La Historia de España en 100 preguntas

Las claves esenciales y cuestiones históricas imprescindibles para comprender la verdadera historia de los españoles: La

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La Historia de España en 100 preguntas

La Historia de España en 100 preguntas

Luis E. Íñigo Fernández

Colección: 100 preguntas esenciales www.100Preguntas.com www.nowtilus.com Título: La Historia de España en 100 preguntas Autor: © Luis E. Íñigo Fernández Copyright de la presente edición: © 2018 Ediciones Nowtilus, S.L. Camino de los Vinateros 40, local 90, 28030 Madrid www.nowtilus.com Elaboración de textos: Santos Rodríguez Diseño de cubierta: NEMO Edición y Comunicación Imagen de portada: Mapa general de España Antigua dividido en tres partes: Bética, Lusitania y Tarraconense; con la subdivisión de cada una [Material cartográfico] / Por el geógrafo don Juan López, pensionista de S.M. Individuo de la Real Academia de Buenas Letras de Sevilla y de la Sociedad de Asturias Real Academia de la Historia - Colección: Departamento de Cartografía y Artes Gráficas Signatura: C-Atlas E, I a, 2 Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos) si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra (www.conlicencia.com; 91 702 19 70 / 93 272 04 47). ISBN Digital: 978-84-9967-980-8 Fecha de publicación: septiembre 2018 Depósito legal: M-26133-2018

Para los patriotas de bien, que aman a su país sin despreciar al de los demás y hacen de él un hogar que a todos acoge sin preguntar ni exigir

Índice I. De la prehistoria a la Antigüedad 1. ¿Era español el europeo más antiguo que se conoce… por ahora? 2. ¿Fue una cueva española el lugar donde ardió el último fuego de los neandertales? 3. ¿Pintaban los españoles del Paleolítico mejor que los franceses? 4. ¿Había artistas prehistóricos que solo veían en blanco y negro? 5. ¿Estaba la España de la Antigüedad poblada por gigantes? 6. ¿Los españoles de la Edad del Cobre bebían en las campanas en lugar de tañerlas? 7. ¿Fue alguna vez España el «País de los conejos»? 8. ¿Quiénes llegaron a España en barcos de cincuenta remos? 9. ¿Robó de verdad Hércules los bueyes de Gerión? 10. ¿Había ya españoles en la península ibérica cuando llegaron los romanos? II. La Hispania romana 11. ¿Fueron los hijos de la reina Dido los primeros africanos en emigrar a España? 12. ¿Sintieron los romanos envidia por los cartagineses? 13. ¿Quién se fue a la guerra subido a un elefante? 14. Roma no pagaba traidores, pero ¿se servía de ellos? 15. ¿Sentían los romanos un especial afecto por los campos de batalla españoles? 16. ¿Adoraban los romanos el pescado de Cádiz… aunque estuviera podrido? 17. ¿Se peleaban los romanos por la anchura de la franja roja que adornaba sus togas? 18. ¿Había también Senado en las ciudades romanas de Hispania?

19. ¿Abandonaron los hispanos a Júpiter para abrazar a Cristo? 20. ¿Existieron soñadores y revolucionarios en la España antigua? III. La Edad Media I: la invasión musulmana 21. ¿Entraron los visigodos en Hispania con el permiso de los romanos? 22. ¿Fue el reino visigodo de Toledo la primera encarnación histórica de España? 23. ¿Se perdió España por la traición de un padre celoso de la honra de su hija? 24. ¿Eran los musulmanes tan pendencieros como los ha pintado la historia? 25. ¿Qué fugitivo se convirtió en rey de España tras cinco años huyendo de sus enemigos? 26. ¿Tenía la España musulmana ciudades y palacios como los de Las mil y una noches? 27. ¿Había cristianos en las tierras ocupadas por los musulmanes? 28. ¿Fueron los reyes andalusíes mejores poetas que guerreros? 29. ¿Tanto ablandó España a los invasores musulmanes que necesitaron ayuda para conservarla? 30. ¿Fue el oro de Granada lo que la salvó durante dos siglos de caer en manos de Castilla? IV. La Edad Media II: los reinos cristianos 31. ¿Fueron incapaces los invasores musulmanes de conquistar toda la península ibérica? 32. ¿Solo había «llanuras bélicas y páramos de asceta» en la España cristiana medieval? 33. ¿De verdad tardaron los reyes cristianos ocho siglos en recuperar el terreno que los musulmanes conquistaron en diez años? 34. ¿Cómo repoblaron los cristianos la tierra abandonada por los musulmanes? 35. ¿Hubo feudalismo en la España medieval o solo régimen señorial? 36. ¿Cuándo cambió una estrella la suerte del reino de Asturias? 37. ¿Era Castilla el reino más poderoso de la península ibérica a finales de la Edad Media? 38. ¿Querían ser españoles los cristianos que habitaban la península

ibérica en el Medievo? 39. ¿Podríamos entender la España actual sin la herencia de la Edad Media? 40. ¿Querían de verdad los Reyes Católicos reconstruir la unidad de España? V. La Edad Moderna: hegemonía y decadencia 41. ¿Cómo un pequeño país de cuatro millones de habitantes fue capaz de colonizar todo un continente? 42.¿Qué soberano en cuyos dominios no se ocultaba el sol lo dejó todo para ocultarse en un monasterio? 43. ¿Cómo pudieron un puñado de aventureros venidos de España conquistar imperios tan poderosos como el azteca y el inca? 44. ¿Era de verdad la España de Felipe II el país atrasado e intolerante que describía la «leyenda negra»? 45. ¿Fueron invencibles los tercios españoles durante un siglo y medio? 46. ¿Cuándo quisieron los catalanes ser franceses? 47. ¿Estaba hechizado Carlos II? 48. ¿Era la España del siglo XVII un gigante con pies de barro? 49. ¿Cómo un país en decadencia fue capaz de alcanzar el esplendor cultural de la España del Siglo de Oro? 50. ¿La España de la Edad Moderna era una nación o tan solo un imperio? VI. La Edad Moderna: el reformismo borbónico 51. ¿Con qué España soñaban los ilustrados del siglo XVIII? 52. ¿Fue la guerra de sucesión una guerra de Cataluña contra España? 53. ¿Cuál fue «la grande empresa de restituir a la monarquía todo su espíritu»? 54. ¿Con qué animal comparó a España el embajador británico William Coxe a comienzos del siglo XVIII? 55. ¿Estaban locos los primeros borbones españoles? 56. ¿Vivían mejor los españoles en el siglo de la Ilustración? 57. ¿Ordenó Carlos III expulsar de sus reinos a los jesuitas? 58. ¿Hubo una guerra civil ideológica en la España del siglo XVIII? 59. ¿Qué conde español fue presa del pánico en 1789?

60. ¿A qué «príncipe de la paz» le tocó hacer frente al período con más guerras de la historia moderna de Europa? VII. El siglo XIX: la era del liberalismo 61. ¿Qué palabra regaló el pueblo español en armas al léxico internacional de la guerra? 62. ¿Era delito gritar «Viva la Pepa» en la España de Fernando VII? 63. ¿A quiénes simbolizaban Carlos Navarro y Salvador Monsalud? 64. ¿Qué militar venezolano se refería a sí mismo como «el hombre de las dificultades»? 65. ¿Era el parlamentarismo español más infiel que la reina en la época de Isabel II? 66. ¿Cuántas constituciones tuvo España en el siglo XIX? 67. ¿Qué general español de apellido irlandés quiso modernizar el liberalismo hispano? 68. ¿Fue en verdad gloriosa la revolución española de 1868? 69. ¿En qué año tuvo España cinco jefes de Estado? 70. ¿Fue de verdad un fracaso la revolución industrial española? 71. ¿Era la España del siglo XIX un país «de charanga y pandereta», como escribiera Antonio Machado? 72. ¿Qué príncipe español respondió a una felicitación de cumpleaños manifestando su deseo de ser rey? 73. ¿Quién soñaba con una Cataluña grande en una España grande? 74. ¿Fue en realidad un desastre la pérdida de las últimas colonias españolas? VIII. La Segunda República 75. ¿Cuándo una Constitución que parecía contentar a todos terminó por no contentar a nadie? 76. ¿Qué dictador español del siglo XX quería ser un cirujano de hierro y terminaron echándole del hospital? 77. ¿Cuándo unas elecciones municipales derribaron un gobierno? 78. ¿Quién consideró una enormidad la proclamación de la II República española? 79. ¿Cómo podía ser un problema en el mismo país la existencia de jornaleros sin tierra y de pequeños propietarios agrarios? 80. ¿Cómo trató la II República de contentar, sin éxito, a los nacionalistas catalanes y vascos?

81. ¿Quién creyó evitar un golpe de Estado jubilando oficiales? 82. ¿Quiénes dieron vivas a la república con la boca pequeña? 83. ¿Cuándo se hizo en España la revolución con cartuchos de dinamita? 84. ¿Fue el régimen de 1931 una «República sin republicanos»? IX. La Guerra Civil y el franquismo 85. ¿Qué guerra estalló mientras los españoles estaban de vacaciones? 86. ¿Cómo llegó Franco a erigirse en jefe de los sublevados si no era el que mayor rango tenía entre ellos? 87. ¿Por qué ganó Franco la Guerra Civil o, mejor dicho, por qué la perdieron los republicanos? 88. ¿Tenía el franquismo problemas de identidad? 89. ¿Fue fascista Franco? 90. ¿Cuándo decidió el régimen franquista que necesitaba maquillaje? 91. ¿Por qué España tenía fiebre a finales de los años cincuenta? 92. ¿De verdad existió un «milagro español» en los años sesenta? 93. ¿Por qué nunca fue posible un franquismo sin Franco? 94. ¿Cuándo el nacionalismo español fabricó nacionalistas antiespañoles? X. La Transición y la España actual 95. Y después de Franco, ¿qué? 96. ¿Cuándo unas Cortes españolas se hicieron el harakiri? 97. ¿Qué sonido hacían los sables en la España de la Transición? 98. ¿Fue la movida madrileña un símbolo de su tiempo o una mera ocurrencia publicitaria? 99. ¿Estarán alguna vez contentos los nacionalistas? 100. ¿Ha llegado el final del régimen de 1978? Bibliografía

DE LA PREHISTORIA A LA ANTIGÜEDAD

1 ¿ERA ESPAÑOL EL EUROPEO MÁS ANTIGUO QUE SE CONOCE… POR AHORA? La presencia del ser humano en la península ibérica, al menos por lo que hasta ahora sabemos, se remonta más de un millón doscientos mil años en el pasado, fecha en la que parece que un lejano ancestro de nuestra especie daba sus primeros y vacilantes pasos por las tierras de Europa. De lo que sí podemos estar seguros es que su aspecto físico era más moderno de lo que cabe esperar por su antigüedad. Poseía ya un gran cerebro, cercano a los mil centímetros cúbicos, el equivalente a un litro. Su cara, menos plana que la de sus padres y abuelos africanos y con una mandíbula menos prominente, lo dotaba, sin duda, de una expresión más humana. Y, sin embargo, la cultura y la tecnología de este antepasado nuestro no eran muy distintas de las de sus predecesores. Incapaz todavía de fabricar bifaces, las famosas hachas de piedra de la prehistoria, tenía que contentarse con golpear unas cuantas veces

un humilde canto rodado arrebatado a un río o un olvidado fragmento de sílex fruto de la erosión natural para obtener de ellos un filo cortante. La forma de estas toscas herramientas era todavía caprichosa y muy corta la secuencia de golpes encadenados en su fabricación. Y no parece tampoco que entre aquellos humanos primitivos pudiera hallarse algún lejano antecesor de Miguel Ángel, capaz de descubrir oculta en la rudeza de un bloque de mármol la imponente presencia de un David paleolítico o la tierna belleza de una Piedad de la Edad de Piedra. Su existencia, por otra parte, tampoco debía de ser sencilla. Dotados con tan pobre utillaje, recorrían aquellos hombres los valles de los ríos recogiendo frutos y bayas, disputando alguna carroña a los buitres o cazando pequeñas presas. Arrastraban su alimento hacia oscuras y protectoras cuevas y lo devoraban allí al abrigo de depredadores más fuertes y osados. O eran ellos mismos, víctimas irremediables de las leyes de la naturaleza, quienes nutrían en su cómplice oscuridad a sus competidores salvajes, salpicando de huesos abandonados a los ávidos ojos del paleontólogo el suelo de las cavernas, casi siempre su hogar, muchas veces su refugio, a menudo su tumba. El nombre de este lejano antepasado nuestro, escogido con toda intención por sus descubridores, los paleontólogos españoles Juan Luis Arsuaga, Eudald Carbonell y José María Bermúdez de Castro, que lo definieron como especie en 1997, es Homo antecesor, el ‘hombre anterior’; el lugar donde se hallaron sus primeros restos, la Gran Dolina, en la burgalesa sierra de Atapuerca, es uno de los yacimientos paleontológicos más ricos de todo el continente europeo; su edad, por lo que entonces se sabía, 800 000 años. ¿Pero fue el Homo antecessor de la Gran Dolina el primer poblador de la Europa prehistórica? Se trata de una cuestión que se encuentra sometida a debate, al igual que lo está su exacta ubicación en el árbol evolutivo de la humanidad prehistórica. Si en un primer momento se pensó, o así lo defendieron con ahínco sus descubridores, que la nueva especie era nada menos que el ancestro africano común de neandertales y sapiens, se piensa ahora que tal honor corresponde a Homo heidelbergensis, una especie también de origen africano, resultado de la evolución de Homo ergaster, que siguió desarrollándose en su hogar natal hasta convertirse en Homo sapiens, mientras en Europa, quizá obligado por el clima frío, los inviernos largos, los

días cortos y la comida escasa, daba lugar al Homo neanderthalensis. El Homo antecessor sería, de este modo, un descendiente de Homo erectus, la forma asiática de Homo ergaster, llegado a tierras europeas desde el este, el cual, sin descendencia conocida, terminaría por convertirse, como tantas otras especies, en una vía muerta de la evolución.

Reconstrucción facial de Homo antecessor. De acuerdo con sus descubridores, este ancestro nuestro podría ser el antepasado común de neandertales y sapiens. No obstante, dicha hipótesis apenas cuenta con defensores en la actualidad. Imagen Wikimedia Commons.

La otra cuestión, sin embargo, sigue abierta. Los restos más antiguos de Homo antecessor, hallados en 2008 en la Sima del Elefante de Atapuerca, cuatrocientos mil años más antiguos que los de la Gran Dolina, parecen ser también los más antiguos hallados en Europa. Eso, claro, en el caso de que se confirme su adscripción a dicha especie, hecho no tan evidente a juzgar por la opinión de algunos expertos que prefieren abstenerse aún de afirmarlo con rotundidad, por lo que proponen su asignación provisional a una especie

inédita que, por su ubicación en España, sugieren designar con el original nombre de «especie ñ». Y los descubrimientos no cesan. En 2013 se halló también en la Sima del Elefante un fragmento de cuchillo de sílex que parece datar de hace 1,3 millones de años y en 2014 un nuevo fragmento de edad similar. Pero la lógica no puede dejar de imponerse. La península ibérica es la tierra más occidental del continente europeo. Si su población se inició como resultado final de lentas migraciones de grupos humanos procedentes de Asia, los europeos más antiguos debieron de ser los que se asentaron en sus comarcas más orientales y no a la inversa. No pudieron ser españoles, sino seguramente rusos, ucranianos, o quizá polacos, los europeos más antiguos.

2 ¿FUE UNA CUEVA ESPAÑOLA EL LUGAR DONDE ARDIÓ EL ÚLTIMO FUEGO DE LOS NEANDERTALES? Antes, pensemos en el Homo heidelbergensis y el mundo que encontró a su llegada a Europa. El que es nuestro hogar era entonces, en plena Edad del Hielo, un lugar inhóspito y exigente, de inviernos largos, días cortos y escasas y tímidas plantas que se dejaban recolectar solo durante unos pocos meses al año. Aquel páramo helado solo ofrecía una fuente más o menos segura de alimentos: la carne. Por ello, el Homo heidelbergensis no tuvo otra alternativa que la de convertirse en un experto cazador. Diseñó mortíferas jabalinas, desarrolló complejas tácticas de acoso a las presas y selló con más fuerza, en torno al fuego de sus cuevas, una cohesión social que le permitió sobrevivir en un entorno tan adverso. Su vida había comenzado a cambiar; pronto lo harían también su cuerpo y su mente. En África, donde se habían quedado los más afortunados, el pasar de las generaciones y el caprichoso azar de las mutaciones genéticas los convirtió en una nueva especie, más

inteligente, esbelta y grácil: el Homo sapiens; en Europa, el frío pertinaz de las glaciaciones hizo de ellos esos individuos achaparrados y corpulentos, de potentes músculos y robustos huesos, que conocemos como neandertales. Pasaron centenares de milenios sin que las dos especies hermanas llegaran siquiera a conocerse. Los neandertales se erigieron en señores incontestables de una Europa glacial a la que se hallaban perfectamente adaptados. Su nariz, ancha y prominente, les permitía atemperar el aire frío antes de introducirlo en sus pulmones, previniendo así las afecciones respiratorias. Sus dientes, en especial sus fuertes incisivos, arrancaban sin esfuerzo los pedazos de carne que les aseguraban la energía necesaria para mantener calientes sus grandes cuerpos en un ambiente casi siempre gélido. Su fuerza física, su gran cerebro y su notable capacidad para la elaboración de eficaces instrumentos líticos hacían de ellos expertos y letales cazadores. Sus fuertes lazos sociales, su sensibilidad hacia los enfermos y los impedidos, y las trascendentes preguntas que sin duda brotaban en la intimidad de su espíritu acerca del sentido de la vida y la cruel seguridad de la muerte los convertían en seres que merecían el apelativo de humanos al menos tanto, o quizá tan poco, como lo merecemos nosotros mismos. Aunque su extrema dureza les impusiera en ocasiones temporadas de escasez que han dejado terribles huellas en sus restos fósiles, ninguna amenaza parecía capaz de perturbar su perfecto dominio del medio en el que habitaban. Sin embargo, no fue así. El rival que terminaría por desplazar a los neandertales del escenario de la historia crecía en silencio en las cálidas tierras del sur. En África, el Homo sapiens, que se había mantenido hasta entonces confinado en su hogar originario, comenzó a moverse. Unos 50000 años antes del presente, nuestros remotos antepasados dieron principio a la conquista del mundo. Poco a poco, en una marcha lenta pero continua, nutridas oleadas procedentes de África penetraron en Europa por tierra, a través del Cáucaso. Los antiguos dueños del continente, en el que habían vivido solos por completo durante más de cuatrocientos mil años, se toparon de repente con seres a un tiempo semejantes y distintos, y enseguida dedujeron que en los profundos ojos de aquellos sujetos altos, delgados y de extrañas cabezas brillaba una inteligencia al menos tan poderosa como la suya.

Durante doce mil años, ambas especies convivieron. A lo largo de un período tan dilatado, los contactos entre ellas tuvieron por fuerza que ser frecuentes y estrechos, y fecundos los intercambios culturales. Como sucede siempre con los humanos, la discordia y la amistad, la alianza y la afrenta sin duda se sucedieron con irregular cadencia. Quizá hubo incluso momentos de amor, encarnados en fósiles de individuos en los que conviven rasgos propios de ambas especies, aunque, como sabemos, estas nunca se fundieron en una sola. Por el contrario, poco a poco, los grupos de sapiens fueron ocupando el territorio europeo mientras los clanes neandertales se retiraban con igual parsimonia hasta que terminaron por concentrarse en unos pocos enclaves aislados. ¿Qué sucedió? ¿Acaso nuestros ancestros eran tan belicosos como nosotros y no cejaron hasta dar muerte al último de sus hermanos neandertales? No parece que fuera así o al menos no se han hallado evidencias arqueológicas en ese sentido. Más bien debió de tratarse de una mera cuestión de respuesta a los retos del entorno. Aunque los neandertales, verdaderos hijos del hielo, habían logrado una perfecta adaptación al hábitat inhóspito de la Europa glacial, el Homo sapiens pronto la superó. El crecimiento, lento pero continuo, de la población y la consiguiente escasez de recursos hicieron el resto: solo los mejores sobrevivieron y los mejores eran nuestros ancestros africanos. ¿Pero por qué? ¿Cómo pudieron aquellos individuos de piel oscura, cuerpo frágil y estrecha nariz, recién llegados de tierras cálidas, competir con mayor éxito que los venerables hijos del hielo en el invierno casi perpetuo de la Europa glacial? El debate sigue abierto. Una de las razones podría encontrarse en su mayor capacidad para la cooperación, tanto entre individuos como entre grupos, así como en la mayor perfección de su tecnología lítica, que les permitía fabricar herramientas más eficientes. La palabra pudo quizá desempeñar un papel fundamental en todo ello. Gracias a una laringe más idónea para la producción de sonidos articulados, el Homo sapiens era capaz de desarrollar un lenguaje más rico y complejo que facilitó en gran medida que sus clanes fueran, en escenarios similares, mucho más eficientes que los neandertales a la hora de obtener recursos. Pero no debemos tampoco despreciar por completo el efecto de los factores de índole evolutiva. Cuando sus poblaciones llegaron a ser lo bastante pequeñas, la dificultad para limpiar mediante cruces las taras genéticas pudo convertirse

en un problema tan grave que terminó por abocar a la especie a la extinción. Finalmente, hace solo unos 24000 años, las hogueras acallaron para siempre su crepitar en la remota cueva de Gorham, el último reducto habitado por neandertales, cerca del peñón de Gibraltar, al borde del mar y del olvido. El Homo sapiens se había quedado solo.

3 ¿PINTABAN LOS ESPAÑOLES DEL PALEOLÍTICO MEJOR QUE LOS FRANCESES? Durante algunos miles de años después de su llegada a la península ibérica, el Homo sapiens hizo escasos progresos materiales. Simplemente, la talla de la piedra se hizo aún más perfecta y empezaron a emplearse materiales nuevos, como el hueso y el marfil; la recolección, la caza y la pesca fueron más eficaces, las cuevas más acogedoras y más cómodos los campamentos y poblados. Pero el mundo de lo simbólico dio un asombroso salto. En las paredes y techos de las cuevas, en lo más recóndito y oscuro de sus entrañas, aquellos hombres, primitivos solo en apariencia, probaron lo exquisito de su espiritualidad aunando belleza y utilidad. Una de aquellas cuevas sobre todo nos enseña lo que eran capaces de hacer. «¡Papá, mira, toros pintados!» exclamó con entusiasmo María, la pequeña hija de Marcelino Sanz de Sautuola, señalando el techo de una caverna cántabra hasta entonces anónima, en el verano de 1879. Se había encontrado Altamira, la «Capilla Sixtina» del arte paleolítico. Ante los ojos atónitos de su descubridor, que habría de entregar su vida a luchar por el reconocimiento por la comunidad científica de la formidable magnitud de su hallazgo, bisontes, caballos y ciervos bailaban una mágica danza prehistórica de fertilidad, ejecutando un

maravilloso conjuro propiciatorio del éxito en la caza al son de una sorda sinfonía cuyos acordes eran los colores mismos de la vida, tan precaria todavía para nuestros antepasados. Se trataba, en realidad, de la culminación de un proceso iniciado mucho tiempo atrás. Ochenta mil años antes del presente, en la cueva sudafricana de Blombos, el Homo sapiens había pintado ya con ocre motivos geométricos que revelan una notoria capacidad de abstracción. Pero sería en Europa donde tal capacidad rendiría sus mejores frutos cincuenta mil años más tarde. El proceso se inicia con escuetos signos geométricos; continúa con impresiones de manos; lo hace después con pequeñas estatuillas de marfil que representan animales; da luego un asombroso salto bajo la forma de las célebres Venus, tallas de mujeres de curvas generosas que elevan un canto simbólico a la fecundidad, y alcanza su paroxismo creativo en las pinturas parietales del Paleolítico Superior, de las que Altamira ofrece el más singular epítome.

Bisontes de la cueva cántabra de Altamira. El realismo, el volumen y la intensidad que trasmiten estas pinturas prehistóricas sorprenden cuando se recuerda que nacieron de la mente y la mano de artistas que vivieron hace quince mil años. Imagen Wikimedia Commons.

Merece la pena detenerse en los rasgos de estas pinturas inquietantes, cuya contemplación nos conmueve y asombra tanto por su propia calidad como por la inevitable conciencia de que sus autores no son contemporáneos nuestros, ni aun personas cercanas en el tiempo a nuestro mundo y nuestra cultura, sino extrañas gentes que vivieron hace quince milenios, individuos cuyas mentes se nos antojan tan desconocidas como podría serlo la de un inopinado visitante de más allá de nuestro sistema solar. Asombra, en primer lugar, su técnica, que permitió a sus ignotos autores lograr colores tan vívidos valiéndose tan solo de sustancias naturales —óxido de manganeso para el negro, óxido de hierro para el rojo— luego mezcladas con agua o grasa animal para producir las pinturas, que aplicaban con los dedos o incluso con pinceles o por medio del soplado. No lo hace menos el resultado: el extremo realismo de las figuras, la sensación de movimiento y de volumen que producen, su intensa expresividad. Y desde luego, no menor sorpresa produce recordar que tan magníficas obras fueron ejecutadas por diletantes —no podían ser otra cosa en una era de cazadores y recolectores en la que no existía aún excedente para alimentar a especialistas en tarea alguna— que trabajaron en unas condiciones de extrema dificultad, sin luz natural que les ayudara en su labor y con un espacio muy exiguo —dos metros separaban el suelo y el techo de la sala de los bisontes de Altamira hace quince mil años— que apenas les permitía moverse con libertad. No se trata del único ejemplo de arte parietal del Paleolítico Superior. Aunque ha merecido, como dijimos, el título de «Capilla Sixtina» del arte paleolítico, Altamira no está sola. Ejemplos meritorios pueden encontrarse no muy lejos de ella, en la cueva del Castillo o en la asturiana de Tito Bustillo, y, desde luego, en las grutas francesas de Trois-Frères, también descubierta casualmente en 1912, y Lascaux, que lo había sido de igual modo en 1940, entre otras muchas. ¿Son las pinturas halladas en estas últimas similares en calidad a las de Altamira? Como es obvio, resulta difícil de decir. También en Lascaux encontramos toros, ciervos, caballos, bisontes, uros e incluso íbices. Algunos, como los grandes toros blancos de la sala del mismo nombre, son muy simples; otros no lo son tanto, aunque su colorido, menos intenso, y su número, mucho menor, mal puede compararse con la portentosa sala de los bisontes de Altamira. Por otra parte, los pintores de Lascaux no parecen haber alcanzado aún un perfecto dominio de su arte. Las cabezas de los

animales son demasiado pequeñas en relación con sus cuerpos; la representación del movimiento, tosca, y la impresión de volumen, escasa. Pero en Lascaux encontramos algo que no se encuentra en Altamira: una escena en la que los animales no están solos, sino que los acompaña una figura humana de extraña traza: un individuo con cuerpo de hombre y cabeza de pájaro que parece ser un chamán sorprendido en el instante de ejecutar algún tipo de rito religioso. Y es en Trois-Frères donde las representaciones de seres humanos alcanzan su mayor presencia y perfección: el famoso hechicero, una figura pintada en negro de un chamán ataviado con lo que parece ser un disfraz de ciervo que ejecuta una suerte de danza ritual, y dos grabados de hombres-bisonte acompañados de animales hacia los que muestran una actitud que parece de pastoreo antes que de caza. El valor de estas representaciones es enorme, como puede suponerse, pero tampoco alcanzan a las de Altamira en espectacularidad y capacidad de asombro. Juzgada con estos criterios, la cueva cántabra no admite comparación alguna. Y en ese sentido sí podemos decir, aunque con ello incurramos en un chauvinismo similar al que a menudo se les reprocha a los franceses, que, como pintores, valían más nuestros antepasados del Paleolítico Superior.

4 ¿HABÍA ARTISTAS PREHISTÓRICOS QUE SOLO VEÍAN EN BLANCO Y NEGRO? Por supuesto, estamos aún lejos de saberlo. En realidad, las razones últimas de por qué los artistas, sean de la época que sean, ejecutan sus creaciones de uno u otro modo casi siempre se nos escapan, por más que algunos historiadores y críticos pretendan ser capaces de penetrar sin censuras en la mente de aquellos. Y si esto es cierto, pongamos por caso, en el

Renacimiento, aún lo es más cuando nos referimos a una época tan remota como la prehistoria, cuyos pobladores nos resultan, en muchos sentidos, tan ajenos a nosotros como incomprensible su representación mental del mundo. Es cierto que investigadores como David Lewis-Williams, autor de la notable La mente en la caverna: la conciencia y los orígenes del arte (2015), han tratado de indagar desde los presupuestos de la neurología moderna el significado del arte parietal del Paleolítico Superior. Sus conclusiones, que encuentran en la mente superior del Homo sapiens una capacidad de abstracción inexistente en la de su malogrado hermano neandertal y que atribuyen a esa capacidad unas pinturas de intención más simbólica que naturalista, del todo asociadas a ritos chamánicos propiciatorios, inalcanzables hasta ese instante a la humanidad prehistórica, parecen atestiguar de una vez por todas la profunda utilidad de un arte que en ocasiones se ha visto como mera manifestación estética. Pero ¿puede decirse lo mismo de las pinturas posteriores? Sería difícil afirmarlo. En los milenios siguientes, mientras la humanidad aprende, forzada por el creciente desequilibrio entre la población y los recursos disponibles, nuevas formas de ganarse la vida, el arte experimenta también una evolución que lo va a conducir hacia formas expresivas bien distintas. La península ibérica nos ofrece, una vez más, excelentes ejemplos del cambio. En la pintura del Levante peninsular, cruzada ya la frontera del Epipaleolítico, al que seguirá a no mucho tardar el Neolítico, no son ya los animales, sino los seres humanos, los protagonistas, aunque aquellos no desaparezcan, y tampoco son los ritos religiosos el pretexto preferido para su representación. En la cueva ilerdense de Cogul, en la castellonense de Valltorta y en muchas otras, los hombres, y también las mujeres, danzan, saltan, corren, recolectan, luchan… se nos muestran, en fin, entregados con complacencia a actividades de la vida cotidiana. No son las únicas diferencias. No son los más recónditos y oscuros rincones de las cavernas los lugares preferidos para la representación, sino abrigos rocosos que el sol puede alcanzar sin dificultad. Tampoco son el rojo, el ocre y el amarillo los pigmentos preferidos: el negro se erige en tono hegemónico de unas representaciones, además, mucho más esquemáticas que las que adornan paredes y techos en Altamira o Lascaux. ¿Por qué?

Lo cierto es que no lo sabemos. ¿Existe alguna relación causa-efecto entre tan notables cambios en las manifestaciones artísticas y el progresivo abandono de la economía depredadora y los hábitos nómadas propios del Paleolítico en favor de la agricultura, la ganadería y la construcción de poblados estables propios del Neolítico? Quizá se trate de una mera coincidencia, pero no puede negarse que resulta difícil de admitir. Existen sin duda razones que apuntan a lo contrario. La pérdida de protagonismo de la caza como fuente de alimento para aquellas comunidades que iban poco a poco completando su dieta con nuevas actividades productivas quizá propició el desplazamiento de las presas como actores casi exclusivos de sus representaciones artísticas. El abandono de las cuevas como lugares de habitación en favor de los primeros poblados estables sin duda facilitó también su sustitución como lugares de reunión y de culto. Y ya que hablamos de arte, no debemos despreciar el efecto que los cambios económicos debieron de tener sobre la representación mental del mundo. La humanidad paleolítica, como sucede en nuestros días con los pequeños grupos de cazadores y recolectores que sobreviven aún en los cada vez más estrechos márgenes de la civilización postindustrial moderna, no se contemplaba a sí misma en oposición a la naturaleza ni en una posición de dominio sobre ella. El hombre se sabía parte del mundo, como lo eran los animales que cazaba o las plantas que recolectaba. Su posición en él, empero, era muy precaria y, consciente de ello, practicaba ritos propiciatorios a través de los cuales asegurar en lo posible su alimento. El arte y la magia, la comida y la descendencia, él mismo y la naturaleza, constituían elementos inseparables en su construcción mental del mundo. Como escribiera el antropólogo James G. Frazer, alimento y procreación, vivir y hacer vivir, comer y engendrar hijos, obsesionaban a la humanidad paleolítica.

Figuras de la Roca dels Moros del Cogul, en Les Garrigues, Lleida. Descubiertas en 1908 por el rector del pueblo, con 42 figuras pintadas y 260 elementos grabados, han sido declaradas por la UNESCO, como todo el arte rupestre levantino español, Patrimonio de la Humanidad. Imagen Wikimedia Commons.

Las cosas cambiaron cuando la humanidad comenzó a ser capaz de procurarse su propio alimento. Aunque su vida era aún extraordinariamente precaria, la magnitud de la revolución en la que se había embarcado no conoce parangón a lo largo de la historia. El hombre no toma ya los alimentos de la naturaleza tal como esta se los ofrece, sino que se sabe capaz de transformarlos. De algún modo, compite ya con la naturaleza en su hasta entonces enigmática tarea de dar y reproducir la vida. El impacto que la conciencia de tal hecho hubo de producir en la mente de la humanidad prehistórica es difícil de exagerar. Ya no formaba parte de la naturaleza; ahora la contemplaba desde fuera, como algo ajeno a su propio ser, y se disponía a dominarla. ¿Cómo no iba a producir semejante evidencia efecto alguno sobre el arte?

5 ¿ESTABA LA ESPAÑA DE LA ANTIGÜEDAD POBLADA POR GIGANTES? Lo cierto es que en la península ibérica la neolitización no se produjo como resultado de una evolución propia de los grupos humanos que la habitaban, sino de la mano de nuevas gentes llegadas del este. Diez mil años antes de la era cristiana, los hombres del Mediterráneo oriental, forzados por el cambio climático y la presión demográfica, habían abandonado su errar continuo asentándose en poblados estables para cultivar la tierra y criar ganado. Libres por fin de la tiranía de la piedra, habían descubierto en la dúctil arcilla un nuevo mundo de posibilidades que la mano podía modelar sin más límites que la imaginación. Mientras, la piel rendía su imperio de milenios inclinándose ante el fruto del telar. La tradición ha dado en denominar a esta primera gran revolución histórica como Neolítico, porque el cambio económico, la introducción de la producción de alimentos, vino acompañado de una nueva forma de trabajar la piedra pulimentándola en lugar de tallarla. Desde allí, la agricultura y la ganadería se extendieron hacia el norte hasta alcanzar la Europa Oriental y, saltando de isla en isla desde Chipre hasta Ibiza, llegarían a las costas ibéricas cinco milenios antes del nacimiento de Cristo. La agricultura y la ganadería fueron el primer presente de un mar que habría de mostrar su largueza extraordinaria en los siglos posteriores. Pero se trataba de un don peculiar. El Neolítico no llegaba a nuestras costas en estado puro, a imagen de una moderna patente industrial. Los avances técnicos y económicos se empujaban a veces entre sí, se mezclaban por el camino, se convertían, en fin, en algo distinto de lo que habían sido en su lugar de origen. Por ello, el Neolítico peninsular mostró bien pronto esa pluralidad que tan presente había de estar siempre en nuestra historia. Al norte, en lo que hoy es Cataluña, pueblos de agricultores entierran a sus muertos en fosas, revestidas en ocasiones con lajas de piedra, y, quizá, en un deseo de hacer su tránsito más llevadero, envuelven al difunto en el manto protector de los

objetos que le acompañaron en la vida. Mientras, a lo largo de las costas y hacia el sur, la ganadería gana protagonismo al cultivo de los campos y las cuevas ocultan tesoros arqueológicos de cerámicas adornadas con incisiones o impresas con conchas, tributo simbólico de estos hombres al mar que les enseñó a trabajar la generosa arcilla. Poco a poco, las nuevas formas de vida irán alcanzando el resto de la península. Pero aún no habían aprendido todos los pueblos ibéricos a cultivar la tierra y apacentar los rebaños cuando el dadivoso Mediterráneo ofrecía un nuevo regalo a las gentes de sus costas. El metal, primero en forma de frágil cobre, luego, en íntima alianza con el estaño, encarnado en sólido bronce, traería con él cambios aún más profundos en los objetos, en las gentes, en los paisajes. La piedra no desaparece, pero cede poco a poco su ancestral monopolio a la nueva materia, que la rebasa en dureza y maleabilidad, y es capaz de renacer una y otra vez de sus cenizas. Las herramientas, las armas, las joyas nos cuentan el triunfo paulatino del metal. Y con él, va muriendo la igualdad entre los hombres y los pueblos. Quienes lo poseen someten a quienes lo anhelan. Las llanuras ceden su lugar a las colinas, de fácil defensa, como lugares preferidos de habitación. Las murallas encierran a los poblados en su abrazo protector. Junto a los pastores y los agricultores, surgen los soldados; junto a los soldados, los jefes: la paz deja paso a la guerra. Las tumbas, sepultura de la oligarquía naciente, se erigen en ciclópeos monumentos a la vanidad de las élites, que abandonan este mundo entre riquísimos ajuares a la eterna sombra de sus sepulcros pétreos. La faz de los dioses, todavía personificación de las fuerzas de la naturaleza, señora de las cosechas, se va tornando humana. Y, una vez más, la variedad en la unidad. Andalucía, bendecida por la riqueza metalífera de su suelo, cobra ventaja sobre el resto de las regiones ibéricas. Es ella, y en especial Almería, quien acoge las culturas más avanzadas, la que construye en Los Millares, en el tercer milenio antes de nuestra era, y El Argar, entre el 1800 y el 1300 a. C., los más orgullosos poblados, las murallas más sólidas y las torres más altaneras. Sus campos amarillean al calor del verano meridional con las cebadas y los trigos, y recorren sus veredas los rebaños más nutridos, mientras el oro y la plata de sus joyas nos hablan de la pujanza de sus jefes y sus tumbas de corredor parecen empeñadas en dar la razón al Génesis, sugiriendo que en aquel

tiempo remoto estaba la tierra poblada por gigantes. Entretanto, allende las fronteras andaluzas, culturas similares, aunque menos opulentas, se desarrollan en las Baleares, tierra de monumentales navetas, taulas y talayots, el Levante valenciano, Cataluña y la Mancha.

6 ¿LOS ESPAÑOLES DE LA EDAD DEL COBRE BEBÍAN EN LAS CAMPANAS EN LUGAR DE TAÑERLAS? Por contra, en las montañas, y en las zonas que dejan libres los constructores de megalitos, donde la naturaleza ha sido menos generosa y el cereal encuentra difícil acomodo, el pastoreo y el comercio ocasional deben bastar por fuerza para sostener una cultura errante, cuyos enterramientos, de triste austeridad frente a la grandeza de los sepulcros megalíticos, revelan las limitaciones de su base económica. Y, sin embargo, su cerámica, original en su traza campaniforme, hace llegar su sonoro eco desde el azul Danubio a las brumas de la distante Albión, por toda la vastedad de la vieja y todavía no nombrada Europa. Pero el vaso campaniforme es mucho más que una forma de hacer cerámica. Las curiosas vasijas con forma de campana invertida, de arcilla negra, roja o marrón rojiza, pulidas y decoradas con profusión mediante signos geométricos de formas diversas, incisos y rellenos de pasta blanca o impresos, halladas por lo general en enterramientos individuales masculinos y acompañadas de armas y joyas características, constituyen una seña de identidad de una posible civilización transeuropea. Esa civilización que se extendió por toda la península ibérica, las islas del Mediterráneo occidental, el sur y el oeste de Francia, Gran Bretaña e Irlanda, el sur de Escandinavia y la mayor parte del centro del continente, entre el Rin y el Danubio.

Pero ¿dónde y por qué surgió tan original cerámica? Y, sobre todo, ¿cómo vivían las gentes que le dieron forma? ¿Por qué se extendió tanto en una época en que las comunicaciones y los intercambios eran lentos y trabajosos? ¿Fue, de verdad, una cultura europea, quizá la primera, o la presencia de cerámicas así trabajadas era, sin más, el fruto del trueque sin que su hallazgo en un lugar evidencie la de las gentes que la moldearon? Las preguntas, en efecto, se agolpan. Por lo que parece, la extensión del vaso campaniforme acompañó a la de la metalurgia del cobre, entre el 2900 a. C. y el 1700 a. C. Los restos más antiguos se han hallado al sur de Portugal y no les van en exceso a la zaga los andaluces, que datan del 2500 a. C. aproximadamente. Su fin, sin embargo, se difumina en cierto modo, pues sus rasgos parecen haber ido cediendo poco a poco ante las culturas del bronce, con las que debió de experimentar cierta mezcla, ya en el atardecer del segundo milenio antes de nuestra era. Por otra parte, la homogeneidad que en un principio se atribuía a la cultura campaniforme no parece ser real. Las variantes regionales, cuando la arqueología ha sacado a la luz yacimientos suficientes en diversos lugares de Europa, se han puesto de manifiesto como evidencias poderosas que no pueden soslayarse. Así, mientras hacia el este del continente predomina la decoración incisa y de metopas, en el oeste se opta por un abigarramiento que apenas deja sin cubrir espacio alguno de la superficie de los vasos, y al sur, en la península ibérica, el mediodía francés y el norte de África, los artistas parecen preferir el color rojo brillante y la decoración puntillada, agrupada en estrechas bandas horizontales en alternancia con otras lisas. En Iberia, en concreto, se trata de un fenómeno costero, asociado con frecuencia a enterramientos individuales de tipo fosa y en convivencia con ajuares no específicamente campaniformes, como si se tratara de una injerencia extraña en un contexto ajeno determinado por los materiales calcolíticos locales. El grupo campaniforme más célebre dentro de la península ibérica es el de Ciempozuelos, que toma su nombre de la pequeña localidad cercana a Madrid, pero se extendió por los valles del Duero y del Tajo. Los vasos se han hallado en sepulcros individuales, aunque también en antiguos dólmenes reutilizados, y los ajuares responden con notoria fidelidad a un patrón único caracterizado por un vasto inciso negro con incrustaciones de pasta blanca, acompañado de una cazuela y un cuenco de igual decoración, puñales de

lengüeta, puntas llamadas «de palmela», por haberse hallado por primera vez en esta villa de Portugal, en el estuario del Tajo, diademas de oro y brazaletes de arquero. No se trata de un menaje baladí. Su presencia nos dice mucho sobre la sociedad a la que pertenecían sus propietarios. Una tumba tan rica, con los restos de un único individuo en su interior, nos habla de la existencia de una aristocracia que exalta su posición social mediante el oro y las armas. Quizá esta cultura no fuera en Iberia tan avanzada como las otras con las que convivió, pero tampoco se trataba de una civilización del todo marginal. Su retraso se debía, quizá, a la menor riqueza del medio en el que se vieron forzados a habitar sus poseedores. En mayor o menor medida, a un ritmo apresurado o despacioso, la península ibérica caminaba hacia el futuro. Pero, una vez más, habrían de ser gentes venidas de allende los mares quienes la llevaran de su mano.

7 ¿FUE ALGUNA VEZ ESPAÑA EL «PAÍS DE LOS CONEJOS»? A pesar del aparente esplendor de sus culturas autóctonas, Iberia no cruzó sola las puertas de la historia. Requirió, una vez más, como lo había hecho en el difícil tránsito del Paleolítico al Neolítico, de la mano de gentes venidas de más allá del horizonte para dar un nuevo paso por el camino del progreso, ofreciendo a cambio, con forzada generosidad, su vientre preñado de metales a la avidez insaciable de los mercaderes orientales. Fenicios y griegos encontraron en Iberia muchas más riquezas de las que podían soñar. El oro, la plata, el cobre y el estaño llenaron sus barcos, haciéndolos retornar una y otra vez a sus costas en busca de nuevas cargas, animándolos al fin a establecerse en ellas, a colonizar sus tierras y a mezclarse con sus gentes. Mientras, a través de los Pirineos, pequeños grupos de indoeuropeos se desplazaban

llevando con ellos el secreto del hierro, saltando de valle en valle hasta extenderse por todo el norte peninsular, desde Cataluña a Galicia, modelando un paisaje bien distinto al del sur. Los fenicios fueron los primeros en llegar. Venían de allende las aguas, muy lejos en la costa oriental del Mediterráneo, donde habían establecido ciudades tan prósperas como vueltas de espalda hacia un continente por el que no sentían atracción alguna, solo absortos en las olas de un mar que se sabían llamados a dominar. En los albores del primer milenio antes de la era cristiana, buscaron estos señores de la púrpura —pues eso significaba su nombre en lengua griega, aunque nunca lo reconocieron como suyo— parajes a su gusto para fundar las primeras colonias en nuestra tierra, a la que motejaron ya del modo en que habría de llegar hasta nuestros días: I-Span-ya. Aún no sabemos con seguridad, empero, qué significaba este vocablo. Para algunos investigadores quería decir nada menos que el ‘País de los conejos’, seguramente por lo abundante que era este animal en los campos de la Iberia prehistórica, o más bien su primo el damán, un mamífero más pequeño y bastante común en tierras africanas; para otros, la ‘Isla’ o ‘Tierra del norte’, por su ubicación relativa respecto a la costa africana, desde la que los fenicios saltaron a España, y, en fin, como defiende la teoría más reciente, podría significar ‘Costa de los metales’, poderosa motivación que atraía a los fenicios a nuestras tierras, interpretación que parece la más coherente tanto con la mentalidad púnica, más propia de mercaderes que de exploradores, como con la evidente riqueza metalífera de la península por aquel entonces. En cualquier caso, ansiosos por menguar la añoranza de la patria, hallaron promontorios unidos a la costa por un angosto istmo, a imagen de las distantes Sidón y Biblos, o islotes poco alejados de tierra, como la vieja Tiro. Y amontonaron en tan reducidos espacios moradas que, no pudiendo extenderse sobre el suelo, miraban por fuerza hacia el cielo. Estrechas y elevadas, rematadas en abiertas terrazas y torres prominentes desde las que otear el regreso de los infatigables barcos, sobresalía de entre todas ellas el templo donde se rendía culto al poderoso Baal, su esposa Astarté y su hijo Melkart. Nacieron así Sexi (Almuñécar) y Abdera (Adra), Malaka (Málaga) y, por encima de todas ellas, Gadir (Cádiz), que habría de ser, por su privilegiada situación a las puertas de las minas ibéricas de oro, plata y cobre,

y a la cabeza de las rutas que conducían a los países del estaño, señora del comercio fenicio y acreedora del título de urbe más antigua del occidente europeo.

Reconstrucción ideal de una vivienda de la colonia fenicia de Gadir. De planta cuadrangular, sus estancias se abren al interior que las conecta entre sí por medio de un patio a cielo abierto desde el que suele partir una escalera que conduce a la terraza o, en el caso de las casas más grandes, a un piso superior.

Orgullosas e independientes, entregadas a la tarea de procurarse sin cesar nuevos clientes, tan parcos sus moradores en instinto político como sobrados en talento comercial, no conocieron entre sí ni con sus lejanas metrópolis lazos políticos más fuertes que la natural solidaridad de intereses en tiempos difíciles, pues las colonias fenicias de la península, como sus metrópolis cananeas, no formaron nunca un estado unificado. Sin campos que proteger ni rebaños a los que dar abrigo, creíamos hasta hace poco que se hallaban por

completo vueltas hacia el mar del que dependía su artesanía y su comercio, pilar de la riqueza de sus gobernantes, que no fueron reyes, nobles ni guerreros, sino tan solo opulentos mercaderes. Pero la tinta con la que los historiadores escriben sus palabras está llamada a desvanecerse con el paso del tiempo. Descubrimientos recientes nos obligan a rectificar esta afirmación, hasta hace poco tenida por cierta. Los fenicios no vivían tan de espaldas a la tierra como creíamos. El tamaño de sus emporios fue creciendo y una población mayor sin duda requería de campos de cultivo y pastos con los que proveer sus necesidades de cereales y carne, amén de productos locales que enviar al otro lado del mar. Por suerte, las ricas vegas fluviales que se hallaban próximas a sus ciudades podían cubrir con creces su demanda, sin restar espacio al cultivo del olivo y la vid, cuyos productos, el aceite y el vino, llenaban las ánforas que sus barcos vendían por todo el Mediterráneo. Y así hubieron de penetrar hacia el interior y poblar nuevas tierras, sellando con sus moradores lazos mucho más intensos de lo que pensábamos y marcando sobre ellos una influencia cultural mucho mayor. Los cuatro asentamientos fenicios que conocíamos gracias a los textos de Estrabón no fueron los únicos y quizá tampoco los más importantes. Hubo otros fondeaderos y hubo, también en el interior, otras ciudades. El hallado recientemente en el Puerto de Santa María (Cádiz) podría ser, incluso, el puerto más importante de todo el Mediterráneo. La presencia fenicia en la península ibérica fue, en cualquier caso, mucho más intensa y extensa de lo que especulábamos hace tan solo un par de décadas. Lo que no cabe magnificar, sin embargo, es la trascendencia de su legado. Quizá el don más preciado que nuestros afortunados ancestros recibieron de los, por otro lado, poco desprendidos colonizadores púnicos fue el alfabeto. Se trataba este de un sistema consonántico de escritura, sin símbolos para las vocales, del que derivarán luego alfabetos como el griego y el arameo y, por extensión, sus descendientes, entre ellos el latino. Angulosas y rectilíneas, como cabía esperar de unas formas llamadas a ser escritas con estilete antes que con pluma, sus bellas letras pueden rastrearse sin dificultad en las primeras formas gráficas destinadas a ser leídas que usaron los pueblos de la península, íberos, celtíberos e incluso tartesios, y que se mantuvieron en uso hasta que la llegada del alfabeto latino las desplazó a todas entre los siglos II y I antes de Cristo.

No fue lo único que recibieron de los fenicios los pueblos peninsulares. Amén de los nuevos cultivos, el olivo y la vid, y actividades tan rentables como la salazón del pescado, la instalación de almadrabas para la pesca del atún y la extracción de sal marina, aprendieron de ellos las poblaciones autóctonas nuevas técnicas de inspiración orientalizante, como la cerámica de barniz rojo, y formas mucho más elaboradas de trabajar el metal con fines suntuarios, de las que serán buenos ejemplos los tesoros tartésicos, e incluso nuevas prácticas funerarias basadas en la incineración. En cualquier caso, la influencia fenicia en la evolución histórica de la península ibérica fue de una indiscutible relevancia. El salto en el tiempo que las culturas locales dieron de la mano de los señores de la púrpura fue, en una palabra, espectacular.

8 ¿QUIÉNES LLEGARON A ESPAÑA EN BARCOS DE CINCUENTA REMOS? Los fenicios no fueron los únicos navegantes en tocar nuestras costas en aquel milenio feraz en contactos civilizatorios. También lo hicieron, algo después, los griegos. Sus motivos fueron, no obstante, distintos, y hemos de remontarnos un tanto en el pasado para rastrear su origen y comprenderlos bien. Mil doscientos años antes de Cristo, una terrible conmoción había sacudido el Mediterráneo oriental. Los «pueblos del mar», blandiendo espadas y lanzas de hierro, aniquilaron el Imperio hitita e hicieron tambalearse al Egipto de Ramsés III. En Grecia, los dorios barrían del mismo modo la civilización micénica. Las armas de bronce bien poca resistencia podían oponer a la dureza de las forjadas con el nuevo metal. Las aguas, removidas, se vuelven turbias. Cuando se aclaran, Oriente muestra una faz apenas transformada. Nuevos imperios, como Babilonia y Asiria, toman el

relevo de los antiguos. Las ciudades fenicias ocupan la costa. Pero no le ocurre así a Grecia y el resto del Mediterráneo oriental. Los siglos oscuros revelan, cuando se hace de nuevo la luz, ocho centurias antes de nuestra era, un mundo bien distinto. La ciudad-Estado, la polis, es ahora el pilar sobre el que se asienta la civilización. Los altivos palacios, las tumbas colosales, las luchas entre príncipes vanidosos son cosa del pasado. No hay ahora por doquier sino poblaciones humildes, caseríos exiguos, aldeas que se han unido para constituir pequeñas villas que forman, con sus campos vecinos, una unidad económica, social y política. Porque la ciudad es todo eso. Su pasar modesto se nutre de los frutos de la tierra; son escasos el comercio y la artesanía. Sus vínculos son de sangre; no ha brotado todavía el espíritu de la ciudadanía. Su gobierno pertenece a unos pocos, una oligarquía de aristócratas que remontan al pasado las raíces de su autoridad, se sientan ellos solos en el consejo que rige los destinos de todos, acaparan las magistraturas e interpretan en su beneficio una ley no escrita que en nada ampara a los humildes. La asamblea, donde se reúnen los campesinos soldados, los hoplitas, nada decide. Mas la polis lleva en sí el fermento del cambio. Poco a poco, las labranzas se transforman. El cereal, inadecuado para aquel suelo pedregoso y seco, deja paso al olivo y a la vid. La población crece y necesita pan, carne, hortalizas, pero el alimento escasea. La producción aumenta, pero los frutos de los nuevos cultivos, el aceite y el vino, sienten la llamada del mercado. La división de las herencias impide, además, que muchos puedan vivir de la tierra. Ni producen lo suficiente ni sus precios pueden competir con los que imponen los grandes propietarios. A menudo pierden su terruño, a veces incluso su libertad. La distancia entre ricos y pobres aumenta. Las tensiones sociales también. La revolución se alza en el horizonte como un negro nubarrón presto a descargar su ira contra los poderosos. Y estos buscan una válvula de escape: llenan barcos que, como hicieran antes que ellos los ambiciosos fenicios, parten ansiosos en pos de nuevas tierras. En ocasiones es tarde y la sangre llega al río. La guerra civil, la stasis, estalla y son los derrotados los que se ven forzados a abandonar su patria para fundar una nueva. Las pentecónteras, ligeras naves de cincuenta remos antecesoras de los birremes y los trirremes, cabalgan ágiles las aguas. Las colonias griegas

comienzan a poblar el Bósforo, el mar Negro, las costas de Asia Menor, pero también el norte de África e incluso la lejana Iberia, llevando por doquier la cultura, el arte, las costumbres de la Hélade. En la península, los emporios griegos proliferan. Se puebla de enclaves helenos en primer lugar, hacia mediados del siglo VII a. C., la costa meridional; luego también la catalana. Samios, eginetas y focenses escriben en los mapas del levante ibérico sonoros nombres escritos en la hermosa lengua de Homero. Pero Mainake, de emplazamiento aún dudoso, o Hemeroskopeion (Denia) no fueron quizá más que eso, nombres helenos para lugares que no eran griegos. Se trataba, por el contrario, de factorías comerciales, simples escalas, abrigos seguros de mercaderes de procedencia diversa en los que intercambiar productos con los nativos para obtener de ellos los ansiados metales, no ciudades en sentido estricto. Un templo, unas pocas casas, algunos almacenes de mercancías era todo lo que podía hallarse en ellas. Gran paradoja, Ampurias, en la actual costa gerundense, que sí puede considerarse una verdadera ciudad griega, es la que lleva un nombre, emporion (mercado), más acorde con las motivaciones comerciales de sus fundadores. Quizá también Rhode (Rosas), algo más al norte, llegó a ser algo más que una factoría comercial. Sepamos un poco más de ellas.

Miniatura en bronce que representa una pentecóntera. Según Homero, estos barcos fueron usados por los griegos en la guerra de Troya, hacia el siglo XII a. C., pero lo cierto es que fueron los focenses los primeros en emplearlos para surcar el Mediterráneo en lugar de las naves mercantes de panza redonda.

Ampurias fue un establecimiento de Massalia, la actual ciudad francesa de Marsella, un asentamiento focense que se lanzaba así a la fundación de nuevas colonias tan solo veinticinco años después de su propio nacimiento, hacia el 600 a. C. Su primera encarnación, la Palaiapolis o «ciudad vieja», no fue sino un breve caserío en un islote próximo a la costa; la segunda, la Neapolis o «ciudad nueva», una ampliación en la costa misma creada hacia el 550 a. C. ¿Por qué allí, tan lejos de la ruta del estaño? No lo sabemos. Quizá se buscaba asegurar un hipotético comercio de metales a través de los Pirineos, quizá tan solo reforzar los intercambios con los íberos. Lo cierto es que, de un modo u otro, hubo de lograr bastante éxito en su empeño, pues, dependiente en un primer momento de Massalia, no solo se emancipó pronto de ella, sino que heredó su hegemonía comercial en la zona cuando la ciudad madre comenzó a declinar, allá por el siglo V a. C.; acuñó moneda de plata, incrementó su tamaño y extendió su influencia sobre los núcleos indígenas próximos. Respecto a Rosas, fundada más tarde, allá por el siglo V a. C., o quizá el IV, parece que fue obra de expedicionarios procedentes de la cercana Ampurias que huían del exceso de población. Su importancia mercantil queda acreditada por la acuñación de moneda, reconocible por la rosa que llevaban grabada en una de sus caras, aunque tampoco en este caso resulta muy claro qué rutas comerciales alimentaban la prosperidad de la ciudad. Esta acuñación hace pensar a algunos autores que la fundación de Rosas no fue obra de los vecinos de Ampurias, sino de los propios rodios, que la habrían llamado así por similitud con el nombre de su isla y habrían acuñado dracmas también similares a los suyos, y bien distintos, eso sí, de los fundidos en Ampurias o Massalia. Pero por encima de sus logros comerciales, el mayor tesoro que los griegos dejaron en herencia a los pobladores de aquella atrasada Iberia apenas nacida a la civilización fue su influencia cultural. Sus cerámicas, su alfabeto, sus creencias y, por supuesto, su arte impregnaron profundamente a los

indígenas, los helenizaron, dejando así una huella muy profunda en los pueblos ibéricos. ¿En qué consistió esta huella? También en esto nuestra imagen del pasado se ha visto forzada a cambiar en los últimos años. Los griegos no se limitaron, por lo que parece, a intercambiar con los jefes locales manufacturas por materias primas, en una suerte de trueque primitivo que apenas habría inducido cambio alguno en las sociedades locales. Bien al contrario, lo que practicaron fue un verdadero comercio que se valía de la moneda como instrumento de cambio y pago y se apoyaba en una amplia red de factorías costeras y mercados locales abiertos que operaban bajo la tutela de los jefes íberos, que protegían a los comerciantes helenos, sus productos y sus barcos, y aseguraban la legalidad de las transacciones. Así, los pueblos locales asimilaron conceptos tan avanzados como el crédito o las fianzas, vieron cómo adoptaban sus ciudades una traza moderna y se colmaban sus mercados de cerámica helena, mientras se empapaban sin apenas notarlo de elementos culturales griegos como la religión y el arte o de prácticas sociales como los banquetes en los que los invitados disfrutaban del vino, la música y la poesía. De la mano de los griegos, los pueblos ibéricos iban haciéndose así, sin apenas notarlo, un poco más mediterráneos.

9 ¿ROBÓ DE VERDAD HÉRCULES LOS BUEYES DE GERIÓN? Hacia el oeste, el misterio. La Andalucía occidental acogió, si hemos de hacer caso a los textos clásicos, un reino de esplendor y pujanza inusitados cuyo paso por la historia fue intenso y fugaz como una llamarada. Pero si el mítico Tartessos, patria de Gárgoris y Habis, de Gerión y Argantonio, fue alguna vez ese país de cultura refinada y fabulosa riqueza que su primer entusiasta, el alemán Adolf Schulten, profetizara a comienzos del siglo XX, hemos tardado

en saberlo, pues se ha obstinado largo tiempo la tierra andaluza en escondernos sus ciudades y sus puertos, testimonios más valiosos de la prosperidad de un pueblo que los tesoros que acumularon sus señores. Es por ello por lo que, purgando los textos de los historiadores griegos de sus muchos ingredientes legendarios, debemos imaginar Tartessos como epítome del sincretismo operado entre las influencias de los colonizadores y las culturas locales del bronce. Tal es la opinión dominante entre los expertos, que la prefieren a un mero resultado de la aculturación fenicia sobre los pueblos precedentes. Beneficiado especialmente por su estratégica situación, que hacía de él señor natural de las feraces vegas del Guadalquivir, los metales de Riotinto y Sierra Morena, y las rutas hacia el estaño septentrional, hubo de recibir primero, como la propia Italia, una oleada de gentes huidas del desmoronamiento de la civilización micénica a manos de los «pueblos del mar», allá por el final del segundo milenio a. C., éxodo que la leyenda sitúa tras el fin de la guerra de Troya, en el que encuentra la misma Roma sus orígenes míticos. Sobre este primer sustrato actuó enseguida la influencia de los fenicios, tan cercanos en su colonia gaditana y las otras de la actual costa malagueña, con los cuales hubo de ser más intensa su relación y más rápidos y cuantiosos sus beneficios, y después, en menor medida, la de los griegos, que poco podían ya enseñar a tan aventajados alumnos, curtidos por entonces en las leyes del mercado y hechos a jugar con ventaja las cartas que la naturaleza les había regalado. De este modo, una cultura orientalizada con rapidez y elevada al nivel estatal no hubo de tener dificultades para someter a su control a los reyes de la Andalucía occidental, incorporándolos a una red cada vez más densa de intercambios comerciales y sometiéndolos a una suerte de confederación de lazos más o menos estrechos bajo la hegemonía de los señores de la plata. Las ciudades y los caminos proliferaron pronto en la boca del Guadalquivir, en un territorio que se extendía por las actuales provincias de Huelva, Sevilla y Cádiz y alcanzaba incluso la de Badajoz y el Algarve portugués, fruto de una economía de amplio espectro que combinaba la agricultura, la ganadería, la artesanía y la minería. Pero era en la metalurgia y, sobre todo, en su activo comercio exterior donde se afirmaban los cimientos de la prosperidad tartésica. Sus barcos trazaban largas rutas hasta las islas británicas, de donde retornaban cargados de estaño, cuyos lingotes,

unidos a los propios de oro y plata, trocaban enseguida con los ávidos mercaderes fenicios a cambio de joyas y perfumes, aceite y vino, produciendo copiosos beneficios que llenaban a rebosar las arcas tartésicas, como prueban tesoros tan ricos como los del Cortijo de Ébora, el Carambolo o La Aliseda, y alimentaban una estructura social muy jerarquizada y educada en patrones culturales y religiosos orientales. ¿Tuvo aquel reino a medio camino entre la historia y la leyenda una capital? ¿Quizá una ciudad fabulosa que inspiró a Platón el mito de la Atlántida, como ha sostenido el alemán Rainer Kühne? De ser así, aún no la hemos hallado. Bajo las marismas de Doñana podría esconderse la clave de un secreto que ha fascinado a Occidente desde los lejanos tiempos del filósofo griego. Pero, tuviera o no capital, lo que sí tuvo Tartessos fueron reyes. Sin duda no todos los que la leyenda nos dice. Algunos de ellos, por supuesto, no existieron nunca. Mal podrían ser personajes históricos engendros como Gerión, dueño de los bueyes robados por el mítico Hércules, con sus tres torsos gigantescos, o seres tan afortunados como Habis, criado primero por fieras y amamantado después por una cierva. Pero sin duda lo fue Argantonio, que gobernó Tartessos en la primera mitad del siglo VI a. C. e impulsó el comercio con los focenses para liberar a su país del monopolio fenicio. Pero todo ello poseía un único cimiento: los intercambios comerciales. Así que cuando, caída Tiro en manos babilonias a comienzos del siglo VI a. C., todo el comercio fenicio de los metales se demoronó, Tartessos cayó con él. Su riqueza mengua, disminuye el interés de los jefes locales en su amistad y enseguida el caos se enseñorea de la Andalucía occidental hasta que los íberos turdetanos restablecen el orden. Otros factores pudieron quizá alcanzar cierta relevancia en el proceso: la creciente hegemonía cartaginesa, heredera del comercio griego tras su victoria en Alalia (535 a. C.), menos dada a tolerar la autonomía de los centros de interés económico que la benévola Tiro; la pérdida de importancia del bronce frente al hierro, mucho más sólido, de cuyo mineral Tartessos no disponía en abundancia; o, en fin, la mayor agresividad de los pueblos celtas del interior peninsular, ávidos de aprovechar un momento de debilidad que tan clara oportunidad les ofrecía. Tartessos fue así condenada al olvido por el inmisericorde tribunal de la historia. Pero su herencia no se perdería del todo. Los íberos no construyeron sobre la nada.

10 ¿HABÍA YA ESPAÑOLES EN LA PENÍNSULA IBÉRICA CUANDO LLEGARON LOS ROMANOS? Españoles no había, por supuesto, pues mal podían existir estos si no había aún visto la luz el país que les daría nombre. Pero desde luego sí puede hablarse de la existencia de una entidad de trazas reconocibles que es ya más que un mero agregado de pueblos diversos. Porque estos, bajo el influjo de los colonizadores, directo o por intermediación del mundo tartésico, empezaron a convertirse en algo homogéneo. Cinco centurias antes de nuestra era, Iberia, el nombre que los griegos dieron a la península, ya no es solo una referencia geográfica, sino también cultural. Desde Huelva hasta el Pirineo, en la costa y hacia el interior, cada pueblo preserva su identidad y su nombre, habita una comarca o región de límites más o menos difusos, trabaja sus campos o pastorea sus rebaños al abrigo protector de sus ciudades fortificadas y sirve a sus reyes y caudillos que les llaman de cuando en cuando a la guerra con el vecino, ora aliado, ora enemigo. Pero oretanos, turdetanos, bastetanos, ilergetas o ausones comparten ya mucho más de lo que les distingue. Sus ciudades fortificadas, sobre la tranquilizadora altura de un cerro o colina, son similares; parecidas sus moradas rectangulares de adobe o mampostería, apiñadas en torno a calles tortuosas, y semejantes sus sociedades, con amplias masas de aldeanos sometidos a una suerte de servidumbre colectiva, similar a la de los ilotas espartanos, una clase media de artesanos y comerciantes, más o menos prósperos, y una orgullosa aristocracia militar dedicada a la guerra casi continua, como prueban las cuantiosas armas, en especial las célebres falcatas ibéricas presentes en sus ricos ajuares funerarios. Su comercio con fenicios y griegos, cuya afición al cobre, la plata o el oro convierte a los íberos en eficaces mineros y hábiles metalúrgicos, es casi siempre intenso, aunque no desprecian por ello la agricultura, la caza y el pastoreo de los rebaños. Y, sobre todo, son iguales su lengua y su alfabeto, aún incomprensible para nosotros, sus creencias y su

arte. Pues, entre tantas cosas, legaron los íberos a la historia su escritura de arcanas reminiscencias euskéricas, prueba bien sólida de su unidad cultural. El poderoso influjo de lo oriental transformó sus dioses, que hubieron de rendirse ante la olímpica majestad de las divinidades extranjeras, y su escultura, que representa ahora su sumisión a las mismas fuerzas de antaño con el lujo y la armonía aprendidos de los visitantes de más allá del horizonte, alcanza en las hermosas facciones de la Dama de Elche la prueba que nos convence del grado de civilización que conquistaron, similar, aunque más tardía, a las otras grandes culturas del Mediterráneo occidental.

La península ibérica hacia el 300 a. C., antes de la conquista cartaginesa. A pesar de la gran diversidad de pueblos que se aprecia en el mapa, el progreso de la iberización, entendida como construcción de una civilización común similar a las otras del Mediterráneo

occidental y compatible con la pervivencia de diferencias culturales entre los distintos pueblos ibéricos, se hallaba ya muy avanzada.

Las teorías acerca de cómo sucedió todo esto son, empero, contradictorias. Para algunos, fue en la actual Andalucía donde se formó la cultura ibérica, hija de las aportaciones de los colonizadores sobre el sustrato indígena, ya adelantado por la poderosa presencia de la cultura argárica del bronce pleno irradiada hacia el oeste desde su hogar almeriense original. Desde tierras andaluzas, ya del todo formada en el siglo V a. C., se habría extendido hacia el norte y el levante hasta alcanzar la Meseta y las costas valencianas y catalanas ya hacia el siglo III a. C. Para otros, sin embargo, fue el establecimiento de las colonias fenicias en la zona del estrecho de Gibraltar el factor que aceleró en mayor medida un proceso de transformaciones económicas y sociales que se venían gestando ya desde el año 1000 a. C., sin que tuviera especial relevancia en el proceso el influjo tartésico, pues no en vano los núcleos más adelantados del iberismo se encuentran en las zonas más alejadas de la desembocadura del Guadalquivir, la Alta Andalucía y el sureste. Sería, pues, el influjo griego el catalizador más determinante de la iberización.

Castro celta de Santa Trega, Pontevedra. Ubicado en el contorno del monte de su mismo nombre, en el extremo sudoccidental de Galicia, es un lugar privilegiado desde el que se domina la desembocadura del Miño. De construcción tardía, fue ocupado de forma continuada entre los siglos I a. C. y I de nuestra era.

Bien distinto es, mientras tanto, el paisaje que ofrece el norte de la península. Las barreras naturales han impedido que alcanzara a tocarlo la influencia fenicia y griega. La corriente civilizadora llegará, pues, del continente, penetrando las orgullosas cumbres pirenaicas. Desde comienzos del último milenio antes de la era cristiana, las migraciones de pueblos indoeuropeos van introduciendo poco a poco la metalurgia del hierro y unas formas culturales bien diferentes de las de la Iberia mediterránea. Celtas será el apellido común que el hábito ha concedido a estos pueblos portadores de nombres que en su época llegaron a ser sinónimo de belicosidad: galaicos, turmódigos, berones… Gentes de vida dura y carácter arrojado, habitantes en castros, poblados de redondas moradas de piedra y paja, agrupadas al abrigo

de muros, torres y fosos en lo alto de protectores cerros, dedicaban sus días a la guerra o al pillaje, mientras sus mujeres cuidaban rebaños y campos esperando el botín que la superioridad de sus armas arrancaba a los hombres del sur, que, poco a poco, fueron contagiándose de sus influencias culturales. Porque la Meseta, forzoso cruce de caminos entre el norte y el sur, será primero celta y luego íbera. El denominador común de sus pobladores, celtíberos, no es sino el intento de la tradición de mostrar a unos pueblos que, influidos primero por los aires indoeuropeos, reciben luego el impacto de la iberización. Arévacos, pelendones o lusones poseerán, así, elementos de ambos mundos. Su forma de gobernarse será similar a la de los íberos, la confederación temporal de tribus regidas por oligarquías o régulos de frágil autoridad. Pero sus relaciones sociales muestran rasgos indoeuropeos como la fortaleza de los vínculos suprafamiliares, sostenidos por la mítica creencia en un antepasado común, o prácticas como la hospitalidad y el patronato, que definen el comportamiento cotidiano de sus gentes. Su economía, que conoció una hábil metalurgia y un regular comercio, habrá de adaptarse a la multiplicidad de condiciones naturales de la Meseta, desde las fértiles vegas, que invitan al cultivo, a los pelados montes apenas aptos para el pastoreo seminómada.

LA HISPANIA ROMANA

11 ¿FUERON LOS HIJOS DE LA REINA DIDO LOS PRIMEROS AFRICANOS EN EMIGRAR A ESPAÑA? Mientras esto sucedía en nuestra península, la rica ciudad fenicia de Tiro se doblegaba ante el caldeo Nabucodonosor, que la tomó tras un asedio de trece años (572 a. C.). Pero la misma debacle tiria, que arruinó a tartesios y gaditanos, llamó a la palestra de la historia a los habitantes de una hasta entonces anónima colonia fenicia en el norte de África, que se erigió en heredera de su comercio en el Occidente. Fundada en el 814 a. C. por Dido, obligada a huir de su patria por su hermano el rey Pigmalión, se llamaba simplemente «Ciudad Nueva». Fue el mal oído de los romanos para las lenguas extranjeras el que transformaría pronto el vocablo semita original Qart Hadasht en Cartago, nombre con el que ha llegado hasta nosotros.

La herencia cartaginesa no fue fruto de la casualidad. Eran muchos los factores que la predisponían a un futuro glorioso. Rodeada de desiertos, no existía en su vecindad potencia alguna que la inquietase. El valle donde se asentaba, regado por el Bagrada, era lo bastante fértil para alimentar una gran urbe. Su puerto, en la encrucijada entre las dos principales rutas del comercio mediterráneo, ofrecía a Cartago, de la que salían también cuantas caravanas recorrían el Sahara hacia el centro de África, la posibilidad de controlar ambas. Una sólida tradición fenicia, reacia a mezclar su sangre con la de los pueblos indígenas, otorgaba a los hijos de Dido la fuerza moral suficiente para aceptar el papel al que habían sido llamados. No asombre, pues, que lo asumieran con tanta dedicación. No solo defendieron las antiguas posesiones de sus predecesores, sino que trataron de ampliarlas abriendo nuevas rutas. Hannón, en pos del oro guineano, costeó África hacia el sur. Himilcon, navegando hacia el norte por las actuales costas portuguesas, buscó el país del estaño. Las viejas colonias tirias renacieron. Gadir recibió ayuda frente a los íberos, víctimas de los ataques púnicos. Más al este, Ibiza disputó a Marsella el control de las rutas comerciales del Mediterráneo occidental. Por fin, en la gran batalla naval de Alalia (535 a. C.), las naves púnicas convirtieron en coto privativo de sus mercaderes el mar ansiado. La habilidad de sus marinos, unida a la potencia de sus ejércitos mercenarios, alejaba por siempre a los griegos de las tierras del oeste. Un futuro prometedor parecía adivinarse ante los ambiciosos ojos de los cartagineses. Pero si los hijos de Zeus, incapaces de armar grandes ejércitos, no eran enemigo para Cartago, terminaba por entonces de forjar su supremacía sobre la península itálica la que durante siglos había sido poco más que una pobre aldea a orillas del Tíber. Los romanos no habían mojado aún sus curtidos pies de agricultores en las aguas del Mediterráneo, pero, tomando ora el arado, ora la espada, habían sometido, uno tras otro, a todos sus vecinos, y, dotados de un sutil instinto de conductores de hombres, habían formado con ellos una sólida confederación. Sus reservas humanas eran, pues, ingentes, y su ambición, como pronto revelarían, insaciable. Bastó que aprendieran a navegar para que Cartago tuviera frente a sí un enemigo temible y dotado de una resolución comparable a la suya.

Eneas contándole a Dido las desgracias de Troya, por Pierre-Narcisse Guérin (1815), París, Museo del Louvre. Según la leyenda, Dido llegó a África y pidió hospitalidad y un trozo de tierra para vivir en ella con su séquito a los libios que allí vivían. Jarbas, su rey, dijo que le daría tanta como pudiera abarcar con una piel de buey. Dido cortó la piel en finas tiras y así consiguió circunscribir un extenso territorio en el que se levantaría la ciudad de Cartago

La diplomacia pareció capaz, al principio, de evitar el choque abierto entre los dos imperios nacientes. Los primeros tratados entre ambas potencias reservan Italia para los romanos, que reconocen la soberanía púnica sobre Sicilia, Cerdeña, las Baleares e Iberia. Pero la guerra, fría en sus comienzos, pronto eleva su temperatura. Mediado el siglo III a. C., los cartagineses prueban por vez primera el amargo sabor de la derrota, que han de pagar a precio de oro. Una indemnización de tres mil doscientos talentos, equivalente a ochenta toneladas del metal precioso, en diez años, la drástica amputación de su flota de guerra y, sobre todo, la renuncia a sus posesiones sicilianas, a

las que se añadieron más tarde las sardas, sería el balance penoso para Cartago, pero no catastrófico de un guerra de la que los romanos, que salieron de ella tan solo un poco menos postrados que sus enemigos, nombraron como primera guerra púnica (264 a. C.-241 a. C.). Pero, soportable o no la carga de las reparaciones de guerra, Cartago debió buscar la manera de pagarlas. Se planteó entonces ante el Senado cartaginés un dilema. Un camino apuntaba hacia África; conducía a la riqueza de sus feraces tierras y a una economía sometida a la égida de la agricultura. El otro llevaba de nuevo al mar; implicaba la consolidación del dominio sobre la rica Iberia, aún a salvo de la rapacidad romana, pero apenas explotada por Cartago, y confería la primacía a la minería y el comercio como fundamentos de la potencia púnica. La decisión no fue tomada por consenso. La impuso como fruto de su voluntad de salvador de la patria Amílcar Barca, aupado a la dictadura personal tras librar a Cartago de la debacle a manos de un ejército de mercenarios rebeldes. Y fue él mismo el encargado de ejecutarla. En pocos años, el hábil general y sus sucesores, su yerno Asdrúbal y su hijo Aníbal, valiéndose tanto de la diplomacia como de la guerra, someten al control cartaginés toda la costa ibérica entre Cádiz y la desembocadura del Ebro. El dominio de facto queda, además, asegurado bien pronto (226 a. C.) mediante un tratado en el que los romanos, absorbidos por la necesidad de defenderse del acoso de los galos, reconocen la legitimidad del dominio púnico al sur de aquel río, con la única condición de que no lo traspasen los cartagineses. Satisfechos, pudieron estos dedicar sus esfuerzos a organizar la explotación de los recursos naturales de Iberia, alimentando con afán las fuentes de las que habría de beber su renovada potencia militar, construida sobre bases más sólidas que los tradicionales y poco fiables contingentes mercenarios. La brevísima Pax Punica que siguió al tratado le bastó a los Barca para reconstruir y poner a su servicio, como un verdadero Estado hispánico vinculado a Cartago por vínculos muy laxos, la economía peninsular. A las órdenes enviadas desde el flamante palacio de Cartago Nova, la esplendorosa capital púnica construida por Asdrúbal para sustituir a la vieja Lucentum, verdadero emporio comercial e industrial, producen de nuevo a buen ritmo las minas; la fértil vega del Betis se cubre una vez más de pletóricas espigas y renacen en Gadir, en Malaka y en toda la costa meridional la pesca y la salazón. Y mientras brotan los trigos y se afanan sudorosos los esclavos para

arrancar a la tierra su valioso tributo dorado, un nuevo ejército, mucho más eficaz y disciplinado, dispuesto a seguir hasta la muerte al jefe al que venera, afila sus armas. Aníbal, su caudillo indiscutible, mira hacia Roma y espera la hora de la venganza.

12 ¿SINTIERON LOS ROMANOS ENVIDIA POR LOS CARTAGINESES? Roma había aceptado la conquista de Iberia por los cartagineses porque debía afrontar el peligro galo en sus fronteras. Se trataba, así, de una anuencia forzosa. En el Senado iban imponiéndose los partidarios de la expansión territorial, insaciables latifundistas ávidos de engrosar sus fortunas con las tierras, la plata y los esclavos arrebatados a los pueblos del otro lado del mar. Por su parte, la oligarquía cartaginesa, no menos codiciosa, sabía que una nueva guerra con Roma era inevitable. La expeditiva campaña de los bárcidas en Iberia no había servido a más fin que disponer a Cartago para vengar la derrota y los pingües beneficios de la empresa habían ya acallado la oposición en el Senado cartaginés. Entre ambos pueblos, según las palabras que atribuyó Virgilio a la propia Dido, no cabía ni amistad ni pacto. Se trataba de una pugna entre imperios rivales en la que no había más opciones que la victoria o la muerte: «Summa sedes non capit duos», había proclamado ante los asombrados padres del Senado cartaginés el cónsul Marco Atilio Régulo. «En la cumbre no hay sitio para dos». Pero no nos engañemos: los romanos habrían terminado por conquistar la península ibérica con o sin guerra contra los cartagineses. La propia dinámica de su economía y su sociedad les conducía a ello. En el 509 a. C., tras un violento golpe de Estado, la monarquía había dejado paso a la república aristocrática. Los triunfadores, la nobleza de sangre, que se llamaban a sí

mismos «patricios», dispuestos a protegerse frente al eventual retorno de la odiosa tiranía que habían derrocado, diseñaron un régimen que conjugaba la desconfianza hacia el poder con la salvaguardia de sus intereses de clase terrateniente. Las asambleas, los llamados «comicios», quedaron bajo su control; el Senado, en el que se sentaban los jefes de sus familias, recuperó su primacía asegurándose el dominio de la política exterior y la aprobación última de las leyes y tratados, y los reyes dejaron paso a magistrados especializados que ejercían sus funciones sobre parcelas de poder restringidas y durante períodos muy cortos. A la cabeza del Estado, dos cónsules, jefes políticos y militares, gobernaban de mutuo acuerdo. Junto a ellos, los pretores administraban justicia, los cuestores se ocupaban del erario, los ediles velaban por el orden y el bienestar de la ciudad y los censores amparaban las buenas costumbres, realizaban cada cierto tiempo el censo de los ciudadanos y revisaban las listas del Senado. La Administración era ahora más compleja, pero volvía a estar tan vedada a los plebeyos como lo había estado en la época de los primeros reyes. Y fue esta Roma aristocrática la que se lanzó al asalto de la península itálica. A lo largo de dos siglos, sus legiones derrotaron a los pueblos vecinos, fundaron colonias en sus territorios y formaron con ellos a modo de una confederación en la que los vencidos se integraban con diversos grados de autonomía política de acuerdo con las condiciones de su rendición. Pero la conquista tuvo otra vez el efecto de someter su sociedad a insufribles presiones. La lucha entre patricios y plebeyos se agudizó. La guerra hacía más ricos a los plebeyos ricos, que se beneficiaban del auge de la artesanía y el comercio, y más pobres a los pobres, que, cargados de deudas, veían arruinarse sus pequeñas fincas. Descontentos unos y otros, aprovechaban cada momento de debilidad de un Estado siempre en armas para presionar a sus gobernantes y obtener continuas concesiones. La igualdad política, el acceso a las tierras públicas y al ejercicio de las magistraturas, y medidas que aliviasen el peso que sufrían los labriegos endeudados fueron sus principales reivindicaciones. Cuando las alcanzaron, Roma se transformó. Al frente del Estado ya no se hallaban los viejos patricios, sino la nobilitas, una nueva clase social integrada por quienes habían ejercido una magistratura, fueran patricios o plebeyos, incluso hombres de origen humilde que ennoblecían a sus familias tras su desempeño de un alto cargo. Las

reformas de Apio Claudio el Censor, a finales del siglo IV a. C., culminaron la transformación del Estado romano: el Senado se abrió a los plebeyos, incluso a los hijos de libertos, y las treinta y una tribus, en realidad demarcaciones, en que se dividía a efectos electorales la población romana cambiaron su estructura de modo que los ciudadanos podían escoger a cuál de ellas se adscribían, rompiéndose así el tradicional monopolio conservador que se asentaba en el mayor número de tribus agrarias a pesar de lo escaso de sus efectivos. Tras estas reformas, Roma se había convertido, en apariencia, en una democracia similar a la Atenas de Clístenes, creada dos siglos antes; en la práctica, el poder había quedado en manos de una coalición de patricios y plebeyos ricos, una alianza tácita entre la sangre y el dinero, entre la tierra y el comercio. Y un Estado así no podía, por su propia naturaleza, detenerse. Es cierto que entre las filas de la nueva nobleza no existía un consenso total. Al igual que en Cartago, había en su seno quienes apostaban por una expansión basada en el comercio y quienes optaban por la defensa de los intereses de la aristocracia terrateniente. Pero en la práctica la alternancia de ambos grupos en el poder apenas supuso cambios. Ninguno de ellos deshacía lo que había hecho el otro y todos coincidían en la agresividad de su política exterior, orientada sin vacilación hacia la expansión. La conquista era ya para la nueva élite romana algo tan necesario como respirar. Después de Italia, Roma absorbió Sicilia y Cerdeña; la siguiente presa había de ser Iberia. Si su conquista se demoró un poco más fue tan solo porque los romanos hubieron de hacer frente a uno de los mayores genios militares de la historia.

