La lucha de clases. Una historia política y filosófica 9788494209789

La lucha de clases. Una historia política y filosófica Domenico Losurdo Ed. El Viejo Topo, Madrid, 2013 La lucha de c

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Spanish Pages [436] Year 2013

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Table of contents :
Introducción ¿Vuelve la lucha de clases?
I. Las distintas formas de la lucha de clases
1. «Liberación de la clase obrera» y «liberación nacional»
2. ¿Una distracción de la lucha de clases?
3. «Luchas de clases y nacionales»: «genus» y «species»
4. La condición de la mujer y la
3. «Colectivismo de la miseria, del sufrimiento»
4. Una inédita lucha de ciases desde arriba
5. La lucha de clases y las dos desigualdades
6. Desigualdad cuantitativa y cualitativa
VIII. Después de la revolución. Las ambigüedades de la lucha de clases
1. El fantasma de la nueva clase
2. Clases sociales y estamentos políticos
3. Clase dominante y clase delegada
4. «Estado», «administración» e «indemnización» en Lenin
5. «Expropiación política» y «expropiación económica» en Mao
6. La conciencia de clase como «espíritu de escisión» y como «catarsis»
7. Entre Rusia y China: la burguesía como clase en sí y clase para sí
IX. Después de la revolución. Los límites de la lucha de clases al descubierto
1. Esperanzas revolucionarias e idealismo de la praxis
2. Guerra y relanzamiento del idealismo de la praxis
3. El difícil paso de la praxis a la teoría
4. El arduo descubrimiento del mercado
5. «Campo socialista» y «lucha de clases»
6. Contradicciones de clase «y no de clase»
7. Un proceso de aprendizaje incompleto
X. La lucha de clases en el «fin de la historia»
1. «¡Por fin vuelve el colonialismo, ya era hora!»
2. La vuelta de la «acumulación originaria»
3. Emancipación y desemancipación
4. Antiguo y nuevo orden
5. Punto muerto del nuevo ordenamiento y restauración: 1660, 1814, 1989-1991
XI. Entre exorcismo y fragmentación
1. Arendt y la «pesadilla» de la lucha de clases
2. La supresión del conflicto en Habermas
3. ¿Cambio de paradigma?
4. La fragmentación de las luchas de clases
5. Entre tradeunionismo y populismo
6. Las luchas de emancipación entre victoria militar y derrota económica
7. «Anexión política» y «anexión económica»
8. China y el fin de la «época colombina»
9. Occidente, China y las dos grandes divergencias
10. China y la lucha de clases
XII. La lucha de clases entre marxismo y populismo
1. Weil y la «lucha de los que obedecen contra los que mandan»
2. Weil y la «mendicidad» como lugar exclusivo de la verdad
3. Weil y la «producción moderna» como lugar de la esclavitud
4. El populismo como añoranza de la «plenitud originaria»
5. El populismo de transfiguración de los oprimidos
6. Populismo y lectura binaria del conflicto
7. «El conjunto de los patronos contra el conjunto de los obreros»
8. «¡Prohibido prohibir!» y «¡Rebelarse es justo!»
9. Más allá del populismo
10. «Wall Street» y «War Street»
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La lucha de clases. Una historia política y filosófica
 9788494209789

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DOMENICO LOSURDO

LA LUCHA DE CLASES Una historia política y filosófica

Traducción de Juan Vivanco

EL VIEJO TOPO

© 2013, Gius. Laterza & Figli All rights reserved Edición propiedad de El Viejo Topo 1 Ediciones de Intervención Cultural Diseño: Miguel R. Cabot

ISBN: 978-84-942097-8-9 Depósito Legal: B.l 0822-2014 Imprime: Trajecte

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España

LA LUCHA DE CLASES UNA H ISTORIA POLÍTICA Y FILOSÓFICA

Advertencia La sigla LO seguida de la indicación del volumen y la página remite a la edición de las Obras completas de Lenin. La sigla G, también seguida de la indicación del volumen y la página, a los Grundrisse der Kritik derpoli­

tischen Oekonomie (Rohentwurfi

1857-1858 de Marx. En lo que respecta a

las obras de Marx y Engels, la sigla MEW seguida de la indicación del vo­ lumen y la página remite a los Werke, mientras que MEGA, seguida de la indicación de la parte, el volumen y la página, hace referencia a la Gesam­

tausgabe. Las referencias bibliográficas de todas estas obras se encuentran al final del libro. En todas las citas de textos la cursiva se ha mantenido, suprimido o mo­ dificado de acuerdo con las exigencias dictadas por la exposición. En la lectura del original y los borradores me han ayudado Stefano Az­ zara, Paolo Ercolani, Giorgio Grimaldi y Emmanuela Susca, a quienes aprovecho para dar las gracias.

Introducción ¿Vuelve la lucha de clases?

Mientras la crisis económica acentúa la polarización social y, ac­ tualizando la memoria histórica de la Gran Depresión que estalló en 1 929, condena a muchos millones de personas al desempleo, a la precariedad, a la angustia diaria por la subsistencia e incluso al ham­ bre, menudean los artículos y ensayos que hablan de una «vuelta de la lucha de clases». Entonces, ¿había cesado? A mediados del siglo XX, al criticar duramente el «dogma» de la teoría marxiana de la lucha de clases, Ralf Dahrendorf ( 1 963, pp. 1 1 2 ss. y 1 20- 1 2 1 ) resumía así las metas alcanzadas por el sistema capitalista: «La posición social del individuo [depende ya] de las metas educativas que ha conse­ guido alcanzar». Y eso no era todo; también había «un parecido cada vez mayor de las posiciones sociales de los individuos», y era innega­ ble la tendencia a una «nivelación de las diferencias sociales». Pese a todo, el autor de este panorama color de rosa se veía en la obligación de polemizar con otros sociólogos, según los cuales nos encaminá­ bamos espontáneamente hacia ) o «sa­ jona», a la que también pertenecerían los ingleses (MEW, 2; 295, 32 1 y 483-484) . En este marco debe situarse también la crítica de Marx a la ideología dominante que pretende atribuir la tragedia de un pueblo a los «defectos innatos de la raza celta» (MEW, 9; 1 58 y 1 60 y MEGA, I , 1 2; 1 95 y 1 96); cuando lo que está en cuestión no es la presunta «naturaleza de los irlandeses» sino el «mal gobierno britá48

nico» y, por ende, la responsabilidad de las clases dominantes (MEW, 1 3; 493). Son los años en que los irlandeses, que en Gran Bretaña ocupan los segmentos inferiores del mercado del trabajo, aparecen a los ojos de Carlyle ( 1 983, pp. 463-465) no solo como «latinos» y «celtas», sino peor aún, como «negros», miembros de una raza cuya esclavitud justifica el escritor británico, con la vista puesta sobre todo en Estados Unidos. Lamentablemente se trata de una opinión compartida por los obreros ingleses, quienes -observa Marx en 1 870- tienden a adop­ tar frente a los irlandeses una actitud parecida a la que, en el Sur de Estados Unidos, exhiben los blancos pobres contra los niggers, contra los negros a quienes desprecian y odian (MEW, 32; 669). Sin em­ bargo todo esto tiene poco que ver con una «raza». En una sociedad como la del Sur de Estados Unidos, donde, incluso tras la abolición formal de la institución de la esclavitud, la oligarquía dominante ostenta con orgullo su otium y endosa «todo el trabajo productivo» a los negros, la arrogancia social se expresa como arrogancia racial y el desprecio por el «trabajo productivo» es al mismo tiempo desprecio por la raza servil o semiservil obligada a desempeñarlo. Además de Carlyle, la polémica de los dos filósofos y militantes revolucionarios apunta a Franc;:ois Guizot quien, tras la rebelión obrera de junio de 1 848, a semejanza de Tocqueville y probablemente en su estela, compara Inglaterra con Francia: la primera sabe com­ paginar el amor a la libertad con un fuerte sentido práctico, mientras la segunda está poseída por una agitación fanática y sin sentido del límite. Así que -ironiza Marx- todo se explicaría recurriendo a la «inteligencia superior de los ingleses». La lucha de clases, el conflicto social que siempre está determinado históricamente, ha cedido el puesto a una naturaleza mítica, más o menos eterna, de pueblos con distinto grado de sentido práctico y sentido de la realidad. Quien ar­ gumenta así se olvida del radicalismo y la guerra civil que caracterizan la primera revolución inglesa, la revolución puritana. Aunque Guizot atribuye esta revolución a la irrupción de unos «fanáticos» y «malva­ dos» que no se conforman con la «libertad moderada» (MEW, 7; 49

2 1 0) . El paradigma etnológico, que se ceba en los franceses, da paso aquí al paradigma psicopatológico, que va a la caza de fanáticos y lo­ cos en todas las latitudes. Sea como fuere, se abandona el terreno de la «comprensión histórica» (MEW, 7; 207) . Marx y Engels encuen­ tran tan ridículo este modo de argumentar, que tal forma de aferrarse al paradigma etnológico y psicopatológico es para ellos la demostra­ ción de una pérdida de «capacidad de la burguesía»: aterrorizada por el fantasma de la revolución proletaria, es ya incapaz de leer el con­ flicto social en términos históricos (MEW, 7; 2 1 2 y 255). De un modo directo o indirecto, la polémica de los teóricos de la lucha de clases acaba implicando a no pocos de los grandes autores del siglo XIX. Según Tocqueville ( 1 95 1 , vol. 1 3.2, p. 337 y vol. 2.2, p. 337) , el vehículo de la «enfermedad de la revolución francesa» y del «virus de una especie nueva y desconocida}> es ��una raza nueva de revolucionarios»: «siempre estamos en presencia de los mismos hombres, aunque las circunstancias sean distintas». Da la impresión de que en 1 8 5 1 el liberal francés responde a Engels cuando este iro­ niza sobre la «superstición» que «reduce la revolución a la maldad de un puñado de agitadores» (MEW, 8; 5 y MEGA, 1, 1 1 ; 3) . Mientras que los liberales del siglo XIX, cuando denuncian el es­ tallido de la locura revolucionaria, se ensañan especialmente con Francia, Nietzsche, al comprobar la larga duración del ciclo revolu­ cionario, invita a un definitivo ajuste de cuentas con «el mundo de manicomio de milenios enteros» y con las «enfermedades mentales» que se recrudecen a partir del «cristianismo» (El Anticristo, 38) . Aun­ que Nietzsche radicaliza al máximo el paradigma psicopatológico, reconoce la deuda contraída con la tradición y declara que ha «pasado por la escuela de Tocqueville y Taine» (cf Losurdo 2002, cap. 28, § 2) . En la vertiente contraria, Engels se burla de «Taine y Tocqueville divinizados por el filisteo» (MEW, 37; 1 54) . Los exponentes de la cultura dominante en el siglo XIX, de todos modos, están de acuerdo en que la Francia del largo ciclo revolucio­ nario es el ejemplo más claro del horror al que puede conducir la locura revolucionaria. En cambio, en 1 885 Engels afirma que Francia 50

«es el país donde las luchas de clases de la historia se llevaron, más que en ningún otro lugar, hasta sus últimas consecuencias» (MEW, 2 1 ; 248) . Marx, por su parte, expresa todo su desprecio por el para­ digma psicopatológico señalando (en 1 867) que es la Rusia autocráti­ ca y feudal la que lo agita: Nicolás 1 explica la propagación por Europa de la crisis revolucionaria de 1 848 en términos de «peste fran­ cesa», «delirio» revolucionario francés y metástasis del «tumor cance­ roso de una filosofía vergonzosa» que ataca las «partes sanas del cuerpo social europeo» (MEW, 1 6; 20 1 ) .

