosas, generales y particulares, que hay en el mundo real» 44. Esta fábula (cuyo principio acaece en algún momento sin espe­ cificar en el tiempo) le permite a Descanes eludir todos los proble­ mas que pudiese plantearle la cronología bíblica que se admitía ge­ neralmente, que fijaba la fecha de la creación unos cinco o seis mil años atrás 45. Como dice en su Discurso del Método: «Deseaba gozar de la libertad de decir lo que pensaba sobre estas cosas sin tener que seguir o refutar las opiniones aceptadas entre las personas instruidas. Decidí, por eso, dejarles nuestro mundo entero para que discutan, y hablar sólo de lo que ocurriría en uno nuevo» 46. La ironía no es de muy buen ley: se deja el llamado mundo real a las estériles dis­ putas de los filósofos, y se investiga científicamente el imaginario. Eludir la confrontación directa con las ideas dominantes de su época no era la única razón que había para crear un nuevo mundo en el espacio exterior. Descartes tenía otra, no tan inherente a su método, que se puede expresar diciendo que la mejor respuesta a la pregunta ¿qué es? es hacerse la pregunta ¿cómo ha llegado a ser? Descartes levanta su mundo con una materia que es perfectamente inteligible y por lo tanto no presenta problemas. Se trata, claro, de la pura extensión, cuyo conocimiento «nos es tan natural que ni siquiera podríamos simular que nos es desconocida» 47. La materia y las leyes del movimiento (que examinaremos más adelante, en este mismo capítulo) son todo lo que Descartes necesita para deducir un " E l Mundo, capítulo seis, A. T., XI, págs. 34-35. 45 Jacques Gaffarel, contemporáneo (1601-1680) de Descartes, dio una tabla de estimaciones de (echas que van del 6310 al 3760 antes de Cristo (Jacques Gaffarel, Curiasáés triouses (París, 1650), pág. 37, citado en L'oeuvre de Descartes (París: Vrin, 1971), pág. 494, nota 18). * Discurso del Método, quinta parte, A. T ., VI, pág. 42. 47 Ib-, pág. 43.

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nuevo universo que resulta tener un parecido tan notable con el nuestro que nos confundiría si no fuese porque se nos ha dicho antes que es obra de la imaginación de Descartes.

Hágase la luz En una sociedad cristiana en la que todavía tenía valor de norma la narración bíblica de la creación, una novela cosmológica evitaba el riesgo de choque frontal. Pero no por ello habría dejado de hacer feliz a Descartes que hubiese alguna concordancia entre aquélla y esta, y, de hecho, dio algunos pasos con la intención de probar que la había. El problema tenía dos caras: la primera mira al orden de la creación; la otra, al estado de perfección en que las criaturas apa­ recen en el libro del Génesis. Las primeras palabras de Dios en la Biblia son «¡Hágase la luz!», y es comprensible, pues, que Descartes estuviese satisfecho por el lugar central que la luz ocupaba en su sistema. Pero en el Génesis, Dios crea la luz antes que el firmamento y los cuerpos celestes, mientras que en El Mundo de Descartes la luz resulta de la acción de éstos. Descartes ya era consciente de esta discrepancia en 1630, y le escribía a Mersenne: Estoy ahora ordenando el caos para que produzca la luz. Esta es una de las tareas más altas y arduas que yo pueda encarar, pues encierra en sí prácti­ camente toda la física. Tengo que pensar en mil cosas diferentes al mismo tiempo para hallar la manera de enunciar la verdad sin alarmar a alguien u ofender las opiniones heredadas. Quiero tomarme un mes o dos en los que no pensaré en otra cosa 4H. El fruto fue una concordancia bastante grosera: (a) en el primer versículo de la Biblia, Dios crea los cielos y la tierra; en E l Mundo cartesiano, El crea primero la materia; (b) en la Biblia, «la tierra estaba confusa» (Génesis, 1,2); en El Mundo, es «un caos» 49, (c) Dios ordena todas las cosas en el primer capítulo del Génesis; en El* ** Carta de Descartes a Mersenne, alrededor del veintitrés de diciembre de 1630, A. T ., I, pág. 194. * El Mundo. A. T-, X I. pág. 34.

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Mundo, El «lo dispone todo con número, peso y medida» *°. El encaje era de todo menos perfecto, pero cuando Descartes decide en 1641 publicar una versión revisada de E l Mundo, piensa que es tan bueno que le escribe a Mersenne que sus Principios de Filosofía con­ tendrán una explicación del primer capítulo del Génesis 51. Debió de ser también por entonces cuando le escribió a un corresponsal des­ conocido lo siguiente: No avanzo deprisa, pero avanzo. Estoy describiendo ahora los orígenes del mundo, y espero incluir casi toda mi física. Leyendo de nuevo el primer capítulo del libro del Génesis, me quedé atónito al descubrir que cabe ex­ plicarlo por completo gracias a mis ideas, y mucho mejor, me parece, que con cualesquiera otras. No me había atrevido a esperar tanto antes, y ahora estoy decidido, una vez expuesta mi nueva filosofía, a mostrar claramente que todas las verdades de la fe casan mucho mejor con mi filosofía que con la de Aristóteles 52. Descartes hasta intentó aprender hebreo, pero no fue muy lejos. En una biografía del siglo diecisiete, se dice que Descartes visitó a Anna-Maria Van Schuurman (1607-1678), mujer prodigio que sabía casi todas las lenguas europeas, incluidas el latín y el griego, así como el sirio, el caldeo, el árabe y el turco. Aquella mañana, alre­ dedor de 1640, Descartes la ve leer las Escrituras en hebreo. Mani­ fiesta su sorpresa de que pierda el tiempo «en materia tan insignifi­ cante». Cuando Schuurman protesta e intenta demostrarle que la palabra de Dios debe leerse en su lengua original, Descartes le con­ testa que él también había pensado eso, así que un día se puso a «leer el primer capítulo del Génesis sobre la creación del mundo,*1 M Ib ., pág. 47. La frase es en sí misma una cita del libro de la Sabiduría, capitulo II, versículo 21. 11 Carta de Descartes a Mersenne alrededor del veintiocho de enero de 1641, A. T., III, pig. 296. M Es incierta ia fecha de esta carta. A. T., IV, pig. 698, da el texto de la edición latina de 1700. El texto francés publicado por Clerselier, que quizá sea el original, está impreso en la Correspondance de Marín Mersenne, vol. II, pág. 618, donde se da como fecha posible la del catorce de octubre de 1630. Etienne Gilson da poderosos argumentos a favor de que sea de 1641 (Rcné Descartes, Discourse de ¡a mithode, con un comentario de Etienne Gilson, cuarta edición (París: Vrin, 1967), págs. 381-382). La otra «verdad de fe» que Descartes tiene en mente es el dogma de la transubstanciación, «que es perfectamente claro y fácil una vez se le da explicación con mis principios» (carta de Descartes a Mersenne, alrededor del veintiocho de enero de 1641, A. T., III, pig. 296).

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pero por muchas vueltas que le diese, no pudo hallar nada claro y distinto, nada clare et distincte que pudiese entender» 53. En 1648, un admirador de veinte años llamado Frans Burman visitó a Descartes en Egmond, quien le obsequió con una cena y respondió abierta y animadamente a sus preguntas. Una de ellas versaba sobre la cuestión de la concordancia, y Descartes le dijo que había intentado que su explicación casase con la historia del Génesis, pero que había decidido renunciar a ello y dejar el asunto en las manos de los teólogos, pues pudiera ser que la interpretación co­ rrecta fuese metafórica, como parecía que ocurría con lo de los seis días de la creación 5\

Perfección desde el principio Fuese cual fuese la secuencia de los hechos acaecidos en la his­ toria de la creación, la Biblia afirma claramente que las cosas se crearon en su estado de perfección. Descartes no tenía ninguna gana de que sus adversarios le acusasen de seguir a Lucrecio y los ato­ mistas en vez de a Moisés, y en el Discurso del Método aífirma cla­ ramente que el mundo se creó como lo vemos actualmente. En los Principios de la Filosofía es aún más explícito. El sol, las estrellas y las plantas vivas aparecieron en toda su perfección. Adán y Eva*54 u Esta anécdota aparece en la anónima Vie de Jean Labadie (París, 1670), y se la reproduce en A. T., IV. págs. 700-701. 54 Conversación con Burman del dieciseis de abril de 1648, A. T., V, págs. 168-169. Cuando Descartes pone como ejemplo un par de palabras hebreas, resulta que se equivoca con las dos (pág. 169, nota a). A pesar de la deserción de Descartes, la batalla continuó tras su muerte. En 1688 apareció un libro anónimo con este título: Copie d'une Lettre écrite i un Sfavant religieux de la Compagme de Jisu t, pour montrer: /. Que le Systéme de Monsteur Descartes et son opinión tonthant les bestes n'unt trien de dangereux. U . Et que tout ce qu’ilen a écrit semble estre tiré du premier chapitre de la Genése. El folleto de sesenta y siete páginas no trae ni dónde se imprimió ni el nombre del impresor. Un año después, en Holanda, Johann Amerpoel publicó Cartesius Mosaüzans, seu Evidens et faciüs conciliatio Philosophiae Cartesü cum historia Creationis primo capite Orneseos per Moysem tradita (Groningen: Leovardiae, pro haeredibus Thomas Luyrtsma, 1669). Malebranche dice también que el «i\tcma de Descartes está de acuerdo con el relato del Génesis [Shea cita la traducción ai inglés: The Search After Truth | l a ...... |u,,ia «u la M.i.ta.1,. Libio VI, segunda parte, capítulo cuatro, de Nicolás Malebranche, trads., Thomas M. Lennon y Paul J. Oiscamp (Columbus: Ohio University Press, 1988), págs. 463-466.] La obra original se publicó por vea primera en 1674-1675.

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L a m a g ia d e l o s n ú m e r o s y e l m o v im ie n t o

fueron creados en su edad adulta, pues ésa es «la doctrina de la fe cristiana, y nuestra razón natural nos convence de que fue así». Dado el infinito poder de Dios, no podemos pensar que crease algo que no fuese totalmente perfecto en su especie. «Sin embargo», continúa Descartes, si queremos entender la naturaleza de las plantas o de los hombres, es mu­ cho mejor que nos fijemos en cómo han crecido gradualmente empezando por sus semillas que hacerlo en cómo las creó Dios en el mismísimo prin­ cipio del mundo. De la misma manera, podemos imaginar ciertos principios muy simples y que no nos cuesta nada conocer, que pueden servir, por así decirlo, de semillas de las cuales se pueda demostrar que proceden las es­ trellas, la tierra y, de hecho, todo lo que observamos en este mundo visible. Pues aunque sepamos con seguridad que no surgieron de esa forma, podre­ mos explicar mucho mejor su naturaleza con este método que si nos limi­ tamos a describirlas como son ahora55. Este párrafo plantea en toda su amplitud el problema de cuál era en realidad la naturaleza de las ideas de Descartes. ¿Jugaba tan sólo con los censores? ¿Creía realmente que su hipótesis sobre la forma­ ción de los planetas era sólo una especulación filosófica? Se hace difícil, por una parte, creer que Descartes no pensase que su teoría era verdadera. Por otra, no hay razón alguna que nos haga dudar de su fe en los principios de la cristiandad tal y como se los entendía en su época, pero ¿como podemos razonar genéticamente cuando no hay en realidad desarrollo y las cosas se crean en toda su perfec­ ción? La respuesta de Descartes descansa en su convicción de que las leyes que gobiernan el mundo presente serían verdaderas en cual­ quier mundo concebible. Puede haber un número infinito de estados posibles en un mundo hecho de materia y movimiento, pero sólo hay un estado de equilibrio: el que contemplamos. El texto del Dis­ curso es explícito: Es verdad, y es ésta una opinión comúnmente aceptada por los teólogos, que el acto con el que Dios lo conserva ahora es justo el mismo que aquel con el que lo creó. Así que, incluso aunque en el principio Dios le hubiese dado al mundo sólo la forma del caos, con que hubiese establecido las leyes de la naturaleza y prestado su concurso para que la naturaleza pudiese obrar Principios de Filosofía, Parte I, artículo 45, A. T., VIII-1, pág. 100.

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como normalmente lo hace, podemos creer, sin poner en duda el milagro de la creación, que, sólo con esto, todas las cosas puramente materiales habrían, en el curso del tiempo, llegado a ser como las vemos ahora. Y es mucho más fácil concebir su naturaleza si las vemos desarrollarse gradual­ mente de esta manera que si las consideramos sólo en su forma completa

Para Descartes, incluso si Adán y Eva hubiesen sido creados ya adultos, no dejaría de ser metodológicamente correcto hacer como si se hubiesen desarrollado lentamente. Esta es la idea que se encierra en la tercera de sus famosas cuatro reglas: dirigir mis pensamientos de manera ordenada, empezando por los objetos más simples y que sea más fácil conocer para ascender poco a poco, paso a paso, hasta el conocimiento de los más complejos, y suponiendo que hay algún orden incluso entre en aquellos objetos que no tienen un orden de precedencia n a tu ra l57.

Las leyes del movimiento En el Discurso del Método, Descartes dice que el «objeto de los geómetras» es un cuerpo «extenso en longitud, anchura y altura ... que se puede mover» . Los cuerpos geométricos tienen de por sí la capacidad de experimentar movimiento. Es una consecuencia cru­ cial de la interpretación que Descartes hacía de la regla de la claridad, contraria a la noción aristotélica de las matemáticas que por entonces imperaba. Para Aristóteles, los entes matemáticos eran abstracciones de las que no cabía predicar movimiento, que, para él, era la carac­ terística esencial de los objetos físicos, y rechazaba la identificación pitagórica de los sólidos geométricos con los cuerpos sensibles S9. Descartes abordó el problema de la materia a la luz de su convicción de que las ideas intuitivas casaban con la realidad. Como podemos combinar claramente los puntos para hacer líneas, líneas para hacer superficies y superficies para hacer sólidos, no tenemos razones para dudar, una vez hemos llegado a una figura geométrica sólida, en cruzar la frontera del mundo físico. El movimiento se representa* 54 Discurso del Método, quinta parte, A. T., Vt, pág. 45. i7 Ib., pág$. 18-19. ** Ib., pág. 36. w Aristóteles, Metafísica, libro 1, capitulo 8, 989b29-990a35.

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adecuadamente con una línea recta, y es totalmente inteligible sin las nociones añadidas de velocidad o dirección. Como Descartes escru­ taba la trayectoria de un cuerpo móvil en una hoja de papel, le parecía que estaba claro que podía entendérselo completamente sin tener en consideración la velocidad con que recorría la distancia que fuese o la dirección por la que se desplazase. Tan abrumadoramentc claro le parecía esto a Descartes, que desdeñó todo lo que tuviese que ver con la velocidad. En una carta dirigida a Florimond de Beaune, que estaba planeando un libro de mecánica, escribió: Me gustaría responderos adecuadamente por lo que respecta a vuestra obra sobre mecánica pero, aunque toda mi física no es sino mecánica, no he exam inado nunca de cerca los problem as que dependen de la determ inación de la velocidad. La manera en que distinguís diferentes dimensiones en el movimiento y la que tenéis de representarlas m ediante lin eas son, sin duda,

las mejores posibles La noción de movimiento, como la de extensión, es intuitiva­ mente obvia. N o necesita que se la defina, basta con que se le preste atención. Como Descartes le explicaba a Mersenne, «si intentamos definir las cosas que son muy simples y naturalmente conocidas, la figura, el tamaño, el lugar, el tiempo, etc., las oscurecemos y hace­ mos que se vuelvan confusas». En un párrafo que recuerda a la célebre refutación de Berkeley por Johnson, Descartes pasa a conti­ nuación a desacreditar la definición aristotélica del movimiento sir­ viéndose para ello de la experiencia cotidiana: «una persona que camine arriba y abajo por una habitación da una idea mejor de qué es el movimiento que alguien que diga: est actus entis in potentia prout in potentia» 61. Esta definición tradicional del movimiento es uno de los blancos a los que solía Descartes dirigir sus sarcasmos. La cita en la decimosegunda regla de las Reglas para la dirección del espíritu como ejemplo de «encontrar dificultades donde no las hay», y en el séptimo capítulo de El Mundo, de algo que no se puede ni entender: estas palabras son tan oscuras que me veo obligado a dejarlas en latín, pues40

40 Carta de Descartes a Florimond de Beaune, alrededor del treinta de abril de 1639, A. T., II, pág. 542, cursiva añadida. Cana de Descanes a Mersenne del dieciséis de octubre de 1639m ib., pág. 597,

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no puedo interpretarlas. ... Por el contrarío, la naturaleza del movimiento, de la que quiero hablar aquí, es tan fácil de conocer que los geómetras, que son, entre todos lo hombres, los que más se preocupan en concebir muy distintamente lo que estudian, juzgan que es más simple e inteligible que la naturaleza de las superficies y líneas —como demuestra que hayan explicado «línea» como el movimiento de un punto, y «superficie», como el movi­ miento de una línea é2. Descartes necesitaba dos licencias filosóficas que le permitiesen usar su noción de movimiento, por intuitiva que pudiese parecer. La primera de ellas había de certificar la correspondencia filosófica entre leyes naturales e ideas innatas, la segunda, el fundamento ontológico de esas leyes. Descartes no tuvo problemas con la primera: el Dios que creó el mundo creó también mentes capaces de conocerlo. Como dice en una de las primeras cartas que le escribió a Mersenne tras haberse trasladado a Holanda, «Dios es quien estableció las leyes de la naturaleza. ... No hay ninguna que no podamos entender si la única cosa en que ponemos nuestra voluntad es en prestarle la de­ bida atención, pues todas ellas son mentibus nostris ingenitae» 6i. Por lo que se refiere al fundamento ontológico, se expone en el séptimo capítulo de El Mundo, en el que Descartes afirma que las leyes de la naturaleza (o como prefería ¿1 llamarlas, las leyes de la materia) derivan de la constancia o inmutabilidad de Dios. Aunque no dice explícitamente que la inmutabilidad de Dios sea una idea innata clara y distinta, da a entenderlo, y saca la «fácil» conclusión de que Dios «siempre actúa de la misma manera». De aquí hay un paso igualmente fácil a «dos o tres reglas principales». La primera ley (o regla, Descartes usa esta dos palabras indiscriminadamente) se expresa como sigue: cada parte individual de materia permanecerá siempre en el mismo estado mientras no haya un choque con otras que la obligue a cambiar ese estado. F.s decir, si tiene un tamaño, no empequeñecerá al menos que Otras la di­ vidan; si es redonda o cuadrada, no dejará de serlo a menos que otras la fuercen a ello; si llega a reposar en algún lugar, no lo dejará nunca a menos que otras la desalojen; y si alguna vez se puso en movimiento, seguirá para siempre moviéndose con la misma fuerza hasta que otras la paren o retar­ den M.* ** E l Mundo, A. T.. XI, pág. 39. ** Cana de Descartes a Mersenne del quince de abril de 1630, A. T., I, pág. 14S. M E l Mundo, A. T „ XI, pág. 39.

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Es al llegar a este punto de El Mundo cuando Descartes dice que el movimiento es más fácil de entender que una línea geométrica, pues da cuenta de su propia génesis. Una línea geométrica no cam­ bia, pues no es una realidad dinámica, una fuerza que actúe en el tiempo; es, en cierto sentido, intemporal. Así es también el movi­ miento. La siguiente, o segunda, ley dice: cuando un cuerpo empuja a otro, no podrá darle movimiento alguno a menos que pierda buena parte de su propio movimiento al mismo tiempo, ni podrá tomar nada del movimiento del otro a menos que el suyo no se incremente tanto como disminuya el del otro 6S6. La primera ley, pues, postula la conservación de cualquier estado de la materia, la segunda, la conservación del movimiento. Ambas «se siguen manifiestamente del mero hecho de que Dios es inmuta­ ble, y de que, al actuar siempre de la misma manera, siempre pro­ duce el mismo efecto» Es un paso crucial en la dirección que llevaría con el tiempo a las leyes del movimiento de Newton, pero aún falta un componente esencial de la primera ley del movimiento de Newton: la rectilineidad del movimiento inercia!. De ella habla, casi como si recapacitase, en la tercera le y . cuando un cuerpo se mueve, incluso aunque su movimiento siga casi siem­ pre una trayectoria curva ... sin embargo, cada una de sus partes individuales tiende a continuar su movimiento en linca recta. Y por eso su acción, que es la tendencia que tiene de moverse, es diferente de su movimiento67. La experiencia demuestra que eso es lo que pasa, dice Descartes. Si una piedra se suelta de una honda, no se sigue moviendo en círculo, sale disparada por la tangente. Desde nuestro punto de vista post-newtoniano, es un buen ejemplo, pero Descartes oscurece su significado cuando añade inmediatamente que, en tanto la piedra esté todavía en la honda, «presionará en dirección opuesta al centro y hará que la cuerda se tense» 68. En otras palabras, antes de que la piedra se suelte, tira en dirección perpendicular a la que seguirá cuando salga disparada. Este segundo tirón radial del centro de re­ ts 66 67 M

Ib., pig. 41. Ib., pág. 43. Ib., pig. 44. Ib.

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volución hacia fuera es lo que Huygens iba a llamar «la fuerza cen­ trífuga». Pero en un sistema inercial, la fuerza centrífuga no es física, es decir, se produce cinemáticamente y no se debe a la interacción física. Esto fue un problema serio para los newtonianos, pero Des­ cartes no se topó con él por la simple razón de que no creía que la dirección fuese una parte esencial del concepto de movimento. Todo lo que Descartes veía era que, fuese cual fuese la dirección, el mo­ vimiento tendía a continuar en línea recta. Dada la importancia que tiene el movimiento circular, lo estudiaremos más detalladamente en el siguiente capítulo, pero hemos de mencionar aquí una cara del problema a la que Descartes no quiso mirar. El movimiento rectilí­ neo que él llama natural sólo puede darse en un vacío perfecto, y para Descartes un vacío perfecto no es sólo una ficción, es una im­ posibilidad. ¿Cómo puede ser un cosmos cuyas leyes básicas no se pueden realizar un cosmos ordenado? Pero esta objeción nunca hizo mella en Descartes por dos razones: (a) nunca contempló la posibi­ lidad del movimiento en un vacío, y (b) su mayor preocupación era mostrar que la tercera ley tenía su fundamento en la inmutabilidad de Dios, como lo tenían las otras dos. El movimiento cartesiano no es dinámico (no envuelve la inter­ vención de fuerzas) y no es cinemático (no envuelve consideraciones espaciales y temporales), sólo es diagramático (envuelve sólo consi­ deraciones espaciales). Dios, que es eterno —por encima del tiempo y fuera de él—, conserva lo que crea «como es en el mismo instante en que lo conserva» 69. Este papel que juega la acción instantánea de Dios nos ayuda a entender por qué Descartes creía que las Medita­ ciones, en las que demostraba la existencia de Dios, daban la justifi­ cación racional de su ciencia. Le escribió a Mersenne que contenían «todos los principios» y «todos los fundamentos» de su física 70. Si preguntamos: ¿qué es lo que se conserva de esa manera, en este instante?, nos encontramos con que la respuesta de Descartes es puramente epistemológica, pues lo que se conserva es lo que se pue­ de entender clara y distintamente que existe en el instante, y «sólo el movimiento en línea recta es enteramente simple y tiene una na­ turaleza que se puede aprehender completamente en un instante» 7I. 69 Ib., pág. 44. 70 Carta de Descartes a Mersenne del once de noviembre de 1640 y del veintiocho de enero de 1641, A. T., III, págs. 233, 298. 71 El Mundo, A. T., XI, pág. 45.

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Descartes sostiene que eso no pasa con el movimiento circular, que sólo se puede concebir si se toman en cuenta dos de sus instantes y su mutua relación. Descartes creía que oponía el movimiento circu­ lar al rectilíneo, pero como no decía nada de la fuerza, no hacía otra cosa que comparar una línea geométrica (que implícitamente reducía a un punto) con un círculo (el lugar de los puntos coplanares que equidistan de un centro y de los cuales se han de conocer dos al menos para que se pueda determinar la naturaleza del círculo). El punto de vista teológico se manifiesta claramente en la con­ clusión del argumento que esgrime a favor de la tercera ley: Según esta regla, sólo debe decirse que Dios es el Autor único de todos los movimientos que en el mundo hay por lo que se refiere a su existencia y en la medida en que sean rectilíneos, y son las distintas disposiciones de la materia las que los hacen curvos e irregulares. De la misma manera, los teólogos enseñan que Dios es el Autor de todas nuestras acciones por lo que se refiere a su existencia y en la medida en que haya algo de bueno en ellas, y que son las varias disposiciones de nuestra voluntad las que pueden volverlas malas 72. Hay dos cosas chocantes en todo esto. En primer lugar, Descar­ tes recurre a la doctrina teológica que sostiene que Dios es la causa de todas las cosas para explicar no sólo el ser sino el devenir. En segundo lugar, la disposición de la voluntad se compara con la di­ rección del movimiento. La analogía no va de lo natural a lo sobre­ natural, sino al revés: la transparencia del dogma cristiano sirve para echar luz sobre las oscuridades del movimiento físico. La teología de la que se sirve Descartes fue concebida con el designio de poner a salvo la omnipotencia de Dios sin hacerle res­ ponsable del pecado. Los teólogos, por ejemplo, afirmaban que la realidad física de cualquier acción (disparar una flecha, por ejemplo) descansa finalmente en el poder creador de Dios, pero la intención (herir a otro ser humano) depende de la voluntad del hombre. Se distinguía la categoría ontológica a la que pertenecía el acto de su rectitud o iniquidad, y se creía que era totalmente inteligible fuese cual fuese su orientación moral o inmoral. De la misma manera, Descartes quería que creyésemos que el movimiento es algo perfec­ tamente claro aunque de su dirección sólo se diga que es, por na-71 71 Ib., págs. 46-47.

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turaleza, recta. El problema con esta analogía es que introduce de tapadillo la mismísima noción de «potencia» que a Descartes le pa­ recía tan reprensible en Aristóteles. No es del todo el concepto que maneja Aristóteles, por supuesto, pues la dirección es una condición geométrica que se añade al movimiento, pero el movimiento de Des­ cartes es, sin embargo, inteligible antes de su actualización, y es precisamente gracias a esta inteligibilidad previa por lo que se lo puede distinguir de la dirección. Si el movimiento real tiene siempre dirección, es difícil escapar a la conclusión de que el movimiento sin dirección es algún tipo de energía «potencial» 73.

Las ventajas de una noción puramente geométrica del movimiento Se han apuntado muchas veces las deficiencias del concepto de movimiento de Descartes, pero no deberíamos dejar que nos cieguen y nos priven de ver el importante papel que dicho concepto desem­ peñó en la simplificación del análisis del movimiento. Indicaré bre­ vemente seis áreas en las que creía Descartes que su clara noción era fructífera, lo que, de paso, nos servirá para recapitular mucho de lo que hemos estado discutiendo. La primera y más espectacular ventaja del concepto de movi­ miento de Descartes es la solución que da al intrincado problema del movimiento de los proyectiles, gracias a su atribución de una rectilineidad natural a todo movimiento. En efecto, disuelve entera­ mente el problema al mostrar que descansa en premisas falsas. Desde la antigüedad, y sobre todo del siglo dieciséis en adelante, los filó­ sofos naturales habían investigado la naturaleza y causa del movi­ miento de las flechas y otros proyectiles una vez estaban en vuelo. A la luz de su nueva concepción del movimiento, Descartes no pre­ gunta más: ¿por qué sigue moviéndose el proyectil?, sino: ¿por qué dejará luego de moverse? Y respondía: por la resistencia del aire. Desde un punto de vista newtoniano, esto se suele expresar diciendo que lo que requiere una explicación no es el movimiento, sino el n La oposición de Descartes a la noción de potencia se debe, al menos en parte, a que parece dar más realidad al movimiento que al reposo. Véase «Essai critique sur quelques concepts de la mécanique cartésienne». Archives ¡ntem ationales d ’Histoire des Sciences 20 (1967), pigs. 232-252, de Pierre Costabel, reimpreso en Démarches originales de Descartes savant (París: Vrin, 1982, págs. 141-158, del mismo).

