La invención de la libertad
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JUAN ARNAU LA INVENCIÓN DE LA LIBERTAD

JUAN ARN AU LA I N V E N C I Ó N DE LA L I B E R T A D

ATALANTA 2016

En cubierta: Ilustración de Quint Buchholz. BuchBilderBuch, 1997.

Dirección y diseño: Jacobo Siruela

Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra sólo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a cedro (Centro Español de Derechos Reprográficos, www.cedro.org) si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra.

Todos los derechos reservados. © Juan Arnau © de la ilustración, Quint Buchholz, 1997

© EDICIONES ATALANTA, S. L. Mas Pou. Vilaür 17483. Girona. España Teléfono: 972 79 58 05 Fax: 972 79 58 34 atalantaweb.com

ISBN: 978-84-943770-7-5 Depósito legal: Gi.-222-2016

ÍN DICE

Prólogo i3 William James La aventura de creer 23 Henri Bergson La emoción creadora

91 Alfred North Whitehead Un universo de percepción 193

Epílogo 261

Bibliografía 267

índice analítico y onomástico 273

La invención de la libertad

El hombre ya no sólo da leyes a la naturaleza, sino que las asimila. Es ella la que se mantiene firme y él quien tiene que aco­ modarse. Es él quien tiene que registrar la verdad, por inhumana que sea, y someterse a ella. La visión es materialista y deprimente: nada que ver con la valentía y la espontaneidad románticas. Los ideales se convierten en productos inertes de la fisiología; lo ele­ vado es explicado por lo inferior. William James

N o engañan los sentidos, engaña el entendimiento. Johann W. Goethe

Se vive en el paisaje y se vive el paisaje. Se sirve al paisaje y también se lo hace servir. El organismo puede rendirse al medio, pero también hacerlo rendir, modificarlo, hacerse un lugar. Se ter­ giversa la genuina evolución al ignorar esa posibilidad. Y esta otra: que la comunión con el ideal proporciona nuevas fuerzas al medio. James de Kilkenny

Se habla de una racionalidad, pero hay tantas racionalidades como ciencias. Henryk Skolimowski

Prólogo

La invención de la libertad El mundo es una invención de la libertad. Eso man­ tuvieron, cada uno a su manera, los protagonistas de este volumen. La libertad es un hecho, quizá el más fun­ damental, y el hombre está lejos de ser una marioneta biológica como sostienen las corrientes dominantes de la ciencia contemporánea. También sostuvieron que no hay tal cosa como las leyes de la naturaleza y que los organismos pueden dictar nuevos hábitos a los hábitos del mundo. Este libro es un homenaje a aquellos que, en el siglo de la física y del materialismo mecanicista, de­ fendieron que la filosofía no debía someterse a la ciencia y que la causalidad no se limitaba a la influencia física entre entidades materiales. Que el universo carezca de leyes universales no significa necesariamente que sea caótico o azaroso. Los hábitos, gracias a los cuales es posible el conocimiento, funcionan localmente y, como tales, pueden cambiar y evolucionar. Se abre ante noso­ tros un panorama bien distinto. El de un universo vivo y creativo, cuyo destino no está escrito sino que se en­ 15

cuentra regulado por la vida consciente y el ejercicio de la libertad. La idea del universo como organismo es al menos tan antigua como Platón. En el Timeo se dice que el universo es un ser viviente con alma e inteligencia, una idea que también se puede rastrear en algunas tradiciones de la In­ dia y que fue especialmente fecunda en el Renacimiento europeo. N o deja de resultar curioso que fueran dos ma­ temáticos tan competentes como Berkeley y Whitehead quienes la recuperasen para la modernidad. Desde esta perspectiva, la evolución cósmica discurre en paralelo a la evolución espiritual de los seres. Espacio y tiempo se conciben como una fermentación de la vida que percibe y siente. El espacio no se distribuye ya mediante fuerzas concéntricas e impersonales como la gravedad, sino me­ diante las excentricidades de la vida consciente. Episo­ dios mentales que abren caminos en el espacio y dibujan la curvatura del tiempo. Esta filosofía ofrece además una perspectiva compro­ metida con la vida. Sostiene, muy científicamente, que la escala de observación crea el fenómeno, y el fenómeno que interesa aquí es la vida. Mi aproximación a estos pen­ sadores no pretende crear una nueva jerga filosófica, y la intención del libro es periférica respecto a los grandes sistemas de pensamiento (Whitehead elaboró uno, pero no me detengo demasiado en él). En general desconfío de la minucia teórica, las abstracciones y el academicismo: dos de los tres pensadores aquí reunidos carecieron de instrucción filosófica formal; les interesaba fundamental­ mente el tema de la libertad y, más en concreto, el asunto vital de por qué estamos, por expresarlo de un modo iró­ nico, sometidos a la libertad. La filosofía de la libertad descree de gran parte de la me­ lé

tafísica científica acerca de la condición humana y la na­ turaleza de la conciencia (un epifenómeno del cerebro), pero no reniega de la ciencia. A l contrario, bebe cons­ tantemente de ella, aunque no de la corriente ancha y ruidosa que domina el paisaje del conocimiento, sino de otra más profunda y silenciosa, orillada, ya antigua y que en la modernidad viene desarrollándose, más o menos, desde que Berkeley formuló su filosofía. Le interesa es­ pecialmente la atención (en ese sentido es muy budista) y cree con Whitehead que el mundo está constituido más por percepciones que por cosas. De hecho, se trata de una filosofía de la percepción. Percepción y libertad se implican una a otra de un modo profundo. Así pues, esta filosofía no pretende explicar la percepción sirviéndose de aquellos elementos que la hacen posible, como tampo­ co se interesa en buscar la realidad detrás del escenario, sino que prefiere poner en juego la percepción, ejercerla, recrearse en ella. Un enfoque que desconfía de los discur­ sos que recurren a un revés de la trama, que explican los fenómenos de una escala mediante los de otra (el esfuer­ zo mediante el sudor, el dolor mediante las lágrimas, el tiempo mediante el reloj). Detrás de cada trama hay otra, y hurgar sucesivamente en ellas no garantiza un fondo ni un sentido. La actitud analítica es, la mayoría de las veces, una forma de escurrir el bulto, de desentenderse de la vida. Lo cual no es sólo un disparate sino también una irresponsabilidad. La vida va en serio. Empatia, creatividad y atención: éstos son los tres ejes de la propuesta que plantea este libro. El siglo xx euro­ peo se entretuvo demasiado con las filosofías del lamento (existencialistas) y las filosofías del lenguaje (analíticas). Es hora ya de acometer una filosofía de la percepción, una filosofía que aborde la cuestión de la sensibilidad, no 17

desviando la atención hacia sus causas, o hacia el análisis de los órganos que la hacen posible, sino centrándose en el modo de ejercerla, de vivir sumergidos en ella. Berkeley sostenía que ser es percibir y que el mundo está hecho de impresiones. La luz, los sonidos y el tacto de­ vienen, como decía Goethe, apariencia verdadera. Las sensaciones no son duplicados interiores de las cosas, son las cosas mismas. Sujeto y objeto se confunden, ya no hay un yo frente al mundo, lo que hay es una participa­ ción mutua del mundo y del yo, una inmersión en el agua clara (o turbia) de la sensibilidad. La vida se dirime entre lo que vemos y lo que recor­ damos, en el balance, o mejor, en la tensión, entre per­ cepción y memoria. En lo que vemos ahora está lo que vimos: la memoria configura la presencia. Y la presencia convoca aquello que vimos: da juego al recuerdo. Ése es el tinglado en el que nos movemos, en ese doble juego se dirimen nuestras actuaciones. ¿Qué valor tendría una filosofía si no afectara a la conducta? Poco importa que el arcoíris sólo exista en el fondo de la retina. La vida se decide en ciertas franjas de la percepción. Poco im­ porta que los laboratorios logren ampliarlas: las cámaras de burbujas o los telescopios nos ofrecerán siempre imá­ genes, otras imágenes, incongruentes con las cotidianas, que revelarán que detrás del escenario hay otro escena­ rio, con sus propios bastidores, y así sucesivamente. Hi­ los sobre hilos: una visión vertiginosa. Evitar la retórica de lo elemental, el espejismo de la simplicidad (expli­ car lo complejo mediante la adición de factores simples, la flor mediante la estadística molecular), es uno de los propósitos de estas páginas. Vivimos a escala humana y otros hilos invisibles nos mueven: aquello que vimos y re­ cordamos y aquello que vimos y no recordamos, tejidos 18

antiguos que configuran brumosos deseos. En ese esce­ nario, la actividad científica dominante propone mode­ los de descripción de la experiencia sensible mediante la influencia del mundo exterior. Priman las descripciones mecánicas y los modelos que permiten la previsión y la anticipación (la obsesión por el control es una prioridad científica). Modelos a posteriori que arrojen luz a priori. De ahí que algunos vean en el positivismo una actitud mojigata, una beatitud que hace escrúpulo de todo, que duda y recela. Una asepsia vital. Son las impresiones de lo vivo y consciente las que gobiernan la sucesión de las leyes. ¿Qué sentido tendría una ley impersonal? ¿Acaso las leyes no tienen su propio itinerario histórico, su propia vida? ¿Es la ley subsidiaria de la percepción, o bien es a la inversa? A l crear la ley dejamos que la percepción se someta a ella, olvidando nuestra responsabilidad. N o es fácil resistirse a la cosmovisión analítica ni a los prodigios de laboratorio. Ésa es la gran tentación de nuestro tiempo. Si algo nos enseña el pragmatismo es que la ley es una creación de la ima­ ginación humana, un dedo apuntando a una relación, un «¡mira!», no una cadena que limita nuestros movimien­ tos. Ese es el hiato entre el positivista y el filósofo de la libertad: su consideración de la teoría. Para el primero es la disección de una materia muerta; para el segundo, un alimento nutritivo, un aire que respirar. Las teorías no resuelven problemas, simplemente los sustituyen por otros. Donde el positivista ve ataduras y limitaciones, hay de hecho paisajes y horizontes. Ventanas para ver y para recordar. La solución al enigma de la vida no es sim­ bólica, nunca podrá ser una frase o una ecuación. La filosofía de la libertad desconfía de las abstraccio­ nes y promueve el amor a lo particular, que es el ámbito 19

singular en el que ocurre la vida. William Jam es dejó es­ crito en una de sus últimas conferencias que los hechos se concatenan de múltiples maneras (las manías del espacio y el tiempo), pero que no hay una unidad que los incluya a todos. U na apuesta firme por el pluralism o (siempre existe la posibilidad de la autodeterminación o de perma­ necer al margen) que no desdeña la inspiración que susci­ ta el monismo. U na manera de decir que todos los dioses son locales, que todos tienen sus hábitos y sus manías, y que todos pueden crecer.

El te a tro de la certeza Para las corrientes dominantes del pensamiento, tan­ to en las neurociencias como en la filosofía de la men­ te, los seres humanos somos zombis: nos comportamos de manera automática, guiados por impulsos eléctricos, reacciones químicas e interacciones sinápticas. N o hay ningún fantasma en la máquina, somos autómatas cons­ tituidos por todas esas conexiones y procesos tangibles y mensurables. Y no hay nada más. Por otra parte, ese concierto electroquímico y neuronal no depende de no­ sotros (agota lo que somos) y nuestra influencia sobre él resulta insignificante, sólo algunos ajustes pueden modi­ ficarlo. De este modo se crea la ilusión de la conciencia y, con ella, la de las emociones, los sueños y los temo­ res. La conciencia es, según la antropología imperante, un epifenómeno del cerebro. A lgo parecido al vapor que desprende el agua hirviendo. Se parece más a un estor­ nudo o a un sudor frío que a la capacidad del espíritu de reconocer aquello que experimenta. N o es difícil advertir en estas propuestas una estra­ 20

tegia de dominación. La ciencia moderna (representada aquí por el paradigma dominante) pretende robarnos la voluntad y, además, que le demos crédito. Pero ¿cómo vamos a hacerlo si carecemos de voluntad? Creer o no creer es ya un acto de la voluntad (y, por supuesto, de muchas otras cosas), pero, desde esa perspectiva, carece­ mos del libre albedrío necesario para llevar a cabo esa ca­ pacidad, tan cálida, tan humana, tan afectiva y necesaria para la vida: creer. Con frecuencia nos dejamos intimidar por las cre­ denciales científicas y olvidamos que el paradigma mecanicista imperante es bastante reciente (básicamente se remonta a Boyle y Newton). Dicho paradigma viene cuestionándose desde los años veinte del siglo pasado y algunas voces se han alzado contra el prolongado intento de explicar la conciencia reduciéndola al comportamien­ to de células nerviosas, neurotransmisores y sinapsis. La sensibilidad científica (ávida de certezas) y el entusias­ mo tecnológico han llevado a afirmar que el cerebro es la causa de la conciencia, describiéndolo como una especie de computadora, y a admitir como corolario que las má­ quinas pronto llegarán a ser conscientes. Frente al entu­ siasmo ingenieril por lo tecnológico, algunos humanistas de corte mesiánico, aficionados a lo «oculto», hablan de una conciencia nueva, más amplia y expansiva, cuyo co­ ciente emocional y espiritual desplazará definitivamente a esa abstracción tan poco útil para la vida que se llama coeficiente intelectual. Pero hay otras antropologías para las cuales la concien­ cia no es algo que pueda tomarse o dejarse, aunque algu­ nos pretendan haberse desembarazado de la insidiosa com­ pañía de ese trasfondo de la existencia. Cualquiera que se haya paseado por las altas mesetas de la filosofía sabe que

la conciencia carece de cualidades primarias, esas que in­ teresan tanto a los animales de laboratorio: tamaño, soli­ dez, extensión. N o es grande ni pequeña, carece de peso y de medida, no es lenta ni veloz (aunque pueda experi­ mentarse como tal en los denominados estados altera­ dos de conciencia), así como tampoco parecen afectarle las restricciones del espacio y el tiempo. ¿Cuánto pesa una nostalgia? ¿Cómo medir los miedos y las esperan­ zas sino comparándolos con otros miedos y otras espe­ ranzas? Cuando uno se plantea seriamente la duración de un anhelo, tiene la sensación de que el tiempo es un derivado del anhelo y no a la inversa. En esa convicción viven aquellos que consideran lo sólido y manipulable como resultado de la imbricación de sensaciones táctiles y visuales, y desde esta perspectiva la conciencia resulta irreductible. Paradójicamente, la conciencia es lo más íntimo y, a la vez, lo más distante. Lo primero por su evidencia y pre­ sencia plenas, lo segundo por ser un trasfondo esquivo, huidizo e inaprensible. N o consiente en medidas, ni si­ quiera en negligencias y olvidos. En ocasiones cambia de forma, por ejemplo cuando dormimos, pero siempre está ahí, ya como una madre desafecta, ya como una compa­ ñera fiel. Una de las mejores definiciones de la conciencia que he encontrado proviene del samkhya, una antigua filosofía india para la que la conciencia es al unísono ori­ gen y presente.

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W IL L IA M JA M E S

La aventura de creer

Dioses locales El nominalismo inglés del siglo xiv resurge en el escrupuloso idealismo inglés del siglo xvm; la economía de la fórmula de O ccam, entia non sunt multiplicanda praeter necessitatem, permite o prefigura el no menos taxativo esse est percipi. William James enriquece, a partir de 18 8 1, esa lúcida tradición. Com o Bergson, lucha contra el positivismo y contra el monismo idealista. Aboga, como él, por la inmortalidad y la libertad. Jorge Luis Borges

William James llegó a la filosofía tras abandonar su vo­ cación de pintor y asumir la formación científica (quími­ ca, fisiología, anatomía) inducida por su padre. Se tituló en medicina pero no ejerció la profesión. Era alérgico al tubo de ensayo y nunca sentiría atracción por el trabajo de laboratorio. La psicología, entonces una excentricidad (que él mismo contribuyó a fundar), le permitió escapar de la fisiología y la anatomía, de las que fue profesor titu­ lar en Harvard. Se interesó por la teología (su padre había sido un aventurero en la materia) y leyó a Schopenhauer, Fichte, Spencer y Goethe. Era demasiado intenso para congeniar con la tibieza positivista y demasiado despier­

to para el materialismo, «que sugiere una infinita fábrica insomne» (Borges). Le disgustaban la sobrestimación del método científico (un modo de satisfacer los deseos de una comunidad) y la reducción de las experiencias emo­ cionales y estéticas a modelos mecánicos o a ilusiones creadas entre bastidores. La retórica de lo elemental (ex­ plicar lo elevado mediante lo inferior) siempre le pareció una forma de eludir la aventura de la vida. William James fue un escritor admirable que nos ha legado una serie de máximas inolvidables: no somos el eco de un murmullo biológico ni nuestros ideales son el resultado de una fisiología ciega o inerte; la idea más rabiosamente teórica y neutral responde por fuerza a las necesidades e intereses que suscita la experiencia (erudita o arrabalera), es decir, a un conjunto de valores estéti­ cos, metafísicos o morales; no es posible vivir, ni siquiera pensar, sin cierta dosis de confianza; la confianza en la ra­ cionalidad del mundo es la hipótesis de trabajo de la cien­ cia, un ambicioso presupuesto fundado en una esperanza casi religiosa de que las cosas ocurren por una razón, que simplemente debemos descubrir. James, que experimentó en sus propias carnes la an­ gustia existencial y la depresión, creía en la responsabi­ lidad individual frente a la vida. Sabía que la conexión que uno logra con el universo es aquello que lo hunde o lo sostiene, y que la emoción cósmica (así llamaba al hecho religioso) no era sino un modo particular y cul­ turalmente determinado de establecerla. Una asociación que hace posible la confianza y, con algo de suerte, la expansión y el entusiasmo. Se atrevió a ser un hereje de la filosofía, a postular un «multiverso» de hechos parti­ culares donde la racionalidad existiera sólo a trozos y no en bloque. Tuvo la sagacidad de advertir que la filoso­ 26

fía británica había caído (vía Hume) en manos de Kant (que concibió que espacio y tiempo eran anteriores en la mente a la percepción), e hizo la vista gorda ante ese giro siniestro. Se mantuvo fiel al empirismo radical. Como re­ cordó Borges, logró que sus hipótesis tranquilas fueran no menos atrayentes que las más fantásticas invenciones de la razón. Una filosofía supeditada a la vida, que no pretende atenuar la diversidad y riqueza del mundo, sino simplemente acompañarla, crecer con ella.

Los James de A lb an y Unas décadas después de que Berkeley abandonase Rhode Island, otro irlandés desembarcaba en Newport. Se trataba de un joven que llegaba con lo puesto y con un puñado de monedas en el bolsillo. A l cabo de unos pocos días se había colocado en una mercería y en tres años regentaba su propio negocio. A los treinta años, tras adquirir varios inmuebles y tierras, construyó una fábrica de tabaco. La afluencia de dinero era tal que abrió un banco. Expandió su actividad mercantil hacia el valle del Mohawk y promovió la construcción del canal de Erie y las salinas de Jamesville. Sobrevivió a tres ma­ trimonios y a tres socios comerciales. Pilar de la Iglesia presbiteriana, vigoroso y perseverante, fue conocido en toda Nueva Inglaterra como William James de Albany, titular de una de las mayores fortunas del estado y padre de catorce hijos. El verano de 1832 trajo el cólera. El brote había es­ tallado entre los inmigrantes de un barco fondeado en Montreal. A l poco tiempo la epidemia había alcanzado los suburbios de Nueva York. Se la combatía con san­ 27

grías, purgas y alcohol. Desde los púlpitos se exhortaba al ayuno y la plegaria, mientras los vendedores de perió­ dicos vociferaban los síntomas: falta de apetito, sarro en la lengua, opresión en el estómago y manchas en la piel. Las calles de la ciudad se quedaron desiertas, los estable­ cimientos cerraron y los que pudieron huyeron al campo. Los vendedores de láudano hicieron su agosto. El cólera se propagó hasta Albany y William James decidió que había llegado la hora de redactar su testamento. El can­ sancio y la enfermedad no tardarían en llevárselo, antes de que el otoño tocara a su fin. Ese mismo verano, su hijo Henry había abandonado la universidad para cambiar el derecho por un puesto en el Daily Craftsman, un periódico local de orientación jacksoniana. El oficio de editor le obligaba a vivir de no­ che. Después de la jornada laboral, con su pierna de cor­ cho y su espíritu inquieto, hacía la ronda por los tugurios de Albany. Leía a Swedenborg y bebía en exceso. Busca­ ba un anclaje que no encontraba en el dios colérico del trabajo y la austeridad. Para su padre, ese cambio de vida suponía una doble traición, pues necesitaba un abogado para sus litigios y el apoyo moral de su hijo en su cam­ paña contra el derroche y el vicio. El gran patriarca de­ cidió, por el bien de su alma, recortar la participación de Henry en los bienes inmuebles que con tanto celo había adquirido. El testamento se complicó. Sus albaceas estaban auto­ rizados a desheredar a cualquiera que llevase una vida licenciosa, y Henry, uno de los ocho vástagos que habían sobrevivido, entraba en esa categoría. Recibió la parte más pequeña de la herencia: anualidades derivadas de los intereses devengados sobre rentas y ganancias. En un pri­ mer momento se resignó, pero luego decidió recurrir el 28

testamento: el litigio duraría catorce años y Henry termi­ naría recibiendo una herencia que le costeó el ocio de por vida y le permitió dedicarse a la educación de sus hijos. Dos de ellos serían célebres: el escritor Henry James y el filósofo William James. Si el abuelo fue importante en la vida del filósofo, el padre no lo sería menos. Henry James padre, segundo hijo de la tercera esposa de William de Albany, había tenido un progenitor autoritario y emocionalmente dis­ tante, incapaz de inculcar en su hijo esa mezcla de pie­ dad y espíritu adquisitivo tan propia de los emigrantes. Hacer dinero y guardarlo no fue para Henry una prio­ ridad. Sí lo fue gastarlo en la educación de sus hijos. El padre del filósofo fue un perfecto diletante, que carecía de una profesión definida (se limitaba a dar alguna que otra conferencia) y no mostraba ningún interés por las instituciones. Había hecho de la lectura, la meditación y la escritura una vocación que ponía a prueba en con­ versaciones con las mentes más esclarecidas de su épo­ ca: Emerson, Wilkinson, Carlyle, Thackeray y Thoreau fueron algunos de sus amigos o contertulios. N o tenía mucha estima por los escritores de su tiempo, salvo quizá Whitman. Thoreau dejó escrito que «fue un hombre lo suficientemente abundante, de quien se podía disentir de manera muy satisfactoria, tanto a causa de sus doctrinas como de su buen humor». De niño había sufrido graves quemaduras tratando de apagar un incendio. Le amputaron una pierna y es­ tuvo tres años convaleciente. Estudió en el Union College, del que su progenitor era prácticamente el propie­ tario, y se graduó en 1830. Su padre, un presbiteriano de postín, desaprobaba sus ideas religiosas. Ingresó en el Seminario Teológico de Princeton como preparación para 29

el ministerio pero, desconcertado por «enormes dificul­ tades», acabó abandonando los estudios. Se casó con M ary Robertson Walsh, la hermana de un compañero seminarista. La pareja se estableció en Nueva York y tuvo cinco hijos: William (el filósofo), Henry (el escri­ tor), Wilkinson, Robertson y Alice. Poco antes del nacimiento de William, comenzó a profundizar en la figura de Swedenborg. En la obra del científico y visionario sueco encontraría su hogar espi­ ritual. En mayo de 1 844 tuvo una revelación. La familia solía pasar largas temporadas en Europa y vivía enton­ ces en Windsor, Inglaterra. Un día, después de la cena, se encontraba junto a la chimenea cuando se quedó absor­ to contemplando el fuego. Más adelante interpretaría su visión como un «pasaje» que se inscribía en un proceso de regeneración espiritual. Se apoderó de él «un terror demente y abyecto, sin causa aparente», que desencadenó una crisis espiritual que duraría dos años. A partir de entonces nunca viajaría sin las obras de Swedenborg en el equipaje. Encontró en el pensamiento de Fourier un aliado y fue un crítico severo del indivi­ dualismo materialista: «La maldición de la humanidad, lo que mantiene la virilidad paupérrima y depravada, es el sentido de la individualidad, y el abominable flujo de opiniones que engendra». Carecía de la simpatía hacia la ciencia que era común en su época y fue un firme defen­ sor de reformas sociales como la liberalización del divor­ cio y la abolición de la esclavitud. Aunque sus ideas fueron recibidas por sus contem­ poráneos con escaso entusiasmo, él nunca se desalentó y siguió escribiendo durante toda su vida (su hijo Henry recopilaría en un volumen algunos de sus mejores frag­ mentos). Disfrutaba de las conversaciones siempre que 3°

sus contertulios soportaran sus devastadoras críticas. Se deleitaba en la paradoja y la exageración y le gustaba mo­ farse de los convencionalismos. Más inclinado al afecto y al pensamiento que a la acción, diría de sí mismo que prefería la chimenea al foro. Participó activamente en la vida y en la educación de sus hijos. Organizaba estancias en Europa para que aprendieran las lenguas del continen­ te y conocieran las personalidades y los bastiones de su cultura. Les transmitió su pasión por el arte, la ciencia y el pensamiento. Su hijo favorito, William, se debatiría durante doce años (1860-1872) en busca de su vocación, transitando primero por la pintura (fue un gran dibujante y recibió clases de los mejores profesores europeos) y luego por las ciencias naturales. Su mala salud le permitía ausen­ tarse del trabajo de laboratorio y justificar sus reiterados viajes a Alemania, Francia o Italia. Era un apasionado de la ficción literaria y filosófica, pero resolvió terminar sus estudios de medicina. A pesar del profundo afecto de su padre, la exigencia implícita de que se convirtiera en un académico de éxito (cosa que él no había hecho) le pesaba como una losa. El joven William necesitaba distanciarse periódicamente de su padre, y sus crisis depresivas y epi­ sodios de angustia existencial serían otro pretexto para sus numerosas estancias en el extranjero. Más tarde diría: «Estudié medicina para ser fisiólogo, pero derivé hacia la psicología y la filosofía por una especie de fatalidad». Esa fatalidad fue, en gran medida, su padre. Henry James padre tuvo un matrimonio feliz. Tras la muerte de su mujer en el invierno de 1882, perdió las ganas de vivir y cayó en la indolencia. Por un tiem­ po pareció recuperarse, pero cuando sus hijos Henry y William partieron para Europa, se abandonó definiti­ 31

vamente. Ya no volvería a verlos. Murió en Boston el 18 de diciembre de ese mismo año, el día en que su hijo Henry desembarcaba en Nueva York. William seguía desde Londres los acontecimientos. Cuando tuvo co­ nocimiento de la gravedad de su estado, escribió una conmovedora carta que su padre nunca llegaría a leer: «En ese misterioso abismo del pasado, en el que el pre­ sente cae una y otra vez, sigues siendo para mí la figura central. Toda mi vida intelectual te la debo a ti y, aunque a menudo hemos estado en desacuerdo en la expresión, estoy seguro de que hubo armonía y convergencia en nuestros esfuerzos. Mi deuda contigo, tan temprana, tan penetrante, tan constante, resulta inestimable. Buenas noches, mi anciano y sagrado padre. Si no te vuelvo a ver: ¡Adiós! ¡Un bendito adiós!».

La emoción cósmica En el otoño de 1856 los James están en París. En una de las salas del Musée du Luxembourg, William contem­ pla un lienzo de Delacroix. Dante y Virgilio navegan en un infierno acuático. El remero gobierna con dificultad la embarcación ante el asedio de los elementos. A l fondo arde el horno de los muertos. Los náufragos de la laguna Estigia intentan abordar la barca. En sus denuedos hay desesperación, rabia y locura. El aprendiz de pintor hace algunos bocetos en su cuaderno: la mano en movimiento del poeta, los dientes del condenado clavados en la proa, las figuras ensimismadas por el torbellino de sus deseos. Dejará registrada en una carta la impresión de intensa violencia que le ha causado la visión del lienzo, su ira amarga y sombría, la inmundicia retorciéndose y gol­ 32

peándose a sí misma. Ha encontrado su vocación, aunque todavía no lo sabe. La mente, el deseo y la «emoción cós­ mica» serán sus objetos de estudio; para otros quedarán la bacteria, el hígado o el medicamento. Charles Sanders Peirce, que tenía fama de lunático, veía en la creencia el sedimento del pensamiento. La inquietud del pensar se resolvía en la quietud de la creen­ cia. Ése, y no otro, era el objeto genuino de la filosofía: la cristalización en la creencia, el pensamiento en repo­ so. Sólo entonces la acción podía ser firme y segura. Esa subordinación del pensamiento a la acción fue comparti­ da por su amigo William James. Siendo estudiante, James participó de una expedición biológica por el Amazonas. Por entonces consideraba que los naturalistas de gabi­ nete eran tipos infames, y lo mismo pensaría después de los teólogos sistemáticos, que encerraban la divinidad en adjetivos y categorías, alejados de la experiencia viva y numinosa. El filósofo preferiría el trabajo de campo (es­ cuchar el relato de esas experiencias) antes que diseccio­ nar el monstruo metafísico. Así, recogió el testimonio de John Caird, un escocés para quien lo esencial de dichas experiencias (frente a otras más convencionales como la moralidad) era transformar la aspiración en fruición, la anticipación en realización: «En lugar de abandonar al hombre a la persecución interminable de un ideal que se desvanece, lo hace partícipe real de la vida divina o infi­ nita. Ya veamos la religión desde el lado humano o desde el divino -como la rendición del alma a Dios o como la vida de Dios en el alma-, en ambos casos pertenece a su propia esencia que el infinito deje de ser una visión lejana y llegue a ser una realidad presente». La primera señal de que esto ocurre es que desaparece la división entre la con­ ciencia y su objeto; la conciencia alcanza así su realidad 33

plena, desbordada, impregnada de la presencia de lo infi­ nito. Ése será el tema que decante una de las obras más importantes de James: Las variedades de la experiencia religiosa, en la que se recogen las Gifford Lectures que impartió en Edimburgo en 1901 (más tarde disertarían en el mismo lugar Bergson y Whitehead). La emoción cós­ mica o religiosa deja de verse como una neurosis, como el resto de pasados primitivismos, para convertirse en un terreno fértil de investigación. La aproximación de James a lo religioso (antimateria­ lista, antisociológica, antiobjetivista) descarta la teología, el ritual y la organización eclesiástica para centrarse en la experiencia interior. H ay también un deseo de acallar el materialismo médico: los estados mentales tienen un valor sustantivo como revelaciones de una verdad viva. James decía sarcásticamente que si lo religioso era una neurosis (como pretendía Freud), el ateísmo podría ser una disfunción del hígado: «Cuando la sangre filtrase de determinada manera, tendríamos al metodista; cuando lo hiciese de otra, encontraríamos al ateo. Y así con todos nuestros éxtasis y sequedades, anhelos y excitaciones, dudas y creencias». Si así fuera, ningún pensamiento o sentimiento, incluidas las doctrinas científicas, poseería valor alguno como verdad, sino que surgiría automáti­ camente del estado del cuerpo. «Santa Teresa podría ha­ ber tenido el sistema nervioso de la vaca más apacible, y eso no habría salvado su teología si lo obtenido por otras verificaciones hubiese sido despreciable. Y de ma­ nera inversa, si su teología hubiese resistido las restantes pruebas, no habría tenido ninguna importancia su grado de desequilibrio nervioso o histeria.» Otro de sus enfoques característicos es la renuncia al valor genealógico, a lo que en otro lugar he llamado la 34

superstición del origen. El origen de una idea no tiene por qué ser decisivo en su valor, aunque pueda serlo en su comprensión, articulación o desarrollo. Una idea de ori­ gen noble puede ser trivial, mientras que otra de origen inmundo puede ser valiosa. Para rechazar esa superstición del origen, James esgrimía el ejemplo de George Fox, fundador de los cuáqueros y supuestamente esquizofré­ nico, insistiendo en que las ideas de Fox no debían afec­ tar al valor de la religión cuáquera. En sus conferencias defendía que esa locura (epistemológica e históricamente interesante) no jugaba ningún papel en el valor de la re­ ligión en sí misma. Simplemente se trataba, como decía Peirce, de una decantación del pensamiento en la creen­ cia, y lo que había que dilucidar es si esa creencia ayuda­ ba o no a vivir. Se da pues la bienvenida a las excentri­ cidades de la vida religiosa, con la simpatía de alguien para quien nada humano resulta indiferente. Los estados intensamente neuróticos, las voces y visiones clasificadas de ordinario como patológicas, podían ofrecer perspec­ tivas privilegiadas y lúcidas, mostrar aspectos no adver­ tidos de la realidad y cristalizar en creencias tanto útiles como inútiles. «¿Qué derecho tenemos a pensar que la naturaleza hace su trabajo a través de mentes perfectas?» Tal vez el temperamento neurótico fuese una antena más adecuada para captar ciertos fenómenos. William había heredado de su padre la desconfianza ha­ cia la ciencia positivista y su manía de ignorar los aspec­ tos ausentes (o no cuantificables) de la experiencia. Ponía un ejemplo sencillo: imaginar un filete provoca salivación. ¿N o era éste un asunto digno de ser investigado por la ciencia académica? Que la experiencia religiosa fuera ob­ jeto legítimo de la investigación científica no implicaba necesariamente una vuelta a la teología. El sentimiento 35

religioso es, entre otras cosas, una sensación de incompletitud. En algunos casos, lo que se siente en falta se relaciona con el temor, la dependencia o el «temblor or­ gánico» (como el que experimentamos en un bosque o en un desfiladero); en otros, con un «entusiasmo solem­ ne». Lo religioso favorece el ánimo serio y la gravedad, es hostil tanto a la ironía ligera como a la queja rotunda. La divinidad no es sino aquella realidad primaria a la que el individuo se siente impulsado a responder solemne y gravemente. Poco tiene que ver con el sentido del humor, que, como decía Renán, es el estado filosófico por exce­ lencia y «parece susurrar a la naturaleza que no la toma­ mos tan en serio como ella a nosotros». Todo el asunto de lo religioso se cifra en cómo aceptamos el universo, si lo hacemos de mala gana y parcialmente o de todo corazón y en conjunto, si consideramos la vida una dulce fábula o una pesadilla. Durante la época clásica se vivió en el Mediterráneo una suerte de patriotismo cósmico, cierta habilidad para simpatizar con los asuntos ajenos, mien­ tras en el norte se ponía el acento en el voluntarismo. H oy muchos aceptarían que la objetividad es un asunto convencional; la pregunta es si puede haber una convencionalidad cósmica (James probablemente diría que no). Así pues, la experiencia religiosa no era ni un autoengaño ni un misterio inexplicable. Aunque las palabras «Dios», «alma» e «inmortalidad» no incluyen ningún contenido sensible, podemos actuar como si hubiese un Dios, sentir como si fuésemos libres y hacer planes como si fuésemos inmortales. Entonces veremos cómo estas palabras estimulan una forma de vida genuinamente di­ ferente. Se puede navegar en el universo de los objetos concretos y comprobar que así como el espacio penetra todas las cosas, también la bondad abstracta, la fuerza, el 36

significado y la justicia penetran todas las cosas buenas, poderosas, significativas y justas. Como psicólogo, James estableció las corresponden­ cias entre ese tipo de experiencias y los temperamentos. Hay personas con una constitución armoniosa y equili­ brada, con impulsos adecuados a sus deseos, mientras que otras están desdobladas en yoes hostiles e implacables. Hay mentalidades sanas y mentalidades enfermas (domi­ nadas por el sentimiento de que el mundo está contra ellas). Spinoza ejemplifica como ningún otro filósofo la mentalidad sana. El sefardí sostiene que quien se guía por la razón, se guía por la influencia del bien sobre su men­ te, mientras que el arrepentimiento o los tormentos de la conciencia deben condenarse categóricamente, por ser pasiones perversas y nocivas: «Es manifiesto que siempre podemos obrar mejor si nos guiamos por la razón y el amor a la verdad que por los escrúpulos de conciencia y el remordimiento [...], un género particular de tristeza [...] que deberíamos mantener fuera de nuestras vidas». A James la investigación del temperamento no sólo le permitirá atacar el materialismo médico, sino también la nueva fe de la ciencia: el determinismo. En La volun­ tad de creer (1897) ya había abordado la legitimidad de la fe. Cualquier tipo de experiencia tiene un fin y está dirigida por la inclinación a obrar, pero los motivos y las intenciones nunca están libres de presupuestos e im­ plicaciones emocionales. Ese estado de cosas condiciona tanto la experiencia cotidiana como el trabajo de labora­ torio. Ningún científico se entrega libre de prejuicios al objeto de su investigación, sino que se deja dirigir por suposiciones, premisas y expectativas. Hasta en la más recalcitrante y fría teoría subyace el elemento cálido de la confianza (o fe) en la uniformidad de la naturaleza. La 37

conclusión de todo esto, quejantes se encargará de recor­ dar una y otra vez, es que el mundo se define por los fines e intenciones de los actores y no por patrones absolutos previamente dados. Estamos en América y el individuo tiene derecho a creer en un orden moral. Un orden que se verá fortalecido por la fe subjetiva y que garantiza cierta autonomía respecto al creador (si lo hubiere). Y aunque la omnipotencia divina quede mermada, se ganan rasgos humanos para su figura.

Materia o sensación ¿Qué es la materia? James limitará el concepto a su sentido más empírico. El valor efectivo de la materia son nuestras sensaciones. Todo lo demás es conjetura. Así es como la verificamos y cualquier otro modo de interpre­ tarla es simple juego de palabras o metafísica desafor­ tunada. El filósofo insistirá en que la genuina filosofía crítica no está en Kant, sino en el empirismo irlandés y escocés (Kant la hereda de Hume), y mientras que Berkeley se resiste a Newton, Kant se entrega a Hume sin miramientos. Whitehead también reconocerá aquí un punto de inflexión (que analizaremos en la última parte del libro), un giro que acabará haciéndose manifiesto con el desarrollo de la física cuántica y la relatividad, y con el destronamiento del espacio y el tiempo absolutos y apriorísticos. Otro escocés, John Caird (1820-1898), había realizado la transición que Kant no se atrevió a acometer: conver­ tir la omnipresencia de la conciencia en una condición general de «verdad» (no es de extrañar que Caird firmara un penetrante libro sobre Spinoza): «Si el hombre sólo 38

fuese una criatura de sensaciones pasajeras e impulsos, una sucesión eterna de intuiciones, imaginaciones, sensa­ ciones, entonces nada podría significar para él la noción de verdad o realidad objetiva. Pero es prerrogativa de la naturaleza del hombre la capacidad de abandonarse a un deseo o un pensamiento que sean más grandes que los suyos». Y en este punto el teólogo escocés parece citar la Bhagavadgita: «Como ser pensante, me es posible su­ primir y ahogar en mi conciencia cada movimiento de autoafirmación, cada noción y opinión que es simple­ mente mía, cada deseo que me pertenece, y llegar a ser el médium puro de un pensamiento que es universal; en una palabra, no vivir más mi propia vida, sino dejar que mi conciencia sea inundada y poseída por la vida Eterna e Infinita del Espíritu». Se diría que Caird reconoce una antigua creencia budista: el problema de la muerte no es otro que el problema del ego. Y ese nuevo yo, que no es tanto un no yo como un yo diluido o irónico, es más verdadero que el anterior. H ay entonces una posible par­ ticipación real en la vida divina o infinita. Se cumple así la vieja aspiración mística: lo finito se ha apropiado de lo infinito, lo infinito impregna lo finito. Estas tecnologías del yo tienen como resultado un rostro vivificado del mundo. La creencia se convierte en fuerza biológica: percepción y creencia resultan indisociables. El paisaje debe ser visto para ser creído y debe ser creído para ser visto. Pero la tendencia general de la biología es la contraria, pues enajenando la percepción de la creencia promueve la más sutil y desgarradora de las neurosis: la observación objetiva. Las ciencias de la naturaleza ignoran por entero las presencias espirituales y, en general, no mantienen ningún tipo de intercambio con el empirismo radical propuesto por James. A finales 39

del xix, el modelo de pensamiento matemático y mecá­ nico ya había colonizado, de un modo dramático, las disciplinas incipientes de la psicología, la biología y la antropología. James expone en este punto una contundente defen­ sa de la emoción y el sentimiento individual, haciendo explícita su negativa a subordinarlos a una objetividad convencional. La religión del individuo puede ser egoísta y sus realidades privadas estrechas, pero «el eje de la rea­ lidad sólo penetra en estos lugares egoísticos», espacios que siempre resultarán menos vacíos y abstractos que los de una ciencia que se enorgullece de ocultar lo privado. «Comparado con este mundo de vividos sentimientos individualizados, el mundo de los objetos generalizados que contempla el intelecto no tiene solidez ni vida.» El divorcio entre lo científico y lo religioso fue un paso en falso que todavía era posible rectificar. James se esforzó por mantener la religión en contacto con el resto de las ciencias. De hecho, sugirió que quizá algún día la visión impersonal de la ciencia sería vista como una excentrici­ dad que había sido útil durante un tiempo. En su empi­ rismo radical, recordó una y otra vez que el origen de la noción de causa se halla en nuestra experiencia personal (Hume) y que sólo en ésta las causas pueden ser obser­ vadas y descritas. «Si tomamos juntos todos los credos [...] estamos obligados, en razón de su influencia sobre el obrar humano, a clasificarlos entre las funciones bioló­ gicas más importantes (debido a la potencia de sus efec­ tos anestésicos y estimulantes) [...]. La fuerza espiritual realmente crece en el sujeto que la posee; una nueva vida se le presenta y le sugiere un lugar de encuentro donde confluyen las fuerzas de dos universos.» Se deja así abier­ ta la posibilidad de que resida en el yo algún poder de 40

expresión orgánica no manifestado, en suspensión o en reserva. Es decir, la idea de que la persona consciente es secuencia de un yo más amplio que no pertenece a la di­ mensión sensible y comprensible, una noche oscura que produce efectos reales y cuya expresión hace posible la experiencia mística.

La investigación psíquica James estaba convencido de que todo aquel que se de­ dicara con perseverancia a lo inclasificable, a los fenóme­ nos irregulares que no encajaban en el sistema, lograría renovar su ciencia. Uno de los residuos sin clasificar de la investigación psíquica eran los fenómenos ocultos, re­ gistrados en tradiciones secretas, narraciones populares, testimonios personales y documentos legales. «Por muy repugnante que pueda ser el estilo místico de filosofar, quien sea capaz de atender a la clase de hechos que inte­ resan a los místicos, pero reflexione sobre ellos al modo académico-científico, estará en la mejor posición para prestar servicio a la filosofía.» Para conectar la ciencia con el ocultismo se creó en 1882, en Londres, la Socie­ dad para la Investigación Psíquica (SPR, en sus siglas en inglés). Una institución que carecía de la «credulidad idiota» y la «laxitud mental» que suelen acompañar a los adeptos de estas prácticas, y que estaba armada con una perpetua suspicacia y una competencia y rigor compa­ rables a los de cualquier otra institución científica. La sociedad pretendía mantener una ventana abierta en esa dirección mediante un censo de alucinaciones, la realiza­ ción de experimentos sistemáticos con médiums, clarivi­ dentes y personas sometidas a hipnosis, y la recogida de 41

pruebas relativas a la transferencia de pensamientos, apa­ riciones, casas encantadas y otros fenómenos similares. Pretendía, en fin, no abandonar ese gran contingente de experiencia humana a la credulidad de la cultura popular. Sus experimentos, cuyas apariciones debían considerarse hechos «objetivos» aunque no fueran «materiales», mos­ trarían los diferentes niveles de conciencia. El filósofo se interesó por la literatura de fantasmas y los trabajos de Frederic Myers acerca del «yo subliminal», resultado de ingeniosos experimentos sobre alu­ cinaciones, hipnotismo, escritura automática y mediumnidad. Para Myers, cada ser humano es una entidad psíquica permanente mucho más extensa de lo que se cree, un foco de energía psíquica que no se expresa únicamente en lo corpóreo: «El Yo se manifiesta a través del organismo, pero hay siempre una parte del Yo que permanece in­ manifiesta; y siempre parece haber una capacidad de expresión orgánica en suspenso o en reserva». Com ­ para la conciencia ordinaria con la región visible del espectro electromagnético, donde la luz visible es una pequeña franja entre el infrarrojo y el ultravioleta. Lo infra y lo ultra abarcan un rango de actividad psíqui­ ca y fisiológica mucho más amplio que el que se ma­ nifiesta a la conciencia ordinaria. Fenómenos como la alucinación o el hipnotismo pertenecen a estos ámbitos y forman parte de un sistema más vasto e interconec­ tado. Bajo ciertas condiciones, los segmentos invisibles de nuestra mente pueden influir en los segmentos invi­ sibles de otras mentes y recibir la influencia de éstos. H ay quienes durante el sueño miden mejor el tiempo que durante la vigilia. Todos poseemos un yo subliminal capaz de irrumpir en cualquier momento. En los estados de trance surge un conocimiento que no procede de la 42

experiencia de la vigilia. N o es fácil identificar la fuen­ te de dicho conocimiento, pero James está dispuesto a reconocer su existencia: «Tanto los científicos como los no científicos vivimos en un cierto plano inclinado de credulidad que hace deslizar a unos en una dirección y a otros en otra. La ciencia misma, en la medida en que rechaza tales hechos excepcionales, se encuentra para mí caída en el polvo; y la necesidad intelectual más urgente que siento en este momento es la de reconstruir la cien­ cia de forma que otorgue un lugar positivo a esta clase de cosas». La voz de James se alza contra la creencia de que el orden oculto de la naturaleza es exclusivamen­ te mecánico. Las categorías no mecánicas no son for­ mas irracionales; el pensamiento teleológico, emocional y poético da cuenta de ello. Son formas de pensar que todavía dominan fuera de los círculos científicos. Es ra­ zonable admitir tanto nuestra deuda con la ciencia como los excesos de la perspectiva romántica (oráculos, augu­ rios, adivinaciones), pero el veredicto de que este tipo de experiencias son una aberración pura y simple, una mera superstición, constituye un veredicto superficial. En su actividad científica para la SPR, James entró en contacto con un gran número de personas para las que la palabra «ciencia» había adquirido un sentido peyorati­ vo debido a ese rechazo perentorio. Como consecuencia de esta estrechez de miras, la ciencia perdía perspectiva y rápidamente se quedaba anticuada. «El espíritu y los principios de la ciencia son una mera cuestión de mé­ todo; nada en ellos tiene por qué impedir que la ciencia analice con éxito un mundo donde las fuerzas personales sean el punto de partida de nuevos efectos.»

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F u g a a dos vo ces La sensación es bien conocida y puede rastrearse en la literatura. Los primeros filósofos de la India hicieron de ella un postulado. Borges ha fabulado de diversos mo­ dos la emoción. Alphonse Daudet ofrece una versión en Notes sur la vie, recogida por William James en su reco­ rrido por las experiencias místicas. El fenómeno podría denominarse, como sugiere Daudet, Homo dúplex: «La primera vez que me di cuenta de que yo era dos fue cuan­ do murió mi hermano Henri y mi padre gritó dramáti­ camente: “ ¡Ha muerto, ha muerto!” . Mientras mi primer yo lloraba, el segundo pensaba: “ Qué real ha sido ese grito, qué bien quedaría en el teatro” ... Esa horrible dua­ lidad me ha hecho frecuentemente reflexionar: oh, qué terrible este segundo yo que se para a pensar cuando el otro está de pie, actuando, viviendo, sufriendo, yendo de un sitio a otro. Este segundo yo al que nunca he podido embriagar, hacer llorar, adormecer. Y cómo escudriña las cosas, cómo finge». En ese desdoblamiento del que habla Daudet, similar a un eco o resonancia, se decide según el sámkhya la suerte de la liberación. Asumirlo en toda su crudeza, profundizar en él, permite reconocer la con­ ciencia original y despertar del sueño de la creación. Una consideración que secretamente es un agradecimiento. Pero no nos desviemos del asunto que nos ocupa. La religión que interesó a William James hunde sus raíces en este tipo de experiencias: una emoción singular y pene­ trante que desafía cualquier tipo de expresión. El filósofo admitió que su propio temperamento le impedía disfru­ tar plenamente de estos estados, aunque no era obstáculo para que se tomase en serio fenómenos como la hipnosis, la escritura automática o la transmisión del pensamiento. 44

Preparó experimentos, visitó a médiums y presentó sus resultados en revistas científicas y ante instituciones aca­ démicas como la SPR. Para un pragmatista era algo de lo más natural, pues la ciencia debía ocuparse de cualquier evidencia. La cuestión no era distinguir entre ciencia y fenómenos psi, sino seleccionar las hipótesis sobre las que debía trabajar la ciencia. Tras leer un panfleto titulado «La revelación anes­ tésica y la esencia de la filosofía» (Benjamin P. Blood, 1874), James se sometió a experimentos de inhalación de óxido nitroso (N 2 0 ), algo que recomendaba a todo aquel que quisiera descubrir por sí mismo las fortalezas y debilidades de la filosofía de Hegel, entonces en boga tanto en Europa como en América. El óxido nitroso es un gas incoloro, volátil y de olor dulce, químicamente estable, cuya toxicidad provoca estados expandidos de conciencia, euforia y alucinaciones. James publicaría un detallado informe en la revista Mind (vol. 7, 1882). Lo más destacado de su experiencia fue una genuina «reve­ lación metafísica» durante la cual pudo ver, de manera simultánea, las sutiles relaciones lógicas que enlazan las cosas. Un tejido que se desvaneció como un sueño al re­ gresar al estado normal de conciencia, «quedando la mi­ rada perdida y unas cuantas palabras y frases inconexas». La imposibilidad de expresar la torrencial sensación de identificación de los opuestos (lo trágico y lo cómico, la vida y la muerte, el bien y el mal) se puso de manifiesto cuando, una vez pasado el trance, leyó lo que había escri­ to: «Hojas y hojas de frases dictadas o anotadas que aho­ ra parecían no significar nada». Pero quedaba el recuerdo de una sensación inmensa de reconciliación, la misma que caracteriza la fraternidad universal de la ebriedad (cuyo lazo embriagador atrapa al alcohólico), y la sospecha de 45

que «el hegelianismo era cierto después de todo y mis convicciones hasta el momento eran equivocadas». Cada oposición se desvanecía en una unidad superior en la cual se basaba; las llamadas contradicciones pertenecían a la misma «clase». Era como si todos los antagonismos del mundo se disolvieran y se rindieran a unidades sucesivas. El ego y sus objetos, lo mío y lo tuyo, se hacían uno: «No sólo los hace pertenecer, como especies contrastadas, a uno y el mismo género, sino que una de las especies, la más noble y mejor, es ella misma el género, asimila y ab­ sorbe a su opuesta». Otro de los sedimentos de su experiencia con el óxido nitroso fue la certeza de que la continuidad era la esen­ cia del ser y de que habitamos un medio infinito. Darse cuenta de esto era lo máximo a lo que se podía aspirar desde la condición humana. Pero había también un re­ verso. La experiencia exigía una revolución del ánimo, pasar vertiginosamente del rapto al horror. Navegar en la infinitud producía la certeza de un destino ineludible y espantoso. Un infinito para el cual el esfuerzo de lo finito era despreciable y a cuya luz cualquier fenómeno o experiencia resultaba insignificante. James lo recordaría como la emoción más poderosa que había experimentado nunca. La conclusión fundamental de esta experiencia fue que la conciencia normal sólo era un tipo particular de conciencia. «Por encima de ella, separada por una pan­ talla transparente, existían otras formas de conciencia completamente diferentes. Podemos pasar por la vida sin sospechar de su existencia, pero si aplicamos el estímulo requerido, con un simple toque, aparecen con claridad tipos de mentalidad que en algún lugar tienen su campo de aplicación y adaptación.» Y parece estar hablando de 46

ángeles, dáimones o bodhisattvas cuando dice que «nin­ guna explicación global del universo puede ser definitiva si descuida estas otras formas de conciencia». El sentido vivo de la realidad sólo surge bajo estos humores místi­ cos, que recuerdan el vuelo lírico de su querido Whitman. El profesor titular de Harvard confiesa que todo esto suena oscuro, al tiempo que reconoce no poder sus­ traerse a su autoridad.

El vuelo místico El ascendiente de la experiencia con el óxido nitroso impulsa a James a emprender un recorrido por las expe­ riencias místicas. Indaga en la «contemplación oscura» de Juan de la Cruz (la deidad penetra el alma de un modo oculto) y en la sublime sabiduría de figuras como Eckhart de Hochheim, Ignacio de Loyola, Teresa de Ávila, Jakob Bóhme, Escoto Erígena o Johann Scheffler. Tam­ bién recoge casos de su tiempo, como la experiencia de R. M. Bucke descrita en un folleto privado al que James tuvo acceso. El psiquiatra canadiense regresaba a su casa después de una agradable velada en la ciudad, donde ha­ bía conversado de filosofía y poesía. Mecido en su ca­ briolé, Bucke se entregó a la contemplación de la noche y al flujo de las sensaciones. De pronto se vio revestido por un manto de luz. En un primer momento le pareció una fogata lejana, pero tras el sobresalto reparó en que el fuego provenía de su interior. Entonces descubrió la presencia viva de un universo en el que todo era vibrante y nada estaba muerto. La experiencia lo convenció de que la eternidad no era algo que hubiese que alcanzar, sino que ya nos encontrábamos inmersos en ella, que todas las 47

cosas trabajaban por el bien de las demás y que el amor era el principio rector del mundo. Una experiencia que parecían confirmar testimonios antiguos (Buda, Plotino, Al-Ghazali) y contemporáneos (Vivekananda). Para la ciencia médica de la época (tam­ bién para la actual) tales experiencias son simplemente estados hipnóticos inducidos por alguna superstición, degeneración o histeria. Sin embargo, James, que además era médico, creía que para comprender plenamente di­ chos estados no bastaba la terminología médica. Había que analizar sus efectos en la vida, el comportamiento y la percepción. La tendencia médica era y es presentar al místico como un sujeto de intelecto débil, pasivo e in­ dolente. Pero misticismo no es quietismo sino acecho, y no sólo durante el trance sino también en la experiencia cotidiana de la percepción. «Los grandes místicos espa­ ñoles, que llevaron el hábito del éxtasis tan lejos como cualquier otro haya podido llevarlo, parecen haber mos­ trado, la mayoría de ellos, un espíritu y una energía indo­ mables.» Las experiencias místicas son estados de recon­ ciliación y unificación. La inefabilidad y el ascetismo, la renuncia a cualquier adjetivo, el neti neti de las upanisad o las negaciones de Dionisio Areopagita son negaciones formuladas en nombre de un sí más profundo. La nega­ ción, verbal o física, es tránsito hacia cotas más altas de afirmación. Los estados místicos sostienen además una corriente teórica bien precisa y dos orientaciones fundamentales, una hacia el monismo y otra hacia el optimismo. Res­ pecto a su supuesto panteísmo, James reconoce que los místicos españoles no tienen nada de panteístas, como tampoco Spinoza. El filósofo, que como hemos visto no termina de congeniar con el monismo, admitirá que «la 48

presunción de unanimidad en los místicos está lejos de ser clara». Y para ilustrarlo cita curiosamente la filoso­ fía sámkhya, supuestamente dualista, frente al monismo del vedánta. Es probable que James no supiera que en el budismo pesan mucho más las tendencias pluralistas que las monistas, y en este sentido estaría más cerca de esta tradición (y de Leibniz) que de aquellos para los que «la categoría de la personalidad es absoluta» (aunque el budismo defendió el pluralismo, paradójicamente negó la personalidad). El filósofo concluye que los estados místicos sólo añaden un significado suprasensible al conocimiento or­ dinario. Se trata simplemente de excitaciones como las emociones amorosas o la ambición, regalos del espíritu gracias a los cuales los hechos, antes objetivos, adquieren una nueva dimensión. Las negativas racionalistas carecen de fuerza por la simple razón de que no existe ningún he­ cho al que no se le pueda añadir verosímilmente un nue­ vo significado. La cuestión ha de quedar abierta. «Quien tenga oídos para oír, que oiga.»