1 O . Lucha de clases y lucha ideológica La lucha de clases no solo concierne a las relaciones sociales, tam­ bién se sitúa en el plano ideológico. Ni siquiera la religión se salva, por mucho que pretenda ser un espacio sagrado que trasciende el conflicto; en realidad funciona a menudo como «opio del pueblo», facilitándole las cosas a la clase dominante (MEW, 1 ; 378). De todos modos es conveniente detenerse en este aspecto, porque el plantea­ miento marxiano sobre la religión se ha confundido a menudo con el de la Ilustración, lo que dificulta la comprensión de la crítica mar­ xiana de las ideologías. Para Marx la religión es una ideología más, no la ideología como tal; es preciso averiguar la función que desem­ peña esta o aquella religión en el ámbito de la lucha de clases con sus distintas configuraciones. Echemos un vistazo a la historia. A finales del siglo XVIII Polonia todavía es formalmente un estado soberano. Federico 11 de Prusia aprovecha los sentimientos anticató­ licos de la Ilustración para j ustificar la anexión de territorios polacos, presentándola como una contribución a la difusión de las Luces y a la causa de la tolerancia religiosa. D'Alembert, en una carta al sobera­ no ilustrado, elogia sus «versos deliciosos» que, con un feliz maridaje de «razón» e «imaginación», se burlan de los polacos y de la «Santa Virgen María» en la que depositaban sus esperanzas de «liberación» (Fréderic 11 1 79 1 , pp. 1 69- 1 70) . Un fenómeno parecido se produce 51

en Irlanda, colonia de la Inglaterra protestante y anglicana. Al igual que en Polonia, aquí el movimiento de lucha contra la opresión na­ cional se nutre de motivos religiosos y esgrime consignas religiosas (católicas) . En este segundo caso es John Locke ( 1 977, p. 1 1 2) quien empuña el pathos de la Ilustración para denostar a los rebeldes, expre­ sión del «mundo ignorante y fanático» del papismo y engañados «por los hábiles manejos de su clero»; quienes les alientan son los «curas» que, «para asegurarse el dominio, han dispensado a la razón de ejercer función alguna en el ámbito de la religión» (Locke 1 979, p. 4 1 4) . No puede haber tolerancia con los papistas: además de adherirse a un poder extranjero y hostil, se nutren de «opiniones peligrosas que son absolutamente destructivas para todos los gobiernos, excepto el del papa»; «el magistrado debe reprimir a todo aquel que difunda o haga pública alguna de ellas» (Locke 1 977, p. 1 1 1 ) . En ambos casos la supuesta lucha contra el oscurantismo clerical es al mismo tiempo represión de las aspiraciones nacionales del pueblo polaco y del irlan­ dés. Proudhon se puede considerar un heredero de esta Ilustración, pues su postura de librepensador es inseparable del escarnecimiento de los movimientos independentistas, para quienes la defensa de la identidad (y la liberación) nacional también pasa por la defensa de la identidad religiosa. Bien distinta es la actitud de Marx y Engels: en ellos, desde el principio, el compromiso con la lucha por la emancipación de las clases subalternas, a menudo paralizadas o idiotizadas por el «opio» religioso, se entrelaza con el apoyo a movimientos independentistas que empiezan a tomar conciencia de la cuestión nacional j ustamente a través de la religión. Para los irlandeses -señala el joven Engels- los «intrusos protestantes» son lo mismo que los «terratenientes» y for­ man parte de la maquinaria que oprime al pueblo, invadido y some­ tido a la «más brutal explotación» (MEW, 2; 485). Si hurgamos bajo la superficie del enfrentamiento religioso entre católicos y protestan­ tes (anglicanos), aparece en enfrentamientos entre braceros irlandeses, a menudo expropiados de sus tierras, y colonos ingleses expropiado­ res; aparece la realidad de la lucha de clases en su plasmación con52

creta. La religión puede ser un sentimiento muy intenso que des­ pliega su gran eficacia en la evolución histórica y política, pero no es la causa primaria del conflicto. En lo que respecta a Polonia, j usto después de la rebelión (rápi­ damente reprimida) de enero de 1 863, al repasar la historia del país desmembrado y oprimido, Marx ( 1 96 1 , p. 1 08) señala que la Rusia zarista no ha dudado en tomar como pretexto «la privación de dere­ chos políticos a los disidentes (no católicos)» para legitimar su polí­ tica de intervención y expansionismo en perj uicio de Polonia. Es un tema desarrollado posteriormente por Engels. En la época del primer reparto del país -observa- se había formado una «''opinión pública" ilustrada en Europa (. . . ) bajo la poderosa influencia de Diderot, Vol­ taire, Rousseau y los demás escritores franceses del siglo XVIII». Pues bien, en su avance expansionista la Rusia zarista supo aprovecharse de esta situación; aunque estaba desatando una feroz persecución contra los judíos, «pronto cayó sobre Polonia en nombre de la tole­ rancia religiosa» y de los derechos de los ortodoxos, oprimidos por un país y un gobierno católico y oscurantista. Para ello Rusia pudo contar con el respaldo o la benevolencia de los philosophes: La corte de Catalina 11 se convirtió en el cuartel general de los hombres ilustrados de esos días, sobre todo de los franceses. La emperatriz y su corte profesaron los más altos principios de la Ilus­ tración, y ella logró engañar tan bien a la opinión pública que Vol­ taire y muchos otros se deshicieron en alabanzas a la «Semíramis del Norte» y ensalzaron a Rusia como el país más adelantado del mundo, la patria de los principios liberales y la campeona de la to­ lerancia religiosa (MEW, 1 6; 1 6 1 ) .

Estamos en 1 866. Al año siguiente hemos visto a Marx contarle a Engels que su hija Jenny rinde homenaje a los patriotas irlandeses recién ahorcados, relacionándolos con los patriotas polacos que tam­ bién luchan por su independencia. Esta actitud no está dictada úni­ camente por la emoción del momento. En 1 869 Marx vuelve a 53

ocuparse del asunto. Manda primero a Engels y luego a Ludwig Ku­ gelmann una foto de su hija Jenny y en la carta que la acompaña ex­ plica: la cruz que lleva colgada es «la cruz de la insurrección polaca de 1 864» (MEW, 32; 247 y 590) . En casa del gran filósofo, revolu­ cionario y fustigador del «opio del pueblo», no se duda en expresar solidaridad con la lucha de liberación de un pueblo oprimido exhi­ biendo también sus símbolos religiosos. La atención prestada al significado concreto que asume la religión en una situación histórica concreta y en el ámbito de un conflicto determinado es una constante del pensamiento de los dos grandes revolucionarios. Con motivo de la Guerra de Secesión, Marx destaca calurosamente el papel de vanguardia que desempeñan los abolicio­ nistas cristianos, como William L. Garrison y Wendell Phillips. Este último, en particular, «desde hace treinta años, jugándose la vida, hace de la emancipación de los esclavos su grito de batalla, impasible ante la ironía de la prensa, los rabiosos alborotos de los reventadores a sueldo, los argumentos conciliadores de los amigos solícitos». Sí, no duda en criticar al propio presidente Abraham Lincoln, a quien reprocha que confíe más en las negociaciones por las alturas con los dirigentes de los estados fronterizos entre el Norte y el Sur, indecisos sobre la posición a adoptar, que en la movilización por debajo de los negros decididos a romper las cadenas de la esclavitud. «Lincoln hace una guerra política»: tal es la denuncia de Phillips quien, por el con­ trario, aspira a transformar la exhibición de fuerza militar entre las dos secciones de la Unión en una suerte de revolución abolicionista, en la revolución abolicionista que también propugna Marx (MEW, 1 5 ; 530-5 3 1 ) . El gran antagonista del abolicionismo cristiano es John C . Cal­ houn, quien clama contra los «fanáticos rabiosos que consideran la esclavitud un pecado y, por este motivo, creen que es su supremo de­ ber destruirla, aunque ello supusiera destruir la Constitución de la Unión». Para ellos la abolición es una «obligación de conciencia», solo así piensan que podrán liberarse de la sensación angustiosa de ser cómplices de ese «pecado» imperdonable que sería la esclavitud, 54

contra la que lanzan una «Cruzada» en toda regla, «una cruzada gene­ ralizada» (Losurdo 2005, cap. V, § 1 1 ) . A pesar de su odio o quizá, precisamente, gracias a él, Calhoun está en lo cierto: no le faltan tin­ tes fundamentalistas al abolicionismo cristiano, frente al cual el gran teórico del Sur esclavista adopta una actitud laica, a su manera « ilus­ trada». Pese a todo Marx se pronuncia a favor de Garrison y Phillips, es más, los elogia como adalides de la causa de la libertad. En la gi­ gantesca lucha de clases que se desarrolla en vísperas y en el transcurso de la Guerra de Secesión, el abolicionismo cristiano, a menudo con resonancias fundamentalistas, es el que encarna la resistencia contra la «cruzada generalizada de la propiedad contra el trabajo», el que encarna la causa revolucionaria de la emancipación del trabajo. No solo como militantes llamados a tomar posiciones sobre los conflictos de sus contemporáneos, también como historiadores que analizan conflictos que ya han quedado atrás, incluso en épocas re­ motas, Marx y Engels se cuidan mucho de condenar sin distinciones los movimientos inspirados de alguna manera por la religión. En su momento, la sublevación de España contra el ejército napoleónico había reprobado, junto con la ocupación militar, la tradición cultural del país invasor; por lo tanto había censurado la Ilustración y la re­ volución francesa, y frente a estas ideas más o menos «Satánicas» se había encomendado a la religión de los antepasados y a la Santa Fe. Pero esto no fue óbice para que Marx emitiera en 1 854 un juicio equilibrado, el de que en la época napoleónica «todas las guerras de independencia sostenidas contra Francia tienen en común el sello de una regeneración unido al de la reacción» (MEW, 1 O; 444) . La «re­ generación» se encarna en la lucha de masas por la independencia nacional, mientras que la «reacción» es la ideología oscurantista que inspira esta lucha. Justo después del fracaso de la revolución de 1 848, sin dejarse lle­ var por el desánimo y el escapismo, Engels se dedica a repasar la «tra­ dición revolucionaria» alemana (MEW, 7; 329) y escribe un libro sobre la Guerra de los Campesinos, la gran rebelión antifeudal que había estallado más de tres siglos antes, en la estela de la Reforma 55