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cambio de movimiento. Descanes no llegó tan lejos, pues para él un cambio de movimiento no era tal, sino sólo una actualización dife­ rente del mismo movimiento, pero es evidente que abrió realmente nuevos caminos a la reflexión sobre la naturaleza del movimiento de los proyectiles. En segundo lugar, Descanes creía que su noción resolvía el pro­ blema de la dureza de los cuerpos sin tener que recurrir a pegamen­ tos o fuerzas entre las partículas. También aquí podía proclamar de nuevo que la investigación precedente había andado descaminada: la dureza no necesita más explicación que el puro reposo; lo que hay que explicar es la agitación interna que hace que algunos cuerpos sean menos sólidos. Como la dirección no es pane del concepto de movimiento, Descanes podía sostener que un cuerpo cuyas panes internas estén en movimiento se rompe con más facilidad que uno cuyas panes estén en completo reposo. En tercero, la explicación «cuantizada» del movimiento que da Descartes, es decir, su reducción a una sucesión de actos instantá­ neos de creación divinos, le permitía explicar las transiciones súbitas que tienen lugar en la naturaleza. Galileo había identificado el re­ poso con un grado infinito de lentitud, y argüido que los cuerpos que se aceleran pasan por todos los grados intermedios de velocidad. Descartes no veía ni la necesidad ni la utilidad del continuo de Ga­ lileo. Aunque el espacio y el tiempo son infinitamente indivisibles, no hay conexión ontológica entre los instantes sucesivos de la exis­ tencia de un ser fuera de la voluntad de Dios. En la Tercera Medi­ tación, Descartes lo afirma refiriéndose al yo, pero lo que dice vale para todos los entes creados, incluido el movimiento: Como una vida puede dividirse en innumerables partes, cada una de ellas independientes de las otras, resulta que no se sigue de que yo existiese hace un poco que yo deba existir ahora, a menos que haya alguna causa que, por así decirlo, me cree de nuevo a cada momento 74. La discontinuidad radical del tiempo y el hueco mctafísico entre los instantes existenciales le permitían a Descartes explicar ciertos casos de colisión de manera que el creía no podían dilucidar los continuistas. Su ejemplo preferido era una gran bala de cañón que choca con una bola quieta muy pequeña en pleno vuelo. Suponiendo 74 Meditaciones, A. T .t VII, págs. 48-49.

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que ambas bolas son «extremadamente duras», tenemos un caso de colisión inelástica, y Descanes sostenía que era ridículo decir que la bola pequeña se aceleraba continuamente y tenía que pasar por todos los grados de velocidad hasta alcanzar la velocidad de la bola de - « 75 canon . En cuarto, se demostró que la noción de movimiento de Descar­ tes servía para despejar las ambigüedades de la estática, y a petición de su amigo Constantin Huygens, escribió en 1637 un tratado breve sobre las máquinas simples 7576. Se conocían las razones básicas que guardaban fuerza y resistencia, y no había nada que añadir a lo que había escrito Arquímedes. La ambigüedad a disipar radicaba en el uso de la velocidad y el desplazamiento como si fuesen intercambia­ bles sin más. En el caso de la palanca, por ejemplo, como los dos extremos se mueven al mismo tiempo y sin acelerarse, carece de importancia que se usen las velocidades virtuales de los dos pesos o sus desplazamientos también virtuales. Pero esto sólo vale para la palanca y otros dispositivos similares en los que una conexión me­ cánica haga que todos los cuerpos unidos por el dispositivo se mue­ van al mismo tiempo, y en los que el equilibrio haga que no haya movimiento real, sino sólo virtual. El concepto geométrico de mo­ vimiento de Descartes le hacía ver lo que no pudo Galileo, que sólo las razones entre los desplazamientos explican por qué la fuerza y la resistencia varían como lo hacen: «no es la diferencia de velocidad la que determina que uno de los pesos haya de ser el doble del otro, sino la diferencia de espacio [es decir, de desplazamiento]». Tomar en cuenta la velocidad, añade en la misma carta, sólo oscurecería el problema, pues no se la pueda explicar si no se explica qué es el peso, y esto, a su vez, requiere conocer el sistema entero del mun­ do 77. Parece que Descartes quiere dar a entender que, como la ve­ locidad no es una noción clara, se puede prescindir de ella en la explicación de cómo obra la naturaleza. 75 Carta de Descartes a Mcrsenne del diecisiete de noviembre de 1642, A. T., III, págs. 592-593. * Carta de Descartes a Huygens del cinco de octubre de 1637, A. T., I, págs- 435-447; para una versión revisada, véase la carta de Descartes a Mersenne del trece de julio de 1638, A. T., II, págs. 222-245. Para una discusión de cómo trata Descartes las máquinas simples, véase Forre m Newton's Pbysics [L a fuerza en ¡a física Je Newtonj, de R. S. Wcsttali (Londres; Macdonald, 1971), págs. 72-78. 77 Carta de Descartes a Mersenne del doce de septiembre de 1638, A. T., II, págs. 354-355.

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En quinto, Descanes justifica la ley de la refracción (que los libros de texto ingleses [y españoles] llaman ley de Snell, y los fran­ ceses, de Descanes) con la suposición de que la luz «es una acción, o una vinud, que obedece las mismas leyes que el movimiento lo­ cal», como le escribió a Mersenne el veintisiete de mayo de 1638 78. Un par de meses antes, le había escrito al mismo corresponsal: «por favor, observad que demostré las refracciones [es decir, la ley del seno] geométricamente y a priori en mi Optica* 79. Pero, desafortu­ nadamente, los lectores de Descanes no tenían las cosas tan claras como él mismo; la duradera perplejidad que ha venido provocando su explicación se manifiesta hasta en las opiniones de tres distingui­ dos historiadores de la ciencia contemporáneos: I. B. Sabra cree que lo que se nos ofrece es una prueba de la ley, Gerd Buchdahl piensa que es más bien un método de descubrimiento, y a Bruce Eastwood le parece un artificio retórico 80. Eastwood no cree que haga falta el andamiaje metafísico de las Meditaciones para entender el argumento de la Optica. «Cabe suponer que la conciencia que tuviese Descartes de a quién dirigía sus obras no sería tan roma que publicase un tratado cuya comprensión requiriese el conocimiento de libros que no estaban al alcance de sus lectores» 81. Leer en la mente de Des­ cartes es un ejercicio notoriamente difícil, pero Descartes repetía frecuentemente en su correspondencia que sus explicaciones físicas quedaban cojas si no se las apoyaba en el conocimiento de la meta­ física que se escondía tras ellas. Le escribió, por ejemplo, a Antoine Vatier, que fue profesor suyo: «todas mis opiniones están tan inti­ mamente conectadas y dependen tanto las unas de las otras, que no se puede comprender una sin conocerlas todas». Pero a pesar de semejantes declaraciones, Descartes también mantenía que lo que había escrito sobre la refracción se podía entender sin tener un co­ nocimiento previo de la naturaleza de la luz. En esa misma carta afirmaba que las conclusiones a las que había llegado en su Optica n Carta de Descanes a Mersenne, alrededor del veintisiete de mayo de 1638, ib., pág. 143. n Cana de Descanes a Mersenne, alrededor de marzo de 1638, ib., pág. 31. 89 1. B. Sabra, Theories o f Light / rom Descartes lo Neteton [L as teorías de la luz de Descartes a Newton] (Londres: Oldboume, 1967), págs. 29-33; Gerd Buchdahl, Metaphysics and the Philosophy o f Science [L a metafísica y la filosofía de la ciencia¡ (Oxford: Blackwcll, 1969), págs. 141-142; Bruce S. Eastwood, «Descanes on Refraction [Descartes sobre la refracción]», ¡sis 75 (1984), pág. 483. " Eastwood, «Descanes on Rcfraction’, pág. 483.

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y en sus Meteoros se podían «deducir de manera ordenada a partir de los primeros principios de mi metafísica», pero que había «que­ rido ver si bastaba la mera exposición de la verdad» 82. Descartes creía que su noción de movimiento no sólo era verdadera, sino in­ tuitiva, y que era, de hecho, verdadera por ser intuitiva. Cuando se hicieron objeciones a su análisis, no se le pasó por la cabeza que pudiese estar equivocado, sino que sus críticos estaban ciegos o eran patéticamente cortos de vista. Una sexta ventaja que Descartes podía apuntar en el haber de su idea del movimiento y, más específicamente, en el de la distinción que había trazado entre movimiento y dirección, era el que le per­ mitiese explicar cómo podía actuar la mente sobre la materia sin violar el principio de conservación de la materia. Como Dios siem­ pre mantiene una misma cantidad de movimiento en el mundo, se podía objetar que el alma inmaterial no puede actuar sobre los ob­ jetos materiales (tanto su propio cuerpo como otras sustancias cor­ póreas) sin crear nuevos movimientos en el mundo. Según la teoría de Descanes, sin embargo, el alma no hace otra cosa que dar nueva dirección al movimiento de cuerpos que ya se mueven. En el caso de un acto volitivo (tomar la decisión, por ejemplo, de coger un vaso), la mente simplemente emite los «espíritus animales» por los nervios, que se conciben como canales o embudos por los que fluyen esas panículas materiales. No hay, en principio, pérdida o ganancia del movimiento que le impanió Dios al mundo cuando lo creó. Digo «en principio» porque Descanes nunca dio una explicación detallada que sirviese para poner a prueba su mecanismo 83. Aunque no todas estas ventajas se materializasen, y en el caso de varias de ellas se llegase a poner de manifiesto la falsedad de las expectativas de Descanes, su imponancia estriba en que fortalecie-*I, “ Cana de Descartes a Vatier, alrededor del veintidís de febrero de 1638, A. T., I, págs. 562-563. " En los Principios de Filosofía, Parte II, artículo 40, publicado en 1644, Descar­ tes prometía explicar cómo actúan las mentes sobre los cuerpos en una continuación titulada D el Hombre, presumiblemente una versión revisada del Tratado del Hombre que escribió en 1632 (A. T., VIII-1, pág. 65). Según Antoine Legrand (tl704), Descartes estaba trabajando en este problema justo cuando murió, en 1650 (de una nota manuscrita en el ejemplar que Legrand tenía de la versión francesa de los Prin­ cipios, A. T., IX., pág. 64, nota c). En su última obra publicada. Las pasiones del alm a, parte I, artículo 43, Descartes dice que la voluntad tiene el poder de hacer que la glándula pineal se mueva de tal manera que impele los espíritus animales hacia los músculos (A. T., XI, pág. 361).

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ron la seguridad que éste tenía en que había hallado la clave del mecanismo de relojería del universo. En este mundo mecánico, el movimiento circular desempeña un papel del que se reconoce que es diferente del que juega en el cosmos geocéntrico de Aristóteles y Tolomeo, pero que, en todo caso, es esencial. Por eso, hemos de prestarle nuestra atención al principio del próximo capítulo, antes de proceder a una descripción más completa del mundo de Descartes.

Capítulo 12 LAS LEYES Y REGLAS DEL MOVIMIENTO

Una combinación de las primera y tercera leyes del movimiento dice, en E l Mundo, que es el movimiento en línea recta el movi­ miento que se conserva (o ¡nercial, como diríamos nosotros). Newton fundió estas dos leyes en una; su célebre primera ley las engloba: todos los cuerpos continúan en su estado de reposo, o de movimien­ to uniforme en línea recta, a no ser que actúen fuerzas sobre ellos que les hagan cambiar de estado. De acuerdo con Newton, interpre­ tamos esta ley de manera que de ella se sigue que el movimiento circular no es inercia! sino forzado, es decir, que no se perpetúa a sí mismo, que es sólo la obra de una fuerza externa. Hemos visto rn el capítulo siete que Descanes añade la rectilineidad un poco a destiempo, y bajo la forma de una tercera ley, independiente de las otras dos que ya había propuesto, lo que demuestra que en realidad ih> se había anticipado del todo a Newton, más que nada porque su cosmología requería, en un universo que es una plenitud en la que nada puede moverse si no se mueve todo, el movimiento circular. Cuando Dios le infundió el movimiento a la materia, ni una pane se desplazó sin que toda la materia se reordenase a sí misma de manera latamente circular. 387

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¡Este mundo es un torbellino! La importancia del movimiento circular no se puede separar del «mito de la circularidad», de la ubicua creencia en que el movimien­ to circular es más perfecto y duradero que cualquier otra forma de movimiento pero no debemos olvidarnos de un fenómeno natural que impresionó grandemente a Descartes: la circularidad del movi­ miento del agua en los remolinos. Descartes pensaba que las vueltas que dan la paja o recortes de virutas en un remolino se podían comparar al movimiento de una piedra en una honda. Este es el análisis que ofrece en el séptimo capítulo de E l Mundo: justo en el instante en que la piedra llega al punto A así va de camino a B (véase la figura 1), su tendencia instantánea es a moverse hacia C a lo largo de la tangente del círculo, y no hay nada que pueda hacer de ese movimiento un movimiento circular: Tanto es así, que si suponéis que empieza allí y entonces a salir de la honda, y que D ios lo conserva como es en ese momento, será cierto que El no lo conservará con su tendencia a moverse en círculo a lo largo de la curva AB, sino con una tendencia a seguir en línea recta hacia el punto C 2.

En este párrafo, Descartes se centra en el hecho de que la piedra, al dejar la honda, sale disparada por la tangente, lo que, para él, demuestra que el movimiento rectilíneo se conserva. Pero se observa otra cosa no menos importante, si bien aparentemente contradictoria con la anterior, a saber, que la cuerda está tensa cuando la honda da vueltas. Parece, pues, que hay dos movimientos virtuales perpen­ diculares entre sí: uno a lo largo de la tangente (el camino que seguiría la piedra si se la soltase en ese momento), el otro, del centro hacia afuera radialmente (la dirección en que sentimos el tirón de la piedra). El problema consiste en reconciliar estos movimientos, y reconciliarlos es lo que intenta Descartes en el capítulo trece de El Mundo, donde descompone el movimiento de la piedra en tres «ten­ dencias»: (a) a moverse por la tangente AC, si tenemos en cuenta sólo la «agitación» de la piedra; (b) a moverse por el círculo AF, si tenemos en cuenta que la piedra está atada a la cuerda; y (c) a mo-*1 1 Véase The Breaking o f the Circle [L a ruptura del circulo], edición revisada (Oxford: Oxford University Press, 1960), de Marjorie H. Nicolson. 1 E l Mundo, capítulo siete, A. T., XI, pág. 46.

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verse por el radio DA, si tenemos en cuenta esa parte de su «agitación» que la cuerda suprime. Descartes nos dice que «entenderemos distintamente este punto» si imaginamos que la tendencia que tiene la piedra a moverse de A hacia C está compuesta de otras dos, una a girar a lo largo del círculo AB, y la otra, a alejarse en linca recta a lo largo de VXY . ... Entonces, como sabéis que la honda en nada estorba a una de las panes de su inclinación, a saber, a la que la lleva a lo largo del círculo A B, veréis que se ejerce resistencia sólo en la otra pane, es decir, la que la haría moverse en la dirección D V X Y si no se le impidiese hacerlo. Por lo tanto, la piedra sólo tiende a (es decir, intenta y nada más que intenta) alejarse en línea recta del centro D J .

Hemos de imaginar, pues, que la tendencia a moverse por la tangente se compone de otras dos tendencias, una a moverse a lo largo del círculo, la otra, del centro hacia afuera radialmente. La honda no puede oponerse a la componente circular, pues ella misma describe un círculo; sólo puede reprimir la tendencia radial a alejarse del centro. En los Principios de Füosofía, el mismo análisis se repite J Ib., capítulo trece, págs. 85-86, cursiva mía.

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con otros dos ejemplos. En el primero, una regla rota alrededor de uno de sus extremos mientras una hormiga se desplaza por ella (véa­ se la figura 2 ) 4. En el segundo, una bola desciende por un tubo hueco así gira el tubo alrededor de un centro fijo (figura 3) 5. Es quizá en este ejemplo donde se ve mejor cómo conceptualizaba Des­ cartes el problema. La bola que está dentro del tubo se aleja del centro, y si el tubo se rompiese de pronto, la bola saldría disparada por la tangente.

F ig u r a 2

La mecánica del movimiento circular Muchas cosas hay en el análisis del movimiento circular de Des­ cartes que le maravillan a un lector de hoy. Como Descartes dice claramente (combinación de la ley 1 y la ley 11) que el movimiento 4 Principios Je Filosofía, Parte fl!, articulo 58, A. T., VII1-1, págs. 109-111. s ib ., articulo 59, págs. 111-112.

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Figura 3 inercia! es rectilíneo, se sigue que si un cuerpo se mueve en círculo, es que padece alguna ligadura. Descartes lo sabe, y lo dice inequí­ vocamente. Pero dice también en el párrafo de E l Mundo que he reproducido en último lugar que «nada estorba» a la componente circular del movimiento de la piedra, luego dicha componente es inercial. Como dice R. S. Westfall, Descartes «volvía, sin percatarse de que lo hacía, a abrazar de hecho la idea del movimiento circular natural» 6. Descartes creía que el movimiento circular de su univer­ so, eterno de fad o , encontraba así acomodo en su física inercial, y no esperaba que un tratamiento cuantitativo detallado pudiese cam­ biar las cosas de manera significativa. La razón de que Descartes no fuese capaz, como tampoco lo fueron sus inmediatos sucesores, de ver las consecuencias de su pro­ pia ley de la inercia, se podrá entender quizá mejor si nos fijamos en qué centraba su atención cuando abordaba esta cuestión. Después de Newton, decimos que la primera ley del movimiento nos invita4 4 R. S. Westfall, Forcé in Newton’s Physies ¡L a fa e n a en la física de Newton} (Londres: MacDonald, 1971), pág. 82. Estoy muy en deuda con el penetrante análisis del movimiento en el siglo diecisiete que efectúa Westfall.

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a volver la mirada a la ligadura externa o fuerza que hace que los cuerpos se separen de su camino recto y se muevan en círculo; Des­ cartes se centró, en cambió, en el esfuerzo interno del cuerpo así constreñido, en otras palabras, en la fuerza que le aleja del centro, es decir, en lo que con el tiempo vendría a llamarse fuerza centrí­ fuga. Newton fue el primero en darse cuenta de que el estado de cosas caraterístico del movimiento circular se conceptualizaba mejor si se desplazaba el punto de mira y se le apuntaba a la fuerza cen­ trípeta que hay que aplicar para que se produzca y mantenga el movimiento circular. Aunque las descripciones del movimiento circular que se basan en la fuerza centrípeta son cuantitativamente idénticas a las que se basan en la centrífuga, pues las fuerzas centrípeta y centrífuga son siempre iguales, conceptualmente son diametralmente opuestas las unas a las otras 7. Volveremos a esto cuando examinemos las reglas de los impactos que Descartes derivó más tarde de sus leyes del movimiento y publicó en los Principios de la Filosofía en 1644. Pero en E l Mundo, Descartes no va más allá de asegurar a sus lectores que está en condiciones de dar tales reglas. Lo que quiere resaltar es la superioridad de su método: me contentaré con deciros que, aparte de las tres leyes que he explicado, no quiero presuponer otras que no sean las que se siguen infaliblemente de las verdades eternas en las que los matemáticos acostumbran a basar sus de­ mostraciones más ciertas y evidentes —las verdades, digo, según las cuales Dios mismo nos ha enseñado que lo ha dispuesto todo con número, peso y medida. El conocimiento de estas verdades le es tan natural a nuestras almas que no podemos sino juzgarlas infalibles en cuanto las concebimos distintamente, ni dudar que si Dios hubiese creado muchos mundos, segui­ rían siendo tan verdaderas en cada uno de ellos como lo son en éste. Por lo tanto, los que sean capaces de examinar suficientemente las consecuencias de estas verdades y de nuestras reglas podrán reconocer los efectos por sus 7 La ambigüedad sobrevivió hasta bien entrado el siglo diecinueve. Confudió a Hegcl, como William Whewell hubo de mostrar nada menos que en 1849 (William Whewell, «On Hegel’s Criticism oí Newton’s Principia [De la critica de Hegel a los Principia de Newton]», Transactions o f the Cambridge Philosophical Soáety VIII (1849), pág. 698, citado en «The Young Hegel’s Quest for a Philosophy of Science, or Pitting Kepler Against Newton [El joven Hegel, en busca de una filosofía de la ciencia, o Kepler puesto frente a Newton]», de William R. Shea, en Scientific Philo­ sophy Today, eds., J. Agassi y R. S. Cohén (Dordrecht y Boston: D. Reidel, 1982), pág. 388).

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causas. Para expresarme escolásticamente, podrán tener demostraciones a p rio ri de todo lo que se pueda producir en este nuevo mundo ®.

Llama vivamente la atención la última frase, y resulta aún más notable cuando se la lee junto a la entusiástica carta que Descartes le escribió a Mersenne en 1632: En los dos o tres últimos meses, he penetrado tan hondamente en los cielos, y he llegado a satisfacer en tal medida mis ansias de conocer su naturaleza y la de las estrellas que vemos (así como otras muchas cosas que ni siquiera me habría atrevido a soñar hace unos pocos años), que me he vuelto tan osado como para atreverme a buscar la causa de la localización de cada estrella. Pues aunque se las vea dispersas al azar por el cielo, no tengo ninguna duda de que hay algún orden natural, regular, constante entre ellas. El conocimiento de este orden es la clave y el fundamento de la más alta y perfecta de las ciencias que los hombres puedan tener tocante a las cosas materiales, pues gracias a ella podríamos conocer a p rio ri todas las diferentes formas y esencias de los cuerpos terrestres, mientras que sin ella hemos de contentarnos con adivinar qué son a posteriori y por sus efectos *9.

Ni un rosacruciano podría haber deseado más; imbuido de tan gran optimismo, pasa, en el siguiente capítulo de E l Mundo, a de­ mostrar que sus leyes de movimiento y su análisis de los vórtices revelan los misterios del universo. El sistema de vórtices El nuevo mundo de Descartes empezó con la ruptura instantánea de la materia en partes aproximadamente iguales que inmediatamente se ponían a moverse en círculos. Con el tiempo y las repetidas co­ lisiones y el constante rozarse y pulirse se produjeron las tres dife­ rentes formas de los elementos. En primer lugar, los bordes cortan­ tes de los fragmentos de materia se fueron volviendo más y más romos, y se redondearon como granos de arena. Estas pequeñas esferas constituyen lo que Descartes llama segundo elemento. Los espacios entre ellas se rellenaron entonces con las limaduras y ras­ * E l Mundo, capítulo siete, A. T., XI, pág. 47. 9 Caita de Descartes a Mersenne, alrededor del diez de mayo de 1632, A. T., I, págs. 250-251.

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a volver la mirada a la ligadura externa o fuerza que hace que los cuerpos se separen de su camino recto y se muevan en círculo; Des­ cartes se centró, en cambió, en el esfuerzo interno del cuerpo así constreñido, en otras palabras, en la fuerza que le aleja del centro, es decir, en lo que con el tiempo vendría a llamarse fuerza centrí­ fuga. Newton fue el primero en darse cuenta de que el estado de cosas caraterístico del movimiento circular se conccptualizaba mejor si se desplazaba el punto de mira y se le apuntaba a la fuerza cen­ trípeta que hay que aplicar para que se produzca y mantenga el movimiento circular. Aunque las descripciones del movimiento circular que se basan en la fuerza centrípeta son cuantitativamente idénticas a las que se basan en la centrífuga, pues las fuerzas centrípeta y centrífuga son siempre iguales, conceptualmente son diametralmente opuestas las unas a las otras 7. Volveremos a esto cuando examinemos las reglas de los impactos que Descartes derivó más urde de sus leyes del movimiento y publicó en los Principios de la Filosofía en 1644. Pero en El Mundo, Descartes no va más allá de asegurar a sus lectores que está en condiciones de dar tales reglas. Lo que quiere resaltar es la superioridad de su método: me contentaré con deciros que, aparte de las tres leyes que he explicado, no quiero presuponer otras que no sean las que se siguen infaliblemente de las verdades eternas en las que los matemáticos acostumbran a basar sus de­ mostraciones más ciertas y evidentes — las verdades, digo, según las cuales Dios mismo nos ha enseñado que lo ha dispuesto todo con número, peso y medida. El conocimiento de estas verdades le es tan natural a nuestras almas que no podemos sino juzgarlas infalibles en cuanto las concebimos distintamente, ni dudar que si D ios hubiese creado muchos mundos, segui­ rían siendo tan verdaderas en cada uno de ellos como lo son en éste. Por lo tanto, los que sean capaces de examinar suficientemente las consecuencias de estas verdades y de nuestras reglas podrán reconocer los efectos por sus

7 La ambigüedad sobrevivió hasta bien entrado el siglo diecinueve. Confudió a Hegel, como William Whewell hubo de mostrar nada menos que en 1849 (William Whewell, «On Hegel's Criticism of Newton’s Principia [De la crítica de Hegel a los Principia de Newton]», Transaccións o f the Cambridge Philosophical Society VIH (1849), pág. 698, citado en «The Young Hegel’s Quest for a Philosophy of Science, or Pitting Kepler Against Newton [El joven Hegel, en busca de una filosofía de la ciencia, o Kepler puesto frente a Newton]», de William R. Shea, en Scientific Pbilosophy Today, eds., J . Agassi y R. S. Cohén (Dordrecht y Boston: D. Reidel, 1982), pág. 388).

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causas. Para expresarme escolásticamente, podrán tener demostraciones a priori de todo lo que se pueda producir en este nuevo mundo **. Llama vivamente la atención la última frase, y resulta aún más notable cuando se la lee junto a la entusiástica carta que Descartes le escribió a Mersenne en 1632: En los dos o tres últimos meses, he penetrado tan hondamente en los cielos, y he llegado a satisfacer en tal medida mis ansias de conocer su naturaleza y la de las estrellas que vemos (así como otras muchas cosas que ni siquiera me habría atrevido a soñar hace unos pocos años), que me he vuelto tan osado como para atreverme a buscar la causa de la localización de cada estrella. Pues aunque se las vea dispersas al azar por el cielo, no tengo ninguna duda de que hay algún orden natural, regular, consume entre ellas. El conocimiento de este orden es la clave y el fundamento de la más alta y perfecu de las ciencias que los hombres puedan tener tocante a las cosas materiales, pues gracias a ella podríamos conocer a p rio ri todas las diferentes formas y esencias de los cuerpos terrestres, mientras que sin ella hemos de contentarnos con adivinar qué son a p osteriori y por sus efectos 9. Ni un rosacruciano podría haber deseado más; imbuido de tan gran optimismo, pasa, en el siguiente capítulo de E l Mundo, a de­ mostrar que sus leyes de movimiento y su análisis de los vórtices revelan los misterios del universo.

El sistema de vórtices El nuevo mundo de Descartes empezó con la ruptura instantánea de la materia en partes aproximadamente iguales que inmediatamente se ponían a moverse en círculos. Con el tiempo y las repetidas co­ lisiones y el constante rozarse y pulirse se produjeron las tres dife­ rentes formas de los elementos. En primer lugar, los bordes cortan­ tes de los fragmentos de materia se fueron volviendo más y más romos, y se redondearon como granos de arena. Estas pequeñas esferas constituyen lo que Descartes llama segundo elemento. Los espacios entre ellas se rellenaron entonces con las limaduras y ras11 E l Mundo, capítulo siete, A. T., XI, pág. 47. * Carta de Descanes a Mersenne, alrededor del diez de mayo de 1632, A. T ., 1, págs. 230-251.