El cuento de la filosofía H ay personas para las que lo más práctico e importante de un hombre es su punto de vista sobre el universo. Pensamos que a una casera le importa saber lo que gana un huésped antes de aceptarlo, pero que todavía le importa más conocer su filosofía. Pensamos que, antes de luchar, a un general le importa saber el número de tropas del enemigo, pero que todavía le importa más conocer la filosofía de ese enemigo. Pensamos que la cuestión no es si la teoría del cosmos afecta a estos asuntos, sino si a la larga hay otra cosa que les afecte. G. K. Chesterton

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Duda y perplejidad. ¿Cómo aliviarlas? Clasificando las cosas, asociando esto con aquello, resolviendo la con­ fusa acumulación de sonidos en un orden melódico. O narrativo. La filosofía no es una aplicación técnica ni una destreza dialéctica, es simplemente aquello que determi­ na nuestro modo de estar en el mundo. Dime en qué fi­ losofía vives y te diré quién eres (esto se aplica también a aquellos que carecen de filosofía). Y la filosofía, cuando se vive, acaba convirtiéndose en narración, en mito. Es el cuento que cada cual se cuenta a sí mismo. Cuento clásico o enredado, moral o absurdo, de final incierto o prometedor. Una narración que es causa o efecto (no im­ porta aquí la prioridad) del sentimiento profundo de lo que significa la vida. Pues la filosofía, lejos de ser una rareza, nos concierne vitalmente a cada uno de nosotros, es «la más sublime y la más trivial de las indagaciones humanas», como decía Novalis, algo que no da de comer pero inspira valor en las almas. La filosofía es además un asunto de genio, depende de la disposición de cada cual. Es fecunda y a la vez pro­ tectora. Si hemos de creer a Chesterton, la filosofía sería el ángel tutelar de cada individuo: un daimon impulsi­ vo, temperamental, un modo de arbitrar las contiendas u obviar las dificultades. De ahí que fracasen todos los intentos de convertirla en algo aséptico o neutral. Borges tomó de Coleridge la idea de que la historia del pensa­ miento es la historia de unas cuantas metáforas, y Cole­ ridge se disfrazó de Wittgenstein cuando dijo que «la vo­ luntad, la razón, el juicio y el entendimiento, en vez de ser las causas determinantes de la asociación, deben ser tenidas por sus criaturas», algo parecido al Schopenhauer budista que afirma que la razón es sierva de la voluntad, del deseo de emparejamiento que es la metáfora, del mag­ jo

netismo del amor o el odio. Empédocles nos devuelve la visita. James recoge todas estas intuiciones y nos dice que la historia de la filosofía es la historia de la batalla de los temperamentos. La filosofía, como sostiene Agustín Andreu, es la manía de cada cual. Borges susurra al oído de Arreóla: «Cuando alguien está hecho de palabras no piensa para hablar, sino que habla -o escribe- para poder pensar». Las palabras se llaman unas a otras, muchas ve­ ces en la oscuridad, sin que lo sepamos. ¿Acaso puede llamarse racional a aquello (el flujo de las sensaciones) que ha sido el fundamento de la raciona­ lidad? La sensación, ese jardín de senderos que se bifur­ can, puede ser trampolín o abismo. Y hete aquí que apa­ rece la moda de esgrimir «razones impersonales». Como si los filósofos no desearan que el mundo se acomodase a su temperamento, como si no sintieran que aquellos que tienen un temperamento diferente no viven en sintonía con el mundo. James insistirá en que la discusión filo­ sófica suele escamotear la más poderosa de las premisas: el temperamento. La actitud filosófica consiste precisa­ mente en esa disposición. Y cita a Platón, Locke, Hegel y Spencer, una lista que se podría ampliar fácilmente. N o hay motivos para excluir al temperamento de la historia de la filosofía, cuando sigue siendo decisivo en la política o el arte. Tampoco de la ciencia (Darwin sería el mejor ejemplo). H ay una pasión por la simplificación y una pasión por la distinción. H ay un gusto por ordenar y un gus­ to por reconocer. Y uno no se da sin el otro. «La energía con la que escalamos la cumbre es la misma que la que hizo crecer el maíz.» Cualquier actitud filosófica viene determinada por estas dos tendencias. En el extremo de la unificación estaría Spinoza; en el de la diversificación, 51

Hume. Pero siempre hará falta un compromiso entre la monotonía abstracta y la heterogeneidad concreta. James es claro al respecto: «Toda clasificación supone una reduc­ ción monstruosa de la vida, una pérdida y una exclusión, de ahí que la filosofía tenga tan pocos seguidores [...]. La Aesthetik de cualquier filósofo alemán parece a los ojos del artista una abominable desolación». Sin embargo, cla­ sificar las cosas es una forma de manipularlas para un fin particular. Clases y categorías son instrumentos teleológicos. Por eso la pasión teórica es tan connatural al hombre. El dilema entre racionalistas y empiristas es entonces un falso dilema, o mejor, un dilema de temperamentos: «Empirista significa amante de los hechos en toda su cru­ da variedad. Racionalista significa devoto de principios abstractos y eternos. Nadie puede vivir ni una hora sin ambas cosas, hechos y principios, así que la diferencia es más bien de énfasis». Mientras que el racionalismo suele ser monista, el empirismo se toma el todo como una co­ lección. Cada vez que en la historia han coincidido filó­ sofos intensos de ambas facciones, la atmósfera filosófica se ha enriquecido. Cuando los temperamentos son tibios y se mueven sigilosamente en un sector o en otro, la ten­ sión declina, y la filosofía también.

Un relato de misterio La costumbre borra la singularidad. Montaigne

La angustia filosófica y existencial surge de la idea de no ser. La existencia absoluta será siempre un misterio porque sus relaciones con la nada nos resultan inconcebi­ 52

bles. Resolver un misterio no es sino mostrar que éste se parece a otra cosa asimilada y menos misteriosa. Algunos filósofos nos han permitido ver que la mera familiaridad puede hacer que las cosas o los fenómenos se perciban como racionales. Los empiristas radicales insistirán en este punto: racionalidad y familiaridad son una misma cosa. La contemplación diaria de dos fenómenos yux­ tapuestos crea la sensación de una conexión causal. Así nace la idea de que esto viene de aquello. Pero existe una relación más relevante con las cosas: la relación futura. Ante un objeto inusual nuestras expectativas quedan en suspenso. Cuando se vuelve familiar, quedan determina­ das y orientadas a la acción. El siguiente episodio ilustra las ideas que aquí se ex­ ponen. Roma, 30 de abril de 1905: William James impar­ te una conferencia y comienza aludiendo a la hipótesis «pampsiquista». La conciencia de sí (que puede verse como una conciencia sin contenido) es la que hace posi­ ble que los objetos materiales sean objetos de experien­ cia. El filósofo norteamericano se quejaba de que tanto el positivismo como el agnosticismo, que se jactan de ser monistas, funcionen de hecho enunciando la irreductibilidad del pensamiento y la extensión: para ambos, la reali­ dad tiene «dos aspectos» al modo del viejo dualismo, que «siempre me ha causado dificultades». James dedica una jugosa conferencia a uno de estos dos aspectos: la con­ ciencia. La intuición inmediata que la conciencia tiene de sí misma es la de ser una especie de corriente interior, ac­ tiva, ligera, delicada. Algo que experimentamos directa­ mente. Berkeley hace honor a esta verdad: «Esse est percipi. Nuestras sensaciones no son pequeños duplicados interiores de las cosas, son las cosas mismas en cuanto que éstas nos son presentes». James pone como ejemplo 53

las «paredes de esta sala», donde imparte la conferencia, que no significan más que «esta blancura fresca y sono­ ra que nos rodea interrumpida por ventanas, limitada por líneas y ángulos», pero que, como otras cosas «públicas», son «numéricamente una con cierta parte de nuestra vida interior». Si analizamos el pensamiento puro, aquel que se desarrolla en el sueño o la ensoñación, o en la memoria del pasado, encontramos la misma homogeneidad esen­ cial. Si observamos el contenido de ese pensamiento, por ejemplo el recuerdo que tiene el filósofo de su casa de América, notamos que incorpora una parte del mundo real (distante seis mil kilómetros) pero también una parte asociada a la sala de Roma donde imparte la conferen­ cia: las emociones que el recuerdo despierta en él o la percepción que lo ha suscitado. Cuando nos referimos a la emoción o a la percepción presentes lo llamamos pen­ samiento, mientras que si nos referimos al objeto de esa emoción o percepción lo llamamos fenómeno objetivo (la propia casa). «Es cierto que habitualmente oponemos nuestras imágenes interiores a los objetos y que las con­ sideramos como pequeñas copias, como calcos o dobles, debilitados, de dichos objetos. Lo que un objeto presenta tiene una vivacidad y una nitidez superiores a la imagen [recordada]... Cuando los dos están presentes, el objeto pasa a un primer plano y la imagen retrocede, se convier­ te en algo “ ausente” . Pero ¿qué es en sí mismo este objeto presente? ¿De qué tejido está hecho? Del mismo tejido que la imagen. Está hecho de sensaciones, es una cosa percibida. Su esse es percipi, y él y la imagen son gené­ ricamente homogéneos. Si en este momento pienso en el sombrero que he dejado en el guardarropa, ¿dónde está el dualismo, la discontinuidad, entre el sombrero pasado y el sombrero real? De un verdadero sombrero ausente es S4

de lo que se ocupa mi espíritu. Lo tengo en cuenta prác­ ticamente como si de una realidad se tratase. Si estuviera presente aquí, el sombrero determinaría el movimiento de mi mano, y me lo quitaría. Del mismo modo, el som­ brero concebido dirigirá mis pasos hacia el guardarropa cuando acabe. La idea que tengo de él continuará hasta la presencia sensible del sombrero y se fundirá con ella ar­ moniosamente.» ¿Qué concluir de todo esto? Que aun­ que las imágenes se distingan de los objetos, no hay por qué atribuir una diferencia esencial a su naturaleza. To­ dos somos, en cierto sentido, don Quijote. Pensamien­ to y actualidad están hechos del mismo tejido, que es el tejido general de la experiencia. Más adelante, James dirá que lo extenso y lo inextenso se fusionan y constituyen un matrimonio indisoluble, algo que no sería posible si su naturaleza fuese completamente desigual. Regresemos a la sala en la que James imparte su confe­ rencia, donde el mundo físico objetivo de la sala y el mun­ do interior de cada uno de los oyentes se fusionan. Como objeto físico, la sala guarda relación con el resto del edi­ ficio, así como con los obreros que la construyeron o el arquitecto que la diseñó; como experiencia personal, tie­ ne continuidades muy distintas. Sus antecedentes no son los obreros que la levantaron sino nuestros respectivos pensamientos. Cuando acabe la conferencia no será sino una imagen fugitiva en las biografías de los asistentes. Pero en ambos casos se trata de la misma sala, y, mientras no hagamos física especulativa, la sala vista y sentida es la sala física, las dos pertenecen a un mismo tejido que figura simultáneamente como hecho físico y como hecho mental. De este razonamiento James concluye que no se debería tratar la conciencia y la materia como esencias diferentes. Cuando estas experiencias se prolongan en el SS

tiempo, hacemos de ellas un grupo aparte que llamamos «mundo físico»; sin embargo, cuando son fugitivas y se suceden sin un orden determinado, las consideramos epi­ sodios «mentales». Pero a esa necia y continua repetición que caracteriza la existencia física de la sala le sucederán otras experiencias que serán discontinuas con ella (o que tendrán el tipo de continuidad particular que llamamos recuerdo), y «los presentes diversos a los que todos esos pasados estarán ligados mañana serán muy diferentes del presente del que esta sala disfrutará mañana como enti­ dad física». «Ambos grupos se encuentran formados por experiencias, pero las relaciones entre éstas difieren de un grupo al otro. Por tanto, es por la adición de otros fenómenos como un determinado fenómeno se convierte en consciente o conocido.» La conclusión de todo esto es de extrema importancia. Objetos y pensamientos no son heterogéneos, sino que están hechos del mismo tejido. Un tejido que no es posible definir pero sí experimentar. La navegación por tal experiencia será el fin que persiga esa filosofía de la vida que William James llama empiris­ mo radical.

Em pirism o radical El empirismo radical, a diferencia del clásico, no tien­ de a deshacerse de las conexiones entre las cosas para poner el énfasis en las disyunciones, sino que trata a am­ bas, continuidades y discontinuidades, por igual. El em­ pirismo radical hace justicia a las relaciones conjuntivas pero, a diferencia del racionalismo, no las aborda como si fueran una verdad en algún sentido sobrenatural, es decir, como si la unidad de las cosas y su variedad pertenecieran 5

a órdenes distintos de verdad. Frente al empirismo tibio del positivista, considera cualquier tipo de conclusión o teoría como una hipótesis susceptible de ser modificada en el futuro. Se trata de una perspectiva que asume que nunca será posible suprimir completamente lo negativo o lo ilógico, «que siempre habrá un resto (llámese destino, azar, libertad, espontaneidad, diablo o como se quiera) que seguirá siendo extraño, erróneo o externo a tu sis­ tema, por más que seas el mejor de los filósofos». Es un modo de aceptar que la razón no es más que una pieza dentro del sistema, o que la naturaleza toda es un mi­ lagro, o que, detrás de la teoría más perfecta que pueda imaginarse, la razón y el asombro están continuamente sacándose las vergüenzas. La primera consecuencia de todo esto (en sintonía con la filosofía de Nágárjuna, cuya obra es probable que James no conociese) es que no hay ningún punto de vista desde el cual el mundo aparezca como un hecho unitario. A primera vista podría parecer que el empirista radical es un pariente cercano del escéptico. Nada más alejado de la realidad. Pocos filósofos han defendido tan insis­ tentemente el valor de la creencia como William James, pocos han sido tan sagaces al advertir las equivalencias entre los que frecuentan el laboratorio y los que visitan el templo. Unos y otros son recios creyentes, lo único que cambia son sus plazos. Mientras que al animal reli­ gioso parece faltarle el tiempo, el animal científico puede esperar indefinidamente (siempre que su laboratorio esté subvencionado) a que vayan surgiendo las evidencias. Sigue a pies juntillas el mandato de poner freno al cora­ zón, al instinto y al coraje, y esperar hasta el día del Jui­ cio final, cuando se hayan examinado todas las pruebas. Un mandato que, en palabras de James, «es el ídolo más 57

peregrino que jamás se haya manufacturado en la caverna filosófica». El empirista radical no sólo considera inútil esta utopía, sino también falsa. N o hay ninguna campa­ na que suene cuando nos encontramos en presencia de la verdad, por lo que carece de sentido esperar su tañido. A esa impaciencia hay que añadir otra objeción: no hay in­ vestigación que no trabaje con una serie de hipótesis (la investigación nunca empieza de cero), y las hipótesis son ya, como mostró Peirce, una anticipación de la verdad. El obstáculo no es descreer, es creer que no se cree. ¿Por qué hay tan pocos científicos dispuestos a investigar la telepatía? Porque los científicos en ocasiones dogmatizan como infalibles papas. A l empirista radical no le importa de dónde procede una hipótesis, o si ha sido obtenida por medios ilegítimos («tal vez haya sido susurrada por la pa­ sión o sugerida por algún accidente»); sólo le interesa si el impulso general del pensamiento la confirma: eso basta para considerarla verdadera.

Identificación afectiva Si hay una verdad ineludible, es la presencia de la con­ ciencia. Las diferentes filosofías no son más que intentos de responder a ese testigo discreto, o simplemente de es­ tar a la altura de su presencia singular. En cierto sentido, somos elementos pasivos del universo: no podemos dejar de ver lo que vemos o de oír lo que escuchamos; tenemos una peculiar autonomía (y no sólo de interpretación). Somos como mónadas activas y soberanas, podemos ali­ mentar la distancia o la empatia, la abstención o la parti­ cipación. Efectivamente, el pesimismo puede considerar­ se una enfermedad religiosa: la naturaleza es indiferente a 58

nuestros deseos, y nos duele que nuestra demanda no sea atendida. H ay quien se recrea en la inmortalidad y hay quien no puede hacerlo, pero nadie se pregunta por qué lo eterno habría de ser mejor que lo pasajero. En este punto el empirismo radical muestra su pro­ funda humanidad, y lo hace con una crítica radical del panteísmo. El mundo natural está sembrado de pozos, de mentes acosadas y torturadas, arrastradas por una inercia ciega. En este estado de cosas, no es posible establecer con la Naturaleza (en mayúsculas, como un Todo) una comunión moral: «A esa pelandusca no le debemos nin­ guna lealtad». «O bien no se revela ningún Espíritu en la naturaleza, o bien su revelación es inadecuada.» Y parece hablar como un hindú cuando dice que lo que llamamos naturaleza visible no puede ser sino un velo y un espec­ táculo superficial cuyo significado pleno reside en otro lugar. La liberación del dios calvinista no tiene por qué devenir en la adoración del dios de la naturaleza. James se muestra contundente al respecto: «El primer paso para lograr una relación sana con el universo es rebelarse con­ tra la idea de que semejante dios exista». Una manera de no ceder a las tinieblas del pesimista es considerar que este mundo no está acabado, que está por hacer. Y que nuestra relación con el mundo, por ínfima que sea, forma parte del conjunto: «Confieso que no veo por qué la exis­ tencia misma de un mundo invisible no podría depender de la respuesta personal de cada uno [...]. Incluso Dios podría extraer su fuerza vital y aumentar su mismísimo ser gracias a nuestra fidelidad. Por mi parte, no sé qué puede significar todo el sudor y la sangre y la tragedia de esta vida sino algo de este tipo». James siente que la vida es un combate real, no un teatrillo privado del que uno pueda retirarse cuando le venga en gana. La vida exi­ 59

ge compromiso y tiene algo de salvaje, y todas nuestras idealidades y lealtades están destinadas a redimir de las profundidades de la personalidad los miedos y los ho­ rrores. Frente a esta tarea, las formulaciones abstractas, el veto positivista a la fe o los argumentos científicos sue­ nan a mera cháchara. Hay aquí una orientación muy bu­ dista: donde hay dolor hay un suelo sagrado. «Los fieles luchadores podrán decir a estos débiles de corazón lo que dijo Enrique IV al retrasado Crillon después de la victo­ riosa batalla: “ ¡Cuélgate, valiente Crillon! Luchamos en Arques, y tú no estabas allí” .»

El fantasma racionalista Poca gente posee una filosofía propia completamente articu­ lada, pero casi todo el mundo tiene su propia y peculiar percep­ ción del carácter total del universo, y también de la plena inade­ cuación de los sistemas particulares que conoce para encajar con ese carácter. Uno resulta demasiado pulcro, otro excesivamente pedante, el tercero un saldo de opiniones, el cuarto demasiado mórbido, el quinto artificial o cualquiera sabe. Las filosofías no atinan, no aciertan, no funcionan, y por tanto no es asunto suyo hablar en nombre del universo.

La impresión de James es que el dios teísta, que crea el universo de una vez por todas, es un dios estéril. Por remoto, por vivir en alturas puramente abstractas, por desconexión con este mundo despiadado de cruda con­ tingencia. Semejante dios no vive en los corazones ni arriesga su destino con ellos. Históricamente el empiris­ mo ha tendido a negar los valores religiosos, mientras el racionalismo los ha situado muy lejos, perdiendo con­ tacto con lo concreto, con las alegrías y las penas de cada día. James no hará ni lo uno ni lo otro. El empirismo 6o

radical utilizará todos sus explosivos contra la irreali­ dad del racionalismo y su extrañeza ante la realidad de lo concreto. El racionalismo es demasiado refinado para la tosquedad del empirista, que prefiere sacudirse el polvo de la metafísica (enclaustrada, artificiosa y espectral) y escuchar la llamada de lo concreto. James arremete con­ tra Leibniz y su «encantadora» Teodicea, contra sus espe­ culaciones sobre los condenados: «Su mente jamás llegó a albergar una imagen realista de la experiencia de un alma condenada». Poco sabe de empatias (el psicópata hace lo que puede) ese fruto de la vida cortesana y de una «época de pelucas». El racionalista construye sistemas y los sis­ temas deben ser cerrados; su optimismo le impide ver el ancho mundo y comprender que el universo está abierto de par en par. Los ejemplos de James son de rabiosa actualidad. Cita el caso de un trabajador de Cleveland que al volver a casa encuentra a su mujer e hijos sin nada que llevarse a la boca y una nota de desahucio en la puerta. Mata a sus hijos y luego se suicida. Este hecho «no puede ser paliado o minimizado por ningún tratado sobre Dios, el Amor y el Ser; existe irremediablemente, en toda su mo­ numental vacuidad». Son estos filósofos racionalistas los que tratan con sombras, «pero los que viven y sienten, conocen la verdad. El espíritu de la humanidad, no el de los filósofos ni el de la clase dirigente, sino el de la gran masa de hombres que piensan y sienten en silencio, está llegando a la misma conclusión». Estos hechos son a la moral lo que los átomos para el materialista: realidades primarias e irreductibles. La mente empirista dice «no, gracias». Sin embargo, no debe olvidarse que nadie puede vivir una hora siquiera sin hechos ni principios, sin ser racio­

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nalista y empirista simultáneamente. Y en este punto Ja­ mes ofrece su propuesta: una filosofía, a la que llamará pragmatismo, que satisfaga las exigencias de ambos; una filosofía que «puede ser religiosa como el racionalismo pero que al mismo tiempo mantiene, como el empirismo, el más estrecho contacto con los hechos». Una de las in­ tuiciones primeras de esta filosofía es, como hemos visto, la reivindicación del temperamento y del genio para la filosofía. H ay un aroma personal y esencial en cada fi­ losofía: eso fue precisamente lo que permitió a Whitman decir que «quien toca este libro toca a un hombre».

Itinerancias Los filósofos edificantes como William James, decía uno de sus mejores lectores, Richard Rorty, no pretenden colocar a la filosofía en el camino seguro de la ciencia, sino que se inclinan por dejar espacio a la sensación de asombro suscitada por los poetas. Piensan que en el universo siem­ pre puede aparecer algo sorprendente, algo que no perte­ necía al plan inicial. Prefieren la metáfora del hongo a la del reloj. De ahí su indiferencia ante las ciencias exactas y el rigor lógico. Charles Sanders Peirce, profesor de lógica y fundador del pragmatismo, reprochaba a su amigo James su desdén por estas ciencias. En 1903, Peirce, que acababa de publicar una reseña de la nueva edición de las obras completas de Berkeley, escribía a su amigo que el filósofo irlandés tenía más derecho que ningún otro a ser conside­ rado el padre del pragmatismo. James se mantendría fiel a la intuición fundamental de que somos nosotros quienes, a voluntad nuestra, di­ vidimos el flujo de la realidad sensible en cosas, creando 62

los sujetos y las identidades tanto de nuestras proposi­ ciones verdaderas como de las falsas. Y también los pre­ dicados. En esta idea se inspiraría Borges cuando dejó escrito que la física es esa componenda que estriba en considerar algunas cualidades como sustantivos y otras como adjetivos. La pregunta siguió inquietando ajames: ¿a qué podemos llamar «cosa»? Una pregunta tan antigua como la filosofía. Los budistas se la habían planteado a principios de nuestra era, llegando a la conclusión de que las supuestas «cosas» sólo podían aspirar a una identidad convencional. Esta desconfianza hacia la sustantivación servirá asimismo como una crítica del lenguaje: todos nuestros sustantivos y adjetivos son reliquias humani­ zadas. «La antigua lógica de la identidad nunca nos ha proporcionado otra cosa que una disección post mortem de disjecta membra. La plenitud de la vida sólo puede in­ terpretarse intelectualmente si reconocemos que cada ob­ jeto que nuestro pensamiento pueda proponerse implica la noción de algún otro objeto que en principio parece negar el primero, que implica su antítesis.» Esta postura tiene importantes consecuencias a la hora de valorar ciencias como la lógica o las matemá­ ticas. Cuando analizamos cualquier experiencia inédita, ya sea en términos de identidades o de no identidades, lo hacemos inevitablemente con las creencias de nues­ tros ancestros, y esas creencias guían nuestra atención y seleccionan aquello en lo que nos fijamos. Se trata de un hecho que afecta también a los laboratorios y que ha sido reconocido por antropólogos y por filósofos de la ciencia. Es clásica entre los antropólogos la anécdota del indígena que, llevado a una gran ciudad, no se sorprende ante los semáforos o los rascacielos, sino ante un mon­ tón de bananas transportadas por un carrito. Ése es el

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único episodio visual que se inserta de forma coherente en su experiencia, mientras que el resto no es más que un magma compacto donde no hay nada que ver. Res­ pecto al trabajo científico, la consecuencia fundamental de todo esto es la sobredeterminación teórica de cual­ quier tipo de experimento. N o puede ser de otra manera: todo el conocimiento tácito heredado, nuestras creencias y asunciones teóricas condicionarán el resultado de la prueba. En general, la ciencia asume que la realidad está en cierto modo completa y que la función del científico es simplemente elaborar modelos que la describan y ayuden a predecir su curso. Pero suele pasar desapercibido que esas mismas descripciones añaden algo al mundo y que, por tanto, tras la actividad cognitiva la realidad ya no es la que era. Por ese resquicio se cuela James en el pensa­ miento científico: el conocimiento añade algo al mundo. Esta verdad, además de inspiradora, aumenta la dignidad del pensamiento científico: «El contraste esencial estriba en que para el racionalismo la realidad ya está prefabrica­ da y completa para toda la eternidad, mientras que para el pragmatismo aún está en marcha y parte de su conforma­ ción depende del futuro». Para el racionalista, el destino del universo está decidido (aunque se desconozca); para el pragmatista, está por decidir. Esa incertidumbre no se limita a la teoría del conocimiento, sino que es cósmica, concierne a la estructura misma del universo. Sólo disponemos de una edición incompleta del uni­ verso. Un universo que crece especialmente en aquellos lugares donde los seres conscientes ejercen su actividad. El enfoque es muy budista. La evolución del cosmos dis­ curre en paralelo a la evolución cognitiva de los seres que lo habitan. Espacio y tiempo se conciben como una 64

fermentación de la vida que percibe y siente. E l espacio no se distribuye mediante fuerzas concéntricas e imper­ sonales com o la gravedad, sino mediante las excentri­ cidades de la vida consciente. Episodios mentales que abren caminos en el espacio y dibujan la curvatura del tiempo. D ignidad y responsabilidad máxima; nada hay aquí de las extrañezas y los arrojos del existencialismo. E l universo es una sinfonía inacabada; que evolucione hacia la armonía o la estridencia depende de nosotros (hasta cierto punto). Entre el pragmatista y el racionalista hay además una diferencia de temperamento. El racionalista es doctrina­ rio y autoritario, siempre tiene en la boca el «debe ser», mientras que el pragmatista es «una especie de anarquista que anda alegre y feliz». En su pluralism o, «la verdad se desenvuelve dentro de todas las experiencias finitas. Se apoyan unas en otras, pero el conjunto de todas ellas no se apoya en nada. Todos los “ hogares” se hallan en la experiencia finita; pero la experiencia finita, como tal, no tiene hogar». Esta itinerancia radical, portátil, tiene también un sesgo m uy budista. Jam es reconoció en varias ocasiones su interés por esta tradición: «N o conozco el budismo, y puedo equivocarme, pero tal como entiendo la doctrina budista del karma estoy de acuerdo con ella [...]. Ju icio y ejecución caminan juntos». E l paisaje que nos deja aquí es el de un mundo errante y a la deriva, un mundo sin centro de gravedad, un torrente que navegar donde es esencial la participación y el autogobierno de los seres conscientes. La generosidad y la cultura mental. U n mundo donde lo mudable no está fundado en la in­ mutabilidad.

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¿Qué es el pragm atism o? El pragmatismo se plantea como un método para re­ solver disputas metafísicas. ¿Hay un fondo de unidad en la naturaleza o todo es diversidad? ¿H ay libertad o los seres tienen ya escrito su destino? ¿Está el mundo hecho de materia o de espíritu? Frente a estas preguntas, funda­ mentales, insidiosas, el pragmatismo ofrece una escapato­ ria, un abandono de la discusión (baldía o intempestiva). Se analizan las respuestas en función de su utilidad para la vida. Si no hay diferencia práctica entre una u otra, la cuestión se considera irrelevante. El término pragmatismo, acuñado por Peirce en 1878, procede del griego 7rpaypa, que quiere decir «acción». En una lectura apresurada se podría decir que lo que hace­ mos conforma nuestro temperamento y que éste funda nuestra filosofía. La pregunta sería entonces por qué ha­ cemos lo que hacemos, y para ello deberíamos remontar­ nos a lo que hicimos. Pero no nos desviemos del asunto. La intención del pragmatista es recordarnos que cuando analizamos un objeto, del tipo que sea, lo primero es ver los efectos de índole práctica que entraña. Una disputa es vana si no tiene ninguna consecuencia concreta. N o hay diferencia si ésta no repercute en otro lado. Poco hay de nuevo en la idea: la aplicaron Sócrates y Aristóteles; Locke, Berkeley y Hume hicieron sus con­ tribuciones. Todos ellos fueron de alguna manera precur­ sores del empirismo radical, que da la espalda a ciertos hábitos de la filosofía: las abstracciones, las soluciones verbales, los principios inmutables y los sistemas cerra­ dos. El pragmatista orienta su mirada hacia la concreción y la determinación. Alejarse de las soluciones verbales implica renunciar a la magia de las palabras, al hechizo 66

que guía al genio o al espíritu de las cosas. La clave del enigma del universo no puede ser una palabra, ni «Dios», ni «Materia», ni «Razón», ni «Caos», ni «Absurdo». Si así fuera, encontrar la palabra significaría clausurar la pesquisa. A l contrario, hay que extraer de cada palabra su valor práctico, ponerla a funcionar dentro de la co­ rriente de la experiencia. Las teorías son instrumentos de apoyo, no soluciones a enigmas. Las teorías se parecen más a un programa mediante el cual orientarse que a una solución. Tal actitud incluye el rechazo de las realidades y categorías primeras. Esta idea se encontraba ya en sus Principios de psicología (1890), donde escribe que «la ma­ yor parte de los libros empiezan con los hechos mentales más simples, las sensaciones, y proceden sintéticamente, construyendo cada estadio superior a partir de los infe­ riores. Pero esto implica un abandono del método empí­ rico de investigación. Nadie ha tenido nunca una simple sensación en cuanto tal. La conciencia, desde el momen­ to de nuestro nacimiento, es conciencia de una fecunda multiplicidad de objetos y relaciones, y lo que llamamos sensaciones simples son el resultado de la atención discriminativa llevada al extremo». La lógica inductiva ha mostrado una singular unani­ midad respecto al significado de las leyes de la naturale­ za. Leyes matemáticas, físicas y químicas que entusias­ man por su claridad, belleza y simplicidad. Leyes que nos hacen creer que hemos descifrado el pensamiento eterno del Todopoderoso, que guía ordenadamente los planetas mediante las leyes de Kepler y aumenta proporcional­ mente la velocidad de los cuerpos en su caída. Pero las leyes han llegado a ser tan numerosas que ya no sirven como transcripción de la realidad, aunque cada una de ellas pueda resultar útil desde cierto punto de vista. «Las 67

ideas (que en sí mismas no son sino partes de nuestra ex­ periencia) se tornan verdaderas justamente en la medi­ da en que nos ayudan a establecer una relación satisfac­ toria con otras partes de nuestra experiencia.» Toda idea que nos conduzca de una parte de nuestra experiencia a otra, que concatene satisfactoriamente las cosas, que sim­ plifique y ahorre trabajo, es verdadera instrumentalmente. Así, el establecimiento de una nueva ley, de un nue­ vo proceso inductivo, trata de casar partes previas de la experiencia con otras nuevas. Es una síntesis de novedad y continuidad. El mundo nunca empieza hoy y la vida es conservadora: estamos, como los cerebros, hechos de capas; nada se tira o desaparece, todo lo nuevo ha de in­ corporarse a lo que ya había. Hemos vivido y creído mu­ cho, asimilar y comprender una nueva ley supone tener en cuenta toda esa experiencia pasada. Por tanto, lo «ver­ dadero» de una ley consiste en desempeñar satisfactoria­ mente esa función de enlace, de emparejamiento y de pa­ saje. La verdad no maleable por las necesidades humanas, la verdad incorregible, la verdad que persiste como pura abstracción, las formas incondicionales de pensar dejan de tener sentido para el pragmatista. Esto podrá estre­ mecer al ultrarracionalista, que prefiere la verdad lejana, pálida, espectral e inamovible, pero eso sólo significa que el árbol vivo puede tener un corazón muerto y aun así seguir viviendo. La verdad tiene su paleontología y hay verdades que llegan a petrificarse por su vejez. Quizá parezca extraño decir que una idea es verdade­ ra si resulta provechosa para nuestras vidas. ¿N o es éste un uso indebido de la palabra «verdad»? James anticipa algo en lo que insistirá más adelante: la palabra «verdad» es una especie de lo bueno y no, como se supone corrien­ temente, una categoría distinta de lo bueno. De no ser 68

así, si las ideas verdaderas no tuvieran ninguna utilidad para la vida, si conocerlas fuera desventajoso y sólo nos resultaran útiles las falsas, la noción común de verdad como algo divino y precioso, cuya búsqueda es un deber, no habría prevalecido hasta convertirse en dogma. En semejante escenario evitaríamos la verdad como se evita un resfriado. Para el pragmatista no es posible separar lo mejor de lo verdadero. ¿Refrenda todo esto a Dios? N o exactamente. El anti­ guo teísmo, con su Dios soberano que se atiene a un plan o designio en el gobierno de las cosas, resultó desastroso; pero el idealismo de fines del xix, intelectualista en exce­ so, no fue mucho mejor. Tuvo que venir el darwinismo para desalojar de las mentes científicas la idea de un plan. Otros recurrirían a deidades inmanentes o panteístas, que actúan en las cosas y no por encima de ellas. Pero esta última escaramuza sigue siendo difícil de aceptar para los amantes de los hechos. El Espíritu Absoluto, fundamen­ to racional de todos los pormenores fácticos, es dema­ siado distante e indiferente y se resiste a descender a lo particular. James no niega majestad a esta concepción, ni su poder de inspiración para ciertas mentalidades, pero señala que desde el punto de vista humano no se podrá negar su lejanía y abstracción. A ojos del pragmatista no es sino un producto más del racionalismo que desdeña las necesidades del empirismo y sustituye la riqueza de lo real por un esquema desvaído. «Es pulcro y noble en el mal sentido, por su incapacidad de prestar servicios hu­ mildes.» En este mundo real de sudor y trabajo, ser noble es para James una descalificación: «El príncipe de las ti­ nieblas puede ser un caballero, se nos dice, pero sea cual fuere el Dios de la tierra y de los cielos, indudablemente no puede ser un caballero. Sus servicios domésticos se

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necesitan en el polvo de nuestros trajines humanos [...]». Para el filósofo norteamericano, esta idea implica «un tipo de lógica de la que soy enemigo y que me enreda en paradojas metafísicas inaceptables, y como uno ya tie­ ne suficientes dificultades en la vida para añadir incon­ gruencias intelectuales, yo, personalmente, prescindo del Absoluto. O me tomo, sin más, mis vacaciones morales». James, educado en el puritanismo decimonónico de Nue­ va Inglaterra, veía como algo especialmente aconsejable tomarse estas vacaciones morales. Su pragmatismo, afa­ ble, sin códigos rígidos, dará cabida a cualquier hipótesis y tomará en consideración cualquier evidencia. Esa es la gran diferencia entre su filosofía y el empirismo positi­ vista. Aquí no hay sesgo antiteológico. Y tampoco hay, a diferencia del racionalismo secular o religioso, esa vieja afición por lo remoto y espectral. Nada humano resulta ajeno al pragmatista, que está dispuesto a sopesar las ex­ periencias más humildes y personales, a seguir la lógica y los sentidos, pero sin aferrarse a ellos: «Aceptaré un Dios que habite en lo más sucio del hecho particular».

Ilustraciones La filosofía pragmática se puede aplicar, por ejemplo, al concepto filosófico de sustancia, una reliquia insertada en la estructura misma del habla, con su sujeto y pre­ dicado. Borges sintetiza el planteamiento en La encru­ cijada de Berkeley: «Elijamos cualquier idea concreta: poned por caso la que la palabra higuera designa. Claro está que el concepto así rotulado no es otra cosa sino una abreviatura de muchas y diversas percepciones: para nuestros ojos la higuera es un tronco apocado y retorcido 7°

que hacia arriba se explaya en clara hojarasca; para nues­ tras manos es la rudeza del leño y lo áspero de las hojas; para nuestro paladar sólo existe el sabor codiciable de la fruta [...]. Todas ellas, afirma el hombre ametafísico, son diferentes cualidades de árbol. Pero si ahondamos en este aserto sencillo, nos espantará la multitud de neblinas y de contradicciones que encubre. Así, mientras cualquiera admite que el verdor no es una cualidad esencial de la higuera, ya que al anochecer caduca su brillo, amarillecen las hojas y el tronco vuélvese renegrido y oscuro, todos concuerdan en aseverar que la convexidad y el volumen son realidades íntimas del árbol. En lo que al gusto atañe, se trastrueca un poco el asunto. Nadie pretende que el sabor de una fruta no ha menester nuestro paladar para existir en su entereza máxima. De distinción en distin­ ción, nos acercamos al dualismo hoy amparado por la fí­ sica, componenda que [...] estriba en considerar algunas cualidades como sustantivos de la realidad y otras como adjetivos. Por regla general, sólo se adjudica sustantividad a la extensión, y en cuanto a las demás cualidades, color, gusto y sonido, se las considera enclavadas en un terreno fronterizo entre el espíritu y la materia [...]. Esa conjetura adolece de faltas gravísimas. La desnuda ex­ tensión monda y lironda que según los dualistas y los materialistas compone la esencia del mundo es una inútil nadería, ciega, vana, sin forma, sin tamaño, ajena de blan­ dura y de dureza, una abstracción que nadie logra imagi­ nar. El hecho de concederle sustantividad es un desespe­ rado recurso del prejuicio antimetafísico que no se aviene a negar del todo la realidad esencial del mundo externo y se acoge a la componenda de arrojarle una limosna verbal: hipocresía comparable al concepto de los átomos [...]». La sustancia, se nos dice, nos es conocida gracias a un

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conjunto de atributos, se revela a través de ellos y sin ellos ni siquiera sospecharíamos de su existencia. La crítica de Berkeley a la sustancia material, nos recuerda James, no ha dejado de reverberar desde que la formuló: «Lejos de negar el mundo externo que conocemos, Berkeley lo co­ rrobora. Según Berkeley, lo que más directamente redu­ cía el mundo externo a irrealidad era la noción escolástica de sustancia». Su crítica de la noción de materia es un ex­ celente ejemplo de pragmatismo. Conocemos la materia por nuestras sensaciones de color, figura y dureza; éstas son el valor en efectivo del término, tales sensaciones son su único significado. El filósofo irlandés no niega la ma­ teria, simplemente nos dice en qué consiste su idea: un nombre que sintetiza un conjunto de sensaciones. En La nadería de la personalidad, Borges vuelve so­ bre el mismo tema y, probablemente influenciado por sus lecturas budistas, desarrolla una crítica del yo calificán­ dolo de «transoñación, consentida por el engreimiento y el hábito». Busca la identidad personal y no la encuen­ tra. N i en el conjunto de las percepciones, sensaciones y pensamientos, ni en la memoria («esa posesión privativa de un erario de recuerdos»), incapaz de dar cuenta de lo olvidado. Tampoco se encuentra al yo en el engarce de los estados de ánimo, ni en la sucesión de las intenciones pasadas. Con su ironía habitual, Borges ataca la egola­ tría romántica, al vocinglero individualista y el siglo de la subjetividad: «La realidad no ha menester que la apun­ talen otras realidades. N o hay en los árboles divinidades ocultas, ni una inagarrable cosa en sí detrás de las apa­ riencias, ni un yo mitológico que ordena nuestras accio­ nes. La vida es apariencia verdadera». El yo, a manos de este Borges heredero del budismo y de Hume, no es sino una mera urgencia lógica, convencional, sin cualidades 72

propias. Todas estas razones son razones del pragmatista. Si el yo no ha de servirnos más que como ciudadanos o titulares del derecho de propiedad, entonces no hay por qué ir más allá. El problema de la identidad es un falso problema. Algo parecido puede decirse de la querella entre ma­ teria y espíritu. Para el pragmatista no hay diferencia al­ guna en si el origen de la vida fue material o inmaterial. Imaginemos, nos pide James, que el mundo ha finalizado y «pidamos al pragmatista que elija entre esas dos teo­ rías. N o podrá hacerlo, pues para él los conceptos son cosas que remiten a la experiencia, [...] y no habiendo ya experiencias donde buscar, poco se podrá hacer [...]. Por consiguiente, el pragmatista debe decir que las dos teo­ rías, a pesar de tener nombres opuestos tan resonantes, significan exactamente lo mismo y que la distinción es puramente verbal». Y cabría además preguntarse: «¿Qué valor tendría un Dios ahí plantado, con su obra consu­ mada y con su mundo consumado? Valdría, exactamente, lo que podría valer ese mundo». Una vez que la obra ha concluido, ésta no mejora por atribuir su autoría a un genio ni empeora por atribuirla a un escritorzuelo. El debate entre materialismo y teísmo resulta insignificante para el pragmatista. Materia y Dios significan exactamen­ te lo mismo: la fuerza necesaria para hacer este mundo al completo. Por tanto, lo más sensato es dar la espalda a una discusión tan superflua (muchos instintivamente ya lo hacen). Situémonos ahora en este mundo, en un mundo que tiene un futuro, que todavía se halla incompleto. En este mundo inconcluso, el dilema entre teísmo y materialis­ mo adquiere un valor profundamente práctico: «Úsese el uno libre de connotaciones clericales y el otro sin las 73

implicaciones de tosquedad, crudeza e innobleza. En vez de hablar de Dios o de la materia, háblese del misterio original, de la energía incognoscible, de la fuerza única». Si la filosofía fuese meramente retrospectiva, éste sería un buen enfoque pragmático. Pero la filosofía es sobre todo prospectiva. Teísmo y materialismo son indistintos cuando los consideramos retrospectivamente; sin embar­ go, cuando los proyectamos al futuro, apuntan a pers­ pectivas completamente diferentes. Cualquier ciudadano versado en astronomía conoce el vaticinio: si no acaba­ mos nosotros con el planeta, antes lo hará el moribundo Sol. Nada vivo permanecerá sobre la Tierra. El hombre se hundirá en el abismo y sus esperanzas y anhelos pere­ cerán como si nunca hubiesen existido. Será el naufragio definitivo. N o quedarán restos o memoria que recuperar. La conclusión de todo esto es clara: el materialismo no es garante de nuestras esperanzas o ideales. N o cumple el requisito de responder a la necesidad humana de un or­ den moral eterno. Así pues, la diferencia entre materialis­ mo y espiritualismo resulta diáfana: radica en diferentes apelaciones emocionales y prácticas (y no en sutilísimas abstracciones sobre la esencia propia de la materia o so­ bre los atributos del Espíritu). El materialismo significa, en todo caso, que el orden moral es algo provisional y humano. Descarta la posibilidad (y la esperanza) de un orden moral cósmico. La última controversia a la que haremos referencia es la de la libertad. En la época de James, la mayoría de los que creían en el libre albedrío eran racionalistas y lo consideraban una virtud agregada al hombre. Los deter­ ministas lo negaban, afirmando que el hombre sólo trans­ mite al futuro el impulso de un pasado, al encontrarse a merced de su herencia biológica, física y química. James 74

rechaza esta sumisión y protesta contra la manía de ex­ plicar lo superior mediante lo inferior, defendiendo que la mente no sólo atestigua las cosas, sino que también las pone a andar. El mundo lo conducen sus elementos superiores. En­ tre ellos está la libertad, curiosamente una creencia ins­ tintiva. Escuchando a algunos puritanos, nos dice el filó­ sofo, uno podría suponer que la ética sólo aspira a ser un código de méritos y deméritos, en el que sobreviviría un antiguo fermento legal y teológico: ¿a quién culpar?, ¿a quién castigar? Pero el libre albedrío es mucho más, im­ plica novedad y creatividad, implica engendrar algo que no estaba en el pasado. Si nuestros actos estuvieran pre­ determinados, ¿de qué podríamos alabarnos o culparnos? Libre albedrío significa novedades en el mundo. El futuro puede imitar el pasado pero no repetirlo. H ay aquí algo prometedor. Considerados en abstracto, estos términos carecen de contenido, ninguno de ellos ofrece una descripción y ninguno de ellos tendría sentido en un mundo perfecto o acabado. Si el mundo fuera un paraíso de felicidad, la pura emoción cósmica apagaría su brillo. Si el pasado y el presente fueran buenos, ¿quién no de­ searía un futuro parecido?, ¿quién podría desear enton­ ces el libre albedrío? En un mundo perfecto, la libertad sólo supondría la posibilidad de empeorar las cosas. Pero el mundo no es perfecto y la libertad es la posibilidad de que las cosas mejoren. «Aparte de ese significado práctico, las palabras “ Dios” , “ libre albedrío” , “ plan” no tienen ninguno otro [...]. Cuando las llevamos con nosotros a la espesura de la vida, su oscuridad acaba saliendo a la luz [...]. La cues­ tión realmente vital para nosotros es qué va a ser de este mundo, qué será de la vida. El centro de gravedad de la 75

filosofía debe, por tanto, cambiar de lugar. La tierra de las cosas, durante tanto tiempo oscurecida por la gloria de las alturas etéreas, debe asumir sus derechos.» La sede de la autoridad se ha trasladado, ahora descansa en el ho­ rizonte de la vida. Para algunos todo esto no será más que inmundicia filosófica, pero la vida continúa...

El orden del todavía Así están las cosas. Vivimos en la corriente de la ex­ periencia, sumergidos en el mar de la sensibilidad, y no hay vida fuera del agua. Disponemos de ideas abstrac­ tas (el plan, el libre albedrío, el Espíritu Absoluto) y de realidades concretas (esta sensación de fatalidad, aquella decisión, ese momento de conciencia expandida), y habrá que dilucidar cuál de ellas es la mejor promesa para el desenlace del mundo y de la vida. «Somos como peces que nadan en el mar de los sentidos, limitado desde arri­ ba por un elemento superior, pero incapaces de respirarlo puro o de penetrar en él. Sin embargo, obtenemos de él nuestro oxígeno, estamos en contacto incesante con él, ahora aquí y luego allá, y cada vez que entramos en con­ tacto con él, somos devueltos al agua con nueva deter­ minación y renovada energía vital.» Ese aire que nos so­ brevuela es el de las ideas abstractas, indispensables para la vida pero irrespirables en sí mismas, activas sólo por su capacidad de orientar la experiencia. El símil tiene la virtud de mostrar que algo en sí mismo insuficiente para la vida puede sin embargo ser decisivo para ésta. El asunto de la unidad o multiplicidad del mundo es para James quizá el más decisivo de todos: «Si sabemos que alguien es un decidido monista o un decidido plura­

lista, sabremos más del resto de sus opiniones que si le damos cualquier otro nombre acabado en -ista». Desde Parménides la filosofía ha ido en busca de la unidad del mundo, a menudo considerada más elegante e ilustre que la dispersión variopinta: el ejército que avanza en bloque frente a la pandilla de guerrilleros. El que logra ver las cosas engranadas suele mirar por encima del hombro al incapaz de hacerlo, por eso en los círculos cultos preva­ lece el monismo abstracto. Aunque el monismo es más elegante y responde me­ jor a la necesidad emocional de unidad, James no se deja impresionar por él. Como empirista, no renuncia a su fi­ delidad a lo particular. Siempre se ha dicho que el mundo es uno, o tres o siete (números sagrados en la Antigüe­ dad), pero es legítimo preguntarse por qué no podría ser cuarenta y tres. Lo urgente será indagar en el valor prác­ tico que tiene la unidad para nosotros. Hay aquí varias cuestiones. En primer lugar, sin esa unidad no podría­ mos encontrar un sentido al mundo en su conjunto: «Lo que antaño se llamó caos posee tanta unidad de discurso como un cosmos [...], los monistas consideran una victo­ ria oír decir a los pluralistas: el universo es múltiple [...]. Su lengua los traiciona; dicen: el universo, y confiesan su monismo sin quererlo». En segundo lugar, cabría pre­ guntarse si todas las cosas son continuas, si siempre es posible pasar de una a otra dentro de un mismo universo, sin caer fuera de él; si espacio y tiempo mantienen la co­ hesión y son vehículos de continuidad. Y, en tercer lugar, si es posible trazar líneas de influencia mediante las cua­ les las cosas se mantengan en cohesión (influencias como la gravedad o la transmisión de energía). El pragmatista sostiene que hay innumerables órde­ nes de conexión, numerosos intermediarios. Cada siste­ 77

ma ejemplifica un grado de unión. El valor pragmático de la unidad reside en que todas estas redes existen real y prácticamente, en que todo cuanto existe se encuentra influido por alguna otra cosa. Entonces cabe afirmar que «el mundo es uno», queriendo decir que lo es conforme a este o aquel aspecto (por ejemplo, la gravedad), pero no será uno de forma terminante, pues no hay conexión que no pueda fallar. La idea básica de James es que si la filo­ sofía se hubiera interesado por lo disyuntivo tanto como lo ha hecho por lo conjuntivo, celebraríamos con igual entusiasmo la desunión del mundo. A esta idea se añade otra de similar importancia: la de que la unidad y la mul­ tiplicidad tienen una naturaleza complementaria y, por tanto, ninguna de ellas debería considerarse más esencial que la otra. Pragmáticamente, el tipo más importante de unión entre las cosas es su unidad genérica. Las cosas existen en géneros, y en cada género hay muchos especímenes. Podríamos pensar que cada hecho que se produce en el mundo es singular, o sea, diferente de cualquier otro y único en su género. Pero en un mundo de singularidades nuestra lógica carecería de utilidad: si no hubiera dos co­ sas semejantes, seríamos incapaces de razonar. Otra especificación podría ser la unidad de propó­ sito: que las cosas del mundo sirvieran a un propósito común. En ese caso, la unidad no estaría al comienzo sino al final. Tanto los hombres como las naciones aspi­ ran a ser grandes, ricos o virtuosos. Pero tal vez nues­ tros diferentes propósitos entren en contradicción: por ejemplo, las cualidades de rico y virtuoso podrían no ser posibles al mismo tiempo. Este hecho apoyaría la idea de que, teleológicamente, nuestro mundo se halla unificado de forma imperfecta y siempre está a la bús­ 78

queda de una unificación mejor. Defender una unidad teleológica absoluta, un propósito único y culminante, ya sea en la bondad o en la belleza, no constituiría sino otro modo de dogmatizar. El empirismo radical se satisface con un tipo de uni­ dad más humilde. Todo es conocido por algún conoce­ dor. Nosotros, conocedores finitos, podemos experi­ mentar conjuntamente-, el mundo es uno en la medida en que lo experimentamos como algo concatenado. El modo monista de pensar (una verdad, un amor, un dios) posee pragmáticamente un valor emocional, pero tam­ bién puede producir un hartazgo de la unidad (el har­ tazgo del yo del que hablaba Borges). El mero nombre «Uno» significa la suma total de todas las conjunciones y concatenaciones comprobables por algún vehículo que se considere omnímodo: un origen, un propósito o un conocedor. Curiosamente, James alude en este punto al vedánta, que a finales del siglo XIX difundía Vivekananda en Estados Unidos (ambos se conocerían en Harvard en 1896). Se trata de un monismo radical en el que la sepa­ ración no se supera mediante la unidad, sino que simple­ mente no existe. N o hay multiplicidad, no somos parte del Uno porque el Uno carece de partes, y puesto que es innegable que somos, entonces es obligado que cada uno de nosotros sea lo Uno, total e indivisiblemente. Algo que para el pragmatista tiene un alto valor emo­ cional. Vivekananda sostenía que era esencial destruir la superstición de lo múltiple: «Cuando el hombre se ha visto a sí mismo como Uno con el Ser infinito del uni­ verso, cuando toda separación ha cesado, cuando todos los hombres, mujeres, ángeles, dioses, animales, plantas y el universo entero se han fundido en esa Unidad, en­ tonces desaparece todo temor. ¿A quién temer?». 79

James es sensible a esta música, sabe que eleva y con­ forma, como también sabe que todos albergamos un ger­ men de misticismo. Pero su método recomienda abjurar tanto del monismo absolutista como del pluralismo ra­ dical. «El mundo es uno en la medida en que sus par­ tes se encuentran atadas por alguna conexión definida. Y es múltiple en la medida en que no se logra obtener dicho enlace.» Ese lazo puede ser el más burdo de todos, un mero «adose» físico o químico, numérico, genérico, metafórico o telepático. Y en este aspecto el filósofo se muestra audaz: «Sería legítimo preguntarse si los diver­ sos tipos de unión realizados actualmente en el universo no podrían haber evolucionado sucesivamente». Si se admitiera esta posibilidad, la unidad total aparecería al final de las cosas en vez de en su origen (hipótesis que se sostendrá a lo largo de este libro). A sí pues, la noción de lo absoluto sería reemplazada por la de lo último, por una atracción y una seducción que se resuelve en itinerancia. El orden del ser frente al orden del ir haciéndose, en camino. El orden de la Unión total frente al orden ad­ verbial del todavía.