protestante y agitando consignas tomadas del Antiguo y el Nuevo Testamento. Más tarde, en 1 895, es decir, ya al final de su vida, Engels no duda en comparar la irresistible ascensión del socialismo con el triunfo que en su día cosechó el cristianismo pese a la gran persecución de Dio­ cleciano y gracias a la conversión de Constantino (MEW, 22; 526527). Es una posición significativa, pues coincide con el periodo en que Nietzsche equipara y condena al cristianismo y al socialismo en nombre, primero, de la Ilustración propiamente dicha, y luego, en la última etapa de su evolución, en nombre de la «nueva Ilustración» (Losurdo 2002, caps. 7-8 y cap. 28, § 4) . Vale la pena recordar, por último, que ya en sus comienzos Marx polemiza con Gustav Hugo quien, dándoselas de «escéptico com­ pleto» aún más consecuente que los «otros ilustrados», ridiculiza el ideal de la emancipación de los esclavos (MEW, 1 ; 79-80), no pocas veces profesado, como hemos visto, por los abolicionistas cristianos. En conclusión: para Marx y Engels la religión se configura como «opio del pueblo» en la medida en que pretende trascender el con­ flicto; entonces obstaculiza la toma de conciencia revolucionaria y acaba manteniendo las cadenas de la opresión. Pero puede ocurrir que la religión sea el terreno abonado para una básica toma de con­ ciencia del conflicto, de la lucha de clases en sus distintos aspectos. Es lo que ocurre, en particular, con la cuestión nacional. En este caso la representación religiosa, que explica el conflicto partiendo de la contraposición entre católicos irlandeses y protestantes ingleses, o entre católicos polacos y ortodoxos rusos, es mucho menos idealista y mucho menos mistificadora que la visión según la cual en Irlanda y Polonia se enfrentan las ideas ilustradas por un lado y el oscuran­ tismo por otro. Esta «ilustración» tan ponderada por Federico 11 (y en parte por ' D Alembert), así como por Hugo, Calhoun y Nietzsche, que trans­ figura la dominación vistiéndola con los ropajes de la razón ilus­ trada, bien podría llamarse ilustración de corte; entonces no conviene perder nunca de vista que en Marx y Engels la crítica de 56

la religión no puede separarse de la crítica de la ilustración de corte.

1 1 . De la religión al «idilio bucólico» Lo mismo que a la religión, también se puede recurrir al arte para promover una huida ilusoria del conflicto. Pero los «conflictos socia­ les» aparecen con claridad en las obras maestras de Esquilo, Aristófa­ nes, Dante o Cervantes (MEW, 36; 394) . A veces se imponen contra la voluntad del autor: Balzac acaba describiendo de un modo incle­ mente el ocaso inevitable de una clase (la aristocracia) que le inspira simpatía y una vehemente nostalgia (MEW, 37; 43-44). Los intentos de escapar de la realidad social y sus condiciones pueden ser de mu­ chos tipos, pero son todos inanes. Tras el fracaso de la revolución del 48, polemizando con un autor hoy olvidado (Georg Friedrich Daumer) que expresa su desdén por «la política abstracta y exclusiva» y contrapone a esa miseria la belleza y el calor de la naturaleza, Marx y Engels se burlan de la tendencia generalizada a huir de la «tragedia histórica en la supuesta naturaleza, en el necio idilio bucólico» (MEW, 7; 200 y 202) . También en Feuerbach ( 1 967, pp. 2 1 3-2 1 4) la desilusión y el dis­ gusto son tan fuertes en esos años, que hace suya la exclamación de Cicerón sobre la «política de su tiempo»: Sunt omnia omnium misera­

rium plenissima (todo está lleno de todas las miserias) . Solo resta prac­ ticar «la indiferencia contra los partidos y los tráficos políticos», buscando refugio y consuelo entre los brazos de la naturaleza: «la na­ turaleza no solo no se ocupa de política, sino que es justamente lo contrario de la política». La evasión, la huida del conflicto, más que en la religión, busca ahora una salida en la naturaleza. Marx ya había p uesto en guardia contra esta actitud cinco años antes de la revolu­ ción del 48, cuando observó que Feuerbach remitía «demasiado a la naturaleza y demasiado poco a la política» (MEW, 27; 4 1 7) . Para la evasión en la naturaleza valen a grandes rasgos las consi­ deraciones que se han hecho a propósito de la evasión en la religión: 57

lejos de expresar una superación real del conflicto social, es la expre­ sión inmadura y a menudo mistificadora de ese mismo conflicto. Es­ tamos en presencia de una actitud espiritual que tiende a manifestarse regularmente cada vez que refluyen o se disipan las esperanzas puestas en la política o en el cambio político. Fue lo que sucedió en los años posteriores a 1 789, cuando parecía que la extrema complejidad del proceso revolucionario había ridiculizado definitivamente el entu­ siasmo suscitado en la cultura alemana por la caída del antiguo régi­ men en Francia. En 1 803 Friedrich Schiller había cantado: «¡Solo en los montes hay libertad!»; solo donde la naturaleza todavía no está contaminada por el hombre, «el mundo es perfecto»; por eso solo se puede considerar feliz quien vive «en el silencio del campo», recos­ tado, con abandono infantil, «en el pecho de la naturaleza», o quien vive ((en la celda pacífica del convento>>, donde tampoco asoma ((la triste figura de la humanidad», es decir, donde también está lejos del ruido efímero de los desórdenes histórico-políticos. Contra Schiller y su >? Varias décadas después, el liberal inglés re­ flexiona y se ve obligado a abordar él también el problema de la con62

taminación del aire, con observaciones que suenan muy modernas sobre el aire viciado que a veces se tiene que respirar en los trenes (Spencer 1 978, vol. 2, pp. 99- 1 00). Pero en el escenario solo siguen apareciendo individuos, y el problema se aborda sin que haya nin­ guna referencia a las fábricas y los lugares de producción, ni tampoco a los ríos, los lagos y el medio natural. El conflicto estalla cuando el caballero o, mejor dicho, «unos hombres que se consideran caballeros fuman en lugares distintos de los reservados a los fumadores». Siguen ausentes, más que nunca, las clases y la lucha de clases.

1 3. Una teoría general del conflicto social Podemos extraer algunas conclusiones. En primer lugar, en virtud de su ambición de abarcar la totalidad del proceso histórico, la teoría de la lucha de clases se configura como una teoría general del con­ flicto social. Según el Manifiesto delpartido comunista, «la historia de todas (alter) las sociedades existentes», «la historia de toda (ganzen) la sociedad», ha sido una sucesión de «luchas de clases» y «antagonismos de clases» (MEW, 4; 46 1 -462 y 480) . Varias décadas después, en 1 885, Engels vuelve sobre el asunto: «Fue justamente Marx el pri­ mero en descubrir la gran ley de la evolución histórica, la ley según al cual todas (alfe) las luchas de la historia [ . . . ] son la expresión más o menos clara de luchas entre clases sociales» (MEW, 2 1 ; 249). He destacado en cursiva las palabras clave, o mejor dicho la palabra clave, que identifica con la lucha de clases el conflicto social como tal, cua­ lesquiera que sean sus protagonistas y cualquiera que sea la forma asumida por él. En segundo lugar, mediante una ruptura epistemológica radical con las ideologías naturalistas, la teoría marxiana de la lucha de clases sitúa el conflicto social en el terreno de la historia. En tercer lugar, precisamente porque pretende brindar una clave de lectura del proceso histórico, se esfuerza por tener en cuenta la multiplicidad de formas con que se manifiesta el conflicto social. Con 63

la cursiva usada aquí pretendo destacar un asunto preliminar: es evi­ dente que la vida se caracteriza por un sinfín de conflictos que esta­ llan entre los individuos por las razones más variadas, pero aquí se trata de analizar los conflictos cuyos protagonistas no son individuos aislados sino sujetos sociales que, de un modo directo o indirecto, in­ mediato o mediato, enlazan con el ordenamiento social, con una ar­ ticulación esencial de la división del trabajo y del ordenamiento social. Así es como se define el objeto de la teoría marxiana de las «luchas de clases». Estamos en presencia de una categoría general, de un genus, que puede subsumir species muy diferentes. Se puede intentar una clasificación, aunque no a partir de la historia universal sino, evidentemente, del tiempo histórico en el que se sitúan los autores del Manifiesto delpartido comunista. De entrada se impone una pri­ mera distinción. Por un lado están los conflictos que enfrentan entre sí a las clases explotadoras: las luchas de clases entre burgueses de los distintos países, primero rebelados contra la aristocracia terrateniente y el antiguo régimen, más tarde ellos mismos enzarzados en una dis­ puta más o menos enconada que puede desembocar en una guerra. Por otro lado tenemos las luchas de emancipación, que son luchas de clase desde el punto de vista tanto de los sujetos sociales que as­ piran a ella como de los sujetos sociales dispuestos a ponerle trabas o impedirla. Aquí se puede hacer otra distinción, más exactamente una tripartición: la lucha cuyos protagonistas son los pueblos en con­ diciones coloniales, semicoloniales o de origen colonial; la lucha pro­ tagonizada por la clase obrera en la metrópoli capitalista (en la que se centra la reflexión de Marx y Engels) ; y la lucha de las mujeres contra la «esclavitud doméstica». Cada una de estas tres luchas pone en cuestión la división del trabajo vigente a escala internacional, na­ cional y familiar. «Relación de coerción» (Zwangsverhiiltníj?) es lo que subsiste en la sociedad burguesa entre capital y trabajo (MEGA, II, 4. 1 ; 9 3), pero se puede hacer la misma consideración acerca de las otras dos relaciones. Las tres luchas de emancipación ponen en cues­ tión las tres «relaciones de coerción» fundamentales que constituyen el sistema capitalista en conjunto. 64

