La Insensata Geometría Del Amor


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La Insensata Geometría Del Amor

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5 6 7 8 9 10 11 12 Biografía Créditos Grupo Santillana 1 —Pidamos pronto —dijo sin alzar la vista del menú— porque me muero de hambre. —Sí, pidamos pronto porque me muero de amor —me oí responder mientras cerraba la carta y la dejaba sobre el mantel con gesto negligente. De inmediato, y como un relámpago, mis propias palabras me fulminaron y quedé paralizada. ¡Qué lapsus tan inconcebible! No me lo podía creer, no daba crédito a lo que acababa de decirle a

una perfecta desconocida. ¿Qué había hecho? ¿Cómo había perdido el control de una manera tan infantil y estúpida? Desde luego no había sido yo quien había hablado, o, lo que es lo mismo, no mi cerebro, sino la parte más remota y nebulosa de mi ser. “Ojalá las palabras hayan sido tan sólo un susurro inaudible —deseé con vehemencia, la cabeza inclinada sobre el pecho—, aunque hayan resonado en mi cráneo como una avalancha de cantos rodados.” Sin duda tenía que ser eso, un murmullo ininteligible que Eva ni siquiera había captado. Pero... ¿Y si no? ¿Y si mi voz había retumbado con estridencia pronunciando una frase tan rotunda e inequívoca que no sólo ella sino los comensales de alrededor la habían oído con claridad meridiana? Sentí por un instante que el corazón se me detenía y

pensé con una mezcla de angustia e indiferencia que a la próxima sístole no le seguiría la consiguiente diástole. Iba a desmayarme, lo sabía, ya está, se acabó. Y sin embargo, así empezó todo. Me sobrecogía la brutalidad de mi propio sentimiento. En un arranque convulso e incontrolado había desenmascarado las emociones contradictorias que me habían desconcertado el corazón a lo largo de este día maravillosamente inacabable, como una amalgama informe

de sensaciones tórridas y desazonantes que carecían de una forma definida y de un nombre concreto. Ahora, al manifestarlas en voz alta, habían cobrado vida propia y escapaban a mi vigilancia. “En cualquier caso, me haya escuchado o no —procuré consolarme—, lo dicho dicho está.” La intuición me decía que sería un acto inútil intentar un último esfuerzo racional y sumergirme en una maraña de especulaciones mentales, argumentos y contraargumentos y explicaciones torpes, cuando lo que mis vísceras vivían era un irrefrenable torbellino. Lo que sentía era

amor, y punto. ¿Por qué llamarle de otra manera? Reconocía, vaya si reconocía, esa sensación imperiosa, anhelante y anárquica capaz de enajenarme y mezclarme con otra identidad, ese deseo convulso de crear un “nosotras” más allá del tú y el yo. ¿Desde cuándo sentía que la amaba? ¿Desde el preciso instante anterior? ¿Desde que había nacido? ¿Desde hacía tres horas, tres años, tres vidas? Determinar el momento exacto en que el amor irrumpe no es nada fácil, al menos para mí. Nunca he sabido desentrañar el misterioso mecanismo por el cual traspasamos la porosa frontera de la simpatía o el interés por el otro y nos encontramos sin premeditación alguna transitando de lleno en el perturbador y resbaladizo territorio amoroso.

“Una se enamora por decreto mental — solía decir Sara, una antigua amiga de la universidad—. Te sientes inquieta, trastornada, y de pronto te dices: ‘¡Caramba, si lo que estoy es enamorada!’, y entonces se hace oficial, como si la mente certificara ante notario la existencia del amor.” Yo no estaba muy de acuerdo con esa teoría. La consideraba, no

sé, demasiado voluntarista, racional y bastante utilitaria. Más bien siempre he concebido el amor como un impulso irreverente e intestinal del cual la pobre mente es la última en enterarse. En cualquier caso ahí estaba yo, inmersa en un auténtico marasmo. Incluso pensé que la teoría de Sara después de todo sí era certera y mi cerebro, turbado por la emoción, se había hecho cargo de lo que las tripas sentían sin el menor asomo de duda. Perpleja, me puse a juguetear sin ton ni son con el coqueto menú profusamente dorado de El Trianón incapaz de alzar la vista, que fue a parar sin mayor convicción sobre la servilleta aún sin desdoblar. No sé por qué el hecho de que fuera de una fina batista lila con puntillas beige primorosamente cosidas con punto de cruz en sus bordes me pareció más bien ridículo. Muy clásico, o muy naif,

excesivamente comercial, incluso. Eva callaba. Supuse que estaría mirándome, tal vez a los ojos, o a la nariz. O, en el peor de los casos, calculando la distancia que mediaba entre ella y la puerta de salida para largarse cuanto antes. Habíamos elegido una mesa para dos un poco retirada del resto, en el ángulo que flanqueaba la pared adornada con presuntos Turner y el amplio ventanal que daba a la calle. ¿Y si se marchaba? ¿Y si de pronto oía el roce de su silla retirándose hacia atrás, el rumor de su falda al ponerse de pie, sus pasos alejándose, huyendo del restaurante y de mi vida? Tenía que hacer algo, y rápido. La declaración amorosa había escapado de mi boca sin que pudiera evitarlo, pero ya no había remedio. Podía disculparme, por ejemplo, quitándole importancia al asunto. No era mala idea. Improvisar algún chascarrillo ingenioso, algo así como “la comida francesa me pone boba desde

pequeña”, o “desconfía de cada palabra que digo sin la presencia de tu abogada”. ¡Dios, mi cerebro era una gelatina! Fue su mano la que me sacó del atolladero. La vi avanzar lentamente sobrevolando las copas como una cometa mansa hasta que llegó junto a la mía, que seguía aferrada al menú como una náufraga a la última astilla del barco hundido. Sus dedos apenas me tocaron, pero sentí el tenue peso de su palma sobre mi dorso y... No. No fue un escalofrío, ni un desvanecimiento, ni un perder los sentidos. Tampoco escuché resonar súbitamente en mi cabeza el maravilloso tema con el que alcanza su clímax el segundo movimiento de la Séptima de Beethoven, ninguna nube multicolor me cegó las pupilas ni me estremeció el cuerpo una de esas sacudidas brutales y

epilépticas que me había visto obligada a traducir tantas veces en incontables novelas de amor. Simplemente sentí que me inundaba una felicidad infinita, abarcadora, pacífica, como líquida, una sensación de sosiego que creía olvidada y que venía a poner orden en cualquier caos. Como si todo lo anterior, nuestro encuentro casual esa misma mañana en el aeropuerto, el vuelo anulado por amenaza de bomba, el traslado de vuelta a Roma, el interminable vagabundeo por la ciudad, la mutua invitación a cenar y también mi existencia, su existencia, la historia de la humanidad e incluso el Big Bang hubieran sido hasta ahora una concatenación ciega de sucesos dispersos, una salva alocada de acontecimientos entrópicos y azarosos que ahora, mágicamente, se organizaban en un

todo ordenado y perfecto, en una secuencia redonda y total. Poco importaba ya si me había oído o no. Como borracha, me confesé balbuceante: “Sí, me muero de amor”. Rozó mi barbilla con sus dedos y me obligó a levantar la cabeza. La miré. Sonreía de un modo que me perturbó por lo inesperado. No parecía enfadada ni mucho menos escandalizada. Más bien tenía un aire de seguridad en sí misma y emanaba una impresión de dominio sobre una situación que, lo supe más tarde, no le era desconocida. —¿Y ahora qué, María o como te llames? —preguntó en un susurro sin dejar de sujetarme con delicadeza. Para mi asombro, respondí retadora: —Ahora qué. Y no me llamo María. Caramba. De repente me había vuelto agresiva, y de qué manera. ¿De dónde salía este cambio repentino? ¿El orden impoluto de hacía tan sólo un segundo se había esfumado como el humo de una

hoguera mal amañada permitiendo que el caos se adueñara otra vez de mi vapuleada persona? ¿Adónde se había ido aquel instante perfecto e iridiscente como una perla? Eva, por toda respuesta, echó la cabeza hacia atrás y rió con ganas. ¿Por qué yo negaba mi nombre sin motivo ninguno, si nunca antes lo había hecho? La miré reír con cierto embarazo, entre avergonzada y divertida. Al menos no había huido y seguía frente a mí, del otro lado de la mesa. ¡Qué hermosa era! La boca generosa, expresiva y omnipotente parecía tragarse el universo de un bocado. No, más exactamente: el universo emergía de dentro suyo, como si hubiera estado reteniéndolo en su interior y hubiera decidido, magnánima, devolvérnoslo a los mortales. Incapaz de hablar, mis ojos iban de su boca a sus ojos, y de sus ojos a su pelo, largo, rizado y del color de las castañas maduras.

Fue lo primero que me había atraído de ella al verla en el aeropuerto. Yo acababa de facturar y al entrar en la cafetería dispuesta a distraer la espera de mi vuelo a Madrid con uno de esos horribles café express de Fiumiccino allí estaba ella, sentada sola en una mesa, su hermosa cabellera volcada casi totalmente sobre el periódico que estaba leyendo. Al pasar a su lado alzó la cabeza con gesto rápido y con una mano se echó el pelo hacia atrás despejándose la frente, como buscando algo o a alguien con la mirada. Su presencia rotunda me golpeó como una ráfaga de viento caliente. Recuerdo que me dije en italiano: Madonna, quanto è bella..., y seguí mi camino mirando fijamente hacia la barra. Sin embargo, sin proponérmelo y sintiéndome un poco grotesca, reculé imprevistamente hacia la entrada y aparqué en una mesa desde donde podía observarla a mis anchas sin llamar demasiado su atención. —Una birra, nastro azzurro —pedí

automáticamente cuando se acercó el camarero. ¿Pero es que no iba a tomar café? Eran las diez de la mañana y no bebo sino en las comidas, y aunque el express italiano es muy fuerte y no puedo con él pensaba pedirlo americano. Pero bien mirado sí, mejor una cerveza, ¿Por qué no? Me esperaba un trayecto en avión y el alcohol me ayudaría a hacer soportable ese turbador paréntesis de tiempo y espacio que me provoca el volar. Cada tanto, como si me sintiera en falta, miraba a mi hermosa desconocida, absorta en su lectura. En realidad no podía apartar la vista de ella, pese a mis esfuerzos por interesarme en el cenicero colmado de papeles que tenía delante, en la pantalla que anunciaba las llegadas y salidas de los vuelos o en el intenso color carmesí de las chaquetas de los camareros. El gesto de su brazo cada vez que alzaba la copa y la llevaba a sus labios

me tenía hechizada. Era un movimiento lento y preciso, una película proyectada fotograma a fotograma, y el ángulo que creaba su antebrazo al alzar la copa rozaba la perfección. Saber qué estaba bebiendo se convirtió en una urgente prioridad. Ese líquido transparente podía ser un Seven Up, una tónica, ginebra o cualquier bebida blanca. Tal vez simplemente agua del grifo. Tenía que descifrarlo y puse todo mi empeño en ello. ¿Un gin-tonic? ¿Bebía combinados por hábito o porque, como yo, se armaba de valor para afrontar unas horas allí arriba, en territorio de nadie? Eso si era ella la pasajera, porque perfectamente podía estar esperando a alguien que llegara de cualquier parte. “¿Pero qué tonterías estoy diciendo? —me corregí al punto—. Sin duda es ella quien vuela, de

lo contrario no habría pasado el control de embarque.” Intenté recrear en mi paladar el sabor del gin-tonic para sentir el mismo gusto de su boca al tragar. Incluso pensé en preguntarle al camarero qué le había servido a aquella muchacha del cabello rizado, pero la sola idea me avergonzó de inmediato. Por la naturalidad con que sorbía sin ningún tipo de aspavientos ni regustos, decidí que el líquido translúcido era agua mineral, o al menos era lo que yo prefería que bebiera. Cuidaba de sí, de su cuerpo, elegía conscientemente su alimentación, probablemente era vegetariana y hacía deporte, una tabla de gimnasia todas las mañanas, tai-chi o bioenergética, tal vez. Caminar. Sí, seguramente tenía por

costumbre caminar a diario y disfrutaba de largos paseos por el parque cercano a su casa, o por la escollera, una escarpada ladera o por dondequiera que soliera hacerlo, aspirando con deleite el olor salado de las algas y dejándose llevar por el rumor repetitivo de la rompiente, o acaso por un sendero umbroso de los bosques que frecuentaba atenta al piar de los pájaros madrugadores. Incluso, por qué no, dejando la impronta de sus huellas en los médanos dorados. Eso si es que vivía cerca en la montaña, en el mar o en una gran ciudad donde los únicos respiros son los espacios verdes. Su cuerpo espigado y fibroso parecía hecho para andar con pasos largos y pausados durante horas. Tampoco la había visto fumar, al menos no desde que yo había entrado en la cafetería, y el cenicero de su mesa estaba limpio. Las dudas colmaban mi mente, pero de algo estaba segura: esa copa anodina que sostenía con delicadeza

encerraba toda una filosofía de vida. De pronto, tomándome por sorpresa, se puso en pie y se dirigió directamente hacia la salida. Al pasar cerca de mi mesa me miró fugazmente, supongo que porque me tenía en su campo visual. De inmediato bajé la vista y la posé sobre mi cerveza, temiendo ser descubierta en mis pensamientos. “¡No, por favor, no te vayas, no me dejes!”, supliqué entre dientes. Presintiendo más que viendo por el rabillo del ojo cómo se alejaba, me embargó un súbito desamparo y bebí compulsivamente buena parte del contenido de mi vaso. La enorme cafetería pareció vaciarse de repente, como si se hubiera llevado consigo todo el espacio

disponible. Me sentía francamente enfadada conmigo misma, y me llamé al orden. “¿Estás tonta, María? Pareces un tío baboso ante un calendario de taller, sopesando si las tetas de febrero son más orondas que las de octubre. Recomponte, vuelve a tus cabales, haz algo, olvídala.” Pero muy lejos de seguir mi propio consejo lo que hacía era estudiar con detenimiento su mesa abandonada buscando alguna pista que me indicara si había salido por un momento, a los aseos, por ejemplo, o si ese vuelo que acababan de anunciar por los altavoces en un inglés trabajoso, “flight number five, six, five, nine to Frankfurt” era el suyo y ya no la vería nunca más.

Las escasas avellanas que restaban en el plato de plástico, la copa semivacía y la silla apartada no eran muy elocuentes: había bebido sólo la mitad de lo que fuera y comido unos pocos frutos secos, magros indicios como para sacar conclusiones. Su periódico aún estaba sobre la mesa, pero eso no significaba nada, o al menos no garantizaba su regreso. Muchas personas lo descartan una vez leído, otras confían en que nadie lo birlará durante su breve ausencia. Entrecerré los ojos en un esfuerzo por enfocar a distancia y averiguar en qué idioma estaba escrito. Vano intento. Lo había plegado de modo que la escritura quedaba del revés. ¿De dónde era, adónde iba? Descarté una ascendencia anglosajona, alemana, danesa o nórdica en general. Tenía un tipo demasiado latino, esbelta, más bien alta, boca jugosa y unos pómulos que parecían tensar al límite su piel dorada y cetrina. Aunque nunca se sabe,

hay suecas morenas, y también escocesas, noruegas, suizas, luxemburguesas... “¿Pero en qué estás pensando? —volví a reprenderme—. ¿Qué más da dónde haya nacido, adónde viaja, si vive en Atenas o en Bogotá? Tú a lo tuyo.” “¿Y por qué no puedo fantasear a gusto? —me rebelé, respondona—. Soy observadora, esa chica era guapísima y hago las hipótesis que me vienen en gana”. Estaba entre dos fuegos y no me decidía por ninguno, aunque ambos provinieran de mi propia trinchera. ¡Qué desconcierto tan tonto! Me obligué no sin esfuerzo a pensar en otra cosa, bebí de un trago lo poco que quedaba de cerveza e intenté concentrarme en pensamientos banales, cuanto más intrascendentes mejor. Qué haría apenas llegara a Madrid, por

ejemplo. Una llamada a mis padres para avisar de mi regreso. Visita al súper porque la heladera estaba vacía. Toda la ropa por lavar, hacía tres semanas largas que estaba en Italia y los últimos días había tenido que apañarme con un único vaquero y unas pocas camisetas limpias. Tendría bastante correo atrasado, como de costumbre. Mañana, o tal vez el jueves, me pondría con la nueva traducción, un libro de una tal Monica Moretti que había causado furor en su Florencia natal y ya apuntaba como best seller en el país entero. Mi editora había querido tomar la delantera a las demás editoriales españolas y ya eran suyos los derechos de la autora a precio de saldo, porque la jovencísima Moretti, tomada por sorpresa por su éxito fulgurante, todavía estaba muy verde para negociar con mano dura y

era evidente que no tenía a nadie que le aconsejara. Si no estaba muy cansada, esta noche cenaría con Silvia, tenía muchísimas ganas de verla y de divertirme con sus apasionados arrebatos feministas, o “lesbiano-feministas”, como seguramente puntualizaría ella, corrigiéndome con ese gesto grave y apasionado que adopta cuando hablamos de “el Tema”. O quizá no, a lo mejor me metía en la ducha y a la cama sin más, gozando de las sábanas recuperadas y del confort de mi propia almohada. ¿Pero qué era de la hermosa pasajera?, se empeñó en insistir mi desbocado inconsciente interrumpiendo sin miramientos mis forzadas cavilaciones. ¿Estaba rumbo a vaya saber dónde o

haciendo qué? Había abordado su avión, muy simple, adiós. ¿Y si sencillamente había ido hasta el duty-free...? Era una buena hipótesis, y me reconfortó. La imaginé regresando a la cafetería con una bolsa entre sus espléndidos brazos. Miré otra vez hacia su mesa y me percaté que desde la barra un hombre muy bien trajeado por Emidio Tucci, sesentón, canoso y repeinado, me sonreía a la vez que levantaba su vaso con gesto invitante. Era una intromisión inesperada en mi intimidad que me disgustó y me pregunté cuánto tiempo haría que me estaba observando, incluso si se habría dado cuenta de mi turbación. “Y mañana al banco —insistían mis neuronas, empeñadas en retornarme a mis cabales—. A primera hora, que hay poca gente. Rizzo ha prometido un giro urgente y ese puñado de eurazos del trabajo para la embajada te viene de perlas para terminar de pagar el nuevo PC portátil.” “Rizzo, ese fantasma, no se cree ni la

mitad de lo que promete —contradije a mi cerebro— y además posee la rara virtud de darle la vuelta a las situaciones de manera que parecería que he de ser yo quien pague por mi trabajo y no él, y a ser posible en especias.” Casi la había olvidado, pero al llamar al camarero para abonar la consumición atravesó la puerta con aires de princesa indolente y se encaminó a la misma mesa que había dejado. Efectivamente, colgaba de su mano una pequeña bolsa del dutyfree, y me felicité por lo atinado de mis deducciones. “De modo que no te has ido a Frankfurt”, pensé complacida mientras observaba atenta cómo recogía su larga falda color vino al sentarse, cruzaba las piernas dejando ver unas sandalias escuetas que a duras penas cubrían sus pies y desplegaba el periódico para sumirse otra vez en su lectura. Sus actos

eran un bloque de movimientos justos y elegantes, y se acoplaba a su espacio personal con la compleja simplicidad de un ave que vuela. Yo estaba rendida, mirándola ya sin disimulos, seducida por ese modo de mover el aire alrededor suyo como quien dice “aquí estoy, éste es mi lugar y sólo entran visitas con invitación especial”. El sesentón de la barra tampoco le quitaba la vista de encima. No me importó, que mire, que haga sus cálculos y hasta la imagine jadeando en su abrazo. Había vuelto, podía contemplarla y gozar de la visión. Madonna, quanto è bella... Ahora estábamos aquí, en El Trianón, y ella reía. ¿Cómo explicarle y explicarme mi repentino enfado? Quería divertirme con ella, dar un salto de volatinera y ponerme del revés, recomenzar la escena con otro guión, pero no podía. Mi

consciencia estaba en duermevela y toda yo como vaporosa, hecha de gasa por dentro, de tul por fuera. En un intento por recomponer mi imagen dejé vagar la mirada a mi alrededor. Bastante gente hablando a media voz. Ellos estudiando la carta de vinos con aire profesoral, los platos perfectos en bandejas impecables rumbo a su destino, unas mesas coquetas y con la elegancia neutra de los restaurantes franceses, que se imitan perennemente a sí mismos. Las mujeres demasiado puestas, demasiado maquilladas, demasiado sobreactuadas en su papel de “señora con hombre a la hora de la cena”. Suspiré varias veces, un poco para aliviar la tensión, otro por hacer algo que no fuera estrujar la servilleta. No sabía qué decir. Eva, en cambio, parecía muy jugosa. Era evidente que se sentía a sus anchas. —Deja que adivine

—me dijo manejando la ironía como una artesana—. Puesto que no eres María como me habías dicho y yo no puse en duda, has de tener otro nombre. Te llamas, te llamas... Augusta. Eso es, Augusta. —Humedeció sus labios ponderando su elección y añadió—: No está nada mal, es muy sonoro, potente, te va. Augusta... —repitió para sí—. Pero tal vez lo encuentras excesivamente solemne —decidió de inmediato—, con un peso... arcaico, histórico, de foro romano, digamos. A veces se te hace demasiado duro de llevar y te inventas otros nombres, quizá uno distinto según la ocasión. ¿He dado en el clavo? Por toda respuesta encendí un Winston al mejor estilo Robert Mitchum, gesto, por otra parte, que deploro ver en otras mujeres. —O acaso tienes uno de esos nombres de santoral tan fuera de onda —especuló

cada vez más zumbona—. Águeda, Diosdada, Consolación... ¡No, peor, el de un rey godo pero en femenino, tipo Recesvinda, o Recareda...! De repente, y a pesar de la nebulosa que me envolvía, sentí que la detestaba con una intensidad que no reconocía en mí. ¿Era sólo paranoia o efectivamente se estaba burlando con todo desparpajo? Deseé con toda el alma echar a correr y perderme por Trastevere hasta quedarme sin aliento y amanecer con los huesos molidos entre las pilastras del puente Cavour. —Perdona —dije poniéndome de pie con brusquedad—, enseguida vuelvo. Me colgué el bolso en bandolera con decisión y casi huí de la mesa. De una rápida ojeada supe dónde estaban los aseos. Tengo un sexto sentido para detectarlos en los lugares públicos aunque sea la primera vez que los frecuento, y fingiendo una desenvoltura que no tenía me metí en un pequeño pasillo pintado del

mismo color asalmonado del comedor y me detuve frente a dos primorosas puertas de madera noble. Suelo desconcertarme ante los variopintos símbolos femeninos y masculinos que se inventan para distinguir los servicios, pero he desarrollado un sistema infalible: sé que los hombres gustan de exhibir sus micciones y dejan la puerta entreabierta, lo cual me facilita la elección. Este primoroso restaurante no era una excepción a la regla, así que abrí sin titubeos la puerta y me precipité hacia el lavabo. Tiempo, necesitaba ganar tiempo. Me sentía densa, mercurial, pero sobre todo no tenía la menor idea de lo que me estaba ocurriendo, este alocado vaivén de

sentimientos que me sacudía como a un títere maltrecho. Con gesto mecánico me lavé copiosamente la cara. Al verme me arrepentí de inmediato: la base de maquillaje había desaparecido y un pequeño reguero de rímel corría cuesta abajo por mi mejilla dándome un aspecto de fantoche, a lo Giulietta Massina en Las noches de Cabiria. Me miré detenidamente cual si fuera la primera vez, como si alguien hubiera pronunciado la fórmula banal de “Fulanita, te presento a María” y yo tuviera que reaccionar ante un rostro nuevo. ¿Me lo parecía o mis ojos habían pasado del pardo usual a ese verdoso indefinido que lucían esporádicamente? Me acerqué a menos de un centímetro del espejo para corroborarlo. Decididamente estaban verdes como manzanas reinetas, y

a mí las pupilas me cambian de color cuando tengo fiebre. Palpé mi frente para comprobar la temperatura pero no noté nada anormal, de modo que me peiné alborotando el pelo con las manos, me quité los restos de maquillaje con un kleenex y me retoqué los labios. Al meter otra vez la barra en mi bolso éste perdió el equilibrio y todo su contenido se desparramó por el suelo. “¡Mierda, mierda, mierda!”, mascullé con furia mientras devolvía mis trastos a su sitio a toda prisa y sin orden alguno. Me volví, fui hacia la puerta y estaba a punto de abrirla cuando me detuve en seco con la mano en el picaporte. Sentía el latido de mi corazón en las sienes, en el pecho, en el cuello, en las muñecas y hasta en las ingles. Algo muy fuerte me impedía regresar al comedor. Eva se estaría preguntando qué diablos pasaba conmigo, encerrada en un lavabo tanto tiempo, qué mujer tan rara, va de un estado

a otro como una veleta enloquecida, y parecía tan alegre, tan desenvuelta... O tal vez no se estaba preguntando nada y todas eran figuraciones mías. Seguramente eran sus propios asuntos los que le entretenían el pensamiento. Volví sobre mis pasos, me planté otra vez frente al enorme espejo sujeto por un recargado marco de madera rococó y me encaré con energía: —Veamos, María, guapa... ¿Qué te está pasando? Me quedé contemplando mi gesto de interrogación congelado como si esperara que mi propia imagen cobrase vida propia

y respondiera como una pitonisa. Estaba literalmente paralizada. —Venga, piensa, recapacita, te estás comportando como una esquizofrénica — le conminé a mi reflejo—, esto no es normal en ti. Y es verdad. Por lo que sé de mí misma o cómo los demás me definen, suelo ser de talante más bien calmo y equilibrado, sin grandes altibajos dramáticos. Es más, las personas explosivas y desmesuradas en sus emociones me incordian bastante y la mayoría de las veces me siento incómoda frente a esos arrebatos tan fulminantes como efímeros que dislocan en un instante la situación, como quien elije justamente el bote de tomates que sirve de apoyo y desbarata con estrépito la torre cuidadosamente construida. “Tú eres pasional, no apasionada —suele decirme Silvia. O sea, tu estado de pasión es permanente, aunque logras controlar los estallidos. Eres del tipo mental, nena, porque le temes a tu corazón.”

Cierto, lo admito. Porque cuando mi corazón habla no hay ecuanimidad posible ni deseada. Pierdo la compostura y el desastre se apodera de mí sin ceder a la piedad. Como cuando murió Lisa, por ejemplo. Fue como un conjuro. En cuanto evoqué su nombre pareció materializarse y pude o intuí ver su imagen frente a mí. Hubiera podido incluso acariciarla con sólo extender un dedo. La intensa verosimilitud de su presencia era tal que tuve que aferrarme al mármol para no caer. Su recuerdo me atrapó como una red sutil de añoranzas. Lisa, mi amor, mi anémona frágil intentando sonrisas, hablando de su cáncer con el tono casual y despreocupado de quien dicta una receta de cocina, ponle poco jengibre para que no sepa demasiado fuerte y a la salsa la espesas con una cucharadita de Maizena, queda perfecta. Lisa, que aún en su agonía me buscaba con la mirada translúcida y

remota de los muertos y me susurraba al oído: “No me duele, cielo, no me duele nada.” Y me aferraba las manos procurando exhibir una fuerza que más que convencerme me partía en pedazos. “Nada de sonda alimenticia, no quiero sueros, sólo morfina”, había exigido y obtenido pese a la oposición intransigente de la medicina oficial, empecinada en su extraño convencimiento de que nuestra vida es suya y no nuestra, y tanto más cuando llega a su fin. Era julio. Madrid se derretía bajo un calor exasperante, seco e impío. En el salón, el aire acondicionado rezongaba un runrún de cansancio, encendido día y noche, y nuestra casa se mantenía fresca y aromada porque Lisa amaba el perfume de los inciensos de madreselva. He olvidado cuántos fueron los días de vigilia, el estado de alerta permanente renovando las velas de colores alrededor de su cama, las horas inacabables semiinclinada sobre su rostro grisáceo,

atenta a cualquier suspiro, a la sutileza de un gesto apenas insinuado, dispuesta a cumplir el más remoto e ínfimo de sus deseos, aún a sabiendas que sólo deseaba una única cosa: dejarse llevar hasta el fin como una barca de papel bogando en un riachuelo manso. Lo que sí recuerdo con nitidez, como si no hubieran pasado casi cuatro años, cual si mi memoria se hubiera congelado en una ambarina foto fija —“no me duele, cielo, no me duele nada”—, es que en cuanto dejó de respirar tras haber abierto los ojos por un momento y dedicarme una mirada indescifrable y un vago recorrido por los rostros de su madre, de Silvia, de su inseparable amiga Ángela, de su hermano Enrique, de mis padres que velaban en un segundo plano, buceando con esos ojos inefables que no eran ya sino un remedo trágico de sí mismos, en ese preciso instante en que hacía su tránsito, yo aflojé muy lentamente mi abrazo, apoyé su cabeza inerte sobre la

almohada como quien deja en tierra una pájaro yerto, y acto seguido, cual si hubiera recibido una orden telepática de obligado cumplimiento, fui hasta la alacena de la cocina, descolgué la escoba y me puse a barrer la habitación. No derramé una sola lágrima. A los pocos días de su muerte llevé sus cenizas a Cadaqués, acompañada por Silvia, Ángela y Enrique. Lisa y yo amábamos Cadaqués, era nuestro escondite predilecto, nuestra Ítaca privada y exclusiva. En la pequeña cala a mitad de camino entre Cadaqués y Port Lligat a la que siempre volvíamos, allí donde nos pegábamos como amebas a las rocas durante horas y nos besábamos desnudas jugando con las olas breves que dejaban diminutas caracolas sobre la arenisca, contemplé cómo el mar absorbía con delicadeza lo que quedaba de Lisa

sintiéndome impávida y seca como de corcho. Entrelazando nuestras cinturas murmuramos un mantra que quería ser consolador pero que a mí me supo a un punto final tan duro como un diamante obstinado. “La muerte es un hecho natural, pero siempre resulta una violencia indebida”, escribió Simone de Beauvoir cuando murió su madre. Cierto, Beauvoir, cierto. Esa violencia indebida me devoraba de rabia y de impotencia clavándome sus garras con odio. Quería llorar, es más, mi alma pedía a gritos que dejara salir esa pena transida que me ahogaba hasta el espasmo, pero no podía. Tampoco lo hice cuando, desgarrada por dentro, desmonté nuestra casa como quien desarma un puzzle amado. Acariciar su ropa me provocaba un dolor infinito, su olor todavía adherido a las faldas, los abrigos de lana gruesa, las blusas sedosas

y leves, las fundas de su almohada, las paredes, los cuadros, las toallas. Mi música, su música, nuestra música, nuestros libros, la letra enorme y apasionada de sus cartas, sus notas dispersas en tarjetas, en los mensajes de amor que solía escribirme cuando menos los esperaba, en las listas de la compra olvidadas en algún cajón de la cocina. Su familia se mostró sumamente respetuosa conmigo, como siempre lo había sido. Yo era la heredera legítima de Lisa, su viuda por ley de amor, y con exquisita delicadeza dejaron que dispusiera de sus pertenencias incluido el apartamento, que era de su propiedad. No lo quise. Imposible vivir un solo día más respirando el aire que ella ya no respiraba conmigo, y me mudé de inmediato a casa de mis padres. ¿Dónde se había escondido el llanto? ¿En qué perdido recoveco de mi

espíritu estaba atrincherado y se negaba obstinadamente a salir? Pero la esencia de los ciclos es su perpetua mutabilidad, y habrá sido la pequeña lechera de latón con pretensiones de plata, el platillo de café desportillado en sus bordes, o tal vez el tíquet desteñido por valor de doscientas cincuenta pesetas, el importe de la consumición. Vaya a saber. El caso es que una mañana insulsa, una de tantas de aquella época nebulosa e inconsistente, noté que una congoja irreprimible me oprimía el esternón como si fuera a hundirse en mi carne y por fin el llanto hizo acto de presencia. Huyendo de una llovizna de agosto, tan intempestiva como impuntual, había buscado refugio en la cafetería El Comercial para tomar algo y leer el periódico con más empeño que ganas. Apenas el perenne camarero anciano — nunca he podido distinguir uno del otro, El Comercial parece clonar a su personal, tal vez por aquello del estilo...— hubo

depositado mi pedido sobre la mesa de mármol, las lágrimas comenzaron a brotar indiferentes a mi vergüenza y mi voluntad. Por detrás de las enormes cristaleras, los ojos anegados, veía sin ver el hormigueo de la gente desconcertada, entrando y saliendo de la boca del metro Bilbao, amparándose del chaparrón en el quiosco de prensa, cruzando la calle Fuencarral a trompicones, sus cabezas malcubiertas por sombreros improvisados con bolsas de Los Guerrilleros o de Cortefiel y esquivando con fintas dudosas a los coches que reclamaban a bocinazos su derecho al paso. Lloré entonces por la luz de los semáforos que cambiaban rítmicamente del verde al rojo pasando por el ámbar con pautas obstinadas, por el vapor que emanaba el asfalto caliente, lloré por las letras perfectamente moldeadas de la palabra “Bilbao” encerradas en su rombo de bordes rojos sin posibilidad de escape. Lloré por Madrid bajo la lluvia, por el

azucarillo que se hundía sin remedio en la negrura del café, por todos los presentes y ausentes, por mí y mi amada muerta, por esta vida y por las otras, si es que las había, si es que yo moraba en alguna de ellas. Una vez abiertas las compuertas del dique de los duelos ya no pude parar. Me encerraba en mi cuarto de niña en casa de mis padres con cualquier excusa para llorar a mis anchas. Imágenes, recuerdos, un alud de sensaciones arremolinadas, palabras sueltas, la voz de Lisa, la piel de Lisa, los labios de Lisa, el vientre de Lisa. El aroma de la canela sobre el arroz con leche tibio, las masacres de guerras remotas en el telediario, el gesto mendicante de una pordiosera en cualquier esquina, una sábana áspera,

María Callas desgarrando las notas de Son’ giunta, grazie a Dio, las flores marchitándose en el florero, un documental de viajes a sitios en que había estado con Lisa. Cualquier circunstancia que atravesara el frágil umbral de mi presencia de ánimo me hacía sollozar hasta el espasmo. Mis padres me ayudaron con un amor infinito durante todo este período nefasto, la mayoría de las veces guardando un silencio respetuoso y confortable. La catarsis duró meses, un año quizá, pero poco a poco fue cediendo a la evidencia, al consuelo, a la energía vital o comoquiera que se llame. Sin darme casi cuenta retorné a lo cotidiano, a mi trabajo, a las salidas con las amigas, a reír con ganas de reír. Pasé de la penuria de sobrevivir a vivir con sosiego y alegría,

construyendo mi vida más que reconstruyendo entre los escombros de la pérdida. El llanto se fue de mí y ya no regresó. Seguía contemplándome absorta en el espejo, ajena a mí y a un par de mujeres elegantes que no había oído entrar y que me miraban de soslayo entre discretas y preocupadas. Lloraba, otra vez lloraba, estaba llorando, las dos manos aferradas con fuerza al mármol hasta que los nudillos se pusieron blancos por la presión. Un llanto como de sauce, manso y bienhechor que caía por mis mejillas y entraba por las comisuras de mi boca entreabierta. Sabía a playa. No podía ni quería reprimirlo, notaba cómo mi pecho iba aflojando su tensión y me dejé fluir como fluye una hoja seca acunándose en la corriente. “No

es traición, Lisa, tú lo sabes, ¿Verdad?” ¿Era un azar que el recuerdo de mi amante hubiera surgido con tanta potencia precisamente hoy, precisamente ahora? Lo dudo. Creo poco en las casualidades. Los hechos parecen provenir de la nada, porque sí, entrópicos y caprichosos, pero estoy convencida de que surgen de un todo más abarcador, más integrador y sabio. Igual que las notas dispersas en un pentagrama, carentes de sentido en sí mismas pero parte integrante de una partitura que las dota de significado. Mi llanto me estaba mostrando bien a las claras la razón de este día tornasolado, cambiante, de felicidades agudas y tristezas inexplicables: todo el tiempo me había sentido culposamente traidora, como si la profunda atracción por Eva marcara el segundo y definitivo entierro de Lisa y el epílogo de mi amor por ella, que hasta hoy parecía intocado y sin fisuras. Nadie me había siquiera interesado en

estos años y mi viudez había sido de una lealtad inquebrantable no por voluntad sino por sentimiento. Simplemente estaba convencida de que ya no podría amar a nadie como había amado a Lisa. Y sin embargo... —Lisa, querida, no es traición y lo sabes, como sabes que seguirás siendo la predilecta de mi corazón. Presiento que el amor ha vuelto —musité al espejo—. No la estaba buscando pero la he encontrado. Siento que la amo, apenas la conozco, todo es tan incierto, tan imprevisible... Supongo que así son las cosas. Sollozaba monologando con mi imagen sin importarme la creciente curiosidad de las dos mujeres, y era evidente que no se marchaban por enterarse un poco más del melodrama. Una de ellas, altísima en sus tacones imposibles, me tocó levemente el hombro con gesto consolador y me susurró solícita en su italiano exquisito con acento ligeramente toscano: —No llores, querida, ningún hombre

merece una sola de nuestras lágrimas... Dicho lo cual hizo una seña con la cabeza a su amiga y ambas se fueron casi de puntillas cerrando la puerta tras de sí dedicándome una última miradita comprensiva. “¡Ningún hombre merece una sola...! — repetí para mis adentros—. ¡Ningún hombre merece... —mis lágrimas eran ahora espasmos entrecortados por una risa irreprimible y no podía terminar la frase — ni una sola lágrima, qué frase tan tópica, madre mía, y a mí, si supieran...!” La carcajada fue tan potente que me sorprendió más que la llorera inesperada de hacía unos momentos. Reía y reía secándome la cara con el papel de rollo sujeto a la pared. Poco a poco, entre mocos e hipos, iba sintiéndome cada vez más ligera y recuperaba el buen humor, con ese bienestar que deja en el estómago

una buena vomitona. No sé cuánto tiempo estuve así, riendo sin control, hasta que paulatinamente fui recobrando el aliento y el aplomo. Volví a mi reflejo y me vi con otros ojos, mucho más benignos. “Eres guapa, María —me piropeé mientras me daba un poco de rímel tratando de enmascarar los estragos de tamaña descarga emocional —, y te quiero mucho, sólo que estás un poco desquiciada y a veces no sé bien qué hacer contigo. Ahora te retoco los labios, una pizca de sombra en los párpados, así, muy bien, y a comer, que tenemos hambre. —Usaba el mayestático, como cada vez que hablo con mi otro yo—. Nos vamos a premiar con una espléndida cena.” Ya podía volver a la mesa, el nudo en el pecho se había deshecho y me sentía notablemente aliviada. En mi ausencia, Eva había pedido una tabla de quesos y patés y estaba comiendo con apetito. Una botella de Prosecco (¿Cómo había adivinado que es uno de

mis vinos blancos predilectos?) reposaba en el cubo con hielo, y ya estaban servidas las copas. Me senté frente a ella, bebí un sorbo de vino paladeándolo con deleite, hojeé el menú y comenté conteniendo la risa a duras penas: —¿Sabías que ningún hombre merece una sola de nuestras lágrimas? Sorprendida, se quedó a medio camino de un bocado. Nos miramos un instante y al unísono soltamos la carcajada. —¿Y tú sabías que en Las Landas, al sur de Francia —respondió a punto de atragantarse con el canapé—, entierran a las ocas hasta el cuello y las ceban para agrandarles el hígado hasta que mueren de cirrosis sólo para que nosotras podamos comer este paté tan delicioso? No sé si tiene mucho que ver con tu pregunta — añadió—, pero es la mejor respuesta que se me ocurre. Habíamos recuperado el cobijo de esa burbuja de complicidad que nos había acompañado toda la tarde y me sentía a

mis anchas. Por fin elegí la comida. —Voy a tomar un rosbif a la pimienta, lo tengo clarísimo —dije con gula— y me importa poco que según las reglas del protocolo no combine con el vino blanco. Y el postre lo tengo aún más claro: mousse de chocolate con mucha, mucha nata, una montaña de nata batida. Eva tampoco titubeó: —Y a mí me apetece pescado —dijo —. Una buena merluza en salsa Bordeaux. Y de postre, de postre... —Por cierto, Eva —comencé a disculparme—, que antes yo... Me acalló con un gesto de sus manos: —Mira, de verdad que no necesito explicaciones, los asuntos de cada una... Insistí: —Ya, pero me gustaría que sepas... — me interrumpí mientras buscaba en cualquier parte las palabras,

sin encontrarlas. ¿Qué quería confesarle, cómo hacerlo y para qué? Quizá aún insistía en enterarme si había oído mi declaración de amor. Improvisé al vuelo —: que de verdad me llamo María. María Corradi. Me midió con la mirada. Supe entonces que había captado a la perfección los cambios de dirección de mi pensamiento. Usó la misma táctica: —“Para servirte”, dicen las niñas bien educadas y de buena familia cuando dan su nombre en sociedad. —Y añadió sonriendo con coquetería—: Zamorano, Eva Zamorano, a sus pies. Nos estrechamos cómicamente las manos como cabe después de una presentación formal y chocamos nuestras copas de Prosecco. Tras beber un sorbo y secarse apenas los labios con la servilleta, dijo con mucha gracia: —Tardabas tanto ahí dentro que estuve

en un tris de llamar a los bomberos para que derribaran la puerta del toilette. Sobre todo porque casi no me queda dinero. Reíamos otra vez, distendidas e indudablemente cómodas. Empezamos a dar buena cuenta del aperitivo. Yo comía, no le quitaba los ojos de encima y Eva fingía no verme. Escogía un trozo de gruyer, lo partía con los dedos en dos o más trocitos pequeños y los masticaba a conciencia, circunspecta y con cara de niña aplicada. Su formalidad al comer también me seducía, ya lo había notado durante el almuerzo. El cuerpo recto, la espalda pegada al respaldo de la silla, los brazos apoyados sobre la mesa con naturalidad y las manos precisas y habilidosas. Suelo prestar mucha atención a estos detalles porque creo que sentarse a la mesa es toda una declaración de principios. Me fastidian, por ejemplo, esas personas ávidas que utilizando el tenedor a modo

de cuchara y, cualquiera sea la comida que tengan delante, atacan como si fuera un comistrajo informe que se devora cuanto más rápido mejor. Tampoco me gustan las que manifiestan desdén por la comida y la diseminan con meticulosidad en el plato, un poco hacia los bordes, otro poco hacia el centro, buscando a saber qué elementos dañinos que no acaban de aparecer. Menos aún me interesan las demasiado golosas, ni las perennes inapetentes que apartan la bandeja lejos de sí como quien desprecia una mala hierba. Eva mantenía una actitud respetuosa con la comida y se llevaba los pequeños trozos a la boca con cuidado, en un único gesto, sin apenas moverse sobre la mesa. Ahora estaba haciendo lo mismo que al mediodía. Incluso podía imaginar a una madre solícita aconsejándole: “No te inclines tanto sobre el plato, niña, es su contenido el que debe ir hacia ti. Y no dobles demasiado la espalda, te oprime el

estómago y te sentará mal la comida”. Ordenó la cena en un francés fluido, aunque el atribulado camarero era más siciliano que marsellés y hacía cuanto podía para entenderla. La cena fue estupenda, estábamos la una más ocurrente que la otra y nos divertía cualquier nadería. Eva se reveló como una excelente contadora de cuentos, a saber si verídicos o fantaseados, sobre los personajes que frecuentaban la galería de arte donde trabajaba para su amiga Arancha, cerca del Retiro madrileño. Como la anécdota de un tal Miguel Lima, ignoto pintor novel que, ante el pasmo de los presentes, redujo a cenizas su cuadro Momentos II valiéndose de su mechero poco después de haberlo vendido en una suma nada despreciable a un político de segunda fila, porque —

imitaba Eva con un ronco vozarrón— “a mí no me compra un acrílico este estúpido poco viajado sólo porque mis naranjas y bermellones le recuerdan a Valencia”. Por lo visto el incomprendido Lima se había costeado con gran esfuerzo un viaje a Marrakesh con el único fin de plasmar el anaranjado atardecer de la plaza D’jema El F’na, y que su comprador careciera de sutileza para distinguir entre Valencia y la hermosa ciudad marroquí le sacó de quicio. Eva consideraba que había estado magnífico y reía de buena gana recordando la anécdota, aunque yo juzgué el asunto un poco rocambolesco y ciertamente histriónico. Nos enzarzamos en una discusión sobre el valor de las obras de arte, a quién pertenecen una vez vendidas y qué se puede hacer con ellas. Eva argumentaba con pasión que la obra siempre es del artista que la produce aunque ya no lo posea materialmente.

Hablaba con entusiasmo sin dejar de dar buena cuenta del pescado y de los dos flanes que le siguieron. A mí el Prosecco se me estaba subiendo a la cabeza a velocidad de vértigo, porque a la botella inicial le siguió otra y media más y yo bebo poco o lo justo, de modo que no estaba muy segura de mis opiniones y en el fondo el arte, Miguel Lima, la galería Retro y el resto del mundo me importaban un bledo. Hacía tiempo, hacía años que no me sentía tan feliz, etérea, tan armónica conmigo misma. Me parecía una suerte de milagro el encuentro, Eva frente a mí, Eva a mi lado, la comunión mágica que se había creado entre nosotras y el creciente sentimiento de amor que me embargaba. Por la tarde me había regalado un curioso broche que

ahora llevaba prendido a mi camiseta y que cada tanto acariciaba para sentir su tacto. Aún no sabía si me gustaba o no, lo encontraba un tanto rebuscado y oscuramente turbador, pero desde luego era mío y ya lo quería. Estaba montado alrededor de un grueso hilo de metal dorado enrollado en sí mismo que encerraba una pequeña gema amarilla en su seno y que habíamos visto esta tarde en via della Croce. De inmediato se había empeñado en que era para mí. “La espiral es una forma esencial —dictaminó mientras lo enganchaba a mi pecho— que renueva de continuo la energía. Quiero que lo lleves.” No había sabido negarme porque no tenía razones de peso para hacerlo, pero básicamente porque me resultaba imposible explicarle la súbita congoja

que me secaba la garganta mientras ella trajinaba con el pasador que se le resistía. Tuve que hacer un enorme esfuerzo por disimular mi insólita tristeza a la vez que agradecía el regalo. Me puse a mirar con fingido interés unas sortijas expuestas sobre un paño de dudoso terciopelo, pero por fortuna el sentimiento fue tan fugaz que mientras ella pagaba ya se había desvanecido como por encanto y percibí con alivio que retornaba mi bienestar perdido. Paseamos a placer por la Villa Borghese, descendimos por la enorme escalinata de la plaza de España y anduvimos arriba y abajo la pretenciosa via del Babuino. En las exclusivas tiendas de via Borgognona y via dei Condotti nos probamos un sinfín de ropa que no pensábamos comprar improvisando desfiles de pasarela la una para la otra, festejando los respectivos comentarios.

Eva parecía disfrutar sobremanera jugando a esconderse y a aparecer de sopetón entre escaparates y portales, y en las boutiques de via Frattina hizo toda una exhibición de comicidad ante los dependientes mostrando un interés que no tenía por los objetos más peregrinos a la vez que imitaba con mucha gracia el disparatado italiano que suelen hablar los españoles. Su sentido del humor me atraía y me repelía a la vez. Era un tanto aniñado y a veces sacaba una vocecilla gutural de muñeca caprichosa que me avergonzaba, pero por otra parte estimulaba mi propio infantilismo y me uní al juego de decir y hacer tonterías. Como cuando estábamos en la tienda donde suelo

comprar mis toallas predilectas, no sólo por sus colores poco usuales sino por su esponjoso tejido de nido de abeja. En cuanto me escuchó preguntar por las toallas “nido di ape”, Eva se lanzó a canturrear desafinando ostensiblemente una rima infantil acerca de unas abejas y un panal de rica miel ante el discreto asombro del vendedor, que seguía hablando conmigo cual si ella fuera invisible. Yo estaba bastante incómoda, pero para mi asombro me uní a la cancioncilla y tuvimos que abandonar el establecimiento ahogadas por la risa, como dos crías festejando sus gracias a espaldas de la profesora. Y sin mis toallas, claro está. Exhaustas por la caminata recalamos en el Café Greco. Como la suerte estaba de nuestra parte encontramos sin dificultad una mesa vacía, lo cual, le expliqué, no es nada normal en el concurridísimo Greco.

Hablamos de mi profesión y de mi próxima traducción, de mis inminentes treinta años, de la creencia generalizada de que cada decena acarrea una crisis de identidad —ambas coincidimos en que depende de la persona—, del barrio de Salamanca en Madrid que Eva consideraba un sitio estupendo para vivir —yo tengo un apartamento en la calle Hermosilla—, de nuestro mutuo fastidio por los aviones y otras mundanidades. Escuché con verdadero interés su exaltada declaración de amor por su trabajo. No había estudiado oficialmente la carrera de bellas artes, pero había realizado varios cursos en Nueva York y París y por su tono era fácil adivinar que las artes plásticas eran uno de sus mayores deleites. Ante su segundo café me contó que

había nacido en Haifa hacía veinticinco años, hija de padres judíos españoles que habían intentado la aventura del retorno a Sión. Tras el durísimo trabajo de algunos años se habían percatado de que la utopía autogestionada de los kibutz era una quimera, y que el capitalismo creciente del moderno Estado de Israel había devorado cualquier posibilidad de ser idealistas. La mayoría de los kibutzim, tras hacer algo de dinero, se habían comprado casas en Tel-Aviv, Jerusalén o en algunos pueblos privilegiados dotados de todas las comodidades. Sus padres decidieron seguir el camino de sus paisanos y se trasladaron a un departamento en el centro de Haifa, llevando consigo a su hijo Simón, de dos años. Al año siguiente había nacido ella, pero como la profesión de ingeniero de su padre seguía sin ver frutos, en un par de meses regresaron definitivamente a España. —Eva es un nombre muy cristiano —

comenté. —En realidad iban a llamarme Lilith, ya sabes, la primera mujer creada por Dios según la tradición católica y que no sólo se negó a contentar a su creador sino que a la postre resultó ser una malvada de las que se comen a los niños crudos —rió. Pero mi madre, que llevó muy mal todos esos años en Israel, pensó que Eva era una venganza perfecta contra los judíos ortodoxos. O sea que nací para vengar agravios. Obviamente no rememoraba nada de su ciudad natal, y no había regresado nunca. “Volveremos —había prometido yo en un arranque— para que recuerdes y me hagas recordar a mí.” ¿Qué memoria puede conservar de su lugar de nacimiento una criatura a la que apenas nacida la trasladan de país? Pero, y lo más absurdo ¿Qué podía yo evocar de Haifa si jamás había estado en ella? Nada. Fue tan sólo una de tantas boutades de este día, pleno de asombros y extrañas coincidencias.

Nuestro propio encuentro había sido una extraordinaria casualidad, teniendo en cuenta las escasísimas posibilidades que tenía yo de volver a coincidir en algún momento con la bella pasajera que me había conmocionado en la cafetería del aeropuerto. Los cambios continuos en los horarios de las salidas y llegadas que tableteaban en los paneles indicaban que algo no funcionaba con normalidad. De hecho, Fiumiccino estaba convulsionado por una amenaza terrorista. Los agentes de seguridad pululaban afanosos por las dependencias del aeropuerto aferrados a sus walkie-talkies como hormigas desconcertadas y finalmente todos los vuelos se cancelaron mientras las Fuerzas Especiales trataban de localizar el explosivo. Cuando desde la cafetería oí que

llamaban a los pasajeros con destino Madrid, la voz anónima de la megafonía me tomó por sorpresa porque casi había olvidado dónde estaba. Tuve que apelar a toda mi fuerza de voluntad para incorporarme y rumbear hacia la puerta de embarque, despidiéndome a distancia y con mucha pena de mi enigmática desconocida. La noticia del atentado se había extendido entre los pasajeros como un charco de aceite a pesar de la discreción del operativo antiterrorista, y un oficial de Alitalia agrupó a quienes esperábamos el vuelo Roma-Madrid en la correspondiente puerta de salida sin apenas explicaciones. Yo estaba un poco asustada, como supongo lo estaría el resto del pasaje, pero más que nada furiosa por la desconsiderada falta de información sobre una situación tan delicada. Harta de perseguir a un agente de seguridad para exigirle una explicación, me desplomé en un sillón milagrosamente libre y procuré

armarme de paciencia. Miré a mi alrededor. Más de un centenar de personas abarrotaban el recinto pero nadie parecía dispuesto a ejercer el elemental derecho a la protesta. Como un hato de borregos resignados a su suerte, esperaban solos los unos, reunidos en familia los otros, los niños correteando y dejando un reguero de patatas fritas a su paso, muchos sentados en el suelo enfrascados en sus crucigramas para distraer la espera. ¿Es que no eran, no éramos conscientes de que si efectivamente había explosivos en algún lugar del aeropuerto y estallaban sería una masacre? No tengo madera de heroína, pero al ver el modo en que nos amontonaban sin mayores consideraciones, faltos de protección o al menos de una explicación coherente, sentí que la indignación hacía presa de mí. Una María desconocida decidió pasar a

la acción y me incorporé dispuesta a todo. Resulta sorprendente la capacidad que tiene la mayoría de las personas para soportar circunstancias adversas como si fueran merecidas, un castigo a vaya saber qué pecado. No creo que sea un ejercicio de estoicismo deliberado, sino más bien ese conformismo grisáceo que mamamos desde la cuna, y esta situación de peligro inminente era buena prueba de ello. Porque el caso es que hablé con casi todos los pasajeros invitándoles a exigir una solución colectiva y tan sólo convencí a una pequeña avanzadilla de tres mujeres, un par de francesas que apenas si hablaban castellano y una gallega auténticamente furibunda, a las que se sumó un hombre que no cesaba de retorcer sus manos gordezuelas alegando que tenía suma urgencia en llegar a Madrid por un

asunto de negocios. Dejamos al grueso de la gente y salimos a la caza de algún responsable, pero ninguno de los de seguridad se detuvo siquiera a escucharnos y nos espantaban como a moscas molestas. En el mostrador de Alitalia la empleada balbuceó algunas excusas inadmisibles: tenía órdenes estrictas de no alarmar innecesariamente al pasaje, no estaba informada de lo que estaba sucediendo, y por lo tanto nos rogaba que regresáramos a nuestro sitio sin montar un escándalo. Enfadados y dando voces solicitamos la presencia de algún cargo superior, y noté con satisfacción que cada vez más personas se unían a nuestro grupito apoyando enfáticamente nuestra petición. Exaltada —¿Exaltada, yo?— improvisé un breve pero encendido discurso acerca del respeto debido al ser humano y el derecho a la seguridad, y ya puesta me despaché a gusto contra la arrogancia de quienes tienen la información y no la

transmiten, epilogando mi diatriba con un “así es como funciona y se perpetúa el poder”. Me sentía asombrada de mis ínfulas puesto que no solía practicar este aspecto belicoso de mi personalidad. Incluso diría que acababa de descubrirlo. Se me premió con algún que otro “¡Bravo, así se habla!” y quedé de piedra. ¿También era yo esta María de hoy? La asonada surtió efecto y en pocos minutos apareció de la nada un encargado del aeropuerto que con afectada gentileza se puso de nuestra parte, el pasajero es lo primordial y ha de saber qué sucede, tienen toda la razón del mundo, “pero, señores, comprendan que no podemos detener la actividad del aeropuerto por una llamada anónima de las tantas que se reciben diariamente —añadió con gesto bastante imperativo—, de modo que les ruego nos dejen hacer nuestro trabajo y esperen su vuelo con normalidad. Estamos convencidos de que se trata de una falsa

alarma”. Dicho lo cual se fue por donde había venido, si es que la nada es algún sitio concreto, y nos dejó en las mismas. Tras conferenciar unos momentos, los amotinados decidieron —con mi voto en contra— obedecer al gerifalte y estar al tanto de la marcha de los acontecimientos un “tiempo prudencial”. “¿Cuánto dura un tiempo prudencial? —argumenté—. ¿Diez minutos, media hora, tal vez un día, quién me lo puede decir?”. Nadie respondió. Por lo visto el encargado había sido muy persuasivo. “De lo contrario —propuso alzando la voz un italiano cuyo vuelo a Bombay también se había retrasado sine die y que se había convertido en el cabecilla del grupo aunque acababa de sumarse a la trifulca—, si pasado ese tiempo prudencial —¡Y dale!— no nos ofrecen una alternativa, volveremos a la carga. Tenemos nuestros derechos y los haremos valer.” Lo dijo con tal autoridad y rezumando tal confianza en sí mismo que mis ex

enfáticos seguidores dieron la media vuelta y rehicieron su camino hacia la sala de espera. Furiosa y resollando de indignación me senté en el suelo apoyando la espalda contra la pared. Era una pataleta con todas las de la ley, y no pensaba volver a la puerta de embarque, no con esa majada de carneros sumisos. Eran ya las once y media de la mañana, deberíamos estar en pleno vuelo desde hacía media hora y sin embargo se presentaba por delante una espera indefinida, amén de la incertidumbre de ser rehenes de un loco anónimo. Sentí el deseo imperioso de tomar un taxi y regresar a Roma. ¿Pero para qué? Había terminado mis gestiones en la embajada, y tras bastantes jornadas de dura faena ya tenía ganas de volver a Madrid, a mi apartamento, a la rutina que amaba porque la hacía y deshacía a mi antojo. Podía telefonear a tía Mimma, pero la perspectiva de pasar unas horas en su diminuto apartamento de via Giulia

escuchando las archisabidas anécdotas de sus ocho gatos no me resultaba para nada atractiva, pero básicamente porque yo no había dado señales de vida durante mi estancia en la ciudad. Volver a casa de Alessandra tampoco, porque ya habrían llegado sus amigos de Bolzano quienes venían a la capital para tramitar una herencia, y el apartamento estaría abarrotado como un hostal. Procuré abstraerme de la situación y sosegar la ansiedad que me hacía respirar más rápidamente de lo habitual. Mi arrebato de adalid me había cansado, pero sobre todo me extenuaban mis extrañas conductas, impulsivas y ajenas, cual si no me pertenecieran. Busqué el libro que llevaba en mi b o l s o : Baciami ancora, de Monica Moretti, editorial Einaudi, cuarta edición agotada y mi próxima tarea en los meses siguientes. Era bastante largo, unas seiscientas páginas, y abordé las primeras frases sin centrarme apenas en la lectura.

Pero la tal Moretti no se andaba por las ramas, iba directamente al corazón de su historia con una decisión no exenta de osadía y hacía gala de un estilo tan directo y punzante que me atrapó de inmediato. Leí de un tirón las primeras cuarenta páginas y tan embebida estaba que no escuché el mensaje que estaban emitiendo por megafonía. —¿Tú te quedas? —me estaba preguntando la gallega amotinada al pasar por mi lado—. Han dicho que el aeropuerto se cierra hasta nuevo aviso y que vayamos a los autobuses. Por lo visto nos pagan el hotel en Roma. Me incorporé no sin dificultad porque llevaba en la misma postura un buen rato y seguí al gentío que se dirigía a los autobuses que nos esperaban en la salida principal.

Había interrumpido bruscamente mi lectura en un momento muy interesante, justo cuando Concetta, la joven protagonista, defendía ardorosamente su inocencia ante un juez vendido de antemano, acusada de asesinato por la muerte de su patrón y violador, el terrateniente Salvatore Ruscolo. Acabaría en prisión, qué duda cabía, y seguramente la Moretti me llegaría al alma con las penurias carcelarias de la pobre Concetta separada de sus hermanos, su terruño y sus amados prados verdes.

Un argumento clásico de corte rural, ambientado en los años cuarenta y excesivamente melodramático para mi gusto, pero con una trama de actualidad rabiosamente vigente, de manera que ya en el autobús me senté en el primer sitio que encontré e, indiferente a la evidencia de que regresábamos a Roma, retomé la lectura con fruición. Ni siquiera me preocupé por obtener más información sobre los vuelos, la devolución del billete o cuánto tiempo permaneceríamos a la espera. Concetta, con el corazón transido de rabia y dolor, escuchaba el veredicto: culpable. Por supuesto. ¿Qué podías esperar de un juez rastrero que besaba el suelo que pisaba Ruscolo y del cual había obtenido pingües beneficios? Un policía —nada menos que Guido, su mejor amigo desde que eran críos y armaban trampas para cazar comadrejas— intentaba domeñar a una Concetta enfurecida, que seguía clamando por su inocencia y se resistía a puntapiés

y escupitajos en una escena desgarradora. —¿Está libre este asiento? —oí preguntar en sordina a una modulada voz de mezzosoprano. Molesta por la nueva interrupción levanté la vista dispuesta a despachar rápidamente el trámite pero enmudecí de inmediato. Mi bella desconocida estaba señalando mi bolso de mano invitándome a dejar vacío el sitio. Sonreí con gentileza: —Sí, claro, perdona —respondí acomodándolo entre mis piernas—. Ya está. Me devolvió la sonrisa y se sentó a mi lado. Apenas lo hizo suspiró profundamente mientras amoldaba su

cuerpo al asiento. Parecía cansada. Yo quedé en vilo. ¡Qué inaudita coincidencia! Hacía un rato la había contemplado desde lejos intentando desvelar las claves de su misteriosa identidad y ahora estaba aquí, a diez centímetros de mi hombro. Confusa procuré enfrascarme otra vez en mi libro, pero el sonido de su voz grave y seductora resonando en mis tímpanos como un sonsonete cálido, y la tenue vaharada a First de Van Cleef que emanaba su cuerpo me conturbaron en extremo. Decididamente esta mujer me fascinaba. Los acontecimientos habían hecho que me olvidara de ella, pero la casualidad, que es obstinada, volvía a traerla a mi lado. Ahora a Concetta la trasladaban a Rimini para hacer efectiva su condena, Guido y otro policía la estiraban cada uno de un brazo para obligarla a subir al coche, pero no pude enterarme bien de cuántos años de cárcel le habían caído ni el alegato de su inexperto abogado

porque, para mi asombro, de repente me costaba entender el italiano. Releía una y otra vez la misma página sin retener el texto y además, para qué negarlo, las desventuras de esta desdichada habían pasado a un manifiesto segundo plano. Cerré el libro y me puse a mirar por la ventanilla. Conocía de memoria la carretera que une Roma con Fiumicino, pero aquella casona lejana de formas simétricas y compactas como huida de un cuadro de De Chirico no estaba la última vez, o al menos yo no la había registrado. Árboles, algunas urbanizaciones, poco verde, monotonía. Este trayecto siempre me aburre, es uno de los parajes más anodinos de Italia. Me había obligado a no mirar siquiera a mi izquierda y a concentrarme en el paisaje, pero no pude evitar hacerlo a hurtadillas con el rabillo del ojo. Por la quietud de su cuerpo supuse que mi acompañante dormía. Con mucha cautela, giré unos pocos grados la cabeza

y pude ver su rostro, impasible, como si meditara con los ojos cerrados. De perfil era tan hermosa como de frente: la nariz proporcionada y levemente aguileña, la frente amplia y despejada, el contorno del rostro armonioso, clásico, boticcelliano pero a la vez muy contemporáneo. Había dejado caer los brazos sobre el regazo y sus manos reposaban una sobre la otra como si se acariciaran sin rozarse. La contemplé durante unos instantes fugaces y sentí que la deseaba tanto que me dolía el vientre, que apenas podía contener el impulso de inclinarme sobre su rostro y besar esa boca perfecta. La urgencia de mi deseo era tan apremiante que, temerosa de que la percibiera, abrí precipitadamente el libro como si buscara en las palabras impresas una vía de escape. ¿Cuánto hacía que no sentía la violencia del deseo subir desde el fondo de mi sexo avasallando mis sentidos con una urgencia dolorosa? Mucho, demasiado tiempo, pero no el

suficiente como para no recordarlo, si es que la libido deja algún resquicio al olvido. “He deseado a esta mujer desde que la vi hace un par de horas —admití mirando sin ver la página abierta— y me encanta sentirlo, me siento feliz de estar viva.” —Parecías Agustina de Aragón... Imbuida como estaba en mis pensamientos, la voz me tomó por sorpresa. Tardé unos segundos en identificarla como suya y que se estaba dirigiendo a mí. —¿Hablas conmigo? —pregunté en un susurro para no equivocarme. No abrió los ojos, pero sonrió y repitió con el mismo tono de voz: —Parecías una Agustina de Aragón combativa al frente de tus tropas y alzando el pendón de la justicia.

—¿O sea que...? —No supe cómo terminar la frase. —O sea que. La réplica, aunque dicha en voz calma, fue tan tajante que parecía una orden. A callar, no se hable más. ¿Y ahora qué? Me quedé en silencio, ponderando las posibilidades de reanudar el diálogo, pero no se me ocurría nada apropiado. “Tampoco son maneras de entablar conversación —pensé—. Lanza una frase ingeniosa, le contesto y luego me tapa la boca. Extraña manera de comunicarse.” ¿De modo que había estado observándome? ¿Y cómo es que yo no había vuelto a verla en el aeropuerto? Me moría de ganas de seguir hablando y por constatar la veracidad de mis especulaciones sobre su persona. Tales eran mis disquisiciones cuando se

incorporó en su asiento, echó su melena hacia atrás con ese gesto que ya le conocía y me informó con naturalidad: —Por lo visto hoy ya no habrá vuelos, porque las bombas son al menos cuatro y las han diseminado por diferentes puntos del edificio, así que les llevará un buen rato localizarlas y desactivarlas. —¿Cómo lo sabes? —me asombré. Alzó los hombros como quitando importancia al asunto: —Conozco gente. Ahora están tratando de averiguar si la llamada anónima era efectivamente de un comando terrorista o una broma pesada. —Pero si aún desconocen si es o no una falsa alarma ¿Cómo saben que los artefactos son cuatro? Levantó la ceja como quien dice “ya ves qué tontería”. Más que por la información, confieso que me puso contenta el hecho de que hablara el castellano con un marcado acento madrileño. Al menos no era tan

extranjera como para... ¿Cómo para qué? ¿Para no perderla con mayor facilidad, era eso? “Tonterías, María —pensé—, ya me dirás si siendo española no puede vivir en cualquier parte del mundo...” Decidí asegurarme: —Y mientras asistías a mi arrebato reivindicativo esperabas el vuelo a... —Ginebra —contestó—. Tenía que estar en Ginebra a mediodía, pero ahora... “Ginebra, sin más. ¿Por qué será tan lacónica? —me enfadé—. Habla lo justo, no es muy expansiva que digamos. ¿Qué pasa en Ginebra? ¿Se va de vacaciones? ¿Trabaja en un banco, en una joyería, es tour-operadora, tal vez europarlamentaria? ¿Es que vive allí?”. Estaba a punto de sonsacarle con la mayor discreción, pero esta mujer parecía adivinar mis elucubraciones más íntimas, porque añadió: —Yo vivo en Madrid, ¿Y tú?

—También —asentí, francamente aliviada por la información. “Tengo una remota oportunidad de volver a verla”, me dije, pero rectifiqué de inmediato: “¿Y eso a qué viene, tú, qué más da?”—. ¿Sabes adónde nos llevan? —pregunté por decir algo—. No se han dignado a darnos explicaciones. —Al hotel Majestic, frente a la Stazione Termini. —Lo conozco, está bastante ruinoso pero tiene su encanto —dije—. ¿Te has enterado de algo más? Iba a decir algo pero se calló porque se oía el carraspeo de prueba de un micrófono y desde la cabina del conductor una azafata se disponía a dirigirse al pasaje: “Buenos días, señores pasajeros.

Lamentamos las molestias ocasionadas, ajenas a nuestra voluntad. Por razones de seguridad todas las operaciones en Fiumicino se han cancelado hasta nuevo aviso. Les alojaremos en el hotel Majestic y allí deberán esperar nuevas instrucciones. La compañía correrá con todos los gastos. Muchas gracias por su colaboración.” Los anónimos amigos de mi acompañante debían de ser de alto rango, porque su información era exacta. Me volví hacia ella para decírselo, pero se había ensimismado otra vez, los párpados cerrados, y así se mantuvo hasta que entramos en la ciudad y el autobús se

detuvo frente al hotel. Ya en la recepción pregunté a la azafata por nuestras maletas: —Eso depende del tiempo de espera — respondió con bastante mal humor, asediada por el resto de pasajeros—. Creemos que la situación se normalizará en un par de horas, no se preocupe, el equipaje está a buen recaudo en el aeropuerto. De modo que todo mi bagaje era la ropa que tenía puesta y unos pocos enseres en el bolso de mano: el pasaporte, el billete, la gastada cartera de piel que me había regalado Lisa, el libro de la Moretti, la agenda electrónica, el diminuto neceser de cosméticos, un paquete de pañuelos de papel y la mitad de una chocolatina. En un principio nos indicaron los sillones del hall de entrada para entretener la espera, pero la protesta airada de la mayoría de nosotros logró que nos asignaran habitaciones. Después de una mañana tan agitada yo suspiraba por una ducha, así que llave en

mano subí al tercer piso por las escaleras, los ascensores no daban abasto. Tendría que llamar a mis padres para contarles las novedades, porque si la noticia aparecía en el telediario sin duda se alarmarían. Aprovecharía el tiempo para retomar los pasos de Concetta en su camino a Rimini. Busqué con la mirada a mi acompañante, pero se había evaporado. Resultaba notable su destreza para la prestidigitación. Aparecía y desaparecía a voluntad como el pañuelo de colores de un mago. Tras luchar con los grifos vetustos del baño por fin pude calibrar el agua caliente con la fría y surgió un chorro abundante y tibio bajo el que me cobijé con deleite. “Vaya mañana estrafalaria —reflexioné más por hábito que por intención expresa de hacer un balance pormenorizado—. Salgo hacia Madrid, unos terroristas me impiden viajar, me embobo con una señora —cosa que no me suele suceder— y la deseo con vehemencia, pero luego el

sentimiento desaparece como una insolación de verano, se me da por hacer de heroína pero mi furia se desvanece en el aire en unos minutos, me traen de regreso a Roma y no me importa demasiado, Concetta de camino a Rimini, yo en el Majestic y me estoy dando una ducha. Me siento como una peonza girando en el vacío.” Pero lo más notable era que me sentía contenta y relajada, con esa sensación cremosa de estar de vacaciones tras un duro trabajo. Con dificultad oí que llamaban a mi puerta. Empapada y con el pelo chorreando, me cubrí como pude con la toalla y pregunté antes de abrir: —¿Quién es? —Yo. Reconocí su voz de inmediato, pero consideré bastante pedante que no se dignara a identificarse y no me di por

enterada. —¿Yo quién? —insistí. Escuché su risa a través de la puerta: —Tu compañera de viaje en autobús, o sea, yo. Abrí la puerta luchando con la toalla mal anudada. —Me pillas en la ducha. Pasa. Entró con aire decidido, me saludó con una sonrisa arrobadora y fue directamente hacia la sólida cómoda de madera. Se sentó con familiaridad sobre el mueble apartando mi bolso. Parecía estar a sus anchas, cual si mi habitación fuera la suya. Es más, como si el planeta entero fuera de su propiedad. —Quiero dar un paseo, no pienso quedarme encerrada a saber cuánto tiempo, así que si te sumas podemos ir a dar una vuelta —propuso mirando mi semidesnudez con desparpajo—. Supongo que no tienes secador de pelo, pero como lo llevas lacio se te secará con el aire. Iba a responder que no, que corríamos

el riesgo de perder el traslado de regreso al aeropuerto, pero en cambio regresé al baño sin dudarlo y entrecerré la puerta tras de mí mientras decía: —Un minuto y estoy contigo. Me sequé a toda prisa, me enfundé los vaqueros y la camiseta más deprisa aún y decidí al vuelo darme un poco de carmín y retocar el contorno de los ojos. La oí comentar: —Algo me dice que te conoces muy bien Roma, ¿Me equivoco? —Es mi segunda ciudad, si te refieres a eso —respondí alzando la voz y procurando atinar a mis labios con la barra—. Mi padre es romano, ¿Sabes? —¡Perfecto! —exclamó—. Yo he venido pocas veces y muy de pasada, así que serás mi guía oficial. ¿Me lo parecía o esta mujer estaba seduciéndome? Deseché la idea al instante, pero con la misma celeridad descarté que no lo estuviera haciendo. Era impulsiva y se dejaba llevar por la

espontaneidad, eso era todo. Y si no era todo... ¿Por qué no seguir la fiesta? Estaba de un humor espléndido, y la perspectiva de pasear con ella por mi amada Roma me parecía lo mejor que me había sucedido en el día, aparte de conocerla. Me miré en el espejo y me gustó lo que reflejaba. A saber por qué me noté más alta que de costumbre, el pelo rubio todavía oscuro por el agua y más largo de lo habitual, los ojos encendidos, el cuerpo delgado y vigoroso, obediente a cada movimiento. Lástima el atuendo, pero no tenía otro, así que abrí la puerta. —Lista. ¿Adónde vamos? Me lanzó una mirada tan apreciativa que me resultó inquietante: —Me llamo Eva, por cierto. —Bien, Eva ¿Adónde quieres ir? —¿Y tú? —Me da igual, quizá a la plaza Navona, es un sitio que adoro —dije guardando los cosméticos en el bolso y encaminándome hacia la puerta.

Soltó una carcajada: —Digo que cómo te llamas... Reí con ella: —¡Ah, claro! María, me llamo María. Cerré la puerta tras de mí y bajamos deprisa por las escaleras buscando la calle como si el aire tibio de junio se hubiera convertido en un bien imprescindible. Eva me precedía, y pese a que era la primera vez que estábamos juntas yo habría jurado que era feliz, o al menos esa sensación me transmitía su cuerpo descendiendo los escalones con la soltura de una quinceañera ilusionada. Alzamos la mano al mismo tiempo para detener al primer taxi que se presentó. Con un gesto mudo Eva me indicó que me encargara del taxista, así que le indiqué la dirección —que por otra parte no tenía pérdida— y Roma se desplegó alrededor

de nosotras con toda su magnificencia. L a Vecchia Signora , la llaman los italianos, e incluso la Vecchia Puttana , según les vaya la vida. Dama o puta, Roma es una ciudad que me inunda de una felicidad a la vez tranquila y eufórica en cuanto llego, algo que no siento ni siquiera en Madrid, el lugar que he elegido para vivir. El tono de rosas viejas que la envuelve y define, los constantes desniveles de sus parques y plazas aterrazadas, la luz de filtro dorado de sus mañanas, la presencia omnipotente de pinos y alerces de sombras escasas, sus colinas, el continuo trasiego de gentes y coches estruendosos, el penetrante aroma a capuccino que inunda sus calles, su atmósfera de ciudad enraizada en la historia pero bien plantada en el aquí y ahora, todo, todo eso me hace amarla, incluso el perenne desorden en el que parece inmersa. Los romanos tienen fama de narcisistas, melodramáticos y utilitarios, pero a mí

eso me tiene sin cuidado porque, con o a pesar de ellos, Roma es mi hogar desde pequeña, ese cobijo que nos pertenece en exclusiva como una extensión simbólica de nuestro esquema corporal y en el cual me siento a salvo de todo peligro. Ella miraba por la ventanilla y cada tanto me preguntaba el nombre de algún edificio, una iglesia o un monumento. Yo respondía lo que conocía, y del resto se encargaba el chofer, muy ufano en su papel de cicerone, mientras Eva hacía muecas graciosas a sus espaldas imitando su cháchara. El coche nos dejó en la via del Corso a petición mía y desde allí enfilamos hacia la plaza Navona caminando por el laberinto de callejas que caracteriza a esta parte de Roma. A Eva le llamaron especialmente la atención las pequeñas vírgenes semiocultas en sus nichos tallados en los muros de piedra que se nos aparecían a la vuelta de cualquier esquina y las casas vetustas que dejaban entrever

a través de sus portales sus enormes cortili interiores, resabios de cuando a las casonas romanas se entraba con carruajes. En determinado momento comenté con aire casual: —Esta mañana te vi en la cafetería de Fiumicino, parecías muy concentrada en tu lectura... —¿Ah, sí? Fíjate, yo no. Aunque no me extraña, soy una auténtica despistada y además si el periódico trae algo más que las catástrofes de turno suelo leerlo. —Es normal que no me vieras —dije manteniendo el tono superficial—, con la cantidad de gente que trasiega por los aeropuertos. Lo que pasa es que me llamaste la atención. —No me percaté que alguien me observara con tanto interés... —dijo con indudable complacencia—. ¿Tú en qué mesa estabas? O mentía o disimulaba, porque me había mirado al salir y al volver del freeshop y además... ¿cómo sabía que estaba

en una mesa y no de pie, en la barra u observando a través de los cristales? —Verás, es una tontería, pero me hiciste pensar acerca de si beber un gintonic a esas horas de la mañana resultaba una buena idea para soportar el vuelo o un auténtico disparate. No entendió bien mi comentario, pero enseguida cayó en la cuenta: —¡Ya! Un gin-tonic, qué va, a esas horas... —Hizo una pausa y añadió—: Lo que bebía era vodka. —¡Vodka, qué potente! —exclamé. —No, boba, estoy bromeando. Era agua mineral. ¿O tengo aspecto de viciosa? ¿Tenía aspecto de viciosa? Voluble, guapa, intrigante, seductora, huidiza, simpática, lista, se me ocurrían una lista de adjetivos, pero viciosa... Me miró y dijo con malicia: —Por lo visto eres muy observadora. ¿Algo más que reseñar de mi persona? ¿Qué quería oír en realidad? ¿Mi opinión “objetiva” sobre ella, a sabiendas

que lo único objetivo que existe son precisamente los objetos? ¿Algún piropo elegante e ingenioso, uno de esos halagos de mujer a mujer como “el color de la falda le sienta ideal a tu piel”, o “qué dieta haces para mantener ese tipo”? ¿Tal vez alguna observación aguda sobre determinado aspecto de su personalidad? Lo que era más que evidente es que yo no pensaba confesarle la violenta emoción que suscitaba en mí ni el deseo ardoroso que me provocaba. “Lo siento, niña, pero hasta aquí llegaron mis confesiones — pensé—. Ya soy mayorcita para arrojarme a una piscina sin saber siquiera si tiene agua.” —Me entretiene mirar a la gente, eso es todo —dije—. A veces descubres cada personaje por ahí... Y me puse a mirar el nombre de la calle en que estábamos, cosa que no me aclaró mucho. Con la charla nos habíamos apartado del camino más directo y tuve que preguntarle a un cartero la mejor

manera de llegar a la plaza. Se explayó en una miríada de explicaciones tan minuciosas como imprecisas, así que le di las gracias y seguimos andando al azar. A requerimiento de Eva hablé de mi padre, romano del barrio de Pirámide. Era hijo de un diplomático y la familia había tenido que trasladarse a Madrid siendo él un adolescente. Allí estudió medicina y ahora ejercía su especialidad de neurólogo en su propia consulta. Había conocido a mi madre siendo ayudante de mi abuelo, también médico en el hospital de La Paz, y se habían casado casi de inmediato. Cuando nací yo, la única hija, mi nombre no admitía dudas, porque Stefano —llamo a mi padre por su nombre — es admirador ferviente de María Callas, adoración que he heredado. Caminábamos en ese momento por la

via Pasquino, y al girar hacia la derecha entramos en la plaza. Interrumpí bruscamente mi relato. Navona es la plaza que más me gusta en el mundo. Me conmueve su aire aristocrático, su espacio y cómo lo ocupa. Celebro la ceremonia del silencio cada vez que aparece ante mí y le ofrezco un instante de respeto como homenaje a su esplendor. Eva también calló, tal vez porque percibió mi emoción, o simplemente porque yo había enmudecido sin previo aviso. La atravesamos a paso

lento, disfrutándola a pesar del enjambre de turistas que como de costumbre la abarrotaban y hacían difícil su tránsito. Ante la fachada profusamente ornamentada de la iglesia de Santa Agnese in Agone tomé conciencia de que estaba compartiendo con Eva uno de mis ritos privados. ¿Por qué con ella? A este sitio siempre me gusta venir sola. Es mi refugio predilecto para escaparme del trabajo. Me instalo en una de sus terrazas y leo mientras bebo un Campari, escribo cartas, tomo notas sobre expresiones coloquiales que escucho a mi alrededor o simplemente entro en comunión conmigo misma mirando sin ver

el gentío y escuchando el rumor del agua de las fuentes. Es un hábito que mis amigos romanos respetan aunque no acaben de entender del todo mi fijación. Una de las bromas predilectas de Giorgio, el hermano de Alessandra, es: “¿Y María donde está? — canta en falsete—. En Navona buscarás y bien sola la encontrarás”. Con Lisa había hecho una única excepción a mi regla de oro. Era su primer viaje a Roma, yo le había hablado con pasión de mi sitio, y fue tal su delicadeza al sugerirme si querría compartirla con ella que sentí vergüenza de ser tan maníaca y fetichista con un ámbito que sentía exclusivo. Pero a pesar del inmenso amor que le profesaba, la presencia de Lisa robó algún recóndito secreto de mi intimidad y Navona ese día no fue la misma. Sin embargo, hoy había sido yo quien la había propuesto, y mientras contemplaba a Eva curiosear por entre los puestos de

láminas y souvenirs o escuchando con atención las melodías gastadas que improvisaban los músicos ambulantes, no sólo no me sentía invadida sino compartiendo mi complicidad con una naturalidad que me pasmaba. Llevábamos más de una hora fuera del hotel y le sugerí que buscáramos una cabina para telefonear, por si había novedades sobre nuestros respectivos vuelos. —Las cabinas estarán ocupadas o fuera de servicio, como de costumbre — comenté—. Vamos a esa cafetería, tienen teléfono. Eva metió la mano en su bolso, sacó una tarjeta del hotel y un teléfono móvil: —Yo marco el número y tú hablas. Me atendió el conserje y dijo que no había novedades que reseñar y que Alitalia no había dado

nuevas instrucciones. No obstante, insistí en hablar con la azafata que nos había acompañado al Majestic y que sin duda aún estaría por allí. A regañadientes, el encargado aceptó ir a buscarla y cuando ésta se puso al teléfono repitió el mismo mensaje, bastante enfadada con nosotras porque había pedido a los pasajeros que esperaran en el hotel y era responsable de cualquier descontrol. Con mi mejor tono de arrepentimiento me disculpé por ambas y logré calmarla. “Lo más seguro es que Fiumicino no retorne a la normalidad hasta el atardecer, no obstante les aconsejo —más bien me instó— que estén en contacto permanente conmigo y regresen lo antes posible.” Analizamos la situación: volver de inmediato al hotel no tenía mucho sentido, hacía un tiempo estupendo y encerrarse en las habitaciones una cantidad indefinida de horas era una tontería. Además teníamos bastante hambre, así que propuse

comer en un restaurante a poca distancia de donde estábamos y al que suelo ir con frecuencia porque su comida es excelente. Eva aceptó de inmediato: —Sí, venga, me encanta que me muestres tus rincones secretos. Llegamos al restaurante y su dueña me recibió con la simpatía de costumbre. Nos acompañó a la mesa “de siempre” intercambiando frases de cortesía y le presenté a Eva, que la saludó con una de sus magníficas sonrisas. Esperábamos la comida cuando Eva preguntó con displicencia mirando los cuadros que decoran el local: —Bueno, ¿Y tú de amores qué? ¡Caramba! Me quedé de una pieza. El terreno afectivo no suele ser de los primeros temas que se abordan cuando dos personas acaban de conocerse y yo no

soy dada a los exhibicionismos amorosos. La pregunta me pareció bastante indiscreta. —No te privas de nada, ¿Verdad? — respondí un poco seca. —¿Y qué quieres? —dijo sorprendida —. ¿Que te pregunte si gustas del cine de Tarantino, te entusiasma más el esquí que el tenis o si el color turquesa es uno de tus amores? —Para empezar no estaría mal algo por el estilo. —A mí me parece una pérdida de tiempo, es como pisar hojarasca sabiendo que debajo hay tierra firme, pero si lo prefieres hablamos del clima. Me dejó pensando. Lo de la hojarasca no estaba nada mal, se notaba que apartaba lo superfluo de lo esencial e iba al meollo de la gente sin falsos remilgos.

Quizá mi reserva era simple puritanismo. Bien mirado, el amor no tiene por qué ocupar necesariamente el quinto o sexto puesto del ránking de las conversaciones, de modo que respondí sinceramente: —Si te refieres a si estoy con alguien, la respuesta es no. Vivo sola desde hace algunos años, y cuando digo “sola” no me refiero a una soledad de esas quejumbrosas y dolientes sino a una “solitud” buscada. Además tengo a mis padres y a un pequeño grupo de amistades queridas y muy elegidas con las cuales comparto mi vida. No parecía dispuesta a cambiar de tema: —Pero habrás tenido tus amores... Oye —se apresuró a decir—, si te incordio me lo dices y punto, a veces resulto un poco

impertinente, lo sé. —No diría impertinente, tal vez demasiado... directa. De todos modos — añadí—, no tengo inconveniente en responderte. Sí, he tenido mis amores como todo el mundo, supongo, pero mi última pareja murió de cáncer y quedé bastante tocada. —Lo siento —dijo educadamente, y tras una pausa añadió—: Habrá sido muy doloroso para ti perder a tu novio. ¿O estabas casada? No pude evitar una sonrisa. ¿Adónde quería ir a parar con su interrogatorio? Porque algo me decía que Eva era cualquier cosa menos ingenua. En ese momento trajeron los humeantes platos de pasta y esperé que la dueña se alejara de la mesa para contestar: —Verás, casados, lo que se dice casados, no exactamente. Sobre todo porque a Lisa y a mí nos hubiera costado mucho decidir cuál de las dos iba de blanco a la iglesia.