Una verdad vividera La ecuación es sencilla y el locus clásico: constitución es temperamento, carácter es destino. H ay tipos especí­ ficos de unión con los hechos, con un cierto conjunto de hechos. Hay perspectivas amplias, siempre más livianas, y perspectivas limitadas por las urgencias de turno. Lo que atropella no deja ver y acaba convertido en orejera. El pragmatismo simpatiza con el pluralismo, admite que ciertas partes del mundo estén más atadas que otras, pero

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también que haya algunas que sólo estén enlazadas por la cópula «y». James admite que su visión es un tanto ruda y poco elegante. El mundo está hecho a pedazos (los dioses son locales). También lo está el conocimiento: cuando conocemos, «más que renovar, lo que hacemos es parchear y remedar. La novedad empapa y tiñe la anti­ gua masa, pero, a su vez, también es matizada por lo que absorbe, [...] pocas veces ocurre que el nuevo hecho se añada crudo. Generalmente se asimila cocinado o guisado en la salsa de lo antiguo». Las nuevas verdades resultan de la combinación de viejas verdades y nuevas experiencias. Al igual que los cinco dedos del pie o los huesecillos del oído, los modos primitivos de pensar no han sido supri­ midos por completo. Todo esto lleva a una singular concepción de la ver­ dad. Con la verdad no puede haber una relación estática o inerte. La idea verdadera es la idea asimilable, validable, corroborable. Verdad es acontecimiento experiencial y acontecimiento es orientación. El conocimiento verdadero es un valioso instrumento de acción. O es vivible o no es nada. Y aquí viene la apuesta decidida de James (cuyo tono es muy budista): «La verdad es un estado de la mente». Una orientación inspiradora que merece la pena, una conexión provechosa con las co­ sas y con uno mismo.' Verdades con arreglo a las cuales vivimos. «En su mayor parte, la verdad vive realmente del crédito. Nuestros pensamientos y creencias circulan mientras nada los ponga en entredicho, igual que los pagarés bancarios circulan mientras nadie los rechace.» «El pensamiento humano se produce de forma discur-

i. Para un Berkeley sin Dios, esto significaría que nos percibimos unos a otros y, viéndonos, nos sostenemos.

siva: intercambiamos ideas, prestamos y tomamos presta­ das verificaciones, obteniéndolas unos de otros mediante el trato social. Así es como toda verdad se forja lingüís­ ticamente.» Que Australia sea una isla no es una verdad sino una simple proposición. Adquirirá el estatus de ver­ dad si la circunnavegamos. Si no lo hacemos quedará en mera información a crédito. Un alto porcentaje de las proposiciones que conforman nuestra visión del mundo se debe a testimonios verbales de este tipo, registrados en los libros de texto. ¿Significa esto que todo vale mientras funcione? En absoluto. Nos encontramos subsumidos (sumergidos) en el orden sensible. N o podemos elegir ver lo que ve­ mos ni evitar oír lo que escuchamos. Lo que ocurre en la experiencia sensible y del habla no es muy diferen­ te de nuestras relaciones con lo abstracto: «N o pode­ mos jugar a la ligera con esas relaciones abstractas [de la lógica], como tampoco podemos hacerlo con las ex­ periencias sensibles. N os constituyen y estamos obli­ gados a tratarlas de forma consecuente, nos gusten o no los resultados». Sean concretas o abstractas, hechos o principios, nuestras experiencias deben ajustarse a la presión ejercida tanto por el orden sensible como por el orden lógico. Lo esencial es saberse guiar, aprove­ char cualquier idea que adapte nuestra vida al contexto global de «realidad» que imponen estos órdenes. Pero la interpretación pragmatista de la verdad sigue sien­ do una explicación de verdades en plural, de procesos de orientación. Verdades que debemos estar dispuestos a llamar falsedades el día de mañana. Verdades de un mundo inacabado.

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El ovillo de la verdad Las creencias son parte de los hechos, de ahí su fuerza biológica. Creer es un hecho, quizá el único hecho cierto; los otros lo son porque así lo creemos. Por eso carece de sentido considerar hechos y creencias por separado, por eso es sospechosa cualquier apelación a los «hechos con­ cretos». Esto no quiere decir que los hechos no afecten a las creencias, pues lo hacen continuamente, sino que se trata tan sólo de una parte de un proceso más amplio. Tan pronto como las creencias nos hacen actuar, «sacan a la vista o dan existencia a nuevos hechos». Ése es el ovi­ llo de la verdad, una madeja que no cesa de enredarse y desenredarse: «Las verdades emergen de los hechos, pero vuelven a sumergirse en ellos y a ellos se añaden; y esos hechos, nuevamente, suscitan o revelan (no importa la palabra) una nueva verdad, y así indefinidamente». Los hechos mismos no son ni verdaderos ni falsos, sim­ plemente son. James lo explica del siguiente modo: «El ra­ cionalista concederá que la experiencia está en mutación, y que nuestros medios psicológicos de cerciorarnos de la verdad también están en mutación; pero nunca aceptará que la realidad misma o la verdad en sí sean mudables. ¡Ah, no!: la realidad subsiste completa y prefabricada des­ de la eternidad». Esto nos lleva, claro está, a la idea de una ley eterna, al ídolo supremo de toda ciencia: una teoría de todas las cosas. Un inadvertido regreso al oráculo. ¿Supone menospreciar la verdad decir que, como el humor, cambia? N o. Lo que se plantea aquí, de un modo radical, es simplemente que la verdad depende de la experiencia (algo muy científico, por otro lado). James cita a Kierkegaard para recordarnos que, aunque com­ prendamos hacia atrás, vivimos hacia delante. El pragma­ 83

tismo mira hacia el futuro, mientras que el racionalismo se vuelve hacia el pasado. La verdad no puede ser algo estático, vive en el instante experimentado y contrastado; fuera de él es creencia y corre el riesgo de caducar o de empezar a descomponerse como un organismo muerto.

Navegación, vida, pensamiento Si en inglés se pudiera decir piensa (thinks) lo mismo que se dice llueve (rains) o sopla (blows), entonces estaríamos afirmando este hecho de la manera más simple y sin apenas postular nada. Com o esto no es posible, debemos decir simplemente que el pen­ samiento va (the thought goes). ¿Cóm o va el pensamiento? H ay al menos cinco modos, (i) Todo pensamiento tiende a formar parte de una conciencia personal, (z) Dentro de cada conciencia per­ sonal, el pensamiento cambia continuamente. (3) Dentro de cada conciencia personal, el pensamiento es continuo. (4) El pensa­ miento parece tratar con objetos independientes de él. (5) El pen­ samiento se interesa por algunas partes de estos objetos con exclu­ sión de otras, y las recibe o las rechaza; escoge de entre esas partes.

Vida es navegación. Y tres son las corrientes que im­ pulsan la embarcación del pragmatista. En primer lugar, el flujo de las sensaciones, una corriente cuya proce­ dencia desconocemos. N o es una corriente elegida (al menos a primera vista), ni sus sensaciones son verdaderas o falsas (un error común de las teorías de la «aparien­ cia»), sino que simplemente son. En segundo lugar, las relaciones entre las sensaciones. La sensación deja una huella en la mente, y esa huella es susceptible de relacio­ narse con otras huellas. De este segundo factor se derivan la lógica y el pensamiento matemático, y la posibilidad misma de una relación eterna entre dichas huellas. Jueces y matemáticos suelen hablar de la ley en un tono que

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hace pensar en entidades preexistentes a las decisiones humanas o a la creación de los números, las letras y los signos del álgebra. «Como si lo eterno no se desarrolla­ ra.» Una rápida reflexión nos permite reconocer que esas leyes y esas ecuaciones no son principios sino resultados. La distinción entre lo legal y lo ilegal, entre la igualdad y la desigualdad, no ha surgido de otro modo. Su verdad se inserta en una verdad previa. Y lo mismo puede decirse de cualquier otra jerga o lenguaje que incorpore nuevas asociaciones o nuevas metáforas. «Por un lado hay siem­ pre una verdad previa; por otro, hechos frescos; y nuestra mente da con una nueva verdad.» Todas las ideas son abstraídas de la sensación particu­ lar. Para el empirismo radical, ése es el único principio. No son previas a la vida. Nacen de la vida, del «suelo ma­ terno de la experiencia». De ahí la falacia sentimentalista que derrama lágrimas sobre la justicia en abstracto pero nunca llega a reconocerla cuando se tropieza con ella en la calle. De ahí asimismo la falacia racionalista, incapaz de reconocer que la verdad, lejos de ser incondiciona­ da, está sumamente condicionada (otra idea próxima al budismo). «Ambas actitudes extraen una cualidad de las pantanosas particularidades de la experiencia y, una vez extraída, la encuentran tan pura que la contrastan con to­ dos y cada uno de sus pantanosos casos concretos, como si fuera de una naturaleza distinta y más elevada.» La tercera corriente es la de las verdades previas, la de todo lo asumido y todo lo tácito. Esta última realidad es la menos obstinada y siempre acaba cediendo el paso. El hombre prefiere el pan fresco y vivir con arreglo a la ver­ dad del día (ptolemaica, copernicana, relativista o cuán­ tica), pero debe estar dispuesto a decir que es falsa el día de mañana si no quiere alimentarse de mendrugos. Estas 85

verdades ponen de manifiesto los intereses contemporá­ neos y, de un modo tácito, la orientación del presente. Por fijas que puedan parecer estas realidades, siempre es posible cierto margen de maniobra. Aunque no ele­ gimos nuestras sensaciones, podemos elegir a qué presta­ mos atención, qué ponemos de relieve y qué soslayamos. Vivimos en un mundo de representaciones no siempre elegidas, pero no tenemos por qué estar a su merced. Hay desempeño humano y capacidad de acción: podemos se­ leccionarlas, ir a su encuentro, ponernos en situación de obtenerlas. He ahí la libertad. Ello no evita, por supues­ to, que vivamos sumergidos en ellas. La cultura mental es aquí decisiva. Por lo general, la sensación dominante en los materialistas es el tacto y en los idealistas la visión; podemos dejar a los místicos el oído.2 ¿De dónde habrá de venir nuestra revelación?

Monismo o pluralismo La preferencia pragmatista por el pluralismo no impli­ ca descartar la utilidad del monismo. Como hemos visto, James siempre mostró una singular sensibilidad hacia la experiencia interior. Wittgenstein, que también tenía una vertiente mística y consideraba a James «un ser humano de verdad», disfrutó sobremanera de Las variedades de la experiencia religiosa precisamente por su actitud cor­ dial hacia los espíritus selectos, siempre al acecho de una 2. Para la tradición budista, la vista y el oído son los sentidos su­ periores. El olfato y el gusto son restos de un pasado animal y el tacto se sitúa en una posición intermedia. La vista y el tacto son los sentidos que más atan, mientras que el oído fue, en la tradición védica, el vehículo de la revelación, de ahí que se asocie al misticismo.

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profundidad inmóvil. Wittgenstein fue sin duda, como James, un espíritu rudo, alérgico al culto a las abstrac­ ciones. Vivir en el mundo de los particulares requiere un desarrollado espíritu de aventura, pues no hay nada (nin­ gún principio fundacional) que asegure que el mundo no sucumba o colapse. Cuando el pragmatista se pregunta por la posibilidad. de que exista una edición absoluta y completa del mundo, llega a la conclusión de que esa actitud es como colocar la palabra «invierno» detrás del tiempo frío de esta noche. La palabra es útil para lanzarnos con ella a la corriente de la experiencia. N os recuerda que debemos tomar el abrigo y el sombrero antes de salir de casa. Y aunque el pluralismo casa mejor con su temperamento, no niega la utilidad de tales abstracciones. Las abstracciones pueden ser positivas en nuestras vidas, y si surten efecto habrá en ellas alguna verdad digna de conservarse. Abstraer es condensar, lo que resulta indispensable para seguir ade­ lante. Es más, el pragmatista no puede asociarse comple­ tamente con los espíritus rudos («a quienes les basta el barullo y el jaleo de los hechos sensibles»), sino que se ve a sí mismo como el mediador entre ambos. La querella entre racionalistas y empiristas puede ver­ se como la disputa entre los que piensan que el mundo tiene que ser y será salvado y los que piensan que puede ser salvado. ¿Qué significa ese limbo de posibilidad? Una vía media entre el optimismo infundado y el escepticis­ mo dogmático. La cuestión de la salvación del mundo no puede dejar indiferente a nadie, salvo al loco o al far­ sante. El pragmatismo debe inclinarse entonces por el «meliorismo». En el taller del ser, hay una razón viva del deseo, una brecha que se abre paso mediante su propia actividad, mediante su disposición a vivir y a luchar por

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ciertos ideales. El mundo no se desarrolla íntegramente sino a trozos, mediante las contribuciones de determina­ dos ámbitos. N o hay un «todo es uno con Dios», ni un fondo dorado, tampoco una seguridad permanente en la serie de aventuras que constituye el mundo. El universo puede acabar bien pero también muy mal. Ya hemos dicho que la alternativa entre monismo y pluralismo era para James la cuestión más enjundiosa de la filosofía. En la India, budistas y brahmanes sostu­ vieron esta disputa durante siglos. Dionisio Areopagita enseñaba que Dios era al mismo tiempo anónimo y polínomo. En la Edad Moderna europea sus representantes fueron Spinoza y Leibniz, la unidad de sustancia y la al­ garabía de las mónadas. El caso de un universo pluralista que se salva a pedazos no parece muy democrático, pues no todas las almas serían inmortales. La pregunta tam­ bién fue planteada por el budismo: ¿hay seres irrecupe­ rables, seres que por su obstinación ya nunca podrán ser rescatados? ¿Existen en el universo callejones sin salida, o bien siempre hay alguna oportunidad por duras que sean las circunstancias? Cabría incluso plantearse la posibilidad de que no hu­ biera una solución. Los filósofos suelen oscilar a lo largo de su vida entre una y otra postura. A veces pensarán que las demandas de los espíritus selectos van demasiado lejos, otras se preguntarán si realmente debe salvarse todo o ha­ bría que pagar un precio por la salvación de unos cuantos (la posibilidad de verdaderos sacrificios). La honestidad de James en este punto es encomiable: «Estoy dispuesto a admitir que debe haber pérdidas reales y perdedores rea­ les, descalabros auténticos, y no la total conservación de todo cuanto existe». La manera de eludir el mal en estas circunstancias «no consiste en dejarlo aufgehoben, como 88

un elemento conservado pero trascendido, no; consiste en deshacerse de él completamente, en arrojarlo por la borda y dejarlo atrás». A fin de cuentas, se trata de vivir dentro de un plan de posibilidades no garantizadas. En cada una de estas reflexiones resuena, claro está, la aventura teológica del tullido, chiflado y entrañable swedenborgiano Henry James padre, pues será la fe y no la lógica la que decida la cuestión. Su hijo William niega el derecho de una supuesta lógica a poner veto a la fe («supuesta» porque la lógica, como la fe, también tiene sus hipótesis). Y cierra este excurso teológico haciendo referencia a la cuestión de si el pragmatismo implica un abandono de lo sobrenatural. Recuerda que si la hipó­ tesis de Dios funciona, en el más amplio sentido de la palabra, será entonces verdadera. La experiencia lo co­ rrobora. De este modo trata de eximir al pragmatismo del sistema ateo. De hecho, cabría considerarse religio­ so si se admitiera que la religión puede ser pluralista o meliorista: «Por mi parte, no doy crédito a ello, no creo en modo alguno que nuestra experiencia humana sea la forma más alta de experiencia que existe en el universo. Creo, más bien, que nuestra relación con la totalidad del universo es bastante parecida a la que mantienen nuestros perros y gatos con la totalidad de la vida humana. Ellos andan por nuestros salones y bibliotecas. Toman parte en escenas cuyo significado se les escapa. Sólo son tangen­ tes a las curvas de una historia cuyos comienzos, fines y desarrollos quedan fuera de su comprensión. De igual modo, nosotros también somos tangentes con respecto a la vida, al desarrollo más amplio de las cosas». Permitamos a la rudeza de William James una última confesión. Entre los naturalistas y los creyentes en lo so­ brenatural, el filósofo se alinea con los últimos. Pero no 89

sólo eso. Hay un supernaturalismo craso y otro refinado: «Para los supernaturalistas refinados, el mundo ideal no es causa eficiente y nunca penetra en el mundo fenoméni­ co de las particularidades. El mundo ideal, en su opinión, no consiste en un mundo de hechos, sino sólo en el sig­ nificado de los hechos; constituye un punto de vista para juzgar los hechos; pertenece a una “ lógica” diferente y habita en una dimensión de existencia distinta. N o puede bajar al nivel inferior de experiencia y entreverarse poco a poco con fracciones distintas de la naturaleza, como aquellos que creen que la ayuda divina acude en respues­ ta a la plegaria. A pesar de mi incapacidad para aceptar el cristianismo popular o el teísmo escolástico, supongo que mi creencia de que la comunión con el ideal pro­ porciona nuevas fuerzas al mundo, que originan nuevos fenómenos, me obliga a ser clasificado entre los superna­ turalistas del tipo craso o poco sistemático». Valentía no le faltaba.

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H EN R I BER G SO N

La emoción creadora

I n te r io r e s La aventura espiritual de Henri Bergson (1859-1941) no puede encriptarse en un sistema. Eso supondría trai­ cionarla. N o es en lo simbólico donde podría vivir. Frente * a los rentistas del pensamiento, Bergson fue un explora­ dor y quiso que nosotros también lo fuéramos. Leyéndo­ le, uno se ve arrastrado hacia horizontes insospechados, olvidados de la anticipación y el cálculo. Su fidelidad a lo real fue una fidelidad a la duración de cada uno, a la pro1 pia experiencia interior de la vida. Pero su revuelta fue una insurrección tranquila, la de un genio sobrio que no alza la voz, sin aspavientos ni grandes gestos, sin deslum­ bres ni artificios. Poco hay de intempestivo en Bergson, y sin embargo perpetró una de las transformaciones de la conciencia más radicales que haya conocido la moderni­ dad. Y lo hizo a pie, a una velocidad apacible pero cons­ tante, abrazando paulatinamente la cambiante realidad de las cosas. Su filosofía es una filosofía de la vida, pero no de la vida en general sino de la de cada uno, y fue soñada en colaboración con la ciencia. Su obra no es una culmi93

nación de nada, no es fin sino herramienta, trampolín si se quiere, método interior. Bergson fue profundamente francés al sostener que la solidaridad de la mente con el cuerpo no debía enten­ derse en términos de causalidad. Sin el cuerpo, la mente no puede actuar (incidir en el mundo físico), y £n este sentido cabría decir que el cuerpo es instrumento de la mente, aunque eso no significa que la mente sin el cuerpo no pueda ser. La función del cuerpo es inscribir el espí­ ritu en el mundo físico, mientras que lo que define al ser espiritual es la memoria y su esencia es el tiempo. La du­ ración es un compromiso y una reacción contra la gran pereza universal: ese vicio de servirse de lo ya hecho. Hay en su filosofía un sentimiento único del instante, del durar y del conocimiento por simpatía (que se trans­ porta al en sí del objeto para coincidir con él). Su empe­ ño por contrastar esa duración con el juicio de las cien­ cias positivas fue encomiable. N o encontraremos en sus libros servidumbres a un credo o a una fe particulares, ni tampoco misticismo (aunque al final de su vida reflexio­ naría sobre la mística). Dejó escrito que «si se entiende por misticismo una reacción contra la ciencia positiva, mi doctrina no es sino una protesta contra el misticismo, pues se propone restablecer el puente (roto desde Kant) entre metafísica y ciencia. Si por misticismo se entiende una llamada a la vida interior y meditativa, entonces toda filosofía es mística». Gustosamente evita desbordar la particularidad del he­ cho, al tiempo que trata de liberar a la filosofía del corsé de las matemáticas, una ciencia «constreñida por la sim­ plicidad clara y el dogmatismo cortante». Que tomara distancias respecto a las matemáticas no suponía una ac­ titud anticientífica. N o cejó nunca en su empeño de unir 94

a los investigadores en torno a los hechos de experiencia, pero de un modo muy particular, dejando que las cosas se prestaran a la investigación, cediendo sin cortapisas la palabra a la evolución de la vida y la materia (sin des­ cuartizarla o romperla). Siempre fue consciente de que lo que comúnmente llamamos «hecho» no es sino una adaptación de lo real a las demandas de la vida social, a las exigencias de razones e intereses. Su gran fidelidad fue para lo que él consideraba una realidad universal: la experiencia privada, consciente, del propio transcurrir. Una experiencia que se capta desde dentro, por intuición, que no requiere del simbolismo, el análisis o la descomposición. Esa experiencia, ineludible, evidente e irrefutable, es el fundamento de la filosofía de Bergson, todo remite a ella, desde el concepto de cuerpo hasta el de afección, desde la teoría del conocimiento hasi ta la teoría política o religiosa.

La audacia serena La percepción es una alucinación verdadera. Hippolyte Taine

La lealtad de Bergson a la experiencia sigue la estela de James, pero a diferencia del norteamericano se entre­ tuvo poco en la refutación y en los éxtasis de hiriente lucidez. Una vida tranquila y una filosofía de caminante, una invención paciente y laboriosa, siempre abierta a la intuición. La única aventura (la del espíritu), en el ga­ binete o en los paseos. El protagonista de su biografía no es el personaje público, ni siquiera su persona, que se borra, sino su «evolución creadora», que dura y perma­ 95

nece como ejemplo inapelable de vida filosófica. Hay una carga latente y explosiva en este profesor apacible que ni se rodea de discípulos ni alza la voz. Sólo mirando hacia donde él mira se puede advertir su genuina insurgencia, su rebeldía ante el sueño dogmático del mecanicismo. El padre de Bergson, un judío polaco, músico y pro­ fesor de conservatorio, llevó una vida errante de artista necesitado, compuso una ópera y desdeñó la celebridad. En el curso de sus viajes conoció a una muchacha judía de Yorkshire que se convertiría en su esposa. Katherine habló en inglés a sus siete hijos, y de ella el filósofo he­ redará cierta flema británica. Bergson fue educado, como Spinoza, en la observancia de la religión hebrea. Infante esbelto, se cimbrea como un junco. La frente amplia y abombada, la mirada perpleja. Serio y gentil, recita con voz reposada la lección de griego. La filosofía le parece en esa época un oficio para elocuentes, para la fauna de los salones, para los amigos de la oratoria y la frivolidad. Prefiere el álgebra al cálculo, realiza algunas proezas matemáticas. Gana un premio en el Concurso General de Matemática; de hecho, gana todos los pre­ mios a los que se presenta. Sin embargo, las matemáti­ cas le resultan demasiado absorbentes y abandona una prometedora carrera científica dejando estupefactos a sus profesores. Se sumerge en el naturalismo de Spencer, con su so­ ciedad vista como un «organismo evolucionado», con su lamarckismo, según el cual el órgano se desarrolla con el uso y degenera con el desuso, y cuyos cambios se trans­ miten de una generación a otra. Por ahí perfilará su fi­ losofía de la libertad, pero aún no lo sabe. Se asoma a nuevos horizontes gracias ajean Ravaisson, que ha cues­ tionado el positivismo materialista, un «engendro de me­ 96

canicismo e idealismo». Y empieza a rebelarse contra la idea del hombre como autómata de voluntad adormecida. En los inicios de su carrera como profesor es ya un enchanteur. Dicta la lección sin notas, pendulea de un extremo a otro de la tarima: la voz pausada, el tono se­ guro. Evita ser original y se aplica a las verdades del sen­ tido común como si fueran novedades. Apuesta por la formación humanista, destinada a fortalecer el espíritu, dejando para el insecto la especialización (el vicio de la época): «Toda la inferioridad del animal está ahí: es un especialista». En 1883 trabaja como profesor en el liceo de Clermont-Ferrand. La vida provinciana le permite disponer de tiempo para escribir, realizar incursiones en las experiencias hipnóticas y practicar la equitación y la esgrima. Bergson es un diestro jinete (se entiende bien con el caballo) y un diestro espadachín (se entiende bien con lo «moviente»). En el deporte encontrará una manera de afirmarse como ser libre y responsable frente a los profetas del determinismo. En Clermont-Ferrand ocurre su particular «caída del caballo». Vive entonces en un universo mecanicista, ma­ temático. Sigue siendo un pequeño genio de las matemá­ ticas y sueña con ser el apóstol del mecanicismo. Observa y reduce el mundo con sus herramientas, pero hay algo que se le resiste: la sensación misma del transcurso, la experiencia consciente, íntima, del tiempo. A esa sensa­ ción la llamará «duración» (durée). Una faceta esencial de su filosofía. A ella se entrega y con ella descubre la insuficiencia del modelo en el que creía. El mecanicismo no es capaz de dar cuenta de la evolución genuina, sólo sabe de restos o fragmentos (de lo evolucionado), no es navegación sino naufragio. En su particular camino de Damasco, se repiten los motivos: Aquiles y la tortuga, 97

el paseo de Diógenes, la sucesión de flechas inmóviles rumbo a la diana. Y de todo ello nace el Ensayo sobre los datos inmedia­ tos de la conciencia (1889). Una obra valiente, fundacio­ nal, en la que se sientan las bases de lo que irá diciendo, mientras dure, esa conciencia navegante y fiel, que traba­ ja despacio pero no se detiene. El libro ha surgido de sus meditaciones, no de un proyecto. Bergson va anotando sus ocurrencias y las guarda en un cajón, hasta que, por fermentación interna, el sueño lúcido encuentra su pro­ pio plan. Sólo queda dar a esa música un aire académico.

El cerco a la intimidad Bergson sucede a Charles Léveque en el Colegio de Francia en 1890. Enseñará allí hasta la Gran Guerra. Re­ cibe los primeros honores académicos y, gradualmente, la fama. Los datos inmediatos de la conciencia están de moda en los salones, cafés y ateneos. Sus cursos atraen multitudes. Una interminable hilera de elegantes ca­ rruajes se congrega cada viernes frente a la universidad. Con varias horas de antelación, los criados reservan el sitio a las damas de sociedad en el anfiteatro de la Sorbona. Más de setecientas personas asisten con regulari­ dad a sus lecciones. Aparece en escena como si fuera un acomodador..y se sienta sigilosamente bajo una lámpa­ ra. Desgrana las palabras con una entonación calculada, hay coquetería en su voz, pero evita recalcar las frases. Por momentos parece que, arrebatado por sus propias palabras, vaya a levitar. Entretanto Proust sale al acecho del tiempo perdido, Debussy compone sus diálogos entre el viento y el mar, 98

Monet registra los cambios de luz en los estanques. En París se ha iniciado el cerco a la intimidad y la insurrec­ ción frente a lo rígido. El bergsonismo pone en jaque al dios matemático. Se abre paso la espontaneidad natural de lo líquido y flexible. De ese caldo de cultivo emerge una nueva física. Einstein abre la caja de Pandora con su interpretación del efecto fotoeléctrico y Bohr prefigura su modelo atómico. Poco queda para que Gamow confir­ me el efecto túnel (que viola el principio de conservación de la energía) y para que la física cuántica estalle definiti| vamente y se derrame en otras áreas del saber. ^

En esa época William James, que acaba de leer Materia y memoria, envía a Bergson una carta llena de entusiasmo, acompañada de un ejemplar de Las variedades de la ex­ periencia religiosa. Es el principio de una larga amistad. Ambos combaten en la lucha contra el mecanicismo y comparten agenda: el retorno a la experiencia interior sin caer en el espiritualismo tradicional y prestando oídos a la ciencia; un proyecto educativo que fomente la aten­ ción y desplace la penumbra de los propios sueños. La memoria es contemporánea de la percepción y aparece como un doble (y una sombra) en cada instante. Nace de ella, de la percepción, y a ella se adhiere, y sólo desde la

cultura mental puede uno ponerla a su servicio sin acabar I sepultado por ella. Bergson pasa los veranos estudiando las colonias de abejas y hormigas. Se interesa por la biología. Redacta, deprisa y sin apenas correcciones, La evolución creadora (1907). Un libro heroico y, al mismo tiempo, una epo­ peya de la vida y la evolución. Un canto a la creación ^ continua de la vida interior. El tiempo ya no es, como será en Heidegger, vehículo de la muerte o condición del olvido, ni, como en la física, un transcurrir homogéneo 99

y mensurable; el tiempo es, por encima de todo, creador. El impulso vital estalla en múltiples direcciones, la vida es haz divergente, no hilera. N o siempre es posible evi­ tar los pozos, algunas especies se detienen, otras vuelven atrás. H ay vías muertas y escapes de última hora. Hay titubeos y fracasos, pero también esplendor y camino. El ser humano ocupa un puesto privilegiado en el cos­ mos, pero para realizarse debe abandonar una parte de sí mismo, reconocer la imprevisible novedad, asumir la exigencia de la creación y abolir el automatismo. Bergson comparte con Whitehead la perspectiva de que no hay cosas sino procesos, actividad. Mientras la materia se deshace, la vida se hace. La creación no es ningún mis­ terio, podemos experimentarla cuando actuamos con libertad. Bergson rechaza enérgicamente cualquier tipo de reflexión sobre el comienzo y sobre el fin. En esto es muy budista. N o le interesan ni la cosmogonía ni el apo­ calipsis, tampoco se deja hechizar por la idea de la nada, que considera una pseudoidea. El libro no dejará indife­ rente a nadie. Será tachado de panteísta y ateo. Provocará refutaciones de materialistas y católicos (alineados a la sazón en el mismo bando). En 1914, el Santo Oficio lo inscribirá en el Indice. Pero el hijo de exiliado sigue fiel a su vocación. Des­ cubre a Berkeley y a Spinoza, se inspira en ambos y se atreve a disentir. N o acepta, como hace su época, que la filosofía sea una síntesis de las ciencias particulares. Nada \ sería para él más injurioso. Cada ciencia tiene sus fines, cada una crea un objeto diferente y, lo más importan­ te, cada una tiene su estilo. Las ciencias «espacializan» el tiempo y tienden a la obtención de resultados; la filoso­ fía pretende otra cosa: «Entrar en lo que se hace, seguir lo moviente, adoptar el devenir de las cosas». Poco hay 100

de análisis en esta propuesta, que por el contrario tiene mucho de percepción atenta del cambio y la duración, de observación interior. De nada sirve congelar el objeto. De hecho, la inmovilidad es una quimera (ficticia, abs­ tracta). ' El filósofo ni obedece ni ordena, se limita a simpatizar. En 1914, el asesinato de Sarajevo desata un incendio latente en Europa. Ese mismo año, Bergson es elegido miembro de número de la Academia Francesa. Inicia en­ tonces una serie de misiones diplomáticas con escaso éxi­ to. En 1916 viaja a España para realizar una gira de con­ ferencias y entabla relaciones con algunas personalidades influyentes del país. El Primero de Mayo pronuncia un discurso en la Residencia de Estudiantes de Madrid. Al año siguiente se le propone una gira por Estados Uni­ dos para impulsar la entrada del país en la guerra. Pese a sus reticencias, desembarca en suelo americano como agregado de una misión comercial. N o es un hombre de mundo y le pesa ir de recepción en recepción. En 1918 participa en una comisión de cooperación intelectual de la Sociedad de Naciones. Tres años después sus proble­ mas de salud le obligan a abandonar toda esta actividad. Todavía le quedarán fuerzas para publicar una defensa de las humanidades en su «confrontación con la ciencia» y un estudio sobre las concepciones del espacio y el tiem­ po de la relatividad, del que no quedará contento y cuya reimpresión prohibirá a partir de 1923. Con sesenta y dos años renuncia a su cátedra en el Colegio de Francia. Poco después, sufre una crisis reu­ mática y, años más tarde, una congestión pulmonar y un principio de septicemia. El filósofo se entrega al estudio de la mística y la historia de las religiones. En 1927 recibe el Premio Nobel de Literatura, aunque no viaja a EstoIOI

colmo. A l cabo de dos años deja la avenida de los Tilos de Montmorency y se instala frente al Bois de Boulogne. Poco después recibirá la Gran Cruz de la Legión de Honor. En 1932 publica su última obra extensa: Las dos fuentes de la moral y de la religión. Frente a la conciencia sonámbula erigida por el fisicalismo, el místico abre la puerta a nuevos destinos para el hombre. Los héroes de la vida moral, los sabios griegos (órficos y pitagóricos), los arhats budistas o los derviches sufíes, culminan en los místicos cristianos. Su impulso es la emoción; su ética, la creación. El místico se deja penetrar por lo divino como el hierro candente por el fuego. La experiencia mística supone un contacto, una coincidencia parcial, con el es­ fuerzo creador de la vida. Un empeño que no pertenece a Dios sino que es Dios mismo. El místico es aquel que franquea los límites dados a la especie y prolonga la ac­ ción divina. Para Bergson, la cumbre de estos empeños se encuentra en Teresa de Ávila y Juan de la Cruz, pues ambos son el teodolito a través del cual se manifiesta la divinidad. N o falta aquí la ambición: se trata de incorpo­ rar la mística como método de investigación. La unani­ midad del testimonio místico de que Dios nos necesita tanto como nosotros a Él confirma que la creación crea creadores, seres que participan del impulso primigenio. El universo como manantial de dioses. Bergson no ha experimentado una transformación súbita sino gradual, consecuencia de una cuidadosa lec­ tura de la literatura mística y de descubrimientos hechos en sus últimos años, al calor de amigos y discípulos como Édouard Le Roy o Jacques Chevalier. En 1938 se siente muy cerca del catolicismo, pero renuncia a convertirse por dos motivos: por la incapacidad de transformar su adhesión en obediencia y por la difícil situación que atra10 2

viesan los judíos en Europa. Ante la ola de antisemitis­ mo, decide seguir siendo judío y compartir la suerte de los perseguidos (su conversión pública podría utilizarse con fines apologéticos). a*-

E l pensamiento y lo moviente (1934) será su testa­ mento filosófico. Insiste de nuevo en que el tiempo real escapa a la investigación positivista. Carece de sentido sustituir «la experiencia moviente y plena, susceptible de profundización y preñada de revelaciones, por un extracto fijo, desecado, vacío, y por un sistema de leyes generales y abstractas». Vuelve a criticar lo abstracto, re­ chaza las concepciones de la lógica simbólica y matemá­ tica, que consideran el tiempo una privación de la eter­ nidad. Y también la lógica habitual, retrospectiva, que proyecta en el pasado las realidades del presente. Frente a ellas, tan necesarias como superficiales, propone captar el yo íntimo, duración y cualidad puras, libertad. La «cosa en sí» ya no es inaccesible: es nuestra realidad más perso­

nal y puede ser captada en su pureza original; para ello, simplemente hay que desembarazarse de ciertos hábitos I del pensamiento. Aun así, mantiene su fe en la ciencia y se opone a la existencia de una diferencia de valor entre metafísica y ciencia. «H ay que llevar la filosofía a una precisión más alta [...], hacer de ella la reformadora de la ciencia positiva.» Una empresa que requiere la colabora­ ción de todas las disciplinas. La superioridad intelectual no es sino «una mayor fuerza de la atención». Los últimos años son difíciles. Se va apagando como una llama mortecina que busca un lugar donde prender. Encerrado en su apartamento, sólo la radio y la corres­ pondencia le mantienen en contacto con el mundo exte­ rior. Cumple ochenta años pero disuade a sus amigos de celebrarlo. En su testamento, redactado en 1937, prohíbe 103

formalmente que se publiquen sus manuscritos inéditos, papeles, cursos, lecciones o correspondencia. Ante el avance de las tropas hitlerianas, en mayo de 1940 se retira a Dax, que se encuentra en la zona ocupada tras el armisticio. Unos amigos le consiguen a él y a su familia un salvoconducto y en noviembre de ese mismo año regresa a París. El espectáculo es desolador: la ciudad ocupada, el honor del país humillado. Se suceden las ve­ jaciones contra los judíos. Bergson se solidariza con los perseguidos. El premio Nobel, en bata y pantuflas, aban­ dona la cama para salir a la calle del brazo de un pariente e inscribirse como judío. Las estufas apenas calientan y el gélido invierno le provoca una congestión pulmonar que acaba con su vida el 4 de enero de 1941. La inhumación se realiza pocos días después, en el cementerio de Garches, ante unos pocos familiares y amigos.

La ilusión cuantitativa Hay sensaciones imperceptibles que pasan de incógni­ to y sensaciones abrumadoras de las que haríamos cual­ quier cosa por escapar. Pese a ello, Bergson sostiene que la sensación carece de magnitud, que no es algo cuantificable sino pura cualidad. Esta afirmación, obviamente, va contra el sentido común (y contra el lenguaje mismo), y merece una explicación detallada. La idea fundamental es que en las sensaciones no cabe la magnitud ni el número. Cada vez que traducimos lo intensivo en extensivo, de al­ guna forma suplantamos la sensación. El sentido común suele reconocer diferentes intensidades en las sensaciones (por ejemplo, decimos que una determinada sensación es «fuerte» o «pequeña»), pero un examen cuidadoso mues104

tra lo ilusorio de dicha perspectiva. Cada sensación es como una nueva infancia, no puede medirse o contras­ tarse con ninguna magnitud externa. Cada sensación in­ corpora el matiz de innumerables percepciones y recuer­ dos. La inteligencia gusta de la distinción tajante, no así la sensación. N o es posible hablar de magnitud donde no es posible contrastar un objeto con otro, donde no hay multiplicidad (las sensaciones están preñadas de sen­ timientos e ideas que las interpenetran hasta el punto de resultar indistinguibles). La alegría interior, la esperanza o el encanto no pueden medirse simplemente porque no t se dan en el espacio. Contemos hasta diez. ¿Cuánto tiempo ha pasado? El tiempo se mide convencionalmente así, contando, y lo que se cuentan son números. ¿Qué es un número? Una síntesis de lo uno y lo múltiple. La unidad del número es una suma, abarca una multiplicidad de partes que pueden r considerarse aisladamente. El número es una colección de unidades, todas ellas idénticas. Imaginemos un árbol. Podemos contar sus hojas si las consideramos todas idén­ ticas, pero si atendemos a sus diferencias (hojas grandes y ajadas, hojas tiernas, brotes), podremos enumerarlas, no sumarlas. Esto es lo que ocurre cuando detenemos nues­ tra atención en la unidad misma, en cada unidad singular. Necesitamos que sean iguales para que sea posible con­ tarlas. Si todas ellas fueran exactamente iguales, ¿cómo podríamos distinguirlas? La respuesta es sencilla: por su lugar en el espacio. La de más arriba y la de más abajo. Así pues, contar las hojas de un árbol implica tener una representación de ellas en el espacio. La pregunta que se hace Bergson es si esta intuición del espacio es la que acompaña a toda idea de número. Es decir, si el número sólo tiene sentido en el espacio. La razón es que cuando 105

nos representamos un número (cien gaviotas), y no me­ ramente cifras (el cálculo es posible sin representación), estamos forzados a representarnos una imagen extensa. A l contar, es necesario que cada uno de los elementos de la cuenta permanezca fijado en un punto del espacio cuando se pase al siguiente elemento. Así, toda idea clara de número implica una visión del espacio. Un orden de coexistencia, como diría Leibniz. Todo número es una colección de unidades, pero tam­ bién es una unidad en sí mismo (de ahí que se haya di­ cho que es una síntesis de lo uno y lo múltiple). Pero, se pregunta Bergson, la palabra unidad ¿se toma en los dos casos en el mismo sentido? Cuando se habla de las unidades que componen el número, esas unidades son puras, simples, irreductibles. Sin embargo, la unidad del «13», digamos, es una unidad reductible. H ay pues dos especies de unidad, una definitiva y otra provisional. Una se concibe fuera del espacio, la otra en el espacio, en la extensión, que es el ámbito donde todo se puede descomponer y donde aprendemos a fraccionar indefini­ damente las unidades. Así, «el espacio es la materia con la que la mente construye el número», es decir, en la idea misma de número interviene de alguna manera el espacio, y hacia él se dirige la mirada científica. Pero no todas las ciencias cuentan las cosas del mismo modo; dependerá de la construcción de su objeto, del uso o manipulación que se pretenda. Por tanto, puede hablarse de dos clases de multiplicidad: la de los objetos materiales y la de los hechos de conciencia. En la representación simbólica de esta última, interviene de alguna manera el espacio. Y es que la llamada impenetrabilidad de la materia no es sino el reconocimiento de la solidaridad entre las nociones de número y espacio. Mientras que los elementos materiales

(cuando Bergson escribe esto, la física cuántica todavía no se ha desarrollado) pueden distinguirse y numerarse, los hechos de conciencia se interpenetran y su «desim­ bricación» los fosilizaría. La sensación es cualidad pura y cualquier intento de representarla simbólicamente, de contarla o distinguirla, de derramarla sobre un espacio, cualquier intento de objetivarla, frustra aquello que la \ sensación misma revela: la duración genuina (durée). Para describir esa sensación, se pueden tomar presta­ das ciertas imágenes del espacio. De hecho, eso es lo que hacen los escritores que tratan de representar la corriente de conciencia que experimentan sus personajes; Proust es un ejemplo coetáneo. Bergson toma aquí la postura de Berkeley: la sensación es de naturaleza inextensa, mien­ tras que la extensión es un aspecto de las cualidades físi­ cas. De ahí que carezca de sentido dar demasiada impor­ tancia a la cuestión de la realidad absoluta del espacio.3 Se hace pues necesario distinguir entre la percepción de la extensión y la concepción del espacio. Bergson sostiene que conforme ascendemos en la escala de los seres, se va perfilando la idea de un espacio homogéneo y exterior. En el momento en que escribe esto, se está gestando la teoría general de la relatividad y el espacio dejará de ser, incluso para la física, un medio homogéneo. Se plantea lo que ya había planteado Berkeley: ¿es realmente el ser humano el único capaz de concebir un espacio sin cualidad? O me­ jor, ¿es realmente posible concebir dicha idea? ¿Es posible decir que conocemos dos realidades, una heterogénea, la de las sensaciones, y otra homogénea, la del espacio? ¿Acaso no es esa realidad homogénea que llamamos espacio la que

3. Uno de los «incontestables» (avyakrta) reconocidos en la literatura antigua budista.

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nos permite establecer distinciones claras y realizar ope­ raciones mentales como contar o abstraer, e incluso la que hace posible el lenguaje mismo? Durante siglos los poetas han deseado tener una palabra para cada estado de ánimo. N o han advertido la influencia que el lenguaje tiene sobre las sensaciones. El lenguaje (la convención) nunca es neu­ tral. Más palabras no ayudarían a una mejor expresión de la sensación; de hecho, podrían dificultarla. Bergson da un ejemplo certero: al ingerir un manjar célebre por su exquisitez (caviar, digamos), la aprobación general de que es objeto se interpone entre mi sensación y mi conciencia. Podemos llegar a creer que nos gusta su sabor, cuando un esfuerzo de atención podría probar lo contrario. Las pa­ labras de contornos bien definidos, que almacenan lo que hay de estable, de común y, por tanto, de impersonal en las impresiones de los hombres, aplastan, o por lo menos recubren, las impresiones delicadas y fugitivas de nuestra conciencia individual. Para luchar con iguales armas, és­ tas habrían de expresarse con palabras precisas; pero estas palabras se volverían enseguida contra la sensación que las originó, porque, formadas para ofrecer testimonio de la inestabilidad de la sensación, le impondrían rigidez y estabilidad, es decir, la falsearían.

El espacio ronda en vano la morada de la conciencia ■a*

Es habitual considerar el tiempo un medio homogéneo como el espacio, en el que se producen los estados de con­ ciencia. Algo que se llena de contenido y que seguiría ahí aunque no hubiera contenido (vida consciente). Es una manera de afirmar, implícitamente, que el tiempo es algo 108

que está dado, un contenedor vacío que acoge toda una variedad de eventos cognitivos. Esta es la gran falsifica­ ción del tiempo. Una falsificación que es resultado de la naturaleza convencional del lenguaje y la comunicación (de lo que hoy se llamaría la construcción de la objetivi­ dad), realidades ambas que responden a un acuerdo co­ mún y que tienden a encubrir, cuando no a sustraer, lo que Bergson denomina duración original (durée). En los he­ chos de conciencia (a diferencia de los fenómenos físicos) las cosas no son exteriores unas a otras, y hasta en el más y simple se puede reflejar el alma entera. El tiempo así con­ cebido (como medio homogéneo) sería un concepto ilegí­ timo (e injusto con la vida) debido a la introducción de la idea del espacio en el ámbito de la conciencia. Engañados por la aparente simplicidad de esta concepción del tiempo, los filósofos lo han representado mediante el espacio (sólo Berkeley evita dar este paso). Y la lengua hace lo mismo: cualquier filosofía escrita es cautiva de la lengua. La metáfora de la cadena, de la sucesión de eslabones, independientes y exteriores unos a otros, es la conse­ cuencia de esa proyección del tiempo en el espacio. Serían más adecuadas otras metáforas, como la del contrapunto musical, en el que cada melodía resuena en las demás en mutua penetración. Aislar un estado de conciencia, abs­ traerlo, es ya tergiversarlo. Cegados por la idea del es­ pacio, expresamos la duración como extensión cada vez que consideramos nuestros estados de conciencia uno después de otro, como una sucesión, en lugar de como una resonancia sin antes ni después. Bergson entiende la duración como una transformación continua de cualida­ des que se funden e interpenetran sin contornos precisos, sin parentesco alguno con el número: una heterogeneidad donde la visión espacial ha desaparecido. 109

Ese tiempo no será como el convencional, estricta­ mente mensurable, ni siquiera susceptible de ser repre­ sentado simbólicamente. Cada minuto de nuestra vida tiene una duración diferente. La durée carece de magni­ tud, no es el tiempo de los relojes ni tampoco el de las fórmulas de la mecánica o del cálculo astronómico. La propuesta radical de Bergson es que ese tiempo men­ surable y homogéneo, convencional, herramienta indis­ pensable para las ciencias, es una ilusión: «Sigo con los ojos, en la esfera del reloj, el movimiento del péndulo, no mido la duración, me limito a contar simultaneida­ des. Fuera de mí, en el espacio, no hay nunca más que una posición del péndulo. Dentro de mí se realiza un proceso de organización o de penetración mutua de los hechos de conciencia, que constituye la duración verda­ dera. Es porque yo duro de esta manera por lo que me represento lo que llamo las oscilaciones pasadas del pén­ dulo, al mismo tiempo que percibo la oscilación actual. Si suprimimos por un instante el yo que piensa esas osci­ laciones sucesivas, no habría nunca más que una sola os> cilación y, en consecuencia, ninguna duración». En nues­ tro yo hay sucesión sin exterioridad, mientras que fuera de nuestro yo hay exterioridad sin sucesión. La sucesión existe sólo para el espectador consciente que recuerda y yuxtapone las oscilaciones del péndulo o sus símbolos. Pero en esa sucesión sin exterioridad y en esa exteriori­ dad sin sucesión parece haber una suerte de intercambio. Si intentamos evaluar atentamente la situación, veremos un espacio real, sin duración, pero en el que aparecen y desaparecen los fenómenos simultáneamente con nues­ tros estados de conciencia. H ay una duración real, cu­ yos momentos heterogéneos se interpenetran, pero cada momento de ésta puede unirse a un estado del mundo no

exterior que le es contemporáneo. Y es el contraste o la comparación entre estas dos realidades lo que permite la representación espacial de la duración sobre la que se fundamentan las ciencias. Es decir, la duración adquiere mediante este movimiento epistemológico la apariencia de una forma homogénea, y el nexo entre estos dos ám­ bitos, espacio y duración, es la simultaneidad, el ahora. Bergson propone así una nueva definición de lo simultá\ neo: la intersección del tiempo con el espacio.

El otro yo y

Si el ahora es la encrucijada del tiempo con el espacio, y si el tiempo del astrónomo o del físico es un tiempo homogéneo, entonces es claro que una ecuación algebrai­ ca expresará siempre un hecho consumado (treinta y seis años después de que Bergson escribiera esto, Schródinger desarrollaría su célebre función de ondas de la teoría

cuántica, de la que ya no podría decirse que expresa algo consumado, sino una posibilidad), mientras que la esen­ cia misma de la duración es hallarse incesantemente en I vías de formación. Si penetramos en el yo interior encon­ traremos pasión y deliberación, estados y emociones que se penetran mutuamente, que conviven sin desplegarse en el espacio. Ese yo está muy lejos de parecerse al yo convencional, es otro yo, extraño, complejo, donde la invasión gradual del espacio (que predomina en el yo su­ perficial) todavía no ha obrado sus efectos, donde todo es menos reconocible, donde las máscaras se intercambian con rapidez. El sueño permite atisbar su naturaleza. En el sueño, la duración nada sabe de cantidades, no rige la apreciación numérica o matemática del tiempo, tampoco iii

la física, y sin embargo hay en él una inteligencia instin­ tiva, cualitativa, olfativa. Sólo a veces aparece la sombra del yo proyectado en el espacio homogéneo, y para esa sombra todo resulta confuso, irreal, pues se empeña en registrar sus visiones mediante una forma de duración que es extraña al sueño (la duración homogénea de los relojes mecánicos), y aquí el reloj es otro, un reloj he­ terogéneo, irregular, como si estuviera constituido por una arena hecha de grumos, una arena mojada que tan pronto deja deslizar un alud como se apelmaza y detiene el transcurso del tiempo. Se trata de una duración donde no todos los momentos valen lo mismo, donde no to­ dos transcurren a igual velocidad. Hemos de vivir con la sombra del yo proyectada en el espacio homogéneo, ése es nuestro sino social, pero existe ese otro yo, extraño y peculiar, que no es una anomalía del primero, sino su fuente y manantial. Y es que despiertos no dejamos de soñar, y esto no es ninguna metáfora. La ciencia, ator­ mentada por el deseo de distinguir, sustituye lo real (el otro yo) por el símbolo. Así nos entendemos, o creemos que nos entendemos. Pero en ocasiones ese yo refractado pierde la conciencia de su origen y queda ensimismado por las cantidades y los números, por la idea de la acu­ mulación o por esa otra todavía más peregrina de la pose­ sión. Entonces se hace codicioso y, estrictamente, deja de soñar, deja de reconocerse en sus sueños y todo es oscu­ ridad, todo.es sombrío y helado, todo es desorientación. La tarea del filósofo es encontrar ese yo fundamental. Una tarea ineludible, siempre inacabada, pero hacia cuyo horizonte no debe dejar de caminar. Para ello es necesa­ rio un esfuerzo de la percepción y la atención. Porque ese otro yo, infinitamente móvil, inexpresable, se esca­ bulle constantemente, no se deja atar por los símbolos ni 1 12

por las palabras, porque él es el que dura. De este otro yo surge el yo convencional, que es el que identifica y nos identifica (el marido, el padre o el ciudadano), el que solidifica la impresión para expresarla, hasta el punto de darle la forma de un gusto, aunque sepa que no hay gustos idénticos ni sensaciones idénticas, sólo progresos, avances, retrocesos, hastíos, nunca repeticiones. Y siem­ pre corremos el peligro de acabar confundiéndonos con nuestra propia sombra, de olvidar la fuente. Quizá ése \ sea el origen de las depresiones: un olvido del otro yo. Esta situación tiene consecuencias epistemológicas. Las opiniones de las que estamos más seguros, las que más nos importan, son aquellas que difícilmente podría­ mos justificar. Vienen de un fondo donde se pierden las razones, y al mismo tiempo son lo más razonable del mundo. H ay en ellas algo de lo que participamos a una profundidad insondable, algo que da una luz singular al organismo de nuestras ideas, algo a lo que quizá nunca podamos renunciar. Ahí las ideas han dejado de ser algo exterior, que puede verse desde fuera, para constituir la orientación misma del ser. La proyección en el espacio permite distinguir las co­ sas, clasificarlas, evaluarlas, colocarlas en su lugar. Gra­ cias a ella es posible la vida en común, la conversación y el conocimiento simbólico. Cuando vamos en la otra dirección, cuando avanzamos en la interiorización, ob­ servamos la fusión de ideas que desde fuera parecían con­ tradictorias, como ocurre en algunos sueños en los que una persona tiene la cara de otra pero sabemos quién es, ^aunque su rostro trate de engañarnos. Bergson insistirá una y otra vez en este punto: los estados de conciencia no guardan relación alguna con la cantidad; son cualidad pura, se mezclan de tal manera que, cuando comparecen

a la mirada de la conciencia, no podríamos decir si son uno o muchos. Poco a poco tales estados se transforman en objetos o en cosas, y así se forma el segundo yo, que recubre al primero. Y el otro yo, singular y vivo, es su­ plantado por el convencional. Ésta es la gran intuición de Bergson (que reproduce la de Berkeley): en el espacio newtoniano, absoluto, exterior y homogéneo, sin cuali­ dades, está el origen del acuerdo social. Todas las difi­ cultades filosóficas en torno a la libertad y la causalidad provienen de la aceptación de ese espacio sin cualidades. Bergson veía en la capacidad humana de percibir un es­ pacio sin cualidades el principio de toda ciencia (y lo que distingue al hombre de otros vertebrados).

Universo sin ley (pero con hábitos) Las matemáticas tienen mucho que decir de nuestra concepción del tiempo. En primer lugar, como ya hemos visto, «toda idea clara de número implica una visión en el espacio»; sin embargo, los estados de conciencia son refractarios a la numeración, no son perlas ensartadas en un collar. La duración pura carece de dimensión cuan­ titativa; cuando medimos el tiempo lo que medimos es una espacialización del tiempo. Los relojes no miden el tiempo, miden otros relojes (es decir, miden el espacio). El tiempo homogéneo de Newton supone «la intrusión de la idea del espacio en el dominio de la duración pura». El fantasma del espacio ronda la morada de la conciencia. Y, con él, la ilusión de la divisibilidad: Aquiles y su tortu­ ga. Pero el yo profundo es duración pura, pura libertad. El matemático es víctima de la obsesión espacial, y de ahí al determinismo hay sólo un paso. Supone que si se

conociera la posición de las moléculas o de los átomos de un organismo, así como la posición y los movimien­ tos de todos los átomos capaces de influirlo, podrían calcularse con precisión las acciones pasadas, presentes y futuras. Curiosamente, el mito mecanicista implica la creencia en unas leyes eternas, invariables, en un dios ex­ terno al universo. El materialismo más recalcitrante es teológico y trascendente. ¿Qué es una ley eterna sino una entidad inmutable, del más allá? Lo mecánico nunca explicará lo mental. N o es posible demostrar que el hecho psicológico esté determinado por la interacción molecular, porque en un movimiento se en­ contrará la razón de otro movimiento, pero nunca la posi­ bilidad de dar el salto a un estado de conciencia. La deter­ minación universal que subyace al pensamiento de físicos y químicos pierde significado en el ámbito de la concien­ cia. Esta insurgencia radical frente al determinismo lle­ va a Bergson a afirmar que duración y libertad son casi sinónimos: «Actuar libremente es tomar posesión de sí, colocarse en la pura duración». La libertad no es aquí la posibilidad de elegir, es un reajuste interior, un mirar la mirada. El yo es instintivamente libre, pero en cuanto trata de explicar su libertad acaba dando la razón al deter­ minismo (pues la explicación supone ya una acomodación en el espacio). La libertad es una creación surgida de las profundidades del ser. El mecanicista está condenado a vi­ vir en el exterior de sí mismo, en una dimensión limitada a la convencionalidad, al acuerdo común de una comunidad de investigadores. Ésa es la existencia disciplinada y a me­ nudo gris de los animales de laboratorio, gentes bien for­ madas pero desdichadas (Feyerabend), resignadas a cierto fatalismo, gentes que han sido entrenadas para no atender la duración como parte esencial de la vida consciente.