Benedetto Croce ( 1 973, p. XIV) no tiene en cuenta nada de esto cuando, en septiembre de 1 9 1 7, refiriéndose al recrudecimiento de la guerra, declara: «Hoy parece que el concepto de poderío y de lucha, que Marx había trasladado de los estados a las clases sociales, ha vuelto de las clases a los estados». Es cierto que en la fase inicial de unión sagrada y patriótica, no pocos intelectuales europeos experi­ mentaron y teorizaron el gigantesco conflicto como la demostración de la crisis del materialismo histórico, o como el «instrumento para abolir la lucha de clases» (Mosse 1 990, p. 73) . Sin embargo, apenas unas semanas después de que Croce declarase la muerte de la lucha de clases, en Roma estallaron la revolución de octubre y la subleva­ ción de las masas populares contra la guerra y contra las clases privi­ legiadas que dirigían el país y el ejército. Pero no solo por esto se puede decir que el pulso terrible entre las grandes potencias iniciado en 1 9 1 4 distaba mucho de significar el final o la suspensión de la lucha de clases. De entrada conviene recordar la observación de un eminente his­ toriador contemporáneo, Arno Mayer: ninguna guerra se había invo­ cado tan ardientemente como «profilaxis», como «instrumento de política interior», como tabla de salvación para un orden político y social que se sentía cada vez más amenazado por el avance del movi­ miento obrero y socialista. Por poner un ejemplo de una personalidad próxima a Croce, diez años antes del estallido de la guerra, Vilfredo Pareto la invocaba y anhelaba para que conj urase el socialismo «por lo menos durante medio siglo». En semejantes términos, el almirante alemán Alfred von Tirpitz motivaba su política de rearme naval, entre otras cosas, en la necesidad de hallar un antídoto para la «difusión del marxismo y del radicalismo político entre las masas». Por no ha­ blar de la convicción, muy extendida entre las clases dominantes y sus ideólogos, de que solo el expansionismo colonial lograría desac­ tivar en la metrópoli la cuestión social y debilitar o acorralar el mo­ vimiento socialista (Losurdo 1 996, cap. III, § 3). Bien mirada, la primera guerra mundial no solo es la expresión de la lucha de clases, sino que además lo es por partida triple, pues 65

comprende: a) la lucha por la hegemonía entre las burguesías capi­ talistas de las grandes potencias; b) el conflicto social de la metrópoli, que la clase dominante espera neutralizar y desviar mediante una de­ mostración de fuerza en el plano internacional y mediante la conquis­ ta colonial; e) la opresión y explotación de los pueblos en condiciones coloniales y semicoloniales para los que, por decirlo con palabras de Marx a propósito de Irlanda, la «cuestión social)) se plantea como «cuestión nacional)). En el ámbito de cada país la clase dominante aprovechó la ocasión para recomendar e imponer la paz social y la unidad nacional, truncar las huelgas y alargar el horario de trabajo. Pero este comportamiento lo que denotaba no era el fin de la lucha de clases, sino que la bur­ guesía había tomado la delantera en ella, hasta que, con el agrava­ miento de los sacrificios impuestos por la guerra y la pérdida de eficacia de la retórica patriotera, la lucha de clases del proletariado acabó por prevalecer, incluso en forma revolucionaria. A la luz de estas consideraciones solo puede arrancar una sonrisa la «síntesis)) de Karl Popper ( 1 974, vol. 2, p. 44) , quien demuestra de esta guisa su tesis de que el fascismo y el comunismo tienen en común un padre malvado, obviamente alemán: «El ala izquierda [re­ presentada por Marx] sustituye la guerra de las naciones, que aparece en el esquema historicista de Hegel, por la guerra de las clases; la ex­ trema derecha la sustituye por la guerra de las razas»». En realidad el conflicto social y de clase está bien presente en Hegel, que se refiere a él continuamente para explicar, por ejemplo, la caída de la monar­ quía en la antigua Roma, derrocada por una aristocracia decidida a reforzar su dominio sobre la plebe, o para arrojar luz sobre el modo en que la monarquía absoluta de la edad moderna fue cercenando poco a poco el poder y los privilegios de una aristocracia feudal afe­ rrada tenazmente a sus privilegios y a la servidumbre y la explotación impuestos a la masa de los campesinos. Por otro lado, para Hegel la aparición del estado representativo moderno a raíz de la revolución francesa no supone ni mucho menos el fin del conflicto social: el proletario despedido o inhabilitado para el trabajo o el pobre en peli66

gro de muerte por inanición se hallan en una condición similar a la del esclavo y tienen, por lo tanto, pleno derecho a rebelarse (Losurdo 1 992, cap. VII pássim) . Por otro lado, las «guerras de las naciones» (una realidad que estaba y está a la vista de todos) están bien presentes en Marx y Engels: si condenan el capitalismo es, entre otras cosas, porque en su interior se gesta «la guerra industrial de aniquilación entre las naciones» y porque sostiene «guerras de filibusteros» contra los pueblos coloniales, los cuales responden con legítimas guerras de resistencia y liberación nacional. En cuanto a la «guerra de razas», Marx y Engels, desde luego, rechazan la lectura de la historia en clave racial. Con ello se ven obli­ gados a polemizar no con esa fantasmagórica «extrema derecha» hege­ liana fabulada por Popper -él mismo imbuido, en cierto modo, del paradigma etnológico y la ideología de guerra de los aliados, que señalan exclusivamente a Alemania como fuente de todo mal-, sino con personalidades y órganos de prensa de Estados Unidos y de la Inglaterra liberal. Y entonces lo que a primera vista parecía una «gue­ rra de razas» se revela como una lucha de clases. Por ejemplo, es evi­ dente que en los Estados Unidos de la esclavitud negra y la white supremacy el destino de los afroamericanos está marcado, ante todo, por la pertenencia a una «raza». Así las cosas, plantear la cuestión «ra­ cial» (o nacional) no significa dejar a un lado el conflicto social sino, muy al contrario, afrontarlo en sus términos concretos y peculiares. Solo si tenemos esto en cuenta podemos comprender el siglo XX, un siglo que, como veremos, está marcado por las épicas luchas de clases y de resistencia nacional que se oponen a los intentos de Tercer Reich y el imperio del Sol Naciente de restaurar la tradición colo­ nialista e incluso esclavista, respectivamente, en Europa del Este y en Asia. En una palabra, lo que no comprenden ni Croce, ni Popper, ni Ferguson es el papel que desempeña la lucha de clases en unas con­ tradicciones, disputas y demostraciones de fuerza que a primera vista tienen un carácter puramente nacional y racial. Ninguno de los tres comprende que la teoría de la lucha de clases de Marx y Engels es 67

una teoría general del conflicto social, aunque no esté expuesta de un modo orgánico y sistemático. Podemos hacer una comparación: Carl von Clausewitz, atesorando él también la extraordinaria ola cul­ tural que vio florecer la filosofía clásica alemana, escribió su famosí­ simo ensayo Sobre la guerra, que abarca los más variados conflictos armados interpretándolos como continuación de la política por otros medios; Marx y Engels, por su parte, compusieron idealmente un tratado Sobre el conflicto social y político que, elevándose a un nivel superior de generalización y abstracción, a partir de la división del trabajo en clases antagonistas y de la lucha de clases, lee en clave uni­ taria las distintas formas del conflicto social, incluidas las guerras y los distintos tipos de guerra. Pero de inmediato conviene añadir algo: mientras que Clausewitz asume una actitud aparentemente objetiva, los dos filósofos y militantes revolucionarios declaran de un modo explícito que no quieren situarse por encima del conflicto para limi­ tarse a verlo con distanciamiento, sino comprometerse activamente a transformar el mundo en una dirección bien determinada.

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Una lucha prolongada y no de suma cero

l.

¿«Nivelación universal» o «gran divergencia»?

El Manifiesto delpartido comunista teoriza la lucha de clases a par­ tir del análisis de una sociedad burguesa que se está afianzando cada vez más en Occidente. Pero ¿el fin del antiguo régimen, articulado en estamentos estables y rígidos de nacimiento, y la aparición de un orden social caracterizado por la movilidad, no desmienten esta vi­ sión? Para Tocqueville ( 1 95 1 , vol. 1 .2, pp. 40, 1 2 y 288 n.) la llegada de la sociedad industrial y democrática deja atrás las luchas que remi­ ten a una etapa social ya superada. Su Democracia en América expresa la idea de que «las castas desaparecen (les castes disparaissent) y las cla­ ses se acercan (les classes se rapprochent)», es más, «puede decirse que ya no existen clases». Por lo menos en Occidente pertenecen al pasa­ do o, en todo caso, las sociedades en que «los ciudadanos se dividen en castas y clases» están llamadas a desaparecer. No es una previsión formulada mirando solo a Estados Unidos, un país sin un largo pasado feudal a la espalda. En realidad, estamos en presencia de un análisis sociológico que enlaza con una lección de filosofía de la historia. Según el liberal francés, desde el siglo XI en Occidente ha tenido lugar «una doble revolución en el estado de la sociedad». Sí, «el noble habrá bajado en la escala social y el labriego se habrá elevado; uno desciende, el otro sube. Cada medio siglo les acerca y no tardarán en codearse». Todo evoluciona de un modo convergente hacia este resultado. No solo la propiedad de la tierra, sino también la «riqueza inmobiliaria» puede «crear influencia y dar 69

poder». Ya esto debilita los privilegios y el dominio de la aristocracia. Además de la propiedad en todas sus formas, los propios «trabajos de la inteligencia» son «fuentes de poder y de riqueza», de modo que «los descubrimientos en las artes» y los «perfeccionamientos en el co­ mercio y en la industria» son «nuevos elementos de igualdad entre los hombres». Parece como si todos los factores del mundo moderno se hubieran puesto de acuerdo para «empobrecer a los ricos y enri­ quecer a los pobres». En conclusión: hay una tendencia irresistible a la «nivelación universal» (nivellement universet), una tendencia que no se puede detener ni frenar, ya que «los ricos [ . . . ] están dispersos e impotentes» y son incapaces de oponer una resistencia eficaz. No cabe duda, hay una voluntad superior que dirige todo esto: «El desa­ rrollo gradual de la igualdad de condiciones es un hecho providen­ cial, pues tiene sus principales características: es universal, duradero, se sustrae todos los días al poder humano; todos los acontecimientos, así como todos los hombres, contribuyen a su desarrollo» (Tocque­ ville 1 95 1 , vol. 1 . 1 , pp. 3-4 y vol. 1 .2, p. 259) . Los fragmentos que acabo de citar están sacados del primer y el se­ gundo libro de La democracia en América, por lo que nos remiten res­ pectivamente a 1 835 y 1 840. En los años siguientes, volviendo la mirada hacia Francia e Inglaterra, Tocqueville ( 1 95 1 , vol. 3 .2, pp. 1 05- 1 06) , traza un panorama bien distinto: «la igualdad extiende pro­ gresivamente su dominio por doquier, salvo en la industria, que cada día se organiza más de una forma aristocrática» y jerárquica; una re­ lación de «estrecha dependencia» ata al obrero asalariado al dador de trabajo. En lo que respecta a las relaciones de poder y el reparto de la riqueza social, estamos muy lejos de la igualdad: «las fuerzas organi­ zadas de una multitud producen a beneficio de uno solo». En una pa­ labra, «Aquí el esclavo, allí el amo, allí la riqueza de algunos, aquí la miseria de la mayoría»; las «guerras serviles» acechan (Tocqueville 1 9 5 1 , vol. 5.2, pp. 80-82 y vol. 3.2, p. 727) . La realidad de las clases sociales, que antes no existía, de unas clases sociales dispuestas a pre­ sentar batalla, hace su ruda aparición. Pero ahora lo que sanciona una voluntad superior ya no es la igualdad sino la desigualdad, como lee70

