La Europa del siglo XVIII : 1700-1789
 9788446006206, 8446006200

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Maqueta: RAG Título original: Eighteenth Century Europe 1700-1789

© Jeremy Black, 1990. Published by MacMillan Education Ltd., London, 1990 © Ediciones Akal, S.A., 1997, 2001 Para todos los países de habla hispana C/ Sector Foresta, 1 28760 Tres Cantos Tel.: (91) 806 19 96 Fax: (91) 804 40 28 Madrid - España ISBN: 84-460-0620-0 Depósito legal: M- 42.603- 2001 Impreso en MaterPrint, S.L. Colmenar Viejo (Madrid)

JEREMY BLACK

LA EUROPA DEL SIGLO XVIII

1700-1789

Traducción de Mercedes Rueda Sabater Revisión científica de Bernardo José García García

-akal-

A Tim Blanning y John Lough

CRONOLOGÍA

Relaciones Internacionales 1698, 1700 Primer y Segundo Tratados de Reparto del Imperio Espa­ ñol entre las potencias pretendientes 1700 Estalla la Gran Guerra del Norte. Muere Carlos II de España Comienzan las hostilidades en la Guerra de Sucesión Espa­ 1701 ñola - Inglaterra entra en guerra en 1702 1704 Batalla de Blenheim 1709 Batalla de Poltava 1711 Campaña de Pruth 1713 Paz de Utrecht 1 Fin de la Guerra de 1714 Paz de Rastadt J Sucesión española 1716-18 Guerra turco-austriaca España conquista Cerdeña 1717 España ataca Sicilia. Comienza el conflicto entre España, 1718 Gran Bretaña y Francia (hasta 1720) 1721 Tratado de Nystad: fin de la Guerra del Norte 1725 Tratados de Viena (Austria, España) y Hannover (Gran Bretaña, Francia, Prusia) 1731 Segundo Tratado de Viena: Alianza anglo-austriaca 1733-35 Guerra de Sucesión Polaca 1735 Comienzan las hostilidades entre Rusia y el Imperio Turco 1737 Austria se une a Rusia Tratado de Belgrado: fin de la Guerra Balcánica 1739 17-39-48 Conflicto anglo-español: Guerra de la Oreja de Jenkins 1740 Prusia invade Silesia: comienza la Guerra de Sucesión Austríaca. 1741-43 Guerra entre Rusia y Suecia. 1748 El Tratado de Aquisgrán acaba con la Guerra de Sucesión Austríaca. 5

1754 1755 1756 1759 1761 1763 1768 1772 1774 1776 1778-79 1778 1781 1783 1786 1787 1788 1790 1791 1792 1793 1795

Inicio de las hostilidades anglo-francesas en América del Norte Estalla una guerra no declarada entre Gran Bretaña y Fran­ cia: se reconoce formalmente a partir de 1756 Tratado anglo-prusiano de Westminster. Tratado francoprusiano de Versalles. Federico II invade Sajonia. Estalla la Guerra de los Siete Años. Año de victorias británicas. Toma de Quebec Tercer Pacto de Familia: Francia-España. Los dos anterio­ res se firmaron en 1733y 1743 La Paz de París y el Tratado de Hubertusburgo ponen fin a la Guerra de los Siete Años Estalla una nueva guerra ruso-turca, Francia adquiere la Isla de Córcega Primer reparto de Polonia Tratado de Kutchuk-Kainardji: fin de la guerra ruso-turca Declaración de Independencia americana Guerra de Sucesión de Baviera Francia entra en la Guerra de Independencia americana Alianza ruso-austriaca contra el Imperio Otomano Rusia se anexiona Crimea. El Tratado de Versalles pone fin a la Guerra de Independencia americana Tratado comercial entre Francia y Gran Bretaña Los turcos atacan Rusia. Prusia interviene en las Provincias Unidas Gustavo III de Suecia ataca Rusia Fin de las hostilidades austro-turcas y ruso-suecas. Crisis del Estrecho de Nutka entre España y Gran Bretaña Crisis de Oczakov entre Gran Bretaña y Rusia El Tratado de Jassy acaba con el conflicto ruso-turco. Comienza la Guerra Revolucionaria francesa Gran Bretaña entra en la Guerra Revolucionaria. Segundo reparto de Polonia Tercer reparto de Polonia

Gran Bretaña 1701 Acta de Settlement que regula la sucesión de la Dinastía Hannover 1707 Unión de Inglaterra y Escocia 1714 Los Whigs reemplazan en el poder a los Tories coincidien­ do con el acceso al trono de Jorge I 1715-16 Se levanta el movimiento jacobita 1716 Acta Septenaria: establece nuevas elecciones cada 7 años 1720 Estalla el escándalo de la South Sea Company 1721 Walpole se convierte en primer ministro 1733 Crisis de las sisas 1742 Walpole cae tras las elecciones de 1741 6

1745-46 1754 1757-61 1770-82 1781 . 1783 1788-89 , Francia 1713 1715 1720 1726-43 1749 1751 1758-70 1764 1771 111A 1774-76 1787 1788 1789 1791 1792 1793

Nuevo levantamiento de los jacobitas La muerte de Henry Pelham inaugura un período de inesta­ bilidad política en el gobierno Ministerio de Pitt-Newcastle Lord North elegido primer ministro Rendición del ejército británico en Yorktown William Pitt el Joven se convierte en primer ministro Crisis de la Regencia La bula Unigénitas condena las doctrinas atribuidas a los jansenistas Ascenso al trono de Luis XV. Regencia de Orleáns hasta 1723 Fracaso de las propuestas financieras de Law El cardenal Fleury elegido primer ministro Se grava un nuevo impuesto, la Vingtiéme Aparece el primer volumen de la Encyclopédie El duque de Choiseul elegido primer ministro Expulsión de los jesuitas La “Revolución Maupeou”: reorganización delos parlements Asciende al trono Luis XVI; cae Maupeou, se vuelven a constituir los parlements Turgot designado superintendente general de finanzas Se reúne una Asamblea de Notables. Calonne es sustituido por Brienne Fracasa la Asamblea de Notables. Se convocan los Estados Generales. Brienne es reemplazado por Necker. Se reúnen los Estados Generales. Toma de la Bastilla. Los Estados Generales se convierten en una Asamblea Nacional. Declaración de los Derechos del Hombre y del Ciudadano. Huida a Varennes. Nueva Constitución Abolición de la Monarquía Ejecución de Luis XVI

Territorios de los Habsburgo 1703-11 Levantamiento de Rakoczi en Hungría 1711 La revuelta húngara acaba con la Paz de Szatmar 1713 Se decreta la Pragmática Sanción 1753-93 Kaunitz elegido Canciller 1781 Se garantiza la libertad religiosa a los cristianos no catolicos 1782 Pío VI visita Viena 7

Prusia 1722 1740 1744 1766 Rusia 1700 1703 1708 1710-11 1711 1718 1722 1730 1741 1762 1767 1773-75 1775 1785

Se establece el Directorio General Sube al trono Federico II e invade Silesia Ocupación de la Frisia Oriental Se introduce un nuevo impuesto

Batalla de Narva: derrota de Pedro I por Suecia Comienza la construcción de S. Petersburgo Revuelta de Ucrania Conquista de las Provincias Bálticas Creación del Senado Asesinato del zarevich Alexis. Empiezan a crearse colegios administrativos (ministerios) Se publica la Tabla de Rangos sociales Los líderes nobles no consiguen imponer restricciones a Ana Golpe de Estado de Isabel Asciende al trono Pedro III, pero es depuesto y asesinado Abolición del servicio obligatorio al Estado para el esta­ mento nobiliario Se reúne la Comisión Legislativa Levantamiento del siervo Pugachev Reforma de la Administración provincial Se aprueban nuevos privilegios para la nobleza y las ciudades

Otros Estados 1720 La nueva Constitución escrita reduce en gran medida el poder de los monarcas suecos 1747 Revolución de los Orangistas en las Provincias Unidas 1750-77 Pombal designado primer ministro de Portugal 1759 Expulsión de los jesuítas de Portugal 1759-76 Tanucci elegido primer ministro en el Reino de Nápoles 1765-90 El gran duque Leopoldo gobierna en la Toscana 1770-72 Reformas de Struensee en Dinamarca 1773 Disolución de la Orden Jesuita 1786 Sínodo en Pistoia

GOBERNANTES DE LOS PRINCIPALES ESTADOS Dominios Austríacos: Dinastía Habsburgo Leopoldo I 1657-1705 José I 1705-1711 Carlos VI 1711-1740 María Teresa 1740-1780 (José II corregente) (1765-1780) José II 1780-1790 Leopoldo II 1790-1792 Francia: Dinastía de los Borbones Luis XIV 1643-1715 Luis XV 1715-1774 (Regencia del duque de Orleáns) (1715-1723) Luis XVI 1774-1793 Gran Bretaña Guillermo III Ana Jorge I Jorge II Jorge III

1689-1702 1702-1714 1714-1727 Dinastía 1727-1760 Hannover 1760-1820

Prusia: Dinastía Hohenzollern Federico I Federico Guillermo I Federico II “El Grande” Federico Guillermo II

1688-1713 1713-1740 1740-1786 1786-1797

Rusia: Dinastía Romanov Pedro I Catalina I Pedro II Ana Iván VI Isabel Pedro III Catalina II “La Grande”

1682-1725 1725-1727 1727-1730 1730-1740 1740-1741 1741-1762 1762 1762-1796

España: Dinastía de los Borbones Felipe V Luis I Fernando VI Carlos III Carlos IV

1700-1746(1724) 1724 1746-1759 1759-1788 1788-1808

Suecia: Dinastía Vasa Carlos XII Ulrica Eleonora Federico I Adolfo-Federico Gustavo III

1698-1718 1718-1720 1720-1751 1751-1771 1771-1792

Provincias Unidas (República de Holanda): Estatúders Guillermo III 1672-1702 Sin estatúders en las principales provincias 1702-1747 Guillermo IV 1747-1751 Guillermo V 1751-1795

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PREFACIO

“Poco sobre Rousseau. Demasiado sobre Rusia.” “Demasiado sobre Rusia. Poco sobre Rousseau.” Si bien resulta prácticamente imposible escribir una obra general a gusto de todos, esta tarea se hace mucho más difícil a medida que se amplía el número de aportaciones monográficas especializadas. Ya no se puede recurrir simplemente a lo que un especia­ lista, criticando quizás injustamente un manual anterior sobre este perío­ do, calificó de “viejos comodines, tales como ‘El auge de Gran Bretaña’, ‘La decadencia de la República Holandesa’ y ‘El surgimiento de Prusia”. La selección del material entraña el riesgo de dejarse influir por las ten­ dencias propias. ¿Cómo se debe afrontar el desafío teleológico que plan­ tean la Revolución Francesa y la Revolución Industrial? Lo que pasa en Prusia, ¿es más importante que los progresos que se producen en el Piamonte? Como no existe un único criterio que permita responder con facilidad a estas preguntas, quienes estén interesados en este período pueden utili­ zar los múltiples enfoques aportados por sus diferentes especialistas. La organización de este libro sigue unos criterios más temáticos que crono­ lógicos o nacionales, pero aquellos que prefieran estas otras propuestas disponen de un gran número de excelentes obras generales. Debo dar las gracias a muchas personas e instituciones. Vanessa Couchman y Vanessa Graham me brindaron la oportunidad de acometer un proyecto muy interesante cuando me pidieron que escribiese este libro. Mi investigación ha contado con la ayuda de diversas institucio­ nes, que financian la consulta de archivos extranjeros y que me dieron la oportunidad de trabajar en bibliotecas cuando los archivos cerraban. Estoy en deuda especialmente con la Fundación Rockefeller. Wendy Duery, Janet Forster y Joan Grant pasaron a máquina las múltiples ver­ siones de este libro. La generosidad de otros especialistas, brindándome su tiempo para leer y comentar mis borradores, ha sido muy valiosa y sus observaciones han resultado tan útiles como alentadoras. Todo o la mayor parte del libro lo han leído Lawrence Brockliss, Paul Dukes, Sheridan Gilley, Richard Harding, Michael Hughes, John Lough, George Lukowski, Tom Schaeper y Philip Woodfine; y sólo algunos capítulos, Christopher Duffy, Martin Fitzpatrick, Jeremy Gregory, Francis Haskell, Nicholas Henshall, Michael Howard, Derek Mckay, Roy Porter y Reg Ward. El libro se empezó en 1983, desde entonces he vivido en dos casas distintas. Y le doy las gracias por todo a Sarah. JEREMY BLACK

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EUROPA 1700-21 Escala 0 100 200 300

km

| Suecia en 1700 Sajonia-Polonia l i l i l í Imperio Otomano

\//A

Brandemburgo - Prusia l l l l l ] Posesiones de los Habsburgo

1=1 HllTbSr°eeVia7'ot21 ^INGLATERRA

Posesiones de los Habsburgo 1699 Adquisiciones 1700-39 Adquisiciones 1772-95 Límites del Sacro Imperio Germánico 1789. Dominio austríaco del R2. de Cerdeña 1714-20 Dominio austríaco del R2. de Sicilia 1720-35

ITALIA 1713-48

Escala 100

200

300 km

[ República de Venecia

Saboya y Piamonte 1700

I Territorios de los I Habsburgo I Territorios de los

Adquisiciones 1713-48 (desde 1720, R2. de Cerdeña)

ur

|3

Pays d’Etats

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Parlements

B N L R Be P Bu D F A

Bretaña Normandía Languedoc Rosellón Béarn Provenza Borgoña Delfinado Flandes Auvernia

CAPÍTULO I

UN ENTORNO HOSTIL

La forma de vivir y las ocupaciones de los europeos del siglo XVIII, fuese cual fuese su posición social, se hallaban condicionadas por un entorno bastante hostil. Muchas de las dificultades que debían afrontar también se dan hoy en día, sobre todo en los países del Tercer Mundo, pero la experiencia actual sobre problemas tales como las enfermedades o los fenómenos atmosféricos perjudiciales, no debe hacernos minusvalorar su importancia en el pasado, puesto que no sólo influían en las activi­ dades de los hombres de entonces, sino también en su mentalidad. La d e m o g r a fía , l a s e n fe r m e d a d e s y l a m o r t a lid a d El modelo demográfico antiguo se caracterizaba esencialmente por un retraso en el ritmo de procreación, que tendía a estabilizarse, por un bajo índice de ilegitimidad y por matrimonios tardíos ligados a las posibilida­ des de trabajo. No obstante, la tendencia general de la población europea durante el siglo XVIII presenta un crecimiento positivo, sobre todo a partir de los primeros años de la década de 1740. Aumentó desde unos 118 millones de habitantes en 1700 hasta aproximadamente 187 millones un siglo después. Como puede observarse en muchos otros aspectos, seme­ jante aumento general ocultaba importantes diferencias regionales en cuanto a su índice de crecimiento y a la cronología con que se produjo, hasta el punto de que semejante diversidad fue un rasgo dominante a lo largo de toda la centuria. Los modelos económicos y demográficos menos favorecidos podían ocasionar importantes descensos de población, al igual que las catástrofes naturales o los conflictos bélicos de grandes proporciones. En estos casos, los descensos de población solían deberse más a la emigración o a la imposibilidad de mantener los aportes de la inmigración en ciudades que poseían índices de mortalidad superiores a los de natalidad. En un siglo en el que resultaba problemática la elabora­ ción de estadísticas, la mayoría de las cifras de población aportadas 19

deben entenderse como valores aproximativos. Aun así, se aprecian cla­ ros signos de descenso en algunas zonas del Continente. Los principados danubianos de Moldavia y Valaquia sufrieron un considerable descenso de población motivado en su mayor parte por la guerra y la emigración. La guerra también hizo que la población del Electorado de Sajonia se redujera de 2 millones de habitantes en 1700 hasta 1.600.000 al final de la Guerra de los Siete Años en 1763, un conflicto que costó a Prusia, entre muertos y huidos, hasta el 10% de su población. En cambio, en Amberes, el descenso de su población de 67.000 habitantes en 1699 a 42.000 en 1755, se debió principalmente a la incidencia de unas condi­ ciones económicas adversas, al igual que sucedió en Gante. El rasgo más característico que ofrecen las cifras de población de muchas regiones europeas durante la mayor parte del siglo x v iii es la ten­ dencia al estancamiento. Por ejemplo, la población de Reims se estabili­ zó en unos 25.000 habitantes entre 1694 y 1770, antes de comenzar un período de crecimiento que en 1789 le permitió alcanzar los 32.000 habi­ tantes, volviendo a recuperar así valores existentes en 1675. El aumento de población que experimentó la comunidad de Duravel en Haut-Quercy (Francia) no llegó a superar a fines de siglo las cifras que había tenido antes del hambre de 1693. Venecia, que se hallaba en una situación eco­ nómica estancada, tenía una población de 138.000 habitantes en 1702, y de 137.000 en 1797. El estancamiento de las cifras de población no tenía por qué constituir un problema en sí mismo. Podría pensarse que la existencia de una población estable muestra quizás un deseo de obtener unos ingresos per cápita más elevados controlando su ritmo de crecimiento, pero también podría tratarse de una respuesta a una pobre situación económica. Muchas zonas que experimentaron un aumento de población en la segun­ da mitad del siglo, como la provincia holandesa de Overijssel o Irlanda, tuvieron que afrontar graves dificultades económicas. Sin embargo, la tendencia general muestra un claro aumento de la población, que afectó tanto a las zonas que estaban experimentando un crecimiento económico importante como a las que no lo tenían. El reino de Nápoles prácticamen­ te duplicó su población hasta superar los 5 millones de habitantes, y la isla de Sicilia pasó de 1 millón de habitantes a 1,5 millones, mientras que el aumento de las cifras de población en Portugal fue de 2 a 3 millones de habitantes y en Noruega de 512.000 a 883.000 habitantes. Las conquistas territoriales contribuyeron al incremento de la población en Rusia desde los 15 millones de habitantes en 1719 hasta los 35 millones en 1800, cifra con la cual se situó incluso por delante de Francia, cuya población había aumentado debido también en parte a diversas anexiones, desde los 19 o 20 millones de habitantes en 1700 hasta los 27 millones en 1789. En estos valores se incluyen tanto períodos y zonas de crecimiento débiles, en las décadas de 1740 y 1780, sobre todo, en el oeste de Francia, como otras zonas que experimentaron un fuerte aumento de población, entre las que se encuentran principalmente Borgoña y Alsacia. La población de Polonia empezó a aumentar en los años 1720, después de un período de guerra y epidemias, mientras que el Ducado alemán de Württemberg cre­ ció desde los 428.000 habitantes en 1734 hasta los 620.000 en 1790. En 20

España el proceso de aumento de su población se aceleró a partir de 1770, pero este crecimiento en su mayor parte se dio en provincias peri­ féricas y litorales como Valencia y no en las regiones agrícolas y más pobres del interior. Las diferencias se hacen más notorias a medida que se reduce el marco geográfico estudiado y, sobre todo, cuando se tiene en cuenta el ámbito urbano. A pesar de que la población total de la Penínsu­ la italiana creció a lo largo del siglo XVIII desde los 13 millones de habi­ tantes hasta los 17 millones, la de Turín, una capital con escaso desarro­ llo de su sector industrial, aumentó desde 44.000 habitantes hasta 92.000. El crecimiento urbano dependía en gran manera de los aportes de la inmigración. Por ello, aun cuando el índice general de crecimiento en Renania fue durante el siglo XVIII de un 30%, la población de Düsseldorf y de los pueblos colindantes se duplicó entre 1750 y 1790 debido a un índice de natalidad más elevado y a la afluencia de inmigrantes. Por su parte, Berlín, la capital de Prusia, experimentó un salto considerable desde los 55.000 habitantes en 1700 hasta los 150.000 en 1800. Las variaciones peculiares que se observan en los movimientos de población nos permiten aclarar algunas de las razones que motivaron los cambios, pero a su vez hacen que resulte mucho más difícil establecer una teoría general. Si bien el control de la natalidad, incluyendo el retra­ so voluntario en la edad del matrimonio, restringía el número de naci­ mientos, los principales factores de limitación eran las enfermedades y la malnutrición. La edad media a la que se casaban las mujeres por primera vez variaba considerablemente; no obstante, parece que esta práctica obedecía a determinadas posibilidades económicas. En la Europa del Este, donde las densidades de población eran bajas y la superpoblación no constituía en absoluto un problema, el matrimonio solía contraerse entre los 17 y 20 años y la mayoría de las mujeres se casaban. Por el con­ trario, en el noroeste de Europa esta edad del primer matrimonio variaba entre los 23 y 27 años. En el pueblo toscano de Altopascio, la media de edad aumentó desde 21,5 años antes de 1700 a 24,17 entre 1700 y 1749, y vino acompañada por un descenso del promedio de hijos por pareja. Esto probablemente se debió en parte a una disminución de los ingresos que se produjo de forma paralela a la caída del precio del trigo a princi­ pios de siglo. La difícil situación económica por la que atravesaba el pue­ blo de Bilhéres en la región francesa de Béarn, una comunidad cuya población se hallaba bajo la presión de unos recursos alimenticios bas­ tante limitados, hizo que la edad media del primer matrimonio entre las mujeres fuese de 27 años, y que hubiese muy pocos segundos matrimo­ nios. Una cifra semejante entre 1774 y 1792 es la que ofrece el pueblo de Azereix en el Pirineo francés, donde llegaba a los 26 años y había una importante diferencia intergenésica, lo cual nos indica un uso frecuente de prácticas anticonceptivas. A éstas, y sobre todo al coitus interruptus, se atribuye en parte el ligero descenso del índice de natalidad que se aprecia en Francia a partir de 1770. Cuando a fines de siglo decayó la prosperidad económica que tenían los Países Bajos Austríacos, el índice de matrimonios también bajó. Se observa, por tanto, que en algunas regiones los índices de natalidad guardan una estrecha relación con el conocimiento de las posibilidades económicas. De hecho, el aumento de 21

la población británica se ha atribuido más a la menor edad en la que se contraían los matrimonios y a la mayor fertilidad de los mismos, que a un descenso en su índice de mortalidad, y es probable que, como sucede en Yorkshire, este aumento de la fertilidad de los matrimonios se deba al incremento de los salarios. En Estrasburgo, hasta fines de los años 1760, el porcentaje de matrimonios estuvo relacionado con la fluctuación de los precios. Los ciclos que describe la industria de la seda de Krefeld en Renania se vieron reflejados en las cifras de los matrimonios locales. El censo realizado en Brabante en 1755 revela que la edad a la que se casa­ ban los campesinos era superior a la de los artesanos. La población de Castres aumentó en un 50% entre 1744 y 1790 como respuesta a la recu­ peración económica de la industria textil de la ciudad. Se ha llegado a sugerir incluso que la proto-industrialización, el desarrollo de actividad industrial en zonas rurales, promovió el crecimiento demográfico experi­ mentado en estas regiones. Después, estas mismas zonas emplearon su riqueza para exportar la malnutrición a los campesinos de regiones agrí­ colas como Hungría y Galitzia. Sin embargo, el crecimiento de la pobla­ ción no obedecía simplemente a un aumento de los índices de natalidad propiciado por el crecimiento económico. De hecho, la población no aumentó en muchas zonas que experimentaron este tipo de crecimiento, y ha llegado a demostrarse que el descenso en el índice de mortalidad fue un rasgo muy importante en el régimen demográfico europeo de este período. La esperanza de vida no era alta en la Europa moderna. En la provincia valona de Brabante, el 20% de los nacidos moría en su primer año de vida y la esperanza de vida era inferior a los 40 años. Aun así, la población aumentó a una media anual del 0,69% durante la segunda mitad del siglo. En la ciudad bohemia de Pilsen, el índice de mortalidad antes del quinto año de vida era del 52%. Una cifra semejante es la que ofrece el pueblo moravo de Poruba con un 36%. En esta última localidad, la edad media de las defunciones durante la primera mitad del siglo xvra era de 27 años para los hombres y de 33 para las mujeres, pero llegaban hasta los 54 y 55 años quienes lograban sobrevivir a los 15 años de edad. En la segunda mitad del siglo, las cifras fueron en cambio peores debido al hambre de 1772. La situación resultó ser bastante dura para ambos extremos de la escala social. El incremento de la esperanza media de vida no podía contrarrestar los temores de la gente, sobre todo por la notoria precariedad de la medicina de la época. Federico II (“El Grande”) de Prusia sucedió a su padre Federico Guillermo I, porque sus dos hermanos mayores habían muerto antes de cumplir su primer año de vida. Las tres cuartas partes de los niños ingresados en el Hospital de los Inocentes de Florencia entre 1762-64, que no fueron reclamados por sus padres, murieron antes de alcanzar la edad adulta. Una cifra semejante es la que ofrece el Hospital General de Amiens durante la década de 1780, donde las dos terceras partes de sus muertos no superaban la edad de 5 años. Así pues, el aumento de la población podía deberse a la reducción de los niveles de mortalidad adulta e infantil. Una de las principales cau­ sas de mortalidad eran las enfermedades, tanto ordinarias como epidémi­ cas, de manera que las pestes seguían constituyendo un problema muy grave. La epidemia de peste que empezó a propagarse a fines del año

1700 diezmó la población de Europa Oriental. Hungría perdió cerca del 10% de su población y Livonia alrededor de 125.000 personas. Además, ocasionó la interrupción de las actividades económicas, políticas y cultu­ rales habituales entre distintos países de la región, y la adopción de medi­ das de cierre como la clausura de la frontera austro-húngara entre 170914 y-la de la Universidad de Kónigsberg en 1709. La epidemia que asoló el Imperio Otomano, Hungría y Ucrania a fines de los años 1730 y 1740 acabó con’la vida de unas 47.000 personas en Sicilia y Calabria en 1743. Una epidemia brutal asoló a principios de los años 1770 Rusia y el Impe­ rio Otomano. Alrededor de 100.000 personas murieron en Moscú, donde se rumoreaba que los médicos, según un pacto secreto hecho con la nobleza, estaban propagando la enfermedad en lugar de combatirla. Y en Kiev, ciudad en la que murió el 18% de la población, el clero se negó a quemar las ropas de las víctimas. No obstante, en otras partes la peste estaba en franco retroceso. En España, la última gran epidemia acabó en 1685, en Francia en 1720 y en Italia en 1743. La situación parece ser menos favorable en la Europa del Este, en donde diversas epidemias importantes se extendieron sobre los Balcanes en las décadas de 1710, 1720, 1730, 1740, 1770 y 1780. En general, frente a las epidemias seguí­ an mostrándose más temor y vigilancia que optimismo. Europa se hallaba dividida en dos por un cordón sanitario contra la peste, formado por una red de oficiales, puestos y reglamentaciones sanitarias que trataban de actuar como una barrera capaz de resistir a los efectos más perjudiciales de un entorno hostil. Esta barrera se podía observar mejor en las fronteras continentales con el Imperio Otomano. La vigilancia, siempre constante, llegaba a alcanzar niveles extremos durante las epidemias. En 1743, Venecia desplegó en el Adriático buques de guerra para evitar la arribada de barcos provenientes de zonas infectadas y durante aquel invierno prohibió el comercio con el resto de Italia. Sus disposiciones no contem­ plaban ningún tipo de excepciones y, por ello, incluso se obligó al duque de Módena a guardar cuarentena. Contra las epidemias también se emplearon tropas en 1753 y 1770 para cerrar fronteras con diversos paí­ ses de Europa oriental, y en 1778 se establecieron patrullas navales en la costa napolitana. Europa occidental no se vio libre de semejantes sobre­ saltos. Un brote de fiebre en Ruán a principios de 1754 se identificó por error con una epidemia de peste, y tres años más tarde se informó sobre esta'enfermedad en Lisboa. En 1781 el gobierno sardo tuvo que adoptar grandes precauciones para evitar que se propagase la peste procedente de los Balcanes. • La gran eficacia y la aplicación implacable de las medidas que se adoptaron para controlar la peste en el siglo XVIII se pone de manifies­ to en las que se emplearon para limitar la propagación del brote declara­ do en Marsella en 1720. De no ser por el cordón sanitario que aisló la ciudad en 1720, la epidemia se habría extendido por toda Francia. Las disposiciones relativas a las cuarentenas fueron las medidas de gobierno que más beneficiaron a la población europea, pero, al igual que sucede con otros aspectos de la actividad estatal, resulta difícil establecer cuál fue |u grado de eficacia. Esta práctica se basaba en un principio acer­ tado.,' según el cual, si se conseguía aislar la epidemia, se rompería su 23

cadena de infecciones. Sin embargo, los estados de la Europa oriental carecían de la burocracia necesaria para controlar la enfermedad con efi­ cacia, y se ha señalado que las medidas de sanidad publica no fueron más importantes para limitar los brotes epidémicos que las mutaciones del parásito transmisor de la peste o los cambios experimentados en sus por­ tadores más comunes, la población de ratas y pulgas de Europa. Las barreras contra la propagación de la enfermedad eran endebles, y las reacciones populares ante ella seguían siendo torpes y desiguales debido a la mentalidad predominante y a la limitación de los conocimientos médicos. Puede ser también que las posibilidades de infección en Europa occidental se redujesen a consecuencia de las modificaciones introduci­ das en las condiciones de vida del hombre, que se caracterizarán ante todo por la construcción de edificios de ladrillo, piedra y teja. Cuales­ quiera que fueran las causas de este cambio en Europa occidental, no sir­ vieron de alivio a la población de la Europa del Este, donde la peste no desapareció ni tampoco disminuyó su virulencia. La peste no fue en modo alguno la única enfermedad grave que pade­ cían los hombres de esta época, pero sería muy difícil cuantificar la inci­ dencia de los distintos tipos de enfermedades conocidos por lo impreci­ sos que resultan muchos términos empleados por los médicos del siglo xvill para describirlas. Con palabras como debilidad y parálisis, que eran en realidad términos bastante convencionales para describir síntomas que precedían a la defunción, o las de agonía y flujo, que eran mucho más imprecisas, se hacían diagnósticos que podían abarcar una gran variedad de enfermedades diferentes. La viruela fue una de las enfermedades más graves, y a ella se deben las crisis de mortalidad que se produjeron en Milán en 1707 y 1719, y en Verona en 1726. Tuvo un carácter endémico en Italia durante los años 1750 y en Venecia desde principios de la déca­ da siguiente, y llegó a ser la primera causa de mortalidad infantil en Viena en 1787. Tampoco hacía distingos con la posición social de los enfermos. Pedro II abandonó Lisboa para irse al campo en enero de 1701 para poder evitarla. Luis XV murió de ella en 1774, y tres años después atacó al hermano del rey de Nápoles, por lo que el monarca ordenó que sus hijos fueran inoculados. Era una enfermedad difícil de vencer. La negativa a dejarse inocular para combatir la viruela tenía en ocasiones su razón de ser. La difusión de la inoculación en Italia a partir de 1714 podría guardar relación con una mayor frecuencia de los brotes de virue­ la, ya que las personas inoculadas, cuando no permanecían aisladas, constituían un foco de infección. La vacuna, más que la inoculación, desempeñó un papel importante en la lucha contra la enfermedad, pero no se realizó por primera vez hasta 1796. Fue introducida en Francia en 1800 y se ha calculado que en una década se vacunó al 50% de los bebés franceses. La disentería bacilar se daba con frecuencia en la Europa rural y, tanto las precarias condiciones de higiene como la malnutrición propias de la época, contribuyeron a hacer de ella una enfermedad mortal. Las epidemias de disentería tuvieron efectos devastadores en Francia en 1706 y en los Países Bajos Austríacos en 1741; y otro brote epidémico, conoci­ do como la Muerte Roja, afectó a los Países Bajos en la década de 1770. 24

El tifus y las fiebres tifoideas y recurrentes fueron endémicos y en oca­ siones llegaron a convertirse en epidémicos. En Suecia la tuberculosis pulmonar se hizo endémica desde mediados de siglo, y las décadas de 1770 y 1780 fueron años caracterizados por grandes pérdidas en las cose­ chas y por epidemias de disentería. La gripe representó también un grave problema, pues ocasionó importantes epidemias en la mayor parte del Continente, como las de 1733, 1742-43 y 1753. La malaria, en cambio, incidía de, forma aguda en ciertas áreas del Mediterráneo, como en la isla de Cerdeña; y la sífilis era otra enfermedad bastante común. Pero resulta­ ban también mortales muchas otras enfermedades y accidentes que en la Europa de nuestros días se pueden combatir y evitar con facilidad. La virulencia con que se manifestaban las enfermedades en el siglo XVIII era consecuencia de las circunstancias medioambientales propias de la época. El comercio y las migraciones contribuían a propagarlas. En 1730 un escuadrón español procedente de las Indias Occidentales trajo a Cádiz el primer caso europeo de fiebre amarilla. Los ejércitos eran transmisores y víctimas de las enfermedades. Las enfermades que esta­ ban causando estragos en el campamento ruso de Narva en 1700, infec­ taron a los suecos cuando éstos lo tomaron. Las tropas austríacas propa­ garon la enfermedad al Palatinado Superior en 1752 y desde Hungría a Silesia en 1758, de la misma forma que las tropas rusas que operaban en los Balcanes durante la guerra de 1768-74 contra los turcos difundieron el tifus por toda Rusia. Por ello, a los emigrantes que buscaban trabajo o comida se les consideraba como una fuente de infecciones. Un agente bávaro en Viena escribió en 1772 que los pobres de Bohemia traían la muerte en sus labios. Los niveles de higiene y el régimen alimenticio eran claramente insu­ ficientes. Las condiciones de vivienda de la mayoría de la población y, en particular, el hábito de compartir las camas propiciaban una alta inci­ dencia de las infecciones respiratorias, dada la falta de intimidad que tenía la mayor parte de las viviendas disponibles. Cobraban entonces importancia los hábitos higiénicos y los niveles de aseo personal, sobre todo en aquellas comunidades en las que había una alta densidad de población. La costumbre de lavarse con agua limpia era a la fuerza muy poco frecuente y la proximidad de animales y estercoleros no contribuía en absoluto a mejorar la higiene. Europa era una sociedad que procuraba más conservar los excrementos que eliminarlos. Los desechos orgánicos humanos y animales se recogían para usarlos como abono. Cuando se almacenaba cerca de las viviendas, este abono era bastante peligroso y, cuando se esparcía, podía llegar a contaminar las reservas de agua. El agua limpia para beber escaseaba en la mayor parte de Europa y, sobre todo, en las grandes ciudades, en las regiones costeras o las zonas bajas que carecían de pozos profundos. Esto explica la importancia que tenían las bebidas fermentadas. Las carencias alimenticias también contribuían a favorecer la propa­ gación de las enfermedades infecciosas, al disminuir considerablemente las defensas del organismo. Además, la malnutrición provocaba esterili­ dad en las mujeres. Los problemas de escasez y carestía de la comida hacían que el grueso de la población careciera de una dieta equilibrada, 25

incluso cuando tenían suficiente comida. Aun así, puede encontrarse una dieta más variada según las regiones y los distintos grupos sociales, e incluso la existencia de productos sustitutorios; por ejemplo, en Rusia, el pescado, las bayas y la miel podían proporcionar nutritivos sustitutos de la carne y el azúcar. En general, el campesinado europeo consumía poca carne y comía los cereales menos apetecibles. En otras zonas se aprecian síntomas de un claro deterioro de la dieta. En Austria, el consumo de carne per cápita decayó durante la segunda mitad del siglo. En Suecia, también disminuyó el consumo de productos animales. Los datos toma­ dos de los archivos militares sobre la estatura de los varones bohemios, húngaros y suecos indican que los muchachos en etapa de crecimiento a fines del siglo XVIII sufrieron algún deterioro en sus niveles de salud y nutrición que acabaron limitando su desarrollo. Parece también que la falta de higiene y la malnutrición desempeñaron un papel fundamental en la propagación de enfermedades. En Estrasburgo hasta la década de 1750, diversos períodos de escasez de alimentos vinieron acompañados de importantes brotes epidémicos. En las áreas rurales de Brabante, el hambre solía asociarse a la propagación de la disentería. La subida de los precios de los cereales en 1739-41 produjo un resurgimiento de las enfer­ medades infecciosas en muchas zonas de Europa, que coincidió con un acusado empeoramiento climático. El hambre que hubo en Italia en los años 1764-68 parece haber sido el causante de la epidemia de fiebre que azotó la parte central de la Península en 1767. Por el contrario, a fines del siglo XVIII, las buenas cosechas recogidas en Renania pueden asociarse con una relativa ausencia de epidemias. La nutrición no era el único factor que contribuía a agravar el impacto de las enfermedades. Los factores climáticos también tenían gran impor­ tancia porque podían debilitar considerablemente la capacidad de resis­ tencia de la población frente a determinadas dolencias. En Francia, las epidemias de enfermedades respiratorias mortales se volvieron endémi­ cas a principios de los años 1740, probablemente debido a la incidencia de la hipotermia. El rigor de las condiciones atmosféricas se agravaba mucho con la escasez de leña. Pero el estado en que se encontrasen las reservas de comida tenía un carácter determinante, no sólo para prevenir el hambre, sino también para mantener la salud y el ánimo de la pobla­ ción. De hecho, el hambre podía seguir ocasionando una mortalidad masi­ va. Casi un cuarto de millón de personas murieron de inanición y por enfermedades derivadas de ella en Prusia Oriental en los años 1709-11. Provocó un brusco aumento en el índice de defunciones ocurridas en Bari, Florencia y Palermo en 1709, y en el reino de Nápoles en 1764. El núme­ ro de muertos registrado en la ciudad francesa de Albi pasó de 280 en 1708 a 967 en 1710, el de nacimientos se desplomó desde los 357 a los 191 y el de matrimonios de 100 a 49. La recuperación fue bastante lenta, puesto que la actividad económica se mantuvo en unos niveles bastante bajos, el endeudamiento municipal siguió siendo elevado y muchas casas quedaron abandonadas. En 1750 Albi todavía no había alcanzado el número de habitantes que tenía a principios de siglo. En 1771-72 una cri­ sis de subsistencia hizo que pereciesen en Bohemia alrededor de 170.000 personas que representaban el 7% de su población. Aunque no todos los 26

períodos de escasez tuvieron efectos tan drásticos, contribuyeron a acen­ tuar el impacto causado por las enfermedades. Las malas cosechas que hubo en Suecia en 1717-18 produjeron enfermedades relacionadas con la malnutrición en regiones en las que escaseaban la sal y la harina, como en Dalecarlia, ocasionando un fuerte incremento en los índices de morta­ lidad.- En Tournai, en los Países Bajos Austríacos, el hambre de 1740 no causó muchas muertes, pero en cambio preparó el terreno para la virulen­ ta epidemia de 1741. No se sabe en qué medida el crecimiento general de la población europea durante el siglo xvill se debió a los éxitos obtenidos en la lucha contra el hambre. Esta adoptó dos formas principales, el aumento de la producción agrícola, y las iniciativas estatales y municipales aplicadas para mejorar la distribución de alimentos y paliar los efectos directos del hambre. Aparte de la convicción generalmente aceptada de que la fuerza de un Estado guardaba relación con el número de sus habitantes, se consideraba el hambre como un problema político muy grave, porque con frecuencia era la causa de disturbios, como los que estallaron en Istria (1716), en París (1725), en las Provincias Unidas (1740), en Normandía (1768), en Palermo (1773) o en Florencia (1790). Los comenta­ rios sediciosos que circulaban por el París de los años 1750 aducían el alto precio del pan y la miseria general que padecía el pueblo llano como motivos por los que se debía matar al rey Luis XV. El miedo al hambre provocó disturbios en los Países Bajos Austríacos en los años 1767-69 y 1771-74, donde se puso de manifiesto la alerta social que podían ocasio­ nar los rumores de escasez. Además, la escasez de las cosechas podía hacer truncar la actividad económica general, poniendo en peligro los niveles de ingresos ordinarios al reducir los beneficios potenciales de los impuestos y concentrar la mayor parte del consumo en los gastos ocasio­ nados por el abastecimiento y encarecimiento del pan. A lo largo de la centuria se aprecian, no obstante, claros síntomas de mejoría respecto a esta situación. En 1740-42 Escandinavia e Irlanda fue­ ron las únicas regiones en las que se dieron nuevos períodos de hambre a gran escala. En otras zonas, la beneficencia pública y los programas de ayuda sirvieron para limitar la mortalidad a pesar de la escasez de ali­ mentos y de la subida de los precios de los cereales. La posibilidad de llevar a cabo una acción estatal más eficaz en este sentido se puso de manifestó sobre todo en Prusia. Ya existía una red de graneros reales y a pesar de la incidencia de una exigua cosecha, del inicio de un nuevo con­ flicto bélico y de la persistencia de unas condiciones climáticas adversas, el gobierno prusiano logró evitar, en gran medida, el aumento de la mise­ ria, del paro, de los vagabundos y de los tumultos, desarrollando un siste­ ma que mantuvo su eficacia durante el resto de la centuria. Las reservas de grano disponibles en los graneros públicos, la política cerealista de Federico II y el control social que ejercían los terratenientes y el gobier­ no minimizaron las consecuencias perjudiciales que tenían las respuestas populares a los períodos de escasez general, como las migraciones, que influían notablemente en el incremento de las cifras de mortalidad. El gobierno prusiano creía que los mejores medios con los que se podía luchar contra la escasez de alimentos eran la prevención y la firmeza. Un 27

encontrar en el mercado de Foix, en el de Tarbes no se empezó a vender oficialmente hasta los años 1790. Se produjeron crisis demográficas regionales en 1746-47, 1759 y 1769. En la ciudad de Ussel, ubicada en el Macizo Central francés, y en su región la actividad económica siguió manteniendo unos niveles muy bajos y su población no registró aumento alguno. Un elevado índice de mortalidad infantil se combinó con graves crisis de mortalidad generalizada que originaron un alto porcentaje de familias truncadas. En Duravel, en la región francesa de Quercy, se di­ fundió el cultivo del maíz durante la primera mitad del siglo, pero a partir de 1765 las mejores tierras de cultivo estaban exhaustas y dado que el limitado desarrollo de sus técnicas agrícolas no permitió aumentar la producción con nuevos cultivos intensivos, la escasez de alimentos se convirtió en un grave problema. En la década de 1760, el número de defunciones superaba al de bautismos y esta delicada situación demográ­ fica perduró hasta la generalización del cultivo de la patata a principios de la siguiente centuria. Aunque disfrutó de un largo período de paz entre 1763 y 1792, en la ciudad renana de Coblenza apenas se aprecian sínto­ mas que permitan hablar de un próspero fin de siglo al que hubiese suce­ dido un período más adverso a comienzos del siglo XIX. La producción agrícola no consiguió adaptarse a las exigencias de la presión demográfi­ ca. Pese a las buenas intenciones que mostraban las autoridades, los pro­ gresos hechos en cuanto a las condiciones higiénicas eran demasiado limitados y la parte antigua de la ciudad, donde vivían los artesanos, siguió manteniendo unas condiciones de vida muy insalubres. La persis­ tencia con que se daban las enfermedades hacía que las capas débiles de la sociedad continuasen siendo las más vulnerables. Sólo se aprecia un ligero descenso en la elevada tasa de mortalidad infantil que tenían los suburbios de Bolonia. En los barrios pobres de Toulouse, las tasas de natalidad y mortalidad eran altas, al igual que el número de niños aban­ donados. Por el contrario, en el centro de la ciudad se desarrolló un régi­ men demográfico más moderno, que favorecía la existencia de tasas de natalidad y mortalidad más bajas. Esto también se aprecia en ciudades como Ginebra y Ruán, donde los índices de mortalidad infantil entre los nobles locales eran inferiores a la media. Conclusiones A pesar de que en algunas regiones y entre determinados grupos sociales existía cierta tendencia hacia un régimen demográfico más posi­ tivo, ésta no fue en absoluto la tónica general predominante durante el siglo XVIII. El hambre siguió siendo una amenaza constante y motivo de preocupación para todos los gobiernos. En muchas zonas los excedentes alimentarios resultaban tan insignificantes que cuando acontecía la menor adversidad este frágil nivel de subsistencia apenas era capaz de afrontarla. Semejantes adversidades solían adoptar la forma de bruscos cambios climáticos o de campañas militares, como el despliegue de las tropas austríacas en Hungría a fines de 1787, que provocó una gran esca­ sez de alimentos y la amenaza del hambre en toda la región. Parece que 30

las condiciones de paz que disfrutaron Europa central, meridional y occi­ dental entre 1763 y 1792 contribuyeron de forma decisiva al incremento de su población. En cambio, las regiones en las que se dieron grandes conflictos bélicos, padecieron importantes crisis demográficas, y no tanto por las muertes ocurridas en combate, sino por la propagación de infec­ ciones, la incautación y destrucción de las cosechas o la suspensión de la actividad económica en el ámbito rural, a consecuencia de la huida de mano de obra y de las requisas de animales de tiro y de semillas de culti­ vo. Entre 1695 y 1721, alrededor del 60 o 70% de la población de Esto­ nia y del norte de Livonia murió a consecuencia de las enfermedades y de la Gran Guerra del norte que se desarrolló en los años 1700-21. En Europa occidental, en conjunto, se dieron ambas situaciones, ya que una parte de su población siguió una tendencia de crecimiento clara­ mente más favorable y otra mantuvo un régimen demográfico bastante débil. La reducción progresiva de la mortalidad se vio interrumpida por diversas crisis, como la que tuvo lugar a principios de los años 1740. De hecho, tampoco cesó la aparición de alzas repentinas en las tasas de mor­ talidad provocadas por nuevas crisis de subsistencia. En Suiza, Italia, Austria e Irlanda aún en 1816 una aguda crisis de subsistencia hizo que se disparasen sus índices de mortalidad. Por lo tanto, el aumento general de la población no acabó con la angustia que sufrían sus comunidades. Y resulta, por ejemplo, muy significativo que la comida tuviese un papel tan relevante en escritos utópicos, como los de Fénelon y Morelly, o en las fantasías populares. La forma de distribución de los alimentos refleja­ ba claramente la naturaleza del sistema socioeconómico imperante, pero el temor a las crisis de subsistencia hacía que incluso aquellos a los que nunca les faltaba comida se preocupasen mucho más por su aprovisiona­ miento. El crecimiento general que experimentó la población europea durante este siglo tuvo también muchas consecuencias. Incrementó considerable­ mente la presión sobre sus sistemas económicos, exigiendo una amplia­ ción del suelo disponible y un aumento de los empleos, de la producción alimentaria y de la beneficencia. La presión demográfica sobre la tierra se convirtió en un grave problema, puesto que el estado poco desarrolla­ do en que se hallaban las técnicas y el utillaje agrícolas hicieron que en gran parte de Europa no pudiesen ampliarse las zonas de cultivo. Con ini­ ciativas esencialmente privadas empezaron a labrarse en zonas “yermas” tierras que nunca antes se habían cultivado, y en la mayor parte de Euro­ pa la demanda de nuevas tierras se convirtió en una cuestión capital. A lo largo de la segunda mitad del siglo XVIII, la población de las Tierras Altas de Escocia aumentó de forma espectacular, incrementando enor­ memente su presión sobre una superficie de tierra cultivable bastante pequeña y limitada; y en Francia el crecimiento demográfico obligó a los hijos más jóvenes de los campesinos y a los aparceros pobres a abando­ nar sus esperanzas de llegar a adquirir la condición de campesinos inde­ pendientes. El crecimiento general de la población propició también un incremento en el número de jornaleros -la parte económicamente más vulnerable de la fuerza de trabajo- en regiones como Mallorca, Cataluña y el sur de España, y un mayor empobrecimiento del ámbito rural. De 31

hecho, a medida que se produjo el aumento de la población, la pobreza llegó a convertirse en un problema general en muchas partes de Europa. Se agravó sobre todo en regiones que tenían un bajo crecimiento econó­ mico, como Calabria en el sur de Italia o la zona oriental de Overijssel, pero también afectó a otros regímenes económicamente más favorecidos, como los que había en Francia o Renania. En este último caso, la subida de los precios de los productos alimenticios y la necesidad de tierras favorecieron la subdivisión de las propiedades y el aumento del nú­ mero de trabajadores sin tierras. Y aun cuando la desnutrición ya no solía desembocar con tanta frecuencia en una muerte prematura, sí llegó a con­ vertirse en una condición muy común entre gran parte de la población. El crecimiento de la población acabó asimismo con el equilibrio de muchas economías locales, en las que se primó excesivamente la producción de cereales sin prestar suficiente atención a la cría de animales, que era la principal fuente de abono. Por lo tanto, el aumento de población llegó a formar parte también de un entorno más adverso. Las enfermedades y la malnutrición, o incluso hasta la inanición siguieron estando presentes en gran parte de la pobla­ ción. Entre los principales factores determinantes de las circunstancias en que vivía la población rural de Europa occidental destacan las conse­ cuencias derivadas de la presión demográfica. El paro y la mendicidad se convirtieron en problemas cada vez más graves para las ciudades a medi­ da que afluían a ellas los emigrantes que huían de la pobreza rural. La beneficencia social no podía atender a todo este tipo de personas, y no resulta sorprendente que algunas de ellas fueran víctimas de la desespera­ ción, sobre todo cuando un nuevo nacimiento ponía a prueba la capaci­ dad de supervivencia de una familia. Pero el dramático destino que tuvo un tabernero vienés, agobiado por las deudas, que en 1774 degolló a su mujer embarazada y a su hijo de 9 meses y se tiró al Danubio, era menos frecuente que la triste relación de niños abandonados. En la segunda mitad del siglo XVIII, aumentó considerablemente el número de abando­ nos en Italia, y sobre todo entre las niñas. En la década de los años 1780, el promedio de abandonos mensuales era de 160-170 en Lyón y de 650 en París. Desde un punto de vista más humano, el régimen demográfico, tanto antiguo como moderno, fue, con demasiada frecuencia, la causa de muchos temores y miserias. L a s c a l a m id a d e s y l a m e n t a l id a d c o n s e r v a d o r a

El grado de indefensión que padecía la gente de entonces no sólo se ponía de manifiesto cuando tenían que hacer frente a los efectos de la presión demográfica. Una amplia variedad de calamidades que podían afectar tanto a individuos como a comunidades enteras mostró la fragili­ dad de las circunstancias personales y la debilidad que presentaban los mecanismos de respuesta comunales. Las enfermedades no epidémicas podían llegar a ser un duro golpe para aquellos que las padecían, pues apenas había posibilidades para su cura o tan siquiera para aliviar el dolor. El nacimiento de un niño solía reportar una situación muy difícil y 32

podía desbaratar el precario equilibrio de muchas familias. Las tareas agrícolas eran duras y el empleo en actividades industriales solía conlle­ var bastantes riesgos. Los molineros trabajaban rodeados de mucho polvo y ruido, criaban a veces piojos y tendían a padecer de asma, her­ nias o problemas crónicos de columna. El trabajo en la construcción era muy peligroso. En 1705 se publicó la primera edición inglesa del Trata­ do de las enfermedades del comerciante, escrito por Bernardino Ramazzini, profesor de medicina en Padua. Ramazzini había estudiado la rela­ ción existente entre enfermedades y profesiones, y su libro descubrió algunas importantes consecuencias que podía acarrear el empleo en una era en la que aspectos como la salud y la seguridad en el trabajo apenas cobraban sentido. Señalaba que los desórdenes producidos podían prove­ nir del esfuerzo realizado al adoptar posturas o realizar excesos físicos inusuales, como los que se exigía a sastres y tejedores, y resaltaba los peligros que tenían la exposición continuada a sustancias peligrosas como el plomo y el mercurio. La relación aportada por Ramazzini sobre las enfermedades profesionales más frecuentes en químicos, pescadores, encargados de los baños, viticultores, tabaqueros y lavanderas, sobre la tisis que afectaba a canteros y mineros, los problemas en la vista de doradores e impresores, la ciática de los sastres y la letargia de los alfare­ ros, ponen de manifiesto la arriesgada naturaleza que comportaban las actividades industriales antes del desarrollo del sistema de factorías. Para el tratamiento de estas dolencias apenas resultaba eficaz la atención sani­ taria existente, puesto que el conocimiento médico era en general insufi­ ciente y los pocos facultativos cualificados apenas eran asequibles. La presencia de doctores se concentraba en las ciudades y, aunque Francia llegó a disponer de un médico para cada 10.000 habitantes, en otras zonas escaseaban, incluso habiendo dinero suficiente para costear sus servicios. La medicina no era mucho más eficaz cuando se trataba de enferme­ dades animales. Estas podían tener graves repercusiones económicas y muestran claramente los limitados recursos con que contaban los gobier­ nos de la época. La epidemia de peste bovina que azotó las cabañas gana­ deras de Frisia y Groninga en la parte septentrional de los Países Bajos, indujo a algunos propietarios a pasarse a la producción de grano. A fines de 1749, las pérdidas sufridas por los campesinos de Groninga les impi­ dieron afrontar el pago de sus impuestos. Los brotes de enfermedades en el ganado podían llegar a paralizar la actividad agrícola local, como suce­ dió en Holstein en 1764 y en Béarn en 1774, con lo cual se encarecían aún más los precios de la carne en lugares situados a bastante distancia; esto evidencia las vinculaciones económicas que se estaban desarrollan­ do entre regiones más alejadas. Los precios de la carne en Bratislava y Viena subieron en 1787 debido a la mortalidad animal que se produjo en Hungría y en Transilvania. El estado poco avanzado que presentaba la ciencia veterinaria no podía brindar un tratamiento preventivo adecuado para combatir las enfermedades. Por ello, los animales afectados tenían que ser sacrificados y se prohibían sus desplazamientos. La aparición de una epidemia animal en el territorio italiano de Lucca en 1715 hizo que las tropas florentinas cerraran su frontera al comercio de ganado. En 33

1747, el ejército veneciano adoptó idénticas medidas. A fines de 1751, los Estados de Holanda trataron de evitar la propagación de una enferme­ dad del ganado que hacía estragos en Frisia y que también empezaba a afectar a la provincia de Holanda, prohibiendo tanto la exportación e importación de ganado como sus desplazamientos dentro de la provincia sin la debida autorización. La eficacia que tenían estas medidas variaba mucho de unos casos a otros. El éxito conseguido en la lucha contra la enfermedad bovina que afectó a Flandes en 1770, puede atribuirse a la determinación que mostró el gobierno austríaco para aplicar su decisión de sacrificar a todos los animales ya enfermos o sospechosos de estarlo ofreciendo a cambio una compensación económica; ésta propiciaba cierto grado de complicidad, en contra de los deseos del gobierno local y de la población en general. Sin embargo, los austríacos no pudieron prevenir en 1788 la propagación de una epidemia que mató a muchos de sus caballos de montar en Hun­ gría. De nuevo, la realidad se convertía para cada propietario en un entor­ no hostil e impredecible, asolado por fuerzas que no podían prevenirse ni propiciarse, y en el que el esfuerzo realizado durante años se desvanecía en un instante. La línea que separaba a la autosuficiencia de las calamida­ des, a la pobreza de la miseria, se podía cruzar rápidamente y con facili­ dad. El clima también planteaba desafíos semejantes. En general, podía llegar a ser un factor más favorable cuando los veranos cálidos y secos mejoraban el rendimiento de las cosechas. Pero las caprichosas variacio­ nes climáticas podían convertirse en un grave problema que dejase en evidencia la limitada capacidad de respuesta comunal. Un claro ejemplo lo constituyen las inundaciones tanto costeras como fluviales. En gran parte de Europa los ríos no estaban canalizados y sus caudales no se hallaban regulados por sistemas de diques o represas, y las defensas cos­ teras eran por lo general inadecuadas o simplemente inexistentes. Las inundaciones podían impedir el transporte fluvial y la pesca, interrumpir actividades industriales, como la molienda, que dependía de la energía hidráulica, y dañar las zonas agrícolas más fértiles. Algunas zonas coste­ ras, tales como Frisia, eran bastante vulnerables, y la ubicación de muchas ciudades importantes en la costa o junto a los grandes ríos podía llegar a tener también graves consecuencias. Florencia y el valle inferior del Arno sufrieron fuertes inundaciones en 1740 que costaron muchas vidas. Cuando el Ródano creció en diciembre de 1763, las dos terceras partes de la ciudad de Avignon quedaron bajo sus aguas. Las zonas rura­ les solían contar con muchas menos defensas y no parece que esto mejo­ rase a lo largo del siglo XVIII. Miles de reses murieron cuando se produjo la rotura de los diques holandeses en el invierno de 1725-26. Y en los años 1787-88 fuertes lluvias y grandes inundaciones se llevaron a su paso la mayor parte del grano sembrado en Sajonia. La sequía constituía asimismo otro grave problema, pues amenazaba al abastecimiento de agua, la agricultura, el transporte fluvial y las manu­ facturas cuya producción se basaba en el empleo de energía hidráulica. Era una de las principales causantes de la escasez de alimentos, como sucedió en Ginebra en 1723, y sobre todo afectaba a determinadas culti­ 34

vos, como el lino, o los viñedos de Borgoña en 1778. Por otra parte, la energía hidráulica fluvial también se veía perjudicada por las heladas invernales que impedían el funcionamiento de los molinos, ocasionando el desempleo de su mano de obra y escasez de harina. Cuando a princi­ pios de 1748 se congelaron los molinos hidráulicos, los polacos tuvieron que recurrir a molinos de mano para moler el maíz. Debido al hielo, los días laborables al año que tenían los remolcadores holandeses eran 300 y su fuerza de trabajo, poco especializada y alquilada para ene,argos más bien ocasionales, se reducía mucho cuando el invierno era especialmente duro. Una fuente de energía alternativa en lugar del agua era el viento, pero las fuertes tormentas también afectaban a los molinos de viento. La agricultura era naturalmente muy vulnerable a los efectos del clima. Ape­ nas se pudo mejorar respecto a los daños que el tiempo ocasionaba a las cosechas, y mientras los inviernos lluviosos producían cosechas enfermas e hinchadas, las heladas tardías perjudicaban al trigo. Las heladas de 1709 acabaron con la mayoría de los limoneros situados cerca de Génova, poniendo fin así a la exportación de su producto. Los rayos podían afectar a las viviendas, que en general eran muy sensibles al fuego, como se pudo apreciar en los terribles incendios de Rennes en 1720, Yyborg en 1738 y Moscú en 1753. También resultó difícil llevar a cabo los proyec­ tos de drenaje de las tierras bajas palúdicas del sur de Europa; en la mayor parte de esta zona la ubicación de las viviendas se restringía a las colinas, de esta forma se podían dedicar los valles inferiores a un cultivo intensivo y se evitaban los efectos perjudiciales de sus aguas a menudo estancadas. Otro aspecto a considerar dentro de este medio ambiente hostil en el que vivía el hombre de la época era el de su enfrentamiento con bes­ tias, ya fuesen reales o imaginarias. Los lobos y osos, que podían ata­ car a las personas y a sus animales, constituían un problema que no se limitaba sólo a zonas montañosas. En 1699, los lobos solían atacar a las ovejas en los alrededores de Abbeville, en Francia. En Senlis, en 1717, llegaron a representar una grave amenaza y también en el suro­ este de Francia en 1766. Durante el crudo invierno de 1783-84, el Journal de Physique informó sobre numerosas muertes producidas por lobos que andaban merodeando. En las zonas montañosas, este con­ flicto era más constante, por ello las cabezas de lobos y las garras de osos expuestas en regiones como Saboya sirven de testimonio de esa lucha, a menudo amarga, que se libró por el control de los pastos alpi­ nos. Otros animales también planteaban graves problemas. La carencia de pesticidas y las dificultades para proteger las cosechas o la comida almacenada agravaban la situación. A pesar de que el emperador José II era aficionado a la caza, ordenó la aniquilación de todos los ja­ balíes por los daños que causaban en las propiedades de los campesi­ nos. Los ratones y las ratas destruían grandes cantidades de alimentos y cultivos, y sus plagas tuvieron desastrosas consecuencias para las cosechas de Frisia Oriental en 1773 y 1787. Las lombrices arruinaron muchos diques holandeses durante los años 1730 y los de Frisia Orien­ tal en la década de 1760. Cuando una gran plaga de langostas se diri­ gía hacia Viena en 1749, el hecho se interpretó como una manifesta­ 35

ción de la ira divina y se ordenó a todos los predicadores públicos que procurasen aplacarla. Pero a las amenazas que representaban determinados animales de carne y hueso se unían en este medio ambiente tan adverso, los temores provocados por criaturas imaginarias. Se hablaba entonces de extrañas bestias que atacaban a los hombres. Una de ellas, cerca de Zaragoza, fue descrita en 1718 como del tamaño de un buey, con una cabeza semejante a la de un lobo, una larga cola y tres cuernos puntiagudos. A mediados de los años 1760 se habló diversas veces de la existencia de otra criatura salvaje. Las leyendas populares, el apoyo que brindaban las autoridades bíblicas y clásicas, y los frecuentes hallazgos de huesos enterrados de grandes proporciones favorecieron la creencia en gigantes, que también era sustentada por muchos clérigos. Seguía existiendo el miedo a las bru­ jas. De hecho, el período culminante de la caza de brujas que hubo durante la época moderna en la provincia polaca de Mazovia se alcanzó en el primer cuarto del siglo XVIII. Apenas se hacían distinciones a la hora de determinar la culpabilidad por herejía, blasfemia, magia o nigro­ mancia, se empleaba la tortura y se quemaba a las que se consideraba brujas, y estas prácticas no fueron declaradas ilegales en Polonia hasta 1776. En los años centrales del siglo tuvo lugar, principalmente en Fran­ cia e Italia, un amplio debate sobre las brujas, la magia y los vampiros. En 1754 apareció la obra de Scipione Maffei titulada La aniquilación de las artes mágicas. Ocho años antes el clérigo y erudito francés Augustin Calmet había publicado un libro sobre vampiros. La creencia en vampi­ ros fue contestada duramente por la Encyclopédie -ese compendio de enseñanzas liberales y de puntos de vista de moda que empezó a distri­ buirse en Francia a partir de 1751- en un artículo aparecido en 1765. También se criticó y se citó al libro de Calmet como un ejemplo de las consecuencias que las supersticiones podían llegar a tener sobre el espíri­ tu humano. En 1772, el destacado intelectual francés de talante liberal, Yoltaire, condenó la obra de Calmet y se preguntaba cómo era posible que después de los escritos hechos por los filósofos ingleses Locke y Shaftesbury, y en un período en el que estaban en activo intelectuales liberales franceses como d’Alembert y Diderot, se llegase a escribir un libro sobre vampiros o simplemente a creer en ellos. En este caso, al igual que en otras muchas cuestiones, el justificado desprecio de Voltaire resulta ser una engañosa guía para estudiar las actitudes adoptadas por la mentalidad popular. No parece que por ello disminuyese la creencia en los vampiros, sino que llegaron a producirse incluso algunas oleadas de pánico en Hungría, Bohemia y Moravia en las décadas de 1730, 1750 y 1770. No obstante, salvo escasas excepciones, sí desapareció el fenóme­ no de la caza de brujas. Los vampiros no estaban solos en la taxonomía de esta cara sombría de la Europa de la Ilustración. Un escritor anónimo alemán afirmaba en 1782 que las incertidumbres propias de la vida agrícola fomentaban en el campesino una verdadera humildad y un sentido de dependencia respecto a diversos factores sobre los que no tenía ningún control. Con el objeto de comprender mejor y aplacai a esias íuerzas, alcanzaron un gran prota­ gonismo, sobre todo en las áreas rurales, las prácticas y creencias astroló­ 36

gicas y ocultistas tradicionales. Era un mundo animista y habitado por espíritus, en el que la muerte no era necesariamente una barrera para desarrollar diversas actividades, experiencias o formas de intervención sobre la realidad. En su obra titulada La vida de mi padre, Nicolás Restif de la Bretonne recordaba que en su medio familiar -el del rico campesi­ nado francés- los pastores narraban historias sobre la transmigración del alma humana a animales y sobre hombres-lobo. El burócrata ilustrado de Badén, Johann Reinhard (1714-72), que se había criado en el seno de una familia calvinista del Principado alemán de Nassau, se encontró con un mundo poblado de brujas y fantasmas, en el que el demonio estaba omni­ presente. Puesto que el demonio desempeñaba un papel importante en la conciencia cristiana, no resulta extraño que muchos le armaran con una panoplia de seguidores y acólitos que no vivían en un mundo separado, sino en una esfera próxima que les permitía influir directamente en los asuntos humanos. En 1727, el cardenal Fleury, que desempeñaba enton­ ces el cargo de primer ministro en Francia, expresó su creencia de que el demonio podía golpear a sus súbditos. Todavía a fines de siglo, la creen­ cia en la brujería y la hechicería se hallaba muy extendida entre la pobla­ ción rural de los principados alemanes de Jülich y Mark. Si las viejas supersticiones apenas habían perdido su arraigo en las zonas rurales, cabría pensar que la diferencia cultural entre las creencias populares y las de las elites había aumentado mucho más que en el siglo anterior, que las visiones y actividades que tiempo atrás tenían una acep­ tación general, como la creencia en la astrología, se habrían quedado ancladas en escalas sociales inferiores. Parece que muchas personas ricas y bien educadas llegaron a perder su fe en las curaciones mágicas, en las profecías o en la brujería. Sin embargo, esta interpretación debe emplear­ se con mucho cuidado, puesto que la moda desempeñaba, sin duda, un papel muy importante en la cultura de las elites y, sobre todo, a medida que fue aumentando la cantidad de trabajos impresos que divulgaban lo que se consideraba como deseable. Resulta difícil valorar el significado de los cambios que experimentaban las modas, pero la popularidad de las curas médicas milagrosas y la gran aceptación que tuvo en la Francia de los años 1780 la teoría del magnetismo animal, defendida por el doctor aus­ tríaco Mesmer, que llegó a proponer una compleja cosmología post-newtoniana, ponen de manifiesto los riesgos que conlleva considerar que la cultura de las elites estaba mejor informada. Más bien parece ser que sus supersticiones eran más extravagantes. En todos los estratos de la socie­ dad existía el deseo de superar las condiciones adversas impuestas por un entorno hostil y de hacer frente a los temores que les inspiraba. Se pro­ curaba buscar cierto grado de estabilidad dentro de un mundo esen­ cialmente inestable, tratando de reconciliar la justicia divina con el sufrimiento humano y de asimilar las experiencias como un reflejo de la naturaleza dura y arbitraria de la vida. La visión religiosa del mundo proporcionaba el modelo explicativo más eficaz, pero también los mejo­ res mecanismos de defensa psicológicos y un elemento esencial de conti­ nuidad. En Rusia, muchos consideraron que las políticas emprendidas por el zar Pedro el Grande eran oora u.e un perverso usurpador extranjero o del Anticristo. Su negación del carácter divino de la monarquía rusa 37

tradicional, su blasfemia y hurto de tiempo a Dios, cuando cambió el calendario vigente, y su violación sacrilega de la imagen de Dios en el hombre, al obligar a los varones a afeitarse la barba, podían ser interpre­ tadas por sus contemporáneos como parte de una batalla entablada entre Dios y el Diablo. En España, eran muy populares y se reimprimían a menudo manuales de piedad, tratados religiosos y sermones que hacían particular hincapié en la naturaleza transitoria de la vida en la tierra y en los peligros espirituales que debían afrontar los ricos para alcanzar su sal­ vación. Cuando se producían calamidades la gente acudía a la iglesia. Se solían tocar las campanas para hacer frente a truenos y rayos. En 1775, un mes después de que los experimentos químicos de Joseph Priestley se exhibiesen en la Academia de Dijon, se hicieron sonar las campanas de la iglesia local para alejar una tormenta. La gente recurría también a la intercesión de fuerzas sobrenaturales. Cuando e,n 1725 París se hallaba amenazada por grandes inundaciones y malas cosechas, se sacó en proce­ sión el relicario de su patrona Santa Genoveva con la esperanza de que acabara con las fuertes lluvias, al igual que en 1696 en que se lo sacó contra la sequía. Al año siguiente se realizó un tosco grabado con un texto explicativo. En 1755, las autoridades venecianas, que tenían que afrontar la escasez de agua potable, decidieron exponer públicamente una imagen de la Virgen María. Trataban de conseguir una mayor devoción y mejorar la conducta moral de la comunidad. En 1756, Carlos Manuel III de Cerdeña y su familia tomaron parte en unas celebraciones realizadas en la catedral de Turín para agradecer que la ciudad había sobrevivido sin daños considerables a un reciente terremoto. En enero de 1765, se suspendieron en Florencia todas las diversiones públicas y se hicieron rogativas solicitando el regreso del buen tiempo, al igual que en Milán en los años 1765 y 1766. En Terracina, ubicada en la parte central de la Península italiana, una imagen milagrosa de la Virgen fue llevada en pro­ cesión en abril de 1769, acompañada por una gran multitud que pretendía lograr que mejorase el tiempo. A principios de 1788, se intentó hacer frente al vendaval que azotó las costas del noroeste de Francia con solemnes procesiones a las iglesias y con servicios religiosos nocturnos. Este medio ambiente hostil se interpretaba como un justo castigo, que ofrecía la posibilidad de alcanzar una remisión de la culpa por medio de buenas acciones, asistiendo a servicios religiosos o satisfaciendo las demandas hechas por el mundo de lo oculto y lo espiritual. De esta forma, se podía llegar a construir una cosmología que fuese aceptable tanto en términos cristianos como no cristianos. No obstante, para mucha gente éstas no eran dos alternativas diferentes, sino que más bien consti­ tuían creencias y hábitos de pensamiento muy relacionados entre sí. En determinados círculos se llegó a cuestionar la existencia de una interven­ ción divina. Casi todos los escritores de los Países Bajos Austríacos que reflexionaron acerca del terremoto de Lisboa de 1755, lo interpretaron como un castigo divino. Y la mayor parte de ellos llegó a idéntica con­ clusión respecto a la peste bovina que afectó a los Países Bajos Austríacos en los años 1769-71, aunque una importante minoría mostró su desacuerdo con semejante interpretación. A su vez, la predicción de que la ciudad de Nápoles sería destruida por completo por un terremoto 38

en marzo de 1769, provocó la confusión entre gran parte de la población. A principios de siglo el cuidado de los disminuidos físicos estaba reser­ vado al clero y se pensaba que los sordomudos estaban poseídos por el demonio. Esto no impidió que Jacob Pereire (1715-80) se esforzase por rehabilitarlos, aunque su desarrollo de una técnica completamente desco­ nocida y las curas que logró con ella fueran consideradas por muchos como verdaderos milagros. El recurso a la ayuda divina no promovió necesariamente una mayor pasividad mundana, sobre todo en el ámbito comunal. Aunque se conocía lo hostil que podía llegar a ser el entorno natural, se hacían muchos es­ fuerzos para tratar de superar sus consecuencias. Esto no era nada nuevo. Existen claras líneas de continuidad respecto al siglo anterior en medidas tales como roturar los baldíos o drenar los polders holandeses y los pan­ tanos palúdicos del área mediterránea, y en muchas zonas se volvió a recuperar la actividad económica después del período de grandes conflic­ tos bélicos que abarca los años 1688-1721. Si bien algunas regiones alcanzaron un grado de desarrollo que fue verdaderamente notable, uno de los rasgos más llamativos del siglo xvin es precisamente el escaso avance que hubo en la lucha contra las condiciones hostiles del entorno y las catástrofes naturales que afectaban de manera tan lamentable tanto a individuos como a comunidades enteras. Aquellos lugares cuya pobla­ ción experimentó un considerable aumento tuvieron que hacer frente a graves problemas. Este nivel de progreso que resulta tan limitado puede comprenderse mejor si tenemos en cuenta el exiguo desarrollo tecnológi­ co de la época y los escasos recursos de los que disponían los gobiernos. Pero semejantes limitaciones también son un claro reflejo de mentalida­ des y actitudes entonces dominantes. Pese a la confianza que muchos tenían en las posibilidades que ofrecía el progreso humano a través de la acción comunal, la gran masa de la población vivía de forma precaria, temerosa del futuro y aspirando a metas muy limitadas. Este conservadu­ rismo popular resultaría decisivo para obstaculizar muchos planes de cambio introducidos por los gobiernos.

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CAPÍTULO II

LA ESTRUCTURA ECONÓMICA

L a a g r ic u l t u r a

La agricultura constituía la principal fuente de riqueza y de trabajo, el sector productivo más importante de la economía y la base del sistema impositivo estatal, eclesiástico y señorial, en la que se asentaban casi todas las actividades socioeconómicas. La tierra y sus utilidades confor­ maban la estructura del sistema social y la mayor parte de la riqueza que ésta representaba brindaba la posibilidad de beneficiarse del cambio social. La gran masa de la población vivía en el campo y en las vidas de la gente que habitaba la Europa del siglo XVIII seguían predominando las actividades agrícolas. En 1789, puede tomarse como un valor bastante representativo el 74% que dentro de la población activa de la región del Vivarais, en Francia, se dedicaba a la agricultura. No existían grandes barreras que separasen el campo de la ciudad, la industria y el comercio de la labranza de la tierra, o los trabajadores industriales de los agriculto­ res. En regiones como Bohemia, gran parte de la producción industrial se realizaba en zonas rurales y muchas industrias, como las del metal, el vidrio, la alfarería e incluso las textiles se encontraban junto a las minas de carbón, en zonas que eran esencialmente agrícolas, como lo habían sido siempre. Además, en áreas como el Flandes francés, muchos de aquellos que trabajaban en industrias rurales se dedicaban también al cul­ tivo de parcelas de tierra o pertenecían a una economía familiar en la que algún otro miembro formaba parte de la mano de obra agrícola. En algu­ nas zonas de Europa, como en Sicilia, un porcentaje sorprendentemente elevado de la población vivía en las ciudades. Pero esto era más el reflejo de un patrón de asentamiento tradicional que uña respuesta funcional a favor de las actividades urbanas, debido a que en gran parte de la Europa mediterránea, los trabajadores del campo preferían vivir en ciudades o en grandes pueblos a otro tipo de asentamientos más dispersos. Hasta cierto punto esta misma tendencia se daba casi en toda Europa. Las ciudades solían estar rodeadas de tierras dedicadas a la agricultura intensiva, y 41

además, algunas actividades agrícolas, tales como la horticultura, eran comentes también intramuros de la ciudad, sin que existiese ningún sis­ tema de delimitación por zonas que las prohibiera y tampoco la agricultu­ ra era funcionalmente incompatible con la condición de habitante del medio urbano. Existían estrechas relaciones entre la agricultura, el comercio y la industria. Los limitados avances logrados en el conocimiento científico y tecnológico hicieron que las manufacturas siguieran basándose esencial­ mente en el empleo de productos naturales. Aún no había llegado la era de los productos sintéticos. La elaboración de la mayoría de las manufac­ turas requería una transformación de productos agrícolas, sobre todo si incluimos a la silvicultura como una variante dentro de las actividades agrícolas extensivas y de la ganadería, que proporcionaba también una fuente de empleo temporal o estacional para la mano de obra agrícola. Las principales actividades industriales eran las destinadas a la producción de bienes de consumo, alimentos, bebidas, ropa, zapatos y muebles. Aun­ que algunos de los procesos de fabricación requerían el empleo de pro­ ductos agrícolas procedentes de fuera de Europa, como el algodón, el azúcar de caña de las Indias Occidentales y el tabaco de América del norte, el origen de la mayoría de las materias primas era europeo y, a menudo, local, como sucedía, por ejemplo, con la lana y mucho más con las industrias del cuero que se podían encontrar en infinidad de lugares distribuidos por todo el Continente. Como vemos, la actividad industrial, tanto urbana como rural, estaba íntimamente relacionada con las tierras agrícolas circundantes. Por ejemplo, en la localidad de Niort, situada en el oeste de Francia, una parte esencial de su economía se centraba en el trabajo de pieles animales, por ello durante la década de 1720 su produc­ ción llegó a depender totalmente del abastecimiento de grandes cantida­ des de cabritillos procedentes de las zonas rurales próximas. Asimismo, los intercambios comerciales también estaban íntimamente relacionados con productos agrícolas, ya fueran elaborados o no, tanto para el mercado local como para los de larga distancia. Dado que la gran masa de la población vivía en zonas rurales y se dedi­ caba a actividades agrícolas, parece evidente que éstas determinarían en gran medida el grado de poder adquisitivo que tenían las distintas comu­ nidades de Europa. Los ingresos que proporcionaba el medio rural crea­ ron un mercado de consumo para los artículos industriales y para produc­ tos agrícolas caros, como la carne. Por el contrario, la pobreza, que era la situación en la que se encontraba la mayor parte de la población rural, actuaba como un factor de limitación constante sobre este tipo de merca­ dos. Cualquier aumento en el coste de los productos agrícolas, y sobre todo en el de los cereales, repercutía de forma inmediata sobre la po­ blación urbana, reduciendo su poder adquisitivo y restringiendo el mer­ cado de bienes manufacturados. Las alteraciones de los precios de los productos agrícolas fueron constantes, debido ante todo a motivos esta­ cionales; así por ejemplo, el precio de los productos alimenticios solía alcanzar su valor más alto a comienzos del verano. Las variaciones en el volumen de las cosechas determinaban a su vez otros cambios adiciona­ les sobre los precios que solían ser muy bruscos. Las drásticas conse­ 42

cuencias derivadas de estas fluctuaciones promovieron una mayor concienciación oficial respecto a la importancia de la agricultura. El siglo XVIII fue el último en el que Europa tuvo que alimentarse con sus propios recursos. Las importaciones de alimentos provenientes de fuera del Continente eran fundamentalmente artículos de lujo, como el azúcar, que podían cubrir los costos de transporte de un sistema comer­ cial que se basaba en el empleo de pequeños barcos de vela, carentes de una refrigeración adecuada o de facilidades para el almacenaje. La si­ guiente centuria será testigo de la explotación de los enormes recursos alimenticios de América del norte, Argentina y el Sureste Asiático, valiéndose de nuevos sistema de refrigeración, de barcos de hierro pro­ pulsados a vapor y de un efectivo control europeo sobre unas áreas. Y esto, mucho más que cualquier otro de los progresos que experimentó dentro de sí el Continente europeo, lo liberó de las consecuencias previs­ tas por la ecuación malthusiana que relacionaba el volumen de población con la existencia de unos recursos materiales limitados. Antes de este período Europa había sido autosuficiente y, por lo tanto, la tierra en 1800 seguía siendo, como en 1700, la principal fuente de riqueza nacional y personal. Los sistemas de cultivo predominantes no producían lo sufi­ ciente para crear un margen fiable de seguridad en caso de malas cose­ chas y pocas regiones llegaban a proporcionar un excedente comercial lo bastante grande como para ayudar a aquellas zonas en las que se habían malogrado las cosechas de cereales. La existencia de medios de transpor­ te lentos y caros mermaba las posibilidades de estas regiones. Pero, las fluctuaciones en los precios de los productos agrícolas no venían deter­ minadas solamente por el comercio interior del Continente. Las importa­ ciones de alimentos podían paliar las consecuencias de la escasez de las cosechas, puesto que los bruscos aumentos de los precios cubrían los ele­ vados costes del transporte, pero no podían hacer que el gobierno ignora­ se la situación en que se hallaba la agricultura, ni favorecer en ninguna de las regiones dedicadas a la agricultura la especialización en otras acti­ vidades económicas distintas. La enorme demanda de comida que había sobre un régimen agrícola caracterizado por una baja productividad y una producción incierta obligaba a que todos los sectores de la sociedad euro­ pea y todas las regiones del Continente, por inadecuados que fueran para la producción de alimentos, dieran prioridad a la agricultura. Además, todas las regiones agrícolas tenían que dedicarse esencialmente a la pro­ ducción de cereales, pero a menudo se llegada hasta extremos que eran desproporcionados respecto a su capacidad de rendimiento. La realidad social que predominaba en la vida cotidiana de esta época no encaja con la representación de esos campesinos limpios, saludables y regordetes que aparecen en los paisajes idílicos de Boucher, sin granos ni defectos, sus tareas no transcurrían en campos exhuberantes, soleados y limpios, en que vivían animales tan saludables y regordetes como los que pinta, era por el contrario un régimen social y agrícola muy duro. Para la ma­ yoría de la población las cosechas constituían el elemento fundamental de las fortunas personales y comunales, y los dos únicos acontecimientos que podían llegar a tener una importancia semejante, las epidemias y la guerra, eran pasajeros. El hecho de que esta situación prácticamente no 43

variara a lo largo del siglo, nos permite vislumbrar el limitado influjo que tuvieron las acciones del gobierno en tiempos de paz y explica el podero­ so atractivo que ejercían los terratenientes paternalistas. Reconociendo la importancia que tenían la producción agrícola y su distribución, tanto gobiernos como intelectuales se dedicaron a estudiar las diversas posibilidades que se ofrecían para mejorar la situación en que éstas se encontraban. Los móviles que movían tales iniciativas podían variar bastante, desde el que aspiraba a reforzar la potencia del Estado hasta el que pretendía la mejora de las parcelas de los campesinos, pero no cabe duda de que junto al constante interés que había por desarrollar las manufacturas y el comercio oceánico, existía también una clara concienciación de la necesidad de apoyar a la agricultura. En su Télémaque (1699), el célebre clérigo Fénelon, que se mostró particularmente crítico con Luis XIV, vinculaba la prosperidad económica al cultivo de la tierra. Los escritores franceses de mediados de siglo centrados en temas econó­ micos, a los que se conoce como “fisiócratas”, Quesnay, Dupont de Nemours, Mirabeau, Mercier de la Riviére, sostenían que cualquier incre­ mento de la riqueza en los sectores industrial y comercial sólo podría darse si se producía antes un aumento importante en la cantidad de mate­ rias primas extraídas de la naturaleza. Afirmaban que la tierra era la única fuente de auténtica riqueza, pues el proceso de manufactura simplemente cambiaba la forma de sus productos y el comercio sólo los trasladaba de un lugar a otro. La insistencia de los fisiócratas abogando por una mayor inversión en la agricultura se combinó con diversos proyectos ideados para aumentar su rentabilidad. El argumento de que el precio del grano debía subir a su nivel natural y de que se debían suprimir tanto las restric­ ciones existentes sobre su venta como las prohibiciones de exportación, pretendía ceder a las comunidades rurales una mayor proporción de los beneficios obtenidos con la producción de grano. De esta forma, los fisió­ cratas querían evitar que los campesinos estuvieran abrumados por las altas cargas que soportaban, para poder incentivar su trabajo y conseguir que en el ámbito local existieran fondos disponibles para realizar nuevas inversiones en la agricultura. En última instancia, su intención era mante­ ner bajos los impuestos para que pudiesen aumentar las ganancias de los propietarios. No sólo los fisiócratas estaban interesados en la agricultura. El escri­ tor “patriota” holandés Schimmelpennick explicaba en 1784 que una república era sin lugar a dudas una forma viable de gobierno si la energía de la población se concentraba en la producción agrícola, pues esto, según él y otros escritores coetáneos, como el americano Thomas Jefferson, era la mejor garantía para la igualdad y la salud moral. El interés estatal siempre estaba presente debido a los costes sociales, económicos y políticos que podía ocasionar la escasez de alimentos, pero también por motivos fiscales. En una sociedad en la que la mayoría de los puestos de trabajo, los ingresos y la producción nacional procedían de la activi­ dad agrícola, resulta natural que ésta fuera la principal fuente de los recursos fiscales del Estado. Este interés fiscal creció sobre todo en aque­ llas zonas en las que la agricultura evolucionó desde niveles de autosu­ ficiencia o de una economía de trueque, hacia unas relaciones de merca­ 44

do monetarias. Este progreso facilitó la desviación de los beneficios fiscales fuera de la agricultura. En Rusia, el aumento de las exportaciones agrícolas promovió un mayor interés del gobierno por las cuestiones fis­ cales. Dado que la economía agrícola europea fue integrándose cada vez más, y el cultivo de cosechas y la ganadería destinada a la venta fueron haciéndose mucho más importantes, aumentaron los beneficios que podí­ an llegar a obtenerse con los impuestos directos que el Estado gravaba sobre la producción agrícola. Durante la segunda mitad del siglo, esto desempeñó un papel importante en las iniciativas políticas tomadas por el Estado para liberar a los campesinos de distintas cargas, ya que el benefi­ cio derivado de una mano de obra agrícola bien motivada, parecía la mejor manera de elevar el rendimiento fiscal de la nación. En 1788 el gobierno bávaro rechazó la oferta austríaca de comprar 2.000 caballos argumentando que, a pesar de que el dinero podía ser beneficioso para la pobre economía de Baviera, la verdadera riqueza del Estado no se hallaba en el dinero, sino en la agricultura, para la que hacían falta estos caballos. A lo largo del siglo XVIII, se experimentaron algunos progresos en la producción agrícola, se propagaron nuevas ideas y técnicas, y la agricul­ tura europea fue integrándose progresivamente a medida que se desarro­ llaban su especialización, el comercio y la economía monetaria. Sin embargo, también se aprecia la continuación de las prácticas tradiciona­ les y muchos de los cambios producidos en otros lugares apenas llegaron a influir en las economías locales. La labranza era variada y posiblemen­ te mucho menos avanzada de lo que parecen sugerir los ejemplos de cambio conocidos y el interés que había en introducir innovaciones agra­ rias. Debido a que la situación de las economías agrícolas locales era de crucial importancia para la salud y prosperidad de su población, es preciso analizar las razones que explican las distintas respuestas dadas a las posibilidades de cambio que ofrecía la agricultura. Nuevas tierras de cultivo La propuesta más evidente y tradicional para responder a la necesidad de aumentar la producción agrícola era la ampliación de la superficie destinada a fines agrarios y, sobre todo, la de las tierras de cultivo. Debi­ do a las limitaciones que imponían los transportes disponibles, esta ampliación debía realizarse más en suelo europeo que en las colonias de Ultramar. Los aumentos de la superficie de cultivo más importantes en el Continente se produjeron como consecuencia de la política desarrollada por dos Estados, Rusia y Austria, que gracias a la colonización territorial se extendieron hacia las regiones vecinas. Entre 1680 y 1720, ambas potencias desplazaron sus fronteras hacia zonas que antes se hallaban bajo dominio turco, como Hungría, o que habían servido esencialmente como estados-tapón, sobre todo Ucrania, frente al Imperio Turco. En el caso de Rusia, esta expansión continuó después de 1720 a expensas de los turcos y de otros pueblos no rusos situados en sus fronteras meridionales. Semejantes conquistas ofrecían enormes posibilidades para el incremento de la producción agraria. Algu45

ñas de estas regiones, como la de suelos negros de Ucrania, eran fértiles por naturaleza y muchas, como las llanuras interiores de Hungría, no habían agotado sus rendimientos con el cultivo de cereales, por haberse destinado hasta entonces como tierras de pastos. Aunque no todos los planes de colonización y de mejoras en la agricultura tuvieron éxito, no cabe duda de que se produjo un considerable aumento de la superficie dedicada al cultivo de cereales. Tanto Ucrania como las tierras rusas de la Cuenca del Don se convirtieron en importantes regiones exportadoras de grano, y de hecho, una de las principales razones que motivaron el gran interés mostrado en la década de 1780 por el desarrollo del comer­ cio con el sur de Rusia a través del Mar Negro, fue el deseo de explotar lo que podría convertirse en el auténtico granero de Europa. La región del Volga poseía enormes posibilidades económicas, sobre todo con el cultivo del tabaco, que prometía reportar rentables beneficios. Mientras para los Estados de Europa occidental la colonización era eminentemente transoceánica, en Europa central y oriental las grandes posibilidades eco­ nómicas no se hallaban tan lejos. “Puede considerarse a Hungría como un nuevo mundo”, escribió un diplomático en 17361; y aunque durante la segunda mitad del siglo XVIII esta aspiración se concentró sobre todo en el sur de Rusia, contribuyó de todas formas a crear una sensación de cambio y de nuevas posibilidades. Este sentimiento desempeñó un papel esencial en uno de los mo­ vimientos de población más importantes del siglo, que desplazó a un gran número de personas hacia las zonas de colonización austríacas y rusas. Formaba parte de esta migración un movimiento interno de habitantes austríacos y rusos, que se desplazaba desde áreas de alta densidad de población y limitadas posibilidades económicas, hacia otras tierras más despobladas. Otra porción de la gente que se asentó en estas nuevas tie­ rras era población autóctona a la que se había obligado o animado a dejar su forma de vida nómada o seminómada, dedicada a la ganadería, por otra más apropiada para el cultivo de cereales. En el caso de las tierras fronterizas de los Balcanes austríacos, un gran porcentaje de la población era de origen eslavo, y sobre todo serbios, que habían huido del dominio turco en la década de 1690. Durante ese período, se desplazaron cerca de 40.000 serbios dirigidos por el patriarca de Pee, Arsenije IV. Gran parte de los emigrantes que acudían a estas nuevas tierras provenían de Europa central y occidental, y formaban parte de una tendencia de emigración que se movía en pos de mayores oportunidades agrícolas a través de un continente en el que la posibilidad de adquirir una tierra variaba mucho de unas partes a otras y en el que la agricultura era la fuente principal de trabajo y de riqueza. El segundo censo de la población rusa, iniciado en 1744, mostraba que, respecto al cuarto de siglo precedente, los índices de cremiento más acentuados se daban en zonas fronterizas o periféricas, como el bajo Volga, el norte de los Urales y Ucrania. Para algunos, las nuevas tierras se encontraban en América, sobre todo en la colonias bri­ 1 PRO. 80/123, carta de Thomas Robinson a George Tilson, 22 sept.

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tánicas de América del Norte, que presentaban muchas menos restriccio­ nes a la inmigración de gente de distinta nacionalidad que otras colonias americanas, y ofrecían buenas oportunidades con un régimen agrícola y climático no muy diferente al de las grandes llanuras europeas. Muchos alemanes fueron a Georgia y, de hecho, entre 1760 y 1775 entraron por el puerto de Filadelfia al menos unos 12.000 inmigrantes alemanes. Alrede­ dor del 40% del medio millón de personas que aproximadamente emigró desde el suroeste de Alemania y Suiza, fué a América del Norte, el resto a Hungría, Prusia y Rusia. De igual forma, la emigración procedente de Renania se repartió entre Norteamérica, Hungría, Prusia, Rusia y Galitzia -una parte de Polonia que adquirió Austria en 1772-. La razón que expli­ ca el aprovechamiento de una gran mayoría de las tierras improductivas, ya fueran terrenos marginales desechados por las comunidades allí asen­ tadas o colonizados recientemente, fue el establecimiento en estas regio­ nes de un volumen de población suficiente. Por este motivo, los gober­ nantes procuraban potenciar activamente la inmigración. Federico el Grande prosiguió la política de captar nuevos inmigrantes iniciada por su padre, y de esta forma en 1780 los colonos rurales de origen foráneo constituían el 5% de la población prusiana. Para ellos las leyes se aplica­ ban con menos rigor, pues era preferible atraer población a ejercer una estricta política de uniformidad. En 1772, un edicto prusiano llegó a con­ sentir la vigencia de códigos legales extranjeros entre aquellos inmigran­ tes que desearan asentarse en la provincia de Magdeburgo. Catalina la Grande prestó también mucha atención al proceso de colonización de la parte meridional de Rusia. Sus decretos de 1762 y 1763 otorgaron impor­ tantes privilegios a los extranjeros que se asentasen en Rusia y gastó enormes sumas, entre 5 y 6 millones de rublos, en los proyectos de colo­ nización de estas regiones. Durante el reinado de Catalina II llegaron unos 75.000 colonos extranjeros, en su mayoría de origen alemán, y entre 1764 y 1775 más de 25.000 de ellos se asentaron en la Cuenca del Volga. Otro gran número de emigrantes se desplazó hacia las tierras situadas en la parte oriental del Imperio Austríaco. A principios de 1771 se sabe que unas 20.000 personas dejaron la región de Lorena castigada por el ham­ bre para dirigirse a Hungría. Y hacia 1787, seguían llegando inmigrantes a Hungría y Galitzia procedentes sobre todo de las regiones Occidentales de Alemania. Pero la inmigración llegó a considerarse en algunos Esta­ dos como una amenaza que requería la adopción de medidas para preve­ nirla. Por ejemplo, en Dinamarca se dictaron disposiciones para limitar la movilidad interior de la población rural pechera y en 1753 la corona llegó a prohibir en general la emigración. Los movimientos migratorios hacia las nuevas tierras del este de Europa no siempre tenían buenos resultados. Muchos inmigrantes queda­ ban defraudados en sus expectativas y una reducida porción incluso regresaba a sus hogares, como les sucedió a muchos loreneses que se vol­ vieron de Hungría en 1752 sintiéndose estafados, porque aquélla no era esa tierra de las oportunidades, riqueza y seguridad que se les había pro­ metido. Un desengaño semejante les sobrevino a muchos de los que fue­ ron a Rusia. A pesar del enorme desembolso, el gobierno fue incapaz de llevar a cabo los grandes planes promovidos por Catalina II y la ayuda 47

que se proporcionó a los emigrantes fue bastante limitada. Estas zonas fronterizas carecían de comodidades, la población autóctona no era hos­ pitalaria y algunos de los planes propuestos, como el de las plantaciones de tabaco en las riberas del Volga tardaron mucho más tiempo en dar sus primeros frutos del que se había previsto. Con todo, el desarrollo de estas áreas permitió ofrecer al Continente una posibilidad de escapar ante el terrible dilema malthusiano. Se podría afirmar además que para Rusia el progreso económico de las tierras de la estepa fue tan importan­ te como la conquista de las provincias bálticas suecas, puesto que no sólo contribuyó a convertirla políticamente en una gran potencia, sino que también incrementó los recursos que tenía a su disposición. Mucho menos espectacular que el desarrollo de una agricultura más intensiva en las zonas fronterizas de Austria y Rusia, fue el proceso de colonización interior que durante este siglo se aprecia en cualquier parte de Europa. Llegó a constituir un objetivo común para la actividad agríco­ la y en gran parte del Continente contó con el apoyo de distintas iniciati­ vas estatales. Por ejemplo, en 1776 un decreto francés garantizó la exención de impuestos y diezmos a las tierras que volvieran a cultivarse después de haber permanecido abandonadas durante más de 40 años. En zonas en las que no se había establecido aún la agricultura, como sucedía en algunas regiones de España y de Hesse-Cassel, se crearon nuevos pue­ blos por iniciativa del Estado. Las políticas adoptadas dieron una clara preferencia al asentamiento de comunidades permanentes y a la práctica de una agricultura intensiva. Se consideraba a las superficies no cultiva­ das como val dios, aunque fueran el principal medio de subsistencia de una población asentada mucho tiempo atrás, que vivía de los bosques, de una ganadería seminómada o del cultivo errático de cereales basado en quemas sistemáticas. Esta política promovió cierta animadversión contra este tipo de pobladores, tanto entre los gobiernos como entre la densa población que se concentraba en las tierras bajas destinadas a cul­ tivos muy intensivos. La colonización interior no se emprendió sólo a partir del estímulo estatal. Puede afirmarse incluso que este apoyo estatal tuvo más bien una repercusión y efectos bastante limitados, excepto en el caso de Prusia, donde supo hacer frente a los graves problemas de despoblación exis­ tentes tras el hambre que hubo durante los primeros años de la centuria y las guerras en las que intervino a mediados de siglo. En realidad, el pro­ ceso de colonización fue una consecuencia directa de la necesidad de tierras y adoptó la forma de una roturación de valdíos, como la que se practicó por ejemplo en Francia durante los años 1760, o de un cambio en el aprovechamiento de tierras que ya eran de cultivo. En Moldavia y Valaquia, gran parte de la tierra disponible se hallaba por lo general muy poco aprovechada, y para poder ampliar la superficie de cultivo de cerea­ les se redujo la parte reservada a pastos y bosques. El principal estímulo para estas ampliaciones fue la exportación de grano hacia Constantinopla y otros lugares situados aún a mayor distancia. En otros casos, fue la pre­ sión demográfica más que las posibilidades económicas la que llegó a costar el desmonte de algunos bosques de Béarn en el suroeste de Francia y la expansión de la superficie cultivada en Normandía. El aumento de la

producción agrícola en Suecia se debió en gran parte a este proceso de colonización interior. La presión demográfica cada vez mayor hizo que roturasen tierras arables marginales, sobre todo en la parte suroriental de Suecia. En las regiones centro-orientales se produjo un relativo descenso demográfico debido al débil crecimiento agrícola. Pero, en cambio, el desarrollo más vigoroso que tuvo lugar en el oeste de Suecia y en Esca­ ma se basó mucho más en la expansión de la superficie cultivada que en mejoras sustanciales en la productividad. De hecho, las posibilidades de cultivar nuevas tierras eran menores en las regiones centrales y orienta­ les, donde, además, muchos asentamientos se hallaban bajo el dominio de grandes señoríos y existían restricciones para el establecimiento de nuevas familias granjeras. Del mismo modo, en la Sicilia de fines del siglo XVII, sólo se consiguió un aumento en la producción de trigo ampliando las superficies de cultivo, y el volumen de las cosechas se mantuvo sembrando sobre el barbecho; pero la labranza se hacía con la azada y ésta apenas removía la superficie del suelo. Nuevos métodos A falta de unas precisas estadísticas globales sobre la producción agrícola resulta difícil saber hasta qué punto los aumentos de la produc­ ción se debieron a la expansión de las zonas de cultivo o a los progresos técnicos incorporados. La ampliación de las tierras de cultivo en Euro­ pa, que se logró mediante la construcción de acequias de riego, la tala de árboles o la retirada de piedras, se basó esencialmente en el em­ pleo de métodos de trabajo intensivos, debido tanto al utillaje entonces existente como al tipo de recursos disponibles. Sin embargo, dado que algunos de los cambios solicitados en las tareas agrícolas por los reformadores agrarios no requerían un conocimiento o un equipamiento especializado, era posible mejorar la labranza sin necesidad de introducir cambios muy costosos. Un gran número de reformistas apoyaba este tipo de mejoras. Algunos terratenientes llegaron a establecer granjas modelo, como la del sajón Johann Schubart, que promovió el cultivo del trébol y fue hecho noble por José II. La literatura sobre los avances en la agricul­ tura alcanzó gran difusión, y sobre todo en Europa occidental, donde autores como Jethro Tull y Duhamel de Monceau apoyaban el empleo de las nuevas técnicas. Pese a que el libro de Tull, Horse Hoeing Husbandry (1733), apareció mucho antes, la mayor parte de los trabajos más impor­ tantes datan de la segunda mitad del siglo xvill, así como las primeras reimpresiones y su generalización. Mientras que en el año 1700 no existían en Polonia publicaciones sobre agricultura, en la segunda mitad de la centuria aparecieron unas trescientas. En Parma se fundó un perió­ dico dedicado a temas agrarios en los años 1760, y el gobierno ducal se dio cuenta enseguida de las posibilidades que ofrecía la divulgación de los conocimientos sobre agricultura a través de las publicaciones. No se introdujeron en Hungría innovaciones agrícolas a través de una literatura especializada propia hasta la década de 1770. La primera obra importante fue escrita por Lajos Mitterpacher, un erudito jesuita que tras la disolu­ 49

ción de la orden se convirtió en profesor de Historia Natural y Agrono­ mía en la Universidad de Buda. Sus Fundamentos de agricultura, escri­ tos en tres volúmenes, aparecieron entre los años 1777 y 1794, y estaban escritos en latín, pues todavía era la lengua predilecta para la educación, la ciencia, la política y la vida pública en la mayor parte de Europa orien­ tal. El libro contenía extensas discusiones científicas que trataban de arrojar nueva luz sobre multitud de problemas agrícolas, desde las pers­ pectivas que ofrecían la biología, la física y la química, y proseguía la línea trazada por científicos británicos tales como Priestley. Una fuente básica para la realización de su obra fue el relato hecho por Arthur Young acerca de sus viajes por el norte de Inglaterra, que conoció a tra­ vés de una traducción alemana publicada en Leipzig en 1772. Así como durante la primera mitad del siglo XVIII los libros publicados cerca de Halle habían propagado las ideas pietistas por toda Europa oriental, en los años 1770 los publicados en Leipzig contribuyeron a difundir las ven­ tajas del cultivo de nabos señaladas por Young. Una trayectoria semejan­ te tuvo otra obra anterior más especializada sobre apicultura. Era el English Apiary de John Geddy, publicada en 1675 y reeditada en 1722, que trata sobre un método mediante el cual se podía sacar la miel de la colmena sin que hubiese que matar a las abejas fumigándolas previamen­ te. En Leipzig se publicó una traducción alemana en 1727, y en 1759 apareció una versión húngara hecha a partir de esta traducción y no del original de Geddy. Aparte de este tipo de literatura, también empezaron a aparecer por toda Europa sociedades agrícolas, que contribuyeron de forma decisiva a dar publicidad a multitud de innovaciones. En 1759, la Academia de Besangon organizó un concurso para descubrir una sustancia vegetal que fuese capaz de reemplazar al pan en caso de necesidad. Lo ganó el joven Antoine Parmentier, que popularizó en Francia la patata, aportando un detenido examen químico de esta planta. Además, para un gran número de terratenientes los avances introducidos en la agricultura se convirtie­ ron casi en objeto de culto. Esto no sólo mostraba ese tradicional deseo de los propietarios por obtener mayores beneficios de sus posesiones, sino también su determinación de explotar las posibilidades, a menudo exageradas y comprendidas sólo parcialmente, que las innovaciones agrí­ colas parecían ofrecer. Las instrucciones que los nobles rusos daban a sus administradores en los primeros años del siglo presentan una nueva preo­ cupación por mantener un registro eficaz, mejorar la producción, siste­ matizar la gestión de las rentas e incrementar los beneficios cobrados en efectivo. Las instrucciones dadas en 1703 para uno de los señoríos de Sheremetev indican que el campesinado debía aportar dinero en lugar de sus habituales entregas de provisiones para la mesa del señor. En Dina­ marca, la propiedad de la tierra no constituía ya un rasgo distintivo de la condición nobiliaria, si bien en la práctica todavía confería cierta posi­ ción social y, a lo largo de este siglo, se adoptó un planteamiento mucho más pragmático respecto al uso de la tierra que desembocó en los culti­ vos a gran escala, los cercamientos y la reforma agraria que tuvo lugar en la segunda mitad del XVIII. En la década de 1780, el terrateniente y aris­ tócrata calabrés Domenico Grimaldi solicitó un préstamo estatal con el 50

que financiar la construcción de nuevas prensas para la industria del acei­ te de oliva. Propuso que el Rey contratase instructores para que recorrie­ ran las localidades rurales haciendo demostraciones sobre el manejo de las nuevas prensas, que, en realidad, llamaron la atención de los grandes propietarios circunvecinos. También entre muchos terratenientes británi­ cos se pusieron de moda las innovaciones agrícolas, y a menudo se mos­ traban orgullosos de aparecer retratados junto a pesados bueyes y otros símbolos del progreso agrario. El interés de los aristócratas solía coincidir con algunas de las princi­ pales preocupaciones estatales. Muchos de los príncipes de la Cuenca del Rhin patrocinaron la agricultura mejorando las labores del desbrozo y nombrando comisarios para promover la práctica del engorde del ganado en establos y la reproducción selectiva. En Transilvania, cuyos rudimen­ tarios niveles en las técnicas agrícolas empleadas estaban asociados al cultivo de doble hoja y rotación bianual alternativa entre año de barbecho y año de cultivo, el gobierno trató de fomentar el cambio por un sistema de tres hojas y rotación trienal, dejando en barbecho cada hoja sólo en uno de los tres años. En 1752, el nuevo rey de Suecia, Adolfo Federico., ordenó a los gobernadores provinciales fomentar entre el campesinado el cultivo del tabaco y de plantas destinadas a la producción textil, como las que se empleaban para los tintes. Tillot, el ministro principal en el duca­ do italiano de Parma durante los años 1760, promovió mejoras en la cría de animales y el cultivo del cáñamo, el lino, el pipirigallo, las patatas, las moreras y los viñedos, y también patrocinó la publicación de una obra sobre apicultura. Sir Benjamín Thompson, que desempeñó, como conde de Rumford, una importante labor en el gobierno de Baviera entre 1784 y 1795, fue un entusiasta defensor del cultivo de la patata y del maíz, que él consideraba muy nutritivos y baratos, e incluso llegó a emplear al ejér­ cito para introducir mejoras en la agricultura, estableciendo por ejemplo huertos militares con el fin de dar mayor publicidad a los nuevos méto­ dos de producción y a los nuevos cultivos, entre los que destaca sobre todo el de la patata. En Francia, los reformadores agrarios, apoyados por el gobierno, trataron de introducir el arroz, una iniciativa que fue recibida con un estallido descontrolado de furia popular y, en la región de Auvernia, incluso con motines, porque a su cultivo se le achacaba el ser causa de epidemias. Existen diversas opiniones respecto al influjo que llegaron a tener las propuestas hechas por los reformistas agrarios. Resulta fácil destacar algunos de sus errores, como los que se aprecian en los proyectos estu­ diados en las numerosas, pero bastante ineficaces, academias agrarias ita­ lianas o los del marqués de Turbilly, quien en 1760 publicó una obra en la que reclamaba más tierras de cultivo sólo para llegar a tener el mismo éxito que consiguiera Young. Muchas innovaciones tuvieron apenas un efecto limitado, como la incubadora artificial creada en Parma en la década de 1760 por Dominique Chazotte o la máquina para el tratamien­ to de las patatas, que se probó en la misma ciudad en 1762. Las normati­ vas legales a menudo no se observaban ni se hacían cumplir con eficacia. Sin embargo, sí existen testimonios sobre un adelanto tanto cualitativo como cuantitativo en la agricultura, y tales casos no se circunscriben 51

exclusivamente a las zonas que se suelen asociar a los progresos agríco­ las del siglo xvill, como Gran Bretaña, los Países Bajos o Cataluña. En estas regiones, y sobre todo en las dos primeras, no fue precisamente en el siglo XVIII cuando se introdujeron las mejoras ni los nuevos métodos de cultivo que provocaron las transformaciones más importantes. Resulta difícil discernir cuál fue el principal motor del desarrollo agrícola de estas áreas y cualquier atribución sobre posibles nexos causales debe hacerse con mucha precaución. Sin duda, tuvo mucha importancia la pre­ sencia de activos mercados locales, pero éstos no llegaron a producir los mismos efectos en torno a Nápoles o Constantinopla. La existencia de una abundante mano de obra local permitió emprender proyectos de me­ jora y recuperación de tierras, tales como los regadíos y drenajes o la desecación de terrenos ganados al mar, y facilitó el empleo de técnicas de cultivo más intensivas, como un arado profundo, la plantación en hileras y el desherbaje periódico. A pesar de todo, otras regiones que contaban con una mano de obra semejante, como Sicilia, no experimentaron tales cam­ bios. La beneficiosa relación mutua existente entre el cultivo y la cría de animales, que no sólo se limitaba a la producción de estiércol, fue muy importante en Inglaterra, los Países Bajos y Cataluña, pero como se demostró en Hungría, una región caracterizada por la práctica de la ga­ nadería extensiva, el desarrollo del sector agrario no dependía simplemen­ te de la producción de abono. Es posible, en cambio, que tuvieran mucha mayor trascendencia los regímenes de posesión de la tierra. En las tres regiones antes mencionadas, la mayor parte de la tierra útil era propiedad de sus cultivadores, mientras que en la mayor parte de Europa este tipo de terrenos se encontraba en las zonas marginales. La continuidad de la tenen­ cia en manos de la población campesina, ya fuera a través de la herencia de granjas familiares, como sucedía en Cataluña y parte de los Países Bajos, o a través de la renovación periódica de los arrendamientos, como en Inglaterra, fue esencial para propiciar el desarrollo de la capacidad productiva de las tierras. Sin duda, las distintas actitudes adoptadas respecto al uso de la tierra resultaron decisivas para la difusión de las mejoras agrícolas. En Inglaterra, Cataluña y los Países Bajos se pueden destacar signos evidentes de un progreso cualitativo. La ampliación de cultivos para forraje como el trébol, las semillas de col y los nabos permitieron pres­ cindir del barbecho y aumentar la capacidad de la economía rural para criar mayor número de cabezas de ganado, que constituían tanto una provechosa fuente de abono como un valioso capital adicional, ya que los animales eran el producto comercial más importantes de esta econo­ mía. También llegó a tener gran importancia el desarrollo de la agricul­ tura versátil o “completa”, en la cual las tierras se empleaban alternati­ vamente cada cierto número de años para la labranza o para pastos; de esta manera se obtenían mejores cosechas cuando se dedicaban al culti­ vo y mejores pastos en los otros casos. Asimismo, también se aprecia claramente cierto grado de especialización en la producción agrícola: Cataluña producía vino y coñac, y los Países Bajos, cultivos hortícolas o industriales como el lino y el cáñamo. Estos cambios, y en particular aquellos que implicaban cierta especialización, se vieron impulsados por la práctica del cercado de la tierra. Aunque este tipo de propiedades 52

consolidadas, compactas y cerradas no constituían una novedad de este siglo, su presencia aumentó, sobre todo en Inglaterra, en donde alrede­ dor de la mitad de la tierra cultivada había sido cercada en 1700 y en 1800 lo estaba ya la mayor parte de ella. El cercamiento (enclosure) no aumentaba por sí mismo la eficacia en la producción, y existen ejem­ plos de diversas zonas explotadas en régimen abierto que también experimentaron mejoras agrícolas. Sin embargo, parece que el empleo de los cercamientos facilitaba el control ejercido sobre la tierra y a menudo iba unido a una redistribución de los ingresos agrícolas entre el arrendatario y el propietario que pudo haber favorecido mayores inver­ siones. En ocasiones, los terratenientes progresistas creaban la alarma entre los campesinos y ocasionaban graves perjuicios en los derechos consuetudinarios y sus expectativas, respecto al uso de caminos y tie­ rras comunales. De todos modos, al haber mucha más mano de obra disponible que capitales para invertir, los cercamientos y la parcelación generaban bastante empleo en tareas tales como la construcción de cer­ cas y zanjas. Las regiones que ya habían experimentado considerables progresos agrícolas durante el siglo XVII, conocieron en la siguiente centuria un desarrollo mucho mayor. Este fue sobre todo el caso de los Países Bajos. Buena parte de las tierras que se hallaban bajo dominio austríaco en esta región eran más productivas que las de Francia, y a lo largo del siglo XVIII presentaron, por ejemplo, un incremento sostenido en el cultivo de la patata. Si bien algunas provincias, como Hainault, tenían ya en 1700 un volumen de producción muy elevado, el nuevo siglo se caracterizó más por la rotación de cultivos, la supresión del barbecho y la introducción de nuevos aperos de labranza; de esta forma, los Países Bajos Austríacos no dejaron tan sólo de ser meros importadores de grano, sino que se con­ virtieron en importantes exportadores. Se generalizó la especialización en determinados cultivos, en particular el lino y el tabaco. En el Flandes francés, el desarrollo agrícola comenzó hacia 1690, varias décadas antes que en el resto de Francia. A raíz del empleo de métodos de cultivo más in­ tensivos como la estabulación del ganado vacuno, aumentó tanto la pro­ ducción total como la producción per cápita. Los sistemas hoL deses de drenaje de tierras se hicieron mucho más sofisticados. Aunque en la provincia de Drenthe el avance del cultivo del centeno, uno de los más rentables, se produjo esencialmente empleando prácticas agrícolas tra­ dicionales y en las tierras dedicadas a él, los métodos de labranza se hicieron cada vez más intensivos y se incrementó el uso del abono. En las provincias más fértiles de Utrecht y Güeldres se cultivaba una gran cantidad de tabaco en pequeñas propiedades, y el constante incremento que tuvo su población durante este período propició un tipo de cultivo basado en un trabajo intensivo que exigía poca inversión de capital. El campesinado local, lejos de presentar una resistencia conservadora ante las innovaciones, se adaptó rápidamente a las nuevas técnicas de cultivo. A partir de la década de 1730 empezaron a desarrollarse las manufacturas de rapé junto con el cultivo de un nuevo tipo de tabaco. Y los ganaderos de la provincia de Frisia se mostraron pronto interesados en la reproducción selectiva. 53

Aunque, en general, los Países Bajos y Gran Bretaña disfrutaban de rendimientos superiores a los del resto de Europa, su desarrollo agrario no era homogéneo. Al igual que en muchas otras cuestiones, el rasgo dominante era precisamente una amplia variedad de situaciones. Mien­ tras que en Flandes a fines del siglo x v iii se practicaba una agricultura intensiva basada en la rotación de cultivos, el empleo de nuevos fertili­ zantes y otras plantas, como la patata y el tabaco, y se introducían mejoras en la reproducción del ganado, las regiones valonas de los Países Bajos Austríacos mantenían métodos de labranza más tradicionales, como el uso de pastos comunales y una escasa rotación de cultivos. Por otra parte, la especialización agraria no siempre tuvo éxito. Las tierras dedicadas a la horticultura comercial y sus derivados, que surgió durante el siglo XVII en Güeldres y al este de Utrecht, decayó a lo largo del XVIII. La difusión de los nuevos métodos de cultivo y organización agraria fue bastante irregular, y a veces estas innovaciones no resultaban ser muy apropiadas. De hecho, no siempre eran capaces de resolver los problemas que planteaba la demanda o no respondían de forma adecuada a los cambios que se producían en ella. Hacia los años 1730, Inglaterra era una importante exportadora de grano, y los precios interiores de los cereales eran en general bajos. Esto colocó en un aprieto a los productores, que recibieron después con alegría el aumento de la demanda interior motiva­ do por el crecimiento de la población registrado a mediados de siglo. No supieron, sin embargo, mantener sus mercados de exportación y satisfa­ cer la demanda interior a un mismo tiempo, y por ello, hacia la década de 1760, Inglaterra se vio obligada a importar grandes cantidades de grano. Los progresos en la agricultura no se limitaron a los casos de Inglate­ rra, los Países Bajos y Cataluña, y si bien los dos primeros presentan aportaciones más destacadas en el campo de la literatura agraria y eran, sin duda, los países más desarrollados en cuanto a los métodos de culti­ vo, se podría decir que en el siglo x v iii los avances más importantes se dieron en otros lugares, y no sólo en cuanto a un aumento general de la producción. Probablemente el rasgo de progreso más significativo fuese la difusión de nuevos cultivos, y sobre todo de la patata y el maíz. Ambos productos proporcionaban un elevado rendimiento, pero sin apor­ tes periódicos de abono solían plantear el problema del agotamiento del suelo. El cultivo de la patata llegó a ser muy importante en Irlanda y las llanuras del norte de Europa, sobre todo en Alemania. No requería gran­ des inversiones o habilidades especiales y, por ello, se ajustaba perfecta­ mente a las posibilidades de cultivo del campesinado. Pero su difusión tampoco se limitó al norte de Europa. En la región de Sault, en el Languedoc, los campesinos introdujeron su cultivo a principios de los años 1720. En la de Vivarais, su adopción entre el campesinado se remonta a la década de 1750. El maíz era más popular en el Suroeste de Francia y el norte de Italia. Contribuyó decisivamente al crecimiento de la población del suroeste de Francia, pero su difusión fue bastante desigual. No se adoptó en la región de Armagnac. En la de Bigorre se introdujo a fines del siglo XVII, pero durante cierto tiempo sólo tuvo un papel muy secundario y ya en la década de 1750 empezó a reemplazar al mijo como un cultivo preferente. A fines de siglo ya se había extendido por toda la 54

zona que rodea a Toulouse. La difusión de los nuevos cultivos evidencia­ ba el deseo de introducir cambios en las prácticas tradicionales, y el incremento en la variedad de productos cultivados dentro una zona deter­ minada permitía reducir considerablemente el nivel de riesgos frente a las plagas o los desastres climáticos. Aunque, por ejemplo, en Duravel el cultivo de la patata no se difundió hasta principios del siglo XIX, el de las alubias comenzó medio siglo antes. Los campesinos del Vivarais planta­ ron castañ’os cuando su nivel de vida se vio amenazado por el crecimien­ to de la población local, y el aumento de la producción de castañas cor­ sas, de las que se obtenía harina, favoreció la expansión demográfica de la isla. En algunas otras zonas de Europa la agricultura también experimentó un notable progreso. En Prusia se introdujeron de forma generalizada cultivos especiales para forraje, como el altramuz, el pipirigallo y otros. Sin embargo, en general, Federico II sacrificó la agricultura en beneficio de la industria. Con el fin de abaratar los costes de producción y hacer, así, más atractiva su exportación a otros Estados, prohibió el alza de los precios de las materias primas. Los productores de lino, cuero y tabaco se quejaron infructosamente ante semejante medida. El temor a ofender a la nobleza y, posiblemente, la falta de verdadero interés por parte de la Corona, hicieron que los planes para el desarrollo agrícola promovidos por Federico sólo tuvieran efectos limitados. El monarca apoyó la supre­ sión de los pastos comunales, aboliéndolos por completo en Silesia en 1771, con el propósito de mejorar el cuidado de los pastos y de permitir que cada campesino pudiese criar más animales. A pesar de que Federico II emprendió esta política en algunos de sus propios dominios, muy pocos nobles siguieron su ejemplo. También fomentó la consolidación de parcelas independientes. Esta medida resultó ser un rotundo fracaso, sobre todo entre el estamento nobiliario. El crecimiento de la población en Renania originó una expansión geográfica de los métodos tradiciona­ les de cultivo, pero también algunas otras mejoras cualitativas. Se amplió la superficie dedicada a cultivos para forraje, y sobre todo para el trébol, se suprimió el barbecho y aumentó el régimen de la estabulación del ganado. Creció considerablemente el número de cabezas de ganado. Hacia 1750, ya se plantaban patatas en gran parte de Renania y durante la crisis de subsistencia de 1771-72 su cultivo se potenció mucho más. Se exportaba vino a las Provincias Unidas. A partir sobre todo de la segunda mitad del siglo, se difundieron en el suroeste de Alemania la patata, culti­ vos rentables como el lino y el tabaco, y cultivos para forraje como el tré­ bol y el nabo. Mejoraron las tierras destinadas para pastos, y la importa­ ción de animales más seleccionados y el aumento de la cabaña vacuna incrementaron la provisión de estiércol. En el Ducado de Badén, se inten­ tó suprimir en la década de 1760 el sistema de cultivo en tres hojas, plan­ tando durante el barbecho otros cultivos que permitiesen renovar los nutrientes del suelo. En el conjunto de Alemania los principales avances en cuanto a las reformas agrarias se produjeron ya a fines de siglo. Y aunque se lograron pocos cambios frente a las propiedades ya consoli­ dadas, surtió efectos positivos la ampliación de los cultivos para forraje, como el trébol y los nabos, y esto permitió mantener mayor número de 55

animales. La expansión del uso de la vertedera de hierro por las llanuras del norte de Europa faqilitó la labranza con un arado más profundo, pero en general apenas se dieron otras mejoras en el utillaje agrícola. Incluso en regiones agrarias marginales y bastante inaccesibles hubo ciertos sín­ tomas de cambio. En las zonas montañosas de Eifel y Hunsrück, situadas entre el Rhin y los Países Bajos Austríacos, donde todavía se aplicaban prácticas de roza a machete y fuego o de agricultura itinerante, a fines de siglo se cultivaban también la patata y el trébol. En Lombardía, una región agrícola fértil por naturaleza, aumentó a par­ tir de los años 1730 el cultivo del arroz, debido en parte a la actividad emprendedora de los campesinos arrendatarios y, en parte, porque existía un capital suficiente con el que costear el sistema de irrigación necesario. Durante la segunda mitad del siglo se aprecian claras muestras de la expan­ sión agrícola lombarda, y en concreto en el aumento de las exportaciones de arroz, seda, queso y mantequilla. También hubo importantes progresos en Venecia, donde se difundió ampliamente el cultivo del maíz. No obstan­ te, en general, la situación de la agricultura en Italia fue mucho menos pro­ metedora, pues se identificaba más con métodos tradicionales y un sistema de cultivo extensivo que con la introdución de innovaciones y prácticas de explotación intensiva. La labranza mixta de las llanuras lombardas median­ te el empleo de animales que proporcionaban abono y leche, no se desarro­ lló en otros lugares y los esfuerzos hechos para potenciar el cultivo de la patata apenas tuvieron acogida. Todavía en el año 1800 predominaban en la Península las condiciones impuestas a la agricultura por graves proble­ mas como la existencia de tierras demasiado duras y suelos exhaustos, la escasez de agua o las dificultades de transporte y, en general, la carencia de inversiones; así pues, el principal factor que influyó en el aumento de la producción agrícola fue la expansión de los terrenos de cultivo, sobre todo a partir de mediados de siglo. Y aunque en la mayor parte de Italia se difundió durante la segunda mitad del siglo xvin la agricultura con fines comerciales y se cercaron muchas tierras comunales, la agricultura en régi­ men de subsistencia continuó siendo la tónica predominante. Resulta evidente que los avances logrados en la producción agrícola no pueden interpretarse como un proceso emprendido por iniciativa de diversos reformadores que debían hacer frente a las reticencias de un campesinado conservador. En realidad, muchos campesinos, lejos de aferrarse a las prác­ ticas tradicionales, se mostraban deseosos de experimentar con nuevos culti­ vos. En la región del Vivarais, fueron precisamente campesinos quienes incrementaron la producción de patatas y castañas sin recibir apoyo alguno por parte de las autoridades provinciales. En Suecia, la consolidación de las parcelas, que se hizo posible en virtud de una ley de 1757, no fue una sim­ ple reforma impuesta desde arriba por algunos teóricos economistas. Al parecer, esta reforma no topó con ningún tipo de oposición importante entre el campesinado y en las minutas conservadas de las deliberaciones hechas por el Estado campesino durante los años 1765-72 no consta en absoluto que la reforma fuera impopular o indeseable, este Estado se quejaba, más bien, de los retrasos que había en su aplicación, la ineficacia de las inspec­ ciones y el tiempo que tardaban los juzgados municipales en otorgar el con­ sentimiento a las propuestas de consolidación de las parcelas. 56

Resulta imposible cuantificar el papel que desempeñó la empresa campesina en el aumento de la producción alimenticia europea. Cabría pensar, no obstante, que debió de tener gran importancia si consideramos el protagonismo del campesinado en la producción. Puede que muchas de las iniciativas emprendidas por los campesinos se hubiesen visto limi­ tadas por regímenes de tenencia de la tierra que no les proporcionaban los beneficios ni la independencia suficientes. En ese caso, esto se habría sumado a los efectos ocasionados por un entorno socioeducativo que ne­ gaba la posibilidad de mejorar a muchos que tenían talento y privaba a la sociedad de parte de sus recursos humanos. En diversos sentidos la situación del campesinado era bastante complicada, no sólo por sus pro­ pias dificultades, sino también por la tendencia general hacia un mayor empobrecimiento social. El campesinado tampoco era un grupo homogé­ neo ni geográfica ni socialmente. Sin embargo, se vio afectado, en gene­ ral, por el aumento de la población europea, que si bien proporcionó mayores oportunidades de mercado y un vigoroso impulso a las econo­ mías agrarias locales, al mismo tiempo también exacerbó las relaciones establecidas en el ámbito local entre oferta y demanda, producción y escasez. En este mismo ámbito, parece que las iniciativas emprendidas por pequeñas empresas fueron más importantes que las actividades desa­ rrolladas por los valedores del progreso agrícola, quienes tendían a prestar mayor atención a los granjeros nobles que al campesinado. Nuevos mercados El aumento de la población europea reportó dudosos beneficios en cuanto a la especialización agrícola, puesto que, si bien proporcionó mer­ cados más amplios en zonas que contaban con excedentes de productos alimenticios y de las materias primas necesarias para las actividades industriales, también incrementó en la mayor parte de Europa los niveles de la demanda local; de esta forma, diversas regiones que podían haber obtenido mayores beneficios de cultivos con fines comerciales, tuvieron que dedicarse preferentemente a la producción de cereales. Sin embargo, un rasgo característico de la agricultura de este siglo fue el protagonismo cada vez mayor que llegaron a tener los mercados situados a grandes dis­ tancias y las posibilidades que éstos ofrecían para la interdependencia y la especialización. Siguen debatiéndose cuáles fueron las consecuencias culturales y sociales que tuvieron el descenso de la agricultura de subsis­ tencia y el declive del autoconsumo tanto en el ámbito familiar como en el individual, pero cabría suponer que disminuyó sensiblemente el influjo de esa mentalidad pueblerina tan propia de la vida rural. Una mayor inte­ gración entre regiones agrícolas que ofrecían productos diferentes no constituía una aportación novedosa para la sociedad agraria. La trashumancia, el movimiento estacional del ganado hacia los pastos situados a menudo a largas distancias, había sido desde hacía tiempo un elemento esencial en la actividad agropecuaria de toda Europa. El control de los pastos de las zonas altas por parte del hombre era sólo estacional. En Saboya, el ganado vacuno bajaba todos los años desde la montaña a los 57

valles el 10 de octubre. Aproximadamente en la misma fecha, las ovejas de la Mesta, la institución que tenía el monopolio sobre la lana española, emprendían su camino desde las praderas abiertas del verano en el inte­ rior de la Península hacia las tierras bajas; se trataba de la principal migración anual de animales. Los pastos constituían el beneficio más importante que proporcionaban las zonas montañosas y servían de nexo de unión entre regiones tales como los Apeninos y las llanuras de la Emi­ lia Romagna, las montañas de los Abruzzos y los llanos de la Capitanata, cerca de la ciudad de Foggia, o Transilvania con las tierras bajas de Valaquia. En las zonas ganaderas, la gran masa de la población siempre se había dedicado mucho más hacia la producción con fines comerciales que al autoconsumo. Tradicionalmente, los productos de origen animal se dedicaban a la venta o al trueque para obtener a cambio los cereales cultivados en zonas circundantes productoras de grano. Pero también se podían vender en mercados mucho más alejados, y parece ser que esta tendencia fue en aumento a lo largo del siglo xvill. Muchas ciudades estaban rodeadas por tierras bajas productoras de grano y obtenían sus productos de origen animal, a excepción de la leche, de regiones agra­ rias mucho más lejanas que, bien por las características de su suelo o por sus condiciones climáticas, no eran adecuadas para el cultivo de cereales. No todas estas regiones eran montañosas, sino que, al no existir sistemas de drenaje capaces, se labraban zonas pantanosas o propensas a padecer inundaciones, como sucedía en gran parte del sur de Europa, donde ape­ nas se había introducido el regadío. Antes de que se dispusiera de los métodos de refrigeración creados a fines del siglo XIX, era preciso condu­ cir a los animales hasta los mercados y este sistema, a veces tan contra­ producente, acarreaba en ellos una importante pérdida de peso. Las ciudades eran los principales mercados de consumo. Se enviaban ovejas desde el Rosellón hasta Barcelona, las vacas iban del Piamonte hasta Génova, y los gansos desde Norfolk hasta Londres. Este tipo de desplazamientos solía formar parte de un sistema más complejo que ponía en relación los pastizales de las tierras altas con las regiones bajas dedicadas al engorde y situadas mucho más cerca de los mercados urba­ nos. Las distancias que recorrían los animales podían llegar a ser bastante grandes. Un ganado vacuno enjuto era conducido desde la región monta­ ñosa de Auvernia, en el interior de Francia, hasta los principales merca­ dos urbanos de Francia, y en concreto a Lyón y París. A mediados de siglo, gran parte de los animales destinados a los mercados de la capital se llevaban a engordar a los ricos pastizales de la Baja Normandía, desde donde marchaban a Poissy, el principal mercado que abastecía a París de bueyes vivos. Varsovia recibía suministros de carne de vacuno proceden­ tes de Ucrania y de la Pequeña Polonia. Vacas, ovejas y bueyes húngaros se exportaban a Alemania. Y mientras las ciudades holandesas se abaste­ cían de carne de vacuno del noroeste de Alemania y de Dinamarca, las tradicionales regiones ganaderas de las Provincias Unidas se especializa­ ban cada vez más en productos lácteos. Pueden apreciarse notables pro­ gresos en el desplazamiento de animales a largas distancias, sobre todo durante la segunda mitad del siglo. Las regiones de Moldavia y Valaquia, en las que a lo largo de la centuria apenas hubo avances cualitativos en la 58

agricultura, incrementaron considerablemente sus exportaciones agríco­ las en la segunda mitad del siglo. Aparte de sus exportaciones de grano a Transilvania y Constantinopla, encontramos el ganado vacuno que se enviaba a Silesia y los caballos que iban a Europa central en grandes can­ tidades, llegando a alcanzar incluso hasta los 10.000 anuales. Las guerras en las. que intervino Austria a mediados de siglo crearon nuevos merca­ dos para la agricultura húngara, tal como lo hicieron el desarrollo industrial de Austria y Bohemia, y el creciente interés gubernamental por la compra de productos húngaros para abastecer al ejército austríaco. Las exportaciones aumentaron, y en las décadas de 1770 y 1780 se desarrolló allí un sector de la nobleza vinculado a las grandes exportaciones agra­ rias, que llegó a superar en sus necesidades y aspiraciones a los niveles medios del estamento nobiliario. Mejoró el conocimiento de las relaciones de mercado gracias a la difusión de la lectura de periódicos y a un mayor empleo de la correspondencia. Las exportaciones agrícolas húngaras a Austria experimentarían aún un nuevo auge durante las guerras napoleónicas. De hecho, en Hungría este aumento de las exporta­ ciones agrícolas fue el principal motor del desarrollo económico y ejerció gran influencia sobre las actitudes de la aristocracia. El comercio a larga distancia no se limitaba a la venta de animales. Las exportaciones de grano tuvieron una enorme importancia, tanto para las regiones productoras como para las importadoras. Aunque Hungría y Ucrania eran dos de los centros de producción más destacados, el Báltico seguía siendo el más grande del Continente, pese a que decreció conside­ rablemente la importancia de esta producción en los circuitos europeos del grano y en el volumen global de las exportaciones bálticas, entre las cuales empezaban a tener cada vez mayor protagonismo a fines de siglo otros productos, sobre todo la madera, el lino, el alquitrán y el cáñamo. En 1784-95, los principales mercados para el centeno del Báltico eran las Provincias Unidas, Noruega y la costa oeste de Suecia. También hubo un incremento considerable en la producción rusa de grano destinada a la exportación. Los grandes terratenientes estaban muy interesados en la ampliación de sus haciendas incorporando territorios más férti­ les del sur de Rusia que podrían producir cereales, lino y cáñamo para el mercado europeo. Les favoreció la pacificación de Ucrania y los progresos hechos en las comunicaciones. A fines de los años 1730 la conclusión del nuevo sistema de transportes que unía San Petersburgo con el río Volga hizo que disminuyeran los costes de transporte y que descendiesen los precios del grano en la capital a medida que aumen­ taba la oferta de las nuevas zonas productoras de las estepas septen­ trionales y la ribera del Volga. A pesar del rápido crecimiento que experimentó San Petersburgo durante las décadas de 1740 y 1750, los elevados niveles de productividad de las nuevas tierras proporcionaron a su población abundante cantidad de cereales a bajo precio. En los años 1760, el aumento de los precios del grano debido al crecimiento general de la población europea, hizo que la producción rusa ampliara su merca­ do a otros países. A principios de esa misma década, Catalina II, entu­ siasta partidaria del desarrollo agrícola, respaldó la política promovida por su consejero Gerhard Linke consistente en eliminar las restricciones 59

sobre el comercio del grano y permitir su libre exportación desde diver­ sos puertos del Báltico. Las exportaciones de comestibles no se limitaron a los productos ali­ menticios básicos. A lo largo del siglo xvill se incrementó el comercio de productos agrícolas que favoreció distintas tendencias hacia una mayor especialización. A raíz de su tamaño, el continente europeo, y sobre todo su mitad occidental, poseía una topografía y un clima muy variados, lo cual propiciaba una especialización natural en sus actividades agrícolas y comerciales. El viñedo era un importante cultivo comercial para la Europa mediterránea y en el siglo XVIII se difundió también a muchas otras regiones, incluyendo el Friuli y Portugal. Se hacían considerables inversiones urbanas en los viñedos del Beaujoláis y del Lyonnais, y la viticultura a gran escala podía responder a las exigencias de una demanda cada vez mayor. El vino y los productos vitícolas solían exportarse a grandes distancias, por ejemplo, desde Portugal hacia Inglaterra, o desde el suroeste de Francia hacia las Provincias Unidas. La apertura al tráfico rodado del paso de Col del Tende en el extremo meridional de los Alpes, creó en 1780 muchas expectativas en Piamonte y Saboya de que el vino podría exportarse a Inglaterra vía Niza. Un aspecto primordial para la economía de Orleans era el trasbordo del vino de Languedoc y Anjou a través del Loira hacia París y Ruán. En Languedoc, el crecimiento del mercado de esta provincia fue decisivo para el desarrollo de la produc­ ción local de vino y cereales. La evolución del viñedo como cultivo comercial proporcionó una valiosa fuente de empleo y riqueza, pero las posibilidades del mercado se hallaban condicionadas por los costes de transportes, los aranceles y un poder adquisitivo limitado. La superpro­ ducción obligó a Francia a prohibir en 1731 la plantación de nuevos viñedos sin una autorización especial. En Duravel, la producción de vino decayó ante la necesidad de plantar más cereales y a causa de una ley de 1741 que prohibía la entrada de vinos de Quercy en la región de Burdeos antes de las Navidades. Los precios del vino local eran muy sensibles a la situación del mercado de exportaciones a larga distancia y, en consecuen­ cia, también bajaron. El vino no era el único producto agrario comercial. Parece que tam­ bién se incrementó la producción de frutas y hortalizas, que reportarían seguramente valiosas aportaciones nutritivas. En la década de 1770, se exportaban limones y aceitunas procedentes de la ciudad genovesa de San Remo, se vendían a mercaderes extranjeros y la comunidad local controlaba el precio para asegurarse de que se vendiera toda la cosecha. A pesar de que la demanda europea de productos originarios del Imperio Turco no fue importante hasta el siglo XIX, en los Balcanes ya se cultiva­ ban el algodón y el tabaco como cultivos destinados a la comerciali­ zación. Estos cultivos comerciales constituían normalmente el sector más innovador y desarrollado de las economías agrarias. En el sur de Italia, la producción de cereales siguió siendo una parte esencial en la agricultura de subsistencia que todavía prevalecía en muchas zonas del interior. A excepción de Nápoles, sus mercados eran, por lo general, de carácter local. En cambio, la producción de aceite de oliva en Apulia y Calabria se hallaba muy especializada en la producción con fines comerciales y 60

orientada a la exportación. Aunque en el Vivarais los métodos utilizados en la producción de grano y en la ganadería prácticamente no presentan cambios sustanciales, la viticultura se expandió por el norte de la región y se plantaron muchas moreras en el sur. Con el apoyo de los Estados provinciales y de los intendentes locales se incrementó rápidamente a partir.de mediados de siglo la producción de seda en bruto y de hilos de seda. El efecto más importante que trajo consigo este aumento de los cul­ tivos comerciales fue el crecimiento de la actividad mercantil y el desa­ rrollo de un sistema agrario europeo más integrado. Así pues, en los años 1780 el ganado procedente de Hungría colapsaba los caminos que se diri­ gían a Frankfurt-am-Main; y el aceite de oliva, las frutas y el vino del sur de Francia se enviaban por el Ródano hacia Lyón y desde allí por tierra hacia Roanne, y cruzando el Loira, el Canal de Briare y los ríos Loing y Sena llegaban hasta París. Las relaciones comerciales ampliaban la demanda y contribuían a la difusión de nuevas ideas. La dependencia de los agricultores de Drenthe res­ pecto al precio que su centeno podía alcanzar en los mercados internaciona­ les permitía que estos precios apenas se distanciasen de lós valores que alcanzaba el centeno prusiano en la bolsa de grano de Amsterdam. La actividad estatal centraba sus esfuerzos en satisfacer la demanda que había provocado el crecimiento de la población. Tenía que alimentar ejércitos más grandes y llenar los graneros públicos. En la década de 1750, el gobierno austríaco contrató los caballos para los trenes de artillería a los campesinos de Estiria. Aun así, es preciso no exagerar respecto a la evo­ lución y a las proporciones que tuvieron los cambios experimentados en la actividad agrícola. Gran parte de la agricultura seguía siendo de sub­ sistencia, la difusión de las innovaciones era bastante limitada y las rela­ ciones entre las zonas que contaban con una demanda potencial y las zonas proveedoras seguían estando poco integradas. En Polonia, una región tradicionalmente dedicada a la exportación de cereales, los fenó­ menos comerciales ocasionados por las fluctuaciones de los precios afectaron sólo a un pequeño porcentaje de la producción y el consumo interiores. El papel de Polonia como exportadora de grano no provocó una revolución agrícola para el desarrollo de esta función. El grado de especialización agraria era muy bajo y para las economías estatales la autosuficiencia en todo tipo de productos seguía siendo un objetivo prioritario. La producción de cereales llegó a ser menor que a principios del siglo XVII y sus exportaciones decayeron considerablemente. Parece que las técnicas agrícolas también degeneraron, y es probable que la población gastase menos en comida y otros productos, influyendo direc­ tamente semejante tendencia en la situación de la industria local. Las condiciones impuestas por el sistema político y el régimen de tenencia de la tierra vigentes hicieron que gran parte de los beneficios de la tierra fuera a manos de los terratenientes y no de los trabajadores, mermando los incentivos que podía tener la iniciativa campesina. La actitud de los terratenientes y su influencia también ocasionaron problemas en otras partes de Europa. La agricultura portuguesa estaba muy atrasada, porque la aristocracia prefería enriquecerse consiguiendo cargos en las colonias o en la corte. El marqués Domenico Caracciolo, virrey de Sicilia en los 61

años 1781-86, culpó a la aristocracia isleña de la mala situación de la agricultura. La aristocracia del sur de Italia era en general parasitaria, pues solía emplear las rentas que obtenía del campo para costear sus gas­ tos urbanos. Los siervos de Transilvania tenían pocos incentivos para trabajar duro y su productividad era muy baja. En el valle del Loira las pequeñas parcelas campesinas fueron adquiridas por burgueses y nobles acaparadores, cuyas fincas para el ganado vacuno y la producción de cereales eran trabajadas por métayers (aparceros) que no solían incorpo­ rar los nuevos métodos de cultivo. Las relaciones derivadas del régimen de tenencia de la tierra no eran el único problema. Los nuevos métodos de producción se difundieron de forma bastante irregular. Siguieron siendo problemas bastante generali­ zados la insuficiente cantidad y calidad de los animales y el empleo de abonos inadecuados. La escasez de ganado en el norte de Francia se venía a sumar a la falta de forraje; de esta forma unos animales débiles tenían que arrastrar arados muy rústicos con los que sólo podían preparar semilleros de baja calidad. Había que quitar a mano las malas hierbas y el drenaje de la tierra era insuficiente. Dado que el empleo del ganado era imprescindible para arar, gradar y cosechar, la disponibilidad de animales domésticos inadecuados implicaba que la aportación de trabajo humano fuese agotadora. El arado utilizado en Altopascio proporcionaba sólo un levantamiento superficial del suelo. En realidad, para preparar el suelo era preciso emplear además palas. Si la carencia de estiércol era todavía un problema en Bretaña y en Transilvania, también fue bastante limitada la expansión de nuevos cultivos, y sobre todo los forrajeros. Y en gran parte de Europa resulta imposible encontrar cambios tecnológicos que favoreciesen un aumento significativo en la productividad. En su novela utópica titulada L ’A n 2440 (1770), Louis Sébastien Mercier presentaba un futuro en el que estaría regulada la producción de trigo, habría sufi­ cientes reservas de grano y se alcanzaría un gran progreso en la agri­ cultura y la ganadería mediante la práctica de la hibridación y la repro­ ducción selectiva, pero todavía en el año 1800 estas previsiones parecían aún muy lejanas. Muchas regiones europeas no llegaron a experimentar ningún tipo de revolución agrícola, y la impresión general que se aprecia en las regiones agrarias de esta época es que existía una amplia variedad de situaciones. Así pues, mientras en la segunda del siglo el Piamonte padecía una progresiva decadencia de su sector agrario en el que se podía encontrar trabajadores mal alimentados y una reducción importante en el número de reses, en el litoral saboyano del Lago Ginebra había prove­ chosos huertos y cultivos forrajeros. El énfasis que se ponía en la impor­ tancia de los cambios o en el peso del conservadurismo variaba mucho según el criterio de los comentaristas coetáneos. En cuanto a la relación existente entre la agricultura y el aumento de la población europea, la impresión general que puede extraerse es que aquélla no consiguió mantenerse al ritmo que crecía la demanda. El sín­ toma más evidente de esta tendencia fue el incremento general que expe­ rimentaron los precios de los productos alimenticios europeos, y aunque se dieron ciertas variaciones según la región, los productos y el tiempo, su evolución cronológica se aprecia con claridad. Durante la primera 62

mitad del siglo XVIII, hubo, con ligeras variaciones anuales y estacionales cuya incidencia oscilaba según el estado de las cosechas, una estabilidad general de los precios que coincidió primero con el estancamiento demo­ gráfico predominante en el Continente y después con su fuerte creci­ miento posterior. En Drenthe, los precios del centeno presentaron impor­ tantes .fluctuaciones, pero su tendencia general fue hacia una caída de los precios entre 1650 y 1750. Las medias decenales muestran también caí­ das en las décadas de 1700, 1710 y 1720, subidas en la de 1730, unos valores casi estables en las de 1740 y 1750, seguidos por fuertes incre­ mentos en las de 1760 y 1780, manteniéndose en general bastante equili­ brados durante los años 1770. La producción agrícola europea no creció lo suficiente ni para librar a la población de la malnutrición, ni para des­ viar parte de la mano de obra agrícola hacia el empleo industrial y la emigración. Pese a todo, parece que el aumento de la superficie cultiva­ da, la difusión parcial de nuevos cultivos y diversas innovaciones técni­ cas, y los limitados adelantos introducidos en el transporte proporciona­ ron suficientes excedentes alimenticios para apoyar al crecimiento de la población y propiciar de esta forma un incremento de la actividad econó­ mica. Si bien muchos de los cambios introducidos en la producción agrí­ cola fueron más cuantitativos que cualitativos y, por lo tanto, apenas alte­ raron las prácticas tradicionales, no dejaron de tener cierta importancia. Aquellos reformistas que promovían las mejoras en la agricultura llega­ ron a tener menos influencia de la que esperaban, pero en gran parte de Europa tanto agricultores como terratenientes introdujeron muchas más en sus tierras. Esto se aprecia mejor en algunas regiones de Europa orien­ tal, sobre todo en Hungría y Ucrania, y parece discutible que semejantes iniciativas estuviesen relacionadas con la poderosa influencia interna­ cional de Austria y Rusia. L a a c t iv id a d in d u s t r ia l