Ése es el centro mismo de la enseñanza de Bergson: una llamada a la meditación. Y esa meditación ha de nu­ trirse necesariamente de imágenes (es más poética y mu­ sical que cinematográfica o físico-matemática), «pues las imágenes son menos simbólicas que los conceptos». La ilusión que crea el concepto es superior a la de la ima­ gen, y menos fecunda para esa cultura mental. Bergson hereda, consciente o inconscientemente, toda la crítica berkeleyana de las matemáticas. La propuesta, evidente­ mente, no será asimilada.

M ateria y memoria Bergson enseña en el Colegio Rollin, donde tiene como colega a Stéphane Mallarmé. En 1891 se casa con Louise Neuburger y tiene una hija, Jeanne, sorda de na­ cimiento, que dedicará su vida a la pintura y la escultura (sus bailarinas recuerdan a Degas). Si la obra de Bergson fuese una novela, su modelo sería En busca del tiempo perdido, y quizá no por casualidad la mujer del filóso­ fo era prima de Marcel Proust. En 1894 su candidatura a la Sorbona es rechazada. Cuatro años después ocurre lo mismo, y el filósofo acabará por felicitarse de haber escapado a un trabajo demasiado absorbente que no le hubiera permitido dedicarse a su obra. La filosofía moderna se polarizó en el siglo xvn y des­ de entonces pocos filósofos han desarrollado su pensa­ miento sin sentir la influencia de ese campo creado por el magnetismo de Descartes y Berkeley. Aunque Spinoza y Leibniz intentaron hacer componendas, fue Kant quien dio el triunfo definitivo a Descartes, lo que facilitaría que la física tuviera su siglo en la primera mitad del XX. El 116

asunto fundamental, planteado ya en la época de Buda (y cuya herida siempre se cierra en falso), es si el cuerpo y el alma son una misma cosa o no, y, si son diferentes, cuál es la relación entre ambos. La solución ha oscilado entre el paradigma vigente (todo es cuerpo y el alma es una ilusión) y el paradigma inmaterialista (lo único segu­ ro es la existencia del espíritu, que juega a ser materia). Unos reducen el espíritu a la materia y otros la mate­ ria al espíritu. Respecto a la elección entre los dos, suele haber divergencias. El sentido común se decanta por el primero; pero el sentido común no sólo es algo histórico, sino también local. Un sentido común antiguo, lejano o indígena preferiría sin duda el paradigma inmaterialista. Materia y memoria (1896) se inicia con la investiga­ ción de una de las enfermedades de la memoria. La afasia es un trastorno de la capacidad del habla supuestamen­ te causado por una lesión en el área del lenguaje de la corteza cerebral. El enfoque de Bergson rechaza tanto el monismo materialista como el monismo idealista. A m ­ bos le resultan igualmente excesivos y precipitados. Y comete la impertinencia de instalarse en el dualismo, que tan mala fama tiene entre los filósofos. Así, se atreve a afirmar la realidad del espíritu y la realidad de la materia. Tan falso sería reducir la materia a la representación que tenemos de ella (Berkeley) como hacer de ella una cosa que produjera en nosotros representaciones (Descartes). La materia es para Descartes un «conjunto de imágenes», pero lo que entiende por imagen tiene una existencia mayor que lo que el idealismo llama «representación» y menor que lo que el realismo llama «cosa». >

Bergson plantea el problema en los siguientes térmi­ nos: junto al cuerpo, confinado en el tiempo y el espacio, sede de reacciones mecánicas frente a lo externo, hay algo

que dura, que lo desborda, que se crea a sí mismo con cada golpe de voluntad, con cada empeño, con cada in­ vención. Ese algo no obra jamás sin un cuerpo, pero está ahí. Su ambición añade algo al mundo e infringe la ley sa­ grada de la física: la conservación de la energía. La ciencia ha seguido las pistas de ese algo en el cuerpo mismo, lle­ gando a sospechar que quizá no se trate más que de plie­ gues ocultos. Ésa sería la razón de que uno se desvanezca con el cloroformo o se exalte con el alcohol. La tabla de correspondencias entre lo mental y lo cerebral aumenta cada día. Todo esto se dice en nombre de la ciencia, de modo que habrá de examinarse cuidadosamente. La experiencia muestra cierta solidaridad entre la vida de la conciencia y la vida del cuerpo (la actividad neuronal, el sistema nervioso, la respiración, etcétera). Pero dicha dependencia mutua no significa ni mucho menos una equivalencia. Bergson tiene claro que la conciencia no es una función del cerebro y que el cerebro no dibuja todos los detalles de la conciencia. La concomitancia a la que hacían referencia los ejemplos anteriores se debe al hecho de que es en el cerebro donde ocurre la inserción del espíritu en la materia. La idea de la equivalencia es antigua: viene de aquellos que se instalaron en los conceptos puros, siempre reacios a mancharse las manos con los hechos. Un buen ejem­ plo es la hipótesis del paralelismo riguroso. Según ésta, el alma expresa ciertos estados del cuerpo, o el cuerpo expresa el alma, o el alma y el cuerpo son dos traduc­ ciones en lenguas diferentes de un original que no sería ni la una ni el otro (Spinoza). Bergson se atreve a trazar (y a cuestionar) la genealogía de esta idea. N o se originó por ningún estudio anatómico o fisiológico, sino que fue una herencia de la metafísica. Kepler y Galileo habían 118

logrado reducir los problemas astronómicos a problemas mecánicos. De ahí surgió la aspiración (recuperando de paso viejas doctrinas platónico-pitagóricas) de represen­ tarse la totalidad del universo material sometido a leyes matemáticas (una solución que complacía a los físicos y los situaba en el centro del eje del conocimiento). Y Des­ cartes dio el golpe definitivo: «Los cuerpos vivos debían engranarse en la máquina del mundo como otras tantas ruedas de un mecanismo de relojería; ninguno de noso­ tros podía hacer nada que de antemano no estuviese cal­ culado matemáticamente». El Dios platónico había resu­ citado (y aún sigue vivo en la mente de la mayoría de los físicos), y el alma humana era incapaz de crear nada. Tanto Leibniz como Spinoza intentaron hacer com­ ponendas y rebajar el cartesianismo. Se abstuvieron de hacer del alma un mero reflejo del cuerpo, y en ocasiones parecían decir lo contrario: que el cuerpo era un refle­ jo del alma. Sin embargo, la metáfora del reloj era una tentación poderosa. Y la oscura claridad de los relojes empezó a invadir el mundo. Relojes que con el tiempo se convertirían en teléfonos inteligentes, redes y orde­ nadores, algoritmos para dirigir y orientar la vida de los hombres. La metáfora del reloj estuvo a punto de acabar con el mundo en Los Álamos y ahora regresa mediante el canibalismo financiero de las transacciones bursátiles (trading de alta frecuencia guiado por algoritmos). El monismo materialista imperante hoy no es sino la simplificación progresiva de la metáfora cartesiana. Bergson protesta: «Que no nos vengan con que esto es ciencia». La metáfora del reloj ha salido de los telares de la metafísica y es mercancía antigua. «Un examen atento de la vida del espíritu y de su acompañamiento fisioló­ gico muestra que hay infinitamente más en la conciencia

humana que en el cerebro correspondiente.» Podremos afinar la vista todo lo que permita la tecnología, observar las idas y venidas de los impulsos neuronales, y sabre­ mos algo de los gestos, las actitudes y los movimientos del cuerpo, pero nunca podremos ver en ellos la ironía o la ternura. Estaremos ante ellos como el espectador que asiste a una obra de teatro cuyos diálogos no entiende. Si nuestra ciencia del mecanismo cerebral fuera perfecta, podríamos adivinar lo que ocurre en el cerebro durante un estado del alma determinado, pero la operación inver­ sa no sería posible. El río del pensamiento no puede detenerse y lo que lla­ mamos «idea» no es sino una instantánea de esa corriente. Esto tiene mucho que ver con el arte de la escritura. La destreza del escritor consiste precisamente en hacernos olvidar que utiliza palabras, logrando que las ondula­ ciones de su pensamiento vibren al unísono con las del lector. De ahí que el arte de reproducir el ritmo del pen­ samiento sea comparable al arte sinfónico. El símil sirve para aclarar la postura de Bergson respecto a las rela­ ciones entre la mente y el cerebro. El pensamiento está orientado hacia la acción, y las acciones (reales o virtua­ les) son una proyección simplificada del pensamiento en el espacio; esa actividad motriz es lo que se manifiesta en la actividad cerebral, «que es a la actividad mental lo que los movimientos de la batuta del director a la sinfonía. La sinfonía rebasa por todas partes los movimientos que la acompañan; la vida del espíritu desborda la vida cere­ bral». Pero dicha correspondencia puede llevarnos a con­ fusión y hacernos olvidar «que el cerebro no es, en rigor, el órgano del pensamiento, del sentimiento o de la con­ ciencia (ni siquiera es un almacén de recuerdos), sino sólo (y no es poco) el punto de acometida de la conciencia en 120

la materia».4 Así se explican los efectos de las drogas, las intoxicaciones y otros estados alterados de conciencia: en estos fenómenos lo que queda afectado no es el espíritu, \ sino el mecanismo de inserción del espíritu en el cuerpo. Esta perspectiva resulta clave para la antropología bergsoniana y establece, quizá sin saberlo, un parecido de familia con algunas de las antropologías de la India antigua: «Nuestra vida interior entera es algo así como una frase única empezada desde el primer despertar de la conciencia, frase sembrada de comas pero nunca cor­ tada por puntos. Todo nuestro pasado está presente en nosotros, de modo que nuestra conciencia, para obtener su revelación, no necesita salir de sí misma, ni de una influencia externa; todo lo que tiene que hacer es levan­ tar el velo». La idea de Bergson de que cada acto de la conciencia se encuentra en su mismo origen (aunque él no dice que «ocurra» en el origen) ya fue barajada por la filosofía sámkhya, para la cual el alma era teatro y no fuente de la conciencia.5 Cada vez que somos conscientes

?

4. Respecto a la pregunta de dónde se conservan los recuerdos, Bergson responde que el «dónde» carece aquí de sentido. Los negativos fotográficos pueden guardarse en una caja, pero los recuerdos, que no son cosas tangibles, ¿por qué habrían de tener necesidad de un recipiente tangible? Los recuerdos, en un sentido metafórico, están alojados en el espíritu. N o se trata de evocar una entidad misteriosa, sino de atenerse a la observación. Bergson se esforzará en mostrar que la conciencia es, ( sobre todo, memoria. 5. El yo encuentra, tanto en sí como fuera de sí, cierta potencia y cierta resistencia. La dualidad de lo individual es precisamente lo que permite concebirlo no como una entidad separada de las demás, sino como una «personalidad» que no se encuentra propia y exclusivamente en sí misma, sino que es consecuencia natural de la actividad de la conciencia a través del filtro del cuerpo. De ahí que para el sámkhya el yo sea un vehículo que asimila el pensamiento de otro, y que la presumida acción del yo sea en sí teatro y no fuente. El individuo como escenario de un drama cósmico. Lo que llamamos seres y lo que convencionalmente

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habitamos de alguna manera en el origen. Esa hospita­ lidad es la esencia de la condición humana, cuya con­ ciencia es, en cierto sentido, prestada. El cerebro sim­ plemente nos permite mantener nuestra atención sobre lo que conviene a la vida. Funciona como tamiz, pues no deja pasar aquellos recuerdos que no sirven a este fin (la vida siempre mira hacia delante; sólo vuelve la vista atrás cuando el pasado puede esclarecer la situación presente o preparar el porvenir). La misión del cerebro es por tan­ to limitada, pero esa limitación le permite ser eficaz. La actividad cerebral sólo corresponde a una ínfima parte de la actividad mental. La propuesta de Bergson quedó arrumbada en el tras­ tero de la historia. H oy surgen indicios que hacen ra­ zonable su recuperación. Se trata de una propuesta que, claro está, no es definitiva. Con ella no se resolverá el problema mente-cuerpo, que es la nueva forma de lla­ mar a la vieja relación entre el cuerpo y el alma, «el más grande de los problemas que puede proponerse la huma­ nidad». Bergson tiene la elegancia de renunciar de en­ trada a cualquier tipo de «solución total». Su enfoque es perfectible, y esto es lo máximo a lo que puede aspirar un filósofo. Ningún avance en la observación neuronal nos dará la clave de la naturaleza de la conciencia; se podrán aclarar algunos aspectos (sobre todo aquellos relaciona­ dos con la actividad humana), pero no será posible esbo­ zar un retrato completo. Y dado el interés vital del asunto, Bergson se atre­ ve a realizar afirmaciones sobre el destino del alma:

consideramos individuos son espacios donde resuena una conciencia original (y precisamente lo que el sámkhya propone es una vía, muy intelectual, que permite llegar a oír esa música).

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«Contemplad una conciencia que siente, piensa y quiere. Si el trabajo del cerebro correspondiese a la totalidad de la conciencia, si hubiese equivalencia entre lo cerebral y lo mental, la conciencia podría seguir los destinos del ce­ rebro y la muerte sería el fin de todo». Pero el filósofo ha tratado de mostrar que la vida mental desborda la vida cerebral y que el cerebro se limita a traducir una parte mínima de lo que ocurre en la conciencia. Si esto fue­ ra así, se abriría la posibilidad a una supervivencia de la conciencia tras la descomposición del cuerpo físico.

^

Ya hemos visto que Bergson plantea las relaciones mente-cuerpo en términos de memoria y materia. Empie­ za diciendo que lo que llamamos universo es un conjun­ to de imágenes. Entre esas imágenes hay «percepciones» para lo de fuera y «afecciones» para lo de dentro (para lo que «percibe» el cuerpo; un dolor de estómago, por ejemplo). Sin embargo, cerebro y sistema nervioso son a su vez imágenes, y no tendría mucho sentido afirmar que una imagen puede producir otras imágenes, pues el cerebro es el que forma parte del mundo material y no el mundo material el que forma parte del cerebro. Es de­ cir que lo más razonable es descartar la representación del mundo como una producción cerebral. El cerebro es canal y no fuente. Hacer del cerebro la condición de la imagen supondría una contradicción. ¿Cómo describir entonces la situación? Las imágenes exteriores influyen en esa otra imagen que es mi cuerpo, y mi cuerpo influye a su vez sobre las imágenes exteriores; el cuerpo recibe

y devuelve movimiento. Lo esencial de la propuesta es que poco importa la palabra que elijamos, «materia» o \ «imagen», para llamar al cuerpo. Y en este punto Berg123

son lanza su propia definición: «Materia es el conjunto de las imágenes, y la percepción de la materia son esas mis­ mas imágenes relacionadas con la acción posible de una determinada imagen (mi cuerpo)». ¿Se olvida el filósofo del principal argumento en favor de lo material, el tacto? Creemos que no, que en lo que él llama «las imágenes» ha de incluirse lo táctil. Lo importante para la vida (es decir, para la filosofía) es que el cuerpo es un centro de acción, ocupa una situación especial en el entramado de imágenes que es el universo (entramado regido por las llamadas «leyes de la naturale­ za»). Y ejerce sobre las otras imágenes una influencia real (las imágenes, aunque no se crean unas a otras, sí se influ­ yen). Así, «los objetos (imágenes) que rodean mi cuerpo reflejan la acción posible de mi cuerpo sobre ellos». Es a la acción adonde se dirigen la percepción y la memo­ ria. Percibir es seleccionar la acción posible de mi cuer­ po sobre los objetos. Sin embargo, percepción y memoria andan siempre entrelazadas. Nuestro pasado al completo permanece latente en nosotros, pero es inhibido por las necesidades del presente (no tiene la fuerza suficiente para franquear el tamiz del ahora), algo que no ocurre duran­ te los sueños, en los que la memoria se enardece. De ahí que los sofocados o los ahorcados vean desfilar ante sus ojos momentos concretos de su vida. En ese instante crí­ tico la memoria se desinhibe e inscribe vislumbres del pasado. Hay.que repetirlo: el cerebro selecciona y criba lo que sucede alrededor de esa imagen llamada cuerpo. ¿Acaso podría concebirse el sistema nervioso sin la atmósfera en la que respira el organismo? ¿N o resulta ridículo concebir un objeto material aislado? Las relacio­ nes que ese «objeto» establece con los demás estarán de­ terminadas por el «lugar» que ocupa entre las cosas. Los I24

cuerpos son «centros», y eso hace que toda imagen sea interior respecto a ciertas imágenes y exterior respecto a otras, pero del conjunto de todas ellas no puede decirse que sea interior o exterior (por eso preguntarse si el uni­ verso existe sólo en nuestro pensamiento supone enuní ciar el problema en términos insolubles). He ahí repre­ sentado el dilema entre ciencia y conciencia. La primera opera como si no hubiera «centros»; la segunda, como si todas las imágenes orbitaran en torno a una imagen central, el propio cuerpo. La vida es precisamente la cons­ tatación de que existen sistemas de imágenes relacionadas con una única imagen, singular, sobre la cual se regulan las demás. De ahí que Bergson afirme que la percepción tiene un interés completamente especulativo, que es co­ nocimiento puro. Y toda la discusión versará sobre el ran­ go que debe tener la percepción respecto al conocimiento científico, que tiende a otorgarle un estatus confuso y pro­ visional, mientras que, desde la conciencia, la ciencia sólo será una expresión simbólica de lo real.

La materia: una ilusión fecunda Todos tenemos un cuerpo y, en mayor o menor me­ dida, estamos familiarizados con él. Ahora se nos dice que el cuerpo, irritable y contráctil, es una imagen que responde a otras imágenes. Bergson entiende el cerebro como una de las antiguas centralitas telefónicas, que o bien daba comunicación o bien te hacía esperar. El cere­ bro no añade nada a lo que recibe, esto es esencial. Como imagen interna, es sólo «lugar», el órgano de atención al mantenimiento de la propia vida y el ámbito donde se decide la acción (donde la excitación periférica pone en

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acción algún mecanismo motor). Un centro de análisis del movimiento recibido y de selección del ejecutado. Un filtro, no una fábrica. La tesis de Bergson es que la percepción consciente aparece en el momento en que una conmoción recibida no se prolonga en reacción inmediata. Y a medida que la reacción se vuelve más incierta, a medida que la percep­ ción dispone de espacio (la vista y el oído son promesas y amenazas lejanas) y la acción de tiempo, lo consciente va tomando forma. Todo ello tiene mucho que ver con lo que la memoria añade o resta a la percepción. La me­ moria, que recubre con sus recuerdos la percepción in­ mediata y contrae una multiplicidad de momentos, cons­ tituye el principal aporte de la conciencia individual a la percepción. Ninguna teoría de la materia puede obviar que cual­ quier conjunto de imágenes, cualquier materia, está so­ metido a la memoria (individual y colectiva). Los seres conscientes constituyen «centros de indeterminación», singularidades espontáneas. En todo esto, Bergson man­ tiene un sesgo inmaterialista: entre esa imagen privilegia­ da del cuerpo (que es un lugar) y esas otras que llamamos universo (y que se rigen por leyes o hábitos, algo que se dilucidará más tarde) no existe una diferencia de natu­ raleza sino simplemente de grado. N o hay arrojos ni la­ mentos existencialistas, el yo y el universo se encuentran hermanados- Entre ser y percepción, entre nuestra acción posible sobre las cosas (ser) y nuestra representación de la materia (percepción) hay una continuidad. De hecho, lo que requiere explicación no es cómo nace la percepción, sino cómo filtra y cómo limita esa imagen particular llamada cuerpo. La razón es sencilla: el cerebro es una imagen como las otras, envuelta en la 126

masa de las demás imágenes, y no tendría sentido que el continente surgiera del contenido. En este punto es don­ de Bergson lanza su ordago: la dependencia entre per­ cepción consciente y modificación cerebral proviene del simple hecho de que ambas dependen de un tercer factor, la indeterminación del querer. El universo mecanicista ha sucumbido al universo del deseo. Bergson se acerca a las cosmovisiones indias: el universo no es un mecanis­ mo (que sigue leyes estrictas) sino más bien un organismo, conducido por el deseo y la necesidad. Nada hay aquí de irracional, el universo tiene un componente errático y azaroso, como cualquier otro ser vivo, pero también una serie de hábitos que permiten atisbar su evolución.

El fantasma de la identidad: afecto y percepción Los estudios de la infancia han mostrado que la repre­ sentación en el niño comienza siendo impersonal. Poco a poco, tras continuos esfuerzos e inducciones, la repre­ sentación deviene propia. El yo es más una apropiación y una conquista (necesaria para la vida) que un proceso espontáneo. Lo primero es la inteligencia; lo segundo, el sentido del yo. Y de éste surge la primera opción de li­ bertad: perseverar en el ser. Sin esta apropiación poco éxi­ to cabría esperar. Conforme se desplaza en el espacio, el niño comprueba que todas las imágenes varían salvo la de su cuerpo, que permanece más o menos estable. Sobre esta constatación va a construirse lo exterior. «Mi cuer­ po es lo que se dibuja en el centro de esas percepciones; mi persona es el ser con el que es preciso relacionar esas acciones. Las cosas se esclarecen si uno va de este modo 127

de la periferia a la representación del centro.» El plantea­ miento es empático: epistemológicamente, el tú precede al yo. Uno es causa del otro, cualquier otro planteamien­ to oscurecerá la visión y multiplicará los problemas (por mucho que las antropologías del egoísmo se empeñen en lo contrario). Cada una de las cualidades percibidas in­ sinúa una dirección, una vía de acción para cubrir una necesidad. Percibir conscientemente significa escoger, y todo ello tiene un sentido práctico y vital. Conciencia significa aquí «acción posible». N o es razonable reducir el universo al propio cuerpo o a las impresiones recibidas. Dicho cuerpo no puede te­ ner más o menos realidad que otros cuerpos. Es necesario ir más lejos. Para ello hay que investigar los afectos y su relación con la percepción. La idea de que una percep­ ción pueda devenir en afecto la encontramos en el habla común: hay visiones que pueden «herir la sensibilidad» y causar dolor. El afecto está atado a la propia existen­ cia personal. ¿Qué sentido tendría un dolor separado de aquel que lo experimenta? La percepción exterior es, en cierto sentido, una proyección en el espacio del afecto. Tanto idealistas como realistas admiten una transición continua del afecto a la representación (aunque algunos sólo ven estados subjetivos e inextensos, mientras que otros admiten una realidad independiente que les corres­ ponde). Bergson advierte en ambas posturas un error co­ mún, el de considerar «que la representación del universo material es relativa, subjetiva y, por así decirlo, que ha salido de nosotros, en lugar de que nosotros nos haya­ mos desprendido de ella». Una interpretación incapaz de explicar tanto el dolor como la percepción. N o se discute que el incremento gradual del excitante acabe por trans­ formar la percepción en dolor (la intensidad de un ruido

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o de un apretón de manos); lo que se cuestiona es que las sensaciones sean algo extenso. Se trata de mostrar que el afecto surge de la imagen, pasando de una percepción que se cree extensa a una sensación que se siente o percibe inextensa. Pero antes hay que decir unas cuantas cosas sobre el dolor. A na­ licemos la vida simple: las prolongaciones de la ameba se retrotraen cuando tocan un cuerpo extraño; percep­ ción y movimiento son aquí lo mismo. Sin embargo, a medida que el organismo se desarrolla, esas funciones se diferencian y el elemento sensitivo pasa a una inmo­ vilidad relativa. Se define el dolor como un esfuerzo lo­ cal e impotente, cuyo aislamiento se manifiesta gracias a la solidaridad del organismo. Pero Bergson insistirá en la continuidad entre la percepción y la afección. El cuerpo vivo es el centro donde se refleja la acción de los objetos circundantes, y la percepción consiste precisamente en esa reflexión. Pero ese centro no es un punto matemáti­ co; es un cuerpo expuesto a causas exteriores que resiste o acepta la influencia de éstas, es decir que no se limita a «reflejar» la acción del afuera, y en su lucha por absorber o rechazar esa influencia se halla la fuente de la afección. La percepción mide la reflexión, mientras que la afec­ ción mide esa lucha por absorber o rechazar. Ya se ha dicho que la distancia que separa el cuer­ po de su objeto mide la inminencia de un peligro o una promesa. Supongamos ahora que esa distancia deviene nula: el objeto que debe percibirse coincide entonces con el propio cuerpo. Esta percepción ya no expresará una acción virtual (una posibilidad) sino una acción real. La afección es justamente eso. La sensación es a la per­ cepción lo que la acción real a la virtual. A hí reside la importancia del contorno, de la superficie corporal (no 129

sólo de la piel, también de la retina o el tímpano), ya que es la única extensión a la vez percibida y sentida. La percepción está fuera del cuerpo; el afecto, en el interior. Si consideramos el conjunto de imágenes que llamamos mundo material, el propio cuerpo es una de esas imágenes y en ella se produce la afección. Tal es la diferencia entre una imagen y una sensación. Por eso Bergson afirma que la totalidad de las imágenes perci­ bidas subsiste incluso si el propio cuerpo se desvanece, mientras que no es posible suprimir el cuerpo sin supri­ mir también las sensaciones. La imagen sobrevive a la sensación. Y dado que en el cuerpo las acciones virtuales se complican con acciones reales, no existe en él percep­ ción sin afección. Esa es la razón por la que nos emo­ ciona una sinfonía o una novela. La afección es entonces aquello del propio cuerpo que mezclamos con la imagen exterior. Así, no es tanto la materia prima de la que está hecha la percepción cuanto la impureza que se mezcla con ésta. De ahí se derivan las técnicas arcaicas del éxta­ sis, la cultura mental de la meditación y todas las creen­ cias en el poder sanador de ciertas imágenes mentales. Todo se aclara si advertimos que la percepción no va del propio cuerpo a los otros cuerpos. La percepción está en primer lugar en el conjunto de los cuerpos y luego, gradualmente, se limita y adopta el propio cuerpo como sede. De ahí la importancia de educar la percepción y lo difícil que es para el niño localizar una afección o un do­ lor. Ello no quiere decir que no exista, en el conjunto de las imágenes, una imagen favorecida (la del propio cuer­ po); tal es la sabiduría esencial de la vida y el privilegio que asegura su conservación. Queda por averiguar cómo se une la sensación a lo ex­ tenso. En este punto es necesario advertir que si la razón 130

es la armonía de las pasiones (como sostenía Spinoza), la mente lo es de los sentidos, ya que pone de acuerdo al tacto, la vista, el olfato, el gusto y el oído. H ay cierta correspondencia entre las sensaciones táctiles y visua­ les, cierto orden común que es independiente de nuestra percepción individual (ese orden justificaría la idea de un universo de percepción, objetivo e independiente). Ése es el camino lógico que desemboca en la idea de la materia: el acuerdo mental entre las sensaciones. Una vez situados en ese complejo conjunto de sensa­ ciones que llamamos universo material, podemos detec­ tar centros de indeterminación, singularidades donde no sabemos qué va a ocurrir, pozos, seres que producen una genuina extrañeza. Esa singularidad es la vida, cuya «rare­ za» no tiene todavía ubicación en el orden de lo aconteci­ do. Una novedad que no encaja en el acertijo del pasado, una pieza que parece pertenecer a otro puzle. Rarezas que serán recogidas por otros centros, los cuales se nutrirán de ellas, acrecentando horizontes, reorientando el rumbo del conjunto de sensaciones que llamamos universo. Desde esta perspectiva, nuestra percepción formaría parte de las cosas. Hay en ello realismo y sentido común, pues la sensación coincide con las modificaciones que sufre, entre un mar de imágenes que zarandean la ima­ gen singular del cuerpo. La conciencia sería la encargada de unir estas imágenes, de establecer el hilo conductor de la memoria, una serie de instantáneas que formaría parte de las cosas más que de nosotros mismos. Como diría el poeta, «mis recuerdos son el mundo y no necesariamente “ mi” mundo». En ese ámbito de libertad, donde los cuerpos tienen por objeto recibir excitaciones y reaccionar de manera imprevista, si todo ello se hace inspirándose en situacio­

nes análogas ya vividas, es necesario que haya una con­ servación de esas imágenes percibidas, un almacén de lo percibido (una hipótesis que ya plantearon los budistas de la escuela vijñánaváda con el concepto de aláyavijñána). Esas imágenes pasadas se mezclan con nuestra per­ cepción presente, pues sólo se conservan en función de lo sentido o experimentado y de su utilidad; efectivamente, no todas las emociones y recuerdos son útiles, y algu­ nos incluso pueden resultar nefastos, como las fobias. «El fondo de intuición real sobre el cual se abre nuestra percepción es poca cosa comparado con todo lo que la memoria le añade.» Nuestra percepción está preñada de imágenes que de algún modo nos pertenecen. «Percibir acaba por no ser más que una ocasión para recordar», un eco platónico análogo al de William James: «Medimos el grado de realidad por el grado de utilidad». El error capital que oscurece el conocimiento (tanto del cuerpo como del espíritu) es no ver una diferencia de naturaleza (en lugar de una diferencia de intensidad) entre la percepción y el recuerdo. Sin duda la percepción está impregnada de recuerdos, pero no sólo es recuerdo. El vicio está en hacer del recuerdo una percepción débil. Para el realista, el orden invariable de los fenómenos re­ side en una causa distinta de nuestras percepciones. Para el idealista, por el contrario, las percepciones son toda la realidad y el orden de los fenómenos no es más que el símbolo mediante el cual expresamos, junto a las percep­ ciones reales, las percepciones posibles. Para ambos, las percepciones son «alucinaciones ciertas», sólo que para el primero esas alucinaciones son la realidad, mientras que para el segundo son una ilusión.

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Filosofía de la vida La cuestión ineludible es qué hacer con esa alucinación cierta. ¿Cabe que esa ilusión sea fecunda? ¿Puede ayudar a vivir? La pregunta se encuentra en general viciada por la tendencia a rebajar la percepción a mera contempla­ ción (cuyo objeto es puramente especulativo), como si se la pudiera aislar de la acción. Bergson defenderá que la «percepción pura» se hunde en lo real y se distingue cla­ ramente del recuerdo. La realidad de las cosas no será en­ tonces reconstruida sino tocada, penetrada y transforma­ da. Las propias cualidades sensibles de la materia podrían ser conocidas desde dentro. Esta fuerte apuesta atañe a la relación sujeto-objeto, a su distinción y a su posible unión, que deben plantearse desde el tiempo y no desde el espacio.6 El vínculo es la duración, no la perspectiva. La perspectiva no es sino color, simplemente nos hemos habituado a ella y gracias a ella podemos medir las distan­ cias. Y el color, claro está, es algo interno, algo que dura. La propuesta de Bergson choca frontalmente contra las corrientes dominantes en las neurociencias. Según el filósofo francés, el sistema nervioso no produce ni alma­ cena imágenes, su único cometido es el de recibir, inhi­ bir o transmitir el movimiento. La materia es incapaz de crear los hechos de conciencia, ni siquiera como epife­ nómenos o fosforescencias. Para justificar esta postura, Bergson indagó en un tema que obsesionaba a su época, el de la memoria. Toda tentativa de derivar el recuerdo de una operación cerebral le parecía destinada al fracaso. La materia no tiene ningún poder oculto mediante el cual

6. O desde ambos: ¿acaso la disyuntiva espacio/tiempo no es un artificio mental?

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engendrar imágenes y representaciones. El cerebro no es el recipiente de los recuerdos: «El proceso cerebral no opera más que en una pequeña parte de la memoria». Es un instrumento de acción, no de representación (el me­ canismo cerebral puede condicionar el recuerdo pero no garantiza su supervivencia). La memoria es una potencia absolutamente indepen­ diente de la materia. Se impone así la necesidad de erigir el espíritu como entidad independiente. Y para ello hay que adentrarse en la memoria y confirmar que entre el re­ cuerdo y la percepción no existe una diferencia de grado sino una diferencia radical, de naturaleza.

Memoria incisiva Percibimos los parecidos ames que a los individuos que se parecen. La semejanza es el paño común donde se tejen las di­ ferencias. Cuerpo es lugar, época y, en el caso humano, elección. Filtro de una interminable memoria que selecciona el recuerdo útil que esclarecerá la situación presente. U na marea de recuerdos se precipita contra la puerta que entreabre el cuerpo y su circuns­ tancia. Atendamos a un objeto, tratemos de precisar sus contornos, de aislarlo de todo lo demás. El resto del mundo quedará enton­ ces en suspenso. Un vilo que, curiosamente, lo mantiene. N o hay grados ni transición posible entre lo extenso y lo inextenso. Libertadr facultad de esperar antes de reaccionar. La percepción está «manchada» por la memoria.

Si el cuerpo no es más que el encargado de recoger movimientos y transmitirlos o inhibirlos, si el propio cuerpo es una de esas imágenes, la última, donde sobrevi­ ve el pasado en forma de mecanismos motores o recueri34

dos independientes (la memoria útil para la acción), ello permite considerarlo el límite moviente entre el porve­ nir y el pasado. Las lesiones cerebrales podrán afectar a esos movimientos, no a los recuerdos. El recuerdo no es una impresión grabada en el cerebro, sino que surge de la circunstancia vital, de lo que vemos o escuchamos, del sabor de la magdalena o el estallido del trueno. El modas operandi de la conciencia consiste en retener, una tras otra, las situaciones por las que ha pasado, para luego reproducirse, perseverar y pervivir, cuando pueda enca­ jar en una nueva circunstancia. De ahí la importancia que tiene la memoria para la vida. Frente al sueño, en el que las imágenes aparecen y desaparecen sin el concurso de la voluntad, recordar algo consiste en sustituir una imagen espontánea por un mecanismo motor, como si pudiéra­ mos capturar por unos instantes lo inmaterial y conver­ tirlo en movimiento, que moverá otras cosas y, si se da el caso, transformará el mundo.7 Los recuerdos poseen algo del sueño. Por eso Bergson postula la existencia de dos memorias. La primera es un hábito motriz orientado a la naturaleza, dedicado a insertar el cuerpo en determinada circunstancia vital (na­ dar, montar en bicicleta, hablar), mostrando las imágenes de situaciones análogas del pasado, asociando ideas. La segunda, abandonada a sí misma, es espontánea y «pone tanto capricho en reproducir como fidelidad en conser­ var». Pero por no haber considerado las formas mixtas y mestizas de la memoria, se desconoce la verdadera natu­ 7. Estos automatismos llegan mucho más lejos de lo que pensamos. En algunas afasias, el lenguaje funciona como un acto reflejo y los enfermos son capaces de cantar una melodía o recitar una serie de números, o incluso de responder de forma inteligente a preguntas que no comprenden.

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raleza del recuerdo. De ahí la extraña hipótesis de unos recuerdos que, almacenados en el cerebro, se vuelven cons­ cientes de manera milagrosa. El recuerdo va al encuentro de la percepción cuando la situación lo requiere. La percepción convoca los recuer­ dos. El recuerdo no puede localizarse (ni en el cerebro ni en ningún otro lugar) porque no es material. N o hay en el cerebro una región donde los recuerdos se fijen y acu­ mulen; la memoria no puede ser una función del cerebro (si acaso, lo es de la percepción). Una lesión cerebral no puede destruir los recuerdos, únicamente cortará la ata­ dura del recuerdo con la realidad, con la acción naciente o posible que gestiona el cerebro, encargado de activar el mecanismo sensomotor.

Percepción y recuerdo La idea moderna de que entre el recuerdo y la percep­ ción sólo hay una diferencia de grado proviene de Malebranche y es recurrente en el empirismo de Locke. Sin embargo, Bergson insiste en que recuerdo y percepción difieren en su naturaleza. El error, como ya se ha dicho, estriba en considerar la percepción desde su faceta es­ peculativa y no desde su faceta vital. Entonces, siendo el recuerdo un conocimiento sin objeto, la diferencia res­ pecto a la percepción sólo sería de grado. Pero el presente es el instante en el que la vida arriesga su destino con vistas a la acción. Un instante que tiene cierto grosor, que ocupa una duración, invadiendo tanto el pasado como el futuro. Somos seres tendidos hacia el porvenir y reclina­ dos sobre el recuerdo, y estamos abocados al movimien­ to: el presente es en esencia sensomotor. Como afirma la 136

Bhagavadgíta, todos tenemos un cuerpo y eso hace que la acción sea inevitable. El presente destaca sobre el pasa­ do fundamentalmente porque el cuerpo ocupa su centro. El presente es un conjunto de sensaciones y movimien­ tos. «Quienes borran la diferencia de naturaleza entre sensación y recuerdo materializan el recuerdo e idealizan la sensación.» ¿Dónde está el pasado una vez cumplido? Obsesiona­ dos por el espacio, nos preguntamos dónde se conserva el recuerdo. Y así concebimos fenómenos físico-químicos que, desde el interior del cráneo, hacen surgir esas imá­ genes. La respuesta, de tan obvia, se nos escapa: el pasado reside en el carácter. Es ahí donde se ha materializado. Pero no hay aquí una relación de continente y conteni­ do, porque no es en el espacio donde hay que buscar los recuerdos, sino en el tiempo, más concretamente en la duración, en la conciencia de cada cual en el momento presente. Ahí está el recuerdo, incisivo, listo para la ac­ ción. Se ha dicho muchas veces: toda historia es historia contemporánea. La cuestión no es tanto si el pasado ha dejado de existir como si ha dejado de ser útil. De hecho, toda percepción es ya memoria y no percibimos prácticamente más que el pasado. «Imagen él mismo, este cuerpo no puede alma­ cenar las imágenes, pues forma parte de ellas; por eso es quimérica la empresa de querer localizar las percepciones pasadas, o incluso presentes, en el cerebro: ellas no están en él; es él el que está en ellas.» Una idea que sintetiza ad­ mirablemente la intención fundamental del pensamiento clásico de la India. La imagen que llamamos cuerpo es, a cada instante, un corte transversal del devenir cósmico. Es el «lugar de paso» de los movimientos recibidos y de­ vueltos. z37

En los seres perfectamente adaptados a la vida, el cuerpo es barrera insalvable para el recuerdo inútil y ta­ miz permisivo para el útil.8 Una conciencia liberada de las necesidades de la vida, liberada de la acción, sería una conciencia onírica: no encontraría ninguna razón para elegir un recuerdo en lugar de otro. El cuerpo fija el espí­ ritu. Le ofrece lastre y equilibrio, y permite la detención. Si se desbordara produciría una paralización morbosa en la que la evocación reemplazaría a la urgencia presente; por el contrario, si todo fuera memoria estaríamos abo­ cados al automatismo. Entre estos dos extremos, el enér­ gico y el negligente, se decide la inteligencia de la vida. Cuando esa tensión se relaja y el equilibrio se rompe, la atención se despega de la vida y se producen el vértigo, la enajenación y otros estados mentales caracterizados por la pérdida de la conexión con lo real, en algunos ca­ sos acompañados de un sentimiento de alienación de la identidad. Las conclusiones son simples. La idea de que el cuer­ po conserva los recuerdos en el cerebro no ha sido con­ firmada, más de un siglo después, ni por el razonamiento ni por los hechos. Convertir la memoria en una función del cerebro conduce a dificultades teóricas insalvables. El cerebro sólo es un intermediario cuyo cometido es inser­ tar los recuerdos útiles en el presente. La circunstancia convoca el recuerdo y el cuerpo se encarga de hacerlo efectivo, limitando la vida del espíritu. El cuerpo es un instrumento de selección y no la fuente donde se origina el espíritu, de ahí que no genere ni almacene recuerdos.

8. Se ha visto en la esquizofrenia una ruptura de ese filtro.

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Cuerpo, espíritu y libertad El siguiente paso será preguntarse qué tipo de lazo ata la materia con el espíritu, lo extenso con lo inextenso, la cantidad con la cualidad, la espacialidad con la duración. Frente a los planteamientos del materialismo (que pre­ tenden derivar el espíritu de la materia) y del idealismo (que hacen lo contrario), Bergson insiste en considerar el cuerpo una imagen como las otras, singular si se quie­ re, pero imagen al fin y al cabo. El entendimiento puede asociar o disociar imágenes, distinguirlas y oponerlas ló­ gicamente, pero no crearlas o construirlas. Un peculiar dualismo que guarda un asombroso parentesco con la antigua filosofía sámkhya. Lo que llamamos hechos no son sino adaptaciones a intereses vitales y sociales. La exactitud, como decía Wittgenstein, depende de nuestros intereses. En este sentido podría decirse que la exactitud (subproducto del deseo) tiene una naturaleza conven­ cional y descansa en un acuerdo cognitivo común. De ahí que el cientifismo no pueda satisfacer al espíritu (o sólo a espíritus simples e ingenuos). Su torpeza estriba en devaluar la experiencia (la intuición de la duración) y sustituirla por una experiencia especializada y desnatu­ ralizada. Todo esto es crucial para la cuestión de la libertad. Mientras que para el determinismo cualquier actividad resulta de una composición mecánica de elementos, para esta filosofía cada acto libre es, por así decirlo, una crea­ ción ex nihilo. En ocasiones parece que Bergson sugiera la posibilidad de experimentar la duración pura (libera­ da del espacio) según las pautas de algunas técnicas de meditación. El movimiento es lo absoluto. El principio último, Dios o comoquiera que se le llame, no está he­ D

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cho, se está haciendo. Una idea que puede rastrearse en Shaw y Borges y que Spinoza formuló como los clásicos: el modo es constitutivo de la substancia. El destino de la substancia (Dios) queda así ligado al destino de los mo­ dos (nosotros). Cualquier división que hagamos de la materia es ar­ tificial y, en último término, falsa. Sin embargo, el sim­ bolismo matemático y lingüístico fomenta esa compartímentación. La vida procede grosso modo, de ahí que para ella la matemática sea una enfermedad. El movimiento vital debe prevalecer sobre la ciencia exacta, que en este sentido es un obstáculo. Bergson insiste en que jamás se explicarán las propiedades simples de la materia mediante las partículas. Y anticipa algunas intuiciones de la física cuántica: «No tenemos ninguna razón para representar­ nos el átomo como sólido antes que como líquido o ga­ seoso». ¿Por qué pensar en choques cuando la mayoría de las influencias del mundo físico se ejercen a distancia? El contacto no es el único medio para que un cuerpo in­ fluya en otros. Entre las cosas hay hilos tendidos. No sólo los campos electromagnéticos o gravitatorios crean remolinos y líneas de fuerza, también lo hacen los cam­ pos simbólicos y emocionales. De hecho, para la física cuántica cada «cosa» es un remolino particular del cam­ po, con sus líneas de fuerza y sus abismos. En las conciencias hay diferentes grados de tensión. Algunas personas viven la mayor parte del día con el pi­ loto automático, mientras que otras son aceradamente conscientes de todo lo que ocurre a su alrededor. Bergson arroja la siguiente pregunta: ¿acaso no podría ser la his­ toria entera un breve lapso de tiempo para una conciencia más tensa que la nuestra? A l filósofo francés le hubiera gustado poder estirar la duración, vivirla ralentizada, algo 140

que puede lograrse con sustancias psicotrópicas como el hachís, bajo cuyos efectos es posible descomponer las di­ ferentes voces de una pieza musical y viajar simultánea­ mente por cada una de ellas. La duración, a diferencia del tiempo convencional y espacializado de los relojes, no es ni impersonal ni homogénea. N o hay un ritmo único de duración. El pretendido tiempo homogéneo es un ídolo del lenguaje. La mayor o menor tensión de la duración expresa una mayor o menor intensidad de la vida. Percepción y li­ bertad quedan así comprometidas. Y aquí se plantea la crítica más contundente a Kant, que asume sin cortapisas las concepciones newtonianas del tiempo. El espacio y el tiempo homogéneos no son propiedades de las cosas ni precondiciones de nuestra capacidad de conocerlas. Un error que ya había advertido Berkeley: hacer del espacio y el tiempo homogéneos propiedades de las cosas lleva irreversiblemente a considerarlas incognoscibles. H ay un punto de coincidencia entre este criticismo y lo que critica (el dogmatismo metafísico): el espacio y el tiempo homogéneos, ya sean realidades contempladas o formas de contemplación, resultan demasiado especulativos y demasiado poco vitales. Bergson sitúa su postura en el filo de la navaja: espacio y tiempo homogéneos son prin­ cipios de división y solidificación, introducidos con vis­ tas a la acción (y no con vistas al conocimiento, que es la experiencia misma de la duración). De modo que las difi­ cultades surgen no de esa duración real, que se manifiesta directamente al espíritu, sino de la aplicación del espacio y el tiempo homogéneos que dividen un continuo, fijan el devenir y organizan nuestra actividad. El espacio se ha convertido en el símbolo de la divi­ sibilidad y la fijeza. Las cualidades sensibles no están en

él, sino que ponemos al espacio en ellas. Esto supone una revolución respecto al paradigma newtoniano. Pero lo que ha ocurrido en la modernidad europea, a causa de la influencia de Newton y Kant, ha sido lo contrario. Por exigencias de la vida práctica y tecnológica, hemos situado las cualidades sensibles en el espacio. Y así éste se ha tornado en recipiente de lo sensible, cuando lógi­ camente debería ser al revés. Es decir, el sentido común, o al menos el sentido imperante en esa parte del globo que llamamos Occidente, prefiere invertir el orden na­ tural de los términos. Esta inversión dará lugar a to­ das las complicaciones y contradicciones del problema mente-cuerpo.

Expresión y liberación La vida es impulso, virtualidad y proliferación de ten­ dencias, pero toda evolución exige una narrativa. El fe­ nómeno resultará familiar. Mientras el yo se desdobla en heterónimos: sensaciones, sentimientos, pensamientos y propósitos (en ocasiones irreconciliables), la concien­ cia se siente una. Bergson sostiene que hay conciencia en el origen de la vida y que esa conciencia no es sino una exigencia de creación. La conciencia se encuentra adormecida en las actividades automáticas del mineral o del vegetal, y despierta cuando renace la posibilidad de elección. Esto significa que debe haber algún tipo de solidaridad entre el organismo y la conciencia. El ser vivo, como centro de actividad, representa el despertar de la conciencia, que será más completo cuanta más am­ plitud de elección tenga y cuanto mayor sea la acción asignada. Conciencia es sinónimo de invención y de li­ 142

bertad, inconsciencia de automatismo. De ahí que para el fisicalismo, guiado por la metáfora de la máquina, la conciencia sea emanación de una actividad cerebral mecánica.

Intuición e inteligencia La evolución de la vida ha resultado del esfuerzo de la conciencia por elevar la materia, que caía sobre ella y la aplastaba. Ahora se trata de crear con la materia, que es la necesidad misma, un trampolín que la libere del mecanicismo. En numerosos lugares la conciencia se ha dejado atrapar en la red de la necesidad, cautiva de los mecanismos que ella misma ha creado. En el hombre hay sin embargo una vía de escape, y esa posibilidad la pro­ porciona la expresión. El lenguaje ofrece a la conciencia un cuerpo inmaterial donde encarnarse. De la necesidad mecánica de la materia (more geométrico) al impulso de la vida y, finalmente, a la liberación mediante la expre­ sión: ésa es la singladura de la evolución creadora. El len­ guaje almacena, además de pensamiento, deseos. Todo lo que ocurre en los laboratorios pasa por el filtro del lenguaje. Es lo que permite comprender y orientar las investigaciones. Y el lenguaje es fundamentalmente per­ cepción (sonido y visión) y posibilidad de recreación del mundo. La vida es esa corriente que se lanza a través de la ma­ teria y saca de ésta lo que puede. El hombre lucha como las demás especies y ni siquiera puede decirse que sea el resultado de la evolución entera, pues la evolución se ha venido desarrollando en líneas divergentes. En algunos lugares se ha detenido, en otros ha retrocedido. Segu­ i43

ramente ha habido obstáculos insalvables de los que no tenemos noticia. «Todo sucede como si un ser indeciso y borroso, que podrá llamarse como se quiera, hubiese intentado realizarse y sólo lo hubiera conseguido aban­ donando en su camino una parte de sí mismo.»9 Esa conciencia es sobre todo inteligencia, aunque po­ dría haber sido intuición. Intuición e inteligencia repre­ sentan para Bergson dos direcciones opuestas. La in­ tuición marcha en el sentido de la vida, mientras que la inteligencia mira hacia atrás, ajustándose de manera na­ tural al movimiento de la materia. En la condición hu­ mana la intuición se ha sacrificado casi por entero a la inteligencia. Es como si la conciencia hubiera agotado sus fuerzas al conquistar la materia y hubiera tenido que adaptarse a los hábitos de ésta. La intuición también está presente en ella, pero de forma difusa y discontinua; sólo despierta cuando está en juego la conservación de la vida o cuando se experimentan ciertas emociones intensas. La intuición proyecta una luz débil y vacilante sobre el des­ tino y la circunstancia, sobre posibilidades y genealogías. Un fogonazo evanescente que alumbra trechos del cami­ no. De ellos ha de apoderarse la filosofía, dilatándolos y concillándolos con otros aspectos de la experiencia, pues la intuición es el espíritu mismo, la vida misma. Es algo que sólo puede verse desde la intuición, porque ésta per­ mite pasar a la inteligencia; por el contrario, desde la in­ teligencia no es posible dar el salto a la intuición. El error de los espiritualistas fue aislar la vida espiritual de todo lo demás, suspendiéndola en el espacio, lejos del suelo. Bergson tiene muy claro que la filosofía de la intuición

9. La pasión antigua por el sacrificio es una manifestación de este hecho.

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no puede ser la negación de la ciencia. Si así fuera, acaba­ ría siendo barrida por la ciencia. La vida entera es un movimiento ascendente que se opone al movimiento descendente de la materia. Y la condición humana es la posibilidad misma de asomar­ se a esa perspectiva. Aunque Bergson publica estas ideas cuando la mecánica cuántica todavía está lejos de adquirir su forma definitiva, su voz parece en ocasiones la de un físico cuántico. Sólo en la materia que es arrastrada por la conciencia y en la cual se inserta puede haber número, es decir, individualidades distintas. La corriente pasa, se subdivide en individuos, y se crean sin cesar almas que en cierto sentido preexistían, como arroyuelos que bro­ tasen del gran manantial de la vida. «El movimiento de una corriente es distinto de lo que ésta atraviesa, aunque necesariamente adopte sus sinuosidades. La conciencia es distinta del organismo al que anima, aunque sufra al­ gunas de sus vicisitudes. Aunque se acople al cerebro, la suerte de la conciencia no está ligada a la de la mate­ ria cerebral. La conciencia es esencialmente libre, es la libertad misma, pero no puede atravesar la materia sin posarse sobre ella, sin adaptarse a ella.» Por eso cuando la inteligencia mira a la conciencia, que actúa libremente, trata de insertarla en los marcos en los que hace entrar la materia. La inteligencia percibe la libertad en forma de necesidad, descuidando siempre la novedad que supone el acto libre. Bergson propone una filosofía en la que la inteligencia se resuelva en intuición, una filosofía que nos dé fuerzas para actuar y para vivir, que ayude a vivir. Una filosofía capaz de derribar numerosos obstáculos, «quizá incluso la muerte».

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El instinto La función de la inteligencia es establecer relaciones, de ahí que la metáfora, una de las formas de asociación, sea ya pensamiento. Frente a la inteligencia, el instinto es conocimiento en sí. La inteligencia se dirige hacia su ob­ jeto situándolo, asociándolo con otro objeto; el instinto aborda el objeto en su singularidad irrepetible y única. H ay cosas que sólo la inteligencia es capaz de buscar, pero que no encontrará nunca, mientras que el instinto no las busca porque ya las tiene. La inteligencia unifi­ ca y tiene vocación por lo extenso, fabrica instrumentos y con ellos descompone la materia. ¿Por qué este afán? Porque la inteligencia sólo puede representarse con cla­ ridad lo inmóvil y discontinuo. De ahí que sus ciencias favoritas sean la lógica y la geometría. Ambas han sur­ gido de la experiencia de lo sólido e inerte, de lo que no cambia ni se transforma, ambas piensan con dificultad la evolución y se adaptan mejor a los mecanismos. Al instinto, en cambio, le resulta más fácil reconocer la na­ turaleza del organismo. Pero el instinto no está hecho para interiorizarse en conocimiento, sino para abrirse a la acción. Mientras la inteligencia mira para atrás, hacia lo consumado, el instinto fluye junto a la vida, actúa y navega con ella. Bergson alude a sus investigaciones veraniegas con las abejas. En.una colmena, millones de células trabajan por el bien común del organismo. Se dividen el trabajo, responden conjuntamente a las amenazas. Todo sucede como si cada célula supiera lo que hacen las demás. El conocimiento instintivo hunde sus raíces en esa unidad esencial de la vida. Llevamos a cuestas todo el pasado, pero el instinto selecciona sólo lo útil para cada situación. 146

La exigencia del presente hace de filtro, la circunstancia decanta el descarte y la elección. Para Bergson, inteligen­ cia e instinto son dos desarrollos divergentes de un mis­ mo principio, la conciencia. Uno se exterioriza, el otro se interioriza. Los neodarwinistas se equivocan al consi­ derar la evolución del instinto una evolución accidental; los neolamarckianos, al creer que el esfuerzo del que pro­ cede el instinto es un esfuerzo individual: «El esfuerzo mediante el cual una especie modifica sus instintos y se modifica a sí misma ha de ser algo mucho más profundo y que no dependa únicamente de las circunstancias ni de los individuos, aunque éstos colaboren; no debe ser algo puramente accidental, aunque el accidente juegue un im­ portante papel». El instinto es sobre todo simpatía. Si dicha simpatía pudiera volverse sobre sí misma, en esa reflexión sería posible contemplar el secreto de la vida. Pero la inteli­ gencia y el instinto, como ya se ha dicho, llevan caminos distintos: la primera hacia la materia inerte, el segundo hacia la vida. Y es en el interior mismo de la vida donde se produce la intuición, esa clase de instinto desintere­ sado, ligeramente consciente de sí mismo pero de perfil incierto. La intuición es un instinto depurado; en rela­ ción con la vida, lo que escapa al ojo de la inteligencia lo capta de inmediato. N o obstante, la intuición necesita de la inteligencia, pues sin ella se habría quedado en mero instinto.

El impulso de la conciencia La corriente de la vida, contra lo que se suele creer, no encaja ni en la causalidad mecánica ni en la finalidad.