mas en la polémica contra «las teorías económicas y políticas» que tendían a hacer creer «que las miserias humanas eran obra de las leyes y no de la Providencia, y que se podría suprimir la pobreza cambiando de base la sociedad» (Tocqueville 1 95 1 , vol. 1 2, pp. 92-94 y 84) . Sin embargo, cuando en febrero de 1 848 Tocqueville entrega a la imprenta la duodécima edición de La democracia e n América ( 1 95 1 , vol. 1 . 1 , p . XLIII) reitera el punto de vista expresado «quince años» antes sobre el carácter irresistible y providencial de la marcha hacia la igualdad en Estados Unidos y Occidente en conjunto. Pero ¿cómo es posible compaginar la tesis del empobrecimiento de los ricos y el enriquecimiento de los pobres con la advertencia contra una polari­ zación social tan acentuada que amenaza con desencadenar «guerras serviles»? El caso es que el liberal francés rehúsa cuestionar la idea de que en Occidente se está produciendo una «nivelación universal». La realidad de las clases y de la lucha de clases, primero ignorada y luego admitida con reservas, ahora, de alguna manera, se suprime. Pero esta supresión, claramente estimulada por la preocupación política de moderar y contener el resentimiento de las clases subalternas, suena a confirmación involuntaria. Otro que subestima el poder persistente de la riqueza a pesar de la caída del antiguo régimen es J . S. Mili ( 1 946, p. 1 38), quien en 1 8 6 1 expresa una preocupación que hoy puede parecer bien extraña: teme que con la extensión del sufragio las «clases obreras», mucho más numerosas en Inglaterra (y Europa) que en Estados Unidos (por entonces todavía poco industrializado) se alcen con la mayoría elec­ toral y la utilicen para «transferir a los pobres la influencia de clase que hoy pertenece solo a los ricos». El «gobierno de la mayoría nu­ mérica» acabaría siendo un «gobierno de clase», en el sentido de que instauraría el «despotismo colectivo», es decir, el poder irresistible de la «mayoría de los pobres» sobre «una minoría que podemos llamar de los ricos». Para conjurar este peligro Mili recomienda que se re­ curra al voto plural a favor de las personas más inteligentes o que en la vida desempeñan tareas más importantes, como los empresarios. Así los ricos podrían mantener su presencia, siquiera exigua, en los 71

órganos representativos. El liberal inglés llega a la misma conclusión que Tocqueville: el rico está es una situación de aislamiento e impo­ tencia. Por lo tanto la lucha de clases del proletariado es superflua o solo puede acarrear desastres. Tocqueville ( 1 95 1 , vol. 9, pp. 243-244) , mientras profetiza una «nivelación universal» en Occidente (cayendo en flagrantes contra­ dicciones) , por otro lado adviene el abismo que se está abriendo entre Occidente y el resto del mundo. El que «varios millones de hombres», los occidentales, se hayan convertido en «los dominadores de toda su especie», es un hecho que estaba «claramente previsto en los de­ signios de la Providencia». De un modo análogo, J . S. Mill ( 1 946, p. 29 1 ) , mientras por un lado pone en guardia contra un proceso de democratización cuyo avance impetuoso en Occidente condena a los ricos al aislamiento y la impotencia, por otro celebra el «despotismo vigoroso» que ejercen Occidente y sus clases dominantes a escala in­ ternacional. Lejos de ser algo negativo, esta relación de desigualdad extrema debe extenderse hasta abarcar todo el globo; el «despotismo directo de los pueblos adelantados» sobre los atrasados ya es «la con­ dición ordinaria», pero debe convertirse en «general». La relación de desigualdad extrema que se instaura a escala inter­ nacional no se limita al poder político y militar. Tocqueville ( 1 95 1 , vol. 1 . 1 , p.3) escribe: «El descubrimiento de América abre mil cami­ nos nuevos a la fortuna y brinda poder y riqueza al oscuro aventure­ ro». Con este aliciente algunos ciudadanos franceses pueden decidirse a emigrar a las colonias y en particular a Argelia: «Para hacer que va­ yan habitantes a ese país es preciso, en primer lugar, darles grandes posibilidades de hacer fortuna», hay que reservarles «las tierras más fértiles, las mejor regadas» (Tocqueville 1 95 1 , vol. 3. 1 , pp. 259 y 32 1 -322) . De este modo la expansión colonial por América y Argelia estimula una prodigiosa movilidad vertical que pone la riqueza al al­ cance de individuos de extracción popular, lo que confirma el proceso de «nivelación universal». Pero esto es solo una cara de la moneda: el propio liberal francés reconoce que a causa del proceso de coloniza­ ción, en Argelia la población árabe «se muere literalmente de ham72

bre)) y en América los indios están a punto de ser borrados de la faz de la tierra (Tocqueville 1 95 1 , vol. 1 5 . 1 , pp. 224-225 y vol. 1 . 1 , pp. 339 y 355). De modo que el enriquecimiento de los «aventureros)) y colonos, si bien atenúa las desigualdades en la metrópoli o dentro de la comunidad blanca, abre un abismo cada vez más hondo entre los conquistadores y los pueblos sometidos. Al adoptar constante y ex­ clusivamente el punto de vista del «mundo cristiano)), es decir, de Oc­ cidente, Tocqueville no advierte la relación que existe entre estos aspectos contradictorios del mismo fenómeno, o por lo menos los soslaya para mantenerse firme en su visión de una marcha imparable de la igualdad de condiciones y la extinción no solo de las «castas)), sino de las propias «clases)). Se puede decir que el Manifiesto del partido comunista replica a los dos autores liberales cuando afirma: «La moderna sociedad bur­ guesa, que ha salido de las ruinas de la sociedad feudal, no ha abolido las contradicciones de clase. Únicamente ha sustituido las viejas cla­ ses, las viejas condiciones de opresión, las viejas luchas por otras nue­ vas)) (MEW, 4; 463) . Sí, con el acceso de las masas populares al derecho al voto y el fin de la discriminación censitaria, la riqueza pierde su significado político inmediato, pero justo a partir de este momento puede celebrar su triunfo: la miseria masiva atañe a una esfera privada en la que no tiene derecho a inmiscuirse el poder pú­ blico. Es un triunfo que la burguesía capitalista también puede cele­ brar a escala internacional, impulsando el expansionismo colonial y esclavizando y diezmando poblaciones enteras. Como prueba de la tendencia irresistible a la «nivelación social)) y la igualdad entre el «labriego)) y el , están enzarzados en una competencia despiadada que puede desembocar en la guerra (MEW, 5; 359-363). Entre otras cosas, compiten por el saqueo de los pueblos coloniales. Pese a la opinión contraria de Spencer, la sociedad indus­ trial y capitalista no acaba con la guerra como instrumento de enri­ quecimiento: basta con ver las «guerras de piratas» y las «expediciones de piratas contra China, Cochinchina y otros países» (MEW, 1 6; 1 3 y MEW, 1 5; 326) . Por lo tanto, subraya más adelante El capital, el sistema capitalista, lejos de ser sinónimo de desarrollo pacífico, ejerce la «violencia más brutal» en las colonias. Las guerras (de esclavización e incluso de ex­ terminio) desencadenadas contra los «bárbaros» se complican con las rivalidades y conflictos en el «mundo civilizado» entre las grandes potencias protagonistas y beneficiarias de la expansión y el saqueo colonial. En conjunto lo que caracteriza al capitalismo es «la guerra comercial de las naciones europeas, con el orbe terrestre como esce­ nario»; esta guerra «comienza cuando los Países Bajos se sacuden el yugo de la dominación española, adquiere proporciones gigantescas con la guerra antijacobina en Inglaterra, aún continúa en China con las guerras del opio, etcétera» (MEW, 23; 779). La «guerra comercial de las naciones europeas» trae a la memoria la «guerra industrial de exterminio entre las naciones» que se menciona en el Manifiesto. En 76

todo caso, el periodo histórico comprendido entre el ascenso de Ho­ landa (el primer país que se sacude el yugo del antiguo régimen) y el de la Inglaterra liberal (e imperial) dista mucho de ser el preludio de la paz perpetua. Para arrancar para siempre las raíces de la guerra no basta con que una clase explotadora sustituya a otra, como ocurrió con la revolu­ ción burguesa. Lo que hace falta es que se elimine por completo el sistema de explotación y opresión, tanto en el plano interior como en el mundial. Por eso, en un texto escrito por Marx en julio de 1 870, la Asociación Internacional de los Trabajadores toma posición ante la guerra franco-alemana recién estallada y llama a luchar por «una nueva sociedad cuyo principio internacional será la paz, puesto que cada uno de los pueblos tendrá el mismo soberano: el trabajo» (MEW, 1 7; 7). Es un análisis casi contemporáneo del de J. S. Mill ( 1 946, p. 288), quien en cambio celebra el imperio inglés como «un paso hacia la paz universal y hacia la cooperación y la comprensión general entre los pueblos». Para demostrar esta tesis aduce un argumento singular: la gigantesca «federación» (aunque «desigual») que es el imperio in­ glés, encarna la causa de la «libertad» y la «moral internacional» en un grado tal «que ningún otro gran pueblo puede concebir ni alcan­ zar»; por consiguiente, a las poblaciones atrasadas les interesa formar parte del imperio, entre otras cosas para no ((ser absorbidas por un es­ tado extranjero y convertirse así en una nueva fuerza agresiva en poder de alguna potencia rival». El homenaje a la ( a la que se hace referencia es como la «apariencia» (Schein) de la lógica de Hegel ( 1 969- 1 979, vol. 6, pp. 1 7-24) que expresa un nivel de rea­ lidad, aunque muy superficial. Se comprende entonces que cuando estalló la Guerra de Secesión los dos filósofos y militantes revolucionarios no dudaran en ponerse de parte de la Unión. Desde el inicio de las hostilidades la instan a desencadenar contra el Sur una guerra revolucionaria por la abolición de la esclavitud negra, pese a que en el Norte tenía plena vigencia la esclavitud a la que estaban sometidos los trabajadores asalariados, la que varios años después El capital, haciéndose eco del Congreso Obrero General de Baltimore, llama «esclavitud capitalista» (MEW, 23; 3 1 8) . Pero la (MEGA, 11, 4. 1 ; 64) , implica la transformación de los obreros en «máquinas de fuerza-trabajo» (Arbeitskraftmaschinen), y también la transformación de los niños, «de hombres que aún no han llegado a la mayoría de edad en simples máquinas para la producción de plusvalía» sin preocuparse lo más 1 02