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paduras, que se acomodan en cada instante al espacio disponible, de manera que no hay nunca vacío alguno. Estas limaduras constituyen el primer elemento. Finalmente, las partes de materia más gruesas y lentas hacen el tercer elemento. De esta manera explicaba Descartes la génesis de los elementos agua, fuego y tierra que había catalogado en el quinto capítulo de El Mundo. El siguiente paso era postular, basándose en la analogía de los remolinos en la corriente, que toda la materia celeste gira en una serie de vórtices contiguos, como en la figura 4. El centro de uno de estos vórtices es el sol, S, que está hecho del primer elemento o exceso de limaduras de materia que se acu­ mula en el centro del vórtice porque las pequeñas partículas esféricas del segundo elemento tienen un tamaño mayor y una mayor ten­ dencia a escapar hacia los bordes. La tierra y los planetas están he­ chos del tercer elemento, y la materia celeste de los cielos en rota­ ción se compone más que nada de pequeñas esferas del segundo elemento muy apiñadas, con los intersticios rellenos con diminutas partículas del primer elemento >0.

El sistema solar Los cielos se dividen en varios vórtices, por ejemplo, los que tienen por centro S, E y A, respectivamente (figura 4). Su número es indefinido, pero todos ellos se parecen al sistema solar, S, con sus planetas, idénticos a los que conocemos. El papel que desempeñan las pequeñas esferas de materia celeste es el factor crucial. Son las que arrastran a los planetas; servirán también, como Descartes nos «advierte de antemano», para explicar la acción de la luz. Las esferas del borde exterior del vórtice (¡as que están cerca de F y G en la figura 4) se mueven más deprisa, y su velocidad decrece gradualmen­ te así nos movemos hacia el centro, S, pero sólo hasta K, donde se encuentra Saturno. A partir de ahí son más pequeñas y veloces. Esta inversión arbitraría de la velocidad la dicta el que la revolución de Saturno sea más lenta que la de Mercurio. En El Mundo, Descartes se había enfrentado con esta dificultad, pero sólo decía que las es­ feras en contacto con el sol son más pequeñas que las que caen más ,# E l Mundo, capitulo ocho, A. T., XI, págs. 49-53. La ilustración es de la página 55.

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lejos, pues si tuviesen e! mismo tamaño tendrían más fuerza centrí­ fuga y subirían Cuando revisó su texto para incluirlo en los Prinápios de la Filosofía, salió al paso de una objección que nacía del reciente descubrimiento de las manchas solares por Galileo. Estas probaban que el sol rotaba, pero su velocidad era menor que la de cualquiera de los planetas, lo que contradecía la hipótesis de Des­ cartes, por la cual el sol había de rotar muy deprisa. Descartes halló una forma de aislar el sol, y por lo tanto de proteger su teoría, con

" Ib ., págs. 53-56.

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una atmósfera solar que retrasaba las manchas y se extendía Hasta Mercurio ,2. Fuesen cuales fuesen los lugares que ocupasen en un principio, los planetas terminaron por llegar en algún momento a la capa donde el material fluido del segundo elemento tiene la misma fuerza para continuar en movimiento. Una vez allí, si el planeta descendiese, le rodearían pequeñas esferas más pequeñas y veloces, que le empuja­ rían hacia arriba; similarmente, si subiese, se toparía con esferas más grandes, que le frenarían y harían que se hundiese de nuevo *l314. La estabilidad del sistema solar, pues, quedaba asegurada por el estado de equilibrio de que disfrutaban la partículas del segundo y tercer elemento por tener la misma densidad: cuanto más cercano el pla­ neta al cuerpo central, mayor su densidad. En los Principios de Fi­ losofía, Descartes extendía esta explicación a la luna, y sostenía que la luna muestra siempre la misma cara a la tierra porque esa cara es menos densa M. Los gigantescos bloques planetarios de tercer ele­ mento alcanzan normalmente un estado de equilibrio, pero hay ca­ sos en los que su movimiento es lo bastante grande para llevarlos más allá del vórtice. Se convierten entonces en cometas, y atraviesan toda una serie de vórtices como el cometa de la figura 4 que se mueve a lo largo del camino CDR. En la figura 5, que está sacada de la tercera parte de los Principios de Filosofía, vemos que los vórtices están dispuestos de manera que giren sin obstruirse los unos a los otros. Por ejemplo, si el primer vórtice, con centro en S, es llevado de A a E e I, el vórtice adyacente, con centro en F, rotará en la dirección opuesta de A a E y V l516. Sin embargo, la presión de los vórtices vecinos no es la misma en todas partes, lo que hace que los remolinos se distorsionen. El vórtice solar se achata, pero Descartes no dice de ¿1 nunca que sea elíptico, como si, al igual que su contemporáneo Galileo, ignorase el descu­ brimiento por Kepler de la forma elíptica de las órbitas de los plane­ tas ,6. '* Principios v x/v 2, es decir, cuando m2v2 > m jv x. La regla 7(c) es análoga a la sexta, y es una interpolación entre la 7(a) y la 7(b). Descartes no determina en cuánto es la nueva veloci­ dad m, menor que la vieja v „ o « 2 mayor que v¡, pero ilustra la regla 7(a) con un ejemplo numérico, y en la edición latina resume lo que queda con estas palabras: «Los casos similares deben abordarse de manera similar. Y estas cosas no requieren prueba, pues son eviden­ tes en sí mismas» so. En la versión francesa, esto se corrige, y dice: «Y las demostraciones de todo esto son tan ciertas que, incluso si la experiencia pareciera mostrarnos lo contrario, estaríamos obligados a confiar más en nuestra razón que en nuestros sentidos* SI. La regla que la experiencia refuta más duramente es la cuarta, la que estatuye que un cuerpo pequeño no puede mover a un cuerpo en reposo, no importa la velocidad que lleve cuando choque con él. No es sólo nuestra experiencia cotidiana la que contradice e s a regla. Nuestra razón la halla no menos sorprendente, pues implica que la materia se resiste al movimiento en sí, lo que va contra la determi­ nación que Descartes había tomado de despojar a la materia de todo rasgo orgánico y toda fuerza interna. Descartes asevera varias veces con rotundidad que la materia es totalmente inerte y no puede tener 90 Principios de Filosofía, P a n e 91 Principes de ¡a Philosophie,

I I , a r tíc u lo 5 2 , A . T . , V II I- 1 , p á g s . 70. 2* p a n ie , a r tíc u lo 5 2 , A . T ., I X - 2 , p á g . 9 3 . E s ta

tra d u c c ió n fra n c e sa fu e h ec h a p o r un a m ig o d e D e s c a n e s , el A b b é C la u d e P ico t, y sa lió en P a rís en 1647. L a re v isó D e s c a n e s , q u e a ñ a d ió a lg u n o s d e sa r r o llo s, c o m o lo s q u e se aca b a n d e cita r. S o b r e la in c e n id u m b r e ac e rc a d e l a lcan ce d e la re v isió n d e D e s c a n e s , v éase el p r ó lo g o a la tra d u c c ió n fra n c e sa en ib., p á g s. I X - X X , y el an álisis d e R .P . M ille r y V ale n tin e R o d g e r M ille r, « D e s c a r te s ’ Principia Philosophae: S o m e P ro b le m s o f T r a n sla tio n a n d In te rp re ta tio n [ L o s Principia Philosophae d e D e s c a n e s : a lg u n o s p r o b le m a s d e tra d u c c ió n e in te rp r e ta c ió n ]», Studia Cartesiana 2 (1 9 8 1 ), p ág s. 143-154.

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una fuerza que le haga resistirse al movimiento. Creer que la materia posee semejante resistencia es un prejuicio, «fundado», como Des­ cartes le explica a un corresponsal, en nuestra preocupación con nuestros sentidos, y deriva de que, habiendo intentado desde pequeños mover cuerpos duros y pesados, y habiendo siem­ pre experimentado dificultad, nos hemos convencido desde entonces de que la dificultad procede de la materia, y es, pues, común a todo cuerpo. Era más fácil para nosotros suponer esto que darnos cuenta de que era sólo el peso de los cuerpos que intentábamos mover el que nos impedía arrastrarlos, de lo cual no se sigue que haya de pasar lo mismo con cuerpos que no tengan ni dureza ni peso **. Descartes saca una consecuencia de la indiferencia de la materia al movimiento cuando dice que los cuerpos tienen que moverse con velocidad finita. El movimiento y el reposo son discontinuos, y un cuerpo que empieza a moverse no pasa por todos los grados de velocidad como sostenía Galileo. En la práctica, sin embargo, Des­ cartes tenía que enfentarse con el hecho, como él mismo reconoció, de que «el tamaño siempre se opone a la velocidad» 53. Pero si la materia es totalmente inerte, ¿cómo puede oponerse el tamaño a la velocidad? El problema no se suscita en El Mundo, pero en los Principios de Filosofía sale a la palestra cuando Descartes persigue la formulación de las reglas que gobiernan el movimiento a la luz de su principio guía, que dicta que el movimiento es un estado y no un proceso. El resultado es la cuarta regla. El tamaño relativo de los dos cuerpos determina sí el primero puede mover al segundo. Si éste, digamos B, es mayor, en la medida que sea, que el primero, A, no podrá moverlo. En este punto, es natural pensar que B en reposo permanece como un factor constante, mientras que la fuerza de A puede aumentar indefinidamente así su velocidad aumenta. Cuanto más examinaba el problema, sin embargo, tanto más se convencía Descartes de que A nunca podría mover a B, fuese cual fuese su velocidad. En la edición en latín de los Principios de Filosofía, se limita a enunciar la regla. En la traducción al francés, que salió tres años después, en 1647, explica el razonamiento que se esconde tras ella: A no puede arrastrar a B sin hacer que vaya tan deprisa como

“ “

C a r t a d e D e sc a r te s a M o rin d e l trece d e ju lio d e 1 6 3 8 , A . T . , I I , p á g s . 2 1 2 -2 1 3 . El Mundo, c a p ítu lo V I I I , A . T . , X I , p á g . 5 1 .

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A mismo iría entonces tras haberse producido el contacto, y B debe resistir unto más cuanto A haya ido hacia él más deprisa. Por lo tanto, si B es, por ejemplo, dos veces mayor que A, y A tiene tres grados de velocidad, A sólo arrastrará a B si le transfiere dos tercios de su velocidad. Si A tiene treinta grados de velocidad, debe trans­ ferirle veinte a B; si son trecientos, doscientos, y así sucesivamente. Pero como B está quieta, resiste la recepción de veinte grados diez veces más que la de dos, y la de doscientos, cien veces más. Así, cuanto mayor sea la velocidad de A, mayor será la resistencia que B le opone M. Como Descartes entendía que el cambio de movimiento era ins­ tantáneo, la resistencia que atribuía a la materia tenía que ser resis­ tencia al movimiento mismo, y no sólo al cambio de movimiento. La resistencia al movimiento que admitía Descartes no se podía re­ conciliar con que la materia fuese inerte, propiedad que ¿I conside­ raba le era esencial. Que se le escapase esta incompatibilidad, nos da una idea de la magnitud del cambio conceptual que se encerraba en la identificación ontológica de movimiento y reposo. En su primera ley de la naturaleza., Descartes afirmaba que el movimiento, como el reposo, es un estado, no un proceso, y, por lo tanto, que el mo­ vimiento continuará sin interrumpirse hasta que algún agente exte­ rior le obligue a cambiar. Si la combinamos con su segunda ley de la naturaleza, «que todo movimiento es de por sí recto», tendremos —bajo todas las apariencias— un claro enunciado del principio de la inercia. Pero la cuarta regla no deja lugar a dudas de que en realidad no era así.

Discontinuidades radicales La comparación de las cuarta, quinta y sexta reglas nos conduce a otra conclusión chocante: ¡un cambio de tamaño apenas percepti­ ble puede cambiar por completo el resultado de la colisión frontal de dos cuerpos! La situación descrita en la cuarta regla (véase la figura 12 de más arriba) no cambia nada si el cuerpo que llega, m„ más pequeño, va aumentando lentamente de tamaño hasta que es casi, pero no del todo, tan grande como el cuerpo, m2, que está

M Principios de Filosofía, 2* partie, articulo 49, A. T., IX-2, pigs. 90-91.

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quieto. Pero cuando m, aumenta un poco más (por poco que sea), y se hace igual a m2, la situación cambia drásticamente, y la sexta regla es la que vale. £1 segundo cuerpo, m2, ya no resiste más el movimiento, sino que parte con un cuarto de la velocidad original de m „ y m, retrocede con el movimiento remanente. Un cambio no menos espectacular tiene lugar si se hace que m, sea sólo un poco mayor que m2. Ambos cuerpos se mueven juntos entonces en la dirección del cuerpo que llega, y ¡tenemos la quinta regla! Estos saltos cuantitativos fueron una de las razones que hicieron que Leibniz fuese escéptico acerca de la validez general de las reglas de Descartes, pero a Descartes mismo no le inquietaban lo más mí­ nimo ss. Como hemos visto, su ontología de actos creativos era ra­ dicalmente discontinuista, y su oposición a la física aristotélica le hacía rechazar toda virtualidad, todo dinamismo. El movimiento no es una continuidad dinámica que fluye. Este rechazo de la virtuali­ dad y la insistencia en la actualidad de todo condujo a Descartes a considerar cada instante de movimiento en el instante en que ocurre, y a considerar cada instante como autosuficiente. Los instantes in­ dividuales de tiempo son relaciones geométricas que definen las po­ siciones estáticas instantáneas de unos cuerpos con otros. A cada instante tenemos un estado geométrico distinto, y el movimiento instantáneo que este estado define no es (comparado con el anterior) movimiento en absoluto. Pero, por otra parte, el instante de movi­ miento es también la creación instantánea por Dios de este estado. Dios crea el mundo en cada instante. Los siguientes actos de creación son idénticos al primero, y sólo difieren en cuanto que nociones. Pero no hay una relación dinámica e intrínseca entre un estado y el siguiente. La regularidad que observamos expresa la vo­ luntad de Dios, que escogió producir el mundo según regias que nos ha sido dado poder (gracias, finalmente, a las ideas innatas) inter­ pretar. El segundo estado es, como el primero, la expresión del acto libre de Dios de creación. Pero no hay paso, transición o flujo de un estado al siguiente. Lo que hay es una serie de nuevas instaura­ ciones, una repetición de libres creaciones. Esta es la razón por la que Descartes creía que Galileo se comportaba como un filósofo* ** Leibniz, «Animadversiones in partem generalem Principiorum Cartesianorum», en G . W. Leibniz, D ie Phiiosophischen Schriftai, ed-, C.J. Gerbardt, ed. siete volúmenes (berlín, 1875-1890); reimpresión (Hildcsheim: Olms, 1978), volumen IV, pigs. 376-380.

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superficial cuando recurría a la infinita divisibilidad del tiempo para explicar el decrecimiento infinito de la velocidad. Descartes pensaba que un instante no puede decrecer. Por lo tanto, la velocidad ele­ mental es también indivisible, y el movimiento se compone de una serie de estos indivisibles. «Debéis saber», le escribe a Mersenne, a pesar de que Galileo y otros digan lo contrario, que los cuerpos que empiezan a caer, o se mueven como sea, no pasan por todos los grados de lentitud, sino que tienen una velocidad definida desde el primerísimo instan­ te **.

El movimiento y el reposo, y los diferentes grados de velocidad, son discontinuos, y un cuerpo que parta del reposo no pasará por todos los grados de velocidad, como Galileo sostenía.

La voz de la experiencia Quizá pensase Descartes que había justificado sus siete reglas ante el tribunal de la razón, pero sabía que su aplicación a casos concretos estaba muy limitada. Su formulación valía para el caso ideal de dos cuerpos perfectamente duros en un sistema cerrado. En el mundo real, son varios los cuerpos que caen los unos sobre los otros, y lo que es más importante, son, invariablemente, parte de un torbellino de materia fluida. Los planetas flotan en la materia celeste, y los cuerpos pesados ordinarios caen porque partículas de materia más ligeras los desplazan. El movimiento es, sin excepción, movi­ miento a través de un fluido, y cuando Descartes investiga cómo se mueven los cuerpos a través del agua, le parece que pueden hacerlo porque las partes del líquido les abren camino prontamente: Y si investigamos más por qué algunos cuerpos dejan su lugar a otros, mientras que otros no lo hacen, nos daremos cuenta fácilm en te de que los que ya están en movimiento no impiden que otros cuerpos ocupen los lugares que ellos abandonan espontáneamente, mientras que no se puede sacar del suyo a los que están quietos sin hacer alguna fuerza. A partir de esto, podemos concluir que fluidos son los cuerpos que se dividen en par-*I, 16 Carta de Descartes a Mersenne del veinticinco de diciembre de 1639, A. T . II, pág. 630. Véase también la carta a Mersenne del once de octubre de 1638, ib., pág. 399, y pág. 380, donde se queja de la falta de profundidad de Galileo.

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tículas diminutas, agitadas por diversos movimientos, y sólidos aquellos cu­ yas partículas continuas están todas en reposo w.

Este párrafo es coherente con lo que Descartes pensaba de la dureza de los cuerpos, a saber, que consiste sólo en el estado de reposo de unas partes con respecto a las otras. El que el agua y el aire ofrezcan resistencia a los cuerpos, en especial a los que se mue­ ven velozmente, se explica por la presencia de impurezas que hacen de ellos fluidos imperfectos. Un cuerpo en reposo en un fluido es empujado por igual por todas partes, y no puede moverse a menos que reciba algún impulso adicional, que le puede venir de alguna fuerza externa o de la co­ rriente del fluido en que está inmerso. A la luz de su definición de fluido, Descartes arguye que «un cuerpo inmerso puede ser puesto en movimiento por la menor de las fuerzas» M. Esto tiene todas las pintas de ir en contra de su cuarta regla, y por mucho que Descartes proteste que no es así, sus explicaciones parecen más hábiles que convincentes. Supóngase, dice Descartes, que el cuerpo B (véase la figura 13) está en un fluido algunas de cuyas partículas se mueven en el sentido de las agujas del reloj a lo largo de los caminos circu­ lares o u y a y o a e i. Si entre o y a se pone el sólido B, ¿qué pasa? He aquí lo que pensaba Descartes: B evitará que las partículas a e í o se muevan de o hacia a completando un círculo, y, análogamente, las partículas o u y a no podrán continuar de a hacia o. Las que vienen de i e iban hacia o impulsarán a B hacia C , y las que vienen de y y pasan por a la impulsarán con la misma intensidad hacia P. En consecuencia, estas partículas por sí solas no harán fuerza alguna que mueva a B, pero se las hará retroceder de o hacia « y de a hacia e, y se formará una circulación con las dos originales, que seguirá el orden de las letras a e i o u y a . Por lo tanto, la colisión con el cuerpo B no interrumpirá su movimiento de ninguna manera, y sólo cambiará su dirección, de forma que no se moverán por las líneas rectas (o casi rectas) que habrían seguido si no hubiesen dado con B 57859.

La más ligera fuerza que se haga sobre B en la dirección BC 57 Principios Je Filosofía, Parte II, artículo 54, A. T., VíII-1, pigs. 70-71, cursiva mía.

58 Ib., articulo 56, 59 Ib., articulo 57,

pág. 71. págs. 73-74.

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F igura i 3 puede cambiar este estado de equilibrio, pues se unirá a las fuerzas que ya ejercen las partículas del fluido que vienen de i y van hacia o. Así de ingenioso era el artificio con el que creía Descartes que se evitaba toda contradicción con su cuarta regla, según la cual un pe­ queña fuerza no puede mover un cuerpo grande. Pero le faltaba explicar cómo se doblegaba la tendencia inercial del cuerpo a perse­ verar en su estado de reposo, y como señala E.J. Aitón, al recurrir a la fuerza complementaria del círculo a e i o, Descartes reintroducía subrepticiamente la teoría platónica de la antiperistasis, que explicaba el movimiento de los proyectiles por la circulación del aire compri­ mido delante del proyectil hacia la parte de atrás de éste, donde le empuja de nuevo 60.

La explicación del magnetismo El primer gran desarrollo de los Principios de Filosofía era el desglose de la tercera ley del movimiento en siete reglas; el segundo, la explicación del magnetismo, tema que estaba en boga desde la publicación de De Magnete, el libro de Gilbert, en 1600. Gilbert había prestado su atención a un número de experimentos, pero no le habían servido para otra cosa que no fuese apuntalar su creencia en que la forma magnética está animada y es comparable al alma humana. Para Gilbert, las «efluxiones» que manan del imán son cla­ * ° Aitón, The Vortex Thtory o f Planetary Motions, págs. 40-41. Véase el Timeo de Platón, 79F.-80A.

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ramente incorpóreas, pues penetran en cuerpos densos y magnetizan agujas sin aumentar su peso 61*. Rescatar el magnetismo del reino de lo oculto no podía ser sino un triunfo, pero Descartes no se dedicó seriamente a ello antes de 1640. Un simple pero sugerente experimento dio una pista. Cuando se espolvorean limaduras de hierro sobre un trozo de pizarra que yace sobre una barra magnética horizontal, las limaduras se disponen a sí mismas en un patrón que recuerda a un vórtice (véase la figu­ ra 14). Siguiendo los pasos de Gilbert, Descartes usó un imán esfé­ rico, y lo que vio fue que las limaduras se colocaban a sí mismas alrededor de los polos norte y sur formando pequeños tubos curva-

61 William Gilbert, De Magnete, trad., P. Fleury Mottclay (Nueva York: Dover, 1958), Libro 2, capitulo cuatro, págs. 106-109. Gilbert creía que la fuerza magnética «está allí en un instante, y entrar no le lleva ni un intervalo de tiempo por pequeño que sea, y no lo hace sucesivamente, como el calor cuando entra en el hierro, pues en cuanto el imán toca el hierro, lo excita en todas sus partes» (Libro 3, capítulo 3, pág. 191). Sobre las similaridades entre Descartes y Gilbert, y la idea de que la teoría de los vórtices de Descartes debe mucho a Gilbert, véase Die Abhangigkeit der Wirbeltheorie des Descartes van William Cilberts Lehreyon Magnetismus, de Marie-Luisc Hoppe (Halle a S.: C.A. Kaemmerer, 1914).

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dos 62. Descartes dio el salto de considerar a estos tubos como ver­ daderos tubos o conductos por los que se movía la materia. Pero ¿qué tipo de materia? Las voluminosas partículas de tercer elemento eran demasiado grandes. Pudiera tratarse de partículas de segundo elemento, pero Descartes pensaba que era más probable que fuesen partículas de primer elemento, especialmente si estaban acanaladas o estriadas. La parte sombreada de las figuras 15 y 16 muestran cómo se forman «las partes acanaladas», así el tercer elemento se derrama por entre partículas esféricas del segundo. Como la pasta de dientes que se exprime de un tubo, las partes acanaladas se retuercen al salir fuera, y como están estriadas, adquieren la forma de tuercas sin cabeza estriadas a derechas o a izquierdas 63. Las partes acanaladas entran en el sol por el eje del vórtice, y se expelen por la circunferencia del plano del ecuador, donde la fuerza centrífuga es máxima. Pero lo crucial es que se aproximan al cuerpo central por el norte o el sur. Como el vórtice entero rota en solo una dirección alrededor de su eje, «es obvio», escribe Descartes, «que las que vienen del polo sur deben girar en dirección exacta­ mente opuesta a las que vienen del norte» M. Cuando la estrella central o el sol se enfría y se convierte en un planeta como la tierra, las partículas acanaladas siguen entrando por los polos norte o sur, y pasan de un hemisferio al otro por poros que están estriados de tal manera que permiten el paso de partículas de las de a derechas o de las de a izquierdas, pero no de ambas. Las partículas acanaladas, representadas como pequeñas conchas de caracol (véase la figura 17), atraviesan la tierra, ABCD. Las que entran por el polo sur, A, están estriadas de tal manera que puedan pasar en línea recta hasta el hemisferio opuesto, CBD, donde emergen, y vuelven por el aire hasta el punto de origen, por donde entran de nuevo, creándose así una especie de vórtice. Las partes acanaladas que entran por B hacen un viaje similar en la dirección opuesta *65. La interesante conjetura de Descartes es que las partes acanaladas pasan a través de la tierra

62 En El Mundo no se habla del magnetismo, pero sí, y por extenso, en los Prinápios de Filosofía, Parte IV, artículos 133-188, A. T., V III-l, pígs. 275-315. 65 Las figuras 15 y 16 proceden del excelente estudio de John L. Heilbron, Elements of Early Modero Physics ¡Elementos de física moderna primitiva] (Berkeley: University of California Press, 1982), pág. 24. M Principios de Filosofía, Parte III, articulo 91, A . T., V IIl-l, pág. 145. 45 Ib., Parte IV, articulo 146, págs. 287-288.

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Figura i 5

con facilidad porque el interior de la tierra está apropiadamente lleno de poros estriados. Esa es la razón por la que los metales que se extraen de las entrañas de la tierra, el hierro, por ejemplo, se mag­ netizan fácilmente. El porqué de la atracción entre polos desiguales se explica con ayuda de la figura 18, en la que las partes acanaladas que fluyen a

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G

H F ig u r a i 7

través de! imán O se mueven en la direcciones AB ó BA. Cuando emergen, siguen en línea recta hasta R o hasta S, hásta que la resis­ tencia del aire es lo suficientemente grande para desviarlas. El espa­ cio RVSV constituye el vórtice descrito por las partículas acanaladas, y es «la esfera de fuerza o actividad del imán O » 66. De la misma manera, la esfera de fuerza del imán P es TXSX. Cuando las esferas de actividad se ponen en contacto, de manera que el polo norte de un imán toque el sur del otro, las panículas acanaladas que fluyen de O hacia S seguirán en línea recta hacia P, y las que vengan de P y vayan hacia S seguirán hacia O, de manera que los dos ¡manes se comportarán como uno solo. Si se tocan, en cambio, polos iguales, ib ., artículo 153, pág. 293. La figura aparece en la página 292.

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Figura 18 los imanes se repelarán, pues las partículas acanaladas no podrán en tal caso entrar, al estar los tubos o conductos estriados de manera inadecuada. Creía Descartes que se podía echar mano de las partículas aca­ naladas todas y cada una de las veces que hubiese una atracción o una repulsión, en los fenómenos eléctricos, por ejemplo, y en «una cantidad innumerable de otros efectos maravillosos». Y lo que era tan importante como ello, su obrar era completamente inteligible con sólo tener en cuenta tamaño, forma y movimiento. «He descrito la tierra y el universo visible entero», concluía Descartes, «tomando como modelo una máquina, sin que interviniese nada que no fuese figura y movimiento» 67. La filosofía mecánica tenía un éxito inena­ rrable ... al menos en la imaginación de su autor. ¿Y los organismos vivientes? Ya hemos visto, en el capítulo ocho, que Descartes comparaba el cuerpo a una máquina en El Tratado del Hombre, la obra con­ cebida como segunda pane de El Mundo, que corrió la misma suene que éste y sólo se publicó postumamente, en 1664. En todo caso, en la quinta pane del Discurso del Método, Descanes había ofrecido un resumen de sus puntos de vista anatómicos, y expresado su pesar* * 7 Ib ., articulo 187, pág. 314.

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por no poder dar una explicación genética de los organismos vivien­ tes del tipo de la que había dado del universo físico, es decir, demostrando los efectos a partir de las causas, y mostrando de qué semillas y cómo ha la naturaleza de producirlos. Por lo tanto, me contenté con suponer que Dios formó el cuerpo de un hombre exactamente igual al nuestro en la apariencia externa de sus miembros y en la disposición interna de sus órganos, y que empleó en su composición no otra cosa que la materia que yo había descrito 68.