Hizo un mohín con los labios que no pude descifrar si era de asombro, de rechazo o de satisfacción por confirmar alguna hipótesis previa. Mientras la miraba, se puso a comer saboreando los espaguetis con deleite. —¡Mmmm, están buenísimos, tenías razón! ¿Y dices que esta salsa se llama “matriciana”? La imité y esperé a tragar el primer bocado antes de hablar. Ahora era ella la que intentaba cambiar el rumbo de la conversación, pero me había sonsacado sin pudor y no se iba a escapar tan fácilmente. —Alla amatriciana, sí. ¿No es deliciosa? Hice una pausa estudiada y volví a la carga con afectada displicencia: —O sea que soy lesbiana, aunque las etiquetas me gusten bien poco. ¿He sido

demasiado textual? Porque hay mucha gente que... —¡Pero qué dices, por favor! —me interrumpió antes de que terminara la frase—. La homosexualidad es una opción tan lícita como cualquier otra, estamos estrenando milenio, estaría bueno. Bonito tópico. Precisamente el que se espera de una persona muy en la onda, la frase correcta de una mujer correcta. ¿Realmente era tan liberal como aparentaba? Sentí ganas de descomponer tanta compostura y no me anduve por las ramas: —¿Y tú tienes novio o novia? Jaque. Eva pareció desconcertarse y se tomó su tiempo antes de responder. Bebió un buen trago de vino, lo paladeó, posó con suavidad la copa, abrió el envase de grissini y semi sonrió mientras extraía uno

de los palillos. —Podría decir que soy libre como el viento. Otra frase hecha, y ésta bastante cursi. No me contuve:

—“Liibreee, como el sol cuando amanece yo soy liibreee coomo el mar...” —canturreé con sorna al mejor estilo Nino Bravo. Me estaba divirtiendo lo mío porque Eva había salido de caza y había resultado cazada, pero mi compañera de mesa no me iba a la zaga, y se plegó al canto con una maniobra digna de aplauso: “Camino sin cesar, detrás de la verdad, y sabré lo que es al fin la liibeeertad...”, completamos a dúo. Estaba claro que ella se había dado cuenta de que yo me había dado cuenta de que ella... Nos reímos de nosotras mismas y nos dedicamos nuevamente a los espaguetis, que corrían el riesgo de enfriarse, pero algo quedó claro: yo había hablado sinceramente sobre mi lesbianismo y Eva se había escabullido con astucia sin devolver el bumerán. En una nítida maniobra de evasión se puso a hablar con lujo de detalles de su estancia en un pueblo cercano a Arezzo,

de la maravillosa casa de campo propiedad de unos amigos suyos y de los muy bien aprovechados días que había disfrutado gozando del paisaje de la Toscana antes de regresar a Roma, rumbo a Suiza. Los largos paseos por las faldas de las colinas eran lo que más había disfrutado. Mi presunción de que le gustaba andar había sido, pues, acertada. Cuanto más hablaba mejor se escabullía de cualquier posibilidad de retomar la conversación anterior. “Es inteligente —pensé—, es muy inteligente y maneja una extensa gama de recursos. Esta Eva me gusta mucho.” —... Y entonces nos unimos a los campesinos aquellos —estaba diciendo con entusiasmo—, les ayudamos a apilar el heno fresco y cuando terminamos nos invitaron a compartir su pan y su queso mientras circulaban de mano en mano las botellas de un vino exquisito... Mi duda seguía en pie. ¿Candorosa o una teatrera? Porque su anécdota era tan

banal, tan excesivamente tópica que me costaba creer que una escena de campo reiterada hasta el hartazgo hubiera llamado tanto su atención. Decidí ser cortés: —Sería un Chianti, el mismo que estamos bebiendo. Es el vino típico de la Toscana. Otra vez esa mirada indescifrable, seguida de un silencio breve. ¿Estaba midiendo mi capacidad de reacción? ¿Era yo quien la estaba retando a ella? Manejo muy toscamente las situaciones ambiguas, así que le di otro rumbo a mi pensamiento: “Acabo de conocerla, le estoy adjudicando características que son más mías que suyas y es muy probable que me equivoque de medio a medio. ¿Y si es una persona sin mayores sofisticaciones intelectuales y la escena bucólica en la Toscana profunda le pareció en verdad encantadora?”. Una vez

más me equivocaba, o al menos no alcanzaba a leer con claridad su texto, porque al momento lanzó otra carga en profundidad: —¿Tú cuál dirías que es la diferencia entre el misterio y el secreto? ¡Vaya! ¿Y este salto por arte de birlibirloque de Arezzo a Heráclito? ¡Menudo tema para una sobremesa a base de pasta! Primero el amor, ahora la metafísica. ¿Seguirían la locura y la muerte? Por supuesto que podría haberme desentendido del envite y comerme tan tranquilamente el helado de pistacho que acababan de poner delante de mí luciendo mi mejor cara de paisaje, pero era tan notorio que estaba poniendo a prueba mi intelecto que no pude resistirme: —¿Por ese orden? ¿Primero el misterio y luego el secreto? —Como quieras —concedió—. El orden de los factores... —A pesar del axioma el orden de los

factores sí suele alterar el producto, así que déjame pensar un poco. La cosa tenía su miga, desde luego, y tuve que afinar mis cuerdas mentales para lucirme con la respuesta: —Pues creo que el secreto es aquel aspecto del misterio que se conoce pero no se dice, mientras que el misterio, por el contrario, permanece siempre inaccesible al conocimiento. —Pero si según tú el misterio es inaccesible... ¿cómo logra el secreto acceder a él? Hilaba muy fino y lograba enredarme: —Bueno, hay cosas del misterio que sí se alcanzan a saber... —Por lo tanto no “siempre” es inaccesible —recalcó—, sólo a veces. —Vale, de acuerdo

—admití—. Pongamos que el esoterismo, la kábala, la astrología, todas las creencias arcanas, la tradición, no sé si me explico, también las ciencias físicas como la biología, la astronomía y sobre todo la física cuántica, logran acceder a ciertas porciones del misterio inicial. Que lo divulguen o no ya es otro cantar. Si no lo hacen, es un secreto. Si sí, deja de serlo. Reflexioné sobre lo que acababa de decir y añadí: —Reconozco que es un argumento poco consistente, pero es el único que se me ocurre a bote pronto. Caramba, Eva, es un tema imposible de despachar en un momento, de hecho hace siglos que la humanidad le da vueltas y vueltas. Eva había clavado la vista en una estampa costumbrista de la Roma del Quattrocento que adornaba una pared entera y que por lo visto reclamaba toda su atención. Se hizo un silencio embarazoso y me sentí compelida a

agregar: —Creo que el misterio es algo así como una verdad última que sólo puede ser conocida a través de una revelación espiritual. Se me acaba de ocurrir, no creas, tampoco estoy muy puesta en estos asuntos. —Y un poco molesta por su mutismo procuré dar por zanjado el asunto —: ¿Conforme, doctora? ¿O sostiene usted alguna tesis en contrario? Volvió la mirada hacia mí con ímpetu: —La palabra misterio viene del griego mystes, que significa iniciado —explicó con aplomo pero sin ninguna petulancia —, por lo tanto vas bien encaminada. Dicho lo cual una sonrisa iluminó su cara. Rezumaba satisfacción. Sentí que había pasado el examen y además con nota. Le devolví la sonrisa, bastante orgullosa conmigo misma, al tiempo que decía: —¿Seguimos filosofando o pagamos la cuenta y volvemos al hotel como dos adultas responsables?

Miró su reloj: —Las cuatro menos cuarto... Sí, creo que lo mejor es que vayamos yendo. Cuando llegamos al Majestic la sorpresa fue mayúscula. La amenaza a Fiumicino había resultado la broma macabra de un demente que ya estaba entre rejas y hacía poco menos de una hora que el contingente había partido y nos habían dejado en tierra. Nos encaramos con el conserje, que por un cambio de turno no era el mismo con el cual yo había hablado por teléfono y pedimos explicaciones que no supo dar. Yo insistía en que la azafata había mencionado el atardecer como hora más que probable, y que habíamos confiado en su palabra. El hombre se reafirmaba en su ignorancia, no tenía más explicaciones y sí mucho trabajo por atender. En cualquier caso tenía razón, toda reclamación resultaba inútil porque era evidente que la responsabilidad,

o, peor, la irresponsabilidad, corría de nuestra cuenta y no podíamos culpar al hotel, al aeropuerto ni a la compañía. Ofuscada, me senté en uno de los desvencijados sillones de cuero en un intento por poner orden en mis ideas. Desde luego era una faena, y de las buenas. No me faltaba dinero para otro billete, pero no era el caso. Me reprochaba mi negligencia por haber aceptado la invitación de Eva a sabiendas que dependíamos de circunstancias ajenas, y fundamentalmente que me hubiera despreocupado tan a la ligera en contra de mi natural predisposición a la prudencia. Incluso me había olvidado de telefonear a mis padres para avisarles del retraso.

¿Y mi equipaje, qué sería de él? La perspectiva de llamar a un taxi e ir al aeropuerto para recuperarlo, si es que no estaba ya camino de Madrid, me resultaba francamente ingrata, un verdadero incordio. Estaba fastidiada, pero al mismo tiempo sentía que me embargaba una sensación de alborozo que me confundía aún más. La duplicidad de sentimientos parecía ser la tónica de este día tan extravagante, y la vivía como una suerte de puzzle mal ensamblado que no atinaba a solucionar. Eso pensaba cuando oí que Eva me preguntaba a voces desde el mostrador de la recepción: —¿Quieres viajar hoy o mañana? Móvil en mano, era evidente que se había puesto en contacto con sus famosos amigos de Fiumicino. —¿Hay otro vuelo a Madrid? —

pregunté en voz alta. —Sí, a las siete de la tarde. “¿Qué hago? —dudé—. A las siete está muy bien, hay tiempo suficiente. Pero la cuestión es: ¿quiero o no quiero viajar hoy a Madrid?” —¿Y hay billete? —indagué dilatando mi decisión. Eva se impacientó: —Venga, decídete, hay sitio en el avión de esta tarde, pero tampoco tienen problema en cambiarlo para mañana, puesto que la responsabilidad ha sido de ellos. Me moría por preguntarle qué arreglo había hecho ella. ¿También había un Roma-Ginebra hoy mismo o tenía que aplazar su vuelo? ¿Se iba al aeropuerto de inmediato o se quedaba en la ciudad? Caí en la cuenta de lo mucho que me había ilusionado la perspectiva de estar más tiempo a su lado, pero no estaba dispuesta a decírselo y tenía que decidirme ya. ¿Qué hacer? Tomé una determinación repentina:

—Mañana. Ya que se puede elegir que sea mañana. El alma me volvió al cuerpo cuando le escuché decir a su interlocutor: —¿Mañana a qué hora? Okey, reserva dos billetes en ese mismo. Oye, te debo una, eres un cielo... Sí, les saludo de tu parte, ciao. ¿Dos, había oído bien? ¿Pero esta mujer no se iba a Ginebra? No entendía nada, pero me sentía feliz por el retraso, por mi súbita elección, porque iba a estar con ella más tiempo del esperado y porque además regresaríamos juntas a Madrid. Vino hacia mí y se sentó a mi lado, evidentemente satisfecha por el éxito de su gestión: —Listo, arreglado. Tenemos reserva en el vuelo de las once de la mañana, los del checking estarán sobre aviso y no habrá problemas con el cambio de pasajes. No pude reprimir la pregunta: —Creí entender que te ibas a Ginebra...

¿Me lo pareció o dudó antes de responder? —He cambiado de planes y me vuelvo a Madrid, pero como por hoy ya tengo bastante con las idas y venidas, acabo de reservar una habitación y me voy “domatina”... ¿Se dice así, verdad? Repito lo que dijo el conserje aunque no sé muy bien qué significa. —¡Brava, aprendes rápido! —reí—. Es fácil: domattina es una contracción de domani y mattina, o sea, mañana por la mañana. —Eres buena profesora, lo supe desde el primer momento —comentó desperezándose a gusto—. Estoy cansada, pero dudo que pueda dormir una siesta. ¿Tú qué piensas hacer? ¿Yo qué pensaba hacer? No tenía la menor idea. Leer no me apetecía en lo más mínimo y mucho menos enclaustrarme

el resto del día en el Majestic. —Supongo —empecé— que reservar una habitación y... La miré y me encogí de hombros como excusándome por mi carencia de proyectos, pero improvisé sobre la marcha: —¿Conoces la Villa Borghese? Era muy improbable que no la conociera. Cualquier turista, por más breve que sea su estancia en Roma, le dedica al menos una hora de peregrinación porque no se perdonaría regresar a su país y admitir que no había visitado una de las joyas de la corona

romana. ¿Eva era diferente también en esto? Por lo visto sí, porque respondió con candor: —Pues la verdad es que no la conozco... Genial, Eva. Ahora teníamos un plan. Fui hasta el mostrador, pagué por adelantado mi habitación y salimos otra vez a la calle. Desde una cabina llamé a mis padres y dejé un mensaje en el contestador informándoles de las novedades. —Si no les importa, señoritas, vamos a cerrar. El camarero de El Trianón permanecía de pie a nuestro lado sosteniendo una pequeña bandeja de plata con la cuenta y por lo visto llevaba algunos minutos intentando cobrarla sin que nos diéramos cuenta, apasionadas como estábamos discutiendo sobre lo femenino y lo

masculino. Sostenía Eva que las diferencias entre hombres y mujeres son rotundas, “y las características masculinas a mí me atraen mucho”. Yo estaba básicamente de acuerdo en cuanto a la rotundidad de la disimilitud, pero matizaba que “masculino” no es sinónimo de hombre así como “femenino” no lo es de mujer; que ambos términos son conceptos ideológicos y no compartía del todo las cualidades que se les atribuyen a uno y otro. —Por ejemplo la división entre el yin y el yang —aportaba yo como prueba pese a mi decidida admiración por las filosofías orientales—. Si lo masculino, o sea el yang, representa la fuerza, la luz, el día, la razón, la ecuanimidad, la justicia, etc. es evidente que lo yin, lo femenino, es su contrario especular, y no estoy para nada

de acuerdo. Creo que la atribución de connotaciones es tendenciosa y destila ideología masculina. “Supón que hacemos un elenco de cualidades presuntamente femeninas — propuse—, como por ejemplo... no sé, intuición, tolerancia, perseverancia, presencia de ánimo... ¿Qué más? —Respeto por la vida —aportó Eva—, prudencia... —¡Bien! —aprobé—. Ahora pasemos a sus opuestos. ¿Me dirás qué hombre aceptaría sin rechistar que por oposición lo definan como inflexible, pusilánime, intolerante, veleidoso, irrespetuoso ante la vida, imprudente y cobarde? Todos a una alegarían que no se puede generalizar, lo que cuenta es la individualidad, que patatín y que patatán... Verías cómo la ley del yin y del yang en lo que se refiere a la simbología de

los sexos quedaba derogada de inmediato. El camarero no sólo tosía con descaro para llamar la atención sino que plantó la bandeja en medio de la mesa haciendo temblar las copas. Eva le miró indignada y casi le ordenó en francés: —Muchas gracias, si queremos más postres le llamaremos. El individuo, a punto de acabar su jornada de trabajo, decidió que ya estaba bien de genuflexiones y respondió en un napolitano de lo más vulgar: —Verá, señora, salvo el gato ya no hay nadie en el local y sólo falta que ustedes paguen para cerrar la caja. Es casi medianoche y yo duermo en casa, ¿Sabe? Eva me preguntó abriendo mucho los ojos: —¿Qué me ha dicho? La risa no me permitía hablar. Su cara perpleja era un poema, y el camarero

echaba chispas por las orejas. Acepté la cuenta y me encaré con él hablándole en su mismo argot: —Vaya a dormir, buen hombre, tenga mi tarjeta y tráigame rápido el recibo, no tenemos toda la noche. Me miró con odio y se dio la vuelta. Eva seguía sin entender, pero echó mano a su cartera. —Deja, estás invitada —dije aún riendo. —De ninguna manera —protestó—. Aquí está mi Visa. —¿No me dejas que te invite o es que te disgusta que te agasajen? ¿Lo encuentras masculino, tal vez? Abrió la boca para decir algo pero la cerró de inmediato. En cambio, me tomó de la mano y prometió: —La próxima te festejo yo a ti. La frase era tan potente que me sacudió hasta el pubis, pero no dije una palabra. En rigor, tampoco hubiera podido emitir una sola sílaba, tal era mi conmoción.

Mientras, el fastidio del napolitano subió varios puntos cuando al devolverme la tarjeta le pedí que llamara a un taxi por teléfono, de modo que aún permanecimos unos diez minutos de pie en la puerta del restaurante. Durante el trayecto no nos dijimos nada, envueltas en un silencio confortable y cómplice. Eva insistió en pagar la carrera con las pocas monedas que le quedaban. Pedimos las respectivas llaves en la conserjería y subimos al ascensor. Mi habitación estaba en el tercer piso, la de Eva en el cuarto. Al abrirse la puerta en mi planta quise despedirme con alguna frase impecable, un exquisito fin de fiesta para un día tan especial, pero sólo atiné a balbucear un escueto “Hasta mañana”. Creí que Eva iba a darle al botón del cuarto pero en cambio bloqueó las puertas y dijo mirándome sin recato: —Hay dos llaves, creo que sobra una... ¿Era una insinuación? No: era una orden. Más tarde me habituaría a los

imperativos de Eva, pero en ese momento mis sentidos lo único que percibían era cómo un deseo sofocante y viscoso hacía temblar mi cuerpo. Con un gesto callado de mis manos y la emoción palpitándome en la garganta la invité a seguirme por el pasillo. Cuando estaba maniobrando con la llave en mi cerradura me abrazó por la espalda, recogió mi pelo con un movimiento apenas perceptible y me besó en la nuca mientras musitaba con esa voz suya que me llegaba a las entrañas: —Yo también me muero de amor... 2 “El hotel Winkler está situado a los pies de los pre-Alpes belluneses en un valle rico en verdes y lagos, al comienzo de la autopista Vittorio Veneto-Venecia. Dispone de un restaurante con cocina típica, bar, sala de esparcimiento y sala de lectura, amplia terraza, parque privado, garaje y aparcamiento. Las posibilidades de excursión son: Venecia, 30 minutos; Trieste: 90 minutos; Cortina

D’Ampezzo: 60 minutos; lago de Santa Croce: 10 minutos; monte Visentin con servicio de aerosilla hasta los 1.750 metros, refugio, panorama único sobre las Dolomitas y sobre la llanura hasta el mar: 40 minutos.” El folleto publicitario del Winkler no mentía. Ocupaba una enorme casona de campo de principios de siglo distribuida en dos plantas y su arquitectura sólida y angulosa recordaba más al estilo toscano que al italiano del nordeste, esa zona intermedia entre el Veneto y el TrentinoAlto Adige donde Italia empieza a confundirse con Austria. Era un sitio realmente encantador y de inmediato nos sentimos muy satisfechas por nuestra elección, por otra parte fruto del azar. El display de propaganda que nos había llamado la atención en una agencia de viajes de Roma omitía describir sus amplias habitaciones con suelos de madera, las espléndidas vistas que se divisaban

desde sus ventanas, la discreción del servicio, la higiene exquisita y el confort de sus camas, que Eva y yo disfrutábamos desde hacía un par de días. Constituían un estupendo reclamo a sumar y así se lo hicimos saber a la directora, muy halagada por la sugerencia. Eva dormía con la cabeza apoyada en el hueco de mi axila, pero pese al hormigueo que me subía por el brazo derecho y que me estaba entumeciendo el cuello permanecí inmóvil. Serían... ¿las cuatro, las siete de la tarde? Quise mirar mi reloj pero desistí, no estaba a mi alcance. En cualquier caso... ¿Qué más daba? Pero un cigarrillo... eso sí me apetecía muchísimo. Con extremo cuidado fui retirando poco a poco mi atenazado brazo hasta que la cabeza de Eva quedó apoyada en la

almohada y con el mismo celo giré mi cuerpo hacia el borde de la cama hasta ponerme en pie. De puntillas y tratando de evitar que crujieran las tablillas del suelo fui al baño, me senté en el inodoro y mientras orinaba encendí un cigarrillo aspirando con fruición. —¿Qué haces? —preguntó Eva desde la cama con voz adormilada. —Pis —respondí—. Duérmete otro poco. —Si tú no estás no puedo... —Ya será menos, duerme. Apuré mi cigarrillo hasta la última calada, me lavé la cara y las manos y volví al dormitorio. De pie, me quedé contemplándola. Dormía otra vez profundamente. Boca abajo, con los brazos sirviendo de cojín a su frente, parecía un cuadro de Degas. Su cuerpo era de una belleza convulsa, frágil en su

casi delgadez pero a la vez enérgico y poderoso, de curvas tenues como dunas y huesos largos que moldeaban su piel aceitunada. Me gustaba mirarla así, desnuda y abandonada al sueño en actitud confiada, aunque cada tanto la sobresaltaban unos pequeños temblores y entonces murmuraba palabras ininteligibles y leves gemidos de protesta. Me tumbé de espaldas en la cama y de inmediato volvió a cobijarse bajo mi brazo, buscando la postura más confortable. La abracé. No me cansaba de sentir el tacto de su piel, que olía vagamente a leña quemada, ni de embelesarme con la tibieza que emanaba su cuerpo dormido y que impregnaba mis manos con la calidez de un pájaro nuevo. “Si ésta es la gloria —pensé—, yo estoy en ella, y si es un sueño que nadie se

atreva a desvelarme.” Los tres últimos días se habían engarzado entre sí de una manera onírica y vertiginosa. Cuando nos despertamos al día siguiente de habernos conocido (¿tres días ya? ¿tres días solamente?) coincidimos en que no podíamos abandonar Roma e irnos cada cual a su casa de Madrid como si nada hubiera sucedido. En rigor fue Eva quien lo decidió. Cuando el poco discreto trajín del Majestic se coló por debajo de nuestra puerta volviéndonos a la realidad, el vuelo había partido a las once de la mañana y el reloj marcaba las dos de la tarde. Estábamos agotadas y somnolientas.

¿Qué hacer? Me sentía confusa e incapaz de hilvanar una alternativa coherente, pero como Eva posee el don de la resolución de inmediato decidió por ambas: —Tú no te me escapas así como así. —¿Entonces? —pregunté sonriendo mientras acariciaba morosamente su cintura. Se levantó de un salto cubriéndose pudorosamente con la sábana y buscó su teléfono. A estas alturas yo ya sabía que iba a llamar a Gino Freni, un viejo amigo de su familia y nada menos que Vicedirector del aeropuerto de Fiumicino. Por lo visto tenía línea directa con él, porque se puso de inmediato. —¿Gino? Soy Eva otra vez. Hablaba con su mejor voz de mezzo, esculpiendo seductoramente cada palabra: —Dirás que estoy loca, pero he vuelto a perder el vuelo. —Me miró con picardía y me lanzó un beso que le devolví por el aire—. No, nada grave, no

te preocupes, sólo que me han liado con un asunto inesperado —otra mirada traviesa— y tengo que quedarme una semana más. ¿De verdad podrías? Los dos billetes, sí. ¡Eso ya es demasiado, ya me las apaño yo! Como quieras, si de verdad no es un trastorno... ¿Vernos, dices? Verás, es que tengo que ir a Florencia para estudiar la obra de un pintor que está dando que hablar. Sí, para la galería. Ya lo ves, mi jefa me exprime y yo no sé negarme. “Miente con una desenvoltura que abruma”, pensé al verla de pie, frente a mí, con la sábana apenas cubriendo su cuerpo a modo de peplo de diosa griega. Sentí que una vez más la deseaba con vehemencia y lo percibió de inmediato, porque me indicó con gestos que la conversación ya llegaba a su fin. —Si acaso tengo un rato antes de irme a Madrid te llamo y nos vemos, ¿sí? Te adoro, Gino, y lo sabes. De acuerdo, te debo dos, veo que llevas bien las

cuentas... Bueno, gracias otra vez. Adiós. Literalmente se zambulló encima mío. —¡Eh, niña, que no soy una cama de agua! —protesté entre risas. —Sin embargo estás bastante húmeda... —replicó besándome y mordiendo con violencia mi cuello. La aparté luchando con sus brazos que me atenazaban y se tumbó de espaldas resoplando con fuerza. —Despacio, despacio... Me tienes el cuerpo amasado como si me hubiera caído encima un alud de nieve. Eres una bestia, ¿lo sabías? —fingí enfadarme. —Si tú lo dices... —Lo que oyes, hasta ahora no había topado con una asesina potencial. —Ya ha hablado la señora experimentada. —Y tú, pobre ángel sin sexo, una víctima inocente de mi depravación, ¿no?

Se sentó de un salto y cruzó las piernas a lo yoga. Estaba exultante: —Escucha las noticias. Nos quedamos una semana más, y no solamente nos cambian los billetes sino que dentro de una hora traen nuestras maletas al hotel. Ya ves qué fácil. —¿Y cómo sabes si yo quiero quedarme? ¿Me has consultado, acaso? ¿Y si mis asuntos en Madrid no pudieran esperar un día más? ¿Y si ya estoy harta de tu presencia en mi cama, eh? Compuso su mejor cara de contrición: —Tienes razón, he sido demasiado impulsiva... ¿Llamo otra vez a Gino? Sus ojos castaño oscuro cambiaban de tonalidad cuando se excitaba y ahora eran de miel translúcida. Con esa ondulante cadencia que imprimía a todos sus movimientos comenzó a inclinar su cuerpo hacia mí sin cesar de mirarme con su inefable mirada color canela. Su pelo fue cayendo en cámara lenta sobre mi cara como una lluvia de seda aromada y ya no

pude sino perderme otra vez en ella. “Nunca he estado con una mujer — había dicho cuando nos fundimos en nuestro primer apasionado abrazo—. ¿Qué tengo que hacer?” “No lo sé, con otra mujer siempre es la primera vez — había contestado yo—. Algo inventaremos.” A partir de ese instante, y si bien algunas veces preguntaba con voz tímida si lo estaba haciendo “bien”, cada vez que hacíamos el amor yo me sentía literalmente arrasada. Su pasión era apabullante, urgente, de una intensidad tórrida y subterránea que no dejaba resquicio al respiro. Si se suponía que de las dos yo era la experta, lo cierto es que me sentía como una virgen inocente e impoluta entregada en sacrificio al fuego sagrado. Cuando le apremiaba el deseo cada una de sus células se trasmutaba en una suerte

de magma ígneo, una lava incandescente que quemaba a su paso y emitía una potencia erótica tal que mi cuerpo obedecía ciegamente a sus órdenes tácitas. Mi mente se esfumaba hacia algún lugar de la irrealidad y toda yo era sensación en estado puro. Eva tenía algo de animal violento que se paraliza para engañar a su presa. Pronto aprendí que cuando me deseaba no lo expresaba con palabras sino que oficiaba una suerte de ceremonia de comunión: apoyaba apenas la palma de su mano sobre mi cabeza y la dejaba así, inerte, sin movimientos ni caricias. Era como un mandato hipnótico. Yo permanecía quieta y entregada, como un objeto exánime, mientras

percibía nítidamente que mi libido comenzaba a bullir a fuego lento desde el fondo de mi vientre hasta enardecerme con su orgasmo. “Es como un agujero negro — me repetía obsesivamente en una letanía —, un agujero negro que me deglute hacia su núcleo magnético y me absorbe por entero hasta vaciarme de voluntad.” Al principio yo manifestaba mi placer con palabras dulces y amorosas que me surgían espontáneamente del alma. Eva no. Hacía del silencio un culto, y excepto su “yo también me muero de amor” de la primera noche, sólo le oí murmurar algún apasionado “querida” en lo más alto del clímax. Sin embargo, cuando reposábamos después del amor y yacíamos juntas recobrando el aliento se volvía locuaz,

jugaba con mi cuerpo como con una gigantesca muñeca de trapo e inventaba poemas en francés que intercalaba con expresiones hebreas. Yo no las comprendía, aunque me seducía el sonido e imaginaba eran ternezas de amor. Pero lo más frecuente era que pasara de la pasión más exaltada a una lasitud rayana en la indiferencia. La brusquedad del cambio era difícil de encajar, porque sin previo aviso apartaba su cuerpo del mío, se daba media vuelta y en instantes se dormía con placidez. También tuve que aprender aceleradamente que ese distanciamiento no era hastío sino una tregua que imponía antes de recomenzar un nuevo ciclo

apasionado. “¿Siempre te acercas alejándote?”, le había reprochado alguna vez. “Al contrario, me alejo acercándome”, fue su críptica respuesta. En cualquier caso, y si era cierta mi teoría de que el amor entre mujeres es una experiencia inédita en cada nuevo encuentro y que carece de normas preconcebidas, Eva las fijó desde el inicio y dictó el código a seguir. No me importaba en absoluto: como amante era maravillosa. Había vuelto a murmurar pegada a mi oído: —¿Entonces qué? ¿Llamo a Gino y le digo que te vas mañana? —Ni se te ocurra. Ven aquí —alcancé a

decir antes de que me besara. Por las ventanas de nuestra habitación se colaban las conversaciones quedas de los pocos huéspedes del Winkler y la voz más aguda de la directora ordenando al servicio los aprestos para la cena. Escuché que habría menestra y perdiz estofada y los rumores de mi estómago me recordaron que tenía hambre. Habíamos comido muy poco en estos días y aún no conocíamos el comedor, porque llamábamos al servicio de habitaciones. Una camarera magra y de estatura no más elevada que la de una enana nos había subido ayer el desayuno. (“Me llamo Missia, bienvenidas a nuestro hotel — había dicho. Y tras mirarnos con ternura había añadido—: Las dos son muy bonitas, las felicito.”) —Ésta entiende... —había comentado Eva devorando un cruasán detrás de otro

obviando sus usuales maneras de comensal exquisita—. Se ha dado cuenta de todo. —¿Y qué sabes de lesbianas si según dices es la primera vez que estás con una mujer? Habló con la boca llena: —Hija, una será novata pero no tonta. ¿Crees que eres la única exponente de la raza gay que conozco? Además veo películas, leo libros, no olvides que los homosexuales están muy de moda y hasta aparecen en las series de televisión... —¿Y Missia te parece lesbiana? — Estaba realmente intrigada por sus deducciones. —¡Ni idea! —admitió—. Lo digo por el piropo que acaba de echarnos. ¿A qué vino eso de felicitarnos por lo bonitas que somos?

Admití que tenía razón: el comentario excedía las obligadas gentilezas de un servicio de hotel. Excepto un breve paseo por la terraza para respirar aire fresco, no habíamos salido de la habitación. Pedíamos sándwiches, mucha fruta, café y champán. A partir del comentario de Eva me dediqué a observar a Missia y confirmé que su comportamiento era decididamente cómplice. Una sonrisa aquí, un guiño allá, un despliegue de atenciones que sobrepasaban con creces la formalidad. Si bien nunca nos veía juntas en la cama porque cuando llamaba a la puerta una de nosotras se metía en el baño y la otra simulaba contemplar el vasto paisaje que rodeaba al hotel, silenciosa y discreta recogía la bandeja con los restos de la comida, repasaba los muebles con una

franela y cambiaba las sábanas usadas por otras limpias y fragantes dos veces al día. Ayer por la mañana había incluso adornado ambas almohadas con un manojo de alhucemas. Le agradecimos el detalle mientras bajaba avergonzada la cabeza y su cara enrojecía como una fresa madura. Le gustaba finalizar su tarea llenando la jarra con agua fresca y pronunciando una misma frase: “Limpio y ordenado, sí señor, como debe ser”. Me pregunté si tendría alguna amiga íntima esperándola cada noche en Vittorio Veneto y traté de imaginarla. ¿Diminuta como ella, o por el contrario, una fornida y rubicunda mocetona de pueblo que gustaba de las mujeres-bibelots? Eva era decididamente mucho más morbosa y las describía haciendo el amor en posturas inimaginables. “Se harían un nudo — argumentaba yo—, no hay posibilidad física de practicar

semejantes contorsiones.” “Entonces seguro que hacen guarradas —insistía Eva—, Missia tiene aspecto de viciosa, basta con verla.” Y comenzaba a enumerar las hipotéticas obscenidades que nuestra camarera practicaba con su amiga. “O con varias a la vez, vete a saber.” —¡Basta, es repugnante! —la callaba yo sinceramente asqueada—. ¿De dónde sacas esas barbaridades? Tienes una mente muy retorcida, señora. —Si tú lo dices... Eva también había escuchado entre sueños las voces fuera de la habitación y al cabo de un rato preguntó aletargada: —¿Qué hora es? Tengo mucha hambre. —¿Qué tal si nos duchamos y bajamos a cenar? —propuse. —Me parece una idea brillante. No nos podíamos creer que fueran ya

las ocho de la tarde. “El tiempo se ha vuelto loco —comentó Eva entrando en la ducha— y ha decidido enloquecernos a nosotras.” Yo tenía la misma sensación. O transcurría sin transcurrir, con ese desmayo inmutable de los relojes blandos de Dalí, o había entrado en una carrera desenfrenada que nos tenía atrapadas sin remisión, pero desde luego no era el mismo de siempre. Sintonicé mi radio portátil en la emisora local. Emitía música de los setenta y nos duchamos juntas meneándonos en dudoso equilibrio al compás de la Bambola de Patty Pravo. Eva desafinaba horriblemente, pero no se amilanaba a la hora de cantar y se sabía la letra por entero, porque le encantaba lo retro. “Tu mi fai girar, tu mi fai girar, come fossi una baaambola...”, se desbocaba. Yo replicaba con la boca llena de agua: “Poi mi butti giù, poi mi butti giù, come fossi una baaambola”. Daba gusto abrir el armario y

encontrarnos con nuestra ropa pulcramente colgada y oliendo a limpio. Apenas habíamos llegado al hotel después de conducir durante horas el coche que habíamos alquilado en Roma, depositamos sobre el mostrador nuestras respectivas maletas. —En cuanto venga el botones se las llevamos a la habitación que han reservado, señoras —había dicho el encargado de recepción. —Para lavar y planchar —le indiqué. No pudo evitar la sorpresa: —¿Todo? —Todo. Mientras elegía qué ponerme tuve la sensación de que hacía mucho tiempo que no me vestía. Quería agasajarme y

agasajar a Eva con algo especial, así que me decanté por el vestido negro que había llevado a la cena de la embajada. Era de seda lavada, sin ningún tipo de adorno salvo unos breves tirantes de trencilla brillante. Me calcé los zapatos de tacón también negros y completé el atrezzo con el broche que Eva me había regalado en via della Croce. El Winkler no era el Ritz de Madrid y sabía que mi atuendo era excesivo para un sencillo comedor de pueblo, pero me tenía sin cuidado. —Estás fascinante... —dijo Eva al verme frente al espejo—. Eres guapísima, María, tienes un rostro bello, cómo te diría... intenso, me encanta tu cuerpo y ese vestido es, es... —¿Fascinante? —sugerí con ironía aunque me sentía sumamente halagada. —No te burles, estoy hablando en serio. Pareces una reina. Me di la vuelta para que me viera de frente: —Espero que no te refieras a Isabel de

Inglaterra. Eva me abrazó con delicadeza, como si temiera romperme: —Te turba que te piropeen, ya me he dado cuenta. ¿Crees que son mentiras, que no te lo mereces o algo así? Touché. Había detectado con exactitud uno de mis puntos flacos. Aunque con frecuencia recibía cumplidos sobre mi aspecto físico nunca me los creía del todo, y tenía tendencia a infravalorarme en este aspecto. Solía adjudicar los halagos al afecto. “Claro, me quieres... ¿Cómo no verme bonita?” Tal vez por eso admiraba tanto la hermosura física en otras personas. De adolescente hasta había acuñado un aforismo que entonces me parecía francamente ingenioso: “Soy de las que ama la belleza con un amor sin esperanzas”. Era mi manera

de defenderme antes de que alguien me llamara “fea”. La misma palabra me parecía fea. Sólo tres letras, pero de una crueldad punzante con esa efe al inicio, como un esputo contundente. Mi presunta imperfección era tan sólo uno de los tantos complejos absurdos que eclosionan en la adolescencia y con los años se había esfumado, pero todavía coleaba algún resabio. Le devolví el abrazo con fuerza: —Bien, yo soy guapa, tú eres guapa, nosotras somos guapas, ellas son guapas y el mundo entero es guapo, pero eso no me quita el hambre que tengo en las tripas. ¿Nos vamos? Eva se había puesto una falda étnica en azules y marrones, y por encima una camisa amarilla de hombre que no combinaba del todo bien. Preguntó, coqueta: —¿Y yo cómo estoy? Estaba buscando las palabras para

contestarle cuando me interrumpió: —Déjalo, se te nota en la cara. No te gusta como me visto. —¡No es eso! Bueno, tal vez... Para serte sincera, no del todo —dije con cautela. —¿Y por qué no? —Porque creo que le sacas poco partido a tu belleza. —Pensé un momento y añadí—: Verás, creo que es una cuestión de estilo, no sé definirlo... Tienes un cuerpo espléndido y te pones la ropa justa como para cubrirlo con decencia. —¿Y tú cómo me vestirías? —quiso saber. —De manera que todo el mundo perciba tu seducción innata, por supuesto. —¿Y cómo me desvestirías? —insistió a la par que comenzaba a desabrochar su blusa botón a botón con inequívoca intención— ¿Así, por ejemplo? Cuando bajamos al comedor ya hacía un buen rato que los demás comensales se habían retirado y la directora —que,

ahora lo sabíamos, también se llamaba María—, dispuso una mesa mientras nos deshacíamos en excusas. Era una mujer alta y regordeta, de maneras suaves pero enérgicas y que poseía un admirable don de gentes. Alabó mi elegancia. “¿Es de Armani?”, preguntó a sabiendas que era más que improbable. También tuvo atenciones para Eva: “Una bella muchacha con un atuendo de lo más juvenil”. No sólo se las ingenió para rechazar nuestras disculpas por improcedentes sino que ensambló de tal manera su discurso que parecía que los demás huéspedes eran los culpables de que la cena se hubiera adelantado cuando ésta era en realidad la hora perfecta. Impactada por mi glamour, Eva no me quitaba la vista de encima. Hasta me hizo unas fotos con una pequeña Canon que sacó de su bolso. Su presencia emanaba tal lujuria que me costaba concentrarme en la comida, no arremeter contra ella y poseernos sobre la mesa. Comimos con

voracidad, ambas repetimos la menestra y hubo doble ración de una excelente perdiz estofada con verduras. —Si Missia viera lo hermosa que estás te comía a mordiscos —dijo mientras sin ningún recato acariciaba mis muslos con su pie por debajo de la mesa—. Y yo voy y la mato en el acto. Sería un crimen pasional, y en estos casos los jueces suelen ser clementes. Su comentario me hizo reír tan alto que mi tocaya reapareció al instante creyendo que la habíamos llamado. —Verás... —dije en cuanto pude hablar —. No tengo la menor intención de ir a visitarte a la cárcel, son desangeladas y el color de las paredes es espantoso, de modo que no lo hagas, por favor. Por otra parte, puedes estar tranquila, Missia no es para nada mi tipo. Estaba segura de la pregunta que seguiría, y la hizo: —¿Y cuál es tu tipo, si se puede saber? Casi todas tenemos un ideal de

partenaire, pero raras veces coincide con la persona real que tenemos al lado. Dicen que siempre nos enamoramos de la persona inadecuada en el momento indebido, y por eso el amor es uno de los trabajos más arduos y peligrosos que se puedan ejercer. Tal vez. En cualquier caso no tenía ganas de embarcarme en esa clase de definiciones sesudas. Me sentía feliz hasta la banalidad. —Prueba el tiramisú, está de locura — dije metiendo mi cucharilla en su boca—. Creo que voy a pedir cuatro o cinco más. Teníamos necesidad de tomar un poco de aire y pensamos en subir a la azotea, donde había una enorme terraza acondicionada con elegante sencillez. De paso a la habitación en busca de algo de abrigo telefoneé otra vez a mis padres. Atendió mi madre:

—¡Hola, cariño, nos tenías preocupados! ¿Dónde estás? —¿Y mis padres qué? —contraataqué con sorna—. Tuve que dejar dos mensajes en el contestador porque los señores no paran en casa. Escuché su risa, como quien ha cometido una travesura: —Nos escapamos un par de días a la sierra... —¿Y qué tal? ¿Voy a tener una hermanita? Su carcajada sonó tan fuerte que tuve que apartar el auricular de mi oído. Quiero inmensamente a mi madre y sobre todo admiro su incombustible alegría. Volvió a preguntar: —¿Dónde dices que estás? —No lo he dicho, madre. Estoy en una especie de paraíso cerca de Venecia. —¿Y qué se te ha perdido en ese paraíso? —quiso saber aunque por el tono

comprendí que algo barruntaba. —Es un poco largo de explicar, ya te contaré ¿Cómo está Stefano? —En este instante en su estudio, metido entre sus libracos cerebrales. ¿Estás bien, hija? El marcador del teléfono corría a gran velocidad. —De maravilla, mamá, fantástica, celestial y sigue tú con los adjetivos. Hizo un breve silencio y añadió: —¿Cómo se llama? Sabía que era inútil engañarla, pero lo intenté: —¿Quién? —La maravilla. María, hija, ¿olvidas que te he parido? Te conozco del revés y del derecho, y lo sabes. ¿Quién es ella? No había nadie alrededor, pero bajé la voz como quien se confiesa: —Eva. Se llama Eva. Más silencio. Estaba procesando la información, pero por las dudas no le di tiempo a añadir nada más:

—Te dejo, pero te prometo todo lujo de detalles a mi regreso... por supuesto, los detalles dentro de un orden. —¿Cuándo vuelves? —Dentro de cinco días, bueno, no lo sé, ya te aviso antes. Ciao, un besazo para Stefano. Casi estaba colgando el auricular cuando le oí decir: —Al menos habrás ido a visitar a tu tía Mimma, espero... —No pude, no tuve tiempo. De verdad, tengo que colgar, hasta pronto. Antes de escuchar el clic del fin de llamada aún tuvo tiempo de añadir: —Eres una desapegada, hija. Pobre Mimma, con el cariño que te tiene... “¡Madres! —resoplé mientras corría hacia la habitación—. Reconozco que la mía es excepcional, pero en el fondo son todas iguales.” Eva estaba sentada en la cama también hablando por teléfono. Al entrar yo se despidió precipitadamente y colgó. Su

mirada era abiertamente desafiante cuando volvió su rostro hacia mí. ¿Por qué me miraba de ese modo? ¿Algo de mí le había molestado esta noche? Tal vez había sido indiscreta entrando en la habitación sin llamar antes, irrumpiendo de mal modo en su intimidad... ¿O temía alguna pregunta acerca de su llamada? Fui hacia ella y me puse en cuclillas a su lado: —¿Algo va mal? Me besó con tal fuerza que me hizo daño. —¿Mal? ¿Crees que algo va mal? — dijo cuando nos separamos sin aliento—. Yo creo que todo es tan perfecto que hasta da miedo. A veces pienso que estoy en el cielo y no me he dado cuenta... Pensé: “Los seres humanos mutamos como las

facetas talladas en un diamante...” La noche era espléndida. Había luna nueva y las estrellas titilaban iluminando el cielo negro con un brillo tan rutilante que parecía una escenografía teatral. Al fondo se intuía la masa oscura de las primeras estribaciones de la cordillera de las Dolomitas. La terraza estaba discretamente iluminada y la adornaban unos enormes tiestos de barro cocido rebosantes de geranios y campanillas multicolores. No habíamos visto todavía a ningún otro huésped del hotel y ahora también estábamos solas. Tan sólo el chirriar de los grillos desacompasaba el sonido mudo del silencio.

Sin embargo, en cuanto nos acurrucamos en nuestras respectivas tumbonas cerca del balcón de piedra para contemplar el cielo a placer aconteció otra de las muchas coincidencias deliberadas de estos últimos días: desde alguna radio cercana nos llegaron los primeros acordes de Margherita. No me lo podía creer. Es una, si no la primera de mis canciones favoritas, y tanto más si la canta Mina. Si me hubieran preguntado qué fondo musical requería ese momento perfecto habría elegido precisamente Margherita. Io non posso stare fermo, con le mani nelle mani, tante cose devo fare prima che venga domani... La voz

rota y pasional de Mina desgranaba más que cantaba la letra y comencé a canturrear en voz baja con deleite. —No entiendo bien qué dice... —dijo Eva a mi lado. Aferré su mano y empecé a traducir sin ocuparme de la rima ni de la gramática: —Y si ella ya está durmiendo / yo no puedo descansar / haré lo posible para que cuando despierte / no pueda ya olvidarme. / Y para que esta larga noche / no sea más negra que lo negro / hazte grande, blanca luna / y llena el cielo entero... Callé para que escucháramos la música, pero apretó mi mano conminándome a seguir: —Y para hacerle cantar / las canciones que ha aprendido / yo le construiré un silencio... —Mientras seguía recitando me

puse en pie y ella entendió que deseaba b a i l a r . Corriamo per le strade e mettiamoci a ballare... Era todo tan mágico y de un romanticismo tan cinematográfico que no nos hubiera extrañado si en ese instante hubiese descendido lentamente un telón en tonos sepia con la leyenda The End. Abrazadas, nos mecíamos al compás de la música casi sin movernos. —Sigue cantando —me dijo Eva al oído—, no pares. —Per chè lei ama i colori, raccogliamo tutti i fiori, che può darci primavera... —Tuve que besarla, estaba transida de emoción y ella también. Lo notaba en sus labios laxos y entregados. Mina estaba bordando el final de la c a nc i ó n: Saliamo su nel cielo e

prendiamole una stella, perché Margherita è buona, perché Margherita è beeellaaa... Eva empezó a temblar de pies a cabeza. Hasta ahora nunca la había visto así. Preocupada, la ayudé a sentarse en la tumbona e intenté cubrirla con mi chal, pero me apretó contra ella y susurró trémula: —No tengo frío ni te pido que me abrigues. Lo que quiero es que me construyas un silencio como jamás he sentido. La mañana siguiente amaneció trasparente y azul. El día invitaba a salir y tanto Eva como yo teníamos ganas de cambiar de escenario y hacer un recorrido por el Veneto. Conozco poco esta parte de Italia y prefería ir a Udine o enfilar hacia

el norte hasta Belluno y llegar a Cortina, pero Eva había estado sólo una vez en Venecia y de eso hacía bastante tiempo. Deseaba mucho volver conmigo, y una estancia de un día le parecía poco. No tuve ningún inconveniente en acceder a sus deseos. Venecia me cautiva y no me canso de regresar una y otra vez. La duda se planteó a la hora de decidir si dejábamos ya el Winkler y regresábamos a Roma directamente desde allí. Nos daba un poco de pena marcharnos sin más de un sitio que considerábamos nuestro. Zanjamos la cuestión de manera salomónica: estaríamos un par de días en Venecia, y tras una pequeña gira por la comarca de Belluno pasaríamos la última

noche aquí antes de dar la vuelta rumbo a Roma. La dueña, gentil como de costumbre, telefoneó en nuestro nombre a un amigo suyo dueño de un pequeño hotel en el Campo Manin e hizo las reservas, y también se ofreció a custodiar el grueso de nuestro equipaje mientras durara nuestra ausencia. “Lo ideal es un único bolso con lo imprescindible —recomendó con buen criterio—. Venecia es mal sitio para ir acarreando maletas.” Nos despedimos de ella con sonoros besos como si nos conociéramos de toda la vida. Eva tomó unas fotos para el recuerdo y partimos en nuestro Fiat Punto en dirección a la autopista A27. Estábamos de un humor excelente, yo me sentía ligera como una mota de algodón y Eva confesó que el haber dormido cinco horas seguidas le había sentado de maravilla. Le di toda la razón. Haciendo cálculos, en los últimos cuatro

días podíamos contar las horas de sueño con los dedos de las manos y aún sobraban. “Conduce tú —me había pedido —, quiero que me lleves a Venecia en persona.” Durante el escaso centenar de kilómetros que duraba el trayecto no paramos de hablar. Eva quiso presentarme a su familia y habló de ella. Era notorio que sentía gran devoción por su hermano Simón y por su madre, sobre la cual no escatimaba alabanzas. Esther era la madre ideal, muy sociable, mundana, excelente lectora, su belleza aumentaba con los años y en su magnífica cincuentena “los hombres todavía vuelven la cabeza por la calle para piropearla”, se ufanó Eva poniendo el acento en la anónima admiración masculina

como prueba fehaciente del buen ver de su progenitora. Colaboraba activamente con la Cruz Roja y la Asociación de Lucha contra la Esclerosis Múltiple, era la primera en recaudar en las cuestaciones y organizaba el Rastrillo anual junto a la flor y nata de la sociedad madrileña. Simón, a tenor de las descripciones de Eva, era la perfección hecha hombre. Veintiocho años, alto, moreno, elegante, ocurrente, culto y generoso con sus amigos. Tenía alquilada una buhardilla en la plaza Mayor —ella no, prefería vivir con sus padres en su chalet del barrio de El Viso— y todo lo que ganaba como ingeniero de alto rango lo gastaba en viajes a Birmania, a la isla de Pascua, a Zambia o a lugares tan ocultos como desconocidos, sitios de los que traía multitud de objetos extravagantes con los que decoraba su casa, abarrotada, según Eva, hasta la exasperación.

Lo que más parecía gratificarla de su relación con su hermano era la complicidad. “Es como si fuéramos gemelos —puntualizaba—, siempre sabemos lo que está pensando el otro y nos contamos absolutamente todo.” Yo conducía atenta a la carretera a la vez que escuchaba su relato. Hasta ahora había sido sumamente reservada y sabía poca cosa de ella, pero cuando conozco a alguien nuevo prefiero que hable de sí a su aire y no suelo hacer demasiadas preguntas, por lo que consideré sus confidencias espontáneas como un regalo especial que me ofrecía y le retribuí con un silencio respetuoso. Cuando le tocó el turno a su padre el

tono eufórico bajó unos grados. También ingeniero, hacía tres años que un derrame cerebral le había condenado a una silla de ruedas, pero a Isaac —que así se llamaba — no le amilanaron las penurias y había propuesto a la empresa multinacional en la que trabajaba hacerlo desde su casa. Siendo como era un excelente especialista en la construcción de puentes, la empresa había aceptado su oferta y vivía pegado al ordenador, al fax y a sus módems, porque los proyectos y consultas le llegaban por Internet de todas partes del mundo. A diferencia de la rotundidad que había manifestado al hablar de su madre y de Simón, resultaba evidente que Eva no sabía bien cómo describir a su padre. —No es que sea distante ni mucho menos —explicaba—, ha pasado lo suyo,

¿sabes? El regreso de Israel fue muy traumático y se vio obligado a empezar de cero, creo que más tarde el mal trago le pasó factura dejándole inválido. Sin embargo es un hombre duro... bueno, no exactamente, es... concentrado en sí mismo, ¿entiendes?, como una caja fuerte herméticamente cerrada y de la que no te sabes bien la combinación. La metáfora me hizo gracia. Yo estaba empezando a pensar lo mismo de ella. —También es muy dadivoso y desprendido —concedió de inmediato—, y reconozco que me mima como a una cría. Por mi último cumpleaños me regaló un cheque de cinco mil dólares, no está mal, ¿eh? Enmudeció de pronto y se quedó mirando pensativamente la trasera del camión que nos precedía, como si la carga

de chapas de uralita que portaba acaparara toda su atención. Ya me estaba habituando a esos frenazos repentinos que caracterizaban su discurso, y para que su propio silencio no le resultara violento (si es que lo era), encendí la radio con el volumen muy bajo. Sonaba música clásica, más exactamente el Réquiem de Mozart. En ese momento los primeros acordes introducían el “Lacrimosa”, la maravillosa melodía que, a modo de siniestro presagio, Mozart no pudo acabar porque le sorprendió la muerte la misma madrugada que la estaba componiendo. “¿Será posible? —pensé estupefacta—. ¿Qué o quién maneja intencionadamente los hilos? Es inaudito que en este preciso instante suene el Réquiem que Lisa y yo amábamos tanto, y además que sea la misma versión, la de Von Karajan con la

Filarmónica de Viena.” Pero si ya estaba perpleja con la música, me estremeció aún más oír la voz de Eva, quien saliendo de su mutismo tan de golpe como había entrado me preguntó de pronto: —¿Querías mucho a tu pareja? Tuve que hacer un esfuerzo para controlar el coche y no irme contra el arcén. ¿Es que esta mujer era médium, telépata, tal vez? Sumamente impresionada, me tomé un poco de tiempo para asimilar el impacto y aproveché para apagar la radio: —Perdona, entre la música y el ruido de la carretera no te he escuchado. ¿Qué decías? Repitió la pregunta palabra por palabra. —¿A Lisa, dices? —Bueno, no recuerdo si dijiste o no su nombre. Me refiero a.... Ya sabes, en

Roma me contaste que tu amiga había muerto. “Ha asociado el Réquiem con “muerte” —razoné— y la pregunta surgió sola. Tampoco es como para adjudicarle poderes paranormales.” La deducción tenía su lógica y sirvió para serenarme. Creo firmemente en el esoterismo, pero no deja de darme miedo lo desconocido e incierto. Entonces hablé de Lisa. Sabía que por fin podía hacerlo con total libertad. El acceso de llanto en El Trianón de Roma el día que conocí a Eva había oficiado de lluvia bienhechora y me sentía limpia de culpa y cargo. Ni su nombre ni su recuerdo provocaban ya esa punzada de dolor que había acechado mi corazón todos estos años y me sentía en paz conmigo misma. Por otra parte, no me importa hablar de mi pasado. Es más, suele causarme placer. A mi pasado lo quiero, es mi biografía y no reniego de ella. Al fin y al cabo esta vida es la única

que tengo. ¿Pero por dónde empezar? Me limité a contestarle con sencillez: —Sí, la quería mucho, la amaba como nunca había amado antes. Breve pausa de Eva. Pensé que se daba por satisfecha, pero me equivocaba: —¿Dónde la conociste? ¿Dónde? ¿El lugar geográfico es relevante o es una de las tantas preguntas posibles para acceder al pasado de una persona? Me decanté por un relato cronológico, resultaba más coherente, o al menos más fácil. Hablé del Parador de Ayamonte, en Huelva, donde mis padres y yo pasábamos una corta estancia para luego continuar un periplo por el sur de Portugal. Yo tenía veintidós años, acababa de romper con Raquel —mi primera novia más o menos oficial— y mis padres inventaron ese viaje para alejarme de Madrid. Lisa se alojaba en uno de los bungalows cercanos al nuestro, y también

estaba disfrutando de unas breves vacaciones. Era concertista de piano y gozaba de bastante renombre, aunque cuando nos presentamos formalmente ni mis padres ni yo habíamos oído hablar de ella. El flechazo fue mutuo, instantáneo y letal. Yo proseguí el viaje al Algarve como estaba previsto y ella partió hacia Hamburgo, donde tenía programado un par de conciertos, pero poco después nos reencontramos en Madrid y ya no nos separamos hasta que la mató un cáncer linfático. —Y colorín colorado, este cuento se ha acabado— dije a modo de colofón sin quitar la vista del espejo retrovisor porque un Lancia rojo insistía en adelantar de una sola maniobra a nuestro coche y al molesto camión. ¿De verdad se había acabado? Con familiaridad, Eva revolvió mi bolso sin pedirme permiso, abrió el paquete de Winston y en el fondo encontró el encendedor. Era la primera vez que la

veía fumar y se notaba que carecía de hábito, porque no tragaba el humo sino que lo retenía en la boca durante unos segundos y lo exhalaba intacto. El humo flotaba como un cumulusnimbus entre el parabrisas y yo y me dificultaba la visión, así que abrí mi ventanilla. Acto seguido encendió un segundo cigarrillo con la brasa del suyo y me lo pasó sin decir una palabra. ¿Tenía yo ganas de fumar? Daba igual: acepté el pitillo que me tendía, obediente, y aspiré una larga calada. Quise bromear sobre sus aires imperativos, pero me contuve al mirarla de reojo. Su bello rostro mostraba una profunda concentración, el entrecejo fruncido y la mirada siempre fija al frente. ¿En qué estaría pensando? Un cartel azul en lo alto de la carretera indicaba con claridad la desviación a Treviso, e iba a comentarle que estábamos a mitad de camino cuando preguntó con su voz grave:

—¿Viviste con ella? —Sí, nos fuimos a vivir juntas a su piso a poco de enamorarnos. —¿Qué edad tenía cuando la conociste? —Treinta y cuatro. —Y si tú tenías veintidós... —calculó — te llevaba doce años. Mucha diferencia, ¿no? —Puede ser... —admití—. Pero entre nosotras funcionó muy bien. En realidad la edad nos importaba un pimiento. Exhaló con fuerza otra de sus falsas bocanadas. Daba la impresión de estar muy interesada. —¿Y cuando se iba a sus conciertos por ahí tú qué sentías? ¡Vaya! Eva y sus misiles submarinos en acción. —Pues mira, ya que lo preguntas te confiaré un secreto, pero que no salga de este coche, ¿vale?— Y tras una pausa estudiada declaré con fingida solemnidad —: Tejía. Lisa partía hacia lugares remotos y yo tejía en mi telar un lienzo de

colores. Puesto que me asediaban otras doncellas y yo era fiel a mi señora, las rechazaba prometiéndoles que sería suya cuando acabara mi tarea. Pero como de noche destejía lo que hilaba de día, se quedaron todas con las ganas. —¿Todas todas o alguna cayó? —quiso saber, evidentemente divertida. —Todas, señora mía, os lo juro. He sido, soy y seré de una fidelidad inconmovible. Tiró el cigarrillo por la ventanilla y se abrazó a mi cintura riendo con ganas: —Es usted un auténtico partido, a fe mía. Linda, inteligente, romántica, con un gran sentido del humor y cual si fuera poco de una lealtad inquebrantable. Una auténtica perla negra en estos tiempos desapegados. ¿Qué más se puede pedir? —¡Gracias, milady, no merezco tal efluvio de loas, me confunde usted! —Reí con ella. El tráfico se iba densificando a medida que nos acercábamos a la costa. Sugerí

una parada para tomar café que desechó. Estaba ansiosa por llegar y si yo no estaba cansada prefería seguir. No lo estaba y además conducir me resulta placentero, aunque hacía años había vendido mi coche a causa del imposible aparcamiento en mi barrio. Faltarían unos quince minutos, según mis cálculos. Encendí otra vez la radio. Todavía sonaba el Réquiem. Giré rápidamente el dial y lo dejé en la primera emisora que se escuchaba decentemente sin interferencias, la regional véneta. Los años setenta habían retrocedido hasta los sesenta y Rita Pavone ululaba aquello del partido de fútbol y los abandonos domingueros de su novio. —¿Y cuando Lisa se iba no sentías celos? Era evidente que Eva no sabía cuándo debía parar. Por alguna razón el tema la

había atrapado y no perdía el hilo ni con los cómicos grititos de la Pavone. —No, no soy especialmente celosa. Con frecuencia la acompañaba a sus giras y estuvimos en muchos sitios, con ella conocí Berlín, Budapest, Amsterdam, a Italia veníamos bastante a menudo... —O sea que no la celabas porque ibas con ella. Empezaba a fastidiarme un poco la encuesta, pero le seguí la corriente: —Y cuando me quedaba en Madrid porque mi trabajo me impedía viajar tampoco me preocupaba, no era nuestro estilo. —¿Y ella te era fiel a ti? ¿Lisa me había sido fiel? Mientras compartimos la vida nunca había surgido la duda, supongo que dábamos por sentado que existía mutua lealtad y era un asunto del que ni siquiera hablábamos. Sería ridículo escarbar ahora en un aspecto tan feliz de mi relación y emprender una investigación post mórtem.

—Ya te dije que los celos no me quitan el sueño —dije algo cortante—. No entro ni salgo en calificarlos, mira, cada cual con lo suyo, supongo que quienes los padecen deben sufrir mucho, pero no es mi caso. —Entiendo... ¿Y cuánto tiempo duró la relación? Hice memoria: —Mmmm... Déjame ver... No sé por qué me esforcé en ostentar la precisión de un cronómetro, después de todo era una pregunta bastante trivial, pero dediqué unos segundos a calcular mentalmente la cifra: —Exactamente cuatro años, tres meses y dieciséis días —contesté con cierto orgullo por mi habilidad aritmética. Eva soltó una de sus cadenciosas carcajadas, pero se rehízo de inmediato: —Perdona, lo siento, pero es que me ha hecho gracia una

contabilidad tan perfecta. Tienes que estar muy atada a tu pasado para recordar con tamaña exactitud lo que dura una relación. Esta vez su tono y el desparpajo de su comentario me ofendieron. Lisa no había sido para mí una relación más sino la única que consideraba “el amor de mi vida”, aunque una frase tan manida sonara a folletín de segunda. Y si estaba o no atada a mi pasado no dejaba de ser una afirmación gratuita e improcedente, porque incluso de ser cierta no era tema de discusión ni ahora, ni aquí, ni con ella, recién llegada a mi vida. Además, desde hacía un rato me estaba

sintiendo bastante agobiada. El rumbo que Eva había impreso a la conversación imponía la presencia de Lisa como si estuviera en el coche sentada en medio de nosotras, las tres camino a Venecia como buenas amigas en un día de picnic. Si alguien tenía derecho a invocar a placer el fantasma de Lisa esa era yo, no Eva. Faltaba muy poco para llegar a Mestre, la pequeña ciudad antesala de Venecia donde yo tenía planeado dejar el coche y tomar el tren. Podíamos llegar hasta nuestro destino por carretera, pero el gigantesco parking instalado a la entrada de Venecia suele estar abarrotado y además el trayecto hasta la estación de Santa Lucía tiene su encanto, porque apenas te apeas del tren y sales al exterior ya está ahí el Canalone, el gran canal que vertebra la ciudad. Es el primer impacto emocional que se recibe de Venecia y yo quería regalarle a Eva esa impresión tan intensa. Ahora se me habían ido las ganas,

deseché la idea de una entrada triunfal por la estación de Santa Lucía y me dispuse a conducir hasta el dichoso parking para dejar ahí el coche. ¿Y luego qué? Ya no estaba segura de querer compartir algo con ella, y tanto menos Venecia. Eva también permanecía callada y la situación resultaba muy incómoda. Hay muchas clases de silencios y este era de los desagradables. “Estamos amuralladas en nosotras mismas y no entiendo bien quién es el enemigo”, pensaba yo con la vista pegada en la carretera. Percibí de reojo que Eva rebuscaba en su bolso y sacaba algo que comenzó a manipular con rapidez. Ya aparecían las primeras casas grisáceas y anodinas del extrarradio de Mestre y en pocos minutos más estaríamos en Venecia. De pronto extendió su brazo y delante de mi cara apareció una primorosa flor de papel blanco. Fue tan inesperado que di un respingo. La flor era un prodigio de la papiroflexia y Eva había logrado dotarla

hasta de unos primorosos pétalos rizados. La balanceó ante mí y la hizo hablar cual una marioneta: —Dice Eva que se siente mal porque ha sido muy impertinente contigo y que tienes mucha razón cuando la llamas bestia... —El falso clavel se agitó aún más—. Y también quiere saber si la perdonas y sigues siendo su amiga... Mi enfado se esfumó al instante y sentí que el corazón se me llenaba de miel. “Es increíble —pensé—. Esta mujer es increíble.” Sostuve la flor con cuidado y aspirando su presunto perfume la enganché al espejo retrovisor. Mediante una brusca maniobra que me costó un concierto de iracundos bocinazos giré el volante y entré en la desviación a Mestre: —¿Dejamos el coche en la estación y seguimos en tren?

Sería cerca de la una del mediodía cuando llegamos a Campo Manin. Tras cumplimentar los obligados trámites de registro fuimos a la habitación, coqueta y con vistas a la plaza, que nos había asignado el dueño. Sentía que hacía siglos que no gozaba con Eva y me hacía falta como el aire. La abracé apenas cerramos la puerta y me correspondió con idéntica violencia, nos desnudamos la una a la otra con furia e hicimos el amor como posesas. Como de costumbre perdimos la noción del tiempo, y cuando el calor que nos sofocaba nos obligó a abrir de par en par la ventana estaba anocheciendo. A Eva le daba igual y siguió requiriéndome, pero entre beso y beso logré recordarle que estábamos en Venecia y que no salir a dar una vuelta era un pecado capital. Accedió a regañadientes, como una niña mimada a quien le obligan a apagar el televisor en lo mejor del programa, y mientras desataba su cuerpo del mío me

amenazó cómicamente con una posterior revancha de la cual no podría librarme. —¡Qué miedo, qué susto! —bromeé—. Mira que pido asilo político en el consulado de Guinea, ¿eh? Nos duchamos y salimos hacia la plaza San Marcos. Eva se enfundó unos vaqueros que la hacían aún más alta y espigada, camiseta blanca de algodón y una chaqueta blazer de lino color verde botella. Era obvio que había tomado buena nota de mi crítica sobre su manera de vestir y que intentaba sorprenderme con el cambio. —Estás arrebatadora, para comerte — la piropeé sin reparos—. Me encanta ese conjunto. —Una, que no es tonta... —Acomodó su pelo con las manos en un gesto que sabía seductor y dejó caer unas gotas de First en el hueco de su garganta observándome de reojo. Jugaba a enloquecerme y vaya si lo lograba.

Como casi siempre sucede en Venecia, elegimos un rumbo equivocado y nos perdimos en varias ocasiones creyendo encontrar el buen camino, lo cual no es de extrañar visto y considerando que la ciudad está levantada sobre más de “ciento diecisiete islotes separados por ciento cincuenta canales y unidos entre sí por unos cuatrocientos puentes”, como recitaba de pequeña a mi padre, que me instaba a repetir la información de carrerilla cada vez que pasábamos unos días en la ciudad. “No hay más horas que las serenas”, se complacen en repetir los vénetos. El dicho define a la perfección la vivencia del tiempo en Venecia y Eva se contagió rápidamente del “síndrome veneciano”. Caminaba a mi lado con indolencia, sin prisas y sin importarle la meta. Se dejaba llevar por el silencio, mirando en todas las direcciones, deteniéndose ante los balcones floridos, las recovas de piedra ennegrecida, los aljibes que adornan

plazoletas no más grandes que el patio de una casa, a veces maullando a los innumerables gatos que campan a sus anchas por las callejuelas y alabando la estructura primorosa de los puentes que nos salían al paso una y otra vez y que atravesábamos sospechando que era siempre el mismo. Habríamos podido preguntar a cualquier transeúnte el trayecto más corto para llegar a la plaza San Marcos, pero no lo hicimos. ¿Para qué? No teníamos prisa alguna y Venecia está hecha para perderse. Íbamos cogidas de la mano y era la primera vez que lo hacíamos en público. Ante la fachada de un palazzo que por alguna razón la emocionó especialmente Eva me abrazó y me besó en la boca. Quedé sorprendida, a sabiendas que no es nada fácil para una heterosexual asumir

ciertos hábitos del complejo código lésbico. Incluso para muchas parejas lesbianas es materia de discusión el comportamiento gestual más allá de lo privado. Ella parecía sentirse muy a gusto paseando conmigo sin pudor, y si bien es cierto que estábamos en otro país y era muy improbable que alguien nos reconociera, no dejaba de ser una transgresión exhibirse con amoroso descaro con otra mujer. Ni siquiera buscábamos orientación en los indicadores callejeros y no supimos que íbamos hacia el puente del Rialto hasta que nos topamos con él. —Esto es maravilloso... —murmuró Eva deteniéndose ante la escalinata—.

Pensé que quedaba algo de Venecia en mi memoria, pero es como si nunca hubiera visto una ciudad tan deslumbrante. Había bastante gente pero no llegaba a ser la riada humana que desemboca en Rialto en julio y agosto, de manera que pudimos recorrer el puente a gusto. Los puestos del mercado ya estaban recogiendo la mercancía y cerrando sus persianas. Yo quería regalarle algo y tendría que bajar hasta la Merzerie, la calle de los orfebres y anticuarios que flanquea el puente. Por suerte se alejó unos pasos y se acodó en la balaustrada entre el poco espacio que separaba dos puestos de madera, mirando hacia abajo cómo una flotilla de góndolas con guirnaldas iluminadas se balanceaban en las aguas densas del Gran Canal. Aproveché su distracción para bajar

corriendo y comprarle una sencilla sortija de plata con una diminuta turmalina verde, la piedra kármica de Escorpio. El tendero adivinó mi urgencia adquisitiva y cobró su precio en oro, nunca mejor dicho. Retorné cansinamente a su encuentro, sin apartar la mirada de su silueta en sombras. Se había abstraído por completo, contemplando extasiada el perfil nebuloso de la iglesia Santa María de la Salute que resaltaba contra el cielo oscuro. Parecía tan entregada a la magia del momento y tan dichosa en su mismidad que, como una ráfaga, me vino a la mente uno de los poemas de amor de Neruda: “Me gusta cuando callas / porque estás como ausente / y me oyes desde lejos / y mi voz no te toca. / Parece que los ojos se te hubieran volado / y parece que un beso te cerrara la boca.”

Me detuve a pocos pasos de ella para no invadir su intimidad. Madonna, quanto è bella, había sentido como un impacto al conocerla. Seguía pensando exactamente lo mismo, pero ahora a la admiración estética se sumaba la creciente pasión que me provocaba. ¿Y ella? ¿Qué sentía por mí? Pocas veces expresaba sus sentimientos con palabras. Eva era puro acto, pura acción. Que hubiéramos hecho el amor el mismo día en que nos conocimos no me decía gran cosa sobre el cariz de sus sentimientos, porque a juzgar por lo poco que había contado de sí saqué en conclusión que no consideraba necesario estar especialmente interesada en alguien para irse a la cama. En algunos momentos especiales, de esos que invitan a la confidencia espontánea, había hablado sobre antiguos amantes. Sus recuerdos eran fragmentos huidizos e inconexos como los de un sueño, destellos fugaces que habían

dejado una impronta superficial en su memoria. En el Winkler había mencionado su primera relación, un hombre bastante mayor que la había mimado y agasajado con costosos regalos hasta que desapareció de su vida tan repentinamente como había llegado. Yo sospechaba que se trataba de Gino Frenni, el de Fiumicino, pero me cuidé mucho de corroborarlo puesto que ella no mencionó su nombre. “Él se quedó con mi himen y yo con el Rolex que me regaló, así que lo comido por lo servido”, había reído tras contar la breve historia. Resultaba embarazoso un cierto tonillo de burdel que adoptaba al hablar de su sexualidad, muy alejado de su lenguaje cotidiano, pulido y culto. Hacer el amor con ella a mí me implicaba en cuerpo y

alma, y a veces me provocaba desazón pensar si sería igual de soez al comentar su encuentro conmigo. Pero en última instancia era su vida, no la mía, y la contaba a su placer. En otras ocasiones había mencionado a vuelo de pájaro a unos mellizos canadienses altos, rubios y de ojos azules (“Unos ejemplares de belleza estadística”, los había definido) que había conocido en Nueva York y de los cuales no recordaba el nombre (“¿Steve y Ralf? ¿Ted y Robert? Vete a saber...”); a Antonio (“Pinta abstractos, fíjate qué decrépito, pero es muy seductor”) y al que los amigos llamaban Tony y ella Antonio a secas, para que rabiara; a un tal Borja que era “divertidísimo y

estaba permanentemente colocado”, a un industrial de Arabia Saudí henchido de dólares que se había empeñado en llevarla a su harén en Qatar y a otros que no alcancé a retener porque la agenda era bastante nutrida. Sus anécdotas la mostraban como una persona promiscua, y responsable como soy de mi buena salud en la primera ocasión, con el mayor tacto posible traje a colación el tema del sida. Me alivió saber que lo tenía muy en cuenta y que tomaba todo tipo de precauciones. Ya no volvimos sobre el asunto. Yo ardía en deseos de averiguar si amaba a alguien, pero mi prudencia me lo impedía. Hoy mismo había comentado al llegar al hotel, como de pasada, lo mucho que iba a enfadarse Carlos cuando supiera que había estado en Venecia. No añadió

más, y sentí curiosidad por saber quién era Carlos. ¿Su actual pareja, su mejor amigo, su primo, un vecino, un compañero de trabajo? Eva era enigmática y yo empezaba a implicarme demasiado en descifrar sus jeroglíficos, pero a estas alturas era inútil negarme que me había enamorado irremisiblemente de esta mujer hermosa, inclasificable y magnética. Llegué a su lado y pregunté en voz baja: —¿Se puede? ¿Hay alguien en casa? Volvió a la realidad como si regresara de un viaje remoto y me dedicó una de sus sonrisas luminosas: —Adelante, la puerta está abierta... Le entregué el pequeño sobre que contenía el anillo. —¿Para mí? —preguntó palpando el papel de seda con avidez e intentando adivinar su contenido—. ¡Uy, creo que ya sé lo que es! Rasgó la envoltura, abrió el pequeño estuche, sacó la sortija y le dio varias vueltas para admirarla.

—Es una preciosidad, me encanta la plata, y tiene una hechura muy delicada. ¿Un pedido formal de matrimonio? ¿Había cierta mordacidad en la pregunta? Puede que no, porque añadió con mucha dulzura acercándome su mano izquierda: —Ten, pónmela tú. Me sentí ridícula. No había tenido en cuenta la clarísima connotación simbólica de mi elección, y me reproché por ser tan ingenua y transparente. Bastante avergonzada iba a hacer lo que me pedía cuando retiró la mano, arrepentida. —Deja, ya lo hago yo, tengo los dedos delgados y temo que se caiga al canal. —Sí, soy un poco torpe... —aprobé con la mayor frivolidad posible—. Sería una pena que no te llevaras algún souvenir veneciano. Se lo puso y alzó su mano para

ponderar el efecto. —Me va como anillo al dedo... — Festejó tan espontáneamente su broma que me contagió la risa. En un arranque de los suyos besó su dedo anular y me abrazó con ternura. —Lesbicaccie!! El vozarrón de marcado acento véneto sonó como un trueno a escasos centímetros de nuestras caras y nos separamos sobresaltadas. Un tipo anodino enfundado en un no menos anodino traje marrón se alejaba sin dejar de volver el rostro hacia nosotras con una mirada torva. —¿Qué nos ha dicho? —preguntó Eva muy alterada y dispuesta a seguirle. —Tortilleras —traduje—. Nos ha llamado tortilleras, bollos, cookies, como

prefieras. Su enfado me parecía cómico, pero estaba realmente rabiosa e hizo ademán por correr tras él. La retuve por la cintura. —¿Adónde vas? Ven aquí, déjalo estar, no merece la pena. —¡Cerdo, imbécil! —le gritó al sujeto, que seguía dedicándonos gestos obscenos desde la distancia. Eva estaba fuera de sí y costaba controlarla—. ¿Qué cuernos le importa lo que yo haga? —Se lo había tomado a título personal—. No soporto que me insulten, de verdad, me saca de quicio. Si fuera hombre le partía la cara. ¿Y tú te quedas tan tranquila? Chica, debes de tener sangre de pez. —Lo que tengo son años de escuchar ese tipo de basura —contesté— y ya he pasado por todas las fases. —¿Y no te ofenden las agresiones? —Al principio me enfurecía como tú, luego me dio por rebatir con ironía, más tarde opté por callarme para evitar un conflicto, y ahora lo que diga cualquiera

me entra por un oído y me sale por el otro sin detenerse en el cerebro. —Si te estás refiriendo a los hombres te recuerdo que no todos son iguales. —¡Claro que no! Los hay peores —dije con intencionado sarcasmo. El comentario no le gustó nada, pero aún la tenía tomada con el tipo y lo perseguía con la mirada mientras éste se perdía entre la gente. —Además tú eres lesbiana —masculló —, pero yo no y el insulto no me lo merezco. Me reí con ganas: —¿Ah, y yo sí? O sea que piensas igual que él. —No quise decir eso —se confundió —. Sabes que respeto mucho tu condición. —Mi identidad —corregí—. Y permíteme que ponga en duda eso de que me respetas tanto como dices. Es más,

creo que te tomas excesivas confianzas conmigo, me dices cosas que no debería escuchar y hasta te metes en mi cama y me obligas a cometer aberraciones... Sus ojos eran dos ascuas ardientes. Siendo inteligente como era no le podía pasar por alto que nos habíamos comportado como amantes en pleno Rialto, a la vista de todos y además a instancias suyas. Tampoco podía pretender que la gente adivinara que la morena de vaqueros estrenaba relación lésbica y que la lesbiana oficial era la rubia de pelo largo, ni tanto menos podía impedir que el idiota de turno se sintiera con todo el derecho de denostarnos, amparado en la opinión general. Pero básicamente lo que más le costaba comprender era mi aparente pasividad, y que además me lo tomara en solfa. —Ríete, eso, ya veo que no estamos de

acuerdo —reprochó mortificada. Por supuesto que yo compartía las razones de su enfado. ¿Acaso no había bregado toda mi vida con la parte miserable de mi elección sexual? Se cae de maduro que nadie tiene derecho a inmiscuirse en la privacidad ajena. Si no le gusta lo que ve basta con que deje de mirar. Yo estaba inmunizada contra el desprecio, la ofensa o la conmiseración, pero Eva no, puesto que militaba en las filas del bando ofensor. Hoy el ataque se había vuelto contra ella, eso dolía y le costaba asimilarlo. Todo esto me resultaba muy complicado de explicar y seguramente podría llevarnos horas de conversación. Hay gente a la que le lleva una vida desentrañar el mecanismo de la santa cruzada contra la homosexualidad. Pero

básicamente me negaba a arruinar una noche tan perfecta a causa de un patán de tres al cuarto de los millones que circulan por el planeta. Demasiado regalo para un mediocre. —Conozco la mejor pizzería de Venecia. Está cerca de la calle Frezzeria, y creo recordar exactamente dónde. ¿Cómo lo ves? —sugerí quitándole hierro al asunto. Eva hacía notorios esfuerzos por serenarse. —Estupendo, vamos allá. Pero si me topo otra vez con ese cerdo nadie le salva de un sopapo bien dado. —Así se habla —apoyé—, y yo le retiraré mi amistad para siempre, será mi peor venganza. En cuanto nos sirvieron la pizza y una jarra de vino de la casa caímos sobre las porciones como lobas hambrientas. No habíamos comido desde el desayuno y se nos notaba. Yo había dejado de lado mi metódica alimentación habitual y el

cuerpo empezaba a notarlo. Tenía el vientre un poco hinchado y un punto de dolor de cabeza, así que me prometí volver a mis hábitos alimenticios en cuanto regresara a casa. La intensidad amorosa con que Eva seguía todos mis gestos denotaba que iba recuperando su buen humor a pasos agigantados. Le gustó el sitio, una taberna frecuentada por clientes venecianos, con las paredes abarrotadas de cuadros de marinas, decenas de jamones de Parma colgando de las vigas y guitarras de diferentes tamaños adornando la barra en extraña convivencia. “Pintoresco —opinó —, muy autóctono.” También elogió al músico que aporreaba su arruinado acordeón negro con incrustaciones de carey y a quien, para mi bochorno, le

solicitó el consabido O sole mio. Acarició mi cara siguiendo su contorno con ternura, me agradeció nuevamente el anillo y prometió llevarlo “toda la vida”. —No me mimes en público, después pasa lo que pasa... —sugerí más que nada por saber su reacción. —¡Que los zurzan! Soy libre y hago lo que quiero. La primera pizza literalmente voló de la bandeja y encargamos otra, esta vez con doble de queso, doble de tomate y doble de anchoas. —¿Tú naciste aquí? —quiso saber Eva a la par que urgía mediante gestos al camarero para que se diera prisa con el encargo. —¿En Venecia? —No, digo en Italia. Te veo tan a tus anchas... —Y lo estoy, pero nací en Madrid, más exactamente en El Escorial. —¿Ves? Yo viviría de mil amores en El Escorial, me encantan esas casonas de

piedra gris, el sube y baja de las calles e incluso el clima, aunque en invierno es de temer. Tengo un montón de amigos por allí. Eva parecía tener amigos por todas partes. —Mis padres conservaron la casa natal y van los veranos y fines de semana — expliqué engullendo aceituna tras aceituna —. Por lo visto me propuse aguarle la fiesta a mi madre en pleno agosto. Según cuenta, tuvo un preparto larguísimo, tardé día y medio en salir, en el hospital no pudieron suministrarle calmantes porque es alérgica a la mayoría de sustancias químicas y para peor vine de nalgas y hubo que hacer cesárea. No fue precisamente una entrada triunfal en este mundo, pero aquí estoy. Llegó el refuerzo de comestibles y nos pusimos a ello. Eva había retomado sus elegantes maneras al comer, pausada, meticulosa y muy erguida en la silla. No le dije cuánto me seducían sus gestos,

pero acaricié su pierna por debajo del mantel a modo de piropo. —Oye, estate quieta —me regañó a la par que atrapaba con más fuerza mi mano entre sus muslos y ahora era yo quien no podía zafarla—. Un poco de compostura, damisela. ¿Y si nos ve el señor del traje marrón? —Soy libre y hago lo que quiero, creo recordar que dijo alguien. Además juraría que no podría contigo. Y devuélveme la mano, la necesito para comer. Pude recuperarla en cuanto aflojó la presión. Mi pobre mano volvió de su excursión bastante maltrecha, enrojecida y contusa. —Insisto: eres una bruta, Eva, me has hecho daño. —Eso para que aprendas a no meter las zarpas donde no debes —dijo con desparpajo acercando hacia sí la jarra de vino—. Es la pizza más rica que he comido en mi vida. ¿Y tú nunca te has acostado con un hombre?

—¿Y a ti nadie te ha dicho que los giros tajantes en tu conversación dejan sin resuello al más pintado? —le reproché mientras le ofrecía mi vaso para que lo llenara. Alzó los hombros con desdén: —Sí, cientos de veces, pero es mi manera de ser y no puedo con ello. ¿Te fastidia mucho? —Un poco —admití—, pero lo compensas con las numerosas virtudes que te adornan... —Me estás adulando para esquivar la respuesta, creerás que soy tonta. —¿Aquello de si me acosté con algún señor? Sí, ¿por qué? —¿Con cuántos? ¿Cuántos? ¿Era un concurso? No iba a ser yo la única participante: —¿Y tú? —Yo pregunté primero. Decididamente a ratos parecíamos dos niñas discutiendo por un videojuego. Ciertos

razonamientos suyos me exasperaban hasta hacerme olvidar mi buen talante. Era curioso, pero notaba que la Eva profunda del inicio había variado su discurso, que si bien seguía siendo fluido y certero ahora lo utilizaba al revés, es decir, banalizaba lo fundamental y solemnizaba las tonterías. Podía esgrimir un poderoso arsenal de argumentos y réplicas para justificar o defender su opinión sobre una nadería cualquiera, pero cuando surgían temas metafísicos y para mí esenciales como la existencia, el amor, la muerte o cualquier otro igualmente comprometido, desplegaba el abanico de colores, miraba

hacia otro lado y sólo le faltaba suspirar con frivolidad: “Vaya calor que está haciendo este verano, ¿no lo cree usted así?”. Una vez más me pudo la tolerancia: —Tuve un novio, por llamarle de alguna manera —expliqué—, y me acosté con él. Yo tenía diecisiete años o por ahí... Sabía que no se iba a conformar con tan poco caldo. —¿Y? —Y ya está. —Cuenta más, ¿no? —Se llamaba Javier. —¿Y qué pasó? —Nada más. —¡Vaya, qué sintética! —dijo desdeñosa—. Está visto que como narradora no

eres precisamente Samaniego. —Será porque no me gustan las fábulas —repliqué al punto—, prefiero las historias realistas. Si acusó o no mi oblicua ironía no lo sé, pero no se dio por vencida: —Pues venga, sepamos la realidad. ¿Por qué te hiciste lesbiana? Suspiré todo lo ostensiblemente que pude para que mi hartazgo fuera manifiesto. —Te gusta especialmente convertir los restaurantes en congresos, ¿verdad? Basta que nos sentemos a una mesa para que saques el acta del día y des por iniciado el debate. ¿Has notado que nuestras comidas y cenas son dignas del Parlamento Europeo? No se inmutó: —De acuerdo ¿Y qué? Creo que son momentos ideales para comunicarse. Quiero saber por qué te hiciste lesbiana.