Los artesanos manufactureros del siglo x v ii i nunca sospecharon que sus actividades serían posteriormente estudiadas a fondo por investigado­ res que iban en busca de los orígenes y las causas del período de creci­ miento industrial denominado generalmente como la Revolución Indus­ trial. este término no resulta adecuado para este siglo, ya que los fenóme­ nos que habitualmente se asocian a esta revolución, como el empleo de la energía a vapor o las fábricas especializadas, y los cambios sociales que llevaba implícita, como la expansión del proceso de urbanización, fueron bastante atípicos en esta centuria. De todos modos, sería absurdo presen­ tar el siglo XVIII como un período que fracasó en su intento de alcanzar una revolución industrial, pues no era esto lo que pretendían los indus­ triales de la época. No existía una'especie de culto por el desarrollo industrial comparable al que había hacia las innovaciones agrícolas. Se trataba, más bien, de que los industriales estaban ante todo interesados en obtener beneficios utilizando técnicas tradicionales. Buscaban nuevos mercados y apenas nuevos métodos. No obstante, en muchas regiones de Europa se produjo un considerable desarrollo industrial, aun cuando la 63

variedad siga siendo el rasgo predominante que surge durante este siglo ante cualquier consideración global de transformación económica. La fabricación de manufacturas venía determinada por la oferta y la demanda. En la demanda influían sobre todo el crecimiento de la pobla­ ción europea y el poder adquisitivo. A pesar de que había productos manufacturados que se exportaban tanto a las colonias como a otras poblaciones extraeuropeas, la mayor parte de la producción industrial se destinaba al mercado europeo. Dado que el presupuesto medio familiar estaba constituido esencialmente por productos alimenticios, cuyos pre­ cios fluctuaban mucho, el mercado de bienes industriales y servicios arte­ sanales era bastante inestable. Las malas cosechas que hubo a principios de los años 1740 elevaron el precio de los cereales en Aquisgrán, Leipzig y Nuremberg provocando una sensible reducción en el precio de los tex­ tiles. El poder adquisitivo venía determinado por el nivel general de riqueza de la población, así por ejemplo, la mala coyuntura que atravesó la industria del algodón en Ruán en 1769, se achacó a un mayor empo­ brecimiento general, y también influía en él el grado de desarrollo alcan­ zado por la economía de mercado. De hecho, los problemas existentes en la producción de sal en Rusia se atribuyeron a que la sal trató de conver­ tirse en un producto para el consumo de toda la población, cuando en realidad las zonas rurales se hallaban muy poco integradas en la econo­ mía de mercado. Los gobiernos proporcionaban una demanda sostenida que era más resistente frente a los períodos de malas cosechas y que for­ maban parte de una economía de mercado. Las fuerzas armadas consti­ tuían el elemento más importante de la demanda estatal, en la que destacaba la necesidad de municiones, uniformes y buques de guerra. El principal arsenal estatal ruso situado en Tula, produjo entre 1737 y 1778 una media anual de casi 14.000 mosquetes de infantería. La demanda en ningún cáso era fija y la mayor parte de la producción industrial podía satisfacer con provecho una demanda ya existente o en desarrollo sin tener que alterar su capacidad de oferta. Sin embargo, los factores que influían sobre la oferta también eran muy importantes. Entre éstos habría que incluir la calidad de la empresa, la oferta de mano de obra especializada, los avances tecnológicos y los cambios introducidos en la organización industrial y en la ubicación que permitiesen reducir los costes de producción. Semejantes cambios son los que se suelen aso­ ciar al fenómeno de la “protoindustrialización”, que implica el desarrollo de regiones rurales en las que una parte importante de la población depende de los ingresos obtenidos con la producción industrial de bienes para mercados interregionales o internacionales. Se ha considerado esto como una consecuencia de la expansión de la producción artesana tradi­ cional realizada en el ámbito rural, que no incluía ningún tipo de progre­ so tecnológico. Solían organizaría empresarios urbanos que utilizaban su capital y conocimientos para suministrar las materias primas, controlar la fabricación y comercializar el producto. A esta forma de producción se la ha denominado tradicionalmente como putting-out syste (sistema de trabajo a domicilio); se empleaba a menudo para la producción textil con hilo y estambre y coexistía con otras formas de producción artesanal a domici­ lio y con algunas de las primeras plantas industriales, como fundiciones, 64

alfarerías y fábricas de cerveza. No cabe duda de que este tipo de indus­ tria rural era muy importante. Gran parte de ella empleaba métodos tradi­ cionales, pues provenía de modelos de producción casera para uso fami­ liar, y sobre todo de prendas de vestir, pero en varias regiones europeas se desarrolló una producción con fines comerciales. Existían diversas razones que contribuyen a explicar esta evolución. Las manufacturas urba­ nas estaban sometidas a diversas prácticas restrictivas y los sueldos de los trabajadores de las ciudades eran relativamente superiores, ya que uti­ lizaban su organización gremial para ejercer cierta influencia en el proce­ so de fabricación. Los gremios, que estaban dirigidos por maestros (los trabajadores más cualificados), limitaban mucho las funciones que desempeñaban mujeres y niños. En las áreas rurales, la falta de otro tipo de empleos alternativos no vinculados a la agricultura y de una tradición de trabajo organizado, pero también la incidencia de una pobreza en aumento y los exiguos ingresos obtenidos con la labranza, hacían que existiese una economía con salarios mucho más bajos. Esta ventaja atraía a los empre­ sarios de las ciudades, pues con ella podían compensar los costes de transportes adicionales. En Bohemia, los trabajadores de las industrias del vidrio y del lino cultivaban pequeñas parcelas; de esta forma pudieron tener sueldos bastante inferiores que contribuyeron a abaratar sensible­ mente los precios del cristal y el lino bohemios. Este tipo de economía dual, en la que se combinaba la posesión de pequeñas parcelas con un trabajo industrial, como el del hilado o la metalurgia, podía surgir allí donde los comerciantes de las ciudades aceptasen comprar sus productos. En algunas regiones, las diferencias en los costes de producción de ener­ gía podían llegar a ser muy significativas. Resultaba más fácil aprovechar la energía hidráulica en zonas que contaban con corrientes rápidas y el suministro de madera era más abundante en el campo, al igual que en las regiones mineras lo era el de carbón. Parece que el elemento decisivo en el desarrollo de la industrialización rural fue la demanda, ya que a pesar de disponer en general de una mano de obra barata, la mayoría de las áreas rurales no se convirtieron con el tiempo en importantes centros industriales. La demanda reflejaba el interés de los mercados y la activi­ dad empresarial resultó ser decisiva, pues estableció una relación simbió­ tica entre la actividad rural, los recursos financieros urbanos, los merca­ dos y, a menudo, algunas etapas del proceso de fabricación. De hecho, esta iniciativa empresarial hizo posible que la industria rural evoluciona­ se desde una etapa en la que los artesanos que trabajaban a domicilio vendían directamente sus productos, a otra en la que las ventas se hacían con mercados situados a gran distancia. Parece que no llegó a producirse un conflicto abierto entre los sectores de producción industrial urbanos y rurales, sino que las industrias de tipo rural competían tanto entre sí como con las de las ciudades. La industria textil adoptó rápidamente esta forma de industrialización rural. Podía conseguirse de los ríos la energía necesaria, la tradición de las manufacturas textiles caseras estaba muy arraigada en el campo, se podían encontrar muchas ruecas y telares, y el transporte de los produc­ tos textiles se podía realizar sin que sufriesen apenas deterioro. Las industrias de la lana y el lino generaron mucha actividad en el ámbito 65

rural; sobre todo en la parte occidental del condado de York, los Países Bajos, Silesia y Württemberg. En los Países Bajos, la producción textil ocupaba un papel predominante en la industria rural, pero se concentraba sólo en determinadas regiones. La parte oriental de las Provincias Uni­ das, menos poblada y urbanizada, poseía la presencia e importancia de la industria rural era mucho menor que en Flandes, donde casi la mitad de la población trabajaba en el tejido de paños y en el hilado de lino. Estas actividades estaban muy extendidas en regiones tales como Overijssel y el norte de Brabante, y sobre todo en aquellos lugares en los que no exis­ tía otro tipo de empleos alternativos. En el área de Ban de Herve, situada al este de Lieja, se dio una fructífera combinación entre una agricultura dedicada al pastoreo y una producción textil a domicilio que se anticipó a esta centuria. En algunas granjas, los pastos ocupaban hasta el 90% de la tierra, un grado de especialización tan elevado que era viable contando con mercados para queso y mantequilla como los de Lieja, Verviers y otras ciudades cercanas. Las pequeñas parcelas sólo se podían mantener con los ingresos adicionales procedentes del hilado y tejido de la lana, que hacia el año 1800 ocupaban a la mitad de la población. La propiedad de la tierra era eminentemente local y a pequeña escala, y existía un mer­ cado de terrenos bastante activo que producía unas 50 ventas anuales en una región de 10.000 acres repartidos entre unos 2.000 propietarios. Así pues, la actividad económica se beneficiaba de un sistema de propiedad de la tierra que proporcionaba una buena retribución para la población local y ese movimiento tan activo que registra la compra-venta de terre­ nos nos muestra a una región bastante integrada en la economía moneta­ ria y alejada de otros procesos de estancamiento. La industria rural per­ mitía mantener tasas de población que resultarían excesivas para los modelos propios de la agricultura local. Por ello, con frecuencia se encontraba asociaba a la existencia de granjas muy pequeñas, como suce­ día en la región de Comines-Warneton en los Países Bajos Austríacos, en donde los ingresos de los campesinos dependían del desarrollo de una industria local de paños que se beneficiaba de la ausencia de regulaciones corporativas. No se sabe hasta qué punto la expansión de la industria rural en los Países Bajos se debió a la ausencia de estas regulaciones, pues durante el tercer cuarto del siglo hubo una fuerte oposición gremial en la ciudades flamencas al desarrollo de la industria textil rural. Posiblemente fue mucho más importante la existencia de capitales y mercados urbanos que interesados en las ventajas de una producción rural menos costosa. Por ejemplo, el desarrollo de las hilanderías de paños de lino fino (linón y batista) en las tierras situadas en las proximidades de Cambrai y Valenciennes, en el Flandes francés, supuso un claro perjuicio para los tejedores de estas ciudades, pero se debía en gran parte a las actividades emprendi­ das por mercaderes urbanos. Otros aspectos de la economía también con­ tribuyeron al desarrollo de la industria rural. En 1635-59 y después a fines de los años 1660, y en las década de 1670, 1690 y 1700, los Países Bajos se convirtieron en uno de los principales campos de batalla de Europa, un problema que compartieron con las regiones de Renania, Lombardía y Hungría. Sin embargo, entre el fin de la Guerra de Sucesión Española en 66

1713-14 y la invasión de los Países Bajos Austríacos por parte del Ejército revolucionario francés en 1792, los Países Bajos Austríacos solamente se vieron involucrados directamente en un único conflicto bélico en los años 1744-48. Francia y Austria negociaron un acuerdo de neutralidad respecto a este territorio en 1733, para evitar el estallido de conflictos locales durante la Guerra de Sucesión Polaca, y la Alianza austro-francesa de 1756, que forma parte de la llamada Revolución Diplomática, mantuvo en paz a la región durante la Guerra de los Siete Años. Y aunque el mero dis­ frute de la paz no bastaba para producir en la Europa del siglo XVIII un crecimiento industrial, como lo demuestran los casos de Dinamarca y Por­ tugal, que llegaron a gozar de largos períodos sin conocer la guerra, en general esta situación puede asociarse con niveles de mayor actividad eco­ nómica. La actitud mantenida por la aristocracia en los Países Bajos Aus­ tríacos fue también muy importante. Fomentaron el desarrollo de las minas de carbón, invirtieron en la industria del hierro y el acero e hicieron que se roturasen nuevas tierras. Es posible que las escasas posibilidades del lugar incitaran a que la aristocracia invirtiera en la industria. En Hainault los miembros de las familias Croy y Aremberg tuvieron un gran pro­ tagonismo en el desarrollo de la explotación minera. Esta participación era importante, porque el crecimiento de la industrialización rural no sólo pre­ cisaba un marco político y legal favorable, sino también una inversión de capital. En las provincias de Hainault y Namur los propietarios de las minas de hulla, las forjas de hierro y los altos hornos solían ser abades de conventos y nobles que, por lo general, no llegaba a invertir el suficiente capital como para que crecieran mucho sus negocios y, de hecho, el pro­ medio de empleados en los altos hornos era sólo de siete u ocho trabaja­ dores. Sin embargo, a partir de la década de 1770, la minería del carbón creció gracias a las inversiones realizadas por algunos aristócratas emprendedores en la mecanización de algunas tareas. La actividad empresarial de los aristócratas también fue importante en el desarrollo de la industria rural rusa. La mayoría de las manufacturas rusas se elaboraban con sistemas de producción dispersos y de trabajo a domicilio. Aquellas industrias, que presentaban en apariencia una mayor concentración, como la región metalúrgica de Tula, solían estar formadas por varias docenas de unidades de producción separadas. En las haciendas aristocráticas o en los pueblos de campesinos dependientes del Estado que habían sido adquiridos por empresarios comerciantes a principios de siglo, se producían telas bastas de lana. Pedro I permitió a los mercaderes com­ prar siervos como mano de obra industrial, y en 1721 se aprobó una ley que autorizaba a los comerciantes a comprar pueblos enteros para sus empresas. Esta práctica se prohibió en 1762, pero en la segunda mitad del siglo XVIII una gran parte de la producción de diversas mercancías, entre las que se incluían el papel y los tejidos de lana y lino, eran elaboradas por los siervos de las haciendas señoriales. En algunas zonas centrales de Rusia, a partir aproximadamente del año 1760, el cambio de la forma de contribución señorial en servicios personales al pago en especie o en dine­ ro efectivo se asoció a un fuerte aumento de la producción industrial a domicilio. En Europa occidental, fue también importante el papel que desempeñaron los empresarios aristócratas, pero, en cambio, fue mucho 67

más relevante que en Rusia el de los comerciantes urbanos. En Italia hubo una modesta expansión de la producción textil rural realizada con trabajo a domicilio, y en la mayor paite del país la seda y la lana siguieron siendo sus industrias básicas. Los comerciantes genoveses organizaron las manu­ facturas del terciopelo en los pueblos situados en los alrededores de la ciu­ dad, los trabajadores de estas áreas rurales dedicaban muchas horas a esta actividad y tenían que mantener en buen estado sus telares. A fines de siglo se aprecian ciertos síntomas de cambio. En el Alto Véneto algunos sectores de la industria textil a domicilio se transformaron progresivamente desde el modelo de producción disperso propio del putting-out system a otro más centralizado basado en el empleo de fábricas y .de procesos mecanizados. Las empresas dirigidas por comerciantes también llegaron a tener mucha importancia en Suiza y en Alemania occidental, regiones que contaban con una fuerte industrialización rural. La producción de cintas en los alrede­ dores de Basilea fue organizada por comerciantes procedentes la ciudad. En Württemberg, una compañía comercial integrada por mercaderes y tin­ toreros y radicada en la ciudad de Calw organizó las hilanderías de la lana en todo el ducado y el estampado del algodón que se desarrolló a mediados del siglo en la zona de Sulz y dio empleo a unos 1.000 trabajadores rurales. En 1779, el gobierno francés cedió ante la presión de los comerciantes y liberalizó las restricciones existentes sobre la producción rural de paños. A consecuencia de esta medida, empezaron a producirse mayores cantidades de paños de baja calidad empleando trabajadores rurales relativamente poco cualificados, pues así se podían mantener a un nivel bajo tanto pre­ cios como salarios. En la Picardía en los años 1780, miles de telares de las industrias de la lana, el lino y la calcetería se abastecían del hilo que fabri­ caban un gran número de mujeres campesinas. El desarrollo de la industria rural fue en general una respuesta a la demanda de los comerciantes que precisaban mano de obra barata y de los campesinos que querían un empleo adicional. Por tanto, no debería inter­ pretarse necesariamente como un síntoma de desarrollo cualitativo o de transición hacia una “plena” industrialización. Y aunque el término “protoindustrialización” suele utilizarse llevando implícito un proceso de evolu­ ción y crecimiento, en muchos sentidos la industrialización rural fue un factor de estancamiento. Permitió afrontar el incremento de las demandas de consumo de una población en aumento sin elevar demasiado los costes y, de esta forma, se pudo obtener grandes beneficios de esta demanda. Además, trajo consigo mayor prosperidad para las zonas rurales, limitando la emigración y seguramente también la necesidad de aumentar la produc­ ción agrícola, e introduciendo cierta estabilidad en la vida de las comunida­ des rurales durante los períodos de actividad. Casi toda la industria rural apenas se hallaba mecanizada, y en gran parte de Europa, la maquinaria textil, hecha básicamente de madera, había evolucionado muy poco antes del año 1800. La amplia gama de actividades que iba desde la ganadería ovina hasta el hilado de la lana y el lino constituía el núcleo fundamental de esta dispersa industria textil. Sin embargo, con frecuencia sus productos se destinaban únicamente a un mercado local, las técnicas empleadas eran bastante rudimentarias y la capacidad de innovación casi insignificante. Solamente el interés de los grandes mercados y las inversiones de capital,

mucho más fuertes, que podían proporcionar los grandes empresarios, faci­ litaron la experimentación en el campo de los tintes. Lo único que podía llegar a producir un trabajador normal, que fuese quizás propietario de un pequeño terreno y que tuviese su propio telar, era una manufactura con las características locales y realizada al modo tradicional. En Inglaterra, regio­ nes con este tipo de producción -tales como Devon, Essex y Norfolk, por ejemplo- no progresaron de la forma en que lo hicieron otras que presentan un desarrollo más especializado y rápido. Los factores esenciales que influ­ yeron en este proceso fueron el transporte, los mercados y el carbón. El carbón tuvo ya gran utilidad en etapas anteriores en las que se empleaban métodos de producción tradicionales, aparte de su uso en las factorías, y fue fundamental para aquellas zonas en las que había una considerable concentración de población y producción y se había llegado a acumular suficiente experiencia y especialización. Estas últimas eran tan importantes como la nueva maquinaria; la energía obtenida con la combustión de madera constituía un frágil fundamento sobre el que asentar el desarrollo de las nuevas poblaciones industriales, teniendo en cuenta la enorme demanda de ladrillos, productos de cerámica y demás accesorios de las ciu­ dades que requerían un consumo de combustible. Y la mera existencia de yacimientos de carbón sin contar con medios de transporte adecuados no era suficiente, como lo demuestra la situación del sur de Gales antes de la llegada del ferrocarril. Sin embargo, la disponibilidad de carbón y medios de transporte tendió a crear regiones muy boyantes, en las que se desarrolló un tipo de industria mixta que combinaba gran cantidad de trabajo, una fuerte demanda y servicios de especialistas. Si bien los telares familiares fueron todavía muy típicos en esta época, se aprecian ciertos signos de desarrollo tecnológico que en el futuro llega­ rían a ser mucho más importantes. El nivel tecnológico alcanzado por la mayoría de las industrias era bastante bajo y la difusión de las innovacio­ nes era, por lo general, muy lenta. La primera hilandería mecánica para confeccionar hilo de lino en Bohemia no se construyó hasta 1836. La mayor parte de las instalaciones industriales eran bastante rudimentarias o vulnerables a los fenómenos meteorológicos y dependían de una mano de obra muy poco formada. El suministro de combustible solía ser irregular, la actividad económica basada en el empleo de combustible tenía muchas limitaciones y los componentes principales de la maquinaria solían ave­ riarse con facilidad. El escaso desarrollo de los medios de comunicación disponibles incidía directamente en la eficiencia de la producción indus­ trial. Sus unidades productivas solían ser muy pequeñas y contaban con un bajo nivel de especialización tanto en la maquinaria empleada como en el tipo de trabajo desarrollado. En la mayoría de las minas había un núme­ ro de operarios muy exiguo. Existía una aversión general hacia las innova­ ciones, lo cual resulta comprensible si se tiene en cuenta que se trataba de una cultura en la que el aprendizaje se adquiría básicamente en el trabajo y en la que la tradición conformaba la mayoría de las prácticas indus­ triales. La mentalidad artesanal llevaba implícita un sentido de la impor­ tancia de los valores tradicionales y de la estabilidad comunal. Los precarios y limitados recursos financieros de que disponían la mayoría de las empresas dificultaban la difusión de las innovaciones. La mayor parte

de los contratos eran a corto plazo, y ello impedía la consolidación de una relativa seguridad laboral que pudiese favorecer las inversiones mucho más elevadas para la construcción de nuevas instalaciones. Las instalacio­ nes disponibles solían ser bastante sencillas y, raras veces, se daba la oportunidad o se concebía la necesidad de afrontar el costoso reequipa­ miento que conllevaba la adopción de innovaciones técnicas. En casi todas partes los avances tecnológicos fueron escasos y la actividad indus­ trial se caracterizó, más bien, por la baja calidad de los productos y el gran número de problemas que representaba. En 1757, se averiguó que muchos de los mosquetes rusos no podían disparar más de seis veces sin peligro de romperse. En algunos sectores, como el de la construcción, la maquina­ ria empleada siguió siendo muy rudimentaria. Todavía eran esenciales la fuerza del hombre y del caballo. En general, escaseaba mucho la mano de obra especializada y, por ello, su pérdida acarreaba a veces graves conse­ cuencias, como le sucedió en 1728 a la industria de fabricación de papel en Bruselas. Su presencia estaba muy solicitada en Rusia y, conscientes de esta carencia, todos los gobiernos europeos competían por conseguir la mano de obra especializada que precisaban, llegando con frecuencia a sobornar a los trabajadores para que emigrasen desde otros países, como Gran Bretaña. Sobre todo en el caso de la minería y la metalurgia, no se podían transmitir con facilidad los conocimientos técnicos especializados si no era a través de aquellos hombres que los dominaban, pues la publica­ ción de libros o de folletos resultaba claramente insuficiente. Este tipo de iniciativas y la existencia del espionaje industrial, indican que existía la creencia de que era posible introducir cambios y de que los mayores beneficios serían para quienes supiesen aprovechar sus opor­ tunidades. En algunos procesos, como el drenaje de minas, la tecnología ofrecía la posibilidad de ampliar las actividades brindando soluciones para problemas antes insolubles, como por ejemplo, la excavación de pozos más profundos; en otros sectores, como el de los textiles, se podían producir artí­ culos en menos tiempo o en cantidades mayores, aunque probablemente la mayoría de estas mejoras se debían al aumento de destreza que brindaba una especialización cada vez más amplia. A fines de siglo, la forma de generar energía seguía manteniendo los métodos tradicionales. La princi­ pal fuente de energía era el agua, tanto en los molinos de Berna como en las sederías de Bolonia, y después también el viento. Un viajero describió en 1787 cómo era la forma más común de la actividad industrial: la trans­ formación de productos agrícolas. «La primera cosa que llama la aten­ ción al acercarse a los alrededores de Lila es la gran cantidad de molinos de viento que están batiendo sus aspas continuamente. Se utilizan sobre todo para moler el grano de la colza, una especie de col que se cultiva en este país y de la que se extrae un aceite que se utiliza para la elaboración de diversas manufacturas.»2 Sin embargo, la introducción de la máquina de vapor en la minería y, en la producción de manufacturas en la Inglaterra de principios de siglo proporcionó una fuente de energía alternativa. Las 2Gloucester CRO, D. 2002 F l, relato del viaje de John Mitford, 1787.

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máquinas de vapor eran caras, no estaban exentas de ciertos problemas y resultaban mucho más adecuadas para empresas tales como grandes explotaciones mineras en las que se requería un gran consumo de energía durante largos períodos de tiempo. Eran especialmente útiles para bombear el agua de las minas, también se empleaban en las tareas de extracción y, a fines de siglo, para mover la maquinaria. El uso de las máquinas de vapor se concentró sobre todo en Gran Bretaña, donde en 1769 James, Watt patentó una máquina perfeccionada que proporcionaba un mayor rendimiento energético, cuyo servicio resultaba, por tanto, mucho menos costoso. No obstante, su uso también se extendió a otras partes de la Europa continental. La primera máquina de vapor que bom­ beó agua de las minas de carbón del Principado de Lieja se puso en fun­ cionamiento hacia 1725, permitiendo llevar a cabo operaciones de mi­ nería a gran profundidad que fueron las más avanzadas de la Europa continental. Las innovaciones tecnológicas no se limitaron al suministro de ener­ gía. Se produjeron también importantes avances en la metalurgia, como la utilización de coque en lugar de carbón vegetal para las fundiciones de hierro y acero, con lo cual se liberó a esta industria básica de su enorme dependencia del abastecimiento de madera. Gran Bretaña volvió a abrir el camino en este sentido, pero su tecnología se extendió rápidamente. En Parma en 1762-65, Tillot promovió la experimentación de nuevos méto­ dos de producción de hierro y acero, pese a la opisición de los celosos partidarios de las prácticas tradicionales. En Lieja en 1770, el coque sus­ tituyó al carbón vegetal para la fabricación de un hierro de gran calidad. Friedrich von Heinitz, jefe del departamento minero de Prusia desde 1776, construyó los primeros hornos de coque prusianos e introdujo muchas innovaciones basadas en principios científicos, y en 1779, se ins­ taló en Prusia la primera bomba de vapor para el drenaje de minas. Otro de los sectores que experimentaron un notable desarrollo tecnológico fue el de la producción textil. La lanzadera rápida creada por John Kay en 1733 aumentó considerablemente la productividad de los tejedores que usaban telares manuales. En los Países Bajos Austríacos se introdujo en la década de 1740 y proporcionó un importante crecimiento de la indus­ tria local del hilado, de la que eran grandes exportadores, pero en el Con­ dado de York se generalizó su uso a partir de los años 1780, y en otras partes de Inglaterra sólo se fue introduciendo lentamente a lo largo de las dos décadas siguientes. Aun después de las guerras napoleónicas seguía siendo prácticamente desconocida en Prusia y en Suiza. En las décadas de 1760, 1770 y 1780 se sucedieron en Inglaterra distintos avances que dieron como resultado la hiladora a vapor para hilar algodón. Estos pro­ gresos llegaron a tener mayor difusión. En 1776, llegaron a Portugal procedentes de Gran Bretaña las primeras máquinas de coser modernas. La primera fábrica textil mecanizada de Düsseldorf abrió sus puertas en 1783, al año siguiente la red de tejedores de la Baja Champaña comenza­ ba a utilizar el hilo de algodón fabricado a la mécanique, y en la ciudad normanda de Louviers empezó a introducirse la mecanización de la hila­ tura de algodón. Con todo, en 1800, la mayor parte del hilado europeo se realizaba todavía mediante ruecas manuales, aun cuando la máquina de 71

hilar se había inventado treinta años atrás y su uso ya se había adoptado plenamente en algunas regiones. Si bien muchas de las principales inno­ vaciones tecnológicas estuvieron estrechamente vinculadas con sectores tales como la energía a vapor, la metalurgia y la producción textil, éstas no fueron las únicas. Se pueden hallar avances en el sector de la cerámi­ ca, no sólo tecnológicos, sino también de estilo. A partir de 1770, la resistente porcelana británica, cocida a altas temperaturas, desplazó en el mercado a los productos de mayólica holandeses. Durante las últimas décadas del siglo, se aprecia un enorme interés hacia las innovaciones tecnológicas introducidas en distintos sectores. La expansión de la mine­ ría favoreció el desarrollo de las vías férreas. Las mejoras aportadas por hombres como Mattew Boulton, dieron lugar a una ingeniería mucho más sofisticada. Los hermanos Montgolfier inventaron la aviación con su globo de aire caliente, empleando el calor como energía motriz. Estas novedades no siempre eran bien recibidas por los trabajadores. Los gre­ mios del sector textil de la ciudad francesa de Troyes, que en tiempos de la Revolución Francesa llegarían a exigir la supresión de las manufactu­ ras rurales, criticaron también la introducción de la máquina de hilar por­ que generaba desempleo. En el mismo período, los empresarios indus­ triales de Verviers, apoyados por el gobierno local, se distanciaron de la postura sustentada por sus trabajadores y se opusieron a la revolución tecnológica operada en Lieja. Los mineros de la región de Roros en Noruega se vieron gravemente perjudicados por la introducción durante la segunda mitad del siglo XVIII de un cambio en la técnica de extracción, según el cual la pólvora sustituiría a la madera y ellos perderían los ingresos adicionales que ganaban acarreando la madera. La mecanización era cara y exigía una mayor concentración de materias primas y mano de obra. En algunas ramas de la industria textil como la producción de cali­ cóes estampados, se hallaba asociada con la división del trabajo, el con­ trol de calidad y los sistemas de producción y edificios propios del mode­ lo de factoría. No obstante, en Rusia se crearon grandes empresas porque resultaba difícil organizar la fuerza de trabajo que proporcionaba la servi­ dumbre. Los siervos de las fábricas de los Urales eran tratados con bruta­ lidad por parte de los empresarios, que les obligaban a abandonar sus ocupaciones agrícolas y a comprar sus provisiones en las tiendas de la empresa a precios elevados. La tensión latente en los Urales, que acabó manifestándose en forma de estallidos violentos a comienzos de los años 1760 y durante el levan­ tamiento de Pugachev en 1773-75, no es más que un ejemplo de las pre­ siones que podía llegar a originar la actividad industrial. Gran parte de ellas guardaban relación con disposiciones que regulaban la actividad económica y muestran el papel efectivo, potencial o palpable que desem­ peñaban las autoridades, tanto locales como nacionales, respecto a la pro­ ducción industrial. La existencia de distintos intereses originó posiciones contrapuestas en este proceso de regulación. En Bruselas en 1761, J. L. T’Kint, un comerciante que trataba de establecerse en la producción de paños, sostenía que los monopolios eran perjudiciales y se oponía a las corporaciones económicas locales que defendían sus privilegios. El uso de la energía hidráulica enfrentó en Louviers a molineros contra tintore­ 72

ros, y a los empresarios contra los habitantes de las riberas. Con frecuen­ cia existía una estrecha relación entre el gobierno y la actividad indus­ trial. Aparte de su función como consumidor, el poder político también podía otorgar nuevos privilegios. Éstos adoptaron esencialmente dos for­ mas, como privilegios interiores o como medidas proteccionistas frente a otros competidores extranjeros. En el primer caso, las industrias se vie­ ron libres de normativas perjudiciales tales como las restricciones de los gremios, pero también recibieron otros beneficios positivos concretos. En los años 1760, Tillot fundó empresas para la producción de alfarería, tex­ tiles y espejos, para tratar de fomentar el empleo local en Parma y atajar las importaciones. Mientras que a la fábrica de porcelanas de Postdam en Prusia se le concedió la provisión gratuita de leña procedente de los bos­ ques reales y se protegió su producción frente a las importaciones extran­ jeras, a la fructífera industria del vidrio de Silesia no se le permitía ven­ der sus productos a otras provincias de Prusia porque podrían perjudicar a los pequeños productores. No obstante, los establecimientos privilegia­ dos no tenían por qué ser necesariamente menos competitivos. En Fran­ cia muchos de ellos se hallaban a la vanguardia tecnológica en su espe­ cialidad y, de hecho, el apoyo gubernamental consistía normalmente en medidas contra los productos extranjeros, de manera que se aplicaban altos aranceles o se prohibía totalmente la importación. En 1719, el gobierno español decretó que sólo se podría usar tela española para con­ feccionar los uniformes militares, y en 1757 prohibió la importación de productos de seda y papel de Génova. En 1731, los Estados Pontificios gravaron con una fuerte imposición las importaciones de cera veneciana con el propósito de fomentar la producción local. La introducción de medidas de regulación económica para beneficiar a la industria local fue un rasgo constante a lo largo de todo el siglo XVIII pese a que, en parte, refleja también la preocupación y las necesidades fiscales del gobierno. Su intervención en la actividad industrial se centraba ante todo no tanto en la adopción de innovaciones tecnológicas, sino en la conservación de la producción local. Un buen ejemplo de esto lo proporciona la industria del refinado del azúcar. Federico II otorgó a la refinería de Berlín el monopolio del mercado prusiano, y María Teresa fomentó el crecimiento de esta industria en Amberes y Bruselas, restringiendo las importaciones procedentes, respectivamente, de Hamburgo y de la República Holande­ sa. En 1786, en Nimes, la crisis de la industria de las medias de seda se achacó a la prohibición de su importación decretada por España. La intervención estatal no alteró sustancialmente la pauta general del desarrollo industrial, que era reflejo de los cambios operados por el gran incremento de la producción agrícola, los cuales se debieron más a la expansión de la superficie de cultivo que a la adopción de innovaciones técnicas. Al igual que en la agricultura, uno de los rasgos mas llamativos fue el crecimiento de la producción en la Europa oriental. A pesar de que las explotaciones minerales del norte de Hungría se encontraban entre las más avanzadas de Europa, la tónica dominante en la parte oriental del Continente fue que la industria apenas incorporase innovaciones en su tecnología o en su organización. La dedicación de la aristocracia a la actividad empresarial tuvo un gran protagonismo en estas regiones. 73

Cuando en las primeras décadas del siglo XVIII los Habsburgo potencia­ ron en Transilvania el desarrollo de industrias como las del vidrio, el papel o la extracción de potasa, gran parte de este proceso se llevó a cabo en las haciendas aristocráticas, que utilizaban como mano de obra a sus siervos y que contaban con aportes de capital adicional realizados por algunos comerciantes. En la década de 1750, el conde Joseph Kinsky construyó fábricas de espejos en Bohemia y actuó como empresario en la producción textil. En 1761, Kinsky solicitó al gobierno que prohibiese la importación de espejos argumentando que sus propias fábricas podían abastecer al mercado nacional. Sólo se decretó una prohibición expresa a la importación de los espejos procedentes de Nüremberg y, hacia 1767, la mitad de los espejos fabricados por Kinsky se exportaban a Polonia, Rusia, Dinamarca, España, Portugal, Turquía y las Provincias Unidas. Ese mismo año, una comisión del gobierno de Bohemia especificaba en un informe realizado acerca de las quejas presentadas por los trabajado­ res locales de vidrio, que sus reclamaciones se debían al pago irregular de sus salarios, a la compra forzosa de mercancías, tales como la ropa, a los propios empresarios y a que “eran tratados a golpes como perros”. En el este de Europa no existía una estrecha relación entre desarrollo agríco­ la y zonas de desarrollo industrial. Hungría, Valaquia y Moldavia no experimentaron un crecimiento industrial semejante al de su agricultura. Gran parte de la industria polaca mantenía una estructura a pequeña esca­ la y el campo no vivió un desarrollo comparable al de otras regiones vecinas, como Bohemia o Silesia. El comercio del grano polaco no pro­ dujo especialistas, técnicas de cultivo o formas de organización que favo­ reciesen la industrialización y generó muy pocas actividades manufactu­ reras complementarias, a excepción de la molienda. No obstante, dentro de Polonia hubo zonas que llegaron a experimentar cierto crecimiento. Si bien Cracovia contaba con unos niveles de exportación relativamente bajos, durante la década de 1740 disfrutó de un resurgimiento económico explotando su sólido mercado regional. La producción artesanal aumentó de forma paralela al incremento de la inmigración. En los años 1750, cre­ cieron sus actividades comerciales y durante la década siguiente lo hizo el sector industrial; además, las minas cercanas de sal gema representa­ ban la empresa industrial más importante de Polonia. Pero, no obstante, el desarrollo de la industria en la Europa del este se centró sobre todo en Rusia y en la zona centro-oriental del continente, que comprendía Bohe­ mia, Sajonia y Silesia, una región cuyo dominio sería objeto de una enco­ nada disputa a mediados de siglo. Aunque el mercado interior ruso se hallaba limitado por la pobreza del campesinado y la presión que ejercían los elevados impuestos, el Estado se convirtió en un importante consumi­ dor para algunos sectores industriales, y sobre todo el de la metalurgia. Los yacimientos de hierro y cobre de los Urales sentaron las bases para un notable crecimiento de la industria local y en particular de las fundi­ ciones de hierro, y la región se convirtió en la principal proveedora extranjera de hierro para Europa occidental, llegando a superar incluso a Suecia. En otros aspectos, los progresos industriales rusos no fueron tan sorprendentes. Los productos fabricados en Rusia solían ser de peor cali­ dad y más caros que los importados, y los mercaderes rusos solían tener 74

dificultades para venderlos. El hierro y el carbón de Ucrania no se explo­ taron a una escala semejante a los yacimientos metalíferos de los Urales. La utilidad que reportaba contar con una mano de obra obligada y no especializada era bastante relativa. Muchos establecimientos industriales, como los que se dedicaban a la producción de uniformes para el ejército, no llegaron a convertirse en núcleos de desarrollo para la urbanización o para un mayor crecimiento industrial. Aun así, comparada con la de algu­ nas de sus principales potencias rivales, como Suecia, Polonia y Turquía, la industria rusa alcanzó un desarrollo muy importante. Y el hecho de que ésta se limitase únicamente a algunas regiones no constituye una diferencia respecto a la situación que se encontraba cualquier otra parte de Europa. La mayoría de las empresas rusas, como las fábricas de som­ breros, medias o cuerdas de Saratov, durante la década de 1770 no pro­ ducían artículos para la exportación, pero esto tampoco era nada excep­ cional. El desarrollo de la actividad industrial fue un rasgo mucho más mar­ cado de la Europa Occidental que de la Oriental. Había zonas como Vendóme y su región, en Francia, en las que la industria era prácticamen­ te inexistente, y también hubo sectores que entraron en decadencia, como la industria holandesa de la construcción naval. Las razones de esta decadencia muestran algunos de los problemas que debía afrontar la pro­ ducción de manufacturas, como la fragilidad de la demanda, los cambios en las disposiciones que regulaban la actividad económica y la dificultad para conseguir sólidos respaldos financieros. La economía de Huy en el Mosa decayó víctima de la falta de inversiones, la escasa demanda local, las deudas contraídas por el municipio, el proteccionismo y la rigidez del régimen corporativo. La ciudad textil del sur de Francia llamada Clermont de Lodéve, padeció las consecuencias de la baja condición que tenían los empresarios en la sociedad francesa. La producción se hallaba dominada por una elite mercantil que respondió ante las dificultades eco­ nómicas de mediados de siglo reduciendo sus inversiones y convirtiéndo­ se en una clase “rentista”. En Clermont, la decadencia de la industria local incidió de manera particular sobre los asalariados que carecían de propiedades, muchos de los cuales se quedaron sin trabajo. Sin embargo, en otras zonas, tanto en el Languedoc como en la industria textil france­ sa, esta decadencia llegó a evitarse. En Carcassona, a mediados de siglo, el crecimiento de la industria textil trajo consigo mucho esplendor y la producción de manufacturas desempeñó un papel muy dinámico en el crecimiento de la ciudad. Pero, como siempre, la tónica dominante siguió siendo la gran diversidad de situaciones. Aunque Toulouse contaba con su propia industria textil, no era una importante ciudad industrial y comercial; en cambio, Marsella poseía en la segunda mitad del siglo industrias textiles, azucareras, de vidrio, porcelana y jabón. Este marcado contraste en sus estructuras industriales se debía, en gran parte, a sus diferentes cometidos como centros mercantiles. En la ciudad de Troyes, en donde gran parte de sus trabajadores estaban empleados en la industria del algodón, éste se importaba en bruto desde las Indias Occidentales y se exportaban paños de algodón a Italia, España y otros lugares del sur de Francia, de manera que su industria se hallaba dirigida por comerciantes 75

y no por los productores. En Reims, donde la industria de los paños de lana era menos internacional y estaba menos capitalizada, los pañeros tenían más importancia. Los mercados de consumo internacionales fue­ ron decisivos para que las industrias que se dedicaban a la transforma­ ción de materias primas coloniales y a la construcción naval se asentasen en la costa atlántica de Francia, como sucedió en el caso de Burdeos. Sin embargo, el desarrollo industrial francés se caracterizó muchos menos por la introducción de innovaciones tecnológicas que su competidor bri­ tánico. Esta tendencia indicaba que los métodos de producción franceses aplicados en su actividad industrial eran inferiores. Existían relativamen­ te pocas unidades de producción a gran escala que transformasen mate­ rias primas básicas, tales como las fundiciones de hierro o las hilanderías del norte de Francia. En 1789, París contaba todavía con muy pocas fábricas y sus movimientos revolucionarios no fueron logros conseguidos por sus operarios. Solamente en los suburbios del norte de la ciudad exis­ tían algunas grandes manufacturas textiles, que empleaban entre 400 y 800 obreros; y aproximadamente un tercio de los trabajadores parisinos se dedicaba al tradicional sector de la construcción. La situación no era muy distinta en Italia o en España. Se ha calculado que en Inglaterra en 1688, el 44% de la población trabajaba en otras actividades distintas a la agricultura y producía hasta el 63 % de la renta nacional, pese a que muchos de ellos no eran obreros industriales. En Lombardía, en 1767, los trabajadores industriales sólo representaban el 1,5% de la población. La industria lombarda estaba escasamente desarrollada y, a excepción de la producción sedera, apenas experimentó un crecimiento significativo. En Italia, la industria se hallaba limitada por la existencia de una débil acti­ vidad comercial, un volumen insuficiente de inversiones, dificultades de comunicación, una fuerte competencia extranjera y técnicas de produc­ ción atrasadas. Problemas semejantes aquejaban a la industria en la Península Ibérica, pese a que tanto en España como en Portugal se reali­ zaron esfuerzos para incrementar la producción. A fines de los años 1760, el rápido agotamiento de la producción de oro aluvial en su colonia brasileña redujo sensiblemente las posibilidades que tenía Portugal de adquirir productos manufacturados importados de Gran Bretaña. La administración de Pombal respondió a la crisis en los años 1769-77 insta­ lando cientos de pequeñas factorías azucareras, metalúrgicas, textiles, sombrereras, alfareras, vidrieras y papeleras, pero sólo prosperaron las textiles. Campomanes apoyó decididamente la actividad industrial en España durante los años 1770 y, a pesar de que muchos de sus proyectos fracasaron, en las últimas décadas del siglo se extendió el sistema de tra­ bajo a domicilio y surgieron nuevas formas de producción industrial basadas en el empleo de trabajadores asalariados. A fines de siglo, en gran parte de Europa el sector industrial seguía siendo todavía mucho menos importante que el agrícola como fuente de ingresos y de empleo. Eran muchos los problemas que aún debía afrontar la actividad industrial. Aparte de que los mercados se hallasen bastante restringidos por la pobreza que padecía una parte considerable de la población, los impuestos, las malas comunicaciones y el elevado coste de los transportes, la ausencia general de capital suficiente y de mano de obra 76

especializada eran limitaciones incluso más importantes. Pero, probable­ mente, igual de importantes eran algunos de los prejuicios forjados por la rigidez psicológica. De hecho, muchas de las innovaciones técnicas recientes no se habían adoptado en multitud de regiones y sectores de producción concretos, que van desde las Ciudades Libres Imperiales, las cuales no supieron evolucionar a un ritmo acorde con el desarrollo tecno­ lógico, hasta la industria metalúrgica sueca. En la industria harinera fran­ cesa, los molineros se opusieron a la combinación de sus molinos en uni­ dades de producción mayores -iniciativa ésta que habría supuesto una considerable reducción de los costes -, los panaderos rechazaron los cambios introducidos en los métodos de molienda, que limitaban su libertad de acción, y se negaron a adoptar nuevos tipos de grano, que exi­ gían otras técnicas para amasar y cocer la harina, y a su vez, las autorida­ des públicas se resistían también a adoptar innovaciones que pudiesen provocar el malestar popular. Prohibiendo la introducción de ciertas prácticas, como la compra de grano para la especulación, las autoridades impidieron una modernización de la industria. En tiempos de la Revolu­ ción Francesa, los molinos existentes no parecían en absoluto factorías. A pesar de que algunos grupos apoyaban los cambios, entre los cuales los fisiócratas abogaban por una molienda más económica, las actitudes con­ servadoras seguían siendo predominantes. Al igual que en el siglo ante­ rior, la mayor parte de las empresas industriales que contaban con la pro­ tección del Estado producían artículos de lujo, que en general eran muy competitivos, para mercados restringidos, pero muchas de ellas, como fue el caso de la industria sedera promovida por Federico II en Berlín, apenas tuvieron éxito. Los productores ya consolidados se resistían a la adopción de innovaciones; así, por ejemplo, los fabricantes de paños y los gremios de tintoreros de Augsburgo se opusieron radicalmente al establecimiento de fábricas para el blanqueo y estampado de algodón. La situación económica general no era lo suficientemente favorable como para suscitar una respuesta positiva entre aquellos cuyo sustento podía peligrar con la incorporación de innovaciones tecnológicas con resulta­ dos inciertos. Por lo tanto, el proceso de industrialización en Europa tuvo un carác­ ter muy regional. Sus contemporáneos eran conscientes de los cambios operados en determinadas regiones, los cuales se hallaban en estrecha relación con la existencia de mercados internacionales sumamente com­ petitivos, y frente a otras naciones partidarias de la imposición de arance­ les que impedían las exportaciones de máquinas e ideas. Sin embargo, dado que las transformaciones tecnológicas seguían siendo todavía selec­ tivas y los cambios progresaban con lentitud, el tamaño de las empresas era pequeño y su forma de organización más bien personal, los mercados de trabajo sólo alcanzaban un ámbito local y la presencia de fábricas resultaba aún bastante excepcional, incluso en Gran Bretaña.

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CAPÍTULO III

LA DINÁMICA DEL COMERCIO

L a s c o m u n ic a c io n e s

El desarrollo de la agricultura y de la industria dependía de diversos factores, pero sin duda uno de los más importantes era el tipo de infraes­ tructuras disponibles. Sin unos sistemas de transporte eficaces, las regio­ nes productoras no podían sacar provecho de las mejoras introducidas. El funcionamiento de la actividad económica exigía determinados requisitos y el progreso de las infraestructuras no siempre beneficiaba a todos, especialmente si el flujo de las vías de comunicación desarrolladas en dos direcciones favorecía la competencia de los productos mejores y más baratos. No obstante, los problemas derivados de las comunicaciones y el crédito eran de carácter general. En su memorándum de 1763 sobre la política comercial, Nikita Panin vinculaba sus propuestas para el aumen­ to de las exportaciones rusas con la mejora de los transportes dentro del imperio y abogaba por la construcción de caminos y canales para impul­ sar el desplazamiento de los productos hacia los mercados de consumo. A lo largo de todo el siglo XVIII, hubo en Europa una importante deman­ da de productos agrícolas e industriales, y el hecho de que ésta no llegase a generar un nivel de crecimiento proporcional se debió, en parte, a las dificultades estructurales existentes en su sistema económico. Las comunicaciones planteaban multitud de problemas, tanto por lo que respecta a los desplazamientos de personas y mercancías, como a la rapidez de los medios empleados o al transporte de grandes cantidades. Las malas comunicaciones multiplicaban los efectos negativos que tenían las distancias e imponían elevados costes adicionales a los intercambios económicos. En la mayor parte de Europa, el transporte a través de cami­ nos terrestres se realizaba en pésimas condiciones. Si no se disponía de caminos preparados con grava o de un transporte mecanizado, las comu­ nicaciones por tierra eran muy lentas. La calidad de los caminos era reflejo de las características del terreno, y en concreto del drenaje y el tipo de suelo, pero también de la determinación que mostrasen sus 79

gobiernos y municipios por mantener las carreteras en buen estado, aun­ que la resistencia de la superficie de los caminos frente el mal tiempo o a un uso excesivo eran bastante limitadas. El lluvioso verano de 1708 ablandó mucho los caminos rusos y lituanos, y esto impidió al ejército sueco continuar su avance. La necesidad de constantes reparaciones resultaba excesivamente costosa en dinero, mano de obra y esfuerzos de las autoridades, y resulta fácil comprender por qué la construcción o el arreglo de los caminos se consideraban inversiones muy poco rentables. La conservación de la carretera rusa más importante, que iba de San Petersburgo a Moscú, fue abandonada por Pedro I a principios de siglo. El firme estaba formado por troncos de árboles que se amontonaban sobre las zonas pantanosas y los terrenos blandos hundidos, y que se recubrían con una capa de grava, arena o tierra. Se suponía que con este tipo de firme se podía conseguir una superficie resistente y relativamente suave, pero la descomposición de los cimientos de madera, la erosión de la superficie y el hundimiento gradual de los largos tramos que discurrían sobre suelo blando y pantanoso hacían que la carretera siempre estuviese en mal estado. Los caminos secundarios más importantes de Rusia care­ cían de firme y eran sencillas extensiones despejadas en las que estaba prohibido construir o cultivar. La ausencia de una normativa semejante hizo que en Europa existiese una gran variedad de carreteras. En el reino de Nápoles, las comunicaciones por tierra eran tan malas que resultaba mucho más fácil enviar el aceite de oliva por mar que cruzar todo el país llevándolo en carretas. En cambio, en los Países Bajos Austríacos eran bastante buenas y presentaban un estado de conservación relativamente aceptable. En Francia, las redes de transporte eran mucho más densas y se hallaban más interrelacionadas al norte de la línea que se extendía entre Ginebra y Saint Malo. No existía una estructura nacional integrada. Los malos caminos hacían que los viajes fuesen largos e impredecibles, agotaban a los viajeros, deterioraban las mercancías e inmovilizaban el escaso capital que representaban los artículos en tránsito. El mal estado de las carreteras disponibles en Portugal hacía que el viaje de 350 km que separaba las ciudades de Lisboa y Oporto durase una semana. Cuando el recién coronado rey de Suecia Adolfo Federico se hallaba recorriendo sus territorios en 1752, tuvo que abandonar su intención de volver desde Finlandia a lo largo de la costa del Golfo de Botnia debido a las dificulta­ des existentes para cruzar los ríos, al mal estado de los caminos y a la imposibilidad de encontrar suficientes caballos. En 1775 otro nuevo rey, Luis XVI, tuvo que cambiar sus planes aquejado de paperas en la Cham­ paña, porque los caminos eran impracticables y resultaba peligroso el vado de los ríos. La superficie de los caminos y la provisión de animales de tiro ofrecían muchas dificultades al transporte pesado. Un carro con 4.000 libras (aprox. 1.800 kilos) de peso, tirado por cuatro caballos, ape­ nas llegaba a recorrer más de 30 km al día. La mala calidad de los cami­ nos construidos favorecía el empleo de carretas ligeras tiradas sólo por dos caballos, de manera que hacían falta más carros para el transporte de determinadas cargas, lo que ocasionaba mayores gastos de mano de obra y forraje. Mucho más limitado, en estos casos, era la carga de hasta casi 130 kilos que se podía transportar en alforjas sobre el lomo de un caballo

o muía, mientras que un solo caballo podría cargar marchando por bue­ nos caminos aproximadamente hasta los 500 kilos. Todavía en la década de 1800 se hallaban con frecuencia caballos de carga en las zonas más desarrolladas de Gran Bretaña y, por tanto, el precio de los peajes que se pagaban por las cargas podía llegar a multiplicarse por cuatro. Las mer­ cancías solían transportarse en vagones y carros en los que no se las con­ servaba de forma adecuada, y los sistemas de embalaje o de carga y descarga de los artículos pesados eran demasiado rudimentarios. Los ani­ males de tiro padecían los rigores del clima y su reposición siempre resultaba difícil, y de hecho, por ejemplo, el transporte de carbón por tie­ rra se hallaba condicionado por la disponibilidad de muías y caballos de tiro. En 1748, los contratistas venecianos no pudieron reunir las 5.000 muías que necesitaba el ejército austríaco para sus desplazamientos en Italia. Había que afrontar estos problemas en el transporte por caminos que contaban con terrenos adecuados, pero en las superficies difíciles sur­ gían muchos otros problemas añadidos. Las técnicas de construcción y mantenimiento de las carreteras resultaban poco eficaces en las regiones pantanosas o que tenían un elevado contenido acuífero en su subsuelo, y los terrenos montañosos requerían el empleo de mayor número de anima­ les de tiro y limitaban considerablemente la velocidad de los transportes. También se introdujeron algunas mejoras en las carreteras. La mayor parte de las iniciativas provenía de los gobiernos, que debían facilitar los desplazamientos con mayor rapidez de sus instrucciones, oficiales, ejér­ citos y sus propios monarcas. Las mejoras realizadas en el camino que iba desde San Petersburgo a Moscú, entre la muerte del zar Pedro I (1725) y la década de 1760, que incluían la construcción de varios puen­ tes, redujeron de cinco a dos semanas el tiempo empleado para recorrer su trayecto de 825 km. Un testimonio crítico escrito en 1772 observaba: “El camino que va desde Nápoles hasta Barletta es muy bueno, de mane­ ra que el público está en deuda con la afición del Rey por la caza del bovino; al igual que, en el caso de la carretera levantada entre Nápoles y Roma, lo está con el matrimonio de Su Majestad; así pues, en estas regio­ nes los Reyes no son Reyes del Pueblo, sino que el Pueblo, es un Pueblo de los Reyes”1. Es evidente que detrás del desarrollo de las carreteras se hallaban motivos económicos, sobre todo cuando, como sucedía en el norte de Italia, cualquier cambio en las rutas comerciales beneficiaba a varios Estados. En 1748, se emplearon unos 500 obreros para construir el camino que unía Bolonia con Florencia, con el que se trataba de poten­ ciar el comercio entre Lombardía y Toscana. Seis años más tarde, el gobierno austríaco se mostró preocupado por los efectos que podrían tener sobre sus posesiones en Milán los planes genoveses de construir una carretera importante desde su puerto de Sestri hasta Parma. Felipe V comenzó a levantar una red radial de caminos para carretas, tomando como centro a Madrid y trazándolos en dirección hacia las distintas cos­

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tas españolas según un programa diseñado para fortalecer la centraliza­ ción política y conseguir nuevos beneficios económicos. En los años 1770, el gobierno napolitano trató de construir caminos para ampliar las relaciones con las provincias. Los aristócratas también se dieron cuenta de las posibilidades económicas que podían reportarles unas buenas comunicaciones. En 1753, el Barón Haslang, de Baviera, utilizó su influencia para que se trazase un nuevo camino hacia Ingolstadt a través de sus tierras. La construcción de una buena carretera entre Ath y Halle, en los Países Bajos Austríacos, en los años 1765-69 se llevó a cabo merced al esfuerzo realizado por el duque de Aremberg. En 1779, el gobernador Sievers describió en un informe la alegría que mostraban los habitantes ante la construcción de la carretera que atravesaba una parte bastante remota de la provincia de Novgorod, porque les permitiría dupli­ car o incluso triplicar el beneficio de sus productos. A fines de siglo, se observan también signos de progreso en partes como España, Francia (en concreto en el Languedoc) y Saboya. La Escuela de Caminos y Puentes creada en París en 1747 fue responsable, en gran parte, de los avances que hubo en la construcción de puentes en Francia durante la segunda mitad del siglo. Aun así, el transporte terrestre seguía siendo muy malo. Las principales carreteras presentaban condiciones todavía demasiado rudimentarias, de manera que, por ejemplo, la que discurría entre Verviers y Aquisgrán en 1785 era en su mayor parte “una estrecha franja are­ nosa”2. Existían además importantes lagunas en la red de comunicacio­ nes disponible, como la que había entre la Provenza y Génova, que impi­ den hablar de un sistema integrado de caminos. El estancamiento general que presentan las redes de transporte regionales y las relaciones espacia­ les existentes entre las ciudades son reflejo del escaso desarrollo de nue­ vas rutas terrestres. Y aquellas que se construían requerían un enorme esfuerzo; por ejemplo, el camino montañoso trazado sobre el Col de Tende entre Niza y Turín tardó 17 años en realizarse; así pues, resulta comprensible esa relativa ausencia de importantes transformaciones. En Gran Bretaña, el gobierno desempeñó al respecto un papel mucho menos relevante, pues, en torno a 1750 se creó una amplia red de “peajes” que tenía por centro a Londres y que, hacia 1770, se extendió a otros impor­ tantes núcleos provinciales, y el principal impulso para poner en marcha semejante iniciativa vino de los intereses comerciales y el deseo de expansión de mercaderes y fabricantes locales. Las dificultades y los costes que representaba el transporte por carre­ tera contribuyeron a que la mayor parte del tráfico de mercancías fuese marítimo o fluvial. Un estudio realizado por el gobierno toscano en 1766, averiguó que costaba lo mismo transportar mercancías por tierra desde Pescia a Altopascio que a través de la ruta acuática que comunicaba Altopascio y Livorno, con una distancia seis veces mayor. El agua era mucho más ventajosa para el desplazamiento de cargas voluminosas y pesadas, como las grandes lajas de piedra de construcción que se lleva­ 2 Bod. MS. Eng. Mise. f. 54, f. 31

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ban desde Saboya hasta Lyón. En 1703, los suecos utilizaron el Vístula para transportar su pesada impedimenta y su artillería hacia el interior de Polonia. Pero no siempre era tan útil la red fluvial, puesto que muchos ríos no eran navegables y a menudo el transporte sólo discurría con faci­ lidad aguas abajo. Además, el curso de los ríos no siempre ofrecía las comunicaciones necesarias. Éste era el caso de San Petersburgo, separada por la cercana divisoria continental de los sistemas fluviales del Volga y el Dnieper; cuyos cauces proporcionaban al resto de la parte occidental de Rusia una buena red de rutas comerciales. En su lugar, el área de influencia de la ciudad se vio confinada a una zona mucho más reducida y menos desarrollada que se asentaba entre diversos ríos que desemboca­ ban en el Lago Ladoga. La canalización de los ríos y la construcción de canales artificiales fueron la respuesta dada a los problemas que ofrecía el sistema fluvial. Representaron, sin duda, un decidido empeño del hom­ bre por tratar de cambiar el medio y hacerle funcionar en su propio be­ neficio. La construcción de canales venía condicionada por las caracterís­ ticas del terreno y el apoyo político prestado. En los Balcanes práctica­ mente no se hicieron canales y, de hecho, fue una región en la que las infraestructuras apenas evolucionaron a lo largo de la centuria, siendo éste un factor que limitó de manera decisiva sus posibilidades de benefi­ ciarse de los circuitos comerciales más importantes del Continente. La voluntad política y el apoyo financiero fueron determinantes en el desa­ rrollo de los canales en Francia, Prusia, Rusia y España. Con el propósito de aumentar la actividad industrial que poseían las mesetas centrales de España, Carlos III planeó la construcción de una serie de canales que uniesen estas regiones con el mar para contrarrestar los efectos centrífu­ gos que la geografía estaba generando sobre la economía española. El canal de Aragón, construido en los años 1780 junto al Ebro, impulsó las actividades en el valle del alto Ebro. Federico II de Prusia mandó cons­ truir una serie de canales, en parte para trasladar el grano hacia los grane­ ros estatales. En 1780, se hizo navegable el río Ruhr y esto favoreció un considerable aumento de las exportaciones de carbón. Cuatro años, des­ pués se inauguró el canal de Schleswig-Holstein entre el Mar del Norte y Kiel. Y aunque en Polonia se abrieron algunos canales, en toda Europa oriental no encontramos nada semejante a la actividad desarrollada por Rusia. Pedro I comprendía muy bien la importancia que tenía el transpor­ te fluvial entre los puertos y las ciudades del interior. Su iniciativa más original fue aprovecharse del conflicto que sostuvo con Turquía en la década de 1690 para transformar el puerto de Azov, cerca de la desembo­ cadura del Don. Con el fin de aumentar las posibilidades comerciales de esta conquista, el zar ordenó la construcción de varios canales entre el Don y el Volga y el Oka. Cuando se vio obligado a devolver Azov, Pedro centró su atención en las posibilidades que ofrecían sus conquistas bálti­ cas. En 1709, la travesía hecha por una caravana de embarcaciones cru­ zando la divisoria continental en Vyshnii Volochek a través de un canal construido por un experto holandés que unía los sistemas del Volga y el Neva, representó para Rusia la primera utilización provechosa de un curso de agua artificial. Diversas mejoras posteriores hicieron posible que la cantidad de carga que atravesaba las vías fluviales de Vyshnii 83

Volochek pasase desde las 2.166 toneladas al año registradas entre 1712 y 1719, hasta un máximo de 216.000 toneladas anuales en la década de 1750. Y otros adelantos adicionales introducidos en este sistema a fines de siglo incluyeron la ampliación de los acueductos que suministraban agua a los canales, la edificación de pantanos y esclusas de piedia, y la construcción de diques y presas en las vías fluviales secundarias. En 1778. equipos permanentes de oficiales se ocupaban de supervisar el movimiento de barcos a través de cada parte del sistema y de mejorar la navesación quitando rocas o resolviendo cualquier otro tipo de eventuali­ dades. El número de barcos que atravesaba los canales en Vyshnii Volo­ chek pasó desde 1.707 en el año 1769 hasta 3.958 en 1797. Hacia 1811, Rusia poseía una de las redes de vías fluviales interiores más extensas del mundo, pero esto hizo que la necesidad de líneas férreas fuese menos urgente de lo que habría sido en caso de carecer de ellas. En Gran Breta­ ña, también se experimentó un progreso semejante en cuanto a la cons­ trucción de canales y comunicaciones fluviales, aunque su desarrollo se debió esencialmente a la financiación e iniciativa privadas. Sin embargo, la construcción de canales también ofrecía multitud de problemas. Los proyectos franceses se vieron perjudicados por la apatía del gobierno, la oposición de intereses creados, problemas técnicos y la falta de capital. De los tres proyectos presentados durante el reinado de Carlos III de España para la creación de los canales más importantes, el que unía Segovia con el Golfo de Vizcaya era demasiado ambicioso, y el plan pre­ visto para otro canal que fuese desde Madrid hacia el Guadalquivir pasan­ do por Córdoba y que uniría el centro de España con el Atlántico se quedó en un mero proyecto. El sistema de canales de Vyshnii Volochek quedaba inutilizado cuando el nivel del agua era demasiado bajo. Pero los canales generaron, sin duda, considerables beneficios económicos, sobre todo en Rusia y Gran Bretaña. Y al margen de que el desarrollo de un sistema de transporte tan inflexible y costoso fuese reflejo de las dificultades que había para el transporte por tierra, a un precio moderado, de grandes canti­ dades de mercancías, sirvió también para incrementar comparativamente las ventajas económicas de determinadas regiones. Durante el siglo XVIII, hubo pocos progresos respecto a la situación del transporte marítimo europeo. Aún seguía dependiendo mucho de las condiciones climáticas, tal como pudo apreciarlo el rey Carlos XII de Suecia cuando vio que una tormenta pudo impedir la marcha de las tro­ pas desde Suecia hasta sus provincias bálticas en octubre del año 1700. La variación estacional de los tipos de seguros era reflejo de la debilidad de los veleros de madera, que todavía no habían alcanzado en su diseño los niveles de eficacia que tendrían depués, a mediados del siglo XIX. El viaje por mar era muy lento comparado con la rapidez que se llegaría a alcanzar en la siguiente centuria. Aun así, seguía siendo el método más económico para transportar mercancías, y el mar permitía conectar regio­ nes, como el suroeste de Escocia y el este de Irlanda, o el noroeste de España y el oeste de Francia, cuyas vías de comunicación terrestres esta­ ban muy poco desarrolladas. Los cambios introducidos a lo largo del siglo XVIII en el transporte fueron bastante limitados. La mayoría de los apasionantes avances técni-

eos descubiertos, como los globos aerostáticos o las vías férreas, tuvieron una escasa influencia. Se abrieron relativamente pocas nuevas rutas y la construcción de carreteras siguió respetando, por lo general, el trazado de las ya existentes, como sucedió en el Languedoc. El equilibrio existente entre transporte marítimo y transporte terrestre no se alteró de manera significativa; en realidad, las transformaciones más importantes tendrían lugar sólo a lo largo de la siguiente centuria. Las malas comunicaciones tenían consecuencias económicas negativas, pues al encarecer considera­ blemente el transporte por tierra de grandes cantidades de mercancías, contribuyeron a limitar la especialización regional. En Portugal, el mal estado de los caminos y el reducido número de ríos navegables protegie­ ron a la industria local frente a las importaciones. En toda Europa, la densa red de rutas locales apenas cambió a lo largo del siglo, en cuanto a su calidad, dirección o uso, aunque parece que sí aumentaron sus niveles de aprovechamiento. E l d in e r o , l o s pa t r o n e s d e c a m b io y e l c r é d it o

Los sistemas monetarios y crediticios de Europa también condi­ cionaban la actividad económica. En el caso de la moneda, había pro­ blemas con su normalización y abastecimiento. La circulación de distintos tipos de monedas dentro de un mismo Estado era sólo una parte del proble­ ma mucho más amplio que suponía la existencia de diferentes patrones. Uno de ellos era el del tiempo, puesto que en Europa se utilizaban distintos calendarios. La fecha fijada según el Nuevo Estilo, que se empleaba en la mayor parte de Europa, representaba once días de adelanto respecto al Viejo Estilo, pero hubo que esperar hasta el año 1700 para que terminase la división de las Provincias Unidas en dos zonas con distinto calendario. Ese mismo año, Rusia adoptó el Viejo Estilo, abandonando su sistema de calendario en el año 7208, que consideraba el número de años supuesta­ mente transcurridos desde la Creación. Entre 1700 y 1712, los calendarios suecos iban un día por delante del Viejo Estilo. En 1752, Gran Bretaña cambió el Viejo Estilo de calendario por el Nuevo, Suecia hizo lo mismo, pero no Rusia. Los pesos y medidas también variaban mucho, y no sólo en Europa en su conjunto, sino también dentro de cada Estado. A pesar de los llamamientos que hicieron en Francia multitud de escritores, incluyendo fisiócratas y enciclopedistas, a favor de un sistema racional que permitiese unificar los pesos y medidas, el gobierno juzgó que la situación era demasiado compleja y delicada para llevar a cabo semejante reforma y, de hecho, no se introdujeron nuevas medidas nor­ malizadas hasta las unidades métricas de los años 1790. En Nápoles, la reforma de los impuestos se entremezcló con la cuestión de la diversidad de pesos y medidas. Dado que hubiera sido imposible introducir una tasa sobre la exportación de aceite de oliva como pretendían los reforma­ dores, sin haber establecido previamente una unidad de medida uniforme, esta innovación no llegó a prosperar. En cambio, en Prusia se normaliza­ ron en 1773 las doce formas diferentes que se empleaban para medir la longitud, pero en Gran Bretaña cada región siguió conservando a lo largo 85

de todo el siglo XVIII sus propias variantes en unidades de medida tan comunes como la tonelada, el chaldron y'el bushel. La diversidad de dis­ posiciones legales dentro de un mismo Estado también constituía un gran estorbo para la actividad económica. Por lo que respecta al sistema monetario, los gobiernos trataban de conseguir su completa normaliza­ ción. Francia poseía un sistema de acuñación común y en 1718 se acuña­ ba moneda de forma simultánea en las principales regiones de España. Un problema adicional que tenía la moneda acuñada en el Imperio era el de las importantes sumas que se gastaban en concepto de agio (costes de cambio entre las distintas monedas legales que había en circulación). La libra que se usaba en Saboya se hallaba completamente desligada de la lira piamontesa, pues mientras la primera fluctuaba de acuerdo con los movimientos del mercado monetario francés, la segunda lo hacía según los de Milán y Génova. No obstante, en 1755 Carlos Manuel III, rey de Cerdeña y gobernante de Saboya-Piamonte, publicó un edicto para regu­ lar la moneda acuñada, que incluía también a Saboya. Uno de los princi­ pales problemas monetarios para la economía europea era la escasez generalizada de moneda en metálico. Esto hizo que circulase gran canti­ dad de monedas extranjeras en otros países, así por ejemplo, las monedas de oro portuguesas y de plata españolas circulaban legalmente en Inglate­ rra, y las monedas de plata austríacas o españolas se admitían en el Impe­ rio Turco. Además, en la segunda mitad del siglo XVIII solían reacuñarse en Escocia monedas españolas hasta 4 y 9 veces por encima de su valor. No había suficientes cantidades de metales preciosos en pasta para cubrir las necesidades de acuñación de moneda de toda Europa. Gran parte de la producción americana de oro y plata se perdía en zonas con las que Europa mantenía una balanza comercial negativa, sobre todo con China y la India. Además, también se reducía la cantidad de metal en pasta para la elaboración de objetos no monetarios y con las constantes pérdidas ocasionadas por el desgaste del uso, las reacuñaciones y los recortes fraudulentos. La mayor parte de Europa se basaba en el patrón de la plata, pero el abastecimiento de este metal era insuficiente para las necesidades de la demanda. Esta situación propició reacuñaciones, como sucedió en Prusia en 1767, y alteraciones, como las que se decretaron en este mismo Estado durante la Guerra de los Siete Años. Pero también produjo escasez de moneda en metálico, como la que padeció Viena en 1786, en donde apenas había monedas de plata. Esta insuficiencia reque­ ría el uso de papel moneda, aunque esta solución tampoco estaba exenta de problemas. El uso de papel negociable no era nuevo, pues la letra de cambio ya se empleaba de forma habitual en las transacciones comercia­ les, aun así el siglo XVIII fue testigo de la expansión de la banca y de la generalización de los billetes de banco. Sin embargo, el carácter precario de la mayor parte de las firmas e instituciones bancarias y la estrecha relación existente con el gobierno y las finanzas del Estado originaban muchas dificultades. La manipulación estatal de los recursos financieros para conseguir crédito limitaba en gran parte de Europa la confianza en el papel moneda y a esta desconfianza se unía la corta experiencia de la banca nacional, de los mercados de crédito relacionados y las fluctuacio­ nes de la moneda en circulación. La ausencia de un banco estatal en

Francia se debe en mayor medida a los altibajos que experimentó el cré­ dito nacional durante las dos primeras décadas del siglo. Los retrasos que había en la acuñación y envío de nuevas monedas desde la ceca de París forzaron en 1701 la emisión de unos certificados, conocidos con el nom­ bre de billets de monnaie, para los propietarios de moneda vieja y meta­ les preciosos en pasta que remitían para su reacuñación. Al emitirse estos billetes en grandes cantidades, su valor descendió rápidamente. La recau­ dación inadecuada de impuestos hizo que fuese necesario financiar la Guerra de Sucesión Española (1702-14) recurriendo a préstamos, pero además de los billets de monnaie se emitieron billetes también en otras agencias incorporadas a la Hacienda Real, como la de Recaudadores Generales y la de las Contribuciones Generales sobre los Agricultores. Hacia 1708, la suma total en circulación ascendía a 800 millones de libras y Desmaretz, que ese mismo año había sido nombrado Superinten­ dente General de Hacienda, rechazó parte de los billets de monnaie con­ virtiendo estos 800 millones en 250 millones de libras en billets d’état. Sin embargo, al igual que sucedió con sus predecesores, la confianza depositada en los nuevos billets fue bastante limitada, porque, a pesar de que el gobierno los emplease para pagar sus deudas, no los aceptaba en la recaudación de los impuestos. La fluctuación del valor de estas unidades de papel moneda obstaculizaba la actividad comercial, y la con­ fianza general se fue deteriorando rápidamente con el fuerte aumento del déficit público, hasta tal punto que varios consejeros de economía llega­ ron a sugerir a la muerte de Luis XIV, ocurrida en 1715, la necesidad de decretar una bancarrota. La política deflacionaria emprendida por Des­ maretz a partir de 1713 produjo una considerable reducción en la dispo­ nibilidad de dinero en efectivo y, con ello, una caída de la actividad comercial, dado que se tendía a atesorar buena parte de la moneda en cir­ culación. Las pequeñas reservas de los bancos parisienses, entonces bas­ tante descapitalizados, provocaron muchas quiebras en 1715. A fines de la década de 1710, el duque de Orléans, regente de Luis XV, que fue quien heredó el trono a la edad de 5 años en 1715, mantuvo un relación cada vez más estrecha con el escocés John Law, al cual se le autorizó en 1716 el establecimiento de un banco privado. Law creía en las ventajas de la desmonetarización del dinero en efectivo y de su sustitución por papel de crédito. Convencido de que la circulación de dinero era una fuente de riqueza, Law apoyaba la aplicación de una política monetaria expansionista, que disminuiría los tipos de interés y en la que el empleo de los billetes bancarios estimularía la economía, atrayendo sobre todo a los infrautilizados recursos agrícolas. De esta forma, el aumento del dinero en circulación mejoraría los ingresos de la comunidad y de la Corona. Gracias al respaldo de Orléans, Law pudo llevar a cabo algunos de sus planes. En 1717, fundó la Compañía del Mississipi para explotar las posi­ bilidades económicas que podía ofrecer la nueva colonia de la Luisiana. En 1718, su propio banco se convirtió en una entidad bancaria estatal propiedad del Rey, y en 1719 la Compañía del Mississipi, ahora bajo el nuevo nombre de Compañía de las Indias, absorbió a todas las demás compañías comerciales ultramarinas francesas. Gozando ya del control sobre el monopolio de un vasto imperio comercial, Law se dedicó a abor­ 87

dar algunos de los problemas fiscales nacionales. En 1719, adquirió el derecho exclusivo de acuñar moneda, y la Compañía de las Indias asu­ mió la deuda nacional y se responsabilizó de la recaudación de los impuestos directos e indirectos. La fusión acordada en febrero de 1720 entre su banco y la Compañía creó un monopolio comercial que era, a su vez, el único banco emisor de moneda. Law, designado entonces supe­ rintendente General, esperaba que la confianza depositada en la fusión, los beneficios comerciales y el crecimiento económico mantendrían el sistema con una tendencia al alza, pero fue víctima de la especulación en las acciones de la Compañía y del masivo aumento de la cantidad de papel moneda emitido por el banco, que ya no guardaba relación con sus reservas de metales preciosos. La confianza pública y el valor de las acciones se derrumbaron en la primavera, Law dimitió y se cerró el Banco. En noviembre de 1720, no se admitían billetes en ningún tipo de transacción financiera; el sistema del papel moneda había fracasado. El sistema de Law aportó algunos beneficios a Francia entre los años 1716-19, pues además de ser una importante iniciativa para el crecimien­ to económico, también proporcionó cierta redistribución de la riqueza. Pero su quiebra en 1720 acabó con la confianza depositada en la creación de instituciones financieras nacionales e hizo que la banca pública desempeñase un papel mucho menor en la Francia prerrevolucionaria. El Banco de Descuento establecido en 1770 resultó ser un relativo fracaso, debido en parte a que estaba obligado a hacer excesivos préstamos al gobierno. Otros proyectos europeos encaminados a la creación de bancos públicos tuvieron que afrontar problemas de confianza semejantes. El proyecto promovido por el gobierno español en 1749 para el estableci­ miento de un banco general que pudiese comerciar con letras de cambio en toda Europa, se encontró con serios problemas cuando los comercian­ tes pretendían solicitar préstamos, sin devolverlos, a cambio de sus letras. Esto agravó las dificultades que tenía la exportación de moneda española, hasta tal punto que su balanza comercial negativa con Francia favoreció que algunas de sus ciudades, como Toulouse, se convirtieran en impor­ tantes centros de cambio de moneda española. Un viajero llegado a Roma en 1768 observó que los impuestos eran muy elevados, y la mone­ da mala y escasa, de manera que “si la cuantía es elevada, tanto banque­ ros como comerciantes están obligados a pagar y cobrar papel moneda, pero a pesar de que este mismo papel moneda se halla autorizado por los bancos públicos, cuando se lo lleva a ellos no se puede cambiar por dine­ ro en metálico”3. Los experimentos con los bancos públicos no siempre tuvieron éxito. La estrecha relación existente entre los nuevos recursos financieros y las necesidades fiscales de los gobiernos contribuían a dis­ minuir la confianza depositada en estas instituciones. El límite fijado para evitar un fuerte incremento en las existencias de moneda sueca en circulación se sobrepasó en 1745, cuando el gobierno comenzó a emitir papel moneda. Esto creó el riesgo de una grave inflación, que se desenca­ 3 Aylesbury CRO, D/GR/6/7.

denó cuando no se pudo sostener el valor de la moneda sueca por la gran ampliación de sus existencias que acompañó a su participación en la Guerra de los Siete Años. Además, fueron muy importantes las conse­ cuencias económicas derivadas de los sistemas de cambio vigentes a mediados de siglo. El tipo del cambio en Amsterdam y el precio del rijsdaler expresado en moneda de acuñación sueca permanecieron bastante esta­ bles, aproximándose incluso a la paridad en los años 1740-55. En 1755, el tipo de cambio comenzó a aumentar de forma considerable y la situación se deterioró aún más durante la Guerra de los Siete Años. El porcentaje del cambio bajó rápidamente durante la crisis deflacionaria de 1765-68, para volver a subir a partir del año 1769. La devaluación de 1776 trajo consigo cierta estabilidad que duró hasta 1789. Pero como la producción indus­ trial y el comercio suecos dependían básicamente de los créditos holan­ deses, sobre todo porque los tipos de interés holandeses eran más bajos y su capital mucho más abundante, estas reformas crearon nuevas dificulta­ des. Durante el período de deflación de 1765-68, los precios decayeron de forma más rápida que los costes de producción, ocasionando notables pérdidas económicas y un fuerte aumento de la deuda pública. Pero el cambio de valor de la moneda en 1776 provocó incluso mayor confusión. La escasez crónica de capitales que padecía Rusia obligó al gobierno a dar mayor importancia a la circulación de papel moneda. La Ley de Cambio de 1729 legalizó el uso de las letras de cambio y creó una red de oficinas de cambio por todo el país. Pero la eficacia de la legislación se hallaba limitada por la prohibición de que los campesinos endosaran letras y por la ausencia de suficientes garantías legales para las operacio­ nes comerciales. La situación se agravó debido a la escasez de bancos de depósito y a la rápida depreciación que sufrió el papel moneda de tipo financiero. A mediados de siglo, el gobierno trató de establecer institu­ ciones oficiales para la concesión de créditos comerciales. Los primeros bancos rusos, el Banco de los Nobles y el Banco para el Progreso del Comercio de San Petersburgo, se establecieron en 1754, y una década más tarde, el Banco de Astracán. Sin embrago, en 1782 cerró el Banco de San Petersburgo con sus reservas casi agotadas. A pesar de que estos bancos contribuyeron a financiar el comercio exterior, no evolucionaron hacia un importante sistema de crédito comercial y apenas intervinieron en el desarrollo financiero del comercio nacional. La financiación siguió siendo un grave problema para los comerciantes rusos, los cuales, ante la falta de instituciones crediticias adecuadas, tenían que procurarse crédi­ tos privados, que solían conllevar altos tipos de interés por las numerosas quiebras ocurridas. Asimismo, también tuvo gran importancia en el desa­ rrollo de la industria rusa el capital mercantil privado y los recursos financieros de la aristocracia. Pero la existencia de altos tipos de interés obstaculizó, en general, la expansión económica. Catalina II mostró su preocupación por las consecuencias económicas derivadas del sistema financiero existente. En 1764, se quejó ante el Procurador General, Viazemsky, de que no hubiese suficiente moneda en circulación. El mani­ fiesto ruso de 1768, que explicaba la determinación de establecer un Banco de Cesión y de imprimir billetes bancarios, argumentaba tales medidas diciendo que era preciso superar los efectos negativos de la dis­ 89

tancia y del peso de la moneda de cobre para mejorar la circulación monetaria general y promover el desarrollo económico. La falta de ban­ cos locales que pudieran atraer al capital privado y la emisión de papel financiero, fueron los factores que motivaron la creación de estos Bancos de Cesión. Se anticipó una emisión de 3,5 millones de rublos, pero en 1796 había ya en circulación 157 millones de rublos que provocaron su depreciación y una fuerte inflación. A su vez, surgieron otras dificultades monetarias adicionales en Rusia por el hecho de que la zona de circu­ lación del rublo no alcanzaba a todo el país, puesto que los territorios conquistados en el Báltico seguían manteniendo su propia moneda. En otras áreas de Europa era mucho más importante la financiación pública de la actividad económica, dado que el tipo de intervención esta­ tal en la economía, denominado mercantilismo, se hizo necesario ante la debilidad de su sistema financiero. La fundación, por parte del Estado, de empresas industriales, reflejaba a menudo la carencia de una acumula­ ción de capital suficiente en manos privadas o la falta de interés en la inversión. Esta es la situación que encontramos, por ejemplo, en Austria y Prusia. Los planes prusianos de 1730 de establecer una Compañía de las Indias Orientales con base en Kónigsberg, Stettin o Lentzen, se vieron obstaculizados por la falta de interés de los comerciantes de Hamburgo, que constituían la fuente principal de capital mercantil del norte de Ale­ mania para invertir en Prusia. En 1765 el gobierno fundó el Banco de Descuento y Préstamos de Berlín para proporcionar préstamos a merca­ deres y fabricantes. Las autoridades provinciales prusianas crearon, a su vez, otras instituciones crediticias con las que pudiesen conservar intactas sus propiedades. Gran parte del sistema crediticio polaco era dirigido mediante asambleas periódicas que se organizaron para realizar transacciones comerciales, y que después se convertirían en un lugar de encuentro para la burguesía local. Los riesgos que implicaba invertir en Polonia eran tan altos que muchas empresas sólo resultaban factibles para grandes aristócratas cuyas actividades industriales se financiasen con sus propios recursos. En Francia, el crédito procedía de individuos o consorcios privados, y en su mayor parte era de origen urbano. Los ban­ queros de Montpelier surgieron en principio entre los comerciantes de lana, pañeros y oficiales financieros. El crédito, en este caso y en la mayoría de las regiones, solía dedicarse a la compra de tierras o al arren­ damiento de contribuciones fiscales, más que a la financiación de empre­ sas comerciales. Las actividades comerciales más importantes tendían a buscar crédito y apoyo político en París, con lo cual aumentaba conside­ rablemente su dependencia respecto a las vicisitudes por las que atrave­ sara el crédito nacional. Aunque a principios de siglo el comercio medi­ terráneo seguía estando bajo el monopolio de Marsella, casi todas las demás compañías comerciales se hallaban dominadas o vinculadas en gran medida con financieros parisienses. En 1780, los comerciantes de los puertos franceses dependían de los financieros de París para todo tipo de créditos y operaciones bancarias básicas. La características propias del sistema financiero francés produjeron diversos efectos económicos negativos. Aun cuando la inversión en acti­ vidades económicas como la producción en grandes fábricas manufactu­ 90

reras, la construcción de canales y la aplicación de proyectos de mejoras agrícolas requerían compromisos a largo plazo, las inversiones propor­ cionadas por los financieros solían comprometerse por períodos mucho más breves. En su gran mayoría, las sumas de capital fijo necesarias para instalar una manufactura eran comparativamente bastante modestas, puesto que no hacían falta construcciones especializadas y las ya exis­ tentes podían adaptarse con facilidad tanto para el almacenamiento de grano como para la instalación de cualquier clase de talleres; además, la maquinaria empleada también era muy sencilla. Sin embargo, las manu­ facturas del vidrio, el hierro o la cerámica resultaban mucho más costo­ sas, sobre todo cuando hacía falta invertir en infraestructura. De esta forma, las propuestas hechas a fines de siglo para el desarrollo de una molienda del trigo más económica reclamaban préstamos para los moli­ neros a instituciones locales y regionales con la finalidad de transformar su capacidad productiva. Variaban mucho los tipos de interés que se les aplicaban, y los préstamos concedidos al Estado incrementaron en gene­ ral los costes del crédito. En 1786, era normal entre los comerciantes franceses un tipo de interés del 10% para los préstamos comerciales. La mayor parte de la economía francesa se hallaba muy poco capitalizada. Así, por ejemplo, en 1780 muchas de las firmas comerciales de Burdeos, que negociaban con las colonias francesas de las Indias Occidentales, contaban con escasos recursos financieros, un estrecho margen de seguri­ dad y muy poco dinero líquido. En cambio, Gran Bretaña y las Provin­ cias Unidas tenían un sistema de crédito mucho más sofisticado. Los holandeses poseían las instituciones financieras más desarrolladas del mundo, incluyendo mercados con gran proyección de futuro y una im­ portante industria de seguros marítimos. El Banco de Amsterdam, una institución municipal, poseía cuantiosas reservas y un amplio número de depósitos. El alto grado de confianza que inspiraban sus finanzas hizo que los tipos de interés se mantuvieran bajos e impulsó la importancia de Amsterdam como centro financiero internacional. Pero las consecuencias económicas que esto supuso fueron un tanto ambiguas, ya que gran parte del capital holandés se invertía en el extranjero, sobre todo en Londres y París y, con frecuencia, adoptaba la forma de préstamos al Estado en lugar de financiar empresas comerciales. Este tipo de préstamos no siem­ pre resultaban ser una buena inversión, puesto que podían verse afecta­ dos por acontecimientos internacionales adversos y muchos Estados no merecían la confianza suficiente para mantener un buen nivel de crédito. En 1770, el gobierno ruso encontró muy poco interés en Amsterdam hacia las propuestas que presentó para conseguir un nuevo préstamo, por­ que los prestamistas que se habían hecho cargo del anterior habían perdi­ do bastante dinero. No se sabe hasta qué punto el sofisticado sistema financiero holandés generaba riqueza en otros países. Hay quien cree que por su causa fracasó el proceso de industrialización en Holanda, pero habría que tener en cuenta otros factores, como los altos salarios y las políticas proteccionistas de algunos de sus posibles mercados; además, la constante pujanza comercial holandesa se debía, en buena parte, a su sis­ tema financiero. En Gran Bretaña, el Banco de Inglaterra, fundado en 1694, operaba desde entonces con bastante éxito como fuente de crédito 91

para el Estado, y de esta manera aportó una relativa estabilidad al sistema bancario y favoreció incluso su crecimiento. Durante la segunda mitad del siglo se desarrollaron en Londres y en las demás regiones las Casas de Banca, que eran sociedades formadas por un único socio con respon­ sabilidad ilimitada sobre sus pérdidas. Hacia fines del siglo XVIII existían ya varios centenares de bancos provinciales operando en un ámbito local, cuya actividad contribuía a que el dinero se mantuviera en alza y en cir­ culación, y favorecía la expansión del crédito. Estos avances no se dieron sin que generasen otras dificultades, ya que el aumento del crédito hizo que el sistema económico se volviese más vulnerable ante los problemas financieros internacionales, como la prosperidad de origen especulativo que hubo en Gran Bretaña, Francia y las Provincias Unidas a fines de 1710 y la crisis generalizada de liquidez que padecieron las finanzas esta­ tales a fines de los años 1760 y principios de la década de 1770. Un sín­ toma de la complejidad cada vez mayor que iba adquiriendo el sistema monetario fue que la práctica fraudulenta tradicional de recortar las monedas vino a sustituirse por la falsificación del papel moneda. Así, por ejemplo, en 1762 Turín se vio invadida por billetes de banco falsos. Pero, en general, la situación financiera y sus consecuencias económicas tam­ bién variaban mucho de unas áreas a otras si consideramos a Europa en su conjunto. Mientras que durante la primera mitad del siglo x v ii i la moneda de los Países Bajos Austríacos, Lieja y gran parte del Imperio se mantuvo con valores relativamente estables, no sucedió así con la mone­ da francesa entre 1689 y 1726. En Nantes, en julio de 1715, hallamos una queja generalizada por una falta de dinero y actividad comercial que llevó a la bancarrota a muchos vendedores. Los mercaderes no querían vender sus principales existencias de vino y brandy, y rechazaban tanto la moneda como los billetes, tratando de evitar las consecuencias de una próxima alteración en el valor de la moneda. En general, a lo largo del siglo XVIII, fueron desarrollándose mecanismos comerciales cada vez más complejos, tales como el aumento en el uso de letras de cambio, las bolsas, las transacciones multilaterales y las ventas a comisión. Sin embargo, las dificultades planteadas por el crédito y el dinero en circu­ lación siguieron siendo un problema importante para la actividad econó­ mica, y sobre todo, para el comercio. Y si bien la expansión de la eco­ nomía monetaria desempeñó un papel muy importante en la integración del mercado europeo, su avance se vio limitado por los problemas de abastecimiento y por la falta de confianza en la moneda y el crédito. E l c o m er c io

El volumen de la actividad comercial europea aumentó a lo largo del siglo XVIII. Las cifras conocidas resultan mucho más abundantes y fiables por lo que refiere al comercio a larga distancia y, en concreto, al comercio internacional, puesto que ofrecía a los gobiernos mayores beneficios en la imposición de gravámenes arancelarios. Aunque la incidencia del contra­ bando reduzca el grado de fiabilidad de las estimaciones estadísticas y la utilidad de determinadas series se vea mermada por cambios producidos en 92

las relaciones internacionales y en los modelos de la actividad económica, la imagen general que presenta la Europa del XVIII es la de un período de paz que favorece el desarrollo comercial. Por ejemplo, la media de tráfico anual que cruzaba el Rhin entre Maguncia y Estrasburgo aumentó en un 70% entre las décadas de 1740 y 1780, siendo especialmente importante el aumento producido a partir de 1770, tal como muestran muchos otros indi­ cadores económicos. Existen estadísticas bastante buenas para estudiar el comercio del Báltico. En 1730, unos 4.000 barcos pagaban anualmente la cuota impuesta para atravesar el Sund. Entre 1784-95, considerando ambas direcciones, cruzaron este estrecho 118.933 barcos y fueron registrados en los Libros del Sund; este aumento del tráfico vino acompañado de un incremento en el tonelaje y en el volumen de transacciones mercantiles internacionales en dirección a los puertos del Báltico, como San Petersburgo. Sin embargo, el aumento de la actividad comercial no se limitó al Bál­ tico, sino que las principales áreas de expansión se encontraban en el comercio colonial y transoceánico y, de hecho, se multiplicaron las importaciones de productos coloniales y ultramarinos. Marsella, que en 1660 importaba desde Egipto 19.000 quintales de café de origen yemení, en 1785 importaba hasta 143.310 quintales, de los cuales 142.500 provení­ an de las Indias Occidentales. La mayor parte de las importaciones que lle­ gaban a Marsella en 1660 se destinaban a la reexportación; en 1790, de los 950.000 quintales en productos importados que arribaron a los puertos franceses, 794.000 quintales eran para su reexportación, y casi el 90% de las reexportaciones procedentes Marsella se dirigían al Imperio Turco. El café francés de las Indias Occidentales, introducido en las islas de la Marti­ nica y Guadalupe en 1725, y en la de Santo Domingo en 1730, tenía más aceptación que el café holandés procedente de Indonesia, y pronto se con­ virtió en la principal proveedora mundial; de esta forma, pasó de producir en 1770 unos 350.000 quintales a 950.000 quintales en 1790. Si bien no todos los productos experimentaron un crecimiento parecido o llegaron a tener un impacto semejante, puede apreciarse, por ejemplo, un claro aumento de las importaciones de azúcar, tabaco, algodón y arroz, que iban a parar principalmente a las grandes potencias de Europa occidental, en donde a través de su reexportación llegaron a convertirse en una importan­ te fuente de riqueza para puertos como El Havre, Nantes y Burdeos. Las importaciones de azúcar, añil y cacao de Burdeos, procedentes de las Indias Occidentales francesas, se triplicaron entre 1717-20, esto significó el inicio de un aumento masivo de las reexportaciones hacia el norte de Euro­ pa. En Burdeos, los comerciantes franceses dirigían el comercio colonial, pero las reexportaciones eran controladas en gran parte por firmas extran­ jeras establecidas en la ciudad. A principios de siglo muchas de ellas eran holandesas, pero hacia 1730 ya había también una mayor presencia alema­ na y el estallido de la cuarta guerra anglo-holandesa propició el aumento de la importancia de Amberes. Al igual que en el siglo anterior, las posibilidades que en principio ofrecía el comercio transoceánico hicieron que otras potencias tratasen de participar en él, sobre todo mediante la constitución de compañías comerciales de fletes. La Compañía de Ostende, fundada en ios Países Bajos Austríacos, la Compañía Prusiana de las Indias Orientales, fundada 93

en Emden en Frisia Oriental, y la Compañía Sueca de las Indias Orienta­ les, son sólo los ejemplos más destacados dentro de una tendencia mucho más general. La Compañía Sueca, creada a comienzos de siglo, recibió un privilegio real en 1731. Al principio, al igual que las compañías de Emden y Ostende, dependían mucho de capitales, contactos, experiencia y transporte naval extranjeros. Los primeros cuatro buques de la Compa­ ñía de Emden se compraron en Amsterdam e Inglaterra. La Compañía Sueca comerciaba con China, exportando monedas de plata españolas que conseguía en Cádiz e importando té, porcelana y seda. Los inverso­ res percibían sustanciosos dividendos y el volumen comercial de la com­ pañía pasó de una media anual de 1.600.000 rijsdalers en los años 173840 hasta 2.290.000 en 1744-46. Al incorporarse a los mercados europeos la competencia de estas nuevas compañías, tendieron a bajar los precios. Las diversas tentativas llevadas a cabo para proseguir con las actividades de la Compañía de Ostende, tras su supresión en 1731, a raíz de las pre­ siones ejercidas por ingleses y holandeses, hicieron peligrar las ventas de té británico en Hamburgo, que era uno de los principales mercados euro­ peos de productos coloniales. Y en 1753, cayó el precio del té en Ham­ burgo debido a la venta de los cargamentos importados por las compa­ ñías sueca, prusiana y danesa. Por otra parte, el transporte directo de los productos coloniales a los consumidores hizo que se estimulase el comer­ cio interior en Europa, de manera que, por ejemplo, hacia fines de siglo, los mercaderes milaneses llevaban café, chocolate, azúcar y especias a Suiza, comprando a cambio muselinas de San Gall y Zúrich. Las áreas transoceánicas no eran tan sólo zonas de producción de materias primas y productos básicos, sino que también llegaron a con­ vertirse en importantes mercados para los artículos europeos. En Oriente no fue así porque el grado de aceptación de los productos europeos era bastante limitado, pero sí en el hemisferio occidental. Allí, las colonias que contaban con amplia población europea y con salarios relativamente altos, deseaban comprar -y tenían la posibili­ dad de hacerlo-, artículos europeos manufacturados a cambio de sus metales en pasta y las cosechas de sus plantaciones. La lucha por suministrar productos manufacturados al Imperio español, sobre todo durante la primera mitad del siglo, fue tan feroz como la que suponía la venta de productos coloniales en Europa, y ambas se hallaban estrechamente ligadas entre sí. En los círculos mercantiles, y cada vez más también en los políticos, conflictos internacionales como la Gue­ rra de Sucesión Española adoptaban la apariencia de una lucha por el control de sus mercados. Éstos eran esenciales para Francia, pues en 1741-42, Burdeos exportaba productos por valor de 8 millones de libras anuales a las colonias del las Indias Occidentales francesas. Para ciudades industriales, como Elbeuf, España y su imperio ultra­ marino constituían un mercado muy importante. Sin embargo, mien­ tras que Francia iba ganando paulatinamente terreno a Gran Bretaña en el comercio europeo de reexportación, gracias sobre todo al azúcar más barato que recibía de sus nuevas plantaciones de las Indias Occi­ dentales, Gran Bretaña consiguió llegar a controlar más mercados coloniales para la venta de sus productos manufacturados. Esto se 94

debía, en parte, a diversos factores políticos. Los franceses se sentían defraudados por la falta de disposición de sus aliados españoles para abrir su imperio a la penetración comercial gala. Por el contrario, en la primera mitad del siglo x v ii i, Portugal y su imperio brasileño acep­ taron importantes cantidades de productos británicos, y sobre todo de productos textiles, pagándolos con oro brasileño, lo cual contribuyó a mantener gran confianza en el sistema financiero británico y a costear otros mercados que presentaban una balanza comercial negativa. Esta confianza en la situación financiera era esencial en el comercio a larga distancia, ya que los barcos nuevos sólo servían para dos o tres viajes, los rendimientos financieros obtenidos sufrían grandes demo­ ras y los comerciantes necesitaban obtener créditos a largo plazo con condiciones favorables. La derrota francesa en la Guerra de los Siete Años tuvo también una gran trascendencia, sobre todo en la India, donde Gran Bretaña consiguió un predominio absoluto, y en América del Norte, donde se acabó con la amenaza francesa de encerrar al mercado ocupado por los colonos británicos. En 1763 Francia tuvo que ceder el Canadá a los británicos y la Luisiana a los españoles, ninguna de las dos provincias estaba aún muy poblada ni poseía un mercado importante, pero ambas ofrecían enormes posibilidades eco­ nómicas. Además, mientras que el incremento del comercio británico con Asia llegó a suponer un importante porcentaje de toda su activi­ dad mercantil, no sucedió lo mismo con el realizado por los franceses en dicho continente. Y aunque el comercio de Gran Bretaña con sus colonias de América del Norte se vino abajo durante la Guerra de Independencia Americana, después, al desaparecer los principios mercantilistas tradicionales que vinculaban la actividad comercial a los mercados controlados políticamente, el comercio entre la metrópoli y sus antiguas colonias experimentó un fuerte aumento. El Estado, que acababa de consegüir su independencia, era populoso y carecía de una producción industrial tan variada como la británica. Esto resultó ser especialmente ventajoso para Gran Bretaña, porque durante la década de 1780 Europa central y occidental atravesaban por grandes dificul­ tades en sus sectores comerciales e industriales, y esta situación vino a favorecer con nuevos incentivos la expansión del comercio exterior para hacer frente con el desarrollo de proyectos industriales tempora­ les la expansión o contracción de los mercados interiores. Los france­ ses pusieron gran parte de sus esperanzas en Rusia, con la que firma­ ron un tratado comercial en 1787. Sin embargo, pese al incremento que experimentó su comercio con Rusia, ésta no se convirtió en su principal socio comercial. En realidad, semejante decepción sólo era parte de un desacuerdo mucho más generalizado que afectó también a comerciantes austríacos y de Europa occidental que habían confiado en la creación de nuevos mercados. La escasa población del interior de Ucrania, las malas comunicaciones existentes, una expansión exce' siva del crédito concedido a los compradores rusos y la escasez de “dinero solvente” en Rusia constituían, sin duda, graves problemas, pero resultó ser aún más importante el estallido de la principal Guerra Balcánica en 1787. 95

La regulación de la actividad comercial La guerra no era la única manera en la que los Estados influían sobre el comercio. También tenía una gran importancia su regulación de la actividad económica, que solía adoptar dos formas estrechamente ligadas entre sí: trataba de estimular la producción y el mercado atendiendo a motivaciones de carácter industrial y comercial, pero, a su vez, intervenía aplicando políticas fiscales con las que pudiese cumplir con esos mismos objetivos propuestos y ampliar sus ingresos. Aunque la fuerza con que se implantaba esta regulación variaba según los países, la coyuntura y las actividades, solía provenir de una relación simbiótica entre el gobierno y determinados intereses económicos. Sería erróneo considerar la aplica­ ción de mecanimos de regulación como algo impuesto por el gobierno sobre la actividad económica o que éstos fuesen la puesta en práctica de ideas ministeriales. En realidad, la regulación económica desempeñaba un papel esencial en la mayor parte de las actividades agrícolas, indus­ triales y comerciales, y se hallaba presente en muchos aspectos de la eco­ nomía tanto en forma de restricciones gremiales sobre las prácticas de fabricación, como en acuerdos sobre el uso de tierras comunales o en la regulación de los mercados. Todos los gobiernos, ya fueran de ámbito señorial, municipal, provincial o nacional, intervenían en la regulación de la actividad económica y, por ello, las partes interesadas procuraban influir en ellos. En el caso de la industria de la seda de Krefeld, una alianza entre el gobierno prusiano y un reducido número de empresas de la seda, impidió que prosperasen las iniciativas empresariales de un pequeño grupo de productores de la ciudad. En la primera década del siglo xviii, el comercio francés se hallaba regulado, en parte, según los criterios que fijaba la Cámara de Comercio fundada en 1700. Pero lejos de abogar por una política de librecomercio, los diputados de la Cámara, que eran elegidos por las principales ciudades comerciales, defendían una actitud proteccionista y sus alegatos sobre la libertad se basaban en la concepción tradicional de derechos y privilegios. Conscientes de la importancia que tenían la balanza comercial y el mantenimiento de gran­ des reservas en lingotes de metales preciosos, los diputados procuraban alcanzar tales objetivos de forma colectiva, valiéndose de una relación simbiótica entre los intereses del gobierno y de los comerciantes, y de forma individual, obteniendo el apoyo estatal para alcanzar determinados privilegios. El conflicto permanente que mantenían las partes interesadas para obtener estos privilegios llegaban a exacerbar las ambigüedades implícitas en cualquier relación simbiótica. En muchos Estados, existía además cierto grado de incertidumbre sobre cómo llegar a alcanzar los objetivos económicos acordados con el gobierno, y las disputas entabladas sobre la manera en que podría regularse mejor la actividad económica surgían tanto por diferencias de opinión sobre la política general, como por controversias sobre los privilegios concretos que cabría reclamar a cambio. La intervención estatal en la economía fue mucho más acentuada en la primera mitad del siglo, y era esencial para el pensamiento económico conocido como mercantilismo. El mercantilismo no constituye realmente 96

una doctrina dentro del pensamiento económico, ya que muchos de sus escritos no incluían tanto sugerencias concretas, sino más bien una serie de prejuicios típicos. La mayor parte de los escritores no eran partidarios de que el mecanismo del mercado competitivo sirviera de base para la distribución de la inversión. Apenas se concebía al mercado libre como un mecanismo de regulación automática de la actividad económica, en parte porque no se consideraba importante la obtención de beneficios pri­ vados, sino ,que, por el contrario, el interés personal parecía opuesto a la prosperidad general. Al valorar como algo perjudicial para el interés público la búsqueda de beneficios individuales, los autores mostraban su conformidad e, incluso, reforzaban sus prejuicios a favor del control y la regulación que debía ejercer el Estado. Otro aspecto que influía sobre la intervención estatal era la creencia de que la actividad económica era competitiva tanto por naturaleza como en su aplicación práctica. Esta concepción resultaba particularmente apropiada para su participación en las empresas coloniales, el comercio marítimo y la captación de metales preciosos, actividades en las que los productos por los que se competía se consideraban, con razón, como esencialmente escasos. La mayoría de las políticas definidas, de forma imprecisa, como mercantilistas mostraban una actitud agresiva. Cuando un Estado seguía este tipo de política, los demás tenían que responder de idéntica forma. Las críticas hechas contra los sistemas comerciales proteccionistas o contra las compañías naciona­ les de comercio de índole monopolista, tales como las aventuradas por el economista de Glasgow, Adam Smith, en su obra La riqueza de las naciones (1776), eran provechosas desde un punto de vista intelectual, pues mostraban cómo podría estar organizado el mundo. Sin embargo, esto no implicaba que un Estado, de forma individual, hubiese hecho mejor abandonando unilateralmente la imposición de aranceles protec­ cionistas, sus compañías comerciales y sus colonias. La alternativa posi­ ble a las políticas mercantilistas no era liberar el comercio, pero, en muchos casos, lo era no comerciar. Las zonas comerciales que no habían sido colonizadas por una potencia lo serían, tarde o temprano, por otra. Por ello, incluso Gran Bretaña, donde en la segunda mitad del siglo aumentó la creencia en la existencia de cierto grado de libertad económi­ ca (laissez faire), no abandonó muchas de sus políticas proteccionistas hasta el siglo XIX. La preferencia del pensamiento económico por analizar con más dete­ nimiento el comercio a larga distancia que la agricultura, incrementó la presión sobre la intervención del gobierno en la actividad comercial. Se consideraba que este tipo de comercio requería el apoyo constante del Estado en aspectos militares, políticos, financieros y de reglamentación. Las fuertes inversiones que exigía la financiación del comercio a larga distancia y el desarrollo de elementos como los asentamientos dedicados a la explotación del comercio colonial, se aseguraban mejor si se garantiza­ ban a través de privilegios monopolistas. De hecho, el comercio desempe­ ñó un papel muy importante en el pensamiento económico del Estado. El desarrollo económico y la pujanza financiera de Gran Bretaña y de las Provincias Unidas sirvieron de poderoso estímulo, al igual que la sensa­ ción de oportunidad, que se hallaba asociada a la exploración y a la antici­ 97

pación de nuevos mercados y fuentes de reservas. Esto se dio sobre todo a principios de siglo en el caso del Pacífico, donde la sensación de oportu­ nidad avivó el entusiasmo británico y francés por desarrollar el comercio con “los Mares del Sur”. Muchos escritores de economía, empresarios y especuladores presionaban a los gobiernos para que interviniesen en la actividad económica. Gerónimo de Ustáriz, autor de la obra Teoría y práctica del comercio y de marina (Madrid, 1724), era un admirador del ministro de Luis XIV, Colbert, que apoyó vivamente la intervención estatal, y subrayaba la necesidad de emplear el poder del gobierno para ayudar a España a situarse mejor en la carrera del crecimiento económi­ co. Ustáriz veía el comercio de Ultramar como la clave del desarrollo. Asimismo, Federico II en su Ensayo sobre las formas de gobierno, argu­ mentaba que era esencial para un Estado mantener una balanza comercial favorable. Durante la primera mitad del siglo XVIII, hubo una importante presen­ cia de la intervención estatal en cuanto al desarrollo de nuevas compañías de comercio nacionales y de organismos conciliares creados para poten­ ciar la actividad comercial. En la década de 1700, en Rusia empezaron a sustituirse las condiciones de libertad que habían disfrutado hasta enton­ ces comerciantes y productores por una detallada reglamentación estatal y por diversos monopolios. En 1718 se fundó un colegio (ministerio) específico para los asuntos económicos. Los comerciantes ucranianos perdieron su libertad para comerciar allí donde quisieran y en 1714 se les ordenó orientar sus negocios hacia puertos rusos. En 1719, se prohibió la exportación de trigo para que el gobierno ruso pudiera comprarlo para sus propias necesidades a precios muy bajos. Se creó un riguroso sistema de aranceles sobre la importación para desalentar la importación de pro­ ductos acabados extranjeros y se dio un tratamiento preferencial a los comerciantes rusos que exportaban sus productos a Ucrania, eliminando así la competencia de muchos comerciantes locales. En 1704, Federico IV de Dinamarca reinstauró el Colegio de Comercio, que había funcionado entre los años 1670 y 1691. Aunque a partir de 1711 volvió a entrar en decadencia, durante ese tiempo desempeñó un importante papel en la regulación del comercio y la industria, pese a que fracasaron sus iniciati­ vas para crear una sociedad anónima que monopolizase el comercio con las posesiones danesas en Islandia, y un banco nacional en Copenhage. En 1735, se estableció un Colegio de Comercio y Economía que promo­ vió multitud de medidas para tratar de suavizar la grave crisis por la que atravesaba la economía danesa. Gran parte de la intervención estatal adoptó la forma de actuaciones que permitiesen reorientar los canales de la actividad mercantil. Éstas solían incluir restricciones sobre productos rivales o sobre el comercio y los comerciantes de otros Estados, pero también gestiones para potenciar la actividad de los comerciantes nacionales. Era frecuente la imposición de prohibiciones y aranceles, pues buena parte de los esfuerzos del gobierno iban encaminados a que los comerciantes extranjeros redujesen su participación en el comercio nacional. En 1716 en la ciudad prusiana de Kónigsberg, estaba prohibido que los mercaderes extranjeros comer­ ciaran con la población emigrante ni en puertos cercanos tales como

Danzig, Elbing y Memel. La ciudad era un importante proveedor de sal para Polonia y el gobierno respaldaba las iniciativas locales para tratar de limitar la participación extranjera en esta actividad prohibiendo a los importadores el almacenamiento de la sal. En 1724, Suecia prohibió el comercio entre los puertos suecos que se realizase con barcos de otras potencias. En 1747, Federico II interrumpió el comercio sajón con Hamburgo obligando a todos los barcos que bajaban por el Elba a descargar las mercancías en su ciudad de Magdeburgo y a trasladarlas por tierra a través de Prusia antes de que volviesen a cargarse los barcos en el Elba. La regulación de la actividad económica no se limitó al comercio internacional. Solían aplicarse con frecuencia aranceles y prohibiciones interiores, y de hecho, una de las principales ventajas con las contaba el Imperio Británico era su relativa carencia de este tipo de obstáculos y su ausencia total dentro de Inglaterra. Por el contrario, otros Estados como Francia, Prusia y Rusia, limitaban el comercio interior con sus sistemas de reglamentación. En Francia, existía un complejo sistema de barreras aduaneras interiores, según el cual, por ejemplo, los licores franceses derivados de la sidra sólo se podían vender en Normandía y Bretaña para no competir con los brandis de vino que sólo se podían vender en París y en las colonias francesas. Se denegaron también las diversas instancias hechas a mediados de siglo por ciudades normandas para que se les per­ mitiera vender sus productos a las colonias. Y a la entrada de las princi­ pales ciudades, como Lyón o París, se gravaba la venta del vino francés. Para ayudar a la industria sedera de Berlín, los oficiales prusianos trata­ ron de protegerla frente a la competencia. En 1749, se prohibieron las importaciones de terciopelo a los territorios prusianos situados al este del Weser, incluyendo aquel que se producía en la ciudad prusiana de Krefeld. Asimismo, un embargo general decretado en 1768 contra la impor­ tación de productos manufacturados en Renania y en Westfalia perjudicó a varios productores prusianos. En la segunda mitad del siglo x v iii se aprecian algunas actitudes con­ tradictorias en la regulación de la actividad económica. Quizás la más llamativa sea que mientras se aplicaban constantemente políticas de regu­ lación encaminadas, sobre todo, a la protección de la industria y del comercio nacionales, prohibiendo la participación de los competidores extranjeros, al mismo tiempo se reclamaba mayor libertad y la liberación del comercio. Existía, no obstante, una clara diferencia entre el comercio nacional e internacional. El primero estuvo sometido a una regulación mucho menor durante la segunda mitad del siglo XVIII. En 1748, se intro­ dujo en los Estados Pontificios la libertad de comercio interior. En 1775, se estableció un sistema arancelario común para los territorios patrimo­ niales de los Habsburgo en Alemania. Se propuso un sistema semejante también en Polonia. En 1765, se liberalizó el comercio interior de cerea­ les español y, en 1778, se suavizaron las regulaciones que limitaban el comercio español con sus colonias en América. Sin embargo, esta relaja­ ción de las reglamentaciones existentes sobre las actividades económicas interiores no contó con un apoyo general. Muchos se habían beneficiado con mecanismos tales como los monopolios y pretendían mantener sus privilegios. Por ello, de la misma forma que en el comercio internacional 99

existía una relación simbiótica entre el gobierno y algunos grupos econó­ micos interesados, se mantenían las restricciones frente a la competencia internacional y se solicitaba la concesión de privilegios, también se trató de conseguir una situación semejante en la organización de la economía nacional. En algunos países como Francia, la existencia de una vasta red de intereses, instituciones y regulaciones corporativas hizo que, sobre todo, los nuevos comerciantes y productores tuvieran que conseguir pri­ vilegios para desarrollar su actividad comercial o industrial. Las presio­ nes que esto provocaba ponían de manifiesto una clara división de opi­ niones dentro del gobierno y de la comunidad económica. En general, fue mayor el interés que se puso en flexibilizar las regulaciones de la activi­ dad económica interior, que en la adopción de medidas que mejorasen la competitividad frente a los productos extranjeros. En 1747, Jean-Claude Vincent de Gournay fue designado Intendente de Comercio en Francia y comenzó a pedir con insistencia que se permitiese el librecomercio y se pusiese fin a la regulación gubernamental sobre la industria. En 1755 sugirió que la Compañía de las Indias perdiera su monopolio sobre el comercio oriental de Francia argumentando que con ello se experimenta­ ría un notable crecimiento de la actividad comercial. Lo que Gournay proponía era que, en lugar de los 12 barcos que hacían el viaje anual a Oriente, hubiese 100. En la década siguiente, Nicolás Bacon, consejero responsable de los asuntos comerciales en Bruselas, presionó al gobierno provincial para que redujese las regulaciones y limitara los poderes de los gremios. Los gremios y otras medidas proteccionistas Los gremios, que regulaban como instituciones corporativas gran parte de la industria y el comercio de las ciudades, se convirtieron en el blanco de las principales críticas contra la regulación de la actividad eco­ nómica. Su debilidad como mecanismo regulador provenía de su excesi­ va dependencia respecto al gobierno urbano, en un momento en que los gobiernos nacionales estaban adquiriendo cada vez mayor importancia en la regulación económica y eran, por ello, los aliados más eficaces para quienes buscaban cierto respaldo, tal como supieron apreciarlo las com­ pañías que se dedicaban al comercio transoceánico. Las regulaciones gre­ miales desempeñaban una función vital, pues proporcionaban normativas legales para muchos sectores de la actividad económica, pero también contribuían a limitar la cantidad de personas que intervenían en los dis­ tintos mercados y a impedir la difusión de prácticas y técnicas innovado­ ras. En las primeras décadas del siglo xviii, los panaderos de la ciudad de Enghien, en los Países Bajos Austríacos, aprobaron unos estatutos con el fin de proteger sus privilegios frente a advenedizos y competidores. Los gremios apenas solían preocuparse de la situación en que quedasen otros productores independientes. Podría considerarse que el ordenado mundo económico que trataban de defender y mantener los gremios era contrario al crecimiento v^U'Vjíujíiíiv-vj. jtvjí guu, íhucíios gooiernos aooptaron una actitud hostil hacia grupos corporativistas que regulaban la actividad eco­ 100

nómica, y sobre todo cuando esta regulación podía actuar con indepen­ dencia del control estatal. Pedro I el Grande se opuso a las corporaciones mercantiles privilegiadas. Pensaba que su insistencia en la concesión de privilegios era perjudicial para la economía, y que la expansión de la burocracia, que constituía un importante logro de su reinado, hacía inne­ cesaria su función como asesores del soberano. Pedro I estableció gre­ mios de oficios para regular la relación entre maestros y aprendices, que hasta entonces se regía de forma consuetudinaria, pero se trataba de agru­ paciones creadas por el gobierno que carecían de privilegios especiales y cuyo ingreso no constituía un derecho exclusivo que pasaba de padres a hijos. En otras partes de Europa, los gremios fueron sometiéndose progresivamente al control estatal. En el Imperio, los gobiernos descon­ fiaban mucho de las organizaciones gremiales, porque mantenían fuer­ tes vínculos entre diferentes Estados, como la agrupación que protegía a los viajantes de comercio. En 1732-35, Federico Guillermo I reorgani­ zó los gremios, conservando su capacidad de regulación y aprendizaje, pero haciéndolos más afines a los intereses del gobierno. En 1772, la ciu­ dad de Brujas arremetió contra los privilegios de la corporación de carni­ ceros, que mantenía en gran parte una estructura hereditaria, y permitió que vendiese carne dos días por semana cualquiera que quisiese hacerlo de forma independiente; esto provocó enseguida la caída del precio de la carne. Por otra parte, la ordenanza decretada por José II en 1786, que ponía fin al monopolio mercantil de los gremios, propició el desarrrollo de las industrias caseras. Los efectos producidos por las medidas que se aplicaron en contra de los privilegios gremiales variaban mucho. En los Países Bajos Austría­ cos, el control monopolístico que ejercían los gremios sobre el comercio y la industria se redujo de manera considerable. Además, el equilibrio existente al principio entre los gremios y el gobierno respecto a su impor­ tancia en la regulación de la actividad económica, empezó a inclinarse a favor del poder central, aunque esto dependía en gran parte de la propia naturaleza de las distintas actividades industriales o comerciales. En los años 1780, la estructura gremial de la industria del algodón de Troyes se hallaba en decadencia a raíz de la difusión del sistema de producción a domicilio hacia el campo y de la afluencia de nuevos trabajadores. La mecanización no requería personal especializado en las técnicas tradicio­ nales y podía utilizar mano de obra no agremiada, como los niños. Por el contrario, en Ruán, pudo mantenerse su estructura gremial, porque la fabricación de la pañería de lana requería una mano de obra más especia­ lizada. En general, las diversas posturas adoptadas por los gobiernos hacia los gremios perseguían más su cooperación con la organización ministerial que su supresión. Esto se hallaba en relación con la actitud más ampliamente difundida que había hacia los privilegios en general, y hacia las cuestiones económicas en particular. La tarea de los gobiernos consistía en equilibrar necesidades contrapuestas e intereses divergentes, pero carecían de una estructura administrativa que les permitiese tener una valoración eficaz de la economía, y mucho menos su supervisión. No obstante, se llevaron a cabo muchas iniciativas para crear esa estructura. En Rusia en 1758 se estableció una comisión de comercio que se dedicó 101

a analizar métodos con los que se pudiese incrementar la actividad comercial, disminuyendo las restricciones y nombrando oficiales más honestos y mejor formados. Y tal como sucedió con otros consejos eco­ nómicos coetáneos, éste también concentró sus esfuerzos, en la industria y el comercio en lugar de la agricultura. En algunos países, hubo durante la segunda mitad del siglo XVIII constantes iniciativas emprendidas por los gobiernos para intervenir directamente y de forma tradicional en la regulación de la actividad eco­ nómica nacional. Mejoró, en general, el conocimiento que los gobiernos tenían sobre las cuestiones económicas y la economía de sus propios Estados en particular. Además, algunos gobernantes mostraron un inte­ rés especial hacia estas materias. Carlos Federico, Margrave de BadenDurlach, fundó en 1763 una sociedad económica en Karlsruhe, y en 1772 escribió un Resumen de los principios de economía política. Pero el control estatal sobre la vida económica siguió siendo bastante limita­ do, y aun cuando semejante limitación se debía esencialmente a su debi­ lidad administrativa, solía enmascararse bajo el firme lenguaje de las regulaciones gubernamentales. Se dependía siempre del consejo y la asistencia reguladora de otras instituciones o agrupaciones. Durante el reinado de Catalina II, los comerciantes de San Petersburgo eligieron a algunos de los agentes de aduanas locales. La relación existente entre la reglamentación estatal y los privilegios económicos particulares venía a corresponderse con la que se daba entre la supervisión estatal y su dependencia del apoyo administrativo de otros. Esta relación redujo considerablemente el peso que tenían las regulaciones estatales y puede que contribuyese a fomentar cierta incoherencia en la política guberna­ mental, ya que su reglamentación contrastaba en intención y/o en méto­ do con las situaciones reales que toleraba. En el caso de la industria sedera napolitana, las posturas defendidas por los reformadores dieron muestra de una considerable inconsistencia, pues coexistían en ellas, de forma contradictoria, planteamientos mercantilistas y de laissez-faire. El concepto de libertad económica era, por lo general, muy ambiguo. No solía considerarse la libertad como algo necesariamente opuesto a la autoridad real, sino más bien como resultado del apoyo de la Corona a la actividad económica, que adoptaba sobre todo la forma de privilegios; por tanto, éstos podían entenderse como un signo de distinción de la libertad económica, pero que no negaba la libertad a otros. En una socie­ dad organizada sobre una base corporativa, las iniciativas podían salir adelante con mayor facilidad contando con la protección que proporcio­ naban las exenciones y los privilegios. No obstante, esta actitud no sig­ nifica que todo el mundo aceptara necesariamente la disposición de privi­ legios. Con el fin de estimular la producción de carbón en el Languedoc, el gobierno francés otorgó en los años 1770 monopolios de explotación de ámbito regional a aquellos individuos o sindicatos que solicitaran pri­ vilegios; pero las quejas formuladas enseguida por los terratenientes hicieron que los funcionarios locales se mostrasen reacios a apoyar el establecimiento de semejantes monopolios. Y cuando en 1777 un grupo de comerciantes intentó obtener un monopolio para abastecer de aceite de oliva a la ciudad de Nápoles durante diez años, se llegó a decir que 102

esto habría supuesto la ruina para el cultivo y comercialización de este producto. Pese a las numerosas disputas que originó el reparto de privilegios y la regulación de actividades privadas, no encontramos tal conflictividad en las críticas hechas a la función desempeñada por los gobiernos en la economía. Y aunque existen escasos testimonios que apunten en este sen­ tido, podría decirse que las empresas públicas constituían un obstáculo para el crecimiento económico, tanto porque impedían el desarrollo de la iniciativa privada como porque malgastaban gran cantidad de dinero público. Por tanto, siguieron predominando las concepciones mercantilis­ tas, y sobre todo en cuanto al comercio internacional. Se fomentaba esta pervivencia del mercantilismo con la continua solicitud de privilegios que hacían los grupos mercantiles, pero también con los beneficios con­ cretos que se derivaban del proteccionismo, como los que les proporcio­ naba a los Países Bajos Austríacos el decisivo mercado de las exportacio­ nes de paños obtenido mediante concesiones hechas en los dominios patrimoniales de los Habsburgo en Austria y gracias a la firme creencia en que el Estado debía intervenir en esta materia. Podría considerarse como parte de la obligación tradicional que tenían los monarcas de cuidar de sus súbditos. De hecho, la prosperidad económica solía identificarse con los conceptos de bien común y de soberanía nacional. Esta postura hacía que la regulación de la economía se convirtiese a la vez en un deber y una necesidad, más que en una cuestión abierta al debate intelec­ tual. Cabría pensar que en Estados como Dinamarca, Prusia, Cerdeña y Suecia, sólo mediante la imposición de rigurosas restricciones sobre la importación se podía alcanzar el desarrollo de una sólida base industrial propia. La debilidad de los círculos comerciales e industriales nacionales constituía un verdadero problema, sobre todo para incrementar el capital disponible y organizar el comercio exterior. Sin embargo, probablemente se obtendrían mayores beneficios invirtiendo en la agricultura y permi­ tiendo que el capital extranjero participase más en la actividad económi­ ca. No resultaría fácil practicar la primera de estas dos opciones, dada la limitada capacidad de inversión de que disponían las administraciones de la mayoría de los Estados, sobre todo en las áreas rurales. No obstante, existían muchos aspectos, como las comunicaciones y el crédito rural, con los que se podía mejorar la infraestructura de la actividad agraria. Evidentemente, los beneficios del proteccionismo variaban según las regiones y los sectores de producción, pero no cabe duda de que consti­ tuían un importante obstáculo para el comercio. A este obstáculo para la actividad comercial que representaban las políticas proteccionistas nacionales, habría que añadir la carga fiscal de los derechos de tránsito. Este tipo de peajes existía en toda Europa y sobre todo en puntos de transbordo, tales como puertos marítimos y flu­ viales. El conjunto de tasas más famoso eran los Derechos de Peaje del Sund que pagaban las embarcaciones que cruzaban el estrecho pasando por el puerto danés de Elsinore. El importe económico que suponían estos derechos variaba mucho. Las mayores dificultades se daban en el transporte fluvial del Imperio (Alemania). En el Wesser, entre Bremen y Minden, había 21 estaciones de peaje; en el Rin, entre Basel y Rotter­ 103

dam, hasta 38. Estos derechos de peaje tenían también efectos negativos. El canal del Oder-Spree, que se terminó en 1668 y cuyas esclusas se reconstruyeron en piedra en 1702, se diseñaron en parte para facilitar el comercio entre Silesia y Hamburgo. Sin embargo, un comentarista señaló en 1716 que los peajes eliminaban la reducción de gastos que representa­ ba el transporte fluvial, pues había que pagar 28 peajes además de los costes adicionales que importaban los barcos de transporte en cada presa, esclusa y puente. A pesar de ello, fracasaron las reuniones conjuntas que se llevaron a cabo en 1685 y 1711 entre los representantes de los distintos estados que abarcaba esta ruta para bajar los peajes. Los 19 puestos de peaje que había en 1716 sobre el tráfico que discurría por el Danubio entre Regensburgo y Viena, contribuían a que se malvendiera el paño producido en Silesia que se embarcaba en Regensburgo. En 1740-41, el excesivo coste de los peajes en la “Navegación de Aire y Calder”, en el Condado de York, hizo que los comerciantes locales protestaran y crea­ ran una serie de caminos de peaje con los que evitar el paso por esta vía fluvial. Los elevados derechos de peaje que impusieron Austria, Holanda y Prusia a principios de los años 1750 en los tramos medios del Mosa, hicieron que el comercio fluvial recurriera al uso de las rutas terrestres alternativas. En 1749, los holandeses propusieron la creación de un pues­ to aduanero común para las tres potencias compartiendo sus ingresos, pero el proyecto nunca se llevó a cabo. Pero puede que los peajes tuvie­ ran una influencia aún mayor sobre las rutas comerciales. La transforma­ ción que experimentaron a mediados de siglo las prioridades del comer­ cio austríaco cambiando sus rutas tradicionales al Báltico y el Mar del Norte por la del Adriático, tuvo algo que ver con la pérdida de Silesia, pero también influyó en ello su sistema de aranceles y peajes. Los fuertes peajes impuestos en ríos como el Rhin encarecían de forma considerable el transporte por esas rutas, desalentaban el desplazamiento de artículos de bajo coste y tendían a dificultar el desarrollo de la especialización regional. Los peajes no constituían, sin embargo, el único obstáculo legal que tenía que afrontar el comercio. En 1700, sólo seis puertos franceses podían comerciar con sus colonias en las Indias Occidentales. El puerto holandés de Veer disfrutaba en exclusiva de un comercio libre con Esco­ cia sobre diversos productos y, por ello, se opuso rotundamente al pro­ yecto neerlandés que a mediados de siglo trataba de liberalizar el comer­ cio portuario. Este tipo de privilegios específicos solía adoptar la forma de peajes y aranceles. A principios de siglo, las refinerías de azúcar de Burdeos disfrutaban en exclusiva del derecho de transportar su producto a la mayor parte de Francia sin pagar los peajes interiores, por los que protestaban sus competidores de La Rochelle, Marsella y Nantes. El influjo negativo que ejercieron las tasas y peajes permite comprender mejor la importancia que suponía la designación de puertos libres. Así, por ejemplo, la preponderancia de Liorna como un activo centro comer­ cial se debió en gran medida a su designación como puerto libre en 1675. Otros príncipes italianos trataron también de conseguir resultados seme­ jantes; Messina se convirtió en un puerto libre en 1728 y Ancona en 1732, y cuando Austria quiso dar nuevo ímpetu a su comercio en el Adriático en 1719, otorgó este privilegio a Trieste y a Fiume. 104

El limitado desarrollo de estos puertos libres fue tan sólo un aspecto de los cambios que se introdujeron en la organización comercial para facilitar el comercio. Tales cambios supusieron también para algunos mercados la supresión o reducción de los derechos monopolísticos, y sobre todo de las compañías dedicadas al comercio transoceánico. No obstante, en general, la organización comercial no llegó a experimentar importantes transformaciones. Dos de los rasgos más evidentes de su conservadurismo eran el claro predominio de las empresas de carácter familiar y la gran importancia que seguían teniendo las ferias. Dado que el comercio se hallaba controlado por estructuras familiares, no resulta sorprendente que dispusiese de poco capital o que muchos comerciantes mantuvieran sólo un compromiso limitado respecto a su actividad comer­ cial, pues la consideraban como un recurso complementario para acumu­ lar esa riqueza que les permitiría convertirse en terratenientes, invirtiendo su dinero en acciones más seguras como la tierra con los valiosos benefi­ cios que reportaba en forma de privilegios y respeto. El comercio de La Rochelle se hallaba controlado por este tipo de negocios familiares. Las empresas y sociedades de carácter familiar eran tan esenciales como los vínculos de parentesco. Favorecían la acumulación y circulación de capi­ tales, proporcionando una valiosa relación de confianza en situaciones financieras precarias. Al igual que sucedía con los monarcas, también para los comerciantes era primordial la cuestión dinástica, y no sólo como un compromiso eventual, sino también como una forma de com­ portamiento habitual. En La Rochelle, las dotes constituían un sistema de redistribución de capital entre distintas generaciones y familias. Los ries­ gos que entrañaba el comercio colonial propiciaron cierta especialización en este sector. El de La Rochelle se veía afectado tanto por las fuertes fluctuaciones que tenían los beneficios del comercio de esclavos, como por las guerras y sus pérdidas coloniales. A raíz de esto, las familias de comerciantes no limitaban ya sus esfuerzos empresariales al comercio marítimo ni a una rama dentro de él, sino que equilibraban sus inversio­ nes entre el comercio y el cobro de rentas urbanas o rurales. Asimismo, en Rusia, donde los comerciantes nacionales se dedicaban en su inmensa mayoría al comercio interior, constituían empresas de un único propieta­ rio que no se especializaban en una determinada clase de productos. Otro aspecto que revela el escaso grado de especialización todavía existente era la pervivencia de las ferias de cambio. Constituían un claro reflejo de lo que era, en realidad, un sistema comercial esencialmente intermitente. La existencia de las ferias periódicas se hallaba relacionada con la necesidad de entrar en contacto con el mercado de forma ocasional o estacional. En Rusia, por ejemplo, la población rural sólo precisaba participar en una economía de mercado en la primavera para poder ven­ der los productos artesanales que se habían realizado durante el invierno, y en el otoño, para la venta de la cosecha. Los campesinos aprovechaban las ferias locales para intercambiar artículos, pero con frecuencia sin necesidad de intermediarios. Además de las ferias internacionales más importantes, como las de Beaucaire y Lvov, existía en el Continente una densa red de ferias locales. En 1743, había hasta 344 en el sur de Auvernia, y 407 en 1777. Los vendedores ambulantes, que llevaban a las zonas 105

más alejadas tanto productos nuevos como tradicionales, eran quienes podían averiguar mejor las verdaderas necesidades comerciales locales, pero se hallaban tan próximos a los límites de la economía de mercado como aquellos terratenientes que pretendían sustituir los pagos en especie de sus campesinos por rentas cobradas en metálico. Los vendedores ambulantes no solían ser miembros de la comunidad rural. Al igual que a aquellos que se dedicaban a otras actividades itine­ rantes, se les veía con recelo porque la gente los consideraba indepen­ dientes y ladrones, e incluso criminales en un sentido más amplio, pues difundían las ideas o los escritos sediciosos y heréticos, o participaban en prácticas ocultistas. En cierta forma, también muchos mercaderes compar­ tían este tipo de alienación, sobre todo cuando pertenecían a alguna mino­ ría étnica o a un determinado grupo religioso. En la mayor parte de Europa oriental, muchos comerciantes eran judíos, y dentro del Imperio Otomano solían serlo armenios, griegos y judíos. La forma más llamativa que adoptó este separatismo la encontramos en el comercio internacional, que aparecía en manos de pequeñas comunidades extranjeras, integradas principalmente por británicos en Portugal y Rusia, y por holandeses en Suecia y también en Rusia. Las comunidades británicas de Lisboa y Oporto estaban prote­ gidas por un tratado internacional y disfrutaban de un estatus legal y reli­ gioso especial, que contemplaba la existencia de sus propios tribunales. Su experiencia empresarial, la protección política con que contaban y su disponibilidad de capitales les permitieron penetrar en amplios sectores de la economía colonial y metropolitana de Portugal, como sucedió directamente en el caso del comercio del vino e indirectamente en la eco­ nomía brasileña. El control que tenían diversos comerciantes británicos y holandeses sobre el comercio ruso del Báltico obligaba a otros países como Francia, a recurrir a ellos como intermediarios. Los holandeses organizaron el suministro de artículos de lujo franceses a la aristocracia rusa, pero también el de los pertrechos navales que precisaban en Fran­ cia, transportando el género y financiando el comercio. Gran parte de las exportaciones de Nápoles estaban controladas por comerciantes genoveses y franceses. Además de este dominio de los mercaderes extranjeros, también determinados grupos nacionales solían ejercer monopolios des­ proporcionados. El desarrollo económico del norte de Suecia se hallaba íntimamente ligado a la explotación de materias primas como el hierro, el alquitrán y la madera, que, de forma muy práctica y económica, se podí­ an transportar sueltas por barco. Aunque en 1766 se levantó la prohibi­ ción legal que impedía enviar barcos al extranjero, en los años 1780 sólo se enviaba a los principales mercados extranjeros el 10% de estas mate­ rias primas. La falta de capital en manos de los ciudadanos del norte de Suecia hacía que el comercio exterior se mantuviese en general en manos de acaudalados comerciantes de Estocolmo. Por ello, el norte de Suecia siguió siendo una zona preindustrial periférica, cuyo desarrollo quedó truncado por la falta de capital. La importancia económica y social que tenían el mercado y los comerciantes se hallaba, sin duda, bastante mermada en gran parte de Europa debido a este carácter “extranjero” de la comunidad mercantil. El impacto local de la competencia comercial entre distintos grupos, como 106

la que protagonizaron en 1722 los mercaderes judíos y franceses de Saló­ nica (Grecia), era demasiado limitado. El carácter extraño de muchos comerciantes contribuía a frustrar el deseo de emularlos y reducía su posible papel dentro de la comunidad local. Excepto en algunos casos significativos, esta segregación solía mermar también su impacto econó­ mico, desalentando su inversión en intereses locales. Aun así, ésta no es la única causa que explica el restringido papel que desempeñaba el comercio. Algunos productos y puertos se encontraba muy poco integra­ dos en el entorno económico que les rodeaba. Este fue, sobre todo, el caso de los puertos que se dedicaban esencialmente al comercio colonial y que solían servir como simples puertos de transbordo. Así pues, puertos como La Rochelle o Whiteheaven, que carecían de una región próspera hacia el interior y de unas redes de comunicación desarrolladas, no podían actuar como fuerzas dinámicas para tirar de sus economías regio­ nales. Por el contrario, puertos como Glasgow, Liverpool, Ruán y Burdeos reflejan una estrecha relación con las transformaciones que se produjeron en las regiones circundantes del interior. A lo largo de este período, se pueden apreciar diversos cambios en la organización de la actividad comercial. Aunque en distinta escala, allí donde se producían estos cambios se tendía a desarrollar la economía monetaria. Esta tendencia afectó a una gran variedad de actividades que iban desde los editores de Sajonia en general, y de Leipzig en particular, que abandonaron la práctica tradicional de los intercambios en especie por el pago de dinero en efectivo, hasta los numerosos campesinos pola­ cos que vieron cómo sus servicios en trabajo debían sustituirse por pagos en metálico. Por otra parte, aunque seguían predominando las organiza­ ciones empresariales de carácter familiar, en algunas zonas adquirieron importancia las sociedades anónimas. La escasa especialización que caracterizaba el sistema económico, por ejemplo, en cuanto a los barcos mercantes, hizo que se dieran casi con la misma frecuencia tanto las inversiones como la falta de ellas. Sin embargo, se aprecian cada vez más signos de continuidad en las inversiones; por ello, en La Rochelle, la estructura de las compañías evolucionó hacia organizaciones más dura­ deras y complejas. Un cambio más significativo que encontramos en este siglo fue el incipiente papel desempeñado en los mercados internacionales por mer­ caderes de otros países que, hasta entonces, no habían sido considerados como importantes potencias comerciales. Este fue el caso, sobre todo, de varios Estados alemanes, de Suecia y de los Países Bajos Austríacos. A fines de la década de 1760, los comerciantes de estos últimos desarrolla­ ron un comercio de paso, en el que el puerto de Ostende actuaba como intermediario entre Gran Bretaña, por una parte, y el Imperio y Lorena, por otra, que fue en detrimento de la actividad mercantil holandesa. En los años 1780, algunos mercaderes de Bruselas como Frédéric Romberg, eran importantes comerciantes y poseían numerosos barcos; además, la cuarta guerra anglo-holandesa produjo el gran éxito comercial que vivió Bruselas en los años 1780-83. En 1767, 2.779 de los 6.495 buques que atravesaron el Sund eran suecos o daneses. Los puertos de La Hansa -sobre todo Hamburgo- y el puerto danés de Altona experimentaron 107

también un considerable aumento de su actividad, hasta el punto de que a partir de mediados de siglo, Hamburgo; Bremen y el puerto prusiano de Stettin fueron suplantando progresivamente a los holandeses en el comer­ cio existente entre Burdeos y el Báltico. Al comparar las exportaciones de aceite de oliva de Gallipoli en Apulia en 1744, con las del año 1780, se puede apreciar que antiguos mercados, como los de Gran Bretaña y las Provincias Unidas, habían descendido en volumen y que ya no se emple­ aban como intermediarios, mientras que, por el contrario, habían crecido de forma considerable las exportaciones procedentes de Hamburgo, Stet­ tin y del Báltico en general. Este desarrollo se verá truncado por las guerras napoleónicas y la desorganización del comercio que éstas provocaron; así pues, a partir de entonces Gran Bretaña dominará el comercio marítimo y Francia desarrollará las rutas comerciales continentales. No obstante, parece evidente que en la década de 1780 hubo un crecimiento notable en la actividad comercial de algunos estados situados fuera de Europa occi­ dental, que se vio acompañado por un moderado crecimiento industrial en algunas regiones y un aumento de la competitividad frente a los pro­ ductos de Europa occidental. La competencia de los paños holandeses y silesios hizo que cayeran las ventas de los paños ingleses en Kónigsberg hacia el año 1715. Durante las dos décadas siguientes el dominio francés sobre el mercado de los hilados españoles se vino abajo con la llegada de los hilados de Silesia exportados por barco desde Hamburgo. Este mercado era lo bastante interesante como para que Bremen partici­ para en él durante un conflicto internacional suscitado entre España y Hamburgo en 1752. La fábrica de encajes de Brno en Moravia quebró en 1789 debido, en parte, a que una nueva guerra entre Austria y el Imperio Otomano había cerrado su principal mercado de exportación. El número de trabajadores empleados en “talleres artesanales comerciales” del sur de Austria se incrementó desde unos 20.000 en 1762, hasta más de 180.000 en 1790, cifras que pueden equipararse a las que encontramos en Bohemia y Moravia. Y se produjeron cambios estructurales mucho más significativos en la economía de estas regiones cuando hacia 1780 comenzaron a adquirir mayor importancia organizaciones empresariales de mayor envergadura y más concentradas. Pese a que carecían de los espectaculares beneficios del comercio colonial, se aprecian sin embargo claros signos de desarrollo en el comercio de las potencias que no contaban con imperios coloniales. Este se debió en gran parte a la importancia que tenían los artículos europeos que se transportaban solamente por rutas marítimas cortas. Aunque era elevado el valor que alcanzaban en Europa los productos de Ultramar, sus beneficios disminuían bastante debido al riesgo y a los costes que entrañaba su comercio, pero también por el retraso con que podían recu­ perarse las inversiones hechas. Por el contrario, el comercio continental resultaba muy superior en volumen y mucho más seguro, y requería una inversión moderada y menor protección política y militar. Así pues, mientras que las compañías comerciales de transporte, los grandes con­ sorcios o los ricos comerciantes que dominaban el comercio de Ultramar llegaron a generar gran parte de los conflictos de la época, pero también 108

una amplia documentación y mucha mayor atención por parte de los especialistas, sucedió a la inversa con el grueso del comercio continental europeo. Por ello, se ha infravalorado la importancia económica de este último. Gran parte de él se centraba en el transporte de productos no ela­ borados, desde las áreas de producción hacia las de procesamiento y con­ sumo. En 1778-80, 14,6 millones de rublos de los 18 millones que gene­ raban las exportaciones rusas procedían de sus ventas de provisiones navales (como cáñamo, lino, sebo y lona), madera, hierro, grano y caviar. Las cuentas de los Derechos de Peaje del Sund para los años 1784-95 muestran que los artículos que solían exportarse con más frecuencia hacia el oeste eran: cáñamo (para hacer sogas), sebo (para iluminación, lubricantes, fábricas de jabón y de curtidos) y hierro, que se enviaban sobre todo a Gran Bretaña; linaza (para tintes y jabones), a las Provincias Unidas; lino (para hilados), a Gran Bretaña y Portugal; trigo, centeno, potasa (para blanquear), jabón y vidrio hacia Gran Bretaña, Francia, las Provincias Unidas y los Países Bajos Austríacos. En cambio, hacia el este, las principales mercancías eran: vino, brandy, azúcar, café, tabaco y sal, que procedían del Cheshire, la costa occidental de Francia, Setúbal en Portugal, Alicante e Ibiza en España, Cagliari en Cerdeña y Trapani en Sicilia. Entre 1770 y 1790, los cereales, la madera y los productos forestales suponían entre el 80 y el 90% de las exportaciones de Danzig (ahora Gdansk), el principal puerto polaco, que importaba café, vino y sal. Suecia compraba anualmente grandes cantidades de grano polaco, prusiano y ruso. En los años 1780, el producto que importaban en mayo­ res cantidades los suecos era la sal procedente de la Península Ibérica y de algunos puntos del Mediterráneo, poniendo en relación a Suecia y Dinamarca con la isla de Cerdeña, para la que constituía su exportación más importante. Para muchas regiones, tenía enorme trascendencia la exportación de productos básicos; así, por ejemplo, los caballos de Holstein o la seda del Piamonte representaron hasta el 78,7% de sus respecti­ vas exportaciones en 1752. Los viajeros de la época suelen hacer referencias que apuntan hacia una actividad comercial bastante amplia. Lady Miller, al tomar en 1770 la ruta del Mont Cenis situada entre Lyón y Turín, se encontró con muías que transportaban arroz que procedía de Italia y en la otra dirección las mismas bestias de carga transportaban joyería y tejidos caros4. Evidente­ mente, el impacto económico de este tipo de comercio variaba según las zonas, y en algunas regiones era decisivo. Noruega exportaba madera, pescado y metales, y los campesinos, de forma directa o indirecta, parti­ cipaban en una producción destinada a la exportación, que se cree que hacia 1801 podría suponer hasta un 30% de la producción total del país. El comercio adquirió, sin duda, un gran importancia, pero no debería exage­ rarse su papel o los cambios que experimentó a lo largo del siglo XVIII. Por extraño que parezca, en muchos aspectos las formas de organización mer­ cantil, las rutas comerciales y los productos presentan pocos cambios signi­ 4 MILLER, A., Letters from Italy (1776), I, 83. i.i no yjy

ficativos. Seguían existiendo importantes obstáculos para el comercio, como los que se habían creado expresamente para influir en él (tasas y prohibiciones) o como los que hacían que se retrayese, debido al menor prestigio que tenían los comerciantes comparado con el de los terrate­ nientes. Ambos factores tuvieron enorme influencia en su desarrollo y resulta inútil especular sobre lo que habría sucedido si no hubieran existi­ do. No obstante, parece que el principal obstáculo fue el escaso grado de complejidad y desarrollo que tenían tanto la agricultura como la indus­ tria. U n a e c o n o m ía e n t r a n s f o r m a c ió n

La cuestión de los cambios en la actividad comercial está relacionada con el problema más general de valorar en conjunto la situación econó­ mica en Europa. Ciertamente éste es el tema más importante para los investigadores, ya que los resultados de la economía, en términos de renta per cápita y globales, condicionaba tanto los niveles de vida y las expectativas de la población de Europa como la capacidad fiscal y, por lo tanto, las realizaciones políticas de sus gobiernos. Sugerir que la situa­ ción económica del Continente era, a la vez, de cambio y de continuidad, innovación y conservadurismo, supone llamar la atención sobre la varie­ dad que había en la actividad económica y la diversa fortuna regional que caracterizaba a Europa. Existen muchas dificultades para medir el volu­ men de actividad y valorar hasta qué punto era posible introducir cam­ bios. Al igual que les sucede a los estudiosos actuales, el cálculo de las actividades económicas ya planteaba problemas a los contemporáneos. Pero, a veces, los europeos del siglo XVIII no eran muy conscientes del valor de las estadísticas, y, por otro lado, las cifras que nos han llegado son incompletas o plantean tantos problemas como los que resuelven. Naturalmente, ésta es una característica común a todas las estadísticas, aun así, si echamos una ojeada a las cifras que se han conservado nos brindan una idea del problema. Para el gobierno era interesante conocer el tamaño de la población, pues revelaba en parte la potencia del Estado, en términos de cantidad de personas que podían pagar impuestos o reclu­ tarse como soldados. Los datos demográficos también proporcionaban información sobre productores y consumidores. A menudo, el interés por las estadísticas de población aparece vinculado a la realización de pro­ yectos concretos. El censo que se llevó a cabo en Aragón a mediados de la década de 1710 tenía un claro propósito fiscal. Durante el dominio austriaco de la Pequeña Valaquia (1718-39) se organizó un sistema fiscal que requería el establecimiento de impuestos fijos y la elaboración, por vez primera, de un censo preciso. Los terratenientes intentaron evitar su aplicación y ocultar el número real de sus campesinos, haciendo que apa­ reciesen notables variaciones en las cifras de los censos locales realiza­ dos durante los años 1720. Cuando se introdujeron los impuestos directos en Ucrania en 1722, la recaudación fue bastante desigual, debido a la falta de precedentes, de cooperación y de información. Con el propósito de conseguir una base fiable sobre la que aplicar sus pretendidas refor­ 110

mas fiscales, se ordenó al gobierno de Lombardía en la década de 1750 que actualizara sus censos anteriores. Una vez aplastado el levantamiento de Pugachev, se realizó un censo preliminar de los cosacos Yaik para reorganizarlos bajo un estricto control del gobierno. En 1786, se calculó la población total y el número de propietarios de viviendas de Namur para poner en práctica un proyecto que había ideado José II para la reestructuraciónn del sistema de parroquias. Dadas Jas consecuencias fiscales que solía tener la elaboración de los censos, no es de extrañar que fueran impopulares y que trataran de evitar­ se en la medida en que fuera posible. Una de las razones que explican la impopularidad del clero parroquial ruso era su obligación de informar sobre la población. También existían muchos problemas de fiabilidad, debidos en parte a la movilidad de la población europea y a la importan­ cia de las migraciones estacionales. En Sicilia, la Diputación (un comité permanente de su Parlamento General) tardó 23 años en completar el censo de 1747, pero la tendencia general en el Continente fue bastante variada. En Suecia se realizó un censo en 1749; en Dinamarca, por pri­ mera vez, en 1769; y los primeros censos oficiales de la población espa­ ñola datan de los años 1768 y 1787. El censo de Saboya-Piamonte, plani­ ficado ya en 1700, se llevó a cabo finalmente en 1734. Sin embargo, en Gran Bretaña no se hizo ningún censo hasta 1801, y la información dis­ ponible sobre la población de los Balcanes y de Polonia era muy escasa. También la información conocida sobre la propiedad de la tierra presenta una variedad semejante y la relativa a la productividad agraria resulta demasiado limitada. Conocer el tamaño y rendimiento de las propiedades era imprescindible para gravar proporcionalmente la riqueza agraria, que representaba el grueso de los recursos nacionales en la mayoría de los países. Carlos XII de Suecia quería contar con un registro de la propiedad de la tierra que sirviera de base para aplicar una reforma de los impuestos sobre la tierra. La Comisión Sueca para la Medición de Pomerania (1692-1709) fue creada para diseñar las bases del nuevo sistema imposi­ tivo. Federico Guillermo I introdujo un impuesto único sobre la tierra en Prusia Oriental, que debía pagar tanto la nobleza como el campesinado, basándose en los registros de tasación de las tierras y en la productividad del suelo. Federico II introdujo un impuesto similar en Silesia en 1740 y en Prusia Occidental en 1772. Se aplicó un control sistemático sobre los impuestos de Silesia, incluyendo una cuidadosa valoración de la produc­ tividad de la tierra. En 1711 y 1738 se completaron detallados estudios sobre la tierra de Piamonte y Saboya, respectivamente, especificando su propiedad y su valor. Sin embargo, estos proyectos tenían que hacer fren­ te a considerables grandes dificultades. En cierta forma, pueden servirnos como muestra de la fuerza con que contaban muchos Estados, pues ponen de manifiesto su capacidad para ejecutar nuevos proyectos ante la oposición de aquellos que disfrutaban de privilegios y de cuya coopera­ ción dependía la estabilidad del gobierno. Al igual que en otros aspectos, los informes sobre la tierra sugieren que el poder de los gobiernos, o posiblemente, la cooperación de los terratenientes con estos proyectos noveles, aumentaron a lo largo del siglo XVIII, y sobre todo a partir de 111

1748, aunque sólo hasta cierto punto. La aplicación del registro de la tie­ rra inaugurado en 1777 en los Estados Pontificios se vio entorpecida por la oposición de los terratenientes. La iniciativa del duque de Curlandia de realizar un estudio de sus propias haciendas fue rechazado airadamente por los nobles, que pretendían transformar sus contratos de arriendo en títulos de propiedad. Durante la revuelta húngara de 1789 se destruyeron los registros de propiedad que se iban a utilizar como base para la refor­ ma de la tenencia de la tierra. Esta resistencia de los propietarios podía representar un grave obs­ táculo, ya que las inspecciones de las tierras ponían a prueba la capacidad operativa de las Administraciones locales. Se suponía que el Colegio Ruso de Propietarios de Tierras tenía que documentar todas las transfe­ rencias que se produjesen en la propiedad de la tierra en un registro de terrenos, pero, como las transacciones sólo se podían registrar oficial­ mente en San Petersburgo o Moscú, muchas no constan o se perdieron por su pésima conservación. En 1766, la imposición de la pena de muerte para quienes obstruyesen la actividad de los inspectores de la tierra no contribuyó a mejorar la estructura administrativa necesaria ni favoreció un apoyo político más amplio. Las posibilidades con las que contaba Rusia para controlar la gestión de los impuestos y gobiernos locales eran muy reducidas, debido a la ausencia de una inspección eficaz de la situa­ ción de las tierras. En las provincias bálticas, la nobleza se negó a aceptar una nueva inspección del gobierno ruso. En 1766, siguiendo las reco­ mendaciones de Du Pont y del marqués de Mirabeau, se encargó a Char­ les de Butre que inspeccionase todos los pueblos de la región de Badén para poder calcular un impuesto directo, sencillo y equitativo, pero toda­ vía en 1789 sólo había podido examinar 58 pueblos. Pese a que los gobiernos solían ordenar que se ampliase la informa­ ción disponible sobre la actividad económica, ésta seguía siendo también demasiado limitada. En Sicilia, Víctor Amadeo II ordenó, por ejemplo, que se hiciesen censos de los morales y los olivos. Las ordenanzas dane­ sas de 1708 sobre la pobreza fijaban pautas para establecer las posibilida­ des de contribución fiscal de cada miembro de una parroquia en función de las necesidades que tuviese su parroquia en conjunto. Para llegar a contar con la adecuada cobertura de un seguro, todos los edificios tenían que atenerse a la descripción contenida en la disposición estatal, de carácter obligatorio, para los seguros contra incendios, introducida en Dinamarca en 1761, cuyas valoraciones debían revisarse en teoría cada diez años. Los gobiernos buscaban información para atender a una amplia variedad de objetivos concretos, porque se pensaba que esto con­ tribuía a mejorar las actividades del Estado, y también porque respondía a lo que parece ser cierto interés general hacia la clasificación y la cuantificación. Víctor Amadeo II trató de elaborar un registro de los caminos y puentes de Sicilia, y la Administración austríaca que le sucedió, utilizó a sus ingenieros militares para preparar el primer mapa detallado de la isla. En Sajonia, donde se introdujo un nuevo patrón para la milla, el geóme­ tra Adam Zürner llevó a cabo una investigación cartográfica, en la que completó hasta 900 mapas que sirvieron de base para el Mapa Electoral Postal, publicado por primera vez en 1719. Descubrió que muchos de los 112

miliarios de las principales carreteras de Sajonia que discurrían entre Dresde y Leipzig se habían perdido o estaban colocados a una distancia errónea. Federico Guillermo I solicitó informes regulares sobre la pro­ ducción de las cosechas, las fluctuaciones de los precios y la cría de ganado vacuno. Sin embargo, sólo en sus dominios personales se llevaba un registro exacto, y las iniciativas hechas por Federico II para obtener estimaciones periódicas e información estadística se vieron limitadas por el uso de diferentes criterios en las provincias que impedían extraer datos comparables, y éste fue un problema común a toda Europa debido a la ausencia general de un sistema de medidas unificado. En Suecia, se creó en 1749 una oficina nacional de estadística y desde mediados de siglo se comenzaron a recopilar, de forma regular, en los Países Bajos Austríacos las estadísticas industriales. Durante los últimos años del reinado de Luis XV, el gobierno francés mostró gran interés por la elaboración de encuestas y esta­ dísticas, debido sobre todo a la iniciativa de Controladores Generales de Finanzas, como Terray (1770-74) y al apoyo de algunos Intendentes emprendedores. Para hacer efectiva su política “dirigista”, Terray propu­ so establecer un sistema de recogida de información sobre el abasteci­ miento de grano que le permitiera controlar el mercado para bajar los precios y acabar con los períodos de carestía. Aunque todas las iniciativas emprendidas para recoger información dependían excesivamente de la cooperación de los demás, a veces se obtenían éxitos bastante razonables. El Consejo de Comercio francés desempeñó un papel muy importante en la recopilación de datos a través del Bureau du Commerce, oficina que contribuyó a crear en 1713. Sin embargo, gran parte de la información que proporcionaban los comer­ ciantes al gobierno estaba destinada a fines concretos y por tanto ofrece un grado de fiabilidad algo cuestionable. Pero semejante problema era general, pues se trataba de una sociedad en la que resultaba difícil com­ probar los informes cuando las técnicas de archivo eran tan precarias y las de contabilidad muy limitadas. El gobierno de Nápoles se consideró incapaz de hacerse una idea precisa del estado en que se encontraban sus bosques, debido a la falta de fiabilidad y a las cifras contradictorias que ofrecían los informes con los que contaba. El proyecto de Terray se frus­ tró por las malas cosechas, pero también porque muchos intendentes no aportaron la información necesaria, las comunicaciones eran muy lentas y la burocracia del siglo x v iii tenía poca capacidad para gestionar unos recursos económicos que apenas conocía.Y en 1774, Turgot abandonó la demanda de informaciones acordada por Terray el año anterior. Si resulta difícil valorar qué cambios se produjeron durante el siglo XVIII, también lo es establecer qué tipo de cambios eran posibles y emplear, a su vez, semejante interpretación en un análisis más general sobre el grado de equilibrio que hubo entonces entre los fenómenos de cambio y continui­ dad. Señalar las discrepancias existentes entre las aspiraciones de cambio y/o innovación y los escasos logros que se consiguieron tanto en materia económica como política, social, religiosa o administrativa, no implica negar que se hubiesen producido cambios. Evidentemente, el equilibrio entre ambas tendencias varió mucho según las regiones. Por ejemplo, una región que experimentó una transformación notable fue la parte central 113

de Escocia, donde a mediados de siglo se dio una gran expansión en la actividad económica, sobre todo en los sectores de la banca y la indus­ tria. Aunque el comercio del azúcar y del tabaco era una actividad encla­ vada en Glasgow, los beneficios que se derivaban de él sirvieron de estí­ mulo para otros sectores de su economía, como también lo hizo la Guerra de los Siete Años. Parte del capital mercantil se empleaba en la compra de tierras, pero ni la mentalidad comercial local ni el sistema de impues­ tos vigente fomentaron una transferencia total en este sentido de los fon­ dos de la industria y el comercio. La inversión de los beneficios del comercio de tabaco fue la base del desarrollo de la industria química ubi­ cada en la parte centro-occidental de Escocia. Asimismo, la liquidez de bancos como el Banco Real, en Edimburgo, se vio incrementada con los beneficios de los comerciantes del tabaco. A principios de los años 1760 aparecieron los bancos provinciales de Aberdeen, Ayr, Dundee, Glasgow y Perth, y diversas industrias crecieron de forma considerable. Aunque en 1759 parece que sólo funcionaban siete de las nuevas máquinas de vapor, a partir de entonces fue aumentando su utilización en la minería del carbón y durante la década de 1760 la industria siguió creciendo. Desde principios de los años 1750 empezaron a construirse mayores ins­ talaciones de forja y fundición, sobre todo en los alrededores de Glas­ gow. En 1761, la Compañía Carrón, en Falkirk, una de las principales empresas metalúrgicas, tenía 615 empleados y representaba un buen ejemplo del aumento de las inversiones de capital en la industria y en los intereses industriales que ésta implicaba. Entre 1750 y 1756 se constru­ yeron cuatro nuevos molinos de papel y a partir de 1753 comenzó a cre­ cer la industria de los paños estampados. En esa misma década se desa­ rrolló la industria química escocesa con refinerías de azúcar en Dundee y trabajos con vitriolo en Prestonpans. En este período, Escocia también se caracterizó por su interés científico e intelectual; la Sociedad Selecta, fundada en 1754, era uno de los “salones” escoceses que promovían el progreso y las innovaciones tecnológicas. Se preocupó especialmente por la incorporación de mejoras en la agricultura, y de hecho, la patata se introdujo como un cultivo de consumo en 1743. Tan importante como valorar estos progresos, es reconocer el atraso que seguía teniendo en general la economía escocesa, y que se aprecia sobre todo en su actividad agrícola y financiera. Los precios agrícolas eran todavía demasiado sensibles a las fluctuaciones de las cosechas, y esto redundaba gravemente sobre los demás sectores de la economía. También había problemas con el crédito. En 1761, el sistema de crédito escocés demostró contar con reservas en metálico claramente insuficien­ tes y en los años 1760 hubo una grave crisis de cambio entre Escocia e Inglaterra. No obstante, el crecimiento de la economía en la parte central de Escocia permitió demostrar que era factible realizarlo en este período y que podía darse en cualquier región. Evidentemente, el desarrollo agu­ dizaba las diferencias económicas existentes entre las regiones, pero esto no constituye un rasgo novedoso del siglo XVIII. Al igual que en períodos anteriores, los contrastes no se daban tanto entre zonas urbanas industria­ les en desarrollo y áreas agrícolas estancadas, sino, más bien, con otras zonas industriales en decadencia, puesto que muchas ciudades no eran 114

centros de producción importantes y gran parte de la industria, inclu­ yendo aquellas que se hallaban en vías de desarrollo, se ubicaban en el ámbito rural. Por ello, la diferenciación fundamental se establecía entre aquellas zonas que estaban experimentando un desarrollo económico, interdependiente e integrado en una economía de mercado, y aquellas otras en las que apenas existía esta condición. Sin embargo, en general, el siglo XVIII se caracterizó por una mayor interdependencia económica, cuyas causas y consecuencias fueron muy distintas. La expansión de la economía monetaria, las demandas fiscales del Estado y los problemas y posibilidades creados por el crecimiento de la población influyeron directamente en este proceso. Aunque haya que destacar el predominio de la agricultura y el limitado alcánce que llegó a tener el progreso técnico, también es preciso considerar los cambios que se produjeron. Y si bien, en general, el crecimiento económico europeo no supo responder de forma adecuada a las necesidades del crecimiento de la población y esto originó un deterioro del nivel de vida, algunas regiones sí experimentaron un considerable desarrollo.