Descartes decide centrarse en su explicación del corazón, y para que se pueda apreciar su valor, recordemos brevemente la explica­ ción fisiológica correcta, conocida a partir de la obra de William Harvey. El corazón es esencialmente un par de bombas. En princi­ pio, no es otra cosa que dos sacos que se contraen y se expanden, dotados de una válvula impelente y otra expelentc que están hechas de compuertas de tejido orgánico dispuestas de tal manera que la presión de la sangre en una dirección las haga abrirse y en la otra las haga cerrarse. La figura 19 muestra cómo funciona. En la etapa uno las válvulas impelentes están abiertas, y el corazón se expande así se vierte la sangre en él. En la etapa dos el corazón ha empezado a contraerse de arriba a abajo. Las aurículas derecha (A. D.) e iz­ quierda (A. I.) se contraen, y fuerzan, pues, a la sangre que contie­ nen a verterse en los ventrículos derecho (V. D.) e izquierdo (V. I.). En la etapa tres los ventrículos se contraen, y se fuerza a la sangre a pasar por las válvulas expclentes. Por el lado derecho, va a los pulmones, por el izquierdo al resto del cuerpo. Mientras pasa esto, las aurículas reciben un nuevo suministro de sangre, procedente de las venas. La acción del corazón, por lo tanto, es una onda de con­ tracción (sístole) que empieza en las aurículas y se transmite a los ventrículos, seguida por una expansión (diástole). Descartes debía de haber oído hablar del descubrimiento de la circulación de la sangre por Harvey probablemente ya en 1628, cuan­ do estaba en París, y no tuvo ni el más mínimo problema en aceptar la demostración de Harvey w. Pero sí disentía del anatomista en la

“ Discurso del Método, quima parte, A. T ., VI, págs. 45-46. w El De Motu Coráis de Harvey apareció en 1628. A finales de 1632, Descartes se refería a esta obra como una que Mersenne le había mencionado «en el pasado» (presumiblemente, cuando estuvo en París en 1628), pero insistía en que la no había

F i g u r a 19

elección de la analogía mecánica apropiada. Donde Harvey percibía una bomba, Descartes veía una especie de máquina de vapor. Para él, el corazón era una redoma o retorta en la que la sangre se calienta hasta el punto en que sus fuerzas expansivas la hacen salir del cuer­ po. £1 calor que mueve la máquina del corazón se compara con otros casos de «fuego sin luz», tales como la combustión espontánea del heno húmedo o la fermentación de las uvas *70. La sangre evaporada consultado ames de bosquejar su Tratado del Hombre (carta a Merscnne de noviem­ bre o diciembre de 1632, A. T., I, pig. 263). 70 Discurso del Método, quinta parte, A. T., VI, pág. 46.

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es expulsada en la diástole, cuando el corazón se expande, y la sangre nueva fluye en la sístole, cuando el corazón se contrae, es decir, exactamente al revés de lo mantenido por Harvey, y de lo que es verdad. Descartes no ofrece explicación alguna acerca de qué fuente ge­ nera el latir del corazón, o de cómo se mantiene. Tampoco parece que esto le preocupase mucho. En el que seguramente es uno de sus más audaces ejercicios de propaganda, declara que su explicación del movimiento del corazón tiene el rigor de una demostración mate­ mática, la inmediatez de los sentidos y la simplicidad de un meca­ nismo de relojería: Ahora bien, aquellos que ignoren la fuerza de las demostraciones matemá­ ticas y no tengan costumbre de distinguir la verdad a partir de argumentos que sólo son probables, pueden estar tentados de rechazar lo que se ha dicho sin haberlo sometido a examen. Para evitar esto, permitidme que diga que el movimiento que acabo de explicar se deriva de la disposición de las partes que vemos del corazón, del pulso que sentimos con nuestras manos y de la naturaleza de la sangre que hemos aprendido de la experiencia, tan necesa­ riamente como el movimiento de un reloj se deriva de la fuerza, posición y forma de los contrapesos de sus ruedas 71.

La revisión de un médico No todo el mundo veía el corazón con los mismos ojos que Descartes. El médico Vopiscus Fortunatus Plemp no pudo guardarse en su acuse de recibo de tres ejemplares de cumplido del Discurso del Método que él, efectivamente, lo veía de manera muy distinta. Cuando Descartes le rogó que le hiciese los comentarios que creyese oportunos, le remitió una serie de objeciones; de ellas, la más nota­ ble es la siguiente: cuando se separa el corazón de los pulmones, aún sigue latiendo un tiempo considerable después de que se haya cor­ tado el suministro de sangre 72. En su réplica, Descartes no niega ese hecho experimental; dice, incluso, haber observado él mismo que 71 Ib., pig. 50. 72 Plemp le agradecía a Descartes el Discurso del Método, y le mencionaba que podía hacer algunas objeciones, en su carta del quince de septiembre de 1637 (A. T „ I, págs. 399-400). Descartes se lo recordó en una carta del veinte de diciembre (ib., pág. 477), y Plemp contestó en enero de 1638 (ib., pág. 523).

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un corazón extraído del cuerpo de un pez late más tiempo que un corazón extraído de cualquier animal terrestre. Pero esto, añade, se debe a que siempre quedan unas pocas gotas de sangre, que bastan para alimentar el hogar del corazón 7J. A la objeción subsiguiente de que el corazón de un pez no está nunca muy caliente, Descartes replica que algunos líquidos pueden hervir sin que se les comunique un gran calor *74*. En todo caso ¡qué otra explicación puede haber, si hay que explicar el movimiento a partir de principios mecánicos sólo! Plemp había señalado que la teoría sostenida por Descartes, que el corazón era una máquina de combustión interna, ya la había su­ gerido Aristóteles. Que se dijese que su brillante intuición tenía su origen en los antiguos mortificó a Descanes. Durante años lo rumió; en su Descripción del cuerpo humano, escrita diez años después, intentó empequeñecer la conjetura de Aristóteles como si fuese sólo un vago parecer, algo esencialmente distinto de su propia hipótesis científica: Siempre se ha sabido que hay más calor en el corazón que en el resto del cuerpo, y que el calor puede enrarecer la sangre. Por eso me extraña que hasta ahora nadie haya señalado que la única causa del movimiento del corazón es la rarefacción de la sangre. Aunque dé la impresión de que Aristóteles pensaba en ello cuando escribió en el capítulo veinte de Sobre la respiración: «Este movimiento es similar a la acción de un líquido que el calor hace hervir» ... es sólo una casualidad que se le ocurriese decir algo que es casi la verdad, pero de lo que no tenía un conocimiento cieno 7i.

Si Aristóteles hizo una suposición afonunada, eso sí, fuera de tiempo y estéril, la prueba experimental aportada por Harvey de que el corazón era más bien como una bomba «sólo demuestra que los experimentos pueden descarriarnos cuando no examinamos sus cau­ 75

La larga respuesta de Descartes aparece en una carta del 15 de febrero de 1638,

ibid., págs. 521-534. Plemp publicó algunos estractos en su libro De fundamentó medtdnae, Librt VI (Lovaina, 1638). Cuando Henry de Roy, un discípulo de Des­ canes, expresó su protesta, Plemp publicó el texto completo en la segunda edición de 1644, titulada Fundamenta medicinae. Descanes pretendía que algunas gotas de sangre que habían quedado en las aurículas, caían a los ventrículos, donde se evapo­ raban merced al calor (ibid., pág. 523). 74 Ib., pág. 529-530. Descanes recalca que la rarefacción de la sangre es instan­ tánea, y la compara con la acción súbita de la levadura en la harina. Véase también, Duscurso del Método, quinta pane, A. T., VI, págs. 48-49. 74 Descripción del cuerpo humano, A. T „ XI, págs. 244-145. Esta obra se escribió en 1647-1648, pero se publicó sólo postumamente en 1664.

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sas con suficiente cuidado» 76. Harvey había argüido que la sangre se expelía en la sístole (contracción); señalaba que si practicamos una incisión, la sangre sale disparada cuando el corazón se contrae. Des­ cartes sostenía que la prueba no era clara, pero su objeción principal era filosófica: Si suponemos que el corazón late como Harvey dice, tendríamos que ima­ ginar alguna facultad que causase este movimiento, y la naturaleza de esta facultad sería mucho más difícil de entender que lo que se supone que explica 77.*

Necesitaríamos además, añade Descartes, otras facultades que ex­ plicasen cómo cambian las propiedades de la sangre cuando pasa por el corazón, pues *vemos claramente que la dilatación sola basta para explicar el movimiento del corazón como yo lo he explicado, así como el cambio de la sangre» n . De acuerdo con esta teoría tan obvia, bosquejada por Descartes en el Discurso del Método, los «es­ píritus animales», definidos como «un tipo de llama muy puro y fino», suben del corazón al cerebro, y de éste van a los músculos por los nervios, y ponen en movimiento los miembros. Según Des­ cartes, todo esto sucede «de acuerdo con las reglas de la mecánica, que son las de la naturaleza» 79, pero se nos concede poco más que la promesa de que, una vez nos han brindado la conquista del uni­ verso material, los números y el movimiento desvelarán las maravi­ llas del mundo orgánico. Cuando ofrece un resumen de sus ideas sobre el hombre en el Discurso del Método, Descartes no se siente aún capaz de ofrecer una explicación genética de la formación de las sustancias vivientes. En 1639 le dice a Mersenne que ya está en posesión de una expli­ cación así, pero casi diez años más tarde, en 1648, no había ido mucho más allá de soñar su triunfo, como vemos en el siguiente pasaje de la Descripción del Cuerpo Humano: Si tuviésemos un amplio conocimiento de todas las partes de la semilla de algún organismo viviente, el hombre, por ejemplo, podríamos deducir, de una manera completamente matemática y rigurosa, la forma y estructura de 76 Ib., pág. 242. Descartes hace observaciones similares en otras partes, por ejem­ plo, A. T., VI, pág. 340; XI, pág. 654. 77 Descripción del cuerpo humano, A. T., XI, pág. 243. 7* Ib ., pág. 244, cuersiva mía. 79 Discurso del Método, quinta parte. A. T., VI, pág. 54.

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cada uno de sus órganos. Análogamente, de un conocimiento detallado de la estructura, podríamos deducir cómo es la semilla 80.

El cuerpo humano y todas las formas de vida son autómatas. En principio, explicar cómo funcionan no es sino cosa de explicar de qué manera están compuestos. Descartes extiende un cheque en blan­ co contra la inagotable riqueza de su filosofía mecánica. La posibi­ lidad de que los organismos vivientes crezcan de una manera que diste de ser la mera adición de partes para hacer máquinas mejores y más grandes, no se considera.

De vuelta a Galileo, los cuerpos que caen y el agua pasada Hemos visto en el capítulo dos cómo analizaba Descartes el mo­ vimiento de los cuerpos en caída libre, y que en 1629 no había llegado a la ley correcta del mismo, que dice que la distancia es proporcional al cuadrado del tiempo transcurrido ( j • t2), sino a una ley diferente, que haría que los cuerpos cayesen más deprisa de lo que realmente lo hacen 81. Sin embargo, cinco años después, en 1634, Descartes le escribe a Mersenne que en el Diálogo de los dos sistemas del mundo más importantes sólo ha visto sus propias ideas, por ejem­ plo, la ley de la caída libre, por la que «las distancias que los cuerpos pesados recorren cuando caen son las unas a las otras como los cuadrados de los tiempos que invierten en hacerlo» 82. ¿Cómo podemos explicamos que a Descanes le falle la memoria de semejante manera? Pane de la respuesta se encuentra en la revo­ lución conceptual que tuvo lugar en su mente entre 1629 y 1634. Hasta 1629, su discusión de la caída libre presuponía: (a) la posibi­ lidad del vacío, y (b) la legitimidad de analizar la aceleración sin tocar la naturaleza de la gravedad. Todo lo que se requería era la suposición de que la acción de la gravedad (fuese cual fuese su na­ 80 Descripción del cuerpo humano, A. T., XI, pág. 277. El veinte de febrero de 1639, Descartes había informado a Mersenne que creía que iba a poder explicar la génesis de los cuerpos vivientes (A. T „ II, pág. 525), pero en mayo de 1646 le confesó a la princesa Isabel que no había ido mucho más allá de los principios meramente generales (A. T., IV, pág. 407). Véase también la conversación de Descartes con Burman, dieciseis de abril de 1648, A. T., V, págs. 170-171. 81 Véase más arriba, págs. 26-27. 82 Carta de Descartes a Mersenne del catorce de agosto de 1634, A. T., I, pág. 304.

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turaleza física) es constante y siempre igual *3. Esta era también la posición que adopta Galileo en el Diálogo cuando le dice al aristo­ télico Simplicio, que sostenía que la gravedad era, obviamente, la causa de la caida de los cuerpos libres: Estáis equivocado, Simplicio; lo que deberíais decir es que no hay quien no sepa que se llama «gravedad». L o que os estoy preguntando no es el nombre de la cosa, sino su esencia, de la que yo no sé ni una pizca más de lo que vos sabéis de la esencia de lo que quiera que sea que hace girar a los estrellas ... no entendemos en realidad qué fuerza, qué principio es el que hace que las piedras caigan *84*.

Su querencia de causas verdaderas y seguras hacía que Descartes se sintiese insatisfecho con las hipótesis que no pasasen de verosí­ miles. Alrededor de 1630, llegó a la conclusión de que debía renun­ ciar al enfoque fragmentario de pensadores como Mersenne y Gali­ leo, por un enfoque más sistemático y riguroso. En E l Mundo pros­ cribió todo concepto que no se pudiese definir claramente o que fuese incompatible con la acción por contacto, causa única que go­ bernaba todos los cambios físicos. Rechazó la noción de vacío por ser anticientífica, pues llevaba implícita la de acción a distancia, os­ cura, mágica, mientras su explicación de la gravedad o del peso era puramente mecánica. El peso no era más una propiedad intrínseca de la materia, como sostenían los aristotélicos, o el resultado de la atracción de la tierra, como se imaginaba Beeckman, sino el resul­ tado de la presión que ejerce la materia fina que gira alrededor de la tierra. La acción por contacto explicaba por completo el mecanis­ mo de la caída libre: no hay nada oculto que empuje o tire.

La caída libre en la plenitud Este cambio conceptual invalidaba cualquier progreso biese hecho en la determinación cuantitativa de la caída el vacío, se fue la ley que presuponía su posibilidad. En cartes le explicó a Mersenne: «No me retracto de lo que

que se hu­ libre. Con 1631, Des­ dije acerca

81 Véase la carta de Descartes a Mersenne de octubre o noviembre de 1631, ib., píg. 230. 84 Galileo Galilei, Diálogo sobre los dos sistemas del mundo más importantes, segundo día, Opere, volumen VII, págs. 260-261.

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de la velocidad de las cosas que caen en el vacío: pues si hubiese, como todos imaginan, un vacío, se podría demostrar lo demás, pero creo que es un error suponer que hay un vacío» 8S. Sin embargo, confiaba en que podría hallar la ley correcta: «Pero creo que puedo determinar la tasa de aumento de la velocidad de una piedra, no in vacuo, sino in hoc vero aere» 86. Por esta razón, cuando vio la ley de la caída libre de Galileo (s Xt2), y llegó precipitadamente a la conclusión de que era la misma que él había formulado en 1629, no se sintió apremiado a seguir el asunto, y la desechó, por encerrar el falso supuesto de que podía haber vacío. Pero, en todo caso, no por ello dejaba de estar obligado a hallar la ley verdadera. Varios años después, en 1637, ésta seguía escapándosele, y tenía que excusarse ante Mersenne diciendo: es una cosa que depende de tantas otras, que en una carta no podría daros una explicación adecuada. T odo lo que puedo decir es que ni Galileo ni ningún otro podrán determinar algo que tenga que ver con esto que sea claro o demostrativo a no ser que sepan en primer lugar qué es el peso, y cuáles son los principios primeros de la física 87.

¡Pero en 1637 Descartes ya sabe qué es el peso! Todo un capítulo de El Mundo se dedica a explicarlo a partir del movimiento de vór­ tices. Se dice en él que los objetos terrestres pesan porque, cuando se les suelta sobre la superficie de la tierra, la materia celeste, que tiene un movimiento giratorio mayor, es decir, una fuerza centrífuga mayor, los empuja hacia abajo *8. Pero Descartes no pudo determi­ nar la velocidad de los remolinos celestes. En 1640 le confesó a Mersenne que el problema era intratable matemáticamente: «no pue­ do determinar la velocidad con la que cada cuerpo pesado desciende al principio, pues ésta es una cuestión meramente factual que depen­ de de la velocidad de la materia fina» 89.

** Cana a Mersenne de octubre o noviembre de 1631, A. T., 1, pág. 228. * Ib., pág. 231. * 7 Carta a Mersenne de junio de 1637, ib., pág. 392. 88 La acción de la materia celeste giratoria se describe en el capítulo once de El Mundo (A. T., XI, págs. 72-80), y en la parte IV de los Priná/ños JL; Filosofía (A. T., VIII, págs. 212-217). Véase más arriba, {págs. 283-292). 89 Carta a Mersenne del once de marzo de 1640, A. T., III, pág. 36.

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O tra vez Galileo Descartes no tuvo nunca el Dialogo de Galileo más de unos po­ cos días, pero sí adquirió, en cambio, un ejemplar de las Dos nuevas ciencias. N o es que el científico italiano le despertase mejores senti­ mientos que antes, era sólo que tenía que responder algunas pregun­ tas de Mersenne. El veintinueve de junio de 1638, escribía: «Me haré con el libro en cuanto salga a la venta, pero sólo para que pueda enviaros mi ejemplar anotado, si es que merece la pena, o, por lo menos, mis comentarios» 90. El veintitrés de agosto, Descartes había decidido que no merecía la pena: También tengo el libro de Galileo, y gasté un par de horas en hojearlo, pero he encontrado tan pocas cosas que anotar en los márgenes, que creo que puedo escribir todos mis comentarios en un carta muy breve, así que no viene a cuento que os envíe mi ejemplar91. Escribió la carta prometida en octubre. El primer párrafo marca el tono de las observaciones que le siguen: He visto que, en general, filosofa mucho mejor de lo que es corriente entre el grueso de los que se dedican a ello, pues escapa unto como es posible de los errores de la Escuela, y pone su empeño en examinar las cuestiones físicas con razones matemáticas. En esto estoy totalmente de acuerdo con él, y sostengo que no hay otra manera de hallar la verdad. Pero me parece que las digresiones que hace constantemente y el que no sea capaz de de­ tenerse y explicar una cuestión completamente son defectos de mucha con­ sideración. Demuestran que no las ha estudiado en su debido orden, y que, sin tomar en cuenta las causas primeras de la naturaleza, se ha limitado a buscar las causas de algunos efectos particulares, y así ha construido sin cimientos. Más específicamente, lo que Galileo escribe sobre la velocidad de los cuerpos que caen en el vacío, etc., está construido sin cimientos, pues debería haber determinado antes de nada qué es el peso, y si hubiese hecho eso, habría hallado que en un vacío no es nada 92.

90 Carta a Mersenne, alrededor del veintinueve de junio de 1638, A. T., II, pág. 194. 91 Cana a Mersenne del veintitrés de agosto de 1638, A. T ., 111, pág. 336. 92 Cana a Mersenne del once de octubre de 1638, A. T., II, págs. 380, 383.

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Las Dos nuevas ciencias habían impresionado a Descanes mucho más de lo que quería dar a entender. El análisis del movimiento de Galiieo había hecho su siembra en Ja mente de Descanes, y su fruto aflorará cuando éste se aproxime por última vez al problema de la caída libre, en 1643,

Galileano

a medias

Mersenne, que estaba interesado en la eficacia mecánica de las bombas de agua, le pidió a Descartes en 1642 que determinase cuán lejos llega el agua cuando, tras caer de una altura dada, forma un chorro horizontal. Descartes alegó en un principio que le faltaban los datos experimentales pertinentes 93, pero cuando Huygens juntó su súplica a la de Mersenne, se puso manos a la obra y realizó sus propios experimentos con unas cañerías de agua que había diseñado con esc propósito 94. Observó que cuando el agua baja por una ca­ ñería de un poco más de un metro de longitud (cuatro pies en la representación de la figura 20), el agua llega hasta D desde B, mien­ tras que si cae sólo de F, a un cuano de la altura original, sólo llega a C. Esto quiere decir que la velocidad cambia como la raíz cuadrada de la altura de la que se cae (es decir, v Xs), y Descanes vio inme­ diatamente que eso implicaba que s X t2. Se sigue que la distancia recorrida es casi el cuadrado del tiempo, es decir, que si recorre un pie en el primer instante, recorrerá cuatro en el primer y segundo instantes conjuntamente ,5.

A esta afirmación sigue un claro resumen de la prueba, que usa un triángulo, ABC (véase la figura 21), en el que el eje AB representa el tiempo, el eje BC la velocidad y el área resultante, ABC, la dis­ tancia cubierta. La demostración de Descartes hasta puede que sea más directa que la de Galiieo, pues no duda en representar una 93 Carta de Descartes a Mersenne del veinte de octubre de 1642, A. T., III, pág. 590. 94 C an a de Descartes a Huygens del dieciocho de febrero de 1643, ib ., págs. 805-807. Véase «Descanes ‘presque’ galilcen: 18 févríer 1643», Revue d ’histoire des Scien ces 39 (1986), págs. 3-16, de Amonio Nardi. 94 Cana de Descanes a Huygens del dieciocho de febrero de 1643, A. T., III, pág. 807.

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distancia (la altura que recorre el cuerpo en su caída) mediante un área (la superficie del triángulo A B C )%. Es una de las ironías de la historia de la ciencia que la línea de razonamiento de Descartes sea exactamente la que Beeckman creyó ver en el primer e infeliz intento de Descartes por hallar la ley de la caída libre 94*97*9. N o menos chocante es el reconocimiento que Descartes hace de que las trayectorias BD y BC (en la figura 20) son parábolas, «tal y como Galileo observó correctamente» , en perfecta oposición a lo que le había escrito a Mersenne en 1638, donde decía despreciativa­ mente que la descripción de la trayectoria parabólica por Galileo era una «cháchara ociosa» Pero su conversión ni es pública ni es completa. Así va desarrollando su explicación, vemos que tiene más de un resbalón y es incapaz de disociar la aceleración de los cuerpos

94 Ib., págs. 807-808. La demostración de Galileo está en el tercer día de sus Dos Nuevas Ciencias (Opere, vol. VIH, págs. 208-212). 97 Véase arriba, págs. (16-19). 99 Carta de Descartes a Huygens del dieciocho de febrero de 1643, A. T., III, pág. 811. Esta es la única mención a Galileo en la carta. 99 «II a tout basti en l’air» (carta a Mersenne, once de octubre 1638, A. T., II, pág. 388).

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que caen libremente de la acción del peso y del área de la superficie. El pasaje que le incrimina dice: Observo también que desde el instante en que empiezan a descender, los cilindros de agua se mueven más deprisa cuanto más largos sean, y su ve­ locidad es proporcional a la raíz cuadrada de su longitud. Esto quiere decir que un cilindro de cuatro pies se moverá el doble de deprisa que uno de un pie, y uno de nueve, el triple. La misma razón vale para todos los cuerpos, es decir, cuando m ayor sea el diámetro en la dirección por la que descienden, mayor será su velocidad. Pues cuando la primera gota de agua sale del agujero B, el cilindro de agua entero, sea el FB, sea el A B, cae en el mismo instante, y el segundo desciende el doble de dcprisa que el prime­ ro. Esto no altera las razones del triángulo [figura 21] que he considerado más arriba, pero en vez de considerarlo una mera superficie, hemos de darle algo de espesor, como AI o BK [véase la figura 22], que haga las veces de la velocidad que cada cuerpo tiene en el primer instante de la caída. Así si el cuerpo es un cilindro de cuatro pies de largo. Deberemos hacer el lado AI el doble de ancho que si el cilindro fuese sólo de un pie de largo, y recordar que recorre el doble de distancia cuando cae. Lo mismo vale para una gota de agua cuyo diámetro sea cuatro veces el de otra gota, es decir, caerá el doble de deprisa ,0°.

¿Podría el paladín de la claridad haber navegado a través de una niebla conceptual más densa? Descartes añade una tercera dimensión al triángulo que ¡lustra la caída libre, y subvierte el principio s X t2 al reintroducir el tamaño como un factor que actúa en la aceleración de los cuerpos que caen. Contradice así la ley galileana de la caída libre que decía abrazar, pero es coherente con sus creencias anterio­ res, tal y como se las explicaba a Mersenne en 1632: Lo que me habéis remitido tocante al cálculo de la velocidad de caída de los cuerpos no tiene nada que ver con mi filosofía, que sostiene que dos bolas de plomo, de, digamos, una libra la primera y cien libras la otra, no caerán en la misma razón que dos bolas de madera, también de una y cien libras, o dos bolas de plomo que pesen dos y doscientas libras, respectiva­ mente. Galiieo no hace estas distinciones, lo que me hace sospechar que no ha llegado a la verdad l0>.

100 Carta de Descartes a Huygens del dieciocho de febrero de 1643, A. T., III, págs. 809-810. 101 Carta de Descartes a Mersenne de noviembre o diciembre de 1632, A. T., I, pág. 261.

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1-lGURA 22 Quería claridad... tuvo ambigüedad Huygens le hizo conocer a Mersenne la carta de Descartes del dieciocho de febrero de 1643, y Mersenne le escribió inmediatamen­ te, pidiendo más aclaraciones. Su carta se ha perdido, pero podemos imaginarnos qué preguntaba en ella a partir de la contestación de Descartes, en la que reafirma que el tamaño, y por lo tanto, el peso desempeñan un papel en la aceleración de los cuerpos que caen: No creo que un cilindro de madera que sea cuatro veces mis largo que otro caiga a la misma velocidad (suponiendo que se mantienen rectos mientras caen). Pero como esto puede cambiar en el aire, sería mejor hacer el expe­ rimento con dos bolas de madera: una grande y otra más pequeña cuyo diámetro es un cuarto de la primera, y su peso un sesenta y cuatroavo. Creo que la bola pequeña tardará el doble de tiempo en caer . Descartes recuerda la decimoctava proposición del duodécimo libro de los Elementos de Eudides, en los que se demuestra que los 102 Carta de Descanes a Mersenne del veintitrés de 1643, A. T., III, pág. 643.

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volúmenes de dos esferas guardan la misma razón que los cubos de sus diámetros (V,/V2 = D ,/D 2). Esto quiere decir que, si los cuerpos son, como en este caso, en que ambos son de madera, homogéneos, podemos despreciar la densidad, y considerar sólo el peso. La bola pequeña, cuyo diámetro es como uno, pesa sesenta y cuatro veces menos que la grande, cuyo diámetro es como cuatro, y la caída le lleva «el doble de dempo». Descartes se ha desviado decididamente de la ley correcta, que dice que los cuerpos caen con la misma ace­ leración con independencia de su peso. ¿Por qué? Que pretenda de­ terminar la velocidad recurriendo al tamaño o a la superficie del cuerpo que cae nos da la pista. Descanes intenta, por fas o por nefas, combinar la ley de Galiíeo de la caída libre con su interpretación del peso como un movimiento descendente producido por el impac­ to de las pequeñas esferas del vónice que rodea a la tierra. Pero las matemáticas de la caída libre no casan con la física de una plenitud. Lo que exige una pane del sistema de Descanes, la otra lo rechaza. El resultado no es sólo una pérdida de claridad, sino una física que abandona la matematización rigurosa que era su enseña.