¿Me lo vas a decir? ¡Qué lata, por Dios! ¿Cuántas veces había escuchado la misma pregunta de labios de una heterosexual? Dijera lo que dijera querría saber más, sugeriría que probablemente una mala experiencia sexual con el sujeto inadecuado me había cerrado al mundo de los hombres. Hablaría de despecho, de rencor subliminal, de una incorrecta generalización que me había hecho despreciar al colectivo masculino por culpa de uno de sus miembros, lo cual era injusto a todas luces. Incluso si se exaltaba un poco me acusaría (con todo tacto, eso sí) de padecer la inquietante enfermedad del racismo.

En cierto momento echaría mano a sus precarios conocimientos psicoanalíticos y aparecería en escena mi padre. Probablemente yo jamás había enfocado mi problema desde ese punto de vista, sugeriría, pero era indudable que sentía un odio inconsciente contra él y que, dolida en lo más profundo de mi ser por una mala “figura paterna”, había desviado mi apetito sexual hacia las mujeres, lo cual también era manifiestamente impropio. “Piénsalo un momento, tu padre no simboliza a los padres en su totalidad.” Como de todo hay en la viña, también hay hombres buenos y hombres malos, así como hay mujeres estupendas y otras

insoportables, medicinas que curan y otras que matan, y un largo rosario de comparaciones demostrativas de que todos los extremos son malos y que debemos procurar el justo equilibrio de juicio, como si los seres humanos fuéramos androides. Al ignorar este paradigma la pequeña María, confundida y anonadada por el desprecio de su padre, había optado — siempre subyugada por su inconsciente— por odiar vicariamente a la mitad masculina de la humanidad. ¿Había barajado yo alguna vez tales elementos de juicio, que todas creían novedosos y originales? Seguramente no, pero el infaltable consejo posterior era que tal vez, pudiera ser, quizá debería ponerme en contacto con una terapeuta (“mejor una mujer, quizá al principio te dé corte un psicólogo”) que pusiera orden en mi libido descarriada y me ayudara a recuperar al padre ausente. Con paciencia

y buena letra aparecería en mi vida un hombre que devolvería a mi espíritu y a mi vagina la ilusión perdida. Y si por casualidad había leído Tres ensayos para una teoría sexual de Freud, lo más seguro era que intentara atacar otro flanco débil de mi tortuosa psique: yo manifestaba con claridad el complejo llamado envidia al pene (“no te alarmes,

es muy normal en cierta etapa de la niñez, lo pasamos todas las mujeres”). Como carecemos de falo queremos poseerlo, pero ante la evidencia de que sólo contamos con una triste vulva (que comparada con un pene no ocupa ni siquiera un tercer puesto en el ránking de órganos deseables) nos convertimos en hombres frustrados y, contranatura, desviamos el normal deseo sexual hacia otras mujeres. Si había suerte se frenaría al llegar a Darwin: la naturaleza es sabia, hay machos y hembras para asegurar la continuidad de la especie y yo no podía negar que estaba atentando contra esa ley. Sería en vano replicar que los seres humanos, tanto ética como moralmente, tenemos poco en común con el resto de la fauna, y que, por citar ejemplos tontos, carecemos de marsupia para llevar a

nuestras crías, no comemos lana como las polillas ni desovamos río arriba como los salmones sino en sofisticadas clínicas esterilizadas. Por no mencionar que la reproducción está asegurada por la misma especie puesto que se autorregula, y que ya ni eso importa a partir de la oveja Dolly, concebida a partir de dos ovinas células femeninas. Todo este speech por si aún persistía en dudar que las lesbianas venimos al mundo dotadas con el aparato reproductor con sus piezas al completo y que parir, de desearlo, sólo requiere el mismo mecanismo común a todas las mujeres. Pero si, puesta a lo peor, ahondaba aún más en sus lecturas de Freud lo más probable es que saliese a la palestra el temor a la penetración del falo, una fobia

como cualquier otra, un miedo irracional y sin fundamento ante un hecho natural y, por supuesto, también carne de terapia. Pero sería igualmente estéril rebatir esta antigualla de teoría. Insistiría en la machacona dicotomía entre “clitoridianas” y “vaginales”. En resumen: me tocaba soportar otro enardecido alegato en favor de los hombres por boca de una de sus más ardientes abogadas defensoras: las mujeres heterosexuales. Mientras divagaba ensamblando argumentos como piezas de

un rompecabezas no paraba de comer pizza sin decir ni pío. Eva hacía lo propio con auténtico deleite. Cuando terminé encendí un cigarrillo. Se sirvió uno de mi paquete e hizo lo mismo. ¿Jugábamos al espejo? “Ahora estornudo y ella va y estornuda”, pensé. El acordeonista rondaba nuestra mesa dedicándonos Il fazzolettino, una dulzona canción popular que me costó reconocer porque su afinación dejaba mucho que desear. Yo fumaba y pedía a la Providencia que Eva no insistiera en sus preguntas porque temía perder el control y endilgarle un panfleto inacabable y más aburrido que el periódico del día anterior. Eso y acabar en este instante nuestro maravilloso encuentro amoroso era todo uno. Mientras tanto, ella sonreía al músico y dejaba en su palma extendida una suculenta cantidad de calderilla. Repentinamente me sacudió la voz de mi conciencia, el otro yo o comoquiera

que se llame el interlocutor de nuestros monólogos personales. ¿Por qué había imaginado y magnificado una situación que no sucedía? Estaba dando por cierta una espesa e incómoda controversia sobre el lesbianismo que seguramente a Eva no se le había pasado por la cabeza. Yo sola había escrito de mi mano la trama, había adjudicado los roles a los personajes, repartido los guiones con sus réplicas y representado la comedia por ellos. Me había exaltado y hasta enfadado con Eva. Pero la única realidad era que ella fumaba con placer su cigarrillo de sobremesa, disfrutaba de la música y de la velada y respetaba mi obstinado silencio mirándome con dulzura. “María, estás loca de remate —me dije convencida—, tú te lo guisas y tú te lo comes. Estás defendiéndote con uñas y dientes de ningún ataque. ¿Te parece normal?” Aplastamos las respectivas colillas en el cenicero y también coincidimos en el

intento de atrapar la última porción. Me la cedió con toda gentileza: —Ladies first, señora. Es para ti. En efecto, no había pasado nada salvo en mi mente calenturienta. —Dice mi conciencia que te diga que te debo algo más que una porción de pizza —repliqué—, así que cómetela a mi salud y vámonos al Quadri, yo invito. —No entiendo nada, pero dile a tu conciencia que muchas gracias de mi parte. Juraría que Eva empezaba a conocerme más de lo que yo creía, y di las gracias a quien correspondiera por su intuición. Nos costó encontrar sitio en el Quadri. La enorme terraza sobre la plaza San Marcos mostraba algunos huecos, pero preferíamos una mesa en el interior, a ser posible al lado de uno de sus ventanales. Estábamos de suerte. En ese momento quedaba una libre y nos precipitamos hacia ella ganándole de mano a una pareja de ingleses que nos miraron con mal

disimulado disgusto. Dije a Eva que puesto que era mi invitada pidiera lo que quisiera, y ella no se hizo rogar. Ordenó un Moët Chandon bien frío y tuve que calcular a toda velocidad lo que llevaba en mi billetero. No alcanzaba ni para pagar el corcho y extendí mi Visa deseándome suerte, estaba gastando dinero a espuertas y no sabía si tendría fondos. —¿Por qué brindamos? —dijo radiante, levantando su copa. —¡A noi!, como dicen por aquí, aunque muchos los consideran un remedo fascista. Por nosotras. —A noi, entonces, y yo añado: por ti, María, que eres lo mejor que me ha pasado últimamente. Me derretí, era un charco sobre la silla. —Por ti, Eva, porque sabes que volar es muy fácil...

Se puede ir al Quadri con cualquier estado de ánimo, pero es casi seguro que en pocos minutos habrá cambiado para mejor. Articulado en varios salones pequeños que conservan el estilo de decoración prácticamente intocado desde su creación, la decadencia del local emana una atmósfera muy propia que se palpa en el detalle más nimio, como pinceladas sutiles de un pintor puntillista. Le conté a Eva que había sido el primer local público en el mundo en ofrecer café a sus parroquianos, allá por el setecientos y pico. Antes del Quadri la infusión de granos de café traídos de los países árabes causaba furor en Europa y sólo se bebía en los selectos salones de la aristocracia. Eva se mostró encantada por la anécdota y miraba a su alrededor con renovado entusiasmo. Poseía un agudo sentido de la observación, y yo sabía que más tarde sería capaz de describir minuciosamente las tapicerías, sus colores y texturas, la

distribución de las mesas, los gestos y la ropa de los clientes y todo tipo de detalles que seguramente se me habían pasado por alto. Nos fuimos las últimas, un poco borrachas y lamentando que en Venecia no hubiera taxis, porque el vaporetto ya había acabado su recorrido y además no había una estación cerca del hotel y nos tocaba caminar hasta Campo Manin. Gracias a que yo recuperaba rápidamente mi mapa mental de Venecia componiendo el trayecto con facilidad y a que Eva poseía la orientación de una paloma mensajera en medio de una tormenta, llegamos al hotel en un abrir y cerrar de ojos. Estábamos exhaustas y caímos en la cama como sacos de patatas. Nos deseamos dulces sueños como dos buenas hermanas y nos dormimos cuerpo

contra cuerpo como dos buenas hermanas incestuosas. Era nuestro último día en Venecia y quisimos dedicarle todo nuestro tiempo. El clima conspiraba por nosotras, y durante la noche el viento había soplado con fuerza mar afuera, el desagradable olor a agua estancada de los canales se había disipado bastante y la mañana estaba fresca, despejada e invitadora. En el hotel nos hicimos con un plano y un folleto de la ciudad, y mientras desayunábamos en una terraza de Campo Sant’Angelo planeamos el día. Había una exposición de arte conceptual de una tal Rita Negretti en una nave abandonada de la Fondamenta San Giacomo. Era una excelente sugerencia. También estaba la obligada visita a la basílica de San Marcos, al palacio Ducal, al Campanario, al palazzo Grassi... No podíamos con todo, y quedamos en visitar primero la muestra y luego ya veríamos. Al llegar a Campo Morosini para

atravesar el puente de la Academia y ganar la otra orilla del Gran Canal para seguir hasta la Giudecca pasamos delante de las Galerías de la Academia. Eva insistió en que no podíamos obviar una visita a su colección de pintura veneciana. Estuvimos un buen rato recorriendo las salas y demostró sólidos conocimientos sobre Tiepolo, Mantegna, el Giorgione y el Canaletto explicándome algunos aspectos de sus técnicas o la historia de algún cuadro en especial, como la Procesión de las Reliquias en la plaza San Marcos de Gentile Bellini, un documento excepcional sobre la Venecia del 1500. Reconocía los cuadros desde lejos, se aproximaba a uno en particular y lo observaba detenidamente, casi

con veneración. Sus explicaciones eran claras, documentadas y minuciosas. Exponía de manera muy didáctica la elección de los colores, la distribución espacial del dibujo sobre la tela, los personajes y la intencionalidad del artista y lograba captar todo mi interés. Esta nueva faceta de Eva era muy interesante, y me reconvine por mis apresuradas elucubraciones nocturnas sobre su fatuidad. Sólo hay un modo de cruzar el canal de la Giudecca, y es en una barca desvencijada y repleta de pasajeros que en cuestión de minutos nos dejó en la Fondamenta Sant’Eufemia.

Cuando llegamos a la nave que suponíamos invadida de visitantes nos encontramos un enorme ámbito vacío, en semipenumbra y sin ninguna clase de objetos, salvo un proyector en cada esquina del amplísimo local de paredes grises. Desconcertada, busqué en las paredes desnudas, en el suelo y en la inmensa claraboya algún indicio que me explicara la razón de este despojamiento, pero Eva se instaló de inmediato en el centro geográfico de la nave y me llamó a su lado. —No sigas, el efecto está aquí. Los cuatro proyectores emiten haces de luz blanca que se cruzan exactamente en este punto. Era cierto, y nuestros cuerpos brillaban ahora con intensidad. —¿Hay un significado especial que se me escapa? —pregunté. —Sí, si lo que buscas es una explicación racional. Simplemente es una

invitación de la artista a percibir nuestra claridad interior. La nave es sólo un pretexto, y por eso está desnuda. Creo que el concepto es muy atrayente, y el efecto cautivante. ¿Tú qué opinas? Nunca he estudiado artes plásticas pero me apasionan y soy muy sensible a determinadas escuelas como la flamenca, el expresionismo alemán o los matéricos abstractos, pero especialmente me atraen las performances. Esta propuesta desprendía una honda poética, me había llegado muy dentro y así se lo dije a Eva. Permanecimos un buen rato inmóviles en el punto central bebiendo luz a través de la piel. Casi media hora después dejamos la nave y nos encandiló un sol reluciente. —Tengo pocas ganas de seguir viendo exposiciones —dije

mientras desandábamos el camino hacia la barca —, me siento completa por dentro. —Yo también, lo que necesito es un café y aire puro. Comenzamos a deambular sin rumbo. La sensación de ser vagabundas en esta ciudad mágica era plena y total. —Estoy feliz —musitó Eva buscando mi mano— y muy cercana a ti... —Yo también —le correspondí. Iba a añadir “te siento amarrada a mi alma”, pero callé. Nos sentamos en la primera terraza que nos salió al paso y pedimos café. Según el plano estábamos en Campo Carmini, ¿pero a quién le importaba? Eva me hizo varias fotos supuestamente espontáneas, pero había despertado mi vanidad y yo procuraba que hasta el hecho banal de verter azúcar o echar mi pelo hacia atrás para que no me cubriese la cara resultase fotogénico. Le informé que estábamos al lado del

palacio Rezzonico, el museo del setecientos veneciano, pero negó con la cabeza: —Mm, mm... Yo paso, estoy disfrutando de la belleza en vivo. Era un piropo en toda la regla y me halagó. “La amo —me dije conmovida—, la amo con todo mi corazón y quiero que lo sepa.” Era un buen momento, pero algo me impedía hablar. Me daba pavor desnudar por completo mis sentimientos y sentirme rechazada o mal interpretada. La quería a mi lado, en Madrid, compartiendo mi vida, llevarle el desayuno a la cama, festejar las lunas llenas, colmar nuestros jarrones de flores

amarillas, darle aspirinas si le dolía la cabeza, inventarle poesías que le acariciaran como palomas, amanecer enredada a su cuerpo amado, mezclar nuestros alientos, nuestros libros, nuestros sinsabores y nuestras risas. ¿Cuál sería su reacción si se lo dijera? Imposible saberlo. Eva era imprevisible y acceder a sus sentimientos no me resultaba nada fácil. Ella me había sugerido su mejor definición describiendo a su padre: “Es como una caja fuerte herméticamente cerrada y de la que no te sabes bien la combinación.” También me frenaba su heterosexualidad, su experiencia de vida tan diferente a la mía. Sólo teníamos en

común que nos habíamos convertido en amantes temporales sin mayores deliberaciones, que estábamos pasando una semana excepcional en Italia y que en un par de días llegaría a su fin. ¿Y luego? —A penny for your thoughts, que dicen los ingleses... —dijo haciéndome otra foto en el momento en que alzaba la cabeza para mirarla—. Un penique por tus pensamientos. ¿O valen mucho más? ¿Era la ocasión que estaba esperando? ¿Me lanzaba al vacío? —Pensaba en que últimamente me siento muy cursi —respondí para mi asombro. ¿Era un recurso de huida o en verdad lo sentía y no me había percatado hasta este momento? Eva rió de buena gana. —¿Y eso? ¡Cursi, de verdad, qué gracioso! Me explayé:

—No sé bien cómo explicarlo, pero es como si alguien se hubiera metido en mi cabeza y me dictara un novelón melodramático que tiene poco que ver con el discurrir usual de mi pensamiento y que sin embargo me veo obligada a escribir. —Estarás poseída —sugirió Eva entre carcajadas. —Puede ser... —repliqué—. No sé cómo describirlo porque es algo nuevo y acabo de darme cuenta, y más difícil todavía a alguien que no conoce nada de mi vida. —Algo sí, por ejemplo tus sensacionales orgasmos. Obvié el comentario. —Créeme, me vienen a la mente pensamientos barrocos, melosos,

sensaciones de un romanticismo edulcorado y decimonónico que no son normales en mí, o no lo eran. Ya sabes, la luna, el desmayo, música de violines, la intensidad de una mirada, las puestas de sol, las flores... Estoy segura de que si participara en el Festival de Eurovisión me llevaría el primer premio. ¡Y deja ya de burlarte, caramba, esto es una confidencia en toda regla! —le recriminé echándome a reír con ella. —A lo mejor la Dama de las Camelias se ha reencarnado en ti —sugirió entre hipos. —O Madame Bovary, vete tú a saber —le seguí la corriente. —¡Ya lo sé! —estaba lanzada—. Danielle Steel te está usando de interfaz. Ahora ha de estar escribiendo “La princesa que suspiraba”, “El dulce sentimiento” o un romance de los suyos y

tú eres su musa, su módem. —Yo lo que estoy es loca, sin más. —O enamorada. La afirmación era monolítica y binaria. Eva, Eva, me habías llevado a tu terreno y había caído como una incauta. Ahora o nunca. Bastaba con abrir la boca y decir: “Sí, enamorada de ti”, o negarlo con la misma rotundidad. Sentía con nitidez que me empujaba a la afirmación: “Venga, dime que me amas, háblame de la luna, de nuestro futuro, de los besos inacabables y de esos violines que suenan a Mendelssohn.” Estaba segura que no admitiría la tercera vía de un “puede ser”. Acabé lentamente mi café y elegí una vez más el silencio. Después de todo yo no era la única parte interesada en esta refriega dialéctica, bien podría ella dejar de lado sus continuas tácticas de provocación y sincerarse acerca de sus propios sentimientos. Retomamos el paseo. Hablaba una vez más de su hermano Simón, en este caso de

su pasión por la fotografía. Él le había enseñado los rudimentos de la técnica y ahora revelaban juntos en el cuarto oscuro de su buhardilla. —Sí, las cámaras digitales están muy bien —se explayó—, y con el ordenador haces y deshaces a tu gusto, pero la película convencional tiene, no sé, un encanto especial, y meterte en el laboratorio es una gozada. Para este viaje había optado por una Canon sencilla por no cargar con los cuerpos ni los objetivos de sus dos Nikkon, un sobrepeso molesto, ya que desde Roma tenía pensado seguir a Ginebra. Su madre también era una presencia constante. “Mira esas telas, a ella le chiflarían”; “Hace unos años mamá decidió que se separaba de mi padre y estuvo dos meses sola en una cabaña perdida en los Picos de Europa. Hay que tener valor, ¿no crees?” Retomó, cómo no, su interés por mi biografía, en particular sobre Lisa.

¿Realmente no había habido otra después de ella? ¿Hacía cuatro años que no me interesaba por ningún ser viviente? ¿Aún la echaba de menos? ¿Comparaba a otras mujeres con ella? Yo saciaba su curiosidad, pero era inagotable. ¿Y antes de Lisa? Hablé de Raquel, de nuestro noviazgo que creíamos clandestino y del cual se enteró la Facultad de Filología en pleno, a excepción de algún ingenuo despistado. Los encuentros furtivos para evitar las murmuraciones, los mensajes en código... ¿Dónde hacíamos el amor? ¿En mi casa o en la suya? Y antes de Raquel, Tina. ¿Cómo era Tina? ¿Y el tal Javier? ¿Por qué había dejado de verle? ¿No había más hombres en mi vida? Cruzábamos frente al edificio de correos y me pidió que la esperara fuera un momento. Me senté en la escalinata, pero como había comprado postales decidí entrar a mi vez para adquirir sellos. De lejos vi cómo rellenaba varios

formularios en la ventanilla de telegramas. Iba a acercarme por detrás y darle un susto, pero siendo tan reservada pensé que preferiría hacer su trámite en privado, así que me hice con los sellos y volví a salir. En pocos minutos se reunió conmigo y seguimos andando. Cuando quisimos darnos cuenta estábamos otra vez frente al portal del hotel. Eva se declaró cansada y propuso subir un rato. A mí me molestaban los zapatos y quería cambiarlos por otros más cómodos. Pero por lo visto su fatiga y mi calzado podían esperar y lo que hicimos fue caer en la cama. Tendidas boca arriba, desnudas y pegadas la una a la otra, en cuanto apoyó la palma de su mano inmóvil

sobre mi cabeza supe que estaba perdida. Cuando desperté tras un breve sueño arrobado, Eva estaba sentada frente al escritorio rodeada de postales. Una atmósfera dulzona y con un intenso olor corporal flotaba en la habitación como una niebla impalpable y la luz tenue de la plaza se filtraba a través de las persianas. Era la primera vez que la veía escribir y, como casi todos sus gestos, me agradaba por su elegancia. Dibujaba la letra con una morosidad no exenta de energía, se detenía unos instantes como buscando las palabras en el aire y volvía a su escritura. La contemplé con una sonrisa durante largos minutos, pero se sintió observada y se volvió hacia mí. —¿Has vuelto a la vida? —preguntó mientras recogía velozmente la correspondencia y la guardaba en su bolso con cierto nerviosismo.

—A la mala vida que me das... — repliqué con la mayor dulzura, procurando que no se sintiera obligada a dar explicaciones por su extraña conducta, aunque confieso que su actitud huidiza me parecía un tanto ridícula. A su modo agradeció mi discreción. Metió a empellones su cabeza entre mis piernas y colmó mi vientre de besos rápidos y húmedos. Retribuí su efusión amorosa acariciando su pelo. —El cuerpo me pide marcha otra vez. ¿Me ducho y salimos a conquistar la ciudad? —Y sin esperar respuesta se apartó de mí y se metió en el baño. “A veces pienso que estoy un poco chalada, pero ella no se queda atrás”, pensé mientras remoloneaba entre las sábanas cálidas e impregnadas de nuestros olores. Apoyé mi cara en la almohada de Eva y aspiré con deleite el aroma de su perfume. Venciendo la pereza me incorporé de un salto y me disponía a vestirme cuando

mis pies desnudos tropezaron con algo en el suelo. Era una postal y alcancé a leer desde lo alto: “Carlos my dearest: no sé bien decirte cómo me siento, pero se parece mucho a ese estado que tú me conoces tan bien”. El texto continuaba, pero por discreción no quise seguir leyendo. La recogí para dejarla sobre el escritorio y vi que el dorso reproducía una bella pintura del Tintoretto. Como una aparición, Eva se plantó a mi lado en un par de zancadas, me arrancó la tarjeta de las manos y la rompió en pequeños fragmentos que tiró a la papelera. Estaba fuera de sí: —Disculpa, se había caído al suelo y... —Y te sentiste en la obligación de leerla —replicó cortante como una navaja. —Oye, sólo leí la primera frase, tampoco es para tanto, iba a dejarla sobre el escritorio, eso es todo. ¿Es una broma, Eva? Porque tiene poca gracia.

Me fulminó con la mirada y creí que iba a zurrarme. Abrió con violencia el armario y tironeando con rabia la ropa de sus perchas se vistió apresuradamente. —Como supongo que tampoco fue intencionado que entraras al correo cuando te había pedido que esperaras fuera. ¡Odio los celos, me enferman los celos, ¿te enteras?! —gritó—. Si quieres saber algo de mí lo preguntas y decidiré si respondo. Pero te prohíbo que hurgues en mi intimidad como una esposa atormentada. Sentirme espiada me descompone, francamente. Estaba sacando las cosas fuera de quicio y procuré mantener la calma, pero me había insultado de mala manera y no

podía permitirlo. —Eva, cálmate, lo que dices no es cierto. En primer lugar no necesito recordarte que nadie me ordena dónde me pongo ni adónde voy, faltaría más, y en cuanto a la postal sólo iba a dejarla aquí —señalé el escritorio—, y por supuesto que su contenido no me concierne. La comparación con una esposa celosa sobra a todas luces y no me gusta nada que me hables de ese modo. Ni te celo ni te espío, y te ruego que recapacites un momento. Ven, siéntate y hablemos. —No hay nada que hablar, María. Los celos me parecen miserables y no se los voy a permitir a nadie, ¿me entiendes? A nadie. La atraje hacia mí en un intento de calmar su exaltación, pero se deshizo de mi abrazo con manifiesta aprensión, dio media vuelta y se marchó dando un sonoro portazo. Me quedé de pie en medio de la habitación, totalmente aturdida.

—¿Pero tú estás bien? —me estaba preguntando Alessandra con ese tono de madre protectora que a veces me agobia pero que esta tarde agradecía de todo corazón—. Se va un poco la voz, María, ha de ser tu teléfono... ¿Me has oído? Hacía horas que Eva se había marchado y necesitaba hablar con alguien. Había permanecido todo el rato en la habitación, no estaba con ánimos para paseos y mucho menos deseaba que Eva pensara que había salido en su búsqueda. Era evidente que le correspondía a ella regresar y excusarse por su conducta. Mientras, fracasé en el intento de meditar aunque fuera media hora, no pude siquiera concentrarme en una imaginaria superficie blanca para que mi mente se vaciara. Tampoco el amago de retomar la lectura de la Moretti tuvo éxito, me costaba tranquilizarme y comprender lo sucedido. Ya había sido testigo de algunas extravagancias de

Eva y de sus ciclotímicos cambios de humor, pero esta vez se había pasado estrepitosamente de la raya. Me sentía indignada, pero también triste y con una sensación ambigua de temor que no alcanzaba a descifrar. Sobre las siete de la tarde decidí telefonear a Alessandra y contarle mis penas. —Sí, Alex, estoy bien. Confusa pero bien, no te preocupes... —Pobrecita mi niña, estás pasando un mal rato. ¿Y adónde crees que se ha ido? —No tengo la menor idea, y si me apuras me importa poco —respondí. Oírla me hacía un bien enorme—. Esto me pasa por dejarme llevar por las circunstancias y embarcarme en una aventura sin tomar recaudos. Ya sabes que no suelo actuar de este modo. —Sí, porque no habías vuelto a enamorarte, querida, así cualquiera es

prudente. Primero Eva y ahora Alessandra. ¿Tanto se notaba mi amor? —Dudo mucho que esté enamorada — le rebatí. —Marietta, Marietta... No conozco a la tal Eva, pero sí a ti, y creo que bastante, ¿no? —Mejor que una hermana —admití—, pero creo que esta vez te equivocas. Alex es dura de pelar y no se deja convencer fácilmente. —No me equivoco y lo sabes. Te has enamorado hasta los tuétanos y el amor es una psicopatía que trastorna a la más cuerda. De hecho llevas horas encerrada en esa habitación. ¿Te atreves a negarme que esperas su regreso contando los minutos? Lo que tienes que hacer —ya entraba la madre sustituta en acción— es exigirle a esa señora que se disculpe por su conducta, que las cosas queden perfectamente claras e impedir que te avasalle de aquí en más. ¿Que no lo hace?

Pues mira, ella se lo pierde. Has pasado unos días estupendos con una belleza latina en la ciudad de los amores y tan contenta. —Y ahora vas a recordarme que nada es casual y que si Eva irrumpió en mi vida es para que yo aprenda algo de mí, ¿verdad, Alex? La escuché reír con ganas. Alessandra es una sincera seguidora de la Nueva Era y compartimos muchos de los principios de la Conspiración de Acuario. —Me estás diciendo lo mismo que ya te has dicho a ti, María, estoy segura, y deberías sacar tus propias conclusiones. Procura serenarte, deja hablar a tu corazón y verás mucho más claro. —Ya, así de fácil... —De fácil nada, es dificilísimo, pero tú puedes eso y mucho más. —Te quiero, Alex —le dije besando el auricular—. Si no fuera porque el incesto no es lo mío debería enamorarme de ti. —Y por el pequeño detalle de que a

pesar de su escasez cerebral me gustan rubios, morenos y hasta azules —añadió. Sabía que su cara pecosa era toda una sonrisa y que mientras hablaba conmigo estaba acariciando las orejas de su gato Perseo—. ¿Por qué no te vienes a Roma? Mis huéspedes ya se han ido y podríamos reírnos juntas de tus penas. No era mala idea. Miraría el horario de trenes. —Lo pensaré y te telefonearé más tarde. Me has devuelto el alma al cuerpo, Alex, eres un cielo. —Y tú otro. Cuídate, Marietta, no permitas que nadie te haga daño. —Te lo prometo. Ciao, bella. El dueño del hotel estaba discutiendo a voces con un chiquillo andrajoso cuando bajé a la recepción. Por lo visto el hombre insistía en echarlo del local y el empecinado mocoso se resistía. Yo quería hacerme con la guía de trenes y averiguar si salía alguno hacia Roma esta misma noche.

Recordé entonces que el coche aún dormía en el parking y que los documentos del alquiler estaban a mi nombre. Desde luego era un inconveniente, pero podría inventar una excusa plausible en Hertz de Roma para que vinieran a recogerlo, aunque lo justo era que Eva se hiciera cargo del problema puesto que era la responsable del cataclismo. Dudaba mucho que lo asumiera, pero francamente me importaba poco. Esperaba con cierta impaciencia a que acabara la refriega cuando me di cuenta de que los horarios estaban expuestos en un cartel a la entrada del comedor. Efectivamente, partía un tren a las once de la noche. “Aún falta bastante —pensé—, y hacer la maleta no me llevará nada.” ¿La maleta? ¡Pero si estaba en el Winkler!

Ahora sí que se me complicaban las cosas. Tendría que pasar antes por Vittorio Veneto para recuperarla. Estaba furiosa con Eva y sus arrebatos, con todo este embrollo y conmigo, por dejarme llevar por mis vísceras como una principiante. —Signorina —dijo el dueño dirigiéndose a mí—, il ragazzino vuole parlare con lei. ¿El niño quería hablar conmigo? No le había visto en mi vida. Probablemente fui yo la primera persona que vio descender por las escaleras y me utilizaba como excusa para meterse en las habitaciones. Negué con la cabeza y el dueño levantó al muchacho por las axilas dispuesto a echarlo fuera, pero el crío se zafó con agilidad y me encaró: —Corradi María? È lei Corradi María?

—preguntó con insistencia colgándose de mi falda. —Si, sono io... Che c’è? Le dedicó una mirada triunfal al dueño, se quitó uno de sus astrosos botines, extrajo un papel doblado de debajo de la plantilla y me lo entregó poniendo cara de satisfacción por el deber cumplido. Seguramente se sentía un mensajero de guerra, porque se cuadró frente a mí con aire militar. A la par que desplegaba intrigada la nota rebusqué en los bolsillos y le extendí un billete de los grandes. Me lo quitó de las manos y salió corriendo. Reconocí al instante la letra de Eva: “Sin ti Venecia desaparece de todos los mapas. ¿Podrás perdonarme? Estoy en el Quadri”. La vi desde lejos, a pesar del gentío que colmaba la plaza San Marcos. Pertenecía al selecto grupo de personas cuya presencia rotunda destaca con luz

propia en medio de una multitud. Ocupaba una de las mejores mesas en la terraza del Quadri, en primera fila y cerca del Campanile. Con aire ausente, hermosamente grave, hacía caso omiso de las miradas admirativas que le dedicaban algunos transeúntes. Yo estaba sin aliento, porque su mensaje había obrado el milagro de anular mi decisión de marcharme y ansiaba encontrarme con ella después de horas de no verla. ¿Dejar a Eva? ¡Qué disparate! Había salido a la carrera del hotel para acudir a su cita y a la altura del museo Carrer aún seguía corriendo. A medida que me acercaba retomé el paso normal para recuperar el resuello y me aproximé lentamente a su mesa para darle tiempo a mi corazón a que se sosegara. Divisé una botella de Prosecco y un par de copas a medio llenar.

“¿Podrás perdonarme?”, me preguntaba en su nota. Claro, Eva, amor mío, ya estabas absuelta de culpa y cargo incluso cuando la rabia y la confusión se habían ensañado conmigo. ¿Es que no te dabas cuenta o no podías admitir que te amaba? No nos dijimos nada. Me senté a su lado, alzó su copa clavando en mí sus ojos húmedos y me dedicó un tácito brindis. Eva adora el simbólico ritual de ofrendar al espacio un deseo en común, a modo de preludio de una sinfonía que se desea sea inacabable. Yo extraje su nota de mi bolsillo y la dejé abierta en el centro de la mesa. Que sin mi Venecia desapareciera de todos los mapas era una herejía que no podía admitir bajo ningún concepto. Me mataría el remordimiento. Había acudido a la cita, la paz estaba firmada y el peligro conjurado. —Qué noche tan hermosa —susurré tras contemplar la luna creciente durante un largo rato. —La

más hermosa —confirmó levantando a su vez la cabeza. Nos acunaba esa calma chicha que sobreviene a una tormenta y sobraban todas las explicaciones. Acerqué la botella para servirme más vino pero Eva cubrió la copa con su mano: —Espera, pidamos otra, ésta es la de Louis. ¿Louis? Quedé con la botella suspendida a medio camino. Lo que menos hubiera imaginado era que Eva tendría compañía, pero para mi asombro en ese momento salió del interior del Quadri un tipo de mi edad, alto, desgarbado y con barba de varios días que caminaba

cansinamente hacia nosotras. —Holaá —me saludó al desgaire mientras llenaba su copa y se repantigaba en su silla cuan largo era. —Hola —respondí decididamente atónita. Eva se apresuró a dar explicaciones: —Conocí a Louis esta tarde en la iglesia de allí enfrente —dijo señalando la basílica— y coincidimos en nuestros gustos artísticos. Es francés, y lo único que prácticamente sabe decir en castellano es “hola”. Está estudiando arquitectura y ha venido a pasar unas cortas vacaciones. Es muy inteligente, ¿sabes? Me hizo ver un montón de

detalles que me habían pasado por alto. Espero que no te sientas molesta. Me obligué a fraguar a toda velocidad una estrategia de emergencia. Eva me había tendido una trampa. Si yo ahora abandonaba la mesa como se merecía su ardid constataría que llevaba razón al acusarme de celosa y el numerito con la dichosa postal quedaría plenamente justificado. Saltaba a la vista que no le habían bastado las reiteradas preguntas que me había hecho acerca de mis supuestos celos de Lisa y que necesitaba una confirmación concreta. El montaje me parecía tan infantil como ruin. Este reencuentro lo había propiciado ella y se suponía una ceremonia privada de reconciliación. Imponer la presencia de una tercera persona resultaba no sólo un acto inicuo sino de vulgar mala educación.

Deploro las luchas de poder y normalmente me bato en retirada. “Si dos tiran de una cuerda y uno la suelta, el otro se cae de culo”, dice el refrán. Sentí la fuerte tentación de marcharme, recoger la bolsa del hotel y esperar en la estación el tren a Vittorio Veneto, pero me retuvo el orgullo y el recapacitar sobre mi tendencia a evitar las situaciones conflictivas. No esta noche. Me estaba echando un pulso por todo lo alto y esta vez no pensaba eludirlo. “¿Quieres emociones fuertes? —me dije—. Pues las vas a tener.” Trajeron una tercera copa, me serví vino y también llené el vaso de Louis, que lo agradeció con una ambigua cabezada. La presencia de un hombre en mi entorno íntimo normalmente no me aporta nada enriquecedor, a excepción de aquellos a

quienes quiero. Pero ahí estaba Louis, ignorante de su condición de anzuelo para pescar contradicciones, y allí se quedaría. Eva me miraba con suma expectación, atenta a mis conductas más nimias. —¿Por qué habría de molestarme? Parece un tío muy agradable, dices que es muy inteligente y resulta refrescante conocer gente nueva —dije con toda la naturalidad que me fue posible. Me sentía hipócrita y como sucia por dentro, pero contenta por mi decisión de defender mi trinchera. Louis miraba alternativamente la basílica, el Campanile, la gente que desfilaba del Florian al Quadri en obligada peregrinación, sus Panama Jack desgastadas y el mármol blanco de la mesa, pero sobre todo era Eva quien le atraía como un imán, lo que parecía inflamar el ego de mi amante.

“¿Te has fijado que las hetero cambian su actitud normal en presencia de cualquier hombre? —había comentado Silvia una noche del verano pasado cuando procurábamos calmar el calorazo de todo el día en una terraza y nos divertíamos observando con lupa a cuanta persona se nos ponía a tiro—. Aunque su interés por él sea nulo, aunque les importe un pimiento. Me parecen patéticas — había añadido mientras procuraba atraer la atención del camarero sacudiendo exageradamente los brazos por encima de la cabeza—, les daría un guantazo bien dado, por tontas.” Le di la razón de inmediato. También yo había pensado a menudo que en algunas de mis congéneres la transformación es

grotesca: ríen exageradamente ante el comentario más insulso, se vuelven repentinamente torpes e incapaces de sostener una conversación con fundamento, se desdicen sin el menor pudor de sus más sólidas creencias, olvidan súbitamente conocimientos elementales como sumar y restar una factura y se autodefinen como irracionales y frágiles, aunque sean mujeres de armas tomar. Eva era suficientemente inteligente para no caer en esa clase de maniobras ridículas, pero de todos modos percibí cambios en su puesta en escena que no por sutiles me parecieron menos estúpidos. Aumentó unos grados su coquetería cruzando las piernas de una forma distinta a la usual, arqueando sobremanera el empeine al estilo de las top-models, y retocó la pintura de sus labios con doble

ración. La empecinada reserva sobre su vida pasada era ahora un alarde de mundana locuacidad, sus ojos tenían otro brillo y con su innata elegancia insinuaba a su improvisado partenaire un interés especial por todo lo referente a sus estudios, los usos y costumbres de Nantes, su ciudad natal, su experiencia parisiense y cualquier circunstancia sobre su persona. En su estupendo francés le contó a Louis la historia del Quadri que yo le había relatado la noche anterior sin citar la fuente —o sea, yo— y adornándola con improvisaciones de su cosecha que aumentaban mi perplejidad. Creo que fue la primera vez que sentí pena por ella, pero al menos era preferible a sentirla por mí. “Puedo asumir el rol de la tercera en discordia y sufrir a boca callada la humillación —pensaba yo a toda máquina —, o pasar a la acción de manera que el tercero sea cualquiera menos yo.” La

charla con Alessandra me había fortalecido, y no tenía la menor intención de ser la víctima propiciatoria de esta mascarada. Corría el riesgo de que la indignación pudiera conmigo y le propinara de buena gana el sopapo que Eva se había ganado a pulso. En cualquier caso, una fuerza desconocida crecía en mí, parecida, supongo, a la que despliega una loba protegiendo a sus cachorros de algún depredador. La diferencia era que yo no defendía una camada indefensa sino mi dignidad herida. Por lo que Eva contaba de su vida a Louis, me enteré que había estudiado en el Liceo Francés de Madrid y que había perfeccionado la lengua en la Sorbona durante una estancia de un año en la capital francesa. Por ese entonces conoció

a Étienne, su profesor de gramática, que además de instruirla en su asignatura “me inició en todo tipo de conocimientos”, cito sus palabras, acompañadas de una carcajada cadenciosa a lo Bette Davis en el apogeo de su fama. Supe también que Eva leía con pasión a Proust casi cada noche, que seguía al día la literatura francesa para no perder la práctica, que de pequeña había padecido de asma, que le gustaban las casas vastas de habitaciones inmensas, que su padre de pequeña la llamaba “Tinoki” —“mi nenita”, en hebreo—, que amaba los atardeceres de septiembre en la playa de las Canteras de Las Palmas, tomándose un café en alguna de sus innumerables terrazas y contemplando la silueta neblinosa de la vecina Tenerife con el Teide como protagonista y muchos detalles más que no alcancé a retener. Conocía, además, y muy bien, el territorio francés. Mencionó ciudades, villas y parajes que yo no había siquiera

oído nombrar y se explayó en la Bretaña y en Normandía. La Rochelle, Dinan, Saint Malo, Saint Lunaire... Se detuvo especialmente en el pequeño pueblo de Honfleur, residencia de artistas y aspirantes a artistas durante los años sesenta, con esa catedral normanda construida íntegramente en madera y decididamente conmovedora, el mar custodiándola desde lejos. Aseguró con énfasis que jamás dejaría de amar un sitio tan... ¿magnético, dijo? O quizá fue “superseductor”. El pasado, por lo general, era un tema tabú para Eva, y en lo único que se explayaba sin ahorrar detalles era en su

dilatada experiencia sexual. “El pasado no existe”, era su escueta frase hecha a modo de respuesta las pocas veces que quise saber sobre su vida anterior a nuestro encuentro. Mi opinión, por el contrario, es que los seres humanos no estamos ontológicamente divididos en compartimientos temporales estancos, y si bien es cierto que puede decirse que “lo pasado ya pasó” y que es inmodificable, una cosa es la inmutabilidad y otra la inexistencia. “Lo que fue” se ha convertido en hoy, por lo tanto existe. “Yo soy lo que fui y lo que seré, soy una unidad indisoluble, una experiencia única. Todo el tiempo es ahora —defendí con ardor una madrugada de las muchas que habíamos pasado en vela— y proclamar

la inexistencia de mi pasado es negarme a mí misma.” “¡Bobadas! —insistía ella—. Es estúpido estar prisionera del pasado. ¿Qué hice, cómo sentí, cuánto comí, qué conocí, en quién pensé? ¿Qué importancia tiene eso hoy?” “¿Por qué considerarlo una cárcel? —replicaba yo—. Admitir que soy mi pasado es incluirlo en mi presente, no encadenarme a él. ¿O acaso el recordar que una vez mataste de un pisotón a una hormiga te condena de por vida a ser una asesina?” “¡Tonterías, eres una sofista!”, daba por finalizada la discusión. Sin embargo su teoría sobre la no existencia del pasado, por otra parte muy difundida entre cierto sector intelectual, no le impedía indagar hasta la impertinencia sobre mi biografía. Un día

que le hice notar su contradicción apeló a una de sus clásicas perogrulladas: “Es a mí a quien no le gusta hablar de él, pero a ti sí, y te doy la oportunidad de regodearte en el recuerdo”. Esta noche Louis era el destinatario de las evocaciones de una Eva súbitamente recuperada de su amnesia. El francés desconocía que se trataba de una oblicua venganza hacia mí, puesto que ese regalo me había sido retaceado con tenacidad. No obstante, y a pesar de la tristeza que me provocaba su juego me reafirmé en que yo no tenía derecho a juzgar cuándo, cómo y a quién Eva contaba retazos de su vida. Hablaban entre sí sin descanso —en rigor era Eva quién lo hacía, porque su interlocutor era adicto a los monosílabos — y ahora le tocaba el turno a París y sus encantos. Buscaron sitios comunes

conocidos, recordaron exposiciones sonadas del Pompidou y la jarana inagotable del Loup, en la rue des Escoles. Horas y horas bailando, ligando y bebiendo. ¡Qué tiempos aquellos! Louis no acababa de mostrar las notables cualidades que habían atraído a Eva, e incluso cuando en un alarde de autodefensa me sumé a la conversación — dispuesta a recordarles que estaba presente y que también ostento el don de la palabra— manifestando mi admiración por la iglesia de Saint-Germainl’Auxerrois, Louis no pareció muy seguro de su localización, ni siquiera de su existencia. —¿Pero tú hablas francés? —me preguntó Eva cual si me acusara del

asesinato de John Lennon. —Algo —respondí con una modestia ficticia. La velada, que Eva había concebido como una prueba de fuego, se convertía poco a poco en una comedia de tres al cuarto. Yo tenía mucho que ver en ello y me sentía cada vez más ufana por mi maniobra. “¡Que siga la farsa!”, me dije. Y en un arranque propuse cenar los tres juntos. Louis quiso saber la opinión de Eva, pero ésta me miraba estupefacta. ¿Por qué se empecinan la mayoría de los heterosexuales en su creencia de que un hombre, cualquiera sea su cariz, se basta y sobra para minar la moral de una mujer que ama a otras mujeres? Había interpuesto a Louis entre nosotras y no obstante yo, lesbiana de pro, aceptaba al aprendiz de arquitecto sin reparos. ¿Cuál era el fallo?, estaría pensando. María debía sentirse una perdedora, o por lo menos bastante

desplazada y presa de los celos, pero por el contrario se unía al dúo, participaba en la conversación y para mayor pasmo proponía una cena conjunta. Algo no funcionaba. Él aceptó, pero Eva no estaba por la labor. —Estoy bastante cansada —se excusó —, creo que me voy al hotel. —¡Mujer, di que sí, con esta noche que es la más hermosa! —¡Dios!, disfrutaba como nunca de mi cinismo—. A él le apetece y a mí también, y puesto que todos nos marchamos mañana nada más propio que despedirnos con una buena cena. Anda, acompáñanos... Louis, convéncela tú. Me odiabas, ¿verdad, Eva? Tus ojos eran electricidad en estado puro y podía sentir en mi piel el cosquilleo de la descarga. Habías apostado a pares y la fortuna quiso que fueran nones. “Piensa, querida, piensa deprisa, eres mano y te toca jugar”, la reté en silencio sosteniendo

su mirada asesina. —De acuerdo —aceptó, poniéndose de pie mientras el francés se apresuraba a retirarle la silla—. Podemos ir a una pizzería que conozco, La Traviata, queda por aquí cerca. Creí que iba a desmayarme de la risa. Era la misma a la que la había llevado anoche y en la que jamás había estado, pero que ahora ofrecía como propia. Pero más cómica aún era la simbología que connotaba su elección: traviata en italiano significa “extraviada, perdida del camino recto”. Eva no lo sabía porque no conocía el idioma, pero su inconsciente había trabajado correctamente emparentado una pizza con su exacto estado de ánimo y el símil era bastante hilarante. —No le veo la gracia —dijo con rabia pegada a mi oreja. —No te enfades, bonita, me río sólo porque alguien va a tener que pagar mi parte, me dejé el bolso en el hotel y no llevo ni un euro encima.

El estudiante también reía, a saber por qué. Faltaban apenas un centenar de metros para llegar a La Traviata cuando se me ocurrió un cambio de planes: —¿Y si variamos de menú? Conozco una taberna increíble en la Fondamenta Nuove. Baratísima, comida casera, gente de pueblo, ambiente veneciano y sin turistas. ¿Qué tal suena? Eva, que no había vuelto a abrir la boca desde que dejamos el Quadri, se negó en redondo. Pero mi invitación no iba dirigida a ella sino a Louis, y reaccionó como esperaba: color local, poco dinero, nuevos sabores, comida típica, dos mujeres guapas iniciándole en la Venecia profunda... ¿No dijo Joyce que la mejor aventura es vivir al máximo lo que la vida ofrece? O tal vez fuera Mitterrand... —Oui, bien sûr, c’est super —aceptó polisilábico, lo que interpreté como una expresión de entusiasmo. —Es por allí. —Y señalé hacia mi

derecha. Actué de avanzadilla y el francés me siguió obediente. La cara de Eva le llegaba al suelo y se rezagó unos pasos. No era para menos. Había engatusado al estudiante como cebo para encelarme y ahora no soportaba su presencia ni le dirigía la palabra. Pero yo apostaba lo que fuera a que venía con nosotros y no cambiaba su rumbo hacia Campo Manin aunque sólo le bastara girar en la próxima esquina. La Fondamenta Nuove queda exactamente en el lado opuesto al Gran Canal, de donde veníamos, y había que atravesar casi toda la ciudad. Cuanto más caminábamos más preguntaba Eva cuánto faltaba para llegar. Yo sabía que no lo haríamos en menos de media hora, me guiaba por la intuición y no podíamos preguntarle a algún vecino porque orientar a los turistas no es precisamente el fuerte

de los venecianos. “Que se apañen —me había explicado un nativo hacía un tiempo —. Ya se han adueñado de la mitad de la ciudad, la otra mitad es nuestra.” Precisamente nos adentrábamos en “la otra mitad”, y la meta era uno de los muelles desde donde parten las barcazas hacia las islas menos frecuentadas por los visitantes, como San Michele, Burano, el Lido de Jesolo o Torcello. Yo estaba eufórica, disfrutando de mi pequeña venganza, y con la excusa de distraer el tiempo mientras nos perdíamos en cada recodo empecé a cantar el Alouette, gentille alouette. Louis se sumó pronto al estribillo, y Eva optó por acompañarnos graznando la letra como quien rompe nueces con los dientes. Constituíamos un simpático grupillo de boy-scouts avanzando por el sendero de la alegría y los principios justos. Cuando por fin llegamos a La Mucca, el restaurante estaba en su apogeo, aunque llamarle restaurante era un eufemismo. En

el amplio patio del interior de una casa modesta había dispuestas varias mesas cubiertas con papel de estraza blanco a modo de mantel, sillas plegables de madera y cubiertos de latón. El suelo era una alfombra de papeles sucios, mondadientes y algún que otro resto de comida que un perro grisáceo se encargaba de deglutir. Un frondoso emparrado hacía las veces de techo y los geranios crecían a su albedrío en los canteros que rodeaban el perímetro, luchando por ganar un espacio entre la mugre reinante. Miré a Eva de soslayo y parecía a un punto de la apoplejía. El local estaba repleto, y cuando entramos todos los comensales nos miraron a una: ¿Cómo había ido a parar a su lugar ese trío de veraneantes extraviados? ¿Por qué no estaban cenando

en alguno de los incontables restaurantes que flanquean el Canalone? —¿La Mucca... querer decir...? —me preguntó el francés. —La Vache, la vaca —le expliqué mientras le hacía señas a una mujer obesa protegida por un inmenso mandil y que parecía la dueña de casa. Se acercó secándose con un trapo de cocina los gruesos goterones de sudor que le caían por las mejillas. Oí a Eva murmurar con desdén: “La vaca, no te la pierdas...”. La clientela, exclusivamente masculina, era la típica de una taberna económica de suburbio veneciano. Obreros, estibadores y algún que otro gondolero fuera de servicio nos inspeccionaron por todos los ángulos, y tras decidir que éramos inofensivos volvieron a sus platos y sus conversaciones. La matrona se apresuró a proveernos de un sitio, y sin mayores miramientos expulsó a empellones a un borrachín que dormitaba sobre una mesa y le ordenó que

se fuera a su casa. En un abrir y cerrar de ojos hizo un bollo con el papel manchado de vino y restos de pan, extendió uno nuevo, barajó los platos de plástico desde lo alto y nos informó que el menú consistía en un único plato de la casa, la tradicional pasta con judías pintas. Lo cierto es que la comida estaba deliciosa, el vino afrutado y bastante áspero pero muy sabroso, y si no fuera por la tenaz hostilidad de Eva habría sido una velada muy agradable. Louis disfrutaba a lo grande, bebió en abundancia y se le soltó la lengua. ¿Eva se había interesado antes por aspectos de su vida? Pues ahora, y sintiéndose como en familia en un sitio tan típico y charmant — me dedicó una sonrisa agradecida—, sentía deseos de hablar de sí. Creo que iba por los nueve años,

asistía a un colegio de Nantes y su maestro, hombre rígido y severo en exceso, le estaba castigando duramente por haber llevado una rana viva a clase cuando busqué los ojos de Eva. Sentía que había estado mirándome con insistencia, pero desvió la cara al instante. No tengo palabras para describir su rostro. Estaba literalmente descompuesto, hastiada de mí, de su convidado de piedra, de ese sitio tan vulgar y de todo el orbe en su más amplia acepción. Lo que Eva no sabía pero yo sí era que ahora venía lo mejor. La Mucca era muy popular entre la colectividad napolitana residente en Venecia, y yo contaba con que la tradición se mantuviera. Hubo suerte, y de pronto, como si nos arrasara un tifón, nos trasladaron casi en volandas a unas sillas ya dispuestas a los lados del patio, las mesas desaparecieron como por arte de magia y comenzaron a sonar panderos, acordeones y guitarras. Los comensales,

cual si hubieran tocado a arrebato, se lanzaron a cantar y bailar una trepidante tarantella con el frenesí de derviches traspuestos. Gritos, cantos, palmas, meneos y zapateos se adueñaron del ambiente en pocos segundos creando un gran estruendo. Un fornido gondolero intentó arrastrar a Eva al círculo de bailarines, pero ella se desasió con una amabilidad que al gondolero le supo a despecho, a juzgar por la ristra de palabrotas que le dedicó en dialecto. Por mi parte, acepté como una dama agradecida la invitación de un hombrecillo patizambo que me hizo girar

a velocidad de vértigo y temí por la digestión de la pasta e faggioli. Yo pasaba de mano en mano como los billetes de una apuesta, intentando mantener el ritmo y no enredarme con tanto brazo y tanta pierna. “Bella, graziosa!”, me piropeaban aumentando aún más el griterío. La explosión de tipismo acabó con las últimas reservas de Louis, quien tras ser cortésmente rechazado por Eva en su invitación al baile se lanzó solo a la improvisada pista iniciando una danza frenética. No bailaba precisamente una tarantella sino una cómica mezcla de hiphop y tango con algunos pasos de break, pero su entusiasmo era envidiable y los hombres hicieron corro a su alrededor incitándole a continuar con el espectáculo. Aproveché el improvisado solo del francés para desplomarme jadeando en una silla cuando Eva, galvánica, se abalanzó sobre mí, me agarró por un

brazo, me arrastró hasta el interior de la cocina y me plantó frente a la dueña que trajinaba con los cacharros siguiendo el compás de la música con su enorme trasero. —Pregúntale dónde está el baño —me ordenó Eva. —No tengo necesidad de ir —protesté —, y me estás haciendo daño. —Tú pregunta —insistió implacable. La dueña nos dio una llave y nos indicó el camino, puesto que estaba en el interior y la casa era un verdadero laberinto. Por fin dimos con él. Eva abrió la puerta, cerró con dos vueltas de llave y se plantó frente a mí con los brazos en la cintura. Estaba tan iracunda que no podía articular bien las frases. —¿Se puede saber a qué demonios estás jugando, diablos? —¿Quién, yo? —¿Puedo saber que es toda esta payasada, eh? —Esa pregunta se parece mucho a la

anterior, te repites —contesté atisbando indolente mi rostro en un trozo de espejo que colgaba de un hilo de embalar. Volvió a tironear de mí y me obligó a mirarla. —Cuidado, Eva —la amenacé sin disimulos—, no soy violenta pero puedo serlo. —Y yo. —Eso salta a la vista —repliqué acariciando mi brazo dolorido—. Tú empezaste esta farsa, planeaste una injusta venganza que te salió del revés y estás furiosa. ¿Por qué te comportaste de un modo tan ruin en el hotel? ¿Por qué me mandaste esa nota? ¿Por qué me tendiste una trampa pidiendo perdón para echar luego más leña al fuego? Su actitud beligerante había dado paso a una tristeza desoladora que me conmovió. —No entiendes nada, no has entendido nada todos estos días... —musitó. —No, tú no has entendido nada —

repuse, aún crispada pero bajando el tono de voz—. Te he dado lo mejor de mí, o al menos lo mejor que sé hacerlo, y te has mostrado voluble, caprichosa, maleducada y ahora violenta. ¿Qué pasa contigo, Eva? Esperaba cualquier respuesta, menos que se echara a llorar como lo hizo. Se cubrió el rostro con las manos y sollozó amargamente unos minutos que se me hicieron interminables. Estaba enfadada con ella, pero me salió del corazón abrazarla para darle consuelo. Se aferró a mí

con desesperación, fue empujándome contra la puerta, se apretó hasta la asfixia contra mi cuerpo y me besó con una pasión que la desbordaba y me desbordaba. —¡No has entendido que te amo, imbécil, que me he enamorado de ti con toda mi alma —me besaba con más fuerza —, que no puedo estar ni un segundo sin verte, sin escuchar tu voz, sin tocarte, sin sentir el olor de tu cuerpo y hacerte el amor —cubría de besos mi cara, mi cuello, mis manos—, que me eres imprescindible como el aire y que me voy a morir aquí mismo si me niegas que tú no sientes lo mismo! No, no iba a negarlo. Y además supe en ese mismo instante que no olvidaría jamás el paroxismo que alcanzó nuestro enloquecido orgasmo en el suelo de una

letrina cualquiera de Venecia. 3 —¡¿Una hetero?! Silvia se incorporó de un salto del sofá donde se había arrellanado apenas cruzó el umbral de mi puerta y no daba crédito a la breve síntesis de la historia con Eva. Encendió un cigarrillo con la colilla del anterior, meneó la cabeza y masculló exhalando el humo: —Ay, María, nena, no se te puede dejar sola... Marga también me miró con curiosidad, pero no dijo nada. Yo no tenía ninguna gana de embarcarme en una larga y sesuda conversación sobre opciones sexuales, así que me puse en pie: —Sí, cariño, una hetero, o sea una mujer, que es lo interesante del asunto. ¿Algo de beber? Hay poca cosa. —Yo lo de siempre —respondió Silvia. Me estudiaba con preocupación y le devolví una sonrisa tonta— y Marga supongo que también.

Lo de siempre era un cubalibre, pero Marga declinó el suyo. —Si tienes una birra, a ser posible Heineken, te lo agradecería. Fui a la cocina y abrí la nevera. Mi frigorífico era exactamente eso: un electrodoméstico paralepípedo con dos puertas delanteras y un interior de invierno virtual para mantener los alimentos a baja temperatura, idéntico a sus tocayos de todo el mundo, con la diferencia de que éste estaba completamente vacío, a excepción de dos botellines de Coronita, un dado de queso rancio y un bote de aceitunas rellenas de pimientos rojos. —¡Estás guapísima, nena! —oí que me piropeaba Silvia a gritos. —Eso porque me quieres —respondí riendo y añadí convencida—: Y porque lo

soy, que todo hay que decirlo. Raspé lo salvable del queso, lo puse en una bandeja junto a las bebidas y las aceitunas y llené una jarra de agua. Miré el gran reloj rojo que hay sobre la alacena y vi que pasaba de las nueve de la noche. Había dormido de un tirón desde las dos de la tarde, cuando Eva me había dejado en la puerta de casa conduciendo su coche desde el aeropuerto. Me preguntaba cómo había oído siquiera el timbre del portal. —Lo siento, Silvín, pero no hay cocas, si te vale una cerveza... —dije volviendo al salón. Al verlas haciéndose arrumacos en el sofá me inundó una sensación agradable y familiar y tras dejar la bandeja sobre la mesa me hice un hueco entre las dos y las abracé—. ¡Qué bueno estar en casa, pareja, otra vez juntitas! —Ya será menos. Por lo visto no has tenido tiempo ni de respirar —comentó Silvia—. Me vale la cerveza, bebería incluso queroseno después de lo que acabo de oír. Anda que una hetero, hay

que jorobarse. Te sienta bien el amor, coño, estás guapísima —dijo repitiéndose —. Por aquí pocas novedades, salvo la mani del viernes que estuvo genial. No sé de dónde está saliendo tanta lesbiana, pero éramos ciento y la madre. ¡Qué gusto, tú, mujeres, mujeres, mujeres por los cuatro costados, incluida la Cibeles! El curro espantoso, como de costumbre. Estoy al borde del colapso. Bebí dos vasos seguidos de agua y me arrebujé aún más abrazando a ambas por la cintura y estirando las piernas para apoyarlas en la mesilla de delante del sofá. Suspiré de pura satisfacción. Sí, todo estaba en orden y en su sitio. Silvia saltando de un tema a otro, con ese estilo suyo tan eléctrico y conciso, y Marga que oficiaba de perfecto contrapunto con su ritmo lento y sosegado. —¿Y tu trabajo en Italia qué tal? — preguntó esta dejando su botellín sobre la bandeja. —Muy bien —repuse—. Acabé la

revisión de todos los documentos para el nuevo consulado español en Bari y me he traído la traducción de un libro bajo el brazo, a ver cuándo me pongo a ello. —¿Cómo se llama? —me espetó Silvia —. Y no me salgas con que estoy interesada en el título del libro porque me conozco tus juegos de palabras. Me gustó pronunciar su nombre y me regodeé al decirlo como si saboreara caramelo: —Eva. Eva Zamorano. —Eva, la primera mujer... —comentó Marga con un inequívoco tono romántico. —La mujer esencial —corregí susurrando con felicidad. Pensé en ella. Hacía unas horas que no la veía y la añoraba con todo mi ser. Su boca, ansiaba sobre todo su boca, necesitaba besarla ya, con la urgencia de un diabético por su ración de insulina. De hecho, cuando

había oído el telefonillo del portal entre sueños me había precipitado a abrir creyendo que era Eva. Silvia me miró con los ojos muy abiertos. —¡La mujer esencial! Hija, te veo perdida. —Silvia, cariño, dame un poco de resuello. —Bebí otro vaso de agua con ansia—. Acabo de despertarme y no he dormido mucho que digamos los últimos días en Italia. —Un toque de teléfono no te hubiera costado mucho, ¿no? —Silvia y sus reproches. No tenía el menor empacho en manifestar lo que sentía a cada momento y con sus amigas era tan celosa y posesiva como con sus parejas—. Si no fuera por Virginia no me enteraba que regresabas hoy. Por cierto, que tu madre estaba un poco misteriosilla, aquello de “algo sé pero no me obligues a decirlo”. —Respira un poco, amor —aconsejó Marga a su novia—, hablas tan deprisa

que te atragantas. —Tú déjame a mi mecanismo, ya no eres enfermera y no tienes que hacerte cargo de mi salud —le atizó Silvia. Eso porque se habían conocido el año pasado en una clínica a raíz de un accidente de moto de Silvia. Marga no sólo se había esmerado en reparar su pierna rota sino también su corazón. Pero hacía meses que había dejado la enfermería y ahora llevaba con su padre una empresa de exportación de alimentos a los ex países del Este porque, según ella, trastear con el aceite de oliva era mucho más agradable que hacerlo con los orines ajenos. —Además, la cosa va con esta señora y no contigo. Puesto que le tienes alergia a los móviles y te niegas a comprarte uno, pillas un teléfono normalito —me explicó Silvia con guasa—, metes guita o una tarjeta, pones el dedito así, marcas nuestro número y nos tienes al tanto. ¿O es que la tal Eva te tenía atada a la cama?

Porque las hetero siempre traen hambre atrasada... ¡Cómo es! Si no fuera porque la quiero tanto a veces la mandaría a paseo. Pero Silvia es mi ojito derecho desde que nos conocimos por medio de Lisa, una especie de hermana del alma que siempre está a mi lado, a las duras y a las maduras. Lo sabe y hace de mí lo que quiere. Señalé con la cabeza el televisor. —Hay una foto ahí encima, pero no tengo ganas de moverme... Marga lo hizo por mí levantándose con agilidad, pero apenas pudo echarle un vistazo porque Silvia se la arrancó prácticamente de las manos. Nos la había hecho un fotógrafo ambulante y no estaba del todo mal para ser una instantánea turística. Silvia emitió un silbido de admiración. —¡Joder, la tía, es un bombón! —Por mí no te prives, cielo, haz como si no estuviera... —recriminó Marga con resignada ironía. Volvió la cabeza hacia

mí—. Cuando una mujer le gusta no tiene el menor empacho en soltarlo, podría disimular un poco su ninfomanía, ¿no crees? Silvia analizaba la foto desde todos los ángulos. —Venecia, qué típico, se ve un trocito del Campanario, enternecedor, de luna de miel, oye... Las dos muy contentas, tú tienes esa cara de boba que no te veía desde hace años. No se parece en nada a Lisa, ¿verdad? Quizá en la forma de ser, vete a saber, una siempre se enamora de la misma persona. ¿Y en la cama qué tal? Tiene todo tan bien puesto... —¡Silvia, por Dios, qué basta eres! — fingí escandalizarme. Como si no le hubiera dicho nada, prosiguió impertérrita: —La señora es... ¡Joder con la señora! Me recuerda a... vaya, no me viene el nombre, años cuarenta y cincuenta... —Doris Day

—sugerí adrede, consciente de que Silvia es una fanática del cine. Trabaja en una productora y no admite bromas al respecto. —¡Qué chorrada! Doris era de los cincuenta y sesenta, y además se parece a tu Eva lo que yo a Kim Bassinger. Me refiero a la de Laura, de Otto Preminger, Que el cielo la juzgue... ¡Sí, coño, tengo el nombre en la punta de la lengua, en El embrujo de Shanghai está que te mueres! —Gene Tierney —apuntó Marga. —¡Exacto, Gene Tierney! —Silvia volvió a la foto—. El mismo estilazo, la boca grande, los ojos húmedos, esos pómulos angulosos... —¡Eh, eh, eh, ya está bien! —protesté quitándole la foto y mirándola a mi vez. Eva me tenía por la cintura, las dos un poco inclinadas hacia delante sonriendo a la cámara. Me gustó lo que vi, la combinación de ambas era armoniosa y no dejaba de ser

cierto que yo tenía una expresión un poco tonta, como si los sesos se me hubieran licuado al sol. Se la pasé a Marga, que aún no había podido verla. La miró detenidamente. —Sí, qué rica es... Pero a mí más bien me recuerda a Aitana Sánchez Gijón. Silvia se apoderó otra vez de la fotografía y la alejó todo lo que pudo de su vista para darle perspectiva. Marga me miró con una mansedumbre cómica. Para ser pareja eran la antítesis más drástica que yo había conocido. —Puede ser, cari, tienes razón. Una mezcla de las dos obtenida con software Morfing —admitió Silvia—. A Gene — llamaba a las actrices y actores por sus nombres de pila, como si fueran sus primos— en La ruta del tabaco, y a Aitana en Un paseo por las nubes, ese mismo aire camp de niñata hija de señor feudal víctima de las circunstancias... —¡Oye, no te pases! —protesté en vano.

—¿Y qué tal se mueve? Ya me entiendes, quiero decir... —Ya salió la calentona. Bébete la cerveza y déjame tranquila, ¿no ves que estoy sonámbula? —Ya, claro, estás agotada, se entiende, se entiende. —Comentó Silvia comenzando a liar un cigarrillo de hash. “Es la profesión”, solía decir para justificar los casi tres paquetes de tabaco que se metía en el cuerpo cada día y los innumerables porros que caían entremedias. —Te ha crecido el pelo, ahora lo tienes al dos —comenté acariciándole su casi calva. Apartó la cabeza con gesto hosco. A Silvia le iban poco los mimos físicos,

aunque buscaba el amor y la aprobación ajena echando mano a estrategias que a veces rayaban en la desesperación. A mí me enternecía esa necesidad imperiosa de afecto que muchas veces le había hecho pagar un precio muy alto. Como también me provocaba ternura su carita de pepona asombrada, sus ojos grandes y de un azul marino casi negro y su naricilla respingona y diminuta a escala con su estatura, que no pasaba el metro cincuenta. El conjunto era muy armonioso, aunque no me convencía mucho su look, muy en boga entre cierto ambiente lésbico: pantalón vaquero negro Calvin Klein a ser posible, camisa igualmente negra o a cuadros tipo leñador de Nebraska, zapatones abotinados, cinturón de cuero que obligadamente debe caer al desgaire unos quince centímetros una vez trabado en la hebilla, ni una pizca de maquillaje y un modo muy característico de fumar de costado sujetando el pitillo con todos los

dedos. No obstante, reconocía que tenía estilo propio y que era consecuente con él. Por el contrario, Silvia no ahorraba críticas a mi predilección por las faldas, las blusas de seda, los colores pastel y hasta que usara tacones y pendientes. Lo consideraba una concesión “feminoide” al poder heteromasculino, inadmisible en una lesbiana intachable como yo. —Me hago cargo de que estás en el limbo, pero expláyate un poco más, María, me devora la curiosidad —rogó Marga—. Tus noticias son un bombazo. —De relojería —continuó Silvia, consultando su gigantesco reloj con cronómetro y alzando un brazo para detener la acción—, por eso vamos a esperar: nueve, ocho, siete, seis... Yo no entendía nada.

—¿Se puede saber que...? —¡Shhh! —ordenó Silvia—. Tres, dos, uno, ¡ya! En ese exacto momento sonó otra vez el portero automático. —Vete a abrir —me ordenó Silvia. Le di al botón sin preguntar quién era. Por un instante se me bloqueó el cerebro. ¿Estas dos se habían puesto de acuerdo con Eva para que viniese a esta hora? ¿Cómo era posible? ¡Pero si no la conocían! A poco se oyeron tres golpes en mi puerta, y volé los dos metros que me separaban de ella, abriéndola con precipitación. —Puntual como el Big Ben —exclamó una Silvia triunfal a mis espaldas—. Entra, Steve, ni te imaginas las novedades, te vas a caer de culo.

Esteban. ¡Qué decepción! No obstante reaccioné de inmediato y me colgué de su cuello cariñosamente. Me propinó un par de besos en la boca, palmeó mi trasero y estudió simultáneamente mi mano derecha. —¡Hola, encantos! —Tiró un beso a Marga y a Silvia—. ¿Soy o no soy un chico formal? María, estás distinta, muy mejorada si es que se puede mejorar lo inmejorable, ese anillo de plata con un pequeño rubí es nuevo y tengo un hambre canina. ¡Qué día, Dios mío, creí que no se acababa nunca la sesión! Marga, has adelgazado, no te vendrían mal unas cuantas calorías extra, y tú, Silvia, estás más pálida que el fantasma de Michael Jackson, pero igual te quiero. Silvia y Esteban se habían hecho inseparables apenas conocerse en la boda ritual que Lisa y yo celebramos al cumplirse el año de convivencia y psicológicamente se parecían como dos gotas de agua. Él era el periodista estrella de uno de los principales periódicos del

país y cubría la información política, lo cual le obligaba a asistir con regularidad a las sesiones del Congreso y el Senado, cosa que deploraba. “Es antediluviano, te lo prometo —se quejaba—, te sientes un astronauta paseándote entre dinosaurios por un bosque del jurásico.” No tenía horarios fijos y solía estar tan pasado de revoluciones como Silvia. La energía que generaban juntos podría iluminar Madrid en caso de apagón, y a veces se tornaba agotador el permanente toma y daca entre ellos. Era el momento en que yo desconectaba el disco duro, me abstraía del ruido de metralla y me concentraba en lo que tuviera más a mano, aunque fuera un documental televisivo sobre la vida y pasión del alacrán de alta montaña. Físicamente, sin embargo, eran el día y la noche. Esteban era altísimo, delgado y algo cargado de hombros. Se había rapado el pelo por completo y su rostro parecía una talla románica con las

facciones delgadas muy marcadas y pegadas a la piel. Una mirada permanentemente escrutadora y analítica dotaba de fuerte carácter a sus ojos verde agua. Apenas se desplomó en el sofá de orejas frente al tresillo Silvia le puso al tanto: —Se nos enamoró María, querido, está como una perita en dulce, atontada y con todos los síntomas de esa peligrosa enfermedad. Esteban me atrajo hacia él entusiasmado y me sentó en su regazo como si fuera un bebé de pecho.

—¡Enhorabuena, cariño, me parece genial, te lo mereces, ya era hora! Quiero saberlo todo ya, antes que ya. Yo apenas podía hablar, agobiada ante tanta efusión, pero estando Silvia presente sabía que no tenía por qué hacer esfuerzo alguno. —Se conocieron en Roma —explicó Silvia—, y ¡chaz!, flechazo. En el avión, creo —a mí—, ¿no es así? Abrí la boca para negarlo, pero fue en vano. —Da igual. El caso es que María tiene novia, y mira qué elemento... —Silvia le tendió la foto a Esteban. —Bueno, novia, lo que se dice novia... —alcancé a decir aturdida por la verborrea. Esteban echó una rápida mirada a la fotografía y la dejó sobre la mesilla. —Titular —declamó con su mejor tono profesional—: “Se aman, no pueden negarlo”. Pie de foto: “María y... y... — Consultó con la mirada a Silvia, que le

sopló el nombre—. María y Eva sorprendidas in fraganti por un paparazzo d e La Stampa paseando su amor por Venecia”. Cielo —a mí—, te felicito, es un bellezón, y si no fuera porque uno es como es y trasmutarme en lesbiana a estas alturas de la soirée me parece una maniobra muy complicada, te la soplaba de inmediato. Lo dijo con mucha gracia y nos echamos a reír. Esteban poseía un sentido del humor juguetón y nada chabacano. Le gustaba hacer el payaso sin apelar al cinismo, por otra parte tan común en su profesión. “Yo no pertenezco a “la Canalla” — solía decir—, por más que a mis colegas les guste tal autodenominación, aunque me cuesta lo mío no contaminarme. Soy un chico bueno y quiero seguir siéndolo.” Quizá era su excepcionalidad la que le había permitido llegar tan alto en su profesión. —Hay un pequeño problema —atinó a

decir Marga en medio de las risas. —¿Y es? —preguntó Esteban. Me apresuré a taparle la boca a Silvia y hablé antes que ella: —Eva es heterosexual, y a estas dos monas les ha parecido horrible. —Dije “pequeño” problema, no una hecatombe —aclaró Marga desmarcándose de mi plural. Esteban suspiró ostensiblemente como quien se quita un peso de encima. —¡Ah, eso! Por un momento pensé que vendía armas a mercenarios de todo pelaje, que era tratante de blancas y negras o algo similar. —A Silvia y a Marga—: Chicas, chicas, mejor ser agudas que obtusas, ¿no? ¿Qué más da? La criatura transitaba el camino equivocado, se ha topado con nuestra imponderable amiga y ha recapacitado. Rectificar es de sabios, niñas. —Sí padre, amén. Tú encima anímala

—se encrespó Silvia. —¡Claro que la animo! Le sirven el amor en bandeja de plata y sería imperdonable que no lo aceptara. Pero venga, niñita —me sacudió como a un reloj que no funciona—, supongo que ya habrás contado todos los detalles pero pásame un tráiler. ¡No; se me ocurre algo mejor! —exclamó cambiando de tercio como era su costumbre—. María telefonea a su chica, la invita, y como supongo que en esta casa no hay vituallas pedimos unas pizzas y cenamos todos juntos. ¡Aleluya, por fin voy a conocer a Eva en persona sin tener que tragarme el Génesis completo! Y uniendo la palabra a la acción agarró el teléfono y marcó un número. Se conocía de memoria casi todas las telepizzas de Madrid y sus ofertas semanales. Pero colgó el auricular antes de que le atendieran. —Mejor llámala primero y pedimos tres grandes, seríamos seis. Con suerte

cae de regalo el vídeo de La sirenita. —Cinco —corregí. —Seis —intervino Silvia—. Esperamos a Alicia, y debe estar al llegar. De modo que era un asalto planeado en toda la regla. Se habían asegurado a través de mi madre que yo estaría en casa y habían conspirado una bienvenida colectiva. Les miré con inmenso cariño. Eran mi familia elegida, les quería y me sentía homenajeada. Busqué en mi bolso la agenda electrónica y dudé al marcar el número de Eva. Habíamos quedado en que ella llamaría mañana y no quería que me considerara agobiante ni ansiosa. Colgué tras una breve espera. El silencio era expectante. —Sale el buzón de voz —expliqué—, está fuera de cobertura. —Pues llama a su casa —sugirió

Esteban, que estaba liándose un porro con el hash de Silvia. —No sé el número, sólo me dio el del móvil —dije tendiéndole el teléfono. Silvia reaccionó como un resorte. —Lo dicho: ¡heteros! ¿Qué pasa con esta señora? ¿Es la única ciudadana de la Unión Europea que no tiene como mínimo un aparato en su casa? No quise admitir que a mí también me había extrañado la reserva de Eva, así que contemporicé: —Verás, Silvia. Vive con sus padres, les daría un patatús si se enteraran que su hija se les ha vuelto rarita de la noche a la mañana y prefiere no tener conflictos con ellos. Yo la entiendo, no le veo el drama. —A mí me parece un feo, perdona que te lo diga. Es despectivo, como... No sé —Silvia estaba empecinada y buscó aliarse con Esteban—. ¿No te suena un poco estrambótica tanta cautela? Di que sí, Steve. Marga intervino contemporizando como

solía. Hubiera sido una extraordinaria diplomática de habérselo propuesto. —Cariño —le dijo a Silvia—, no seas tan radical. —Soy radical, me gusta ser radical, nací radical —rebuznó Silvia— y te agradecería que dejes de ponerle paños fríos a mis calenturas. —Te estás pasando, Silvín —intervine — . Take it easy... Sabes de memoria mi opinión sobre el trato de las lesbis a sus parejas. —Lo que intento que comprendas — Marga se armó de esa especial paciencia de que hacía gala con Silvia— es que la chica tendrá sus razones para tomar sus recaudos y la explicación de María me parece razonable. Esteban se deleitó con una profunda calada a su porro, exhaló el humo con fuerza y zanjó la polémica. —Total, que somos cinco. Y eso si nuestra Alicia se digna a ser puntual por una vez en su vida. Pásame el teléfono —

me dijo. —Lo tienes en tu regazo, despistado. — Y señalé el aparato que estaba a punto de caer de sus piernas largas y delgadas como cañas. Conociéndonos los gustos, no hizo falta pactar las pizzas: una grande de cuatro quesos y la otra mitad de anchoas y mitad de pepperoni. —Y una docena de latas de Heineken —ordenó Esteban al telefonista—. Invito yo —añadió cuando colgó. Nos disponíamos a esperar el pedido la media hora de rigor cuando Alicia hizo sonar el timbre con la contraseña pactada y luego abrió con su propia llave. Una enorme pila de libros le cubría hasta la cara, y la dejó caer al suelo apenas entró. —¡Hola, pueblo! ¡María, bonita, que ganas de verte, no vuelvas a marcharte por tanto tiempo, ¿prometido?! Nos abrazamos como si yo acabara de regresar de la guerra del Golfo con bastantes años de retraso.

—¿Y por qué no se me ha dado a mí una llave de esta casa? —Silvia era incorregible y no perdía ripio. No pude decirle que su fama de olvidadiza traspasa nuestras fronteras y que no quería correr el riesgo de tener que cambiar de cerradura todos los meses. —Te haré copias —prometí sin mayor convicción. —Me duele aquí como por el páncreas —se quejó Esteban guiñándonos un ojo y dirigiéndose a Alicia con gesto de sufrimiento—. ¿Qué energía tengo averiada, doctora, y qué me receta? —Le recomiendo que beba su propia saliva en ayunas —respondió esta al punto—. Nada mejor que la cicuta para los males pancreáticos. La carcajada fue de lujo. Incluso Esteban llevó su mano al ala de un imaginario sombrero felicitándola por sus

reflejos. Alicia y yo habíamos iniciado juntas la carrera de filología, pero en el segundo curso descubrió su vocación por la medicina, había acabado la carrera en tiempo récord y ahora era una reputada naturópata experta en medicina energética y homeopatía. Esteban, por el contrario, se definía como un declarado defensor de la medicina oficial alopática. Era el prototipo de quienes se sienten inmediatamente curados de sus males con sólo entrar en una sala repleta de artilugios de alta tecnología. Cuanto más aluminio resplandeciente y plástico estéril, tanto mejor. Cualquier ocasión le era buena para mofarse de Alicia, a quién no se privaba de llamar “la curandera” cuando se enfadaban, que no era pocas veces. Ésta le dedicó un corte de mangas y

Esteban le sacó la lengua. Hechas las paces a su manera, Alicia se sentó en el suelo y se apropió del plato de aceitunas. —Espero que las pizzas estén de camino —dijo con la boca llena— y que no falte la de anchoas. ¿Cómo fue eso, María? ¿Por qué te quedaste más tiempo del previsto? Otra carcajada general. —Admito que soy chispeante —se mosqueó Alicia—, pero no creo haber dicho nada especialmente gracioso. —Te lo cuento otro día, ¿vale? —dije sintiendo todas las miradas puestas en mí. —¡Ni hablar! —protestó Esteban—. Verás, Alicia, aquí la parejita —y señaló a Marga y Silvia— llegó antes y se ha llevado la primicia, pero tú y yo exigimos la verdad y nada más que la verdad. —Por supuesto —apoyó esta con énfasis—, mira por dónde estoy de acuerdo con la rana Gustavo, y que no sirva de precedente. ¿Qué diablos pasa? Silvia, que parecía haber asumido la

autoría de mi relación con Eva, le extendió la foto. Alicia me miró extrañada, luego se concentró en la imagen y devolvió su mirada hacia mí. Lanzó la pregunta al aire: —María, otra chica muy mona y ambas ríen a la cámara. ¿Cuál es el misterio? —¿No te dice nada el Cosmos, la Providencia, el cuerpo sutil, el aura o como se llame la intuición que se supone practicas? —azuzó Esteban—. Me defraudas, reina. —Soy médica, no vidente, so memo. ¿Qué pasa, María? Por las caras deduzco que nada grave. —Depende de cómo lo mires — declaró Silvia con solemnidad. Para evitar que Silvia volviera a las andadas sacudí mi pereza y conté por segunda vez mi afer con Eva, esta vez deteniéndome con más detalle.

—... y regresamos al hotel Winkler. Me llevó a la terraza y puso en mi dedo este anillo con la piedra de mi signo igual al que le había regalado yo en Rialto. Lo hizo recitándome un poema de Prevert... —Un suspiro tan brusco como emocionado me obligó a hacer una pausa que Silvia aprovechó para silbar con segundas la Marcha nupcial. Esteban se le unió tocando un imaginario violín y Marga susurró a Alicia: “Un rubí de Leo, el 15 de agosto es su cumple, tenemos que celebrarlo”. —Pero como es heterosexual —acabé el cuento y señalé a Silvia—, a esta mamarracha le parece un obstáculo insalvable. —Típico de una sectaria —dictaminó Alicia. —Típico de otra heterosexual —la

fulminó Silvia. La eterna controversia entre ambas. Solían trenzarse por el mismo tema, y ninguna de las dos se caracterizaba precisamente por su benevolencia. Alicia se había casado hacía dos años y era bastante desdichada en su relación. Más de una vez me había pedido asilo a raíz de una discusión más violenta que las normales, jurando y perjurando que era la última vez que transaba, pero siempre volvía con su marido. A ninguno de nosotros nos gustaba Paco y no lográbamos comprender que una mujer de la inteligencia y calidad humana de Alicia le tolerara incluso algún que otro mamporro. Personalmente yo lo consideraba un ser de espíritu mezquino y de mentalidad sórdida al que una mujer como Alicia le venía muy ancha. Se lo había dicho a ella por activa y por pasiva en muchas ocasiones y ella coincidía con mis argumentos con auténtica convicción, pero

le quería y no le resultaba fácil deshacer el vínculo. Yo la comprendía, porque una cosa es opinar fríamente y otra amar cálidamente. Trajeron por fin el pedido y nos sentamos sobre la alfombra cubierta de periódicos. Insistí en cenar como está mandado, tengo una estupenda mesa para seis personas en el ángulo del salón que da a la segunda ventana, pero como Alicia ya estaba apalancada en el suelo se negó a moverse. Hacíamos los honores a la cuatro quesos cuando Alicia preguntó: —¿Y qué piensas hacer con este romance? Porque lo habrás hablado con ella, supongo... “Ahora viene la peor parte”, pensé. Porque había una peor parte. Podía callarla y esperar el desarrollo de los acontecimientos, pero sentí con nitidez que deseaba compartir la sombra que nublaba la versión edulcorada y perfecta que había repetido hasta ahora y nadie

mejor que mi gente para desahogarme. —En realidad no mucho, la cosa está un poco en el aire... —Me costaba seguir, pero tomé impulso y largué todo de un tirón—: Existe un Carlos, tiene treinta y dos años y es uno de los niños mimados de la publicidad. Se supone que está enamorado y mantienen una relación que Eva no ha definido. Para el caso da igual, pero está ahí y ahora es ella quien tiene que decidir su futuro inmediato. Tal como esperaba se hizo un silencio respetuoso. Casi podía adivinar lo que pasaba por la mente de cada uno, y me sorprendió que fuera Alicia y no Silvia quién lo rompiera. —¿Ella le ama? —preguntó con una cautela exquisita. —No lo sé —dije con más tristeza de la que creía sentir. —¿No lo sabes o no te lo ha dicho? — quiso saber Marga. Pregunta lógica, pero Marga no conocía a Eva, y yo poco más que ella. Cuando se

sinceró conmigo en el avión de regreso a Madrid su relato fue simultáneamente claro y lleno de vaguedad, una de sus especialidades, y como no hice más preguntas conocía sobre su relación lo que acababa de contarle al grupo y poco más. Ahora me arrepentía de mi pertinaz discreción, porque había tragado un mazacote de información inconexa que no sabía bien cómo digerir ni mucho menos expresar. —Sé que me ama a mí —balbuceé más que dije. Silvia había estado conteniéndose, pero su carácter pudo con ella: —Estupendo. La tal Eva se guardó hasta último momento el naipe bajo la manga, y cuando te vio enamoradita perdida soltó el petardo. Esta chica no me gusta. No me gusta un carajo. —La gran suerte es que María no es nada celosa, que si no... Siempre la pongo de ejemplo ante Félix —dijo Esteban—: De verdad que me agobia, ahora se le ha

dado por celar a mi redactor jefe, y por más que... —¿Nos vas a contar tu vida, Steve? — le frenó Silvia en seco—. No me seas ególatra, hoy no eres tú el centro de atención, lo siento, pero va por turnos. —Yo creo que fue sincera —intervino Marga meneando de izquierda a derecha su melena tipo paje como lo hacía cuando está muy concentrada—. Se lo podría haber callado. —Vamos a ver —intervino Alicia tratando de poner orden—, ¿tú le dijiste que eres lesbiana? La miré con estupor. —Alucino, Ali... ¿Te has enterado bien que estuvimos haciendo el amor como desaforadas una semana entera o yo me expliqué fatal y piensas que ha sido un encuentro intelectual en el Congreso Mundial sobre la Deforestación de la Amazonia? —¿Y qué? Podrías perfectamente ser hetero e irte a la cama con ella. Esas

cosas suceden. —¡Puf! A montones, más de lo que te puedas imaginar —apuntó Silvia—. Y estoy hablando en serio: en nuestro colectivo recibimos cantidad de llamadas y cartas de amas de casa aburridas de sus maridos que solicitan mantener relaciones con otras mujeres con la más absoluta confidencialidad. Es más, aprovechando Internet muchas tías pasadas de rosca han encontrado un filón —se explayó tras reponer el aliento—, entran en un chat lésbico y se montan una venta por catálogo que, chica, una porque es “modelna” y todito lo consiente, pero que hablando en plata es una vuelta de tuerca a la prostitución de toda la vida... —Técnicamente son cyberputas —dijo Marga con el mismo candor con que describiría la recolección de los pétalos del azafrán. Reímos de buen grado por su ocurrencia. Silvia también festejó la salida de su novia, y agregó:

—Es verdad, tú, hay cada vez más desesperadas que se hacen pagar el billete y los gastos para tener relaciones sexuales en el extranjero con mujeres que no han visto en su vida, citas a ciegas, ya sabes... —Anda que la que paga... —comentó Esteban aún riendo—. Más patética todavía. Que contrate a una fulana local, le sería más rentable, ¿no? O, dada la urgencia, un estupendo y gratuito autoservicio, nadie como uno mismo para darle una alegría al cuerpo. —Mira, allá cada una —dije alzándome de hombros. Cuando cesaron las risas volví a mi tema con Alicia—: ¿Tú cuándo me has visto avergonzarme o

renegar de mi identidad? Por supuesto que Eva lo supo, y desde el principio. Pero no te capto, de verdad. —Tal vez, y digo sólo tal vez — recalcó Alicia—, no mencionó su relación con Carlos por miedo. —No lo creo —intervino Esteban—. Según María no sólo no ocultó su heterosexualidad sino que hizo ostentación de sus amplios y detallados conocimientos sobre todas las marcas de colchones del mercado internacional. ¿Miedo de qué? —Y la historieta con el francés, meterlo ahí en medio para sacar de mentira verdad, vamos, es de risa floja. Insisto en que este asunto no me gusta un carajo —le apoyó Silvia—. ¡Coño, hasta se me han ido las ganas de comer! —Y tiró su porción a medio acabar dentro de la caja de cartón.