mínimo por la «atrofia moral» y la «esterilidad intelectual» consi­ guientes (MEW, 23; 262 y 42 1 -422) . La sociedad burguesa gusta de alabarse a sí misma como «Un verdadero Edén de los derechos innatos del hombre», cuando realmente en su ámbito el «trabajo humano», es más, «el hombre como tal [ . . . ] desempeña una función miserable» (MEW, 23; 1 89 y 59). En cuanto pasamos de la esfera de la circula­ ción a la de la producción nos percatamos de que, lejos de ser recono­ cido en su dignidad de hombre, el obrero asalariado «lleva al mercado su propia piel y solo le cabe esperar que . . . se la curtan» (MEW, 23; 1 9 1 ) . Si Engels, al escribir La situación de la clase obrera en Inglaterra, denuncia, como hemos visto, «el comercio indirecto de carne hu­ mana» que ejercen los capitalistas, El capital llama la atención sobre el «tráfico de carne humana», semejante al de los esclavos negros, que se sigue practicando en Inglaterra, el país modélico, en aquel momen­ to, del desarrollo capitalista y la tradición liberal (MEW, 23; 283) . La crítica de los procesos de deshumanización propios del capita­ lismo resuena con más fuerza cuando Marx habla de la suerte reserva­ da a los pueblos colonizados: con «la aurora de la era de la producción capitalista» África se convierte en un «Coto de caza para los mercade­ res de pieles negras» (MEW, 23; 779) . Vayamos ahora a Asia y al im­ perio colonial holandés: aquí funciona «el sistema de robo de hombres en las Célebes para proveer de esclavos a Java», con «ladrones de hom­ bres» (Menschenstehler) «adiestrados para tal fin» (MEW, 23; 780) . Todavía a mediados del siglo XIX vemos que en Estados Unidos el esclavo negro está tan deshumanizado por sus amos que se convierte en una simple «propiedad» como las demás, un «ganado humano» o un «bien mueble de color negro» (black chatel) (MEW, 1 5; 333; 23; 282; 30; 290) . La reducción a mercancía es tan completa que algunos estados se especializan en la «cría de negros» (Negerzucht) (MEW, 23; 467) o -Marx recoge la expresión inglesa- breeding ofslaves (MEW, 30; 290) ; renunciando a los «artículos de exportación» tradicionales, estos estados «crían esclavos» en calidad de mercancías «de exporta­ ción» (MEW, 1 5; 336) . Por otro lado, la ley de devolución de esclavos fugitivos convierte a los propios ciudadanos del Norte en «cazadores 1 03

de esclavos» (MEW, 1 5; 333) . El «ganado humano» doméstico con­ vertido en caza: un paso más en el proceso de deshumanización. Como vemos, también en los escritos de madurez de Marx es frecuente el motivo crítico que reprocha a la sociedad burguesa la reducción de la gran mayoría de la humanidad a «máquinas», «ins­ trumentos de trabajo», «mercancía» que se puede «derrochar» tran­ quilamente, «artículos de comercio» y «de exportación», «bien mue­ ble», ganado de cría, caza, piel que se caza y piel que se curte. La denuncia del antihumanismo del sistema capitalista no ha de­ saparecido, ni puede desaparecer, porque está en el centro del pensa­ miento marxiano: la comparación, tan importante para él, entre esclavitud moderna y esclavitud antigua, entre esclavitud asalariada y esclavitud colonial, señala la permanencia en el ámbito del capita­ lismo del proceso de cosificación que se expresa con toda su crudeza en relación con el esclavo propiamente dicho. El análisis científico y la condena moral están fuertemente entrelazados, y este nexo es el único que puede explicar la llamada a la revolución. Por verídica e implacable que sea, la mera descripción de la sociedad existente no puede estimular la acción para derribarla, si no es mediante la con­ dena moral; y si esta condena es tan fuerte, se debe a que el orden sociopolítico analizado y reprobado es culpable no solo, y no tanto, de cometer ciertas injusticias, sino de despreciar la dignidad hu­ mana de toda una clase social y de los pueblos colonizados en con­ junto, que en última instancia constituyen la gran mayoría de la humanidad. Partiendo de este hecho, la realización de un orden nuevo pasa a ser un «imperativo categórico», tanto en los escritos j uveniles como en los de madurez. Si las Tesis sobre Feuerbach terminan criticando a los filósofos que se muestran incapaces de «transformar» un mundo en que se sojuzga y humilla al hombre, El capital es una «Crítica de la economía política» -como reza el subtítulo- también en el plano moral: se critica al «economista político» no solo por sus errores teó­ ricos sino también por su «estoica imperturbabilidad», es decir, por su incapacidad de indignación moral ante las tragedias causadas 1 04

por la sociedad burguesa (MEW, 23; 756); en el mismo contexto debe situarse la denuncia de los «fariseos de la "economía política"» (MEW, 23; 3 1 3) . En una palabra, ¡es difícil imaginar un texto tan cargado de indignación moral como el primer libro de El capital! La continuidad en la evolución de Marx es evidente, y lo que Althusser describe como ruptura epistemológica solo es el paso a un plano en el que la condena moral de los procesos de cosificación propios de la sociedad burguesa y de su antihumanismo se expresa de un modo más sintético y elíptico. Ciertamente, el filósofo francés admite que también puede haber un «humanismo revolucionario» (Althusser, Balibar 1 968, p. 1 50) , pero sobre este aspecto es muy dubitativo, con lo que dificulta la comprensión de la lucha de clases como luchas por el reconoci­ miento; sí, lucha por el reconocimiento es la lucha de clases de los esclavos (y de los pueblos coloniales o de origen colonial) que son el sujeto social expuesto a la deshumanización más explícita y radical; lucha por el reconocimiento es también la lucha de clases cuyos pro­ tagonistas son los proletarios de la metrópoli capitalista, ellos mismos considerados por la ideología dominante meros instrumentos de tra­ bajo o «máquinas bípedas»; y lucha por el reconocimiento es, por úl­ timo, la lucha de clases de las mujeres que cuestionan, combaten y liquidan la esclavitud doméstica a la que las somete la familia pa­ triarcal. Vemos, pues, hasta qué punto es inadecuada y engañosa la lectura meramente economicista de la teoría marxiana del conflicto. ¿Cuál es la apuesta de la lucha de clases? Los pueblos soj uzgados, el prole­ tariado y las clases subalternas, las mujeres sometidas a la esclavitud doméstica, estos sujetos tan distintos entre sí, pueden plantear las reivindicaciones más variadas: liberación nacional, abolición de la esclavitud propiamente dicha y conquista de las formas más ele­ mentales de libertad, mejores condiciones de vida y de trabajo, trans­ formación de las relaciones de propiedad y producción, y el fin de la segregación doméstica. Tan distintos como los sujetos son los conte­ nidos de la lucha de clases, pero siempre podemos hallar un mínimo 1 05

común denominador: en el plano económico-político es el objetivo de modificar la división del trabajo (en el ámbito internacional, en el de la fábrica y en el de la familia) ; en el plano político-moral es el objetivo de superar los procesos de deshumanización y cosificación que caracterizan a la sociedad capitalista: el objetivo del reconoci­ miento.

4. Paradigma del contrato y justificación del orden existente Se advierte claramente la presencia del paradigma de la lucha por el reconocimiento, que es de influencia hegeliana. Los otros paradig­ mas filosóficos en circulación resultan inadecuados y gastados ya a partir de la configuración que asumió en aquellos años el conflicto político-social. Frente a la reivindicación popular del derecho a la vida y a una vida humanamente digna, las clases dominantes repli­ can: por bajo que sea el nivel de los salarios, siempre es el resultado de un contrato pactado libremente; en cuanto a los desempleados y los inválidos, ningún contrato impone darles asistencia, y pretenderla o invocarla es una actitud de esclavo (que depende de su amo para su subsistencia) y no de hombre libre, que sabe asumir la responsa­ bilidad de su libre elección y sus consecuencias (Himmelfarb 1 985, pp. 1 62 y 1 83). En 1 845, después de señalar que el capitalista se erige en «legislador absoluto» y arbitrario en su fábrica, Engels cuenta con qué argumento «el j uez de paz, que es un burgués» recomienda al obrero inglés resignación y obediencia: «Usted era libre de decidir, no debía firmar semejante contrato si no quería hacerlo; pero ahora que se ha sometido espontáneamente a ese contrato, debe respetarlo» (MEW, 2; 399) . El capital se centra justamente en la crítica del pa­ radigma del contrato: «El obrero aislado, el obrero como "libre" ven­ dedor de su fuerza de trabajo, sucumbe sin resistencia cuando la producción capitalista ha alcanzado cierto grado de madurez» (MEW, 23; 3 1 6) . Por eso en la reglamentación legislativa del horario de trabajo Marx ve una medida que impide a los obreros venderse 1 06