Capítulo 13 PUBLICAR O PERECER

El veintidós de julio de 1633, Descartes le hizo saber a Mersenne que El Mundo estaba casi listo para ser publicado, pero en vez del libro que le prometía como regalo de Navidad, Mersenne recibió, en diciembre, una segunda carta, en la que Descartes le comunicaba que ¡estaba pensando en entregar su manuscrito a las llamas! Des* cartes había cambiado de idea al enterarse de que el tan esperado libro de Galileo sobre el movimiento de la tierra se había publicado, y confiscado y quemado todos los ejemplares «Esto me ha sor­ prendido tanto», escribía Descartes, «que estoy casi decidido a que­ mar mis papeles, o, al menos, a no dejar que los vea nadie» 12. Si un 1 El Diálogo sobre los dos sistemas del mundo más importantes de Galileo salió de las prensas el veintiuno de febero de 1632, y fue retirado de la circulación en agosto de ese mismo año, pero no sabemos cuántos de los mil ejemplares que se habían imprimido fueron realmente confiscados. Descartes se refiere a esta obra como «el Sistema del Mundo de Galileo», que es el título provisional que Galileo le había dado en su Sidéreas Nuncios de 1610 (Galileo Galilei, Opere, ed., A. Favaro (Flo­ rencia: Barbera, 1890-1909), vol. III, págs. 75, 96) [págs. 60-61 y 90 de la traducción española de Carlos Sotís, La gaceta sideral, en E l mensaje y el mensajero sideral (Madrid: Alianza Editorial, 1984)]. Se citó a Galileo en Roma, se le juzgó, se le obligó a abjurar de sus «errores», y se le condenó a prisión el veintidós de junio de 1633. 2 Carta de Descartes a Mersenne de finales de noviembre de 1633, A. T „ I, págs. 270-271. 442

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italiano, además próximo ai papa, había corrido semejante suerte, ¿qué no le esperaría a un francés que vivía entre herejes? «Si es un error que la tierra se mueva», se afligía Descartes, los mismísimos fundamentos de mi filosofía son también falsos, pues se sigue evidentemente de ellos [il se dem onstre p a r eux evidem m ent]. Y está unido tan estrechamente a las otras partes de mi tratado, que no podría retirarlo sin dañar todo lo demás 1*3.

Descartes estaba convencido de que su filosofía entera constituía un sistema del que no se podía retirar ninguna parte sin causar con ello un daño irreparable al todo 4. El movimiento de la tierra no era sólo una teoría importante, era consecuencia de la circulación gene­ ral de la materia en vórtices. Como decía en El Mundo', «la materia de los cielos no solo ha de hacer que los planetas giren alrededor del sol, sino también alrededor de su propio centro» 5. Negar que la tierra gira alrededor del sol era tanto como detener todos los remolinos de materia y parar el universo. Que no hubiese llegado ni un ejemplar del Diálogo de Galileo a Holanda por el verano de 1633 hacía que creciesen la preocupación y perplejidad de Descartes. El primero llegó en el verano del año siguiente, y el profesor de Amsterdam Hortensius se lo prestó a Becckman, quien se lo enseñó a Descartes cuando le visitó el fin de semana del doce al catorce de agosto de 1634 6. Un documento fe­ 1 Ib., pág. 271 4 «Mis teorías están unidas tan estrechamente y dependen hasta u l punto las unas de las otras, que no se puede entender una si no se conocen todas» (carta de Descartes a Fr. Vatier, alrededor del veintidós de febrero de 1638, ib., pág. 562); «si lo que he escrito acerca de eso [la circulación de la sangre], o de la refracción, o de cualquier cosa de la que haya publicado más de tres lineas, está equivocado, entonces estoy dispuesto a aceptar que la gente diga que el resto de mi filosofía no vale nada» (carta a Mersenne del nueve de febrero de 1639, A. T ., II, pág. 501). * El Mundo, capítulo diez, A. T., XI, pág. 69. 6 F.1 trece de agosto de 1633, Gassendi le escribió a Hortensius (Martin van der Hovc), profesor de matemáticas y astronomía en Amsterdam. que «no os ha llegado ningún ejemplar del libro, y pocas esperanzas hay de que pronto lo haga uno» (Pierre Gassendi, Opera, seis volúmenes (Lion, 1658), facsímil (Stuttgart-Bad Cannstatt: Olms, 1964), volumen seis, pág. 64 b). Nicolas-Claude Fabri de Peiresc le prometió a Hortensius un ejemplar el veinticuatro de enero de 1634, pero éste no lo había recibido todavía cuando le escribió a Peiresc el dos de junio de 1634 (véase la Correspondance de Marín Mersenne, diecisiete volúmenes (París: CNRS, 1933-1988), vol. II, pág. 165). Becckman viajo a menudo en el verano de 1634 de Dordrecht a

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chado en Lieja el veinte de septiembre de 1633 y firmado por el nuncio en Colonia y la Baja Alemania había notificado la condena de Galileo. En él se declaraba que los cardenales inquisidores habían juzgado que el movimiento de la tierra era «contrario a las Escritu­ ras», y que había «sospechas vehementes» de que Galileo había in­ currido en «herejía» por haber enseñado que la tierra se mueve 7. A principios de 1634, Descartes se enteró de que Mersenne no había recibido sus últimas cartas, y le escribió de nuevo, repitiendo las inquietantes noticias sobre Galileo, pero sin dar a entender que po­ dría quemar su propia obra. Estaba decidido, eso sí, a «no mostrár­ sela nunca a nadie», pues el movimiento de la tierra era indivisible de su filosofía natural, y si era falso, falsa era ésta entera 8.

El precio de la paz y la quietud La condena de Galileo inquietó a Descartes por razones perso­ nales, religiosas y filosóficas. Quien había elegido la intimidad, la vida retirada, temía verse arrastrado a una prolongada disputa sobre la teoría heliocéntrica, que seguramente ni siquiera concluiría en nada. «Mi lema», le decía a Mersenne, es «bien vive quien bien se ocul­ ta» 910*, e insistía en que todo lo que quería era «paz y quietud» ,0. Pero, más que sus deseos de evitar las molestias de la controversia pública, le movían sus sinceros escrúpulos religiosos. En cuanto oyó que se censuraba el movimiento de la tierra, no perdió un instante en escribirle a Mersenne que «por nada del mundo querría escribir algo que contuviese siquiera fuese una palabra que la iglesia desa­ probase» " , y repite el mismo sentimiento en varias de sus canas 12. Amsterdam, con la intención de mejorar su habilidad en el pulimento de lentes. En éstas, aprovecha, mientras trabaja con un constructor de anteojos inglés cerca del Dam, a visitar a Descartes el doce de agosto de 1634. «El señor Beeckman», le escribe Descartes a Mersenne el catorce de agosto, «vino aquí el sabado por la tarde, y me dejó el libro de Galileo, pero se lo llevó consigo de nuevo a Dort esta mañana, así que lo he tenido en mis manos sólo durante treinta horas» (A. T., 1, págs. 303-304). 7 Descartes cita el documento en su carta a Mersenne del catorce de agosto de 1634, A. T., I, pág. 306. 8 Carta de Descartes a Mersenne, alrededor de febrero de 1634, ib., pág. 285. 9 *bene vixit, btne qui latuit• (ib., pág. 286). 10 Cartas a Mersenne, alrededor de febrero de 1634,ib., págs. 212, 285-286. " Carta a Mersenne de finales de noviembre de 1633, ib., pág. 271. 12 Por ejemplo, escribe Descartes que desea «obedecer a la iglesia en todo» (carta

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Pero el verdadero problema era filosófico. Se suponía que su física se basaba en principios evidentes por sí mismos, y habían tirado de la alfombra bajo sus pies. No tenía sentido publicar más conjeturas arbitrarias: «Hay ya tantas opiniones filosóficas verosímiles sobre las que discutir, que si la mía no es más segura y no se la puede aceptar sin discusión, no quiero que se la publique jamás» ,}. Pero Descanes no estaba tan abatido como para abandonar su Mundo sin luchar. Un decreto que emana del Santo Oficio en Roma, ¿es en verdad vinculante?, le preguntaba a Mersenne: Por lo que sé, ni el papa ni un concilio han ratificado la condena hecha por la congregación de cardenales establecida para censurar libros. Me satisfaría mucho saber qué se opina en Francia, y si su autoridad basta para conver­ tirla en un artículo de fe M.

Descartes, en todo caso, había sido educado por los jesuítas, y no compartía las inclinaciones galicanas de muchos de sus contem­ poráneos, Pascal entre ellos. Le habría parecido contrario a sus con­ vicciones, e impropio de su dignidad, jugar con la autoridad espiri­ tual de la iglesia. Cuando Mersenne le cuenta cuán a la ligera se estaban tomando algunos científicos franceses el asunto, Descartes deja las cosas claras: Sé que se puede decir que lo que decidan los inquisidores de Rom a no es automáticamente artículo de fe, y que requiere la aprobación de un concilio. Pero el afecto que siento por mis propias ideas no es tan grande que esté dispuesto a escudarme en semejantes excusas para seguir manteniéndolas ,s.

Durante varios años, Descartes pensó que lo más prudente y honorable era el silencio. En el Discurso del Método, publicado en*14 a Mersenne, alrededor de febrero de 1634, ib., pág. 281). Véase también ib., pág. 285; A. T ., V, págs. 544, 550. 11 Carta de Descanes a Mersenne de finales de noviembre de 1633, A. T., I, págs. 271-272. M Cana a Mersenne, alrededor de febrero de 1634, ib., pág. 281. £1 concilio que Descanes tiene en mente es un concilio ecuménico. 14 Cana a Mersenne, alrededor de febrero de 1634, ib., pág.285. Había sacerdotes, Fierre Gassendi e Ismael Boulliau (converso del protestantismo) por ejemplo, que eran copernicanos. En cana remitida a Mersenne el dieciséis de diciembre de 1644, Boulliau dice que la condena del movimiento de la tierra es un asunto puramente italiano (Marín Mersenne, Correspondance, volumen XIII, pág. 20).

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1637, no dice ni una palabra sobre el movimiento de la tierra. Le confesó a Mersenne que esperaba que con éste pasase como con la existencia de los antípodas, una vez condenada, entonces ya com­ pletamente indiscutible l617.

Hacia un compromiso pacífico El silencio le pesaba mucho a Descartes, y en 1640, cuando em­ pezó a revisar E l Mundo para que se publicase en forma de libro de texto y con el título de Prinápios de Filosofía, reanudó sus indaga­ ciones, con la esperanza de que la oposición de algunos protestantes al movimiento de la tierra persuadiese a los católicos de que no había nada malo en ¿1. Como no quería parecer demasiado ansioso o preo­ cupado, recurrió a la mediación de Mersenne para sonsacar infor­ mación acerca de lo que estaba pasando en Roma. El cardenal Giovanni Francesco Guidi di Bagno, a quien Descartes había conocido en París en 1627, había llevado a Gabriel Naudé a la Ciudad Eterna, y Descartes le pidió a Mersenne que le hiciese saber a éste que la única cosa que le había disuadido de publicar su física era la prohi­ bición del movimiento de la tierra. ¿Sería tan amable Naudé, pregun­ taba, de tantear al cardenal sobre este tema?, porque soy su humilde servidor y para mí sería motivo de la mayor infelicidad el darle algún disgusto, siendo como soy observante celoso de la religión católica y de la reverencia debida a los que la dirigen. N o hace falta que diga que no tengo deseo alguno de arriesgarme a ganarme su censura, pues no temo que una verdad pueda chocar con otra, y creo con la mayor firmeza tanto en la infalibilidad de la iglesia como en la validez de mis argumentos ,7.

16 Carta a Mersenne, alrededor de febrero de 1634, A. T., 1, pág. 288. A princi­ pios del siglo cuatro, Lactancio, tutor del hijo del emperador Constantino, dedicó un capítulo de sus Instituciones Divinas a sumir en el ridículo la existencia de los antí­ podas y, la estúpida idea de que hubiese gente cuyos pies estuviesen sobre sus cabezas, o lugares en los que lloviese o nevase hacia arriba. La cosmología de Lactancio no llegó nunca a ser doctrina oficial de la iglesia, y debía su notoriedad a que Copémico la cita (como ejemplo de creencia infantil) en la carta que prologa su De Revoluttonubus Orbiurn Caelestium de 1543 (véase A History o f Astronomy from Thales lo Keplcr (Cambridge, 1906), reimpresión (Nueva York: Dover, 1953), pág. 209), de J.L.E, Dreyer). 17 Carta de Descartes a Mersenne de diciembre de 1649, A. T., III, págs. 258-259.

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Otra carta nos muestra que Descartes esperaba también una res­ puesta de «un cardenal, amigo mío hace muchos años, que era miem­ bro de la congregación que condenó a Galileo» ls. Se refería al car­ denal Francesco Barberini, sobrino de Urbano VIII, que había sido legado papal en Francia durante los años parisinos de Descartes *19.

La relativización del movimiento... y sus censores No sabemos lo que el cardenal Guidi di Bagno o el cardenal Francesco Barberini contestaron tocante a las cuestiones que Des­ cartes les planteaba, pero probablemente confirmaron que la teoría copernicana podía usarse como hipótesis de trabajo, con tal de que no se sostuviese que era físicamente verdadera. Seguramente, esto no era suficiente para Descartes el científico, pero a Descartes el epistemólogo le dio una idea. En un mundo donde todo se mueve, el reposo (pero también el movimiento) se relativiza. En 1641, o poco después, Descartes se dio cuenta de que esto le permitía reformular sus hipótesis astronómicas de manera que los censores (siempre y cuando no tuviesen un exceso de celo) las pasasen por alto. Ya hemos visto que el movimiento es, para Descartes, movimien­ to local, descrito comúnmente como «la acción por la que un cuerpo pasa de un lugar a otro» 20. Pero esta definición, arguye Descartes, es desafortunada, pues introduce la idea de la acción como si «hiciese falta más acción para el movimiento que para el reposo», lo que es un serio prejuicio. Hemos de eliminar las oscuras nociones de fuerza y acción, y usar sólo las perfectamente inteligibles de traslación o

Es en esu carta donde escribe Descanes: «N o me entristece que algunas minorías [protestantes] truenen contra el movimiento de la tierra; esto debería convencer a nuestros predicadores de que no hay nada malo en él» (pág. 258), Antes, en cana del dieciséis de octubre de 1639 al mismo corresponsal, había escrito: «Tengo que la­ mentarme de que los hugonotes me odien por papista, y que los romanos no me quieran por estar infectado de la herejía del movimiento de la ticna» (A. T., II, pág. 593). " Cana de Descanes, sin fecha, a un corresponsal desconocido, A. T., V, pág. 544. w Francesco Barberini (1597-1679) fue el legato a laten en Francia en 1624-1625, con la misión de negociar los términos de la paz durante la guerra de la Valtellina. Fue miembro de la congregación de diez cardenales que condenó a Galileo, pero su firma no aparece en la sentencia. 10 Principios de Filosofía, Pane II, artículos 24, A. T., VIII-I, págs. 53.

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desplazamiento. De ahí el por qué una segunda definición de movi­ miento, más correcta, más rigurosa, que reza: ¡a traslación de una parte de materia o de un cuerpo de la vecindad de las partes o cuerpos que toca directamente, y que se pueda considerar que están en reposo, a la vecindad de otros...M recalco la traslación, no la fuerza o acción que transporta, para mostrar que está siempre en el cuerpo que es movido, no en el que m ueve21.

Es difícil no estar de acuerdo con Alexandre Koyré cuando dice que Descartes enunció esta definición relativista del movimiento, al menos hasta cierto punto, para reconciliar la movilidad de la tierra con la doctrina oficial de la iglesia 22*, pero también puede entendér­ sela, y es más interesante así, como un desarrollo lógico de una parte de su filosofía. Como la materia es extensión, y la extensión es es­ pacio, la materia no está en el espacio, sino que es espacio. Descartes lo expresa identificando sustancia material y lugar interno. Pero esto no impide tomar en cuenta las relaciones que unos cuerpos guardan con otros, los lugares extemos. En este sentido, un cuerpo puede participar en varios movimientos; puede alguien, por ejemplo, llevar encima un reloj, cuyas ruedas dentadas se mueven según sus propias leyes, mientras camina por la cubierta de un barco que navega en un océano de una tierra en movimiento. «Todos estos movimien­ tos», escribe Descartes, están en realidad en las ruedas dentadas, pero como no es fácil entender tantos movimientos ¡untos, o siquiera saber cuántos hay, basta con que tengamos en cuenta sólo el movimiento que es propio de cada cuerpo 24.

Ese movimiento propio es, por definición, el que observamos sobre el fondo que forman los cuerpos vecinos, que son, por la elección arbitraria que hemos hecho, nuestro punto de referencia. Pero podríamos lo mismo haber considerado que el cuerpo está en 21 Ib ., artículo 25, págs. 53-54. 22 Alexandre Koyré, Estudios GaliUanos [Shea ciu la traducción al ingés de John Mepham (Atlantic Highlands, New Jersey: Humanities Press, 1978), pág. 265]. 21 «En la cosa misma, no hay diferencia entre el espacio o lugar intemo y la sustancia corpórea que contiene. La diferencia está enteramente en cómo las conce­ bimos» (Principios de Filosofía, Parte II, artículo 10, A. T „ VIII-1, pág. 45). 24 Ib., artículo 31, pág. 57.

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reposo, y sus vecinos en movimiento. No hay puntos fijos en el universo excepto los que nosotros decidamos que lo sean. Si nos preguntamos entonces qué significado podemos darle a la frase «la tierra se mueve alrededor del sol», a la luz del anterior análisis po­ demos contestar con verdad que la tierra y los planetas están en reposo en sus cielos fluidos, y que los cielos mismos se mueven «tal y como un bote que ha alzado el ancla, al que no muevan ni el viento ni los remos, reposa en el mar aunque la marea lo vaya arras­ trando insensiblemente» **. Una vez contentados los censores, Descartes no pasó a satisfacer a los físicos con una demostración de la concordancia de su nueva definición de movimiento, puramente relativa, y las leyes y reglas del movimiento de la segunda parte de sus Principios de Filosofía. Si todo movimiento es relativo y toda traslación recíproca, tenemos este curioso estado de cosas: la cuarta regla (véase la figura 12 del capítulo 12, pág. 415) se puede convertir en la regla 7(a) mediante un simple, y legítimo, cambio de marco de referencia, y el cuerpo m, ya no rebotará en el cuerpo estacionario m¡, sino que ambos se moverán en la misma dirección. ¡N o sólo cambia la descripción del fenómeno, cambia el fenómeno mismo! Ni Descartes ni sus contem­ poráneos veían las cosas con esta claridad, pero Henry More quedó lo bastante intrigado como para pedirle a Descartes que explicase qué pasaba cuando el viento soplaba por las ventanas abiertas de una torre. ¿Qué significaría en ese caso la reciprocidad de la traslación, o decir que el movimiento del viento es relativo? Descartes elude el ejemplo de More en su respuesta, de donde puede colegirse el aprie­ to en que la cuestión le ponía. Da su propio ejemplo, y con ello cambia el sentido de la discusión. Imaginemos, dice, un pequeño bote encallado en el cieno cerca de la orilla, con una persona a bordo. Un amigo se ofrece a empujar desde la orilla, mientras la persona que está en el bote empuja contra la orilla: Sí el vigor (vires) de estos hombres es igual, el esfuerzo del hombre de la orilla (que está, pues, unido a tierra), no contribuirá menos al movimiento del bote que el esfuerzo del otro hombre, el que se mueve con el bote. Por*

,s Ib., Parte III, artículo 26, pág. 90. El texto latino dice sólo «un movimiento oculto» del mar. La versión francesa especifica la acción de las mareas. (A. T., IX-2, pág. 113).

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lo tan to , está cla ro q u e la acción p o r la qu e el b o te se se p a ra d e la orilla está u n t o en la tierra c o m o en el b o te 26.

Descartes ha desplazado la discusión, quizá sin percatarse de ello, del movimiento a la fuerza o a la acción que la produce. Parece que olvida que la razón que le hacía definir el movimiento como lo hacía era eliminar la oscura noción de fuerza, y dejar en pie sólo las per­ fectamente inteligibles de traslación o desplazamiento 21*. Cuando More le pide aclaraciones, Descartes dice que la fuerza movilizadora (vis movem) es, finalmente, «la fuerza de Dios mismo que conserva en la materia tanta traslación como puso en ella en el primer instante de la creación», algo que, dice, no se ha atrevido a afirmar en sus obras publicadas «por temor a que parezca que apoyo la opinión de los que creen que Dios es el alma cósmica, que a la materia se une» 2B. Por laudable que nos pueda parecer esta sutileza teológica, de poco o nada sirve para explicar de qué manera puede conciliarse coherentemente la relatividad del movimiento con el principio de conservación del movimiento, habida cuenta de que la cantidad de movimiento depende del marco de referencia, puramente arbitrario, que se escoja.

La fuerza de reposo Las cosas se complican aún más cuando Descartes intenta en los Prinápios de Filosofía exponer las consecuencias de la primera ley, y de que la materia sea ¡nene. La noción de una «fuerza de reposo» no aparece como tal en El Mundo, y sólo lo hace en forma de consecuencia implícita de la primera ley y elemento tácito de la teo­ ría de la dureza que se expone en el tercer capítulo 29. Descartes no concreta en El Mundo cómo se mide la fuerza que mantiene a un 26 Carta de Descartes a Henry More del quince de abril de 1649, A. T., V, pág. 346., en replica a la cana de More del cinco de marzo de 1649, ib., pág. 312. 27 -Hablo de la traslación, no de la fuerza o la acción que transpona» (Principios de Filosofía, Pane II, aniculos 25, A. T „ VIII-I, pág. 54). “ Bosquejo de la cana de Descanes a More, alrededor de agosto, 1649, A. T., V, págs. 493-303, en réplica a la cana de More del veintitrés de julio de 1649, ib., pág. 384. 29 E l Mundo, capítulo tres, A. T., XI, págs. 12-13. Véanse las páginas 354-355, más arriba.

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cu erp o en rep o so , ni siquiera có m o hem os de entenderla. L a prim era m ención explícita de una fuerza q ue m antiene el rep o so está en una carta a M ersenne de 1640: e s verdad qu e del so lo hecho de qu e un cu e rp o em piece a m o v erse se sigue q u e tiene en él la fu e rza d e se g u ir m o v ié n d o se, y tam bién , qu e del so lo hecho de qu e se deten ga en cierto lugar se sigu e q u e tiene la fuerza de perm an ecer a h í 30.

Tras haber enunciado las tres leyes del movimiento en la segunda parte de los Principios de Filosofía, Descartes dedica un artículo especial (el cuarenta y tres) a mostrar «en qué consiste la fuerza de cada cuerpo para actuar o resistir». El reposo es un estado que per­ tenece al mismo nivel ontológico que el moviminto. Un cuerpo quie­ to, escribe, tiene «cierta fuerza» que le hace perseverar en su estado de reposo, y, en consecuencia, resistir todo intento que se haga de moverlo. Cómo se puede medir esa fuerza, se indica en la última frase del artículo cuarenta y tres: E sa fu erza se p u e d e estim ar a p artir del tam añ o d el c u e rp o en q u e reside, la su p erficie q u e se p a ra al c u e rp o d e o tr o , la velo cidad d e l m o v im ie n to , y la n atu raleza y d e sig u ald ad d e las m an eras en q u e d iferen te s c u e r p o s ch ocan u n os con o tro s 3I.

La noción de «fuerza de reposo» lleva a absurdos del calibre de la cuarta regla y del afirmar que un cuerpo no puede mover en ningún caso a otro que sea más grande que él, pero también es verdad que en ninguna otra parte se acerca más Descartes a recono­ cer la naturaleza vectorial del movimiento que en el artículo cuarenta y tres. Escribe ahí, en efecto, que un cuerpo en reposo tiene una fuerza que lo hace perseverar en su estado de reposo, y que un cuerpo en movimiento tiene una fuerza que lo hace «perseverar en su estado, es decir, en movimiento, a la misma y^pcidád-V £* misma dirección» J2. La noción de dirección np; cóftfígue más que 10 Cana a Mersenne, veintiocho de octubre de 1640, K, Y , IJ1, píg. 3 1 3 . 31 Principios de Filosofía, Parte II, artículos 43, A. Tl„V(II-:l, pág. 67. Sóbre la profusión y la polisemia de la palabra «fuerza» en los escritos de Descanes, véase. R.S. Westfall, Forcé in New ton Physics. Apéndice B: el u$ó, de la palabra «fuerza» por Descartes (Londres: Macdonald, 1971), págs. 529-534. 12 Principios de Filosofía, Parte II, artículos 43, A. T., V lII-I.páes. 6 6 -V .. cursis* mía.

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este reconocimiento de paso, y «fuerza de reposo» y «fuerza de movimiento» se miden de la misma manera, mediante el producto de tamaño y velocidad. La palabra «tamaño» plantea de por sí difi­ cultades, pues no cabe identificarla con el concepto de masa de Ncwton, y es ambigua a causa de la identificación de materia y extensión por Descartes. Habla a veces como si se pudiese medir el tamaño mediante la cantidad de tercer elemento o materia tangible, pero también dice en el artículo cuarenta y tres que hay que tomar en cuenta la superficie. Importancia crucial tiene la noción de inercia, o esa «pereza» natural de la materia que Descartes tenía que rein­ terpretar para que no se confundiese con la idea de que la materia se resiste al movimiento en cuanto tal. Le escribe a un corresponsal en 1648: Y como, si dos cuerpos desiguales reciben la misma cantidad de movimien­ to, ésta no da tanta velocidad al más grande como al más pequeño, podemos decir, en este sentido, que cuanto más materia contenga un cuerpo, mis inercia tendrá; a lo que podemos añadir que un cuerpo grande puede trans­ ferir su movimiento a otros cuerpos con más facilidad que uno pequeño, y que los cuerpos pequeños moverán a uno grande menos fácilmente. Hay, por lo tanto, un tipo de inercia que depende de la cantidad de materia, y otro que depende de la extensión de su superficie JJ.

En otras palabras, la realidad que expresa el uso de la palabra «inercia» no es una resistencia natural al movimiento, sino el papel que juega la cantidad de materia en la transmisión o recepción de movimiento. Pero la solución, como R.S. Westfall señala, ignora los factores dinámicos, y cuando Descartes estudia las colisiones, vuelve a meter, subrepticiamente, como hace en la famosa cuarta regla, una resistencia al movimiento que no se puede conciliar con la completa inercia de la materia M.

M Carta a un corresponsal desconocido, probablemente de marzo o abril de 164$, A. T., V, pág. 136, cursiva mía. El destinarlo quizá fuese el marqués de Newcastle, como se sugiere en ib., pág. 133, pero un candidato más probable es Jean de Silbón, como se arguye en ib., pág. 660. M Wesfall, Forcé in Newton’s Physics, pág. 69. Para una sucinta exposición de la subsiguiente transformación de la inercia cartesiana por Newton, véase The Nemtonian Revolución, de 1. Bcmard Cohén (Cambridge: Cambridge University Press, 1980), págs. 182-193.

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La vida en Holanda La decisión que había tomado Roma de prohibir los libros sobre el movimiento de la tierra fue un duro golpe, pero Holanda era una tierra a salvo de Roma, de la que distaba geográfica y teológicamen­ te, y Descartes tenía allí la libertad de gozar de esa vida relajada­ mente dedicada a la investigación que había hecho suya 3S. Cuando el artesano francés Ferrier rehusó unirse a Descartes en Franeker, éste se trasladó a Amsterdam y luego a Leyden, donde conoció a Jacob Gool o Golius, que había vuelto hacía poco de un viaje de cuatro años por el Oriente Medio para hacerse cargo de la cátedra de matemáticas que Snell había dejado vacante a su muerte en 1626. Golius influyó profundamente en la forma que las mate­ máticas de Descartes iban a tomar al llamar su atención sobre un problema no resuelto del matemático griego Pappus. Descartes halló la solución a este problema, solución que habría de ser el contenido central y el ejemplo más preciado de su Geometría, publicada en 1637. También entabló Descartes amistad con otro profesor de ma­ temáticas de la universidad de Leyden, Frans van Schooten, cuyo hijo, llamado también Frans, iba a dibujar los diagramas de la Optica de Descartes, y traducir la Geometría al latín. Más tarde, conocería Descartes al profesor de medicina y botánica, Adolfus Vorstius, al profesor de hebreo, Constantin L ’Empereur, y a dos profesores de teología, Adríaan Heereboord y Abraham Heidanus. Un médico ca­ tólico que atendía a los enfermos sin cobrarles, Cornelius Hogelande, llegaría a ser buen amigo de Descartes, al que dedicó su tratado sobre Dios y la inmortalidad del alma. En 1632, en casa de Golius,1 11 Las numerosas cartas que escribió, a corresponsales franceses especialmente, son la principal fuente de información acerca de la vida de Descartes en Holanda. Se recogen en los cinco primeros volúmenes de A. T. La reimpresión (París: Vrin, 1969-1974) contiene varias cartas a Constantin Huygens que se descubrieron sólo tras la primera edición. La Vie Je Monsienr D es-Canes, dos volúmenes, (París, 1691: reimpresión, Ginebra: Slatkine, 1970), de Adrien Baillet, es indispensable. En el siglo veinte, Vie et Oeuvres Je Descartes (volumen XII de las Oetrores Je Descartes), de Charles Adam, Ecnvams Frunzáis en H olianJe Jan s la ¡tremiere moitié Ju X V II’ siedc (París: Champion, 1920), de Gustave Cohén, y N eJerianJs Cartesianisme (Ams­ terdam: N. V. Noord-Hollandsche Uitgevers Maatschappij, 1954), de Cornelia Louis Thijssen-Schoute, han arrojado más luz sobre Descartes y sus amigos y enemigos holandeses. Hay una colección de útiles ensayos en Descartes et la cartesianisme hoüanJais (París: Presses Universitaires de France, y Amsterdam: Editions Franqu­ ees d ’Amsterdam, 1950).