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CAPÍTULO IV

LA SOCIEDAD

“Sinceramente me dan pena, son tan esclavas como lo que he oído decir acer­ ca de los negros en las Indias Occidentales. No es raro verlas trillando el grano, conduciendo carretas, recogiendo nabos o arreglando los caminos.” (Esto escribió, en 1787, Adam Walker refiriéndose a las mujeres que vio a lo largo de su viaje entre Füssen, en Baviera, e Innsbruck, en Austria)1. Las relaciones y actitudes de los europeos del siglo XVIII eran reflejo de una fuerte herencia cultural y de un entorno económico y tecnológico común. La herencia judeo-cristiana, claramente enunciada en las ense­ ñanzas y reglas de las Iglesias cristianas, permitía sólo la monogamia; prohibía el matrimonio entre consanguíneos; estipulaba el nacimiento de los hijos como un objetivo primordial del matrimonio y condenaba aquéllos producidos fuera de él; denunciaba el aborto, el infanticidio, la homosexualidad y el bestialismo; dificultaba el divorcio; imponía a los padres el cuidado de sus hijos y les exigía a cambio reverencia y obe­ diencia; veneraba la edad y ordenaba respeto hacia la autoridad, religiosa o seglar, legal o política. El entorno en que vivía esta sociedad contaba con un escaso grado de desarrollo tecnológico y era predominantemente agrario. La productividad económica era baja, había pocos mecanismos que pudiesen sustituir al trabajo manual y los valores que se podían reci­ bir a cambio del trabajo eran bastante limitados. La mayoría de la pobla­ ción no controlaba ni producía buena parte de la riqueza. La principal forma de conseguirla era a través de la herencia, que solía atenerse a la estructura familiar. No resulta extraño, por tanto, que el carácter domi­ nante en esta sociedad fuera patriarcal, jerárquico, conservador y machista, y que estuviera asociado a cierto particularismo que se forjó durante largo tiempo frente a las aspiraciones universalistas de las Iglesias. 1 WALKER, A., Ideas suggested on the spot in a late excursión (1790), p. 108.

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LA MUJER Y LA FAMILIA

A partir de la visión que nos proporcionan muchos libros de texto sobre este período, nos resultaría difícil creer que las mujeres representa­ ban la mitad de la población. Con frecuencia, no se las considera dignas de mención y rara vez aparecen en los índices. Se podría aducir que, como afrontaban los mismos desafíos ecológicos que los hombres, cual­ quier otro tipo de consideraciones adicionales resulta superflua. Sin embargo, la función biológica que desempeñaba la mujer entrañaba determinados problemas específicos y el trato que la sociedad les depara­ ba difería del que recibían los hombres. Las mujeres que araban los cam­ pos cerca de Lyón y Abbeville en 1787 o que arrastraban las barcas corriente arriba hacia Maguncia en 1789, tenían que sobrellevar el mismo trabajo penoso y las mismas enfermedades debilitadoras que los hombres que trabajaban con ellas, pero su situación legal era mucho peor; esto era reflejo de una cultura que concedía poder y respeto para el hombre y que apenas reconocía los méritos y logros femeninos. La economía de la pobreza se hallaba hasta tal punto extendida que buscar trabajo era una condición esencial para la mayoría de las mujeres de la población. El carácter restrictivo del trabajo disponible para la mujer, normalmente dentro del servicio doméstico o de las tareas agrícolas, y las limitaciones que imponía la vida familiar y social, definían la existencia de la gran mayoría de las mujeres. En gran parte del Continente, y sobre todo en países de la Europa noroccidental, tales como Inglaterra, la unidad básica dentro de la estructura social era la familia nuclear, que formaban una pareja casada y sus hijos no adultos. Sin embargo, las circunstancias variaban geográfica y socialmente, e incluso dentro de cada familia. En otras regiones, como las localidades próximas a Ussel en el Limousin (Francia), lo normal era la familia amplia. También predominaba este tipo de familias entre los granjeros de los alrededores de Salzburgo, pero no tanto entre los labradores, y en la ciudad empezaban a tener cada vez más importancia tipos de familias habituales en las ciudades modernas, como los que estaban integrados por una sola persona, o los que presen­ taban esquemas incompletos y residuales. En Languedoc, era frecuente que el hijo mayor que estaba casado viviera con su mujer y sus hijos junto con sus padres. En Curlandia, las obligaciones laborales influían en el tamaño de la familia, pues solía precisarse una estructura familiar mayor que la de la familia nuclear. En cambio, parece que en Alpascio (Toscana) se preferían las familias nucleares, pero tanto la falta de tierras como las defunciones y el sistema económico basado en una estructura familiar favorecían las asociaciones de parentesco. Desde luego, la estructura de una misma familia no era constante. Los nacimientos, el envejecimiento y la muerte hacían que el ciclo vital de las familias estuviera sujeto a un constante cambio. Era necesario adaptarse para sobrevivir en períodos en los que se producían variaciones dentro de la fami­ lia, como las que suponían añadir más miembros dependientes -niños peque­ ños o adultos inválidos-. Dado que estos grupos dependientes consumían sin trabajar, representaban un desafío para la economía de cada familia, pero también contribuían a crear graves problemas para la sociedad en 118

general. El mecanismo de respuesta más habitual ante esta perspectiva era evitar el problema en la medida de lo posible. En general, los gobier­ nos dejaban las responsabilidades de la asistencia social a las propias familias, las comunidades y a la caridad religiosa o privada. Cada familia se ocupaba del problema de alimentar a sus niños, haciéndoles trabajar todo lo que fuera posible y hasta que fuese necesario. A muchos niños se les buscaban ocupaciones cuanto antes o se les utilizaba para ayudar a mendigar.'Podían realizar multitud de tareas agrícolas e industriales. En Altopascio cuidaban el ganado niños de hasta 4 y 5 años. En Languedoc, los niños comenzaban desde pequeños cuidando gallinas y patos, después seguían con ovejas y cabras, y acababan con las vacas. En las minas de Cévennes, los niños de 12 a 15 años empujaban las vagonetas y las niñas de la misma edad lavaban el mineral. Los gobiernos y los publicistas aprobaban el trabajo infantil, arguyendo que prevenía la ociosidad y la mendicidad, educaba a los niños en el desarrollo de trabajos útiles y les acostumbraba a trabajar. Sin embargo, muchas familias no necesitaban ese estímulo. Su problema era encontrarles algún empleo a los niños y alimentarles hasta que fueran capaces de trabajar. La disponibilidad de tierras y la manera en que se trabajasen influían mucho en la forma de organización familiar. En aquellos casos en los que existía tierra abundante, como en gran parte de Europa oriental, y las relaciones de tenencia lo permitían, era posible que un joven se casase, dejase a sus padres y crease su propio núcleo familiar aparte. Por el con­ trario, cuando la tierra escaseaba este proceso resultaba mucho más difí­ cil y los hijos tenían que continuar viviendo en la casa de sus padres hasta una edad bastante avanzada. En Altopascio, donde había muchas familias amplias, se designaba al cabeza de familia bajo el término reco­ nocido oficialmente de capo di casa. La mayoría de ellos eran mayores de 38 años, y todos los que no perteneciesen a esta categoría eran sus dependientes legales. Se les denominaba figlio di famiglia (hijo de la familia), y no podían contratar tierras ni participar en ninguna otra forma de relación contractual por cuenta propia. En Languedoc, los hombres no adquirían sus derechos legales hasta la edad de 25 años. Parece que en zonas donde la tierra se cultivaba de forma colectiva, eran comunes las estructuras familiares amplias o complejas, como las comunidades frater­ nales. Los cambios demográficos imprevistos, y sobre todo el índice de mortalidad relativamente alto que había entre las mujeres jóvenes a con­ secuencia de los propios partos, y la frecuencia con la que las viudas contraían matrimonios en segundas nupcias, hicieron que muchos niños creciesen con madrastras, manteniendo una relación que no siempre resultaba fácil. Aunque su importancia es objeto de cierta controversia, las historias populares suelen describirlas de manera muy poco favorable. Por ejemplo, el juego de niños Belle-mére, recogido por Restif de la Bretonne, contraponía una madrastra viciosa a una hijastra maltratada. Fuese cual fuese el tipo de familia, resultaba esencial conseguir un empleo para el mayor número posible de sus miembros, no sólo para mejorar su bienestar, sino para reunir lo necesario para asegurar su sub­ sistencia. La asistencia social, cuando existía, no estaba pensada para ayudar a familias enteras. Solía ser de carácter institucional y diferencia­ 119

da por edades y sexos. Se atendía de forma individual y sólo en último extremo recurrían las familias a la caridad institucional. Las familias que no podían ocuparse de sus hijos los dejaban en hospicios. Por la misma razón, las madres solteras optaban por el aborto o el infanticidio, aunque se considerase a éstos como graves crímenes y el primero de ellos entra­ ñara un gran riesgo para su salud. Las mujeres, en general muy jóvenes, que eran castigadas por ello, y aquellas que estaban exhaustas por los fre­ cuentes partos que habían tenido, adolecían del carácter limitado y primi­ tivo de las prácticas anticonceptivas conocidas. Y el hecho de que los niños no deseados constituyeran no sólo una responsabilidad económica, sino también, en el caso de las madres solteras, la causa de graves des­ ventajas sociales y penas legales, empeoraba mucho su situación. En una sociedad donde la mujer buscaba el matrimonio como vía factible para conseguir al menos una precaria estabilidad, eran escasas las posibilida­ des de casarse que tenían las madres solteras, a excepción de las viudas que contasen con hijos de su primer matrimonio, y sobre todo si poseían alguna propiedad. Por ello, las madres solteras solían convertirse en pros­ titutas o eran tratadas como tales. Como vemos, tanto presiones económicas como sociales empujaban a la mujer al matrimonio y a buscar trabajo, estuviesen casadas o no. Un tipo de trabajo habitual entre las mujeres solteras y entre los hombres sol­ teros, era el servicio doméstico. En una sociedad donde las tareas de la casa eran duras y manuales, carentes de la más mínima ayuda tecnológi­ ca, el servicio doméstico constituía la forma de vida de mucha gente. Algunas tareas como la evacuación de excrementos eran desagradables. Acarrear agua, una tarea destinada por lo general a las mujeres, podía ocasionar dolencias físicas. El lavado y secado de la ropa suponía tam­ bién un gran esfuerzo; había que restregar o golpear la ropa sucia, y las planchas primitivas requerían mucha fuerza muscular. Muchos sirvientes eran inmigrantes procedentes de zonas rurales, pero al no ser miembros de colectivos y carecer del respaldo de agrupaciones gremiales, estaban completamente a merced de sus amos. Dentro de la jerarquía del servicio era posible alcanzar cierta promoción, pero el servicio doméstico no solía considerarse como un trabajo especializado ni una profesión. Los salarios eran bajos y muchas veces se pagaban en especie; esto hacía muy difícil la vida para aquellos que deseaban casarse y dejar el servicio, ya que la existencia de sirvientes casados era relativamente poco habitual. Para aquellas mujeres que trataban de ahorrar para su dote, el servicio domés­ tico no representaba una salida fácil, y con frecuencia eran vulnerables al acoso sexual de sus amos. El servicio no sólo se limitaba al ámbito doméstico, aunque ésta fuese una ocupación en la que fuera más abundante la mano de obra femenina. También era esencial la presencia de siervos agrícolas. Solían vivir con quien los empleaba, lo cual hacía que, en cierto sentido, algunas familias nucleares adoptaran estructuras mayores. El servicio agrícola y el servi­ cio doméstico ocupaban a unos 168.000 sirvientes en Baviera en 1770, cuya población era aproximadamente de 1.052.000 habitantes. En Norue­ ga en 1808 eran unos 95.000 sirvientes dentro de una población de 883.000 habitantes. Tanto la necesidad que tenían hombres y mujeres de 120

trabajar en el servicio, como la necesidad de sirvientes, variaban geográ­ fica, estacional y socialmente, pero semejantes diferencias producían dificultades, como los despidos o la emigración en busca de empleo, haciendo que este mercado de trabajo fuese muy inseguro. Otra importante fuente de empleo para las mujeres, tanto casadas como .solteras, eran las manufacturas realizadas a domicilio. La pañería era la principal, pero no la única, forma de empleo entre este tipo de acti­ vidades. Con frecuencia, suelen aparecer ruecas en los inventarios britá­ nicos de bienes domésticos. Las mujeres desempeñaban un papel rele­ vante en la industria de la seda de Lyón, en el hilado para las industrias pañeras de Picardía, en la industria de la lana de Elbeuf, donde la jornada laboral para mujeres y niños era de 15 horas diarias, y en la industria algodo­ nera que se estaba desarrollando en Francia. A mediados del siglo XVIII, la mayoría de las jóvenes de Montpellier encontraba empleo en la costura. En Altopascio, la mano de obra textil estaba compuesta casi exclusivamen­ te por mujeres. Aquellas que vivían en medios rurales pobres se dedicaban al hilado, y las que pertenecían a las clases artesanales más bajas, a los tela­ res. Las mujeres más pobres devanaban hilo. Las manufacturas realizadas a domicilio podían suponer una aportación adicional importante para los ingresos familiares. Las mujeres también podían formar parte de una familia en la que todos sus miembros trabajasen en las manufacturas a domicilio o podían aportar ingresos complementarios procedentes de otras actividades. Dado que el valor añadido que reportaban tanto su tra­ bajo como el de los niños solía ser mayor que el que podían conseguir con su ocupación en el campo, estos miembros de la familia llegaban a aportar mucho más al presupuesto común cuando se dedicaban a las manufacturas realizadas a domicilio. Sin embargo, sus posibilidades se veían limitadas por el carácter restringido que en muchas partes tenía el empleo en las manufacturas a domicilio con fuerte orientación comercial y, en menor medida, por el crecimiento del empleo en factorías, que obli­ gaba al trabajador a salir fuera de casa y hacía así mucho más difícil el cuidado de sus niños. Cuando esto se combinaba con el traslado de la manufactura, el cambio destruía la base de la economía familiar y dismi­ nuía considerablemente las posibilidades de trabajo remunerado para las mujeres casadas. Se ha apuntado incluso que estos cambios económicos llegaban a tener consecuencias sociales, como el aumento del divorcio o de las separaciones. El aspecto más llamativo de la contribución femenina a la fuerza de trabajo durante este período era su gran variedad, pues, aunque en general las mujeres tenían un papel poco importante dentro de la Iglesia -salvo en aspectos como la caridad o la educación femenina- y todavía menor den­ tro del ejército, se las podía encontrar en todo tipo de empleos, incluyendo aquellos que implicaban un duro trabajo físico, como la minería, el trans­ porte de cargas, la recogida de basura o la agricultura. En Languedoc, por ejemplo, muchas mujeres se dedicaban a la venta de alimentos, practican­ do en los pueblos oficios de carnicero, pescadero y verdulero. También era frecuente ver vendedoras ambulantes, como las cafeteras de París. El empleo femenino no siempre era reflejo de la necesidad económica de los pobres, aunque puede aducirse que las posibilidades de trabajo que

tenían las mujeres se hallaban restringidas por su escasa educación y diferentes limitaciones legales. Los índices de alfabetización eran muy bajos en ambos sexos, pero tendían a ser inferiores entre las mujeres. Mientras que en las ciudades de la parte occidental de Francia abundaba el analfabetismo en el servicio doméstico, en la región del Vivarais, donde sabían escribir su nombre el 20-30% de los hombres en los años 1686-90 y el 30-40% en 1786-90, las cifras relativas a las mujeres en esos mismos años eran del 3-4% y del 8-11%, respectivamente. En el Noroeste de Alemania, donde el grado de alfabetización era elevado, existía una gran diferencia entre hombres y mujeres. El analfabetismo de la mujer en el ámbito rural, que era consecuencia directa de la práctica ausencia de escolaridad y de la despreocupación de los reformadores educativos, sólo fue desapareciendo de forma muy lenta. En Austria, el reformador Gerard van Swieten se opuso al deseo de José II de abolir las cuotas que se pagaban por la enseñanza en las escuelas primarias, porque pensaba que esto resultaría demasiado gravoso para el Estado. Por ello, el acuerdo final al que se llegó fue que pagaran las chicas y que se permitie­ se a los chicos asistir de forma gratuita. No obstante, no todas la mujeres se dedicaban a trabajos humildes, algunas llegaron a alcanzar puestos tan relevantes como Madame de Maraise, una mujer de negocios que fue en los años 1767-89 la directora financiera y comercial de una importante compañía dedicada al estampado de calicóes. En los estamentos superio­ res de la escala social, no existían apenas impedimentos para que una reducida minoría de mujeres pudiese seguir carreras interesantes. Así, por ejemplo, la italiana Maria Agnesi fue una famosa matemática, su compatriota Laura Bassi estudió la compresión aérea, Caroline Herschel era astrónoma, aunque trabajaba más bien como ayudante de su hermano, y Angélica Kauffmann fue una célebre pintora neoclasicista. Por otra parte, los derechos legales reconocidos a las mujeres no siempre eran inferiores a los del hombre; por ejemplo, en Polonia, las mujeres de la nobleza gozaban de los mismos derechos de propiedad y herencia que los hombres. Pero, en general, la mujer adolecía de multitud de desventajas legales y de una clara discriminación política y social, prácticamente en todos los estratos sociales. La vida de la mujer en la sociedad cortesana también podía ser muy dura. Sobre todo cuando habí­ an crecido en conventos, porque en ellos apenas adquirían experiencia con hombres de su edad y rango, y salían para casarse sin que se hubie­ sen tenido en cuenta sus deseos, de manera que pronto eran ignoradas por sus maridos y, a veces, acababan viviendo separados. Cuando la soprano Margherita Durastanti interpretó a María Magdalena en la primera repre­ sentación del oratorio de Haendel, titulado la Resurrezione, en 1708, el papa Clemente XI se quejó de que se hubiera permitido a una mujer par­ ticipar en un trabajo sagrado, y esto hizo que fuera sustituida por un castrato en la segunda representación. La legislación tendía a reflejar las divisiones existentes en la sociedad, pero también lo hacían las prácticas religiosas. Cuando, a raíz de la pre­ sión ejercida por los fabricantes, el gobierno danés redujo en 1752 la duración del período de luto, se permitió que los viudos pudieran casarse después de cumplidos seis meses, pero las viudas sólo al cabo de un año. 122

La nuevas formas de piedad adoptadas entre los protestantes de Salzbur­ go, entre las que se incluía la predicación realizada por mujeres, eran bastante excepcionales. En general, las salidas que se ofrecían a la piedad femenina seguían siendo muy limitadas, y puede que esto produjese cier­ ta insatisfacción. Se ha llegado a sugerir que la tendencia católica janse­ nista en Francia pretendía de forma implícita buscar un papel más rele­ vante para la mujer dentro de la Iglesia. Por otra parte, resulta llamativa la respuesta entusiasta que dieron muchas mujeres ante ciertos movi­ mientos religiosos carismáticos. Así por ejemplo, hubo una importante participación femenina en el estallido del fervor religioso que en los años 1730-32 acompañó a las revueltas producidas en el cementerio parisino de Saint-Médard. No obstante, aunque la relación existente en general entre la mujer y la Iglesia no fuese como la que experimentó Catherine Cadiére, quien alegó en un proceso sonado celebrado en Francia en 1731 que había sido seducida por un confesor jesuita, tampoco se puede afir­ mar que desde un punto de vista institucional las iglesias tuvieran muy en cuenta a sus miembros femeninos. Existían fundaciones religiosas para mujeres solteras que no quisieran ser monjas. En Italia, se pretendía con ellas proteger a las doncellas cuya virtud corriera peligro debido a la falta de una adecuada protección familiar. El empleo de la familia como base de la organización social acentua­ ba necesariamente la importancia del hombre, que asumía el papel de cabeza de familia. En Elbeuf, las estadísticas de población se calculaban según el número de hogares, y no según la cantidad de habitantes. El sis­ tema habitual que se empleaba para contar los siervos, a partir de la introducción en 1722 del impuesto de capitación en Rusia, era atendien­ do al número de hombres mayores de 15 años. Al igual que en otros lugares, en Altopascio, la responsabilidad del cabeza de familia sobre el resto de sus miembros abarcaba tanto aspectos morales como sociales. Sin embargo, sería un error creer que la mujer carecía de conciencia polí­ tica. Gran número de ellas participó, por ejemplo, en la revuelta del pan que estalló en París en 1725. En Bayona en 1750, las mujeres atacaron a las tropas que protegían a los recaudadores de impuestos y en Inglaterra también solían intervenir con frecuencia en los motines. Este tipo de acciones quizás reflejan el hecho de que las mujeres podían recibir por ellas castigos más leves que los hombres, pero sin duda también implican cierto grado de concienciación política. Y si bien adoptó primero la forma de respuestas hostiles ante cambios producidos en los precios o en la disponibilidad de artículos básicos y que se consideraban injustos, ésta era la acción política a la que en general recurrían los pobres. La pobreza también constituía una experiencia ante la que las mujeres eran especialmente vulnerables. Por diversas razones, y en particular por su responsabilidad, ya fueran casadas o solteras, hacia el cuidado de los niños, la pobreza les afectaba de forma bastante diferente que a los hom­ bres. Solía responsabilizarse a la mujer del nacimiento de hijos ilegítimos por el contrario, los hombres casados tendían a abandonar con mayor fre­ cuencia a sus familias que sus esposas. En Carcasona, las declaraciones legales hechas por mujeres solteras que habían sido objeto de abusos, solían especificar que fueron abandonadas por hombres que las corteja­ 123

ban. Empleando una expresión propia de la época, decían que habían padecido la “injuria de un niño”, se quejaban de que sus amantes, elu­ diendo sus propias responsabilidades paternas, las habían dejado en una situación financiera y social insostenible, y querían el matrimonio como único medio para reparar su honor personal y el de su familia. La asisten­ cia judicial apenas proporcionaba una segunda oportunidad. En Carcasona, la situación de este tipo de mujeres se fue deteriorando a lo largo de la centuria. Hasta 1747, el peso de las pruebas se decantaba a favor del hombre acusado, los cuales solían ser cabezas de familia que alega­ ban haber sido seducidos por sus sirvientas, normalmente doncellas que habían emigrado del campo. Las quejas de que se estaba acusando a hombres ricos más que a los verdaderos padres, hizo que los jueces, a par­ tir de entonces, exigieran pruebas, un cambio judicial que produjo tam­ bién un cambio en los valores sociales. Parece que disminuyó la compa­ sión por los futuros hijos ilegítimos y el honor del hombre suplantó en importancia al de la mujer. Disminuyeron, asimismo, las condenas contra hombres que habían quebrantado sus promesas de matrimonio. Y ante el deterioro del respaldo legal, las madres solteras de Carcasone tomaron precauciones para mantener en secreto sus embarazos. Las jóvenes que habían sido seducidas solían recurrir a la prostitu­ ción. La falta de un sistema de ayuda social eficaz y los bajos salarios que cobraban las mujeres, hicieron que dedicarse a la prostitución, de forma temporal o permanente, fuese el destino de muchas de ellas. Los relatos sobre la vida urbana conservados en la documentación oficial muestran claramente que la prostitución era un fenómeno habitual. En la serie de escenas sobre la vida en París que pintó Etienne Jeurat en los años 1750, se describía una detención de prostitutas en el cuadro titulado El arresto de personas escandalosas (1755). Sin embargo, había dema­ siadas prostitutas como para poder arrestarlas por mucho tiempo y la demanda, tanto de sexo como de este tipo de ingresos, era demasiado importante para que tuvieran éxito los intentos de erradicar la prostitu­ ción, como los que emprendieron María Teresa y José II. En Francia, la prostitución estaba prohibida y la denunciaban la Iglesia, los moralistas, los médicos y los economistas fisiócratas. Se la consideraba una amenaza para la moral, tanto femenina como masculina, para el crecimiento de la población y para la salud venérea. La intervención estatal al respecto era ocasional y se dirigía principalmente contra posibles riesgos para el orden público. En 1778, se trató de atacar en París el comercio clandesti­ no de la prostitución aprobando una disposición que, de forma implícita pero no oficial, permitía en cambio los prostíbulos. Sin embargo, el Lugar­ teniente de la Policía, que contaba en total con unos 1.500 hombres, fue incapaz de aplicar esta política con eficacia. Poco se podía frente a la prostitución, que constituía para muchos su única fuente de ingresos, a pesar de que fuera visto como un problema social para la comunidad y la lucha contra ella puso de manifiesto los escasos recursos de que dispo­ nían los gobiernos. Además, no sorprende que los gobiernos fracasaran en sus intentos de acabar con la prostitución, pues éstos eran esencial­ mente de carácter represivo y no había una política general que propor­ cionase a estas mujeres un empleo remunerado alternativo. La prostituta 124

enferma, a la que se le había caído el pelo y los dientes por los perjudi­ ciales tratamientos de mercurio, era una víctima de las circunstancias económicas y sociales de la época. Su destino era aún más horrible que el de las mujeres italianas de clase baja que eran recluidas en determinadas instituciones cuando sus asuntos amorosos ignoraban las barreras socia­ les o el de las mujeres adúlteras, pero su situación era esencialmente la misma. Un sistema económico que pesaba bastante sobre una gran masa de la población, sin tener en cuenta su género, se hallaba, sin embargo, estrechamente vinculado a un sistema social en el que la situación de la mujer, ya fuera afortunada o no, era en general peor que la del hombre. Se ha señalado que durante el siglo XVIII se incrementó el “individua­ lismo afectivo”, un modelo de vida familiar en el que se tenían más en cuenta los deseos personales de sus distintos miembros y en el que era más el afecto que la disciplina lo que mantenía unidas a las familias. Este cambio se ha atribuido en parte a los cambios demográficos, pues dado que había aumentado la esperanza de vida entre los niños y las mujeres, parecía más conveniente “invertir emocionalmente” en todos los miem­ bros de la familia. Este fenómeno se ha relacionado con lo que Lawrence Stone ha caracterizado como el incremento de una “familia nuclear muy hogareña”, en la que la autoridad patriarcal quedaba difuminada dentro de un conjunto de relaciones más emocionales. Por otra parte, estos cam­ bios también se han vinculado a diversos progresos, entre los que se encuentran la difusión de ciertas modas diferenciadoras y de la industria de los juguetes para niños, el culto literario rendido a la familia en la que prima lo sentimental y las nuevas modas pedagógicas que daban más importancia a la individualidad de cada niño y a la necesidad de introdu­ cirlos en la sociedad sin tratarles como si fueran la encarnación del peca­ do original. Estas suposiciones han dado lugar a un acalorado debate que todavía sigue abierto, porque no es posible dar respuesta a muchas de las pregun­ tas que se han planteado, sobre todo cuando el objeto de la investigación se amplía a gran parte de Europa o se refiere a una abrumadora mayoría de la población que no conservaba periódicos, dejaba correspondencia u otro tipo de testimonios en ninguna clase de documentación de carácter social, fuera de las actuaciones legales en las que sus opiniones solían aparecer en general según los términos empleados por aquellos que con­ trolaban la administración de justicia. Además, dejando aparte la reglas, no se sabe cómo se puede valorar el afecto y los cambios que éste experi­ mentó. Es importante no confundir los cambios de estilo, tales como las formas de trato dentro de la familia, con cambios afectivos sustanciales. Si las experiencias y expectativas maritales se hallaban relacionadas con las circunstancias económicas, entonces resulta difícil apreciar motivos de cambio. Desde un punto de vista demográfico, está claro que hubo avances sustanciales en algunos grupos sociales. La esperanza de vida de las mujeres aristocráticas inglesas aumentó de forma significativa, produ­ ciendo entre la aristocracia una caída en el número de matrimonios en segundas nupcias. Sin embargo, un estudio reciente realizado sobre la vida familiar de los siglos XVI y XVII, ha demostrado que eran erronéas muchas de las suposiciones en las que se basaba la teoría de distintos 125

períodos sucesivos. Se ha descartado la idea de que el amor romántico fue una invención del siglo x v i i i , ya fuera o no a consecuencia de la “modernización”, pero también la de que solía maltratarse a los niños de forma brutal. En realidad, está claro que los padres de todos los grupos sociales y religiosos amaban a sus hijos y que, cuando los criaban, tenían en cuenta la necesidad de enseñarles una formación profesional básica, pero, asimismo, cabría considerar que ésta iba tanto en beneficio de los niños como de sus padres. Tal es el caso, sobre todo, de aquellos niños que debían continuar dedicándose a las ocupaciones de sus padres, de acuerdo con una tendencia que limitaba su educación y sus posibilidades (un número restringido de trabajos diferenciados según criterios actua­ les), y que hacía deseable la adquisición de prácticas hereditarias. Los molineros franceses solían formarse como aprendices con sus familias o con las de sus amigos y, además, era frecuente que sus familias les ayu­ daran a buscar novias, que en su mayoría eran hijas de panaderos. El hecho de que los miembros de una familia vivieran muy próximos favo­ reció el desarrollo de mayor cooperación y tolerancia mutua. Todo ello tuvo que incidir necesariamente sobre el carácter de la autoridad patriar­ cal. No obstante, como se ha sugerido, puede que en las sociedades cam­ pesinas los adultos siguieran representando modelos externos a imitar. Por ejemplo, en la parte meridional del Macizo Central francés, los cam­ pesinos continuaban viviendo en un mundo dominado por la autoridad patriarcal, y dentro de familias autoritarias que inculcaban respeto, disci­ plina y piedad religiosa. Sin embargo, esto no implica que el afecto no tuviera un lugar importante en sus relaciones o que las familias no pro­ porcionaran un esfuerzo económico común cuando éste se hacía necesa­ rio para sobrevivir. Una de las obras típicas de la época en las que se denigraba a las mujeres fue La Morale du Temps, escrita por un sacerdote; apareció por primera vez en Valenciennes en 1700 y presentaba a las mujeres como seres inferiores e insufribles que brindaban una. constante incitación al pecado. La sexualidad femenina, que se consideraba voraz, y la sexuali­ dad masculina, provocada por las mujeres, preocupaba a muchos escrito­ res de la época. Rousseau no fue el único que manifestó su temor ante la sexualidad femenina. Estos temores se hallaban en relación con el doble rasero que se aplicaba sobre la conducta sexual, puesto que mientras se rechazaba al adulterio como causa justificada para la separación de la mujer de su marido, ésta sí se admitía cuando sucedía a la inversa. Si bien era bastante negativa la visión tradicional de la mujer, que contaba con evidentes raíces cristianas, como las que hicieron que los Antiguos Creyentes rusos se opusieran a ser gobernados por una mujer, muchos de los argumentos propuestos por intelectuales tuvieron efectos un poco más positivos, pero sólo podrían considerarse progresistas por el hecho de que lograron que este debate se secularizara. Aun así, si tenemos en cuenta el modelo de propiedad de la autoridad existente entre el marido y la mujer, y la condición legal general según la cual la mujer precisaba de la cons­ tante protección de un adulto de sexo masculino, vemos que muchos de estos argumentos constituían en realidad un desafío a los puntos de vista dominantes. La mayoría de los escritores de la Ilustración francesa con­

denaban aquellas costumbres que limitaban el papel de la mujer en la sociedad. Sus intentos de realizar un análisis nuevo y supuestamente “racional”, de instituciones como el matrimonio y la familia, de manera semejante al estudio hecho por Montesquieu sobre el matrimonio con­ templado dentro de un contexto cultural, chocaban con los presupuestos universales asentados por la Iglesia a favor de la monogamia y el orden patriarcal. Aunque los escritores no ponían en duda la viabilidad del matrimonio como institución, sí cuestionaban la validez de algunas prác­ ticas como los matrimonios de conveniencia. Muchos philosophes recla­ maban cambios legales que habrían supuesto una secularización del matrimonio, permitido el divorcio -que no se introdujo en Francia hasta 1792- y limitado el poder de los padres, pero según los criterios domi­ nantes hoy en día, su actitud era por lo general antifeminista. Diderot, Helvétius, Montesquieu y Voltaire apoyaban el divorcio, pero no una consideración social igualitaria para la mujer, que propugnaba tan sólo Condorcet. D’Holbach elogiaba la sensibilidad de la mujer, aun así no veía al matrimonio como una unión de iguales, porque pensaba que los “órganos” más débiles de las mujeres les hacían incapaces de llegar a concebir pensamientos profundos o complejos. Diderot creía que no podían conseguir una gran concentración o llegar a desarrollar un espíritu genial. Sin embargo, al sostener, tal como aparece en la Encyclopédie, que “el destino de la mujer es tener hijos y alimentarlos”, muchos de los philosophes definían su papel en la sociedad de una forma que desafiaba a la tradición patriarcal, pues relegaban a la mujer a una función mera­ mente doméstica, y ésta era una solución inapropiada para la situación económica en la que se encontraba la mayoría de las mujeres. La demanda de una nueva forma de relación marital que se basara mucho más en los sentimientos, no implicaba necesariamente la adop­ ción de un concepto de igualdad. La literatura sentimental presentaba la vida casera y el amor de una manera romántica, y ofrecía un código de valores en el que el afecto reemplazaba a las relaciones adúlteras. Mien­ tras que en el teatro este punto de vista se representa en obras como Enfant Prodigue (1736) de Voltaire y Pére de Famille (1758) de Diderot, Rousseau expresó en su Emile (1762) el valor de la relación existente entre la madre y el niño al que ha amamantado, Emile. Esta obra fue con­ denada en muchos estados, entre ellos Francia, Ginebra y Rusia, aunque más por sus contenidos religiosos que pedagógicos. Pedir a las madres que amamantaran a sus propios hijos resultaba casi imposible para aque­ llas mujeres que tenían que acudir al trabajo. Por otra parte, aunque Émile debía ser educado según su “naturaleza”, esto no supondría favore­ cer la liberación de su esposa Sophie, que tendría que desarrollar su “esencia natural” para la maternidad y la dependencia del hombre. Con­ trario a la igualdad entre los sexos, en su Discurso sobre la Desigualdad Rousseau seguía defendiendo un papel esencialmente doméstico para las mujeres, pero a pesar de este punto de vista tan restrictivo, también escri­ bió sobre algunas mujeres que llegaron a ser personas bastante realizadas. En la actitud que presentan muchos de los philosophes respecto a la mujer subyace un contraste entre la atracción física y emocional que 127

éstas producían y sus carencias intelectuales. Según escribió en la Ency­ clopédie el Caballero de Jaucourt, la mujer podía constituir el principal ornamento de la sociedad, pero esto hizo que muchos autores las vieran sólo como objetos para el deleite del hombre o como madres. Rousseau, creyendo que las mujeres eran incapaces de concebir pensamientos origi­ nales, afirmó que deberían aprender aquellas artes que pudiesen agradar al hombre. Por el contrario, el dramaturgo Pierre Marivaux adoptó una actitud mucho más positiva hacia la mujer en su obra titulada La Colonie (1750), en la que presentaba una sociedad organizada bajo el principio de la igualdad sexual que permitiese incluso un control femenino de muchos puestos administrativos y de responsabilidad. Sin embargo, la novedad que implicaba esta idea se vio contrarrestada por el carácter cómico de una obra, en la que, al final, las mujeres se dividen según su origen social y envían a los hombres a luchar contra una supuesta invasión, pero ade­ más su naturaleza fantástica, que sitúa la acción en una isla imaginaria, le proporciona un claro sentido utópico. En una obra pedagógica escrita en 1785, el Abad Riballier defendía que la mujer era igual por naturaleza al hombre y que, por lo tanto, también debería aprender artes, ciencias y filosofía al mismo nivel. La posición que le correspondía a la mujer también fue objeto de debates en Alemania, en los que aparecían opiniones bastante variadas. Así pues, mientras que en 1767 un burócrata de Badén llamado Johann Reinhard describía un mundo utópico en el que se honraba a héroes públicos, que eran tanto hombres como mujeres, el escritor conservador Ernst Brandes llegó a defender veinte años después que la sangre de la mujer era químicamente diferente y no podían establecer conexiones entre distintas ideas porque tenían nervios cerebrales débiles (según una creencia entonces muy extendida), y que estas propiedades anatómicas y fisiológicas quedaban suficientemente demostradas por la evidencia his­ tórica del dominio masculino; pero, en opinión de Brandes, la mujer poseía sus propias funciones importantes y distintivas para las cuales la había predestinado la naturaleza dotándola de las características apropia­ das, y por ello, consideraba que el crecimiento de un público lector feme­ nino era peligroso, pues las induciría a rechazar sus obligaciones domés­ ticas. El tono empleado por Brandes era claramente hostil, porque trataba de hacer frente con él a ciertos fenómenos recientes que desaprobaba por completo, como el desarrollo del periodismo femenino. En Alemania, comenzaron a aparecer las primeras publicaciones periódicas de temática femenina escritas por mujeres en 1779, dieciocho años después de que la estridente Madame de Beaumier se hiciera cargo del parisino Journal des Dames, editado anteriormente por hombres. Quizás la más popular de las publicaciones periódicas alemanas fuera Pomona, de Sophie von La Roche, que defendía la educación femenina, pero a la vez que daba importancia a la felicidad individual de la mujer también le inculcaba una ideología de servicio. Por el contrario, Marianne Ehrmann, que pen­ saba que el hombre era en parte responsable de la inferioridad en que se hallaba la mujer, adoptó en sus publicaciones una postura mucho más crítica. Aunque las revistas no reclamaban transformaciones esenciales, 128

aceptaban el cambio como una posibilidad, tanto para una persona en concreto como para la mujer en general, y sugerían que la mujer debía hacer valer sus derechos; una postura que también encontramos en la obra Vindication ofthe Rights ofWomen (1792) de la escritora inglesa Mary Wollstonecraft. El dilema que debían afrontar muchas mujeres, ya lo había representado la dramaturga alemana Luise Gottsched, en cuya obra primera (1736), la heroína Luisgen, que no se atrevía a desafiar a su madre casándose con su novio, tiene que resignarse a esperar su destino mientras su malvada hermana Dorgen se burla de su preocupación por satisfacer la voluntad de sus padres. Sin embargo, al final, Luisgen se ve recompensada cuando su padre contradice el deseo de la madre, y a Dor­ gen se le promete un marido sólo si accede a portarse bien. La cuestión de la autoridad paterna se elude asimismo en el tratamiento que da Johann Schlegel (1746) a su heroína sentimental Amalia, cuyo amado resulta ser el que su padre había elegido estando bajo un disfraz. Para el filósofo Inmanuel Kant, las mujeres tenían otros problemas aparte de la elección de sus esposos. En 1784 señaló que no conseguían ilustrarse porque eran supervisadas por personas que no deseaban que fueran independientes, y por ello, alimentaban su timidez y su necesidad de comodidad. Un amigo de Kant, el funcionario prusiano Theodor Gottlieb von Hippel, que había escrito en 1774 un tratado bastante conserva­ dor sobre el matrimonio que hacía hincapié en la subordinación de la mujer, publicó en 1792 un estudio sobre ellas en el que demostraba que eran iguales, aduciendo evidencias teóricas y empíricas, entre las cuales incluía la observación de que muchas mujeres de clase baja realizaban trabajos duros como los hombres. Habiéndose quejado de que el matri­ monio era un mecanismo para facilitar el control social de la mujer y de que la ignorancia forzosa la incapacitaba para competir con el hombre, Hippel abogó por una educación igualitaria y llegó a afirmar que la igual­ dad de sexos no implicaba que no existieran rasgos diferenciadores. Su obra constituye un ejemplo de lo que en ocasiones se ha considerado como el fin de la Ilustración, cada vez más politizada y fragmentada, pues los escritores trataban ahora de beneficiar a grupos que anterior­ mente habían despreciado o ignorado, como los de los pobres, las muje­ res y los esclavos. Hippel había sostenido que la represión constante a la que se veían sometidas las mujeres podía provocar en ellas la rebelión, pero también advirtió que la propia Revolución Francesa les supuso una gran decepción, porque, en realidad, aunque hizo valer sus derechos civi­ les, apenas llegó a mejorar su condición. La posición que ocupaba la mujer en la Francia revolucionaria pone de relieve la cuestión de la viabilidad de que se produjese un cambio en su condición. El mismo Hippel observó que en los órdenes inferiores de la sociedad la condición de las esposas apenas difería de la de sus mari­ dos, pues vivían en una pobreza abrumadora y mísera que limitaba tre­ mendamente las posibilidades de reflexionar sobre ello. La audiencia que leía a Hippel estaba integrada por personas pertenecientes a órdenes medios, en los que las circunstancias permitían adoptar estos cambios e incluso la educación de la mujer. Probablemente, la situación no fuese tan desoladora como él la presentaba. Algunos estados alemanes ordena­ 129

ron el establecimiento de escuelas locales insistiendo en la asistencia tanto de chicos como de chicas. Entre ellos encontramos a Waldeck (1704), Eisenach (1705), Sajonia (1724), Württemberg (1729), HesseDarmstadt (1733), Holstein-Gottorp (1733-34) y Wolfenbüttel (1753), estados protestantes a los que seguirían otros territorios católicos en las décadas de 1770 y 1780. Parece que este tipo de decretos fue aumentan­ do, al menos en Württemberg, Prusia y Sajonia, donde a fines de siglo prácticamente todas las aldeas tenían una escuela primaria. No todos los niños asistían a ellas, en parte debido a la necesidad de encontrar un tra­ bajo lo antes posible, pero al menos la disponibilidad de escuelas públi­ cas primarias ofreció a muchas mujeres campesinas alemanas la posibili­ dad de recibir una educación básica. Aun así, no se sabe hasta qué punto influyó esto en su estilo de vida. La proclama francesa de 1724 en la que se ordenaba que todas las parroquias tuvieran un maestro y una maestra y que todos los padres enviaran a sus niños a la escuela, en muchos lugares no llegó a aplicarse y en donde existía una educación para niñas ésta solía consistir en leccio­ nes de catecismo y lectura. Muy pocos tratados franceses sobre reformas educativas incluían a las mujeres en sus programas y, en general, se pen­ saba que la educación femenina era más un proceso de formación del carácter que del intelecto. Las estructuras y programas de educación femenina alemanes, tanto primarios como especializados, orientaban a las niñas hacia las tareas del hogar, y sólo un reducido número de muje­ res recibían una educación intelectual. Los autores alemanes que aborda­ ron el tema de educación en la segunda mitad del siglo xviii, llamados filántropos, reclamaban mejoras educativas, pero insistían en la necesi­ dad de inculcar en las niñas un tipo de educación diferente, ya que debían prepararse para ser esposas y madres. Estos escritores masculinos defen­ dían la igualdad del hombre y la mujer en el matrimonio, pero señalando que tal igualdad procedía de sus diferentes contribuciones naturales a esta unión, y por tanto la educación debía favorecer estos rasgos diferenciadores en vez de ocultarlos. La obra de Johann Campe titulada Consejo paterno para mi hija (1788-89), no sólo veía el matrimonio, los hijos y el hogar como el destino más adecuado para la mujer, sino que además explicaba que las condiciones desfavorables que ésta tenía en la sociedad derivaban del plan divino prefijado para la Humanidad. Las actitudes adoptadas respecto a la posición social de la mujer fue­ ron muy variadas. No existía un código patriarcal universal ni un conjun­ to determinado de convenciones. Se pueden encontrar contrastes mucho mayores en otras zonas situadas fuera de Francia o Alemania. Y aunque algunos autores reclamaban cambios importantes en el trato de la mujer, siempre representaron una pequeña minoría. El concepto de igualdad se fue aceptando progresivamente, pero en general se entendía ésta como el respeto hacia las funciones y el grado de desarrollo diferenciado entre ambos sexos, y de hecho, la definición que se hacía sobre la naturaleza propia de la condición femenina ideal era tal que, con criterios actuales, no podría interpretarse como igualitaria. Además, hasta cierto punto, estos debates carecían de sentido para la mayoría de las mujeres, pues aun cuando tuviesen acceso a la educación primaria, sus circunstancias 130

vitales solían ser demasiado precarias, por su situación económica o por los conocimientos y la atención médica entonces disponibles. A lo largo del siguiente siglo y medio se producirán cambios más importantes res­ pecto a estos dos factores -pero no tanto en cuanto a las reformas legales-, que contribuirán a mejorar la condición social de la mayoría de las mujeres. U n a s o c ie d a d d e ó r d e n e s

“(en) los bailes... la compañía que se encuentra puede ser de muchas clases, desde los nobles más importantes hasta el campesino más pobre, pues pagan­ do sólo la cuantía de un chelín la entrada es libre... pero a pesar de esta liber­ tad de acceso, una vez dentro vuelve a haber un comportamiento más normal, la nobleza baila por separado, no está permitido que un simple ciudadano baile con una dama de la nobleza, y ni siquiera puede pedírselo, de forma que se ven obligados a bailar en otra sala o a no hacerlo en absoluto” (Joshua Pickersgill en el carnaval de Turín, 1761)2.

El importancia del pasado no se aprecia tan claramente en otros aspectos como en la distribución de la riqueza, los privilegios y el poder dentro de la sociedad. Los factores que influían en esta distribución eran semejantes a los que operaban en el siglo XVII y hubo muy pocos cam­ bios en los mecanismos que determinaban la posición social o que podían alterarla. Además, si se compara con las dos centurias siguientes, el grado de cambio producido dentro de la estructura social fue, sobre todo en sus estamentos superiores, relativamente bajo y estuvo rígidamente controlado por diversos mecanismos, tales como estrategias matrimonia­ les, prácticas hereditarias o el patronazgo del gobierno. La terminología que se ha empleado para describir esta sociedad era y sigue siendo toda­ vía algo ambigua o sólo se puede aplicar a determinadas circunstancias. El contexto social que abarcaban los privilegios no era siempre el mismo, porque solían variar mucho de unos lugares a otros tanto las actitudes y prácticas habituales como las definiciones legales y los mecanismos de regulación estatales, y la importancia que se concedía a la riqueza y la posición social no era la misma en las distintas partes de Europa. Si tene­ mos en cuenta la situación económica del campesinado o los derechos legales que disfrutaban los nobles, podemos apreciar que la realidad europea era muy variada; de esta forma, un sistema agrario esencialmen­ te semejante, una manufactura de artículos con una productividad por tra­ bajador relativamente baja y modelos de propiedad muy desiguales, se veían compensados por diferentes relaciones de tenencia y costumbres sociales muy diversas. En algunas partes de Europa, como en el Tirol y en la vecina región de Vorarlberg, en donde la Dieta se hallaba dominada por los campesi­ 2 Aylesbury CRO, depósito Saunders, carta de Pickersgill a su hermana, abril 1761.

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nos, éstos gozaban de determinados privilegios políticos y contaban con una adecuada posición social y un régimen económico no demasiado desfavorable. En Suecia, donde el campesinado poseía en 1700 el 31,5% de la tierra cultivada frente al 33% que se hallaba en manos de los nobles y el 35,5% de la Corona, existía una representación campesina en los Estados Generales. En realidad, pocos nobles suecos tenían en propiedad grandes latifundios, y muchos de los campesinos poseían extensiones de tierra muy pequeñas. En la mayor parte de Europa, la distribución de la propiedad era claramente desigual y correspondía a las notorias diferen­ cias existentes en el rango y la posición social. Aunque las cifras varían, siempre muestran grandes contrastes en la riqueza de los propietarios de tierras. Por ejemplo, el 41% de las tierras del pueblo de Ittre, en Braban­ te, pertenecía a la nobleza, el 8% a la Iglesia y el 51% a los campesinos y a la burguesía; los principales propietarios, que eran casi todos nobles, poseían grandes haciendas ubicadas en las tierras más fértiles. Las tres parroquias que componían la comunidad de Duravel en el suroeste de Francia, contaban con una población de unos 2.300 habitantes. En las últimas décadas del siglo xviii, mientras que el 54% de las familias trabajaba la tierra, el 27% se dedicaba a actividades artesanales estrecha­ mente relacionadas con la agricultura, y el 8% podría considerarse como nobles y burgueses, que resulta difícil diferenciar respecto a los campesi­ nos acomodados. En este caso, el 75% de los propietarios de tierras poseía terrenos inferiores a las 5 hectáreas y el 90% inferiores a las 10 hectáreas, en cambio solamente 6 nobles eran dueños del 23% de la tierra cultivada. Aunque el rango social y el poder se hallaban vinculados a la pose­ sión de riqueza, no siempre era así. Se establecían distinciones entre los miembros de cada grupo social por las normativas de los gobiernos cen­ trales y de otras instituciones, de la misma forma en que los convencio­ nalismos regulaban sus prácticas laborales. Los derechos legales solían ser muy concretos en las cuestiones sociales. Así por ejemplo, los nobles terratenientes rusos detentaban todos los poderes policiales sobre sus campesinos; además en 1765 se les concedió el derecho de poder enviar­ los a trabajos forzados y dos años después se prohibió que los campesi­ nos remitiesen al soberano sus quejas contra los propietarios, originando así la misma situación que ya se daba en Polonia. Los privilegios de los nobles rusos llegaron a ser muy sensibles en algunos aspectos, pues se consideraba una ofensa proferir palabras insultantes en público delante de un bien nacido. Las disposiciones sobre la caza constituían un capítulo muy importante en la aplicación de privilegios que incrementaran la reputación en una localidad, pero con ellas solía deteriorarse el nivel de vida de los campesinos y se agravaban las tensiones internas. En Sicilia, la caza se convirtió en una considerable fuente de ingresos adicionales para los ricos, cuyos métodos -basados en el empleo de halcones y pe­ rros de caza- se hallaban legalmente aceptados, mientras que los de los pobres -que se valían de redes y trampas- seguían estando prohibidos. Para proteger su monopolio sobre la caza, la nobleza normanda prohibió que los campesinos pudiesen tener armas. Y con una normativa de 1766, la simple denuncia de un noble podía hacer que se registrase la casa de 132

un campesino y si se le encontraba culpable sería encarcelado por espa­ cio de tres meses sin poder recurrir a los tribunales ordinarios de justicia; tal situación motivó numerosas protestas en los cahiers de 1789. Dado que en muchas partes de Europa los sistemas legales, ya fueran de carácter consuetudinario o se basasen en un código de ámbito nacional, dependían para su aplicación de oficiales nobles, resultaba mucho más fácil el cumplimiento de los privilegios nobiliarios que la implantación de nuevas leyes gubernamentales. En realidad, las institu­ ciones legales no se diferenciaban de la estructura que presentaba el resto del sistema social y contribuían a asentar y mantener los privilegios. Se renunciara o no a los derechos de regalía, la aplicación de la ley dependía de los que detentaban el poder, incluso si lo ostentaban por delegación oficial de la corona. En muchas partes de Europa, como en Hungría, el sistema legal se identificaba con la jurisdicción privada y se basaba más en el derecho consuetudinario local que en un código de leyes de ámbito nacional. Pero las disposiciones solían tener un contenido social especí­ fico. Un edicto toscano de 1748 redujo notablemente las ceremonias que debían observarse en los casos de duelos y entierros, una medida que constituye un claro ejemplo de la determinación con que muchos gobier­ nos trataban de controlar las prácticas religiosas. En ella, se establecía que los cuerpos de los nobles debían exponerse en las iglesias sobre un palio con 12 velas a su alrededor, y a los que gozaban de la condición de ciudadanos se les permitiría sólo 6 cirios. En cambio, a la gente común que no gozaba de estos privilegios se les negaba cualquier tipo de cere­ monias funerarias y deberían ser conducidos hasta sus tumbas con el acompañamiento de 4 antorchas. La educación era otro aspecto en el que normativas establecían claras diferencias entre los grupos sociales. Aun­ que acabaron por desaparecer las reglas que prohibían a la gente del pue­ blo llano el acceso a la Escuela Superior de la Academia de Ciencias de San Petersburgo, se rechazó por los mismos motivos a cuatro futuros estudiantes en 1734. En la Karlsschule, fundada por Carlos Eugenio de Württemberg en 1771, existía una estricta segregación entre los hijos de familias nobles y burguesas. Por otra parte, en sus asambleas municipales los nobles polacos reclamaron repetidas veces, pero sin éxito, a lo largo del siglo XVIII, que se aplicase la antigua legislación suntuaria creada esencialmente contra el lujo de los nuevos ricos de origen plebeyo. Sin embargo, no sólo eran las disposiciones de los gobiernos las que mantenían este carácter socialmente discriminatorio. También otras insti­ tuciones, tales como las cofradías religiosas españolas o las logias masó­ nicas existentes dentro del ejército francés, constituían un claro reflejo de la jerarquía social. La legislación suntuaria, que regulaba la forma de vestir, solía ser bastante eficaz cuando se ajustaba a las expectativas del orden social. En Augsburgo, el vestido de las mujeres variaba estricta­ mente de acuerdo con su posición social. En Polonia, el derecho a llevar espada en público se hallaba restringido a la nobleza y los nobles pobres que no podían permitírsela solían portar espadas de madera. Las iniciati­ vas que se emprendieron para mejorar la condición de determinados gru­ pos sociales no se caracterizaron por una equiparación de los rasgos diferenciadores que acabase con los privilegios que les estaban vedados, sino 133

por facilitar el acceso a semejantes privilegios. Cuando Pombal intentó mejorar la posición de los comerciantes portugueses, les concedió el derecho a llevar espada, que antiguamente sólo poseía la nobleza. La dis­ criminación existente en el vestir iba emparejada a otros aspectos en los que los beneficios del rango definían un sentido de exclusividad que era esencial para determinar la posición social. Los distintos tratamientos contribuían a definir el rango, por ello la nobleza poseía un derecho exclusivo sobre ciertas fórmulas, como el tratamiento de Fraulain empleado en el Imperio para dirigirse a las doncellas solteras. La reitera­ ción constante de estos rasgos de exclusividad resultaba esencial para reconocer la posición social en un mundo en el que miembros de los dis­ tintos grupos sociales convivían juntos y en el que una pérdida de reputa­ ción social podía acarrear graves consecuencias. El matrimonio constituía, por lo tanto, una oportunidad para acrecen­ tar y mantener la posición de cada cónyuge y de sus familias, pero tam­ bién podía representar una amenaza. Cuando en 1766 Johan Wóllner, un administrador de tierras que era hijo de un clérigo, se casó con la única hija del General Itzenplitz, los miembros de la antigua y noble familia del general convencieron a Federico el Grande de que anulase el matrimonio porque era una violación de las barreras sociales establecidas. Wollner fue acusado de conseguir la mano de la chica de forma inapropiada. Esta amenaza que se atribuía a los matrimonios mixtos, motivó en parte la exclusividad de muchas convenciones sociales. En Frankfurt-am-Main, los comerciantes y los ciudadanos más destacados llegaron a establecer un mundo de relaciones sociales separado del de la nobleza, que tenía vedado el acceso a sus asambleas. Distinciones sociales como una educa­ ción diferente o la disposición de los asientos en las reuniones, tanto reli­ giosas o políticas como sociales (por ejemplo, en los conciertos públicos ofrecidos en Frankfurt), definían y protegían el mundo de la jerarquía social, y aquellos que lo infringían podían ser castigados. Los órdenes en los que se dividía la sociedad no eran los mismos en todo el continente europeo, en realidad, tanto la importancia de cada uno de ellos como su subdivisión interna ofrecían una gran variedad. La sociedad húngara se hallaba legalmente estratificada en cuatro estados que gozaban de privilegios políticos: los prelados (o alto clero), la noble­ za titulada, la baja nobleza y los burgueses de las ciudades libres reales y de los principales centros mineros. La baja nobleza tenía, en conjunto, los mismos derechos legales, pero sus miembros se diferenciaban mucho entre sí según su riqueza; una reducida proporción de ellos poseía varias villas y, por lo general, había recibido una educación más esmerada, otros sólo eran propietarios de una pequeña tierra y la mayoría, a quienes se conocía como la nobleza venida a menos, no tenía tierras. En gran parte de Europa, la posesión de una gran cantidad de tierra ya no consti­ tuía de por sí, y en algunos lugares nunca lo había sido, una muestra de rango nobiliario, a pesar de que en la práctica confería cierta considera­ ción social. Este era el caso, por ejemplo, de Gran Bretaña y Dinamarca. Hasta qué punto la noción de los órdenes conformaba una determinada realidad social, constituía una cuestión bastante polémica en la época, y de hecho, la riqueza era un importante disolvente que podía acabar con 134

muchas otras distinciones sociales, aun así, no habría que infravalorar la capacidad que tendría la sociedad de órdenes para facilitar la movilidad social y asimilar sus consecuencias. Dentro de los dos primeros órdenes que integraban las sociedades de gran parte de Europa, el clero y la nobleza, existía una evidente disparidad en su nivel de riqueza. Además, cuando se expresaba sobre todo en términos de propiedad de tierra culti­ vada y jurisdicción señorial, la riqueza que estaba en manos de los que carecían de la condición nobiliaria, tuvieran o no un origen urbano, representaba un importante desafío frente a cualquier noción de que la nobleza pudiera identificarse con los grandes terratenientes. También variaba mucho el grado de disposición con que la nobleza aceptaba la incorporación de nuevos miembros. Dado que la riqueza no era el único criterio que se tenía en cuenta, quienes accedían a este orden no provenía necesariamente de la incorporación de ricos hacendados ple­ beyos. En algunas partes existía un sistema social relativamente abierto. Así por ejemplo, en el Condado de Niza, un tipo de sociedad más abierta y flexible concedía mayor importancia al nivel de riqueza y al talento personal. En Suecia, durante la “Era de la Libertad” (1719-72), en la que se pudo acceder a la condición nobiliaria gracias al talento, el campesina­ do adquirió tierras de los nobles a través de compras, hipotecas o acuer­ dos de conveniencia. Pese a que el acceso a la nobleza en Polonia no era válido si la Sejm (Dieta) no lo autorizaba, en realidad gran cantidad de personas, que solían ser clientes de los grandes nobles, accedían a este orden valiéndose de procesos de ennoblecimiento subrepticios o de tribu­ nales de justicia que “confirmaban” su condición nobiliaria. Los nuevos códigos militares de 1767 restringieron dentro del ejército polaco la gra­ duación de oficial sólo a la nobleza, que anteriormente había estado abierta, en teoría, a los solicitantes de cualquier orden social; se exceptuó sin embargo a la artillería, en la que se optó por establecer otros criterios, atendiendo a las necesidades técnicas y al desprecio social que este cuer­ po conllevaba. Aunque no siempre se cumplían estas normas, al igual que en otros muchos ejércitos contemporáneos, los plebeyos predomina­ ban en los servicios técnicos y en los grados medios, pero no en los pues­ tos superiores. En Polonia, se creía que los plebeyos que llegaban a adquirir la con­ dición nobiliaria procedían de la burguesía, tal como sucedía en gran parte de Europa,, puesto que los miembros de este grupo social contaban con los recursos financieros necesarios para comprar tierras. En Rusia, sin embargo, la movilidad social se hallaba más directamente ligada a la noción de servicio. Por ello, no todos los que ocupaban los cuatro grados superiores de la Tabla de Rangos de 1730 disfrutaban de riqueza conside­ rable. Pero, aunque la riqueza no fuese un requisito previo para pertene­ cer a estas categorías, tampoco existían en ellas hijos de siervos o de campesinos libres, a los cuales estaban expresamente vedadas, ni sacer­ dotes o nobles provincianos. Por el contrario, en los años 1720 sólo el 62% de los oficiales del ejército ruso era de origen nobiliario, y durante el período petrino la movilidad social a través del servicio militar era una posibilidad verdaderamente factible y de ahí que en el cuerpo de oficiales fuese bastante numeroso el grupo de hombres que no poseía tierras. A lo 135

largo del siglo XVIII, este tipo de movilidad vertical se fue haciendo cada vez más difícil, se redujo el porcentaje de los plebeyos que alcanzaban el grado de oficial y, por tanto, también la condición nobiliaria. Esta ten­ dencia coincide con la concesión hecha a los nobles de que se prohibiese la adquisición de siervos a los empresarios industriales plebeyos; pero también se refleja en los decretos de 1737, 1739 y 1742 que trataban de limitar la capacidad que tenían los administradores locales para promover a la condición nobiliaria a plebeyos que estaban a su servicio. En Prusia, donde estaba prohibida la compra de haciendas por parte de plebeyos, esta situación se hizo aún más restrictiva. Bajo Federico I, había sido bastante habitual la concesión de títulos nobiliarios, y bajo su hijo Federico Guillermo I, la mayoría de los oficiales del ejército, inclu­ yendo los de gradución superior, procedían de sectores plebeyos. En cambio, Federico II se propuso acabar con la concesión de títulos a cam­ bio de dinero, y se mostró reacio a otorgarlos a personas de origen plebe­ yo, creyendo firmemente que los nobles constituían el soporte natural de la administración del Estádo y del ejército. En otras regiones también se impusieron nuevas restricciones a la movilidad social. Según una norma­ tiva aprobada en Livonia en 1759, sólo podía admitirse el acceso a los cargos que controlaban la administración, la Iglesia, los tribunales, las escuelas y las finanzas locales, a aquellos individuos que hubiesen recibi­ do la aprobación de las tres cuartas partes de la Dieta. Esta disposición fue muy criticada por los nobles que no se hallaban registrados como tales y por los ciudadanos terratenientes de Riga. Y en Estonia, se produ­ jo una situación semejante. En Francia, se podía adquirir la condición de noble a través de la compra de diversos cargos que conferían el rango nobiliario y sus privile­ gios. La ausencia de cualquier tipo de limitaciones en la compra de tie­ rras por parte de los que no eran nobles, contribuyó a que las diferencias entre algunos grupos sociales no fueran tan marcadas. Se ha indicado que se hizo más difícil acceder a la condición nobiliaria, pero no existen evi­ dencias que apoyen semejante afirmación. De hecho, el porcentaje de plebeyos que accedió al Parlamento de París se mantuvo en un nivel constante situado en torno a diez entre los años 1715 y 1771, y a lo largo del siglo no hubo grandes cambios en la composición social de los parle­ ments. Aunque algunos parlements intentaron excluir a los plebeyos, este proceso ya había comenzado antes del siglo XVIII, y muchos plebeyos o miembros de la nueva nobleza siguieron siendo admitidos en otros parle­ ments en cantidades apreciables durante el reinado de Luis XVI. El acceso de los comerciantes a la nobleza representó un reconocimiento de los be­ neficios económicos que reportaba el comercio; y aunque todos los Intendentes eran nobles, muchos de ellos provenían de familias reciente­ mente establecidas. Pero el ennoblecimiento no se puede concebir sin los beneficios políticos que reportaba, como la dócil integración de influyen­ tes grupos sociales de los territorios recién conquistados. El clero también gozaba de una consideración distinguida, gracias al carácter particular que le conferían los poderes sacramentales, el celibato, su identidad corporativa, su riqueza, y -sólo en algunas partes de Euro­ pa- sus ropas y tocados especiales. Para el estamento nobiliario, la rique­ 136

za no constituía el único fundamento de su condición social, sino que también eran muy importantes el nacimiento, las relaciones personales y el servicio prestado a la corona. Las patentes de nobleza solían destacar los servicios de las familias que habían alcanzado el rango nobiliario. La existencia real de diferencias sociales se consideraba como algo evidente, puesto que derivaban de una desigualdad natural en aptitudes y capacidades, y aunque algunos pensadores, como Mably, desearan pro­ mover el desarrollo de un tipo de sociedad totalmente distinta, el igualita­ rismo sólo encontró defensores en unos pocos escritores que se dedica­ ban a temas sociales. D’Holbach, que abogaba por la creación de una sociedad de clases basada en principios igualitarios, jamás aceptó la necesidad de mantener una estructura jerárquica. En cambio, el proyecto ideado por Rousseau para el gobierno de Córcega puso de relieve sus preferencias a favor de una sociedad jerárquica y de una administración dirigida por una aristocracia de mérito. Sólo entre los movimientos reli­ giosos radicales alcanzaron posturas más avanzadas este tipo de concep­ ciones igualitarias. Aunque resulta difícil valorar las tensiones que había dentro de la sociedad del siglo XVIII, no cabe duda de que éstas existieron. Por ejem­ plo, en los años 1750, hubo una disputa en las Oreadas porque el XIV Conde de Morton fue acusado de infringir las leyes al incrementar el número y cuantía de los derechos que percibía. Sin embargo, sería erró­ neo sugerir que las tensiones favorecieron una mayor difusión de las críti­ cas contra la existencia de una sociedad jerárquica basada en los derechos heretarios, o que sólo se pueden apreciar entre grupos sociales distintos. En realidad, lejos de ser uniformes, tanto el campesinado como la noble­ za formaban grupos legalmente caracterizados por sus diferencias inter­ nas. Los nobles se disputaban entre sí el poder político municipal y la preeminencia social, de forma semejante a los campesinos dentro de sus propias comunidades. El campesino que quisiese plantar un cultivo que juzgaba más provechoso, desafiaba la solidaridad comunal necesaria para mantener una labranza común y constituía, por tanto, un foco de tensión, al igual que el artesano que contravenía las normativas de un gremio. Pero este tipo de desacuerdos no eran nuevos. La teoría y la práctica de la actividad comunal siempre habían tenido que coexistir con las aspiracio­ nes conflictivas de algunos individuos, y no parece que durante el siglo XVIII este fenómeno haya aumentado significativamente. Se ha indicado que la estructura social corporativa decayó en Francia en las últimas décadas del Antiguo Régimen, porque unidades tradicionales del entra­ mado social como la familia amplia, los gremios, las ciudades y las provincias, dejaron de satisfacer las expectativas de la población. Sin embargo, no se sabe hasta qué punto esta tendencia resulta original de esta centuria o llegó a generalizarse en ella, ya que las investigaciones más recientes realizadas sobre diversas comunidades campesinas, ciuda­ des y gremios sugieren que no era muy habitual. Tampoco es cierto que la riqueza actuase como un catalizador de las nociones tradicionales en las que se basaban la organización y el comportamiento sociales. La nobleza fijaba las modas y conformaba las opiniones, y éstas cuajaban o adquirían trascendencia si las adoptaban los nobles, que eran imitados 137

por otros grupos sociales. De hecho, las nociones que determinaban la condición social procedían esencialmente del estamento nobiliario. En la obra L ’A n 2440, Mercier describe un cuadro en el que se representa al siglo XVIII. El siglo estaba encamado por una mujer, cuya bella cabeza se hallaba inclinada hacia abajo por el peso de sus extravagantes adornos. En cada mano sujetaba lo que parecían ser cintas ornamentales que encu­ brían unas cadenas que, aunque la ataban fuertemente, le dejaban sufi­ ciente espacio para juguetear. Su sonrisa era forzada, su cautividad disi­ mulada, su rico vestido estaba desgarrado y sucio en la parte inferior. A través de pequeños agujeros de su vestido, se podían ver niños llorando y comiendo un pedacito de pan negro. En el fondo del cuadro aparecían pintados magníficos cháetaux (castillos) rodeados de pobres campos de cultivo llenos de patéticos campesinos. M ercier supo captar los contrastes de la época, la pobreza y dificultades que los privilegiados tra­ taban de mantener a raya. Aquéllos, cuya riqueza ponía en cuestión la sociedad de órdenes tradicional, no deseaban en general destruir el mundo de los privilegios. La vida señorial que disfrutaba Voltaire, cuya riqueza procedía de la jerarquía rival más decidida de la nobleza de méri­ to, le hizo interesarse por la difícil situación del campesinado, y sus inversiones en tierras le convirtieron en un filántropo. Por el contrario, la mayoría de los que aspiraban a acceder a los órdenes superiores, simple­ mente deseaban vivir en cháteaux y adquirir una posición que les propor­ cionase el rango y la deferencia convenientes. L a n o b le z a

No resulta extraño que en Europa el poder y la riqueza estuvieran en manos de un número relativamente pequeño de familias. El carácter jerárquico de la sociedad y de los sistemas políticos existentes, el predo­ minio del sector agrícola en la economía, el lento proceso de cambio que había en las cuestiones sociales y conómicas, el desinterés de los monar­ cas y de sus gobiernos -que solían contar con una amplia presencia nobi­ liaria- por desafiar los intereses de los privilegiados o por gobernar sin su cooperación, y las concepciones en que se basaban las desigualdades sociales, hacían que esta concentración del poder y de la riqueza se man­ tuviera sin apenas cambios significativos. La mayoría de los nobles no eran demasiado poderosos ni demasiado ricos, aunque comparados con la gran masa de la población pudiera considerárseles verdaderamente así; no obstante, aquellos que gozaban de poder y riqueza tendían a ser nobles de cuna o de nueva creación. Tanto en Europa en su conjunto como dentro de cada país, solía variar mucho el carácter y posición de los miembros que componían el estamento nobiliario. Aunque tampoco puede afirmarse que tuvieran un punto de vista unitario, el comporta­ miento de los nobles resultaba decisivo para que se aceptasen y aplicasen las políticas estatales, y muchas de las cuestiones sociales o políticas más importantes de la época, como los cambios producidos en las imposicio­ nes fiscales y la situación del campesinado, giraban en torno a sus res­ puestas posibles o reales. En esto influía además una mezcla de prece­ 138

dentes, privilegios e intereses personales, la confluencia de puntos de vista novedosos y tradicionales, y el contexto político. Los gobiernos procuraban conseguir la aprobación del orden nobiliario, a veces porque así lo imponía el sistema constitucional, pero sobre todo por la confianza que tenían en los nobles como verdaderos administradores de la comuni­ dad y porque consideraban que su cooperación era esencial y deseable para legitimar una política y poder aplicarla. Así por ejemplo, en 1740 en Irlanda se advertía que “los grandes cultivadores de lana aquí son Caba­ lleros que no van a querer aceptar una ley que grave con impuestos a los hombres por visitarles”3. Las iniciativas estatales que lograban prosperar solían ser aquellas que la nobleza estaba dispuesta a apoyar y tolerar o que, al menos, no trataría de desbaratar. Hacia fines de siglo, esta coope­ ración general en cuanto a los privilegios, la distribución del patronazgo y la política, se vio sometida a fuertes tensiones; primero, en las tierras patrimoniales de los Habsburgo, en donde José II se mostró muy poco dispuesto a modificar el carácter y la frecuencia de sus reformas de acuerdo con los intereses de la nobleza; y después, en Francia, donde a fines de los años 1780 fracasaron diversas iniciativas que trataban de aplicar un programa de reformas que disfrutara de un apoyo adecuado por parte de los estamentos privilegiados. Aunque muchos nobles hubie­ ran aceptado renunciar a buena parte de sus privilegios, la mayoría de sus representantes se mostraban totalmente en contra. Esto hizo que fuese imposible alcanzar un consenso político satisfactorio y, en la explosiva atmósfera del verano de 1789, la nobleza vio abolidos por decreto la mayoría de sus privilegios. Fuera de la Asamblea Nacional, la mayor parte de los nobles franceses se mostraba tan poco entusiasta por la defensa de sus privilegios como los de los territorios de José II. Alguna cifras Teniendo en cuenta las notables diferencias que había en la definición de este estamento, no resulta extraño que variaran mucho según los paí­ ses tanto el número de nobles como el porcentaje de tierras que poseían. En Inglaterra, donde existían pocos privilegios especiales vinculados exclusivamente a la aristocracia, estos valores son muy bajos. A princi­ pios de 1710, sólo había 167 Pares, con cifras semejantes de 187 en 1750 y 189 en 1780, pero los numerosos nombramientos hechos durante la década de 1780 incrementaron su número hasta llegar a los 220 en 1790. De los 229 Pares creados durante el siglo XVIII, solamente 23 -de los cuales 11 eran abogados- no tenían previamente ninguna relación con la nobleza. El reducido número y el carácter bastante cerrado de esta aristo­ cracia, con los que parece inapropiado considerar a este nivel como una elite abierta, hacen que la nobleza de Inglaterra sea un grupo demasiado pequeño para analizar a las elites inglesas. No obstante, para establecer 3 Derby Library, Catton Collection, WH 3429, p. 93.

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comparaciones con las noblezas del Continente, el grupo social más ade­ cuado en Gran Bretaña es el que formaban los grandes terratenientes. El tamaño relativo que tenía la nobleza en los distintos Estados europeos variaba extraordinariamente. En Venecia y sus posesiones de la Ten-a Ferina, donde estaban bastante restringidas las peticiones y el acceso a la condición nobiliaria, a mediados del siglo XVIII había unos 10.000 nobles, lo que representaba el 0,7% de la población. Mientras que las 795 familias nobles del Ducado de Saboya constituían en 1702 el 1% de la población, este porcentaje eran ligeramente superior en el Piamonte. A fines de siglo había unos 2.500 titulados en Sicilia; en la provincia de Luxemburgo en 1776 existían 424 familias nobles, pero la pérdida de sus privilegios fiscales, la pobreza general de la provincia y la escasa fertili­ dad de sus suelos influyeron posiblemente en el descenso de las tasas de natalidad. Francia tenía entre 110.000 y 120.000 nobles en 1789, reparti­ dos entre unas 25.000 familias, de las cuales 6.500 habían accedido a la nobleza a lo largo del siglo XVIII. No obstante, algunas de las estimacio­ nes hechas sobre el número de nobles franceses presentan cifras demasia­ do elevadas. En 1741 en Bohemia, existían 228 familias de títulos, tales como príncipes, condes y barones, y 303 de caballeros. En contraste con aquellos Estados que tenían un porcentaje relativamente bajo de nobles, entre los que habría que incluir a Austria, Suecia y el Ducado de Toscana, otros poseían en proporción cifras muy elevadas. Así pues, mientras que en Transilvania la propiedad de la tierra se hallaba esencialmente en manos de la nobleza (8-9%), y en Polonia un porcentaje al menos seme­ jante reclamaba su acceso a la condición nobiliaria, en el Noroeste de España esta proporción llegó a superar el 10% y en Hungría también alcanzó valores importantes. Estas cifras no se mantuvieron constantes a lo largo del siglo. Algu­ nas iniciativas adoptadas para regular la situación de la nobleza, como el examen detenido de las peticiones hechas para acceder a esta condición, propiciaron en diversos países un apreciable descenso. En España, la mayoría de los nobles eran hidalgos pobres y las medidas que se tomaron para limitar su número produjeron una reducción desde los 722.000 nobles que había en 1768 hasta los 400.000 (que constituían el 4% de la población) calculados para 1797. En 1773, se ordenó que todos los hidal­ gos sin recursos se dedicasen a realizar oficios mecánicos. Esto no repre­ sentaba, sin embargo, un ataque directo contra la existencia misma de la nobleza, puesto que, a excepción de Fernando VI, los monarcas españo­ les de este período siempre se mostraron dispuestos a garantizar una importante cantidad de promociones a sus categorías superiores, y admi­ tieron, en cambio, muy pocas para la de los hidalgos. La compilación de nuevos registros de nobles en Estonia (1743) y en Livonia (1747), y la aprobación a fines de la década siguiente de nuevas normativas dictadas por sus Dietas limitaron la pertenencia a las Dietas y los cargos públicos a los nobles registrados que poseyesen señoríos, de esta forma se impedía el acceso a los burgueses alemanes que eran propietarios de señoríos y a otros alemanes que habían adquirido su condición nobiliria por servicios prestados a los zares. Los registros de las corporaciones de la nobleza de Estonia, Livonia y la isla de Ósel incluían sólo 324 familias. A los distin­ 140

tos repartos de Polonia siguieron reestructuraciones parciales de la situa­ ción de la nobleza polaca. La ideología sarmantia, basada en el mito de que los nobles descendían de las gentes de la antigua Sarmantia, estipula­ ba la igualdad de la nobleza polaca, pero tuvo escasa aceptación entre sus gobernadores, porque eran conscientes de que gran parte de los que reclamaban la condición nobiliaria y sus privilegios apenas tenían recur­ sos económicos y educación. El Conde Pergen, primer gobernador austríaco de Galitzia, sentía tan poca simpatía hacia su cargo como muchos de los oficiales ingleses enviados a Irlanda. Se abolió la mayoría de los privilegios que gozaba la nobleza, incluyendo la exención de los impuestos directos; además, la introducción de nuevos títulos y la regula­ ción que ésta supuso de la nobleza local, hicieron que en la década de 1780 sólo fuesen reconocidos los privilegios de unos 700 nobles. Al igual que antes de la primera Partición de Polonia, mientras que la mayo­ ría de los nobles eran pobres y se hallaban endeudados, el reducido número de familias que poseía la mayor parte de la tierra experimentó un aumento proporcional. Aunque en Rusia la nobleza había aumentado relativamente poco con las adquisiciones de Estonia y Livonia, y después de animar a los líderes cosacos a que asumieran la condición nobiliaria que habían heredado, sus conquistas en Polonia hicieron que en fechas tan tardías como la década de 1850 la mayoría de la nobleza de su impe­ rio fuera polaca. Pero frente a los 150.000 nobles que había en el con­ junto de las principales provincias rusas en 1795, en Lituania, la parte occidental de Ucrania y al Este de Bielorrusia unas 600.000 personas solicitaban el acceso a este estamento. La reducción del número de nobles no se debió únicamente a la acción positiva de los gobiernos. Tuvo un efecto semejante la falta de un porcentaje adecuado de ennoblecimientos, como sucedió en Génova y Venecia. Aunque en esta última el descenso demográfico de la nobleza se ha atribuido en parte a la infertilidad producida por la gonorrea, para la cual no existía cura fiable, también fueron decisivas las estrategias matrimoniales de la nobleza. La importancia de las obligaciones familia­ res por encima dé las inclinaciones personales, común a la nobleza de cualquier parte de Europa, presionaba a los hermanos y hermanas jóve­ nes para que se mantuvieran solteros e impidiesen la disgregación del patrimonio familiar. En Gran Bretaña, produjo una efecto semejante, en cuanto al número de nobles, la costumbre de que sólo el primogénito heredara la condición nobiliaria. A los demás hermanos no se les dejaba desamparados, pero esta combinación de la primogenitura y la limitación del rango nobiliario determinaron en gran parte la ausencia de una noble­ za pobre en Gran Bretaña, y sobre todo, en Inglaterra. No obstante, sí había una baja aristocracia pobre. Por el contrario, la mayor parte de la nobleza europea era pobre. De los aproximadamente 2.500 titulados sicilianos que había a fines del siglo XVIII, de los cuales 142 eran príncipes, marqueses, duques y barones, sólo 20 eran verdaderamente importantes y gozaban de una próspera situación econó­ mica. Asimismo, tan sólo 42 familias nobles controlaban el poder en Venecia. En la década de 1740, hubo fuertes tensiones entre la rica noble­ za veneciana y los numerosos miembros de los niveles pobres de este 141

estamento. En 1762, mientras que el 51% de los propietarios de siervos rusos poseía algo menos de 21 siervos‘varones de más de 15 años de edad, el 1% poseía más de 1.000. Y en Bielorrusia, 26 propietarios poseí­ an un tercio de todos los siervos. Nueve de los condes de Bohemia decla­ raron ingresos superiores a 50.000 florines en 1741, y 94 de ellos ingre­ sos inferiores a los 10.000 florines. En 1767, una encuesta sobre las haciendas que no eran solariegas en la región transdanubiana situada en la parte occidental de Hungría, demostró que 28 señores -5 de ellos ecle­ siásticos-, controlaban el 47,6% de la región, y que 943 señores laicos controlaban sólo el 6,1%. Las diferencias en el nivel de riqueza no constituían el único criterio con el que se podían establecer divisiones dentro de la nobleza europea, también influían la categoría del título recibido, el tiempo transcurrido desde su creación y los privilegios concedidos. En el Imperio, había unas 350 familias de Caballeros Libres alemanes que ejercían su autoridad sobre unas 1.500 circunscripciones pequeñas y sobre una población total que ascendía a los 350.000 habitantes. Aunque, en general, no eran más ricos que la mayoría de los nobles alemanes y llevaban un modo de vida semejente, poseían sin embargo algunos derechos soberanos, como el de recaudar impuestos, reclutar tropas y decretar la pena de muerte en sus tribunales. Al contrario que el resto de los nobles alemanes, que estaban subordinados a otros príncipes territoriales, los Caballeros Libres del Imperio gozaban del derecho colectivo de sentarse en la Dieta Imperial y sólo debían responder de sus actos ante la autoridad imperial. Las distin­ ciones existentes dentro de la nobleza podían generar tensiones, como las que se produjeron en la Bretaña, donde el carácter exclusivo de la vieja nobleza se mostraba reacia a aceptar a los nuevos titulados. Aun así, las relaciones de clientela podían servir para aunar a los nobles ricos y pobres, sobre todo cuando estos últimos eran muchos y tenían relativa­ mente pocas posibilidades de dedicarse al servicio del Estado, como sucedía en Polonia. Definición y funciones En algunos países, las iniciativas que trataban de redefinir, a veces con claras intenciones políticas, el orden nobiliario, alterando sus cometi­ dos y/o su composición dentro del conjunto social, ocasionaron impor­ tantes tensiones. Tras la firma del Acta de Unión con Inglaterra en 1707, la representación parlamentaria de los Pares escoceses se limitó a 16 ele­ gidos por ellos. Doce años después, el proyecto de ley sobre los Pares trató de aumentar esta participación a 25 nobles que heredarían esta posi­ ción, mientras la cifra de nobles ingleses se mantuviera fija. Esta medida no salió adelante, debido en gran parte a la amplia representación que tenía en la Cámara de los Comunes la gentry que aspiraba a alcanzar la condición nobiliaria. El proyecto era una variante británica de la tenden­ cia predominante en la política monárquica de entonces, y se había pen­ sado para limitar las posibilidades de acción del heredero a la corona, el futuro Jorge II, que se mostraba radicalmente contrario a los ministros de 142

su padre. Una vez aplastado el levantamiento de 1745, se abolieron en Escocia las jurisdicciones hereditarias para tratar de incrementar el con­ trol estatal de las Tierras Altas. En otros países, las iniciativas emprendidas para introducir cambios en la situación de la nobleza eran evidentemente más de carácter admi­ nistrativo que político. Las Tablas de Rangos publicadas en diversos Estados, como Suecia (1696), Dinamarca (1699), Prusia (1705) y Rusia (1722), pusieron de manifiesto que tanto los privilegios sociales como políticos debían contar con una sanción regia que se apoyara en unos criterios estables. En Rusia se reconocía a la nobleza de nacimiento dentro de la Tabla de Rangos, que estipulaba la concesión de un escudo de armas a todos aquellos que pudieran demostrar al menos una anti­ güedad de 100 años dentro del estamento nobiliario aunque no hubieran realizado el servicio, pero el zar Pedro I decretó también que el noble de cuna que no hubiera prestado servicio a la corona y que, por lo tanto, careciese de un rango definido, debía ser considerado inferior a un plebeyo que estuviese incluido en la Tabla. Este sistema no llegó a reemplazar a las consideraciones genealógicas que tenían tanta impor­ tancia en las disposiciones establecidas sobre la nobleza europea y las listas de nobles, sino que les sirvió de complemento, y resultó ser deci­ sivo porque se trataba de una sociedad en la que el favor monárquico era esencial para alcanzar gran relevancia política y para gozar de mayores riquezas. La Tabla proporcionó también un conjunto de regu­ laciones mediante las cuales aquellos que ya eran nobles podían ser cla­ sificados de acuerdo con criterios favorables al monarca, y aquellos que habían alcanzado un alto rango en el servicio del zar podían ser recom­ pensados con el acceso a la condición nobiliaria. Todos los oficiales que llegaban al rango 8 recibían la condición de nobles con carácter hereditario y, de esta forma, se equiparaban a los privilegios legales de la nobleza hereditaria. Durante mucho tiempo hubo en Europa frecuen­ tes tensiones entre los nobles “viejos” y “nuevos”, y adoptaban un pre­ ocupante cariz político cuando se consideraba que los monarcas se excedían creando nuevos nobles y favoreciéndolos. El propósito que se escondía tras la institucionalización de una nobleza de servicio era favorecer esta tensión, puesto que, además de disminuir los fundamen­ tos en los que se basaba la exclusividad de la “vieja” nobleza, propor­ cionaba a la vez un sistema social que ésta podía volver a dominar, que era lo que en realidad pretendían y para lo que estaban mejor prepara­ dos. De hecho los rangos superiores de la Tabla rusa se hallaban domi­ nados por miembros de antiguas familias nobles. La idea de que el servicio fuera fundamental para el acceso al estamen­ to nobiliario y para la concesión de privilegios se hallaba más arraigada en Europa oriental. Y la concepción, cada vez más alejada de la realidad, de que la nobleza desempeñaba una función especial dentro de la sociedad -interviniendo sobre todo en tareas militares-, que venía respaldada por un enorme énfasis puesto en los servicios y la abnegación de sus virtuosos antepasados, se empleó para justificar los privilegios legales que gozaba la nobleza polaca. En Europa occidental, resultaba difícil definir los distintos grados existentes dentro de la condición nobiliaria si no era mediante su 143

antigüedad, entendida tanto de forma individual, por la nobleza de cuna, como colectiva, por la concesión de privilegios en pago de unos servicios prestados a la corona. Y aunque en un sistema de este tipo la creación de nuevos nobles podía ocasionar más tensiones, en Francia el principio del servicio se hallaba presente en el ennoblecimiento que proporcionaban muchos oficios, algunos de los cuales eran meras sinecuras. La mayor parte de la nobleza de Europa occidental no realizaba nin­ gún servicio concreto, sobre todo en períodos de paz, y el servicio que ofrecían no siempre resultaba adecuado. El escritor y funcionario Gaspar Melchor de Jovellanos esperaba que la nobleza española llegara a conver­ tirse en una elite burocrática, pero ésta no vio razón alguna para alterar la función tradicional para la que estaba destinada. En 1756, la queja del Príncipe de Conti de que se le había deshonrado al no concedérsele el mando del ejército que se preparaba para marchar hacia Westfalia, obligó a Luis XV a señalar que estaba recibiendo demasiadas quejas parecidas y que le habían disgustado mucho. Otros monarcas manifestaron también una actitud semejante. Carlos XII de Suecia, que abolió las diferencias de rango existentes entre los miembros plebeyos y nobles del Tribunal Supremo y que situó a plebeyos en cargos importantes, pensaba, tal como Pedro el Grande, que los oficiales deberían pasar por un período de apren­ dizaje como el que tenían los soldados rasos. En 1706, rechazó la sugeren­ cia de que los nobles estuviesen exentos de esta obligación alegando que el rango no tenía nada que ver con el mérito. Para la promoción dentro de su burocracia, Federico II de Hesse-Cassel no solía hacer caso a las reco­ mendaciones presentadas por familiares, y esta resistencia a las presiones de los nobles que iban en contra del sistema de méritos contribuyó a man­ tener el nivel profesional de sus oficiales. Aunque los gobernantes de Prusia y Rusia no siempre estuvieran satis­ fechos con el tipo de servicios que a veces recibían, parece que la mayor parte de los varones adultos nobles trabajaban como oficiales en el ejérci­ to o como funcionarios. Las diferencias existentes respecto a la situación de los nobles de Europa occidental parecen deberse al mayor nivel de riqueza que estos últimos poseían, salvo en el caso de España. La precaria situación de la economía rural en Europa oriental animaba a muchos nobles a tratar de conseguir un cargo oficial, que podía reportar considera­ bles beneficios. Las tierras que poseía la corona en Rusia se redujeron a la mitad debido a las concesiones que hizo el zar Pedro el Grande a cambio de los servicios prestados por la nobleza. Asimismo, la pobreza que encontramos en muchos nobles de aquellos países en donde esta salida era bastante menor reflejaba el valor que podía adquirir el servicio al Estado. En Transilvania, por ejemplo, la mayoría de los nobles se esforzaban por salir adelante con pequeñas haciendas, y eran incapaces de mantener el estilo de vida que requería su posición. En Polonia, donde la proporción relativamente alta de nobles habría creado graves tensiones en cualquier sistema de servicio al Estado, muchos nobles aceptaron con agrado la posibilidad de servir tanto a otros nobles acaudalados como a monarcas extranjeros, y muchos se alistaron incluso en el ejército prusiano. En Europa occidental, muchos nobles procuraban entrar al servicio del Estado, aunque este fenómeno nunca llegó a ser tan generalizado como en 144

Rusia ni adoptó la forma de las Tablas de Rangos. En Francia, la “vieja” nobleza se oponía al ingreso de nobles nuevos en el ejército. En 1730, los principali (notables) corsos trataron de reservarse el acceso a los puestos más importantes de la administración civil y judicial, el ejército y la Igle­ sia. Deplorando la confusión existente entre los que ellos distinguían como “nobili e ignobili”, reclamaron la institución de un orden superior, al que denominaban los Nobili Regnícola y en el que se podían inscribir solamen­ te las familias más antiguas e ilustres. Tanto la definición como la informa­ ción determinaban la posición social. Es posible que la reducción en el tamaño del ejército francés desde el punto culminante alcanzado en los últimos años del reinado de Luis XIV y el período de paz general que hubo en Europa occidental entre los años 1763-92, limitara las posibilidades que tenían los nobles franceses de realizar servicios al Estado, ocasionando seguramente importantes consecuencias políticas. Diversos testimonios contemporáneos hacen hincapié en la presión que había ejercido la nobleza para entrar en guerra cuando Francia intervino en los conflictos sucesorios de Polonia y Austria. En Gran Bretaña, el aumento del empleo en las fuer­ zas armadas, la burocracia, la administración de justicia y la medicina entre 1680 y 1725 se puede interpretar como una apertura de mayores oportuni­ dades para la gentry -al menos para aquellos que eran protestantes—, y como un medio para tratar de conseguir un contexto social más estable. Pero no hubo una ampliación semejante en ninguna otra parte de Europa occidental. En España, los Grandes (los nobles de más alto rango) mostra­ ban muy poco entusiasmo por servir en cargos civiles o militares, en cam­ bio, recibían con agrado las sinecuras. Las actitudes propias de un modelo de sociedad corporativa pervivían aún con fuerza a fines de los años 1780. En algunos círculos se cuestiona­ ban la distribución de privilegios y las diferencias de rango dentro de la nobleza, pero en general seguían intactas tanto su concepción como su carácter hereditario. El hecho de que algunos nobles aceptaran renunciar a sus privilegios en tiempos de la Revolución Francesa es un reflejo del impacto que llegaron a tener las críticas contra la nobleza, pero éstos no eran más que una pequeña minoría. En Hungría en 1790, los condes Mihály Sztáray y János Fekete renunciaron a sus títulos e ingresaron en la Cámara Baja de la Dieta, hablando en francés el primero de ellos como una forma de defender sus concepciones políticas. Aun así, la mayoría de sus compañeros de estamento no siguieron su ejemplo. El día 1 de enero de 1791, se cambió el orden en la marcha que realizaban los Caballeros del Espíritu Santo en París, desechando criterios como los del linaje y la calidad de los miembros para preferir el de la antigüedad de su ingreso en la Orden. El ataque a los privilegios de la nobleza fue una de las razones que explican en gran medida el poco atractivo que ofrecía la Revolución Francesa en otros países. La redefinición de este estamento y de la perte­ nencia al mismo hizo que se desacreditara, en paite, respecto a la acepta­ ción que había tenido en el siglo anterior. No obstante, su desaparición era una cuestión bastante diferente. Las sociedades estamentales europeas, fueran cuales fueran sus rasgos de debilidad, no se derrumbaron antes de la Francia revolucionaria y napoleónica, en realidad, tuvieron que ser con­ quistadas. 145

Poder y tareas de gobierno El poder de los nobles no radicaba simplemente en la posición social que ocupaban y en las funciones que habían asumido. En conjunto, tam­ bién poseían un extraordinario patrimonio, y sobre todo en algunos paí­ ses donde esta situación se perpetuaba gracias a determinadas prácticas hereditarias y a las limitaciones impuestas a los plebeyos para la compra de tierras. En España, Italia y gran parte del Imperio podían establecer vínculos directos sobre la propiedad para mantener intactas las haciendas patrimoniales, y en Inglaterra mediante el strict settlement (acuerdo estricto) se limitaba a un terrateniente la posibilidad de enajenar las pro­ piedades patrimoniales de su familia. Uno de los proyectos más polémi­ cos de José II fue su intento de acabar con los vínculos patrimoniales y su decisión de otorgar a todos los hijos el mismo derecho sobre la heren­ cia. Dado que la mayor parte de la riqueza se heredaba o se adquiría con el matrimonio, este tipo de leyes y su aplicación tenían consecuencias muy importantes. No obstante, la mayoría de las tierras que perdía de esta forma cada familia noble no representaban pérdidas para la nobleza en su conjunto. Las pérdidas ocasionadas a raíz de un matrimonio o de ventas solían beneficiar a otros nobles o a personas que acababan de acce­ der a la condición nobiliaria. Habría que señalar además que, a veces, el análisis sobre la pobreza y decadencia de muchas familias nobles no ha tenido en cuenta la presencia de otras familias adineradas y en ascenso, ni los constantes cambios producidos en el nivel de riqueza relativo por los cambios demográficos, la prosperidad económica y los éxitos polí­ ticos. Las propiedad^ patrimoniales, sobre todo inmobiliarias, constituían la base esencial de la riqueza nobiliaria, aunque solía variar mucho la medida en que los propios nobles personalmente explotaran sus recursos. Gran parte de la agricultura europea carecía del capital suficiente y, pro­ bablemente, también de una gestión adecuada, pero resultaría erróneo pensar que todos los nobles fuesen malos terratenientes. En muchas par­ tes de Europa, como en Prusia y la zona suroccidental de Francia, solían ser administradores de propiedades eficaces y enérgicos. Los nobles más destacados en el levantamiento de Rakoczi en Hungría, se dedicaban activamente a una producción agrícola de carácter comercial, a la minería y a la metalurgia. Los Salers y los Escorailles, familias nobles de la región de la Alta Auvernia prácticamente estancada en su producción agraria, invertían mucho en la agricultura local y dependían esencialmen­ te de una producción láctea orientada al mercado. También existía una gran variedad en el tipo de actividades comerciales e industriales a las que se dedicaba la nobleza. De esta forma, mientras que los nobles de Overijssel trataban de hacerse con el monopolio de las ventas de vino y brandy en 1725, los de Rusia poseían la mitad de los batanes para lana registrados en 1773 y el Marqués de Castries recibió en 1777 importantes concesiones mineras en Francia. No obstante, es cierto que la mayoría de los nobles europeos no participaba en esta clase de actividades, pero el hecho de que el grueso de los nobles franceses o polacos obtenía sus ingresos de la producción agrícola, era verdaderamente provinciano y no 146’

gozaba de importantes fortunas, no debe restar importancia a aquellos otros nobles más ricos que realizaban inversiones con mayor frecuencia y diversidad. Una parte de la riqueza nobiliaria procedía de sus derechos señoria­ les, cuya propiedad, naturaleza e importancia presenta gran variedad. En Gran Bretaña, apenas existían este tipo de derechos, pero en gran parte de Europa su peso era considerable, sobre todo en cuanto a su dimensión jurisdiccional. Aunque en países como en Francia no era necesario ser un noble para disfrutar de este tipo de derechos, en la mayor parte de Europa sólo podían detentarlos los nobles. Añadidos a la propiedad de la tierra, y con frecuencia vinculados directamente a ella, podían proporcionar con­ siderables beneficios y mucho poder, ante todo sobre los campesinos de una región. Solían retribuirse las decisiones judiciales que se derivaban de estos derechos y podían reforzase también servicios en régimen de monopolio del señorío, tales como el uso de sus molinos y hornos. En Sicilia, donde a partir de la anexión de la isla por los Borbones en 1735 tendieron a aumentar los derechos señoriales, se obligó a los campesinos a utilizar los molinos y las presas de aceite de los nobles, y se prohibió hacerles cualquier clase de competencia. Este tipo de tasas ocupaban un lugar destacado dentro de la economía agrícola. Por ejemplo, los ingresos señoriales representaban aproximadamente una tercera parte de los ingre­ sos totales de las propiedades de los Salers y los Escorailles. En la región de Rouergue en Francia, las imposiciones que gravaban el uso de moli­ nos y hornos, los peajes y los derechos de mercado daban muestra de la vigencia que seguía teniendo este sistema fiscal feudal. Los poderes señoriales también podían llegar a reducir los derechos comunales. Los nobles de Artois adquirieron hasta el 40% de la tierra comunal de la pro­ vincia en los años 1759-89. Sin embargo, estos poderes no sólo eran objeto de duras críticas por parte de muchos escritores, como el futuro revolucionario Lebrun, que en 1769 solicitó con insistencia al Canciller Maupeou la abolición de la jurisdicción señorial en Francia, sino que eran vistos con desagrado por muchos funcionarios, que se sentían molestos ante esta limitación de los poderes del monarca y no estaban conformes con la manera en que se los empleaba. En diversos estados se trató de acabar con la existencia y la práctica de la jurisdicción señorial, pero para emprender semejantes medidas hubo que vencer una considera­ ble resistencia. Una comisión creada en 1736 para investigar la cuestión en el Reino de Nápoles vio que en 1744 sus propuestas tenían que ser archivadas a raíz de la oposición ofrecida por la nobleza. El gobierno francés anuló en 1780 la transferencia de los poderes policiales del tribu­ nal señorial del Ducado de Elbeuf a favor del Intendente local, ante las quejas presentadas por el Señor, el Príncipe de Lámbese. En realidad, los poderes de los tribunales señoriales franceses no se limitaron hasta el año 1788. Aunque en 1790 se abolió la jurisdicción señorial en Portugal y se unificó, por tanto, la administración de justicia, no hubo en España pro­ gresos semejantes. El Marqués Domenico Caracciolo, Virrey de Sicilia en los años 1781-86, emprendió un decidido ataque contra la jurisdicción de la nobleza. Reprochándoles que mantenían un orden y una legisla­ ción mezquinos, y que debilitaban la economía oprimiendo al campesi­ 147

nado, les exigió que probasen sus derechos señoriales, prohibió que sus­ tituyesen las enseñas reales por sus propias enseñas baronales, luchó contra los terratenientes que obligaban a sus arrendatarios a utilizar sus molinos y procuró defender a las autoridades municipales frente a las pretensiones de la nobleza. Pese a que José II no abolió la jurisdicción señorial, sí se redujo el número de sus tribunales, y sus oficiales tenían que prestar juramento al monarca, de manera que, aun siendo elegidos por los nobles debían contar con la aprobación del tribunal de apelación local. Hacia la década de 1780, el privilegio que gozaba la nobleza dane­ sa para ejercer en sus propias tierras sus derechos judiciales tuvo que hacer frente a una oposición cada vez mayor que contribuyó a aumentar la importancia administrativa de los oficiales reales en el ámbito local. Aunque la existencia de la jurisdicción señorial y su influjo suscita­ ban la oposición de algunos de sus ministros, el control que ejercía la nobleza sobre la alta jerarquía de la Iglesia conseguía que las críticas y las iniciativas en contra tuvieran un efecto bastante limitado. En algunos países, las pretensiones de promoción de los nobles dentro del estamento eclesiástico se formalizaron con regulaciones que excluían las solicitudes de otros. Esto se dio sobre todo en el Imperio, donde los nombramientos para las dignidades superiores de la mayoría de los obispados, abadías y cabildos se reservaban exclusivamente para la nobleza. Los prebendados de diócesis como Olomouc tenían que probar su condición nobiliaria y el cabildo de Münster exigía que todos sus miembros fueran hijos legítimos que perteneciesen a la nobleza feudal imperial de quinto grado, es decir, que lo hubiesen sido los 16 tatarabuelos del candidato. Sin duda, este tipo de disposiciones propiciaba que se contrayesen matrimonios dentro de aquellas familias que reunieran los requisitos necesarios. Pero esta influencia nobiliaria no se limitaba a los principados católicos del Impe­ rio. Los nobles prusianos recibían del gobierno prebendas en monasterios y colegiatas. En Inglaterra e Irlanda no existía un monopolio nobiliario sobre las principales dignidades eclesiásticas, pero la proporción de obis­ pos nobles se incrementó a lo largo del siglo x v i i i , como sucedió en Francia, donde el número de obispos nobles llegó a los 97 a principios de 1789. Además, la longevidad media de los obispos de familias nobles presenta también un sensible aumento. Si bien en Francia la nobleza no contaba con un derecho legal reconocido para ejercer su monopolio sobre el acceso a la dignidad episcopal, esto no supuso ninguna dificultad, ya que el dominio de los nobles franceses en este aspecto no se limitaba sólo a los obispados, sino que se extendía prácticamente a la mayor parte del Clero, tanto regular como secular. Por eso, no era únicamente en los cabildos de la Guyena donde apenas se podía encontrar hombres proce­ dentes de la actividad mercantil o del campesinado que detentaran cargos eclesiásticos relevantes. Igualmente, en Hungría y en los Países Bajos Austríacos, las principales dignidades también eran de origen nobiliario. La influencia de los nobles tampoco se limitaba a ocupar los grados superiores de la jerarquía eclesiástica. Los nobles, ya fueran clérigos o laicos, controlaban gran parte del patronazgo de la Iglesia. En la década de 1720, aproximadamente el 12% de los beneficios de la Iglesia anglica­ na estaba a disposición de la nobleza, y este porcentaje aumentó hasta el 148

14% hacia 1800. Aunque en Europa variaban en los distintos estados las bases legales en que se apoyaba la asignación de ^stos beneficios a los nobles, esta práctica era una realidad en muchas pártes. Además, también dentro de la jurisdicción eclesiástica se reconocía la condición privilegia­ da de los nobles, tanto en las ceremonias de los servicios religiosos y en las procesiones, como en la precedencia de los asientos en las iglesias o en el tamaño y ubicación de sus monumentos funerarios. Los nobles también dominaban los cargos superiores en la Adminis­ tración política de los Estados europeos, si bien en gran parte se trataba de funcionarios, como Pompeo Neri, que había adquirido la condición nobiliaria mediante el servicio civil. El 25% de los oficiales de HesseCassel que ocupaba puestos clave de rango medio y superior en los años 1760-85 y cuyos padres no eran de origen nobiliario, llegó a ser noble, bien como recompensa por su propio trabajo, bien por los servicios pres­ tados al Estado por su padre. El ámbito político que se hallaba más direc­ tamente dominado por la nobleza era el de la corte. Allí era donde más deseaban distinguirse y donde su categoría social podía reportarles más rápidamente puestos de prestigio, poder y beneficios. Aunque no todos los reyes se consideraban como el “primero” entre los nobles, la mayoría tendía a ver a la más alta nobleza como a la compañía social más acorde a su condición, y esta tendencia derivaba de sus estrechas relaciones con las ramas menores de la familia real. Así por ejemplo, todos los duques portugueses reivindicaban su parentesco con el monarca. Menosprecián­ dose la vida en las provincias, se esperaba que la alta nobleza detentara los oficios principales en la corte. Carlos Federico de Badén y Federico el Grande, que excluyó a los consejeros burgueses de los puestos más relevantes, no eran los únicos que consideraban a los nobles como a una raza superior. Dado que en la mayor parte de Europa central, el gobierno político se entremezclaba con el poder cortesano, no resulta extraño que la nobleza de la corte se beneficiara extraordinariamente del patronazgo real gracias a su preeminencia social y al acceso preferente que tenía con al monarca. A veces, esto provocaba la envidia y la hostilidad de la nobleza con menos recursos de las provincias. En Francia, existía cierto grado de animosidad contra la corte y sus principales círculos y grupos nobiliarios. En otros países, se pueden encontrar tendencias semejantes, que a veces se exaltaban cuando la nobleza de la corte se asociaba con un monarca extranjero o al que se le consideraba extranjero. No obstante, las relaciones de clientela podían establecer vínculos entre la corte y los nobles de las provincias, pero también podían introducir un sentido de identidad común en una sociedad que no era igualitaria, de manera que el compartir una misma historia y determinados privilegios compensara, en parte, la diferencias de riqueza y la limitación habitual de las relaciones sociales. Muchos nobles se dedicaban por entero al servicio del Estado. El carácter cosmopolita de gran parte de la nobleza europea, particularmen­ te entre los principales titulados, y su arraigada tradición de entrar al servicio de monarcas extranjeros, sobre todo en el Imperio y en Italia, donde los nobles podían tener posesiones en distintos territorios, hicie­ ron que algunos de ellos detentasen cargos bajo diferentes gobernantes. 149

Además, muchos monarcas acogían a nobles extranjeros como oficiales de sus ejércitos, y esta incorporación era más frecuente en aquellas di­ nastías reinantes de origen foráneo. Si bien un gran número de nobles alemanes entraron al servicio del zar de Rusia, en su mayoría eran natu­ rales de Estonia, Livonia y Curlandia. Los nobles italianos acudían en tropel a Austria y a España. Los cargos de los niveles más altos de la administración no estaban limitados por requisitos de acceso que exigie­ ran una cualificación especializada y experiencia en el manejo de la len­ gua nativa. Por ejemplo, el Conde Joseph Gabaleón de Salmour, un noble piamontés cuya madre era de origen polaco, entró al servicio del Duque de Sajonia en la década de 1780. No se trataba simplemente de que el favor real pudiese superar todo tipo de obstáculos, sino también que había una gran necesidad de contratar extranjeros, sobre todo para los cargos militares. Guillermo II de Hesse-Cassel y Guillermo de Hesse-Philippstal no fueron los únicos príncipes alemanes que consi­ guieron puestos de mando en el ejército holandés antes de trasladarse al ejército veneciano. La mayoría de los nobles prefería dedicarse al servi­ cio militar; así por ejemplo, en 1700, mientras que el 35% de la vieja nobleza danesa y el 17% de la nueva se encontraba sirviendo en el ejér­ cito, solamente el 6% y el 8%, respectivamente, ocupaba cargos civiles. En 1765, estos porcentajes en Suecia eran del 73% y el 14%, respectiva­ mente, porque, según establecía la definición de los privilegios que gozaban los nobles dictada en 1723, todos los puestos superiores de la administración y del ejército estaban reservados a la nobleza. A veces, el servicio en determinados puestos militares comprendía el gobierno de fortalezas o de provincias enteras. Probablemente, habría que vincular la importancia de los oficios desempeñados por los nobles con el escaso desarrollo de las administra­ ciones centrales. Aunque existían pocos puestos para los nobles dentro de las diversas secciones administrativas que se ocupaban de las cuestiones económicas y del bienestar social, solían estar representados de forma desproporcionada en las principales instituciones del gobierno, como el Consejo Privado y el Directorio General en Hesse-Cassel. Alrededor de un 74% de los ministros franceses en los años 1718-89 sólo poseía la condición nobiliaria tres generaciones antes. Mientras que en Badén era habitual que sólo se eligiesen nobles para las presidencias de los colegios (ministerios), todos los miembros de la alta nobleza portuguesa tenían derecho por lo menos al título de consejeros de Estado, y una ocupación semejante en los Países Bajos Austríacos también estaba reservaba ex­ clusivamente a los nobles. La actitud de los nobles hacia los puestos que desempeñaban también era muy variada. Muchos deseaban servir sólo según su propia concepción del cargo. En 1727, el Duque de Richelieu confesó a un amigo íntimo que había llegado a aceptar la embajada de Francia en Viena, sólo porque deseaba mejorar su situación ocupando un puesto oficial y para convencerse a sí mismo de que era capaz de ocupar­ se de asuntos serios. Pero admitía también que muchas cuestiones diplo­ máticas no le interesaban en absoluto y que aspiraba a un puesto que “me libere de la tiranía de los Secretarios de Estado y me deje leer tranquila­ mente lo que yo quiera, divertirme con mis amigos y ayudarles con el 150

rey.... o conseguir un puesto de gobierno que me permitiese vivir como un reyezuelo, es decir, hacer lo que quiera de la mañana a la noche”4. Treinta años después, fue preciso convencer al Mariscal-Duque de BelleIsle de que no se vería comprometida su posición social si aceptaba el cargo de Secretario de Estado para la Guerra. La nobleza de espada fran­ cesa mostraba, en general, un claro desdén hacia los cargos y tareas buro­ cráticas. La cooptación de miembros de las familias de la nobleza vieja, el ennoblecimiento de oficiales que carecían de orígenes nobiliarios y la promoción dentro de la aristocracia de personas de baja extracción social que llegaban a detentar importantes oficios, contribuyó a que se mantu­ viera el dominio de la nobleza sobre el gobierno central. En Portugal, Pombal no deseaba acabar con la vieja nobleza, sino regenerarla con una infusión de sangre nueva que permitiese crear una elite gobernante abier­ ta a nuevas ideas y consciente de las ventajas que podía reportar la activi­ dad comercial. Pero semejante iniciativa tuvo que hacer frente a multitud de críticas, ya que además de las diferencias existentes en cuanto a la po­ lítica y al patronazgo, también se producían tensiones dentro de la noble­ za, que se aprecian en comentarios como los de Saint Simón, cuando se concedían favores a personas que no se consideraban merecedores de ellos. La proporción que había entre el empleo de nobles, independiente­ mente de su antigüedad y rango dentro de la nobleza, y el de plebeyos variaba según los países y la política adoptada por sus soberanos, pero probablemente la disminución de los conflictos civiles en la mayor parte de los Estados europeos, respecto al siglo anterior, contribuyó a acabar con el principal impedimento que limitaba el empleo de la nobleza. La estabilidad política interior favoreció, por lo tanto, mayor estabilidad en el empleo de los nobles en el gobierno central, que, a su vez, también contribuían a reforzarlo. Esta podía verse comprometida cuando surgían problemas sucesorios en la dinastía reinante, como los que acaecieron en la Guerra de Sucesión Española, en Bohemia en 1741 o en Escocia en 1745, en los cuales los nobles tendían a declarar su lealtad a uno u otro aspirante al trono, pero semejantes conflictos empezaron a ser mucho menos frecuentes. Otra barrera importante para el empleo de los nobles también se fue reduciendo por la tendencia gradual hacia una mayor homogeneidad dentro de la elite religiosa, que ya había sido muy acusada durante el siglo anterior, sobre todo, con la amplia conversión al catoli­ cismo de las familias nobles en Francia, Polonia y los territorios patrimo­ niales de los Habsburgo, y que continuó a lo largo del siglo XVIII. Fuese cual fuese la postura del poder central, el gobierno local solía estar controlado por la nobleza. Para la mayoría de los monarcas esto parecía algo natural, pero también representaba una solución práctica ante el poder que ejercía la nobleza en las distintas localidades, una cues­ tión que muchos querían ignorar o que, al menos, trataban de evitar que se convirtiese en un problema. Este dominio nobiliario del gobierno 4 Bibliothéque Víctor Cousin (París), Fonds Richelieu 33, f. 30.