13 ¿QUIÉN SE FUE A LA GUERRA SUBIDO A UN ELEFANTE?

Concluida la conquista de Iberia, los cartagineses estaban preparados y los romanos, conjurado el peligro galo, también. Era cuestión de tiempo que la guerra estallara. Y estalló en la primavera del 219 a. C. en la ciudad mediterránea de Sagunto, que los romanos habían tomado bajo su protección despreciando el hecho de que se encontraba al sur del Ebro, dentro de la zona de influencia que la misma Roma había reconocido a los cartagineses en su último tratado, siete años antes. Aníbal comprendió enseguida: consentir tan flagrante violación de los pactos equivalía a doblegarse ante Roma que no volvería a tomar en serio a Cartago; pero atacar Sagunto no podía significar sino la guerra. Tal certeza no le asustaba, llevaba toda su vida preparándose, mientras su odio hacia los romanos, alimentado al calor de las hogueras en los campamentos de su padre Amílcar, crecía sin cesar. Puso sitio a Sagunto y la rindió al cabo de ocho meses. La respuesta de Roma no se demoró. También ella sabía lo que le deparaba el destino. Sus embajadores dieron a escoger al Senado cartaginés, ganado por el deseo de venganza y la confianza en los frutos militares de su imperio hispánico, la paz o la guerra. Esta vez no hubo dudas. Cartago había elegido mucho antes.

Aníbal cruzando los Alpes, fresco del siglo XVI atribuido a Jacopo Ripanda, Museo Capitolino, Roma. La estrategia de Aníbal, construida sobre una hazaña impensable para los militares de la época, demostró su genialidad y eficacia. Sin embargo, no sería en Italia, sino en Hispania, donde iba a decidirse el resultado de la guerra.

La estrategia de Aníbal era tan clara como temeraria. La base del poder de Roma residía en la fértil y poblada Italia, unida bajo la égida de la ciudad del Tíber. Si la lealtad de los ítalos a los romanos se mantenía, cualquier ejército cartaginés que invadiera Roma, por enormes que fueran sus efectivos, se iría desgastando hasta extinguirse, enfrentado a una inagotable reserva de más de setecientos mil hombres que los romanos podían llamar a las armas y un tesoro suficiente para pertrecharlos, el mismo tesoro que Cartago le había entregado como reparación de guerra. Si, por el contrario, los cartagineses lograban cuartear la lealtad itálica hacia Roma, esta quedaría inerme ante el más pequeño ejército púnico que se presentara ante sus puertas. En cualquier caso, debilitar la fidelidad de los ítalos exigía llegar hasta ellos. Pero el Mediterráneo occidental era un lago romano. Solo había una manera de llegar a Italia, siguiendo un camino tan lógico como imposible: los Alpes. Los romanos no habían reparado en esa posibilidad y no estaban preparados. Su plan de guerra descansaba en la premisa de que los cartagineses adoptarían una estrategia defensiva y contemplaba, en consecuencia, un ataque simultáneo en Iberia, cimiento del poder púnico, y en África, su suelo patrio. Así, cuando Aníbal descendió al fin hacia el valle del Po, quizá montando a Surus, su elefante, al frente de poco más de veinticinco mil hombres exhaustos, tras sacrificar en los pasos alpinos casi la mitad de su ejército, apenas había allí tropas romanas esperándole. Era el 23 de octubre del año 218 antes de Cristo. Aunque el Senado abandonó de inmediato sus planes de desembarco en África y una parte del cuerpo expedicionario destinado a invadir Iberia regresó también a Italia, los cartagineses tuvieron tiempo para reponerse del colosal esfuerzo, reforzar su debilitada moral, e incluso poner a su favor a las tribus galas de la Cisalpina. El resultado de la falta de previsión de los romanos fue desastroso. Durante quince años, en la que fuera, según Tito Livio, la más memorable de todas las guerras, las tropas de Aníbal recorrieron Italia, invitando a pueblos enteros a sacudirse el yugo romano y

en más de una ocasión Roma estuvo muy cerca del fin. Solo lo impidieron la inquebrantable lealtad de etruscos y latinos, refractarios a las promesas del cartaginés, y el curso de los acontecimientos en la península ibérica. Porque el papel de Iberia en el conflicto resultó crucial. No solo sirvió de base a Cartago para lanzar su ataque contra Roma, sino que allí obtuvo decenas de miles de arrojados combatientes y el eficaz armamento fraguado en los arsenales cartaginenses. Mientras la península permaneció en manos cartaginesas, Aníbal pudo ser la lanza clavada en el flanco mismo de la orgullosa águila romana, capaz de extinguir su vida al menor movimiento; cuando los romanos la ocuparon, la derrota del genial cartaginés fue ya solo cuestión de tiempo. Pero, aunque al principio lo pareciera, la conquista de las posesiones púnicas en Hispania no fue tarea fácil. Mientras Aníbal arrasaba Italia y desbarataba uno tras otro los ejércitos enviados contra él, en Tesino, en Trebia, en Trasimeno, en Cannas, los romanos empujaban hacia el sur de Iberia las tropas de Asdrúbal. La rebelión de los númidas, que obligó a este a regresar a Cartago, permitió incluso que los romanos tomaran Sagunto. La misma Cartago Nova corría peligro, y con ella el dominio púnico sobre Iberia. Pero el regreso de Asdrúbal en el 211 cambió de inmediato el signo de la guerra. Reforzado con tropas enviadas desde Cartago, sus hábiles maniobras dividieron los ejércitos de los hermanos Publio y Cneo Cornelio Escipión, a los que derrotó por separado, obligándoles a retirarse al otro lado del Ebro. Roma no había obtenido nada: Hispania seguía siendo una amenaza para Italia y en Italia continuaba Aníbal. La respuesta romana fue sorprendente. En lugar de empeñar sus refuerzos en la reconquista de las tierras al sur del Ebro, el flamante comandante de las legiones de Hispania, el joven Publio Cornelio Escipión, se lanzó directamente contra Cartago Nova, conquistándola mediante un audaz e inesperado golpe de mano. Con ello esperaban los romanos impedir que Asdrúbal enviara refuerzos a Italia, entreteniéndole en España. De hecho, lo entretuvieron retrasando su partida al menos dos años, pero el hermano de Aníbal poseía un tesón digno de mención. Aun derrotado por Escipión en la batalla de Baecula (207) traspasó los Pirineos por Roncesvalles, invernó en la Galia, cruzó los Alpes por el paso del Cenis y se presentó en Italia dispuesto a poner sus tropas en manos de Aníbal. Después de doce años, el conflicto

alcanzaba su punto culminante. Dos ejércitos enemigos hollaban Italia y Roma se hallaba ya al límite de su resistencia. Una nueva derrota y la guerra, y con ella la misma civilización romana, llegaría a su fin. Pero la fortuna sonrió a los romanos, que lograron interceptar los mensajeros de Asdrúbal antes de que llegasen al campamento de Aníbal, impidiendo así que ambos ejércitos se reunieran. La derrota de Asdrúbal en la batalla de Metauro tuvo un resultado decisivo. Abandonada a su suerte para jugarlo todo a la carta italiana, Hispania se perdió sin que se ganara Italia. Escipión apenas tardó unos meses en expulsar a los descabezados ejércitos púnicos. Aníbal no podría en adelante esperar refuerzos de ella y las simpatías de los galos y los ítalos habían cambiado ya de signo. Perdida Hispania, la derrota cartaginesa era inevitable. Escipión pasó entonces a África y derrotó por completo a los cartagineses. Llamado a defender su patria, Aníbal cayó también frente al más aventajado de sus alumnos. El desastroso resultado de la batalla de Zama (202 a. C.), que puso fin al conflicto, se había gestado años antes en los campos de Andalucía.

14 ROMA NO PAGABA TRAIDORES, PERO ¿SE SERVÍA DE ELLOS? Las consecuencias de la segunda guerra púnica fueron concluyentes. Cartago desapareció como gran potencia y las tierras de Hispania quedaron en manos romanas. Como sucede en tantos grandes conflictos a lo largo de la historia, la victoria romana lo fue también de una forma de entender la sociedad humana sobre otra. La unidad construida sobre la comunidad de ideas y valores, asentada sobre un firme sistema constitucional, se reveló más fuerte que la simple unidad de sangre; la nación política se había impuesto sobre la nación étnica. Pero en Hispania, la comunidad política romana hubo una vez

más de enfrentarse a una potencia construida sobre bases semejantes a la cartaginesa, amorfa, dispersa, múltiple, unida tan solo por la voluntad de rechazo al extranjero, por el deseo de expulsar al distinto, pero potencia al fin. Porque los pobladores de Hispania tardaron poco en ver que la derrota cartaginesa supondría para ellos solo un cambio de señores. Los hijos de Rómulo parecieron, al principio, un poco más benévolos que los de Dido, pero su rapacidad no era menor, como pronto demostrarían. Por ello, los indígenas se apresuraron a mostrar su repulsa hacia sus nuevos amos. Los primeros en rebelarse fueron los ilergetes, habitantes de las actuales provincias de Lleida y Huesca, cuyos jefes, Indíbil y Mandonio, no entendían la sumisión a la república romana que se les exigía sino como un pacto de lealtad personal hacia Escipión. Ausente este, quedaban liberados de toda obligación hacia los romanos. La represión fue inmediata. El tiempo de las seductoras promesas y los rostros amables había pasado para siempre. Solo era el comienzo. Entre el 206 a. C., fin de la presencia púnica, y el 123 a. C., fecha de la rendición de las Baleares, los romanos no conocieron la paz. Los continuos ataques indígenas, sumados a los designios imperialistas del Senado, llevaron a las legiones a internarse en la Meseta. El territorio conquistado iba así ampliándose a paso legionario, mientras la plata y los esclavos afluían a Roma al precio de horrendas carnicerías y la mera explotación económica dejaba paso a una presencia cada vez más organizada. La primera división provincial de Hispania se introduce por entonces, en el año 197 a. C., con la creación de la provincia de Hispania Ulterior, con capital en Cartago Nova, y la Citerior, que la tenía en Tarraco, mientras la fundación de ciudades afirma el control efectivo del territorio. A pesar de ello, la historia de esta primera centuria de la Hispania romana es, ante todo, una historia de guerras, solo de tanto en tanto intercalada de medidas diplomáticas como los repartos de tierras o las concesiones de ciudadanía. Guerra terrible, guerra de fuego, como la denominó Polibio, que renacía una y otra vez de sus cenizas; conflicto eterno, alimentado por la despiadada explotación romana y la indomable voluntad de celtíberos y lusitanos, austeros habitantes de tierras sobre las que poco habían soplado los vientos civilizadores del Mediterráneo; querella que legó al imaginario colectivo episodios de heroísmo y abnegación, pero también de traición y muerte, y regaló al idioma sonoros adjetivos, sinónimos de insobornable orgullo y feroz

resistencia. Guerra, en fin, que brindó al nacionalismo español de otras épocas iconos como Viriato o Numancia, de los que modelar, abstracción hecha de la verdad histórica, epítomes de las virtudes patrias. Porque la traición no podía dejar de ocupar su lugar en una guerra tan terrible. Allí donde no llegaba la espada, lo hacía la ambición, el ansia de riquezas o de poder. Y los generales romanos, buenos conocedores de las miserias del alma humana, lo sabían bien y no dudaban en valerse de ello sin escrúpulo alguno si así lograban sus fines. La derrota de los lusitanos, pobladores de las tierras centrales de los actuales territorios portugueses y extremeños, pareció requerir de tan malas artes. Ya a mediados del siglo II a. C. el pretor Galba se valió del engaño para atraer a su campamento a millares de jóvenes lusitanos con la promesa de un reparto de tierras que concluyó en una masacre y la deportación a la Galia como esclavos de la mayoría de los supervivientes. Uno de los pocos que lograron huir fue Viriato, un pastor de origen humilde pero hábil conductor de hombres que puso en jaque durante años a los ejércitos romanos enviados contra él, extendió la rebelión a los celtíberos y llegó a someter a su control un gran territorio en el sudoeste peninsular. La situación se tornó tan compleja que los romanos llegaron a temer por Hispania y en el 140 a. C. firmaron un acuerdo de paz con el caudillo rebelde que lo convertía en aliado de Roma y jefe de una Lusitania federada con ella.

Muerte de Viriato, por José Madrazo (1808), Museo del Prado, Madrid. El caudillo lusitano (180-139 a. C.) ha pasado a la historia como símbolo de la resistencia heroica de los pueblos ibéricos frente al invasor romano, al que mantuvo en jaque durante siete años valiéndose de la guerra de guerrillas.

La vigencia de este tratado fue escasa, porque no eran pocos en Roma quienes lo tenían por una cesión vergonzosa, de modo que la guerra se reavivó pronto. Pero para entonces, los romanos se habían cansado de un conflicto que parecía imposible concluir y optaron por ganar fuera del campo de batalla lo que perdían una y otra vez en él. En el 139 a. C., tres lugartenientes de Viriato sobornados por el pretor Quinto Servilio Cepión apuñalaron al caudillo lusitano en el cuello mientras dormía, con la armadura puesta, como era su costumbre. Pero poco después, cuando regresaron al campamento romano en busca de la recompensa que les había prometido, el

pretor les respondió con una de esas frases a través de las cuales la leyenda se cuela de rondón en los libros de historia: «Roma traditoribus non praemiat», ‘Roma no paga traidores’. Quizá no lo hacía, pero sin duda los contrataba.

15 ¿SENTÍAN LOS ROMANOS UN ESPECIAL AFECTO POR LOS CAMPOS DE BATALLA ESPAÑOLES? A fuerza de sangre y de botines, Hispania quedó, sin más excepción que el norte, hogar de los indómitos vascones, cántabros y astures, incorporada al mundo romano. Por ello, la traumática metamorfosis que la ciudad del Tíber, ahíta de conquistas, experimenta en el último siglo antes de la era cristiana no podía dejar de afectarla también. Las guerras civiles, estertor prolongado de la república romana y agudo dolor de parto del Imperio, tuvieron en Hispania un escenario privilegiado. En tres ocasiones se enfrentaron los generales romanos y sus ejércitos, dirimiendo en apariencia pleitos entre el Senado y las asambleas populares, disputándose en la práctica el señorío absoluto sobre el mundo, convertido ya el poder político en mero corolario de la autoridad sobre las legiones, a cuyo marcial paso se ensanchaba la hegemonía romana sobre el Mediterráneo. Y tres veces ganó Hispania protagonismo en la historia de los romanos. Tras la primera de ellas, entre los años 80 y 72 a. C., derrotado el popular Mario a manos del aristócrata Sila y aupado este a la dictadura personal, se refugia en Hispania un antiguo partidario del primero: Quinto Sertorio. Hábil comandante de tropas y capaz organizador de masas, comprendió el potencial que ofrecía la península ibérica si la fuerza amorfa que nacía de la indomable voluntad de sus pueblos, todavía rebeldes a la autoridad romana, encontraba un líder capaz de merecer su devoción y de agruparlos en pos de un objetivo

común. Sertorio, buen conocedor del alma celtíbera y lusitana, supo ganarse su confianza y soñó hacer de una Hispania romanizada el instrumento de la derrota de la Roma de los aristócratas para restaurar en ella la república de los ciudadanos. Durante ocho años dio forma a su sueño. Con una mano modeló instituciones copiadas de las romanas, nombrando senadores, ungiendo magistrados, vistiendo la toga a los padres y enseñando a sus hijos el latín. Con la otra, mantuvo en jaque a los ejércitos senatoriales enviados para someterle, derrotándolos una y otra vez con las más hábiles estratagemas. Porque fue la sertoriana, como antes la lusitana, guerra de emboscadas y guerrillas, presagio de la que otros habitantes de la misma tierra, veinte siglos después, harían a otro imperio portador del progreso a golpe de espada. Una guerra que requirió el concurso de los más competentes generales romanos y, de nuevo, el acerbo veneno de la traición para llegar a un final que la mera comparación de las fuerzas enfrentadas presagiaba inevitable. Una guerra, en fin, que, junto al sueño de Sertorio, mató para siempre la conciencia indígena y sacrificó el iberismo en el altar de la romanidad.

Grabado del siglo XIX que recrea la escena de la muerte de Quinto Sertorio, en un banquete al que fue invitado por algunos correligionarios para celebrar una supuesta victoria sobre sus rivales.

Quizá por ello pudo reclamar Hispania en la segunda guerra civil romana un papel clave. Sus protagonistas, César y Pompeyo, rigieron en algún momento los destinos de sus provincias, la Ulterior el primero, la Citerior el segundo; depredaron sus riquezas y dejaron a su marcha nutridas clientelas a las que reclamar después los favores prestados. Enfrascado luego César en la conquista de las Galias y convertido Pompeyo en campeón de la oligarquía romana, trabajó este para atraer a su causa las clientelas cesarianas de la Ulterior, mientras el Senado maniobraba para privar de todo poder al vencedor de Vercingetórix y aupar a su valedor a una dictadura sin el nombre que asegurase sus privilegios frente al embate de las asambleas populares. Advertido César de las intenciones de sus oponentes, traspasó con sus legiones el Rubicón, la barrera interpuesta por las leyes a la ambición de los generales victoriosos, que no podían penetrar en Italia con sus tropas. Corría el 49 a. C., y, sorprendidos así los pompeyanos, se apoderó de Roma y de Italia entera en muy poco tiempo, obligando a huir a Pompeyo a Grecia. Entonces, en lugar de perseguir a su enemigo, arriesgándose a dejar a sus espaldas, intacta, toda la fuerza que aquel conservaba en la península ibérica, César se lanza contra las siete legiones, apoyadas por nutridas tropas auxiliares, que su rival poseía en Hispania. Tras la decisiva pero poco sangrienta derrota del pompeyano Afranio en Ilerda, César es dueño de la península, donde, como un nuevo Sertorio, se conduce con magnanimidad, concediendo premios a las ciudades que le habían sido fieles, regalando por doquier la ciudadanía romana y limitándose a licenciar sin castigo a las tropas de su competidor. Nombrado primero dictador y luego cónsul, parte entonces para Grecia y allí derrota a Pompeyo en la batalla de Farsalia (48 a. C.). Tras la muerte de este en Egipto, donde había huido en busca de asilo, y pacificado el Oriente, la guerra podría haber concluido. Pero Hispania se resiste a abandonar el escenario de la historia. Las poblaciones romanas e indígenas de la Ulterior, resentidas con el belicoso y rapaz gobernador cesariano de la provincia, llaman en su ayuda a los hijos de Pompeyo, Cneo y Sexto, y prenden de nuevo la llama de la guerra en la península. Contienda mucho más dura esta vez y ensombrecida por sangrientas matanzas y saqueos, prolongada por la estrategia pompeyana de refugiarse tras los muros de las ciudades, huyendo de la lucha en campo abierto, en la que César llevaba todas las de ganar, solo

concluyó cuando la derrota de Munda (44 a. C.) terminó con las esperanzas de los pompeyanos, tratados ahora con extrema dureza por un César que había entendido la sublevación de la Ulterior como una traición hacia su persona. Muerto aquel hombre sin par, sin tiempo apenas de saborear las mieles del poder absoluto, y exterminado el partido pompeyano, al poco se avivaron de nuevo las brasas de la guerra. La rápida derrota en Filipos (42 a. C.) de los nostálgicos de la vieja República y el entendimiento inicial entre los herederos de César deja pronto paso a una lucha fratricida en la que sus protagonistas, Marco Antonio, Lépido y Octavio, se suceden en el control de las Hispanias, sin llegar nunca a enfrentarse en su suelo. Esta tercera guerra civil será, no obstante, la última. Su desenlace, el triunfo absoluto de Octavio, pronto proclamado Augusto (27 a. C.), concluye la agonía de la moribunda República y da vida a la dictadura militar enmascarada tras ropajes civiles que venimos conociendo como Imperio. Y será Augusto el llamado a culminar la conquista de Hispania. Furioso por las continuas correrías de cántabros y astures, y seducido por la riqueza metalífera de sus tierras, el flamante emperador conduce en persona una campaña que vuelve a ser, una vez más, tan rica en artimañas y emboscadas como pobre en batallas en campo abierto. Tras diez años de lucha, sería Agripa, el más fiel de los generales de Augusto, el que pondría fin a las guerras en Hispania (19 a. C.). Por fin, después de doscientos años de continuas revueltas, quedaba aquella pacificada y sometida definitivamente al señorío de Roma.

16 ¿ADORABAN LOS ROMANOS EL PESCADO DE CÁDIZ… AUNQUE ESTUVIERA PODRIDO?

La paz lograda tras la conquista de la península ibérica a manos del Imperio romano aceleraría la transformación de la economía de Hispania. Es cierto que nuestra tierra no dejó nunca de ser para Roma una colonia, a un tiempo fuente de materias primas y productos semielaborados, y mercado para los bienes de lujo procedentes de los talleres de Italia. Pero también es cierto que los romanos aplicaron las técnicas más avanzadas que se conocían entonces en Occidente para la explotación de los recursos de la península, que extrajeron con una habilidad que tardaría muchos siglos en igualarse; que bajo su férula se cubrió Hispania de calzadas que comunicaban los núcleos urbanos más importantes y abrían camino hacia los bulliciosos puertos a los minerales arrancados a golpe de pico al fecundo vientre del país, y que con su colaboración, bien que impuesta y nunca solicitada por los pueblos indígenas, entraba de lleno Hispania, a pesar de su posición periférica en el Mediterráneo, tornado ya en lago romano, en una economía globalizada cuyos más remotos tentáculos vinculaban las frías estepas del norte de Europa con los exóticos mercados de Extremo Oriente. La agricultura y la ganadería constituían los cimientos de la economía de las provincias hispanas, aunque solo en las tierras más romanizadas y ricas del sur y el este se implantó una explotación racional de los campos, cuya intensidad operó la primera transformación importante del paisaje. Inmensos latifundios, en cuyos surcos se afanaban los esclavos para llenar aún más los henchidos bolsillos de la aristocracia romana, cubrieron los campos andaluces y levantinos, que contemplaron la extensión de los canales de riego, los frutales injertados, el trillo o el arado. Los cereales, el vino y el aceite viajaban en panzudos barcos de carga hasta los muelles que se les abrían ávidos en la lejana Roma, mientras las feraces huertas inundaban de frutas y hortalizas las mesas de los pudientes locales. Ajenas a este dinamismo, solo las tierras todavía agrestes de la Meseta y el norte, menos atractivas para los latifundistas, seguían en manos de las comunidades indígenas, más apegadas a veces al pastoreo que a la agricultura, o de antiguos legionarios menos afortunados en el reparto de las parcelas con que el Estado premiaba dos décadas de vida militar, vinculadas aún a formas de explotación tradicionales y menos productivas.

Otras actividades disfrutaron de un esplendor aún mayor. El generoso subsuelo hispano se mostró con los romanos aún más pródigo que con sus predecesores. La plata y el plomo de Cástulo, el mercurio de Almadén, el cobre y el estaño onubenses, el oro gallego y el hierro septentrional manaban de unas minas explotadas con una racionalidad desconocida. Técnicas muy avanzadas, diestros ingenieros griegos, trabajadores esforzados a golpe de látigo o de salario y negotiatores celosos de recuperar mediante el esfuerzo ajeno las cuantiosas cantidades adelantadas al erario de un Estado que nunca renunció a la propiedad de las minas, se combinaban para alcanzar fabulosas cifras de producción. Hispania, granero del Imperio, agotadas o en evidente decadencia otras regiones metalíferas, fue también su filón.

Paisaje de Las Médulas, en la comarca leonesa de El Bierzo. El alucinante paisaje de estas antiguas minas de oro a cielo abierto muestra por sí solo la eficacia de las técnicas romanas, que, a decir de Plinio el Viejo, administrador en su juventud de ellas, permitían obtener una producción de 20 000 libras anuales (unos 7000 kg.).

Más humilde en apariencia, la salazón de pescado, una actividad que contaba en las costas andaluzas con una secular tradición, se benefició también del extraño gusto romano por las salsas de sabor intenso. El garum, elaborado en las factorías meridionales a partir de vísceras maceradas de atún, esturión o caballa, habría de convertirse en uno de los manjares más apreciados en las siempre exóticas mesas de los aristócratas, alimentando así una industria de enorme potencial multiplicador que requería cuantiosas inversiones y un gran esfuerzo de organización. Y es que esta actividad, que se desarrollaba en verdaderas factorías, llevaba de la mano muchas otras, como la construcción naval, la confección de redes y aparejos, la extracción y el comercio de la sal o la elaboración de vasijas de cerámica. No debe extrañarnos, en consecuencia, que muchas monedas acuñadas en ciudades de la Bética se adornen con atunes. En estos humildes peces residía buena parte de la riqueza de las costas meridionales de Hispania.

17 ¿SE PELEABAN LOS ROMANOS POR LA ANCHURA DE LA FRANJA ROJA QUE ADORNABA SUS TOGAS? Desde su conquista, Hispania tardó bien poco en reproducir las instituciones sociales de la metrópoli, si bien con las diferencias impuestas por las culturas indígenas. Las formas autóctonas se conservaron con mayor pujanza, como es lógico, allí donde la penetración de lo romano fue menor o más tardía, en especial en la Meseta, Galicia y el norte peninsular, pero el tiempo tendió a eliminar de manera progresiva lo indígena o al menos a reducirlo mediante su asimilación a las instituciones sociales romanas análogas. Así, el modelo

romano basado en la desigualdad legal entre individuos, la familia sometida a la autoridad del varón y la personalidad jurídica de los vínculos entre linajes emparentados terminó por imponerse. La fundación de colonias romanas de veteranos, que casi siempre habían de contraer matrimonio con mujeres indígenas; la extensión de la ciudadanía entre las élites locales, que veían en Roma a la garante de su preeminencia social, y la concesión de tan privilegiado don a ciudades enteras facilitaron el proceso. Así surgió una sociedad caracterizada por un complejo entramado de estatutos jurídicos personales y territoriales, a menudo no coincidentes, en la que la distinción más simple, la establecida entre siervos y libres, no bastaba para disimular la enorme diversidad existente entre estos últimos. La frontera más nítida, por la brutal crueldad de su significado, era la que separaba esclavos de hombres libres. Los primeros eran, a decir de los juristas romanos, herramientas parlantes, ni siquiera acreedores al elemental derecho a la vida. Sin embargo, las condiciones de su existencia podían variar mucho en función de la humanidad de su amo y la índole de sus ocupaciones, pues entre los esclavos se contaban desde trabajadores de los campos, minas y talleres, que llegaron a alcanzar en Hispania un número muy importante, hasta pedagogos encargados de la educación de los hijos de los pudientes, pasando por el nutrido servicio doméstico de las grandes mansiones. Además, la manumisión, acto jurídico en virtud del cual un esclavo recibía la libertad, era frecuente y no suponía, como en otras épocas de la historia, la indigencia automática del antiguo siervo, ya que este quedaba unido a la familia de su amo por lazos de clientela que obligaban a aquel a mantenerle a cambio de ayuda y respeto. Los libertos se convirtieron así en un grupo social nada despreciable del que llegaron a depender en muchos casos funciones de carácter administrativo y que, transmutados en clientes, decían mucho del poder y la liberalidad de un noble romano.

Charles Laughton interpretando al senador Graco en la película Espartaco de Stanley Kubrick (1960). La túnica laticlavia, decorada con una franja púrpura de tres pulgadas de anchura, era el distintivo más visible del orden senatorial.

Ya entre los hombres libres, cobró especial significado la linde trazada entre los varones poseedores de la ciudadanía romana y los carentes de ella. Estos, al principio mayoría aplastante en Hispania, no poseían, con independencia de su riqueza, fuera grande o pequeña, más derechos que los civiles. Podían contraer matrimonio reconocido legalmente, poseer bienes y legarlos en herencia, pero quedaban excluidos del proceso de toma de decisiones en el ámbito municipal, reservado a los ciudadanos. De ahí que su aspiración fundamental fuera contarse entre ellos. Por desgracia, no existía una forma de lograrlo que dependiera en exclusiva de su esfuerzo personal. Por ricos que llegaran a ser, la ciudadanía romana era siempre una concesión, un favor que se obtenía como pago por los servicios prestados y que dependía de la generosidad o el interés de un individuo concreto —un general, un magistrado— con suficiente poder para ello. Pero el esfuerzo valía la pena. Los ciudadanos poseían en exclusiva los derechos políticos, participaban en las asambleas locales, se reservaban la facultad de apelar a los tribunales romanos y no podían sufrir castigos de índole corporal. Aún así, las diferencias entre ellos también eran enormes. En

sus filas militaron tanto los ricos oligarcas que monopolizan las tierras, el comercio y las magistraturas como los pobres de solemnidad que subsistían de la caridad individual, bien vista por los usos romanos e incluso ineludible para los pudientes, o de la beneficencia pública, encarnada en repartos gratuitos de pan y asistencia sin cargo a los espectáculos. Pero incluso entre los ricos se establecían diferencias en virtud de la magnitud de su fortuna. Eran los denominados ordines, que se configuraban como tres estratos sociales delimitados por precisas exigencias patrimoniales a los que se vinculaba la facultad de aspirar a determinados cargos. Así, el orden superior, llamado ordo senatorialis, exigía a los aspirantes a formar parte de él la posesión de tierras suficientes para garantizar una renta anual de un millón de sestercios. De entre sus miembros se elegía no solo a los senadores, como su propio nombre indica, sino también los magistrados más importantes, como los cónsules, pretores, censores, ediles y cuestores, y solo ellos mandaban ejércitos y gobernaban provincias. Inmediatamente por debajo, los llamados caballeros, integrantes del ordo equester, debían obtener rentas de un mínimo de cuatrocientos mil sestercios anuales, si bien en este caso no se limitó su origen a la propiedad de la tierra, como en el caso de los senadores. De ahí que los caballeros constituyesen el núcleo de la clase romana de comerciantes y financieros, concesionarios de minas o arrendatarios de impuestos. Por último, las oligarquías locales integraban el ordo decurionalis. Todos, senadores, caballeros y decuriones, estaban obligados a comportarse de acuerdo con lo que la tradición esperaba de las personas de su rango. Debían ejercer la beneficencia, sostener y ayudar a sus numerosos clientes y contribuir con prodigalidad a la conservación y el embellecimiento de las ciudades en las que residían o poseían propiedades. Hispania contaba al principio con pocos ciudadanos, pero su número fue creciendo desde los primeros años del Imperio gracias al pago de favores políticos a los hispanos ricos, la transmisión de padres a hijos de tal condición y, después, los sucesivos decretos imperiales que fueron extendiéndola a capas sociales cada vez más amplias. También hubo enseguida muchos decuriones y caballeros cuyas filas se engrosaron mientras iban poniéndose en explotación los fabulosos recursos del país y se estrechaban los lazos entre indígenas ricos y romanos ambiciosos. Estrabón nos cuenta que únicamente en Cádiz había en el siglo I d. C. cerca de

quinientos caballeros, número solo superado por la propia Roma y la próspera ciudad comercial de Pavía. Algo más hubieron de esperar los reñidos escaños del Senado para que en ellos se sentaran las primeras familias encumbradas por las feraces tierras de la Bética, aunque el honor de ser el primer cónsul de origen provinciano corresponde a un hispano, Lucio Cornelio Balbo, que alcanzó la primera magistratura de la República en el 40 a. C. Corría ya el siglo I de nuestra era cuando los Ulpianos, los Balbos o los Trajanos pudieron embellecer sus togas con la envidiada laticlavia, la franja de color púrpura de tres pulgadas de anchura que servía de distintivo a los senadores. Pero no hubo que esperar mucho para que la capital del mundo tuviera un amo de origen hispano. Trajano y Adriano, primero, y Teodosio, después, habían visto la primera luz bajo el cálido sol de una Hispania encumbrada ya al puesto de honor entre las provincias romanas.

18 ¿HABÍA TAMBIÉN SENADO EN LAS CIUDADES ROMANAS DE HISPANIA? Octavio Augusto, general invicto al que todo el ejército era leal, pudo sin rubor domesticar al Senado colocando en él a sus partidarios. Heredero de César y gran organizador, primero de la larga lista de emperadores romanos, se dedicó a concluir la obra que su padre adoptivo había iniciado en Hispania. Las dos provincias tradicionales dejaron paso a tres en el 27 a. C. La Hispania Ulterior fue dividida en dos, delimitadas por el actual río Guadiana: la Bética, al sur, con capital en Corduba, y la Lusitania, al norte, hasta el Duero, que la tenía en Emerita Augusta (Mérida). La antigua Hispania Citerior, incluyendo ahora las islas Baleares, cambió su nombre por el de Tarraconensis, prestado por Tarraco (Tarragona), su capital. Más novedosas

fueron las diferencias establecidas entre las nuevas provincias. La más romanizada y rica, la Bética, quedó bajo la administración del Senado, lo que quizá explica que uno de sus distritos mineros más productivos el de Cástulo, al este, le fuera arrebatado al poco a favor de la Tarraconense. Esta provincia, junto con la Lusitania, se la reservaba Augusto para su administración personal, con el pretexto de que se trataba de una zona aún poco romanizada y propensa a las sublevaciones.

Reconstrucción ideal de una ciudad romana de provincias. Su diseño era muy simple: de las puertas que se encontraban en el centro de las murallas partían dos calles principales que se cruzaban en ángulo recto formando un plano ortogonal: el Cardo Maximo, de norte a sur, y el Decumano, de este a oeste. En el cruce de ambas se encontraba el foro, donde se erigían los edificios públicos, y el mercado, donde se concentraba la actividad económica de la ciudad.

La Bética conservó así la administración tradicional y su endémica corrupción, sin más cambio que el del nombre del magistrado que allí se enviaba anualmente, ahora llamado procónsul, y la ausencia en ella de legión alguna. Por el contrario, las provincias imperiales se beneficiarían en adelante de una organización administrativa más eficaz, y, sobre todo, menos gravosa para sus habitantes. A su frente, un legatus Augusti reunía el mando militar y las competencias judiciales y administrativas, mientras un procurador

entendía de los asuntos económicos y fiscales. Como novedad, los provinciales pudieron por vez primera reclamar ante el emperador cuando se tenían por agraviados, contando así con un valedor quizá más dispuesto a escuchar sus quejas de lo que lo habían estado los rancios senadores de la vieja república. La administración, por otra parte, se densificó. Por debajo de las provincias, nacieron los denominados «conventos jurídicos», demarcaciones con un carácter en esencia judicial, aunque desempeñaron también otras funciones, diversas según las zonas, desde distritos para el reclutamiento de tropas hasta vehículo de difusión del culto imperial. Pero el papel estelar del armazón administrativo romano siguió correspondiendo a las ciudades, verdadera punta de lanza de la penetración territorial de Roma y el más eficaz instrumento de la asimilación cultural del mundo indígena. Allí donde imperaban aún las costumbres, las instituciones y los dioses autóctonos, las ciudades, en el sentido moderno del término, no existían. Su lugar lo ocupaban los populi que no eran sino territorios sometidos a la jurisdicción de un núcleo de población con escasa presencia romana. Lo romano llegaba del brazo de lo urbano. Los populi se convertían entonces en civitates que convivían con las que los propios romanos erigían por doquier, tejiendo una verdadera red urbana que definía el grado de romanización alcanzado en cada territorio: ciudades estipendiarias, sometidas al pago de impuestos; ciudades federadas y libres, beneficiadas de la exención fiscal ganada con su temprana alianza con los romanos; colonias fundadas para asentar a los legionarios licenciados; municipios de régimen latino, bendecidos solo a medias con el don de la ciudadanía… La ciudadanía romana, la plenitud de derechos políticos para la totalidad de sus habitantes libres, marcaba el estadio último en la evolución de una ciudad. Esta se convertía entonces en una pequeña Roma, que imitaba a escala reducida las instituciones de su modelo. El lugar del Senado lo ocupaba la Curia o Consejo de la ciudad, integrado por un centenar de opulentos miembros de la oligarquía urbana, los decuriones. Existía también una Asamblea, de la que formaban parte los ciudadanos, pero su poder de decisión era escaso. Dos magistrados anuales, los duunviros, trasunto de los viejos cónsules republicanos, encarnaban el poder ejecutivo, mientras los ediles trataban de preservar la limpieza y el orden en las calles y mercados, y

los cuestores ocupaban su tiempo en la administración del erario. Los sacerdotes, agrupados en colegios, dirigían el culto religioso. Y un verdadero enjambre de empleados y esclavos públicos se afanaba en sus labores de contable, escribiente, cartero, albañil, pregonero o vigilante. La defensa, dado que una vez concluida la conquista de Hispania solo permanecía en la península la Séptima Legión Gemina, acantonada en León, era también competencia de la ciudad que se valía para ello de sus propias milicias. ¿Cómo se sufragaban tan importantes gastos? Las arcas municipales contaban con escasos ingresos más allá de las multas y los exiguos alquileres de las tierras públicas. Sin embargo, la ciudad podía beneficiarse de la especial forma romana de hacer política, que se basaba, en última instancia, en la conquista de la fama y el reconocimiento de los conciudadanos. Ello exigía la inversión de crecidas cantidades de dinero que iban a parar a la organización de espectáculos públicos, la erección de monumentos o la construcción de termas, teatros y acueductos. Pero cada denario así gastado se recuperaba con creces una vez conquistada la apetecida magistratura. Esta no llevaba aparejado emolumento alguno, pero sí gran prestigio social, oportunidades de hacer pingües negocios y la posibilidad de acceder en condiciones ventajosas al arriendo de tierras municipales. Por ello, nunca faltaba un liberto rico dispuesto a comprar a precio de oro su ciudadanía; un acaudalado ciudadano deseoso de contarse entre los decuriones, o, en fin, un ambicioso aspirante a alguna magistratura interesado en darse a conocer. Los romanos, padres del derecho occidental, no dedicaron en esto grandes esfuerzos a definir con nitidez la línea que separa lo público y lo privado.

19 ¿ABANDONARON LOS HISPANOS A JÚPITER PARA ABRAZAR A CRISTO?

A través de la piedra de las calzadas y del surco del arado, bajo la coraza y la toga, en el foro y el pretorio, de la mano del latín y del derecho, los romanos trajeron también su literatura y su arte, su pensamiento y sus creencias. No tardó mucho la cultura romana en arraigar con fuerza en Iberia, múltiple y variopinta en sus raíces, pero encarrilada ya hacia una embrionaria unidad por obra de los colonizadores púnicos y helenos. La superioridad del latín desplazó enseguida hacia las márgenes de la corriente histórica a las culturas ibéricas y, de su mano, la cultura romana se impuso pronto entre los miembros de la clase dirigente hispánica que la abrazaron con entusiasmo. Tal fue su fervor que poco se demoró el tránsito de la simple asimilación a la producción cultural en toda regla. Ya en el siglo I, gentes como el gaditano Columela, amante de la botánica y la agricultura, Pomponio Mela, temprano geógrafo de las tierras del Viejo Mundo, y, sobre todos, el cordobés Séneca, precoz y estoico teórico del buen gobierno, enriquecieron con sus saberes el común acervo cultural de la latinidad. Mientras, Lucano narraba en su Farsalia, provocando los celos del inseguro Nerón, los avatares de la guerra civil entre César y Pompeyo; instruía Quintiliano a los jóvenes romanos en el arte de la palabra y fustigaban sin clemencia los epigramas de Marcial los vicios de su época. Mayores resistencias hubo de vencer la religión romana. Los dioses autóctonos no murieron de repente, como tampoco lo hicieron los de los fenicios y los griegos. Su retirada fue lenta y desigual, pues Roma, comprensiva, no pretendió nunca imponer sus divinidades, sino que, antes bien, absorbió a menudo las ajenas o, en el mejor de los casos, trató de asimilarlas a las suyas propias. Y así, en los campos y los bosques, en los ríos y las fuentes continuaron durante siglos los viejos ritos, las antiguas libaciones, las milenarias súplicas, y siguieron viviendo los terribles dioses de ultratumba y los benévolos protectores de la fecundidad y de la salud, los amables patronos de viajeros y artesanos y los violentos señores de la guerra. Y mientras, en las ciudades del Levante y de la Bética se levantaban templos a Roma y al emperador, cuyos orgullosos flámines apuntalaban con sus ritos la estabilidad política del Estado. La Tríada Capitolina (Júpiter, Juno y Minerva) era venerada en los foros y, en las moradas romanas, los autoritarios padres se tornaban sacerdotes de los intangibles lares y los generosos penates. Solo poco a poco fue la dilatada convivencia vistiendo a

los dioses autóctonos con ropajes romanos, aunque a menudo sin transformar más que su apariencia externa. Pero ya entonces soldados y comerciantes, cansados de una religión prosaica, ávidos de magia y de consuelo frente a un mundo en descomposición, volvían sus ojos hacia el seductor Oriente y traían a Hispania exóticos cultos, divinidades misteriosas, ritos secretos y místicos. Dionisos, Isis, Osiris y Serapis, Cibeles y Atis, Mitra e Ishtar fueron uno tras otro alzándose a los altares de los hispanos, desplazando al vetusto culto estatal. Todas ellas divinidades salvadoras que redimían con su muerte los pecados del hombre y le daban con su resurrección la esperanza de una vida inmortal; dioses de cultos intensos, vivos, teatrales, que conducían a los iniciados al paroxismo y al éxtasis en los que creían encontrar la comunión con la divinidad y la victoria sobre las miserias de este mundo, prendieron la llama intensa pero breve que serviría de puente para la llegada del cristianismo, que cruzó el estrecho de Gibraltar y penetró con fuerza en la península hacia el siglo III. Porque la nueva fe no arraigó en nuestras tierras al poco de la muerte de Cristo, de la mano de Santiago, san Pablo o los siete varones apostólicos fundadores de las primeras diócesis, como durante siglos han sostenido diversas tradiciones. Su penetración en la península debió de ser bastante más tardía y, desde luego, mucho más prosaica. Viajó, quizá, como el resto de los cultos orientales, en el petate de los soldados veteranos que cambiaban de destino, o en la sentina de los mercantes que, como en todas las épocas, descargaban de tanto en tanto en los puertos junto a sus pesadas cargas las ideas, las modas y los gustos nuevos de allende los mares. El norte de África, cristianizado antes que Hispania, parece la vía de penetración natural, escrita en las notables influencias de dicha región que muestran desde el primer momento los ritos de la Iglesia hispánica y en sus primeras herejías, gestadas también en el vecino continente.

Templo romano de Diana en Emerita Augusta, finales del siglo I a. C. Dedicado en realidad al culto imperial, es el único edificio religioso romano bien conservado de la ciudad que fuera capital de la provincia de Lusitania. Fuente: Wikimedia Commons.

En cualquier caso, el número de cristianos no dejó de crecer. Sabemos que ya había grupos de alguna importancia hacia el 250, en el momento de la terrible persecución decretada por el emperador Decio. La Bética, por su ubicación, sus muchas ciudades y su intensa romanización, habría sido la región con mayor arraigo del cristianismo, pero sin duda el nombre de Cristo se había escuchado también ya en las lejanas tierras del norte tan solo unas décadas después. Luego, la tolerancia interesada de Constantino, primero, y la oficialidad de Teodosio, hispano de la segoviana ciudad de Coca, después, alejarían por fin el fantasma de las persecuciones, asegurando al cristianismo la protección del Estado romano mientras moría en él el sueño liberador de los oprimidos. Hacia el 325, un hispano, el obispo cordobés Osio, presidía el concilio de Nicea, embarcada ya la Iglesia en su designio de afirmar por siempre su hegemonía sobre las conciencias, y apenas empezado el siglo V

Orosio, discípulo de san Agustín, atacaba sin piedad el paganismo y las herejías. La Hispania que modelaba su personalidad en las entrañas de la madre Roma se adivinaba cristiana.

20 ¿EXISTIERON SOÑADORES Y REVOLUCIONARIOS EN LA ESPAÑA ANTIGUA? Existieron como lo hicieron en todas las épocas y lugares, pues es cualidad del hombre sentir el malestar que nace del conflicto entre sus pulsiones y deseos y las normas de la sociedad en la que vive. Pero si los hubo, no cabe duda de que tardaron en aparecer y, cuando por fin lo hicieron, fueron el triste resultado de unas circunstancias que, lejos de la prosperidad de los primeros siglos de la presencia romana en la península, se habían deteriorado mucho, en especial para los humildes. Veamos cómo sucedió y quiénes fueron los que se revolvieron, de palabra o de obra, contra los tiempos que les tocó vivir.

Los favoritos del emperador Honorio, por John William Waterhouse, 1883. Art Gallery of South Australia. La actitud lánguida del emperador, que gobernó Occidente entre el 395 y el 423, simboliza a la perfección la decadencia irreversible que sufría el Imperio.

Hacia finales del siglo II, el Imperio romano inicia una lenta decadencia. Una economía debilitada por el fin de las conquistas, la consiguiente disminución del número de esclavos y el incremento de su precio ha de afrontar una presión creciente de los bárbaros en las fronteras. Los romanos responden cubriendo de defensas el Danubio y el Rin; afirman las fronteras orientales ante la amenaza persa y vigilan de cerca a los nómadas saharianos. El gasto militar se dispara. Los tributos crecen y comienzan a pesar como una losa sobre una economía debilitada por la escasez de mano de obra. Las manipulaciones de la ley de la moneda, burdo recurso para ahorrar oro y plata sin reducir el valor facial del dinero, agravan la crisis favoreciendo el atesoramiento de las monedas viejas, acelerando el gasto de las nuevas y provocando así la subida de los precios. Los talleres, privados de clientes, faltos de obreros y agobiados por los impuestos, empiezan a cerrar, el comercio se contrae y las ciudades se despueblan. Huyen primero las clases más pudientes, hartas de las crecientes exigencias del fisco. Lo hace luego el

resto, presa del desempleo y de los recaudadores, que busca refugio en las villas de los latifundistas, trocadas en economías cerradas capaces de producir cuanto necesitan, en las que hallan un terruño del que subsistir a cambio de una parte de la cosecha y del compromiso de no abandonarlo. La clase media languidece. Entre los honestiores —latifundistas, obispos, generales, altos funcionarios— y los humiliores —libertos, artesanos arruinados, campesinos atados a la tierra— apenas queda nada. Las hojas del calendario parecen pasar hacia atrás mientras se abre paso un mundo silente de ciudades en ruinas, caminos descuidados e inseguros y campos que producen apenas lo necesario para alimentar a sus labradores. Roma se moría y, sin ella, Hispania no podía subsistir. La economía, esclava de la exportación, se asfixia cuando la demanda se desploma. Sobreviven tan solo algunas cargas de aceite, salazones y metales que de tanto en tanto embarcan en solitarias naves que parten hacia el incierto futuro. La explotación de los campos cambia, sin clientes, carece de sentido producir para el mercado. El monocultivo de cereal, olivo o vid deja paso a una mayor diversificación, que piensa más en el necesario alimento de los cada vez más numerosos habitantes de las villas que en la venta de las cosechas. La tríada mediterránea ha de convivir con el pastoreo de los rebaños, el cuidado de los bosques y la caza. Cerrados los talleres urbanos, las villas acogen artesanos que producen aperos de labranza, vasijas y telas. Incluso los artistas se rebajan ahora al papel de simples decoradores domésticos que cubren sus suelos de mosaicos y embellecen sus paredes con mitológicos frescos. La industria conservera se contrae; las minas cierran. La prosperidad de Hispania es ya tan solo un brumoso recuerdo incapaz de atenuar las penalidades del arduo presente y la angustia ante el incierto futuro. Pero las penas no pesan por igual sobre el conjunto de los hispanos. Para la gran mayoría de los esclavos, ahora colonos que trabajan su minúsculo terruño a cambio de una parte de las cosechas, la situación apenas ha empeorado; no ha hecho sino equipararse a la de los campesinos, antes libres, que, atemorizados ahora por igual por los recaudadores y los bandidos, no pueden sino acogerse a la protección de un terrateniente, convertido a cambio en dueño de sus tierras, a las que quedan atados de por vida. Y no es muy distinta tampoco su condición de la del artesano huido de la miseria urbana y refugiado también tras los protectores muros de la villa, ambigua en su doble

papel de presidio y fortaleza. Pero no todos aceptan con resignación un destino tan triste. Muchos, llevados al borde de la desesperación por la política fiscal opresiva y la miseria creciente, rechazan ceder sus tierras a los latifundistas y abrazan soluciones más drásticas, nutriendo un verdadero movimiento revolucionario que preconiza una sociedad más justa. Los violentos bagaudas, que descargan sus iras contra la oligarquía terrateniente, o los heréticos seguidores del obispo abulense Prisciliano, que denuncian la nefanda alianza de la Iglesia con los poderosos, no son sino dos caras del mismo fenómeno de desaliento de los humildes, aplastados por las ruinas de un mundo que se desmorona. ¿Cuáles son sus ideas? ¿Cómo ven el mundo estos revolucionarios cuya dignidad no les permite ceder sin resistencia los frutos de una vida de trabajo? Conocemos bien las ideas de Prisciliano que propugnaba el retorno de la Iglesia a la pobreza de sus primeros tiempos, integraba a las mujeres en una liturgia renovada de la que el baile formaba parte importante y condenaba con fervor la esclavitud como institución contraria al mensaje de Cristo. De los bagaudas nada sabemos. Sus integrantes, campesinos, libres o no, indigentes, esclavos huidos, objetores fiscales, formaban bandas armadas que asaltaban las villas de los ricos, laicos o eclesiásticos, y llegaban a desafiar con éxito a las legiones. No eran simples bandoleros y mucho menos facinerosos. En su violencia latía el espíritu revolucionario, el anhelo de una sociedad más justa, una inconsciente pulsión igualitaria azuzada por la miseria y los abusos. Pero no tolerarán los poderosos que les aplaste la ira de los humildes. La utópica rebeldía campesina de los bagaudas habrá de humillarse ante la razón violenta de las armas, dirigidas tan solo contra los que pretenden alterar el orden establecido, mientras Prisciliano ve condenadas sus ideas como herejía contra la fe revelada, cuyo dogma la Iglesia aliada de los poderosos se reserva en exclusiva. Las clases acomodadas tardan bien poco en ver en los antes odiados bárbaros la única garantía eficaz de sus intereses, impresión que ellos se preocupan por confirmar respetando la ley romana, la primacía de la Iglesia católica y las propiedades de los ricos. Los visigodos, otrora temibles enemigos, serán pronto los aliados necesarios para dejar las cosas en su sitio. El pacto está servido; el comienzo del Medievo, también. La caída de Roma marca el fin de una era.

LA EDAD MEDIA I: LA INVASIÓN MUSULMANA

21 ¿ENTRARON LOS VISIGODOS EN HISPANIA CON EL PERMISO DE LOS ROMANOS? La decadencia de Roma parece irreversible desde finales del siglo III. La guerra civil, la amenaza de los bárbaros, la rápida sucesión de emperadores incapaces de asentarse en el trono… son síntomas de una enfermedad de difícil remisión. Sin embargo, no faltará quien administre al enfermo un tratamiento de choque con la ilusión de revivirlo. Diocleciano (284-305), primero, y Constantino (306-337), después, tratan, en el arduo tránsito entre los siglos III y IV, de devolver a Roma la grandeza perdida. Sus reformas se extienden por doquier. La moneda se fortalece, los impuestos crecen, el Ejército se reorganiza, la Administración se renueva. Pero algunas medidas son erróneas y otras llegan demasiado tarde. La economía no se recuperará a

resultas de una mayor presión fiscal o de la adscripción forzosa de los hijos a los oficios de los padres; un Ejército más poderoso poco podía durar sin los recursos necesarios para mantenerlo; la nueva estructura dual del Imperio, dividido entre Oriente y Occidente, no es sino una confesión de lo imparable de las fuerzas disgregadoras que solo consigue sobrecargar aún más con su costosa burocracia las extenuadas finanzas de Roma. Hispania, convertida en diócesis dependiente de la prefectura de la Galia, una de las dos en que ha quedado dividido el Imperio romano de Occidente, cuenta con siete provincias, al sumarse a las tradicionales Bética, Lusitania y Tarraconense las ahora creadas de Gallaecia, Carthaginensis y Balearica, y agregarse a su dependencia la provincia norteafricana de Mauritania Tingitana. Al frente de Hispania, un vicario representa la autoridad del prefecto sobre la península, como el gobernador, auxiliado por un comes con funciones militares, lo hace en cada provincia. Nuevos cargos, nuevos gastos; no sirve de nada. El colapso de la economía no se detiene y el enorme esfuerzo fiscal que sus habitantes han de soportar no basta, a pesar de las torres y murallas que se extienden por doquier y de la ubicua presencia de los ejércitos, para preservar las fronteras del ataque de los bárbaros. Ya en el siglo III, los francos y alamanes llegan con sus correrías a los campos de la Tarraconense. En el 409, un año antes de que Roma sufra el humillante saqueo de los visigodos de Alarico, suevos, alanos y vándalos, originarios de las tierras del Rin y del Danubio, se desbordan como una marea imparable que anega las indefensas tierras hispanas. Impotentes ante la furia germánica, los césares recurren a otros bárbaros para recuperar su antaño próspera provincia. Durante décadas, la península sirve de escenario a luchas continuas que devastan sus campos y terminan de arruinar sus ciudades. Por fin, los visigodos, aliado su rey Walia con el emperador Honorio (418), que paga sus servicios con seiscientas mil medidas de trigo, aniquilan a los alanos y a los vándalos silingos y regresan a sus hogares del sur de la Galia, mientras los vándalos asdingos cruzan el estrecho. Pero no es sino una solución temporal. Los suevos no han sido vencidos y sus correrías siguen asolando Hispania. La Tarraconense, libre de sus razias, sufre bajo la rebeldía de los bagaudas. Por ello, derrotado el rey huno Atila a las puertas de Roma (451), son llamados de nuevo los visigodos a la península. Las tropas de Teodorico II vencen a los suevos y los recluyen

en sus tierras gallegas, mientras los bagaudas son también sometidos por las armas. Así que es cierto: los visigodos entraron en Hispania con permiso de los romanos. Pero lo que luego hicieron con ella fue cosa suya. Roma poco podía hacer ya por impedirlo.

El saqueo de Roma por los visigodos de Alarico (410) en una miniatura del siglo XV. Tras mantenerse inexpugnable durante ocho siglos, la caída de la capital de Occidente en manos de los bárbaros produjo tal conmoción en el Imperio que fueron muchos, entre ellos san Agustín, los que creyeron llegado el fin del mundo.

Sin embargo, lo que hicieron no disgustó a los hispanorromanos. Independientes de facto a pesar de su nominal dependencia del Imperio, lo serán de iure cuando este, por fin, se desmorone (476). Pero la caída de Roma no es sino un símbolo que en nada cambia la vida de los hispanos, que se saben amparados por su superioridad en número y en grado de civilización. Los visigodos son muy pocos, apenas un par de cientos de miles entre una población de millones. Su intención inicial, asentarse en enclaves aislados, viviendo de sus rebaños y de las gabelas impuestas a los hispanos; gobernarse por sus leyes consuetudinarias, dejando a los romanos su derecho; conservar sus creencias arrianas sin estorbar el culto católico, y ejercer el poder político sin alterar el orden social, pronto se revela insensata. Lo es porque la derrota

sin paliativos de Alarico II en Vouillé (507) fuerza a los visigodos a trasladar el centro de gravedad de su reino, que conservaba su dominio sobre Aquitania y su capital en Tolosa, a Hispania, abandonando a los francos el señorío de las Galias con la sola excepción de la Septimania, al sur del país vecino. Y lo es, sobre todo, porque la superioridad de la cultura latina atrae con irresistible energía al pueblo ocupante. Poco a poco, los más perspicaces de sus líderes comprenden que, como antes hiciera la orgullosa Roma ante la Grecia humillada por sus legiones, frente una población superior en número y cultura no cabe el aislamiento. La historia de estos primeros siglos del Medievo en nuestra tierra no será la gesta de la visigotización de los romanos, sino la saga de la romanización de los visigodos. El proceso, no obstante, será lento. El latín se impone por sí solo, recubriendo al pueblo invasor como el nácar de las ostras recubre un cuerpo extraño introducido en su interior, hasta convertirlo en algo propio y hermoso. La reconstrucción de la unidad territorial de Hispania llevará más de un siglo y requerirá de un pertinaz esfuerzo. Iniciada por Leovigildo, triunfador sobre suevos y vascones, solo se completará cuando, ya en el siglo VII, Suintila expulse del sur a los bizantinos empeñados en reconstruir la vigencia imposible del Imperio romano. La unificación religiosa no será tampoco fácil. El mismo Leovigildo intuye ya su gran valor como herramienta para afirmar la inviolabilidad del trono frente a las ambiciones nunca satisfechas de los nobles habituados a ver en el rey un primero entre iguales. Pero, errado el monarca en la religión escogida, será su hijo Recaredo quien, renunciando al delirante deseo de imponer el arrianismo a la aplastante mayoría de católicos (III Concilio de Toledo, 589), suture la herida del enfrentamiento religioso y haga de los obispos el mejor sostén de una monarquía empeñada en afirmar su autoridad universal. Las subsiguientes persecuciones de los judíos decretadas por los obispos católicos, envalentonados por la riqueza adquirida a costa de los arrianos, y la preponderancia ganada en las instituciones del reino empañará, no obstante, el brillo de la paz religiosa. Resta tan solo para dar por concluida la construcción de un Estado hispano visigodo derribar las barreras jurídicas establecidas por los primeros reyes godos entre ocupantes y ocupados. Una vez más, Leovigildo da los primeros pasos, eliminando el tabú de los matrimonios mixtos y derogando los códigos legales segregadores. Pero el

proceso solo alcanza su culminación cuando el Liber Iudiciorum de Recesvinto (654) se erige en único texto legal válido tanto para romanos como para godos, sin distinción de fueros. Desde entonces, unos y otros solo conocerán una lengua, una ley, una fe y un soberano.

22 ¿FUE EL REINO VISIGODO DE TOLEDO LA PRIMERA ENCARNACIÓN HISTÓRICA DE ESPAÑA? ¿Fueron los visigodos los fundadores de la nacionalidad española? La respuesta no es simple. Los primeros en conferir a la península ibérica una personalidad propia fueron sin duda los romanos, tanto, que muchos de los aquí nacidos lo reconocieron así dejando escritos epitafios en los que se proclamaban «hispanos de nación». Roma terminó de dotar de identidad común al mosaico de pueblos sobre el que fenicios y griegos habían impulsado ese proceso de homogenización cultural que conocemos como iberización. Primero como reacción defensiva contra los invasores; después, apagado ya el rescoldo de la rebeldía, forzándolos a integrarse en su mundo de mercaderes, banqueros y senadores, aunque el sentido de pertenencia fuese muy distinto en intensidad en la romanizada Bética y en las agrestes montañas del norte. Fue, además, el nombre que los romanos le dieron al territorio, y no el de los bárbaros que lo heredaron, el que dio lugar al de la nación moderna, mientras Inglaterra recibía el suyo de los anglos y Francia de los francos. A Roma debe también Iberia su primera articulación económica, construida sobre su densa red de calzadas, sus incansables factorías, sus dinámicos puertos, sus bulliciosas ciudades y sus productivos latifundios. Su derecho, en apariencia enterrado en la oscuridad de los siglos medievales, no murió nunca del todo y pronto renació, primero para apuntalar

la voluntad real de recuperar el poder perdido y luego, mucho más tarde, como fundamento del derecho occidental moderno. El cristianismo, llegado también a Hispania desde la Roma de Pedro, arraigó tanto en esta tierra que llegó a erigirse en símbolo de su identidad colectiva, aun al precio de construirla quizá en demasía sobre el rechazo de la diferencia religiosa. Y nuestras lenguas, degeneradas en romance, renacidas en castellano, catalán, valenciano o gallego, han sido y son nada más que latín, la lengua que nos enseñaron los hijos de Rómulo, aunque nunca la hablásemos como ellos, sino con ese acento pingue atque peregrinum que Cicerón atribuye a los hispanos, el mismo con el que el césar Adriano, oriundo de Itálica, provocó las sonoras carcajadas del Senado romano al pronunciar ante él su primer discurso.

Busto de Adriano, Museos Capitolinos, Roma. Nacido en Itálica, cerca de la actual Sevilla, gobernó el Imperio entre los años 117 y 138, y fue, después de su tío Trajano, el segundo emperador romano de origen hispano.

Los visigodos recibieron esa herencia extraordinaria y la preservaron, aunque con limitaciones. Su Estado, a pesar de su aparente solidez, se asienta sobre cimientos frágiles. El poder real, impresionante tras los títulos del monarca y los símbolos externos de su poder, copiados de la tradición romana, es siempre débil. La magnificencia del Aula Regia, consejo asesor del rey, y la modernidad del Oficio Palatino, verdadero gabinete ministerial,

no ocultan que son los magnates y obispos quienes gobiernan en nombre del soberano, obligado a escoger entre ellos a sus ministros. Y es que a pesar del decidido respaldo a la autoridad real de la Iglesia, que llega a considerar sacrilegio la sublevación, y de la aparente evolución del Estado hacia la monarquía absoluta y hereditaria, la nobleza conserva un gran poder. Sus riquezas son ingentes; la tradición germánica que considera al rey un caudillo guerrero igual en dignidad a los nobles que lo eligen de entre sus filas, indeleble; las sublevaciones y las querellas entre facciones aspirantes al trono, continuas; y el Ejército, antes que una institución estatal al servicio del soberano, una entelequia reducida a la inoperancia sin las huestes de los nobles que engrosan sus filas. Además, el abismo abierto entre los grupos sociales en la romanidad tardía no hace sino ahondarse, dificultando el arraigo en las clases populares de un sentimiento de pertenencia a una unidad superior. La miseria y el hambre gobiernan el pasar cotidiano de las gentes. El comercio y la artesanía, alma de las ciudades, que deben vertebrar la integración territorial, no se recuperan. La moneda, pilar de una economía sólida, es escasa, de baja ley y circula poco. El número de campesinos libres que ceden sus fincas y una parte de sus cosechas a los nobles a cambio de protección no deja de aumentar, mientras adelgazan las clases medias urbanas y rurales. La ley, que respalda a los poderosos, sanciona la vinculación del labrador a la tierra. Los gobernadores provinciales, apoyándose en la distancia multiplicada por la precariedad de los caminos, a menudo se desentienden de sus obligaciones hacia el rey. Y el mismo monarca compra casi siempre el apoyo de los nobles con tierras y prebendas que confiesan su impotencia para imponer por sí solo su autoridad. La unidad religiosa, en fin, se ha logrado al precio de una marginación más completa y violenta de los judíos, a los que no cabe exigir lealtad hacia un Estado que los persigue. Pero hacerlo mal no es lo mismo que no hacerlo. Los visigodos tienen derecho a reclamar un lugar entre los artífices de los cimientos de la España futura. Lo hicieron restaurando su unidad geográfica, jurídica y cultural, pero también, y a la vez, preservando la existencia de una identidad, embrionaria pero innegable, en la tierra que heredaban de Roma. Incapaces de reprimirla, se dejaron vencer por ella. En un tributo elocuente, no se titularon reyes de godos, como sus camaradas francos o burgundios, ostrogodos o lombardos,

sino reyes de España o de las Españas y ello a pesar de que la gens gothica era con mucho la más prestigiosa del Occidente, de que fue su reino fue el primero en consolidarse sobre un espacio delimitado con claridad y de que fue su sangre la que sirvió luego como legitimación a los reyes cristianos medievales aspirantes a restaurar la unidad perdida. Soberanos, en fin, de una tierra que consideraron pronto suya y cuyas glorias cantan las obras de san Isidoro de Sevilla (556-636), figura cumbre de una Iglesia que se consideraba, desde luego, española, como prueba el apelativo que a sí mismos se daban sus obispos reunidos una y otra vez en sucesivos concilios toledanos. El mismo nombre que va imponiéndose poco a poco al de Regnum Gothorum en los documentos oficiales de la cancillería regia, el que termina por sustituirlo en las leyes en los últimos años del dominio visigodo sobre la península, aquel por el que conocían ya los demás reinos germánicos al reino de los godos del oeste, el que aparece con nitidez en testigos tan reputados como Gregorio de Tours: Spania, España.

23 ¿SE PERDIÓ ESPAÑA POR LA TRAICIÓN DE UN PADRE CELOSO DE LA HONRA DE SU HIJA? La última de las disputas por el trono entre los nobles visigodos fue la causa inmediata de la ruina del Estado soñado por Leovigildo y construido con tanto esfuerzo por sus sucesores. La tradición medieval, más amante de las lides románticas que de la exégesis política, atribuyó la pérdida de España a la sucia traición de un noble, el conde don Julián, a la sazón gobernador de Ceuta. Resuelto a vengar la ofensa que el rey Rodrigo le había inferido al ultrajar a su hija, la Cava, que se contaba entre sus huéspedes, y así aconsejado por el obispo Opas, habría abierto a los musulmanes las puertas

de la península. ¿Es cierto? ¿Cayó, de verdad, la España visigoda en manos musulmanas por la traición de un padre celoso de la honra de su hija violada por el rey? No podemos saberlo. Lo fundamental es que los seguidores de Mahoma contaron tras la invasión con apoyos muy relevantes en el seno de la sociedad visigoda, debilitada por un proceso de fragmentación interna que socavaba sus posibilidades de resistencia y ofrecía una gran oportunidad a cualquier enemigo que se propusiera someterla. La conquista, siendo los invasores tan solo unos pocos miles, les habría resultado imposible de no ser por este hecho, común, por otra parte, a los Estados vecinos de la Arabia originaria de la civilización islámica, como los en apariencia poderosos Imperios bizantino y persa. El primero de estos apoyos lo recibieron de una facción nobiliaria descontenta con la promoción al trono de don Rodrigo. Este, duque de la Bética, se había convertido en rey a la muerte de Witiza, muy a pesar de los partidarios del monarca fallecido que esperaban preservar sus privilegios coronando a Ágila, el pequeño hijo de Witiza, destinado a ser un simple títere en sus manos. Derrotados por Rodrigo, se volvieron hacia el gobernador musulmán de Túnez, Musa ibn Nusayr, solicitando su apoyo para recuperar el trono a cambio del botín que pudieran conseguir sus tropas en la batalla contra los ejércitos reales. El emir aceptó. España era el siguiente paso natural de una expansión iniciada ochenta años antes, las riquezas que atesoraban los visigodos y la feracidad de sus tierras eran míticas, y la debilidad del enemigo, manifiesta. Los musulmanes se habrían lanzado, pues, más pronto o más tarde, a la conquista de España con o sin invitación. La alternativa, la penetración hacia el árido interior de África, no ofrecía ni por asomo un atractivo comparable.

El rey don Rodrigo arengando a sus tropas en la batalla de Guadalete, de Bernardo Blanco (1871), Museo del Prado, Madrid. La derrota del último monarca visigodo, dejando de lado la leyenda, fue fruto de la traición de los partidarios de Witiza que desertaron de sus filas, pues afrontaba la batalla en situación de clara superioridad numérica y táctica.

Porque más determinante aun que la traición de los witizianos, que parece un hecho cierto, fue la incontestable debilidad del país. La decadente economía romana no había frenado su caída bajo los godos, poco inclinados al comercio y la industria y nada sensibles a los refinamientos de la vida urbana. El enojo de las clases populares no había hecho sino aumentar. Los campesinos, atados a la tierra, poco tenían que perder si el país caía en manos extranjeras. Los judíos, forzados a vivir bajo un gobierno en el que los obispos reclamaban un papel esencial, perseguidos de continuo y dañados en sus intereses por la postración del comercio, veían con esperanza la llegada de regidores cuya benevolencia conocían ya por sus hermanos de otras

tierras. Unos y otros sabían, además, que los musulmanes conquistadores preferían pactar a arrasar y que los que, como ellos, profesaban la fe cristiana o judía podían conservar sus tierras y sus leyes sin más obligación que el pago de un tributo. El Ejército, integrado en teoría por el conjunto de los hombres libres en edad de guerrear, que venían obligados a acudir al llamamiento del monarca cuando lo precisara, dependía en realidad de la buena voluntad de los nobles dispuestos a engrosarlo con sus mesnadas. Y estos, que se consideraban iguales a su rey, tenían por hábito la rebeldía cada vez que un encanecido soberano trataba de asegurarse de que uno de sus hijos le sucediera en el trono. Así, corría el año 711 cuando siete mil guerreros musulmanes, beréberes en su mayoría, comandados por Tarik ibn Ziyad, lugarteniente de Musa ibn Nusayr, desembarcaron junto al peñón que después llevaría su nombre: Yabal Tarik, ‘La montaña de Tarik’, Gibraltar. Cinco mil más acudirían al poco como refuerzo. Rodrigo, que se hallaba guerreando contra los irreductibles vascones, marchó a su encuentro y cayó sobre ellos en el valle del río Guadalete. La batalla fue cruenta y su resultado, decisivo. El rey visigodo pereció, su ejército huyó o fue masacrado, y el reino entero se desmoronó como un castillo de naipes. Las tropas de Tarik no volvieron a encontrar resistencia. Al poco caían Toledo, la capital, y Córdoba, una de las ciudades más importantes. Algunos nobles huyeron hacia las agrestes montañas del norte, donde les acogieron las tribus indómitas que después alimentarían la revancha cristiana; muchos otros, como el príncipe murciano Todmir, pactaron conservar sus privilegios, sus tierras y su fe; otros, en fin, como los navarros Banu Qasi o los mismos witizianos, se islamizaron sin escrúpulos y compartieron el éxito y el botín de los vencedores. Al año siguiente, el propio Musa llegaba a España con dieciocho mil hombres, esta vez árabes en su mayoría, y rendía Sevilla y, unos meses después, Mérida y Zaragoza, para marchar a continuación hacia el oeste donde Tarik se había apropiado ya de León y Astorga. Llamados ambos caudillos a Damasco para dar cuenta al califa de la conquista, sería el hijo de Musa quien la completara. Hacia el 715, casi toda la península, con excepción de Galicia y Asturias, por las que los invasores mostraron escaso interés, estaba en manos musulmanas. El avance continuó hacia el norte. Los ejércitos de la media luna penetraron también en tierras francesas, primero

porque la Septimania, en la costa mediterránea allende los Pirineos, formaba parte del reino visigodo y, después, porque, conquistada aquella, la Francia merovingia ofrecía a los insaciables sarracenos la perspectiva de tierras y botines aún más ricos que los ganados en España. La derrota de Poitiers en el 732 puso fin a sus correrías. Aunque no dejaron Francia, intuyeron que el sacrificio y la constancia que parecía exigir la sumisión de los francos no compensaban sus beneficios por elevados que pudieran ser. La victoria de Carlos Martel, para algunos la más decisiva de la historia de Europa, fijó en los Pirineos los límites del dominio musulmán sobre el continente.

24 ¿ERAN LOS MUSULMANES TAN PENDENCIEROS COMO LOS HA PINTADO LA HISTORIA? Sí, y por dos razones principales. Una se halla en su propia idiosincrasia. Los primeros conversos al islam los ganó Mahoma entre sus propios compatriotas, los miembros de las tribus que poblaban la península de Arabia en el siglo VII. La nueva religión hizo de las díscolas bandas de ladrones y mercaderes árabes una comunidad regida por una sola ley, les proporcionó algo en lo que creer, la verdad revelada por Dios, e insufló en ella la voluntad de servir a un proyecto común, la guerra santa, a la que pronto se entregarían con el fiero ardor del converso. A su muerte, en el 632, Arabia entera parecía haber olvidado sus crónicas rencillas, pero se trataba de una falsa impresión. Mientras la expansión territorial mantuvo su impulso inicial y, uno tras otro, imperios y reinos fueron cayendo bajo el control de los ejércitos de la media luna, la innata belicosidad de las tribus árabes se desvió sin dificultad hacia el enemigo externo. Gran paradoja, la guerra santa había hecho de su peor tacha su mejor virtud. Cuando se aplacó, mediado el siglo VIII, la afinidad de los

viejos asaltantes de caravanas por las reyertas y altercados resurgió en todo su vigor. Frenados los jinetes de Alá por los disciplinados infantes de Carlos Martel en Poitiers; vencidas sus naves por el misterioso «fuego griego» de los dromones bizantinos, la expansión se detiene, la opulencia se esfuma y el Imperio se desgarra por sus frágiles costuras. España, el norte de África, Egipto y Persia caen en manos de dinastías locales. En realidad, el islam carecía de una teoría política capaz de servir de fundamento a un Estado. Mahoma se había limitado a asumir las concepciones políticas de las tribus árabes, trasladando la lealtad tribal a la lealtad a la umma, o comunidad musulmana, y planteando las relaciones con otros pueblos como si fueran tribus subordinadas. Pero gobernar un imperio valiéndose de semejantes rudimentos políticos pronto se reveló imposible. Por ello, el islam hubo de adoptar, ya bajo los Abasíes, a partir del año 750, principios de gobierno tomados de los persas, mucho más experimentados en la tarea de regir poblaciones heterogéneas dentro de un Estado único. Pero la introducción de las nuevas instituciones se mostró insuficiente para refrenar la tendencia de los árabes a las banderías y los enfrentamientos tribales, acentuados por las enormes distancias en el interior del imperio. El destino de la vasta inmensidad del mundo musulmán no podía ser otro que el de fragmentarse en unidades más pequeñas y homogéneas. No muy distinto era el problema de al-Ándalus. Sus élites carecían de una fe real en la necesidad del Estado y malgastaban sus energías en perpetuas querellas tribales. Su papel no podía desempeñarlo una burguesía que buscara su preservación por puro interés económico, pues si la había, carecía de la fuerza necesaria. Y a ello se añadían, como factor agravante, las extremas dificultades para la comunicación originadas por una orografía montañosa que favorecía el particularismo regional. La cohesión territorial, por tanto, solo podía sostenerse por la fuerza. Pero para ello era necesario un poder central sólido cuya autoridad no dependiera de las oligarquías dirigentes, incapaces de velar por nada que no fueran sus intereses, algo que solo era posible si ese poder se asentaba sobre una fuerza militar numerosa y leal, ajena a cualquier facción nobiliaria, seguridad que solo ofrecía un ejército mercenario bien pagado. Un ejército así había, por fuerza, de resultar tremendamente caro, lo cual, en última instancia, obligaba al gobierno a incrementar la presión fiscal, con el consiguiente descontento social, que

alimentaba las tendencias disgregadoras y debilitaba la economía misma del califato, cuya solidez resultaba imprescindible para financiarlo. Al-Ándalus se debatía, en suma, en un terrible círculo vicioso o, en el mejor de los casos, en un delicadísimo equilibrio, muy difícil de preservar a largo plazo. La viabilidad histórica del estado andalusí era, en consecuencia, muy escasa.

Invasión musulmana de Europa. La victoria de los francos en Poitiers (732), primero, y su posterior expulsión de los invasores al sur de los Pirineos evitaron la penetración musulmana hacia el centro del continente.

La historia de los primeros años del emirato responde a la perfección a este modelo. Los grupos sometidos manifestaban su descontento mediante revueltas periódicas. Los muladíes, cristianos conversos al islam, sufrían mal su inferior posición en el seno de la comunidad musulmana; los mozárabes, cristianos que aún conservaban su fe, gemían bajo el peso del oneroso tributo que gravaba su condición, y los judíos, al principio mimados por los árabes en agradecimiento por su inestimable ayuda en la conquista, lo hacían como consecuencia del cada vez peor trato dispensado por los ahora acomodados gobernantes andalusíes. A ello se sumó enseguida el descontento generado por la desigual distribución de las tierras ocupadas entre los dos grupos de conquistadores más numerosos. Según la tradición, los musulmanes no se apropiaban de toda la tierra. Las comunidades formadas por cristianos y judíos, por ser «Gentes del Libro», podían conservar la suya a cambio tan solo de un tributo pagadero a la comunidad islámica, el jaray. Los creyentes vivían de esa contribución y no de la explotación directa de las tierras. Sin embargo, cuando los propietarios originales de la tierra huían, el gobernador podía donarla a los musulmanes. Así, muchos de ellos se convirtieron en terratenientes, pero con diferencias significativas. Los árabes, por ser los creyentes originales, se apropiaron de las tierras más fértiles, en los valles del Guadalquivir y del Ebro, aunque tal privilegio no atenuó demasiado el crónico enfrentamiento entre los qaysíes, oriundos del norte de Arabia, y los yemeníes, procedentes de las tierras meridionales. Los beréberes, conversos más recientes oriundos del Magreb, a pesar de su mayor número y su protagonismo en las etapas iniciales de la conquista, fueron relegados sin rubor a los territorios menos productivos, las frías extensiones de la Meseta y el noroeste peninsular, poco aptas para el tipo de agricultura que practicaban los conquistadores. Su respuesta fue diversa. Muchos, decepcionados, se limitaron a regresar a su África natal. Pero otros no solo no se resignaron, sino que, espoleados por el éxito de sus hermanos norteafricanos que acababan de derrotar al gobernador árabe de Túnez, y por el hambre, fruto de una despiadada sucesión de malas cosechas, optaron por tomar las armas contra sus hermanos en la fe coránica. La rebelión de los beréberes ponía en peligro evidente la supremacía árabe. Por ello, el gobernador de al-Ándalus decidió apoyarse en tropas de origen sirio para apuntalar su cuestionada autoridad. Vencedor, olvidó sus

promesas a los sirios, quienes, irritados, le depusieron para colocar a su jefe, Kalbi, como nuevo gobernador. Los árabes probaron entonces un poco de su propia medicina, ya que Kalbi fue tan proclive a beneficiar a los sirios como sus predecesores lo habían sido con los árabes. La nueva guerra civil que se desató parecía demostrar cuán imposible resultaba gobernar en paz una España musulmana que el decadente califato Omeya, en sus últimos estertores, era aún menos capaz de apaciguar. Los musulmanes, en fin, eran por naturaleza pendencieros, pero en España lo fueron aún más. Quizá tenían buenas razones para ello.

25 ¿QUÉ FUGITIVO SE CONVIRTIÓ EN REY DE ESPAÑA TRAS CINCO AÑOS HUYENDO DE SUS ENEMIGOS? Paradójicamente, sería la muerte del imperio regido por su propia familia la que permitiría a un Omeya reconducir los torcidos destinos de al-Ándalus y sentar las bases de su prosperidad futura. En el 750 es depuesto el último califa de aquella dinastía y cae su parentela asesinada por los Abasíes, que acababan de conquistar el poder. Como por milagro, un joven príncipe Omeya de apenas veinte años, Abd al-Rahman ibn Mu’awiya, logra huir de su sangriento destino y desembarca en las costas de al-Ándalus, donde su familia cuenta con una extensa clientela con comprensible ánimo de venganza. Conquistado el apoyo de la mayoría, derrota al gobernador y se proclama emir independiente. Corre el año 756 y la España musulmana dice adiós a Bagdad, la flamante capital del imperio. Desde ahora, sus jefes solo acatarán, y no por mucho tiempo, la autoridad espiritual del califa; la temporal se la reservan, sin reconocer a nadie sobre ellos.