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La magia de los números y el movimiento

Descartes conoció a Constantin Huygens, secretario del príncipe de Orange, y de quien en adelante seria a menudo invitado en su casa de La Haya. Los dos hombres llegaron a intimar, y mantuvieron una importante correspondencia científica. En casa de Huygens, Descartes conoció a varias personas, la hermana de Huygens, Constantia, y su marido, David le Leu de Wilhem, sobre todo; éste se convertiría en su asesor financiero, y debía de ser un lince de los negocios, ya que manejó los asuntos de Descartes de tal manera que éste pudo vivir en lo que para un pro­ fesor de universidad de hoy sería opulencia. También conoció Des­ cartes a los cinco hijos de Huygens. El segundo, Christiaan, habría de llegar a ser uno de los grandes científicos de la segunda mitad del siglo; Descartes reconoció rápidamente sus dotes excepcionales, y declaró que era «de su linaje» 36. En 1631 o 1632, Descartes tomó un alojamiento en la Kalverstraat de Amsterdam. Le interesaba la medicina, y se sintió de lo más feliz cuando el médico Johann Eüchman le presentó a Vopiscus-Fortunatus Plemp o Plempius, que pronto sería nombrado profesor de anatomía, y luego rector, de la universidad de Lovaina. Seis años después, cuando residía en Santpoor, Descartes diseccionaría angui­ las, bacalaos, perros y conejos. Usó los resultados de su estudio de la anatomía de los ojos de los toros en su Optica. También se inte­ resó mucho por la botánica, y plantó semillas raras que le enviaban corresponsales franceses. Aunque Descartes no había publicado aún nada, su reputación crecía, y empezaba a tener discípulos. El prime­ ro fue Henri Régnier o Reneri, tres años mayor que él. Reneri, que nació cerca de Lieja, se había visto obligado a dedicarse a la ense­ ñanza para ganarse la vida cuando su familia le desposeyó por su conversión del catolicismo al protestantismo. Descartes puso gran­ des esperanzas en el, y cuando Reneri fue nombrado profesor de filosofía en el colegio de Dcventer, Descartes se fue a vivir a la misma ciudad, de mayo o junio de 1632 a finales de 1633, en que volvió a Amsterdam. En 1634 se le otorgó a Reneri la cátedra de filosofía de la Academia de Utrecht (que se convertiría en universi­ dad dos años después), y al año siguiente Descartes se trasladó a esa ciudad para estar más cerca de él. El siete de agosto de 1635 volvió Descartes a Deventer para asis­ 56 Carta (le Constantin Huygens a la princesa Isabel del treinta y uno de diciem­ bre de 1653, A. T., X, pág. 651.

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tir al bautizo de su hija, Francine, que había nacido el diecinueve del mes anterior. De la madre, sabemos poco más que su nombre, Hijlena Jans, y que era protestante, pues la niña fue bautizada en la iglesia calvinista local. Baillet cita un manuscrito de puño y letra de Descartes, que luego se perdería, en el que registraba que Francine fue concebida en Amsterdam el veinte de octubre de 1634, sábado 37. Con toda probabilidad, Hiljena, o Hélenc, como la llama él, era su ama de llaves. Descartes estaba muy apegado a su hija, a la que se refiere como su «sobrina» 38*40, y el momento más triste de su vida fue su temprana muerte a la tierna edad de cinco años, el siete de septiembre de 1640. A partir de ese día, nada sabemos del destino que le cupo en suerte a la madre de la niña.

Publicar... un poco Como hemos visto, en 1634 Descartes se quedó impresionado con la nueva de la condena de Galileo, y decidió enmudecer, al menos por lo que se refería al movimiento de la tierra. Estaba ansioso, sin embargo, por publicar la ley de la refracción que había comunicado a Golius y a Mersenne ya en 1632 i9. Extrajo la Optica de su tratado general, la revisó, y le leyó parte de la misma a Huygens cuando le visitó en la primavera de 1635 ',0. Ese verano, decidió añadir su explicación del arco iris, y una exposición de fenómenos atmosféricos como los relámpagos y las nubes, en un tratado al que dio el nombre de costumbre, Meteorología [Les météores]. En octu­ bre de 1635, Huygens le sugerió que se pusiese en contacto con la editorial de los Elzeviers o con la de William Jansz Blaeu 41. Los 37 Adricn Baillet, La Vie de Monsieur Des-Cartes, volumen II, págs. 89-90. 3* Cana de Descanes del treinta de agosto de 1637 a un corresponsal desconoci­ do. A. T., 1, pág. 393. Descanes tenía siete sobrinas: las tres hijas de su hermano mayor, Pierre, y las cuatro hijas de su hermana casada con Roger du Crévy. Todas residían en Francia, y no visitaron nunca a su tío, pero la palabra «sobrina» era útil como tapadera. ” Véase la carta de Descanes a Mersenne del junio de 1632, A. T., i, págs. 255-256, y a Golius, alrededor del dos de febrero de 1632, ib., págs. 237-242. 40 Cana de Descanes a Golius del dieciséis de abril de 1635, A. T., I, pág. 315, y a Huygens, del uno de noviembre de 1635, ib., pág. 591. Huygens estuvo en Ams­ terdam del veintinueve de marzo al seis de abril. 41 Cana de Huygens a Descanes del veintiocho de octubre de 1635, ib., págs. 588-589.

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Elzeviers acababan de publicar una traducción al latín del Diálogo sobre los sistemas del mundo más importantes de Galileo, pero la impresión se había llevado a cabo en Estrasburgo y no en la casa central de Ley den. Y es que Leyden, a lo largo de 1635, no fue un lugar seguro: entre el veintitrés de junio y el treinta y uno de di­ ciembre, murieron 14582 personas en la plaga que asoló la ciudad. Los Elzeviers «se hicieron de rogar» 42*, y Descartes llegó al final a un acuerdo con otro editor de Leyden, Jan Maire. Descartes quería en un principio publicar sólo la Optica y la Meteorología, pero en marzo de 1636 se había decidido a añadir la Geometría, que sólo escribió, sin embargo, cuando la Meteorología ya estaba en prensas, a finales de 1636 4J. Le comunicó a Mersenne que el título general del libro iba a ser: «£ / plan de una ciencia universal que es capaz de elevar nuestra naturaleza a su mayor grado de perfección, con la Optica, ¡a Meteorología y la Geometría, en las que el autor, para dar prueba de la ciencia universal que propone, explica las materias más singulares que ha podido escoger de manera tal que hasta los que no han estudiado nunca las puedan entender» 44. Mersenne hizo algunas objeciones, y Descanes modificó el título y dio una explicación más completa de su propósito: N o puse Tratado del Método sino D iscurso del M étodo, que viene siendo lo mismo que Prefacio o N o ta tocante a l m étodo, para mostrar que no es mi intención enseñar un método, sino sólo hablar de un método. Pues, como se desprende de lo que digo, consiste mucho más en práctica que en teoría. Llamo a los tratados que lo siguen Ensayos en este método porque sostengo que lo que contienen no podría haberse descubierto sin él, y nos permiten reconocer su valor. Y he incluido cierta cantidad de metafísica, física y medicina en el discurso de introducción para mostrar que el método se extiende a todo tipo de materias 4S.

A pesar de su aseveración de que los tres tratados ilustran la metodología propuesta en el Discurso del Método, la explicación del 42 Carta de Descartes a Mersenne, alrededor de marzo de 1636, ib., pág. 338. 42 -Compuse prácticamente el tratado mientras se estaba imprimiendo la Meteo­ rología, e incluso descubrí parte de él en ese momento» (carta de Descartes a un sacerdote, quizá Fr. Jean Derienes, S.J., en el otoño de 1637 o en febrero de 1638, ib., pág. 456). 44 Carta de Descartes a Mersenne, alrededor de marzo de 1636, ib., pág. 339. 42 Cana de Descartes a Mersenne, marzo o abril de 1637, ib., pág. 349.

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arco iris es el único caso concreto en el que Descartes dice que sus resultados son consecuencia directa de la aplicación de su método. Descartes pasó la mayor parte de 1636 y los primeros meses de 1637 supervisando el dibujo de las numerosas figuras de los tratados, y vigilando la impresión del libro. Claude Saumaise, un emigrado como él, escribía a un corresponsal en París que Descartes se ocul­ taba y apenas si se dejaba ver 46. Poco se daba cuenta de que Des­ cartes, después de haber enviado finalmente a la imprenta la Optica en el verano de 1636, todavía tenía que escribir la Geometría y el Discurso del M étodo*7. En el contrato que firmó con Jan Mane, Descartes se comprometía a obtener un «privilegio» o copyright para el libro en Francia 48. El uno de enero de 1637, le pidió a Huygens, como regalo de año nuevo, que le adelantase algunas galeradas a Mersenne en la valija diplomática, para que no hubiese retrasos 49. Todo lo que Descartes quería era proteger los intereses de su editor holandés, y su intención era que el libro fuese anónimo. Mersenne, que había hecho ya publicidad por adelantado de la obra en su Harmonie Universelle, veía las cosas de otra manera, y solicitó un «pri­ vilegio» que no sólo nombraba a Descartes, sino que contenía un empalagoso elogio de sus logros, y en el que se le pedía que publi­ case más. Todo esto llevaba tiempo, y se concedió la licencia sólo el cuatro de mayo de 1637, por lo que el libro, que ya estaba listo a finales de marzo, salió sólo el ocho de junio de 1637. Descanes había retirado su nombre de la licencia, y el supuesto anonimato (por falaz que fuese) se respetó. Descartes, que tenía por entonces cuarenta y un años, tenía por 46 Carta de Claude de Saumaise a Jacques du Puy del cuatro de abril de 1637, ib., pág. 365, nota. 47 A principios de marzo de 1637, Descartes le hacia saber a Huygens que no había terminado aún de escribir el Discurso del Método, {ib., pág. 623). Se imprimid, sin embargo, el veintidós de marzo {ib., pág. 624). Los tratados tienen numeración continuada: O ptica (págs. 1-153), M eteorología (págs. 155-294), y Geometría (págs. 295-413). El Discurso, aunque estaba colocado al principio, se pagina por se­ parado (pág. 1-78). La tabla de contenidos al final del libro sólo se refiere a los tres tratados. No se menciona el Discurso. 411 El contrato que firmaron Descanes y Jan Marie fue publicado por Gustave Cohén en Ecrivains frunzáis en H ollande (París: Edouard Champion, 1920), págs. 503-504. 44 Cana de Descanes a Huygens del uno de enero de 1637, A. T., I, págs. 615-616. Gracias a esta carta sabemos que Descanes temía retrasos postales de hasta tres meses. El tiempo normal parece que era de diez a doce días para las canas procedentes de París.

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fin su primer libro en las manos. Despachó sin tardanza los doscien­ tos ejemplares gratuitos que había recibido tanto a dignatarios y altos cargos como a científicos y filósofos. ¡El cartesianismo se hacía a la mar! Pero en su navegación no todo iba a ser fácil. Para empe­ zar, los jesuitas, de los que Descartes esperaba una cálida aproba­ ción, saludaron el libro con un elogio bastante cauto, obviamente condicionado por el temor a que pareciese que aprobaban todo un nuevo sistema de filosofía habiendo visto sólo una pequeña parte del mismo 50. Un librero romano accedió a hacerse con una docena de ejemplares con tal de que «no se mencionase el movimiento de la tierra», pero tan pronto como los vio, quiso devolverlos S1. Las ex­ pectativas de Descartes habían sido muy optimistas. El contrato es­ tipulaba que Jan Marie podía publicar hasta tres mil ejemplares en dos seríes sucesivas, pero Descartes corría con todos los riesgos, pues se comprometía a comprar los que no se vendiesen. N o sabe­ mos cuántos ejemplares se imprimieron realmente, pero Descartes tema que reconocerle a Mersenne en enero de 1639 que se habían vendido muy pocos 52. Había saturado el mercado, seguramente, con los doscientas ejemplares que repartió. Sin embargo, Etienne de Courcelles, ministro protestante francés que vivía en Amsterdam, le tradujo el Discurso del Método, la Optica y la Meteorología al latín. Sus versiones aparecieron con los Principios de Filosofía en 1644. La Geometría, traducida por Franz Van Schooten el Joven, se publicó sólo en 1649. Odium Mathematicum A Descartes le afectaba mucho cualquier crítica, por indirecta que fuese, de su Geometría. La de Johan Jansz Stampioen (llamando de Jonghe (el Joven) porque tenía el mismo nombre que su padre) le perturbó especialmente. Con él ya había tenido una breve querella en 1633 5}. En 1638 Stampioen expuso un cartel en el que planteaba 90 Descartes expresa su desagrado a Mersenne: «La excusa de los que os dicen que no pueden hacer objeciones porque no enuncio mis principios es un mero pre­ texto, y no una razón valida» (Carta de Descartes a Mersenne del quince de noviem­ bre de 1638, A. T., II, págs. 424-425). 91 Caita de Descartes a Mersenne del diecinueve de junio de 1639, ib., pág. 565. 92 Carla de Descartes a Mersenne del nueve de enero de 1639, ib., pág. 481. 91 Carta de Descartes a Stampioen, finales de 1633, A. T., I, págs, ¿75-279.

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un problema matemático, y retaba a los matemáticos, como era cos­ tumbre, a que lo resolviesen. En carteles posteriores daba su propia solución, que, sostenía, era la única posible, y anunciaba la inminen­ te publicación de su Algebra o Nuevo Método, en el que iba a en­ señar el método general de extracción de raíces cúbicas 54*. Descartes se picó con el título, y creyó que el libro de Stampioen era un reto a su propio Discurso del Método. Tanto se alteró Descanes, que se pasó más de un año entero intentando bajarle los humos a Stam­ pioen, y hasta amenazó con dejar Holanda si no lo lograba. Des­ canes ayudó a un joven matemático de Utrecht, Jacob Van Wassenaer, a escribir una reseña condenatoria del libro de Stampioen cuan­ do salió éste a finales de 1638. Stampioen replicó retando a Wassenaer a resolver un problema, con seiscientos gulden en juego. Wassenaer, con el respaldo económico de Descanes, aceptó la apuesta. Descanes resolvió el problema, y Wassenaer copió la respuesta, pero los cuatro profesores que habían sido nombrados para arbitrar la cuestión se tomaron con calma la promulgación del veredicto. Des­ canes puso el grito en el cielo: «¿Por qué, si todo el asunto se puede zanjar en menos de quince minutos?» 5657Se declaró vencedor final­ mente a Wassenaer en mayo de 1639, y Descanes procedió a publi­ car (en holandés y siempre bajo el nombre de Wassenaer) una vin­ dicación, que consideraba indispensable, de su honor. Le dio el des­ preciativo título de El matemático ignorante: /. /. Stampioen, al descubierto 57 Pero, sin embargo, Stampioen distaba de ser el «char­ latán» que Descanes decía que era. Fue un matemático de talento y un maestro de primera categoría, preceptor del futuro príncipe Gui­

54 Stampioen D’Ionghe, Algebra ofte Nieuve Stel-Regel, waer door alies ghevanden wordt, inde Wis-Konst, wat vindtbaer ist. Novt door desen bekendt (La Haya, 1639). El libro lo imprimió el autor. ” Descartes estuvo envuelto en el caso Stampioen de octubre de 1639, si no antes, hasta octubre de 1640 (A. T., II, págs. 611-613, II, pág. 16. y pág. 200, n. b). Huygens, en caru del catorce de 1640, se toma tan en serio el -disgusto* de Dcscancs que le escribe para suplicarle que no abandone Holanda (A. T., III, pág. 756). El veintisiete de agosto, Descanes le reafirma su afecto por los holandeses, con quienes espera pasar no sólo esta vida, sino la siguiente también (ib., pág. 759). Para una exposición de la disputa de marras, véase Botewstoffen Voor de Geschiedenis der Wis-en Naluurkundige Wetenschappen in de Nederlanden, de Bierens de Haan, (Leyden, 1887), vol. II, págs. 383-433. ** Cana de Dcscanes a Golius del tres de abril de 1640, A. T., II, pág. 58. 57 Der on-wissen Wis-konstenaer /.-/. Stampioenus ontdeckt (Leyden, 1640).

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llermo II, de la princesa Isabel de Bohemia y, más tarde, de los hijos de Constantin Huygens, el amigo íntimo de Descartes.

Un nuevo hogar Tras la publicación del Discurso del Método, Descartes dejó Leyden por Alkmaar, y luego éste por Santport, cerca de Haarlem, don­ de alquiló una casa con jardín. Pasaba mucho de su tiempo libre experimentando con plantas y diseccionando animales. Por medio de Huygens, protestante devoto, Descartes, católico practicante, en­ tró en contacto con dos sacerdotes de la vecina ciudad de Haarlem: Johann Albert Ban (Bannius) y Augustin Bloemaert. Les interesaba la teoría musical; invitaron a Descartes a que asistiese a conciertos corales e instrumentales en Haarlem. Huygens estimulaba sus inves­ tigaciones como parte de su programa de mejora de la música de iglesia. El mismo abogaba ardorosamente por la presencia de órga­ nos en las iglesias protestantes, y envió a Descartes el folleto que había dedicado a la cuestión ss. Descartes seguía siendo tan reticente como siempre a dar sus señas a corresponsales que pudiesen comunicársela a otros sin su autorización. Hasta rehusó a dársela a Mersenne (cuyo punto fuerte no era precisamente la discreción), y pidió que todas sus cartas se las enviase a Bloemaert. La casa de Descartes no estaba muy lejos, pues un día, mientras sellaba una cana, decidió ver primero si había llegado alguna para él. Envió un sirviente a Haarlem, y a su vuelta tuvo tiempo para responder a las tres cartas que le trajo s9. En 1641 Descanes fijó su residencia en el castillo de Endegeest, en Oegstgeest, justo a las afueras de Leyden. Allí le visitó en 1642 otro emigrado francés, Samuel Sorbiere, que nos dejó una viva des­ cripción del lugar y de la vida que llevaba Descanes: Vivía en un pequeño castillo, agradablemente situado, a la puerta de una gran y Hermosa universidad, a tres leguas de la corte y a menos de dos horas* ** Carta de Huygens a Descartes del catorde de agosto de 1640, A.T., III, págs. 756-757. Los Elzeviers publicaron la obra en Leyden al año siguiente, con el titulo de Gebruyck o f ongebnvck van’t Orgel m der Kerktn der Vereenighde NederLtnden. M Carta de Descartes a Mersenne del quince de noviembre de 1638, A. T ., II, págs. 437-438.

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del mar. Tenía un número suficiente de sirvientes bien preparados y de buena presencia, un bonito jardín al final del cual había un huerto de árboles frutales, y campos rodeándolo por todas partes. Se veían en la distancia pináculos de distintas alturas, que en el horizonte se empequeñecían y no eran más que meros puntos. Un viaje de un día en bote por los canales le llevaba a Utrecht, Delft, Roterdam, Dordrecht, Haarlem y a veces a Amsterdam, donde tenía dos mil libras en el banco. Podía pasar medio día en La Haya, y volver a casa por el camino más hermoso del mundo, que discurre entre campos y casas de veraneo, y luego por un bosque que rodea la ciudad M.

Amigos y discípulos Descartes no se recluyó nunca del todo. En Santport recibió a Huygens, Reneri y varios más, entre ellos el que fuera su sirviente, Jean Gillot, a quien había enseñado su nueva geometría, y que había llegado a ser, en palabras del propio Descartes, uno de los pocos que la entendía perfectamente. Gillot enseñaba matemáticas en la escuela de ingeniería de Leyden, y Descartes le encargaba a menudo que respondiese a las críticas que se hacían a su Geometría. Hubo un momento en que pensó hacerse con un puesto en París (para horror de sus padres, devotamente hugonotes), y Descartes escribió la siguiente recomendación: Es completamente digno de confianza, muy brillante y de grato carácter. Habla francés y flamenco, y sabe algo de latín e inglés. Disfruta de una perfecta comprensión de las matemáticas, y entiende lo bastante de mi mé­ todo como para enseñarse a sí mismo cualquier cosa que aún desconozca de otras ramas de las matemáticas. Pero no debe esperarse de él que se compone como un criado: ha vivido siempre entre sus superiores, y se le ha tratado como un igual 61. Esto dice mucho No era el de Gillot también estuvo a su de Lovaina, y Henri

de la actitud de Descartes hacia sus sirvientes. un caso aislado. Gerard von Gutschoven, que servicio, llegó a ser profesor de la universidad Schlutter, su último ayuda de cámara, adquirió

40 Reproducido en A.T., III, pág. 351. 41 Carta de Descartes a Mcrsenne, alrededor del veintisiete de 1638, A. T., II, págs. 149-150.

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un considerable dominio de las matemáticas. El caso más notable es el de Dick Rembrantsz, un pobre zapatero del pueblo de Nierop. Por dos veces le habían rechazado los sirvientes de Descartes, por­ que pensaban que, con lo miserablemente que vestía, no podía ser sino un mendigo. Para que desistiese, Descartes le envió una peque­ ña suma de dinero, que él rechazó con gran dignidad, diciendo que esperaba que el filósofo le viese en alguna ocasión, más tarde. Des­ cartes le recibió cuando le visitó por tercera vez, y muchas veces más. Se convirtió, de hecho, en discípulo suyo, y llegó a ser un competente matemático y astrónomo; publicó varios libros de texto en holandés 62. Una discípula tan dotada como los anteriores, pero de rango social mucho mayor, fue la princesa Isabel, la hija mayor del exiliado elector palatino. Vivía en aquella época con su madre, la reina de Bohemia, en La Haya. La princesa era una verdadera mujer de es­ tudios, que dominaba el inglés (su madre era Isabel Estuardo, la hija de Carlos I), el francés, el alemán, el holandés, el latín y hasta el italiano, como se sigue de que le propusiese a Descartes que estu­ diasen las obras de Maquiavelo juntos. Sabía tantas matemáticas como para resolver un intrincado problema que le envió Descartes, y era capaz de entender avances recientes en las observaciones telescópi­ cas. También lo era de suscitar objeciones inteligentes a la explica­ ción del imán que había ingeniado Descartes. Tenía veintitrés años cuando escribió por primera vez a Descanes en 1642 para expresarle la admiración que sentía por sus recientemente publicadas Meditadones. Descartes se sintió halagado, y mantuvo regularmente corres­ pondencia con ella. La huérfana Isabel (el elector palatino había muer­ to en 1632) era lo suficientemente joven para ser su hija, y él llegó a ser para ella una especie de sustituto de su padre. Sus canas están llenas no sólo de vivaces cuestiones filosóficas y científicas, sino también de preguntas relativas a su salud. Le consultaba a Descanes acerca hasta de sus menores dolencias, como los catarros que sufría de vez en cuando, o sarpullidos que le sah'an en las manos. Al filó­ sofo, por lo normal tan circunspecto y reservado en sus canas, le venció la confianza que ella depositaba en él, y le reveló más de su propia vida que a ningún otro corresponsal. Le contó sus enferme-*V , 62 Adricn Baillci, La Vie de Monsieur Des-Cartes, dos volúmenes, (París, 1691: reimpresión, Ginebra: Slatkinc, 1970), vol. II, pigs. 553-555, reproducido en A. T., V, pigs. 265-267.

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dades infantiles, y cómo se las apañaba para librarse de los malos sueños. Y, sobre todo, le ensalzaba la vida descansada: la principal regla que he seguido siempre en mis estudios, y que creo me ha ayudado más a adquirir conocimiento, es no dedicar nunca más de unas pocas horas, por día, a pensamientos que ocupen mi imaginación [es decir, matemáticas y física], y muy pocas horas, por día, a pensamientos que ocu­ pen el entendimiento sólo [es decir, la metafísica]: el resto de mi tiempo, me relajo y dejo que mi mente descanse 6Í.

Odium Theologicum El incidente con Stampioen le había amargado mucho a Descar­ tes, pero no tardaría en verse envuelto en un asunto de mucho más alcance. Al profesor de teología de la universidad de Utrecht, y uno de los pilares del establecimiento protestante, Gisbert Voet o Voetius, le había parecido descubrir en el Discurso de Descartes ideas peligrosamente subversivas. Dudar de la existencia de Dios, aunque fuese con la intención confesada de sentarla sobre más seguros fun­ damentos, le parecía a Voetius una amenaza a la religión. ¿Podía haber algo peor que un papista con ideas liberales? Voetius vio una oportunidad de expresar su desazón en marzo de 1639, cuando un colega de la universidad de Utrecht, Antoon Aemilius, pronunció la oración fúnebre de Reneri, que acababa de fallecer. Aemilius alabó la amistad que Reneri mantuvo con Descartes, «el Atlas y único Arquímedes de nuestro siglo» 64. Aún peor, el concejo municipal imprimió la oración, con lo que le daba marchamo de aprobación oficial. Voetius hizo oír la voz de alarma, y puso en guardia a sus colegas contra el ateísmo latente en la obra de Descanes. Pero tuvo que vérselas con Aemilius y con Henry de Roy o Regius, el vástago de una rica familia de cerveceros de Utrecht, que había sido nom­ brado profesor extraordinario (hoy diríamos profesor adjunto) de medicina teórica y botánica en 1638, y profesor ordinario al año siguiente. Conoció a Descanes gracias a Reneri, y se convinió en un canesiano entusiasta. 61 Cana de Descanes a Isabel del veintiocho de junio de 1643, A. T., II, págs. 692-693. M Reproducido en la cana de Descanes a los magistrados de Utrecht, A. T „ VIII-2, pág. 203.