Esteban susurró a Marga: —Tu novia es una histérica. —Y tú un maricón —apuntilló Silvia, que tenía un oído ultrasónico. Alicia prosiguió con su teoría adoptando ese aire un poco doctoral que a Esteban le ponía enfermo, con los dedos pulgar e índice de ambas manos bien abiertos y las yemas tocándose apenas. Nuestro amigo le llamaba “el toque psoe” y aseguraba que se lo había copiado a Felipe González cuando era presidente. —Seguramente ni se le pasó por la cabeza que iba a enamorarse de María, era un juego de seducción, yo la entiendo, una aventura romántica diferente a todas las que había tenido... ¿Por qué no vivirla al máximo? Pero se enamoró, traía una relación en sus alforjas, lo cual me parece normalísimo, y tuvo miedo de contarlo.

Que al fin lo haya hecho, más tarde o más temprano, me parece un gesto de sinceridad de su parte, estoy de acuerdo con Marga. —Yo también creo que ha sido honesta conmigo —convine con ambas—, como yo lo fui con ella. Vale que lo rodeó de misterio, pero no todas somos iguales, aunque a veces me cueste lo mío aceptarlo. Esteban había estado todo el tiempo escrutándome con fijeza. Le conozco lo

suficiente como para saber que lo que más le importaba en este momento eran mis sentimientos y no los de Eva. Yo agradecía esa incondicionalidad suya de estar de mi parte contra viento y marea, y de alguna manera esperaba expectante su opinión. Es amigo mío desde que tengo noción de mi infancia. A los jardines de nuestras casas sólo los separaba una medianera de aligustre que traspasábamos a través de agujeros estratégicamente camuflados y nos criamos juntos cazando grillos y contándonos nuestras vidas en el parque de la Fuente del Berro. Ya adolescente, yo le hablaba de mis besos clandestinos con Marisa en los aseos del instituto. Era una rubita dulce y etérea que me había encandilado, estudiaba ballet y en el recreo nos

deleitaba danzando los primeros pasos de Las sílfides, lo cual me parecía el colmo del refinamiento. Simultáneamente me veía con el Javier del que le había hablado a Eva y que no sólo no me interesaba en lo más mínimo sino que me aburría hasta la exasperación, pero si no tenías un novio real o inventado y no dibujabas corazones en las carpetas con el nombre de un chico la brigada fundamentalista heterosexual te estigmatizaba de rara, estúpida o estrecha y se confabulaba haciéndote un vacío muy duro de sobrellevar. A Esteban le sucedía exactamente lo mismo, y se esforzaba por ligar con chicas que le eran del todo indiferentes. Un día tuve la excelente idea de pedirle que me acompañara a mis citas con Javier para que el chico no pretendiera algo más que encuentros platónicos. No tuvo que defenderme de sus embates, porque se

liaron entre ellos y mantuvieron su primera y mutua experiencia homosexual. —Te has enamorado muy en serio y vas a esperar los acontecimientos, ¿verdad, María? —dijo Esteban con voz grave—. Apuesto doble contra sencillo que no piensas presionarla aunque te coma la angustia. De cuclillas como estaba, me ladeé hacia él balanceándome sobre las nalgas y le besé en la nariz, que era lo que tenía más a mano. —Estoy bastante confusa —admití—, pero creo que lo has dicho con todas las letras. Sí, eso es lo que voy a hacer: esperar. Es su disyuntiva, oye, y debe dilucidarla por sí sola. —Y mientras tanto tú le pones novenas a tu Virgen homónima para que el dado caiga de tu parte. No me parece justo — protestó Silvia liándose otro porro. —¿Y qué más se sabe del susodicho? —preguntó Esteban

limpiándose obsesivamente las manos con toneladas de servilletas. —Poco más. ¡Ah, sí, lo había olvidado, fíjate! Por lo visto es viudo y tiene una niña de seis años, Verónica, que siente debilidad por Eva. —No lo tiene fácil tu amiga — reflexionó Marga—. Si está la cría de por medio hay que pensar también en ella. El azul furioso de los ojos de Silvia estaba negro como el petróleo: —De verdad que no lo entiendo o tengo un mal colocón. Todos de parte de la buenaza de Eva, que juega a dos bandas y se le permite la libertad de elegir si su futura relación va a ser nena o nene como si fuera lo mismo, como si el amor de otra mujer se pareciera en algo al de un tío. ¡Alehop! Ahora una de lesbiana, mira, qué chic, mientras aquí mi prima se come los codos. Se concedió una pausa brevísima para tomar aire y continuó a toda velocidad.

—Pareciera que soy la única que cree de firme que una mujer tiene exactamente el mismo peso específico que cualquier Carlos, y que una lesbiana no sólo no es “media mujer” como insisten en convencernos sino una mujer de bandera. Y eso empezando por ti, María, que te vivencias a ti misma como un premio de consolación. Si Eva lo despide, ahí estás tú de saldo. —Pues si lo descarta como espero y deseo, me lo pido —sentenció Esteban con la manifiesta intención de suavizar la polémica—. Viudo, publicitario, debe embolsarse una millonada al mes y a la niña siempre se la puede enviar a un internado canadiense, o a Hong Kong a coser zapatillas para el Primer Mundo. Y que no me escuche Félix, porque tal y como andan las cosas entre nosotros

acabaría por crucificarme. Últimamente se le ha dado por llamarme promiscuo en cuanto se da la ocasión. ¡Promiscuo yo, que soy un bendito! Y no es que me falten ocasiones... —Tú ves el mundo del revés, Silvia — intervino Alicia acallando el soliloquio de Esteban con una acritud que me pareció innecesaria—, ya lo hemos hablado cientos de veces. La minoría de homosexuales es la excepción a la regla. Te guste o no te guste, esta sociedad es heterosexual y lo normal es que Eva se relacione con hombres. —Por supuesto, querida, estamos de acuerdo —respondió Silvia. Por el retintín que destiló la respuesta supimos que era el comienzo de una andanada, y de las buenas. Marga, Esteban y yo nos miramos de reojo y entramos en alerta máxima. Alicia había apuntado a la línea de flotación y Silvia no es de las que se rajan. —Para empezar —Silvia masticaba

cada palabra como si fuesen piedras—, el vocablo “normal” me produce caspa y hasta sabañones, mira por dónde. Dejando aparte el detalle de que aún estoy esperando que alguien medianamente inteligente me defina con coherencia que es “lo normal”, atrévete a negarme que desde que una mujer viene al mundo le graban a fuego en el hipotálamo que no tendrá esencia ni consistencia hasta que un hombre no la defina como mujer, madre y persona. Se había puesto de pie y caminaba de un extremo a otro del salón. Mala señal. Marga seguía con tierna preocupación sus evoluciones. Alicia abrió la boca para decir algo, pero enmudeció ante la mirada imperativa de Silvia, y yo, que sabía por dónde iban los tiros, me dispuse resignada a escuchar una exhaustiva declaración de principios. —Si a esa imposibilidad de definir la normalidad le añades que te imponen la bien aceitada maquinaria ideológica

heterosexual desde que naces y la mamas por biberón te guste o no te guste; el desprecio y el asco social por otra elección amorosa... —¡Exagerada, pero si la aceptación es cada vez mayor, no me digas que...! — procuró argumentar Alicia. Silvia no escuchaba. —El desprecio y el asco social por otra elección amorosa —retomó—, las descalificaciones que van desde lo despectivo hasta las explicaciones pseudocientíficas sobre la presunta patología homosexual —enumeraba enfáticamente efectuando el recuento con los dedos—, la presión social, la

machacante publicidad en todos los medios de comunicación que “heteriza” y convierte en pornografía blanda desde las herramientas para bricolaje hasta las pomadas para las hemorroides, más todo el arsenal que el aparato represivo heteromasculino opone a un amor alternativo como quien mata polillas con misiles nucleares, se cae de maduro que coincido contigo en que es “normal” — entrecomilló la palabra con un gesto irónico— que una mujer ansíe el derecho a la existencia y se una a un hombre, cualquiera que sea y a cualquier precio. Incluso se alía con su peor enemigo. ¿O me equivoco, Alicia? —Eso ha sido un golpe bajo, Silvia — Alicia había acusado la alusión a Paco y su cara se contrajo en un gesto angustioso. —Tan bajo como el tuyo antes, lo

siento, pero mide bien tus palabras. Silvia se sentó en el sofá y encendió otro cigarrillo con gesto tembloroso. Marga reprobó a Alicia con una mirada triste y fue junto a Silvia atrayéndola hacia su regazo. Mi amiga había quedado muy tocada por la conversación y todos sabíamos por qué. Diana, una de sus primeras amantes y de la cual había estado muy enamorada, de adolescente había sido sometida a inhumanas sesiones de electrochoque por orden de su médico. Su ingenuidad la había llevado a consultar a un psiquiatra de la Seguridad Social, asustada por la atracción que sentía hacia sus compañeras de clase. El muy canalla la había denunciado ante sus padres y recomendado el salvaje tratamiento para que “su sexualidad, inscripta en la

información cerebral, rechace la desviación morbosa y retome su dirección natural”. Las consecuencias tardaron años en manifestarse, pero a los veintisiete años su cerebro se colapsó y perdió el control de sus funciones motrices. Según nos explicó mi padre, no se trataba de una muerte cerebral propiamente dicha sino de un estado l l a ma d o locked-in cuyas causas se desconocen, aunque los neurólogos aventuran un eventual corte de transmisión de las vías que van de la corteza cerebral

a la espina dorsal. Lo real, lo trágico, es que Diana está casi muerta, y que aunque se mantiene despierta y en estado de alerta está totalmente paralizada y no puede comunicarse excepto por un código ocular que sólo funcionaría de haber sido previamente establecido. El pronóstico es imprevisible y desde hace meses está internada en una suerte de asilo eufemísticamente denominado Clínica de Asistencia al Enfermo Terminal en las afueras de Madrid, cerca de Bohadilla del Monte. Silvia la visita puntualmente cada

quince días, adorna con una rosa fresca una botella de agua de Vichy que ejerce de florero, le acaricia las manos durante una hora, le dice “te quiero, bonita mía” y se marcha con el alma estrujada, aunque tenazmente convencida de que en cualquier momento Diana volverá a ser la que era. Alicia se hizo cargo de inmediato del daño que había causado. Se acercó a Silvia y la abrazó con dulzura. —Cariño, no sé cómo disculparme, me dejé llevar por la conversación y se me soltó la lengua, pero te juro que no pretendía herirte. Ha sido una salvajada por mi parte, por favor, perdóname... Silvia sacudió la cabeza como un gato mojado. —Vale, déjalo, ya se me pasará. —De todas maneras —intervino Marga

al hilo de sus pensamientos sin cesar de mecer a su amante—, y aún coincidiendo en parte con la teoría de Silvia, creo sinceramente en la libertad personal. La mayoría de las mujeres heteros están con hombres por la simple y sencilla razón de que les aman, son su objeto de deseo y disfrutan con ellos. Nadie las amenaza con una Parabellum en la sien para que se vayan a la cama con fulanito o menganito, a no ser en casos de guerra, prostitución forzosa o cosas así. —Chicas, por favor, me estoy aburriendo... —dije sin esperanzas de ser escuchada. —¡La Parabellum es la ideología dominante, leches! —insistió Silvia con la cara escondida en la falda de Marga—. Sabes de sobra que no estamos de acuerdo en eso. Sí, claro que existe el

libre albedrío, pero sólo si tienes la suficiente información y un criterio muy formado como para decidir tu opción. ¿Acaso se enseña la homosexualidad en los colegios como una alternativa válida de vida? Claro que no. Entonces obedeces lo que te manda el poder como una cordera. —O como una pécora —apostilló Esteban. Silvia se deshizo con dificultad del abrazo de Marga. —¡Joder, me estás asfixiando! Se puso de pie de un salto ejecutando una difícil pirueta que remató con un saludo circense. Era su estilo de anunciar que volvía Silvia, el tornado seguía su rumbo alejándose hacia el norte y todos nos distendimos. Seguramente a los ojos de alguien ajeno resultaríamos una pandilla de desquiciados, y tal vez tuviera razón. Nuestros encuentros

eran con frecuencia de lo más moviditos, con momentos de gran intensidad. Silvia se acercó a Alicia, que se mantenía expectante, y le palmeó la espalda. —Claro que te perdono, doctora Queen. Estamos en familia, y estos cachetes dialécticos vienen bien de cuando en cuando, no sea que nos atrofiemos. Venga, te invito a otra birra. Tiró con fuerza del abrefácil del bote de Heineken y la espuma me bañó de arriba abajo. —¡Tía, pareces una mutante, qué potencia! —reí secándome con las servilletas de papel. Esteban, solícito, me ayudó frotándome la cara con energía, pero parecía cavilar sesudamente mirando abstraído la reproducción de Tàpies que cuelga

encima del televisor. Su cara era la de un beato en éxtasis. —Steve, ¿estás vivo o es que mi hash es demasiado? —preguntó Silvia pasándole la palma de la mano por delante de la cara. Su expresión de seriedad pomposa presagiaba el nacimiento de uno de sus famosos disparates. —¡Shhh! Estoy planeando diferentes estrategias para deshacernos del tal Carlos y dejarle vía libre a la inigualable historia de amor entre María y Eva, la más ardiente después de Romeo y Julieta. ¿O debí decir Romea? —Suéltalo ya, payaso —lo apremió Alicia. —Pensaba que si ese caballero está liado con la dama que he visto en la foto y que me parece una hermosura, es casi seguro que él también es un remedo de

Richard Gere, mínimo. Puede que un madurito Harrison Ford, incluso. —Yo no estaría tan segura —dudó Marga—. Muchas veces las tías guapas no le dan importancia al aspecto físico de su... lo que sea. —¡No me jorobes la teoría, coño! Es Richard Gere. Y no se hable más. De lo cual se deduce que ese hombre tiene que ser mío. ¿Por qué?: muy sencillo, porque le amo. Se trata de idear un plan que llamaremos provisionalmente “operativo Carambola”. —¿Y de qué va, va, es, se trata? — preguntamos las cuatro a destiempo. —¡Hombre, aún no lo sé, estoy proponiendo un brainstorming! — exclamó Esteban. Silvia acotó que el anglicismo le sonaba a marranada y que por ella adelante. Esteban se mostró indignado—. Me extraña sobremanera que no sepas lo que significa brainstorming,

querida, cuando es público y notorio que los peliculeros no mueven un dedo si previamente no proponen una “tormenta de ideas”, que de eso se trata. Así que adelante con el operativo. ¡A las armas! Nos quedamos in albis. ¿Qué teníamos que pensar? Y sobre todo... ¿hacia adónde debíamos apuntar? Esteban aguardaba expectante. Nosotras nos mirábamos las unas a las otras. Parecíamos un cardumen de mequetrefes. —Ya veo que tengo que hacerlo todo yo —resolló Esteban—. El operativo Carambola consiste en lograr que Eva deje a Carlos, María se adjudique a Eva, yo me gane al muchacho y todos contentos. ¿No es perfecto? Reconozco que no tengo ni puta idea de cómo llevarlo a cabo, pero seguramente la inspiración vendrá en cualquier momento. —Podríamos matarlo —sugirió Marga, con una sonrisa traviesa en su ancha cara plagada de pecas. —Y ya puestas los matamos a todos. —

Silvia secundó la broma con entusiasmo y propuso ampliarla—. Pero antes les decomisamos sus pertenencias. Chiches de tecnología de punta, documentos secretos de Estado, colecciones de sellos y monedas antiguas, cochazos, yates, libros incunables, bonos del Tesoro, etc. Son una mina... —Suplico humildemente al Ejército Lesbiano de Liberación que deje algunos vivos y operativos para nosotras. Es más, preferiría que vivan todos, los hay estupendos —terció Alicia tumbada en el sofá posando una mano sobre su corazón y otra sobre su vientre. Aprovechaba la coyuntura para practicar su sesión diaria de reiki, sin perder el hilo de la conversación. —Por si te interesa —precisó Silvia—, te recuerdo que nuestro colectivo se llama el Círculo de la Rosa, o sea, nada que ver con el amasijo de siglas de las guerrillas tercermundistas. Luchamos por la defensa activa de nuestra identidad y la denuncia

pública de las conductas machistas por invisibles que parezcan, no por la eliminación de la mitad de la especie humana, guapa, somos ecologistas. Decididamente el ambiente se estaba densificando. —A ver si te entra de una vez en esa cabezota que un individuo de un género no define al conjunto —acotó Alicia—, y por un hombre que no... Silvia la interrumpió sin contemplaciones: —Me conozco esa teoría, querida, ahórratela. Lo que tú no acabas de entender es que mi lucha contra el machismo es política, y cuando estás en el fragor de la batalla no te detienes a considerar que entre el mogollón de soldados enemigos aquel del lunar en la mejilla derecha es buena gente. Es la guerra y tiras a matar a todo el batallón.

—Por favor —corté en seco la discusión—, basta ya, en serio, si se discute una vez más sobre los hombres me voy a la cama. No pienso dedicarle al asunto ni un minuto de mi tiempo. —Pues vas de culo, cariño, porque han entrado en tu vida a saco quieras o no, empezando por el fulano de tu novia. De modo que como las lentejas, ya sabes — decretó Silvia. Tenía razón, y su comentario me vapuleó como si hubiera palpado de improviso una anguila viva. Hasta este momento, y embelesada por el amor, no me había percatado de este aspecto de la relación, pero Silvia había dado en el blanco: a partir de mi encuentro con Eva el colectivo masculino adquiría una presencia que nunca antes había tenido. Mientras, Esteban pasaba olímpicamente de

la conversación, posesionado de su rol de general en jefe y provisto de su libreta y su Parker anotaba vaya a saber qué. Golpeteó con los nudillos sobre la mesa para reclamar nuestra atención: —Entonces, veamos: primero necesitamos la descripción física de la víctima. Es imprescindible para localizarlo y llevar a cabo nuestro plan. Silvia le miró de hito en hito. —¿Y tú por qué te has autoerigido en el mandamás? ¿Desde cuándo te surge la vena Patton? Si crees que porque llevas ese colgajo ridículo entre las piernas tienes el derecho adquirido a capitanear el operativo Carambola lo llevas claro. —Y a nosotras—: Éste será todo lo gay

que quieras, pero le asoma el macho latino por los cuatro costados. Si es que no hay manera... Era el permanente contencioso entre Esteban y Silvia y yo estaba de acuerdo con ésta. Gays y lesbianas tenemos en común la elección especular del amor, la rebeldía contra la represión a nuestra identidad, la defensa de estos derechos y poco más, hecha la excepción de las amistades personales. Pero rara vez yo explicitaba mi convicción delante de Esteban porque lo considero un ser de una exquisita calidad humana y le quiero como a un hermano. Él no comulgaba con mi punto de vista y le contrariaba nuestra divergencia. —Volvamos al asunto central. Por lo que Eva me ha dicho —intervine—, la teoría de Esteban es cierta. Habló poco, pero se desprende que Carlos es la reencarnación de Adonis... —Eso para jorobarte —aseguró Silvia, que se había arrepentido de su desdén por

la pizza y se estaba tragando los restos fríos propios y ajenos mientras luchaba por anudar el cordón de uno de sus zapatones negros. —Sigue, María. ¿Qué sabemos del objetivo? —pidió Esteban dispuesto a tomar notas. Hice memoria. ¡Qué lástima no haber indagado o retenido más detalles! Una especie de rabia sorda iba tomando cuerpo en mí y el juego propuesto por Esteban me estaba haciendo mucha mella, como si me sintiera cada vez más desvalorizada. De pronto, por entre la bruma, surgieron algunos datos que había registrado en mi subconsciente. —Apunta —dije—. Atlético, pelo castaño claro, ojos azules, metro casi noventa, manos de pianista, ojos de gacela y modales de lord inglés. —¿No tiene nada suyo? —dijo Silvia, y se echó a reír a carcajadas de su propia gracia. Imposible no secundarla, el chiste no llevaba su copyright pero era de

primera y nos costó recuperar el aliento. —Estoy que me derrito —dijo Esteban poniendo los ojos en blanco en cuanto pudo hablar—. Este ejemplar es la novena maravilla. —Yo también me derrito —dijo Alicia haciéndose trencillas en su pelo con gesto pensativo—. El tío está de dulce y lo quiero como pieza de repuesto. —Y añadió advirtiendo a Marga y a Silvia—: Decididamente de muerte ni hablar, antes pasará el escuadrón del Círculo, la guerra de las rosas, la guerrilla antihombre o comoquiera que se autodenomine el batallón, por encima de mi cadáver. Propongo un secuestro indefinido para dejarle fuera de circulación y yo me hago cargo de su custodia en la mazmorra. Esteban se enfureció: —¡Yo lo vi primero, guapa, así que olvídalo! ¡Lista, la curandera, me pongo al frente de la batalla y ella pretende quedarse con el botín! Alicia

incorporó lentamente su abundante humanidad del sofá y se encaró con Esteban, que la miraba desafiante desde el otro extremo del salón. —No pienso pelearme por un hombre contigo —amenazó—. Estoy segura que no tenemos las mismas metas. A los gays sólo les importa una cosa, pero las vituperadas heteros vamos mucho más allá. —Sí, a la comisaría de la esquina a denunciar malos tratos —pinchó Silvia aliándose otra vez con Esteban. Fue una suerte que sonara el teléfono en ese momento, porque el tornado amenazaba con cambiar nuevamente de rumbo y descargar sobre la calle Hermosilla.

El teléfono insistía en su repiqueteo, yo estaba paralizada y tardé lo mío en reaccionar y levantar el auricular. ¿Eva? A la de una todos hicieron mutis por el foro y me dejaron sola. —¿Sí? —pregunté con voz temblorosa cuando por fin pude hablar. Alcancé a ver reflejadas en el espejo las cabezas de los cuatro asomándose a la puerta. —¿Mariucha? Hola, bambina mía... Era mi padre. —Salve, Stefano. —Lo adoraba, pero se me cayó el alma a los pies, aunque me alegró mucho sentir su voz—. ¿Cómo va el italiano más guapo del mundo? —Quería saber cómo estás, qué tal el vuelo y cuándo vamos a verte. ¿Todavía te acuerdas de nosotros? —Vagamente —reí—. ¿Es usted un señor de considerable estatura, canoso y que abre cráneos cual si fueran sandías maduras? Sí que le recuerdo, sí, y también a su esposa, esa regordeta hipocondríaca que responde al nombre de Virginia.

Muchos me han asegurado que son mis padres, pero lo mismo soy adoptada y aún no me consideran psíquicamente estable como para encajar el golpe de la cruel verdad. Con Stefano siempre estábamos de broma, y mi madre aseguraba que manteníamos un romance en toda regla, lo cual a veces le provocaba ataques de celos que disimulaba muy mal. Celos a los que mi padre tampoco escapaba, todo hay que decirlo, pero que sabía disfrazar con mayor astucia. —Queremos verte, tesoro, hace muchos días que no te damos un abrazo y además tengo que contarte mis últimas investigaciones sobre las membranas cerebrales. —¿Has descubierto que no existe la Piamadre? Pues tus paisanos te van a

defenestrar, idolatran a sus Madonnas... A mi padre le causó mucha gracia el comentario y rió con esa risilla suya entrecortada por la timidez. —No, verás, se trata de que es muy probable que sean mucho más importantes de lo que se creía, diría incluso que fundamentales en la información que procesa el cerebro en su conjunto. Indiqué por señas a mis amigos que podían volver al salón. La charla no tenía nada de íntima. —Mmm, babbo, eso suena apasionante. —Dice aquí tu madre si te vienes a comer mañana. Y dice también que si prefieres sopa de pescado o gazpacho de entrada, y... Virginia, ponte tú, mujer, no me atosigues —le oí protestar, y luego una breve pausa. —Hola, cielito, soy mamá. —Ya; me he dado cuenta. Mañana aún no lo tengo claro, madre. ¿Tú cómo estás? —¡Ay, hija! Ahora me ha dado un dolor desde el ombligo hasta el pubis que me

tiene un poco asustada. Era incorregible. Según ella, había elegido un médico por marido para que la protegiera de sus permanentes síntomas, pero mi padre no le hacía el menor caso. “A los histéricos una aspirina y una patada en el trasero” era la férrea teoría de Stefano. —No te asustes, mammina, seguramente son gases, recuerda la última vez. ¿Llamo mañana a primera hora y combinamos? —¿Están tus amigos ahí? —Sí, chivata, y sé que has tenido mucho que ver en la conspiración. ¿Quedamos así, entonces? —Vale —dijo—, pero procura venir, te echamos mucho de menos. —Yo también, guapa, yo también. Hasta mañana. Como de costumbre, cuando ya iba a colgar añadió deprisa: —¡Tráete a la maravilla, si quieres! —Vale, ya veremos, ciao. Tardé unos segundos en colgar el

auricular. Añoraba a Eva hasta la desesperación. Me sentí súbitamente melancólica y como desmadejada, con deseos de meterme en la cama y mimar mi desamparo tapándome con la sábana hasta la coronilla. Mi sentimiento debió de ser corpóreo, porque como si estuvieran en presencia de un holograma descorazonado todos me abrazaron formando una piña. Marga me besó repetidamente en la frente y los demás donde les caía más a mano. Inesperadamente me eché a llorar. —¿Estás bien? Mira que puedo quedarme a dormir, llamo a Paco y... — ofreció Alicia acercándome una silla. —Nosotras también —añadió Silvia—. Es más, creo que deberíamos hacerlo. No estaba segura si quería huéspedes esta noche ni tenía ganas de tomar ninguna decisión. Entre sollozos, negué con la cabeza. —Gracias, no pasa nada. A mi madre le duele el ombligo —dije estúpidamente. Me estudiaron con extrañeza. ¿Un leve

cólico era el objeto de mi llorera? En cuanto pude hablar de corrido intenté una explicación más cercana a la verdad—: Creo que tengo un ataque agudo de nostalgia y podré sobrevivirlo sin anestesia hasta mañana. Se apresuraron en convenir que la melancolía era perfectamente comprensible, estaba enamorada, echaba de menos a Eva, la deseaba a mi lado, etcétera, etcétera. —Además es tardísimo —dijo Esteban acomodando con pericia su inseparable mochila a sus espaldas. Había percibido al instante que lo que más deseaba era estar sola. Porque... ¿desde cuándo las once de la noche era “tardísimo” para este animal nocturno por antonomasia? A Esteban le bastan unas pocas horas de sueño para rendir al ciento por ciento, y no precisamente por las noches. Debió de hacerles una seña a mis

espaldas, porque Silvia recordó con tono casual que tenía un casting a las ocho de la mañana, Alicia un paciente muy madrugador que estaba más encandilado por sus encantos que por las sesiones de gemoterapia y Marga debía aún facturar un pedido millonario de legumbres secas para Eslovaquia que le llevaría parte de la noche. Aun así se ofreció solícita a poner orden en el salón antes de marcharse. —Hablé con la asistenta apenas llegar y viene mañana, no es necesario —la disuadí ya calmada—. Incluso me regaña porque dice que soy demasiado limpia y tiene poco trabajo conmigo. Cree que me roba el dinero que le pago y si encuentra esta mugre en la alfombra estará satisfecha... Ali, ábreles tú abajo —pedí —, me da pereza acompañarles, ¿vale? —De acuerdo. ¡Ah!, y dile a Virginia que por unos días coma sólo comida de color naranja y se ponga en el vientre paños del mismo color con agua mojada

en vinagre de sidra. Con media hora al día bastará. —¿Por qué? —Bueno, tendría que examinarla a fondo, pero no es la primera vez que se queja de dolores en esa zona y puede que tenga el segundo chacra un poco debilucho. El naranja le vendrá muy bien. —Gracias. Le daré tu consejo sin que se entere mi padre, ya sabes por dónde le van los tiros. Seguramente mi madre te hará caso porque te considera una médica de primera y está convencida que cualquier día de estos te premiarán con el Príncipe de Asturias a las ciencias. —Sí, cuando las ranas críen pelo y la medicina oficial críe sentido común. Nos dimos muchos besos y apenas cerré la puerta tras ellos me deslicé en el sofá como una ameba que aún no ha decidido qué hacer con su protoplasma. Me sentía decididamente infeliz, pero sobre todo harta de mis continuos cambios de humor. Era como si una María extraña

y convulsa se hubiera adueñado de mí y no pudiera sujetar sus riendas. Resollé con fuerza. Aún era temprano para irme a la cama y comencé a dar vueltas por el salón sin ton ni son. Podía escuchar un poco de música, K. D. Lang, por ejemplo, o El concierto de Colonia de Keith Jarret, que por lo general me resulta muy vigorizante. Otras posibilidades eran hacer zapping en el canal digital por si caía algo interesante, leer, deshacer la maleta, revisar la correspondencia o cualquier cosa que me distrajera del estado esponjoso en que me encontraba, pero el cuerpo me pedía a gritos la posición horizontal y fui hasta el dormitorio arrastrando los pies por el pasillo. Me desnudé y me tumbé de espaldas en la cama. La almohada se negaba a amoldarse a mi nuca y me lié a puñetazos con ella hasta lograr la postura deseada. Empezaba a hacer bastante calor en Madrid y a puntapiés aparté la sábana que

me cubría. Triste, desolada y ahora rabiosa. “Buenas noches, María —me deseé—. Dejemos de autocompadecernos que mañana será otro día.” ¿Autocompadecerme? ¿A santo de qué me daba esos consejos de consejera televisiva? Tenía un amor nuevo, amigos de siempre, una casa preciosa, un trabajo que me gustaba enormemente, una familia de lujo y una salud de hierro. A veces me sale la vena melodramática y no me soporto. Finalmente logré relajarme respirando acompasadamente y no sé cuánto tiempo llevaba durmiendo cuando me desperté alarmada por el timbre del teléfono.

Encendí a tientas la lámpara de la mesilla y eché mano al aparato. —Hola —escuché entre brumas. Su voz. Su voz deseada, plena de matices, algo cavernosa, siempre seductora. Ya no estaba ni dormida ni despierta sino en el medio, por donde imagino debe caer el limbo. Y hoy sí sentía música resonando en mi cabeza, creo que un concierto para cello. Se adhirió a mi hipotálamo y no paraba de sonar. —Hola —correspondí con mi mejor tono de almíbar. —¿Qué hacía tanta gente en tu casa hace un rato? —quiso saber Eva. —¿Has puesto una cámara oculta detrás de la lámpara del salón? Su risa, cadenciosa como un arpegio, un regalo para mis oídos. Y el cello que no cesaba de ejecutar la Primera suite de

Bach, que finalmente había identificado. —No, milady, es mucho más sencillo. Pasé con el coche, vi todas las luces encendidas y varias siluetas a través de las ventanas. —Pues ha sido una pena que no subieras. Vinieron algunos amigos a saludarme y querían conocerte. Te telefoneé, pero salió el buzón de voz. ¿Y tú qué has hecho? —Me sorprendió mi atrevimiento. Hasta ayer hubiera podido preguntarle poco más que la hora. Por lo visto la terapia grupal y sobre todo el tratamiento de choque de Silvia habían surtido su efecto. —Pensar en ti, buscar tu olor en el éter, pensar en ti otra vez, imaginar tu cuerpo húmedo pegado al mío y desear hacerte el amor siempre pensando en ti. Bebí sus palabras como un néctar agridulce, porque si bien su erotismo caliente atinaba con precisión en la diana de mi deseo, al mismo tiempo necesitaba saber por qué su móvil estaba fuera de

cobertura cuando acababa de decirme que había pasado por el barrio de Salamanca. Y lo más importante: ¿se había visto con Carlos, habían hablado de ellos, de nosotras, tenía algo nuevo que decirme? —¿Estás ahí? —quiso saber—. Igual he llamado en mal momento o he interrumpido algo... —Tan sólo un sueño bastante surrealista, nada importante. —Si no soñabas conmigo no me interesa por más surrealista que sea — comentó falsamente enfadada. “Eva, Eva, me tienes atrapada el alma”, pensé, y lo repetí para que lo oyera.

—Tú también, María, no sabes de qué manera... Y ahora sigue durmiendo, es tarde. —Sí, mensahib. ¿Qué hora es? —La hora en que las niñas buenas hace rato están en brazos de los ángeles. Sólo quería oírte y darte las buenas noches. ¿Te llamo mañana? —De acuerdo. Te beso toda, íntegra, entera, centímetro a centímetro, poro a poro, célula a célula —dije con la boca pegada al auricular. —Y yo me dejo hacer, amor, y me quedo con tus besos para ir haciendo boca. Hasta mañana. No quise mirar el reloj, pero calculé que serían las dos de la madrugada. “¿Amor?” ¿Me había llamado “amor” o yo seguía sumida en lo surreal? Tardé bastante en recuperar el sueño, pero estoy segura de que me dormí sintiendo sus piernas enredadas entre las mías. La mañana siguiente pasó volando. Había dormido de un tirón como un bebé

confiado, me sentía pletórica de energía y bajé a la calle a desayunar apenas me puse una falda y la primera blusa que saqué del armario. —Hoy te has peleado con el peine — comentó Mariluz, la camarera de la cafetería a la que soy asidua al verme entrar. Me miré en el espejo que había detrás de la barra y por entre los pinchos de tortilla y los flanes con nata divisé un rubio amasijo de pelo que parecía un nido de golondrinas. Me reí de mí misma con ganas. Tanto que Mariluz, normalmente adusta como corresponde a una castellanoleonesa que ejerce como tal, sonrió cuan amplia era su boca, a la que le faltaban algunos dientes alternos. Tras zampar concienzudamente un plato repleto de churros y apurar hasta las últimas gotas el doble café con leche

volví a casa. Subí de dos en dos los peldaños hasta el segundo piso y al entrar comprobé que Loli ya estaba trajinando en el dormitorio. Apenas entré me echó una buena bronca por no haberle permitido venir a limpiar durante mi ausencia. —Pelusas por todas partes, con la grima que me dan, las plantas de pena, una cucaracha paseándose por la cocina y no hablemos del salón. Por lo visto anoche hubo festichola por todo lo alto, ¿no? — protestó frunciendo la cara arrebolada—. ¿Qué tal el viaje, María? Se la echa de menos cuando no está, ¿sabe? Le dije a mi marido: la señorita está tardando mucho, Dios quiera no le haya pasado nada malo. —Buenos días, Loli, antes que nada. Estoy estupendamente, gracias, y no se me queje porque hoy sí tiene suficiente tarea. Por favor, ponga las sábanas rosadas de hilo, ¿vale? Y esmérese como suele hacerlo con los baños, ya sabe que me gustan resplandecientes... La dejé mascullando no sé qué acerca

de la esclavitud, telefoneé a mi madre y quedé en que iba a almorzar con ellos. Me entretuve en la cocina abriendo gavetas, puertas y portezuelas, y confeccioné una larga lista de la compra. A poco bajé de nuevo, esta vez por el ascensor, tirando del carrito. Era una de esas mañanas diáfanas y tibias que me hacen sentir poderosa y protegida por el universo. Alcé la cabeza todo lo que pude. Quería reencontrarme con el fascinante cielo madrileño, caprichoso, protagónico y señorial. Hoy lucía un azul diamantino y algunas nubes orondas y blanquísimas flotaban como icebergs a la deriva. Para ser martes, en el super del Corte Inglés de Goya había una multitud inesperada, y como conozco la mecánica me apresuré a reservar número en los embutidos y en los quesos. Las diez y media de la mañana y ya había veinticinco personas en espera. Tiempo de sobra para hacer la ronda,

que me conozco de memoria. Llené el carro mucho más de lo habitual. La euforia me torna gastronómica y me consiento todos los caprichos. En este aspecto soy idéntica a mi padre: tanto la alegría como la desdicha se regodean en nuestros jugos gástricos. No miraba precios ni marcas, extendía la mano hacia delikatessen que normalmente no consumo, comprobaba la fecha de caducidad y la ausencia de conservantes y colorantes y, ¡hala!, al carro. Las bebidas me llevaron un buen rato, porque tenía mi bodega a cero. Elegí una cantidad exagerada de vinos del Penedés y algunos Rioja y añadí una buena reserva de cervezas, dos botellas de Havanna 7, la misma cantidad de buena ginebra inglesa, un coñac reserva, cocas, tónicas,

Seven Ups y un arsenal de aperitivos. ¿Iba a dar una fiesta? Sí. Me festejaba a mí, festejaba a Eva y homenajeaba a la vida. Y ahora a los fiambres. Por suerte había pasado antes por el cajero automático, porque la compra ascendía a una suma indecente. Puse los embutidos en el carro, dejé mi dirección para que enviaran el resto a casa y enfilé hacia el mercado sorteando intrépida la compleja encrucijada que forman Conde de Peñalver, Alcalá y Goya sin hacer mucho caso de los semáforos. El mercado de Torrijos es con mucho mi preferido, no sólo porque es uno de los más completos y coloridos de la ciudad sino porque es el que guarda mis hortalizas, frutas, pescados y encurtidos desde que vivo en el barrio hace unos tres años. Recorrí con placer los puestos pletóricos de mercancía, y cuando terminé de avituallarme no podía con el peso. Llegué a casa exhausta. Resoplando, aparqué la compra en la

cocina y salí disparada hacia el salón. La luz roja del contestador se mantenía impertérrita, indicando obedientemente que no había ninguna llamada esperándome. “Paciencia, María, dijo que telefonearía hoy y apenas ha empezado el día”, me consolé como buena adulta. “¡Me lo habías prometido, no vale, no es justo!”, me encrespé como una niña malcriada. —Ohimè, l’amore, quanto è crudele! —aullé al techo del salón alzando dramáticamente los brazos a lo Anna Magnani. Loli, que estaba en el baño pequeño con los grifos abiertos, acudió de inmediato: —¡Cristo bendito, qué susto me ha dado, no la oí entrar! ¿Le pasa algo, María?

—Nada, tranquila. Tenía ganas de gritar. —Y repetí la escena traducida—: ¡Ay de mí, el amor, cuán cruel es...! ¿No cree que el amor es cruel, Loli? Se veía cómica aferrada a la fregona como una enredadera a su árbol y mirándome con resignada estupefacción. Era una buena mujer, manteníamos una relación muy cordial y, aunque no era frecuente que me viera tan expansiva, respetaba mi forma de ser con escrupulosidad. Con la mejor buena voluntad intentó reflexionar sobre la cuestión, pero desistió sacudiendo las manos como quien aparta una mosca de albañal. —Yo de esas cosas no entiendo, tengo poco estudio, ¿sabe? —se disculpó dando media vuelta.

Loli se había ofrecido a deshacer las maletas y yo había aceptado de muy buen grado, de modo que me había liberado de la cargante tarea de seleccionar qué va a parar a la lavadora, qué se plancha y qué se devuelve a su percha. Ya puesta, le suministré una dosis extra de alabanzas a su buen hacer y su invitación se extendió a colocar la compra del mercado y la que llegaría del Corte en menos de una hora. Perfecto. Una nevera colmada y la alacena repleta constituyen uno de mis máximos placeres, pero cómo lograrlo es el lado feo del asunto. Tenía, pues, un buen rato a mi entera disposición. Como Loli era muy estricta en sus reglas cuando hacía la limpieza, demarcaba muy claramente cuáles eran los territorios que yo podía transitar y cuáles no. —El baño grande está listo, pero el pequeño, su dormitorio, el cuarto de huéspedes y el salón están a medio hacer, así que usted verá —advirtió a voz en

cuello desde el pasillo. Puesto que no tengo más casa salvo dos pequeños balcones que dan a la calle, quedaba mi estudio, y allí me refugié a puerta cerrada. Había llegado bastante correspondencia y elegí una música que me acompañara en la tarea de leerla. Celine Dion y Barbra Streisand eran ideales, y puse el CD a todo volumen. Empecé por lo práctico: una buena pila de resúmenes de la cuenta del banco y el extracto de la Visa. No tenía clara conciencia de lo que había gastado en Italia y verificar el saldo me propinó un buen susto. Prometí reflexionar seriamente en el futuro acerca de la correcta administración de mis finanzas. Había una ristra de invitaciones a conferencias, recepciones, mesas redondas, estrenos teatrales

e inauguraciones a exposiciones que en su mayoría habían pasado a la historia, pero aparté las que estaban por venir. Esteban había colado mi nombre en una de las listas de VIP que circulan por las altas esferas y me divertía recibir los pomposos sobres dirigidos a la Señora Doña María Corradi Albarracín, aunque raramente me interesaban las veladas de alto standing. Un sobre con matasellos de Brasil me produjo una gran alegría. Reconocí enseguida la letra desgarbada de Raquel, con sus emes deslavazadas como olas. Se había trasladado hacía un tiempo a Río de Janeiro y estaba emparejada con una bellísima mulata a quien pude conocer en uno de sus viajes a España y que me pareció, además de una consumada bailarina de samba, sensible

y carismática. Ambas estaban muy comprometidas en la ayuda a las mujeres maltratadas, y el distrito donde operaba la asociación ostentaba el triste récord de poseer una de las tasas más elevadas de maltrato en todo el país: una mujer violada cada veinte minutos y seis de cada diez apaleadas o asesinadas por su “compañero sentimental”, “eufemismo más que hipócrita que utilizan los medios de comunicación —se enfadaba Raquel— por no llamarles lo que son, torturadores y asesinos”. Me reservé la lectura de la carta para saborearla a fondo más tarde y continué despejando el escritorio. La primera cuota

de la nueva laptop. Estaba fuera de fecha y debería ir a arreglarlo personalmente. Embers, una empresa de venta por catálogo, me felicitaba efusivamente por ser la ganadora de un par de zarcillos en oro dieciocho quilates y esmeraldas engarzadas que estaban a mi disposición desde ya, porque sí, sin más. El sorteo se había realizado ante la presencia y firma del notario Germán Garrido entre los millones de clientes de Embers, grey a la cual por lo visto yo pertenecía, hecho del que acababa de enterarme. Tiré los pendientes a la papelera y encendí mi PC. Entré en Internet y en mi buzón encontré varias tarjetas cómicas, regalo de Silvia. Todas eran imágenes bastante divertidas con leyendas alusivas al lesbianismo. Seguramente había estado “surfeando” por alguna web lésbica, otro de sus entretenimientos. Una en especial me causó mucha gracia. Dos mujeres de cómic conversando, y una le decía a otra en inglés: “Si han podido poner a un

hombre en la Luna... ¿Por qué no a todos?”. Me esperaba también un e-mail de mi editora marcando algunas precisiones sobre la traducción de Baciami ancora. Se me caía la cara de vergüenza, pero me vería obligada a explicarle que había perdido el libro en algún lugar no identificado de Italia. Me había percatado de su desaparición cuando me pidieron el pasaporte en el checking del vuelo de regreso. ¿Cómo pude despistarme de tal manera? Recordaba su peso en el fondo de mi bolso, pero se había esfumado misteriosamente. “No puedo decírselo.

Aunque sea un descuido comprensible iría en contra de mi credibilidad profesional”, pensé aspirando el humo de mi primer cigarrillo. Se me ocurrió la solución perfecta y le envié un mensaje a Alessandra pidiéndole que comprara otro ejemplar y me lo mandara por mensajería urgente adjuntando el número de su cuenta corriente para devolverle el importe. Quedé muy satisfecha por la iniciativa. Sin lugar a dudas esta mañana estaba en forma. Llamaron al portero automático y a voces le pedí a Loli que atendiera. Tocó a la puerta de mi estudio tras unos minutos y me extendió un papel celeste. —Un telegrama. Dijo el chico que había venido ayer a mediodía pero que no había nadie. —Sí estaba, pero durmiendo a la pata

ancha. La próxima vez que deje el aviso como está mandado. Gracias, Loli. ¿Un telegrama? Miré la procedencia y la fecha: Roma, 3 de julio. Es decir, anteayer. “Este Rossi es un pelmazo —me dije mientras lo desplegaba con parsimonia—. Ha leído con lupa los cien folios de la presentación del consulado y se ha topado con la única errata que se me escapó. Después de todo, un acento grave mal utilizado en una única palabra no es para montar un escándalo.” Pero las lágrimas fueron brotando a medida que leía el papel azul. El texto decía: “Si la magia tiene un nombre es María. Stop Estábamos sin buscarnos pero para encontrarnos. Stop Acabo de nacer. Enséñame los primeros pasos, maestra de vida. Stop Hoy, mañana y siempre contigo. Stop Tu Eva”.

La Streisand seguía llenando el espacio a todo volumen con una auténtica exhibición de su magnífica tesitura, Celine Dion oficiaba de estupendo contrapunto y yo me apunté al dúo con un solo de llanto emocionado. El telegrama era una bella declaración de amor en forma y fondo, pero ese sutil “tu Eva” final era el símbolo de los símbolos. Debió haberlo enviado desde Vittorio Veneto, cuando de camino de regreso al Winkler anunció que le apetecía chocolate, frenó el coche en la plaza principal y me pidió que la esperara. “Al diablo, no hay Peruggina”, había protestado al regresar dándole al arranque

del Fiat Punto, muy contrariada porque no había encontrado sus bombones baci. Como la ciudad es pequeña habían desviado el telegrama a Roma y ahora estaba en mi regazo, manchado por algunos goterones de mis lágrimas. Leí y releí el telegrama varias veces, hasta que las palabras se me grabaron en la memoria. Ardía en deseos de llamarla, pero me contuve a duras penas. No sólo porque habíamos quedado en que lo haría ella, sino porque me protegía de la decepción de que hoy tampoco respondiera. Pero estaba exultante y quería compartir mi alegría. Así pues, marqué su

número para agradecerle el precioso regalo, pero una vez más estaba fuera de cobertura. Llamé entonces a Alicia. Puede que pecara de ingenua, pero pensé que al ser heterosexual como Eva podía acceder a sus sentimientos mejor que yo y darme una opinión sobre los acontecimientos más serena y concreta que Esteban, por ejemplo, quien probablemente se mostraría tan eufórico como yo pero me recomendaría estar alerta sin especificar el presunto peligro. Quería ver la otra cara del espejo, no mi propio reflejo. Tras esperar unos largos segundos atendió su marido. Tenía voz de pocos amigos. —Hola, Paco, buenos días, soy María. ¿Está visible Alicia o ya se ha ido a la consulta? Por el gruñido de malavenida me di cuenta que había bronca. La voz

temblorosa de mi amiga me lo confirmó. —Hola, cariño, ¿qué te cuentas? —me saludó entrecortadamente. —Llamo en mal momento, ¿no? Y supongo que no puedes hablar... —¡Ah, sí, los libros, me los dejé en tu casa! Oye, te lo agradezco, creí que los había olvidado en el taxi. —Llámame en cuanto puedas, Ali, si no estoy aquí prueba en casa de mis padres. ¿Me lo prometes? —Claro, no es que me corra prisa, pero tengo que preparar una ponencia y necesito consultar unos datos. Ya te llamaré, ¿de acuerdo? —Cuídate mucho —le pedí antes de colgar. Alicia no podía seguir así, era evidente. Ponerle el punto final a una relación de amor es algo muy difícil de llevar a la práctica, pero la pregunta de oro era a qué le estábamos llamando amor. Éste era el nudo central de mis largas charlas con ella. La historia de su

pareja era similar a la de tantos matrimonios. Paco había sido un abogado brillante protagonizando la defensa de varios casos que adquirieron notoriedad. Se casaron muy enamorados, Alicia iniciaba su despegue como médica y él estaba ya en lo más alto de su carrera. Algunos gruesos fallos consecutivos en la judicatura hicieron mella en su credibilidad y en su orgullo, y pese a la ayuda incondicional de Alicia se desplomaba psicológicamente a pasos agigantados. Paralelamente, ella adquiría solidez en su profesión, acudían cada vez más pacientes a su consulta y muchas publicaciones y organismos internacionales solicitaban sus opiniones. Acudía a congresos de medicina naturista,

algunos de sus trabajos recibían premio tras premio y su nombre figuraba entre los más reputados dentro y fuera del país. Él, que llevaba muy mal su fracaso, no supo encajar este éxito creciente y, en lugar de responsabilizarse de sus propios conflictos y buscarles una solución, los traspasó a la pareja como quién deposita un pesado fardo en manos de otro para que lo acarree en su lugar. “Yo sigo amándole —insistía Alicia—, y tarde o temprano volverá a ser quien era.” “¿Pero qué amas en él? —era mi pregunta—. Te culpa de sus traspiés, no soporta tu momento dulce, te exige sobreprotección como un niño, quiere que vivas sus conflictos por él, no es solidario ni cómplice y ejerce una crueldad a todas luces injusta hacia ti. ¿De qué amor me estás hablando?” —Tú no entiendes de amor —me había descalificado el día antes de mi partida a Italia llorando con más amargura que de costumbre.

—Si te refieres a querer a alguien de la catadura de Paco, por supuesto que no. Y me parece increíble que me consideres inválida o inhabilitada para el amor — contraataqué dolida. Alicia había estado muy cercana a Lisa y a mí y más de una vez había confesado la envidia que sentía por “el dos de oros”, como solía llamarnos. —Con Lisa nos amamos profundamente, atrévete a negarlo — proseguí—. Y estoy convencida que la relación funcionó porque fuimos sinceras con nosotras mismas, no nos ocultábamos los sentimientos y por supuesto no pretendíamos que las sombras personales fueran responsabilidad de la otra ni mucho menos que les diera solución. —Paco también me ama, lo que pasa es que está muy confuso —alegaba Alicia—. El caso Roca Guzmán se manipuló a

propósito para desprestigiarle definitivamente y eso terminó por hundirle. —Lo que quieras, pero no sigas justificándole. Tu marido se nutre de ti como una hierba parásita, y eso es egoísmo, incompetencia, necesidad o envidia, pero no amor. Cuando no recibe el alimento que necesita se revuelve contra ti. Y si no échale otra ojeada al moretón que tienes en la mejilla. Redobló su llanto. —Pero vamos a ver, Alicia... ¡Esto es increíble! He escuchado muchas veces tu concepción holística del ser humano, he leído tu libro sobre la importancia fundamental de la mente en la armonía del cuerpo y el espíritu, crees que la energía no fluye si la mente está disarmónica y que el trabajo de centrar la energía corresponde exclusivamente a la persona enferma. Si mal no recuerdo, según tú, el

rol del médico consiste en aportar los toques necesarios para que se recuperen, y la salud y la autoestima. —No está mal, hasta podrías dar la conferencia del jueves por mí... —sonrió entre lágrimas. —¿Entonces puedes explicarme por qué no te aplicas el cuento, tonta de baba? Claro que no podía. Era como reprocharle a un terapeuta muy eficaz con sus pacientes que no supiera ni pudiera resolver su propia neurosis. Como tampoco podía justificar el hecho de que, siendo una feminista convencida, tolerara y hasta justificara la violencia moral y física de su marido. —Que no es amor, Alicia, convéncete. Se llama enganche, dependencia, locura o lo que prefieras, pero lo que intentas mantener no es amor ni nada que se le parezca. Deja ya de romperte la cabeza intentando comprender las razones de Paco y procura buscar en ti misma alguna luz que te explique por qué toleras una

situación tan degradante. A lo mejor descubres que eres masoquista y te va la marcha, mira por dónde... Hay un viejo refrán que Stefano suele decir: “La culpa no la tiene el cerdo sino quien le da de comer”. Un poco vulgar pero ilustrativo. La respuesta al sufrimiento en tu relación está en ti, no en él. —Tú no lo entiendes... ¡Y dale que te pego! Estaba enceguecida y atrapada en una maraña de contradicciones y no podía siquiera echar una mirada a su interior con un mínimo sosiego. Le ayudé a maquillarse el morado y se fue algo más calmada. “Es una lástima que Raquel y su novia Eli no vivan en Madrid para echarle una mano y hacerla entrar en razones. Estoy segura de que con su experiencia sabrían

apoyarla mucho mejor que yo o cualquiera de los amigos”, me lamenté tras colgar el teléfono, un tanto preocupada por lo que estaba pasando en casa de Alicia. Volví al telegrama, aunque ya lo sabía frase a frase. Hacía poco más de veinticuatro horas que no veía a Eva y el deseo de abrazarla y mirarme en sus ojos era imperioso. ¿Por qué su móvil estaba siempre fuera de circulación? Apunté mentalmente consultar con Alicia las bizarras conductas de Eva, tal vez me aportara algunas pistas. No tengo experiencia amorosa con heteros, pero estaba descubriendo que se comunican de manera distinta a las lesbianas y quería aprender las claves. Procuré ocuparme con el resto de correspondencia, pero mi mente y mi corazón estaban en otra cosa. Imposible

centrarme. Eva. Estaba y no estaba, era ausencia y presencia, hacía y deshacía a su antojo y yo le estaba yendo a la zaga. Volvió a sonar el telefonillo del portal y esta vez atendí yo. Era la compra del Corte y decidí que me encargaría en persona de poner orden en la cocina. Necesitaba actividad manual, aunque fuera algo tan simple como apilar botes en la alacena. Lo hice canturreando una canción que arrasaba en Italia y cuyo estribillo repetía hasta la saciedad “sono io, sono tu”. Cuando acabé de meter a presión el último congelado en las gavetas de la nevera mi cuerpo seguía pidiéndome guerra. Por lo visto esta tarea resultaba demasiado descafeinada como para consumir la energía que me desbordaba. Loli me miró con fiereza cuando entré en el dormitorio.

—Tranquila, sólo vengo a ponerme el chándal y me largo. —Es que estoy encerando —se quejó— y las pisadas luego no hay manera de quitarlas. Me cambié en un momento, me calcé unas zapatillas y bajé por tercera vez en la mañana. Sentía bullir mis células como una locomotora y, en cuanto giré a la derecha por General Pardiñas y llegué a Alcalá, no me aguanté y eché a correr. Entré en El Retiro a gran velocidad por el paso subterráneo de Príncipe de Vergara y no paré hasta el Palacio de Cristal. Tumbada boca arriba en la hierba que rodea al estanque tardé unos minutos en recuperar el aliento, porque el corazón se me salía por las orejas. Era una mañana maravillosa y la hierba aromatizaba el aire húmedo alrededor de mi cuerpo. Desde mi posición veía cómo las copas de los árboles se unían allá arriba formando una cúpula verde, charolada y brillante, por donde se

colaban retazos azul celeste del cielo. El silencio era casi total. —Te amo, Eva. Te amo, te amo, te amo —declamé en voz alta, arrebatada. Nadie me oyó, a excepción de un par de patos descoloridos que graznaron su aprobación desde el estanque. 4 El comedor del chalet de mis padres no sólo es más grande de lo normal sino sumamente acogedor. Posee el encanto indefinible de los espacios muy vividos y sentidos, no en vano hacía veinte y pico de años que mantenían el mismo domicilio. Me gustaba especialmente ese aspecto de casa rural y poco acartonada, con sus muebles de estilo provenzal, abundantes telas de cretona en las ventanas y tapicerías y un gigantesco aparador multiuso que ocupaba una pared entera, cómodo y dispuesto con todo lo necesario para una multitud de comensales, aunque pocas veces reunían a más de cinco

personas a la vez a excepción de los cumpleaños y las Navidades. Como ya era habitual, en cuanto llegué y tras los besos de rigor ambos empezaron a tirar de mí reclamando mi atención, y yo sentía que mis miembros se transmutaban en resortes repartiendo mis atenciones a partes iguales. Supongo que es una prerrogativa de las hijas únicas, algo así como un impuesto que debo pagar porque por mutua decisión la descendencia había finalizado conmigo. Mi madre insistía en que admirara la flamante vitrocerámica que acababan de instalar y me atraía hacia la cocina, aunque yo sabía que era una excusa para interrogarme a placer sobre mis buenas nuevas. Por su parte, Stefano procuraba llevarme a su sanctasanctórum, un estudio muy espacioso tapizado de librerías colmadas,

con idénticas intenciones. Yo había aprendido desde pequeña a evadir la pregunta adulta de si quieres “más a mamá o a papá” porque pronto me di cuenta que a mis padres les ponía muy nerviosos. La disyuntiva residía en ellos y no en mí y en realidad la cuestión era a la inversa: ¿Virginia quería más a María que Stefano, o era éste quién amaba más a su bimba? Astuta, yo sacaba buen provecho de la situación y me dejaba requerir, mimar y sobornar por los regalos y atenciones de ambos. A estas alturas de mi vida manejo esta dicotomía como una experta, así que eché un vistazo a la nueva cocina y aproveché para transmitirle a mi madre el consejo de Alicia sobre el uso del color naranja, hice una parada en el estudio de mi padre y añadí una gira por todo el chalet para que ninguno se ofendiera más de la cuenta, a pesar de que la fama de celosa se la

llevaba mi madre. Mi ex casa es entrañable. Me encanta su distribución en dos plantas, las generosas dimensiones de los cuartos, los ventanales que dan al jardín que la circunda, su gran escalera curva de madera y el olor a pino y gardenias que le es consustancial. La que fuera mi habitación se mantenía intocada, supongo que en la secreta esperanza de un hipotético regreso al hogar. Un comentario aquí, una pregunta allá y un par de bromas oportunas fueron alargando la conversación para el momento de la comida. Les gustaba compartir las tareas de la casa y habían cocinado a medias. El gazpacho era obra de mi madre, madrileña de Lavapiés, pero que había vivido varios años en Ronda por un traslado del trabajo de su padre y era una gazpachera de lujo. Los scalopini al limón especialidad de mi padre, y de postre una tarta de trufas y nueces al gusto de ambos

que compré en La Mallorquina de la Puerta del Sol aunque me quedaba bastante a trasmano. La comida transcurrió como de costumbre. La mesa colmada, los platos desbordantes, la puesta al día de las novedades domésticas y familiares y muchas risas entremedias. Entre el primer y el segundo plato les hablé de Eva. Escucharon en silencio e hicieron pocas preguntas. Aprecio infinitamente la solidaridad activa de mis padres con mi identidad amorosa, tanto más si me comparo con otras lesbianas a las cuales les cuesta rupturas familiares, exilio afectivo, desprecio y humillación y hasta torturas, como era el caso de Diana. Yo me había sincerado con ellos siendo aún adolescente, en cuanto asumí que mis sentimientos por Tina eran diferentes a la

amistad. Tenía diecisiete años y no fue fácil decidirme, pero les amo y necesitaba su apoyo para hacer frente a una situación de rechazo social, ya que advertí pronto que este amor diferente era considerado un estigma. Pese a mi inmadurez comprendí su primera reacción de asombro y hasta de disgusto. Después de todo y como heterosexuales, tenían sus planes para su única hija. Un yerno amable y buena gente, un matrimonio feliz, nietos y un cómodo envejecer sin sobresaltos. Pero eran inteligentes y encajaron la distorsión a sus proyectos con la misma honestidad que me habían inculcado al educarme, y a partir de ese momento hicieron borrón y cuenta nueva. Soy consciente de lo envidiable de mi situación, porque ahora podía hablarles de mi encuentro con Eva casi como a amigos, con las naturales reservas. Querían los grandes rasgos, no los detalles.

Saber si me sentía feliz, si era un vínculo creativo y si pensaba que mi elección era la correcta, por ejemplo. Habían sido testigos de mis anteriores relaciones, aún recordaban a Raquel y habían querido tiernamente a Lisa acogiéndola como a una hija más, tal vez por el hecho de que nunca me habían visto tan dichosa con una pareja estable. Cuando murió la lloraron con sentimiento e hicieron lo imposible por aliviar mi duelo, que era también el suyo. —Se te ve feliz, mi amor, y eso es lo que importa, ¿verdad, Stefano? —comentó mi madre tras escuchar atentamente mi historia y servirme scalopini por tercera vez ignorando mis gestos de rechazo. —¿Crees que la muchacha posee buenas cualidades? ¡Mi padre! Tenía una educación tradicional y su pregunta era la que se supone ha de hacerse a una hija que anuncia su

noviazgo y posterior compromiso con Perico de los Palotes. Con mi madre existía esa complicidad entre mujeres que nos facilitaba el entendimiento, pero con Stefano el código era otro, y precisamente el hecho de que siendo quien y cómo era me respetara sin dobleces hacía que le valorase tanto como persona. Estoy segura que si por él fuera habría seguido el rumbo convencional de un interrogatorio paterno, interesándose por la solidez profesional de Eva, su capacidad económica, sus cualidades morales y su salud, amén de averiguar los antecedentes de su familia y la formalidad de sus intenciones amorosas. Le seguí la corriente. —Creo que sí es de buen fondo, a mí me parece una mujer estupenda. Estudió en el Liceo Francés, ¿sabes? Y su familia vive en la colonia de El Viso, gente de

dinero... Pareció complacido por el dato, pero rápidamente se dio cuenta de la sutil ironía que encerraba la respuesta y se puso colorado hasta las orejas. —Soy un chapado a la antigua, ¿eh, ciccia? —Sólo un pelín, pero eres adorable — dije poniéndome de pie y estampándole un beso en la frente. —¡Ya estamos, las palomitas arrullándose! —protestó mi madre poniendo morritos—. Como si yo no hubiera dicho nada agradable de la chica. Fui hacia ella y la abracé por la cintura meciéndola como a una criatura. —Y tú un cielo de primavera, la madre más guapa, lista y buena que me pudo

tocar en el sorteo anual de cigüeñas. Si es que debería peregrinar a Lourdes para agradecer mi suerte... —Sí, sí, ahora ven con zalamerías, creerás que soy fácil de contentar —se enfurruñó manifiestamente complacida por mis efusiones. Mi padre se moría por contarme lo que me había anticipado por teléfono acerca de su actual investigación sobre las membranas cerebrales, y una vez más hube de reconocer que era una persona admirable. Estaba interesándose seriamente por las más modernas concepciones del funcionamiento neurológico, aquel que proviene de la física cuántica y echa por tierra las arraigadas teorías de las localizaciones cerebrales, tan antiguas como el polizón. —Verás, tesoro, cada vez me convenzo

más de que los neurólogos veníamos actuando a ciegas y que hemos cometido barbaridades de diagnóstico y tratamiento. Estoy leyendo varios libros apasionantes en los que se sugiere que la información que recibimos a través de los sentidos se procesa como un holograma, es decir, cualquier parte de la corteza o los otros componentes del sistema nervioso son capaces de reproducir la información en su totalidad incluso a partir de una sola neurona. —Hablaba con tal apasionamiento que hasta se olvidó de comer, y eso a pesar de ser un férreo defensor de la teoría de que un scalopino frío hay que echárselo al gato. “Eso de que el cerebro es como un ordenador se queda muy corto, por no decir que la comparación no tiene nada de acertada —siguió explicando con ardor —. No se trata de una sencilla opción

binaria que va a parar a un lugar concreto de un lóbulo, por ejemplo, sino que se dispersa por toda la masa cerebral y medular y cualquier segmento, ¿comprendes?, cualquier segmento por ínfimo que sea puede sustituir y reconstruir la información de otro dañado. ¿No te parece una posibilidad fascinante? Claro que me lo parecía, había leído sobre el tema por consejo de Alicia y si bien sólo había podido captar el grueso de las ideas porque era poco accesible a los profanos, intuía la exactitud de las afirmaciones y propuestas. Lo sorprendente era que Stefano estuviera abierto a una concepción holística tan revolucionaria que ponía patas arriba todo el cuerpo conceptual que había defendido y llevado a la práctica hasta ahora. —Se necesita coraje para decir lo que

estás diciendo, babbo, y una honestidad a prueba de balas. No cualquiera cambia radicalmente sus concepciones y más si van contracorriente. Mi aprobación le halagó, porque se ruborizó y bajó la cabeza para no delatar su sonrisa de satisfacción. En cambio preguntó por Diana, la amiga de Silvia. No había novedades, seguía en estado vegetativo. Meneó la cabeza contrariado. —A lo mejor puedes curarla tú con eso del holograma, cariño —apuntó mi madre aportando el toque de su incombustible optimismo. Para ella no había causas perdidas, y tenía esa sapiencia natural de buscarle el lado bueno a la circunstancia más desesperanzadora. “Éstos sí que son el dos de oros”, me enternecí mientras observaba cómo enlazaban sus manos por encima del mantel y se enredaban en una mirada amorosa. Nos disponíamos a atacar el postre cuando sonó el teléfono. Como de costumbre atendió mi madre, esta vez

desde la cocina, porque la timidez de Stefano le hace tartamudear y sólo utiliza el aparato en caso de emergencia. Oí su voz amable decir “Un momento, ya se pone” y regresó al comedor mirándome con ojos chispeantes. —Es para ti. —¿Para mí? Qué extraño... ¡Ya! Ha de ser Alicia. —No —respondió haciéndole un guiño cómplice a mi padre—. Es Eva. Tiene una voz preciosa y parece muy bien educada. Hubiera querido ser más mesurada, pero lo cierto es que me precipité a la cocina tropezando de camino con el aparador. —Hola —dije frotándome el muslo dolorido por el golpe. Y ya no supe cómo seguir. —Hola —repitió. Breve silencio—. Dejaste este número en tu mensaje del contestador y me he permitido llamar. ¿Te molesta? Me había olvidado por completo de ese

detalle. Una vez más, y por un instante, había pensado que era maga. —Estoy en casa de mis padres, como ya te habrá notificado mi madre. —Que por cierto es muy simpática. Quiero verte, María, no aguanto un minuto más. —Ni yo. Recibí tu telegrama. Es, es... —No encontraba las palabras adecuadas y escuché su carcajada cortándome. —Digamos que es. ¿Sí? He pensado que podríamos vernos, estoy con el coche, no sé, dar una vuelta... Sentí un golpecito en mi hombro y me di la vuelta. Mi madre me pedía por señas el auricular y negué cabeceando enérgicamente, pero cualquiera puede con Virginia puesta en acción. Se dirigió a Eva con toda naturalidad. —Estamos a punto de cortar una tarta

buenísima que ha traído María. Es de trufas, ¿te gustan? Si te apetece puedes venir a tomar el café con nosotros, estaríamos encantados. Le quité el auricular con bastante brusquedad. Por Dios, ni que yo fuera una chiquilla y se viera en la obligación maternal de invitar a las compañeras del colegio al cumpleaños de la niña. —Oye, Eva, no te sientas en un compromiso, mi madre es una plasta. —De plasta nada, y dile que acepto la invitación de mil amores. —¿Vas a venir? —pregunté espantada. No me lo esperaba, y sentí emoción y pánico al mismo tiempo. “Creo que soy aún más tradicional que Stefano. Esta presentación formal a mis padres me parece muy precipitada.” La idea pasó como un rayo por mi mente. A Eva, por lo visto, le parecía de lo más natural. —¿Dónde estás? —En la Colonia de la Fuente del Berro. ¿Sabes por dónde cae?

—Perfectamente. Dame la dirección y en quince minutos estoy ahí. Le indiqué cómo llegar y dije que la esperaría en la calle, por si se perdía. —Ya estoy perdida —sentenció antes de colgar. Cuando vi girar su Peugeot 106 por la calle Antonio Toledano mi corazón dio un vuelco. Venía a bastante velocidad, y al verme frenó en seco al mejor estilo rally. Yo había salido a la puerta apenas cortada la comunicación porque no sabía qué hacer durante la espera. Parecía una quinceañera ilusionada. Mi nerviosismo no era normal, pero nada de lo que nos había sucedido hasta ahora lo era, y esta simple constatación me valía de excusa. Apagó el motor y se quedó mirándome, apoyada en el volante. Yo de pie, inmóvil, a un metro del coche. De haber presenciado la escena, Silvia hubiera dictaminado: “Pretty woman,

Julia Roberts se está ligando a Richard Gere.” Abrió la puerta del pasajero y con un gesto me invitó a subir. Estábamos delante de la casa de mis padres, todo el barrio me conocía pero me importó un bledo. Monté en el coche y nos abrazamos con vehemencia. Me colmó el rostro con besos húmedos y entrecortados como los de un bebé y cuando las bocas se encontraron nos besamos sin respirar, como si no pudiéramos separarlas. Rodeé su cara con mis manos y la miré extasiada. —Te amo, Eva. —Te amo, María. —Y volvió a besarme. Si no hubiera visto con el rabillo del ojo que la cortina de la ventana del chalet se entreabría unos centímetros, seguramente habríamos hecho el amor en el coche.

Haciendo un gran esfuerzo de autodominio le recordé que nos esperaban. Se miró en el espejo retrovisor, se pasó la lengua por los labios y se arregló el pelo. Estaba más hermosa que anteayer, si eso era posible. Cuando por fin entramos yo había recuperado algo de mi aplomo. No hizo falta que actuara de presentadora, porque mi madre se acercó a ella con los brazos abiertos y le dio un par de besos. —Qué amable por tu parte el venir, Eva. Encantada de conocerte. Te presento a Stefano, mi marido —y añadió con una risita como si la hubieran pillado en un renuncio— y padre de María, claro...

Eva correspondió con idéntica efusión: —Virginia, ¿verdad? Gracias por la invitación, son ustedes muy amables. — Luego se dirigió hacia mi padre, que se había quedado de pie tieso como un ciprés al lado de su silla, y le tendió la mano—. Eva Zamorano. Es un placer conocerle, señor Corradi. —El gusto es mío, señorita. —Y con una leve inclinación de la cabeza devolvió el apretón de manos. —Llámale Eva, hombre, no seas tan ceremonioso —señaló mi madre, que ya estaba disponiendo platos y cubiertos y vertía el café que bullía en la cafetera en las respectivas tazas. Había sacado la vajilla para las grandes ocasiones, la de porcelana inglesa de color blanco con filetes dorados que durante todo el año duerme el sueño de los justos en el aparador. Invitó a Eva a que se acomodara a mi derecha, indicó con una mirada a Stefano que volviera a sentarse en su sitio y me

ordenó sin palabras que cortara la tarta tendiéndome la paleta de plata. Su solicitud y el despliegue de cortesía me encantaron. Recibían a mi nueva amiga con todos los honores, pero esa mezcla de formalidad a base de vajilla de la “buena” y familiaridad un tanto excesiva me pareció muy divertida y distribuí las porciones aguantando la risa. Miré de reojo a Eva buscando su complicidad, pero parecía apreciar la cualidad de la bienvenida y se comportaba como una marquesa citada por primera vez a palacio. “Los postres se desarrollaron en un clima de gran cordialidad entre los presentes”, habría descrito Esteban bromeando con el símil palaciego. Eva respondió con su indudable encanto a las preguntas que se le formularon sobre su

estancia en Italia, su trabajo como segunda de a bordo en una galería de arte y una breve pero muy selecta descripción de su familia. Cuando aceptó una segunda porción de tarta aproximándome con educación su plato ya era un hecho que se había metido a mis padres en el bolsillo. En un momento dado Stefano me acarició la mano con un mimo de aprobación y mi madre me sonrió abriendo y cerrando los ojos, que era su gesto mudo de decir: “Sí, me gusta”. El comportamiento de Eva era impecable. Se interesó por la salud de mi madre aprovechando la información que yo le había proporcionado sobre su hipocondría y bien consciente de que era la pregunta ideal para alguien que no ansía otra cosa que describir con lujo de

detalles su surtido catálogo de síntomas y arrechuchos. A mi padre le obsequió con un piropo de altos vuelos acerca de la importancia de la neurología, a la que calificó de “la especialidad fundamental de la medicina, sin la cual las otras poco podrían hacer”. Total, que se apuntó un diez y matrícula de honor, y yo me sentía orgullosa de ella, a pesar de que la sensación de parodia seguía rondándome y a duras penas podía contener la risa. Culminó su actuación insistiendo en colaborar con mi madre en levantar la mesa y fregar los cacharros. —Permítame que la ayude, Virginia... —¡Ni hablar! —rechazó ella sonriendo de oreja a oreja—. Eres nuestra invitada, y además lo hace todo el lavavajillas... Y por favor, Eva, llámame de tú, todos los amigos de María me tutean. Nena —me sugirió—, muéstrale la casa a esta niña. Eso significaba que quería quedarse a solas con mi padre y comentar las

novedades con entera libertad. Invité a Eva con cierta formalidad a que me siguiera escaleras arriba, contagiada por la atmósfera mundana que flotaba en el ambiente. Subimos directamente a la segunda planta. Eva había susurrado en mi oído “quiero ver tu habitación” y allí fuimos. Cosita, la pequeña mona de peluche vestida de tirolesa que custodia la cabecera de mi cama desde los viejos tiempos, asistió con su único ojo impávido al abrazo calenturiento que nos habíamos prometido tácitamente desde que Eva había pisado la casa. Tras saciarnos de besos, Eva curioseó con desparpajo todos los rincones de la habitación, que por otra parte no tenía nada de especial, salvo el valor afectivo que me recordaba una infancia y una adolescencia muy felices. Miró por la ventana que daba al jardín, abrió las puertas del armario, los cajones de la pequeña cómoda de pino, palpó la tela de

la colcha de broderie y sonrió ante el enorme póster de Faye Dunaway que abarcaba casi la mitad de una pared. —A mí también me gustaba horrores esta tía, pero al final colgué a Robert de Niro, ya ves. Quedó prendada de una foto mía de cuando tenía unos seis años. No estaba enmarcada sino simplemente enganchada al espejo de la cómoda, y me habían sorprendido en el momento en que descendía por un tobogán, despatarrada y con cara de susto alborozado. Sin más se la metió en el bolsillo. —Me la quedo, estás divina. —No seas tímida, Eva, si te gusta me la pides y te la regalo con sumo placer —me burlé de su frescura. La pérdida no me importó demasiado, sabía que había una segunda copia en algún otro sitio de la casa y no dejaba de halagarme que María niña le pareciera tan graciosa. Volvió a mirar la foto con detenimiento y comentó:

—Estás para comerte... —Toda tuya —ofrecí abriendo los brazos como la estampa de una mártir. Me examinó de arriba abajo con aspecto de volcán a punto de estallar y se fue aproximando a mí con pésimas intenciones. —Por favor, no, es la casa de mis padres, un respeto... —Pues entonces no provoques, buscona... —dijo con su voz más grave y autosuficiente. Le faltó sentenciar a la par que mascaba un trozo de tabaco: “No quiero hacerte daño, muñeca”. La paseé por el resto del chalet y le gustó todo lo que veía, incluidas las enormes bañeras de porcelana con patas

de león que había en los dos baños de la planta superior. Elogió la holgura y comodidad de las habitaciones y en especial de la cocina, el buen gusto de la decoración en general y el ambiente cálido que rezumaba la vivienda. Mi madre se la llevó al jardín y por las ventanas yo escuchaba sus frases de cortesía apreciando las rosas tardías, el hermoso color añil y fucsia de las buganvillas y la copa rotunda y preñada de flores del magnolio que —explicaba mi madre— habían plantado el día de mi nacimiento. La amaba. Amaba que me amara y extendiera su afecto a mis padres, a la casa que fue mía, a los objetos que quiero y a los recuerdos que conservo intactos en mi memoria. Ansiaba estar a solas con ella y con todo tacto la distraje

de los requerimientos de mis padres, que parecían tan embobados como yo con mi nueva amiga, y anuncié que teníamos que marcharnos. La invitaron reiteradamente a futuras visitas y lo agradeció con gentileza. —Nos das un toque y te vienes cuando quieras —le dijo mi madre cuando ya nos despedía en la puerta—. Y también tienes que conocer la casa de El Escorial. Quedas con María y si te apetece subimos a la sierra y comemos todos juntos. Stefano también la acompañó hasta la puerta, y ante mi estupor le dio un beso en la mejilla. —Les has caído de dulce —comenté apenas puso en marcha el motor y aún correspondíamos a mis padres, que no cesaban de mover los brazos en señal de saludo. —Y ellos a mí. Tienes los padres que todas quisiéramos tener y he pasado un

rato estupendo con ellos y con su digna hija —me halagó mientras maniobraba para salir a O’Donnell. Llegábamos ya a la esquina con Doctor Esquerdo cuando preguntó—: ¿Qué hacemos? ¿Te apetece un paseo por el parque del Oeste? —Tú y yo nos vamos a la cama, eso está clarísimo. Así que tira por O’Donnell, cuando llegues a Narváez gira a la derecha y en Felipe II te metes en el parking de El Corte Inglés —decidí sin dejar resquicio a duda alguna—. Si estás de acuerdo, claro... —Cualquiera se niega, milady — contestó. Y en una exhibición de pericia me acarició el muslo a la vez que frenaba ante el semáforo y maniobraba con la palanca de cambios dejándola en punto muerto. Resultaba extravagante la presencia de

una Eva desnuda recorriendo mi apartamento con la actitud de una abeja reina que pasa revista a la colmena. Hasta este momento sólo había conocido el tacto suave de mis sábanas y la comodidad del colchón en su punto de dureza justa como para no hundirse ni poco ni demasiado. Había podido echar una ojeada rápida al conjunto cuando llegamos de casa de mis padres y fuimos directamente a mi dormitorio. Pero después de unas cuantas horas de reencontrarnos en el amor, tan sólo interrumpidas por algún corto descanso para beber algo, Eva quiso inspeccionar “la cueva de Aladina” —así bautizó a mi casa— y se dedicó a rastrear con una minuciosidad de perito habitación por habitación y objeto por objeto. Me apresuré a correr las cortinas del

salón porque había anochecido hacía rato y, como Eva había iniciado su ronda precisamente por la parte delantera de la casa no quería que los vecinos presenciaran el espectáculo de dos mujeres paseando su humanidad vestidas sólo con su piel. Yo seguía sus evoluciones sin estar muy segura de quién era la anfitriona y quién la huésped. Si algún adjetivo calificaba a Eva con precisión era el de descarada. —Tienes buen gusto —dijo tras una minuciosa comprobación—. Un salón cómodo, sin grandes lujos, bastante grande como corresponde al barrio y decorado con sencillez y elegancia. Entras de la calle y ya estás en él, nada de halls, eso me gusta, es muy hospitalario. Esta

lámpara art decó es un primor, la mesa sobria y coqueta y al tresillo no le vendría mal un nuevo tapizado. La mesilla baja es una preciosidad, ¿dónde la compraste? —En el Rastro. —Un encanto. Televisor de veintiocho pulgadas, qué gozada... Canal satélite, DVD, no se priva de nada la señora. Una reproducción bastante buena de Tàpies y otra de Las cabinas telefónicas de Richard Estes. A ese otro hiperrealista que está sobre la mesa no lo conozco. Maderas, mimbres, algo de metal, poco plástico, telas suaves... Muy bien, ya lo creo. Había decidido dejarla hablar sin intervenir. Sentía una curiosidad morbosa por saber qué vibraciones percibía de la casa. Se detuvo ante una partitura abierta enmarcada en madera clara y leyó en voz alta: —Fantasía Impromptu en do menor opus 66, Frédéric Chopin. No hay firma

del autor. ¿De quién es este cuadro? No pude evitar una sonrisa ante su error. —No es una pintura, Eva. Es una auténtica partitura para piano. —¿Y qué hace aquí colgada? —Es la primera obra importante que Lisa interpretó en Oviedo cuando comenzaba su carrera y nos gustó la idea de darle un lugar de honor. Me miró de reojo y volvió la espalda a la pared. —Entiendo. Como los yanquis, que enmarcan al primer dólar ganado con el sudor de su frente. El comentario era bastante ramplón, pero lo pasé por alto. Le tocaba el turno de revista a la cadena de alta fidelidad y a la música. Aprobaba o desechaba con la cabeza título por título. Cogió un CD al

azar. Era uno de REM. Hacía tiempo que no lo oía pero en su momento me había gustado mucho. —L y M. ¿Todas las pertenencias en común llevaban iniciales? —Oye, Eva, si te vas a poner así... Era la imagen del candor cuando preguntó. —¿Así cómo? Querida, sabes de sobra que la curiosidad puede conmigo, pero si te resulta violento que conozca tu casa me lo dices y dejo de hacer... No era eso. Me halagaba su interés por mí y por mi entorno y lo vivía como un inequívoco síntoma amoroso. Pero había cierto retintín en sus comentarios que me fastidiaba. Sin embargo me apresuré a tranquilizarla. —En absoluto, estoy disfrutando no sabes cuánto de tu fisgoneo. O sea que el salón está bien. ¿Le das tu aprobación? —Verás, la decoración de una casa es algo superpersonal, y seguramente yo cambiaría la distribución de los muebles,

pero a ti te pega. Es mono, juvenil con toques clásicos, el espacio está utilizado con inteligencia, da sensación de relax y tiene detalles de buen gusto. En síntesis, que se te parece. Y ahora voy a besarte porque me apetece. Enlazó mi cintura con sus bien torneados brazos y me besó con ardor. Su cuerpo emanaba un tufillo acre a sudor tenue mezclado con atisbos de First que me trastocaba los sentidos. Quise atraerla hacia la alfombra pero se desasió con suavidad. —Eres insaciable, ¿eh? Sé buena, dame una tregua y déjame seguir con el recorrido. Quiero conocer a fondo el hábitat de mi animalita predilecta. Dicho lo cual enfiló hacia la cocina, a pocos pasos del salón. De un vistazo decidió que era como todas, pero captaba un toque personal que aún no podía individualizar. —Puede que ese estante con hierbas medicinales, cada una en su primoroso

bote de barro y el nombre pintado a mano, o la rejilla de hierro forjado de la que cuelgan los cazos de cobre —aventuró. Aprobó la alacena tan surtida, abrió la nevera y emitió un breve silbido admirativo. —¡Amiga, qué bien te tratas! ¿Vas a dar una fiesta? —Ya estoy de fiesta —dije pegando estrechamente mi cuerpo contra su dorso. “¡Dios, es que me enloquece!”, reconocí avergonzada por mi excitación. Me despegué pudorosamente y desvié su atención hacia una sartén doble que había comprado hacía un tiempo y que permitía freír por ambos lados. La miró sin mayor interés y la devolvió a su sitio. “Se me notan demasiado los años que llevo sin hacer el amor —justifiqué mi lujuria mientras acariciaba con deleite el contorno de su cuerpo—: Procuraré moderarme, no sea que se espante.” Mi libido se había desenfrenado desde su puesta en libertad incondicional y estaba

desbocada. Imposible sentir la cercanía de Eva y no desearla. Ella me había tomado el punto y coqueteaba conmigo convirtiendo en voluptuosos los gestos más triviales y en apariencia inintencionados. Ahora mismo, por ejemplo, me provocaba con ese modo tan suyo de abrir la lata de Seven Up. Su dedo índice introducido morbosamente en la anilla, la otra mano apretando la lata con una fuerza leve, el tirón certero hacia atrás, la boca abierta adherida al agujero, el líquido fluyendo por su garganta... Nada escapaba a su percepción. Literalmente me leía el pensamiento. Conservó parte del contenido en su boca, me atrajo hacia ella y, besándome con deliberada lentitud, trasvasó gota a gota las burbujas dulzonas a la mía ayudándose

con su lengua. —Me vas a matar, Eva, imploro piedad... —pude decir semiahogada. —¡Qué va! El Seven Up es bueno para el estómago. Cuido de ti, nada más. Me apartó con suavidad, apuró de un trago el resto y sacó de la nevera un trozo de paté a la par que buscaba algo con la mirada. Adiviné su intención y le tendí una caja de crackers y un cuchillo. Me lo agradeció con una sonrisa y untó generosamente varias galletas usando su mano libre a modo de bandeja. Acto seguido enfiló hacia el pasillo mordisqueando con apetito. Yo detrás, como una pegatina. Me tenía acogotada y yo la dejaba hacer. La habitación de huéspedes, mi estudio y tras un recodo el baño principal adosado a mi dormitorio abren todos

hacia el pasillo. Loli había encerado y los suelos de parquet relucían al igual que los cristales de todas las ventanas. Mi estudio fue la siguiente parada. Es la habitación más pequeña del apartamento, pero me basta y sobra. Hay un generoso escritorio en el que cabe con soltura el monitor, el teclado y el teléfono fax. A su lado, una mesilla supletoria soporta la impresora láser. —No eres muy dada a abarrotar las paredes de objetos —comentó tras acabar su aperitivo y escaneando la habitación en zigzag. —No mucho. Además soy muy indecisa y no sé qué imágenes prefiero. Lo cierto es que me atrae más el vacío que las aglomeraciones. Ahora miraba un portarretratos que había en la estantería blanca que ocupaba

una pared por entero. Lisa y yo, mejilla contra mejilla, le sonreíamos a Ángela durante un veraneo en un camping de Amsterdam. —Lisa, es evidente —fue su único comentario. Había más fotos, y las contempló con detenimiento. Una de Lisa, expresamente hecha en el estudio de una conocida retratista para los programas de mano de sus conciertos. Estaba muy bonita, su cara seria enmarcada por un pelo negrísimo y lacio que le llegaba hasta los hombros, los ojos también negros y de largas pestañas un poco entornados por la intensidad de la luz del foco y ambas manos sujetando la barbilla. Su boca se inclinaba levemente hacia abajo en un rictus un tanto amargo. Eva contempló el retrato con

detenimiento y volvió a dejarlo en su sitio. —Me recuerda la permanente pesadumbre de Jeanne Moreau, he visto alguna de sus películas en el cine Doré. —No creas, era muy dulce y optimista, nada que ver... —rebatí mirando la imagen con ternura—. Pero ya sabes que a veces las fotos tienen poca relación con la realidad. —Y otras veces la realidad tiene poca relación con las fotos —sentenció. No alcancé a desentrañar la paradoja. O era demasiado profunda para mis entendederas o no quería decir nada. Con ella todo valía. Le entusiasmó

una instantánea enmarcada en metal que colgaba detrás del ordenador. —¡Pero qué guapa estás, darling, esta foto me la pido para mi mesilla de noche! Sentada con las piernas recogidas sobre el muro que contiene al Cantábrico en San Vicente de la Barquera, Silvia había captado el momento justo en que una ola me salpicaba de espuma y yo me arrebujaba en mi anorak. Me complacía la espontaneidad del gesto, lo sentía muy mío y cuando escribía lo miraba con frecuencia. —Le preguntaré a Silvia si aún conserva los negativos, tal vez pueda hacer una copia. —¿Quién es Silvia? ¿Otra ex?