El panorama que halló el joven emir en la que había sido para él su particular tierra prometida después de un inhumano peregrinar de años, hubo de resultarle desolador. Qaysíes contra yemeníes, árabes contra bereberes, musulmanes contra cristianos y judíos… Tal embrollo resultaba ingobernable. La tentación de favorecer a alguno de estos grupos de inmediato encendía la chispa de la rebelión del lesionado de forma más directa. El Estado, siempre bajo amenaza, poco podía hacer para resucitar una economía en permanente crisis, que funcionaba como estímulo de nuevas rebeliones, alimentando con ello un proceso interminable llamado a intensificarse con el paso del tiempo. Además, los cristianos del norte habían progresado mucho. En Francia, la nueva dinastía carolingia, fundada por el vencedor de Poitiers, se revelaba mucho más fuerte que su predecesora merovingia, hasta el punto de que eran ahora los francos quienes protagonizaban frecuentes correrías en territorio musulmán. Mientras, en la cordillera cantábrica, el pequeño enclave asturiano avanzaba hacia las abandonadas tierras galaicas y leonesas, y no era ya tan solo un reducto de semicivilizados pastores y visigodos resentidos, sino un verdadero reino que se pretendía heredero de la tradición hispánica. Abd al-Rahman I no se arredró en aquel trance, dispuesto a consolidar su autoridad a cualquier precio. Armó un ejército de mercenarios, muchos de ellos esclavos de origen europeo, para asegurarse un bastión de poder libre de las endémicas luchas tribales de los árabes; renunció a extender más allá del Duero las fronteras de al-Ándalus y las consolidó estableciendo allí una tierra de nadie vigilada de cerca, al modo carolingio, desde tres provincias o marcas militares con capital en Zaragoza, Toledo y Mérida, respectivamente; y, por último, para financiar su proyecto de Estado fuerte y unido, lanzó repetidas razias estivales sobre territorio cristiano y confiscó sin ambages las propiedades de los burócratas desleales, asegurándose de este modo ingresos suplementarios que le eximían de forzar en exceso la máquina de unos tributos que podían llevar a la rebelión a sus suspicaces súbditos. El emirato así fundado se vería afirmado en los reinados de los sucesores de su creador, Al-Hakam I y Abd al-Rahman II, pero la debilidad de la base sobre la que se asentaba, su terrible heterogeneidad social, no desapareció. Por ello, al mediar el siglo IX, cuando la economía entró en crisis, volvieron las rebeliones, cebadas por las malas cosechas, las epidemias, los abusos de la

administración, el aumento de la presión fiscal y los afanes independentistas de los levantiscos gobernadores de las marcas. Por añadidura, las sublevaciones eran ahora mucho más que simples estallidos de violencia de los descontentos. Tras ellas empezaba a tomar forma la intención de construir una alternativa política al emirato. Hacia el 842, Musa ibn Musa ibn Qasi, autoproclamado «tercer rey de España», se convirtió durante más de veinte años en soberano efectivo de la marca zaragozana sin que el emir cordobés pudiera evitarlo. Secesiones similares, aunque menos extensas y duraderas, se produjeron en Mérida y Sevilla. Pero la más relevante fue la acaudillada por un muladí, Umar ibn Hafsun, que fue capaz de retar durante casi cuarenta años al emirato desde su castillo de Bobastro y llegó incluso a acariciar la idea de convertirse él mismo en emir de una España libre del predominio árabe. Solo su conversión al cristianismo, al debilitar su reputación entre los muladíes cansados de su posición subordinada en el seno de la comunidad islámica, le privó de su principal sostén, haciendo posible su derrota. Pero, concluido el siglo IX, el futuro de al-Ándalus se presagiaba oscuro. La economía languidecía; la unidad del Estado era una mera entelequia; las arcas públicas se hallaban vacías y el reino cristiano de León, al norte, amenazaba unas fronteras a cada momento más permeables. Cuando, en el año 912, ascendía al trono un nuevo emir, Abd al-Rahman III, su control efectivo se extendía poco más allá de Córdoba y sus arrabales, y, por si esto no fuera suficiente, un nuevo y amenazante poder, el califato fatimí, había surgido en el norte de África y trabajaba para extender su dominio al otro lado del estrecho. La corta edad del nuevo soberano, veintiún años, no permitía albergar auspicios favorables sobre su reinado, que se anticipaba corto y trágico. Y, sin embargo, la habilidad política y la energía de que hizo gala desde el primer momento este hombre que confesaría poco antes de morir, tras casi cincuenta años de gobierno, no haber sido feliz más allá de catorce días, fueron tan notables que, bajo sus riendas, al-Ándalus recuperó la vitalidad perdida y logró alzarse de nuevo a la hegemonía peninsular. Pero eso es otra historia.

26 ¿TENÍA LA ESPAÑA MUSULMANA CIUDADES Y PALACIOS COMO LOS DE LAS MIL Y UNA NOCHES? Los tenía, o al menos los tuvo mucho tiempo, pues a pesar de su agitada historia política, su vida económica fue, las más de las veces, avanzada y floreciente. El intenso cultivo de sus campos, la diversidad de su artesanía, el prestigio internacional de su moneda, el esplendor de su comercio y, sobre todo, el bullicio y la prosperidad de sus ciudades poco tienen que ver con la mediocre base material de los reinos cristianos, durante mucho tiempo apenas por encima de la mera subsistencia y sin ciudades dignas de tal nombre. La agricultura andalusí fue esclava del secano y el barbecho en las adustas tierras de la Meseta. Pero allí donde ríos de algún caudal avenaban los campos, en las feraces comarcas del sur, el regadío estableció, ahora con mayor intensidad, su señorío fecundo. Conocido ya por los romanos, los árabes lo renovaron con técnicas traídas del Oriente que hicieron mucho más productivos sus resultados. Acequias, canales subterráneos, pozos y norias se extendieron por doquier, formando un entramado tan complejo que requería la existencia de funcionarios encargados de su supervisión. Favorecidos por estas técnicas, un clima más suave y una tierra más rica, los productos traídos por los conquistadores proliferaron aquí como en ningún otro lugar de su imperio. Así, al trigo, la vid y el olivo se sumaron nuevas especies de frutas y verduras, entre ellas la naranja y los cítricos, y también la caña de azúcar, el arroz, el algodón, el lino, el cáñamo o las plantas colorantes, impulsadas por la creciente demanda de la industria textil. La ganadería fue también importante, tanto la trashumante de las tierras del norte, como la estabulada, propia de las comarcas meridionales, y no dejó de beneficiarse de la sangre nueva aportada por los rebaños de ovejas traídos de tierras norteafricanas. Los bosques, siervos de la floreciente agricultura, las prósperas ciudades y el auge del comercio marítimo, que demandaba navíos de gran porte, sufrieron

una explotación intensa. Y el subsuelo, expoliado sin merced desde los tiempos de los fenicios, seguía rindiendo a los árabes el rico tributo de su corazón metálico en forma de plata, cobre, hierro y mercurio. También la artesanía y el comercio recobran el vigor perdido. La moneda, basada en un patrón bimetálico adaptado de bizantinos y persas que se apoyaba por igual en el dinar de oro y el dírhem de plata, ofrecía una seguridad que animaba la actividad mercantil, de por sí favorecida por la ubicación intermedia de al-Ándalus entre Europa y África. Sus comerciantes, judíos muchos de ellos hasta que, ya en época nazarí, tomaron el testigo los propios musulmanes, eran verdaderos empresarios capitalistas que operaban a gran escala y revitalizaron muchas olvidadas rutas a la vez que abrían otras nuevas. Cruzando la península, llegaron hasta Francia, proveedora, junto con los reinos cristianos hispanos, de materias primas, comestibles y esclavos, y ávida consumidora de manufacturas; apretaron los lazos trenzados por los visigodos con las tierras norteafricanas, camino por el que entraba en alÁndalus el oro sudanés, y navegaron hacia Oriente con sus bodegas repletas de aceite, telas y esclavos, que cambiaban por los productos de lujo tan ansiados por la decadente y refinada nobleza andalusí.

Interior de la mezquita de Córdoba en la actualidad. La Córdoba califal contaba con unos 300 000 habitantes y solo la superaban Constantinopla, Bagdad y El Cairo. Por el contrario, la mayor ciudad cristiana, Valladolid, no pasaba de 25 000.

Las manufacturas que nutrían tal comercio eran diversas y su producción se organizaba de forma similar al mundo cristiano. Maestros, oficiales y aprendices de cada profesión trabajaban y residían en los mismos barrios y se encuadraban en gremios, aunque más con una finalidad de representación ante las autoridades que de control de la producción y los precios, más libres que en la Europa feudal. Los productos eran variados y de gran calidad. La industria textil era la primera en importancia por el volumen y diversidad de sus géneros. Las telas de lino y algodón, las mantas y tapices de lana, los lujosos brocados y, sobre todo, los excelentes tejidos de seda, de inmensa fama en todo el mundo musulmán, daban ocupación a miles de artesanos andalusíes. El trabajo del oro, la plata y las piedras preciosas alcanzaba también un alto nivel, y no le iban a la zaga las manufacturas del cuero

repujado, el marfil, la cerámica vidriada o la fabricación de armas, en la que Toledo destacaba ya entre las ciudades andalusíes. En algún campo, sus artesanos marchaban incluso a la cabeza de Occidente en lo que se refiere a la introducción de mejoras técnicas. Fue un cordobés quien descubrió, en la segunda mitad del siglo IX, el proceso de fabricación del cristal, y ya en el siglo X descollaban los valencianos en la producción de papel, que pronto reemplazó al pergamino en la España musulmana. Fue la ciudad y todo cuanto la rodea la seña de identidad más notoria de al-Ándalus. Si en el resto de Europa supuso la expansión del islam la puntilla final a la floreciente vida urbana y comercial romana, ya decadente desde el siglo III, en la España musulmana la recesión bajoimperial, intensificada bajo los visigodos, se detuvo y, tras un período de paulatina recuperación, dejó paso a un florecimiento general de las ciudades. La ciudad árabe trae a alÁndalus su fisonomía propia. En el centro, la medina fortificada, su corazón administrativo, comercial y cultural, y en torno a ella, los arrabales, barrios residenciales también amurallados, cada uno de ellos dotado de lo necesario para una vida autónoma: el bullicioso zoco, los ejemplares baños públicos, la imprescindible mezquita, y las más de las veces hogar de una comunidad diferenciada por su raza, religión u ocupación. Porque la morfología de la ciudad nos la presenta ordenada para servir al comercio y la artesanía. Los mercados no se celebraban tan solo de manera periódica, como en las villas cristianas, sino que constituían una realidad física permanente en cada barrio. Una o varias calles se llenaban de tiendas de todo tipo cuyos propietarios abrían sus postigos a los campesinos dispuestos a vender sus mercancías, los clientes interesados en adquirirlas y a toda una multitud de funcionarios encargados de velar por el mantenimiento del orden y las buenas prácticas comerciales. Pero también pululaban entre ellos artistas y aguadores, pícaros y vagos que vivían de unos y otros y conferían al zoco ese bullicio y dinamismo característicos que todavía pueden apreciarse en las ciudades árabes de nuestros días. Algunos edificios, además, no tienen otra función que la de servir al comercio. Posadas que ofrecen a los mercaderes alojamiento para ellos y espacio para sus mercancías, alhóndigas que sirven tan solo para el almacenaje, alcaicerías que ofertan en sus galerías porticadas productos llegados de todas partes del mundo. Poco se semejan estas urbes llenas de vitalidad a los poblachones eclesiásticos o militares sin pulso ni

actividad que la Europa cristiana se empeña en llamar ciudades. El bullicio de sus calles, plazas y mercados, la belleza de sus jardines y fuentes, la magnificencia de sus palacios y bibliotecas y el dinamismo de su cultura contrastan con la atmósfera aldeana que se respira por doquier en el mundo cristiano antes de que la plenitud del Medievo anticipe el despertar de la Europa de los siglos modernos.

27 ¿HABÍA CRISTIANOS EN LAS TIERRAS OCUPADAS POR LOS MUSULMANES? Sí, los había, pero no eran sino uno más de los muchos y diversos grupos que integraban una sociedad compleja, cuya extrema variedad apenas encajaba en los rígidos cánones de sus estudiosos. Para los alfaquíes, los doctores de la ley coránica, la condición básica del creyente era la libertad. La esclavitud existía, pero solo como condición excepcional y transitoria. Los no musulmanes, por su parte, integraban un grupo ajeno, que no formaba parte de la sociedad propiamente dicha, integrada en exclusiva por los que reconocían la grandeza de Alá. No obstante, la realidad es testaruda. Los musulmanes constituían, en el momento de la conquista, una exigua minoría de unos pocos miles frente a los varios millones de habitantes hispanogodos. Por supuesto, con el correr del tiempo las cosas cambiaron. Las ventajas fiscales de las que disfrutaban los musulmanes, la presión de las autoridades a favor de la conversión y la emigración creciente de cristianos a los reinos del norte, donde se les reclamaba para repoblar en calidad de campesinos o villanos libres las tierras conquistadas al moro, fue equilibrando las cifras hasta invertirlas. Pero en la sociedad andalusí hubo siempre dos grandes

líneas de fractura: la que separaba a musulmanes y no musulmanes, que reconocían las leyes, y la que distanciaba a pobres y ricos, que carecía de sanción legal, pero constituía una incontestable, y sangrante, realidad. Entre los musulmanes, los árabes, originales o asimilados más tarde por medio de la atribución de orígenes árabes, el matrimonio o el clientelismo, integraban una oligarquía que detentaba el poder político y ostentaba la preeminencia social y cultural, edificadas sobre la apropiación de las mejores tierras en los primeros momentos de la conquista. Su idioma, el árabe clásico, era el vehículo de la Administración y la lengua de cultura, y su atuendo, sus reglas y sus costumbres, las que marcaban el ejemplo a seguir. Ello explica que, aun siendo los beréberes el elemento predominante entre los invasores, se arabizaran estos muy pronto, adoptando la lengua y las costumbres de sus hermanos mayores en la fe. Serán las ulteriores oleadas de emigrados, llegados como mercenarios de los ejércitos omeyas, almorávides y almohades, quienes aporten a la población andalusí el contingente más nutrido de beréberes, pero tampoco en este caso predomina la tendencia a significarse demasiado como grupo. El aplastante predominio de la población autóctona imponía a los musulmanes una solidaridad de intereses que tendía a sobreponerse a las diferencias raciales. Solidaridad, no obstante, social, pero no política, pues las continuas luchas entre facciones constituían una tradición secular de las tribus árabes que nunca abandonaron del todo. Pero árabes y beréberes no constituían el grupo más numeroso de la comunidad musulmana, sino los cristianos y los judíos convertidos al islam, que recibían de modo genérico el nombre de muwalladun, o muladíes. Su número no cesó de aumentar, al sumarse a los descendientes de los conversos en el momento de la conquista los judíos y cristianos que iban convirtiéndose al islam deseosos de salir de la marginación legal y la opresión fiscal. Su arabización fue rápida y aunque no dejaron de lado el romance, aprendieron muchos de ellos el árabe e incluso arabizaron sus nombres en un afán de ser aceptados por los musulmanes originales. Con el tiempo, se sumaron también a la umma muchos europeos llegados a al-Ándalus como esclavos, que, en virtud de su origen, recibían el nombre genérico de eslavos, lo fueran o no. Capturados en Italia o en Francia, en Alemania o en las tierras ribereñas del mar Negro, y vendidos en un comercio a gran escala, se convertían en gran número al islam y aprendían el árabe y el romance, sirviendo en los ejércitos

y palacios del soberano y en las mansiones de la nobleza. Muchos fueron manumitidos, amasaron grandes patrimonios y llegaron a alcanzar elevados cargos, hasta el punto de constituir un nutrido grupo que, reacio a mezclar su sangre, dará incluso lugar a algunos reinos de taifas en el momento de la caída del califato. Fuera de la comunidad coránica quedaba un gran número de cristianos y judíos que, favorecidos por el respeto mahometano hacia las «Gentes del Libro», conservaron su religión en calidad de protegidos de la comunidad islámica o dimmíes. Habitaban barrios propios, de calles tortuosas, estrechas y oscuras; se regían por sus propias leyes, e incluso disfrutaban de autoridades exclusivas, un conde (comes) para los cristianos, un jefe (nasi) para los judíos, cuya principal responsabilidad era la de garantizar la recaudación de la capitación impuesta a los protegidos y mediar en sus conflictos. Su evolución se caracterizó por una clara tendencia a la arabización lingüística y, en parte, cultural, compatible con la preservación de sus rasgos de identidad, y por la continua reducción de sus efectivos, aunque por motivos distintos y con ritmos diferentes en ambos casos. Los cristianos, denominados «mozárabes», que no sufrieron apenas persecuciones y pudieron conservar sus iglesias e incluso construir algunas, disminuyeron en número en al-Ándalus debido a las opciones que se les abrían de convertirse en ciudadanos libres. Una posibilidad la ofrecía la conversión al islam, frecuente dada las escasas diferencias percibidas por el pueblo llano, de creencias sencillas, entre ambas religiones y la habilidad de los alfaquíes para atenuarlas. Otra, cada vez más real con el paso del tiempo, era la de la emigración a las tierras que iban cayendo en manos cristianas, tentación nutrida por los reyes del norte por medio de efectivas promesas de libertad para los que aceptaran. Tanto éxito tuvieron ambos caminos que hacia el siglo XIII, completada la conquista del valle del Guadalquivir, casi no había cristianos en al-Ándalus. Peor suerte corrieron los judíos. Pasados los primeros años de idilio con los invasores, fueron a menudo forzados a vestir ropas especiales e incluso perseguidos con saña. Por ello, y por su mayor celo religioso, aunque aprendieron el árabe, se convirtieron en menor medida que los cristianos y si su número menguó, lo hizo más bien como fruto de la huida hacia tierras más seguras.

Superpuesta a estas divisiones, existía una verdadera sociedad de clases en al-Ándalus. Cada individuo profesaba la fe que sentía su corazón o le dictaban sus intereses, lo que le hacía acreedor ante la ley de unos derechos y le imponía unas obligaciones, pero además se integraba en un grupo cuyas paredes eran invisibles jurídicamente, pero no por ello menos sólidas, pues venía delimitado por criterios económicos y de cercanía al poder. La sociedad andalusí se dividía, así, en tres grupos que constituían una pirámide imaginaria. En la cúspide, la jassa, parientes del soberano y altos funcionarios, que integraban verdaderas dinastías capaces de transmitirse los cargos de padres a hijos, detentaban concesiones estatales y elevadas pensiones, y disfrutaban de exenciones fiscales. En la base, la amma, la plebe de tenderos, artesanos, trabajadores urbanos, campesinos libres o no, que cargaban sobre sus hombros con el peso del boato de la corte andalusí, recibiendo a cambio su desprecio, pero que a menudo derribaban soberanos o los cambiaban a su antojo. Y entre ambos, la adelgazada clase de los notables (al-ayan), verdadera correa de transmisión entre el poder y las masas engrasada por los influyentes y prestigiosos alfaquíes, doctores de la ley coránica, y los comerciantes ricos que tan a menudo servían a los intereses económicos del Estado andalusí allende sus fronteras. Una sociedad, en fin, como todas sus contemporáneas: un mundo de privilegiados y excluidos en el que la religión, el poder y el dinero edificaban muros entre individuos y grupos, muros un poco más transparentes y un poco menos gruesos que en la Europa cristiana, pero, a la postre, casi infranqueables.

28 ¿FUERON LOS REYES ANDALUSÍES MEJORES POETAS QUE GUERREROS?

La unidad del califato andalusí fue efímera. Después de dos décadas en las que dos decenas de califas se sucedieron en un trono que ya nadie respetaba, en el año 1031 una asamblea de notables reunidos en Córdoba firmaba su defunción. Para entonces, las treinta ciudades más importantes tenían ya gobierno propio. Comenzaba así el período que conocemos como «reinos de taifas», crónica de la lenta pero irreversible agonía del poder musulmán en la península, agonía de casi cinco siglos tan solo prolongada por ocasionales inyecciones de sangre y vitalidad nuevas desde el norte de África en el decadente cuerpo andalusí y por el interés de los reinos cristianos en exprimir bien la gallina de los huevos de oro antes de retorcerle el pescuezo. Los reyes de las taifas no eran sino jefes de facción y como tales se comportaron. No eran grandes guerreros ni tampoco grandes políticos. Constantes intrigas y luchas incesantes llevaron así enseguida a la reordenación del territorio islámico en torno a los más poderosos entre los flamantes reinos, las viejas marcas de Badajoz, Toledo y Zaragoza, que disfrutaban de un territorio algo extenso y una cierta tradición de autogobierno, y algún otro gobernado por un soberano más capaz, como el de Sevilla. Por lo demás, las taifas se agrupaban en virtud de criterios étnicos. Las había regidas por beréberes, predominantes en la costa meridional; gobernadas por caudillos eslavos, que prefirieron la costa levantina, y, por último, sometidas al control de dinastías locales, más numerosas entre el Guadalquivir y el norte.

Los reinos de taifas en 1031. Las taifas (en árabe, bando) fueron los treinta y nueve pequeños reinos en que se dividió el califato de Córdoba tras el derrocamiento del último califa, Hisham III. Luego, tras la derrota de los almorávides y los almohades, surgieron, respectivamente, los llamados segundos (siglo XII) y terceros reinos de taifas (siglo XIII).

Ninguno de estos Estados minúsculos estaba gobernado por héroes. Décadas de exquisitos refinamientos culturales habían ablandado a la oligarquía islámica al punto de apagar en ella cualquier ascua de ardor guerrero. Pero si los reinos de taifas nos sorprenden por la debilidad de sus estructuras y la mediocridad política de sus monarcas, su cultura asombra por

la persistencia de su esplendor, porfiado superviviente de revoluciones, guerras civiles y luchas continuas. ¿A qué se debió tal esplendor? ¿Era el pueblo árabe invasor más culto que el hispanogodo? En el momento de la invasión, la población hispana era tan inculta como cualquier otra de Europa. El saber se atesoraba en monasterios que, dañados en los primeros momentos de la conquista, vieron perderse buena parte de él. No obstante, la herencia isidoriana, superior a la de otros territorios del Occidente, fue conservada e incluso difundida allende los Pirineos gracias al exilio entre los francos de algunos de sus cultivadores, muchos de los cuales fueron después promovidos a importantes dignidades eclesiásticas en el Imperio carolingio. Pero se trataba de saberes que en nada alcanzaban al común del pueblo, todo él analfabeto, ni a la nobleza o la corte, por lo general poco cultas. Este estado de cosas se mantuvo en los reinos cristianos posteriores, incluso con un cierto retroceso inicial. Habrá que esperar muchos siglos para encontrarnos con la figura de un Alfonso X el Sabio. Este panorama ofrece un enorme contraste con el que nos muestra alÁndalus, sobre todo a partir de la consolidación del califato cordobés. A grandes rasgos, el islam se benefició de su posición geográfica intermedia entre el Oriente, más avanzado, y el Occidente, no recuperado aún del trauma de las invasiones bárbaras, y desempeñó un papel de asimilación y difusión cultural entre ambos mundos que, a través de al-Ándalus y los reinos cristianos españoles, procuró también réditos a la Europa feudal. Los musulmanes tradujeron y difundieron la filosofía griega encontrada en las bibliotecas bizantinas y, a través de la sometida Persia, trajeron de China y la India avances técnicos y matemáticos que contribuirían después a sacar a Europa de su postración. Los andalusíes, a pesar de su temprana independencia y su posición periférica, no cortaron jamás sus lazos con los grandes núcleos islámicos del saber ni permanecieron ajenos a sus principales corrientes culturales. Cualquier jurista o artista de primera línea realizaba en algún momento el viaje a Oriente para beber directamente de las fuentes de una cultura que, inicialmente árabe, fue haciéndose con el tiempo cada vez más islámica y pasando de la mera asimilación a la creación en todos los campos, desde la filosofía a la medicina, pasando por la geografía, la botánica, la astronomía y las matemáticas.

Poseyeron, además, los andalusíes un sistema educativo que llegó a alcanzar un desarrollo importante, impulsado por el interés por el estudio que parecían tener las gentes de toda condición. Pueblos y aldeas poseían escuelas elementales, en las que, a través del Corán, se enseñaba a los niños la gramática y cálculo que les dejaban en posesión de una mínima cultura general o los preparaban para estudios posteriores, favorecidos por las numerosas bibliotecas y centros de enseñanza superior. Estos estudios se hallaban bastante reglados, pues su superación se certificaba mediante una iyaza, un título que autorizaba a su posesor a enseñar la obra o materia estudiada. No hubo, sin embargo, al menos hasta el siglo XIV, madrasas o escuelas de ciencias religiosas como en otros lugares. Los soberanos de al-Ándalus fueron a veces intelectuales destacados, como el rey sevillano Al-Mutamid, y siempre hombres cultos y entregados mecenas que protegieron a los artistas, ampararon la libertad de pensamiento e hicieron de sus cortes verdaderos centros de cultura, tradición que conservaron los reyes de taifas y que no pudieron desarraigar almorávides y almohades a pesar de sus fanáticas persecuciones. Gracias a ello alumbraron las tierras andalusíes figuras de la talla de Averroes, médico y filósofo del siglo XII cuyas glosas de Aristóteles tuvieron gran resonancia en la Europa medieval; Maimónides, contemporáneo y colega suyo; el geógrafo Al-Idrisi, lector de los clásicos Estrabón y Tolomeo a la par que viajero incansable por tierras africanas y asiáticas; el místico Al-Arabí, cuyas obras se enseñaron en Oriente y ejercieron enorme influencia en figuras posteriores como Ramón Llull o el mismo Dante; o los historiadores Ibn Hayyan, sin duda el más importante de la España medieval, e Ibn Jaldun, en cuyas avanzadas teorías se ha visto el germen de la moderna historia social. No abandonaron por ello los andalusíes las ramas más lúdicas de la cultura, como la poesía y el arte. Los árabes sintieron siempre clara predilección por la lírica, que cultivaban de forma tan melancólica como formalista, y que en tierras hispanas se liberó un tanto de los moldes heredados para adoptar formas más libres y temas más diversos, en especial tras la caída del califato, cuando los poetas áulicos disfrutaron de un auge sin parangón. Alcanzó así la lírica andalusí cumbres muy elevadas, como las que se nos muestran en El collar de la paloma, verdadero tratado sobre el amor escrito en el siglo XI por el severo teólogo Ibn Hazm, o los versos mismos del

rey sevillano Al-Mutamid. Pero no toda la poesía, ni siquiera la más valiosa, fue concebida para alegrar los refinados oídos de los reyes y los poderosos. Sus contribuciones más interesantes y originales, como las nuevas formas estróficas de la moaxaja y el zéjel, son sin duda resultado de la fusión de elementos tradicionales de la cultura popular y formas impuestas por los invasores.

29 ¿TANTO ABLANDÓ ESPAÑA A LOS INVASORES MUSULMANES QUE NECESITARON AYUDA PARA CONSERVARLA? Las taifas eran débiles, ninguna de ellas era lo bastante grande para pagar la guerra contra el cristiano arrendando los servicios de carísimos mercenarios. No quedaba más opción que comprar la paz. Las tornas se volvieron: ya no eran los reinos norteños, ahora envalentonados, los que pagaban las humillantes parias; ahora las recibían. Tampoco a ellos les interesaba otra cosa. La conquista habría requerido más dinero, más tropas y más campesinos y villanos dispuestos a ocupar las nuevas tierras, y, como antes los califas, los reyes cristianos no tenían nada de eso; valía más sentarse a esperar los ahora humillados dinares. Periódicas expediciones de castigo conservarían el ardor militar y recordarían a los musulmanes quiénes eran los nuevos señores. Ambas partes estarían, pues, interesadas en mantener el arreglo, al menos en tanto el equilibrio se mantuviera en los términos señalados. Pero era cuestión de tiempo que un monarca cristiano se sintiera lo bastante fuerte o ansiara suficiente gloria para intentar transformar en propiedad su usufructo sobre las seductoras riquezas de las taifas. Tal fue el caso de Alfonso VI, rey de Castilla y León, quien, no conforme con la monótona vida de los rentistas,

deseó para sí los campos del moro, sus feraces huertas y sus bulliciosos mercados. En el 1085, Toledo, la primera capital de España, caía en sus manos y el ambicioso monarca se proclamaba, de forma un tanto pretenciosa, «emperador de las dos religiones», título que si, por una parte, revelaba una evidente tolerancia hacia los musulmanes, mostraba con no menor elocuencia la voluntad del príncipe cristiano de alzarse con el dominio sobre toda la península. Los reyes de taifas se asustaron y el más sagaz de ellos, el sevillano Mutamid, pensó que la única salvación que les quedaba era llamar en su ayuda a los almorávides. Los almorávides eran los fundadores de un flamante imperio que, gobernado desde Marrakech, extendía su control desde Argelia hasta las orillas del Senegal y el alto Níger. El secreto de su éxito, aparte de la débil traba que podían oponer los diminutos principados de la zona, residía en el fanatismo religioso de sus tropas, beréberes nómadas del desierto inflamados por la ardiente predicación de un santón chiita llamado Ibn Yasin. Ahora, comandados por su tercer sultán, Yusuf ibn Tasufin, constituían una fuerza poderosa, capaz de alterar de nuevo a favor del islam el torcido equilibrio peninsular. El riesgo, sin embargo, era evidente. Derrotados los cristianos, a los almorávides les podía apetecer quedarse a disfrutar de los encantos andalusíes, mucho más seductores que su austera vida en el desierto africano. Por ello, Mutamid exigió como condición el retorno inmediato del cuerpo expedicionario tras la victoria, si esta se producía. Yusuf ibn Tasufin cumplió lo pactado en dos ocasiones. Derrotado Alfonso VI en Sagrajas (1086) y expulsadas sus tropas del castillo de Aledo, sus ejércitos dejaron al-Ándalus. Pero la tentación fue demasiado fuerte. El caudillo almorávide había visto con sus propios ojos el declive moral y la relajación religiosa de las cortes de taifas, tan refinadas como corruptas, y conocía su impotencia militar y su endémica incapacidad para la cooperación política. Además, los alfaquíes, lo más próximo entre los musulmanes al clero cristiano, cansados de sentirse postergados por unos soberanos más interesados en la poesía y el arte que en la fe, ofrecieron a Yusuf su apoyo y su influencia sobre el pueblo. El norteafricano se decidió al fin. En el 1090 desembarcaba en las costas

andalusíes por tercera vez. En unos pocos años, la España musulmana recuperaba su unidad de la mano de los ejércitos venidos del otro lado del estrecho. Toledo continuaba en manos cristianas. Pero el cambio fue superficial y temporal. No era posible la reconquista de los reinos cristianos, que habían repoblado las tierras dejadas por los musulmanes o arrebatadas a su dominio. Además, la pureza doctrinal de los almorávides no gustó al pueblo andalusí, acostumbrado a la convivencia con cristianos y judíos y reblandecido por las comodidades de la vida civilizada. Los propios soldados venidos del desierto se acostumbraron pronto a la molicie y cayeron en la indisciplina y la relajación de las costumbres. A mediados del siglo XI, las aguas volvían a su cauce. Los motines populares y las victorias cristianas forzaron a los invasores a regresar por donde habían venido. Poco tardará en repetirse la historia. Al-Ándalus volvió a fragmentarse en incontables Estados dirigidos por reyezuelos sin escrúpulos, las «segundas taifas», y otra vez parecieron los cristianos a punto de completar en pocos años su reconquista. Y de nuevo un imperio gestado en tierras norteafricanas envió sus ejércitos al otro lado del estrecho y puso bajo su férula a los indisciplinados monarcas andalusíes. Los protagonistas fueron en esta ocasión los almohades. Como sus predecesores, forjaron su dominio entre las tribus beréberes, aunque en esta ocasión de las montañas, y tuvieron su origen en un movimiento religioso de carácter reformista iniciado por un líder carismático. Su fundador, Ibn Tumart, predicaba la unidad absoluta de la divinidad y se proclamaba a sí mismo el Mahdi, el líder de los creyentes inspirado por el mismo Alá. Tan fanáticos como sus predecesores, los almohades tardaron poco en derrotar por completo a los almorávides y heredaron sus dominios, ampliándolos incluso en tierras libias. Entonces, volvieron sus ojos hacia la península. La conquista almohade de al-Ándalus fue rápida y total, pero la frontera que separaba a musulmanes y cristianos no se alteró, a pesar de la decisiva derrota del castellano Alfonso VIII en Alarcos (1195). En realidad, las limitaciones que pesaban sobre el Imperio almohade eran las mismas que habían sufrido los almorávides: la diversidad de la población y las escasas simpatías que despertaba su fanatismo religioso. Además, en esta ocasión, los cristianos se amedrentaron tanto ante la potencia bélica de los nuevos

guerreros de la media luna, que el mismo papa se avino a predicar la cruzada contra el infiel y voluntarios de toda Europa llegaron a España para sumarse a la lucha. Aunque la mayoría de ellos se marcharon antes de la batalla decisiva, descontentos con la excesiva tolerancia de los reyes españoles con judíos y musulmanes, a los que consideraban súbditos suyos, la unidad lograda entre los monarcas hispanos bastó para derrotar de forma incontestable a los almohades. La batalla de las Navas de Tolosa (1212) fue el fin de la España musulmana. Solo el reino de Granada mantendrá ondeando la media luna durante dos siglos y medio en tierras andalusíes.

30 ¿FUE EL ORO DE GRANADA LO QUE LA SALVÓ DURANTE DOS SIGLOS DE CAER EN MANOS DE CASTILLA? Dos siglos y medio. ¿Por qué tanto tiempo? Sus comienzos no fueron distintos de los de otros muchos reinos andalusíes desaparecidos sin embargo muy pronto. Su fundador, el rey de Arjona Muhammad ibn Nasr, salvó su autonomía tras perder parte de sus tierras a manos de Fernando III por medio de la tradicional receta del vasallaje al rey cristiano. Fue, no obstante, un vasallo leal cuyas tropas apoyaron al castellano en sus campañas contra sus hermanos en la fe. Así, su sucesor Muhammad I pudo edificar un reino que abarcaba desde Tarifa, al oeste, hasta Almería, al este, y penetraba un centenar de kilómetros en dirección a Jaén, un territorio no muy extenso ni rico, con excepción de la fértil vega de Granada. Pero no hay que buscar en ello las claves de su pervivencia, sino en otros, y muy diversos, factores. Algunos de ellos se refieren a la misma situación interna del poderoso vecino castellano. Quizá un reino con tantos súbditos musulmanes considerase útil conservar en sus proximidades un estado musulmán que se

mostrara dispuesto a recibir a los descontentos, conjurando así el riesgo de posibles rebeliones. Por otro lado, la regularidad con que las cuantiosas parias granadinas afluían a las arcas castellanas debió de desanimar una conquista inmediata. Es posible que la existencia de Granada acabase así por ser vista por los gobernantes de Castilla como un hecho dado, mientras su conquista, dada la orografía difícil del terreno, llegara a percibirse como una tarea difícil cuyos beneficios no compensaban los costes. Solo cuando el oro sudanés dejó de llegar a Granada y Portugal se convirtió en su principal beneficiario se plantearon los castellanos la conquista. Por otro lado, la situación interna de Castilla durante los siglos XIV y XV no animaba a las empresas bélicas. Las guerras civiles, la lucha entre monarquía y nobleza y la recuperación de prerrogativas por parte de esta no suponían un contexto adecuado para una guerra larga y compleja.

La rendición de Granada, por Francisco Pradilla (1882), Palacio del Senado, Madrid, España. El lienzo reproduce el momento exacto en el que, tras su derrota, el rey Boabdil entrega las llaves de la ciudad a los Reyes Católicos el 2 de enero de 1492.

Otros factores se refieren a la propia Granada. El carácter montañoso de su territorio, reforzado por sólidas fortalezas ubicadas en las vías naturales de penetración, dificultaba su conquista efectiva, aun tras haberse producido la derrota del ejército granadino. La proximidad al norte de África facilitaba la recepción de tropas, como de hecho sucedió con los ejércitos benimerines procedentes de Marruecos, lo bastante numerosos para apuntalar la autonomía nazarí respecto a Castilla, pero no lo suficiente para asegurar su dependencia respecto a los nuevos señores norteafricanos. Por otro lado, Granada podía permitirse el pago de las parias con mucha mayor facilidad que sus predecesores, ya que su economía era mucho más sólida. Su población, engrosada por el fluir de musulmanes castellanos, era muy numerosa, tanto que muchos de los viajeros que pasaron por sus tierras se sorprendieron de su gran densidad y del bullicio de sus ciudades. La agricultura, basada en el regadío y heredera de las tradiciones técnicas y la gran variedad de productos traídos a la península por los árabes, era bastante productiva. Los cereales, la vid, la horticultura, la caña de azúcar, el azafrán, el lino y, sobre todo, la seda se contaban entre sus productos. La artesanía disfrutaba también de un nivel envidiable. La industria de la seda era la más desarrollada, pero otras actividades no le iban a la zaga. La cerámica vidriada malagueña gozaba de merecida fama, el papel fabricado en Granada era usado en toda Europa y la pericia de sus constructores los convertía en objeto de disputa entre los reyes de la cristiandad. Por último, el comercio granadino se benefició desde el principio de las buenas relaciones del reino nazarí con los genoveses y del protagonismo ganado por la ruta del estrecho, que facilitaron su acceso al Mediterráneo. El papel desempeñado por Málaga en el mercado del oro que los genoveses adquirían en el Sudán enriqueció a los emires nazaríes y posibilitó el pago de las parias. No todo eran mieles; el Estado nazarí tenía también sus problemas. Las disputas por la sucesión al trono eran endémicas, lo cual ofrecía una oportunidad de oro a los castellanos el día que desearan la anexión definitiva del reino. A título de ejemplo, entre los años 1417 y 1447 se produjeron diez cambios en el emirato, cuatro de ellos protagonizados por el mismo soberano, Muhammad IX. Además, en el seno de la sociedad granadina existió siempre una intensa pugna entre los partidarios de la guerra abierta con Castilla y sus detractores. Entre los primeros se contaban los mercenarios extranjeros, los

juristas y ciertos sectores de la población urbana, mientras que en las filas de los segundos militaban campesinos y comerciantes, mucho más beneficiados por el mantenimiento de la paz. Estas disensiones debilitaban el reino y minaban su capacidad de resistencia en caso de conflicto con Castilla. Era solo cuestión de tiempo.

LA EDAD MEDIA II: LOS REINOS CRISTIANOS

31 ¿FUERON INCAPACES LOS INVASORES MUSULMANES DE CONQUISTAR TODA LA PENÍNSULA IBÉRICA? Arruinado el reino visigodo, algunos nobles huyeron hacia el norte. En sus tierras, demasiado húmedas y frías, poco atractivas para los árabes y beréberes, encontraron el asilo de las comunidades que durante siglos habían rechazado, a veces con violencia, integrarse en España. Entre aquellos nobles se destacó pronto un jefe, Pelayo, quien, tras su victoria en la montaña de Covadonga (722), se convirtió en el primer rey asturiano. La batalla fue poco más que una escaramuza, pero el consenso entre magnates y obispos, que dieron en ver en ella la mano de Dios, la elevó pronto a la categoría de símbolo y le confirió el poder aglutinante que precisaban aquellas élites entregadas a la tarea de construir una nueva legitimidad política. Ello facilitó

que todos se avinieran a la reconstrucción de una corte y un reino a imagen de la España perdida. Cangas de Onís fue su primera capital, pronto trasladada a Oviedo.

Estatua de Don Pelayo en la localidad de Cangas de Onís. Primer rey de Asturias y personaje épico de su historia y de la de España, fue un personaje de existencia histórica indiscutible, aunque la victoria de Covadonga que se le atribuye fuera, en el mejor de los casos, una escaramuza de escasa relevancia militar.

Los invasores despreciaron las posibilidades de crecimiento del pequeño reino y se limitaron a exigirle vasallaje e imponerle tributos, al igual que a los otros núcleos semejantes surgidos en las futuras Navarra, Aragón y Cataluña. Fue el descontento de los beréberes y su levantamiento contra el gobierno andalusí el que ofreció a los sucesores de Pelayo la ocasión de impugnar el vasallaje y lanzar sus primeras expediciones hacia el valle del Duero. Con ellas, terminaron por despoblar aquellas tierras, creando un vacío entre cristianos y musulmanes que serviría de protección al pequeño embrión de reino. Nada más podían hacer todavía los asturianos que carecían de gentes con que repoblarlas y asentar su dominio sobre ellas.

A finales del siglo VIII, las cosas cambian. Allende los Pirineos, el poderoso Imperio de Carlomagno siente la obligación moral de luchar contra el infiel. Reconquistada la antigua Septimania visigoda, los francos cruzan la imponente cadena montañosa. Pronto conquistan las comarcas septentrionales navarras, aragonesas y, en especial, catalanas y construyen con ellas, siguiendo su práctica habitual, una provincia militar fronteriza, la llamada «Marca Hispánica», de cuya existencia formal hoy dudamos, porque los francos prefieren conceder los territorios conquistados a nobles locales para que los gobiernen en su nombre. Así surgen varios condados pirenaicos —Aragón, Sobrarbe, Ribagorza, Gerona, Ampurias, Rosellón, Urgel— cuyos titulares se sacuden pronto la dependencia de sus señores del norte. Algunos, incluso, tardan bien poco en reclamar para sí la dignidad real, como harán navarros y aragoneses. Hacia fines del siglo IX, dividido el viejo Imperio de Carlomagno, la independencia será un hecho. Pero los protagonistas de nuestra historia no son tan iguales como parecen. En el oeste, el reino de Asturias se encuentra con un vacío demográfico que, al repoblarlo, le ofrece la posibilidad de una rápida y sólida expansión. Galicia, abandonada por los beréberes, queda en manos cristianas. Un poco más al este, flamantes castillos afirman la defensa de la Tierra de Campos, cuya seguridad creciente atrae a los mozárabes huidos de alÁndalus y a los agrestes cántabros y vascones para poblar y sembrar de iglesias, aldeas y villas sus comarcas antes desiertas. Nobleza, clero y pecheros forman tres grandes compartimentos sociales cada vez más distanciados. A la pujanza demográfica se añade pronto la espiritual. El supuesto hallazgo de los restos de Santiago en tierras gallegas hará de Compostela, elevada a sede apostólica, activo centro de peregrinación europea y símbolo de gran poder movilizador. Pronto, el clero leonés proclama su ruptura jerárquica con la metrópoli toledana, cuya primacía rechaza por haber sido acusado de hereje su titular, el arzobispo Elipando. Los monarcas asientan su trono sobre el principio de la sucesión hereditaria, convierten en código legal el Liber Iudiciorum de Recesvinto, dan boato a una corte que desentierra el ritual visigodo y, ungiéndose con los sagrados óleos, refuerzan su autoridad ante propios y ajenos. En fin, desatada su avidez, osan proclamarse legítimos herederos del Estado visigodo y no ocultan ya su anhelo de reconstruir bajo su mando la unidad perdida.

Hacia el este, el futuro se antoja menos prometedor. No hay vacío demográfico meridional. Las tierras al norte del Ebro, con la excepción de la Plana de Vic, se hallan densamente habitadas por una población arabizada que se niega a dejarlas, dificultando el asentamiento de cristianos de las montañas. La intervención de los francos impone, además, una lucha en dos frentes, pues los núcleos cristianos emergentes deben afirmar su independencia respecto al poder carolingio a la vez que combaten a los musulmanes y tratan de ganarles terreno. Los mismos cristianos carecen de la unidad necesaria para el fortalecimiento de sus nacientes estados. En Navarra, las luchas entre los vascones de Arista y los muladíes de Banu Qasi, antes aliados contra el poder carolingio, llevan, triunfantes los últimos, a la dependencia indirecta de Córdoba. Los aragoneses, menos poderosos, gastan sus cortas energías en preservar su autonomía frente a sus vecinos navarros. Y en lo que luego será Cataluña, la efímera pujanza lograda por Wifredo el Velloso, a fines del siglo IX, deja paso a su muerte a una nueva debilidad, fruto del reparto de sus condados entre sus hijos. Su supervivencia, por tanto, dependerá sobre todo de la habilidad de sus condes en jugar al juego de los delicados equilibrios entre el papado, en quien tratan de apoyarse frente a los francos, las injerencias de estos y la amenazadora vecindad del califato, con quien conviene mantener relaciones amistosas. No es extraño, pues, que pronto se afirme el núcleo castellano-leonés como la potencia más pujante, mientras el catalano-aragonés, bloqueado en su avance hacia tierras meridionales, deberá buscar en el Mediterráneo campo abierto a su potencial expansivo. En cualquier caso, ninguno de estos reinos habría tenido, ni por sí solo ni en alianza con los otros, fuerza suficiente para derrotar a los ejércitos de la media luna. Si estos no se apropiaron de las tierras del norte peninsular fue porque no tenían interés alguno en hacerlo. Sencillamente, el beneficio que esperaban obtener allí no compensaba el gasto necesario para alcanzarlo.

32 ¿SOLO HABÍA «LLANURAS BÉLICAS Y PÁRAMOS DE ASCETA» EN LA ESPAÑA CRISTIANA MEDIEVAL? Así, en una bella metáfora de la soledad de unos campos aún poco poblados, hollados con más frecuencia por los estériles cascos de los caballos que por el fecundo surco del arado o el rodar cansino de la carreta del mercader, llamó Antonio Machado a las ásperas comarcas meseteñas. Porque así fueron al principio las tierras leonesas, poco a poco habitadas por los rudos pastores que bajaron de la montaña, hijos de un mundo libre organizado en comunidades dotadas de poderosos lazos entre individuos, ajenas a la herencia romana y visigoda de grandes fincas, ciudades antiguas y leyes escritas, y por mozárabes huidos del sur o traídos por monarcas ansiosos de tornar en bullicio el ominoso silencio de los parajes recién ganados. La repoblación fue, de una u otra forma, el cimiento sobre el que fue creciendo el Estado edificado por los reyes leoneses. Porque la tierra, yerma, pertenecía a quien la ocupase en primer lugar, pero la presión que después ejercían nobles y abades sobre el pequeño campesino le llevaba muchas veces a perder su libertad, entregándoles su propiedad a cambio de protección para seguir cultivándola por el pago de una renta. Esta fue la tendencia, que se afirmó con fuerza cada vez mayor. Y, al cambiar la propiedad, lo hacían también las relaciones sociales. El campesino libre, tan mimado al principio, cuando se le necesitaba para asegurar el control recién ganado de las tierras, fue cayendo bajo la dependencia de los señores, que acumulaban crecientes patrimonios y convivían en la corte con los reyes a los que juraban fidelidad a cambio del gobierno de los condados, el servicio de sus milicias, las exenciones fiscales y los tributos. Riquezas todas ellas que después compartían con la nobleza de segunda fila, caballeros e infanzones, a cambio de idénticas fidelidades sobre las que se iba, poco a poco, erigiendo una pirámide feudal.

Si la construcción no concluyó antes del año 1000, solo fue por las distorsiones que la propia Reconquista introdujo. El número de pequeños campesinos libres era demasiado grande, el ritmo de la conquista de nuevas tierras, demasiado lento; el peso de las viejas instituciones comunitarias de las gentes del norte, demasiado fuerte; y el carácter militar y de frontera de la sociedad leonesa, demasiado marcado para que los reyes, ante todo caudillos militares, perdieran por completo su poder frente a los magnates. Por eso Castilla, que fue durante siglos la tierra de frontera por excelencia y conservó en mucha mayor medida todos los rasgos citados, preservó también más tiempo la libertad de sus gentes. No muy distinta fue la historia más hacia el este, en las comarcas pirenaicas. Hacia el año 1000, se detecta aquí idéntico retroceso de la pequeña propiedad libre, al principio dominante, frente al latifundio de nobles y monasterios. Y, del mismo modo, en León la pujanza económica de los magnates tiene su correlato social y político en el acúmulo de cargos, rentas y privilegios a cambio de servicios militares prestados al rey. La pirámide feudal se halla también, por tanto, en trance de formación, pero sin concluir. Hacia el año 1000 son todavía fuertes en Navarra y Aragón las aldeas de pequeños propietarios libres unidos por fuertes lazos comunales. Solo en la futura Cataluña el proceso parece a punto de completarse. La primera repoblación, centrada en la Plana de Vic, había sido obra de campesinos pobres de las montañas que marcharon hacia el sur huyendo de la miseria y ocuparon tierras abandonadas que la ley les daba en propiedad por el hecho de cultivarlas por algún tiempo. Los condes se limitaron a superponer luego a la trama de aldeas dispersas y pequeños predios una red administrativa y eclesiástica pensada para asegurar el poblamiento y someterlo al control de la autoridad condal. Con ellos llegan también las grandes fincas y los privilegios, integrados en una pirámide feudal en cuya cúspide se halla el conde, al que se vinculan, a cambio de tierras y cargos, vizcondes y vicarios que le juran fidelidad. Luego, la fragmentación de las fincas en las herencias y la donación directa a la Iglesia van adelgazando la pequeña propiedad mientras avanza el latifundio y, con él, el poder de la nobleza. Pero la feudalidad plena tampoco se ha impuesto aún por completo

hacia el año 1000. Los lazos de dependencia personal se extienden poco más allá de la alta nobleza próxima al conde y resisten todavía fuertes comunidades campesinas que defienden celosas su autonomía. La vida económica corre pareja a la evolución de los grupos sociales. Hasta el siglo X, la mayoría de la población vive sumida en la mera subsistencia, incapaz de generar excedentes que intercambiar. Se trata de una economía agraria en la que la artesanía no disfruta siquiera de una posición independiente del campo, sino que se asienta en él para producir tan solo los aperos más básicos. La ciudad no existe. La moneda apenas circula y si lo hace, no es moneda nueva, ya que los monarcas aún no acuñan, sino la vieja moneda visigoda, apenas necesaria en un mundo en el que no existe casi nada que comprar o vender. Los mercados no son sino pequeñas ferias semanales a las que los campesinos acuden a ofrecer sus míseros productos y a procurarse a cambio lo que ignoran cómo fabricar por sí solos. Hacia el año 1000 se atisba un pequeño despegue, pero se limita a las pocas ciudades que merecen el nombre. Solo León y Barcelona cuentan por entonces con mercados periódicos de alguna importancia y pequeñas colonias de mercaderes. El oro de las parias, que afluirá con generosidad hacia el norte unas pocas décadas después, revitalizará la vida económica y, en consonancia con el despertar de Europa en esas mismas fechas, abrirá las puertas de una nueva era. El mundo del espíritu no ofrece un panorama más halagüeño. Primero, porque la conquista musulmana se cobró un alto precio en términos culturales. Iglesias y cenobios eran los reductos del saber en la España visigoda y al ser arrasados muchos de ellos se perdieron también los conocimientos que atesoraban. Cierto es que los monjes, al huir, llevaban consigo una parte de la herencia isidoriana, pero también que muchos de ellos atravesaron los Pirineos y fue la tierra de los francos su beneficiaria. Después, la raquítica base material, la nula vitalidad de las ciudades y la polarización del esfuerzo colectivo hacia la guerra no animaron el despertar de la cultura, víctima de una parálisis casi completa. Solo algunas mortecinas luces titilaban en los monasterios que reyes y condes fundaban en las tierras despobladas. Y allí, en la infinita quietud de claustros como San Millán de la Cogolla o Santa María de Ripoll, monjes de finita sabiduría copiaban una y otra vez los viejos manuscritos de los padres de la Iglesia; ilustraban, como el Beato de Liébana, el Apocalipsis o redactaban cronicones que apenas

merecen el apodo de obras de historia. La benéfica influencia musulmana no alcanzaba las frías tierras del norte. Solo en los cenobios catalanes, enriquecidos por la constante interacción entre la cristiandad europea, personificada en el Imperio carolingio, y el islam andalusí, hallamos obras científicas de alguna importancia.

33 ¿DE VERDAD TARDARON LOS REYES CRISTIANOS OCHO SIGLOS EN RECUPERAR EL TERRENO QUE LOS MUSULMANES CONQUISTARON EN DIEZ AÑOS?

Al poco de concluir el primer milenio de nuestra era, el califato cordobés se hunde en el caos para luego desintegrarse (1031). Navarra conduce a su rey, Sancho III el Mayor (†1035) a la dignidad imperial, asegurado el control, directo o no, de la práctica totalidad de los reinos y condados cristianos. La reconquista parece empresa de una generación. Pero no es así. Los reyes cristianos no poseen aún un concepto moderno de Estado, sus reinos son un patrimonio que dejan a su muerte a sus hijos, la unidad lograda se deshace y reconstruye una y otra vez, las fuerzas, dispersas, se debilitan. El oro musulmán, las parias, aplaca en ocasiones su ardor bélico, apartándolos de una guerra que, aunque victoriosa, es también onerosa para sus arcas y sus súbditos. El débil cuerpo musulmán, además, recibe de tanto en tanto inyecciones de vitalidad desde tierras africanas: los almorávides, los almohades, los benimerines… La meta, que parecía ya tan cercana, se aleja una y otra vez. La Reconquista no será empresa de tres siglos, sino de ocho. Muerto Sancho III, recibe su primogénito García las tierras patrimoniales del reino. Dos de sus hermanos, Ramiro de Aragón y Fernando de Castilla, se proclaman reyes, rompiendo los lazos que les unen a su pariente y dando vida

a las dos futuras grandes potencias ibéricas. Navarra, angostada, tras una efímera unión con Aragón, volverá sus ojos al norte, vinculándose a una Francia con la que no romperá hasta el siglo XVI. El proceso se repite a la muerte del primer monarca castellano, Fernando I (†1065). En sus treinta años de reinado derrota y mata al rey leonés, su cuñado Vermudo III, y se anexiona su reino; recupera las tierras castellanas cedidas por su padre a los navarros, conquista Coimbra y otras plazas fronterizas e impone tributo a las taifas de Zaragoza, Toledo y Sevilla, a la sazón las más poderosas. Pero su testamento deshace todo lo hecho al repartir entre sus tres hijos sus territorios, quedando así separados de nuevo León, Castilla e, incluso, Galicia. Por fortuna, uno de sus vástagos, el leonés Alfonso VI (†1109), se revela tan enérgico como su padre, cuya herencia termina por reunir de nuevo en sus manos tras la anexión de Galicia y el asesinato de su hermano Sancho II, que le procura Castilla. Así reforzado, se lanza a la conquista del territorio musulmán. En 1085 rinde Toledo; se proclama «emperador de toda España» y restaura a la sede episcopal toledana su carácter de primada. La línea del Tajo se consolida como frontera y toda al-Ándalus parece amenazada por Alfonso, que lanza expediciones desde el castillo de Aledo. Los almorávides detendrán tan fantástica progresión en Sagrajas (1086) y Uclés (1108), aunque se trata de un respiro antes que un retroceso, pues es el mismo rey quien malogra sus frutos al dividir de nuevo sus Estados a su muerte. Alfonso VII, el Emperador (†1157), resucita el sueño hegemónico de su abuelo y lo eleva a cumbres más altas. Bajo su autoridad se hallan de nuevo Castilla y León, cuyas coronas ciñe, pero también Navarra, Aragón y Portugal, que, hábilmente enfrentados entre sí por Alfonso, le rinden vasallaje.

Mapa que representa la evolución de la Reconquista entre los siglos VIII y XV. El concepto patrimonial del Estado, las parias musulmanas y las invasiones desde el norte de África ralentizaron un proceso que podría haber concluido mucho antes.

Los aragoneses no pueden igualar al principio el tremendo vigor castellano. El reino de Ramiro I y su hijo Sancho Ramírez, débil, poco poblado y bloqueado en su avance hacia el sur por la protección dispensada a la taifa zaragozana por navarros y catalanes, agota sus energías en mantener su independencia. Es la Cataluña de Ramón Berenguer I, nutrida por las parias leridanas y zaragozanas, la que prepara su expansión. Pero Aragón despierta pronto. A finales del siglo XI, Pedro I baja de los valles pirenaicos con los ojos puestos en las ansiadas aguas del Ebro. Huesca y Barbastro caen en manos aragonesas. Será, no obstante, su hijo, Alfonso I, a quien las crónicas llaman El Batallador, el verdadero protagonista de la primera gran expansión del pequeño reino. Entre 1117 y 1134 cerca de 25 000 kilómetros

cuadrados pasan a sus manos que se cierran al fin sobre las puertas de Zaragoza (1118), Tudela y Tarazona. La reacción almorávide frena su avance, que tampoco convenía a los condes catalanes, e impide que llegue hasta Valencia. Pero tampoco aquí logran los fanáticos invasores magrebíes hacer volver grupas a los guerreros del norte. Zaragoza y el valle del Ebro permanecerán en manos cristianas. Muerto el Batallador sin herederos, su testamento, en el que lega el reino a las órdenes militares, sirve de pretexto para una nueva y definitiva ruptura entre Aragón y Navarra, al proclamar reyes distintos la nobleza de los respectivos reinos. La crisis no se resuelve tampoco así, ya que el nuevo monarca aragonés, Ramiro II, carece de herederos varones y la Santa Sede no ha visto con buenos ojos una designación que perjudicaba sus intereses. El conflicto solo se cerrará cuando, en el 1137, Petronila, hija y sucesora de Ramiro, se case con el catalán Ramón Berenguer IV, templario a la sazón. El vástago de este matrimonio, Alfonso II, gobernará ya sobre Aragón y Cataluña. Quedan así unidos los dos Estados en una simbiosis entre guerra y comercio que, en equilibrio no siempre fácil pero a menudo lucrativo, beneficiará a ambos. Todo parece encauzarse. Vencidos los almorávides, las segundas taifas parecen más débiles que las primeras y ya no tienen frente a sí una miríada de pequeños reinos cristianos, sino dos grandes coronas dispuestas, por fin, a diseñar el futuro. En el Tratado de Tudillén (1151), Alfonso VII y Ramón Berenguer IV pactan la hoja de ruta para las décadas siguientes. Castilla asume la carga de arrebatar a los musulmanes Andalucía, aragoneses y catalanes deben encargarse de Valencia y Murcia. El conde catalán se afana en su tarea y ocupa Lérida, Fraga y Tortosa. Pero en 1157, a la muerte de Alfonso VII, vuelven a dividirse los reinos de Castilla y León; Almería cae en manos musulmanas y al fin, en 1172, los almohades logran la reunificación de al-Ándalus. La derrota castellana en la batalla de Alarcos (1195) hace sonar la luz de alarma. Pero la amenaza facilita el acuerdo entre los monarcas cristianos. En las Navas de Tolosa (1212) un ejército combinado a las órdenes de Alfonso VIII de Castilla, Pedro II de Aragón y Sancho VII de Navarra aplasta la efímera pujanza almohade y da a luz a una nueva generación de taifas llamadas a ser, una vez más, títeres en manos de los monarcas cristianos. Poco después, el rey aragonés Pedro II cae derrotado en Muret (1213) ante los cruzados de Simón de Montfort, enviados por Roma

a sus dominios transpirenaicos para extirpar por la fuerza la herejía albigense que profesaban muchos de sus súbditos. Las puertas del sueño catalán de expansión hacia el norte se habían cerrado para siempre.

Fernando III, el Santo, representado en el Tumbo A de Santiago de Compostela. Hijo de Berenguela, reina de Castilla, y de Alfonso IX, rey de León, unificó definitivamente ambos reinos que habían permanecido separados desde la época de Alfonso VII, quien a su muerte las repartió entre sus hijos, los infantes Sancho y Fernando.

La combinación de ambos sucesos sella el destino de la España musulmana. Castilla, unida definitivamente a León desde 1230 bajo el cetro de Fernando III el Santo (1217-1252), se extiende por La Mancha y Extremadura, somete el reino de Murcia, que le había sido atribuido por el Tratado de Cazorla (1179) en el que aragoneses y castellanos habían acordado modificar las áreas de influencia firmadas en Tudillén, y conquista la mayor parte de Andalucía con la excepción de Granada, preservada por su feliz vasallaje al monarca castellano. Aragón, despierto a la fuerza del sueño europeo, no tiene más camino ahora que el del sur. De la mano de Jaime I el Conquistador (1213-1273), incorpora los reinos de Valencia y Mallorca, y

abre las puertas hacia un nuevo destino, marítimo y comercial, para la Corona de Aragón que pone en Sicilia la primera piedra cuando, en 1283, los sicilianos se rebelan contra Carlos de Anjou, al que el papa había entregado la isla, y apoyan las pretensiones de Pedro III de Aragón, que la ocupa con facilidad. Hacia mediados del siglo XIII, la Reconquista se detiene. Castilla está exhausta, Aragón mira ya hacia Oriente. Granada habrá de esperar doscientos cincuenta años.

34 ¿CÓMO REPOBLARON LOS CRISTIANOS LA TIERRA ABANDONADA POR LOS MUSULMANES? De diversas formas, desde luego, pero bueno es señalar como punto de partida que las diferencias en el proceso repoblador de las tierras peninsulares a lo largo de ocho largos siglos de Reconquista, desiertas al principio, arrebatadas después al invasor musulmán, se encuentran tanto en la orografía del territorio como en las peculiaridades sociales e institucionales de cada reino y en los especiales parámetros definidos por cada momento histórico. Veamos, pues, cómo sucedió. Una primera etapa del proceso repoblador podría abarcar los siglos VIII al X. En las tierras occidentales del reino de León, en especial Galicia, fue común al principio la repoblación mediante la cesión de tierras a los nobles que prestaban al monarca sus servicios militares y no lo fue menos la fundación de pequeñas comunidades monásticas que se ocupaban ellas mismas de cultivar las tierras que habitaban o llevaban consigo los campesinos necesarios. Más al este, en tierras castellanas, la repoblación fue, sin embargo, tarea de bizarros aldeanos que ocupaban las zonas abandonadas por los musulmanes, esperando recibir del rey, propietario eminente de todas

ellas, la sanción jurídica de sus actos. Se trata de la presura, el primer sistema de repoblación. Su razón se encuentra en el vacío demográfico del valle del Duero; su carácter, en la gran lentitud de la reconquista en estos siglos y la escasez de colonos dispuestos a labrar tierras tan desoladas e inseguras; sus protagonistas, en fin, en los mozárabes huidos de al-Ándalus y los paisanos que descienden de los valles cántabros ansiosos de escapar del yugo de la nobleza hispanogoda. No muy distinta fue la repoblación más hacia el este. Las diferencias, más de extensión que de forma de los distintos modelos, venían impuestas por la distinta orografía del territorio. Al principio de la Reconquista solo los valles pirenaicos se hallaban del todo despoblados, por lo que solo en ellos y una estrecha franja costera de la actual Cataluña pudo usarse un sistema de repoblación similar al utilizado por Castilla. La aprisio, variante catalana de la presura castellana, se limitó a la Plana de Vic y las pequeñas llanuras costeras del Ampurdán, el Penedés y el Vallés, aunque el destino de estos campesinos, pronto sometidos a la autoridad de los señores feudales, fue bien distinto del de sus hermanos castellanos.

Monasterio de San Miguel de Escalada, cerca de León. Consagrado en el año 913 por el abad Alfonso, es un buen ejemplo del denominado arte de repoblación, caracterizado por una evidente influencia de la arquitectura árabe andalusí.

Pero el proceso, espontáneo al principio, pronto adopta una fisonomía más organizada en la que la Corona, deseosa de afirmar su poder, asume el papel protagonista. Es la segunda etapa de la repoblación, entre los siglos XI y XII. La dirección real del proceso repoblador será el modelo dominante en el valle del Tajo, donde surgen por doquier pequeñas comunidades de campesinos que se valen de su utilidad para los monarcas para alcanzar de estos privilegios que amparan su libertad. Son los concejos, esencia de la estructura social y política castellana medieval. El mecanismo era simple: los reyes concedían al futuro concejo un fuero que precisaba los derechos de sus habitantes, por lo general la libertad de residencia y la propiedad de las tierras, y un territorio, la «comunidad de villa y tierra», y erigían un castillo para ayudar en su defensa a los campesinos villanos. Un juez presidía el concejo, del que formaban parte todos los vecinos, y uno o dos alcaldes se encargaban de administrar justicia. El modelo es similar en el valle del Ebro, cuya repoblación impulsaron los soberanos concediendo fueros o cartas pueblas para atraer a los campesinos a las zonas fronterizas más peligrosas, mientras la población musulmana era expulsada de las ciudades, bien al campo, donde quedaba atada a la tierra en condiciones de gran dureza, bien a los arrabales de los núcleos urbanos. Pero los cambios no acaban aquí. Durante la primera mitad del siglo XIII, la repoblación del valle medio del Guadiana y La Mancha, en el caso de la Corona de Castilla, y la de la actual provincia de Teruel y el norte de Castellón, en el de la Corona de Aragón, siguió un sistema distinto y por completo acorde con la forma que había adoptado la Reconquista en estas zonas. Las victorias cristianas fueron seguidas de la apropiación de enormes extensiones de tierra. La pequeña propiedad agraria y los concejos abiertos, fruto de la gran utilidad del campesino libre como instrumento de repoblación, pierden terreno con rapidez frente al latifundio y el sometimiento de quienes labran la tierra a quienes la poseen. Son estos últimos sobre todo las órdenes militares, Santiago, Calatrava y Alcántara en el caso de Castilla, Montesa en el de Aragón, que reciben de los reyes

enormes lotes de tierra pronto dedicados a la ganadería, privilegiada por la Corona frente a la agricultura, con el único compromiso de defender las nuevas conquistas y erigir y mantener a sus expensas las grandes fortalezas para ello necesarias. Por último, en una cuarta etapa que se extiende entre mediados del siglo XIII y mediados del siglo XIV, aproximadamente, la repoblación de Extremadura, el Guadalquivir y el Levante meridional halla en la aristocracia su protagonista más caracterizado y en el latifundio agrario su forma de explotación predominante. No se necesitaban colonos para poner en explotación las nuevas tierras; bastaba con dejar en ellas a los musulmanes recién sometidos a soberanía cristiana y así sucedió sobre todo en la Corona de Aragón, donde mutaron en siervos atados a la tierra en condiciones de una dureza desconocida entre los campesinos cristianos, aunque menos en la de Castilla, de la que fueron huyendo en oleadas sucesivas al vecino reino islámico de Granada. La repoblación, en todo caso, corrió pareja a la Reconquista. Nada habría sido la segunda sin la primera, pues de nada valían las tierras sin brazos que las labraran y pronto habrían vuelto a caer de nuevo en manos de quienes las habían perdido en batalla. Soldados y campesinos, nobles y clérigos devinieron fuerzas inseparables en el proceso de lo que los cristianos vivían como la salvación de España; inseparables, pero no equilibradas. Esto nos obliga a plantearnos otra cuestión: ¿supuso la Reconquista alguna diferencia en la evolución social y económica de las Españas medievales respecto a los demás reinos cristianos del Occidente europeo?

35 ¿HUBO FEUDALISMO EN LA ESPAÑA MEDIEVAL O SOLO RÉGIMEN SEÑORIAL?

Para responder a esta cuestión debemos, como es lógico, precisar bien ambos conceptos, a menudo confundidos por los aficionados a la historia y por desgracia no siempre bien delimitados por los especialistas. ¿Qué es el feudalismo? En esencia, un conjunto de instituciones que vinculaban entre sí a los miembros de los grupos sociales dirigentes durante un período muy concreto de la Edad Media, más o menos entre los siglos X y XIII, y en un espacio geográfico muy restringido, los reinos que surgieron de la disgregación del Imperio carolingio, a partir del siglo IX, en las actuales Alemania, Francia y Cataluña, así como Inglaterra. Estas instituciones no eran sino relaciones de índole personal entre hombres libres mediante las cuales uno de ellos, el señor, cedía a otro, el vasallo, un beneficio, por lo general una tierra, aunque también podía tratarse de una renta o un cargo, y se comprometía a protegerlo a cambio del compromiso de recibir de él una serie de servicios que incluían siempre el consejo y la ayuda militar. Se trataba, pues, de un pacto, un contrato que suponía derechos y obligaciones mutuas, y estaba revestido de un halo de sacralidad concretado en un juramento ceremonial que incluía fórmulas muy precisas e incluso un beso simbólico, el osculum. ¿Qué papel juegan en todo esto los aldeanos que representaban más del noventa por ciento de la población europea en el Medievo? La respuesta es bien sencilla: ninguno, porque el feudalismo es cosa de nobles y clérigos; el campesinado se limitaba a labrar la tierra, alimentando con su esfuerzo a señores y vasallos, pero sin participar en modo alguno de sus relaciones. Resulta evidente que sin el trabajo de los labratores, como se los denominaba en los textos de la época, nada habría sido posible, pues era la tierra a la que entregaban su tesón la que producía las rentas que mantenían a señores y vasallos, ya fueran oratores, esto es, clérigos, o bellatores, es decir, nobles laicos cuya principal misión era la guerra. Pero eso no es feudalismo, sino algo muy distinto a lo que denominamos «régimen señorial», que se llama así precisamente porque se organiza en torno a una unidad de producción que conocemos como señorío. El nombre, por supuesto, deriva del señor que era su propietario y que, por lo general, lo había recibido a cambio de su juramento de vasallaje. No era otra cosa que una tierra, de extensión variable, que comprendía campos de labor, aldeas, pastos y bosques, así como algunos edificios necesarios para la subsistencia de sus pobladores. Se dividía en dos

partes bien diferenciadas: la llamada «reserva», esto es, las tierras que el señor se guardaba para sí y que solían incluir su propia residencia, campos de cultivo y bosques para la caza, así como construcciones singulares de uso común como el molino, el horno, el lagar o la forja, y los «mansos», o, en otras palabras, las parcelas que el señor cedía a los campesinos para su propia subsistencia. Por supuesto, los ingresos del señor provenían del trabajo de los campesinos, ya fuera directamente, por medio de labores obligatorias en las tierras de la reserva, ya de forma indirecta, mediante exacciones diversas que el señor imponía a los aldeanos y que solían incluir una parte de sus cosechas y el pago de tasas por el uso de las ya citadas instalaciones del señorío. El régimen señorial constituyó el pilar de la economía europea no solo durante la Edad Media, sino hasta el siglo XVIII, y en el este, hasta bien entrado el siglo XIX e incluso el XX.

Ilustraciones de Las muy ricas horas del duque de Berry, Museo Condé, Chantilly, Francia. Considerado el manuscrito iluminado más destacado del siglo XV, sus pinturas ofrecen una imagen ideal de la Edad Media, en especial los folios del calendario, que muestran escenas tanto campesinas como aristocráticas y elementos de arquitectura medieval.

Pues bien, ¿hubo en la España medieval feudalismo o tan solo régimen señorial? Pues depende de las zonas y el momento. Régimen señorial lo encontramos en todos los reinos cristianos peninsulares desde el principio de

la Reconquista, pues sus fundamentos se habían implantado ya en los últimos siglos del Imperio romano. Cosa distinta es el grado de dependencia de los campesinos sometidos a él, que varió en gran medida en los distintos reinos. La máxima dependencia, a la vez económica y jurisdiccional, se daba en el señorío «solariego», cuyos aldeanos no solo labraban las tierras del señor o sufragaban a este unas rentas por labrar las propias y usar los servicios comunes, sino que se hallaban sometidos a su justicia y sus leyes, lo que suponía el pago de multas y tributos cedidos por los reyes; la mínima dependencia, dejando de lado a los campesinos libres, por supuesto, en el de «behetría», propio sobre todo de Castilla, que aseguraba a los labriegos el derecho a cambiar de señor si así lo deseaban; y el de los «payeses de remensa catalanes», que podían ser libres si pagaban por ello a su señor. Entre ambos, los campesinos que moraban en un señorío «jurisdiccional» solo debían compensar al señor por la administración de justicia. ¿Cuál fue el predominante? Durante los dos primeros siglos de la Reconquista, la frontera era sinónimo de libertad y siempre estaba allí al alcance de los labriegos que desearan asentarse en ella, por lo que la acumulación de tierra por parte de la nobleza se encontraba con un freno natural y el número de campesinos libres era abundante, sobre todo en Castilla. Pero el proceso se invirtió después, cuando la Reconquista se aceleró y la nobleza, el clero y las órdenes militares recibieron de los monarcas grandes extensiones de tierras, muchas de ellas trabajadas por musulmanes. En estas circunstancias, el señorío se extendió y la dependencia de los aldeanos se incrementó. Las condiciones que soportaban los campesinos mudéjares de la Corona de Aragón eran tan duras que ningún labrador cristiano las habría sufrido de buen grado. La crisis del siglo XIV vino a agravar el problema, sobre todo en Cataluña, donde los señores, desesperados por la caída de sus rentas, resucitaron los «malos usos», prácticas abusivas ya abandonadas que los campesinos consideraban contrarias a derecho. Pero, en cualquier caso, el señorío, bajo una u otra forma, fue el marco habitual de vida de la mayoría de los campesinos de las Españas medievales, como lo fue en toda Europa. Pero ¿y el feudalismo? Eso es otro asunto. En su plenitud, solo existió en Cataluña. Allí, impulsados por el derecho carolingio, los condes se erigieron en cabeza de una verdadera pirámide de relaciones feudovasalláticas que

incluía vizcondes y vicarios y se extendía sobre todo el territorio. Sin embargo, en los demás reinos cristianos el proceso de feudalización se vio frenado por la Reconquista que introdujo en él distorsiones evidentes. La guerra favoreció la concentración de poder en el rey que pudo así negarse a su entrega total a los aristócratas. La urgencia de repoblar las tierras conquistadas permitió a los campesinos resistirse durante más tiempo a la dependencia total respecto a aquellos y la presencia de los concejos proporcionó a los monarcas un sólido aliado en su pugna por conservar y ampliar su poder. De este modo, aunque hubo señores y vasallos en los reinos cristianos peninsulares y los monarcas distaban mucho de ser autócratas, no podemos hablar con propiedad en ellos de un feudalismo pleno. La última etapa de la Reconquista, con sus masivos repartimientos de tierras, sin embargo, sí consolidó grandes linajes nobiliarios cuyo poder amenazó sin duda a unos reyes debilitados ante el embate de los aristócratas. La llegada al trono castellano de Isabel I detendría el proceso y recuperaría para la Corona tierras, rentas y autoridad, sentando así las bases del Estado moderno.

36 ¿CUÁNDO CAMBIÓ UNA ESTRELLA LA SUERTE DEL REINO DE ASTURIAS? Para dar cumplida respuesta a esta cuestión, es necesario tener presentes dos aspectos, general uno, específico de España el otro, sin cuyo análisis resultaría difícil comprender el problema que nos ocupa. En cuanto al primero, debemos recordar que en el Medievo no animaba a aquellas gentes que dejaban durante meses su casa y su familia el anhelo de ver mundo, la curiosidad o incluso el esnobismo que inspira hoy a tantos viajeros. El motor de sus actos era tan solo religioso. El peregrino buscaba muchas veces la

indulgencia, el perdón para pecados que la Iglesia tenía por especialmente graves. Con frecuencia le movía también el miedo a la muerte que intuía próxima como resultado de una enfermedad incurable. No era extraño tampoco encontrar entre aquellas gentes quienes cumplían una promesa hecha cuando, en un momento de desesperación, habían implorado al Creador una ayuda excepcional. En cuanto al destino, era siempre un lugar que albergaba alguna reliquia o poseía alguna significación especial por los hechos de los que había sido testigo. Por supuesto, todas las iglesias contenían alguna reliquia. Pero existían reliquias sin par, en especial las relacionadas con algún pasaje clave de las Sagradas Escrituras o con la vida de santos venerados con mayor devoción, a las que el común de los fieles atribuía especiales poderes milagrosos. Y no menos únicos eran los lugares que habían servido de escenario a los hechos de Jesucristo o de los primeros apóstoles, cuyo conocimiento, transmitido siempre de forma oral, constituía todo el saber de aquellas gentes humildes que, desde la cuna a la sepultura, transitaban por su vida de la mano de la Iglesia. Es por ello por lo que, desde muy pronto, fueron dos los principales destinos de los peregrinos europeos: Jerusalén, escenario del drama de la Pasión y muerte de Cristo, y Roma, la ciudad de los césares rendida al Imperio de los papas, donde los apóstoles Pedro y Pablo habían sufrido el martirio. A ellas se sumó luego un lugar hasta entonces ignoto: Compostela, donde, a comienzos del siglo IX, se descubrió el supuesto sepulcro del apóstol Santiago, que acabaría por desbancar a los otros en las preferencias de los europeos entre los siglos XII y XIII. Pero ¿por qué ese éxito? ¿Acaso tenía Santiago algo de especial que le permitía competir en condiciones con los otros cientos de hombres santos con que ya contaba la cristiandad medieval?

Interior de la catedral de Santiago de Compostela. En ella puede apreciarse el triforio, la amplia balconada que se apoya sobre arcos de medio punto en la segunda planta del templo, muy útil para incrementar el espacio disponible para alojar a los peregrinos.

La respuesta hay que buscarla, más bien, en la coyuntura política y religiosa en que se produjo el hallazgo de los restos del apóstol por el monje Pelayo en el año 814. La creencia de que el cuerpo de Santiago, muerto en Palestina, había sido traído a Galicia por dos discípulos suyos en una barca de piedra formaba parte del acervo popular, alimentado por testimonios de tanta autoridad como los de san Jerónimo, Beda el Venerable y, a finales del siglo VIII, Beato de Liébana, autor de los célebres comentarios al Apocalipsis que tanta difusión conocerían en la España medieval. Por otra parte, los obispos de Oviedo se hallaban entonces enfrascados en una dura pugna con los de Toledo, tradicional sede primada de la península, esperando aprovecharse de la herejía adopcionista del obispo Elipando y del hecho cierto de que Toledo se encontraba en tierra ocupada por los musulmanes para obtener la primacía sobre las demás diócesis hispanas. El terreno religioso, pues, estaba

preparado cuando el hallazgo se produjo, pero no habría bastado con ello para lograr el impacto que la noticia alcanzó en toda Europa sin el apoyo decidido de los monarcas astures. Para los reyes de aquel embrión de reino que era todavía Asturias, el descubrimiento fue una bendición en la que vieron la oportunidad de predicar la sanción divina de la Reconquista y consolidar su trono con la firme alianza de la Iglesia. Alfonso II el Casto (760-842), el monarca en cuyo reinado se descubrió la supuesta tumba, intuyó esa oportunidad y se aprestó a organizar el primer camino, que partía de Oviedo, y a dotarlo de los servicios necesarios para asegurar la comodidad de los peregrinos. Sus sucesores continuaron la tarea multiplicando los caminos, cuidando de su conservación y erigiendo en ellos hospitales y posadas, porque a la utilidad política del hallazgo pronto se sumaría la económica, forma no menos útil de fortalecer el frágil reino asturiano. No en vano, los miles de cristianos procedentes de todos los lugares de Europa dejaban a su paso una vivificante semilla que hacía florecer la artesanía y el comercio, animados por la necesidad de subvenir sus necesidades; cambiaban los mismos caminos que transitaban, sembrados de puentes, calzadas y hospicios cuya construcción daba trabajo a miles de personas, y sacaban a las ciudades de su letargo de siglos. El proceso así iniciado se consolidaría más tarde. Los reyes colocarían al apóstol en los estandartes de sus ejércitos, mandarían tallar su imagen en los pórticos de las iglesias, impulsarían la construcción en Compostela de catedrales cada vez mayores, alimentarían la leyenda de su intervención milagrosa en la batalla de Clavijo y ordenarían a sus soldados gritar «Santiago y cierra España» al inicio de los combates. También se beneficiará Compostela del destino sufrido a partir del siglo XI por los otros dos grandes centros de peregrinación de la cristiandad. Jerusalén deja de ser un destino apetecible cuando las cruzadas la convierten en objetivo militar; Roma, transmutado el papado en un Estado ordinario en pugna con los emperadores por la primacía sobre los reinos cristianos, se tiñe de una imagen política incompatible con los anhelos espirituales que impulsaban a la mayoría de los peregrinos. Por el contrario, Compostela disfruta de una ventaja geográfica que no poseen otros destinos: se encuentra muy cerca de Finisterre, el cabo en el que, como su propio nombre indica, termina la tierra, la tumba del sol, más allá de la cual se extiende el oscuro y

misterioso piélago poblado de criaturas monstruosas, pero que resulta muy fácil de encontrar, pues basta para llegar a él con seguir siempre de día el camino del sol, y de noche, la Vía Láctea, ese otro camino hacia el oeste que marcan en el cielo las mismas estrellas que habían señalado al monje Pelayo el emplazamiento exacto de la tumba del apóstol.