como esclavos median te un «contrato voluntario con el capital» (supra cap. 1, § 7) . La lógica esclavista del contrato solo se puede fre­ nar con la lucha de clases, la acción sindical y política de la clase obrera y la intervención del estado apremiado por la clase obrera. En el bando contrario, los capitalistas tachan de violación de la libertad de contrato los intentos de regular el horario y las modali­ dades de trabajo, ya vengan de arriba (mediante la legislación estatal) o de abajo (mediante la acción sindical) . Sí, en aquellos años se apela al contrato y al libre curso, sin interferencias, del mercado de trabajo para reclamar la prohibición de las coaliciones y organizaciones sin­ dicales, esos «monopolios ampliados», según la definición de Adam Smith ( 1 977, p. 62; libro 1, cap. VII), que ponen trabas a la libre contratación individual de los términos del trabajo a realizar. Desde el punto de vista de Burke ( 1 826, vol. 7, p. 380) solo se puede con­ siderar realmente libre y válido el contrato estipulado al margen de cualquier combination or collusion (son evidentes la alusión y el res­ paldo a las Combination Laws, que en estos años prohíben y castigan las coaliciones obreras) . Es un motivo ideológico que goza de gran vitalidad: el Sherman Antitrust Act, promulgado en 1 890, se aplica ante todo, y con mucha eficacia, contra los obreros, culpables de reunirse en «monopolios» sindicales, poco respetuosos de la iniciativa y la libertad individual. En cambio, durante mucho tiempo se consideraron perfectamente legales los contratos mediante los cuales, en el momento de la firma, los obreros y empleados se comprometían (se veían obligados a com­ prometerse) a no afiliarse a ninguna organización sindical: desde el punto de vista del legislador y de la ideología dominante, a pesar de todo, se respetaban las cláusulas del contrato, las reglas del mercado y la libertad individual (Losurdo 2005, cap. VI, § 1 0) . Como prueba de su escasa utilidad para la lucha de emancipación de la clase obrera, echemos un vistazo a la historia del paradigma contractualista. Hugo Grocio recurre a él para explicar y justificar la institución de la esclavitud: el prisionero de guerra que está a merced del vencedor o el miserable que está a punto de morir de inanición 1 07

se comprometen a servir ininterrumpidamente a un amo; ambos, en virtud de un contrato implícito o explícito, se venden a cambio de la subsistencia. La referencia al contrato sirve, pues, para legitimar la esclavitud. En un teórico del contractualismo como John Locke se puede leer que los dueños de plantaciones de las Indias Occidentales poseen «esclavos o caballos» mediante una «compra» regular, es decir, «gracias al contrato y al dinero» (pagado) (Losurdo 2005, cap. 11, § 3) . Todavía a mediados del siglo XIX argumentan del mismo modo los propietarios de esclavos del Sur de Estados Unidos. Es algo sobre lo que Marx, indignado, llama la atención en El capital: «El propie­ tario de esclavos compra a su obrero como compra su caballo» (MEW, 23; 28 1 ) , una vez más merced a un contrato regular. Además de legitimar la esclavitud propiamente dicha, el para­ digma contractualista se esgrimió para impugnar la lucha contra las relaciones de trabajo más o menos serviles. En Francia Sieyes propuso transformar la «esclavitud de la necesidad», que afecta a los pobres y miserables, en «contrato servil» (engageance serve), en una «esclavitud sancionada por ley», según el modelo adoptado en América por los siervos blancos por contrato, los indentured servants, de hecho se­ miesclavos que a menudo eran objeto de compraventa (como los es­ clavos negros propiamente dichos) . Se podría objetar que este siervo «pierde una parte de su libertad», pero Sieyes replica de inmediato ( 1 985, pp. 76, 89 y 1 96) : «Es más exacto decir que, en el momento en que contrata, lejos de ver menoscabada su libertad, la ejerce del modo que mejor le conviene; porque todo compromiso es un in­ tercambio en el que cada cual ama más lo que recibe que lo que da». Cierto es que mientras dura el contrato el siervo no puede ejercer la libertad que ha cedido, pero es una regla general que la libertad de un individuo «no se extiende nunca hasta el extremo de perjudicar a los demás». En cierto sentido, el autor francés acaba teniendo razón en el plano histórico. Tras la abolición de la esclavitud en sus colonias, Inglaterra se dedicó a sustituir a los negros trayendo siervos contra­ tados de África y Asia; fue entonces cuando aparecieron los culíes in­ dios y chinos, sometidos a una esclavitud o semiesclavitud por 1 08

mucho que estuviera legiti mada y suavizada por el «contrato». Como vemos, la idea de contrato puede invocarse y se ha invo­ cado históricamente para legitimar las relaciones sociales más varia­ das, incluso las más liberticidas. Este formalismo se intenta remediar señalando que no todo puede ser objeto de contratación y compra­ venta. En palabras de Kant ( 1 900, vol. 1 9, pp. 547 y 545), «todo pacto de sumisión servil es en sí mismo írrito y nulo; un hombre solo puede alquilar su trabajo» y solo puede hacerlo asumiendo a la vez «el deber imprescriptible» de salvaguardar «su propia determinación humana frente al género» (humano) . Quedan excluidas, por tanto, la esclavitud y la semiesclavitud más o menos disimuladas, cualquier relación social que «degrade la humanidad». «La personalidad no es alienable», de modo que es inadmisible una relación social en la que el siervo ((es cosa, no persona (est res, non persona)». Son ((inalienables» -proclama a su vez la hegeliana Filosofla del derecho (§ 66)- (dos bienes, o mejor dicho las determinaciones sustanciales» que ((constituyen mi persona más propia y la esencia universal de mi conciencia propia». Thomas Hill Green ( 1 973, p. 367) , un hegeliano de izquierda, toma ejemplo de esta tradición y esta lección en su polémica con los liberales de su tiempo, que condenaban la reglamentación estatal del horario de trabajo en las fábricas o del trabajo de las mujeres y los niños en nombre de la ((libertad de contrato» y de una libertad en­ tendida exclusivamente como no interferencia del poder político en la esfera privada. Green es plenamente consciente de esta campaña ideológica, en la que han intervenido sucesivamente Herbert Spencer, Lord Acton, etc.: Las cuestiones políticas más apremiantes de nuestro tiempo son cuestiones cuya solución no digo que implique necesariamente una interferencia con la libertad de contrato, pero seguramente será impugnada en el sagrado nombre de la libertad individual.

A los ideólogos liberales de su tiempo Green les objeta:

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Condenamos la esclavitud incluso cuando es por consentimiento voluntario de la persona esclavizada. Un contrato en virtud del cual alguien consiente, por determinados motivos, ser esclavo de otro, lo consideraremos vacío. He aquí, pues, una limitación de la libertad de contrato que todos reconocemos como j usta. No es vá­ lido ningún contrato en cuyo ámbito se trate a unas personas hu­ manas, voluntaria o involuntariamente, como mercancías (Green 1 973, pp. 372-373) .

El argumento que se había esgrimido en el pasado para refutar la legitimación contractual de la esclavitud (y de las relaciones de tra­ bajo más o menos serviles) se aduce ahora para cuestionar los aspectos más odiosos de la que para Marx y Engels se configura como «escla­ vitud moderna». No por ello se supera, es más, queda confirmado, lo que podría­ mos llamar el doble formalismo del paradigma contractualista. El contrato al que se refiere puede subsumir y legitimar los contenidos más variados y contradictorios (en nombre tanto de la libertad como de la servidumbre) . Y, sobre todo, no está claro quiénes son los con­ trayentes. Durante siglos el mercado del Occidente liberal contó con la presencia de la chattel slavery, la esclavitud-mercancía: los antepa­ sados de los actuales ciudadanos negros fueron mercancías que se vendían y compraban, no consumidores autónomos; fueron objetos y no sujetos del contrato de compraventa. Por otro lado, la insistencia en la existencia de bienes (o deter­ minaciones) inalienables, a los que el individuo, ni aun queriendo, podría renunciar, la insistencia en la existencia de bienes (o determi­ naciones) que en ningún caso pueden ser objeto de compraventa o de contratación por ser inseparables de la naturaleza o la dignidad del hombre, todo esto marca el paso del paradigma contractualista al iusnaturalista.

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5. Las insuficiencias del paradigma iusnaturalista Pero el paradigma iusnaturalista tampoco era capaz de alentar las «lucha de clases» emancipadoras, teorizadas e invocadas por Marx y Engels. Este paradigma pone en evidencia su carácter problemático e inadecuado ya a partir de su triunfo, cuando inspira la Declaración de independencia de Estados Unidos en 1 776 y, trece años después en Francia, la Declaración de los derechos del hombre y el ciudadano. El primero de estos solemnes documentos proclama que «todos los hombres han sido creados iguales» y gozan de «derechos inaliena­ bles»; con elocuencia aún mayor el segundo invoca los «derechos na­ turales, inalienables y sagrados del hombre» y afirma que «el olvido o el desprecio de los derechos del hombre son las únicas causas de las calamidades públicas y la corrupción de los gobiernos». Pero esto no fue óbice para que prosperase la esclavitud en Estados Unidos (donde durante 32 de los primeros 37 años de vida del país, los pre­ sidentes fueron propietarios de esclavos) y en las colonias francesas. En relación con la esclavitud, ya a partir de 1 79 1 se declaró una crisis violenta en la colonia francesa de Santo Domingo y luego, dé­ cadas después, empezó a madurar en Estados Unidos, durante los años de formación de Marx y Engels, antes de estallar en la Guerra de Secesión. En ambos casos el problema es el mismo: ¿había que in­ cluir a los negros entre los titulares de derechos naturales e inaliena­ bles? La respuesta distaba mucho de ser evidente. Grocio, que si bien recurre al paradigma contractualista, en conjunto está j ustamente considerado como el padre del iusnaturalismo, no tiene ninguna di­ ficultad en justificar la institución de la esclavitud. Aunque la Decla­ ración de independencia y la Constitución estadounidense de 1 787 recurren al paradigma iusnaturalista, sus actores principales, Thomas Jefferson y James Madison, son propietarios de esclavos. Bien claro lo expresa Engels en su Anti-Dühring: «La Constitución americana, la primera en reconocer los derechos del hombre, confirma simultá­ neamente la esclavitud de los negros vigente en América» (MEW, 20; 98). 111