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municipal adoptó esencialmente dos formas: el control de los principales cargos y la cesión de muchas responsabilidades a los nobles, que de otro modo hubieran recaído en el sector público. Aunque ambas formas se aprecian sobre todo en aquellas regiones que se hallaban bajo jurisdic­ ción señorial, también en otros territorios desapareció el control del poder central sobre muchos municipios. Esta tendencia se dio de manera bastante más acentuada en los Balcanes, donde surgió un nuevo grupo de gobernantes provinciales, denominados ayans (notables), cuyo poder tenía un fuerte arraigo local. De hecho, sólo ellos podían hacer que la administración local fuese eficaz. Poderosas familias locales dominaban Albania, la parte central de Grecia y la Morea, con el apoyo de sus ejérci­ tos privados. Bosnia se hallaba dominada por los beys, una nobleza estrictamente local, semi-independiente y musulmana, que hablaba la lengua nativa y respetaba las tradiciones autóctonas, cuya influencia hacía que el poder del gobernador turco fuese, por lo general, bastante restringido. La venta de tierras del Estado a ricos oficiales, en gran parte del Imperio Turco, resultaba contraproducente para la autoridad central, que se veía obligada a incorporar a muchos ayans en su sistema adminis­ trativo provincial concediéndoles, sobre todo en períodos conflictivos, mediante nombramientos oficiales. En otras ocasiones, algunos líderes decididos trataron de limitar el poder ayan, como hizo el enérgico Gran Visir Halil Hamid Pasa en 1785, pero cuando dos años después estalló la guerra con Rusia tuvo que desistir de su empeño. No era solamente en los Balcanes donde las relaciones entre el gobierno y la nobleza local podían ser ambiguas. Resultaba difícil con­ trolar el contrabando costero en Bretaña porque en él se hallaban impli­ cados muchos nobles. La oposición del Príncipe de Conti, como Señor de Etampes, a las medidas adoptadas para reducir la venta ilegal de cerea­ les en 1738, no fue la única ocasión en que intereses y privilegios seño­ riales chocaban con las disposiciones dictadas por la policía de París para el comercio de granos. En los Países Bajos Austríacos, muchos nobles dependían considerablemente de su posición en la corte de Bruselas y los gobernadores provinciales siempre eran de origen nobiliario; sin embar­ go, durante el reinado de María Teresa, la alta nobleza asistió a un pro­ gresivo declive de su influencia en el gobierno central de los Países Bajos. En Francia, los gobernadores provinciales eran nobles, y algunas familias llegaban a disfrutar de estos cargos durante muchos años; así por ejemplo, los duques de Aumont fueron gobernadores de Boulogne desde 1622 hasta la Revolución. Además, los gobernadores provinciales france­ ses podían controlar un amplio patronazgo y adquirieron una gran impor­ tancia política al reestructurar la composición de los parlements provin­ ciales en beneficio de Maupeou en 1771. Al año siguiente, Federico II de Hesse-Cassel creó 10 gobernaciones provinciales, que, según se acordó en una consulta hecha entre el Landgrave y la nobleza, serían ocupadas por miembros de esta última. En Dinamarca, los terratenientes tenían a su cargo la recaudación de los impuestos en el ámbito rural y las levas para el servicio militar, siendo personalmente responsables sobre sus propios bienes de cumplir con las cuotas mínimas iijacias para la contribución de la tierra y su cupo de soldados. Tanto aquí, como en gran parte de la 152

Europa situada al Este del Elba, el gobierno se basaba evidentemente en la colaboración entre los representantes del poder central y los terrate­ nientes, que desempeñaban muchas de las principales funciones públicas. Los comisarios rurales que se crearon en Silesia para hacer cumplir las disposiciones administrativas fueron designados por la corona, pero ésta los seleccionó entre la nobleza local, que los consideraba como sus repre­ sentantes. A principios del siglo XVIII, el gobierno de Morea, al Sur de Grecia, proporcionó a algunos nobles venecianos empobrecidos puestos y opor­ tunidades para saquear a la población local y, de hecho, a la pérdida de este territorio se achacó el aumento de crímenes y vicios en la nobleza de la metrópoli. También solía enviarse a nobles pobres como gobernadores de las posesiones venecianas en Dalmacia y las Islas Jónicas. En cambio, en los territorios del Báltico conquistados por Pedro el Grande no se intentó desplazar a la nobleza local, ni se trató de privarla de su control sobre el gobierno local. Para asegurar su poder al comienzo del reinado, Catalina II confirmó todos los derechos y privilegios que gozaba la nobleza local. Hasta 1786, la autoridad que gobernaba defacto las zonas rurales de Livonia era un comité de representantes elegidos por los Esta­ dos locales, que se hallaban dominados por la nobleza y que establecie­ ron, a cambio, reglas para acceder a su rango. Sin embargo, muchos nobles de los territorios del Báltico se mostraron descontentos con las reformas posteriores introducidas por Catalina II, que atribuían al “des­ potismo judicial” de los nuevos tribunales. Aunque en las provincias bál­ ticas la condición nobiliaria personal o de carácter hereditario viniera determinada a partir de entonces por la Tabla de Rangos rusa y por el Estatuto de la Nobleza, y no por la adscripción a corporaciones nobles, seguía siendo un requisito indispensable para acceder a puestos de respon­ sabilidad. La iniciativa emprendida por Pedro el Grande de desarrollar los gobiernos provinciales se vio frustrada por las dificultades que hubo para encontrar los nobles adecuados o para convencerlos de que fuesen a sus puestos, y éste seguiría siendo un grave problema para sus sucesores. Fuera de las provincias conquistadas, la nobleza carecía de una organiza­ ción corporativa o de unos representantes electos, y se estudiaba la mane­ ra en que se podría utilizarla mejor en el gobierno local. Catalina II no secundó las propuestas que le hicieron a principios de la década de 1760 para asociar a la administración local a unos representantes elegidos al efecto, pero la multiplicación de oficios y la cesión de responsabilidades que supuso la reforma aplicada a fines de 1775 amplió los beneficios que podían disfrutar muchos más nobles de las provincias que fuesen elegi­ dos para desempeñar algún puesto judicial o administrativo en el ámbito local. Si bien el empleo en determinados oficios constituía un privilegio de la nobleza, éste no era el único, pues existía una gran variedad, pero, fuera cual fuera su importancia, representaban el principio de jerarquía que era fundamental para establecer la posición social. El privilegio era apreciado porque otros no lo podían disfrutar y porque denotaba la perte­ nencia a un grupo exclusivo. A veces, adoptaban la forma de exenciones, como las exenciones que gozaba la nobleza francesa para el servicio 153

militar, los alojamientos y algunos impuestos. Pero no todos los nobles compartían esta inmunidad parcial de los impuestos, tal como vemos por ejemplo en Hungría y Suecia. También los pares ingleses pagaban el impuesto sobre la tierra y los nobles de Bohemia pagaban importantes cantidades de impuestos, por eso Federico el Grande insinuó en 1752 que María Teresa iba a necesitar de todo su encanto para que los nobles supe­ rasen la impresión que habían provocado sus nuevos impuestos. Federico abolió gran parte de los privilegios sobre impuestos que tenían los nobles de Silesia. La exención que disfrutaba la mayoría de los nobles franceses en muchas regiones respecto a la taille, el impuesto directo más impor­ tante en Francia, no comprendía aquellas tierras que alquilaban ni tampo­ co las nuevas imposiciones creadas, como la capitation (1695) y la vingtiéme. El preámbulo con el que se promulgó el edicto de la vingtiéme (1749) establecía que el impuesto debía cobrarse a todos los órdenes sociales en proporción a sus posibilidades económicas, aunque en la práctica esta condición nunca llegó a cumplirse. El papel de los nobles en la tasación y recaudación de los impuestos permitía a muchos, como sucedía en Sicilia, minimizar sus responsabilidades. En Gran Bretaña, el Land Tax (impuesto sobre la tierra) se veía bastante perjudicado por su valoración a la baja. Los nobles rusos, que eran responsables de la recau­ dación del impuesto de capitación de sus siervos, se aseguraban de que pagasen antes sus propios derechos feudales, y muchos oficiales de alto rango solían adeudar sus impuestos. Los privilegios también podían incluir el disfrute de determinados dere­ chos sobre otras personas, y sobre todo la exacción en forma de servicios de trabajo. Puede apreciarse la importancia de los privilegios observando el interés que se ponía en su defensa. La nobleza se oponía, por ejemplo, a la aplicación de nuevas exigencias fiscales, como la iniciativa emprendida en 1751 por el Duque de Mecklemburgo de elevar los impuestos de los arren­ datarios libres de la nobleza local. Las deliberaciones de la Comisión Legislativa, una medida adoptada en 1767 para elaborar un nuevo código legal ruso, pusieron de manifiesto que la nobleza trataba de conseguir su inmunidad ante los castigos corporales y la tortura, derechos de los que ya disfrutaba la mayoría de los nobles europeos, pero no parecía que debiera garantizarse este privilegio a otros, pues se consideraba que la tortura era un recurso eficaz contra los bandidos. La constante determinación de la nobleza europea en proteger sus pri­ vilegios fue plenamente satisfactoria. Aunque su posición legal, como casta especial y como instrumento de control del campesinado, se vio comprometida con importantes implicaciones en las finanzas de algunos nobles y, aunque la situación de la baja nobleza tendía a deteriorarse, lle­ gando incluso en algunos países, como Polonia y España, a la pérdida de la condición nobiliaria, el dominio de la sociedad y de la economía agra­ ria, y el control de gobierno por parte de la nobleza siguió siendo un rasgo esencial de la realidad europea en los albores de la Revolución Francesa. Algunos aspectos del modo de vida de los nobles eran objeto de numero­ sas críticas tanto desde dentro como fuera de su estamento, pero apenas se percibía una falta de confianza en su existencia o en su futuro. Fueran cuales fueran las quejas formuladas sobre sus privilegios, la pervivencia 154

de una nobleza poderosa parecía algo tan evidente como la de la monar­ quía o la de la Iglesia. E l c a m p e s in a d o

La servidumbre La servidumbre era un sistema de trabajo obligatorio que se basaba en una vinculación hereditaria a la tierra. Su principal función era proporcio­ nar una mano de obra estable, y su fundamento legal consistía en determi­ nados servicios de trabajo que se prestaban al Señor a cambio del derecho a cultivar sus tierras. Difería, por tanto, de la esclavitud, que apenas se daba fuera de los dominios del Imperio Turco y que solía emplearse más para el servicio personal directo que como mano de obra agrícola. La ser­ vidumbre también imponía limitaciones a la libertad personal y en sus for­ mas más severas era muy semejante a la esclavitud, pero en general varia­ ba en muchos aspectos que dependían de los códigos legales y de las prácticas jurisdiccionales y de tenencia de tierras. Al igual que en otros aspectos de la vida del siglo XVIII europeo, se ha tendido a describir una línea de “desarrollo” desde la parte noroccidental del Continente hacia el Mediterráneo y Europa Oriental. Pero aunque en Inglaterra no había servi­ dumbre desde el siglo XVI y se había prohibido expresamente en 1660, y en Francia existía en menor medida que en Austria, la situación que pre­ senta este fenómeno en la realidad europea era mucho más desigual y dependía sustancialmente de las tradiciones y sociedades regionales. Adam Smith lamentó que todavía existieran personas vinculadas a la pro­ piedad de algunos salares y minas de Escocia, como una reminiscencia regional de la servidumbre. La servidumbre era un fenómeno caracterís­ tico en Europa Oriental y en algunas regiones de Europa Central, pero no todos los campesinos de estas zonas eran siervos. Mientras que en 1767 en Transilvania, el 21% de la población, excluyendo la de los principales núcleos urbanos, eran campesinos libres, en Polonia-Lituania en 1791, contando con la de las ciudades, representaban un 11% del total, frente al 40% de siervos de la nobleza, el 10% de siervos de la Iglesia y el 9,5% de los siervos del rey. En Rusia, se permitía poseer siervos a la odnodvortsy, una categoría reconocida dentro del campesinado estatal que suponía el 5% de la población en 1760 y de la que más de la mitad se hallaban en las provincias de Belgorod y Voronezh, aunque esto sólo lo hacía una peque­ ña minoría. No obstante, la mayor parte del campesinado de las tierras situadas al Este del Elba eran siervos. Además, se podían encontrar sier­ vos en muchas regiones del Imperio, aunque sus condiciones no eran tan duras como en Europa Oriental, en zonas que habían pertenecido al Impe­ rio, como el Franco Condado y Alsacia, donde se concentraba casi toda la servidumbre francesa, y en otras partes del Continente. Había tal variedad de condiciones en la situación del campesinado, que a veces un mismo monarca gobernaba en territorios donde existía la servidumbre y en otros donde no se conocía en absoluto; así por ejemplo, en Saboya había sier­ vos, y en el Piamonte no. 155

Los siervos estaban sujetos a una serie de obligaciones, entre las cua­ les destacaban aquellas que tenían con el. propietario de la tierra, y éste solía ser el señor que detentaba sobre ellos una autoridad personal. Sus obligaciones adoptaban con frecuencia la forma de servicios laborales, que a veces se podían sustituir por contribuciones en efectivo o en espe­ cie, pero también solían comportar pagos en metálico. En las tierras situadas al Este del Elba, se realizaban servicios de trabajo para los seño­ res, y en las situadas al Oeste, estos trabajos beneficiaban a los gobernan­ tes. No sólo se exigían semejantes servicios a los siervos campesinos, sino que también los campesinos libres de Europa Central tenían que cumplir con tales obligaciones, los odnodvortsy debían prestar servicio en una milicia fronteriza, y en Francia se reparaban los caminos con los trabajos forzosos que implicaba la corvée. Estos servicios de trabajo podían resultar demasiado onerosos y solía maltratarse a los campesinos. En el Imperio Alemán podían llegar a ser abrumadores para el campesi­ nado. En Hesse-Cassel, debían prestarse al señor, a la comunidad y al monarca, y podían llegar a representar para los campesinos hasta la mitad del tiempo de trabajo de que disponían. Aunque en la Alta Austria, la robota (prestación forzosa de trabajo personal) sólo era obligatoria durante 14 días al año, y en el Tirol y la Austria Superior también era leve, en la Baja Austria podían llegar a pedirse hasta 104 días, cifra que se volvió a confirmar en 1772, y en Estiria no se impondrá el máximo de 3 días semanales hasta 1778. Pero las prestaciones en trabajo no consti­ tuían la única obligación que debían cumplir los campesinos del Imperio. Su situación personal dependía de su propia condición legal, si era libre o siervo, y de los derechos de arrendamiento que tenía sobre su tierra. Había algunos propietarios independientes que estaban libres de todo tipo de cargas y del pago de rentas, y se hallaban asentados en las tierras situadas en la parte noroccidental del Imperio. En la Frisia Oriental, la mayor parte de la tierra era alodial, no estaba sujeta por tanto a sistemas de arrendamiento feudales ni conocía la servidumbre. Todos aquellos que poseían en propiedad una pequeña parcela de terreno o un arrendamiento, o que contaban con cierto capital podían asistir a las asambleas de la comunidad y elegir a los diputados de la Dieta, allí donde existía un tercer Estado de agricultores independientes. Aunque los campesinos de las regiones próximas de la parte occidental de Holstein y de Dithmarschen también disfrutaban de una fuerte posición, en el resto del Imperio su situación era mucho menos favorable. No obstante, también resulta arriesgado aventurar una visión general. En el territorio prusiano de Minden, se distinguían en 1753 tres grupos de campesinos, ya que ade­ más de los que se hallaban vinculados a la tierra según las costumbres locales y los siervos, existían campesinos libres exentos de los servicios en trabajo, y en Prusia Oriental (que ya no pertenecía al Imperio) también había una clase de labradores libres denominados kólmer. En Hesse-Cas­ sel, según las regiones y dentro de cada comunidad variaban tanto el tipo de obligaciones que tenían los campesinos como su difusión. Los campe­ sinos no se hallaban vinculados a la tierra, sino que podían dejar una pro­ piedad pagando una pequeña cuantía y, al igual que les pasaba a muchos labradores alemanes, el arrendamiento de la tierra que cultivaban, en la

práctica, era hereditario. En gran parte del Imperio, los campesinos debían pagar derechos a su señor en distintas ocasiones, incluso por los matrimonios o las defunciones, que reflejaban su dependencia personal como siervos. Además, debían pagarle por la tierra que cultivaban. El peso que representaban estas cargas sobre el campesinado variaba mucho y dependían en gran medida de la intención que tuvieran los señores de conseguir beneficios en períodos de malas cosechas; aun así la situación de estos campesinos, fueran o no siervos, solía ser mejor que la de aque­ llos que se encontraban más hacia el Este. No todos los siervos de Europa Oriental se hallaban peor, y las princi­ pales diferencias existentes en cada caso podrían explicarse por el carác­ ter arbitrario de la servidumbre. Así pues, la sucesión de un nuevo señor podía transformar una situación tolerable en un régimen de mera supervi­ vencia. Por otra parte, el diezmo solía ser una carga menos onerosa en la Europa Oriental que en la Occidental, en donde generaba considerable malestar en ciertas regiones de Francia, Inglaterra e Irlanda. Además, sus señores contaban con un poderoso incentivo para protegerlos no sólo de exigencias del Estado, tales como los impuestos o el servicio militar, sino también de los efectos de circunstancias económicas y medioambientales adversas. Carecería de fundamento afirmar que un siervo de Transilvania se hallaba necesariamente en peores condiciones que un aparcero de Sologne, un arrendatario de Drenthe o que esa gran masa de trabajadores sin tierra que iba en aumento en Sajonia, Turingia o Westfalia. En 1750, dentro de la población activa dedicada al sector agrario en Sajonia, el 30% no tenía tierras o apenas poseía una pequeña parcela y dependía de un trabajo asalariado. En cambio, en la mayor parte de Europa Oriental, la falta de tierras no constituía un problema y por ello, no solía haber, como en la parte occidental del Continente, trabajadores que no encontra­ ban tierras en alquiler. Los terratenientes del Este trataban de evitar la fuga de sus siervos y no sólo porque fueran una importante fuente de riqueza, sino también porque había que mantener la mano de obra agríco­ la necesaria. Si observamos el problema de las condiciones del campesi­ nado en relación con la presión demográfica y sus consecuencias, en ese caso, los campesinos de la Europa Oriental se encontraban mejor, salvo en los períodos de malas cosechas como las que sobrevinieron a comien­ zos de la década de 1770. Pero incluso cuando se los emancipaba, como se hizo en Sicilia en los años 1780, esto no suponía necesariamente una mejora sustancial en sus suertes. Aunque en la Europa Oriental no constituía un problema la falta de tierras, los beneficios que obtenían los siervos con la economía agrícola no les proporcionaban nada que valiera la pena. Esto se debía, en parte, a la baja productividad de la agricultura en estas regiones del Este. Parece que en Polonia las cosechas se malograron por los efectos que produjo la Gran Guerra del Norte (1700-21), pero comenzaron una recuperación definitiva a partir de 1750. Los beneficios procedentes de los cultivos que se exportaban se veían mermados por los costes del transporte a grandes distancias, favoreciendo así a las regiones que contaban con bue­ nos sistemas fluviales. Ya fuera por la falta de trabajo o por su incapaci­ dad o reticencia al pago de salarios, los señores se valían de la servidum­ 157

bre para conseguir una mano de obra barata y segura. Las obligaciones de las robotas solían ser bastante amplias, pero también fueron objeto de una mayor regulación a lo largo del siglo XVIII. Aunque el primer paso hacia la prohibición estatal de la servidumbre se dio en cuanto a la regulación de las exigencias que ésta implicaba, este proceso de control iniciado en este siglo no siempre fue favorable para el campesino. En Transilvania, donde a los campesinos sólo se les permitía cultivar unas parcelas muy pequeñas, la Dieta de 1714 fijó los límites máximos para las obligaciones de los siervos en 4 días de trabajos manuales por semana o 3 días de trabajo con animales. Aun así, si se les exigía más trabajo, los siervos sólo podían recurrir a la violencia. En 1766, la nobleza de Molda­ via hizo que el hospodar Grigore III Ghica elevase las robotas a 35-40 días de trabajo al año, y en 1775 volvieron a aumentar estas obligaciones laborales. Además, muchos de los antiguos campesinos libres de Molda­ via se convirtieron en siervos. Por el contrario, en Valaquia muchos de los siervos trabajaban menos de los 12 días exigidos. En la parte occidental de Ucrania, también aumentaron las robotas y el deterioro de la situación en que vivía gran parte del campesinado provocó diversas rebeliones. Los servicios de trabajo solían establecerse según lo que podía ofrecer el campesino. En Polonia, donde estas obligaciones eran muy gravosas, un campesino que usara su propio arado y trabajara con sus animales al cumplir con este servicio, tenía que realizarlo durante un número menor de días. Los campesinos polacos ricos contrataban a aldeanos pobres para que cumplieran por ellos con sus obligaciones, que solían ser superiores en proporción al tamaño de sus parcelas. En Galitzia, no existían limitaciones en las robotas, y se obligaba a los siervos a trabajar hasta 6 días a la semana durante el verano, que era la estación en la que su trabajo resultaba más provechoso tanto para su propia parcela como para la del señor, y 2 días en el invierno. En 1680, se limitó la robota en Bohemia a 3 días semanales, y esta misma proporción se volvió a fijar en 1717, 1738 y 1775. Determinadas disposiciones reales otorgaron a los campesinos el derecho a apelar a la corona ante los abusos, pero el domi­ nio de la administración local que ejercían los Estados hizo que este recurso apenas tuviera valor. En Moldavia en 1748, las obligaciones de las robotas llegaron a alcanzar una media de 40 días al año. Las obliga­ ciones resultaban más onerosas según la duración de los días de trabajo, y aunque esto variaba en función de las circunstancias locales y de la estación del año -un ejemplo más de la dependencia existente respecto a las condiciones del entorno natural-, solían ser bastante largas. La defini­ ción de una jornada laboral de 10 horas en algunos de los dominios de los Habsburgo en 1775 supuso una considerable reducción para muchos. Las obligaciones también podían hacerse más gravosas estableciendo el trabajo que los siervos debían acabar por día, de esta forma se les obliga­ ba a seguir trabajando si no lo había terminado al cabo de la jornada, y para sacar partido a este recurso se les imponían tareas demasiado amplias que solían ser irrealizables en el tiempo prefijado. De la misma forma que hubiera sido una equivocación sugerir que todos los campesinos de la Europa Oriental eran siervos, tampoco es cierto que la .robota fuese la principal obligación que debían cumplir todos los siervos, 158

pues también se pagaban con frecuencia rentas en moneda, como las que había en la parte occidental de Ucrania a principios de siglo. En las regiones orientales de Bielorrusia, la forma más común en que los campesinos cum­ plían con sus obligaciones hacia los señores era mediante el pago de rentas en metálico, no mediante las robotas, y las propiedades de los campesinos tenían gran importancia en la producción orientada a los mercados locales y a la exportación. Las rentas en dinero fueron adquiriendo mayor relevancia en Polonia, sobre todo en las regiones occidentales. Pero aun cuando la robota era leve, los siervos seguían sujetos a otro tipo de cargas, y pese a su variedad, todas ellas reflejaban y mantenían con firmeza la posición de cada terrateniente. En Bohemia y Galitzia, los siervos que no habían comprado su derecho a hacerlo, no podían vender su tierra, contraer deudas o designar heredero, y se les podía transferir de una tierra a otra. Todos los siervos de Bohemia, incluso aquellos que poseían un derecho hereditario sobre su tie­ rra, debían pedir permiso al señor, que normalmente sólo lo concedía a cambio de dinero, cuando querían emigrar, casarse o enviar a sus hijos a la escuela o como aprendices fuera del señorío. Estos amplios poderes loca­ les conferían a los señores un dominio sobre la comunidad mayor que el que les proporcionaban sus derechos legales. También podía resultar muy gravosa la obligación de comprar o vender al señor, ya que a veces conlle­ vaba otras prohibiciones sobre la producción de artículos que representasen una competencia para los del señor. Esto proporcionaba considerables bene­ ficios a los señores, aunque en Francia el ejemplo más notorio de este tipo de impuestos, la gabelle, que era una contribución sobre la sal según la cual determinadas partes del país, los denominados pays de grande gabelle, te­ nían que adquirir una cantidad mínima de sal al año, al margen de sus pro­ pias necesidades, constituyera un monopolio real. Las limitaciones a la movilidad personal suponían una importante restricción que reducía la capa­ cidad de negociación de los siervos dentro del mercado de trabajo, evitando en realidad que éste pudiera desarrollarse. Pero dichas limitaciones no se debían sólo a prohibiciones expresas, pues aunque los campesinos de los Balcanes conservaban ciertos privilegios y no llegaron a convertirse en sier­ vos, se redujeron las posibilidades que ofrecía esta libertad legalmente reconocida por la relación que mantenían con sus señores. La mayoría de ellos eran propietarios no sólo de las viviendas de los campesinos, sino tam­ bién de sus útiles de trabajo. El préstamo de dinero, semillas y animales les obligaba a quedarse y a tratar de producir cosechas suficientes, aun cuando se ofreciesen mejores ganancias en la industria rural. Asimismo, para preve­ nir la escasez de mano de obra agrícola en la Silesia prusiana se dispuso en 1769 que el dedicarse al trabajo en las minas dependería del consentimiento por escrito del propietario del señorío. Cuando Catalina II introdujo el impuesto de capitación en las provincias bálticas, los campesinos se regis­ traban bajo el nombre de su señor, pero muchos otros individuos indepen­ dientes que no podían registrarse como ciudadanos ni disfrutar, por lo tanto, de los beneficios que reportaba esta condición, tuvieron que registrarse como siervos o campesinos del Estado. Otro obstáculo importante para que los campesinos tratasen de mejorar su situación eran las restricciones establecidas para la adquisi­ ción de tierras. Un factor esencial era la ausencia de propietarios cam­ 159

pesinos, fuese cual fuese su condición legal. Esto les obligaba, fueran o no siervos, a trabajar para los terratenientes considerándolos como sus superiores. Los controles fijados por la ley sobre la transmisión de la propiedad y, en concreto, las reglas que regían los vínculos, limita­ ban la cantidad de tierras que podía adquirir el campesinado; por supuesto, también eran inalienables la mayor parte de las tierras de propiedad eclesiástica. Hasta que no se abolieron estas leyes, las posi­ bilidades de que los campesinos adquiriesen mayores superficies eran muy limitadas en las zonas colonizadas del continente. Se ha señalado que “el verdadero fin de la servidumbre en Hungría y Transilvania no tuvo lugar con el edicto mediante el cual José II desligó en 1785 a los siervos de la propiedad de la tierra, sino con la abolición de los víncu­ los dictada en 1848”5. Aunque estas restricciones legales eran impor­ tantes, aún lo era más la falta de poder adquisitivo de los campesinos. Estos solían incrementar su nivel de riqueza valiéndose de cuidadas estrategias matrimoniales que abarcaban a toda la familia, pero su poder adquisitivo se disipaba casi por completo debido al elevado número de miembros, a su precario nivel de vida, y a la variedad e importancia de los derechos y obligaciones que debían satisfacer. Por ello, la gran mayoría de los siervos polacos estaban endeudados. “Los impuestos reales y las cargas señoriales, repartidos respectivamente en un tercio y dos tercios, suponían aproximadamente un 35% de los ingresos de los campesinos en Moravia, un 45% para los de la Baja Austria, un 50% para los de la Austria Inferior. En Bohemia, los cam­ pesinos pagaban por estos conceptos hasta un 41% de sus ingresos totales”6. Estas cargas eran mayores que las que soportaban otros miembros de la sociedad. Podría ampliarse con facilidad la lista de obligaciones que tenían los siervos. Así por ejemplo, la robota podía incrementarse en época de cosecha y se podía llamar también a los niños para que realizasen labores en la casa del señor. El acarreo solía ser una carga importante, puesto que incluía el transporte de bienes señoriales a largas distancias y tales jorna­ das debían realizarse empleando los carros y animales de los campesinos. Pero dado que la servidumbre consistía en realidad en una serie de diver­ sos acuerdos más que en un sistema coherente, sus obligaciones presen­ tan tal variedad como su cumplimiento o su conmutación. Los acuerdos entre los señores y sus campesinos para definir determinadas obligacio­ nes y su aplicación, dependían de las circunstancias locales. No obstante, cualesquiera que fuesen sus obligaciones, ios campesinos, en general, padecían las consecuencias dé la baja productividad que tenía la agricul­ tura del siglo XVIII, agravadas por las demandas de un gravoso régimen fiscal. 5 VERDERY, K., Tra.nsylva.nian Villagers: Three Centuties ofPolitical, Economic and Ethnic Change (1983), p. 151. 6 DICKSON, P. G. M., Finance and Government under M aña Theresia 1740-1780 (2 vols. 1987), I, 122.

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El debate sobre la situación del campesinado y su importancia La obra Ein Traum de Johann Reinhard describe una sociedad utópica en la que son unos orgullosos granjeros acomodados, y no pobres campe­ sinos, los que se dedican a la agricultura. En cuadros de temática pastoril, como los de Boucher, aparecen campesinos bellos y saludables, muy dis­ tintos de los que describían los viajeros de entonces, rodeados de un ambiente idílico que sólo se veía perturbado por sus propios apetitos. Pero también encontramos casas de campo (cottages) levantadas como un ele­ mento “rústico” en jardines paisajísticos y que un “campesino” podía cobrar por habitarlas, tal como sucedía en las tierras del Duque de Newcastle en Claremont, Surrey, o el caso de María Antonietá y sus amigas, que se vestían de lecheras y trabajadoras en Le Harnean, construido expre­ samente en Versalles. Aunque muchos de los cronistas de la época no ala­ baban los puntos de vista y el cáracter de los campesinos en los círculos intelectuales, apenas existía una defensa articulada de la opresión del cam­ pesinado. No obstante, las ideas tradicionales acerca de las capacidades del ser humano, que se basaban en aptitudes heredadas, favorecían muy poco al campesinado, cuya baja condición social y azarosa existencia podían explicarse de esta forma. Las interpretaciones más avanzadas de la época apenas resultaban de provecho. El predominio de la idea -formula­ da a partir de una psicología sensacionalista- de que el medio conformaba el carácter creó una severa concepción del campesinado, porque se consi­ deraba degradante al entorno en que vivían. En aquellas raras ocasiones en las que eran campesinos quienes encarnaban papeles heroicos en las obras artísticas de la época, solían aparecer disfrazados con un aspecto más propio de categorías sociales superiores. En los círculos intelectuales de moda se criticaba el conservadurismo campesino, y se hallaba amplia­ mente extendida la creencia de que nunca podría educarse a las masas o erradicar de ellas la superstición. Pero, para el campesinado, tenía conse­ cuencias mucho más graves la determinación de la mayoría de los terrate­ nientes de conservar sus privilegios, no sólo por sus propios intereses, sino también por un sentido innato de su superioridad. Receloso de las aspiraciones de los siervos, el Príncipe Mikhail Shcherbatov siempre les negó cualquier papel positivo en la vida rusa y se opuso a cualquier inten­ to del gobierno de actuar en su defensa. No sería muy injusto decir que la intención de aquellos que defendían el status quo era tratar a los siervos como bestias de carga. Los siervos podían ser cristianos y tener almas cuya salvación había que procurar, pero también se los consideraba como seres inhumanos o infrahumanos a los que debía aplicarse una férrea dis­ ciplina. Cuando a mediados de los años 1760 la recién creada Sociedad Económica Libre Rusa organizó un concurso de ensayos sobre el tema de la propiedad campesina, la mayoría de los ensayos presentados ofrecían una valoración negativa de las capacidades del campesinado. Aun así, otros cronistas coetáneos creían que era importante mejorar la situación del campesinado y que era necesario hacerlo con la intervención del go­ bierno, que debería volver a definir los derechos y obligaciones del campe­ sinado y establecerlos legalmente. Los motivos que explican este interés hacia el campesinado eran diversos. La tradicional preocupación cristiana 161

expresada por muchos clérigos constituía un aspecto decisivo en este sen­ tido. También ejercía gran influencia el interés que suscitaba la economía agraria. Pero las mejoras introducidas en la producción agrícola no siem­ pre reportaban beneficios al campesinado, porque con frecuencia éstos iban a parar, de inmediato o en definitiva a manos de terratenientes y señores principales, sobre todo cuando eran siervos, jornaleros y arrenda­ tarios en condiciones precarias quienes trabajaban la tierra, y las nuevas prácticas introducidas solían representar cargas más pesadas para los cam­ pesinos. Las instancias hechas por los campesinos polacos sugieren que, en su caso, estos cambios supusieron una supervisión más estricta, la ampliación de los servicios de trabajo a zonas que antes se hallaban exen­ tas de ellos, como las tierras en barbecho, y la equiparación de un nivel de servicios más precisos al tamaño de propiedades medidas con mayor exactitud. Sin embargo, muchos autores que escribían sobre temas agríco­ las sostenían que la aplicación de las nuevas técnicas precisaban el desa­ rrollo de un campesinado libre que fuese propietario de la tierra que culti­ vaba o, al menos, que se beneficiase directamente del aumento de las cosechas. Si se incentivaba así al campesinado aumentaría el nivel de riqueza general. Se esperaba, por tanto, que una economía agraria en alza proporcionaría mayores ingresos en impuestos y disminuirían las migra­ ciones, los crímenes y el desorden. Los fisiócratas, como Quesnay, que creían que la tierra era la única fuente de riqueza, proclamaban los benefi­ cios sociales y económicos que reportaría la existencia de un campesinado propietario o arrendatario de las tierras que trabajaba. Necker, en su obra Eloge de Colbert (1773), insistía en la necesidad de que el gobierno fran­ cés interviniese para evitar que sus oficiales perjudicasen a los campesi­ nos con valoraciones impositivas arbitrarias. Antonio Genovesi, profesor de Economía Política en Nápoles en los, años 1754-69, sostenía que las grandes haciendas serían mucho más productivas si se dividían entre mul­ titud de propietarios. En 1761, el barón húngaro Lorintz Orczy llegó a afirmar que las grandes posibilidades que ofrecía la mano de obra de los siervos podrían hacerse realidad si se les concedía la libertad. Algunos de los consejeros de José II, como Joseph von Sonnenfels, profesor de Cien­ cia Política en Viena, tenían una concepción idealista del campesinado. En las décadas de 1750 y 1760, el pastor Johann Eisen y algunos miem­ bros de la Oficina Financiera para los Asuntos de Livonia, Estonia y Fin­ landia, presionaron para que se introdujeran cambios que permitiesen pro­ teger a los siervos de aquellos territorios ante las actuaciones arbitrarias de los señores. Eisen sugirió incluso que si se concediese a los campesinos la propiedad de la tierra que cultivaban, esto sería beneficioso tanto para los intereses del Gobierno como para los de la nobleza. En el Imperio, a partir de la década de 1770 empezó a cobrar mayor relieve el debate público de los problemas agrarios y de la situación del campesinado. El administra­ dor y publicista de Osnabrück, Justus Móser, sostenía que si mejoraban las condiciones del campesinado reduciendo los gravámenes que origina­ ban su endeudamiento, se conseguirían mayores beneficios a largo plazo. Pero su recomendación de que todos los arrendamientos, tanto con hom­ bres libres como con siervos, se convirtieran en hereditarios para aumen­ tar el interés de los campesinos en lograr una mayor rentabilidad, se vio 162

frustrada por la oposición de la nobleza. La Sociedad Agraria de HesseCassel informó al Gobierno en 1782 que la productividad agrícola no aumentaría de forma significativa hasta que no se suprimieran las obliga­ ciones señoriales. Estas concepciones, eminentemente pragmáticas, que abogaban por la mejora de la situación del campesinado implicaban susti­ tuir las cargas y obligaciones que pesaban sobre ellos por una mayor pro­ ductividad que proporcionaría rentas en dinero más elevadas, y en las décadas de, 1780 y 1790 se sumaron además las peticiones de emanci­ pación de los campesinos basándose en los principios reconocidos por el derecho natural. Semejantes demandas ya se habían recogido antes en diversos aspectos de la legislación austríaca. El oficial de la Cancillería, Franz von Blanc, que había prestado servicio en las comisiones creadas para ocuparse de las robotas de la Silesia austríaca y de Bohemia, se había comprometido decididamente en la defensa de los derechos naturales. Parece que durante la primera mitad del siglo XVIII, apenas surtieron efecto los argumentos expuestos para mejorar la situación de la mayor parte del campesinado, y mucho menos para su emancipación. No obs­ tante, había razones muy sólidas por las que el Gobierno debía proteger a los campesinos de sus señores, si éstos deseaban, por ejemplo, mantener el nivel de ingresos de sus impuestos. Los escritores cameralistas tam­ bién habían mostrado su preocupación por la precaria situación del cam­ pesinado y, en la primera mitad de la centuria, un grupo de escritores, entre los que se encontraba Christian von Schierendorff, Secretario del Tesoro Imperial en tiempos de José I y Carlos VI, y diversos pensadores franceses que esperaban que la subida al trono del nieto mayor de Luis XIV, el Duque de Borgoña, traería consigo un período de paz y prosperi­ dad para la agricultura, abogaban por la protección de los campesinos frente al exceso de impuestos y exacciones nobiliarias que recaían sobre ellos. Aun así, durante esta época experimentó muy pocos cambios la situación legal del campesinado. Las propuestas de reforma más signifi­ cativas solían ser reflejo de determinados episodios de agitación política que prefiguraban condiciones semejantes a las que habría después en tiempos de la Revolución Francesa. En Valencia, donde se había produ­ cido un importante motín campesino en 1693, los partidarios del Archi­ duque Carlos, aspirante al trono español (y futuro Emperador Carlos VI), ofrecieron a los campesinos en 1705 librarse de sus obligaciones de servicio e impuestos, y les prometieron que se repartirían entre ellos las tierras de los nobles contrarios al Archiduque. Asimismo, en 1742, cuando se hallaban los Habsburgo luchando en Bohemia, el Emperador Carlos VII trató de ganarse el apoyo de los siervos locales ofreciéndoles su emancipación. Esta medidad constituía, sin embargo, una muestra de la situación desesperada en la que se encontraba Carlos VIL Pero, en general, durante la primera mitad del siglo XVIII se experimentaron pocas mejoras y en algunas regiones hubo incluso un claro deterioro. La impopularidad de Pedro el Grande entre el campesinado se debía a que tendían a considerarle un anticristo o un impostor, en lugar de un zar campesino, pero también porque los sucesores al trono que le siguieron no trataron de rehabilitar su figura. Si bien permitió al campesinado con­ servar sus costumbres y barbas tradicionales, fue porque básicamente 163

sólo estaba interesado en la elite que deseaba moldear. Se estableció que el campesinado estuviese al servicio del monarca y de la nobleza. Pedro I no hizo caso de las sugerencias que le hacían de que no premiase a la no­ bleza con tierras y de que el Estado pudiese financiarse con los im­ puestos sobre el campesinado, porque pensaba que era natural que los oficiales poseyeran sus propias tierras. Durante el reinado de Isabel (1741-62), el Senado apoyó decididamente a los nobles terratenientes en sus conflictos con los campesinos, y amplió sus derechos sobre éstos cuando concedió a los nobles cosacos de Ucrania un rango equivalente al de la nobleza rusa. Y esta misma política continuó también baio Cata­ lina II. Desde mediados de siglo, los gobiernos de Europa Oriental empeza­ ron a intervenir cada vez más en las relaciones existentes entre señores y campesinos. El hospodar fanariota más influyente, Constantino Mavrocordat, trató de resolver el problema de la fuga generalizada de campesi­ nos convenciendo a una asamblea de nobles en Valaquia en 1746 de que acabasen con los vínculos personales, y en 1749 esta medida también se adoptó en Moldavia. Se permitió así que los campesinos pudieran com­ prar su libertad, y se estableció que las robotas comprenderían 12 días en Valaquia y 24 días en Moldavia. Las reformas terminaron con las dife­ rencias existentes entre siervos y campesinos libres que trabajaban las tierras de los nobles según una serie de condiciones previamente acor­ dadas. Sin embargo, resultó muy difícil llevarlas a la práctica ante la opo­ sición de los nobles, sobre todo después que Mavrocordat fuese reempla­ zado de su cargo. En el Imperio, algunos gobernantes también trataron de mejorar la situación del campesinado. En Baviera, Maximiliano José III y Carlos Teodoro apoyaron la sustitución de las robotas por contribucio­ nes en metálico, un cambio que empezó a operarse en 1753 en Hannover y que concluyó prácticamente en la década de 1790. Por su parte, Federi­ co II el Grande afirmaba en su Ensayo sobre las Formas de Gobierno y los Deberes de los Soberanos (1777), que los monarcas debían ponerse en el lugar de los campesinos o artesanos, pero en la práctica sólo aprobó varios decretos y ordenó nuevas disposiciones que suponían apreciables mejoras para estos últimos. En 1748, limitó la robota, y dos años después esta medida originó las protestas de los Estados de la Pomerania oriental que exigían la conservación del derecho de los nobles a una prestación de servicios ilimitada. En 1749, el apalear a los campesinos se convirtió en un delito que podía castigarse con la cárcel; y en 1763 se abolió la servi­ dumbre en Pomerania con el consentimiento de los Estados y se limitó la robota en Silesia. Al año siguiente se tomaron nuevas medidas que com­ prendían a todo el Estado para proteger a los campesinos de los abusos de sus propietarios, y en 1773 se abolió la servidumbre en Prusia Oriental y en la recientemente anexionada Prusia Occidental. Pero, fuera de las haciendas reales, poco se hacía para que estas leyes se cumpliesen en el resto del territorio. Federico II de Hesse-Cassel se mostró mucho más cauteloso en su forma de impulsar innovaciones semejantes. Cuando en 1763 determinó que los servicios de trabajo relacionados con la caza y los bosques se exigían de forma demasiado arbitraria, en lugar de abolirlos prefirió limitarlos y no ampliar los decretos favorables a las haciendas 164

nobiliarias. Indicativa del nuevo papel que fue adquiriendo progresiva­ mente el dinero en la vida campesina y en las relaciones entre campesi­ nos y señores, fue la decisión adoptada por Federico de que se pagase a los campesinos que todavía se reclutaban para este tipo de servicios. En los años 1770, la robota se convirtió en una contribución en metálico dentro de las haciendas del Landgrave, atrayendo a la mano de obra con esta forma de pago. No obstante, tal como sucedió en Prusia, este progre­ so de la legislación no se vio acompañado en la práctica por la aplicación de semejantes medidas. Una investigación realizada en los años 1782-83 sobre las condiciones del campesinado reveló los numerosos abusos que seguían cometiéndose. Así, por ejemplo, pese a que el decreto de 1773 establecía que no se podía exigir a un campesino la robota, ni siquiera pagándole por ella, cuando éste necesitaba tiempo para atender un tarea importante, esta práctica aún no había desaparecido. En el caso de Dina­ marca, la principal reforma de las condiciones en que se hallaba el mundo rural se emprendieron a través de la legislación estatal. Los drásticos cambios que se produjeron en el gobierno austríaco a mediados de siglo también influyeron sobre los derechos de los campesi­ nos. El nuevo sistema fiscal establecido por Haugwitz en 1748-49 impli­ caba una apreciable reducción de los impuestos que pagaba el campesi­ nado, aunque él era consciente de que su capacidad contributiva dependía de cierta protección estatal. Ésta comprendería limitaciones a la capaci­ dad que poseían los señores de gravar a los campesinos, y haría referen­ cia expresa a la relación inversa que había entre la demanda de robotas e impuestos. Algunos gobernantes se comprometieron personalmente a ali­ viar la suerte de los campesinos. Cuando José II visitó Transilvania en 1773, recibió 19.000 súplicas en las que se quejaban de los abusos que se cometían con las robotas, y se promulgaron diversos decretos para limi­ tar estos servicios. Dado que el de 1747 había resultado ser muy poco eficaz ante la oposición de la nobleza, el Consejo de Estado húngaro dictó en 1767 un urbarium (conjunto de disposiciones) sin el consenti­ miento de la Dieta. En las deliberaciones hechas por el gobierno se hizo hincapié en la necesidad de recortar las exacciones de los señores para aumentar la capacidad imponible de los campesinos, y por ello se confió el cumplimiento de las regulaciones adoptadas a una comisión estatal especial en lugar de valerse de la administración local, que se hallaba dominada por los nobles. Cuando en 1780 se regularon las condiciones del campesinado en Croacia y el Banato de Temesvar, ya se había aplica­ do el urbarium a todo el Reino de Hungría. Edictos semejantes, pero no en los mismos términos, se promulgaron en otros dominios de los Habs­ burgo. En 1768 y 1771 se publicaron decretos sobre la robota para la Silesia austríaca, en 1772 para la Baja Austria, en 1775 para Bohemia y Moravia, en 1778 para Estiria y Carintia,y en 1774 y 1784 para Galitzia. El principio en que se basaban tales regulaciones distaba de ser algo novedoso, pues eran los 14 días de servicio anuales que se trabajaba en la Alta Austria a partir de un edicto de 1597, pero sí lo era la proporción en que el Estado había decidido intervenir. Y aunque estos decretos se pen­ saron más para completar que para sustituir a los acuerdos voluntarios que se alcanzaban entre señores y arrendatarios, no hay duda de que se 165

estaba poniendo mayor énfasis en la reducción de los trabajos forzosos y, por tanto, que estos decretos respaldaban la iniciativa del gobierno de que aumentasen las rentas en dinero y la mano de obra remunerada, tal como sucedió en las posesiones personales de María Teresa a fines de la década de 1770. La política emprendida por los Habsburgo representó el mayor esfuerzo desarrollado entre las principales potencias de la época para mejorar la situación del campesinado. Era reflejo de una tendencia más generalizada, pero cuya manifestación se debió en gran parte a la crisis de pobres cosechas y malnutrición que a comienzos de la década de 1770 produjo cerca de 250.000 muertos en Bohemia, y esto no sólo suponía un duro golpe para la reputación de los Habsburgo, sino también para sus ingresos fiscales y sus propósitos de incrementar su poder frente a Prusia. La amenaza que la política de los Habsburgo representaba para la noble­ za explica por qué otros grandes Estados que tenían una economía basada en la servidumbre se mostraban tan poco dispuestos a seguir su ejemplo. Se decía que los nobles húngaros más pobres se veían muy afectados a consecuencia de las regulaciones decretadas en 1767, y se ha llegado a cal­ cular que todos los señoríos de Bohemia llegaron a perder hasta una cuarta parte de los ingresos que percibían a través de las robotas. Pero los cambios no sólo afectaron a la mano de obra campesina. Así por ejemplo, en Galitzia los arrendamientos estaban garantizados y siempre que era viable esto permitía que se introdujese la propiedad privada. Además, se ordenó a los autoridades locales que acabasen con la opre­ sión del campesinado, y se estableció la elección de jurados integrados por campesinos dentro de los tribunales de justicia señoriales, exigiendo una cualificación especial a los oficiales de dichas instituciones. Tenien­ do en cuenta estas consecuencias, no es de extrañar que la limitación de la robota fuera tan impopular entre la mayor parte de la nobleza de Euro­ pa oriental. En 1765, los cambios en la situación del campesinado letón decretados por la Dieta habían dado escaso fruto. De hecho, en lugar de dictar regulaciones minuciosas sobre la robota, éstas quedaron al arbitrio de los propietarios de la tierra. En 1780, el Sejm (Parlamento) polaco rechazó la reformas propuestas para la mejora de la condición social de los siervos por un importante terrateniente, Andrezj Zamoyski, que apli­ có a sus siervos un trato comparativamente favorable. La constitución polaca de 1791 proclamó el derecho de los campesinos a gozar de la “protección de la ley y del gobierno nacional”, pero enseguida se puso de manifiesto que esto sólo se refería al cumplimiento de los acuerdos voluntarios alcanzados entre nobles y campesinos. La insistencia de la nobleza prusiana logró que se confirmasen los servicios que realizaban los siervos en el Allgemeines Landrecht el código legal del Estado pru­ siano, aprobado en 1794. Y el Fuero de la Nobleza que promulgó Catali­ na II en 1785 no redujo tampoco el poder de los nobles sobre sus siervos. Sin embargo, resultaría erróneo señalar que la situación del campesi­ nado fuese igual de penosa en toda la Europa del Este, exceptuando los territorios dominados por los Habsburgo. Se sabe, por ejemplo, que en los anos 1780 el campesinado de las provincias rusas del Báltico tenia cierta confianza en las nuevas instituciones jurídicas y policiales, a las 166

que podía acudir con demandas contra los nobles sobre la asignación de robotas e impuestos de capitación; y parece que les satisfacía la justicia que obtenían en estos tribunales. Las iniciativas emprendidas para cambiar las robotas no fueron las únicas medidas que afectaron al campesinado. En algunos países, tam­ bién se dieron pasos para abolir la vinculación hereditaria a la tierra que representaba la servidumbre, no sólo porque se la consideraba económi­ camente perjudicial, sino porque limitaba los incentivos del campesina­ do y era moralmente aborrecible. Los edictos de 1762 y 1771 supusieron la emancipación de los campesinos de Saboya, pero la oposición de los terratenientes hizo que la aplicación de este decreto se suspendiese durante los años 1775-78, y el proceso no llegó a completarse definitiva­ mente hasta la invasión francesa de 1792. Las restricciones personales que conllevaba la condición de siervo fueron abolidas en las tierras de Bohemia en 1781, de Austria y Galitzia en 1782, y de Hungría en 1785. Con las medidas adoptadas en 1781 se limitó la jurisdicción señorial, se permitió a los campesinos que abandonasen sus localidades de origen siempre que poseyeran un certificado de su señor en el que constase que habían cumplido con todas sus obligaciones, ya no era necesario solici­ tar el permiso de éste para casarse y los hijos de los campesinos no ten­ drían que realizar servicios forzosos en la residencia del señor. Pero estas medidas tuvieron importantes repercusiones en otros lugares. Temiendo que estos cambios pudiesen originar agitaciones campesinas en sus territorios, el Margrave Carlos Federico de Badén abolió la servi­ dumbre en 1783. También fue abolida para la mayor parte del campesi­ nado danés en 1788. A veces, como sucedió en el cantón suizo de Dolothurn en 1785, la abolición de la servidumbre reflejaba sentimientos humanitarios, pero no venía determinada por ellos. Mientras que el pri­ mero de los reyes que aprobaron la emancipación del campesinado, Car­ los Manuel III de Saboya-Piamonte, no era considerado un monarca ilustrado, Carlos Federico rechazó las sugerencias hechas por su círculo de intelectuales para que liberase a los campesinos. Asimismo, tuvo gran trascendencia el que se generalizase la idea de que se obtendrían mayores ganancias con la liberalización del control señorial sobre la gran masa de la población. La propuesta de abolir los derechos señoria­ les, formulada ante la Asamblea Nacional francesa el 4 de agosto de 1789 por el Duque d’Aiguillon, sostenía que estos derechos eran perju­ diciales para la agricultura y asolaban los campos. Cuando en 1787 el Arzobispo-Elector de Maguncia, Federico Carlos, anunció su intención de abolir la servidumbre, cuyas regulaciones no se promulgaron hasta 1791, señaló que las tasas que debía pagar un siervo cuando moría o se trasladaba a otro lugar eran demasiado elevadas y que, de esta forma, se deterioraba la economía y la suerte de cada siervo. No obstante, su deci­ sión no dejó de reportar nuevos costes para los campesinos, puesto que los derechos que era preciso satisfacer para redimirse de esta condición eran 20 veces superiores a la suma que tuviese que por término medio pagar al año cualquier comunidad. Pese a que la tasa de redención en Saboya era baja, su mera existencia ocasionaba muchos de los retrasos que había en el proceso de emancipación. José II trató de conseguir que 167

los campesinos contribuyesen más al Estado. El 10 de febrero de 1789 apareció una disposición, que debía hacerse efectiva al año siguiente, pero nunca llegó a aplicarse, que ordenaba que todas las tierras habita­ das, ya fuesen propiedad de señores o de campesinos, tenían que pagar un impuesto anual del 12 2/9% de su valor de tasación, y las cargas y servicios que el campesino debía pagar a su señor se sustituirían por ren­ tas en dinero que no podrían superar el 17 7/9% de los ingresos brutos anuales que produjese la propiedad donde trabajaba. Aunque se preten­ día que esta medida sólo comprendiese a los campesinos ricos, está claro que la política de José II hacia el campesinado no puede disociarse de las propuestas de reformas fiscales que suscitaban sus graves dificul­ tades financieras. Dado que el sector agrario en la economía de todos los países de Europa central y oriental proporcionaba la mayor parte del producto nacional bruto y de los impuestos, era evidente que los proble­ mas del campesinadó debían contemplarse teniendo en cuenta su dimen­ sión fiscal. En un principio, los cambios que se produjeron en Francia, donde la abolición de la servidumbre fue el tema escogido para el premio de poe­ sía de la Academia Francesa en 1781, se ajustaban a los progresos que se estaban dando en otras zonas. Aparentemente influido por las críticas contra la servidumbre que la consideraban una ofensa para la libertad natural, Luis XVI la abolió en los señoríos reales en 1779. El decreto condenaba la servidumbre, pero declaraba, a su vez, que el respeto a la propiedad privada impedía dictar una abolición general. Luis expresó, no obstante, su confianza en que otros propietarios de siervos siguieran su ejemplo, pero el Parlement del Franco Condado, donde vivía la mayoría de los siervos, se negó a registrar este decreto hasta que fue obligado a ello en 1787. Y aunque dos años después se abolió la ser­ vidumbre en toda Francia, hasta julio de 1793 no se consiguió acabar con todas las obligaciones de los campesinos a sus señores sin que fuese necesario pagar ningún tipo de indemnización. Los ejércitos de la Francia revolucionaria trajeron consigo la emancipación del campesinado o la reducción de sus obligaciones a territorios conquistados como Renania y Suiza. Pero la abolición de la servidumbre no implicaba necesariamente una mejora sustancial en la situación del campesinado, sobre todo si venía asociada a un aumento de las obligaciones que éste tenía, como sucedió en Moldavia, donde se incrementaron las robotas. En gran parte de Europa ni siquiera llegó a aprobarse una emancipación del campesina­ do. En casi todo el Imperio la abolición de los servicios personales y la concesión a los campesinos de una tenencia hereditaria de las tierras que trabajaban no se produjeron hasta el siglo XIX. En Rusia, centenares de miles de campesinos del Estado vieron como se deterioraba su situación cuando durante el reinado de Catalina II pasaron a ser campesinos priva­ dos. Para los terratenientes era tal la importancia de la servidumbre que en general se resistieron tenazmente a introducir cualquier innovación. Los señores franceses rara vez consentían renunciar a sus derechos o exi­ gían a cambio compensaciones económicas muy elevadas. Y los monar­ cas no estaban en condiciones de hacer frente a semejante oposición para lograr imponer la emancipación. 168

Los conflictos en el mundo rural

La representación política de los campesinos era demasiado limitada. En el Imperio, los 20 principados en los que los campesinos contaban con representantes en los Estados eran muy pequeños, aunque en algunos de ellos como en Württemberg y el Palatinado los diputados urbanos también asistían por los distritos rurales que rodeaban a las ciudades, y de esta forma la representación de los campesinos era técnicamente váli­ da. En Suecia, el Estado del Campesinado representaba a los campesinos propietarios que pagaban impuestos y a los arrendatarios de la corona, y sus delegados eran individuos que salían elegidos libremente. No estaba permitido que los electores fuesen “dependientes” de un miembro de otro Estado y se les concedía el derecho de voto a las mujeres que estuviesen cualificadas. Sin embargo, los campesinos que eran arrendatarios de la nobleza no tenían representación en la Dieta. Pese a que se consideraba que el Estado Campesino sueco era inferior y se hallaba excluido de la principal institución del gobierno central, el Consejo Secreto, su actividad política no carecía de importancia. En 1742, su intento de que se designase a algunos de sus miembros para formar parte del Consejo Secreto se interpretó como un mecanismo para poner fin a la guerra con Rusia. Leopoldo II estudió en 1792 la posibilidad de incorporar al campesinado a los Estados Generales de Estiria, pero en general en Europa había escaso interés en ampliar la representación política de los campesinos. Los círculos intelectuales apenas prestaban atención a las concepciones políticas del campesinado, que se consideraban inexistentes o demasiado primitivas, y aunque se plasmara artísticamente la sensibilidad campesina, se ejercía muy poca presión para la creación de Estados campesinos dentro de las asambleas parlamentarias o para emular constituciones como la de Suecia o la de Vorarlberg. Un rasgo característico de algunos monarcas como José II y de diversos grupos políticos no fue su desinterés por la situación del campesinado, sino por sus opiniones. Muy pocos campesinos eran miembros de los primeros clubs jacobinos de la Francia revolucionaria, y en ellos apenas se trataron aspectos como la redistribución de la tierra entre el campesinado. En su mayoría, la actividad política de los campesinos no llegaba a tener un ámbito nacional. Se centraba más bien en su propia comuni­ dad, que era legalmente responsable de una gran variedad de funciones públicas, incluyendo el reparto de las cargas fiscales, la ley y el orden, el mantenimiento de caminos e iglesias, y la asistencia a los pobres. En Polonia, las asambleas comunales de cada pueblo se encargaban del cum­ plimiento de todos los derechos y obligaciones de trabajo, del pago de diezmos y tasas, y del mantenimiento del orden. En Rusia, entre sus res­ ponsabilidades se hallaban la organización del trabajo agrícola, la solu­ ción de las disputas surgidas entre los campesinos y el cuidado de los huérfanos. Pero estas comunidades campesinas también disfrutaban de ciertos derechos, sobre todo en cuanto a la explotación de las tierras comunales, y en algunas partes, como en Württemberg, Prusia y diversas regiones de Francia existían fuertes derechos comunales y pueblos que vivían en un régimen casi autónomo. 169

La negociación entre los señores y las comunidades aldeanas era algo habitual dentro de la vida rural. En caso de que se produjese un conflicto, solía recurrirse a uno de estos dos procedimientos, que a menudo iban asociados, el litigio y la apelación a los representantes e instituciones del Estado. En Rusia las asambleas populares elevaban súplicas expresando sus agravios y enviaban con ellas representantes a las autoridades locales y centrales. En Polonia, por ejemplo, las apelaciones en contra de oficia­ les y arrendadores se hacían directamente a los terratenientes, y los cam­ pesinos de las propiedades de la corona recurrían a un tribunal especial. En Francia, solían emprenderse causas legales contra los señores. El incremento de este tipo de pleitos en la parte oriental de Francia durante la segunda mitad del siglo XVIII se ha llegado a relacionar con una supuesta transformación cultural del campesinado -cuya movilidad y alfabetización iban en aumento-, con una supuesta pérdida de respeto hacia la autoridad tradicional y con una mayor disposición a recurrir a remedios legales. Las frustraciones, tensiones y conflictos que había en la vida rural no sólo generaban acciones legales. También se reflejaban en una falta de interés por realizar de forma adecuada sus obligaciones y en la resistencia ante la adopción de nuevas demandas. En Polonia y Rusia, “trabajar como se trabaja en la demesne” era sinónimo de indolencia. Las exigencias que se consideraban excesivas con frecuencia no se realizaban y se hallaba ampliamente extendido el fingir enfermedades. En la Lombardía en 1724, la oposición a un recuento de todos los morales de la región provocó la aparición de panfletos infamatorios. La huida o la migración ilegal era otra salida posible ante circunstancias adversas, y los intentos de evitarla mediante la imposición de leyes muy severas se vieron frustrados en gran parte por la complacencia que mostraban muchos señores y gobernantes que se beneficiaban con la llegada de estos huidos. Los desórdenes violen­ tos solían ser a pequeña escala, y consistían en acciones tales como matar o mutilar a los animales del señor o destruir parte de su propiedad. Las quejas de los campesinos se expresaban recurriendo a incendios provoca­ dos; en cambio, el derribo de cercas y barreras se empleaba contra los intentos de cerrar las tierras comunales. La rabia que producían los daños ocasionados por la caza y los cazadores, a veces, desembocaba en una matanza masiva de caza mayor, una acto de furia colectiva que contribuía de paso a complementar la dieta campesina, y era tan provechosa como el desgaste mucho más frecuente de los privilegios señoriales que suponía la caza furtiva. En su mayor parte, la violencia campesina tenía un cáracter local y constituía la respuesta a agravios concretos de determinados seño­ res que habían abusado de su posición; era por lo tanto consecuencia de relaciones entre señores y campesinos esencialmente locales que presenta­ ban una amplia variedad de circunstancias. El apaleamiento o la matanza de oficiales e, incluso, de señores que a veces se producían, solían estar relacionadas con grupos criminales que operaban en el ámbito rural, pero también llegó a ser importante el terrorismo rural que iba dirigido contra señores severos y, sobre todo, contra los innovadores. En Irlanda, movi­ mientos tales como el de los Whiteboys se dedicaron a defender los dere­ chos tradicionales del campesinado. También parece que la naturaleza 170

violenta de la vida rural pudo haber contribuido a mantener cierto nivel de violencia que hacía que los ataques contra los señores y sus oficiales resultaran menos llamativos. En los años 1764-69, al menos 30 terrate­ nientes fueron asesinados por sus siervos en la provincia de Moscú. Las disputas entre aldeanos y entre pueblos eran habituales en casi toda Euro­ pa, aunque en general no con tanta intensidad como en Córcega. En gran parte de Europa del Este los siervos eran apaleados por pequeños delitos reales o ficticios, y algunos señores tenían incluso sus propias cámaras de tortura. También podían ser causa de tensiones las diferencias raciales, lingüísticas y religiosas existentes entre señores y campesinos. En la parte oriental de Galitzia, las relaciones entre la nobleza polaca y el campesina­ do ruteno eran muy precarias y en la Irlanda católica los campesinos se hallaban sometidos a un gobierno anglicano e inglés. La mayor parte de la violencia que se producía en el mundo rural era a pequeña escala e iba dirigida sobre todo contra la propiedad, adoptando más la forma de robos o insubordinaciones que la de una insurrección, y cuando ésta estallaba solía ser una rebelión limitada al ámbito del seño­ río, en lugar de trascender a todo un reino. No obstante, hubo regiones y episodios en los que la situación llegó a ser mucho más grave. Las regio­ nes de frontera en Europa Oriental eran especialmente proclives al estallido de desórdenes. En la parte occidental de Ucrania, los intentos promovidos por los señores polacos para ampliar los servicios de trabajo, imponer la servidumbre y convertir a sus siervos al catolicismo por la fuerza en una región de fronteras inestables, generaron movimientos de gran violencia. A la revuelta de Semen Palij durante el cambio de siglo siguieron gravísimos levantamientos en los años 1734-37, 1750 y 1768. Los motines campesinos se debían en parte, y se agravaban aún más, con las crisis del orden político y judicial, como sucedió en las guerras civiles polacas que estuvieron directamente asociadas a la Gran Guerra del Norte, a la Guerra de Sucesión Polaca y a la formación de la Confedera­ ción de Bar en 1768. Asimismo, el principal levantamiento campesino francés del siglo XVIII, conocido como el Gran Miedo de 1789, se produ­ jo en relación con los trastornos ocasionados por el período revoluciona­ rio. La situación en la parte occidental de Ucrania se fue agravando ante la debilidad del ejército polaco, pero el deseo de Rusia de ampliar su intervención en la política interna de Polonia para acabar con los motines campesinos demostró ser decisiva para el fracaso de estas revueltas. El salvajismo que hubo en el levantamiento de 1768 adquirió las proporcio­ nes de un verdadero genocidio. La “Carta Dorada” dispuso la matanza de polacos y judíos, que se llevó a cabo en diversas masacres. También en otras zonas fronterizas, como las estribaciones de los Cárpatos en Polonia y el Bajo Volga, se produjeron importantes revueltas campesinas. En Transilvania en 1784, los campesinos asesinaron a terratenientes, sacer­ dotes, ciudadanos y oficiales del gobierno, y exigieron demandas radica­ les entre las que se incluían la abolición de la nobleza y el reparto de sus tierras entre los campesinos. Con frecuencia, también afloraban en Euro­ pa oriental tanto las tensiones étnicas como levantamientos en los que se enfrentaban campesinos rumanos ortodoxos con calvinistas húngaros, fueran nobles o no.

El levantamiento de Transilvania presentaba también otros dos rasgos comunes en las grandes revueltas campesinas, la agitación suscitada por una anticipación de reformas importantes y la creencia de que su rebelión servía a los intereses del monarca. La redefinición de las relaciones entre señores y campesinos emprendida por José II en todos sus dominios, hizo que en Transilvania estas relaciones parecieran precarias y que estuvie­ sen a merced .de los deseos del monarca, por ello, al comenzar la revuel­ ta, los rebeldes decían que actuaban en nombre de José II. Asimismo, en Bohemia en 1775, la actitud del gobierno hacia las condiciones en que se hallaba el campesinado, favoreció que se convirtiesen en una cuestión polémica que rebasaba el ámbito local, y que los rebeldes reclamaran un decreto imperial -suprimido por la nobleza-, que les había liberado de sus obligaciones. Fue preciso desplegar una enorme fuerza para evitar que la rebelión se extendiese a Moravia y para poder sofocarla. El grado de desesperación que llegó a provocar este levantamiento, en el que a su aplastamiento, le siguió una importante emigración forzosa, y en el que algunos campesinos pedían a los soldados que los mataran y otros que­ maban el grano que se les había obligado a cosechar, fueron hechos que animaron a José II a acelerar la mejora de la situación del campesinado. En ciertas ocasiones, los campesinos eran conscientes de que se podían introducir cambios, que de hecho ya empezaban a producirse. En 1786, los campesinos de las tierras del Príncipe de Liechtenstein, en la frontera entre Moravia y la Baja Austria, procuraban pasarse a las del Emperador, pero fue necesario recurrir al empleo de tropas para acabar con sus ata­ ques a las propiedades de Liechtenstein. El rumor constituía un elemento esencial en el mundo político de la Europa del Antiguo Régimen, y era una consecuencia forzosa del sistema monárquico, que dependía excesivamente de los deseos perso­ nales de monarcas que actuaban en un medio en el que los canales de comunicación seguían siendo esencialmente orales. Al igual que los cor­ tesanos y los diplomáticos que analizaban los entresijos de la vida en la corte se fijaban en el gesto sonriente o de enfado de los monarcas, los campesinos tenían en cuenta lo que se rumoreaba sobre el apoyo del rey. La convicción de que contarían con él y de que supondría la introduc­ ción de considerables mejoras desempeñó una función muy importante en el mayor levantamiento campesino europeo de esta época, el de Pugachev. Sin embargo, este aventurero cosaco no trataba de llevar ade­ lante los deseos de un monarca vivo, como José II, sino que en 1772 llegó a afirmar que era Pedro III, una atribución que ya se había emplea­ do hasta entonces al menos una decena de veces tras el asesinato del zar Pedro III en 1762. La rebelión de Pugachev se originó en otra región fronteriza, pues así como el levantamiento de Stenka Razin contra el zar Alexis en los años 1669-71 y el de Bulavin contra Pedro el Grande en 1707-08, habían estallado en la región del Bajo Yolga y entre los cosa­ cos del Don, respectivamente, el de Pugachev encontró un fuerte respal­ do entre los cosacos Yaik, que se hallaban enzarzados en disputas internas y les preocupaba mucho la supresión de sus derechos tradicio­ nales, como el libre acceso a las pesquerías del río Yaik. También recibió el apoyo de campesinos que trabajaban en factorías y de muchos 1 /z 1 n n

bashkirs, una tribu fronteriza que había protagonizado varios levanta­ mientos infructuosos en 1708, 1735 y 1755. La rebelión comenzó en 1773 y todos los intentos que emprendió entonces el gobierno fracasa­ ron. Pugachev instauró su propia corte, a semejanza de la de Catalina II, prometió a cosacos y bashkirs el respeto a su forma de vida tradicional, admitiendo incluso la libertad de tierras y de agua, y aunque sufrió algu­ nos reveses a principios de 1774, en julio de aquel año consiguió apo­ derarse temporalmente de Kazan, donde, según un testimonio contem­ poráneo, “mataron a aquellos que iban sin barba y llevaban vestidos a la alemana”. El levantamiento de Pugachev no iba dirigido específicamen­ te contra la servidumbre. Cuando se hizo un llamamiento a los siervos para acabar con ella apoderándose de la tierra, la respuesta al mismo se tradujo en una matanza masiva de nobles en la región del Volga. Tam­ bién existía un componente religioso en el levantamiento, respaldado principalmente por el movimiento de los Antiguos Creyentes, y una fuerte antipatía cultural hacia la occidentalización de Rusia. Sin embar­ go, los llamamientos de Pugachev cada vez resultaban más infructuosos, porque su llegada desencadenaba el caos y nuevas luchas, y además, la capacidad de respuesta del gobierno iba en aumento. En el verano de 1774, fracasó el levantamiento de los cosacos del Don promovido por Pugachev y la Paz firmada entre Rusia y el Imperio Turco dejaría las manos libres al ejército ruso. Aquellos que ya perseguían a Pugachev consiguieron derrotarle en agosto y al mes siguiente fue entregado al gobierno por algunos de sus seguidores desilusionados. Un levantamiento como el de Pugachev era excepcional; y aunque hubo otra oleada de motines en la década de 1790, no volvió a darse en Rusia ningún levantamiento de similares proporciones durante el siglo XVIII. Fue excepcional no sólo por sus plantemientos tan radicales, por sus proporciones y por su violencia, sino también por su duración y por el éxito que llegó a tener al principio. Los levantamientos que logra­ ban más éxito eran aquellos -que solían producirse en regiones fronteri­ zas- en los que estaba en juego más la supervivencia de una cultura tradi­ cional, que las condiciones de vida de la mayoría de la población, y en donde, como sucedía con los cosacos, los rebeldes estaban familiarizados con la práctica militar y su modo de vida les llevaba fácilmente a entrar en conflicto. No obstante, resultaría inadecuado analizar el levantamiento de Pugachev como un fenómeno típico „de la actividad campesina en cuanto a sus métodos o a sus objetivos. La mayor parte de los desórdenes campesinos solía producirse por causas muy concretas y se marcaban objetivos muy limitados, siguiendo las pautas generales que se aprecian en la actividad política de la Europa del Antiguo Régimen. Contrarias a la introducción de novedades, tales como nuevas obligaciones, y en general a todo aquello que se interpretase como un abuso de la autoridad, la mayoría de las formas de protesta del campesinado pretendían conse­ guir soluciones conservadoras recurriendo a acciones directas que logra­ sen una respuesta benévola o una intervención favorable de la corona. Algo semejante sucedía también en otras partes del Mundo. En Japón existían ciertos métodos permitidos para protestar contra los agravios y había una importante cantidad de demandas legales. Tal como sucedía en

gran parte de Europa, los cuentos populares sobre este tipo de protestas encarnaban a la injusticia en la maldad de extranjeros perversos, pero la década de 1780 fue mucho más crítica, pues en ella se tambaleó la autoridad de los gobiernos y esto facilitó un notable incremento de las protestas populares7. La vida del campesinado del siglo xviii distaba mucho de ser fácil, pero no sería correcto presentar ésta bajo unas cir­ cunstancias semejantes para toda Europa y ni tan siquiera para una misma región. El fatalismo, que era una característica tan notoria en la mentalidad de los campesinos, reflejaba, sin embargo, un rasgo común en la vida campesina. Pese a que se veían afectados de distinta forma tanto por la intervención estatal como por la actividad económica desarrollada por sus propietarios, el sistema que se construyese sobre sus rentas y la baja remuneración que recibían por su trabajo en el contexto de una distribución muy desigual de la tierra, mantenían todavía una enorme dependencia respecto al medio natural. Para un lector del siglo XX que se ha criado básicamente en un entorno urbano, resulta difícil entender un mundo en el que las eventuales calamidades de la naturaleza iban acom­ pañadas de un constante apremio para procurarse el sustento en medio de circunstancias adversas. La electricidad, el motor de combustión interna, y los cultivos seleccionados y la reproducción animal selectiva todavía no habían conquistado el mundo rural, ni habían transformado la agricul­ tura y la vida de los agricultores. La energía disponible se hallaba limitada a la que podían producir los músculos humanos y animales, y la molienda se realizaba con la ayuda del viento y el agua. Los muebles, el utillaje y los alimentos eran sencillos y vastos; los cultivos y la reproduc­ ción animal sólo mejoraron gracias a una cuidadosa observación desarro­ llada durante varias generaciones. Pero en todas partes, los fenómenos climáticos y las enfermedades siempre podían disminuir considerable­ mente o aniquilar las expectativas de crecimiento de las cosechas, el ganado y los hombres, que dependían de ellos.

7 WALTHALL, A., Social Protest and Popular Culture in Eighteenth-Century Japan (1986).

CAPÍTULO V

LAS CIUDADES

“¿No cree usted que el excesivo tamaño de nuestras metrópolis es una de las principales causas de la frivolidad, holgazanería y corrupción de estos tiem­ pos?; me sorprende que los legisladores no se hayan dedicado a limitar este crecimiento, pues ya es demasiado grande para que exista una buena obser­ vancia de las Leyes o del Evangelio... y una Policía débil puede ejercer muy poco control sobre estas multitudes.” (Escrito en 1763 por Joseph Yorke refi­ riéndose a Londres)1. Resulta bastante difícil aventurar cualquier valoración sobre la impor­ tancia o el crecimiento de las ciudades durante el siglo XVIII debido a los problemas que plantea su definición. Las definiciones de carácter legal prestan poca atención a aspectos como su tamaño o su función. En la región de Aix-en-Provence, por ejemplo, se consideraban ciudades a todas las zonas edificadas que estaban rodeadas de murallas y provistas de representantes de la justicia real. En Polonia, las ciudades eran institu­ ciones constituidas legalmente. En Rusia, se denominaban ciudades a los asentamientos que carecían de un propietario, y aunque diferían mucho en antigüedad, tamaño y otros factores, todas estaban sujetas a las mismas leyes y regulaciones, y contrastaban legalmente con aquellos núcleos que eran propiedad de una persona p de una institución. Pero tales definiciones poseían un valor muy limitado, ya que consideraban como ciudades a núcleos que por su función eran pueblos y por el contra­ rio, ignoraban, si bien con menor frecuencia, algunos asentamientos importantes. Parte del problema que ofrece la terminología es que no existía en la época una definición funcional de la ciudad comúnmente aceptada y resulta demasiado arriesgado aplicar en su lugar conceptos modernos. Además, emplear una definición que la conciba como 1 BL. Add. 58213, f. 216.

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creadora de un espacio más eficiente, como un nexo cuya principal apor­ tación sea el control sobre el medio o un lugar con un estilo de vida característico, supone ignorar gran número de núcleos menores que reci­ bían la denominación de ciudades y cuyos habitantes se dedicaban prin­ cipalmente a actividades agrícolas. Ésta era la norma general, por ejem­ plo, en Polonia; pero también en Dinamarca, en donde Copenhague era la única gran ciudad a mediados del siglo xviii, y en Suecia-Finlandia, donde tan sólo diez de su centenar de ciudades superaban los 7.000 habi­ tantes. Resulta aún más complejo recurrir al empleo de clasificaciones de carácter legal, pues con frecuencia se denominan como ciudades a cual­ quier tipo de zonas urbanas. Dado que la condición de ciudad era sobre todo una cuestión de privilegio, y no estaba en función del tamaño de su población o de la actividad económica, no había motivos para racionali­ zar su definición respecto a otras zonas urbanas contiguas, y de hecho, dentro de estas zonas solía haber enclaves urbanos de distinto rango. También resultaba problemático determinar la condición privilegiada de la ciudad respecto a su desarrollo suburbano o extramuros. Así por ejem­ plo, Castelviel, un suburbio de la parte occidental de Albi situado fuera del recinto amurallado, constituía una comunidad de unos 700 habitantes y contaba con sus propios cónsules y una administración autónoma que no se unió a Albi hasta la Revolución Francesa. En otras ocasiones, en cambio la condición privilegiada de la ciudad se extendía también sobre zonas rurales próximas situadas extramuros. Si la definición del concepto de ciudad presenta multitud de proble­ mas, no resulta menos difícil calcular su población, sobre todo porque muchas de las estadísticas demográficas coetáneas hacían sus estimacio­ nes considerando familias y no individuos. Aunque exista cierto grado de crecimiento urbano, y sobre todo durante la segunda mitad del siglo XVIII, Europa no destacará de forma singular por el desarrollo de su urba­ nización. De las 19 ciudades que se cree que llegaron a superar los 300.000 habitantes en 1800, solamente 5 eran europeas: Londres (3a), Constantinopla (8a), París (9a), Nápoles (14a) y San Petersburgo (17a)2. Además, el grado de urbanización variaba mucho y en algunas regiones era relativamente bajo. La población rusa que vivía en ciudades se hallaba bastante por debajo del 10% del total, y según la que se había registrado en los censos de 1762 y 1782 formando parte del estamento urbano, repre­ sentaba el 3,04% y 3,07%, respectivamente. Mientras que la Saboya-Piamonte de mediados de siglo poseía una población de 1.774.000 habitan­ tes, sólo contaba con dos ciudades, Turín y Alejandría, que superaran los 20.000 habitantes. Aproximadamente el 10% de la población de Noruega vivía en núcleos urbanos en 1801. En otras regiones, existía un grado de urbanización mucho más importante. Del 1.100.000 habitantes que había en la Lombardía austríaca durante la década de 1700, 130.000 vivían en Milán, aunque las tres ciudades que la seguían en tamaño sólo represen­ 2ROZMAN, G., Urban Networks in Kussia, 1/50-1800, and Premodern Periodization (1976), p. 243.

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taban en conjunto unos 54.000 habitantes. De los 2,3 millones de habi­ tantes con los que contaba la República de Venecia en 1766, cerca de 300.000 vivían en las seis ciudades principales. Los 260.000 habitantes de Lisboa, que era capital de un vasto imperio colonial, constituían en torno al 10% de la población portuguesa. Y la población de Amsterdam era casi el doble que la de las provincias de Frisia u Overijssel. C r e c im ie n t o o d e c a d e n c ia

Resulta difícil establecer relaciones directas entre el proceso de urba­ nización y la actividad económica o su crecimiento. La presencia de grandes ciudades era un rasgo notorio tanto en la situación económica relativamente estancada de la Europa mediterránea, como en el pujante desarrollo de la Europa Noroccidental. Muchas de las actividades que se realizaban en el ámbito urbano apenas repercutían en su crecimiento eco­ nómico. Aunque podrían cuestionarse las cifras dadas en 1726 por un contemporáneo sobre la existencia de unas 70.000 prostitutas autorizadas y de unas 60.000 que vivían en Nápoles de acuerdo con la ley, encubren la gran variedad de actividades que hacían de las ciudades no sólo gran­ des centros de consumo y de servicios, sino también importantes núcleos de actividad comercial e industrial. Desde luego que en el desarrollo de la urbanización desempeñaron un papel relevante las oportunidades coyunturales. Pese a que el porcentaje de población francesa que vivía en ciudades no aumentó de forma brusca a lo largo del siglo XVIII, y que en 1789, solamente un 7,5% residía en ciudades de más de 20.000 habi­ tantes, sin embargo, la población de Burdeos creció desde los 45.000 habitantes en 1700 hasta los 111.000 en 1790, lo cual representaba una tasa de crecimiento mucho más elevada que el de otras grandes ciudades francesas. Teniendo en cuenta que el índice de natalidad llegaba a casi un 3 por mil anual y fue por tanto inferior a su índice de mortalidad durante los años 1735-89, este crecimiento se consiguió gracias a una inmigra­ ción que se vio reflejada en el desarrollo comercial de Burdeos y la alta densidad de población de algunas regiones rurales cercanas. De hecho, hallamos este tipo de inmigración entre los factores que explican el creci­ miento de la mayoría de los grandes núcleos urbanos. Las ciudades que experimentaron un notable desarrollo tendían a ser lugares que ofrecían diversas oportunidades, aunque a veces sólo fuera en cuanto a la asistencia social y/o en comparación con la pobreza de las regiones rurales próximas. Poseían con frecuencia una economía pujante. Por ejemplo, la atracción que ejercía Burdeos radicaba y se reflejaba en una considerable diferencia de salarios entre la ciudad y las tierras de su entorno. Así pues, mientras que los salarios nominales que ofrecían en el ámbito rural aumentaron muy poco durante la segunda mitad del si­ glo XVIII y los salarios reales incluso bajaron, debido a la subida del precio del pan, en Burdeos los salarios no sólo subieron, sino que a veces llega­ ron a hacerlo por encima del alza de precios. En otras ciudades, el creci­ miento económico favoreció el aumento de su población. Algunas, como Lieja y Verviers, situadas en el valle medio del Mosa, se hallaban en 177

regiones en las que había una agricultura relativamente próspera. En cambio, el desarrollo de otras ciudades era reflejo de la actividad de un gobierno. Así por ejemplo, la base naval de Karlskrona era en 1700 la tercera ciudad más poblada de Suecia y Viena llegó a alcanzar los 205.000 habitantes en 1790; por otra parte, muchas ciudades como Hel­ sinki se beneficiaron de su condición de guarniciones militares. Pero no todas experimentaron un aumento de tamaño. En Alemania, varias de las ciudades libres imperiales, que no debían obediencia a ningún otro monarca después del Emperador, perdieron importancia por la falta de un poder político semejante al que tenían los estados territorialmente conso­ lidados como Prusia, por la aplicación de medidas económicas proteccio­ nistas y por el influjo que ejercían sus gremios. Este fue el caso tanto de Aquisgrán como de Colonia. Muchas de las ciudades más antiguas pade­ cían además las consecuencias de su hostilidad hacia la inmigración y del desarrollo de la industria en el ámbito rural. Por el contrario, tendieron a crecer los nuevos centros industriales y la mayoría de las capitales. En 1740, Estocolmo controlaba el 60% del comercio exterior sueco, lo que significaba una proporción cuatro veces mayor que la de su inmediata rival, la ciudad de Goteborg. Pero a partir de 1750, la capital se vio afec­ tada por un progresivo estancamiento económico y demográfico, y deca­ yó su importancia comercial e industrial a raíz del crecimiento de las industrias de Norkoping y de la actividad mercantil de Goteborg, que llegó a experimentar el desarrollo comercial más importante de Suecia durante el siglo XVIII. El crecimiento o el declive de los núcleos urbanos no era una cuestión fortuita, aunque el azar desempeñaba un papel importante en los daños que ocasionaban la guerra y desastres naturales tales como la obstrucción de ríos y estuarios. Aun así, se aprecian varias tendencias. La gran mayo­ ría de las ciudades no experimentaron un crecimiento importante. Parece que muchas de ellas, como Aurillac en Auvernia, eran centros de merca­ do bastante inactivos desde el punto de vista económico y demográfico. Aunque, en general, la economía europea estaba creciendo, gran parte de los beneficios y del desarrollo que proporcionaba esta tendencia corres­ pondían a unas cuantas ciudades, que solían ser capitales o importantes centros mercantiles. Las ciudades pequeñas contribuían a formar la infra­ estructura fiscal que hacía posible el crecimiento más espectacular y sóli­ do de otros núcleos urbanos, pero esto sucedía en contadas ocasiones y solía deberse en gran parte a diversas consideraciones políticas. Aun así, es cierto que el incremento en el número de grandes ciudades o en su tamaño no se hallaba relacionado con la política o los planes del Estado, sino que era reflejo del dinamismo de distintos sectores de la economía europea, tal como se puede apreciar por ejemplo en la Europa Atlántica, y sobre todo en Gran Bretaña, pero solía tener considerable importancia la actitud que adoptasen los gobiernos hacia determinadas ciudades o res­ pecto a la vida urbana. Jan de Vries ha sugerido recientemente que a mediados del siglo XVIII se produjo un cambio importante, según el cual en vez de que crecieran las grandes ciudades, que eran sobre todo puertos y capitales, y de que las menores tendiesen a estancarse o a decrecer aún más, se paralizó el 178

crecimiento de los grandes núcleos urbanos en la mayor parte de Europa, y durante una centuria el proceso de urbanización se caracterizó por la expansión de ciudades más pequeñas, propiciando un relativo desplaza­ miento de la población de las grandes ciudades hacia ellas3. Sin embargo, dado que su estudio se basa en el análisis de un número lógicamente reducido de ciudades que contaban con una población inferior a los 10.000 habitantes, es evidente que sus conclusiones no pueden aplicarse de forma generalizada. En cambio, está claro que la emigración no sólo se dirigía a las principales ciudades, y que el crecimiento de la población rural actuó como un poderoso estímulo para la emigración. Tanto los derechos de primogenitura como la subdivisión de las propiedades rura­ les favorecían la emigración cuando se producía un considerable aumen­ to de población. Pero hace falta investigar con más detenimiento las dife­ rentes situaciones que solían darse entre las ciudades grandes y pequeñas, pese a que aquéllas llamasen más la atención de sus contemporáneos por los graves problemas que planteaban para la asistencia social o el respeto a la ley y el orden, y aunque llegaran a ejercer una influencia mucho mayor en el desarrollo de multitud de aspectos de la vida urbana. La diversa fortuna que corrieron las ciudades no dejó de estar rela­ cionada con sus propias rivalidades. Las ciudades de un mismo Estado competían entre sí en el desempeño de una actividad económica o en el de cualquier otra función, y esto hacía que disminuyese su poder políti­ co y que tendiese a aumentar su relación simbiótica con el gobierno. Semejante rivalidad puede observarse en distintos órdenes, ya que en lugar de temer la acción del gobierno, la mayoría de las ciudades procu­ raban obtener la asignación de determinados cometidos políticos y administrativos. La ciudad de Reggio se molestó porque la familia Este tuvieran su corte en Módena y lo mismo hizo Piacenza frente a Parma. Asimismo, se ha calculado que el traslado en 1785 de la corte del Palatinado desde Mannheim a Múnich, a raíz de la extinción de la dinastía bávara de los Wittelsbachs en 1777, supuso que aquélla perdiese hasta un tercio de su población. En 1792, Marsella recurrió al empleo de la fuerza para arrebatar a Aix las principales funciones administrativas y judiciales de su departamento. También había una rivalidad económica constante. La ciudades pretendían mantener su independecia económica, así por ejemplo, Elbeuf trataba de salir de la órbita de Ruán. Pero las rivalidades económicas eran mayores cuando se hallaban enjuego privi­ legios políticos o fiscales. El debate que hubo en los Estados Generales de Holanda en abril de 1753 en torno al plan para la creación de un puerto libre, puso de manifiesto la decidida oposición de ciudades pro­ ductoras como Ley den y Haarlem. En 1754, la posible reorientación del comercio del Mosa enfrentó a Amsterdam y Arnhem contra Dort, Nimega y Rotterdam. Y durante la segunda mitad del siglo x v iii , la compe­ tencia de las ciudades textiles en la parte occidental del Condado de

3 VRIES, J. de, European Urbaniz.ation, 1500-1800 (1984).

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York favoreció la construcción, por suscripción popular, de seis grandes almacenes en distintas ciudades para realizar una comercialización más adecuada de los paños. Aparte de la competencia también influían sobre las ciudades otros cambios económicos de carácter más general. El desarrollo de la indus­ tria rural desvió buena parte de la inversión, el empleo y la inmigración que solían beneficiar a las antiguas ciudades manufactureras, pero por otro lado contribuyó a que otros núcleos urbanos se aprovechasen y controlasen este nuevo desarrollo industrial. Llegaron a adquirir gran importancia algunas regiones y sectores industriales. Las manufacturas holandesas empezaron a tener problemas, pero el transporte naval siguió siendo muy rentable y, tanto para la Hacienda del Estado como para la actividad financiera en general, la segunda mitad del siglo XVIII fue un período de importante crecimiento para las Provincias Unidas. El desa­ rrollo de la especialización y de las disparidades regionales durante el proceso de industrialización incidió de forma especial en determinadas ciudades. En la parte oriental de Suiza, y sobre todo en Sant Gall, una nueva generación de hombres de negocios de miras más estrechas vino a sustituir a mediados de siglo, tras una crisis en la industria local, a una burguesía muy dinámica que contaba con amplia experiencia comercial. También influían en las ciudades los cambios que se producían tanto en las rutas de transporte como en las relaciones comerciales. Por ello, se explica por ejemplo, la decadencia de Albi a partir de la década de 1680, y la de Cracovia desde la primera mitad del siglo xvil. Las principales funciones económicas que desempeñaban las ciudades eran las de actuar como centros de producción, comercio y consumo. Algunas actividades industriales apenas tenían que hacer frente a una competencia rural, como sucedía por ejemplo en Colonia con la producción de tabaco y de agua de colonia; o con las del tabaco y del papel en Morlaix. Otras podían competir con éxito o mantener su control sobre las fases más especializadas y rentables del proceso de producción. Esto solía darse sobre todo en las manufacturas textiles, y de hecho, muchas ciudades volvieron a recuperar su antigua pujanza económica a lo largo del siglo XVIII o crecieron de forma espectacular, como Valencia gracias a la industria de la seda. En su función como centros mercantiles, las ciudades se beneficiaban de su dominio de los medios de transporte y de las redes financieras, pero su éxito comercial variaba mucho de unas a otras. Las zonas pobres del interior que no podían o ño deseaban comprar productos manufacturados, constituían un serio problema en gran parte de Europa Oriental, sobre todo en Rusia, Polonia y los Balcanes. La existencia de limitados recursos mer­ cantiles contribuyeron a reducir el número de comerciantes autóctonos de Europa Central y Oriental. En 1726, a raíz de la presión que ejercie­ ran los comerciantes de Copenhague sobre la Junta de Comercio dane­ sa, que se oponían a la intervención de intermediarios extranjeros y que estaban dispuestos a controlar todo el comercio danés, el gobierno les recompensó con un monopolio sobre los almacenes de depósito y les con­ cedió además el control de la importación de vinos, licores, sal y ta­ baco. Pero, dado que los comerciantes carecían de los recursos necesa­ 180

rios, esta política demostró ser un completo fracaso y se abandonó a principios de la década de 1730. El comercio urbano solía ser más provechoso cuando se hallaba limi­ tado al ámbito local, porque requería menos inversión y apoyo político, y cuando atendía a una demanda consolidada como el abastecimiento de sal de Kónigsberg o la explotación de las minas suecas de Vasteras. La mayoría de las ciudades se encontraban con que su función comercial se asemejaba a su función administrativa, pues ambas ponían en contacto a las localidades con distantes centros de poder de producción, de consumo y de finanzas. El desarrollo de Turín como un importante mercado para la economía de Piamonte propició el crecimiento de otras ciudades menores de la región que se habían convertido en intermediarias entre la capital y las áreas rurales, pero su subordinación regional se veía refleja­ da en la migración, ya que los emigrantes del campo seguían prefiriendo desplazarse hacia Turín. L a s CIUDADES COMO CENTROS DE PRIVILEGIO Y CONTROL

La jerarquía de la organización administrativa no coincidía plenamen­ te con la que controlaba la actividad económica, pero en muchas regiones ambas se aproximaban bastante. Esto es lo que quiso hacerse en Rusia, donde se intentó crear una verdadera estructura urbana. La reforma pro­ vincial de 1775, que dividió a Rusia en provincias y condados, requería la existencia de una ciudad en cada uno de ellos que sirviera como centro administrativo. Con esta finalidad se fundaron 216 ciudades en 1785, y aunque algunas no llegaron a convertirse en los centros comerciales que se había previsto, otras, como Odesa que fue fundada en 1793, sí que lo hicieron. En toda Europa se podían encontrar ejemplos de ciudades que aun careciendo de una actividad comercial o industrial relevante, tenían importancia como centros administrativos o disfrutaban de cierto grado de prosperidad. Toulouse carecía de la preminencia comercial e indus­ trial de Burdeos, pero era un centro administrativo provincial que conta­ ba con un parlement, una universidad y una población de unos 60.000 habitantes en 1789. La cercana localidad de Auch fue descrita por el via­ jero británico Arthur Young en 1787 como una ciudad “casi sin manufac­ turas y sin comercio, que se sustentaba principalmente con las rentas que obtenía del campo”. Las administraciones de gobierno, tanto laicas como eclesiásticas, poseían una organización esencialmente urbana. Así sucedía por ejemplo con la administración judicial, fiscal y militar. Cuan­ do era preciso acantonar o alojar a los soldados en cuarteles, tendía a hacerse en ciudades. No obstante, no se trataba tan sólo de organizacio­ nes de carácter urbano, puesto que también otras instituciones que no necesitaban ubicarse en el ámbito urbano, solían encontrarse allí. Tal era el caso de los monasterios y conventos de monjas rusos, y aun cuando el grueso de los ingresos de la Iglesia española provenía de rentas y diez­ mos del campo, el clero regular y secular se concentraba en las ciudades, dejando desatendidas muchas parroquias de localidades rurales. Gran parte de lo que se recaudaba con los diezmos del Rosellón iban a parar al

obispo, a su capítulo y a los seminarios, situados todos ellos en Perpignan, y esto confería una carácter geográfico a los conflictos locales. Dado que la educación solía estar controlada por el clero, no es de extrañar que tendiera a concentrarse en las ciudades, donde había mayor demanda de educadores y mayor interés por aprender. Dentro de su pro­ grama de reformas, José II estableció seminarios en Praga y Olomouc en 1783 para educar a los sacerdotes bajo la supervisión del Estado. Las ciu­ dades constituían importantes centros culturales y educativos. En 1770, se estableció la Real Sociedad de las Ciencias de Bohemia en Praga, que contaba con unos 15 impresores en 1781. La propia Ilustración tenía un marcado carácter urbano. La dependencia en las comunicaciones que exis­ tía en los intercambios culturales confirió mayor importancia a las ciuda­ des, pues en ellas podían encontrarse periódicos, editores, sociedades eru­ ditas y cafés. Además, con frecuencia los historiadores que escriben sobre la cultura provinciana suelen insistir cada vez más en sus manifestaciones urbanas. En algunas regiones, la concentración urbana de la enseñanza secundaria y de una actividad cultural moderna tuvieron notables conse­ cuencias lingüísticas. En Bohemia, mientras que las ciudades eran los cen­ tros donde se asentaba la lengua y cultura alemanas, el checo era más común entre el campesinado y los que acudían sólo a la escuela primaria. En el Languedoc y Lituania existía un contraste lingüístico semejante, de manera que el francés y el polaco de sus elites respectivas se oponía a la langue d ’oc y al lituano que hablaba la mayoría de la población. Las funciones que desempeñaban las ciudades como centros admi­ nistrativos eran muy variadas. Las tareas de gobierno constituían la ocu­ pación fundamental de aquellas capitales que carecían de una actividad económica importante, como Berlín y Múnich. San Petersburgo, que se convirtió en la capital de Rusia, era una ciudad nueva, fundada por Pedro I; y Karlsruhe, que pasó a ser la capital de Badén, se fundó en 1719. Este tipo de ciudades llegaban a adquirir un poder considerable gracias a su posición política y se convertían en grandes centros de consumo. Se ha calculado, por ejemplo, que de los 2.750.000 liras de impuestos que recaudaba Saboya-Piamonte en 1700, aproximadamente 1.500.000 liras iban a parar a Turín. La importancia de un monarca y de un gobierno en las capitales se plasmaba a través de la localización céntrica de palacios y oficinas, y de su posición destacada en el paisaje urbano. La construcción en este tipo de ciudades venía determinada por los deseos del monarca, que levantaba palacios o places royales en la ciudad y en sus alrededores, como se aprecia en Nancy. Y aunque en la mayoría de las ciudades las instituciones de gobierno aparecían mucho menos destacadas en la confi­ guración del espacio urbano, sus funciones administrativas podían repre­ sentar una importante fuente de empleo, ingresos y poder sobre las áreas rurales circundantes. Por ello, en Rusia a las ciudades se las nombraba antes que a las provincias y condados. A menudo, los núcleos urbanos se hallaban dominados por aquellos que debían su posición y riqueza al desempeño de cargos administrativos o judiciales. Los abogados, por ejemplo, predominaban en Besangon, una ciudad situada al Este de Fran­ cia que contaba con un parlement, y en sus alrededores. Ellos y sus fami­ lias constituían aproximadamente un 6% de la población urbana y tenían 182

un papel mucho más relevante en cuanto a la actividad económica y cul­ tural de la ciudad. Si bien las relaciones entre las ciudades y los Estados, entre los ciu­ dadanos y el gobierno central presentaban una gran variedad, era en el terreno de la política en donde el gobierno central intervenía más activa­ mente. Solía ofrecer una abierta hostilidad frente a las ciudades que trata­ ban de mostrar o mantener una mayor independencia política, sobre todo en aspectos como la capacidad militar y la política exterior. Aun así, la actitud de los gobiernos hacia las ciudades distaba mucho de ser uniforme. La tendencia predominante en gran parte de Europa era que los gobiernos centrales ejercieran un mayor control, y a menudo éste conllevaba un ata­ que contra los privilegios urbanos, y sobre todo contra el papel regulador de los gremios. La independencia de las ciudades tendía a ser más fuerte en Europa Occidental, donde los privilegios se respetaban más y se halla­ ban más arraigados. Pese a que en 1699 el cargo de Lugarteniente General de la Policía (un magistrado jefe de policía) se introdujo en todas las prin­ cipales ciudades francesas, asumiendo gran parte de la autoridad judicial que antes detentaban los concejos municipales, la administración urbana francesa siguió dependiendo en gran medida de una cooperación mutua. Diversas ciudades como Burdeos, Orleáns y París gozaban de privilegios especiales en cuestiones militares. El gobierno británico se vio obligado a recibir constantes críticas por parte de las instituciones políticas elegidas que representaban a las principales ciudades, sobre todo de Londres, y a recurrir a distintas técnicas de gestión -como el patronazgo y la persua­ sión- para defender su posición. En otras partes de Europa, las iniciativas en busca de cambios solían proceder de los gobiernos centrales, que, por lo general, conseguían sus propósitos sin violencia o sin tener que hacer frente a una fuerte oposición. La rebelión era un fenómeno bastante atípico; no obstante, en algunas ciudades solía haber ciertos mecanismos coercitivos. En Florencia en la década de 1720 se tomaron precauciones militares ante la amenaza de que estallasen conflictos por la subida de los impuestos. En 1766, el gobierno español reaccionó con firmeza cuando la elite de Lorca, que controlaba gran parte de los oficios municipales y se oponía a las reformas reales que estaba aplicando el gobernador, se aprovechó del gran malestar popular por el aumento del precio del grano para echar al gobernador y recortar sus poderes. Era raro que los privilegios urbanos se vieran implicados en con­ tiendas de gran envergadura, aunque tras su victoria en el sitio de Barcelo­ na durante la Guerra de Sucesión Española, Felipe V confiscó todos los ingresos de la ciudad y limitó no sólo sus privilegios sino también los de toda Cataluña. Para las ciudades españolas, la victoria final de Felipe V supuso una considerable disminución de la autonomía municipal, mediante el nombramiento de corregidores que representaban a la autoridad real. Mucho más frecuente fue la pérdida pacífica de sus derechos. En las ciuda­ des de las provincias, de Bohemia y Moravia, que se hallaban gobernadas por los Habsburgo, los oficiales reales controlaban la economía municipal y el orden público. En 1706, se designaron a oficiales reales para hacerse cargo incluso de las finanzas urbanas. También se limitó la posición de las ciudades en las asambleas provinciales (Estados). En 1709, la representa­ 183

ción urbana de Bohemia se redujo a los tres municipios que reunía Praga. Los delegados de las siete ciudades reales de Moravia podían asistir a los Estados Generales, pero hasta 1711 tuvieron que permanecer de pie durante las sesiones. En ambos Estados, los representantes urbanos sólo contaban con un único voto y eran por lo tanto equiparables al de un aristócrata. Bajo Federico Guillermo I, se transfirieron muchos de los poderes que detenta­ ban los antiguos concejos municipales prusianos a agentes del gobierno central, y oficiales reales asumieron las funciones policiales y judicales. Sin embargo, tal como sucedía en gran parte de la Europa situada al Este del Elba, la mayoría de las ciudades eran bastante débiles y los cambios pro­ movidos por Federico Guillermo solían reemplazar simplemente a las for­ mas de dominación aristocrática. Pedro I trató de introducir en 1721 la autonomía municipal en Rusia, pero también concebía a los concejos como un apoyo esencial para el gobierno central. El gravoso esfuerzo que repre­ sentaban la fiscalidad y las tareas administrativas, y sobre todo la recauda­ ción de los impuestos, que recaía sobre las instituciones municipales, crea­ ba graves dificultades. Siempre que existía una organización municipal, ésta era la que solía ocuparse únicamente de resolver los problemas de la ciudad, aun cuando amplios sectores de ella estuvieran directamente subor­ dinados al gobierno central, a la Iglesia y a determinadas personas. El sec­ tor “municipal” actuaba en gran medida a favor de los intereses del Estado. En algunas ciudades nunca llegaron a constituirse concejos y los que había eran en su mayoría demasiado débiles; esto ocasionó una crisis administra­ tiva que supuso la revocación de la política emprendida por Pedro I en 1727 y la subordinación de las ciudades a los gobernadores locales. Las ciudades rusas siguieron manteniendo una fuerte dependencia del gobierno, y tal situación se vio facilitada por la importancia que éste tenía en las comunicaciones, el comercio o la economía, y por el papel relevante que ocupaban los militares en muchas ciudades, como en San Petersburgo. José II transfirió el control de la policía desde los concejos municipales al gobierno central. El gran endeudamiento de las comunidades del Conda­ do de Niza y la ausencia de una asamblea general contribuyeron a que éstas no estuviesen en situación de resistirse ante el gobierno central, cuyos agen­ tes locales, los intendentes, intervenían activamente en las elecciones muni­ cipales. Las reformas municipales, ideadas para codificar las leyes y centra­ lizar el gobierno, culminaron con una regulación general de 1775 para el Piamonte y el Condado de Niza que acabó con gran parte de la independen­ cia que gozaban los municipios del Piamonte. Se situó a los concejos urba­ nos bajo el control de los Intendentes, se les privó de gran parte de su inicia­ tiva y responsabilidades, y se les obligó a ejecutar sus instrucciones. Estos cambios de gobierno iban a veces acompañados de una legislación social que limitaba los derechos de los ciudadanos. El desprecio con el que eran tratados por algunos monarcas y por gran parte de los terratenientes queda de manifiesto en la Tabla de Rangos redactada por el Duque Eberhard Ludwig de Württemberg, en la que los oficiales del ejército precedían a los alcaldes de las principales ciudades del Ducado, Stuttgart y Tubinga. Aun así, las relaciones entre las ciudades y el gobierno central no eran siempre tan malas. Solía preferirse la influencia o el control que ejercía el gobierno central al de la aristocracia local, que en muchas ciudades dispo­ 184

nía de amplios poderes, tanto legales como de otra índole. Multitud de ciudades europeas pertenecían a aristócratas que mantenían sobre ellas un dominio feudal. Y esto no sólo se daba en la Europa del Este. En Francia, por ejemplo, el alcalde de Albi era elegido por su señor, el Arzobispo, y en la década de 1770 le fue otorgado a un príncipe de sangre real, el Conde de la Provenza, el derecho regio de elegir al alcalde y concejales de Angers. Montargis pertenecía al Duque de Orleáns. El Príncipe de Condé, Príncipe so.berano de Charleville, ejerció una extraordinaria influencia sobre la escuela que reemplazó a la de los jesuítas. Los derechos legales y las actividades económicas de los terratenientes también constituían un problema para las ciudades, sobre todo en Europa Oriental. Los terrate­ nientes rusos animaban a sus siervos para que se dedicasen a las manufac­ turas y al comercio, con el propósito de evitar que estas actividades se concentrasen en las ciudades. Jakob Sievers, el gobernador reformista de la provincia de Novgorod, no logró convencer a Catalina II de que se per­ mitiera a los siervos comprar su libertad e inscribirse como ciudadanos, y de que se excluyera de las ciudades a los comerciantes campesinos. Los terratenientes rusos querían potenciar las actividades comerciales de sus campesinos para incrementar sus ingresos y lo consiguieron, gracias al Fuero de las Ciudades de 1785 que permitía a los campesinos dedicarse a la artesanía y vender sus productos en las ciudades. Sólo uno de los Esta­ dos provinciales polacos, el de la Prusia Real (polaca), incluía represen­ tantes de las ciudades, y los terratenientes polacos disfrutaban de privile­ gios que obstaculizaban la actividad económica urbana. En gran parte de Europa oriental y mediterránea, los privilegios de la aristocracia hacían que las ciudades buscaran el respaldo del gobierno central. Muchas ciudades y ciudadanos se beneficiaban de la ayuda del Esta­ do y procuraban conseguirla. A menudo, la riqueza y el empleo procedían del apoyo y los privilegios concedidos por el gobierno, sobre todo aquellos que les eran negados a otros, y el cabildeo, que se daba con frecuencia, era la mejor forma de obtenerlos. La ciudad catalana de Mataró experimentó un considerable crecimiento en las dos primeras décadas del siglo XVIII, debido en gran medida a las inmunidades fiscales de las que se beneficiaba su comercio, favoreciendo que muchos comer­ ciantes extranjeros, e incluso algunos de Barcelona, se trasladasen allí. Pero el apoyo del Estado, a veces, ocasionaba el descontento de otras ciudades o de determinados grupos urbanos. Así por ejemplo, el ministro portugués Pombal apoyó a los grandes comerciantes en sus conflictos con pequeños competidores, porque consideraba a estos últimos como agentes a comisión de los comerciantes extranjeros, a los cuales deseaba desplazar con la ayuda de aquéllos. Las divergencias existentes en el seno de muchas comunidades urbanas, sobre todo en cuestiones econó­ micas, hicieron que las disposiciones legales no quedasen al margen de los conflictos. El apoyo de las instituciones urbanas a las prácticas eco­ nómicas tradicionales creaba también numerosas dificultades. En 1719, los ciudadanos de Danzig se quejaron a Augusto II de que su decadencia económica se debía a las concesiones que habían hecho los magistrados a los anabaptistas, judíos y otros que carecían de la condición de ciudada­ nos, que residían en los suburbios o en los alrededores. El Parlamento de 185

París, preocupado en 1784 por el suministro de leña para la ciudad, criti­ có a los comerciantes responsables de la provisión de madera, poniendo de manifiesto su oposición frente a lo que ellos consideraban unos bene­ ficios abusivos. Luis XVI replicó diciendo que el mejor modo de abaste­ cer a París era permitir que los comerciantes sacaran algún beneficio. Debido a la función que desempeñaban en el comercio y en la adminis­ tración, a su vulnerabilidad ante la guerra, a la presencia de una población relativamente cultivada y a su tendencia a buscar el apoyo del Estado, las ciudades eran más propicias para la actividad del gobierno que la mayor parte de las zonas rurales. Pero el impacto que en concreto producía esta actividad en ellas evidentemente variaba mucho de unas a otras. Así, mien­ tras que la riqueza de Dresde dependía de la corte de Sajonia, en 1795 Varsovia pasó de ser la capital de un Estado a convertirse en el centro de una provincia prusiana, según lo dispuesto por las potencias que se repartieron Polonia. Los gobiernos podían actuar de forma creativa o destructiva trans­ formando el medio físico. Los franceses, por ejemplo, construyeron Versoix en el Lago Ginebra para limitar el comercio de Ginebra, y muchas de las casas de Breslau fueron destruidas en 1749 porque un rayo cayó sobre el almacén de pólvora prusiano. No obstante, dado que la administración era esencialmente urbana, en cuanto a su ubicación, más que por su mentalidad, no debe extrañarnos que, excepto en la expresión de sus concepciones polí­ ticas, existiese una estrecha relación entre las ciudades y los gobiernos. E l c a m p o y l a c iu d a d

El papel económico y administrativo que desempeñaban las ciudades generaba diversos problemas en sus relaciones con las áreas rurales. Resulta fácil encontrar conflictos de intereses y de puntos de vista entre el campo y la ciudad. Estos se acentuaban cuando se trataba de cuestio­ nes económicas. Dada su dependencia económica de las tierras circun­ dantes, las ciudades procuraban controlar tanto las actividades de estas zonas como los términos en los que se establecía su relación con ellas.Y se prestaba especial atención a garantizar un suministro adecuado de ali­ mentos. De hecho, el sistema arancelario veneciano se había ideado sobre todo para asegurar el aprovisionamiento de productos alimenticios a la capital. Un escritor contemporáneo señaló en 1748 : “En cuanto a Lyón, ustedes conocen bien con qué despliegue y autoridad pueden enviar aquí a su policía para evitar que surja la escasez en sus grandes ciudades, aunque pueda aparecer en algunos pueblos de alrededor”. En su recorrido por Suecia en 1768, el futuro Gustavo III escribió a su her­ mano desde la pequeña localidad de Avesta, diciéndole: “En Estocolmo, donde se vive en la abundancia, resulta imposible imaginar la situación en que se halla esta pobre gente”4. Sin embargo, la pobreza, el desempleo y el hambre de las áreas rurales carecían de interés para los habitantes de 4 Chelmsford CRO, D/DM 01/19; PROSCHWITZ, G. von (ed.), Gustave III par ses lettres (1986), p. 70.

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las ciudades, que por lo general restringían su asistencia. En este sentido, Toulouse fue un caso representativo, porque llegó a apostar guardias para mantener alejados a los que buscaban empleo o caridad durante los difí­ ciles años de 1709-13, 1747-48 y 1773. La influencia de las ciudades sobre la agricultura no se limitaba tan sólo a productos alimenticios, puesto.que éstas representaban la salida fundamental de los productos que pasaban a formar parte de la economía de mercado, y solían contro­ lar su proceso de elaboración y comercialización. El jesuita español Pedro de Calatayud arremetió en 1761 contra los comerciantes de Bilbao, porque explotaban a los pequeños propietarios de ovejas del campo en la compra de lana para la exportación y les forzaban a aceptar contratos usu­ reros, pero también criticaba a los comerciantes en general. El abasteci­ miento de aceite de oliva barato a Nápoles tuvo efectos perjudiciales sobre la producción de las provincias. Esta influencia de las ciudades puede expresarse a menudo mediante la expansión del crédito urbano, y de hecho, su compra de tierras solía obedecer al deseo de reducir la industria rural. También para limitarla, y dado que en gran medida estaba exenta de impuestos, un edicto prusiano de 1787 sólo permitía que hubie­ se un carpintero, un herrero, un carretero y un sastre en cada pueblo. Semejantes restricciones irritaban a las comunidades rurales, sobre todo cuando el crecimiento de la población elevaba el interés por la expansión de la industria rural. Los privilegios fiscales solían venir acompañados de privilegios eco­ nómicos. Muchos sistemas fiscales discriminaban a la población rural y tendía a gravarse fuertemente a los sectores comerciales agrícolas, como sucedía en el Reino de Nápoles. En Württemberg, la oligarquía, que dominaba los poderosos gobiernos municipales de ciudades como Stuttgart y Tubinga, tenía muchos motivos para apoyar la estructura impositi­ va tradicional, puesto que ésta gravaba mucho más a los pueblos. Natu­ ralmente, la naturaleza de las contribuciones era de gran importancia para determinar su distribución. Los impuestos sobre el comercio interior recaían más sobre aquellos que compraban lo que consumían, por lo general ciudadanos, que sobre los campesinos, los cuales podían autoabastecerse de parte de lo que consumían. En Sicilia, el impuesto sobre la harina era la contribución que resultaba más fácil de recaudar y política­ mente más aceptable porque recaía sobre la población más humilde. Asi­ mismo, los impuestos sobre la tierra o sobre la producción afectaban mucho al sector rural y, de hecho, constituían, en forma de diezmos, el sistema tributario esencial del clero. En Gran Bretaña a principios del siglo x v i i i , las comunidades rurales consideraban que contribuían más que las ciudades a costear los gastos ocasionados por la Guerra de Suce­ sión Española, mediante el impuesto sobre la tierra. En toda Europa, muchos de los sistemas impositivos propuestos a lo largo del siglo XVIII, como el de los impuestos de capitación y las iniciativas llevadas a cabo para ampliar los impuestos directos a la aristocracia, recaían con más peso sobre las comunidades rurales. Rusia introdujo el impuesto de capi­ tación en 1724 y se fijó en 74 kopecks por cada individuo registrado, dividiendo el coste presupuestado para el ejército entre el número de per­ sonas que aparecían inscritas en el censo de 1719. Los nobles estaban 187

exentos de este impuesto, pero eran responsables de recaudarlo entre sus siervos. En 1783, la introducción del impuesto de capitación en Estonia y Livonia por parte del gobierno ruso, ocasionó un gran malestar social. El intento de establecer un impuesto de capitación general fue rechazado en 1746 por los Estados bávaros, y también fracasó la propuesta hecha en 1764 por Carlos Eugenio de Württemberg de que se aplicase de forma gradual un impuesto sobre la propiedad basado en la elaboración de inventarios de bienes. Sin embargo, se logró acabar con muchas exencio­ nes fiscales. La nobleza de Bohemia comenzó a pagar en serio impuestos en 1706. A principios de la campaña de 1718, Carlos XII de Suecia decretó un impuesto del 6% sobre el capital, como una contribución civil al esfuerzo financiero de la guerra. En 1722, se introdujeron los impuestos directos en Ucrania, que comprendían tanto al alto clero como a la noble­ za. Federico Guillermo I presentó una contribución única sobre la tierra en Prusia Oriental, que debían pagar del mismo modo la nobleza y el campe­ sinado, y que se basaba en el precio tasado de la tierra y en la productivi­ dad de su suelo. Federico II introdujo un impuesto semejante en Silesia, aboliendo las exenciones fiscales que gozaban el clero y la nobleza, y declarando que todos los súbditos debían contribuir, porque el Estado ampliaba su protección a todas las cuestiones. En 1772, este impuesto se amplió también a las conquistas hechas por Prusia en territorio polaco. El decreto francés de 1749 que introdujo la vingtiéme establecía que el impuesto fuese proporcional a los ingresos de los contribuyentes. En su preámbulo, Luis XV declaraba que prefería este sistema impositivo, porque las vingtiémes podían recaudarse de todos los órdenes de la sociedad en función de su capacidad contributiva. Sin embargo, en la prác­ tica el gobierno tuvo que ceder en sus propósitos, puesto que el clero no pagaba, la nobleza no lo hacía en la medida de sus posibilidades y toda­ vía en 1789 los estamentos privilegiados apenas contribuían en forma de impuestos directos. En 1756, se prorrogó la primera vingtiéme y, debido a los gastos que ocasionaba la Guerra de los Siete Años, se introdujo otra, pese a la oposición del Parlamento de París y de los parlements pro­ vinciales. Resulta difícil valorar qué efecto tuvieron estos cambios fiscales •sobre el porcentaje global de impuestos que pagaban las comunidades rurales, y de hecho, existen muy pocas investigaciones al respecto. Parte del problema es hasta qué punto las nuevas exigencias fiscales impuestas sobre la aristocracia y el clero recaían indirectamente sobre el campesi­ nado a través del pago de rentas más altas. Así por ejemplo, se ha calcu­ lado que mientras la producción agrícola francesa aumentó aproximada­ mente más de un 40% durante el siglo XVIII hasta la Revolución de 1789, las rentas de la tierra crecieron por encima del 60% y los diezmos entre el 10% y el 20%, provocando un fuerte endeudamiento rural. No obstan­ te, tendieron a estabilizarse las contribuciones que se pagaban al Estado, no en términos reales, sino en cuanto al porcentaje que representaban dentro de la producción agrícola bruta. Esta estabilización no llegó a peligrar hasta la década de 1780, debido al aumento de impuestos que supuso la intervención francesa en la rebelión de las colonias bntanicas de Norteamérica. Esto podría subestimar hasta qué punto los impuestos

repercutían sobre los arrendamientos de las propiedades. De esta forma, exigir impuestos a los terratenientes era un medio relativamente eficaz para aumentar los ingresos fiscales procedentes de la mayor parte de la población en una sociedad que carecía de una burocracia suficiente o de información fiable sobre sus propios recursos. Aun así, este recurso dependía de la cooperación de los terratenientes. Evidentemente, la rela­ ción entre impuestos y rentas era tal que cualquier incremento de aquéllos sobre un septor de la comunidad rural tendría consecuencias impredecibles. Parece que la sensibilidad de muchos gobiernos hacia la opinión pública de las ciudades les hizo más cautos respecto al aumento de los impuestos que gravaban el comercio interior. No se podía pasar por alto demostraciones contra las sisas, como las que hubo en Tournai en 1739. El intento de Federico II de establecer una nueva sisa en su principado suizo de Neuchátel en 1766 tuvo que abandonarse en 1768 a raíz de los motines que provocó, y volvieron a garantizarse los privilegios tradicio­ nales. El clamor popular agradeció la supresión, por parte de las autorida­ des, que temían el estallido de motines, de un decreto de 1777 cuya apli­ cación hubiera supuesto acabar con los subsidios que se daban para el aceite de oliva a los ciudadanos de Nápoles. Muchos gobiernos, por razo­ nes políticas preferían elevar los impuestos sobre las áreas rurales, en lugar de aumentar las contribuciones urbanas o de recortar subsidios como los que gozaba la provisión de pan para la ciudad de Nápoles. Y la respuesta violenta que solían provocar estos incrementos permite suponer que acarreaban graves dificultades para las comunidades rurales. En Bre­ taña, las esporádicas revueltas que hubo contra la capitation en los años 1719-20 hicieron que el gobierno temiera otras revueltas más graves, ins­ tigadas por la nobleza de las provincias. A raíz de esto, la vingtiéme sólo se estableció en la región después de diversas negociaciones con los Estados de la provincia. La población de Berna, en Suiza, soportaba pocos impuestos, pero la ciudad se valía de su control sobre las regiones circundantes, y en concreto sobre el País de Vaud, para incrementar los ingresos que percibía de esas áreas, ocasionando con ello gran desconten­ to. En 1788, se produjo una revuelta importante de los granjeros que vivían en las proximidades de Oudenarde, en los Países Bajos Austría­ cos, contra la recaudación de impuestos sobre el ganado y las rentas. Si las revueltas que se produjeron contra estas últimas se pueden interpretar, en parte, como sublevaciones ocasionadas por los intentos de repercutir sobre las rentas el aumento de las contribuciones fiscales, entonces es posible que los desórdenes relacionados con los impuestos fueran mucho más frecuentes de lo que se pensaba. Y aunque no se sabe hasta qué punto deberían atribuirse a una intención explícita de aumentar la partici­ pación de las áreas rurales en la carga impositiva, se aprecian algunos síntomas de esa actitud. Cuando en 1754 la ciudad de Amsterdam, con­ tando con el apoyo de Haarlem, Leyden y Rotterdam, propuso en los Estados Generales de Holanda que el impuesto sobre la vivienda se redu­ jese a la mitad, la población, en su mayoría rural, de la parte septentrio­ nal de la provincia, se quejó de que este cambio favorecería claramente a la mitad meridonal, que estaba mucho más urbanizada, y exigió por tanto 189

una reducción en el impuesto sobre la tierra. Al final, se redujo a la mitad el impuesto sobre la vivienda y se volvió a establecer una contribución sobre la cerveza, que no fue bien recibida por los cerveceros. Esto hizo que bajase la calidad de la cerveza de Rotterdam, y ocasionó varios desórdenes durante el verano, lo cual nos muestra los intereses divergen­ tes que existían dentro de la población urbana. También en otros aspectos de la fiscalidad se podía apreciar la influencia que ejercían las ciudades. La relativa escasez de crédito que había en Europa y la concentración de su disponibilidad en las ciudades, planteaba diversos problemas para las áreas rurales. Además, el endeuda­ miento de éstas contribuía a aumentar el control de las ciudades sobre multitud de aspectos de la economía rural. Varsovia y Danzig dominaban la mayor parte de las transacciones crediticias del país, ampliando de esta forma el papel que desempeñaban ambas en la economía polaca. En el Reino de Nápoles, los ingresos procedentes de los impuestos y del cobro de rentas eran los canales por los que la riqueza pasaba del sector agrícola a la población de la capital. Aproximadamente, un 10% de la población total del reino vivía en ella, y su trabajo dependía de esta cir­ culación de la riqueza. La acumulación de capitales que tendía a produ­ cirse favorecía una mayor disponibilidad de créditos a bajo interés (3%). En las provincias, en cambio, era más difícil conseguir créditos y su precio era considerablemente superior (8%). Además, en Nápoles había bancos, y no en las provincias, donde era constante la necesidad de crédi­ tos debido a las fuertes demandas de impuestos y rentas que tenían que afrontar. A veces, este tipo de tensiones económicas se hallaba relacionado con alguna rivalidad cultural. En muchas regiones existían diferencias étnicas entre la población rural y la población urbana. Las ciudades balcánicas, que estaban divididas en barrios habitados cada uno de ellos por diferen­ tes grupos de población, presentaban una participación desproporcionada de la población musulmana. Los administradores musulmanes, que eran propietarios de las tierras -en su mayoría absentistas- y oficiales, prefe­ rían vivir en la ciudad. Mientras que en las ciudades de la parte occiden­ tal de Polonia vivían muchos alemanes y en las áreas rurales la población era mayoritariamente polaca, en el Este y en el Sur, los ciudadanos solían ser polacos y judíos, y la población rural era de origen lituano o ruteno. Incluso en aquellas regiones en las que los habitantes del campo y de la ciudad eran homogéneos desde el punto de vista étnico y religioso, se daban claras diferencias culturales entre la población urbana y la pobla­ ción rural. La alfabetización se hallaba más extendida en las zonas urba­ nas y, en regiones como el Languedoc, la delincuencia constituía un rasgo muy acentuado de la vida rural. Existían también diferencias res­ pecto a sensibilidad hacia determinadas cuestiones religiosas, como la adaptación a los cambios introducidos después de la Reforma o las res­ puestas ante las tendencias seglares. Se ha dicho que durante el siglo XVII y principios del siglo x v iii tanto la Europa católica, como la protestante fueron testigos de los esfuerzos realizados por los grupos dominantes de las ciudades para consolidar su superioridad sobre los órdenes inferiores en el ámbito rural y en el ámbito urbano. El aspecto ideológico en que se 190

basaba esta política era una moralidad que condenaba la indolencia, el libertinaje sexual, la insubordinación y el desorden, y que elogiaba la deferencia y el orden. Estos principios eran propagados por un clero parroquial que había recibido una nueva formación y que contaba con el apoyo de otros laicos devotos. La respuesta de las zonas rurales ante esta campaña fue bastante diversa, pero en general poco entusiasta, al igual que hacia las tendencias ilustradas, que en muchos sentidos representa­ ban un compendio de una cultura urbana más progresista. Mientras que en las ciudades de la parte occidental de Francia se aprecian síntomas de secularización hacia fines del siglo xviii, las áreas rurales seguían siendo muy clericalistas; así pues, las incompatibilidades socioeconómicas entre el campo y la ciudad llevaban asociadas además importantes diferencias culturales. Pero las relaciones existentes entre el campo y las ciudades no consis­ tían únicamente en la influencia que éstas ejercían o en las iniciativas que llevaban a cabo. En realidad, no siempre resulta adecuado plantear los términos de la cuestión entre lo urbano y lo rural. Y sobre todo cuando se trata de analizar la influencia de los nobles que poseían tierras y que vivían en las ciudades, que constituían el modelo más generalizado en la mayor parte de Europa. Además, muchas ciudades, como sucedía por ejemplo en Italia o en Rusia, se hallaban controladas por este tipo de nobles, y por otra parte, la influencia de la nobleza propia del medio urbano no siempre era predominante. De hecho, había ciudades como Aurillac en Francia, donde habitaban muchos nobles, pero eran menos influyentes que en el campo debido a la presencia de una importante bur­ guesía. En algunas zonas, los privilegios de que gozaba la nobleza tenían efectos mucho más perniciosos. En Polonia, además de poseer el derecho exclusivo de explotar la madera, la potasa y los minerales de sus hacien­ das, los nobles podían comprar propiedades en las ciudades y usarlas para el desarrollo de actividades económicas sin tener que pagar los impuestos municipales. En 1763, cuando se preparaba una apelación a la Dieta (parlamento) Polaca, la Antigua Varsovia puso de manifiesto su desconfianza hacia unos tribunales que estaban dominados por la noble­ za, mostró su oposición a que poseyeran haciendas urbanas y dio a cono­ cer sus sospechas sobre las adquisiciones de tierras dentro de la ciudad que no se habían registrado. Pero en la mayoría de las ciudades de rea­ lengo polacas solían presentarse quejas semejantes. Si tenemos en cuenta estas tensiones entre el campo y la ciudad, no resulta extraño que sus relaciones fueran con frecuencia bastante frías. En algunas regiones, adoptaban formas institucionales y constitucionales que daban lugar a largas disputas sobre la regulación de la actividad eco­ nómica, la asignación de las obligaciones fiscales o sobre cuestiones políticas. En la provincia neerlandesa de Groninga existía un antagonis­ mo tradicional entre la ciudad de Groninga y las tierras circundantes que se trasladó a los Estados de la Provincia, y la aparición de nuevos proble­ mas, como el conflicto que estalló en los años 1708-10 para la designa­ ción del Estatúder (gobernador provincial), reflejaban esta enemistad. Otras regiones carecían de semejantes recursos institucionales y constitu­ cionales para canalizar sus conflictos. En el Rosellón existía una amplia 191

hostilidad hacia la principal ciudad de la provincia, Perpignan, en donde residían los recaudadores de impuestos, el clero, los abogados y los mer­ caderes de grano. La población de las áreas rurales la consideraba una ciudad rica y privilegiada, pero también era el centro más importante de difusión de la lengua y la cultura francesas en una región en la que el idioma que se hablaba mayoritariamente era el catalán. En los conflictos, los Intendentes solían atender los intereses de Perpignan antes que los de las áreas rurales. La elaboración de listas de quejas (cáhiers) a principios de 1789, cuando se preparaba una próxima reunión de los Estados Gene­ rales, ofreció una ocasión propicia para expresar su descontento. Estas quejas comprendían a los mercaderes del grano, al clero, a los recauda­ dores de impuestos, y hacían referencia también a la lentitud y formalis­ mo de los procedimientos legales, al monopolio que disfrutaba el Collége de Perpignan y a la falta de educación que había en el medio rural. Una de las reclamaciones que aparecen de forma más insistente era la de la supresión de los privilegios fiscales y judiciales que tenían los ciudada­ nos. En ciertas ocasiones, este tipo de tensiones entre una ciudad y su entorno rural adoptaban una forma violenta. El levantamiento corso con­ tra el gobierno genovés en 1730 se convirtió en una lucha entre el medio rural y las ciudades - donde vivía la mayor parte de la población genovesa de la isla - que se disputaban el control de las fértiles llanuras aluvia­ les. Se consideraba que las ciudades estaban dominadas por usureros y comerciantes. En 1790, el campo flamenco se levantó contra los notables que residían en los núcleos urbanos de los Países Bajos Austríacos. Aun así, sería un error presentar al campo y a la ciudad como meros rivales. Los conflictos que surgían entre ambas partes no siempre eran tan sencillos de explicar como cabría suponer, ni se contemplaba este esquema antagónico. Además, en muchos casos, existían fuertes vínculos económicos. Aquellas áreas rurales en las que las manufacturas textiles alcanzaron gran desarrollo, tal como sucedió en diversos lugares de los Países Bajos Austríacos o en la región de Elbeuf, dependían de los servi­ cios comerciales y financieros del ámbito urbano. El fenómeno de la migración no deterioraba las tradiciones esenciales de la cultura urbana, pero sí influía en la caracterización social y cultural de las ciudades. Los emigrantes no siempre se beneficiaban de las oportunidades que ofrecía la vida urbana. Solían encontrar trabajo en los empleos más marginados y en las tareas domésticas, o engrosaban las elevadas cifras de desempleados. Su integración en el medio urbano era difícil, aunque se veía facilitada cuando había un gran número de inmigrantes, pues esto contribuía a justificar su tendencia a congregarse en una zona determina­ da de las ciudades. Muchos inmigrantes se ocupaban, casi siempre por necesidad, de la parte más miserable de algunos negocios. En Burdeos, por ejemplo, figuraban de forma desproporcionada entre los casos de prostitución y robo. Otros, no obstante, encontraban empleos más esta­ bles, como .las tropas de corsos y suizos que estuvieron acantonadas en Génova durante la década de 1730. Fuese cual fuese su fortuna personal, los inmigrantes, sobre todo si eran trabajadores temporales, establecían relaciones entre el campo y la ciudad. Pero también existían vínculos cul­ turales. Los campesinos acudían a las ciudades no sólo para ir al merca­ 192

do, sino también para asistir a las ferias o a las ceremonias religiosas. La recepción de las iniciativas emprendidas por las ciudades no siempre era conflictiva, y de hecho, contribuyó a la difusión de muchas de estas ideas la presencia en las áreas rurales de hombres que, debido a sus funciones -sobre todo clérigos-, actuaban como intermediarios. En cuatro ciuda­ des del Languedoc se establecieron cursos' de partería especialmente ideados para las mujeres del campo. Estos llegaron a cambiar algunas de las prácticasirurales y se adoptaron de forma generalizada las concepcio­ nes urbanas para dar a luz. Las amas de cría representan otro ejemplo de cooperación. Era básicamente un servicio que prestaba la población rural, para la cual constituían una fuente de ingresos adicional. En Francia, las mujeres trabajadoras, sobre todo en París y Lyón, dejaban a sus hijos con mujeres de campesinos en regiones que carecían de una industria rural. Aparte de aquellos sectores en los que había cierta cooperación, las tensiones entre el ámbito rural y el ámbito urbano se veían limitadas por la división de intereses que existía en ambas partes. Así, mientras que los pobres de la ciudad de Bastía en Córcega no apoyaron a los rebeldes cor­ sos cuando fueron atacados por ellos en 1730, porque preferían benefi­ ciarse de la solidaridad comunal a considerar cualquier concepción de intereses sociales compartidos, la estructura de clanes de la sociedad corsa mantenía una clara división de intereses en las áreas rurales. En el Rosellón, los conflictos entre Perpignan y su entorno rural eran confusos por las divisiones que había en ambos bandos. Los pastores, cuyos ani­ males competían por la superficie disponible con los viñedos, se oponían a los agricultores, y los pobres de los suburbios de Perpignan no gozaban de la condición de ciudadanos ni se identificaban mucho con sus intere­ ses. Y tal como sucedía en muchos otros casos, los vínculos y las tensio­ nes existentes entre las ciudades y las áreas rurales circundantes se entre­ lazaban, sus relaciones simbióticas provocaban presiones pero también beneficios, y resulta difícil establecer conclusiones en cada caso, pues a menudo depende del punto de vista que se adopte. Los campesinos endeudados eran tanto víctimas como beneficiarios de la economía de mercado, y los emigrantes emprendedores encontraban en las ciudades tanto privaciones como oportunidades. L a s c iu d a d e s y l a je r a r q u ía s o c ia l

Las ciudades participaban también de la naturaleza desigual y jerár­ quica que caracterizaba a la sociedad europea de entonces. Sus estructu­ ras sociales y adm inistrativas variaban según la función que desempeñaban, sus circunstancias históricas y políticas, y las condiciones de su entorno regional. Tal como sucedía con el resto de la sociedad, la terminología que se empleaba para describir los distintos órdenes sociales, tanto desde un punto de vista legal como económico, variaba ampliamente y a menudo era bastante imprecisa. Además, había notables deficiencias en la correspondencia entre las clasificaciones de carácter legal y economico. \ 3.1 íguoi cjuc ici minos como los de aristocracia, nobleza, familias acomodadas y terratenientes resultan más confusos que 193

descriptivos, sobre todo cuando se aplican englobando la compleja reali­ dad continental, los de burguesía, ciudadanos o clase media tampoco son de gran utilidad. El carácter desigual de la sociedad europea y las funcio­ nes económicas que desempeñaban las ciudades hacían que la mayoría de ellas tuviese una estructura social común, pese a las diferencias legales. El grupo más minoritario era el que constituían las familias ricas e influyentes, cuyo poder se ponía de manifiesto y procedía de su capaci­ dad de organizar a otros, por lo general en actividades económicas, pero a menudo también en la política. Su influencia se extendía a las áreas rurales próximas, no sólo porque solían poseer tierras, sino por los recur­ sos financieros de que disponían y por el control que los comerciantes ejercían sobre la industria rural. Dentro de las ciudades, estos grupos incluían a patrones o terratenientes, que, por lo general, disfrutaban de considerable poder político gracias a su condición social privilegiada y a su control sobre las instituciones de gobierno urbanas. Aunque algunos de sus miembros poseerían títulos nobiliarios, su importancia social variaba mucho. La mayoría obtenían sus ingresos del comercio, de los cargos oficiales y sobre todo judiciales que desempeñaban, y de los bene­ ficios que producía la riqueza que invertían en tierras o en préstamos a interés. El grupo más numeroso dentro de la sociedad urbana era el de los pobres. Solían carecer de influencia política alguna y con frecuencia tam­ poco tenían la condición de ciudadanos desde el punto de vista legal. Su pobreza procedía del carácter precario que tenían muchos de los empleos, incluso en las ciudades más prósperas, y de la falta de sistemas eficaces de asistencia social. La mayoría carecía de la preparación necesaria para reclamar un salario decente y muchos sólo tenían empleos estacionales o esporádicos. Además, gran parte de ellos eran inmigrantes. A raíz de su pobreza, este grupo era el más vulnerable a los cambios en el precio de los alimentos y solía ocupar viviendas inadecuadas, y al no poder permi­ tirse un consumo adecuado de combustible, padecían la humedad y el frío del invierno; por tanto, sus condiciones de vida les hacían muy pro­ pensos a contraer enfermedades. Entre estos dos grupos, que no se halla­ ban tan rígidamente separados desde un punto de vista económico, existía un tercero, que disfrutaba de unos ingresos más estables que los de los pobres. Gran parte de este tercer grupo estaba constituida por artesanos, cuyos intereses económicos y cohesión social solía expresarse a través de gremios o de otro tipo de hermandades de trabajadores. Tam­ bién desempeñaban con frecuencia cierto papel político y su partici­ pación en el gobierno municipal se hallaba estipulada de forma insti­ tucional y constitucional, pese a las limitaciones que impusieran las tendencias oligárquicas de los notables de una ciudad. La lógica del modelo de uniones matrimoniales cerradas entre los miembros de un mismo grupo socioeconómico (endogamia) hizo que fuese muy difícil acceder a las elites de comerciantes y magistrados. Hasta qué punto las ciudades se ajustaban a este modelo, dependía ampliamente de las funciones que desempeñaban, ya que el gobierno y la composición social de una ciudad que servía de guarnición militar solían ser muy diferentes de las de un puerto de mar. De hecho, su función 194

influía tanto en la configuración del tipo de ciudad como en su composi­ ción social. Las actividades administrativas de Coblenza fueron decisivas para crear la enorme diferencia económica e intelectual que había entre la minoría de los ricos oficiales, laicos o eclesiásticos, de rango superior, que formaban una elite endogámica abierta a las nuevas ideas y dispuesta a reformar en la política urbana multitud de aspectos económicos y de beneficencia pública, y los comerciantes, artesanos y burócratas menores que mantenían puntos de vista conservadores y proteccionistas. El tercer grupo dentro de la población de Coblenza, que estaba integrado por jor­ naleros, siervos y pobres, económicamente más vulnerables y socialmen­ te aislados, constituían también un rasgo común dentro de la sociedad urbana. El tipo de riqueza y la importancia social que conllevaba en las ciuda­ des o sus privilegios, eran diversos. En concreto, variaban tanto el origen de su riqueza como su posición legal y social dentro de la aristocracia. En algunas ciudades, los comerciantes desempeñaban un papel más rele­ vante en el conjunto social, en otras lo hacían los oficiales. Génova, por ejemplo, estaba dominada por familias nobles dedicadas a la banca, Carcasonapor los fabricantes y mercaderes textiles, y Toulouse y Béziers por los grandes terratenientes. Las principales ciudades polacas estaban en manos de oligarquías que controlaban tanto los cargos públicos como las mayores empresas comerciales. En cambio, las ciudades menores ten­ dían a estar dominadas por su propietario o por oficiales de la corona. Las cifras recopiladas para la ciudad francesa de Montpellier en los años 1753-56 mostraban que el 73% de los 1.490 propietarios de casas sólo poseía una o parte de una de ellas, el 17% dos casas y el 10% entre tres y ocho casas, de manera que este último grupo poseía casi una cuarta parte de todas las casas de la ciudad. Según su composición social, el clero, la nobleza, los comerciantes y los oficiales superiores poseían el 27% de las casas, que se concentraba en los barrios más ricos de la ciudad; los ofi­ ciales menores y otros profesionales liberales el 35,5%, y los artesanos y campesinos el 36,5%. En cuanto a las rentas que producían los edificios de Montpellier, la primera categoría social arriba mencionada se llevaba el 54% de los beneficios, y dos grupos de oficiales dentro de esta catego­ ría poseían el 14% de las casas de la ciudad y percibían el 29% de las rentas. Muchas ciudades, en cambio, tenían una presencia de nobles mucho más elevada. Las relaciones existentes entre la nobleza y la burguesía también varia­ ban considerablemente. Las tensiones que surgían entre ambas tendían a superarse por los intereses comunes que compartían y por el deseo de emu­ lar la cultura aristocrática que movía a muchos burgueses. Aunque la nobleza de los Países Bajos Austríacos hallaba considerables dificultades para evitar que la burguesía usurpase sus privilegios, esto mismo constitu­ ye una prueba del prestigio que tenía la condición nobiliaria a los ojos de aquélla. La nobleza local poseía menos tierras que la burguesía, aun siendo su número menor que el de los nobles. Las adquisiciones de tierras que rea­ lizaban los burgueses resaltaban, pese a las tensiones que podían ocasionar, las aspiraciones comunes que movían a ambos grupos. Los matrimonios mixtos facilitaban todavía más la existencia de vínculos entre la aristocra­ 195

cia y la burguesía, aun cuando solían ser las hijas de los comerciantes las que se casaban con hijos de nobles, transfiriendo así parte de su riqueza y creando lazos de parentesco que no comprometían su posición social. La frontera legal que había entre la nobleza y la burguesía establecía una clara distinción entre comerciantes y oficiales, pero su flexibilidad variaba de unos lugares a otros. Muchas personas encontraban considerables obstácu­ los para su movilidad social. Así por ejemplo, en 1772, la toma de posesión de un importante cargo municipal en la ciudad de Béziers por parte de un hombre que había sido peluquero, provocó quejas por las repercusiones que esto podría tener para el orden social. No obstante, el desempeño de cargos públicos era una forma bastante común de ascender dentro de la escala social. No resulta fácil definir a la burguesía, sobre todo si tenemos en cuenta que su situación legal variaba según los principios que regían la estructura social en el ámbito local o nacional. Un decreto francés de 1765 sobre la administración urbana establecía distinciones entre comerciantes y burgue­ ses que vivían como nobles, es decir, rentistas acomodados. En Polonia, los burgueses eran sobre todo los contribuyentes cristianos que disfrutaban de todos los derechos de la condición de ciudadanos. Se consideraban bur­ gueses en París a quienes hubieran vivido en la ciudad, al menos, un año y un día, que no fuesen empleados domésticos o habitasen en alojamientos alquilados, y que participasen en las contribuciones fiscales fijadas. A cam­ bio, disfrutaban de privilegios económicos y legales, entre los que se incluía el derecho de vender algunos artículos libres de impuestos. Rusia ofrece un ejemplo poco habitual sobre cómo el acceso a una condición social privilegiada dependía del nivel de riqueza. Los decretos de 1775 dis­ tinguían entre los habitantes de las ciudades dos grandes grupos: los comerciantes y los meshchanstvo. Los comerciantes se hallaban organiza­ dos en “gremios”, no según su tipo de negocios, sino según la cantidad de capital que poseían, de manera que quienes carecieran del capital suficiente para pertenecer al gremio inferior se englobaban dentro de la categoría de los meshchanstvo. La movilidad social entre los gremios o entre el grupo de los comerciantes y el de los meshchanstvo era automática cuando se producían cambios en el nivel de riqueza. Estas diferenciaciones basadas en la riqueza tenían repercusiones directas en la condición social. En 1785, bajo una legislación que formaba parte de un plan en el que se contempla­ ba al conjunto de la sociedad, se liberó a todos los comerciantes de la pres­ tación del servicio obligatorio al Estado y se les permitió adquirir una exención del servicio militar, y a los gremios de primera y segunda catego­ ría se les garantizó su inmunidad frente a los castigos corporales y se les dejó emplear ciertos atributos dé una condición privilegiada, como eran las carrozas. Además, las regulaciones zonales rusas favorecían la concentra­ ción de los ricos en el centro de las ciudades. Fuese cual fuese su definición, el tamaño de la burguesía era normal­ mente reducido. En las principales ciudades suecas, los burgueses consti­ tuían una clara minoría dentro de la población adulta masculina. En 1766, el 5,6% de la población de la ciudad de Chartres, que representaba un 8,3% de sus casas, pagaba el diezmo de los burgueses. En 1782, sólo 20.000 (5,7%) de los 352.000 habitantes de las ciudades libres de la corona y de 196

los centros mineros húngaros eran burgueses y como grupo poseían poco capital y escasa consciencia sobre sus intereses comunes. Aunque el carácter y el poder político de los burgueses difería bastan­ te, compartían la determinación de mantener sus privilegios, que también presentaban una amplia variedad. Así por ejemplo, mientras que en Languedoc la “burguesía media”, integrada por ciudadanos que se dedicaban a profesiones liberales y a veces por comerciantes, tenía cierto acceso al poder municipal, la pequeña burguesía carecía de él. Las exenciones aprobadas en Burdeos en 1722 libraron a la nobleza, a los abogados y a la mayor parte de los comerciantes del servicio en la milicia, pero no comprendían a todos aquellos a los que se les podría considerar burgue­ ses. El hecho de que en casi toda Europa la burguesía estuviera compues­ ta predominantemente por oficiales en vez de comerciantes, posiblemen­ te influyó en la relativa resistencia que ésta mostraba frente al ascenso de hombres nuevos (de baja extracción social). Sabían que debía mantenerse un número limitado de cargos oficiales si pretendían conservar su valor económico y su prestigio, por ello, compartían la misma hostilidad de los gremios ante cualquier tipo de innovaciones. No solían desear que se produjesen cambios económicos o sociales. En realidad, en lugar de verse a sí mismos como los abanderados de una clase media putativa en crecimiento, apenas mostraban rasgos de lo que más tarde se denomina­ ría conciencia de clase. Es posible que el proceso político estuviera cerra­ do a cualquier demanda que supusiera concederles mayor poder, pero tampoco parece que lo pretendiesen. Aunque los burgueses, de forma individual, se beneficiaran de la mayor flexibilidad que podían encontrar dentro de la sociedad rural y de la liquidación parcial de los elementos tradicionales del régimen “feudal”, por ejemplo, mediante la adquisición de tierras en regiones como Saboya, apenas existen evidencias de que lo considerasen como un logro o una aspiración colectiva. Los propósitos que les guiaban solían ser bastante tradicionalistas, pero se ha llegado a señalar que existen rasgos de una nueva actitud vital. La burguesía fran­ cesa leía en las décadas de 1770 y 1780 obras que ilustraban un modo de vida en el que se subrayaban la utilidad de la industria, la disciplina y la profesionalización, como una alternativa consciente frente a los valores de la aristocracia, pero no habría que exagerar la trascendencia que llega­ ron a tener este tipo de ideas, ya que no eran nuevas, carecían de una orientación política y su influjo sobre las costumbres sociales parece haber sido insignificante. Los artesanos también participaban de este conservadurismo burgués. En parte, era reflejo de la idea del mundo que poseía la mayoría de los habitantes de las ciudades y, en concreto, de su oposición hacia los foras­ teros. Aunque existía la inmigración, los artesanos, deseosos de proteger sus conocimientos, solían oponer resistencia tanto a ella como a sus efec­ tos. En la ciudad manufacturera alemana de Nórdlingen, el 58% de una muestra de novios que contrajeron su primer matrimonio en los años 1701-03 continuó ejerciendo la misma ocupación que sus padres. Los adultos de una ciudad se dividían entre quienes poseían la condición de ciudadanos y los que carecían de ella. Los primeros eran cabezas de fami­ lia económicamente independientes, sólo ellos podían pertenecer a un gre197

mió y hacerse cargo de un negocio artesano. Aquellos que no eran ciu­ dadanos mantenían una subordinación social y económica, y en su mayo­ ría se trataba de aprendices, jornaleros, siervos y trabajadores temporales; pocos estaban casados y solían vivir en las casas de sus patrones o en hosterías especiales para jornaleros. Mientras que el hijo de un ciudadano disfrutaba del derecho hereditario de acceder a esta condición, el de uno que no lo era debía solicitarlo. En Nórdlingen también se controlaba la composición social de la comunidad y la mano de obra potencial a través de la regulación de los matrimonios. Se requería un permiso especial para que pudiera casarse un hombre menor de 23 años o una mujer menor de 20, y los forasteros que desearan casarse con alguien de la comunidad debían contar con títulos de propiedad5. Las restricciones al acceso de nuevos miembros constituían un rasgo común en los gremios europeos y resultaba difícil ascender dentro de ellos hasta llegar a conse­ guir el grado de maestro. Las altas tasas que debían abonar los nuevos maestros en Elbeuf hacían que un trabajador medio tuviera escasas espe­ ranzas de ascender tan alto. Este complejo sistema de los gremios era reflejo, en parte, de la inseguridad económica en la que vivían los artesa­ nos, pero también era producto de sus aspiraciones comunales y sociales. Los ritos de iniciación que se practicaban en los gremios y en otras her­ mandades servían de contrapunto seglar a las ceremonias religiosas. Los miembros de los gremios polacos, no sólo juraban lealtad a sus corpora­ ciones, sino que oraban juntos en sus propias iglesias, servían en la mili­ cia dentro de las unidades gremiales y frecuentaban con sus familias la Casa de los Gremios. Las hermandades de comerciantes solían ser seme­ jantes a los gremios. La respuesta conservadora que los artesanos daban a las innovaciones técnicas y a las formas de organización de las industrias no obedecía sólo a intereses económicos, sino que también reflejaba su determinación de proteger el orden social existente y un modo de vida que se basaba en valores tradicionales y en la estabilidad y continuidad de la comunidad. Se recelaba de las condiciones que implicaba el libre mercado, y las autoridades públicas recibían multitud de quejas de los artesanos, cuya actividad se veía amenazada por ellas. En España, las encajeras de Valladolid se quejaron de los efectos que estaban producien­ do las manufacturas a domicilio. Pero los artesanos también podían reac­ cionar con violencia ante aquello que amenazaba sus prácticas tradicio­ nales. A veces, atentaban contra la nueva maquinaria, como sucedió en Ruán en 1789. Desde 1725 hasta 1755, Aquisgrán contó con un régimen municipal basado en los gremios, que se opuso al desarrollo de proyectos que supusiesen cambios en su actividad mercantil. Se prohibieron las importaciones de artículos de la competencia, como las agujas. En los años 1755-56, este gobierno fue derrocado por los'comerciantes y una “muchedumbre”, con el respaldo de un monarca vecino, el Elector del Palatinado. Los gremios volvieron a hacerse con él en 1763, hasta que fracasaron en 1786. 5 FRIEDRJCHS, C. R„ Urban Society in an Age ofW ar: Nórdlingen 1580-1720 (1979).

Esta organización corporativa de muchos artesanos de las ciudades y su actitud defensiva resultan comprensibles si tenemos en cuenta la inade­ cuada asistencia social que prestaban los poderes públicos y la necesidad de asociarse que esto implicaría, así como el escaso apoyo que los gre­ mios recibían de los demás grupos que componían la población urbana. La estructura social corporativista y jerárquica de la Europa del siglo x v iii tendía a expresarse según un criterio de exclusión, pues estas barreras ser­ vían de contrapunto al privilegio, cuyo valor dependía de su carácter res­ tringido. En febrero de 1788 y un año después, el Ayuntamiento de Narbona (Francia) rechazó las presiones de los artesanos para formar parte del concejo. La administración municipal española y las órdenes militares excluían a los artesanos y, en Galicia, los tintoreros no podían acceder a los cargos públicos, ingresar en los gremios y cofradías religiosas, o aspi­ rar al sacerdocio. En 1783, Carlos III de España, promulgó un decreto en el que declaró que los artesanos eran aptos para desempeñar cargos muni­ cipales y que sus negocios eran “honestos y honorables”. Parece que este cambio en la jerarquía tradicional del honor apenas tuvo consecuencias, y de hecho, las administraciones municipales españolas continuaron estando dominadas por terratenientes. La de la ciudad de Horche, incluso, se resis­ tió a admitir las ordenanzas reales que aprobaban la elección de artesanos para cargos públicos entre los años 1781 y 1794. L a s CIUDADES Y l a s d is e n s io n e s p o l ít ic a s

En muchas partes de Europa, y sobre todo en el Imperio, no eran nuevos los conflictos surgidos en tomo al modelo de administración municipal, y ya era tradicional la aspiración de los artesanos a adquirir mayor influencia política. A lo largo del siglo XVIII, estos fenómenos apenas experimentaron progresos considerables, y comparado con el siglo XVII, ésta fue una centu­ ria casi inactiva en este sentido. Así, mientras que durante el Seiscientos los artesanos del Languedoc llegaron a tener cierta importancia en el gobierno de las ciudades, en el siglo XVIII se vieron completamente excluidos. No obstante, las ciudades no dejaron de manifestar su descontento en muchas cuestiones políticas, que no siempre se hallaban relacionadas con la política municipal. En algunos núcleos urbanos, como Londres, Ginebra, ciertas ciu­ dades libres del Imperio y las de la región de Holanda, existía una arraigada tradición en actividades políticas, con frecuencia de carácter violento. En otras, como Madrid, esta experiencia era más esporádica. Al igual que suce­ día con los levantamientos campesinos, las acciones violentas y las protes­ tas radicales no se limitaban únicamente a lugares que padecían dificultades económicas. La desesperación que provocaban los motines ocasionados por la escasez de alimentos podía hallarse en ciudades que eran en general prós­ peras, pero parece que las protestas políticas articuladas solían ser reflejo de una tradición en acciones comunales. Durante el levantamiento genovés de 1746, se exigió la reforma de la ley de 1576, que había consolidado el poder de la oligarquía y se revivió la Asamblea del Pueblo, anterior al siste­ ma de gobierno oligárquico. En 1707, en las décadas de 1730 y 1760, y en los años 1781-82 hubo disturbios en Génova, que se hallaba gobernada por 199

un reducido grupo de familias ricas. El problema abarcaba desde las accio­ nes de gobierno, como la aprobación de contribuciones fiscales sin consen­ timiento, hasta la soberanía. Se convirtió en una cuestión esencial establecer si el consejo general era soberano o simplemente le correspondía una fun­ ción de órgano consultivo, y en 1781 un viajero de Sajonia, llamado Karl Küttner, plasmó en sus notas la existencia de una obsesión general por la defensa de derechos e ideas políticas que afectaba tanto a mujeres como a hombres. Muchos episodios de violencia civil, como los que se produjeron en Ginebra, Génova y las Provincias Unidas, se caracterizaron por la recla­ mación de libertades comunales perdidas, con frecuencia míticas, y por una decidida actividad comunal que implicaba la formación de milicias popula­ res o la exigencia de poder elegir a sus funcionarios y oficiales. A veces, el malestar ocasionado en una ciudad por otras cuestiones también adquiría una dimensión política, y es evidente que los motivos iniciales que lo justifi­ caban podían ser engañosos. Los desórdenes urbanos que se produjeron en Sicilia en 1778 debido al monopolio del comercio del grano, tenían claras connotaciones políticas. Sin embargo, la mayor parte de la violencia que surgía en el ámbito urbano se debía a conflictos generados en las actividades industriales o a las subidas en el precio de los cereales. En ocasiones, se sumaban los pro­ blemas de empleo y la escasez de alimentos. En 1770, en medio de la grave crisis por la que atravesaba la industria textil, hubo en Reims una gran revuelta por la falta de productos alimenticios básicos. En los años 1739-41 y 1767-68 se aprecia un claro componente económico en los desórdenes que estallaron en Lieja: primero, por las dificultades en que se hallaban la industria textil y la metalúrgica, y después sólo esta última, que provocaron recortes de los salarios y huelgas. La presencia de instituciones políticas o casi políticas en las grandes ciudades, algunas de las cuales eran la sede de cortes principescas, y su posible interrelación con las tensiones populares urbanas pudieron también contribuir a que aumentase su inesta­ bilidad política. Los disturbios que tuvieron lugar en Londres en 1733 tenían vinculaciones con sectores de la oposición parlamentaria, y también los que se produjeron en la década de 1760 con los problemas originados por las críticas de John Wilkes. Los motines del pan que estallaron en Madrid en 1766 fueron aprovechados por los cortesanos que deseaban derrocar a los ministros reformadores. Recordando los acontecimientos que durante el siglo XVII habían protagonizado ciudades como Londres, París, La Haya, Moscú y Constantinopla, no resulta extraño que la mayoría de los monarcas consideraran a sus ciudades, y sobre todo a las capitales, como posibles fuentes de graves riesgos políticos. Tal como sugirió Arthur Young en 1789, “me pregunto si, sin París, se habría llegado a producir esta revolución, que se está extendiendo con tanta rapidez por toda Francia. Y no es en los pueblos de Siria... donde el Gran Señor se encuentra con murmuraciones contra su voluntad; sino en Constantinopla, donde se ve obligado a emplear y compaginar tanto la cautela como el despotismo”6. 6 YOUNG, A., Travels during the years 1787, 1788 and 1789 (1794), I, 151.