37 ¿ERA CASTILLA EL REINO MÁS PODEROSO DE LA PENÍNSULA IBÉRICA A FINALES DE LA EDAD MEDIA? La respuesta a esta cuestión debe atender, por fuerza, a un doble conjunto de factores, económicos unos, sociopolíticos los otros. Vaya por delante que, como es habitual, ambos se encuentran ligados y que la península ibérica no es ajena al cataclismo que sacude Europa en la segunda mitad del siglo XIV, razón última de la posterior primacía castellana. En 1348, la peste negra alcanza las costas levantinas y pronto penetra hacia el interior. En algunas comarcas, la población se reduce a la mitad o incluso a la tercera parte. Castilla, que cuenta con una población de entre cuatro y cinco millones de almas al comenzar la centuria, solo alcanza una cifra próxima al alborear el siglo XVI. Algo similar sucede en Aragón, Valencia y Navarra. Pero Cataluña, golpeada con mayor dureza, no llega a recuperarse. Sus quinientos mil habitantes de 1300 se han convertido en poco más de la mitad dos siglos después. Muchos campos castellanos, asolados por las malas cosechas, el hambre, la peste y las guerras, se despueblan condenando a la agricultura a un estancamiento del que solo saldrá más allá del 1400 gracias al abandono de terrenos marginales y los inicios de una cierta especialización de los cultivos. La falta de mano de obra favorece a la ganadería que, bendecida por la

Corona y los magnates, consolida su hegemonía. Los rebaños de ovejas crecen sin cesar y Castilla sucede a Inglaterra como primer proveedor de las hilaturas flamencas. La manufactura propia, por el contrario, solo sirve para la demanda local. Su calidad, mediocre, no basta para satisfacer las exigencias de los clientes más pudientes, que prefieren los tejidos extranjeros. El comercio, por tanto, tardará en despegarse de la mera exportación de lana, aceite, vino y algunos minerales, aunque se asientan así los cimientos de la lucrativa sociedad entre marinos vascos y mercaderes meseteños que llevará las naves castellanas por los mares del norte en la centuria siguiente. Retroceso en el siglo XIV; recuperación en el XV serán, pues, las tendencias económicas dominantes en la Corona de Castilla. La evolución de la economía aragonesa no es tan sencilla. El trescientos fue nefasto para aragoneses, catalanes y valencianos, pero con efectos distintos: la recuperación del siglo XV, cierta en Aragón y Valencia, no alcanzará a Cataluña, que cede su primacía al reino levantino en la última centuria de la Edad Media. La afirmación es válida, con matices, para las distintas actividades económicas. El campo catalán, duramente golpeado por las malas cosechas, el hambre y la peste, sufre despoblación y abandono de cultivos, agravado por los malos usos que los señores tratan de imponer de nuevo a los campesinos. Sin embargo, la expansión catalana por el Mediterráneo, alimentada desde la centuria anterior por el auge de la producción textil, el crecimiento de la burguesía mercantil y el desarrollo de una potente flota, continuó durante casi todo el siglo XIV, tejiendo una tupida red comercial que cubría el Mediterráneo de oeste a este y de norte a sur. Las letras de cambio, los seguros marítimos, las nuevas formas de compañías comerciales nacidas en tierras italianas no les eran ajenas, y un importante sostén legal e institucional encarnado en los consulados del mar y en el Llibre del Consolat de Mar, que tan merecida fama habría de ganar en todo el Mediterráneo, impulsaba tan intenso comercio que crecía sin cesar ajeno a la grave recesión que sufrían mientras tanto la población y la agricultura. Luego, la expansión del Imperio otomano y la funesta mixtura de luchas sociales y conflictos bélicos condujeron al comercio catalán a un declive imparable. Y es entonces cuando Valencia, que ha ido desarrollando una rica

agricultura de regadío y unas importantes manufacturas, toma el relevo de los catalanes, hereda algunas de sus rutas y se convierte en cabeza indiscutible del comercio de la Corona de Aragón en el siglo XV. Pero hay también factores políticos. El cuadro que ofrecen ambas coronas en los siglos XIV y XV es trágico. Los conflictos muestran una insólita intensidad. La ofensiva nobiliaria contra el poder real, entreverada de revueltas contra los abusos señoriales, persecuciones de judíos y conversos, luchas intestinas en las mismas familias reales, y las guerras civiles e internacionales asolan ambos reinos, que no dejan de enfrentarse entre sí en repetidas ocasiones. Todo ello retrasa, pero no paraliza, la acción de fuerzas históricas progresivas que terminarán por imponerse, aunque, una vez más, de forma desigual. En primer lugar, Castilla y Aragón se encuentran cada vez más cerca, pues es la misma dinastía, la de los Trastámara, la que ocupa los dos tronos desde que, en virtud del Compromiso de Caspe (1412), el castellano Fernando de Antequera se convierte en rey de Aragón. Por otro lado, la expansión comercial catalana por el Mediterráneo halla su correlato político en la sucesiva conquista de Cerdeña, Sicilia, los ducados de Atenas y Neopatria e incluso el reino de Nápoles, que harán de Aragón una gran potencia mediterránea. Y, sobre todo, la resistencia nobiliaria frente a unos monarcas deseosos de consolidar su poder, que logra un gran éxito en la Corona de Aragón, no puede impedir en Castilla que los reyes planten los cimientos del Estado moderno. El derecho romano, asentado ya en Las Partidas de Alfonso X, reforzado ahora por Alfonso XI en el Ordenamiento de Alcalá, sirve de base al fortalecimiento del poder del rey que se arroga la exclusiva facultad de legislar frente a unas Cortes que, aún poderosas en el siglo XIV, quedan en el XV como instancia olvidada a la que recurre solo para solicitar subsidios. Las instituciones crecen, así, en torno al monarca. El Consejo Real, nacido a fines del siglo XIV, le proporciona asesoramiento legal; la Audiencia, instancia suprema de justicia, le sigue en sus viajes; el Ejército, de vocación cada vez más permanente, presta fuerza a sus designios; la Hacienda, nutrida por tributos sobre los rebaños, el comercio y los monopolios, y apuntalada por la participación real en el diezmo eclesiástico y, en caso de necesidad, por los servicios de las Cortes, le permite financiar una burocracia que extiende sus redes cada vez más tupidas por los diversos territorios de la Corona. Los adelantados y merinos gobiernan en su nombre

Castilla, León, Galicia, Andalucía y Murcia, y los corregidores hacen oír su voz en ciudades y villas y sirven de agentes de su voluntad centralizadora, a despecho de las oligarquías que han desplazado a los viejos concejos abiertos.

Los reinos españoles hacia 1480. Castilla era entonces por su extensión, población y pujanza económica mucho más poderosa que Aragón, y sus instituciones podían ofrecer menor resistencia al fortalecimiento de las prerrogativas regias. No es extraño, pues, que fuera en ella donde dio comienzo la construcción del Estado moderno.

Bien distinto será el destino de los soberanos aragoneses. Frente al autoritarismo regio, se consolida aquí una teoría del pacto en virtud de la cual los reinos que integran la Corona son gobernados mediante el acuerdo entre el rey y su pueblo, representado en cada reino por sus Cortes. En la práctica, y dado que en estas solo se sentaban magnates laicos y eclesiásticos y

patriciado urbano, el sistema es una oligarquía en la que la proclamada garantía de los intereses colectivos frente a la tiranía real no es sino numantina defensa de los privilegios de los poderosos contra unos reyes que con frecuencia trataron de apoyarse en los humildes para fortalecer su autoridad frente a los embates nobiliarios. Cataluña fue el mejor ejemplo de lo dicho, hasta el punto de que las Cortes del principado crearon una institución permanente, la Diputación del General, luego denominada simplemente Generalitat, para fiscalizar la labor del rey, pronto imitada por sus homónimas aragonesas y valencianas. Así, aunque en Aragón se produjo también una clara densificación del aparato estatal, no evolucionó este hacia una mayor centralización y la figura del rey quedó siempre sometida a la oligarquía representada por las Cortes. El protagonismo en la evolución hacia el Estado moderno correspondió, por ello, a Castilla, y este hecho, junto con la evidente decadencia económica catalana, haría que fuera ella la que se convirtiera en núcleo de la monarquía española unificada a partir de los Reyes Católicos.

38 ¿QUERÍAN SER ESPAÑOLES LOS CRISTIANOS QUE HABITABAN LA PENÍNSULA IBÉRICA EN EL MEDIEVO? La nación, conviene decirlo, es una creación de los siglos XVIII y XIX. Las gentes del Medievo, entregadas a la ardua tarea de la supervivencia y aisladas en la estrechez de su terruño, que rara vez dejaban a lo largo de su corta vida, no podían sentir la pertenencia a otra comunidad que la constituida por la aldea o el señorío. Pero si no entre las filas del común, sí es posible advertir entre aristócratas y literatos, entre juglares y clérigos y, desde luego, entre los propios soberanos la conciencia de pertenecer a una unidad superior a sus

propios reinos y condados, una conciencia sin duda continuación de la existente ya en la España visigoda, que sobrevive como recuerdo de un pasado común y como proyecto de un futuro compartido; un proyecto a medio camino entre un sueño y un programa político, pero sin duda real y con fuerza bastante para persistir ocho centurias. El reino leonés fue el primero en expresar ese programa: su derecho rescató los códigos visigodos, su Corte imitó sus rituales, sus reyes copiaron sus símbolos de autoridad y, tan pronto como pudieron, trasladaron su corte de León a Toledo, vieja capital visigoda y enseña viviente del perdido reino común. La pretensión es antigua; los textos pioneros de aquella rudimentaria historiografía medieval datan de fines del siglo IX. La Crónica Albeldense y la Crónica de Alfonso III legitiman ya a los primeros reyes sobre la base de la continuidad dinástica respecto a sus predecesores godos, describen la derrota de Guadalete como la pérdida de España y definen con claridad su programa político: la Hispaniae salus, la salvación de España. Los textos posteriores abundan en la idea y se refieren una y otra vez a España como entidad común por encima de reinos y condados. Sobre todos ellos, la obra de Alfonso X el Sabio, cuya Estoria de España había alcanzado en el momento de su muerte, en 1284, la época visigoda. Pero estas reflexiones pronto saltan del pergamino. Alfonso VI, tras conquistar Toledo (1085), se proclama Imperator Totius Hispaniae. Medio siglo después, en 1135, Alfonso VII recibe la púrpura imperial en la catedral de León en presencia del rey de Navarra y los condes de Barcelona, Tolouse y Gascuña. Y su dignidad, prueba de la existencia de un proyecto común, es también reconocida allende los Pirineos, donde cronistas de tanta categoría como los abades de Cluny o el mismo san Bernardo de Claraval, padre de la Orden del Císter, se refieren a él usando el título de «emperador de España». Y no se trataba de un sentimiento exclusivo de los leoneses. La nostalgia y el sueño los compartían los hombres cultos de toda la península. Incluso los clérigos mozárabes, en tierras sometidas al islam, se consideraban descendientes de godos y romanos. Para ellos, España era la madre común de los cristianos peninsulares, ya vivieran estos en los reinos y condados del norte, ya bajo señorío carolingio al nordeste o en tierras islámicas al sur del Ebro y el Tajo, la patria única apacentada por una única Iglesia desde la sede primada de Toledo. La Crónica mozárabe del 754 presenta idéntica visión

del pasado que las escritas más tarde en tierras leonesas y castellanas. También allí la pérdida de España se lamenta con agudo dolor, también allí se identifica el reino de los godos con España y también allí se anhela que, vencido el invasor, quede restaurada en su plenitud la patria común de los españoles. No otra cosa se deseaba en tierras de Aragón, Navarra y Cataluña. Borrell II, primer conde catalán independiente de los francos, se titula a sí mismo, ya en el siglo X, «duque ibérico». Y el navarro Sancho III, que logra a comienzos del siglo XI imponer su autoridad sobre la práctica totalidad de los territorios cristianos peninsulares, no se contempla tan solo como monarca de una Navarra engrandecida, menos aún como rey de un quimérico País Vasco, ni se conforma con ser cabeza de un simple cúmulo de reinos y condados, sino que reivindica el título de emperador que asume en la misma León que aspiraba entonces a heredar de Toledo la primacía de las Españas. De manera elocuente, el más conspicuo de los prelados catalanes de su tiempo, el abad y obispo Oliba de Vic, se dirige a él en una misiva que le hace llegar hacia el 1032, como Domino et venerabili santio rege iberico. Por lo demás, las crónicas escritas en Aragón o Cataluña a lo largo de la Edad Media se refieren siempre a España como patria común cuyas gentes comparten una carn e una sang, como dejó escrito el cronista catalán Ramón Muntaner a principios del siglo XIV. Pronto contaría el proyecto compartido con el auxilio poderoso de los mitos. La misma pérdida de España, tal como la narraban los cronistas, tenía mucho de legendaria. Pero su eficacia quedaría enseguida reforzada por el desarrollo del mito medieval por antonomasia en tierras peninsulares, el construido en torno a la figura del apóstol Santiago. En él hallaron los monarcas leoneses, y luego todos los demás, el revulsivo que necesitaban para enfervorizar a las masas y alistarlas en sus huestes prontas a la tarea de la Reconquista. Porque si España había sido y debía volver a ser, no sería sino la guerra el camino para lograrlo, y el musulmán el enemigo que debía ser vencido y expulsado. Y con tal fin los soberanos hicieron de la Reconquista la primera de sus tareas. Se trató al principio de un trabajo que asumieron con empeño escaso, enzarzándose a veces entre ellos en suicidas querellas, cayendo otras en la muelle comodidad de la paz comprada con el oro musulmán. Luego, superada esta etapa, sucesivos tratados de reparto definieron los objetivos asumidos por cada reino y evitaron la lucha entre

ellos. Una obra repartida, pero compartida. Porque los monarcas no se consideraban ni trataban entre sí como reyes de países extranjeros, sino, cada vez más, como miembros de una sola familia. La práctica del matrimonio dinástico apunta hacia una meta asumida por todos: lograr que, con el tiempo, un mismo rey se convirtiera en soberano legítimo de todos los reinos. Razonó así el navarro Sancho III, sabedor de que no había mejor lazo que la sangre para afirmar lealtades y compromisos. Lo hacen de este modo Alfonso VI de Castilla y León y Alfonso I el Batallador de Aragón y Navarra cuando conciertan en 1109 la boda de este último con doña Urraca, hija del conquistador de Toledo, conscientes de que el heredero de la pareja sería ya rey de España, como queda ordenado en ese momento. Es nada más que el principio, frustrado por la mala suerte, pero que tendrá continuidad en siglos posteriores. Cuando, en 1410, muere sin hijos Martín el Humano, las Cortes de Cataluña, Aragón y Valencia proclaman en Caspe al castellano Fernando de Antequera soberano de la Corona de Aragón. También desde fuera se ve la península como un todo común. Enseguida los mercaderes catalanes y valencianos reciben en Brujas privilegios semejantes a los castellanos. Allí forman parte de la nación española, integrada por Castilla, Aragón, Navarra y Portugal, que pronto se codea con los representantes de las naciones francesa, inglesa, italiana y alemana en el concilio de Constanza, reunido en 1414 para elegir otra vez a un papa único para la cristiandad. No es algo nuevo; data, al menos, del siglo XI, cuando tenemos ya constancia de la existencia de un gentilicio común para los súbditos del conjunto de los reinos peninsulares. Ya entonces conocían los europeos como España la tierra que así se llama hoy y tenían por españoles a las gentes que la habitaban.

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¿PODRÍAMOS ENTENDER LA ESPAÑA ACTUAL SIN LA HERENCIA DE LA EDAD MEDIA? No cabe duda de que, como ya escribiera Pierre Vilar en su pequeño gran clásico sobre la historia de España, la Edad Media resulta imprescindible para la comprensión de la historia posterior de nuestro país. En las instituciones, en los modos de vida, en las mentalidades de los españoles, en las similitudes y diferencias entre ellos, incluso en sus amores y odios, nos sana e infecta por doquier la herencia medieval. Veamos cuánto y de qué manera. El Medievo legó a España, en primer lugar, la monarquía, de la que habría de hacer por mucho tiempo una de sus señas principales de identidad. Pero no se trataba de la frágil monarquía de los visigodos, ni de la impotente monarquía feudal, maniatada por la aristocracia, que predominó en Occidente hasta el ocaso de la Edad Media. Preservada en Castilla por la guerra continua, libre de la amenaza señorial, quedó fortalecida antes que en otros países, sentando así con mayor rapidez las bases del Estado Moderno que habría de nacer con los Reyes Católicos. Pero al no haber ocurrido lo mismo en Aragón, la convivencia posterior de ambos reinos bajo idéntico monarca y la natural tendencia de este a gobernar sus territorios según el modelo que más poder le aseguraba generará tensiones inevitables que desembocarán con frecuencia en violentas rebeliones y persistentes conflictos civiles. Por otra parte, los derroteros que siguió la Reconquista, que cortaron el camino aragonés hacia Andalucía, sumados al fracaso catalán en el sur de Francia, impulsaron a la periferia mediterránea peninsular a lanzarse a seguir el camino del mar, reforzando así la tendencia impuesta por las difíciles comunicaciones con la Meseta. La atracción natural entre aragoneses y castellanos, fruto del pasado común, competirá así con la pulsión centrífuga en un constante tira y afloja que dificultará la integración ibérica hasta bien entrado el siglo XIX y lo sigue haciendo aún en la actualidad. La existencia misma de la Reconquista como proceso muy dilatado en el tiempo, el carácter de sociedades de frontera que durante siglos tuvieron los reinos cristianos y su propia entidad como Estados separados dejarán al espíritu español de la Edad Moderna uno de sus rasgos más particulares: la convivencia de una fuerza superior cohesionadora, el espíritu de cruzada, y

de fuerzas particularistas de desconfianza, recelo y competencia entre regiones, fruto de varios siglos de entidades políticas separadas y vueltas a juntar por los avatares de las políticas matrimoniales y la concepción patrimonialista de los reinos. La idea de España, deseosa de superar las segundas, se identificará con la primera, en un intento de las élites dirigentes de constituir sobre esa base el espíritu nacional. El primer proyecto colectivo de España, tal como se define a lo largo de la Edad Media para consolidarse luego en los albores de la Edad Moderna, se articula, de este modo, sobre la religión. De ella obtiene su originalidad y de ella extrae la energía con la que habrá de proyectarse más tarde, en Europa y América, hacia el exterior, dotando de un firme sustrato ideológico a la política internacional de la monarquía católica. Pero al hacerlo así quedaban excluidos de la nación en ciernes quienes no se identificaban con la religión dominante. Y estos, erigidos en verdaderos enemigos interiores, al ser perseguidos, debilitarán la idea misma de la nación en lugar de fortalecerla. Porque no solo modeló el Medievo la España de las élites. El pueblo llano, víctima de la guerra, fue también por mucho tiempo salvado por ella de su sometimiento a la aristocracia y la Iglesia. Porque, imprescindible en la tarea repobladora, heredero de la tradición igualitaria de la montaña, nunca rendido del todo a la voluntad autoritaria de romanos y visigodos, se organizó en fuertes concejos que conservaron sus fueros, aliados del rey en su sempiterna lucha contra los poderosos. Ello dio vida a una orgullosa tradición de independencia local que pervivió hasta la misma Edad Contemporánea. Una tradición que posee su lado oscuro, pues a ella se debe tanto el localismo enfermizo del alma hispana, que siente como patriotismo la pugna competitiva con el vecino cercano antes que el enfrentamiento colectivo contra el enemigo distante, como el colectivismo agrario, que no es aquí fruto de ideas anarquistas modernas, sino de una práctica secular que llegó a formar parte del espíritu campesino como si de una segunda naturaleza se tratara. Pero frente a estas tendencias democráticas firmemente arraigadas en el alma hispana, la peculiar reconquista de las tierras del sur, sumada la gran pujanza de la ganadería castellana desde el siglo XIII, dio forma a un paisaje latifundista que perpetuará profundas desigualdades ignoradas en las tierras

del norte. Los graves problemas del campo andaluz durante la edad contemporánea quedarían fuera de nuestra comprensión sin volver la vista a la Edad Media.

Alfonso IX de León y Galicia, representado en el Tumbo A de la catedral de Santiago de Compostela. Bajo su reinado fueron convocadas por vez primera las Cortes leonesas, las más antiguas del mundo.

Por último, la pujanza de la comunidad, encarnada en el Concejo castellano, informa en sus raíces mismas la institución llamada, mucho tiempo después, a encarnar la democracia estatal, forzados clérigos y nobles a admitir junto a la suya la voz clara y áspera de los villanos erigidos en procuradores en Cortes. El parlamentarismo, bastardeado después en Castilla por el absolutismo de los monarcas y en Aragón por su descarada instrumentalización a manos de la oligarquía, es también una sólida herencia medieval que recibirá la España de siglos posteriores. Las primeras Cortes del mundo, lejos de ser, como mucha gente cree, las inglesas, fueron las leonesas. La primera reunión documentada del orgulloso Parlamento inglés data de 1264, cuando Simón de Monfort, en pugna con el rey Enrique III, junto a arzobispos, obispos, condes y barones, como era tradicional, convocó a dos

representantes de cada una de las mayores ciudades inglesas y a dos caballeros de cada condado. En León, por su parte, las primeras Cortes fueron convocadas mucho antes, en 1188, durante el reinado de Alfonso IX, como queda reflejado en las Decreta isidorianas, y fue este el primer momento de la historia de Occidente en que los representantes de las ciudades se sientan junto a los de nobles y clérigos, miembros tradicionales de la Curia Regia heredada de los visigodos.

40 ¿QUERÍAN DE VERDAD LOS REYES CATÓLICOS RECONSTRUIR LA UNIDAD DE ESPAÑA? Así era. El fortalecimiento de la autoridad real y la mejora de la administración no eran su única meta. Su tarea había de orientarse a la consecución de la unidad duradera entre sus reinos. Y no se trató de una idea que fuera tomando forma a lo largo del reinado. Ya en el testamento otorgado por Fernando en 1475, cuando aún no era rey de Aragón, afirma la necesidad de asegurar que su descendencia gobierne sobre todos los reinos de España: «[…] que sea un Príncipe rey y señor y gobernador de todos ellos», escribe sin ambages. Ese mismo año, en palabras del cronista oficial de los reyes, Fernando del Pulgar, había dicho la reina a su marido que: «[…] estos reynos, placiendo a la voluntad de Dios, después de nuestros días, a vuestros fijos e míos han de quedar». Y mucho después, hallándose ya a las puertas de la muerte, recomienda a su esposo que no escatime esfuerzos para preservar la unidad. Carece de sentido pensar que detrás de tales frases latiera la intención de sellar una mera unión de reinos: estaban ya pensando en una España unida. ¿Qué hicieron para lograrlo?

Se valieron, en primer lugar, de la guerra. Granada reunía todos los requisitos para convertirse en enemigo, por su proximidad, la distinta religión de sus habitantes, el riesgo que suponía su misma existencia, su debilidad, fruto de las luchas en el seno de su clase gobernante, y su prosperidad económica. Faltaba el pretexto y este lo proporcionaron los propios granadinos con la toma de Zahara en 1481. La guerra duró diez años y se trató de la primera empresa bélica verdaderamente española. Ya antes habían luchado juntos soldados de los distintos reinos. Pero fueron simples batallas, ahora se trataba de una guerra prolongada en la que los grandes señores olvidaron sus diferencias para luchar por sus reyes; en la que catalanes, gallegos, vascos, aragoneses, valencianos, hablando entre ellos la misma lengua castellana, sometidos a la disciplina única de la Corona, dieron nacimiento al embrión de un ejército permanente y afrontaron una tarea común que correspondía a Castilla, pero que fue vivida como propia en todos los reinos hispánicos. No bastaba. Para permanecer unidos los reinos españoles necesitaban una seña de identidad común de índole más duradera. La lealtad al rey podía mantenerlos juntos en torno a su persona, pero el pueblo no vivía en términos de pertenencia nacional esos vínculos, sino de lealtad filial al monarca. La historia compartida carecía también de poder movilizador fuera de las élites políticas e intelectuales. El castellano funcionaba como lengua franca entre los naturales de los diversos reinos peninsulares, pero se trataba de una apuesta a largo plazo, pues la utilidad evidente de poseer una lengua común no vencía en sí misma el apego que cada uno sentía por la propia. No, para aquellos hombres y mujeres solo había algo capaz de superar en poder de cohesión a la instintiva pulsión tribal: la fe que acompañaba a cada individuo de la cuna a la tumba, en cada instante importante de su vida y ofrecía el único consuelo disponible ante el sufrimiento. Pero para hacer de la religión fermento de cohesión capaz de dar algún día el fruto de la conciencia nacional, por encima de las diferencias entre regiones y comarcas, era necesario buscar un enemigo frente al cual pudiera servir de aglutinante. Por suerte, el enemigo se hallaba por doquier: los judíos y los musulmanes. El raro atuendo de los judíos, la celosa defensa de sus tradiciones y su mítica opulencia, más imaginaria que real, los convertían desde tiempo inmemorial en objeto del más acendrado aborrecimiento. Su expulsión,

dictada en marzo de 1492, responde, a corto plazo, al objetivo de proteger a los conversos a la fe cristiana del nocivo ejemplo de quienes permanecían leales a la ley mosaica, pero sin duda latía también en ella la intención de apretar los lazos entre los naturales de los reinos hispánicos, como prueba la manera en que los reyes se condujeron con la otra minoría notable que albergaban aquellos. A comienzos del reinado no quedaban ya musulmanes en Castilla y Aragón, pero sí muchos conversos, llamados mudéjares o moriscos, en especial en Valencia y Aragón, donde solían emplearse en las fincas de la nobleza. Reacios a la asimilación, aun al precio de sufrir el maltrato del pueblo llano, que los despreciaba, y de los aristócratas que les imponían una brutal servidumbre, a ellos vinieron a sumarse tras la toma de Granada los cuatrocientos mil habitantes de este reino, aunque en torno a la mitad de ellos lo abandonarían en los años posteriores. Las condiciones de paz fueron generosas. Los granadinos, integrando un reino propio dentro de la Corona de Castilla, podrían conservar su religión, sus costumbres, sus leyes e incluso sus funcionarios, aunque bajo supervisión cristiana. Al principio, los nuevos gobernadores, el conde de Tendilla y fray Hernando de Talavera, mostraron un respeto exquisito a lo pactado. Pero, instigada por el cardenal Cisneros, la reina apostó pronto por la uniformidad. Miles de libros musulmanes fueron quemados, las mezquitas se convirtieron en iglesias y a la forzada elección entre el bautismo o el exilio tardó poco en seguir la persecución de la lengua, la vestimenta y las costumbres moriscas. De entre las cenizas de la tolerancia empezaba a forjarse una sociedad más homogénea. El precio iba a ser muy alto. Pronto la intolerancia no se cebaría tan solo con los conversos, sino contra todo aquel sospechoso de ser distinto, lanzando a las gentes a una atroz caza de brujas en la que la acusación de herejía pasaba con facilidad a servir de instrumento de la venganza y sembrando por doquier una enfermiza obsesión por la pureza de sangre que el gran poder de la Inquisición no hacía sino alimentar. Pero incluso este tribunal, creado en 1478 a imitación de sus precedentes de la Europa medieval, tuvo en España un componente algo distinto, pues, aun siendo, como la vieja Inquisición romana, un tribunal eclesiástico, funcionaba bajo absoluta dependencia de la Corona, lo que permitía a los reyes dirigirla hacia sus propios fines, tanto más cuanto se trataba de un órgano único con

jurisdicción sobre Castilla y Aragón. Y estos fines, aun siendo religiosos, no podían dejar de ser también políticos. La unidad religiosa se perseguía porque, desde el punto de vista real, el catolicismo era la única religión verdadera y carecía de sentido tolerar el error, pero también por el hecho mismo de que se trataba de la unidad, y esta constituía un fin en sí misma. Al expulsar a los hebreos que no aceptaran la conversión, por muy apegados que se sintieran a la tierra de sus padres y abuelos, y forzar a abrazar la fe cristiana a los sarracenos granadinos, Isabel y Fernando empezaban a modelar la futura España de la Edad Moderna que haría de la religión su seña de identidad frente a los otros Estados europeos. Se ponía así en juego un vigoroso fermento capaz de generar indisolubles lazos sociales, pero de su misma fuerza habría de nacer su debilidad. El enemigo frente al que el español comenzaba a construir su identidad no solo estaba fuera; no era tan solo el turco leal a Mahoma, el alemán luterano, o el hereje inglés, sino también el falso converso, el cristiano nuevo, descendiente de cincuenta generaciones de judíos que, con todo derecho, consideraban su patria a la vieja Sefarad; o de diez generaciones de árabes nacidos y crecidos en alÁndalus. Al asentar sobre la fe cristiana el primer y más fuerte lazo de solidaridad nacional, se sembraba en el seno de la misma sociedad española la semilla de la discordia interna, capaz de cuartear el edificio nacional todavía no forjado del todo. El problema nacional español encuentra así una de sus más importantes raíces quinientos años atrás, no en la pluralidad constitutiva de un país que no es en ello distinto a las demás grandes naciones europeas, sino en el carácter de las fuerzas puestas en juego en el curso de su gestación como nación.

LA EDAD MODERNA: HEGEMONÍA Y DECADENCIA

41 ¿CÓMO UN PEQUEÑO PAÍS DE CUATRO MILLONES DE HABITANTES FUE CAPAZ DE COLONIZAR TODO UN CONTINENTE? Mediado el siglo xv, los europeos estaban maduros para aventurarse hacia el oeste. El conocimiento de la esfericidad de la Tierra resucitaba de la mano de antologías de los saberes antiguos que comenzaban a circular entre geógrafos y navegantes, y, aunque tenían el planeta por más pequeño de lo que es, abrían las mentes de los europeos hacia la posibilidad de establecer nuevas rutas de navegación hacia China y la India. La caída de Constantinopla en poder de los turcos, en 1453, que implicaba el cierre de las vías tradicionales del comercio con Oriente, apartando a los europeos de la seda y las especias, actuó como incentivo para explorar de hecho tales rutas. El desarrollo de la tecnología naval, en especial en lo que se refiere al diseño de naves capaces

de aventurarse en el océano y en la orientación de los buques lejos de las costas, lo hará posible. La acuciante necesidad de metales preciosos de una economía como la europea, cuyo comercio despierta al fin de la postración de la centuria anterior, contribuirá a despejar cualquier duda. Por último, los cambios en las mentalidades sirven de catalizador al proceso. El ansia de fama y de libertad impulsaban la curiosidad y el espíritu de aventura, fuerzas que se superponían a la vocación tradicional de conquista y evangelización, el espíritu de cruzada, que conserva intacto su potencial movilizador en los albores de la Edad Moderna. ¿Pero por qué se adelantaron los castellanos? La ventaja inicial correspondió a los portugueses, pioneros en la navegación por el Atlántico en pos de la ruta africana hacia las especias de Oriente, pero Castilla no le iba a la zaga. Durante la Baja Edad Media los reinos hispánicos se habían erigido en una suerte de taller de pruebas de los descubrimientos en el que cada uno se había especializado en una faceta. Catalanes y aragoneses habían ganado experiencia en el comercio mediterráneo, los mallorquines podían sentirse orgullosos de su dominio de la cartografía, cántabros y vascos descollaban como constructores y pilotos, Castilla, en fin, aportaba el espíritu de empresa, la voluntad de hacer, el deseo de ir más allá. Una motivación en la que los ingredientes religiosos, la idea de cruzada, se mezclaban sin fronteras claras con los económicos, el hambre de oro, el deseo de abrir nuevas rutas comerciales. Pero el hecho de que fueran, a la postre, los castellanos quienes se apuntaran el éxito del descubrimiento de América se debió tan solo a la apuesta personal de los Reyes Católicos. Colón fue rechazado en Portugal, Francia e Inglaterra antes de entrar en tratos con Isabel y Fernando, y no debe extrañarnos. El genovés no disfrutaba aún del más mínimo prestigio como navegante; sus orígenes eran oscuros y su proyecto, cuando menos, debía de parecer un tanto arriesgado. A pesar de ello y gracias al apoyo personal del tesorero real Luis de Santángel, los reyes decidieron apostar por él. Las Capitulaciones de Santa Fe, el 17 de abril de 1492, concedían al marino los títulos de almirante de las islas y tierras que por su mano ganaran los castellanos en la mar océana, y de virrey con capacidad para proponer a los reyes el nombramiento de los cargos de gobierno de las tierras conquistadas. Asimismo, se le garantizaba la décima parte de cuantas mercaderías, oro,

plata o especias se obtuviesen y el derecho a participar en un octavo de la inversión y los beneficios en cuantas ulteriores expediciones a aquellas latitudes pudieran organizarse.

Mapamundi de Fra Mauro (1459). Obra del monje veneciano de tal nombre que trabajó ayudado por Andrea Bianco, un marinero cartógrafo al servicio del rey Alfonso V de Portugal. Es un planisferio circular dibujado en pergamino de unos dos metros de diámetro que representa el mundo tal como creían que era los europeos de finales de la Edad Media.

Parecía imposible, pero el almirante lo logró, y logró también regresar a España para contarlo, lo que provocó un gran torbellino diplomático. Las nuevas tierras no tenían dueño conocido, por lo que Castilla podía reclamar su derecho sobre ellas y que ese derecho le fuera reconocido por los otros Estados europeos, en especial por Portugal, que se consideraba desde

Alcaçovas propietario legítimo del océano y sus tierras. Al papa, como señor eminente de la creación, correspondía, en la mentalidad de la época, confirmar ese derecho. Alejandro VI, español y antiguo legado pontificio en Castilla, lo hizo así en cinco bulas sucesivas, entre ellas la famosa Inter caetera divinae maiestati, que otorgaban a Castilla las tierras descubiertas y por descubrir, a la vez que trazaban una línea de demarcación entre los futuros territorios castellanos y portugueses cien leguas al oeste de las Azores. Los portugueses rechazaron el dictado del papa y entraron en negociaciones directas con los Reyes Católicos. Solo en junio de 1494 se alcanzó un nuevo acuerdo, el Tratado de Tordesillas, en virtud del cual la línea de demarcación se desplazaba hasta trescientas setenta leguas al oeste de Cabo Verde. Tres viajes más, bien nutridos en naves y efectivos, realizaría Colón a América, el último de ellos en 1502. En el curso de sus singladuras exploró el almirante las islas del Caribe y tocó las costas de tierra firme entre Honduras y Panamá. Para entonces, Castilla empezaba ya a ser consciente de la encrucijada en la que la había colocado la historia. Frente a ella se desplegaba un mundo nuevo, inmenso, pletórico de oportunidades y de retos. Porque la ingente tarea de explorar, conquistar, colonizar y administrar los vastos espacios que se abrían ante los castellanos aparece aun hoy terrible a nuestros ojos. ¿Cómo fue capaz un pequeño país de cuatro millones de habitantes de realizar tamaña empresa? ¿Qué problemas logísticos, de organización, de mera comunicación no hubieron de afrontar aquellos hombres? Y, más aún ¿qué reflexiones, qué zozobras, qué ansias no habrían de arrostrar aquellas almas apenas emergidas de la barbarie medieval al enfrentarse a la inconmensurable magnitud de todo un mundo? La rapidez de la conquista y colonización de tan vasto continente; el intenso control, aunque no absoluto, que la Corona española alcanzó con el tiempo sobre sus posesiones americanas, burlando el riesgo de infeudación a la nobleza de las tierras conquistadas; y su capacidad para preservar ese control desde una distancia abismal para las comunicaciones disponibles en la Edad Moderna, no pueden por menos que sorprendernos. Que para alcanzar tamaños logros hubiera también que afrontar aprietos no debe asombrarnos.

Los primeros problemas se plantearon al poco. La colonización de La Española, en apariencia sencilla, dado el evidente atraso y manifiesta docilidad de los nativos, reveló enseguida que no todas las dificultades iban a llegar de parte de los indígenas. Los más bajos instintos humanos de los colonizadores salieron bien pronto a la luz y con ellos las rencillas entre españoles y las primeras rebeliones de los indios. Además, la distancia, los peligros del viaje y la escasez de metales preciosos ofrecían escasos atractivos a los colonos, muchos de los cuales, desengañados, regresaban a España, pues, como señaló alguno de ellos, habían marchado en verdad a una tierra prometida con afán de hacerse ricos, no de trabajarla como campesinos. La Corona no estaba, por su parte, en condiciones de plantearse expediciones de conquista y ocupación efectiva de territorios tan inmensos. A grandes rasgos, se limitó a repetir el modelo que con tanto éxito y a tan bajo coste había aplicado antes en las islas Canarias y que sirvió también de base a los acuerdos entre los monarcas y el mismo Colón: las capitulaciones. No eran estas sino contratos entre el rey y un ciudadano privado, que asumía los costes y riesgos de la empresa, ganando siempre la Corona la soberanía sobre las nuevas tierras, el quinto de su botín y los tributos que después produjeran. El sistema, además, contaba con la ventaja de reproducirse a sí mismo, pues cada nuevo núcleo de población española rendía enseguida frutos en forma de nuevas expediciones organizadas sobre idénticos fundamentos jurídicos. Vio así la luz la figura del conquistador, un hombre esforzado, animado por una especial mezcla de ambición personal, espíritu de aventura y fervor religioso, y dotado de las dotes de persuasión, inventiva y liderazgo suficientes para soportar en la más absoluta soledad obstáculos inimaginables y conducir a buen puerto expediciones de exploración y conquista tan audaces como parcas en recursos. La superioridad tecnológica, el temor de los indígenas ante los extranjeros de piel blanca montados sobre animales desconocidos y la habilidad de estos para utilizar las querellas intestinas de los indios se conjugaron para lograr el éxito. La empresa de la conquista de América no conoce, así, parangón en ningún otro continente ni en ningún otro imperio colonial construido por europeos. Nunca el esfuerzo de tan pocos hombres rindió frutos tan valiosos.

42 ¿QUÉ SOBERANO EN CUYOS DOMINIOS NO SE OCULTABA EL SOL LO DEJÓ TODO PARA OCULTARSE EN UN MONASTERIO? Naturalmente, Carlos V, que se retiró al monasterio extremeño de Yuste tras abdicar todas sus coronas, desencantado con el fracaso del proyecto al que había entregado su vida. Pero ¿cuál era ese proyecto? ¿Y por qué fue su frustración tan grande para llevarle a hacer lo que apenas unos pocos reyes han hecho a lo largo de la historia? Fernando el Católico, rey de Aragón y regente de Castilla tras la muerte de su yerno Felipe el Hermoso y la incapacidad de su hija, la reina Juana I, llamada la Loca, había muerto en 1516. Tras una breve regencia del cardenal Cisneros, llegaba la hora del heredero, Carlos de Gante, hijo de Juana. Pero Carlos no había estado nunca en España. Nacido en Flandes, no hablaba castellano ni ninguna otra lengua española, no conocía nuestro país y su mentalidad y la de sus consejeros, que le acompañaban por decenas cuando llegó a España, aún no cumplidos los dieciocho años, era por completo ajena a la de sus súbditos. Además, el destino lo había llamado a gobernar estados más vastos que los de ningún otro rey de la cristiandad y pronto se vio obnubilado por la posibilidad de convertirse en cabeza visible del Sacro Imperio, el primero entre los monarcas de Occidente. Su joven espíritu albergaba ideas elevadas. En su mente, alcanzada ya la dignidad imperial al precio de sangrar a los castellanos con nuevas cargas, latía la construcción de la Universitas Christiana, la comunidad de todos los reinos de Occidente unidos bajo el cetro del emperador, sin disensiones que la debiliten frente al enérgico avance del otomano. Pero los años gloriosos de la institución imperial yacían sepultados en la Edad Media. La Edad Moderna fue la primavera de los Estados nacionales en formación, que no aceptaron otra soberanía que la de sus reyes, rechazaron la primacía del káiser germánico y solo a la fuerza acataron la espiritual de los sucesores de Pedro. Incluso esta, en aquellos años de violentas conmociones religiosas, se verá cuestionada por príncipes y reyes protestantes, deseosos de someter también a

la Iglesia a sus dictados al precio de romper la precaria unidad del Occidente ante el turco invasor. Carlos entregará su vida y sacrificará los recursos de sus reinos en esta lucha perdida de antemano en la que el enemigo principal no era el turco, ni el luterano, ni el francés, sino la historia.

Detalle del Retrato de Carlos V sentado, por Tiziano (c. 1548). Óleo sobre lienzo, Pinacoteca Antigua de Múnich. Pintado ocho años antes de la muerte del emperador, muestra el rostro de un hombre cansado y agobiado por el peso de sus sueños y sus fracasos.

Sobre el papel, solo él podía soñar con lograrlo. Sus Estados eran inmensos. De su abuela Isabel I heredaba Castilla, sus posesiones norteafricanas y su imperio en gestación en las Indias; Fernando le había dejado Aragón, Nápoles, Sicilia y Cerdeña; María de Borgoña, su abuela paterna, los ricos Países Bajos y el Franco Condado, entre Francia y Alemania, y el emperador Maximiliano, su abuelo paterno, las posesiones patrimoniales de los Habsburgo en Austria y el Tirol, a las que Carlos

añadiría después, muerto en Mohács a manos de los turcos el rey Luis, las Coronas de Hungría y Bohemia, gobernadas luego a título de rey por su hermano Fernando, y el Milanesado. Parecido cúmulo de territorios no se había visto en Europa desde tiempos de Carlomagno, a fines del siglo VIII. Pero tal extensión podía ser una trampa. Su enorme dispersión geográfica forzaba a su dueño a gastar buena parte de los recursos generados en su simple defensa y multiplicaba hasta la saciedad los gastos de una Corte que, sin capital estable, iba y venía con su incansable soberano de un extremo al otro de sus reinos. Las importantes diferencias de mentalidad, costumbres, idiomas y leyes dificultaban aún más una administración eficiente en pos de un objetivo común. Su propia dimensión, en fin, concitaba sobre Carlos envidias y desconfianzas que podían volverse en su contra. Los reyes de Francia, cercados por ellos, consideraban a los Habsburgo sus enemigos naturales y convirtieron su debilitamiento en objetivo fundamental de su política exterior. Los príncipes alemanes, hechos a que su emperador poseyera tan solo una autoridad simbólica, temieron que un monarca con tales recursos deseara ejercer sobre ellos un poder real. El mismo papa, a la postre también un soberano secular, recelaba de los Habsburgo y volvía la vista hacia Francia con afán de conjurar así una amenaza real o figurada. Es cierto que Carlos disponía de poderosos instrumentos para imponer su voluntad. Sus rentas eran las mayores entre los soberanos de su tiempo, gracias a la solidez del poder real en Castilla y al inmenso caudal de oro y plata que empezaba a llegar entonces de las Indias. Carlos contaba, además, entre sus Estados con dos de los territorios más ricos de Europa, Italia y los Países Bajos, sede de las grandes casas de banca, que tan ingentes préstamos habrían de hacerle en los cuarenta años de su reinado, necesarios para movilizar a tiempo ejércitos solo dispuestos al combate a cambio de dinero. También en el terreno militar la ventaja estaba de su lado. Los cambios introducidos por el Gran Capitán habían regalado a los reyes de España una unidad militar de eficacia incomparable: los Tercios. Por último, el matrimonio será manejado por Carlos con habilidad. Sendas bodas sellarán la amistad inglesa, encarnada en el enlace entre su hijo Felipe y la reina María Tudor, y la portuguesa, asegurada por la unión del mismo Carlos con la infanta Isabel.

Pero incluso recursos tan impresionantes se revelaron insuficientes. Durante casi cuatro décadas, Carlos se vio obligado a sostener una guerra continua en varios frentes. Francia no daba por perdida la lucha por Italia emprendida en tiempos de Fernando el Católico, a la que añadía su reivindicación sobre la Navarra anexionada por aquel y su deseo de preservar su control sobre las viejas tierras del ducado de Borgoña que Carlos, que lo tenía por su patria, se negaba a ceder. Bajo Francisco I y Enrique II, sola o aliada con alguno de los enemigos del emperador, sin excluir a los turcos, lo golpeará una y otra vez, estrellándose contra un poder que la supera con creces, pero forzándolo a reclutar ejército tras ejército, que devoraban sumas monstruosas de recursos. La victoria se decantará al fin del lado de los Habsburgo. Sus posesiones italianas, acrecidas con las ricas tierras del Milanesado y reforzadas mediante alianzas con príncipes y repúblicas locales, quedarán asentadas con firmeza por ciento cincuenta años, pero el precio a pagar ha sido muy alto. No solo la bolsa del emperador, sino también su fama, don más apreciado que ahora en los años del Renacimiento, padecen en la lucha cuando sus exaltados mercenarios alemanes saquean la Ciudad Eterna (1527). La fama preocupaba mucho a Carlos pues pretendía erigirse el campeón de la cristiandad frente al islam, encarnado en el poderoso Imperio otomano. En 1521 los turcos toman Belgrado; en 1526, en la batalla de Mohács, cae derrotado y muerto Luis II de Hungría; tres años después están ya ante las puertas de Viena y su feudatario, el temido corsario berberisco Barbarroja, arrebata Argel a los cristianos. La marea turca parece imparable. Y Carlos carece de una armada permanente. La alianza con el genovés Andrea Doria se la proporciona a partir de 1528 y solo entonces puede dedicar algún esfuerzo a la tarea que más le gusta. Pero sus éxitos son limitados. En 1533, una expedición toma Corón y Patras en Grecia. Dos años después, una gran armada arrebata la importante plaza estratégica de Túnez a los turcos. Por fin, en 1538, una nueva flota, organizada por el emperador con la ayuda de Génova, Venecia y el papa, marcha de nuevo hacia el este con la meta de apresar a Barbarroja, pero nada se logra y al poco, en 1541, una espantosa tempestad hace fracasar una tentativa aún más impresionante de conquistar la ciudad de Argel. Después de diez años de lucha no se ha conseguido nada. En 1543 los turcos se permiten incluso pasar el invierno en Tolón tras haber

saqueado Niza. Una tras otra, las posesiones españolas en la costa norteafricana van cayendo en manos de los infieles. Solo Orán, Mazalquivir, La Goleta y Melilla permanecen libres de la presencia turca hacia 1556. Pero no fueron los otomanos, sino los alemanes quienes apenaron más a Carlos. La extensión del luteranismo arreció la tendencia particularista de los príncipes que comprendieron que la nueva fe socavaba los fundamentos mismos de la autoridad imperial, cuya legitimidad provenía de la sanción papal, y les ofrecía un rápido medio de enriquecimiento personal: la secularización de los bienes eclesiásticos. Fracasada la vía del diálogo, imposibles las soluciones de fuerza, aun a pesar de sonoros triunfos como Mülhberg (1547), pagados con la plata castellana, Carlos se ve forzado en la Paz de Augsburgo a sancionar el derecho de cada soberano a escoger su religión y la de sus súbditos. Pero para entonces el emperador, prematuramente avejentado, se hallaba ya al límite de su resistencia. Cansado, abrumado por el fracaso de una vida, renuncia a sus coronas. Desde los perdidos parajes de Yuste, entre bambalinas, aquel hombre que lo tuvo todo, pero fue incapaz de ver cumplido el más pequeño de sus sueños, contemplará como un espectador más el drama de la historia y se retirará, humilde y silencioso como un monje, del gran teatro del mundo.

43 ¿CÓMO PUDIERON UN PUÑADO DE AVENTUREROS VENIDOS DE ESPAÑA CONQUISTAR IMPERIOS TAN PODEROSOS COMO EL AZTECA Y EL INCA? Las causas de la rápida ruina de los grandes imperios americanos a la llegada de los españoles son diversas. Se ha escrito mucho acerca de factores como la superior tecnología militar de los invasores, la audacia casi temeraria de jefes

como Hernán Cortés y Francisco Pizarro o la creencia de los dirigentes incas y aztecas en ciertas profecías que relacionaban el final de su mundo con la llegada de dioses procedentes de más allá del océano. Pero siendo cierto todo ello, no es suficiente. Al frente de ambos imperios se encontraban fieras élites guerreras cuya ideología militarista se compadece mal con una actitud tan temerosa ante la llegada de extranjeros, por extraño que fuera su aspecto y estruendosas que resultaran sus armas. En realidad, la fortaleza de los Estados azteca e inca era más aparente que real. La extensión que habían alcanzado, 600 000 km² en el caso de los incas y un poco menos en el de los aztecas, era muy superior a la de cualquier imperio anterior, como el huari, en el actual Perú, o el de Teotihuacan y el tolteca, en tierras mexicanas. Y desde luego se trataba de una extensión excesiva para sus pobres métodos de transporte. Hábiles ingenieros habían trazado magníficos caminos, levantado sólidos puentes e incluso horadado largos túneles que atravesaban las montañas, pero, privados de caballos y carros, habían de transitar por ellos a pie, lo que convertía en sobrehumanas distancias como, por ejemplo, los cuatro mil kilómetros que separaban el norte y el sur del Tahuantinsuyu, que era como los incas denominaban a su Imperio. Se trataba, además, de Estados muy heterogéneos. El de los aztecas ni siquiera constituía un imperio, sino una alianza entre tres ciudades, Tenochtitlán, Texcoco y Tlacopán, con predominio de la primera, cuya superioridad militar le había permitido imponer su voluntad a un gran número de pueblos adyacentes. Este mecanismo había conducido, también en el caso de los incas, a la integración de regiones diversas, lo que no impedía a sus dirigentes imponerles sin miramientos su cultura y su lengua, el náhuatl en el caso azteca y el quechua en el inca. Ambos elementos, la extensión y la heterogeneidad, constituían factores de debilidad evidentes. Las regiones sometidas debían plegarse en todos los casos a la política exterior que se les dictaba desde la capital, contribuir con tropas a los objetivos militares de sus líderes y subvenir a sus necesidades por medio de los tributos en especie y las prestaciones de trabajo que anunciaban en cada momento sus ubicuos agentes del fisco. Algunos pueblos eran tenidos por aliados y conservaban sus jefes y sus leyes; otros, sin embargo, recibían un trato propio de países ocupados y carecían de autonomía. Los tributos y

prestaciones resultaban casi siempre gravosos en exceso y alimentaban un descontento larvado que la presencia de unos extranjeros en apariencia más poderosos que sus opresores podía hacer estallar con facilidad, como de hecho sucedió. Cortés contó con ayuda económica y militar de los pueblos sometidos a los aztecas desde el mismo momento en que tocó territorio conquistado y fue este hecho el que le permitió quemar sus naves y lanzarse con las exiguas fuerzas de que disponía a la conquista de todo un imperio. Como dato elocuente, la primera alianza que selló, la firmada con los totonacas a mediados de 1519, le reportó la ayuda de trece mil guerreros de esa nacionalidad que se sumaron a los solo cuatrocientos soldados y quince caballos con que él mismo contaba. No menos importante era la gran tensión existente en el seno de las propias clases dirigentes azteca e inca, que los españoles pronto advirtieron y supieron utilizar en beneficio propio. En el caso de los aztecas, la nobleza constituía un grupo permeable en el que, junto a la aristocracia de la sangre, que copaba los altos puestos de la Administración, militaban los calpulleque, o jefes de clan, los grandes jerarcas religiosos e incluso muchos plebeyos ennoblecidos en premio por su valor militar. Por esa razón, existían en el seno de las élites continuas pugnas, manifiestas o soterradas, motivadas por los intereses divergentes de sus miembros, que afloraban sobre todo en el momento de la muerte del soberano, cuya sucesión, que no era por completo hereditaria sino electiva entre sus parientes más cercanos, requería el consenso de los altos dignatarios del Estado. Algo similar ocurría entre los incas. Tampoco allí la nobleza era homogénea, ya que, junto a la aristocracia de la sangre y los descendientes de los clanes o ayllus fundadores del imperio, formaban parte de ella los curacas, o jefes locales, y un grupo no menos importante de personas a las que el soberano había promovido en premio a sus servicios. Tanta heterogeneidad generaba conflictos continuos que, en casos extremos, podían conducir incluso a la guerra civil. Así sucedió poco antes de la llegada de Pizarro, en 1532. A la muerte del inca Huayna Cápac y su heredero designado, víctimas de una epidemia de gripe, dos de sus hijos, Huáscar y Atahualpa, se enfrascaron en una lucha fratricida en la que intervino el español. Con tan solo ciento sesenta y ocho soldados y treinta y siete caballos, aprisionó al segundo y lo ajustició por haber mandado asesinar al

primero, con lo que, tras contraer matrimonio con una hermana de los fallecidos y nombrado un títere como nuevo emperador, quedó como dueño de un imperio mucho más grande que su propio país y que doblaba su población. Poco importa, pues, la aparente magnificencia de Tenochtitlán, la capital azteca, que con sus cerca de doscientos mil habitantes figuraba entonces entre las mayores del mundo o el mérito innegable de las carreteras y las terrazas para el cultivo erigidas por los incas. Bajo la tierra en que se asentaban las portentosas construcciones de aquellas culturas militaristas y crueles, sus cimientos estaban podridos. El mérito de los conquistadores españoles fue advertirlo enseguida y aprovecharse de ello, aunque los pueblos sojuzgados por los imperios caídos tardarían bien poco en entender que tenían escasos motivos para alegrase.

44 ¿ERA DE VERDAD LA ESPAÑA DE FELIPE II EL PAÍS ATRASADO E INTOLERANTE QUE DESCRIBÍA LA «LEYENDA NEGRA»? Desde luego, la España del siglo XVI era un país atrasado e intolerante, pero no mucho más que Francia o los Países Bajos, que pasan por ser la quintaesencia del progreso y la tolerancia, o cualquier otro país de la Europa occidental, porque muchos de los tópicos asociados a aquella España imperial en la que no se ponía el sol, como la negación de la libertad religiosa, la superioridad de los europeos o el derecho de los reyes a reprimir con violencia las sublevaciones, no eran sino rasgos propios de la forma de ver el mundo de las gentes de la época. Respecto a otros, fueron simplemente invenciones que en casi nada responden a la realidad, olvidaban convenientemente hechos y prácticas propias parecidos y aun peores, y que

solo cabe entender en el contexto de una guerra casi continua contra una potencia, la España de los Austrias, de magnitud desconocida con anterioridad y contra la cual cualquier arma, también la propaganda, resultaba lícita a ojos de sus enemigos. Todo parece tener su origen, empero, en Italia. Allí comenzaron a proliferar ya en la Baja Edad Media los tópicos respecto al carácter aragonés, pues catalanes, aragoneses o valencianos eran los señores recién llegados a una tierra cuyas élites locales se consideraban superiores en cultura y tradición a unos extranjeros que tenían por bárbaros. Si a ello sumamos el auge del comercio catalán y valenciano a costa de las ciudades del norte de la península, directas perjudicadas por su competencia, el auge del castellano y su literatura en detrimento de las lenguas locales y, más tarde, los frecuentes abusos de las nutridas tropas españolas acantonadas en Italia cuando las soldadas se retrasaban, en especial el llamado Saco di Roma de 1527, tendremos completo el cuadro de la mala imagen que los españoles, en general, tenían entre los italianos. Pero la «leyenda negra» bebe también de otras fuentes. Sabemos que Lutero despreciaba a los españoles, como a los latinos en general, por su papismo que hacía coincidir con lacras morales como la rapacidad, la mendacidad o la crueldad. Y esta impresión se generalizó más tarde entre los protestantes de la Liga de Esmalcalda que acusaban a Carlos V de todos los vicios y defectos propios de los españoles, abstracción hecha de que ni todas sus tropas ni sus partidarios lo eran. También los intelectuales sefarditas expulsados de España en 1492 aportaron su cuota a la difusión de la leyenda, en especial los afincados en los Países Bajos, cuya causa apoyaron sin rodeos durante la guerra contra Felipe II difundiendo consignas negativas respecto a los españoles. El descubrimiento y posterior conquista de América suministró a los enemigos de España su mejor munición ideológica. Los abusos de los encomenderos y la durísima condición de los mitayos, a la vez que servían de argumento a los españoles defensores de los indios, como Bartolomé de las Casas o Antonio de Montesinos, sirvieron a los propagandistas antiespañoles de justificación de su visión de España como un país de bárbaros, rapaces e inhumanos embarcados en una verdadera campaña de saqueo y exterminio. La Brevísima relación de la destrucción de las Indias (1552), obra del primero, fue impresa decenas de veces una vez se tradujo al holandés y al

francés, olvidando sus propaladores, por supuesto, de modo conveniente los grandes avances de los tratadistas españoles en lo referente a los derechos humanos, las propias leyes que protegían a los indígenas y, sobre todo, que en ninguna otra colonia aparte de las españolas disfrutaban las poblaciones locales de tanto amparo. Pero fueron los rebeldes holandeses los más activos propaladores de la leyenda, y huelga decir que los que menos escrúpulos pusieron en su causa. La Apología del príncipe de Orange, publicada en diciembre de 1580 por Guillermo de Orange, estatúder de los Países Bajos, no era en apariencia sino una respuesta al edicto de proscripción emitido contra él por Felipe II, pero en la práctica constituyó el repositorio argumental de todos quienes quisieran sumarse a los rebeldes en la guerra de libelos que, en apoyo de la guerra real y sostenida por su potente industria editorial, desataron desde ese instante contra España. La obra reunía acusaciones formuladas antes contra el duque de Alba, a la sazón gobernador filipino de los Países Bajos, extendiendo su presunta crueldad, barbarismo y saña a todos los españoles y añadiendo imputaciones absurdas contra el propio rey, a quien se moteja de mujeriego, bígamo, adúltero y asesino de su esposa Isabel y su hijo Carlos. La Inquisición proporciona no menos munición argumental, pues de sus procesos se deduce el carácter intolerante de todos los españoles y la barbarie con que se conducen con todos cuantos se tropiezan, desde los herejes, los musulmanes y los judíos a los indios americanos. Cuando, algo después, los ingleses se suman al bando antiespañol de la mano de Isabel I, hacen suyos todos estos tópicos, útiles para una potencia emergente que deseaba arrebatar a la todopoderosa España los beneficios comerciales de las Indias y rebatir la legitimidad jurídica del monopolio sevillano. Que la forma de lograrlo fuera la piratería, sin sumisión alguna a los dictados del, aunque embrionario, ya existente derecho internacional, no importaba a los ingleses, pues todo valía contra una potencia de imagen tan ominosa como la España de Felipe II.

45 ¿FUERON INVENCIBLES LOS TERCIOS ESPAÑOLES DURANTE UN SIGLO Y MEDIO? Los campos de batalla del Medievo habían conocido el señorío indiscutible de la caballería, pero desde mediados del siglo XV parecía haberse afirmado de nuevo el imperio de la infantería. Los pioneros habían sido los suizos, cuyos impresionantes cuadros de seis mil infantes armados con picas de cinco metros de longitud hicieron morder el polvo a los orgullosos caballeros borgoñones en Nancy (1477). Los hispanos habrían, sin embargo, de superar bien pronto a los helvéticos. Un gran militar, curtido en la guerra de Granada, Gonzalo Fernández de Córdoba, llamado el Gran Capitán, supo comprender que la única forma de vencer sobre tan compacta masa de infantería era superarla en orden, movilidad y potencia de fuego. Aunque los tercios no nacieron oficialmente hasta 1534, fecha en la que se crearon los tres «tercios viejos» de Lombardía, Nápoles y Sicilia, fueron las geniales intuiciones del Gran Capitán las que los hicieron posibles. Un «tercio» era, en esencia, lo que hoy denominaríamos un regimiento de infantería, esto es, una unidad de tres mil hombres, la mitad que los suizos, integrada por soldados de a pie y mandada por un oficial superior, el «maestre de campo», equivalente al coronel. Compuestos por doce compañías de doscientos cincuenta hombres, al mando cada una de ellas de un capitán, el secreto de su éxito residía en realidad en una hábil mezcla de elementos administrativos, organizativos, tácticos y armamentísticos que no se hallaban presentes en la misma proporción en los demás ejércitos europeos. En cuanto a lo administrativo, la clave residía en el reclutamiento. Los ejércitos europeos del siglo XVI estaban compuestos en su mayoría por mercenarios, gentes sin patria que hacían de las armas su oficio, pero vendían su lealtad, siempre escasa, a quien los contrataba; o por levas de reclutas poco y mal adiestrados que regresaban a sus casas al concluir cada campaña. Los tercios, por el contrario, los integraban soldados profesionales y voluntarios

que permanecían en armas tras las campañas y desarrollaban un notable sentido de lealtad hacia su rey. Además, durante sus primeros ciento cincuenta años de existencia, la época en que apenas perdieron un combate, era el rey mismo quien levantaba y pagaba las unidades, nombrando incluso los capitanes de las compañías que habían de ser siempre españoles; solo a partir de mediados del siglo XVII comenzaron a surgir tercios reclutados y pagados por nobles, que actuaban a todas luces como sus efectivos propietarios, lo que sin duda tuvo efectos negativos sobre su profesionalidad y su lealtad a la Corona. Respecto a su organización y armamento, la estructura operativa de los tercios y sus armas les otorgaron una gran ventaja. Los soldados que los integraban, y de ahí quizá su nombre, se dividían en tres grupos: piqueros, que portaban largas picas, de entre tres y seis metros de longitud; mosqueteros, armados con mosquetes, armas de fuego muy largas y de carga frontal que se apoyaban en una horquilla para disparar; y arcabuceros, que iban dotados con arcabuces, antecedente del anterior de mucho menor alcance y precisión, aunque también más barato. Mosqueteros y arcabuceros suponían una proporción importante de los efectivos, en torno a dos compañías de las doce, lo que confería al tercio un gran poder de fuego. Era este hecho, pues los mosquetes podían perforar una armadura a media distancia, unido a la gran versatilidad del tercio para operar dividido en unidades más pequeñas, lo que le proporcionaba la ventaja decisiva en combate. En cuanto a las tácticas, los soldados combatían a pie, formando en cuadro, con movimientos de alineación y maniobra perfectamente pautados y ejecutados. Los cuadros erizados de picas rechazaban fácilmente a la caballería mientras el resto de los efectivos, esto es, los arcabuceros o mosqueteros y las tropas auxiliares, integradas por artillería y caballería, los apoyaban a los flancos para evitar que el enemigo los rodeara. Cuando se les ordenaba, pasaban de una actitud defensiva a otra ofensiva. Entonces los arcabuceros y mosqueteros, verdaderas tropas de élite del tercio, disparaban sobre los piqueros enemigos y la caballería cargaba contra los arcabuceros. Gracias a todo ello, los Habsburgo lograron conservar la hegemonía militar sobre el continente hasta 1643. En aquel año triste, la derrota de Rocroi marcó el fin de una era. Las bajas, las enfermedades y las deserciones

hicieron que los tercios se desmoronaran, incapaces de afrontar la necesaria reforma de sus tácticas y la renovación de su armamento, que habría exigido una inversión que la monarquía hispánica, agotada tras siglo y medio de guerras, ya no podía afrontar. La hora de Francia había sonado ya.

46 ¿CUÁNDO QUISIERON LOS CATALANES SER FRANCESES? Felipe IV, que sucedió a su padre el 31 de marzo de 1621, contaba tan solo dieciséis años cuando accedió al trono. Nunca creció. Como su progenitor, el nuevo rey era un irresponsable. A diferencia de Felipe III, supo al menos depositar su confianza en un hombre íntegro y capaz, cuya única meta, además del poder mismo, era el bien de su país, don Gaspar de Guzmán, conde de Olivares y, desde 1625, duque de Sanlúcar, lo que le granjeó el curioso título con el que le conocería la historia: el conde-duque de Olivares. ¿Pero quién era en realidad aquel hombre? ¿Qué ideas anidaban en su mente? ¿Qué designios albergaba para su país? Antes de nada, era un conservador. Convencido del derecho legítimo de su rey a preservar los reinos que había heredado y de su obligación de defender por doquier la fe católica, entendió que el problema fundamental no era sino reunir los recursos suficientes para ello. El primer paso sería renunciar a lo superfluo: las mercedes, las prebendas, los beneficios, la burocracia, los gastos de la corte. Después habría que atajar la corrupción heredada del reinado anterior y castigar a los culpables. El duque de Lerma, el de Osuna y el marqués de Siete Iglesias se contaron entre los que hubieron de pagar por sus desmanes. Solo cuando quedó claro que nada de eso bastaría, y acuciado por la caída de los ingresos americanos, se dejó tentar Olivares por la práctica tradicional de cargar las espaldas de los castellanos pobres con tributos nuevos, quitar plata

a la moneda y cubrir con juros la abismal distancia entre ingresos y gastos. Nuevas gabelas pesaron sobre el azúcar, el papel, el chocolate y el tabaco; los bienes de primera necesidad hubieron de soportar un gravamen mayor; los ingresos futuros quedaron de nuevo comprometidos; la plata americana de los particulares, convertida en crédito forzoso. Ni el más hercúleo de los cuerpos habría aguantado una sangría semejante y el de Castilla, víctima secular y casi exclusiva de semejante depredación fiscal, se hallaba ya en el límite de su resistencia. Así lo entendió al fin Olivares. Si la guerra no podía detenerse, si Castilla sola no podía financiarla, los demás reinos de la monarquía habrían de contribuir a hacerlo en proporción a sus recursos. Esta tesis fue el principio de la Unión de Armas. En teoría, no se trataba sino de un proyecto en virtud del cual habría de constituirse un ejército de unos ciento cuarenta mil hombres que los distintos reinos de la monarquía habrían de nutrir y sostener de acuerdo con sus posibilidades. Pero bajo tales designios latían ambiciones mayores. Desde tiempo atrás, Olivares reflexionaba sobre la necesidad de alterar radicalmente la misma estructura constitucional de la monarquía, que limitaba no solo el poder del rey fuera de Castilla, sino el potencial exterior de la monarquía misma. Creía el valido que las leyes debían someterse a un patrón único en todo el imperio y tal patrón había de ser el de Castilla. No había en ello afán alguno de castellanizar a España, ni mucho menos a los reinos no españoles. Era tan solo que las leyes castellanas eran las que garantizaban al Gobierno la mayor libertad de maniobra, las que menos trabas ponían al absolutismo regio. Por supuesto, habría oposición, pero el enérgico ministro creía saber cómo apaciguarla. Comenzaría por seducir a la nobleza de los otros reinos con títulos y favores; la invitaría a compartir con la aristocracia de Castilla el honor de gobernar el imperio. Si no bastaba, negociaría; debatiría en las Cortes, mostrando bajo el guante de seda el puño de hierro, recordando, sin usarla, de qué lado se hallaba la fuerza. Solo si nada se obtenía quedaría expedito el recurso a la violencia, pero de modo sutil, provocando antes la rebelión de los reinos descontentos para aplastarla con las armas y derogar luego sus leyes bajo pretexto del derecho de conquista de cuya legitimidad nadie dudaba en aquel tiempo. En la mente del ministro la monarquía hispánica iba dejando paso a la nación española: un rey, un gobierno, una ley.

Pero los designios de Olivares equivocaron el momento. Francia, en pleno auge, podía plegarse quizá a los afanes centralizadores del cardenal Richelieu; España, en grave decadencia, lo haría con mucha mayor dificultad. La mera Unión de Armas topó con obstáculos poderosos. Las Cortes se resistieron. Las de Aragón y Valencia cedieron al fin, aunque solo tras una dura y paciente negociación. Pero las catalanas se negaron. Ni el diálogo, ni el soborno, ni la amenaza minaron la resistencia de la corrupta oligarquía que las dirigía, que afirmaba, con razón, que se exigía al principado más de lo que le correspondía por su población y se amparaba, también con razón, pero sin la menor solidaridad con los otros reinos, en unos fueros que le otorgaban el derecho a financiar solo aquellas tropas que exigiera la defensa de su propia frontera.

El conde duque de Olivares, por Velázquez, 1632, Museo del Prado. El valido aparece aquí retratado en la cúspide de su poder, con el bastón de mando militar y la expresión orgullosa de un hombre que se sabe dueño del país más poderoso del mundo.

Olivares recurrió entonces a la astucia. Si Cataluña no deseaba ir a la guerra, la guerra iría a Cataluña. La campaña de 1639 contra Francia se iniciaría con una ofensiva por el sur de forma que el principado no tendría más salida que reclutar y pagar tropas y acoger a los ejércitos reales, implicándose al fin en la defensa de los intereses colectivos. Pero los efectos de la medida fueron tan imprevistos como terribles. Los abusos cometidos por las tropas, habituales en aquel tiempo, exasperaron a los campesinos y los condujeron a la rebelión. No se trataba de un movimiento anticastellano orquestado por la oligarquía. Fue una revuelta espontánea, un estallido incontrolado de violencia popular en estado puro, sin caudillos ni ideas que no perseguía objetivo alguno. Era simple odio. Odio de campesinos contra señores, de menestrales contra patricios, de bandidos contra guardianes del orden, de pobres contra ricos, de excluidos contra privilegiados. Pero los dirigentes catalanes creyeron poder cabalgar al tigre y conducirlo contra el monarca. Calcularon mal sus posibilidades y la violencia popular les desbordó. Entonces, traidores a su rey, volvieron los ojos a su enemigo secular y, mientras las tropas reales marchaban hacia Cataluña, ofrecieron al francés Luis XIII la corona y la lealtad. Su odio a Castilla era, desde luego, mucho mayor que su amor a Cataluña. Las tropas de Richelieu no fueron más amables que las de Olivares; su coste recayó sobre las mismas espaldas, y la guerra, con su corte inevitable de muerte y destrucción, se cebó en el país cuyo comercio quedó aniquilado por la competencia francesa y sus constituciones laminadas por su absolutismo. Mucho tardaría en llegar la paz. Cuando lo hizo al fin, en 1659, los catalanes retornaron al común de los reinos de España, conservaron sus fueros y aprendieron sus jefes que, sin España, caerían en manos de Francia, unas manos mucho más exigentes. Habían pagado un altísimo precio. Por desgracia, no lo pagaron solos. El pueblo catalán lo pagó con ellos y el castellano hubo de pagarlo también. No es exagerado decir que la hegemonía española murió el mismo día que dio comienzo la revuelta de los catalanes.

47 ¿ESTABA HECHIZADO CARLOS II? Carlos II fue rey de la monarquía hispánica entre 1665 y 1700. Inválido de cuerpo y mente, privado casi por completo de inteligencia y voluntad, quedó desde su más tierna infancia en manos de validos que manejaron a sus anchas los destinos de aquel imperio crepuscular donde parecía que, por vez primera, iba a ponerse el sol. El jesuita austríaco Juan Everardo Nithard, confesor de Mariana de Austria, regente en nombre de su hijo, primero; Fernando de Valenzuela, marqués de Villasierra, esposo de una de sus damas de compañía, después; Juan de Austria, medio hermano del propio Carlos, más tarde; y los condes de Medinaceli y Oropesa, por último, se sucedieron en la privanza del rey, pugnando con desigual interés, honestidad y fortuna por sacar a España del letargo en que parecía haberse instalado. Mientras, el desgraciado soberano sufría en resignado silencio los más variados y absurdos tratamientos, desde la ingestión de inmundas pócimas al repugnante contacto con reliquias de santos, pues el inquisidor general, el cardenal Rocaberti, no solo creía que el rey estaba hechizado, sino que estaba seguro incluso de la fecha y la manera en que tal hechizo se había producido: «Se lo habían dado en una taza de chocolate el 3 de abril de 1675, en la que habían disuelto sesos de un ajusticiado para quitarle el gobierno; entrañas para quitarle la salud y riñones para corromperle el semen e impedir la generación». Por supuesto, no había tal, sino una tara genética que condenaba al soberano a la esterilidad, la cortedad intelectual y la debilidad física, males que si son ya de por sí graves lo eran aún más en un rey de la época, cuya única responsabilidad verdadera era engendrar hijos y rodearse de los colaboradores adecuados. Con un monarca así, la salud del país no podía sino ser peor incluso que la de su rey. Bajo el manto asfixiante de la completa hegemonía de una aristocracia retornada al poder del que la habían despojado los grandes monarcas del pasado, con un Estado menesteroso, una burocracia corrupta,

hipertrofiada e inútil y una Hacienda esquilmada por las guerras, las mercedes y las prebendas, España languidecía presa de una enfermedad que parecía terminal. Pero en medio de aquella espantosa postración, empezaban ya a atisbarse las semillas de la recuperación futura. Si Castilla, exangüe, vive en estos años el más terrible período de su historia reciente, Cataluña despierta al fin de un sopor de tres siglos y se dispone a heredar de aquella la primacía en el seno de la monarquía hispánica. En efecto, Castilla tocaba fondo. Plagas bíblicas, trágicos diluvios, malas cosechas fatales, pestes y hambrunas contumaces se abatían sobre ella en apocalíptico cortejo. Mientras, los necios gobiernos carolinos ahondaban en la herida abusando de la manipulación monetaria y los intolerables tributos, que drenaron hasta el último ducado de una economía en trance de regreso a la mera subsistencia. Solo en los últimos años del reinado verán la luz valientes intentos de reforma que se estrellarán contra el muro infranqueable del privilegio y la cerrazón de la burocracia, la nobleza y el clero. Será, pues, la periferia, atrincherada en sus fueros y beneficiada por la libertad comercial decretada por la Paz de los Pirineos la que disfrute de la ocasión. Pero solo Cataluña podía aprovecharla. Su agricultura aumenta su producción. Sus textiles, que encuentran al fin clientes en Francia, se disponen al salto definitivo que les abrirá el mercado inmenso de las colonias americanas y, pasado el tiempo, les aupará entre los pioneros de la industria europea. El bandolerismo, mal endémico en la pasada centuria, desaparece al fin y vuelven a ser seguros los caminos de una región que se prepara para encumbrarse a la primacía peninsular. Aragón y Valencia tendrán menos suerte. El espantoso daño causado a sus economías por la expulsión de los moriscos aún no ha sido reparado. Valencia será presa de revueltas engendradas por la desesperación campesina; Aragón, poco más que una colonia de la economía francesa.

Carlos II, por Juan Carreño de Miranda (c. 1685). El aspecto del monarca es una viva metáfora de la realidad del país sobre el que reinaba, víctima de siglo y medio de guerras como el rey lo era de sucesivas generaciones de matrimonios consanguíneos.

Triste sin remedio había de ser el papel de esta España desfallecida en la jungla de las relaciones internacionales europeas de aquella segunda mitad del seiscientos. Luis XIV piensa en la sucesión de un imperio que, unido al suyo, otorgaría a Francia un poder inigualable. Preparando el terreno, tratará de aislar a la monarquía católica sellando alianzas, estrechando lazos. Inglaterra, Holanda, Portugal, Dinamarca, Polonia… Europa toda participa de un modo u otro en los designios del simpar monarca galo que afila sus argumentos jurídicos no menos que los diplomáticos. La reina María Teresa

alegará que no ha perdido sus derechos al trono español, pues la dote que su hermano Felipe IV se había comprometido a pagar a cambio de esa renuncia, quinientos mil escudos de oro, no ha llegado nunca a las manos del rey francés. Pero Carlos II no muere tan pronto como se suponía y Luis no sabe esperar de modo que trata de tomar por la fuerza lo que no alcanza de buen grado. Las alianzas se rompen. Europa desconfía del francés. Pero España no tiene ya fuerza para defender lo suyo. Guerra tras guerra, derrota tras derrota, el Rey Sol hace saltar los oxidados cerrojos con que los Habsburgo habían cerrado el camino de Francia hacia la Europa central, arrancando, uno tras otro, jugosos bocados a los territorios españoles. Por el camino, Carlos no ha tenido más salida que reconocer la independencia de Portugal, incapaz de hacerle retornar por la fuerza al redil de la monarquía. Parece que antes de que acabe aquel siglo maldito todo va a perderse. Pero, moribunda ya la centuria, algunas cosas han cambiado en Europa. Francia está agotada por los esfuerzos que le ha impuesto la desmedida ambición de su señor. Desvelados sus designios, no puede ya contar con aliados fiables y todo el continente parece estar frente a Versalles. Envejecido y solo, Luis devuelve sus conquistas. En Ryswick (1697), Cataluña, Luxemburgo y todo un rosario de plazas fronterizas de los Países Bajos regresan a la soberanía española. El Rey Sol retoma entonces sus planes de tres décadas atrás, pues es ya evidente que Carlos II, que no ha tenido hijos, morirá de un momento a otro. Pero ahora, más sabio y menos fuerte, comprende que Europa no le permitirá quedarse con todo. España era aún un bocado demasiado grande, capaz de asegurar la hegemonía indiscutible al monarca que lo devorase. No hay más salida que el reparto, y así aquella potencia formidable que fue un día temida y odiada a un tiempo desciende a los infiernos de la humillación, transmutada en sujeto paciente de los devaneos de las cancillerías. Pero el reparto no es fácil. Los reyes, hechos a la guerra, no conocen el valor de la confianza. Además, Carlos II, en un último gesto de dignidad, se niega a reconocer cualquier acuerdo que implique la partición de sus reinos. El heredero habrá de ser uno solo y así lo hace constar en su testamento que rehace el 2 de octubre de 1700. Felipe, duque de Anjou, segundo hijo del delfín de Francia, será el elegido a condición de que renuncie a cualquier derecho de sucesión a la corona francesa. El próximo rey de España se llamará, pues, Felipe V.

48 ¿ERA LA ESPAÑA DEL SIGLO XVII UN GIGANTE CON PIES DE BARRO? Cuando, en 1598, asciende al trono Felipe III, la España que hereda el joven rey es todavía un edificio de apariencia impresionante. No solo posee el imperio más grande del mundo, presente en todos sus continentes, sino recursos que no admiten aún parangón entre los soberanos de su época —la inagotable plata americana, los invencibles tercios, la poderosa armada—, una Administración, aunque lenta, minuciosa, y una cultura que deslumbra ya en la grandeza de su Siglo de Oro. Y, sin embargo, apenas cincuenta años después, el Imperio en el que nunca se ponía el sol se humilla ante la recuperada potencia de la Francia de Luis XIV. Y solo unas pocas décadas más tarde, agonizante ya el siglo, España ha dejado de contar entre los Estados de primera fila, mientras las cancillerías de Europa se reparten sus despojos. Por doquier, dentro y fuera del país, se habla de decadencia y da comienzo una reflexión interminable sobre el problema nacional que habrá de llegar, incluso, a nuestros días ¿Cómo puede explicarse una caída tan rápida y profunda? La crisis española nada tiene de excepcional. El XVII es un siglo espasmódico. Europa pierde gran parte de su población; las malas cosechas, el hambre y la peste azotan a los países del sur; la sociedad, víctima de la guerra casi continua, sufre profundas convulsiones, muchas veces rebeliones, a veces incluso revoluciones. En Nápoles y Sicilia, las ciudades se agitan; en Francia, Cataluña y Portugal, las élites regionales se rebelan contra los designios centralizadores y la voracidad fiscal de los monarcas; Alemania sufre la guerra de los Treinta Años; Inglaterra decapita a su monarca. La crisis es general, pero desigual. Los Estados del norte la superan con rapidez y salen de ella fortalecidos, prontos a relevar a las naciones ribereñas del Mediterráneo. España, la más poderosa de todas ellas, fue la que con mayor intensidad sufrió la caída, o, al menos, la que padeció el descalabro más apreciable, pues caía desde más alto.

Por otro lado, nada hay de excepcional en que concluya la hegemonía que un Estado ejerce sobre sus vecinos. En apariencia, sobre los imperios de todos los tiempos pesa una inexorable condena en virtud de la cual los ingentes gastos que les exige su preservación terminan por minar las bases económicas sobre las que se asienta su poder. Tal mecanismo actuó con evidente claridad en el caso del Imperio español, cuyos soberanos, a pesar de lo ingente de sus ingresos, fueron forzados a asumir crecientes deudas que nunca pudieron pagar. Los esfuerzos que impusieron a la población, cada vez mayores y tanto más dolorosos cuando coincidían con períodos de crisis, en parte por ellos mismos provocados, terminaron por hacerse insufribles y estallaron en forma de rebeliones y movimientos secesionistas que, combinados con la guerra exterior, forzaron a los reyes españoles a abandonar la lucha. Y no es una exageración literaria. A lo largo de la centuria, el país perdió un millón de habitantes, concluyendo el siglo con poco más de siete millones de almas. Lo sobrehumano y continuado del esfuerzo bélico que sus reyes le impusieron y, por vez primera en mucho tiempo, la guerra dentro de España misma, en Cataluña, en Andalucía, en Portugal; la inmisericorde sucesión de malas cosechas, tributo que imponía una agricultura cada vez más preferida; el lento pero persistente goteo de gentes que cruzaban el océano en busca de mejor futuro en unas Indias que ganaban la vitalidad que la metrópoli perdía; medidas tan inhumanas y drásticas como la expulsión de los moriscos, que arruinó y despobló regiones enteras, privando al país de trescientos mil súbditos laboriosos, y el azote continuo de la viruela, el tifus, la disentería y, sobre todo, la peste combinaron sus efectos para hacer de este siglo el peor de la historia económica de España. No por ello perdieron los españoles su proverbial orgullo, sino que, antes bien, lo acrecentaron. La aristocracia creció en número y prestigio, y recuperó mucho del poder político perdido. El país se pobló de caballeros e hidalgos ociosos y exentos del tributo ordinario, mientras se extendía la mentalidad nobiliaria entre las otrora emprendedoras clases medias españolas. Pocas eran ya las familias de comerciantes o banqueros que conservaban su actividad. Su ambición, como la de cualquier español, era adquirir tierras y fundar con ellas un mayorazgo; ennoblecer su apellido tomando el hábito de una orden militar o adquiriendo a precio de oro un título, y entregarse a la ociosidad,

manteniendo una gran casa pletórica de servidores, colmando de limosnas a pobres y necesitados, apadrinando hospicios, asilos y fundaciones, instituyendo capellanías y aspirando a cargos y prebendas que acrecentaran su honra recién ganada. El desprecio de los oficios manuales alcanzaba a todos, solo los ejercían quienes se veían forzados a ello, y quienes no llegaran a ennoblecerse siempre podían tomar los hábitos. El clero incrementaba así sus efectivos, inundando pueblos y villas de gentes ociosas, acumulando, gracias a las incesantes donaciones, bienes que se arrebataban al capital productivo del país y ampliando hasta límites insospechados las distancias en el seno de un estamento en el que convivían verdaderos príncipes de la Iglesia como el arzobispo de Toledo, con rentas de quinientos mil ducados anuales, y curas miserables que erraban por los campos manteniéndose tan solo de la caridad de las gentes.

El Lazarillo de Tormes visto por Francisco de Goya (1746-1828). El pícaro, del que el Lazarillo ofrece la primera encarnación literaria, llegó a convertirse en un tipo humano característico de la sociedad española de los siglos XVI y XVII.

Y mientras la nobleza y el clero se cebaban como parásitos en el raquítico cuerpo de la nación, lo hacía con ellos la exención fiscal y trataba el Estado de recuperar lo que perdía exprimiendo más y más la bolsa de los pecheros. Los más soportaban con estoicismo el sufrimiento; muchos, arruinados, huían del país buscando en América las oportunidades que aquí se les negaban; otros, quizá con más arrestos, se lanzaban a los caminos convertidos en bandoleros dispuestos a recuperar por la fuerza lo que por la fuerza se les quitaba. Finalmente, otros languidecían en los suburbios de la sociedad a medio camino entre la delincuencia y la mendicidad, buscaban en las grandes ciudades o en la corte misma las ocasiones que sus hermanos habían ido a descubrir cruzando la mar océana, y sobrevivían entre el hurto y la caridad, trabajando las menos de las veces, trapicheando las más, mientras regalaban, sin saberlo, a la literatura patria el más original de sus tipos, padre de todo un género, el del pícaro, quintaesencia, junto al monje y el hidalgo, de una España decadente que la historia parecía arrumbar en las márgenes de su río imparable.