—Querida, ya te conoces mi currículum sentimental y me enorgullezco de no ser promiscua. O sea, poco pero bueno. Era amiga de Lisa, nos caímos divinamente y continuamos la amistad. —¿Le has hablado de mí? —preguntó como por azar mientras echaba una ojeada al nutrido surtido de velas de colores que guardo en una caja de laca china. —No lo he publicado en el dominical, si te refieres a eso, pero sí, le he hablado de ti a Silvia y otros amigos. Ya te dije que anoche vinieron a casa. Quieren conocerte. ¿Te gustaría? Asintió con un vago movimiento de cabeza y con la atención en otra parte. En un instante fugaz su mirada me sobrecogió: las pupilas eran ahora de un intenso color oscuro y parecía sumida en

la desesperación, como si dos agujeros negros de infinita energía se hubieran tragado sus ojos y todo lo que le rodeaba. Fue un tris, una nada, pero sentí un escalofrío inexplicable. Ella ya estaba indagando otra vez: —¿Para qué tanta vela? ¿Para qué tanta pregunta? Empezaba a saber de mí más que yo misma, al tiempo que yo seguía tan ignorante de muchos aspectos de su vida como al principio. “Ya está bien —me dije—, en cuanto deje un resquicio pido el turno de interrogatorio.” —Me gusta encender velas. —A mí también, sobre todo hacer el amor a su luz, como esta tarde... —Además, cada color influye en los diferentes

chakras y sus órganos correspondientes, y por supuesto en el espíritu. Por ejemplo —abundé—, si estás confundida por emociones contradictorias, una vela rosa pide por ti para que te serenes y veas las cosas claras. ¿Enciendo una? —¿A quién o a qué se lo pide? ¿A Dios, te refieres? No sé, no sé... Tus teorías me convencen poco, y tampoco siento que mi espíritu esté muy convulso que digamos. El mío sí lo estaba. Desde que salimos de casa de mis padres hasta este momento Eva no había mencionado nada personal. Si se había visto con Carlos, por ejemplo, ni por qué su móvil estaba siempre mudo, ni el más tópico comentario sobre qué había hecho desde que regresamos, por no

mencionar la estremecedora mirada de hacía unos instantes. Pero mientras yo divagaba ella ya estaba en la habitación de huéspedes, ante una fotografía en blanco y negro ampliada al máximo que ocupaba casi media pared. La calidad no era buena porque había sido tomada en el interior del antiguo Liceo de Barcelona forzando la sensibilidad de la película, pero se veía a Lisa vestida de gala durante uno de sus conciertos mirando atentamente al director a la espera de sus indicaciones para entrar con su solo. Los miembros de la orquesta se intuían algo borrosos en segundo plano. Eva quedó como hechizada ante el

cuadro y no podía apartar los ojos de él. Yo la observaba apoyada contra el quicio de la puerta. Ningún detalle de la imagen escapó a su atención, con esa concentración intensa que pocas veces había visto en otra persona. Ignoró mi presencia y meneó varias veces la cabeza en un gesto de negación. —¿Qué ocurre, Eva? —sentí curiosidad—. La foto no es muy buena, pero... Giró en redondo y se plantó frente a mí con los brazos en jarras y con talante retador. —Esto no es una casa. Es un mausoleo —sentenció.

Dicho lo cual se marchó de la habitación evitando rozar mi cuerpo. Me quedé helada. Su actitud agresiva dejaba bien a las claras que no había sido un comentario pueril sino una descalificación en toda regla. La atmósfera de mi casa no le iba y punto. Enfiló hacia el dormitorio y la seguí, pero se tumbó en la cama cubriéndose con la sábana como una crisálida. Perpleja, reculé y busqué refugio en mi estudio. Encendí un cigarrillo intentando comprender el episodio a la vez que miraba sin ver la pantalla negra del monitor. ¿Qué estaba sucediendo? ¿A qué venía ese súbito enfado? Intenté bucear en mi cerebro en busca de respuestas pero estaba demasiado confusa. Yo también estaba enfadada. No, en rigor estaba dolida. “Esto no es una casa. Es un

mausoleo.” Las palabras me habían golpeado en pleno corazón. Era obvio que la presencia simbólica de Lisa la había ofuscado sobremanera y no atinaba a comprender sus razones. Pero... ¿y las mías? ¿Por qué me había ofendido tanto su juicio sumario? Ya conocía sus estallidos de niña caprichosa y había tomado buena nota de algunos episodios virulentos. Como cuando se sintió espiada y redujo a trozos la postal destinada a Carlos para luego tenderme una celada en el Quadri en Venecia. Hoy su inclemencia se había extendido a mi casa, la burbuja que me cobija y construida a mi imagen y semejanza. ¿Por qué le estaba dando tanta importancia al hecho de que no le gustara? De algo sí estaba segura. Deseaba quererla tal como era, y si alguna certeza había acumulado a lo largo de los años es que el amar lo agradable y fácil de la otra persona no tiene mayor mérito. “La grandeza del amor auténtico reside en

aceptar la parte sombría y miserable que todos llevamos dentro”, me dije echando la ceniza del cigarrillo en el cenicero. La frase era un poco pomposa, pero me la perdoné dadas las circunstancias. Por otra parte, suelo ser pomposa, lo reconozco, qué remedio. “Quizá es verdad que Eva tiene algo de clarividente y lo que intenta hacerme ver es mi resistencia a cortar con el pasado”, especulé acto seguido buscando la mayor sinceridad para conmigo misma. Puede que no aceptara que Lisa estaba definitivamente muerta y perpetuaba con obstinación un vínculo imposible rodeándome de fetiches. Pero la realidad es como un diamante, y cada vez que le daba la vuelta en mi mente y encontraba otra faceta se me ocurrían nuevas interpretaciones. Lo más factible era que las cosas fueran

mucho más simples que toda esta morralla intelectual y que yo estuviera atrapada una vez más en mi consuetudinaria maraña de especulaciones. Una de las caras de la gema fue suficientemente elocuente como para que apagara el cigarrillo con determinación y en cuatro zancadas me plantara en el dormitorio, dispuesta a poner los puntos sobre las íes. “Eva, te amo, pero deberías contar hasta diez antes de hablar. No te consiento que me ofendas soltando lo primero que te viene a la boca.” Esta o alguna similar era la frase que había armado de camino y que pensaba arrojarle como un dardo concluyente. Ella se pondría de morros, o pediría perdón prometiendo que jamás volvería a disgustarme, puede que intentara explicarse con argumentos plausibles o que simplemente se vistiera, su orgullo herido, y se marchara de casa

con la cabeza bien alta. La crisálida había emergido de su prisión, estaba sentada en la cama apoyándose en todas las almohadas y cojines de los que había podido echar mano y se entretenía con uno de los crucigramas que guardo en mi mesilla de noche. Iba a decirle de carrerilla lo que traía preparado pero lo que sucedió excedía con mucho mi entendimiento. —Faldas indias, seis letras... Tengo una a en el tercer espacio —disparó sin alzar la vista—. ¿Se te ocurre qué puede ser? —Anacos —respondí mecánicamente dejándome caer a su lado sin dar crédito a lo que oía y veía. ¿Pero no se había enfadado de muerte hacía nada? ¿Y esta súbita serenidad de dónde le salía? Probó la palabra y le sirvió. —¡Genial! Porque entonces la vertical es “aducir” y la i me viene de perlas para la horizontal “Región Alpina”: Tirol.

Listo, lo acabé. Eres un astro, querida. Y cerró la revista muy ufana, dejándola caer al suelo. —¿Qué has hecho tanto rato perdida? —preguntó gentil al tiempo que revolvía el cajón de mi mesilla en busca de tabaco. Tanto rato eran un par de minutos. —Nada —respondí—. Masticar pensamientos como una imbécil. —¿Y qué pensabas, si puede saberse? —comentó mientras vaciaba el contenido de la gaveta sin miramientos—. Por cierto... ¿tienes un Winston olvidado por aquí? No sabía si propinarle un sopapo o vestirme e irme de mi casa con la cabeza gacha. —Escucha, Eva, y te ruego seas todo lo sincera que puedas: ¿tú me estás tomando el pelo, te gustan las emociones fuertes o crees que soy una imbécil integral? ¿Cómo podía mirarme a la cara con ese

efluvio angélico? Era la imagen impoluta de la inocencia. Un serafín extraviado en una tormenta de arena y que confía en su dios para que le saque del apuro. —No te entiendo, María. ¿Estás enfadada? ¿He hecho algo que no debía? Me miras de una manera tan extraña... No, si todavía iba a ser yo la villana de la película. Estaba tan anonadada que, como un juguete teledirigido, volví al estudio en busca de tabaco y al regresar le tendí un cigarrillo y un cenicero. —Gracias, darling —dijo encendiendo el pitillo con mi mechero y aspirando el humo con placer—. Y ahora cuéntame lo que te pasa. Tienes una cara siniestra y me está entrando susto. —A ver si coordino, porque esto es delirante —tartamudeé. Mala señal, raras veces me sucede, pero cuando una situación sobrepasa mi entendimiento me da por tartamudear. Para mi asombro me dio palmadas en la espalda como si yo tuviese hipo. Pero más

inaudito aún fue que surtió efecto de inmediato y pude volver a hablar con normalidad. —A veces me haces daño, Eva. Por eso te he preguntado si me estás tomando el pelo. ¿Tienes conciencia de que has definido esta casa como un mausoleo? —Sí, claro, perfectamente. —¿Y ni siquiera se te pasa por la cabeza que un comentario tan descalificador, unido a un variado surtido de morisquetas y malas caras de niña malcriada pueda dolerme? —Si lo que quieres es que te pida perdón lo hago de inmediato —dijo contrita arrebujando mi mano entre las suyas—. Perdóname, de verdad. Pero no entiendo que tiene de malo un mausoleo. “Es un problema de código —me dije intentando recomponer el galimatías

desarticulado de nuestra comunicación—. Es un problema de código.” Y ya no pude salir de ahí. No podía ser perversa una persona que responde a tu enfado con una actitud tan amorosa y comprensiva como la que Eva mostraba en este momento. O era una farsante de altos vuelos, o bien yo estaba hipersensibilizada por la pasión y me tomaba demasiado a pecho cualquier nadería. O tal vez ella, yo o ambas teníamos los cables cruzados y la comunicación fluía como un río en el enganche físico pero fuera de la cama se deshacía como un copo de nieve. Tenía la aguda sensación de que hablábamos idiomas muy distintos y de que, por más voluntad de entendimiento que le echáramos, estábamos construyendo una desconcertante Babel. Me vino una súbita inspiración: cambiaría

de registro, imitaría su perpetuo vaivén de actitudes y ¡voilà, a otra cosa! A lo mejor la táctica especular era la adecuada para entendernos. —¿Y de Carlos qué sabes? —pregunté echándome a su lado en la cama, haciéndome sitio con leves caderazos y encendiendo un cigarrillo. Si la tomé por sorpresa supo encubrirlo con maestría. —Aún no lo he visto. —¿Y eso? —le seguí la corriente despreocupadamente. —Está de viaje. Magra información, pero algo era. Carlos seguía ignorante del cambio de rumbo sexual o del actual divertimento de su novia, querida, amante o lo que fuera. Eva se encogió cuanto pudo en posición fetal y escondió su cabeza en mi axila, una de sus posturas favoritas. Pasé mi brazo por su espalda y dejé que mi mano se paseara por sus nalgas. Por lo visto no era tan difícil hablar de

ella como yo suponía. Me envalentoné. —¿Cómo le conociste? —Es una bonita historia. Verás, hace cosa de un año estaba con gente de por ahí tomando unas copas en un pub de Serrano y él llegó con unos amigos. Al pasar frente a nuestra mesa me miró, se frotó los ojos con los puños y me dijo algo así como “¿Estoy soñando o eres de verdad?”. Fue muy galante, ¿no crees? “Sí, muy galante —pensé. Yo quería conocer su situación sentimental, pero empezaba a sentirme mal—. Nada original, pero al menos no suena a burdel, que ya es decir.” —¿Y luego qué pasó? Eva me besó cariñosamente la axila y aspiró con fuerza. —¡Qué rico hueles! Pues quedamos en vernos y nos enrollamos. —¿Así, sin más? Alzó la cabeza y me miró intrigada. —¿Y qué más hace falta? —No sé, conocerse un poco, digo yo.

—Ya ni sabía adónde quería ir a parar. —Querida, te recuerdo que tú y yo nos fuimos a la cama el mismo día que nos vimos y no es que nos conociéramos mucho que digamos. Tenía toda la razón. ¿Qué era realmente lo que deseaba saber? —A mí me emocionaste desde el momento en que te vi, no me voy a la cama con cualquier desconocida. Se apartó de su escondite y se tendió de espaldas mirando al techo. Primer aviso. —Si es por eso, Carlos también se emocionó a la primera ojeada. —¿Y tú? —¡Vaya, el tío estaba muy bueno! —¿Y eso te bastó para acostarte con él? —También me bastó para irme a la cama contigo —respondió bastante seca. Se estaba hartando de las preguntas. Segundo aviso. Pero yo estaba lanzada. —¿Tú le amas, Eva? —Yo te amo a ti. Y, como dice aquél,

“con eso tengo bastante”. —Pero no contesta a mi pregunta. Decididamente yo había perdido los papeles. No es mi fuerte indagar con insistencia sobre los sentimientos ajenos y además su lógica era aplastante. Me sentía cada vez más inquieta por el rumbo de la conversación que, por otra parte, era de mi exclusiva responsabilidad. Seguí por inercia. —Quedamos en que ibas a hablar con él para plantearle la separación — reproché ya sin convicción. Mi tono no le gustó en absoluto. Se levantó lentamente de la cama y se apoyó contra el armario con los brazos cruzados. Su mirada me intimidó. —Está de viaje, ya te lo dije, por lo tanto es imposible hablar de nada. Tengo la impresión que no te fías un pelo de mí, y eso no me gusta. —¿No te parece normal que necesite saber qué lugar ocupo en tu vida? — protesté sin mayor empeño.

—Sí, y ya lo sabes. Te amo y no hago sino demostrártelo. Pero no puedo terminar con Carlos así como así, las personas no son adornos de bisutería de quita y pon y debo tener en cuenta sus requerimientos además de los míos. ¿No crees? De modo que una de dos: o respetas el tiempo que necesito o hasta aquí llegó lo nuestro. Tercer aviso y descabello. Mi miedo se tornó en pánico a perderla y los ojos se me llenaron de lágrimas. Me había pasado de la raya, lo reconocía, y si Eva se marchaba ahora no sabría cómo perdonármelo. —Tienes razón, estoy de acuerdo contigo —admití con un hilo de voz—. Discúlpame, por favor. —¿Confías en mí entonces? —remató. Asentí con la cabeza porque me fallaba la

voz. De haber sido Lassie le habría lamido la mano con gratitud. Pareció satisfecha, porque se acostó otra vez a mi lado dejando bien a las claras que se trataba de una concesión, pero no me importó. —¿Hacemos las paces? —propuse un poco más dueña de mis actos. Usó mi hombro a modo de almohada y ronroneó algo que interpreté como un sí. Puede que no lo fuera, pero me devolvió el alma al cuerpo. Habíamos sorteado con éxito nuestra primera disputa formal y la armonía retornaba de su fugaz exilio. “Te quiero tanto...”, murmuré en su oído. Dudo que lo oyera. Se había quedado dormida. 5 El mes de julio fue transcurriendo con una discreción imperceptible. Madrid era verde, sol y calor, y a medida que se acercaba la segunda quincena comenzó a despoblarse aún más de habitantes y a derretirse el asfalto bajo los zapatos. Fue uno de los julios más calurosos que se

recuerdan, y ni siquiera la caída de la noche traía alguna esperanza de brisa vivificante. El vínculo con Eva se estrechaba y enriquecía día a día, a pesar de sus esporádicas desapariciones que ella no explicaba ni yo indagaba. Pasábamos buena parte del tiempo en casa, charlando, amándonos y riendo por tonterías. Para mi tranquilidad el currículum amatorio de Eva parecía ya completado, y salvo alguna que otra mención de pasada no volvió a referirse a sus numerosos compañeros ocasionales de cama. Era de agradecer, porque por alguna razón ignota que escapaba a mi entendimiento esta parcela de su vida me provocaba un fuerte desasosiego, y prefería con mucho que me contara

anécdotas de ciudades como Londres, París o Vermont, en las que había vivido algunas temporadas para aprender idiomas. También mencionaba con frecuencia a su hermano Simón y narraba peripecias de sus viajes con lujo de detalles. Era una excelente contadora de cuentos y yo disfrutaba de ese talento suyo. Pero lo que más la divertía era jugar con mi pasado. A estas alturas sabía de mi biografía más que yo misma, como si se tratara de un objeto y se hubiera adueñado de ella. Armaba y desarmaba la historia de mis afectos como un Lego, y gustaba de pillarme en contradicciones insustanciales. (“¿Pero no quedamos en que a Raquel la conociste en el cine? Ahora te sacas de la manga que fue en un

Vips”, o “No, darling, recuerda que Tina apareció después de Paula, te haces un lío.”) Azuzada por su interés le hablaba de Lourdes, la profesora de taichi que nos daba clases a Lisa y a mí y por la cual me había sentido vagamente atraída. Para mí era una fruslería, pero Eva me sonsacaba hasta los detalles más insignificantes. ¿Lo había notado Lisa? ¿Cómo había reaccionado? ¿Pensé en dejarla por Lourdes o había percibido que ésta no me correspondería y había nadado guardando la ropa? Esmeralda, la profesora de lenguas y literatura a la cual yo dedicaba secretos poemas de amor en el instituto, era otro de sus blancos predilectos. “¡Anda que llamarse Esmeralda, es de chacota, no me explico cómo alguien con ese nombre

podía inspirarte nada!”. Yo le seguía la broma y hasta le recité algunos fragmentos de mis poesías de adolescente que hablaban de un amor imposible por la denostada Esmeralda. “Si rumbo a la nada vamos / y de la nada venimos / ¿para qué vivimos?” era el comienzo de un pareado dramático que le provocaba auténticos accesos de hilaridad. Mientras, las tardes transcurrían morosamente y hasta la caída del sol las persianas echadas mitigaban los efectos de un sol de justicia que recalentaba las habitaciones, inmunes al aire acondicionado. A eso de las once o doce de la noche buscábamos una brizna de aliento fresco en el paseo de Recoletos o en las terrazas de la Castellana.

Dormíamos juntas y Eva había justificado la ausencia ante sus padres so pretexto de que su amiga Nora convalecía de una operación de apendicitis y estaba a su cuidado. Asistimos a un ciclo de Quentin Tarantino y a la salida del cine desmenuzábamos las películas con fruición. Raras veces coincidíamos en los gustos. Eva, por ejemplo, encontraba que la violencia de Tarantino era “original y apasionada”, mientras que a mí me provocaba un rechazo visceral, además de un monumental aburrimiento. Hicimos también algunas escapadas de un día a Aranjuez, Ávila y Toledo. Eva sentía debilidad por esta última ciudad. “Ha de ser porque reverdece mis raíces judías —explicaba—. Imagínate, tres culturas en su apogeo conviviendo sin problemas. ¿Has leído a Maimónides?

¡Fascinante, me hubiera encantado vivir en aquella época y topármelo en alguna callejuela de estas!” Fue un mes de una armonía rotunda y vaporosa, con algunas interferencias debidas a esa necesidad imperiosa de Eva de encerrarse en sí misma de forma inopinada, como un animal herido. Entonces quedaba como entre paréntesis, con la mirada clausurada y la boca sellada por el silencio. Yo me limitaba a hacer mutis por el foro. “Me gusta cuando callas / porque estás como ausente...” Pero la mayor parte del tiempo una burbuja íntima nos hospedaba y parecía no haber sitio para nadie más. “¿Queremos vivir juntas?”,

nos preguntamos una noche caminando Hermosilla arriba de regreso a casa, tras un paseo por las terrazas. Ambas lo desechamos por diferentes motivos. Ella porque se definía como “muy tradicional” y quería un noviazgo en toda regla antes de la “boda”, aunque naturalmente con sexo incluido. Yo porque no deseaba aún abandonar mi apreciada solitud, y además —reserva que obvié mencionarle— esa ambigüedad suya con respecto a las relaciones me inquietaba bastante. Inclusive me hacía sentir un miedo oscuro que en ocasiones podía con mi ecuanimidad. Eva seguía postergando su ruptura definitiva con Carlos porque, decía, nunca hallaba el momento justo para plantearla. No me había dicho en su momento que se había hablado de matrimonio y encajé mal

la noticia, porque complicaba aún más las cosas. No obstante, aseguraba que apenas si se veía con él, y a pesar de la turbación que me causaba la sombra omnipresente de su otro vínculo me esforzaba por confiar en ella tal como le había prometido y no mencionaba para nada el asunto. Algunos de mis amigos y el resto de madrileños comenzaban a dispersarse. Descarté la idea de trasladarnos a El Escorial porque mis padres ya habían iniciado su tradicional diáspora veraniega y no dejarían la casa libre hasta finales de mes. Me lo había dicho mi madre por teléfono, aunque era evidente que había llamado para contarme la fuerte impresión que les había causado Eva. Después planeaban un viaje a Dinamarca en busca del frío y los encantos de Copenhague, que por alguna razón ignota era una ciudad que mi madre siempre había deseado visitar.

“Algo debió de sucederme en Dinamarca en una reencarnación anterior —explicaba—, porque desde pequeña he querido conocerla. Vete a saber las vueltas que da la vida.” “Las vueltas de las vidas, si seguimos tu razonamiento completo”, puntualizaba mi padre, a quien le divertía el sopicaldo de creencias de su mimada Virginia y a la que no negaba ningún capricho dentro de sus posibilidades. Alessandra me había enviado un nuevo ejemplar de Baciami ancora y en los ratos en que Eva no estaba en casa trabajaba en la traducción. Mi primera objeción a la novela era su título.

“Bésame otra vez” tenía gancho comercial, pero era poco apropiado. Sonaba excesivamente pos-posmoderno y hasta pop, pero sobre todo no casaba con el argumento dramático y descarnado que narraba ni con el estilo punzante de la Moretti. Una lectora o un lector potencial podía deducir por el título que se trataba de una de esas comedias de sobremesa tan en boga que narran historias sobre la current people y que abarrotan las librerías de best sellers. Era consciente de que la autora no admitiría otra traducción que no fuera la literal, pero de todas maneras dejaría constancia de mi discrepancia. Trabajaba a contrapelo, sacando fuerza de voluntad de donde no la había y por obligación al contrato firmado. Lo que más ansiaba en realidad era escuchar la

llave de Eva abriendo la puerta y que se apresurara a abrazarme. Se amoldaba con creciente facilidad a mi espacio y lo iba haciendo propio. Me gustaba verla trasegar en mi cocina inventando recetas incomibles, oírla regañar a la lavadora porque no entendía los programas y hasta disfrutaba de que se hubiera adueñado del control remoto del televisor. Le divertía hacer zapping sin detenerse más que brevemente en cada canal, con lo cual no veíamos un programa más de diez segundos seguidos y nos inventábamos collages delirantes. Mi homenaje simbólico a su buena predisposición fue erradicar la presencia de Lisa. Una tarde retiré todas las fotografías que había diseminadas por las habitaciones, incluido el pequeño portarretratos con su imagen de fotomatón que había en mi cómoda. Aunque evitaba

manifestarlo, sabía que a Eva le agobiaba la sensación de estar metida en un panteón. Por otra parte, yo no necesitaba recordatorios porque a Lisa la tenía grabada a fuego en la retina y en el alma. No obstante, me despedí no sin un punto de dolor de las fotografías besando su rostro mientras las envolvía en un paño y las guardaba en el altillo del armario de mi habitación. La ofrenda no escapó a la percepción de águila de mi nueva amada, y al regresar esa noche no dijo una palabra al advertir el vacío en las paredes pero mostró su complacencia invitándome a cenar a un restaurante cerca de la plaza de la Ópera que le gustaba especialmente. En cuanto al encuentro amoroso, iba de maravillas y la pasión inicial no sólo no aminoraba sino que iba in crescendo. Para ser heterosexual, Eva progresaba notablemente en el arte de amar a otra

mujer y yo disfrutaba intensamente con su creciente erudición. ¿O era yo la discípula? “Las hetero siempre traen hambre atrasada”, había sentenciado Silvia, y yo me estaba convenciendo de que no andaba muy descaminada. Eva era, con mucho, más insaciable, exigente y audaz que yo. Su cuerpo hermoso y deseable era un pozo inagotable de voluptuosidad, y no había vuelto a preguntarme aquello de “¿lo estoy haciendo bien?”. Me emocionaba sobre todo su placer ardoroso y el frenesí de sus sentidos, y poco a poco descubría con asombro a una Eva

desconocida hasta ahora. La austeridad verbal de los primeros días, por ejemplo, se había metamorfoseado en un lenguaje arrobado y poético que me llegaba al fondo de las entrañas. Apreciaba especialmente el cuidado que ponía en el vocabulario. En alguna ocasión aislada yo había mostrado sutilmente mi desagrado por determinadas palabras e iba desterrando expresiones como “correrse”, “polvo”, “irse” u otras similares que entre mujeres carecen de sentido. Concibió una primorosa metáfora para expresar la proximidad de su orgasmo: “Estoy subiendo”. Me pareció muy elocuente y me sumé a su hallazgo. “Subir” connotaba con acierto la bella percepción de que el placer es alado y te transporta hacia arriba hasta tocar el cielo con las manos. Pero pese a sus evidentes avances y al

continuo cambio de roles que jugábamos durante el encuentro amoroso, se mantenía fiel a esa actitud dominante y protagónica que había adoptado desde el principio. Yo sentía que para Eva hacer el amor era como un simulacro de combate que no admitía sino un triunfo memorable. Para mí, en cambio, no era una contienda sino una alianza alborozada entre dos mujeres que se aman, y donde el espíritu tenía mucho que decir y aprender. Su empeño belicoso lograba que más de una vez yo tuviera la impresión de estar copulando con un hombre al cual debía alabarle su pericia o consolar por sus fallos mecánicos. El efecto era desconcertante. —El orgasmo es un matiz, una esfumatura de las muchas que tiene el amor, no una meta olímpica —le dije una tarde en que el calor nos abrasaba por dentro y por fuera y pese a que estaba disfrutando intensamente no alcancé el clímax. —Lo que tú digas, pero no supe

satisfacerte y no has subido como yo —se reprochó molesta y entristecida. ¿O la reprimenda iba dirigida a mí? Me limité a besar sus párpados cerrados. Para el viernes 21 de julio estaba prevista en el Círculo de Bellas Artes una muestra antológica de los mejores artistas de un número limitado de galerías, y Retro estaba entre ellas. A simple vista no parecía una fecha idónea para una convocatoria de esta naturaleza, con Madrid en pleno éxodo, pero los organizadores habían apostado por la novedad y confiaban en que buena parte de los asiduos a las exposiciones de arte tendía a escoger otros meses para sus vacaciones. Por otra parte, era un buen reclamo para un sector de turismo extranjero culto y adinerado. Durante toda la semana Eva llegó por la noche muy tarde, extenuada y sin ganas de otra cosa que cenar e irse a dormir. Formaba parte del comité de organización

y Arancha le había traspasado a último momento la mayor parte de las gestiones administrativas y de relaciones públicas que se suponía eran de su competencia. Esos días me sentí atolondrada y deambulaba por el apartamento vacío como si me hubieran amputado un miembro y buscara su fantasma por los rincones. Me costaba creer que en un lapso tan corto de tiempo mi autosuficiencia se hubiera ido al garete, pero lo cierto es que las prolongadas ausencias de Eva vaciaban de contenido mis actos. ¿Dónde estaban mi disciplina, mi autarquía y mi gozo por la soledad?

Me instigué a trabajar con ahínco y de hecho lo hacía, pero constataba a cada párrafo que si bien la traducción era correcta y no traicionaba la gramática ni la sintaxis del lenguaje original, carecía de vuelo, de emoción, de ese perfume especial que transmite a quien lee un contexto que envuelve y supera lo literal. Cualquier estudiante aplicada podría hacer lo que yo estaba haciendo. Traducir de una lengua a otra no tiene mayor ciencia cuando se dominan ambas en profundidad, pero no era eso lo que se me pedía ni mi modo habitual de plantearme el trabajo. Me faltaba inspiración, planeaba a ras de tierra y el espíritu de la obra se me escapaba como agua entre los dedos. En las horas muertas podía ir al cine, por ejemplo, pero me daba pereza. O

retomar mis largas caminatas por El Retiro, pero hacía demasiado calor. Tal vez retarme a una buena sesión de ajedrez como solía hacer consultando Las cien mejores partidas de la historia, de John Britget, pero tenía la mente en blanco. Practicar taichi, embarcarme en la lectura de varias novelas que tenía pendientes y hasta pintar de blanco las puertas y los armarios, aburrida como estaba del color de la madera. Pero nada me atraía lo suficiente para llevarlo a cabo. En resumen: estaba catatónica. Un mediodía de aquellos en que remoloneaba ante mi plato de arroz integral llamó Ángela. Hacía bastante tiempo que no nos veíamos, prácticamente desde el alegórico funeral de Lisa en Cadaqués, y me alegró mucho que diera señales de vida. Era profesora de filosofía y se había acogido a una beca de intercambio de resultas de la cual había pasado tres años en Inglaterra. Por la síntesis que adelantó por

teléfono traía en su equipaje un dominio perfecto del idioma, una experiencia muy rica a nivel personal y un novio nativo de Liverpool de poca estatura, algo barrigón y de los de piercings en la nariz, orejas y pezones por el cual se le caía la baba. Quería verme cuanto antes, esa misma tarde si yo estaba disponible, pero me excusé y lo pospuse para otro día, oponiendo mi trabajo como escudo. No le hablé de Eva. Después de todo, Ángela había sido la mejor amiga de Lisa y mi retorno a la vida amorosa requería un reposado tête-à-tête. Cuando colgué me reproché de inmediato no haber aceptado su

invitación. ¿Por qué no vernos hoy mismo, si tenía tiempo de sobra? Ángela era una estupenda interlocutora, una mujer independiente y combativa que luchaba por la igualdad de derechos desde su colectivo feminista, y aunque yo no estaba de acuerdo con muchos de sus postulados valoraba su empeño. Vivía sola en su propio apartamento y era sensible y cálida. Tenía, como muchas de las mujeres de su edad y condición, un punto flaco que la acongojaba: a sus cuarenta y cinco años aún no había cuajado una verdadera historia de amor y ningún hombre le duraba más de pocos meses. Pero su sentido del humor le permitía reírse de sí misma y no convertía su supuesto fracaso en un monotema plúmbeo. Busqué en mi agenda el número de su casa y la llamé, pero salió el contestador

automático. Seguramente había telefoneado desde el móvil. Ya puesta, marqué el número de Alicia. No había devuelto mi llamada de hacía unos días y ésta era la tercera o cuarta vez que intentaba hablar con ella. Atendió la hermana de Paco, que había ido a la casa a regar las plantas. Alicia y Paco se habían marchado a Andalucía hacía una semana, como todos los años. Sí, su cuñada estaba perfectamente, ¿por qué lo preguntaba? Me despedí y colgué. Que mi amiga no hubiera interrumpido la habitual visita al pueblo de su marido era buena señal. Volví a mi plato de arroz ya frío y lo aparté desganada. Otra de las novedades de esta etapa absurda era la pérdida de apetito y mi añorado hábito de comer sola con placer. A la hora de planear mis comidas me volvía amnésica, había olvidado mi habitual recetario y tampoco

atinaba a prepararme una dieta variada y apetecible como acostumbraba. Recurrí entonces a los socorridos platos de pasta, arroz y ensaladas que mascaba sin convicción mirando el telediario. A la espera de Eva el reloj se convirtió en una obsesión. Consultaba la hora cada diez minutos y el tiempo no avanzaba a su ritmo normal sino hacia atrás. A eso de las siete de la tarde iba a la cocina para preparar la cena. Eva no tenía hora fija, pero solía regresar sobre las diez y media u once, y yo había decidido que mi amante debía reponer sus energías con una buena cena tras una jornada de bocadillos. Eché mano a un viejo libro de recetas internacionales que dormía en mi biblioteca y me dediqué a elaborar manjares exóticos que me ocupaban bastante tiempo. Eran los mejores

momentos del día. Elegía una música acorde con el momento y cocinaba acompañando a la Callas en El barbero de Sevilla o me unía a Luis Miguel, a U2 o a cualquier programa de radio. Una tarde en que trajinaba con las ollas llamó Alessandra. Cuando le conté qué estaba haciendo y por qué estalló en carcajadas. —No me lo puedo creer, te lo juro. Te has convertido en una auténtica ama de casa. ¿Y hoy qué le pones de cenar a tu media naranja? —Lo hago por placer, tonta, no le veo la gracia —repliqué sosteniendo el auricular entre el hombro y la oreja y acercándome la sartén humeante todo lo que me permitía el cable—. Llega extenuada y quiero que tenga delante un plato caliente. Mi amiga no cesaba de reír, estupefacta por mi súbita obsesión

por la gastronomía. No es que el hecho de cocinar fuera un acontecimiento. Cuando paraba en su casa de Roma saboreaba con gusto mis especialidades y ensalzaba mis dotes culinarias. Pero por lo visto, lo que le causaba tal hilaridad eran mis motivaciones y el modo de exponerlas. —¿Y te come bien? —preguntó con esa sorna que sólo Alessandra sabía expresar tan bien en su italiano barriobajero. —Hasta el último bocado. Incluso rebaña el plato con pan —respondí, ya contagiada de su causticidad. —Marietta, cariño, pongámonos serias. ¿Te das cuenta de lo que estás haciendo? —Arepas de harina de maíz rellenas con un revuelto de pollo deshuesado y huevo. Hoy toca comida venezolana. “Cuidado —pensé—. Va a sacudirme con una de las suyas y lo peor es que tendrá razón.” La intuición no me falló. —No. Lo que haces es perder

independencia, lo cual me parece alarmante. ¿Te ha exigido Eva que la esperes con la cena en la mesa? —Ni por asomo, bueno sería, cocino porque me sale de los ovarios. Además, no recuerdo haber pedido tu opinión acerca de lo que hago o dejo de hacer — solté con brusquedad. Me sentía confundida y trajinaba briosamente con una cuchara de madera, mezclando el pollo triturado con el huevo revuelto. Aguardó unos instantes antes de seguir hablando. —Creo que me he pasado de la raya, discúlpame, cara. Pero sé sincera... ¿Estás bien?

—No te disculpes, Alex —me apresuré a decir—. En parte tienes razón. Estoy bien, estoy divinamente, pero tengo tal enganche con Eva que cuando no está me siento perdida y falta de consistencia. —Ya sabes cómo se llama eso y a qué conduce, ¿no? —Dímelo —le pedí en un arranque—. Creo que necesito oírlo. ¡No! —me arrepentí de inmediato—. Mejor déjalo estar, prefiero no menearlo. La escuché suspirar hondo. Hablaría de todos modos. —Estás subyugada. Y la palabra viene de yugo. Si desde ya te adjudicas el rol de sumisa luego la acusarás de tiránica y no será justo ni para la una ni para la otra. ¿Entiendes lo que te quiero decir? Claro que la entendía. Una vez más había puesto el punto a las íes a una emoción borrosa que me perturbaba. Pero esta vez me molestó más de la cuenta su tonito maternal de marisabidilla y me rebelé como una cría.

—De acuerdo, meditaré sobre ello en posición de yoga, pero se me quema la fritura y si no te importa te llamo otro día, ¿vale? Ah, y gracias por el libro, eres un sol. Un besazo, ciao, ciao. Cuando colgué me di cuenta que la había dejado con la palabra en la boca pero ya era tarde para disculparme. “¡Sumisa, qué estupidez! —rumié sacudiendo con energía la sartén porque el revuelto insistía en pegarse al fondo—. Es un cielo de amiga, pero a veces se excede en su papel de abogada del diablo. Además no tiene pareja fija desde hace un montón de años, y es la menos apropiada para dar consejos.” ¿Y yo la tenía? ¿Eva era mi pareja? No sabía qué respuesta dar a mi propia duda y tampoco tenía ganas de ahondar en el asunto. La charla me había dejado aún más inquieta de lo que estaba, empezaba a enfadarme conmigo misma y la vajilla sufrió los efectos. La fuente de loza destinada a presentar las arepas se me

escurrió entre las manos y se hizo añicos, mi olla preferida de acero inoxidable se quemó inexplicablemente y tuve que echar el pollo en una nueva. Al verter el aceite, la taza donde suelo medirlo voló por los aires. “María, te has pillado un berrinche de los buenos”, procuré razonar con mi otro yo. Ahora venía el trato mayestático, seguro. “Vamos a calmarnos un poco, esta situación carece de sentido y creo que nos conviene una pausa.” Apagué el fuego con la comida a medio hacer, fui al salón y me tumbé en el sofá a fumar un cigarrillo. Traca, traca, traca, no paraba de pensar. La música de Zap Mama a todo volumen me estaba poniendo histérica. Le di al stop y elegí a Enya como compañía. Enya nunca falla. En pocos minutos empecé a sentir un sopor afable y reconciliador que fue adormeciéndome como una nana. Intenté una nueva llamada al interior de María. La noté más

sosegada y dispuesta a discernir sin llegar a las manos. Sí, estaba subyugada. ¿Para qué negarlo? Nunca antes había sentido una sensación parecida. A Lisa la había amado con un amor inconmensurable y el sosiego convivía con la pasión como la pleamar con la playa, sin grandes sobresaltos ni congojas. Lo que sentía ahora era completamente diferente. Eva despertaba en mí sensaciones ancestrales, atávicas y bastante turbulentas. Alimentarla, por ejemplo. Me procuraba un intenso placer que saboreara mi comida, más aún, yo me encarnaba en los trozos que llevaba a su boca y al comerlos me metía dentro de ella como una nutria en una madriguera ajena. Pero las palabras de Alessandra todavía resonaban en mi cabeza y me irritaban. ¡Subyugada, qué sabría ella!

Agasajar a tu amante es un síntoma de amor y no de prisión. Las amazonas cubrían de pétalos de flores y esencias olorosas el lecho donde dormían con su amada y algunas se rapaban el vello del pubis para ofrendárselo en señal de devoción. ¿Por qué habría de ser reprobable algo tan inocuo como preparar una cena? Me aposenté en esta cómoda disquisición como en un blando colchón de plumas. Pero una idea obstinada se abrió paso a empellones por entre mis ajetreadas neuronas y lanzó su duda: si actuaba en libertad y por puro placer, ¿por qué estaba tan irritada en lugar de complacida? No comments. ¡Vaya con la idea, qué fastidiosa! No podía haber sido más inoportuna. La armoniosa Enya era ahora un puro aburrimiento y quité el CD.

Haciendo acopio de mi afamada “fuerza de voluntad”, volví a la cocina y comencé a reparar los daños. Barrí con energía los restos de porcelana esparcidos por el suelo, sequé con un trapo el charco de aceite que engrasaba las baldosas y comprobé con disgusto que mi exótica comida venezolana era una bazofia incomible. Estaba cavilando un plan B cuando llegó Eva. —¡Eh, de la casa! —gritó cerrando la puerta tras de sí—. ¿Dónde está mi María favorita? Miré el reloj. Eran las ocho y media. Cuando entró en la cocina yo estaba con la olla en la mano contemplando el comistrajo que yacía en el fondo. —Hola, darling, hoy pude escaparme antes. ¿Qué hay para cenar? ¡Tengo un hambre!

—dijo acercándose para abrazarme. Percibió al instante que algo no funcionaba—. ¿Qué ha pasado? Tienes cara de aprendiz de cocinera enfadada. La observación acabó conmigo. —Tú lo has dicho. Soy la cocinera oficial, una señora de su casa a quien se le ha arruinado la cena. Y si tienes hambre el mundo está lleno de McDonald’s. Dicho lo cual abandoné la cocina con aires de dama decimonónica ofendida en su honor. Eva no dijo ni una palabra, pero juraría que se desternillaba de risa a mis espaldas. —¿Por qué tenemos que salir tan temprano? La muestra se inaugura a las

ocho y media y la puntualidad madrileña no es precisamente británica —dije a voces desde la ducha. El agua caliente salía hirviendo. Cerré el grifo y mantuve abierto sólo el del agua fría. —Porque antes quiero pasar por mi casa para cambiarme, darling — respondió Eva desde el dormitorio. —¿Y por qué no te has traído tu ropa? —Apenas he tenido tiempo y además pensé que te gustaría conocer a mis padres. Salí desnuda del baño y dejé que mi cuerpo se secara al aire. Hacía tanto calor que no soportaba ni siquiera el albornoz. Eva estudiaba detenidamente la ropa de mi armario y la abracé por la espalda apoyando mi cabeza en su nuca. “Quiero que todo el Círculo vuelva la cabeza cuando te vea entrar”, había decidido al

despertarnos de la tórrida siesta. Le ofrecí que eligiera mi vestimenta y la sugerencia la entusiasmó. Para ella era una noche muy importante, había trabajado duro y no quería que hubiera ningún fallo. Sentía el evento como de su propiedad y yo tenía el honor de ser su acompañante. Su cara rezumaba orgullo cuando me entregó la invitación como si fuera un bien escaso que sólo ella podía proveerme. Le oculté que ya la había recibido por correo hacía cosa de una semana y que la había tirado a la papelera. Presumía de influyente y no pensaba quitarle la ilusión. —Tampoco hay mucho donde elegir, querida. Se nota a la legua que la vida social no es lo tuyo. ¿Y ese traje negro tan mono que te pusiste en el Winkler? El pseudo Armani, digo... —Aún está en la tintorería. —De haberlo sabido nos hubiéramos dado una vuelta por las tiendas de Ortega y Gasset y comprado algo para la ocasión —comentó ante mi exigua colección de

ropa suntuosa. —¿Ortega y Gasset? ¿Pero con quién te crees que estás, guapa? Soy una humilde trabajadora, y un traje en cualquiera de sus tiendas me habría arruinado por una larga temporada. —Te lo habría regalado yo, por supuesto. Eva era espléndida con el dinero, y más de una vez yo me había preguntado cuánto ganaba en la galería. Retro era una de las más importantes, pero dudaba que le pagaran sumas elevadas. Supuse que además de un salario iba a comisión por venta realizada o por establecer contactos. Sabía por Esteban que en el mercado de arte el dinero gordo se mueve más en la bodega que en el escaparate y quizá Eva participaba en ese trasiego. Se decidió por fin por un traje de falda

y chaqueta de color gris perla. —Este conjunto promete. Pruébatelo a ver si me gusta. —Ni hablar. Es una tela muy calurosa, tendría que llevar blusa y el Círculo atestado es un auténtico microondas. —Pues entonces ya me dirás, no veo otra cosa mejor... —Estás un poco fuera de onda, Eva. Este conjunto vale para una boda, no para una reunión informal. —¿Informal? —se encrespó—. ¿Pero tú te conoces la lista de invitados? Empieza por el alcalde y siguen varios concejales, directores de bancos, presidentes de fundaciones, altos ejecutivos, prensa... —¡Eh, para, para, ya vale! —la corté

—. No soy una palurda, si es lo que estás insinuando. Ya estábamos. Peleándonos por los donuts. En cuanto entró en el baño me enfundé el conjunto que había elegido. Yo le tenía bastante manía. Lo había estrenado en las bodas de plata de mis padres por exigencia de mi madre. “Viene la familia de Stefano desde Italia y no quiero que mi hija parezca una pordiosera”, había dictaminado. Por supuesto, Lisa me acompañó a la fiesta, y por una sandez que ya ni recuerdo mantuvimos una discusión que duró horas. Nunca habíamos tenido una disputa tan fuerte. Nos dijimos cosas horribles y lloramos como Magdalenas convencidas de que era el fin de nuestra relación. Lo cierto es que prácticamente lo fue, porque

murió pocos meses después. Devolví el traje al armario. Tenía ganas de ponerme cualquier cosa que no viniera a cuento, algo transgresor, y tras unos momentos de cavilación me decanté por unos vaqueros negros y una blusa de corte bastante masculino del mismo color. No era para nada provocativo porque sabía que muchas mujeres irían de pantalón, pero a mi duendecillo burlón le apetecía llevarle la contraria a Eva. —¿Qué te has puesto? —protestó airada al verme—. Se nota a la legua que eres lesbiana. —Soy lesbiana, Eva —dije remarcando el “soy”—. ¿Te da vergüenza que te vean conmigo? —No es eso. —Ya, entonces es que no me quieres bien. —Claro que te quiero, boba, pero no porque seas homosexual, sino como persona —adujo secándose enérgicamente la espalda con la toalla.

—¡Amiga, ahí sí que te engañas! — repliqué zumbona—. Te caliento precisamente porque soy lesbiana y encuentras en mí lo que andabas buscando. Por otra parte, se supone que el hábito no hace al monje. —Pero es que... —No supo seguir y se sentó encima de la cómoda mirándome con desolación. La vi tan contrariada que estuve a un tris de cambiarme, pero me sentía muy a gusto en mi piel y seguí batallando con el cinturón para lograr ese efecto de caída libre desde la hebilla que completaba el look Silvia. Me concedí, eso sí, una buena mano de maquillaje para contrapuntear el efecto lesbi, y me adorné con el anillo de rubí y el colgante de espiral, ambos regalo de Eva. El espejo me devolvió una imagen con una cierta “pluma” pero desenfadada, elegante y sexy. Mi rostro

arrebolado como una adolescente rebelde me hizo sentir francamente bien. —¿Y además zapatos planos? — preguntó Eva que no se apeaba de la cómoda, los brazos cruzados y el gesto enfurruñado—. Al menos ponte pendientes... —Que no, mamá, que hoy no me pongo pendientes, no van con el resto. ¿Vas a castigarme dejándome sin fiesta? Mi imprevisible amante. Lo que menos esperaba era que saltara de su atalaya y me abrazara como una llama ardiente. —¿Te confieso una cosa? —musitó en mi oreja mientras se ensañaba mordiéndola a pequeños bocados—. Me excita un montón cómo te sienta esta ropa,

estás muy provocativa y el primero que se te acerque se las tendrá que ver conmigo. —Yo de ti me cuidaba de la primera que me sonría... ¿O aún no te convences de que mis endorfinas reaccionan en exclusiva ante los estímulos femeninos?¡Y quita tu palma de mi cabeza porque me estás poniendo a mil! Avanzábamos por la avenida de Joaquín Costa cuando el semáforo nos detuvo en la plaza de la República Argentina. Eva aprovechó el tiempo muerto para aleccionarme. Su familia y en especial su madre concebían la homosexualidad como una perversión y palabras como lesbiana o gay estaban erradicadas de su vocabulario. —No son tus padres, para entendernos —añadió—. Así que te pido la máxima discreción.

Por mí podía estar tranquila, le aseguré. No suelo ir pregonando mi identidad a los cuatro vientos, básicamente porque considero mi intimidad un regalo que no ofrezco a cualquiera. Por otra parte, me hacía cargo de que su familia era tradicional como buena parte de las familias españolas y no iba a ser yo quien les moviera los esquemas a los Zamorano. “Ahora entiendo por qué insistió tanto en el cuidado de mi vestimenta”, pensé con cierto remordimiento. Cuando el semáforo se puso en verde giró a la derecha por Doctor Arce. —Y ahora cierra los ojos y no los abras hasta que yo te diga. ¿De acuerdo? —¿Y eso? —pregunté. —Me hace ilusión llevarte por primera vez a mi casa y que topes con ella por sorpresa. ¿O es una gansada por mi parte? Todo lo contrario. Me pareció un juego

gracioso y cerré los ojos obediente. Conozco Madrid bastante bien y pese a ir a ciegas me di cuenta que al girar por segunda vez habíamos cruzado Serrano. Pero a partir de ahí el corto rodeo me desorientó por completo. Eva paró el coche con brusquedad, puso el freno de mano y anunció: —Ya hemos llegado, puedes mirar. Supongo que esperaba alguna muestra de admiración por mi parte, pero lo cierto es que lo primero que vi fue una calle estrecha y arbolada de las muchas que caracterizan a la colonia de El Viso y una casa de generosas dimensiones igualmente representativa. —¡Muy propia! —fue lo primero que me vino a la boca. La flanqueaba un alto muro de piedra, y al trasponer el portalón de hierro se accedía a un jardín de medianas dimensiones. Algunos árboles añosos daban buena sombra a la parcela. Me llamó especialmente la atención una

voluminosa higuera que retrepaba por el muro y dejaba caer algunas de sus enormes ramas hacia la acera. Por dentro la casa era mucho más suntuosa de lo que permitía suponer su fachada común a casi todas las del barrio. Se distribuía en tres plantas más un altillo y un sótano, amén de un garaje con capacidad para dos coches. Desde la calle se accedía a un amplio vestíbulo de entrada y a su derecha se abría una gran puerta de dos hojas de nogal castaño claro que daba al salón. Hasta el menor detalle revelaba que había mucho dinero invertido en el mobiliario y la decoración. Muebles de estilo, algunos cuadros de firma, lámparas, jarrones, bibelots y todo tipo de detalles ornamentales delataban su procedencia de almonedas y subastas de auténticas antigüedades.

Me había imaginado una casa más explícitamente judía, pero lo único que evidenciaba la religión de sus ocupantes era una pequeña menorah de plata, el candelabro litúrgico de siete brazos. Era un prodigio de orfebrería primorosamente tallado a mano que adornaba, junto a otros objetos del mismo metal, la chimenea de mármol que ocupaba buena parte de la pared principal. Sin embargo y a primera vista, parecía no haber sido nunca utilizado. Lo cierto es que nunca había estado en un hogar judío español y carecía de puntos de referencia para entablar comparaciones. Conocía la casa de Gina, la madre de Alessandra, también de origen hebreo. Su humilde vivienda de modista sí evidenciaba las huellas de su fe. Un sencillo tapiz de tela azul con la estrella de David en dorado pintada a mano daba la bienvenida a los huéspedes apenas cruzar el umbral, y además de la imprescindible menorah de modesto

peltre que lucía sus siete velas encendidas todos los viernes, había otros objetos de clara connotación judía. Me gustaba especialmente un cuadro naif pintado por ella y en el que se veía a una mujer palestina y a otra hebrea asidas de la mano portando una pancarta con el lema “Paz Ahora”, el movimiento pacifista laico con el que Gina simpatiza y colabora en la medida de sus posibilidades. Discretamente ensamblado en la amplia escalera de madera había un pequeño ascensor sin duda habilitado para facilitar el acceso del padre inválido a las distintas dependencias. Todo parecía guardar un orden perfecto e inmutable y hasta el más insignificante de los numerosos almohadones que adornaban

sillas y sillones lucía abombado y en su ángulo correcto. El conjunto desprendía una atmósfera a casa deshabitada, como muerta. Sentí una absurda incomodidad parecida a la tristeza. “Esto sí que es un mausoleo. Es más, parece un velatorio sin cuerpo presente.” Eva me dejó en el salón y subió corriendo las escaleras. —¡Mamá, papá, soy yo! ¿Dónde está todo el mundo? Escuché las voces en sordina de Eva y otra mujer, evidentemente su madre, y a poco ésta bajó las escaleras escudriñándome como si me hiciera una tomografía. Creo que no le gustó un ápice mi pinta, pero vino hacia mí luciendo una ancha sonrisa que recordaba bastante a la de Eva. Me impactó su porte majestuoso.

Alta, esbelta, el pelo de reflejos cobrizos recogido como si acabara de salir de la peluquería y vestida con una elegancia inusitada para estar por casa. “Seguramente viene con nosotras al Círculo”, pensé. Una estupenda mujer, sin duda, en el punto justo de su madurez. Se parecía y no se parecía a su hija. La ambigüedad resultaba turbadora. Yo había quedado plantada en medio del salón, bastante cohibida, y en cuanto llegó a mi lado me dio un par de besos en las mejillas. Para ser exacta, apoyó sus mejillas en las mías y los besos fueron al aire. —¡María, que alegría conocerte, con lo mucho que mi niña me ha hablado de ti! Llámame Esther, te lo ruego, de lo contrario lograrás

que me sienta Matusalén. Pero siéntate, mujer, ponte aquí así te tengo cerca —exclamó señalando un sillón Luis algo. Su voz sí que era idéntica a la de Eva y la modulaba con esa maestría que da, supongo, el roce social. Obedecí como una autómata. Ella, por su parte, se aposentó de manera imperceptible en el tresillo contiguo palmeando familiarmente una de mis rodillas con la punta de los dedos. Me costaba creer lo que oía. ¿Su hija le había hablado de mí? Entonces... ¿A santo de qué tanta advertencia previa? Me distendí bastante. Por lo menos evitaríamos hacer el paripé. Eva regresó al salón y se quedó de pie detrás de su madre. La abrazó con mimo y me guiñó un ojo cómplice. Sentía debilidad por ella y se notaba a las claras. Esther se desasió con un gesto medido sin

perder la sonrisa. —Eva, cariñín, que me despeinas. Ven, siéntate a mi lado —le indicó dando golpecitos en el tresillo. Y a mí me dijo —: Quiero que sepas que tanto Isaac como yo te agradecemos tu hospitalidad para con nuestra hija. Ofrecerle tu casa fue todo un detalle, querida. —No tiene por qué darlas, seño... Esther —logré rectificar. ¿O sea que también sabía que su hija dormía conmigo? ¡Pero si yo estaba presente cuando Eva le telefoneó desde casa y le explicó que Nora había sido operada y necesitaba de sus cuidados! No entendía nada y miré a Eva de soslayo. Me hizo una seña como diciendo “tú deja correr”. Esther seguía hablando. —... Ese caserón antiguo tan mono en Arezzo, en... —miró a Eva— ¿cómo se llama exactamente el sitio? —Sansepolcro —contestó Eva

impávida. —Eso, vaya nombre, estos italianos son tan creyentes... ¿Hace mucho que tienes residencia allí? Una herencia, supongo... —me preguntó. Yo no atinaba a articular palabra, pero para mi suerte siguió hablando sin esperar respuesta—. Lo más loable es que sin conocerla de nada la invitaras a pasar unos días contigo y tus amigos, hija, un detallazo. Por cierto, niña, ¿cómo fue la historia? Sé que me la contaste con pelos y señales, pero ya sabes lo despistada que soy... Volví a mirar a Eva. Debí de haber sido muy expresiva, porque se apresuró a intervenir para sacarme del apuro. Mintió con absoluta naturalidad. —Ni falta que hace que me recuerdes tus continuos despistes, madre. El caso es que regresaba de Milán en tren y a la altura de Arezzo me di cuenta que había perdido el billete de avión y... ¡Pero si ya te lo conté! —Pues refréscame la memoria, ten

compasión de tu anciana madre olvidadiza —pidió Esther con tonillo engatusador. “Sí, refréscame la memoria, bonita, dime cómo me conociste”, ordené con la mirada. Eva suspiró afectando paciencia y acabó la fábula de carrerilla. —Entonces me apeé allí, llamé a Gino y como no había otro vuelo hasta la semana siguiente y no tenía casi dinero me quedé colgada sin saber qué hacer. Por suerte estaba María en la estación esperando a no sé quién, tenía pinta de buena gente, la abordé y en cuanto le conté lo apurada de mi situación me ofreció albergue en su casa de Sansepolcro. Increíble. Cualquiera me cuenta la versión de nuestro encuentro que Eva

daba a su madre y le acuso de falso y maledicente. Pero la estaba oyendo en persona y no había margen de error posible. Esther volvió a palmearme las rodillas. —Un cielo de mujer, María. Muchas gracias de nuevo. Lo cierto es que todas las amigas de Eva son un amor, tiene el don de saber elegir a sus amistades. ¿Y tú a qué te dedicas? —Soy traductora de italiano y colaboro en exclusiva con la editorial Ónix —dije con un hilo de voz. —¡Traductora, qué delicioso! Adoro a la gente que domina a la perfección otro idioma. Deberías tomar buena nota, cariñín —conminó a Eva y volvió a mí—. La hemos enviado a Londres un par de años y a Estados Unidos otros tres ¿Crees que habla el inglés como debería? ¡Pues no! —Y a Eva—: Eso es pereza, no sé a quién has salido tú, porque desde luego ni tu padre ni yo tenemos ese feo defecto. Me sentí en la obligación de abogar por

Eva. —Sin embargo domina muy bien el francés... —Ahí llevas razón —dijo Esther moviéndose un palmo sobre el tresillo, procurando no arrugar la falda de su impecable traje chaqueta—. Pero no me negarás que el inglés es el inglés, y para su trabajo es imprescindible. Su trabajo. A saber cuál era. Crucé mentalmente los dedos rogando por no sufrir otro fiasco. —El mercado de arte se hace cada vez más internacional, ya sabes, y tienes que manejarte con el idioma común que, nos guste o no, es el inglés —añadió Esther. ¡Uf, menudo alivio! La galería era real, después de todo. Sonreí por hacer algo con la cara—. ¡Pero cómo somos, monina, no le hemos ofrecido nada a María, qué va a pensar de nosotras! ¿Te apetece un té, una copa, un tentempié? —ofreció—. No te prives, pareces algo tímida... ¿Tímida? ¡Estupefacta, querría decir!

El caso es que necesitaba algo fuerte y opté por un whisky, bebida que detesto, haciendo caso omiso de Eva que mediante señas me indicaba que no aceptara invitaciones. Esther hizo repicar una campanilla de oro macizo que ignoro cómo surgió en su mano con tal prontitud y en pocos instantes apareció una doncella delgada y pálida como una figura de porcelana. ¡Caramba, tenían doncella! “Son ricos — pensé—. Es lógico. Seguramente contratan también a una enfermera fija para el cuidado del enfermo.” —Por favor, Lali, tráiganos dos Chivas y... —Miró a Eva—. ¿Tú qué bebes, niña? —Yo nada, mamá. En realidad tenemos bastante prisa, tengo que estar en el Círculo sobre las ocho para anticiparme a los invitados. —Pero antes María se bebe su copa —

sentenció la madre. Quedaba claro que sus deseos eran órdenes. Se volvió hacia mí y estaba interrogándome sobre mi estado civil cuando un hombre alto y moreno irrumpió en el salón. Al momento supe que era Simón, el hermano de Eva. No había exagerado al describirlo. Realmente era bello y sus ojos marrones desprendían esa seducción ecuménica marca de la casa. De haberse dedicado a top model las casas de alta costura se habrían rifado sus servicios. El parecido con Eva era notable y podrían jurar que eran gemelos sin que nadie lo pusiera en discusión. A Eva se le encendió el rostro al ver a su hermano y, a espaldas de su madre pero de manera que yo la viera, le miró y

luego desvió su mirada hacia mí. Simón asintió con un gesto imperceptible alzando una ceja y se inclinó para besar a su madre en la frente. —Hola, bella dama, autora de mis días. ¿Está papá arriba? Tengo que hablar con él ahora mismo. Hola, hermana —dijo pellizcándole la nariz a Eva, que le devolvió una palmada en el trasero. Se volvió hacia mí y me contempló unos instantes, erguido cuan alto era, los brazos cruzados hasta que por fin habló—: María, supongo. ¿Por qué percibía un hálito de conspiración cortesana? Miró fugazmente a Eva y esta vez fue ella la que asintió levemente con la cabeza. Le tendí la mano, pero me atrajo hacia él y me besó suavemente en ambas mejillas. —Nice to meet you —dijo—. Eva nos ha hablado de ti. En ese momento la criada regresó con una bandeja que depositó sobre la historiada mesilla de mármol que había

delante de las butacas y mientras llenaba los vasos Esther comentó con su contumaz entusiasmo: —Sobre eso conversábamos precisamente. Le decía a María lo agradecidos que estamos por su hospitalidad hacia Eva. —Indicó a su hijo que el whisky era para mí. —Sí, claro, muy agradecidos —dijo Simón esbozando una sonrisa equívoca. Me tendió la copa sin desviar un ápice su mirada penetrante—. Yo también me sumo a las albricias por cuidar tan bien de mi hermana. Ten, tu copa ¿Tú qué bebes, desastre? Eva se limitó a señalar su reloj de pulsera. —Okey, tienes prisa. Y además ya

estás pero que muy bien servida... Los hermanos soltaron al unísono una sonora carcajada y Simón susurró algo al oído de Eva que aumentó aún más la jarana. Esther se sintió en la obligación de disculparse conmigo. —No les hagas ni caso, se pasan el rato intrigando sólo para fastidiarme. ¡Niños! —les recriminó como si realmente lo fueran—. Secretos en reunión es de mala educación. Simón, cariño, si no vas a beber nada vete con tu padre y de paso le preguntas a qué hora es esa bendita cena. Es la cena anual de una de las empresas para las que trabaja Isaac y, chica, cualquiera se niega... —me explicó cortésmente. Yo me mantenía en silencio pero registraba toda la puesta en escena. Esther me recordaba a una actriz hierática y gélida que en la secuencia cumbre se mantiene de pie, desafiando heroica las balas enemigas mientras a su alrededor los soldados caen como moscas, y Simón

y Eva a una pareja perfectamente acoplada que se comunica a través de estímulos electromagnéticos desdeñando el código verbal de los seres vulgares y corrientes. Yo, naturalmente, era la espectadora de turno y procuraba no desentonar en mi papel. Tras un saludo colectivo a lo Gran Houdini, Simón subió ágilmente las escaleras. Eva le siguió con la vista hasta que ya no le vio y me dijo: —María, si no te importa acaba tu bebida, se nos hace tarde. O súbete la copa y me esperas en mi habitación mientras me cambio. ¿Te parece bien, mamá? —¡Por supuesto! —Tercera palmadita en mi rodilla—. Estás en tu casa, querida. —Gracias por su hospitalidad, Esther —dije recordando que yo también tengo buenas maneras—. Hasta ahora. Posé el vaso en la bandeja y al ponerme de pie comprobé que estaba algo mareada. Un Chivas y con el estómago

vacío no es precisamente una de mis especialidades. Me devoraba la curiosidad por echar un vistazo arriba. Las escaleras despiertan en mí una morbosa atracción por saber adónde conducen. Pero sobre todo necesitaba estar a solas con Eva. Quería preguntarle un par de cosas, o tal vez unos pares. La segunda planta constaba de tres habitaciones y dos baños. La que estaba más cercana al rellano de la escalera, y tras una puerta de roble cerrada, era la alcoba matrimonial. Siguiendo el pasillo venía el estudio de Isaac y la restante habitación tenía su explicación aparte. —Siempre han dormido juntos, pero desde el accidente mi padre se trasladó a la que era habitación de huéspedes — explicó Eva buscando mi mano para apretarla con fuerza y bajando la voz—. Me moría por tocarte. ¿Qué me das? Ahora no sé cómo se las apañan... Me costó unos instantes entender que se

refería a las relaciones sexuales de sus padres. Qué cosas, yo nunca había imaginado a los míos ejecutando tales menesteres. La puerta del estudio estaba entreabierta y se oía la voz de barítono de Simón bastante alterada. Eva golpeó suavemente con los nudillos y acto seguido abrió la puerta sin esperar respuesta. —¿Interrumpo? Hola, padre, quiero presentarte a una amiga. Simón la fulminó con la mirada. Era obvio que habíamos irrumpido en medio de una conversación bastante tensa, pero Eva se disculpó frunciéndole la nariz a su hermano y me plantó frente a su padre. La silla de ruedas no lograba atenuar la corpulencia de un hombre de pelo entrecano y mirada un tanto acuosa que me

tendió la mano con educación. —Isaac Zamorano, es un gusto conocerte. ¿Y tú eres...? —María Corradi, señor. Encantada — contesté correspondiendo a su débil apretón. Me cayó bien de inmediato, o al menos mucho mejor que su madre. Su rostro irregular y de nariz aguileña transmitía un mensaje de vulnerabilidad mucho más antiguo que su actual estado de minusvalía, y que poco se correspondía con la hermética caja fuerte que había descrito Eva camino de Venecia. Si la combinación para acceder a su interior se

había extraviado no parecía responsabilidad de Isaac. Por el contrario, daba la impresión de pedir a gritos un algo de comprensión. El estudio era muy espacioso y un gran ventanal que daba a la calle a la altura de la copa de los árboles permitía que la luz entrara generosamente a través de sus cristales. Era tal el acúmulo de ordenadores, escáneres, faxes, teléfonos y cables que se asemejaba más a la redacción del New York Times que al

despacho de un particular. Recordé que era ingeniero y su especialidad al ver en un monitor de muchas más pulgadas que el mío el esbozo de un puente monumental en 3D. La imagen me impresionó y me quedé mirándola fijamente. —¿Te interesa la tecnología? —me preguntó Isaac con voz un tanto ronca. —No especialmente, lo que me ha impactado es el diseño, creo. Más que un puente parece el ala de un ave majestuosa a punto de remontar el vuelo —contesté. Isaac pareció complacido y miró a su hija: —Me gusta tu amiga. Es imaginativa. Acaba de definir en una frase lo que intentaba explicarle a Simón —dijo con afabilidad—. No estamos muy de acuerdo en ciertas concepciones estéticas y le he puesto de ejemplo esto, mi último proyecto, un puente que deberá unir la capital húngara de Buda y Pest sin trastornar la armonía urbanística de la ciudad. Simón lo encuentra demasiado

futurista. —No he dicho eso, papá —refutó éste con irritación—. Lo que te discuto es su viabilidad técnica, no tergiverses mis palabras. Eva besó a su padre y éste le alborotó el pelo con la mano. —Mmm, mejor nos vamos —dijo Eva —. Huelo a bronca y además tenemos los minutos contados. Les sonreí a los dos y subimos a la tercera planta, idéntica a la de abajo. Una de las habitaciones era la de Simón, otra la de Eva y la del fondo la destinada a los huéspedes. —Esos dos están siempre de pique profesional —explicó Eva en cuanto estuvimos en su alcoba—, pero lo paradójico es que Simón es mucho más conservador que mi padre. Yo estaba deseando quedarnos a solas y apenas abrí la boca para hablar Eva apoyó un dedo en mis labios. —Shhh. Ya sé lo que vas a decir. Te

advertí que no son tus padres, y habrás podido darte cuenta que a mi madre no puedo contarle cómo nos conocimos realmente. —Si te soy sincera, lo que me asusta no es tanto la mentira en sí sino la facilidad con que la manejas —le dije mientras echaba un vistazo a la habitación. Se desnudó en un santiamén arrojando la ropa al suelo y entró en el pequeño cuarto de baño que incluía la alcoba. Oí el gorgoteo de la ducha y ella regresó a la habitación. Deslizó las puertas de persiana de su armario blanco y fue descartando ropa hasta que encontró algo de su agrado. No cesaba de hablar. —La verdad, la verdad, siempre estás con la verdad en la boca, María. Eres un poco puritana. ¿Nunca te lo han dicho? ¡Qué calor, y eso que está puesta la refrigeración! Me doy otro remojón y salimos pitando. Ya bajo la ducha retomó el tema a voces:

—¿Tú nunca mientes? Si me dices que no me hago rica exhibiéndote como fenómeno de feria. Verdad, mentira... ¿Cuál es la frontera? A mis padres no puedo irles con la verdad por delante, porque no sólo no entenderían muchas cosas sino que les provocaría una apoplejía. Y si me apuras no les miento: les obvio, que es distinto. —¿Puedo insertar un inciso o vas a hablar tú sola? —pregunté, sentada en el borde de su cama coronada por un póster de George Clooney. Como todas las estancias de la casa, la habitación de Eva era grande y confortable, y estaba decorada a su imagen y semejanza. En su espacio convivían sin prejuicios las ingenuas cortinas

estampadas de flores multicolores y un par de pulcras muñecas apoyadas en las almohadas con alguna que otra escultura africana que simbolizaban apareamientos humanos muy explícitos y reproducciones de escenas eróticas pompeyanas cuidadosamente enmarcadas y dispuestas sobre una cómoda de madera natural. Entre el whisky y el calor yo no estaba para grandes disquisiciones sobre mi ética, y en todo caso si Eva mentía a sus padres no era asunto mío. Podía, en última instancia, defenderme de su acusación de puritana, pero... ¿Y qué si lo era? Según se mire y dependiendo de quién lo diga puede ser una cualidad o un defecto. En realidad

lo único que me preocupaba era que no me engañara a mí. El hábito de falsear la realidad no suele ser un hecho aislado, y yo no sería una excepción a la regla. Pero también desistí de entrar en esta clase de honduras y fui al baño para verla ducharse. —Si no fuera porque estás tan puesta te metía bajo el chorro conmigo —dijo enjabonándose el cuello y sonriéndome con picardía—. Has estado muy formalita, muy en tu lugar, y te lo agradezco. ¿Salgo y me das un besazo de esos que me hechizan? Yo me había quedado mirando una lámina que tapizaba el interior de la puerta y representaba a un negro desnudo. Eva ya estaba secándose y poniéndose el vestido. Comentó con displicencia: —¡Menudo ejemplar! ¿No crees? Y estupendamente dotado...

La miré de hito en hito: —¿Pero tú de qué vas, Eva? Este tipo me importa un bledo, al igual que las dimensiones de su falo. Si pretendes que tu póster me escandalice, me acompleje o me haga sentir anormal es que no te has enterado de nada, querida —dije con toda la acritud de que fui capaz. Intentó apaciguar las cosas, enfrascada ya en su maquillaje. —No te enfades, no creo haberte ofendido... —Sí que lo has hecho. Me ofende que afirmes amarme y hagas el amor conmigo a la par que pretendes que festeje como una boba tus calenturientas fantasías heterosexuales. —Hija, los hombres te ponen de los nervios... —No —negué tajante—. Tú me pones de los nervios. ¿Adónde quieres llegar con tus provocaciones? Estaba muy concentrada pintando sus pestañas y ahogó la risa para no moverse

demasiado. —No tengo ni idea, pero reconozco que a veces me divierte sacarte de quicio. Ignoraba que las lesbianas fueran tan... ¿cómo decirlo? Tan circunspectas y... solemnes. Eso, solemnes. Relájate, querida. ¿No ves que estoy de broma? Debí haberle seguido el juego y cortar en seco esa conversación descabellada, pero había admitido que me aguijoneaba adrede y no se me antojaba pasarlo por alto. —De acuerdo. Soy puritana, circunspecta y añade a la lista los epítetos que se te antojen. Pero ocurre que estoy hasta la coronilla de bromitas estúpidas y descalificaciones. No

tengo que examinarme de ninguna asignatura pendiente ni dar más razones por ser quien soy. Hace mucho tiempo que no permito que me abochornen ni que me tomen a pitorreo, tanto menos si es otra mujer quien lo hace. Eres mi amante y exijo el mismo respeto que te ofrezco. Eva me miraba ahora con los ojos como platos. Me había tirado de la lengua y yo me había puesto hecha una furia. Pero se divertía, la muy ladina. Los ojos se le hacían chiribitas. —¡Y ni se te ocurra decirme que cuando me enfado me pongo aún más guapa porque no respondo de mí! — amenacé desquiciada. El whisky. Esta pataleta era obra de un Chivas a destiempo. Por toda respuesta Eva cerró la puerta

y comenzó a quitar las chinchetas que sujetaban la lámina. Acto seguido la rompió trozo a trozo con parsimonia. —Te prometo que estaba harta de ver a este tío e ignoro por qué no lo quité antes. Por pavonearme o por escandalizar a la familia, supongo. ¿Contenta? —Tampoco es eso, Eva, no pretendía... —balbuceé avergonzada. —De verdad, me está dando un gustazo deshacerme de él, lo hago por mí, no por ti. Lamento haberte ofendido. Qué locura de relación. En mi vida había perdido los estribos con tanta facilidad. Tenía la impresión de que otra María desquiciada e intolerante había escapado de su cueva tras casi treinta años de sigilosa espera y su aparición trastornaba mis humores a su antojo. El hecho de que nos pidiéramos mutuas disculpas de continuo se había convertido en una costumbre que tampoco me hacía particularmente feliz, porque significaba la existencia de un desaguisado previo. Lo

cierto es que no había pretendido en ningún momento que se deshiciera de su negro superdotado y su gesto conciliador me hacía sentir aún peor. —Y ahora zumbando, que ya son casi las ocho —dijo como si nada. Me besó ligeramente y retocó sus labios—. Acércate y estira un poco los morros, te he despintado —dijo. Dio una pasada de rouge a mi boca y sonrió satisfecha. —Perdóname el arrebato, ¿Vale? — dije siguiéndola hasta el dormitorio. —Basta, María. Perdóname tú, te perdono yo y ambas nos perdonamos, pero ayúdame con la cremallera de la espalda que es tardísimo. Eva se vestía a toda prisa. Había elegido un traje beige de crepé leve, vaporoso y de corte exquisito, y estaba recogiéndose el pelo con un estilo deliberadamente casual que dejaba caer algunos mechones de rizos al desgaire. De modo que sí tenía buen gusto para vestirse, después de todo. Se adornó con

unos pendientes de oro que semejaban sutiles caracolas y un collar haciendo juego, mirándose en el espejo con fingido desinterés, como si la cosa no fuera con ella. Estaba deslumbrante. 6 Cuando entramos en el Círculo de Bellas Artes eran casi las nueve de la noche y estábamos sin aliento. Encontrar un sitio donde aparcar nos había llevado más tiempo de la cuenta. Las calles aledañas estaban atestadas de coches estacionados incluso sobre las aceras y sólo en el último momento hubo suerte: un coche arrancó cuando pasábamos por delante y dejó un hueco providencial. No habíamos terminado de subir las alfombradas escaleras de la entrada cuando una mujer regordeta y sudorosa se precipitó hacia Eva meneando su flamante moldeado de pelo con energía y con cara de pocos amigos. —¡Eva, por fin! ¿Se puede saber dónde

te habías metido? Te llamé al móvil pero para variar estaba mudo. Ya ha llegado casi todo el mundo y he tenido que multiplicarme para atender a tanto fantasmón. Se supone que era tarea tuya. ¿O no? —Mátame si quieres, Arancha, pero te juro que llevo tres cuartos de hora dando vueltas como un tiovivo para deshacerme del coche. Lo siento en el alma, mea culpa —se disculpó Eva. Me indicó con un gesto que las siguiera y Arancha encabezó la carrera hacia el ascensor, refunfuñando sin resuello durante los cuatro pisos que nos separaban del Salón de Columnas. —Tenías que estar aquí a las ocho, muchos son contactos tuyos y no tengo ni puta idea de sus nombres ni de sus cargos. Ya me dirás, me han entrado hasta sudores de la vergüenza... Hacía tiempo que no veía tanta gente junta. De un primer vistazo no vi ni una sola cara conocida, lo cual no era de extrañar. El mundillo del arte no era mi

hábitat natural y al único que reconocí fue al alcalde de verlo en el periódico. Tocábamos a baldosa por persona y los camareros hacían malabarismos para abastecernos de bebidas y entremeses. Como era previsible, hacía un calor insoportable. A Eva se la tragó la vorágine, arrastrada por la mano enérgica de Arancha. En cuanto a mí, la oleada humana me depositó en una esquina del enorme salón y ahí quedé, de pie, apoyada contra una columna de mármol y un tanto desconcertada. Una bandeja apareció súbitamente a la altura de mi barbilla como diciéndome: “Atrapa cualquier cosa, es ahora o nunca”. Me hice con algunas empanadillas minúsculas rellenas de vete a saber qué y, por no mezclar, acepté un vaso de whisky caliente que sabía a pared. Tenía la sana intención de disfrutar de la exposición. Me interesaba en especial ver a los artistas de la galería de Eva,

pero el gentío adosado a paredes y paneles impedía toda visión. Tras algunos intentos frustrados me parapeté en mi rincón, resignada. Como en todos los eventos de esta naturaleza, el meollo del asunto no consistía en apreciar la calidad de la exposición sino en renovar los contactos y relaciones públicas y privadas, porque el vertiginoso murmullo colectivo que iba in crescendo para imponerse sobre la indescifrable música ambiental traía a mis oídos fragmentos de conversaciones, expresiones aisladas y cotilleos de distinto pelaje. “Tú pásate por mi despacho el lunes sobre las doce y ya veremos si nos quedamos con dos o más de tus óleos.” “¿Has visto el horror de traje de la concejala de Cultura? Para mí que se viste de rebajas...” “Arteche está que se sale. Adoro su pintura, y escucha bien lo que te digo porque es una profecía en toda regla: dentro de nada será el nuevo Barceló, y si

no, al tiempo.” Estos y otros retazos de voces y risas entraban por mis oídos sin pedir permiso mientras un soporcillo agradable hacía presa de mí. Después de todo, el whisky no estaba tan malo... Más o menos al cuarto de hora, Eva llegó hasta mi esquina abriéndose paso como una anguila entre el lodo, sonriendo y saludando a babor y estribor con rápidas evoluciones de manos, cejas y visajes variados. En cuanto la divisé me sentí reconfortada y feliz. Era mi amante, tenía un aspecto arrebatador y se sentía como pez en el agua practicando sus dotes innatas de mujer mundana. “Digna hija de su madre —pensé comiéndola con la mirada a medida que se aproximaba—. Lo lleva en los genes.” —¿Dónde te metes, querida? — cuchicheó pegada a mi oído sin dejar de sonreír a un señor de edad bastante avanzada que no le quitaba ojo de encima —. Es uno de los coleccionistas de arte más importantes del país —me explicó en

un susurro— y hay que darle coba. Es húngaro o algo por el estilo, y más sordo que una tapia. Creo que va a comprarnos algo. ¿Estás bien? Te echo de menos, milady, pero comprenderás que... ¿Tienes bebida y comida? —Relájate, Eva, conmigo no tienes que hacer de anfitriona. En ese momento se unieron a nosotras Arancha, colgada del brazo de un chico de aspecto simpático claramente menor que ella, y una jovencita menuda y de baja estatura, el pelo corto rizadísimo y untado con gomina. La chica parecía incapaz de controlar su desbordante energía, ya que se movía de continuo y su mirada giraba en redondo como un sonar en plena actividad. El griterío seguía subiendo a medida que llegaban más invitados y hacía imposible cualquier conversación normal. —¿Nos presentas a tu amiga, Eva? — dijo Arancha alzando la voz, aunque su gesto era bastante más sosegado. La

crispación de su rostro había dejado paso a una expresión inteligente y acogedora y me sonrió con afabilidad. Sin disimulos, pregunté al oído de Eva: —¿Soy la de la casa en Italia? —¡Ni se te ocurra, eres una amiga y basta! —contestó ella con sigilo. Y luego a voces—: María, Arancha, Iván y Nora. María, ésta es parte de mi pandilla, para mi desgracia —lo dijo con mucho encanto mientras lanzaba un beso al aire dirigido a alguien. Mejillas, besos, encantado, hola, etc. La engominada Nora demostró sus excelentes reflejos al quitarle la bandeja a un camarero que la mantenía en equilibrio a duras penas por encima de aquel mar de cabezas. El pobre se quedó tieso, intentando encontrarle una explicación al truco, pero se encogió de hombros y se dirigió hacia el bufé por más vituallas. Aquello nos hizo gracia y nos agrupamos aún más contra la pared. La morenita sujetaba su trofeo con la palma

de su mano en el centro del corrillo mientras convidaba canapés. Un flash nos encegueció desde muy cerca. Uno de los fotógrafos contratados había reconocido a Arancha y Eva se apresuró a pedirle una copia tendiéndole su tarjeta. —¿Y tú de dónde has salido, María? — me preguntó Arancha casi a gritos. —¿Qué más da, cotilla? —respondió Eva antes que yo—. ¿Yo te pregunto a ti de dónde sacas a la gente? La trajo la cigüeña de París, como es lógico. Festejaron su chascarrillo riendo de buena gana. Si en algún momento me había pasado por la cabeza que Eva se había sincerado con alguien sobre nuestra relación, esta noche era de desmentidos. A su hermano, como mucho. Era mi explicación a los secreteos que había presenciado en su casa y a las inequívocas insinuaciones de Simón. Para el resto era “una amiga” a secas. —¿Has visto la obra de Rita Jiménez? —me preguntó Nora acercando su boca a

mi oreja—. Es supergenial, ¿no crees? —Si me explicas el camino para salir de este recoveco al que he ido confinada la veré de mil amores, y también a todos los demás —le respondí. —De verdad, es fantástica. —Nora tenía un mecanismo autónomo—. Es supercontemporánea, no sé si me explico, a mí me entusiasma. Mira, aquél es uno de sus acrílicos. —Y señaló entre la muchedumbre un trozo de una tela de grandes dimensiones que colgaba de la pared opuesta a nuestra esquina. Con mucho esfuerzo y esquivando cabezas pude distinguir una figura alargada y rosácea con dos trazos tirando a ovales en su parte inferior. Quedaba claro que era un pene en erección al que no le faltaba detalle. —¿Lo ves ahora? Lo ha titulado Potencia I —me informó Nora con entusiasmo—. Si no fuera porque cuesta un riñón me lo compraba ya mismo — aseguró. Preguntó a los demás—: ¿No

quedaría divino ese Jiménez en mi salón? Me imagino el efecto: todo el rato corriéndome, el polvo perpetuo, oye... Risotada general, Eva incluida. El comentario de Nora me pareció carente de estilo y no me uní al festejo. Para mi suerte, nadie me prestaba atención. O eso creía, porque en un fugaz instante Eva me miró como diciendo: “Ya sé que esto no te va, pero compréndenos”. ¡Vaya si les comprendía! Me entretuve en observar a una niña de unos seis años que se había quedado dormida en el suelo, enrollada en sí misma, tan plácida como si las baldosas fueran su nido y una sonrisa entre beatífica e inquisidora le surcaba la cara. Traté de descubrir con quién estaría, pero nadie parecía reparar en su presencia y la gente se limitaba a mirar hacia abajo cuando tropezaba con ella. Estaba tan sumida en su contemplación que cuando volví a la realidad ya no estaban Arancha ni Eva. Iván me ofreció

otro entremés sosteniendo la bandeja con un gracioso ademán de camarero. —¿Gusta la señora? Son de corcho, pero no te conviene beber sin nada en el estómago —me dijo con tono paternal. Me hizo gracia su preocupación por mis digestiones, tanto más teniendo en cuenta que no pasaba de los veinte años. Acepté su invitación inclinándome en una leve reverencia y nos sonreímos con simpatía. Nora seguía oteando el horizonte humano como si su destino inexorable fuera esperar a Godot. Era por lo menos una cabeza y media más baja que yo, de modo que su vigilancia la obligaba a estar permanentemente de puntillas como una bailarina de azúcar en la cima de una tarta de cumpleaños. En determinado momento estrujó con fuerza mi brazo como si fuera a desmayarse. —¡Por Dios, me va a dar algo! La sujeté por el codo. —¿Te encuentras mal? —No pierdas el tiempo, María, no le

pasa nada. Seguro que ha visto a algún tipo desconocido del cual acaba de enamorarse ciegamente —intervino Iván con voz cansina. —¡Qué pérfido eres, de verdad, no me explico por qué Arancha te soporta! —le recriminó Nora riendo a mandíbula batiente. Se dirigió a mí—: Fíjate en aquel rubio de camisa Pedro Morago de color granate. ¿Lo ves? Me puse a ello con buena voluntad, pero no vi nada granate. —El alto, mujer, el que está en ese grupo con la estrecha de Carolina Fuentes... —Nora, lo lamento, pero no sé quién es Carolina Fuentes. Me miró pestañeando rápidamente, miró a Iván con cara de interrogación y me soltó: —¿Pero dónde has estado escondida todos estos años, chica? —Dentro de una col —contesté con mala leche—. Esperando a que tú me

parieses y me enseñaras la vida. Iván prorrumpió en una sonora carcajada y a espaldas de Nora me hizo el gesto de O. K. juntando sus dedos índice y pulgar. Sin embargo, la amiga de Eva era inasequible al desaliento y encajó mi directa con desenvoltura. —Da igual de dónde salgas, ya le preguntaré a Eva. Lo que te decía es que a aquel bombón rubio me lo cepillé anoche y, chica, qué decepción, no aguanta más de un round. ¿No te parece patético? Era esperpéntica. Pero no tenía otro remedio que esperar a que acabara esta pesadez de reunión y me propuse divertirme a fondo. —¡Estás de broma! ¿No llegó al séptimo polvo? ¿Cómo has podido soportarlo? Ya lo creo que es patético, y que lo digas. Has hecho “bienísimo” en

avisarme, pensaba tirármelo a la menor oportunidad... —No te molestes —me aconsejó Nora modulando su voz con ese deje especial entre confidente e insidioso que se suele denominar “de mujer a mujer”—. Te apuesto lo que quieras a que es gay, como la mayoría de los presentes. ¡Qué digo!, como casi todos los tíos buenos. Lo cual es muy injusto, ¿no crees? Ves a un macizo impresionante, te relames de gusto pensando cómo se moverá en la cama y al instante aparece su novio gladiador para quitártelo sin más. —A este paso vamos a tener que recurrir a los placeres individuales — contesté muy en mi papel—. Ya no quedan hombres de verdad, hija, y no será porque no hacemos todos los esfuerzos posibles para que se sobrepongan a su estupidez. Nora me dedicó una mirada ambigua. Padecía furor uterino, vale, pero no era tonta ni mucho menos y se estaría preguntando si yo la tomaba a pitorreo o

era mema de nacimiento. La expresión le cambió cuando distinguió a Eva besando en la mejilla a un hombre de gran corpulencia asfixiado en su traje de media estación y que, a juzgar por el rojo subido de su cuello, parecía estar a punto de estallar. —Eva está divina esta noche, ¿A que sí? —dijo melosa. —Eva está divina siempre —sentencié con voz segura. Por fin podía decir algo que me saliera del alma. Iván se había alejado unos pasos para abrazarse con una chica que le llamó por su nombre. Nora se me acercó y me preguntó:

—¿Hace mucho que la conoces? ¡Qué pregunta comprometida! Por mí hubiera respondido lisa y llanamente la verdad, pero esta gente practicaba con pericia el deporte de la simulación y no se me ocurría nada adecuado. —Tres siglos si contamos las reencarnaciones y tres semanas si tenemos en cuenta el calendario gregoriano —se me ocurrió en un alarde de ingenio. El regate funcionó, porque Nora sonrió complacida y vio el camino expédito para la confidencia: —Te prometo que si Eva se dejara no me importaría irme a la cama con ella. Pero qué pena que se muere por los señores, de lo contrario otro gallo cantaría... “¿Y ahora cuál es el juego, cabrita?”, pensé. Porque si Nora estaba al tanto de

mi relación con Eva su confidencia era decididamente maligna, pero si la ignoraba era una estupidez por su parte airear sus fantasías sexuales ante cualquiera que se le pusiera a tiro. Aunque cabía una tercera posibilidad: siendo yo amiga de Eva podía esparcir el comentario y sus deseos llegarían a buen destino por una vía indirecta. —¿Pero no quedamos en que nos van los tíos? —dije ingenuamente escandalizada. Esta conversación era decididamente delirante. —Hija, María, eres una puritana, y perdona la franqueza. Claro que me gustan los hombres, me ponen a cien por hora, ¿Pero a quién le amarga un dulce?