Ambas perspectivas son hechuras de la inteligencia, y la vida va siempre por delante, de modo que conceptos y categorías son insuficientes para ella. Si la conciencia se ha escindido en instinto e inteligencia, será posible ras­ trear ese desdoblamiento a través de la materia: lugares donde la conciencia se ha perdido, apagándose o debili­ tándose casi por completo, y lugares donde la conciencia se ha reconstruido. Bergson no duda en asociar vida y conciencia y, en el reino animal, conciencia y posibilidad de elección. Así, la conciencia podría ser instrumento de la acción, o mejor aún, la acción instrumento de la conciencia, medio de li­ beración de una atadura. N o es posible glosar las páginas que Bergson dedica a este asunto sin sentir vivamente las resonancias del sámkhya, esa filosofía antigua de la India, coetánea del budismo: «Todo sucede como si una ancha corriente de conciencia hubiese penetrado en una materia cargada de virtualidades. Esa corriente ha arrastrado la materia hacia la organización en un movimiento lento, adormecido bajo su manto, orientado unas veces hacia la intuición, otras hacia la inteligencia. En ocasiones la con­ ciencia se ha visto oprimida por su envoltura y la intui­ ción se ha reducido a instinto. Otras, muy pocas, ha lo­ grado liberarse, hacerse transparente y atravesarla como una brisa, eludiendo barreras y ensanchando su dominio y despertando las intuiciones que dormitan en ella». La conciencia se constituye así en aliento de la evolu­ ción. Informa la materia, la doblega hasta convertirla en su instrumento, ofreciendo nuevas ideas, nuevos senti­ mientos, como si su función fuera elevar la materia sobre sí misma. El contorno, la materialidad de un cuerpo, es siempre un recogimiento aparente, pues el cuerpo está ahí donde se deja sentir su influencia. Una idea, una voz,

una mirada van mucho más allá del lugar desde donde son emitidas. Hay algo de Whitehead en todo esto, como veremos al final del libro, y también algo del inmateria­ lismo: «Para seguir las indicaciones del instinto no es ne­ cesario percibir objetos, basta con distinguir cualidades». Transcurridos cien años, la premonición de Bergson parece haberse cumplido. Es propio del razonamiento encerrarse en el círculo de lo dado, pero la acción y la vida rompen constantemente lo que el razonamiento ha­ bía anudado. Si los hechos de la mente y de la vida se de­ jan en manos de la ciencia positiva, ésta asumirá a priori una concepción mecanicista, hipostasiando la necesidad material, postulando una Materia Eterna en cuyo seno se derramen las propiedades de las cosas y las leyes de la naturaleza. Tratará lo vivo como algo inerte, abordará el organismo como si estuviera descompuesto, muerto, como si fuera inoperante. Para evitar el conflicto entre ciencia y filosofía, se sacrifica la filosofía. Algo así ha ve­ nido ocurriendo. El pasado se renueva conforme vivimos, cambia de piel, lo vemos de otro modo. Comprobamos efectivamente que no estaba muerto, que puede adquirir nuevas coloraciones. Entendemos lo que antes no entendíamos, vemos en los gestos, en las acciones, en las reacciones, cosas que en su momento no vimos. La espacialidad perfecta de la geome­ tría, el orden repetible de la matemática, que llega siempre a la misma conclusión, la perfecta exterioridad de las cosas entre sí: todo ello, tan familiar a la inteligencia, es extraño a la vida. Si el reposo fuese completo no habría memoria ni voluntad. La absoluta pasividad es tan imposible como la absoluta libertad.

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La tregua del querer Hagamos una pausa y escuchemos un poema. Si el verso es eficaz, nos transportará y reviviremos la expe­ riencia del poeta. Pero si nos distraemos, los mismos so­ nidos que hacían posible el vuelo mágico se mostrarán en su cruda materialidad. Cuanto más orgánica sea la recep­ ción del poema, más abierta estará a las resonancias del conjunto, a sus ecos y alusiones, mejor expresará la com­ plejidad de la emoción. Si descomponemos el poema, en fonemas o en palabras, ese efecto se quebrará, y lo mismo ocurrirá con su vitalidad. La vida, como el poema, no es susceptible de descomposición. Las operaciones de la inteligencia encuentran en la geometría su perfecto acabamiento. Sin embargo, lo que interesa ahora es la duración, y la geometría es un mun­ do donde el tiempo no cuenta. Las leyes físicas se crean atendiendo al orden de los fenómenos, pero lo admirable no es el orden matemático, que no aporta ni un átomo de novedad, sino la creación, sin cesar renovada, que lo real realiza avanzando. De ahí la oposición frontal al determinismo. Para Bergson la materia es una relajación de lo inextenso en lo extenso y, por ello, de la libertad en la necesidad. Ésa es la razón por la que se insiste en la artificialidad de la forma matemática de la ley física y en la convencionalidad de nuestras magnitudes, extrañas a las intenciones de la naturaleza. Medir es una operación humana mediante la cual se superponen dos objetos. La naturaleza no mide, tampoco cuenta. Desde esta perspec­ tiva, objetividad significa consenso (aunque Bergson no lo diría así). La física cuenta, mide y relaciona variables cuantitativas para obtener leyes. Pero el orden matemáti­ co pertenece a lo ya ocurrido. La matemática sólo repre­ 150

senta la recaída en la materia; en la base de lo natural no hay un sistema definido de leyes. El pitagorismo supuso un impulso fundamental para el conocimiento de la natu­ raleza, pero ha terminado convirtiéndose en una prisión. La fascinación por el impecable poliedro y, en general, por la cosmología del Timeo reforzó de un modo ambi­ valente la influencia de la geometría en el pensamiento occidental. Este ascendiente alcanzaría a Spinoza, que imaginó una ética geométrica. Aristóteles, que era hijo de médico y prefería la clasificación al análisis (descom­ posición), se dio cuenta de ello y su filosofía contuvo el impulso físico-matemático (base de la tecnología) hasta la llegada de la Revolución científica, en la que la astro­ nomía (y no la biología) pasaría a ser el modelo para las demás ciencias.

Dos especies de orden La mejor manera de acercarse a la idea de orden es a través de la idea de desorden. De hecho, la filosofía toma esta idea de la experiencia cotidiana, trasladando al ámbito especulativo una vivencia común. El ejemplo de Bergson es certero: entro en una habitación esperando encontrarla ordenada, pero la encuentro desordenada. El desorden es aquí una decepción de nuestras expecta­ tivas. La idea de desorden no representa nada al margen de esa actividad del espíritu, de esa expectativa. Las le­ yes de la ciencia nacen de la experiencia, y no a la in­ versa. Es necesario distinguir dos especies de orden que generalmente se confunden. Cuando decimos que algo está ordenado, nos referimos a cierta concordancia entre lo esperado por el sujeto y el modo en que se presenta

el objeto. Pero el espíritu puede ir en dos direcciones opuestas. Si sigue su dirección natural, entonces es crea­ ción continua, actividad libre. Si la invierte, entonces es determinación necesaria entre causa y efecto, mecanis­ mo geométrico, automatismo e inercia. El primero de estos órdenes, el orden de la vida, órbita en torno a la finalidad pero no puede definirse por ella. La evolución creadora de la vida trasciende la finalidad, es decir, va más allá de la mera realización de un plan preconcebi­ do. El marco de la finalidad le resulta demasiado estre­ cho. H ay orden en el movimiento de las estrellas (orden geométrico), pero también lo hay en una sinfonía o en un poema (orden vital, imprevisible). Y es nuestra per­ cepción la que establece dicha división. La elección se produce en el presente, en la duración. La percepción, guiada por las exigencias del obrar, divide y ordena. La repetición, tan esencial en el orden físico, es accidental en el orden vital. El primero es un orden automático; el segundo, un orden «querido». La expectativa es una forma del deseo. Cuando nos representamos un caos, un mundo que no obedece a leyes, cuando nos imaginamos sucesos ca­ prichosos, reemplazamos el orden automático por una multitud de voluntades elementales, por una multitud de órdenes «queridos». Así, la ausencia de un orden su­ pone la presencia del otro. Ya sea la fuerza mecánica o la de un genio bienhechor o malhechor (detiene la ru­ leta en mi número o manda un rayo sobre mi cabeza), en ambos casos descubro un mecanismo donde habría esperado una intención. Eso es lo que queremos decir cuando nos referimos a la casualidad: hallamos ante no­ sotros voluntades (o decretos) en vez de los mecanismos que esperábamos encontrar. Este hecho explica la vacila­ 152

ción del espíritu cuando intenta definir la casualidad. La casualidad no hace sino objetivar el estado del espíritu de quien esperaba una de las dos especies de orden y se encuentra la otra. La pretendida ausencia de orden del nihilismo moderno es en realidad la confusión de los dos y, además, una manifestación de la vacilación general del espíritu, de la decepción de aquellos que prefieren un tipo de orden al otro. Con demasiada frecuencia se olvi­ da que el orden es un efecto de la vida, de la experiencia consciente.

Un cuerpo para la acción El cuerpo es un instrumento de acción, incapaz de explicar la representación. Como hemos visto, carece de sentido suponer que el cerebro almacena recuerdos o imágenes. La postura de Bergson es hoy de una singular radicalidad: «N i en la percepción ni en la memoria, ni con mayor razón en las operaciones superiores del espíritu, el cuerpo contribuye directamente a la representación». Los dos monismos, el idealista y el materialista, no pres­ tan suficiente atención a la relación de la percepción con la acción ni a la del recuerdo con la conducta. Percepción y memoria se encuentran inclinadas a la acción, y ésta es la que el cuerpo prepara. La memoria evoca el recuerdo útil y nos libera del curso de la necesidad. Las imágenes (lo que llamamos cosas) desbordan la percepción por todas partes. El idealismo fracasa al no advertir este hecho decisivo: que el verdadero rol de la percepción es preparar las acciones. Así, el conocimiento de la materia no es subjetivo (como pretende el idealismo británico) ni relativo (como pretende el kantiano). N o es U

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subjetivo porque está en las cosas antes que en mí, y no es relativo porque entre el fenómeno y la cosa no hay re­ lación de la apariencia con la realidad, sino simplemente de la parte con el todo. Según el realismo ingenuo, existe un espacio homo­ géneo donde las cosas estarían acomodadas como los muebles en una casa. Ese medio está dado de entrada como condición necesaria. Bergson se atreve a suponer, décadas antes de la formulación de la física cuántica, que lo que llamamos espacio no es lógicamente anterior a las cosas materiales sino posterior, es decir que lo que lla­ mamos espacio homogéneo concierne a nuestra acción y sólo a ella. De este modo se derriba la barrera levantada por el realismo ingenuo, que colocaba a un lado las cosas extensas (múltiples y divisibles) y al otro las sensaciones (extrañas a dicha extensión). Cuando se dice que la conciencia está ligada al cerebro, se niega la conciencia a quienes no tienen cerebro. Pero esto sería, apunta Bergson, como negar la digestión a quienes no tienen estómago. Y sin embargo sabemos que hasta la ameba digiere. Bergson creía, como creen mu­ chas tradiciones indígenas, que la conciencia no necesita de un cerebro. El cerebro forma parte del sistema nervio­ so, y conforme descendemos en la escala de los seres, los sistemas nerviosos se simplifican hasta casi desaparecer entre una masa indiferenciada. Todo lo vivo puede te­ ner conciencia; a veces estará adormecida o desvanecida, pero al fin y al cabo será conciencia potencial. El nivel del sueño en el hombre difiere del existente en el vegetal o el animal, pero todos sueñan. Todos viven inmersos en algún tipo de ilusión (siempre hay algo de verdad en la ilusión: cuando uno ve un trampantojo, no le engañan los colores, ni la perspectiva; lo que le engaña es la mente). i

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La percepción no se equivoca, pues no juzga. Es la mente la que juzga, la que espera y recuerda. Las circunstancias plantean una serie de posibilidades, y el cerebro, como la médula o el sistema nervioso, es un órgano de elección. Si en la reacción pugnan lo ya vivido y la expectativa, entonces podemos decir que es ahí don­ de radica la conciencia. En el sistema nervioso de algunos organismos simples, automatismo y elección se confun­ den, aunque hay seudópodos que no reaccionan siempre igual y manifiestan rudimentos de elección.

El hechizo matemático Ya hemos mencionado la fascinación que las mate­ máticas han ejercido sobre la mente occidental. Borges recordaba que Demócrito de Abdera, el atomista y mate­ mático, se arrancó los ojos para pensar. Las matemáticas son la ciencia incolora, mientras que la vida, que es pura insinuación, no sería nada sin lo visual, sin el magnetismo de lo cromático. Las matemáticas carecen de tiempo y de duración: la durée no es la suma de unidades de duración, no es un tiempo homogéneo, regular ni acumulativo; es­ tamos en el ámbito de lo irrepetible. N o es posible so­ meter la vida a un tratamiento matemático, pues el suyo es un mundo que muere y renace a cada instante. Si algo nos muestra la ciencia que prestigió Pitágoras, es esa ne­ cesidad tan humana de certeza, firmeza y seguridad, de aquello que no admite réplica.10 ¿Cómo podrían explicar las matemáticas dicha necesidad si son efecto suyo? io. Otra cosa son los aspectos cualitativos de los números, de gran importancia en el pitagorismo y las tradiciones cabalísticas.

En la evolución orgánica de la vida, el pasado ejerce una presión sobre el presente y hace brotar una forma nueva, inconmensurable con las anteriores. La vida, tal y como la concibe Bergson, crea algo nuevo a cada ins­ tante. Es el barbecho de lo ex nihilo. Un mundo fantás­ tico y sobrenatural para la mente lógica y matemática. Si fuéramos capaces de reducir los aspectos biológicos del organismo a factores físico-químicos, saltar de las molé­ culas a los átomos y de éstos a las partículas, ¿podríamos llegar a algo que funcionara como un mecanismo y de lo que las matemáticas dieran cuenta? Bergson niega esta posibilidad. La cuestión es saber si los sistemas vivien­ tes deben ser asimilados a los sistemas artificiales que la ciencia recorta en la materia bruta. Su argumento es sen­ cillo. Tomemos una fotografía de una sonrisa, o del labio al que pertenece ese gesto, o de una molécula de ese labio; multipliquemos por mil las instantáneas obtenidas: ni si­ quiera así alcanzaremos lo vivo. «La vitalidad es tangente a las fuerzas físicas y químicas.»

Creacionism o y evolución La vida, al menos en nuestro planeta, está ligada a la materia. Está anclada en un organismo que la somete a las leyes de la materia inerte. Pero la vida sube la pen­ diente que la-materia desciende. Y todo sucede como si hiciera lo posible por liberarse de esas leyes. La con­ ciencia de un determinado ser vivo es una conciencia «reducida» que, aunque marcha hacia delante, se ve obligada de vez en cuando a volver la cabeza (función natural de la inteligencia), a desprenderse de lo que se está haciendo y centrarse en lo ya hecho. La buena filo­ 156

sofía no es sino el desarrollo mediante conceptos de la intuición, que se sitúa en el puro «querer», en el creci­ miento perpetuo de lo real, donde toda acción encie­ rra algo de invención, algo de libertad. Los males de la filosofía vienen de nuestra pretensión de que o bien el universo, su génesis, se ha producido de una sola vez (es decir que está acabado, aunque siga desplegándose: una «falsa» evolución), o bien la materia es eterna. Ése es el prejuicio común de neodarwinistas y creacionistas. En ambos casos ni la materia ni el espíritu ocupan un lu­ gar en el tiempo concreto, en el tejido mismo de la vida consciente, sino que están dados de una vez por todas, desde la eternidad de la materia o desde la creación divi­ na del cosmos. Urge desarraigar dicho prejuicio. Pensar la creación en términos de cosas creadas y de una cosa que crea lleva a innumerables confusiones. Se trata de una ilusión de la inteligencia, que piensa mejor las cosas que el cambio. Sin embargo, no hay cosas sino tan sólo acciones. Y existen razones para creer que los demás mundos son análogos al nuestro: «Cuando hablo de un centro del cual brotaron los mundos como los co­ hetes de un ramillete, no se considera ese centro como una cosa, sino como una continuidad de surgimiento. Así definido, Dios no es algo completamente hecho; es vida incesante, acción, libertad. La creación así conce­ bida no es un misterio, la experimentamos en nosotros mismos cuando actuamos libremente». La observamos cuando del cuerpo de la madre se desprende el recién nacido o del viejo árbol el brote. Y cuando uno atiende a su actividad cotidiana, comprueba cómo la acción crea a medida que avanza. Hay que volver a decirlo. El impulso de la vida es una exigencia de creación. N o es posible crear absolutamente 157

por el freno de la materia (que es un movimiento inverso al suyo). En esa tensión, en esa complementariedad, se decide la condición del mundo y de la vida: el magne­ tismo entre lo ascendente y lo descendente, entre la es­ pontaneidad y la determinación, entre la atadura y la liberación. Todo esto suena muy hindú. En la materia, que es la necesidad misma, la vida intenta introducir la mayor cantidad posible de indeterminación y libertad. N o se trata de un dualismo clásico, al estilo del Fedón: sin la materia, la vida tal y como la conocemos en este rincón del cosmos no podría existir. Ambas se necesitan mutuamente. Para el mecanicismo resulta esencial creer que todo está dado, «que pasado, presente y futuro serían visibles para una inteligencia sobrehumana capaz de efectuar el cálculo». La ley eterna es el ídolo de la concepción ma­ temática y mecanicista. «Implica una metafísica en la que la totalidad de lo real está puesta en bloque en la eterni­ dad, y en la que la duración aparente de las cosas expresa simplemente la imperfección de un espíritu que no puede conocer todo a la vez.» Aun así, el finalismo creacionista no es mejor solución. La idea de un plan divino que se va cumpliendo sin desviaciones resulta inaceptable. Supon­ dría una vuelta a las viejas concepciones de la fatalidad, del destino inevitable; significaría que los seres no hacen más que realizar un programa ya trazado. ¿Para qué en­ tonces existir si no hay juego ni desenlace? Si no hubiera invención o creación, si sólo se diera el despliegue de un plan previamente trazado, estrictamente no habría evo­ lución, ni siquiera tiempo. Aceptar este tipo de finalismo equivaldría a aceptar un mecanicismo invertido, en el que el impulso del pasado es sustituido por la atracción del futuro y en el que la sucesión de las cosas y los eventos 158

es más una farsa y una representación que una evolución real. Ambas doctrinas implican una negación del tiempo, de la duración real, y son una falsificación de la vida per­ petrada por el hechizo matemático, una vida no vivida, de zombis y autómatas, en la que el tiempo se ha desva­ necido. Bergson rechaza ambas posibilidades y se sitúa en un finalismo flexible (no radical). Si el universo en su con­ junto no es la realización de ningún plan, entonces no hay una finalidad externa. N o todo es armonía, no todo es divino. El orden se enfrenta al desorden, los seres se enfrentan unos a otros: la hierba no ha sido hecha para la vaca ni el cordero para el lobo. La finalidad exter­ na ha sido sustituida por la finalidad interna, la idea de que cada ser vivo realiza un plan inmanente a su sus­ tancia. Pero Bergson descarta también esta posibilidad. La finalidad o es externa o no es nada. Si observamos cuidadosamente la vida, veremos que en los organis­ mos cada uno de sus componentes concurre para el bien del conjunto (y en muchos casos cada componente es en sí mismo un organismo). A l subordinar la vida del organismo menor a la del mayor, estamos aceptando el principio de una finalidad externa. Si en un organismo cada tejido trabajara por su cuenta, lo habitual sería la aparición del cáncer: el intento desesperado de un tejido de células por solucionar una situación que va contra el sistema nervioso central, hasta el punto de que su in­ dependencia las lleve a atacar el medio que las sustenta (algo parecido a lo que está haciendo el hombre con el planeta). Las teorías vitalistas que abogan por una fina­ lidad meramente interna «responden a la pregunta con la pregunta misma». ¿Dónde acaba y dónde comienza el principio vital del i59

individuo? Si una persona es capaz de leer o escuchar las ideas de otra, de soñar y viajar con la imaginación, de ver un mundo diferente mediante el arte o la filosofía, si no es independiente del aire que respira, del alimento que ingiere y excreta, de lo que ve, oye y dice, es por la acción combinada de sus células. El individuo carece de autosuficiencia, es «un brote que ha crecido en el cuerpo combinado de sus padres y que se ha desprendido del cuerpo de la madre». Es necesario modificar la hipótesis de la finalidad inmanente. Tanto el finalismo radical como el mecanicismo radi­ cal olvidan que la especulación es trivial frente a la nece­ sidad. Pensamos para orientarnos en la vida y anticipar lo que va a ocurrir; para vivir, somos antes artífices que teóricos. La necesidad refuerza nuestra idea de la causa­ lidad y, por así decir, nos inclina hacia el mecanicismo. Somos matemáticos porque necesitamos serlo, «la ma­ temática natural es un soporte inconsciente de nuestro hábito consciente» y facilita el gobierno de las intencio­ nes. Sin embargo, ya se conciba la naturaleza como una gran máquina, regida por una necesidad insoslayable, o como la realización de un plan preconcebido, en ambos casos se siguen dos inclinaciones complementarias del espíritu que surgen de las necesidades mismas que im­ pone la vida. Ambas doctrinas son reacias a detenerse en el curso de las cosas y tienen alergia a lo espontáneo, a la creación libre. Una se apoya en la repetición que hace posible la ley; la otra, en la sumisión a viejos designios. Ambas doctrinas, cada una a su manera, implican la idea de que «todo está dado» y obvian la cuestión de­ cisiva, la sensación interna, instintiva, de la duración real, que es la que hace mella en las cosas, la que impide que cualquier elemento de la realidad se repita jamás. La 160

repetición sólo es posible en abstracto; ése fue el gran error especulativo de Nietzsche. Cabría decir que todo vuelve, pero nunca de la misma manera. «La inteligen­ cia se ha desprendido de la realidad precisamente porque nuestra acción, hacia la cual va dirigido todo el esfuer­ zo de la inteligencia, no se puede mover más que entre repeticiones. Una inteligencia a la que, paradójicamente, le repugna todo lo que fluye y que solidifica todo lo que toca. N o pensamos el tiempo real. Pero lo vivimos, por­ que la vida desborda la inteligencia.» Y la duración es, fundamentalmente, impresión. Impresión a la que sólo tendremos acceso si nos desembarazamos del corsé que imponen tanto el finalismo como el mecanicismo. En­ tonces contemplaremos un continuo brotar de novedades y dejaremos de mirar hacia atrás para vivir la experiencia inconmensurable de la libertad." Ese impresionismo se tras­ ladó a los versos de un joven poeta sevillano que asistía a las conferencias de Bergson: «[...] son tus huellas / el cami­ no y nada más; / caminante, no hay camino, / se hace camino al andar». N o hay caminos previamente trazados ni moldes a los que se adapte la vida (finalismo), como tampoco hay caminantes autómatas (mecanicismo); hay vida, y viviendo se hace camino.i.

i i . En la filosofía bergsoniana de la vida, que escapa tanto al me­ canicismo como al finalismo, aunque se encuentra más cerca de este último, la armonía de lo orgánico está muy lejos de ser tan perfecta, pues incluye conflictos entre especies y en el seno mismo del individuo. Se trata de una armonía no tanto de hecho como de derecho. El viento que acomete una encrucijada se divide en corrientes divergentes, pero todas ellas provienen de un soplo único. Su complementariedad puede reconocerse en las tendencias más que en los estados; hay una identidad común del impulso, no una aspiración común. De ahí el conflicto.

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El Dios de Bergson El finalismo es un mecanicismo a la inversa.

La crítica de Bergson al absoluto de los filósofos, lo que las metafísicas clásicas llaman Dios, es simple: ese Dios no es más que el Dios de la inteligencia. N o se trata, claro está, de llevar a cabo esa crítica desde el Dios de la devoción (personal o abstracto, religioso o matemáti­ co), ni siquiera desde el Dios de los místicos (el Dios del amor), sino de concebir un Dios en evolución, caminan­ te, un Dios cuya esencia móvil consiste en un proceso creativo. Un Dios con ingenio pero también un Dios que debe superar dificultades y obstáculos, que se ve obliga­ do a tomar soluciones de compromiso, con indudables logros en su haber pero que también sufre retrocesos y llega a vías muertas. Un Dios que es cumbre y abismo. N o encontraremos en Bergson restos del cielo platónico, de la ley eterna que domina la visión física y matemática. Su Dios tampoco se parece al de Aristóteles, no es Cau­ sa Primera ni Motor Inmóvil, sustento o fundamento de todo lo demás. N o hay en Él autosuficiencia ni poder absoluto, ni siquiera gobierno completo de lo relativo. Es un Dios que se pone a sí mismo en todas las cosas, que nada pero no guarda la ropa, que arriesga. El ente finito existe en Él, forma parte de Él y de su destino. Bergson retoma así un viejo motivo de Spinoza: el modo (el ser vivo) es constitutivo de la substancia. La substancia es destino ligado al destino de los seres. El absoluto depen­ de de lo relativo. Ser consciente es precisamente la posi­ bilidad de participar de ese Uno tan singular. N o es un Dios axiomático (que existe por definición) sino un Dios vivo, unívoco y equívoco (sus sentidos son intermina­

bles), inteligente e instintivo. N o hay aquí pura positivi­ dad; hay aliento y vida, pero también pozos y prisiones. Pocos filósofos han albergado un sentimiento tan vivo del carácter único de cada instante. Pocos han prestado tanta atención a esa realidad íntima, directa, llamada du­ ración (durée), mediante la cual es posible tocar la reali­ dad (un modo de desmentir la inaccesible cosa en sí). Y pocos han tenido tan en cuenta los avances de las ciencias de laboratorio. Fiel al contorno de los hechos, al trabajo en equipo y al respeto a los investigadores, Bergson in­ sistirá en que su obra guarda escasa relación con la fe o la creencia, si bien era muy consciente de que cada ciencia y cada comunidad científica crea y construye su propio Dios. Bergson reconoció a tiempo que el Dios ordenador de los filósofos se había metamorfoseado por un lado en el Dios del mecanicismo materialista y por el otro en el Dios del finalismo creacionista. Supo ver que ambas versiones eran en definitiva la misma: una manifestación tardía de las antiguas creencias deterministas (hebreas, calvinistas) o de las antiguas preocupaciones griegas en torno al des­ tino y el oráculo. Reconoció en todos esos movimientos deslealtad hacia el instinto y hacia el conocimiento por simpatía (esencia de la filosofía). Esa simpatía, movien­ te, durable, se opone a otra de las potencias del alma: la inteligencia. La inteligencia es el conocimiento «a distan­ cia», el conocimiento de lo muerto, de lo que no dura. Se entiende ahora que uno de sus mayores empeños fuera liberar a la filosofía del modelo deductivo matemático. Con ello no pretendía mostrar que las matemáticas estén desvinculadas de los fenómenos, sino tan sólo limitar su alcance y, sobre todo, desvelar que tanto la perspectiva mecanicista como la finalista ocultan una teología dog­

mática, presuponen una inteligencia, divina o abstracta, que ejecuta y planea. Una vez aceptado esto, Bergson aborda otro ámbito, más íntimo y singular: propone sumergirse en la corrien­ te del tiempo y, una vez en ella, aprender a escucharla. Pero todo ello no significa rechazar esa adaptación a los hechos prácticos que hace posible la ciencia matemática (la ciencia abstracta en la que no existe la durée), sino tan sólo delimitar la perspectiva y definir así la tarea singular de su filosofía. Dicho en términos políticos: mientras la ciencia y el Estado se caracterizan por la conquista, la filosofía se caracteriza por la atención a la duración y por la simpatía, por el saber co-incidir. Algo, claro está, que será considerado científica y políticamente incorrecto. Pues la intuición, ese acto particular de simpatía respecto a una duración particular, casi nunca puede alcanzar la generalidad científica, ya que es originalidad pura e im­ previsible. En este sentido, la filosofía se aproxima al arte.

Aliento vital Resumiendo: hay una fuerza singular que no muere, que anima incansablemente eso que llamamos vida. La inteligencia es un producto de la vida, y lo propio de la vida es la duración. Podemos decir que las cosas están en el espacio, pero no se puede decir lo mismo del tiempo. Las cosas no están en el tiempo, las cosas son el tiem­ po. Carece de sentido concebir primero la cosa y después verla afectada por el tiempo, pues el tiempo es el mate­ rial del que están hechas las cosas y la duración es algo muy poco abstracto. Lo que llamamos Ser es en realidad tiempo. De hecho, ninguna cosa es, sino que está cons 164

tantemente siendo, haciéndose. Más que la identidad, a Bergson le interesa el cambio, el madurar, el crearse de esas entidades hechas de tiempo que el lenguaje (corrien­ te, matemático o simbólico) nos empuja a llamar cosas. Un devenir radical donde nada es idéntico a sí mismo. N o es posible detener o congelar este devenir, pero sí ralentizarlo, vivirlo con atención, mediante ciertos hábi­ tos de la cultura mental. La presencia de las «cosas» (ya hechas y no haciéndose), el individuo, es una necesidad impuesta por la lógica y el idioma. ¿Adonde asirse enton­ ces? Hay algo en este flujo que permanece y se conserva: la memoria (que, como vimos, no precisa cajones). La conciliación entre memoria (conservación y continuidad) y duración (originalidad y novedad) es lo que llamamos vida. Ese hecho no debería suponer ningún misterio, es lo más natural del mundo. Lo vivo es invención constan­ te, creación de formas, elaboración de novedades, impul­ sadas por un élan vital. No hay aquí ejecución de ningún plan ni una ruta trazada previamente, sino un brotar in­ determinado y creativo. La inteligencia es aliada de la materia. Su contrape­ so es el instinto y la función fabuladora. La inteligencia ama lo muerto, la fábula, lo posible, la representación de lo ausente. La fabulación religiosa es el contrapeso del poder disolvente de la inteligencia. En su universo im­ pregnado de ética, las cosas se cargan de intenciones efi­ caces, se impregnan de poder. Con ello se llega al ámbito minucioso y prolijo del ritual. Y de ahí al fantasma con­ solidado por los intereses del grupo, al Dios nación. U n Dios patriota que demanda exclusión y persecución, que exige sacrificios. La duración es de hecho una crítica del Dios causa, tan grato al mecanicismo, y del Dios fin, tan grato al fina-

lismo biológico. Como ya se ha dicho, ambas posturas presuponen que todo está escrito, sometido a un plan, y que en realidad nada ocurre sino que simplemente desco­ nocemos el texto completo. El tiempo no hace más que representar una parodia. Ya no es vehículo de creación sino mero despliegue de un plan preconcebido. Así es como la metáfora de la máquina se ha apoderado de las mentes de laboratorio, deseosas de predecir y anticiparse a los acontecimientos. El algoritmo particular oculta ese deseo general. Un deseo, claro está, inconfesado. La inte­ ligencia persigue fines y para ello busca causas. Pero fa­ bricación no es creación. La inteligencia ingenieril, domi­ nante en las sociedades tecnológicas, invierte el orden que va de la realidad percibida al esquema espacial. El asunto, tratado por Berkeley, lo retoma Bergson con brillantez. La fabricación tiene dos fundamentos: la idea del espacio y la idea de la nada. Para fabricar algo hay que descompo­ ner, y toda construcción se rige por esquemas espaciales. La identidad lógica y matemática es condición de la «ley universal», del todo que está dado desde la eterni­ dad. Un ídolo cegador, devoto de un Dios muerto. Se han invertido los términos. ¿Cómo? Resolviendo el devenir cinematográficamente. Convirtiendo el movimiento en fotogramas a los cuales se les ha sustraído el tiempo. La filosofía de la mente y la ciencia moderna se mantienen fieles a este esquema. Divinizan la inteligencia. Pero Berg­ son sabe que'la inteligencia es secundaria, que lo primero es la vida. La inteligencia puede replicar lo real, no crearlo como pretende el planteamiento que domina hoy y que enturbia no sólo la vida, sino también la propia inteligen­ cia. Sin embargo, los éxitos de la tecnología son impara­ bles y la representación espacial, abstracta y geométrica, sigue dando sus frutos. Y es así como se confirma la idea 1 66

de una ley inmutable que rige un mundo en transforma­ ción. Pero lo cierto es que esa inteligencia marcha en di­ rección opuesta a la evolución creadora, de ahí su lógica retroactiva (la nada precede al ser, el espacio al tiempo). Toda ley es una relación, pero una relación no es nada sin una inteligencia que relacione. El universo no puede tener como sustrato un sistema de leyes. El planteamiento matemático enmascara una soberbia nacional, una jerga local. De nuevo el grupo se cierra sobre sí mismo. La fun­ ción fabuladora ha cumplido secretamente su cometido.

La deslealtad moderna La psicofísica está abocada a un círculo vicioso. Pues el postula­ do sobre el que descansa la obliga a una verificación experimental, y esa verificación no puede realizarse si no se admite el postulado. N o hay punto de contacto entre lo inextenso y lo extenso, entre cualidad y cantidad. Se puede interpretar una mediante la otra, pero sólo convencionalmente. La psicofísica no hace sino llevar a sus úl­ timas consecuencias concepciones del sentido común. Debido a que hablamos más que pensamos y debido a que los objetos exteriores son del dominio común, tienen más importancia para nosotros que nuestros estados subjetivos. De ahí el interés en objetivar esos es­ tados introduciendo en ellos la representación de su causa exterior. Y cuanto más se amplían nuestros conocimientos, cuanto más per­ cibimos lo extensivo tras lo intensivo y la cantidad tras la cualidad, tanto más tendemos a poner el primer término en el segundo y a tratar nuestras sensaciones como magnitudes. La física se preocu­ pa lo menos posible por esos estados y los confunde con su causa. Alienta esa ilusión del sentido común, la confusión de la cualidad con la cantidad y de la sensación con la excitación, y fatalmente pretende medir una como mide la otra.

Formular una definición de la libertad es ya un fraca­ so. Si la libertad está en el acto, toda representación sim­ bólica de ella será una imagen congelada, un argumento 167

a favor del determinismo. La duración carece de símbo­ lo y la demanda de esclarecimiento simbólico arruina su efecto. Lo que está en juego aquí no es lo transcu­ rrido, sino lo que transcurre, el ámbito móvil del acto libre. Las dificultades sobrevienen cuando se proyectan en la duración atributos de la extensión. La libertad es intraducibie en términos espaciales, es hija del tiempo y nunca es algo social o algo convencional, ni siquie­ ra compartido. La libertad hay que conquistarla como se conquista una plaza, apoderarse de ella. Sólo puede compartirse mediante los ritos de la seducción. La liber­ tad se derrama por insinuación. Veo un hombre libre y aprendo a serlo. Nadie otorga la libertad, la libertad hay que tomársela. La deslealtad moderna consiste en medir la experien­ cia interior con las formas de lo exterior, en tratar las sensaciones como símbolos, como signos de la realidad y no como la realidad misma. La duración exige desem­ barazarse de esta costumbre, reconocer la cualidad pura de lo mental y liberarse de los conceptos espurios de la psicofísica. La duración es multiplicidad cualitativa sin equivalente numérico, heterogeneidad pura de momen­ tos interiores unos a otros. La idea de la yuxtaposición pertenece al espacio y es inadecuada para la sensación. Reducir el tiempo al espacio, como si ambos fueran del mismo género, ha sido práctica habitual tanto en la física como en la biología. Esta costumbre la ha adoptado también la filosofía de la mente. El idioma desempeña aquí un papel fundamental: los términos que designan el tiempo se toman prestados del espacio. El pensamiento, llevado por los hábitos del lenguaje, el sentido común y el simbolismo científico, cede a la insinuación espacial. La consecuencia de todo ello es que la duración queda 168

enmascarada y las prioridades invertidas. Lo real no son «estados» sucesivos, yuxtapuestos o encadenados, sino flujo y continuidad. La sustitución de ese flujo por una serie de estados yuxtapuestos es artificial, una realidad convencional. El efecto colateral es el surgimiento de ciertos problemas metafísicos, planteados confusamente debido a que el tiempo ha tenido como modelo el espacio y, por consiguiente, se ha sustituido una experiencia mo­ viente y plena por un extracto fijo y desecado de inmovi­ lidades. Una ilusión cognitiva, aceptada por necesidades obvias, útil para la vida social y la función fabricadora, pero que ha de tomarse como una solución provisional, sin que esté justificado convertirla, como ha ocurrido, en una cosmovisión. Este juego de transposiciones da pie a una lógica pe­ culiar: el valor retrospectivo del juicio verdadero. Por el hecho de realizarse, la realidad proyecta su sombra tras ella, en el pasado, y parece haber preexistido como po­ sibilidad. Un error común que vicia nuestra concepción del pasado y que anteriormente hemos llamado la su­ perstición del origen. Las cosas no tienen una explicación para que ocurran; simplemente porque ocurren, tienen una explicación. De ahí también nuestras pretensiones: anticipar el porvenir, conjurar lo imprevisible. Una aspi­ ración de las ciencias y de la lógica, que éstas comparten con el rito propiciatorio, el oráculo o el ajedrez. Siempre es posible atribuir a lo sucedido los acontecimientos que lo decantaron, prolongar el presente hacia atrás. Cada autor, como sugería Borges, crea sus predecesores. Ese empeño adquiere un estatus científico, cuando más bien tiene un cariz artístico. Se fabrican unos hechos recortán­ dolos según las indicaciones de lo consumado. Pero ni el curso, ni la dirección ni su término estaban dados. A sí 169

diseñamos nuestra evolución pasada. Se ha dicho muchas veces que el pasado es una invención contemporánea. Bergson se contiene y no aboga por renunciar a esta lógi­ ca ni por alzarse contra ella, pero tampoco permite que lo inunde todo. Es partidario de ensancharla, de adaptarla a una visión más amplia, en la que la novedad brote sin cesar y la evolución sea creadora. Se reconoce en el nove­ lista y en el moralista, que han avanzado en esa dirección. Es ahora el turno de la filosofía. Nadie se había propues­ to hasta entonces emprender una metódica búsqueda del tiempo perdido. ¿Hay duración ahí fuera? N o, sólo simultaneidad. Su­ cede el sujeto, fuera de éste no hay sucesión posible. De ahí la inclinación a hacer durar las cosas como duramos nosotros, de modo que exterioricen momentos sucesivos de nuestra duración. Esto nos permite objetivar los es­ tados de conciencia, «hacerlos entrar en la corriente de la vida social». Tal es el pacto de lo simbólico, de la li­ teratura y las ciencias. H ay quienes optan por los con­ vencionalismos o por la experiencia social de la ciencia y abandonan el yo interior, frente a los incorregibles que nunca abandonarán ese mundo interior de sensaciones. Con talento o sin él, estos últimos son insurgentes y asociales, artistas cuya única disciplina es su propia cosmovisión. Entre estos dos yoes se abre el abanico de los destinos. Los primeros tienen la ventaja de lo sólido y fundamentado: una realidad común, experimentable en el laboratorio, aprobada por comunidades científicas. Un lugar seguro donde la conciencia inmediata ha cedido el protagonismo al espacio homogéneo, matemático, numé­ rico, calculable, donde las cosas responden a la vocación agrimensora de la ciencia. Los segundos, por el contra­ rio, desconfían de cálculos y previsiones, y no retienen 170

del tiempo de las cosas exteriores sino la simultaneidad. Saben que nada dura ahí fuera, tienen claro que lo que no puede traducirse en simultaneidad resulta incognoscible. Se niegan a suplantar la íntima compenetración de los es­ tados mentales por una pluralidad numérica y distingui­ da. Viven con alegría la inconmensurabilidad de esa vida interior mediante el lenguaje y la representación simbóli­ ca, como si cualquier explicación de la conducta tuviera, subrepticiamente, vocación de tiranía. Un estado al que se llega no sólo por el camino de la experiencia artística, sino también mediante la observa­ ción atenta de los estados internos, mediante la fruición en la duración y el recrearse en la percepción. Entonces se ve un paisaje vivo e impactante. Sin embargo, los mo­ mentos en los que podemos experimentar esos estados (momentos de verdadera libertad) no son frecuentes. La mayor parte de nuestro tiempo lo pasamos fuera de la duración, desenvolviéndonos con facilidad gracias a los automatismos adquiridos a lo largo de la vida y de la evo­ lución de la especie. Podemos conducir e incluso hablar sin ser conscientes de que lo hacemos. La sombra del yo se proyecta sobre el espacio homogéneo y nos cono­ cemos unos a otros, o creemos que nos conocemos, y nos asociamos, en el trabajo, el comercio o el pensamien­ to, y nos leemos y nos hacemos confidencias. El proble­ ma de la libertad surge de la confusión entre estos dos yoes, de la supresión del uno por el otro, al no reconocer su complementariedad ni la necesidad que uno tiene del otro. Bergson sostiene que vivimos y obramos más en el espacio que en la duración, más en el mundo exterior que en nosotros. «Somos actuados» en vez de actuar, con­ fundimos la duración genuina con su símbolo (los años, digamos). Pero siempre es posible regresar al yo interior,

abandonar el tiempo simbólico y abrazar la duración. La libertad consiste precisamente en eso.

El filósofo zen Aunque los maestros zen evitan los largos parlamen­ tos y demostraciones que se refieren a la verdad y el error, y prefieren suministrar a sus discípulos ocasiones para instruirse por sí mismos, ciertos pasajes del pensa­ dor francés parecen sacados de un manual de meditación: «Cierro los ojos, me tapo los oídos y suprimo, una tras otra, las sensaciones que me llegan del exterior. Ya lo he logrado, todas mis percepciones se desvanecen, el uni­ verso se hunde en el silencio y la noche. Sin embargo, yo subsisto y no puedo dejar de subsistir. Sigo aquí, con la impresión del vacío que acabo de fabricar en torno mío. ¿Cómo suprimir todo esto? Puedo rechazar mis recuer­ dos y hasta olvidar mi pasado, pero al menos conservo la conciencia de mi presente. Atenuaré progresivamente las sensaciones que me envía mi cuerpo. Se extinguen y desaparecen. ¡Pero no!, en el instante mismo en que mi conciencia se extingue, otra conciencia se alumbra para asistir a la desaparición de la primera, pues la primera sólo podía desaparecer para otra y frente a otra. Así, por más que haga, siempre percibo algo, ya sea de fuera o de dentro. Inclúso la abolición de las sensaciones internas se convierte en objeto para un yo imaginario, que perci­ be como un objeto exterior el yo que desaparece. N o es posible imaginar una nada sin darse cuenta de que se la imagina, es decir, de que se actúa y se piensa, de que aún subsiste algo». La elección primera es dónde situar el origen. Y el ori­ 172

gen es el ahora. Desde el ahora se observa que el mundo no está hecho, que se hace sin cesar.'2 Bergson formula una crítica sagaz del vacío, que suscribiría el budismo madhyamaka: un ser que no tuviera memoria ni expec­ tativas no podría concebir el vacío. Lo que es y lo que se percibe es la presencia de algo, o su ausencia cuando es­ perábamos encontrarlo donde no está. La ausencia siem­ pre se percibe indirectamente, es la creación de un ser que espera y recuerda. De modo que lo que expresan las palabras «nada» o «vacío» no es tanto una cosa como un afecto, una emoción o nostalgia. «Puedo interrumpir con el pensamiento el curso de mi vida interior, suponer que duermo sin soñar o que he dejado de existir; pero en el mismo instante en que hago esa suposición, me concibo a mí mismo y me imagino velando mi propio sueño o so­ breviviendo a mi anonadamiento, y no renuncio a perci­ birme desde dentro más que para refugiarme en la per­ cepción exterior de mí mismo. Es decir que también aquí lo lleno sucede siempre a lo lleno.» El vacío nace cuando la conciencia se recrea sobre sí misma. La representación del vacío es ya presencia: una idea y un sentimiento. La nada: una simple palabra, una pseudoidea.

La encrucijada de la conciencia Si la conciencia retiene el pasado y anticipa el por­ venir es porque está llamada a elegir. Conciencia es li-12 12. N o es difícil reconocer el prejuicio de materialistas y espiritua­ listas. Cada uno, a su manera, establece un dogma: que todo está dado, en la eternidad incorpórea o en la diversidad material, que ni materia ni espíritu ocupan un lugar en el tiempo concreto, en el tejido mismo de la vida.

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bertad, siempre contingente, siempre relativa al paisaje y la circunstancia. Conciencia es elección; todos los seres vivos pueden elegir de una u otra manera, o al menos poseen por derecho esa facultad, aunque algunos renun­ cien a ella. Incluso los hombres lo hacen: a veces dejan que otros elijan por ellos, o que sean las circunstancias las que lo hagan. Bergson desliza aquí otra afirmación de tono budista: «Me parece verosímil que la conciencia, inmanente en su origen a todo lo que vive, se adormez­ ca allí donde no hay movimiento espontáneo y se exalte cuando la vida se inclina hacia la actividad libre». ¿N o es acaso en las grandes encrucijadas de la vida cuando nos sentimos más conscientes? Dos caminos se ofrecen a la evolución de la vida: la in­ movilidad (aletargamiento, inconsciencia) y la búsqueda de alimento. El primero, en el que confluyen el mundo mineral, el vegetal y el parasitario, lleva a una existencia tranquila y acomodada; el segundo, al que pertenece el reino animal, ofrece la posibilidad de elegir. Entre ellos hay grados de conciencia. Así, encontramos concien­ cias aletargadas, durmientes, y conciencias inquietas y en constante búsqueda. N o es de extrañar que para las primeras el mundo obedezca a leyes fatales y rigurosas, mientras que para las segundas es un mundo abierto. Inercia y geometría frente a espontaneidad y novedad. El animal consciente está sometido a la libertad. Quienes no viven en la durée sino en sus propios temores se afanan en anticipar el porvenir; el crear y elegir, por el contrario, anima la marcha del mundo, es un pro-venir. Si la conciencia es sobre todo encrucijada, no será posible abordarla desde la abstracción o desde una re­ flexión prematura del espíritu sobre sí mismo. Es ne­ cesario emprender la senda de la vida. La conciencia se l 74

ve mejor desde el camino que desde el laboratorio. No sirven aquí las abstracciones, hace falta adentrarse en la experiencia. Ello se debe a que sin memoria no es po­ sible la conciencia. Una conciencia que no conservase nada de su pasado perecería y renacería a cada instante, sería inconsciente. La conciencia ha de ser pues, en pri­ mer lugar, conservación y acumulación del pasado en el presente. ¿Y cuál es la otra vía que hace posible la en­ crucijada? La espera, la atención (atender es una forma de esperar). La actividad consciente siente la atracción del porvenir, pues cualquiera de las formas de la aten­ ción es una incursión en el porvenir, un estar al acecho. «Retener lo que ya no es, anticipar lo que será, ésta es la primera función de la conciencia.» He aquí la encrucija­ da. La conciencia vive «apoyada en el pasado e inclinada sobre el futuro», es puente y unión, engarce entre lo que ha sido y lo que será. Aunque lo que será no es todavía: la conciencia es un puente que no tiene apoyo en uno de sus lados. Hasta aquí, todo lo dicho lo puede experimentar cual­ quiera por sí mismo. Pero ¿cómo reconocer la conciencia de otro? ¿Cómo saber que quien nos habla no es un au­ tómata o un replicante? Para ello deberíamos penetrar en él, coincidir con él, ser él mismo. Esa empatia, tan necesa­ ria para profundizar en la naturaleza de la conciencia, es según el budismo el ejercicio fundamental al cual hemos de dedicar la vida. Ver con los ojos de otro. De ahí que el antropólogo y el etnógrafo, los que saben acomodarse a los dioses extranjeros, se encuentren más cerca de esa vocación que aquellos cleros de ardiente monoteísmo, ya sean cientifistas o confesionales.

La alegría Materia y conciencia crean la tensión esencial. La pri­ mera está sometida a la necesidad; la segunda, a la liber­ tad. Ésa es la paradoja de la condición humana: la libertad como destino irrenunciable. «La vida sería imposible si el determinismo, al que obedece la materia, no pudiese templar su rigor.» Hay circunstancias en las que la mate­ ria es menos terca, y ahí es donde se instala discretamente la conciencia. Primero se pliega con docilidad a los au­ tomatismos, pero pronto empieza a alterar el mecanis­ mo, redondea los ángulos, suaviza las contradicciones, sustituye silenciosamente los viejos hábitos por nuevos usos. Así se insinúa la vida, y con ella nace la sensación: un prodigio que condensa inmensos períodos de tiempo, que sabe, sin saberlo, lo que la materia nunca sabrá. Y paulatinamente se irá haciendo sitio hasta imprimir su propio sello a los acontecimientos. La vida no sería posible sin la resistencia de la materia, ella es el obstáculo, el instrumento y el estímulo para la conciencia. Esta naturaleza complementaria, ascendente y descendente lleva a Bergson a sospechar que concien­ cia y materia derivan de una fuente común. Sea como fuere, la evolución consiste en «una penetración de la vida creadora en la materia, un esfuerzo por liberar, a fuerza de ingenio e invención, algo que permanece apri­ sionado en eb animal y que no se desprende definitiva­ mente más que en el hombre». Ese impulso interior (esa vocación) es una realidad que arrastra a la materia fuera del puro mecanismo. Que ello es posible lo atestigua un hecho (y aquí Bergson sigue a Spinoza): la alegría. Ésta nos advierte del cumplimiento del destino del hombre. Es importante no 176

tar que se trata de la alegría y no del placer o la felicidad. El placer es un artificio para la conservación de la vida, mientras que la alegría es la que anuncia que la vida ha triunfado. «Siempre que hay alegría, hay creación; cuan­ to más rica es la creación, más profunda es la alegría.» N o todo es vanidad: la alegría es posible. De hecho, en toda vanidad hay un fondo de modestia, como si el vani­ doso supiera que no ha alcanzado la alegría y buscara la admiración ajena para cerciorarse de ello. Aquel que está seguro de haber producido una obra perdurable y viva no necesita del reconocimiento del otro. Lo sabe por su propia alegría. El creador por excelencia será aquel capaz de intensificar la creación en los demás. Por eso los falsos creadores carecen de discípulos creativos, dejan tras de sí una tierra baldía (compárese a Platón con Derrida e interrogúese a sus discípulos). Encender el hogar ajeno, he ahí el arte de la transmisión.

El ídolo inalterable La singularidad de Bergson fue su fidelidad al inte­ rior del sujeto viviente, su renuncia al intelectualismo y su posicionamiento frente a las matemáticas. El tiempo directamente sentido por los sujetos vivientes no admite una medida común. Trazarlo sobre la escala del reloj es un recurso convencional que permite fechar públicamente los acontecimientos. Esa escala común de tiempo es, al fin y al cabo, irreal. H ay más realidad en la durée que en los relojes. De ahí la distancia con las matemáticas. Desde Platón y Aristóteles la fijeza es algo más noble y valio­ so que el cambio: la realidad debe ser una e inalterable. El conocimiento verdadero debe someterse a conceptos J77

universales y no a experiencias personales. Ése, dice James, es el dios de la cristiandad, un dios que también es kan­ tiano.13 Un «intelectualismo» que nunca fue realmente cuestionado hasta Berkeley y que sería ignorado por la ilustración alemana. Bergson retoma la insurgencia del irlandés. Vivimos hacia delante y comprendemos hacia atrás. «El tratamiento lógico», escribe James, «supone que la vida ya ha sido llevada a cabo, pues los conceptos, sien­ do vistas tomadas después del hecho, son retrospectivos y post mortem.» La carrera ha terminado y Aquiles ya ha al­ canzado a la tortuga, aunque a priori fuese imposible que lo lograra. Los cálculos que hacen las demás ciencias no difieren de los de la matemática. Y aquellas ciencias en las que el método matemático celebra sus triunfos son las del espacio y la materia, las que abordan las trasformaciones de las cosas externas, mientras que lo que aquí se plantea es una filosofía de la interioridad. La pregunta es, claro está, si se puede hacer una ciencia de todo esto. Si se puede edificar una disciplina no sobre el conocimiento acerca de las cosas, sino sobre el conocimiento viviente y simpáti­ co de las cosas. Sea cual sea el destino de esta propuesta, hasta el momento apenas ha tenido eco en la comunidad científica. La gran innovación de Bergson fue advertir que el pensamiento conceptual trata sólo con superficies y que lo que la filosofía había considerado tradicionalmen­ te como lo más profundo y elevado es de hecho lo más superficial. Como apunta James, «la única manera de apre­

13. Escuchemos ajames: «La lógica, que establece las relaciones entre los conceptos y las relaciones entre los hechos naturales sólo secun­ dariamente o en la medida en que los hechos ya han sido identificados con conceptos y definidos por ellos, debe sostenerse o caer junto con el método conceptual. Pero el método conceptual es una transformación del flujo de la vida en provecho de la práctica».

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hender la densidad de la realidad es o bien experimentarla directamente siendo uno mismo una parte de la realidad, o bien evocarla en la imaginación adivinando simpáti­ camente la vida interna de alguien más». De modo que el conocimiento externo y conceptual y el conocimiento por simpatía serían complementarios, cada uno supliría los defectos del otro. Sin embargo, no es esto lo que ha ocurrido. Simplemente uno de ellos, el conocimiento por simpatía, ha sido desterrado del paisaje científico. Bergson propone una inmersión en la densidad del momento pasajero sobre cuya superficie, tersa o arbola­ da, sobrevuelan los conceptos. Se invierte así la perspec­ tiva platónica heredada por el fisicalismo. James acude de nuevo en nuestra ayuda; el conocimiento intelectual ya no es lo más profundo sino lo más superficial: «En lugar de ser el único conocimiento adecuado, es groseramente inadecuado, y su única superioridad es la superioridad práctica de permitirnos tomar atajos a través de la ex­ periencia y de ese modo ahorrar tiempo». Conocer la realidad ya no es zambullirse en el flujo del tiempo, sino descomponerlo y sobrevolarlo conceptualmente: guardar la ropa renunciando a nadar.

Coincidencias El acontecimiento de la creación sucede en el tiempo, no en el espacio. La audacia de Bergson fue afirmar que el espacio, que no dura, cuyas partes son exteriores unas a otras, es una representación mental. Pero la inteligen­ cia, orgullosa, confunde las leyes de fabricación con las leyes del ser. Creación no es fabricación (no hay cosas, sólo acciones). Tampoco fabulación. La creación (que ex­ D

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perimentamos cuando obramos libremente) escapa a am­ bas funciones. La inteligencia es hija de la vida, aprende a comprender la materia para orientar la vida. Es efecto y no causa. La inteligencia se aplica a dominar la materia y servir así a la vida, mientras que la intuición es la vida que se vuelve sobre sí misma. Una atención que puede cultivarse metódicamente y co-incidir con el esfuerzo creador. Lo conocido modifica aquí a quien conoce. Cuando la inte­ ligencia invierte su sentido natural y se orienta hacia lo que dura, se produce la conciencia de sí, una conciencia que se olvida de sus objetos, una conciencia convertida, inmersa en un océano de vida. En este punto Bergson parece un filósofo hindú: la conciencia se reabsorbe en su origen y cumple así el sueño de la liberación, el de fun­ dirse de nuevo con el todo. Se desprende de lo acabado y cabalga sobre lo que se está haciendo. Navega sin de­ tenerse, sin distraerse con la ilusión de lo ya hecho. Ante ella aparece un mundo nuevo, visto, por así decir, desde dentro. Experimenta el poder de entrar en contacto con lo íntimo de las cosas, con su duración. Ese es el sentido filosófico de la simpatía: una sincronización con la dura­ ción. Sintonizar, vibrar al unísono. Desembarazarse del ritmo del yo para asumir el ritmo del tú. ¿Es esto posi­ ble? Bergson cree que sí. La filosofía se convierte de este modo en un esfuerzo por trascenderse uno mismo, por librarse de los propios sueños y resonar con el universo entero. Hay algo cuasidivino en el intento, pero también el gozo de quien se ha liberado de la voluntad de domi nio sobre las cosas, conjurando el fantasma de la nada, la angustia metafísica. El dictum spinoziano se transmu ta. Bergson propone ver las cosas sub specie duradonis. N o se trata ya de buscar lo eterno que hay en ellas, sino 180

de ser capaces de acompañarlas en su transcurso, como quien sigue las diferentes melodías de un contrapunto. El Absoluto, como nosotros, dura. La eternidad ha dejado de ser conceptual. Ha dejado de ser la ley inmutable, estática, de la lógica simbóli­ ca. Es una eternidad viviente, itinerante, inacabada. Una eternidad en busca de su destino. Nada está escrito. Dios ha dejado de ser inteligencia suprema para convertirse en creación continua (de mundos). Esta creación no ocurre sobre el fondo de la nada (una pseudoidea provocada por la ilusión del espacio) sino desde dentro de lo que hay. Nunca sabremos adonde irá a parar todo esto. Tam­ poco Dios lo sabe (lo que recuerda un verso del Rgveda). El mundo se está haciendo, y Dios con él. Dios ya no es un ente sino actividad, esfuerzo creador. Una aventura, un devenir radical y libre, una experiencia artística.