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El e n t o r n o u r b a n o Las ciudades no eran simplemente un problema político potencial, sino que constituían -sobre todo las más importantes- el espacio vital donde residían los miembros mejor preparados y más informados de la sociedad europea. Además, eran uno de los principales productos de la acti­ vidad humana, la parte de su entorno más dócil para desarrollar sus realiza­ ciones y la más accesible de la sociedad para establecer una regulación. La planificación de una ciudad, tanto si se llevaba a la práctica como si trataba únicamente de una aspiración, ponía de manifiesto las ideas sobre la orga­ nización del espacio urbano que sostenían algunos de los intelectuales de la época. Esto no representaba una aportación novedosa del siglo XVIII, prue­ ba de ello fue, por ejemplo, la reconstrucción de Génova tras haber sido bombardeada en 1684 por orden de Luis XIV. Por el contrario, París recibió del mismo monarca varios edificios importantes, cuya construc­ ción supervisaba personalmente, dos plazas diseñadas para magnificar al monarca, un plan de urbanismo y diversos decretos que regulaban la pavimentación y limpieza de las calles, la prevención de incendios y la higiene pública. A lo largo de la siguiente centuria, se dieron pasos semejantes en las principales ciudades europeas. En Polonia, las verda­ deras mejoras empezaron a introducirse a partir de 1765 con la creación de las Comisiones para el Progreso en Varsovia y en otras importantes ciudades polacas. En Varsovia, se pavimentaron las calles, se construye­ ron alcantarillas y puentes peatonales sobre los pequeños riachuelos y, en 1767, toda la ciudad quedó incorporada bajo un solo municipio. A principios de siglo, la fisonomía de Lyón se hallaba definida por la pre­ sencia de sus numerosos monasterios, pero las obras que se llevaron a cabo bajo el impulso de Soufflot entre 1740 y el estallido de la Revolu­ ción, dieron un nuevo aspecto a la ciudad, en el que se aprecia el influjo de escritores como André Clapasson y Ferdinand Delamonce, que con­ denaban algunos rasgos de la ciudad que consideraban irregulares y estrafalarios, o la excesiva preeminencia de los edificios eclesiásticos. En muchas ciudades se construyeron nuevos cementerios, como sucedió en Palermo en la década de 1780. En 1721, Pedro I mandó a los magis­ trados de las ciudades rusas que estableciesen hospitales y correcciona­ les, y que respaldasen el desarrollo de las escuelas. Se reglamentaron también aspectos como la planificación de las ciudades, la inspección de los edificios y la aplicación de medidas de seguridad. Estas medidas lle­ garon a tener cierto éxito, puesto que cuando las autoridades de Astra­ cán emprendieron en 1746 la tarea de reedificar la ciudad, y arreglar y ampliar sus polvorientas calles, varias ciudades siguieron su ejemplo. Aunque las nuevas ciudades del sur de Rusia constituyen una clara muestra de las tendencias contemporáneas que presentaba la planifica­ ción urbana, por lo general los proyectos de los gobiernos no llegaban a materializarse. San Petersburgo, por ejemplo, se desarrolló de forma anárquica, la mayoría de sus calles eran tortuosas y se embarraban con facilidad, y las casas seguían construyéndose con las estructuras de madera tradicionales, pese al temor que había a los incendios; y el resto de las ciudades rusas también se ajustaban a este modelo. Por el contra­ 201

rio, Lisboa, que había sido un verdadero laberinto de callejas, tras el terremoto de 1755 fue reconstruida con el trazado de una ciudad planifi­ cada, El interés por la ventilación, la luminosidad, la higiene pública y los espacios abiertos promovió la construcción de amplias calles y enor­ mes plazas en las ciudades, así como la introducción de las aceras, el cuidado de las alcantarillas y la limpieza de las calles. También aporta­ ría la idea de suministrar agua a todas las casas y de crear cementerios, en lugar de la antigua costumbre de enterrar a los muertos en las igle­ sias. Estas prioridades reflejaban las preocupaciones comunes en la mayoría de las grandes ciudades europeas, pero la creación de un entor­ no regulado no se debía sólo a motivos de carácter funcional. Formaba parte de un plan intelectual basado en una visión moralista que trataba de crear una armonía en la tierra, pese a que, en ciertos aspectos, este espíritu de cambio reuniese tanto aspiraciones tradicionales como pro­ gresistas. Y si bien las manifestaciones específicas de semejantes con­ cepciones iban desde los nuevos sistemas de alcantarillado hasta los cuerpos de policía recién creados, se reconocía ampliamente la necesi­ dad de establecer un organismo de dirección adecuado y mejorar el entorno urbano. Tras estas reformas, solía estar el ímpetu de la adminis­ tración central, aunque muchos municipios compartían idénticas aspira­ ciones. Muchas de las medidas adoptadas derivaban de las proporciones que llegaban a adquirir los problemas que afrontaban las comunidades urbanas. La pobreza y la delicuencia se concentraban en las ciudades, al igual que los problemas de salud e higiene. Poca gente bebía agua en París, donde había más de 10.000 habitantes por cada fuente pública. Con frecuencia, el modo de vida en las ciudades, en las que existía un volumen de población relativamente elevado que vivía en condiciones marginales, solía alterar las circunstancias familiares y establecía fuera de ella otros modelos de control jerárquicos; pero, en general, todos los problemas urbanos, que se agravaron con el rápido crecimiento de las ciudades y la inmigración, planteaban grandes dificultades de gobierno, y tanto el carácter inflexible de buena parte de las administraciones municipales como la falta de recursos obligaban aún más a intervenir. La delincuencia era el principal problema de la vida urbana en ciuda­ des como Londres. Su concentración demográfica brindaba a los crimi­ nales la ocasión de asociarse, cometer sus crímenes y .ocultarse con faci­ lidad, y solían adaptarse a los avances de la economía. En 1777, unos extorsionadores de Viena que amenazaban con envenenar a sus víctimas si no les pagaban, aceptaban sin problemas los billetes de banco. Las fuerzas de la policía municipal eran incapaces de dominarlos y a menudo tenían que intervenir los gobiernos centrales. En 1760, Pombal reformó por completo el sistema de policía portugués, creando una oficina para supervisarlo. París creó una policía local fuerte y permanente, que incluía un departamento de detectives para recoger información e investigar los crímenes. La ciudad estaba bien protegida, porque los criminales no eran lo bastante fuertes como para enfrentarse a este cuerpo y, de hecho, al oír hablar de los motines de Gordon que estallaron en 1780 en Londres, Mercier llegó a afirmar que era imposible que ese tipo de conflictos se diese en París. La recogida de basuras era otro problema importante y 202

cada vez mayor, que se convirtió en uno de los objetivos de atención y planificación prioritarios, junto con el de la pobreza. P o b r e z a y b e n e f ic e n c ia

A los pobres y enfermos todavía se les dejaba, en gran parte, a su suerte o en, manos de su familia o de la Iglesia; sin embargo, se aprecia una mayor participación estatal en su atención, que se concentraba por lo general en las ciudades. Esta solía materializarse en la construcción de edificios para la acogida de cierto número de pobres y enfermos, que constituían el equivalente a los graneros públicos para almacenar los cereales. La institucionalización del trato a los desafortunados venía res­ paldada por muchos intelectuales. El escritor italiano Ludovico Muratori recomendó el desarrollo de la educación pública y la construcción de hospitales, hospicios e instituciones de beneficencia. En 1780, ganó un concurso de ensayos celebrado en Ruán sobre cómo acabar con la mendi­ cidad en la región de Normandía, una propuesta que, además de prevenir la afluencia de vagabundos, ofrecer una respuesta adecuada ante cual­ quier proyecto de asistencia caritativa viable y de potenciar la industria, consistía en un plan de seguridad social al que contribuirían los trabaja­ dores mientras tuviesen un empleo, en la realización de obras públicas, en el desarrollo de iniciativas para aprovechar a los mendigos sanos y en el establecimiento de hospitales o asilos para niños y ancianos. Aun así, la atención a los débiles fue uno de los muchos aspectos en los que los logros obtenidos por los Estados del siglo XVIII, pese a lo “absolutistas” que parecían sus constituciones y al margen de algunos casos aislados, fueron insuficientes para sus propias aspiraciones. A principios de siglo, gran parte de la asistencia a los pobres se hallaba en manos de organiza­ ciones eclesiásticas, y el estímulo que impulsaba esta beneficencia por parte de instituciones o de personas era esencialmente de carácter religio­ so. En una época en la que la moralidad constituía una manifestación de las creencias y enseñanzas religiosas, se consideraba que esto era lo apro­ piado. Se veía a la beneficencia como algo accesorio al cuidado espiri­ tual, pero no como un sustituto de éste, y la práctica de esta beneficencia por parte de instituciones estatales no sólo hubiera sido irrealizable, sino que habría supuesto infringir el precepto generalmente aceptado sobre la asistencia al prójimo, según el cual había que distinguir entre los que la merecían y los que no. Semejante principio religioso-moral tendía a apli­ carse más bien en función de la edad, la salud y el sexo, que de acuerdo con criterios socioeconómicos relativos a los ingresos o al trabajo. Enfer­ mos, ancianos, jóvenes y mujeres con niños eran los principales benefi­ ciarios de la ayuda, que solía denegarse a hombres sanos que tenían empleos mal pagados o se hallaban en paro. Existía muy poca compren­ sión hacia los problemas que planteaban el desempleo o el subempleo, cuyas privaciones se consideraban voluntarias, y por tanto, merecían ser ignoradas o castigadas. Pese a las experiencias que hubo de nuevas solu­ ciones para la asistencia a los pobres, en toda Europa apenas cambiaron a lo largo del siglo XVIII las posturas existentes al respecto, lo cual consti­ 203

tuye una prueba más de la persistencia de concepciones tradicionales y de las proporciones que empezó a adquirir-el problema de la pobreza. En las áreas rurales, el clero parroquial desempeñaba un papel esen­ cial en el auxilio a los pobres distribuyendo limosnas y resolviendo con frecuencia la asistencia médica. Las cofradías religiosas solían proporcio­ nar la estructura en que se asentaba la ayuda social y estimulaban y orga­ nizaban la caridad. En España, los centros de acogida para mendigos y vagabundos empezaron a proliferar a partir de 1750. Se financiaban mediante donaciones administradas por cofradías religiosas y en 1798 se habían fundado instituciones semejantes en 25 ciudades. Sin embargo, no eran suficientes y la mayoría carecía de los recursos financieros necesa­ rios para llevar a cabo sus proyectos de beneficencia. Además, a fines de siglo se aprecia una progresiva disminución de las donaciones en algunas ciudades francesas; esta tendencia se ha vinculado a un proceso de “des­ cristianización”, según el cual se fue perdiendo la concepción cristiana con que se veía el mundo, la organización social y la moralidad personal. En Aix-en-Provence, la caridad privada tradicional, que se inspiraba en motivos religiosos y de la que habían dependido sus pobres desde hacía tanto tiempo, cayó en decadencia hacia 1760. También disminuyó en Montpellier el porcentaje de ciudadanos que ofrecían donaciones benéfi­ cas, y en la diócesis de Burdeos el descenso de esta generosidad durante la segunda mitad del siglo XVIII se debió, en parte, a la ruina o a la crisis que padecían sus antiguas fundaciones benéficas. Aun así, no está claro que el descenso de la caridad fuese un problema general en toda Europa y, por lo tanto, el mayor interés que se aprecia en que el Estado participe en esta tarea no puede explicarse como una mera respuesta a esta decadencia. Probablemente, fue mucho más importante en este sentido el incremento de la pobreza urbana, debido al descenso de los salarios reales, a la exis­ tencia de la mano de obra esencial que aportaba la inmigración y que se hallaba en parte desempleada, y a los trastornos ocasionados por los cam­ bios económicos. En la segunda mitad del siglo XVIII, la mendicidad fue un problema constante en la ciudad francesa de Amiens, especializada en la manufactura del lino, y esta dependencia en la industria textil hacía que los pobres fueran mucho más vulnerables a las consecuencias de las crisis económicas. Las diferencias abismales que separaban a ricos y pobres se acentuaron aún más durante la difícil década de 1770. Bruselas tuvo graves problemas por el alto número de desempleados sanos, que parece haber influido en su elevado índice de criminalidad. París no podía ofrecer suficiente trabajo a los inmigrantes debido al aumento general que había experimentado su población y al empeoramiento simultáneo de las condiciones de vida en las zonas rurales de la cuenca de París, que provocaron un fuerte descenso de los salarios reales. Pero las consecuencias de este descenso se agudizaron con un alza de los pre­ cios (rentas, pan y leña), que afectaba al presupuesto de la mayoría de los habitantes de las ciudades. Aunque las dificultades económicas no repre­ sentaban sólo un problema para los pobres, la idea, por lo general inexac­ ta, de que el descontento provenía de los pobres más que de los grupos artesanales que temían caer en la pobreza, hizo que aumentase la sensibi­ lidad municipal y estatal hacia los desamparados. 204

A lo largo del siglo XVIII hubo un considerable aumento de la benefi­ cencia municipal, que se centraba en gran medida en la regulación del precio de los cereales. Así, por ejemplo, a principios de siglo, el ayunta­ miento de Albi organizó la compra de grano de otras regiones. Sin embargo, la ayuda que prestaban tanto instituciones eclesiástica como laicas seguía siendo muy selectiva, y actuaba de forma represiva y sin piedad contra los vagabundos y mendigos sanos. En los Países Bajos Austríacos,, cada ciudad, parroquia y aldea tenían que ser capaces de mantener a sus pobres residentes que no pudiesen trabajar con los ingre­ sos que proporcionaban las juntas de caridad locales, cuyo mantenimien­ to era costeado mediante una pequeña contribución. Pero las disposicio­ nes aprobadas en 1734 prohibieron la mendicidad de los indigentes sanos, porque no se tenía en cuenta la posibilidad de que su desempleo fuese involuntario. Las proporciones que llegó a adquirir el problema de la pobreza en algunas regiones exigió a los gobiernos buscar soluciones de ámbito nacional. En 1775, Carlos III de España instituyó el servicio militar obli­ gatorio para los hombres con edades comprendidas entre los 17 y los 26 años que estuvieran desocupados. Esta milicia era obligatoria para todos aquellos que se hallaban durmiendo en la calle, para jóvenes castigados por sus padres por su vagancia y para los artesanos que habían abandona­ do su trabajo. Asimismo, se dictaron otros decretos contra los gitanos, los vendedores ambulantes y, en general, contra todos aquellos que carecie­ ran de medios de subsistencia visibles. En 1774, Carlos III dispuso que se fundasen en Galicia y Asturias escuelas para enseñar a la población cómo fabricar hilo en casa; y en 1786, otro decreto general ordenó que este tipo de escuelas de hilado se estableciesen en todas las ciudades y pueblos del reino. El Conde Rumford limpió Múnich de mendigos, inau­ gurando un asilo de pobres y su propio sistema de beneficencia. Dividió la ciudad en 16 distritos y encargó cada uno de ellos a un ciudadano respetable, designado como su Comisario, que contaba con la ayuda de un sacerdote y varios auxiliares médicos. Las solicitudes de ayuda sólo se podían tramitar a través del Comisario, el cual debía asegurarse de que se proporcionaba la asistencia adecuada. Se fundó un taller y el día 1 de enero de 1790 se trasladó a él a todos los mendigos de Múnich. Semejantes reclusiones constituyen un rasgo poco agradable de esta época, pero, raras veces los gobiernos tenían en cuenta la opinión de los pobres. La principal limitación con la que se encontraba esta política de reclusiones era la falta de recursos suficientes, y no la preocupación por lo que opinaran los pobres. El gobierno entendía la asistencia social como un beneficio para la sociedad en su conjunto y no para los distintos miembros que la integraban. También hubo en Francia este tipo de reclu­ siones. En 1749, un diplomático extranjero informó desde París: El Lugarteniente de Policía de esta Ciudad acaba de hacer una cosa que me ha formado muy buena opinión sobre su vigilancia y diligencia; hasta este mes las calles de la capital se hallaban plagadas de vagabundos y mendigos de toda condición, de forma que era imposible detener el coche un instante, en cualquier parte de la ciudad, sin que diez o veinte de ellos te rodearan 205

inmediatamente; de improviso, se ha publicado un bando en nombre de S.M.C.M., y los magistrados de la ciudad.ofrecen una pequeña recompensa por prenderlos, y ahora se puede ir de una parte a otra de París sin ver ningu­ no; todos están en asilos y lugares en los que se les da una utilidad, excepto aquellos que están demasiado débiles, a quienes se envía a los hospitales. Me gustaría que en Londres se llevara a cabo un plan semejante, ésta sería la mejor forma de prevenir los frecuentes tumultos que se producen a vuestro alrededor. Después, se supo que algunos de los vagabundos habían sido envia­ dos a la Guayana Francesa, los que les habían apresado recibieron una recompensa y se habían detenidos a algunas personas que no comprendía el decreto7. Aunque la policía francesa no solía actuar de forma tan drás­ tica, lo cierto es que la intervención del gobierno central en esta materia fue en aumento a lo largo del siglo XVIII. Los diversos cambios de opi­ nión importantes que empezaron a surgir no implicaron que la tendencia general siguiese siendo la aplicación de una política coercitiva. La demanda del uso de hospitales generales (que no eran instituciones exclusivamente destinadas al cuidado de enfermos) para recluir y asistir a los pobres mendigos dio lugar a la legislación del año 1724, que, tal como fue interpretada por los administradores de los hospitales munici­ pales de la Champaña, en la práctica brindaba asistencia a los pobres residentes de la ciudad que fuesen ancianos, enfermos o niños. Como reflejo de una corriente de opinión más severa, que consideraba ante todo la amenaza que representaban los mendigos profesionales y los vagabun­ do, surgió a partir de 1750 una oleada de iniciativas estatales que llega­ ron a tener un carácter más represivo durante la década de 1760 y princi­ pios de los años 1770. Puede que en parte se debiera a los problemas sociales que estaba provocando el crecimiento de la población y el proce­ so de desmovilización que siguió a la Guerra de los Siete Años (175663). Ésta dejó desocupados a muchos hombres adultos acostumbrados a la violencia y, por lo general, poco preparados para un mercado de traba­ jo que no podía asimilarlos. En otras partes de Europa, como en Surrey, también se hallan pruebas de que la criminalidad tendía a aumentar en tiempos de paz. En Francia en 1764, se ordenó el arresto de todos los vagabundos y mendigos que carecieran de un empleo habitual. En 1767, se estableció una red de dépots de mendicité en cada généralité para encarcelar a mendigos e indigentes. El gobierno dirigió y financió la ope­ ración valiéndose de sus representantes locales. En la Champaña, región que no contaba con sus propios Estados provinciales, los oficiales reales siguieron sus instrucciones sin modificación alguna, de manera que los arrestos y las condenas variaron sólo en función de las directrices dicta­ das por la corona. Las sentencias judiciales solían ser muy severas. El dépót de Chálons-sur-Marne comenzó siendo un lugar de detención para mendigos e indigentes ancianos o incapacitados. El ministro Turgot 7BL. A0d. 35355, f. 154-59.

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(1774-76) lo dotó de una estructura semejante a la de las prisiones para el encarcelamiento penal durante largas condenas de mendigos e indigentes que se consideraban problemáticos. En 1780, el dépót de Chálons evolu­ cionó hacia una institución coherente con el objetivo de “corregir” a sus ocupantes y de formar a pobres respetables. Turgot ordenó en 1774 al Arzobispo Lómenie de Brienne que revisase la política sobre la pobreza. Brienne contestó que el único remedio apropiado era aplicar un extenso programa de reforma que exigía una mayor inversión en las instituciones. Solicitó además el establecimiento de una red de centros de acogida per­ manente que pudiera servir para regular las esporádicas fluctuaciones en la demanda de mano de obra. Brienne pretendía que el nuevo sistema se desarrollara a partir de la estructura parroquial y que gestionase todos los fondos caritativos. En la práctica, se demostró que era imposible crear un sistema ade­ cuado en Francia para resolver el problema. Muchos Intendentes temían que los recursos fueran insuficientes y que tanto la acción del gobierno como el nivel de asistencia a los pobres de las ciudades fuesen inadecua­ dos. Durante la década de 1780 en Toulouse el cumplimiento estricto de las leyes obligó a tratar a los vagabundos con gran severidad. Se conside­ raba que mendigar y vagabundear eran pruebas de una intencionalidad criminal. Aunque en Amiens los trabajadores en paro presionaron para que se abrieran asilos de pobres, la mendicidad siguió siendo un proble­ ma muy importante. Por su parte, en Elbeuf, no se hizo nada, puesto que un plan para la creación de un asilo-hospital fue rechazado por falta de financiación. En la généralité de Caen el gobierno intentó acabar con la mendicidad, sobre todo a través del confinamiento de los pobres depen­ dientes y de aquellos a los que se consideraba descarriados, primero en hospitales municipales, y luego en asilos. Pese a los esfuerzos realizados en las décadas de 1760 y 1770, en los años 1780 había en Francia un sen­ timiento de desesperanza respecto a los problemas que planteaba la po­ breza y un temor cada vez mayor a los pobres, agravado por la gran inquietud que generaban los crímenes, los incendiarios y el vandalismo. Y dado que los pobres constituían la mayor parte de la población urbana, esto atemperaba el entusiasmo de algunos hacia las ciudades. La situación no resultaba mucho más halagüeña en el resto de Euro­ pa. En Rusia, se establecieron algunos asilos en los años 1770, pero las condiciones de vida de los pobres eran muy duras. En los Países Bajos Austríacos, la asistencia a los pobres demostró ser bastante deficiente, incluso en años en que los precios de los cereales no eran altos ni el paro excesivo; por ello, el empeoramiento de su situación en años difíciles provocó el notable incremento de fenómenos como el vagabundeo, los tu­ multos, la mendicidad y los saqueos durante el bienio 1739-40. En Lieja, la asistencia a los pobres carecía de una financiación adecuada, era inefi­ caz y no podía controlar ni la mendicidad ni la pobreza, pese a la partici­ pación directa del Principado en un “Gran Encierro” de pobres. En los años 1770, el sistema vigente recibió las críticas de aquellos a los que les preocupaba su coste, la creación de una mano de obra competitiva, con sueldos más bajos, o el atentar contra las libertades individuales. Escrito­ res españoles como Valentín de Foronda y Francisco Cabarrús también 207

se hicieron eco de temores semejantes al de esta última cuestión. Por el contrario, en Dinamarca, a partir de 1784 se introdujo un sistema regular de beneficencia financiado mediante contribuciones obligatorias. En Gran Bretaña, la Ley de Pobres permitió crear un sistema relativamente flexible y bastante sólido, pese a que en las décadas de 1770 y 1780 el aumento del interés de la opinión pública hacia la aplicación de esta ley hizo que la Cámara de los Comunes estableciera comités para evaluar el estado en que se hallaban los pobres. El Acta de Gilbert de 1782, en la que se permitía a las autoridades de cada parroquia la posibilidad de mejorar su situación, vino a reconocer los defectos del sistema vigente. En Irlanda, las circunstancias eran mucho menos favorables. Se fundaron corporaciones ciudadanas para la asistencia a los pobres que estaban a cargo de los asilos creados en Dublín (1703) y en Cork (1735). Se halla­ ban financiadas con impuestos y donaciones municipales. La .legislación de 1772 amplió este tipo de corporaciones a todo el país y decretó que debían ser financiadas mediante impuestos municipales. Era preciso mantener a los pobres incapacitados, y aquellos pobres que lo mereciesen podían mendigar, pero hacerlo sin licencia era un delito criminal. No obstante, el Acta de 1772 apenas se llevó a la práctica. En Italia, los inte­ lectuales progresistas exigían una amplia reforma por parte de las institu­ ciones públicas, pero los avances que hubo en este sentido fueron casi insignificantes, sobre todo en el Sur de Italia y en Sicilia. Algo más llegó a hacerse en el Norte de Italia. El gobierno de Milán, por ejemplo, siguió practicando una política de encarcelamientos. Pero el problema principal era el mismo mismo en todas partes, la falta de recur­ sos no sólo para ocuparse de los pobres in situ, sino también de los pro­ blemas que planteaba la migración. No había ni riqueza ni ingresos fisca­ les suficientes para mantener un amplio sistema de seguridad social, y aquellas iniciativas locales que parecían más interesante sólo servían para atraer a mayor número de inmigrantes, porque eran inútiles las restricciones exclusivas a favor de los avecindados. Aun así, puesto que los gobiernos no pretendían acabar con la pobreza, sino más bien aliviar los temores que suscitaba la visión de los pobres, tal vez resulte anacróni­ co criticarles por no haber logrado crear un sistema adecuado o por paliar los efectos de la pobreza, en lugar de hacer frente a sus causas, lo cual no se deseaba y era imposible de realizar. Si los gobiernos hubieran estado realmente preocupados por la pobreza, se habrían endeudado mucho más para tratar de atajarla o habrían desarrollado políticas más coherentes y sólidas que contasen con infraestructuras más eficaces. Sin embargo, en el ámbito de cada Estado, sólo una mínima parte del esfuerzo dedicado a asuntos militares y a la política exterior se invertía en cuestiones de asis­ tencia social. ¡La amenaza que los pobres representaban era menos seria que la de los prusianos! Sigue abierto el debate sobre hasta qué punto la vida urbana producía una cultura y una forma de comportamiento diferenciadas. En ciertos aspectos ofrecía mayor libertad, aunque esta afirmación les habría pareci­ do ridicula a los huérfanos y presos de Pforzheim, en el Imperio, cuya mano de obra se empezó a utilizar en la industria lanera local a partir de la década de 1750; a los 10.200 trabajadores del sector textil en paro que 208

habían en Troyes en octubre de 1788; a los ciudadanos de Angers que luchaban por un proyecto de autogobierno o a las familias que vivían en París hacinadas en una sola habitación. Existía una gran ambigüedad cul­ tural e intelectual en las actitudes que había hacia las ciudades, fueran cuales fueran las ideas utópicas planteadas en cuanto a su planificación. Hasta los años 1760, la prosa de ficción francesa solía ensalzar a París, pero a partir de entonces fueron las provincias las que recibían los elo­ gios. En el artículo de la Encyclopédie relativo a las ciudades, escrito por Antoine-Gaspard Boucher d’Argis, se remarcaban los vicios y el grado de corrupción que imperaba en ellas. Rousseau puso énfasis en los peli­ gros morales y sociales que entrañaban las grandes ciudades como París. El economista progresista napolitano Antonio Genovesi tenía una opi­ nión muy negativa de Nápoles. Aunque las ciudades no ofrecieran una igualdad de oportunidades, al menos sí ofrecían mayores posibilidades, y prueba de ello fue el fenómeno constante de las migraciones a lo largo del siglo XVIII, que constituye un rasgo característico de su historia demográfica. Cada emigrante representaba la decisión individual de que la vida podía ser mejor en la ciudad. Para muchos, esto no fue más que algo ilusorio, y su penuria en las áreas rurales se trasladó también al ámbito urbano. Pero el control social era menos exigente en las ciudades, porque era mucho más difícil de aplicar. En las ciudades, solía infringirse la legislación suntuaria, y resultaba más fácil acceder a cierta educación. Por ejemplo, el guía que consiguió Samuel Boddington en agosto de 1789 para ascender el Mont Blanc, había vivido seis años en París y cuando Boddington le preguntó si creía en el demonio, le contestó que Voltaire había dicho que los hombres malos eran los demonios. Las poblaciones urbanas no eran en general radicales en sus ideas políticas o en sus creencias, pero la vida en la ciudad ofrecía un contexto más recep­ tivo para la mayor parte de la ideas nuevas, tanto populares como de las elites, y brindaba también nuevas experiencias. Además, en ellas se sal­ vaba con mayor facilidad la divisoria existente entre la elite y el popula­ cho, ya fuera en aspectos como el abandono de las ropas tonos oscuros y pesadas o en la difusión de nuevas ideas. La concentración de población en las ciudades, sus mayores índices de alfabetización y las tradiciones más arraigadas en el progreso político contribuyeron a desarrollar, al menos en parte, una sociedad consumista que no tenía limitaciones en la disponibilidad de mercancías o de servicios económicos. El clero, preo­ cupado por el aumento de la irreligiosidad, y muchos monarcas, que temían el estallido de movimientos sediciosos, se dieron cuenta de los peligros potenciales y reales que esto planteaba. En 1715 el PríncipeObispo de Lieja, Joseph Clément, hermano del Elector de Baviera, seña­ ló: “Es absolutamente necesario que la ciudadela de Lieja siga siendo una fortaleza capaz de infundir el temor de la gente humilde. Sin esta limita­ ción no habrá seguridad para los hombres honestos, sino sólo asesinatos y actos de bandolerismo”. Después escribió sobre la necesidad de “malo­ grar los planes demoníacos de la mayoría de los habitantes de Lieja, que deseaban convertirse en una república y unirse a las Provincias Unidas formando una provincia más... los burgomaestres y otros hombres del mismo rango desean verse ocupando sillones de terciopelo y siendo reci­ 209

bidos con reverencias... sólo las tropas y las fortalezas pueden mantener su obediencia”8. Esta respuesta fue en cierto forma bastante exagerada, y era una consecuencia directa de la derrota y los desórdenes producidos por la guerra. La mayor parte de las ciudades no deseaban alcanzar una independencia legal y su interés por hacerse cargo de sus propios asuntos solía contrarrestarse con el deseo de brindar apoyo y protección a los gobiernos. Aun así, Joseph Clément acertó a reconocer las dificultades que presentaba el gobierno de la vida urbana.

8 HARSIN, P., Les Relations Extérieures de la Principante de Liége (1927) pp. 229-30.

CAPÍTULO VI

LAS CREENCIAS RELIGIOSAS Y LAS IGLESIAS

“Él insultaba al Arzobispo de Lyón por haberles privado a los barqueros de su santo patrono, San Nicolás, y por acabar con sus procesiones. Como él decía, ahora ya no tenían a nadie a quien rogar; ni para estar seguros de que todavía existía el Buen Dios, y que, tras él, se hallaba la Virgen María; pero estuvo muy mal privar a los barqueros de su patrono, y el Arzobispo no lo hubiera hecho, si no fuera a conseguir algo a cambio. Desde que los jesuítas fueron expulsados, los pobres se vieron totalmente marginados de la educa­ ción, y nadie se iba a molestar en enseñarles, pues las demás órdenes religio­ sas comían y bebían y no hacían nada.” (Relato de un barquero del Ródano, 1776)1

En diciembre de 1789, el Canciller austríaco Conde Kaunitz comentó al Embajador francés que no podía afirmarse que no existiera nada nuevo bajo el sol, ya que la impiedad de algunas personas no tenía precedentes2. Hoy en día, para alguien que contemple de forma superficial el siglo XVIII, puede parecerle que no fue una época muy religiosa. Suele tenerse más en cuenta el escepticismo burlón de autores como Voltaire o las dudas expresadas por intelectuales y estudiosos. En la configuración urbana de las ciudades del Setecientos no suelen destacar de forma especial las construcciones eclesiásticas, y los pintores de la época no son conocidos ante todo por sus cuadros de temática religiosa. Las guerras de religión parecen más propias de un pasado lejano, y se considera a esta centuria como un período en que aumentó la tolerancia y se ordenó la disolución de la orden de los jesuítas (1773), que había desempeñado un papel tan importante en la (Contra) Reforma católica. También es el período de la Ilustración, que fue un movimiento eminentemente seglar. Además, el culto se nutría de un conservadurismo innato o de un fervor religioso 1BL Add 12130 f 66 2 AE. CP Autriche 358, f. 315.

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irracional, y el aborrecimiento de ese “fervor”, en su aspecto supersticio­ so, metodista o de cualquier otra índole, estaba muy arraigado entre la gente educada que se sentía comprometida con una postura más mode­ rada. Aunque este tipo de planteamientos no se encuentran ya en muchas de las obras especializadas, se hallan todavía ampliamente extendidos; y existen verdaderos problemas de definición y metodológicos. ¿Qué era el jansenismo?, ¿fue igual en todas partes? ¿Cómo era la experiencia reli­ giosa de los estamentos inferiores?, ¿de dónde procedía su fe? y ¿cuál era su intensidad? Esto constituye un problema muy importante, ya que en los últimos años se ha prestado mucha atención a la tesis de que en la segunda mitad del siglo XVIII se experimentó un progresivo deterioro de la cristianización en gran parte de la población de algunas regiones, sobre todo en Francia. Semejante proceso se ha vinculado incluso a la aparente pérdida del carácter sagrado de la institución monárquica, y de esta forma se ha presentado un mundo ideológico en el que la relación de apoyo mutuo que había entre el Trono y el Altar se había vaciado de con­ tenido e influencia. En el reducido espacio de un capítulo sólo es posible abordar, de forma esquemática, algunos temas como la vitalidad que seguía teniendo la religión en el siglo xvill, la importancia política de las cuestiones eclesiásticas y el arraigo de las creencias religiosas. En reali­ dad, el fenómeno de la descristianización o la irreligiosidad sólo aparecía como un rasgo característico de determinados grupos. U n c o n t in e n t e d iv id id o

Entre 1700 y 1789, hubo pocos cambios en la religión oficial de cada Estado. El catolicismo lo era en la Península Ibérica (España y Portugal), en Francia, en los territorios italianos, en Polonia, en alguno de los cantones suizos, en diversos Estados alemanes y en los dominios de los Habsburgo, pero la situación existente en Transilvania y Hungría era bastante compleja. El protestantismo era la religión oficial del resto de Europa occidental, septentrional y oriental, aunque dentro del protestantismo predominaran distintas corrientes: el luteranismo (en Escandinavia y parte del Norte de Alemania), el anglicanismo (en Inglaterra, Gales e Irlanda), el calvinismo (en Escocia, las Provincias Unidas, Suiza y algunos territorios alemanes). En Rusia, en cambio, predominaba la Iglesia ortodoxa; y en los Balcanes, la religión oficial era la musulmana. Estas divisiones provocaron algunos de los conflictos religiosos del siglo XVIII. A la rivalidad existente entre distintos Estados se añadía, a veces, el antagonismo religioso, y de hecho, la religión se utilizaba para definir y probar el grado de lealtad entre los súbditos. Los contemporáneos concebían la existencia de una vinculación entre el culto y determinadas formas de gobierno. Muchos de los conflictos que estallaron en esta época llegaron a generar un fuerte celo confesional, que las Iglesias solían apoyar no sólo con sus recursos financieros. Esto sucedió, por ejemplo, en cuanto a la principal división religiosa que había en Europa y que separa­ ba al cristianismo del Islam. Para el pensamiento islámico, el dominio del 212

monarca turco de la Casa de Osman existía solamente para cumplir con la voluntad de Dios en la Tierra, difundir el Islam y preservar el poder y el prestigio de la representación de Dios en la Tierra. En la década de 1720, la oposición al sultán Ibrahim por parte del clero, que contribuyó al esta­ llido de la sublevación de Estambul en 1730, se debía en general a que el sultán no había sabido desempeñar su misión divina, y en concreto, res­ pecto al tratado de paz con Rusia en 1724 y a la guerra contra los musul­ manes persas3. En la cristiandad, se daban actitudes semejantes, a las que se añadía la creencia católica en el incentivo de las indulgencias (que pro­ porcionaban remisiones de las penas en la otra vida y se hallaban vincula­ das a la realización de actos meritorios en la vida terrena). Tras la recon­ quista española de la plaza de Orán en 1732, el enviado británico informó: “No hay un español que no crea que ha ganado ya medio camino para su salvación por los méritos hechos con esta conquista”. En toda Europa, los relatos de atrocidades alimentaban el odio entre las distintas creencias confesionales y se exhortaba a los hombres a padecer en nombre de la causa divina. Los relatos divulgados en tiempos de guerra, como la des­ cripción aparecida en la Vienna Gazete del 29 de diciembre de 1759, sobre las atrocidades cometidas por las tropas prusianas en un monasterio de Bohemia, que incluían la profanación de altares, imágenes, crucifijos y la sagrada forma, se sumaban al adoctrinamiento que se practicaba en tiempos de paz insistiendo constantemente en el recelo y el odio hacia otros credos. Cuando Lord Nuneham se hallaba de visita en Reims en 1754 escuchó un sermón “que terminaba refiriendo las herejías que en Gran Bretaña nos tenían dominados de forma miserable y con las que se abu­ saba de nosotros, pobres desgraciados”4. Pese a las creencias que algu­ nos intelectuales llegaron a adoptar con el paso del tiempo, durante el siglo XVIII la mayor parte de la población europea seguía viviendo anclada en el pasado. En su memoria colectiva se hallaban muy presentes la Reforma y la Contrarreforma, junto con muchas guerras, insurrecciones, masacres y conspiraciones que aún se valoraban atendiendo eminente­ mente a su caracteres confesionales. Su interpretación del pasado brindaba una identidad colectiva, pero también representaba una serie de amenazas. Por ello, resultaba tan necesario para un campesino suizo, como para un gobernante, cuidar la observancia de su culto. Aunque el cristianismo, el islam y el judaismo, las tres religiones europeas de la época, eran cierta­ mente creencias históricas, sus fieles tenían tan en cuenta el pasado más reciente como sus antiguas tradiciones. El antagonismo religioso era mucho más peligroso porque Europa no se hallaba compuesta por Estados con una realidad confesional homogé­ nea. Muchos englobaban comunidades disidentes o que lo habían sido anteriormente, o se sentían amenazados por ellas. Aunque en los Balca­ nes, esta situación no llegó a constituir un problema para los turcos, que 3 OLSON, R. W „ The Siege ofM osul (1975), p. 73. 4 PRO. 94/112, carta de Keene a Delafaye, 9 julio 1732; Aylesbury CRO, D/LE E2 No. 5.

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desarrollaron un moderado proselitismo, en otras partes del Continente hubo fuertes tensiones. Además, los Balcanes no eran la única región en la que la religión o la Iglesia de la mayor parte de la población no era la misma que la del Estado o la de los privilegiados. En Irlanda y en algu­ nas zonas situadas al Sur de las Provincias Unidas la mayor parte de la población era católica, y en la Morea (una región del Peloponeso griego gobernada por Venecia entre 1699-1718) la mayoría era ortodoxa. La población de Prusia era luterana y sus monarcas, calvinistas. En la parte oriental de Polonia y en el Oeste de Rusia, predominaban los uniatas, una rama de la Iglesia ortodoxa que reconocía la autoridad del Papa. En otras zonas llegaron a tener gran importancia minorías disidentes, como sucedió en Escocia con los episcopalistas y los católicos, en Inglaterra con los católicos y los disidentes, o con los protestantes en los territo­ rios de los Habsburgo, Polonia y Francia (los hugonotes). Había también tres amplias regiones en las que apenas existían miem­ bros de minorías confesionales. Una de ellas era católica, ya que en la Península Ibérica y en Italia el protestantismo no llegó a prosperar o fue prácticamente erradicado durante la Contrarreforma católica, y durante el siglo xviii tampoco hizo progresos de consideración en esta zona. Los hugonotes genoveses fueron expulsados en 1747 y, pese a que los intere­ ses de la política comercial toscana protegían a los protestantes en Livorno, siguieron siendo en general muy impopulares. En esta zona, las comunidades disidentes más importantes eran las que formaban los comerciantes extranjeros, como los anglicanos de Lisboa, y los judíos, asentados en guetos en varias de las grandes ciudades italianas, como Roma y Venecia. En la Península Ibérica, la persecución del criptojudaísmo constituía uno de los principales objetivos de la Inquisición. Los judíos habían sido expulsados de la Península y la Iglesia dudaba de la integridad religiosa de aquellos que se habían quedado convirtiéndose en cristianos nuevos. No obstante, la actividad inquisitorial en este aspec­ to fue disminuyendo a lo largo de la centuria: 51 personas fueron ejecuta­ das por orden de la Inquisición portuguesa en 1734-43 y 18 en 1750-59. En 1761, se aplicó por última vez la pena capital y en 1768 se abolió totalmente la diferenciación entre cristianos viejos y cristianos nuevos. No obstante, la Inquisición no actuaba sólo contra aquello que se consi­ derara judaizante, sino también contra los protestantes. El trato que reci­ bían los disidentes en la Península contrasta mucho con el que se daba a los judíos en muchos territorios italianos. En el enclave papal de Avignon y en el Condado de Venaissin en el Sur de Francia, los judíos vivían en cuatro guetos. Aunque se les marcaba y humillaba obligándoles a lle­ var sombreros amarillos y a asistir a los sermones cristianos y, en ciertos momentos del año, como durante la liturgia de la Cuaresma, adquiría mayor relevancia la culpabilidad judía en la muerte de Cristo, la adminis­ tración pública solía tratarlos de forma bastante razonable, si lo compara­ mos con lo que era habitual en el conjunto de la Europa católica. Tal como sucedía con otras minorías toleradas en el Continente, como los judíos en Polonia o los protestantes en Transilvania, gozaban de amplias competencias de autogobierno, gracias a una política que respondía a la mentalidad y prácticas corporativistas propias de la época. En el territorio 214

papal de Avignon existían sistemas de beneficencia y de contribuciones fiscales independientes, y se aprecian ciertos síntomas de prosperidad en la comunidad judía. Esto provocó una mayor hostilidad popular que vino a endurecer la política de guetos y favoreció un considerable aumento de la emigración. La segunda área del Continente que contaba con pocos disidentes era la que formaban Escandinavia y Brandemburgo, donde se hallaba pro­ fundamente’arraigado el luteranismo. En Suecia, el clero integraba uno de los “estados” que formaban la Dieta, en el que todos los eclesiásticos beneficiados tenían derecho de voto. Practicaban una estricta ortodoxia, que Federico el Grande describió como si vivieran en el siglo X, y de hecho, se escandalizaron por las negociaciones que el partido Sombrero en el gobierno llevó a cabo con los turcos a fines de los años 1730. En 1726, se aprobó el Acta sobre los Conventos para tratar de controlar el desarrollo de la heterodoxia religiosa, y sobre todo el pietismo. La prime­ ra cláusula de la constitución sueca de 1772 declaraba: “La uniformidad religiosa y que el verdadero culto divino constituye la base más segura para establecer un gobierno estable, lícito y armónico”. Todos los regi­ mientos militares suecos contaban con un pastor y varios capellanes, y antes de entrar en batalla cantaban himnos. En Suecia hasta 1781 los cris­ tianos extranjeros que no fuesen luteranos no podían disfrutar del dere­ cho a construir iglesias y practicar su culto según sus propios ritos, y a partir de ese año, tan sólo con la condición de que no harían ningún tipo de proselitismo. Y hasta el año 1782 tampoco a los judíos les estuvo per­ mitido asentarse y construir sus sinagogas. La tercera zona en la que pre­ dominaba una uniformidad religiosa era el interior de Rusia. Por el con­ trario, en las regiones conquistadas, existían importantes minorías confe­ sionales: protestantes en las provincias bálticas; católicos, uniatos y judíos en Ucrania y en los territorios ocupados de Polonia; musulmanes en su frontera meridional; y animistas en Siberia. Cuando Pedro I con­ quistó Livonia, Estonia y la Finlandia rusa, garantizó la conservación del luteranismo como religión oficial, protegiendo la situación de los ortodo­ xos. En las demás regiones de Rusia predominaba el culto ortodoxo. Aunque en 1702 Pedro I decretó una tolerancia religiosa general, en rea­ lidad ésta comprendía sólo a los cristianos y se prohibió cualquier forma de proselitismo que no favoreciese a la religión ortodoxa. Semejante prohibición volvió a reiterarse en 1735. Además, los matrimonios mixtos con católicos se autorizaron en 1721 sólo en caso dé que el cónyuge orto­ doxo no se convirtiera al catolicismo y que sus hijos fuesen educados como ortodoxos. El primer decreto de expulsión de los judíos de Rusia aprobado en 1727 no llegó a aplicarse, en cambio el de 1742, que les denunciaba como “enemigos de Cristo”, tuvo mayores consecuencias. En 1738 se quemó vivo a un judío en San Petersburgo, junto con un cristia­ no al que había convertido. Por otra parte, esta zona de relativa homoge­ neidad cristiana se hallaba dividida por un cisma, puesto que, a raíz de las disputas que hubo en el siglo xvil sobre ciertas cuestiones teológicas y detalles menores del culto, como el significado que tenía hacer la señal de la cruz, las instituciones ortodoxas y sus protectores imperiales se opusieron a la secta de los Antiguos Creyentes, un grupo religioso que 215

gozaba de gran influencia, pero se mantenía internamente dividido. Se les consideró opuestos al Estado y se promulgaron varios decretos en su contra, como los de 1730 y 1733. Estas tres zonas de relativa homogeneidad no se vieron libres de con­ flictos y paranoias de carácter religioso. Constituían más bien una excep­ ción respecto a la situación que había en la mayor parte de Europa, en donde importantes minorías desafiaban las pretensiones monopolísticas de las iglesias oficiales o eran consideradas como una amenaza para las creencias que gozaban de mayor aceptación. Esto era lo que sucedía en los territorios de los Habsburgo, Polonia, el Imperio, Suiza, Gran Breta­ ña, las Provincias Unidas y, en menor medida, también en Francia. La Paz de Westfalia (1648) había garantizado el respeto al calvinismo, al luteranismo y al catolicismo en regiones concretas del Imperio, pero tam­ bién había dejado sin protección a los protestantes ubicados en los terri­ torios patrimoniales de los Habsburgo. No resulta sencillo valorar el grado de tensión religiosa, y mucho menos cuantificarlo. En cuanto a los estallidos de violencia es preciso advertir que hubo pocos conflictos motivados por razones exclusivamente religiosas, ya que uno de los ras­ gos constantes en este tipo de confrontaciones era que las diferencias de carácter religioso se aprovechaban para expresar muchas otras de diversa índole. Esto obedecía a la importancia misma de la religión como rasgo de identidad y medio de diferenciación, a la interdependencia que existía entre las filiaciones religiosas y otros valores y vinculaciones políticos, culturales, sociales o económicos, y al protagonismo que tenían los asen­ tamientos religiosos en el desarrollo de proyectos más ambiciosos. Sea cual sea su definición, no cabe duda de que las diferencias reli­ giosas solían generar mucha violencia. En realidad, si descontamos la hostilidad “oficial” que había en los territorios en guerra, probablemente veremos que durante este período los conflictos religiosos constituyeron la causa más importante que generaba una violencia organizada en la mayor parte de Europa. Los actos de hostilidad iban dirigidos contra las minorías, como sucedió en las revueltas contra los disidentes que estalla­ ron en Iglaterra (1710 y 1715), contra los católicos en Hamburgo (1779) y en Londres (1780) -denominadas “Revueltas de Gordon”- o contra los judíos en Corfú (1788). Muchas de estas disputas podían llegar a desen­ cadenar confrontaciones religiosas de mayor envergadura. Así por ejem­ plo, la profanación protestante de la Capilla jesuita de Thorn (Torun) en Polonia en 1724 y las represalias de otros Estados católicos provocaron una verdadera crisis internacional. Los conflictos no eran siempre tan violentos o duraderos, pero las diferencias religiosas y sus señas de iden­ tidad eran habituales en gran parte de las tensiones populares. Los motines eran reflejo de la animosidad popular, aunque ésta no sólo se manifestaba así. Resulta difícil medir el grado de tensión religio­ sa, porque su expresión más habitual no era el recurso a la violencia, que podía generar una respuesta militar o judicial, sino prejuicios como los que conllevaban la endogamia, todo tipo de prácticas discriminatorias de carácter político, social, económico y cultural, o la crueldad de los abu­ sos y los insultos. Las minorías religiosas tendían a concentrarse no sólo para practicar su culto en comunidad, sino también para protegerse, 216

poder trabajar y mantener su propia identidad. También se practicaba la endogamia para preservar su integridad y, por ello, las minorías solían censurar con severidad los matrimonios mixtos. Mientras que en la Euro­ pa del siglo XX, los grupos religiosos deben hacer frente al reto que supone la asimilación de sus miembros en culturas esencialmente laicas, en el siglo xvm, se mantenían los rasgos de identidad religiosos porque era difícil que se produjese una asimilación en este sentido, aunque no dejaba de temerse. Muchos de los conflictos que estallaron a raíz de determinados levantamientos religiosos se originaron por el temor a ser asimilados. Frente a las culturas seglares modernas, por lo general más indiferentes, los miembros de los distintos grupos religiosos del siglo XVIII se enfrentaban a otros grupos semejantes, para los cuales la asimila­ ción solía implicar un rechazo total para su propia identidad cultural. Hubo, no obstante, movimientos religiosos nuevos, como el pietismo o el moravianismo, que pretendían superar las divisiones existentes en el seno de la Iglesia. Las conversiones realizadas fuera del culto oficial solían ser ilegales y se podían castigar con graves penas. Los grupos religiosos no sólo debían tener en cuenta las actitudes y la actividad desarrollada por los otros grupos. Su situación se hallaba legal­ mente definida e influían en ella la relación de los gobiernos con la igle­ sia oficial y las demás religiones. Europa estaba dividida en iglesias nacionales, de manera que el poder político defendía a la Iglesia oficial y ésta predicaba la obediencia al monarca. Se pensaba que el Estado desempañaba una función moral, preservando y propagando una determi­ nada identidad religiosa. Evidentemente, esto iba en contra de aquellos que disentían del culto oficial. De hecho, las coronaciones eran ceremo­ nias religiosas en las que los monarcas juraban proteger a la Iglesia y, por lo general, como sucedía en Francia, también se comprometían a erradi­ car las herejías. La identificación entre Iglesia y Estado hizo que ésta llegara a conver­ tirse en parte del gobierno, adoptando formas distintas en cada Estado. A diferencia de las administraciones laicas, la actividad de las iglesias oficia­ les alcanzaban una difusión mucho mayor, ya que poseían representantes en todas las parroquias. La necesidad de ofrecer alivio a las almas propor­ cionó a estas iglesias una estructura territorial y una presencia de la que carecían las administraciones seglares. A pesar de que se ha criticado que las iglesias del siglo XVIII concentraron sus recursos materiales y humanos en las ciudades, nunca renunciaron a ampliar en lo posible su presencia en las áreas rurales. En cambio, los representantes de la administración seglar solían ser esencialmente urbanos. Si se considera el papel de las iglesias oficiales dentro del sistema de gobierno, éstas no presentaban una estructu­ ra uniforme y variaba mucho el grado en que acataban la voluntad de los gobernantes territoriales. Sin embargo, solían participar como un ámbito del patronazgo, una considerable fuente de ingresos, y como un medio de difusión de propaganda y de apoyo ideológico. El principal representante eclesiástico de Pedro I, Feofan Prokopovich, Arzobispo de Novgorod, se preguntaba en su obra titulada El Libro básico ruso -un catecismo escrito 1^7O^ 0 "NT remos y obedezcamos a nuestros padres, y esta palabra incluye a nuestro 217 C ii

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soberano, nuestros pastores espirituales y gobernadores civiles, a nuestros profesores y benefactores, y, en general, también a nuestros mayores”. Además de inculcar la obediencia, la iglesia oficial debía instruir a los feli­ greses sobre las nuevas disposiciones y, en este sentido, los curas párrocos rusos actuaban como representantes del gobierno central. En 1720 se les ordenó que anunciasen en sus iglesias los decretos relativos a los nuevos impuestos, pero, en general, este tipo de uso de las iglesias se dio en toda Europa. José II exigió a los sacerdotes que anunciaran las regulaciones introducidas en aspectos tales como la prohibición de los corsés o el uso de las yeguas del campesinado por parte de los sementales imperiales. Ade­ más, el clero parroquial aportaba la principal fuente estadística para los gobiernos de la mayor parte de Europa. Por lo tanto, la defensa de la iglesia oficial y la conservación de su culto no constituían una obligación más para los monarcas, sino una verda­ dera necesidad política. Los gobernantes y sus ministros estaban convenci­ dos del poder que tenía el clero sobre la población y, por ello, trataban de controlarlo y preservarlo. Aunque esto podía ocasionar algunos conflictos con laicos y clérigos desobedientes, también permitía contar con la devo­ ción y el respeto de aquellos que eran creyentes y controlar las activida­ des de los miembros de otras comunidades religiosas. Las iglesias ofi­ ciales establecían un código moral, y las autoridades eclesiásticas y seglares aunaban sus medios para su promulgación y aplicación. Se daban con frecuencia reales decretos como el que aprobó Jorge III en 1787 “para promover la piedad y la virtud, y prevenir o castigar el vicio, el sacrilegio y la inmoralidad”. En principio, no se desconfiaba de aquellos que no pertenecieran a la Iglesia estatal, pero, fuese cual fuese el grado de lealtad de estos disiden­ tes, la mayoría de los gobernantes tendían a fomentar el desarrollo de la Iglesia oficial. Catalina II financió la construcción de iglesias en los terri­ torios cosacos, porque consideraba que la Iglesia ortodoxa proporcionaba un instrumento fundamental de influencia política e ideológica. María Teresa que no permitía a los protestantes de los Países Bajos Austríacos acceder a cargos civiles, construir iglesias o tener sus propios ministros públicos, privó en 1760 a los rumanos de Transilvania de su libertad para poder renunciar a la religión uniata y pasarse a la ortodoxa. Aunque la constitución polaca de 1791 garantizaba la tolerancia de todas las creen­ cias, todavía la apostasía del catolicismo se seguía considerando una felonía y, de hecho, se confirmó el catolicismo como religión oficial. La protección de las iglesias oficiales solía traer consigo limitaciones sobre los cultos de otros grupos y los derechos políticos de sus miembros, como la posibilidad de acceder a cargos públicos. En Francia, la situación legal de los protestantes era bastante precaria. No podían acceder a los car­ gos públicos, ni ser profesionales de la justicia, la medicina o, en el caso de las mujeres, ser comadronas. Para la Ley, todos los franceses eran católi­ cos, de manera que los únicos matrimonios válidos eran los que contraían los católicos y, por tanto, los hijos de matrimonios calvinistas eran considerados bastardos. Aunque estas leyes sólo se aplicaron de forma sis­ temática en 1724, 1745 y 1750-52, la situación de los protestantes en otros períodos era imprevisible y, a veces, extremadamente difícil. Hacía tiempo 218

que el protestantismo había dejado de ser una fuerza política en Francia, pero la persistencia con que aún se mantenía su culto representaba un desa­ fío que solía afrontarse con una agresividad sectaria. Cada año se hacía una procesión religiosa para celebrar la expulsión de los protestantes de Toulouse en 1562, pero durante las guerras de este período en las que intervino Francia, se temió que pudiera producirse allí un levantamiento protestante, en fechas tan tardías como en 1745 y en los alrededores de Montauban en 1761. Hasta los años 1760 no se practicó de hecho la tolerancia religiosa en la región montañosa de los Cévennes. A principios de la década ante­ rior, Luis XV ideó un plan para reducir el protestantismo fomentando la realización de matrimonios y bautismos en la Iglesia católica y recurriendo al empleo del ejército contra aquellos que desobedecían, pero el plan hubo de abandonarse cuando la Guerra de los Siete Años requirió la inter­ vención de estas fuerzas militares en el frente. Parece que en Francia fue aumentando la tolerancia religiosa a medida que se hacía más patente la impotencia política del protestantismo. En Angers, donde se acabó de forma tajante con el protestantismo tras la revocación del Edicto de Nantes en 1685, la tolerancia aumentó a lo largo del siglo XVIII. Y a pesar de que el milenarismo que propugnaba la revuelta camisarda y algunos de los opo­ nentes de Luis XIV, como Pierre Jurieu, que había augurado para la década de 1710 el fin del catolicismo y el triunfo del protestantismo, sus parti­ darios se volvieron mucho más dóciles. Los conflictos que surgían dentro de la Iglesia católica francesa o entre las autoridades seglares y eclesiásticas tenían un gran contenido político y repercutían en el trato que se daba a los protestantes. El sacerdote jansenis­ ta Louis Guidi afirmó en 1765 que los jansenistas, al contrario que los jesuitas, preferían la persuasión al empleo de la fuerza. En determinados círculos, la intolerancia se consideraba una actitud deplorable y anticuada. Tanto es así que en 1767, la novela histórica Bélisaire, que condenaba la persecución por motivos religiosos y había sido escrita por Jean Frangois Marmontel, un protegido de Voltaire y colaborador de la Encyclopédie, obtuvo un gran éxito. Hacia 1770 los Parlements, que ya no consideraban al protestantismo como un peligro para la sociedad civil y la identidad de Francia, dejaron de exigir el cumplimiento de las leyes vigentes contra los matrimonios protestantes. Si bien existía una tolerancia pasiva hacia el dis­ creto culto de los protestantes, progresivamente se fue extendiendo el pro­ pósito de ampliar sus derechos civiles. En 1785, William Bennet señaló en su periódico de Burdeos: “Los protestantes todavía son numerosos en las regiones del Sur, y el gobierno hace la vista gorda sin aprobar la tolerancia, sólo de vez en cuando se cuelga a un viejo pastor para controlar sus progresos, pero últimamente incluso se ha llegado a prescindir de esta forma tan sanguinaria de agradar a los fanáticos católicos”5. El Edicto de 1787 sobre los derechos que tenían los que no eran católicos permitió que los hijos de los protestantes no tuviesen que recibir el bautismo católico

5 Bod. Ms. Eng. Mise., f. 54, f. 161.

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para acceder a la condición de ciudadanos, pero aparte de esto sólo se les garantizaba la libertad de conciencia. A los protestantes también les estaba prohibido organizarse en entidades corporativas y ocupar puestos judiciales o educativos. No podían tener sus propias iglesias, ni pastores públicos, ni ejercer profesiones liberales. En vísperas de la Revolución Francesa, los protestantes aún no se habían emancipado y debían hacer frente a una amplia oposición. También en otros países la situación de los no conformistas era bastan­ te insegura. Por lo general, la legislación tendía a permitir la libertad de conciencia y el culto privado, pero limitaba o prohibía el culto público, la educación y la participación en el poder político. En Inglaterra, los disiden­ tes podían acceder a pocos cargos y profesiones, y los católicos a ninguno. El Acta de Corporación (1661) y el Acta de Examen (1673) obligaban a los miembros de las corporaciones de cada distrito y a los que poseían oficios de la corona que recibiesen la comunión en la Iglesia anglicana. Por virtud del Acta de Tolerancia (1689), se permitió que aquellos disidentes que reconociesen bajo juramento la Supremacía y Fidelidad de la Iglesia Angli­ cana, y que hicieran una Declaración contra la Transubstanciación, podían practicar su culto en sus propios lugares de reunión, siempre que éstos estuviesen debidamente registrados en un obispado o en una sección de barrio. Pese a que se promulgaron las Actas de Conformidad Ocasional (1711) y de Cisma (1714), ideadas respectivamente para prevenir engaños en el requisito de comunión para acceder a cargos públicos y para que fuese ilegal la educación recibida por los no conformistas, ambas fueron derogadas en 1718, y fracasaron todas las iniciativas emprendidas para anular el Acta de Examen y el Acta de Corporación. Tradicionalmente, el partido Whig se había asociado a los disidentes, pero la administración whig de Sir Robert Walpole (1721-42) no deseaba atentar contra los funda­ mentos religiosos, y en ello influyó de forma decisiva la opinión generali­ zada a favor de la defensa de la Iglesia oficial. El control estatal del patro­ nazgo eclesiástico atrajo a las principales dignidades de la Iglesia anglicana a los Whigs. Aunque Walpole logró aprobar cada año, excepto en 1730 y 1732, actas de indemnidad que protegían a los no conformistas de persecu­ ciones deliberadas, las iniciativas llevadas a cabo en 1736 y 1739 para abo­ lir las Actas de Examen y Corporación fueron rechazadas. Y el Acta de Naturalización de los judíos (1753), que simplificó el proceso de naturali­ zación mediante un decreto privado del Parlamento, en el que se suprimía la frase “en la fe verdadera de un cristiano” de los juramentos de Suprema­ cía y Fidelidad, también fue derogada a raíz de una maliciosa campaña de prensa que promovía el odio antisemita y que contó con gran respaldo popular. Asimismo, resultaron infructuosos los intentos realizados por el Parlamento en 1787-90 para abolir las Actas de Examen y Corporación. Se reafirmó, por tanto, la identificación entre el Estado y la Religión a través de la protección que aquél proporcionaba a la Iglesia anglicana. Las aspiraciones de los católicos de Inglaterra se vieron truncadas por el éxito de la invasión de Guillermo III en 1688; y los de Irlanda también fueron sometidos por estas tropas. Así se confirmó el dominio de la Iglesia anglicana. El Acta de Destierro de 1697 supuso la salida del país de cientos de sacerdotes católicos condenados bajo pena de muerte si regresaban. 220

Después se consideró incluso la castración de los clérigos católicos. Según las leyes penales aprobadas en la primera mitad del siglo XVIII, los católi­ cos no podían adquirir o heredar tierras o propiedades, carecían de dere­ chos civiles y les estaba prohibido detentar cualquier oficio político o judi­ cial. Se ha calculado que el porcentaje de tierras que poseían los católicos bajó del 22% en 1688 al 14% en 1703 y el 5% en 1778, aunque algunos de los propietarios protestantes eran sólo nominales. Este Código Penal se ideó sobre todo para acabar con el poder político y económico del catoli­ cismo, y no tanto con su religión, pero indirectamente también se trataba de erosionar sus creencias y su práctica. La capacidad que tenía la Iglesia anglicana para hacer proselitismo en Irlanda se vio limitada por las grandes dificultades que planteaba la comunicación con una población que en su mayoría sólo hablaba el gaélico. En cambio, los católicos estipularon el conocimiento de la lengua como un requisito imprescindible para la labor misionera. El porcentaje de población católica no disminuyó, porque sus clérigos, llevando ropas de seglar y celebrando misa en secreto, continua­ ban sus actividades contando con una arraigada tradición oral, con los vínculos emocionales que brindaba un sentimiento de identidad nacional, con una enseñanza en escuelas compensatorias y gracias a que las persecu­ ciones severas se producían sólo en raras ocasiones. Si se hubieran llegado a aplicar con rigor e insistencia las cláusulas religiosas contempladas en el Código Penal, se habría dañado seriamente la práctica del catolicismo, pero no había en la Isla importantes efectivos militares y semejante presión podría haber desencadenado insurrecciones tan graves como las que prota­ gonizaron en 1715 y 1745 los jacobitas que apoyaban el derecho al trono de la rama católica de los Estuardo, o las que estallaron en Escocia. En la década de 1730, los clérigos católicos todavía pedían por el pretendiente estuardo “Jacobo III”, y la draconiana legislación que se aprobó en tiempo de guerra (1697, 1703-1704 y 1709) se debía a los temores que seguían inspirando la deslealtad de los católicos y sus relaciones con Francia. Aun­ que en los períodos de paz tendía a disminuir la persecución, los agravios cometidos desde hacía tiempo contra la religión llegaron a exacerbar el descontento político que caracterizó los años 1790. Por toda Europa pueden encontrarse prejuicios, medidas administrati­ vas y una legislación contraria a los grupos religiosos que se hallaban en inferioridad de condiciones. En Polonia, hubo una progresiva pérdida de influencia de un protestantismo que era numéricamente bastante fuerte y en 1718 fue expulsado de la Dieta su único miembro protestante. En las Pro­ vincias Unidas, se restringieron estrictamente los derechos políticos que disfrutaba su importante población católica. Los judíos eran discriminados en todas partes. En 1725 y 1726 se redujo el límite máximo de familias judías que podían vivir en Moravia y Bohemia, respectivamente. En Fran­ cia, los comerciantes judíos tenían que recibir protección del gobierno para no ser víctimas de la hostilidad de sus competidores católicos. Las situacio­ nes más graves de falta de cristianización, y no tanto de retroceso del cris­ tianismo eran las que proporcionaban las etnias sometidas que no se halla­ ban gobernadas por sus propios monarcas, pese a las iniciativas que se llevaron a cabo para tratar de resolverlo. Así por ejemplo, durante las pri­ meras décadas del siglo XVIII se hizo un serio esfuerzo para acabar con el 221

paganismo en Estonia. Los chamanes comenzaron a adoptar la mayor parte de los ritos y de la terminología cristianos, pero a los campesinos les resul­ taba difícil abandonar sus prácticas ancestrales. La violencia, la emigración y el quietismo constituían otras respuestas posibles ante la discriminación. La política en pro del catolicismo promovida por los Habsburgo fue una importante causa de tensiones e inestabilidad que, con frecuencia, se tradu­ jo en estallidos de violencia. El descontento de los protestantes ante la ini­ ciativa emprendida por Leopoldo I para reducir sus derechos influyó de forma decisiva en la gestación del levantamiento de Rakoczi en Hungría (1703-11). En los reinados de Carlos VI y María Teresa se recurrió al empleo de la fuerza contra las comunidades protestantes. Los transilvanos se sublevaron en 1744 y 1760 contra el proyecto de los Habsburgo que quería obligar a los ortodoxos a entrar en la Iglesia uniata. Asimismo, hubo revueltas protestantes en los territorios patrimoniales de los Habsburgo en 1713-14, 1732 y 1738, y desórdenes en Carintia en los años 1738-41. En este siglo también adquirió gran importancia el fenómeno de la emigración por motivos religiosos. La diáspora de los hugonotes tuvo enormes proporciones y una considerable dispersión: unos 70.000 huye­ ron a las Provincia Unidas, entre 50.000 y 70.000 a Inglaterra, y unos 44.000 al Imperio. La diáspora de los católicos irlandeses creó importan­ tes comunidades en España y Francia. El descontento ocasionado por la política religiosa de los Habsburgo generó una emigración protestante hacia Sajonia y Prusia. La expulsión de todos los protestantes mayores de 12 años decretada en 1731 por el Barón Leopold von Firmian, PríncipeArzobispo de Salzburgo, le supuso la pérdida de 30.000 personas, al tiempo que brindaba a Prusia unos 20.000 habitantes y a la Europa protestante un nuevo motivo de rencor. Si bien la experiencia de la opre­ sión provocaba un profundo sentimiento de alienación entre algunos gru­ pos religiosos, como el de los cuáqueros ingleses, o fantasías milenaristas como las del clérigo católico Charles Walmesley, quien en su General History ofthe Christian Church (1771) predecía el fin del protestantismo hacia 1825, la persecución permitía, a su vez, que aquellos a quienes se les negaba el acceso a cargos públicos y la creación de comunidades fuertes y lugares de culto privados, se dedicasen a actividades comercia­ les, como hacían los hugonotes del Oeste de Francia, los católicos en Irlanda y los judíos por toda Europa. Sin embargo, no todas las comuni­ dades legalmente proscritas reaccionaron de la misma forma. La relación existente entre las iglesias oficiales y los gobiernos presen­ taba una gran variedad. En los principados eclesiásticos -los Estados Pon­ tificios, una amplia franja de la Italia central y una porción considerable del Imperio-, el gobierno estaba en manos de un clérigo. Los del Imperio se hallaban gobernados por tres de los ocho Príncipes Electores -los Arzobis­ pos de Colonia, Maguncia y Tréveris- y por otras dignidades eclesiásticas, entre las que se encontraban el Arzobispo de Salzburgo y los Obispos de Trento, Passau, Brixen, Freising, Ausburgo, Bamberg, Würzburgo, Fulda, Lieja, Münster, Paderborn y Hildesheim. En el principado balcánico de Montenegro, un tenitorio independiente que los turcos reclamaban como provincia sometida, detentaba la autoridad seglar el Arzobispo ortodoxo, cuya dignidad había recaído desde 1697 en la familia Petrovíc-Njegos. Las 222

iglesias oficiales tenían que recurrir al apoyo de las autoridades seglares, pero esto creaba considerables dificultades y recelo cuando pertenecían a otra religión. Algunas familias principescas alemanas, entre ellas las de los electores de Sajonia (1697), los electores palatinos y los Duques de Würt­ temberg, se convirtieron al catolicismo. Aunque ya no podían cambiar la religión de sus iglesias, había hacia ellos bastante malestar, no sólo pol­ la experiencia vivida en el Palatinado tras el acceso al trono de electores católicos. En 1749, la conversión al catolicismo por parte de Federico, heredero de Hesse-Cassel, hizo que su padre, Guillermo VIII, decidiera privarle de su derecho sucesorio y les obligase a jurar a él y a sus súbditos un acuerdo de sucesión que limitaba la capacidad de Federico para desig­ nar a católicos, excluyéndole de toda competencia en cuestiones confesio­ nales y forzándole a separarse de su mujer e hijos. La restricción de los derechos que poseían los monarcas para alterar la identidad religiosa de sus países, incluso en la Europa protestante, donde no había centros que pro­ movieran la lealtad y propaganda de la ortodoxia tan influyentes como el Papado, constituía una limitación fundamental para su autoridad. Algunas dinastías gobernaban territorios en donde existían iglesias oficiales diferen­ tes. Esto sucedió, por ejemplo, en Gran Bretaña, cuando a partir de 1689 el presbiterianismo reemplazó al episcopalismo (anglicanismo) como religión oficial de Escocia. La dinastía calvinista de los Hohenzoller que reinaba en Prusia mostró un talante especialmente tolerante. Y aunque Federico el Grande prosiguió con la política de su padre que apoyaba la oposición de los protestantes en los Estados patrimoniales de los Habsburgo, respetó los derechos de los católicos en los territorios conquistados en Silesia y Prusia Occidental (polaca), que obligaban a las minorías protestantes a seguir pagando diezmos al clero católico. Federico también dio asilo a los jesuítas y permitió que se consagrara en Berlín una iglesia católica. Sin embargo, en la mayor parte de Europa, la tolerancia religiosa era más bien producto de cierta incapacidad militar que de convicciones humanitarias. Por este motivo solía concederse de forma parcial, y se limitaba a grupos religiosos concretos, a menudo claramente definidos y reducidos en cuanto a su presencia geográfica, evitando reconocerla en general. Los proyectos de unión entre catolicismo y protestantismo, como los promovidos por Gottfried Leibniz, eran tan irreales como los de William Wake, Arzobispo de Canterbury entre 1716-37, que proponía estrechar las relaciones entre los anglicanos y los ortodoxos, la iglesia católica francesa y el protestantismo continental, o como los planes de unificación de los protestantes, la conversión al cristianismo de los judíos o la de Rusia al catolicismo o al protestantismo. En realidad, se llegaba a compromisos recurriendo a arreglos políticos que eran más reflejo de determinados progresos históricos que de verdaderos acuerdos confesio­ nales. Esto sucedió, por ejemplo, en el Imperio con la firma de la Paz de Westfalia. El Obispado de Osnabrück mantuvo a partir de entonces una alternancia en el gobierno entre los miembros católicos y luteranos de la dinastía Hannover. En varias ciudades imperiales, como Augsburgo, donde había una rica minoría protestante y la mayoría de la población católica era pobre, la autoridad también se hallaba repartida. En Transilvania, existían cuatro religiones reconocidas entre la baja nobleza y las 223

ciudades, el luteranismo, el catolicismo, el calvinismo y el unitarianismo, y una tolerada, la ortodoxa, que era la religión que practicaba la mayor parte del campesinado. El Tratado de Szatmar (1711), que ponía fin al levantamiento húngaro, aseguró la libertad de culto para los protestantes. En amplias zonas del Continente no se alcanzaron compromisos de este tipo, y los que hubo fueron sólo parciales u ofensivos, de manera que la situación seguía pareciendo bastante precaria. Se prestaba mayor aten­ ción a los rumores sobre posibles conspiraciones, tanto internacionales como internas que alimentaban el recelo, tal como sucedió con el pánico anticatólico que en 1734 se propagó por las Provincias Unidas. Estos temores no eran del todo infundados. Los protestantes de Bohemia y Sile­ sia reclamaron la intervención de Carlos XII de Suecia. Los pietistas de Halle, valiéndose del apoyo prusiano, trataron de mantener el protestantis­ mo en los territorios de los Habsburgo enviando sacerdotes y miles de libros. Los Habsburgo instigaron con éxito una revuelta de los serbios contra su gobernante turco en 1737, bajo la promesa de concederles la libertad de culto. El gobierno austríaco culpó a enviados extranjeros de que muchos campesinos del Norte de Austria y de Estiria se declararan luteranos en 1752. Por lo tanto, no parece extraño que los gobiernos con­ siderasen como posibles traidores a todos aquellos que no comulgaban con la iglesia oficial, sobre todo cuando sus correligionarios detentaban el poder político en otros territorios. A veces, las victorias militares propor­ cionaban ventajas de tipo religioso. Así, por ejemplo, los protestantes hicieron proselitismo en Lila en 1708-13, después de que fuera conquista­ da a Luis XIV por los ingleses. Los gobiernos actuaban también en nom­ bre de sus correligionarios. Los rusos intervinieron a favor de los ortodo­ xos en Polonia; los ingleses intercedieron por los protestantes en Austria, Francia, el Palatinado, Piamonte y Polonia; o los franceses a favor de los católicos en Gran Bretaña. Se desarrolló, asimismo, una mayor concienciación hacia las crisis que padecían los correligionarios en otros Estados, y tanto el Papado como las órdenes religiosas católicas que contaban con una presencia internacional desempeñaron al respecto un importante papel dentro de la Europa católica. Clemente XI, en respuesta a una petición hecha por el Obispo de Mallorca en 1714, convenció a Luis XIV para que presionando a los ingleses mejorase la situación de los católicos en la recién cedida isla de Menorca. En la Europa protestante, las comunidades de refugiados, los periódicos, los diplomáticos y los sacerdotes seguían con atención los sucesos que se producían en otros países. Por ejemplo, los habitantes de Salzburgo se beneficiaron de colectas que habían sido recogidas por toda Europa occidental. La Sociedad Inglesa para la Propa­ gación del Evangelio en el Extranjero (SPG), fundada en 1701, desarrolla­ ba una intensa actividad en la América británica, pero también se interesa­ ba por la situación del cristianismo no anglicano en Europa. E l a u m e n t o d e l a t o l e r a n c ia

Pese a que, en general, resulta difícil valorar el grado de tensión religiosa, parece que fue disminuyendo durante la segunda mitad del siglo XVIII. 224

Había cesado el avance del catolicismo en Europa Central, que había constituido uno de los rasgos más característicos del período comprendi­ do entre los años 1620 y 1719. Prusia había asumido el liderazgo en la defensa del protestantismo en esta zona después de que lo hicieran Sajo­ nia y Suecia. El desafío de los jacobitas en Gran Bretaña, que había pro­ vocado .grandes inquietudes en la mayor parte de la Europa protestante, fue aplastado y Francia había sido humillada por Gran Bretaña y Prusia en la Guerra de los Siete Años. No es que la Europa católica fuese menos consciente de los problemas religiosos, sino que venía experimentando una división interna cada vez mayor, debido a que las relaciones IglesiaEstado eran más conflictivas y la estructura internacional del catolicismo, que articulaban el Papado y las órdenes religiosas, empezaban a perder influencia ante gobernantes decididos a imponer una solución erastiana en los asuntos eclesiásticos. En muchos países se introdujo cierto grado de tolerancia. Fue más bien cuestión de práctica que de medidas legislativas. Tras las guerras de mediados de siglo, se toleró de hecho que los numerosos cripto-protestantes de Moravia practicasen su culto en privado, y no se les perseguía si no lo profesaban en público. En la frontera religiosa que representaba el Estado de Polonia, las autoridades católicas no eran lo bastante fuertes como para imponer la uniformidad y el gobierno ni podía ni deseaba hacerlo. No obstante, los principales cambios en la administración y la legislación tuvieron lugar en algunos Estados, entre los que cabría incluir a Rusia y Austria, durante la segunda mitad del siglo XVIII. En 1764, Catalina II abolió el cuerpo de Oficiales de los Conversos, encargado de controlar a las comunidades islámicas desde su fundación en 1731, y que se había dedicado a destruir mezquitas, a secuestrar niños infieles y a cristianizar adultos por la fuerza. Por otra parte, en 1766 se propuso a los tártaros musulmanes del Volga y los Urales que enviasen diputados a la Comisión Legislativa, y en 1773 se autorizó la construcción de mezquitas y se abandonó la persecución oficial contra los musulmanes. A lo largo de la década siguiente se construyeron numerosas mezquitas y escuelas; en 1786 estas últimas pasaron a depender de la Comisión de Escuelas Nacionales y en 1788-89 se estableció una Asamblea Espiritual Musul­ mana para supervisar su práctica religiosa en todo el imperio, y se otorgó la condición nobiliaria a sus oficiales más antiguos. Además de la “nacionalización” de la vida religiosa, que caracterizó las relaciones Igle­ sia-Estado durante gran parte del siglo XVIII, manteniendo una línea de continuidad bien definida con las dos centurias precedentes, en Rusia se aceptó la presencia de maestros y ministros musulmanes, pero se prohi­ bió la entrada de aquellos que procedían de Asia central y el Imperio Turco. Catalina ya definió cuál sería su política religiosa en 1773 cuando declaró que emularía a Dios tolerando “todas las creencias, lenguas y credos”, por ello ordenó a las autoridades eclesiásticas que dejasen en manos del poder civil la competencia sobre todas las cuestiones relacio­ nadas con la práctica de otras religiones. En 1786, se reconoció la igual­ dad civil de los judíos ante la ley, así como los privilegios y obligaciones que requería su condición de ciudadanos. Se concedió libertad de culto a 225

los católicos, pero tras la primera Partición de Polonia se llevó a cabo una importante reorganización de la Iglesia católica en los territorios ocupados, en la cual no se tuvo en cuenta las prerrogativas y pareceres de la jerarquía pontificia. Se fue tratando con mayor tolerancia a quienes profesaban en la secta de los Antiguos Creyentes. No se les volvió a obli­ gar que vistiesen con alguna prenda distintiva o que pintasen sus iconos ateniéndose a los modelos tradicionales, y a partir de 1785 se les permitió acceder a cargos públicos. En 1781, José II concedió la libertad de culto a todos sus súbditos protestantes. Aunque en los Países Bajos Austríacos el clero intentó fomentar la oposición de los Estados Generales contra semejante medida y el nuncio pontificio también apoyó estas críticas, José II no les hizo caso. En 1782, abolió la Inquisición en sus dominios y trató de integrar a los judíos en la sociedad austríaca. Desde hacía tiempo, se habían visto marginados, al igual que muchas otras comunidades minoritarias. Así por ejemplo, las disposiciones aprobadas en Austria en 1764 impusieron severas limitaciones en la vida religiosa y la actividad económica de los judíos. De hecho, no les estaba permitido comprar bienes raíces y sólo podían practicar su culto de forma privada en sus casas. En 1782, se abo­ lieron las obligaciones suntuarias dictadas para los judíos, el requisito de que los hombres casados o viudos llevasen barba y la prohibición en cuanto al acceso a lugares de entretenimiento público. No obstante, a par­ tir de entonces se les obligó a pagar lo que se ha denominado el impuesto de tolerancia y tuvieron que hacer frente a nuevas y elevadas cargas fis­ cales que gravaban el matrimonio, o los cirios sagrados y el tipo de carne que exigía la práctica de la ley judía, además no se les permitió asentarse en regiones de las que habían sido tradicionalmente excluidos y en Viena no se autorizó la construcción de sinagogas. Para el Emperador, la tole­ rancia, cuya promoción no dejó de suscitar en él ciertos escrúpulos como católico, era un instrumento eficaz para liberar a la sociedad y a la econo­ mía de diversas limitaciones improductivas. De esta forma, la tolerancia hacia los protestantes permitiría relanzar, por ejemplo, la actividad del puerto de Ostende. Se esperaba también que la prohibición del uso del he­ breo fuera de su culto, contribuiría a que los judíos se convirtieran pronto en ciudadanos de provecho. Por último, en los años 1785 y 1788 se abo­ lió, respectivamente, la autonomía judicial que tenían sus comunidades en Bohemia y Moravia. Para José II, que era un católico creyente y practicante, el antagonis­ mo religioso representaba una herencia del pasado carente de sentido. Aun así, la tolerancia que practicaba no suponía la concesión de una libertad de culto absoluta, sino únicamente la abolición de determinadas restricciones, y su aspiración personal siguía siendo la de conformar un Estado integrado por católicos creyentes que desearan alcanzar la salvación. Pero decretando medidas igualitarias en este sentido, los monarcas dejaban pocas opciones a grupos tales como los Antiguos Cre­ yentes o los judíos, cuya voluntad de mantener una identidad religiosa separada les inducía a pretender algo más que la libertad de culto. Muchos de los Antiguos Creyentes rechazaron las reformas promovidas por Catalina II, y las comunidades judías se dieron cuenta de que la apli­ 226

cación de las medidas de tolerancia josefinas suponían la destrucción de su propia organización, pues se consideraba que sus instituciones autóno­ mas constituían una importante barrera para su integración. La mayoría de ellos consideraba que las libertades aprobadas no sólo acabarían con las restricciones legales, sino también con sus prácticas tradicionales. Por ello, las iniciativas de José II sólo tuvieron un éxito limitado. En Galitzia, fracasaron los intentos emprendidos para obligar a todos los judíos, exceptuando a los rabinos, a que abandonasen el uso de sus ropas tradi­ cionales, y tampoco prosperaron la introducción de las “Escuelas germano-jüdías” y las prohibiciones dictadas respecto al alojamiento de los judíos en las posadas. En cambio, tuvo mejor acogida la adopción de nombres occidentales. Lo que algunos consideraban como un progreso en la configuración religiosa del Estado podía representar en la práctica un debilitamiento de las estructuras corporativas y las diferencias legales que mantenían determinadas comunidades. En este sentido, la política dirigida por los revolucionarios franceses no constituyó en absoluto una excepción. Y aunque el Abad Maury, que era miembro de la Asamblea Nacional, llegó a defender que los judíos mantuviesen sus propias institu­ ciones corporativas, incluyendo tribunales civiles específicos, y se les tratase como a extranjeros protegidos, su idea fue finalmente rechazada. En 1789, los protestantes accedieron plenamente al disfrute de todos los derechos civiles, y los judíos, dos años después. Sin embargo, aumentar la libertad de culto en la Polonia del siglo XVIII, en donde había comuni­ dades religiosas que contaban con su propia disciplina interna y con una sólida estructura de autogobierno, no tenía ningún aliciente para quienes deseaban utilizar el Estado para cambiar la sociedad, ya fueran José II o los revolucionarios que ejecutaron a su hermana. Ciertamente, durante la década de 1780 aumentó de forma extraordi­ naria el número de conflictos ocasionados por medidas de tolerancia o por otro tipo de disposiciones legales aprobadas al respecto. La política que adoptaron los príncipes ante ellos fue muy distinta. Mientras que el Arzobispo-Elector de Tréveris, Clemente Wenceslao, concedió sólo una tolerancia religiosa limitada en 1783, a condición de que tanto el clero como sus lugares de culto debían de ser poco llamativos, Carlos Federico de Badén proporcionó fondos para construir una escuela y una iglesia católicas en Karlsruhe. Ese mismo año, Gustavo III de Suecia fue a visi­ tar al papa Pío VI y asistió a la misa de Navidad en San Pedro para dar publicidad a la tolerancia que había concedido a los católicos suecos. Sin embargo, no todos los príncipes cambiaron sus posturas hacia otros cul­ tos, tal es el caso de quienes gobernaban en la Península Ibérica o en Ita­ lia, que no hallaron razones suficientes para emular la política religiosa de José II. Resulta difícil valorar la eficacia que llegaron a tener las disposicio­ nes legales y los escritos que proclamaban las virtudes de la tolerancia. En general, se podría afirmar que esta cuestión nos brinda otro ejemplo, en el que pueden verse los contrastes existentes entre las aspiraciones y los logros, o entre las propuestas intelectuales o legislativas y la realidad, que constituye un rasgo tan característico de este período. La sensación de oportunidad o de amenaza que implicaban las innovaciones legislati­ 227

vas probablemente contribuyeron a aumentar las tensiones. Durante el período revolucionario, se aprecia un resurgimiento de la violencia de carácter confesional dentro y fuera de Francia. En 1795, se fundó en Irlanda la Orden Orangista para reafirmar la ascendencia protestante frente a las opiniones de los irlandeses unionistas. Asimismo, sería una equivocación pensar que las tensiones de carácter religioso dejaron de ser un factor decisivo en las relaciones internacionales del siglo XVIII, pues no sólo siguieron teniendo gran importancia en las relaciones entre Polo­ nia, el Imperio Turco y otros Estados vecinos, sino también en el Sacro Imperio, cuya compleja constitución propiciaba con frecuencia la apari­ ción de este tipo de conflictos. Las especulaciones suscitadas respecto a las verdaderas intenciones de José II, ante el evidente resurgimiento del expansionismo austríaco durante la década de 1780, provocaron gran inquietud entre los protestantes, al tiempo que, por su condición de Emperador, el propio José recibía constantes quejas respecto a la situa­ ción en que se hallaban protestantes como los del Palatinado en 1786. Aunque el proceso de nacionalización en que estaba inmersa la Iglesia católica hacía que cada vez resultase menos creíble su responsabilidad en conspiraciones internacionales de carácter confesional, la política de tole­ rancia activa o pasiva aplicada por los Estados no podía acabar de inme­ diato con los prejuicios o con la preocupación que ocasionaban las aspi­ raciones locales de quienes profesaban otras religiones. ¿ D e s c r is t ia n iz a c ió n ?

Las tensiones religiosas suelen aparecer estrechamente relacionadas con las creencias y la observancia del culto. Algunas prácticas, como la comu­ nión o la participación en peregrinaciones, pueden valorarse en términos cuantitativos, pero parece discutible que su interpretación permita medir en qué forma se vivía la religión. Se ha dicho que durante el siglo x v iii conclu­ yó “un Ciclo en las Creencias”, asociado directamente al desarrollo de la Contrarreforma Católica, y que esto provocó una decadencia general en el sentimiento religioso. Pero se ha podido advertir que hubo cambios en los credos y prácticas religiosas que surgieron como alternativas a esta tenden­ cia. Algunos historiadores han utilizado el término “descristianización” para referirse a los cambios introducidos en la práctica de la devoción religiosa o a su desaparición efectiva. Otros han puesto de manifiesto que los movi­ mientos religiosos de los dos siglos precedentes habían tenido un influjo mucho más superficial de lo que se pensaba y que los síntomas de falta de religiosidad o de una práctica limitada que se aprecian en el siglo XVIII no resultan tan novedosos. Desde el punto de vista metodológico, esta cuestión es bastante compleja, pues pueden extraerse interpretaciones diferentes a partir de los cambios que se aprecian en los distintos indicadores empleados en el estudio de la práctica religiosa. A estas dificultades se añade el carác­ ter poco uniforme de la investigación realizada sobre el tema, ya que hasta ahora se ha concentrado particularmente en el caso de Francia. T-tr¡ 1 7 1 ,4 a l r\ r± T n Aa. lo A t-1^ í francesa en Roma, sugirió a Luis XIV que el conflicto entre Clemente XI 228 .1—/IX

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y Víctor Amadeo II de Saboya-Piamonte, a quien recientemente se le había concedido Sicilia en el Tratado de Utrecht, estaba teniendo conse­ cuencias perjudiciales en la práctica religiosa de la población. La Trémoille sostenía que la imposición de interdictos papales, que se estaban aplicando sobre los obispados sicilianos, haría que el pueblo, “que ya de por sí desconocía muchos de los principios básicos de la religión”, llega­ se a olvidarlos por completo, y aducía que él mismo había presenciado este proceso en la diócesis de Sorrento, en donde la gente ya no se preo­ cupaba por el culto, ni asistía a misa ni tomaba los sacramentos6. Esta opinión estaba muy extendida tanto entre teólogos protestantes como católicos. Si el clero no hacía un verdadero esfuerzo y la Iglesia no prac­ ticaba un celo misionero que fuese capaz de llegar a todos, el pueblo cae­ ría en la irreligiosidad y las supersticiones. En este sentido, la Iglesia era la barrera que debía frenar la pérdida de fe entre un populacho cuyas creencias religiosas eran bastante superficiales. Desde este punto de vista, se podía valorar la irreligiosidad como la falta de participación en los servicios y sacramentos eclesiásticos, y considerar supersticiosas muchas de las prácticas populares, como el culto a los santos locales. A lo largo del siglo XVIII, encontramos numerosos testimonios de clérigos que opinaban de esta forma. Las quejas expresadas por los sacerdotes se centraban principalmente en tres aspectos: el escepticismo intelectual, la superstición popular y el desafío o la ignorancia de los preceptos morales establecidos por la religión. En cuanto al aumento de este último, existen algunas evidencias en diversas partes de Francia. Se incrementaron los porcentajes de ilegitimidad en ciertas ciudades, entre las que cabría incluir a Lyón y Grenoble. Las tradicionales mandas testamentarias con­ cedidas a la beneficencia por motivos religiosos tendieron a disminuir en Montpellier y en Aix-en-Provence, sobre todo a partir de 1760; esto se ha asociado con la ampliación de la indiferencia ante la religión, pero tam­ bién, en parte, con el desarrollo de la caridad laica. El descenso de las donaciones testamentarias agravó considerablemente las dificultades financieras de las instituciones asistenciales que mantenía la Iglesia en ciudades como Grenoble y favoreció su laicización gradual, tal como puede apreciarse en la diócesis de Burdeos. Algunas peregrinaciones per­ dieron popularidad, como sucedió en los años 1770 con la de la Capilla de la Virgen en La Balme. Muchas diócesis padecieron un importante descenso en el número de ordenaciones a partir más o menos de la déca­ da de 1760, y se ha podido comprobar que hubo una verdadera crisis vocacional, aunque durante los años 1780 se aprecia, por el contrario, cierta reanimación en las vocaciones religiosas. Algunos historiadores han concebido estas tendencias en la práctica de la religión en Francia como un proceso de descristianización o desacralización. Formando parte de este mismo proceso, también se han mencionado otros cambios, como una mayor difusión en las década de 1770 y 1780 de las pinturas que se

6 AE. CP Roma 538, f. 11.

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inspiraban en ejemplos morales tomados del Mundo Antiguo y el predo­ minio de la pintura de temática seglar frente al arte religioso en la deco­ ración de los salones de la época. Asimismo, varios historiadores han podido apreciar también una laicización en actitudes sociales y políticas. La policía de París, por ejemplo, dejó de considerar la sodomía como un crimen, la rebautizó con el nombre de pederastía y empezó a tratarla en cambio como una amenaza al orden social; no obstante en Gran Bretaña siguió siendo un delito capital. Por otra parte, se ha llegado a afirmar que estos cambios tuvieron consecuencias políticas, sugiriendo que el patriotismo vino a reemplazar a la religión como fuente principal de los valores morales. Desde el rei­ nado de Luis XV se aprecia una progresiva desacralización de la institu­ ción monárquica francesa que parece culminar con la caída simultánea de la Iglesia y la propia Monarquía durante la Revolución. En 1789, la Asamblea Nacional decretó que las tierras de la Iglesia pasaran “a dispo­ sición de la Nación”. En el período de la Revolución Francesa, se desarro­ lló un anticlericalismo agresivo que supuso la prohibición de la práctica y el culto del cristianismo, el cierre de iglesias, la sustitución del calendario cristiano por el calendario revolucionario y la introducción de nuevas creencias religiosas basadas en el culto a la Razón o al Ser Supremo. Fuera de Francia, también se ha observado, en cierta medida, este proceso de descristianización. Hacia 1743, el teólogo Concina sostenía que la sociedad veneciana se había descristianizado, y en 1756 se queja­ ba de que los debates teológicos ya no suscitaban el menor interés. En España e Italia se aprecia un progresivo descenso de las limosnas volun­ tarias para los indigentes, que siempre se habían considerado un deber religioso esencial. Hasta la década de 1770, en los Países Bajos Austría­ cos la religión popular siguió el modelo forjado durante el siglo XVII, en el cual la asistencia a misa y la práctica de los sacramentos era casi uni­ versal, y la participación en procesiones, hermandades y peregrinaciones o la devoción a los Santos, a la Virgen y a las reliquias era enorme. Sin embargo, aproximadamente a partir de 1780 pueden apreciarse diversos síntomas que muestran una indiferencia cada vez mayor hacia la religión, junto con un aumento en el número de hijos ilegítimos y un descenso de las vocaciones sacerdotales. Tanto los historiadores especializados en la Francia del siglo XVIII como los que han estudiado otros países han observado un claro aumento del escepticismo y lo han atribuido al influjo de los intelectuales de la Ilustración. Sin duda, algunos escritores llegaron a desafiar los funda­ mentos del Cristianismo y la actividades desarrolladas por la Iglesia. En los años 1750, Voltaire mantuvo una enconada disputa con los misione­ ros jesuítas de Colmar, criticó a la Biblia en su Dictionnaire Philosophique (1765) y, con frecuencia, gastaba bromas sobre la práctica cristiana que implicaba comerse al propio Dios y excretarlo, para cuestionar la eucaristía según el punto de vista que ofrecía el pensamiento racional. En la Encyclopédie, que fue condenada por Clemente XIII en 1759, Diderot afirmaba que “cuando la gente muere de hambre, no es culpa de la Provi­ dencia, sino sólo del gobierno”. Se podía recurrir a observaciones y métodos científicos para desfiar a la historia y la cosmología cristianas. 230

El descubrimiento en Ultramar de nuevas especies hacía que resultase inverosímil concebir a todos los animales surgiendo del Arca de Noé y, desde mediados de siglo, la mayoría de las explicaciones relativas a la distribución mundial de las plantas, los animales y los hombres ya no se basaban en las fuentes bíblicas. El periódico clandestino parisiense que distribuían los jansenistas bajo el nombre de Nouvelles Ecclésiastiques, desautorizó la clasificación biológica de Buffon por ser contraria a lo expuesto en las Sagradas Escrituras (1754), condenó la irreligiosidad de la Encyclopédie, y reprobó los escritos de Helvétius, Rousseau y Voltai­ re. Deodato Turchi, que llegó a ser Obispo de Parma en 1788, criticó con dureza la tolerancia religiosa, las propuestas de los philosophes y el ansia de leer libros prohibidos. Estas condenas surgieron, en parte, porque muchos de estos intelectuales habían cuestionado abiertamente la creen­ cia en los milagros. Karl Bahrdt (1741-92) describía a Moisés como un experto en explosivos cuya exhibición en el Monte Sinaí se confundió con el trueno divino, y atribuía los milagros realizados por Jesús a medi­ cinas secretas y alimentos almacenados. Un emigrante prusiano llamado Anacharsis Cloots (1755-94), que años después trataría de internacionali­ zar la Revolución Francesa, publicó en 1778 su obra Voltaire triunfante, o los sacerdotes equivocados; en 1780, declaró que las religiones revela­ das eran falsas, los milagros y las profecías contrarios a la razón, y la ciencia el enemigo declarado de la superstición, y sostenía que el micros­ copio podía proporcionar pruebas fehacientes sobre la falsedad de la eucaristía. En algunos círculos, la víctima principal del trabajo científico fue la creencia en el demonio. Diversos autores condenaron la revelación y lo milagroso al ámbito de lo irracional y de las fantasías de la imaginación. Aun cuando algunos escritores ilustrados, como Diderot, se declara­ ron ateos, en su mayoría preferían ser deístas. El deísmo no constituía un movimiento o una postura intelectual claramente definida, ya que carecía de un credo o una forma de organización propios. Este término utilizado por los polemistas tenía una amplia variedad de connotaciones religiosas. Desechando la idea de un Dios justiciero, los deístas conce­ bían la existencia de una fuerza benévola que había creado el Mundo y una Humanidad que aspiraba a hacer el bien, y creían en un Dios que no intervenía a través de la revelación o de los milagros. De este modo, el Universo tenía un origen, un orden y un propósito, pero no era nece­ saria la presencia de sacerdotes. Las religiones que no eran cristianas podían ser también válidas y la moralidad estaba por encima de los dic­ támenes de la revelación. El escritor inglés Joseph Addison afirmó en 1712 que lo mejor de la fe se hallaba en la influencia que ejercía sobre la moralidad. Aunque ésta no fuese necesariamente una idea deísta, contrastaba con la doctrina de la enajenación del Mundo que propugna­ ba la Iglesia. Sin embargo, resultaría erróneo pensar no sólo que la mayoría de los intelectuales fueran escépticos, sino también que se hiciese una clara dicotomía entre razón y fe, entre lo seglar y lo religioso, entre lo científi­ co y lo místico, o entre lo progresista y lo tradicional. Si William Young, que años después llegó a ser miembro del Parlamento y gobernador en 231

las colonias, pudo escribir en 1772 que “la Luz del Conocimiento estaba irrumpiendo universalmente en todo el Mundo”7, fue porque muchos clé­ rigos compartían estas ideas. Muchos curas párrocos franceses ensalza­ ban a Montesquieu, Voltaire y Rousseau estableciendo claras diferencias entre sus propuestas más recomendables y su anticlericanismo. El clero era uno de los principales compradores de los ejemplares de la Encyclo­ pédie, y tampoco los pastores protestantes se oponían forzosamente a las ideas de la Ilustración. Asimismo, muchos intelectuales hallaban en la religión e incluso en la Iglesia multitud de elementos que consideraban beneficiosos. De hecho, los enciclopedistas no eran los únicos que pensa­ ban que, considerando a la Razón como un don divino, la teología y la filosofía podían convivir en armonía. En su obra Les Cabales (1772), Voltaire llegó a criticar, por ejemplo, a aquellos philosophes que tolera­ ban la manifestación del ateísmo. No se sabe qué influjo tuvieron realmente las nuevas ideas de la Ilus­ tración. Cuando Andreas Lamey, un alemán nacido en el Principado obispal de Münster que había estudiado teología en Estrasburgo, visitó París en 1751, se quedó asombrado por la diferencia existente entre el catolicismo que se practicaba allí y en la Europa Mediterránea. Observó que, si bien los pobres no se burlaban del Papa, del Purgatorio, de la invocación a los santos ni del celibato sacerdotal, como lo hacían los ciu­ dadanos ricos, eran bastante menos supersticiosos y no les atraía tanto la devoción por las reliquias como a los católicos de otros lugares. Había, por supuesto, algunos grupos que rechazaban las ideas religiosas e indivi­ duos dispuestos a robar la sagrada forma. El escepticismo tendía a aso­ ciarse también con ciertas ocupaciones, como las de los soldados, los barqueros o los ayudas de cámara, caracterizadas por una gran movili­ dad. Pese a lo dispuesto en el reglamento, parece que desde mediados del siglo XVIII se abandonó en los buques de guerra ingleses la práctica ofi­ cial del culto religioso, aunque esto no sucedió todavía en los ejércitos de los estados alemanes. Podría llegar a cuestionarse, sin embargo, la existencia de este proce­ so de descristianización si se advierte que los cambios en la sensibilidad religiosa no deberían confundirse con su decadencia, y si las evidencias disponibles indican que mientras el escepticismo, aunque realmente exis­ tía, era un fenómeno marginal, predominaba la práctica de un cristianis­ mo popular que solía ser insensible a los estímulos del clero reformista. Puede afirmarse, sin que resulte incongruente, que aun cuando se pro­ dujeron cambios en la sensibilidad religiosa, las prácticas populares siguieron siendo fieles a sus tradiciones. Existía una gran variedad de 'costumbres en la práctica de cada creencia religiosa. La alfabetización, el disfrute de cierto grado de riqueza y la influencia de un entorno urbano brindaban a algunas personas la posibilidad de conectar con las nuevas corrientes intelectuales y espirituales del momento, pero sería un error considerar que la práctica de la religión en el ámbito rural era necesaria­ 7BL. Stowe 791, p. 122.

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mente inalterable. Los cambios introducidos en algunas costumbres, como sucede en los testamentos franceses, sugieren que se estaba ponien­ do mayor énfasis en las convicciones personales a expensas de la piedad pública que hasta entonces había desempeñado un papel mucho más rele­ vante. La práctica de una religión no era simplemente cuestión de adhe­ rirse o desobedecer las censuras impuestas por concepciones eclesiásticas muy rígidas. Pero en lugar de ser instituciones estáticas y anquilosadas, las iglesias de la época llegaron a experimentar diversos progresos que brindaban a los creyentes una fresca renovación espiritual y moral. De hecho, en este siglo las creencias religiosas estaban todavía muy presen­ tes en la vida cotidiana, y a los clérigos no sólo les preocupaba su situa­ ción institucional, doctrinal o eclesiástica. Existen sobradas evidencias de que la observancia de los preceptos eclesiásticos era generalizada y de que la práctica de la piedad religiosa estaba muy extendida. Así como la mayoría de los ejemplos con que se ha descrito este proceso de descristianización provienen de Francia, tam­ bién aquí pueden encontrarse otros que muestren una tendencia totalmen­ te contraria. Por ello, aunque los campesinos protestaran contra el diezmo y se fundasen logias masónicas en la diócesis de Toulouse, el porcentaje de feligreses que no tomaban la comunión en Semana Santa era muy bajo. En la parroquia de Tournefeuille, hasta en tiempos de la Revolu­ ción, se solicitó repetidas veces que se diese una misa a primera hora de la mañana y la hermandad religiosa local siguió manteniendo una fuerte cohesión. Pese a que en la Provenza descendió el número de niñas que ingresaban en conventos, apenas se aprecian verdaderos rasgos de des­ cristianización. En lugar de ser asimilados o volverse indiferentes ante la religión, los protestantes de la Rochelle procuraron mantener sus creen­ cias y con frecuencia solían celebrar bautismos clandestinos. Además, parece ser que la Iglesia católica se vio beneficiada por una oleada de evangelización en Francia, cuyo resurgimiento se debió probablemente al papel esencial que desempeñaron las instituciones eclesiásticas en la difusión de la educación en el medio rural. La religión católica llegó a conocer un período muy favorable, no sólo en la Francia rural, sino también en los estados católicos de Alema­ nia, donde el pueblo observaba fielmente la “piedad barroca” que se había fomentado a lo largo del siglo anterior. Apenas ofrece dudas la intensidad con que se vivía la religiosidad popular, incluso en ciudades grandes como Coblenza, Colonia, Maguncia y Múnich, donde la vida religiosa se caracterizaba por la existencia de numerosos servicios, pro­ cesiones, peregrinaciones y cofradías. Carlos VI y María Teresa fomenta­ ron la veneración de San Juan Nepomuceno, patrono de Bohemia, y llegó a tener gran aceptación, pues enseguida se levantaron numerosas estatuas y se fundaron muchas cofradías bajo su advocación. Cuando Pío VI fue a Viena en 1782 para reprochar a José II la política religiosa de tolerancia que estaba aplicando, no logró hacerle desistir. No obstante, cabe resaltar que res­ pecto al primer encuentro que se producía entre un Papa y un Emperador desde 1530, el pueblo ofreció al Pontífice un clamoroso recibimiento; unas 100.000 personas le dieron la bienvenida a su llegada a Viena, su bendición pública el Domingo de Resurrección fue un acto de intensa 233

devoción y durante el de su viaje recibió una calurosa acogida, sobre todo en Munich, Augsburgo y en el Tirol. Cuando Federico II suprimió varios de los numerosos días festivos que conservaban católicos y protes­ tantes, se vio obligado a moderar enseguida su política ante la fuerte opo­ sición que encontró en Silesia. En gran parte de la Europa católica, la piedad religiosa siguió manteniéndose muy ligada a la devoción de los santos patronos y lugares de culto, como puede verse por ejemplo en el Norte de Italia, o a la devoción de los santuarios dedicados a la Virgen, cada uno con su icono milagroso, como sucede en Polonia. En Rusia, se cultivó un tipo de poesía popular espiritual basada en fuentes apócrifas, bíblicas y litúrgicas, y acorde con el calendario de la Iglesia Ortodoxa. En la Europa protestante, la renovación religiosa no se limitó a la apari­ ción de los pietistas alemanes y algunos otros nuevos movimientos como el de los metodistas. Pese a las críticas hechas por diversas sectas, las iglesias oficiales protestantes no carecían de entusiasmo, ni sus congre­ gaciones se hallaban sumidas en la apatía. Sus ministros cuidaban de los feligreses y no se oponían a campañas religiosas como las que a princi­ pios de siglo emprendieron en Gales anglicanos y disidentes contra el catolicismo, la embriaguez y la blasfemia, y a favor de la salvación y la alfabetización. En la vida cotidiana seguían estando muy presentes los principios religiosos. Así por ejemplo, en 1785 un viajero inglés que se encontraba en San Goar (Renania), observó que “el reloj da la hora, haciendo sonar un cuerno tantas veces como horas y pronunciando una pequeña alocución piadosa al pueblo -que son todos protestantes- para agradecer a Dios que les haya dado otra hora”8. En algunos aspectos, la Civilización Cristiana conoció también durante el siglo XVIII un gran esplendor. Para el Catolicismo, fue la época en que tuvo lugar el masivo peregrinaje hacia los santuarios del Sur de Alemania y Austria y se cons­ truyeron numerosas iglesias monásticas y bibliotecas, y para el Protestan­ tismo, la de la creación de las misas de Bach y los oratorios de Haendel. Los grupos evangélicos y aquellos que eran acusados de “entusias­ mo” porque creían en una revelación de carácter personal y privado, cul­ tivaban un profundo fervor religioso. El judaismo, que se había caracteri­ zado por la existencia de comunidades relativamente independientes, tuvo que hacer frente a una grave división interna ocasionada por esta nueva secta. Un sanador por la fe ucraniano llamado Israel ben Eliezer (1700-60) criticó duramente lo que él rechazaba como el formalismo del judaismo ortodoxo y, basándose tanto en la omnipresencia divina como en la posibilidad de mantener una comunión directa con Dios, instaba a que se prescindiese de la autoridad y la función intercesora concedida a los rabinos. Aunque, en principio, sus propuestas evangelistas no preten­ dían inspirar un nuevo movimiento religioso, sus seguidores acabaron formando su propia congregación, el Hassidim, cuyos líderes fueron excomulgados en 1772. La corriente del entusiasmo protestante adoptó múltiples formas. Si bien el Milenarismo desempeñaba un papel impor­ 8Bod. Ms. Eng. Mise., f. 54, f. 53.

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tante en sus creencias, éstas fueron cambiando para dar respuesta a dis­ tintas circunstancias confesionales y políticas. Tras la expulsión de los hugonotes o durante la Guerra de Sucesión Española se registró un consi­ derable aumento del número de seguidores de esta comente en varios lugares -como en Württemberg, donde los “Inspirados” condenaban la corrupción existente en la Iglesia oficial-, e incluso entre los mismos Hugonotes. Un grupo de supervivientes del motín de Cévennes, a quie­ nes se conocía como los Profetas Franceses, llegaron a Londres en 1706; anunciaban el fin del último milenio y, gracias al apoyo que sorpren­ dentemente encontraron, surgió en torno a ellos un pequeño grupo que creía en el “entusiasmo” religioso. Desde allí, se expandieron hacia Amé­ rica, las Provincias Unidas y el Imperio, causando gran sensación y sus­ citando una importante hostilidad entre las iglesias protestantes oficiales, a las cuales se les ha achacado poseer un carácter demasiado sobrio y racionalista a raíz de esta confrontación con el Entusiasmo. Habían menospreciado las arraigadas concepciones del milenarismo popular, como lo harían el pietismo de Halle o el metodismo de Wesley. De hecho, todavía se desconocen muchos aspectos de las tendencias milena­ rias que perviven a lo largo de la centuria. Pueden encontrarse en Fran­ cia, entre los convulsionarios de Saint Médard y en obras como la Dissertation sur l’époque du Rappel des Juifs (1779), entre los Antiguos Creyentes, y entre los Unitarios ingleses. Tanto Joseph Priestley como Richard Price esperaban que al fin del milenio siguiera la caída de la autoridad. El pietismo, un movimiento que había surgido a fines del siglo XVII en el Norte de Alemania, era más bien una actitud que un credo religioso. Para revitalizar el Protestantismo alemán, instaba a cultivar los dones espirituales entre los feligreses. Philip Spener (1635-1705), que había sido Capellán de la corte en Sajonia y se hallaba refugiado en Berlín, sostenía que la fe debía basarse en la vivencia de una piedad activa. El pietismo hacía hincapié en el papel esencial que desempeñaban la predicación y la educación, sobre todo de los pobres, y ponía especial énfasis en la conver­ sión individual. Esto también era muy importante para John Wesley (1703-91), que emprendió una campaña evangelizadora en Inglaterra en 1738. Wesley combinaba sus críticas a la Iglesia oficial con un estrecho contacto con diversos grupos protestantes del Continente, sobre todo con los Hermanos de Moravia, que se habían reagrupado en Herrnhut, una comunidad religiosa sajona que desarrolló el Conde pietista de Zinzendorf. El metodismo, que Wesley concibió al principio como un medio para reavivar el Anglicanismo, formó parte del “Gran Despertar”, un movimiento evangélico renovador que alcanzó una gran difusión en Euro­ pa y Norteamérica. Considerando que su misión era salvar almas, Wesley instaba a los hombres a seguir a Cristo para alcanzar la redención y pro­ metía a quienes lo hiciesen que llegarían a saber si habían conseguido la salvación. Wesley ofrecía una teología ecléctica que se conformaba con la idea de una poderosa misión, orientada esencialmente hacia las cuestiones más preocupantes para la mentalidad religiosa popular. Su cre­ encia en que la religión era una lucha épica en donde intervenían la Provi­ dencia, los demonios y la brujería, y su disposición a buscar consejo 235

abriendo la Biblia al azar, tuvieron eco en un grupo de seguidores cada vez más numeroso. Esto se vio facilitado por la energía con que se realiza­ ba su misión predicadora, por el carácter renovador que representaba el Metodismo, con sus himnos cantados, sus noches de contemplación y sus fiestas al amor, y por la flexibilidad del propio Wesley. Sabedor del influ­ jo que podían tener los impresos, editó muchos tratados y publicaciones por entregas. También era muy tolerante, de manera que aceptaba la incorporación de hombres y mujeres de todas las clases, pero desde me­ diados de los años 1740 tuvo que recurrir al empleo de predicadores laicos, porque no podía contar con fondos suficientes para financiar la orde­ nación de sus propios ministros. Esto contribuyó a que aumentase la opo­ sición del clero y el descontento hacia la teología propuesta por Wesley. E l ja n s e n is m o

En su obra Enthusiasm of Methodists and Papists Compared (174951), el Obispo de Exeter, George Lavington, sostenía que el metodismo imitaba los excesos entusiastas del catolicismo medieval, valiéndose de visiones, exorcismos y curaciones. Diez años antes, había sucedido algo parecido en París, cuando la tumba de un diácono jansenista en el cemen­ terio de la iglesia parisiense de Saint Médard se convirtió en escenario de varias curaciones aparentemente milagrosas y de gente con convulsiones que decían estar inspirados por el Espíritu Santo. Al igual que la expan­ sión del metodismo, esto causó cierta preocupación entre las autoridades eclesiásticas. En 1732, los informes sobre la propagación del “fanatismo de Saint Médard” llegaban de diócesis repartidas por toda Francia, inclu­ yendo Burdeos, Chartres, Marsella y Tarbes9. El cierre del cementerio les obligó a realizar sus servicios religiosos en domicilios privados -una práctica todavía muy habitual en París a principios de la década de 1760-, en los cuales las convulsiones físicas desempeñaban un papel esencial para expresar un deseo de liberación espiritual. Hasta cierto punto, tanto este episodio como el resurgimiento del Protestantismo dan muestra no sólo de la fuerza que tenía el sentimiento religioso en una parte de la población europea, en la que cabía a las mujeres una mayor participación, sino también de las limitaciones que impedían afrontar estas necesidades a las instituciones eclesiásticas oficiales, cuyas estruc­ turas se basaban en un clero parroquial que administraba la eucaristía. Los acontecimientos de Saint Médard vinieron a poner de manifiesto las consecuencias posiblemente graves que podía tener el jansenismo entre el populacho. Muchas de las etiquetas empleadas para referirse a las creencias religiosas que se practicaban en el siglo XVIII son impreci­ sas u ofrecen muchas dificultades -así, por ejemplo, el término Evangelicalismo podría aplicarse en la Gran Bretaña de fines de siglo tanto a las 9 KREISER, B. R., Mímeles, Convulsions and Ecclesiastical Politics in Early Eighte­ enth-Century Paris (1978), pp. 215-16.

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tendencias renovadoras desarrolladas por el evangelismo anglicano, como a las de Wesley o íos disidentes-, pero pocas resultan tan confusas como la de jansenismo. Originariamente, fue un movimiento teológico que surgió a principios del siglo XVII, pero pronto se incluyeron bajo esta misma etiqueta concepciones muy distintas desde el punto de vista ecle­ siástico, teológico, cultural o político. Aunque la persecución que su­ frieron los jansenistas en Francia por parte de las autoridades seglares y eclesiásticas hizo que se considerase a sus seguidores y a otras personas afines como un grupo claramente definido, esto no sucedía en otros paí­ ses, e incluso el propio jansenismo francés distaba de ser homogéneo. En sus planteamientos teológicos, el jansenismo proponía una vuelta a las ideas agustinianas y cuestionaba la capacidad del hombre para lograr la salvación por sus propios medios. Los jansenistas insistían en que la ins­ titución eclesiástica era necesaria, y su razonamiento de que “la gracia divina no es algo que se pueda conseguir y ganar a lo largo de una senda que ya se nos ha revelado, sino más bien un don en las manos de Dios, cuyos criterios resultan incomprensibles para nuestro entendimiento, ponen de manifiesto la nueva concepción de un mundo en el que no es necesario establecer una relación directa entre los caminos que siguen los hombres y la voluntad de Dios”10. No resulta, por tanto, extraño que Luis XIV, que quería imponer en Francia la uniformidad en la vida religiosa, estuviera descontento tanto por el desarrollo de una creencia que cuestionaba la capacidad de las autoridades seglares y eclesiásticas para interpretar de manera infalible la voluntad de Dios, como por la división que estaba ocasionando en el catolicismo francés. En 1704, el nieto de Luis XIV, Felipe V de España aludió a la necesidad de destruir una “secta tan perniciosa para el Estado y para la Iglesia”11. A partir de 1700, aumentaron la acciones represivas contra los jansenistas. Esto originó una importante oposición por parte de diversos sectores de la Iglesia francesa y del Parlement de París, que defendían los privilegios nacionales “galicanos” frente a las pretensiones jurídicas universales del Papado. En 1703, Luis XIV y Clemente XI coo­ peraron para tratar de suprimir el jansenismo no sólo como movimiento religioso sino también como problema político. Temiendo que los parle­ ments se opusieran al registro de la bula papal dictada al efecto, Luis XIV la remitió directamente a cada obispo, junto con una carta de un Secretario de Estado en la que les anunciaba que dicha bula representaba un acuerdo entre el Rey y el Papa para mantener la integridad de la fe católica. En cuanto varios obispos interpretaron esta carta como un consentimiento implícito de la bula pontificia y procedieron a publicarla, el Parlement de París intervino para poner de manifiesto la irregularidad que representaba este procedimiento y Luis XIV, que no deseaba provocar un nuevo con­ flicto que se sumase a las graves tensiones internas ya existentes, permi­ tió que el Parlement procediera contra el Obispo de Clermont. En 1713, 10BREMNER, G., “Jansenism and the Enlightenment”, en Enlightenment and Dissent (1984), p. 6. 11 Bibliothéque Nationale (París), n. a. fr.486, f. 91.

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Luis XIV persuadió al Papa Clemente XI de que publicara la bula Unigenitus, en la que se condenaban 101 proposiciones atribuidas a los jansenistas, y siendo inminente el fin de la Guerra de Sucesión Española, trató de obligar a los Parlements a que autorizasen su registro. Esto desencadenó un conflicto que creó durante décadas una importante desu­ nión en la Iglesia y el Estado católicos de Francia. La Iglesia, el Gobierno y los Parlements se hallaban divididos, y no todos aquellos que defendían los intereses nacionales galicanos y se les llamaba por ello jansenistas, habían adoptado las concepciones teológicas asociadas con el jansenismo. Aunque estas divisiones eran de diversa índole e intensidad, la polémica en torno al jansenismo proporcionó un campo de batalla propicio para un país católico al que le preocupaba mucho más determinar los límites de la autoridad papal, episcopal y de los parlements, que la oportunidad que representaba el debilitamiento del protestantismo francés. La mayoría de los obispos trataron de utilizar la Unigenitus y su propia autoridad para intimidar a los curas párrocos disidentes, que en gran número, sobre todo en París, creían en el richerismo. Esta concepción, basada en los escritos de Edmond Richer (1559-1631) y el jansenista Pasquier Quesnel (16341719) -cuyas ideas fueron expresamente condenadas en la bula Unigeni­ tus-, planteaba que, de la misma forma que los obispos eran los herederos de los Apóstoles, los sacerdotes lo eran de los discípulos de Cristo y, por lo tanto, su posición no dependía de aquéllos. Ponía énfasis en el derecho de los sacerdotes a administrar los sacramentos sin tener en cuenta la autoridad episcopal. De esta forma, llegó a asociarse con el jansenismo la mejora de la consideración y situación del clero parroquial, aunque no todos los curas párrocos, insatisfechos con la porción que les correspondía de los diezmos, o con los obispos y el clero regular (monjes, frailes y monjas), adoptaron las concepciones teológicas jansenistas. Se ha dicho que los conflictos motivados por el jansenismo o vincula­ dos con él tuvieron una gran repercusión política, porque llegaron a alte­ rar el consenso constitucional en que se asentaba el Estado francés y debilitaron la monarquía, mermando el apoyo político que podía ofrecer la Iglesia y poniendo a prueba el consenso vigente sobre los mitos, sím­ bolos y valores tradicionales que ambas compartían. Ciertamente, los planteamientos jansenistas llegaron a cuestionar en numerosas ocasiones la autoridad real, sobre todo a mediados de la década de 1710, a princi­ pios de la de 1730 y a principios de la de 1750. Aun así, no debería darse por sentado que la mera existencia de conflictos en un sistema político, compuesto por varias instituciones que contaban con una identidad y pre­ tensiones bastante definidas, pueda demostrar que éste padezca una grave crisis. Se ha redescubierto la importancia que tenían los símbolos y mitos, pero quizás algunos historiadores han llegado a sobrevalorarlos. Se tiende a ignorar la dimensión “política” de los Estados e Iglesias euro­ peos del período prerrevolucionario, y a subestimar la relevancia de las diferencias ideológicas o los conflictos institucionales y de facciones. La política regia, las pretensiones papales y los propósitos marcados por los obispos apenas se habían visto amenazados en el transcurso de las dos centurias precedentes. En lugar de considerar que en el Antiguo Régimen las Iglesias y los Estados, que disfrutaban de bastante estabilidad, o 238

incluso de cierto estancamiento, habían tenido que afrontar a lo largo del siglo XVIII desafíos cada vez mayores, que llegaron a provocar tensiones y acabaron desembocando en el estallido de la revolución, resultaría más apropiado observar que los Estados y las Iglesias de este período experi­ mentaron una constante evolución, que las diferencias apreciadas no eran muestras de inestabilidad sino el reflejo o las consecuencias de este desa­ rrollo, y que las instituciones de este período eran capaces de soportar fuertes tensiones y desavenencias. De hecho, ni el consenso ni los mitos requerían o favorecían la inercia y el silencio. Aunque las ideas jansenistas plantearon serios problemas políticos en Francia en determinados períodos, en otros, como en los años 1733-48 y a partir de la década de 1750, no sucedió así. Desde fines de los años 1740, la acción policial llevada a cabo contra las Nouvelles Ecclésiastiques empezó a ser mucho menos frecuente. El hecho de que la crisis política de los años 1750 fue más duradera que la de los años 1730, se debió esencialmente a las notables diferencias existentes entre la habili­ dad política del vacilante Luis XV y el diestro Cardenal Fleury, que ejer­ ciendo como Primer Ministro en 1726-1743 había logrado reducir sensi­ blemente las tensiones. Aunque la lucha entre el Parlement de París y las autoridades eclesiásticas no era nueva, durante esa década se hizo mucho más intensa. Hacia 1758, el Parlement consiguió el control judicial sobre la administración pública de los sacramentos. Las protestas del clero en los años 1758, 1760, 1762 y 1765 resultaron infructuosas, y en 1765 el Parlement anuló las decisiones aprobadas por la Asamblea General del Clero de Francia, que había tratado de aumentar la independencia del estamento eclesiástico. El desarrollo de las ideas jansenistas no se limitó a Francia, también influyeron en Italia a partir de los 1730, en que Muratori y sus discípulos contribuyeron a propagarlas y contaron con el respaldo de aquellos prín­ cipes y ministros que se oponían a las pretensiones pontificias. En sus obras -una de las cuales estaba dedicada a Carlos VI-, Muratori opinaba a favor de las formas de culto individuales y en contra de la piedad barro­ ca, criticando tanto al Papado como al clero regular. En la década de 1760, las ideas jansenistas circulaban en la Nápoles de Tanucci y la Parma de Tillot, y varios obispos y sacerdotes jansenistas gozaban de gran influencia en Lombardía durante las dos décadas siguientes, cuando el gobierno decidió limitar los derechos del Papado y el clero regular promulgó leyes de tolerancia religiosa, suprimió las cofradías y los tribu­ nales eclesiásticos, y ordenó que a partir de entonces todos los curas parroquiales cursaran sus estudios en el Seminario de Pavía, el cual ya había sido reorganizado por clérigos jansenistas. José II personalmente concedió en 1784 medallas de oro a los principales jansenistas de allí. En la Toscana, el Gran Duque Leopoldo, hermano de José II, apoyó las reformas emprendidas por Scipione dei Ricci, Obispo jansenista de Pistoia y Prato. Sin embargo, el intento de simplificar la liturgia, reorganizar la Iglesia para que aumentase el poder de los curas parroquiales, y el acoso sobre el clero regular provocó en 1787 la oposición de casi todos los obispos de la Toscana y el estallido de numerosas algaradas en Prato, que obligaron a Leopoldo a retirar su apoyo. La influencia que ejercieron 239

los jansenistas en los Países Bajos Austríacos fue decisiva para la regula­ ción gubernamental de las actividades de la Iglesia y en las iniciativas emprendidas para limitar el influjo del Papado. Aunque el jansenismo había surgido en esta región, en el siglo XVIII prestó menor atención a las cuestiones doctrinales y se esforzó por acabar con aquellas prácticas reli­ giosas que consideraba incompatibles con las de la iglesia primitiva. Se propagó la concepción de una religión purificada y más austera, en la que se simplificase el ceremonial litúrgico y se recortase la autoridad pontifi­ cia. Para ello, la mayor parte de los jansenistas apoyaban tanto el desa­ rrollo de la educación popular, que consideraban esencial para un ade­ cuado conocimiento de la doctrina cristiana, como la lectura personal de la Biblia en lengua vernácula. La bula Unigenitus se oponía a la pérdida de los mecanismos de control establecidos sobre los fieles, condenando la idea de que los laicos pudiesen leer la Biblia en su lengua vernácula y participar activamente en la liturgia. Estas ideas y los clérigos procedentes de Italia y los Países Bajos Aus­ tríacos influyeron taiíibién en Austria. En 1752, el Arzobispo de Viena, Hans Joseph von Trautson, insistió en que la predicación era mucho más valiosa para la instrucción del pueblo que los ritos y las ceremonias espec­ taculares. Otro de los arzobispos de Viena, el Conde Christoph Migazzi, patrocinó la elección de confesores jansenistas para el servicio de la familia imperial, y desde 1757 hasta 1767 permitió que las ideas jansenistas influ­ yesen en la formación del clero, acabando así con el monopolio que deten­ taban los jesuítas de la educación teológica superior. Con el apoyo de la Emperatriz María Teresa, muchos obispos de tendencias jansenistas llega­ ron a introducir diversos cambios. Así, por ejemplo, el Conde Herberstein, Obispo de Liubliana, luchó contra la existencia de cofradías, y el Conde Spaur, Obispo de Brixen, restringió la veneración de las imágenes. Sin embargo, no todo el clero austríaco respaldaba este tipo de actitudes y medidas que se han presentado como jansenistas. El propio Migazzi arre­ metió años después contra los reformadores y polemizó con algunos de los profesores de teología de la Universidad de Viena. Se quejó de las diatribas lanzadas por Joseph von Sonnenfelds en torno al celibato, y en 1777 censu­ ró a Ferdinand Stoger, que había criticado la autoridad del Papa y la Inqui­ sición en sus conferencias sobre la historia de la Iglesia. Además, no todos los “jansenistas” aprobaban las políticas eclesiásticas regalistas de la monarquía de los Habsburgo. Algunos de los que habían contribuido a man­ tener la tradición teológica, como Karl Schwarzl, afirmaban que José II había usurpado derechos que pertenecían a la Iglesia, y denunciaban que su con­ cepción de esta institución era más militar que apostólica. No obstante, ambas tendencias encontraron un punto de interés común, pues en Austria, al igual que en el resto de Europa, las ideas jansenistas se combinaron con el regalismo para oponerse a los jesuítas. E l d e st in o d e l o s je su ít a s

La supresión de la Orden de los jesuítas fue tanto un drástico ejemplo del poder que detentaba el Estado sobre la Iglesia antes de la Revolución 240

Francesa, como una muestra evidente de las divisiones que existían den­ tro del Catolicismo. Al tratarse de una orden religiosa de ámbito interna­ cional que prestaba un juramento especial de lealtad al Papa, los jesuítas habían protagonizado durante mucho tiempo la dinámica hacia la unidad y los planes más ambiciosos del Catolicismo internacional frente a la Europa protestante. Se creía que gozaban de un enorme poder secreto, controlando cargos influyentes como el de los confesores reales en gran parte de la Europa católica. Ciertamente, muchos de ellos trataron de ejercerlo, como el confesor de Augusto III, Ligerit, que urdió en 1748 varias intrigas contra el principal ministro del Emperador, el Conde Brühl. Pero dentro de la Europa católica los jesuitas tenían enemigos en Roma, en las cortes de los príncipes católicos, y entre el clero secular y regular. Se recelaba de su lealtad y riqueza - ya fuese real o supuesta -, se envidiaba su posición, se criticaban sus creencias y costumbres, sobre todo por parte de los jansenistas, que no admitían su excesiva flexibili­ dad. Aun así, sería erróneo presentar la suerte que corrieron los jesuitas como un simple triunfo del Estado sobre la Iglesia. Su posición se había debilitado progresivamente a raíz de la oposición y las críticas de amplios sectores del clero. En 1704, 1715 y 1742 las censuras impuestas por el Papa hicieron fracasar sus esfuerzos para convertir a la clase gobernante china, rechazando las fórmulas con las que la orden pretendía adaptar el Cristianismo a las creencias chinas. En general, bajo el pontifi­ cado de Benedicto XIV (1704-58) tendió a decaer considerablemente la influencia de los jesuitas en Roma. No obstante, las amenazas más decisivas para la existencia de la orden jesuita fueron provocadas por gobiernos seglares. La primera de ellas vino por parte de Portugal, en donde el primer ministro, Pombal, receloso de los propósitos con que los jesuitas estaban desarrollando sus misiones en Paraguay y preocupado por su poder en el propio reino de Portugal, llegó a la convicción de que era preciso destruirlos. Años antes, siendo diplomático en Viena, recibió la influencia de las ideas jansenis­ tas. En 1758, fue incluso capaz de inventar cargos que implicaban a los jesuitas en el intento de asesinato de José I, y al año siguiente se decretó su expulsión. Los escritos de carácter regalista denunciaban la subversión que instigaban los miembros de la orden. En 1761, un predicador jesuita italiano llamado Gabriel Malagrida, a quien se le había considerado casi un profeta y un santo en Portugal, y que había llegado a atribuir el terre­ moto de Lisboa a una demostración de la furia divina contra el gobierno portugués, fue agarrotado y quemado públicamente. Durante los años 1750 hubo en Francia frecuentes ataques contra los jesuitas, incluso se les culpó sin pruebas del intento de asesinato de Luis XV, que se produjo en 1757. Los problemas financieros de la orden dieron pie a que el Parlement de París investigara en 1761 los términos de su reglamento y a que determinase que su obediencia a un general supe­ rior extranjero representaba un peligro político. Se les ordenó cerrar sus colegios, y en 1762 se declararon nulos y sin valor sus votos religiosos especiales. Luis XV y la mayoría de los obispos franceses intentaron evi­ tar su expulsión y trataron de acentuar la influencia galicana en la orden. En un principio, la mayor parte de los dirigentes jesuitas franceses eran 241

favorables a una solución semejante, pero ésta fracasó ante la intransigen­ cia del Parlement y del General superior de la orden, Lorenzo Ricci. En España y Nápoles, se decretó su supresión en 1767, acusándoles de haber instigado los motines que se produjeron el año anterior en distintas ciuda­ des españolas. Aunque el Papa Clemente XIII intentó protegerles, su suce­ sor, Clemente XIV, se vio obligado a abolir la Orden en 1773, ante las presiones de los monarcas Borbones, que se apoderaron de los enclaves pontificios de Avignon y Benevento. A raíz de esto, se suprimió también en los demás estados católicos, principalmente en los dominios de los Habsburgo, Polonia y distintas partes del Imperio, y el General Ricci murió recluido en una prisión papal dos años después. Algunos jesuítas encontraron refugio en Prusia y Rusia, cuyos monarcas no estaban dis­ puestos a promulgar una prohibición dictada por el Papa. De hecho, resul­ taron infructuosas todas las presiones que Pío VI empleó para que Catali­ na II disolviese una orden que ella quiso proteger porque admiraba su experiencia educativa. La supresión de la Orden de los jesuítas fue una medida impopular no sólo entre los miembros de algunos círculos ministeriales, sino también entre gran parte de la población. La Emperatriz María Teresa sentía cierto recelo hacia la orden, pero no intentó suprimirla hasta que el Papa Cle­ mente XIV le brindó la oportunidad de hacerlo. Las cortes supremas de Alsacia, Artois, Flandes y el Franco Condado no emularon el tipo de legislación antijesuita promulgada por el Parlement de París. El prestigio moral e intelectual que tenían los jesuítas en Béarn les permitió contar con el respaldo de una abierta defensa por parte de la nobleza en las asambleas de los Estados locales. El Parlement de Pau temía las enormes dificulta­ des que acarrearía reemplazar su labor educativa. Un ministro del Palatinado, el Barón Beckers, también predijo problemas semejantes en servi­ cios tales como la educación, la predicación y la confesión. En Francia, parece que varios obispos más benévolos ayudaron a algunos jesuítas a reincorporarse en otros puestos de la institución eclesiástica. En distintas regiones, entre las que se hallaban algunas partes del Imperio e Italia, se dejó sentir una clara oposición popular en contra de la supresión de la Orden. Esto sucedió sobre todo en aquellos lugares en los que habían lle­ vado a cabo una amplia misión pastoral, como en Béarn o en Polonia, donde desde fines de la década de 1760 desarrollaron una activa labor como predicadores y catequistas. En el Tirol, el culto al Sagrado Corazón de Jesús, que habían fomentado las misiones populares jesuítas de media­ dos de siglo, fue suprimido durante la campaña josefina contra las formas de “piedad barroca” en la década de 1780, pero su arraigo entre la pobla­ ción propició un resurgimiento en los años 1790. Aunque otras institucio­ nes, tanto seglares como religiosas, asumieron las funciones educativas y pastorales que hasta entonces desempeñaban los jesuítas, no todas poseían el encanto expresado por los jansenistas y los escritores ilustrados. La supresión de la Orden desacreditó a quienes la aplicaron. Muchos jesuítas fueron tratados de forma brutal, sobre todo en Portugal, y muchas insti­ tuciones provechosas fueron destruidas o resultaron perjudicadas. El Colegio de Malmes no fue el único cuya biblioteca se vendió. Dos poetas húngaros, que habían sido jesuítas, Ferenc Faludi y David Szabó, conside­ 242

raron la supresión de la Orden como la muerte de una cultura, lo que constituía un claro síntoma de la decadencia de la sociedad europea. Así, por ejemplo, con el dinero obtenido a raíz de esta medida, la Emperatriz María Teresa concedió importantes préstamos a aristócratas, y la casa principal de la Orden en Viena se convirtió en la sede oficial del Departa­ mento. de Guerra. L a s r e l a c io n e s I g l e s ia -E s t a d o

Un legado esencial de la Revolución Francesa fue la delimitación de una frontera claramente definida entre Iglesia y Estado. Hasta entonces, aun cuando hubiesen surgido graves conflictos con el Papado o con el Clero, ningún gobierno había llegado a quebrantar la estructura organiza­ da de la Cristiandad. Las sociedades de Antiguo Régimen en Europa mantenían importantes vinculaciones con las iglesias no sólo por la nece­ sidad de expresar y satisfacer sus creencias religiosas a través de una forma de culto colectiva y sacramental, sino también por el papel que desempeñaban las instituciones eclesiásticas en multitud de actividades -sobre todo en la educación y la asistencia social-, y por el uso colectivo que se hacía de sus ingresos. Estas vinculaciones entre la Iglesia y la sociedad se daban tanto en sus instancias superiores como en el ámbito de las parroquias. Los notables de un localidad solían participar formal o informalmente en la designación del clero y, con frecuencia, su apoyo era esencial para éste. Sin embargo, una gran parte de los ingresos que perci­ bía la Iglesia redundaba en beneficio de los laicos. En Inglaterra, un ter­ cio de los diezmos iba a parar a manos de usurpadores laicos, el 53% del patronazgo eclesiástico estaba controlado por particulares y otro 10% por la Corona. Las propiedades de la iglesia inglesa solían arrendarse en tér­ minos que resultaban bastante favorables. La mayoría de los arrendata­ rios eran demasiado poderosos como para llegar a aprovecharse de ellos y la resistencia a que aumentase el nivel de los arrendamientos episcopa­ les era muy fuerte. Aun así, la Iglesia de Inglaterra pudo enriquecerse considerablemente a partir de 1750 gracias al incremento de su produc­ ción agrícola. Muchos de los beneficios eclesiásticos de Prusia se emplearon para la promoción de laicos o se concedieron a miembros de la nobleza. La influencia laica también se dejaba sentir en los nombra­ mientos de las altas dignidades de la Iglesia prusiana. En Valaquia y Moldavia, donde la Iglesia ortodoxa era la principal propietaria de tie­ rras, que estaban exentas de impuestos, ésta se hallaba dominada por éli­ tes locales. De igual forma, los gobiernos también recurrían a la ayuda del clero. En España, solía situarse a clérigos en puestos de gobierno de gran responsabilidad, así por ejemplo, 9 de los 12 presidentes del Conse­ jo de Castilla entre 1700 y 1751 fueron miembros del clero, y tanto Ara­ gón como Cataluña tuvieron virreyes eclesiásticos en la década de 1700. Tampoco estaban exentas de impuestos todas las tierras de la Iglesia. En Austria, el clero pagaba impuestos y, al igual que los propietarios segla­ res, tuvo que hacer frente también a la gravosa Contribución (impuesto directo) que introdujo Haugwitz en 1749. Aunque la Iglesia francesa con­ 243

servaba su derecho a establecer sus propios impuestos, se confiaba en que las Asambleas Generales del Clero otorgasen sumas importantes, como los 16 millones de libras que concedieron en 1755. En general, el nivel de imposición fiscal sobre el clero tendió a aumentar a lo largo del siglo XVIII a consecuencia de la intervención estatal. Muchos príncipes eran personas muy pías, pero dado que se concebía la religión no sólo como una experiencia personal, sino también como una necesidad social, príncipes, gobiernos y terratenientes procuraban fomen­ tar la observancia religiosa. Carlos XII leyó la Biblia todos los días de su vida. La fe que practicaba la zarina Isabel de Rusia se ha llegado a descri­ bir como ataques de manía religiosa. El Duque de Parma, Fernando, que fue excomulgado por Clemente XIII en 1768, tras la supresión de los jesuitas, oía misa dos veces al día. La familia imperial se hallaba muy identificada con la Iglesia católica y participaba activamente en sus servi­ cios y celebraciones. Siendo ya viuda, la Emperatriz invitó a comer a 15 pobres con motivo de la fiesta de San José en 1709, y en tiempos de María Teresa toda la corte asistía a las ceremonias religiosas de la Semana Santa. No obstante, José II redujo el número de veces en que debía acudir a la iglesia. Por otra parte, también se esperaba que los teiratenientes influye­ ran en la vida religiosa local. Pedro I continuó la política de sus predece­ sores que permitía a los extranjeros poseer sus propias tierras con siervos ortodoxos sólo si se convertían a esta religión. Las instrucciones dadas por los terratenientes rusos a sus administradores revelan una clara preocupa­ ción por la vida moral de su campesinado. Además, la práctica consuetu­ dinaria y la legislación protegían a las iglesias oficiales. Por ello, era ilegal blasfemar o infringir el descanso dominical. La legislación danesa de 1676 incluía disposiciones contra los juramentos, la bebida y el comercio en días festivos. Y se prohibió totalmente el empleo de cualquier clase de atuendo religioso en las mascaradas italianas. Las costumbres y la legislación también dependían en muchos aspec­ tos del clero. Tanto en el Badén protestante como en la Francia católica, el clero parroquial se encargaba de registrar los bautismos, matrimonios y entierros, supervisar las escuelas, organizar y dispensar la caridad, introducir los nuevos métodos de explotación agrícola, y asistir a los enfermos. Estas relaciones que implicaban un apoyo mutuo y la función que ambos compartían en cuanto al fomento de la salud moral y espiri­ tual del pueblo, siguieron siendo esenciales pese a los conflictos surgidos entre el clero y los gobiernos. Durante la centuria precedente, apenas existió una opinión uniforme respecto a las cuestiones eclesiásticas, por ello, al igual que la lealtad política coexistía con conflictos constituciona­ les, no desaparecían las creencias con las disputas eclesiásticas. Así pues, no deberían subestimarse la flexibilidad y capacidad de adaptación de las instituciones y creencias religiosas del Antiguo Régimen. La cuestión fundamental en las relaciones Iglesia-Estado era la deter­ minación que tuviesen los gobernantes para lograr y mantener el control sobre la vida religiosa de sus territorios. Como hemos visto, esto implica­ ba desalentar la actividad de los disidentes religiosos y podía incluir medidas encaminadas a incrementar el poder del Estado sobre sus Igle­ sias. En 1753, Federico II advirtió a la Orden Católica de San Juan que 244

sólo conservarían los privilegios de sus encomiendas de Silesia si se con­ vertían en súbditos prusianos y se independizaban del Gran Priorato de Bohemia. Oponiéndose a estas exigencias, Kaunitz insistió en que si la Orden accedía a ellas, Austria reclamaría ventajas semejantes para sus propios súbditos. En la Europa católica, la estructura jerárquica del sistema eclesiástico y la ortodoxia doctrinal dependían de una institución internacional, el papado. El hecho de manipular o pasar por alto la autoridad pontificia no era algo nuevo y las crisis ocasionadas en este sentido a lo largo del siglo x v iii se deben a motivos de conflicto tradicionales. Desde principios del siglo x v i i i , Víctor Amadeo II protagonizó varios enfrentamientos con Cle­ mente XI por cuestiones de patronazgo eclesiástico y derechos de regalía, disputas jurisdiccionales, inmunidades de clérigos y soberanía sobre los feudos papales. Uno de los enfrentramientos más graves, que trajo consigo múltiples disputas en Saboya-Piamonte, Sicilia y Cerdeña, no se solucionó hasta la firma del Concordato de 1742, por el cual el Papado cedió en la mayor parte de las cuestiones en litigio. Juan V de Portugal rompió con el Papado por no acceder a su demanda de un patriarcado para Lisboa, y las relaciones diplomáticas entre la Corona portuguesa y la Santa Sede llega­ ron a ser particularmente tensas en los años 1728-32, como volvería a suce­ der en 1760-69, cuando Pombal mostró su malestar contra Clemente XIII por el apoyo que éste estaba prestando a los jesuitas. Además, el Papado ocupaba un papel cada vez menos relevante en las negociaciones interna­ cionales, y muchos gobernantes, como el Emperador José I, estaban dis­ puestos a recurrir al uso de la fuerza militar en sus conflictos con los Papas, considerándolos en su condición de príncipes temporales. A menudo, se hacía caso omiso o se rechazaba a los representantes del Papa, sus interdic­ tos y sus pretensiones jurisdiccionales, pero gran parte de las medidas antipapales desarrolladas surgieron por la determinación con que algunos pontífices trataron de mantener su autoridad. El Papa Clemente XI, que llegó a sostener conflictos con todas las potencias católicas, hizo hincapié en las aspiraciones pontificias a la soberanía de Italia. La excomunión del Duque Fernando de Parma motivó diversas represalias por parte de sus parientes borbones. Pero inevitablemente la amplia variedad de pretensio­ nes que tenía el clero también provocaba conflictos. Benedicto XIV conde­ nó en 1748 la legislación funeraria toscana porque infringía la jurisdicción clerical. A partir de los años 1760, se desarrolló en diversos estados una enérgica ofensiva antipapal imbuida de una ideología regalista, que un car­ denal describió con estas palabras en 1776: La guerra que están librando las cortes de Viena y Nápoles con el Papado parece empeorar día a día. Casi todos los correos traen malas noticias de los planes y novedades que las dos cortes idean a diario para perjudicar los dere­ chos y la autoridad del Papado y de la Iglesia. Su Santidad se ha resignado a esperar a que la Providencia cambie la situación12. 12 Bayr. Ges. (Munich), Berlín 176, f. 16, carta del Cardenal Antici al representante del Palatinado en Berlín.