Es significativo sobre todo lo que sucede en Francia. Quien se opone a la Declaración de los derechos del hombre y del ciudadano es sobre todo Pierre-Víctor Malouet, propietario de plantaciones y es­ clavos que después encabezaría (con el club Massiac) la lucha contra los planes abolicionistas. Cuando toma la palabra en la Asamblea Nacional, el 2 de agosto de 1 789, pone en guardia contra el efecto incendiario que tendría la proclamación de los derechos humanos sobre la «multitud inmensa de hombres sin propiedades» en ardua lucha por la «subsistencia», propensos a soliviantarse con el «espec­ táculo del lujo y la opulencia» (en Fauré 1 988, p. 1 62) . No hay nin­ guna referencia a los esclavos. En otras palabras, para Malouet está fuera de discusión que los esclavos negros no pueden incluirse entre los titulares de derechos humanos; el peligro es que tales derechos los reclame el pueblo humilde de París, no el ganado humano de Santo Domingo. La segunda crisis grave del paradigma iusnaturalista la provoca el movimiento feminista, que empieza a tomar cuerpo en Francia alen­ tado por el derrocamiento del antiguo régimen: declinando en fe­ menino los derechos del hombre y el ciudadano proclamados por la revolución francesa, Olympia de Gouges redacta en 1 79 1 , el mismo año de la rebelión de los esclavos negros en Santo Domingo, la De­ claración de los derechos de la mujer y de la ciudadana. De nuevo nos enfrentamos a un problema conocido: ¿debe incluirse a la mujer entre los titulares de derechos naturales e inalienables? En este caso la res­ puesta también dista mucho de ser evidente, como lo demuestra el trágico fin de Gouges, guillotinada en 1 793, cuando quien tenía el poder era Robespierre, un convencido partidario del paradigma ius­ naturalista. Por otro lado, el dirigente jacobino no tuvo inconve­ niente en apelar a dicho paradigma cuando, aun antes de sancionar la abolición de la esclavitud negra, proclamó «los derechos políticos de los hombres de color» y exigió que en ellos se respetaran también los «derechos de la humanidad» (Robespierre 1 950- 1 967, vol. 7, pp. 366 y 728) . Mucho más allá de este caso ejemplar, en la tradición liberal la ex112

dusión de la mujer de los derechos políticos se consideró algo obvio durante mucho tiempo, por tratarse de quien está a cargo del niño y del menor: en ambos casos se trataba de aceptar serenamente la falta de la madurez necesaria para la participación en la vida política. Esto, para Marx y Engels, confirma que la tradición iusnaturalista, con su proclamación de los derechos naturales e inalienables, no es el instru­ mento adecuado para poner realmente en entredicho la esclavitud negra, la esclavitud asalariada y la esclavitud doméstica de la mujer, superando su condición de «simple instrumento de producción». Por último, el tercer momento de crisis del modelo iusnaturalista fue la irrupción del movimiento obrero en la escena de la historia. Marx se detiene extensamente en la ley francesa de junio de 1 79 1 que prohíbe las coaliciones obreras como «atentado contra la libertad y la Declaración de los derechos del hombre>>. El relator, Isaac R. G. Le Chapelier, reconoce que los obreros se hallan de hecho en «esa de­ pendencia absoluta causada por la privación de los medios de sub­ sistencia necesarios, y que es casi la dependencia de la esclavitud», pero aun así considera que es prioritaria la tutela del derecho del hombre a la libertad del trabajo que los nacientes sindicatos obreros pretenderían conculcar (MEW, 23; 769-770). Más que nunca queda en evidencia un fenómeno contradictorio, el hecho de que clases so­ ciales enfrentadas agiten la bandera iusnaturalista. Las masas popu­ lares reivindican el derecho a la vida que, según Robespierre ( 1 950- 1 967, vol. 8, p. 90 y vol. 9, p. 1 1 2) es el primero de los «dere­ chos imprescriptibles del hombre». Corresponde al poder político garantizar que prevalezca sobre las relaciones de propiedad; pero de inmediato las clases acomodadas consideran que esta intervención es una vulneración intolerable del derecho natural al disfrute sin corta­ pisas de la propiedad. Esta postura explica el balance que se hace en La sagrada familia: «El reconocimiento de los derechos del hombre por el estado moderno no tiene un significado distinto que el reco­ nocimiento de la esclavitud por el estado antiguo» (MEW, 2; 1 20). O bien, por citar esta vez La cuestión judía, «la aplicación práctica del derecho del hombre a la libertad es el derecho del hombre a la 1 13

propiedad privada» y esta, a su vez, es «el derecho del hombre» a dis­ frutar de su «propio patrimonio» y disponer de él «sin atender a los demás hombres» (por ejemplo, a los esclavos, o también a los semies­ clavos, cuya existencia se ve obligado a reconocer el propio Le Cha­ pelier) (MEW, 1 ; 364). En conclusión: lo mismo que el paradigma contractualista, el iusnaturalista adolece de un doble formalismo. La categoría de los derechos del hombre puede subsumir contenidos distintos y contra­ dictorios entre sí: derecho del propietario a disfrutar y disponer a su antojo de su propiedad; o bien, por el contrario, derecho a la vida y a una existencia digna, garantizado mediante la intervención del poder político sobre las relaciones de propiedad, es decir, mediante una intervención que es una clara vulneración de los derechos hu­ manos desde el punto de vista del propietario. Pero el formalismo más grave es el segundo, el que concierne a la figura del titular de los derechos humanos: ¿quiénes son los sujetos sociales realmente com­ prendidos en esta figura? Locke, representante destacado del con­ tractualismo, no pone objeción alguna ante la figura del esclavo negro, que es objeto y no sujeto del contrato: Grocio, máximo repre­ sentante del iusnaturalismo, tampoco cuestiona la figura del esclavo negro, que no está incluido entre los titulares de derechos inaliena­ bles, es más, puede ser el objeto del derecho inalienable a la propie­ dad y al disfrute ilimitado de la propiedad, derecho que tienen los ciudadanos libres. Un ejemplo tomado de la historia puede ilustrar este asunto. En los Estados Unidos de América recién constituidos tras una rebelión inspirada en motivos ideológicos tomados tanto del contractualismo como del iusnaturalismo, Virginia y otros estados premiaban con tie­ rras y esclavos a los veteranos de la guerra de independencia (Losurdo 2005, cap. II, § 6) . El esclavo, como no estaba incluido entre los firmantes del con­ trato ni entre los titulares de derechos inalienables, no podía apelar al contractualismo ni al iusnaruralismo en su aspiración a la libertad. En otras palabras, tanto el paradigma contractualista como el para1 14

digma iusnaturalista adolecen de dar por supuesto lo esencial, de dar por supuesto lo que, por el contrario, es el resultado de una lucha prolongada y a veces tan enconada que asume la forma de lucha armada: este «presupuesto» es el reconocimiento mutuo de los fir­ mantes del contrato o los titulares de derechos inalienables o, mejor dicho, de quienes se reconocen mutuamente como firmantes del con­ trato o como titulares de derechos inalienables.

6. Hegel Marx y elparadigma de la lucha por el reconocimiento Es preciso, por tanto, partir de la lucha por el reconocimiento. Aun centrándonos exclusivamente en la metrópoli capitalista, la lu­ cha proletaria promovida por Marx y Engels, mucho más allá del re­ parto vigente de la renta, denuncia las relaciones de coerción y los procesos de deshumanización inherentes a la sociedad capitalista. Por otro lado, es imposible deslindar claramente la lucha por la redistri­ bución de la lucha por el reconocimiento. Un hombre en peligro de muerte por inanición -observa Hegel en las Líneasfundamentales de lafilosofla del derecho (§ 1 27)- está reducido a una condición de «ca­ rencia total de derechos», a una condición que, en realidad, es propia del esclavo; y lo que define la figura del esclavo es que no está in­ cluido en el concepto universal de hombre, que no se le reconoce como hombre. Pero ¿está bien documentada la influencia de Hegel sobre los dos filósofos y militantes revolucionarios? Paradójicamente, la presencia del paradigma hegeliano de la lucha por el reconocimiento se ma­ nifiesta con especial claridad a propósito de la relación, no entre individuos empíricos, sino entre pueblos, es decir, a propósito de un ámbito que Hegel no tomó en consideración de un modo explícito cuando desarrolló su análisis de la lucha por el reconocimiento. Ve­ remos que en varias ocasiones Marx y Engels afirman que «Un pueblo que oprime a otro no puede ser libre». Lo cual nos remite directa­ mente a la Fenomenología del espíritu, que sintetiza así el resultado 1 15

de la dialéctica del siervo y el amo: «Se reconocen como reco nocién­ dose mutuamente». O, por dar ahora la palabra a la Enciclopedia (§ 43 1 Z) : «Solo soy realmente libre cuando el otro también es libre y yo le reconozco como libre» (Hegel 1 969- 1 979, vol. 3, p. 1 47 y vol. 1 0, p. 220). Para comprender la amplitud de la presencia en Marx del motivo de la lucha por el reconocimiento es preciso tener en cuenta que Hegel desarrolla dicho motivo recurriendo a dos lenguajes distintos. El primero ya lo hemos visto; ahora debemos indagar el segundo, que es más elíptico y arranca de una importante distinción formulada en la Ciencia de la lógica. Hay que distinguir entre «juicio negativo simple», que en relación con un sujeto niega un predicado determi­ nado y limitado (esta rosa no es roja) , y «juicio negativo infinito», que, en vez de uno o varios predicados concretos, niega el sujeto como tal (esta no es una rosa) . Es decir: si el juicio negativo infinito niega el género (la rosa como tal), el juicio negativo simple solo niega la especie, la determinación específica (el color rojo de la rosa) . Esta distinción lógica también nos puede ayudar en el análisis de las rela­ ciones sociales. Una cosa es -subraya Hegel- la «controversia civil» que interviene, por ejemplo, en la disputa entre los herederos de una propiedad determinada a la hora de repartirla o asignarla. Quien se dirige a un tribunal por haber sufrido un atropello es víctima de un juicio negativo simple: en su caso se ha vulnerado «solo este derecho particular» y no «el derecho como tal», no la «capacidad jurídica de una persona determinada» . Una cosa muy distinta es el derecho penal, que es la esfera de aplicación de un juicio negativo infinito: el delito propiamente dicho niega también lo universal, la «capacidad jurídica» de la víctima, que no es reconocida como sujeto titular de derechos y en última instancia tampoco es subsumida en la categoría de hombre. El género negado en el juicio negativo infinito que es propio del delito es el género «hombre», mientras que en el juicio negativo simple de la controversia civil lo que se pone en discusión es la especie, y la determinación específica con arreglo a la cual se reconoce que una persona es propietaria de algo. Pero el delito, al no 1 16

subsumir a la víctima en el género «hombre», suprime el reconoci­ miento del otro. Según Hegel, también contra el esclavo se pronuncia un «juicio negativo infinito», pero un «juicio negativo infinito» pleno, de una «infinidad» totalmente adecuada al concepto: la negación del reco­ nocimiento ha alcanzado su ápice. Por eso la esclavitud puede con­ siderarse el «delito absoluto», un delito que en cierto sentido es incluso peor que el asesinato. En este último caso, aunque la negación del reconocimiento y del concepto universal de hombre tiene un re­ sultado fatal, se consuma en un instante. La esclavitud, en cambio, es una negación del reconocimiento y una cosificación transformadas en una práctica cotidiana, ininterrumpida. Por su parte, el ham­ briento en peligro de muerte por inanición y reducido a una condi­ ción de