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En junio y julio de 1639, la clausura de los debates trimestrales que eran parte del currículum normal permitió a Voetius organizar un ataque contra una serie de tesis que calificó como ateas, y que, de hecho, descansaban en la duda metódica por la que abogaba Des­ cartes, cuyo nombre, sin embargo, no pronunció ni una vez. Regius replicó organizando un debate sobre la teoría de la circulación de la sangre de Harvey, que Descartes había elogiado en su Discurso (aun­ que no estuviese de acuerdo con el inglés en lo tocante al mecanismo de la circulación). Cuando se le mostró a Descartes el texto que Regius quería que leyese un estudiante, sugirió que con un tono menos beligerante se conseguirían mejores resultados. Su consejo no fue atendido: Regius, como Descartes aprendería después a su pro­ pia costa, era un hombre que en verdad disfrutaba con una disputa. La teoría de Harvey fue, pues, expuesta y defendida enérgicamente contra sus oponentes el veinte de junio de 1640. Voetius se sublevó. A tres siglos de distancia, nos es difícil entender por qué un teólogo había de oponerse tan vigorosamente a la circulación de la sangre. La razón es que la teoría parecía expulsar la noción de «forma sus­ tancial», concepto que se suponía era esencial en la explicación tra­ dicional de la inmortalidad del alma y de la relación del cuerpo y el alma. Regius publicó sus tesis, sólo para que las impugnase un mé­ dico inglés, de Hull, John Primerose, cuyas Observaciones publicó Jan Maire en Leyden en 1640. Antes de que concluyese el año, Regius había ya contraatacado con un panfleto, parte de cuyo título era: Una esponja para lavar la suciedad de las observaciones de Prime­ rose. Mientras tanto, Voetius había llegado a rector, y organizó un nuevo debate público, sirviéndose de un estudiante, Lamben van der Waterlaet, como vocero 6S. Esta vez se criticó el movimiento de la tierra, en el que se sabía que creía Descanes. Por febrero de 1642, la refutación de Regius estaba en las prensas, pero era tan insultante, que a Voetius no le costó ningún esfuerzo que el concejo municipal y el senado de la universidad reprobasen la conducta de su rival. Se confiscaron los ciento treinta ejemplares no vendidos de la réplica de Regius, y se le ordenó que en su enseñanza se atuviese a la me­ dicina y a la botánica. Pero Voetius no se quedó satisfecho. Una vez 45 La prolongada disputa entre Voetius y Descartes se discute pormenorizadamente en el segundo volumen del monumental Cisbertus Voetius, cuatro volúmenes (Leyden: Brill, 1897-1915), de A.C. Duker.

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amordazado el discípulo, todavía tenía que ponerle los grilletes al maestro. Escribió a Mersenne en París con la esperanza de alistarle en una cruzada contra las nuevas y perniciosas ideas de Descartes, pero el fraile mínimo le contestó que Voetius debía reservarse su juicio hasta que Descartes hubiese publicado su sistema filosófico completo, y además le comunicó a Descartes los designios de Voe­ tius. Descartes decidió entonces poner a éste en la picota mediante una carta abierta dirigida a su antiguo maestro, Fr. Jacques Dinet, ahora provincial (es decir, jefe) de la provincia jesuíta de Francia. Descartes, siempre ansioso de ganarse a los jesuítas para su causa, decía de sí mismo que era un católico agraviado e injustamente per­ seguido. No mencionaba por su nombre a Voetius, pero como ha­ blaba del rector de la universidad, no había duda alguna acerca de la identidad del aludido. Esta carta abierta se imprimió al final de la segunda edición de las Meditaciones, que salió en la primavera de 1642. Creció la indignación de Voetius, y convenció al concejo muni­ cipal de que era obligado dar una contestación. Se le pidió al propio hijo de Voetius, Paul, que bosquejase una resolución, pero como había que discutirla, aprobarla y sancionarla oficialmente, sólo se publicó quince meses más tarde, en septiembre de 1643. Voetius, el padre, no tuvo paciencia para tanto, y optó por defenderse a sí mismo con el sarcasmo, según lo que le dictase su propio magín. En agosto de 1642 le visitó un antiguo estudiante, Martin Schoock, a quien reclutó como vocero, y le encomendó la tarea de atacar a Descartes con una obra titulada El admirable método de la nueva filosofía de René Descartes 66. Voetius guió su mano desde el prin­ cipio. Enviaban las hojas manuscritas por entregas a un editor de Utrecht, Jan van Waesberge, para acelerar así el proceso de impre­ sión, pero Descartes tenía amigos en Utrecht, y le pasaban subrep­ ticiamente las galeradas. Podía así ir elaborando su réplica mientras sus adversarios estaban aún corrigiendo las pruebas de su propia obra. Sin embargo, tras las seis primeras manos (ciento cuarenta y cuatro páginas), la impresión se detuvo. No es que hubiesen descu­ bierto la traición; simplemente, es que Voetius tenía entre manos cosas que le urgían más. Le habían llamado para que dirimiese un* ** El original en latín está disponible ahora en una traducción francesa junto con otros documentos relativos al incidente en: Rene Descartes y Martin Schook, La querelle d'Utrecht, Theo Verbeck, ed. (París: Les impresions nouvelles, 1988).

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delicado asunto de conciencia en Bois-le-Duc (‘S Hertogenbosch). El incidente dice mucho del hombre y de su época; y, como vamos a ver, le iba a implicar en una disputa con otro pastor protestante, Samuel Desmarets, que, con ello, se convirtió en aliado de Descartes.

Extraños compañeros de cama Desmarets era un hugonote francés al que habían invitado a es­ tablecerse en Holanda, donde se le asignaron cargos pastorales en regiones de población religiosamente mixta, en los reconquistados límites del país. Tuvo puestos en Maestricht y luego en Bois-le-Duc, de la que se decía que era la Roma de Holanda, como de Utrecht se decía que era su Ginebra. Su actitud era ortodoxamente calvinista, pero ello no le impedía guardar buenas relaciones con los católicos. Ahora bien, uno de los ornatos más importantes de Bois-le-Duc era la vieja —se remontaba a 1318— «Confraternidad de Nuestra Señora Bendita». Aunque aún asistía a los pobres, con el tiempo se había convertido en una asociación de mercaderes adinerados, orgullosos de las excelencias gastronómicas de las cenas que organizaban. Era al mismo tiempo un honor y un placer pertenecer a semejante com­ pañía. En 1642 el gobernador de Breda y varios notables protestan­ tes solicitaron la admisión. Se revisaron los estatutos para que pu­ diesen entrar los no católicos, y catorce protestantes prominentes de Bois-le-Duc aprovecharon la oportunidad, lo que causó un tumulto entre los correligionarios más conservadores o, simplemente, más envidiosos. A la injuria siguió el insulto, cuando los nuevos cofrades fueron recibidos en la Confraternidad un día que era fiesta católica y se sirvió pescado en la celebración. Los indignados recurrieron a Voetius, a quien bien se le conocía su anticatolicismo militante, y Voetius, gozoso, se lanzó a la lucha. Levantó el asedio a que tenía sometido a Descartes, y se entregó a la redacción de una violenta diatriba contra la Confraternidad. Descartes, que aún no conocía a Desmarets, se puso en contacto con él, y acordaron hacer un frente común contra el que era su común enemigo. Descartes había estado preparando una contestación a E l Admi­ rable Método de la Nueva Filosofía de René Descartes, que por fin había salido a la venta, y decidió añadirle una réplica al ataque del teólogo contra la Confraternidad. Su Carta a Gilbert Voetius se publicó en mayo de 1643, y tenía doscientas ochenta y dos pági-

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ñas A7. Por larga que pueda parecer, hay que tener en cuenta que sólo era la mitad de larga que Espécimen de las afirmaciones un tanto ambiguas o resbaladizas, un tanto peligrosas que se contienen en un folleto recientemente publicado por los miembros de la Confraterni­ dad de la Señora Bendita, la diatriba de Voetius, que tenía quinientas once páginas de letra apretada. Voetius solicitó una reparación civil, y el veintitrés de junio de 1643, los concejales de Utrecht hicieron que las campanas del ayuntamiento sonasen solemnemente mientras se citaba a Descartes mediante un bando público a que compareciese ante ellos. Descartes se negó a acudir, pero el seis de julio de 1643 envió una carta abierta, escrita en holandés, en la que sostenía que, puesto que no era ciudadano de Utrecht, la ciudad no tenía derecho a pedirle que se explicase. El trece de septiembre de 1643, el concejo municipal aprobó un voto de censura contra Descartes, y prohibió la venta tanto de su Carta a Fr. Dinet como de su Carta a Gilbert Voetius, motejándolas de libelos 68. Descartes se alarmó. Aunque vivía en Egmond, en la provincia de Holanda, había un acuerdo entre las provincias de Holanda y Utrecht por el que un decreto de una de ellas valía en la otra. Descartes apeló a sus poderosos amigos de La Haya, y pudo, gracias a los buenos oficios de Constantin Huygens, conseguir que un secretario del príncipe de Orange escri­ biese al ayuntamiento de Utrecht. También intervino el embajador francés, Gaspard Cognet de la Thuillerie, y el proceso contra Descartes se detuvo inmediatamente. Las cosas se hubiesen quedado ahí seguramente si Descartes no hu­ biese decidido ir a por su vindicación. El admirable método de la nueva filosofía de René Descartes había aparecido anónimamente, y Descartes estaba dispuesto a mostrar que Voetius, y no Martin Schoock, era el autor. Schoock era profesor en Groningen, y Des­ cartes elevó una queja formal ante la universidad. Como ese año el rector era Schoock, no se podía decir precisamente que la protesta se hiciese en el mejor momento posible. Además, Desmarets había sido nombrado hacía poco profesor de teología de Groningen, y se corría el riesgo añadido de provocar un conflicto entre un profesor* * 7 Epístola ad CeUbtrtmum virutn D. Gisbertum Vottium (Amsterdam: Louis Elzevier, 1643), en A. T., VIII-2, págs. 1-194, con la traducción al francés, págs. 199-273. Sobre la controversia de la confraternidad mariana, véase págs. 64-107, “ Registro del concejo municipal (Vroedschap) de Utrecht, citado en A. T., IV, pág. 23.

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y su rector. La universidad tuvo el tino de no emprender acción alguna hasta que no concluyese el periodo en que Schoock había de desempeñar su cargo, lo que ocurrió el veintiséis de agosto de 1644. Se abrió una investigación, y Schoock admitió que Voetius no sólo le había sugerido que escribiese contra Descartes, sino que le había proporcionado los argumentos que esgrimía. £1 texto impreso abun­ daba en ataques personales e insultos que no aparecían en absoluto en la copia del propia Schoock. ¿Quién los había añadido? Schoock había confiado su manuscrito a van den Waterlaet, el estudiante de Voetius, pero van den Waterlaet negó que hubiese visto las pruebas. Era difícil escapar a la conclusión de que el responsable de los pa­ sajes difamatorios era Voetius. El veintiséis de abril de 1645 la universidad de Groningen hizo público un informe en el que se dejaba claro que tanto Schoock como Voetius no se habían comportado en absoluto con probidad académica. Descartes pasó el documento al concejo municipal de Utrecht. Por entonces los concejales ya estaban totalmente hartos de esa mezquina trifulca de profesores universitarios, y aprobaron el doce de junio de 1645 una moción que prohibía la publicación de cualquier escrito a favor o en contra de la filosofía cartesiana. Des­ cartes, que esperaba una victoria completa, escribió al concejo una indignada carta en latín, seguida de un largo escrito apologético en francés y holandés. El rector del colegio teológico, Jacob Revius, cuya desconfianza hacia Descartes venía de lejos, no era de mucha ayuda. Cuando se conocieron en Deventer varios años atrás, Revius intentó convertir a Descartes al protestantismo. Descartes le contes­ tó amablemente que quería permanecer fiel a la religión de su rey. Cuando Revius, con muy poco tacto, insistió, Descartes añadió que deseaba conservar la religión de su nodriza. La ironía del francés se le escapó al grave holandés, que nunca le perdonaría que por razones tan poco filosóficas rehusase a la luz superior del calvinismo 69.*

** La anécdota se reseña en Des Aertrycks Beueging en de Sonne Stilstant (Amsterdam, 1661), pág. 49, de Dirck Rembrandsz, citado en Vte et Oeuvres de Descartes (París: Leopold Cerf, 1910), pág. 345, nota, de Charles Adam.

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Un discípulo díscolo Tamo le encolerizó a Descartes la actitud de los círculos acadé­ micos, que pensó una vez más en dejar Holanda. Viajó a Francia en junio de 1647, y se alojó en París con el Abbé Picot, que estaba terminando la traducción al francés de sus Principios de Filosofía. Vio a Mersenne y conoció a Blaise Pascal, pero el creciente malestar que auguraba guerra, y lo vago de las promesas intelectuales que se le hacían y valían poco más que humo de pajas, le hicieron caer en la cuenta de las bendiciones que comportaba el vivir en los Países Bajos. A finales de septiembre, estaba de vuelta en su refugio filo­ sófico de Egmond. Desafortunadamente, las aguas iban a revolverse otra vez muy pronto. El causante iba a ser esta vez el que hasta entonces había sido su discípulo de Utrecht, el joven profesor Henri de Roy o Regius 70. La tormenta se había venido formando desde que en 1645 Regius le remitió a Descartes el manuscrito de sus Fundamentos de Física, con los que pretendía desarrollar las ideas de Descartes. De los doce capítulos de que constaba la obra de Regius, los seis primeros seguían más o menos los pasos de los Principios de Descartes, pero los siguientes trataban de plantas y animales, y de anatomía humana y fisiología, precisamente esos te­ mas en los que Descartes estaba trabajando con vistas a una conti­ nuación de su libro. Descartes se irritó, en parte porque Regius se diese tanta prisa en imprimir, antes de que él hubiese podido siquiera decir cuáles eran sus ideas sobre cuestiones tan difíciles y controver­ tidas, en parte porque Regius se había hecho un verdadero lío con todo aquello. Sobre los músculos, por ejemplo, Regius había reco­ pilado su información bebiendo en las notas manuscritas de Descar­ tes, pero no había visto ios diagramas, y los que él dibujaba demos­ traban que no había captado la naturaleza de la explicación de Des­ cartes. P ero había p ro b lem as m ás su stan tiv o s. D escartes ab ría su s Prin­ cipios de Filosofía con un su m ario d e su m etafísica, co n la intención de resaltar q u e su ciencia tenía só lid o s cim ien tos. R e g iu s pen saba q u e e sto carecía d e im p ortan cia, y traslad ó el su m ario al final, con lo q u e d ab a a enten der q u e la física cartesian a era independiente de la m etafísica cartesiana. A D escartes le p areció q u e ello su bv ertía su 70 Sobre Regius, véase Hcnrtcus Regius, een • Cartesuansch■ hoogleraar aart de Utrechtsche hoogeschool, de M.J.A. de Vrijer (La Haya: M. Nijhoff, 1917).

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pensamiento. Una segunda dificultad tocaba a la unidad del hombre, dogma que expresaban tanto la teología católica como la protestante diciendo que el alma y el cuerpo son una única sustancia natural. Regius se había tomado el dualismo cartesiano al pie de la letra, y creía que la mente era, ella sola, lo que en verdad era el hombre. De ahí que describiese en un principio la unión de cuerpo y alma como accidental, palabra que luego borraría a petición de Descartes, pero sólo para afirmar que el alma es un modo del cuerpo, y que las Escrituras sólo nos dicen que el alma es una sustancia. Esto quería decir que la filosofía cartesiana entraba en contradicción con la Bi­ blia. Descartes protestó que jamás se le había pasado por la cabeza algo semejante, y le rogó a Regius que no lo publicase. Pero Regius creía que ya estaba por encima de su maestro, y envió sus Funda­ mentos a Elzevier, que había publicado Los principios de Filosofía de Descartes, y que usó, sin conocimiento o consentimiento de Des­ cartes, algunos de los grabados que se habían hecho para su obra. Descartes se sintió traicionado, y se quejó en varias cartas dirigidas a sus amigos, Huygens entre ellos. Regius reaccionó imprimiendo una hoja que colocó en los tablones de anuncios de Utrecht. Se titulaba Programma, y exponía veintiuna tesis que Regius estaba dispuesto a defender. Terminaba con una cita de Descartes, que Re­ gius volvía contra su autor: «Nadie adquiere gran reputación de piedad con mayor facilidad que el hipócrita y el supersticioso» 7>. ¡Esta era la bienvenida que recibía a Descartes a su vuelta a Holanda! Le pareció que tenía que vindicarse a sí mismo, y en diciembre de 1647, los Elzcviers publicaban sus Observaciones sobre cierto pro­ grama 71. Se acalló a Regius por el momento, pero tras la muerte de Descartes, publicó una segunda edición de sus Fundamentos de Fí­ sica, en la que dejaba claro que no se retractaba.

71 La cita procede del prefacio de Descartes a sus Principios de Filosofía, A. T., VIII-1, pág. 2. Descartes reproduce la hoja de Regius en sus Observaciones sobre cierto programa, A. T., VIII-2, págs. 342-346. 71 Notae in Programma Quoddamm (Amsterdam: Louis Elzevier, 1643), A. T., VIII-2, págs. 337-369.

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Pasiones francesas El viaje de Descartes a Francia en 1647 no había sido del todo un fracaso. El seis de septiembre de 1647 se le concedió una pensión anual de tres mil livres, sólo que, probablemente, se esperaba a cam­ bio algún servicio a la corona, pues al año siguiente se le invitaba a que volviese a París. Llegó a la capital francesa a principios de mayo, y a los pocos días ya estaba arrepentido de haber dejado Holanda. El conflicto entre Mazarino y el parlamento se acercaba a su punto culminante, y los parisinos se movilizaban para la guerra, no para la filsofía. Unos amigos invitaron a Descanes a una cena, y sólo encontró, como dijo después, «su cocina desordenada, y las cacero­ las volcadas» n . No parece que Descanes se diese cuenta de la ex­ trema gravedad de la situación hasta que no hubo estallado la insu­ rrección, el veintiséis de agosto. París ya no era seguro, y Descartes emprendió una apresurada y no muy digna retirada a los Países Bajos. En esos días de amargos enfrentamientos en Holanda y no me­ nos amargas decepciones en Francia, Descartes no estuvo filosófica­ mente ocioso. En los intervalos libres que le quedaban entre panfleto polémico y panfleto polémico, trabajaba en un tratado de las pasio­ nes. Abogaba en él por una concepción moral que era una forma de estoicismo afín al ideal que proponía su contemporáneo Pierre Corneillc en sus famosas tragedias. La obra estuvo terminada en 1649, y se la dedicó a la princesa Isabel, gracias a cuyas preguntas había ahondado varias de sus ideas *74. Lisonjas suecas A Descartes le habría hecho feliz haber pasado el resto de sus días en Holanda, pero la halagadora invitación de la joven reina Cristina de Suecia le movió a viajar lejos de allí una vez más. La reina le expresó su deseo de convertirse en su discípula, y hasta le envió al almirante Claudius Flemming para que le llevase en un buque de guerra, en abril. Pero Descartes no se decidía. Como le decía a su amigo Brasset:

n Cana de Descanes a Chanut del veintiséis de febrero de 1649, A. T „ V, pág. 292. 74 Les Passions de ¡'Ame (París: Henry le Gros, 1649), A. T., XI, págs. 301-497.

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para un hombre que ha nacido en el jardín de la Turena y vive en una tierra en la que, si hay menos miel que en la tierra que Dios ie prometió a los israelitas, hay más leche, no es cosa fácil partir hacia el país de los osos, y vivir entre rocas y hielo

No obstante, Descartes terminó por decidirse, y partió para Estocolmo a principios de septiembre. Dos días antes de embarcar, hizo una visita de despedida a Brasset en La Haya. Al diplomático francés le hizo gracia la elegancia indumentaria de Descartes, y es­ cribió la siguiente descripción del filósofo viajero: Aseguro que cuando vino a decirme adiós con su pelo rizado, calzando zapatos que terminaban en cuerno y guantes adornados con pelo blanco, me acordé de ese Platón que no era tan divino que no desease saber cómo era la naturaleza humana, y pensé para mí que la marcha de Egmond sig­ nificaba la llegada a Estocoimo de todo un cortesano, vestido como tal de punta en blanco y no peor calzado 76.

Descartes desembarcó en Suecia tras un viaje de un mes, y fue recibido calurosamente por la joven reina, que le sugirió que podrían verse tres veces por semana para estudiar su filosofía. Esto se lo esperaba Descartes; lo que le pilló por sorpresa fue la hora que ella dejó caer: ¡las cinco de la mañana! Descartes sob'a estar en la cama hasta mediodía, pero aceptó de buenas. Los madrugones y los viajes en un frío carruaje de la embajada francesa al palacio real fueron la causa de la neumonía que cogió en febrero de 1650. Tras breve enfermedad, falleció el once de febrero. Sus papeles personales se habían quedado en Leyden, confiados a su amigo Comelius Hogelande, quien hizo un inventarío de lo que se guardaba en el baúl que le había tocado custodiar. Descartes le había autorizado a quemar lo que le pareciese que merecía serlo, pero Hogelande preservó la ma­ yor parte de los documentos, que luego serían enviados a los here­ deros de Descartes y llegaron a París por la ruta fluvial que hemos descrito en la introducción.

” Carta de Descartes a Brasset del veintitrés de abril de 1649, A. T., V, pág. }49. n Carta de Brasset a Chanut del siete de septiembre de 1649, ib ., pág. 411.

CONCLUSION

Cito a Descartes. Hago, de hecho, oigo más: le dedico mi libro. Escribo contra una mala filosofía, y recuerdo una buena.

Declaraciones como esta no eran —en Francia, sobre todo— in­ frecuentes, no ya en los siglos diecisiete y dieciocho, sino incluso en los siglos diecinueve y veinte. La que acabo de reproducir apareció en 1863, en De la frenología ', de Philippe Flourens, obra que en­ salza el método científico de Descartes, y que dice aplicarlo triun­ falmente al estudio de ... ¡las protuberancias de nuestras cabezas! Podemos tener nuestras dudas acerca de cuán profundamente calaba Flourens en la mente cartesiana, pero no olvidar que, al fin y al cabo, era sólo uno más de tantos científicos en cuya conciencia había arrai­ gado la creencia en que Descartes les había proporcionado una es­ pecie de, digamos, manubrio al que bastase dar vueltas para que se produjesen infaliblemente verdades mecánicas tocantes al mundo. También en Inglaterra, incluso una vez publicados los Principia Mathematica de Newton, Descartes mereció por largo tiempo un trato no menos encomiástico. Véase qué logro extraordinario decía Joseph Addison que había sido el de Descartes, en un discurso pronunciado en Oxford en 1693: «Resolvió las dificultades del universo, casi tan1 1 Philippe Flourens, De la Phrénologie (París: Gamier, 1863). 473

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bien como si hubiese sido su arquitecto» 2*. Addison no pensaba, por supuesto, en los detalles de la física de Descartes, sino en la entraña de su filosofía de la naturaleza y en su demostración de que cabía dar cuenta de la causación de los fenómenos mecánicamente. Las palabras de Addison me invitan a añadir, para concluir, unas pocas palabras que contrasten el ideal metodológico de Descartes con su práctica científica real. Debemos recordar en primer lugar que Descartes creía apasionadamente que su método era cierto, y que había recibido abrumadora confirmación empírica. Hay varios pasajes en sus escritos en los que parece dispuesto a ligar su método a los resultados de observaciones efectivamente llevadas a cabo. El más conocido está en una carta escrita a Isaac Beeckman en 1634, en la que pone objeciones a que la velocidad de la luz sea, como sostiene su amigo, finita, y defiende la instantaneidad de la luz: Tenéis tal confianza en vuestra observación, que sostendríais que vuestra teoría es falsa si no hubiese un retraso perceptible entre la emisión y la recepción de un destello de luz. Digo, a mi vez, que si se percibiese un retraso tal, todos los fundamentos de mi filosofía se subvertirían completa­ mente J.

Aunque Descartes no temía que ocurriese esa subversión, el pá­ rrafo es un vigoroso recordatorio del lugar central que ocupa la transmisión instantánea de la luz en su sistema. «Estoy tan seguro de esto», dice, «que si se pudiese mostrar que es falso, tendría que confesar que no sé nada de filosofía» 4. Pero no era el de la velocidad de la luz el único caso en que decía tener certeza absoluta. Cuando le escribe a Mersenne sobre la circulación de la sangre, se atreve a decir que «si lo que he escrito sobre esto, sobre la refracción o sobre 2 Joseph Addison, «Nova Philosophis Veten Prefcrenda Est», en Works ¡O bras], ed., Richard Hurd, nueva edición, seis volúmenes (Londres: George Bell Se Sons, 1889-1890), volumen seis,, pág. 608. El periodo de esplendor del cartesianismo en cuanto ciencia se extendió hasta bien entrado el siglo dieciocho. Véase «The Unfinished Revolution: Johann Bemouilli (1667-1748) y thc Debate bctween the Cartesians and the Newtonians [La revolución inacabada: Johann Bemouille (1667-1748) y el debate entre los cartesianos y los ncwtonianos]», de William R. Shca, en W. R. Shca, ed., Revolution* in Science: Their Meaning and Relevante ¡L as revoluciones en la ciencia: su significado e importancia] (Cantón, MA: Science History Publications, 1988), págs. 70-92. 2 Carta de Descartes a Beeckman del veintidós de agosto de 1634, A. T., I, pág. 308. 4 Ib.

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cualquier tema del que haya escrito más de tres líneas en mis obras publicadas es falso, todo lo demás de mi filosofía carece de valor» 5*. Y lo dice con la intención de que se sepa públicamente, pues las cartas que recibía Mersenne se copiaban y repartían tan pronto como llegaban a su destinatario. Escribirle venía a ser como escribir en nuestros días a un periódico. La afirmación de Descartes es aún más chocante si recordamos que el descubrimiento de la circulación de la sangre por Harvey sólo le servía para poner un ejemplo del prin­ cipio general que dictaba que todo se mueve en circuito cerrado. Al estudiar el corazón, se lo imagina, no como una bomba, sino como una especie de tetera, porque así puede ligar su calor a causas me­ cánicas conocidas. Harvey establecía el papel fundamental de la sís­ tole; el modelo de vaporización de Descartes, en cambio, le llevaba a éste a sostener que la sangre sale del corazón en la diástole. Me­ canizaba el descubrimiento de Harvey, pero ¡perdía con ello la ex­ plicación mecánica del movimiento cardiaco! En arenas movedizas, en verdad, se asentaba toda su filosofía, pero Descartes estaba con­ vencido de que un método fidedigno sólo podía dar resultados se­ guros. Se nos viene a la cabeza la radical pretensión de Galileo: que a él, y sólo a él, le habían sido otorgados todos los descubrimientos celestes. Galileo y Descanes tenían una singular noción de la cooperación científica, que decían alentar. Su actitud se explica en pane por el hecho de que no se preguntasen, como nosotros hacemos, «¿de qué trata la descripción matemática de la naturaleza?», sino una pregunta relacionada con ésa, «¿cómo obtenemos fuera de las matemáticas la cenidumbre de que gozamos en ellas?» Ambos daban la misma res­ puesta, que se basaba en la negación de que existiese esa dicotomía, en/fuera de. N o hay nada en el mundo real que esté fuera de las matemáticas. Como decía Descartes: «Toda mi física no es sino ma­ temáticas» 7. A la obvia objeción de que si la física es sólo geometría, entonces no es más que una hábil construcción mental, Descartes replicaba que el estilo de las matemáticas es precisamente el estilo de la naturaleza. Pero no cabía reducir toda necesidad matemática a rigor matemático, así que Descartes tenía que recurrir a otras cosas. * Cana de Descanes a Mersenne del nueve de febrero de 1639, A. T., II, pág. 501. ‘ Galileo, Opere, cd., Antonio Favaro, veinte volúmenes, (Florencia: Barbera, 1890-1909), vol. VI, pág. 383, n. 13. 7 Carta de Descanes a Mersenne del veintisiete de julio de 1638, A. T., II, pág. 268.