49 ¿CÓMO UN PAÍS EN DECADENCIA FUE CAPAZ DE ALCANZAR EL ESPLENDOR CULTURAL DE LA ESPAÑA DEL SIGLO DE ORO? Esplendor y decadencia, orgullo y humillación, no tienen su correlato preciso en el mundo del espíritu, quizá porque muchas veces la pobreza es la mejor compañera de la inspiración, enemiga feroz de la vida muelle y relajada. En

ambas centurias, el XVI y el XVII, pero quizá más en la segunda, vive el alma hispana el período más fecundo de su creatividad y marchan hermanadas las élites y el pueblo en el común esfuerzo de su genio. La asfixiante vigilancia eclesiástica sobre la cultura y el arte que hubo de soportar el humanismo desde casi su nacimiento mismo en nuestro país no presagiaba nada bueno para el futuro de la cultura española. Y, sin embargo, el tremendo vigor del alma hispana, que supo desplegarse en la colonización de todo un mundo, se mostró también en el terreno del espíritu, la literatura y el arte. La literatura, en primer lugar, fue pronto llamada a desertar de las bucólicas rimas y el erotismo idealizado de un Garcilaso de la Vega en favor de la ascética intensidad de fray Luis de León o la mística arrobadora de santa Teresa y san Juan de la Cruz, que pugnan por encerrar en palabras experiencias tan particulares como inefables, mientras alcanzan el culmen de la poesía castellana. A la par, la evasión que ofrecen al pueblo las novelas pastoriles y los libros de caballerías, testimonios literarios de un mundo irreal, deja paso al menos placentero pero mucho más realista género de la novela picaresca, que ofrece sus primicias en este siglo en forma de obras como La Lozana Andaluza de Francisco Delicado o el anónimo Lazarillo de Tormes, rotundos aldabonazos sobre la conciencia de una sociedad criticada sin misericordia y una de las más originales aportaciones de la literatura española al acervo cultural universal. Mientras, las bellas artes se despegan al fin del gótico, disfrazado en su exterior por la exuberante decoración plateresca, para abrazar las nuevas formas renacentistas, recorriendo en breve tiempo un camino parejo al del pensamiento y la literatura. Pero poco tardarán las construcciones en abandonar el clasicismo armónico y las limpias formas de Machuca, Covarrubias y Hontañón para ofrecer al mundo una arquitectura distinta, entregada a la más extrema austeridad, trasunto en la piedra de la espiritualidad dominante en la España filipina. Desde la monumental obra de El Escorial, con Juan de Herrera como máximo valedor, las formas desnudas y las proporciones geométricas triunfan en Toledo, Sevilla o Valladolid, mientras Aragón se resiste a abandonar los viejos gustos. Cataluña, fiel al gótico, construye en este estilo el palacio de la Generalitat; Zaragoza concede una prórroga al plateresco. La escultura renacentista da sus primeros pasos de la mano de artistas flamencos e italianos. Fancelli, Vigarny y la familia Leoni

trabajan aquí para la Iglesia y los monarcas. Pero pronto asimilan el nuevo estilo los escultores autóctonos y al punto brotan figuras de la talla de Siloé, Berruguete y Juan de Juni. Más fieles a la nueva espiritualidad, los maestros hispanos prefieren la madera al mármol y el bronce, y gustan más de la temática religiosa que de la histórica o la mitológica. Su estilo, intenso y dramático, anticipa ya el Barroco. Menos peso tiene la pintura que no goza de figuras de talla comparable, ni por su calidad ni por su originalidad, a las de las otras artes. Solo un nombre, el de Domenico Theotocopoulos, llamado El Greco, posee esa grandeza, pero aunque terminó por afincarse en España y entre nosotros desarrolló lo más destacado de su obra, no puede considerarse un pintor español.

Monasterio de San Lorenzo El Real de El Escorial, Madrid. Construido entre 1563 y 1584 y considerado la octava maravilla del mundo, simboliza como ningún otro edificio la grandeza de la monarquía hispánica, en cuyos territorios jamás se ponía el sol.

El cambio de centuria, junto al hálito hediondo de la decadencia, prorroga y aun aumenta el esplendor de nuestra cultura. La Iglesia encuentra en el arte barroco la exaltación espiritual que necesita para despertar en las masas el fervor perdido y aprende técnicas de propaganda en las que el color, la luz, el movimiento y el gesto se alían con el Evangelio para traer al redil a los fieles tentados por la Reforma. Cervantes traza en su Quijote el mejor retrato del alma hispana, grande y mísera, soñadora y cicatera, en una metáfora perfecta de la España de su tiempo que no puede disimular que los pícaros de las novelas de Mateo Alemán o Quevedo son los que corren por las calles de sus ciudades, que el teatro de Lope, de Calderón, de Tirso, que tanto gusta al pueblo, le aparta de sus crecientes miserias cotidianas, que los poemas de Góngora, del mismo Lope, del simpar Quevedo han hecho ya olvidar la utopía bucólica de Garcilaso. Y si la literatura se agranda sintiendo la decadencia o huyendo de ella, refugiándose en la fe o denunciando la pobreza, la arquitectura fracasa con estrépito en su intento de encubrir una realidad testaruda que se empeña en traspasar los velos con que se quiere ocultar. Si la hegemonía hispana había hecho de la sobriedad su seña de identidad, la decadencia lo hará de la ostentación. Si el apogeo del imperio había encontrado su contrapunto en la austeridad espartana de la corte del rey prudente, su crepúsculo lo hallará en la magnificencia vana del séquito de los menores de los Austrias. Pero, menguada la riqueza, el arte habrá de tomar como norma el disimulo. No hallaremos en España palacios desmedidos como Versalles; no conocerá el urbanismo madrileño el afán renovador de otras capitales. Habrá de conformarse el arquitecto con diseñar plazas mayores y descargar en ellas sus barrocos anhelos de grandeza. Las iglesias, el edificio por excelencia del barroco hispano, habrán de ocultar con yeso y barnices la miseria de su ladrillo y sus bóvedas buscarán en la humilde caña el ahorro impuesto por la miseria y confiarán en la distancia del espectador para engañar a sus poco avisados ojos. Dentro de la península, solo en Galicia, donde la abundancia del granito explica su baratura, se construye por entonces con materiales ricos. Será en las Indias, que desbordan ahora su vitalidad gestada en la centuria anterior, donde el barroco podrá expresar sin límites su gusto por la desmesura. Retablos riquísimos, azulejos coloristas, desmedidas estípites, salomónicas columnas se esparcen por todo el continente.

Por fortuna, no necesitan de riquezas materiales las artes plásticas. Le basta a la escultura la humilde madera policromada para mostrar su pasión exagerada, tan afín al sentir del sufrido pueblo castellano, por el patetismo. Gregorio Fernández inunda el norte de la península de su realismo obsesivo que se despliega bajo la forma de Cristos, Inmaculadas y Piedades de intenso dramatismo. Se resiste un tanto el sur a abandonar el equilibrio y la serenidad renacentistas que emanan como un halo de las obras de Martínez Montañés y Alonso Cano. Pero la batalla se pierde al mediar el siglo, cuando triunfan ya las formas agitadas de vestir alborotado, de expresión teatral y gesto desmedido. Será, sin embargo, en la pintura donde alcance el alma hispana sus más altas cotas de originalidad creativa. Comienza con vigor el siglo en Levante con las figuras de Ribalta y Ribera, que reciben la influencia de Caravaggio, trascendiéndola y dotándola de un sentido personal y propio. Pero será Sevilla la madre de los maestros más grandes del siglo, pues allí se forman en su primer tercio Zurbarán, capaz como nadie de reflejar en el lienzo la sincera devoción de los monjes; Alonso Cano, barroco solo de época, amante siempre de la belleza delicada, y, sobre todos, Velázquez, que experimenta y trasciende los estilos de su tiempo para proyectarse, decidido, hacia un futuro que entonces ni aun comienza a adivinarse.

50 ¿LA ESPAÑA DE LA EDAD MODERNA ERA UNA NACIÓN O TAN SOLO UN IMPERIO? Escribía Baltasar Gracián, recordando la figura de Fernando el Católico, que en la monarquía de España, «[…] donde las provincias son muchas, las naciones diferentes, las lenguas varias, las inclinaciones opuestas, los climas encontrados, así como es menester gran capacidad para conservar, así mucha

para unir». No puede negarse que así era. En las Españas del Siglo de Oro era patente una notable diversidad. Y ello no solo en las instituciones, sino también en la cultura, en la lengua y en los sentimientos. Pero, sin contradicción alguna, no eran menos ciertos los elementos compartidos, vínculos incontestables, fruto del tiempo y de la historia. Así, es cierto que entonces también convivían con el castellano lenguas vigorosas como el catalán, sentidas con intensidad por las gentes y artífices de una literatura de hondas raíces culturales. Pero también lo es que incluso catalanes como Juan Boscán empezaban a llamar español a la lengua castellana y que esta era, sin necesidad de imposición alguna, el habla común de los reinos de España. Es cierto también que los reyes seguían nombrándose soberanos de un cúmulo de territorios y que cada uno de ellos conserva leyes, costumbres e instituciones. Pero no lo es menos que nadie, ni dentro ni fuera de la monarquía católica, conocía a su soberano por otro nombre que el de rey de España y que tras el particularismo institucional se refugiaban antes los intereses de los grupos dominantes que el apego del pueblo llano a unos fueros que en nada les amparan. Autores, como el navarro Juan de Palafox, seguían aconsejando al rey gobernar en castellano a los castellanos, en aragonés a los aragoneses, en catalán a los catalanes, en portugués a los portugueses, pero no faltan quienes aconsejan al monarca en sentido opuesto, que recogían una inclinación presente no solo en círculos próximos a la Administración, sino en intelectuales y literatos. Por otra parte, la descripción de Gracián podría aplicarse a cualquier otra de las naciones del continente. Cada monarquía de entonces constituía un conglomerado cultural más o menos heterogéneo que los avatares de la guerra y la voluntad de las dinastías mantenían unido con dificultad. Bajo el mismo rey coexistían lenguas y sentimientos distintos, y la autoridad regia pugnaba por imponerse sobre un denso entramado de instituciones y fueros territoriales heredados del Medievo. Incluso en Francia, el francés distaba mucho de ser la lengua de todos y los parlamentos y Estados regionales defendían con decisión frente a las pretensiones centralizadoras del monarca las atribuciones legadas por la historia. Con todo, es forzoso reconocer que la edificación de las futuras naciones, en lucha contra estos particularismos, había empezado y la monarquía católica iba a quedar rezagada. La Francia de Richelieu y Mazarino, sobre

todo, había dado un paso de gigante hacia la integración, aunque no sin tremendas convulsiones internas. La amenaza de los Habsburgo dio a sus monarcas el imprescindible enemigo exterior que agitar como un espantajo con el que debilitar las resistencias regionales hacia la unificación, y la Revolución y la República, en las centurias siguientes, completarán el proceso que haría de Francia la nación europea por excelencia. Otra fue la suerte de España. En la carrera de la construcción nacional, los reinos ibéricos habían salido en cabeza. Con los Reyes Católicos nació una fuerza política capaz de hacerse presente en todo el territorio, por encima de particularismos feudales y rebeldías aristocráticas, y lo bastante popular para generar un sentimiento espontáneo de adhesión sobre el que dar comienzo a la forja de la nación. Las centurias siguientes trajeron avances ciertos en el camino de la construcción nacional. A la monarquía y la fe se sumaron fuertes aliados que vinieron a estrechar los lazos atados todavía con escasa fuerza entre los reinos medievales: enemigos exteriores que ayudarán a sellar con mayor vigor fisuras internas; una brillante cultura que narra al pueblo las gestas de España, sembrando en el alma colectiva el orgullo de ser español; las primeras historias que trascienden la mera crónica de las gestas regias para narrar al fin la epopeya colectiva; la lengua castellana, en el culmen de su feracidad literaria, erigida ya en idioma culto del país entero y extendida por todo un nuevo mundo de la mano de los conquistadores, y, en fin, el lento y escaso, aunque real, desarrollo de instituciones políticas comunes en torno a la figura del rey. Pero en tan magnífico principio se atisban ya debilidades. La cohesión espiritual se logró usando como argamasa el gran prestigio personal de los Reyes Católicos y el compromiso profundo de la mayoría de sus súbditos con su fe, encarnado en la empresa de Granada. Luego, cuando soberanos peor dotados ocuparon el trono, cuando escatimaron las visitas a sus reinos, cuando la religión se tornó en arma arrojadiza entre los mismos españoles, ofuscados hasta la náusea con probar la limpieza de su sangre, se abrieron profundas brechas en el alma colectiva. La multiplicación de enemigos interiores puso en marcha peligrosos procesos de disgregación, sembrando persistentes semillas de odio que el paso del tiempo no bastará a extirpar. Porque el primer proyecto nacional español, erigido sobre la identificación con la fe, pronto se desvió de sus derroteros iniciales. Lo hizo al perseguir a

judíos y moriscos, forzándolos a optar entre su fe y su nacionalidad; al confundir al cristianismo con las costumbres de los cristianos viejos, viendo herejes donde no había sino cristianos nuevos; al aislarse de Europa, desconfiando de cuanto de ella viniera, condenando al pensamiento patrio a una rigidez estéril y dejando a España al abrigo de los nuevos vientos capitalistas y burgueses; lo hizo, en fin, al permitir que la Iglesia ocupara en España ámbitos que no le eran propios, asfixiando su vitalidad económica y social. La entronización, en la persona del borgoñón Carlos de Gante, de una dinastía extranjera y extraña al alma hispánica frustró el idilio de los españoles con sus reyes. Aunque después de él se tornaron españoles los vástagos de la nueva dinastía, no lo hicieron sus designios. Con los Austrias cambiaron las prioridades del Gobierno: de América a Europa, del sur al norte, de Italia a Alemania, del Mediterráneo al Rin, de la nación, en fin, al imperio. La política exterior de Fernando el Católico había respondido al interés de sus reinos y había perseguido fortalecer, a la vez, la solidaridad entre ellos, pues cada uno de sus escenarios respondía al proyecto histórico de una España que se había hecho en la lucha contra el islam. Pero nada se le había perdido a Castilla ni a Aragón en Alemania, en Flandes, en el Franco Condado. Y, a pesar de ello, será en sus campos hostiles donde reñirán los ejércitos españoles batallas imposibles que minarán, poco a poco, las bases de la prosperidad común y abrirán heridas aún más profundas en la conciencia colectiva. El esfuerzo por mantener aquel imperio de aluvión, que no se había ganado ni se había deseado, pero que traía con él una plétora de enemigos poderosos, dejó exangüe a Castilla y forzó luego a sus reyes a volverse hacia sus otros reinos, con ánimo de implicarlos en un esfuerzo en que nada les iba y después de haber comprobado en carne ajena los devastadores efectos de tal política. Las derrotas, cada vez mayores; el desprecio y el aislamiento, cada vez más notorios, terminarán, además, de sembrar en el alma de los españoles el desánimo, la perplejidad y la rabia, compañeros indeseables de una sociedad en trance de nacionalización. Olivares no comprendió nada de esto. En su ánimo no pesaba más deseo de alcanzar en España idénticas metas a las que perseguían para Francia Richelieu o Mazarino, pero en España, desgastada por siglo y medio de lucha, las rebeliones de Cataluña y Portugal

traspasaron el límite de lo que el país podía soportar y su fracaso, frustración de un sueño y desengaño de una vida, fue también el primer tropiezo en el lento y sinuoso camino de la monarquía católica hacia la nación española.

LA EDAD MODERNA: EL REFORMISMO BORBÓNICO

51 ¿CON QUÉ ESPAÑA SOÑABAN LOS ILUSTRADOS DEL SIGLO XVIII? La muerte, en noviembre de 1700, del rey Carlos II parecía un guiño de la historia. El último de los Austrias dejaba este mundo el mismo año que llegaba a su fin aquel siglo desgraciado y lo hacía en el día de los difuntos. Era, quizá, una premonición. Quería España enterrar bien hondo sus sufrimientos pasados. A la decadencia iba a seguir pronto la recuperación del vigor perdido; a la resignación, los proyectos. Porque el siglo XVIII es el siglo de los proyectos. No es que antes no lo tuviera España, lo tenía, pero había desbordado lo nacional; se había vinculado en exceso con una idea universal: la defensa de la fe. Y tan íntimo abrazo había terminado por perjudicar al propio proceso de construcción nacional al crear enemigos dentro de España, los judíos, los musulmanes, los conversos, los cristianos nuevos, y cargar sus

espaldas con un peso demasiado gravoso, el de servir de paladín a la Iglesia. Ahora, sin embargo, el proyecto de España es nacional en toda su dimensión. No deja de ser católica, pero ya no sitúa en su fe su razón última de ser. Su núcleo, que sienten sus intelectuales y sus gobernantes, pues el pueblo no podía aún sentirlo, no será otro que el reencuentro con Europa y con la modernidad, recuperando el tiempo perdido, y, al hacerlo, hacerse también a sí misma, culminar el proceso, interrumpido por la decadencia, de su construcción como Estado y como nación. Progreso, europeización, unificación, tal será el programa del XVIII. Como es lógico en un proceso que se dilató todo un siglo, hubo unas veces dudas, recaídas otras, bastantes paradas, algún apresuramiento. Lo esencial se compartía, pero había matices, tendencias, contradicciones. Podemos incluso hablar de etapas a través de las cuales el proyecto nacional se desenvuelve y evoluciona. El reinado del primer Borbón es la época de los novadores. No son aún ilustrados; no ponen en práctica nada de lo que dicen; se limitan a teorizar sobre los males nacionales y sus posibles soluciones, pero lo hacen ya desde posiciones nuevas, atentas a la filosofía europea del momento. Es la era de Feijoo, de Belando, que trazan la idea de una nación construida sobre la lealtad compartida hacia un cuerpo de leyes comunes, ajena a las esencias católicas que habían alimentado la idea de España de los siglos anteriores y superadora de los particularismos que la habían debilitado. Es el sustrato ideológico que nace para alimentar la Nueva Planta, matriz del nuevo Estado español forjado por los ministros de Felipe V. Para la sociedad ya habrá tiempo; las mentalidades habrán de esperar; el bienestar de los súbditos aún no preocupa. El objetivo es ahora someter a la Iglesia, reanimar la economía, vigorizar el Ejército y la Armada, devolver a España su peso en Europa. Pero para ello es necesario contar con una Administración eficaz, que se desempeñe de acuerdo con criterios únicos en todo el país y no tropiece en cada rincón con los privilegios y fueros regionales que actúan como coartadas de los poderosos frente a la autoridad del rey. Es necesario fundir los reinos en el reino; no para centralizar, sino para unificar; no para castellanizar, sino para españolizar. Los designios de Olivares, ahora con mayor decisión y mejor sentido de la oportunidad, siguen vivos de algún modo en el programa de 1714.

Pero pronto arrecian las dudas. Mediado el siglo, reinando ya Fernando VI, algunas voces piden que vuelvan los fueros regionales, que se reabran las Cortes catalanas, las aragonesas, las valencianas. Pero no es esta la corriente dominante, la que da al siglo su personalidad. Los ministros de Fernando serán pacifistas; su reinado, una transición, pero no una parálisis ni una vuelta atrás. El Ejército y la Armada continúan progresando; se exploran nuevas fuentes de rentas para la Corona; la Iglesia queda sometida al poder real; se llega, incluso, a intervenir un tanto en el ámbito de lo social. Se sientan, en fin, las bases del reformismo carolino. Pero la corriente, marginal, minoritaria, no llega a desaparecer nunca del todo. Sobrevive en Cataluña, que no llega a olvidar sus fueros; en el País Vasco, en Navarra, que no los han perdido; en Castilla incluso, donde voces como la de Juan Amor de Soria recuerdan con nostalgia los tiempos de Villalar. Y llega, siempre débil, pero viva, hasta las Cortes de Cádiz, donde se alzará Capmany pidiendo para Cataluña la devolución de sus fueros.

Gaspar Melchor de Jovellanos (1744-1811). Escritor, jurista y uno de los más conspicuos intelectuales de la Ilustración española, simboliza el nuevo proyecto nacional, europeísta y

modernizador que los pensadores del siglo XVIII soñaron para su país.

Pero antes, con Carlos III se dan la mano la experiencia y los sueños. Rey de Nápoles durante un cuarto de siglo, había tenido ya ocasión de rodearse de ministros reformistas. Con él llegan al fin los ilustrados, que no se resignan al mero imperio teórico de la razón y sueñan con poner en práctica sus ideas; que no se allanan a modelar tan solo el Estado y aspiran a transformar también la sociedad, las mentalidades. Y de la mano de Campomanes, Jovellanos, Olavide, Cabarrús, Floridablanca y Aranda, nace un proyecto consciente de nacionalización del Estado, concreción política de las teorías de Feijoo de medio siglo antes. Se empieza por los símbolos. Se encarga la Marcha de granaderos, que habrá de ser luego el himno nacional, y un nuevo pabellón de los buques de guerra que habrá de convertirse con el tiempo en la bandera de España. Las Academias, de la Lengua, de la Historia, de las Bellas Artes, fundadas en las décadas precedentes, dejan de lado a la Corte que las apadrina para entregarse a la tarea de fijar y difundir los cánones de una cultura nacional. Las críticas extrañas duelen ahora más. Los desprecios de Montesquieu y de Masson de Morvilliers provocan protestas oficiales y respuestas razonadas. Defendiendo lo propio, sin papanatismos, pero arrumbando al fin inveterados complejos; asumiendo cuanto hay de verdad en la crítica a las mentalidades, a los usos y costumbres, pero rechazando que sea un extranjero el que venga a escribirlo. En Feijoo, en Cadalso, en Campillo, en tantos otros escritores que dedican los esfuerzos de su corazón dividido a defender el honor de España en el exterior mientras claman por una intensa reforma en su interior, late un patriotismo nuevo. Y no es solo cuestión de unos pocos polemistas; cuanto se escribe parece hacerse, poco a poco, nacional. Lo son las historias de la literatura que muestran lo que posee de propio del alma hispana lo publicado a lo largo de los siglos precedentes. Lo es la reedición de obras antiguas, la publicación de colecciones, la definición de los clásicos de la literatura española. Lo es, en fin, un teatro que trata con toda intención de extender la conciencia patriótica escogiendo cada vez con más frecuencia temas y protagonistas de la historia de España, desde Ataúlfo a Guzmán el Bueno, desde Numancia a Pelayo, sembrando entre los españoles el olvido de las diferencias y la conciencia de poseer un pasado común.

Hay, pues, un verdadero nacionalismo español en estas últimas décadas del XVIII. Lo hay porque existe un deseo consciente de hacer españoles, de unir a los viejos reinos de la monarquía en una única comunidad cívica atada con los sólidos lazos del amor patrio y la solidaridad social. Lo hay, pues, pero es un nacionalismo moderno que no habla de raza, lengua y cultura, sino de amor a las leyes y felicidad común, nada sentimental, nada visceral. Y tiene éxito. Nunca ha estado España más unida antes. Barcelona vitorea a los mismos Borbones contra los que unas décadas atrás se había levantado. Rechazó a Olivares porque le ofrecía compartir la miseria; aceptaba ahora porque se le abrían las puertas de la prosperidad. Las viejas heridas se han cerrado.

52 ¿FUE LA GUERRA DE SUCESIÓN UNA GUERRA DE CATALUÑA CONTRA ESPAÑA? En modo alguno; la Guerra de Sucesión fue una guerra civil que fragmentó por completo durante un tiempo la España de aquel siglo que empezaba, que rompió cada reino, cada clase, cada grupo, entre partidarios del rey legítimo y del que decía serlo. En Cataluña había partidarios de Felipe como en Castilla los había de don Carlos y los mismos catalanes sublevados contra el primero pregonaban su aspiración de una España distinta, no de una Cataluña independiente. Pero veamos cómo sucedió. El nuevo rey, Felipe V, no hace al principio nada que se aparte de la tradición. Toma posesión de sus reinos, jura sus fueros y aviene voluntades con prebendas y dádivas. Pero desde Francia, su abuelo Luis XIV no se resigna a dejarle hacer. Le trata como a un títere; le espía por mediación de la princesa de los Ursinos, dama de la reina María Luisa; proclama de nuevo sus

derechos al trono francés; interviene en sus Indias y aun osa ocupar algunas de sus plazas en la frontera flamenca. La amenaza de hegemonía borbónica, disipada un tiempo, renace. Ingleses y holandeses, que han asumido a regañadientes el testamento de Carlos II, se alarman. El emperador Leopoldo presenta de nuevo la candidatura del archiduque Carlos de Austria al trono español. Se desempolvan los tratados de reparto. Aquella España enorme, pero indefensa, es una tentación demasiado fuerte. Se levanta en La Haya contra los Borbones una poderosa alianza: el Imperio, Holanda, Inglaterra, Portugal… La guerra se enciende de nuevo en Europa; pronto lo hará en España. En 1704 toman los ingleses Gibraltar. Un año después, tentadas por la flota anglo-holandesa ante sus costas, Valencia y Cataluña proclaman su apoyo a los derechos del archiduque. Luego se les suman Zaragoza y Mallorca. La Corona de Aragón parece inclinarse por el bando austracista. Pero la unanimidad no es tal. La población muestra poco entusiasmo; la nobleza, en una y otra Corona, está dividida; la Iglesia también. Los jesuitas apoyan al Borbón; franciscanos y dominicos, al Habsburgo. Pero es una guerra dura que exige nuevos esfuerzos de un pueblo exhausto. Más de una vez la victoria parece inclinarse hacia el lado austracista. La flota inglesa es superior a la francesa; España no tiene Ejército ni Armada. Portugal ofrece una magnífica base para la invasión de Castilla, cogida así entre dos fuegos. Francia, agotada tras cuatro décadas de guerra, tampoco es la misma. Felipe, acosado, abandona Madrid hasta en dos ocasiones. Los franceses son derrotados en Flandes y en Italia. Luis XIV reflexiona sobre la conveniencia de abandonar a su suerte a su nieto Felipe. Pero Castilla resiste. Las victorias de Almansa y Villaviciosa levantan la moral de un monarca que se proclama dispuesto a morir en España y sus súbditos, conmovidos por el afán de su rey, echan el resto. El azar, caprichoso, se alía con los Borbones. Carlos, muerto su hermano José I, hereda las posesiones de los Habsburgo. Darle España era resucitar a Carlos V. Inglaterra, amante del equilibrio continental, nunca lo aceptaría. Se impone la negociación. En Utrecht (1713) es el equilibrio el que vence, pero el precio a pagar es muy alto. Aunque Felipe V es reconocido al fin como rey legítimo de España y las Indias, ha de renunciar a sus posesiones europeas. Austria se queda con los Países Bajos, Milán, Nápoles y Cerdeña, que pronto cambia a los saboyanos por la cercana Sicilia. Gran Bretaña usurpa Gibraltar

y Menorca, y penetra, con todas las bendiciones legales, en el mercado americano. El asiento de negros, monopolio de la venta de esclavos africanos en las colonias españolas, se concede a los ingleses, que reciben también un «navío de permiso», el derecho a enviar cada año a las Indias un mercante cargado con quinientas toneladas de mercancías. Si el contrabando era antes posible, ahora resultará aún más fácil. Para concluir, los portugueses, en íntima alianza con los ingleses, avanzan su frontera brasileña hacia el Mar del Plata apropiándose de la colonia de Sacramento. España ha sido inmolada en el altar de un nuevo mundo que se definirá durante dos siglos por los principios sagrados del equilibrio en el continente y la hegemonía británica en los mares.

Asalto general a Barcelona del 11 de septiembre de 1714, por Jacques Rigaud (1680-1754) Institut Cartogràfic de Catalunya. Cuatro días después, el duque de Berwick procedía a la disolución de las Cortes catalanas y del resto de las instituciones del Principado. Asimismo suprimía el cargo de virrey de Cataluña y de gobernador, la Audiencia de Barcelona, los veguers y el resto de organismos del poder real.

Pero la Guerra de Sucesión ha sido además una contienda civil. ¿Una guerra de Aragón contra Castilla, de Cataluña contra España? En apariencia, así es. Pero no se trata de una repetición de los sucesos de 1640. No hay afán secesionista en las posiciones aragonesas ni defensa de unos fueros que nadie había amenazado. Tampoco en las catalanas. Hay, eso sí, memoria histórica. Cataluña recela de Francia, patria de la nueva dinastía, que le ha arrebatado el Rosellón y la Cerdaña, que compite con éxito con sus mercaderías y recuerda con profundo dolor el maltrato que le infligieron los franceses en 1640 y la toma de Barcelona en 1697. Además, el reinado de Carlos II, desastroso para Castilla, no lo había sido para la Corona de Aragón, que, a salvo de las tormentas monetarias, había empezado a recuperarse. Barcelona, en auge, creía que la continuidad de los Austrias en el trono había de significar idéntica lejanía e indolencia de Madrid y que ello aseguraría su prosperidad. Bien distintas son las razones de los valencianos. Mal apagados los rescoldos de las sublevaciones de 1693, los campesinos, hartos de sufrir los abusos de los señores, aprovechan la presencia de la flota extranjera para rebelarse de nuevo contra la nobleza opresora, leal a los Borbones. De todos los aragoneses, eran los catalanes quienes más se jugaban; por ello fueron los últimos en rendirse, apagado ya en Europa el fuego de la guerra. Sus élites lucharon por sus negocios, por su futuro, por los fueros que los protegían cuyo destino quedó claro desde que vieron cómo trataba Felipe a los valencianos, los primeros en caer. Abandonados por todos, hubieron de rendirse, pero no lo hicieron hasta el 11 de septiembre de 1714.

53 ¿CUÁL FUE «LA GRANDE EMPRESA DE RESTITUIR A LA MONARQUÍA TODO SU ESPÍRITU»?

Fernando VI, que reinó apenas trece años, entre 1746 y 1759, heredó algo de la propensión melancólica de su padre y no adornaba su carácter mayor resolución. También fue desmedido en sus apetitos sexuales, inclinado al desequilibrio y sumiso frente a una esposa, la portuguesa Bárbara de Braganza, que lo dominó por completo. Algunas cosas eran distintas y mejores. La coyuntura internacional, inclinada a la paz, favoreció a un monarca que pudo así contar con recursos más abundantes y tiempo para proseguir y aun profundizar en las reformas iniciadas. La reina no se valió de su ascendiente sobre el rey para lanzar al país a ruinosas aventuras exteriores y los ministros que rodearon a la real pareja, recaídas nostálgicas aparte, fueron los adecuados para seguir avanzando en la modernización de España, para, en palabras de Feijoo, llevar a cabo «la grande empresa de restituir a esta monarquía todo su espíritu». Entre ellos destacaron dos hombres, a la par opuestos y complementarios; dos sensibilidades diversas en un común afán de progreso nacional. El primero, Zenón de Somodevilla, por méritos propios marqués de la Ensenada, era un humilde hidalgo oriundo de Logroño a quien el tesón y la capacidad habían ascendido desde los escalones más bajos de la burocracia. El segundo, José de Carvajal y Lancaster, era un aristócrata extremeño cuya promoción se vio favorecida por el empuje de alguno de sus compañeros de clase social que esperaban, con poco fundamento, utilizarlo como valedor de sus intereses. El primero simpatizaba con Francia; el segundo, con Inglaterra. Ensenada se inclinaba por las soluciones de fuerza; Carvajal por la diplomacia. El logroñés concedía prioridad al comercio colonial; el extremeño, a la promoción de la industria nacional. Y, sin embargo, de la mano de ambos, enfrentados a veces, de común acuerdo otras, los intereses españoles ganaron al fin la batalla sobre las ambiciones dinásticas. La paz y la neutralidad se impusieron sobre la ubicua tentación de la guerra. Las reformas buscaron por vez primera ir más allá del mero fortalecimiento del Estado para hacer de él una herramienta de cambio y progreso social. Por vez primera se superaron las exigencias del día a día en favor de consideraciones a largo plazo. Y por vez primera la prosperidad pareció al alcance de la mano. Como ha escrito John Lynch, se trataba del primer programa de modernización de España, «[…] ambicioso, rudimentario e incompleto, pero ejemplo inequívoco para el futuro».

Fernando VI de España (1746-1759), por Louis-Michel van Loo, Museo del Prado, Madrid. A pesar del balance inequívocamente positivo que debe hacerse de su reinado, no adornaban al rey cualidades mejores que las de su padre, pero fueron, sin duda. mejores su esposa y sus ministros.

En efecto, los gobiernos fernandinos se entregaron a la labor de dar a España un Ejército eficaz y una potente escuadra, capaz, en alianza con la francesa, de defender las Indias de la voracidad británica y garantizar las remesas de plata que constituían el nervio de la Hacienda. Comprendiendo que el vigor nacional solo podía restaurarse si se saneaban las cuentas públicas, trataron, sin mucho éxito, de acrecentar los ingresos gravando la riqueza allí donde estuviera, sin privilegios, y de simplificar el aparato recaudatorio, sustituyendo por una contribución única la pléyade de tributos heredados de los Austrias y arrebatando a los asentistas privados la tarea de recaudar los impuestos, libres así en buena medida de la corrupción y el desorden. Avanzaron con mayor energía por el camino del regalismo iniciado por sus predecesores filipinos, imponiendo a la Santa Sede dirigida ahora por el ilustrado Benedicto XIV, un nuevo Concordato (1753) que reconocía a los reyes de España el ansiado patronato universal y ponía en sus manos, bien

que no de forma directa, las inmensas riquezas de la Iglesia. El cargo de intendente, tan cuestionado en los años precedentes que había caído en la esterilidad, fue restablecido en la plenitud de sus funciones, a las que se añadió ahora la misión de fomentar el desarrollo económico de sus provincias y recabar cuantos datos sobre ellas les requiriese el gobierno. El comercio de Indias, del que tanto dependía la prosperidad del país y su respetabilidad internacional, fue reorganizado sobre bases más realistas. El obsoleto sistema de flotas, cada vez más inoperante, dejó paso al más ágil y eficaz de los navíos de registro, ensayado en el reinado anterior. El Estado, cansado de ejercer tan solo de policía y recaudador, asumió un papel más activo, adquiriendo por sí mismo productos en Europa para venderlos con beneficio en América, multiplicando así los réditos del gobierno en el comercio colonial. Con todo ello, los gobiernos fernandinos pudieron legar a sus sucesores unas finanzas tan saneadas como nunca conocieran los soberanos españoles. Trescientos millones de reales llenaban las arcas públicas a la muerte del melancólico monarca. Hubo renuncias; algunas metas se revelaron demasiado ambiciosas. La aristocracia, cada vez más amenazada, encabezó protestas, dirigió críticas, planteó obstáculos, y, al fin, dio en la Corte la batalla definitiva. Muerto Carvajal en 1754, debilitado el frente reformista, concertados los grandes con los intereses británicos, que recelaban del creciente poder naval español, lograron la caída de Ensenada y pusieron freno a las reformas. Un nuevo ministerio, en el que el hombre fuerte era Ricardo Wall, criatura de los aristócratas, pareció a punto de dar al traste con lo logrado en aquellos años formidables. La contribución única, que había exigido un monumental trabajo estadístico conocido como el Catastro de Ensenada, no pasó del papel. El Real Giro, concebido por el marqués para liberar a España de la secular tiranía de los banqueros extranjeros, fue desmantelado y con él el intento de hacer del Estado un empresario activo. El enérgico programa de rearme naval, tan peligroso para Inglaterra, se detuvo en seco, y las viejas flotas volvieron a la Nueva España. Por un tiempo, la España de los Austrias pareció capaz de salir de los libros de historia para hacerse otra vez realidad. Voces como la de Mayans reclaman el retorno de los fueros, la resurrección de los reinos. Pero los tradicionalistas carecían de la energía, la coherencia y la capacidad de liderazgo imprescindibles para una tarea semejante y sus

proyectos reaccionarios no salieron de las tertulias de los grandes. Las espadas seguían en alto. Un nuevo rey, Carlos III, y unos nuevos ministros recogerán el guante y elevarán mucho más alto el listón de la modernización de España.

54 ¿CON QUÉ ANIMAL COMPARÓ A ESPAÑA EL EMBAJADOR BRITÁNICO WILLIAM COXE A COMIENZOS DEL SIGLO XVIII? A comienzos de la centuria sorprendió el inesperado vigor español a los observadores menos avisados de una Europa que creía llegado el final definitivo de la grandeza de España. Por desgracia, ni los bríos mostrados por nuestros ejércitos apenas concluida la Guerra de Sucesión, comparados por el embajador William Coxe con el despertar del león que figuraba en sus armas, respondían a una recuperación real de la potencia perdida ni fueron orientados de acuerdo con los intereses del país. Apenas acabada la contienda y patente la indolencia del rey Felipe, los asuntos de España quedaron en manos de su segunda esposa, la ambiciosa Isabel de Farnesio, y su valido, el cardenal Alberoni. Ambos personajes se entregaron a una arriesgada política exterior sin otro objetivo que el de ganar tronos en los que colocar a los hijos de la reina, excluidos de la sucesión española por los vástagos del primer matrimonio de Felipe. Los flamantes navíos fruto del talento organizador del ministro José Patiño fueron su primera víctima. En 1717, un audaz cuerpo expedicionario español tomaba Cerdeña. Un año después, otro más numeroso desembarcaba en Sicilia. Como no podía dejar de ocurrir, las potencias beneficiadas por el tratado de Utrecht reaccionaron ante un revisionismo tan osado como falto de fuerza real para respaldarlo. En pocos meses, la flota era destruida frente al cabo Passaro, quedando aisladas las tropas españolas; los

ingleses ocupaban Vigo y Pontevedra, y los franceses tomaban San Sebastián. Alberoni, culpado del desastre, fue cesado de inmediato, y el tratado de Cambrai dejó las cosas como estaban.

Batalla del cabo Passaro, 11 de agosto de 1718, por Richard Paton (1717-1791), National Maritime Museum, Greenwich, Inglaterra. En la refriega, la flota española comandada por Gaztañeta, un total de 23 buques de guerra, fue prácticamente destruida o apresada por la británica del almirante Wyng.

Pero la reina no cejó en su empeño. De la mano del barón de Ripperdá, la política exterior dio un giro copernicano que la condujo a buscar el entendimiento con la corte de Viena, plasmado en un absurdo tratado en el que España aseguraba a Austria subsidios y privilegios en las Indias a cambio de vagas promesas de matrimonio de los dos hijos de Isabel con princesas austríacas. Otra vez se alarmó Europa y otra vez se aprestaron las tropas, y solo la evidencia de que Austria no estaba dispuesta a comprometerse apartó a España de una nueva guerra con medio continente. Solo entonces entró la política exterior española en una senda coherente con los intereses del país. De la mano de José Patiño, ahora figura principal de la Administración, la

lógica dinástica y la nacional empezaron a conciliarse. El Atlántico, verdadero pilar de la potencia hispana, recibió de nuevo atención; la flota se reconstruyó y el hábil ministro comenzó a explotar las posibilidades que ofrecía el nuevo sistema de equilibrio europeo. España ya no era capaz por sí sola de sostener su posición en las Indias frente a las crecientes ansias de los ingleses. Necesitaba un aliado estable y solo podía hallarlo entre quienes tuvieran sus mismos intereses y se sintieran amenazados por idéntico enemigo. Por otra parte, la Europa del XVIII no era la misma que la de las centurias precedentes. Ejércitos y armadas eran ahora mucho más gravosos. Ningún Estado podía permitirse ya el lujo de aspirar a ejercer una hegemonía comparable a la gozada antes por los españoles o los franceses. Se imponían las alianzas. Cada Estado debía definir sus intereses, buscar amigos que los compartieran y cargar juntos con el peso de su defensa. De esta evidencia nacieron las dos grandes líneas internacionales de fractura en aquel siglo. Por un lado, la carrera de las colonias enfrentaba a las viejas potencias navales, España y Francia, dueñas de vastos territorios en ultramar, con las aspiraciones de una Inglaterra ansiosa por ganar mercados para su pujante comercio. Por otro, en el corazón de Europa crecía el conflicto entre potencias continentales, alimentado por el ascenso de Prusia, que amenazaba los intereses de Austria y de Rusia. La combinación de ambos conflictos estaba detrás de cada guerra y debía ser tenido en cuenta por los líderes de una potencia como España, que contaba ahora con menos bazas en el juego de las relaciones internacionales. Patiño, pues, trató de asegurar a la reina lo que quería mientras trabajaba en interés del país. Inglaterra debía ser frenada en las Indias y, a la par, persuadida de que aceptara, junto a Francia, las ambiciones italianas de la Farnesio. Pero había que ofrecer algo a cambio. Como, perdidos ya los territorios españoles en Europa, nada había que enfrentara a españoles y franceses, y sus posiciones en América exponían a ambos a la ambición inglesa, el entendimiento parecía conveniente. Inglaterra, por su parte, podía quizá calmarse si se le prorrogaban los privilegios de Utrecht. Así se hizo. El tratado de Sevilla (1729) garantizaba a España el apoyo de ambas potencias en Italia a cambio de la continuidad de las prebendas comerciales para los ingleses y la tolerancia con el comercio francés en Cádiz. Carlos, el

primogénito de Isabel, logró así la sucesión de los ducados de Parma y Toscana, y Patiño, un aliado para España. El primer Pacto de Familia, que sellaba la alianza hispano-francesa, fue firmado en 1733. Se iniciaba de este modo una constante que había de mantenerse durante todo el siglo, hasta que la Revolución francesa trastocó el sistema europeo de alianzas. Su primera versión establecía el compromiso francés de defender a España contra los ingleses y proteger las posesiones ganadas en Italia para Carlos a cambio de la continuidad del comercio francés en América. Con su respaldo, los españoles instalaron a Carlos en el trono de las Dos Sicilias, convertido de nuevo en satélite de nuestro país. Pero la alianza francesa no fue tan eficaz en el Atlántico. El agresivo contrabando inglés, respondido con energía por los guardacostas de Patiño, podía en cualquier momento encender la llama de una guerra para la que España aún no estaba preparada. Así ocurrió en 1739, cuando la audacia de un contrabandista inglés, que tuvo la desfachatez de presentarse ante el Parlamento con la oreja que le había amputado un guardacostas español, proporcionó a los británicos el pretexto que deseaban para declararla. La «Guerra de la Oreja de Jenkins» habría de ser, en sus inicios, una sucesión de bloqueos comerciales y amagos de invasión británicos contra las Indias. Pero pronto tuvo su correlato en Europa al aprovechar Isabel de Farnesio el estallido de una nueva conflagración general con motivo de la sucesión de Austria para enviar tropas a Italia que ganasen para Felipe, su segundo hijo, el trono ya alcanzado por el primogénito. En ese contexto, fue inevitable la renovación de la alianza con Francia, amiga de Prusia y enemiga de Austria, a la sazón aliada de los ingleses. El segundo Pacto de Familia quedó así sellado en 1743. Luis XV, el soberano galo, se comprometía ahora a colocar a Felipe en los tronos de Milán, Parma y Piacenza, a la vez que sostenía a Carlos en el suyo; aseguraba su apoyo para la reconquista de Gibraltar y Menorca, y empeñaba su palabra en la liberación de España de las gravosas cláusulas económicas firmadas en Utrecht a favor de los británicos. Más no se podía pedir; menos no se pudo cumplir. Francia negoció la paz en Aquisgrán (1748) sin contar con España, que no pudo sino sumarse a lo acordado. Felipe consiguió Parma, Piacenza y Guastalla, pero no Milán, y España no recuperó nada de lo perdido en Utrecht. Respecto a las Indias, el asiento británico quedó confirmado y solo una negociación ulterior permitió

su abolición a cambio de una prestación económica. Para entonces, Felipe V había fallecido ya y el trono estaba ahora en manos de su hijo Fernando, una de cuyas primeras medidas fue apartar a la reina de la Corte, dando así por terminada su influencia en los asuntos de Estado. Por fortuna, ello supuso el fin de una era en la que solo la pericia de Patiño había permitido introducir cierta preocupación por los intereses patrios en una política exterior dominada por las consideraciones dinásticas; una era en la que se había gastado mucho y se había logrado poco; una era de la que lo mejor que se puede decir es que España contaba de nuevo en el Mediterráneo, aunque no tanto en Europa, y que el Atlántico y las Indias, que habían de constituir su absoluta prioridad, habían recibido menor atención de la necesaria. Habría que esperar, como en tantas cosas, al reinado de Carlos III para que el sol de España volviera a alzarse en el cielo en todo su esplendor.

55 ¿ESTABAN LOCOS LOS PRIMEROS BORBONES ESPAÑOLES? Locos, no. Pero no cabe duda de que ciertos trastornos psicológicos padecieron. Empecemos por Felipe V. Cuando llegó a España, en 1700, nada hacía presagiar su comportamiento posterior. Muy inteligente, bien parecido, de hablar flemático pero firme y nada orgulloso ni altanero, todo indicaba que iba a ser un buen monarca. Sin embargo, poco después, aún joven, comenzó a mostrar síntomas extraños. Se volvió inseguro y sus escrúpulos y remordimientos, en especial en cuanto al sexo, del que disfrutaba sobremanera, rozaban lo enfermizo hasta el punto de pasar de la cama de su esposa al reclinatorio de su confesor, según decían los rumores de la corte. No pasó de ahí mientras vivió su primera esposa, María Luisa de Saboya, pero cuando esta falleció y el rey casó de nuevo con la infanta italiana Isabel de Farnesio, todo pareció empeorar. La habilidad de la nueva reina para

manipular a Felipe se puso pronto de manifiesto, como prueba la orientación descaradamente dinástica de su política exterior, al punto de dejar de lado los intereses nacionales. Pero fue a partir de los cuarenta y dos años cuando los trastornos del rey se agudizaron. Descaradamente bipolar y con marcada tendencia a la depresión, sufrió además bulimia, trastornos del sueño, desórdenes sexuales y numerosas fobias, entre las que destacan un atroz miedo al ridículo, su marcada melancolía y su obsesión con la salvación de su alma, actitudes comunes en él que en ocasiones se agravaban con episodios de verdadero delirio en los que creía estar muerto, carecer de brazos y piernas o incluso haberse convertido en una rana. También se hizo frecuente que el monarca no quisiera cortarse las uñas de los pies, que le crecieron hasta casi impedirle andar, ni cambiarse de ropa interior hasta que quedaba hecha jirones. Por si fuera poco, a partir de 1728 empezó a vivir durante la noche y a dormir durante el día. Recibía a ministros y embajadores después de la medianoche en sesiones que duraban horas y celebraba sus juntas de gobierno en la madrugada, para desesperación de sus colaboradores y consejeros más cercanos, que se veían obligados a sufrir sus excentricidades. En los últimos años de su reinado, Felipe V se recluyó en el palacio de El Pardo, donde su conducta comenzó a semejar la de un verdadero loco. Obsesionado con el temor a ser envenenado a través de la piel, llevaba siempre una camisa usada antes por la reina, o andaba desnudo; pasaba días enteros en la cama, hacía muecas y se mordía a sí mismo, cantaba y gritaba sin control, pegaba a la reina e intentaba escapar de palacio con tanta frecuencia que fue preciso poner guardias en su puerta para evitarlo. Las cosas no mejoraron en exceso, en lo que a locuras se refiere, cuando por fin el monarca halló descanso a su triste vida el 15 de enero de 1746. El nuevo rey, Fernando VI, era el cuarto hijo de Felipe V con María Luisa de Saboya, por lo que sufrió, como sus hermanos, los desprecios de su madrastra Isabel de Farnesio, lo que sin duda agravó la melancolía a la que era propenso. Un poco de alegría pareció llegar a su vida con su boda con la portuguesa Bárbara de Braganza, de la que se enamoró profundamente, pero no por ello cesaron los desprecios de la reina ni su aislamiento, y además pronto quedó claro que la joven pareja no tendría hijos, pues el príncipe de Asturias padecía un trastorno que le impedía eyacular. Con su llegada al trono nada cambió en su vida íntima, por más que su obra de gobierno

mejorase en mucho la de su padre, libre de las influencias de la italiana, a la que desterró de la corte, y rodeado de buenos ministros como Carvajal y Ensenada, que condujeron a la todavía poderosa monarquía por la senda del progreso. Ni un ápice de felicidad debió de añadir eso a la vida del triste monarca, quien se tornó aún más melancólico a la muerte de su esposa, que acaeció de forma repentina en 1758. En unos meses, el todavía joven rey pasó de la tristeza a una profunda depresión y de esta a la verdadera locura. Ese mismo día, sin esperar siquiera al funeral, Fernando se aísla en el castillo de Villaviciosa, cerca de Madrid. A las pocas semanas, empieza a mostrarse agresivo, deprimido y obsesionado por la muerte, se torna del todo apático, deja de lavarse y de asistir a misa, pierde con frecuencia el control de sus emociones e incluso empieza a morder a sus criados, lanzarles sus excrementos o tratar de ingerirlos él mismo y fingir que está muerto o es un fantasma, amén de extravagancias como las de correr o bailar en ropa interior. Unos meses después, cae en una debilidad tan profunda que apenas puede levantarse y no es capaz siquiera de articular un discurso coherente. Los problemas digestivos y respiratorios aparecen y se agravan enseguida. Finalmente, Fernando muere. Es el 10 de agosto de 1759. Cuenta tan solo 46 años. Todo sigue funcionando, como lo había hecho durante el último año, hasta que llega de Nápoles Carlos III, medio hermano del monarca fallecido, para hacerse cargo del trono.

56 ¿VIVÍAN MEJOR LOS ESPAÑOLES EN EL SIGLO DE LA ILUSTRACIÓN?

No puede negarse que así fue, pero no tanto como cabría esperar. España crece, pero no se desarrolla. Su población pasa de poco más de siete millones de habitantes al poco de comenzar el siglo a más de diez al concluirlo. Madrid y Barcelona superan ya los cien mil habitantes. Pero crecen también los desequilibrios: la periferia duplica su población, Castilla solo incrementa en un tercio sus moradores. No hay, además, revolución demográfica; no puede haberla. La agricultura hispana sufre las mismas dolencias que antaño y las malas cosechas encadenadas regresan con su inevitable cortejo de hambre, epidemia y muerte, robando así los años malos buena parte del crecimiento alcanzado en los buenos. La peste se ha despedido ya y deja paso en el imaginario colectivo de los desastres a morbos nuevos como la viruela, el cólera, el tifus o la fiebre amarilla, tan letales como su antecesora. La higiene no ha mejorado. La medicina solo empieza a hacerlo al final de la centuria, cuando se introduce la vacuna antivariólica. A los hospitales se va a morir, no a curarse. ¿Cómo escapar de un destino tan cruel? La emigración continúa siendo la única válvula de escape, en especial allí donde la tierra ya no daba más de sí, en la Galicia del minifundio, en la Andalucía de los jornaleros. Porque los campos españoles aumentan su producción, pero sin modernizarse. Se incrementa la superficie cultivada y llegan cultivos nuevos, como la patata, nutritivos y poco exigentes. Pero la población sigue creciendo y la agricultura pronto se muestra incapaz de igualar su ritmo. Muchos nuevos terrenos son malos y rinden poco. Los precios, así, no tardan en empezar a subir. Se trata de un estímulo. Los inversores potenciales pueden recibir una remuneración mayor y más segura por su capital. Pero, excepción hecha de los catalanes, nadie está dispuesto a destinar capital a la tierra. Unos, los que la cultivan, porque no lo tienen. Pueden pedirlo, pero carece de sentido hacerlo. La tierra que labran no es suya, la trabajan por medio de arrendamientos que no les ofrecen seguridad alguna y si son expulsados de ella, cuantas mejoras hayan hecho quedarán a disposición del propietario, ansioso por arrendarla de nuevo a mayor precio. Otros, los que la poseen, nobles y clérigos, disponen de capitales, pero prefieren consumirlos en el lujo y la ostentación que les exige su mentalidad aristocrática. La tierra no es para ellos una empresa que les permite enriquecerse por medio de la inversión en mejoras técnicas que aumenten los rendimientos y, con ellos, las rentas. Es

una condición de su nobleza, algo que no pueden perder por poca que sea la atención que le presten, amparados como están por mayorazgos y amortizaciones. Se limitan, así, a cultivar sus tierras por medio de jornaleros, a los que apenas pagan lo necesario para subsistir, o mediante arrendamientos a plazo muy corto que desaniman a sus titulares de arriesgarse a inversión alguna. No era posible, en estos términos, una revolución agrícola. Y no la hubo en aquella Galicia en la que la tierra, dividida y vuelta a dividir, arrendada y subarrendada, había de mantener a tantos. No la hubo tampoco en la vieja Castilla de los señores, ni en la nueva, entregada a los privilegios de la Mesta que incrementaba sin cesar sus rebaños de merinas. Ni siquiera en Andalucía cuyas ricas tierras languidecían en manos de latifundistas indolentes. Solo la huerta valenciana, feraz y bien regada, mandaba al mercado una abundante producción de hortalizas y cítricos. Pero fue en Cataluña donde el labrador, protegido por dilatados contratos de arrendamiento, podía arriesgar su dinero en la tierra, el lugar en el que la agricultura española empezó a salir del atraso. Allí el beneficio se hacía capital y el capital, devuelto a las fincas, se tornaba mayor beneficio. La tierra, así alimentada, aumentó sus rendimientos y una parte de sus rentas dio vida a una industria rural, crecida al calor del mercado americano. Luego, la abundante mano de obra, la proximidad de los puertos y las nuevas inversiones alentadas por el beneficio hicieron el resto. La industria creció y se diversificó. Del aguardiente se saltó al algodón. Llegaron máquinas inglesas y los productos catalanes bajaron su precio y aumentaron su calidad. Solo en Cataluña el campo y la ciudad marchaban, al unísono, hacia el progreso. En el resto del país, el atraso agrario no hacía posible el despertar de la industria. Excepción hecha de los modernos arsenales reales, casi único ejemplo de sistema fabril en la España del XVIII, y las manufacturas estatales de tapices, porcelanas, cristales y paños, lujos exclusivos de los privilegiados, no hubo industrialización. Despertaron un tanto las viejas manufacturas locales, antes talleres artesanales que otra cosa, y se extendió también por algunas zonas el sistema doméstico, salida del comerciante urbano deseoso de liberarse de la tiranía de los gremios valiéndose del trabajo de los campesinos. Pero la modernidad apenas alcanzó a nuestro país. Hubo, también aquí, crecimiento, pero no desarrollo.

Solo el comercio exterior parece ofrecer un panorama más halagüeño. Dentro de España, el transporte de mercancías era difícil. Los caminos eran escasos y malos; los desplazamientos, lentos y penosos. Se planearon nuevas carreteras. A imitación de Francia, una red de vías de comunicación debía partir desde Madrid hacia los puntos más remotos de la península, pero faltaba el dinero. El ejemplo inglés aconsejaba los canales, pero solo se planearon dos, el de Castilla y el de Aragón, que no llegaron a terminarse antes de 1800. Una diligencia podía tardar casi un mes en llegar a Cádiz desde Barcelona. Solo donde había puerto era posible el comercio. Por ello, la liberalización de los intercambios con las Indias ofreció una buena oportunidad. El comercio colonial, libre al fin de la tiranía de las flotas, despega con ímpetu al calor de los decretos liberalizadores de 1765 y 1778. Sus grandes beneficios han de servir para enjugar el cuantioso déficit de la balanza de pagos, fruto de la compra de manufacturas europeas y la venta de materias primas. Pero la libertad no soluciona por sí sola las cosas. La agricultura y la industria no aguantan el tirón; no son capaces de producir más y más aprisa. Solo los catalanes aprovechan la oportunidad. Dos tercios de las manufacturas producidas en la región tienen como destino las Indias. En el resto del país, los barcos se llenan de productos extranjeros que los españoles se limitan a revender. Y el monopolio, impuesto con mayor rigor que nunca, levantará ampollas entre los criollos sin beneficiar por ello a la industria española. No es extraño, así las cosas, que la sociedad apenas altere su fisonomía. La era de la burguesía aún no ha llegado. Han crecido las clases medias, pero son todavía raquíticas y carecen, con la sola excepción de Cataluña, del impulso ascendente que da a los burgueses su razón de ser ante la historia. Las ideas de la Ilustración seducen a una parte diminuta de las mesocracias urbanas: los hidalgos, los clérigos, los burócratas que leen publicaciones francesas, que tratan de estar al día en las modas del pensamiento. Pero la mentalidad dominante es la misma que un siglo atrás. Tampoco ha mejorado mucho el nivel de vida de las clases populares. Campesinos en su mayoría, pequeños propietarios siempre en riesgo de perder sus tierras por una mala cosecha, arrendatarios sometidos a rentas abusivas y contratos efímeros, jornaleros hambrientos y miserables, se hallan en su mayoría en ese mundo de fronteras difusas entre el pasar austero y la miseria sin paliativos que cada

año les conduce por millares a engrosar las filas de los pícaros y los vagabundos que el Estado llama con desprecio vagos y trata como a delincuentes. Se convierten en soldados a la fuerza, trabajadores no menos forzados en caminos y puentes o, en el mejor de los casos, obligados aprendices de oficios varios en los hospicios públicos. Tal es la España real, la que se esfuerza tras el portentoso despliegue de vigor exterior, la que, llegado el momento, carecerá de fuerza para sostenerlo porque sus timoratos gobernantes no han querido o no han sabido proporcionarle las herramientas para forjarlo.

57 ¿ORDENÓ CARLOS III EXPULSAR DE SUS REINOS A LOS JESUITAS? En efecto. El monarca ordenó en 1767 la expulsión de los jesuitas de todos sus reinos bajo la acusación de haber sido los instigadores de los motines populares del año anterior, que culminaron con el motín de Esquilache. Seis años después, el rey consiguió incluso que el papa Clemente XIV suprimiera la orden, aunque luego volvería a crearse. ¿Qué motivó una decisión tan drástica en un monarca por lo demás devoto y poco propenso al radicalismo? En realidad, y hay que decirlo claro, los jesuitas fueron la cabeza de turco de un proceso en el que los verdaderos culpables, aristócratas contrarios a las reformas ilustradas, no podían ser castigados sin poner en peligro los fundamentos mismos del régimen y, por ende, la autoridad del propio rey. Pero para entenderlo bien es necesario mirar un poco hacia atrás, a los comienzos del reinado de Carlos, a partir de 1759. Por entonces, las reformas se hallan en su apogeo, como si el paréntesis forzoso impuesto por la caída de Ensenada hubiera regalado a los innovadores una reserva suplementaria de vigor, impaciente ahora por desbordarse sobre aquella sociedad que tanto

necesitaba los cambios. Fueron siete años protagonizados por italianos como Esquilache y Grimaldi, auxiliados por españoles voluntariosos como Campomanes, tecnócratas ilustrados que apenas dejaron sin tocar alguna faceta de la vida colectiva. Luego, tras la violenta sorpresa que supusieron para la Corona los motines de 1766, la tensión se relajó, los esfuerzos tornaron a terrenos menos arriesgados: los impuestos, el comercio, la guerra… Y el pragmatismo se impuso. La reforma social fue abandonada; no volvió a molestarse a los nobles; interesó tan solo modernizar la Administración, hacerla más eficaz, consolidar la apariencia de gran potencia que España, a la sombra de Francia, había conquistado en aquellos años. Y los protagonistas fueron otra vez españoles: Campomanes, Floridablanca, Gálvez, Roda… La mayoría de ellos miembros de la pequeña nobleza, universitarios avezados en el conocimiento de las leyes, burócratas madurados en la penumbra de las covachuelas ministeriales, con extrañas excepciones como Aranda, aristócrata rancio, singular entre los de su clase y entre los ministros carolinos. Hombres bienintencionados, pero, como todos sus contemporáneos, incapaces de percibir la contradicción fundamental sobre la que se asentaba su programa de gobierno. Modernizar el país sin atacar los supuestos del Antiguo Régimen no era sino cubrir de oropeles un edificio con los cimientos podridos. Por ello, durante años, mientras la economía responde, las viejas estructuras rinden beneficio y la nación parece desperezarse. Luego, moribundo ya el siglo, deslumbrada Europa por el terrible fogonazo de energía popular liberada en Francia, las guerras de la revolución y el imperio someten a las estructuras del Antiguo Régimen a tal grado de exigencia, que queda bien patente su incapacidad para hacer frente a los costosos retos de los nuevos tiempos. La contradicción se revela entonces en toda su magnitud y aquellos hombres son al fin llamados a elegir entre la reacción o la revolución, el absolutismo o el liberalismo, los extremos de los que habían huido, los Escila y Caribdis de una política imposible que modernizó un tanto el país y pareció también culminar su gestación nacional, pero fue incapaz de hacerlo en grado suficiente para garantizarle un tránsito sin traumas a la modernidad y un camino expedito hacia el desarrollo. ¿Pero qué fue el motín de Esquilache? ¿Por qué fue tan letal su influjo sobre el programa reformista? Se mezclaron en él agentes y motivaciones muy diversas. El pueblo madrileño, como el de otros lugares de la península,

se levantó impelido por la escasez, por el hambre, por los altos precios del pan en un año de malas cosechas. La famosa disposición del ministro italiano prohibiendo las capas largas y los sombreros de ala ancha no fue el disparador del motín, sino el pretexto que usaron para enervar los ánimos del pueblo los interesados en volver sus iras contra el odiado Gobierno extranjero y reformista. Estos son quienes deben ocupar nuestra atención. ¿Quiénes eran y qué pretendían? Lo que perseguían está claro. Su objetivo no era otro que derribar al Gobierno y detener así sus reformas. Su identidad quizá no sea tan clara, pero sin duda hay que buscarla entre las filas de quienes podían ver sus intereses amenazados por las reformas. El clero estaba irritado por el Concordato de 1753, y asustado ante las pretensiones de Campomanes de iniciar la desamortización de sus tierras. La nobleza, resentida por su apartamiento de un poder al que creían ser acreedores por nacimiento, nerviosa ante las intenciones de un ministro que parecía dispuesto a desatar una política decidida de recuperación de señoríos para la Corona. Sin duda, era este el candidato más plausible, por su mentalidad, por su actitud en los reinados anteriores. Pero el Gobierno prefirió culpar al otro. La Iglesia, los jesuitas, se adaptaban mejor al perfil de responsable de los motines, porque la pesada mano del poder no tenía por qué contenerse en el castigo. Atacar a la nobleza, era, de algún modo, repulsivo; equivalía a volverse contra la esencia misma del Estado. Atacar a la Iglesia, epítome de la reacción, satisfacía íntimamente a los ilustrados. Además, los jesuitas eran la víctima propiciatoria ideal; ni siquiera los obispos moverían un dedo en su defensa. Las otras órdenes los envidiaban por su monopolio del cargo de confesor real y de los nombramientos eclesiásticos, y recelaban de su laxitud moral, que chocaba con la rigidez de la que hacía gala la gran mayoría del clero. La Corona desconfiaba de una orden que añadía a los tres votos tradicionales un cuarto voto especial de obediencia al papa, en la práctica soberano de un Estado extranjero; una orden que decía ser milicia de Dios, pero actuaba como ejército de los hombres y se había ganado una oscura reputación de insidias y deslealtades. Además, había precedentes. Los jesuitas habían sido ya expulsados de Portugal y de Francia. Lo que en el fondo se jugaba era el éxito o el fracaso de los cambios. ¿Era tan peligrosa para los estamentos privilegiados la política de reformas emprendida por los ministros carolinos? Pudo haberlo sido, si la senda iniciada hubiera alcanzado su término natural, transformando los fundamentos jurídicos del orden social y económico del

país; si las ideas de algunos de los ministros ilustrados se hubieran llevado a la práctica con todas sus consecuencias. Pero ya nunca se sabría, 1767 marcó un antes y un después.

58 ¿HUBO UNA GUERRA CIVIL IDEOLÓGICA EN LA ESPAÑA DEL SIGLO XVIII? Si en el XVIII la sociedad española apenas había cambiado con respecto al resto de Europa, ¿cuál había sido el alcance real de los cambios? ¿Hasta qué punto penetraron en las gentes las ideas ilustradas? ¿Acaso hubo quienes se opusieron a ellas, frenando así su alcance, o bastó la inercia misma de aquella sociedad apática para limitar su influjo?

Francisco Alvarado, comúnmente conocido como «el Filósofo Rancio» (1756-1814), fue un religioso dominico y libelista reaccionario español. En sus obras se erigió como acérrimo adversario de toda innovación filosófica o política ilustrada, jansenista, liberal, masónica o afrancesada.

La Ilustración fue, en nuestro país, cosa de unos pocos. No más allá de una de cada cien personas fue tocada de algún modo por las nuevas ideas. Razón, crítica, apelación al orden natural, exaltación del conocimiento útil, afán de progreso técnico, interés por salvar la gran brecha que se había abierto entre España y la Europa occidental no eran sino los ingredientes básicos de la aventura espiritual de unas élites crecidas en torno a la Corte y en los lugares más abiertos al exterior, los puertos, las ciudades mercantiles. Allí, inquietos funcionarios del rey, comerciantes e industriales despiertos, juristas y médicos inconformistas, hidalgos y clérigos idealistas se afanaban en la lectura de las publicaciones francesas, las traducían y las difundían; se organizaban en «sociedades económicas de amigos del país», fomentaban la educación popular e incluso impulsaban la introducción de nuevas técnicas en la agricultura y la industria. Mientras, las viejas universidades se abrían con timidez a las nuevas corrientes y la prensa vivía una verdadera eclosión de periódicos sensibles al espíritu del siglo. Pero ni el número ni la fuerza estaban de su lado. Había frente a ellos otro bando, mayor y más poderoso: los reaccionarios. Oscuros frailes temerosos de perder sus tierras y su hegemonía sobre las conciencias, oligarcas de villas y aldeas que se aferraban desconfiados a sus cargos municipales, filósofos rancios que exaltaban el pasado español y consideraban nociva cualquier idea llegada de allende los Pirineos se valieron de su influencia allí donde la tenían para frenar los cambios. Lo hicieron derribando, cuando pudieron, a los ministros más audaces; dando la batalla desde el púlpito y desde las universidades, refractarias casi siempre a las nuevas ideas; rebatiendo en la prensa las ideas de los ilustrados… La guerra estaba servida. Pero era una guerra de élites, de minorías. ¿Qué papel cabía en ella a los campesinos, a los menestrales, a los criados, a los pícaros... a la mayoría inmensa de aquella España sin clases medias tan parecida a la de uno o dos siglos antes? Ninguno. Con el pueblo no podían contar los ilustrados; ajeno por completo a la polémica en la que, sin saberlo, se jugaba su futuro, una disputa que ni

entendía ni podía entender; del todo absorto en la tarea de sobrevivir y dispuesto, en todo caso, a batirse en defensa de la religión, de la tradición, de aquellas cosas con las que se identificaba y que jugaban en su contra. Así era la sociedad española del setecientos, una enorme inercia cruzada por corrientes críticas, como acertó a describir Julián Marías. Solo la intervención decidida del Estado podía dar la victoria a los novadores, que deseaban el progreso, pero no comprendían que terminaría por no ser posible sin cuestionar los fundamentos de la sociedad, y depositaban en la monarquía absoluta todas sus esperanzas. Pero la actitud de la Corona, cuando menos, fue ambivalente. Durante la mayor parte del siglo, su inquietud se centró más en el fortalecimiento del Estado y la recuperación de su prestigio exterior que en la modernización del país y la mejora del nivel de vida de las gentes. Bajo Carlos III, después de 1759, pareció por un momento que las cosas iban a cambiar. Sus primeros secretarios desplegaron durante un tiempo tan formidable programa de reformas que nada podía considerarse ajeno al interés de los audaces ministros. Pero el motín de Esquilache, en 1766, dio al traste con buena parte del ímpetu reformador y la prioridad concedida a la guerra hizo imposible su continuación. El país creció mientras pudo hacerlo, adecentó de cara al mundo su maltrecha indumentaria y pareció dotarse de renovadas energías. En 1788, Carlos IV heredaba una España en apariencia sólida y poderosa. Su dominio se extendía sobre un imperio mayor y mejor defendido que el de cien años antes. Su armada era la segunda del mundo y en alianza con la de Francia constituía una fuerza temible. Su economía producía más y su comercio era más dinámico. Pero se trataba de apariencias. El crecimiento llegó allí donde lo permitían las maltrechas estructuras del Antiguo Régimen. Y cuando el país se vio sometido a las exigencias de una guerra interminable y absorbente, sus limitaciones quedaron a la vista. El reinado del último Borbón de la centuria sería testigo del trágico final de un mundo y la aurora de otro nuevo y desconocido, cuyo advenimiento solo unos pocos españoles deseaban. Una aurora tras la cual, por desgracia, no llegó la luz, sino la tormenta. Aquel era, en verdad, como escribiera Dickens, el mejor y el peor de los tiempos, la estación de la luz y de la oscuridad, la primavera de la esperanza y el invierno de la desesperación.

59 ¿QUÉ CONDE ESPAÑOL FUE PRESA DEL PÁNICO EN 1789? En 1789, el estallido revolucionario francés hizo temblar con fuerza inusitada los cimientos del trono en cada país de la vieja Europa. Emperadores y reyes, prelados y magnates volvieron sus ojos incrédulos y espantados hacia un reino alzado en armas contra sus viejas instituciones y sintieron perlarse de sudor su frente cuando la testa coronada del último heredero de San Luis caía en la cesta del verdugo entre los vítores de las masas. Pero sus vetustos ejércitos se estrellarían una y otra vez contra la nación en armas nacida de la revolución, capaz de animar con un espíritu nuevo y en apariencia imbatible, el esfuerzo bélico de los franceses. En el escenario de la historia, junto a héroes y príncipes, había hecho su entrada un nuevo actor: el pueblo. La corte de Madrid supo lo que estaba ocurriendo en Francia a través de un informe remitido en el verano de 1789 por el conde de Fernán-Núñez, embajador de Carlos IV en Versalles. Pero no era eso lo más grave: el conde informó también de la presencia en España de presuntos agentes enviados por los clubes revolucionarios de París, así como de la pronta difusión en nuestro territorio de propaganda sediciosa, hecho que pareció probado por el decomiso en Cádiz y en Navarra de copias de la Declaración de derechos del hombre y del ciudadano que la Asamblea Constituyente había aprobado en París el 26 de agosto de 1789. A ello se sumaba la situación económica del país, que empezaba a mostrar signos de agotamiento, y los primeros indicios de un creciente malestar popular que ya se había puesto de manifiesto bajo la forma de motines de subsistencias motivados por la carestía y el alto precio del pan. Por si fuera poco, el Gobierno no disponía de una verdadera fuerza de orden público para hacer frente a las posibles algaradas revolucionarias y el mismo conde de Floridablanca, a la sazón primer secretario de Estado y del despacho de Carlos IV, había probado en sus carnes la tensión del momento, pues fue víctima el 18 de junio de 1790 de un intento de asesinato obra de un francés residente en España, aunque no pudo probarse su vinculación con los clubes revolucionarios galos.

El conde de Floridablanca, por Francisco de Goya, Banco de España, Madrid. José Moñino y Redondo (1728-1808), primer conde de Floridablanca, fue, entre otros cargos, secretario de Estado con Carlos III y continuó, sin desearlo, al servicio de su sucesor. Convencido reformista, la Revolución francesa lo convirtió en reaccionario.

Con todo ello, el más irracional de los miedos se apoderó del anciano conde, un miedo tan intenso que mereció del gran hispanista Richard Heer la denominación de «pánico de Floridablanca». En verdad lo fue. De inmediato, el ministro dio la orden de «[…] formar un cordón de tropas en toda la frontera de mar a mar al modo que se hace cuando hay peste para que no se nos comunique el contagio», aunque la medida no era del todo nueva pues ya la había adoptado él mismo en los años finales del reinado de Carlos III con el objeto de frenar en las aduanas el paso a los escritos de los filósofos galos. Las Cortes, reunidas en aquel año de 1789 para jurar al heredero de la Corona y dar al traste con la ley sálica, que vedaba el acceso de las mujeres al trono, vieja y extraña, por ajena a la tradición hispana, fueron disueltas a toda prisa sin dejar siquiera tiempo a dar fuerza legal a su decisión con consecuencias

que entonces ni aún se adivinaban, pero que habrían de traer muchos sufrimientos en el futuro. El temor a que emularan a sus homólogas francesas y se proclamaran asamblea constituyente era demasiado fuerte en el ánimo del anciano conde como para entrar en otras consideraciones. Un muro de sospechas se levantó en torno al país vecino. Todos los periódicos fueron suspendidos, excepto la Gaceta de Madrid, a la que se prohibió publicar comentario alguno, ni siquiera reprobable, sobre los acontecimientos franceses. La Inquisición, transformada, avant la lettre, en policía del pensamiento, renació de sus cenizas para asfixiar en sus raíces cualquier contagio revolucionario y recibió la orden de requisar los impresos o manuscritos que atacaran a la monarquía o la Iglesia. Todo individuo sospechoso de difundir las nuevas ideas sufriría pena de cárcel o destierro, como le sucedió a Ramón Salas, catedrático de la Universidad de Salamanca, procesado por ser el presunto autor de «[…] varios papeles anónimos manuscritos, muy perjudiciales a la religión y al Estado» y condenado a cuatro años de destierro. En 1791 se creó la Comisión Reservada que había de perseguir a cualquier simpatizante de la Revolución, incluso en las tertulias de los aristócratas. Se confeccionó, asimismo, un censo de extranjeros para controlar sus movimientos. Una real orden de 12 de julio de 1791 ordenaba a los alcaldes de barrio de Madrid y a los corregidores del resto de España «[…] la formación de matrículas de extranjeros residentes en estos Reinos con distinción de transeúntes o domiciliados», y solo se permitiría la estancia en España a aquellos avecindados católicos que jurasen fidelidad a la religión y al rey. Quedó impedido a los españoles estudiar en las universidades galas. Los libros franceses fueron prohibidos; la correspondencia, inspeccionada… todos los medios, todos los recursos, todos los servidores del rey fueron usados para prevenir el contagio del virus revolucionario. En febrero de 1792, Carlos IV destituía al conde de Floridablanca y nombraba en su lugar al conde de Aranda, partidario de una política más flexible con Francia. Sin embargo, Aranda acabó desbordado, pues la Revolución se hacía más radical cada día. Cuando, en septiembre de aquel año, los franceses proclamaron la República y aun así, el conde seguía desaconsejando, con buen criterio dada la falta de preparación del ejército, la

alianza con las potencias absolutistas, Carlos IV decidió sustituirlo por Manuel Godoy, un joven oficial de su guardia personal que se había ganado su confianza.

60 ¿A QUÉ «PRÍNCIPE DE LA PAZ» LE TOCÓ HACER FRENTE AL PERÍODO CON MÁS GUERRAS DE LA HISTORIA MODERNA DE

EUROPA? Un oficial de palacio trocado en primer ministro por obra de sus encantos varoniles se encumbró al timón del Estado en momentos que hubieran requerido una mente capaz de aunar prudencia e imaginación. Ni una ni otra adornaban a Manuel Godoy, señor de los destinos de España entre 1792 y 1808. Quizá por ello no comprendió que la política exterior es la única dimensión del gobierno que ha de permanecer ajena a la ideología. De lo contrario, habría entendido la necesidad de preservar la alianza con Francia, que convenía a una potencia obligada a defender un inmenso imperio ultramarino. En lugar de ello, tras fracasar en su intento de salvar la vida de Luis XVI, se dejó arrastrar a una ilógica refriega que, por más que fuera para muchos una cruzada contra los impíos revolucionarios franceses, no dejaba de cargar al erario con nuevas hipotecas para el futuro y al Ejército con pruebas para las que no estaba preparado. El resultado de la contienda, sellado en la Paz de Basilea de 1795, habla por sí solo. Francia se llevaba Santo Domingo y nuevas ventajas comerciales en las Indias; España, el desprestigio y la ruina de su hacienda, y Godoy, el título de príncipe de la paz.

Manuel Godoy, por Antonio Carnicero, Academia de Bellas Artes de San Fernando, Madrid. Este óleo, pintado en 1790, muestra al valido en la plenitud de su juventud, con apenas 23 años. Su gobierno, tan denostado, logró proteger a España de las ambiciones francesas mientras impulsaba en el interior un programa reformista que le granjeó el odio de la nobleza y el clero.

Para reparar los errores, el valido se lanzó a un giro radical de alianzas, por entonces tan poco conveniente como el anterior. La recuperada amistad con los franceses, sellada en el tratado de San Ildefonso de 1796, embarcó a la nación exhausta en un conflicto con Inglaterra que no podía ganar. La derrota naval de San Vicente (1797) redujo la capacidad combativa de la aún vigorosa Armada española, imprescindible para preservar las rutas comerciales con las Indias, y las dejó casi inermes ante la amenaza inglesa. El flujo de la plata, del que se nutría el erario, tardaría poco en interrumpirse, arrastrándolo a una ruina inexorable, y otra amputación territorial, la isla de Trinidad, vendría a sumar otro desdoro al deteriorado prestigio internacional del país.

El Antiguo Régimen quedaba así enfrentado a sus contradicciones. Salvar el mundo al que los mismos gobernantes pertenecían, un mundo de gremios, estamentos y privilegios, regido por un monarca absoluto y una Iglesia hegemónica, exigía acrecer los ingresos de un Estado que había agotado sus yacimientos fiscales. La plata y los florecientes mercados coloniales podían quizá haber prolongado un tiempo su vida, pero la guerra cegó el manantial de las colonias y planteó el dilema en toda su crudeza. Para salvar al Estado había que aumentar sus ingresos y para aumentar sus ingresos había que cambiar el Estado. Los privilegios tenían que desaparecer. Durante un fugaz entreacto, entre 1798 y 1800, cuando las derrotas forzaron a los reyes a destituir a Godoy, pareció que el Estado iba a ser capaz de reformarse en paz. Pero fue una quimera. Una tímida desamortización de bienes eclesiásticos logró para el erario unos millones de reales. Pero, intacto el grueso de propiedades del clero, cargados el comercio y las manufacturas con el peso muerto de los gremios, las aduanas interiores y la propiedad vinculada, había de ser un caudal exiguo. La Corona no deseaba seguir un camino que sabía peligroso. Godoy volvió al poder. Los desastres de la guerra no parecían haber amilanado al duque de Alcudia, que opuso exigua resistencia a las presiones francesas para renovar la alianza. España debía ser una pieza más del bloqueo ideado por Napoleón, ya encumbrado al poder supremo, para asfixiar la economía inglesa. En octubre de 1801, el segundo Tratado de San Ildefonso imponía a nuestro país la obligación de invadir Portugal, que había rechazado las pretensiones francesas. La llamada «guerra de las naranjas», así llamada en honor al ramo de azahar que Godoy envío a la reina, concluyó con más pena que gloria y granjeó a los españoles la plaza de Olivenza. Pero la alianza forzó a España a entrar en el nuevo conflicto entre Francia e Inglaterra que se inició en 1803, y, dos años después, condujo a nuestra Armada al desastre de Trafalgar. Sus efectos, la práctica aniquilación del poderío naval español, fueron tanto más trágicos cuanto que, sin Armada, España no podía conservar sus colonias libres del comercio inglés y sin la plata, que de allí llegaba, su Hacienda no podía pensar en sostenerse. Así, el prestigio del valido comenzó a declinar. La miseria creciente enervaba a los humildes. La nobleza, descontenta con la guerra, recelaba de su intimidad con los reyes y su imparable acopio de honores. El clero se

escandalizaba de sus relaciones con la reina y no le perdonaba que no hubiera detenido la desamortización iniciada por sus antecesores. La burguesía, en fin, sufría los daños derivados de la parálisis del comercio colonial. Poco a poco, el príncipe heredero, Fernando, poco leal a su padre, se convirtió en centro de una conspiración que tenía como objetivo derribar a Godoy y a los propios reyes. Su descubrimiento, en octubre de 1807, dio lugar a un proceso en el que Fernando fue perdonado a cambio de delatar a sus camaradas. Nada había cambiado, pero el descontento popular iba en aumento. Por fin, en 1807, Napoleón decidió aumentar aún más su presión sobre España, a la que forzó a firmar un tratado por el que autorizaba al Ejército francés a atravesar su territorio con el fin de invadir Portugal, aún reacio a aplicar el bloqueo contra Inglaterra. El Tratado de Fontainebleau era una deshonra impensable para cualquier gobernante digno, pero no lo era Godoy, que había recibido del emperador la promesa de un reino en el Algarve, y Napoleón, que había aprendido a despreciarlo, lo sabía. Quizá por ello, por la riqueza de las colonias españolas y por sus informes acerca del estado calamitoso del Ejército, tomó la decisión de hacerse con el control del país. En febrero de 1808 había ya en España más de sesenta mil franceses. El descontento popular crecía, amenazando con transformarse en rebelión abierta. Los partidarios de Fernando vieron la ocasión y la aprovecharon. La noche del 17 al 18 de marzo de 1808 tomaban al asalto el palacio de Aranjuez, capturaban a Godoy y forzaban al rey a abdicar en su hijo. Pero el triunfo de los conjurados iba a ser efímero. Napoleón llamó al nuevo rey y a sus padres a Bayona, en el sur de Francia; forzó a Fernando a devolver la corona a su padre y ordenó a este que la entregara a la casa imperial francesa a cambio de unos cuantos castillos, una generosa pensión y la promesa de respetar la religión católica y la integridad del reino. Dueño ya de España, la regaló a su hermano José y, al poco, reunió en la misma ciudad una asamblea de notables españoles que prepararon de inmediato una constitución para el nuevo Estado títere del Imperio francés. No sabía el corso que los españoles no estaban dispuestos a ejercer de meros espectadores de aquella farsa. Serían los protagonistas y no de una farsa, sino de la tragedia de su propio destino.