Volví la cara hacia la pared conteniendo la risa aun a riesgo de reventar. Ya era cómico que Nora deseara a Eva, pero que lo enmascarara exhibiendo su condición de femme fatale, que Eva no admitiera ante los suyos que amaba a una lesbiana por temor al descrédito social y que ambas me consideraran puritana precisamente a mí, la única que vivía sin complejos su sexualidad y hacía el amor con el dulce que no amarga, era demasiado. La diversión con Nora ya no daba más de sí, me estaba aburriendo más de la cuenta y empezaba a sentirme un poco asfixiada en mi refugio. —Voy a dar una vuelta —le informé. Ella retomó sus barridos de radar a la búsqueda y captura de algún vuelo

rasante. Me alejé cuanto pude y comencé a circular por entre el gentío, que por fortuna empezaba a ralear. A estas alturas confieso que estaba bastante despistada y se me iba un poco la vista. Procuré fijarla en las telas, que ahora se apreciaban mejor. La mayoría representaba el cuerpo humano y en especial los genitales y sus funciones mecánicas con un realismo que pretendía la obscenidad sin disimulos. Falos, vulvas y apareamientos minuciosamente detallados eran los íconos estrella de la muestra, lo que aumentó mi desconcierto. Eva y Nora tenían razón al tacharme de puritana, porque a mí este despliegue de imágenes

no sólo no me atraía sino que me provocaba un mortal aburrimiento. —Todo esto es una antigualla. Fue, se acabó hace dos o tres años, me indigna que estas galerías de pacotilla traten de encajarnos sus saldos como si fuéramos gilipollas —sopló una voz aguardentosa peligrosamente cerca de mi tímpano. Volví la cabeza y me topé con la cara de un rubio guapísimo de facciones francamente atractivas y sonrisa más que seductora. Me tendió una mano que estreché con fugacidad. —Fernando Santana, artista alternativo —se presentó dándole un buen tiento a su copa. Con un ademán vago abarcó la sala —. Morralla moderna y de la mala, ¿No crees? Pretérito imperfecto, caca. Éstos no se han enterado que la modernidad ha muerto y que viva la posmodernidad, ¿me explico? El cuerpo presunto, las no presencias, lo que envuelve pero no se ve, la nada, en una palabra. Has leído a Sartre, lo sé, no me preguntes cómo. Pues

eso, el ser y la nada. Si quieres seguimos la charla en mi estudio, me interesa muchísimo tu punto de vista, eres una auténtica perita en dulce... Intelectualmente hablando, claro. Pero yo no estaba para nada interesada en Fernando Santana, así que me escabullí tan pronto retomó su discurso. Percibí su penetrante mirada en mi nuca hasta que me mezclé con los demás invitados. Cuando buscaba el camino más corto para llegar a los aseos vi a una pareja bastante apartada del resto. Aferrándose ambas manos se hablaban mutuamente al oído. Un golpe seco en el pecho me sacudió cuando aprecié a la distancia que la mujer era Eva. Él era un tipo alto y musculoso, vestido con un desaliño muy cuidado y con barba de dos días. A juzgar por el intercambio de mohínes y sonrisas se lo estaban pasando en grande.

“Es Carlos”, me dije, y la certeza me produjo un desconsuelo oscuro y pesado. Ahí estaba, a pocos metros de mí, el amante de mi amante, el “otro”, la sombra que enturbiaba nuestra relación. ¿Cómo no se me ocurrió pensar que le invitaría al evento? Eva debió habérmelo advertido, al menos. Sin duda mi rostro reflejaba con claridad meridiana el shock que acababa de sufrir, porque al darme la vuelta buscando instintivamente la salida me topé de bruces con Arancha. —¿Estás bien, María? Te noto muy pálida, ¿Quieres que salgamos fuera? — me preguntó solícita. No quería que se enterase de que deseaba salir huyendo y mucho menos darle explicaciones sobre mi estado de ánimo, así que negué con la cabeza y tardé unos segundos en responder: —Gracias, Arancha, debe de ser el calor y alguna que otra copa de más, voy a tomar el aire...

Iba a continuar mi camino pero al dar el primer paso cambié de opinión. No me iría hasta saber quién era el devoto interlocutor de Eva. —Por cierto... ¿quién es el chico que está con Eva? Arancha ajustó al puente de su nariz unos quevedos de carey que llevaba en un bolsillo disimulado de su chaqueta. —Es que sin gafas... Ya, ya sé a quién te refieres... —¿Cómo se llama? —Te gusta, ¿Eh? —rió codeándome con familiaridad—. Lo cierto es que está estupendo, el mujererío entero va detrás de él. Bueno, yo me contengo por Iván, me gusta serle fiel. —Pero ¿Cómo se llama? —insistí. Mi urgencia por saber si Eva se había citado aquí con Carlos era perentoria. —Y además de guapo es un gran escultor, trabaja el hierro como pocos. — Arancha seguía dilatando la respuesta que ansiaba—. Me gustaría tenerlo en

exclusiva, pero ya tiene galería. Es Borja Soriano. ¿No has visto nada suyo? Sentí deseos de darle un beso agradecido. La sangre volvió a circular por mis arterias, el oxígeno comenzó a abastecer de nuevo mi cerebro y sentí que me relajaba como una momia a la que liberan de sus vendajes, si es que las momias sienten y padecen. La actitud de Eva me parecía excesivamente cariñosa, pero al menos no se trataba de Carlos. Por otra parte besos, mimos y arrechuchos de todo tipo estaban a la orden del día y un amor incondicional parecía unir a la flor y nata del arte como a buenos hermanos de una misma cofradía rociera. El nombre de Borja me sonaba de algo, y de pronto recordé que Eva lo había mencionado en uno de los recuentos de su pasado amoroso. ¿Había sido este el Borja aludido o se trataba de un homónimo? Procuré hacer memoria, pero Eva había mencionado un buen número de

nombres y yo no había elaborado ninguna lista. Iván se aproximó a Arancha y le ciñó amorosamente la cintura. Componían una singular pareja, él casi un adolescente desgarbado de rostro ingenuo y ella una mujer hecha y derecha bien pasada la cuarentena y con una impronta en sus rasgos que delataba una vida no especialmente benévola. Yo seguía pendiente de Eva y su larga conversación con el escultor del hierro, pero alcancé a oír a Arancha comentar a Iván en voz baja: —Voy a tener que hablar seriamente con Eva. Esta última semana debería haber trabajado a full para la muestra pero se ha escaqueado la mayor parte del tiempo. De hecho ha faltado mucha gente de la prensa, de la televisión ni noticias y de la lista de contactos que le pasé no ha

venido ni la cuarta parte. No sé en qué anda, pero no lo ha hecho nada bien. ¿Eva no había trabajado hasta altas horas de la noche la semana entera? Pues yo podía dar fe de ello. Arancha estaba siendo muy injusta. Claro que existía la posibilidad de que la regañina que le esperaba a Eva estuviese justificada, lo cual me convertía en una ingenua de primera línea. Cavilaba sobre esta contingencia cuando oí un murmullo cerca de mi oreja. —Que te estoy hablando a ti, María — me estaba diciendo Iván. —Perdona, hoy estoy en Babia, no sé si voy o vengo. ¿Qué me decías? —Las conquistas de Nora son puro cacareo, la mayor parte de las veces duerme en su camita en casa de papá. Te lo digo por si te has creído su cháchara de mujer fatal. —No es asunto mío, Iván. Nora puede decir y hacer lo que le venga en gana. —Verás, a veces me da pena que

adopte esa actitud frívola de comehombres. Yo que la conozco más a fondo sé que no es así. Sabrás que es una poeta exquisita... —Lo que Iván no termina de comprender —intervino Arancha— es que muchas veces las mujeres nos sentimos presionadas para alardear de mesalinas. ¿No crees? Norita tiene sólo veinte años, es muy vulnerable y se ha impuesto la obligación de ser aceptada a toda costa en nuestro círculo adoptando la pose de mujer seductora e

irresistible. Seguramente ni ella misma soporta el papel que se ha adjudicado. —O sea que hace poesía. No lo sabía —contesté por simple cortesía. En este momento mi atención estaba dirigida al rincón donde Eva y su acompañante seguían de tertulia y las peripecias de Nora no me interesaban gran cosa. —Sí, y es de las buenas —dijo Iván—. Creemos que debería publicar, y de hecho Arancha la ha puesto en contacto con una editorial de Barcelona que lleva una colección de poesía contemporánea. Lo que pasa es que Nora prefiere... Ya no escuché sus últimas frases, porque acababa de ver a Silvia, acompañada de Esteban, Félix y una mujer de pelo corto entrecano que no reconocí, subiendo las escaleras que llevan al Salón de Columnas. Dejé a Arancha e Iván literalmente con la palabra en la boca, me lancé al encuentro de los recién llegados y les detuve en el rellano.

Les abracé como un náufrago se aferra a un madero salvador y de pronto me di cuenta de lo mal que lo estaba pasando en este sitio, mucho más de lo que creía. —¡Silvia, Félix, qué providenciales! Esteban, por favor, tengo que salir de aquí, vámonos a cualquier parte, donde sea —supliqué con voz temblorosa. Se quedaron tiesos mirándose entre sí. Silvia fue la primera en reaccionar: —Estás en pedo, nena. —No, sí, no sé, venga, vámonos ya — insistí. Esteban me pasó un brazo por el hombro y Silvia hizo lo propio con el que quedó libre. Félix miraba furtivamente hacia los cuatro costados, como tratando de identificar a un presunto perseguidor y, si era factible, darle su merecido. La única que permanecía impasible era la desconocida de pelo entrecano, que medio sonreía con cierta ironía. —Vas a ser buenecita y nos vas a contar qué sucede, ¿vale? —me dijo

Esteban haciendo gala de una infinita paciencia—, pero antes quiero echar un vistazo a la muestra, aunque sea rápido. Éstos —explicó señalando al grupo— no me han sacado de mi pijama en balde, así que ya que estoy, al menos me apetece enterarme de qué va el acontecimiento del verano. Si quieres nos esperas abajo en el vestíbulo, será cosa de cinco minutos. Asentí con la cabeza, y al moverla noté que me mareaba. Silvia insistió en quedarse a mi lado: —Yo paso, me quedo con María. Está blanca como la escayola. En ésas estábamos cuando vi que Eva venía a nuestro encuentro. Caminaba con ese aire de majestad descuidada que le era consustancial y algunas personas volvían la cabeza a su paso como moscas atraídas por la melaza. Silvia la reconoció de inmediato y soltó un silbido de admiración. Le di un pellizco en el trasero sin ningún disimulo. —¡Pero si es la recién llegada, la

amante ambidextra! —susurró con la peor de las intenciones—. Espectacular, nena, se mueve que ni Kim Novak en Picnic. Tú, Steve, no te vayas todavía, viene una de presentaciones formales... Eva llegó hasta nosotros mirándome inquisitivamente y no tuve más remedio que recitar los nombres de carrerilla. Deseaba que se conocieran pero desde luego no en esas circunstancias. Estaba de mal humor y con ganas de vomitar, y lo único que quería era irme de allí cuanto antes. —Eva, Esteban, Félix, Silvia y... —me detuve ante la amiga de Silvia. —Amparo, Amparo Dueñas —se presentó tendiéndole ceremoniosamente la mano a Eva, que se la estrechó sin mayor convicción. Tenía una voz melodiosa, inesperada. Acto seguido hizo lo propio conmigo—. Y tú eres María, claro. Dije que sí sacando una sonrisa de donde pude. Félix parecía nervioso y contra su costumbre no abrió la boca ni

para decir “hola”. Se hizo un breve silencio que interrumpió Silvia. —De modo que Eva, vaya, vaya... — dijo mirándola de arriba abajo con la mayor desfachatez—. María nos ha hablado mucho de ti, ¿Sabes? —Y tú eres la Silvia que le hizo la foto en San Vicente, esa de la ola que salpica —replicó Eva con una sonrisa seleccionada entre las mejores de su repertorio—. Quisiera una copia, ¿Tendrás el negativo a mano? Espléndida, de verdad, el momento justo, que diría Cartier-Bresson. Trabajas como fotógrafa profesional, ¿No? O al menos deberías... Era, si mal no recuerdo, la primera vez en mi vida que veía a Silvia sin réplica

inmediata. Se notaba que el comentario la había halagado y como desde que divisó a Eva había estado buscando camorra quedó descolocada. Esteban le echó un capote. —Tengo entendido que llevas una galería. ¿Has traído artistas esta noche? Me gustaría ver en qué andan, últimamente estoy un poco fuera de onda... —dijo con aire profesional, como si se tratara de una entrevista. Eva le informó brevemente dónde encontrar la muestra de Retro y me tomó del brazo con suavidad. —Me llevó a María un momento, si puede ser... —dijo sin perder la sonrisa —. Nos veremos, seguro. ¿Vienes conmigo? Y me separó del grupo llevándome

detrás de unos pesados cortinajes de presunto terciopelo. —¿Qué te pasa, milady? —me preguntó con ansiedad—. ¿Estás indispuesta? ¿Quieres que nos vayamos? —No es nada, de verdad, sólo estoy un poco... asfixiada, no sé, necesito respirar aire puro, eso es todo. —Me despido de la gente y nos vamos, ¿Vale? Era la primera vez desde que estábamos juntas que prefería la compañía de mis amigos a la suya, así que propuse: —No quiero que cambies tus planes por mí, es una tontería. Quédate hasta que termine el sarao y nos vemos en casa, ¿De acuerdo? No pareció muy convencida, pero asintió y me apretó el brazo con fuerza. —No olvides que te quiero. Es una orden —dijo besándome fugazmente la mejilla, muy cerca de la boca. —Una cerveza bien fría —pidió Silvia al camarero—. ¿Y tú, Amparo?

—Que sea otra. —Pues dos cervezas y... —Silvia me cedió la palabra. —Yo..., no sé, un Campari con hielo — decidí. Pero me desdije al instante—. No, mejor sigo con whisky, tráigame uno doble, por favor. Silvia detuvo al camarero con un gesto perentorio. —Un momento —le ordenó. Y a mí—: de eso nada, monada. Por hoy ya has cubierto tu ración de toxinas. Para ella una tónica —dijo al hombre. —¡Serás mandona, prima, lo que me faltaba! —protesté. El camarero miraba a una y a otra con evidente disgusto. La cafetería del hotel Suecia estaba a rebosar, habíamos encontrado una mesa de milagro y el personal no daba abasto —. Lo dicho, un Chivas. Con agua de seltz, por favor. Antes de irse el hombre ojeó a Silvia como esperando su contraorden. Ésta, en cambio, le estaba explicando a Amparo:

—Normalmente María bebe muy poco, es de esas de la Nueva Era, ya sabes, verduritas al vapor, poco fumar, poco beber, que si energía para arriba y energía para abajo, mucha vela, incienso y cuarzos de colores. Pero esta noche la noto rarísima. —Que estoy aquí, nenita —dije con aspereza—. No es necesario que hables en mi nombre, y menos una sarta de disparates. Amparo nos miraba entre intrigada y divertida, los dedos jugueteando sin cesar con un inverosímil colgante de madera que semejaba una rama de vid enroscada en sus sarmientos y que destacaba en el generoso pecho que parecía desbordar la camisa de clásico corte masculino. Mientras cubríamos el corto trayecto que separa el Círculo de Bellas Artes del hotel Suecia y tras negarme a que me llevaran a casa, Silvia la había presentado como la presidenta del colectivo donde militaba, el Círculo de la Rosa.

“Lesbiana y de las heavy, a juzgar por las trazas”, había pensado yo aspirando a grandes bocanadas el aire caliente de la noche que comenzaba a sentarme bien. Al severo atuendo de chaqueta y pantalón gris oscuro sólo le faltaba una corbata a rayas diagonales para completar la viva estampa de un obrero vestido de domingo. Cada tanto se atusaba con gesto enérgico su escueta cabellera, donde asomaban abundantes canas. Por el contrario, tenía una mirada profunda y cálida que embellecía su cara redonda y algo abotagada. —¿Y Marga? —pregunté más por sacar un tema que por deseos de hablar. Amparo parecía radiografiarme meticulosamente y eso aumentaba mi creciente irritación. Silvia aparentó indiferencia. —Con sus padres en la dichosa casa de verano del Pantano de Buendía, supongo...

—¡Uy, uy, uy! ¿A qué viene ese “supongo”? —exclamé—. Suena a nubes tormentosas en el cielo azul. ¿Pasa algo, Silvín? —¡No, qué va! Sólo que... —Hizo un mohín—. Me temo que está un poco saturada de mí, o al menos eso creo. Bueno, para ser totalmente sincera no es que lo adivine, lo sé, me lo ha dicho. Por lo visto le agobian mis arrebatos, dice que soy demasiado brusca y cambiante, que la descoloco de continuo, y también me da la paliza con los porros, pero, oye, soy así, y si no le gusta la mercancía que ofrezco que no compre más —resopló hastiada—. No pienso cambiar mi personalidad sólo porque a la señora le moleste. ¿Tengo o no razón, presi? Amparo esperó que el camarero dejara el pedido sobre la mesa y apenas nos dio la espalda dijo con serenidad: —Ya sabes lo que pienso al respecto, Silvia. Creo que sí deberías tener más en cuenta los sentimientos de Marga. Sería

una tontería tirar por la borda una relación tan enriquecedora. Después de todo, un buen cambio a tiempo es refrescante y evita males mayores. Yo de ti me lo pensaba mejor. A mi amiga le gustó bien poco lo que oyó. Era evidente que sentía admiración por Amparo y que el comentario la desautorizaba. Me miró de soslayo. Sabía de sobra que yo compartía la opinión que acababa de oír y tal vez temía una alianza, pero no dije nada, abstraída en mi nebulosa. Dejé vagar la mirada alrededor. Si habíamos optado por el Suecia buscando su habitual tranquilidad nos habíamos equivocado de día. Buena parte de la gente del Círculo había recalado aquí y el ruido ambiental se tornaba fastidioso. Me dediqué a beber con ahínco, dispuesta a emborracharme. Silvia comentó: —Me gustó tu Eva. Además de guapa parece lista y muy desenvuelta. ¿Va a venir luego?

—No es mi Eva —gruñí enfatizando el “mi”—. Y no sabe dónde estoy. Lanzó una rápida mirada a su amiga. —Vaya, vaya, problemas en el paraíso... Por lo visto no soy la única que resbala en la pista de baile. ¿Me lo parecía a mí o esa noche todo el mundo estaba especialmente mordaz e ingenioso? Lo más probable, pensé entre los vapores que comenzaban a nublarme el entendimiento, es que yo estuviese más quisquillosa que de costumbre. Hasta Silvia me resultaba pesada con sus pullas. Procuré decir algo intrascendente para sacudirme la creciente sensación de agobio, pero no se me ocurrió nada y guardé silencio. —Yo en tu lugar me pedía un poleo menta, forastera —oí a alguien susurrarme al oído.

Era Esteban. Él y Félix se hicieron en un santiamén con un par de sillas de las mesas vecinas y se unieron a nosotras. —Hombre, por lo visto la brigada antivicio me tiene hoy bajo estricta vigilancia —protesté. —Porque no te has visto la cara, guapa —dijo Félix. Hasta entonces no me había dado cuenta de que se había teñido el pelo de amarillo limón fosforescente—. Estás demacrada y con pinta de haber visto un espectro de cuerpo presente. Aunque debo admitir que luces divina. Deberías vestirte así más a menudo, te da un aire a Marlene Dietrich en plan ambiguo, qué sé yo, una pluma sutil y con mucho morbo. —Más bien a Greta en Ninotchka, diría yo —puntualizó Silvia—. ¿Qué tal la exposición? —¡Fenomenal, me ha entusiasmado! — respondió Esteban mientras se las entendía con el camarero—. Tu Eva es un encanto, hasta se ofreció a oficiar de cicerone.

—No es mi Eva —reiteré remarcando las palabras—. Y no me gusta ese dichoso posesivo. Esteban no se inmutó. —Pues tu no-Eva conoce su trabajo a las mil maravillas. ¿La exposición? Muy fuerte, muy potente y todas esas cosas que se dicen en estas circunstancias, ¿Verdad, Félix? El aludido puso los ojos en blanco. Era manifiestamente amanerado y hacía ostentación de ello. —Mires por donde mires un auténtico deleite —dijo exaltado—. Esos aparatos enormes, hiperreales, tan... tan... apetecibles, tan elocuentes... ¡Huy! —Por favor, chico, modérate, esos grititos de loca me sacan de quicio —le

recriminó Esteban—. Lo haces para enfadarme, es evidente, y casi siempre lo consigues. —Haya paz, niños. Félix, no me des la noche, ¿quieres? —intervino Silvia masticando almendras con avidez. Me encaré con Esteban: —¿De modo que te ha parecido fenomenal esa bazofia? ¿De qué presume? ¿Se supone que es una metáfora de la pornografía al poder? Vaya mundo... En el fondo no me asombra, es más, era de esperar. Si la obra que cuelga de las paredes del Círculo es representativa del arte actual no hay duda de que está creado a la medida de ninfómanas hambrientas y gays desmadrados. Será porque tienen mucha pasta, supongo, y se compran cualquier cosa que les ofrezcan. Se hizo un silencio embarazoso y aunque no levanté la vista de mi vaso

sabía que estaban mirándome con extrañeza. —Eso ha estado un poco duro, María —dijo Esteban con delicadeza—. Estás un tanto desquiciada, ¿No crees? ¿Vas a decirnos por fin qué cuernos te pasa? Tenía un nudo en la garganta, intenté hablar pero me salió un lloriqueo que no pude reprimir: —Lo siento, Esteban, de verdad, no sé cómo he podido decir un disparate de este calibre. Verás... Silvia me extendió la mano. —Estás con nosotros, cariño, tranquila, hay confianza. Sí, había confianza, pero estaba Amparo, y me resistía a desahogarme delante de una extraña. O al menos eso creía, porque sin darme cuenta me oí hablar hasta quedar sin aliento, como una hemorragia incontrolable. Entre hipos, solté un largo discurso deshilvanado en el que se entremezclaban mis dudas sobre Eva, su pasado y la

colección de hombres de los que alardeaba, sus sentimientos hacia mí, los días tan intensos que estaba viviendo, el amor loco por esta recién llegada a mi vida, el pánico que había sentido al confundir al tal Borja con el tan manido Carlos, la impresión que me habían causado sus amigos y su familia, a los que califiqué de “muy puestos, superficiales y tan ficticios como flores de papel”. Me lamenté entre sorbo y sorbo de los arrebatos de Eva, de sus escapadas, de la impresión de que recelaba de mí de continuo. El comentario de Arancha sobre la ineficacia de mi amante en la organización de la exposición había colmado mi vaso. Si durante días Eva había vuelto a casa a las tantas de la noche y el motivo no había sido su trabajo... ¿Qué había estado haciendo y, sobre todo, con quién? —Sus amigos no sabían nada de mí — sollocé—, me oculta como a una tara de nacimiento. Vale, entiendo que disimule

ante sus padres, pero ahí en el Círculo me he sentido como una paria, como si no tuviera ni identidad ni peso específico. ¡Camarero! —grité. —Como te pidas otra copa te la ganas —amenazó Silvia apoyada por el tácito acuerdo de Amparo—. Estás hecha un mamarracho, y no pienso auxiliarte cuando te dé la vomitona, faltaría más. Pero Félix ya estaba pidiendo otro whisky que el camarero me sirvió al instante. —Diferentes puntos de vista terapéuticos —arguyó Félix respondiendo con una carantoña a la mirada fulminante de Silvia—. Si tiene tamaño mazacote dentro es preferible que lo suelte, chica, de lo contrario se pudre y a la larga es peor, al menos ésa es mi teoría —¡Terapia! —se burló Silvia—. Eres un cotilla, Felicito, y quieres que suelte la

lengua. —... No sé, esto es demasiado para mi cuerpo, seguramente —seguí con mi soliloquio—. Y esa verborrea sexual continua, como una letanía, de verdad me sacó de quicio, la tonta de Nora, los demás mequetrefes, no hablan de otra cosa que de coitos, ligues, falos... ¿Pero es que los hetero están masivamente obsesionados con el sexo? —Toma, y yo, y no soy precisamente muy heterosexual que digamos, ni aquí mi novio —acotó Félix por lo bajo guiñándole un ojo a Esteban. —No progresamos nada, vamos hacia atrás como los cangrejos. No soy una moralista, o a lo mejor sí, me importa un bledo, pero ¡Vaya aburrimiento! — proseguí ajena a todos y saltando de un pensamiento a otro—. Y todo tan fuerte, tan repentino, a veces me siento como una esclava, lo digo de corazón, esperando a la niña todo el tiempo, y eso si llega, si está de buena luna. ¡No, pero qué digo! —

me contradije—. Soy injusta, es un cielo, me ama y lo demuestra y lo cierto es que la adoro, no podría vivir sin ella ni un segundo, lo que pasa es que... — definitivamente estaba hecha un lío—, no sé. Sí, claro que deseaba un nuevo amor, pero algo sereno, después de unos años sin enamorarte estos ciclones te pillan fuera de juego, a lo mejor no estaba preparada... —¡Ah, no! No me salgas con frases de teleserie yanqui, cariño —protestó Esteban sin dejar de acariciarme el pelo como a un gato mojado—, esa muletilla que utilizan de continuo es totalmente estúpida, como si la vida fuera un flan de huevo que no termina de cuajar. —Hablo como me apetece, espabilado —le espeté con mal genio. Entrecerró los ojos hasta la mínima expresión:

—María, amiga del alma mía, es obvio que estás un tanto descalabrada, basta oírte, pero al menos procura mantener el estilo. —Y lo bien que miente Eva, me alucina, qué naturalidad, es como... —Me detuve de golpe. Mis neuronas habían registrado con retraso el comentario de Esteban—. ¡¿Y por qué tengo que mantener el estilo, joder?! —estallé—. ¿Qué soy, la embajadora de España ante la ONU? ¡No me calientes más de lo que estoy, Esteban! Te conozco de memoria, encanto, y sé que te divierte provocar reacciones en los demás sin perder ese aspecto de ángel. ¡Pues mira por dónde lo has logrado, hala, ya me he desquiciado del todo! Y tras apurar de un trago lo que quedaba de whisky dejé el vaso en la mesa con un sonoro golpe. Estaba tan fuera de mí que no me importó que la mayoría de

los clientes estuviera pendiente de nosotros. Solícita, Amparo se ofreció a acompañarme a los servicios. —¡No quiero ir al lavabo, odio los lavabos! —rehusé con brío—. No tengo ganas de orinar, estoy dolida, confusa y bastante borracha, pero no me meo. Y además me aburre soberanamente que las mujeres insistamos en que cualquier desaguisado se arregle en los baños, leche, con lo mal que huelen, somos carne de letrina... Amparo soltó una estrepitosa carcajada que me tomó por sorpresa. —Te juro que nunca la había visto así —susurró Silvia a su oído pretendiendo no ser oída—. ¿María Corradi diciendo palabrotas y comportándose como una barriobajera trompa? Primera vez en la vida. —Pues yo la encuentro divertidísima, y además es muy cierto que las mujeres nos

adjudicamos los retretes para dirimir cualquier conflicto —respondió Amparo sin dejar de reír. Me tendió la mano por encima de la mesa, pero me abstuve de recibirla, recelosa—. Estás furiosa, María, y haces perfectamente bien en soltarlo. Tu novia es heterosexual, ¿Verdad? Asentí con la cabeza mientras rebuscaba en mi bolso un kleenex para sonarme la nariz. —Pues lo tienes crudo —prosiguió Amparo tendiéndome un pañuelo de papel por intermedio de Esteban, que me lo puso en la mano. Me limpié como pude la cara congestionada—. Estoy convencida de que un buen número de heteros tienden a imponer en sus relaciones lésbicas los mismos patrones machistas de dominio, y normalmente se reservan el rol clásico

masculino. —¡Para que veas! —me espetó Silvia con gesto triunfal—. Te lo dije desde el primer momento, pero por supuesto no me hiciste caso. Confieso que no sabía bien por qué le tengo manía a esas señoras, pero Amparo ha dado en el clavo y ahora lo veo clarísimo. Es verdad, cuando se enrollan con otra mujer las hetero van de machitos por la vida. “No preguntes, tengo mis asuntos, tú calla y espera en casa como está mandado”. —No me cargues, Silvia, no estoy de humor —amenacé, sonándome la nariz con estrépito. —Es más —abundó Amparo—, como las mujeres estamos colonizadas por la ideología dominante, las heterosexuales tienden a juzgar a sus pares de sexo reproduciendo los mismos juicios masculinos: todas somos envidiosas,

traicioneras, charlatanas, retorcidas, irracionales y demás clichés ridículos. Y no olvidemos a las madres, las encargadas de perpetuar el machismo desde la retaguardia, aquello de “niño, tú no coses ni planchas, eso es de maricones”... —rió. Exponía sus ideas con una seguridad exenta de crispación que me gustaba, en especial ese modo suyo de modelar el aire con las manos con gestos redondos y precisos y su voz profunda. Yo comulgaba con sus puntos de vista,

pero repentinamente deseé atacarla. La veía tan oronda y pedagógica en su discurso que sentí ganas de que se tambaleara un poco, pero la pereza me pudo y continué enfrascada en mis pensamientos y en mi nariz. —Si por añadidura eres lesbiana, es que eres una fracasada o una eterna adolescente que aún no se merece un hombre. Bueno —añadió—, estas teorías no las he formulado yo, hay excelentes investigaciones al respecto y precisamente en el Círculo de la Rosa estamos organizando un seminario europeo sobre este particular. —Pues yo no estoy para nada de acuerdo —intervino Esteban reclinándose

en la silla cuan largo era—. Amores son amores, y tanto da que sean hetero u homo, más bien es la sociedad la que los codifica. —¡Y un jamón! —saltó Silvia—. Y además... ¿qué sabes tú de asuntos entre mujeres? Lo hemos discutido cientos de veces, Steve, y en la vida nos pondremos de acuerdo. Los gays son los menos indicados para opinar sobre el machismo. —Porque tú lo digas, guapa —saltó Félix exagerando sus meneos—. Nosotros somos gays pero nada machirrongos. Silvia estaba en su elemento, era una de sus polémicas preferidas. —Un gay, querido mío, es un hombre que ama a otro hombre, así que, si me apuras, es doblemente machista. Es una simple suma: uno más uno da dos, o sea, el doble. —Déjate de decir disparates, Silvia, eso es puro maniqueísmo —salté al instante—. Las cosas no son tan lineales, y menos en las relaciones de amor. Ni

mucho menos en las relaciones de amor —repetí hipando—. Hay muchos matices, nada es... —Blanco o negro, existen los grises, bla, bla, bla... —se burló Silvia—. Basta verte; demuestras una claridad meridiana y cada secuencia del guión de tu película está perfectamente pulida y encajada. —Estás cabreada con tu chica, Silvia, y me parece una maldad que te la tomes con María, visto y considerando que está como está —cortó Esteban saliendo en mi defensa. Lo cierto es que yo sentía que me subía el vómito por la garganta y me moría por ir a los aseos, pero después de mi vehemente negativa no quería dar el brazo a torcer. Pude controlar las náuseas mientras oía a Félix preguntarle a Amparo: —¿En serio crees que las mujeres heterosexuales son machistas? —En buen número, sí, y se convierten en las auténticas responsables de que la

inexplicable supremacía masculina no sólo no retroceda sino que viva una especie de renacimiento —dijo con convicción—. Cuando ya casi estaban en desbandada aparece en los ochenta una nueva hornada de señoras que... —Ahórrate los panfletos, Amparo, en esta mesa estamos todos convencidos de las excelencias de tu producto, es más, somos todos consumidores —interrumpí con grosería—. De lo que ya no estoy tan segura es de que las heterosexuales se adjudiquen el rol de macho cuando están en relación con otra mujer —dije no obstante—, al menos yo no lo vivo así. Amparo pareció desconcertada por mi tono agresivo pero se rehízo de inmediato y me miró con fijeza: —¿Eres consciente de que antes has dicho que te sentías como una esclava? —¿Quién, yo? —Miré a los demás—. ¿De verdad dije eso? Asintieron a coro. “Subyugada”, había adjetivado Alessandra hacía unos días,

que venía siendo lo mismo, y su sentencia me había inquietado bastante, seguramente porque definía con irritante exactitud lo que yo estaba sintiendo. Pero estaba convencida de que ese estado de cosas era responsabilidad exclusivamente mía, no de Eva. Si yo jugaba a la sometida dejaba a la otra oportunidad de someter, el juego consiste en quién se apodera primero del conflicto, cualquiera sea. Es absurdo, lo sé, pero los humanos somos bastante absurdos. Sobre todo cuando se trata del amor, la patología psíquica peor estudiada. —Decididamente estoy borracha perdida —negué—, porque no creo que las cosas sean así. Ni soy una esclava ni

Eva es mi dueña y señora, bueno estaría. Lo siento de veras, chicos, me disculpo por la sarta de tonterías que he soltado. Y ahora quiero otra copa. La censura fue general. —Es una tontería, nena, lo mejor es que te llevemos a tu apartamento y te dejemos a salvo en tu camita —dijo Esteban con severidad, mientras los demás asentían enfáticamente. —Ni hablar —me costaba pronunciar las palabras—. Quiero emborracharme en serio. —¿Pero por qué? —se exaltó Silvia—. Normalmente no te gusta beber, y en las pocas ocasiones que lo has hecho me pediste que te recordara lo mal que lo pasas luego. —Pues hoy te relevo de tu papel de niñera —me empeciné—, y quiero pillar una buena. —Tal vez te da miedo saber algo de ti que no deseas que salga a la luz, y por eso no quieres ir.

—¡Vaya, cuánto honor, pero si está entre nosotros el mismísimo Sigmund Freud reencarnado en una peliculera enanita! —me burlé—. ¡Qué estupidez! ¿Miedo yo, en mi propia casa? Además, Eva está esperándome. —O no, y eso asusta. —se sumó Félix con cautela. Sentí que la náusea me subía otra vez por la garganta. —¿Qué dices, listillo? —Que estás muerta de celos, hija, eso es lo que te pasa, y temes que Eva no esté esperándote como dices, o peor, que algún galán la tenga secuestrada. —¿Celos, yo? —la indignación no me dejaba hablar—. ¿Yo, que nunca los he sentido y que ni siquiera sé en qué consisten? —Sí, celos. ¿Por qué no admitirlos? Ce, e, ele, o, ese, bonita. —¿Silvia también se aliaba? Me sentí perdida—. Se te notan a la legua, y creo que lo mejor que puedes hacer es aceptarlos como

tuyos. —No quisiera inmiscuirme donde no me llaman —continuó Félix—, pero lo cierto es que no has parado de hablar del pasado de Eva, de los hombres que se la han beneficiado, del guapo escultor con el que hacía manitas, de un cierto Carlos, de tus dudas con respecto a sus sentimientos... Ésos son celos puros y duros, te lo digo yo que de eso entiendo lo mío. —Y si no que me lo pregunten a mí, que soy el gallo negro que mi marido siempre ofrece en sacrificio al Satán de los celos —apostilló Esteban abriendo los brazos como un crucificado. Les miré de hito en hito. Amparo se mostraba súbitamente muy interesada por el estado de sus zapatos y examinaba el

suelo con la evidente intención de no comprometerse, pero los demás me devolvían la mirada con una gravedad casi compasiva que literalmente me descompuso. Me levanté intempestivamente y caminé todo lo recta que pude hacia la barra. Estaba tan rabiosa con ellos y conmigo misma que no podía coordinar dos ideas alternas. ¡Celosa yo, qué burrada, qué desatino! Haciendo equilibrios, trepé a duras penas a un taburete que parecía más alto de lo normal y ordené dos whiskis sin hielo. 7 Algo me estaba molestando entre la nuca y la espalda, un bulto que comenzaba a incordiarme demasiado y que me impedía descansar con comodidad. Haciendo un esfuerzo doblé un codo hacia

atrás y palpé una tela áspera y caliente. Entre la neblina del sueño creí reconocer un objeto semejante a un cojín, y tiré de él hasta desalojarlo de su sitio. Suspiré aliviada y me arrebujé aún más dispuesta a seguir durmiendo, pero el sonido de una voz muy lejana se abrió paso por entre mi arrobamiento hasta que se hizo perceptible. Abrí un ojo perezoso y me sobresalté al ver en primerísimo plano la cara de Silvia. Exhibió una sonrisa maternal y estaba diciéndome: —Buenos días, Bella Durmiente... O buenas tardes, según se mire. La tela ruda y calurosa era, en efecto, un almohadón, pero no me pertenecía, ni tampoco esa cama. Fui despertando poco a poco, pero por instinto no moví el cuerpo ni un milímetro, a pesar de la

presencia tranquilizadora de mi amiga. —¿Dónde estoy? —pregunté cautelosa con un hilo de voz. El primer plano se alejó un poco. —En el Purgatooorio, cordera de Diooos, a la espera de ser juzgada por tus actooos... —ululó Silvia en plan El exorcista. —Ésta no es mi casa... —empecé a atar cabos—. ¿Estoy bien? ¿He tenido un accidente o algo así? Su risa me volvió a la realidad. —En cierto sentido, sí. Te diste de morros contra unas cuantas copas de whisky que conducían en sentido contrario, ya sabes cómo se ponen cuando beben más de la cuenta. Me incorporé con lentitud hasta quedar completamente sentada en la cama. Pese a la

penumbra reinante reconocí su dormitorio. Sonreí tontamente, sin saber qué hacer, con ese embarazo de quien no recuerda cómo fue a parar a un lugar desacostumbrado. No obstante un leve mareo, me sentía muy bien, con la sensación de haber dormido profundamente un tiempo indefinido. —Sólo a ti se te ocurre ponerle a un almohadón una funda de arpillera. ¡Qué calor! Por cierto... ¿Qué hora es? — pregunté desperezándome todo lo que me permitían mis miembros entumecidos. Silvia descorrió las cortinas de la ventana de un golpe y una luz despiadada entró a raudales en la habitación. —Las tres y media de la tarde, minutos más minutos menos...

—¡Las tres y media, qué barbaridad! — Reflexioné un momento y añadí—: Vale, ¿Pero de qué día? —Muy aguda, buena señal. Elige tú — dijo Silvia moviéndose por la habitación de puntillas, como si velara por un enfermo grave—. Pero sugiero que consideres la posibilidad de que sea el día siguiente al de ayer. ¿Te preparo un café? —Sí, pero más que nada tengo un hambre canina, me comería un buey crudo sin despellejar —respondí a la par que me incorporaba y buscaba mi ropa por la habitación. Estaba sobre una silla. Silvia me tendió una camiseta y unos pantalones cortos de Marga. —Deja eso, ten esto, estarás más cómoda. Tu ropa está de pena. Ya me había dado cuenta nada más tocarla. La tela de la camisa estaba pegajosa y no olía precisamente a colonia. Me sentí un tanto avergonzada. —Se te aflojaron las tripas —me

explicó—, ya me entiendes, por todos los orificios que encontraron. No; miento: las orejas se salvaron de la riada. Debes tener una resaca de aquellas, ¿No? Ven, vamos a prepararte algo. Cansinamente, la seguí hasta la minúscula cocina de su no menos diminuto apartamento. El abarrotamiento de objetos era de tal magnitud que resultaba inverosímil que dos personas pudieran vivir en esa especie de almacén de provincias. Muebles, estanterías, sillas descalabradas y todo tipo de trofeos de container salían al paso por los rincones. Predominaban sobre el conjunto la panoplia alusiva al cine, y la pasión cinéfila trepaba por muebles, paredes y puertas en forma de pósters, decenas de fotografías, la más nutrida videoteca que se pueda imaginar, portadas de guiones y entradas de cine que Silvia guardaba con

devoción pero sin la menor disciplina coleccionista. Como era un primer piso interior, el sol brillaba por su ausencia salvo en el dormitorio, y la mayor parte del tiempo la luz eléctrica permanecía encendida, lo cual acentuaba la sensación de museo dedicado a la adoración de Penélope Cruz, Debra Winger, Audrey Hepburn, Kim Novak, Monica Vitti, Greta Garbo, Wynona Ryder, Cameron Díaz, Bette Davis y una larga lista de amores “silvianos”. La única concesión a las preferencias de Marga, fanática del tenis, era una fotografía de buen tamaño con la imagen de una Martina Navratilova inédita luciendo un vaporoso modelo de Valentino y con la que el visitante se topaba apenas entraba en la casa. Haciendo honor a la pasión de Silvia por el cine de los años cincuenta, la puerta que daba acceso a la cocina estaba tapizada con un gigantesco póster de Ava Gardner en Mogambo, actriz y película fetiches de mi amiga. “Me gusta abrir la

puerta y acariciarle el muslo de refilón — explicaba Silvia para enfurruñar a su amante—. Sé que es un capricho tonto, pero como lo mío con Ava es platónico no se contabiliza.” La cocina a escala para enanos era un amasijo de restos de comida, tetrabricks vacíos y platos sucios. —Ponte por aquí, esto es un desastre —dijo Silvia apartando apresurada un manojo de ropa de un banquillo—. Cuando no está Marga ya se sabe, no me hallo, las labores del hogar no son mi fuerte. —Pues pagas a una asistente y liberas a Marga de limpiar tu mugre, cochina machista. Además entre las dos entra el suficiente dinero como para alquilar un piso más grande —comenté marcando mi número en el teléfono de pared. Silvia trajinaba con la cafetera que había cerrado repleta de borra y se negaba a ser abierta. —Lo sé, lo sé, Marga me lo sugiere

todos los santos días, pero sabes que adoro este cuchitril y que dejarlo me parte el alma. Además, Argüelles es mi barrio y no me sacan de él por nada del mundo. —Ni falta que hace, boba. Anda que no hay pisos estupendos por la zona... Escuché mi propia voz en el contestador y colgué. O bien Eva no estaba o prefería no atender una llamada dirigida a la dueña de casa. Le di al botón de rellamada y tras oír nuevamente el mensaje marqué el código a distancia. Había un recado de Emilia, mi editora, recordándome con fina diplomacia que tenía un trabajo a realizar en un plazo concreto y una responsable —ella— a la cual rendir cuentas. Y otro de mi madre, un tanto inquieta porque sus dolores de abdomen

iban en aumento, pero recomendándome que no me preocupara por ella. —Madres... —comenté—. Cortadas por el mismo patrón, parecen clónicas, tú. Primero te alarman hasta el síncope y acto seguido te mandan no alarmarte, si es que... Tengo hambre, Silvín, mucha, de las buenas. ¿Qué tienes por aquí? Abrió la nevera y se sorprendió de su contenido. —¡Anda, pero si soy un genio! Había olvidado por completo que ayer hice la compra. Estás de suerte, Bella Durmiente, hasta tengo jamón serrano... —Tú arrima para acá, que yo me encargo. ¿Ya desayunaste? —Comí algo por ahí, me fui temprano. Mi Gran Jefe Blanco, Gonzalo, suele olvidarse que los sábados son sagrados y se empeñó en que nos viéramos para

finiquitar con los actores secundarios el contrato de la nueva peli. Prácticamente acabo de llegar. Mientras el café bullía al fuego, me puse a la tarea de devorar cuanto me caía a mano. Comía con avidez, con una voracidad inusual, conjuntando mermelada, jamón, paté, miel, pan de molde, mayonesa y el fragante cruasán que Silvia había traído para mí con pepinillos y cereales. Mientras, no cesaba de pensar en Eva. La añoraba intensamente, como si hiciera años que no la viera. Deseaba, necesitaba abrazarla con urgencia perentoria, decirle que la amaba y que era mi vida. Estaría preocupada por mí, a no ser que mi gente se hubiera puesto en contacto con ella de alguna manera. Silvia me tendió uno de esos enormes tazones

del todo a un euro rebosante de café con leche espumosa. Le agradecí con una carantoña y pregunté con la boca llena: —¿Por qué no estoy en mi casa? —No recuerdas nada de nada, ¿Verdad? —dijo sentándose a mi lado. —¡Claro que sí! —alardeé—. Estuvimos en el Círculo, luego fuimos al hotel Suecia, yo bebí mucho y... —me fallaba la memoria, era evidente— y luego... Bueno, ya lo sabes, tú estabas allí. —Te pusiste fatal, querida, es más, bastante asquerosita, si me lo permites. ¿De verdad no te acuerdas del tinglado que montaste? Negué con la cabeza, un tanto alarmada por el prólogo del relato que barruntaba.

—Pues... hablaste por los codos, pobrecilla mía, muy dolida pero de un ramplón que no veas, te peleaste conmigo, con los chicos, con los camareros y con un huésped alemán que te sujetó justo en el momento en que te caías redonda del taburete de la barra. El berlinés tendrá que tirar a la basura aquella camisa tan mona, creo que la bilis es muy difícil de quitar cuando se impregna en la tela. —¡¿Qué me estás diciendo?! — exclamé atónita—. ¿Que le vomité encima a un tipo cualquiera? —Gracias por la deferencia —ironizó —. Deduzco que hubieras preferido vomitarnos a nosotros, en fin, por aquello de que cuando hay confianza da asco. Mientras hablaba, Silvia se había liado un cigarrillo de hash que me ofreció pero que rechacé como de costumbre. Le rogué que siguiera con el recuento y el panorama que pintó fue desolador. Yo había insistido, presa de una auténtica pataleta, en negarme a ser llevada a mi

apartamento, aduciendo que me sentía divinamente para seguir la juerga, todo esto tras sufrir un desmayo en la recepción del hotel. Esteban y Félix se habían encargado de localizar a Alicia, que muy oportunamente acababa de regresar del sur, me habían metido en el coche de Amparo y cargado en brazos hasta el dormitorio de Silvia. —Alicia estuvo maravillosa, es increíble lo que sabe esa tía —prosiguió Silvia con su velocidad habitual, muy a gusto en su papel de narradora del suceso —. Te desmayaste otra vez durante el trayecto, así que te tendimos en mi cama y la mujer se tiró casi dos horas trabajando tus meridianos, alineando los chakras y todas esos malabares de manos que utiliza para equilibrar lo que llama cuerpo sutil o algo así, ya sabes, cuando se pone a hilvanar en el aire como unos hilos

imaginarios, que por lo visto es energía enmarañada. Aquello recordaba una secuencia de Carrie, pero en plan light, qué potente... Al principio gemías y murmurabas frases inaudibles, pero al final te dormiste sonriendo como una querubina. —Recobró el aliento y prosiguió—. Te confieso que estábamos bastante asustados, y fue providencial que Ali se prestara a venir a las tantas de la madrugada, sobre todo porque había conducido buena parte de la noche y estaba agotada. —No me lo puedo creer, Silvia, no sabes cuánto lamento el circo que he organizado —me excusé francamente atribulada—. Ahora entiendo por qué no tengo ni pizca de resaca, el trabajo de Alicia me dejó como nueva. Voy a preparar una cena de desagravio para toda la panda, Amparo incluida. —¡Chorradas, cómo si

no nos hubiéramos quitado las patatas del fuego unos a otros montones de veces! Lo bueno es que estás en plena forma y que no has perdido el apetito. Miré los escasos restos que habían quedado de mi pantagruélico desayuno. Había literalmente vaciado la nevera. Silvia soltó una carcajada. —Y ahora no te disculpes también por tener hambre, señora melindres... —¿Sabes algo de Eva? —pregunté procurando ser trivial. —Me dirás cómo, no teníamos ni idea del número de su famoso móvil. —No es para nada un reproche —dije con tacto—, entiéndeme, hasta feo estaría, pero podrías haberla llamado a mi casa puesto que sabes que está viviendo conmigo... Silvia se lo pensó antes de responder. —Lo cierto es que lo hicimos, pero no había nadie, salía una y otra vez el

contestador. —Es que Eva es muy discreta y no atiende, porque sólo yo recibo llamadas y prefiere que se grabe el mensaje. Ya ves, le he telefoneado ahora mismo y no se pone. —Ya —dijo con voz dudosa—, pero a las dos y pico de la madrugada suelen ser llamadas fuera de lo normal, no sé, un accidente o un contratiempo cualquiera. —¿Puedo volver a usar el teléfono? Pregunto porque los móviles son caros... —¿Quieres que me vaya? —ofreció poniéndose de pie. Yo ya estaba marcando el número de Eva y le indiqué por señas que podía quedarse. Tras cierto número de tonos saltó el buzón de voz. Colgué malhumorada. No alcanzaba a comprender

para qué había comprado un aparato al que nunca atendía. —Intenta en casa de sus padres — sugirió Silvia con malicia. Le saqué la lengua. Sabía de sobra que desconocía el número y las razones del porqué. En ese instante sonó el teléfono. “Es ella, seguro que es Eva”, pensé esperanzada. —Ponte tú, por favor —pidió Silvia—. No estoy para nadie. —¿Ni para Marga? —Para ella menos que menos. “El ambiente está peor de lo que creía”, me dije. —¿Sí? ¡Alicia, cielo, que alegría oírte! Estupendamente, gracias, te debo la vida. Sí, estábamos en ello... ¿Tan mal, realmente?... Ya, perdí la conciencia... ¡Qué va! No sólo he dormido como una bendita sino que me he despertado nueva, hacía tiempo que no me sentía tan descansada. No es necesario, ya me voy para casa. Ah, bueno, en ese caso... Hasta

ahora. —Pasa a buscarte y te lleva, ¿no? — dijo Silvia recogiendo la mesa—. Ya me lo había dicho, llamó antes un par de veces para saber cómo estabas. Y también se interesaron los chicos y Amparo. —No me gusta llamar la atención, pero ya puesta debo admitir que me halagan los cuidados, resulta muy gratificante que mis amigos estén ahí cuando los necesito. Por cierto, Eva debe de estar preocupadísima, estoy missing desde ayer por la noche... Conozco casi todas las expresiones de Silvia, y la que ahora revelaba su rostro me puso en alerta. —¿Qué? Desembucha ya, tienes esa cara... —dije remarcando el “esa”. —¿Palabra de honor que no te acuerdas lo que dijiste anoche? Alcé la palma de la mano. —Jurado por esta. Recuerdo vagamente que me sentía melancólica y furibunda, pero poco más. Me estás asustando con tantos miramientos.

—Pues entonces es mejor que lo sepas, prefiero que te enteres por mí y no por Félix. El cabrito está más malicioso que de costumbre... La conversación con Silvia me había dejado muy mal sabor de boca, y permanecí largos minutos en silencio. Alicia conducía con prudencia a pesar de que había muy poco tráfico a esta hora de la tarde. Cada tanto me echaba una mirada con el rabillo del ojo. —No estoy muy orgullosa de mí que digamos —dije por fin—. No alcanzo a entender cómo pude estallar de tal manera y decir lo que dije. —Te desahogaste, cariño, yo no le daría más vueltas. —contestó Alicia controlando las evoluciones de un mensajero en moto que obstaculizaba el coche. Meneé la cabeza. —Adoro a Eva, me lo retribuye, somos realmente felices y no me hace ninguna gracia

albergar tal acúmulo de resquemores, ya me entiendes, como si escaparan a mi control consciente. Alicia sonrió con tristeza. —Se escapan precisamente porque son inconscientes, a los conflictos no hay manera de taparles la boca, es como pretender que no se desborde una presa tapando la grieta con un botón. —¿Alguna vez te has sentido como si estuvieras sentada sobre el cráter de un volcán? —pregunté—. Pues me pasa algo así. Lo que me perturba mucho es admitir que yo también soy el volcán. Por lo visto, en la cháchara de anoche le adjudiqué a Eva una serie de defectos que me pertenecen en exclusiva... Y no me vengas con que estoy siendo demasiado dura conmigo misma. —¡Ni por asomo! —rió girando el volante hacia la izquierda para coger los

bulevares—. Además, si me escuchara Esteban me acusaría de bobalicona de teleserie yanqui. —¿También te pusieron al tanto de ese detalle? —me asombré. —No, me enteré por ti. Cuando estabas groggy repetías de continuo que no estabas preparada, y que te importaba un comino que Esteban lo considerara una frase hecha made in Hollywood. Me cubrí el rostro con las manos: —¡Qué vergüenza, Alicia! Me resulta un espectáculo lamentable presenciar las confesiones babosas de un borracho, y el pensar que anoche fui yo quien montó el show me pone mala, te lo juro. Y cual si fuera poco implicando a desconocidos como la amiga de Silvia, Amparo, creo recordar que se llama... —Que por cierto es encantadora —dijo —. Insistió en acompañarnos hasta que te quedaste dormida. —¡Ni me lo digas, peor aún, con lo borde que estuve con ella!

Alicia dulcificó el tono de voz. —Estabas muy cargada, María. No sé qué te está pasando pero tenías el chakra corazón absolutamente bloqueado, te lo movilicé a fondo hasta que por fin soltaste el llanto y te aliviaste un montón, pero me llevó un buen rato. —O sea que acabé llorando, Silvia obvió ese detalle... —murmuré cada vez más abochornada. —Y luego caíste en un sueño profundo, daba gusto verte. —Últimamente estoy con la lágrima floja, por lo visto. —¿Y eso es malo? —quiso saber Alicia. —Supongo que no... ¿Usted que dice, doctora? —Digo que es buenísimo. Tanto mejor si sueltas las emociones, de lo contrario se las adjudica el cuerpo físico y aparecen las enfermedades. No te contengas, María, ya sabes que tu punto flaco es no admitir que eres tan vulnerable

como los demás. Medité su respuesta. —No es tan así, Ali, creo que cuando me toca reconocer algo procuro hacerlo, pero te aseguro que no tenía noción de estar tan descalabrada. Al contrario, mi sensación interna es que estoy viviendo una de las etapas más hermosas de mi vida. Habíamos llegado a la calle Hermosilla y detuvo el coche en doble fila frente a mi portal. —Pues hay algo que no concuerda con la armonía que percibes, eso es evidente. Tú verás qué haces con ese presente troyano. De todos modos no dudes en llamarme, sabes que cuentas conmigo. —Lo sé, y te lo agradezco con el alma —dije besándola con fuerza en la mejilla —. Por cierto, tu cuñada me dijo que regresabas dentro de quince días. Torció la boca en una mueca amarga. —Ése era el plan inicial, pero con Paco ya se sabe, así que decidí poner

distancia entre ambos. Estamos peor que nunca, Mariucha, él se quedó en casa de sus padres y cuando regrese no sé qué va a pasar, tiene un humor insoportable. Pero en fin, no quiero agobiarte con el mismo cuento de siempre, tú tampoco estás muy esplendorosa que digamos... —No me agobias en absoluto — protesté con énfasis—, e insisto que a mí no me pasa nada, salvo estar feliz y enamorada, lo cual es perfecto. Pero que no me entere que lo pasas mal y no me llamas. ¿Subes y charlamos un rato? Negó con una sonrisa triste, le di otro beso y arrancó a buena velocidad. Me quedé en la acera viendo cómo se alejaba deprisa. “El hormiguero está convulsionado —me dije trajinando con la cerradura del portal—, debe de ser el efecto julio, mal mes para los amores...” Apenas traspuse el umbral supe que

Eva no estaba. Las casas solitarias desarrollan un lenguaje especial, como si el espacio se coagulara a la espera de que el calor de una presencia humana le permita fluir nuevamente. No obstante, eché un vistazo para cerciorarme. Las persianas estaban bajadas y un frescor agradable invitaba a quitarse la ropa, relajarse y disfrutar de la tarde. Me desnudé en mi dormitorio y comprobé que la cama estaba cuidadosamente tendida. La habíamos dejado así antes de irnos ayer por la tarde, pero eso no significaba que Eva no hubiera dormido en ella y vuelto a hacerla. No obstante, el mueble emanaba ese elocuente halo de soledad que embargaba todo el apartamento. “No, estoy segura. Anoche Eva no durmió aquí”, dije en voz alta.

Eché la camiseta y los pantalones que me había dejado Silvia al cesto de la ropa sucia y puse a remojo la ropa pestilente que había usado anoche. Una copiosa ducha me reconfortó. Desnuda como estaba fui al estudio y escuché los mensajes que ya conocía, pero había un tercero que me aceleró el corazón. Era de Eva: “No sé dónde estás, linda, podrías llamarme, al menos. Son casi las cinco de la tarde y estoy sobre ascuas. ¿Qué ha pasado? Vale, ya me lo explicarás, estaré allí dentro de un rato. Por si estás sola cuando escuches este mensaje, que sepas que me muero por verte, prepárate para cuando te pille”. Su voz. Esa voz templada como un cello que me había enamorado desde el primer momento y cuyo encantamiento no cesaba. Como si una estrella fugaz atravesara mi cielo, cualquier rastro de desazón se desdibujó y en un tris me sentí tan limpia, feliz e inocente como una recién nacida.

Fue un instante de aquellos que amo intensamente, un instante rotundo, perfecto, el orden en estado puro. Suspiré hondo. “Es una pena que no se haya inventado la fórmula para eternizar estos momentos sublimes —pensé—. Seríamos tan, pero tan dichosas...” Decidí ponerme un rato con la traducción. Emilia era una pesada, pero tenía un sexto sentido muy aguzado y parecía presentir que yo no estaba trabajando en el libro de la Moretti con la responsabilidad habitual. Como el cuerpo me pedía guerra, puse el último CD de Gloria Estefan en la disquetera de la laptop. Balanceándome al compás de la música traduje unos cuantos folios de corrido, pero frené en seco ante una palabra de difícil comprensión. ¿Tammuriata o tammurriata? Estaba escrita de la

primera de las dos maneras, pero yo estaba segura que la correcta era la segunda. Por otra parte, ninguna de las dos posibilidades de traducción venían a cuento. De una parte porque es un antiguo vocablo napolitano y toda la novela estaba escrita en italiano culto, a excepción de los modismos coloquiales piamonteses, y por otra porque una “tamborilada”, que era la traducción más fiel que correspondía, tampoco casaba con la situación descrita, una escena humillante en la que Concetta, la infeliz protagonista, se ve obligada a limpiar a lametones las sucias botas del cretino de su patrón, Salvatore Ruscolo. Tendí mecánicamente la mano hacia el teléfono para consultar con mi padre, pero desistí. No quería que supieran que estaba en casa, ya les llamaría mañana. De modo que la música trepidante de la Estefan y mis pocas ganas de trabajar se aliaron y decidí dar por terminada la sesión. “He

adelantado poco, lo sé, pero dadas las circunstancias es un logro”, me consolé mientras guardaba el texto en una copia de seguridad. Sin saber bien qué hacer, me tumbé en el sofá del salón, encendí un cigarrillo y fijé la mirada en la reproducción de Las cabinas telefónicas de Richard Estes. Eran las seis de la tarde y Eva sin venir. Para estar preocupada por mi ausencia se tomaba su tiempo, desde luego su conducta era difícil de comprender. Pero... ¿Y la mía? ¿Qué pasaba con mis violentos terremotos? Di una calada con ansiedad. ¿Por qué había tenido esa explosiva catarsis de resquemores y dudas? ¿A cuento de qué venían la tristeza y el dolor que había manifestado, tan ajenas a mí, como si un agente enemigo se hubiera infiltrado en mis propias filas y cumpliese a rajatabla su misión de minarme la moral? “Sería estúpido achacarle las culpas al alcohol —pensé con la vista

perdida entre los hiperreales y preciosistas reflejos del cuadro de Estes —, pero lo cierto es que el alcohol no inventa lo que no existe.” Había llorado, la angustia se había adueñado de mí, y sin embargo me había levantado esta mañana con una intensa sensación de bienestar que aún perduraba. No sabía a qué atenerme. “Yo que tú no descartaría tan tajantemente la hipótesis de los celos, María”, apuntó mi sempiterna voz interior. ¡Los celos, es verdad! Mi memoria había cancelado gran parte del episodio en el hotel Suecia, pero ahora empezaba a recuperar algunos fragmentos. Todos a una, mis amigos se habían abonado a la hipótesis de la celera como causa primordial de angustia, y yo había puesto el grito en el cielo.

Busqué el mando, fastidiada por el rumbo de mi pensamiento, y encendí el televisor. El zapping me llevó hasta un partido de tenis. Recordé que se estaba disputando Wimbledon, y en ese momento Ana Ivanovic servía para ganarle el set a otra belleza rusa. Procuré concentrarme en el juego, pero el runrún de la conversación de anoche, sumados a los comentarios de Alicia en el coche no cesaba su trajín. Sí, asentí a mi pesar, era bastante verosímil que estuviera celosa, pero siendo para mí un sentimiento prácticamente desconocido no podía reconocer sus manifestaciones ni sus efectos. Por supuesto que sabía de sobra de su existencia, pero era un conocimiento intelectual, no vivido. ¿De modo que esta inquietud sin nombre ni color, esta

desazón invalidante y molesta, este disgusto del alma que más me quitaba que me daba eran los famosos celos? Definitivamente no me gustaban un pelo. Mientras miraba sin ver el enésimo gesto burlón en la cara de la jugadora rusa tomé una súbita decisión, o, más exactamente, la decisión me tomó a mí. De acuerdo, lo admitía, estaba celosa. Escabullirme o seguir negando obstinadamente el problema sería tan inútil como dañino. Alicia tenía razón; no me gusta un ápice reconocer que soy tanto o más vulnerable que los demás, y lo reprimía como si necesitara imperiosamente proyectar la película de mujer equilibrada e inmune a las pasiones de los otros.

¿Acaso no he sostenido siempre que cualquier sentimiento es válido? Pues a arar con estos bueyes, me había tocado, alguna vez tenía que ser la primera. Amaba a Eva con locura y la quería sólo para mí. Deseaba a un Carlos desterrado, fuera de su vida y de las nuestras. A Carlos y a cualquier otra persona que distrajera o mermara su tiempo y su amor por mí. Recelaba de su pasado, de su presente, de sus circunstancias y hasta de su sinceridad. “María, estás celosa”, sentencié en voz alta para que el hallazgo quedara decretado. Apreté con un seco clic el botón rojo del mando y Wimbledon se esfumó. El descubrimiento me había trastornado y me embargaba una sensación agridulce: por una parte detestaba reconocer que yo podía ser tan mezquina como para sentir celos, pero como contrapartida sentía que una corriente de agua fresca me inundaba desde dentro como si me lavara las entrañas. Acabé el cigarrillo, lo aplasté

con determinación en el cenicero y agarré el teléfono para llamar a Eva. La necesitaba como al aire y me prometí solemnemente que jamás se enteraría de lo que acababa de descubrir en mí. Ella no soportaba ser celada, lo sabía de sobra, y además se trataba de mi problema, no del suyo. No permitiría que los celos adquirieran carta de ciudadanía y se instalaran en nuestra relación aunque me costara el mayor de los esfuerzos. —Sí, dime —contestó Eva apenas se estableció la conexión. Me quedé de piedra. —¿Sí, quién es? —repitió. —Soy yo, María —dije reponiéndome de la sorpresa—. ¡Caramba, me ha impresionado que contestes! Eva rió con ganas. —Has marcado mi número, ¿Qué esperabas? —No sé, es la primera vez que logro conectar con tu bendito móvil. Oye, escuché tu mensaje, te echo de menos,

¿Cuándo vas a venir? —Y yo suspiro por verte, milady. ¿Dónde te has metido? No sabes lo preocupada que me tenías, no vuelvas a desaparecer de mi vista, ¿Vale? El corazón se me hizo crema. —Prometido. Ni tú tampoco, porque te las verás conmigo. ¿Esperabas otra llamada? Porque antes de saber quién era dijiste “dime”. Idiota. Había sido una idiota. Qué fallo. “Este tipo de preguntas sobran”, me arrepentí ipso facto. Tardó unos segundos en contestar. —Verás, señora curiosa, este número lo conocen sólo los íntimos, y por supuesto les tuteo. Oye, que estoy en el coche y me incordia hablar y conducir a la vez. Voy de camino a tu casa. ¿Te digo con exactitud a qué altura de cuál calle estoy o te basta con la zona genérica? — añadió con socarronería. —Ni falta que hace, Eva —me apresuré a dejar en claro.

—Vale, pues lo dicho. No prepares cena, yo me encargo. Un beso, hasta lueguito. “Me va a resultar más difícil de lo que pensaba aprender el truco de los celos, es obvio que soy una novata en estas lides, puede que tenga incluso que consultar alguna bibliografía sobre el tema... — cavilé mitad enfadada, mitad riendo—. Supongo que es una minusvalía como otra cualquiera y requiere ejercicios de rehabilitación. Pero tú puedes, María, eres fuerte e inteligente, y además moderada y tolerante. Verás cómo sales de este aprieto y acabas por dominarlos.” No quedé muy convencida con aquello de la presunta moderación y tolerancia visto y considerando mi caótico estado de ánimo de los últimos tiempos, pero me perdoné la licencia poética. Me había lanzado un mensaje superador con bastante convicción y estaba segura de que tarde o temprano surtiría efecto. “La realidad es lo que se piensa”, le había

escuchado decir a Alicia con frecuencia, y yo procuraba llevar el aforismo a la práctica, convencida como estaba del poder de la mente. Por asociación marqué el número de El Escorial. Después de todo, cuanto antes resolviera mis dudas gramaticales tanto mejor. Atendió mi padre, cosa extraña. Mamá se había tumbado un rato a descansar porque estaba con sus molestias. Stefano se apresuró a tranquilizarme, aunque no era necesario. Desde que nací he oído a mi madre quejarse de los más variados síntomas y soy prácticamente inmune a sus continuos achaques.

Mi padre coincidió conmigo sobre la correcta escritura de la palabra dudosa, pero añadió que se trataba de un antiguo vocablo napolitano que también se utilizaba en algunas zonas del Piamonte y la Lombardía y que admitía diversas interpretaciones. Además de la literal “tamborilada” podía significar metafóricamente algo así como “mala pasada”, “juego sucio” o “trastada”. —Se cae de maduro que es una putada que alguien te obligue a sacarle lustre a sus botas a fuerza de lengüetazos —le hice reír—, pero me temo que no voy a poder utilizar una expresión tan de andar por casa. Como de costumbre insistió en saber cuándo nos veríamos, y como de costumbre lo dejé al azar. —Estoy muy liada, Stefano, pero te prometo que será antes del viaje. Es la semana que viene, ¿Verdad? Dale un

besazo a mi madre y dile que se deje de zarandajas, que Dinamarca la espera. ... ¿Eva? Estupendamente, gracias. ... Se los daré de tu parte. Ciao, babbo. Deambulé por la casa sin saber bien en qué entretenerme. La sensación de horror vacuis cuando me faltaba Eva al lado se tornaba más aguda a medida que transcurría el tiempo, lo que lograba sacarme de mis casillas. Llevaba años autoabasteciéndome y no deseaba que su ausencia ni la ausencia de nadie me sumiera en una apatía desvalida, como una gelatina fuera de su molde. Me exhorté a arreglar los armarios, recogí periódicos viejos para llevar al contenedor, lavé unas pocas tazas sucias que había en el fregadero, enderecé algunos cuadros torcidos y estaba apilando unas resmas de folios en mi estudio cuando llegó Eva. Pasaba la medianoche cuando el hambre nos venció. Cubriéndome la cara de besos Eva preguntó:

—¿Y para beber qué quieres? —Una taza enorme de té solo, humm, qué bueno... Es más, quiero un cubo colmado de té. —¿No te dará mucho calor? La miré con lujuria: —Dudo que me acalore más que tú, amiga mía... Me dio un último beso en la barbilla y se fue a la cocina. Mientras la escuchaba trajinar desde lejos preparando la bandeja, una deliciosa sensación de bienestar me obligó a reír de puro gusto. “No nos entenderemos en la vida civil, pero la erótica raya la perfección”, me dije estirándome en la cama como un animal satisfecho. Los pabilos de las velas arrojaban sus últimas bocanadas de luz y proyectaban extrañas formas en el cielo raso. Estaba orgullosa de los progresos que hacía en mi nueva condición de celosa asumida: le había contado los efectos de mi borrachera y Eva había reído mucho

con la minuciosa descripción de mi desmayo en brazos de un súbdito alemán. Supo que había pasado la noche en casa de Silvia y quién me había traído de vuelta. Naturalmente obvié cualquier alusión a mi estado de ánimo y sus motivos. Para su contento, le había entregado una tira de negativos que me había dado Silvia. “La foto de San Vicente, esa que le pediste”, expliqué. Por su parte se declaró muy contenta porque Retro había vendido casi toda la obra expuesta y creía que en buena medida era debido a sus gestiones. “Si me dan la comisión que merezco te invito a Canarias —había prometido—. Quiero tomar el sol contigo en Las Canteras de Las Palmas. Es la playa de ciudad más hermosa que conozco.” A mi vez no había hecho ninguna pregunta fuera de lugar, había meditado mi lenguaje antes de pronunciar cada palabra y mis dudas no habían tenido ocasión de asomar siquiera la nariz. Y no porque no las tuviera, desde

luego. Dónde se había metido desde que la dejé en el Círculo hasta las siete de la tarde de hoy, por ejemplo, en qué sitio había dormido y, sobre todo, si se había ido sola a la cama o con el guapo Borja, visto y considerando el efusivo intercambio de gentilezas manuales que me había tocado presenciar, por no mencionar el malintencionado comentario de Arancha sobre su poca dedicación al trabajo, el pertinaz silencio de su teléfono y el omnipresente fantasma de Carlos que se había enquistado en mi mente como una larva insidiosa y maloliente. El otro vínculo amoroso de mi amante iba carcomiéndome por dentro y a duras penas lograba sostener la neutralidad que me había propuesto desde el inicio de nuestra relación. Su rostro anónimo

cobraba forma en mi imaginación y se inclinaba hacia Eva para besarla como yo lo hacía, mi amante se abrazaba a ese cuerpo que yo desconocía y gozaba con él como conmigo, tal vez más, tal vez de manera distinta. ¿Eva gemía, le susurraba “querido”, “cielo” u otras ternezas? ¿Buscaría mi cuerpo en el cuerpo del otro? Deseché las especulaciones con un gesto de rabia, intentando espantar a esa mosca venenosa que sobrevolaba mi cabeza. La comunión física había sido tanto o más intensa que de costumbre, Eva estaba feliz y cariñosa, no había notado en ella gran diferencia con el día de ayer ni con los anteriores. ¿Por qué amargarme con suposiciones y reconcomios estériles? Mejor dicho: ¿para qué? “Si un problema tiene solución para qué

preocuparte, y si no la tiene, para qué preocuparte”, rezaba un milenario aforismo chino que había leído hacía un tiempo en un calendario y que había quedado grabado en mi memoria. Eso era. Dejaría correr los acontecimientos sin preocupaciones previas, y que sucediera lo que tuviera que suceder. Eva volvió a la habitación cargando una pesada bandeja con una sola mano, puesto que de la otra colgaba el cubo de la limpieza. Le dio al interruptor de la luz con la punta de la nariz. —Esto es otra cosa, parecía un velatorio. Su té, señora —dijo tendiéndome el cubo—. Espero le sea suficiente...

No pude hacer menos que reírme a carcajadas. Desde luego tenía un sentido del humor muy agudo y que me atraía mucho. Riendo a su vez abrió las patas de la bandeja y la dejó sobre la cama. Los entremeses que había traído eran de los más variados sabores, en cantidad suficiente para saciar a varios hambrientos. La miré con arrobo, pero me sobresalté al notarle los ojos húmedos y los párpados irritados. —¿Qué pasa, Eva? Has estado llorando... —¿Quién, yo? —negó—. En absoluto. ¿Por qué iba a llorar? ¡Tienes cada cosa...!

Me encogí de hombros, incrédula. Me habría equivocado, como de costumbre, pero estaba segura de mis percepciones. —¿Qué te pareció mi familia? — preguntó relamiéndose los labios tras saborear un par de rollitos de cangrejo, sus predilectos. Procuré parecer entusiasta. Ella había sido sumamente gentil al juzgar a mis padres. —Encantadores, desde luego. Te pareces un montón a tu madre, por no mencionar a tu hermano Simón, es un tío guapísimo. Sonrió halagada. —O sea que también me parezco a él... —Como dos gotas de agua, presumida —dije acariciando su pelo enmarañado —. Tu padre me causó una gran impresión. No sé cómo expresarlo, me pareció una persona... intensa. Eso es,

intenso. —Puede ser —concedió sin mayor convicción—. A veces se pasa de rosca con la intensidad, y entonces se pone de un trágico que no veas. Lo comprendo, el accidente y tal, pero es un pesado. En cambio, mi madre tiene un humor mucho más benévolo y estable, sobre todo si está con gente. Es una señora en todo el sentido de la palabra. Bebí el té con deleite y me tomé mi tiempo para escoger un sándwich. Esther me sugería varios calificativos, pero los que menos “estable” o “benévola”. Eva le profesaba una gran devoción, eso era un hecho. —Simón, en cambio, es un ingenuo que alardea de sofisticado para llamar la atención —siguió Eva—, aunque hay que reconocerle que tiene una inteligencia fuera de lo normal. Me enfrasqué otra vez en la bandeja. ¿Simón un ingenuo? No estaba para nada de acuerdo con su apreciación. O yo

estaba perdiendo mis facultades intuitivas o a Eva el amor le nublaba el raciocinio. Cierto que sólo había estado unos minutos con él, pero había sacado la impresión de que era un ser bastante taimado y de poco fiar. Comimos en silencio. —¿Y mi gente? —quiso saber, curiosa como de costumbre. —No parecen conocerte muy a fondo... —respondí aliviada por poder decir la verdad. Eva me miró. —Te diré que no soy muy amiga de tener amigos, al menos no a tu estilo. —¿Y cuál es mi estilo? —No sé, hace poco que nos conocemos, pero tengo la impresión de que tienes una pandilla un tanto... y

perdona, un tanto empalagosa, diría, de esas que comentan a cada momento sus asuntos personales y se sostienen los unos en otros como si fueran prótesis. —Pues en eso consiste lo que convencionalmente se entiende por amistad —respondí, muy sorprendida por su punto de vista—. Vamos, al menos para el común de la gente. Un amigo cuenta contigo y tú cuentas con él, y eso se llama solidaridad, amor o generosidad, no ortopedia. ¿O no? Hizo un vago gesto de vacilación. —Si tú lo dices... Yo soy de las que prefiere ir a su aire, no tengo por qué contarle mis asuntos a nadie. Anoche en el Círculo, por ejemplo, tu pandilla te rodeaba como una gallina clueca a sus huevos, no sé, me parece excesivo... Vale que cada uno es como es, pero... —¿Pero?

—Pero que a cierta edad los padres putativos sobran, ¿no crees? Por cierto, menuda marimacho tu amiga Amparo. ¿Dónde la conociste, sirviendo gasolina en una estación de servicio? No la corregí con respecto a mi supuesta amistad con Amparo, aunque su menosprecio me pareció tan exagerado como gratuito, y con respecto a su perorata sobre los amigos no estaba de acuerdo, por supuesto, pero nada más lejos de mi deseo que enfrascarme en una controversia que sólo serviría para poner de relieve una vez más nuestras opiniones antagónicas. “Seamos honestas —pensé apurando el té—: Eva y yo miramos la vida de forma diferente. Es más, somos la luna y su cara oculta. ¿Se puede saber, entonces, por qué la amo tanto?” —Anoche tuve que quedarme con Nora hasta que se durmió a las tantas de la madrugada —dijo

encendiendo un cigarrillo y acomodándose entre las almohadas. Mi corazonada era cierta, pues. Había dormido fuera. —¿Y eso? —pregunté negligente. —Que el Círculo va a tener que cambiar su actual catering, porque está comprobado que sus bebidas causan estragos. Norita se forró a whisky de garrafa como tú y no era cuestión de que se quedara sola en su casa. “Miente. —La certidumbre fue fulminante—. Está mintiendo. Me está endilgando la misma excusa que esgrime ante sus padres para estar conmigo, y es un hecho que Nora sirve tanto para un roto como para un descosido. Teniendo en cuenta la pobre opinión que Eva acaba de manifestar sobre la amistad dudo mucho

que oficie de dama de compañía de nadie.” No existía, sin embargo, ninguna prueba tangible o intangible que abonara mi certeza. Tampoco me había pasado por alto que apenas llegar y antes incluso de darme un beso se había apresurado a ducharse. “¿Es que su amiga no tiene un simple baño? — pensé—. Eso no demuestra nada —me contradije—. Yo hice lo mismo en cuanto llegué de la calle. Pero lo que ya se explica menos es ese incipiente moretón que tiene en el cuello. ¿Se lo habré hecho yo en un arrebato o ya lo traía? Tú has estado con tu Carlos, guapa, a mí no me engañas.” Sentí que la sangre me hervía en las venas y me contuve a duras penas para no iniciar una discusión que de seguro habría acabado en violencia. Un reproche irrefrenable me impulsó a abrir la boca, pero la cerré velozmente aún a riesgo de morderme la lengua. —¿Qué ibas a decirme?

Su percepción era extraordinaria. Eva y su radar. Logré controlarme in extremis y cambié bruscamente de tesitura. —¿Sabes qué? ¡Tengo unas ganas locas de ir a bailar! ¿Cómo lo ves? —¡Genial, me parece genial! —se entusiasmó—. Llévame a uno de esos sitios secretos para mujeres, siempre quise conocerlos. —Si estás pensando en una discoteca puestísima, olvídate. Los locales de ambiente lésbico en Madrid son tugurios de mala muerte. ¡Qué digo!, ni siquiera son sórdidos, recuerdan a una casa común y corriente una noche de cumpleaños. —En París está o estaba el Katmandou, bastante chic. —¿Y tú cómo lo sabes, mi estimada heterosexual? —¡Mujer, recuerda que he vivido allí, serás tonta! Venga, levántate, ponte el vaquero negro que me gusta y vámonos. No sabes las ganas que tengo de bailar contigo hasta caer muertas.

—Está de remojo, lo dejé de pena. —Entonces cualquier cosa, pero que sean pantalones. Seré morbosa, pero me calienta ese toquecito masculino que tenías anoche... —Morbosa y guarra. Pero te comprendo y te perdono. “Brava, María, sei brava!”, me felicité mientras me vestía a toda prisa. 8 Después de tres horas ininterrumpidas de trajín me urgía un descanso. Tenía el cuello dolorido y un molesto hormigueo me subía desde las manos hasta los antebrazos, de modo que cerré la máquina y me enfrasqué en unos pases de taichi para desentumecer el cuerpo. Una vez más hojeé el libro: faltaba poco más de la mitad para terminarlo y tenía plazo de entrega a finales de octubre. No estaba

nada mal. Respiré hondo, satisfecha. El molesto dolor de garganta que me incordiaba desde hacía un par de días y que combatía con gárgaras de arcilla no había sido óbice para que recuperara la inspiración perdida. Por fin me despegaba del lastre de lo textual para ser fiel a las ricas connotaciones literarias de la novela. Incluso el denostado título, Bésame otra vez, iba adquiriendo sentido a medida que me adentraba en la historia, puesto que, todavía encarcelada, Concetta había retomado sus amores de infancia con Guido, su sostén y defensor a ultranza, y juntos estaban embarcados en la ímproba tarea de demostrar la inocencia de la protagonista. Concetta recuperaba el tiempo perdido y planeaba estudiar leyes tras acabar su formación escolástica en la prisión. El carácter predominantemente

dramático de los primeros capítulos había virado de forma imperceptible —gracias a la admirable pericia de la autora— hacia un tono mucho más ligero e irónico que renovaba el interés por el argumento. S í , Baciami ancora no era tan naif, después de todo. Desde hacía un par de días veía poco a Eva. Su madre estaba enferma de ciática y ella había preferido dormir en El Viso. Me había sentado bien este paréntesis forzoso y me notaba más serena y ligera, aunque la echaba terriblemente de menos. Por su parte, Eva se mostraba más hermética y taciturna que nunca y cuando estaba en casa hablábamos lo justo, el lapso que dura la publicidad entre bloque y bloque de un programa de televisión. Había quedado con mi madre en una casa de subastas cercana a Cibeles. Una amiga suya se veía

obligada a desprenderse de su centenaria vajilla de plata y mi Virginia quería acompañarla en el trance. La tarde estaba fresca, una bendición en medio del agobiante calor de finales de julio y me apeteció ir andando para estirar las piernas y distraerme con los escaparates de Alcalá. Al pasar por el cine Tívoli me di de bruces con un hombre que salía de la función vespertina. —Perdón —dije maquinalmente, la cabeza gacha. —No la perdono de ninguna manera, señora, es usted una tonta y una grosera — respondió una voz engolada. Me volví para mirar a mi desagradable interlocutor y me llevé una sorpresa al reconocer a Esteban. —¿Qué tal la peli? —pregunté. —Cómo sería que acabo de verla y ya no recuerdo el título... —bromeó. Me propuso un café que acepté de buen grado y nos llegamos hasta la cafetería de la

esquina. —¿Cómo va la vida? —preguntó apenas nos hubimos acomodado. —Mejor cuéntame la tuya, yo no estoy muy segura de saberlo. —¿Conque así estamos? —dijo revolviendo enérgicamente su café con la cucharilla. Solía añadirle una gran cantidad de azúcar que rara vez terminaba de disolverse—. De acuerdo, arranco yo con los titulares: “Pareja gay de mediana duración atraviesa aguda crisis por culpa de la presunta promiscuidad del más atractivo y seductor de sus miembros”. —Un poco largo para titular, ¿No crees? —bromeé—. Además, teniendo en cuenta el argumento, lo de

“sus miembros” se presta a chistes fáciles. No conforme, vertió otro azucarillo en su taza. —Lo admito, pero es que el artículo se las trae y resulta difícil condensar el contenido. —Déjame a mí el resumen para la entradilla: “Esteban R. y Félix S., dos acreditados homosexuales de nuestra ciudad, airean una vez más sus diferencias en público. Al parecer, la responsabilidad de la citada crisis corre a cargo de Esteban R., el cual no se resigna a perder su condición de Casanova en activo pese a los reiterados requerimientos de su amante y amigo”. Esteban sonrió, pero tenía los ojos tristes. —Oye, bastante bien, deberías dedicarte a esto.