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¿Por que era instantánea la velocidad de la luz, por ejemplo? Una razón es que el universo es una plenitud, y el movimiento actual ha de dar lugar a un anillo completo de cuerpos que se mueven simul­ táneamente. Si la luz tuviese un movimiento finito, sería necesario abandonar la ley del movimiento rectilíneo, y toda la física cartesiana estaría amenazada. Luego, para que se obedezca la ley del movi­ miento rectilíneo, la luz no puede ser un movimiento actual, sino lo que Descartes llama «una inclinación al movimiento», una presión que se transmite instantáneamente en el medio inelástico. Llamemos cosmológico a este argumento. Con un respaldo teo­ lógico superior, al que volveremos, parecía irresistible. El problema era que Descartes no podía trabajar con velocidades infinitas. En la auténtica práctica científica, se vio obligado a emplear modelos que comparó a los epiciclos y excéntricas de la astronomía tolemaica, si bien les atribuía un rango espistemológico mucho más elevado. El modelo que emplea en la Optica para explicar la refracción es una pelota de frontón que golpea la superficie del agua. Se supone que la velocidad es mayor en un medio más denso, y que la pelota au­ menta su velocidad en cuanto entra en el agua. Todo el cambio de velocidad tiene lugar en la superficie, y sólo en la dirección vertical. A partir de estas premisas, Descartes pudo demostrar que para todos los ángulos de incidencia tales que la luz se refracta a un segundo medio, el seno del ángulo de incidencia es proporcional al seno del ángulo de refracción. El resultado es espectacular, pero ¿qué tal es el argumento? Hay a quien le parece «ridículo» 8, y por dos razones. Primero, como quiera que Descartes dice que la luz es «una tenden­ cia al movimiento» que se transmite instantáneamente, ¿cómo pode­ mos hacer comparación alguna entre ella y el movimiento sucesivo de un proyectil? O lo que viene siendo lo mismo, ¿cómo podemos decir que viaja a distintas velocidades en diferentes medios? Segun­ do, si se supone que el movimiento es más rápido en el segundo medio, Descartes ha de imaginar que la pelota de frontón recibe un segundo golpe cuando toca la superficie, artificio al que no es fácil encontrarle un trasunto óptica. Descartes creía que podía salvar la primera dificultad postulando que la tendencia al movimiento obedece las mismas leyes que el movimiento propiamente dicho. De ahí que, al investigar la reflexión1 1 Richard S. Westfall, The Constrnction o f Módem Science (Nueva York: John Wiley t í Sons, 1871). pág. 55.

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y la refracción, se olvidase oportunamente del mecanismo teórico de la luz, y estudiase la reflexión y la refracción de cuerpos que se movían de verdad. Como dice en la Optica'. Ahora bien, como la única razón para hablar de la luz aquí es que de ella hay que hablar para explicar cómo entran sus rayos en el ojo y cómo los desvían los distintos cuerpos con los que se encuentren, no he de esforzarme en decir cuál es su verdadera naturaleza. Bastará, pienso, con que haga dos o tres comparaciones que faciliten la comprensión de la concepción de la luz más adecuada para explicar todas esas propiedades que conocemos por experiencia, y deducir todas las demás que no podemos observar tan fácilmente. En esto imito a los astrónomos, cuyos supuestos son casi todos falsos o inciertos, pero de los cuales, sin embargo, extraen muchas conse­ cuencias verdaderas y ciertas, pues guardan relación con diferentes observa­ ciones *. Descartes y sus lectores eran perfectamente conscientes de que la vieja geometría descriptiva proporcionaba varias maneras de re­ conciliar las observaciones con hipótesis incompatibles. Pero no es menos cierto que Descanes no ofeecía sólo una explicación instru­ mental de la naturaleza de la refracción. Como señala Gerd Buchdahl: El enfoque de Descartes es mis revolucionario, pues emplea modelos, algu­ nos de los cuales debilitan deliberadamente las condiciones, la velocidad infinita, por ejemplo, que la explicación física había exigido; y al hacer esto, Descartes se ve obligado además a abandonar la hipótesis original de las partículas de éter estacionarias por una teoría de emisión de partículas de luz que se mueven por el espacio ,0. Descanes daba por sentado que, lo que es verdad en el modelo mecánico (una pelota a la que golpea una raqueta), será verdad de la luz también, con tal de que haya un supuesto que haga de puente, que en este caso es la postulación de que la tendencia al movimiento obedece las mismas leyes que el movimiento mismo. Preocupado por la que parecía arbitrariedad de este supuesto, Descanes intentó justificar su estrategia en el Discurso del Método, que escribió des­ pués de la Optica'.

9 Optica, A. T., VI, pig. 83. 10 Gerd Buchdahl, Metaphysics and tbe Phüoiophy o f Science (Oxford: Blackwell, 1969), pág. 142.

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Si a alguno le chocan ciertas afirmaciones que hago al principio de la Optica y de la M eteorología a causa de que las llame «suposiciones» y no parezca que me preocupe de probarlas, tenga la paciencia de leer con atención todo el libro, y confío en que quedará satisfecho. Pues considero que mis razo­ namientos están tan íntimamente interconectados, que así como a los últi­ mos los prueban los primeros, que son sus causas, a los primeros los prue­ ban los últimos, que son sus efectos. N o debe suponerse que estoy come­ tiendo aquí la falacia que los lógicos llaman «argumentar en círculo». Pues como las experiencias hacen que la mayoría de esos efectos sean bastante seguros, las causas de las que los deduzco sirven no tanto para probarlos como para explicarlos; de hecho, más bien al contrario, son las causas las que son probadas por los efectos 11.

Este párrafo, con el que se nos quiere sacar de la perplejidad, nos sume aún más en ella. Habida cuenta de que Descartes se las apaña para deducir la ley del seno razonando de manera geométrica en torno a un modelo y basándose en el movimiento de proyectiles, ¿qué causas se han probado, si es que se ha probado alguna? El conocimiento de la verdad de las consecuencias, es decir, el efecto, no es axiomático, sino empírico. Lo que parece seguirse es la verdad del supuesto que hace de puente, es decir, que la tendencia al mo­ vimiento obedece las leyes empíricamente validadas del movimiento. Pero incluso aunque se aceptase esto, ¿cómo casa este procedimiento con las declaraciones más racionalistas de Descartes, en particular su insistencia en la claridad intuitiva y el rigor matemático? Si nos fi­ jamos en el modelo, no podemos decir que los principios que go­ biernan el movimiento de una pelota de frontón sean intuitivamente idénticos a los que explican la transmisión de la luz. Todo lo que tenemos es una analogía derivada de las leyes fundamentales de la materia en movimiento; no se nos puede decir que se ha hallado el mecanismo causal de la transmisión instantánea de la luz propiamen­ te dicho. En otras palabras, los principios explicativos de la óptica son de naturaleza puramente hipotética. Pero no todo está perdido. Al llegar a este punto, Descartes cambia de terreno, y sostiene que su explicación se puede deducir, finalmente, de principios más altos. En una carta dirigida a Vatier, que había manifestado su sorpresa por la introducción que Descartes hace de supuestos que no ha pro­ bado a priori, escribe que las pruebas a priori requerían la exposición 11 Optica, A. T., VI, pág. 76.

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de toda su física, algo que no se había propuesto hacer en su Optica. Si fuese necesario, podría deducir todos sus supuestos a partir de primeros principios de su metafísica, aunque, añade, «me parece que están suficientemente demostrados a posteriori» ,2. En otro lugar afir­ ma que ha «demostrado la refracción geométricamente y a priori» ,J; pero cuando Mersenne le pide que aclare este punto, responde, no sin impaciencia: «pedirme que dé demostraciones geométricas en fí­ sica es pedirme algo imposible» u . Descartes nunca encaró de frente las tensiones que producía sostener tanto el requisito de que una hipótesis tenga apoyo a posteriori de parte de conclusiones lógicas verificadas como el requisito de que tenga apoyo superior de índole metafísica. Como hemos visto en este libro, Descanes el racionalista era también un hombre que creía en revelaciones, especialmente cuando las traía un triple sueño. Como los autores de los manifiestos rosacrucianos, no tenía dudas de que no había enemistad entre la religión y la ciencia; y como ellos, tampoco las tenía de que le había sido encomendada la misión de restaurar la unidad del conocimiento hu­ mano. Este «maravilloso» sentimiento no le abandonaría nunca, pero tampoco podría nunca articularlo a su completa satisfacción, no di­ gamos ya a la de sus lectores. Expresó repetidas veces su deseo de mostrar «algún día» que la metafísica demuestra los principios de la física ,5, pero el intento más serio que hizo, en los Principios de Filosofía, termina con un argumento más fideísta que racionalista a favor de la validez del razonamiento científico: Si usamos sólo principios que se aprehenden claramente (evidentissime perpectis), y sólo deducimos de ellos lo que esté a nuestro alcance gracias a razonamientos matemáticos, y, además, lo deducido está en perfecto acuer­ do con todos los fenómenos naturales, parecería que estuviésemos injurian­ do a Dios si sospechásemos que las causas de las cosas, que hemos descu­ bierto de esta manera, no fuesen las verdaderas, como si Dios nos hubiese hecho tan imperfectos que el uso correcto de nuestra razón nos condujese a error ,6.1345* 13 Carta de Descartes a Fr. Antoine Vatier del veintidós de febrero de 1638, A. T-, I, pág. 563. '•* Carta de Descartes a Mersenne del uno de marzo de 1638, A. T., II, pág. 142. 14 Carta de Descartes a Mersenne del veintisiete de mayo de 1638, ib., pág. 142. 15 Ib., págs. 141-142. '* Principios de Filosofía, Pane III. artículo 43, A. T., VIII-1, pág. 9 9 .

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En el mismísimo final de los Principios de Filosofía, y tras haber explicado el magnetismo mediante microorganismos invisibles, Des­ cartes discute brevemente la legitimidad de los razonamientos basa­ dos en entes inobservables. Sostiene que, «a partir de principios sim­ ples, obvios y naturalmente conocidos», ha desarrollado las propie­ dades del movimiento para objetos de cualquier tamaño, y nada impide que se postulen entes que caigan por debajo del umbral de lo que podemos percibir, «especialmente», añade, «cuando no puedo pensar en otra forma de explicarlas» l7. En su razonar que le lleva de los objetos sensibles a los insensi­ bles, Descartes recurre no sólo a las leyes generales de la naturaleza, sino a artefactos humanos, como los relojes. La justificación de este proceder es doble: por una parte, no hay diferencia esencial entre los objetos naturales y los que se deben a la mano del hombre, por la otra, la experiencia nos enseña que las personas que están fami­ liarizadas con autómatas, con que les digan para qué sirven y ob­ serven algunas de sus partes, adivinan fácilmente cómo están hechos. Pero Descartes no podía negar que sus conclusiones sabían un poco, pese a todo, a mera tentativa: De esta manera podemos quizá entender cómo se pudieron hacer las cosas naturales, pero no debemos concluir que se hiciesen en realidad de esa ma­ nera. El Supremo Artesano podría haber producido todo lo que vemos de muchas maneras. Admito sin reparos que ésta es la verdad, y pensaré que he hecho bastante si lo que he escrito se corresponde exactamente con todos los fenómenos naturales ,8.

Descartes llama «moral» a la certidumbre que se deriva de seme­ jantes hipótesis (con lo que quiere decir que, a efectos prácticos, basta), y la compara a la seguridad que tendríamos en la justeza de un desciframiento de un criptograma que explicase cada letra e hi­ ciese inteligibles palabras y frases. Que se pudiese hallar otra clave que proporcionara una solución diferente parecería tan improbable, que hasta se diría que era «increíble», dice Descartes. El problema es que Descartes no estaba satisfecho con una concepción de las teorías meramente «hipotético-deductiva» que nos haga tener por satisfactoria a una teoría científica con que cumpla dos condiciones: 17 Ib ., Parte IV, artículo 20J, pág. 326. 11 Ib., artículo 204, pág. 327.

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(a) inferencia deductiva a partir de principios básicos, y (b) acuerdo entre esas deducciones y la experiencia sensorial. El requería una tercera condición infinitamente más restrictiva, a saber, que los prin­ cipios fuesen evidentes por sí mismos. N o parecía imposible su cum­ plimiento, pues el enfoque mecánico se basaba en conceptos de ex­ tensión y movimiento que eran claros, distintos e intuitivamente obvios. Se suponía que las hipótesis que empleaban estos conceptos poseían la misma fuerza fuesen cuáles fuesen sus fundamentos in­ ductivos. A veces, sin embargo, Descartes habla como si las conse­ cuencias verificadas implicasen la verdad incontrovertible de las pre­ misas. En la práctica real, cuando no tenía una verdad evidente por sí misma que pudiese servirle de punto de partida, escogía un mo­ delo más o menos convincente, con cuya ayuda procedía a hacer deducciones a partir de una hipótesis, y a afirmar que la confirma­ ción empírica de esas deducciones era una prueba de la hipótesis misma. La tensión que había entre el ideal abstracto de Descartes y sus logros prácticos se pone claramente de manifiesto en la manera en que llevó a cabo su decisión de purgar la física de lo oculto y re­ mover toda característica orgánica de la ciencia. Programáticamente, Descartes nos dice a menudo que «el movimiento, el tamaño y la disposición de las partes» son las únicas categorías explicativas. To­ das las demás propiedades, como las fuerzas de atracción y de re­ pulsión, las simpatías y antipatías, y similares, se relegan al montón de desechos que son las concepciones antropomorfas. Descartes no dejó lugar a dudas de cuál era su visión de las cosas cuando Mersenne le invitó a comentar el Aristarchus de Roberval, en el que se utilizaban dos tipos de fuerzas atractivas para explicar el movimiento de la tierra. Decir con Roberval que las partes de la tierra se atraen las unas a las otras gracias a una propiedad especial es como decir, según Descartes, que esas partes están animadas por almas «inteli­ gentes y, de hecho, divinas, pues pueden conocer sin mediación al­ guna qué ocurre en lugares muy alejadas de ellas, e incluso ejercer fuerzas en ellos» >9. Roberval argüía que sin atracción no había forma de explicar muchos fenómenos naturales, el sistema solar en concreto. Descartes tenía que mostrar que la atracción era superflua, y que una inter-

19 Carta de Descartes a Mersenne del veinte de abril de 1646, A. T., IV., pág. 401.

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pretación puramente mecánica del movimiento explicaba todos los hechos conocidos. Y Descartes creía que su mayor éxito era haber llevado a cabo con éxito la reducción de la más llamativa de las atracciones, la acción del imán, al movimiento de partículas invisi­ bles con forma de tuerca 20. En el proceso, Descartes vino a hacer que la ciencia de la mecánica no fuese en la práctica otra cosa que un dar explicaciones causales mediante mecanismos imaginarios. Sin leyes matemáticas precisas que le guiasen en la construcción de sus micromecanismos, suponía que habían de ser reproducciones en mi­ niatura de los que conocemos macroscópicamente. Es decir, el hom­ bre que había argüido que la realidad física no tiene por qué coin­ cidir con la que nos revela la experiencia no podía librarse de recu­ rrir a modelos representacionales en los que basar sus explicaciones mecánicas. Descartes tenía una viva imaginación, e imaginaba con presteza partículas adecuadas a la forma y movimiento del fenómeno que se le pusiese delante. Sostenía, por ejemplo, que la facilidad con que el calor o el viento sacan los líquidos de los cuerpos muestra que las partículas del agua son largas y flexibles, o que el sabor acre de los ácidos indica que sus partículas han sido atacadas repetida­ mente por panículas de fuego, hasta adquirir un borde liso y cor­ tante. No sentía que la falta de un criterio con el que juzgar la validez de las explicaciones de este tipo que postulaba le hiciese correr el riesgo de equivocarse. Pensaba que había ideado mecanis­ mos invisibles que explicarían las fuerzas más misteriosas y supues­ tamente ocultas de la naturaleza, como las lluvias de sangre, leche, carne, piedras e inclusos animales 21. La traducción al francés de los Principios de Filosofía hasta ofrece una explicación mecánica de la razón de que sangren las heridas de un hombre asesinado cuando se acerca el asesino al cadáver 22. Purgar la materia de propiedades no mecánicas conducía a un resultado más profundo y significativo. Una vez limpia de todo ras­ go orgánico, de toda fuerza interna pues, la materia aparece en varias de las declaraciones de Descartes totalmente inerte. Los cuerpos, pues, carecen de fuerza para resistirse al movimiento. La idea de que 20 Y» en 1628, Descartes escribía en las Reglas para la dirección del espíritu: «no hay nada que haya que conocer en el imán que no consista en ciertas naturalezas simples, conocidas en y por sí mismas» (A. T., X , pág. 411). 21 Meteorología, Discurso VII, A. T „ VI, pág. 321. 22 Principios de Filosofía, A. T „ IX-2, pág. 309.

Conclusión

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la materia contiene semejante resistencia es un prejuicio «basado», como Descartes le explica a un corresponsal, en nuestra preocupación con nuestros sentidos, y deriva de que, habiendo intentado desde pequeños mover cueipos duros y pesados, y habiendo siem­ pre experimentado dificultad, nos hemos convencido desde entonces de que la dificultad procede de la materia, y es, pues, común a todo cuerpo. Era más fácil para nosotros suponer esto que damos cuenta de que era sólo el peso de los cuerpos que intentábamos mover el que nos impedía arrastrarlos, de lo cual no se sigue que haya de pasar lo mismo con cuerpos que no tengan ni dureza ni peso zí. Descartes extrae una consecuencia de la indiferencia de la materia al movimiento cuando afirma que los cuerpos tienen que moverse a una velocidad finita. El movimiento y el reposo son discontinuos, y un cuerpo que empiece a moverse no pasa por todos los grados de velocidad, al contrario de lo que mantenía Galileo. En la práctica, sin embargo, Descartes tenía que enfrentarse al hecho de que, como él mismo reconocía, «el tamaño se opone siempre a la velocidad» z4. Pero si la materia es totalmentne inerte, ¿cómo puede el tamaño oponerse a la velocidad? Este problema no se menciona el E l Mun­ do, pero salta a la palestra en los Principios de Filosofía, cuando Descartes anda tras la formulación de las leyes que gobiernan el movimiento. Hemos visto en el capítulo doce que intentó desarrollar un sistema que abarcase toda la mecánica y estuviese basado en la sola relación de colisión entre cuerpos que se mueven. Sus leyes del impacto describen la redistribución de velocidades cuando dos ob­ jetos chocan, pero están viciadas de raíz porque Descartes divorcia cambio de dirección y cambio de velocidad, en otras palabras, por­ que no reconoce el carácter esencialmente vectorial del movimiento. Como Descartes atribuía instantaneidad al cambio de movimien­ to, la resistencia que admitía no podía conciliarsc con la propiedad de ser inerte que consideraba era propiedad esencial de la materia. La resistencia que adscribía a la materia tenía que ser resistencia al movimiento mismo, y no meramente al cambio de movimiento. El hecho de que esta incompatibilidad se le escapase a Descartes nos da idea de la magnitud del cambio conceptual que se escondía bajo* 21 Cana de Descartes a Morin del trece de julio de 1638, A. T „ II, págs. 212-213. ** El Mundo, capítulo ocho, A. T., XI, pág. 51.

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La magia de los números y el movimiento

su identificación ontológica de movimiento y reposo. En su primera ley de la naturaleza, Descartes afirmaba que el movimiento, como el reposo, es un estado, no un proceso, y que por lo tanto el movi­ miento continúa ininterrumpidamente a menos que algún agente ex­ terno le obligue a cambiar. Combinada con su segunda ley de la naturaleza, «que todo movimiento es de por sí recto», tenemos —se­ gún todas las apariencias— un claro enunciado del principio de iner­ cia. Que no es así, se puede ver en cuanto se presta atención a que Descartes no se centra en el cambio de movimiento, sino en el mo­ vimiento estacionario. Mientras que nosotros, como Newton, pen­ samos en la caída libre como un modelo de fuerza, es decir, un caso paradigmático de acción externa que cambia el estado inercial de un cuerpo, Descartes piensa en la fuerza a partir del modelo de la co­ lisión de dos bolas. Hemos visto que Descartes pone en las manos de Dios la fiabi­ lidad de nuestro conocimiento del mundo externo. Igualmente, la simplicidad e inmutabilidad de Dios le sirven para justificar sus leyes de la naturaleza. La segunda ley, por ejemplo, «sólo depende de que Dios conserve cada cosa con su acción continua como es en el mis­ mo instante en que la conserva. Ocurre así que entre los movimien­ tos sólo el movimiento recto es enteramente simple y tal que su naturaleza se comprenda en un instante» 2S. Creo que es en párrafos como éste en los que conseguimos entender mejor la creencia de Descartes, tan firmemente arraigada en su espíritu, en la unidad bá­ sica de la ciencia, la metafísica y la teología natural. Sea cual sea el cambio que ocurra en el mundo, lo causa la acción mecánica, pero eso no lo hace menos maravilloso. Dios implanta nociones de ma­ teria y movimiento simples y evidentes por sí mismas en el espíritu humano en el mismo instante en que lo crea. De la misma manera, Dios produce y mantiene el movimiento de los cuerpos en todos y cada uno de los instantes en que se estén moviendo. Sin estas no­ ciones dadas por Dios, no podríamos percibir el movimiento, y sin la intervención directa de Dios, no habría movimiento que percibir. La magia de los números y el movimiento hunde sus raíces en la racionalidad trascendental de la Mente Ultima.

25 Ib., capítulo 7, pág. 45.

APENDICE

C ronología de la vida de Descartes

¡596. 31 de marzo 1597. ¡3 de mayo 1597-1606 1606-1615 1616. 9 y 10 de noviembre 1618. Enero 1618. 10 de noviembre 1619. 30 de abril 1619. 20 de julio-9 de septiembre

Nacimiento de Rene Descartes en La Haye, en la Turena (desde 1802, el pueblo se llama La Haye-Descartes). Su padre, Joachim Descartes, era consejero del parla­ mento de Bretaña. Muere la madre de Descartes, Jeanne Brochard. Descartes crece con su abuela materna y una nodriza a la que permanecerá ligado toda su vida. Estudia en el colegio jesuíta de La Fleche. Recibe el bachillerato y la licenciatura en leyes por la Universidad de Poitiers. N o practicará nunca. Se enrola como voluntario en el ejército de Mauricio de Nassau en Breda, Holanda. Conoce a Isaac Beeckman, para quien escribe el Compendium Musicae y varios ensayos de física breves. Viaja por barco de Amsterdam a Copenhague. Planea via­ jar a Danzig y llegar a Bohemia tras cruzar Polonia y Hungría. Festejos de Frankfurt que celebran la coronación del em­ perador Femando. Descartes asiste a pane de ellos.

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La magia de los números y el movimiento

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1619. ÍO-11 de noviembre 1620-1621 1622. Abril 1622- 1623 1623. Marzo 1623. Mayo 1623-

1628

Descartes está acuartelado en un pequeño pueblo, pro­ bablemente Ncuburg de Baviera. Tiene tres sueños. Se interesa por la Rosa Cruz. N ada se sabe de la vida de Descartes durante estos años. Descartes vuelve a Francia. Vende parte de la tierra que había recibido como herencia. Pasa el invierno en París, probablemente Marcha a Italia. Visita Venecia. Peregrina a Loreto. Lle­ ga a Roma. Cruza los Alpes y vuelve a Francia, en donde no había estado en tres años. Reside en Francia, en París sobre todo. Bosqueja las

Reglas para la dirección del espíritu. 1628. 8 de octubre 1629. 6 de abril 1629. Octubre 1630. 27 de junio 1630-1631 1632. Mayo 1633. Noviembre 1634 1633 1633. 9 de julio 1636. Marzo

1637. 8 de junio 1637. Verano 1639. Otoño 1640. Abril 1640. 7 de septiembre 1640. 17 de octubre 1640. Noviembre

Visita a Beeckman en Dordrecht. Se establece en H o­ landa, pero cambia de residencia a menudo. Se matricula en la universidad de Franeker. Se traslada a Amstcrdam. Se matrícula en la universidad de Leyden. Vive en la Kalverstraat de Amsterdam. Se traslada a Deventer para estar cerca de Renerí, su primer discípulo. Llega a su conocimeinto la condena de Galileo, y decide no publicar El Mundo, que ya había terminado. Vuelve a Amsterdam, y se aloja en la calle Westerkerck. Se traslada a Utrecht, o a una localidad cercana. Nace Francinc, hija natural de Descartes y una sirviente. Fue bautizada en la iglesia protestante de Deventer el veintiocho de julio. Descanes va a Leyden a supervisar la impresión de su primer libro (el Discurso del Método, la Optica, la me­ teorología y la Geometría). Permanece allí hasta la pri­ mavera de 1637. Publicación anónima del Discurso y los tres tratados que lo acompañaban Vive cerca de Alkmacr. Se traslada a Haderwick, entre Deventer y Utrecht. Se traslada a Leyden. Francine muere en Amersfon. Muere el padre de Descanes Descanes envía a Mersenne el manuscrito de las Medita­

ciones.

Apéndice: Cronología de la vida de Descartes

1641. Abril 1641. 28 de agosto 1642

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Se traslada a Endegeest, a las afueras de Leyden. Publicación de las Meditaciones en París. Publicación de las Meditaciones en Amsterdam. Añade un séptimo conjunto de objeciones y réplicas, y la Carta

a Fr. Dinet. ¡643. Mayo 1643. 1 de mayo 1644. Mayo noviembre 1644. 10 de julio 1644. Noviembre 1645. 16 de junio 1646 1647. Junio-octubre ¡6 4 7

1648. Enero 1648. 16 de abril 1648. Mayo-agosto 1649. Febrero 1649. Septiembre 1649. Noviembre 1650. 11 de febrero

Publicación de la Carta a Gisbert Voét Descartes se traslada a Egmond op den Hoef, cerca de Alkmaer. Viaja a Francia. Se publican en Amsterdam los Principia philosopbiae y la traducción al latín del Discurso del Método, la Optica y la Meteorología. Se traslada a Egmond Binnen, cerca de Alkmaer. Descartes envía una Carta a los magistrados de Utrecht (que se publicaría en 1656), en la que ataca a Voét. Se publica la traducción al latín de la Geometría. Segundo viaje a Francia. Conoce a Pascal. Se publica en París la traducción al francés de las Me­ ditaciones y los Principia. Se publican las Notae in Programma Quoddam, contra Regius. Conversación con Burman. Tercer y último viaje a Francia. La reina Cristina le invita a Estocolmo. Descanes marcha a Suecia. Se publicación del Tratado sobre las Pasiones. Muere en Estocolmo.

BIBLIOGRAFIA

La literatura sobre Descartes es vasta, y el propósito de esta bibliografía es, meramente, el de indicar qué obras han sido más útiles a la hora de escribir esta obra. Si se quiere una bibligrafía hasta 1960, véase la Bibliographia Cartesiana de G . Sebba, La H aya: 1964. De 1970 en adelante, véase el «Bulletin Cartésien», que se publica anualmente en los Archives de Phi-

losophie desde 1972. La edición de referencia de la obra de Descartes es: Oeuvres de Descartes. Editadas por Charles Adam y Paul Tannery. Trece volúmenes. (El volumen doce contiene la bibliografía y el índice; el volumen trece, una biografía de Descartes escrita por Charles Adam). París, 1987-1913. Los primeros trece volúmenes se revisaron y reimpri­ mieron, París: Vrin, 1964-1974. H ay una edición excelentemente anotada por Etienne Gilson del Discours de la méthode: Cuarta edición, París: Vrin, 1967.

Ediciones francesas especialmente útiles: Regles útiles et claires pour la direction de l’esprit et la recherche de la vériti. Traducción francesa de las Regulae ad directionem ingenii de Jean-Luc 488

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Traducciones al inglés de obras sueltas:

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Traducciones al castellano: Discurso del Método, Meditaciones Metafísicas, Reglas para la Dirección del Espíritu, Principios de la Filosofía. Estudio introductivo, análisis de las obras y notas al texto por Francisco Larroyo. Traducción de Manuel Machado (revisada) y de Francisco Larroyo (la tabla de los Principios sólo, que es lo único que de ellos se incluye en este tomo). México: Editorial Porrúa, 1971. Tratado del Método. Introducción y notas de Risieri Frondízi.Madrid: Alian­ za Editorial. Reglas para la dirección del espíritu. Introducción y traducción de Juan Navarro Cordón. Madrid: Alianza Editorial. Meditaciones filosóficas con objeciones y respuestas. Traducción, introduc­ ción y notas de Vidal Peña. Madrid: Alfaguara, 1977. El Mundo o Tratado de la Luz. Estudio introductorio, traducción y notas

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