EL SIGLO XIX: LA ERA DEL LIBERALISMO

61 ¿QUÉ PALABRA REGALÓ EL PUEBLO ESPAÑOL EN ARMAS AL LÉXICO INTERNACIONAL DE LA GUERRA? En la mal llamada constitución de Bayona, que era en realidad una carta otorgada, España se organizaba como una monarquía hereditaria en la que el rey se humillaba ante los derechos de sus súbditos, garantizados por unas Cortes bicamerales, y se eliminaban las restricciones a la libertad de comercio e industria y los privilegios estamentales. No se trataba de una constitución liberal, pero sí de un documento realista, acorde con el nivel de madurez de la sociedad española, y que sin duda habría servido de marco institucional oportuno para impulsar el progreso del país. Pero ya para entonces, los españoles, más dignos que sus gobernantes, habían visto colmado el vaso de su paciencia. El 2 de mayo, cuando los franceses sacaban de palacio al infante don Francisco, el menor de los hijos de Carlos IV, los madrileños se sublevaron. Por la tarde, el alcalde de

Móstoles, Andrés Torrejón, animaba al país a seguir su ejemplo. La represión desatada por Murat, comandante de las tropas napoleónicas, no hizo sino avivar la indignación popular. A finales de mayo, en cada ciudad, en cada pueblo, los españoles se armaban: había que echar al invasor.

Los desastres de la guerra, n.º 33, por Francisco de Goya, Museo del Prado, Madrid. La serie de 82 grabados, realizados entre 1810 y 1815, refleja la brutalidad que se alcanzó durante la guerra contra los franceses.

La guerra que empezaba aquella primavera de 1808 no era una más; por el contrario, fue la primera en que los franceses hubieron de enfrentarse a la resistencia de todo un pueblo. Napoleón había vencido siempre porque se había batido con ejércitos profesionales en batallas campales, arte en el que nadie parecía capaz de superarle. En España hubo también batallas, pero lo decisivo fue una nueva forma de lucha en la que cada español era un enemigo y cada palmo del territorio, un lugar hostil. La «guerrilla», vocablo que los españoles donaron al léxico militar, imponía al ocupante una grave carga,

pues el enemigo no se dejaba ver, pero estaba siempre ahí; no podía ser vencido porque no presentaba batalla; y, sin embargo, las ganaba todas, porque forzaba a las tropas a una continua actividad que las desgastaba y las desmoralizaba. Los franceses terminaron por ocupar la península al precio de duros sitios como el de Zaragoza, denigrantes derrotas como la de Bailén y abrumadores refuerzos que elevaron la cifra de soldados galos en España hasta los doscientos cincuenta mil. Pero el indomable deseo de los españoles de expulsar de su tierra a los franceses, unido al cuerpo expedicionario inglés de Wellington, terminó por darles la victoria. Y no solo eso. El pueblo, a la par que mostraba su rechazo a ser regido por un rey impuesto, se erigió en depositario de su propia soberanía; se constituyó en juntas en cada villa, en cada ciudad, y envió representantes a las capitales para reconstruir así el edificio de la nación que José I había despreciado. Secuestrado el rey, la soberanía ha vuelto al pueblo, que la ejerce como era costumbre, convocando unas Cortes. Por ello, la Junta Suprema, emanación de las locales y provinciales, resignó sus poderes en una regencia colectiva que asume la misión de reunirlas. Pero tras el aparente respeto a la legalidad tradicional latía el deseo de aprovechar la ocasión que la historia ha brindado. La guerra traería la revolución. ¿Pero acaso todos eran revolucionarios en aquella España atrasada que tan mal había digerido los frutos de la Ilustración? No, los revolucionarios eran una exigua minoría. Para muchos, la monarquía absoluta era una institución inmutable, obra de la razón, natural y lógica, que no podía ser mejorada. Nada hay, pues, que cambiar; se trata de expulsar a los franceses y sentar de nuevo en el trono al monarca legítimo, Fernando VII, en la plenitud de sus facultades. Para otros, conservadores, pero influidos por la práctica constitucional inglesa, el absolutismo no se correspondía con la tradición política hispana, pero tampoco el liberalismo. El país no requería una carta magna, pues ya poseía una constitución histórica, un corpus jurídico y un conjunto de prácticas políticas cuyo principio fundamental había sido siempre el ejercicio compartido de la soberanía por el rey con las Cortes. Basta, pues, con respetar ese principio aplastado por el absolutismo para encaminar a España por la senda del progreso. No falta tampoco quien creía, movido por verdadera fe o por mero oportunismo, que la mejor garantía de ese progreso residía en la figura del soberano impuesto por Napoleón, capaz de conducir

los destinos de España por la difícil senda equidistante entre la reacción absolutista y la revolución liberal, como el mismo Napoleón había hecho en Francia. Por último, existían también verdaderos liberales, genuinos revolucionarios. Para Quintana, Martínez Marina o Argüelles, la libertad era la única medicina capaz de resucitar el agónico cuerpo nacional. En lo económico, para escoger el trabajo y remunerarlo, para comerciar, sin más limitación que la garantía de la propiedad privada y de los contratos; en lo social, sin caducos privilegios estamentales ni discriminaciones ante la ley, y en lo político, para escribir y publicar, para residir y trasladarse, para buscar la felicidad, para escoger al Gobierno y derribarlo. Libertad sin más barreras que una Constitución escrita que defina los límites y el equilibrio entre los poderes, la extensión del sufragio, las reglas del juego político. La historia dará a este grupo, futuro artífice de la Constitución de 1812, el nombre de doceañista. Mientras, el pueblo permanecía ajeno a los trabajos de los diputados. Su reacción ante el francés fue un movimiento emocional en defensa de su religión, su tierra y su rey, que debía volver para ocupar el trono del que había sido apartado mediante el engaño y para gobernar como lo hacía, pues, en el imaginario colectivo, personificaba el bien, la tradición, incluso la libertad. Pero una cosa es la mayoría social y otra bien distinta la mayoría parlamentaria. Las elecciones de 1810 no dieron ocasión al pueblo de expresar en paz su parecer, pues casi toda España sufría bajo la bota del francés. Las Cortes, así, debían nutrirse de suplentes, elegidos en Cádiz, ciudad pletórica de exiliados liberales, caldo de cultivo de irregularidades que conducían a una cámara mucho más avanzada que la opinión del país. Por ello no representaron a los estamentos, sino a los individuos, y se entregaron a la tarea de calcinar el cadáver del Antiguo Régimen, que la guerra había matado, y moldear el cuerpo de un nuevo orden económico, social y político. Por ello cayeron los gremios, dejando campo abierto a la libertad de industria y comercio; con el ocaso de la Inquisición, guardián de las conciencias, llegaba el alba de la libertad de imprenta; murieron los privilegios, señoríos y mayorazgos; perdieron las órdenes religiosas sus extensas propiedades y los municipios sus tierras de propios y baldíos. Pero no se trataba tan solo de destruir; también era necesario construir el nuevo Estado. Y lo hicieron las Cortes ofreciendo al país una constitución escrita, una constitución, claro,

liberal. La nación sería la única soberana de sus destinos, sin concesión alguna a la prerrogativa regia. Los poderes reales, antes absolutos, se repartían entre el monarca, las Cortes y los jueces, sin preeminencia de ninguno, en un equilibrio concebido como garantía frente al despotismo. Los ciudadanos, bendecidos por la naturaleza con derechos inalienables, podían al fin escoger a sus gobernantes, y acercarse a las urnas a depositar su voto, sin cortapisas debidas a la riqueza o la cultura. Solo la fe católica continuaría ocupando el lugar de privilegio que la tradición le había otorgado, y los españoles, iluminados por ella, se obligarían a ser justos y benéficos. En 1812, una nueva era de libertad parecía dar comienzo. Pero se trataba de un espejismo. El liberalismo hispano carecía de arraigo popular; era cosa de unos pocos. El pueblo solo deseaba la vuelta de su rey, y en manos de aquel espíritu pequeño y suspicaz estaba en ese momento el futuro de España.

62 ¿ERA DELITO GRITAR «VIVA LA PEPA» EN LA ESPAÑA DE FERNANDO VII? Los franceses, derrotados, han de dejar al fin la península. En 1813, el tratado de Valençay devuelve a España su rey legítimo. Pero las Cortes le niegan su condición en tanto no jure la Constitución. ¿Lo hará? Soplan malos vientos para el liberalismo. Europa, liberada del tirano, vuelve sus ojos al Antiguo Régimen con ánimo de restaurarlo. Palabras como absolutismo, legitimismo o tradición resuenan de nuevo con fuerza en palacios y cancillerías. La Santa Alianza, a la que Fernando se ha unido, reúne a Austria, Rusia, Francia y Prusia en compromiso de aplastar cualquier brote liberal. Y el rey, que regresa a Madrid, encuentra por doquier las muestras del amor de su pueblo, cuyo fervor se desborda en cada lugar donde se detiene, mientras el ruido de

sables lleva a sus oídos una melodía de resonancias absolutistas. El general Elío, comandante del segundo ejército, se pronuncia en Valencia a favor de la vuelta de las viejas instituciones. Y al poco, cien diputados serviles solicitan solemnemente al rey la restauración del absolutismo en una proclama que la historia conocerá como Manifiesto de los persas. El soberano tarda poco en decidirse. El 4 de mayo de 1814, Fernando declara «[…] nulos y de ningún valor ni efecto, ahora ni en ningún tiempo […]» los decretos de las Cortes de Cádiz, las disuelve y deroga la Constitución. Pero la España que el rey se encontraba era un país exhausto, agarrotado por el caos monetario, atemorizado por partidas de bandoleros, paralizado por la quiebra total de la Hacienda, sepultado por una deuda astronómica, humillado por su impotencia ante la rebeldía de sus colonias americanas. Un país, en fin, que, relegado a la condición de potencia de segundo orden, no jugó papel alguno en el diseño de la Europa de la Restauración a pesar de su protagonismo en la derrota de Napoleón.

La promulgación de la Constitución de 1812, por Salvador Viniegra, Museo de las Cortes de Cádiz. Al menos desde 1822, se identificaba la Constitución de 1812 como la Pepa y fue la represión de Fernando VII la que hizo nacer el grito como un elemento subversivo, dado que estaba prohibido hacer mención a ella.

Un monarca más sensato habría comprendido la necesidad de entenderse con quienes querían contar con él para arreglar las cosas. Pero no lo hizo. Durante aquellos seis mal llamados años, el nuevo rey, carente de visión política y entregado a una camarilla de incompetentes, se limitó a encastillarse en la cerril defensa de sus prerrogativas. Los bandazos ministeriales privaron al reino de una dirección política coherente y la represión fue la única respuesta frente a los pronunciamientos militares, gestados en las logias masónicas, nutridos por una mezcla de liberalismo, ascensos frustrados por el fin de la guerra y desazón de las clases medias sin expectativas profesionales y exasperadas por la miseria intelectual de una sociedad sin prensa, sin cafés, sin tertulias, donde la discrepancia carecía de vehículos legales de expresión. Por ello, cuando, en 1820, uno de aquellos pronunciamientos triunfó, la esperanza encendió el ánimo de los liberales. La proclama del comandante Riego, que exigía el retorno de la Constitución, despertó a intelectuales y comerciantes, burgueses y oficiales, y, enardecido el populacho, vieron de nuevo la luz las juntas que trataban de apartar al pueblo de la anarquía mientras exigían un cambio de rumbo en Madrid. El rey, asustado por la violencia callejera y la pasividad del Ejército, proclamó su intención de marchar el primero por la senda constitucional. Se iniciaba así un nuevo experimento liberal que iba a durar tan solo tres años, durante los cuales el liberalismo hispano tuvo tiempo cumplido para mostrarse una vez más en toda la plenitud de sus grandezas y sus miserias. La amada Constitución de 1812, la Pepa, como la llamaba el pueblo por haberse aprobado el día de San José, quedó restablecida, así como la obra legislativa de las Cortes y aun pudieron los Gobiernos del Trienio aumentarla con algunos decretos que ampliaban el volumen de las tierras arrebatadas a la Iglesia, expulsaban a los jesuitas y forzaban a los curas a jurar y enseñar la Constitución. Pero las fuerzas a las que habían de enfrentarse los liberales eran demasiado poderosas. Amén de la nobleza y el clero, los campesinos no gustaban de un régimen que daba a la burguesía las tierras de la Iglesia y les cargaba con el peso de nuevos impuestos, apenas abolidos los antiguos. Las rencillas entre los liberales mismos eran cada vez más intensas. Frente a los doceañistas, dispuestos a limar los excesos de la Constitución de Cádiz para integrar a la nobleza y el clero en el nuevo régimen, se situaban ahora los exaltados, que

reclamaban, con la voz de las logias y sociedades secretas de los jóvenes oficiales y las milicias urbanas, la superación en un sentido más democrático de la obra gaditana. El rey conspiraba con su tradicional deslealtad a espaldas del Gobierno con los representantes de las potencias absolutistas, tratando de forzar una intervención militar. Y, en fin, la paz no llegaba. Partidas de guerrilleros recorrían los campos reclamando la vuelta del viejo orden; los reaccionarios apostólicos organizaban sociedades secretas; la Guardia Real se sublevaba y una regencia establecida en la Seo de Urgel bajo el cetro del marqués de Mataflorida proclamaba su voluntad de no rendirse mientras el monarca estuviera cautivo de los liberales. La intervención de un cuerpo expedicionario francés, los Cien mil hijos de San Luis, enviado por la Santa Alianza para restaurar el absolutismo, puso fin al efímero experimento liberal que se desmoronó con la misma facilidad que un castillo de naipes, enorme, pero sin cimientos, pues el liberalismo no los tenía aún en la sociedad española. Daba comienzo así un período que los historiadores liberales llamaron luego la Década Ominosa. Paréntesis de diez años en la lucha histórica entre absolutismo y liberalismo, comenzó con una terrible represión en la que no faltaron purgas, confiscaciones, encarcelamientos y ejecuciones, y que llevó de nuevo al exilio a miles de liberales. El absolutismo no se restableció en su plenitud, sino bajo la forma de una suerte de despotismo ilustrado que, de la mano de conservadores como Cea Bermúdez, trataba de aunar progreso económico y respeto a las viejas instituciones. El Banco de San Fernando prefiguró el futuro Banco de España; la Bolsa de Madrid abrió sus puertas; se aprobó un Código de Comercio y quedó constituido el Tribunal de Cuentas. Tímidos pasos que bastaron para impulsar a una cerril oposición a quienes, agrupados en torno a don Carlos, hermano y heredero del rey, permanecían irreductibles en su bastión absolutista. Acusaron a Fernando de tibieza frente al liberalismo; constituyeron sociedades secretas; respaldaron el Manifiesto de la Federación de Realistas Puros, falso pero revelador de sus intenciones que cifraban ya en el relevo en el trono, y, en fin, animaron a la rebelión a los Malcontents, campesinos y clérigos de aldea sublevados en Cataluña hacia 1827 para exigir del rey la purga del Ejército, el exilio de los liberales, la abolición de la instrucción pública, la destitución del Gobierno y la restitución de la Inquisición. La respuesta fue el desprecio o la represión. El

país parecía cada vez más dividido; solo la figura del rey parecía interponerse entre ambos bandos. Cuando Fernando muriese, la guerra larvada dejaría paso a la guerra abierta. Convenía ir tomando posiciones y para ello resultaba esencial asegurar el trono. El problema sucesorio devino así problema político de primer orden.

63 ¿A QUIÉNES SIMBOLIZABAN CARLOS NAVARRO Y SALVADOR MONSALUD? Fernando VII se había casado en tres ocasiones sin alcanzar descendencia. Al fin, la cuarta de sus esposas, María Cristina de Borbón, quedó embarazada. No era un hecho baladí. Si resultaba ser un varón, se convertiría en rey a la muerte de su padre, ya mayor, cercenando las esperanzas de los absolutistas partidarios del infante don Carlos. Si la reina alumbraba una niña, los reaccionarios podían albergar esperanzas, pues la ley sálica, que vedaba el acceso de las mujeres al trono, no había sido aún abolida. Las Cortes de 1789 la habían derogado, pero nunca se había promulgado la pragmática sanción necesaria para que tal derogación fuera válida. Por ello, el entorno del rey se convirtió desde 1830 en un hervidero de intrigas. La reina buscó apoyos entre las personas que contaban con influencia política. Muchos eran liberales; otros, tan solo reformistas autoritarios, pero conscientes de la rémora que suponía el Antiguo Régimen para el progreso del país. Durante tres agónicos años, los dos bandos lucharon por torcer la voluntad del rey, al albur de su creciente debilidad. La presencia al frente del Gobierno de uno de aquellos reformistas, Cea Bermúdez, devino así decisiva. Convencido de la necesidad de contar con el sostén liberal, quitó la mordaza a las universidades, disolvió los Voluntarios

Realistas, depuró la oficialidad, hizo regresar a los exiliados y, por fin, logró del monarca la promulgación definitiva de la sanción que convertía a Isabel en su heredera. Así, a la muerte de Fernando, la princesa se convirtió en reina; su madre, en regente, y sus partidarios, instalados en el Gobierno, en jugadores de ventaja en la partida que se avecinaba. La pelota estaba en el tejado del enemigo que debía elegir entre rendirse o llevar la lucha más allá del terreno de la política. Fue esto último lo que hizo. El Manifiesto de Abrantes, promulgado por don Carlos el 1 de octubre de 1833, declaraba traidor a quien no le jurase lealtad como legítimo heredero de la corona. La lucha entre facciones cortesanas se había tornado guerra civil. Durante siete años, carlistas e isabelinos tiñeron de sangre los campos de España. Como el Carlos Navarro de Galdós, curas de aldea que condenaban el liberalismo hereje, míseros aldeanos apegados a su terruño, artesanos amparados en sus viejos gremios, militares y burócratas reaccionarios y nobles nostálgicos se agruparon en defensa de un mundo condenado a la desaparición por el tribunal de la historia. Sus ideas, visceral amalgama de ruralismo, absolutismo y clericalismo, aliñada luego con unas gotas de foralismo, proclamaron la alianza sagrada entre el trono y el altar, ofrecieron a los vascos la preservación de sus fueros frente al centralismo liberal y miraron con recelo a la ciudad para volver sus ojos hacia los valles vascos y navarros o las comarcas atrasadas del Maestrazgo, Cataluña y Aragón. Fueron estas las únicas regiones que les entregaron su lealtad y en las que sentaron las bases de lo que, durante algunos años, fue un reino sin ciudades desde el Cantábrico al Ebro, en el que el llamado Carlos V tuvo su Corte, su Ejército y su ley, y que alcanzó incluso el reconocimiento internacional de la Santa Alianza, que le envió hombres y dinero.

Retrato del infante Carlos María Isidro de Borbón (1788-1855), con uniforme de capitán general y portando varias condecoraciones, por Vicente López (1823), Museo del Prado, Madrid. El autotitulado Carlos V fue el primer pretendiente carlista al trono e impulsor de la primera de las tres guerras civiles que asolarían el país en el siglo XIX.

Frente a ellos, como el galdosiano Salvador Monsalud, se aprestaban a la lucha los isabelinos. Pequeños labradores castellanos y jornaleros andaluces, proyectos de obrero, anticipos de un tiempo aún por llegar, mesócratas urbanos amparados bajo el manto del Estado, burgueses y nobles que miran a la Francia que estrena liberalismo con Luis Felipe de Orleáns, generales y obispos criados a la sombra del poder juran lealtad a la niña reina. Radicales, nostálgicos de la Constitución; moderados, sabedores de que el país no podía digerir aún cambios tan grandes o reformistas, confiados en conciliar progreso material e inmovilismo político, la dinámica de la guerra forzará a todos a entenderse como condición imprescindible de la victoria. A la guerra que mantuvieron ambos bandos hay que volver la vista para entender muchas de las cosas que luego sucedieron en la España del siglo XIX. La debilidad de ambos, lastrado uno por la insuficiencia de los recursos que podía allegarse en las regiones atrasadas donde había hundido sus raíces,

limitado el otro por la indigencia del Estado, primero, y la imposibilidad después de vencer al carlismo en sus aislados valles, prolongaron el conflicto más allá de lo que cabía esperar. Y esa duración hizo de los generales, erigidos en campeones de sus bandos respectivos, un trasunto de los viejos caudillos romanos, capaces de transmutar en liderazgo político sus éxitos militares. Por ello, concluida la guerra, el Estado liberal hispano, gestado al socaire del conflicto, arrastra desde su nacimiento dañosas taras que costará más de una centuria extirpar. Criado a la sombra de los militares, habrá de soportar por siempre su tutela, a menudo su injerencia y a veces su dictadura, retoños todas ellas del sentir, arraigado con firmeza en el Ejército, de que solo los militares comprenden, sienten e interpretan con exactitud la voluntad del pueblo español.

64 ¿QUÉ MILITAR VENEZOLANO SE REFERÍA A SÍ MISMO COMO «EL HOMBRE DE LAS DIFICULTADES»? Bolívar, el hombre de las dificultades es una película venezolana del año 2013 dirigida por Luis Alberto Lamata que narra por primera vez la vida de Simón Bolívar desde la perspectiva del hombre, no del héroe; un hombre que hubo de enfrentarse a la enfermedad, la traición y las circunstancias que se oponían a la realización de su sueño de independencia antes de verlo realizado y que hubo de dudar muchas veces de su éxito. Pero ¿a qué se debió ese éxito? ¿Por qué quisieron y, al final, lograron los territorios americanos que formaban parte de la monarquía hispánica, no como colonias, sino como reinos, con la sola excepción de Cuba y Puerto Rico, romper sus lazos con ella para iniciar su andadura como Estados independientes?

El disparador del proceso fue la invasión napoleónica de España y la quiebra de su gobierno legítimo que el emperador francés sustituyó por el régimen de su hermano José, pronto rechazado por los españoles de ambos hemisferios. En la práctica, ello significaba un vacío de poder, pues el nuevo Gobierno liberal se hallaba confinado e impotente en Cádiz, vacío que fue colmatado en América, como antes había sucedido en España, mediante la constitución de Juntas. Estas Juntas fueron pronto dominadas por los criollos, los descendientes de los españoles peninsulares, excluidos en favor de estos en la administración colonial, a pesar de su creciente riqueza, y descontentos con el monopolio comercial español, mucho más eficaz desde Carlos III, que les imponía márgenes mucho menores que los del mercado libre sin dejarles ya el respiro tradicional del contrabando. Estos grupos, además, estaban imbuidos, desde finales del siglo XVIII, de ideas liberales y miraban con envidia el ejemplo de sus análogos norteamericanos que se habían independizado de Gran Bretaña tres décadas atrás. La invasión napoleónica no fue, así, la causa de la independencia, sino el pretexto y la ocasión. Las juntas no reconocieron a José I y proclamaron la independencia de sus respectivos territorios. Este proceso se dio en muchas ciudades y, por fin, en 1811 se reunió en Caracas un Congreso de Notables que proclamó la independencia y promulgó una constitución federal, cuya inspiración se debía ya en buena medida a Simón Bolívar. Mientras, en Santa Fe de Bogotá, se convocó un Congreso Nacional de Nueva Granada. Solo en México los movimientos tuvieron un fuerte protagonismo campesino, dirigidos por los sacerdotes Miguel Hidalgo y José María Morelos, que forzó a los criollos, temerosos de la revolución social, a apoyar al ejército español para liquidar la revolución y poner fin a la independencia. Hasta 1814, España, en guerra contra el invasor francés, no pudo hacer nada, pero restaurado Fernando VII, las revoluciones independentistas fueron sofocadas. El mismo Simón Bolívar tuvo que refugiarse en Haití, hechos que narra precisamente la película a la que nos referíamos al comienzo. Una nueva oportunidad llegaría en 1820. La revolución española provocó la suspensión del envío de tropas a América para sofocar las insurrecciones, que enseguida se reavivaron. Uno tras otro, los territorios americanos alcanzaron la independencia: Argentina (1816), Chile (1818), Perú (1824)… la batalla de Ayacucho, en ese último año, supuso el canto de cisne de la presencia

española en América del Sur. Antes, más al norte, el liderazgo de Bolívar había ganado la independencia de Venezuela, sellada en 1821 tras la batalla de Carabobo y pronto extendida a las regiones limítrofes. México, por su parte, se convirtió en 1821, de la mano de Agustín de Iturbide, en un imperio autoritario apoyado por la Iglesia, el Ejército y los criollos. En 1823, las Provincias Unidas de América Central (Guatemala, Nicaragua, Costa Rica, Honduras y El Salvador) se declararon independientes de España y de México. El futuro de las nuevas naciones, sin embargo, se alejó cada vez más del sueño democrático y federal de Bolívar. La confederación que anhelaba no se hizo nunca realidad y las jóvenes repúblicas cayeron en manos de oligarquías criollas corruptas e incapaces de modernizar sus sociedades que se embarcaron en una lucha continua de banderías que las condujo por el camino de una alternancia suicida entre feroces dictaduras y fallidas intentonas revolucionarias. Los humildes, así las cosas, no ganaron nada con la independencia; tan solo vivieron un cambio de amos. Y mientras, las nuevas naciones, libres del yugo peninsular, cayeron primero bajo dependencia británica y luego norteamericana. El neoimperialismo anglosajón sustituyó así a un supuesto imperialismo español que nunca lo había sido del todo, pues nunca fueron los virreinatos colonias sino reinos y lo habrían sido menos bajo un régimen liberal que hacía de aquellos provincias en pie de igualdad con las que luego se constituyeron en la España peninsular.

65 ¿ERA EL PARLAMENTARISMO ESPAÑOL MÁS INFIEL QUE LA REINA EN LA ÉPOCA DE ISABEL II?

El carlismo rinde al fin sus banderas en 1839. Con el «Abrazo de Vergara» entre los generales Maroto y Espartero concluye la guerra al elevado precio que supone la integración en el Ejército español de los oficiales carlistas y la renuncia a arrebatar a los vascos sus fueros. Pero el carlismo no ha muerto; tan solo se adormece para despertar una y otra vez a lo largo del siglo, conmoviendo sin cesar los cimientos de un Estado liberal que sufre la debilidad nacida de la falta de consenso entre sus defensores.

El capitán general Ramón María Narváez, primer duque de Valencia, por Vicente López (1849) Palacio Real de Madrid. El general Narváez fue el líder de los moderados durante el reinado de Isabel II y el político en el que depositó su máxima confianza.

La división vio la luz en toda su dimensión cuando, en 1834, la necesidad de aunar fuerzas contra el carlismo condujo a liberales y reformistas a buscar un acuerdo. Francisco Martínez de la Rosa, antiguo jefe del Gobierno durante la fase moderada del Trienio y admirador de la constitución inglesa, llamado por la reina para la tarea, diseñó con tal fin un documento que trataba de

recoger algunas de las exigencias de los liberales sin asustar a los reformistas más timoratos. El llamado Estatuto Real no era sino una convocatoria de Cortes que la soberana otorgaba sin renunciar a sus prerrogativas. En cincuenta artículos, diseñaba un Parlamento con dos cámaras, próceres y procuradores, de las que, reservada la primera a aristócratas y potentados, solo la segunda se nutría de diputados elegidos por sufragio popular, aunque tan restringido que solo votarían unos dieciséis mil españoles. La Corona no dudaba en reservarse la iniciativa legislativa y el derecho a disolver las Cortes a voluntad. La inmensa mayoría del pueblo permanecería, en suma, tan ajena como hasta entonces a las decisiones de las que dependería su porvenir. Se trataba, en fin, de un paso muy tímido hacia el futuro, que, buscando hallar un justo medio aceptable por igual para carlistas y liberales, conjurando así el fantasma de la guerra civil, ni podía satisfacer a los primeros por cuanto tenía de liberal ni a los segundos por lo que le faltaba. Pero si no sirvió para hacer volver al redil al carlismo, sí tuvo el efecto de hacer patente la honda división que sufría el liberalismo hispano, una brecha que iba mucho más allá de la simple discrepancia ideológica, pues eran los fundamentos mismos del juego político lo que estaba en cuestión, y no simples matices de interpretación. Como los doctrinarios franceses, admiradores de la lenta evolución del constitucionalismo inglés, los que aceptan el Estatuto, que pronto serán conocidos como «moderados», no son verdaderos liberales. En el fondo, predican la necesidad de llegar a una suerte de pacto con la tradición integrando en un sistema político de formas liberales elementos que le son ajenos. Por ello, aunque rechazan la sociedad heredada, con sus jerarquías basadas en la sangre, y propugnan un orden nuevo en el que sean la riqueza y el talento los artífices de la distancia entre individuos y grupos, aceptan que la nación comparta su soberanía con el rey, aseguran a la Iglesia su hegemonía sobre las conciencias y, obsesivos defensores del orden, se muestran dispuestos, para garantizarlo, a limitar con contundencia los derechos individuales. Opulentos burgueses en su mayoría o medianos propietarios con mentalidad de terrateniente, sus ideas sirven a sus intereses de clase dirigente natural, tentada por el pacto con las élites tradicionales, cuyo brillo todavía les deslumbra.

Frente a ellos, en representación de un heterogéneo agregado de militares de bajo rango, aspirantes a oficios en la Administración, periodistas ávidos de pan y de noticias, clases medias urbanas de aquel mundo a medio camino entre la sociedad tradicional y la moderna, militan los verdaderos liberales, pronto conocidos como «progresistas». Hijos del Trienio, nietos de Cádiz, recuerdan con emoción la vitalidad de las juntas surgidas contra el francés y aceptan la revolución como vía legítima de acceso al poder cuando se cierran sus puertas por obra de la limitación del voto impulsada por los moderados. Pero el tiempo también ha pasado para ellos. Aunque miran con recelo la influencia de la Iglesia y postulan aún como dogmas la soberanía nacional, la libertad de imprenta y las Cortes elegidas por amplio sufragio, no reclaman ya el derecho al voto para todos los ciudadanos varones y aceptan, junto a la cámara de representación popular, un Senado en parte reservado a los poderes fácticos del Estado. La historia política del reinado de Isabel II será la historia del turno en el poder de ambos partidos. Partidos, eso sí, de notables, de cuadros, sin masas ni actividad fuera de las limitadas campañas electorales o las interminables diatribas dialécticas en círculos y casinos de pueblos y ciudades. Partidos, también, regidos con mano firme por generales transmutados en políticos por obra y gracia de la conjunción entre las necesidades militares impuestas por la guerra y la propia debilidad de las clases medias hispanas, faltas de la solidez necesaria para vertebrar el Estado liberal. Partidos, en fin, corruptos, nada interesados en que la alternancia de las mayorías parlamentarias reflejase en modo alguno las variaciones de una opinión pública al principio raquítica y después apartada de toda influencia sobre la vida política. Serán la Corona y, sobre todo, su entorno, los forjadores de mayorías, en una perversa inversión del parlamentarismo liberal en la que son los ministros bendecidos con la confianza regia quienes las fabrican a su antojo, mediante la manipulación electoral, y no las mayorías emanadas del voto popular quienes determinan el signo del Gobierno. Y como la Corona casi nunca se inclina por los políticos más avanzados, se sienten estos apartados del poder y legitimados para apelar a la violencia popular, siempre pronta a desbordarse, para tomar por la fuerza lo que de grado se les niega, haciendo imposible la estabilidad necesaria para el progreso del país. Aunque el sistema alcanzará su plena madurez en la segunda mitad del XIX y cobrará fama en el tránsito

entre las dos centurias, lo esencial de sus rasgos se gesta ahora. El Estado liberal nace, así, viciado de raíz y limitado en su capacidad para servir de vehículo de expresión a las nuevas fuerzas sociales que, aunque con lentitud, irán viendo la luz a lo largo de estas décadas.

66 ¿CUÁNTAS CONSTITUCIONES TUVO ESPAÑA EN EL SIGLO XIX? La respuesta exacta a esta pregunta, por supuesto, es lo de menos. Tuvo muchas, desde luego, exactamente seis, sin contar la carta otorgada por Napoleón en Bayona en 1808 ni la llamada non nata de 1854. De ellas, algunas fueron progresistas o incluso democráticas, como la de 1812, 1836, 1869 y 1873, y otras conservadoras, como la de 1845 y la de 1876, que fueron las que disfrutaron mayor vigencia. Pero lo importante no eso, sino el carácter efímero de unos documentos que, por su propia naturaleza, están llamados a la permanencia, pues su principal virtualidad es la de servir de marco al juego político legítimo, permitiendo la alternancia en el poder de mayorías de distinto signo ideológico. Y esta era la raíz del problema: las constituciones españolas del siglo XIX no eran tales, sino, en la práctica, programas de partido solo aptos para el gobierno de quienes los habían impulsado y que sus oponentes se veían forzados a derogar tan pronto como llegaban al poder. En líneas generales, como ha señalado Antonio M. García Cuadrado, la evolución política española del siglo XIX sigue una pauta fácilmente reconocible: una élite política de cierto signo se hace con el poder gracias al pronunciamiento de un general, un golpe de Estado o una revolución de base popular; impone una legalidad claramente partidista, orientada a la exclusión de los discrepantes, y persigue a quienes se le opongan. A continuación,

elabora, de forma directa o por intermediación de una asamblea en apariencia representativa, pero en realidad dominada por el partido en el poder, una Constitución que recoge su ideario político cuidadosamente dotada de un sistema rígido de reforma, para obligar a sus rivales a aceptar las reglas del juego, y después normaliza la vida política convocando elecciones a los diversos cuerpos representativos. Pero los resultados son, como hemos dicho, fabricados en el Ministerio de la Gobernación y como eso lo saben los partidos de oposición, no intentan cambiar el sistema por la vía legal, es decir, ganar las elecciones y reformar la Constitución, sino que conspiran para derribar el régimen vigente y establecer una nueva legalidad constitucional acorde con sus propios postulados. El resultado de semejante modelo evolutivo del liberalismo español es una inestabilidad crónica y difícilmente reversible. En otras palabras: una vez puesta en marcha la dinámica revolucionaria, no resulta ya posible detenerla; la revolución genera inexorablemente una revolución de signo contrarios; el proceso se alimenta a sí mismo ad infinitum. Porque, llegados a este punto, no hay forma de convencer a las facciones enfrentadas de que acepten unas mismas reglas del juego político, es decir, una Constitución: el Estado cambia constantemente su carta magna. Tal es el modelo español de liberalismo decimonónico y, en cierto modo, también el francés y, desde luego, corregido y aumentado, el seguido por las repúblicas hispanoamericanas. De ninguno de ellos puede hacerse un balance en exceso positivo. El otro modelo, el inglés, es otra cosa. Al otro lado del canal de La Mancha, las reglas de juego fueron reformándose una y otra vez sin destruir lo heredado y la reforma actuó siempre dando estabilidad al sistema y una participación creciente a capas sociales cada vez más amplias: el liberalismo se transformó en democracia sin traumas ni riesgo de involución. Pero ello exige que las élites políticas sean proclives a anteponer los intereses nacionales, no solo del momento presente, sino el del futuro, a sus deseos inmediatos de transformar la sociedad a su gusto. Algo que, desde luego, en España no sucedía en el siglo XIX y resulta difícil creer que suceda incluso ahora.

67 ¿QUÉ GENERAL ESPAÑOL DE APELLIDO IRLANDÉS QUISO MODERNIZAR EL LIBERALISMO HISPANO? Una de las muchas revoluciones de aquel convulsivo siglo XIX, la de 1854, tuvo el efecto de promover a su principal mentor, el general Leopoldo O ´Donnell, al Ministerio de la Guerra en un gabinete presidido por el viejo general Baldomero Espartero. Se iniciaba así el Bienio Progresista (18541856), nuevo intento de este grupo político de configurar en España un régimen liberal más sensible a las demandas de las clases medias, excluidas del poder en el régimen moderado. Su encarnación iba a ser, como era habitual, una nueva carta magna, la de 1856, que resucitaba los viejos axiomas progresistas como la soberanía nacional, una amplia declaración de derechos individuales, con especial atención a la libertad de imprenta y la libertad religiosa, el fuerte control de las Cortes, con un Senado otra vez electivo, sobre el Ejecutivo y la Corona, el carácter electivo de los Ayuntamientos y la existencia de la Milicia Nacional. Sin embargo, esta Constitución nunca entró en vigor. Aprobada por las Cortes, su promulgación fue aplazándose por efecto de la agitación generalizada hasta que O´Donnell decretó su anulación y restableció la vigencia de la Constitución de 1845. No por ello detuvo el régimen su pulso constructor. En mayo de 1855, la Ley de Desamortización General promovida por Pascual Madoz concluía el proceso iniciado por Mendizábal al proceder a la venta en subasta pública de toda propiedad rústica y urbana perteneciente a la Iglesia, Estado y municipios. En junio, la Ley General de Ferrocarriles introducía ayudas y desgravaciones para las empresas que realizasen inversiones en vías y estaciones, lo que favoreció la especulación con las acciones de las nuevas compañías. Por fin, en enero de 1856, la Ley de Sociedades Bancarias y Crediticias promovía la entrada de capitales y facilitaba su libre circulación, lo que permitió la aparición de bancos y sociedades de crédito por toda España. El progreso económico del país continuó a todas luces durante el bienio.

Pero el gobierno progresista, con todo, no logró consolidarse. En primer lugar, las fuerzas que impulsaron la revolución del 54 estaban divididas. En 1849, el ala izquierda del progresismo se había desligado del partido progresista para fundar el partido demócrata que propugnaba el sufragio universal, la intervención social del Estado y la defensa de derechos individuales como los de reunión, asociación e instrucción básica. Los mismos demócratas estaban rotos: muchos defendían ya la República y otros permanecían fieles a la monarquía; unos preferían aliarse a los progresistas y otros solo confiaban en la movilización de las masas populares. En segundo lugar, a la derecha del progresismo comenzó a deslindarse una nueva opción encabezada por O´Donnell, que, temeroso de los excesos radicales de los demócratas, propugnaba el acercamiento al sector más abierto de los moderados. Esta corriente se constituyó en partido bajo el nombre de Unión Liberal y su propia existencia generó nuevas tensiones entre los progresistas, que se dividieron entre los «puros», que, como Madoz y Olózaga, se negaban a acercarse a los unionistas, y los que estaban dispuestos a hacerlo. Así las cosas, y con los generales poco dispuestos a tolerar alegrías revolucionarias, el unionismo fue convirtiéndose en la única alternativa real a los moderados. Por último, el proceso de descomposición del progresismo fue facilitado por la incapacidad del Gobierno para mantener el orden público. La constante agitación tuvo muchas causas entre las que cabe destacar la epidemia de cólera de 1854, el alza de precios del trigo originada por la guerra de Crimea y las malas cosechas, el estallido de los primeros conflictos en la industria textil catalana y la incapacidad de los progresistas para cumplir sus promesas. Así, en julio de 1856 la reina aceptó la dimisión de Espartero y nombró primer ministro a O´Donnell. Demócratas y republicanos trataron de desencadenar una nueva revolución, pero el Ejército la reprimió con dureza. El Bienio Progresista había concluido.

Leopoldo O’Donnell (1809-1867), anónimo, Museo del Ejército, Toledo. El general O’Donnell, varias veces ministro y presidente del Gobierno durante el reinado de Isabel II, intentó sin mucho éxito liderar la regeneración del liberalismo español.

La reina, contumaz, llamó de nuevo al poder a su favorito, el general Narváez, pero pronto hubo de rendirse a la evidencia. Tanto los progresistas como los moderados estaban paralizados por las rencillas y el descrédito. Había llegado la hora de intentar algo nuevo; había llegado la hora de O ´Donnell, que sería la figura central del Gobierno entre 1858 y 1863. Su partido, la Unión Liberal, era, más que un partido, una amalgama de moderados transigentes y progresistas moderados vinculados por su deseo de preservar el orden, disfrutar del poder y modernizar la Administración. Pero latía en él la voluntad de gestar un verdadero acuerdo sobre las reglas del juego político que permitiera conciliar orden y progreso, alejando al país de su crónica inestabilidad. Por ello el nuevo Gobierno se condujo con flexibilidad y moderación. Durante un tiempo, un clima de tolerancia y respeto pareció adueñarse de la política española. Pero se trataba de un espejismo que solo se mantuvo mientras duró la prosperidad. Por suerte, la prosperidad duró. Aquellos años conocieron una intensa fiebre de construcción de líneas férreas, constitución de sociedades financieras y

especulación bursátil, mientras la industria textil catalana se expandía y surgían los primeros altos hornos en el País Vasco. Una prosperidad que parecía tener su correlato en un cierto deseo de recuperar para España el peso perdido en el concierto de las naciones, pero que, en realidad, no fue sino una confusa suma de curiosas aventuras exteriores que nada tenía que ver con los intereses estratégicos del país. Poco más se podía hacer. Con una demografía débil y una industria poco desarrollada, a España no le quedaba otra opción que la de servir de comparsa a Gran Bretaña y Francia. Pero desde finales de 1862, el Gobierno perdía apoyo. Los progresistas se habían retraído; demócratas y republicanos volvían a recurrir a la conspiración para forzar un cambio, y la propia Unión Liberal, desgastada y falta de objetivos, se arrojaba en brazos de la reacción conservadora y, poco a poco, se descomponía. El general dimitió al fin en marzo de 1863 y la reina llamó de nuevo a Narváez, que no hizo sino agravar las cosas. La política represiva que puso en práctica radicalizó aún más a la oposición. Además, la desazón popular, intensificada por la crisis generada por la falta de algodón americano y el descenso de las inversiones extranjeras que paralizaron la construcción de ferrocarriles, crecía día a día alimentada por la escasa habilidad demostrada por el Gobierno a la hora de manejar sus relaciones con grupos que era ya necesario tener en cuenta. Y la Corona, lejos de apostar por gabinetes sensibles a las nuevas demandas sociales, nacidas del mismo progreso económico que se deseaba preservar, se encastillaba en el inmovilismo. La reina, influida por el integrismo de su confesor, el padre Claret, se hallaba muy lejos ya de un pueblo que antaño la amara tanto. Poco a poco, las fuerzas políticas apartadas del poder, incluso las más templadas, comprendieron que la soberana se había convertido en un obstáculo para el progreso del país. Al fin, en agosto de 1866, progresistas, demócratas y republicanos firmaban el Pacto de Ostende, en el que se confabulaban para destituir a la reina Isabel II y convocar mediante sufragio universal unas Cortes Constituyentes llamadas a decidir sobre la forma de gobierno de la nación. Tras la muerte de O´Donnell, en 1867, la propia Unión Liberal se sumaba al pacto. La Revolución de 1868 estaba a punto de comenzar.

68 ¿FUE EN VERDAD GLORIOSA LA REVOLUCIÓN ESPAÑOLA DE 1868? Es cierto que cuando la revolución estalló en septiembre de 1868 nadie se opuso a ella. Los sectores financieros e industriales la apoyaron porque ya no creían capaces a los gobiernos de Isabel II de garantizar el orden y la estabilidad necesarios para que sus negocios prosperasen. Gran parte de los militares hicieron lo propio. Y las clases populares, golpeadas por el paro, la miseria y el hambre, cansadas de represión y atraídas por las promesas de los revolucionarios de abolir el servicio militar por quintas y el impuesto de consumos, se sumaron también al golpe. La Gloriosa no fue del todo una revolución en el sentido moderno del término. En sus causas actuaron tanto la crisis tradicional de subsistencias como la moderna crisis industrial y financiera; y aunque no fue solo un pronunciamiento militar, tampoco se trató ni mucho menos de una revolución popular que implicase a grandes masas. Planteada como un golpe de mano encabezado por los generales Serrano y Prim y el almirante Topete, solo se convirtió en algo más cuando los partidos organizaron juntas locales y provinciales, siguiendo el modelo habitual de la revolución española desde 1808; entregaron armas a la población, y organizaron los Voluntarios de la Libertad para apoyar a los militares rebeldes y preservar el sentido original del levantamiento. El día 17 de septiembre Topete se sublevaba en Cádiz; el 28, Serrano derrotaba a las tropas leales a Isabel II en la batalla de Alcolea; el 29, la reina abandonaba España y el 8 de octubre se constituía un Gobierno provisional presidido por Serrano en el que Prim ocupaba el Ministerio de Gobernación. Como de costumbre, el gabinete asumió el programa rebelde, decretó la disolución de las juntas y ordenó la entrega de las armas a todo aquel que no fuese militar, lo que suponía la disolución de los Voluntarios de la Libertad. De forma inmediata, los alcaldes y gobernadores civiles fueron sustituidos por personas fieles al Gobierno, que, firmemente asegurados en sus manos los resortes del poder, procedió a la convocatoria de Cortes Constituyentes. En las elecciones, que habrían de celebrarse en enero de

1869, tendrían derecho al voto, por vez primera en nuestro país desde 1812, todos los ciudadanos varones mayores de veinticinco años. Un horizonte preñado de futuro parecía abrirse ante los españoles. Pero importantes fisuras cuarteaban la unidad de la coalición revolucionaria. Una gran brecha separaba a monárquicos y demócratas, ahora nítidamente republicanos. Pero fueron los primeros quienes ganaron las elecciones y modelaron a su imagen y semejanza la nueva Constitución, no por ello carente de indudables virtudes técnicas que, sobre el papel, hacían de ella la mejor hasta el momento que habían tenido los españoles. Fue la primera de nuestra historia con carácter democrático y también una de las primeras de Europa. Su apuesta por la soberanía nacional era tan decidida que cabría quizá denominarla soberanía popular, pues las Cortes que la encarnan son elegidas por sufragio universal masculino, directo para el Congreso e indirecto para el Senado, e incluso Ayuntamientos y Diputaciones emanan del voto popular. La división de poderes es muy radical. El legislativo reside en las Cortes, bicamerales; el ejecutivo, en el Gobierno, responsable ante aquellas, y el judicial, en jueces independientes nombrados por oposición. La declaración de derechos es muy exhaustiva, tanto, que quedaba vedada su limitación posterior por medio de una ley específica, como había sucedido con la Constitución de 1845. Además, se trata ya de derechos democráticos, no simplemente liberales: libertad, inviolabilidad del domicilio, residencia, enseñanza, expresión, y, sobre todo, libertad de conciencia y cultos y derechos de reunión y asociación. Y, en fin, si la forma del Estado sigue siendo monárquica, es una monarquía por completo parlamentaria. El rey carece de poderes políticos reales, ya que no posee competencias legislativas y los ministros que nombra son plenamente responsables ante las Cortes, que pueden derribar al Gobierno. Aprobada la Constitución, Serrano fue nombrado regente y Prim, presidente del Gobierno. Ante él se desplegaba una triple tarea: emprender el desarrollo legislativo de la constitución, buscar un rey para España y dar estabilidad al nuevo régimen. Las Cortes desarrollaron una labor ingente, aprobando en apenas dos años un gran número de leyes fundamentales. Mientras, el ministro Figuerola iniciaba una política económica librecambista a la vez que reformaba el sistema monetario concediendo el monopolio de emisión al Banco de España e implantando la peseta como unidad monetaria.

Más difícil fue la tarea de encontrar un monarca. Prim tuvo que descartar una opción tras otra hasta que, al fin, en 1870, logró que el príncipe italiano Amadeo de Saboya consintiese en ascender al trono español. El 16 de noviembre, las Cortes lo aceptaron y el 30 de diciembre desembarcaba el nuevo rey en Cartagena. Pero el soberano no lograría hacerse con la simpatía del pueblo ni con la leal colaboración de los partidos. Su popularidad siempre fue baja, pues desconocía las costumbres del país y no hablaba bien el idioma. La aristocracia terrateniente le volvió la espalda porque lo identificaba con la democracia; industriales y financieros se volvieron contra el régimen a raíz de su política librecambista y su incapacidad para mantener el orden público; el clero lo hizo como resultado de la libertad de cultos, y los obreros, en cuanto quedaron frustradas sus esperanzas de mejora. Además, su principal valedor, el general Prim, murió asesinado y las distintas fuerzas políticas trataron de lograr para sí el apoyo del rey que no poseía grandes cualidades para el cargo. El carlismo, fortalecido por el miedo que el carácter democrático del nuevo régimen provocaba en los más conservadores, se lanzó a una nueva intentona, la tercera guerra carlista, que contribuyó a minar aún más su estabilidad. En el otro extremo, el republicanismo, en cuyo seno ganaban posiciones los partidarios de la insurrección violenta, animaba a la revuelta en Barcelona, Zaragoza o Valencia, nutriendo así el distanciamiento de las clases acomodadas, siempre temerosas del desorden. Y, para dar la puntilla al régimen, estallaba en Cuba una insurrección, acaudillada por el coronel Céspedes. La guerra, que duró diez años, supuso una sangría para la Hacienda y tuvo importantes repercusiones en España, ya que forzó un aumento de los impuestos y del reclutamiento, lo que intensificó el descontento de las capas populares de la población. El futuro de la flamante democracia española no parecía nada glorioso.

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¿EN QUÉ AÑO TUVO ESPAÑA CINCO JEFES DE ESTADO? El rey Amadeo renunció al trono el 11 de febrero de 1873. El pretexto fue un enfrentamiento con el Gobierno, que le forzó a firmar un decreto por el que disolvía el Cuerpo de Artillería, que se había opuesto al nombramiento de Hidalgo de Quintana como capitán general de Cataluña. En el fondo, le movía el hastío de un país que no entendía ni le entendía. Esa misma noche, las Cortes proclamaban la I República. Era la única salida. No cabía pensar en buscar otro rey y la mayoría de las Cortes, aun no siendo republicana, consideraba que lo fundamental era defender la democracia. Pero el nuevo régimen tampoco fue capaz de consolidarse. La actitud de las grandes potencias fue desde el principio de absoluto rechazo. Solo Estados Unidos y Suiza lo reconocieron. Para la mayoría de los países europeos, la República española era peligrosa por su radicalismo político y social, que podía resultar contagioso. Pero los propios republicanos se bastaban solos para dar al traste con un régimen que la historia les había regalado sin esfuerzo. Su organización sufría insufribles querellas intestinas. Había republicanos unitarios, partidarios de un Estado centralizado, y federalistas, defensores de la descentralización y la articulación del país en estados federados; liberales, que sostenían que la libertad y la democracia serían suficientes para garantizar el progreso y la igualdad social; socialistas, que defendían la intervención estatal para paliar las desigualdades sociales; legalistas, que confiaban tan solo en la sensatez de los cauces parlamentarios y convencidos de la legitimidad de la insurrección violenta para llegar al poder. Pero, y esto era lo más grave, todos ellos se arrogaban el derecho a imponer su concepción de la República por la fuerza, negándose a colaborar con un gobierno de signo contrario. Los radicales, partido surgido del ala izquierda del progresismo tras la muerte de Prim, trataron en dos ocasiones de derribar al Gobierno y luego pasaron a la oposición. Los federalistas extremos promovieron la insurrección cantonalista, en la que un gran número de ciudades se proclamaron cantones independientes. La República importaba poco a los republicanos españoles si no era su República.

Proclamación de la Primera República, 11 de febrero de 1873, por José Luis Pellicer. La República nació antes como resultado del miedo al vacío de poder de los conservadores que del fervor republicano de los progresistas.

Tales planteamientos condenaban a una muerte segura al régimen recién nacido. La República tuvo cuatro presidentes en menos de un año, que, sumados al malogrado monarca, arrojaban la cifra de cinco jefes de Estado en tan pequeño lapso de tiempo. El primero, Estanislao Figueras, hubo de enfrentarse a insurrecciones campesinas y ocupaciones de tierras en Andalucía, el primer brote de insurrección cantonalista y dos intentos de golpe de mano de los radicales. Celebradas nuevas elecciones sin participación radical, las Cortes resultantes proclamaron la República federal, lo que arrastró la dimisión de Figueras y el nombramiento del catalán Pi i Margall. Las Cortes diseñaron entonces una nueva carta magna, la

Constitución de 1873, que dividía España en diecisiete Estados federados, con un presidente como jefe del Estado, un ejecutivo-legislativo con dos cámaras de elección directa, sirviendo el Senado como representación de los Estados federados, y unos jueces independientes a cuya cabeza el Tribunal Supremo estaría compuesto por tres magistrados de cada Estado. Además, la declaración de derechos era amplísima e incluía un derecho de asociación más amplio que en 1869 y una definición del Estado por completo laica. Pero dicha Constitución jamás entraría en vigor. Las revueltas obreras como la de Alcoy, el 7 de julio, la extensión del movimiento cantonalista desde que cayera en sus manos Cartagena con su base naval y su arsenal el 12 de julio, y el avance creciente de los carlistas en el norte y este del país llevaron a Pi i Margall a presentar la dimisión. Desde entonces, la República inicia una deriva conservadora en la que la única prioridad es el restablecimiento del orden. El nuevo presidente, Nicolás Salmerón, dio poderes al Ejército para enfrentarse a los rebeldes, pero, obligado a restablecer la pena capital, dimitió antes que firmar la condena a muerte de dos líderes cantonalistas apresados. Le sucedió Emilio Castelar, que acentuó la línea autoritaria de su predecesor suspendiendo las Cortes y algunos derechos constitucionales, fortaleciendo el Ejército e incrementando los recursos de la Hacienda. Las Cortes, sin embargo, no le apoyaban y estaban esperando su reapertura para derribarle. Así lo hicieron el 2 de enero de 1874, pero mientras se votaba un nuevo presidente, el general Pavía disolvía el Congreso —aunque nunca penetró en él a caballo— y anunciaba la constitución de un Gobierno provisional presidido por el general Serrano. La República había concluido y con ella, el primer experimento democrático español.

70 ¿FUE DE VERDAD UN FRACASO LA REVOLUCIÓN INDUSTRIAL ESPAÑOLA?

Quizá el problema no fuera la revolución en sí, sino que España no estaba aún preparada para la democracia. Frente a un Occidente que crece y produce, España, como dirá Antonio Machado, ora y bosteza y solo lentamente, como a pedazos, se libera de la herencia medieval. La triple revolución, demográfica, agrícola e industrial estaba conduciendo a Europa por el camino del progreso. Se trataba de un progreso desequilibrado que cargaba su peso sobre los hombros de un proletariado expuesto a la crudeza de la libertad económica y sin defensa alguna en un Estado que había deshecho los mecanismos medievales de protección social sin sustituirlos por otros nuevos. Se trataba de un progreso vago, en el que sobrevivían, aun decadentes, las viejas fuerzas económicas; en el que el triunfo social de los mesócratas se había logrado al precio del pacto con la vieja aristocracia, que había contaminado los jóvenes valores burgueses; en el que, en fin, las nuevas instituciones políticas conservaban todavía rastros de los antiguos principios. Pero la persistencia del Antiguo Régimen era marginal, no poseía ya la vitalidad de lo emergente, sino la agónica obstinación de lo moribundo. El signo de los tiempos era la creciente riqueza, el cambio constante, el progreso ilimitado, la fe, optimista e ingenua, en el futuro.

Inauguración del ferrocarril a Langreo, de Jenaro Pérez Villaamil (1852). El ferrocarril, financiado por empresas extranjeras, actuó en muy escaso grado como catalizador de la industria nacional y factor cohesionador del mercado.

¿También en España? Durante el XIX, nuestro país avanza, pero más despacio, con menos continuidad y mayores desequilibrios que las naciones más prósperas del Occidente. La población crece, pero con menos ímpetu, apenas un cincuenta por ciento en los setenta años que separan a Godoy del exilio de Isabel II. Las guerras, el cólera, la tuberculosis, la gripe, el sarampión, la emigración a África y a América, las pobres cosechas de cereal, la falta de horizontes… Todo se conjuga para limitar el ritmo de crecimiento. No podía ser de otra manera. La agricultura, esclava de las viejas técnicas, hambrienta de capitales, entregada a gentes sin espíritu de empresa, que

buscan en ella tan solo la seguridad de las rentas, apenas cambia su paisaje. Los campos no ofrecen pan bastante para las nuevas bocas. La desamortización ha arrebatado a la Iglesia diez millones de hectáreas, pero el patrono burgués no es distinto del clérigo o el noble: un rentista, no un empresario. Por ello la revolución agrícola se retrasa y el campo español no servirá de mercado para unas máquinas que no cree necesitar, no saldrán de él brazos fuertes que busquen su futuro en la fábrica, no gestará su vientre improductivo capitales prontos a engrasar las ruedas de la industria, no le ofrecerá abundantes materias primas ni comida para saciar los estómagos de un proletariado creciente que no produce ya su propio alimento. La agricultura hispana no impulsa la revolución industrial, siembra de obstáculos su camino. Un camino ya de por sí tortuoso, pues el lento y discontinuo progreso de la industria española no es fruto exclusivo del atraso del campo. La geografía alza a cada paso impedimentos al tráfico de ideas, de bienes y personas, y ayuda poco al triunfo de la industria, que gusta de comunicaciones fluidas y sencillas. No hay en España ríos de caudal continuo y generoso ni resulta fácil trazar canales que los sustituyan ni los caminos, forzados a salvar a cada paso montañas y desniveles, pueden aquí surgir con la facilidad de las tierras llanas. El mercado unificado, que ofrece a la industria nacional una demanda constante y segura, tarda así en ver la luz y solo lo hará, más que mediado ya el siglo, de la mano del ferrocarril, sembrado en nuestros campos como una planta extraña, ajena, que rendirá sus frutos al capital extranjero. Y aun entonces, nacerá raquítico, hijo como era de una población todavía escasa y pobre que poco o nada podía adquirir. Es cierto que el subsuelo es rico aún en minerales. Plomo, cinc, cobre y hierro hay todavía en cantidad bastante para alimentar a la industria naciente, pero el alma de las máquinas, el carbón, es en España de calidad mediocre, de extracción difícil y más caro que el inglés. Y las colonias, extensas y más pobladas ya que la propia España, que hubieran podido ampliar ese mercado que la industria necesita para existir e incluso ofrecer el carbón y las materias primas que aquí faltaban, se han perdido mucho antes y sirven ahora a la mayor riqueza de la economía inglesa. El atraso técnico del país y la baja instrucción de una población en su

mayoría analfabeta suponen también un obstáculo al progreso de la industria. Y no lo es menos la escasez de capital, que ni la agricultura ni el comercio con América, perdido décadas atrás, pueden aportar. Pero no es eso lo peor. Lo que no se tiene puede comprarse; la población puede instruirse; el capital puede obtenerse. Lo que no puede improvisarse es el espíritu emprendedor que parece haberse agotado por completo en la colonización de todo un mundo. Ni tampoco puede conjurarse de la nada una clase política consciente de las necesidades del país y dispuesta a compensar sus carencias. Las limitaciones naturales se vieron muy agravadas por la incuria de unos gobernantes que hicieron bien poco por crear un sistema educativo capaz de desterrar el analfabetismo, que apenas se preocuparon por movilizar los capitales enterrados en una deuda pública demasiado rentable y una agricultura que funcionaba antes como reserva de estatus social que como factor de dinamismo económico. Unos gobernantes que, década tras década, protegieron de la competencia exterior a una agricultura improductiva y una industria adormilada, desanimando la inversión y ralentizando el ritmo de crecimiento del país. Crecieron así las fábricas dejando grandes vacíos al tejer su tela de araña sobre las tierras de España. Hacia 1830, solo Cataluña se animaba con el bullicio de las hilaturas que no dejarán de crecer luego al amparo de los pesados aranceles que gravaban los tejidos extranjeros. Más tarde se suma al esfuerzo industrializador la siderurgia andaluza y asturiana, que lanza al mercado un hierro caro, pero de gran calidad, que apenas halla comprador, ajenos los campos a todo avance técnico, limitado el textil a tierras catalanas, entregado el ferrocarril al extranjero que compra en su país máquinas y rieles. Y las minas, cedidas también a ingleses y franceses, rendirán beneficios fuera de un país que no parece consciente del tesoro que guarda todavía su vientre preñado de cobre, mercurio y plomo. Así, poco a poco, algunas islas de modernidad surgen en la vastedad de un mar de arcaísmo, conformando una economía dual, desequilibrada, propicia a estallar en funestas convulsiones sociales en las que se mezclarán lo nuevo y lo viejo. Mayor modernidad aparentan las finanzas y la banca, cuyo despegue, más tardío que el de la industria, se compensó con la rapidez de su avance. Solo mediado el siglo, superado el caos monetario, embridada la deuda pública, vencedor el Estado liberal del poderoso reto carlista, aceptada la sociedad por

acciones como forma natural de la empresa moderna, afirmado al fin por los progresistas del Bienio un marco legal racional y estable, brotan por doquier en el país bancos y sociedades financieras. De su mano, la industria recibirá un cierto impulso, pero aún más el ferrocarril y la deuda pública, lo que arrastrará al poco a la quiebra a muchas de ellas seducidas por el espejismo de la especulación bursátil y la ganancia fácil.

71 ¿ERA LA ESPAÑA DEL SIGLO XIX UN PAÍS «DE CHARANGA Y PANDERETA», COMO ESCRIBIERA ANTONIO MACHADO? La sociedad española del siglo XIX sufre también su metamorfosis. El mundo del Antiguo Régimen no muere de repente; se transforma y, de algún modo, sobrevive en el seno de una realidad que, poco a poco, va amoldándose al canon capitalista y burgués. No existen ya estamentos ni privilegios; la ley es una y, sobre el papel, igual para todos. Pero nuevos muros, construidos con los ladrillos de la riqueza y la cultura, separan a las personas. Las clases populares, campesinos aún en su inmensa mayoría, reciben poco y pierden mucho. La desamortización entrega las tierras a nuevos señores, burgueses y aristócratas, que no cobran diezmos ni primicias, pero imponen a cambio contratos más cortos y rentas más altas que habrá que pagar siempre en metálico. Las tierras comunales, fuente de riqueza para las humildes familias del campo, son ahora privadas. Ya no se reparten entre los vecinos por un módico alquiler, ya no pueden pastar en ellas los pequeños rebaños que tanto ayudaban al mediano pasar del aldeano, que, sacrificado ahora en el altar capitalista, marcha sin remedio hacia la proletarización.

El cambio es menor en la ciudad. La lenta llegada de la industria moderna permite sobrevivir a los viejos artesanos, arropados por el manto protector de los gremios, que les aseguran asistencia y socorro mutuo, y a la nutrida hueste de los criados y empleados del servicio doméstico, engrosados ahora al sumarse las nuevas fortunas burguesas a los rancios ducados de la vieja aristocracia. El proletariado fabril es cosa del futuro. Pero hay excepciones. En Cataluña, la irrupción de las factorías y la competencia capitalista barrerá gremios y artesanos y hará brotar de sus cenizas una sociedad nueva poblada por burgueses y proletarios. Poco más de cien mil obreros se cuentan en España hacia 1860, la inmensa mayoría en Cataluña; solo algunos en Madrid y el pequeño enclave industrial malagueño. Pero son ya obreros en sentido pleno. Se hacinan en casuchas de los suburbios, sin agua corriente, alcantarillado ni alumbrado, que aseguran a sus moradores una existencia corta y mísera, jornadas interminables de trabajo y salarios exiguos, y, como colofón, la tuberculosis o el cólera, hijos de la malnutrición y la inmundicia. Obreros aún sin conciencia de clase, que, como los incendiarios de la barcelonesa fábrica Bonaplata (1835), culpan a las máquinas de su condición y descargan su ira contra ellas. Obreros que sueñan aún con utópicas sociedades, forjadas en las mentes de visionarios como Cabet, Saint-Simon o Proudhon; creen, con sus patronos, que son las telas inglesas las causantes de sus males, o, aún por desengañar, confían en las falaces promesas de progresistas y demócratas, pronto olvidadas a favor de metas más políticas que sociales. La era del sindicalismo de clase no ha comenzado todavía. Pero no son los artesanos agremiados ni las huestes del proletariado fabril los únicos habitantes de la ciudad isabelina. El XIX trae de su mano una nueva clase media, que se suma a la vieja mesocracia campesina de labradores propietarios. Grupos diversos, en cuyas filas se unen empleados de la Administración en crecimiento, oficiales, pequeños comerciantes, artesanos, profesores, médicos y abogados sin prestigio, parecen condenados a vivir a medio camino entre el proletariado fabril emergente, al que temen, y los opulentos propietarios de empresas y negocios, a los que imitan. Desclasados, sin conciencia alguna de grupo, aceptan sin protesta su pasar mediano, siempre al borde de la miseria, hija del difícil cruce entre unos ingresos magros e inseguros y una mentalidad conservadora, que les impone la esclavitud de la apariencia, y sufren la tiranía de una vida social que

alimentan en espera de ganar de ella un buen matrimonio para la hija, un ascenso para el padre, una recomendación para el hijo, recetas todas ellas con los que conjurar lo inseguro de su existencia. Desconfiados de todo cambio, apartados de la vida política por obra del sufragio censitario, sostendrán, por omisión, al régimen que los excluye. Y, en la cúspide, los beneficiarios del sistema, la nueva clase dirigente nacida del matrimonio por interés entre las viejas aristocracias y la burguesía emergente, una alianza en la que, contra la costumbre, ambos novios aportan dote. La primera trae consigo el prestigio de los viejos títulos nobiliarios y, por desgracia, el peso muerto de la atávica mentalidad dominante en un país de clérigos y conquistadores, una visión del mundo dominada por el apego a la tradición, el amor a la tierra y el desprecio al trabajo. La segunda abraza estos valores, los hace suyos, compra títulos, invierte en tierras y se torna rentista. A cambio, invita a la nobleza a seguirla por el camino de las nuevas formas de riqueza y, sobre todo, le ofrece la fachada de un régimen que, contaminado por los usos y costumbres de la vieja sociedad, no llegará nunca a ser del todo liberal. Como diría Lampedusa en El Gatopardo, algo había de cambiarse para que todo siguiera igual. La nobleza, las jerarquías eclesiásticas, los generales de prestigio, los terratenientes y financieros, y, poco a poco, los grandes industriales, sólidamente vinculados por la práctica de una férrea endogamia, harán del régimen isabelino un coto cerrado que gobiernan sin más horizonte que el propio beneficio, asegurado mediante la ignorancia de campesinos y obreros, la exclusión de las clases medias, el control de la Iglesia sobre las conciencias y la protección arancelaria de sus negocios e inversiones. Un coto cerrado en el que solo ellos dictan las normas de la moda y del buen gusto, de la moral y la cultura de todo un país no muy distinto en todo ello del resto de las naciones europeas, en las que, a decir de Arno Mayer, las antiguas élites habían sabido también muy bien asimilar, de forma selectiva, las nuevas ideas y prácticas sin poner en serio peligro su posición, su temperamento y sus ideas tradicionales.

72 ¿QUÉ PRÍNCIPE ESPAÑOL RESPONDIÓ A UNA FELICITACIÓN DE CUMPLEAÑOS MANIFESTANDO SU DESEO DE SER REY? Tras el golpe del general Pavía, las Cortes fueron disueltas y el país quedó en manos de un régimen militar interino presidido por el general Serrano, que dedicó sus energías a sofocar las insurrecciones carlista y cantonalista. Pero no era más que una solución provisional que debía dejar paso enseguida a alguna forma de Gobierno constitucional. Los españoles se habían habituado a los partidos, el Parlamento y los demás elementos propios de la dinámica política liberal, y solo un gobierno que los respetara sería ya capaz de devolver a la nación la ley y el orden. Otra cosa eran los ropajes con los que convenía vestir al nuevo régimen. El recuerdo de las reiteradas revueltas y la completa ineptitud de sus fugaces gabinetes había privado de toda credibilidad al régimen republicano, desde entonces para muchos españoles sinónimo de desgobierno. Pero no la tenía mayor una monarquía embarcada en experimentos constitucionales de dudosa virtualidad, ajenos a la inmensa mayoría del pueblo. Ni cabía tampoco un retorno sin más a la monarquía de Isabel II, que había terminado por excluir de su seno a la inmensa mayoría de la opinión. Así, aunque entre las capas más acomodadas de la población y en el seno de la clase política misma crecían día a día los partidarios de la restauración en el trono de los Borbones, la elegida no podía ser de nuevo la reina cuya ejecutoria había provocado la revolución que tanto daño había causado al país. Pero quizá sí su hijo Alfonso, que por entonces estudiaba en la academia militar inglesa de Sandhurst, cuya mayor baza residía precisamente en su corta edad. Por ello, aconsejado por Antonio Cánovas del Castillo, antiguo militante progresista más templado ahora, nombrado en agosto de 1873 jefe de la causa alfonsina, el príncipe alentó a sus partidarios mediante una proclama, el famoso Manifiesto de Sandhurst, promulgado el 1 de diciembre de 1874 con el pretexto de responder a las felicitaciones recibidas por el príncipe con motivo de su decimoséptimo cumpleaños, celebrado dos días antes. En ella trataba de mostrar cuánto había aprendido

de los errores de su madre y se comprometía a no repetirlos. La suya, aseguraba, habría de ser una monarquía abierta, capaz de integrar en su seno a todos los españoles y de asumir como propios los logros del Sexenio. Cuando el Ejército, representado por el general Martínez Campos, que se pronunció en Sagunto el 29 de diciembre de 1874, manifestó apoyar la entronización del príncipe, la situación se decantó de forma definitiva a favor de Cánovas, nombrado de inmediato por el joven rey presidente del Gobierno. El pueblo, apático, perdida ya toda capacidad de asombro o de indignación, levanta un momento los ojos e, indiferente, retorna a las tareas de su pasar cotidiano. Pedirle entusiasmo era exigirle demasiado. Pero España no podía seguir por más tiempo derrochando sus energías en un conflicto interminable en el que ninguno de los dos bandos se alzaba con la victoria definitiva. Debía resolver la vieja pugna, iniciada casi dos siglos antes, alcanzando un consenso duradero acerca de los principios básicos sobre los que edificar la convivencia colectiva. Se trataba de un desafío trascendental que exigía una mente lúcida y flexible, ilimitada capacidad de trabajo y una habilidad política sin parangón, virtudes de las que habían carecido los caudillos liberales. Por fortuna, Cánovas las poseía todas. No era, desde luego, un hombre adelantado a su tiempo, sino, por encima de todo, un conservador, pero un conservador inteligente, sabedor de que la única posibilidad de preservar la tradición no consistía en rechazar lo nuevo, sino en introducirlo poco a poco en lo viejo. Católico sincero y admirador de Guizot, de Burke, de Jovellanos, apenas recibió influencia alguna de las corrientes más avanzadas de su siglo. Pero en Cánovas esto carece de verdadera importancia. Él no era un teórico, aunque sus obras poseen una coherencia ideológica evidente, sino un pragmático, un político en el sentido más positivo de la palabra. Su objetivo no fue nunca elaborar recetas preñadas de quiméricas aspiraciones de universalidad. Su meta, más modesta solo en apariencia, fue lograr para España el punto magnífico de equilibrio en el que se encontraran tradición y cambio, catolicismo y liberalismo, propiedad y libertad, orden y progreso.

Alfonso XII en un grabado contemporáneo. Formado en el extranjero, en contacto con otros sistemas políticos, esto le convertía en el soberano ideal para liderar una democratización pacífica del sistema. Sin embargo, su temprana muerte, cuando apenas contaba veintiocho años, truncó su futuro y el del país.

El nuevo régimen, en la idea que Cánovas se hacía de él, debía huir de cualquier experimento de ingeniería política. No cabía ir más allá de lo que el progreso real del país permitía y la democracia no parecía posible aún. Pero tampoco convenía ya quedarse más acá y el liberalismo, en su versión isabelina, no bastaba. Era imprescindible rebasar las estrecheces ideológicas del moderantismo, que habían dado al traste con el trono de Isabel II al dejar fuera del régimen a la gran mayoría de las fuerzas políticas y sociales. Don Antonio había llegado a la conclusión de que la política consiste en realizar en cada sociedad, en cada época, aquella parte del ideal que las circunstancias hacen posible. No más, pero tampoco menos. Resultaba perentorio encontrar el justo medio, alcanzar un consenso suficiente en torno a los fundamentos del régimen, un acuerdo capaz de integrar a la gran mayoría del espectro político, algo que nunca habían logrado los gobiernos isabelinos. El camino para ello no podía ser otro que el diálogo. Con su concurso, se aprobaría una

Constitución generosa dentro de la cual pudieran sentirse a gusto progresistas, moderados y unionistas, la oligarquía y las clases medias, los liberales y los católicos. Se trataba de reeditar el proyecto de unión liberal ideado por O´Donnell, pero con un sentido más amplio, tanto que solo quedaran fuera de él, y de manera temporal, los republicanos, por la izquierda, y los carlistas, por la derecha. Se trataba de que, por fin, el turno de partidos en el poder no supusiera la inmediata modificación del marco constitucional.

73 ¿QUIÉN SOÑABA CON UNA CATALUÑA GRANDE EN UNA ESPAÑA GRANDE? La frase es de Francesc Cambó, uno de los políticos catalanes y españoles más grandes de todos los tiempos. Pero preguntarse por ella equivale, en el fondo, a cuestionarse por la razón histórica de los nacionalismos periféricos. ¿Por qué nacieron en España nacionalismos competidores en Cataluña y el País Vasco en la segunda mitad del siglo XIX? Responder a esta cuestión exige mirar atrás, a la guerra contra Napoleón. Es una guerra nacional, pues ya no son solo las élites las que se sienten españolas; es también el campesino, el artesano, el cura de aldea. Pero esa nación que nace en 1808 se malogrará a lo largo de la centuria. La España que cruza la frontera del siglo XX es una nación tan poco orgullosa de serlo que hará decir al mismo Cánovas que eran españoles quienes no podían ser otra cosa. ¿Por qué esa frustración? El año 1812 pudo haber sido el alba de una España nueva que, entregada al liberalismo, hubiera puesto al día, modernizándolo, el proyecto colectivo de los ilustrados: una nación de ciudadanos libres e iguales. Aquellos hombres sabían con certeza a dónde

querían ir. Les faltaba un ingrediente esencial. El pueblo ya no era ahora un mero espectador, tomaba partido y lo hacía por la tradición. Se había levantado contra el francés, pero en nombre de su rey legítimo, de su fe, de sus costumbres. Y la fuerza que en otros países más avanzados proporcionaba la burguesía no existía aún en España. No quedaba sino el Estado. Los liberales requerían del respaldo del poder para poner en marcha sus ideas y ahí residió su tragedia más íntima y con ella la de su proyecto mismo: el Estado, ahora, no estaba dispuesto a seguirles, Fernando VII se entregó a la más brutal de las reacciones. La represión no arrancó la semilla liberal, la radicalizó, mientras se volvían también más extremistas los defensores de la tradición. La pugna del XVIII se convirtió en guerra abierta. Frente al proyecto nacional de los liberales, enraíza en una parte de la sociedad un antiproyecto, que no puede ser un proyecto alternativo porque niega el progreso, pero se muestra lo bastante fuerte para impedir su consolidación. Lo hará de dos formas. Primero, bajo ropajes carlistas, sosteniendo la visión tradicional, católica y monárquica de España, que, derrotada, sobrevivirá con bastante energía para despertar de nuevo en el tránsito entre los dos siglos y dar la batalla al proyecto de nación liberal luego evolucionado en democrático e incluso derrotarlo en la más cruenta de nuestras guerras civiles. Después, y a la vez, lo hará también dando origen a proyectos nacionales alternativos que serán capaces de disfrazar su esencia tradicionalista. Porque la pluralidad superviviente, sacada de su prologado letargo por aquel extendido mirar hacia el Medievo en busca de las raíces que se enseñoreó de Europa entera en las primeras décadas del XIX, encarna ahora con renovado vigor en el despertar cultural de las regiones. Y al poco, las burguesías de algunas de estas regiones, crecidas por el vigor de sus economías, desencantadas por los escasos progresos del proyecto común, abrazan su propio proyecto alternativo. Un proyecto que por más que se disfrace ahora con los ropajes de la modernidad, remite a lo cultural, lo étnico, lo irracional como fuente de argumentos legitimadores, y no a los elementos políticos, jurídicos y racionales que alimentan como principios fundamentales la moderna nación de ciudadanos unidos entre sí por los lazos de la solidaridad y la ley común.

Todo ello fue posible porque el Estado liberal español no fue capaz de utilizar con eficacia los instrumentos que en otros Estados sirvieron de fundente para aglutinar los diversos componentes regionales. La centralización administrativa perdió mucha de su eficacia como resultado del carácter partidista que pervirtió su funcionamiento, lo cual restaba legitimidad al nuevo Estado liberal que tanto la necesitaba, haciendo que el pueblo terminara por considerar lo público como el patrimonio de unos pocos. El esfuerzo en pro de la compilación de unos códigos legales únicos, iniciado en tiempos de Fernando VII, se dilató más de medio siglo y permitió excepciones significativas en el derecho civil. La unificación económica pareció avanzar a mayor ritmo. La Bolsa de Madrid abrió sus puertas en 1831; en 1845, España contaba ya con un sistema fiscal único y al poco se dotaría también de un banco central, el Banco de España. Pero la moneda única, la peseta, ingrediente esencial, tuvo que esperar a 1868 y su monopolio de emisión no le fue concedido al Banco de España hasta 1874. Los símbolos nacionales fueron olvidados por un Estado que ignoraba cuán imprescindible resulta a la formación de las naciones la invención de la tradición, que requiere de banderas, himnos, festejos, lápidas, conmemoraciones, nombres de calles que implanten en el alma colectiva la sensación de pertenecer a un ente común cuyos orígenes se pierden en el alba de los tiempos. La bandera, introducida por Carlos III en 1785 como enseña naval, solo se extendió al conjunto de las fuerzas armadas en 1843 y hubo que esperar a los años del Sexenio para que se convirtiera al fin en bandera nacional, y solo bien entrado ya el siglo XX su presencia en los edificios públicos se convirtió en preceptiva. Una suerte similar corrió el himno nacional, pues la Marcha de Granaderos oficializada por Carlos III solo se convirtió en el himno de la nación en 1908. La fiesta nacional, por último, no llegó hasta el siglo XX. Y mucho mayor fue el abandono en el que quedaron herramientas menores como los monumentos o los nombres de las calles, a los que no se prestó sino una atención escasa y tardía. No fue lo peor. Los tres instrumentos fundamentales de la forja de las naciones, las comunicaciones, la Escuela Primaria y el Ejército, recibieron del Estado mucha menor atención de la necesaria. El ferrocarril resultó incapaz de servir a su misión histórica: derribar los muros físicos y espirituales entre las provincias, y ayudó muy poco y muy despacio a crear

un mercado nacional. No lo hizo mejor la Escuela Primaria. Solo en 1857, gracias a la ley Moyano, contaría el país con un verdadero sistema educativo y con tales carencias que su eficacia resultaría mínima durante décadas. Los gobiernos liberales dejaron en manos de la Iglesia, que prefería formar católicos a formar españoles, la misión de enseñar; con ello, la alfabetización de las masas avanzaba a un ritmo muy lento y con ella su nacionalización, facilitando así la supervivencia de las lenguas, los mitos y los símbolos regionales. Y, por último, el servicio militar universal, poderosa herramienta nacionalizadora por su capacidad para debilitar arraigos regionales y diluir particularismos lingüísticos y culturales por medio de la instrucción de los reclutas, no fue capaz tampoco de servir al proyecto común. No lo fue por su tendencia a identificarse siempre con una parte del país frente a la otra, por su carácter clasista y por las funciones extrañas que se arrogaron los militares, transmutados en jueces y policías del orden público y garantes del honor patrio frente a ataques que procedían de dentro y no de fuera, buscando enseguida el enemigo interior y abriendo fracturas en el maltrecho cuerpo nacional. Por último, el enemigo exterior, cemento esencial en el proceso de gestación de las naciones, tan numeroso y fuerte en centurias precedentes, desapareció casi al tiempo que lo hacía la presencia internacional de España y faltó así ese vital ingrediente capaz de allanar rencillas. Los ingleses, dueños de Gibraltar, podían haberlo sido, pero eran demasiado fuertes. Las aventuras exteriores de la Unión Liberal, mediada la centuria, fueron demasiado cortas y lejanas para despertar fervor alguno entre las masas, al igual que proyectos como la unión de las naciones ibéricas o el panamericanismo. Solo al morir el siglo la joven república estadounidense sirvió por un tiempo como ese enemigo que necesitaba para terminar de hacerse a sí misma la nación española. Pero solo mientras se la tuvo por débil. Luego, revelada su verdadera dimensión, la guerra trajo la derrota, y la derrota, la desmoralización y otra nueva y más aguda, crisis de la conciencia nacional española.

74 ¿FUE EN REALIDAD UN DESASTRE LA PÉRDIDA DE LAS ÚLTIMAS COLONIAS ESPAÑOLAS? A mediados de la década de los noventa del siglo XIX las brasas de la guerra se habían reavivado en la isla de Cuba. Los intereses encontrados, las falsas promesas, la contumacia de los peninsulares cerrados a aceptar la más mínima autonomía para la isla, despertaron la furia independentista de los cubanos. Una nueva insurrección, dirigida por José Martí y Antonio Maceo, estallaba en febrero de 1895. Año y medio después, Filipinas seguía su ejemplo. Filipinas encontró la paz, una paz negociada. Pero en Cuba la lucha estaba ya enconada en exceso. La autonomía llegaba demasiado tarde. Las tácticas efectivas, pero brutales, del general Weyler perdían en el terreno diplomático lo que ganaban en el militar y el coloso estadounidense esperaba, con ansia creciente, una derrota española que le abriera las puertas del mercado cubano. Para forzarla bastaba con un pretexto y este lo ofreció la fortuita explosión del Maine, un crucero de los Estados Unidos de visita en el puerto de La Habana. David no venció a Goliat. En Cavite, primero, y en Santiago, después, la armada estadounidense despedazó sin miramientos a los obsoletos navíos españoles. La humillación fue brutal. La paz de París daba a Cuba la independencia y entregaba Filipinas y Puerto Rico a los Estados Unidos. Ya no cabía alimentarse de recuerdos de un pasado glorioso. La realidad del presente se había impuesto con toda crudeza. No existía manera alguna de rehuirla. Cumplía enfrentarse a ella con decisión.

Batalla de Cavite, 1 de mayo de 1898. El USS Olympia lidera el ataque sobre la escuadra española del contralmirante Montojo.