La emoción creadora Si hay algo de lo que trata el arte es de la emoción. Crear una emoción y sostenerla, ése es el objetivo esen­ cial del artista. La emoción es el estímulo que incita a la inteligencia a comprender y a la voluntad a perseverar. Es movimiento interno, simple e indivisible, ilusionante, eficaz y fecundo. Aparentemente, la emoción la provoca una representación externa. Ante una imagen o una me­ lodía, se producen la inquietud o la cólera, la dicha o la simpatía. Si la música suscita simpatías o temores, somos a cada instante esas emociones. N o experimentamos esas emociones, son las emociones (la textura del mundo) las que nos experimentan a nosotros. Ese es el manantial del movimiento, la fuerza interna que nos mueve. Y a partir 1 81

de esas emociones se constituyen los sujetos y se orga­ nizan las voluntades. Es en ese momento cuando puede decirse que el hábito juega el mismo papel que la necesi­ dad en la naturaleza. Lo colectivo refuerza lo singular: las células se subordinan unas a otras, se someten de modo natural a una jerarquía en beneficio del todo.14 Bergson invierte de nuevo el orden convencional en­ tre la emoción y el que la experimenta: «Cuando la mú­ sica llora, la humanidad, la naturaleza entera, llora con ella. En verdad, no introduce sentimientos en nosotros, sino que nos introduce en esos sentimientos, como tran­ seúntes a los que se empujase a una danza». N o es la emoción la que entra en nosotros, somos nosotros los que entramos en ella, como en una corriente. Se pro­ duce entonces una coincidencia parcial con la emoción creadora, ese esfuerzo que no es de Dios, sino el propio Dios. El alma participa y se hace digna compañera del mismo empeño. Si analizamos en detalle las relaciones entre emoción y representación, veremos, por un lado, que la emoción es efecto de la representación, algo que se añade a ésta, pero también, por otro lado, que la representación pue­ de surgir de una emoción que virtualmente la contiene. N o nos queda más remedio que aceptar su complementariedad, tanto en las artes como en la mística. Bergson 14. Cada célula aspira del fondo del organismo su soplo de vida y, generosa, expira su contribución. Así, la atención, individualizada por el objeto al que se aplica, coincidente con él, hace posible el deleite en las sombras, el ardor del fuego o el frescor en las aguas. Impulsos y éxtasis exacerban este fervor místico y un lenguaje apasionado da cuenta de sus arrebatos. Sacudida desde las profundidades, una roca volcánica hace brillar la curiosidad y el deseo de conocer más. Creación es sobre todo emoción. Ésa es, a grandes rasgos, la perspectiva del sámkhya, que Bergson reproduce de manera asombrosa.

da un ejemplo certero: la emoción que suscita una obra de teatro ha surgido de la representación, pero antes de conmover nuestra alma, estuvo en la del dramaturgo. La emoción respira y cristaliza en representaciones. Y, mo­ vilizada, el alma se abre a resonancias, reverberaciones, ecos. Una vibración la recorre e imprime en ella una pul­ sión creativa. Un genio que desafía cualquier previsión. La mayoría de las veces esa pulsión no requiere sino transmisión, que seamos su vehículo, que nos incline­ mos a simpatizar con otras almas. Pero otras veces exige que seamos como un manantial y nos derramemos. Hay en ambos casos un sentimiento de liberación (catarsis). A su paso, nada se muestra indiferente. Y si hay algo que se deja sentir con rotundidad, ese algo es la alegría. De ahí que la filosofía antigua optara por la transmi­ sión oral, por no dejar nada escrito. Con ello se construía un rosario vivo de emociones, bajo la vigilancia de un genio tutelar cuya misión era preservar dichas resonan­ cias. Buda no escribe, Sócrates y Jesús tampoco. Cada vez que un filósofo se repliega sobre sí mismo para sentir tales resonancias, participa de esa cadena viva en la que los dáimones se desdoblan. Se impone aquí una irónica forma de ser (si se quiere), pues el sujeto vive al mismo tiempo dentro y fuera de la naturaleza. Lo permite la má­ gica virtud del lenguaje. Y entonces es posible fundar una moral sobre el culto a esta emoción, en la que el amor sea la esencia misma del esfuerzo creador. Una moral injusta con aquellos que no la experimentan, con aquellos con­ denados a esperar la ocasión de despertar, a aguardar a ese sujeto que sienta una corriente que lo embargue. La biografía de las emociones va creando una visión, que a veces es un rompecabezas y otras una perspectiva unitaria del mundo. En el mejor de los casos, puede acla­ 183

ramos dónde estamos y orientarnos sobre qué hacer. No nos da la experiencia, pero sí puede intensificarla, hacerla brillar. Ese es el hechizo de la gran filosofía. En la sensi­ bilidad estética de Bergson, muy cercana a la de Proust, todo gira en torno al carácter último de una vivencia: la experiencia íntima del tiempo (durée). Una introspección que remite a una evidencia ineludible, a partir de la cual es posible configurar una cosmovisión. Lo genuino de esta propuesta es que no se basa en el análisis, sino en la intuición directa de una realidad última, la vida conscien­ te, accesible a cualquiera, sea filósofo o no. La conciencia de sí es el prisma con el que se han de representar otras realidades. La vida intuitiva (sueños, premoniciones y vislumbres) dibuja el eje en torno al cual gira la experien­ cia del filósofo. Una de las tesis fundamentales de Bergson es que los estados de conciencia son cualidad pura y crean una du­ ración que no constituye una multiplicidad numérica, sino que tiene una naturaleza, digamos, musical. Una música asociada a la vida como principio creativo. Una vida que ha recorrido un largo camino evolutivo y que culmina en vislumbre y contacto: una coincidencia parcial y una par­ ticipación en el esfuerzo creador. El alma tiene vocación de vuelo. Observemos al niño o al árbol, a todo lo que está vivo: percibiremos una atracción hacia lo alto, una gravedad invertida. El alma es además encrucijada, lugar de paso. De eso no hay duda. La cuestión es si ese tránsito es de entrada o de sa­ lida. Cruzar un umbral implica siempre entrar y salir a la vez. Pero lo que habría que dilucidar es si hemos de ser albergue o indigencia, es decir, si hay una conciencia ahí fuera a la que debemos abrir paso, rompiendo el dique del yo para que nos inunde, o bien si hay una concien18 4

cía interna que debemos liberar, rompiendo el dique del yo para derramarla. En ambos casos, el gran obstáculo es el yo. Esa ruptura (apertura) es para el budismo una inclinación natural hacia el despertar. Hacia formas de naturaleza ascendente, alada. La emoción irrumpe, en su simplicidad original, sin pedir permiso. La emoción es transporte, rapto, despla­ zamiento al origen, al principio creador. N o pregunta, se nos impone como cuando oímos una frase pronun­ ciada en una lengua conocida. Nos introduce en ella sin contemplaciones. De ahí que mientras que la intuición es la herramienta fundamental del filósofo, la emoción, en esencia pasiva, no lo sea. Esto nos lleva al tema de la mís­ tica, que tanto interesó a Bergson hacia el final de su vida. En su rapto, el místico siente un eco cierto. Creación y libertad se sintetizan en él en una sola palabra: amor. De­ bemos insistir en que no se trata de un atributo de Dios, sino de Dios mismo. Una sobreabundancia original in­ capaz de permanecer consigo misma.'» La necesidad de amor es recíproca. Dios nos necesita como nosotros lo necesitamos a El. Y al ser una relación de persona a per­ sona, el místico exige que el Absoluto se haga persona. Y al mismo tiempo se ve obligado a renunciar al yo: ya no vivo yo, Dios vive en mí. «La energía creadora saca de sí a seres dignos de ser amados.» Y el camino del hom­ bre hacia el hombre (si no quiere limitarse a la lucha de los pueblos) pasa por entrar en contacto con el esfuerzo creador.

i j . En esa soledad de la conciencia original (purusa) resuena la antigua filosofía sámkhya.

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La (abulación Percibir, interpretar, comprender. Cada nuevo descu­ brimiento se enfrenta a la vigilancia del sentido común. Lo primero que hay que decir de este viejo interlocutor es que no es el mismo en todos los climas ni en todas las épocas. Se nos viene encima encriptado en los usos, los ritos y las costumbres; en la fraseología, los refranes, los mitos y la vida de las palabras; en sus asociaciones habituales y modos de conducta; en los lugares (el ágora, la alcoba o el mercado) que frecuenta. H ay sentidos co­ munes decadentes y los hay henchidos. Todo esto, se nos dice, no guarda relación con el razonamiento. Se puede argumentar eficazmente y tener el sentido común dislo­ cado, y a la inversa. De ahí que ciertas almas atraídas por el sacrificio sean infecciosas en unas sociedades y heroi­ cas en otras. La historia de la locura es compleja. Los ge­ nios suelen tener un sentido común trastocado, mientras que las supersticiones más extravagantes pueden gober­ nar la vida de los seres más sensatos. Todo ello depende­ rá de esa representación colectiva y local que llamamos sentido común. A un brahmán de Benarés le resultará el colmo de la extravagancia ver a un ciudadano londinense recoger las heces de su perro. La función fabuladora tampoco ha sido uniforme a lo largo de la historia de las culturas, ni siquiera en el seno de una misma sociedad. De ella surgen la novela, el drama y la mitología, así como sus derivas oníricas, que son su causa y efecto. El hombre fabula y filosofa, pero sobre todo tiene que vivir, y la cuestión crucial es si esos ensueños le ayudan o le suponen un obstácu­ lo. El instinto fabulador es quizá la creación más fas­ cinante de la naturaleza. Es mucho más asombroso que 18 6

las sinapsis neuronales, las alas de las mariposas o la geometría de los diamantes. Si algo nos ha enseñado el mito es que una ficción eficaz puede más que cualquier razonamiento. Emerson dejó escrito que el deseo nos priva del amor. Lo mismo puede decirse del sueño como aspiración, del follow your dreams repetido hasta la saciedad en las so­ ciedades del capitalismo global. La sombra del objeti­ vo oscurece la presencia de todo lo demás, nos hurta la percepción cabal, nos sustrae el ahora. Los budistas lo formularon así: la inteligencia es previsión, y la previ­ sión aboca inevitablemente a la inquietud. La solución que propusieron fue menos previsión y más atención. De ahí a la empatia no hay más que un paso. Nuestra épo­ ca está obsesionada con la estructura y es negligente con la función. Cree ciegamente en los neurotransmisores y descuida la cultura mental. El vivir no puede reducirse a hechos físicos y químicos. Por mucho que se empeñe la biología molecular, la vida no se entiende sin la función fabuladora. La mente trabaja a base de representaciones, pero al mismo tiempo la metodología científica obliga a tratar esas representaciones como signos. El instinto fabulador acude entonces al rescate, llamando la atención sobre la enajenación del que quiere saberlo todo de su objeto y nada de sí mismo. De ahí que la fabulación sea el reme­ dio natural contra el poder disolvente de la inteligencia. Y entre los productos de ese instinto fabulador, aguijo­ neado por el temor y la necesidad, está el imaginar una fuerza o aliento difundido en cada partícula, un principio creativo que constituye la esencia de lo vivo y el manan­ tial de su energía. El mito no distingue entre el orden físico y el orden 187

social. También es un producto natural, un producto tar­ dío si se quiere, pero un lugar alcanzado por la evolución creadora. Aceptar esto evita que caigamos en la falsa zan­ ja que divide el mundo físico del mundo moral. Entre esas fábulas, la más repetida es la de la pervivencia del alma tras la descomposición del cuerpo. En muchos casos se explica como un desprenderse de la atadura de la ma­ teria o como la transformación de la materia en algo más sutil. Desaparece la experiencia táctil, pero permanece la visual. Algunas escuelas budistas imaginaron el tránsito de la muerte como el despojamiento de los sentidos del tacto, el gusto y el olfato, y el afianzamiento de lo visual y auditivo. Establecieron así que no todos los sentidos son iguales ni pertenecen a un mismo mundo.'6 Una idea fascinante (la distinción entre un ámbito de sensación tosca y otro de sensación sutil), de la que podrían decir mucho los músicos y los pintores.

El genio místico N o es éste el lugar para hacer un recorrido por la his­ toria del principio fabulador; bastará reconocerlo como un factor fundamental de la vida en el lenguaje. N o sa­ bemos si las ballenas en los océanos o las ranas en los estanques se cuentan historias unas a otras, pero sí sabe­ mos de la importancia que tiene esta función en las ar-16

1 6. Para la física clásica los cuerpos tienen una forma y un tamaño determinados, que no dependen de nosotros (a pesar de ser lo que son para el tacto), ocupan su lugar en el espacio y no pueden cambiar de lugar sin emplear tiempo en ello y pasar por posiciones intermedias. Berkeley planteó la encrucijada de si debemos situar al mismo nivel lo visual y lo táctil.

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tes, la filosofía y la teología. También en las ciencias. Los geniales experimentos mentales de Einstein lo ponen de manifiesto. Se fabrican espíritus y dioses como se fabri­ can personajes y teorías. El algoritmo o la letra impresa pueden funcionar como escenografía, facilitando la do­ cilidad del espectador. La creencia individual, sostenida y confirmada por un pueblo, se verá consentida por la gramática y el idioma (en cierto sentido, es creación de éste), por veleidades especulativas, ceremonias y hábitos, por la imitación (de sueños y aspiraciones: se acuna a los niños con las mismas historias) y la costumbre. Las fá­ bulas de otros pueblos pueden impedir que esa concien­ cia se deslice hacia el sonambulismo, renovar o inspirar métodos para profundizar en los viejos mitos locales. La función fabuladora no se limita a la recreación, sino que resulta esencial para que las especies letradas se aferren a la vida. Como un árbol cargado de yemas, contrarresta el poder disolvente de la inteligencia, su orientación natural hacia lo muerto, lo estático y petrificado. Es el aliento que permite superar obstáculos y sin el cual no podría entenderse el esfuerzo creador de la vida, sus invenciones y fábricas. Entre las diversas formas de genio, Bergson muestra su preferencia por el genio místico, al que sitúa en lo más alto de la evolución creativa. N o importa que el místico no componga música o poemas; su arte radica en la na­ turaleza de su experiencia interior, un ámbito en el que la voluntad humana se confunde con la divina. Esa expe­ riencia no está constituida únicamente por destellos de luz, sino también por la sensación cotidiana de ser inva­ dido y canalizar (distribuyendo, regalando) la conciencia omnipresente que nutre todo lo vivo. Frente a la «coinci­ dencia parcial», el místico ha realizado la «toma de con­ 189

tacto» con el esfuerzo creador de la vida: «Este esfuerzo es de Dios, si no es el propio Dios». El místico sería «una individualidad que ha franqueado los límites asignados a la especie por su materialidad, que continuaría y prolon­ garía la acción divina». Bergson conocía las experiencias de William James con el óxido nitroso y otras técnicas para ralentizar la actividad mental o suspender la función crítica de la in­ teligencia. Sabía que estos estados, sistematizados por el yoga y las tradiciones tántricas, permitían atisbar (con­ moverse y ver) el genio místico: «Nada impide al filóso­ fo llevar hasta el final la idea que el misticismo le sugiere: un universo que no sería más que el aspecto visible y tangible del amor y la necesidad de amar». Bergson so­ brepasa las conclusiones de La evolución creadora (un libro en el que se situaba cerca de la biología) para mo­ verse en un terreno más resbaladizo: «Una energía crea­ dora que fuera amor y que quisiera extraer de sí misma seres dignos de ser amados podría así sembrar mundos cuya materialidad, en cuanto opuesta a la espiritualidad divina, expresaría simplemente la distinción entre lo que ha sido creado y aquello que crea, entre las notas yuxta­ puestas de la sinfonía y la invisible emoción que las ha dejado salir de sí». Conviene insistir en que no es tanto un dualismo como una complementariedad, pues el im­ pulso vital y la materia bruta son aspectos complemen­ tarios. La corriente vital que atraviesa la materia recorre caminos divergentes, realiza rodeos incontables y cae en estancamientos. Finalmente da con seres destinados a amar y ser amados, capaces de reconocer esa misma energía creadora como amor. Desde ese mirador puede afirmarse, como lo hará más adelante Whitehead, que estamos en todo lo que percibi­ 190

mos. El cuerpo ya no se encuentra perdido en la inmensi­ dad del universo. Se conjura el hechizo del existencialismo (heredero del gnosticismo y que afloró en el París de entreguerras) y se desenmascara la metafísica neurocientífica que vendrá, «que tiene la costumbre de encerrar la conciencia en el cuerpo mínimo, descuidando el cuerpo inmenso». Bergson escapa así del dualismo y nos dice que es entonces cuando el reflejo (todo lo automático y todo lo mecánico que hay en la naturaleza) y el acto libre (también lo hay) pueden verse como aspectos comple­ mentarios de una actividad primordial, indivisible, que no era ni lo uno ni lo otro pero que necesitó de ambos y que, retrospectivamente, se convierte en los dos. Durante siglos la ciencia se ha aplicado a estudiar la materia como si fuera lo más apremiante. N o ha tenido otro objeto. Ha insistido una y otra vez en verlo todo en el espacio y explicarlo todo mediante corpúsculos. Así se ha construido una representación espacial de la vida interior: una red de neuronas, un sistema de nervios co­ municantes. Ese espejismo ha puesto a la filosofía de la mente tras una pista falsa. Prolifera el mapeo del cerebro y languidece la cultura mental. Lo que aquí se sugiere es la conveniencia de detenerse de nuevo en la percepción: parar y observarse a uno mismo percibiendo. El cuerpo es para Bergson un medio para actuar, pero también un impedimento para percibir. Su objetivo es la acción útil, y para ello debe eliminar todos los recuerdos que no lo ayuden en la situación presente. El cuerpo es así filtro o pantalla, manteniendo en estado virtual todo aquello que pueda entorpecer la acción: «Cosecha para nosotros una vida psicológica real en el campo inmenso del sueño». La idea es fascinante: el cuerpo como tamiz de un caudal de recuerdos e inclinaciones (del inmenso 191

pasado del mundo). De ahí que tanto el cerebro como el sistema nervioso se dediquen a activar representaciones, no a crearlas o conservarlas. La memoria no es un asunto cerebral, pero sí lo que se extrae de ella. El cerebro y el sistema nervioso son los órganos de la atención a la vida. La locura (quizá también el éxtasis místico) sobreviene cuando estos filtros dejan de funcionar. Una propuesta que no ha sido demostrada por la ciencia (que sigue su camino espacial) y que debería funcionar como hipótesis de trabajo para una ciencia de la meditación y la cultura mental, una térra incógnita cuya exploración no ha he­ cho sino comenzar y donde el placer es eclipsado por la alegría. La humanidad avanza arrastrando el peso de su propio progreso. «En sus manos está que se cumpla la función esencial del universo, que es una máquina de hacer dio­ ses.» Sin embargo, la humanidad ama asimismo el drama y los desenlaces inesperados, y el respeto de Bergson por la libertad le lleva a concluir su ensayo con una afirma­ ción audaz: «Una inteligencia, aunque se tratara de una inteligencia sobrehumana, no sabría decir adonde iremos a parar, puesto que la acción en marcha crea su propio camino, y al hacerlo crea las condiciones en que se reali­ zará». El universo no tiene leyes sino hábitos, como todo lo vivo.

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A L F R E D N O R TH W H ITEH EA D

Un universo de percepción

Una biografía improbable En Inglaterra fue matemático y en América filósofo. A veces, para ser otro, hay que cambiar de paisaje. Lle­ gado el momento de su jubilación, Whitehead aceptó la invitación de la Universidad de Harvard para unirse a su departamento de filosofía. Una metamorfosis interna le había conducido de la lógica matemática a la filoso­ fía de la ciencia y, de ésta, a la metafísica, un campo que hasta entonces sólo había hollado en privado. En Boston desarrollaría el sistema metafísico que llevaba gestando toda su vida. ¿Qué le indujo a dar el salto de lo abstracto a lo me­ tafísico? Ciertos acontecimientos. Como él mismo sos­ tendría, la realidad no estaba compuesta por materia sino por acontecimientos, encrucijadas y encuentros. Gra­ dualmente sintió la necesidad de erigir un puente entre la gélida pizarra y la lava de las emociones. Entre la abs­ tracción impecable y el polvo de la vida. En esa época se abre una brecha en las corrientes que dominan el pen­ samiento: de un lado los analíticos, del otro los existen-

cialistas. Whitehead, discreto y poco dado a los grandes gestos, no se alinea ni con unos ni con otros y, ajeno a las inclinaciones de su tiempo (después de Kierkegaard y Nietzsche los sistemas metafísicos suponían un altivo anacronismo), se lanza a la elaboración de un esquema general de ideas en el que encajen cada uno de los hechos de la experiencia (tanto interior como de laboratorio). Como Bergson, su visión será la de un universo en mar­ cha, un proceso continuo de evolución impulsado por la creatividad, una fuerza que subyace a cada acontecimien­ to y ocasión. El universo es un cúmulo de procesos de devenir individuales pero asociados, y esa asociación será la que dé nombre a su filosofía: la filosofía del organismo. Un enfoque pluralista, como el de Leibniz o el de James, pero unificado por una máxima que parece tomada del budismo: nada existe que no dependa de otra cosa. Trataremos de exponer a continuación cómo un jo­ ven brillante, nacido en el seno de una familia victoriana, educado en el anglicanismo, fue labrándose una singula­ rísima (y uno se atrevería a decir que inédita) idea de la divinidad. Su biógrafo, el historiador de las matemáti­ cas Víctor Lowe, cuenta lo celoso que era Whitehead de su intimidad. Apenas escribía cartas y cuando lo hacía raramente mencionaba emociones o problemas perso­ nales. Su vida fue, hasta donde sabemos, similar a la de Bergson, una evolución silenciosa y sin aspavientos (la familia cumplió su última voluntad y destruyó su archi­ vo tras su muerte). Sin embargo, hubo un episodio que quizá impulsó esa transformación. En la Primera Guerra Mundial, Whitehead perdió a uno de sus hijos. Como él, su divinidad aventurera también había perdido algo en el camino: su (tradicional) omnipotencia. La idea no era nueva: un dios siempre en marcha que crecía con el mun­ 196

do y que mostraba una inquietante fragilidad. N o tanto origen y fundamento como camino. Un dios haciéndose eternamente, que estaba presente en cada suceso y cuyo principal atributo era la creatividad. Pero no nos adelantemos. Los Whitehead provienen del este de Inglaterra, de la ciudad de Ramsgate, en el condado de Kent, un antiguo emplazamiento romano y uno de los principales puertos del estrecho. Los sajones incursionaron en la isla por sus playas, donde poste­ riormente embarcarían los ingleses rumbo a las guerras napoleónicas. A pocas millas se encuentra la catedral de Canterbury, donde de niño pudo ver la armadura del Príncipe Negro y el atrio en el que fue asesinado Thomas Becket. El interés por la educación le viene de familia: es hijo y nieto de maestros de escuela (su abuelo fun­ dó el colegio donde enseña su padre). A l poco de nacer, en 1861, su progenitor, un viejo testamentario con cierto oficio como orador, se convierte en párroco. Durante la infancia oirá reverberar su voz en una bóveda normanda. Es un muchacho frágil al que no le permiten montar a caballo como sus hermanos, ni siquiera ir a la escuela. Se educa en casa y pasa sus recreos al aire libre con un viejo jardinero. En su compañía hará los primeros des­ cubrimientos. En invierno viaja a Londres para visitar a su abuela, una rica viuda afincada en Piccadilly. Desde las ventanas de sus salones puede espiar los paseos de la reina Victoria por Green Park; en su cocina escucha las novelas de Dickens. De adolescente ingresa en la escuela pública de Sherborne, una de las mejores del país. Estudia historia na­ val, latín y griego, que «no eran lenguas extranjeras, nada de importancia en el mundo de las ideas podía decirse de otra manera». Lee el Nuevo Testamento en griego, en un i 97

ambiente en el que nadie lo leía en inglés: «Éramos reli­ giosos, pero con la moderación natural de aquellos que aprenden su religión en griego». Nunca estudió gramá­ tica inglesa, ésta se deducía de la griega y la latina. Tiene tiempo para el atletismo y la lectura privada. Frecuenta los libros de historia y la poesía romántica; Wordsworth y Shelley son sus favoritos. Disfruta de una formación clásica inusual entre los científicos y que defenderá más tarde en sus propuestas educativas. Cuando inicia sus estudios de matemáticas en Cam­ bridge (1880-1884), Ia institución ya tiene como modelo la Academia platónica, que se fundamenta en la libre dis­ cusión entre alumnos y profesores. Conversaciones que también se desarrollan entre los «Apóstoles», una exclu­ siva liga de estudiantes donde se tratan asuntos filosó­ ficos y teológicos. De esos encuentros aprendería tanto como de los libros. En 1884 se convierte en fellow del Trinity College y enseña matemática aplicada. Sin em­ bargo, vive un período de dudas y vislumbres e incluso se plantea ingresar en una orden religiosa. Poco después experimenta su primera revelación: el lastre del sentido común arruina la aventura del pensamiento. Mucho antes de que nazca Thomas Kuhn, advierte que en las matemá­ ticas y en otras ciencias se acepta el avance en detalle pero se impide la novedad fundamental. Inicia así una crítica del dogmatismo científico que acabará alejándole de las matemáticas...Durante dos siglos se ha supuesto que sir Isaac Newton, fellow como él de Cambridge, descubrió las leyes definitivas del universo. Casi todo en física, sal­ vo unas cuantas anomalías, se considera conocido. Pero esta certidumbre comienza a resquebrajarse, aunque muy pocos círculos lo admitan. Es más frecuente toparse con la «solución total» (que Whitehead llama «falacia de la fi198

nalidad dogmática»): la tendencia de cada época histórica a considerar que su pensamiento es el definitivo. Tras varios años de dudas, una mujer se las disipa. Conoce a Evelyn Wade, hija de un militar irlandés cria­ da en Francia, y se casa con ella en 1890. La pareja vi­ virá en Cambridge durante veinte años, ocho de ellos en una antigua granja rural a las afueras de la población. A la sazón Whitehead empieza a sufrir crisis de insomnio (seguramente debido al trabajo continuo con abstrac­ ciones). En sus ratos libres estudia teología y se hace con una buena biblioteca, que más adelante venderá a cambio de otros libros (presumiblemente de filosofía). En varias ocasiones recordaría haber vivido tres vidas: en Cam ­ bridge, en Londres y en Boston. A mitad de su carrera debe abandonar Cambridge y se traslada con su mujer y sus tres hijos a Londres. Pasado un tiempo, la U ni­ versidad de Londres le ofrece una cátedra. En esa época (1910-1924) se interesa sobre todo por la educación y por el papel de las universidades en un mundo indus­ trializado. Participa activamente en las discusiones de la Sociedad Aristotélica, junto a filósofos de corte analíti­ co, como Russell y Moore, y otros de orientación meta­ física, como el monadólogo Herbert Wildon Carr y el spinoziano Samuel Alexander. Todos ellos estimularán su reorientación hacia esta última disciplina. Cuando es­ talla la Primera Guerra Mundial, su hija Jessie ingresa en el Foreign Office y sus dos hijos varones se alistan en el ejército (Eric, el menor, como piloto de la R FC , la fuerza aérea británica). Mientras Bertrand Russell se entrega a la causa del pacifismo, convirtiéndose en una figura de fama internacional, Whitehead es partidario de frenar a los alemanes. El avión de Eric es abatido en Francia. La muerte de su querido hijo le llena de amargura. 199

Poco tiempo después, la vida le da una segunda opor­ tunidad. El 16 de agosto de 1924 se embarca con su familia rumbo a Nueva Inglaterra. Tras catorce años en Londres, se siente con fuerzas para empezar de nuevo. Harvard le ofrece incorporarse a su departamento de fi­ losofía. Tiene sesenta y tres años y le quedan dos para la jubilación obligatoria del Imperial College. Atento a sus responsabilidades como decano, la gestión administrati­ va ha ocupado hasta entonces la mayor parte de su tiem­ po. Su vida académica está marcada por su colaboración (primero como maestro, luego como colega) con Russell. Una colaboración que se remonta al Congreso Mate­ mático de París de 1900. Tras diez años de investigación y encuentros, y un copioso intercambio de cartas, notas y telegramas, habían publicado el primer volumen de los Principia mathematica. Una obra monumental en tres entregas que seguía un «programa logicista» encaminado a derivar de la lógica simbólica los conceptos fundamen­ tales de las matemáticas. Exhaustos tras la ingente tarea, ambos contemplarían decepcionados cómo la disciplina acabaría por convertirse en una simple receta para supe­ rar escollos. La impresión general en los círculos acadé­ micos era que las aportaciones de Whitehead (geometría) habían sido inferiores a las de Russell (lógica). Ahora, en Boston, Whitehead tenía la oportunidad de elaborar una filosofía propia. La multitud de ideas que bullían en su interior no se.perderían. Aunque siempre reconoció su deuda con James, Bergson y Dewey, y desde su juventud le acompañaron los libros de Platón y Aristóteles, Whitehead no recibió una educación formal en filosofía. En Harvard se inicia el pe­ ríodo más productivo de su carrera. Sus ideas se incor­ poran de un modo natural a la filosofía norteamericana, 200

que desde la guerra civil vive una época dorada, y sus trabajos se unen a los de George Santayana, Charles Sanders Peirce, John Dewey y William James. Para una so­ ciedad que idolatraba la tecnología, reflexionar sobre los fundamentos de la ciencia era imprescindible. M uy poco de la filosofía europea había arraigado en Norteamérica. Tanto el idealismo kantiano como el hegeliano resultaban sospechosos, y los lamentos del existencialismo no con­ geniaban con la mentalidad norteamericana. Sin embar­ go, la filosofía de la ciencia de Whitehead podía dialogar perfectamente con los «espíritus rudos» del pragmatis­ mo. Se sucedieron las invitaciones a impartir conferencias por el país y Whitehead comenzó a publicar sus obras con regularidad: La ciencia y el mundo moderno (1925), Proce­ so y realidad (1929), Aventuras de las ideas (1933) y Modos de pensamiento (1938). De todas ellas, la más importante y difícil es Proceso y realidad (las Gifford Lectures en las que se basaba el texto ya habían resultado ininteligibles a sus oyentes). Es en esta obra, que cuestiona los princi­ pios más arraigados del pensamiento europeo, donde Whitehead despliega todo su sistema metafísico. La palabra «bondad» se repite con frecuencia en quie­ nes trataron al filósofo. Los daguerrotipos muestran el rostro sereno y luminoso de un octogenario rubio, de ojos claros y con aspecto de infante sabio y feliz. N o se percibe el peso del ego, desaparecido en la inmensidad de su pensamiento. Sus discípulos recuerdan el magnetismo y la frugalidad de quien parecía haber domesticado el in­ finito y sentirse como en casa ante el enigma. Tenía, para quienes lo trataron, algo de visionario y disipador de sombras. Frente al existencialismo, su pensamiento fue expresión del amor a la vida y a los valores del espíritu; frente el positivismo, la suya fue una visión imaginativa 201

del mundo, de acción creativa y libertad. La cercanía de los jóvenes era para él un estímulo. Durante más de una década organizó en su casa, junto a su mujer, meriendas para los estudiantes. N o faltaban el chocolate caliente, las pastas y la conversación, que debía comenzar apaci­ blemente, con lugares comunes como el clima o el zo­ díaco para romper el hielo. La filosofía irrumpía cuando la estancia había alcanzado cierta temperatura. «Por mí mismo no soy sino un profesor más, pero junto a Evelyn soy de primer nivel.» Y ella diría de él: «Su pensamiento es como un prisma, no puede verse desde un solo lado. H ay que moverse alrededor y ver cómo cambia de color y de forma». El existencialismo (una filosofía quejumbrosa) y el positivismo (una filosofía frígida) se complementan a la perfección y, como ya se ha dicho, dominaron el siglo En un mundo frío y sin sentido, regido por interac­ ciones mecánicas y automáticas, la sensibilidad se siente

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perdida, arrojada, desesperada. Ésas eran las dos corrien­ tes hegemónicas del pensamiento, herederas, sin saberlo, de Kant y de Newton respectivamente. Whitehead tuvo la osadía de romper con ambas y de incorporar las ma­ temáticas no euclidianas y la nueva física (relativista y cuántica) a su sistema metafísico. Su perspectiva es tan radical que invita a reinterpretar categorías como «cien­ cia» y «filosofía», incluso «religión» o «arte». Su pensa­ miento (que continúa la filosofía de la percepción de Berkeley) se encuentra hoy semiolvidado. Las razones son evidentes y todavía visibles. Curiosamente él, que había contribuido a la implantación del positivismo lógico en el mundo anglosajón, sería sepultado por éste en los años treinta, cuando los miembros judíos del Círculo de Viena comenzaron a emigrar a Norteamérica huyendo de los 202

nazis. Poco después de la jubilación de Whitehead en Harvard, Willard V. O. Quine, destacado representante de la filosofía analítica y del giro lingüístico iniciado por Wittgenstein, se incorporaba a la universidad. La filoso­ fía se entretendría durante un tiempo con los asuntos del habla y olvidaría los de la percepción.

El hilo olvidado Así como la piedra no es la misma en la catapulta o en el zapato, tampoco lo es el pensamiento ante sus diferen­ tes objetos. El contenido del pensar condiciona la vida del pensamiento, su estructura, sus manías e inclinacio­ nes. Éste es un asunto clave de la cultura mental. N o tie­ ne el mismo efecto para la mente pensar la magnanimidad que la crueldad. Hay «objetos» recurrentes y obsesivos, otros ligeros y liberadores. Parecería que la abstracción, por su frialdad, por su distancia algo soberbia, es neutral. N o es el caso. La abstracción sobrevuela indiferente las vicisitudes de la vida y, antes o después, pierde el afecto por lo concreto. Se pueden atender las relaciones entre las cosas y los símbolos o atender las relaciones de los símbolos entre sí. Whitehead recuerda algo que generalmente pasa desa­ percibido. Las cosas y los símbolos no ocupan el mismo espacio, ni el mismo tiempo. Las cosas reales cambian y se transforman; los símbolos pueden cambiar, pero lo hacen a otra velocidad y en un mundo diferente. Esos dos planos distintos pueden llamarse concreto-abstrac­ to o materia-espíritu. Las filosofías suelen explicar uno a expensas del otro. Y en función de sus prioridades se dice que son empíricas o idealistas. Ésa es la costumbre. Pese 20 3

a su formación como matemático, el Whitehead filósofo sigue el empirismo británico: lo abstracto surge inevita­ blemente de lo concreto. Alrededor de 1626, Francis Bacon había escrito en su Historia natural: «Aunque no tengan sensibilidad, todos los cuerpos poseen percepción. Pues cuando se aplica un cuerpo a otro, hay una especie de elección que acoge lo agradable y excluye lo desagradable, y la percepción pre­ cede a esta operación, de otro modo todos los cuerpos serían semejantes. Y en algunas clases de cuerpos esa per­ cepción es mucho más sutil que la sensibilidad, de ma­ nera que la sensibilidad es pobre comparada con ella. Y esa percepción se produce a veces a distancia y otras por contacto. El tema es fecundo, pues las percepciones más sutiles constituyen otra llave para abrir la naturaleza». Estamos muy lejos de la idea de una materia pasiva en la que las fuerzas operan exteriormente, que arraigará tanto en la filosofía natural del xvil como en la mentali­ dad moderna, la cual considerará extravagante cualquier otro planteamiento. La concepción mecanicista es preci­ samente eso: las grandes fuerzas de la naturaleza se en­ cuentran determinadas por la configuración de las masas. Descartes y Locke habían erigido la jerarquía entre las cualidades primarias y secundarias, y esa vía cerraba el paso a filosofías de la percepción como la de Berkeley. Percibimos los cuerpos como si poseyeran cualidades que de hecho nb les pertenecen, que son una mera creación mental. Y el mal gusto empieza a instalarse en una ciencia para la cual la naturaleza es descolorida, muda y sorda. Los árboles y los ríos han dejado de susurrar. El meca­ nicismo reduce el paisaje a un rodar de piedras sin fin ni sentido. Hemos acabado confundiendo nuestras reali­ dades concretas con abstracciones. Esto nos deja en una 204

posición alienada, frágil, descarnada. Es evidente que no podemos pensar sin generalizar (la lengua obliga), pero resulta indispensable una revisión de las abstracciones: una civilización atrapada en ellas está destinada al colap­ so. Esa renovación es responsabilidad de la filosofía.

¿Es la localización algo simple? El desarrollo de la teoría cuántica permitirá a Whitehead cuestionar el concepto de localización simple: el hábito de creer que las cosas están simplemente donde están. Para el filósofo de Kent las cosas son, además de lo que son, una referencia a otras regiones del espacio y a otros ritmos del tiempo. Lo excluido y lo ausente se incorporan así a la experiencia. Vivimos en la época del triunfo del esquema de abstracciones que ha facilitado el desarrollo tecnológico. Y la ciencia ha quedado satisfecha con éstas; funcionan, y eso basta. Pero el dogma cien­ tífico es una espada de doble filo; la visión mecanicista adolece de limitaciones estéticas y emocionales. Whitehead apunta una línea de análisis que arranca de Berkeley. El filósofo irlandés puso en duda la existen­ cia de objetos ensimismados mucho antes de que Kant hablara de la cosa en sí. Un planeta o una nube no son esas cosas reales que suponemos que existen a distancia; carecerían de entidad sin algo que las percibiera. Lo que llamamos cuerpos, cualesquiera que sean, tienen percep­ ción. La afirmación recuerda el fragmento de Bacon ci­ tado más arriba. Dado que la palabra «percepción» está demasiado impregnada de aspectos cognitivos, White­ head acuña el término «aprehensión» (prehensión), con el que pretende transmitir la idea de hacerse con algo o 2 °5

apoderarse de algo, y que incluye tanto las percepcio­ nes conscientes como las inconscientes. El mundo no está hecho de «cosas», el mundo está hecho de percepciones (aprehensiones). De ahí que la localización simple nos de­ soriente. Las percepciones, por ser referencia a otros lu­ gares, tienen un aquí muy relativo. Las cosas, al ser per­ cepciones, están aquí y allá a un mismo tiempo. Están desde donde miran y en lo que miran. El espíritu del inmaterialismo es sustituido aquí por un proceso de unificación aprehensiva. Las cosas no son ya el castillo o la nube, sino la perspectiva del castillo o de la nube situados allí desde el punto de vista de aquí. Una idea, la de la perspectiva, que seguramente le facilitó su amigo, especialista en Leibniz, Herbert Wildon Carr. No hay cosas tal y como habitualmente las conocemos; sólo hay acaecer unificado en el espacio y el tiempo, activi­ dad de realización, individualizándose en una pluralidad de modos. El hecho concreto es proceso. La naturaleza es durable como un gerundio y circunstancial como un adverbio. Cualquier cosa es expresable con localización en otro sitio cualquiera (en términos lingüísticos: la me­ táfora es lo único literal). Si hablamos del objeto-de-sen­ tido verde, por ejemplo, verde no está simplemente en B, donde es percibido (la copa de un árbol localizado), o en A , desde donde se percibe, sino que está presente en A con el modo de localización en B. Para Whitehead la aprehensión es un proceso de uni­ ficación, un religarse al mundo. La naturaleza es un pro­ ceso de desarrollo expansivo, en transición, de aprehen­ sión a aprehensión. H ay aquí un evolucionismo radical. El mundo es un proceso cuyas unidades fundamentales son acontecimientos espacio-temporales. Cada uno de estos acontecimientos refleja modos de sus predecesores: 206

una memoria insertada en su propio contenido. Y cada acontecimiento tiene futuro, de ahí la posibilidad de an­ ticiparlo. Whitehead parte de los hechos inmediatos de la experiencia (mental, psicológica), como haría cualquier empirista radical. Ese punto de partida es el que le lleva a una concepción orgánica de la naturaleza. El defecto del esquema físico-matemático del xvil fue olvidar la viven­ cia y centrarse en porciones de materia supuestamente no vividas.

Paisaje El bosque, el desierto o el glaciar son criaderos de va­ lores, viveros de hábitos y, hasta cierto punto, costum­ bres (ya se ha dicho que los dioses son locales). La ley no es aquí algo impuesto desde fuera, ni una abstracción desasida de la circunstancia vital. El medio entero parti­ cipa en la naturaleza y alcance de cada acontecimiento. Esos hábitos se encuentran ya comprometidos antes de nacer, y cuando el conocimiento despierta ya es circuns­ tancia de vida. Siempre hay paisaje en el ser, incluso en el más desarraigado. Siempre hay un tú y un nosotros. Para el eremita, en el cuervo o el caimán; para el ciudadano, en el paisanaje. El instinto de vida no es nada sin un me­ dio; de hecho, es fermentación, condensación misma del medio, aliento de la percepción y la memoria. La idea es vertiginosa. En todo transcurso temporal y en toda loca­ lización espacial palpitan otros tiempos y lugares. Espa­ cio y tiempo no son habitáculos de localizaciones simples. El organismo nunca está ni dura enteramente donde res­ pira. La memoria, esa infatigable constructora del yo, nos lo recuerda sin cesar. Unas veces susurra en la ventanilla 207

de la atención, otras se agazapa en la intuición o se entie­ rra en el instinto. El modelo mecanicista tiene perpleja y confusa a nues­ tra civilización. Un modelo que debilita el pensamiento y lo hace zozobrar desde el fondo mismo del ser cons­ ciente. ¿Por qué habrían de ser irreformables las abstrac­ ciones científicas? Si para algo ha de servir la filosofía es precisamente para criticar los conceptos. En este sentido, la filosofía no es una ciencia más (un conjunto articula­ do de abstracciones) y su función será la de armonizar y completar las ciencias, incorporando a ellas los testimo­ nios de los grandes poetas y místicos y las experiencias estética y religiosa. La naturaleza no puede divorciar­ se de los valores o las emociones estéticas y religiosas. Whitehead recuerda a Goethe cuando dice que el color es un fluido vital y al mismo tiempo un objeto eterno: «Ronda el tiempo como un espectro. Viene y se va. Pero adondequiera que va es el mismo color. La montaña tiene con el tiempo y con el espacio una relación diferente a la que tiene con el color». La vida, en todas sus formas, es «huerto de valores». Pequeños cultivos donde crece la generosidad o la nobleza, la ira o el resentimiento. Whitehead recoge las semillas de estas dos iniciativas, el elogio de la atención y la reconsideración romántica de la naturaleza como experiencia.

Saber ver El paisaje que dibuja Whitehead es el de un universo en el que la percepción no está limitada a los seres vivos. Todas las cosas tienen experiencias de un modo más o menos despierto. Nada inerte o insensible hay en el mun­

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do, desde el electrón al meteoro, todo está ahí para sentir, fomentar el sentir o ser sentido.'7 Cualquier organización interna se orienta a esparcirse y abrirse al mundo. Para describir ese estado general de las cosas se utiliza el con­ cepto de aprehensión, que como ya se ha dicho implica la idea de apoderarse de algo. Un término especialmente útil, dado que las entidades incorporan continuamente en sí mismas aspectos de lo percibido, estando constituidas por sus percepciones conscientes e inconscientes, sin que haya ninguna otra cosa que dé forma a su identidad. Dichas aprehensiones pueden ocurrir de manera fí­ sica o conceptual (inmediata). La aprehensión física, también llamada «eficacia causal», predomina en los or­ ganismos vivos primitivos, «que tienen una idea vaga del lugar donde han surgido y del destino que les espera». Se trata de simples relaciones causales: la sensación de ser afectado por algo, o por el ambiente. La aprehen­ sión conceptual, por otro lado, se refiere a la sensación pura, en la que no media ninguna interpretación causal, simbólica o inconsciente. Se trata de la pura apariencia (engañosa o no). Los organismos superiores combinan estos dos tipos de percepción en lo que Whitehead lla­ ma la referencia simbólica, que asocia automáticamen­ te la apariencia con la causalidad de modo irresistible tanto en hombres como en animales. Lo ilustra con el ejemplo de una persona ante una silla y la diferente percepción que tendría de ésta un pintor (Van Gogh sería el ejemplo paradigmático). El hábito y el instinto organizan los objetos del mundo sin que ni siquiera pensemos en ello, funden espontáneamente la sensa­ ción pura y la relación causal. En las mentes elemen-17 17. «Hablarán las piedras» (Lucas 19, 40).

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tales predomina esta última, mientras que la sensación pura predomina en las artísticas. El ejemplo anterior permite vislumbrar la agenda fi­ losófica que está en juego. Un programa que es en parte un intento de dar respuesta a la incapacidad científica de tratar con lo bello. Aunque su bondad natural le impide formularlo así, lo que Whitehead se plantea es por qué los científicos tienen en general tan mal gusto, por qué sus relaciones con la belleza han sido siempre complicadas o nulas. Y ofrecerá una respuesta histórica y otra meta­ física. De la metafísica nos ocuparemos en lo que sigue. Respecto a la respuesta histórica, dicho de forma concisa, asocia el origen del conocimiento científico con la menta­ lidad puritana, cuyo orden aséptico reseca la lozanía del vivir. Históricamente, la estrechez de una cosmovisión responde a lo apocado de su autor, de su sociedad o de su época. Las pruebas que se aceptan, y en las que se confía, dependen de inclinaciones privadas, colectivas y coyunturales. El auge del mecanicismo y la eclosión tecnológi­ ca no fueron independientes de la severa moderación de los puritanos de Nueva Inglaterra. Sin embargo, siempre pueden encontrarse insurgentes que destruyan las viejas ataduras. Whitehead será en este caso uno de ellos.

Un mundo de percepción Estamos en un mundo nuevo, un mundo en el que todas las cosas, por pequeñas que sean, pueden percibir. O mejor, un mundo en el que en vez de cosas hay per­ cepciones (no importa por ahora si son conscientes o no, si tienen contenido cognitivo o no). En lugar de objetos tenemos un continuo flujo de imágenes, impresiones o

sensaciones. En semejante mundo, el electrón no sería el mismo en el mineral que en el animal de sangre caliente, ni la molécula la misma en la palmera que en el cometa. Imaginemos que cada uno de ellos, el electrón, la mo­ lécula, tuviera su propia historia de vida, su propio iti­ nerario de recuerdos y sensaciones. Parece complicado, ¿no? Pues bien, ése es el mundo de Whitehead. Decimos que todo es percepción y enseguida nos asalta la duda sobre quién sostiene el árbol que nadie ve. ¿Aca­ so Dios? N o necesariamente. N o hace falta un deus ex machina que todo lo vea y sostenga. El árbol lo sostienen aquellos que lo perciben, y viceversa. La tierra siente la raíz; el viento, las hojas; el nido, la rama. Esa dependen­ cia mutua (que los budistas llamaron pratítyasamutpáda) es la que hace que las cosas se sostengan unas a otras. Se podría argumentar también que toda percepción es de al­ guien y de algo, que la percepción es precisamente eso, el casamiento de sujeto y objeto. Pues bien, ese alguien o ese algo no es «materia», sino memoria de otras percepciones. Todo es percepción: divina o erótica. Y no hay per­ cepción, por fría que sea, que carezca de tono afectivo, o interés. El pensamiento y sus hábitos pueden ser tan instintivos, o tan arraigados en costumbres, como las reacciones emotivas.'8 El conocimiento nunca empieza de cero; cuando arranca se encuentra ya comprometido en la experiencia pasada del sujeto (itinerario de recuer­ dos y sensaciones) que pretende conocer. N o importa cómo etiquetemos este fenómeno, podemos llamar a esa memoria karma o herencia genética; lo decisivo es que nadie es nuevo en este mundo y, epistemológica-18 18. Como la música de un filme, que señala los momentos en los que reír, llorar o estremecerse.

mente, no siempre es posible trazar el recorrido de las transformaciones de la experiencia. Comprender es re­ cortar, excluir todo un fondo incoherente. Y a ese co­ nocimiento lo acompaña un caudal de emociones y pro­ pósitos. El conocimiento sin Eros no es conocimiento. La función creadora emana precisamente de ese magne­ tismo, de esa pulsión erótica de las ideas. El sueño de la razón, sin esa afectividad, produce monstruos. Decanta una brutalidad sonámbula que acaba por destruir al in­ dividuo, erosionándolo poco a poco. Podemos suponer que el filósofo experimentó ese endurecimiento cuando, durante diez años, preparó los Principia. Tanto tiempo dedicado a las abstracciones fue como cavar su propio pozo. Russell escapó hacia la lucha por los derechos hu­ manos y el pacifismo; Whitehead, hacia la metafísica. Cabe preguntarse entonces si lo cualitativo puede de­ pender de lo cuantitativo o, lo que es lo mismo, si la ma­ temática es la llave que abre el cofre de la naturaleza. Al parecer de Bergson y Whitehead, la respuesta es no.

Aventuras de las ideas El universo es dual porque en su más amplio sentido es a la ve/, transitorio y eterno; porque cada actividad definitiva es al mismo tiempo física y mental; porque todo hecho concreto implica un carácter abstracto [...]. Existe pues un dualismo en el contraste entre unidad y multiplicidad, y a través del Universo entero reina la unión de los contrarios que constituye la base de todo dualismo.

Las ideas mueven el mundo. En un primer momento sólo existen como suposiciones especulativas de peque­ ños grupos pero, bajo determinadas circunstancias (cuan do todo conspira a ello), pueden convertirse en fuerzas 212

naturales que decanten un cambio de época. Ciertos pen­ samientos viajan más rápido que la luz y no necesitan del teléfono o el cable. Hay muchas maneras de definir la distancia, y no se habla aquí sólo de las emociones, sino también de la distancia física: «Cuando un amigo nos dice que ha recorrido cien millas para vernos, deberíamos preguntar en qué geometría las mide (euclidiana, elíptica o hiperbólica). Mil millas entre dos ciudades en un siste­ ma pueden ser dos millas en otro». Whitehead apunta a una idea que ya hemos mencionado y que desarrollará en profundidad: la falacia de la ubicación simple. El volumen Aventuras de las ideas, publicado en Lon­ dres en 1933, tiene una sección cosmológica donde se analiza en detalle el concepto de ley (que veremos más adelante) y otra sección dedicada al análisis de la civili­ zación (concepto muy de su época), en términos de sus valores últimos: verdad, belleza, aventura y paz. Respec­ to a la aventura, Whitehead se distancia del docto y de su falacia del diccionario perfecto, y hace de la inquisición futura su tierra prometida. En cierto sentido, esta itinerancia es un sinvivir, un no estarse quieto, una vocación viajera. Su filosofía sigue el ejemplo de Sócrates, que de­ dicó su vida a cuestionar el conocimiento tácito de los atenienses: una manera de enseñar a pensar. Pero la nove­ dad fundamental aquí es otra. A juicio de Whitehead, el objetivo de todos los procesos no es la verdad, que puede ser trivial y en ocasiones acarrear malas consecuencias, sino la belleza. La belleza es aquí la armonía interna de diversos elementos de experiencia, una armonía inesta­ ble que conserva la sensibilidad para lo trágico, para la pérdida, y exige la aventura de una renovación constan­ te. Frente a la abulia del sentido común, el pensamiento mantiene viva la llama de la posibilidad no expresada, del 213

goce especulativo. Renuncia a la satisfacción de la res­ puesta sensata, ya sea propia o ajena. Toda esta peregri­ nación, claro está, acabará ensanchando el diccionario, mostrando paisajes nunca vistos. Interiorizada y vivida, la filosofía se convierte así en actitud mental. Tanto la filosofía como la religión suelen ofrecer mun­ dos acabados, y la física no les anda a la zaga. A pesar de que en el modelo estándar de la cosmología contempo­ ránea la «energía oscura» ejerce una presión que acelera continuamente la expansión cósmica, la física moderna lleva años buscando, de manera más o menos inconscien­ te, un modelo acabado, una teoría del todo que exprese matemáticamente un sistema de relaciones intemporales. Una ambición que procede de griegos y de hebreos, de Platón (vía pitagóricos) y de Moisés (vía el Sinaí), quie­ nes nos legaron la autoridad de lo abstracto y el prestigio de la ley. Un mundo en evolución pero sin cambios esen­ ciales. Si todo está escrito en la ley, simplemente habrá que esperar el desenvolvimiento de los sucesos. La visión materialista ha ahondado en este mundo completa y defi­ nitivamente acabado, sin finalidad ni objetivo, incapaz de evolución creadora. Un mundo de almas en pena o espí­ ritus sin vida que recuerda las palabras de Ulises sobre el Hades: «Preferiría ser el más pobre y sucio de los rudos campesinos que se revuelcan en los estercoleros sobre la tierra, que el gran Aquiles en este mundo de sombras subterráneas». Para Whitehead ésta es una razón tuerta. La vida, «y su cosecha de valores», existe para sí misma, va más allá de las rutinas ciegas de la interacción físico-química, sin valor ni propósito. «La naturaleza es triste cosa sin soni­ dos, sin olores ni colores, como un simple rodar de la materia, sin fin ni sentido.» Frente al mundo rutinario y 214

sometido a la ley, se propone un mundo vivo, un organis­ mo creativo, aventurero y de incierto destino, donde no (sólo) rige el evangelio de la selección natural, ni la super­ vivencia del más fuerte, donde triunfa la mutua coopera­ ción: «Un árbol aislado está a merced de las circunstan­ cias. Una selva es el triunfo de la organización de especies que dependen unas de otras». Un mundo donde la poesía puede auxiliar a la filosofía y donde cabe la función esen­ cial del arte: el enriquecimiento de las emociones. Autoafirmación de una Naturaleza preñada de fines: a esas posibilidades potenciales de las cosas, Whitehead las llama objetos eternos. Dios no es ya el primer mo­ tor, sino un principio de concreción y autorrealización de individualidades, que se recortan en un campo de pura actividad. La filosofía ha dejado de ser refugio para convertirse en aventura misma del espíritu y la vida. En este sentido, la evolución ya no es asunto exclusivo de los seres vivos, también lo es de un organismo más am­ plio: el universo. Una perspectiva en la que se implican áreas anteriormente delimitadas por la física, la biología, la filosofía o la religión; en la que entran nociones como la creatividad, el finalismo, la duración consciente o la unidad (del todo). N o hay en este paisaje entidades in­ mutables ni entidades aisladas, nada existe por sí mismo. La materia no está compuesta por partículas idénticas a sí mismas; es pura actividad, dirección y vibración. Cada ser es solidario con el resto del mundo y de las cosas, desde la bacteria hasta la más ociosa de las divinidades, todas se transforman, devienen, padecen. Ya hablemos de energía, de mente o de divinidad, estamos aludiendo a un mismo fenómeno, que Whitehead llama creatividad.