—Déjate de circunloquios y cuéntale tus penas a la prima María... ¿Tan mal está la cosa? —Peor que nunca —asintió—. Yo le amo un montón, nena, pero sus escenitas de celosa histérica me tienen hasta el cogote. —No refuerces el insulto pasándolo al femenino, querido, puedes decir perfectamente “celoso histérico” que igual se te entiende. Hizo un gesto de contrición juntando las palmas de sus manos. —Pido humildemente perdón, sorry. Pero aún nos queda el pie de foto: “La pareja ha decidido separarse definitivamente”. Ahora no bromeaba. Sus ojillos verdes

se habían empañado y apreté sus manos entre las mías. —No será verdad... —Esta vez sí —aseguró al borde del llanto—. Voy a perder al tío que más quiero y he querido en mi vida, sé que la responsabilidad corre de mi cuenta, pero no puedo, créeme, es más fuerte que yo y me resulta imposible ir contra mí. No entiendo la fidelidad, no me nace, me encanta irme a la cama con el primero que me calienta y me lo paso genial. Y conste que entiendo a la perfección el punto de vista de Félix y que su sufrimiento me duele como si fuera mío. No soy un monstruo, coño... Yo conocía el origen de las desavenencias entre ellos. El carácter enamoradizo de Esteban era una de sus

señas de identidad desde adolescente y le había acarreado más de un disgusto con sus eventuales compañeros, pero no sospechaba que su desacuerdo tuviera un calado tan hondo. Es más, Félix era tan descaradamente mariposón que todos los dedos lo señalaban como al causante de los males. Entre lágrimas, mi amigo se desahogó contándome algunas de sus aventuras, todas pasajeras, exclusivamente físicas. —Sabes que desde pequeño te martillean con la cantinela católica de la sacralidad del cuerpo y de la cópula con fines exclusivamente reproductivos. Ya de mocoso llevaba clara mi tendencia, te consta, y me entró un miedo pánico al cuerpo del otro. Estaba, no sé, paralizado, aterrorizado, diría. Desde hacía unos años, sin embargo,

había decidido sacudirse sus traumas, recuperar el tiempo malgastado y dar rienda suelta a su libido como y cuando le venía en gana. —Es todo un aprendizaje, no vayas a creer. La primera vez que un tipo cualquiera y sin mediar palabra me tendió su pene en un aseo público por poco me desmayo. ¿Pero éste quién se cree que es, recuerdo que pensé, la Violetera? Ahí, de pie, ofreciéndome su verga cual si fuera un ramito que no vale más que un real. —¿Y qué hiciste? —quise saber. Rió entre lágrimas. —¡Salir corriendo, por supuesto! —Bien hecho —aprobé. —No, muy mal, porque mi cobardía taponó al verdadero deseo y me costó más tiempo del necesario quitarme de encima los prejuicios. De manera que Esteban

había emprendido lo que calificó de “peregrinación en busca del cuerpo perdido”, y casi se impuso una carrera de ligues, coitos fortuitos, apareamientos relámpago, tríos, cuartetos y corales que por lo visto le habían ayudado a conocer más en profundidad a los demás seres y a sí mismo. —Después de todo —afirmó con convicción—, el cuerpo es la expresión

más externa del alma. El temor al sida no era obstáculo para él, porque, añadió, practicaba el “sexo seguro”. Félix le comprendía racionalmente, y además la pasión que sentía por él superaba cualquier barrera, pero no vivía la experiencia en carne propia y pese a sus intentos de conciliación estallaba en accesos de ira cada vez que sabía o sospechaba que su amante se había ido a la cama con otro. Pidió otro café que azucaró profusamente. —Pero mis devaneos no merman mi amor por él, todo lo contrario, sé que resulta difícil de comprender, pero es como si Félix fuera el fuego y los demás

la llama pasajera. —No te veo muy original que digamos construyendo metáforas... —Concédeme la licencia poética, niña, estoy con las meninges obnubiladas. Suspiré con resignación. —Silvia a la greña con Marga, Alicia que no acaba de recomponer su historia con Paco, tú y Félix... ¿Qué nos está pasando, Esteban? —La’cosah der queré, el agujero de ozono que no para de agrandarse, vete a saber. En fin —cortó sonándose estrepitosamente los mocos—, que colorín colorado, este cuento se ha acabado Y ahora, please, cambiemos de tema, ya está bien de lloriqueos. Para

peor me está preocupando sobremanera que te preocupes por mí. —Me importas y mucho —asentí enfática—. Desearía hacer algo, pero no se me ocurre qué. Me cortó con un ademán imperativo. —Lo sé, pero no merece la pena. A otra cosa. Hablemos de política internacional, por ejemplo, o de ti, sin ir más lejos. Necesitaba evadirse un rato de su problema, era evidente, pero hoy no era mi día parlanchín. Se hizo un silencio agradable, al cabo del cual le rogué más que pedí: —Háblame de mí, Esteban. —¿Y eso? —Estoy confundida, como si no me conociera, necesito otra mirada y la tuya suele abrirme de mente. Hazme ese favor,

anda... —Ajena pero no neutral, te consta. —Da igual. Tú di cualquier cosa. Se tomó su tiempo, observándome fijamente como si me viera por primera vez. —Eres muy limpia, por ejemplo. A cualquier hora del día hueles a hierba fresca, como recién salida de un jacuzzi fragante. —Gracias. —Las que usted tiene. Pero no es eso lo que deseas oír. —No. Lo que quiero saber es cómo soy, simplemente. —¡Simplemente, dice, qué chistosa! ¡Como si fuera tan sencillo, alehop, meto el pañuelo en la galera, le doy con la varita mágica y me devuelve una radiografía completa de María! Algo percibió en mi cara que le hizo ponerse serio. —Perdona, veo que es más importante de lo que creía. Veamos, veamos... —

caviló muy concentrado, acariciándose su cabeza rapada—. Pienso que eres una persona gentil, diplomática, por momentos sumamente empecinada, algo conservadora pero muy tolerante, déjame pensar... En ocasiones un tanto mojigata, bastante creativa, ciertamente reservada... ¿Qué más? ¡Ah, sí! Y es algo que me gusta mucho: tienes un corazón de oro y eres una amiga incondicional, me consta que no te ha gustado un pelo lo que acabo de contarte de mis ejercicios sexuales, pero no te he escuchado ninguna crítica. ¿Basta así o sigo? Me incliné hacia él, intrigante. —Pues prepárate para una sorpresa. En líneas generales habría estado de acuerdo contigo hasta hace unos días, pero resulta que he descubierto que de tolerante, diplomática y gentil nada de nada. Por el contrario, soy una bruja malpensada, celosa, enajenada, desconfiada y hostil.

¿Cómo se te ha quedado el cuerpo? Esteban soltó una sonora carcajada. —Me estás asustando. ¿Quién te ha metido esas ideas en la cabeza? No me digas que Eva... —¿Eva? ¡No hace más que demostrarme que está loca por mis huesos! He comprendido que me muero de celos yo solita, Esteban, es una sensación repugnante y me siento como si conviviera con una María extraña, muy a disgusto. ¡Qué digo a disgusto! Estoy frenética, ésa es la palabra. No sabes hasta qué punto comprendo a Félix, y perdona si meto el dedo en la llaga. Yo en su lugar te ponía bien puestos los puntos sobre las íes. —O sea que de eso se trata, con los celos hemos topado. Sin embargo, la otra noche en

el Suecia lo negaste reiteradamente y montaste una buena bronca apenas lo sugerimos. Asentí con humildad. —Sí, pero resultó ser cierto, lo reconozco, mea culpa. Daría cualquier cosa por no sentir lo que siento, pero supera mi entendimiento y mi voluntad. —Lo que no comprendo es cómo ha podido atacarte ese virus precisamente a ti. Parecías inmune, es más, siempre te he puesto de ejemplo como persona ecuánime y comprensiva. —Pues olvídate de aquella María — dije con pasión—, kaputt, se fue, ha muerto. La que tienes delante agarraría al tal Carlos por el cuello y lo zamarrearía

hasta hacerle vomitar el apellido. Y más de lo mismo a los Tonys, Borjas, Ginos, Ricardos, a esos ricachones árabes, canadienses, franceses y londinenses, blancos, negros y amarillos calenturientos y toda la ristra completa de señores que se llevaron a mi novia a la cama. —Situaciones que tu novia habrá consentido, digo yo, por aquello del libre albedrío. Cuidado, amiga —me advirtió —. Estás invadiendo un territorio que no te pertenece. Lo que haya vivido Eva antes de relacionarse contigo no te incumbe en lo más mínimo. —Según se mire. Los antecedentes son muy importantes, no creas. Porque si antes de mí se comportaba de determinada manera, nada me asegura que no repita conmigo sus pautas de... —buscaba las palabras adecuadas que definieran lo que quería expresar, pero venció la peor frase —: putilla gratuita. —¡María, esa lengua! —se escandalizó él. Por alguna razón ignota a Esteban no le

gustaba un ápice que vulgarizara mi lenguaje. Exceso de paternalismo, supongo. —Lo dicho —reafirmé con ardor—. Todos al patíbulo, y a la bonita de Eva le daba yo unos buenos azotes en su maravilloso trasero para que aprendiera de una vez por todas a centrarse en el amor y a respetarme como me merezco. ¡Mierda! Esteban procuraba disimular su risa torciendo exageradamente la boca, lo cual aumentaba mi enfado. —O sea que Eva sigue con Carlos... —¡Eso es lo peor, que no lo sé! —troné como un zambombazo—. El señor está de viaje, no se ve con él, no encuentra la ocasión para cortar sus relaciones, su hija la requiere... O al menos eso supongo, porque el asunto es tan vago como turbio, y además de ponerme los nervios de punta

me obliga a todo tipo de especulaciones. Me he vuelto posesiva, la quiero en exclusividad, y sólo pensar que cuando no está conmigo se está revolcando con ese pelele me... me... Las palabras se me atropellaban en la boca y Esteban no cesaba de reír, aunque se le notaba un evidente embarazo. —Por lo menos baja la voz, Mariucha, nos están mirando... Le hice caso a regañadientes y proseguí con voz queda: —Me da repulsión, ¿Entiendes? Asco, repulsión, grima, repelús... ¡No te digo, si hasta se me agotan los sinónimos! Imagino a Eva besando una boca que no es la mía, gozando con un cuerpo extraño y... —Me callé. La sola mención superaba mi discernimiento—. Estoy perdiendo los estribos, de verdad, me muerdo los labios para no hacer preguntas y entablo extraños pactos conmigo misma jurándome sopesar cada palabra que pronuncio —rezongué tras una pausa—, porque si dejo que esta

avalancha nauseabunda se me escape por la boca la pierdo, Esteban, y la sola idea me desespera. Se me ha metido hasta el fondo del alma y textualmente no puedo vivir sin ella. Por eso me trago toda esta basura yo sola. —¿Y Eva no percibe tu sufrimiento? ¿No hace comentarios del tipo “te noto cambiada”, “¿sucede algo malo?”? No sé, los tópicos a los que se apelan en estas situaciones... —¡Qué va! Es una especialista en silencios. Dosifica con maestría la información porque sabe que cuanto mayor es la ignorancia mayor es el poder que ejerces. Si no puedo preguntarle de dónde viene, qué tal ha pasado la tarde, cómo se siente, cuánto gana en la galería o tonterías por el estilo, no cabe otra opción que la de ser una mera espectadora de su vida, no su cómplice.

Con ella prácticamente todos los temas son tabú, pero eso sí, está absolutamente al día sobre mi vida. ¡Amigo!, no se corta un pelo si de averiguar se trata. —Quizá le resultas agobiante, y si para peor no le gusta contar sus intimidades... —sugirió Esteban pensativo. —Más bien creo que se mueve en la reserva como pez en el agua y las pocas veces que he intentado tímidamente averiguar algo de sus idas y venidas me ha dado con la puerta en las narices. Se rascó una oreja, bastante perplejo. —Verás, lo que cuentas no es difícil de entender si abstraigo el hecho de que eres tú quien me lo dice, cosa que para serte sincero me deja atónito. Pero tu planteamiento se parece en sustancia al de Félix. —Sabía que ibas a tirar por ese camino —protesté. —Déjame hablar. No pretendo ejercer

de abogado del diablo, pero si en el escaso par de meses que has entablado relación con ella estás como estás, algo de base falla en ti, hermanita... —O en ella —protesté. —Lo admito. O en ella. Es más: puede que os provoquéis mutuamente un cortocircuito de alto riesgo. Me sentía muy contrariada, cosa habitual en los últimos días. —Yo sólo le pido sinceridad. —Bien, demos por bueno que no es sincera. Pero en el supuesto que lo fuera por complacerte... ¿Sabrías qué hacer con la verdad? ¿Le creerías a pie juntillas? Tal vez, y digo sólo tal vez —recalcó con prudencia—, Eva no te participa del devenir con el fulano de marras por no herirte, porque te ama sinceramente y, como tú, teme perderte. Es en este sentido que te he comparado con Félix. Yo he sido sincero con él y ya ves el resultado. El planteamiento me hizo sentir aún más incómoda. Lo que decía Esteban era

razonable, pero a la vez inquietante: ¿debía preocuparme por otros frentes además de su relación con Carlos? —¿Tú no tenías que verte con tu madre? —preguntó. Había olvidado mi cita por completo. Se me hacía tarde y le pedí que me acompañara. —Voy contigo hasta Alfonso XII. Un pez gordísimo del gobierno me ha citado en su dúplex para pasarme información privilegiada, aprovechando que el Parlamento está en receso. Confieso que espero algo más que confidencias, porque el muy soplón es un auténtico dios griego —dijo con picardía. Enfilamos hacia El Retiro. Mi arrebato parecía haberse agotado en la cafetería, y reflexioné mucho más tranquila: —Me pregunto qué resortes de mi espíritu manipula Eva para desquiciarme

de tal manera. Porque es evidente que si su conducta no diera en mi talón de Aquiles yo mantendría mi propia armonía, hiciera ella lo que hiciese. —Ya estamos con las teorías de la curandera —se burló Esteban caminando a grandes zancadas—. Alicia y su troupe de la Nueva Era no me convencen en lo más mínimo y tú tampoco, déjate de zarandajas. —Ríete si quieres, pero no podrás negar, por obvio, que reaccionamos ante lo que nos conmueve de forma especial. ¿Y por qué? Pues porque nos incumbe, nos es consustancial. Es como un juego de espejos. Quizá Eva apareció en mi vida para que reconociera el sentimiento de los celos y aprendiera a lidiar con ellos. —Ya, el destino, estaba escrito, el fatum de Esquilo, Eva es una especie de profesora celestial con la misión de abrirte los ojos a ciertos aspectos oscuros de tu alma, que patatín y que patatán. Venga, María, déjate de cursiladas.

Me frené en seco y le obligué a hacer lo propio. —Escúchame, chupatintas. Tienes todo el derecho del mundo a pensar como quieras, lo cual también es válido para mí. No me has oído una palabra de censura sobre tu promiscuidad, y te consta que no la comparto en lo más mínimo, porque —abundé—, estoy de acuerdo contigo en que el cuerpo es la corteza más externa del alma, y precisamente por eso hay que amarse lo suficiente como para no abrirle la puerta al primero que se tercie. —¿Y eso que tiene que ver con el destino? —preguntó mosqueado. —Confiar en él te ayuda a discriminar quién entra en tu vida y quién no, aprendes a manejarte con la clarividencia... —Pues yo creo que la vida está hecha de coincidencias, y si no hubieras conocido a Eva cualquier otra hubiera puesto al descubierto tu ramalazo de Otelo en ciernes. —No estoy de acuerdo —insistí—. El

azar no existe, siempre hay una causa última, lo que sucede es no siempre podemos vislumbrarla. Tenía una sonrisa diabólica cuando me estoqueó: —¡Te pillé, marisabidilla! Porque si el azar no existe y tu corazón clarividente te sopla al oído “abre la muralla, es un enviado por el destino para que apruebes una asignatura pendiente”, ¿Cómo explicarte que con Eva te hayas equivocado de cabo a rabo y que lo estés pasando tan mal? O tu corazón es cegato o tú no te amas lo suficiente según tu bonita teoría. Mejor te dejas de pamplinas exóticas y admites conmigo que toda circunstancia es azarosa y que,

sencillamente, te está tocando bailar con la mala. —Muy agudo, sí señor, muy agudo. Te aprovechas de mi estado catatónico y haces malabares con los razonamientos como un mono adiestrado, pero basta escuchar tus penas para comprobar el poco provecho que sacas de tu preciosa labia, maricón de playa —respondí impotente, propinándole un pellizco en el antebrazo que le hizo saltar sobre las baldosas. Cuando llegué a la almoneda la subasta estaba en pleno apogeo. Busqué con la mirada a mi madre y vi que me señalaba el asiento que había reservado a su lado. —Hola, mammina —dije en voz baja dándole un beso—. ¿Y Teresa? —Está por ahí detrás, nos sentamos separadas porque yo soy el gancho — respondió en un susurro cómplice. Como nunca antes había estado en una subasta no entendí a qué se refería. Se explicó de forma casi inaudible.

—Tengo que pujar alzando la mano para que los demás se animen y aumenten el precio, ¿Comprendes? Teresa va a hacer lo mismo por su parte. Pobrecilla, está muy mortificada, esa vajilla pertenece a la familia hace más de un siglo, pero ya ves, se descuidó con Hacienda y si no paga lo que debe... Miré hacia atrás y efectivamente allí estaba Teresa, la espalda muy rígida contra el respaldo de la silla, como si asistiera a un acto solemne. Me saludó con un discreto movimiento de cejas y le correspondí con otro visaje similar. Me hizo gracia el talante clandestino que habían asumido para la ocasión. “Ojalá le den lo suficiente como para sacarla del apuro —le deseé—. Se la ve mortificada por tener que desprenderse de un objeto que ama.”

Consulté el catálogo que me habían entregado a la entrada. Por la descripción, la vajilla era el lote número 33, y el que se subastaba en esos momentos era un solitario con un pequeño diamante engarzado en platino que ostentaba el número 20. —Aún hay para rato —comenté al oído de mi madre—. Mejor te espero fuera. —No creas, depende. Según me han explicado, si hay interés por un artículo la cosa se alarga, pero otras veces van muy deprisa. Quédate aquí, nena —me pidió —, y dame ánimos, es una bobería, pero me da vergüenza fingir que soy una compradora. Por distraerme miré a mi alrededor. Había imaginado las subastas como una colección de gente muy adinerada, luciendo sus mejores galas y regalándose todo tipo de caprichos, pero el tipo de público que vi era de lo más heterogéneo, llamativo incluso, a juzgar por su aspecto. Me entretuve en descifrar los motivos que

moverían al hombre vestido con un raído terno gris que estaba sentado a mi izquierda y que parecía seguir apasionadamente las evoluciones del subastador, a la par que consultaba el catálogo con insistencia. ¿Esperaba algún lote en particular para adquirirlo al mejor precio posible, el objeto a subastar era de su pertenencia y ansiaba una buena ganancia o simplemente era un ferviente aficionado a la compraventa? Otros sí que desprendían esa aura especial que da una buena cuenta corriente, pero también distinguí a una señora de mediana edad medio asomada a

la puerta y que sujetaba dos pesadas bolsas con la compra del día. —¡Ya nos toca! —me indicó mi madre visiblemente nerviosa. El lote de Teresa despertó un vivo interés entre la parroquia y rápidamente fue superando el precio de salida. Mi madre levantaba la mano con pausas medidas, a la manera de una estudiante aplicada que se sabe todas las respuestas pero no quiere descollar por encima de sus compañeras de curso. “Está muy compenetrada con su papel, feliz de poder echarle una mano a su amiga”, pensé con ternura. Cuando el precio alcanzó los dos mil euros el subastador anunció a velocidad de vértigo: —Dos mil a la una... ¿Alguien ofrece dos mil quinientos?... ¿El señor de gafas? ¿No? Dos mil, dos mil, dos mil a las dos, dos mil a las tres... ¡Adjudicado por dos mil euros! Pasamos ahora al siguiente lote, un abanico clásico con varillas de madera de ébano de principios de siglo...

Mi madre se puso de pie entusiasmada: —¿Has oído, cariño? ¡Qué gusto, es un dineral! Claro que la casa se queda con el treinta por ciento, pero aun así... Ven, vamos a felicitar a Tere. —Ve delante, necesito ir al baño. Al mirarme en el espejo abriendo desmesuradamente la boca no noté ninguna inflamación ni placas blanquecinas que indicaran infección como causa de los molestos pinchazos que sentía en la garganta. Hice un par de gárgaras con agua que no me calmaron gran cosa y salí en busca de Teresa y mi madre. Estaban cuchicheando en el pequeño hall de entrada, y a juzgar por sus expresiones algo no marchaba bien. Me acerqué a ellas y saludé a Teresa. —¡Felicitaciones, qué éxito! Teresa, muda, miró a mi madre. Ésta

explicó contrita: —Metimos la pata, nena. Hasta los mil había bastante gente en juego, pero a medida que aumentó la oferta nos quedamos pujando las dos solas y... —¿Y? —pregunté muy intrigada. —Que me la compré yo misma — remató Teresa abatida. No pude reprimir la risa. La situación era kafkiana y de las mejores. Se habían compinchado para que otros picaran el anzuelo y habían mordido su propio cebo. —No sabes cuánto lo siento, Teresa... —dije conteniéndome—. ¿Y en estos casos qué se hace, tienes que pagarlo tú? —Gracias a Dios la directora ya tenía la vajilla medio vendida a un particular, por lo visto estas cosas funcionan así — me explicó mi madre—. El precio es considerablemente más bajo, pero al menos no todo está perdido. Ahí viene. En efecto, se acercaba hacia nosotras una mujer muy alta y enjuta, vestida con un traje negro con encajes blancos que

parecía copiado de un cuadro de Renoir. Sonreía con satisfacción: —Todo arreglado, querida —dijo dando unas consoladoras palmaditas en la mano de Teresa—. He cerrado la venta, de modo que ni usted ni yo perdemos en la transacción. Acompáñeme, quiero presentarle a la compradora, después de todo ahora tienen algo en común. Ustedes también pueden venir, por supuesto —dijo invitándonos con un gesto. La seguimos hasta un coqueto despacho en el piso superior y en cuanto reconocí a la elegante mujer que estaba sentada frente al escritorio me quedé de una pieza: era Esther, la madre de Eva. —Sé que es una frase hecha, pero el mundo es un pañuelo, ¿No es verdad? — comentó Esther mientras franqueábamos la puerta del pub Sportman. Había porfiado para que “tomáramos un algo” y celebrar que ella tenía una

nueva pieza para su colección y Teresa un suculento talón nominativo en el bolso que oprimía contra su pecho. Mi madre había aceptado la invitación de inmediato y se la veía radiante. Esta peripecia fortuita se escapaba de su rutina y podía imaginar los comentarios entusiastas cuando le contara las novedades a mi padre. Yo estaba tan perpleja por la sorprendente coincidencia de haberme topado con la madre de Eva que me limité a asentir sonriendo como una boba cuando insistieron en que las acompañara. A espaldas de las otras que nos precedían, mi madre me guiñó un ojo señalando las fotografías de famosos de toda laya que decoraban las paredes y el agradable tapizado carmín de los sillones. Sabía que nunca antes había estado allí, y el aire de vetusta bohemia que desprendía el Sportman le había impactado a todas luces. El camarero recibió a Esther con una amplia sonrisa y nos condujo hacia una

mesa cercana a los ventanales que miran a Alcalá. —Su mesa, señora Zamorano — anunció solícito mientras se cuadruplicaba para acomodarnos a todas a la vez—. ¿Grand Marnier, como siempre? —Sí, gracias, Vicente, y ponga algunas chucherías para picar —respondió Esther con ese porte de abeja reina que me había impresionado al conocerla. Mi madre, en un alarde mundano, ordenó un inesperado gin-tonic especificando incluso la marca de ginebra que deseaba, y Teresa otro, por no ser menos. Yo me decanté por un mosto blanco. Estaba perturbada e incómoda. Me encontraba ahí, compartiendo mesa

con mi madre y la madre de mi amante, sin saber bien cómo actuar ni de qué hablar. ¿Era obra del azar o este encuentro se traía algo entre manos? —Pues como decía, Virginia, ya es casualidad que seas amiga de Teresa y nuestras niñas amigas a su vez... —retomó Esther dirigiéndose a mi madre. Me miró como si midiera a ojo las dimensiones de una parcela—. Esa blusa magenta combina de maravillas con tu piel, esto... —María —le soplé. —¡María, es verdad, si es que tengo una memoria fatal para los nombres! Y la falda te va como anillo al dedo. Tu hija, además de monísima, es una persona de gran corazón, Virginia. Mi madre me miró con expresión de gata orgullosa de su cría. —Un cielo de muchacha, no hay más que verla. —se sumó Teresa sonriéndome de oreja a oreja—. Conozco pocas hijas que les den tantos motivos de satisfacción a sus padres.

—Pues Eva es un encanto de criatura, bien educada, simpática y culta —dijo mi madre devolviendo el piropo con entusiasmo—. Tanto mi marido como yo estamos muy felices por su relación con María. “¡Dios, no! Mamá, por favor, te lo suplico, cierra la boca, no sigas por ahí, detente ya”, rogué en mi fuero interno procurando sin éxito atraer su atención. Ahora la madre de Eva saldría con aquello de la casa en Italia, mi madre daría su propia versión y el embrollo sería mayúsculo. Me hundí en el sillón deseando desaparecer de la faz de la tierra. —Me alegra que ya esté mejor de su malestar —me apresuré a intervenir—, la veo estupenda, Esther. —¿Malestar? —dijo levantando una

ceja—. ¡Pero si me siento divinamente! “B siete, tocada.” Como en el juego de los barcos, la noticia de la buena salud de Esther había dado en mi línea de flotación. ¿Pero entonces Eva...? De seguir esta partida, dos jugadas más y estaría hundida. Recuerdo vagamente el desarrollo del resto de la conversación. Se enzarzaron en una animada cháchara, los licores surtieron su efecto y a la media hora parecían íntimas. Teresa narró con lujo de detalles sus vicisitudes con Hacienda, mi madre habló de las últimas investigaciones de Stefano y de su inminente viaje a Copenhague y Esther correspondía a las intervenciones con la frase correcta en el momento oportuno, a la par que intercalaba información de los éxitos laborales de su marido y sus

“estupendos, monísimos y majísimos” hijos. Como una espiral, la charla regresó a Eva y a mí. Me puse en alerta roja. Bajo ninguna circunstancia Esther podía enterarse de nada que no conociera, sería un desastre, el inevitable final de la fábula. —... Y en cuanto Eva hizo las presentaciones María me recordó de inmediato a Claudia. No sé expresarlo concretamente, el porte, ciertos rasgos en común... ¿Tú la conoces? Me estaba hablando a mí, pero tardé en percatarme porque escuchaba en sordina. Afortunadamente Esther tendía a oírse sólo a sí misma, así que no esperó respuesta y se embarcó en un exhaustivo panegírico de la mencionada Claudia, que al parecer era un dechado de virtudes. Cosmopolita, coleccionista de arte, gran

viajera, perfecta anfitriona, elegante y bellísima. Eva sentía gran debilidad por ella a pesar de la diferencia de edad, porque —informó para quien le interesaran más datos sobre esta desconocida— Claudia debía de estar ahora por los cuarenta y algo, eso sí, muy bien llevados. —Hace tiempo que no sabemos de ella, pero es normal, no para en un mismo país más de un año. Aunque lo cierto es que mi hija siente pasión por todos sus amigos, tiene un don especial para elegir a sus amistades —afirmó con convicción. Era evidente que me correspondía decir algo. La alusión de Esther me concernía

oblicuamente. —Yo también siento mucho cariño por Eva, lo pasamos muy bien juntas —fue lo menos comprometido que se me ocurrió. Mi madre quedó con la copa a medio camino, extrañada. Sabía que adoraba a mi amante y no me había visto tan enamorada desde la muerte de Lisa. El comentario, pues, se quedaba más que corto para definir mis sentimientos. A sabiendas de que deploraba el intercambio de flores falsas que proponía Esther y yo no estaba precisamente diplomática en estos días, me puse en pie como un resorte dispuesta a salir de allí cuanto antes. —Señoras mías —anuncié—, sintiéndolo mucho tengo que marcharme. Voy algo retrasada en la traducción y se aproxima la fecha de entrega. Gracias por la invitación, Esther, he pasado un rato delicioso...

Y sin aguardar a que se cumplimentaran las formalidades del caso salí trotando del Sportman, crucé corriendo la avenida y me zambullí en el primer taxi que se detuvo ante el semáforo de la Puerta de Alcalá. El salón de la casa estaba en penumbras, únicamente iluminado por el resplandor lechoso del televisor y la tenue luz de las velas. Había tal atmósfera de recogimiento e intimidad ajena que me disponía a seguir hasta el dormitorio cuando escuché la voz de Eva. —¿No hay un beso para mí? Tumbada indolentemente en el sofá, apenas vestida con una camisola ligera, tendía sus brazos invitantes hacia mí. Madonna, quanto e’ bella..., volvió a resonar la cantinela. Durante el trayecto en taxi había rumiado mi rabia por lo que consideraba una más de las engañifas de Eva, en este caso la presunta enfermedad de su madre. Si no había dormido conmigo las dos últimas noches por esa

razón y la razón era inexistente... ¿Dónde había estado? Desde mi punto de vista la conclusión del teorema no ofrecía gran dificultad: la suma de los catetos es igual a Carlos. “Apenas la vea conversaremos muy en serio —me había propuesto—. Este estado de cosas no puede continuar así, nos está haciendo mucho daño.” Pero mi determinación se desvaneció como un espejismo al verla. Me tumbé con suavidad sobre ella y comencé a besarla. Se abrazó a mí con desesperación, con tanta fuerza que me hizo daño en las costillas. Me aparté dolorida. —¡Qué bruta eres, mujer, por poco me trituras! —protesté masajeándome la cintura. No obstante, la expresión contrita de su rostro me conmovió y resté importancia al asunto señalando las velas —. ¿Y estas velas? Dado tu escepticismo supuse que el Ministerio de Relaciones Esotéricas corría de mi cuenta... —Ya lo ves, todo cambia, estoy

aprendiendo a solicitar favores al Cosmos, el Todo o comoquiera se llame. Anda, ponte cómoda y vuelve enseguida. — S í , bwana, tranquila, no pretendía que me cuentes tus ruegos al infinito, soy muy discretita. Dicho lo cual me marché al dormitorio y a los pocos minutos regresé aligerada de ropa. Eva estaba mirando las velas con fijeza. —Qué curioso... Si miro la vela verde y cierro los ojos la postimagen es de color amarillo, y con la roja lo que veo es un naranja muy bonito. Por lo visto los chakras de Eva estaban bastante descabalados, porque de lo contrario su cuerpo hubiera asimilado las vibraciones adecuadas: al verde se le opone el magenta y al rojo el turquesa, pero me abstuve de desmentirla. Lo que menos me interesaba en ese momento era sacar a relucir mis exiguos conocimientos de cromoterapia. El televisor seguía encendido y subí el

audio. Emitían un insípido concurso basado en los personajes de las revistas del corazón. El afán por contarle mi encuentro con Esther me reconcomía, pero no venía a cuento. Me lo puso en bandeja cuando preguntó: —¿Dónde has estado? Hace más de hora y media que te espero. —Por ahí, tomándome unas copas con tu madre... —le resté importancia mirando la pantalla como si el concurso atrajera toda mi atención. Sonrió divertida. —Pues mira por dónde, acabo de hablar por teléfono con Ingrid Bergman. Está entusiasmada con su nueva película, te manda recuerdos... —La Bergman está muerta, cariño, pero en cambio tu madre goza de una salud envidiable. —No pillo la broma —dijo poniéndose en guardia. A estas alturas yo había aprendido a descifrar la mayoría de sus códigos

corporales, y las manos tensas, el súbito oscurecimiento de sus pupilas y las mandíbulas más apretadas de lo normal eran síntomas claros de que su bestia interna se aprestaba a defenderse. Procuré mantener la neutralidad: —¿Broma? En absoluto. Asistí a una subasta y allí estaba Esther comprando platería. Vieras que situación tan cómica, nuestras progenitoras haciendo muy buenas migas en el Sportman y departiendo sobre sus respectivas herederas copa en mano.

—Estás mintiendo. —En absoluto —negué. —De acuerdo, estuviste con mi madre. ¿Y? —preguntó retadora. —Que se suponía que estaba en cama con ciática, Eva, o al menos ésa fue la historieta que me contaste. Se puso de pie, fue hasta la mesa y encendió un cigarrillo. Parecía muy afectada. —Me trae sin cuidado si te lo crees como si no, pero es la verdad. —No, no es verdad —porfié elevando la voz—, déjate ya de embrollos. Pregunté expresamente por su salud, se mostró muy extrañada y aseguró que se encontraba perfectamente. —Esta tarde se habrá sentido mejor, se vistió y se fue de compras —dijo sentándose a plomo en el sofá y aplastando el pitillo en el cenicero. Ya no mostraba las uñas, sino que más bien parecía abatida—. Eso es lo que ha sucedido, supongo. Yo me fui de casa por

la mañana, así que no estoy al tanto. Además, mi madre detesta la enfermedad y es capaz de soportar una fractura de cadera sin rechistar con tal de no admitir que sufre. ¿Te basta la explicación? ¿Me bastaba? Sí, era plausible y yo no tenía grandes argumentos para impugnar el alegato. Una madre discreta con sus dolencias y una hija que parecía conocerla bien. Saqué otro naipe de mi baraja: una madre no del todo sincera y una hija a su imagen y semejanza. En cualquier caso, ¿Qué más daba? Yo había intentado saciar mi curiosidad sin sacar nada en limpio y Eva, para mi sorpresa, se mostraba más triste que combativa, como un boxeador que arroja la toalla antes de terminar el round. “¡Venga, mi amor, no te vengas abajo, plántame cara, dame guerra, dime que soy una entrometida insoportable, que

desconfío de ti y que no piensas tolerarlo ni un minuto más! Estoy muy enfadada contigo, me siento sucia y candente y necesito que soples tu furor para sacar mi fuego de una vez por todas”, fue mi súplica muda. Pero ella había dado por zanjada la cuestión y había retomado su postura negligente mirando la pantalla. Una vez más se me atragantaron las ganas de que nos enredáramos en una buena refriega. Ahora las preguntas del concurso versaban sobre un torero de moda y los participantes parecían muy enterados de su vida y obra. Eva se me arrimó, melosa, y apoyó la cabeza en mi hombro. La sentí cercana, pero también cansada, desesperanzada incluso. ¿Qué pasaría por su mente? “Eva, Eva, si no fueras tan hermética, si te sinceraras conmigo yo podría protegerte de todo mal...”

—Nunca me has hablado de Claudia — comenté por decir algo. Me arrepentí al instante, porque el cuerpo se le tensó como un arco. “¿Y ahora qué he dicho de inconveniente?”, pensé, incrédula. Su mirada era un pozo negro cuando me preguntó conteniendo la ira: —¿Quién te ha mencionado su nombre? —Tu madre. ¿Por qué? —¿Qué te contó de Claudia? Creí que iba a zurrarme e instintivamente puse distancia entre ambas. —Nada en particular, cosas sueltas... —¿Qué te dijo de ella, María? — insistió con violencia.

—Eva, me asustas. Serénate, no pasa nada, fue una conversación trivial, de cafetería, ya sabes. Dijo que es una amiga tuya, muy inteligente y buena vividora, y que hace tiempo que no se ven, eso es todo. —Ya —masculló—. Ya, ya. Pocas veces la había visto tan fuera de sí. Tal vez era el momento propicio para hablar hasta quedarnos sin aliento. Yo deseaba de todo corazón abrirme a ella, confesarle mis dudas y mis miedos, hablarle de esos celos malignos que estaban minando mi felicidad, decirle que la amaba por encima de todo y rogarle que me ayudara a desterrar esos odiosos sentimientos de mí, de nosotras, de la faz de la Tierra. Guardó silencio un buen rato y yo no me atrevía a romper su reserva. Mientras, las velas ya se habían consumido casi por completo y quise encender la lámpara que había de su lado del sofá, pero al cruzar el brazo por delante suyo me lo tomó al

vuelo, lo acercó a su boca y cubrió mi mano de diminutos besos rápidos y húmedos. Estaba llorando. Alarmada, le di al interruptor de la lámpara y la luz iluminó de lleno a Eva, que escondió rápidamente la cabeza entre las piernas, deshecha en llanto. Me quedé de piedra, sin saber qué hacer. Hecha un ovillo, en posición fetal, se cobijó en mi regazo estremeciéndose a sollozos entrecortados. La mecí como a un bebé asustado. —Dime qué te pasa, mi amor —musité en su oído—. Cuéntamelo, te sentirás mejor, dímelo, mi vida. Farfullaba algo entre hipos que no alcancé a entender. Conmocionada, acaricié su espalda convulsa para confortarla. De pronto levantó su rostro estremecido hacia mí y dijo redoblando el llanto.

—Vas a dejarme, ¿Verdad? Sé que te vas a ir, lo sé, lo sé, lo sé... ¿Pero qué estaba diciendo? ¿Cómo podría dejarla si la amaba con toda mi alma? Acaricié su rostro bañado en lágrimas y le besé los ojos lamiéndole los densos lagrimones salados que descendían por sus mejillas hasta el cuello. —¿Cómo que voy a dejarte? ¿De dónde has sacado esa idea tan absurda? ¡Pero si yo te adoro, cielo mío! Venga, cálmate, respira hondo, procura tranquilizarte... —¡Vas a dejarme, lo sé, ya no me amas, lo veo en tus ojos, ya no me amas y me quiero morir! —repitió llorando con más ahínco. Forcejeé suavemente con su cuerpo hasta que la tumbé en el hueco entre mis piernas y mi vientre sin dejar de acunarla. Su desdicha me llegaba a las entrañas y

me remordía la conciencia. No había sabido disimular como creía mi desconfianza, mis recelos, mis pullas, ese modo mío a veces tan sibilino de sacar de mentira verdad, y ahora ella sufría por mi culpa. —Cálmate, estoy contigo, respira despacio, así, así —susurré—. Te amo, Eva, me haces feliz y te amo, nadie va a abandonarte... —No, no me amas como yo te amo a ti —refunfuñó resollando, ya un poco más sosegada—. Ya no me miras como antes, yo adoraba tu mirada, y ahora ya no es la misma... La ayudé a incorporarse y tendiéndole la mano la obligué a levantarse. Se aferró a mí con tal desamparo que sentí piedad. ¿Qué era todo esto? No entendía nada. —Eso no es cierto. Ven, vamos al

dormitorio... Asintió moviendo la cabeza y me siguió por el pasillo sin soltarse de mi mano como una cría obediente. La ayudé a tenderse en la cama y se replegó en sí misma como un feto. Aún lloraba, pero su congoja iba dando paso a una tristeza profunda y resignada aún más inquietante que la catarsis del llanto. Acomodé su cabeza en la almohada y me acosté a su lado amoldándome a la curvatura de su cuerpo. —¿Quieres una valeriana? —pregunté pegada a su oreja. —Te quiero a ti, ¿Te enteras?, te quiero a ti. —Y yo a ti. ¿Es que no lo sientes, mi amor? No dijo nada. El caracol empezaba a replegarse en su caparazón y el mutismo era inapelable. Inútil dialogar

o convencerla de la hondura de mi amor. Eva se había exiliado en Eva y yo sabía que nada podría sustraerla de su hermetismo. Poco a poco su respiración se fue sosegando y apagué la luz. —No me dejes... —dijo con un hilo de voz en cuanto percibió que me incorporaba con cautela. —Estoy aquí y no voy a ninguna parte. Duérmete, querida. Esperé lo suficiente para que el sueño la venciera y con sumo cuidado me desprendí de sus brazos y me refugié en el cuarto de huéspedes. Tumbada en el sofá cama encendí un cigarrillo a pesar de que los pinchazos que sentía en la garganta me indicaban que no era buena idea. Procuré recapitular

sobre el episodio que acabábamos de vivir, pero la maraña era muy densa y yo estaba tan extenuada que apenas apagué la colilla caí en un sopor profundo, como si me hubieran narcotizado. 9 La galería Retro cerró por vacaciones a primeros de agosto y como la presunta comisión por ventas en el Círculo nunca hizo acto de presencia el prometido viaje a Las Palmas hubo de postergarse para mejor ocasión. Yo sentía la necesidad imperiosa de alejarme de Madrid, como si la ciudad fuera responsable

directa de mi desbarajuste emocional, e invité a Eva a pasar el mes en El Escorial. “Pienso tocarme las narices todo el santo día y leer una tonelada de libros”, se prometió entusiasmada mientras hacíamos los preparativos. Por mi parte planeaba darle un buen avance a la traducción y puse a punto mi flamante portátil. Llegamos un martes por la noche para cenar con mis padres, que se marchaban a la mañana siguiente rumbo a Dinamarca, donde estarían hasta mediados de mes para luego bajar a Italia a reencontrarse con la familia. Encontré a mi madre especialmente contenta y dicharachera. No sólo estaba en vísperas de un viaje largamente deseado sino que, a espaldas de mi padre, había ido unas pocas veces a la consulta de Alicia y sus malestares se habían esfumado. —Por lo visto mi energía no fluía

correctamente al pasar por el vientre, me explicó Alicia, y ésa era la causa de los dolores. ¡Y pensar que mi médico de cabecera insistía en mandarme no sé cuántas pruebas para descartar la posibilidad de un tumor de colon! —nos dijo en un aparte mientras entre las tres preparábamos la ensalada—. ¡Qué miedo he pasado, hija! Verás, Eva, no es que sea hipocondríaca, pero me daban unos retorcijones muy fuertes y la perspectiva de una operación no es plato de buen gusto, ¿Verdad? —Desde luego, Virginia, la comprendo perfectamente, a menudo los médicos asustan más que curan —respondió Eva con convicción. Me complacía sobremanera el cariño que manifestaba por mi madre, a la que parecía haber adoptado para sí, como

también la deferencia de la que hacía gala ante Stefano, al cual había conquistado demostrando gran curiosidad por su trabajo, sus ideas y por su vida en general. Después de cenar nos sentamos los cuatro en las tumbonas del jardín a contemplar la resplandeciente luna llena. Fue una velada apacible y muy placentera. Mi madre halagó a Eva piropeando a Esther. “Es una auténtica dama, se le nota en el más mínimo gesto y me ha encantado conocerla.” Por su parte, Eva nos participó con lujo de detalles sus fantasías de volver a Haifa, su ciudad natal, y hasta Stefano, en un alarde de hospitalidad, dejó de lado su proverbial timidez cantando conmigo Mamma mia, dammi cento lire, una de las muchas canciones que me había enseñado de pequeña. Me deleité contemplando a Eva a mis anchas. La luna le daba de lleno en el rostro y su luz reflejaba a una persona tan dichosa y compenetrada con el momento

que una certeza rotunda me colmó el alma: no podía amarla más de lo que ya la amaba. “Te quiero hasta el infinito”, le telegrafié con mi sonrisa, y me correspondió con otra que daba por recibido el mensaje. En su gesto distendido no quedaba ni rastro de la Eva angustiada y tensa de los días anteriores. La perspectiva de un mes relajado y ocioso le había sentado de maravillas. Nos fuimos a la cama muy tarde, pero a las ocho mis padres ya estaban en pie y dispuestos a regresar a Madrid. Su vuelo salía a las cinco de la tarde y Eva se ofreció gentilmente para acercarles al aeropuerto, pero ellos rehusaron. —Gracias, eres muy amable, ragazza —le

dijo Stefano cuando nos despedíamos—, pero vamos a dejar el coche en el aparcamiento de Barajas hasta nuestro regreso. —Y añadió mientras me asfixiaba entre sus brazos—: Cuida mucho de mi bambola, Eva, es lo que más quiero en el mundo. —No más que yo, será... —refunfuñó mi madre por no perder la costumbre—. ¡Hala, hijas, a pasarlo bien! Cuidado con la nevera porque a veces la puerta queda entreabierta, échale sal a la tierra como te expliqué, para que no crezca la mala hierba, Eva, y, por favor, los cerrojos pasados a cal y canto. María, nena, dame otro besito, me tienes descuidada... —Mimosa, que eres una mimosa... A veces pareces mi hija y yo tu madre —le correspondí haciéndole arrumacos. —No me extrañaría nada —respondió con voz dulce—. Dicen que con la edad

vamos más para atrás que para adelante. Stefano constató por enésima vez que no había olvidado detalle al cargar el coche, Eva hizo varias fotos para el recuerdo y por fin partieron. Todavía les saludábamos con los brazos en alto cuando giraron en la curva que rodea la plaza de la Virgen de Gracia. Pronto nos instalamos en una agradable rutina. Mientras yo dedicaba unas tres horas por la mañana y otras tantas por la tarde a bregar con las peripecias de Concetta y Guido, Eva cumplía al pie de la letra su promesa de disfrutar al máximo de sus vacaciones y dejarse llevar por la pereza. La casa era una de esas sólidas construcciones herrerianas de piedra típicas de la zona, oronda y señorial, con dos plantas bien nutridas de habitaciones y todas las comodidades deseables, ya que mis padres habían hecho cambiar las viejas cañerías y los baños y la cocina estaban a nuevo. Como además estaba

situada en la céntrica calle de Juan de Toledo teníamos a mano todas las tiendas y servicios necesarios. Solíamos levantarnos sobre las nueve de la mañana y andábamos el corto trecho que nos separaba de la cafetería del hotel Floridablanca o su vecino, el Miranda Suizo. Para ambas el desayuno era la más placentera de las comidas y lo disfrutábamos morosamente, sin prisas ni agobios. Después de apurar el primer cigarrillo matutino y echar una ojeada al periódico yo comenzaba la jornada de trabajo tras una gratificante sesión de taichi, que por fin había retomado con método. Eva, por su parte, elegía entre varias alternativas, inspirada tan sólo por su hedonismo. Había traído su equipo

Nikkon al completo y quería hacer un reportaje de la villa en blanco y negro. “El color no es justo con los fenomenales contrastes de luz que se generan aquí. Los aplana, les quita dramatismo”, afirmaba. Con esta intención daba a veces un largo paseo por la Lonja y el Jardín de los Frailes —desde los jardines del monasterio podía contemplar el extenso predio de la Herrería y el llamado “Escorial de Abajo”, una vista que la entusiasmaba—, y otras se perdía sin rumbo fijo por las calzadas empinadas que nacen de la calle del Rey y llegaba hasta los confines del pueblo en lo alto de la colina. Algunos días optaba por dejar correr las horas en la piscina de nuestro jardín, nadando o cobijándose al amor de los bojes y los castaños, inmóvil como una lagartija.

Tal como prometiera, se había aprovisionado de un buen stock de libros, todos ellos de intriga. Para la ocasión había elegido en exclusiva a Robin Cook y Mary Higgins Clark, y se enfrascaba con tal pasión en la lectura que más de una vez había dado un respingo al acercarme yo sin anuncios previos. Me había quedado con la idea de que era una consumada proustiana y no conocía esta afición suya por la novela negra. Su explicación me pareció muy propia de ella: —Verás, darling, este tipo de literatura te desconecta por completo de la realidad, no falla. Y en última instancia los muertos no son míos y me importan un pepino. Cuando no comíamos o cenábamos en la casa lo hacíamos en alguno de los buenos restaurantes del pueblo. Un par de noches fuimos a las salas del Escorial

Multicines a pesar de que a ninguna de las dos nos convencían las películas dobladas al castellano. Pero las más de las veces las veladas eran muy hogareñas, de esas de pizza o bocadillos frente al televisor y charlas intrascendentes sobre los pequeños sucesos del día. La casa natal y el pueblo donde nací y viví los primeros años de mi infancia ejercían un efecto balsámico sobre mi espíritu, tan notorio que al segundo o tercer día de estancia me sentía renacida y respirando a pleno pulmón. Las sombras se habían ido a un país remoto y dejado su sitio a una agradable placidez que me reconciliaba conmigo misma. Era beber agua pura. Como Eva estaba en la misma cuerda, nuestro vínculo también había reverdecido y se deslizaba como una caricia sobre terciopelo. Incluso el dolor de garganta se había

esfumado, aunque notaba una incipiente afonía si hablaba durante demasiado tiempo, eventualidad que no ocurría a menudo porque, sin que ninguna de las dos se lo propusiera explícitamente, fue naciendo una intensa comunicación a través de la mirada. Cada vez con mayor frecuencia buscábamos en silencio los ojos de la otra y quedábamos acopladas largos minutos, mudas, magnetizadas, como si un poder superior nos impidiera cortar ese invisible lazo hipnótico mientras nos trasvasábamos las mutuas sensaciones. Si mi amante también se había apercibido de ese mágico código, no se lo pregunté ni me hacía falta saberlo. Consistía en sí y me conmovía lo suficiente para no ponerle un nombre. La atmósfera de sosiego me permitió trabajar a placer y avancé a pasos agigantados. Para ser más exacta, el relato galopaba todo el tiempo por delante de mí y tenía que hacer esfuerzos por darle alcance. Me había metido literalmente en

la piel del texto y mi única preocupación era encontrar las palabras justas para decirlo, lo cual también me era dado sin mayor esfuerzo. Durante los descansos acompañaba a Eva en sus maratonianas sesiones de piscina o daba largas caminatas por el pueblo y los alrededores, eso cuando no nos hacíamos el amor con renovada pasión y un delicioso y progresivo halo de honda complicidad. En sus correrías Eva había conseguido dos nuevos amigos. Mauro era propietario de una exquisita tienda de objetos de regalo que Eva visitaba casi todos los días, fascinada por algunos de sus diseños, y con Mamen había trabado conversación en el mismo sitio, puesto que iba todos los días a echarle una mano. Una noche quedamos para cenar con ellos en un coqueto restaurante cercano a la plaza del Ayuntamiento. Eva había hablado con tal entusiasmo de ambos que me pareció una buena idea practicar un poco de vida social alternando con una

pareja de coterráneos, aunque luego resultara que no eran ni paisanos ni pareja sino amigos inseparables. —Hola, gurriata —me saludó Mamen con desparpajo apenas entramos al restaurante mientras Mauro se levantaba de su silla, obsequioso, para estamparnos sendos besos. Me gustó el recibimiento, sobre todo por el patronímico. Hacía años que no escuchaba esa expresión tan propia de mis pagos. —¿Qué es una gurriata? —quiso saber Eva. —Una escurialense, vamos, una nacida aquí —explicó Mamen. Era de baja estatura, bastante regordeta y sus hermosos ojos de un azul cielo dotaban a su rostro de un atractivo muy especial. Directa y campechana, era de esas

personas a las cuales crees conocer de toda la vida aunque nunca antes hayas sabido de ella. —¿Y cuál es el origen del nombrecito? —terció Mauro muy interesado—. Ese detalle no lo conocía, y eso que llevo en El Escorial cantidad de años y me lo sé casi todo. Mamen se alzó de hombros: —Creo que tiene que ver con cierta raza de aves, no estoy muy segura. —Yo también lo desconozco y se supone que debería saberlo, si te sirve de consuelo —comenté mientras tomábamos asiento. —Un pájaro, mira por dónde — intervino Eva con picardía—. Tú no solamente eres una gurriata, amiga mía, sino una pájara de mucho cuidado. Lo pasamos en grande y hablé todo lo que me lo permitía mi creciente afonía. Muy diferentes entre sí, ambos coincidían sin embargo en ser inteligentes, muy simpáticos y buenos conversadores.

Entre plato y plato nos pusieron al tanto de las novedades del pueblo y de algunas personas que yo conocía desde pequeña, sugirieron a Eva varias visitas interesantes para su reportaje fotográfico y aguardaron con exquisita prudencia a que contáramos algunos detalles de nosotras mismas, si bien ambas omitimos mencionar nuestra relación. Eva se mostraba rutilante con sus vaqueros rotos, una ceñida camiseta rojo fuego que resaltaba el moreno de su piel y su mata de pelo rizado recogida sobre la nuca. Estaba tan a sus anchas como yo, lo cual nos comunicamos vía expreso apelando a nuestro flamante código visual que a estas alturas funcionaba como un clave bien temperado. Hacía relativamente poco que Mamen se había trasladado a vivir a El Escorial,

pero se había integrado a la perfección y convertido en una dinámica promotora de actividades culturales. Me encandiló su lenguaje, al que cuidaba con mimo, y no puse en duda que escribía y muy bien, según afirmó Mauro. Durante la charla demostró sus profundos conocimientos sobre cine, y le hablé de Silvia y mis deseos de que se conocieran. Mauro no le iba a la zaga en encanto. Espigado, de vivaces ojos negros y delgado como un junco, era el contrapunto físico de su amiga, pero al igual que ella hacía gala de un humor muy punzante que revelaba grandes dotes de observación. Nos hizo reír a gusto imitando a algunos de los clientes de su tienda y sus a veces disparatadas demandas, amén de algunas anécdotas de su vida, nada convencional, por cierto. Cuando nos acompañaban andando hasta la casa les invité a la fiesta que pensaba dar la semana siguiente. El 15 era mi cumpleaños y quería celebrarlo de

manera muy especial. Llegaba a la treintena feliz, enamorada y sintiendo que todo conspiraba a mi favor de aquí en adelante. Tras los adioses a duras penas alcanzamos a cerrar la puerta de la calle, porque en cuanto estuvimos a solas nos abrazamos con vehemencia. —Te he deseado todo el rato, me duele el cuerpo de los calores que tengo y no me explico cómo he podido aguantarme — alcancé a decirle a Eva, que a su vez me sofocaba con su boca. Despojándonos a tirones de la ropa llegamos al dormitorio de la segunda planta. Lo último que oí fue el canto de los gallos que alborotaban los gallineros vecinos. Fui despertando poco a poco a la medida que un tenue cric-crac a papeles se colaba por la inconsciencia en que estaba sumida. Por hábito, tendí el brazo hacia mi derecha para tantear el cuerpo de Eva, pero su lado de la cama estaba vacío. Detecté un peso leve sobre el

pecho y me obligué a abrir los ojos. Era un gran ramo de rosas blancas primorosamente envuelto en celofán. “Rosas blancas, las que más me gustan...”, coordiné a duras penas. Sólo cuando me incorporé del todo comprendí el porqué de las flores: era el día de mi cumpleaños. Contenta como unas pascuas, busqué sin hallar a Eva por toda la casa. Dando voces la llamé mientras registraba habitación por habitación y bajaba la escalera a toda prisa, hasta que la encontré en el jardín tumbada en una mecedora. Corrí hacia ella y me tendió los brazos:

—Feliz, felicísimo, superfeliz cumpleaños, señora mía —me deseó mientras nos besábamos. Hundí la nariz en el ramo que aún tenía entre los brazos buscando el aroma—. No te molestes, no huelen a nada. Las flores ya no son lo que eran. Y ahora quédate donde estás y mira hacia las menos cuarto. Debajo de un castaño había un escultórico paquete envuelto en papel de seda. —¿Para mí? —pregunté excitada. —Para ti de mí. Deshice el envoltorio con ansiedad y apareció una lámpara de pie de hierro liso apenas curvado con dos pantallas cónicas de distintos colores distribuidas en distintos niveles. Una auténtica imitación de los años cincuenta, sin duda el artículo estrella de la tienda de Mauro. No me gustó demasiado, la estética de esa década me interesa bien poco, pero la

expresión expectante de Eva me incitó a fingir entusiasmo: —Es preciosa, te debe haber costado un disparate, me encanta... Puede quedar fantástica en el salón de Hermosilla, al lado de la ventana grande, ¿no crees? —Si no te gusta podemos cambiarla — se apresuró a ofrecer—, pero a mí me parece un primor. Le aseguré que era el mejor regalo del mundo y me agazapé en su regazo como una gata feliz. —Treinta años, no me lo puedo creer, si hace nada tenía cinco y era una pulga... —pensé en voz alta. Eva cerró sus brazos alrededor de mis nalgas. —Estás a punto de convertirte en una anciana venerable, hasta vergüenza me da faltarte el respeto... —Mírala, como sólo tiene veintiséis se cree una cría —bromeé alborotándole el pelo—. Anda, abusa un rato de esta vieja verde.

Me miró con tal hondura que quedé enredada en sus ojos. Pronto sus pupilas fueron trasmutando del castaño al canela, señal inequívoca de que su deseo por mí crecía por momentos, pero el hechizo duró lo que tardó en sonar el teléfono. —Vaya, qué inoportuno. Empieza el desfile de salutación. Por favor, cariño, atiende tú mientras termino de despertarme —pedí a Eva. Regresó enseguida, con cara de pocos amigos. —Es la marimacho de Amparo. Por lo visto ha querido tener la exclusiva y saludarte la primera, pero falló en el intento. Esa empleada de gasolinera te pretende, te lo digo yo, y si está buscando jaleo se va a topar conmigo... Su comentario me pareció tan ridículo y prejuicioso que solté una carcajada.

—Ni Don Corleone lo hubiera expresado más claro. Nadie me pretende, boba, no te pongas celosilla... —¿Celosa? Ni por asomo. Cuido lo mío, que es bien diferente. Mientras iba hacia la cocina también me preguntaba la razón de esa llamada tempranera. Estaba convenido que tanto ella como Silvia, Marga y Alicia subirían a El Escorial sobre las siete de la tarde para asistir a mi fiesta. Pero el motivo era bien diferente, y quedé consternada: había muerto Diana, la amiga de Silvia, y el entierro era a la una de la tarde en Madrid. —Lamento aguarte el cumpleaños, María —dijo Amparo—, pero estas cosas suceden. Un paro cardíaco. Dice Silvia que no te veas en la obligación de asistir. —Pues dile de mi parte que no me

siento para nada obligada. A la porra con la fiesta, quiero despedir a Diana como se merece. Informé a Eva de las malas nuevas y del cambio de planes y se mostró muy comprensiva, cosa que agradecí de corazón porque estaba muy impresionada. —Hablé con Silvia la semana pasada y me contó que cabía alguna esperanza, la monja le había dicho que se percibía una levísima mejoría y que el jefe de sala creía que por fin Diana podría superar el coma. Y ahora ya ves... Eva se encargó de llamar a Mamen para anular la cita pidiéndole que avisara a Mauro y a algunos amigos suyos que pensábamos conocer en la reunión. Eran las once y media de la mañana y teníamos el tiempo justo para cubrir los casi cien kilómetros que nos separaban del

cementerio de Carabanchel Bajo. Localizamos enseguida el sector donde iba a ser enterrada Diana. En el lugar se había formado un pequeño tumulto y un nutrido grupo de mujeres encabezado por Amparo portaba una improvisada pancarta que rezaba: “No amar. Peligro de muerte”, firmada por el Círculo de la Rosa. Alrededor de la fosa se había formado otro corrillo de una veintena de personas, esta vez del Colectivo de Gays y Lesbianas, que exhibían un cartel con la foto de Diana cruzada por la palabra “asesinos”. Unos pocos fotógrafos hacían su trabajo con discreción y entre ellos distinguí a Félix y a Esteban, quien parecía encargarse de la organización. Me acerqué a su lado y en un susurro Esteban me puso al tanto: —He tenido

poco tiempo para convocar a la prensa, murió anteayer por la noche, pero algún suelto en los periódicos sacaremos. Por cierto, venga llamarte, pero tu teléfono estuvo mudo hasta esta mañana. —¿Sí? Pues se habría caído la línea, no encuentro otra explicación. —Estoy procurando interesar a algunos canales de televisión para elaborar un documento sobre las torturas psicológicas y físicas a homosexuales. No me taches de cínico, pero estamos en el candelero y hay que aprovechar el momento dulce. Feliz cumpleaños, dame un beso, anda. Le besé y también a Félix, que hizo lo propio con Eva. Yo no había conocido a Diana, pero estaba sobrecogida por las circunstancias. “Al menos un funeral digno y rodeada de amor”, me dije con un nudo en la garganta. Busqué a Silvia. Estaba unos metros

más allá en el centro de pequeño grupo, entre ellas Alicia, que al verme movió dos dedos a modo de saludo, y Carolina y Sofía, una pareja que había apoyado a Silvia en todo momento cuando su relación se truncó al caer Diana en estado vegetativo. Tiré un beso a Marga, que sujetaba fuertemente del brazo a Silvia pese a que ésta parecía muy entera. Tenía los ojos hinchados y enrojecidos, pero se mantenía erguida en un gesto de claro desafío. La abracé con fuerza sin decir una palabra y Eva hizo lo propio. Silvia tenía los puños tan apretados que estaban blancos: —Acaban de traer el cuerpo, estoy que hiervo de la indignación, le han hecho la autopsia. —¿La autopsia? Qué extraño, la causa de la muerte parece clara —dijo Eva. Silvia respiró hondo domeñando su furia a duras penas. Marga la apretó más contra sí mientras Silvia mordía cada palabra que pronunciaba:

—¿La causa? Ese pequeño detalle les importaba un carajo. Como también se saltaron la necesaria orden de un juez autorizando la autopsia. Para ellos era sólo una dejada de la mano de Dios y donaron graciosamente su cuerpo a la ciencia porque el forense exigió el cadáver más reciente para su clase habitual de anatomopatología. La aserraron, la desmembraron y exhibieron sus vísceras a un grupo de estudiantes para los que mi querida no era sino un trozo anónimo de carne muerta... Los ojos se me llenaron de lágrimas. Era humillante, inhumano, la última afrenta que la desdichada Diana había tenido que sufrir. Si no hubiera sido por la mano que me tendió una Eva igualmente conmovida me habría desmoronado. Procuré rehacerme. Silvia me necesitaba fuerte, no podía fallarle.

Oímos un murmullo creciente. Los asistentes se estaban agrupando alrededor de la fosa y fuimos hacia allí. Pese a que todo había sido muy precipitado, era evidente que Internet y móviles habían funcionado a toda máquina y la noticia había corrido como un reguero de pólvora. Esteban estaba pidiendo a los grupos que portaban fotos y pancartas que permitieran el trabajo de los periodistas. Percibí que Eva retrocedía instintivamente y se apartaba lo más posible del foco de atención. Temía ser incluida en el reportaje, pero por fortuna una camarógrafa tomó la voz cantante: —Quienes deseen y acepten ser filmados pónganse en la izquierda, por favor. Evitaremos los planos generales. A excepción de Eva y unos pocos asistentes, la mayoría, unas cuarenta personas, nos agrupamos frente a las

cámaras. Amparo me dirigió una sonrisa que correspondí. Yo era consciente de que había tomado una decisión trascendente, el reportaje se haría público y corría el riesgo de ser etiquetada, pero lo asumí con decisión. Ya era hora de que mi lesbianismo dejara de ser un secretillo entre íntimos y sirviera para algo más que para engrosar mi propia biografía. La emoción que sentía creció aún más cuando vi que Alicia se hacía un lugar al lado de la pancarta del Círculo de la Rosa y colaboraba en sostenerla. Mi noble, solidaria y querida Alicia... Cuando hubieron depositado el ataúd en la fosa Silvia fue la primera en arrojar un puñado de tierra. Temblaba de pies a cabeza y creí que iba a echarse a llorar, pero con voz alta y clara se dirigió a una

señora de mediana edad que se mantenía en un discreto segundo plano: —Mi enhorabuena, Pilar, al fin lo ha conseguido, usted gana. Su hija ya no es extravagante, ni lesbiana, ni un fenómeno de feria. En realidad Diana ya no es nada, y todo gracias a usted, que la dejó tirada en un depósito de desahuciados negando su maternidad y su nombre, y al cabrón de su marido, que ni siquiera se ha atrevido a enterrar a su hija como está mandado. Se hizo un silencio sepulcral. La intervención de Silvia había sido terrible, apocalíptica. La aludida rompió a llorar convulsivamente mientras daba media vuelta alejándose de nosotros, consolada por un muchacho desgarbado que luego supe era el hermano de Diana. Aún se oían los lamentos de la desdichada mujer cuando de uno en uno cumplimos con el rito de cubrir el montículo con tierra y flores. Yo había traído mi ramo de rosas blancas y lo eché junto con el resto. Tras unos minutos de

respetuosa contemplación a la fosa nos fuimos dispersando. Silvia recibía las condolencias como una viuda legítima, siempre flanqueada por su novia. Eva se acercó a mí y rozó mi hombro con indisimulado disimulo. Tenía el rostro descompuesto. —Ya nos vamos, querida, espérame en el coche, si quieres... —le dije. Me despedí de Silvia y de Marga. En un par de días se iban de vacaciones a un hotel rural en Riaza y me dejaron el número de teléfono por si decidíamos acercarnos a Segovia. Fui hacia el coche acompañada de Alicia y Esteban. Ambos me ofrecieron un flash de sus respectivas situaciones amorosas. A pesar de la circunstancia, el rostro de Esteban se veía más relajado que en nuestro último encuentro y se lo hice notar. Me contó que había llegado a un acuerdo con Félix: —Le he prometido ir retirándome de mi afición a las aventurillas, algo así como dejar el tabaco sin parches de nicotina. Al

menos es un principio. Por su parte, Félix acepta ayudarme en mi período de “desintoxicación”, aun a riesgo de que yo rompa la abstinencia de vez en cuando. Las noticias de Alicia no eran tan buenas, aunque se mostró bastante hermética. La ruptura con Paco era inminente, ya nos contaría, prefería hablarlo con calma en otra ocasión más propicia. Cuando llegué al coche Eva me pidió que condujera. La noté cabizbaja y algo ausente. —No sabes cuánto lamento no haber sabido estar a tu lado en un momento como éste —dijo con un hilo de voz pasados unos minutos—. Lo siento en el alma, María, pero no puedo exhibirme públicamente, es más fuerte que yo, lo comprendes, ¿Verdad? Por supuesto que la comprendía. Sus padres seguían la prensa y la televisión, y en la eventualidad de que en los próximos días no se produjeran noticias de primera

línea, cosa bastante frecuente en agosto, echarían mano del entierro de Diana para rellenar el hueco informativo. Por otra parte, decidir en una fracción de segundo si se da la cara a una cámara es una elección comprometedora, tanto más si lo que está en juego es el reconocimiento ajeno de la propia identidad. El tiempo cambió bruscamente en los días que siguieron a la muerte de Diana. Una pertinaz borrasca se instaló sobre El Escorial, el cielo estaba oscuro y amenazador y llovía a cántaros de la mañana a la noche. Obligadas a estar dentro de la casa, al principio disfrutamos de la novedad, pero al tercer o cuarto día de encierro forzoso empezamos a sentirnos bastante melancólicas. Eva seguía los partes meteorológicos dispuesta a regresar a Madrid si

continuaba el mal tiempo. “Una tormenta de verano vaya y pase, pero este diluvio universal es una lata y me está entrando claustrofobia”, se quejaba. Mi estado de ánimo iba parejo al suyo. El trágico fin de la amiga de Silvia me había golpeado fuerte y un par de noches soñé mi propia muerte con un realismo tan vívido que desperté ansiosa y con ahogos. No obstante, y por no perder el impulso de los días anteriores, seguí con la rutina de mis horas de trabajo. Eva deambulaba por la casa como un bicho cautivo tratando de concentrarse en la lectura, bailando enérgicamente al son de Ricky Martin o haciendo fotos de la casa y el jardín a través de los cristales brillantes de lluvia. De a ratos mataba las horas jugando a las varillas chinas que había encontrado en algún cajón perdido, con más voluntad que ganas. Recordaba vagamente un comentario de Eva apenas conocernos: “Naciste en El Escorial, qué casualidad,

tengo montones de amigos allí...” ¿Dónde estaba esa colectividad de amistades, y por qué no se ponía en contacto con ellos para entretener su hastío? A veces el tedio podía con ella y desafiaba el temporal protegida por un descomunal paraguas negro de mi padre para regresar al poco tiempo echando maldiciones contra el viento que doblaba las varillas y le impedía pasear, calada hasta la médula. Las imágenes del entierro de Diana habían sido emitidas en varios telediarios y las habíamos visto acongojadas. Yo sospechaba que los chaparrones no eran los únicos responsables del malhumor de Eva. Tal vez temía que sus padres y amigos me hubieran identificado en la pantalla, sacaran conclusiones simplistas y la salpicara aquello del “dime con quién andas”. No obstante, no le pregunté nada. ¿Para que?: lo negaría, me acusaría de excesiva susceptibilidad o cualquier otro argumento imprevisible.

Como mi afonía empeoraba y los glóbulos homeopáticos de Selenium que me había automedicado no surtían efecto alguno llamé al hospital y pedí hora. Me atendió una médica muy eficiente que me practicó una laringoscopia y me examinó a conciencia. —No encuentro nada anormal, su garganta está en perfectas condiciones orgánicas —me informó cuando hubo finalizado las pruebas—. Sin embargo, las cuerdas vocales están muy faltas de tono, no hacen bien su trabajo y ésa es la causa de la afonía. ¿Tiene problemas emocionales? ¿Tenía problemas emocionales? No, o sí, depende de lo que estuviéramos hablando. —¿A qué se refiere? —quise saber a mi vez.

—Se trata de algo funcional, pareciera que ha olvidado cómo se habla correctamente, sus cuerdas necesitan una rehabilitación foniátrica y le aconsejo que la haga cuanto antes. ¿Usted expresa sus sentimientos con facilidad? Quedé sorprendida. No esperaba este tipo de disquisiciones holísticas en una consulta de hospital, pero era evidente que no iba desencaminada. De modo que mi ronquera era espiritual y no física. “Tendría que haberme dado cuenta por dónde iban los tiros —pensé—. Dadas las circunstancias, era bastante fácil de deducir.” De regreso a casa especulé sobre el diagnóstico. La médica había dado en el clavo y no podía por menos que estar de acuerdo con ella. Le había contado mis

dudas y pesares a casi todos mis amigos pero no a la interlocutora más válida. Por no saber, Eva ignoraba hasta mis sospechas de que mi fugaz aparición televisiva pudiera haberle molestado. Nunca le había hablado sin tapujos de mi arrebatada angustia por su relación con Carlos, ni de mis celos, ni de la reencarnación de Penélope que me poseía en sus frecuentes ausencias. No sabía de mi llanto, ni de mi pánico a perderla, como tampoco del rígido autodominio que me había impuesto para no importunarla con preguntas. Desconocía, en síntesis, buena parte de mis sentimientos, y éstos, asfixiados, se habían amotinado colapsando mi garganta. El remedio a tal desaguisado era obvio: tenía que sincerarme con ella y cuanto antes mejor. No podía postergar por más mi tiempo mi reserva si quería sanar mi

afonía y mi relación, y mucho menos permanecer prisionera en la telaraña que muy probablemente había tejido mi propia paranoia. Cuando el taxi me dejó en Juan de Toledo hacía rato que la lluvia había cesado y un sol tímido y algo enfermizo empezaba a asomar por detrás del monte Abantos. Localizar la probable causa de la afonía me había quitado un enorme peso de encima y me sentía ligera como una pluma. Entré decidida a sostener una larga conversación con Eva aunque durase el resto del día, pero encontré una nota suya sobre la mesa del comedor. Había salido a dar un paseo. Regresó sobre las seis de la tarde cargando su equipo de fotografía y con los borceguíes embarrados hasta el empeine. Yo no veía el momento de proponerle que nos sentáramos a hablar, pero la noté abstraída y de no muy buen talante. —Subí a pie hasta la silla de Felipe II,

pero la única vista panorámica era una neblina más espesa que el chocolate — rezongó—. Estoy rendida, me voy a tumbar un rato. Luego me cuentas qué te dijo la médica, ¿Vale? Suspiré resignada. “No importa, puedo esperar —me dije mientras me instalaba en el salón a repasar el diccionario Garzanti de sinónimos italianos—. Después de todo, abordar el tema no me resultará fácil y hay tiempo de sobra.” Poco después de una hora llamó Mamen. Había improvisado una cena en su casa y nos invitaba. —Me dio por celebrar el final del diluvio y estoy convocando a todas las cucarachas que conozco a que salgan de su agujero y se unan al festejo —explicó con su habitual gracejo—. Recibo sobre las ocho, y en cuanto a las ofrendas mejor algo de beber, es lo único que escasea...

Me asomé con sigilo a la habitación dudando en despertar a Eva, pero estaba tendida con los ojos abiertos mirando al vacío. La invitación pareció revivirla y aceptó de inmediato, así que telefoneé a Mamen para decirle que estaríamos en su casa dentro de un rato. A mí también me alegraba la perspectiva de reunirme con gente agradable, aunque tuviera que hacerme entender por señas. Aún no conocíamos su casa pero por lo que Mauro describía era una de las más hermosas y nobles de la villa. Me entretuve con el Garzanti una media hora más mientras Eva remoloneaba haciendo tiempo en la cama. Cuando entró a la ducha yo comenzaba a vestirme. —¡Darling, hazme un favor! —la oí gritar desde el cuarto de baño—.

Alcánzame los alicates que están en mi neceser, sobre la cómoda. Su bolso de aseo era un revoltijo de botes, cremas y tubos de maquillaje y allí encontré lo que pedía. Me llamó la atención un envase vacío de fármacos. ¿Estaba tomando alguna medicación? No se había quejado de ningún malestar, es más, gozaba de una salud envidiable, pero quizá tenía algún problema y no había querido preocuparme. Por curiosidad leí el nombre del producto: “Adviser. Test de embarazo”. ¿Test de embarazo? Era inverosímil, una equivocación tonta. Releí varias veces el nombre dándole vueltas a la caja del derecho y del revés. Tardé una eternidad en convencerme de que el breve texto que figuraba en un lateral del envase era real: “El método más sencillo y fiable de verificar el estado de gravidez a través de la orina”. No daba lugar a equívocos. “Tiene que haber una explicación plausible”, me dije. El test de marras

podía haber ido a parar al neceser de Eva por muchas razones. Lo había comprado para una amiga, por ejemplo, era una buena conjetura. ¿Pero para quién? Estaba demostrado que en El Escorial no conocía a nadie salvo a Mamen, y era muy improbable que ésta necesitara de intermediarias para ir a la farmacia. O puede que le hiciera el encargo alguien de Madrid que por vergüenza no se atreviera a comprar Adviser. Nora, por ejemplo. Me resistía a asumir la evidencia de que aquello pertenecía a Eva y lo más sencillo era preguntárselo. Un test de embarazo... Imposible. Era tan chocante que no podía ser cierto, estaba sufriendo alucinaciones y si cerraba los ojos y volvía a abrirlos el Adviser desaparecería como por arte de magia. —¿Y esos alicates, linda? —la oí preguntar desde muy lejos. Me volví y sin embargo estaba a mi lado, envuelta en la toalla y mojando el suelo con sus pies desnudos.

—¿Para qué quieres esto? —dije y señalé mi mano. Su frase fue lapidaria: —Vaya, qué error tan estúpido. —Pero entonces tú... —Entonces yo —fue lo único y último que dijo. Me desplomé sin fuerzas sobre el taburete. ¿Error estúpido, había dicho, o yo estaba inconsciente y no registraba acertadamente la realidad? Quise decir algo, cualquier cosa, lo primero que me viniera a la mente, pero mi boca se negaba a abrirse. Completamente aturdida asistí inmóvil a la borrosa escena en cámara lenta que siguió a mi descubrimiento. Eva terminando

de secarse morosamente el cuerpo y vistiéndose con lo primero que le caía a la mano, Eva sacando una maleta medio vacía del armario y llenándola con la ropa que descolgaba con brusquedad de las perchas, Eva acomodando cámaras y objetivos en el fondo mullido de su estuche de aluminio, Eva mirándome con los ojos de una desconocida y la boca sellada a cal y canto, el manojo de sus llaves cayendo con estrépito al suelo, Eva dándome la espalda saliendo de la habitación, el estruendo de la puerta de calle al cerrarse de un golpe y el ruido distante del motor de un Peugeot en el que Eva estaba yéndose de mi casa y de mi vida. 10 No regresó aquella noche, ni al día siguiente, ni en los días que siguieron al día siguiente. Recuerdo entre brumas que cuando se hubo marchado permanecí un

período indefinido de tiempo sentada en el suelo de la habitación con la vista fija en una jarra de cristal azul con flores de papel que desde siempre había estado sobre la cómoda, pero ignoro cómo pude despertarme tumbada en diagonal sobre la cama y con los huesos molidos. Tampoco atino a recordar con nitidez qué fue de mí desde que pude levantarme y durante el resto de ese día tan aciago y de los que le procedieron. Mamen me contaría después que le telefoneé repetidas veces preguntando por Eva, y que se había ofrecido a hacerme compañía alarmada por el dramatismo de mi requerimiento, pero yo me había negado tajantemente a recibir a nadie asegurando encontrarme en perfecto estado. Sé, eso sí, que en algún momento de ese lapso nefasto me armé de cubos, escobas y detergentes y barrí y fregué con obsesivo frenesí hasta el último rincón de la casa. Salvo ese ofuscado paréntesis de

compulsiva limpieza el resto de circunstancias no ha quedado grabado en mi memoria. Completamente anestesiada, creo que los primeros días no comí ni bebí una gota de agua. Qué hice lo ignoro, supongo que dormir de la mañana a la noche y oír entre sueños el timbre del teléfono, los rumores apagados que llegaban de las casas vecinas y poco más. En algún momento de esos días inauditos sentí hambre y me lancé a la calle, entré en el primer bar que topé en mi camino, deglutí lo que me sirvieron y regresé a la casa. Por lo visto, el alimento me reanimó, porque fui a mi estudio, abrí el PC y retomé maquinalmente la traducción en el punto donde la había dejado. Trabajaba durante horas con la mente vacía, en estado hipnótico. La imagen de

Eva no irrumpía en ningún momento en mi imaginación, como si hubiera muerto hacía una cantidad indefinida de años. Me aferraba al texto con tesón empecinado, aprehendiendo las palabras que casi se materializaban ante mi vista. Cuando el cansancio me vencía, me tumbaba en el tresillo a hacer zapping, mordisqueando galletas, almendras o cualquier otro alimento menudo. Cambiaba una y otra vez de canal, de adelante hacia atrás de atrás hacia delante, ningún programa lograba fijar mi atención ni mucho menos interesarme lo suficiente para quitar el dedo del mando. Pero lo más llamativo de ese período sombrío fue que me quedé completamente muda. Me di cuenta una tarde cuando intenté pronunciar en voz alta un vocablo italiano que se resistía a su homólogo castellano y al abrir la boca no emití

sonido alguno. Tras varios intentos fracasados desistí. ¿La afonía se había convertido en mudez? Tanto daba, era un detalle, una minucia intrascendente. De todos modos ya nunca volvería a hablar, de eso estaba convencida. La palabra es hija del pensamiento, y yo no razonaba ni era: subsistía. La novedad que introdujo mi mutismo fue que también abandoné las largas horas de tarea obsesiva, enemistada como estaba con cualquier forma de expresión. Sin el salvavidas de la traducción me sumergí en un sinsentido aguachento y crepuscular. El nihilismo se adueñó de los pocos actos que ejecutaba y dejé de comer puesto que carecía de razón hacerlo para luego defecar lo ingerido, de higienizarme porque acto seguido volvería la suciedad, de dormir para luego despertar, y más tarde volver a

dormir para despertar nuevamente. Sumida en el letargo reflexioné sobre los ciclos de la vida y deduje que estaban faltos de significación: A lleva a B, B conduce a C, C regresa a A y círculo cerrado, otra vuelta de tuerca, el moto perpetuo, la maldición de Sísifo. Me abroquelé en el salón despreciando el resto de la casa y allí pasaba las horas viendo transcurrir el día y la noche a través de los ventanales que daban al jardín. Insomne y con la mente en blanco, sólo me movía del sofá para ir al cuarto de baño o para estirar los miembros doloridos. Tenía mucho frío y había hecho un gran acopio de mantas bajo las cuales cobijaba mi sinrazón. Fue entonces cuando comencé a escuchar el segundo movimiento de la Séptima de Beethoven. Ignoro por qué en determinado

momento de ese estado deleznable me vino a la mente un fragmento aislado de la obra y la música comenzó a sonar con insistencia como una cantinela porfiada y reiterativa que se imponía por sobre el vacío de mi cerebro. De todas las sinfonías ésta es una de mis favoritas, en especial su inicio brillante y majestuoso, pero ahora era el enigmático comienzo del segundo movimiento el que ocupaba toda mi atención. Había llevado conmigo una amplia selección de CD, entre ellos las sinfonías completas de Beethoven. Escogí la antigua versión dirigida por Fürtwangler que Lisa había conseguido de milagro en un tenderete de Viena y pude dedicarme a escuchar el andante sin solución de continuidad. Apenas finalizaba el acorde en la mayor volvía al inicio una, quince, decenas de veces. Para mayor comodidad trasladé la cadena de hi-fi al lado del sofá, de modo que sólo tenía que estirar una mano por debajo de las mantas y darle

a la pista dos en la consola. Me interesaba exclusivamente la concatenación aritmética de una nota con la otra, el enlace de un arpegio con el siguiente, el desarrollo de la melodía — que tarareaba con mi voz muda— y la intervención progresiva de las distintas cuerdas. La música no ejercía ningún efecto sentimental sobre mi espíritu, que parecía haberse extinguido como una brasa moribunda. Con precisión matemática, me di a la ingente tarea de contar las notas que distinguía a medida que entraban en escena los diferentes instrumentos, pero como perdía la cuenta con facilidad me veía obligada a recomenzar. El teléfono sonaba cada vez con mayor

frecuencia y alguien llamaba esporádicamente a la puerta, pero embebida como estaba en mi peculiar contabilidad no le prestaba la menor atención. Si deploraba la existencia de los ciclos homeostáticos por hallarlos faltos de sentido, un impulso arcano me había empujado a elaborar uno de los más arduos y complejos: acarrear sonidos hasta la cima de la abstracción desde donde se desmoronaban cuesta abajo obligándome a recomenzar el transporte. Era una labor desesperante y desesperada, el más sutilmente refinado castigo —otra vez— del desdichado Sísifo. Una de las veces en que volvía al inicio del segundo movimiento se produjo una novedad. El primer acorde en la mayor sonó de forma diferente, o al menos así me lo pareció. Ya no se trataba de una

mera confluencia de sonidos sino de una invitación seductora, de una promesa, el dorado arco de entrada a una tierra prometida. Seguí escuchando con creciente fascinación, perdido ya el interés por el anterior cómputo matemático. Los sonidos llovían sobre mí como una cascada líquida y fresca que me acariciaba la piel del alma. Quedé en suspenso, sin aliento, atrapada en una maraña de sonidos cada vez más complejos. Cuando se desencadenó con potencia la magnífica apoteosis central del tema no pude aguantar más y me levanté de un salto sacudiéndome mantas y cobertores de encima. Eché a correr por toda la casa

cual si la música me hubiera fagocitado y estuviera transitando la íntima profundidad de sus entrañas sonoras a la vez que experimentaba una inaudita sensación de libertad como jamás había sentido antes. Transida por la emoción, fui a la cocina, me lavé vigorosamente la cara tragando agua a borbotones sedientos y supe que era hora de regresar a Madrid. La onda expansiva de la potente exaltación que me impulsó a abandonar precipitadamente El Escorial duró lo que un espejismo. Una vez entre mis cuatro paredes la apatía volvió por sus fueros y fui incapaz de emprender cualquier tarea. Procuré enfrascarme en la Moretti, pero fracasé. El texto ya no me interesaba, la proximidad de la fecha de entrega me dejaba indiferente y no tenía fuerzas para ocuparme en ninguna tarea, aunque fuera

tan insignificante como abrir las ventanas para renovar el aire y que se desvaneciera el tufo a cerrado. No pude siquiera devolver las llamadas que había en el contestador, aunque sólo fuera los insistentes reclamos de mi madre que, alarmada por mi silencio, había dejado el teléfono de varios familiares en Italia para que me pusiera en contacto con cualquiera de ellos, ni me interesé por abrir el correo electrónico. Sin deseos de ver a nadie, insensible al hecho de que mi voz seguía sin manifestarse, me sumergí otra vez en un estado vegetal donde el único nexo con el exterior seguía siendo el segundo movimiento de la Séptima. La música era ahora el armazón férreo que me contenía como un dique e impedía mi completo anonadamiento.