Un aldabonazo brutal agitó la conciencia colectiva. Cada español dio en convertirse en médico improvisado de la nación exangüe. Y todos, los políticos del turno, los republicanos, los nacionalistas, los intelectuales, los militares, el propio rey, se entregaron a un frenesí arbitrista que acumuló en breve lapso diagnósticos, recetas y programas de gobierno llamados a reanimar al enfermo. La regeneración se convirtió en una suerte de fórmula mágica cuya sola invocación parecía bastar para resolver los problemas del país. Luego, los ecos del desastre se apagaron y todo volvió a la normalidad. El nuevo rey, Alfonso XIII, alcanzó la mayoría de edad y se dispuso a desempeñar las tareas que le reservaba la Constitución. En apariencia, nada

había pasado; en la práctica, el Desastre tuvo repercusiones mucho más profundas que la simple amputación territorial de las últimas colonias patrias. No derribó al régimen de inmediato, pero actuó sirviendo de catalizador de unas fuerzas ya existentes que, intensificadas en su acción a partir de aquellos años y enfrentadas a la incapacidad del régimen para canalizarlas, terminarán por abatirlo. Las primeras repercusiones se manifestaron en el terreno de las ideas. Las voces críticas contra el régimen retumbaron ahora con fuerza mucho mayor. Y toda una generación de intelectuales, que toman su nombre de aquel año fatídico, entregará sus energías a reflexionar sobre el ser de España, regalando a esta algunas de las mejores páginas de su literatura y su pensamiento. Nada había de revolucionario en ellos; la mayoría detienen sus iras en el mero ataque al régimen y ponen sus esperanzas en las nacientes burguesías y las sufridas clases medias antes que en los obreros; en las fuerzas que reposan en los campos mucho antes que en la energía desconocida que se oculta en el seno mismo del proletariado industrial; en la reconstrucción del pasado mucho antes que en la construcción del futuro. Macías Picavea, Lucas Mallada, Joaquín Costa incluso, son más que nada arbitristas que saben muy poco de economía moderna y que, a fuerza de desconfiar del pueblo, terminan por recelar también del Parlamento y de la democracia. La Generación del 98 es otra cosa. No pretenden regenerar España; su objetivo es entenderla y entenderla a la luz de Europa. Por eso la recorren; marchan al extranjero para contemplarla con mayor perspectiva; se preguntan cuál es su ser y cuál su problema; la desmenuzan; la sienten, y el sentimiento les desgarra y les inspira. Y desde esa inspiración escriben Azorín, Valle Inclán, Machado, Unamuno, Baroja las mejores páginas de la literatura española en muchas décadas y dan inicio a la Edad de Plata de nuestra cultura. Tras ellos, los hombres del 14 y del 27 toman el testigo. De la mano de García Lorca, de Alberti, de Guillén, de Gerardo Diego, de León Felipe llega la poesía en español a sus más altas cotas desde el siglo XVII. Y las bellas artes siguen su ejemplo, original y ondulante en los edificios de Gaudí, costumbrista en las pinturas de Zuloaga, espectacular en Sorolla, puntillista en Regoyos; un ejemplo que se desborda en la obra universal de Picasso, Juan Gris, Miró y Dalí.

Pero no fue la crítica ni la literatura ni el arte la piqueta que derribó las instituciones canovistas, sino el progreso. Porque la pérdida de las colonias fue para España un revulsivo que aceleró el crecimiento de su economía y la modernización de su sociedad. Los capitales cubanos desembarcaron en la metrópoli, reavivando su industria, multiplicando sus bancos y fundiendo ambos con la argamasa del capital financiero. La población empezó a crecer a un ritmo mucho mayor. Frente a un incremento de dos millones de almas en los veinte años anteriores, entre 1898 y 1930 el crecimiento fue de cinco millones, y ello a pesar de una terrible epidemia de gripe, la de 1918-1919, que se llevó por delante más de doscientos mil españoles, y una masiva emigración hacia las Américas. Además, España iniciaba al fin una verdadera revolución demográfica. No solo descendía con intensidad la mortalidad. La natalidad empezaba a reducirse; se elevaba la esperanza de vida y mejoraban la higiene y la sanidad, mientras nuevas actitudes, mucho más modernas, hacia la familia y la descendencia se aprestaban a abrir brecha en la mentalidad tradicional. Las ciudades sufren una auténtica metamorfosis. Madrid y Barcelona alcanzan el millón de habitantes. Bilbao, San Sebastián, Valencia y Oviedo duplican su población. La industria crece a un ritmo acelerado que se revoluciona aún más cuando el estallido de la Gran Guerra abre mercados inmensos a las manufacturas españolas y las fuerza a multiplicar su producción para sustituir a las importaciones. La industria se diversifica; sus horizontes se ensanchan. Junto a la minería, el textil, la siderurgia, se desarrollan la producción de electricidad, la química, la fabricación de maquinaria, las industrias de bienes de consumo. Junto a Barcelona, Bilbao y Madrid, Santander, Sevilla y Valencia se incorporan a la senda del progreso de las manufacturas. El paso está dado. Aunque con menos vigor que sus vecinos más avanzados. España ha entrado ya en la era del capital financiero. Es cierto que queda aún mucho camino por recorrer. Junto a la España industrial, la España dinámica y moderna, existe todavía un país agrario, pasivo, tradicional. Los desequilibrios no se atenúan con el crecimiento, se agravan. Ni la repatriación de capitales ni la Primera Guerra Mundial libran al campo español del peso muerto del latifundismo absentista que ejerce todavía sobre el país su dictadura de bajos rendimientos, pan caro y aranceles elevados, que limita su demanda y lastra el desarrollo de su industria. Y esta,

superada la coyuntura excepcional de la Gran Guerra, es incapaz de sobrevivir al margen del férreo proteccionismo del Estado, cada vez más intenso entre 1900 y 1923. Pero las nuevas fuerzas son imparables y su irrupción arrastra un sinfín de cambios. Ni la sociedad es la misma ni lo es su mentalidad ni lo son sus aspiraciones.

LA SEGUNDA REPÚBLICA

75 ¿CUÁNDO UNA CONSTITUCIÓN QUE PARECÍA CONTENTAR A TODOS TERMINÓ POR NO CONTENTAR A NADIE? El progreso económico experimentado por el país después de 1898 aceleró los cambios sociales. Junto a la oligarquía tradicional de terratenientes, generales, obispos, aristócratas y financieros, nace ahora una gran burguesía industrial, en especial en Cataluña y el País Vasco; junto a las clases medias tradicionales, unas pequeñas burguesías más dinámicas y críticas que no se sienten representadas por el tinglado caciquil del régimen; junto al campesinado pobre que labra la tierra ajena o trata de arrancar a la suya una cosecha miserable, el proletariado industrial que se afana con tesón para mover las ruedas de esa industria que hacia 1930 iguala ya a la agricultura en peso respecto al total de la producción nacional. Ninguno de ellos tiene ya bastante con el sufragio adulterado; ninguno está contento con su suerte ni considera imposible mejorarla; ninguno, en fin, contempla con simpatía a

unos partidos decrépitos que se hunden poco a poco entre la ausencia de sus fundadores, las querellas de sus herederos y la quiebra inexorable de los mecanismos sobre los que habían asentado su hegemonía, solo posible en aquella España rural y atrasada que empezaba ya a dejar de serlo. Por ello, mientras liberales y conservadores se hunden en el descrédito, nuevas fuerzas políticas nacidas fuera del sistema despliegan una actividad creciente. El desarrollo de las economías vasca y catalana, la herencia carlista, la frustración de sus burguesías con los fracasos del proyecto nacional español y el despertar cultural de sus lenguas vernáculas se conjugan en la aparición de corrientes nacionalistas que terminan por cristalizar en partidos políticos. Más aptas para vehicular los intereses de las burguesías y clases medias emergentes, plantean un proyecto nacional alternativo, bien con intención de romper por completo con España, como es el caso del Partido Nacionalista Vasco de Sabino Arana, que ve la luz en 1895; bien con la de redefinir e incluso dirigir el proyecto común desde nuevos postulados, menos centralistas y más respetuosos con las peculiaridades históricas y culturales de algunas regiones del país, como es el caso de la Lliga Regionalista Catalana, fundada por Prat de la Riba en 1901. Mientras, las clases medias, el sector más cualificado del proletariado industrial y un grupo nada despreciable de intelectuales críticos con el régimen alimentan con su fuerza creciente un republicanismo que empieza a salir por fin del personalismo y el arcaísmo organizativo para mirar al futuro con mayor confianza. Dos nuevas figuras vehiculan esta transformación: Alejandro Lerroux, líder del nuevo Partido Radical, fundado en 1908, acaudilla, no sin cierta demagogia, la sensibilidad republicana más proclive al entendimiento con el proletariado organizado; Melquíades Álvarez, fundador en 1912 con Gumersindo de Azcárate del Partido Reformista, dirige la más inclinada al entendimiento con la monarquía, que pretende democratizar desde dentro antes que derribar desde fuera. A la izquierda de ambos, las fuerzas organizadas del proletariado industrial plantean al sistema un envite cada vez más enérgico. Violento en el caso del anarquismo, que se desliza con intensidad creciente por el escabroso terreno de la huelga general revolucionaria y la propaganda por el hecho, siempre planeando sobre la estrategia de la nueva central sindical anarquista, la Confederación Nacional del Trabajo fundada en 1910; cada vez más político en el caso del PSOE, que va dejando de lado su guesdismo inicial

para acercarse a los republicanos y formar con ellos un frente capaz de fortalecer el peso parlamentario de la oposición al régimen y minar sus bases desde dentro para, llegado el momento, sustituirlo por una República. Ante estos retos el régimen careció de respuesta. Las instituciones diseñadas por Cánovas, quizá adecuadas para dar cabida política a la España de 1876, no lo eran ya para representar a la del primer tercio del nuevo siglo. Cada vez más despegado de la realidad social del país, se reveló incapaz de reformarse a sí mismo para dar entrada a las nuevas fuerzas sociales y asumir sus demandas democratizadoras. Las instituciones fallaron, pero también las personas. Alfonso XIII se implicó en exceso en los problemas políticos y tomó decisiones en función de su propia percepción de la opinión del país, distorsionada por la formación que había recibido, que no le capacitaba para asumir las crecientes demandas de democracia de los obreros y las clases medias, y por la influencia reaccionaria de su entorno palatino y militar. Los partidos dinásticos no supieron tampoco renovarse para convertirse en vehículos capaces de representar a una opinión pública creciente en número e interés por la política y, anclados en sus redes caciquiles, cada vez más inoperantes en aquella España más industrial, urbana y culta, entraron en un proceso de desarticulación interna. La muerte de sus líderes históricos, Cánovas y Sagasta, no dio paso a la aparición de nuevos jefes incontestables, sino a la lucha entre un número creciente de facciones incapaces de construir en las Cortes mayorías suficientes y estables. Por último, la respuesta miope de las élites, que se atrincheraron en la defensa del régimen llegando a boicotear cualquier intento de reforma, terminó por convertirse en un factor más de su descomposición. La actitud más cerril la protagonizaron dos instituciones, la Iglesia y el Ejército que se consideraban depositarias de las esencias de la nación y cuya postura contribuyó a radicalizar las posiciones de las fuerzas contrarias al régimen, condenándolo a muerte.

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¿QUÉ DICTADOR ESPAÑOL DEL SIGLO XX QUERÍA SER UN CIRUJANO DE HIERRO Y TERMINARON ECHÁNDOLE DEL HOSPITAL? Antes que apostar por las reformas, las élites del país prefirieron hacerlo por la dictadura. En apariencia, el disparador del golpe de Estado que colocó en el poder al capitán general de Cataluña no fue otro que las posibles repercusiones del llamado Expediente Picasso, que se había abierto con el fin de depurar las responsabilidades por un nuevo desastre, el sufrido por el Ejército en julio de 1921 en Annual, en el norte de África, donde las tropas españolas trataban de someter a las tribus rebeldes a la ocupación hispanofrancesa. El contenido del expediente, que revelaba no solo la incompetencia de buena parte de las autoridades implicadas, sino que llegaba a salpicar al propio rey, habría explicado así un golpe que el mismo Alfonso XIII no tardó en legitimar llamando a su cabecilla a formar Gobierno. Pero debajo de estos hechos subyace la verdadera cuestión. El golpe venía a significar el fracaso de la vía reformista a la democracia, la confesión de impotencia del régimen para cambiar en la dirección que le marcaba el signo de los tiempos. Por el contrario, la dictadura a la que daba paso, tan pintoresca como la campechana personalidad del dictador, suponía una apuesta de las clases dirigentes del país, amparadas por la Iglesia y el Ejército, por la vía autoritaria de preservación de sus intereses, y, en cierto sentido, por una fórmula propia de regeneracionismo, desde arriba, pero sin alterar lo esencial del orden económico, social y político. Primo de Rivera se identificaba con aquel «cirujano de hierro» que, según había escrito Joaquín Costa, debía operar el cuerpo nacional para prepararlo para la democracia, pero solo en los primeros momentos.

Miguel Primo de Rivera con el rey Alfonso XIII a comienzos de 1930. «A mí no me borbonea nadie», parece que dijo el dictador poco antes de abandonar el cargo.

Hasta 1925, el régimen careció de instituciones propias. Su gobierno no era sino un directorio militar que mantenía suspendida la Constitución, reprimía toda oposición y trataba de dar solución urgente a lo que, desde su perspectiva, eran los problemas patrios. Pero ninguno de los verdaderos problemas recibió atención. El de la representatividad de las instituciones ni se planteó; la cuestión social se trató como una mera cuestión de orden público, como los nacionalismos catalán y vasco, que sufrieron humillaciones gratuitas de las que no podía derivar sino su radicalización. Solo el problema marroquí recibió respuesta eficaz, gracias a una acción militar conjunta con Francia que permitió un nutrido desembarco de tropas en Alhucemas (1925) y, tras caer derrotado su principal instigador, el caudillo rifeño Abd-el-Krim, terminó con los disturbios en el protectorado.

Si en la mente del dictador hubiera estado actuar como el cirujano de hierro, se habría retirado entonces. Pero había algo más. Se trataba de ensayar una vía de modernización del país que no cuestionara el orden establecido. Por ello, Primo no solo permaneció en el poder, sino que trató de dotar a lo que hasta entonces no había sido más que una situación de hecho de un entramado jurídico que hiciera de su gobierno un verdadero régimen. En 1925 dio así comienzo la institucionalización de la dictadura. Se concretó en un Directorio Civil, integrado ya por verdaderos ministros; un partido único, la Unión Patriótica, ideado para nutrir al régimen de cuadros políticos y administrativos; un órgano representativo, la Asamblea Nacional Consultiva, que habría de dar a España una nueva Constitución; y una política económica intervencionista orientada a acelerar, bajo tutela del Estado, el desarrollo económico del país. Pero casi nada era lo que pretendía ser. El Directorio sí fue un verdadero Gobierno y contó con algunos ministros de gran valía personal, como Calvo Sotelo, Aunós o el conde de Guadalhorce, pero no sucedió así con las demás instituciones. La Unión patriótica no fue nunca un partido, sino, en todo caso, un movimiento precario en ideas, deficiente en organización y pobre en talento en el que se integraron tan solo arribistas sin escrúpulos. La Asamblea era, desde luego, consultiva, pues en ningún momento se comprometió el dictador a seguir sus indicaciones, pero tenía poco de nacional, pues casi todos sus miembros procedían de la Unión Patriótica. Y la Constitución que redactó nunca pasó del papel, pues era un documento tan conservador que incluso desagradó al propio dictador. Solo la política económica y, con matices, la obra social del régimen parecían apuntarse un éxito tras otro. España cambió. Las Confederaciones Hidrográficas iniciaron la explotación de los recursos hídricos del país. Los ferrocarriles, las carreteras, las líneas telefónicas y las emisoras de radio se multiplicaron. La industria recibió un gran impulso, alimentada por la creación de monopolios y bancos públicos, las inversiones del Estado y el proteccionismo arancelario, hasta alcanzar al sector primario en peso dentro del PIB, que creció a ritmo desconocido. Las relaciones sociales parecieron disfrutar un período de calma, favorecidas por la bonanza económica y la introducción de pensiones de maternidad, subsidios para las familias numerosas e instituciones de arbitraje laboral que funcionaban bajo la tutela del Estado y que contaron

incluso con la participación del PSOE y la UGT. El Gobierno parecía seguir al pie de la letra el programa regeneracionista, sembrando el país de escuelas, llenando de pan las despensas y llevando la paz a los campos y las calles. Pero se trataba de un panorama engañoso. La oposición existía y se fortalecía a cada error del dictador. La economía crecía, pero gracias a un presupuesto extraordinario que cargaba con ingentes deudas las arcas públicas. Las relaciones sociales eran menos tensas que diez años antes, pero distaban de ser idílicas. A la organización corporativa del trabajo se oponían enemigos tan fuertes como la misma patronal, que recelaba de la presencia del socialismo en las instituciones, y los anarquistas, que la consideraban una traición a sus intereses de clase. La educación avanzaba, pero al precio de cerrar la boca de los disidentes y conculcar la libertad de cátedra en escuelas, institutos y universidades que pronto se convirtieron en activos nidos de oposición contra la Dictadura. El Ejército mismo terminó por volverse contra su criatura, cansado de las arbitrariedades de Primo en materia de ascensos. Y el nacionalismo catalán, agraviado por la suspensión de la ya escasa autonomía de la región y la prohibición de todos sus símbolos, se embarcó en una deriva radical que sobrepasó a la moderada Lliga en beneficio de opciones extremistas como Estat Catalá, predecesor de la futura Esquerra Republicana de Catalunya. Las clases medias, en fin, no solo iban apartándose de un régimen que carecía de afán alguno de implantar la democracia, sino que terminaron por detestar a la monarquía que lo amparaba. Los partidos republicanos recogían cada día un poco del desencanto, el hartazgo y el cansancio que se iban apoderando de los españoles. Cuando todos estos procesos coincidieron en el tiempo con la crisis económica, la inflación desbocada, la alarmante depreciación de la peseta y el desmesurado déficit público privaron al dictador de la única arma que le quedaba. Abatido, perdido el apoyo del propio rey, no se le ocurrió otra salida que consultar a quienes le habían colocado en el poder. Los jefes militares se pronunciaron contra su continuidad y forzaron su dimisión, que se produjo en enero de 1930. Nuevos horizontes se abrían para España.

77 ¿CUÁNDO UNAS ELECCIONES MUNICIPALES DERRIBARON UN GOBIERNO? En enero de 1930, Primo de Rivera abandonó el poder. Alfonso XIII se encontraba entonces ante una difícil situación. ¿Qué podía hacer? Cabía buscar otro general que sustituyera al dictador. Era posible también que el propio monarca asumiera la dictadura, como acababa de hacer en Yugoslavia el rey Alejandro. Pero lo más fácil, en apariencia, era restablecer la vigencia de la Constitución y convocar elecciones como si no hubiera pasado nada. Ninguna de estas salidas era factible. Las dos primeras porque no eran sino una fuga hacia delante; la última, porque no quedaba nada del sistema de partidos de la Restauración. Así, el rey optó por un retorno gradual a la monarquía constitucional. Ofreció el Gobierno al anodino general Dámaso Berenguer con el encargo de liderarlo con tiempo suficiente, creía Alfonso, para que se reconstruyeran los partidos dinásticos y convocar luego las elecciones. Se trataba de un craso error, el Error Berenguer, como enseguida lo titulara Ortega y Gasset. Una labor así habría exigido un consenso social y político que no podía de ningún modo alcanzar Berenguer. Sus gestos aperturistas, los indultos, la progresiva vuelta a la actividad de partidos y sindicatos, el desmantelamiento del entramado corporativista de la Dictadura, no sirvieron de nada, y el intento de reconstruir los viejos partidos se reveló imposible. Al contrario, la relativa libertad de que disfrutaba la oposición la fortaleció, en especial a republicanos y socialistas, haciendo aún más difícil la vuelta a la situación de 1923. Huelgas y manifestaciones se sucedieron en la primavera y el verano de 1930, hasta el punto de que cada vez más conservadores volvían sus ojos hacia la república, seguros de que la monarquía no servía ya para preservar el orden social. Decididos a sacar ventaja, los republicanos se organizaban. El 17 de agosto de 1930, se reunieron en la capital guipuzcoana los representantes de las principales fuerzas republicanas, los nacionalistas catalanes, y, a título personal, el socialista Indalecio Prieto. El denominado Pacto de San

Sebastián, nacido de aquella reunión, incluía la creación de un Comité Revolucionario para preparar un golpe civil y militar que habría de traer la república y la autonomía de Cataluña. En octubre, el PSOE y la UGT se sumaban al pacto, incorporándose al Comité. La CNT no se sumó, pero resultaba inconcebible que, llegado el caso, permaneciera impasible mientras era atacada la monarquía, defendiéndola así con su pasividad. Del otro lado, la derecha era incapaz de organizarse. Las nuevas fuerzas llamadas a sustituir a los partidos dinásticos no terminaban de cuajar. Valedores de la obra de la Dictadura, como la Unión Monárquica Nacional, o incluso más radicales, como el Partido Nacionalista Español o la Juventud Monárquica Independiente, difícilmente podían converger con intentos de resucitar la monarquía parlamentaria como los Constitucionalistas, en cuyas filas militaban los políticos no republicanos de mentalidad más abierta. En el otoño de 1930, mientras la tensión social crecía, los conspiradores, del ahora «Gobierno Provisional de la República», ultimaban los preparativos del golpe, perfilado ya como un pronunciamiento militar apoyado en las calles por una huelga general. Pero la mala coordinación dio al traste con los planes trazados. El 12 de diciembre, los capitanes Galán y García Hernández eran derrotados en Jaca mientras en Madrid fracasaba la intentona golpista en Cuatro Vientos y era detenido una parte del Gobierno Provisional. Pero el fracaso fue solo aparente. El fusilamiento de los capitanes rebeldes dio a la República sus primeros mártires y gran simpatía entre las masas mientras los monárquicos se desmoralizaban aún más. A pesar de ello, Berenguer convocó elecciones generales para el 1 de marzo. Casi todos los partidos proclamaron su retraimiento. Sin apoyos, dimitía el 14 de febrero de 1931. El rey trató entonces, demasiado tarde, de iniciar una apertura del régimen. Uno tras otro, ofreció el Gobierno a los líderes de la oposición más moderada, pero todos ellos fracasaron o rehusaron su ofrecimiento. Entonces, como última salida, presionó a los viejos políticos monárquicos para que aceptaran entrar en un gabinete que, bajo la presidencia teórica del almirante Aznar y el control real del astuto conde de Romanones, tendría como misión la vuelta a la normalidad constitucional por medio de sucesivas elecciones. Las primeras habían de ser las municipales, que fueron convocadas para el 12 de abril de 1931.

Contra toda previsión, el resultado de los comicios cambió la historia de España. Si nos limitamos a los números, los vencedores habrían sido los monárquicos. Pero en las grandes ciudades y las capitales de provincia, es decir, en los distritos donde el voto podía emitirse sin enjuagues caciquiles, el triunfo republicano fue aplastante. Todo podría haber seguido igual; las elecciones, a la postre, eran municipales. Sin embargo, no fue así. El impacto psicológico de unos resultados mucho peores de lo esperado, sumado al pronunciamiento negativo del general José Sanjurjo, director de la Guardia Civil, que informó a los ministros de que ya no se podía confiar en el cuerpo bajo su mando para sostener la monarquía, decidió las cosas. La noche del día 12, el conde de Romanones hizo públicas unas declaraciones en las que admitía la derrota. La suerte estaba echada. Consultados por el rey los ministros, solo uno, el ultraconservador Juan de la Cierva, se mostró partidario de recurrir a la fuerza. Mientras, el Gobierno Provisional no lo tenía tan claro. La mayoría de sus miembros apostaba por la prudencia. Pero la decidida acción de las masas populares, que el día 13 de abril inundaron las calles cantando a gritos el Himno de Riego e incluso la Marsellesa, insufló ánimos a sus ministros. El 14 de abril, a las seis de la mañana, la República era proclamada en la villa guipuzcoana de Eibar. Poco después del mediodía, Lluis Companys, de Esquerra Republicana de Catalunya, alcalde electo de Barcelona, lo hace desde una ventana del ayuntamiento, y media hora más tarde le imita su jefe Francesc Macià, que proclama la República Catalana «[…] como Estado integrante de la Federación ibérica». La bandera tricolor, la vieja enseña del Partido Republicano Federal, ondeaba en las calles. Alcalá-Zamora y los suyos no podían malgastar la nueva oportunidad que la historia les brindaba.

Proclamación de la Segunda República en la Puerta del Sol de Madrid, 14 abril de 1931. Fotografía de Alfonso Sánchez Portela.

A primera hora de la tarde, el conde de Romanones se ponía en contacto con el Gobierno Provisional para ofrecerle una salida pactada. Alfonso XIII saldría del país y dejaría encargada la formación de un gobierno a un político constitucionalista con la misión de convocar comicios a Cortes Constituyentes. Pero Alcalá-Zamora se niega a cualquier pacto. El rey, dice, habrá de partir de inmediato y el poder pasará íntegro y sin hipoteca alguna al Gobierno Provisional. Descubierto su farol, el conde acepta. Poco después, la tricolor se iza en el Palacio de Comunicaciones. Los madrileños son presa del júbilo. Una multitudinaria manifestación se congrega en la Puerta del Sol, a la espera de que los ministros del Gobierno Provisional, que se dirigen hacia allí en lenta caravana de vehículos entre el fervor de la multitud, entren en el Ministerio de Gobernación y proclamen oficialmente el nuevo régimen. Son las ocho cuando entran por la puerta principal del Ministerio. Un cuarto de

hora después, Alfonso XIII sale del Palacio Real rumbo a Cartagena donde el crucero Príncipe Alfonso le espera para llevarle a Marsella. Tras de sí deja un trono vacante, del que no ha abdicado, y un manifiesto que comienza con las famosas palabras «Las elecciones celebradas el domingo me revelan claramente que no tengo hoy el amor de mi pueblo […]». Con razón podrá escribir después Miguel Maura, ministro de la Gobernación del Gobierno Provisional, que, así, «[…] suavemente, alegremente, ciudadanamente, había nacido la Segunda República española».

78 ¿QUIÉN CONSIDERÓ UNA ENORMIDAD LA PROCLAMACIÓN DE LA II REPÚBLICA ESPAÑOLA? La cuestión religiosa, o, en otras palabras, el problema planteado por la necesidad de dar nueva forma legal a las relaciones entre la Iglesia católica, acostumbrada a un vínculo privilegiado con la monarquía alfonsina, y un Estado republicano que, en tanto democrático, no podía ser sino neutro en materia religiosa, sin duda determinaría la actitud definitiva hacia el régimen de los católicos que constituían aún la gran mayoría del país. El problema no era simple. Además, lo agravaba la escasa disposición de algunos sectores de la jerarquía eclesiástica a renunciar a lo que consideraban derechos más que privilegios. Y no lo complicaba menos la intención de la izquierda republicana de ir más allá de la mera separación entre la Iglesia y el Estado para poner en marcha un proceso de secularización social que solo sería realidad si la Iglesia quedaba privada de la mayoría de sus instrumentos de influencia en la economía, la sociedad, la política y la cultura del país.

El Gobierno Provisional se mantuvo en una posición respetuosa con los católicos, limitándose a afirmar la futura separación entre la Iglesia y el Estado, principio luego confirmado por la Constitución. Pero la paz duraría poco. Para muchos católicos la libertad religiosa proclamada por el Gobierno constituía ya una agresión, pues equivalía a conceder al error los mismos derechos que a la verdad. Y, por desgracia, buena parte de la jerarquía eclesiástica compartía esta visión retrógrada. Aunque prelados tan conspicuos como Francesc Vidal i Barraquer, cardenal-arzobispo de Tarragona, o el mismo nuncio de la Santa Sede, Federico Tedeschini, acogieron con respeto el nuevo régimen, otros no menos prominentes, como Pedro Segura, cardenal-arzobispo de Toledo y primado de la Iglesia española, reaccionaron con extrema dureza. El cardenal Segura publicó el 7 de mayo una durísima pastoral en la que se deshacía en elogios hacia Alfonso XIII y la monarquía, ponía en guardia a los católicos contra el posible daño a los derechos de la Iglesia que supondría la secularización del Estado y les conminaba a organizarse para acudir a las urnas a defender su fe de los ataques de quienes se esforzaban en destruir la religión. Acto seguido, Segura convocó en Toledo a los obispos españoles, que el 9 de mayo redactaban una pastoral colectiva en la que formulaban su protesta por la violación efectiva o en proyecto de diversos derechos de la Iglesia. Aunque el documento no se hizo público hasta junio, al día siguiente tuvieron lugar unos sucesos llamados a envenenar de manera dramática las relaciones entre una gran parte de los católicos españoles y el nuevo régimen. El domingo, día 10 de mayo, se inauguraba en la céntrica calle de Alcalá de Madrid un círculo monárquico. Los sones de la marcha real, que llegaban al exterior a través de las ventanas abiertas, indignaron a algunos paseantes. Pronto comenzaron a formarse grupos, los ánimos se encresparon y hubo de intervenir la policía. Sin embargo, los espíritus, que podían haberse serenado entonces, permanecieron inquietos. Algunos de los republicanos más extremistas decidieron marchar hacia las cercanas oficinas del conocido diario monárquico ABC con la intención de incendiarlo. La Guardia Civil intervino, pero dos personas murieron y se produjeron algunos heridos. Todo podía haber quedado en un incidente lamentable, aunque de escasas repercusiones políticas, pero no fue así. Al día siguiente, 11 de mayo, nueve

edificios religiosos fueron incendiados en Madrid sin que el gobierno moviera un solo dedo para impedirlo. Cuando por fin lo hizo, proclamado en la capital el estado de guerra, ya era tarde. Los disturbios se habían extendido por amplias zonas del país, donde durante tres días, ardieron más de un centenar de iglesias, conventos y colegios. En días posteriores el ambiente pareció caldearse cada vez más. El 13 de mayo el cardenal Segura abandonaba España por haberse negado el gobierno a garantizar su seguridad personal; el 18, el católico Maura expulsaba del país a Mateo Múgica, obispo de Vitoria, acusado de actividades antirrepublicanas. Poco más tarde, a principios de junio, se hacía pública la declaración colectiva de los obispos redactada en mayo y Segura volvía de incógnito a España, pero era detenido y conducido hasta la frontera. Dos meses después, en agosto, el vicario general de la diócesis de Vitoria era detenido en la frontera francesa con cartas de su obispo en las que daba instrucciones para la venta a testaferros de los bienes del clero. La ruptura definitiva entre la Iglesia y el régimen parecía inevitable. Solo la actitud dialogante de una parte de la jerarquía católica, encabezada por Tedeschini y Vidal, y el talante receptivo de destacados miembros del Gobierno, como su propio presidente, el católico Alcalá-Zamora, y el ministro socialista Fernando de los Ríos, mantuvieron abierto el diálogo. La cuestión religiosa podría haberse resuelto todavía con inteligencia y moderación. Fue la ulterior actitud del Gobierno en los debates constitucionales y su política en materia de enseñanza lo que convirtió en imposible una salida dialogada del problema. Pero aquel 11 de mayo de 1931 hizo que muchos católicos españoles ya no volvieran a confiar en la República. A sus ojos, tenían ahora razón los que semanas antes, sin motivo alguno, habían proclamado que el nuevo régimen sería enemigo declarado de la fe. Paralizado por un acendrado e irracional prejuicio anticlerical que, en el fondo, hacía que en su fuero interno algunos ministros se alegrasen de lo que ocurría, el Gobierno había regalado a la derecha más reaccionaria un arma de enorme poder movilizador que no dudaría en usar contra el régimen y que, a la larga, facilitaría mucho las cosas a quienes se alzaron en armas contra él.

79 ¿CÓMO PODÍA SER UN PROBLEMA EN EL MISMO PAÍS LA EXISTENCIA DE JORNALEROS SIN TIERRA Y DE PEQUEÑOS PROPIETARIOS AGRARIOS?

La cuestión agraria era la de mayor trascendencia a la que debía enfrentarse el nuevo régimen. Dejando de lado el referido sector exportador vinculado a los cítricos levantinos y a unos pocos productos más, la agricultura hispana gemía bajo el peso de una insufrible contradicción. En las regiones del centro y noroeste del país, un agudo minifundismo engendraba una baja productividad crónica, generadora de una aguda miseria que apenas se resolvía en una continua emigración. En las del sur, el latifundismo, unido al absentismo de unos propietarios sin mentalidad empresarial que residían en las ciudades, producía un fortísimo paro que conducía año tras año a la desesperación a casi dos millones de campesinos sin tierra ni esperanzas. Estas parecieron llegar con la república, cuya mera existencia equivalía, en las mentes de muchos braceros del campo cada vez más organizados, a una promesa de que las cosas iban por fin a cambiar. De que su esperanza no dejara paso a la frustración dependía, más que de ninguna otra cosa, la estabilidad del régimen. Por ello, los primeros decretos del Gobierno Provisional fueron los denominados agrarios, obra de los ministros socialistas de Trabajo, Francisco Largo Caballero, y Justicia, Fernando de los Ríos. Promulgados entre los meses de abril y julio de 1931. Su objetivo, tan urgente como necesario desde la perspectiva del partido al que pertenecían sus autores, no era otro que el de mejorar en lo posible las condiciones laborales de los campesinos, ofreciéndoles un anticipo de la reforma agraria que habrían de aprobar las Cortes. Su contenido establecía la prohibición de desahuciar a los arrendatarios de fincas rústicas y autorizaba el arrendamiento colectivo; fijaba en ocho horas la jornada laboral y establecía un estipendio mínimo; obligaba a los propietarios a contratar a todos los braceros de su comarca antes de traer mano de obra de fuera con el fin de evitar así la rebaja artificial

de los salarios, les forzaba, asimismo, a mantener sus tierras en producción, y, por último, extendía al campo los beneficios de los jurados mixtos de arbitraje en asuntos laborales y de la legislación de accidentes de trabajo. Pero se trataba de medidas de choque; nada cambiaría si no lo hacía la estructura social y económica del campo español, y esto no sucedería si el Estado no intervenía alterando de forma radical el reparto de la propiedad de la tierra. Por esa razón, el Gobierno Provisional no solo había instado a una rápida convalidación por las Cortes de los decretos agrarios, sino que había creado una comisión técnica dependiente del Ministerio de Justicia con el encargo de elaborar un anteproyecto de ley de reforma agraria. Dicha comisión, presidida por el ilustre jurista Felipe Sánchez Román, terminó su labor el 20 de julio de 1931. El contenido del texto proponía una reforma basada en la expropiación indefinida del usufructo, no de la propiedad, de las fincas con una extensión superior a 300 hectáreas en secano y 10 en regadío. La expropiación sería urgente en las provincias donde se concentraba la mayor parte de los latifundios, es decir, las ocho de Andalucía, las dos extremeñas, Toledo y Ciudad Real. En las tierras así obtenidas se asentarían, a título de colonos, unas sesenta mil familias al año, a las que, una vez organizadas en régimen de cooperativa, se entregarían también animales y aperos necesarios para el cultivo. Para organizar el proceso se constituiría un Instituto de Reforma Agraria que obtendría los fondos necesarios de un crédito especial financiado a partir de un gravamen específico sobre los latifundios. Los inspiradores del proyecto, entre ellos los mayores expertos del país en la cuestión, como Pascual Carrión, Antonio Flores de Lemus o Juan Díaz del Moral, pensaban que, de este modo, en unos diez o quince años quedaría resuelto el problema social del campo español.

Jornaleros andaluces en 1932. La miseria que sufrían los dos millones de campesinos sin tierra que había en España en los años treinta y la esperanza con que recibieron la proclamación de la república obligaban a esta a dar una respuesta a sus anhelos.

Sin embargo, el contenido del proyecto no gustó a los socialistas. Para ellos, no solo era demasiado lento, sino que resultaba insatisfactoria la consideración de colonos que tendrían los campesinos asentados. En consecuencia, el Gobierno Provisional encargó un nuevo texto a una comisión ministerial presidida por el mismo Alcalá-Zamora, que terminó sus trabajos el 25 de agosto de 1931. Pero los planteamientos del nuevo documento apenas diferían del anterior. Variaba tan solo la definición de las tierras expropiables, sobre las que establecía una priorización. En primer lugar, se expropiarían las tierras de origen señorial, seguidas por las que concentraran un determinado porcentaje en un solo término municipal y las manifiestamente abandonadas. Pero las indemnizaciones que establecía el proyecto eran muy elevadas, lo cual o bien dispararía el coste de la reforma o

la condenaría a un ritmo aún más lento que el previsto por la comisión técnica. Los socialistas rechazaron también, en consecuencia, el nuevo proyecto. En los meses siguientes, las tensiones provocadas por el rechazo del proyecto, sumadas a la cuestión religiosa, rompieron el Gobierno Provisional y detuvieron los debates sobre la reforma agraria. El definitivo proyecto de ley sería al fin presentado a las Cortes por el ministro de Agricultura de Azaña, Marcelino Domingo, el 24 de marzo de 1932. Pero el debate a que dio lugar fue ralentizado por el escaso interés que despertaba el tema en los diputados de la izquierda republicana, la actitud de los lerrouxistas, hostiles a ciertos aspectos del proyecto, y la táctica obstruccionista de la minoría agraria, representante de los intereses de los propietarios. Todo cambió en agosto tras el fracaso de la sublevación del general Sanjurjo que estimuló y cohesionó en la Cámara a las izquierdas, forzó a los radicales a solidarizarse con el Gobierno e impidió la obstrucción. El día 18 de aquel mes, Azaña intervino ante las Cortes para proponer que las fincas de los implicados en la conspiración fueran expropiadas sin indemnización, propuesta que, al ser aprobada, supuso la incautación de unas 40 000 hectáreas. Más tarde, el texto de la ley fue modificado en un sentido radical por una enmienda que planteaba la expropiación sin indemnización de los bienes rústicos de la extinguida grandeza de España, lo que suponía incrementar en más de 500 000 hectáreas el volumen de tierras disponibles. Por fin, el 9 de septiembre de 1932, la ley de Reforma Agraria fue aprobada en su totalidad con el voto de todos los republicanos, incluidos Lerroux y Maura. Además de la expropiación de las tierras de los grandes, la ley estipulaba una compleja relación de criterios por los cuales una tierra podía ser expropiada con indemnización. De momento solo se aplicaría en las 14 provincias latifundistas del sur de España y habría de atenerse a un presupuesto de 50 millones de pesetas anuales, el mínimo previsto por la ley, lo que implicaba una aplicación muy pausada. Además, el Instituto de Reforma Agraria no resultó un organismo ágil, así que se llegó a la época de siembra sin que la reforma se hubiera iniciado. La situación de práctica emergencia social de varias provincias obligó, sin embargo, a tomar una medida de urgencia. Los precios del trigo se habían hundido como consecuencia del gran volumen de la última cosecha, lo que movió a muchos

propietarios a dedicar sus tierras a pastos. Esta decisión podía arruinar a los arrendatarios, que respondieron ocupando fincas. Por ello, el 1 de noviembre se aprobó un decreto de intensificación del cultivo, en virtud del cual las fincas no cultivadas podrían ser ocupadas por labradores sin tierra durante dos años. Un total de 40 000 campesinos, la mayoría en Extremadura, fueron asentados. Pero la reforma siguió avanzando a un ritmo muy pausado. Cuando la izquierda abandonó el poder habían recibido tierras doce mil familias. Y para entonces los campesinos habían perdido ya la fe en la vía reformista y volvían sus ojos hacia quienes apostaban por soluciones más drásticas. Una nueva amenaza, esta vez desde la izquierda, se cernía sobre la frágil República.

80 ¿CÓMO TRATÓ LA II REPÚBLICA DE CONTENTAR, SIN ÉXITO, A LOS NACIONALISTAS CATALANES Y VASCOS? La República había de enfrentarse de forma decidida a la conocida como «cuestión regional», consecuencia del parcial fiasco del proyecto nacional español en los términos en que había sido formulado por los liberales del siglo XIX. Fracasada la unidad conformada sobre la uniformidad, parecía imprescindible dar cauce legal a la pluralidad, dotar al Estado español de una forma capaz, a un tiempo, de servir de instrumento a una verdadera democracia liberal y de canalizar las crecientes demandas de autonomía regional vehiculadas por los nacionalismos periféricos. Y ello sin abrir así la veda para una cascada de reivindicaciones y recelos entre las distintas regiones de España.

El mismo 14 de abril de 1931, antes de que Alcalá-Zamora proclamara oficialmente la República, Francesc Macià, independentista confeso y líder de la Esquerra Republicana de Catalunya, había proclamado la República catalana «como Estado integrante de la Federación ibérica». El día 16 formaba ya gobierno y comenzaba a nombrar personas de confianza para los cargos más importantes de la región. Aunque es difícil que en la mente de Macià estuviera la intención de alcanzar la independencia de Cataluña por la vía de los hechos, sin duda perseguía forzar un modelo de Estado, la República Federal, obviando por completo que debían ser las Cortes, aún sin elegir, las que se pronunciaran sobre la articulación territorial del Estado, en general, y el alcance de la autonomía catalana, en particular. Además, el audaz gesto de Macià suponía una ruptura de facto del pacto firmado en San Sebastián en agosto del año anterior, pues allí se había dejado claro que Cataluña había de acceder a la autonomía por medio de la aprobación en referéndum de un estatuto que luego se sometería a las Cortes Generales, las cuales podían modificarlo a su antojo antes de aprobarlo y convertirlo en ley. La gravedad de lo sucedido era, pues, enorme, por lo que el Gobierno Provisional reaccionó de inmediato. El día 17 se trasladaron a Barcelona los ministros Marcelino Domingo, Lluís Nicolau d’Olwer y Fernando de los Ríos, quienes negociaron con Macià un pacto para acelerar el acceso de Cataluña a la autonomía. Esquerra renunciaba al Estado catalán a cambio de la ratificación del gabinete de Macià como gobierno legal y la reaparición de la Generalitat, la institución de gobierno tradicional del Principado antes del siglo XVIII, a la que se transferirían de inmediato las competencias de las diputaciones provinciales. Los partidos catalanes redactarían a continuación un proyecto de Estatuto de autonomía que se sometería a referéndum de los ciudadanos españoles censados en la región y, en caso de ser aprobado, se remitiría para su discusión a las futuras Cortes Constituyentes que introducirían en él las modificaciones que considerasen oportunas y lo tramitarían como ley estatal. Los debates comenzaron en mayo de 1932. Azaña se implicó con gran tenacidad en la cuestión catalana y fue él quien llevó el peso de la discusión. Para el presidente la política de asimilación impulsada desde el Estado no había logrado su objetivo y ya no había forma alguna de que lo hiciera, de modo que la República tenía que satisfacer la aspiración de autogobierno de

algunas regiones. Pero, ingenuo todavía, Azaña creía que no había riesgo en ello, pues, lejos de impulsar el separatismo, la autonomía regional sellaría con un cemento más sólido, el del agradecimiento, la unidad nacional. El punto de partida de la discusión parlamentaria debió ser el denominado «Estatuto de Núria», preparado por una comisión nombrada por una diputación provisional de los ayuntamientos catalanes, elegida a toda prisa en mayo de 1931, y aprobado en plebiscito por el pueblo catalán el 2 de agosto. Sin embargo, su contenido, aunque moderado, fue rechazado por las Cortes que encargaron un nuevo proyecto a la comisión parlamentaria de estatutos. Entregado este a la Cámara, los debates continuaron a un ritmo muy lento por la obstrucción de los diputados que se oponían al proyecto y por la frecuente indisciplina de los radicales socialistas, que en ocasiones presentaban enmiendas contrarias al Gobierno. La situación llegó a tal callejón sin salida que Domingo incluso se planteó hablar con Macià para que retirase el proyecto de estatuto que podría ser aprobado más adelante, pensaba él, en una situación más favorable. Pero, como en el caso de la reforma agraria, la sublevación de Sanjurjo cambió las cosas. El mismo 9 de septiembre, día en que se aprobó la reforma agraria, quedó también aprobado el Estatuto de Cataluña. En realidad, se trataba de un texto muy moderado. Convertía a Cataluña en región autónoma, aunque con bandera e himno propios, así como un órgano autónomo de gobierno, la Generalitat, integrada por un Parlamento, un presidente y un Consejo Ejecutivo, e incluso una corte especial de apelaciones, el llamado Tribunal de Casación, a la que se entregaba la jurisdicción sobre las competencias traspasadas a la Administración regional. Catalán y castellano serían lenguas cooficiales y, aunque la política arancelaria, el control de fronteras, las relaciones exteriores y la defensa permanecían en manos del gobierno central, el regional recibía importantes competencias exclusivas en materia de derecho civil, sanidad y transportes, así como la facultad de aplicar la legislación aprobada por las Cortes españolas en lo tocante a obras públicas, seguros, minería, bosques, agricultura y ganadería, servicios sociales y orden público. Cataluña podría establecer su propia red de escuelas e institutos, aunque la Administración central no renunciaba a la suya, y dispondría de la financiación necesaria para sostener los servicios que pasaba a prestar, que obtendría de los impuestos

cedidos por el Estado, un porcentaje en algunos de los no cedidos, los impuestos, derechos y tasas de las antiguas diputaciones provinciales de Cataluña y los que estableciera la propia Generalitat. En noviembre se celebraron elecciones al Parlamento regional, que ganó por amplia mayoría Esquerra. Macià se convirtió así en presidente del gobierno autónomo e inició de inmediato las negociaciones para el traspaso de las competencias previstas en el Estatuto. A pesar de ello, las relaciones entre Esquerra y el gobierno central, en el que contaba con un ministro, Lluís Companys, desde junio de 1933, fueron cordiales. Todo cambiaría más tarde. Los gobiernos lerrouxistas, a lo largo de 1934, mantuvieron el diálogo, a pesar de la actitud de una Generalitat que se declaró en rebeldía ante el Estado al aprobar con idéntica redacción una ley, la de contratos de cultivos, declarada inconstitucional por el Tribunal de Garantías. Después de octubre de aquel año, cuando los gobiernos dependían ya por completo del apoyo de la derechista CEDA, todo fue a peor y peor aún fue la respuesta del nacionalismo catalán que no dudó en sumarse a las fuerzas sublevadas contra la República en octubre de 1934, proclamado de nuevo el «Estado catalán». Así las cosas, cabe dudar de que la autonomía satisficiera alguna vez las ansias de autogobierno de unas fuerzas políticas que, en el fondo, soñaban con la independencia de Cataluña.

81 ¿QUIÉN CREYÓ EVITAR UN GOLPE DE ESTADO JUBILANDO OFICIALES? Los nuevos gobernantes debían también dar respuesta a la conocida como «cuestión militar», o, en otras palabras, el problema planteado por la necesidad de reformar en profundidad un Ejército lastrado por la hipertrofia y

la escasa preparación técnica de su oficialidad o la carencia de armamento moderno. Era también imprescindible dar solución al secular aislamiento físico y mental en que los militares profesionales, especialmente los llamados «africanistas», jefes y oficiales formados y ascendidos en las guerras coloniales en el Marruecos español, se encontraban respecto al resto de la sociedad. Y no menos urgente resultaba combatir su tradicional desprecio hacia los políticos y su tendencia a considerarse a sí mismos la encarnación de la verdadera voluntad nacional, con derecho a intervenir en la vida política cuando lo creyeran conveniente. Por ello Manuel Azaña, ministro de la Guerra del Gobierno Provisional, puso pronto en marcha una serie de medidas encaminadas a hacer del Ejército un colectivo moderno, leal a la República y apartado de su tradicional injerencia política. Para ello ofreció el retiro inmediato con sueldo íntegro a los militares que se negaran a jurar fidelidad al régimen, con lo que, a la vez que reducía el tamaño de una oficialidad desarrollada en exceso, se aseguraba su lealtad; redujo de dieciséis a ocho el número de divisiones, haciendo residir a cada una en una región militar; organizó la Aviación como cuerpo independiente; eliminó los empleos de teniente general y capitán general, y anuló las competencias militares sobre justicia civil, colocando la propia jurisdicción castrense bajo la dependencia del Ministerio de Justicia. Por último, el Ejército fue modernizado tanto en el material como en el sistema de reclutamiento de la tropa y de formación de la oficialidad, con el objetivo de derribar las barreras espirituales que separaban a esta del resto. Las reformas militares continuaron después, ya constituido el primer Gobierno ordinario, impulsadas por el mismo Azaña, su presidente, que conservó en sus manos el Ministerio de la Guerra. La convalidación en forma de leyes de los decretos aprobados en la primavera y el verano de 1931 no agotaba los cambios que, desde su punto de vista, requería el Ejército. Solucionados los problemas más urgentes, Azaña destinó sus esfuerzos a otros asuntos que era necesario plantearse a largo plazo. El reclutamiento y los ascensos, por ejemplo, fueron objeto de atención especial. Una ley aprobada en septiembre de 1932 priorizó la antigüedad y el perfeccionamiento profesional de los oficiales en la concesión de ascensos sobre los polémicos méritos de guerra, de los que tanto se habían aprovechado los africanistas. Asimismo, la ley unificaba en una escala única

a la oficialidad y reformaba el reclutamiento, limitando la redención del servicio militar mediante dinero a aquellos reclutas que hubieran cumplido al menos seis meses en filas, y distinguiendo entre los ordinarios, que debían cumplir un año de servicio, y los universitarios, que solo debían recibir cuatro semanas de instrucción. En cuanto a la propia enseñanza militar, el cierre de la Academia General Militar de Zaragoza, decretado en julio de 1931, se vio completado con la creación de centros de formación más acordes con las necesidades planteadas por la guerra moderna, como la Escuela Superior de Guerra, la Escuela Central de Tiro, la Escuela de Automovilismo o el Centro de Transmisiones y de Estudios Tácticos de Ingenieros. Asimismo, la secular carencia de mandos auxiliares e intermedios fue paliada mediante la creación del Cuerpo de Suboficiales, mediante el que Azaña pretendía además democratizar el Ejército, abriendo un camino por el que la tropa pudiera acceder a la oficialidad, y fortalecer en su seno a los militares más adictos a la República, mucho más popular en estos niveles de la jerarquía militar que entre los mandos superiores. Por último, consciente de la obsolescencia y la escasez del armamento, Azaña puso en marcha un plan de modernización que supuso un notable esfuerzo presupuestario, destinado tanto a la compra de material en el extranjero como a la adquisición del mismo en las fábricas de armamento nacionales que fueron agrupadas a tal fin en el denominado Consorcio de Industrias Militares. Sin embargo, limitadas por las estrecheces presupuestarias, agudizadas por el enorme gasto que suponía pagar los sueldos íntegros de los militares retirados en 1931, las compras fueron escasas y el armamento apenas se modernizó durante el primer bienio de la República. Sobre el papel, se había hecho mucho; el tiempo demostraría que no era así. Muchos militares habían jurado en falso lealtad al nuevo régimen y, llegado el momento de defenderlo, lo traicionarían sin reparo.

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¿QUIÉNES DIERON VIVAS A LA REPÚBLICA CON LA BOCA PEQUEÑA? Los firmantes del Pacto de San Sebastián estaban convencidos de que la República vendría de la mano de un movimiento revolucionario con participación militar, cuyo éxito exigía el concurso de dos poderosas fuerzas sin cuyo apoyo parecía imposible derribar a la en apariencia todavía sólida monarquía: los militares y los anarquistas. El sector prorrepublicano del Ejército contaba desde tiempo atrás con un comité presidido por el general Gonzalo Queipo de Llano, que venía preparando un alzamiento militar, de modo que no resultó muy difícil acordar con él que, en caso de éxito, los militares entregarían el poder al Gobierno Provisional. No parecía tan fácil, por el contrario, lograr la cooperación de los anarquistas. La CNT hacía del apoliticismo uno de sus principios fundamentales y, al menos en teoría, no tenía más motivos para mirar con simpatía una república democrática que una monarquía oligárquica, pues ambas no eran sino formas diversas de un Estado que en todo caso debía ser destruido. Sin embargo, los firmantes del pacto no se dieron por vencidos sin intentarlo y decidieron enviar para sondear la actitud anarquista a Rafael Sánchez Guerra, hijo del político conservador y miembro destacado de la Derecha Liberal Republicana, el partido de Alcalá-Zamora y Maura, que se desplazó hasta Barcelona en octubre. Allí hubo persuadir a los nacionalistas, que se habían negado a trabajar junto a radicales y socialistas, my logró al fin que se constituyera una Junta Revolucionaria integrada por representantes de todas las organizaciones comprometidas en el golpe. Comenzaron entonces los tratos con la CNT que, contra pronóstico, se avino a participar junto a la UGT en una huelga general que apoyaría el golpe de los militares y daría así la puntilla al régimen. El acuerdo definitivo quedó sellado el día 29 de octubre de 1930, fecha en la que se reunieron el radical-socialista Ángel Galarza y Miguel Maura, en nombre del Gobierno Provisional, y Joan Peiró y Pedro Massoni por parte de la CNT. ¿Pero eran de fiar los anarquistas? No estaba claro. La duda surgió pronto, cuando, harta de esperar, la CNT declaró por su cuenta y riesgo la huelga general a finales de noviembre en Barcelona, aunque luego reconsideró su decisión. ¿Qué harían después, ya proclamada la República, si

el nuevo régimen frustraba sus expectativas? ¿Y acaso podía colmarlas? La República nacía burguesa, como burgueses eran casi todos los ministros del Gobierno Provisional, y burguesas, aunque reformistas, sus primeras medidas. Así que, pasado el entusiasmo inicial, la CNT hizo lo que mejor sabía hacer: agitar a las masas y conducirlas por la vía de la reivindicación continua cuando no de la insurrección violenta. No era de extrañar. En su seno no dejaba de ganar peso la facción más proclive a la lucha violenta contra la república burguesa, encarnada en la llamada Federación Anarquista Ibérica (FAI), convencida defensora de la propaganda por el hecho y la huelga general revolucionaria como herramientas de la destrucción del Estado. Por ello, el anarquismo español enseguida dio por terminado su efímero período de gracia hacia la República y lanzó contra ella reiteradas y violentas intentonas revolucionarias en diversos lugares del país. En junio de 1931, la base aérea sevillana de Tablada sirvió de escenario a un fallido complot contra la República en el que participaban militares y civiles de filiación anarquista. Semanas después, el 6 de julio, la CNT convocaba una huelga nacional en la Compañía Telefónica que degeneró con rapidez en acciones violentas. La actitud anarquista era cada vez más agresiva, en especial en el campo, donde su mensaje revolucionario calaba con facilidad entre los jornaleros que sufrían una existencia miserable y llenaba sus espíritus de un deseo de venganza pronto a desbordarse. Así, en septiembre de 1931, en la localidad toledana de Corral de Almaguer, los jornaleros ocuparon las fincas y la Guardia Civil restauró el orden al precio de cinco campesinos muertos y siete heridos muy graves. El 31 de diciembre de ese mismo año, en la villa pacense de Castilblanco, tras haber tratado de disolver a tiro limpio una manifestación campesina, cuatro guardias civiles murieron a manos de los huelguistas en medio de inusitados actos de barbarie. La matanza tuvo su repercusión en la villa riojana de Arnedo, donde, el 5 de enero de 1932, la Guardia Civil, para vengar según parece la muerte de sus compañeros en Castilblanco, mató a siete personas e hirió a treinta al disparar sobre una manifestación. Poco después, la cuenca del Alto Llobregat, en Cataluña fue el escenario de un levantamiento armado que proclamó el comunismo libertario y tomó por unos días el control de algunas poblaciones, forzando al Gobierno a enviar tropas para restablecer el orden en la zona.

El mejor ejemplo de esta concatenación de fenómenos se produjo en enero de 1933 en Casas Viejas, una localidad gaditana de unos dos mil habitantes de los que casi una cuarta parte eran braceros sin tierra. El día 11 por la mañana los anarquistas proclamaron el comunismo libertario, quemaron los archivos municipales, rodearon el cuartel de la Guardia Civil y mataron a dos de los cuatro efectivos que constituían la dotación. Enseguida llegaron refuerzos que restablecieron el orden sin mucho esfuerzo, con la excepción de una pequeña cabaña techada de paja en la que se refugiaban un viejo anarquista apodado Seisdedos y su familia. Los guardias la incendiaron, mataron sin piedad a algunos de sus moradores y se entregaron después a una verdadera carnicería en el pueblo. Doce personas fueron ejecutadas a sangre fría y sin duda entre ellas se encontraban algunas que ni siquiera habían tomado parte en los sucesos. Desde la izquierda se alzaron voces comparando lo ocurrido con los peores abusos de la monarquía y ante la negativa del Gobierno a abrir una investigación oficial, siete diputados visitaron por su cuenta el pueblo y al día siguiente, 23 de febrero, informaron a la Cámara. Presionado, el Gobierno creó al fin una comisión parlamentaria y, forzado por sus conclusiones, destituyó al director general de Seguridad, Arturo Menéndez, del que parecía probado que había cursado instrucciones de excepcional dureza al contingente enviado a Casas Viejas. Pero no fue suficiente. Un oficial destinado en el Ministerio de la Guerra aseguró haber oído al mismo Azaña decir: «Ni prisioneros ni heridos. Tiros a la barriga». Probablemente fuera falso, pero el daño estaba hecho. Muchos votantes de izquierda se desencantaron con el Gobierno. Y respecto a la derecha, no se abstuvo de aprovechar sin piedad una ocasión como aquella. La imagen del Gobierno había quedado dañada de manera irreparable. El asedio constante al que las organizaciones anarquistas sometieron a la República forzó a sus gobiernos a responder con dureza, debilitando su posición ante las masas populares a las que pretendía favorecer, tornando más dificultosa la aplicación de las reformas que promovía y ofreciendo a la oposición un valioso argumento para combatirlas.

83 ¿CUÁNDO SE HIZO EN ESPAÑA LA REVOLUCIÓN CON CARTUCHOS DE DINAMITA? En las elecciones de 1933 la victoria correspondió al centro y la derecha, pero las izquierdas, lejos de asumir como un hecho natural en la dinámica de un régimen democrático su desplazamiento del poder, se negaron de inmediato a reconocer la legitimidad del triunfo electoral de radicales y cadistas, y se dispusieron a adoptar las medidas oportunas para recuperar el gobierno del que habían sido desalojados. El radicalismo de la izquierda burguesa nunca fue más allá de las palabras y todos sus esfuerzos se centraron en limar sus diferencias en aras de la articulación de una alternativa única y más fuerte a los partidos de Lerroux y Gil-Robles. Los socialistas, por el contrario, se aprestaron a organizar un movimiento revolucionario con el objeto declarado de defender a la clase obrera del fascismo que, en su opinión, representaba la CEDA y, a la vez, superar la fallida República burguesa, que tanto les había decepcionado, y abrir paso a la construcción de la sociedad socialista. Durante meses, los socialistas adquirieron armas en el mercado negro; buscaron con ahínco el concurso del resto de las fuerzas del proletariado organizado y se prepararon para una insurrección que se produjo de hecho a comienzos de octubre de 1934, en el momento mismo en el que, como resultado lógico del juego de las mayorías parlamentarias, tres ministros de la CEDA, escogidos entre los más moderados (Manuel Giménez Fernández en Agricultura, José Oriol Anguera de Sojo en Trabajo y Rafael Aizpún en Justicia), se incorporaban a un nuevo gabinete presidido por Lerroux. Pero si la entrada de la CEDA en el gobierno fue el pretexto o la señal para el estallido de la revolución, no fue ni mucho menos su causa. Solo está clara una cosa: la llamada «Revolución de octubre» fue, a grandes rasgos, una huelga general fracasada en casi toda España, un movimiento revolucionario de los obreros asturianos que dio origen a una verdadera guerra civil regional y una feroz represión posterior y, finalmente, un levantamiento de las autoridades catalanas contra el Gobierno legítimo de la República. Sin

embargo, dista mucho de existir entre los historiadores un mínimo consenso acerca de la verdadera naturaleza de los sucesos de octubre de 1934. Para unos, los socialistas activaron la insurrección con una finalidad defensiva: impedir la implantación de un régimen autoritario; la alternativa revolucionaria ni siquiera era considerada con seriedad por la dirección del partido. Para otros, lo sucedido fue una insurrección revolucionaria con todas las de la ley, que no pretendía hacer frente a una inexistente amenaza fascista, sino conquistar el poder para derribar la república burguesa, y fue iniciada por los líderes del PSOE porque creían maduras las condiciones para la revolución socialista. No falta, sin embargo, quien otorga todo el protagonismo a las bases y explica los sucesos de Asturias como el resultado de la gran frustración de unos mineros que, desencantados con la República, se entregan a la revolución cuando sienten que la derecha se dispone a privarles de lo poco que han logrado. Los planes de los dirigentes crearon un marco favorable a la revolución, pero no fueron su causa. Justo lo contrario opinan quienes conceden todo el protagonismo a la decisión tomada por los líderes del PSOE en noviembre de 1933, con lo que la respuesta a la pregunta acerca del porqué de la revolución hay que buscarla en las razones que movieron a dichos dirigentes a adoptar esa medida. Según Marta Bizcarrondo, entre ellas se encuentran la mayor repercusión de la depresión de 1929 sobre los trabajadores de algunos sectores, el imparable ascenso de los fascismos en Europa o la creciente influencia de la URSS, que parecía ofrecer un modelo económico inmune a la crisis. Pero el factor determinante habría sido la frustración que había generado en personas como Prieto o Largo Caballero la táctica de colaboración con la izquierda burguesa, cuyas exiguas realizaciones podían borrarse de un plumazo ahora, tras la victoria de la derecha, y la consiguiente pérdida de fe en una democracia diseñada para beneficio de la burguesía. Otros autores han formulado tesis más artificiosas. Para Santos Juliá, la clave de los sucesos de octubre se halla en la idea de la República que tenían los socialistas, basada en la premisa de que el régimen había nacido como fruto de una revolución en la que el PSOE había participado y de la que había surgido un gobierno regido por principios revolucionarios, sin perjuicio de su práctica reformista, en la que veían una cuestión de pura táctica. De esta concepción se deducía que cualquier suceso que pusiera en peligro la

revolución debía ser conjurada por medio de una respuesta revolucionaria, y así lo hicieron en octubre de 1934. Similar interpretación defiende José Manuel Macarro, aunque centrada en las izquierdas en su conjunto. Más interesante resulta un artículo de Juan Avilés publicado en 2008 en el que se ofrece una interpretación de los sucesos de octubre basada en lo que denomina «un proceso activo de interpretación de la realidad». En él, las bases y los líderes, mediante un mecanismo progresivo de influencia recíproca, construyeron una visión de las cosas condicionada por las ideas propias del socialismo hispano, los sucesos que tuvieron lugar desde la proclamación de la República y el ejemplo de lo que ocurría en otros países europeos, como Austria o Alemania. En concreto, Avilés concede importancia tanto a factores internos, como la ortodoxia marxista, de la que no habían abjurado los dirigentes del PSOE, la impronta de las prácticas políticas tradicionales en España y el optimismo revolucionario producido por una evidente subestimación de las fuerzas rivales, como a factores externos, en especial el ejemplo de la URSS y la experiencia de la destrucción de la democracia austriaca por Dollfuss y la alemana por Hitler. La cuestión permanece, pues, sin resolver, aunque no parece creíble negar una finalidad revolucionaria a la intentona socialista, y menos aún lo es pensar que, de haber triunfado, los dirigentes del PSOE y la UGT se habrían limitado a poner en práctica una política reformista como la del primer bienio, en la que a todas luces ya no creían. Los sucesos de octubre no fueron en modo alguno un farol de los líderes socialistas, sino una tentativa real de torcer por la fuerza el rumbo de la República, aunque, eso sí, una tentativa muy mal planificada por un partido que carecía de tradición revolucionaria pero se hallaba ahora en manos de recientes conversos revolucionarios como Prieto y Largo Caballero.

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¿FUE EL RÉGIMEN DE 1931 UNA «REPÚBLICA SIN REPUBLICANOS»? Fuerza es decirlo, la primera democracia española se vio obligada a existir y, lo que es más grave, a tratar de consolidarse, en un contexto de especial dificultad en todos los órdenes, marcado por la crisis del 29 y el ascenso de los autoritarismos. Sin embargo, ese contexto era igualmente difícil, o incluso más, para otros países, que no por ello vieron despeñarse su democracia, también incipiente en algunos casos, por el terrible abismo de una guerra civil o una dictadura de uno u otro signo. Para explicar esas diferencias es necesario, pues, recurrir a otros factores que no son otros que la notable fragilidad del sistema de partidos de la Segunda República, la poco fluida relación entre sus líderes y el escaso o nulo talante democrático de la mayoría de ellos. Los partidos leales al régimen, en primer lugar, eran poco más que agrupaciones de carácter improvisado o muy reciente, casi por completo subordinados a unos líderes de personalidad muy absorbente que dejaban escaso espacio para el debate interno y muy deficientes en cuanto a organización, programas y capacidad de movilización de masas. En realidad, en la Segunda República solo se reconocen dos auténticos partidos, es decir, dos fuerzas que contaban con masas organizadas en el ámbito nacional y capacidad para movilizarlas. Y lo relevante para nuestro argumento es que ninguna de ellas era republicana. La primera, el PSOE, consideraba la república como la etapa necesaria de triunfo de la burguesía previa a la implantación del socialismo. Por ello, y no de manera unánime, estuvo dispuesto a sumarse a la izquierda republicana con el objetivo de acelerar las reformas necesarias para forzar la maduración histórica del país, a la vez que mejoraba el nivel de vida de las clases populares y fortalecía la organización sindical del partido a costa de su enemiga anarquista. Pero cuando el programa reformista, como resultado de sus propias contradicciones internas y la cerril actitud de gran parte de las derechas, reveló sus limitaciones y sus bases se desencantaron, mientras en Europa los partidos hermanos empezaban a sufrir la ofensiva de la derecha

totalitaria, los líderes socialistas adoptaron una estrategia revolucionaria que, como probaron los sucesos de octubre de 1934, ni fue meramente verbal ni sedujo tan solo al ala izquierda del partido. La segunda, la CEDA, si bien no llegó a abandonar nunca la legalidad republicana, mantuvo siempre respecto a ella una calculada ambigüedad tras la que a duras penas se ocultaba el objetivo de superarla con el fin de implantar un régimen autoritario, corporativo y confesional del todo incompatible con la democracia parlamentaria que encarnaba la República. Y aunque su estrategia fue gradualista, desde el principio quedó claro que la alianza parlamentaria sellada por Gil-Robles con los radicales no pretendía nada a medio plazo sino más bien acelerar su desgaste con el fin de sustituirles llegado el momento a la cabeza del gobierno e impulsar desde ella la realización de su programa máximo. Pero lo peor no es que ni el PSOE ni la CEDA tuvieran del régimen una concepción meramente instrumental. El factor determinante es que la República vino a depender para su gobernabilidad de ambos partidos. La izquierda burguesa, encarnada en la figura de Azaña, optó por la alianza con el PSOE para hacer posible la puesta en práctica de su programa reformista durante el primer bienio; el centro republicano, del que el lerrouxismo constituía la fuerza más importante, buscó el apoyo de la CEDA para hacer realidad sus intenciones de templar la República y consolidarla. Existía además un segundo factor que agravó aún más la situación. Ese factor no era otro que las pésimas relaciones personales que, casi desde el primer momento, se dieron entre los principales líderes republicanos, dificultando con ello que se alcanzara el consenso básico que un régimen democrático requiere para sobrevivir. Manuel Azaña, Niceto Alcalá-Zamora y Alejandro Lerroux sentían entre sí escasas simpatías, hecho que no habría tenido importancia alguna de no ser porque dejaron que sus frecuentes desavenencias personales interfirieran de modo decisivo en su labor política, algo muy grave cuando uno de ellos era nada menos que el jefe del Estado y los otros dos, los líderes más destacados de la izquierda y el centro republicanos. Además, su fe democrática no era muy firme, pues con frecuencia exigieron para sí mismos y sus decisiones un respeto que no estaban dispuestos a ofrecer a los demás y se valieron de los cargos que ocupaban para perseguir objetivos incompatibles con su ejercicio.

Todos estos factores desempeñaron un papel más o menos relevante en el trágico final del régimen y contribuyeron al fracaso del que, con sus errores y limitaciones, fue el primer y valioso experimento democrático de nuestra historia. Ninguno de ellos debería, pues, pasarse por alto, pero tampoco utilizarse como argumento para olvidar que, en última instancia, la Segunda República pereció como resultado de un levantamiento armado encabezado por militares que habían jurado lealtad a la Constitución republicana y que, después de todo, fue ese levantamiento el que, fueran cuales fuesen los argumentos usados entonces en su defensa, derribó la República y dio origen a la más cruenta guerra civil de nuestra historia.

LA GUERRA CIVIL Y EL FRANQUISMO

85 ¿QUÉ GUERRA ESTALLÓ MIENTRAS LOS ESPAÑOLES ESTABAN DE VACACIONES? La Segunda República española pereció víctima de la sublevación militar iniciada el 18 de julio de 1936, mientras los españoles que podían permitírselo escapaban del calor estival ansiosos de descanso y relajación. Pero se trató de una muerte lenta. Casi tres años resistiría el régimen republicano, aunque maltrecho y alejado de sus esencias, el embate de los rebeldes en la que sería la guerra civil más cruenta de nuestra historia. Pero ¿qué provocó la guerra? La respuesta no es simple. Podríamos decir, a riesgo de pecar de soberbia, que la primera causa del triste fin de nuestro primer intento democrático de alguna entidad —el de 1868 jamás pudo alcanzar una mínima estabilidad— se encuentra en el grado de desarrollo socioeconómico del país. Durante el siglo XIX la sociedad española había experimentado escasos progresos. A partir de 1900 se había modernizado considerablemente,

aunque de modo incompleto y desigual. La industria solo era fuerte en Cataluña y en el País Vasco, y lo era en buena medida gracias al férreo proteccionismo con que era beneficiada. La agricultura, a pesar de su retroceso cuantitativo, continuaba siendo la actividad dominante y, con las excepciones, significativas, pero minoritarias, de los cítricos levantinos o la remolacha azucarera, se mantenía presa de formas de producción tradicionales que actuaban más como freno que como catalizador del desarrollo económico del país. Las relaciones sociales acusaban parecida dualidad. Junto a los terratenientes, la gran masa de jornaleros del sur y los pequeños propietarios de tierras del norte, herencia todo ello del Antiguo Régimen ampliada por las desamortizaciones de la primera mitad del XIX, habían surgido clases medias urbanas, una nueva burguesía industrial y financiera y un proletariado fabril cada vez más exigente y organizado. Y dicha dualidad no dejaba de tener su trasunto geográfico, pues había generado una notable desigualdad regional que había entorpecido la integración nacional del país y favorecido la aparición de nacionalismos competidores en las regiones más avanzadas. El resultado de tal combinación de formas socioeconómicas tradicionales y modernas era una enorme potencialidad para el conflicto. Como ha dicho Stanley Payne, España podía caer con facilidad en una trampa dentro del desarrollo, pues este había alcanzado ya el grado suficiente para generar demandas sociales susceptibles de ser respaldadas por una movilización de gran envergadura, pero no para satisfacer esas demandas de forma rápida y duradera. La Segunda República, además, por el mero hecho de existir, intensificó esas demandas e hizo más profundas las esperanzas de quienes las sostenían, agravando así el problema. Ello sucedió de este modo porque para los viejos republicanos, la república que nunca llegaba había terminado por convertirse en una suerte de El Dorado en la que tendrían solución todos los males seculares de España. Y porque para los demás, que no eran republicanos o lo eran de ayer mismo, la monarquía se había desprestigiado tanto, que la república no podía dejar de aparecer para la mayoría del país como una puerta hacia un futuro más halagüeño. Una puerta que, de cerrarse tras haber aparecido entreabierta, podía llegar a provocar un estallido revolucionario.

Como dificultad añadida, el contexto general en el que el régimen habría de desenvolverse le era poco favorable. La economía mundial se enfrentaba a una profunda depresión, quizá la mayor jamás conocida hasta entonces. Es cierto que el mismo atraso relativo de España hizo más suave su impacto sobre la economía del país, pero el impacto se produjo y contribuyó a hacer aún más difícil la satisfacción de las demandas populares a la vez que las agudizaba e intensificaba la resistencia de los grupos sociales acomodados. Además, la crisis tuvo la virtualidad de asestar un fuerte golpe a las democracias europeas, acelerando la deriva totalitaria de la izquierda y la derecha iniciada años antes. Esto influyó sobre los dirigentes españoles ofreciéndoles referentes sobre lo que podía deparar el futuro e impulsándoles con ello hacia una radicalización que, sumada a la de sus bases sociales, terminaría por conducir al país a una competición autoalimentada de extremismos que situó fuera de la política la posible solución del conflicto. La fragilidad del sistema de partidos, la mala relación entre sus líderes y el escaso talante democrático de la mayoría de ellos, en último lugar, vinieron a agravar aún más la situación y a dificultar cualquier salida pacífica. Pero nada de ello convertía el triste final de la República en un veredicto inapelable dictado por el tribunal de la historia. Lo cierto es que fue la sublevación militar y la derrota del bando republicano en la subsiguiente guerra civil lo que derribó al régimen, y esa derrota tiene también sus explicaciones, militares unas, políticas las otras, que requieren de una explicación independiente.

86 ¿CÓMO LLEGÓ FRANCO A ERIGIRSE EN JEFE DE LOS SUBLEVADOS SI NO ERA EL QUE MAYOR RANGO TENÍA ENTRE ELLOS?

Como tantas veces sucede en la historia, el éxito de Franco y su encumbramiento a la jefatura de los militares sublevados en julio de 1936 se debió a una combinación de casualidad, mérito propio y demérito de los otros candidatos. Los principales aspirantes al mando supremo de la sublevación militar eran pocos. En realidad, el jefe indiscutido era el general Sanjurjo, que poseía el rango, la antigüedad y el prestigio necesario para concitar la unanimidad de los sublevados y atraer a sus filas a los indecisos, no en vano había protagonizado ya una intentona en agosto de 1933. Cuando el piloto Ansaldo fue a Estoril, donde se hallaba exiliado, para llevarlo a España, se puso a sus órdenes como jefe del Estado español, y el mismo Franco, tras aterrizar en Tánger el 19 de julio para encabezar el Ejército de África, ordenó a Luis Bolín que obtuviera el permiso de Sanjurjo para solicitar la ayuda militar de la Italia fascista. La muerte de Sanjurjo cuando despegaba de Estoril el 20 de julio lo cambió todo. Ya no había jefe. Emilio Mola, principal cerebro de la trama golpista, se hizo cargo provisionalmente de la dirección, para lo cual creó en Burgos una Junta de Defensa Nacional, pero Mola no podía asumir la jefatura. No solo era general de brigada, sino que su pasado republicano le inhabilitaba a ojos de muchos de los sublevados y de sus simpatizantes civiles. Miguel Cabanellas, el general de división más antiguo que se convirtió en presidente de la Junta, tampoco era un candidato viable, pues había desempeñado altos cargos durante el bienio azañista y además era masón. Otra posible opción era la del general Gonzalo Queipo de Llano, que había organizado un verdadero virreinato independiente en la Andalucía leal a los sublevados, pero su lenguaje chabacano y cuartelero y, una vez más, su pasado azañista, no le hacían demasiado popular en las filas de la buena sociedad sevillana y española. En realidad, muerto Sanjurjo, Mola y Franco, los únicos que contaban con tropas bien organizadas bajo su mando, quedaban como los dos candidatos con posibilidades de alzarse con el poder supremo. Que ese poder debía existir nadie lo discutía. Desde la perspectiva de los sublevados, ganar la guerra solo era posible si existía un mando único capaz de asumir la dirección política y decidir la estrategia global de los combates, a la vez que aparecía como cabeza visible del bando nacional en el exterior. De la misma opinión eran las potencias fascistas simpatizantes del golpe y

llamadas a priori a convertirse en su principal fuente de suministros, y aquellas no contemplaron desde el principio otro candidato que Franco, postura sin duda facilitada por Bolín y otros emisarios del futuro caudillo, que lo presentaron de facto como jefe de los rebeldes. En realidad, era lógico. Franco tenía bajo su mando las mejores tropas, podía hacer gala de un pasado irreprochable y actuaba como si la elección no pudiera recaer en otro que no fuera él. Por si fuera poco, Mola cometió un error que granjeó la hostilidad de los generales monárquicos. El 1 de agosto de 1936 llegó a Burgos don Juan de Borbón, tercer hijo del rey Alfonso XIII, en el exilio desde 1931, con la intención de alistarse en las filas de los sublevados. La reacción de Mola fue devolverlo a la frontera bajo la amenaza de que si regresaba, le haría fusilar. Y unos días después, en una entrevista entre ambos generales, cedió a Franco sin chistar el control de los suministros extranjeros, lo que le convertía de hecho en el jefe de las tropas que habían de liberar Madrid, con las implicaciones políticas que ello suponía. La adopción unilateral de la bandera rojigualda, la enseña monárquica tradicional, que la Junta de Defensa ratificaría posteriormente, hizo que Franco ganara también muchos puntos entre los generales más caracterizadamente monárquicos, así como en el seno de los simpatizantes del golpe, monárquicos en su mayoría. Los falangistas también pusieron su grano de arena, convocando manifestaciones en las que proclamaban al general como jefe y salvador de España, mientras sus tropas avanzaban sin cesar. La formación a principios de septiembre de un nuevo Gobierno republicano presidido por el socialista Largo Caballero y el inicio de las maniobras para cercar Madrid una vez que las tropas de Mola y las de Franco entraron en contacto cerca de la capital disiparon las dudas: era ya urgente llegar a un acuerdo sobre el mando único. Los alemanes, además, presionaban: solo aceptarían a Franco. Así las cosas, poco había que discutir el 21 de septiembre, cuando se reunió al fin la Junta de Defensa Nacional,en uno de los barracones del aeródromo de Salamanca con el objetivo de proceder a la elección: nombraron al general Franco. Era él quien mandaba las tropas que estaban a punto de rendir Madrid —el Ejército de África se encontraba entonces en Maqueda, a solo cien kilómetros de la capital—; el que había obtenido la ayuda de Alemania e Italia, y trataba en exclusiva con ellas, y, en fin, el más presentable de todos los candidatos, pues Cabanellas era masón; Queipo,

republicano, y Mola había fracasado. Además, como ha escrito Santos Juliá, el general Franco era «[…] el más cauto, el menos ideologizado, el más neutro de todos ellos en cuestión de régimen».

87 ¿POR QUÉ GANÓ FRANCO LA GUERRA CIVIL O, MEJOR DICHO, POR QUÉ LA PERDIERON LOS REPUBLICANOS? Desde el punto de vista militar, la guerra consistió, tras una breve etapa inicial de organización de las tropas y definición de los frentes, en un avance continuo de los sublevados, solo en ocasiones interrumpido por alguna maniobra de contraataque republicano que terminaba siempre en fracaso en cuanto el bando rebelde lograba hacer llegar al teatro de operaciones los recursos necesarios. Así, en el verano de 1936 empezaron a ver la luz en diversos puntos pequeñas unidades de unos cientos de hombres, mal armados y poco disciplinados, que se movilizaron para tomar objetivos concretos. La Columna Durruti fue enviada desde Barcelona hacia Aragón; desde Navarra y Valladolid partieron columnas para tomar Madrid y el País Vasco y, mientras, el PCE organiza en la capital el Quinto Regimiento. Los frentes aún no existen. Recibidos en Marruecos los primeros aviones alemanes e italianos, las tropas de Franco cruzan el estrecho y se organizan en columnas para avanzar hacia Madrid. Caen Almendralejo, Mérida, Badajoz, Talavera de la Reina y el Alcázar de Toledo, erigido en símbolo de la resistencia republicana. Mientras, la República fracasa en la toma de Mallorca y Mola avanza desde Navarra hacia el oeste con la intención de tomar el País Vasco. La lucha por la capital determinará el resto de la guerra, pues su posesión era clave para ambos bandos, por su valor simbólico y porque podía suponer el

reconocimiento diplomático internacional para los sublevados. Por ello, el bando nacionalista trató repetidamente de rendirla sin éxito, lo que provocó tres batallas de importancia: la batalla de la Carretera de La Coruña, en el otoño-invierno de 1936; la batalla del Jarama, en febrero de 1937, y, apenas dos semanas después, la batalla de Guadalajara. Ya por entonces, convencido de que la conquista de Madrid sería difícil, Franco decide apoderarse cuanto antes de la base industrial del norte y prepararse para una guerra de desgaste. El 31 de marzo de 1937, Mola retoma la ofensiva en el País Vasco con apoyo aéreo y naval. El 26 de abril es bombardeada Guernica. En junio, cae Bilbao. La República trata de frenar el avance mediante una ofensiva en Madrid. En julio, los republicanos se lanzan sobre Brunete y consiguen un éxito inicial que se diluye tan pronto como Franco puede enviar tropas de refuerzo. Los vascos se rinden y Santander cae con rapidez. Para retrasar la caída de Asturias, esencial por sus recursos mineros y sus industrias de armamento, el mando republicano recurre entonces a una nueva maniobra de diversión, en esta ocasión sobre Aragón. El 24 de agosto, las tropas republicanas atacan Belchite, pero Franco logra frenar el avance antes de que los republicanos alcancen Zaragoza sin detener su progresión sobre Asturias, que se rinde en octubre. La fase decisiva de la guerra transcurre entre diciembre de 1937 y noviembre de 1938. En estos meses, los republicanos lanzan sus ofensivas más importantes, en un intento desesperado de cambiar el curso del conflicto. La primera, en diciembre de 1937, se centra sobre Teruel, que los republicanos atacan para frenar la nueva ofensiva franquista sobre Guadalajara. El coste fue enorme y el resultado careció de valor, pues no lograron conquistar más que 800 km² que enseguida perdieron. Franco inició entonces su ofensiva sobre Aragón con tal éxito que en poco más de un mes sus tropas llegaban al Mediterráneo en Vinaroz, cortando en dos el territorio de la República. El mando republicano reaccionó echando el resto. En julio, unos ochenta mil soldados cruzaban el Ebro con el objetivo de reunificar su territorio. Se iniciaba así la batalla del Ebro, la más importante de la guerra. Como siempre, tras la sorpresa inicial, Franco reaccionó enviando tropas y en poco tiempo recuperó todo el territorio perdido. El fin era ya solo cuestión de tiempo. En diciembre de 1938, Franco se lanza sobre Cataluña. A finales de enero de 1939 cae Barcelona y el resto de la región apenas se resiste, a pesar

de los ataques de diversión en Extremadura y Madrid y la llegada de nuevas armas soviéticas. La República cuenta aún con un tercio del país y quinientos mil hombres, pero el derrotismo avanza. En marzo, el coronel Casado se levanta en Madrid y termina por imponer un final negociado de la guerra frente al deseo del presidente Negrín de resistir a toda costa. Franco no desea negociar: solo aceptará la rendición incondicional. El 1 de abril terminaba la guerra.