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También resultaron perjudicadas otras instituciones católicas de carácter internacional. Se limitó o desarticuló por completo el poder de la Inquisición. Muchos gobiernos llegaron a desautorizar las competencias de diáconos extranjeros, como le sucedió en 1789 al Arzobispo de Salz­ burgo respecto a la recaudación de los impuestos del clero de Baviera. Y, progresivamente, el clero regular quedó asimismo sometido a autoridades nacionales. Carlos III practicó esta política en España, creando las con­ gregaciones españolas de distintas órdenes, como la de los Cartujos en 1783. En 1776, Tanucci trató de separar a los Cartujos de Nápoles de su Superior francés. Aduciendo que la constitución de la Cartuja usuipaba la autoridad del soberano, los ministros responsables del gobierno de Nápo­ les aconsejaron emplear los bienes de la Orden para financiar diversos proyectos, como la construcción naval, y para jubilar a los monjes que la integraban. Estaba en juego algo más que una cuestión de autoridad. En los estados católicos, diversos círculos de opinión intelectuales, estatales e incluso eclesiásticos rechazaban el monaquisino, como un dispendio inmoral y poco natural de recursos. Parecía mucho menos importante rezar por las almas de los muertos que cuidar las de los vivos. Los frutos que se derivaban de la vocación escogida por los monjes podían ser muy diversos, puesto que, pese a cuanto aducían sus críticos, no todos se hallaban sumidos en una indolencia ignorante, y algunos, como los benedictinos de Kremsmünster, contribuyeron a difundir las ideas de la Ilustración. Aunque algunas comunidades, como los benedictinos de Saint-Hubert o los cistercienses de Paix-Dieu en Hesbaye, disfrutaban de una vida cómoda, esto no implica precisamente que pueda establecer­ se un marcado contraste con la situación del clero parroquial. La larga supervivencia del ideal monástico iba asociada al elevado número de personas que todavía comprendía. Pero los privilegios y diezmos que gozaban los regulares suscitaban la envidia de muchos seglares, y su riqueza patrimonial atraía el interés económico de los políticos. En los Países Bajos Austríacos, en donde José II llegó a suprimir hasta 163 monasterios, las órdenes regulares eran grandes terratenientes, a quienes les pertenecía, por ejemplo, el 11% de la provincia de Brabante. La Asamblea del Clero presionó en 1765 para que se efecutase una reforma general de los monasterios franceses, y Luis XV, que quería controlar el proceso, estableció al año siguiente una comisión de reforma bajo la di­ rección por Loméniede Brienne; se suprimieron 426 casas, se elevó la edad legal para contraer los votos y se promulgaron nuevas constitucio­ nes en las distintas órdenes religiosas. Estas medidas, sin embargo, no acabaron con su impopularidad. De hecho, en octubre de 1789 se decre­ tó la supresión de los votos y la disolución de todas las órdenes contem­ plativas, respetando solamente a aquellas que se dedicaban a la enseñan­ za o que mantenían hospitales e instituciones benéficas. Algunos otros países siguieron una política semejante. El terremoto registrado en Calabria en 1783 propició la supresión de varios monas­ terios en beneficio de aquellos que habían resultado más afectados, y después se ordenó a todos que abriesen escuelas gratuitas para pobres. En España, se emprendieron diversas iniciativas para reducir el número de frailes. María Teresa aceptó el consejo de Paul Riegger, un profesor 246

de Derecho Canónico de tendencia jansenista, para el cual la corona tenía derecho a ejercer su control sobre los monasterios. En 1765, José II ya escribió acerca de la necesidad de reformar algunos monasterios y emplearlos “en propósitos piadosos que también sean de utilidad para el Estado, como la educación de los niños”13. Y en cuanto alcanzó el poder en 17.80, decretó la supresión de todas las órdenes contemplativas y desaparecieron unas 700-750 casas religiosas en los territorios de los Habsburgo. Sus propiedades se destinaron a labores educativas y carita­ tivas, pero también religiosas, entre las que se incluía la creación de nuevas diócesis y varios centenares de nuevas parroquias. En Gante, los antiguos monasterios se transformaron en cuarteles militares. Las biblio­ tecas monásticas se dispersaron y los libros de autores como los jesuitas, que no estaban permitidos, se destruían. El escritor protestante natural de Hannover, Ernst Brandes, aun detestando el monaquismo, criticó la rudeza de la política aplicada por José II y, sobre todo, la crueldad mos­ trada con determinados monjes y el desprecio general de la tradición. El impacto que causaron estas disoluciones en las comunidades locales fue enorme, puesto que supusieron un cambio radical en la vida religiosa. En Rusia, también fue el Estado el principal beneficiario de la riqueza monástica. A los monasterios se les asignó en 1722 la tarea de cuidar de los soldados incapacitados. En 1764, se secularizaron las tierras de la Iglesia en la Gran Rusia y Siberia, y su administración quedó a cargo del Colegio de Economía. De los 572 monasterios existentes, se suprimie­ ron 411 y a los restantes se les concedió una plantilla fija. En algunos países, se redujo considerablemente el papel que desempe­ ñaba el clero en cuanto a la censura, la educación y el matrimonio. Las auto­ ridades seglares asumieron el control de la censura en muchos estados, como sucedió en Toscana (1743), Lombardía (1768) y Portugal (1768). Esto no supuso necesariamente un debilitamiento de la posición de la Igle­ sia católica. En Portugal, por ejemplo, los clérigos siguieron teniendo mucha importancia y todavía se mantenía la censura sobre las doctrinas que no eran católicas. En la década de 1750, María Teresa permitió que Gerard van Swieten y la Comisión de Censores introdujesen criterios más seglares en la censura oficial. Aunque se levantó la prohibición que pesaba sobre El espíritu de las Leyes de Montesquieu, la Emperatriz sólo llegaba a consentir la entrada de libros protestantes en circunstancias especiales, y la censura volvió a ser mucho menos liberal tras la muerte de Van Swieten (1772), pero no hasta el punto de que se restableciese la autoridad de la Iglesia en la materia. En 1774, se prohibió que los censores de los Países Bajos Austría­ cos aprobaran cualquier obra de contenido religioso, fuese cual fuese su autor, sin el consentimiento del gobierno. En Inglaterra, donde había desa­ parecido en 1695 la censura previa a cada publicación, fracasó en 1702 un intento de reimplantarla promovido por el Arzobispo Tenison. El matrimonio fue otro de los aspectos en los que se recortó la autori­ dad de la Iglesia. En 1721, el zar Pedro I legalizó los matrimonios mixtos 13 BEALES, D., Joseph II. In the Shadow of Mario. Theresa (1987), p. 168.

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entre protestantes y ortodoxos. Una ordenanza rusa de 1702, que abolía las penas contra aquellos que incumplían- los acuerdos de compromiso acordados entre dos familias, representaba una clara invasión de la juris­ dicción eclesiástica. En 1714, se fijó la edad mínima para contraer matri­ monio y en 1723 se acortó la duración de la ceremonia nupcial. A media­ dos de siglo, hubo en los Países Bajos Austríacos duras críticas contra el papel que desempeñaban la Iglesia y el poder civil en el control del matrimonio, y se cuestionó la validez de los matrimonios contraídos por menores sin consentimiento de sus padres. En 1783, pese a la oposición del clero, un edicto austríaco asentó el principio de que el matrimonio era esencialmente un contrato civil, y al año siguiente, se estableció en los Países Bajos Austríacos el matrimonio civil y se legalizó el divorcio de matrimonios católicos. Aunque la educación también pasó a estar progresivamente bajo una supervisión de autoridades seglares, que implicaba más bien controlar la participación del clero que prescindir de ella, determinadas circunstan­ cias, como la supresión de la orden de los jesuitas, o la política llevada a cabo por algunos monarcas, y sobre todo por José II, favorecieron una mayor laicización en este campo. En Rusia, se organizaron escuelas ecle­ siásticas para tratar de paliar las necesidades eventuales de la sociedad. En los estados protestantes de Hannover y Brunswick, el clero supo con­ servar su control sobre la educación y logró frustrar las iniciativas que se emprendieron para incorporar esta tarea a las funciones propias del gobierno. Ni siquiera en la década de 1780 Brunswick consiguió privar al clero de su control sobre la educación para situarla bajo una organización especial. En la Europa católica, la implantación de un mayor control seglar en la enseñanza llegó a convertirse en una cuestión mucho más grave durante los años 1760. En Parma, donde se había fundado en 1755 el Colegio Lalatta al que Tillot trajo profesores con ideas nuevas, a partir de 1768 fue preciso contar con un permiso del gobierno para poder fun­ dar escuelas. Posteriormente, se reformaron los estudios de medicina y derecho, y el escolasticismo se restringió sólo a los estudios teológicos. En Austria, se reorganizó la enseñanza superior durante los años 1750. En 1759, Pombal prohibió el uso de manuales y métodos de enseñanza jesuitas, y reformó ampliamente todo el sistema educativo. A raíz de una investigación llevada a cabo en 1770-71, en la que se censuraba a la Uni­ versidad de Coimbra su talante retrógrado, porque todavía en la década de 1740 seguía considerando inaceptables los escritos de Descartes, Gassendi o Newton, se ordenó reformar sus estatutos un año después. De esta forma, tendió a aumentar la influencia seglar dentro de la universi­ dad. Se fundaron colegios de matemáticas y ciencias, se establecieron laboratorios y se incorporaron profesores extranjeros. En España, se llegó a hablar de una educación secularizada y en 1766 Campomanes propuso una reforma general de las universidades. En 1771, se aprobó un nuevo plan de estudios para la Universidad de Salamanca, desarrollado de acuerdo con el parecer de los reformadores de la institución: Antes de 1770, el claustro despachaba todos los asuntos en sesiones plenarias que tenían lugar dos o tres veces al mes de manera bastante pausada. Ahora, 248

se les encuentra reunidos tres o cuatro veces a la semana y, en ocasiones incluso a diario, para tratar en detalle las órdenes reales relativas a las propie­ dades, salarios y finanzas de la universidad, a su organización interna, a los exámenes y prácticamente a cualquier otro aspecto que afecta a la vida uni­ versitaria14. En 1768, Kaunitz presionó para que se emprendiese una reforma de la Universidad de Lovaina, porque se la consideraba un importante centro de las ideas conservadoras. Como alternativa, se fundó en 1772 en Bruse­ las la Academia Real e Imperial de Ciencias y Literatura. Poniendo es­ pecial énfasis en el desarrollo económico y tecnológico, la Academia contribuyó a fomentar la existencia de una cultura científica laica y financiada por el Estado. En los años 1776-77, se reorganizó todo el sis­ tema educativo en los Países Bajos Austríacos y se creó un ministerio específico. En Renania, también tendió a disminuir la influencia del clero, y las escuelas y sus programas de estudios incorporaron tareas más prácticas. Del mismo modo, en las universidades reformadas de Magun­ cia y Tréveris, y en la recién fundada de Bonn disminuyó la importancia de los estudios de teología y empezaron a tener más peso las ciencias y la enseñanza de lenguas modernas; aun así, en la Universidad de Colonia siguieron predominando los programas y métodos tradicionales. También cabría señalar que en el Imperio suscitaron gran interés las ideas educati­ vas de Johan Basedow (1723-90), el cual fundó en 1774 en Dessau la Philanthropin, una escuela que propugnaba el desarrollo espontáneo de las facultades benévolas y racionales de los niños, en lugar de la ense­ ñanza religiosa convencional. En Francia, los reformadores acogieron positivamente la supresión de la orden de los jesuítas con la esperanza de que permitiría crear un siste­ ma educativo nacional controlado por el Estado, con profesores reclutados entre hombres de leyes y seglares que brindasen una formación más práctica, pero tales expectativas no se cumplieron. Las escuelas jesuítas pasaron a depender de las autoridades locales, no se introdujeron cam­ bios sustanciales en los métodos de enseñanza o en los programas de estudio, y la mayoría de los profesores siguieron siendo clérigos. De hecho, aquel apremio con que se pedía una reforma del sistema educativo se fue disipando al tener que hacer frente al conservadurismo popular, a la ausencia de la motivación necesaria entre los profesores, a la falta de interés por parte del gobierno y al conflicto entre las diversas autoridades que reclamaban para sí el control de las escuelas: los parlements, la administración real, las autoridades municipales y el clero. En cambio, en los dominios de los Habsburgo, el gobierno se mostró bastante más inte­ resado en la educación y mucho más decidido a lograr sus objetivos. María Teresa intentó conseguir la cooperación del clero, porque dudaba de que estas reformas pudieran fructificar si se emprendían de manera unilateral. No obstante, la expulsión de los jesuítas obligó al gobierno a 14 ADDY, G., The Enlightenment in the University of Salamanca (1966), p. 118.

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tomar la iniciativa. Se fomentó en las universidades la preparación prácti­ ca de funcionarios civiles, y no tan sólo de especialistas teóricos; de esta manera, la enseñanza de los conocimientos útiles para el desarrollo de un Estado secularizado se convirtió en un objetivo prioritario de la educa­ ción superior. El gobierno supervisaba estrictamente la vida intelectual y estableció un sistema reglado de exámenes. En 1774, se introdujo la en­ señanza escolar obligatoria, y a la formación del clero se incorporó la idea de una “teología pastoral”, poniendo mayor énfasis en su labor pas­ toral que en su función espiritual o educativa. Entre los intereses que inspiraban las acciones de los gobiernos sobre las instituciones eclesiásticas, también hallamos el propósito de limitar tanto la riqueza como los privilegios fiscales y judiciales que disfrutaban. Pese a que muchos clérigos e instituciones eran pobres, el patrimonio en manos de las iglesias era, en conjunto, bastante considerable. A princi­ pios del siglo XVIII, el 22% de la Lombardía, que sirvió de estímulo para la reforma monástica emprendida por los Habsburgo, pertenecía a la Igle­ sia, y en el reino de Nápoles las rentas eclesiásticas fueron iguales o incluso superiores a las del Estado durante los años 1720, pero probable­ mente ésta tenía mucho más personal a su cargo y debía mantener un mayor número de edificios, instituciones y tareas asistenciales. En Casti­ lla, la Iglesia poseía aproximadamente una séptima parte de toda la tierra cultivable y los pastos, y el aumento tanto de los precios como de las ren­ tas agrícolas contribuyeron a mantener la prosperidad de los patrimonios eclesiásticos. En 1764, la Iglesia bávara poseía el 56% de la tierra, y el Príncipe-Elector sólo el 15%. Los gobiernos procuraban evitar que las iglesias incrementasen aún más su patrimonio y tendieron a gravarlas con impuestos más efectivos. En diversos estados, entre los que estaban Baviera (1704, 1764), Francia (1749), los Países Bajos Austríacos (1753), Austria y Venecia (1767) y Nápoles (1769-72), se prohibió la ampliación de los cementerios, una propiedad de tierra inalienable que pertenecía a las iglesias, y en Inglaterra las disposiciones al respecto se volvieron mucho más restrictivas a partir de 1736. Los concordatos limitaron progresivamente los privilegios fiscales del clero. En muchos países, se implantó sobre el clero y sus posesiones un sistema impositivo más directo que el de los donativos corporativos de carácter voluntario u obligatorio. La Iglesia rusa se hallaba particular­ mente sujeta a la autoridad del Estado. Cuando murió el Patriarca Adria­ no en 1700 su cargo quedó sin proveer y en virtud de la Ley Religiosa de 1721 tanto la autoridad del Patriarca como la de los consejos eclesiásti­ cos se invistió en el Santo Sínodo, una institución clerical controlada por el Estado. En la Europa católica, las demandas de un mayor control esta­ tal sobre las cuestiones eclesiásticas contaban con una larga tradición regalista, por ejemplo, en Francia y Portugal, pero no se trataba simple­ mente de un conflicto entre la Iglesia y el Estado. Muchos de los cambios promovidos por los estados, como la reducción del número de días festi­ vos que se introdujo en muchos países, incluyendo a Austria y Nápoles, también los reclamaban algunos sectores del clero, y sobre todo los jan­ senistas. En 1780, el Arzobispo de Tours congregó a los obispos de Bre­ taña para coordinar la supresión de algunas fiestas locales. Las intromi­ 250

siones mutuas entre las competencias de la Iglesia y el Estado, el carácter poco unificado de sus respectivas instituciones corporativas y la gran variedad de cuestiones en disputa impidieron que pudiera establecerse ningún tipo de división ideológica o institucional rígida. Con el pseudó­ nimo de “Febronius”, el Vicario general del Arzobispo de Tréveris, J. N. von Hontheim, expuso en su obra El Estado actual de la Iglesia y la potestad legítima del Pontífice Romano (1763) una interpretación más limitada de la más alta jerarquía eclesiástica en Roma. En Coblenza en 1769 y en la denominada Puntuación de Ems en 1786, los tres Arzobis­ pos-Electores alemanes desafiaron la autoridad del Papado. Haciéndose eco de algunos planteamientos tradicionales, llegaron a afirmar que sólo un consejo general podía ostentar un poder supremo en el ámbito legisla­ tivo y judicial. Aunque muchos clérigos creyeran que debía existir una estrecha relación Iglesia-Estado, no tuvieran una concepción muy rígida respecto a su puesta en práctica y fueran conscientes del carácter flexible de la vida eclesiástica durante la segunda mitad del siglo x v i i i , estaban preparados para aceptar cambios importantes. En la Europa católica, se hallaba muy extendida una aspiración hacia lo que se consideraba como un progreso racional, mediante el desarrollo de una actividad práctica con cometidos religiosos y sociales. De acuerdo con este planteamiento, todas las delimitaciones tradicionales o polémi­ cas existentes entre la autoridad seglar y la autoridad eclesiástica podían descartarse en favor de una simbiosis de la Iglesia y el Estado más com­ plementaria. Si bien cuando se concibe el término Despotismo Ilustrado se tiende a prestar mayor atención a la relación de los gobiernos con diversos intelectuales laicos, que en gran parte eran claramente anticleri­ cales, no habría que pasar por alto la importante relación trabada entre los gobiernos “reformadores” y el clero, o las iniciativas que se llevaron a cabo para adaptar tanto las ideas como la práctica de la cooperación entre la Iglesia y el Estado a las nuevas aspiraciones y circunstancias. Pero esta adaptación se vio sometida a fuertes presiones, en primer lugar, durante el reinado de José II y después, con la Revolución Francesa. Las cuestiones religiosas y la Iglesia contribuyeron en gran manera a fomen­ tar la oposición contra José II en los Países Bajos Austríacos y a propagar la revolución en 1789. Aunque allí el poder de la Iglesia era enorme, también lo fueron la determinación y el vigor con que José II no sólo frustró todos los intentos de alcanzar un compromiso, sino que les hizo parecer cada vez menos convincentes. En Francia, el clero llegó a tener un destacado protagonismo en los cambios políticos que se produjeron a fines de la década de 1780. Los prélats politiques surgidos durante el ministerio de Brienne (1787-8) se veían a sí mismos como partidarios de las reformas que consideraban beneficiosas para la mayoría. La última Asamblea General del Clero, celebrada en 1788, apoyó el llamamiento para la convocatoria de los Estados Generales. La religión no fue uno de los temas principales que aparecieron en los cahiers, ya que solamente un 10% reclamaba la aboli­ ción de los diezmos, un 4% la supresión del clero regular y un 2% la venta de toda la tiena en poder de la Iglesia, ^vluchos obispos acogían favorablemente algunas ideas políticas liberales y estaban dispuestos a 251

cooperar en el trabajo de la Asamblea Nacional que se encargó de la reforma constitucional. La ruptura de las .relaciones existentes entre los reformadores seglares y aquellos que querían emprender una reforma de la Iglesia concediendo un papel relevante a las enseñanzas y prácticas tradicionales en la nueva era que se avecinaba, pertenece a la historia del período revolucionario. No obstante, la convicción de que los pareceres del clero debían subordinarse a los del Estado ya había surgido mucho antes de que se produjese esta ruptura. L a l a b o r m is io n a l c r is t ia n a y l a s I g l e sia s

La historia religiosa de este período no puede limitarse al estudio de luchas y disensiones como las que ocasionaron los conflictos con el Esta­ do, con otras instituciones eclesiásticas u otros credos, y con aquellos cuyas creencias y prácticas religiosas no estaban de acuerdo con lo dis­ puesto por el clero. También debemos considerar que las instituciones eclesiásticas desempeñaron una fructífera labor asistencial de los feligre­ ses e introdujeron cambios sustanciales para la mejora de este servicio. La reorganización administrativa del clero fue menos significativa que el desarrollo de su nivel de formación. Aparte de Rusia, la estructura admi­ nistrativa de las iglesias en la Europa anterior a la Revolución Francesa era relativamente reducida, pues las diócesis y las parroquias seguían presentando notables diferencias en cuanto a su tamaño, población y recursos. Aun así, hubo algunos cambios importantes, que pueden apre­ ciarse sobre todo en la reorganización de muchas diócesis. Dentro de la Europa católica, esta tendencia fue mucho más propia de Portugal y los dominios de los Habsburgo que de Francia, Italia o Polonia. En 1717, se concedió a Viena el rango de sede metropolitana, y se incrementó el número de sedes eclesiásticas en Bohemia y Moravia en 1754, y en Hun­ gría en 1776-81. José II acabó con las vacilaciones mostradas por María Teresa respecto a la concentración de los obispados de Galitzia. En Por­ tugal, se fundaron cinco nuevos obispados en los años 1770. En España, se crearon otros cuatro para tratar de racionalizar algunas de las delimi­ taciones que habían quedado obsoletas. El derecho de propiedad sobre los diezmos y el sistema de presentaciones de candidatos para los cargos hacían que resultase bastante difícil prever qué cambios sustanciales po­ dían producirse en la estructura parroquial. No obstante, las principales debilidades de ésta solían paliarse con la actividad desarrollada por el clero regular, como ocurría por ejemplo en Austria. Sus misiones tuvie­ ron enorme importancia sobre todo en España, en donde, al igual que en Italia, la estructura parroquial era extremadamente anticuada. En Austria, José II permitió que se empleasen bienes patrimoniales de instituciones monásticas en la creación de nuevas parroquias, y sólo en los dominios austríacos del Imperio se fundaron más de 800. En Inglaterra, el ritmo que siguió esta transformación de la estructura eclesiástica antes de que se produjese un notable aumento de población fue mucho más lento, n n p ctn m ip rn^ nrln a h o lin pn 17SR la P nrriicirm la f',rmctriir'r'i/^n de Cincuenta Nuevas Iglesias (establecida en 1711), al ser insuficientes 252 qp

las cantidades recaudadas con su principal fuente de ingresos, un impues­ to sobre el consumo de carbón, sólo se había autorizado la construcción de 12 iglesias. Se realizó un mayor esfuerzo para mejorar la calidad del clero. En la década de 1730, la zarina Ana fundó 17 seminarios teológicos. Durante la segunda mitad del siglo x v i i i , y sobre todo gracias al ímpetu del epis­ copado, que quería aumentar su control, se trató de elevar el nivel prepa­ ración de los sacerdotes rusos. Se desarrolló la enseñanza en seminarios y se combatió el alcoholismo entre los clérigos. Aunque en muchas par­ tes de Europa la aplicación de iniciativas semejantes dependía en gran medida de la capacidad y criterios de cada obispo, también algunos gobernantes, como los Habsburgo, llegaron a desempeñar un activo papel al respecto. En 1733, se dio instrucciones a todos los obispos húngaros para que creasen un seminario, de manera que, mientras a principios de siglo los sacerdotes húngaros se ordenaban después de un solo año de for­ mación, a mediados, requerían cuatro años para hacerlo. Si bien a raíz de las reformas educativas de 1777, que impusieron una estructura uniforme sobre el sistema de enseñanza húngaro, ordenando que existiese una escuela elemental en todos los pueblos y colocando a todas las universi­ dades y escuelas secundarias bajo la supervisión de la Comisión de Edu­ cación creada en 1776, los seminarios siguieron sometidos al control directo de las diócesis, sus programas de estudio tenían que ser aproba­ dos previamente por dicha comisión. En España, la enseñanza que se impartía en los seminarios era deficiente, no obstante, su situación mejo­ ró a partir de las reformas decretadas por Carlos III en 1766 con la funda­ ción de algunos nuevos y las mejoras introducidas en los ya existentes. En Galitzia, María Teresa y José II trataron de elevar el nivel de forma­ ción del clero tanto ortodoxo como católico. Esta mejora del sistema seminarista no sólo fue impulsada por gobernantes seglares, pues contó entre sus partidarios a hombres como Muratori, y el Papa Benedicto XIV, al igual que la mayoría de los obispos franceses, fomentó activamente la creación de nuevos seminarios. En Polonia, se estableció durante la pri­ mera mitad del siglo XVIII un sistema de seminarios diocesanos, cuya asistencia era obligatoria para todos los que aspirasen a ordenarse sacer­ dotes. La formación recibida en los seminarios se completaba en algunos estados, como Francia y España, con conferencias sobre temas espiritua­ les orientadas al clero que se celebraban de forma periódica. La calidad del clero parroquial variaba enormemente, al igual que sus relaciones con los seglares. En algunas partes, como Alsacia, se ha podi­ do comprobar que el sistema de seminarios logró mejorar considerable­ mente el grado de preparación del clero parroquial. Sin embargo, en otras, como Portugal, parece que este nivel siguió siendo bajo. Fuese cual fuese la extracción social de los sacerdotes, entre los cuales sólo un redu­ cido número provenía del campesinado y menos aún del campesinado pobre, se diferenciaban claramente de sus feligreses por su formación y vocación. Aunque, a veces, una procedencia distinta de los clérigos podía ocasionar tensiones, como sucedió en la diócesis de Lyón cuando los representantes eclesiásticos trataron de acabar con algunas prácticas reli­ giosas populares, este tipo de diferencias en cuanto a la procedencia 253

social, geográfica o educativa no tenía por qué producir un efecto seme­ jante. Resulta fácil concebir que el estamento eclesiástico alienaba al pueblo llano tanto por su diferenciación social y formativa como por los privilegios fiscales que aquél gozaba, y por las consecuencias que tuvo el desarrollo del Cristianismo ascético clerical para las prácticas religiosas populares, sobre todo en la Europa católica, aunque no solamente allí. No cabe duda de que hubo tensiones y conflictos. Pero no todas las quejas sobre los diezmos iban dirigidas contra los obispos, monasterios, capítu­ los y el laicado. El pago del diezmo y las disputas motivadas por las tasas que percibía la Iglesia prestando servicios como el de los funerales cau­ saron tensiones entre muchos sacerdotes y algunos o todos sus feligreses. Asimismo, los intentos llevados a cabo para regular o limitar determina­ das prácticas tradicionales, como el culto a las imágenes, las peregrina­ ciones y las hermandades provocaron protestas, desobediencia, pleitos legales y, a veces, como sucedió en Florencia y Livorno, incluso brotes de violencia. Pese a la oposición de las autoridades eclesiásticas, los campesinos de Bresse, en Francia, siguieron celebrando la noche de San Juan con prácticas que combinaban la liturgia católica y costumbres paganas. De todos modos, más que cuestionar la religión popular y contrastarla con la de la Iglesia, cabría resaltar la capacidad de adaptación y el grado de indefinición que la caracterizaba. Además, en la práctica, las iglesias aplicaban sus preceptos de forma mucho menos exigente de lo que pare­ ce. De hecho, en la orientación de los feligreses y en el cumplimiento de la doctrina religiosa sobre cuestiones difíciles como la usura, la contracepción o la observancia de los domingos, los sacerdotes solían mantener una mayor discreción. Muchos se mostraban incluso dispuestos a fomen­ tar la vivencia y las prácticas de la religión popular. Aumentó entre los católicos el uso de las lenguas vernáculas en el culto. En Eslovaquia, la Iglesia introdujo el empleo del eslovaco en aquellas partes de la misa que se entendían peor, y permitió también que participasen los campesinos con sus instrumentos y melodías. La experiencia pastoral del clero, realizada por individuos aislados que deseaban guiar espiritualmente a sus parroquianos, fue mucho más importante que la denuncia de prácticas “supersticiosas” por parte de intelectuales y algunos miembros de la jerarquía eclesiástica. Es más, no llegaron a suprimirse muchas de las peregrinaciones, cultos o fiestas existentes. En Alsacia, siguió habiendo peregrinaciones y antiguos santua­ rios, como el de Santa Odile, patrona de la región, porque el clero que atendía a una población con un profundo sentimiento religioso se hallaba muy poco interesado en las ideas de la Ilustración. Las críticas lanzadas por reformadores, entusiastas y philosophes no carecían de fundamento. En muchas partes de Europa, las Iglesias oficia­ les parecían incapaces de superar las deficiencias con que ejercían su ministerio. Países como Inglaterra, que experimentaron un fuerte creci­ miento de población, y áreas rurales que carecían de representantes parroquiales, como sucedía en España, planteaban a veces problemas insuperables. Además, gran parte de la riqueza de la Iglesia no se aplica­ ba en la salvación de las almas. Aquellos clérigos reformadores que coo­ peraban con el Estado se encontraban a menudo con que los propósitos de 254

tales reformas eran fundamentalmente seglares. La propia naturaleza de las Iglesias oficiales, que trataban de ejercer su control sobre toda la actividad religiosa, en una época en que la religión se concebía a la vez como un compromiso social y una experiencia espiritual personal, planteaba pro­ blemas para algunos de los clérigos o laicos que censuraban cualquier cosa que pudiese comprometer a esta última. Los creyentes convencidos podían llegar a aborrecer las concesiones hechas para alcanzar una uni­ formidad religiosa nacional. Pero, no obstante, este descontento es un claro reflejo de la importancia que seguían teniendo la religión, las Igle­ sias y el clero. Pocos creían, en realidad, que se debiera o se pudiera prescindir de ellos. Así pues, los conflictos y las críticas no deberían des­ viar nuestra atención descuidando el contexto en que se producen, donde encontramos relaciones simbióticas entre fe y razón, Iglesia y Estado, clérigos y laicos, y entre la religión y el pueblo.

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CAPÍTULO VII

LA ILUSTRACIÓN

No hay ningún siciliano en los círculos sociales refinados que no pueda pre­ guntarte como estás en tres idiomas, hablarte sobre Newton y Descartes; con­ tarte que Teócrito era su paisano, y que Palermo en otro tiempo se llamaba Panormus; pese a ello, todos sus conocimientos son tremendamente superfi­ ciales... la mayoría de los hombres parecen adoptar una distinción social que resulta ajena a su verdadera naturaleza; tanto sus ropas como sus ademanes o su conversación me hacen pensar en pobres actores ambulantes ataviados con sus oropeles que pronuncian un discurso ridículo o humorístico con la exage­ rada afectación de unas muecas histriónicas, cuyo significado ni ellos mismos entienden. (Sir William Young, 1772)1 Suele presentarse gran parte del siglo x v i i i como el Siglo de las Luces o la Epoca de la Ilustración, pero la frecuencia con que se emplean estos términos no contribuye a facilitar su definición. Tarea que se ha hecho mucho más compleja al dejar de centrarnos en los escritos de un re­ ducido grupo de pensadores franceses para tratar de averiguar si esta con­ cepción es válida para el Continente europeo en su conjunto. El contexto político, social y religioso variaba bastante entre los distintos estados y, por tanto, no sorprende que las interpretaciones realizadas basándose en los textos de los célebres pensadores franceses resulten inadecuadas para Italia, Escocia, Rusia o el Imperio. Incluso dentro de Francia, las ideas de aquellos a quienes se consideraba autores ilustrados, distaban de ser uniformes y, además, algunos de estos pensadores eran criticados por escritores que, aunque podríamos definir también como intelectuales, no compartían sus planteamientos. Puede describirse la Ilustración más como una tendencia que como un movimiento, una tendencia hacia una Indagación más crítica y hacia una mayor aplicación de la razón. Aunque el análisis de las suposiciones y las 1BL. Stowe 791, pp. 127-28.

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prácticas habituales fuese una de las características propias de aquellos a quienes se les consideraba ilustrados, también se daba la circunstancia, como les sucedía a otros que proclamaban las virtudes de la razón, de que seguían primando muchas suposiciones apriorísticas y que las con­ clusiones a las que podía llegar la razón solían quedar circunscritas a las preferencias y métodos de los pensadores, los cuales variaban en función de opiniones personales y de la situación de cada país. Para los pensadores ilustrados, la Razón constituía tanto un objeto de estudio como un método. Creían que era necesario emplear la razón pres­ cindiendo de las limitaciones impuestas por la autoridad o la tradición, para comprender al hombre, a la sociedad y al Universo, y mejorar así la realidad en que se desenvolvía la vida humana, de acuerdo con un propó­ sito que podía combinar el utilitarismo y la búsqueda de la felicidad indi­ vidual. Algunos pensadores, sobre todo franceses o miembros de algunas minorías religiosas, creían que las autoridades existentes representaban una clara limitación para el avance de la razón y, por ello, adoptaron pos­ turas críticas frente a ellas, pero este tipo de enfrentamientos fue poco habitual. Se pensaba que la razón era el rasgo distintivo del hombre, y solía considerarse por tanto que los locos constituían una especie de monstruos a quienes debía tratarse como fieras salvajes con la disciplina del látigo. Pero la razón no sólo era una característica propia de la natura­ leza humana, sino también de su desarrollo y organización social. Aun­ que Rousseau sostenía que la sociedad había multiplicado los problemas del hombre, en general, se estimaba que tanto la especie humana como su mente habían progresado. Se consideraba que la mente de un salvaje estaba virgen, y que se hallaba sumida en una fantasía misteriosa y obse­ sionada con un mundo terrorífico, en el que su enorme ansiedad se pro­ yectaba en el propio entorno natural. Así, por ejemplo, las gorgonas y furias que aparecen en los relatos de la Grecia Antigua podrían interpre­ tarse como un producto de mentes en un estado poco desarrollado. En el siglo XVIII, se creía que la razón había logrado liberar al hombre de este tipo de temores sin fundamento y podía seguir haciéndolo. Newton ya había demostrado que los cometas eran fenómenos naturales y no porten­ tos inexplicables. La evolución histórica del hombre a través de la razón se había desarrollado describiendo un proceso continuado, que también podía comprobarse mediante la educación de hombres incultos, de niños que se habían criado de forma silvestre o de “salvajes” a los que se podría civilizar. En un pionero estudio antropológico, que influyó en Rousseau, titulado Comparación entre las costumbres de los salvajes americanos y las Costumbres de los tiempos primitivos (1724), el jesuita francés Joseph Lafitau, que pasó buena parte de la década de 1710 entre los iroqueses, presentaba a los indios americanos como un modelo viviente de la sociedad humana en su estado primitivo. Se afirmaba que la razón contribuía al desarrollo del hombre ayudándole a explorar, a entender y a transformar su entorno, pues éste resultaba más fácil si se confiaba en hechos objetivos y se practicaba el escepticismo y la incredu­ lidad. En teoría, ésta era una postura radical y, de hecho, algunos pensado­ res aventuraron opiniones que refutaban ideas ampliamente extendidas, 258

no sólo por varios de los miembros destacados de la Ilustración. De hecho, la existencia y el radicalismo de un movimiento ilustrado fueron puestas de relieve por sus críticos. En 1759, el Fiscal General Joly de Fleury informó al Parlement de París que existía “una Sociedad organi­ zada... para propagar el materialismo, destruir la religión, fomentar un espíritu de independencia y corromper la moral”. Esto se achacaba a obras como la Encyclopédie, cuyos privilegios fueron revocados por el gobierno. Sin embargo, un rasgo llamativo de los escritos realizados por la mayoría de las principales figuras de la Ilustración era la habilidad con la que sabían conciliar sus concepciones teóricamente universalistas y subversivas sobre la razón con las circunstancias concretas de sus países y de su posición, y con las pretensiones de las autoridades tradicionales. La religión demostró ser un claro ejemplo de ello. Muchos estaban en contra de las prerrogativas, las pretensiones y el personal de las iglesias. Llegó a considerarse al clero como responsable intelectual de una conspi­ ración que trataba de limitar el progreso del Hombre y la difusión de las ideas de los pensadores ilustrados. Para argumentar esta interpretación se ponía como ejemplo al período de la Edad Media, pues solía atribuirse al dominio de la Iglesia el haber estado sumido en la ignorancia. No obstante, gran parte de las críticas que se hacían contra el clero o contra las pretensiones y prácticas eclesiásticas deberían contemplarse desde la perspectiva de los enconados debates protagonizados al respecto por los propios creyentes. Si bien es cierto que algunas de las principales figuras de la Ilustración criticaron a los jesuítas, también lo hicieron los jansenis­ tas. El racionalismo no fue un antagonista de la Cristiandad. Se creía más bien que la Razón respaldaba los fundamentos de la Cristiandad, y no sólo frente a las exigencias de los grupos religiosos más radicales, como el de los Profetas Franceses. Podía emplearse a la Razón para confirmar cuanto enseñaba la revelación. Así, cuando el filósofo escocés David Hume rechazó la existencia de ésta en su Essay on Miracles (1748), Thomas Sherlock, un obispo anglicano, pudo llegar a una conclusión total­ mente opuesta en su Trial ofthe Witnesses ofthe Resurrection (1729). El escaso influjo que tuvo el escepticismo se puso de manifiesto en 1751 cuando la inquietud generalizada que provocaron diversos terremotos producidos en Inglaterra, hizo que el editor de Hume decidiera retrasar la segunda edición de sus Philosophical Essays. La mayor parte de los inte­ lectuales compartían la opinión de Locke según la cual un análisis racio­ nal de la situación del hombre propiciaría que la gente se hiciera cristia­ na. Concibiendo a la Razón como un don divino y al Universo como la Creación de Dios, definieron un modelo en el que la observación empíri­ ca no tenía por qué ser necesariamente una antítesis de la fe. Tales plan­ teamientos, que en absoluto pretendían comprometerse con la tradición y la religión, muestran cómo muchos hombres piadosos que formaban parte de una sociedad muy religiosa trataban de asimilar los logros y posibilidades de los descubrimientos científicos. Algunos pensadores radicales formularon concepciones materialistas y psicológicas que deja­ ban escaso margen a la intervención divina. También se llegaron a pro­ poner principios éticos ajenos a la doctrina cristiana. Así, por ejemplo, el rechazo a la idea del pecado original ante la bondad innata, que pensado259

res como Rousseau atribuían a la sociedad primitiva, refutaba la noción de la Gracia divina. No obstante, apenas se formulaban desafíos semejan­ tes a la doctrina cristiana o se producían enfrentamientos con quienes la enseñaban, y aunque el optimismo de algunos ilustrados pudiera sugerir­ nos una convicción en la perfectibilidad del ser humano, esta idea se hallaba en general muy poco extendida. Diversos autores creían fir­ memente en el progreso. Otros, impresionados por la caída de Roma, proponían teorías cíclicas. Y aunque a pocos les interesaban las ideas cristianas sobre la historia, como el milenarismo, en esto apenas se dife­ renciaban de muchos, pero no todos, los dirigentes eclesiásticos. En suma, los principales representantes del pensamiento ilustrado propugna­ ban las posibilidades y virtudes del progreso seglar, pero depositaban sus esperanzas más optimistas en la acción de las leyes e instituciones nacionales, y no en la masa de la población, cuya mentalidad les parecía imposible de cambiar a la mayoría de los pensadores coetáneos. Pueden apreciarse con facilidad contradicciones entre los escritos de varios de los filósofos ilustrados. Al igual que existían en ellos concep­ ciones más optimistas o pesimistas, también presentaban tendencias humanitarias, liberales, moralizantes o totalitarias. Precisamente, esta diversidad nos hace dudar de que una búsqueda de los orígenes o una cronología de la Ilustración pueda resultar de gran utilidad. Sus orígenes se han atribuido tanto a una reacción contra Luis XIV por parte de escri­ tores ingleses, holandeses y franceses, como a una reacción contra el Barroco, a la Revolución científica del siglo xvil y a una crisis de conciencia que tuvo lugar a fines de esa centuria. Dado que la Ilustración era más bien una tendencia poco uniforme que un movimiento intelec­ tual, no debe extrañarnos que puedan encontrarse diversos núcleos que permanecieron activos durante un largo período de tiempo. Y el tratar de fechar o determinar una o varias de las causas que lo originaron resulta aún mucho más difícil cuando se analiza la compleja naturaleza del pen­ samiento y la cultura del siglo XVII. En lugar de representar una reacción contra una concepción monolítica, tal como proclamaban algunos de sus polemistas, la Ilustración era un claro reflejo de la diversidad de corrien­ tes de pensamiento que la precedieron. Por ello, al igual que sucedía con otras muchas cosas en el siglo XVIII, la continuidad en el cambio resulta evidente. Esta continuidad se vio favorecida por el carácter poco sistemático de gran parte del pensamiento del siglo XVIII. El celo excesivo de determi­ nadas campañas, como las que se emprendieron contra el empleo de la tortura o contra los jesuitas, no se fundamentaba en un código ético con­ sistente, sino en meras generalidades como la tolerancia y la razón. Tales planteamientos aparecían respaldados por autores que propugnaban una gran diversidad de opiniones, a menudo contradictorias. Las recomenda­ ciones políticas que hacían algunas de las figuras más destacadas de la Ilustración variaban tanto que, por ejemplo, la argumentación hecha por Voltaire a favor de la autoridad monárquica fue incluso mayor que la de Montesquieu. También representaban opciones bastante diferentes las respuestas que ofreció Diderot a varias cuestiones políticas. De igual manera que tales contrastes y la propia indefinición del pensamiento ilus­ 260

trado facilitaban su acomodo a circunstancias muy variadas, y el papel que desempeñaban sus personalidades surtía el mismo efecto. En Fran­ cia, donde la Ilustración se convirtió en un fenómeno muy público, no se debatía tanto sobre las ideas, sino sobre quienes las propugnaban o recha­ zaban. La integridad personal de los pensadores era una cuestión de enor­ me importancia y, de hecho, los rumores eran uno de los medios más empleados para forjar o destruir su reputación. La intensidad con que se manifestó la Ilustración Francesa se debió, en gran medida, a su enorme dimensión pública y a la propia necesidad de recurrir al apoyo del públi­ co, ya que estos escritores franceses no podían contar con el patronazgo de la corona. Fue, precisamente, en Francia donde la búsqueda de un respaldo del público y la creencia de que el ser humano podía comprender mejor su entorno se combinaron para dar lugar al controvertido proyecto de publicar un compendio universal del saber. Originariamente, la Encyclo­ pédie, cuya edición emprendieron Diderot y d’Alembert en 1751, se había propuesto traducir la Cyclopaedia or an Universal Dictionary of Arts and Sciences de Ephraim Chambers (1728). Pero pronto se transformó en una obra de referencia fundamental que era, a su vez, un vehículo de propaganda de las ideas de los philosophes, pensadores franceses que se consideraban progresistas e ilustrados. En su artículo Encyclopédie, Diderot decía que si una obra lograba que la gente estu­ viese mejor informada, también contribuiría a que fuese más feliz y vir­ tuosa. La Encyclopédie fue, sin duda, la producción más célebre de la Ilustración Francesa y puso de manifiesto cuáles eran las cuestiones de mayor interés para muchos de los philosophes. Los últimos volúmenes se imprimieron en 1765. Algunos de los artículos podían parecer algo subversivos, sobre todo los que trataban temas religiosos. En el que se dedicaba a la Autoridad Política, que apareció en el primer volumen, Diderot anticipaba el principio de gobierno basado en el consenso: “A ningún hombre le ha otorgado la Naturaleza el derecho de mandar sobre los demás. La Libertad es un don del Cielo... Si la Naturaleza no ha esta­ blecido ningún tipo de autoridad, ella constituye la verdadera fuente del poder... Cualquier otra autoridad deriva de un origen diverso... El poder que proviene del consenso del pueblo implica necesariamente unas con­ diciones que hacen su uso legítimo, útil para la sociedad, ventajoso para la república y sujeto a unos límites”. Aun así, sus artículos eran mucho menos peligrosos que la literatura política clandestina que circulaba por entonces. La mayor parte de la Encyclopédie fue escrita por Diderot, D’Alembert y el Caballero de Jaucourt, pero también colaboró un gran número de autores, entre los que se incluyen d’Holbach, Morellet, Rous­ seau, Turgot, Quesnay y Voltaire. Al igual que muchas de las grandes empresas editoriales, la primera edición se publicó por suscripción. Este procedimiento contribuyó a reforzar el carácter colectivo del proyecto, que no surgió como un encargo del gobierno, ni se vendió de forma masiva y anónima como las ediciones siguientes más baratas. Su coste, que en la moneda británica de la época equivalía a unas 50 libras, era tal que sus 3.931 suscriptores tenían que ser necesariamente bastante ricos. Sin embargo, las ediciones posteriores fueron mucho menos caras, por­ 261

que los editores aprovecharon la demanda de versiones más asequibles, reduciendo su formato, empleando un papel de menor calidad y prescin­ diendo de numerosas ilustraciones. La mayoría de los compradores procedían de las elites urbanas tradicionales que integraban oficiales y profesionales liberales, sobre todo abogados, más que comerciantes y productores de manufacturas. El aumento de las ventas de libros y la aparición de nuevas ediciones podría hacernos pensar en una difusión gradual de la Ilustración más allá del ámbito de los salones parisinos. Pero es evidente que muchas de estas compras eran bastante eclécticas y no debería exagerarse el influjo que llegaron a tener los escritos de los philosophes. No parece que los miem­ bros del Parlement de Burdeos los leyeran con frecuencia, ya que sus bibliotecas particulares contenían sobre todo obras de derecho, historia, teología y literatura bastante comunes. Entre los nobles del Charolais, una zona rural de la Borgoña, algunos seguían atentamente el desarrollo de la Ilustración, leyendo libros de moda o apoyando ideas más avanza­ das, pero la mayoría se mantuvo fiel a las concepciones tradicionales y no le interesaba introducir cambios, tal como reflejan las preferencias de sus lecturas. Sería erróneo exagerar el radicalismo de los philosophes. Deseaban ilustrar a la sociedad, no revolucionarla, y semejante ilustración se concibió para desarrollar las capacidades del ser humano como criatu­ ra social, acabando con las prácticas del pasado que limitaban el bene­ ficio, la felicidad y, por tanto, el progreso de la sociedad. La actitud de la mayoría de los philosophes hacia el pueblo llano era bastante áspe­ ra. Aunque les preocupaban cuáles eran sus necesidades, trataban más de cambiar sus ideas que prestarles atención o hacerse eco de las mis­ mas. Solía presentarse a la gente del pueblo como ignorantes, cuyas creencias eran la antítesis de las de un hombre ilustrado. Se quería mejorar el sector del campesinado para desarrollar sus posibilidades, hacerles más útiles para la sociedad y lograr que ésta fuera más rica. Los campesinos serían entonces más felices y prósperos porque aumenta­ ría el rendimiento de su esfuerzo y se verían libres de sus temores pri­ mitivos recibiendo una educación más amplia. El deseo de mejorar la situación del campesinado no se hallaba relacionado con la introducción de avances agrícolas como la reproducción selectiva y la estabulación, pero las opiniones del campesinado apenas suscitaban interés. El len­ guaje utilizado para describirlos era el que se empleaba para hablar de niños o animales. Mercier de la Riviére presentaba al peuple como si viviera en un estado de constante delirio o locura. En el Emilio, Rous­ seau mostraba su rechazo hacia las costumbres de los pobres faltos de educación. A partir de los años 1760, hubo un mayor interés por los pobres. Esta tendencia se debió en parte a la atención que volvió a prestarse por los problemas internos tras el período de guerra vivido a mediados de siglo, pero también reflejaba una preocupación cada vez mayor por las cuestio­ nes sociales y económicas, sobre todo en cuanto a la productividad agrícOici y ¿a pobreza, 'y a.íitc i3. ncccsio.3.0. o.c rcconsicici ¿ir c u c i ¡c o clcbitin ser los fines y métodos de la enseñaza tras la expulsión de los jesuitas. Cuan­ 262

do en 1770 Federico II escribió que en Silesia hacía falta “sacar al pueblo llano de su estupidez y salvajismo”2, estaba expresando una idea bastante generalizada. De hecho, se pensaba que, al igual que los niños, los pobres necesitaban orientación, estímulo y control, pero sólo se les creía capaces de un desarrollo limitado, y esto era lo deseable. Pese a que José II quería contar con una población alfabetizada, su educación debía reducirse a aquello que tuviese una aplicación inmediata. En Francia, la enseñanza se concebía como un instrumento útil para la formación profesional, el aprovechamiento económico y el control social. De la misma forma que José II, los philosophes deseaban que la educación fuese compatible con las perspectivas de futuro de sus beneficiarios, y tales perspectivas se contemplaban dentro de una concepción esencialmente inmutable de la sociedad, en la que la mayor parte de la población tenía que vivir como trabajadores pobres. Su enseñanza consistiría en una formación práctica de carácter vocacional, en el aprendizaje de la lectura, la escritura y diversas nociones de aritmética, y en una educación moral y física. Se mantendría un acceso restringido a los niveles superiores del sistema educativo. Se consideraba peligroso cualquier contenido que pudiese minar la armonía social y, de hecho, apenas se concebía la educación como un derecho. Por ello, los escritores que proponían ideas como las de comunidad o soberanía popular, y que se basaban en la ley natural para justificar el derecho del hombre a ser libre, no eran realmente demócratas. Semejan­ tes ideas igualitarias aparecían expresadas en obras utópicas, y los ilus­ trados ofrecían como respuesta a su propio entorno social sólo lo que ellos consideraban admisible. Su propósito era esencialmente introducir mejoras, no provocar cambios radicales. De esta forma, la actividad eco­ nómica y el conjunto social serían más productivos y útiles. Las contra­ partidas que esto implicaba eran la tolerancia religiosa y el respeto a la ley. Los escritores ilustrados deseaban acabar con el carácter arbitrario del poder y, en su lugar, reclamaban a los gobernantes una mayor virtud y el respeto a la ley. Concebían la libertad sólo como la obediencia a la actuación legal de la autoridad legítimamente constituida. Aunque todos debían ser iguales ante la ley, se consideraba que la desigualdad social y la división en órdenes o estamentos era algo natural y necesario. La pro­ piedad, en cambio, era un derecho. Pocos pensaban que fuese contradic­ torio que los nobles húngaros o los caballeros de Virginia exigieran liber­ tades y hablaran de ellas, mientras mantenían lo que concebían como un tutelaje benevolente sobre sus siervos y esclavos. Sin embargo, sería un error dar a entender que las ideas políticas de los ilustrados eran uniformes y su impacto limitado. La redefinición de los conceptos de “monarca justo” y “sociedad útil” que proponían los philo­ sophes, pese a la variedad de conclusiones a las que llegaban, ofrecía algunas vertientes bastante radicales. Como sucedía con el estilo satírico adoptado por algunos autores como Voltaire, con los motivos y formas 2HUBATSCH, W., Frederick the Great, (1975) p. 107.

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de su oposición, y con sus críticas contra privilegios tales como los dere­ chos feudales, que si bien ya habían sido rechazados anteriormente por Condorcet, Voltaire supo reunirías en un mismo discurso. Durante las primeras décadas del desarrollo de la Ilustración Francesa no se tuvieron en cuenta las consecuencias que podrían tener sus escritos. A las guerras de Luis XIV les sucedió un brillante período para la especulación intelec­ tual y de gran vitalidad cultural durante la Regencia de Orleans. París atraía a muchos talentos, cuyas nuevas obras pronto se pusieron de moda. El desarrollo de esta curiosidad intelectual y el vigor de los propios cír­ culos parisinos propició que ideas y autores muy diversos llamaran su atención a lo largo de la centuria. El período que abarca hasta los años 1760 experimentó un progresivo aumento de la influencia de los philo­ sophes, con aportaciones tales como la popularización de la obra de Newton realizada por Voltaire en la década de 1730, las obras deístas de Diderot en la década siguiente y con la propia Encyclopédie. En los años 1760, predominaban en los círculos parisenses de moda los plantea­ mientos intelectuales de los philosophes y se hallaban bajo su influencia las principales instituciones culturales de la capital. Considerados, res­ pectivamente, como una corriente de moda y un grupo elitista, la Ilustra­ ción francesa y los philosophes alcanzaron su momento culminante en aquella década. Sus pretensiones, ya fueran reales o supuestas, resultaban ofensivas para muchos. En 1768, el joven académico ginebrino Horace Benedict De Saussure escribió acerca de Marmontel: “Reconocí en él cuanto se me había advertido que cabría esperar de los beaux sprits de París: una actitud muy arbitraria, continuas referencias a su grupo como si se tratara del único al que pudiera llamarse filosófico, y su desprecio o las insinuaciones odiosas que hacía contra aquellos que no pertenecían a él”3. Aunque el exclusivismo de los philosophes disgustaba a muchos, y sobre todo a las nuevas generaciones de escritores que envidiaban su posición, a partir de los años 1770 estas tendencias intelectuales empeza­ ron a desafiar sus planteamientos. Etiquetarlas de antiilustradas supon­ dría concebir una falsa unidad en la Ilustración e ignorar hasta qué punto durante las décadas centrales del siglo XVIII ya se habían perfilado ten­ dencias semejantes. De hecho, tanto el nihilismo moral como el senti­ mentalismo habían aparecido en escritores a quienes se consideraba como destacadas figuras del pensamiento ilustrado. Si bien en la década de 1770 se aprecia con claridad el desarrollo de nuevas corrientes, sobre todo del prerromanticismo, que parecía rechazar el principio del equili­ brio, y diversas creencias que no estaban de acuerdo con las expectativas racionales convencionales, éstas no representaban un verdadero desafío frente a la Ilustración, sino que eran producto de ideas bastante diferentes y a menudo incompatibles a las que el culto a la razón les había conferi­ do una falsa coherencia. Algunas de estas nuevas tendencias implicaron una vuelta a ciertas concepciones del pasado, como sucedió en Francia en los años 1780 con la reaparición de la creencia de que los monstruos 3FRESHFIELD, D. W., The Life of Horace Beneclict De Saussure (1920), p. 99.

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eran producto de fantasías maternales, interpretación ésta que muestra el enorme interés que volvió a suscitar entonces el poder de la imaginación. En cierto modo, resultaría engañoso considerar a las nuevas tenden­ cias de las últimas décadas del siglo XVIII como una ruptura respecto a la Ilustración francesa. Muchos de los philosophes fallecieron o disminuyó sensiblemente su actividad durante la década de 1770, y fue adquiriendo mayor protagonismo una nueva generación de escritores y pensadores que representaban intereses muy diversos. Más que rechazar los plantea­ mientos de los philosophes, los adaptaron a las nuevas circunstancias, incluyendo una convicción cada vez más generalizada de que el Estado francés tendría que cambiar. Esta adaptación se vio favorecida por el hecho de que la Ilustración no era ni un credo religioso ni la ideología de un determinado partido. La enorme heterogeneidad de este movimiento facilitó su difusión y la adaptación de las ideas ilustradas, pero hizo que a la vez resultasen mucho más difíciles de definir. Puede que en Francia las críticas de los philosophes respondieran a objetivos limitados y que sus estrechas relaciones con las altas esferas de la sociedad tendieran a suavizarlas, o puede que sus principales postula­ dos, como la necesidad de obeceder las Leyes de la Naturaleza y com­ prenderlas mediante el uso de las facultades naturales, tuviesen escaso contenido político (y, por contra, enorme trascendencia religiosa), pero seguía considerándose que los philosophes mantenían una actitud crítica contraria al gobierno. Cuando en la década de 1770 parecía que el gobier­ no francés empezaba a incorporar ideas nuevas con las políticas empren­ didas por Maupeou y Turgot, éstas provocaron malestar entre muchos intelectuales. El despotismo legal promovido por los fisiócratas chocaba con las concepciones liberales y radicales, que guardaban cierta semejan­ za con las premisas fundamentales del pensamiento ilustrado. Durante el reinado del poco carismático Luis XVI, algunos destacados representantes de la Ilustración estuvieron muy estrechamente vinculados con el gobier­ no. Sin embargo, tanto ellos como las principales figuras literarias del momento tuvieron que hacer frente a las críticas de una nueva generación contestataria, cuyos exponentes, motivados por la pobreza, la envidia, la falta de oportunidades y su interpretación de la obra de Rousseau, produ­ jeron escritos a menudo sensacionalistas, en los que atacaban a las autori­ dades oficiales y reclamaban cambios, sin explicar cómo podrían llevarse a cabo si desaparecían las autoridades. La insatisfacción que transmitían y exacerbaban estos críticos contribuyó a acentuar el carácter contestatario de los años 1780. Tal como hicieran los philosophes, exageraron respecto a las posibilidades que podían ofrecer la educación y la naturaleza social del ser humano, y olvidaron las dificultades que habría para convertir sim­ ples aspiraciones en medidas políticas concretas, los problemas adminis­ trativos, la vitalidad de la religiosidad popular y la poca disposición del hombre a subordinar al criterio moral de los demás los intereses persona­ les y las propias concepciones sobre la noción de lo que debía ser una sociedad justa. Esto provocó confusión y frustraciones entre muchos escritores durante los primeros años de la Revolución y generó un plantea­ miento ideológico que consideraba necesario el uso del terror para la crea­ ción y defensa de una sociedad justa. 265

Aunque los philosophes solían criticar las actuaciones de las autorida­ des oficiales francesas, en la mayor parte de ‘Europa las relaciones exis­ tentes entre la Ilustración y el poder no eran muy estrechas. Los gobier­ nos procuraban contar con los servicios de los intelectuales, y muchos de ellos detentaban cargos públicos o eran académicos en las instituciones educativas estatales. Por su parte, los intelectuales trataban de influir en la política de los gobiernos. En qué forma se desarrollaba esta relación variaba bastante según los Estados y no se hallaba exenta de problemas, pues los gobernantes podían rechazar sus consejos, y los intelectuales plantear proyectos irrealizables. Además, tampoco mantenían una rela­ ción estable, sino que ésta se redefinía constantemente a la luz de los cambios producidos en las circunstancias coyunturales y en las expectati­ vas de ambas partes. Así, por ejemplo, los métodos arbitrarios y autocráticos de José II produjeron gran decepción en los dominios de los Habs­ burgo a mediados de los años 1780. No obstante, en gran parte de Europa se dio lo que se ha dado en llamar la Ilustración corporativista o estatal. Tal es el caso sobre todo del Imperio y de algunos estados italianos. En el Imperio, se conoce a la Ilustración bajo el término Aufklarung, que defi­ nió el filósofo prusiano Immanuel Kant (1724-1804) en 1784 como la realización del hombre mediante el uso de su mente. Aunque semejante definición no resultase ofensiva para los philosophes y éstos aplaudiesen la insistencia de los intelectuales alemanes en la educación, su estrecha relación con las autoridades les parecía tan chocante como su escaso anti­ clericalismo. Kant hizo hincapié en el papel creativo que podía desempe­ ñar un monarca, llegando a referirse a la Ilustración como el “Siglo de Federico”. En la Alemania católica, el anticlericalismo se centraba en el rechazo a las directrices de un Papa lejano y, en menor medida, contra las órdenes monásticas. Rara vez se despreciaba la labor del clero secular o las creencias religiosas en sí mismas, y muchos de los príncipes-obispos se hallaban a la vanguardia del movimiento de reforma y en el empleo de intelectuales en su servicio. Así sucedió, por ejemplo, durante los años 1780 en los tres Electorados eclesiásticos, uno de los cuales, Colonia, estaba gobernado por Max Franz, hermano menor de José II. Tampoco hubo un fuerte anticlericalismo en la Ilustración de los principados protestantes alemanes, porque se consideraba que la Iglesia contaba con medios de reforma y educación tan importantes como los del Estado. De este modo, el principal centro de la Ilustración en el Electorado de Hannover, la Universidad de Gotinga, inaugurada en 1737 para potenciar especialidades como la Medicina y las Ciencias Naturales, más que la Metafísica, y con una biblioteca a la que se le otorgó una función priori­ taria, estaba financiada en gran parte por el gobierno y diversos cargos públicos. Muchos intelectuales protestantes pusieron énfasis en el papel del Estado. El matemático y filósofo Gottfried von Leibniz (1646-1716), que llegó a ser Presidente fundador de la Academia de Ciencias de Berlín en 1700 y que, creyendo en la unidad del conocimiento y la necesidad de que el poder fuese asesorado por una elite intelectual, ansiaba descubrir un lenguaje erudito universal y favorecer la armonía mediante la lógica matemática y simbólica, era un funcionario y publicista de Hannover. Aunque, en teoría, creía en el gobierno de un hombre sabio, en la prácti­ 266

ca, respaldaba la monarquía hereditaria y limitaba estrictamente el dere­ cho de resistencia frente a ella. Christian Thomasius (1655-1728), profe­ sor de jurisprudencia en Halle desde 1690, proponía que la autoridad fuese ilustrada por la Razón. Condenó la tortura y los procesos por bruje­ ría, e insistió en que las leyes se basaran en los dictámenes de la Razón, pero opinaba que las libertades personales sólo debían disfrutarse a dis­ creción de los gobernantes. Funcionarios y académicos desempeñaron un papel decisivo en la Ilustración alemana haciendo que el gobierno se convirtiese en una pieza clave de la actividad social. La gran variedad de oportunidades que ofrecían los distintos Estados del Imperio propiciaron el empleo de nume­ rosos intelectuales. Su preparación y el servicio que podían prestar a los gobiernos proporcionó avances sociales y un reconocimiento oficial en el Imperio que no llegó a darse en Francia. Pero no todos los intelectuales estaban igual de satisfechos, ni prestaban servicios de forma satisfactoria. En la década de 1780, el censor de Prusia desautorizó la publicación de varios ensayos de Kant sobre temática religiosa, y en tiempos de la Revo­ lución Francesa el propio Kant insistió en la importancia de la libertad individual y sostuvo que la servidumbre era ilegal. Sin embargo, se opo­ nía claramente a los principios de soberanía popular y voluntad general, y aceptaba tanto la existencia de una jerarquía social desigual como la idea de que todas las personas dependientes, como los siervos, no debían dis­ frutar de ninguna clase de derechos políticos. Dado que la adaptación de la Ilustración a los intereses de las autoridades del Imperio fue mucho más fácil que en Francia, no sorprende que las ideas de los ilustrados alemanes llegaran a tener mayor influencia en Europa Oriental. Catalina II mostró un gran interés por los philosophes. El año de su coronación en 1762 pro­ puso sin éxito a D’Alembert para que se hiciera cargo de la formación del Gran Duque Pablo, y permitió que se imprimiese y publicase la Encyclo­ pédie en Riga, pero desestimando la propuesta de que se editara en ruso. Voltaire mantuvo una activa correspondencia con la zarina y la presentó como una figura destacada en la lucha contra la barbarie, la ignorancia, el clericalismo y la Iglesia Católica. Diderot recibía una pensión de Catalina II y fue a visitarla en 1773-74. Aun así, a Catalina le interesaba mucho más la publicidad que pudieran brindarle los philosophes que sus conse­ jos. Hizo desistir a Voltaire de que visitase Rusia, y cuando Mercier de la Riviére se encontró con Catalina en 1768, le desengañó de su idea de que podría convertirse en su primer ministro. Diderot intentó persuadirla de que pusiera en práctica sus concepciones y de que conservara la Comisión Legislativa como “depositaria de las leyes” de Rusia, pero, aun cuando Catalina se hubiera mostrado dispuesta a apoyarlas, estas ideas de Diderot no proporcionaban las bases adecuadas para el desarrollo de una política realista. Cuando se interesaban por otros países, los philosophes tendían a buscar reyes filósofos que pudiesen acogerles bajo su patronazgo y poner en práctica sus ideas. Así es como veía Voltaire a Federico II. Solían sen­ tirse defraudados porque no cabían apreciarse sus ideas y por las circuns­ tancias que incidían en los monarcas con los que trataban. Se hacían bur­ las sobre la ingenuidad de ios teóricos. En su comedia Damo cíes (1741), el Abad Poney de Neuville presentaba a un filósofo que había escrito El 267

arte de reinar y creía que sólo un filósofo podía gobernar con sabiduría, fomentando la paz y la felicidad para acabar con las guerras y los impues­ tos; pero cuando tiene ocasión de gobernar, resulta ser un fracaso; el Esta­ do se hunde sumido en la guerra y Damocles maldice a la raza humana por oponerse a sus planes. Esta ingenuidad arriba descrita era un claro reflejo de las diferencias existentes entre las aspiraciones y la aplicación de medidas políticas con­ cretas que caracterizaba a muchos de los philosophes, en parte debido a las restricciones de la censura que tenían en cuenta cuando pretendían publicar cualquier texto escrito. Con mucha frecuencia, acababan aplau­ diendo aquello que habrían criticado en Francia. Así, por ejemplo, en 1762 Diderot elogió a Pombal por las reformas que había emprendido y por su decidida oposición a los jesuitas, sin hacer el menor reproche ante el carácter arbitrario y brutal con que llevaba a cabo su política. En Italia, los intelectuales sólo contaban con el apoyo de algunos príncipes. De hecho, Saboya-Piamonte (incluyendo el Reino de Cerde­ ña), los Estados Pontificios, la Toscana del último de los Médicis y la República de Génova no eran importantes centros en el desarrollo de las nuevas corrientes de pensamiento, ni en el empleo de intelectuales al ser­ vicio del gobierno. En 1737, el Papa Clemente XII trató de evitar la erec­ ción de un mausoleo en memoria de Galileo en la iglesia florentina de la Santa Croce. Los principales centros del Illuminismo (como se denomina a la Ilustración italiana) fueron Nápoles, Milán, el Gran Ducado de Toscana bajo Leopoldo II y algunos estados más pequeños, entre los que destacan sobre todo Módena y Parma. Su difusión dependió en gran manera de tradiciones intelectuales y circunstancias políticas y culturales determinadas. Entre los rasgos característicos de sus pensadores encon­ tramos un vivo interés por las nuevas ideas filosóficas y cierto grado de anticlericalismo. El desarrollo y aplicación práctica de las nuevas ideas en ámbitos como la economía, la reforma penal y la educación llamaron la atención de escritores tan célebres como Beccaria, Galiani y Genovesi. Otros autores abordaban contenidos más teóricos. Así, Muratori y Vico escribieron sobre la naturaleza del devenir histórico. Giambattista Vico (1668-1744), que era profesor de retórica en Nápoles, dedicó su obra Scienza Nuova (Cien­ cia Nueva, 1725) al estudio de la evolución histórica de las sociedades humanas y propuso una novedosa teoría cíclica de la Historia. El sentido de continuidad respecto al pasado que planteaba la teoría histórica de Vico se hallaba claramente en contra de la concepción soste­ nida por muchos de los philosophes. Todos ellos menospreciaban gran parte del pasado, la Edad Media por ser un período de barbarie, la Época de la Reforma por su fanatismo y el reinado de Luis XIV por su supuesta obsesión para alcanzar la gloire, y sostenían que la Historia no podía pro­ porcionar los principios lógicos y los presupuestos éticos que hacían falta para fundamentar las leyes inmutables que ellos propugnaban. No obs­ tante, el interés de Vico por la Historia no fue en absoluto un caso excep­ cional. La investigación histórica contaba con un notable desarrollo en Inglaterra, en donde diversos eruditos habían estudiado tanto el período anglosajón como épocas del pasado más recientes, siendo en particular el siglo XVII uno de sus principales temas de análisis e investigación. En 268

el Imperio, tenían enorme vigencia las tradiciones historiográficas centra­ das en la reforma administrativa y la historia imperiales, y en el Huma­ nismo latino. El clérigo siciliano Rosario Gregorio recurrió al empleo de la erudición para refutar las falsas interpretaciones sobre el pasado medieval de la isla. En Suecia, Olof von Dalin escribió una documentada Historia de Suecia que le habían encargado los Estados Generales, en la que refutaba los mitos goticistas de la historia remota de Suecia. Sven Lagerbring introdujo en la historiografía sueca la crítica de las fuentes. Aparte de la concepción de la Historia como una de las belles-lettres o como una “filosofía que se enseñaba por medio de ejemplos”, propuesta por Voltaire y Bolingbroke, había un enorme interés por el análisis imparcial del pasado. De hecho, muchos de los grandes escritores británi­ cos de la época fueron historiadores. El clérigo escocés William Robertson (1721-93) adquirió una magnífica reputación en diversos países del Continente con obras que fueron elogiadas por Catalina II, D’Holbach y Voltaire, e ingresó en las academias de Madrid, Padua y San Petersburgo. Era un minucioso investigador que hizo constar en el prefacio de su History of the Reign of Charles V (Historia del Reinado de Carlos V): “He tomado nota cuidadosamente de las fuentes de donde procede la información”. David Hume (1711-76), quien en su monografía Treatise of Human Nature (1738) sostenía que sólo existían meras impresiones y era imposible probar la existencia de la mente y la naturaleza de la causa­ lidad, fue mucho más conocido en su época como autor de una Historia de Inglaterra. Edward Gibbon (1737-94), que escribió la obra titulada Decadencia y Caída del Imperio Romano (1776-88), atribuía su caída en gran medida a la expansión del Cristianismo, y comparaba la degenera­ ción del Imperio con el vigor de los invasores bárbaros. Aunque la noción misma de la caída inexorable de una gran civilización fuera pesi­ mista, su libro constituía una obra maestra de la erudición y el escepticis­ mo. El gran crítico de la Revolución Francesa, Edmund Burke (1729-97), escribió un trabajo que no llegó a publicarse titulado Essay towards an Abridgement ofthe English History (Ensayo de un compendio de la His­ toria inglesa, 1757-60), en el que atribuía la evolución de la sociedad humana a la función que desempeñaba la Providencia divina proporcio­ nando las condiciones adecuadas para ello. Este enorme interés por el pasado reflejaba tanto la sensación de que había conformado el presente como una preocupación por el desarrollo orgánico que no siempre se asocia con los pensadores ilustrados. Aunque muchos autores avanzaron nuevas teorías a partir de diversos principios generales, en campos tales como la filosofía, la política o la psicología, también existía una notable preocupación por el contexto social y la rela­ ción entre la teoría y la práctica. A los pensadores les interesaba tanto la especulación como hacer descubrimientos, ya fuera mediante la explora­ ción, la observación o el análisis histórico, y aunque variaba considera­ blemente el carácter y la conformidad de dicha relación, ésta era funda­ mental para el desarrollo y aplicación de las ideas ilustradas. Las publicaciones eran el principal canal de difusión de las nuevas ideas. El mercado de libros y la red de corresponsales que se organizaban en torno a las revistas especializadas proporcionaban importantes vías de 269

comunicación de estas ideas. Tras estas publicaciones se hallaban socie­ dades intelectuales, que iban desde las tertulias de los cafés hasta la for­ malidad de las academias. Los clubs y otras muchas instituciones, entre las que había acuerdos por suscripción o incluso logias masónicas, cons­ tituían un elemento característico de la vida cultural e intelectual del siglo XVIII, pues todavía seguía habiendo un fuerte espíritu corporativista en muchos ámbitos de la sociedad. A imitación de las grandes academias metropolitanas surgieron numerosas academias provinciales, sobre todo en Francia. Además de contar con un jardín botánico y un observatorio astronómico, la Real Academia de Ciencias, Inscripciones y Bellas Letras de Toulouse, fundada en 1746, ofrecía cursos para un público general y editaba varios volúmenes de Mémoires. Aunque dedicaba la mayor parte de sus esfuerzos a asimilar y difundir conocimientos proce­ dentes de otros lugares, sobre todo de París, infundió un notable impulso seglar a la vida intelectual de la región, permitiendo que las elites locales se adaptasen a las nuevas ideas y divulgando progresos científicos como los principios de la física newtoniana o los últimos descubrimientos astronómicos. Entre sus miembros, un 27,5% eran nobles, un 18% cléri­ gos y el resto procedían de la burguesía, pero no se trataba de una pujante burguesía capitalista, sino más bien de abogados y médicos. En el Impe­ rio y las Provincias Unidas, las sociedades científicas y literarias y los clubs de lectura tendían a fomentar una determinada identidad cultural en sus miembros. Muchos admitían nuevas incorporaciones sin tener en cuenta aspectos como la posición social o la religión. No todas las socie­ dades que se fundaron servían o perseguían sólo fines sociales, pero la idea de que el desarrollo de la sociedad debía estar vinculado con la pro­ moción del conocimiento ya era de por sí importante. Muchas sociedades alemanas no llegaron a sobrevivir a sus propios fundadores. Así, por ejemplo, la Societas Incognitorum Eruditorum, fundada en 1746 en Olomouc (Moravia) por Joseph Barón Petrasch con una clara finalidad peda­ gógica, fracasó debido a la falta del apoyo necesario por parte de la administración local. Allí donde no existían instituciones y focos cultura­ les de ámbito nacional o se hallaban muy poco desarrollados, como en Gales, se encontraba con serios obstáculos la difusión de las nuevas ideas. Fuese cual fuese el carácter de las instituciones culturales, el bajo índice de alfabetización de la mayor parte de la población limitaba necesariamente las posibilidades de difusión de las ideas mediante textos impresos. La capacidad para firmar es un impreciso indicador del grado de alfabetización. Dos estudios mucho más minuciosos realizados sobre la región de Arrás y Saint Omer en el norte de Francia para los años 1802 y 1804, revela que apenas un 35 o 40% de los hombres sabía leer y escri­ bir, y que menos del 5% de la población rural podría considerarse sufi­ cientemente formada. Al parecer, se pensaba que la capacidad de leer y escribir era un requisito imprescindible para algunos oficios, y no para la mayoría, pues sólo necesitaban saber firmar. Pero la difusión de las nuevas ideas no era sólo cuestión de la existen­ cia de la vías de expansión necesarias. La vitalidad y el grado de aplica­ ción de muchas concepciones tradicionales y su capacidad de desarrollo eran tales que en gran parte de Europa puede entenderse mejor a la Ilus­ 270

tración como una importación, y a veces inserción, de las nuevas tenden­ cias, o incluso como el resultado a largo plazo de las corrientes de pensa­ miento autóctonas. En ciertos países, como Portugal y las tierras de la actual Rumania, se ha visto que la Ilustración llegó a evolucionar de una forma que habría sorprendido a los philosophes. De hecho, en algunos casos resulta más apropiado destacar la coincidencia, y en ciertos aspec­ tos, hasta la congruencia existente entre las concepciones nuevas y tradi­ cionales, y parece prudente considerar que no sólo las primeras eran definitorias de una corriente de pensamiento ilustrada o que ambas fuesen necesariamente opuestas. Si el término Ilustración se entiende como un conjunto de nuevas ideas seglares, entonces podría aplicarse a todo el Continente, pero perdería su significado específico para emplearlo como instrumento de análisis. En las Provincias Unidas, uno de los principales centros editoriales europeos y el país en el que se imprimieron muchas de las obras de los philosophes, el movimiento ilustrado fue básicamente una continuación del erastianismo y de la relativa tolerancia política y religiosa de la centuria precedente, pero el hecho de que se considerase iluminada por una constante creencia en la revelación cristiana hizo que Diderot presentase a los holandeses como un pueblo supersticioso. Había pocos deístas, pero la mayor parte de los adelantos científicos se presen­ taba inscrita en una especie de teología natural. Se prohibieron los libros que se consideraban contrarios a la religión, como el de los Pensées Philosophiques (Pensamientos filosóficos, 1746) de Diderot, una obra escép­ tica y deísta en la que se defendían las pasiones humanas, se criticaba la superstición, se prefería la razón a la revelación y se cuestionaban los milagros, o como L ’Homme Machine (El hombre máquina, 1748) de La Mettrie, que negaba la existencia del alma humana. El propio La Mettrie, que ya se había exiliado de Francia, fue expulsado de las Provincias Uni­ das y se marchó a Berlín aceptando el patronazgo de Federico II. Hubo pocas novedades o rasgos diferenciadores en la Ilustración neerlandesa, y no parece que la aplicación de este término resulte muy precisa. Lo mismo sucede con España, donde las influencias francesas y los escritos de un reducido número de intelectuales, algunos de los cuales poseían cargos oficiales, ejercieron escasa influencia. El enviado sueco, Conde Creutz, afirmaba en 1765, “la mayor parte de Europa se encuentra toda­ vía sumida en una vergonzosa ignorancia. Sobre todo los Pirineos repre­ sentan una barrera para el mundo ilustrado. Desde que estoy aquí me parece que la gente vive como hace diez siglos atrás”4. Aunque esta decepcionante visión hacía poco honor a los esfuerzos realizados por Carlos III, y aunque las siguientes décadas experimentaran un crecimien­ to considerable en la actividad intelectual seglar con la activa partici­ pación de funcionarios tales como Campomanes y Jovellanos, en España no llegó a haber el nivel de público lector o la abundancia de institucio­ nes culturales no oficiales que hubo en Francia, ni tampoco el grado de integración que existió entre las actividades intelectuales y oficiales den­ 4 PROSCHWITZ, G. von (ed.), Gustave IIIpar ses lettres (1986) pp. 33-34.

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tro del Imperio. De hecho, la Iglesia española era bastante más reacia frente a las nuevas ideas que la mayor parte del clero alemán y francés, y algunos de sus predicadores más influyentes las criticaban con dureza. Las nuevas ideas tenían una mayor aceptación cuando eran, adopta­ das por oficiales de la administración y de esta forma se vinculaban directamente con las circunstancias políticas, sociales e intelectuales del momento. En Polonia, fue el sacerdote católico Estanislao Konarski (1700-73) la persona que resultó probablemente más eficaz en la difu­ sión de estas innovaciones. En 1740, organizó en Varsovia el Collegium Nobilium, una escuela para la nobleza que preparaba a sus alum­ nos para el desempeño de cargos públicos y donde se estudiaban las ideas sobre las reformas políticas y económicas. Contando con un per­ miso papal, años más tarde amplió su programa de formación a todas las escuelas que mantenía la Orden Piarista. En cuanto Estanislao Augusto Poniatowski se convirtió en el Rey de Polonia en 1764, las ideas de Konarski empezaron a tener mayor influencia. En 1773 se estableció una Comisión de Educación Nacional, que fue el primer gabinete estatal europeo destinado exclusivamente a la educación. Y se imprimieron libros de texto adaptados a las nuevas ideas. La Introduc­ ción a la Física (1784) del matemático, geógrafo y físico alemán Johannes Hube presentaba a la Ciencia como el instrumento que podía permitir al Hombre explotar los recursos naturales de la Tierra. Hube sostenía que los experimentos eran un aspecto esencial para el conoci­ miento y comprobación de la información presentada. Así pues, la obra Mecánicas de Hube (1792) explicaba las leyes físicas partiendo de pre­ misas experimentales y racionales. Si bien el establecimiento de nuevas instituciones políticas y educati­ vas fue una característica especial de la Ilustración polaca, habría que considerar con detenimiento si puede atribuírsele un tipo de Ilustración claramente diferenciado. Muchos de los nobles que apoyaban las nuevas tendencias intelectuales, se mostraban contrarios a la introducción de cambios políticos, y la propia reforma educativa fue promovida por dos órdenes religiosas, los piaristas y los jesuítas. En realidad, el origen de gran parte de lo que suele describirse como la Ilustración se encuentra en diversas instituciones y movimientos reli­ giosos, cuyas ideas en muchos casos surgieron ya durante el siglo XVII. Es evidente la importancia que tuvieron los pensadores del Seiscientos en el desarrollo de las corrientes de pensamiento del siglo XVIII, si se tienen en cuenta, por ejemplo, el jansenismo, la tradición alemana sobre Dere­ cho Natural, la psicología de Locke, la física de Newton, el Derecho Internacional o el Deísmo. Conscientes del cambio que se había produci­ do en Francia respecto al predominio del pensamiento cartesiano y la fir­ meza de Luis XIV, los philosophes infravaloraron los elementos de con­ tinuidad existentes en el pensamiento francés, en particular, y europeo, en general. Aunque algunos escritores, sobre todo en Francia, Escocia y Nápoles, planteaban sus ideas como una reacción frente al pasado, la mayoría no lo eran y, a menudo, quienes insistían en la introducción de cambios empleaban concepciones tradicionales. La situación que presenta Polonia y las distintas opiniones que sobre 272

ella encontramos en boca de intelectuales de otros países vuelven a recor­ darnos los problemas que plantea el uso del término Ilustración. De hecho, las ideas y los intelectuales no se hallaban al margen de la reali­ dad social. El propio carácter cosmopolita de la República de las Letras y la semejanza existente en expresiones metafóricas tales como lumiéres o Ilustración hacen que tanto los analistas coetáneos como los actuales tiendan a exagerar sobre la importancia de los rasgos comunes y a infra­ valorar las .diferencias apreciadas en cuanto a las características naciona­ les y sus propias tradiciones intelectuales. Lo que verdaderamente llama la atención es la gran diversidad que se observa en las corrientes de pen­ samiento del siglo XVIII europeo. La gente se planteaba cuestiones dife­ rentes, empleaba métodos de análisis distintos y llegaba a conclusiones diversas. Por tanto, podría entenderse la Ilustración como ese proceso de cuestionamiento y respuesta, pero sólo si se tiene en cuenta su enorme diversidad y la dificultad que plantea establecer una definición demasia­ do rígida.

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CAPÍTULO VIII

LA CULTURA Y LAS ARTES

Cualquier síntesis de la extraordinaria variedad y complejidad que ofrece la cultura europea en este período se encuentra con el problema de describir los cambios que hubo en los estilos, y sobre todo cuando esta evolución sólo se puede valorar globalmente a través del estudio de obras, objetos y textos concretos. La interpretación más corriente suele presentar este desarrollo como una transformación del Barroco al Rococó que se produce poco después del comienzo de siglo y que suscita una reacción Neoclásica contra ambos estilos a partir de la década de 1760 o algo más tarde en Escandinavia y en el Imperio, sobre todo en el Sur de Alemania. También se considera a la cultura de las elites y a la cultura popular como expresiones totalmente opuestas, y suele atribuirse una clara competencia entre las distintas fuentes de influencia cultural y artís­ tica, tanto de algunos países como de determinados grupos sociales, inte­ lectuales o religiosos. Se empleó ciertamente la retórica de la competen­ cia y hubo en ocasiones una polémica en torno a los estilos, pero en general sería una exageración conceder mayor trascedencia a estos con­ flictos. La coexistencia de distintos estilos e influencias resulta mucho más notoria que sus enfrentamientos, pese a que las críticas formaban parte del proceso con el que los nuevos estilos acuñaban su propia identi­ dad y aunque cabría cuestionarse si el vocabulario estilístico utilizado era o no apropiado para describir la amplia variedad que ofrecía la actividad cultural europea. Una terminología o una cronología que pudieran servir para la pintura retratística parisina, no tenían por qué ser apropiadas para la ópera de Venecia, y con esto no se trata simplemente de sugerir que algunos países, artes o artistas se hallaban más adelantados que otros. Aun cuando se pueden encontrar varios temas comunes en algunos cam­ pos, parece más apropiado hablar de tendencias estilísticas que proponer la existencia de distintas características uniformes. Además, también nos inspira cierta precaución el que muchos de los escritos sobre temas cultu­ rales tengan un carácter provisional, sobre todo en el estudio de las influencias y tendencias artísticas. 275

E l pa t r o n a z g o

Si bien pueden distinguirse varías fuentes de mecenazgo y mercados de arte, resultaría impropio afirmar que eran tan diferentes y no se halla­ ban relacionados entre sí. Sus posibilidades no sólo variaban según cada forma de expresión artística, por ejemplo las iglesias patrocinaban la música pero no la producción de novelas, sino también en cada región. En Europa Occidental, donde los estados solían ser relativamente homo­ géneos en su composición lingüística y religiosa, los grupos medios de la sociedad eran bastante numerosos, el nivel de educación era mayor y los índices de alfabetización comparativamente más elevados, existían rela­ ciones mucho más estrechas entre las distintas fuentes de patronazgo que en la Europa Oriental, en donde contaban con niveles de educación y alfabetización mucho menores, y con grupos medios bastante menos numerosos, y en donde había diferencias étnicas, lingüísticas y religiosas más pronunciadas entre los distintos grupos sociales y dentro de cada región. E l PATRONAZGO CORTESANO Y ARISTOCRÁTICO

Los mayores mecenas individuales eran los monarcas, que estable­ cieron sus cortes rodeándose de esplendor y elegancia, y promovieron también con enorme interés el cultivo de otras artes. Muchos fueron grandes mecenas del arte eclesiástico, la música y la arquitectura, y así mientras que Juan V de Portugal destinó elevadas sumas a la construc­ ción de la Iglesia-monasterio de Mafra, Víctor Amadeo II emprendió en 1717 la edificación de una enorme iglesia en Superga para conmemorar su victoria alcanzada en 1706 en la cercana ciudad de Turín. Detrás de la iglesia, que dominaba el horizonte de Turín, se construyó un monas­ terio diseñado para servir de mausoleo a la dinastía, donde los monjes orarían a perpetuidad por su salvación. La basílica, consagrada en 1727, fue un gran logro del arquitecto siciliano Filippo Juvarra (16781736), a quien Víctor Amadeo había hecho traer a Turín en 1714. Si bien la construcción de grandes iglesias, que servían de escenario para algunos de los principales acontecimientos reales como las coronacio­ nes y los matrimonios, fue el ejemplo más claro del mecenazgo regio a favor del arte eclesiástico, muchos monarcas también promovieron con generosidad otro tipo de actividades y, por ejemplo, solían encargar una gran parte de la música compuesta para la Iglesia. No obstante, es posi­ ble que el cambio producido respecto a la sensibilidad religiosa en algunas cortes católicas contra la religiosidad ostentosa y exhuberante de fines del siglo XVII llegase a tener cierta repercusión en el arte. No todos los monarcas católicos de la década de 1780 se habrían mostrado dispuestos a encargar un relicario para la conservación del cráneo de un santo, como hizo Cosme III de Toscana en 1703 para San Cresci, y pese a que María I de Portugal, que gobernó desde 1777 hasta que en 1792 su hermano Juan asumió el poder a causa de su locura, construyó una basílica en Estrela. 276

El parecer y las actividades de los reyes inspiraron la obra de muchos artistas. En 1734, Johann Sebastian Bach (1685-1750), cantor en la Thomasschule de Leipzig (Sajonia) desde 1723 hasta su muerte, compuso cantatas para conmemorar las victorias polacas de Augusto III. El pintor parisiense Charles Parrocel (1688-1752) sirvió durante un año en el ejér­ cito francés y, tras seguir a Luis XV en su campaña de 1745, expuso al año siguiente diez cuadros de sus victorias. Alejandro Sumarokov (17177-77), designado en 1769 Director de la música y el teatro de la Corte de Catalina II, escribió una oda ese mismo año en la que reprocha­ ba el elevado coste humano que suponía la guerra ruso-turca, pero en 1775 ofreció una extravagante alabanza del éxito militar conseguido por Catalina. El Palacio Peterhof, construido por Pedro el Grande de acuerdo con los planos del arquitecto francés J.-B. Alexandre Le Bond (16791719), fue reformado en los años 1770 por Iuril Fel’ten para albergar al conjunto de dieciséis pinturas en las que se describían las victorias nava­ les rusas en el Egeo entre 1769-1772, realizadas por el alemán Philipp Hackert (1737-1807) y el inglés Richard Patón (1717-92). Aunque no guardase relación con ninguna victoria militar, el Conde d’Angiviller, nombrado Directeur Général des Bátiments de Francia en 1774, planeó convertir el Palacio Real del Louvre en un gran museo público diseñado para fomentar el patriotismo nacional. La arquitectura fue, sin duda, el principal ámbito de actuación del patronazgo real, ya que al deseo de los monarcas de construir una amplia variedad de edificios, tales como impresionantes palacios, pabellones de caza, teatros de ópera y dependencias militares y administrativas, se aña­ día la posibilidad de disponer de los fondos necesarios y de la mano de obra técnica y artística más experimentada. La emulación de algunas obras desempeñó también un papel muy importante. El Palacio de Versalles de Luis XIV, que se convirtió en una demostración y representación arquitectónica del poder monárquico, puso de manifiesto las interesantes posibilidades que ofrecían los espacios abiertos frente a las limitaciones de los conjuntos urbanos. Siguiendo su modelo se construyó una gran cantidad de palacios, entre los que cabría mencionar el de Schónbrunn en las afueras de Viena, iniciado por Leopoldo I en 1695; la ciudad palacie­ ga de Estocolmo comenzada en 1697 para reemplazar al castillo real que había desaparecido recientemente a consecuencia de un incendio; y el de Berlín, empezó a levantarse en 1701 para poner de relieve la nueva con­ dición regia de la Casa de Brandemburgo. Siguieron esta tendencia otros príncipes, como Augusto II de Sajonia que en 1709 emprendió la cons­ trucción del palacio de Zwinger en Dresde, Maximiliano Manuel de Baviera que reconstruyó el Nymphemburgo a las afueras de Múnich y el Príncipe-Obispo de Würzburgo que inició en 1719 las obras de su enor­ me Residenz. Juvarra remodeló los palacios piamonteses de Venaria Reale y Rivoli, amplió el Palacio Real de Turín y edificó un palacio de recreo con su pabellón de caza situado en Stupinigi, a las afueras de la capital, por encargo de Víctor Amadeo (1729-33). Además de levantar nuevos palacios, los monarcas de la época tam­ bién patrocinaron la remodelación de los ya existentes, cuyos cambios eran un claro reflejo de las tendencias estilísticas preferidas. Juvarra 277

diseñó para la madre de Víctor Amadeo II una soberbia fachada con una gran escalinata de ceremonias a la entrada del antiguo Palacio Madama en Turín (1718), que sirvió de prototipo para otras obras posteriores en Europa Central y Oriental. En Inglaterra, Jorge I amplió el Palacio de Kensington. Federico Carlos de Maguncia redecoró durante la década de 1780 los interiores de su palacio en Maguncia y de su castillo de Aschaffenburgo de acuerdo con las últimas tendencias estilísticas. Con el deseo de embellecer sus palacios, los monarcas se convirtieron en impor­ tantes mecenas de una gran variedad de artes, entre las que cabría men­ cionar la jardinería, la pintura y la producción de objetos de lujo. Se hizo un notable esfuerzo en el solado de los palacios. Aunque predominó el modelo ordenado propuesto por los jardines de Versalles, éste no fue el único. Así, cuando en 1701 Maximiliano Manuel comenzó a trazar los jardines del Nymphenburgo mandó llamar a un experto de París, llamado Carbonet, a quien siguió Girard en 1715. A partir de 1769, Maximiliano José III añadió estatuas representando personajes clásicos y grandes vasos de mármol. Hacia fines del siglo XVIII, se puso de moda el jardín paisajista inglés, y Federico Carlos de Maguncia creó uno en torno a su cháteau de Schónbusch. También se modificaron o se rediseñaron los paisajes urbanos para acentuar el efecto que sobre ellos tenían los pala­ cios. Las avenidas de la ciudad de Versalles convergían ante el palacio, y un efecto similar se logró en el nuevo palacio de Carlos Guillermo de Baden-Durlach en Karlsruhe, que se empezó en 1715, y en el Palacio de Aranjuez. Todos los palacios que eran magníficos por fuera, tenían que ser espléndidos por dentro. Ofrecían muchas posibilidades para el trabajo de una amplia variedad de artesanos, que producían bronces, fres­ cos, medallas, muebles, tapices, mosaicos, marfiles y porcelanas, y para otro tipo de productos y acontecimientos más ocasionales, tales como los vestidos, las celebraciones festivas, las representaciones teatrales y los juegos. Giambattista Tiepolo (1696-1770) y su hijo Giandomenico pinta­ ron la Kaisersaal en el palacio Residenz de Würzburg, y cobraron por ello la enorme suma de 10.000 florines renanos, al igual que en 1750-53 por el fresco que cubría los techos de su gran escalinata. No obstante, el interés de los monarcas por las artes variaba mucho de unos a otros. Un estudioso llegó a comentar que “difícilmente podría sostenerse que Luis XVI tenía gusto artístico”1. Si bien es cierto que Luis XVI no dedicó en este sentido una atención personal semejante a la de Luis XIV, esto se vio en parte compensado con la actividad desarro­ llada por sus principales ministros; de hecho las actividades de gobierno eran demasiado amplias como para que dependiesen de la atención constante de un solo hombre. Pero aun en aquellos casos en los que los monarcas no destacaban por su interés hacia las artes, la propia rutina que imponían las fiestas cortesanas y el necesario embellecimiento de los palacios hizo que se pintasen retratos, se compraran muebles y por1 KALNEIN, W. G., y LEVEY, M., Art and Architecture ofthe Eighteenth Century in France (1972), p. 176.

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celanas, y que se representasen obras de teatro y óperas. Todos los acon­ tecimientos importantes de los monarcas y sus familias, como el acceso al trono, eran objeto de celebraciones y conmemoraciones. Cuando en 1729 nació el Delfín -heredero a la Corona francesa-, el Embajador fran­ cés en Roma organizó una fiesta y un concierto que quedó plasmado pol­ los pinceles de Giovanni Paolo Pannini. Asimismo, cuando se casó José II en 1765, Christoph Gluck (1714-87) compuso una ópera y un ballet en su honor inspirados en temas clásicos. Haendel escribió y dirigió los himnos cantados en la coronación de Jorge II, y Mozart interpretó su concierto de Coronación para piano en la de Leopoldo II. Por el contra­ rio, la vida artística tendía a decaer durante los períodos de luto oficiales o en los que los reyes se hallaban ausentes. Muchos gobernantes practicaron un activo patronazgo artístico. El Duque Felipe de Orleans, Regente del joven Luis XV, mantuvo estre­ chas relaciones con destacados hombres del mundo de las letras, algu­ nos de los cuales, como Voltaire, se beneficiaban de su patronazgo. El poema épico de Voltaire, titulado la Henriade, fue ideado para atraer el interés de Orleans, porque Enrique IV era uno de los antepasados más admirados del Duque y el poema ofrecía un paralelo entre la tra­ yectoria personal de ambos hombres, elogiando las decisiones monár­ quicas e ilustradas, y condenando la anarquía de la aristocracia y el fanatismo. Orleans también dotó con nuevos fondos a la Biblioteca Real y contribuyó personalmente al desarrollo de lo que llegaría a conocerse como Estilo regencia, el Rococó francés que era esencial­ mente ornamental, elegante y ligero. El desplazamiento de la vanguar­ dia artística desde los salones de Versalles a los hótels de París fue una tendencia instaurada por Orleans, el cual promovió en cambio la inver­ sión de los aristócratas en una decoración rococó de interiores de cali­ dad. Madame Pompadour fue una gran mecenas desde 1745, en que se convirtió en amante del rey, hasta su muerte en 1764. Costeó la obra del pintor de temas pastoriles Frangois Boucher (1703-70) y de escul­ tores tales como Etienne-Maurice Falconet y Jean-Baptiste Pigalle. Su hermano, que más tarde sería Marqués de Marigny, fue un activo patrocinador de las artes mientras ejerció el cargo de Directeur des Bátiments (1746-73), concediendo a favor de Claude-Joseph Vernet (1714-89) el encargo real de reproducir en imágenes los puertos de Francia. Con estas obras de mediados de siglo realizadas en grabados, Vernet introdujo el mundo del trabajo en el arte cortesano. Y en 1748 contando con la aprobación real se fundó una escuela de artes, la Ecole royale des éléves protégés. Pero no sólo en Francia los monarcas y sus favoritos eran importantes mecenas. Este fenómeno se dio de manera singular en pequeños estados, como los de Italia o el Imperio, en los que la corte podía ejercer una influencia social proporcionalmente mucho mayor. Al término de la Gue­ rra de los Siete Años, Federico II de Hesse-Cassel puso en marcha un amplio programa arquitectónico que contemplaba la reconstrucción de su palacio residencial, dotándolo de un jardín francés decorado con motivos chinos y clásicos griegos, y levantando un nuevo teatro de ópera. A fines de la década de 1770, se representaban al año hasta 70 operetas diferen­ 279

tes, empleando a muchos intérpretes parisienses e italianos. Tanto en su temática como en sus formas, las características singulares del Barroco florentino respondían esencialmente a intereses concretos de los Médicis. Cosme III enviaba a sus artistas a aprender a Roma y su hijo mayor, Fernando (1663-1713), un sensible mecenas de las artes muy aficionado a la ópera, apoyaba a Haendel y Alessandro Scarlatti. En 1740 Carlos Manuel III inauguró en Turín el Teatro Regio, que, diseñado para la representación de óperas, se reservó exclusivamente al uso de la corte y algunos pocos privilegiados. Otro de los ámbitos en que los monarcas desempeñaron un importan­ te mecenazgo fue en la institucionalización de la cultura seglar. Las Aca­ demias necesitaban o trataban de beneficiarse del patronazgo real, cuya importancia radicaba ante todo en los privilegios que podía brindar. Muchos monarcas, que deseaban actuar o presentarse como mecenas, estaban dispuestos a ofrecer su patrocinio. La Real Academia Danesa de Arte fue fundada por Federico V en 1754. En 1786 Gustavo III reorgani­ zó la Academia de las Letras, creada en 1753, y fundó una academia dedicada al estudio de la lengua y la literatura suecas, cuyos primeros miembros, entre los que se encontraban los poetas más célebres de la época, fueron seleccionados por él mismo. Si bien el papel de los monarcas como fuentes de capital y privile­ gios iba mucho más allá que su influencia en la actividad cultural, tam­ bién en otros ámbitos sú patronazgo era muy importante, pero sin llegar a dominar la producción artística de sus países. Las grandes composi­ ciones musicales, tanto vocales como instrumentales, requerían un ele­ vado número de intérpretes, y si éstos tenían que ser profesionales, su actuación podía ser muy costosa. La Capilla de Joseph-Clément, Arzobispo-Elector de Colonia, contaba normalmente entre 1716 y 1722 con 17 o 18 vocalistas y 18 instrumentistas, pero esta cantidad llegaba hasta los 50 en ocasiones importantes. Además de los 23 trompetistas, tambo­ res e intérpretes de oboe, la corte británica tenía 24 músicos y un “Maes­ tro de Música”, y la dotación que concedió el rey Jorge I a la Real Aca­ demia de Música, fundada en 1719-20 debido en gran parte a su apoyo, era de 1.000 libras anuales. El compositor alemán George Frederick Handel (1685-1759) recibió un salario de 1.000 táleros a partir de su nombramiento en 1710 (después de haber concluido cuatro años de estudio en Italia) como maestro de capilla de Jorge, Elector de Hannover. La reina Ana de Inglaterra le concedió una pensión vitalicia de 200 libras anuales como recompensa por la oda que había compuesto para su cumpleaños de 1713 y la oda de acción de gracias por el Tratado de Utrecht. Carlos Eugenio de Württemberg construyó en 1750 el mayor teatro de ópera de toda Europa en Ludwigsburgo, patrocinó a músicos tales como el compositor y violinista italiano Pietro Nardini (17221793) y aquel mismo año creó una compañía de ópera de la corte que contaba con una importante orquesta bajo la dirección del italiano Niccoló Jomelli. Artistas creativos en géneros tales como la música, la arquitectura o la jardinería paisajística no podían renunciar a las posibi­ lidades que les brindaba el patronazgo, como los escritores y otro tipo de artistas. 280

Si la música, y sobre todo la ópera, constituía una forma habitual de entretenimiento en la corte, también lo era el teatro. En Madrid, los acto­ res podían tener que representar en la corte en cualquier momento2. Los teatros de Viena durante el reinado de María Teresa eran propiedad de la corona, y en 1776 José II trató de fomentar el teatro en alemán ordenan­ do que el Burgtheater de Viena se dedicase exclusivamente a este uso y que se convirtiese desde entonces en el Nationaltheater. Catalina II escri­ bió varias obras, entre las cuales encontramos una ópera cómica satiri­ zando a Gustavo III, que representó en su teatro privado en 1788, y un ballet operístico, que se representó en 1791 y venía a decir que ella era heredera de un príncipe ruso que había dirigido una campaña con éxito contra el Imperio Bizantino en el año 900. El teatro seglar ruso empezó a desarrollarse a mediados de siglo, porque acabaron fracasando todos los intentos que había llevado a cabo en este sentido Pedro el Grande, pero siguió beneficiándose del patronazgo regio. En todos aquellos países y artes en que se practicaba la censura, como sucedía con el teatro ruso, era muy importante contar con el apoyo del patronazgo o al menos con la aprobación del gobierno y, de hecho, la política cortesana solía ejercer una gran influencia en estas cuestiones. El papel que desempeñaba la alta nobleza en el mecenazgo artístico solía ser casi tan relevante como el de los monarcas. Aunque el mundo de los privilegios, ya fueran positivos como los concedidos a academias y los permisos de producción o publicación, o negativos, como la censura o la práctica en exclusiva de ciertas instituciones, como los teatros que gozaban de licencias reales especiales, derivaba esencialmente de la autoridad real o eclesiástica, los grandes nobles demostraron poseer, a menudo de forma plenamente consciente, un gusto regio en su patronaz­ go artístico. El requisito imprescindible para ejercerlo era contar con un nivel de riqueza considerable, sobre todo para cultivar un patronazgo arquitectónico. El Príncipe Eugenio de Saboya (1663-1736), que se convir­ tió en el principal general austríaco de las primeras décadas del siglo xvm, fue un gran mecenas de la arquitectura, pero no sólo se aprecia en Viena la realización de grandes encargos arquitectónicos privados. Así, durante la Regencia los suburbios del Oeste de París experimentaron un importante desarrollo, al que contribuyó en parte la proximidad de la corte, tal como sucedió con la expansión de Westminster en Londres. El encargo de grandes obras arquitectónicas confería enorme reputación. Los Príncipes de la Sangre tenían lo que eran de hecho sus propias cortes, en las que ocupaban a arquitectos y artistas. Jean Aubert, arquitecto principal de la familia Borbón-Condé, intervino en la construcción del Palacio Borbón de París (1724-29) y trazó los establos y la residencia campestre de Chantilly (1721-33), que superaron el modelo en que estaban inspirados los establos reales de Versalles, y se convirtieron en los edificios más monumentales del período comprendido entre 1715-23. En Gran Bretaña, 2 JOHNSON, C. B., y4 Documentar}' Survey ofTheater in the Madrid Court during the First H alf of the Eighteenth Century (Tesis Doctoral, Los Ángeles, 1974), pp. 277-78.

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la nobleza también construyó y remodeló gran número de casas solarie­ gas y sus jardines. Arquitectos tales como Sir John Vanbrugh (16641726), el mayor exponente del Barroco inglés, que fue autor de Blenheim, Castle Howard y Seaton Delaval, mostraron una concepción del espacio semejante a la de los arquitectos que diseñaban palacios princi­ pescos en el Continente. Al igual que en los palacios reales, las grandes casas de la aristocracia constituían la base para el patronazgo de una gran variedad de artes deco­ rativas. El arquitecto y diseñador de interiores británico Robert Adam (1728-92) remodeló o rediseñó numerosas casas solariegas, entre las que cabría mencionar Harewood House, Kedleston Hall, Kenwood, Luton Hoo, Osterley Park y Syon House. Su obra es una clara prueba de la riqueza de la aristocracia. El hecho de que fuese contratado con tanta fre­ cuencia para rediseñar interiores o para armonizar las nuevas ampliacio­ nes con edificios ya existentes, le permitió desarrollar un extenso reperto­ rio de combinaciones de colores y motivos decorativos interiores, y difundir el uso de formas de estuco delicadamente moldeadas sobre techos y paredes, inspirándose en temas clásicos. La jardinería paisajísti­ ca, cuya práctica dependía inevitablemente del patronazgo de los terrate­ nientes ricos, también floreció en esta época. El arquitecto William Kent (1684-1748) creó y decoró numerosos parks (las zonas ajardinadas que poseían las casas residenciales) para proporcionar un entorno adecuado a los edificios. El mayor exponente del jardín paisajístico británico fue Lancelot “Capability” (Capacidad) Brown (1716-83), que diseñó varias casas y reformó muchos de los grandes parks británicos. Rechazando la rígida formalidad que se achacaba a los modelos continentales, Brown ideó una composición que si bien parecía más natural, en realidad había previsto hasta el menor detalle para lograr ese efecto. Sus paisajes con lagos serpenteantes, suaves colinas y grupos dispersos de árboles recién plantados pronto se pusieron de moda en un mundo en el que un reducido número de patrones y su interés hacia las nuevas tendencias artísticas hacían posible que las modas más novedosas se difundieran rápidamente si su riqueza les permitía ponerlas en práctica y fomentarlas. Cuando murió Brown, sus ideas fueron desarrolladas por Humphry Repton, de acuerdo con una concepción de lo “pintoresco” que ponía énfasis en el carácter personal que debía tener cada paisaje y en la necesidad de con­ servarlo; además introdujo mejoras para suprimir todo aquello que se considerasen manchas y obstáculos, y despejar las vistas. Este tipo de remodelación del paisaje, esencialmente pictórica, que aparece descrita de forma curiosa en los “libros rojos” de Repton, en los que se presenta­ ban bosquejos del jardín de un posible cliente antes y después de aplicar la remodelación, constituía una clara muestra de la riqueza de la aristo­ cracia y del formado gusto visual que ésta poseía. Aunque el terreno des­ tinado ajardines no careciera de valor económico y las ovejas se emplea­ sen como un cortacésped natural, el trabajo que requería excavar cuencas para hacer lagos artificiales o crear colinas era enorme. El jardín paisajís­ tico británico conformaba y era reflejo de una nueva estética, que si bien empezó a desarrollarse en el ámbito privado, despues se adopto también para encargos públicos, y bajo este patrocinio logró una mayor perma­ 282

nencia. Sería ridículo aventurar una explicación psicológica general sobre este interés por la Naturaleza, aunque se tratase de una Naturaleza manipulada artificialmente, pero a pesar de que la nueva moda imponía sus propios convencionalismos estilísticos resultaba bastante menos rígi­ da que la tendencia precedente, y por lo tanto permitía dar una respuesta más personal al entorno natural domesticado que ofrecía. Si bien es cier­ to que el interés cada vez mayor hacia la Naturaleza se convirtió en uno de los temas .predilectos de la cultura de fines del siglo XVIII, esta sensibi­ lidad vendría a insistir en la necesidad de adoptar respuestas más perso­ nales, que podría obedecer a la estética propia de un determinado estilo artístico. En el Imperio, a partir de mediados de siglo se puso también un mayor énfasis en composiciones de jardines irregulares que pareciesen más “naturales”. La nobleza potentada también patrocinó la pintura, y de hecho, para muchos pintores este mecenazgo era esencial. Además, los patrones solían determinar la temática de la obra e influían, a menudo, en su com­ posición definitiva. El conde Niccoló Loschi, que en 1734 encargó a Giambattista Tiepolo decorar con frescos la villa que poseía a las afueras de Vicenza, quería un complejo conjunto iconográfico basado en ilustra­ ciones alegóricas con un sentido didáctico. El retrato fue otro de los géneros pictóricos que contó con un importante apoyo del patronazgo nobiliario. El papel que desempeñaba la nobleza en las cortes europeas propiciaba que su mecenazgo permitiese acceder o procediese del propio favor real, como sucedió con el pintor alemán Johann Zoffany (17331810), que se hizo bastante popular en Gran Bretaña gracias a Carlota, la mujer de Jorge III, o con Francisco de Goya (1746-1828), que en 1786 llegó a ser pintor de Carlos III de España. Jean-Baptiste Pierre (1713-89) primero se convirtió en Premier Peintre del Duque de Orleans (1752) y después lo fue del rey Luis XV (1772). El patronazgo artístico nobiliario no se limitó a promover la decoración de palacios y el retrato. Muchos nobles eran aficionados al coleccionismo de pinturas y, aunque esto siempre implicaba la compra de obras de maestros antiguos, también favorecía la promoción de pintores vivos, manteniendo o creando de esta forma ciertos vínculos entre los artistas y los gustos e intereses de los particulares. Un tema frecuente en estas representaciones pictóricas era el de las formas de entretenimiento de los aristócratas, sobre todo la caza, pero el interés de artistas y patrones hacia el clasicismo solía combinarse en representaciones de paisajes e historias, en las que las figuras de héro­ es de la antigua Roma aparecían acompañando a los retratos de aristócra­ tas de la época. Una mezcla semejante entre ocio y gusto por lo clásico puede encon­ trarse en el teatro que patrocinaban los aristócratas. Las representaciones teatrales privadas eran muy populares entre la aristocracia, y solían emplearse, al igual que en la corte, para realzar acontecimientos familiares importantes, como el matrimonio del Duque de Orleans en 1770. Muchos aristócratas participaban personalmente en estas representaciones, como se hacía en Blenheim durante los años 1790. Pero además la aristocracia se convirtió en una de las principales fuentes de patronazgo del teatro público. Su patrocinio permitió traer a Viena en 1775 a una nueva compa­ 283

ñía de actores franceses y pagar el regreso a Francia en 1738 de otra com­ pañía, evitando que actuase en los escenarios de Londres porque entre el populacho cundió un sentimiento de xenofobia que llegó a provocar un motín en el Teatro Haymarket. En 1753, casi todos los carteles de teatro de París se hallaban expuestos en los barrios aristocráticos3. Su papel como mecenas y vanguardia de las modas, o su influencia tanto en las cor­ tes como en las principales ciudades, hicieron que la nobleza acaudalada desempeñara un papel fundamental en el mundo del arte. Aunque la nobleza menos opulenta no pudiera llegar a emular este mecenazgo ni compartir su protagonismo, tuvo de todos modos una gran importancia en la Europa rural. Y aunque su influencia apenas se ha estudiado, en parte porque no pudieron patrocinar a artistas célebres, cabría suponer que fue­ ron un intermediario esencial para la difusión de los nuevos estilos, ya fuera en cuanto al vestuario, los retratos, los edificios o los jardines. E l p a t r o n a z g o r e l ig io so y e c l e siá st ic o

Dado que la religión siguió proporcionando buena parte de la temáti­ ca de la producción artística, la Iglesia también actuaba como un gran mecenas. Pero, en ocasiones, podía suponer un obstáculo para la expre­ sión del arte. Solía condenar todo aquello que juzgaba inmoral o sacrile­ go, y la capacidad de censura que poseía el clero hacía que este tipo de condenas pudiesen tener serias repercusiones. La Inquisición española procuraba por todos los medios evitar la circulación de obras considera­ das moralmente perjudiciales, impresas sobre todo en Francia, y se han atribuido a la presión del clero las restricciones sobre los teatros españo­ les impuestas a mediados de siglo. En 1753, se prohibió, por ejemplo, que las actrices llevasen pantalones. El ascendiente que tenía el clero en España le permitió limitar la expansión del teatro fuera de Madrid, en 1706 logró que se prohibieran las representaciones en Granada y en 1731 en Sevilla. La creencia generalizada de que el disfrute del ocio debía estar sujeto a cierta regulación hizo que muchos teatros europeos suspen­ dieran sus funciones durante la Cuaresma o en domingos y fiestas de guardar. Pero esta oposición al teatro no se circunscribió solamente a la Europa católica. Muchos pietistas alemanes rechazaban tanto el teatro como la literatura seglar en general y, por ello, algunos consideraron que la abolición de la censura danesa decretada en 1771 era una conce­ sión a la irreligión. Federico el Grande escribió a su hermana, la Reina de Suecia, criticando al clero sueco por haberse escandalizado ante la intro­ ducción del teatro francés y defendiendo que la tragedia francesa inspira­ ba mucha más moralidad que el clero desde sus púlpitos. Aun así, sería una equivocación considerar que el clero siempre se mostraba en contra de las nuevas tendencias culturales. Las iglesias eran 3 LOUGH, J., Paris Theatre Audiences in the Seventeenth and Eighteenth Centuries (1975), p. 231.

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grandes mecenas y si bien algunos religiosos influyentes tenían sus pro­ pias ideas sobre el lugar que debía ocupar el arte en la sociedad y sobre la disponibilidad del patronazgo, tanto eclesiástico como de otra índole, que debía corresponderle, sus planteamientos apenas se diferenciaban de los que sostenían muchos laicos. No sería justo condenar las críticas del clero contra la ópera, y admitir las que hacía Hogarth respecto a la influencia italiana en la cultura británica o la animadversión de Diderot hacia lo que él consideraba el hedonismo de gran parte del arte francés. José II, uno de los monarcas que más criticaba a la Iglesia, mandó que se cubriesen con ropas los cuerpos desnudos de Adán y Eva representados en el tríptico de Van Eyck durante la visita que realizó a Gante. Lo que ciertamente compartían numerosos clérigos con los laicos que opinaban sobre las artes era la idea de que éstas debían servir a un propósito didác­ tico, que inculcase la moralidad a través de la inspiración y el ejemplo. Los críticos laicos prodigaron múltiples alabanzas al pintor francés Jean Baptiste Greuze (1725-1805) cuando en 1755 expuso en el Salón (una sala parisina de exposiciones pictóricas) un grupo de cuadros entre los que se encontraba el titulado Pére de famille expliquant la Bible (Padre de familia explicando la Biblia), que representaba el tipo de moralidad que fomentaban Diderot y Rousseau. Muchos pintores abordaron la temática religiosa. En Francia, existía una fuerte tradición en el arte religioso. Louis de Boullongne (16541733), que en 1725 fue nombrado Premier Peintre y se le concedió un título nobiliario, realizó varias pinturas religiosas para la Capilla del Palacio de Versalles y a principios de siglo pintó escenas de la vida de San Agustín, éntre las que se incluía su apoteosis para la Iglesia parisina de San Luis de los Inválidos. Pintores tales como Jean Baptiste van Loo (1684-1745) produjeron muchas obras para iglesias, y su hermano Charles-André (Carie) (1705-65), uno de los más destacados pintores parisi­ nos de mediados de siglo, pintó enormes cuadros en los que se represen­ taban temas como San Pedro curando a un lisiado (1742) y San Agustín discutiendo con los Donatistas (1753). Al igual que en la centuria prece­ dente, los pintores no se especializaban sólo en temas religiosos o segla­ res, sino que las grañdes similitudes compositivas existentes entre algu­ nos géneros permitían abordar una temática más variada. Así pues, Frangois Lemoyne (1688-1737), que llegó a ser nombrado Premier Pein­ tre, pintó tanto la Transfiguración en la bóveda del coro de la Iglesia de Santo Tomás de Aquino como la Apoteosis de Hércules en Versalles. En todo el mundo cristiano y sobre todo en la Europa católica, la necesidad de decorar iglesias, capillas, monasterios y fundaciones reli­ giosas como las casas de beneficencia, hacía que la demanda de pintura religiosa fuese constante. Pierre Subleyras (1699-1749), un pintor origi­ nario del Sur de Francia que vivió desde 1728 en Italia, principalmente en Roma, tuvo como mecenas durante muchos años al Papa, los cardena­ les y varias órdenes religiosas. Su obra más famosa, la Misa de San Basi­ lio, le fue encargada por el Papa para la Basñica de San Pedro. Pompeo Batoni (1708-87), más conocido por sus retratos de turistas que visitaban Roma, pintó también muchos retablos, entre los que destaca la Caída de Simón Magno para San Pedro. Goya, cuya obra para ser admitido en la 285

Academia de Bellas Artes de San Fernando fue La Crucifixión de Cristo (1780), pintó ese mismo año un fresco de la Vir-gen para una de las cúpu­ las de la Catedral de Zaragoza. Además, muchos eclesiásticos, como el Papa Clemente XII (1730-40) y Giuseppe Martelli, Arzobispo de Floren­ cia (1722-41), fueron grandes mecenas particulares. La religión también brindaba temas y fuentes de patronazgo para la actividad musical, y las iglesias proporcionaban formación y empleo a muchos músicos. Alessandro Scarlatti (1660-1725), uno de los fundado­ res de la escuela napolitana de ópera, compuso en 1703 la música para las celebraciones anuales de la Fiesta de Nuestra Señora del Monte Car­ melo en la Iglesia de Santa María di Monte Santo de Roma, cuya inter­ pretación se encargó en 1707 a Haendel, porque Scarlatti había sido nombrado Maestro de coro de la Basílica de Santa María Maggiore en Roma. Georg Philipp Telemann (1681-1767), que había servido como organista de una iglesia de Leipzig, creó siendo director de música y cantor de la ciudad de Hamburgo desde 1721 hasta su muerte, unas 46 composiciones sobre la Pasión. Hasta fines del siglo XVIII, la música seria en Polonia estuvo dominada por la Iglesia, por ello la primera representación pública de una ópera polaca no tuvo lugar hasta el año 1778. En toda Europa, se cultivaba mucho la composición de himnos y villancicos, católicos como los del polaco Franciszek Karpinski (17411825), o protestantes como los de Bach, el danés Hans Brorson y los metodistas ingleses; por ejemplo, Charles Wesley escribió unos 6.000. También tuvo gran importancia el teatro religioso, que solía representar­ se en determinados períodos del año, como la festividad del Corpus Christi en España. A la zarina Isabel, que era muy aficionada a este género, le gustaba que durante la Cuaresma se representasen obras edifi­ cantes en la corte. En 1700 el viajero inglés Richard Creed pudo con­ templar en varias iglesias romanas numerosas funciones de marionetas que explicaban temas religiosos. Aunque este teatro religioso se repre­ sentaba sobre todo en iglesias, muchas obras exponían los principios de la moralidad cristiana y contribuían a popularizar el relato de la Pasión y los milagros. La literatura religiosa tuvo, en cambio, una importancia mucho más variable. En algunos centros editoriales, como Londres y Vicenza, des­ cendió el porcentaje de obras publicadas sobre temática religiosa o teo­ lógica. Hasta mediados del siglo x v i i i , siguió predominando entre las ediciones bilingües o traducidas de libros franceses aparecidas en Polo­ nia, pero en las décadas de 1750 y 1760 tendió a disminuir, y a partir de la década siguiente empezó a aumentar rápidamente la producción de publicaciones de temática laica. No obstante, la literatura religiosa seguía teniendo un enorme protagonismo en las imprentas de otras regiones, como la de Valladolid en España o las de Moldavia y Valaquia, donde los editores se hallaban sujetos a la jurisdicción de las auto­ ridades episcopales o monásticas. En Transilvania, en donde los sacer­ dotes uniatas griegos estaban creando las bases de lo que se convertiría en la cultura nacional rumana, se estableció en el centro educativo de Blaj una imprenta, que publicó su primer libro en 1753 y se dedicó a imprimir escritos litúrgicos y piadosos en su idioma. Con el propósito de 286

crear una imprenta que pudiera atender la demanda de sus súbditos ser­ bios y rumanos, y servir a sus propios objetivos políticos y económicos, el gobierno austríaco recompensó en 1770 a la casa impresora vienesa de Joseph Kurzbóck con un privilegio para imprimir libros en escritura cirílica durante veinte años, y esta imprenta se dedicó a publicar libros religiosos y libros de texto para las escuelas. Por su parte, la Bibliothéque bleue, integrada por obras baratas producidas para el mercado popu­ lar francés, in,cluía entre sus títulos numerosas vidas de santos, sermones y libros de cánticos. Resultan mucho más notorias las obras de arquitectura que levantó el patronazgo religioso. A lo largo del siglo se reconstruyeron total o par­ cialmente numerosos monasterios, sobre todo en Europa Central, en donde estas instituciones eran los mayores terratenientes. Su riqueza propició a veces enfrentamientos con los gobiernos e incluso algunas expropiaciones, pero también sirvió para financiar una gran actividad artística y artesanal. Arquitectos tales como Jakob Prandtauer, los her­ manos Asam, los hermanos Dientzenhofer, los hermanos Zimmermann y Balthasar Neumann crearon majestuosos edificios con espléndidos interiores situados en lugares realmente espectaculares, y su coste solía ser muy elevado. La Abadía benedictina de Melk, en Austria, cuyas obras de remodelación inició Prandtauer en 1702 y tardaron 47 años, costó entre 25.000 y 30.000 florines al año empleando diariamente a unos 100 albañiles, aprendices y trabajadores durante la temporada de construcción. En el Monasterio de San Florián se gastaron en torno a 12.000 florines anuales para su remodelación4. Aunque el siglo XVIII no suele asociarse a la construcción de iglesias, fueron muchas las que se edificaron o reformaron por todo el Continente europeo, en países protestantes como Gran Bretaña, y estados católicos como Francia, donde los jesuítas levantaron iglesias en Epinal, Verdún y Langres entre 1724 y 1760. Pero la arquitectura eclesiástica presentaba una gran varie­ dad de estilos, que iban desde el Barroco y el Rococó de los monasterios e iglesias de Centroeuropa, hasta el Neoclasicismo que fue adquiriendo progresivamente mayor importancia en París. Una mezcla de principios arquitectónicos góticos y clásicos totalmente ajena a la experiencia barroca conformó la Madeleine de Nicolás Nicole (construida entre 1746 y 1766) y la Iglesia de Santa Genoveva, realizada por Germain Soufflot y convertida después en el Panthéon. La primacía que llegó a tener en Francia el gusto por la “apariencia” clásica durante la segunda mitad del siglo XVIII hizo que se remodelasen muchas iglesias góticas incorporando basas y capiteles de estilo clásico en los pilares y retirando la ornamentación gótica que se consideraba espantosa, como sucedió con los altares, la rejería y la sillería de coro de la iglesia de Saint-Germain l’Auxerrois (1756). También a menudo se encalaban las paredes de los templos y se les quitaban las vidrieras para que entrase más luz. 4 HERBER, C. J., “Economic and Social Aspects of Austrian Baroque Architecture”, Eighteenth-Century Life, 3 (1977), pp. 117-18.

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E l m e c e n a z g o d e l m e r c a d o pú b l ic o Pese a protestar por la forma en la que se ensalzaba a los personajes nobiliarios a expensas de sus compañeros burgueses en las comedias que se representaban en la Comédie Frangaise de París, Louis-Sébastien Mercier hacía notar, no obstante, que la burguesía presente entre el públi­ co no reaccionaba en contra. Afirmar que el mecenazgo procedente de los órdenes medios de la sociedad del Setecientos llegó a tener mayor importancia, no implica que sus gustos fueran necesariamente distintos a los de la nobleza. En numerosos aspectos ambos coincidían, lo cual no resultaba chocante, pues las estancias permanentes o estacionales en las ciudades que hacía la nobleza, y sobre todo la más acomodada, brindaba un modelo de comportamiento al que aspirar. Asimismo, era muy impor­ tante el influjo que ejercían las cortes reales sobre las grandes ciudades, ya que el modelo de transmisión cultural solía discurrir desde las capita­ les hacia los pueblos. No obstante, hubo una considerable expansión del mecenazgo artístico entre los órdenes medios de la sociedad. Incapaces de poder ofrecer de forma particular un patronazgo constante, intervenían en la subvención pública de determinadas obras o en los mercados espe­ cializados en la actividad artística, que experimentaron una notable expansión a lo largo del siglo xvm. De acuerdo con lo que aparece en el libro de Mercier titulado L ’An 2440, todos los ciudadanos podían decorar sus paredes con escenas que mostraran ejemplos de heroísmo y virtud mediante la reproducción de las obras maestras de la pintura y la escultura que permitía el grabado. Aun­ que su visión de una cultura basada en la reproducción masiva de piezas de arte con fines didácticos se haría realidad sólo en un futuro bastante posterior, en el siglo XVIII se dio una difusión cada vez mayor de los nue­ vos productos culturales. La mayoría de los medios de difusión -graba­ dos, periódicos y libros- no representaban en absoluto una novedad, pero a lo largo de la centuria se produjo una definitiva expansión en cuanto a la variedad y a las proporciones alcanzadas por la cultura impresa. Hubo además un considerable aumento de la reproducción masiva de pinturas para coleccionistas adinerados, que venía efectuándose mediante la reali­ zación de copias pictóricas individuales. En 1742, la fábrica de tapices de los Gobelinos encargó al pintor francés Jean Frangois de Troy (16791752) la realización de siete grandes composiciones sobre la leyenda de Jasón y Medea, que sirvieron para elaborar tapices que se vendían muy bien. Gran cantidad de cuadros de la época aparecieron reproducidos en grabados. Las sátiras morales gráficas publicadas por William Hogarth (1697-1764) tuvieron mucho éxito, y de los grabados que hizo de sus seis pinturas sobre The Harlot’s Progress (El progreso de la ramera) -el últi­ mo de los cuales había sido adquirido por un acaudalado coleccionistase vendieron unas 1.000 unidades y fueron muy imitados. La venta pública de cuadros y la producción para este tipo de merca­ do y no para un encargo en particular, no era un fenómeno nuevo, pues ya se practicaba ampliamente en las Provincias Unidas durante el siglo XVII. Pero a lo largo de la siguiente centuria se produjo una considerable expansión de este sector en multitud de ciudades, entre las que cabría 288

destacar Londres y París. De hecho, esta última se convirtió en el princi­ pal centro del comercio de arte europeo durante la primera mitad del siglo. Algunos príncipes extranjeros, como Maximiliano Manuel de Baviera (1662-1726), realizaban compras a gran escala de obras de arte francesas. A partir de 1748, Carlos Eugenio de Württemberg contaba con un agente parisino cuyo único cometido era suministrarle información sobre todas las nuevas publicaciones aparecidas en Francia, así como las relaciones de la corte y los manuales de arquitectura y decoración. Apo­ yado por la actividad de los mecenas privados, el mercado de arte de París fue adquiriendo una mayor organización, que vino a incrementar el interés por el arte francés. Se hizo bastante más frecuente la venta de cuadros, y los catálogos de subastas publicados y compilados de forma mucho más atractiva muestran hasta qué punto la cultura impresa estaba contribuyendo al desarrollo de otras artes, como sucedió con la disponi­ bilidad cada vez mayor de partituras musicales. Las ventas de cuadros en París, que aparecían reflejadas en un catálogo impreso, subieron desde un promedio anual de unos 3 cuadros a comienzos de la década de 1750 hasta los 30 cuadros entre los años 1774 y 1784. A mediados de la déca­ da de 1770 operaban en París unos 60 comerciantes de libros y cuadros, y a fines de los años 1780 existían 4 grandes casas de subastas. Este sec­ tor adquirió poco a poco un cariz mucho más comercial e impersonal, y mientras que los catálogos publicados a mediados de siglo solían comen­ zar con un breve panegírico honrando al coleccionista o con una intro­ ducción sobre los placeres que reportaba el coleccionismo, años más tarde se presentan de forma más directa las oportunidades que ofrecía la inversión en la compra de cuadros5. El aumento de las subastas de arte en París vino acompañado de un incremento del público que admiraba las obras de arte. Dicho incremento se vio facilitado con exposiciones de pintura como la realizada en la Place Dauphine el día del Corpus Christi y, sobre todo, con las que tuvieron lugar en el Salón Carré del Palacio del Louvre en 1667, 1673, 1699, 1704 y 1725, que llegaron a mantener una periodicidad anual o bienal a partir de 1737. Denominadas Salones, estas exposiciones se hallaban bajo la supervisión de la Académie royale de Peinture et de Sculpture, cuyos miembros disfrutaban en exclusiva del derecho de exponer sus obras. Los Salones ofrecían la oportunidad de que un público más amplio pudiese contemplar obras de arte y fomentaban a su vez el desarrollo de la crítica de arte. De esta forma, se introdujo la idea de un gusto del público, que fue adquiriendo progresivamente mayor importancia. La crítica especiali­ zada en el arte expuesto en los Salones empezó en 1747, cuando Etienne Frangois de La Font de Saint-Yenne publicó sus opiniones sobre el Salón el año anterior6. Asociada en su aparición a los libelos clandestinos, que 5 BAILEY, C. B., Aspects ofthe Patronage and Collecting o f French painting in France at the encl ofthe A nden Régime (Tesis Doctoral, Oxford, 1985), pp. 31-35. 6 LILLEY, E., “On the Fringe of the Exhibition: A Consideration of some aspects of the Catalogues of the Paris ‘Salons”, British Journal fo r Eighteenth-Century Studies, 10 (1987).

divulgaban ideas liberales recurriendo a formas de expresión satíricas, la crítica de estos salones tuvo mucha repercusión, como puede verse en el ataque que hizo Diderot contra Boucher en 1765 al poco de ser nombrado Premier Peintre, pues se le reprochó que inducía a la corrupción moral. Se ha llegado a afirmar recientemente que los intereses de clase no deter­ minaron las preferencias culturales del público parisino que asistía a las exposiciones de pintura, y que la creatividad o las respuestas dadas ante los cambios estilísticos no obedecieron a principios clasistas, de hecho la Academia representaba un gusto bastante ecléctico7. No obstante, aunque resulte impropio hablar de un arte burgués, el aumento de un público socialmente más variado hizo que se ampliase el patronazgo de la bur­ guesía, y pese a que sus gustos no fuesen necesariamente distintos, permi­ tió promover determinados intereses y tendencias. El periodismo especia­ lizado en arte no sólo se dio en Francia. En la Gran Bretaña de fines de siglo la crítica de arte adquirió gran importancia social y su información estaba muy influida por consideraciones políticas. Aunque una gran parte de las producciones musicales seguían siendo privadas, el mundo de la música fue abriéndose a un público más amplio. Aparte de los teatros de ópera que eran de uso casi exclusivo de la corte, se construyeron otros para todo tipo de público. Cuando en 1778 la Scala de Milán se llenaba, alcanzaba un aforo de unas 3.600 personas. Empeza­ ron a realizarse con mayor frecuencia conciertos públicos. Así por ejem­ plo, a partir de la década de 1720 se interpretaron repetidas veces los ora­ torios de Telemann en la Drillhaus de Hamburgo, que se convirtieron en “los primeros conciertos públicos interpretados de forma periódica en el Norte de Alemania”. En 1737, se llegó a afirmar en Londres que “la Música ha llamado la atención de todo el mundo, pues interesa por igual tanto a la duquesa y a su camarera, como al Duque y a su mayordomo”8. El compositor austríaco Joseph Haydn (1732-1809), que estuvo entre 1761 y 1790 al servicio del Príncipe Esterhazy en Hungría, viviendo en las habitaciones destinadas a los sirvientes de su palacio, viajó a Londres en 1791 y 1794 para interpretar varios conciertos públicos. La música instrumental no requería a sus patrocinadores aportes financieros tan ele­ vados como la ópera, y a los aficionados les resultaba mucho más fácil introducirse en ella. Por ello, eran muy populares las obras compuestas para orquestas de cámara o solos y se editaban partituras musicales y manuales, tales como el Art de toucher le Clavecin (Arte de tocar el cla­ vecín, 1716) de Frangois Couperin. Los Principios del clavicordio (1702) de Monsieur de Saint Lambert, al cual se le ha considerado como el pri­ mer método genuino para enseñar a tocar el clavicordio y como el primer manual práctico de música instrumental comprensible para lectores sin una formación previa en la materia, recomendaba este instrumento con términos con los que esperaba atraer a lectores de gustos refinados. 7 CROW, T. E., Painters and Public Life in Eighteenth-Century Paris (1985). 8 WHALEY, J., Religious Toleration and Social Change in Hamburg 1529-1819 (Cambridge, 1985), p. 177; BLACK, J„ The British and the Gran Tour (1985), p. 211.

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Tendió a aumentar el número de publicaciones periódicas sobre cues­ tiones musicales en respuesta a este mayor interés del público e hizo posible que surgiese un foro para el debate estilístico que enfrentaba a las nuevas formas operísticas con el modelo predominante de la opeiu seria, en la que compositores y cantantes italianos recreaban con una música solemne el mundo de la mitología clásica y el heroísmo. En Londres, la ópera balada, que puede ejemplificarse en la Beggar’s Opera (Opera de la ramera, ,1728) de John Gay, ofrecía melodías y canciones populares escenificadas en ambientes propios de la vida en los bajos fondos, bus­ cando un deliberado contraste con las costosas óperas italianas que patro­ cinaba el gusto cosmopolita de la corte, y compuestas, entre otros, por Haendel. Sin embargo, estas óperas pronto pasaron de moda. Haendel escribió la última en 1741, y al año siguiente obtuvo un gran éxito con su oratorio del Mesías, que demostró las posibilidades comerciales que tenía la música sacra. Ese tipo de música siempre había sido pública, pero durante el siglo XVIII empezó a componerse con fines más comerciales que litúrgicos, y a interpretarse también en conciertos. En Italia, surgió el género más ligero de la opera buffa, uno de cuyos ejemplos, La Serva Padrona de Giovanni Pergolesi (1710-36), causó un gran revuelo en París en 1752. Otras tendencias relacionadas con ésta acabaron desarro­ llando géneros tales como la opera comique en Francia, la tonadilla en España y el Singspiel en Austria. La ópera cómica rusa apareció en los años 1770, empleando ambientaciones tomadas de la vida rural y campe­ sina, y contando con un poderoso estímulo porque reflejaba situaciones y necesidades específicas del pueblo ruso. Frente al carácter cosmopolita de la opera seria, estas nuevas formas ofrecían un entretenimiento en la propia lengua vernácula. El patronazgo burgués tuvo gran importancia en la actividad teatral, y fue esencial para el desarrollo del teatro público y seglar en países como Polonia, o para la construcción de teatros en ciudades distintas a la capi­ tal. En Copenhague, se inauguró un nuevo teatro público en 1747. En el Imperio, la actividad teatral financiada por el Estado se utilizó para fomentar una conciencia burguesa opuesta a la indolencia, que procedie­ se o bien de las costumbres “aristócraticas” decadentes, o de los vicios y la ignorancia del populacho. Colley Cibber, George Colman, George Lillo y Oliver Goldsmith presentaron ante el público de Londres obras en las que reflejaban este tipo de sentimientos y principios morales. Gran parte del teatro británico proponía una moralidad seglar semejante a la que contenían muchas novelas coetáneas. Asimismo, las normas de eti­ queta de la época censuraban el ir vestido de manera desarreglada y sin estar convenientemente aseado. El repertorio teatral que se ofrecía a las capas inferiores de la escala social comprendía obras moralizantes de te­ mática religiosa o costumbrista, cuya representación corría a cargo de cómicos ambulantes. Para algunos estudiosos, el siglo XVIII conoció en zonas como las áreas urbanas de Inglaterra una verdadera comercialización de ciertas formas de ocio. Dado que esta tendencia puede verse como un logro de la cultura burguesa, parece conveniente insistir en que no tenía por qué existir una forzosa oposición entre ésta y la cultura que patrocinaban la 291

corte o la alta nobleza. Desde mediados de siglo, se empezó a poner mayor énfasis en la moralidad y a condenarse-la indolencia, pero esto no representaba una reacción burguesa contra la cultura nobiliaria, sino un cambio en la sensibilidad de ambos grupos sociales. Tanto es así que, durante la segunda mitad de la centuria,, por cada personaje aristócrata decadente que aparecía reflejado en los escenarios, existieron varios héroes tomados de la realeza o de la aristocracia. La burguesía se dedicó en mayor medida a patrocinar formas artísticas nuevas o tradicionales, en lugar de desarrollar o promover cambios estilísticos. Por ello, la expan­ sión de la novela sólo puede interpretarse como una importante muestra del aburguesamiento de la cultura del Setecientos, pero más en cuanto al mecenazgo que a sus contenidos ideológicos. En Gran Bretaña, las nove­ las se escribían para satisfacer a una amplia demanda de lectores, así por ejemplo, en 1742 llegaron a venderse hasta 6.500 ejemplares de la novela de Henry Fielding titulada Joseph Andrews. El aumento tanto en el núme­ ro de bibliotecas en propiedad o mediante suscripción, como en el volu­ men de publicación de libros por entregas permitió proporcionar ejemplares para leer a quienes no podían adquirirlos. El propio tamaño y diversidad del público lector determinaban que las novelas fuesen muy diferentes en su forma e intenciones, de manera que no resulta factible agruparlas en torno a unos caracteres comunes. Por ello, la primera novela de Richardson Pamela (1740), que fue un libro muy popular acerca de la prudencia de la virtud y la virtud de la prudencia, contrasta con otros títulos poste­ riores como Apology for the Life of Mrs. Shamela Andrews y su Joseph Andrews. La publicación de libros tendió a aumentar en toda Europa, salvo en los Balcanes, donde todavía era muy limitada. Aunque habían existido en Estambul algunas imprentas dedicadas a la edición de obras en hebreo, griego y armenio que sólo tuvieron una breve trayectoria, las creencias religiosas impidieron la introducción de ediciones en caracteres turcos y arábigos, y hasta 1729 no empezaron a conocerse obras de contenido seglar editadas en turco. Ibrahim Müteferrika, que era húngaro de naci­ miento y llegó a convertirse en camarero de la corte, obtuvo licencias para publicar 17 obras de contenidos históricos, geográficos y científicos, que en su mayoría se editaron en tiradas de 500 ejemplares. Su edición depen­ día de diversos expertos occidentales: la tipografía del segundo de sus libros, un obra de geografía, fue revisada por un monje apóstata español y las láminas fueron grabadas por un artesano vienés. Sin embargo, tras la muerte de Ibrahim en 1745, no apareció ningún otro libro por espacio de 14 años, y no más de ocho a lo largo de los 40 años siguientes; en realidad fue ya entrado el siglo XIX cuando la impresión de libros en esta zona empezó a desarrollarse de forma más sostenida. En el resto del Continen­ te, las publicaciones tendieron a aumentar considerablemente y sobre todo a fines del siglo XVIII, como sucedió en el Imperio a partir de las décadas de 1770 y 1780. Aproximadamente el 70% de todos los libros que se publicaron en esa centuria en los territorios eslavos del Este se imprimie­ ron en el último cuarto de siglo. Pedro el Grande trató de sustituir los rollos de pergamino por libros en las tareas de gobierno, pero hasta el rei­ nado de Catalina II la cultura manuscrita no dejó de ser la única base de la 292

vida intelectual. En sus instrucciones para la codificación de la legislación rusa, Catalina decretó que desde entonces las leyes deberían escribirse en lengua vernácula y editarse en libros a precios asequibles. No todos los libros publicados eran para vender, puesto que sobre todo en aquellas zonas en las que había un nivel de publicaciones relativamente bajo, la demanda de impresos para el gobierno solía ser importante. Aun así, en la mayor parte de Europa muchos editores y libreros trataron de crear un amplio mercado público dentro del sector. Dado que apenas se introdujeron innovaciones técnicas en las impresiones de libros, su renta­ bilidad siguió dependiendo del incremento en las ventas y, por ello, edito­ res tales como Strachan en Londres o Panckoucke en París, que producían tiradas bastante grandes, debían mantenerse muy atentos a las oscilaciones del mercado. Algunos intelectuales alemanes opinaban que el lector debía estar lo suficientemente formado como para pensar con independencia y de manera responsable en lugar de admitir sin más las opiniones del autor, pero los editores sabían que eran los consumidores quienes dictaban los gustos preferidos dentro del mercado de los libros. El crecimiento del público lector influyó en la producción bibliográfica. En el campo de la historia británica, autores tales como David Hume y gacetilleros como Richard Rolt podían escribir para un público amplio e inmediato, creando un producto claramente comercial que contrasta bastante con el modelo clásico en el que se escribía historia con el propósito de complacer a los amigos o simplemente para la posteridad. En 1731, Voltaire dio a conocer a un vasto público de lectores un episodio dramático de una historia casi contemporánea, pues su Histoire de Charles XII llegó a reeditarse hasta diez veces durante los dos primeros años que siguieron a su aparición, y sus obras sobre el Siécle de Louis XIV y la Histoire de la Guerre de 1741 también tuvieron un éxito semejante. Los escritores procuraban que sus escritos fuesen más comprensibles para la mayor parte de una población anónima de lectores que iba en aumento. Libros, revistas, periódicos y diccionarios colaboraron en la difusión de las nuevas ideas. A través de ellos se podían dar a conocer al público lector en general los grandes temas de la vida intelectual y artísti­ ca del momento. En toda Europa, este proceso de difusión resultaba mucho más fácil en el entorno urbano, pues contaba con el respaldo del patronazgo cultural de los grupos sociales intermedios. Muchas institu­ ciones culturales, sociedades eruditas, publicaciones periódicas y teatros contribuyeron a crear un clima cultural más sensible a las nuevas ideas. En Toulouse, las revistas académicas, los almanaques y los informes de las Academias de Juegos Florales servían de canales de difusión. En Norwich, donde existía una intensa vida musical, tanto el público como los intérpretes se mostraban dispuestos a aceptar las innovaciones con bas­ tante rapidez, y a fines de siglo, los asistentes a los conciertos podía escu­ char las composiciones inglesas y alemanas más recientes. Pero el influjo que llegaban a tener estas instituciones era muy desigual, y así mientras que algunas academias provinciales francesas, como las de Burdeos, Chálons y Dijon se convirtieron en importantes centros de la vida intelectual, muchas otras no lo consiguieron. La Academia de Pau, fundada en 1718, organizaba reuniones y conciertos, y fundó una biblioteca abierta al 293

público, pero se asentaba sobre una reducida estructura sociocultural, pues la mayor parte de la burguesía local no participaba en sus activida­ des y sus relaciones estaban bastante limitadas a un ámbito regional y prácticamente no mantenía contactos internacionales. Pero muchos otros lugares carecían de la mayoría de estas nuevas formas de patronazgo bur­ gués. Así por ejemplo, hasta bien entrado el siglo XIX no hubo bibliotecas públicas en Grecia. E l p u e b l o l l a n o : ¿ m a r g in a d o y o p r im id o ?