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Filosofía del organismo ¿Qué decir de las relaciones entre ciencia y filosofía? El recorrido histórico que esboza Whitehead merece una glosa. El pensamiento moderno arranca en el siglo xvn, corriendo a cargo de filósofos naturales (antiguo nom­ bre para lo que ahora llamamos físicos) y metafísicos. La Edad Media había sido un período de gran actividad teó­ rica y deductiva, de fe en la razón (contra lo que suele creerse) y de intensos debates en torno a la naturaleza de Dios, el más allá o la encarnación. En la Edad Moderna, alumbrada por E l Quijote de Cervantes o los Essais de Montaigne, se constata un giro hacia la subjetividad y, de la mano de Descartes, se inicia el desprendimiento de todo un bagaje de antiguas preocupaciones. La pregunta ya no es cosmogónica, el origen o destino del mundo, sino personal. ¿Qué significa todo esto? ¿Qué hago yo aquí? ¿Cómo es posible conocer algo? Mientras la filo­ sofía tiende hacia el subjetivismo (Descartes, Locke, Berkeley, Hume y Kant), el objetivismo medieval y escolásti­ co pasa a la física y la astronomía. Sólo Spinoza y Leibniz mantienen las viejas costumbres: Spinoza, insistiendo en el concepto de substancia; Leibniz, fuera de su tiempo, recurriendo a sus vertiginosas mónadas. Es así como la ciencia, retirándose de la esfera subjetiva, abandona el es­ píritu. Descartes no hace sino expresar lo que ya se respi­ raba en el ambiente de su época: la esencia de la materia es la extensión espacial; la del alma, su cogitación. Como hemos visto, Bergson y James protestan, cada uno a su manera, contra esa escisión. Bergson, siguiendo de cerca la biología de su tiempo; James, despejando el zaguán de trastos antiguos. Para este último, la concien cia es un hecho innegable, pero de ello no se deduce que 216

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sea un ente; es mejor considerarla una función. Esa dis­ tinción resultaba esencial para desprenderse de los viejos hábitos de pensamiento (arraigados en la idea de sustan­ cia). N o hay un revés de la trama, un sustrato origina­ rio que difiera de los procesos materiales y mentales. El conocimiento es un proceso, un hacerse; está haciéndose ahora, eso es todo lo que hay que saber. De ahí que James niegue que la conciencia sea algo material (stuff'). Pese a estas insurgencias, el pensamiento moderno sigue viendo el mundo como un complejo de cosas des­ plegadas en el espacio, cobijadas bajo el manto de la ex­ tensión. Mientras, los sonidos, las visiones, los olores y los sabores son albergados, a su vez, en una sustancia pensante: situación incómoda que fragua la división de competencias entre ciencia y filosofía. Pero ese presu­ puesto no se sostiene y Whitehead tratará de mostrar su fragilidad. La naturaleza no está dividida. El mundo natural es un «juego entrelazado de cuerpos». El áto­ mo tiene un modo respecto a la molécula, la molécula lo tiene respecto a la célula, la célula respecto al tejido, el tejido respecto al organismo, el organismo respecto al planeta. Todo es un formar parte de un organismo supe­ rior, donde nada existe por sí mismo y donde unas cosas se reflejan en otras.'9Eso es lo real: el acontecimiento, no la cosa; el participar, no la participación. El organismo podría definirse como la reciprocidad e intimidad en las relaciones entre la parte y el todo. Las partes del cuerpo son porciones del acontecimiento cor-19

19. Se distingue el módulo corporal que dura (lo que llamamos ente o cosa) del acontecimiento corporal (que está penetrado por ese módulo durable) y de las partes de éste. Dichas partes son penetradas a su vez por sus propios módulos durables.

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poral total. «Así, el cuerpo es una porción del ambien­ te para la parte, y ésta una porción del ambiente para el cuerpo; sólo ellos son particularmente sensibles a las mo­ dificaciones del otro. Esta sensibilidad está dispuesta de modo que la parte se ajuste para preservar la estabilidad del módulo del cuerpo.» Éste es un ejemplo particular del ambiente propicio que protege al organismo. Y esta rela­ ción impera a lo largo y ancho del mundo natural. Toda molécula tiene su propia historia de deudas y vínculos y se ve afectada por las condiciones de su módulo, de suerte que sería otra si hubiera estado colocada en otro módulo (otro entramado de relaciones). La tarea de la ciencia para este nuevo enfoque será averiguar si las moléculas de los cuerpos vivos presentan propiedades que no se observan en moléculas de entornos inorgánicos. Es decir, si en el primer caso se da una com­ plicidad con el módulo que no encontramos en el segundo, una solidaridad y una comunicación ente-ambiente. Una cuestión transversal que pasa de la física a la fisiología y de ésta a la psicología. De esas «delegaciones» se ocupará la filosofía orgánica, cuya magnitud ya no es la molécula o el átomo sino lo que Whitehead llama unidad de acaeci­ miento. «Tenemos que admitir la posibilidad de descubrir en nosotros aspectos de las mentalidades de organismos superiores. La pretensión de que la cognición de mentali­ dades ajenas tenga que efectuarse necesariamente por me­ dio de inferencias indirectas de los aspectos de la forma y de los objetos-del-sentido resulta totalmente infundada para la filosofía del organismo.» Whitehead parece estar abriendo la puerta al misticismo, a la resonancia de orga­ nismos superiores en los órganos internos del hombre. El conocimiento de sí, tan buscado por la filosofía, es in­ herente al acaecimiento corporal. Nos conocemos como 218

unidad compleja y como función de unificación de una pluralidad de cosas. Todo es ambiente: la propia mano, la nube lejana, el abrazo. La cognición organiza la coexis­ tencia real de lo ajeno y por tanto, como sugería James, la conciencia (la aprehensión de aspectos) será la función del conocer. Aspectos que se modifican mutuamente por pertenecer a otros acaecimientos y cuyos módulos están mutuamente relacionados. Los datos con los cuales ese módulo construye su pro­ ceso de ser son los aspectos de las formas, de los objetos de los sentidos y de los objetos eternos (que están en el que percibe), cuya identidad es independiente del fluir de las cosas. «La relación sujeto-objeto tiene su origen en el doble papel de estos objetos eternos. Son modifi­ caciones del sujeto, pero sólo en su carácter de aspec­ tos de otros sujetos que se incorporan a la comunidad del universo. Así, ningún sujeto individual puede tener una realidad independiente, puesto que es una aprehen­ sión de aspectos limitados de sujetos ajenos a él.» Pero el término sujeto-objeto, trasunto del sujeto-predicado lingüístico y de la sustancia-atributo aristotélica, puede resultar desorientador. Presupone ya una metafísica de sujetos diferenciados con predicados privativos. Sugiere que hay un ente que subyace a los objetos. Sería mejor referirnos a un «objeto-ego en medio de los objetos». Ese objeto-ego es un aquí-ahora de la conciencia, consciente de su esencia como experiencia, internamente relaciona­ do con el mundo de las realidades y de las ideas. En la filosofía del organismo el concepto fundamental no son los corpúsculos, que se mueven e interaccionan siguiendo ciertas leyes o pautas, sino la experiencia mis­ ma del organismo, la ocasión de la experiencia. Desde esta perspectiva, espacio, tiempo y materia pasan a ser 2 19

subsidiarios de un acontecimiento (mental). El acaecer es una cuestión de hecho, un valor en sí, dinámico y com­ plejo, que requiere de todo el universo para ser lo que es. En el organismo siempre hay algo que cambia, pero también algo que se conserva. «El mero cambio sin con­ servación sería pasar de la nada a la nada.» N o obstante, la mera conservación, sin la aportación de la circunstan­ cia, hace perder lozanía al ser. El tipo más bajo de orga­ nismo que permanece a través del fluir de las cosas, los grandes conservadores, son los electrones, las moléculas y los cristales. Cuando los organismos aumentan en com­ plejidad, la autoidentidad es más débil y dicha conser­ vación toma la forma de una actividad creadora. «En la vida del espíritu [...] las circunstancias cambiantes reci­ bidas del ambiente son diferenciadas de la personalidad viva y concebidas como parte del campo percibido. De hecho, el campo de percepción y el espíritu que percibe son abstracciones que se combinan en el acaecer. El cam­ po psicológico, en cuanto diferenciado de los objetos de los sentidos y las emociones pasajeras, es la permanencia mínima, rescatada de la no entidad del mero cambio, y el espíritu es la máxima permanencia que invade el campo completo cuya duración es el alma viva. Pero el alma se marchitaría sin la fertilización de las experiencias pasaje­ ras.» Ese es para Whitehead el secreto de los organismos superiores, capaces de absorber la frescura del ambiente en la permanencia del alma. El ambiente ya no es una amenaza para la identidad del organismo ni un enemigo de su duración. Ahí entra la necesidad del arte, que abre ventanas, profundiza en las emociones y viene a recrear la monotonía de la conservación. A l convertir el corpúsculo que se mueve en la úni­ ca realidad concreta, el fisicalismo concibió las cosas del 220

mundo al margen de los valores. Y su justificación fue metodológica. La ciencia moderna se erigió así en la ne­ gación del universo etificado de la Antigüedad. Triun­ fó, pero para ello tuvo que vender su alma al diablo. Sin embargo, la antítesis entre cosas y valores es engañosa. Las consecuencias no se han hecho esperar y dominan las sociedades tecnológicas modernas: «Quizá la civilización nunca se recupere del clima generado por la introduc­ ción del mecanicismo, en parte resultado de los errores estéticos del protestantismo, en parte consecuencia del materialismo científico y en parte resultado de la codicia humana y las abstracciones de la economía política». El mundo de hoy ofrece un ejemplo impecable y dramático: la economía financiera devora, gracias al trading de alta frecuencia (H FT), la economía real. Whitehead insiste en que el punto de partida del ma­ terialismo son las sustancias de existencia independiente: materia y espíritu. La materia sufre modificaciones debi­ do a sus relaciones externas de movimiento y el espíritu debido a sus objetos de contemplación. Frente a esa divi­ sión en falso, la filosofía orgánica propone el análisis del proceso de acaecimientos en una comunidad entrelazada. La unidad de lo real ya no es el sujeto, ni el yo, llámese ego o alma, sino el acaecimiento, la experiencia vivida, ese encuentro que no hemos podido olvidar, ese momen­ to extraordinario en el que descubrimos algo que antes no veíamos. Ese despertar es un «emerger» de un sustrato general de actividad. Lo curioso del caso de Whitehead es que llegara a estas nociones, tan budistas en muchos aspectos, a raíz del estudio de la física-matemática de su época y no de la fisiología o la psicología, como en el caso de Bergson o James. Esta ciencia, en su concepción mo­ derna, presupone un campo de actividad electromagnética 221

que llena el espacio y el tiempo, y cuyas leyes no son otra cosa que las condiciones observadas por la actividad. Es decir, acaecimientos y no yo. (El hilo perdido, la tradición alternativa al ente, se encuentra quizá en Leibniz, para quien las últimas cosas reales no eran entes sino procedi­ mientos de organización.) Para Whitehead lo instructivo de la ciencia es que hace caso omiso de lo que una cosa sea en sí (es heredera de Kant) y estudia los entes en fun­ ción de su realidad extrínseca. El observador es tenido en cuenta, pero sólo en el sentido de que ve rojo o azul. No importa cuál sea la naturaleza intrínseca del rojo, sino la diversidad de experiencias del color. Whitehead mantiene que su filosofía orgánica representa lo que la física supone efectivamente acerca de sus entes últimos, y la incohe­ rencia de concebirlos como individuos en lugar de como acontecimientos. Un intento, probablemente el más bri­ llante y complejo, de poner fin al divorcio entre las cien­ cias y las humanidades, de recuperar para el conocimiento científico las experiencias estéticas y emocionales. La sección se cierra con una reflexión cargada de optimismo. La selección natural que trabaja en la evo­ lución, la lucha por la existencia, no tiene por qué ser un evangelio del odio. El siglo xix fue prolífico en es­ tos enfoques: la lucha de clases, la rivalidad comercial, la competencia y la geopolítica estuvieron dominadas por el paradigma darwiniano. Frente a la supervivencia del más fuerte, Whitehead propone otra evolución, más em­ pática, en la que los organismos triunfantes son aquellos que modifican su ambiente para ayudarse mutuamente. El bosque es un ejemplo. En él, las diferentes especies de organismos, cada uno de los cuales depende de los demás, cooperan formando parte de un módulo común. «El suelo se conserva y está al abrigo, los microbios ne­ 222

cesarios para su fertilidad no son agostados por el sol, ni exterminados por la escarcha, ni arrastrados por las lluvias.» Es el triunfo de la organización de las especies. «La naturaleza comenzó produciendo animales encerra­ dos en conchas que les protegieran de amenazas exter­ nas, pero los animales pequeños, sin caparazón externo, de sangre caliente, sensibles y vigilantes, expulsaron de la faz de la tierra a esos monstruos. Todo organismo ne­ cesita un ambiente de amigos.» A ese elogio de la coope­ ración le sigue un elogio del viaje: «La especie humana se trasladó de los árboles a las llanuras, de las llanuras a la costa, de unos climas a otros, de unos continentes a otros, cambiando de hábitos. Cuando el hombre cesa de desplazarse, cesa su ascenso en la escala del ser. Ese tras­ lado es importante, pero más importantes aún son las aventuras espirituales, aventuras del pensamiento, del sentimiento, aventuras estéticas». Lo que redunda en la diversidad cultural, indispensable en la odisea material y espiritual de la especie humana. La nación extranjera no es una amenaza, es una oportunidad: «Los hombres necesitan que sus vecinos sean lo suficientemente afines para comprenderlos, lo suficientemente diferentes para llamar su atención y lo suficientemente grandes para des­ pertar su admiración». Todo ello exige un ejercicio de imaginación creadora.

La falacia de la ubicación A Whitehead le fascinaba Platón. Y de todos sus diá­ logos, el que más veces leyó fue el Timeo (quizá por tra­ tarse de uno de los más difíciles). En él se habla del recep­ táculo de todo lo que está llegando a ser, también se dice 223

que en el juego entre la inteligencia y la necesidad, la inteligencia lleva la batuta, pues ha persuadido a la ne­ cesidad para que ordene buena parte del devenir. El diá­ logo asocia esa necesidad con el receptáculo (¿Ttodoxq), que es el sustrato que hay detrás de todo lo que deviene, de la misma manera que la arcilla subyace a la vasija. El receptáculo alberga las imitaciones de las Formas sin ser afectado por ellas. El receptáculo es imperceptible, carece de forma y tiene una naturaleza plástica. Es la madre, la sede de todo, la gran nodriza del espacio que se humedece en el agua, que se quema en el fuego, que se hace tierra o viento. Su movimiento es constante y desordenado pero, mediante la intervención de la inteligencia, adquiere for­ ma, proporción y número. El receptáculo hace posible la interdependencia y fraternidad de todas las cosas. Un concepto que recuerda al ákása de las upanisad y al or­ den implicado de David Bohm, y que Whitehead asocia con el espacio-tiempo de la física moderna.20 Como ya se ha dicho, estas ideas antiguas sugieren un distanciamiento de la noción de ubicación simple (un es­ pejismo newtoniano). La falacia de la localización simple se debe al simple hecho de que podemos estar en muchos lugares al mismo tiempo (y no soñamos): «Los objetos físicos que denominamos estrellas, planetas, partículas

20. La doctrina platónico-pitagórica que asocia la Armonía con las relaciones matemáticas (frente a la insistencia de Aristóteles en dejar de lado los conceptos matemáticos y dedicarse a observar y clasificar) ha contribuido positiva y negativamente al progreso científico. Nunca será posible descartar por completo la pregunta sobre el cuánto. La droga cura o mata según su proporción. Pero la apelación a la matemática, a los conceptos de cantidad y número, no basta. Bergson insistirá en ello, en la cualidad irreducible, incuantificable.

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materiales, moléculas, electrones, protones o cuantos han de considerarse como modificaciones de las condiciones regentes en el espacio-tiempo que extienden su acción a toda la amplitud de éste». Hay una «región focal», donde convencionalmente se encuentra el objeto, pero hablar de dicho lugar como el objeto mismo allí situado nos deso­ rienta: «Los objetos no son pasivos y, contemplados en su asociación conjunta, portan en sí la creatividad que impulsa el mundo. El proceso de creación es la forma de la unidad del Universo». La cosa es una ubicación dentro del todo; un lugar, sí, con sus propias particularidades, pero donde se manifiesta el principio que guía la consti­ tución del conjunto. Las cosas se hallan sumergidas en el receptáculo y lo agitan o remueven. Negar la ubicación simple significa afirmar que las cosas se encuentran de alguna manera superpuestas, como cuando un ser vivo respira o asimila un alimento. Las consecuencias epistemológicas no se hacen es­ perar: resulta extremadamente complicado concebir un hecho completo. Pero las oportunidades se multiplican: no hay limitaciones inherentes al campo de la percepción sensorial. Y dado que para Whitehead «la esencia de la percepción consiste en interesarse», ninguna aprehensión estará desprovista de interés o afecto. La inteligencia de dicha inmersión debe apelar a la convicción (siguiendo al Timeo) de que el elemento divino en el mundo ha de interpretarse como un agente persuasivo. Conviene en­ tonces dejarse llevar por la corriente en vez de intentar salir de ella. Un navegar (irónico) en el fluido vital de los colores, los sonidos y las texturas. Ésa es la profun­ da intuición que nos dejó en herencia el más fracasado entre los filósofos sistemáticos. Lo divino como agente persuasivo, no coactivo. La ley no puede ser ni impuesta 225

ni trascendente, pertenece a la naturaleza misma del or­ ganismo, él la recrea y la pone a funcionar, la revive. Son los organismos los que hacen efectivos los ideales y los valores, los que desarrollan las formas posibles de orden. De ahí la consideración de Whitehead de los seres vivos como «huertos de valores». Ésa fue la gran contribución del pensamiento alejandrino al platonismo. Las cosas, al estar sumergidas en la naturaleza divina, son elementos persuasivos en el proceso creador. M uy lejos queda el dios de los bárbaros, sublimación de la relación del tirano con sus súbditos: «El Uno absoluto, omnipotente, om­ nisciente, manantial de todos los seres, que no necesita de nada ni de nadie para existir, internamente completo». N o es de extrañar que las teodiceas hayan fracasado al justificar al dios omnipotente: si es responsable de todo lo que ocurre en el mundo, es ipso fa do cruel e indiferen­ te. Y, lógicamente, ese dios fue abandonado.

L a ciencia y el mundo moderno Los años veinte fueron un período especialmente convulso en la vida del filósofo. Fue entonces cuan­ do empezó a exponer su crítica de la visión científica dominante: «Los hombres pueden ser tan provincianos en el tiempo como en el espacio. Podemos preguntarnos si la mentalidad científica del mundo moderno no es un ejemplo de tal limitación provinciana». Se refería a que la ciencia de su tiempo todavía trabajaba con presupuestos del siglo XVII. En 1925 pronunció ocho conferencias en el Instituto Lowell de Boston. Ligeramente desarrolla­ das y con algunos añadidos, darían lugar al volumen La ciencia y el mundo moderno. En este libro, donde cristali­ 226

zan ideas que venía elaborando desde hacía años, encon­ tramos intuiciones tan lúcidas como ésta: estamos en un nivel imaginativo superior no porque tengamos mejores poetas o narradores que antes, o porque haya aumentado el caudal acumulado de metáforas, sino porque dispone­ mos de instrumentos más penetrantes. Un nuevo instru­ mento es como un viaje a un país desconocido. Permite ver las cosas reorganizadas de un modo inédito, trastoca la tabla habitual de asociaciones y linajes. El paisaje que ofrecen los radiotelescopios o los microscopios electró­ nicos nos obliga a replantearnos mucho de lo que dába­ mos por sentado. N o se trata en este caso de incorporar nuevos conocimientos a los ya dados. El término «acu­ mulación» pierde aquí su significado. La nueva visión no suele ser coherente con la que teníamos antes. Los pesos, las reglas y las medidas han quedado desplazados. Si no queremos olvidar lo visto y permanecer en nuestro mun­ do familiar, nos vemos obligados a conjugar las revela­ ciones que facilitan estos instrumentos con las experien­ cias y el mundo en el que fuimos educados. En todo el campo del conocimiento encontramos cul­ tivos sanos e insanos, cosechas luminosas y sombrías. Y hay también una poética del conocer, una lírica episte­ mológica. El poema, como el instrumento de observación científica, es capaz de proyectar extrañeza en los hábitos familiares de asociación, airearlos y renovarlos. La inti­ midad entre poesía y hábito mental se ofrece aquí como llave o microscopio y arroja luz sobre secretas asociacio­ nes en la célula o la estrella. La poesía ofrece al conoci­ miento entusiasmo y ternura, una emoción que disloca las metáforas, una sensibilidad más viva, evocadora, la posibilidad de ser afectado por lo ausente. A veces resulta necesario intensificar la percepción, enlazar pasión y co­

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nocimiento. La emoción estética no debería quedar fuera de la reflexión científica, tampoco la experiencia interior del hombre. Vivimos sumergidos en un mundo de colores y soni­ dos, referidos a un espacio y experimentados como du­ ración. Pero somos a la vez elementos de ese mundo. Cuando lo conocemos, ese mundo que nos trasciende es inherente a nuestro instinto de conocer. En este sentido, Whitehead es un idealista objetivo (él mismo advierte que la distinción entre realismo e idealismo no coincide con la de objetivismo y subjetivismo). Cuando se dispo­ ne a analizar este mundo, la mentalidad cognitiva percibe que de algún modo ya está comprometida con él. Esto no significa negar lo objetivo, simplemente niega la dis­ tinción que establece Locke entre cualidades primarias y cualidades secundarias. Y esa postura sugiere el abando­ no de la localización simple. Esto nos llevaría a preguntar si pertenece al cuerpo lo que el ojo mira y el modo en que lo mira. Todo lugar implica un aspecto del sí mismo en otro lugar. Pero nues­ tras nociones convencionales del espacio y del tiempo presuponen la localización simple. Es entonces cuando entra en juego la unidad de acaecimiento. Ello permite abrir la puerta a la visión romántica, a la unidad afectiva con el carácter expansivo y creativo del mundo natural. La poesía acude aquí en defensa de la propuesta orgánica y alza su protesta cuando el valor queda excluido de la investigación científica. Whitehead resucita a otro insur­ gente: Berkeley. Porque si algo es la naturaleza y la vida, si algo hemos de atribuirle y agradecerle, es el que sea un «huerto de valores».

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La im portancia de la especulación N o habría ciencia, ni filosofía, sin la convicción ins­ tintiva de que existe un orden en el acaecer del mundo. La conciencia del funcionamiento inexorable de las cosas tiene algo de trágico, pero permite reconocer un orden y es fuente de confianza. El moderno sentido común pre­ supone una materia irreductible extendida a lo largo del espacio en configuraciones diversas: una materia que ca­ rece de sensibilidad, valor y propósito. Dicha presuposi­ ción es incoherente desde el punto de vista de la misma ciencia. Se limita a ciertos tipos de hechos, abstraídos de un contexto más amplio; puede decirse que no es erró­ nea, pero sí incompleta. Una media verdad que funcio­ na sólo si atendemos a los aspectos que caen dentro de un esquema limitado. «La fe en el orden de la naturaleza forma parte de una fe más profunda. Participar de esa fe es saber que al ser nosotros mismos somos algo más que nosotros mismos, es saber que nuestra experiencia, aun siendo confusa y fragmentaria, sondea mayores honduras de realidad.» La especulación (antigua, quimérica) no es vana. Whitehead la defenderá frente al acoso moderno de las meto­ dologías experimentales. Esa defensa lo es, implícitamen­ te, de la metafísica. La razón especulativa se caracteriza por no estar sometida a ningún método, su función es precisamente sobrevolar el método, trascenderlo. La ra­ zón metódica (práctica, sagaz) se afirma en un protoco­ lo. Es esencialmente sedentaria y limita sus actividades a fronteras preestablecidas. La razón especulativa es itine­ rante, un vuelo «vacilante y oscuro». Va de un lado a otro cuestionando los métodos y les niega reposo. N o se con­ forma con lo que funciona. Por su inquietud fundamen­ 229

tal, es pariente cercana de la intuición religiosa. Ambas son para Whitehead no sólo un derecho fundamental del hombre, sino la definición misma de lo humano frente a otras especies animales (dotadas sin duda de razón metó­ dica). En la Antigüedad, fue esa necesidad de sobrevolar las costumbres de la vida sedentaria la que impulsó a vi­ dentes, profetas y chamanes a abrazar la vida itinerante. A retirarse a cuevas y desiertos. Y fueron ellos los que trajeron entusiasmo, novedad y liberación de las rutinas de la aldea. Una inclinación que también puede dar lugar a la proliferación de charlatanes y falsos profetas, pero ahí está la lógica para limitar sus desenfrenos. La época medieval estuvo dominada por el pen­ samiento deductivo y fue negligente con las premisas (que se obtenían confiadamente y se consideraban cla­ ras y distintas). La época moderna está dominada por el pensamiento inductivo. En ambos casos se justifica la razón especulativa para la producción de un esque­ ma global. Para ello son necesarias dos cosas: lógica e imaginación. Tales esquemas, cuando son asimilados y ejercitados, cuando se viven, tienen una energía libera­ dora que dilata la experiencia consciente. Representan un capital de ideas que cada generación debe transmitir a la siguiente. Whitehead insiste en que la observación «nueva» es raro accidente y suele desperdiciarse. Y si no hay un esquema donde encajarla pierde su significa­ do. «Ninguna mente que careciera de la idea de número podría contar. Nadie concentra su atención cuando no hay nada que espere ver. Cuando carece de pensamiento, la naturaleza procede mediante el despilfarro: un millón de semillas da un solo árbol; un millón de huevos, un solo pez.» Del mismo modo, un millón de observaciones da un solo desarrollo útil. «Millones de personas habían 23°

visto caer manzanas de los árboles, pero Newton tenía en su mente el esquema matemático de las relaciones dinámicas. Millones de personas habían visto cómo los animales se atacaban entre sí y luchaban por sobrevi­ vir, pero Charles Darwin tenía en su mente el esquema malthusiano» (de hecho, lo llevaba en sus genes, pues Erasmus Darwin, su abuelo, predijo las grandes tesis del evolucionismo mucho antes de que su nieto se embar­ cara en el Beagle). Lo interesante de todo ello es que el desarrollo de la teoría precede a la comprensión del hecho. Lo teórico no sólo clarifica el pensamiento, sino que «sugiere» la observación. Se mire por donde se mire, la especulación resulta muy práctica. Se podría pensar en la supremacía del hecho sobre el pensamiento. Pero el pensamiento se cuela de incógni­ to en el hecho, le da forma y lo hace posible. «El hecho inmediato es lo que es, en parte, debido al pensamiento implicado en él.» De ahí la importancia de la especula­ ción, que no es un mero sobrevolar los hechos, sino una participación en ellos, en su construcción y en las condi­ ciones que facilitarán la experiencia. Si consentimos en ver el mundo con los ojos de la física mecanicista, ob­ servaremos un sistema que se hunde progresivamente, se enfría y pierde actividad y variedad. Pero la observación de la vida y su evolución no casa con esta realidad. En lo vivo detectamos una tendencia ascendente de dirección opuesta a la decadencia física. «En el desierto abrasador hay deseo de agua, mientras que la tendencia física es ha­ cia la sequedad creciente del cuerpo animal.» El reino de la especulación, del deseo y la experiencia estética, «pue­ de ser vacilante, impreciso y oscuro. Pero está ahí».

Sugerir, evocar Cuatro ideas fundamentales se incorporaron a la teo­ ría científica durante el siglo xix. La primera venía de la Antigüedad y fue recuperada en la Edad Media: a la natu­ raleza le repugna el vacío, todos somos hijos de Parménides. De ahí la idea de continuidad. La segunda era todavía más vieja, procedía de Demócrito y Lucrecio: el mundo está hecho de ladrillos y esos ladrillos son los átomos. La tercera, estrictamente moderna, fue la primera ley de la termodinámica, más conocida como principio de con­ servación de la energía. La cuarta se debe a Darwin: la evolución de las especies mediante la selección natural (aunque las corrientes dominantes del pensamiento no han asimilado la evolución con todas sus consecuencias, o al menos no han sido lo suficientemente radicales fren­ te a lo que esta idea propone). Fue así como la noción de energía acabó desplazando a la de masa. «Pero la energía es simplemente la deno­ minación del aspecto cuantitativo de una estructura de acontecimientos, es decir, depende de la noción del fun­ cionamiento de un organismo.» La pregunta es si se pue­ de definir un organismo sin recurrir a la localización sim­ ple. Una de las alternativas es el concepto de campo, que renueva la vieja idea del éter, y sobre el que profundizó David Bohm. Un evolucionismo radical transformaría el átomo en'organismo (en un medio, en un campo) y la investigación científica sería entonces el análisis de las condiciones para la formación y subsistencia de dichos organismos. Sin embargo, ha ocurrido lo contrario: se ha supeditado el organismo a la materia. La ortodoxia biológica sigue viendo el organismo como un mecanismo físico especialmente complejo. En esa visión ha tenido 232

mucho que ver la historia social de la ciencia, que es la historia de la batalla entre las disciplinas científicas por acumular prestigio, influencia y financiación. La retórica de lo elemental no ha perdido su poder de persuasión. Los organismos de la biología tienen como ingredientes los átomos y las partículas. Pero éstos ya no son conside­ rados organismos sino artilugios mecánicos. Luego vienen otras consideraciones de índole práctica: ¿es posible incorporar las «historias de vida» a las entida­ des atómicas estudiadas por la física? Para la física, en los átomos no hay pasado ni memoria. En parte debido a que al positivista no le interesa lo que son en sí, sino cómo afectan a otras entidades. Pero podría ser fundamental abrirse a la posibilidad de la existencia de átomos que, en ambientes inquietos o serenos, se contagien de ellos. Dicho en términos de Whitehead, «una evolución de las leyes de la naturaleza concomitante con la evolución de los módulos durables». Todo esto se ve con más claridad en la teoría de los cuantos, que nos ofrece la perspectiva de una materia vibrante. La molécula vibra con ciertas frecuencias definidas, poniendo en movimiento el campo electromagnético, irradiando luz de ciertos colores, unas veces roja, otras violeta. La vieja teoría que explicaba los acontecimientos mediante el movimiento de la materia parece ahora demasiado tosca. La relatividad limita el número de rutas; la cuántica, el número de frecuencias. Empieza a aparecer, como si dijéramos, un tiempo propio del organismo. N o todos vibran por igual ni a la misma frecuencia. A ello se añade la no localidad, de la que ya hemos hablado, que Whitehead llamaba la falacia de la locali­ zación simple. Las cosas no sólo están donde están, sino que están también, en cuanto organismos, en aquello que 233

perciben. Son, en cierto sentido, fruto del rostro que contemplan (como diría Lévinas). La durabilidad pasa a entenderse como una reiteración de tendencias o hábitos de entes vibratorios. Ya no se trata únicamente de mo­ vimiento. H ay una historia de vida en cada porción de materia, y un modo de vibrar que configura su tiempo propio, un modo de percibir que condiciona su localiza­ ción propia. Y ninguna de éstas es simple u homogénea, ninguna encajaría en el tiempo absoluto newtoniano. Con todo ello, el factor de la sugestión se apodera de la nueva física. Se observa con mayor claridad que com­ prender significa excluir un fondo de incoherencia. Y ese fondo parece asomar, insinuarse, en el concepto de campo. Algunos físicos como David Bohm aprovecharon para incorporar al paisaje de los objetos el orden impli­ cado. Otros como Whitehead insistirán en la necesidad de armonizar la experiencia científica con la «emoción cósmica» (que es como James llamaba a la experiencia religiosa), la fuerza de la observación con el poder de la intuición. La crisis cuántica empieza a verse como una oportunidad de desvelar todo aquello que ha sido oscu­ recido por el ardor de las controversias y luchas de domi­ nación, como la que protagonizaron jesuítas e ilustrados en la Francia del xviii, por citar un momento clave en la historia de la ciencia. Esa querella es comparable a la que mantuvieron Newton y Huygens acerca de la naturaleza de la luz. Para el inglés, la luz era una corriente de par­ tículas; para el holandés, ondas vibrando en un éter que todo lo permeaba. Las dos teorías parecían contradecirse; al principio imperó la primera, luego la segunda. H oy sabemos que hay un conjunto de fenómenos que se ex­ plican con la primera y otro conjunto de fenómenos que no podrían entenderse sin la segunda. El conflicto puede *34

ser pista y atisbo de una verdad más amplia. La discre­ pancia es aquí oportunidad. Oportunidad de ver que la comprensión de algo tan enigmático como la luz supone excluir un fondo de incoherencia. La ventana de la teoría siempre tiene un marco limitador. Pero lo que en lógica formal es síntoma de fracaso no tiene por qué serlo en la perspectiva. Lo queramos o no, las teorías dejan siempre fuera alguna faceta de la experiencia; son el ejercicio, efi­ caz y lujoso, de la impertinencia. La reivindicación de lo emocional ha dejado de ser arcaica: puede incrementar la nitidez y liberarnos de imágenes adventicias. Cada gene­ ración abandona las metáforas de las precedentes como naves varadas, y la miopía del especialista puede afectar tanto en el templo como en el laboratorio. La ciencia tie­ ne ahora la oportunidad de dejar de ser prisionera de la imagen que posee de sí misma.

La ciencia incolora Si hemos de creer a la tradición pitagórica, el nacimiento de la filosofía europea debió su impulso a las matemáticas como ciencia de generalidades abstractas. Pero en su evolución, la filosofía se ha viciado del ejemplo de las matemáticas. El método elemental de las matemáticas es la deducción, el de la filosofía el de la genera­ lización descriptiva. Bajo la influencia de las matemáticas, la de­ ducción se ha introducido clandestinamente en la filosofía como método regular, en vez de ser un método auxiliar de verificación de las generalidades.

La certeza matemática, derivada de la consistencia del número y la geometría, tiene una larga y visionaria his­ toria. Una historia que ha enturbiado la filosofía de anti­ guos y modernos. La primera figura que encontramos es misteriosa, viajera y mística. Prestigio y enigma, Pitágo235

ras divinizó el número y fundó en torno suyo una forma de vida. La escuela pitagórica rindió culto a estas entida­ des al mismo tiempo tan obvias e inaprensibles. ¿Qué es un número?, pregunta Whitehead, o, más concretamente, ¿dónde se ubica un número? Consideremos, por ejem­ plo, el número 3. Se trata de una entidad que es inmune al flujo del tiempo y que carece de una posición en el espacio. Las mismas consideraciones pueden aplicarse a las figuras geométricas, por ejemplo al círculo. Dichas entidades que no son afectadas por el espacio y el tiempo, que nada saben de sus transformaciones, se convierten en el patrón que rige el espacio homogéneo y el tiempo uni­ forme. Son el factor que garantiza, desde fuera, el tamaño de las reglas y la marcha de los relojes. Lo que nada sabe del tiempo mide el tiempo; lo que carece de lugar en el espacio mide el espacio. Un dios no implicado y abstracto dirige desde fuera el concierto cósmico. Un dios frío que poco sabe de la entrega, la emoción, el instinto, la intuición. Un dios que no ve ni oye, sólo mide. El genio de Pitágoras fue inver­ tir la relación (en el fondo de toda abstracción hay una manía muy poco abstracta) y afirmar que las entidades abstractas como los números y las formas geométricas eran la sustancia última de la que estaban hechas la vida y todo aquello que revela la experiencia sensible. Dicha inversión ha condicionado la historia entera del pensa­ miento occidental. En Berkeley encontramos el lamento más contunden­ te ante dicho planteamiento. El lenguaje de la naturaleza no es un lenguaje abstracto, imperceptible. El lenguaje de la naturaleza es lo visible y lo táctil, lo que se oye, gusta o huele, y todo aquello que entra en la categoría de la impresión. Que para organizar toda esa corriente de sen­ 236

saciones utilicemos un lenguaje abstracto no significa que éste constituya la base de aquélla. Mientras que las palabras, los signos y los símbolos son variables depen­ diendo del uso y las costumbres, de la época y el lugar, las impresiones son las mismas en todos los climas, de ahí que el lenguaje de la naturaleza, nos dice Berkeley, no esté sujeto a falsa interpretación o ambigüedad, como ocurre con los lenguajes de institución humana. Y el ir­ landés prosigue: el número no existe en las cosas mis­ mas. H ay muchas almas en un cuerpo y muchos cuerpos en una sola alma. El número es una creación de la mente, que hace pasar por unidad una impresión o una com­ binación de impresiones, según le convenga. Es decir que, según se combinen las impresiones y los intereses, la unidad variará, y su número también. Llamamos una a la ventana, a la chimenea; sin embargo, una casa, en la que hay muchas ventanas y muchas chimeneas, tiene el mismo derecho a ser llamada una, y muchas casas com­ ponen una ciudad. El número es efecto de la impresión (y de la inten­ ción), subsidiario de la vida y no su fundamento. La mente considera una combinación de impresiones como un objeto, marcado con un nombre. Ahora bien, este denominar y combinar conjuntamente impresiones es perfectamente arbitrario y convencional. Va según usos y costumbres. Si uno consulta sus propias impresiones, observará que los objetos de la vista no existen fuera de la mente. Todos los objetos visibles existen sólo en la mente, la cual, percibiendo sus propias impresiones y comparándolas entre sí, denomina unas imágenes según otras. Y el lenguaje corriente oscurece este hecho por acomodarse al prejuicio común de las cosas y los objetos del mundo (que todos se lanzan a poseer). 237

La geometría calcula las impresiones de lo visible y de lo tangible. N o deja de ser curioso que la extensión tan­ gible se considere real y la visible ilusoria cuando ambas son apariencias. Es como si viviéramos en un mundo de ciegos. Aunque a primera vista parece que la geometría se ocupe de la extensión, de hecho no lo hace: la exten­ sión no puede entenderse sin una mente que la perciba. Y las impresiones no son divisibles. En esta idea insisti­ rá Berkeley. La geometría se convierte entonces en una ciencia de la mente. N o podemos concebir una pulgada en sí misma, sólo podemos hacerlo en relación con nues­ tros cuerpos. Esto es lo que Heráclito quería decir cuando afirmaba que el Sol tenía el tamaño de un pie. ¿Por qué decimos que el diámetro del Sol es de miles de millones de pulgadas y no de un pie si ambos diámetros son igual­ mente aparentes? La primera impresión ocurre cuando observamos el Sol desde la Tierra, la segunda la obten­ dríamos si pudiéramos tocar el Sol con nuestro pulgar y medir cuántas pulgadas tiene. Nos abrasaríamos y nos lle­ varía una vida. Y entonces acude al rescate la geometría, que es la ciencia que permite calcular dichas apariencias. Más de dos mil años separan a Pitágoras de Newton, y los ecos del filósofo de Samos todavía resuenan en la mente moderna. N o siempre fue así. En el medioevo la costumbre pitagórica de medir se alternaba con el hábito aristotélico de clasificar en géneros y especies. Entre la abstracción pura que ofrece la matemática y la clasifica­ ción fisiológica hay una diferencia de grado. Ambas asu­ men el requisito inevitable del pensamiento: olvidar las diferencias, generalizar. La Edad Media fue más biológica que física, pero a partir del siglo x v i i se invirtió la ten­ dencia. Descartes, Spinoza y Leibniz fueron, además de filósofos, grandes matemáticos. El desarrollo de la arit­ 238

mética dio lugar al álgebra, en la que cada letra o signo representaba simbólicamente un número u otra entidad matemática. Cuando alguno de los signos representaba un valor desconocido, se denominaba incógnita. Ello fa­ cilitó un método para formular preguntas, y el álgebra se convirtió en una ciencia general de análisis. La geometría analítica de Descartes y el cálculo infinitesimal e integral de Newton y Leibniz acabarían decantando la balanza hacia la abstracción matemática, abriendo la puerta a ex­ presar las leyes de la naturaleza mediante la formulación matemática. Los filósofos naturales que desataron la Re­ volución científica se complacían en el uso de fórmulas. Pocos humanistas protestaron, nadie adujo que era mejor guiarse por las máximas de Horacio o de Séneca, ni que éstas eran leyes más fiables para el gobierno de la vida. La regularidad en la naturaleza justificaba el algorit­ mo, la ley. Y la noción de periodicidad parecía validar que la abstracción más radical controlara la experiencia concreta. Y Kant introducía el paradigma newtoniano de un tiempo y un espacio absolutos en el ámbito de la experiencia interior. Berkeley, que había creado a Hume (uno de los héroes de Kant), fue ridiculizado en Alema­ nia, y la filosofía de las impresiones quedó arrumbada en el trastero de la historia. Hasta el rescate de Whitehead, que tampoco tendrá mucho éxito en el siglo de los existencialistas y los analíticos. Hubo, claro está, diversas reacciones a la influencia general de las matemáticas. El movimiento romántico y el evolucionismo darwiniano fueron las más importantes. Una evolución en toda regla exige novedades, un factor imprevisible que escape a la ley. La teoría de los cuan­ tos y la relatividad acabarían por confirmar las sospechas de inmaterialistas, románticos y evolucionistas radicales. 239

Ponían sobre la mesa la naturaleza vibratoria de la ma­ teria y cuestionaban abiertamente la homogeneidad del espacio y del tiempo. Las partículas se comportan de una forma extraña, parecen existir de modo discontinuo, apareciendo aquí y allá, atraviesan barreras de potencial (efecto túnel) y se comunican a larga distancia (parado­ ja EPR). La materia pierde consistencia y deja sentir el efecto del observador. Como si se empeñara en reflejar nuestra presencia, como si fuera fruto del ojo que la con­ templa. El sueño matemático abría de nuevo la puerta a una creencia instintiva, la de un universo vibratorio y vivo, un mundo pulsante donde la periodicidad se hace ritmo y la ley hábito.

Proceso y realidad El año en que estalla la Gran Depresión se publica en Nueva York Proceso y realidad. Una obra magna, di­ fícil, fruto de las Gifford Lectures impartidas dos años antes en Edimburgo. En ella, Whitehead desarrolla un ambicioso sistema que pretende, entre otras cosas, disol­ ver la vieja querella entre las ciencias y las humanidades. N o se cansa de repetir que física y metafísica se com­ plementan, que son dos perspectivas, desde diferentes ángulos, de una misma realidad. Además, su concepción de esa realidad es orgánica en sentido radical. Como ya avanzamos, el autor considera cada hecho como un or­ ganismo, dando al término hecho el sentido de «suceso» o «acontecimiento» (event). El universo no está cons­ tituido por sustancias (filosofía) ni por átomos o partí­ culas (física), sino por acontecimientos. Estos toman la forma de «entidades actuales». Las entidades actuales, a 240

veces llamadas «ocasiones actuales» (cuando se limitan a lo temporal), son los componentes de lo real. N o es po­ sible ir más allá de las entidades actuales para encontrar algo más real. N o puede haber dos entidades actuales idénticas, y éstas pueden ser de muy diversa condición: Dios es una entidad actual y también el más trivial soplo de existencia en el remoto espacio exterior. Pero aunque haya gradaciones de importancia y diversidad de fun­ ción, se encuentran todas al mismo nivel, todas ellas son gotas de experiencia, complejas e interdependientes. Los principios que gobiernan la evolución de estas entidades actuales se aplican incluso a Dios. Cada entidad actual supone un elemento novedoso debido a que incorpora en su constitución todas las entidades actuales anterio­ res. Cada entidad actual se relaciona con todas las demás y con los llamados objetos eternos (que explicaremos más adelante). Externamente se encuentran vinculadas entre sí en conjuntos (multiplicidades, nexos y socieda­ des). Una entidad actual no es una «cosa» en el sentido habitual del término, es una actividad analizable en mo­ dos de funcionamiento que conjuntamente constituyen el proceso del devenir. El mundo no es sino el hacerse de estas entidades. La entidad actual se puede analizar respecto a su pro­ ceso de autocreación (inmanente) y respecto a sus posibi­ lidades de objetivación en otras entidades (trascendente). N o es éste el lugar para detallar el complejo mecanismo de evolución de estas entidades. Lo decisivo del plantea­ miento de Whitehead es que la entidad es lo que es en función de sus sentires y que el sentir no puede abstraer­ se del sujeto que lo experimenta. Estos sentires son a su vez inseparables del fin al que aspiran. Lo cual nos lleva directamente al concepto de objeto eterno. 241

Un objeto es aquello que se convierte en dato para una percepción consciente o inconsciente (aprehensión). Cualquier entidad que intervenga en procesos que tras­ cienden a la entidad actual funciona como un objeto. Así, los objetos eternos son un tipo especial de objetos (en los que destaca la intemporalidad) que son ingredientes en el carácter de los acontecimientos. Whitehead acuña el término objeto eterno para distanciarse del concepto de Esencia, de las Formas platónicas y del concepto de Idea del empirismo británico, aunque tal objeto tiene que ver con todos ellos. El mundo temporal está constituido por entidades actuales (por acontecimientos), es por defi­ nición transitorio y se encuentra en un continuo pro­ ceso creador. Pero dentro de su transitoriedad aparecen y reaparecen las formas que la transitoriedad asume para definirse. Esas formas son los «objetos eternos» concre­ tados en la actualidad. «Un color es eterno, viene y va. Pero allá donde aparece es el mismo color. N i sobrevive ni vive. Aparece cuando es necesario.» Las cosas pueden no ser nunca las mismas, pero el azul que en ellas aparece (con todas sus tonalidades) sí lo es. De modo que los objetos eternos son los ingredientes de lo actual, y cuan­ do analizamos cualquier actividad encontramos objetos eternos concretados. Y mediante la abstracción podemos concebir entidades que, aun siendo reales, no son actua­ les (lo «rojizo», lo «triple»). Esa abstracción abre una dimensión de realidad imprescindible para explicar lo actual: el mundo de lo posible. Si lo real es un proceso, debe estar necesariamente abierto a lo potencial, a «po­ der ser lo que no es». De ahí que los objetos eternos ten­ gan dos formas básicas: (i) objetos eternos concretados en la experiencia de una entidad actual y, (2) mediante la abstracción, objetos eternos puros como posibilida­ 242

des para la realización en lo actual. Es importante notar que el ámbito abstracto de los objetos eternos (el modo en que Whitehead «salva» el conocimiento matemático) carece de actualidad, pero esta noción, la de potenciali­ dad, es fundamental para la comprensión del proceso (y aquí es donde se percibe la influencia de William James). La diferencia con la teoría de las Formas o Ideas Puras platónicas es evidente. Mientras que para el Platón del Fedón éstas constituyen la realidad última y el mundo temporal es una mera imitación defectuosa de ellas, para Whitehead la realidad última son las entidades actuales y su continuo proceso creativo. El proceso se mantiene ininterrumpido gracias a una categoría fundamental de la energía que mueve el cosmos: la creatividad. Gracias a ella, lo múltiple y disyuntivo entra en la unidad compleja de la entidad actual. La creatividad es el principio de la novedad y, por ende, de la libertad. El verdadero ser se sitúa en el devenir, y para que su continuo proceso sea posible es necesario aceptar el mundo de los objetos eternos, que es, entre otras cosas, el mundo de la aspiración. Las actualidades que alcanzan este fin o satisfacción última constituyen los ingredien­ tes del proceso mismo, que los proyecta más allá de sí como datos para otras entidades futuras. La existencia de lo eterno es la que hace posible esa transferencia: un objeto eterno es una potencialidad para las entidades ac­ tuales, pero en sí mismo es neutral respecto a su integra­ ción física en cualquier entidad actual. La diferencia fundamental entre Dios y el resto de las entidades actuales es que Dios es atemporal, carece de pasado, ni nace ni muere. N o hay una prioridad de Dios frente a la existencia, pero el polo físico de Dios (Naturaleza Consiguiente) es genéticamente posterior a H i

su polo mental (Naturaleza Primordial). Esta diferencia hace posible su atemporalidad. En este punto Whitehead muestra cierto spinozismo: la neutralidad de los objetos eternos hacia lo actual permite la libertad en el univer­ so temporal. Cuando las entidades actuales captan los objetos eternos, despierta en ellas la apetencia de divi­ nidad, pero esa apetencia no determina ni a la entidad actual ni a los objetos eternos, pues lo que busca Dios es la actualización de los objetos eternos en cualquiera de las entidades actuales y su naturaleza es ciega hacia lo particular. La «apropiación» de los objetos eternos se realiza a tra­ vés del polo mental de la entidad actual dada, y su existen­ cia depende de esa incorporación. Este punto es decisivo: sin el proceso del devenir, no existirían (y no a la inversa, como se ha pensado desde el platonismo). Y también en la entidad actual primordial no temporal que es Dios, que en términos de Whitehead es la unión entre lo actual y lo potencial. Dios es la entidad actual no temporal mediante la cual la mera creatividad indeterminada se transforma en libertad determinada. Dios es el mediador entre dos mundos, que sin Él no serían vinculables: el mundo de los objetos eternos y el mundo de las entidades actuales. Como puede observar quien haya tenido la pacien­ cia de llegar hasta aquí, la obra es muy compleja. Hay en ella un esfuerzo descomunal por superar todos los dualismos de la metafísica y por sustituir el concepto de sustancia por un elemento dinámico y plural, en el que resuena tanto el pensamiento de James como el de Leibniz. Los elementos constitutivos de lo real son esos sucesos que Whitehead llama entidades actuales u ocasio­ nes, que incorporan aspectos subjetivos y objetivos. La tesis fundamental es que la estructura de esta «ocasión

de experiencia» es análoga a la estructura de lo que co­ múnmente llamamos organismo. Lo revolucionario del planteamiento, y lo que más nos puede interesar aquí, es que se atribuyen experiencias a todas las cosas del mun­ do. Berkeley había apuntado en esa dirección, pero nadie hasta entonces había llevado tan lejos la identificación de realidad y experiencia.

Leyes de la naturaleza La idea de ley tiene su origen en la impresión de regu­ laridad, en una sensación recurrente. A l mismo tiempo, aunque se trate de una ley de transformación, la ley pre­ supone cierta continuidad. Las cosas cambian, mientras que la ley permanece. La creencia en unas leyes de la na­ turaleza es el fundamento de toda ciencia. El compor­ tamiento del mundo ha de seguir ciertas pautas para que los fenómenos sean predecibles y verificables. La ley parece a primera vista condición del conocimiento: hace posible el pronóstico. Todo esto es más o menos evidente. Pero entonces surge una cuestión, todavía sin resolver, de la que depende no sólo nuestra cosmovisión sino también nuestra concepción de la vida consciente. ¿Qué tipo de relación existe entre esas leyes y el compor­ tamiento de los seres? ¿Se somete el comportamiento a la ley o la ley al comportamiento? ¿Debe haber necesa­ riamente un eje de dominación o se trata más bien de una influencia bidireccional? El problema es antiguo. H oy predomina el paradigma del ser vivo como títere dirigi­ do por los hilos de la ley física y biológica. Whitehead no piensa así. El organismo no sólo hace paisaje, sino que puede poner el paisaje a su servicio. 245

Exploremos un poco más. Parece razonable asumir que los organismos no se comportan del mismo modo en la ciudad, el bosque o el glaciar. Y no digamos si extende­ mos la comparación a la Luna, al interior de una estrella o al espacio interestelar. El comportamiento es contex­ tual. ¿Significa esto que la ley es local? A primera vista parecería que sí. Por otro lado, desde cierta retórica de lo elemental, esas diferencias podrían resultar superficiales. Bastará reducir los cuerpos a moléculas para comprobar que todas éstas siguen idénticas leyes químicas, tanto en la ciudad como en el bosque o en el glaciar. Pero las mo­ léculas son a su vez susceptibles de análisis y no se com­ portan del mismo modo en condensación o en el vacío, donde rigen las leyes electromagnéticas, y así sucesiva­ mente, descomponiendo las cosas, podríamos, al menos en teoría, encontrar ámbitos sucesivos donde imperasen diferentes leyes. El determinismo mecanicista, para el que el electrón «corre ciegamente» impulsado por leyes irrevocables, es eco de la vieja obsesión calvinista por la predestinación. Ésta se remonta a su vez a la visión gnóstica de un dios frío e indiferente (un dios revivido por el existencialismo). ¿N o se parece esto a la idea del ser vivo sometido a la inmutabilidad de la ley, incapaz de dirigir su propio destino, títere en manos del ineludible designio? El hom­ bre y, con él, el resto de los seres conscientes, abocados al mecanismo irresistible de la naturaleza. El neodarwinismo será la última versión de este mito, que incide en la falacia de una causa eficiente absoluta, de un ambiente implacable en el que sólo sobreviven los más fuertes. Se obvia la posibilidad de que los organismos creen su pro­ pio ambiente. Se olvida, como ya se ha dicho, que el or­ ganismo es paisaje para otros organismos y que, aislado, 24 6

no sólo es inconcebible sino también impotente. Modifi­ car el ambiente requiere cooperación, ayuda mutua. Siendo esto así, la ley será consecuencia, al menos par­ cialmente, del comportamiento de los organismos, de las «costumbres locales» y de la escala de observación. A los factores del campo habría que añadir además el factor de las «otras presencias» (el comportamiento no es el mismo ante el amante, el padre o la montaña). Sea como fuere, carece de sentido asumir un comportamiento pre­ fijado por leyes impuestas y un organismo inoperante y a merced de éstas. Por otro lado, sin ley no habría inte­ ligencia, ni propósitos logrados, ni medios hábiles para actuar. N o habría metodologías ni tecnologías. H oy es más urgente que nunca entender cómo ha sido interpre­ tado el concepto de ley en los diversos climas y épocas. Desde la Revolución científica ha proliferado una especie particular de sujeto: el investigador científico que se so­ mete voluntariamente a una ley (en la que basa su sustento y el de su familia) bajo la promesa de no abandonar la cárcel metodológica. Seres inteligentes e instruidos que lo cifran todo en la ley (la facilidad con la que la ley se unlversaliza responde a una razón oscura). Frente a ellos subsisten ciertos incorregibles que sólo se sienten cómo­ dos fuera de la ley. Resulta paradójico que, medio siglo después de que Thomas Kuhn perfilara la estructura de las revolucio­ nes científicas, persista entre los físicos la ambición de elaborar una teoría del todo. A veces uno piensa que se trata de una ilusión cínica, alimentada con vistas a la fi­ nanciación de determinados proyectos de investigación. El L H C de Ginebra sería el mejor ejemplo. En plena cri­ sis económica en Europa, se descubre el bosón de Higgs, la partícula de Dios, y se escenifica mediante una cere­ 247

monia que recorrerá las televisiones de todo el mundo. El sueño de una ley total es tan antiguo como el cielo platónico o la ascensión al Sinaí. Whitehead fue de los pocos filósofos de la ciencia que, en el siglo de la físi­ ca, se atrevió a cuestionar dicha aspiración. Proyectar sobre el cosmos insondable las leyes locales del planeta es cuando menos arrogante, si no una actitud descarada­ mente provinciana.