Despedida de las Brigadas Internacionales, fotografía de Robert Capa en 1938. Los gestos de buena voluntad del Gobierno Negrín no sirvieron de nada frente a la cerril neutralidad de las democracias.

¿Por qué perdieron la guerra los republicanos? La perdieron como resultado de una suicida combinación de falta de unidad política, tardía disciplina militar, oficialidad escasa y mal formada y tácticas militares

superadas. Del mismo modo, puede decirse que los sublevados se alzaron con la victoria gracias a su rápida unidad militar, política e ideológica, la mayor importancia de la ayuda extranjera que recibieron, un uso más imaginativo del armamento, que no siempre era mejor que el republicano, y una oficialidad más numerosa y competente. El peso de la intervención extranjera resultó fundamental, aunque no determinante, porque movilizó la opinión pública mundial, que, a grandes rasgos, vio en ella la antesala de la gran batalla final entre comunismo y fascismo, a favor de uno u otro bando, y porque forzó a las grandes potencias a posicionarse, ya fuera defendiendo el principio de la no intervención, como Gran Bretaña y Francia, ya interviniendo mediante el envío de armamento, tropas o recursos de otro tipo, como hicieron la URSS, Alemania e Italia. En cualquier caso, el balance fue favorable al bando franquista. La ayuda soviética a la República podemos cifrarla en 650 aviones, más de 450 carros blindados, cerca de 1200 cañones y decenas de miles de armas ligeras, todo ello de excelente calidad. En cuanto a las Brigadas Internacionales, unidades de voluntarios que llegaron a luchar por la República, sumaron unos 60 000 hombres, pero su importancia no fue comparable a la del personal soviético, técnicos en su mayoría. La ayuda recibida por Franco fue superior. Italia envió a España unos 80 000 hombres, integrados en el denominado «Cuerpo de Tropas Voluntarias» (CTV), aunque la mayoría no lo eran, y numeroso personal especializado. Además, Mussolini envió a Franco 760 aviones, 157 blindados, vehículos, municiones, ametralladoras y cañones. Alemania suministró muchos menos hombres, aunque casi todos especialistas, pero un importante volumen de armamento, y muy superior en calidad al italiano, en especial aviones (unos 840) y artillería antiaérea, integrados en la denominada Legión Cóndor, conocida por su terrible bombardeo sobre Guernica.

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¿TENÍA EL FRANQUISMO PROBLEMAS DE IDENTIDAD? Un régimen de casi cuatro décadas de duración hace brotar muchas dudas. Dudas, por ejemplo, sobre la ideología que lo animaba, los grupos sociales en que se apoyaba, las influencias que recibió o, en fin, acerca de su propia naturaleza y la del poder del que fue su líder único e indiscutido: Franco. ¿Fue su dictadura la encarnación española del fascismo? ¿No hubo en ella sino una reacción defensiva de la oligarquía frente a la República? ¿Se trató de un régimen tradicionalista o modernizador? ¿Fue su apuesta por el desarrollo una prioridad o una coartada? En función de la respuesta que se ha dado a estas preguntas, el régimen de Franco ha sido motejado de una u otra forma. Así, Juan José Linz destacó en él su carácter autoritario matizado por un limitado pluralismo. Miguel Oltra prefirió denominarlo «bonapartismo católico» o «fascismo frailuno», para reflejar así la dominación del sable y la sotana. Salvador Giner terminó por llamarlo «despotismo moderno» y quiso subrayar su cariz reaccionario, pero autores como Juan Ferrando han visto en el franquismo un cierto componente paternalista. Quizá se trate de una polémica estéril. Como dijo Nietzsche, lo que tiene historia no puede ser definido, pues la historia significa, antes que nada, cambio. Tal fue el caso del franquismo. Como es obvio, no quiere esto decir que nada en él perdurara, sino que lo que lo hizo no es lo bastante claro para permitirnos aventurar una denominación que lo abarque en su conjunto.

Francisco Franco con su hermano Ramón en Marruecos, 1925. La guerra de África no solo fue determinante en la formación de Franco como militar, sino que determinó en buena medida su meteórica carrera de ascensos.

El régimen careció de ideología propia; poseyó más bien una mentalidad, y aunque a menudo apeló a valores como la nación, la monarquía, la religión, el trabajo, la unidad, la tradición, la autoridad, se trató de ideas prestadas que no formaron nunca un cuerpo doctrinal claro. Cada cambio en la coyuntura interna o externa permitía al régimen valerse de una u otra según su conveniencia y lo hizo a menudo sin el menor escrúpulo. En realidad, se definió siempre mejor por lo que rechazaba —el liberalismo, el marxismo, la democracia, los partidos— que por lo que defendía, pues había nacido de la confluencia de las distintas tradiciones de las derechas españolas —el carlismo, el autoritarismo monárquico, el conservadurismo, el fascismo, el militarismo— unidas tan solo por el miedo a la revolución que habían considerado inminente, pero diversas en el modelo de nación que deseaban y en sus recetas para convertirlo en realidad.

El régimen se dotó, asimismo, de instituciones, pero no todas se hallaron presentes en él desde el principio ni fue siempre el mismo el papel que jugaron en su seno, alterado también en virtud de las circunstancias. En esto, el eclecticismo fue la norma de modo que instituciones nuevas como el Partido Único convivieron con otras tradicionales como las Cortes, pero ni el primero era una prueba del fascismo de la dictadura ni el segundo demostraba la existencia de una democracia orgánica que no era ni una cosa ni la otra. En realidad, en el franquismo nada era lo que decía ser. Las instituciones nunca funcionaban de acuerdo con la misión que tenían atribuida sobre el papel y el proceso de toma de decisiones, siempre bajo control de Franco, respondía casi siempre a un sistema de relaciones informal. El régimen tuvo, eso sí, unas prácticas características que siempre conservó y que constituyen su rasgo más estable. El equilibrio entre las corrientes que lo apoyaban fue la más evidente y quizá ofrece la prueba más clara de que de hecho existía en su seno una suerte de pluralismo político. Este pluralismo no era en modo alguno democrático, pero sí revelaba la presencia de sensibilidades distintas, cuya existencia era tolerada e incluso alimentada por el propio Franco, que hallaba en el continuo juego de equilibrios que con ellas practicaba una especie de válvula de seguridad que le permitía garantizar la pervivencia del sistema. Se trataba, además, de un pluralismo de facto, pero no de iure, lo que quiere decir que no existían instituciones destinadas a canalizarlo, sino que encontraba su acomodo en el seno del Gobierno mismo, integrado siempre por miembros de todas las familias del régimen, o en prácticas del propio Franco, como las conversaciones privadas con las figuras destacadas de los carlistas, los católicos, los militares, los falangistas y los tecnócratas, que recibían así su parcela de poder y quedaban sometidos al arbitraje del jefe del Estado. En cuanto a sus bases sociales, el régimen contó con el apoyo de un conjunto de fuerzas e instituciones que desbordaban la frontera de los grupos dominantes, pero ni fueron siempre las mismas ni su apoyo permaneció inalterable. La coalición que sostenía a los sublevados estaba encabezada por la práctica totalidad de la jerarquía eclesiástica y la gran mayoría de la oficialidad del Ejército, pero militaban también en ella los grupos sociales que se sentían amenazados por lo que consideraban una espiral revolucionaria y anticlerical: gentes que veían peligrar su propiedad, grande o

pequeña; gentes que temían por la Iglesia en la que creían; gentes que juzgaron que se aproximaba una revolución o que el país se hallaba a punto de desmembrarse. Luego, asentado el régimen, fue creando nuevos apoyos, mezcla de agradecimiento a las prebendas, rechazo a los dolorosos recuerdos de la guerra, apego natural de las clases medias a la estabilidad y, después, consecuencia del progreso económico acelerado, que originó nuevas clases medias y obreros conformistas. Las fuerzas que apoyaban a Franco a finales de los setenta no eran ni mucho menos las mismas de treinta años antes, como el país distaba mucho de ser el mismo. Nada fundamental permaneció, pues, lo bastante estable como para identificar al régimen dentro de las categorías al uso; nada excepto una cosa: la presencia de Franco. Su gobierno fue siempre una dictadura personal en la que el poder y la autoridad emanaban solo de él. El Ejército la sostenía, pero no era una dictadura del Ejército; la Iglesia la apoyó mientras lo creyó adecuado, pero no se trataba de un gobierno de la Iglesia; la Falange desempeñó un papel de cierta importancia en el régimen, pero no fue su único sostén. No es necesario, pues, buscar otros calificativos. El que mejor define al régimen no es otro que franquismo.

89 ¿FUE FASCISTA FRANCO? Durante un tiempo le convino parecerlo. Franco era un militar español típico; seguro de que el Ejército era el depositario de las esencias patrias y la garantía de la unidad nacional; imbuido de valores como el orden, la disciplina, la autoridad, el heroísmo; obsesionado con el peligro comunista en el que veía el heredero natural del liberalismo y la democracia, causantes de todos los males de España, que solo volvería a ser grande cuando fuera regida

de acuerdo con su tradición católica. Porque Franco también era católico, un católico sincero y devoto, tradicional, sin concesión alguna a la modernidad y nada avezado en doctrina; un providencialista seguro de su papel de mesías enviado a España por voluntad de Dios. Un Dios en el que creía tanto porque, en el fondo, creía en sí mismo menos de lo que daba a entender. Y es que, como hombre, el caudillo no podía impresionar a nadie. Pequeño de talla, de atractivo exiguo y voz aflautada, si algo destaca en él es su mediocridad, su carencia de grandes virtudes o pronunciados defectos. Fue Franco un ser anodino, de espíritu pequeño, desconfiado, receloso, incapaz de pensar con mayúsculas, impotente para remontar su entendimiento por encima de lo inmediato, más hábil en la táctica que en la estrategia, astuto, frío, tranquilo, como el hábil comandante de tropas que nunca dejó de ser. Su escasa cultura no iba más allá de unos cuantos tópicos al uso, fruto de sus escasas lecturas y de su desprecio hacia los intelectuales, a quienes tenía por personas vanas y pagadas de una falsa superioridad. Sus aficiones no pasaban de ser prosaicos ritos en nada diferentes a los de tantos españoles que, como él, consumían su tiempo en pescar, cazar, rellenar quinielas, jugar a las cartas o ver fútbol y cine en la televisión. A lo más, el invicto general tenía el espíritu de un tertuliano de café, como lo llamara Cambó, del que no cabía esperar elaboradas construcciones teóricas. Pero ese hombre mediocre, la antítesis en tantas cosas de un líder carismático, hizo un arte de la permanencia en el poder, el manejo de los resortes de la política de salón y la adaptación camaleónica a las circunstancias, por cambiantes que estas fueran. Porque Franco llegó a convertirse en un verdadero maestro de la supervivencia. Durar se convirtió en su obsesión y para ello no había mejor camino que adaptarse, cambiar lo que hubiera que cambiar, siempre que no se pusiera en peligro lo que Javier Tusell ha llamado «el poso», el núcleo duro de las creencias del general: el catolicismo y la unidad nacional. De modo que el franquismo cambió y lo hizo lo bastante para hacer posible una división en etapas de las cuales solo la primera puede considerarse fascista, y no del todo. Los comienzos del franquismo, hasta el final de la Segunda Guerra Mundial, constituyen la «era azul» del régimen, un período en el que aquel se pareció más que nunca a una dictadura fascista. La Falange, el partido único, disfrutaba de una hegemonía incontestable y Ramón Serrano Suñer, su cabeza visible, trató de valerse de la confianza depositada en él por

Franco para conducir el régimen por la senda de la Italia de Mussolini. Ministro de Gobernación, señor absoluto de los sindicatos y de la prensa, tardó poco el «cuñadísimo» en impulsar un proceso legislativo cuya culminación, de haberse producido, no habría sido otra que el de imponer las ideas de las «camisas viejas» de la Falange. Se copiaban los saludos, las formas, los rituales, los actos multitudinarios. La juventud quedó militarizada; los sindicatos, absorbidos. Se desenterraron olvidadas aspiraciones norteafricanas. La represión no se relajó; las ejecuciones se multiplicaron; decenas de millares de españoles se pudrían en las cárceles. La economía funcionaba de acuerdo con los principios de una autarquía cuartelera, disciplinada y forzada a sobrevivir con lo poco que se tenía. La diplomacia se acercó a las potencias fascistas, que Serrano daba por vencedoras inminentes de la guerra, acompañando declaraciones y gestos con concesiones que, en mayor o menor medida, respaldaban los avances de las tropas nazis. … el fascismo parecía a punto de triunfar.

Francisco Franco visita el Alcázar de Toledo con el líder de las SS Heinrich Himmler, 1940. Los años posteriores a la Guerra Civil marcaron la máxima afinidad del franquismo con los regímenes fascistas en el fondo y en las formas.

Pero el régimen era demasiado personalista, católico y tradicionalista para ceder del todo a la tentación fascista. Los militares, su más sólido cimiento, eran católicos y conservadores casi todos y monárquicos muchos de ellos; veían en Franco al jefe necesario, al que respetaban por su competencia y obedecían por disciplina, pero también a un primus inter pares al que en modo alguno deseaban ver encumbrado a la jefatura de un Estado totalitario. Y respecto a Franco, su obsesión era conservar el poder y hacerlo con las manos libres para usarlo a su antojo. No le cabía duda de que la Providencia le había encomendado la misión histórica de salvar a la nación de sus enemigos liberales, masones y comunistas, pero pronto comprendió que ello exigía, dadas las diferencias existentes entre las fuerzas que lo apoyaban, asegurarse de que ninguna de ellas se impusiera por completo sobre las demás, pues de lo contrario, él mismo terminaría por ser su esclavo, mientras que si ninguna triunfaba, todas recurrirían a él buscando su mediación. Y así procedió en aquellos momentos, cuando las luchas entre falangistas, por un lado, y carlistas, monárquicos y militares, por otro, se resolvían siempre mediante destituciones en cada bando y nuevos nombramientos, siempre bajo el criterio de la preservación del equilibrio entre familias del que dependía la estabilidad del régimen y el poder del mismo Franco. Y así, cuando fue quedando claro que las potencias del Eje no serían las vencedoras, Franco pudo despojarse de sus ropajes fascistas como si se quitara un disfraz, convincente pero falso, y tratar de aparecer de nuevo ante los aliados como el tradicionalista católico que siempre fue. Pero la posguerra no sería un lugar cómodo para los amigos del Eje, hubieran sido o no fascistas convencidos, y tuvieron de pasar años antes de que un nuevo cambio en los vientos de la política hiciera del caudillo un amigo apetecible para las democracias.

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¿CUÁNDO DECIDIÓ EL RÉGIMEN FRANQUISTA QUE NECESITABA MAQUILLAJE? Desde 1942, era evidente que la derrota del Eje era solo cuestión de la «[…] aplicación debida de la fuerza arrolladora», como había dicho Churchill. Así las cosas, privar a la Falange de su hegemonía no solo era ya necesario por razones de equilibrio interno; lo era también porque el régimen no podía seguir pareciendo fascista a ojos de los seguros vencedores de la guerra. Había llegado el momento de cambiar para que todo siguiera igual. El franquismo debía, pues, sustituir sus embarazosos ropajes fascistas por unas vestiduras que lo hicieran más presentable ante las potencias democráticas. El totalitarismo ya no se identificaría con el culto al Estado, ni sería presentado como un fin, sino como un medio, válido solo en tanto sirviera a la meta superior de la salvación de la patria. El autoritarismo sería presentado como un ingrediente propio de la tradición española, compatible con la libertad bien entendida. Y a las nuevas palabras acompañaron pronto los gestos. En un golpe de efecto, Franco hizo reunir unas Cortes en las que, junto a los jerarcas falangistas, ocuparían escaño miembros de la Iglesia, la nobleza y el Ejército. Mientras, la diplomacia española iniciaba su alejamiento del Eje. La «teoría de las tres guerras» proclamaba a España proclive a Estados Unidos en su enfrentamiento con Japón, neutral en el conflicto entre Alemania y los Aliados y partidaria de la primera en su cruzada anticomunista. Caído Mussolini, Franco abandonó la no-beligerancia benévola con Hitler y retornó a una neutralidad vigilante. Las facilidades militares dadas a alemanes e italianos se recortaron y crecieron las ofrecidas a los Aliados. Tras el desembarco de Normandía, en el verano de 1944, Barcelona se convirtió en puerto libre para el trasbordo de material aliado; sus patrullas antisubmarinas sobrevolaban sin obstáculos el espacio aéreo español, y el volframio cedido antes en exclusiva a los alemanes comenzaba a desviarse hacia las industrias británicas y estadounidenses. La rendición de Alemania y Japón a mediados de 1945 obligó al régimen a acelerar los cambios. La victoria aliada abría las puertas a un mundo nuevo y España no podía quedarse fuera. Por ello, Franco remodeló su gabinete y

puso en marcha un conjunto de disposiciones de rango constitucional que tenían por objeto completar la homologación formal de su régimen con las democracias occidentales, pero sin alterar en lo más mínimo su poder personal. La Falange debía ahora apartarse de la luz y ceder su lugar al catolicismo, el ingrediente más presentable del franquismo ante una Europa en la que la democracia cristiana empezaba a asumir un papel esencial en la recuperación de las libertades. La nueva ley de enseñanza primaria, en consecuencia, hacía del catolicismo un principio tan esencial como el servicio a la nación. El Fuero de los Españoles, remedo imperfecto de una declaración de derechos, concedía a los ciudadanos algunas de las prerrogativas básicas en cualquier Estado democrático. La Ley de Régimen Local abría los Ayuntamientos a la elección parcial por familias y sindicatos, mientras la Ley de Referéndum introducía esta figura jurídica para la aprobación de leyes fundamentales, y una nueva ley electoral para las Cortes reducía el peso de la designación directa de los procuradores en favor de un sistema corporativo indirecto. Mientras, el saludo y la retórica fascista desaparecían y una amnistía general beneficiaba a todos los condenados por delitos cometidos durante la Guerra Civil. Pero la pretendida democracia orgánica a la que estas disposiciones pretendían conducir no pasó de mera cosmética. España era una dictadura de hecho que había cambiado su retórica, pero conservaba concentrado en el jefe del Estado la totalidad del poder. El fuero de los españoles concedía derechos, pero no todos los imprescindibles en una democracia, y su aprobación no supuso la derogación de ninguna de las leyes vigentes con las que chocaba. La presunta pluralidad que cabía esperar de las nuevas leyes electorales pronto reveló sus limitaciones. Las elecciones municipales, los referendos o los comicios a Cortes jamás se desarrollaron con las mínimas garantías de limpieza y transparencia, con lo que no pasaban de simulacros controlados que no tenían más objetivo que disimular una realidad que no había cambiado. Y aunque la Falange había perdido protagonismo, no solo no había desaparecido, sino que continuaba siendo el único partido legal, del que el régimen se valía para adoctrinar y reprimir a las masas, nutrirse de cuadros e incluso, cuando era necesario, servir de chivo expiatorio hacia el que desviar las críticas.

Aquel «constitucionalismo cosmético» no convenció a nadie. No convenció a la mayoría de los monárquicos, quienes, encabezados por Juan de Borbón, el hijo de Alfonso XIII que encarnaba la legitimidad dinástica, proclamaron en el Manifiesto de Lausanne la monarquía constitucional, moderada y respetuosa con las libertades individuales y regionales como alternativa al franquismo. Tampoco a la oposición democrática que intensificó su presión dentro y fuera de España con el fin de desestabilizar al régimen y forzar la intervención contra él de las democracias occidentales. Y no convenció, desde luego, a los países vencedores que continuaban identificando a Franco con el fascismo y forzaron su exclusión de las instituciones internacionales nacidas al término de la Segunda Guerra Mundial. Franco se había convertido en el apestado de Occidente.

91 ¿POR QUÉ ESPAÑA TENÍA FIEBRE A FINALES DE LOS AÑOS CINCUENTA? El franquismo sobrevivió a la presión internacional aplicada en los años posteriores a la Segunda Guerra Mundial. No porque sus cambios convencieran a nadie, sino, sobre todo, porque la coyuntura internacional se transformó con celeridad. La brusca caída del telón de acero sobre el centro de Europa y el comienzo evidente de la Guerra Fría entre los Estados Unidos y la Unión Soviética convirtieron al comunismo en el nuevo enemigo de Occidente; hicieron primar las consideraciones estratégicas sobre las políticas y convirtieron a España en útil plataforma desde la que asegurar la defensa del Viejo Continente en caso de un hipotético conflicto entre los dos grandes bloques en que se estaba dividiendo el mundo.

Comenzaba así la etapa de mayor plenitud del franquismo. Gracias a la ayuda estadounidense, el final del bloqueo, la propia recuperación de la economía mundial y el abandono progresivo de los suicidas postulados autárquicos, España empezó a salir del abismo. El racionamiento acaba al fin. La producción nacional crece a tasas del ocho por ciento. Las materias primas y los recursos energéticos importados reaniman la industria, que se vale del capital acumulado y los salarios bajos para alimentar un rápido crecimiento. Se construyen aeropuertos, trenes y embalses. La agricultura inicia al fin una mejora progresiva de sus rendimientos y se invierte otra vez, tímida pero decididamente, el sentido de la marea demográfica. Las ciudades, víctimas de la ruralización posterior a la Guerra Civil, comienzan a recuperar el pulso y la vitalidad. Los obreros europeos, beneficiados por sus salarios en rápido crecimiento, sus vacaciones pagadas y la mejora de sus horizontes culturales, deslumbrados por las soleadas playas y los irrisorios precios de aquella España que despertaba del letargo, invaden sus costas, trayendo con ellos la seducción de un mundo opulento y desconocido. Pero la realidad del país es aún triste; sus desequilibrios, lejos de corregirse, crecen. Todavía creen los gobiernos en las bondades de la política de sustitución de importaciones. Aún favorecen, contumaces, la ineficiente industria nacional a golpe de aranceles, desgravaciones fiscales y ayudas a la producción. No han dejado tampoco de restringir las compras al exterior, controlar el comercio y regular los cambios. Los rescoldos de la autarquía tardan en apagarse; la primacía de lo político sobre lo económico es un dogma. La agricultura se encuentra lejos de haber resuelto sus problemas seculares: el subempleo, la baja productividad y la ausencia de mentalidad empresarial. La industria está creciendo, pero su crecimiento no se alimenta de la mejora de la productividad, sino de los abrumadores subsidios, los salarios de miseria, las horas extras y el rígido proteccionismo, que perpetúan su ineficacia y minan su competitividad. Así las cosas, la balanza comercial se resiente. Las exportaciones han cambiado poco. España sigue vendiendo aceite, cítricos y vino, productos baratos, de escaso valor añadido, que no bastan a compensar el coste enorme de la maquinaria y los bienes de equipo que la industria necesita para progresar. El déficit crece y el Estado cree tener en sus manos la solución del problema. La deuda pública y la emisión de moneda aportan los capitales que necesita la industria. Pero las leyes de la

economía son testarudas y la inflación se desboca. Mientras, las clases populares apenas mejoran su situación. Ganan más, pero porque trabajan más horas. Dejan al fin el campo, pero encuentran en la ciudad viviendas escasas, caras y de mala calidad. La inflación les golpea sin misericordia. El país llega a finales de los cincuenta a un callejón sin salida. El exánime cuerpo nacional requiere una operación de urgencia, una intervención a vida o muerte, una estabilización que sanee su economía, sentando las bases de un crecimiento más sólido, capaz de conjurar al fin sus desequilibrios. Tal es la receta de los organismos internacionales, el Fondo Monetario Internacional, la Organización Europea de Cooperación Económica, de los que España es miembro desde 1958. La cosmética ya no basta. El régimen, y el propio Franco deben renunciar ahora a una de sus convicciones más profundas. La autarquía no es posible; hay que abrir las puertas a la liberalización.

Francisco Franco abraza al presidente estadounidense Eisenhower durante la visita de este a Madrid en 1959. Aquel día se dice que Franco exclamó: «Hoy sí que he ganado la guerra».

El Plan de Estabilización de 1959 abre esas puertas. La peseta se devalúa. Se clausuran numerosas agencias estatales. Desaparecen las regulaciones que pesan sobre un gran número de productos y se libera la importación de otros muchos. Los tipos de interés se elevan y el crédito se restringe. Se pone coto a las emisiones de deuda y el gasto público se limita. La inversión interna se liberaliza y empieza a fomentarse la extranjera. El efecto de estas medidas es fulminante. A corto plazo, sus efectos son terribles y dolorosos. Los salarios bajan; el paro aumenta. Pero, aunque son siempre los mismos los que han de sufrir los sacrificios, pronto queda claro que valdrá la pena. En los quince años que siguen al Plan España dará ell mayor salto económico de su historia.

92 ¿DE VERDAD EXISTIÓ UN «MILAGRO ESPAÑOL» EN LOS AÑOS SESENTA? Una Europa sorprendida fue testigo de cómo un país todavía en buena medida agrario y atrasado a finales de los cincuenta se convertía en la décima potencia industrial del mundo en poco más de una década. Pero ni el «milagro español» fue tal milagro ni sirvió para corregir muchos de los desequilibrios que arrastraba la economía del país. El desarrollo fue espectacular. La industria creció a tasas del diez por ciento anual entre 1960 y 1973; la renta por habitante se multiplicó por ocho. Sectores industriales enteros pasaron de ser incipientes a la madurez. La producción de automóviles, de electrodomésticos, la industria electrónica, la química

dispararon su crecimiento, alimentadas por los capitales acumulados y los nuevos que aportaban las divisas del turismo y las remesas de los emigrantes; protegidas por los créditos blandos, los fuertes aranceles, las ayudas a la exportación y las desgravaciones fiscales, que beneficiaban sobremanera a los grandes conglomerados industriales y financieros en formación; engordadas por las empresas multinacionales, a las que el Gobierno abría sin pudor las puertas de un país en el que multiplicaban sus inversiones, ávidas del mercado en desarrollo, la mano de obra sumisa y barata y las ayudas públicas. Se trataba de un desarrollo todavía intervenido, que confiaba más en la planificación y el dirigismo del Estado que en la iniciativa privada, que construía polos de desarrollo para animar a la inversión en las zonas más atrasadas, que cuantificaba objetivos cuatrienales y los elevaba a la categoría de planes, concebidos por la mente analítica de una nueva generación de políticos, como López Rodó, López Bravo, Navarro Rubio o Ullastres. Tecnócratas más hábiles, tan católicos como los viejos carlistas, monárquicos o falangistas, pero menos constreñidos por los prejuicios tradicionales de una ideología arcaizante de la que el franquismo trataba de despegarse como la piel muerta de una serpiente, distinto por fuera, idéntico en lo esencial a lo que siempre había sido.

Cadena de montaje del SEAT 600 en la Zona Franca del puerto de Barcelona. Este vehículo, humilde y pequeño, se convirtió en el símbolo por excelencia de la entrada de España en la sociedad de consumo.

Fue esto lo que, en fin, diferenció a España del resto de Europa Occidental: la dictadura, no el crecimiento, que las otras naciones de este lado del continente disfrutaron también a ritmo acelerado en aquellos años. Lo hicieron Francia, Alemania y el Reino Unido que permanecieron lejanas en su bienestar superior para las aspiraciones españolas. Lo hizo también Italia; incluso Grecia y Portugal, únicos Estados de importancia que quedaron por debajo de los niveles españoles de prosperidad. Si hubo milagro, fue, pues, un milagro común a los países occidentales; en modo alguno un fenómeno peculiar. Y además, en aquel cielo de esplendoroso azul que el régimen trataba de vender para justificarse no faltaban oscuros nubarrones ansiosos por descargar su negra lluvia sobre la economía del país. El progreso económico español mostraba fuertes desequilibrios. La riqueza aumentaba, pero se repartía mal. Los grandes grupos financieros, la banca y la gran industria incrementaban su participación en el producto nacional a costa de las clases medias y bajas. Mientras las regiones tradicionalmente más ricas, como Madrid, Cataluña o el País Vasco, y otras como Navarra y Valencia, aumentaban su peso económico en el conjunto de la nación y absorbían gran parte de su población, provincias enteras se vaciaban. Cuatro millones de españoles dejaron su hogar. Muchos de ellos marcharon a otras provincias, sin abandonar su país. Pero casi la mitad se vio forzada a buscar en tierra ajena el futuro que la suya no podía ofrecerles. Francia, Alemania, Bélgica o Suiza recibieron inmensas oleadas de inmigrantes que hablaban español. La naturaleza pagó además muy alto el precio del desarrollo. Las ciudades crecían tan rápido que pronto vieron tornarse sus arrabales en inmensas praderas de cemento, pobladas por edificios enormes y monótonos, crecidos sin orden ni concierto a beneficio de especuladores sin escrúpulos. Y las costas, meca del turismo, enterraron la belleza agreste de sus parajes, sacrificada sin remedio a la dictadura inmobiliaria del sol y la playa. La misma economía creció mucho, pero mal. La industria vivía con fuerzas prestadas. Crecía prolífica, pero débil, adicta a las ayudas de un Estado empeñado en verla progresar a toda costa, a las

inversiones de unas multinacionales cuyo interés decaería tan pronto como crecieran los salarios o las exigencias de los obreros, a las patentes compradas allende las fronteras. Desconocía la competencia; ignoraba las leyes inflexibles del mercado, una selva en la que en tiempos de crisis sobreviven tan solo los que saben adaptarse y que habría de conocer después en toda su crudeza. No sabía exportar, o no podía hacerlo, porque sus productos no eran atractivos en precio o calidad para los consumidores de los países más ricos, y entregaba al turismo, las remesas de emigrantes y la inversión extranjera la misión de compensar los elevados déficits comerciales impuestos por la necesidad de importar los bienes de equipo, las materias primas y el petróleo que ella misma consumía. Y no solo la industria; toda la economía crecía ajena a los efectos benéficos de la competencia, alimentando una inflación que pesaría como una losa sobre el futuro desarrollo del país y que el propio Estado engordaba por medio de sus emisiones de moneda, sus créditos blandos y sus presupuestos expansivos. España no contaba con verdaderos empresarios, hechos a pelear su beneficio en el campo de batalla de la economía; la poblaban negociantes convencidos de que el dinero se ganaba en los despachos oficiales, donde habitaban quienes decidían el destino de las ayudas. Cuando la crisis de los setenta golpeara la economía mundial, España acusaría el golpe con mayor fuerza y por más tiempo que los países de su entorno.

93 ¿POR QUÉ NUNCA FUE POSIBLE UN FRANQUISMO SIN FRANCO? El franquismo era una monarquía sin rey cuyas leyes de rango constitucional seguían proclamando su obstinada fidelidad a los postulados de la tradición y la religión. Es cierto que los principios del movimiento aludían también a su carácter social y representativo, pero si lo primero era cada vez más cierto,

como muestra el referido crecimiento de la cobertura sanitaria, las pensiones y la educación pública, lo segundo no pasaba de ser mera retórica. La apertura del franquismo fue un fenómeno tardío, vacilante y contradictorio; nunca convenció a la totalidad de sus clases dirigentes y terminó por morir presa de sus propias limitaciones, dejando al régimen inerme y debilitado ante el evidente y cada vez más agudo deterioro físico y mental de Franco y el crecimiento imparable de la oposición democrática. Así, la ley de prensa de 1966, una renuncia limitada al control hasta entonces absoluto que el régimen ejercía sobre los medios de comunicación, costó a Manuel Fraga cuatro años de lucha contra sus detractores en el propio Consejo de Ministros. La Ley Orgánica del Estado de 1967, un intento de convertir una dictadura en una monarquía limitada, no iba más allá en su afán de representatividad de la introducción en las Cortes de un tercio de procuradores elegidos por los cabezas de familia y las mujeres casadas. La promulgada dos años después sobre el Movimiento Nacional, de la que cabía esperar un mayor avance hacia su transformación en una difusa comunión de principios doctrinales, potenciaba sus aspectos organizativos. Y la proclamación oficial del príncipe don Juan Carlos como sucesor de Franco se vio acompañada de unas declaraciones en las que el futuro rey aparecía en completa armonía con los postulados del régimen. A los limitados avances de la apertura se sumó pronto el creciente enfrentamiento entre las familias del régimen. Cada vez más incapaz Franco de ejercer con eficacia su papel tradicional de arbitraje, la lucha entre facciones se intensificó, alimentada por las discrepancias en torno al grado que debía alcanzar la reforma. Carrero y los suyos se inclinaban por la tecnocracia desarrollista, la amistad con los Estados Unidos, la plena integración de las colonias africanas y la eliminación de cualquier resabio falangista. Frente a él, ministros como Fraga o Solís, menos proclives a Washington, querían aunar desarrollo y política social, aceptaban la descolonización si con ella se recuperaba Gibraltar y propugnaban una reforma más atrevida del régimen. Las fronteras entre ellos no eran tan nítidas; los alineamientos cambiaban a cada momento en función de las cuestiones planteadas. Pero la unidad se había roto y, sin unidad, la reforma no era posible. Sin reforma, la oposición crecía y al crecer la oposición, lo

hacía el miedo a la reforma entre quienes la temían y el convencimiento de su necesidad entre quienes la deseaban. El franquismo, poco a poco, iba entrando en un callejón sin salida. Porque la oposición se fortalecía. Ya no era tan solo oposición política; se trataba también, y cada vez más, de una oposición social. Sus dirigentes ya no eran viejos líderes republicanos supervivientes de otras épocas que contemplaban desde el exilio una España que no comprendían; habían crecido en el presente, dentro del país; lo conocían y sabían en qué deseaban cambiarlo. Y no era ya tampoco tarea de unos cuantos guerrilleros mal armados que apenas lograban inquietar al régimen, sino de gentes que se infiltraban incluso en sus instituciones. Militaban en ella estudiantes y profesores, intelectuales y sindicalistas, profesionales y obreros, periodistas y abogados, militares y sacerdotes. Actuaba cada día, a cada momento, cada vez con mayor intensidad, cada vez más unida. Se manifestaba en forma de huelgas más numerosas, manifestaciones estudiantiles más nutridas, artículos que era necesario censurar, declaraciones colectivas que mantenían al régimen inquieto, a la defensiva, muy lejos de aquella actitud tranquila y confiada de una década antes. Podía todavía resistir la presión, pero era incapaz de librarse de ella. Lo que no estaba ya tan claro es que sobreviviera a la muerte de Franco. Quizá lo habría hecho algún tiempo si hubiera avanzado con decisión por la senda de la reforma. Pero no contaba ni con el consenso ni con las personas adecuadas para ello. El almirante Carrero Blanco, nombrado presidente del Gobierno en 1973, moría asesinado por la banda terrorista ETA poco después. Arias Navarro, su sucesor, pareció a punto de avanzar por esa vía. Su discurso del 12 de febrero de 1974 expresaba la voluntad de reforma de las instituciones. Pero el llamado «Espíritu del 12 de febrero» pronto reveló sus limitaciones, como lo haría también el mismo Arias, que carecía de la personalidad, la claridad de ideas y la visión de futuro necesarias para una tarea de tal magnitud. Y las voces más inmovilistas del régimen tronaron enseguida contra una pretensión semejante, por alicorta y tímida que fuera. La represión se intensificó; las ejecuciones volvieron; fueron cesados los dirigentes más aperturistas y muchos otros dimitieron por solidaridad con ellos. La situación empeoraba día a día. La economía sufría ya los primeros embates de la crisis de 1973 que alimentaban el furor combativo de los

obreros. El entorno internacional, tras la caída de la longeva dictadura portuguesa y la actitud menos comprensiva de las democracias europeas hacia los últimos coletazos represivos del franquismo, había empeorado, y lo haría aún más cuando Marruecos aprovechara la crisis de la Dictadura para arrebatar a España el Sahara. Además, la oposición, cada vez más unida y nutrida en mayor medida por los desertores del propio régimen, afilaba sus espadas para hacer imposible su consolidación cuando Franco muriera, suceso que, a tenor de su estado de salud, parecía cada vez más cercano.

94 ¿CUÁNDO EL NACIONALISMO ESPAÑOL FABRICÓ NACIONALISTAS ANTIESPAÑOLES? La Guerra Civil había sido más que un conflicto entre dos visiones irreconciliables del hombre y de la historia; se trató también de una pugna a vida o muerte entre dos proyectos incompatibles de nación. El primero, el encarnado por la República, había aceptado, aunque a regañadientes, una visión plural de España, más como dato impuesto por una realidad tozuda, que no podía ya cambiarse, que como opción sentida, más como un mal necesario que como un tesoro valioso. Esta visión suponía en lo cultural reconocer sus diferencias regionales y renunciar a valerse del poder público para aplastarlas, y en lo político, aceptar la puesta en marcha de un modelo de Estado que se apartaba de los patrones del centralismo liberal. Ambas renuncias, a la homogeneidad cultural y al centralismo, se alimentaban de una poderosa esperanza; se hacían en nombre de un bien mayor: la consolidación definitiva de la unidad de España sobre el cimiento firme de la integración en

el proyecto común de quienes se habían apartado de él para impulsar sus propios proyectos nacionales alternativos en las regiones más adelantadas del país. La viabilidad del proyecto era dudosa. La lealtad de los nacionalismos catalán y vasco a la nueva empresa común estaba todavía por demostrar. Pero, desde una perspectiva democrática, no cabía otra posibilidad. Sin embargo, el triunfo del bando franquista en la Guerra Civil la destruyó por completo y abrió la puerta a la imposición por la fuerza del otro proyecto nacional, el encarnado por las derechas, en el que no cabía sino un modelo de Estado, el centralista; una lengua y una cultura, las castellanas, y una visión del pasado y del futuro, el construido sobre la religión católica como esencia última de lo español y su razón misma de ser sobre la faz de la tierra. De modo que, a partir de tales postulados, el nuevo Estado triunfante en la contienda se entregó a la tarea de nacionalizar a las masas con una intensidad nunca vista. Cada aldea, cada pueblo, cada villa del rincón más remoto de aquella nación exangüe se llenó de cruces y banderas, unidas en abrazo indisoluble; vio cómo resonaban en sus plazas las invocaciones al caudillo salvador de la patria y escribió con tinta roja en los muros de sus iglesias los homenajes a los mártires caídos por Dios y por España. En cada escuela elemental, en cada instituto de segunda enseñanza los maestros y profesores modelaban en las dúctiles mentes de los niños y adolescentes, en un castellano que volvía a ser la lengua del Imperio, el desprecio por las culturas regionales: sembraban el amor a la España una, grande y libre, y oficiaban el culto a sus héroes, a su religión y a sus tradiciones. Y, así, con rapidez vertiginosa, en el imaginario colectivo unos mitos desplazaban a otros. Se desdibujaba aquella Edad Media que tanto amaban los liberales, patria de heroicos paladines de la libertad en lucha contra los abusos tiránicos de los reyes, paraíso de la convivencia amable de cristianos, judíos y musulmanes, tierra de Cortes y de fueros. Ocupaba su sitio la España imperial en que nunca se ponía el sol, brazo armado de la Iglesia, campeona de Trento, martillo inmisericorde de herejes; la España de la Reconquista, forjada a golpe de espada contra el enemigo secular de su fe; la España de Santa Teresa y de Calderón, la de los Reyes Católicos y los Austrias, la de Recaredo y el Cid. Furiosos anatemas condenaron como pecados nefandos la Ilustración y el liberalismo, y aquella generación hambrienta y andrajosa recibió la

promesa de un futuro grandioso para una España que recuperaba la senda de su verdadero ser. La arquitectura, el cine, la literatura difundían los nuevos mitos; grababan en la mente de los españoles los nuevos símbolos. Una presión asfixiante, un adoctrinamiento angustioso se ejerció sobre las masas. La nueva España se imponía; no se dialogaba. Y, sin embargo, la nueva España, que era en realidad la vieja, no triunfó. Durante cuarenta años, se borraron como por ensalmo los testimonios de quienes se oponían y pareció no quedar huella de la otra, la abierta, la plural; parecieron extinguidas las Españas de la periferia, las que no querían serlo. Pero no era cierto. El proyecto de la España tradicional no podía triunfar. No podía hacerlo porque se basaba en la fuerza, sin concesión alguna; porque no tenía nada que ofrecer, nada con lo que atraer al que discrepaba; porque carecía de otro argumento que la represión; porque solo era capaz de convencer al que ya estaba convencido, porque suponía enterrar a medio país bajo el peso del otro medio. No podía hacerlo porque aquel proyecto, como el encarnado un siglo antes por los carlistas o dos centurias antes por los enemigos de la Ilustración, no era en realidad un proyecto, sino la negación de todo cambio, la muerte de todo progreso, la congelación imposible del tiempo y de la historia. Pero no podía hacerlo tampoco porque en su mensaje latía una profunda contradicción. La España identificada con la fe unía dos ámbitos competidores por naturaleza, la política y la religión; el Estado y la Iglesia. La segunda apoyaría al primero solo mientras lo necesitara; usaría su poder de penetración social para difundir la idea de nación solo junto a la idea de la fe, y subordinando aquella a esta. Llegado el momento de elegir, la Iglesia no podía optar por la nación; rendiría la bandera para levantar la cruz; traicionaría al castellano para mejor predicar el Evangelio; abrazaría otras versiones de la historia; sostendría otro poder, otras autoridades. Y el momento se adivinó ya en los años sesenta. El Concilio Vaticano II abrió el catolicismo a los nuevos vientos; separó del régimen a muchos sacerdotes y acercó a otros a los nacionalismos competidores. Y la idea de España amparada por el régimen, privada de la fuerza de la Iglesia, quedó debilitada decisivamente.

Iglesia de la Asunción, Tendilla, Guadalajara. En el centro del edificio puede verse el homenaje a los caídos por Dios y por España, una inscripción que adornaba todas las iglesias españolas después de la Guerra Civil.

Y lo que es más grave. En el corazón y la mente de muchos españoles quedó grabada a fuego una identidad peligrosa. España y la Dictadura, España y derecha reaccionaria eran lo mismo, de modo que debían ir también de la mano lucha contra el franquismo y lucha contra España; cuanto se opusiera a la primera debía oponerse también a la segunda. Y una idea vergonzante de la nación, una versión huera del patriotismo fue abriéndose paso, entre los intelectuales primero, entre los políticos luego, en amplias capas de la sociedad más tarde. La izquierda traicionaba la idea de España. Muchos ya no decían España, sino «este país»; no hablaban ya de nación, sino de estado. Y escuchaban con inconsciente simpatía la retórica de los nacionalistas catalanes y vascos, saturada de manipulaciones insostenibles del

pasado, obsesión identitaria y desprecio de la diferencia, semilla indiscutible de futuras amenazas para la convivencia. La democracia, que trataría otra vez de poner en marcha por la vía del diálogo el proyecto de España plural de los republicanos, sería víctima de esa herencia envenenada. El franquismo no había terminado de hacer la nación española; la había deshecho un poco más.

LA TRANSICIÓN Y LA ESPAÑA ACTUAL

95 Y DESPUÉS DE FRANCO, ¿QUÉ? El veinte de noviembre de 1975, tras una agonía lenta y dolorosa, fallecía al fin el hombre que había regido los destinos de España durante cuatro décadas. El país que dejaba era en muchas cosas el reverso virtuoso del que se había encontrado. Nunca antes los españoles habían sido más prósperos ni menores las distancias entre ellos ni entre las regiones que habitaban; nunca más abiertos, más tolerantes ni más cultos. Jamás antes la Iglesia católica se había mostrado más dispuesta a renunciar a su posición de privilegio, asumiendo al fin que era posible otra visión de las cosas. En ningún momento precedente la clase política se había encontrado más cerca en su diagnóstico de las necesidades del país; nunca más proclive a dialogar para edificar un régimen capaz de acoger las opciones más diversas, quizá porque derechas e izquierdas se sabían incapaces de imponerse por la fuerza y ninguna de ellas lo deseaba si el precio era repetir la horrible tragedia que tan viva permanecía

aún en las conciencias. Y nunca antes el Ejército, habituado a tutelar la vida política, se había mostrado más dispuesto a observar desde el palco la obra que se disponían a representar los actores políticos y sociales, aunque la tentación golpista no desapareciera del todo e incluso renaciera con inusitado vigor durante aquella etapa crítica en una porción minoritaria de las Fuerzas Armadas. Franco, en fin, había dejado a España más preparada que nunca para la democracia. Esta fue su herencia, pero no su mérito. Muchas de estas virtudes de la sociedad española se habían logrado no gracias a él, sino a pesar de él, y nunca fue su intención ni su objetivo sentar las bases de un futuro régimen democrático. Incluso su mayor logro, el desarrollo del país, se alcanzó cuando el general desistió de sus simples y erróneas convicciones económicas y se dejó llevar, renuente, por los consejos de sus ministros más preparados. A la pregunta «Y después de Franco ¿qué?», él mismo habría respondido que después de Franco quedaban las instituciones. Una monarquía autoritaria, confesional y corporativa, capaz, en el mejor de los casos, de albergar un pluralismo limitado, era lo que el régimen preveía para su futuro. Porque el hecho de que España estuviera al fin preparada para la democracia no garantizaba su consolidación. Para cualquier observador resultaba evidente que el regreso al perdido paraíso de las libertades exigiría del país la superación de una prueba terrible. Durante el tiempo que fuera necesario para afrontar la obra titánica de transformar la dictadura en democracia, la sociedad española quedaría expuesta a un constante peligro de desestabilización. El proceso avanzaría en todo momento bajo un riesgo cierto de degeneración violenta, fruto de las presiones combinadas, aunque de signo contrario, de quienes se negaran al cambio y quienes aspiraran a impulsarlo más allá y más aprisa. En el seno del régimen, fuerte aún en algunas de sus instituciones, en las Cortes, en la cúpula del Movimiento, en el Ejército, en la burocracia misma, se había construido un búnker en el que se atrincheraban, prestos a resistir, los sectores más reacios a la reforma política. Y no era descabellado, pues fuerza tenían para ello, esperar que se arriesgaran a un intento de subversión del proceso cuando este se hallase en su fase más delicada. No menor era el riesgo contrario, el que nacía de la impaciencia de la oposición, el que se alimentaba del recuerdo de las purgas, de la represión

sufrida en las carnes propias o en las de los padres y abuelos. Cuando el Estado franquista renunciara a sus instrumentos de control de la disidencia no era improbable que esta estallara de forma incontrolada, con el riesgo de provocar una reacción involucionista capaz de dar al traste con los sueños democráticos de los españoles. No era sino el riesgo inherente a todo proceso de reforma profunda de las instituciones. Solo que en el caso español se trataba de un riesgo mucho mayor, pues, por segunda vez, al igual que en 1931, el azar histórico había hecho que el alba de la democracia coincidiera en el tiempo con una grave crisis económica. Una crisis que golpeaba con mayor fuerza a la economía española debido a su dependencia del petróleo, de la inversión exterior, del turismo y de las industrias básicas, la naval, la siderúrgica, la de material de transporte, y a su escasa competitividad. El cierre de empresas, el aumento vertiginoso del desempleo y el crecimiento desbocado de los precios no constituían el mejor caldo de cultivo para una transición pacífica. Y en una sociedad en la que distaban aún de hallarse garantizadas las libertades de expresión y de reunión, una sociedad, en fin, que carecía de los mecanismos para canalizar pacíficamente los conflictos; la tensión acumulada no podía sino alimentar una peligrosa espiral de huelgas y manifestaciones que, al ser sofocadas por unas fuerzas de orden público educadas en la mera represión, alimentaban una dinámica desestabilizadora que pesaba como una espada de Damocles sobre el proceso de apertura del régimen, forzado a moverse en todo momento con exquisita prudencia. El terrorismo contribuyó también, y no en menor grado, a dificultar las cosas. Terrorismo del nacionalismo vasco más radical, encarnado en ETA, que trataba de provocar la respuesta violenta del Estado de acuerdo con una estrategia orientada sin ambages a su desestabilización. Pero también terrorismo de izquierda, sin más, sin apellidos nacionalistas, común por entonces en Europa, personificado por organizaciones como los GRAPO, cuyas acciones tenían una intención similar. Y terrorismo de la derecha radical, de grupúsculos muy activos, como los Guerrilleros de Cristo Rey, que desde el extremo contrario del espectro político producían idénticos efectos. Atentados, secuestros y asesinatos jalonaron cada paso de la sinuosa

senda del país hacia la democracia, tentando a sus protagonistas a abandonarla para tomar el sendero en apariencia menos tortuoso, pero en realidad un callejón sin salida, de la represión. Y por último, como factor añadido de primera importancia, las circunstancias exteriores no eran las mismas que treinta años antes, al término de la Segunda Guerra Mundial. Entonces, las principales potencias democráticas habían tratado de presionar al régimen para forzar su apertura valiéndose de la exclusión y el bloqueo. Ahora, el franquismo se había reconciliado con Occidente y se hallaba por completo integrado en sus instituciones fundamentales. La actitud que cabía esperar de los Estados Unidos y sus aliados no podía ser otra que una prudente espera teñida sin duda de simpatías democráticas, pero en modo alguno susceptibles de cuajar en presiones de ningún tipo. Los españoles estaban solos. Sobre ellos, y nada más que sobre ellos, pesaba la responsabilidad de conducir a su país a la democracia.

96 ¿CUÁNDO UNAS CORTES ESPAÑOLAS SE HICIERON EL HARAKIRI? En un contexto de gran dificultad se movieron los protagonistas de la Transición. Si el proceso culminó con éxito, si a su conclusión España gozaba por fin de un régimen de derechos y libertades, fue en buena medida gracias a ellos, tanto o más que al nivel de desarrollo económico del país, la transformación de las mentalidades o la moderación dominante en la mayoría aplastante de la opinión pública. Porque la Transición fue, en pocas palabras, la obra de un hombre y de una idea. El hombre fue Adolfo Suárez; la idea, el consenso. Aunque es cierto que en sus primeros momentos cupo un papel esencial en ella al monarca, Juan Carlos I, quien habiendo recibido de Franco

una corona y un Estado, quiso afirmar la primera sobre los cimientos de la soberanía popular y reformar con decisión, pero con prudencia, el segundo para conducirlo a la democracia. Los primeros pasos fueron los más difíciles. El rey había heredado un Gobierno y un presidente. Y ni uno ni otro le servían. El gabinete bullía de franquistas y su jefe, Carlos Arias Navarro, no contaba con ir más allá de una reforma moderada de las instituciones, una democracia sin sitio para comunistas ni nacionalistas, con notables supervivencias corporativas, y por completo inane en derechos y libertades para los ciudadanos. No era lo que quería el rey ni era lo que esperaba el pueblo. La violencia en las calles, creciente desde comienzos de los setenta, se intensificó aún más, y el Gobierno no encontró otra respuesta que la represión. España se hallaba en un callejón sin salida. La continuidad sin más del régimen era impensable; una reforma tibia de sus instituciones, insuficiente. En las calles, los españoles pedían a gritos la democracia. Pero una ruptura total, una simple reedición de lo acaecido en 1931, era peligrosa. No solo porque no la tolerarían sin lucha los sectores más duros del régimen, sino porque no la deseaba una buena parte de la misma opinión pública. Solo quedaba abierto un camino, el más difícil, pero a la vez el más sensato, el de la reforma gradual, pero decidida, de las instituciones para conducirlas hacia la democracia plena. Pero una maniobra de estas características requería poner la nave del Estado en manos de un piloto de excepcional habilidad, firme en sus convicciones, pero flexible y dotado para el diálogo; respetable para los hombres del régimen, pero capaz de inspirar confianza a la oposición. Ese hombre fue Adolfo Suárez. Adolfo Suárez procedía del régimen. Había ocupado en él altos cargos. Se había desempeñado con soltura como director general de Radio Televisión Española e incluso como ministro secretario general del Movimiento. Pero era aún lo bastante joven para que la oposición no tuviera de él una idea preconcebida, como sucedía con otros aperturistas como Fraga o Areilza. Y su modestia, su instinto, su talante dialogante, y el hecho de que tuviera ideas claras, pero ninguna ideología definida, le conferían el perfil ideal para presidir un Gobierno que, como él mismo diría, no encarnaba una opción de partido, sino que se disponía a servir de gestor legítimo para establecer un juego político abierto a todos. Esa fue desde el principio la misión de Suárez.

Así lo entendía el rey, que sirvió de motor al barco de la transición, pero no lo pilotó, y, sobre todo, supo encontrar al timonel capaz de navegar con pericia por aquel mar plagado de escollos.

Adolfo Suárez depositando su voto en las elecciones de junio de 1977. El joven político poseía las cualidades ideales para pilotar la Transición. Joven, de ideas claras pero ninguna ideología reconocible, era el hombre adecuado para presidir un Gobierno que no encarnaba una opción de partido, sino que se disponía a servir de gestor para establecer un juego político abierto a todos.

El flamante presidente del Gobierno se entregó enseguida a la tarea de asegurar un contacto fluido con la oposición, incluyendo a Santiago Carrillo, secretario general del PCE. Proclamó su intención de reformar el régimen y convocar elecciones generales. Decretó una amnistía y restableció los derechos de reunión, asociación, propaganda y manifestación. Mientras, no se olvidaba de reunirse con los altos jefes militares con el fin de tranquilizarlos. El mensaje era de una nitidez meridiana. Suárez le decía a la oposición que llevaría al país a la democracia y que lo haría contando con ellos, pero también les pedía que esperaran y que depositaran en él su confianza. Y, a la

vez, le decía a la reacción que lo haría desde dentro del propio régimen y a un ritmo lento, aunque decidido, en el que no tendrían cabida veleidades rupturistas. Se trataba, en palabras de Torcuato Fernández Miranda, el gran mentor de Suárez, de ir «de la ley a la ley»; de convertir la dictadura en democracia sin romper la legalidad, valiéndose de sus mismas posibilidades. Costó trabajo. En la calle proseguían las huelgas y las manifestaciones, a menudo acompañadas de violentos choques entre la policía y los manifestantes. La oposición desconfiaba aún de los propósitos de Suárez y reclamaba con energía, más unida que nunca, una ruptura total. Y el Ejército, aunque obediente, lo era tan solo por lealtad al rey, no por fe en la bondad de las reformas. En el verano de 1976, nadie podía pensar que unos meses después el franquismo caminaría mansamente hacia el suicidio. Pero así fue. En octubre de 1976, Suárez presentaba ante las Cortes un Proyecto de Ley para la Reforma Política. En noviembre, la cámara lo sancionaba por aplastante mayoría. En diciembre, noventa y cinco españoles de cada cien que depositaron su voto expresaron su acuerdo con él. El pueblo había hablado con claridad; se había pronunciado a favor de la democracia, unas Cortes bicamerales y una constitución. Pero había dicho algo más, que la oposición no podía obviar: había manifestado que no deseaba la ruptura, sino la reforma. A la oposición no le quedaba sino sentarse a negociar la manera de integrarse en el proceso. Suárez se lo puso fácil. Poco a poco, el nuevo régimen adquirió perfiles más nítidos e inequívocamente democráticos. La amnistía se amplió; los partidos políticos se legalizaron, incluso el PCE; vio la luz una ley electoral que satisfizo a todos. Los atentados, los secuestros, la estrategia desestabilizadora de las derechas y las izquierdas intransigentes no ofrecían tregua. El 24 de enero de 1977, pistoleros ultraderechistas asesinaron a cinco abogados laboralistas en la calle Atocha de Madrid. Meses después, en abril, la legalización por decreto del PCE, combinada con la disolución del Movimiento, a punto estuvo de provocar un golpe militar. Pero la nave del Estado, acrecida su tripulación con las fuerzas de la oposición, no se desvió de su rumbo. El 15 de junio de 1977 España celebraba sus primeras elecciones libres desde febrero de 1936.

97 ¿QUÉ SONIDO HACÍAN LOS SABLES EN LA ESPAÑA DE LA TRANSICIÓN? Unas nuevas elecciones, celebradas en marzo de 1979, dieron otra vez la victoria a la Unión de Centro Democrático (UCD), el partido de Suárez. La transición había concluido, pues España contaba ya con unas Cortes ordinarias en el marco de una constitución democrática, aunque pendiente de desarrollo. Pero desde un punto de vista más amplio, no podía hablarse de democracia consolidada mientras no se produjera un turno pacífico en el poder de opciones políticas distintas. Solo la UCD, en última instancia un partido sin personalidad definida, creado con la misión de llevar a buen puerto la voladura controlada del franquismo y tan vinculado a él en muchos aspectos, había ocupado el Gobierno de la nación. Los graves problemas que sufría España iban a servir para acelerar el recambio. Hasta 1982, los españoles continuaron soportando la crisis económica, agravada tras el segundo choque petrolífero, producido por el estallido de la guerra entre Irán e Irak en 1979, que mantendría la inflación y el paro en niveles muy elevados. El terrorismo, lejos de apaciguarse con la descentralización del Estado, intensificó su campaña de atentados, superando el centenar de muertes por año. Y si el Estatuto de autonomía catalán fue aprobado sin dificultad con un alto grado de acuerdo entre las fuerzas políticas, el vasco se retrasó, revelando una vez más el difícil encaje de un aranismo encastillado en la anacrónica defensa de unos pretendidos derechos históricos del País Vasco en cualquier proyecto político compartido por todos los españoles. La aprobación del Estatuto no resolvió las cosas. No menos compleja fue la extensión de la autonomía al resto del país. La dificultad estribaba en el hecho de que se trataba de un principio, no de un programa; existía como idea, pero no como proyecto definido, de forma que nadie sabía cuál era su destino ni su límite, algo imprescindible para dotar de una mínima estabilidad a las instituciones. La UCD sola, primero, y con el acuerdo del PSOE, el primer partido de la oposición, después, afrontó la tarea de

racionalizar y armonizar el proceso autonómico. Mientras Galicia, Asturias, Cantabria y Andalucía accedían al autogobierno y se avanzaba en el proceso de traspaso de competencias, quedaron al fin definidos aspectos tan básicos como las elecciones a los parlamentos regionales o los mecanismos de financiación de sus gobiernos. La Ley Orgánica de Armonización del Proceso Autonómico (LOAPA), en los estertores del gobierno de UCD, constituyó el fruto de esa colaboración y el primer intento de enmendar un error aún hoy pendiente de corregir en su totalidad. Pero no fue la inflación ni el paro ni el terrorismo ni el complejo despliegue del proceso autonómico el factor decisivo que apartó a la UCD del poder, sino su derrumbe progresivo. Suárez se veía cada vez más cuestionado dentro de su partido, que no había logrado nunca superar sus orígenes como amalgama heterogénea de personalidades y corrientes diversas. Los sucesivos desastres electorales que iba sufriendo el Gobierno, síntoma del cansancio creciente de una parte de la opinión pública, agravaban las tensiones internas y alimentaban las exigencias de unos barones que trataban de imponer una dirección colegiada. Los socialistas, además, presionaban desde fuera, recurriendo incluso a la moción de censura para acelerar el desgaste del Gobierno. Suárez, más hábil como negociador que como presidente, cuestionado dentro de su partido y con una popularidad ya en reflujo, tomó al fin la decisión de dimitir en enero de 1981. El elegido para sucederle fue Leopoldo Calvo Sotelo, el verdadero muñidor de UCD, un político tan refinado, competente y decidido como distante y escaso de carisma. Pero la misma tarde en la que se votaba su investidura, el 23 de febrero, un grupo de guardias civiles al mando del teniente coronel Antonio Tejero irrumpía en el Congreso y secuestraba al Gobierno en pleno y a todos los diputados, mientras el capitán general de Valencia, Jaime Milans del Bosch declaraba el estado de guerra y en Madrid la división acorazada «Brunete» ocupaba las emisoras de radio que comenzaban a emitir música militar. Aquella noche todo el país permaneció en vela mientras las ondas encogían los corazones con los dolorosos recuerdos de una tragedia que nadie deseaba repetir y algunos, los más comprometidos, quemaban sueños de papel, transmutados ahora en seguras promesas de muerte.

Por fortuna, el rey que tanto había hecho por traer a España la democracia volvió a hacerlo una vez más aquella noche triste. Su mensaje televisado, sonoro y contundente era el de un comandante en jefe ordenando disciplina a sus ejércitos que se plegaron sin dudar a su voz de mando. Rendidos los golpistas, la democracia probó su solidez condenándolos sin misericordia ni temor al ruido de sables. Pero mientras el Gobierno de UCD proseguía su gestión dejándose en cada nueva ley —el divorcio, la LOAPA, la entrada en la OTAN— una carga de votos, el socialismo, renovado en su faz y en su mensaje de la mano del hábil Felipe González, tocaba ya con la mano el poder.

98 ¿FUE LA MOVIDA MADRILEÑA UN SÍMBOLO DE SU TIEMPO O UNA MERA OCURRENCIA PUBLICITARIA? Las elecciones, celebradas al fin el 28 de octubre de 1982, dieron a los socialistas el mayor voto de confianza que la nación diera nunca a sus gobernantes. La izquierda volvía al poder después de casi medio siglo. Pero era una izquierda nueva, que no vestía ya el mono del obrero, sino la corbata del universitario; que hablaba al trabajador, pero también al empresario, al profesional liberal, a las clases medias; que conservaba su discurso igualitarista, pero sabía ya a ciencia cierta que solo el mercado podía llevar al país por la senda de la prosperidad; que podía no mostrarse muy crítica con la Unión Soviética, pero miraba solo a Europa, a los Estados Unidos y a Latinoamérica. Y esa izquierda sensata lo sería aún más en el poder, embebida ya en lo que sabía su responsabilidad histórica, la culminación del

proyecto nacional, el regreso de España a su posición natural en Europa, la plena homologación y la plena integración, económica y política, con los países de su entorno. Pronto se abandonaron los viejos sueños. El socialismo español se empapó de pragmatismo. Exigió sacrificios a los obreros que habían soñado con él un paraíso igualitario y cerró astilleros ruinosos, clausuró fábricas sin futuro, vendió empresas inviables; reconvirtió una economía que había esperado la mano firme que la sacara del marasmo. Y hubo huelgas, hijas de la indignación de unos sindicatos que no entendían esa nueva izquierda. Fueron años duros. Luego, saneada la economía, asegurada la confianza empresarial, el crecimiento se aceleró. Mediados los ochenta, el empleo dejaba los números rojos, la producción se disparaba y los españoles se zambullían en el fervor consumista mientras el país desplegaba una enorme vitalidad en todos los campos. También la mostraba el Gobierno. Porque si fue pragmático en lo económico, no dejó por ello de apreciar cuánto esfuerzo se necesitaba aún para que el progreso llegara a todos los españoles. El Estado del bienestar, pergeñado por la Dictadura, extendió su manto protector. La cobertura sanitaria llegó a todos los ciudadanos; las pensiones ampararon incluso a quienes no habían cotizado para cobrarlas; el seguro de desempleo amplió el número de sus beneficiarios. La Universidad llenó sus aulas con los hijos de los obreros y el control de los centros escolares se entregó a los profesores, los padres y los alumnos. La mayor tolerancia que se había instalado en las conciencias se reflejó en nuevas leyes, como la del aborto, que despenalizó su práctica en algunos supuestos. Con los socialistas, España creaba riqueza y la repartía; se modernizaba y arrojaba con desprecio tras de sí sus viejos complejos. Mirando a Europa, era ya, por fin, Europa. Por lo demás, la más completa normalidad presidía la vida de un país que se transformaba en todos los ámbitos. Aunque el terrorismo proseguía su criminal ejecutoria, su impacto sobre la estabilidad institucional se reducía al ritmo que aumentaban los éxitos policiales contra él, ganados en buena medida gracias a la colaboración francesa. El Ejército asumía gustoso su papel constitucional, mientras se modernizaba su material y su estructura. El Estado de las autonomías continuaba su despliegue institucional con la aprobación de los Estatutos restantes y el traspaso de las competencias

transferidas. España recuperaba su posición en el mundo, integrada ya sin complejos ni marginaciones en Occidente, ya en lo militar, pues el Gobierno socialista no abandonó la OTAN que tanto había denostado, ya en lo económico y lo político, pues el país lograba al fin la ansiada incorporación a la Comunidad Económica Europea que se firmó en el verano de 1985. Y la cultura nacional, alimentaba por una asombrosa vitalidad, desbordaba la famosa Movida Madrileña para desplegarse en todos los campos, desde el cine a la literatura, desde la arquitectura al deporte. Los fastos del 92, presididos por un socialismo ya en reflujo, pero que recogía ahora los frutos plantados tiempo atrás, parecían culminar con un broche dorado los progresos de aquel país renacido por fin de sus cenizas.

99 ¿ESTARÁN ALGUNA VEZ CONTENTOS LOS NACIONALISTAS? En teoría, el retorno de la democracia ofrecía al país la oportunidad de retomar las cosas donde se habían quedado en 1936. La nueva Constitución volvía a sancionar, como en 1931, la compatibilidad de la unidad superior de la nación española con el reconocimiento de su pluralidad cultural. La autonomía regional, mucho más generosa ahora, volvería a ser la herramienta del consenso, el justo medio que permitiría la integración de los nacionalismos en el proyecto común. Y ahora, derrotado el españolismo reaccionario, movidos los líderes políticos por el deseo de no repetir la tragedia, las cosas debían ser mucho más fáciles. No lo fueron. El nacionalismo vasco, rendido aún al culto de su obsesivo fundador, encastillado en la defensa de sus delirantes derechos históricos, incompatibles con la afirmación de las prerrogativas de las personas propia de cualquier democracia, rechazó una Constitución que no los reconocía y

levantó difíciles escollos en el camino del consenso, aunque terminó por aceptar un Estatuto que hallaba amparo y fuente última en esa misma Constitución. Menos problemas planteó el nacionalismo catalán, respaldado por un consenso social mucho mayor que el vasco y mucho menos exigente a la hora de negociar su Estatuto. Pero el ejemplo estaba ahí. En un primer momento, y facilitado por la absoluta falta de definición de un Estado autonómico al que nadie había pensado en poner límites ni plazos, estalló una absurda competición de regionalismos, reales o simplemente creados de la nada por élites políticas ansiosas de ganar parcelas de poder segadas al Gobierno central; un afán diferenciador que miraba al pasado buscando en la historia argumentos con los que sostener prosaicas pretensiones de dinero y transferencias.

Imágenes de la manifestación Som una nació. Nosaltres decidim, celebrada en Barcelona el 10 de julio de 2010 para protestar contra la sentencia dictada por el Tribunal Constitucional

en relación con el recurso de inconstitucionalidad interpuesto contra el Estatuto de Cataluña.

En un primer momento, la cordura pareció imponerse. Los partidos mayoritarios, entonces el PSOE y la UCD, pactaron añadir un poco de orden y un mucho de razón al desbocado proceso autonómico. Luego, las mayorías absolutas de los socialistas pusieron sordina a las demandas nacionalistas, incluso cuando solicitaban transferencias previstas en los propios Estatutos. Pero la labor de zapa contra la unidad nacional ya estaba en marcha. Allí donde los nacionalistas tenían en sus manos la educación y la cultura, se valían del poder para adoctrinar a las masas en el nuevo credo nacional, incompatible con la nación común. La normalización lingüística, impuesta por la fuerza, trataba de desterrar el castellano de los ámbitos oficiales; conculcaba el derecho de los padres a elegir la lengua de enseñanza de sus hijos, e invitaba a los pesebres públicos a una numerosa cohorte de hambrientos periodistas, intelectuales de segunda fila y profesores dóciles con la consigna de insuflar vitalidad a una cultura propia entendida como ente incompatible con la común a todos los españoles. Historiadores, convertidos a la nueva fe o seducidos por fáciles promesas de notoriedad alimentada a golpe de dinero público, daban a la prensa versiones adulteradas de la historia, borrando de un plumazo cuanto remite al pasado compartido. Y poco a poco, la sociedad civil iba siendo ocupada por el poder. Las críticas amainaban, o no se producían, o no se oían, y cuando no podían silenciarse, se lanzaba sobre ellas el anatema de la nueva religión nacionalista, la condena al exilio interior. Y en medio de la paranoia identitaria, de la obsesión diferenciadora, poco a poco, iba muriendo allí la democracia.

100

¿HA LLEGADO EL FINAL DEL RÉGIMEN DE 1978? Esta, claro, no es ya una cuestión histórica, sino una reflexión sobre el presente, colofón necesario, en mi opinión, de cualquier obra que aspire a provocar un poco de desasosiego intelectual en el lector, animándole así a futuras lecturas. Se trata, en cualquier caso, de una pregunta clave, pues de la respuesta que le demos, no en este libro, por supuesto, sino como pueblo, dependerá nuestro futuro inmediato. Por ello no estaría de más que tuviéramos presentes algunos datos que a menudo se olvidan, en especial quienes responden de forma afirmativa a esta pregunta. El primero de ellos es que la Constitución de 1978, con todos sus defectos, que, en tanto obra humana, los tiene, ha sido la primera en nuestra historia que reúne dos condiciones: no es un programa de partido, con lo que todos pueden gobernar con ella, y fue aprobada en referéndum por el pueblo depositario de la soberanía, no por una asamblea más o menos representativa. El segundo se refiere a la historia de los últimos cuarenta años de la vida de España, que, aunque escribirlo aquí sea incurrir en un tópico, han supuesto el período de convivencia pacífica y progreso social más dilatado de nuestra trayectoria como nación. Decir que la Constitución y, por ende, el régimen democrático que sobre ella se construyó están en crisis equivaldría a discutir una o ambas de las afirmaciones que acabamos de hacer: o la Carta Magna no cuenta ya con el respaldo de una buena parte de la sociedad española,o su continuidad pone en peligro la convivencia entre los españoles y su progreso. No puede sostenerse que el régimen vigente impida el progreso colectivo de los españoles; antes bien, los datos avalan lo contrario. Pero ¿disfruta la Carta Magna de un apoyo ciudadano comparable al de hace una década? Y, de no ser así, ¿a qué se debe la pérdida de apoyos del régimen? Parece evidente que el consenso en torno a los fundamentos de nuestra convivencia ha caído de forma notable en los últimos años. Este hecho puede observarse en dos datos: en primer lugar, un porcentaje significativo de electores se ha apartado de las candidaturas que se identifican con mayor claridad con el régimen del 78 para abrazar opciones que lo cuestionan con

nitidez; en segundo lugar, el porcentaje de catalanes que se declaran partidarios de la independencia de Cataluña se ha movido en los últimos años entre el 40 y el 45 %. ¿A qué se debe esta pérdida de apoyo? Parece obvio que la respuesta hay que buscarla en la crisis económica. Su impacto sobre la sociedad española ha sido muy grande y, sobre todo, se ha cebado en las capas medias y medias bajas, mientras las clases acomodadas apenas han notado su impacto e incluso han salido fortalecidas de ella. Pero lo más grave es que la respuesta de los sucesivos gobiernos, del todo ortodoxa desde la óptica liberal y auspiciada por las organizaciones internacionales, ha agravado sus consecuencias para los más débiles que no solo han sufrido en sus carnes el desempleo y la bajada de los salarios, sino la drástica limitación de los sistemas de protección social. Este hecho ha sido común a la mayoría de los países occidentales y también en la mayoría de ellos la respuesta popular ha sido una pérdida de fe en las instituciones democráticas y en los partidos de la izquierda tradicional, que han llegado a desaparecer del todo en algunos de ellos, y el auge de movimientos y partidos de fuerte cuño populista que se presentan como adalides de una verdadera democracia, si se posicionan a la izquierda del espectro político, o la cuestionan abiertamente si lo hacen a la derecha. El proceso, empero, ha sido más intenso en España, pues en nuestro caso los recortes han coincidido con la salida a la luz de una verdadera catarata de casos de corrupción que ha salpicado a casi todos los partidos, pero en especial al que ha puesto en práctica los recortes en el gasto público y la reforma a la baja del sistema de protección social. El resultado ha sido una irritación mucho mayor que en otros países de amplias capas de la población, las cuales, como sucediera en la Europa de entreguerras, han abrazado aquellas opciones que aparecían ante sus ojos como más nítidamente contrarias al estado de cosas vigente. Como, además, nuestro país viene arrastrando un problema de nacionalización imperfecta, las bases sociales del nacionalismo catalán, que ha sabido presentarse como ajeno al sistema y en oposición al mismo, aunque objetivamente no lo es en absoluto, se han ampliado y radicalizado, de modo que el independentismo, del todo minoritario durante décadas, ha crecido hasta alcanzar casi la mitad del cuerpo electoral.

¿Qué salida tiene todo ello? Es obvio que la superación de la crisis atenuará los descontentos y privará a las opciones contrarias al régimen del 78 de buena parte de su apoyo electoral. Sin embargo, eso no quiere decir que el problema se haya resuelto. Si el incremento de la representatividad de las instituciones y la mejora de su calidad democrática pueden lograrse con un poco de esfuerzo por parte de todos, el encaje de los nacionalismos periféricos en un Estado español común, sea bajo la forma que sea, permanece como la cuestión más grave a la que debe enfrentarse España a corto plazo. Sobre todo, porque el nacionalismo, el catalán al menos, se muestra como un movimiento de vocación antidemocrática, demagógica y excluyente que no tiene interés alguno en negociar el encaje en un Estado que tiene por ajeno. Y no se engañen quienes piensan que la independencia resolvería el problema: el nacionalismo mutaría en imperialismo. Una Cataluña independiente no dejaría como herencia una España más estable, sino aún menos, pues de inmediato sus líderes se pondrían a trabajar en pos del objetivo de liberar del yugo español los Países Catalanes. ¿Existe, entonces, alguna solución a nuestro alcance que preserve la convivencia entre los españoles? Es difícil de decir. En Canadá, el independentismo descendió en Quebec a los niveles más bajos en décadas tras casi haber tocado con las manos el sueño de la independencia cuando sus ciudadanos sintieron en sus propias carnes los verdaderos efectos de aquella. ¿Ocurrirá lo mismo en Cataluña? Solo el futuro tiene la respuesta.

BIBLIOGRAFÍA

ALVAR EZQUERRA, Jaime (dir.). Entre fenicios y visigodos. Madrid: La Esfera de los libros, 2008.

Una obra rigurosa y actualizada que reúne los trabajos de los mejores especialistas en cada período sobre los pueblos que habitaron sucesivamente la península ibérica entre la llegada de los primeros colonizadores a la invasión musulmana. Por su equilibrio entre los hechos y los procesos, el análisis de la vida cotidiana y las gestas de los líderes, resulta excelente como estado de la cuestión e introducción a lecturas posteriores. ÁLVAREZ JUNCO, José. Mater Dolorosa. La idea de España en el siglo Taurus, 2015.

XIX.

Barcelona:

Esta obra analiza el proceso de construcción de la identidad española a lo largo del siglo XIX que se considera parcialmente fracasada debido a la continua inestabilidad política, el atraso económico, la pérdida del Imperio y la inexistencia de amenazas exteriores, factores a los que se añadieron la carencia de un sistema educativo y un servicio militar verdaderamente nacionales. ARCE, Javier. Bárbaros y romanos en Hispania, 400-507 A.D. Madrid: Marcial Pons, 2007.

En sintonía con la historiografía más reciente sobre lo que se ha dado en llamar Antigüedad tardía, entre los siglos III y VI, este interesante estudio sobre el siglo V, uno de los peor conocidos de la historia de la península ibérica, presenta lo que ha sido considerado tradicionalmente como un momento de caos y desintegración de las instituciones socioeconómicas y administrativas romanas, como una etapa de transición dirigida por unos pueblos que, más que

acabar con el Imperio, lo que perseguían era integrarse y establecerse en él. AZCONA PASTOR, José Manuel. España en la Era Global (1492-1898). Madrid: Sílex, 2017.

El libro ofrece una aproximación a algunos de los hechos y procesos más destacados de la historia de España comprendida entre 1492 y 1898, período que coincide, en líneas generales, con el origen de su imperio y su ocaso. Todo ello tiene como finalidad refutar muchos de los lugares comunes sobre la ejecutoria imperial española, desde el genocidio de los indígenas, a la explotación insensata de los recursos, pasando por el no menos absurdo tópico que atribuye el fracaso de las repúblicas hispanoamericanas a la herencia recibida. CANAL, Jordi (dir.). Historia Contemporánea de España. Dos volúmenes. Barcelona: Taurus, 2017.

Uno de los proyectos historiográficos españoles más importantes de las últimas décadas. Plural y actualizada, es obra de los mejores expertos en cada etapa de la nueva generación de historiadores. Con ello ofrece las claves políticas, sociales, económicas y culturales que permiten comprender la evolución de nuestro país desde 1808, pero también su lugar en el mundo, pues se trata, en palabras del mismo Canal, de «una historia contemporánea de España no encerrada en sí misma». El primer tomo abarca de 1808 a 1931 y el segundo, desde esta fecha al 2017. GONZÁLEZ FERRÍN, Emilio. Historia general de al-Ándalus. Córdoba: Almuzara, 2016.

Libro innovador, como todos los del autor, y muy documentado, que presenta al-Ándalus como eslabón insustituible de la historia europea, asumiendo que el islam es la herencia natural de Bizancio, pero también sucesor de la historia previa de la Hispania romana y visigoda, y que la historia de las ideas es más sutil que una determinada idea de «Reconquista» que en verdad jamás existió como tal.

LADERO QUESADA, Miguel Ángel. La formación medieval de España. Madrid: Alianza Editorial, 2003.

Uno de los estudios más completos y mejor documentados sobre el tema, amén de uno de los de mayor amplitud. Se analizan en esta obra los factores que dieron lugar a cuanto España tiene de unidad y de variedad, desde la perspectiva del Medievo como período clave para la conformación de la España presente, que no se entendería del todo sin su conocimiento. —, España a finales de la Edad Media. 1. Población. Economía. Madrid: Editorial Dykinson, 2018.

Detallada exposición de diversos asuntos propios de la historia económica de los reinos y regiones hispánicos desde mediados del siglo XIII hasta comienzos del XVI, que van desde las formas del poblamiento rural y urbano y su influencia en la estructura y dinámica económicas a la evolución de las actividades agrarias, manufactureras y mercantiles, o los medios de intervención del poder político en la economía, en especial la fiscalidad y el gasto público. El libro incluye una amplia guía bibliográfica clasificada por materias para dar a conocer el estado de las investigaciones. LEWIS-WILLIAMS, David. La mente en la caverna: la conciencia y los orígenes del arte. Madrid: Akal, 2015.

El libro ofrece la interpretación más sugerente de las muchas disponibles sobre el origen del arte parietal del Paleolítico Superior: la clave se halla en la evolución de la mente humana, pues nuestra especie, a diferencia de los neandertales, posee ya una conciencia superior y una estructura neurológica más avanzada que le permite experimentar intensas imágenes mentales que, con el tiempo, tuvo la necesidad de reproducir sobre las paredes de las cuevas. ÓNEGA, Fernando. Qué nos ha pasado, España de la ilusión al desencanto. Barcelona: Plaza y Janés, 2017.

Cuando se cumplen cuarenta años de las elecciones de junio de 1977, unos comicios pletóricos de ilusión con los que España inauguraba su vida en democracia, y la generación ya nacida en su

seno ha puesto en cuestión la obra de la Transición, el autor trata de comprender por qué la sociedad española ha evolucionado de la ilusión al desencanto en un período de tiempo tan corto. PÉREZ, Joseph. Mitos y tópicos de la historia de España y América. Madrid: Algaba, 2006.

La obra reúne varios trabajos elaborados por el reconocido hispanista Joseph Pérez en los que analiza las raíces de la España moderna y su proyección atlántica, indagando en la evolución de la sociedad y de la cultura en España desde finales de la Edad Media, tanto en sus aspectos políticos y sociales como ideológicos y religiosos, a la par que reflexiona sobre la colonización americana, desde sus inicios hasta el proceso de su independencia. Su finalidad desmitificadora es, quizá, el rasgo más interesante del libro que huye de la corrección política en beneficio de la verdad basada en los documentos. ROCA BAREA, María Elvira. Imperiofobia y leyenda negra. Roma, Rusia, Estados Unidos y el Imperio español. Madrid: Ediciones Siruela, 2017.

Este libro aborda la cuestión de delimitar las ideas de imperio, leyenda negra e imperiofobia con el objeto de entender qué tienen en común los imperios y las leyendas negras que, de forma inexorable, van unidas a ellos, cómo surgen creadas por intelectuales ligados a poderes regionales y cómo los mismos imperios las asumen. La autora se ocupa de la imperiofobia en los casos de Roma, los Estados Unidos y Rusia para analizar con mejor perspectiva el Imperio español. SÁNCHEZ MANTERO, Rafael. El siglo de las revoluciones en España. Madrid: Sílex, 2017.

El XIX español es un siglo espasmódico, caracterizado por sucesivos y continuos progresos y regresiones, en los que lo nuevo y lo viejo pugnan por imponerse de forma violenta. Sin embargo, este libro demuestra que, en contra de la supuesta excepcionalidad de nuestro siglo XIX, tales fenómenos no son exclusivos de España. Por ello, la obra analiza nuestra historia desde una óptica distinta,

no como algo aislado de la Europa de su tiempo, sino dentro del contexto occidental.