Mi atención estaba centrada ahora no en los arpegios o en la cualidad musical, sino en comparar el desarrollo del andante con el devenir de una historia de amor malograda. “La similitud es fascinante —pensé, aturdida—, como si se penetrara en el corazón del secreto.” El mismo comienzo sugestivo y prometedor, el imperceptible pero infatigable crescendo que inician cellos, violines y vientos y que desemboca en un clímax apasionado, arrebatadamente lírico, con todas las cuerdas confluyendo en una consonancia henchida de feliz

complicidad, a imagen y semejanza de dos personas que se atraen, se enamoran y construyen una nostridad apasionada y festiva. Pero esta celebración fastuosa de los sentidos, seguida de una meseta de tranquilidad donde los instrumentos juegan con el tema convidándose los unos a los otros, conduce a un segunda apoteosis más breve que la primera y que actúa de prólogo a un progresivo y agorero diminuendo, descartando cuerdas y sonidos, para morir en un enigmático acorde final que no conoce de consolaciones, como si Beethoven hubiera deseado que esa pasión se diluyera como

un río que desemboca en un delta, o, tal vez, en un final abierto donde tienen lugar todas las dudas. Lisa me había explicado que este movimiento traía de cabeza a los musicólogos porque lo que para unos es un andante para otros se trata de un allegretto, o aducían que Beethoven lo había concebido como adagio. A saber por qué había quedado grabado a fuego en mi memoria su comentario sobre un apunte de Berlioz, quien lo comparaba con una suerte de marcha fúnebre. Tal vez esta asociación hizo que de manera inconsciente estableciera un paralelismo entre la música y mi relación con Eva, lo cual me provocaba un dolor insoportable, pero en lugar de cortarlo de cuajo y quitar la música volvía al tema con obstinación morbosa, escarbando en mi llaga con renovado ensañamiento. Hasta ahora no había recordado a Eva en ningún

momento, pero la “autoanestesia” ya no surtía efecto y mi recuperada memoria me atormentaba con imágenes lacerantes plenas de sensaciones, tan nítidas que podía verlas, tocarlas, olerlas y hasta saborearlas. El áspero regusto de la cerveza que bebí en Fiumicino cuando conocí a Eva, el tacto mórbido de su talle entregado a mi pelvis, la ruidosa algarabía del Campo Manin de Venecia, la modulación de su voz enamorada pronunciando mi nombre, el resplandor lechoso de la luna jugando con su rostro, el rumor de sus gemidos en mi hombro, las dos mirando escaparates, riendo de cualquier tontería, descubriendo rincones de Roma, absorbiéndonos con la mirada hasta vaciarnos la una en la otra... Pero era la dramática escena de su

inexplicable fuga de El Escorial la que más se representaba constantemente ante mis ojos. Como un eco maligno la escuchaba diciéndome “qué error tan estúpido” y me sentía cada vez más humillada, pero sobre todo inconmensurablemente triste. ¿Por qué “error”? La palabra hablaba de fallo, de tropiezo impensado. ¿Acaso su vínculo conmigo había sido un plan minuciosamente concebido que se había desbaratado por el incorrecto movimiento de una pieza? ¿Cómo había podido alguien hacerme tanto daño y con tanta premeditación, que era lo que más me desgarraba? Me resultaba insufrible asumir tal grado de ensañamiento, y prefería creer que existía alguna explicación que escapaba a mi discernir, pedía una luz de

entendimiento que me permitiera reconciliarme conmigo misma y no sentirme tan estúpida y vulnerable. La casa de Hermosilla había quedado tal cual la dejáramos y sin ella estaba desleída y hueca, privada de vida. Su huella, sin embargo, estaba presente por doquier, y aún flotaban en el ambiente los efluvios de su inconfundible aroma a First y a su sexo, lo que aumentaba mi tormento. Agotada,

melancólica y desnutrida, el sopor aletargado de los días pasados fue cediendo lugar a una ira sorda y rencorosa cuya virulencia llegaba a atemorizarme. No podía quedarme de brazos cruzados consumiéndome a fuego lento al amparo de Beethoven. Tenía que buscar a Eva y ajustarle las cuentas. Se había burlado de mí, me había ofendido brutalmente y si yo no desfogaba el ardor que me consumía lo más probable es que me volviera loca. Eva me debía unas cuantas explicaciones, entre ellas por qué había jugado sucio conmigo representando el papel de ingenua enamorada a la par que mantenía en paralelo su relación con Carlos, y su presumible embarazo era prueba irrefutable de ello. Pero por encima de todos los agravios

estaba mi dignidad herida. Yo no merecía el trato que me había infligido y de alguna manera le haría pagar su conducta. Con la misma persistencia que en El Escorial me había sumido en lo más hondo de la desesperación, la obsesión por encontrarla me impedía retornar a una vida si no normal al menos medianamente decente. Me alimentaba de las reservas de la alacena, casi no pegaba ojo y Baciami ancora dormía el sueño de los justos. Había recuperado bastante la voz, pero seguía sin deseo alguno de hablar y no respondía al teléfono, aunque escuchaba a través del contestador las voces al otro lado del hilo. En esos días Silvia llamó varias veces (“Hola, monstruo, ¿Se puede saber dónde te metes? Yo bien, gracias, ya sabes, algo así como una segunda luna de miel con Marga. Lo bueno es que me siento tranquila y enamorada, mira por

dónde. Llámame, porfa, me tienes mosca”). También lo hizo Alessandra, anunciando que probablemente vendría a España en noviembre, otra vez mi madre y por supuesto Emilia, interesada por la marcha del trabajo. En un impulso, esta vez alcé el auricular: —Hola, Emilia —dije en un susurro. —¡Vaya, por fin te dignas a hablar conmigo! —me espetó con toda su mala leche sin molestarse siquiera en los saludos de rigor—. No sé en qué andas ni me importa, pero desde luego contentita me tienes. María, te consideraba una profesional intachable. ¿Cómo va ese trabajo? No sabía qué decir, es más, me costaba un enorme esfuerzo que mis neuronas entablaran su acople sináptico. Mi mente se quedó en blanco y no pude articular la menor excusa. —María, ¿Estás ahí? Oye, no quisiera ser descortés, pero que sepas que tu conducta me está molestando mucho. No

suelo llamar en persona a mis traductores, ésa es tarea de mis secretarias, pero por lo visto ni siquiera tienes en cuenta mi deferencia hacia ti. —Emilia echaba llamaradas por las fauces—. He dejado varios recados, te he pedido por favor que me tengas al tanto de un trabajo que por lo visto no te importa demasiado, y hasta he tenido que mentir en una reunión de la directiva dando la cara por ti. Estás jugando con fuego, no me provoques, María... Doing, plaf, ssssh, plof. El resto del sermón quedó retumbando en mi cabeza como el repiqueteo de una lluvia de enero. Se estaba despachando a gusto, me estaba ofendiendo y no tenía ningún derecho. Lo vi todo rojo y la ira pudo conmigo: —¿Sabes qué te digo, Emilia? —dije con meridiana claridad—. Que te vayas a la mierda. Y colgué con furia haciendo vibrar el aparato. Hecho. Un problema menos, me

había desembarazado de Emilia de un plumazo. “Que te traduzca tu novela alguien mejor que yo, si es que lo encuentras en este planeta”, pensé saboreando mi triunfo. Pero la euforia duró lo que tardé en recapacitar. “¿Triunfo? ¿De qué triunfo hablas y qué has hecho, imbécil?”, pensé despavorida. La augusta directora de la editorial Ónix jamás me perdonaría el desplante y las explicaciones no servirían para doblegar su orgullo ofendido. Además... ¿Cuáles explicaciones? Emilia era una adinerada empresaria que votaba puntualmente a los conservadores y que hacía concesiones a algunas obras provocativas sólo porque vendían bien en el mercado. ¿Qué decirle para disculparme? ¿Que era lesbiana y sufría mal de amores porque mi amante

me había abandonado de mala manera? ¿O acaso pretendía que comprendiera la desesperación que me ofuscaba al punto de no recordar siquiera que alguna vez había hablado el idioma italiano? Impensable, absurdo. Lisa y llanamente me había quedado sin empleo y era probable que me costara años redimir mi buen nombre en la profesión. Estaba frenética por mi necia bravuconada, pero por encima de todo rabiosa con la causante última de mis males. Sencillamente me estaba consumiendo, y Eva debería responder por ello. Acuciada por una insoportable sensación de ridículo me empeciné en seguir mentalmente su pista. Tenía que

encontrarla fuera como fuese y me puse a la tarea. Con una llamada a su móvil supe que el número había sido dado de baja. Busqué entonces a los Zamorano de la guía telefónica. Figuraban unos pocos y ninguno con la inicial I de Isaac ni la E de Esther detrás del apellido. No obstante, llamé a los pocos que estaban en el listín pero ninguno era o podía dar razón a los Zamorano que me interesaban. Inútil sacar algo en limpio a través de Información de Telefónica, sabía que si el abonado no figuraba en la guía no podían suministrar su número aunque les dijera la dirección, que por otra parte desconocía. Podía intentar localizarla a través de sus amistades, pero de Nora el único dato que tenía era su nombre de pila, y de Arancha sabía que era dueña de la galería Retro, que estaba temporalmente cerrada, de modo que imposible dar con ella, lo cual también implicaba a Iván. ¿Qué más sabía de Eva, a quién o dónde acudir para encontrarla? Caí en la

cuenta que había estado —y estaba, vaya si lo estaba— locamente enamorada de una perfecta desconocida que se había encargado de borrar toda huella alrededor de su identidad. Con renovado furor forcé mi memoria. ¿Dónde hallar una pista que me llevara a Eva? ¡Mamen y Mauro, eso era! Había hecho muy buenas migas con ellos y probablemente tuvieran algún dato útil. Encontré las fuerzas para llamarles a ambos. No habían vuelto a ver a Eva ni tenían el más mínimo indicio de dónde podía estar. Cada uno por su parte y pese a lo efímero de nuestra relación, se mostró sinceramente preocupado por mí y se ofreció a ayudarme en lo que fuera necesario, algo que agradecí profundamente. No, no había nada que pudieran hacer por mí, nadie podía hacer nada por mí.

Puesto que había huido de El Escorial como una ladrona pillada en falta, era bastante probable que hubiera buscado refugio en brazos de su amante. Resultaba imperioso, pues, localizar a Carlos, aunque la sola idea me enfermara de celos y renovara mi cólera. ¿Pero cómo? Tan sólo contaba con una vaga descripción física, no sabía su teléfono ni su domicilio, tampoco la empresa de publicidad para la cual trabajaba, ni sus apellidos, ni sitios que frecuentara y a los cuales pudiera acudir buscando información, eso sin contar que lo más probable era que ambos estuvieran fuera de Madrid disfrutando de unas vacaciones y festejando el final feliz de la aventurilla lésbica de la novia. Por lo visto no quedaba mucho por hacer, lo cual aumentaba el desconsuelo que me atormentaba. Intenté desviar mi

atención hacia la lectura, pero fue en vano. Garrapateé algunas líneas de lo que podría ser un diario en el cual exorcizar mi angustia, aunque no pude pasar de un vacilante y dolido comienzo: “Soy una piedra y no floto, un poema inconcluso, soy una sombra que no pertenece, soy la sombra de una sombra sin dueña, sin alforjas, sin camino”. Magra cosecha literaria que también abandoné sin alforjas y sin camino. No volví a escribir, ni a sentir hambre, sed, deseos de salir a la calle, ni de entablar conversación con persona alguna y tanto menos con mis padres, los primeros que se merecían una explicación en toda regla. Mi pensamiento estaba enfermizamente prisionero por Eva y por la Séptima, que seguía escuchando sin cesar. Era inconcebible que la mujer que amaba y

con la cual había compartido estrechamente los últimos meses hubiera desaparecido sin dejar rastro, pero más inverosímil aún era que yo, incluso inmersa en un mar de dudas por el cariz de sus actos, hubiera confiado de manera tan plena y absoluta en una recién llegada abriéndole mi corazón, mi casa y mis gentes compartiendo con ella cuanto más amo en la vida. Una tarde, tumbada en el parquet de mi habitación escuchando por enésima vez el segundo movimiento en el discman y mirando al vacío como ya era costumbre, creí escuchar por entre el sonido de la música un tenue rumor dentro de la casa. El corazón se me paralizó. “Es ella que ha venido en busca de sus cosas. ¡Diosa, ayúdame, no sé qué pasará cuando la tenga delante!” Pero con esfuerzo recordé

que me había devuelto el llavero, aunque cabía la posibilidad, dadas las esperpénticas circunstancias, de que hubiera hecho copias de las llaves. Unos pasos enérgicos se acercaban por el pasillo, las sienes me latían a punto de estallar y fui a abrir la boca para averiguar quién había entrado en mi casa, pero me falló la voz. Cuando Alicia se plantó frente a mí con los brazos en jarras creí estar viendo una aparición mística. Se encargó rápidamente de hacerme volver a la realidad: —María, hermana, ¿Qué haces ahí tirada? ¡Estás hecha una ruina, no me lo puedo creer! ¿Dónde está Eva? ¿Qué está pasando aquí? Déjame que te ayude, ven, levántate, eso es... ¡Pero si apenas puedes moverte, mujer! Me levantó en vilo y me tumbó sobre la

cama. Una vez que me hubo quitado los auriculares de las orejas, comenzó a mover las manos sobrevolando a ras de mi cuerpo con evoluciones de prestidigitadora, chequeándome minuciosamente durante un buen rato. La dejé hacer. Me sentía tan feliz de verla que se me caían las lágrimas y fui tomando conciencia de cuán desvalida estaba y de la imperiosa necesidad de ayuda que sentía desde hacía tiempo. —¿Puedes hablar? —preguntó preocupada, sin detener su trajín. Tenía el rostro contraído por la concentración y yo sabía que estaba recomponiendo mi energía a pasos forzados. —Un poco... —respondí tras varios

intentos interrumpidos por fuertes carrasperas. —No te esfuerces y dime al ritmo que te surja qué te pasa. Algo reconfortada, pude hilvanar un resumen más o menos coherente de lo sucedido. Tenía la boca pastosa y la lengua tropezaba con algunas consonantes, pero al menos había recuperado el habla en buena medida. Mi pecho ya no era una pesada losa y el llanto apacible que humedecía mi rostro me ayudaba a recuperar la respiración. Le hablé también de mi visita al hospital y de mi fervor por el segundo movimiento de la Séptima. Alicia esperó en silencio a que terminara para preguntar: —¿En que tonalidad está escrita? —En la mayor, creo —contesté sorprendida. Mi amiga sonrió con la boca ancha.

—¡Ay, María, cómo somos, si es que no paro de asombrarme! Sabes que los sonidos son terapéuticos, y tú vas y eliges precisamente esa sinfonía... Pues te diré que el sonido de la nota la es idóneo cuando lo que se busca es equilibrio emocional, tiene que ver con el corazón y con la angustia. Sin proponértelo, tu subconsciente eligió la música que necesitaba para tu mal de amores, y de paso para recuperar la voz que se apaga temporalmente cuando nos sentimos conmovidos por una pérdida amorosa y sobreviene esa lastimosa sensación de cautiverio emocional. —¿Beethoven me está curando? — pregunté maravillada. —Te echó una buena mano para que no te hundieras del todo, sí —confirmó Alicia—, aunque reconozco que tu historia me es difícil de entender. Si es como lo cuentas, la conducta de Eva resulta totalmente incomprensible. De hecho, en el entierro de Diana la

sorprendí mirándote con tal pasión que recuerdo que pensé: he aquí el vivo retrato del amor. Cuesta creer tanto disparate. Y ahora vas a estarte quietecita y relajada mientras lleno la bañera y te preparo algo de comer. Estás a un paso de la anemia, por no hablar del pestazo a zoológico que desprendes. Me sumergí en un agradable estado de beatitud mientras Alicia abría los grifos. Debí de haberme dormido, porque cuando me ayudó a incorporarme para ir al baño flotaba en una nube. Me quitó la ropa mugrienta y me ayudó a meterme en el agua tibia y fragante con olor a salvia. El contacto con el agua era delicioso y respiré hondo repetidas veces mientras mi amiga me enjabonaba y restregaba como a un bebé. —De verdad que no entiendo nada — repitió en voz baja—. Te llamé a El Escorial, Silvia y Esteban tampoco podían comunicar contigo y decidimos que, puesto que tengo llave, me pasaría

para investigar. Ignoraba si estarías aquí, no sabes el susto que nos has dado. —Lo siento —susurré—, no tenía fuerzas para hablar con nadie. Te has convertido en mi ángel de la guarda, Ali, apareces en los peores momentos y me salvas por los pelos, no sé cómo agradecértelo... —Déjate de bobadas y sigue respirando profundamente que te hace mucha falta, así, eso es, que se mueva bien el diafragma. ¿Y de Eva no has vuelto a saber nada, se marchó así por las buenas y nunca más se supo? —dijo aumentando el vigor de su masaje por todo el cuerpo—. De verdad, María, es demasiado inconcebible para ser cierto, es un culebrón y de los malos. Tiene que haber una explicación, seguro. —Yo pienso lo mismo, pero no sé

cómo dar con ella, es un fantasma, me enamoré de un fantasma y ahora ha desaparecido... Pude salir de la bañera por mi propio pie, lo cual ya era todo un logro. Me sentía notablemente mejor y oliendo a limpio. Como una enfermera diligente Alicia me dejó secándome el pelo y se fue a la cocina, no sin antes aconsejarme que me friccionara con fuerza las articulaciones con abundante agua de colonia para retener la energía que había activado. Hacía mucho que no me miraba en un espejo y el efecto fue chocante. La cara demacrada mostraba las huellas de la prolongada vigilia y había adelgazado unos cuantos kilos, lo cual hacía que clavículas y costillas resaltaran bajo mi piel. Me envolví en un albornoz de toalla

suave y fui al encuentro de Alicia. —Esta alacena es de pena, hija, has roído un poco de cada como los ratones y no hay mucho para comer —comentó—. Mañana te ayudo a hacer una compra decente. De todos modos no es conveniente que retomes la alimentación habitual de golpe, pero al menos algo caliente. Me tendió un té con un par de generosas cucharadas de leche condensada y algunos bizcochos integrales aún comestibles. A medida que comía con buen apetito sentía que la sangre me volvía al cuerpo y que mi mente retornaba paulatinamente a la realidad. —¿Y tú cómo estás? —pregunté con voz queda. Arrimó un taburete y se sentó a mi lado.

Ahora que la miraba con mayor detenimiento, me di cuenta de que tenía el rostro distendido y que las arrugas de su entrecejo se habían aflojado bastante. —He terminado con Paco, eso ya te lo había dicho y si no lo imaginarías. —Había otra —sentencié con un hilo de voz. Mi amiga negó con la cabeza. —Yo también lo sospechaba, es más, estaba convencida de que ocultaba una segunda relación, pero no era así. —¿Entonces? —Entonces sucedió lo inesperado. Paco volvió a sus cabales y reconoció sin rodeos su detestable conducta. Fue increíble, lo vieras, sollozando como un crío me imploró que le perdonara y pidió una segunda oportunidad. De verdad, Mariucha, de no creer, después de una larga y horrible temporada tenía delante de mí al hombre del que me había enamorado, la misma sinceridad, la mirada tierna y amorosa, una valentía que

ya creía perdida... —Pero... —apunté. —Pero ya no le amo, por paradójico que parezca. No sé cómo sucedió ni me quita el sueño entrar en más honduras, bastante le he dado de comer a mi neurosis. Digamos que se me rompió el amor de tanto usarlo, como dice la copla... Hizo una larga pausa y pensé que iba a echarse a llorar, pero en cambio soltó una carcajada. —¡Lo mejor del asunto es que me siento eufórica, he retomado las riendas de mi propia vida y estoy llena de proyectos nuevos, entusiasmada y plena de energía! Por lo que a mí respecta le he perdonado de veras, aunque de momento prefiero no verlo. Paco insiste en que seamos amigos pero para mí no es tan sencillo, la amistad es otra faceta del amor muy distinta a la amorosa, algo superior, si me apuras, y nunca me he creído del todo que un mal amante pueda

ser un buen amigo, al menos no tan deprisa, así que... ¿Por qué lloras? —Porque estoy contenta por ti — respondí sin poder contener el llanto repentino que había hecho presa de mí. —Y porque estabas agarrotada como una piedra, te has aflojado y se te han abierto los manantiales de la pena, lo cual es una bendición. Me preocupaba que no soltaras el moco. —Mi trabajo, debo de estar loca, he perdido mi trabajo, no me explico cómo pude ser tan irresponsable —hipé—. Soy una estúpida integral, Ali, me siento como un trapo usado, te juro que no entiendo nada, estoy hecha un lío y no atino a comprender por qué Eva se ha comportado así conmigo, yo la amaba, joder, la amaba con locura. Me ha hecho

tanto daño... Lloré y lloré abrazada a Alicia hasta que me fui calmando poco a poco. Mi amiga me mecía con ternura y fue guiándome hasta el sofá del salón, donde tras un interminable concierto de suspiros acongojados me quedé frita. La noticia de mis calamidades corrió como la pólvora y al día siguiente Silvia y Esteban se plantaron en mi casa, aporreando la puerta con insistencia hasta que me di por vencida y les dejé entrar. Venían cargados como Reyes Magos. —La curandera se pasará dentro de un rato, mientras tanto te manda este montonazo de víveres, supongo que comistrajos integrales, macrobióticos y demás asquerosidades del ramo —fue lo primero que dijo Esteban a modo de saludo—. Te lo dejo en la cocina, ¿Vale? Silvia se me colgó al cuello. —Cariñito mío, que le han hecho daño, como coja a esa individua no dejo un diente sano de su estupenda dentadura.

¡Estás en los huesos, tú! ¿Por qué no pediste ayuda, tonta del culo? Te pasas el mal trago sola y a pelo, sin anestesia, ni que fueras a presentarte al casting de Superwoman. Alicia nos ha pasado un tráiler de la película, es demasiado, de no creer, te juro que hasta yo había caído en las redes del indudable encanto de la ambidextra, se vende de maravillas. Marga te manda un besazo tamaño familiar, se quedó en Riaza porque lo estamos pasando en grande... —Se atragantó, tosió y retomó su andanada—. Aquí donde me ves hago caminatas por el bosque y he reducido el tabaco, me siento hasta buena. No te perdono que no nos hayas llamado, hostias, tienes el teléfono del hotel, mi móvil, no tienes excusas... —¡Eh, frena, frena, pájaro loco! —le conminó Esteban—. ¿No ves que mi prima está K. O.? Ven, vamos a sentarnos y te desahogas a gusto. Yo había estado llorando a mares y sentía escozor en los ojos de tanto

restregarlos. Lo que menos deseaba era volver a contar la historia de mi infortunio, pero habían venido a sostener mi maltrecha humanidad y les estaba agradecida. Fui muy escueta, a sabiendas de que ya estaban sobre antecedentes. —Y yo tan feliz porque habías encontrado un amor —me dijo Esteban contrito—. La vi sólo un par de veces, de acuerdo, pero me cayó muy bien. Es más, la última vez que nos encontramos por Alcalá recuerdo que intenté hacerte entrar en razones porque te vi demasiado insegura y bastante paranoica. Como para no estarlo, de verdad que me arrepiento. —Ya da igual, Esteban —dije a punto de echarme a llorar otra vez—. De verdad que da igual lo que yo haya dicho o sentido todo este tiempo. Los hechos son porfiados, es evidente, y lo real es que me siento como una enferma desahuciada. Silvia reaccionó como un resorte. —¿Cómo que da igual? De eso nada, monada. Yo en tu lugar no me quedaría

cruzada de brazos y le daría su merecido a esa hetero bellaca. —No empecemos con las lecciones de ideología, Silvín, te lo suplico... —Vale, retiro lo de hetero —concilió mi amiga—. Pero bajo ningún punto de vista puedes permitir tamaña tomadura de pelo y quedarte como si nada hubiera pasado. Reacciona de una vez, María, ¿dónde está tu espíritu de lucha? Encerrarte a lamer tus heridas sola, muda y en huelga de hambre no es una conducta muy creativa que digamos. Esteban aceptó el porro que le tendía Silvia. —Estoy totalmente de acuerdo. Es una cuestión de dignidad personal, pura supervivencia. Hay que encontrar a esa farsante como sea y cantarle las cuarenta bien cantadas. —¡Di que sí, Steve! —le apoyó enfáticamente Silvia—. Cuéntale lo tuyo, anda... —¿Qué te ha pasado? —quise saber,

intrigada. Esteban se repantigó en el sofá con ese gesto suyo tan característico. Dio una larga calada al cigarrillo y tragó el humo con fruición antes de hablar. —¿Recuerdas aquel pez gordo del Congreso que iba a pasarme información privilegiada? —me preguntó. —El dios griego que vive por Alfonso XII —confirmé. —El mismo. Pues además de darme ciertos documentos bajo promesa de no revelar mis fuentes mantuvimos algunos lujuriosos encuentros en su dúplex. Yo cumplí mi parte, publiqué una serie de artículos sin citar el soplo y se destapó una corruptela de mucho cuidado en las más altas esferas del gobierno, pero el muy hijo de mala madre, aterrorizado de que se sepa que es gay y que estaba liado conmigo, ha movido todas sus influencias y en el periódico me han dicho que se ven obligados a prescindir de mis servicios. Quedé con la boca abierta. Era

repulsivo. —Si es una broma es de muy mal gusto... —alcancé a decir. —Como lo oyes. Incluso están dispuestos a pagarme una cuantiosa indemnización, puesto que estoy en plantilla. —Va a aceptarla, claro —completó Silvia, como de costumbre hablando en su nombre—, y me parece super. Se lleva un pastón y trabajo no le va a faltar en cualquier parte. Ya ha recibido varias ofertas, ¿Verdad, Steve? —Por suerte sí, no es problema. Pero a lo que iba. Ese desgraciado me las va a pagar, te lo prometo. Ya encontraré el modo de desenmascararlo, y tarde o temprano se las verá conmigo. Por eso digo que no puedes quedarte de brazos cruzados. Encuentra a Eva como sea.

—Soy la primera interesada, queridos, pero no se me ocurre cómo —dije, y les puse al tanto de mis esfuerzos por localizarla y del callejón sin salida en que me encontraba. —Podríamos imprimir un retrato robot y pegarlo en los árboles gratificando cualquier pista —sugirió Silvia cuando hube terminado de hablar. —Ya, con la palabra Wanted cruzando la foto. Entonces llega John Wayne, se galopa toda la Castellana y la encuentra en un santiamén —se burló Esteban poniéndose de pie. No pude por menos que reír—. Y ahora me voy a meter un copazo entre pecho y espalda, con el permiso de las damas presentes. Abrió una portezuela del aparador y sacó la botella de whisky. Preguntó mostrando las copas si le

acompañábamos. Silvia aceptó pero yo rehusé de plano: —Estoy que no me sostengo... Por el gesto ensimismado de Silvia me di cuenta de que estaba elucubrando a toda velocidad. —De acuerdo, no sabes el teléfono de los Zamorano porque jamás te lo dio y no figuran en la guía. Pero olvidas que has estado en su casa, y lo más probable es que la niña haya vuelto a su nido tan pancha —dijo finalmente mientras hacía señas a Esteban para que llenara aún más su vaso. —Hasta ese detalle tuvo en cuenta, si es que no me lo puedo creer... —dije acongojada—. Fuimos en su coche, y antes de llegar me pidió que cerrara los ojos porque deseaba darme una sorpresa y repitió la maniobra cuando nos

marchamos, así que estuve jugando a la gallinita ciega casi hasta llegar al Círculo de Bellas Artes. Lo cuento y me siento tan estúpida que me daría de bofetadas. Esteban emitió un silbido admirativo. —¡Olé con la señora, qué lista! —Pero una idea de la zona tendrás — insistió Silvia—. No habrás estado ciega desde que subiste al coche, a la ida. —Sí, claro, vive en El Viso. —¡Acabáramos! —exclamó Esteban alzando los brazos al techo—. O sea que después de todo sí conoces su barrio, haber empezado por ahí. Me encogí de hombros, disculpándome. Cierto, se me había pasado por alto, pero sabía que Eva vivía en algún lugar de El Viso y recién ahora recordaba con nitidez el trayecto desde mi casa a la suya. Había conducido por Joaquín Costa y girado a la derecha tras dejar atrás la avenida del Doctor Arce. La referencia no era muy precisa, pero al menos tenía por dónde empezar.

11 Otra vez la calle del Sil. Llevaba un buen rato recorriendo el triángulo que forman Cinca, Serrano y la avenida del Doctor Arce e inevitablemente iba a parar al mismo sitio. Arga, Ega, Tajo, Irati, Bidasoa, Miño... Los nombres de ríos que caracterizan a esta zona de Madrid eran una buena lección de geografía, pero ya se me estaban agotando la paciencia, las piernas y el ímpetu inicial de dar con el paradero de Eva. En el fondo no estaba muy segura de querer encontrarla. Era una simple cuestión de orgullo, aunque el mío era ambivalente: por una parte no creía que fuera a obtener gran cosa de encararme con alguien que se había ido de mi vida de un modo tan intempestivo y exigirle explicaciones. Me había dejado y punto. “Es ella y no yo quien sale perdiendo”, me repetía sin cesar a modo de consuelo, aunque para ser sincera el decreto mental no surtía el menor efecto. Pero por la otra, coincidía

con mis amigos en que su conducta no podía quedar impune y que sólo yo cargara con el dolor y la humillación del abandono era injusto y violento. La alusión de Silvia a mi escaso o nulo espíritu de lucha había hecho mella y me servía de acicate. Miré con detenimiento una casa de dos plantas. No, ésta tampoco. Ninguna de las muchas casas que había visto hasta ahora me recordaban a la de Eva, aunque cualquiera de ellas podría serlo. El barrio mantiene un estilo arquitectónico bastante homogéneo y casi todas las construcciones se asemejan entre sí, con el agravante de que había visto la fachada de los Zamorano de una rápida ojeada y recordaba bien poco. “Vamos, María, El Viso no es tan grande, es muy probable que lo que

buscas esté a la vuelta de la esquina, haz un esfuerzo”, me animé, y forzando una vez más la memoria recordé que aquel día creí haber percibido que el coche cruzaba la calle Serrano, lo cual significaba que hasta ahora había buscado en el sector equivocado. Con renovados bríos llegué hasta Serrano, crucé la calzada y me interné por la calle del Jarama en dirección al paseo de La Habana. La tarde era bastante calurosa y busqué el cobijo de los árboles mirando a derecha e izquierda con detenimiento, a la caza y captura de cualquier detalle que me resultara familiar. Era mi primera salida después de largos días de confinamiento y respiraba con dificultad. Tal vez alguien conociera a la familia, pero la zona estaba desierta como si los vecinos hubieran sido evacuados en masa, y no se veía a nadie a quien solicitar información. Pisuerga, Tormes, Henares... Opté por rodear cada manzana por sus

tres o cuatro lados, estudiando incluso el pavimento por si alguna particularidad traía algún ramalazo de reconocimiento a mi memoria. Caminaba por la calle del Tambre cuando al girar a la izquierda para adentrarme por Eresma mi intuición me indicó que estaba en el buen camino. Nada concreto, sólo una excitación creciente que me hizo barruntar que había dado en el blanco. Apreté el paso y llegué hasta el final de la calle examinando en zigzag casa por casa, pero cuando ya desembocaba en la calle del Guadiana retrocedí por el laberinto hasta una pequeña arteria lateral que aún no había investigado. Al mirar desde lejos agradecí haberle dado crédito a mi sexto sentido: a unos veinte metros de mí una enorme higuera asomaba su ramaje por encima de un muro cuya verja adyacente

reconocí de inmediato. Me acerqué subrepticiamente implorando que nadie me viera. Aún no había decidido de firme qué haría en caso de dar con el objetivo. Por fortuna los alrededores estaban tan desiertos como el resto del barrio, de modo que pude aproximarme por la acera de enfrente y constatar que, efectivamente, ésa era la casa de Eva. ¿Y ahora? Era un manojo de sentimientos encontrados donde la emoción, el miedo y el despecho campaban por sus fueros. Nunca antes me había visto en una situación semejante y necesitaría de una buena dosis de audacia para llamar a la puerta y enfrentarme con lo que sucediera

después. Por nada del mundo quería aparecer como un alma en pena a los ojos de Eva y su familia, ni tampoco implicar a los Zamorano en una escena vulgar y desagradable. “Estoy destrozada, para qué negarlo, pero el estilo es el estilo”, me dije, inmovilizada, temblando de los pies a la cabeza. Permanecí largos minutos mirando tontamente la higuera vetusta como pidiéndole consejo y otorgándome plazos, treguas para actuar que dilataba indecisa. “Venga ya, toca el timbre —me incité—. Preguntas por ella y que sea lo que tenga que ser.” Pero no movía un músculo. De pronto me pareció percibir un movimiento en las cortinas de una de las ventanas del primer piso y me sentí al descubierto. Podía ser Eva, pero también su madre o su padre. En cualquier caso, me habían visto y era inútil dar media vuelta y escapar como una liebre asustada. Reteniendo el aliento crucé la calle, me colé por la verja entreabierta y al llegar a

la puerta de entrada llamé con un timbrazo corto y seco. Las rodillas apenas me sostenían cuando la mucama, abrió tras unos segundos de anhelante espera. —¿Sí, señorita? ¿Qué se le ofrece? ¿Qué se me ofrecía? ¡Qué no se me ofrecía, querría decir! Su pregunta trillada era, dadas las circunstancias, sumamente compleja y problemática de responder. Vacilante, alcancé a pronunciar el nombre de Eva, pero una voz gentil aunque autoritaria sonó a espaldas de la mujer antes de que ésta respondiera: —Deje, Lali, ya atiendo yo, gracias. Vi la larga figura de Simón plantada ante mí. —Ah, María, eres tú... Pasa, por favor. Al menos no me había preguntado qué se me ofrecía, y si estaba sorprendido supo enmascararlo con maestría. Le seguí hasta el vestíbulo y pude entrever a su padre sentado en uno de los lujosos sillones del salón. Había entrado en la casa de Eva, tal vez ella estuviera en su

habitación, en cualquier momento la vería descender las escaleras y yo caería fulminada al suelo. El padre me reconoció de inmediato. —¡Vaya, pero si es la guapa amiga de mi hija! Ven, no te quedes ahí de pie, quiero saludarte. Su cálida acogida me reconfortó bastante y me acerqué a él seguida de Simón, que me escrutaba con esa mirada húmeda y marrón idéntica a la de su hermana y que yo había amado tanto. —Buenas tardes, señor Zamorano — saludé estrechándole la mano, pero ya no supe qué más decir. Por suerte el huraño Isaac parecía de buen talante. —Si buscas a Eva no está, pero eso no impide que nos acompañes en el café, estábamos a punto de tomarlo. Esther también ha salido, qué lástima, sé que le hubiera gustado verte... Me dejé caer en el sofá contiguo completamente trastornada. ¿Qué decir, cómo mantener una mínima conversación

de circunstancia si ni siquiera sabía qué hacer con mis huesos ni qué me había impulsado a entrar allí? No deseaba compartir una charla trivial, pero tampoco deseaba ser grosera. Maldije el momento en que se me ocurrió salir de mi trinchera a la búsqueda del amor perdido. Yo debería estar en mi sitio, destripando mi pena al cobijo de mi Séptima de Beethoven y a la espera de que el tiempo se encargara de difuminar esta pesadilla. Sólo el tiempo, transcurriendo inevitable, me había ofrecido paz tras la muerte de Lisa, y la misma medicina a este nuevo desgarro parecía lo más sensato. Inmersa en una nebulosa oí que Zamorano padre hacía repicar la pomposa campanilla de oro macizo, y también a Simón inventarse una excusa que no alcancé a descifrar y proponerme que le

siguiera hasta la cocina, cosa que hice como una autómata sin cuestionar sus intenciones. —Por favor, Lali, déjenos unos minutos —pidió sonriente. Ésta se retiró dejando la cafetera al fuego. —Sé que estás buscando a Eva —me dijo sin más circunloquios cuando estuvimos a solas—, y da la casualidad que yo también, pero no tenía manera de dar contigo. ¿Cuánto hace que no la ves? Su franqueza me hizo reaccionar. —Unos cuantos días. Estábamos en El Escorial cuando se marchó de improviso y no he vuelto a saber de ella. ¿Y tú? Simón se apoyó contra la nevera con los brazos cruzados sobre el pecho sin dejar de estudiarme, adoptando una postura idéntica a la de su hermana. La misma que tantas veces me había intimidado porque todo el poder se concentraba en su persona con una fuerza atómica, logrando que me sintiera inerme

y desvalida. Era obvio que Simón estaba decidido a medir cada centímetro de la información que poseía para cubrir las espaldas de Eva. —También, unos días. Para serte sincero estoy preocupado, la Desastre suele evaporarse de vez en cuando, pero nunca sin dejarme sobre aviso. Adiós a mi última esperanza de encontrarla. Si su hermano del alma no podía dar fe de su paradero nadie podría ayudarme. No quería flaquear ni ante mí ni ante nadie, y tanto menos delante del escurridizo Simón, pero la tensión que llevaba acumulada dentro se hizo trizas y pese a mis esfuerzos mis ojos se anegaron en lágrimas. Se hizo un silencio embarazoso, él parapetado en su gesto de desconfianza y yo sollozando acongojada y buscando un kleenex en mi bolso. Tras unos segundos interminables me tendió su pañuelo. Era un gesto amistoso y le miré agradecida. Sostuvo mi mirada hasta que pareció

tomar una súbita decisión. —¿Tienes coche? —No. —Entonces vamos en el mío. Durante el trayecto no intercambiamos palabra. Simón conducía con gesto grave y yo me dejaba llevar sin mayores cuestionamientos. Aparcó en el parking de la plaza Mayor y sólo habló cuando llegamos a un portal bastante desvencijado de los muchos que flanquean la plaza. —Vivo aquí, en el último piso. Eva me había hablado de la buhardilla de su hermano, y en cuanto entré tuve que admitir que la descripción era bastante fiel. Su dueño había prescindido de las paredes no maestras y el efecto era el de un loft neoyorquino, amplio y bien equipado, pero con una sobrecarga de

objetos que provocaba una intensa sensación de agobio. Por lo visto Simón sentía debilidad por las culturas primitivas, porque dondequiera que hubiera sitio campaban máscaras de todos los tamaños y materiales imaginables, ídolos toscamente tallados, estatuillas de figuras humanas y animales, tapices y batiks representando remotas simbologías que yo desconocía y un sinfín de adornos de los orígenes más dispares. Quedé plantada en medio de aquel bazar de souvenirs culturales sin saber cuál era el próximo paso. ¿Por qué y para qué estaba en esta casa? “La guarida es su sanctasanctórum —había comentado Eva — y nadie pone un pie en ella salvo yo. Creo que mi madre ha estado allí en una única ocasión, y a sus amantes las lleva al hotel Palace, mira si será ermitaño.” “Y

sibarita”, recuerdo haber apostillado entre risas. Simón esperó unos segundos a que asimilara el impacto, el rostro marcado por ese gesto ambiguo de quien se debate entre la sinceridad y la desconfianza. Yo me mantenía en silencio, igualmente dividida. Ni por asomo tenía la intención de contarle la verdadera cualidad de nuestra relación y su inexplicable final, pero por otra parte me devoraba la ansiedad por averiguar qué sabía él que yo desconociera. Algo en mi actitud debió quebrar sus últimas resistencias, porque con un ademán francamente cariñoso me tomó por un codo y me condujo hasta una puerta cerrada. Sacó una llave del bolsillo, abrió, dio la luz y me invitó a entrar con una leve inclinación de la cabeza. Si hubiera aparecido súbitamente en otro planeta no me habría sorprendido tanto. La habitación era muy pequeña, una antigua alacena o vestidor, sin duda, y en

sus dos metros por dos cabían apenas una litera y una solitaria banqueta de pana gastada. Para mi estupor, las paredes estaban íntegramente tapizadas con fotografías mías de los más diversos formatos, desde las normales de quince por ocho a grandes ampliaciones en color y blanco y negro. Como atrapada en un inquietante juego de prismas reflectantes, me vi saludando a la cámara por entre los puestos de flores de la piazza Navona, sonriendo con aire pícaro en una terraza de Vittorio Veneto, pasando un brazo cariñoso por el hombro de María, la dueña del hotel Winkler, haciendo la plancha en mi piscina, tirando del carro de la compra por la calle de Conde de Peñalver. Reparé en mi gesto de enamorada a orillas del lago de El Retiro, en una callejuela perdida de Ávila, en un

restaurante típico de Toledo y en incontables primeros planos de mi rostro. Mis ojos ampliados hasta la exageración, mis manos, mis pezones, mi pubis y mi cuerpo desnudo sorprendido desde todos los ángulos. En suma, una apoteosis de María Corradi tan semejante a un altar consagrado que me recorrió un escalofrío. Miré a Simón en busca de respuestas, pero no parecía dispuesto a facilitarme la tarea. Si había querido sorprenderme conduciéndome hasta este templo pagano lo había logrado con creces. Absolutamente estupefacta, me adentré para mirar con mayor detenimiento una estantería de tres baldas adosada a la pared. Estaba colmada de imágenes enmarcadas, y de inmediato reconocí entre ellas la foto de cuando yo era pequeña, la misma que me había birlado

en casa de mis padres, y también la que me había hecho Silvia en San Vicente de la Barquera, más otras de los mismos negativos que yo desconocía y que sin duda ella había revelado por su cuenta. No faltaban mis padres abrazándome sonrientes el día de su partida de El Escorial rumbo a Dinamarca, ni tampoco numerosas instantáneas que ignoro cómo pudo lograr sin que yo lo advirtiese: ahí estaba yo saliendo del portal de Hermosilla, comprando el periódico en el puesto de la esquina, conversando con el camarero en la barra del hotel Floridablanca y muchas otras que no identifiqué a primera vista. Había incluso dos o tres planos nocturnos de la fachada de mi edificio con las ventanas de la casa iluminadas, y hasta

una fotografía bastante forzada donde pude distinguir las siluetas de Alicia y Esteban entre los visillos y que de inmediato reconocí: era una instantánea de la noche en que habían ido a visitarme por sorpresa apenas llegada de Italia y yo les había contado mi amor por Eva. Ocupando un sitial de honor, centrada y con un bonito marco ornamentado, destacaba la instantánea de la plaza San Marcos que yo había mostrado con tanto orgullo a mis amigos. A su pie, como una ofrenda, estaba el anillo de plata que le había regalado en el puente de Rialto y, envuelto en papel de seda, un mechón de pelo rubio que sin duda me birló estando yo dormida. La atmósfera que irradiaba la habitación era de un recogimiento tan palpable que tuve la desconcertante

sensación de estar profanando un santuario sacramental. Yo no debería estar allí violando el secreto de Eva, no al menos en carne y hueso. El hecho de que yo misma fuera su exclusivo objeto de devoción no me autorizaba a mancillar sus iconos. Con la cabeza gacha y mis pensamientos bullendo enloquecidos salí presurosa del minúsculo cuarto, que Simón cerró con llave tras de mí. —Necesitas una copa, y yo también — dijo quedamente mi anfitrión mientras yo miraba sin ver el cielo nuboso a través de las ventanas del salón—. Si mal no

recuerdo lo tuyo es el whisky... —No, no es lo mío, pero me da igual —respondí maquinalmente. Estaba paralizada, en estado de shock. Lo que acababa de ver excedía con mucho mi capacidad de comprensión. Jamás me había enfrentado a una situación semejante y mi mente trabajaba a toda velocidad en busca de algún hilo conductor que me permitiera desenredar la absurda madeja de la que era prisionera. Por encima de todo me costaba digerir en un instante la otra cara de la realidad: Eva no sólo no me detestaba sino que literalmente me veneraba. ¿Cómo asimilarlo? El corazón me palpitaba cuando Simón me tendió un cabo. —Mi hermana te adora, acabas de comprobarlo —dijo amoldando su cuerpo

a un mullido puf profusamente adornado —. Siéntate y bebe algo, te sentará bien. —¿Me adora, tú crees? No entiendo nada, Simón, estoy completamente aturdida, no atino a... —Me fallaban las palabras—. Es inaudito, increíble, la cabeza no me da para más, yo... no puedo, no... —Me hago cargo, supongo que en tu lugar me sentiría igualmente perplejo, aunque bastante menos tratándose de Eva. Pero, verás, si tú supieras... Mantuvo un breve silencio y por fin comenzó a hablar. Lo hizo durante largo rato sin que yo le interrumpiera. Se explayó sobre la infancia solitaria de Eva, una niña no deseada que alteró los planes de la pareja Zamorano y que creció huraña, encomendada a su suerte, con el único sostén afectivo de su hermano. Su madre, lejana y fría, jamás había

correspondido a sus despechados requerimientos de cariño y afecto y aún hoy Eva seguía queriéndola con una pasión sin esperanzas. Isaac, por su parte, creía haber cumplido con su deber como cabeza de familia aportando el dinero suficiente para que sus hijos tuviesen el futuro asegurado y una educación de primera, y apenas pudo valerse por sí misma Eva fue sometida a una interminable serie de destierros en los mejores colegios europeos, de los cuales era devuelta a la familia por mala conducta. —Una biografía de niña rica bastante tópica —apostillé, sarcástica. —Cierto, pero no sabes hasta qué punto la marcó a fuego. Eva es pura sensibilidad y ha sufrido mucho —la defendió Simón con ardor—. María, sé que esto es muy duro para ti, pero haz un esfuerzo por

entenderla. Que Simón apelara a mi condescendencia era una burda paradoja. No había hecho otra cosa que preocuparme por comprenderla desde el instante que compartimos asiento en aquel autobús camino de Roma, y mi sana intención de llegar al fondo de sus motivaciones me había conducido al callejón sin salida en el que estaba ahora. —Lo siento, Simón, pero tengo mucha ira acumulada, he intentado sin éxito penetrar en su alma desde todos los frentes posibles, pero Eva es un enigma indescifrable.

—Exactamente, la has definido a la perfección —insistió volviendo a llenar su copa y la mía—, por eso te ruego que escuches hasta el final aunque te duela. Estás buscando la verdad, ¿O me equivoco? De otro modo no te hubieras plantado esta tarde en casa de mis padres. Asentí con un vago gesto absorto, sentándome en la primera silla que encontré a mano. “De acuerdo, cuéntame la historia de la que fue mi amada, dame argumentos que me expliquen por qué me ha hecho tanto daño, una sola razón que justifique tanto sufrimiento”, quise decirle, pero callé. Simón estaba dispuesto a abogar en defensa de lo indefendible, y ponía toda su pasión en

ello. Acabó de un trago su copa y retomó el relato. —Cuando entró en la edad de los primeros escarceos amorosos Eva no cuajaba ninguno, ya sabes, un par de novios circunstanciales y poco más, ningún chico encajaba en sus esquemas, y el que no era estúpido era cobarde, feo, ignorante, simple y llanamente despreciable. Mis amigos se volvían locos por ella, pero ninguno conseguía abordarla más allá de un coqueteo intrascendente. Eva una vestal intocable, pasmoso, esta tarde era de desmentidos y yo iba de asombro en asombro. ¿Y la lista interminable de amantes de todo pelaje que había exhibido desde el inicio de nuestra relación? “Él se quedó con mi himen y yo con un Rolex de oro, no es mal cambio”, había dicho en una ocasión

refiriéndose a su maduro y primer galán. “Cuidado, María —me puse en guardia—. Tienes delante a un tramoyista consumado, no permitas que te enrede.” —Entiendo, jugó al gato y al ratón con tus amigos hasta que decidió divertirse en serio y sacar provecho de sus encantos. Simón puso cara de no entender. —No sé a qué te refieres, pero si estás pensando en una colección de amantes circunstanciales vas desencaminada por completo. Mi hermana no es una cortesana de lujo como insinúas. Es más, no había mantenido relaciones sexuales hasta que a los veinte años conoció a Claudia. —¿Claudia? —repetí—. ¡Ya, Claudia! —Como un relámpago acudió a mi mente el rostro desencajado de Eva al contarle yo que su madre había mencionado ese nombre en el Sportman y su frenética

insistencia por saber hasta qué punto se había ido de la lengua—. De modo que... No, no puede ser, toda esta patraña es inconcebible, no te creo una palabra, Simón, y no estoy dispuesta a escucharte ni un minuto más. Me levanté de un brinco dispuesta a escapar de esa delirante encerrona, pero él me retuvo con firmeza y me obligó a sentarme otra vez. —¡Espera, aún no he acabado, no seas cobarde y escucha hasta el final! —¡No me toques, no te atrevas a ponerme un dedo encima! —grité levantándome de un salto—. Estás tan loco como tu hermana y nadie me asegura que su huida, el grotesco santuario erigido en esa habitación y la presunta sinceridad de tu historia no sean sino un capítulo más de un colosal montaje, la tomadura de

pelo más cruel que se pueda pergeñar contra una persona. —Te lo ruego, serénate —dijo moderando el tono—. Te cuento todo esto porque creo que eres bondadosa y que amas de verdad a Eva, me di cuenta apenas te conocí. No pude reprimir una carcajada. —¡Esto sí que es grotesco! Hermano solícito apela a la bondad de la amante de su hermana a sabiendas de que ésta le ha destrozado la vida con la misma indiferencia de quien se come una aceituna en un bar. —No es tan así, María, te estás precipitando... —Y ahora también me demanda paciencia. ¿Algo más? Por favor, aunque te cueste creerlo tengo límites, y estoy tocándolos. Es todo tan perverso...

—Si es necesario me pongo de rodillas, sé de sobra que tienes razones más que suficientes para condenarla, pero es imprescindible que me ayudes a encontrarla y para eso debes saber toda la verdad. Por favor, no te vayas, te lo suplico. Mi confusión era tal que temblaba como una epiléptica. Quería salir corriendo, pero las piernas no respondían a las órdenes de mi abotagado cerebro y volví a sentarme. Debió de interpretarlo como una aceptación, porque prosiguió la historia por donde la había dejado. Supe así que Claudia era una mujer imponente y avasalladora, muy habituada a que su marido —cónsul en Madrid de no recuerdo qué país

centroeuropeo— colmara sus deseos aún antes de expresarlos en voz alta. Diez años mayor que Eva, la había conocido en una fiesta y se había encaprichado con esa veinteañera fresca y hermosa al punto de que prácticamente la había adoptado para sí. Una hija muy especial, claro, a la cual inició en la cama y en la alta sociedad, paseó por media Europa y colmó de regalos extravagantes. —Yo mismo hubiera dado mi vida por Claudia si me lo hubiese pedido — continuó Simón—. Era deslumbrante y comprendo que Eva se convirtiera en un títere entre sus manos. Mi hermana se enamoró como nunca antes, vivía por y para Claudia, estaba fascinada por ella y miraba por sus ojos. Comprenderás que a mis padres no se les escapó el cariz de la

relación, pero su hija era problemática y, si bien una lesbiana es una lesbiana, Claudia tenía la ventaja de ser la señora de Van Doescht, parecía querer bien a la niña y le daba la gran vida. —Repugnante —dije realmente asqueada. Simón se encogió de hombros. No parecía dispuesto a embarcarse en disquisiciones éticas. —El año que duró el vínculo fue el más feliz de Eva, te lo puedo asegurar. Nunca antes la había visto tan radiante y extravertida, subía y bajaba de los aviones como quien monta a un autobús y se codeaba con los figurones de la jet set. Lo cierto es que su belleza, juventud y don de gentes causaban sensación, y Claudia no se cansaba de exhibirla. Mi cabeza era un torbellino. Eva me había engañado a la perfección, jamás había mencionado a su primera amante y

yo me había creído a pie juntillas su pasado de briosa militante heterosexual. Creído y sufrido, lo cual era aún más vejatorio. Comenzaba a marearme y me aferré a los brazos del extravagante sillín en que estaba sentada. Empecé a entender su creciente pericia al hacer el amor y que yo había achacado a mis pacientes lecciones de anatomía y código femeninos. ¡Qué idiota, qué incrédula! Había hecho el ridículo más espantoso, y un sentimiento indescifrable me estaba carcomiendo el alma. —Me basta en un resumen, Simón —le ordené—, lo estoy pasando muy mal, no sé hasta qué punto podré soportar esta infamia y lo sabes. —¿Quieres una tila? —ofreció. Mi mirada asesina lo disuadió al punto—. Lo comprendo, tranquila. Sintetizando: una noche, en un hotel de Salzburgo, Eva descubrió a su adorada con una bella morena calentando su cama de raso. Claudia tuvo el suficiente descaro como

para no ocultarle que mantenía amoríos con varias jovencitas a la vez, y advertirle que ella era una odalisca más de su harén particular. Ya sabes cómo es Eva... —No, no lo sé —respondí lapidaria—. Cuéntamelo tú. —Armó una batahola tal que los de seguridad tuvieron que poner orden. Claudia la acusó de haber entrado a robarle las joyas y estaban a punto de llamar a la policía cuando la muy zorra sacó a relucir sus apellidos, adujo que no deseaba escándalos y pusieron a mi hermana de patitas en la calle. Resultado: Eva cayó en una especie de catatonía y mi madre tuvo que ir a rescatarla de una mugrienta pensión de Viena. Estuvo varios meses sin hablar y negándose a probar bocado. —¿Y? —pregunté con toda la dureza que fui capaz, indignada conmigo misma por la piedad que me producía el dolor de Eva. Simón se sirvió otra generosa ración de

brandy. Estábamos ya en penumbras y a través de las ventanas el cielo azul añil de Madrid lucía más majestuoso que de costumbre. —Hace falta luz, espera —dijo dándole a un mando a distancia. Se encendieron a breves intervalos varios puntos luminosos colocados estratégicamente. “Seducción made in Zamorano”, pensé con amargura —. Así está mejor —retomó—. El caso es que Eva salió del trance a trancas y barrancas y se juró a sí misma que se vengaría por la humillación sufrida aunque le llevara el resto de sus días. No volvió a relacionarse con nadie más, ni hombre ni mujer. “Nací para vengar agravios.” La frase restalló en mi memoria como un látigo impío. Estábamos en el café Greco de Roma, hablábamos de nuestros orígenes y ella, que debía ser Lilith, acabó llamándose Eva por voluntad de su madre, empeñada en imponer un nombre de manifiesta connotación cristiana a su niña

judía. “Y era verdad, Eva, esa vez me estabas diciendo la auténtica verdad sobre ti”, pensé con amargura, las lágrimas bañándome la cara. —Y ahora es en el momento en que tú entras en juego —estaba diciendo Simón con cautela. Inmediatamente todo mi ser se agazapó, alerta. Si lo que iba a confirmarme es que yo era la víctima propiciatoria de una vieja venganza no podría soportarlo. Pero lo hice, Dios sabe cómo. —Durante años mi hermana rumió su desquite a la espera de una mujer a la cual seducir y traicionar como habían hecho con ella. Sabía que intentar un ojo por ojo con Claudia era del todo inviable. La señora Van Doescht estaba de vuelta de todas las jugarretas y cazarla era tan imposible como tumbar un virus con un obús. —Una fábula muy edificante —comenté ciega de rabia—, y por descontado que yo soy la moraleja.

Simón se puso de pie y comenzó a pasearse con largos pasos por la habitación. Me parecía asistir a la escena final de un juicio cuando el abogado exige enfáticamente la absolución para su defendido. —Pero se enamoró de ti, María, apasionada, ciegamente. Puedes entenderlo, ¿Verdad? A las pruebas me remito, te he mostrado su habitación, has podido comprobarlo por ti misma. Ese “santuario”, como tú le llamas, ha sido su escondite durante todo este tiempo, se encerraba allí durante horas y te juro que la he oído llorar amargamente pidiéndote perdón por el daño que te causaba. Temí que perdiera la razón... De modo que mi intuición no había fallado. Había presentido que la actuación de Eva respondía a un plan preconcebido que había

llevado a cabo con maquiavélica precisión, y las palabras de Simón lo certificaban. Agarré la botella y me serví una ración generosa que bebí sin respirar mientras Simón escrutaba cada movimiento mío como un felino dispuesto a saltar al menor indicio de descontrol. —Bien, recapitulemos —propuse al fin con bastante frialdad. Por lo menos ahora sabía que mis presunciones eran ciertas, lo cual indicaba que yo no estaba tan desquiciada como creía. La suspicacia tiene esa virtud: en el mismo instante en que las sospechas se vuelven certezas la angustia desaparece como por ensalmo—. Tu hermana ideó un plan, me eligió como víctima y yo mordí el cebo. Nauseabundo pero cierto, qué le vamos a hacer, ya está hecho. Lo que no acabo de entender es qué pinta Carlos en todo esto. —¿Carlos? ¿Quién es Carlos? —

preguntó intrigado. ¡Oh, no, la famosa gota que colma el vaso! ¿Verdadero o falso que Simón ignoraba la existencia de Carlos? —El otro amante de tu hermana. Desde el principio jugó a dos bandas y si quieres encontrarla puedes acudir a él, repetir la triste historia que acabas de contarme y pedirle su ayuda para encontrarla. Detuvo sus enérgicos pasos y se acuclilló frente a mí mirándome con firmeza. —No hay tal novio, María, nunca lo hubo, te lo aseguro. He estado al tanto de su relación contigo desde que te conoció y por lo visto olvidó mencionarme que se había inventado otro amante. Supongo que con ello reforzaba la mentira. —¡Pero si yo descubrí el test de embarazo en su neceser! Temía estar embarazada... Simón me acarició la barbilla. El tacto cálido me reconfortó y le dejé hacer, sin fuerzas. Su voz rezumaba una gran ternura.

—Eres una buena persona, María, y no sabes hasta qué punto lamento haber secundado los delirios de Eva. Tu ingenuidad es un don precioso y ojalá no la pierdas después de esta experiencia, pero también es tu talón de Aquiles, no podrás negarlo. Verás, yo mismo compré esa caja de Adviser que tú tenías que encontrar, como así fue. —Abrí la boca para hablar pero me la cerró con los dedos—. Sólo un momento, por favor, ya termino. Eva no soportaba más el dolor que le producía engañarte, era un callejón sin salida y entre los dos pensamos que, de estar embarazada, tú misma romperías la relación. Es retorcido, lo admito, deleznable incluso, pero de esa manera mi hermana podría romper la telaraña que había tejido con tanto esfuerzo y sufrimiento. Carlos, el rival odiado, el motor de mis celos más horribles, ese ser desconocido pero omnipresente en mi cama y en mis pensamientos más ominosos, el detestado

“otro” que me robaba el tiempo y los favores de mi amante resultaba ahora una nada, una fantasía más de la febril imaginación de Eva, el espectral protagonista de una estrambótica novela de suspense. Me aferré a las manos de Simón y me sumí en un silencio ausente. —Tienes razón —musité tras esa larga pausa dolorida—: soy una ingenua. Desde el principio me moví con la verdad por delante. Mi pasado, mis amores, mis anhelos, mi trabajo, mi proyecto de vida. Si yo soy sincera... ¿Por qué pensar que el otro miente? Inocencia, dirás, ¿Pero a santo de qué, explícame, yo debía ser desconfiada y poner en duda cuanto dijera? No lo entiendo, Simón —me lamenté—. Puede que la ingenuidad sea mi talón de Aquiles como dices, pero te aseguro que nunca he estado tan orgullosa

como en este momento de ser como soy. Hubo un breve silencio y añadí convencida: —Me siento burlada y me duele horrores, me han infligido una dura humillación y seguramente me llevará mucho tiempo sanar mis heridas, pero no me cambio por otra, te lo juro. —Te admiro por ello, María, y te lo dice un cínico que no se fía ni de su propia conciencia. Encuéntrala, te lo suplico —rogó Simón poniéndose de pie y yendo hacia la ventana. Su humildad me conmovía—. Eva está muy mal, inútil recordártelo, se la ha tragado la tierra y me asusta que ni siquiera se ponga en contacto conmigo. Mis pensamientos giraban como mariposas enloquecidas, pero tomé una rápida decisión. Después de todo sí buscaría a Eva. Era imperioso que la

encontrara, tenía que rescatarla de bajo tierra y hablar hasta quedarnos sin sentido. No por Simón ni por ella: se lo debía a mi dignidad herida. —No sé si te habrás dado cuenta, pero mi hermana no tiene casi amigos — continuó Simón—. Nunca ha sabido qué hacer con el afecto de la gente que la rodea. He llamado a Nora, a Arancha, a un par de familiares y poco más. Nadie sabe nada y mucho me temo que les importe un rábano si está viva o muerta. Revisando sus cosas he comprobado que sólo falta una mochila y algo de ropa, pero no atino a imaginar dónde diablos se ha escondido. —¿Y tus padres? Estarán alarmados... —Mis padres se acuerdan de la existencia de Eva cuando firman los cheques que saldan sus deudas. La situación era tan inconcebible que no podía sino ser cierta. Respiré hondo, hasta el fondo de mi vientre. Era un flagrante contrasentido, pero nunca me

había sentido tan lúcida como en ese momento, y una certeza centelleante cruzó mi mente como un fuego de artificio. —Creo saber dónde está, descuida, la encontraré. 12 Aparecían ya las primeras casas de los suburbios de Vittorio Veneto cuando aminoré la marcha y me detuve en el arcén. No estaba cansada, pese a que el vuelo había sido bastante movido y las turbulencias habían obligado al piloto a intentar varias maniobras de aproximación antes de aterrizar. Sin embargo, la tarde se había quedado espléndida y ninguna nube perturbaba el azul celeste del cielo que coronaba la imponente cordillera de las Dolomitas. Encendí un cigarrillo, el primero en muchas horas, y subí el volumen de la música. La Séptima seguía haciéndome

compañía desde el radiocasete del coche, alquilado en Venecia. Una agradable sensación de placidez me había acompañado durante todo el trayecto y me sentía despreocupada y ligera, como si este viaje fuera el comienzo de unas largas y reparadoras vacaciones, aunque era muy consciente del verdadero motivo que me había llevado a Italia: iba a arrojar una piedra al agua e ignoraba hasta dónde me salpicarían las secuelas de los impredecibles círculos concéntricos. Durante cinco minutos no hice sino fumar con la mente en blanco. Cuando apuré la última calada encendí la marcha y cansinamente giré hacia la carretera que

conducía a Forli. Al detenerme unos pocos kilómetros más adelante frente a la fachada del hotel Winkler ya no era tan dueña de mis actos. ¿Y si mi corazonada había fallado? “Si no está aquí doy media vuelta y caso cerrado. Pero no —deseché la idea—, mi intuición esta vez no se equivoca.” Encontré un hueco entre los numerosos coches que abarrotaban el improvisado parking y tras respirar con fuerza un par de veces entré con decisión en el hotel. —¡Señorita, qué sorpresa! La dueña, María, me había reconocido a la primera y venía a mi encuentro tendiéndome los brazos. Retribuí con efusión su cariñoso abrazo y, dicharachera como de costumbre, me informó antes de que yo hablara. —Su amiga hace días que ha llegado.

Ya se lo he dicho a ella, por favor la próxima vez telefoneen antes de venir, es un largo viaje. —Llevo un par de días intentándolo — contesté—, pero no hubo manera de comunicar con usted. Se llevó las manos a la cabeza y lanzó una carcajada despreocupada. —¡Es verdad, qué despistada soy, si es que ha habido una avería muy gorda en las líneas! Le ruego me disculpe, signorina. Verá, estamos al completo, pero no se preocupe, puedo arreglar su estancia. ¿Cuántos días piensa quedarse? El insinuante comienzo del andante de l a Séptima... ¿Cuánto duraría, que otros arpegios era capaz de sugerir antes de conducirme a un final igualmente enigmático? No traía ninguna idea preconcebida y la pregunta me tomó

desprevenida, pero la mujer debió de leer la duda en mi cara. —¿Qué más da? ¡Siempre hay sitio para las buenas clientas! —se apresuró a rectificar—. Deme su equipaje, me encargaré de que lo suban a su habitación. Es la número nueve, en el primer piso. Su compañera debe de estar durmiendo, hoy no la he visto en todo el día. La cara se le iluminó cuando le expresé mi gratitud en su propio dialecto y era toda sonrisas cuando le tendí mi pequeño bolso y el documento de identidad. —Por si no bajan antes ya les aviso para la cena. Está en su casa, signorina María. Le agradecí una vez más su calurosa bienvenida y comencé a subir las escaleras. Una súbita y violenta taquicardia golpeó mi pecho y respiré

todo lo hondo que pude. Eva estaba a unos pocos pasos de mí y no sabía ni remotamente cuál sería mi reacción al verla, y mucho menos la suya. Me detuve para recuperar resuello y en el rellano casi choqué con Missia, la criada, que descendía a toda prisa. También ella me reconoció al punto. —Buona sera, felice di rivederla! —Yo también me alegro de verla otra vez, Missia —respondí con afecto. Acercó su cara desangelada a la mía y dijo en un susurro cómplice: —Está en la terraza, acabo de verla. A ver si usted la convence de que coma algo, parece un pollo crudo, tan pálida y flaca. Yo le subo una bandeja todos los días, pero apenas prueba bocado, es una pena. Sufre mal de amores, se lo digo yo, pero ahora que usted está aquí... La buena de Missia.

Nuestro diagnóstico había sido certero: esta mujer “entendía” y había adivinado nuestra relación apenas vernos. Me desembaracé de ella con un cariñoso apretón de manos y subí deprisa los cuatro tramos de escaleras que me separaban del terrado. La vi apenas traspuse la generosa puerta cristalera que daba acceso a la azotea. Estaba sola, apoyada en la balaustrada de piedra y con la mirada perdida en el horizonte montañoso. La suave brisa del ya cercano atardecer se deslizaba entre su pelo enredándolo en suaves caracolas y Eva lo volvía en vano a su sitio con un gesto de cansancio. Me acerqué midiendo los pasos y con la vista clavada en su espalda. Había adelgazado mucho y sus brazos semejaban dos huesos escuálidos asomando entre el hueco de su breve camiseta negra. Tal vez me presintió, porque cuando me detuve a poca distancia de ella percibí el leve estremecimiento de su cuerpo. Yo

traía la pregunta muy meditada y a flor de piel y éste era el momento justo. Aspiré hondo antes de hablar. —¿Por qué yo, Eva? No se volvió, pero inclinó la cabeza y la cubrió con sus brazos como protegiéndola de un golpe. —¿Por qué yo, Eva? —repetí esta vez con tono conminatorio. —El azar, María, el azar... —alcancé a escuchar en sordina. Por el temblor que entrecortaba sus palabras supe que estaba llorando. Me acodé en el parapeto casi pegada a ella. Los pájaros describían amplios círculos moteando de pecas el cielo cada vez más rojizo y pensé que mañana llovería. Me sentí súbitamente exhausta, como si el violento ímpetu que me había traído hasta

aquí se hubiera evaporado dejándome como un odre vacío. Ya había hecho la pregunta que me quemaba el alma desde que Simón me había mostrado la otra cara de la moneda, y, conociendo a Eva, contaba con la vaguedad por respuesta. ¿Qué más teníamos que decirnos? Permanecí en silencio, indiferente a su llanto acongojado. “No debí haber venido, aquí no pinto nada —pensé con resignada tristeza—. Admítelo, has sido el juguete de una inválida para el amor, de una perversa que se complace en seducir sin

responsabilizarse de las consecuencias y que es capaz de concebir la trama más cruel con tal de saciar su rencor. Sé realista, las cosas son así y no te queda sino olvidar este siniestro episodio lo antes posible.” La había encontrado, estaba sana y a salvo y sufría los aguijonazos de su propio remordimiento, de lo cual me congratulaba. ¿Qué me retenía, entonces? —He tenido acceso a tu templo privado. Muy efectista, supongo que debería agradecértelo —dije a pesar de mis reticencias. —Te amo, es preciso que me creas... —balbuceó apenas. —No, no es preciso. Nada ha sido preciso entre nosotras y no me explico cómo te atreves a apelar a mi buena fe — repliqué inflexible—. Eres una farsante, Eva, una embaucadora habituada a que nada ni nadie se resista a sus retorcidas intenciones. Por cierto... ¿Qué tal sabe la venganza? ¿A miel, como la definen? Te

sentirás eufórica, deduzco, te llevó algunos años pero al fin lograste lo que te proponías y caí en la trampa sin la menor sospecha. Que lo disfrutes, enhorabuena. Se volvió hacia mí y apoyó su mano sin fuerzas en mi brazo. Tenía el rostro bañado en lágrimas y una expresión dolorosa que trasuntaba su devastadora aflicción. Su belleza estremecida me emocionó intensamente, pero no permitiría que la piedad minara mis defensas. Me aparté lo suficiente para quedar fuera de su alcance y sentí un irreprimible deseo de hacerle daño. —Me siento inmunda. Acabada e inmunda, si te vale de respuesta —dijo en un suspiro. —La que cacareaba sobre el pasado que no existe y en realidad era su peor prisionera... Es demasiado increíble para ser cierto, de folletín barato —ataqué

escupiendo las palabras sin mirarla—. ¿Cuándo decidiste que yo era la candidata perfecta para consumar tu tortuosa revancha? Esperaba un sinfín de rodeos insustanciales, pero su franqueza me desconcertó. —Vi con cuánta insistencia me mirabas en la cafetería de Fiumicino y de inmediato supe que eras lesbiana. No es que lo lleves escrito en la frente ni mucho menos, pero estoy habituada a que me admiren como a un objeto bello y en cambio tú demostrabas auténtico interés por mí. Tienes mucho estilo, tu curiosidad me halagó y, por si fuera poco, te parecías bastante a Claudia. Después de años de espera intuí que había encontrado a la víctima adecuada. —No te privas, ¿Verdad? O mientes a

la perfección o practicas una sinceridad brutal, está claro que desconoces el término medio. De acuerdo —dije, aunque oírla era un suplicio—, juguemos a ser sinceras. El vuelo a Ginebra era otro embuste. —Sí, se me ocurrió sobre la marcha. — Ya no lloraba pero los suspiros le impedían hablar con fluidez—. Había pasado tres días completamente sola vagabundeando por Roma, estaba harta y regresaba a Madrid. Ginebra me vino a la mente porque conozco bastante bien la ciudad y si luego hacías preguntas sería convincente. —De modo que acechaste a tu presa y cuando se canceló el vuelo subiste al mismo autobús que yo. —Eras difícil de abordar, no te despegabas de tu dichoso libro —ensayó una mueca que quería ser una sonrisa—, y la amenaza terrorista me vino de perlas. Hablabas en perfecto italiano con el camarero, yo no sabía cuál era tu destino

y ningún detalle tuyo me aportaba pistas. Tienes pinta de internacional, ¿Lo sabías? Tanto podías ser alemana como portuguesa. O latinoamericana, si me apuras. Lo cual no significaba nada, cualquiera viaja a cualquier parte. E l flashback tenía su gracia. Recordé mis propias disquisiciones sobre su procedencia mientras la contemplaba embobada, leyendo el periódico en su mesa con ese aire indolente y majestuoso que me fascinó a primera vista. —No perdí detalle de tu acalorada protesta por la cancelación a Madrid y entonces supe que esperábamos el mismo vuelo. Podía abordarte en el trayecto o al llegar a Barajas, pero pasó lo que pasó y hubo suerte. —Y la misma suerte te acompañó cuando coincidimos en el hotel Majestic,

y te plantaste en mi habitación, y yo como una incauta oficié de guía en Roma y... — Una rabia sorda me dominaba, las palabras se me atragantaban en la lengua y subí el tono—. ¡De buena gana te daría una paliza, desvergonzada, bastarda, no tienes ni la menor idea del daño que me has hecho, si es que...! —Alcé la mano para descargar un golpe pero me detuve en seco. Creo que la violencia física es un camino que no conduce a ninguna parte, pero el deseo irrefrenable de aporrearla era más fuerte que yo. Eva no sólo no retrocedió sino que siguió vomitando su confesión con creciente desafío. —Los telegramas que envié desde Venecia me los dirigí a mí misma y las supuestas llamadas las hacía manteniendo apretado el interruptor del teléfono. También me inventé la postal que rompí en tus narices simulando una rabieta, aquella dirigida a Carlos que, como ya sabrás, tampoco existe. Tenía que

provocarte celos, sembrar las dudas imprescindibles para cumplir mis propósitos, pero eres dura de pelar. Hizo una pausa y continuó. —Cuanto más te hostigaba más te esforzabas por comprenderme, y eso entorpecía mis propósitos. Eres maravillosa, María, nunca nadie me había tratado con tanto respeto, con tanto amor. Quitaste las fotos de Lisa para no disgustarme, procurabas razonar ante mis berrinches y desplantes, me esperabas con la cena preparada como una geisha gentil y te veía sufrir y tragar hasta lo intragable, como el póster del negro aquel que colgué en el baño porque tenía planeado que fueras a mi casa —siguió, imparable—. Comprenderás que me ponías muy difícil

mantener la cabeza fría y llevar a cabo mi plan hasta el final. Yo no hubiera tolerado a una como yo ni dos días, pero tú... Ya no pude soportar más y le crucé la cara de una bofetada. Siguió mirándome impasible, con los dientes apretados. —¿Y el amor, hija de perra? — vociferé—. ¿Qué hay del amor? ¿Fingías también los orgasmos, los gemidos, las ternezas, te entregabas a mí como una prostituta bien entrenada que controla el reloj a hurtadillas mientras la follan? — Vi todo rojo y volví a abofetearla. Esta vez le hizo mella y retrocedió intimidada —. ¡Eres perversa, Eva, una malnacida! ¡No tenías ningún derecho a jugar tan cruelmente conmigo! —Ahora era yo quien lloraba a gritos, consternada por el dolor y la inaudita violencia de mi reacción. —Pero me enamoré de ti desde el primer momento —sollozó empecinada—, y mientras me obligaba a matar las horas encerrada en casa de Simón para que a ti

te carcomiera la incertidumbre, era yo la que se retorcía de celos pensando en qué estarías haciendo con esos amigos tuyos tan solícitos y correctos, atormentándome porque nunca me amarías como a Lisa — suspiró—, echándote de menos hasta la desesperación, deseándote con frenesí, angustiada por no estar a tu lado y por la humillación a la que te estaba sometiendo. Casi no podía hablar y la angustia se le escapaba por los poros. —Cuando sonaba el móvil y veía tu número en el visor me cortaba las manos para no retribuir la llamada —confesó—, porque con sólo oír tu voz el amor me desarmaba. ¡Perdóname, María, te amo, te suplico que me perdones! —¿Perdonarte? ¡Eres una enferma, me asustas y deberían internarte en un psiquiátrico! —bramé—. Okey, has ganado, saborea tu éxito, suelta la traca de

fuegos artificiales y brinda por tu triunfo, si puedes. Como actriz eres de Oscar. — Batí palmas con burlona admiración. Mi aplauso atronó como una cascada rompiendo el silencio—. Sí señora, de primera línea. ¿Quieres que admita mi derrota, es eso lo que estás buscando? Pues lo reconozco, es verdad, lograste que los celos me trastornaran por primera vez en mi vida, he perdido mi trabajo, me he revolcado en la depresión más nefasta y he puesto en peligro mi salud física y mental, por no mencionar que mi creencia en el amor, en la sinceridad y en mí misma están en su momento más bajo, desde luego. ¿Te basta o continúo? —Lo siento de veras... —susurró impotente. —¡Por si

fuera poco —seguí indiferente a su pesar—, me siento como un trapo sucio, utilizada, ofendida y apaleada, y todo porque una lesbiana frustrada se juega a los dados la suerte de otra mujer a la que además acusa de cándida! ¡Te mataría, Eva, te mataría! Adivinó que le venía otro sopapo y esquivó varias veces mis golpes acurrucándose de rodillas contra el muro. Pero habló, empeñada en barrer la basura lejos de sí. —¡Odio el lesbianismo, que lo sepas, no soporto la homosexualidad! ¡No lo soy, te prohíbo que me llames lesbiana frustrada! —¿Ah sí, me lo prohíbes? —Esta vez no fue un sopapo sino un puntapié dirigido

a su trasero que no llegó a destino porque giró ágilmente sobre sí misma y cayó sentada. Seguía mirándome, impertérrita, lo cual me enardecía todavía más—. ¿Te atreves a exigir que me calle? ¡Tortillera de pacotilla! ¡Sé lo que te hizo Claudia, no lo olvides, y si hemos llegado a esto es porque me implicaste en tu vida para ajustar viejas cuentas con otra aspirante a lesbiana! —¡No lo repitas, cállate ya! —aulló—. ¡De Claudia me enamoré, que es distinto, y de ti también, imbécil! Lo que decía era tan incoherente y obtuso que me costaba seguirle el hilo. ¿Si una mujer ama a otra no es lesbiana, pero si no la ama sí que lo es? Era una paradoja ridícula, un sofisma mal construido, pero me importaba un rábano razonar con ella. —¡Estúpida, ni siquiera sabes lo que dices! —grité fuera de mí, lanzándole y marrando otra patada. Esta vez mi pie chocó contra el muro y el dolor me hizo

recular y caer al suelo junto a ella. Lanzó una carcajada que me sacudió de pies a cabeza. —¡Quién lo iba a decir, la señora perfecta escupiendo insultos y soltando mandobles a diestra y siniestra! La odiaba y quería que mis palabras la aniquilaran: —¡Cierra la boca de una vez, mentecata! —¡Mentecata, vaya antigualla! ¡Pero si ni siquiera te conoces los insultos más duros! —se burló con desfachatez—. Te has descontrolado, querida, por aquí, pasen y vean, señoras y señores, les presento a María, la de la niñez de color rosa, la que ordena con esmero su mente y sus armarios, excelente amiga y mejor hija, trabajadora ejemplar, abanderada de la verdad universal y símbolo de la pureza de espíritu. Otro duro bofetón en plena cara no frenó su virulento contraataque. —A la señora modélica se le han

derrumbado los esquemas y ni siquiera tiene arrestos para desembuchar una buena tanda de insultos, porque injuriar es de mala educación —se estaba cebando en mí y la escuchaba impotente, los ojos como platos—. Es culpable de ceguera permanente, pero por favor, señor fiscal, solicito clemencia para ella, tenga en cuenta que padece locura transitoria porque, señor fiscal, me quiere con el alma y no logra explicarle a su cerrado cerebro cómo su corazón se atreve a seguir amando a una enferma mental que ha descalabrado su armoniosa, coqueta e intocable vida. Estás perdida, darling, y lo sabes —remató dedicándome un corte de mangas. Costaba darle crédito a lo que estaba oyendo. La muy sibilina había vuelto las tornas de manera que estaba ganando la partida y de resultas era yo la que ocupaba el banquillo de los acusados. No pude hablar siquiera, pero le descargué una sonora bofetada en la

mejilla que le hizo doblar la cabeza. Esta vez no se quedó pasiva y me respondió con un bofetón tan potente que sentí cómo un súbito hormigueo casi me paralizaba el pómulo. —¡Anda, niña buena, zúrrame otra vez, no te rajes, siempre te rajas cuando las patatas queman, ven, sacúdeme! —me provocó con los ojos brillando por la excitación. Ya no aguanté más y nos liamos en una lucha cuerpo a cuerpo. Yo golpeaba con saña con puños y pies, enardecida por el violento deseo de hacerle el mayor daño posible, y ella me respondía con igual o mayor ojeriza. Sofocadas y aullándonos improperios rodamos por el suelo enredadas como un ovillo mal hilado hasta que una enorme tinaja de barro en el otro extremo de la terraza frenó con dureza el revolcón y ahí quedamos, las espaldas adosadas al gigantesco tiesto y jadeando como dos leonas extenuadas. Aturdida y contusa

miré hacia arriba. Ya había anochecido por completo y una miríada de estrellas nos servía de techo. —Te amo, so burra, y tú a mí — murmuró Eva resollando mientras se palpaba el cuerpo calculando las averías —. ¿O estás tan ciega que no te das cuenta? Te he hecho mucho daño, lo sé, y vuelvo a suplicarte que me perdones. Permanecí en silencio. Nunca antes había tenido una gresca de este calibre y era incapaz de comprender qué me estaba sucediendo. Eva asió mi mano, la llevó a su boca y la besó con delicadeza. —Pobrecita mía, estás llena de rasguños... María, mi vida, he aprendido la lección, te lo juro, perdóname y te prometo que seremos felices y comeremos perdices. No más venganzas, celos ni mentiras, se acabó, lo juro por mi alma. Me has enseñado cómo se ama y quiero estar contigo el resto de mi vida. —¡Qué cursi, das risa! —me mofé. —Pero te amo.

—No eres de fiar, Eva, nadie daría un centavo por ti. —Pero te amo. —Lo que has hecho conmigo es abominable. Idolatras a tus tótems, confundes fetichismo con amor. —Pero te amo. Su voz y la ternura que desprendía todo su ser me acariciaban el alma, pero no podía perdonarla. Tras una pausa interminable pronuncié la frase que traía preparada desde que salí de Madrid convencida de que la encontraría en el Winkler. —No, Eva, no —enuncié con voz engolada—. Olvidemos que alguna vez nos conocimos, sé feliz como puedas, si es que puedes, y hasta aquí hemos llegado. El único sonido que siguió a mis

palabras fue el cric cric de los grillos que le cantaban a la noche. “Ahora me levanto, soberbia como una walkiria, y me marcho por donde vine sin volver la cabeza”, decidí. Pero no moví un solo músculo. Permanecimos mudas, cada cual ensimismada en sus pensamientos. Inesperadamente, las farolas fueron encendiéndose una a una y una luz diáfana iluminó hasta el último rincón de la terraza. Encandilada, distinguí a Missia que se asomaba por la puerta envuelta en un halo lechoso. —¡La cena está lista, señoritas, que no

se les enfríe! No respondí y Eva tampoco. Reinó un silencio denso y pesado. Missia nos miraba con curiosidad apoyada contra el marco de madera. —Tengo hambre —murmuró Eva tras esos segundos interminables—. ¿Y tú? No despegué los labios. Me puse trabajosamente de pie y fui al encuentro de la camarera seguida de Eva. Missia nos guiñó un ojo con descaro y encabezó circunspecta la marcha escaleras abajo. —Ojalá sirvan espaguetis a la carbonara... —enuncié estirando con dignidad mis ropas arrugadas. Susana Guzner nació en La Plata, Argentina. Amenazada de muerte por el terrorismo de Estado de la ex presidenta Isabel Perón, en 1976 se vio obligada a exiliarse en España. Actualmente alterna

su residencia entre ambos países. Su novela La insensata geometría del amor está traducida a varios idiomas y según una macro encuesta realizada entre miles de internautas hispanohablantes, es considerada la mejor novela contemporánea de temática lésbica en lengua castellana. Otras obras suyas son Punto y aparte, relatos; 72 juegos para jugar con el espacio y el tiempo, Detectives BAM (teatro de humor lésbico) y Aquí pasa algo raro, novela de suspenso humorística. Asimismo, es coautora de

antologías como No solo duelen los golpes; Dos orillas - Two shores , Mein Lesbisches Auge 5; Que suenen las olas, escritoras que escriben en Marruecos y Canarias; La sociedad arco iris, Voces para Lilith: Literatura contemporánea de temática lésbica en Sudamérica y otras. Su obra es objeto de estudio en cátedras universitarias y congresos internacionales de Literatura. Actualmente dirige un Laboratorio Literario on line y colabora asiduamente en portales literarios, lésbicos y culturales en Internet y medios convencionales. © Susana Guzner © De esta edición: Aguilar, Altea, Taurus, Alfaguara, S. A. de Ediciones, 2012 Av. Leandro N. Alem 720 (1001)

Ciudad Autónoma de Buenos Aires Punto de lectura eISBN: 978-987-578-213-6 Primera edición digital: Octubre 2012 Diseño de cubierta: Raquel Cané Conversión a formato digital: Libresque Guzner, Susana La insensata geometría del amor. 1a ed. - Buenos Aires : Punto de Lectura, 2012. EBook e-ISBN 978-987-578-213-6 1. Narrativa Argentina. I. Título. CDD A863 Todos los derechos reservados. Esta publicación no puede ser reproducida, ni en todo ni en parte, ni registrada en, o transmitida por, un

sistema de recuperación de información, en ninguna forma, ni por ningún medio, sea mecánico,

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