Tres clases de ley Mezclamos sin advertirlo diversos conceptos de ley. A sí como hay diversos tipos de organismos, también hay diversos tipos de leyes. Y esos tipos han calado de mane­ ra diferente en la historia del pensamiento. La ley inma­ nente pone el acento en la presencia de las cosas. Significa que el orden natural expresa precisamente el carácter de las cosas y que si conocemos la esencia de las cosas, cono­ ceremos también sus relaciones mutuas. Los seres ponen las condiciones, no el medio. Mejor dicho, más que los seres, sus relaciones mutuas. Semejante doctrina niega la «cosa absoluta» y presupone una interdependencia básica entre todo lo existente. A l ser subsidiaria de los modos de relación de las cosas, y dado que las leyes depende­ rán del carácter de las cosas, al cambiar esas relaciones cambiarán también las leyes.21 Un evolucionismo conse­ cuente (como el de Bergson) deberá asumir el concepto de ley inmanente: una ley que evoluciona a la par que

21. Ejemplo (que Whitehead no cita) de este tipo de ley inmanente, eminentemente local, es la concepción budista de Sukhávatí, la tierra de Amitábha, donde el organismo del bodhisattva crea ámbitos de dicha.

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las cosas. Dicho evolucionismo abandona la idea de un universo que se desarrolla sujeto a leyes fijas y eternas. Pero no todo son parabienes en la perspectiva inmanente, pues ésta no es capaz de explicar «por qué el universo no debería estar cayendo en un caos desprovisto de leyes». Algo debe haber que asegure la tendencia hacia el orden. Y ello da pie a la siguiente concepción, de sesgo platóni­ co: la ley impuesta. La ley impuesta, curiosamente la más extendida en las corrientes dominantes del cientifismo, es opuesta a la an­ terior. Y digo curiosamente porque es la más metafísica de todas. Es una ley, como ya hemos apuntado, que rige el cambio, pero ella misma no cambia. ¡Una ley fuera del universo! A l margen de lo que llamamos espacio y tiempo, en una especie de cielo platónico. Los organis­ mos deben su evolución a la existencia de dichas leyes, y sus relaciones vienen impuestas por ellas. Pero en un mundo así (y Newton parece que fue consciente de ello) no es posible deducir la naturaleza de los entes del estu­ dio de las leyes que rigen sus relaciones. La doctrina de una ley impuesta lleva implícita la existencia de un algo (divinidad o demiurgo) que la imponga. Y resulta cuan­ do menos sorprendente que corrientes de pensamiento como el existencialismo o el cientifismo beban de la mis­ ma fuente. La idea de una ley impuesta, «junto con la reduc­ ción de las relaciones físicas a movimientos de carácter espacio-temporal, constituye el concepto simplificado de Naturaleza con el que Galileo, Descartes y Newton edificaron la ciencia moderna». Whitehead reconoce que si asumimos que el éxito es garantía de verdad, ningún otro sistema de pensamiento ha tenido uno mayor. La ley impuesta, la conozcamos o no, ha de cumplirse de

un modo exacto.22 N o resulta inoportuno repetir que en estas concepciones reverbera el clamor mosaico, arcaico, de una ley impuesta por una voluntad trascendente. Los alejandrinos se encargarían de rebajar el tono, haciendo aterrizar la trascendencia y posándola en la inmanencia. El Ser primordial debía participar de la naturaleza del mundo. La tendencia hacia el orden no obedecía a una voluntad impuesta desde fuera sino a una reorganización interna. Como decía Emerson, nadie convence a nadie de nada, ni siquiera Dios al mundo. Ha de convencerse uno mismo, desde dentro. A estas dos clases de ley hay que añadir una tercera, la ley positivista: una postura tibia, indiferente y algo desa­ fecta, que el propio Whitehead contribuyó a forjar en su juventud. Los movimientos de las cosas no derivan de necesidades internas. Nada hay que hurgar en ellas. In­ trínseco a la naturaleza de los átomos es que sean móviles y participen de relaciones espaciales y temporales. Nada más. Las cosas simplemente suceden y dibujan modelos que se repiten, modelos que la ciencia se limita a deta­ llar. Entrecruzamiento de trayectorias y concatenación de circunstancias. Nada hay que buscar detrás de esos modelos, son sólo descripciones. En la actitud positivista hay una regla de juego no escrita: no dar un solo paso más allá de la descripción. Una actitud reacia a la inter­ pretación que evita especular o imaginar qué hay más allá del modelo.-En esta ley del silencio tiene mucho que ver, claro está, Kant y su inaccesible cosa en sí. El positivis­

22. Los físicos cuánticos descubrieron una nueva manifestación del azar y sugirieron la inutilidad de seguir buscando «la ley». Pese a ello, la ciencia contemporánea lleva todavía el estigma de la fatalidad y no ha asimilado el desafío cuántico.

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mo tiene los modales del puritanismo y la sobriedad del estoicismo. Recomienda observar las cosas y describirlas del modo más sencillo posible. Comprensión equivale a sencillez de descripción, a enunciar correlaciones obser­ vadas entre hechos observados. El positivista se limita a insistir en la recurrencia de lo observado y sus modelos, eludiendo cualquier compromiso metafísico. Evita tan­ to la responsabilidad individual y participativa en la he­ chura de la ley inmanente como la estricta determinación de la ley impuesta. Se limita a la acumulación de informa­ ción y a la elaboración y comparación de modelos, de un modo un tanto desafecto y sonámbulo. El pensamiento en torno a la ley se mueve en ese triángulo. La ley impuesta, la ley inmanente y el modelo positivista. ¿Es posible reconciliar lo inmanente, lo tras­ cendente y lo indiferente? Si la verdad se encontrara re­ partida, como creía Leibniz, quizá sería posible conservar lo que hay de verdad en cada uno de estos modelos. En el universo de Bergson, que como vimos era un universo de libertad, la ley no determinaba los destinos. William James ve, en cada una de estas tres posibilidades, venta­ jas para la vida y para cada temperamento. Sea como fue­ re, lo cierto es que siempre es posible detectar emoción en la ley. Algunos no saben vivir sin ellas y otros se pasan la vida rehuyéndolas. Whitehead, que vivió una juventud dominada por la fiebre metodológica, dedicó sus años de madurez al vuelo de la imaginación. Ello le permitió co­ nocer los trasfondos de ambas actitudes, la metodológica y la especulativa. En esta última vio un fondo de confian­ za y cierto escepticismo superficial: la imaginación baraja continuamente alternativas y cuestiona los presupuestos del orden vigente. Hay algo de rebeldía en toda especu­ lación. Pero también una profunda confianza en que en

el fondo de las cosas podrá encontrarse algo inteligible. La actitud metodológica, predominante en círculos aca­ démicos, es la opuesta: un conservadurismo superficial que sigue protocolos establecidos y desconfía del fondo de las cosas. Una visión que encastilla los hechos en dis­ ciplinas y se ofusca ante cualquier intento de mezclarlas (un comportamiento de insectos, como diría Bergson). Whitehead supo reconocer, porque había una parte de sí mismo en el asunto, que el positivismo era al fin y al cabo la expresión decimonónica de valores burgueses como la comodidad y la utilidad. Desde Kant interesaba más el cómo conocemos que el qué conocemos. Las ambiciones se han achicado y, con ellas, la propia imagen del conoci­ miento. Una actitud con la que la modernidad ha termi­ nado por poner puertas al campo, y un modo de eludir aquello que inquieta o desconcierta.

El teatro de las palabras La filosofía orgánica es fundamentalmente una críti­ ca de aquellos que apuntalaron el pensamiento moderno (Descartes, Newton y Kant); no debe extrañarnos enton­ ces que resulte extravagante o disparatada. El sinsenti­ do común del positivismo ha calado en nosotros, de ahí nuestra dificultad para retomar «modos de pensamiento prekantianos».-Whitehead reconocerá su deuda con los otros dos protagonistas de este libro. Prácticamente fue contemporáneo de Bergson, aunque empezó a filosofar cuando el francés era ya un pensador reconocido y tradu­ cido. William James había nacido dos décadas antes que él y ya se había ganado el respeto de Harvard cuando el inglés desembarcó en Boston.

Uno de los dogmas modernos que Whitehead se pro­ puso desarticular fue el de la desconfianza hacia la espe­ culación. Él venía de la ciencia más dura y más abstracta, la lógica-matemática, y no desconocía la física, la quími­ ca ni la biología. Sabía muy bien que todas esas ciencias tenían su propia metafísica, pero también que si un cien­ tífico quería mantener su prestigio lo primero que debía hacer era criticar la metafísica. Otro de los dogmas mo­ dernos era la confianza en el lenguaje simbólico. El ins­ trumento de la filosofía eran las palabras y toda filosofía debía forjarse su propio lenguaje. A l servirse del idioma común, el vehículo del pensamiento podía ser también un obstáculo. O bien las palabras se fijan y estabilizan como tecnicismos (con lo que de alguna manera se ador­ mecen), o bien mantienen su pulsión metafórica (con lo que reclaman un salto de la imaginación). A ello hay que añadir otras dificultades. El objeto de la filosofía es un mundo en el que está incluido el propio filósofo, y la naturaleza misma del agente pensante está hecha, entre otras cosas, de palabras. El mundo como enigma plan­ teado a la mente, científica o filosófica, se encuentra ine­ vitablemente con la distracción del lenguaje. El idioma propio es almacén de experiencias y fundamento de la vida social y de la transmisión del conocimiento. Mien­ tras la filosofía se dedica a la generalidad, cada ciencia particular se esfuerza en la construcción de su objeto dentro de los límites establecidos por una comunidad de investigadores. Esto conlleva que la ciencia natural constituya una curiosa mezcla de lo racional y lo irra­ cional. Dentro de sus propias fronteras su tono es fer­ vientemente racional, pero fuera de ellas es dogmático e irracional. De ahí la desorientación que supone para la filosofía dejarse guiar por las matemáticas. Como diría

Bergson, la filosofía se ocupa de la vida y la vida procede grosso modo, no mediante la pulcra exactitud. El ideal de la ciencia matemática es la coherencia y la perfección lógica. En cualquier rama de las matemáticas las nocio­ nes se presuponen mutuamente, se apoyan unas en otras como si estuvieran suspendidas en el aire. Las matemá­ ticas se parecen más a una nube que flota en el aire que a un edificio de sólidos cimientos. Ésa es su magia. Sin embargo, el requisito de la coherencia funciona como arma arrojadiza en las disputas científicas: «Los con­ tendientes tienden a exigir congruencia de parte de sus adversarios y a concederse dispensas a sí mismos». R i­ chard Rorty nos enseñó que un sistema filosófico nunca se refuta, simplemente se abandona porque ha dejado de ser inspirador o sus metáforas se han petrificado en una literalidad baldía. Para alguien como Whitehead, curtido en el campo de la lógica matemática, los deslices lógi­ cos son, de todos los errores posibles, los más triviales. En general, el fracaso de una filosofía estriba en omitir del sistema elementos esenciales de la experiencia. Lue­ go está el asunto de la novedad. Un sistema filosófico nuevo goza de una indulgencia que no se permite a los sistemas filosóficos consagrados, que, por serlo, pueden ser objeto de críticas más severas. Con semejante ambición de generalidad, no es de ex­ trañar que cada esquema de categorías tenga sus acier­ tos y errores. Las categorías metafísicas no han de verse como aseveraciones dogmáticas sino como tentativas. Cada filosofía, como cada teoría física o matemática, es una ventana al mundo desde la que podrá verse una serie de objetos, pero otros quedarán inevitablemente ocul­ tos. Cada ventana tiene su particular narrativa y suscita sus propias expectativas respecto a la conclusión del ar­ 254

gumento. Pero la conclusión, como supo ver una anti­ gua filosofía budista, es una figura retórica. Todas estas consideraciones dejan malparada a la filosofía y algunos ven en ella el cuento de nunca acabar. Sin embargo, no debería haber motivo para el desaliento. Esa continua renovación del pensamiento es una forma de adaptarse a las cambiantes exigencias de la vida (según tiempos y lugares). En este sentido, la labor filosófica es una la­ bor artística. N os enseña a ver el mundo de una nueva manera y, gracias a su poder de evocación, orienta nues­ tra imaginación y nos ayuda a trascender lo obvio. El pensamiento nunca se libra de su condición de aventura experimental, de esclarecimiento progresivo, andariego, nunca acabado, donde el éxito es siempre parcial y, sin embargo, indispensable. Cada nueva idea introduce una nueva posibilidad, «aunque no es menor nuestra deuda con un pensador cuando adoptamos la posibilidad que él desechó». Así, las filosofías de Newton y Descartes no sólo han cumplido su función, sino que se dejaron en el tintero algunas posibilidades que es necesario rescatar. Cada ciencia crea sus propios instrumentos, y el de la filosofía es, como ya se ha dicho, el idioma. La filosofía carga con las peculiaridades del habla local, con la expe­ riencia que a lo largo de los años han ido encapsulando la fraseología y los refranes. Todo ese conocimiento tácito lo hereda cada filosofía particular. Pero la filosofía, en su tarea de expresar generalidades, también incide en ese lenguaje local, le da forma y sugiere orientaciones. Sería ingenuo creer que una proposición puede representar un hecho (tendría que dar cuenta de la situación general del universo requerida para que se produzca ese hecho); pa­ rece más razonable asumir que las proposiciones expre­ san verdades parciales en las que no se consideran todos 2 55

los factores. N o puede haber proposiciones completas en frases verbales; esto sólo es posible en ámbitos estricta­ mente delimitados y reducidos, como el de la lógica mate­ mática. De ahí que resulte desorientador para la filosofía el tomar como modelo esta ciencia: «El rígido dilema de los lógicos, verdadero/falso, tiene muy poco significado en la búsqueda del conocimiento». La filosofía carece de certezas axiomáticas precisas de las que partir. N i siquie­ ra dispone del lenguaje necesario, y además carga con la historia entera de los pueblos cifrada en sus lenguajes. Las ciencias de laboratorio objetan a la filosofía su ex­ ceso de ambición, y tienen sus motivos. La filosofía es ambiciosa, de hecho ella misma no se siente ciencia y se hace la despistada cuando se muestran sus vergüenzas: los incontables sistemas metafísicos, contradictorios en­ tre sí, que han ido abandonándose a lo largo del tiempo. Y sin embargo sobrevive, su aventura incontenible tiene unpathos propio, contagioso, inmune al desaliento. Cada época exige una nueva aventura espiritual, y ésa es la jus­ tificación de cada nueva filosofía. Whitehead ambicionó lo que nadie había logrado en la era moderna: unificar la experiencia estética y religiosa con la científica, fundirlas en un solo esquema de pensa­ miento. Reconoció en el interés científico una derivación de la emoción cósmica: «Las diferencias de compás entre las emociones puras y las experiencias conceptuales pro­ ducen un tedio-de la vida [...]. Ambos aspectos reclaman una reconciliación en la que las experiencias emocionales ilustren una justificación conceptual, y las experiencias conceptuales encuentren una ilustración emocional». Pero hay que rebajar el entusiasmo: la audacia especu­ lativa debe equilibrarse con la humildad ante los hechos y la lógica. Tan enferma es la filosofía apocada como la 256

arrogante, mera expresión de personalidades excepciona­ les. «Es tarea de las ciencias experimentales modificar el sentido común. La filosofía se encargará de fusionar la imaginación y el sentido común, imponiendo un freno a los especialistas y ensanchando su imaginación.» Es difícil dilucidar si Whitehead consiguió lo que se proponía. Su propuesta no tuvo una gran difusión y tam­ poco fue acogida con excesivo entusiasmo por la comu­ nidad filosófica. Los pensadores en los que dejó su im­ pronta pertenecían en su mayoría a la teología. Pero sin duda podemos afirmar que tuvo éxito en su orientación. Dadas nuestras necesidades actuales, es de justicia reco­ nocer que apuntaba en la dirección correcta, y en este sentido su pensamiento puede seguir siendo fecundo e inspirador. Su concepción de una divinidad influenciada por el discurrir del mundo ha inspirado algunas de las teorías ecológicas contemporáneas. El destino de la Tie­ rra y los ecosistemas pasa a considerarse un asunto que concierne a la fuerza creativa de lo divino. Ciertas actitu­ des como la identificación afectiva con el medio, que ya no es visto como una amenaza sino como un lugar en el que respirar y un hábitat que compartir; el «estudio del hogar», que es como Haeckel llamaba a la ecología (oikos, «vivienda»; logos, «tratado»); la protección de la biodiversidad; la atención a los flujos de energía, a los ciclos del agua y a la nutrición: todos ellos son temas que encajan a la perfección en el marco de pensamiento de Whitehead.

Participación El siguiente fragmento de las conversaciones que White­ head mantuvo con Lucien Price, publicadas en 1954, sin­ 257

tetiza la postura del filósofo respecto a lo divino y al pa­ pel de la persona en este asunto de la vida: «La gente comete un error al hablar de “ leyes natura­ les” . N o hay leyes naturales. Sólo hay hábitos temporales de la naturaleza. Es más, somos demasiado engreídos al medir todo en proporción a nuestros cuerpos. Después de lo que la ciencia ha descubierto respecto a lo infinitamente pequeño y lo infinitamente grande, el tamaño de nuestros cuerpos resulta irrelevante. En esta pequeña estantería de caoba puede haber civilizaciones tan complejas y diversi­ ficadas en escala como las nuestras; y allí arriba, la inmen­ sidad de los cielos puede ser sólo una hebra diminuta del tejido corporal de un ser a cuya escala nuestro universo sea una bagatela. El hombre sólo empieza ahora a comprender no la inmensidad, que no puede aprehender, sino que esa inmensidad existe y desafía cualquier cálculo. »Sólo en muy raras ocasiones ese profundo y vasto mun­ do aparece en el pensamiento consciente o en la expresión; ésos son los momentos memorables de nuestras vidas, cuan­ do sentimos, cuando sabemos, que estamos siendo utiliza­ dos como instrumentos de una fuerza superior para fines más amplios y elevados que los nuestros. Y aunque sólo los hombres de genio han tenido esa experiencia con fre­ cuencia, casi todo el mundo la ha tenido en algún momen­ to de su vida. Los grandes poetas son importantes porque son capaces de expresar esas vastas intuiciones, a menudo mejor que la mayoría de los filósofos, y sus palabras resue­ nan en el lector y provocan una sensación de infinitud en el pensamiento, el sentimiento y la experiencia. »La idea hebrea de un Dios que creó el mundo desde el exterior y de una sola vez fue una equivocación. ¿Qué pensaríamos de un creador que lo ha previsto todo y que ha hecho el mundo tal y como lo encontramos ahora? 258

Prevé todo y sin embargo pone en el mundo todo tipo de imperfecciones para enviar a su Hijo unigénito, que, sufriendo una tortura y una muerte horribles, las redime. Ideas infames. La religión helénica ofrecía un mejor en­ foque; los griegos concebían la creación como un proceso en marcha, en todas partes y todo el tiempo, dentro del universo, y creo también que eran más felices con su per­ sonificación sobrenatural de las fuerzas naturales, unas buenas, otras peligrosas, pero todas presentes. H ay una tendencia general del cosmos a producir cosas que valen la pena, y siempre hay momentos en los que podemos trabajar con ellas o ellas pueden trabajar a través de noso­ tros. Pero esa tendencia no es en absoluto omnipotente. Otras fuerzas trabajan en su contra. »Dios está en el mundo, o no está en ninguna parte. Creando continuamente en nosotros y alrededor nuestro. Este principio creativo está en todas partes, en el mundo animado y en la llamada materia inanimada, en el éter, el agua, la tierra y los corazones humanos. Y esta creación es un proceso continuo, y el proceso en sí mismo es la realidad: tan pronto como llegas inicias un nuevo viaje. En la medida en que el hombre participa de este proceso creativo, participa de lo divino, de Dios, y esa participa­ ción es su inmortalidad, lo que convierte en irrelevante la cuestión de si su individualidad sobrevive tras la muerte del cuerpo. Su genuino destino como cocreador del uni­ verso es su dignidad y grandeza».

Epílogo

Naturaleza y vida N o deja de sorprender la insistencia mecanicista en ver el mundo como algo inerte y ciego. Una actitud tan arraigada que apenas resulta ridicula. Y el mundo acaba por considerarse al margen de la vida, como si la vida y la conciencia fueran anomalías casuales de un mundo muerto hace mucho tiempo. El conocimiento se ha ido atando de pies y manos, y pocos han protestado. Uno de los ejemplos favoritos de Whitehead es el de los insectos que visitan las flores. La observación de este hecho ha abierto paso a ramas enteras de la ciencia, apuntando a la naturaleza complementaria de las flores y los insectos, pero la perspectiva positivista ve en esa visita, en esa cor­ tesía que transmite una semilla, un mero juego mecánico. Whitehead tuvo la audacia de invertir la situación: que la noción de vida envolviera las nociones físico-químicas, y no a la inversa. Había llegado el momento de despertar del sinsentido de una naturaleza estática, sin duración, sin tiempo propio. Demasiado tiempo agachando la ca263

beza, esas metafísicas de laboratorio permitían poco goce y poca creatividad, y fomentaban mucho esfuerzo vano y mucha depresión. La filosofía corpuscular es un modelo agotado. ¿Cómo se pudo llegar hasta aquí? Lo hemos visto: en parte gracias a los avances de la física, que se ocupaba sólo de una parte del asunto hasta que se aceptó que se ocupara de todo. «Renunciar voluntariamente a tu liber­ tad, ésa es la definición de ridiculez»; la frase de Philip Roth expresa a la perfección eso que la ciencia se empeña en demostrar y que el instinto desmiente continuamen­ te. Se niegan los propósitos a la conciencia, se niegan las orientaciones. El pensamiento científico está dominado por el supuesto de que las funciones mentales no for­ man parte de la naturaleza. Pero la ciencia sabe que cada escala de observación muestra un mundo y presenta los efectos de dicha escala. Que hay efectos ausentes, que habitan otras escalas, y otros presentes, que escenifican su representación. Y sin embargo no queda espacio para la contemplación y sí para la fiebre del análisis, para la búsqueda de realidad detrás del escenario. Como si en­ tre bastidores hubiese algo que pudiera desmontar el he­ chizo (y no meramente zanjar la conversación). Se niega el tiempo para la recreación, y entre tanto aguafiestas se nos va la vida. Si se analiza el asunto con precisión microscópica, no hay modo de ver dónde termina el cuerpo y dónde co­ mienza el mundo alrededor. La comunidad del cuerpo está sumergida en la del ambiente: es obediente y dísco­ la al mismo tiempo. Emociones, propósitos, goces: ¿qué sería de la vida sin ellos? Nuestra experiencia del mundo incluye la del alma propia como uno de los componentes del mundo (el yo como otro). Whitehead quiso distan­ 264

ciarse de aquellas corrientes de pensamiento que descon­ fían de la naturaleza. Unos se sentían arrojados en ella; otros sólo se contentaban destripándola. «We murder to dissect. // Enough of Science and o f Art; / Cióse up those barren leaves; / Come forth, and bring with y oh a heart / That watches and receives.» Déjate de deconstrucciones y desmontajes, clama Wordsworth, y tráete un corazón que perciba y sienta. Quizá sea posible una ciencia más creativa, guiada por los mismos motivos que guían la li­ teratura, el arte y la religión. ¿Es viable el sueño de Whitehead? La mutua inmanen­ cia de unas cosas en otras, la consideración de la totalidad inscrita en cada cosa, resulta difícil de manejar. El pro­ blema no es conceptual sino metodológico. Toda ocasión presupone el mundo anterior como algo activo, pero eso no es fácil de medir. De ahí que se restrinja la cosa a su lugar y se olvide aquello que percibe. De ahí la relativa estabilidad de las leyes. Pero la ley no debería oscurecer la autocreación constante de lo natural. Es una aproxi­ mación útil, efectiva, pero sólo una parte de la verdad. «La emoción trasciende el presente de dos modos: surge de y se proyecta hacia. Se recibe, se goza y se traspasa de un momento a otro. Toda ocasión es un foco de interés, conjunción de inmanencia y trascendencia. La ocasión se interesa, en cuanto al sentimiento y al designio, por las cosas que están más allá de ella. Así, toda ocasión, aunque empeñada en su propia autorrealización inme­ diata, se halla interesada en el universo.» La actividad creadora, en el arte y en la naturaleza, es precisamente el interés de conservar o transmitir una emoción. En esa tarea coinciden el artista y el creador. Toda ocasión tiene un componente estético y liberador: debe elegir entre las múltiples corrientes de sentimiento recibidas del pasado 265

y encontrar su propio camino. Es memoria y aventura. La conservación de la energía ya no rige aquí: la energía física ha sido sustituida por la emoción estética. La cien­ cia comienza a maravillarse.

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271

índice analítico y onomástico

Bergson, Henri, 93-192 alegría y, 171, 176-177, 183, 192 biografía de, 96-104, 116 cerebro y, 118 -12 7 , 1 3 3 - 1 36,

afasia, 1 17, 13511. agnosticismo, 53 ákása, 224 alegría, 171, 176-177, 183, 192 alejandrina, filosofía, 226, 250 Alexander, Samuel, 199

I 5 3 _I 5 5 , 19 1-19 2 ciencia y, 93-94, 100-103, 149, 156, 16 5 -16 6 ,17 0 -17 1,19 1,

Al-Ghazali, Abu Hamid, 48 analítica, filosofía, 17, 19, 195-196,

252 conciencia y, 98, 106-125, 142-

199.

20 3 > 2 3 9 Andreu, Agustín, 51 ángel, 47, 50, 79 anglicanismo, 196 antropología, 40, 63-64, 175 Aristóteles, 66, 15 1, 162, 177, 200,

149, 15 4 - 1 5 5 5 17 3 -17 6 , 184-185 conocimiento y, 94-95, 125,

i3 2>1 77-179 creacionismo y, 1 5 7 - 1 5 9 , 16 3-16 4 cuantificación y, 10 4 -10 7 , 15 5 -15 6 , 224n.

2240. aristotélica, filosofía, 219, 238 Aristotélica, Sociedad, 199 Arreóla, Juan José, 51 astronomía, 74, 15 1, 216

cuerpo y, 1 1 7 - 1 3 1 , 134 -142, I 5 3 _I 5 5 > J 9 ! determinismo y, 97, 11 4 -115 , 139, 150, 163, 168, 176 divinidad y, 102, 139-140, 162164, 18 1, 185, 189-190

ateísmo, 34, 89, 100 Bacon, Francis, 205 Historia natural, 204 Becket, Thomas, 197 belleza, 79, 210, 213, 265-266

«duración» y, 94-95, 97, 103, 10 7-115, 137 -14 1, 16 1-172

273

metafísica y, 94, 162, 169, 180-181

E l pensamiento y lo moviente, 103 emoción creadora y, 181-185 Ensayo sobre los datos inme­ diatos de la conciencia, 98 espacio y, 10 5 -114 , 14 1-14 2 , 154, 168-169 espíritu y, 117 -12 6 ,13 9 -14 2 evolución y, 95-97, 99, 142-148, 156-161 fabulación y, 186-189

mística y, 94, 102, 18 5,18 9-19 2 números y, 10 4 -10 7 ,114 orden y, 15 1-15 3 percepción y, 99, 12 3 -13 8 , 19 1-19 2 positivismo y, 94, 96-97, 103, 149

12 7 »

psicofísica y, 167-168 sensaciones y, 10 4-107,128-132 tiempo y, 94, 97-100, 103, 105, 10 8 - 1 1 1 ,1 1 4 - 1 1 5 ,1 4 0 - 1 4 1 ,

filosofía y, 93-95, 100-103, I43_I4 5 ,149. *$6-157,170, 180,190, 216, 254 finalismo radical y, 159-166 inteligencia y, 10 5,127,143-149, 161-167,179-180 intuición y, 95, 143-145, 148 James y, 25, 34, 95, 99, 132, 178-179, 190, 221 La evolución creadora, 99, 190 Las dos fuentes de la moral y de la religión, 102 lenguaje y, 104, 108-109, 14 3 ,16 5 ,18 3 ,18 8 -18 9 libertad y, 115 , 127, 134, 139, 145, 16 1,16 7 -16 8 ,19 2 , 251 lógica y, 10 3,14 6 ,156,16 6 -170 , 17 8 ,18 1 matemáticas y , 9 4 - 9 7 , 114 -116 , 11 9 ,14 0 ,15 0 -15 1,15 5 -15 6 , 163-166, 254

164-169 universo y, 123-128, 13 1, 166167, 192 vacío y, 172-173, 181 Whitehead y, 34, 100,149,190, 196, 200, 212, 221, 248, 252 «yo» y, 11 0 - 1 1 5 , I2i-I22n ., 12 6 -132 ,17 0 -17 2 ,18 4 -18 5 Bergson, Jeanne, 116 Berkeley, George, 27, 100, 114 , 166, i88n., 228, 245 cuerpo/alma y, 1 1 6 - 117 espacio y, 107, 109, 1 1 4 ,1 4 1 lenguaje de la naturaleza y, 236-238 matemáticas y, 16, 237-238 pensamiento moderno y, 17, 3 8 ,17 8 ,2 16 ,2 3 9 percepción y, 18, 53, 8in., 107, 202, 204-205 pragmatismo y, 6 2 , 6 6 , 70 sustancia y, 70-72 Bhagavadgita, 3 9 ,13 7 biología, 39 -4 0 ,151,16 8 , 215, 216,

materia y, 117,-119, 12 3-12 7 , 1 3 1_I 3 4 , I 3 9 ' I 4 4 » I 4 8 - I 5 1» 158, 176 Materia y memoria, 99, 117 mecanicismo y, 96-97, 99, 115,

232-2 33,253

12 7 ,14 3 ,14 9 , 158-166 memoria y, 94,99,117,120-126, 131-138 ,16 5

Blood, Benjamin Paul, 45 bodhisattva, 47, 248n. Bohm, David, 224, 232, 234

mente/cuerpo y, 9 4 ,116 -12 5

274

ciencia,

Bóhme, Jacob, 47 Bohr, Niels, 99

abstracciones y, 205, 208 belleza y, 210, 265-266

Borges, Jorge Luis, 44, 50, 51,14 0 ,

Bergson y la, 93-94, 100-103, 14 9 ,15 6 ,16 5 -16 6 ,17 0 -17 1, 19 1,2 52

i55> i 69 James y, 25-27, 63 La encrucijada de Berkeley, 70-72

conciencia y, 17, 20-22, 118 12 5 ,19 1-19 2 , 263-265

La nadería de la personalidad,

conocimiento y, 17 ,4 3 ,6 4 ,12 5 ,

7 i ,79

' 77-^79, 252

Boyle, Roben, 21 Bucke, Richard M., 47 Buda, 4 8 ,1 1 7 ,1 8 3 budismo, 10 2 ,13 2 ,18 7 , 221, 24811.,

cuantificación en la, 104-108, 11 2 -1 16 determinismo y, 37, 1 1 4 - 115 , 150, 246 especulación y, 228-231 experimentos y, 62-63

2 55 c o n c ie n c ia e n el, 1 7 4 - 7 5 Ja m e s

y

60, 64-65, 81 173 e n el, 63, 100,

el,

filosofía y, 15, ioo- i o i , 103, 149, 2 16 -22 2, 240 -241,

m adh yam ak a, r e a lid a d

io 7 n .,

196, 2 11 sentidos e n el, 86n., 1 8 8 unidad/multiplicidad e n el, 49,

253-257 hipótesis en la, 26, 57-58 intuición y, 14 3-14 5 ,16 4

88

investigación psíquica y, 41-43,

58

vacío en el, 173 verdad en el, 81, 85 «yo» en el, 39 ,4 9 ,7 2 ,18 5 zen, 172 Caird,John, 33, 38-39

James y la, 26, 37, 39-40, 57, 62-64 lenguaje y, 253-256 leyes de la naturaleza y, 67-68, 2 14 -215,2 39 , 245-252

calvinismo, 59,16 3, 246 caos, 77, 152, 249 capitalismo, 119, 187, 221 Carlyle, Thomas, 29 Carr, Herbert W., 199, 206

libertad y, 15 -17,14 9 -15 0 , 264 matemáticas y, 235-240 mecanicismo y, 15, 19 -21, 40, 149, 208, 210, 2 31, 246 medición y, 150 -151

cartesianismo, 119, 187, 221 casualidad, 15 2 -15 3 catolicismo, 100, 102-103

metafísica y, 94, 103, 118 -119 , 158 ,216, 240,253-256 método en la, 26, 43, 178, 187, 235, 247,252

causalidad, 15, 94, 114, 147, 160, 209 Cervantes, Miguel de, 216

mundo moderno y, 226-228 orden/desorden y, 15 1-15 3 organismo y, 15-16, 149, 156, 214-223, 232-233

Chesterton, Gilbert Keith, 49-50 Chevalier, Jacques, 102

275

poesía y, 227-228 principio fabulador y, 187-189

organismo y, 129, 14 2 -14 3,

realidad y, 62-65 reduccionismo y, 26, 117 -119 , 156, 187, 246, 249

pensamiento y, 84-85 reduccionismo y, 2 1-22, 117 119 ,12 8 , 148 sensaciones y, 67, 106-108,

145, 155

religión y, 34-35, 4 °. 57, 208, 2 14 -215,2 5 6 , 265

172

teoría y, 234-235 teoría del todo y, 83, 214, 247-

tiempo y, 14 0 -1 4 1,17 2 ,1 7 5 vacío y, 172-173

248 tiempo y, i i o - m verdad y, 83, 85-86, 234-235

verdad y, 38-39, 58 vida y, 147-148, 156 Whitehead y la, 216-219, 263265 «yo» y, 184-185 conocimiento, ciencia y, 17, 43, 64, 125, 177-

vida y, 155-156 Whitehead y la, 38, 195, 198, 201-202, 214-215, 221-222, 232-240, 245-248, 256-257 cientifismo, 139, 175, 249 Círculo de Viena, 202 Coleridge, Samuel Taylor, 50

* 7 9 , 2 52 cuerpo y, 218-219 «duración» y, 94-95, 141 estados de trance y, 42-43, 49 filosofía y, 218-219 lenguaje y, 255-256

conciencia, Bergson y la, 98, 106-125, 142149, I 5 4 - M 5 . * 7 3 -17 6 , 184-185

instintivo, 146 leyes de la naturaleza y, 15, 245,251-252

cerebro y, 17, 20-21, 118 -12 5 , 13 5 ,1 4 3 ,1 4 5 ,1 5 4 -1 5 5 ciencia y, 17, 20-22, 118 -12 5 , 19 1-192, 263-265

nuevos instrumentos y, 227228

espacio y, 1 0 8 -1 1 ,1 1 3 -1 1 4

percepción y, 125, 132, 15 3-

experiencia y, 53-55 filosofía y, 20-22, 58,184, 216219

154, 2 11-2 12 puritanismo y, 210 simpatía y, 94, 1 6 3 , 179 verdad y, 81

James y la, 38-41,46-47, 53-56, 58, 67, 216-219 lenguaje y, 10 8 ,1 4 3 ,1 7 1 , 237 libertad y, 142-145, 173-176

cosmología, 15 1, 2 13-2 14 creacionismo, 157-159, 163-164 cristianismo, 90, 102 cuáquera, religión, 3 5

materia y, 55-56, 133, 143-145,

*76 daimon, 47, 50,183 Dante Alighieri, 32

memoria y, 126, 13 1, 135-138, 175

mística y, 33-34 ,42,45-4 7,10 2, 180,189-190

Darwin, Charles, 51, 2 31, 232 Darwin, Erasmus, 231

276

darwinismo, 69, 147, 157, 222,

existencialismo, filosofía y, 17, 195-196, 201202, 239, 249

239, 246 Daudet, Alphonse, 44 Notes sur la vie, 44 Debussy, Claude, 98 Degas, Edgar, 116

universo y, 65, 126, 191, 246 fe, 37-38, 89 Feyerabend, Paul, 115 Fichte, Johann G., 25 filosofía, Bergson y la, 93-95, 100-103,

Delacroix, Eugéne, 32 Demócrito de Abdera, 155, 232 Derrida, Jacques, 177 Descartes, René, 204, 249, 252, 255 cuerpo/alma y, 116 -119 , 216 matemáticas y, 119, 238-239 determinismo,

I 4 3 -I 4 5 > r4 9 > 15 6 -15 7 . 1 7 °. 180, 190, 216, 254 ciencia y, 15, 10 0-101, 103, 149, 2 16 -2 2 2 , 240 -24 1,

Bergson y el, 97, 11 4 -115 , 139, 150, 163, 168, 176 ciencia y, 37, 1 1 4 -115 , 150, 246 James y el, 37, 74-75

253-2 57 conciencia y, 20-22, 58, 184, 216-219 conocimiento y, 218-219 cuerpo/alma y, 116 -125 divinidad y, 162-164 espacio y, 113 -11 4 especulación y, 229-231

libertad y, 15, 66, 74-75, 114 115 , r39> 167-168, 176 Dewey, John, 200-201 Dickens, Charles, 197 Diógenes de Sinope, 98 Dionisio Areopagita, 48, 88

experiencia mística y, 41, 94, 190, 208

Eckhart, Johannes, 47 Einstein, Albert, 99, 189 Emerson, Ralph W., 29, 187, 250 Empédocles, 51

intuición y, 143-145, 156-157, 164 James y la, 25-27, 31, 49-52, 60-62, 66-70

empirismo, 38, 69, 136, 204, 242 empirismo radical y, 56-57 pragmatismo y, 69-70 racionalismo y, 52, 60-62 empirismo radical, 56-62, 66, 79,

lenguaje y, 253-256 libertad y, 15-20, 57, 96, 114,

157 matemáticas y, 235, 253-256 orden/desorden y, 15 1-15 3 organismo y, 195-196, 214 223,245-249 ,252-257

207 James y el, 27, 39-40, 56-62,

66

pragmatismo y, 66-70 realidad y, 62-65

racionalismo y, 53, 56-58, 6062, 85 escolástica, filosofía, 72, 90, 216 Escoto Erígena, Juan, 47 estoicismo, 251

reduccionismo y, 52, 72, 117, 204-205 subjetivismo y, 128, 153-154 , 216, 228

277

Heráclito, 238 Higgs, Peter, 247 Homero, 214 Horacio, 239

verdad y, 61, 213, 251 Whitehead y la, 16, 195-196, 200-204, 208, 2 14 - 2 1 5 , 235-240,252-257

Hume, David, 27, 38, 40, 52, 66, 72, 216, 239 Huygens, Christiaan, 234

finalidad dogmática, falacia de la, 198-199 física, 15, 63, 99, 118 , 198, 216, 231-234, 264 espacio/tiempo y, 99-100, 107, i88n., 224 filosofía y, 116, 168, 2 14 -2 15, 218 ,2 38 ,2 4 0 ,24 8 ,2 53-254 matemáticas y, 15 0 -15 1, 162, 238 teoría del todo y, 8 3 ,2 14 ,2 4 7 física cuántica, 99,107, n i , 2500. localización simple y, 205-207,

idealismo, 25, 69, 86, 9 7 ,13 9 , 201, 228 conocimiento e, 13 2 ,15 3 -15 4 percepción e, 1 1 7 ,1 2 8 ,1 5 3 Ignacio de Loyola, 47 James, Alice, 30 James, Henry, 29, 30, 31-32 James, Henry (padre), 28-32, 89 James, Robertson, 30

2 33

James, Wilkinson, 30 James, William, 25-90

materia y, 140, 145, 233-234, 239-240

Bergson y, 25, 34, 95, 99, 132, 178-179 ,19 0, 221

Whitehead y la, 38, 202, 205, 23 3 ' 2 34 fisicalismo, 102, 143, 220-221 Fourier, Charles, 30 Fox, George, 3 5 Freud, Sigmund, 34

biografía de, 27-32 budismo y, 60, 64-65, 81 ciencia y, 26, 37, 39-40, 57, 6264

Galileo Galilei, 118 -119 , 249 Gamow, George, 99 geometría, 146, 14 9 -151, 174, 200,

conciencia y, 38-41, 46-47, 5356, 58, 67, 216-219 conocimiento y, 42-43, 49, 64, 8 1,17 8 -17 9

2 I 3 >2 3 5 >2 3 8-2-39 Gifford Lectures, 34, 201, 240

deterninismo y, 37, 74-75 divinidad y, 36, 59-61, 69-70,

gnosticismo, 191, Z46 Goethe, JohannW. von, 1 1 ,1 8 ,2 5 , 208

7 3 - 7 4 , 89 emoción cósmica y, 26, 32-36, 7 5 , 23 4 , 2 5 6 empirismo radical y, 27, 39-40, 56-62,66

Gogh, Vincent van, 209

espíritu y, 73-74 experiencia con óxido nitroso

Haeckel, Ernst, 257 Hegel, Georg W., 45-46 hegelianismo, 46, 201 Heidegger, Martin, 99

de, 45-47,190 fe y, 3 7 - 3 8 , 89

278

filosofía y, 25-27,31,4 9 -52,6 0 62, 66-70

espacio/tiempo y, 27, 14 1-14 2,

investigación psíquica y, 41-45

pensamiento moderno y, 94,

239 116, 202 kantismo, 15 3 ,17 8 , 201 Kepler, Johannes, 6 7 ,1 1 8 - 1 1 9 Kierkegaard, Soren, 8 3,19 6

La voluntad de creer, 37 Las variedades de la experien­ cia religiosa, 34, 86,99 lenguaje y, 63, 85 libertad y, 74-76,251 lógica y, 63, 67, 78, 82, 84, 899 0 ,178n.

Kilkenny, James de, 11 Kuhn, Thomas S., 198, 247

materia y, 38, 55-56, 73-74 materialismo y, 34, 37, 73-74 metafísica y, 33, 45, 61,66, 70 mística y, 40-41,44-49 naturaleza y, 43, 58-59 pluralismo y, 20,76-80, 86-88

lamarckismo, 9 6 ,14 7 Le Roy, Édouard, 102 Leibniz, Gottfried W., 6 1, 116 , 119, 2 0 6 ,2 2 2,2 4 4 ,251 matemáticas y, 106, 238-239 pluralismo y, 49, 88,196, 216

positivismo y, 25-26, 53,70 pragmatismo y, 62, 64-65, 6680 Principios de psicología, 67 psicología y, 25, 31, 37, 83 racionalismo y, 52, 56-57, 60-

Teodicea, 61 lenguaje, cerebro y, 117 , i35n. ciencia y, 253-256 conciencia y, 10 8 ,1 4 3 ,1 7 1 ,2 3 7 emoción y, 182-183 filosofía y, 253-256 de la naturaleza, 236-237 principio fabulador y, 188-189 realidad y, 63, 85 tiempo y, 10 9 ,14 1,16 5 ,16 8 Lévéque, Charles, 98 Lévinas, Emmanuel, 234 libertad, Bergson y la, 115 , 127, 134, 139, 145, 16 1, 16 7-16 8,

65, 69-70 religión y, 26, 32-36, 40-41, 44, 5 7 . 89 . 2 3 4 sobrenatural y, 89-90 sustancia y, 70-72 unidad/multiplicidad del mun­

do y, 76-80, 86-88 universo y, 64-65, 77 verdad y, 56-58, 65, 68-69, 8o_ 84 Whitehead y, 34,196, 200-201,

i92>2 5i ciencia y, 15 -17,14 9 -15 0 , 264 conciencia y, 142-145, 173-176

2 21,2 34 , 243> 244. 2 52 James, William (abuelo), 27-29 Jesús de Nazaret, 183 Juan de la Cruz, 4 7,10 2 judaismo, 96, 163, 214, 258-259

creatividad y, 243-244 determinismo y, 15, 66, 74-75, 1 1 4 - 115 ,13 9 ,16 7 - 1 6 8 ,17 6 divinidad y, 157, 185, 244 filosofía y, 15-20, 57,9 6 ,114 ,157 James y la, 74-76, 251

Kant, Immanuel, 38, 205, 216, 222, 250, 252

279

divinidad y, 10 2 ,16 2 ,18 5 ,18 9 190

percepción y, 17, 13 1-13 2 , 141,

171 tiempo y, 103, 1 1 4 -1 1 5 , 139. 1 4 1 ,1 6 1 ,1 6 8 ,1 7 1 - 1 7 2 universo y, 15 -16 , 100, 158, 244 ,251 Locke, John, 51,66,136,204,216,228 lógica, Bergson y la, 103, 146, 156, 166-170, 17 8 ,18 1 James y la, 63, 67, 70, 78, 82, 84, 89-90, i78n. Whitehead y la, 195, 200, 235, 2 5 3 " 2 5 4 > 2 5^ Lowe, Victor, 196 Lucrecio, 232 Machado, Antonio, 161 Malebranche, Nicolás, 136 Mallarmé, Stéphane, 116 mecanicismo, Bergson y el, 96-97, 99, 115 ,

I27> 14 í , 149» 158-166 ciencia y, 15, 19-21, 40, 149, 208, 210, 231, 246 ley eterna y, 115, 158 ,16 3-16 4 naturaleza y, 43, 147-148 Whitehead y el, 204-205, 210, 221, 246, 263 metafísica, Bergson y la, 94, 162, 169, 180-181 ciencia y, 9 4 ,10 3 ,118 -119 , 158, 216, 240, 253-256 James y la, 33,45, 61,66, 70 Whitehead y la, 195-196, 201202, 210-212, 229, 240-245

filosofía y, 4 1,9 4 , 190, 208 materialismo y, 34, 48, 192 mito, 50, 187-188 modernidad, 16 -17, 93> 142, 252 Moisés, 214 Monet, Claude, 99 monismo, 25, 48-49,117, u 9; I5J pluralismo y, 20, 76-80, 86-88 Montaigne, Michel de, 52, 216 Moore, George Edward, 199 Myers, Frederic, 42 Nágárjuna, 57 Neuburger, Louise, 116 neodarwinismo, 14 7 ,15 7 , 246 Newton, Isaac, 38,114,198,234,255 matemáticas y, 231, 238-239 pensamiento moderno y, 21, 142, 202, 249,252 newtoniano, paradigma, 114 , 14 1142, 224, 234, 239 Nietzsche, Friedrich, 16 1,19 6 Novalis, 50 Nuevo Testamento, 197 Occam, Guillermo de, 25 orden implicado, teoría del, 224, 2 34

organismo, bien del conjunto y, 146, 159160, 222-223 ciencia y, 15-16, 149, 156, 214223, 232-233 conciencia y, 129, 14 2 -14 3, J4 5 >G 5 filosofía del, 195-196, 214-223, 245-249, 2 52-2 5 7

mística, experiencia, 41, 47-49, 86, 218

leyes y, 225-226, 245-249 percepción y, 208-209

conciencia y, 33-34, 42, 45-47, 102, 180, 189-190

280

universo como, 15-16 ,127, 215,

u n id a d / m u lt ip lic id a d e n el, 7 6 -

240

80 , 8 6 -8 8

verdad en el, 65, 68-69, 80-84, panteísmo, 48-49, 59, 69, 100 paralelismo riguroso, hipótesis del, 118 -119 Parménides, 77, 232

87

vida en el, 84-86 W h i t e h e a d y el, 201 72-73 2 11 P r i c e , L u c i e n , 257-258 p r o t e s t a n t is m o , 221 P r o u s t , M a r c e l , 9 8 ,10 7 ,11 6 ,1 8 4 En busca del tiempo perdido, 116 psicología, 25, 31, 37, 40, 115 ,2 0 7 , 218, 220-221 puritanismo, 70, 75, 210, 251 « y o » e n e l,

Peirce, Charles Sanders, 33, 35, 58, 6 2 , 6 6 , 201

p ra tlty a sa m u tp á d a ,

percepción, 9 5 ,12 3 -13 8 afección y, 17-18 , 39, 48, 107, 12 7-132 aprehensión y, 205-206, 209 cerebro y, 12 6 -12 7 ,13 7 conocimiento y, 125, 132, 153154, 2 11-2 12 cuerpo y, 19 1-192 libertad y, 17, 1 3 1 -1 3 2 , 14 1,

química, 25, 67, 246, 253 Quine, Willard van Orman, 203

! 7i memoria y, 18, 99, 123-126 ,

Ravaisson, Jean Félix, 96-97 realismo, 1 1 7 , 1 2 8 , 1 3 2 ,1 5 4 , 228

132-137, 153» 2 11 mundo y, 208-212 pensamiento y, 54, 2 11-2 12 Pitágoras, 155,235-2 36 , 238 pitagorismo, 102, 119, 15 1, 1550., 214, 224n., 235-236, 238 Platón, 51, 162, 177, 200, 214, 223

reduccionismo, ciencia y, 2 6 ,1 17 -1 19 ,15 6 ,1 8 7 , 246, 249 conciencia y, 21-22, 11 7 -1 19 , 128, 148 filosofía y, 52, 7 2 ,1 1 7 , 204-205

Fedón, 158, 243 Timeo, 16, 15 1, 223, 225

relatividad, teoría de la, 99, 101, 107

platonismo, 132, 179, 198, 2240., 226, 242-244

y

W h ite h e a d

la ,

38, 202, 233,

239-240

leyes de la naturaleza y, 119, 162, 248-249

r e lig ió n ,

Plotino, 48 pluralismo, 7 6 - 8 0 , 8 6 - 8 8 positivismo, 19, 25, 53, 57, 70 pragmatismo, 62-70

c ie n c ia y , 3 4 - 3 5 » 4 ° ,

57» 2 ° 8»

214-215, 256, 265 d iv in id a d y , 3 3 ,

35-36 ,162 26, 33-36,

e m o c i ó n c ó s m ic a y ,

40, 44,

libertad en el, 74-76 materia/espíritu en el, 73-74 sobrenatural en el, 89-90 sustancia en el, 70-72

234

racionalismo y, 60-62, 70, 89 Renán, Ernest, 36 Rgveda, 181

281

romanticismo, 43, 72, 198, 208, 228, 239 Rorty, Richard, 62, 254 Roth, Philip, 264 Russell, Bertrand, 199-200, 212 Principia, mathematica, 200

tántrica, tradición, 190 teología, 25, 34-35, 163-164, 189,

J99> 257 teoría del todo, 83, 214, 247 Teresa de Ávila, 34, 4 7,10 2 Thackeray, William M., 29 Thoreau, Henry David, 29

sámkhya, filosofía, 49, 139, i82n. conciencia y, 22,44, i2i-i22n ., 148, iSjn.

upanisad, 48, 224

Santayana, George, 201 Scheffler, Johann, 47

vedánta, filosofía, 49, 79 verdad, ciencia y, 83, 85-86, 234-235 conciencia y, 38-39, 58 empirismo radical y, 56-58, 85 filosofía y, 61, 213, 251

Schopenhauer, Arthur, 25, 50 Schródinger, Erwin, 1 1 1 selección natural, 2 15 , 222-223, 232, 246

pragmatismo y, 65, 68-69, 8084,87

Seminario Teológico de Princeton,

29 Séneca, 239 sentido común, 10 4 ,117 , 14 2 ,16 7, 186, 229 ,2 57

vijñanaváda, escuela, 132 Virgilio, Publio, 32 Vivekananda, Swami, 48, 79

Shaw, George Bernard, 140 Shelley, Percy B., 198 Silesius, Angelus, véase Scheffler, Johann Skolimowski, Henryk, 11 Sociedad para la Investigación Psí­

Wade, Evelyn, 199, 202 Walsh, Mary Robertson, 30, 31 Whitehead, Alfred North, 195-

259 aprehensión y, 205-206, 209, 2 19 ,2 2 5 ,2 4 2 ,2 5 8 Aventuras de las ideas, 20 1,2 13 Bergson y, 34, 100, 149, 190, 196, 200, 212, 221, 248, 252 biografía de, 196-203

quica (SPR), 41-43, 45 Sócrates, 6 6 ,183, 213 Spencer, Herbert, 25, 51, 96 Spinoza, Baruch, 38, 48, 51, 96, 100, 176, 244 cuerpo/alma y, 116 -119

ciencia y, 38 ,19 5,19 8 , 201-202, 214-215, 221-222, 232-240, 245-248,256-25 7 conciencia y, 216-219, 263-265 conocimiento y, 210, 227-228 creatividad y, 196-197, 215, 225, 243-244, 264 cuerpo y, 204-205, 2 17-218 , 228, 237-238, 246, 258-259

matemáticas y, 15 1, 238 razón y, 37, 130 -131 substancia y, 88, 140, 162, 216 superstición del origen, 34-35, 169 sustancia, 70-72,140,236, 240, 244 Swedenborg, Emanuel, 30 Taine, Hippolyte, 95

282

divinidad y, 196-197, 215, 225226, 241-244, 257-259 especulación y, 2 12 -214 , 229-

metafísica y, 195-196, 201-202, 210-212, 229, 240-245 Modos de pensamiento, 201 naturaleza y, 206-208, 214-215,

231, 251-253, 256 filosofía y, 16, 195-196, 200204,208, 214-215,235-240, 252-257

2 I7> 239, 245-252, 263-266 percepción y, 17,19 0 -19 1,2 0 4 206, 208-212, 225 Principia mathematica, zoo, 212

filosofía del organismo y, 196, 216-222, 226, 244-245, 252 ideas y, 212-215 James y, 34, 196, 200-201, 221,

Proceso y realidad, 201, 240 realidad y, 195, 217, 240-245,

234, 243, 244, 252 La ciencia y el mundo moder­ n o 201, 226-227

2 59

universo y, 16, 196, 208-209, 212, 215, 225, 240, 248-249 verdad y, 213, 251, 234-235 Whitehead, Eric, 199

lenguaje y, 236-237, 253-256 leyes y, 2 13-2 15 , 225-226, 239, 245-252,258 localización simple y, 205-207, 213, 224-225, 228, 232-234

Whitehead, Jessie, 199 Whitman, Walt, 29,47, 62 Wilkinson, James John Garth, 29 Wittgenstein, Ludwig, 50, 86-87,

lógica y, 195, 200, 235, 253254,256 matemáticas y, 198, 202, 212, 235-240,253-256

139, 203 Wordsworth, William, 198, 265

mecanicismo y, 204-205, 208, 221, 231, 263

yoga, 190

283

ESTA P R IM E R A E D IC IÓ N DE L A IN V E N C IÓ N D E L A L I B E R T A D , D E J U A N A R N A U , SE A C A B Ó D E I M P R I M I R Y E N C U A D E R N A R EN B A R C E L O N A EN LA I M P R E N T A R O T O C A Y F O (IM P R E S IA IB É R IC A ) EN M A R Z O DE 2 0 l 6

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