Entre la cultura popular y la cultura más elitista suelen establecerse diferencias tan profundas que a veces se llega a plantear una especie de “conflicto cultural”. Un reciente estudio sobre el entretenimiento musical en París sostiene que “existía una clara diferencia entre los tipos de entre­ tenimientos musicales clásicos y populares, en cuanto a sus formas, estilos y contenidos... ambas vertientes respondían a gustos del público bastante distintos, en parte, porque se interpretaban en escenarios física­ mente muy diferentes... a lo largo del siglo x v iii la cultura musical más modesta luchó por sobrevivir frente a la presión de los teatros privilegia­ dos que pretendían acabar o, al menos controlar, el entretenimiento musical popular”9. La cultura popular suele presentarse a menudo como contraria al didactismo moral que propugnan las autoridades seglares y eclesiásticas y los órdenes sociales intermedios. No sólo en el caso de Inglaterra ha llegado a apreciarse “una amplia crítica, sustentada en prin­ cipios evangélicos, contra la cultura popular de fines del siglo XVIII” 10. En la mayor parte de Europa, muchas celebraciones populares tradiciona­ les, que con frecuencia solían dar lugar a una euforia desenfrenada, fue­ ron suprimidas o se regularon con medidas más severas. Las autoridades de Toulouse convirtieron la fiesta de carnaval organizada por los Basoche, en la que se parodiaba a la monarquía,, en un simple desfile oficial, poco antes de su desaparición definitiva en 1776. De hecho, entre 1778 y 1786 se prohibieron muchos de los carnavales y fiestas rurales franceses. No es solamente en el terreno artístico donde se pueden apreciar ten­ siones semejantes y donde se han expuesto y analizado estas relaciones entre ambas culturas recurriendo al empleo de palabras y expresiones tales como “mecanismos de presión, de control o proteccionistas”. En realidad, el planteamiento de una dualidad artística forma parte de una noción más amplia que concibe la existencia de un conflicto cultural, de mentalidades diferentes, de mundos contrapuestos, que ha influido en la valoración que se hiciese sobre la religiosidad popular. Este conflicto se ha analizado considerando diversas perspectivas, como la dicotomía 9ISHERWOOD, R. M., “Popular Musical Entertainment in Eighteenth-Century Paris”, International Review ofthe Aesthetics and Sociology ofM usic, 9 (1978), pp. 308 y 295. 10PEDERSEN, S., “Hannah More meets Simple Simón: Trates, Chapbooks, and Popu­ lar Culture in late eighteenth-century England”, Journal of'British Studies, 25 (1986), p. 87.

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campo-ciudad o la aparente desaparición de la cultura común desarrolla­ da en el siglo xvn, pues según algunos autores, “hacia 1800 las elites se habían distanciado claramente de la cultura del pueblo”11. Por tanto, suele atribuirse al influjo de las nuevas tendencias intelectuales y artísti­ cas y a los nuevas pautas de comportamiento, el desgaste de las lealtades que mantenían los estamentos medios y superiores hacia las creencias y formas de entretenimiento tradicionales, y se piensa que el resurgimiento de la religiosidad católica y protestante, la Revolución Científica, la Ilus­ tración y el culto a la sensibilidad lograron marginar a la cultura común y desplazarla hacia los estamentos inferiores de la escala social. Teniendo en cuenta una interpretación como ésta, no resulta extraño que se haya prestado mayor atención a los contrastes existentes entre la cultura popu­ lar y la cultura de las elites, o que se le atribuyese el haber inspirado ini­ ciativas tales como campañas lideradas por intelectuales, los órdenes intermedios y los gobiernos para “reformar” las costumbres populares mediante la educación y la legislación. “Podemos librar a la gente de la superstición. Mediante el uso de la palabra y la pluma, podemos hacerles más ilustrados”, escribió Voltaire, refiriéndose sobre todo a las creencias religiosas. En 1791, el Leeds Intelligencer publicó una carta en la que criticaba las corridas de toros como “una práctica vergonzosa impropia de gente civilizada”, que fomentaba costumbres depravadas en lugar de ser mera diversión: “Es una pena, pero si aquellos que las practican sim­ plemente por costumbre pensasen en su crueldad y las sustituyeran por cualquier otra diversión que no fuese tan dañina, se harían un gran favor a sí mismos y prestarían un valioso servicio a las generaciones venide­ ras”12. Otros artículos de la época condenaban costumbres populares como la venta de las esposas, el juego, el destrozo de farolas públicas por diversión, el boxeo, los juramentos y la crueldad con los animales, aun­ que todas ellas, a excepción de la venta de esposas, eran practicadas tanto por el pueblo llano como por la aristocracia. No obstante, es preciso afrontar esta cuestión con ciertas precaucio­ nes. Las fuentes de archivo disponibles resultan insuficientes, existen numerosos problemas metodológicos y la investigación desarrollada todavía ofrece aportaciones muy desiguales. De hecho, ni siquiera está claro que la expresión “cultura popular” sea un concepto válido y suscep­ tible de análisis. La comunicación oral seguía siendo mucho más impor­ tante que la comunicación escrita, y no dependía tanto del grado de anal­ fabetismo. Gran parte de las fuentes que suelen emplearse para saber qué pensaba la mayoría de la población proceden de personas ajenas a su situación, como cronistas letrados que contraponían sus opiniones con un mundo al que consideraban irracional y atrasado. Esto podría sugerir que existía una cultura folclórica diferenciada y claramente discernible, aun 11 SHARPE, J. A., Early Modern England, (1987) p. 285. 12. DEVLIN, J., The Superstitious Mind. French Peasants and the Supernatural in the Nineteenth Century (1987), p. 218; BLACK, J., The English Press in the Eigteenth Century (1987), p. 262.

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cuando se hallase cubierta por cierto barniz de civilización. Pero cabría aducir, en cambio, que no parece correcto plantear una profunda diferen­ ciación entre la cultura de las elites y la de la mayor parte de la pobla­ ción. Aparte de la existencia misma de un mutuo intercambio .de ideas, no está claro que hubiese dos mentalidades radicalmente opuestas. La obsesiva preocupación de Voltaire por las cuestiones religiosas y, sobre todo, por la Iglesia, su historia y la autoridad que ejercían los textos bíbli­ cos en la mentalidad de la gente, que puede percibirse, por ejemplo, en su Dictionnaire philosophique (1764), era propia de un hombre que no sólo pretendía burlarse de las masas, sino que también trataba de convencer o, al menos, subvertir a los intelectuales cultivados que compartían este punto de vista. Se está cuestionando cada vez más la imagen que se tenía de una Europa descristianizada e ilustrada para el siglo XVIII. No se trata sólo de que pueda constarse que la Ilustración presentaba una vertiente más oscura, como la de su interés por lo oculto, sino más bien de que la cultura de las elites seguía siendo esencialmente cristiana y que las nue­ vas modas contemplaban aspectos tales como la emoción y la sensibili­ dad experimentadas ante las artes, ante ruinas antiguas o ante lugares, gentes y cultos lejanos y misteriosos. A medida que avance este proceso de desmitificación de la Ilustración y se preste mayor atención a otros países en los que las elites no pueden analizarse de forma convencional, es posible que vuelva a plantearse la idea de una cultura común, aunque ésta comprenda en sí misma diferentes estilos. Pese a que en España el ministro reformista de Carlos III, Pedro Campomanes, trató de utilizar la imprenta para difundir los nuevos escritos, y sobre todo, los progresos logrados en los ámbitos de la economía, la ciencia y la tecnología, éstos jamás llegaron a alcanzar una amplia difusión, puesto que el público lec­ tor, fuera cual fuese su condición social, seguía prefiriendo mayoritariamente la lectura de almanaques, que eran muy populares en otros países como Gran Bretaña. En lugar de proponer la existencia de dos mentalida­ des en conflicto, parece más acertado pensar que tanto los artistas como el público trataban de experimentar y manifestar emociones y problemas comunes para comprender el mundo que compartían a través de múlti­ ples estilos y formatos diferentes. Pese a que, por ejemplo, el repertorio tradicional de los actores aficionados en los Países Bajos Austriacos pro­ cedía, en gran parte, de obras medievales sobre los misterios religiosos, la música sacra compuesta por Haendel sobre diversos temas bíblicos podía llegar a congregar un numeroso público en Inglaterra. Había una notoria coincidencia entre las diversiones de los privilegiados y el resto de la población en lugares tales como los teatros de París durante los fre­ cuentes espectáculos que tenían lugar allí y a los cuales asistía tanto la nobleza como los estamentos inferiores. Lo mismo sucedía con entre­ tenimientos como las luchas de osos o las peleas de gallos. En parte, esta relación entre diversos sectores de las elites sociales y la cultura popular surgió gracias al mayor interés que mostraron hacia las manifestaciones de esta cultura muchos artistas e intelectuales que goza­ ban del favor de los privilegiados. Algunos de ellos realizaron un gran esfuerzo para recopilar canciones y relatos campesinos, como M. Chulkov, que logró reunir una enorme colección de canciones populares rusas 296

y cosacas. Aleksandr Ablesimov (1742-83) incluyó varias canciones fol­ clóricas en su ópera cómica en tres actos titulada Mel’nik, que se estrenó en Moscú en 1779 y tuvo un gran éxito. Y en las décadas de 1760 y 1770 “el campesino y su cultura se convirtieron en temas de interés para la literatura, el periodismo y el arte”13. No obstante, también es verdad que tendía a representarse la vida rural de una forma idealizada, como puede verse en las pastoras pintadas por Boucher como figuras alegóricas, o en el delicado encanto de las casas de campo de Gainsborough, y que se prestaba mayor atención a regiones, como las de América o los Alpes, que podían ofrecer una imagen más positiva de la virtuosa gente del campo. En las décadas de 1770 y 1780, hubo un mayor interés hacia el estilo de vida que se les atribuía, y este fenómeno vino acompañado por una fascinación creciente ante la espectacularidad de los paisajes salvajes, sobre todo los de montaña. Las llanu­ ras, en cambio, apenas lo suscitaban y, por lo general, solían olvidarse de la gravosa rutina y las miserias que conllevaba la vida de los campesinos. Aquellos autores, como Greuze, que deseaban presentar la vida campesi­ na para crear un efecto sentimentalista y responder a un propósito didác­ tico, apenas se preocupaban por saber cuáles eran sus problemas; así, aunque los interiores de las viviendas campesinas aparezcan en sus escri­ tos llenos de gente, con ello tan sólo se trataba de provocar un efecto más dramático en los relatos y no de plasmar cierto realismo social. Llegaba a suceder incluso que las historias populares sobre el campesinado suscita­ ban menor interés que las de épocas anteriores, a las cuales se prestó gran atención en lo que se ha dado en llamar el prerromanticismo, comprendi­ do entre las décadas de 1760 o 1770 y la llegada del movimiento román­ tico. A la tradición que gozaba el interés hacia la literatura antigua por parte de muchos anticuarios, como muestran los estudios anglosajones realizados por el clérigo inglés Edward Lye (1694-1767), se sumó la fas­ cinación por la literatura popular antigua, que se presentaba como pers­ pectiva tan sugerente para revitalizar la cultura europea como las que ofrecían la filosofía china y la idea del buen salvaje. James Macpherson (1736-96) publicó unos poemas que dijo haber traducido del gaélico y que eran obra de un bardo escocés del siglo III llamado Ossian. Se hizo famoso con la obra titulada Fragments ofAncient Poetry collected in the Highlands (1760), a la que siguieron la publicación de Fingal (1761), dedicada al favorito de Jorge III, el Conde de Bute, en cuyo prefacio pro­ clamaba la superioridad de la poesía épica celta sobre la griega, y tam­ bién Temora (1763). Estas obras, en las que combinaba sus propias crea­ ciones con fragmentos tomados de baladas y poemas de origen gaélico, tuvieron un gran éxito. Dotadas de “ese pathos y ese primitivismo por los que suspiraba gran parte del público prerromántico”, fueron traducidas a varios idiomas europeos, como el francés (1777) y el ruso (1792), e influyeron en Byron, Coleridge, Goethe, Schiller y Napoleón, entre otros. 13 HUGHES, L., “Ablesimov’s M el’nik: A Study in Success”, Study Group on Eighteenth-Century Russia Newsletter, 9 (1981), p. 31.

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Impresionado por la obra de Macpherson, Tomas Percy (1729-1811), que era hijo de un tendero que trataba de demostrar su descendencia de los antiguos Duques de Northumberland, publicó un libro titulado Five pieces ofRunic Poetry, translated from the Icelandic (Cinco piezas de poe­ sía rúnica traducidas del islandés, 1763) y Reliques of Ancient English Poetry (Reliquias de la antigua poesía inglesa, 1765), cuya edición de antiguas baladas suscitó de nuevo un gran interés en la materia y conoció hasta cuatro reimpresiones en 1794. La aparición de la obra de Ossian también impresionó al filósofo alemán Johann Gottfried Herder (17441803), que fue predicador en la corte desde 1776 hasta su muerte. Y siguiendo este ejemplo, publicó varias colecciones de canciones popula­ res alemanas a las que consideraba como el verdadero origen de la poesía posterior y de la conciencia nacional germana. Como el campesinado ofrecía una temática artística mucho menos interesante y edificante para la cultura de elite que las historias de los anti­ guos griegos, celtas y godos, tampoco entre los propios campesinos hubo artistas que llegaran a contar con el patronazgo de esa cultura. No obstan­ te, sería erróneo sugerir que la cultura popular y la de elite eran autóno­ mas, tanto como afirmar que eran uniformes o que la primera de ellas no experimentaba apenas transformaciones. Por ejemplo, no existía esa clara diferenciación y oposición que suele atribuirse entre la música “artística” y la “popular”, y ésta no era tan conservadora, ni se transmitía solamente por vía oral, sino que, por el contrario, pueden apreciarse estrechas rela­ ciones entre ambas y numerosos cambios en su evolución en cuanto a su estilo y temática. En la cultura de elite, se produjeron algunos cambios revolucionarios, como el desarrollo de la música de cuerda que lideraron Corelli, Antonio Vivaldi (c.1675-1741) y Giuseppe Tartini (1692-1770), el nuevo sistema de afinación de temperamento igual impulsado por Bach o la invención del piano en torno a 1709 por Bartolommeo Cristofori y su popularización en los años 1770 por parte de Mozart y Muzio Clementi. Estos cambios también incidieron en el desarrollo de la música popular, y aunque la mayoría de los europeos siguieran pensando en baladas, himnos e instrumentos primitivos al hablar de la música, esto no implica necesa­ riamente que la música popular contase sólo con recursos técnicos anti­ cuados o que no admitiese innovaciones. El desarrollo de la cultura popular sigue siendo un tema aún poco estudiado. Resulta evidente que las generalizaciones acerca del conser­ vadurismo del campesinado o sobre su adopción de determinadas pau­ tas culturales de las elites son bastante cuestionables, pero hace falta afrontar un nuevo debate metodológico y profundizar mucho más en el tema, si se trata de evitar que el mundo cultural de la mayoría de la población de esta época vuelva a desvirtuarse bajo nuevas simplifica­ ciones. Haría falta prestar mayor atención a los efectos que produjeron las migraciones o el desarrollo de la urbanización, de los intercambios comerciales y de la actividad económica. Por el momento, parece razo­ nable indicar que además de las múltiples formas y cambios que hubo en la elite cultural, también deberíamos valorar que la cultura popular no dejó de evolucionar ni se mantuvo totalmente desvinculada de la “alta” cultura. 298

Los CAMBIOS ESTILÍSTICOS La definición de los diferentes estilos en cualquiera de las artes suele ocasionar múltiples controversias. De hecho, varían tanto los términos de definición, como las atribuciones de obras y artistas a un determinado estilo-. Pero la cuestión se complica aún más si se amplía su ámbito de aplicación desde un campo concreto de la expresión artística a todo tipo de actividades culturales e, incluso, al contexto socioeconómico en el que éstas se producen. Así pues, si resulta ya bastante difícil definir lo que es la arquitectura rococó, aún lo será más intentar aplicar esta caracteriza­ ción a la literatura o al estilo de la interpretación musical. En lugar de plantear la existencia de estilos muy definidos con caracteres rígidos y exclusivos, comunes a todas las formas de expresión artística y a todos los países en un período determinado, parece más apropiado conside­ rar los estilos como tendencias cuyos rasgos definitorios no se plasmaban en formas universalmente repetidas o totalmente diferenciadas. En reali­ dad, en las obras de la mayor parte de los artistas y de los distintos períodos se aprecia con frecuencia cierto pluralismo estilístico, hasta tal punto que en el conjunto del Continente europeo convivían tendencias artísticas bas­ tante diferentes. Así, por ejemplo, en Portugal a mediados del siglo XVIII seguía predominando el estilo barroco, cuando ya había desaparecido prácticamente en países situados al norte de los Alpes. Continuaban representándose temas tradicionales, se cultivaban los viejos géneros y se usaban técnicas antiguas, pero al mismo tiempo también se introducían nuevos avances y nuevas concepciones. Se han distinguido varios estilos diferentes. Por lo general, suele con­ cebirse que en el cambio de siglo el estilo Barroco, procedente en mayor o menor medida de Roma, era el más importante en Europa, que durante el segundo cuarto de la centuria adquirió mayor protagonismo una variante de éste conocida como estilo Rococó que suscitó como reacción el desarrollo del estilo Neoclásico, y que a fines de siglo el interés por ideas relacionadas con la sensibilidad y el valor de la naturaleza se com­ binaron para dar lugar al Prerromanticismo. Una interpretación como ésta adolece de muchas generalizaciones y prescinde de otras tendencias, como el Neogoticismo, que influyó en algunos arquitectos ingleses durante la segunda mitad del siglo xvm, o la moda de los motivos y obje­ tos chinescos, que fue contemporánea al auge de los estilos Rococó y Neoclásico. Además, las periodizaciones lineales suelen ser bastante poco precisas, y no está nada claro cómo se puede adscribir la obra de un artista a determinados estilos. La magnificencia y la vigorosa geometría del Barroco siguieron influ­ yendo en las tendencias artísticas de las primeras décadas del siglo XVIII. La arquitectura vienesa de la época y los majestuosos espectáculos tea­ trales que realizaba allí Ferdinando Galli-Bibbiena constituyen claros ejemplos del estilo Barroco. A principios de siglo también siguió culti­ vándose con mayor profusión la moda de los techos pintados, sobre todo con decoraciones al fresco, para dar más esplendor a los interiores de iglesias, monasterios y palacios. Las relaciones existentes entre lo que se ha dado en llamar Rococó y el Barroco siguen suscitando numerosas dis299

cusiones. Por lo general, el término “rococó” suele asociarse más con la pintura o con la decoración de interiores. Chárles-Nicolas Cochin empleó por primera vez este término en una crítica escrita en 1755, refiriéndose a un estilo de mobiliario y de decoración interior peculiares. Ésta se carac­ terizaba por el empleo de espejos y paneles murales de madera tallada, por la asimetría de los motivos decorativos con curvas sinuosas, conchas y hojarasca. Parece que el término “rococó” deriva de la palabra rocalla, que era la sustancia ligera y en forma de concha con la que se imitaba el aspecto de las rocas para construir cuevas y coquille (conchas) artificia­ les. Se ha aplicado también a otras formas artísticas, como la música de cámara de Stamnitz o la poesía de Cristoph Wieland, cuya obra Musarion, oder die Philosophie der Grazien (1768) constituía una especie de fiesta galante literaria. En otros sectores se pueden apreciar algunos cam­ bios equiparables. Así por ejemplo, los diseños de las cajas de órganos francesas tendieron a ser menos academicistas y arquitectónicos, buscan­ do formas más elegantes, sinuosas y detallistas. Suele decirse que el Rococó es un estilo decorativo delicioso, exquisito, frágil y personal, y ciertamente su estética trataba de crear un entorno ideado para satisfacer las necesidades y el gusto del hombre: La tendencia a prescindir de emociones profundas forma parte esencial de una aspiración propia del siglo xvm que trataba de conseguir el mayor placer posible viviendo en armonía con las leyes de la Naturaleza. Esta armonía se basa en la geometría del equilibrio, y el equilibrio podía quebrarse con las emociones profundas... la ornamentación del estilo rococó representaba la glorificación de esa extraordinaria variedad que era compatible con dicha armonía14. Si existía un principio subyacente bajo la ornamentación rococó, no solía reflejarse en los motivos de la propia decoración, pues ésta solía expresar los dos rasgos característicos del arte Rococó, la intimidad y el placer. Durante las dos primeras décadas del siglo XVIII fue adquiriendo mayor importancia una sensibilidad que tendía a acentuarlos. Por ejem­ plo, en París se puede apreciar por entonces un notorio cambio en los gustos pictóricos que pasaron de los grandes cuadros de temática históri­ ca a los de las escenas de género. En las dos últimas décadas del reinado de Luis XIV, la pintura fran­ cesa experimentó importantes cambios. Las controversias surgidas res­ pecto a su estilo y finalidad contribuyeron a desarrollar el rubenismo, una tendencia que ponía mayor énfasis en el color y en un entorno natural. Jean-Antoine Watteau (1684-1721) creó el género de la fiesta galante, representando al aire libre escenas artificiosas, fantásticas y conmovedo­ ras. La publicación de sus dibujos y pinturas en cuatro volúmenes de gra­ bados hizo que la influencia del estilo de Watteau fuese aún mayor. De 14 SHRADER, W. C., “Some Thoughts on Rococo and Enlightenment in Eighteenth Century Germany”, Enlightenment Essays, 6 (1975), pp. 61-62.

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esta forma, un pintor cuya obra había sido patrocinada por un grupo de ricos coleccionistas, se convirtió en uno de los autores más reproducidos gráficamente. Entre los artistas que participaron en esta labor de estam­ pación destaca Frangois Boucher (1703-70), muy influenciado desde entonces por esta experiencia con la pintura de Watteau. Boucher ofrecía un rico estilo decorativo, una sensación de elegancia y gracia, y un suave erotismo con el que trataba de complacer a sus sofisticados mecenas pari­ sinos y cortesanos. Podría verse como una muestra del mayor interés hacia lo individual que aportó el siglo XVIII, la tendencia creciente a pin­ tar retratos informales de mujeres. La mayor parte de las críticas hechas contra el estilo Rococó se cen­ tran sobre todo en la pintura y la decoración. No se refieren tanto a la cali­ dad de la obra, sino más bien a su finalidad o a la aparente carencia de ésta entre artistas y mecenas. Muchas de las críticas aparecidas a media­ dos de siglo, como las de Diderot, consideraban inadecuado concebir el arte simplemente como una forma de placer. Por ello, en lugar de fomen­ tar la comodidad personal, propugnaban un arte didáctico que fuese capaz de suscitar emociones y que contribuyese a la formación moral. Diderot criticó duramente las pinturas de Boucher porque las consideraba llenas de afectación y dotadas de una influencia perniciosa, y en el Salón de 1763 elogió a Greuze -cuyas obras podrían parecemos hoy en día mucho más afectadas-, diciendo: “El género me gusta; es una pintura moralizan­ te. Después de todo, ¿no se han dedicado ya bastante los pinceles a repre­ sentar el vicio y el libertinaje? ¿No deberíamos estar encantados con que al fin tratasen de rivalizar con la poesía dramática para inspirar en noso­ tros la virtud, para educarnos y corregirnos?”15. El pintor alemán Antón Raphael Mengs (1728-99), un amigo de Winckelmann que realizó gran parte de su obra en Roma y fue muy favorecido por la corte española, sos­ tenía en su escrito titulado Gedanken (1762) que los artistas debían imitar el aspecto esencial de los objetos que percibían, suscitar pasiones loables e instruir la mente. No daba cabida a la frivolidad que se atribuían al arte Barroco y al Rococó, y su obra gustaba en Madrid mucho más que la del veterano Tiépolo. En sus Discourses como presidente de la Real Acade­ mia, Reynolds proponía una concepción utilitarista del arte. En 1770, afir­ mó que un auténtico pintor, “en lugar de entretener a los hombres con el intrascendente primor de su imitación... debe procurar mejorarlos transmi­ tiendo la grandeza de sus ideas”. Dos años después, en sus Considerations sur le gouvernement de Pologne, Rousseau puso de manifiesto su creencia en los valores positivos del arte, llegando a recomendar que todas las artes contribuyesen a alimentar la conciencia nacional polaca. El debate en torno a la necesidad de fomentar una cultura moralizante no era nada nuevo ni se limitaba al campo de la pintura. El culto a la “sen­ sibilidad”, a los sentimientos y a las emociones más delicadas influyó mucho en la producción teatral y novelística de la época. En el Imperio, el teatro fue objeto de las críticas del clero porque éste consideraba que ejer­ 15 WILSON, A. M., Diderot (New York, 1972), p. 463.

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cía una influencia perniciosa fomentando la depravación moral, el adulterio o la prostitución. Frente a él, ofrecían las obras más edificantes de un teatro seglar denominado “reformista”. Tal como demandaban los principales escritores alemanes de la segunda década del siglo XVIII, este teatro refor­ mista aspiraba a mejorar el lenguaje hablado suprimiendo las expresiones groseras. La novela sentimental gozó de enorme popularidad en Europa. Al tratar sobre personajes ambientados en esa época y en entornos realistas, tomados de los modelos que proporcionaban las fiestas galantes, las nove­ las podían brindar pensamientos edificantes, combinando entretenimiento y moralidad. Esta nueva sencillez moralista influyó también en otros géne­ ros como la ópera. Con su Orfeo (1762), Gluck -otro de los amigos de Winckelmann- creó una obra austera y sencilla empleando arias delibera­ damente simples y sólo tres solistas. Y en la epístola dedicatoria que acom­ pañaba a la edición de su ópera Alceste (1767), Gluck pidió que se aspirase a una “noble sencillez” y condenó toda clase de “ornamentos superfluos. La música debía expresar el drama y los sentimientos de una historia”16. Aunque el arte al que dieron lugar estas concepciones suele llamarse Neoclásico, este término no se usaba en la época, sino que se prefería hablar del “estilo verdadero”. Frente al erotismo frívolo proponía unas formas austeras, buscaba su inspiración en el mundo clásico, trataba de inculcar la virtud y su maestro más representativo fue el pintor francés David. La Antigüedad Clásica, tal como la representaba sobre todo Winckelmann, proporcionaba los criterios estilísticos con los que se criti­ caba al arte Rococó y sus defectos. La representación estática de las maravillas del arte griego realizada por Winckelmann hizo que el rococó pareciese como una mera frivolidad vacía de contenido. Las teorías del arte neoclásico estaban de acuerdo con muchos de los presupuestos vigentes en la época. Nunca había llegado a desaparecer la idea de que la cultura debía ser ejemplarizante. Por ello, la pintura de Historia, que constituía un arte de carácter público, testimonial y declamatorio en el que se proclamaban nobles y elevados ideales y se describían hazañas de héroes en momentos de gran significación histórica o moral17, siguió estando a la cabeza de las prioridades temáticas en las academias de arte francesas. Cabría pensar que en cuanto surgió el debate público en torno a cuál debía ser la finalidad del arte y la labor que desempeñaban los artistas, éste se decantó a favor de esa actitud claramente contraria al esti­ lo rococó que se generalizó a mediados de siglo. Los círculos exclusivos de la corte y de la aristocracia que patrocinaban el rococó se mantuvieron bastante al margen de este debate. Y aunque la polémica anti-rococó incidió en muchas ocasiones en el carácter trivial, pernicioso y derrocha­ dor que se atribuía a su mecenazgo, esto no quiere decir que el Neoclasi­ cismo fuese el arte de la burguesía. Un análisis clasista de los movimien­ tos artísticos plantea demasiadas dificultades metodológicas y empíricas como para poder superar un examen riguroso. 16 HONOUR, H., Neo-Classicism (1968), p. 21. 17 CONISBEE, P., Painting in Eighteenth-Century France (1981), p. 8.

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No existe una rúbrica adecuada que nos permita englobar la gran variedad de fenómenos artísticos que surgieron en Europa desde media­ dos de siglo hasta la Revolución francesa. Puesto que las obras del Romanticismo de principios del siglo XIX se encuentran asociadas con emociones personales de los artistas, que se oponían a los convenciona­ lismos sociales y culturales, y se hallaban inspiradas tanto en el poder y furor sobrecogedores de las fuerzas más elementales de la Naturaleza o en su cautivadora belleza, como en el caos que había provocado la Revo­ lución, debieron existir precursores de este movimiento en el período pre-revolucionano. Hubo entonces un gran interés por una pintura de pai­ sajes, en la que se volvían a valorar las “sublimes” cualidades que ofrecía la representación de paisajes salvajes. La angustia y el aislamiento pro­ pios del héroe romántico aparecen prefigurados en diversas pinturas, como la del Milón de Crotone realizada por Jean Jacques Bachelier (1724-1806) y presentada en el Salón de 1761, pero también en gran parte de los textos del movimiento literario alemán denominado Sturm und Drang. Este movimiento, que empezó a tener mayores repercusiones a partir de los años 1770, concebía a la Naturaleza como una fuerza crea­ tiva, y no como un paisaje placentero e intrascendente, por ello, en el alma humana tenía más cabida la pasión que la armonía y se consideraba que era superior un hombre de acción fiel a sus sentimientos que un estu­ dioso reflexivo. En su novela Las penas del joven Werther (1774), Johann Wolfrang von Goethe (1749-1832) presentaba a un héroe polémi­ co que llegaba a suicidarse por una pasión no correspondida y el terrible impulso de un sentimiento total. Su romance dejó de ser ese simple juego, que aparecía en muchas novelas francesas de la época, o una oca­ sión para mostrar actitudes sentimentales, como sucedía en las novelas inglesas contemporáneas, para convertirse en la víctima de una amante cruel. Werther causó gran sensación y muchos la imitaron. En este período anterior a la Revolución, también se produjeron cam­ bios en otros campos de la creación artística. Karl Philipp Emanuel Bach (1714-88), segundo hijo de Johann Sebastian Bach, apenas compuso según el estilo de contrapunto de su padre, pues fue uno de los creadores de la sonata. En sus numerosos conciertos, se mantuvo fiel a la creencia de que la música debía tocarse con el corazón y provocar intensas emo­ ciones. Influyó, particularmente, en Haydn y Mozart, en cuya formación también se puede apreciar el influjo del hermano pequeño de Karl, Johann Christian Bach (1725-82), que había propiciado la sustitución del estilo de su padre por el denominado estilo galante. Mozart (1756-91) también se benefició de la dinámica variedad orquestal empleada por los compositores de Mannheim y transformó el concierto de piano logrando que una composición con formas y recursos limitados se convirtiese en una combinación mucho más efectista entre piano y orquesta. Mozart aportó además una extraordinaria riqueza melódica a sus piezas orquestales y operísticas. En 1778, compuso la música del ballet Les Petits Riens para Jean Georges Noverre (1727-1810), que estaba introdu­ ciendo importantes innovaciones en el ballet encaminadas a dar mayor relieve a la expresión y a la claridad de las historias escenificadas. Nove­ rre deseaba reemplazar las antiguas da.nzas formales y convertirse en el 303

creador del Ballet d ’A ction (ballet dramático), que recurría mucho al empleo del mimo. Aunque ciertamente se estaban produciendo diversos cambios, sería una equivocación pensar que seguían un desarrollo progresivo y lineal. Así mientras que el sucesor de Reynolds como presidente de la Royal Academy, el pintor norteamericano Benjamín West (1738-1820), cuyo estilo presenta un claro influjo de Mengs tras su visita a Italia, realizaba pintura de historia sobre temas más modernos, como el cuadro en que representaba la Muerte de Wolfe (1771), otro pintor alentado por Reynolds, que pasó ocho años en Italia, el suizo Johann Heinrich Füssli (o Fuseli; 1741-1825) ofrecía visiones fantásticas horroríficas, comparables a algunas de las esce­ nas descritas en las novelas “góticas” de entonces. Influido por la lectura de Rousseau, Füssli fue un precusor del Romanticismo, para el cual tanto el individuo y la sociedad, como el arte y la moralidad se hallaban en con­ flicto. En sus Observaciones sobre los escritos y la conducta de J. J. Rous­ seau (1767) sostenía que las artes eran un don divino que conmovía al hombre por su fuerza, sensación y terror. Elogiado tanto por el rey Jorge II, como por William Blake, el cuadro más célebre de Füssli fue su Pesadilla (1781), una tremenda visión de lo misterioso y del subconsciente. Creando una obra ideada para estimular la imaginación, Füssli pintaba visiones que mostraban el estrecho margen que separaban el orden social o el equilibrio y la armonía de la mente, y los aspectos más sombríos de la naturaleza humana que la razón no alcanzaba a explicar. El impacto que causó Füssli -cuyas primeras obras llegaron a influir en el propio Goethe- permite recordarnos que la producción pictórica de los años 1780 no se limitó sola­ mente a las pinturas neoclásicas de historia de David. Füssli trataba de satisfacer la demanda de un determinado gusto de la época, al igual que otro artista coetáneo, Franz Antón Mesmer, un doctor austríaco que recha­ zaba la medicina y la ciencia convencionales basándose en la idea de que un fluido universal era el que conducía la fuerza vital del magnetismo. Mozart, que había escrito una opereta pastoril llamada Bastien und Bastienne para Mesmer (1768), plasmó en su última ópera, La flauta mágica (1791), la imagen de un mundo cuya cosmología no era cristiana y en el que la razón era mágica. Pero no fue el único que produjo obras en las que el protagonista era el conflicto y no la ecuanimidad. E l c o s m o p o l it is m o y LAS INFLUENCIAS ARTÍSTICAS

La polémica dieciochesca sobre el nacionalismo cultural puede resul­ tar tan estéril como la que plantea el exclusivismo estilístico o temático. En la práctica, los artistas eran bastante eclécticos, de manera que por ejemplo en pintura adoptaban el estilo que solía considerarse más apro­ piado para cada género: el holandés para los bodegones, el italiano para los cuadros de historia y el francés para el retrato18. Aunque es cierto que 18 WEBSTER, M., Johann Zoffany (1976), p. 8.

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para las elites la cultura era cosmopolita en cuanto a su temática y estilo, y en cuanto a los artistas e intérpretes. Este cosmopolitismo iba mucho más allá de simples contactos, personales o casuales. Implicaba un amplio conjunto de valores y propósitos compartidos que llevó a Montes­ quieu a describir Europa como una gran nación integrada por diferentes regiones, pero con intereses comunes. Entre quienes pertenecían a las eli­ tes existía un gran interés por los progresos que tenían lugar en cualquier parte del Continente; éste se vio estimulado por la oferta cultural interna­ cional y contribuyó a su crecimiento, sobre todo en el comercio de libros, gracias a la reedición de obras en otros países, a las traducciones y al periodismo artístico. No sólo se tradujeron a otras lenguas las obras de los principales intelectuales franceses, sino toda clase de libros, desde el de Combles sobre el cultivo de melocotones hasta la ficción amorosa rea­ lista de Chasles. Entre 1741 y 1800, se publicaron en Rusia 245 libros que pueden relacionarse con obras originales escritas en inglés por auto­ res británicos. No todas las traducciones eran correctas o fieles, ante todo porque a menudo se realizaban con traducciones indirectas. Así, por ejemplo, muchas de las obras inglesas traducidas al ruso contaron con un intermediario francés. Y circulaba por toda Europa una versión francesa del Spectator. Es más, algunos traductores desarrollaban en sus trabajos una función moralizante aparte de la puramente literaria, de manera que podían mejorar y modernizar el texto original. No obstante, por lo gene­ ral, solían respetar el contenido esencial de la obra. Las traducciones per­ mitieron divulgar en Italia la física newtoniana y proporcionaron a Rusia manuales sobre la mitología europea. En 1750, el dramaturgo ruso Alexandr Sumarokov (1718-77) publicó por primera vez su adaptación de Hamlet. El desarrollo del “cosmopolitismo” se vio favorecido tanto por los viajes como por el mecenazgo, los intermediarios culturales y la emula­ ción. Los viajes ayudaban a difundir entre los mecenas el conocimiento de las tendencias artísticas del momento o anteriores. Cuando se pusieron de moda los “Grandes Viajes”, iba en aumento el número de gente que viajaba por placer, sobre todo desde Gran Bretaña, Escándinavia, Polonia y el Imperio hacia Francia o Italia. Mientras que los mecenas realizaban viajes de placer, los artistas viajaban para adquirir conocimientos o con­ seguir trabajo. Las autoridades francesas supieron valorar la importancia que tenía estudiar arte en Italia y la mayoría de sus principales artistas pasaron algún tiempo en la Academia Francesa de Roma. El arquitecto sueco Cari Cronstedt, estudió en Francia, Italia, Múnich y Viena entre 1731 y 1737. La posibilidad de conseguir empleo constituía entre los artistas un incentivo aún mayor para viajar, ya fuera temporalmente para atender a un encargo concreto o durante largos períodos. El pintor de Nuremberg, Cari Tuscher (1705-51), trabajó en Italia (1728-41), Londres (1741-43) y Copenhague, como pintor de la corte (1743-51). El arquitec­ to francés Jean Laurent Legeay, que estudió en Roma entre 1738-42, fue nombrado profesor de la AcacLémie de París antes de ser designado arqui­ tecto de Federico II en 1754. El mecenazgo artístico era incentivado por una cultura de elite cosmopolita que él mismo contribuía a mantener. La distribución irregular de artistas e intérpretes entre los distintos países era 305

especialmente acusada en algunas ramas de la cultura de elite, como la ópera, pero existía también la sensación de que la calidad variaba geográ­ ficamente y de que ciertos lugares proporcionaban artistas más innova­ dores. Este desequilibrio se acentuó con el desplazamiento de muchos artistas con talento hacia determinados lugares, ya fuera para mejorar su técnica o para trabajar. Además los mecenas solían contratar sus encar­ gos y comprar obras de arte en el extranjero. En 1701, el aristócrata aus­ tríaco Johann von Licchtenstein pidió al broncista florentino Massimiliano Soldani que realizase copias de las estatuas de la colección del Gran Duque para usarlas como modelos de las figuras de piedra con que dese­ aba adornar su jardín y para conservarlas en su galería. Y Pedro el Gran­ de contrató eruditos y científicos alemanes para la Academia de Ciencias que había fundado. El papel que desempeñaron los intermediarios culturales se vio facili­ tado por la notable cantidad de extranjeros que podían encontrarse en la mayoría de las grandes ciudades y por el carácter cosmopolita que poseían muchas de las cortes europeas. Los italianos contaban con una amplia representación en diversas cortes, como las de Dresde, Madrid o Múnich. En Viena, varios italianos establecieron círculos destinados al intercambio cultural, que pusieron en relación a la vanguardia intelectual austríaca con la anglo-francesa. La emulación y las modas también tuvie­ ron gran importancia. Por lo que respecta a la cultura de elite, sobre todo durante las primeras décadas del siglo XVIII, se puede apreciar un fuerte complejo de inferioridad en la Europa Central, Oriental y Septentrional (incluida Gran Bretaña) ante la vida cultural y los productos de Francia e Italia. Este complejo de inferioridad adoptó múltiples formas y tuvo con­ secuencias muy diversas, entre las que podríamos mencionar la implanta­ ción de las modas, prácticas e instituciones extranjeras más deseadas, y el patrocinio de artistas de otros países. Por ello, aumentó la interdependen­ cia cultural existente entre Rusia y Polonia, en la que Ucrania continuó actuando como un importante intermediario, pero además se multiplica­ ron rápidamente los vínculos culturales de Rusia con Gran Bretaña, Fran­ cia y el Imperio. En los Balcanes, la Ilustración, pese a su limitada influencia, no sólo se convirtió en un elemento representativo de sus rela­ ciones con la Europa central y occidental, sino que vino a incrementarlas. Si bien es cierto que los principales cambios tanto temáticos como estilísticos de este siglo se produjeron a escala continental, hubo im­ portantes variaciones en los distintos países y en cuanto a su desarrollo cronológico. Tanto la progresiva repercusión de los estilos Barroco y Rococó, y la reproducción por todo el Continente de motivos decorativos chinescos y turcos, como las soluciones semejantes a las que llegaron los debates sobre las concepciones artísticas y las tendencias de la crítica de cada país, ya fueran a favor del sentimentalismo de mediados de siglo o del Romanticismo a partir de la década de 1770, tuvieron por lo general un alcance internacional. De este modo, la amplia difusión del estilo Neoclásico, que se basaba en la utilización de elementos clásicos para producir lo que se dio en llamar una “noble sencillez”, se debió en parte a la fama internacional que llegaron a tener los descubrimientos arqueoló­ gicos de mediados de siglo y las obras de una serie de teóricos, tales 306

como el Essai sur l’architecture (1753) del Abad francés Laugier y las Reflexiones sobre la imitación de las obras de arte griegas (1755) del alemán Johann Winckelmann. La cultura cosmopolita europea reflejaba el vigor de los movimientos artísticos e intelectuales de un cierto número de países, entre los que sobresalían Francia e Italia y, en menor medida, Gran Bretaña y el Impe­ rio, aunque evidentemente la situación variaba según los lugares y las distintas especialidades artísticas. La influencia de la cultura protestante del Norte de Alemania fue mucho mayor en Dinamarca, donde se dejó sentir especialmente en el “Siglo de Oro” de su pintura, entre 1770 y 1850, que en la Península Ibérica, donde tuvieron mayor trascendencia influencias francesas e italianas. Las innovaciones técnicas también podían convertirse en un factor del desarrollo artístico. A principios del siglo XVIII, Johann Bottger descubrió el caolín, que permitiría producir una porcelana tan dura como la que se importaba de China. Al estable­ cerse en Meissen (Sajonia) en 1710 logró que el Imperio se pusiese a la cabeza del Continente en esta producción, ocasionando una importante caída en la demanda de las tallas de marfil. El cosmopolitismo no implicaba la existencia de circunstancias seme­ jantes en los distintos países ni se desarrolló de la misma forma, pero, en cambio, tendió a fomentar el eclecticismo. Basándose en los principios del “concerto”, definidos en Italia a fines del siglo xvn, los compositores alemanes agregaron elementos propios de sus cualidades tradicionales para el contrapunto y la polifonía, y de la suite francesa19. La influencia italiana fue mucho más relevante en campos del arte tales como la arqui­ tectura y la música, pero bastante débil en cuanto a la literatura. Italia era la cuna de excelentes artistas, pero también ofrecía a los extranjeros numerosas posibilidades para su formación e inspiración, y, en menor medida, contaba todavía con sectores sociales acaudalados capaces de costear un importante mecenazgo. La influencia que ejercía la Italia anti­ gua o moderna, religiosa o seglar, sobre los extranjeros podía llegar a ser muy profunda. Gilles-Marie Oppenordt (1672-1742) forjó su estilo en Roma entre 1692-99, contando con la financiación de la Academia Fran­ cesa. Sus primeras obras decorativas, los relieves de altar para Nótre Dame y Saint-Germain des Prés en París, se basaban en modelos toma­ dos de la Antigüedad romana, pero su obra arquitectónica, como Directeur Général des Bátiments para el Palacio Real del Duque de Orleáns muestra una fuerte influencia de la arquitectura de Borromini y del Norte de Italia. La exportación de artistas y obras italianos era importante, tanto porque contribuía a fomentar y satisfacer el gusto que había hacia ellos en toda Europa como porque brindaba modelos para los artistas extranje­ ros. En 1708, el Príncipe Fernando de Toscana encargó una serie de relieves de bronce a Soldani para regalárselos a su cuñado alemán. Los turistas y otros viajeros adquirían gran número de obras italianas, anti­ guas y contemporáneas, como las vistas de Roma pintadas por Giovanni 19 DRUMMOND, P., The Germán Concerto: Five Eighteenth-Century Studies (1980).

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Paolo Pannini, los aguafuertes de Giambattista Piranesi o las de Venecia de Antonio Canaletto. Muchos italianos trabajaban en el extranjero y esta tendencia se vio facilitada por los vínculos políticos existentes con Aus­ tria y España. Se les podía encontrar por toda Europa, pero fueron espe­ cialmente influyentes durante la primera mitad del siglo XVIII, sobre todo en música. A lo largo de las primeras décadas del Setecientos, los italia­ nos se situaron a la vanguardia del desarrollo de los instrumentos y de las técnicas de interpretación. El compositor e intérprete de clavicordio Domenico Scarlatti (1685-1757), que prestó servicio bajo el Rey de Por­ tugal Juan V y desde 1729 trabajó hasta su muerte en la corte española, acabó con el influjo que en su época seguía teniendo la polifonía sobre la música de teclado. En otros aspectos fue mucho mayor la influencia francesa. El papel que desempeñó Francia en cuanto al progreso de la música fue menos trascendental que en Italia o el Imperio, pese a los esfuerzos de músicos como Jean Philippe Rameau (1683-1764), cuyas obras Traité de l’harmonie réduite á ses principes naturels (1722) y Nouveau systéme des musique théorique (1726), sentaron las bases de la teoría moderna de la armonía, y cuyo uso de la modulación resultó bastante innovador. Sin embargo, tanto en arquitectura como en pintura, Francia ejerció una enorme influencia. El deseo de emular la magnificencia de Versalles animó a muchos mecenas extranjeros a contratar arquitectos franceses. Frente al tradicional modelo italiano de levantar una serie continua de grandes habitaciones, sin intercalar ninguna habitación secundaria más pequeña, Robert de Cotte (1656-1735), un arquitecto de moda entre la sociedad cortesana de París, ofrecía soluciones a la distribución interior de los palacios más apropiadas e íntimas. La influencia arquitectónica francesa, que se aprecia de forma más acusada en el Imperio, perduró a lo largo de la segunda mitad del siglo XVIII. Legeay introdujo el Neocla­ sicismo en Prusia, Nicolás de Pigage (1723-96) fue el arquitecto más importante en las tierras del Elector del Pal atinado, y Philippe de la Guépiére, que sucedió a Domenico Retti como arquitecto de la corte de Carlos Eugenio de Württemberg en 1752, se encargó de diseñar las habi­ taciones ducales en su Palacio de Stuttgart, que rivalizaban con las dependencias reales de Versalles, y construyó también en estilo francés las casas de recreo campestres de Monrepos (1760) y Solitude (1763-7). Al igual que sus compatriotas arquitectos, muchos pintores franceses tra­ bajaron en el extranjero durante largos períodos de tiempo. Louis-Michel van Loo fue designado pintor de la corte de Madrid en 1737, su padre Jean-Baptiste también disfrutó de una situación semejante en la corte londinense entre 1737 y 1742, y antes de poner de moda en París sus pin­ turas sobre escenas de género rusas, Jean Baptiste Leprince se había dedicado ampliamente a la decoración pictórica de palacios imperiales rusos en los años 1758-63. Aun así, la influencia cultural francesa no se debió tanto a la labor desarrollada por los artistas que trabajaban en el extranjero, cuyo número incluso tendió a aumentar a consecuencia del exilio de hugonotes y sus descendientes. Mucho más importantes eran las visitas a París que reali­ zaban mecenas y artistas extranjeros y los esfuerzos que continuaban 308

haciendo para seguir al comente de los adelantos que allí se producían; esto fue lo que motivó, por ejemplo, una observación así: “A veces, pare­ ce que las coincidencias entre las obras de Greuze y Reynolds son tantas, que nos dan la impresión de que Reynolds, al igual que la mayoría de los europeos cultos de las décadas de 1770 y 1780, estaba al tanto de la prolífica producción de pinturas y grabados de Greuze”20. Francia dictaba la mayor parte de las modas europeas, incluso en el vestir, sobre todo feme­ nino, y en las normas de comportamiento. Procedentes de Francia llegaron a Inglaterra tanto el inodoro como el paraguas. La situación de Francia en la vanguardia de la moda europea contribuyó a fomentar la demanda exterior de muchos otros productos, ya fueran tapices en Portu­ gal o vestidos, peluquería, cocina, comestibles y vino en los círculos aris­ tocráticos de Londres. La más alta calidad en la fabricación de muebles estaba en manos de ebanistas y artesanos parisinos. Esta influencia cultu­ ral se incrementó de manera considerable con la difusión del francés como la lengua preferida por la sociedad refinada europea y gracias a la amplia repercusión que tuvieron diversas obras francesas en la vida intelec­ tual y literaria del Continente. Entre las novelas en lengua extranjera que aparecen en los catálogos de las bibliotecas polacas de fines del siglo xvill, el 83% estaban en francés, el 10% en inglés, el 4% en alemán, el 2% en ita­ liano y el 1% en castellano. Francia también llegó a reemplazar a Italia y España como principales productoras de la literatura religiosa polaca. Su influencia en Polonia aumentó durante el período de la monarquía sajona, porque tanto Augusto II y Augusto III como sus ministros sajones no sabían polaco y se comunicaban en francés. Volvió a crecer en los años 1760 y 1770 cuando muchos jesuitas franceses emigraron a Polonia y lle­ varon a cabo una importante labor educativa entre los polacos. El francés sustituyó al latín como lengua oficial de los científicos polacos y, de hecho, la mayoría de las obras originales inglesas, italianas y españolas llegaban a conocerse en Polonia a través de traducciones al francés. En la Europa Oriental y Escandinavia, la cultura alemana continuó ejerciendo una gran influencia, sobre todo en las cortes principescas y en las ciudades, donde el comercio con el Imperio y los comerciantes ale­ manes desempeñaban un papel muy relevante. Durante la primera mitad del siglo XVIII, había muchos residentes alemanes en la corte rusa, y en las décadas de 1730 y 1740, en la corte danesa también fue adquiriendo cada vez mayor protagonismo el componente alemán a raíz de los matri­ monios con cónyuges alemanes de la familia real, que trajeron consigo notorios cambios en sus preferencias artísticas. El acceso de la Dinastía Hannover al trono de Gran Bretaña apenas tuvo consecuencias en su acti­ vidad cultural, debido al nivel relativamente bajo del patronazgo real y a la ausencia en Hannover de una fuerte tradición cultural autóctona. De hecho, en las islas el debate en torno a las influencias culturales extran­ jeras se limitó, por lo general, a las de Francia e Italia. No obstante, en 20 ROSENBLUM, R., “Reynolds in a International Milieu”, en PENNY, N. (ed.), Rey­ nolds (19^6), p. 48.

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Gran Bretaña, al igual que en gran parte de Europa Septentrional, se dejó sentir especialmente la influencia de los progresos musicales alemanes. A lo largo de la segunda mitad del siglo xviii, el Imperio se convirtió sin duda en la vanguardia de la música europea. La escuela de compositores de Mannheim desarrolló la obertura italiana de la sinfonía en cuatro movimientos, una forma musical que, tras ser refinada por Haydn y Mozart, iba a dominar la composición orquestal europea durante más de un siglo. La influencia británica en el extranjero se dejó sentir mucho más en la vida intelectual, la literatura y la jardinería. Los nuevos jardi­ nes paisajísticos ingleses se adoptaron con mayor rapidez gracias a que su diseño partía de modelos clásicos que eran verdaderamente cosmopo­ litas. El estilo Adam para la decoración de interiores tuvo mucha influen­ cia en París durante la década de 1780, en un momento en el que gran parte de la elite social francesa se hallaba dominada por una especie de anglomanía, un fenómeno cuyos efectos incluían el gusto por las carreras de caballos y la moda masculina inglesa. No faltaron opiniones contrarias al cosmopolitismo, que en general solían rechazar determinadas importa­ ciones culturales y no respondían a planteamientos xenófobos de dimen­ sión internacional. No obstante, en la segunda mitad del siglo xviii, muchos intelectuales se dedicaron a criticar los préstamos culturales o a distinguir y promover los elementos peculiares de sus propias culturas. Fue al emperador José II, que en 1776 fundó en Viena un teatro nacional alemán, a quien se le dedicó en 1769 el Hermannsscchlacht, que repre­ sentaba una glorificación de la lucha de los antiguos alemanes contra la invasión romana, escrita por el poeta Friedrich Klopstock. Klopstock, que compuso muchos poemas religiosos, entre los que destaca su Messias miltónico (1780), “pretendía con sus Oden (1771) y con sus ... obras patrióticas sustituir a los mitos familiares clásicos por los que él denomi­ naba mitos ‘nórdicos’ o ‘germánicos”21. Precisamente, como reacción frente a la dominación intelectual extranjera, surgió en Rusia un senti­ miento patriótico, aunque se dedicó sobre todo a rechazar cualquier absurda concesión a las modas extranjeras, en lugar de oponerse al pro­ ceso de occidentalización de la cultura rusa. L a s lenguas

El uso de una determinada lengua era importante para la definición de una cultura nacional, pero también como medio de comunicación para la cultura cosmopolita. La tendencia hacia una mayor uniformidad nacional mediante la implantación de las lenguas más ampliamente extendidas, a costa de las minoritarias, contribuyó a que hubiese una cultura común que resultaba mucho más accesible. Sin embargo, gran parte de la pobla­ ción europea hablaba idiomas minoritarios, como el vasco, el catalán y el bretón, o dialectos cuya comprensión resultaba bastante difícil. Existían 21 LANGE, V., The Classical Age of Gemían Literature (1982), p. 50.

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numerosos dialectos italianos entre los cuales el único nexo de unión era que sus hablantes se consideraban “latinos”. La langue d’oc del sur de Francia, una lengua romance que adoptaba múltiples formas, planteaba notables problemas de comprensión a muchos parisinos. Hasta cierto punto los idiomas nacionales se comportaban como dialectos de los idio­ mas más cosmopolitas. El más importante de ellos era el latín, pues en la mayor parte de Europa seguía siendo la lengua empleada en la Iglesia, el derecho y el mundo intelectual. El conocimiento del latín que poseía Car­ los XII de Suecia fue lo bastante bueno como para emplearlo en sus negociaciones en Polonia. Cuando José II visitó Transilvania en 1773 se vio obligado a hablar con frecuencia en latín. Aunque en 1697 los pola­ cos habían vuelto a imponer el ruso antiguo como idioma oficial para la administración política y judicial en Lituania, el latín continuó siendo en Polonia la lengua empleada en los tribunales de justicia. También solía emplearse en la educación superior y la erudición, aunque en una propor­ ción bastante menor que en períodos anteriores. A principios de siglo, en la Academia de Kiev se impartían en latín la mayor parte de las materias, y siguió empleándose hasta los años cuarenta de la siguiente centuria; por otra parte, Gottlieb Bayer (1694-1738), un alemán nombrado para la Academia Imperial Rusa de Ciencias, escribió la mayor parte de sus obras en esta lengua. El latín fue el idioma empleado por la administra­ ción de Hungría y las provincias orientales del Imperio de los Habsburgo hasta 1784, año en el que fue sustituido por el alemán. Dado que, como sucedía en muchas otras partes de Europa, el idioma no constituía el rasgo definitorio de una determinada nacionalidad, sino más bien el de la propia posición social, el uso del latín se vio favorecido por la nobleza húngara. Y no sería hasta la década de 1780, cuando, a raíz de las inicia­ tivas emprendidas por José II para difundir el uso del alemán, los nobles húngaros comenzaron a interesarse por el movimiento de reforma lin­ güístico y literario de su propio idioma, que ya contaba con un amplio respaldo social. A fines del siglo XVIII, el uso del latín para otros cometi­ dos ajenos a la actividad eclesiástica había entrado en franca decadencia en la Europa del Este. En 1766, el Codex Theresianus, un nuevo código legal concebido para ser aplicado en todos los territorios germánicos de los Habsburgo, no sólo se escribió en alemán en lugar de en latín, sino que además empleaba un vocabulario que no era demasiado técnico para que resultase inteligible a un público más amplio. En 1760, se suprimió el latín de los títulos incluidos en el catálogo de la feria de libros de Leip­ zig. En 1764, todos los despachos militares y del Tesoro hechos en Polo­ nia se redactaban ya en polaco. El latín ya había sido sustituido de forma generalizada en Europa occidental como una lingua franca (de uso común) seglar por el francés durante el reinado de Luis XIV. El francés se había convertido en la len­ gua de la sociedad de la corte, la diplomacia y las artes. A medida que se fue poniendo de moda, empezó a aumentar la cantidad de gente que con­ sideraba necesario aprenderlo y que se supiera que lo hablaban. Fue adquiriendo mayor importancia en las tierras colindantes con las fronte­ ras francesas, sobre todo en Lorena y los Países Bajos Austríacos, donde llegó a ser el idioma más empleado en la difusión de las corrientes cultu­ 311

rales y del pensamiento científico. Sin embargo, el conocimiento de esta lengua se limitaba prácticamente a las elites s’ociales y, por lo tanto, la mayor parte de la población apenas participaba en semejante actividad cultural. También en el Imperio, donde había puesto de modo el uso del francés, sobre todo entre los ambientes cortesanos de la Alemania católi­ ca, su influencia social era bastante reducida. Federico II consideraba al alemán un idioma bárbaro y, por ello, prefería hablar en francés, aunque apenas se dedicó a divulgar su conocimiento entre la población. La expansión del francés contribuyó a difundir la cultura y las corrientes de pensamiento francesas. Carlos XII podía leer y comprender las obras de Moliere, Corneille y Racine. En la segunda mitad del siglo XVIII, exis­ tió en Hungría una “Escuela Francesa” de poetas que imitaba la temática y el estilo de la poesía francesa contemporánea. Aunque el latín y el francés fueran sin duda las dos lenguas más inter­ nacionales, en la Europa oriental y septentrional se hallaba bastante extendido el uso del alemán. Era importante en Dinamarca, en Suecia, donde el rey Carlos XII sabía escribirlo con facilidad, o en Rusia, y los monarcas de cada uno de estos estados gobernaban territorios en los que había una nobleza de habla alemana. Fue el idioma empleado por la burocracia de las provincias bálticas de Rusia durante todo el siglo XVIII. Y a pesar de que Pedro el Grande llegó a plantearse la implantación del neerlandés como lengua oficial, el alemán siguió siendo el idioma extran­ jero más importante en los primeros años del proceso de occidentalización de Rusia. En la Escuela Superior de la Academia de Ciencias de San Petersburgo, fundada a mediados de los años 1720, se empleaban el latín y el alemán hasta que fueron sustituidos por el ruso en 1742. En el Imperio de los Habsburgo, el alemán era el idioma más importante, pero el único, en la administración y se llevaron a cabo diversas iniciati­ vas para fomentar aun más su uso. Bajo el reinado de Leopoldo I era obligatorio qüe los oficiales del ejército hablasen el alemán con fluidez, y continuó el proceso de “germanización” emprendido en los dominios de los Habsburgo en el siglo XVII. El latín y el alemán sustituyeron al checo en los ámbitos de la educación superior, la literatura, la erudición, la administración y de los círculos sociales más refinados de Bohemia. En 1720, la Dieta de Bohemia publicó su aceptación de la Pragmática San­ ción solamente en alemán. José II trató de convertir al alemán en el idio­ ma de la administración y con este objetivo ordenó su uso y enseñanza en el sistema educativo que había empezado a crecer. En 1774, el alemán se convirtió en el idioma oficial de la enseñanza en las escuelas primarias públicas de Bohemia; en 1776 se amplió su obligatoriedad a la mayoría de las gymnasia (escuelas secundarias); en 1780 incluso llegó a prohibir­ se el uso del checo en estas instituciones; y, a partir de 1788, los alumnos que deseaban ingresar en ellos debían dominar ya el alemán. En 1784 se creó una universidad de habla alemana en Lvov (Galitzia), en la que no se utilizaría el polaco hasta muy avanzado el siglo XIX. Ese mismo año José II decidió que se impartiesen en alemán todas las clases de la Uni­ versidad de Praga, a excepción de las de derecho y teología, que seguirían dándose en latín. En 1782, promulgó un edicto exclusivo para los judíos, por el cual todos los documentos que pasados dos años estu­ 312

viesen escritos en hebreo o con caracteres hebreos no tendrían ninguna validez legal. Y seis años después ordenó que todas ordenanzas del Reino de Bohemia se imprimiesen sóio en alemán, aunque todavía podía usarse el checo en los edictos municipales. Otros idiomas también se difundieron merced al apoyo del Estado. En 1720, el Senado ruso restringió la publicación de libros eclesiásticos en ucraniano. Se crearon escuelas para rusificar a los hijos de la elite cosaca, y aunque el alemán siguiera siendo el idioma hablado por la mayor parte de la burocracia de las provincias bálticas, tras las reformas de Catalina II se presionó para que sus descendientes en el servicio al Estado aprendiesen el ruso. El uso de una misma lengua no sólo era reflejo de los vínculos políti­ cos heredados o vigentes, sino que también permitía conservar importantes relaciones culturales. El español siguió empleándose como lengua de los documentos oficiales en Sicilia hasta la década de 1760. La nueva nobleza descendiente de los fanariotas que se asentó en Moldavia y Valaquia habla­ ba griego. En ocasiones, el uso de un idioma se convertía en un arma polí­ tica, y su cultura como una expresión de lealtad. La Sociedad Escocesa para la Propagación de la Doctrina Cristiana, fundada en 1709, trataba de acabar con la herencia educativa en gaélico y suprimir el uso de esta len­ gua. El inglés era el único idioma permitido en la docencia y en las conver­ saciones de los alumnos de la escuela que esta sociedad creó en las Highlands. Se confiaba en que mediante la educación y el uso del idioma se propagaría la doctrina calvinista y se asimilaría su práctica en las Highlands, para favorecer así una completa anglicanización de las Lowlands. Frente a ella, la Sociedad Highland, radicada en Glasgow y fundada en 1727, fomentaba el uso del gaélico, sobre todo mediante diversas publica­ ciones. El clero y los terratenientes de Gales trataron de suprimir el uso del galés, prohibiéndolo en las escuelas benéficas. El reverendo Griffith Jones (1683-1761) fue objeto de muchas injurias y se denunció que era un predi­ cador encubierto del metodismo, porque a partir de los años 1730 había insistido en la necesidad de emplear el galés en una campaña de alfabetiza­ ción popular y en la catequización. En 1737, fundó 37 escuelas y se encar­ gó en parte de la publicación de la Biblia y de un libro de oraciones en galés editado por la Sociedad para la Promoción de la Doctrina Cristiana en 1746. Aun así, sería una equivocación valorar los idiomas desde el punto de vista del poder político y de la hegemonía cultural. Su importan­ cia estuvo condicionada en gran parte por la propia expansión de las imprentas y por los intereses intelectuales y culturales que se hallaban tanto en las lenguas vivas como en las muertas. Siguió aumentando el número de gramáticas y diccionarios publicados; el primer diccionario de inglés-portugués y las primeras gramáticas de neerlandés e italiano aparecieron publicadas en portugués en la década de 1730. J. B. Bullet (1699-1775) preparó el “Diccionario Celta” más completo hasta entonces publicado for­ mando parte de sus Mémoires sur la Langue Celtique (Besangón, 175460), que también incluían una historia de esta lengua y una descripción eti­ mológica de las zonas de Europa que contaban con asentamientos celtas. Si bien siguieron manteniendo su importancia aquellos idiomas más ampliamente difundidos, cuyo uso era necesario en las escalas superiores de la vida administrativa, cultural y eclesiástica, también puede apreciar­ 313

se un interés creciente por las lenguas nacionales. Y aunque éste fue un rasgo más característico de las últimas décadas de la centuria, algunos monarcas anteriores se preocuparon de fomentar una identidad lingüísti­ ca. El interés que sentía Carlos XII por la lengua sueca le impulsaba a buscar palabras nativas, tomadas a menudo de formas dialectales, para sustituir expresiones extranjeras importadas. En 1729, Víctor Amadeo II situó en el Condado de Niza oficiales designados por el gobierno para llevar a cabo la reforma del sistema educativo y sustituyó en parte el uso del latín por la lengua que se empleaba en su administración, el italiano. Hacia la década de 1760, algunos círculos intelectuales empezaron a mostrar mucho mayor interés por el uso de las lenguas vernáculas. Herder puso mucho énfasis en los caracteres peculiares de cada lengua por la propia identidad nacional de la que provenían y que contribuían a mante­ ner. Afirmaba que todas las lenguas vernáculas podían llegar a desarro­ llar una forma escrita que utilizase tanto la sociedad ilustrada como la literatura, configurando sus propios caracteres de una escritura creativa. Rechazando la idea, ampliamente extendida, de que el primer impulso que daba lugar al habla era un don divino, Herder presentaba el lenguaje no como un sistema universal de signos racionales, capaz de compren­ derse según unos patrones universales y abstractos, y por tanto, sujeto a una agrupación jerárquica, sino como el resultado de la experiencia evo­ lutiva de sus hablantes. Esta concepción le llevó a interesarse por compo­ siciones populares, tales como los poemas genuinos de cada idioma. En su obra Kritische Walder (1769), Herder contrastaba muchas canciones populares con obras de literatura francesas. Y en sus Canciones popula­ res (1778-79) analizaba lo que él consideraba como auténticos productos de una cultura nacional. Herder no fue el único que prestó una atención intelectual a las len­ guas vérnáculas. Los hermanos Grimm, que surgieron a fines de siglo XVIII, recopilaron los cuentos populares alemanes. En toda la Europa del Este, hubo intelectuales que se dedicaron a lo que se consideraba como las lenguas del campesinado, que eran básicamente orales, pues generaban una escasa producción literaria. En los Balcanes, diversos intelectuales trataron de reformar y usar las lenguas vernáculas para propagar las nuevas ideas culturales. El lenguaje podía emplearse para redefinir la identidad colec­ tiva de aquellos pueblos que carecían de independencia política y de una forma de expresión propia, convirtiéndose en la vía de penetración de los cambios culturales. El año 1768, en que se publicó la gramática carniolana del Padre Marko Pohlin, suele considerarse como la fecha en que dio comienzo el resurgimiento nacional esloveno, y para el caso de Bulgaria es comparable a la de 1762, en que Paisij Xilendarski terminó su historia eslavo-búlgara. El clero uniata de Transilvania sentó las bases para la fundación de la cultura nacional rumana. Entre los serbios, que carecían de independencia, la Iglesia se encargó de mantener viva su identidad cultural y el recuerdo de su glorioso pasado. Pero tanto ésta como los escritores de la época empleaban un lenguaje literario artificial, el eslavoserbio, muy semejante al eslavo eclesiástico, que difería mucho del habla común de la gente y, por ello, les resultaba difícil de comprender. En 1761, el barón húngaro Lorintz Orczy organizó una sociedad destinada a

la purificación del lenguaje y adoptó como modelo a los enciclopedistas franceses. Gyórgy Bessenyei (1747-1811), “el Voltaire húngaro”, un escritor que imitaba el modo de vida de Voltaire y se dedicó a propagar sus ideas, promovió en 1781 la creación de una Academia Húngara de la Ciencia y la Literatura. A comienzos de la década de 1790, la cuestión de la defensa de la lengua adquirió en Hungría mayor relevancia política y empezó a reclamarse que el húngaro se convirtiese en la lengua de mando en el ejército y en una asignatura obligatoria en las escuelas. Durante la primera mitad del siglo XVIII, se incorporaron al polaco muchos préstamos tomados del francés, el alemán y el latín, pero después surgió un gran Ínteres por defensa de la integridad del idioma. Stanislaus Konarski (1700-73) promovió una importante reforma del polaco. Su lin­ güística se convirtió en una disciplina separada, se sustituyeron muchos de los préstamos tomados de otras lenguas extranjeras, se pusieron de moda el folclore y las antiguas leyendas eslavas, y en 1781 se publicó la primera enciclopedia en polaco. La primera gramática rusa erudita se publicó en 1757. Y Henrik Porthan (1739-1804), fundador de los estu­ dios modernos sobre la historia y el folclore finlandeses, estudió la litera­ tura tradicional y la lengua finesas. Tanto en Hungría como en Bohemia, el apoyo que prestó José II al fomento del alemán provocó una importante oposición. Los nobles bohe­ mios “se convencieron de que el idioma checo había sido el símbolo de un Reino de Bohemia independiente y culturalmente renovado, y de que su conocimiento era imprescindible en la práctica para que los nobles pudiesen tratar con sus siervos y otros subordinados inferiores”22. Argu­ mentos semejantes solían aparecer en los escritos en defensa del checo que fueron publicándose cada vez más a fines del siglo xvm en Bohemia. En ellos se ensalzaba la antigüedad del idioma y, por tanto, de la propia nación checa, poniendo énfasis en su equiparación con otras lenguas y nacionalidades europeas. En su mayoría estaban escritos en latín o en alemán. En una sesión solemne de la Real Sociedad Bohemia de Ciencias en Praga celebrada en 1791, Josef Dobrovsky solicitó a Leopoldo II que protegiera el checo, protestó contra la política de germanización llevada a cabo por el gobierno y señaló las ventajas que proporcionaría mantener un imperio con gran variedad de lenguas. Su instancia fue traducida al checo y se difundió ampliamente. Dos años después se creó una cátedra de Lengua y Literatura checas en la Universidad de Praga. El interés por el estudio de la lingüística no se limitó a aquellas len­ guas que carecían de apoyo gubernamental. A lo largo del siglo XVIII puede apreciarse el desarrollo de un alemán literario modélico que empleaban escritores que deseban acceder a cualquier público de habla alemana, o para expresar ideas estéticas y filosóficas. Bajo el reinado de Federico Guillermo II (1786-97), resurgió el uso del alemán en la corte prusiana y empezó a cuestionarse el dominio del francés en la Academia 22 ZACK, J. F., “The Czech Enlightenment and the Czech National Reviva!”, Canaclian Review ofStudies in Nationalism, X (1983), p. 22.

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de Ciencias. El inglés sustituyó al latín como lengua oficial de los docu­ mentos expedidos por la corte británica a partir de la década de 1730. En Rusia, donde existía una importante controversia acerca de los orígenes del pueblo y la lengua rusos, algunos autores desarrollaron una etimolo­ gía patriótica. En un tratado que se publicó a título postumo en 1773, Trediakovskii sostenía que las palabras extranjeras tomadas de idiomas de Europa occidental atentaban contra la pureza del ruso y sugería que fueran reemplazadas por palabras eslavas o por neologismos con raíces eslavas. Los intelectuales italianos empezaron a mostrar mayor interés por la definición de una lengua común de los italianos que pudiera emplearse como la lengua de su propia cultura. Genovesi vio en la expul­ sión de los judíos del Reino de Nápoles la oportunidad de crear un siste­ ma educativo coordinado que ofreciera nuevas disciplinas científicas y se impartiese íntegramente en italiano. Aunque su plan no llegó a adoptarse, finalmente se ordenó que las comunidades locales abriesen escuelas pri­ marias en que se diesen clases tanto en italiano como en latín. La reorga­ nización, por lo general poco sistemática, de la estructura educativa que se llevó a cabo en los países católicos tras la expulsión de los jesuítas tendió a reducir la importancia del latín. Así por ejemplo, la enseñanza en el Grand Collége de la lie de Lieja, fundado en 1773, estaba dirigida por un clero secular, y aunque todavía utilizaba bastante el latín, predo­ minaba claramente el uso francés. No obstante, sería una equivocación presentar el siglo XVIII como un período caracterizado por conflictos lingüísticos y por el desarrollo emer­ gente de los nacionalismos. Y aunque esta interpretación resulta adecua­ da para algunas regiones y en períodos determinados, muchos de los que mostraban interés hacia las lenguas vernáculas creían firmemente en la cultura cosmopolita. De esta forma, el interés de Porthan por la cultura finlandesa no le impedía compartir la misma admiración que sentía Winckelmann por la Antigua Grecia, y siendo profesor de retórica en la Universidad de Turku Abo, impartía clases de lengua y literatura latinas, defendía su utilidad como lengua erudita y enseñaba a los seminaristas las reglas de la retórica clásica como un instrumento valioso para prepa­ rar los sermones. Los principales poetas húngaros de fines del siglo XVIII constituyeron la denominada escuela francesa, porque seguían el modelo de sus coetáneos franceses en cuanto al contenido ideológico y a las for­ mas de versificación preferidas. Pero también tenía gran importancia la expectativa de beneficios. Uno de los principales editores de libros en len­ guas eslavas de los años 1780 era la Imprenta de Bretikopf ubicada en Leipzig. El interés creciente por las lenguas vernáculas que se aprecia en la cultura de elite no fue en detrimento de la influencia del cosmopolitismo. Y por lo que respecta a la cultura popular, apenas pueden extraerse con­ clusiones fiables. Aunque la oposición a los extranjeros, como la que hubo en la parte occidental de Ucrania contra los terratenientes católicos y los judíos, pudo llegar a ser muy amplia, y pese a que el uso de una len­ gua o de un dialecto podía provocar un sentimiento de alienación, no se sabe con certeza si tendió a aumentar el interés por el estudio de la lin­ güística, ni cómo incidieron en ello las variedades dialectales. No parece 316

que la mayoría de los temas y problemas tratados por la cultura popular, como el de los lobos o las madrastras, fuesen específicos de un determi­ nado pueblo. Y en lugar de que las diferencias lingüísticas actuasen como barreras, parece que la existencia de circunstancias comunes dio lugar a tradiciones culturales semejantes. Los relatos de hombres-lobo aparecen tanto en el folclore de la Gascuña como en el de Livonia. En gran parte de Francia, se creía que en los meses que precedían a las Navi­ dades eran,más vulnerables a la actividad de los hechiceros. Aun así, las creencias comunes, ajenas a las que enseñaban las iglesias, no eran tan evidentes para quienes trataban de evitar el desarrollo de contactos cultu­ rales, se hallaban marginados por su lengua o se limitaban a mantener una cultura esencialmente oral. El interés comparativo que ofrecían los mitos y creencias populares brindaba a muchos viajeros y personas cultas de la época un punto de vista elitista y un claro distanciamiento de las masas. Y aunque la cultura de elite hiciese hincapié en la pureza y dife­ renciación de las lenguas, daba por sentado la necesidad de aprender otros idiomas y promovía el desarrollo de una cultura común basada en los clásicos y la doctrina cristiana.

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CAPÍTULO IX

LA CIENCIA Y LA MEDICINA

Aunque en todas partes se le ha dado a nuestro siglo el lisonjero título de “Siglo de la Filosofía”, y aunque ya se haya escogido el lema de su epitafio: ¡Ilustración!, muchas mentes se han visto trastornadas por un vértigo conti­ nuo... hay quien invoca a los fantasmas, ve a través de los muros, consulta a los muertos, prepara curas universales y se protege eternamente frente a la muerte, crea diamantes, inventa oro, lleva la piedra filosofal en el bolsillo, conjura fácilmente a la Luna bajo tierra, y altera la órbita de la Tierra... Y quienes logran estos milagros no se dedican a congregar multitudes puebleri­ nas en las ferias rurales; no, Mesmer, Cagliostro y compañía se hallan rodea­ dos por una enjoyada sociedad. (Catalina II, 1786)1 Algunos investigadores científicos se mostraron dispuestos a poner en práctica los métodos e intuiciones que había aportado a fines del siglo XVII lo que se ha dado en llamar la Revolución Científica, con importan­ tes avances en el descubrimiento de la acción de las leyes naturales. Pero la gran mayoría de los europeos apenas asimilaron estas ideas y métodos de comprobación. La difusión de los progresos hechos en Astronomía, Matemáticas y Física, sobre todo gracias a la obra de Isaac Newton (1642-1727), se vio perjudicada por las reticencias de algunos círculos intelectuales, particularmente en Francia, donde seguía siendo muy fuerte la influencia de las ideas de Descartes (1596-1650). La mayor parte de la población ignoraba los principios de la nueva ciencia y no aceptaba su visión de la cosmología. En Viterbo, que solía padecer unas primaveras muy calurosas, la gente del lugar creía que su subsuelo era insondable y comunicaba directamente con el Infierno. Todavía se hallaba ampliamen­ te extendida la creencia de que los zodíacos y anatomías astrológicas pro­ porcionaban las claves del carácter y permitían prever el futuro, que fuer­ zas extraterrenales infuían en el Mundo, sobre todo en la salud de los 1HECHT, L., “Cagliostro in Russia”, Eighteenth-Century Life (1975), p. 75.

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hombres y de los animales, en las cosechas y en el clima, y que cada constelación del zodíaco gobernaba sobre uña determinada parte de la anatomía humana, de manera que para interpretar su influjo podía recurrirse a los almanaques. En este tipo de literatura, seguía siendo muy importante la cosmología geocentrista tolemaica, y muchos de los auto­ res de almanaques se jactaban de ser antinewtonianos. Tampoco los pro­ gresos científicos llegaban a cuestionar necesariamente estas prácticas tradicionales. Diego de Torres Villarroel (1694-1770), que era profesor de Matemáticas en la Universidad de Salamanca desde 1726, fue critica­ do en 1770 por Campomanes porque “creía que entre sus obligaciones estaban las de elaborar almanaques y hacer pronósticos”. Lo había estado haciendo desde 1719, le interesaba mucho todo lo mágico y lo sobrenatu­ ral, y era un fiel defensor de la utilidad de la astrología. Torres aplicaba sus conocimientos matemáticos y astronómicos para la elaboración de sus almanaques, pero también los empleaba para refutar teorías de otras cien­ cias que consideraba erróneas, como la teoría de los cuatro humores2, en la que se sustentaba gran parte de la medicina de la época. El conservadurismo popular no fue el único factor que obstaculizó la difusión de las nuevas ideas y métodos científicos. La evolución del desarrollo científico no siguió una clara línea “recta” que facilitase una progresiva asimilación de las concepciones modernas de la Ciencia. Pre­ cisamente, teorías imaginarias como la explicación de la combustión por medio del principio del flogisto, no eran tan inútiles como se piensa, pues podrían aclararnos mejor algunos de los problemas que implicaba este desarrollo. Estaba surgiendo una historia de la Ciencia que identificaba como una línea central en su evolución una tradición basada en la obser­ vación, experimentación y deducción cuidadosa de leyes, pero la falta de definición de los procesos que ésta comprendía hizo que resultara difícil aplicar semejante interpretación para diferenciar lo que era la ciencia “ortodoxa” de la “heterodoxa”. La pertenencia a una larga tradición, el uso de un planteamiento correcto y los importantes descubrimientos recientes sobre la luz y la gravitación, proporcionaban un marco de referencia insuficiente para determinar lo que era o no era científico. Sin embargo, la confrontación creativa que hubo en el siglo XVIII entre una ciencia basada en la experimentación y otra en una especulación sistemá­ tica permitió que no hubiese una única interpretación para un mismo fenómeno, sino que se proponía una amplia variedad de explicaciones posibles, de las cuales se podían extraer diversas conclusiones. En una época en la que los sistemas de comprobación científica no eran muy rigurosos y solía carecerse de los medios de experimentación necesarios, resultaba bastante difícil determinar la validez de cada una de estas inter­ pretaciones. Es probable que estos problemas se vieran agravados por el carácter comercial y aficionado que tenía gran parte de la actividad cien­ tífica de la época, aunque también los eruditos cometían en ocasiones graves errores. La creencia de que el hombre podía llegar a comprender­ 2 ADDY, G. M., The Enlightenment in the University of Salamanca (1966), p. 112.

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se mucho mejor a sí mismo y al mundo que le rodeaba mediante el uso de su propia razón y la investigación científica había constituido un prin­ cipio fundamental de la Revolución Científica. Pero más que un conjunto de respuestas, la ciencia era un proceso, y esta idea favoreció no sólo la actividad de numerosos charlatanes y su aceptación entre el público, sino también esa constante mezcla entre la metafísica, la teología, el interés del hombre y la teoría y la experimentación científicas, que había sido tan importante en la centuria precedente. No escaseban los charlatanes, y aunque empleaban el interés de la Ciencia y sus métodos para obtener sus propios beneficios, también ponían de manifiesto las múltiples relaciones existentes entre ambos extremos por el deseo tan ampliamente extendido de comprender y con­ trolar mejor el entorno, tanto en un ámbito individual, que incidía en la educación y la salud, como social. Las instituciones públicas de entonces apenas podían satisfacer semejantes aspiraciones. El alquimista SaintGermain disfrutó del favor de Luis XV. El bibliotecario de Federico II, Antoine-Joseph Pernety publicó un importante diccionario de alquimia en 1758. En 1715, los médicos de Luis XIV llegaron a aplicar algunos remedios de los curanderos para tratar su gangrena. El médico-curandero inglés Joshua Ward (1685-1761) adquirió gran popularidad y una consi­ derable fortuna a partir de 1734 y gozó del patronazgo de Jorge II, pese a que sus remedios mataban a tantas personas como las que llegaban a curar. En 1748, Federico I de Suecia fue asistido por alquimistas que decían conocer el secreto de las tinturas doradas. Giuseppe Balsamo, el “Conde Cagliostro” (1743-95), comenzó en Londres en 1776-77 su carrera siendo un alquimista que pretendía convertir en oro, excrementos, cabellos, minerales, orina y madera. En 1778 creó en Curlandia una orga­ nización secreta denominada masonería egipcia, antes de establecerse en San Petersburgo como un clarividente que realizaba sesiones de espiritis­ mo, y como curandero. Sin embargo, su fama empezó a decaer en 1779 con la llegada del culto al magnetismo terapéutico, ideado por Franz Antón Mesmer. También muchos científicos se interesaron por la alqui­ mia. El eminente químico británico Peter Woulfe (17277-1803), que inventó un aparato para licuar los gases, realizó diversos experimentos de alquimia, e incorporó unas invocaciones en su aparato. El revolucionario Jean-Paul Marat, que publicó varios estudios sobre la temperatura, la luz y la electricidad, afirmó que había descubierto fluidos nerviosos, ópticos, ígneos y eléctricos, y rechazó las teorías aportadas al respecto por Newton. Nicholas-Philippe Ledru, que en 1783 estableció en París una clínica para el tratamiento de los trastornos nerviosos, en la que se empleaba el electroshock para combatir la epilepsia, y a quien Luis XVI llegó a con­ ceder el título de “Físico Real” en 1784, mostró un gran interés por la predicción del futuro. No solamente el pueblo llano compartía la idea de que existía una intervención directa de Dios sobre la Creación, sino que el propio Newton afirmó que Dios actuaba para sostener los cuerpos celestes en su lugar. Y los milagros que propagaban los jansenistas no se habían produ­ cido en un remoto valle, sino en la misma ciudad de París, donde en 1725 Voltaire presenció la cura de una parálisis parcial que fue certificada 321

como un miliagro por el Arzobispado. Fuese cual fuese en la época el grado de desarrollo de los conocimientos en Cosmología, Física o Medi­ cina, seguía siendo muy difícil erradicar la creencia de que la principal causa de las desgracias se hallaba en los pecados personales y las malas intenciones de los demás. La medicina era uno de los campos de la Ciencia en los que existía un mayor número de teorías erróneas, debido al escaso conocimiento que se tenía sobre muchos aspectos del cuerpo y de la mente. Estaba amplia­ mente extendida la idea de que la masturbación era la causa específica de varias enfermedades físicas y mentales. En una obra como Onania, or the heinous sin of self-pollution, and all its frightful consequences in both sexes, aparecía una información médica inadecuada e inexacta, junto con temas como la estimulación sexual y la condena del pecado. Publicada por primera vez en Londres en 1708, se reeditó al menos en 19 ocasiones (en 1756 apareció por ejemplo la decimoséptima), y se vendieron casi 38.000 ejemplares, pese a que gran parte de la información que propor­ cionaba, como los efectos que producía la masturbación en el clítoris, era errónea tanto desde el punto de vista anatómico como médico. Buena parte de la labor científica de la época proponía tesis erróneas que eran contestadas de inmediato, pero dado que sus críticos solían emplear hipótesis y modelos de experimentación semejantes, resultaba difícil admitir su refutación. Además, todavía era muy importante el peso de la tradición. Así por ejemplo, científicos del siglo XVIII tan relevantes como Buffon, Feijoo, Holbach y La Mettrie reprodujeron sin aportar nin­ guna demostración experimental la teoría de que era la bilis la que deter­ minaba el color de la piel humana. Este error había surgido a partir de explicaciones falsas, como la de Marcelo Malpighi (1628-94), profesor de medicina en la Universidad de Bolonia y creador de la anatomía microscópica, que pensaba que originariamente todos los hombres eran blancos y se habían vuelto negros los que pecaban. En 1737, el científico italiano Bernardo Albinus demostró, para su propia satisfacción, que la bilis de los negros era negra, y en 1741 el doctor francés Pierre Barriere publicó unos experimentos en los que confirmaba esto y que la bilis era el único factor que determinaba la pigmentación propia de los negros. Esta errónea teoría llegó a tener gran predicamento, sobre todo gracias al amplio reportaje que le dedicó en 1742 el Journal des Savants y fue deci­ siva para la aceptación de una idea imperante a mediados de siglo, según la cual los negros constituían una especie distinta a la del hombre que carecía de varios de sus órganos vitales, de sus tejidos, de corazón e incluso de alma. En 1765, el médico jefe del hospital más importante de Rouen, Claude Nicolás Le Cat, demostró que la teoría de Barriere era falsa. Pero puesto que los microscopios de la época no eran lo bastante precisos para apreciar con nitidez la estructura del tejido epitelial huma­ no, la interpretación alternativa propuesta por Le Cat, que se basaba en experimentos microscópicos realizados con ranas, calamares y otros ani­ males, resultó ser también errónea. Además, al igual que muchos otros grandes científicos coetáneos, creía que los espíritus de los animales, aje­ nos a las leyes de la Física y la Química, se hallaban dentro de los tubos vacíos de los nervios. Y aunque desde el punto de vista teórico y experi­ 322

mental la obra de Le Cat era mucho más avanzada que la de Barrére, y procuraba no extraer conclusiones basándose sólo en casos excepciona­ les, nos llama la atención que éstas casi no llegaron a conocerse y que, en cambio, las argumentaciones de Barriere siguieron citándose sin apenas discusión3. Podrían citarse otros ejemplos semejantes para demostrar los proble­ mas que plantea la idea de que la actividad científica del siglo XVIII y sobre todo en cuanto a la experimentación, supusieron necesariamente un avance en los conocimientos. John Needham (1713-81), que fue el pri­ mer sacerdote católico elegido como miembro de la Royal Society de Londres (1747) y que posteriormente llegó a ser el primer director de la Academia Imperial de Bruselas, publicó en 1749 su demostración experi­ mental de la teoría de la generación espontánea, según la cual la materia inanimada podía convertirse en materia viva, y por tanto, era posible que se produjesen mutaciones o que se creasen nuevas especies. Otro sacer­ dote católico, el napolitano Spallanzoni, demostró en 1760 que el experi­ mento de Needham era una falacia. Needham era un hombre polifacético típico de este período en el que las modernas distinciones entre diversas ramas del conocimiento aún carecían de sentido. También publicó estu­ dios sobre las hormigas, los Alpes y la electricidad -uno de los temas que despertaron gran interés en la época-, su correspondencia con Voltaire sobre los milagros y en 1761 un libro que causó gran sensación, pero fue refutado rápidamente, en el que empleaba caracteres chinos para inter­ pretar una inscripción egipcia. Aun cuando la experimentación se planteaba corroborar conceptos ya establecidos, mostraba una clara determinación de ampliar la informa­ ción disponible. El desarrollo de la exploración fue muy importante, sobre todo en campos como la Botánica, la Astronomía y la Geología. El descubrimiento y colección de nuevas especies de plantas y animales se convirtió en una de las aportaciones más interesantes de este período. Con este propósito Turgot envió a dos naturalistas a Ultramar. Carlos III, que fundó el Real Jardín Botánico en Madrid, también ordenó el envío de una expedición científica a la América española en 1785 para descubrir plantas con propiedades medicinales. El botánico Joseph Banks (17431820) navegó por todo el mundo con el Capitán Cook y recogió plantas en expediciones realizadas a Terranova e Islandia, tras suceder al favorito de Jorge III, el Conde de Bute, como director de los nuevos jardines de Kew; Banks los transformó en un centro especializado en la investiga­ ción botánica que contaba con especies de todo el mundo. También desempeñó un papel destacado en la adquisición británica de las colec­ ciones botánicas y zoológicas del naturalista sueco Cari Linneo (170778), que desarrolló el sistema terminológico global para la clasificación de las variedades de plantas y animales, agrupándolas en géneros y espe­ cies y empleando una nomenclatura basada en binomios latinos. La 3 ROUSSEAU, G. S., “Le Cat and the Physiology of Negroes”, Studies in EighteenthCentury Culture (1973).

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carrera de Linneo permite ilustrar algunos rasgos característicos de la Ciencia del siglo XVIII. Su deseo de ampliar conocimientos le llevó a via­ jar a Laponia para recoger nuevas especies de plantas, y aunque realizó una valiosa tarea de sistematización, su teoría fue rechazada por otros científicos coetáneos, entre los que destacan Georges Louis Leclerc de Buffon y Albrecht von Haller. Publicaba en latín para facilitar la difusión de su obra entre la comunidad erudita, e inspiró a un grupo de investi­ gadores aficionados, que fundaron en 1788 la Sociedad Linneana de Lon­ dres, en la que no se admitieron miembros femeninos hasta principios del siglo XX. Por lo general, en toda Europa no se dejaba a las mujeres desempeñar labores científicas. El Conde Buffon (1707-88), director del Jardín des Plantes de París, comenzó a publicar en 1749 una obra en varios volúmenes titulada Histoire Naturelle, que alcanzó gran populari­ dad y que en parte se ideó para sustituir las clasificaciones taxonómicas de Linneo, que él consideraba arbitrarias. La investigación astronómica también se benefició de los viajes de exploración científica. En 1736, la Academia de Ciencias francesa finan­ ció un viaje a Laponia dirigido por Pierre de Maupertuis, en la que parti­ ciparon los matemáticos Camus, Clairaut y Lemonnier. Se midió un grado del meridiano del círculo polar para determinar cómo era la forma de la Tierra, que resultó ser un esferoide ligeramente achatado por los polos. E investigaciones geológicas como las que se realizaron en 1751 en el mazico del Gotardo en la región de Puy de Dome, llegaron a cues­ tionar las nociones bíblicas sobre la edad de la Tierra. Aunque las tareas de medición se convirtieron en un aspecto primor­ dial entre los objetivos de la experimentación científica de la época, plan­ teaban importantes problemas, pues resultaba muy difícil construir ins­ trumentos normalizados o reproducir las mismas condiciones en los experimentos de laboratorio, y la investigación en Química se veía entor­ pecida por la imposibilidad de cuantificar con precisión las reacciones químicas. Los tubos bien vulcanizados no aparecieron en Europa hasta mediados los años 1840. El astrónomo William Herschel (1738-1822), que decidió “no aceptar nada sin comprobar”, “realizar en los telescopios todas las mejoras posibles” y “no dejar un solo punto del espacio sin escrutar”, y que en 1781 descubrió Urano, el primer planeta que se había descubierto desde la Antigüedad, advirtió numerosos errores en 1773-74 mientras construía su primer telescopio. Para mejorar la investigación científica se fomentó el desarrollo de la clasificación y se introdujeron diversos sistemas de medida. El hecho de que Celsius, Fahrenheit y Réaumur crearan sus propios termómetros, utilizando escalas de medida diferentes, muestra la falta de coordinación que tuvo la mayor parte de la actividad científica de la época, y que sólo se palió en parte gracias a la amplia correspondencia que mantenían sus autores. En los círculos científicos se alababan ampliamante las virtudes que poseía la experimentación. Los philosophes condenaron el ideal de Des­ cartes que concebía una ciencia racionalista apriorística en obras como el Traité des Systémes (1749) de Condillac y, aunque esta concepción aún siguió siendo muy importante en campos como el de la Psicología, la experimentación se convirtió en la verdadera protagonista de muchos de 324

los avances que se lograron en el desarrollo de la Química y la Medicina. Stephen Hales (1677-1761), fue un clérigo, como muchos de los científi­ cos de la época, que también mostró en sus estudios esa típica diversidad de inquietudes, pues además de inventar unos ventiladores artificiales y cuantificar distintos aspectos de la fisiología de las plantas, Hales abrió el camino hacia la medición correcta de la presión de la sangre, gracias a su concepción de los organismos vivos como máquinas autorreguiadoras y a los experimentos que realizó para demostrarlo. El cirujano John Hunter, que se rebeló contra el modelo de enseñanza de la medicina basado en el estudio de los textos clásicos que predominaba en el Continente y se negó a “atiborrarse en la universidad de términos latinos y griegos”, representa un típico ejemplo de los muchos cirujanos importantes que se destacaron por sus iniciativas para ensayar nuevos métodos, aun cuando se carecía de una explicación teórica adecuada. En su obra Medical Sket­ ches (1786), John Moore explicaba la transmisión de sensaciones de un nervio a otro, empleando como símil el hecho de que al comer helados muy fríos se produce una molestia momentánea en la base de la nariz. También describió los efectos que producía una presión momentánea sobre la superficie del cerebro, basándose en la observación de la trepa­ nación que se realizó a un mendigo de París, una imagen sin duda muy apropiada para comprender algunos aspectos de la Ilustración. La mayor parte de los experimentos que se practicaban en las socieda­ des científicas provinciales tenían por objeto divulgar los principios ya aceptados, más que promover el desarrollo de nuevos descubrimientos. No obstante, la investigación en Medicina fue adquiriendo mayor trascen­ dencia. La designación de médicos para los hospitales de beneficencia de Londres los convirtió en verdaderos centros de investigación, y en Edim­ burgo la modernización de los planes de estudio empezó a hacer hincapié en el papel que debía tener la investigación en hospitales. Para la forma­ ción de los cirujanos en Inglaterra se fue sustituyendo poco a poco el sis­ tema de aprendizaje en gabinetes médicos por el de las escuelas hospitala­ rias. El principal objetivo de la Academia de Medicina fundada en Madrid en 1734 era el estudio de.la medicina y la cirugía basado en la observa­ ción y la experiencia. El doctor español Gaspar Casal (1679-1759) fue el primero que introdujo en España un concepto moderno, empírico y sinto­ mático de las enfermedades, y empleó este método para describir los sín­ tomas de la pelagra y diferenciarla de la lepra y la sarna. Hacia fines de siglo la Química experimentó una verdadera revolu­ ción. Durante las últimas décadas se descubrieron cinco elementos gaseosos y se investigó minuciosamente alrededor de una docena de componentes gaseosos. Antoine Lavoisier (1743-94) “proporcionó a la Ciencia una nueva forma de análisis, estableciendo una nueva definición básica de los elementos, traduciendo las afinidades químicas en relacio­ nes numéricas y reescribiendo de forma sistemática el verdadero lenguaje de la Ciencia”4. En realidad, la Química se convirtió en una ciencia con 4 PORTER, R. y TEICH, M. (eds.), Revolution in History (1986), p. 309.

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su propio lenguaje y metodología, que trataba de diferenciarse claramen­ te de la Alquimia. El Méthode de Nomenclature Chimique (1787) de Lavoisier definió un sistema de cuantificación que podía facilitar la reali­ zación de experimentos comparativos. Con los que Lavoisier puso en práctica llegó a la conclusión de que el peso total de los componentes obtenidos en las reacciones químicas era igual al de las sustancias que se habían empleado en ellas, y esta conclusión le permitió formular la Ley de conservación de la masa en 1789. Su sistematización de la química de los gases proporcionó uno de los mayores logros del desarrollo de la Quí­ mica durante el siglo XVIII, pues dio a conocer que los gases podían ais­ larse e identificarse, en lugar de considerarse como simples variantes del “aire”. También contribuyó a desacreditar la teoría del flogisto, propuesta por el alemán Georg Stahl (1660-1734) en 1697. Este creía que el flogis­ to era un elemento invisible, impalpable e ingrávido que se encontraba en distintas proporciones en todas las sustancias combustibles y que interve­ nía en los procesos de combustión y en la respiración. A partir de 1763, llegó a pensarse que poseía un peso negativo, una idea ésta que resultaba tan difícil de aceptar como la existencia de “fluidos” eléctricos y magné­ ticos impalpables. Joseph Priestley y Karl Scheele descubrieron el ele­ mento que Lavoisier había denominado oxígeno. Pero Lavoisier también cometió errores en algunas de sus conclusiones, como por ejemplo el señalar que el oxígeno era un principio acidificante. El importante desa­ rrollo que experimentó la Química en esta época no se debió exclusiva­ mente a las aportaciones de Lavoisier. En el Imperio, se incrementó de forma extraordinaria tanto el número de plazas académicas y laboratorios de Química, como la cantidad de químicos en activo entre 1720 y 1780, debido sobre todo al interés que mostraron los gobiernos por la mejora de la salud pública y el desarrollo de la actividad industrial. Además, mien­ tras que en 1720 casi todos los químicos eran médicos o profesores de medicina, en 1780 la mayor parte trabajaban en sectores tales como los de farmacia, la investigación tecnológica o la enseñanza de la Química. Esto contribuyó a aumentar también el grado de especialización y favore­ ció que los químicos estuviesen más capacitados y mostraran mayor inte­ rés por la investigación experimental. La primera publicación periódica alemana especializada en Química, los Chemische Annalen, fue fundada por Lorenz Crell en 1778, y le siguió en 1790 la aparición del Journal der Physik fundado por F. A. C. Gren. En 1750 se crearon cátedras de Física y Química en la Universidad de Upsala en Suecia a costa de las cátedras ya existentes de Poesía y Len­ guas orientales. En Gran Bretaña, el doctor William Brownrigg (17111800) formuló la teoría de la existencia de múltiples gases químicamente diferentes. Joseph Black (1728-99), profesor de Química en la Universi­ dad de Glasgow y después en la de Edimburgo, descubrió el calor latente y determinó por primera vez los componentes del dióxido de carbono. Henry Cavendish (1731-1810), un experto en análisis cuantitativo, fue el primero que demostró en 1766 que el hidrógeno era una sustancia distin­ ta y que determinó en 1781 la composición del agua después de hacer estallar una mezcla de hidrógeno y oxígeno en un recipiente hermética­ mente sellado. Joseph Priestley (1733-1804) descubrió diferentes gases y 326

óxidos, y llevó a cabo estudios experimentales sobre astronomía, electri­ cidad, óptica y los procesos de respiración. También introdujo importan­ tes mejoras en el instrumental que se empleaba en el estudio de los gases. El farmacéutico sueco Karl Scheele (1742-86) logró aislar un gran núme­ ro de nuevos compuestos de la Química orgánica y descubrió el cloro en 1775. Otro sueco, Johann Wallerius, fue el primer profesor que ocupó la cátedra de Química de Upsala y se le considera como el padre de la Quí­ mica Agrícola. Dos años después del descubrimiento de Cavendish, en 1776, con el que se demostró que el hidrógeno era más ligero que el aire, Black afirmó que esto podía probarse introduciéndolo en una cámara vacía. En 1783 se empleó el hidrógeno como agente propulsor de un globo que había mandado construir la Academia francesa de Ciencias, de acuerdo con el diseño realizado por el físico J. A. C. Charles, que se prestó a volar en él. Antes de este año, los hermanos Montgolfier ya habían utilizado aire caliente para enviar un globo por encima de los 6.000 pies de altura. El autodidacta Joseph Montgolfier aplicó también sus nociones sobre la potencia expansiva del calor para fabricar una bomba de calor, que podría considerarse como un precedente del motor de combustión interna. Este interés, ampliamente extendido, por el es­ tudio del calor y el movimiento favoreció la experimentación en el empleo de la energía a vapor para usos industriales o para la locomoción, o los diseños de dirigibles como los de Meusnier en forma de cigarros. Gran parte de la investigación realizada en Química tenía objetivos eminentemente prácticos. Así por ejemplo, gracias al análisis químico de los manantiales de agua mineral y al desarrollo de las técnicas con que se elaborarían importantes cantidades de dióxido de carbono, hacia 1780 fue posible producir agua mineral artificial a gran escala con fines comerciales. El médico de Edimburgo, Francis Home (1719-1813), que en 1765 definió por primera vez el garrotillo como una enfermedad con su propia sintomatología, probó la lejía y publicó en 1756 sus Experiments on Bleaching, que fue traducido al francés y al alemán, y le pro­ porcionó una medalla de la Compañía para el Progreso de las Manufactu­ ras del Norte de Gran Bretaña. Sin embargo, todavía no se comprendían los procesos químicos que tenían lugar en la destilación de cerveza o en la manufactura del hierro. De hecho, la química que se empleaba en la producción industrial seguía siendo bastante tradicional, y se había llegado a ella después de una larga experiencia local con numerosas pruebas y errores. Los procesos que se seguían en la destilación variaban de unas regiones a otras, según fuese el grado de fermentación mayor o menor y también en función del tipo de las levaduras locales empleadas. Sin duda, algunos de estos métodos per­ mitían eliminar mejor el aire contaminado de la fermentación, pero todos eran arriesgados ya que todavía no se comprendían los procesos bioquí­ micos que intervenían en ella. Los estudios de Pasteur sobre las levadu­ ras no se llevaron a cabo hasta la década de 1850, y las enzimas se descu­ brieron a fines del siglo XIX. Así pues, cuando a fines del xvm empezó a desarrollarse una destilación a gran escala, se incrementó el riesgo de que se produjesen pérdidas repentinas de importantes y costosas remesas de cerveza negra. Por ello, los principales cerveceros de Londres sólo 327

podían utilizar sus cubas de fermentación en invierno, y tenían que guar­ dar la cerveza relativamente bien cerrada y almacenada en barriles durante los meses de verano más peligrosos. El curtido de la piel, que constituía una industria especialmente importante en aquellos lugares en los que existía una elevada demanda de carne para el consumo de grandes poblaciones, se encontraba en una situación semejante. Aunque los procesos de manufacturación contaban con un nivel técnico bastante desarrollado, apenas se introducían mejoras ni había posibilidades para la experimentación, porque no se sabía cuáles eran las etapas fundamenta­ les y cuáles las secundarias. También se realizaba de una forma muy poco científica la manufactura del hierro, al menos por lo que respecta a las prácticas más comunes. De manera que quedaban al criterio de cada trabajador decisiones tales como cuándo añadir un puñado de arena al horno, cuándo golpear el mineral o cuánto fundente podía tolerar. El tinte se realizaba primordialmente con productos vegetales y mediante proce­ sos locales peculiares que tampoco ofrecían muchas posibilidades de mejora, debido al desconocimiento de los principios activos que interve­ nían en ellos. Asimismo, el blanqueo de algodones y linos era un proceso interminable que requería mucho espacio y tiempo, y que a lo largo del siglo XVIII apenas experimentó cambios significativos. En 1746, el doctor inglés John Roebuck (1718-94) revolucionó la fabricación de ácido sul­ fúrico, reduciendo sus costes en una cuarta parte, al sustituir para su con­ densación las cámaras de plomo por globos de cristal. El ácido sulfúrico permitía reemplazar determinados ácidos naturales, como la leche agria, en el blanqueo el lino, pero esta práctica no se hallaba muy extendida y en cualquier caso sólo se utilizaba en el tratamiento de fibras vegetales. Los géneros de lana se blanqueaban más rápidamente con un lavado en una mezcla de orín rancia y una “cocción”, en el que se les daba un suave baño de ácido sulfúrico, para que el sulfuro se quemase en una gran cámara cerrada y las sustancias resultantes se condensaran sobre los teji­ dos. Apenas se insistía en la necesidad de mejorar la comprensión de estos procesos o de introducir nuevos métodos de elaboración. El proceso Leblanc para fabricar carbonato sódico (“agua de soda”) a partir del clo­ ruro de sodio, inventado por el médico francés Nicholas Leblanc (17421806), no apareció hasta 1790. El creciente prestigio que estaba adquiriendo la Ciencia daba la sen­ sación no sólo de que podía tener importantes aplicaciones prácticas, sino también de que era digna de alabanza porque permitía aumentar el cono­ cimiento del Hombre. Las Academias Disidentes británicas introdujeron la enseñanza de una ciencia experimental como un medio para valorar la sabiduría de Dios. Los philosophes ensalzaban la ciencia como un demostración de las posibilidades que ofrecía la creatividad humana y exaltaban los logros de los científicos contemporáneos o más recientes. Los homenajes públicos realizados por la Academia de las Ciencias fran­ cesa, contribuyeron a crear una imagen de los científicos en la que se los presentaba como desinteresados y apasionados buscadores de la verdad. Y científicos como Newton se incorporaron a la temática de diversos artistas, como el pintor alemán Januarius Zick (1730-97) que representó las alegorías de Newton y la óptica y Newton y la gravedad. 328

El prestigio e importancia que llegó a tener la Ciencia le brindaron mayor popularidad y patrocinio. Algunos monarcas y aristócratas mostra­ ron por ella un interés personal. El Duque de Orleans, el Regente, tenía su propio laboratorio de Química. Pedro I el Grande poseía un planetario, compraba colecciones científicas y en 1718 ofreció recompensa a todos los súbditos que le proporcionasen monstruos humanos y animales. El aseguraba que estas criaturas se debían a causas naturales, y no al “Demonio; que no tenía poder alguno sobre la procreación”. Turgot fue un científico aficionado bastante competente. Un turista británico de los años 1760 que se encontraba en Nápoles, nos dejó la siguiente observa­ ción: “El Príncipe de Sansevero, que es un gran químico, posee cantidad de objetos curiosos que él mismo ha inventado; nos los enseñó y explicó con gran cortesía, y nos dio un libro con todos los efectos curiosos que produce su arte”5. Jorge III fue uno de los muchos monarcas que patroci­ naban los estudios de Astronomía, aunque, como la mayoría de los que se interesaban por ella, no entendía los complejos cálculos matemáticos que precisaba. En Bruselas, Kaunitz también fue un enérgico defensor de la actividad científica. Pese a que gran parte del apoyo que prestaba el Estado al desarrollo de la Ciencia era parcial o iba encaminado a satisfacer necesidades tradi­ cionales como la salud pública y la tecnología armamentista, se amplió la organización de instituciones públicas dedicadas a promover y amparar la investigación científica. Se crearon nuevas Academias de Ciencias, como la de Estocolmo en 1739. Maximiliano José III fundó la Academia Bávara de Ciencias en 1759. En Parma, se creó en 1751 una Academia de Medicina en el Gran Hospital, a la que siguió poco después la aparición de una publicación periódica especializada en temas médicos. En diver­ sas cuestiones, los gobiernos solían recurrir al parecer de científicos expertos, como hacía Luis XVI para hacer consultas sobre cómo mejorar aspectos tradicionales comó el uso de nuevas municiones, la construc­ ción de caminos, la productividad agrícola y la salud pública. Se manda­ ba llamar a los miembros más relevantes de la Academia de Ciencias francesa, como Borda y Perrenot, para que prestaran su asistencia técnica en temas como el cálculo matemático, la navegación, la ingeniería, la cartografía y la construcción de canales. El físico Charles Coulomb (1736-1806) llegó a ser Inspector de aguas en París y tras la Revolución contribuyó a introducir el nuevo sistema métrico de pesos y medidas, cuya normalización resultó fundamental para la asimilación de conceptos abs­ tractos y científicos. Gaspard Monge (1746-1818), creador de la Geometría Descriptiva, fue designado profesor de Hidraúlica en París. Dos demógra­ fos franceses, el Abad d’Expilly Louis Messance y el Intendente Auget de Montyon, idearon y pusieron en práctica nuevos métodos para cuantificar la población. De esta forma, pudieron demostrar que era errónea la idea, tan ampliamente extendida, de que la población francesa estaba disminu­ yendo. Siendo Controlador General de Finanzas (1769-74), Terray pro­ 5 Bod. Ms. Add. A. 366, f. 60.

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movió también las investigaciones estadísticas. En su obra Reserches et Considérations sur la Population de la France (1778), Montyon sostenía que la política debería basarse en el análisis de informaciones estadísti­ cas. La Société Royale de Médecine francesa, creada en 1778, se desarro­ lló a partir de una comisión instituida en 1776 para recabar información cuantitativa sobre epidemias y enfermedades infecciosas animales. Algu­ nos científicos aceptaron con gusto este apoyo, viendo en este patrocinio estatal una forma de obtener mayor reconocimiento público para sus dis­ ciplinas y mejorar su organización académica. Pero no deberíamos sobrevalorar la importancia que llegaron a tener estos contactos entre el Estado y la comunidad científica, pues si bien llegó a ser notable en la capital, donde existía un alto grado de institucionalización de la actividad cientí­ fica a través de academias y sociedades eruditas, en otras ciudades éste era mucho menor, pese a las numerosas academias provinciales que había por ejemplo en Francia. De hecho, seguían siendo aficionados quienes realizaban, de forma individual, gran parte de la actividad cientí­ fica, a la cual los gobiernos apenas le prestaban atención o apoyo. Aun así, en general, a lo largo del siglo XVIII tendió a aumentar la di­ vulgación de los progresos de la Ciencia. El Secretario perpetuo de la Academia de Ciencias francesa, Bernard de Fontenelle (1657-1757), contribuyó a popularizar muchos descubrimientos científicos a través de una serie de publicaciones. En Inglaterra, se desarrolló un gran mercado de manuales científicos y trabajos de divulgación, entre los que había libros específicos para mujeres e incluso para niños. En el libro II Newtonianismo per le Dame (1737) de Francesco Algarotti, que en 1739 se tradujo al inglés, se explicaban en forma de diálogos las teorías newtonianas sobre la luz y la gravitación universal. El uso de un lenguaje muy asequible le proporcionó un gran éxito a la obra de James Ferguson Astronomy explained on Sir Isaac Newton Principies (1756), que fue traducida al alemán y al sueco. Se crearon museos de Historia natural y aparatos científicos, y proliferó la convocatoria de conferencias especia­ lizadas en alguna de las ramas de la Ciencia. Aunque llegó a ponerse de moda y se convirtió en un elemento de distinción en la formación cultu­ ral de algunas zonas, el nivel de conocimientos científicos era bastante superficial y el interés que se mostraba por él solía ser en gran parte fruto de una actitud diletante, que prefería la práctica de la demostración al análisis de la teoría. Es probable que la progresiva matematización de la Ciencia viniera a dificultar la comprensión de sus teorías para un público más amplio. Aunque Fontenelle sostenía a comienzos de siglo que, gracias al desarrollo del cálculo, los principiantes en matemáticas podían resolver con facilidad problemas que hasta entonces exigían una gran experiencia, una buena parte de la teoría matemática del siglo XVIII resultaba prácticamente incomprensible para la mayoría de los que se hallaban interesados de alguna forma por la Ciencia. Por ello, eran los fenómenos en sí mismos los que llamaban más su atención, ya que ape­ laban a la imaginación y no sólo al intelecto. Así sucedía, por ejemplo, en la contemplación de las estrellas, el mesmerismo y la electricidad. El conocimiento sobre la electricidad aumentó de manera considerable a lo largo del siglo XVIII, teniendo en cuenta desde la construcción de la pri­ 330

mera máquina que generaba electricidad inventada por Francis Hauksbee, cuyos Physico-Mechanical Experiments (1709) fueron pronto tra­ ducidos al francés y al italiano, hasta la invención de la batería de pilas y la pila seca de Alessandro Volta en 1799. Este proceso no se desarro­ lló de acuerdo con un progreso paralelo del conocimiento científico, sino .que las diversas teorías que se propusieron para explicar los fenó­ menos eléctricos observados venían a reforzar la verosimilitud de las ideas de Mesmer, y tan sólo había discrepancias sobre si los fluidos eléctricos eran uno o dos. En 1791, Luigi Galvani publicó los resulta­ dos de experimentos que había iniciado en 1780 con su observación de los efectos que producía la electricidad sobre los músculos de la pata de una rana. Formuló la teoría de la “electricidad animal”, conocida como Gal­ vanismo, que sostenía que todos los tejidos animales poseían electrici­ dad, pero esta idea fue rechazada por Volta. El esfuerzo que se realizó para tratar de aclarar cuál era la naturaleza de la electricidad puede brindarnos un magnífico ejemplo de la importan­ cia que ya habían adquirido los aparatos de laboratorio y la investigación experimental. Instrumentos tales como las máquinas eléctricas producían fenómenos novedosos que estimulaban la formulación de nuevas teorías. Pero aunque el científico experimental aceptase los resultados obtenidos con sus instrumentos, éstos todavía no le permitían examinar o valorar cuantitativamente una gran parte de los fenómenos naturales. En diversos campos, en cambio, sí se lograron importantes adelantos. Un claro ejem­ plo de las estrechas relaciones existentes entre la experimentación y su aplicación práctica se encuentra en la obra del abogado Chester Hall (1703-71), cuyo estudio sobre el ojo humano le convenció de que era posible fabricar lentes acromáticas. El éxito que obtuvo al confeccionar­ las hacia 1733 sentó las bases para mejorar las prestaciones de casi todo tipo de instrumentos ópticos. En 1750, el óptico James Ayscough publicó un informe sobre las características de los anteojos, en el que recomenda­ ba el uso de unos cristales matizados para reducir la luminosidad, y en 1755 se editó su Account ofthe Eye and the Nature of Vision. No se sabe qué efectos causaron este tipo de investigaciones sobre la vida cotidiana de la gente de la época. Se ha llegado a decir que en Fran­ cia, tanto las intervenciones quirúrgicas para curar las cataratas como la especulación filosófica permitieron desmitificar las insalvables diferen­ cias existentes entre los ciegos y quienes podían ver, aunque es presumi­ ble que muchos pacientes no se beneficiasen de estos cambios. De hecho, los descubrimientos científicos y los inventos apenas llegaban a alterar las prácticas habituales, no sólo por el carácter conservador de las pro­ pias tradiciones, sino también porque en su mayoría éstos surgían en un contexto local con determinadas circunstancias, capacidades y necesida­ des. En Francia, Antoine Parmentier y Antoine Cadet de Vaux trataron de establecer un sistema de molienda más económico basado en el princi­ pio de la reducción gradual, que, según decían, podía revolucionar la molienda y la fabricación de pan. Criticaban las estériles prácticas rutina­ rias y los errores populares originados por la creencia en una experiencia acumulada, que pretendían transformar mediante la implantación de nue­ vos métodos de producción y nuevas concepciones, como el uso de un 331

lenguaje profesional más científico. Pero su influencia fue muy limitada debido al desdeño, distanciamiento y desinterés que mostraron por cual­ quier tipo de experiencia práctica. Bajo el reinado de Luis XIV, el go­ bierno francés intentó desarrollar los contenidos teóricos en la construc­ ción naval, pero “la descripción matemática de los principios teóricos de la manoeuvre, la disposición de las velas y la posición de los timones no aportaron ninguna contribución significativa a la mejora de los barcos de guerra. Su construcción siguió realizándose según las prácticas tradicio­ nales de los carpinteros de navios que se formaban primero como apren­ dices”. El científico jesuita Paul Hoste se quejaba diciendo: “el que se construya un buen barco es cuestión de suerte, ya que quienes los siguen construyendo hoy en día no son mejores que quienes lo hacían sin saber leer ni escribir”, pero su explicación sobre por qué no zozobraban los barcos estaba equivocada. A lo largo del siglo XVIII, el progreso de la construcción naval no provino de la investigación de los principios mecá­ nicos que intervenían en ella, porque “los temas analizados por la Cien­ cia no solían abordar el mundo descriptivo y ambiguo de los constructo­ res de barcos, que estaba lleno limitaciones y prejuicios frente a un uso más amplio de los conceptos abstractos” que aportaban las matemáticas. En cambio, fue mucho más decisivo el desarrollo de la profesión de inge­ niero naval, en la que se combinaban una cultura matemática general y el estudio de las antiguas normas empleadas en la construcción de barcos 6. Junto al progreso de la Ciencia, los gobiernos también siguieron valo­ rando la importancia que tenían las experiencias prácticas. El ministro francés Bertín promovió la organización de sociedades agrarias provin­ ciales dando instrucciones a los Intendentes de que prefiriesen en la selección de sus miembros a quienes poseyeran mayor experiencia y no tanto a los teóricos. Las nuevas nociones científicas y los métodos tecno­ lógicos más innovadores tenían un protagonismo mucho mayor en las nuevas áreas de actividad económica, pero todavía eran muy pocas. Ade­ más, muchos de los inventos basados en tales innovaciones científicas, como el del vehículo de vapor de N. J. Cugnot fabricado en la década de 1770, el primer barco de vapor que puso a prueba el Marqués de Jouffroy d’Abbans en 1783, o el telar para tejer según modelos, inventado en 1747 por Jacques Vaucanson, no lograron introducir grandes cambios. La rela­ ción existente entre la Sociedad y la Ciencia era, de hecho, mucho más compleja que la que implicaba una mera demanda de adelantos tecnoló­ gicos. Las nuevas técnicas de producción textil se adoptaron más rápida­ mente en Gran Bretaña que en Francia, y mientras que en las Islas tam­ bién se usaba de forma generalizada la energía a vapor, en el Continente su empleo se fue difundiendo mucho más lentamente. La Ciencia no sólo incidió en el desarrollo tecnológico. Para algunos, el progreso intelectual daba la sensación de que a través de ella podían controlarse o entenderse mejor muchos aspectos del entorno. El deseo de 6PRITCHARD, J., “From Shipwright to Naval Constructor”, Technology ancl Culture (1987), pp. 7,9, 19-20.

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crear una ciencia específica para el estudio del clima se convirtió en uno de los principales objetivos de las sociedades agrarias, y aunque no hubo grandes avances en los medios empleados para las previsiones meteoro­ lógicas hasta el siglo XIX, tanto la estadística como la teoría de probabili­ dades experimentaron un notable desarrollo. La primera obra teórica al respecto fue el Ars Conjectandi (1713) de Jacob Bernoulli (1654-1705), Profesor de Matemáticas en la Universidad de Basilea. Su sobrino Daniel Bernoulli, (1700-82), que llegó a ser profesor de Matemáticas en San Petersburgo, y después, de manera sucesiva, profesor de Anatomía, Botá­ nica, Física y Filosofía en Basilea, y fue quien formuló la Ley de la con­ servación de la energía mecánica, aplicaba la estadística y el cálculo de probabilidades para determinar el grado de utilidad de una inoculación. Examinó el riesgo diferencial que había entre morir por causa de la viruela artificial o por la natural, y en 1760 elaboró unas tablas en las que mostraba las ventajas que reportaba la inoculación para alcanzar la madurez productiva y reproductiva del mayor número de niños nacidos y poder ahorrar así el gasto que representaba la crianza de los que no logra­ ban sobrevivir. El Marqués de Condorcet (1743-94), que colaboró en la Encyclopédie tratando diversos términos matemáticos, llegó a ser Secretario perpetuo de la Academia de Ciencias y apoyó las reformas propuestas por Turgot y la libertad de mercado, formuló una teoría de probabilidades aplicable a otros campos no vinculados con las ciencias mecánicas y escribió siem­ pre con un estilo comprensible para un público popular. En su obra Des­ cripción general de la Ciencia, cuyo objeto es la aplicación de la Aritmé­ tica a la Moral y a la Ciencia Política (1783), Condorcet sostenía que el conocimiento de la probabilidad, a la que él denominaba “aritmética social”, permitiría a la gente tomar decisiones racionales en lugar de basarse en los instintos y las pasiones. Creía firmemente en que la acción del Hombre podía lograr un progreso constante, en cuyo desarrollo la edu­ cación desempeñaba un papel primordial, porque pensaba que la expe­ riencia adquirida podía heredarse de una generación a otra y, por tanto, que la educación tenía un efecto acumulativo. En las décadas finales del siglo XVIII, gran parte del pensamiento científico se caracterizó por el deseo de mejorar al conjunto de la Huma­ nidad, como puede apreciarse en la obra de Condorcet, Lavoisier y Mesmer. Esta aspiración no era necesariamente atea, ya que la mayoría de los científicos creían que su labor era un reflejo de la majestad y la voluntad de Dios. La fe personal que tenían los científicos podía variar bastante en cada caso. Maupertuis sostenía que el principio del “mínimo esfuerzo” que subyacía bajo las leyes del movimiento, demostraba la existencia de Dios. El ingeniero sueco Emanuel Swedenborg llegó a ser un célebre místico religioso. Sin embargo, fuesen cuales fuesen sus creencias perso­ nales, las obras de los científicos hacían pocas referencias a Dios. Su intervención directa en el Mundo que El había creado, tal como admitía Newton, se fue reduciendo progresivamente mediante la explicación de supuestas anomalías. Los descubrimientos y las teorías geológicos vinie­ ron a cuestionar el relato bíblico sobre la Creación y el Diluvio Universal y la propia cronología del Antiguo Testamento, al tiempo que el desarro333

lio de la Astronomía desafiaba las nociones heredadas sobre un Universo estático. Gran parte de la experimentación médica y la especulación psi­ cológica apenas incidían en la idea del alma, y esto tuvo mucho más importancia que el reducido número de obras en las que se concebía al Hombre como una máquina y negaban la existencia del alma, como el único vínculo entre el Hombre y Dios, que le diferenciaba del resto de los animales. En su libro L ’Homme-Machine (1748) La Mettrie desechó cualquier tipo de diferenciación entre mente y materia, y negó la existen­ cia del alma. El Barón d’Holbach, que escribió unos 400 artículos de la Encyclopédie, en muchos de los cuales abordaba nociones científicas aplicadas, sostenía en su obra Systéme de la Nature (1770) que el hombre era simplemente una máquina que estaba obligada a actuar de un modo determinado, pues no poseía alma ni una voluntad libre. En su Philo­ sophy in the Boudoir (1795), el Marqués de Sade negaba la existencia del alma y afirmaba que el asesinato era algo natural y que no podía estable­ cerse una clara línea divisoria entre los hombres vivos (orgánicamente activos) y los muertos. Pocos científicos eran ateos, pero la mayoría de ellos estudiaban al Hombre sin hacer referencia alguna a la revelación divina. En su Ensayo sobre el Conocimiento del Hombre (1690), John Locke sostenía que todo el conocimiento consistía en ideas que surgían a partir de las sensaciones. Las teorías psicológicas de la época sugerían que el hombre, contempla­ do tanto de forma individual, como ser social, podía mejorar a través de la educación y rodeado de un entorno más favorable. En lugar de un aceptación pasiva de la voluntad divina y de la idea de un Universo inmutable, se propugnaba el desarrollo de la actividad humana. El estu­ dio científico del Hombre se había “interiorizado”, le preocupaba mucho más la manera en que los sentimientos conformaban el conocimiento y esto influyó notablemente en la literatura de la época7. El interés por el origen de las especies hizo que algunos pensadores llegaran a plantearse la idea de una evolución, y hubo un amplio debate sobre la naturaleza fija o cambiante de las especies, y en tal caso, cómo se producían estos cam­ bios. No obstante, el descubrimiento de fenómenos como la polinización, la hibridación y de criaturas evolutivas como el pólipo, sólo impresiona­ ron a unos cuantos teóricos, entre los qué destaca sobre todo Maupertuis, que propuso en su Systéme de la Nature (1751) la idea de la mutación de las especies sobre la que asienta la teoría de la evolución orgánica. La mayoría de los escritores seguían creyendo en la existencia de especies inmutables y de un entorno natural estático. El estudio sobre la concep­ ción del Hombre y el origen de los rasgos característicos de su naturale­ za, tanto de forma individual como respecto a las demás especies, era todavía demasiado limitado para poder aclarar algunos aspectos de esta especulación teórica. Los científicos se mostraban reacios no sólo a aban­ donar la idea de que en la Naturaleza existía una jerarquía en la que cada 7 ROUSSEAU, G. S., “Nerves, Spirits, and Fibres: Towards Defining the Origins of Sensibility”, en GIANNITREPPANI, A. (ed.), The Blue Guitar, (1976), p. 147.

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especie ocupaba un lugar determinado, sino también a demostrar que había un sistema de reproducción en las plantas y los animales que pro­ curaba conservar sus características particulares. Las relaciones exis­ tentes entre la experimentación y la teorización no siempre eran estrechas o beneficiosas. Es más, con frecuencia no resultaba fácil poner en prácti­ ca algunos de los avances teóricos formulados. Si bien hacia el año 1700 “la concepción teórica de la materia ya no giraba en torno a los tradicio­ nales cuatro elementos y sus cualidades, sino a fuerzas concretas y de alcance limitado que respondían a las nuevas leyes del movimiento y los principios de la dinámica recién incorporados”8, la mayoría de los oficios artesanales seguían empleando prácticas tradicionales. Puede que los pensadores de la Ilustración llegaran a desarrollar el concepto de Revolu­ ción en el desarrollo de la Ciencia, pero, aparte de los descubrimientos que se hiceron en campos como los de la Química y la Electricidad a fines del siglo xvili, apenas hubo a lo largo de esa centuria algo parecido a una “Revolución Científica”. No obstante, es posible que fuese más importante afianzar la idea de que el Hombre podía llegar a comprender mejor su entorno y a modificarlo. Por ello, a fines de siglo ya se había formulado la ideología basada en el progreso de la Ciencia, aunque la mayor parte de la gente no supiera nada de ella y siguiese concibiendo su vida, su trabajo y su entorno de acuerdo con las enseñanzas recibidas de sus predecesores.

8 PORTER, R. y TEICH, M. (eds.), Revolution in History (1986), p. 301.

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CAPÍTULO X

LAS RELACIONES INTERNACIONALES

U n a v is ió n d e c o n j u n t o

Los gobiernos de la época prestaban enorme atención a sus relaciones internacionales, lo cual no sólo constituía una orientación tradicional, sino también bastante comprensible, ya que el prestigio de la dinastía rei­ nante y de cada nación, que eran esenciales para que los súbditos se sin­ tiesen parte de un proyecto común y mejorase su obediencia, se sustenta­ ban principalmente con éxitos en el exterior, que los gobiernos podían lograr obteniendo resultados tangibles en su diplomacia. Pero la situación internacional se tornaba, a veces, peligrosa e inestable. El destino de los estados que fracasaban podía llegar a ser su propia extinción política, como sucedió con la división de Polonia o con la anexión del Ducado de Lorena. Los gobernantes y sus ministros debían observar atentamente la política de las demás potencias. Por ello, en las relaciones exteriores sur­ gían tanto buenas oportunidades como amenazas, y los éxitos dependían en gran parte de la capacidad diplomática y militar que tuviese cada esta­ do. El carácter personalista de las monarquías se hacía mucho más evi­ dente en la forma directa, y a menudo autocrática, con la que manejaban su diplomacia, puesto que la dirección de la política exterior era uno de los atributos de los soberanos. La desventaja que esto conllevaba para la estabilidad de la escena internacional era que en sus criterios de decisión tendían a prevalecer su propia idiosincracia o las consideraciones dinás­ ticas. Dos de los rasgos más característicos de las relaciones internacionales del siglo XVIII no eran nada nuevos y sugieren que cabría incluir este período dentro de la “Epoca Moderna” en lugar de considerarlo como un precursor de la diplomacia del XIX. Se trata, por una parte, de la impor­ tancia que seguían teniendo las cuestiones dinásticas y, por otra, de la interpretación religiosa que solía hacerse de los conflictos. Y aunque sería difícil presentar el siglo x v iii , partiendo del anu 1685 uun la Revocación francesa del Edicto de Nantes, que hasta entonces garantizaba los dere0.0.1 U -J /

chos de su minoría protestante (hugonotes), hasta llegar a la formación de la Fürstenbund (Liga de los Príncipes) en 1785 por parte de Federico II de Prusia, cuyo propósito era organizar la oposición protestante del Norte de Alemania contra el Emperador José II, como un período de conflictos reli­ giosos, también sería absurdo ignorar la trascendencia que tuvieron las consideraciones religiosas, pues se hallaban en la base de muchas enemis­ tades y, al menos para los contemporáneos, podían explicar los aconteci­ mientos. Gran parte de esta hostilidad provenía de la indignación que pro­ vocaba el trato recibido en otros países por los correligionarios. A veces, esto desencadenaba una intervención diplomática con sus propias tensio­ nes internacionales, como sucedió en el Pal atinado a fines de los años 1710 en que estuvo a punto de estallar una nueva guerra de religión ale­ mana. En 1707, Carlos XII de Suecia obligó al Emperador José I a que restaurase los derechos religiosos concedidos en 1648 a los protestantes de Silesia. Las minorías religiosas más recalcitrantes, como la de los hugonotes de las montañas Cévennes en Francia o los protestantes húnga­ ros, llegaron a contar con cierto apoyo extranjero para mantener su resis­ tencia armada a principios del Setecientos. A lo largo de la primera mitad del siglo, la situación religiosa en Europa fue, por lo general, bastante inestable, sobre todo en el Imperio, en Polonia y en las tierras patrimonia­ les de los Habsburgo, donde proseguía la política de recatolización inicia­ da en la centuria precedente. El Conde Frederick Schonborn, que fue Vicecanciller Imperial entre 1705 y 1734, procuraba valerse de su autori­ dad en beneficio de los intereses católicos. En ciertos aspectos, la invasión de la provincia austríaca de Silesia llevada a cabo por Federico el Grande en 1740 representó la primera contrapartida importante que obtuvieron los protestantes en el Imperio desde la Guerra de los Treinta Años y, de hecho, el propio Federico la promovió como una maniobra encaminada a socorrer a los protestantes de Silesia. La mayoría de los cronistas contem­ poráneos solía contemplar los conflictos internacionales y las guerras de este período teniendo muy en cuenta sus implicaciones religiosas. El Tra­ tado hispano-austriaco de Viena de 1725 se interpretó en la Europa protestante como parte de una conjura católica, que permitía dar crédito a los rumores sobre la existencia de una poderosa y siniestra conspiración apoyada por el pretendiente jacobita al trono británico y por los católicos polacos responsables de la masacre de Thorn (1724), una ejecución oficial en masa que provocó un gran escándalo en la Europa protestante. Esto y la Entente Austro-francesa firmada a fines de la década de 1730 acabaron convenciendo a los protestantes de que era preciso crear una nueva alianza internacional. Así se explica que la propaganda de la Guerra de los Siete Años suelan presentarla como un conflicto religioso. No obstante, es cierto que el alineamiento en estas alianzas no se ajustaba a estrictos criterios confesionales. Aunque los principales parti­ darios del “Antiguo Pretendiente” Estuardo al trono inglés eran miem­ bros de la Iglesia anglicana, la opción de la Dinastía Hannover permitiría asegurar una sucesión protestante. La Alianza de Hannover, que se nego­ ció en 1725 para hacer frente al nuevo pacto hispano-austriaco, llegó a vincular a Francia con Gran Bretaña y Prusia, pero al año siguiente esta última cambió de bando. En la Guerra de Sucesión Polaca las cuestiones 338

religiosas no desempeñaron un papel relevante, y si bien es cierto que Prusia atacó a Austria en la Guerra de Sucesión Austríaca, también lo hicieron Baviera, Francia y España, mientras que Gran Bretaña intervino en defensa de Austria. Suecia se enfrentó a Prusia en la Guerra de los Siete Años. El Conde Osterman, Ministro de Asuntos Exteriores ruso, hizo la siguiente observación en 1740 respecto a la disputa sucesoria de los estados de Jülich-Berg: “en transacciones de este tipo se habla del problema religioso más de lo que importa en realidad”1. Sería absurdo exagerar la importancia que tuvieron los enfrentamientos religiosos como causantes de los conflictos armados del siglo XVIII, pero puede resultar­ nos orientativa la actitud, en general, poco crítica que mantenía el clero frente a la guerra, al igual que la de muchos devotos creyentes laicos. La Iglesia debía inculcar los valores belicosos promovidos por el sistema político, ofreciendo sus servicios para asegurar la intercesión divina y ofrecer la acción de gracias (Te Deum), que constituía un aspecto primor­ dial en la celebración de la victoria. Una de las ocasiones más importan­ tes para el boato era el acto en el que se presentaba como vencedor a la persona heroica del soberano, dentro de una antigua tradición europea en la exaltación de la Majestad real en su forma más impresionante, la demostración pública de su poder. Esta clase de demostraciones podía variar en cuanto a su forma y estilo, pues iba desde la acuñación de medallas conmemorativas a la fundación de Ordenes de caballería para la nobleza con el patronazgo real, pero siguieron siendo un rasgo caracterís­ tico de las monarquías de la época. Aunque la guerra no era el único motivo que podía brindar la celebración de semejantes demostraciones, sí era uno de los que mejor contribuían a los agresivos propósitos dinásticos que subyacían en la ideología política de muchos de los estados europeos del Setecientos. La importancia de las cuestiones dinásticas en la diplomacia de la época y en las actitudes que condicionaban su formulación y ejecución pueden servirnos, al igual que la de las cuestiones religiosas, para estable­ cer una clara relación entre el siglo XVIII y la centuria precedente. Se ha dicho que en la Epoca Moderna surgió y se desarrolló el Estado Moderno impersonal2, pero no se han aportado suficientes evidencias para sustentar semejante teoría. En gran parte se basa en los escritos de un reducido grupo de pensadores que no pueden considerarse muy representativos, y la práctica política de la época en casi todo el Continente siguió mante­ niendo el estilo monárquico tradicional. La importancia crucial que en la mayoría de los países europeos, incluyendo Gran Bretaña, tenían los monarcas en cuanto a la toma de decisiones y la perspectiva dinástica que orientaba la ambición de los gobernantes, hicieron que las relaciones internacionales del XVIII mantuviesen una clara línea de continuidad. Evi­ dentemente, esta perspectiva dinástica solía variar según los casos. Federi­ 1PRO 91/26, carta de Edward Finch a Lord Harrington, 1 nov. 1740. 1 SHENNAN, J. H., The Origins of the Modern European State, 1450-1725 (1974); Liberty and Order in Early Modern Europe. The Subject and the State 1650-1800 (1986).

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co el Grande, que no tuvo hijos, estaba mucho menos interesado en ella fuera de sus propios territorios, que Luis XV, que mostró una gran deter­ minación en apoyar a su cuñado Don Felipe en la sucesión del Ducado de Parma. La existencia de intereses dinásticos no excluye que también hubiese intereses de otra índole, pero siguieron siendo uno de los aspectos clave de las relaciones internacionales. Si la actitud de la mayoría de los soberanos hacia sus estados podría describirse como un dinastismo patrimonialista, no parece sorprendente que se mostrasen dispuestos a emplear sus recursos en la conquista de otros territorios. Para ello, implantaban en la corte propuestas culturales más predispuestas a la guerra, que se consi­ deraba un empeño heroico. No todos los monarcas promovían la guerra, pero la mayoría se veía involucrado en ellas en alguna ocasión, y esta ten­ dencia quizás pudo aumentar por una estructura demográfica que con fre­ cuencia propiciaba la sucesión en menores de edad. Imbuidos de estos valores belicosos, los monarcas afrontaban una situación política internacional que se hacía más impredecible e inestable debido a la suerte caprichosa que imponían los intereses dinásticos. Los monarcas, al igual que los campesinos, deseaban poseer tierras y herede­ ros. Dado que la principal fuente de riqueza era la tierra y ésta se trans­ mitía como parte del patrimonio familiar, era natural que a todos los niveles de la sociedad pudiese haber conflictos motivados por disputas sucesorias. Los campesinos recurrían a la vía del litigio, pues si bien era un método lento y costoso, apenas existía otra alternativa puesto que el Estado desaprobaba el uso de la violencia privada. Los monarcas recurrían a la negociación, pero la ausencia de una institución con sufi­ ciente capacidad decisoria y la necesidad de alcanzar una solución rápida una vez que se encontraba vacante la sucesión, les hacían decantarse a favor de la lucha armada. La mayor parte de las dinastías reinantes debían su posición a la voluntad de sus antecesores de luchar para asegu­ rar sus pretensiones a la sucesión. Así pues, aunque también se daban las sucesiones pacíficas de nuevas dinastías, la guerra y la herencia eran con frecuencia dos caras de la misma moneda. La falta de instancias decisorias eficaces contribuyó a favorecer las tensiones y conflictos internacionales. El Papado había dejado de ser desde hacía tiempo el intermediario adecuado para saldar los conflictos entre las potencias católicas. El protestantismo nunca dispuso de una entidad comparable de ámbito internacional. Durante la primera mitad del siglo XVIII se trató de crear una instancia semejante de carácter seglar. Un rasgo característico de la década de 1720 fue la celebración de gran­ des congresos de paz internacionales para tratar de resolver los proble­ mas pendientes. Con los congresos de Cambrai y Soissons se intentó desarrollar un sistema de seguridad colectiva que brindaba garantías recí­ procas. Sin embargo, ni estos modelos de seguridad colectiva, ni lo acor­ dado en tales congresos llegó a tener mucho éxito. No lograron alcanzarse soluciones satisfactorias para los problemas que afectaban a las relaciones internacionales europeas, sobre todo porque durante el pro­ ceso de negociación se hicieron aún más patentes los intereses irreconci­ liables de las grandes potencias. Por ello, el campo de batalla siguió sien­ do el verdadero árbitro de sus disputas. 340

1700-1721 El siglo XVIII comenzó en Europa con dos importantes guerras, en el Oeste (la Guerra de Sucesión Española, 1701/2-1713/14) y en el Norte (la Gran Guerra del Norte, 1700-21), muy pocos años después de haber finalizado otras dos, también en el Oeste (la Guerra de los Nueve Años, 1688-97) y en el Sureste (la Guerra Austro-turca de 1682-97). En conjun­ to, estas guerras supusieron un enorme esfuerzo para la habilidad política de los gobernantes y sus ministros, los recursos financieros de los estados y la vida personal de una gran parte de su población. Las guerras conlle­ vaban una amplia variedad de conflictos, y el análisis de sus causas, su desarrollo, su éxitos y sus consecuencias puede variar mucho según el punto de vista que se adopte. Probablemente, la que llegó a tener mayo­ res consecuencias a largo plazo en Europa fue la Gran Guerra del Norte y, en concreto, la forma en que se resolvió a favor de Pedro I el Grande el conflicto que mantenía con Carlos XII de Suecia mediante una con­ tienda armada entre éste y las fuerzas combinadas de Pedro el Grande, Augusto II de Sajonia-Polonia y de Federico IV de Dinamarca. Sin embargo, la guerra que atrajo más la atención en el Continente fue la Guerra de Sucesión Española. Por ella, Federico IV se vio obligado a acordar la paz en 1700, mientras que Austria y gran parte del Imperio sólo prestaban atención a la guerra contra Luis XIV, hasta que en 1706 Carlos XII decidió invadir Sajonia. LA DIPLOMACIA EUROPEA EN

La Guerra de Sucesión Española Los intentos para evitar el estallido de la guerra por la Sucesión Espa­ ñola se encontraron con dos obstáculos principales, el testamento de Car­ los II y la determinación de Austria en la defensa de sus derechos dinásti­ cos. Cuando Carlos II, el último monarca español de la Dinastía de los Austrias, murió sin herederos directos en 1700, dejó todas las posesiones de la Monarquía Hispánica al nieto más joven de Luis XIV, Felipe de Anjou, bajo la condición de que si rehusaba el legado y pretendía dividir su herencia patrimonial, ésta debía ofrecerse al hijo menor del Empera­ dor Leopoldo I, el Archiduque Carlos. El testamento se había ideado así pm-a obtener el apoyo francés para conservar intactos los dominios de la monarquía. Luis XIV, que no deseaba enemistarse con los austríacos, aceptó el legado íntegro para su nieto, expresando una clara preferencia por los intereses dinásticos, ya que con los planes de partición, entonces descartados, Francia podría ganar parte de esta herencia. Exhaustos por la Guerra de la Nueve Años y complacidos porque Francia no adquiriese de esta forma nuevos territorios, los líderes políticos de Inglaterra y las Provincias Unidas se dispusieron a aceptar el testamento pese a las vaci­ laciones de su rey Guillermo III de Orange, confiando en que Felipe se convirtiese pronto en un buen español. Sin embargo, fue Leopoldo I quien emprendió las hostilidades en Italia. El conflicto se inició como una disputa entre Austrias y Borbones, y, de haber continuado así habría sido difícil que saliesen perdiendo estos últimos. Pero el claro deterioro 341

que hubo en las relaciones anglo-holandesas con Francia en 1701-02, por el recelo que suscitaban las ambiciones comerciales y territoriales france­ sas, les hizo acudir en apoyo del pretendiente austriaco. En 1701, Luis XIV rechazó las propuestas anglo-holandesas que incluían diversas medidas para salvaguardar su comercio con España y sus colonias, una línea defensiva holandesa en los Países Bajos Españoles y una compensación para Leo­ poldo I. Esta negativa propició en septiembre de 1701 la negociación de la Gran Alianza entre Austria, Inglaterra y las Provincias Unidas, que contemplaba el siguiente reparto: las posesiones españolas en Italia y los Países Bajos Españoles pasarían al dominio de los Habsburgo austríacos, mientras que España y sus colonias quedarían en manos de Felipe V. Inglaterra y las Provincias Unidas se encontraban ahora coligadas a Aus­ tria, pero esta alianza les acarrearía muchas dificultades. Y el reconoci­ miento por parte de Luis XIV del hijo del exiliado Jacobo II de Inglate­ rra, con el título de Jacobo III fue un paso que, si bien era reflejo de sus simpatías personales, de su creencia en el derecho divino a la sucesión y de su deseo de actuar como un gran defensor de los príncipes católicos, vino a envenenar aun más estas relaciones. Aunque Guillermo III murió en 1702, la oposición inglesa contra Francia, que él había fomentado con bastante éxito, le sobrevivió y en mayo de 1702 la Gran Alianza declaró la guerra a Luis XIV. La Guerra de Sucesión Española fue una contienda bastante compleja por la gran variedad de intereses contrapuestos que se hallaban en juego. Para Portugal, que pretendía ganar terreno a costa de España, o para Saboya-Piamonte, que trataba de convertirse en la principal potencia de Italia, representaba una magnífica ocasión para aprovecharse de la rivali­ dad de las dos alianzas, ganando territorios y evitando quedar al margen del reparto acordado en el futuro tratado de paz definitivo. Para Inglate­ rra se hallaba en juego la sucesión de un monarca protestante, para las Provincias Unidas la seguridad de sus fronteras frente a la expansión francesa, y para ambas sus intereses coloniales y comerciales, sobre todo en el comercio con las Indias Occidentales. Esto contribuyó a que las relaciones diplomáticas durante la guerra fuesen tan complicadas como en los años de paz que la precedieron, al igual que sucedería con las demás guerras de ese siglo. No obstante, en tiempo de guerra la diploma­ cia dependía también de los intereses estratégicos y se mantenía muy ligada a la suerte del propio conflicto armado. Al principio, fue bastante indecisa, y aunque parecía que Francia, contando con el apoyo de su alia­ do bávaro Maximiliano Manuel, podía asestar un golpe definitivo a los Habsburgo, en 1704, al igual que sucedería después en 1741-42, los alia­ dos lograron abortarlo, porque las fuerzas anglo-holandesas del Duque de Marlborough se unieron en Blenheim a orillas del Danubio con los regi­ mientos austro-alemanes del Príncipe Eugenio para derrotar al Ejército franco-bávaro. Su derrota marcó la pauta de lo que sería el resto de la guerra: las tropas francesas tuvieron que retirarse del Imperio y su estra­ tegia se concentró en diferentes contiendas de carácter fronterizo, que le impedían mantener a sus aliados y ganar otros nuevos. La ocupación de Baviera y el cruel sistema impositivo que implantaron en ella los austría­ cos, no fue más que una severa advertencia de lo que podía sucederle a la 342

potencia francesa o a sus aliados. Los Borbones también se vieron obli­ gados a abandonar sus dominios en Italia. Su alianza con Saboya-Piamonte se rompió en 1703, fueron derrotados en Turín en 1706 y Nápoles cayó en poder de los austríacos en 1707. Italia, que había sido un objeti­ vo tradicional de la diplomacia francesa y una parte esencial del Imperio español, quedó entonces bajo la influencia de Austria, aunque contando con el apoyo de Saboya-Piamonte y de la Armada inglesa. Por último, gracias a las victorias de Ramillies (1706) y Oudenarde (1708), los fran­ ceses tuvieron que retirarse de los Países Bajos Españoles. Sin embargo, la Gran Alianza no logró éxitos semejantes en sus ataques contra Francia y en sus planes para conquistar España. Los austríacos preferían dedicar sus esfuerzos al dominio de Italia y a cabar con la revuelta húngara, los primeros síntomas de agotamiento empezaban a hacer mella en la Gran Alianza y Francia contaba aún con recursos defensivos considerables. Los intentos de invasión del territorio francés, como la ocupación de Tolón en 1707, fueron infructuosos. Al igual que los esfuerzos que se hicieron con el apoyo de fuerzas anglo-holandesas para entronizar en España al Archiduque Carlos bajo el título de Carlos III. El dominio inglés de los mares ofrecía ciertas posibilidades de éxito al Archiduque Carlos, respaldado por las provincias mediterráneas, pero Castilla se mantuvo fiel al rey Felipe y Luis XIV envió tropas suficientes en cuanto se evidenció que Carlos no podría hacerse con el dominio militar y políti­ co de la Península. Como solía suceder en casi todas las guerras de entonces, las nego­ ciaciones para alcanzar un acuerdo de paz continuaron durante la mayor parte del conflicto. Las iniciativas más serias se emprendieron a partir de 1708, y demuestran el grado de desesperación al que llegó Luis XIV a raíz de las fuertes tensiones internas que estaba generando una guerra larga agravada por fenómenos como el hambre y un clima muy severo, hasta el punto de que en 1709 se mostró dispuesto a ceder por completo el Imperio español al Archiduque Carlos y a devolver además todos los territorios que habían ocupado los franceses en Alsacia desde 1648, incluyendo Estrasburgo. Semejantes concesiones no llegaron a tener efecto, porque Felipe V no estaba dispuesto a admitirlas y Luis XIV se negó, como era previsible, a aceptar la exigencia de los aliados de que les ayudase a expulsar militarmente a su nieto. Si se hubieran materializado, estas propuestas habrían significado un nuevo apogeo del poder de los Austrias y una nueva situación de debilidad para Francia, que quedaría a merced de su política. Es comprensible, por tanto, que la propaganda francesa de la época hiciera hincapié en la amenaza que representaban los Austrias para la estabilidad política del Continente. Sin duda, los tér­ minos de negociación planteados en 1709 constituyeron el mayor de los éxitos alcanzados por los aliados. Pero Francia consiguió resistir los ata­ ques con los que Marlborough intentó atravesar sus defensas, y tanto la caída del gobierno whig en Gran Bretaña (1710) como la sucesión del Archiduque Carlos a las tierras patrimoniales de los Habsburgo en 1711, a raíz de la muerte sin descendencia directa de su hermano José I (Empe­ rador en 1705-11), alteraron drásticamente la situación internacional. El nuevo gobierno tory británico (1710-14) era partidario de la paz y en 343

lugar de respaldar una nueva unión de las posesiones territoriales de Aus­ tria y España, procuró por todos los medios'alcanzar un acuerdo de com­ promiso con Francia. Esta cooperación anglo-francesa propició la firma del Tratado de Utrecht (1713), que puso fin a la Guerra de Sucesión Española en cuanto Carlos VI lo aceptó mediante la firma del Tratado de Rastadt (1714). Utrecht supuso un reparto del Imperio español que era especialmente beneficioso para Austria, Gran Bretaña y los Borbones. Felipe V conservó España y su imperio de Ultramar, y las conquistas de Carlos VI -en Nápoles, Milán, Cerdeña y los Países Bajos Españolesquedaron directamente bajo el dominio de la corona austríaca y no de una rama menor de los Habsburgo. A los holandeses se les permitió man­ tener algunas plazas fuertes con sus propias guarniciones en los territo­ rios que se convirtieron en los Países Bajos Austríacos, e incluían diver­ sas ciudades cedidas por Francia. Víctor Amadeo de Saboya-Piamonte recibió el Reino de Sicilia y con él la dignidad regia. Gran Bretaña obtu­ vo Gibraltar, Menorca y diversas concesiones comerciales por parte de España, y los territorios de Nueva Escocia y Terranova por parte de Fran­ cia, lo cual le permitió contar con una posición internacional mucho más fuerte. Felipe V renunció a sus derechos al trono francés, se garantizó la sucesión protestante en Gran Bretaña y los franceses acordaron expulsar al Antiguo Pretendiente. Si se contempla de forma retrospectiva, el Tra­ tado de Utrecht puede parecemos un logro importante para el continente, ya que trajo la paz y la estabilidad a gran parte de Europa. Pero la reali­ dad inmediata fue muy distinta. El ascenso al trono británico de Jorge I en 1714 y el retorno de los whigs al poder hizo temer que estallase un nuevo conflicto anglo-francés, y esta posibilidad se hizo mucho más verosímil cuando al año siguiente los franceses apoyaron los levanta­ mientos protagonizados por los jacobitas en favor del “Pretendiente”. Felipe V no estaba dispuesto a aceptar las concesiones hechas en el Tra­ tado de Utrecht, y su determinación de reconquistar las posesiones espa­ ñolas en Italia le llevó a atacar Cerdeña en 1717 y Sicilia en 1718. Sin embargo, pese a sus defectos, este acuerdo trajo la paz a Europa Occi­ dental en los años 1713-14, cuando en el Báltico el conflicto armado no cesaría hasta 1721. Rusia y la Gran Guerra del Norte Mientras que durante la Epoca Moderna las potencias de Europa Occidental se dedicaron a crear grandes imperios comerciales y colonia­ les, los estados de Europa Central y Oriental se vieron inmersos en una enconada lucha por su supervivencia. Los conflictos armados de los esta­ dos y potencias europeos en la parte oriental del Continente habían sido uno de los temas clave de la historia del último milenio, y el siglo com­ prendido entre 1650 y 1750 también fue crucial en esta lucha. Pudo erra­ dicarse de forma definitiva la amenaza de una invasión otomana y se impuso una hegemonía rusa sobre gran parte de la Europa Oriental. Durante las décadas de 1680 y 1690 fueron rechadas las acometidas tur­ cas por Austria, y en menor medida, también por Rusia y Polonia; y en la 344

Gran Guerra del Norte los rusos se atrincheraron en sus dominios. La victoria rusa, que trastocó la estabilidad política de la Europa del Este, hizo que cambiasen todo el sistema de relaciones internacionales en el Continente. Los enormes recursos naturales con los que contaba Rusia, entre los que cabría destacar su población y sus dimensiones, han hecho suponer que su triunfo era inevitable. Semejante interpretación suele emplearse cuando se estudian las relaciones entre Rusia y Suecia. Para Pedro el Grande era esencial derrotar a Carlos XII y conquistar las pose­ siones suecas en la costa oriental del Báltico (Livonia, Estonia e Ingria) si quería hacer posible su ambición de ligar Rusia a los progresos del continente europeo. Puesto que el reinado de Pedro I estuvo dominado por la Gran Guerra del Norte, es comprensible que este conflicto entre Rusia y Suecia se considere determinante para el éxito que obtuvieron los rusos. Comparada con Rusia, Suecia era tan pobre y su población tan exi­ gua que puede entenderse fácilmente por qué muchos dan por sentado que el Imperio sueco estaba condenado al fracaso y que su derrota ante Pedro I era inevitable. Pero esta valoración no parece muy acertada si tenemos en cuenta diversos aspectos. Cabría cuestionar el propio concep­ to de lo inevitable y el deterninismo con que se descarta un éxito del Imperio sueco también resulta inadecuado. Muchos historiadores han empleado demasiado a la ligera el término, poco preciso, de decadencia para definir la situación en que se encontraban varios estados de la Euro­ pa de los siglos XVII y XVIII. Fuese cual fuese su situación socioeconómi­ ca, España siguió siendo el Imperio más grande del Mundo tanto a comienzos del Setecientos, como a comienzos del Ochocientos. El Impe­ rio Turco tardó mucho más tiempo en desintegrarse que el Imperio Britá­ nico en desarrollarse y sucumbir. Aunque el Imperio Sueco no llegó a ser como el Español o el Turco, su evolución debe valorarse con la misma prudencia. Suele olvidarse que las diferencias existentes en cuanto a la capacidad militar de las grandes potencias y las de segundo orden eran mucho menores que a fines del siglo XVIII. Además, la amenaza que representaban los suecos para Rusia sólo puede comprenderse si se tiene en cuenta que ésta debía hacer frente, de forma simultánea, a tres enemi­ gos poderosos: Suecia, Polonia-Lituania y el Imperio Turco. No fue Pedro I quien ideó la política de una expansión rusa hacia el Oeste. Ya lo habían intentado Iván el Terrible y el padre de Pedro, Alexis, pero en ambos casos habían fracasado, debido en gran parte a la oposición de los polacos. Los logros de los polacos en la década de 1660, en que Rusia, pese a haber conquistado la mitad oriental de Ucrania, no pudo hacerse con la otra mitad, y no lo conseguiría hasta 1793, muestran que es una equivocación presentar a Polonia como un estado destinado inevitable­ mente al fracaso dada su estructura política aristocrática y semifederalista, que los apologistas del “absolutismo” consideraban anárquica. Así como los historiadores han sabido reconocer la vitalidad del sistema polí­ tico alemán del Sacro Imperio con su fuerte carácter federalista, sólo podrán apreciar la capacidad de resistencia de la Polonia de fines del siglo XVII quienes no se dejen influir por el colapso que sufrió su estado en décadas posteriores o por la idea de que sólo ios estados “absolutistas” podían tener éxito. De hecho, por entonces no cabía pensar que Polonia

se convertiría en un estado satélite de Rusia, como sucedió a partir de la década de 1710. La rebelión ucraniana de 1648 y el aumento de la influencia rusa que propició acabaron con el equilibrio de poderes de la región y crearon en Ucrania un vértice en el que confluían los intereses de algunas grandes potencias, a lo cual contribuyó el hecho de que desde fines de la década de 1650 hasta principios de 1700 primaron en la política exterior rusa los conflictos abiertos en su frontera meridional. En 1686, Rusia se unió a la Santa Liga de Austria, Polonia y Venecia contra los turcos. Al principio, los intentos de invasión frustrados de la Península de Crimea en 1687 y 1689 y el fracaso en el sitio de Azov en 1695 dieron paso a la conquista de dicha plaza por parte de Pedro I y a un acuerdo con Austria en 1697, por el cual ésta continuaría la guerra hasta que los turcos cedieran Kerch, con lo que Rusia conseguiría una salida al Mar Negro. Si bien el ejército de Pedro I ya había conquistado los fuertes turcos de la desembocadura del Dnieper y se estaban despejando los accesos a los Balcanes, los alia­ dos abandonaron la liga firmando el Tratado de Cariowitz de 1699 y las conquistas que obtuvo Rusia en el tratado que acordó con los turcos al año siguiente, que incluían sobre todo Azov, no fueron comparables a las logradas por Austria o Venecia, a quienes corresponderían Hungría y Morea en el Sur de Grecia, respectivamente. No se puede saber qué habría conseguido la política exterior rusa de haber continuado la guerra con el Imperio Turco. La épica lucha personal que sostuvo Pedro I con Carlos XII de Suecia ha tendido a desviar la atención de los historiadores del enorme interés que mostró por sus fronteras meridionales, que le ani­ maría a invadir Moldavia en 1711 y a emprender la campaña de Transcaucasia y Persia en los últimos años de su reinado. El atractivo que suscitaba la conquista de Constantinopla iba a convertirla en un objetivo muy importante para la política exterior rusa del siglo XVIII, pues tenía mucho que ver con la visión casi mística del papel internacional que debía desempeñar Rusia, inspirado en la concepción de ésta como una Tercera Roma y en la idea de que sería la potencia que liderase una gran cruzada cristiana para liberar los Balcanes. No obstante, la reorientación de las principales ambiciones rusas impulsada por Pedro el Grande en 1700 ser­ vía a un propósito mucho más seglar, la modernización de Rusia, y tam­ bién refleja la necesidad que tenía el zar de aprovechar las oportunidades que le brindaban las alianzas políticas con otros estados europeos. La idea de atacar a Suecia, promovida por Federico IV y Augusto II, ofrecía a Pedro I un papel bastante limitado y conquistas territoriales mucho menores frente a las enormes expectativas que había en la guerra contra los turcos. Augusto II parecía el más beneficiado, ya que se le prometió la anexión de Livonia y confiaba en que una victoria sobre Suecia le per­ mitiría reforzar la autoridad regia en Polonia. Pedro I no deseaba este for­ talecimiento de Polonia, pero la pequeña parte del Imperio Sueco que se le prometió a cambio de su participación en la guerra nos da idea del pa­ pel secundario que tenía Rusia en el sistema político internacional del Continente. La habilidad militar de Carlos XII deshizo semejante castillo de nai­ pes diplomático con una derrota de esta carroñera alianza tan decisiva 346

como la que inflingiría Austria a sus enemigos en 1742. Afortunadamen­ te para Pedro I, Carlos XII no aprovechó su victoria sobre las tropas rusas en Narva (1700) para penetrar en el interior de Rusia, sino que se dirigió hacia el sur para invadir Polonia (1701). Augusto II fue derrotado y un protegido de Carlos, Estanislao Leszcynski, fue coronado rey de Polonia. La creación de un bloque sueco-polaco representaba una impor­ tante amenaza para Pedro mucho más grave que el control sueco de las provincias bálticas. A partir de 1701, polacos “patriotas”, como el comandante del ejército, Jablonowski, promovieron una mayor coopera­ ción con Carlos para reconquistar los territorios ocupados por Rusia en 1667, que los sucesivos reyes de Polonia habían jurado recobrar tras su elección. El propio Carlos XII prometió contribuir a su recuperación en el Tratado sueco-polaco de 1705. Por ello, la elección de Estanislao representaba una clara amenaza para la frágil estabilidad territorial de la frontera occidental y meridional de Rusia, y brindaba la posibilidad de que se formase una alianza entre Suecia, Polonia y los turcos. Ya en 1699 Carlos XII había animado a los turcos a continuar la guerra contra Rusia, pero Pedro I tuvo suerte de que éstos prefiriesen rehuir el conflicto, igno­ rando las peticiones de ayuda que les hacían los tártaros y desaprove­ chando la ocasión para intervenir que les ofrecía la impopularidad de la política llevada a cabo por Pedro en Ucrania. Por otra parte, las dificulta­ des que encontró Carlos XII para asentar a Estanislao en la compleja estructura de poderes de la política polaca, no le permitieron estar en condiciones de atacar a Rusia hasta 1708. Aun así, el conflicto de intere­ ses que mantenían ambas potencias por el control de Polonia hacía impo­ sible que hubiese una paz duradera. Pedro I no sólo estaba luchando por una “ventana hacia el Oeste”, para lo cual se había fundado San Petersburgo en el Golfo de Finlandia en 1703, sino también para evitar que Polonia se convirtiera en un estado dependiente de Suecia. Pedro I envió dinero y tropas en ayuda de los nobles polacos que se oponían a Carlos XII; en 1707, apoyó la candidatura al trono polaco del caudillo húngaro Rakoczi. Parecía que la única manera de acabar con la interminable gue­ rra civil polaca era mediante una invasión sueca de Rusia. La aplastante derrota que Pedro I inflingió al ejército de Carlos XII en Poltava (Ucra­ nia) en 1709 resolvió tanto la cuestión polaca como la de las provincias bálticas. Poltava acabó con el partido sueco en la corte polaca. Leszcyns­ ki huyó a la fortaleza sueca de Stettin y Augusto II fue restaurado en el trono en 1710. Ese mismo año, las tropas rusas invadieron las provincias bálticas orientales, a excepción de Finlandia, ocupadas por Suecia, y su posesión no se vio seriamente amenazada hasta la época de Napoleón. Sin embargo, en estos momentos de triunfo Pedro I erró en sus cálcu­ los. Su determinación de tratar a Ucrania como una provincia bajo domi­ nio ruso, en lugar de dejar que fuese el territorio fronterizo más abierto que querían los turcos, fue aprovechada por el partido antirruso de Cons­ tan tinopla para fomentar nuevas hostilidades. En noviembre de 1710 los turcos le declararon la guerra. Se enviaron agentes rusos a los Balcanes para organizar levantamientos, se editaron proclamas que incitaban a la revuelta a los cristianos ortodoxos de la región e, imitando a Constantino el Grande, Pedro I mandó añadir una cruz en sus estandartes con el lema 347

“bajo este símbolo conquistamos”. En 1711, el Hospodar de Moldavia, Demetrio Cantemir, firmó un tratado por el cual se comprometía a ayu­ dar a Pedro I a cambio de su reconocimiento como príncipe heredero de Moldavia bajo la protección de Rusia. Pedro planeó cruzar el Danubio, pero los problemas de aprovisionamiento y la rápida maniobra envolven­ te del poderoso ejército turco permitieron cercar a las tropas rusas en el río Prnth, que se vieron forzadas a negociar. Aunque la derrota de Pruth no fue como la de Poltava, Pedro I se mostró dispuesto a abandonar Livonia y a reconocer a Leszcynski como rey de Polonia. Al final, tuvo que aceptar también la pérdida de Azov; y, de hecho, hasta el Tratado de Kutchuk-Kainardji (1774) no se permitiría a Rusia fortificar esta plaza. El fracaso de Pedro en conseguir una salida al Mar Negro y hacer de Rusia la potencia preponderante en la parte oriental de los Balcanes, con­ trastaba bastante con el éxito que había obtenido en el Báltico. Si hubiese llegado a inflingir al Imperio turco una seria derrota, se habría creado un enorme vacío de poder en los Balcanes y en Transcaucasia que podrían haber llenado los rusos, en lugar de inmiscuirse en los asuntos del Impe­ rio persa a principios de los años 1720 a raíz de la caída de la Dinastía Safávida. Tal como cabría esperar, la constante vitalidad del Imperio turco frustró los planes de Pedro el Grande, y tanto los problemas logísticos como las victorias de Nadir Shah acabaron con la ocupación rusa de la orillas meridionales del Mar Caspio a comienzos de la década de 1730. A pesar de que en su frontera meridional Pedro I no logró sus propó­ sitos, supo convertir a Rusia en una potencia europea. Esto se puso de relieve a través de los vínculos matrimoniales que creó con diversas familias principescas alemanas, pues no sólo eran un reflejo del prestigio del zar, sino que también le permitían intervenir de forma más directa en la política germana. Una intervención que se hizo mucho más necesaria a partir de 1714, cuando Carlos XII dejó su exilio turco y volvió a asumir personalmente la defensa del Imperio Sueco. Para hacerle frente, Pedro I trasladó el grueso de sus tropas hacia sus fronteras occidentales. En 1716 preparó una invasión de la parte meridional de Suecia desde Dinamarca, y ordenó que sus tropas invernasen en Mecklenburgo, situada en la costa báltica alemana cerca de Hannover. Esta enérgica medida provocó divi­ siones entre las potencias que habían hostigado a Suecia tras su derrota en Poltava: Dinamarca, Hannover y Prusia. Muchos temían que el equili­ brio político del Continente se viese amenazado por una hegemonía de Rusia, y algunos monarcas, como Jorge I, aún no habían resuelto deter­ minadas disputas con el zar. Otros gobernantes, agotados por el esfuerzo que habían supuesto la Guerra de Sucesión Española y la Gran Guerra del Norte, se mostraban asombrados y asustados por la extraordinaria capacidad que tenía Pedro I para levantar grandes contingentes. Preocu­ pado por la intervención de las tropas rusas en Mecklemburgo, Jorge I participó activamente en las negociaciones de paz entre Suecia y sus ene­ migos de Europa occidental, y en la creación de una poderosa coalición antirrusa que se vio favorecida por la muerte en Noruega de Carlos XII (1718). La presión diplomática británica también influyó de forma deci­ siva en la retirada del ejército ruso de Mecklemburgo en 1717, y en 1719 Austria, Hannover y Sajonia firmaron un tratado, cuyo propósito era 348

lograr expulsar de Polonia a las tropas rusas. Pero la divergencia de pare­ ceres acabó minando la coalición antirrusa en 1720. El fracaso del proyecto británico que pretendía crear una barriere de l’est frente a Rusia fue tanto una causa como una consecuencia del éxito logrado por Pedro I. Desde el punto de vista diplomático, éste se confir­ mó en la Paz de Nystad en agosto de 1721 y se puso de manifiesto en los frenéticos esfuerzos que hicieron las potencias europeas para conseguir el apoyo de Rusia en 1725-26 durante el enfrentamiento entre las alianzas lideradas por Hannover y por Viena, y después en las primeras etapas de la Guerra de Sucesión Austríaca en la década de 1740. Pedro I había logrado resolver los conflictos que mantenía tanto con Polonia como con Suecia, y la estrecha relación que había entre sus éxitos hizo que el resul­ tado fuese mucho más trascendental. Si Polonia hubiese sido una verda­ dera potencia en 1709, la derrota sueca de Poltava hubiese sido bastante menos decisiva; y tan sólo una década después habría permitido hacer realidad los proyectos antirrusos. Fue la debilidad polaca la que hizo posible la conquista de las provincias orientales del Báltico por parte de Pedro I y su ocupación posterior, y la que permitió a Rusia dominar Ucrania, impidiendo que ésta evolucionase hacia una forma de estado independiente. Así puede comprenderse mejor la determinación con que Rusia mantuvo su influencia en Polonia, pues era esencial para su estra­ tegia militar diplomática en el Continente. Por ello, todos los planes idea­ dos para acabar con el dominio ruso de sus territorios fronterizos, como los que circularon por Suecia en 1727 relativos a una invasión de sus antiguas provincias bálticas, apenas tenían posibilidades de éxito.Valiéndose de su posición internacional preponderante en Europa Oriental, Rusia pudo desarrollar un proceso de integración parcial de los territorios conquistados en el Báltico y en Ucrania. Las victorias que obtuvo en las guerras contra Polonia (1733-1735) y contra Suecia (1741-3) y, en menor medida, contra el Imperio Turco (1736-9) permitieron a los sucesores de Pedro I consolidar sus conquistas, aunque no fue hasta la época de Cata­ lina la Grande y la Guerra ruso-turca de 1768-74, en la que los episodios vividos en Polonia volvieron a tener enorme importancia, cuando se materializarían algunos de sus grandes proyectos meridionales. Una vez asegurado el control en sus territorios fronterizos, Rusia pudo intervenir con mayor peso en los asuntos europeos. El avance de sus tropas hacia el Rhin en 1735 y 1748 hizo que Francia se convenciese de que debía poner fin a dos guerras sucesivas con Austria. Y por lo que respecta a la Europa oriental, a mediados del siglo XVIII ya se hallaba plenamente asentada la hegemonía rusa. La DIPLOMACIA EUROPEA EN 1714-1740 La determinación con que Felipe V se propuso revertir al dominio español los territorios que había perdido en Italia tuvo cierto éxito duran­ te los años 1717-18, pero la presión militar de Francia y Gran Bretaña le obligó a abandonar sus proyectos e hizo que Víctor Amadeo de SaboyaPiamonte perdiera Sicilia a favor del Emperador y recibiese a cambio el 349

Reino, menos valioso, de Cerdeña. En la década de 1720, Felipe V trató de conseguir con la diplomacia lo que no había logrado obtener con la guerra. El fracaso de las negociaciones, que culminaron con el Congreso internacional celebrado en Cambrai en 1724 para dar una solución satis­ factoria a las exigencias de Felipe de que se garantizase adecuadamente la sucesión de un hijo de su segundo matrimonio, Don Carlos, a los esta­ dos italianos de Parma, Piacenza y Toscana, propició un acercamiento entre España y Austria, que, teniendo en cuenta su reciente enemistad, representaba una verdadera revolución diplomática. Esto dio lugar a la de­ nominada Alianza de Viena en 1725, a la que rápidamente se opuso la formación de la Alianza de Hannover entre Gran Bretaña, Francia y Pru­ sia. La guerra fría que ambas protagonizaron desde entonces con el desa­ rrollo de distintas combinaciones diplomáticas, duró hasta 1731 y las hostilidades sólo se limitaron a un frustrado intento de sitio de Gibraltar por los españoles en 1727. A la ruptura de la alianza hispano-austriaca en 1729 le siguió el de la alianza anglo-francesa (acordada en 1716) dos años después, cuando Gran Bretaña negoció de forma unilateral una alianza con Austria que acabó con las pretensiones francesas al garanti­ zar la aplicación de la Pragmática Sanción. Mediante este acuerdo, pro­ mulgado en 1719, se garantizaba la sucesión de María Teresa, la hija mayor de Carlos VI que no llegó a tener hijos varones, en los territorios austríacos de los Habsburgo. La trascendencia que tuvo la Pragmática Sanción en la política internacional, pues Austria hizo que esta garantía fuese reconocida por tantas potencias como pudo, nos ilustra la importan­ cia que seguían teniendo los intereses dinásticos en la agenda diplomáti­ ca de la época. En 1731, la posición de Austria parecía mucho más sólida. Contando desde 1726 con el respaldo de sus alianzas con Prusia y Rusia. La situa­ ción de Carlos VI en la política de Europa Oriental se vio favorecida porque los turcos concentraron sus fuerzas en la posibilidad de obtener algunas conquistas ante los persas; por tanto, durante la guerra fría de 1725-31, Austria no tuvo que preocuparse de mantener una guerra en dos frentes. Precisamente, la división de sus fuerzas había representado un serio inconveniente en la Guerra de los Nueve Años y también al tener que sofocar una rebelión en Hungría durante la Guerra de Sucesión Espa­ ñola, y el desvío de recursos para luchar contra los turcos en la Guerra Austro-turca de 1716-18 había propiciado que Felipe V se decidiese a poner en práctica sus planes para Italia. No obstante, los términos de la Paz de Passarowitz (1718), por la que se cedió a Carlos la Pequeña Valaquia (la parte suroccidental de Rumania), Belgrado y Serbia (la parte central de la antigua Yugoslavia), no se cuestionaron en la década de 1720, ni durante la Guerra de Sucesión Polaca (1733-35). En 1731, Gran Bretaña y España se aliaron con Carlos VI y a su reconocimiento de la Pragmática Sanción, le siguieron el del Imperio y el de las Provincias Unidas. De esta forma, Francia parecía aislada y Austria triunfante, y la confianza que tenía en sí misma puede palparse en los espléndidos pala­ cios e iglesias que se construyeron en la Viena de entonces. La próspera posición de Austria se vería sacudida en cambio por la Guerra de Sucesión Polaca. Originado por la determinación de Rusia 350

de conservar su influencia en Polonia y evitar por ello la elección de Estanislao Leszcynski, que por entonces ya era suegro de Luis XV, el conflicto provocó un ataque conjunto de Luis XV, Felipe V y Carlos Manuel III de Cerdeña contra el principal aliado de Rusia, Austria. Carlos VI, a quien habían abandonado Gran Bretaña, Prusia y las Pro­ vincias Unidas, tuvo que hacer frente a la peor parte de la guerra y perdió la mayoría de los territorios que poseía en Italia. Pudo conser­ var su presencia en la Península y Rusia derrotó a Estanislao y a las tropas francesas que acudieron en su apoyo. La guerra dejó patente la debilidad de los tradicionales aliados de Francia en Europa oriental, puesto que ni Suecia ni el Imperio Turco quisieron intervenir. En el tratado de paz con que concluyó, se reconoció al candidato austroruso, Augusto III de Sajonia, como nuevo Rey de Polonia. Estanislao recibió en compensación la Lorena, cuya reversión se prometió a Fran­ cia y finalmente conseguiría en 1766; ésta fue la principal adquisición de la Francia prerrevolucionaria a lo largo del siglo xviii y representó una conquista estratégica muy valiosa. Francisco de Lorena, que se casó con la Emperatriz María Teresa en 1736, recibió al año siguiente el Ducado de Toscana tras el fallecimiento del último vástago de la familia Médicis. Se entregaron los reinos de Nápoles y Sicilia a Don Carlos, y Austria obtuvo a cambio el Ducado de Parma y Piacenza, que él había obtenido en 1731 a raíz de la muerte del último descen­ diente de los Farnesio. Por último, Francia también reconoció la vali­ dez de la Pragmática Sanción. Al término de la guerra le siguió la formación de una entente austrofrancesa que duró hasta 1741. En ciertos aspectos, los últimos años de la década de 1730 prefiguraron lo que sería la diplomacia europea pos­ terior a 1756. Al darse cuenta de la debilidad de sus tradicionales alia­ dos de Europa Oriental y no queriendo apoyar las pretensiones de España en Italia o de los Wittelsbach en el Imperio, la Francia bajo el gobierno del pacífico Cardenal Fleury, que fue su Primer Ministro entre 1726 y 1743, se alineó junto a Austria, y su mutuo entendimiento hizo desistir a otras potencias, y sobre todo a España, de poner en práctica sus ambiciosos proyectos. Las relaciones anglo-austriacas se habían enfriado considerablemente y Gran Bretaña se vio forzada a buscar apoyo, con poco éxito, en Rusia y Prusia. Austria mantuvo su alianza con Rusia que la obligó a ayudarla en un nuevo conflicto contra los tur­ cos (1737-39). Esta vez, el resultado de la guerra fue desfavorable y terminó con la firma de la Paz de Belgrado (1739), por la cual tuvo que devolver a los turcos esta ciudad, junto con Serbia y la Pequeña Valaquia, que ya no volverían a formar parte del patrimonio de los Habsburgo. Aunque Austria había llegado a convertirse en una gran potencia europea entre 1683 y 1718 gracias a sus victorias militares, las derrotas que sufrió en los años 1733-39 constituyeron un serio aviso de su vul­ nerabilidad. De hecho, las victorias logradas en los años precedentes se habían visto favorecidas por la propia situación internacional y, en con­ creto, por su participación en coaliciones poderosas que salieron vence­ doras. Las guerras que hubo a mediados de siglo volvieron a mostrar la importancia que tenían las alianzas diplomáticas. 351

L a DIPLOMACIA EUROPEA EN 1740-1763

Si en el verano de 1731 Austria se hallaba en el vértice de la diploma­ cia europea, Francia ocupó su lugar en la década siguiente. La pujanza de Austria se debía en gran parte a la habilidad con la que había sabido granjearse la alianza con otras potencias del Continente, como Gran Bre­ taña, Prusia, Rusia y una España que empezaba a recuperar parte de su antiguo protagonismo. Pero en la década siguiente se vio obligada a sub­ sistir sin su ayuda, cuando parecía inminente el estallido de una gran gue­ rra europea por los problemas que planteaba la sucesión al trono austría­ co. Se hacían planes sobre el reparto de los territorios gobernados por los Habsburgo y se esperaba con ansiedad que se produjese la muerte de Carlos VI. La coalición alemana contra los Habsburgo que creó en 1741 el mili­ tar y diplomático francés Mariscal de Belle-Isle, ya había tenido su pre­ cedente en la alianza formada en 1732 por Francia, Sajonia y Carlos Alberto de Baviera, que reclamaba sus derechos a la sucesión austríaca. Sin embargo, parecía que la entente austro-francesa acordada a fines de los años 1730 podría evitar el conflicto. El enviado especial de Baviera en París se limitó a especular sobre las posibles consecuencias que ten­ dría el fallecimiento del octogenario Fleury, que parecía inminente. Cuando Carlos VI murió en octubre de 1740, Fleury aseguró al represen­ tante austríaco que Luis XV iba a respetar sus compromisos con Austria. Al principio, los planes del cardenal se limitaron a frustrar cualquier ini­ ciativa encaminada a la elección imperial de Francisco de Lorena, en lugar de perpetuar la gloria de su rey Luis XV liderando la llamada de la Providencia para restablecer un justo equilibrio de poderes en Europa, como le había sugerido Carlos Alberto de Baviera. La invasión del duca­ do austríaco de Silesia (en la parte suroccidental de Polonia) por Federico el Grande en diciembre de 1740 cambió radicalmente la situación al reemplazar la negociación por el empleo de la fuerza y obligar a otras potencias europeas a aclarar cuál era su posición. La invasión de Federi­ co no pretendía ser el primer episodio de una gran guerra europea, pero se convertiría en una acción que precipitaría las demandas de aquellas potencias que querían hacer valer sus derechos sobre la herencia patrimo­ nial austríaca. Esperaba que María Teresa le le pagase por aceptar su derecho al trono, y por ello, tal invasión puede considerarse como la maniobra de un oportunista, que trataba de beneficiarse de una situación que por el momento le era favorable en Europa, a consecuencia del distanciamiento que había entre Prusia y Austria desde 1733. Este oportunismo de Federico fue en realidad una maniobra poco pru­ dente, ya que, si bien la conquista de Silesia resultó ser relativamente sencilla, su conservación frente a la persistente hostilidad de Austria se convirtió en una gravosa carga para el estado prusiano. Como también lo fue para Austria. Su obstinación por vencer a las tropas prusianas generó una enorme presión financiera sobre la corona austríaca. El Embajador francés en Berlín advirtió que Federico había atacado sin tomar apenas precauciones, pues no contaba con aliados ni mantenía negociaciones para conseguirlos3. El ataque contra Austria fue hasta cierto punto un 352

hecho fortuito. Anteriormente, Federico había mostrado mucho mayor interés en la reclamación de sus derechos sobre los ducados renanos de Jülich y Berg, y como estaba estudiando una aproximación a Gran Breta­ ña o Francia, empezó a dudar sobre el objetivo hacia el que podía dirigir su ofensiva. El carácter bastante improvisado de la política prusiana era un reflejo de la rapidez con que cambiaba la situación política interna­ cional en el Continente. Las hostilidades entre ingleses y españoles que se conocieron como la Guerra de la Oreja de Jenkins, estuvieron a punto de involucrar a Francia. Los éxitos conseguidos por los rusos fueron lo bastante importantes como para que Federico se decidiese a atacar, apro­ vechando que la zarina Ana había muerto tres días antes que Carlos VI y le había sucedido el zar Iván VI con tan sólo dos meses de edad y un consejo de regencia débil y dividido. La formación de la alianza entre Austria y Rusia en 1726 había intimidado a Federico Guillermo I hasta el punto de que prefirió abandonar la alianza antiaustríaca de Hannover, y el temor a un ataque de Rusia impidió que llevase a cabo sus planes durante la Guerra de Sucesión Polaca, pero cuando el embajador británi­ co insistió en esta vulnerabilidad de Prusia en febrero de 1741, Federico el Grande le respondió que él se sentía seguro frente a Rusia y que por lo tanto no le preocupaban sus demás fronteras 4. La agresión cometida por Prusia hizo que se precipitase una guerra de proporciones mucho mayores. El fracaso austríaco en su enfrentamiento militar con Federico y en el proceso negociador entre ambas partes, le permitió firmar con Francia el Tratado de Breslau en junio de 1741. Federico accedió a apoyar la candidatura imperial de Carlos Alberto a cambio de que los franceses garantizasen su dominio sobre la Baja Sile­ sia y se comprometiesen a ayudar militarmente a Baviera y a presionar con su diplomacia a los suecos para atacar a Rusia. Este progresivo cam­ bio en el sistema europeo propició que España y Sajonia se alineasen junto a las potencias antiaustriacas. Puede decirse que en 1741 Francia se hallaba en una posición mucho más favorable para dominar Europa que cualquier otro estado moderno europeo anterior a la Francia de Napoleón I. La presión diplomática que ejerció Rusia sobre Federico para que desistiera de su propósito de invadir Silesia tuvo tan poco éxito como la iniciativa británica emprendida por Jorge II para reconciliar a Austria y Prusia y crear una poderosa coalición antifrancesa. En noviembre de 1741 el embajador austríaco en París se refería a Francia como la encar­ gada de la distribución de los reinos y las provincias5. Los Habsburgo perdieron Linz y Praga frente a las fuerzas in vas oras y se mostraban aba­ tidos, pero esta sensación se agravó aún más por las muestras de apoyo que hubo a favor de Carlos Alberto en Bohemia y Austria. Pese a todo, Francia fracasó, debido a la confluencia de diversos factores, entre los que habría que destacar la menospreciada resistencia de los austríacos y 3 AE. CP. Prusia 115, carta de Valory a Amelot, 3 enero 1747. 4 PRO 90/49, carta de Dickens a Harrington, 4 febrero 1741. 5 PRO 107/50, Wasner a Zóhrem, 1 noviembre 1741.

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la negativa de Rusia a participar en el sistema ofensivo francés, cuando en diciembre de 1741 una revolución palatina colocó en el poder a la hija de Pedro el Grande llamada Isabel. Federico el Grande traicionó a sus aliados y firmó, por separado, un tratado con Austria (1742); ésta invadió Baviera, los rusos derrotaron al aliado sueco de Francia y la caída del ministerio de Walpole propició la adopción de una política más belige­ rante por parte de Gran Bretaña, que provocó diversos actos hostiles con­ tra Francia (1743) y una nueva guerra abierta entre ambas potencias al año siguiente. Este fracaso de la política francesa indica que por entonces no existía ninguna potencia capaz de dominar Europa. Al no poder hacerlo militar­ mente, Francia, como cualquier otra potencia que debiese hacer frente a un conflicto de mayores proporciones, se vio forzada a buscar la ayuda de otros estados, pero las implicaciones bélicas del conflicto hacían que resultase mucho más difícil conservar el apoyo de los aliados. Los esta­ dos que aceptaban el cobro de pensiones regulares en tiempos de paz, ofreciendo a cambio su colaboración, sólo variaban su política cuando debían hacer frente a las exigencias de la guerra. Esta confería una importancia decisiva a potencias de segundo orden, que incrementaba el valor de las ofertas con las que se trataba de conseguir su apoyo, introdu­ ciendo un peligroso factor desestabilizador en las alianzas, que no solían atender a vinculaciones ideológicas, religiosas, sentimentales, populares o económicas. La evidente crisis por la que atravesaba Austria en 1741 y la actitud de Francia que animaba a otros estados a reclamar sus derechos sobre la herencia patrimonial austríaca, brindaban una gran oportunidad para otras potencias de segundo orden, y quisieron aprovecharla. Pero Francia no pudo conservar la alianza de estas potencias cuando quedó patente que Austria no se hallaba hundida. La existencia de dos bloques enfrentados infundía una mayor prudencia en la política de los estados de segundo orden y alimentaba sus propias ambiciones. El éxito militar de los austríacos hizo que Carlos Alberto, que en 1742 había sido elegido Emperador bajo el título de Carlos VII gracias al apoyo francés, tratase de alcanzar un acuerdo con Austria, que finalmente logró su sucesor en 1745. A partir de 1742, la posibilidad de que se produjese un ataque ruso frenó hasta cierto punto la capacidad de acción de Federico el Grande, Felipe V y su sucesor Fernando VI procuraron negociar un acuerdo de paz por separado, y Augusto III estableció un nuevo récord en su doble juego político que le haría ganar una reputación tan mala como la del propio Federico. La guerra reportó algunas ganancias territoriales a Federico; a Carlos Manuel III, que obtuvo parte del Milanesado, que ya dominaba desde la Guerra de Sucesión Polaca; y a Don Felipe, hermano de Don Carlos y cuñado de Luis XV, que adquirió Parma y Picenza. En general, fracasa­ ron casi todos los planes ideados por las grandes potencias. El proyecto de que Austria prosiguiera con los éxitos militares obtenidos en 1742-43 para dominar el resto del Imperio y recuperar Silesia se vino abajo en cuanto Federico volvió a atacarla en 1744 y obligó a María Teresa a reconocer de nuevo mediante el Tratado de Dresde (1745) que Silesia era prusiana. Los planes franceses de invasión de Gran Bretaña en 1744-46 354

también fracasaron, al igual que el intento de involución protagonizado por los jacobitas en 1745 contra la Revolución Gloriosa. Con la elección de Francisco de Lorena como Emperador en 1745 y la firma de la paz entre Austria y Baviera cesaron por fin las hostilidades en Alemania. El conflicto que se libraba en Italia era el que resultaba más difícil de resol­ ver, pese a que los planes más ambiciosos, como el de la reconquista de Nápoles por los austríacos, también se malograron. En 1745-48, los ejér­ citos franceses al mando del Mariscal Saxe invadieron los Países Bajos Austríacos, derrotando a las fuerzas combinadas de Austria, Gran Breta­ ña y Holanda en una serie de batallas libradas en Fontenoy (1745), Raucoux (1746) y Lawfeldt (1747). Estas derrotas propiciaron en 1747 un golpe de estado orangista en las Provincias Unidas, con el que Guiller­ mo IV restauró la autoridad de que había disfrutado Guillermo III, tras 45 años de control republicano. Sin embargo, no estaban en condiciones de poder frenar el avance del ejército francés, y ante la expectativa de una conquista de buena parte de las Provincias Unidas, se vieron forza­ dos junto con Gran Bretaña a negociar una paz con Francia, pese a la oposición de su aliada Austria. El Tratado de Aix-la-Chapelle (1748) concedió a Federico la posesión de Silesia, y Francia se comprometió a abandonar los territorios que había ocupado en los Países Bajos si se le devolvían las colonias que había perdido en Ultramar. La paz propició diversos cambios en las alianzas diplomáticas exis­ tentes. En 1752, María Teresa, Carlos Manuel y Fernando VI se recono­ cieron mutuamente las posesiones que había adquirido en el conflicto y, por ello, Italia pudo mantenerse en paz hasta el estallido de las guerras revolucionarias francesas. Pero esto no fue porque se hubiesen acabado las disputas de ámbito local, sino porque las grandes potencias que habían fomentado los conflictos dentro de la Península durante más de un cuarto de milenio ya no se hallaban interesadas en mantener esta situa­ ción. Fue crucial la creación de la alianza austro-francesa de 1756, consi­ derada como una verdadera Revolución Diplomática, que contribuyó de forma decisiva a estabilizar Italia, el Imperio y los Países Bajos al acabar con la instigación y el apoyo que prestaban las grandes potencias a las disputas locales y regionales. Su influjo puede apreciarse con claridad en la Guerra de los Siete Años, ya que fue ésta la primera gran guerra en más de 70 años en la que Saboya-Piamonte ni participó ni se aprovechó de ella. Y aunque a Carlos Manuel le hubiera gustado intervenir, la Alianza austro-francesa no le dio la menor oportunidad. Semejante Revolución Diplomática no era inevitable, puesto que, si bien las alianzas anglo-austriaca y franco-prusiana se vieron obstaculiza­ das por las diferencias existentes en cuanto a sus principales objetivos y por la desconfianza mutua que había entre ambas partes, Austria y Fran­ cia también mantenían puntos de vista distintos, tal como pudo ver el Conde Wenzel von Kaunitz en los años 1750-53, en los que, siendo Embajador de Austria en París, trató de sacar adelante un proyecto de alianza. Kaunitz, que fue nombrado Canciller en 1753, deseaba acabar con la alianza franco-prusiana para que Austria, cuyo consejo de minis­ tros consideraba como una cuestión cada vez más prioritaria la recupera­ ción de Silesia y para ello estaba reformando las finanzas y el ejército 355

austríacos, pudiera atacar a Federico. Sin embargo, este fortalecimiento de Austria no interesó al gobierno francés a principios de la década de 1750; recelaban de sus verdaderas intenciones y creían que Prusia podría reemplazar a sus tradicionales aliados de Europa oriental. El acercamiento entre las dos potencias se debió más bien a un hecho accidental que al estricto planteamiento de la geopolítica. Des­ contento con la respuesta dada por los austríacos a su petición de ayuda cuando se declaró la guerra con Francia por los conflictos colo­ niales norteamericanos, el gobierno británico trató de anular el riesgo de que se produjese un ataque franco-prusiano sobre el principado ale­ mán de Jorge II, el vulnerable electorado de Hannover, firmando una alianza con Rusia. Este éxito de la diplomacia británica hizo que Fede­ rico, que temía a Rusia, llegase a un acuerdo con Gran Bretaña para considerar a los estados alemanes como territorio neutral (Convención de Westminster, enero de 1756). Esta maniobra diplomática limitada y provisional hacia una cooperación anglo-prusiana desengañó a los franceses respecto a Federico el Grande y propició la negociación de una alianza defensiva con Austria que daría lugar al Primer Tratado de Versalles (mayo de 1756). La zarina Isabel había considerado el tratado con Gran Bretaña como un medio para conseguir a cambio el apoyo británico a la guerra contra Federico, que se había opuesto a sus pla­ nes, sobre todo ayudando a Suecia, como sucedió en la crisis báltica de los años 1749-50, y que intrigaba con los turcos. Por ello, reaccionó frente al acuerdo anglo-prusiano ignorando sus acuerdos con Gran Bretaña y planeando junto a Austria una ofensiva contra Federico. Francia no deseaba luchar contra Prusia; pero Austria y Rusia, sí, tal como lo habían perfilado en su alianza de 1746, y se prepararon para entrar en guerra en 1757. Federico II, cada vez más desesperado y consciente de estos prepara­ tivos, decidió tratar de desbaratarlos empleando su magnífico ejército en una arriesgada ofensiva. En agosto de 1756 atacó al aliado de Austria, Sajonia. Esta acción desencadenó un conflicto de mayores proporciones, no sólo porque activaba los mecanismos de respuesta previstos en las cláusulas defensivas de la Alianza austro-francesa. Además, el prestigio personal del Luis XV estaba en juego, ya que Augusto III era el suegro de su propio heredero. En 1757, mediante la firma del Segundo Tratado de Versalles, Francia acordó pagar un importante subsidio a Austria y mantener un gran ejército en el Imperio. La situación de Federico era muy arriesgada, dado que la desproporcionada fuerza de sus enemigos y su vulnerabilidad hacían que se pareciese más a la que había tenido que afrontar Carlos XII en 1700 que a la de María Teresa en 1741. Al igual que el rey sueco, Federico II consiguió algunos éxitos iniciales, sobre todo la aplastante derrota de las tropas francesas en Rossbach (1757), que le permitieron darse cuenta de que no podría alcanzar una victoria militar definitiva y que las enormes fuerzas de sus oponentes iría debilitando inexorablemente a su ejército y a su estado, y con ellos cualquier posibi­ lidad de seguir haciendo frente al conflicto. En varias ocasiones, Federi­ co trató de alcanzar una solución de compromiso, pero sin éxito; al final, le salvó un acontecimiento inesperado, la muerte de la zarina Isabel en 356

1762. Su sucesor, Pedro III, que sentía admiración por Federico II, firmó la paz y María Teresa tuvo reconocer que no podría recuperar Silesia por sí sola. En febrero 1763 en Hubertusburgo se puso fin a la contienda aceptando como principio de acuerdo la vuelta a la situación preexisten­ te, el status quo ante bellum. Prusia había logrado sobrevivir al reto que suponía esta guerra, aunque a costa de la pérdida de un 10% de su pobla­ ción y de importantes daños físicos y económicos. Restaba por ver si Federico sería capaz de evitar otro conflicto bélico aún mayor tan inme­ diato como lo había sido la Guerra de los Siete Años respecto a la de Sucesión Austríaca. En 1763, no había motivos para pensar que Austria, Prusia y Rusia se unirían para repartirse Polonia en 1772, y que volverían a hacerlo en la década de 1790, o que en esa misma década se unirían de nuevo contra Francia. 1763-1793 “Dinamarca está aterrorizada”, comentó un diplomático británico en 1762, cuando parecía inminente un ataque ruso en favor de los derechos del zar Pedro III sobre el Ducado de Holstein6. Las tres décadas siguien­ tes fueron bastante difíciles para muchos de los pequeños estados europeos. La belicosidad y los ambiciosos proyectos de las grandes potencias, que se habían enfrentado entre sí en las guerras de mediados del siglo XVIII, empezarían a concentrarse en una lucha competitiva por el aumento de su influencia sobre otros estados menores y la expansión territorial a su costa. Pese al enfrentamiento que hubo entre España y Portugal por la delimitación de sus fronteras coloniales en Sudamérica a mediados de la década de 1770, que estuvo a punto de provocar una nueva guerra en Europa entre ambas potencias, al intento de las autorida­ des austríacas de forzar a los holandeses a aceptar la apertura de la nave­ gación por el Escalda en 1784 y a la invasión prusiana de las Provincias Unidas en apoyo del partido orangista en 1787, la mayor parte de las ten­ siones diplomáticas y de los conflictos armados tuvieron lugar en Europa Central y Oriental. Y existían varias razones para ello. Las potencias de Europa Occidental tenían sus finanzas exhaustas tras las guerras de me­ diados de siglo y se veían cada vez más implicadas en conflictos colonia­ les que hasta cierto punto las distanciaban de las disputas del Continente. Los ministros franceses insistían en que Francia hacía un constante seguimiento de estas disputas, estaba preparada para apoyar a sus aliados en todo momento y conservaba intacta su capacidad de reacción. En 1784, el Ministro de Finanzas francés, Calonne, llegó a decirle al herma­ no de Federico II el Grande, el Príncipe Enrique, que Francia podía dis­ poner de un ejército de campaña de unos 60.000 hombres en menos de quince días y que lo haría para apoyar a su aliado holandés en la disputa por la apertura del Escalda contra su aliado austríaco, el Emperador José L a d ip l o m a c ia EUROPEA e n

6BL. Add. 8213, f. 86.

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II, cuñado de Luis XVI7. Sin embargo, muchos observadores contempo­ ráneos dudaban de la capacidad de Francia para actuar con semejante efi­ cacia. Aunque resulta difícil calcular con precisión el coste financiero de la Guerra de los Siete Años, sabemos que fue realmente asombroso. En 1753, el gobierno había acumulado una deuda cercana a los 1.360 millo­ nes de libras tornesas sólo en obligaciones, pero esta cifra no englobaba gran parte del gasto total, sobre todo en cuanto al montante que costaban los salarios de los cargos oficiales en propiedad. Con una inflación poco relevante, en 1764 la deuda era de unos 2.350 millones de libras tornesas, cantidad que equivalía a las dos terceras partes del valor de la producción agrícola y manufacturera anual. La carga que representaba esta deuda era tal que Francia dejó de ser uno de los grandes proveedores netos de inversión de capital en tiempos de paz. En 1777, Federico el Grande llegó a decir que el agotamiento financiero que padecía el gobierno fran­ cés constituía un obstáculo insalvable para tratar de oponerse a los planes de los austríacos. Y añadió que debido a sus graves problemas financie­ ros Francia no merecía ser considerada como una gran potencia8. Ciertamente, los problemas financieros podían llegar a tener gran trascendencia. Persuadieron a los ministros británicos de que era preciso responder con cautela a la formación de nuevas alianzas. No obstante, no habría que conceder una importancia excesiva a la incidencia que tenían semejantes problemas. No hicieron desistir a Gran Bretaña de que acep­ tase nuevas alianzas, ni a Francia de que atacase a Gran Bretaña aprove­ chando la Guerra de Independencia Americana. En la toma de decisiones tenía mayor importancia la propia situación diplomática internacional. Aunque existían tensiones en las relaciones entre Austria y Francia, que fueron en aumento a partir de 1778 cuando Francia se negó a proporcio­ narle ayuda durante la Guerra de Sucesión Bávara, ambas potencias seguían siendo aliadas. Cuando en 1774, José II rezó porque tuviera éxito la inoculación de Luis XVI contra la viruela, el Embajador del Palatinado en Viena señaló que posiblemente ésta fuera la primera vez que los Habsburgo invocaban al Cielo por la conservación de un monarca fran­ cés9. Los intentos llevados a cabo por Federico el Grande para sembrar la disensión entre Austria y Francia tuvieron bastante menos éxito en la década de 1770 que en la de 1780. En 1776 dio instrucciones a su Emba­ jador en París de que insistiese en los planes que tenía José II sobre Alsacia e Italia, pero como admitió al año siguiente, la alianza entre ambas potencias era esencial para las prioridades políticas del gabinete ministe­ rial francés10. Aunque los proyectos austríacos contra algunos aliados tra­ dicionales de Francia, como Baviera y Polonia, eran impopulares, la alianza contribuyó a reducir las tensiones en los Países Bajos, la Cuenca del Rhin e Italia, permitiendo que Francia prestase mayor atención a 7 FLAMMERMONT, J. (ed.), Les Correspondances des agents diplomatic étrangers en France avant la Revolution (1896), p. 115. *Ibib., p. 102. 9 Bayer. Ges. (Munich), Viena 702, carta de Ritter a Beckers, 29 junio 1774. 10FLAMMERMONT, J. (ed.). Les Correspondances..., p. 100, 102.

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otros problemas que parecían más urgentes, como los conflictos colonia­ les con Gran Bretaña. El carácter pacífico que tuvo la expansión territo­ rial francesa en Europa, con la adquisición del Ducado de Lorena en 1766 y la Isla de Córcega dos años después, era un reflejo del papel que desempeñaba la alianza austro-francesa, aunque sólo fuera para reducir las tensiones que surgían entre ambas potencias. Esta política se vio favorecida por la alianza hispano-francesa, que duró desde la firma del Primer Pacto de Familia en 1761 hasta el comienzo de las guerras revolu­ cionarias, y aunque puso a Gran Bretaña en una situación bastante arries­ gada durante la Revolución Americana, contribuyó también a reducir las tensiones en Europa occidental. España y Francia no dejaron de tener algunas diferencias, por ejemplo respecto a sus fronteras en los Pirineos en la década de 1770, pero en general sus relaciones eran muy buenas, y por ello no parece extraño que un diplomático pudiera comentar a Federi­ co el Grande en 1775 que “España, Portugal e Italia no debían preocupar­ le sino sólo como motivos para bromear o para una conversación de sobremesa”11. Aunque los corsos, que se resistieron tenazmente a la compra de la isla a Génova por parte de Francia, podrían no estar de acuerdo, las potencias occidentales europeas mostraron escaso interés por la expan­ sión territorial en el propio continente europeo. No se encontraban junto a la “frontera abierta” de Europa que había frente a los turcos y no se ponían de acuerdo sobre el reparto de los territorios que contaban con un gobierno débil o inestable. Por ello, no habría un reparto de las Provin­ cias Unidas o de la Cuenca del Rhin como el que se llevó a cabo con Polonia. En parte esto era cuestión de oportunidades y posiblemente tam­ bién obedecía a las tradiciones diferentes que había en la práctica política de Europa oriental, en donde la forma empleada en el reparto de Polonia deriva de los modelos de ocupación de los turcos. Además, en las con­ quistas que se realizaban en la Europa del Este solía haber un espacio en disputa (frontera abierta) para evitar que hubiese enemigos demasiado cerca de zonas que se consideraban estratégicamente esenciales. No obs­ tante, el enorme poderío de Rusia constituía un factor mucho más deter­ minante en la política de la Europa Oriental. La hostilidad prusiana hacia Rusia y el escaso interés de Austria por los proyectos de su aliado ruso, habían hecho que su influencia exterior fuese bastante limitada entre 1726 y 1755, pero el destacado papel que tuvo Rusia en las campañas militares de la Guerra de los Siete Años, que contrasta con su modesta participación en la Guerra de Sucesión Austríaca, y sus victorias^ sobre los ejércitos prusianos contribuyeron a aumentar su importancia. Ésta se puso más de relieve a raíz de la determinación prusiana de evitar nuevos conflictos con Rusia tras los estragos que había supuesto la guerra y por la inconstancia de los rusos en las cuestiones internacionales. En 1764, la firma de una alianza entre Prusia y Rusia inauguró el “Sistema Nórdico”, con una política ideada para mantener su influencia sobre el Báltico y la “ BL. Add. 24161, f. 205.

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Europa del Este frustrando las intrigas de los franceses, controlando Polonia y evitando que Suecia volviese a representar una amenaza. En 1781, Catalina II se alió con José II. Esta independencia de la diplomacia rusa mantuvo a otros estados a la expectativa de las decisiones de la zari­ na. “Mientras Rusia coquetea con María Teresa, ella se pegará a los Borbonos como una lapa”, comentó un diplomático en 176512. Esto no supo­ nía que otros monarcas no presentasen planes buscando el apoyo de Catalina, como el del reparto de Polonia que propusieron los prusianos, pero para ejecutarlos era imprescindible contar con el consentimiento de Rusia. Un ex-diplomático británico señaló en 1766, “Rusia sola podría asegurarnos el logro de todos nuestros objetivos, pues este único vínculo es suficiente para contrarrestar a todas las demás potencias juntas”13. El “Sistema Nórdico” de Nikita Panin, Ministro de Asuntos Exterio­ res desde 1763, era esencialmente defensivo y se basaba en el deseo que mostraba Catalina II de reformar Rusia tras la Guerra de los Siete Años y conservar la hegemonía rusa en Europa Oriental. Sin embargo, como siempre, los acontecimientos no se ajustaron a los planes de la diploma­ cia. La situación interna de Polonia proporcionó un primer factor de con­ secuencias impredecibles, al igual que la actitud de Suecia y el Imperio Turco en 1772. Ya se había previsto el advenimiento de la primera crisis sucesoria polaca. Augusto III murió en 1763 y al año siguiente Catalina II aseguró la elección de un antiguo amante suyo, el polaco Estanislao Poniatowski. La decidida intervención militar rusa y su alianza con Pru­ sia le proporcionó una victoria inmediata, que contrasta bastante con su lenta actuación en los años 1733-35. Habiendo reforzado así lo que era en realidad un verdadero protectorado ruso sobre Polonia, no cabía ima­ ginar que Rusia tuviese un papel tan destacado en la política de reparto de este país tan sólo una década después. Este importante cambio en su política exterior se debió en gran parte a dos factores que vinieron a enturbiar las relaciones entre Rusia y Polonia: las relaciones que mante­ nían muchos políticos polacos con otros estados y el papel que estos tenían en la situación interna de Polonia. Durante la mayor parte de la Era sajona las relaciones diplomáticas con Rusia habían contado con el respaldo de la alta nobleza, mientras que la mayoría de los nobles seguía siendo hostil a la influencia rusa. La política polaca, siempre tan inesta­ ble, lo fue aún más en cuanto las iniciativas de reforma emprendidas por Poniatowski propiciaron un aumento de las tensiones internas. Su pro­ puesta para la supresión definitiva del veto libre (liberum veto) en 1766 y su negativa a apoyar la política promovida por Catalina II de ampliar los derechos civiles de los protestantes y los disidentes religiosos ortodoxos de Polonia, provocaron una intervención militar rusa. Catalina II no veía razón alguna para no ampliar su política de reformas a su protectorado polaco. La imposición de los rusos originó un movimiento de resistencia entre la nobleza polaca, que formó la Confederación de Bar en 1768. Al 12 BL. Stowe '261, f. 98. 13 BL. Add. 57928, f. 190.

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coincidir con las operaciones que llevaban a cabo tropas rusas contra Cri­ mea, un estado vasallo de los turcos, esta nueva intervención rusa en Polonia representaba una amenaza para la zona neutral fronteriza que mantenían Rusia y el Imperio Turco, y semejante peligro resultó mucho más evidente cuando las tropas rusas que perseguían a los confederados polacos penetraron en territorio turco sin autorización. En 1768, los tur­ cos declararon la guerra. La guelra fue bastante perjudicial para los turcos, pues los rusos des­ truyeron su flota e invadieron Crimea, Moldavia y Valaquia. Semejante éxito brindó la posibilidad de que se produjesen importantes cambios en el mapa político de la región y despertó los temores y ambiciones de otras potencias, sobre todo de Austria y Prusia. Entre las opciones que se barajaron estaba una ofensiva austríaca contra Rusia, según un plan pro­ puesto por Kaunitz, y el proyecto favorito de José II, el reparto austríaco de un Imperio turco desmembrado. Con el propósito de evitar la guerra, pero dispuesto a ganar nuevos territorios, Federico el Grande promovió en 1771 la idea de la partición de Polonia, a la que accedió Catalina II y unos pocos meses después también Austria, pese a la oposición de la Emperatriz María Teresa, a quien le parecía inmoral. En agosto de 1772 las tres potencias llegaron a un acuerdo definitivo sobre el reparto y al año siguiente la presión militar de Rusia obligó a la Dieta polaca a acep­ tar la división. Esta Primera Partición restó a Polonia casi un 30% de su territorio y el 35% de su población. Los Habsburgo se quedaron con la parte más poblada, Galitzia; Rusia con la porción de territorio más gran­ de y con importantes adquisiciones en la Livonia polaca y la Rusia Blan­ ca; y Federico II obtuvo la Prusia polaca y así logró reunir sus dominios de Brandemburgo y Prusia Oriental. La Primera Partición de Polonia no fue el único de los grandes cam­ bios que se produjeron en Europa Oriental a principios de la década de 1770. El golpe de estado que dio Gustavo III en 1772 supuso la reinstau­ ración del absolutismo en Suecia y volvió a poner al frente de la política exterior sueca al titular de la corona. Esto acabó con la seguridad del Sis­ tema Nórdico de Rusia haciendo que la política del Báltico fuese mucho más inestable, porque Gustavo III era ambicioso y estada decidido a con­ seguir nuevos territorios, preferiblemente a costa de la posesión danesa de Noruega. Mientras tanto, Rusia siguió cosechando éxitos en los Balca­ nes. A pesar de que la revuelta de Pugachev, que lideró un gran levanta­ miento de campesinos y cosacos durante los años 1773-74, y la resisten­ cia de los turcos obligaron a Catalina II a moderar sus exigencias, mediante el Tratado de Kutchuk-Kainardji (1774) recibió como compen­ sación nuevas incorporaciones territoriales en el Cáucaso y a lo largo del litoral septentrional del Mar Negro, en el que logró establecer la libertad de navegación, y diversas medidas de protección para el culto ortodoxo en el Imperio Turco. Este tratado significó un cambio decisivo en las relaciones de ambas potencias, y Rusia pudo valerse de él para obtener otros territorios, que ponían de manifiesto e incrementaban su nueva posición de superioridad sobre los turcos. En 1783 Rusia se anexionó Crimea. Los tratados ruso-turcos del período comprendido entre 1774 y 1804 proporcionaron a Rusia importantes ventajas en Moldavia y Vala361

quia, tales como valiosas concesiones comerciales y consulares, tierras y un derecho de veto efectivo sobre la elección hecha por el Sultán de los hospodares. La consecuencia principal que tendrían semejantes cam­ bios sería más delante la desaparición de las zonas autónomas entre ambos imperios, que acabaría situando a Rusia más cerca del corazón del poderío turco y, al trastocar la balanza de poder que había en Europa oriental, influiría también en la política seguida por las demás potencias de la región, sobre todo Austria. Aunque las relaciones entre Austria y Rusia habían cambiado consi­ derablemente desde la negociación de su alianza en 1726, en las décadas de 1770 y 1780 hubo una vuelta a esa beligerancia y expansionismo que caracterizó la política austríaca de principios de siglo. Bajo José II, que se convirtió en Emperador y co-regente con su madre la Emperatriz María Teresa a la muerte de su padre Francisco en 1756 y gobernó en solitario entre 1780 y 1790, los objetivos de la política exterior austríaca fueron bastante más ambiciosos de lo que lo habían sido a mediados de siglo, dando prioridad absoluta a la recuperación de Silesia. A fines de los años 1770, la cuestión sucesoria de Baviera representaba la oferta más tenta­ dora para una expansión territorial, ya que la muerte sin descendencia del Elector Maximiliano José III (1777) brindó la oportunidad para conse­ guirlas. La oposición de Federico el Grande a esta anexión originó el estallido de la Guerra de Sucesión Bávara (1778-79), que tuvo un desa­ rrollo bastante indeciso debido en gran parte a la negativa de intervenir militarmente de los respectivos aliados de José II y Federico II, Francia y Rusia. No obstante, ambas se oponían a que Austria lograse importantes ganancias territoriales en el Imperio, y por ello, éstas se vieron reducidas a una pequeña región, el Innviertel, en el Tratado de Paz de Teschen (1779). El papel mediador que desempeñó Catalina II en la paz junto con Francia representaba una clara muestra de la posición dominante que ocupaba Rusia y de su importancia en la política de Europa central. Tam­ bién hizo que José II buscase la alianza de Rusia, que constituía un paso necesario para deshacer la alianza ruso-prusiana y un requesito previo imprescindible para el éxito de sus planes. La negociación satisfactoria de un acuerdo entre ambas potencias en 1781 permitió a José II intentar por segunda vez ocupar Baviera. En 1784-85, presionó para que se admi­ tiese el intercambio de la posesión de los Países'Bajos Austríacos por la del Ducado de Baviera, pero la iniciativa no salió adelante por la oposi­ ción de las instituciones del Imperio, orquestada por Prusia, por la indife­ rencia de los rusos y por la resistencia francesa a consentir un aumento de la influencia de los Habsburgo en el seno del Imperio. Los proyectos de José II en el Imperio se habían frustrado y se le obligó, mediante la presión diplomática ejercida por Francia, a abandonar también sus planes de forzar a los holandeses a aceptar la apertura del Escalda, cuyo cierre se consideraba como una clara violación de su sobe­ ranía y como una de las principales causas de la debilidad económica de los Países Bajos Austríacos. En 1781, Federico el Grande hizo hincapié en el notable contraste que había entre los ambiciosos planes del Empera­ dor José II y sus limitados éxitos. Cuatro años más tarde el Ministro espa­ ñol de Asuntos Exteriores, el Conde de Floridablanca, dijo al Embajador 362

francés en España que antes o después el carácter agresivo de José II pertur­ baría la paz de toda Europa con sus ambiciosos proyectos a gran escala14. Sin embargo, las energías del Emperador se iban a emplear principalmen­ te contra los Balcanes, pese a la oportunidades para emprender una gue­ rra de revancha contra Prusia que brindó el fallecimiento de Federico II en 1786, del que se lamentara José II no haberse producido treinta años antes15. Pero la alianza con Rusia y la beligerancia de los rusos le obliga­ ron a concentrarse en la política de los Balcanes. Su propósito era equili­ brar las conquistas logradas por Rusia y creía que estaba a punto de alcanzar éxitos decisivos. En 1784, José II reclamó que Austria debía beneficiarse también de las concesiones que los turcos habían hecho a los rusos sobre la libre navegación por el Danubio y a través de los Dardanelos. Por influencia de su favorito Potemkin, Catalina II quiso obtener más ventajas a costa de los turcos y, según José II, que fue a visitarla a Cri­ mea en 1787, se moría de ganas por volver a luchar contra ellos. Este viaje le brindó la oportunidad de apreciar por sí mismo los cuantiosos beneficios que podían reportarle semejantes concesiones y la riqueza potencial de la región. José II quedó muy impresionado por su visita a la base naval rusa del Mar Negro en Sevastopol, advirtendo que el éxito de los planes de Catalina habían despertado la imaginación de la zarina. Aunque en 1787 los austríacos no pretendían reanudar el conflicto con el Imperio Turco, la imprevista declaración de guerra de los otomanos con­ tra Rusia ese mismo año, provocada por diversas disputas territoriales menores y por el temor ante los ambiciosos planes de expansión de Rusia, hizo que Austria acudiese en auxilio de su aliada. Las operaciones militares llevadas a cabo por los austríacos en 1788 fueron desastrosas, y ofrecían un marcado contraste con la situación más previsible de la Guerra de Sucesión Bávara. Kaunitz advirtió en 1788 sobre el peligro de que Aus­ tria pudiera llegar a perder su reputación política y militar, y de que Prusia apoyase a los turcos. José II, molesto por la falta de apoyo de los rusos, creía que Austria no podría resistir simultáneamente a Prusia y al Imperio Turco16. A Rusia, que no estaba preparada para el conflicto, tampoco le fue bien en sus primeras fases. La guerra y los problemas iniciales de entendimiento entre Austria y Rusia, tuvieron importantes consecuencias, tanto en su situación interna como en su política exterior. Era esencial para los estados que deseaban mantener su iniciativa internacional y acabar con las corrientes de oposi­ ción interna, conservar cierta apariencia de éxito, más que la política en sí misma que desarrollasen. Al igual que el fracaso francés por salva­ guardar a sus protegidos holandeses de la invasión prusiana en 1787 le supuso un grave pérdida de prestigio para el gobierno y de reputación internacional, los problemas de Austria en esta campaña ocasionaron importantes dificultades fiscales y una funesta pérdida de reputación que 14 AE. CP. España 616, f. 119. 15 BEER, A. (ed), Josepli II, Leopold II und Kaunitz.: Ihr Briefwechsel (1873), p. 240. 16 Ibid, p. 422, 420.

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se tradujo en levantamientos de descontentos. Y los apuros que atravesó Rusia al principio animaron a diversas potencias que antes no se habían atrevido a atacarla, a hacer planes contra ella. Precisamente, el estallido de una guerra ruso-turca había sido uno de los principales objetivos de sus antiguos enemigos a lo largo de la primera mitad del siglo XVIII, sobre todo para Suecia, Polonia y Prusia. A mediados de siglo, Federico II el Grande volvió a promover un nuevo ataque de los turcos. El fracaso de las negociaciones de paz con el Imperio Turco en 1772-73 influyó de forma decisiva para evitar que Catalina II actuase contra el golpe de estado de Gustavo III de Suecia en 1772, que contó con el res­ paldo de los franceses. En 1773, el Ministro de Asuntos Exteriores fran­ cés juzgó necesario desmentir los rumores sobre la creación de una liga entre Francia, Suecia y el Imperio Turco. Sin embargo, la alianza firma­ da entre Dinamarca y Rusia representaba una seria amenaza para los suecos, sobre todo cuando en 1773 acordaron en secreto que debían pla­ near un ataque conjunto para la primera ocasión propicia con el fin de restaurar la antigua constitución. Los intentos que llevó a cabo Gustavo III para deshacer la alianza ganándose el apoyo de Rusia para arrebatar Noruega a los daneses fracasaron y en 1784 Catalina II dejó claro que se opondría militarmente a semejante estrategia. Los rusos intrigaban en Suecia fomentando un oposición cada vez mayor hacia Gustavo en las Dietas y el movimiento separatista finlandés. En 1787, tampoco logró convencer a Dinamarca para que se uniera a él contra Rusia. Por ello, a Gustavo le parecía que la guerra era el único medio factible para desha­ cer una alianza que consideraba amenazadora, y poder así consolidar la situación en Suecia. Su ataque contra Rusia en 1788 se dirigió sobre San Petersburgo, aprovechando que las provincias del Norte de Rusia conta­ ban con una defensa mucho menor. Sin embargo, el agresor, Gustavo III, había violado con este acto su propia Constitución de 1772, según la cual una declaración de guerra requería la conformidad de los Estados Generales. La oposición del cuerpo de oficiales aristócratas representó un importante contratiempo para Gustavo al igual que la de la Confede­ ración Anjala, una liga de oficiales finlandeses que era una reminiscen­ cia de las confederaciones aristocráticas polacas. Esta prometió a Catali­ na II que mantendrían una paz perpetua con Rusia y no lucharían contra ella sino para defender su patria. Pero acabó deshaciéndose ante las disensiones que suscitaba la colaboración con Rusia, mientras tanto la amenaza de una intervención militar anglo-prusiana sobre Dinamarca hizo que ésta abandonase enseguida sus planes ofensivos contra Suecia. En el invierno de 1789 Gustavo III convocó a los Estados Generales y se aprovechó de los sentimientos anti-aristocráticos de los estamentos menos privilegiados para sacar adelante el Acta de Unión y Seguridad, que confirió mayores poderes a la autoridad real y suprimió muchos de los privilegios de que todavía gozaba la nobleza. Fracasaron todos los intentos llevados a cabo por Rusia para desbaratar su política mediante el apoyo a la oposición nobiliaria antimonárquica de los Estados Ge­ nerales a través de los ministros austríacos y daneses. La estrecha rela­ ción que había entre una posición interior y exterior fuertes se puso de manifiesto en el éxito notable que obtuvo Gustavo III a lo largo del resto 364

de la guerra, obligando a Catalina II a concluir una acuerdo de paz en 1790 sin conseguir ninguna ganancia territorial, pero sí el reconocimien­ to de la Constitución de 1772 y una promesa de no interferir en la políti­ ca interna de Suecia, que se incluyó en las instrucciones dadas al nuevo Embajador ruso en Estocolmo. El conflicto sueco-ruso formaba parte de los planes previstos para una confrontación más amplia contra Rusia. El propio Gustavo III se había dado cuenta de que esta guerra tenía una importancia mucho mayor, por ello negoció un tratado con los turcos para el envío de subsidios (1789) y quiso establecer una entente con Polonia, cuya corona intentó conseguir en el invierno de 1790-91. No obstante, la capacidad ofensiva de la alian­ za antirrusa que se estaba formando dependía de los planes de Gran Bre­ taña y Prusia. La Triple Alianza de Gran Bretaña, Prusia y las Provincias Unidas (1788), que había surgido a raíz de la crisis holandesa del año anterior, se convirtió en 1790 en una liga contra Rusia. Sabiendo que Prusia saldría perjudicada por la posible expansión de Austria y Rusia en los Balcanes, un ministro de Federico Guillermo II, el Conde Hertzberg, propuso en 1787-88 un complicado sistema de intercambios mediante el cual todas las potencias implicadas obtendrían ganancias excepto los tur­ cos. En 1789, el descontento que había en los dominios austríacos y, sobre todo, la revuelta que estalló en los Países Bajos Austríacos, propi­ ciaron que Federico Guillermo II planease una nueva guerra con Austria. A consecuencia de la política de José II, Austria se había convertido, al igual que Polonia, en una de las potencias europeas que podía ser objeto de una partición, si estallaba una Guerra de Sucesión, incluso antes de que falleciese el Emperador. Federico Guillermo II propuso que los Paí­ ses Bajos y Hungría fuesen estados independientes, negoció alianzas con el Imperio Turco y con una Polonia en plena recuperación, a la que esta crisis internacional le había brindado la oportunidad de prescindir de la protección rusa e inaugurar una reforma política que incluía proyectos como la creación de un ejército mucho mayor. Sin embargo, pese a la concentración de un contingente armado de 160.000 soldados en Silesia, la presión diplomática que ejerció Gran Bretaña en 1790 obligó a Prusia a aceptar un acuerdo con el sucesor de José, Leopoldo II, por el que se garantizaba el respeto a la soberanía austríaca en los dominios que había heredado. Leopoldo se comprometió a no hacer nuevas conquistas a costa de los turcos, pero ante la negativa de Catalina II a un arreglo semejante Gran Bretaña y Prusia la amenazaron a principios de 1790 con una declaración de guerra. La obstinación de los rusos y la vacilación de los británicos produjeron un cambio de actitud que acabó con la alianza anglo-prusiana. Se dejó que Rusia combatiese contra el Imperio Turco sin que interviniesen Suecia, Polonia, Prusia o Gran Bretaña. Se logró superar así la crisis internacional de los años 1788-91 y con la Paz de Jassy (1792) Rusia adquirió el territorio situado entre los ríos Dniester y Bug, una zona que consolidaba su dominio sobre las costas septentriona­ les del Mar Negro y hacía menos factible el proyecto de creación de una alianza entre polacos y turcos. Este desapareció totalmente con la Segun­ da y la Tercera Partición de Polonia (1793 y 1795, respectivamente), que destruyeron el país y pusieron de manifiesto el dominio que detentaba 365

Rusia en la Europa del Este desde 1791, que también dio lugar a la firma de la alianza sueco-rusa de ese mismo año; Tanto el afán de Gustavo III por aliarse con Rusia como la obsesión de Catalina II por volver a controlar a Polonia y acabar con el,programa de reformas polaco, obedecían al temor que ambos monarcas compartían de que se extendiese a sus estados la hidra de la Revolución que re­ presentaba Francia. Los monarcas de la época se mostraban bastante dispuestos a respaldar la actividad de los grupos revolucionarios en los territorios de sus rivales, pese a los riesgos que esto entrañaba de que el ejemplo pudiera convertir la revolución en un fenómeno contagioso, como le sucedió a España cuando se unió con los franceses para apoyar la Revolución Americana. Al principio, los acontecimientos que estaban produciéndose en Francia a fines de la década de 1780 no llegaron a tener mucha trascendencia en las relaciones internacionales de la época. Francia ya había mostrado su falta de interés en apoyar a su aliado austrí­ aco en su proyecto de Intercambio bávaro y en las disputas por la apertu­ ra del Escalda. Durante la crisis holandesa de 1787 se puso de manifiesto de nuevo su incapacidad para actuar o su falta de disposición para hacer­ lo y al año siguiente tampoco se tuvieron en cuenta las ideas propuestas por la diplomacia francesa, sobre todo respecto al futuro inmediato del Imperio Turco. Así pues, en 1789 no cabía imaginar que en el curso de tan sólo tres años, Francia fuese a rechazar una invasión prusiana y con­ quistase los Países Bajos Austríacos. A fines de 1789, José II llegó a temer que Francia trataría de invadir los Países Bajos Austríacos aprove­ chando la proliferación de los disturbios, pero sus temores no se mate­ rializaron y las autoridades austríacas volvieron a imponer el orden en la región. La debilidad francesa en la política continental y la trascen­ dencia que tenían los acontecimientos de Europa oriental, hicieron que a partir de 1791 Francia se convirtiese en la principal cuestión de la diplo­ macia europea, cuando ya se había asentado un nuevo gobierno y quedó patente el carácter revolucionario de los acontecimientos que le prece­ dieron. Cualquier intento que tuviese por objeto restaurar la autoridad real en Francia dependía de un entendimiento entre las principales poten­ cias europeas, como señaló Kaunitz en agosto de 1791, y la reconci­ liación entre Austria y Prusia que se produjo aquel mismo verano, hacía que tal entendimiento resultase más viable. Para Kaunitz, semejante paso representaba la creación de un nuevo sistema político internacional que habría de asombrar a Europa, como lo había hecho la llamada “Revolu­ ción Diplomática”. Este fue el escenario que propició tanto la Segunda y la Tercera Partición de Polonia, como las Guerras Revolucionarias fran­ cesas.

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CAPÍTULO XI

LOS EJÉRCITOS Y EL ARTE DE LA GUERRA

La figura central de una obra de mediados de siglo del pintor florenti­ no Giovanni Ferretti, titulada Arlequín regresando de la guerra, un artifi­ ciero lisiado y cojo que malvive de la mendicidad, era una imagen tan auténtica de la guerra como las de las celebraciones triunfales, en las que se entremezclaban los actos de agradecimiento a Dios y al hombre por la victoria lograda, y en muchas de ellas también participaban los perdedo­ res. Si bien para la mayor parte de la gente la política de cada estado consti­ tuía una cuestión bastante menos próxima a su realidad cotidiana que las cosechas o la lucha contra las enfermedades, el fenómeno político que tenía mayores repercusiones sobre la sociedad era la guerra, tanto por los daños materiales y humanos que podía ocasionar como por los recursos econó­ micos, los reclutamientos y los suministros que ésta precisaba. Puede decirse que todas las sociedades estaban militarizadas, puesto que los gobiernos prestaban especial atención a la conservación de sus ejércitos y su financiación, ya fuera a través de impuestos directos o indirectos, planteaba un grave problema para la Corona y sus súbditos. Las cuestio­ nes militares merecen, por tanto, un estudio detenido, ya que reflejan las aspiraciones y limitaciones de la acción política de los estados en un aspecto que consideraban esencial. El análisis de las cuestiones militares del siglo XVIII se ha visto influido por dos ideas. Por una parte, el desarrollo de una Revolución Militar en el período comprendido entre 1560 y 1660, en la que las inno­ vaciones tácticas habían favorecido una mayor especialización técnica y la existencia de ejércitos más grandes y permanentes, aumentando con­ siderablemente el alcance y la intensidad del control que ejercían los gobiernos sobre ellos. Y por otra, la concepción de que la práctica de la guerra en el siglo XVIII se caracterizaba por el desarrollo de operaciones limitadas en cuanto a los recursos que empleaba y a sus objetivos, asedios poco decisivos y maniobras que rehuían el combate. Se ha llegado a afirmar que se trataba a los civiles de una forma mucho menos cruel que en las guerras precedentes. Esto suele aparecer relacionado con la idea amplia­ 367

mente difundida, pero incorrecta, de que las relaciones internacionales del siglo XVIII eran poco resolutivas, y que se les prestaba poca atención. Nin­ guna de estas ideas puede aceptarse sin suscitar serias dudas. Si se defiende la idea de una Revolución Militar en el siglo XVII, ésta debería conside­ rarse con mayor escepticismo, y resultaría probablemente más apropiado remitir su desarrollo a las décadas posteriores a 1660, al menos, por lo que se refiere a la historia militar francesa, austríaca, prusiana, rusa e inglesa. Montecuccoli, Presidente del Consejo de Guerra austríaco en los años 1668-80, fue la figura clave de los avances militares austríacos del Seiscientos, y tuvo a Luis XIV y Louvois como sus principales adversarios. En cuanto a las tácticas y al tamaño y permanencia de las fuerzas armadas, muchas de las innovaciones más importantes se pro­ dujeron en la segunda mitad de esa centuria. Así, en lugar de emplear navios mercantes armados, las flotas empezaron a formarse casi exclusi­ vamente con navios de guerra especializados. Aumentó el grado de pre­ paración técnica de las tropas y el uso de las bayonetas, ya fueran de clavija, anillo o arandela, introdujo notables cambios tácticos. Desapare­ ció la antigua división entre piqueros y mosqueteros, dotando a toda la infantería con la misma clase de arma y aumentando su potencia de fuego. Si se observan con detenimiento los cambios que se produjeron en la práctica militar a fines del siglo XVII, pueden verse las primeras décadas de la centuria siguiente como una línea de continuidad tanto en su técnica como el desarrollo del modelo de fuerzas armadas reciente­ mente consolidado, según puede apreciarse en los ejércitos de Austria y Rusia y en la armada de Gran Bretaña, o en innovaciones como las de la bayoneta. Por todo ello parece totalmente inapropiado establecer una rígida separación entre esta nueva centuria y los avances que hubo en la práctica militar del período precedente. Durante los primeros años del siglo XVIII hubo algunos avances en el armamento que continuaban y difundían las mejoras introducidas con últimas tendencias. Fueron desapareciendo progresivamente los piqueros. Se reemplazaron las pesadas y poco fiables armas de mecha por los fusi­ les de chispa, más rápidos y ligeros, y siguió ampliándose el uso de la bayoneta. A mediados del reinado de Pedro I, los viejos mosquetes de chispa rusos fueron sustituidos oficialmente por el modelo de 1709, un diseño más actualizado que no pesaba mucho y que llevaba acoplada una moderna bayoneta. Sin embargo, el suministro de armas era bastante lento e irregular. Durante las primeras décadas del siglo XVIII, la artillería experimentó notables progresos, sobre todo en Suecia, teniendo en cuen­ ta que en esta época los ejércitos en campaña dependían esencialmente del empleo de la fuerza muscular y animal en terrenos bastante difíciles, y que el suministro de municiones planteaba constantes problemas. El ajuste manual del tornillo que controlaba el alcance de tiro permitió que los cañones de campaña apuntaran con mayor precisión. Y un mecanis­ mo de enganche sólido, pero fácil de manipular, permitió que las baterías suecas recuperasen con mayor rapidez su posición de disparo, pues se cargaban por adelante y no por detrás, ahorrándose varios movimientos en esta operación. El fuerte apoyo que prestó Carlos XII al desarrollo de estas innovaciones por medio de Cronstedt tuvo importantes consecuen­ 368

cias en la artillería europea, porque fueron copiadas por Dinamarca, Rusia y el Imperio en las décadas de 1720 y 1730. Este período también conoció algunas innovaciones tácticas. Aunque en la Guerra de Sucesión Española apenas las hubo y el Príncipe Eugenio de Saboya, entonces al mando del ejército imperial, tuviera poco que ofrecer al respecto, a partir de la estrategia militar de Carlos XII de Sue­ cia surgió una organización más flexible de las tropas suecas que brinda­ ba una mayor capacidad ofensiva. Los continuos cambios que se obser­ van en los reglamentos y en la instrucción militar muestran el nuevo modelo de formaciones que introdujo el rey, quien también mejoró el sis­ tema de señales mudas mediante el uso de códigos con banderas. Los ejércitos de muchos otros países experimentaron asimismo sensibles cambios a principios de siglo. En Prusia y Rusia, su transformación fue verdaderamente asombrosa. Federico Guillermo I incrementó no sólo el tamaño del ejército prusiano, sino también su disponibilidad para entrar en acción. Ponía especial énfasis en ello y supervisaba personalmente su intensa instrucción y sus frecuentes maniobras. En 1740, cuando Federi­ co II (el “Grande”) subió al trono, el ejército prusiano se había converti­ do en una poderosa fuerza que contaba con unos 83.000 soldados bien armados. R u s ia

En Rusia los cambios que hubo en su estructura militar fueron mucho más espectaculares, tanto por las proporciones que adquirieron y por el hecho de que se diesen en tiempos de guerra y se pusiesen en práctica de forma inmediata, como porque gracias a ellos obtuvo importantes victo­ rias sobre Suecia, que había disfrutado hasta entonces de una magnífica reputación militar. Al igual que en muchas otras cuestiones, las reformas militares del zar Pedro I ya habían sido prefiguradas por algunos de sus antecesores, entre los que habría que destacar a su padre Alexis y al prin­ cipal ministro ruso de la década de 1680, Golitsyn. Puede establecerse una comparación con el caso de Prusia. Así, si se tiene en cuenta el papel que desempeñó Federico Guillermo I sentando las bases adecuadas para el desarrollo de las mejoras introducidas por su hijo Federico II, no se exagerará el carácter innovador de la política de Pedro I en la historia militar rusa. Además, el hecho de que el ejército ruso anterior a Pedro I y el de sus primeros años de reinado cosechase múltiples fracasos, en los años 1680 contra los tártaros de la frontera meridional de Rusia, en 1695, ya en tiempos de este zar, contra los turcos en el sitio de Azov y en 1700 contra los suecos en la batalla de Narva, no implica que Pedro I tuviese que partir de cero para emprender sus reformas. Alexis reclutó oficiales extranjeros, y organizó y armó a las tropas al estilo occidental (europeo, no ruso), pero en tiempos de paz el ejército se deshacía y apenas se entre­ naba. La existencia de una ejército permanente, mantenido con ingresos fiscales no se hizo realidad hasta el reinado del zar Pedro I. En los años 1699-1700, se llevó a cabo una importante reorganización de su estructu­ ra. Los nuevos reglamentos militares redactados en 1698, y probable­ 369

mente escritos en parte por el propio zar, ponían énfasis en el desarrollo de una ejército regular, que contase con una organización jerárquica y se entrenase de continuo. En noviembre de 1699, Pedro I ordenó la creación de 29 “nuevos” regimientos (occidentalizados). Se concibieron con el propósito de mantener un entrenamiento regular y constante, y su nove­ dosa introducción se acentuó aún más con el uso de uniformes al estilo alemán. De esta forma, Pedro I continuaba mostrando el mismo rechazo que sintió su padre a depender de la caballería nobiliaria basada en el antiguo modelo de la hueste feudal, cuyos defectos se criticaban en un ensayo de Pososhkov de 1701 titulado Sobre la conducta del Ejército. La aplastante derrota que le inflingieron los suecos en Narva, hizo que el zar insistiera con mayor determinación en el desarrollo de esta política. En 1705, introdujo un sistema de reclutamiento general, basado en la cons­ cripción, que imitaba el modelo sueco. Suponía el envío de un recluta por cada 20 hogares, que eran responsables de su sustitución en caso de que cayese muerto o quedase incapacitado. Esto permitió aumentar los efecti­ vos disponibles hasta unos 45.000 hombres. Se crearon nuevos regimien­ tos, 12 de ellos entre 1705-7, y hacia 1707 el ejército ruso ya contaba con unos 200.000 soldados. Y siguió practicándose la costumbre de reclutar oficiales extranjeros. Las reformas militares del zar Pedro I también se extendieron a la Armada. Para la campaña de Azov de 1696 se construyó toda una flota, se contrataron expertos armadores extranjeros y se enviaron rusos a otros países para aprender sus técnicas de construcción naval militar. El desarrollo que a partir de entonces experimentó la armada rusa se debió tanto al entusiasmo personal que el propio zar puso en ella, y que le llevó a dedicar muchas horas a conocerla con detenimiento, como a la necesi­ dad de desafiar el control que ejercía Suecia sobre el Báltico, ya que Rusia pretendía deshacer la estructura del Imperio Sueco y evitar la reconquista de las provincias bálticas orientales, que había logrado arre­ batarles en 1710. En San Petersburgo, se construyeron una academia naval y una gran sede para el Almirantazgo, y en Moscú se fundó una escuela de navegación. A la muerte del zar Pedro I en 1725, Rusia poseía una flota de 34 navios de línea y numerosas galeras, y estas fuerzas con­ tribuyeron de forma decisiva a que Suecia se viese obligada a firmar la paz en 1721. También la educación fue un tema importante en las reformas de Pedro el Grande. Fundó escuelas de artillería e ingeniería militar, en las que los futuros oficiales recibían la misma instrucción básica de los sol­ dados ordinarios en los regimientos de las guardias. El propio zar insistió en que se debía ascender respetando los distintos rangos del mando y procuró cerciorarse de que ningún noble recibiese un cargo de responsa­ bilidad sin haber tenido alguna formación previa. La iniciativa promovi­ da por Pedro I de que el servicio al Estado se convirtiese en una de las mayores aspiraciones de muchos de sus súbditos, contribuyó a difundir el uso de uniformes, que llegaron a representar tanto un símbolo del servi­ cio que se prestaba al Estado como del papel que a éste le correspondía en la adjudicación de su rango. La nobleza reemplazo como su vestimen­ ta más importante los trajes guarnecidos con hilo de oro por los unifor­ 370

mes militares, y el zar Pedro I fue el primer monarca europeo que exigió que todos los soldados rusos llevasen uniformes específicos. Durante su reinado, las fuerzas armadas, y sobre todo el ejército, sustituyeron a la Iglesia, con la que tendieron a distanciarse sus relaciones, como el princi­ pal objetivo de la actuación monárquica y, hasta cierto punto, como un verdadero eje de la unidad nacional. En lugar de convertirse en una figu­ ra casi sagrada, el zar Pedro I hizo que de la figura del monarca un líder militar y, aunque el carácter propio de sus sucesores entre 1725 y 1796 -cuatro mujeres, un joven y sólo un hombre adulto, Pedro III, cuyo reina­ do fue demasiado breve- evitaron que dicha imagen se consolidase, tam­ poco volvió a implantarse la de sus predecesores. Sin embargo, el legado reformístico de Pedro el Grande se descuidó en un solo aspecto, pues hasta que en la década de 1760 Catalina II no rehízo la flota rusa, Rusia no se convirtió en una gran potencia naval. Los sucesores de Pedro I no olvidaron sus compromisos con la armada y su continuidad se vio recompensada con la presencia de magníficos genera­ les. El Príncipe Menshikov, un general de oscuro parentesco que se con­ virtió en el Director de la nueva Escuela Militar, establecida en 1718-19 para dirigir la administración del ejército, fue el ministro más influyente de Catalina I (1725-27). El General Münnich, un militar alemán que había entrado al servicio de Pedro I en 1721, fue Director de la Escuela Militar entre 1732-41. El Mariscal de Campo Lacy, que se incorporó al ejército ruso en 1700, sirvió en él hasta su muerte en 1751, y dirigió la victoriosa campaña contra los suecos de 1741-42. Estos generales mantu­ vieron los principios del sistema creado por el zar Pedro I y consiguieron una serie de victorias muy importantes entre 1733 y 1742. En la década de 1730,'los rusos volvieron a comprobar, como ya lo había hecho el propio Pedro I años atrás, que los turcos eran un enemigo mucho más difícil de batir que los polacos o los suecos, rectificando la idea contemporánea de que el Imperio Turco era “el miembro enfermo de Europa”. Al igual que en 1711, los rusos abrigaban esperanzas de que se produciría un levantamiento de los cristianos ortodoxos de los Balcanes para hacer retroceder de forma decisiva la frontera turca en el continente. Pero la Europa del Este planteaba serios problemas para el desarrollo de las operaciones militares a gran escala. Desde el punto de vista militar, existían en Europa dos teatros de operaciones muy diferentes. En el Este, las distancias eran enormes, la logística ocasionaba numerosos proble­ mas, solía practicarse una guerra de guerrillas o incursiones irregulares y resultaba difícil alcanzar una victoria decisiva dada las grandes distancias que separaban el campo de batalla de los centros de decisión, pero tam­ bién por el menor desarrollo de los sistemas de fortificación y, quizás en parte, por la práctica de una agricultura menos sedentaria. Pese a que en 1737 cayeron en manos de los rusos las plazas de Azov y Ochakov en el el Mar Negro, las enfermedades y los graves problemas logísticos frus­ traron las expectativas de cruzar el Dniester e invadir los Balcanes, y esto obligó a abandonar Ochakov al año siguiente. Una afortunada invasión de Moldavia en 1739 propició que se volviese a intentar este temerario plan, pero también fracasó, como tantos otros ambiciosos proyectos mili­ tares de la época, si bien no se debió a problemas logísticos o estratégi371

eos, sino a la ruptura de la coalición diplomática que lo respaldaba, en cuanto Austria, a quien se había convencido para que entrase en la guerra en 1737, firmó un acuerdo de paz unilateral con los turcos. P r u s ia a m e d ia d o s d e sig l o

Si Rusia fue la potencia militar que más rápidamente evolucionó durante los primeros cuarenta años del siglo XVIII, Prusia fue la que alcanzó mayor prestigio a mediados de siglo. Siendo príncipe heredero, Federico (II) criticó la neutralidad de su padre en la Guerra de Sucesión Polaca, temiendo que si Prusia no intervenía activamente en las relacio­ nes internacionales, perdería terreno frente a otras potencias vecinas, como Sajonia y Rusia, y en 1737-38 creyó que se buscaría una solución militar al conflicto sucesorio planteado por los ducados de Jülich-Berg, en el que se hallaba implicada Prusia. Su oportunidad para conseguir la gloria militar que anhelaba se presentó cuando a su ascenso al trono le siguió poco después la muerte sin herederos directos del Emperador Carlos VI, dejando abierta la posibilidad de un reparto de los dominios de los Habsburgo, ya que varios monarcas se negaron a aceptar que toda su herencia pasara a la hija mayor de Carlos, María Teresa. La brillante reputación militar de Federico II surgió a raíz de su invasión de la pro­ vincia de Silesia, y se consolidó con la habilidad con que supo conservar­ la durante las Guerras de Silesia (1740-42, 1744-45), y de la Guerra de los Siete Años (1756-63), cuando tuvo que defenderse simultáneamente de Austria, Francia, Rusia y Suecia. Estos éxitos militares de Federico II se han atribuido en parte a sus innovaciones tácticas y, en concreto, al uso de la alineación oblicua, como una variante de la tradicional táctica lineal empleada en la época. Ideó diversos métodos para consolidar uno de los extremos de sus líneas y atacar con él, reduciendo el tiempo de exposición de su extremo más débil. Esta táctica dependía de la rapidez con que se ejecutasen comple­ jas maniobras para las que era imprescindible contar con una tropa muy bien adiestrada y disciplinada. Pero en la práctica se demostró que era muy difícil controlar a las tropas una vez que habían entrado en combate, y la importancia que suele atribuirse a estas innovaciones tácticas puede valorarse de otra forma si se tienen en cuenta otros factores que posibili­ taron tales éxitos militares. En 1740, Austria estaba agotada y su ejército precisaba una amplia renovación tras su derrota en la guerra contra los turcos. Mientras que durante las Guerras de Silesia, Austria había tenido que enfrentarse a distintas potencias, incluyendo a Baviera, Francia y España, Federico II no tenía entonces ningún otro enemigo. Los principa­ les aliados de Austria, Gran Bretaña y Rusia, se negaron a prestar su ayuda contra Prusia y los ingleses ejercieron presiones diplomáticas para que dirigiese sus fuerzas contra Francia. Además, las campañas militares que entraron a austríacos y prusianos no se saldaron con victorias fáciles. Federico II se valió de un ataque por sorpresa para invadir con éxito Sile­ sia, pero en la primera batana a campo aoierto en Mollwitz (l/4 i) la caballería prusiana fue completamente derrotada y el propio Federico 372

huyó del campo de batalla, de manera que si obtuvo la victoria fue gra­ cias a la reñida actuación de su infantería. De hecho, las bajas fueron mucho mayores en el lado prusiano. Algo parecido sucedió en otra de las principales batallas de la primera guerra de Silesia, que tuvo lugar en Chotusitz (1742), en donde la nueva victoria prusiana no fue en absoluto decisiva y se debió más a la disciplina de sus tropas que a la estrategia de sus generales. La capacidad de recuperación de su potencia militar permite explicar cómo pudo subsistir políticamente Austria a comienzos de la década de 1740. La importancia que se ha concedido a la invasión de Silesia por parte de Federico II ha restado atención a la forma en que Austria logró abortar los planes para su partición en 1741. Cabe pensar que, de no ser por la presión diplomática ejercida por los británicos y por el atractivo que representaba obtener nuevos territorios en Italia o invadir Baviera, los austríacos habrían recuperado Silesia del mismo modo que lograron expulsar a los bávaros y a los franceses de Bohemia en 1742. Asimismo, si se estudia en detalle la actividad diplomática de la época, puede verse que cuanto suele considerarse como parte de una estrategia consistente y coherente, en realidad era más bien fruto del oportunismo y la confusión, y esto también puede apreciarse en el análisis de las batallas y campañas militares del período. La capacidad de reaccionar rápidamente ante los acontecimientos es y era un rasgo del grado de preparación de los recur­ sos diplomáticos y militares disponibles, y ésta parece haber sido una de las claves del éxito de Federico II. También influyeron de forma decisiva sus métodos de gobierno autocráticos y la posibilidad de no tener que consultar sus decisiones con otros órganos. Sus éxitos pusieron de mani­ fiesto la capacidad ejecutiva que poseía el “absolutismo” como sistema político cuando estaba liderado por un monarca inteligente y decidido que sabía lo que quería. Por el contrario, la política militar de Austria, Francia y Rusia a mediados de siglo se vio dificultada por la ausencia de un firme liderazgo, por la división de las facciones del poder y por el sis­ tema de gobierno conciliar. La dirección de la política militar de estos estados guardaba una estrecha relación con la personalidad de sus monar­ cas, dos de los cuales eran mujeres sin experiencia en las cuestiones mili­ tares, y el tercero, Luis XV, carecía de los requisitos necesarios, y, en general, de cualquier sustituto eficaz para semejante tarea. Esto pone de manifiesto uno de los principales puntos débiles del Absolutismo, la imposibilidad de proporcionar una alternativa adecuada al gobierno de un monarca mediocre, de manera que tanto los países que contaban con una estructura constitucional autocrática podían padecer ciertas debilidades, sobre todo por la división en facciones, como aquellos que contaban con una estructura constitucional menos personalista. Aun así, sería ridículo negar que el dominio que tenía Federico II de las técnicas guerreras y su habilidad para ganar batallas le permitieron dirigir personalmente los asuntos militares e imprimir un carácter más agresivo a su política exterior. Así sucedió al menos hasta 1757, cuando Federico II aplastó a los franceses en Rossbach, inflingiéndole cuantiosas pérdidas a un ejército que superaba en número al suyo, antes de emplear el sistema ofensivo del ataque oblicuo para repetir la experiencia en 373

Leuthen a expensas de los austríacos. Las victorias obtenidas por Prusia desencadenaron en toda Europa un amplio’proceso de reformas militares a mediados de siglo, con el propósito de emular a Federico II y debilitar su posición. Y mientras que Austria las emprendió de inmediato, como respuesta a las derrotas que había cosechado en las Guerras de Silesia, Francia, que había salido airosa de sus campañas en los Países Bajos en los años 1745-48, sólo se dio cuenta de que precisaba acometer una importante reforma militar tras sus derrotas en la Guerra de los Siete Años. Si el ejército francés hubiese adoptado en el período de entreguerras de 1748-56 algunos de los cambios introducidos por los austríacos o hubiera previsto alguna de las reformas que llevó a cabo a partir de 1763, sin duda habría obtenido mejores resultados en la Guerra de los Siete Años, como los de las tropas austríacas, cuyas consecuencias habrían sido incalculables, pues quizás podría haber logrado una victoria decisiva sobre Prusia, y le habrían proporcionado un prestigio esencial para la pervivencia del Antiguo Régimen francés. L a s REFORMAS MILITARES DE MEDIADOS DE SIGLO EN AUSTRIA Y RUSIA

En las décadas centrales del siglo XVIII, la transformación más impor­ tante de la estructura militar se dio en Austria. Las reformas financieras y administrativas llevadas a cabo durante esos años por Haugwitz, convir­ tieron a Austria en una potencia militar formidable. Aunque las reformas con que modernizó su ejército no pretendían copiar las de Prusia, estaban pensadas para enfrentarse a ella. Un importante estímulo para su desarro­ llo fue el apoyo con que diversos sectores del propio ejército austríaco impulsaron los cambios. Se mejoró su preparación y equipamiento. En 1749, se aprobó un nuevo reglamento para la instrucción y se creó una academia militar en Wiener-Neustadt, coincidiendo con la reforma y modernización de la artillería de campaña dirigida por el Príncipe de Licchtenstein. Estos cambios respondían a una tendencia progresiva hacia la desaparición del sistema empresarial militar basado en la propiedad pri­ vada de los regimientos, que había deteriorado la eficacia de los ejércitos y limitaba las posibilidades de promoción de los buenos oficiales. En 1722, el Príncipe Eugenio de Saboya se quejó de las presiones que recibía para que otorgase el mando de los regimientos a príncipes jóvenes e inex­ pertos, que los dirigían con torpeza, perdiendo así a buenos oficiales que se sentían frustrados ante sus escasas posibilidades de ascenso. María Teresa estaba convencida de que el predominio sobre los puestos de mando del Ejército que detentaba la alta nobleza, en cuyas manos estaba el control de las grandes empresas militares, era la principal causa de su deterioro. En su lugar, ella pretendía crear una estructura militar financia­ da por impuestos regulares y dirigida por profesionales leales al servicio del Estado. Esto implicaba una considerable reducción de la participación financiera que correspondía a los Estados Generales y una progresiva desaparición del papel militar y financiero que venían desempeñado los empresarios militares. A partir de 1744 se redujeron los márgenes de beneficio que éstos podían obtener, y se ampliaron los cuerpos de oficia­

les, para poder responder a la necesidad de contar con hombres especiali­ zados, sobre todo en el conocimiento de la artillería, y ante el escaso inte­ rés que mostraba la alta nobleza por el estudio de estas materias y por la educación en las academias militares. La Academia de Wiener-Neustadt se fundó para la formación militar de hijos de oficiales en servicio, entre los que había plebeyos y nobles de rango inferior, pero la Academia de Ingenieros contó con todo tipo de alumnos sin tener en cuenta su extrac­ ción social. Las academias hicieron posible el desarrollo de un cuerpo de oficiales profesionalizado, que constituyó una nobleza de servicio integrada en su mayoría por individuos pertenecientes a los órdenes medios e inferiores del estamento nobiliario. De esta forma, en Europa empezó a considerarse que la carrera militar era una profesión respetable y no sólo como una actividad mercenaria o una ocupación ocasional propia de los caballeros. Este cambio de mentalidad podría estar relacionado con el florecimiento a partir de los años 1720 de una literatura de temática militar. Por entonces, los servicios prestados por un oficial austríaco que fuese funcionario, se recompensaban con prestigio social, mayor seguridad para la vejez y un empleo garantizado en lugar de concederle tierras y señoríos. La promoción dentro del cuerpo de oficiales, anteriormente controlada totalmente por los comandantes de cada regimiento, se fue transfiriendo de forma gradual a determinados órga­ nos del Estado. La consideración del cuerpo de oficiales austríaco como una nobleza de servicio se intensificó cuando la formalización de las relaciones políticas de los Habsburgo con los húngaros tras el levantamiento de 1703-11 provocó una importante afluencia de aristócratas húngaros y esla­ vos a los puestos de mando del ejército. Además, María Teresa procuró ase­ gurarse la lealtad del nuevo grupo de oficiales profesionales, mejorando su autoestima y su condición social, así en 1751 ordenó que los oficiales fue­ sen admitidos en la corte. Al principio, se otorgaba de forma vitalicia la condición nobiliaria a aquellos oficiales que hubiesen prestado servicios satisfactorios, pero a partir de 1757 ordenó que todos los oficiales plebeyos con más de 30 años de servicios destacados adquiriesen una condición nobi­ liaria hereditaria, así el ennoblecimiento se convirtió en una recompensa cierta del servicio militar. Tras la victoria austríaca sobre las tropas rusas en Kolin aquel mismo año, la emperatriz fundó la Orden Militar de María Teresa, que brindaba una jerarquía de condecoraciones para oficiales ajena a consideraciones sobre su extracción social o su religión. Este tipo de con­ trol estatal y dinástico sobre el concepto del honor era tan importante que se trató de implantar en la mayor parte de Europa, y no sólo porque podía resolver uno de los principales problemas de la época, convencer a la noble­ za de que gobernase sus territorios de acuerdo con los intereses del Estado. Pero sobre todo resultaba eficaz para ganarse la lealtad de los oficiales mili­ tares. Con este tipo de iniciativas se trataba de propagar una concepción del honor y del rango que se fundamentaba más en el servicio que en la cuna, y que era especialmente necesaria en los ejércitos, pues de esta forma se podría persuadir a los oficiales aristócratas de que aceptasen órdenes de hombres con una extracción social inferior, pero con una graduación militar superior. En el caso de Austria, esta política se combinó con la eficaz supre­ sión de los duelos en el ejército ordenada por María Teresa.

A mediados del siglo XVIII, también hubo importantes reformas mili­ tares en Rusia. Pese a que no llegaron se materializarse las propuestas hechas por Shuvalov en los años 1753-58 para la creación de un Depar­ tamento o Escuela Militar Superior que proporcionase un profundo cono­ cimiento sobre las técnicas y los principios teóricos de la guerra, la Comisión Militar, creada en 1755, elaboró nuevos reglamentos para la infantería y la caballería, e incluso para los cosacos. El nuevo reglamento de infantería, publicado ese mismo año, supuso la implantación de las tácticas de combate prusianas. En 1756, la artillería realizó una larga serie de ejercicios que la dotaron de mayor rapidez y precisión; en 1757 se reorganizó su composición y a fines de aquella década se incorporó a sus unidades una gran variedad de nuevas piezas. Todas estas reformas proporcionaron al Ejército ruso en la Guerra de los Siete Años una mayor potencia de fuego y a su artillería, una sólida base profesional. Las reformas introducidas a mediados de siglo en los ejércitos aus­ tríaco y ruso tuvieron importantes repercusiones en la Guerra de los Siete Años, pues dejaban a las tropas de Federico II en una situación mucho menos ventajosa. Los austríacos ya conocían los principios en que se basaba la estrategia y las tácticas ofensivas de los prusianos, mediante el apoyo de las líneas interiores y el orden oblicuo, y se habían visto benefi­ ciados con el nuevo énfasis puesto en el desarrollo científico de la técni­ ca militar. La artillería de medio alcance austríaca podía contrarrestrar con eficacia la movilidad y la potencia de fuego, por ello sería rápida­ mente imitada por el propio Federico II y por los franceses. Se realizaban numerosos mapas y el terreno se estudiaba cuidadosamente. En 1758, se estableció el Estado Mayor austríaco y a partir de entonces todas las ope­ raciones militares emprendidas por sus tropas se caracterizaron por una considerable mejora en la provisión de suministros y en la flexibilidad de sus maniobras. El uso por parte de Austria de columnas dispersas contri­ buyó sin duda a facilitar las victorias que obtuvo sobre los prusianos en 1758-59. Prusia también padeció serior reveses a causa de las enormes mejoras que experimentaron las tácticas del ejército ruso. Hacia 1759, los rusos ya habían asimilado las innovaciones tácticas desarrolladas en Occidente y su uso de la artillería de campaña les permitió alcanzar la victoria de Paltzig (1759) sobre Prusia. La artillería rusa ya había demostrado poseer una clara superioridad sobre los prusianos en Gross-Jágersdorf (1757). Esta victoria rusa junto con la capacidad de lucha de la infantería rusa en la indecisa batalla de Zondorf (1758) y el éxito austro-ruso en Kunersdorf (1759) infundieron en Federico II el temor constante a un enfrenta­ miento con los rusos, que trataba de disimular haciendo comentarios des­ preciativos sobre ellos, pero que acabó condicionando su política exterior durante el resto de su vida. Estos éxitos militares rusos no constituían casos excepcionales. Continuaron produciéndose con acciones tales como una ocupación temporal de Berlín (1760) o la captura de las ciuda­ des de Colberg y Schweidnitz (1761), que amenazaban con destruir la configuración territorial de la Prusia de Federico II. Las repercusiones que tuvieron estas victorias militares sobre Prusia fueron impresionantes y mucho más prestigiosas que sus campañas contra Polonia, Suecia y el 376

Imperio Turco. Se habían logrado merced a los avances económicos, administrativos y diplomáticos del país y fueron la mejor forma de que Europa Occidental fuese consciente de ellos. También durante la guerra el ejército ruso experimentó nuevos avances. Así, la adopción de siste­ mas de suministro más flexibles contribuyó a reducir el tren del bagaje del ejército en campaña, haciendo que se pareciese menos a los modelos orientales. Aumentó el promedio de marcha diario, que era una cuestión esencial para un ejército que operaba a distancias tan grandes y en un momento en que la situación política internacional favorecía su victoria antes de la desintegración del sistema ruso de alianzas. Asimismo, mejo­ ró la construcción de las fortificaciones de campaña, las maniobras de las formaciones de combate, el uso de tropas ligeras y la reorganización de la artillería. Cuando terminó la guerra, el ejército ruso era el más potente de Europa, y su capacidad para combatir con éxito en territorio del Impe­ rio se puso de manifiesto en el conflicto que había entablado con una potencia, Prusia, que ya había eclipsado la tradicional imagen de la superioridad militar de Europa Occidental. L a s CONSECUENCIAS DE LA GUERRA DE LOS SlETE AÑOS

Las décadas que siguieron a 1763 se dedicaron a digerir las lecciones aprendidas en la Guerra de los Siete Años, sobre todo porque no hubo en Europa Central y Occidental ningún otro conflicto bélico importante, a excepción de la breve e indecisa Guerra de Sucesión Bávara (1778-79), hasta el comienzo de las guerras revolucionarias francesas en 1792. Las transformaciones más relevantes tuvieron lugar en Prusia y Francia. Durante la Guerra de los Siete Años, Federico II respondió a la potencia militar de Austria y Rusia introduciendo una serie de innovaciones. Utili­ zó la artillería como un instrumento clave en las batallas frontales a campo abierto, empleando en su acción ofensiva obuses de trayectoria en arco. Estas tácticas basadas en la artillería no constituían simplemente una respuesta al creciente potencial que empezaba a tener un arma militar que se había desarrollado merced a los progresos técnicos y a la capacidad económica, sino que también obedecían al problema estratégi­ co planteado por el acertado uso de las posiciones elevadas hecho por parte del Mariscal de Campo austríaco Daun. Las posibilidades defensi­ vas de las regiones montañosas del Norte de Bohemia y Moravia pusie­ ron en evidencia algunos defectos de las tácticas de la infantería prusiana y, en concreto de su orden oblicuo. Por ello, las posiciones defensivas de los austríacos y los rusos en Kunersdorf no se derrumbaron ante esta tác­ tica. Federico II también utilizó la infantería ligera, pero a los prusianos, temerosos de que se produjesen deserciones, no les gustaba emplear la infantería sin que estuviese bajo la constante supervisión de sus oficiales. Recurrió a maniobras ofensivas de diversión para fragmentar las concen­ traciones defensivas situadas en zonas elevadas. Pero se demostró que estas mejoras eran insuficientes cuando en 1778 el IVÍariscsl de Campo austríaco Lacy pudo frustrar el osado plan de conquistar Bohemia ideado por Federico II, concentrando el grueso de las fuerzas defensivas en las 377

montañas de Bohemia. La guerra, que constituyó un auténtico desastre militar para Federico, puede considerarse- como un triunfo logístico de Austria, pese a que el desgaste que estaba suponiendo para las arcas del Estado favoreció el desarrollo de corrientes partidarias de la paz. El ejér­ cito prusiano fue diezmado por la disentería y las deserciones, y se mos­ tró incapaz de sacar ventaja con ataques por sorpresa o de su velocidad de maniobra. Tuvo suerte de que los términos de la Paz de Teschen (1779) representasen un éxito diplomático para Federico II. La guerra puso de evi­ dencia los principales puntos débiles del ejército prusiano: la falta de suministros suficientes; la desmoralización de su infantería; la actuación indisciplinada de su caballería; la escasez de servicios médicos; y una pre­ paración inadecuada de sus trenes de artillería. En cierto modo fue algo fortuito el que pudiese librarse de sufrir una grave derrota en la Guerra de Sucesión Bávara, que habría hecho que resultase menos sorprendente el fracaso del Estado prusiano y su maquinaria de guerra ante Napoleón en 1806. L a r e f o r m a d e l ejér c ito f r a n c é s

La aplastante derrota que sufrieron los franceses en Rossbach consti­ tuyó una severa humillación para un país que se enorgullecía de su ejér­ cito. Contribuyó a impulsar una importante política de reformas milita­ res. En parte, propició el reequipamiento de las tropas con un armamento más moderno. Así, por ejemplo, en 1777 se introdujo un nuevo tipo de mosquete. Bajo la dirección de Gribeauval, la artillería francesa mejoró en movilidad y precisión. Ésta era uno de las facetas en la que los gobier­ nos mostraban mayor interés hacia los avances técnicos. En la década de 1760, Gribeauval introdujo una nueva mira y un dispositivo de tornillo para calibrar con más precisión la elevación, y su combinación de carga de pólvora o disparo incrementó el promedio de tiros. Estas innovaciones mecánicas se vieron acompañadas de un entrenamiento más completo, que incluía la creación de escuelas para oficiales de artillería y avances en otros campos. En lugar de emplear las tácticas lineales estáticas, se estudió el uso de columnas de ataque. En su Essai général de tactique (1772), Guibert proponía una disposición abierta sobre el terreno para incrementar la velocidad de maniobra en las operaciones. Otros teóricos, en cambio, ponían énfasis en las virtudes que tenía una disposición irre­ gular, y esto propició el establecimiento en 1788 de batallones de infan­ tería ligera como unidades diferenciadas. El sistema de divisiones se desarrolló en Francia a partir de 1759, permitiendo a los comandantes controlar ejércitos muy superiores a los 60.000 o 70.000 hombres, que hasta mediados de siglo se consideraba como la cifra máxima que podía operar en campaña. Muchos de las principales innovaciones militares de la época, incluyendo el despliegue de la nueva artillería de campaña, sólo alcanzaron su madurez en la década de 1780. Puesto que Francia no cum­ plió su amenaza de rechazar la invasión prusiana de las Provincias Uni­ das en 1787, los resultados de la incorporación de estas innovaciones en el ejército francés del Antiguo Régimen no pudieron comprobarse hasta 378

1792, cuando las especiales circunstancias creadas por la Revolución Francesa hacen que resulte difícil establecer cualquier tipo de compara­ ción. En varios aspectos importantes el ejército revolucionario francés fue un producto de los cambios operados en la época pre-revolucionaria. Aun cuando fue ejecutado su antiguo Comandante en jefe, el propio rey Luis XVI, siguió manteniéndose el tipo de armas reglamentarias estipula­ das por Gribeauval. Napoleón, que había sido instruido en su uso, tam­ bién había, leído la obra de Guibert. Aunque las deserciones y la emigra­ ción acabaron minando la estructura del ejército regular, éste desempeñó un papel decisivo en las victorias alcanzadas en 1792. Tales éxitos suelen atribuirse al entusiasmo con que enarbolaban los ideales revolucionarios, pero no habría que menospreciar su capacidad militar. La marina france­ sa también llegó a evolucionar considerablemente a fines del Antiguo Régimen. Bajo el mando del Mariscal Castries (1780-87) se reformó el sistema de reclutamiento, la organización y la administración de la Armada, se modernizaron los navios y su armamento, se crearon escuelas navales y se mejoraron los puertos. La pervivencia y el influjo de los pro­ gramas de reforma del Antiguo Régimen durante este período se pusie­ ron de manifiesto en las guerras revolucionarias, que no reportaron a los franceses triunfos fáciles, puesto que tanto los austríacos como los rusos combatieron en ellas muy bien. P r o b l e m a s s in r e so l v e r

Si se hace hincapié en los cambios y las reformas militares que se lle­ varon a cabo, puede darnos la impresión de que éste fue un período en el que se produjeron constantes mejoras. En la práctica, al igual que en cualquier otro aspecto de la actividad de los estados, lo que verdadera­ mente resulta sorprendente es hasta qué punto se tomaban medidas sólo a consecuencia de determinados fracasos, y la forma en que se consideraba necesario, o parecía serlo, emprender una reorganización. Los ejércitos se convirtieron en un buen ejemplo de las diferencias que había entre las aspiraciones y la realidad, pero aunque éste era uno de los rasgos más característicos de la administración de la época, probablemente, si se tiene en cuenta su importancia y los gastos que implicaba, ofrecían el ejemplo más decisivo al respecto. Uno de los problemas más graves que no logró solucionarse fue el de las deserciones, cuyo origen estaba en la coacción con que se realizaba el reclutamiento y los malos tratos que padecían los soldados. Otro de los fenómenos habituales en las campañas de la época eran las dificultades de abastecimiento. El ejército francés que invadió España en 1719 apenas había mejorado su preparación durante el período de desmovilización que siguió a la Guerra de Sucesión Española. La falta de suministros se convirtió en un serio obstáculo en las operaciones ofensivas, así mientras que en enero de 1734 la escasez de bastimentos acuciaba a las tropas españolas en Lombardía, mientras que el ejército francés situado en el Rhin y el Mosela carecía de provisio­ nes suficientes y sus tropas en Lombardía retrasaron el inicio de la cam­ paña ante la falta de forraje. Las operaciones militares arrasaban regiones 379

enteras, haciendo que resultase aún más difícil obtener suministros, que debían transportarse en carretas y por tanto dependían del estado de los caminos. De esta forma, las tropas se hallaban expuestas a uno de los aspec­ tos menos cuidados por los gobiernos del siglo xvill, el mantenimiento de los caminos y su conservación ante las inclemencias del clima. Por ejemplo, en 1734 la ofensiva francesa sobre el Mosela tuvo que aplazarse debido al mal estado de los caminos y del tiempo, que atascaron su artillería en el barro. Al igual que el deterioro de los caminos, las enfermedades eran otro de los aspectos en el que los gobiernos se mostraban incapaces de poder afrontar un situación adversa. El riesgo de epidemias, sumado a los pro­ blemas de abastecimiento y transporte, hacía que las unidades permane­ ciesen en acuartelamientos durante el invierno; esta costumbre, que si bien presentaba una reglamentación variable, reducía el ritmo de la acti­ vidad militar, pero no suponía un recorte equivalente de sus costes. Tam­ bién habría que considerar con mayor prudencia la eficacia que tuvieron las innovaciones introducidas en el armamento, pues tan relevante como las armas empleadas era el número de efectivos disponible y su disciplina en combate. Un problema importante que afectaba a la preparación eran las condi­ ciones de vida de las tropas. La lenta difusión de la construcción de barracones, que representaban una solución bastante cara, hacía que con frecuencia las tropas estuviesen acuarteladas entre la población civil. Las unidades del ejército húngaro solían alojarse en las viviendas de los cam­ pesinos, debido a que la construcción de barracones empezó mucho más tarde y se implantó con lentitud. En Rusia no se decidió alojar a los sol­ dados en barracones hasta 1765. La práctica tradicional hacía que resulta­ se más difícil entrenar a la tropa y fomentaba un trato discriminatorio entre los soldados. También planteaban numerosos problemas adiciona­ les las relaciones con los propios civiles y sus actitudes hacia los solda­ dos. Por último, cabría mencionar que el reclutamiento siguió siendo un problema muy difícil de resolver y se agravó con la frecuencia con que se producían las deserciones. E l r e c l u t a m ie n t o

Las formas habituales con las que se realizaba el reclutamiento no eran las mismas en toda Europa. En general, existía una captación de volunta­ rios o un enrolamiento forzoso, y este último podía hacerse de manera organizada o arbitrariamente. Si bien variaba mucho el porcentaje que podía alcanzar el reclutamiento voluntario, su existencia era un reflejo del atractivo que para muchos ofrecía la vida militar. A los miembros de la baja nobleza les proporcionaba una carrera con ciertas posibilidades de promoción, y para numerosos soldados suponía una vía de escape de las cargas que comportaban la vida civil o de las obligaciones que las socie­ dades locales imponían a los jóvenes varones adultos. Una valiosa fuente de alistamientos voluntarios, al igual que en otros aspectos de la vida civil con la herencia de la ocupación profesional, eran la que proporcio­ 380

naban los hijos de soldados y marinos, que llegaron a representar, por ejemplo, la mayor parte de los reclutas que entraron en el cuerpo de inge­ nieros franceses durante la primera mitad del siglo xvill. El servicio militar también tenía particular interés para los exiliados, porque les brindaba la ocasión de acceder a una promoción social de la que, por otras vías, seguramente se habrían visto privados. La receptivi­ dad de la sociedad del Antiguo Régimen ante los exiliados extranjeros que podían, resultarle útiles, como sucedió en la Europa protestante con los hugonotes franceses o con la diáspora jacobita en los países católicos, fue uno de sus rasgos más característicos, y tuvo importantes repercusio­ nes en la configuración de sus ejércitos. Así, un gran número de irlande­ ses se alistó en el ejército francés y muchos jacobitas escoceses fueron reclutados por la marina rusa. No todos aquellos que estaban al servicio de monarcas extranjeros eran exiliados de por vida. Muchos de estos reclutamientos obedecían a vínculos tradicionales -los escoceses solían prestar servicio en las Provincias Unidas, los alemanes en Venecia, los suizos en Francia- y en su mayoría eran el reflejo de un determinado modelo de las migraciones propias de la época, el desplazamiento hacia zonas que ofrecían mayores oportunidades para la promoción social. Desde el punto de vista militar, este flujo favorecía a los países que con­ taban con importantes efectivos militares, y tendía por tanto a desequili­ brar la relación existente entre las regiones con un poder centralizado y las que mantenían una constitución más descentralizada. Muchos monar­ cas de la época favorecieron el uso de soldados extranjeros. Solía reclu­ tarse a extranjeros para servir como oficiales y soldados especializados, como los artilleros, con el fin de aprovechar su experiencia. Los oficiales de la marina holandesa encontraban con facilidad puestos en el extranje­ ro, sobre todo en las flotas de Rusia, Venecia y Portugal. Se pensaba que políticamente podía confiarse más en soldados extranjeros, por ejemplo, para sofocar desórdenes internos. Manteniendo el efecto aislante de la vida militar, su uso permitía evitar los problemas que podía plantear armar a la población civil. No obstante, los gobiernos de la época se mos­ traron con frecuencia dispuestos a armar a la población, pese a algunas vacilaciones ocasionales. De hecho, se instruía en el uso de las armas a personas que podrían considerarse como los miembros menos fiables de una comunidad y poseían un pasado criminal. A los campesinos rusos que pertenecían al patrimonio de la corona se les permitía entregar vaga­ bundos, trabajadores sin tierra y otros miembros indeseables de sus pue­ blos al ejército como una forma básica para alcanzar su cuota de cons­ cripción. Esta disposición de los gobiernos a armar a los miembros pobres y marginales de la comunidad pone de manifiesto su confianza en la estabilidad general del orden social, tal como se reflejaba en las fuer­ zas armadas, y en la importancia que se concedía a la disciplina para el combate y las actitudes personales. Estas concepciones parecían encon­ trar mayor justificación con la escasa frecuencia con que se producían motines en el ejército y la marina. El sistema de conscripción obligatoria era la alternativa más habitual ante la insuficiencia del alistamiento voluntario. En toda Europa se reali­ zaba de manera tan arbitraria, que constituía una verdadera antítesis de la 381

práctica burocrática. Un ejemplo clásico al respecto era el que brindaba la marina británica, donde el reclutamiento forzoso adoptaba la forma de levas de enganche. Aunque se propuso la creación de una reserva de ma­ rinos, no llegó a formarse, y por ello, la mayor parte de las fuerzas arma­ das británicas siguió dependiendo de un sistema de reclutamiento que no sólo era arbitrario, sino que además sólo proporcionaba una solución par­ cial. En numerosas ocasiones, hubo que posponer las operaciones ofensi­ vas previstas o los preparativos navales ordinarios debido a la falta de marineros. Posiblemente, no había otra opción. Los registros elaborados en España y Francia de los marineros disponibles en sus costas contribu­ yó a aumentar su huida a otros países y la falta de hombres de mar expe­ rimentados. Al igual que en muchas otras facetas de gobierno, la posibili­ dad de concebir un sistema de reclutamiento más eficaz no implicaba que pudiese llevarse a la práctica de forma satisfactoria. Los rusos sólo obtu­ vieron resultados bastante limitados con el sistema de conscripción y, de hecho, el uso de la fuerza demostró ser un método muy poco apropiado para enseñar el arte de la navegación. En los ejércitos europeos solían emplearse con frecuencia métodos similares al de las levas de enganche. La principal consecuencia de ello fue la existencia de un elevado índice de deserciones. En parte como res­ puesta a las mermas que producía dicho fenómeno y también a la necesi­ dad de mantener ejércitos más grandes o para hacer frente al desgaste que provocaban las guerras largas, muchos estados pusieron en práctica otros métodos de reclutamiento más sistemáticos. Estos sistemas de conscrip­ ción alcanzaron mayor desarrollo en Europa central y oriental; probable­ mente su difusión sea, en tal caso, un reflejo del autoritarismo de los gobiernos de estas regiones y su mayor indiferencia hacia las libertades personales. Para que pudiesen funcionar con cierta eficacia, estos sistemas precisaban un amplio control sobre la población, que sólo se podía conse­ guir contando con la cooperación de la nobleza, que en'la mayor parte de Europa constituía el último eslabón de la acción del gobierno en el ámbito local. Y dado que la mayoría del cuerpo de oficiales provenía de este mismo grupo social, el reclutamiento se adaptó a la propia estructura de mando. Los gobiernos regulaban el sistema y aprovechaban sus recursos humanos, y resultaba bastante menos peligroso para ellos que la antigua costumbre de que los nobles reclutasen bandas de mercenarios que dirigían a su antojo. Sin embargo, el sistema de conscripción también generaba otros problemas, pues provocaba cierto grado de inflexibilidad y aumentaba el control del ejército por parte de la aristocracia. Tras los sis­ temas de milicia obligatoria y el barniz militarista que conferían a la sociedad, con sus pases, registros, inspecciones anuales, revistas, listas y números pintados en las casas, la realidad que subyacía.era el dominio que ejercía la aristocracia sobre el conjunto de la sociedad. La ordenanzas danesas aprobadas en 1701, con las que se volvía a introducir un sistema de milicias basado en la conscripción, vinculaba al recluta a una determi­ nada localidad durante los seis años de servicio, brindando así a los terra­ tenientes la posibilidad de castigar a los campesinos que les causaban pro­ blemas. El sistema de reclutamiento más amplio se estableció en 1705 en Rusia, en donde la existencia de la servidumbre reducía considerablemen­ 382

te la proporción del alistamiento voluntario. Durante la primera mitad del siglo XVIII el servicio militar era vitalicio, pero en las décadas siguientes se redujo a una duración máxima de 25 años. Tanto para la marina como para el ejército, la mano de obra procedía de levas proporcionales realiza­ das sobre la población masculina vinculada a la servidumbre. El clero estaba, exento y los privilegios que gozaban muchas corporaciones profe­ sionales y municipales también incluían la exención del servicio militar a determinados grupos, y los campesinos ricos podían comprar su servicio. Este sistema de conscripción no se implantó en la Rusia Blanca, las pro­ vincias del Báltico y Ucrania hasta el reinado de Catalina II. Probable­ mente, la gran cantidad de soldados que podía reclutar a través de la cons­ cripción explique por qué Rusia, aunque se mostraba dispuesta a reclutar oficiales extranjeros, no solía contratar tropas mercenarias foráneas. En Prusia, se estableció un sistema cantonal entre 1727 y 1735. A cada regi­ miento se le asignaba una zona de captación de reclutas permanente en torno a su ciudad de guarnición en tiempos de paz, de donde extraía bisoños que prestaban un servicio militar vitalicio. Los nombres de todos los hombres hábiles que tenían obligación de prestar el servicio se inscribía en una lista en el momento de su nacimiento, aunque existían numerosas exenciones, que comprendían a la nobleza, a localidades como Berlín, y a trabajadores que se consideraba esenciales, como a los aprendices de muchas actividades industriales o los trabajadores del sector textil. A los regimientos sólo se les exigía estar en condiciones de intervenir durante las pocas semanas que se hacían las revistas anuales en la primavera y durante las maniobras de cada verano. A lo largo del resto del año, se per­ mitía que los soldados de la zona volviesen a casa con sus familiares y oficios, e incluso cuando pertenecían a la propia ciudad de la guarnición podían seguir realizando con normalidad sus ocupaciones civiles. De la misma forma, se registraban los caballos de la artillería y luego se distri­ buían entre el campesinado, cuyo cuidado se comprobaba mediante ins­ pecciones rutinarias. Este sistema se amplió a Silesia en la década de 1740. Funcionaba razonablemente bien, puesto que brindaba una relación estable y predecible entre cada regimiento y las reservas de mano de obra disponibles en una región determinada. El sistema cantonal prusiano favo­ recía que hubiese un alto índice de participación de la población civil en la actividad militar. También proporcionaba una reserva de mano de obra lo suficientemente amplia como para que se pudiese realizar cierta selección, generando por otra parte una valiosa solidaridad parroquial y regional dentro de cada compañía y cada regimiento, y fomentando un sentido de obligación feudal entre los oficiales. Los suecos también utilizaron el sis­ tema cantonal y en 1762 Federico II de Hesse-Cassel dividió su territorio al estilo prusiano en cantones de reclutamiento, considerando uno por cada regimiento. Se prohibió el reclutamiento forzoso, y se concedieron exenciones a cambio del pago de unas tasas o de la ejecución de un traba­ jo equivalente. Las grandes ciudades estaban exentas al igual que los granjeros con propiedades, los contribuyentes, los aprendices, los trabaja­ dores de las salinas, los mineros y otros trabajadores esenciales, el servi­ cio doméstico y los estudiantes. Los hombres elegibles eran apuntados en una lista y se les pasaba revista cada año. 383

En un año pacífico como el de 1730, Hesse tenía en armas a una per­ sona de cada 19. Francia y los territorios de los Habsburgo no necesita­ ban mantener esa proporción tan elevada, porque sus reservas de mano de obra eran mucho mayores, pero tampoco podían llegar a alcanzarla. La uniformidad del sistema militar de los Habsburgo se vio perjudicada por los privilegios que se concedieron a diversas regiones. No obstante, apenas topaba obstáculos fuera del reino de Hungría, y en 1781 José II introdujo un sistema de conscripción en Austria y Bohemia. Las fuerzas integradas por nacionales franceses eran reclutadas de forma voluntaria en el caso de las tropas regulares, y obligatoria en el de las milicias. El alistamiento de voluntarios estaba en manos de oficia­ les, en su mayoría nobles, que solían realizar las levas ens señoríos de origen. En ocasiones, las milicias también proporcionaban reclutas para el servicio regular. En los años 1706-12 se ordenó que este traspaso for­ zoso se echara a suertes, haciendo así más impopular el servicio en las milicias. También incidían sobre el reclutamiento las numerosas exencio­ nes concedidas, cuyos beneficiarios procuraban conservarlas a toda costa. Por ello, la propuesta hecha en 1743 para que se ampliase el siste­ ma de milicias a la ciudad de París provocó un amplio descontento y la difusión de panfletos en contra. Había exenciones por motivos profesiona­ les a favor de quienes trabajaban en el comercio, en las producciones ma­ nufactureras y en la función pública. Como el número de campesinos exentos del servicio militar eran muy pocos, la mayoría de los reclutas procedían del medio rural. Aunque la deserción siguió constituyendo un problema bastante grave, el sistema de reclutamiento francés fue capaz de movilizar a un elevado número de hombres para sus ejércitos en épo­ cas de guerra, que se convertían en un recurso político esencial. A princi­ pios de la década de 1750, su ejército regular, formado por unos 130.000 soldados franceses, representaba apenas algo más del 0,5% de la pobla­ ción. Durante la Guerra de los Siete Años esta cifra se incrementó hasta los 540.000 soldados franceses, mientras que las fuerzas de otra naciona­ lidad enroladas en sus filas oscilaban entre 40.000 y 70.000 hombres, que en su mayoría había sido reclutados en Suiza. Incluyendo a la marina, la proporción de hombres en armas durante toda la guerra llegó a alcanzar el 2,5% de la población, y la necesidad de reemplazar las pérdidas oca­ sionadas por el combate hizo que en total casi un millón de franceses, aproximadamente el 4% de la población de Francia antes de la guerra, sirviera en el ejército. Todo esto se logró con repercusiones económicas relativamente leves y, por tanto, cabría pensar que los reclutas eran hom­ bres a quienes se les podía volver a asignar un trabajo sin grandes dificul­ tades, gracias al elevado índice de desempleo de las zonas rurales. Para algunos el servicio militar operaba como una forma de migración compa­ rable a la que representaba el flujo hacia las ciudades. El hecho de que los franceses no llegasen a establecer un sistema de conscripción como el de Prusia o Rusia, no sólo era un reflejo de lo acertados que resultaban sus propios métodos, sino que testimonia en sí mismo el crecimiento experimentado por la población de Europa Occidental. Y este fenómeno se acentúa aún más si se tiene en cuenta que buena parte de la población no podía ser seleccionada para el servicio militar por motivos de salud. 384

El ejército francés extraía a sus reclutas del grupo de edad comprendido entre los 16 y los 40 años, comenzando por los solteros. Aproximada­ mente entre la cuarta parte y la mitad de este grupo no podían ser elegi­ dos por motivos de salud o por no dar la talla, debido sobre todo a deficiencias de carácter alimenticio. La dureza de la vida militar no favorecía las tareas de reclutamiento. El comportamiento de muchos soldados, la actitud de algunos oficiales hacia ellos, con quienes casi no mantenían ninguna afinidad social, la fre­ cuencia de las deserciones y la necesidad de exigir la instrucción hacían que, a menudo, la disciplina fuese muy severa. La reducida efectividad de las armas de fuego de la época obligaba a que tanto en los combates terretres como navales, las tropas mantuviesen una posición cerrada con el mayor número de hombres que fuese posible. Esta era una experiencia aterradora, se podía ver con claridad al enemigo y el ruido del campo de batalla era estremecedor. Debía prepararse a los soldados para que reali­ zasen la complicada operación necesaria para cargar las armas en momentos de máxima tensión, y la eficacia de estas cargas dependía del nivel de disciplina que tuviesen en el tiro. Por lo tanto, en los combates en tierra y en el mar eran imprescindibles la instrucción y la disciplina. El índice de bajas que se producían en tiempo de guerra solía ser muy elevado, así por ejemplo, llegó a suponer más de la mitad de los hombres en varias de las unidades cosacas que lucharon contra los suecos en la década de 1700. Y se ha estimado que las posibilidades de supervivencia de los soldados prusianos en la Guerra de los Siete Años eran de 1 entre 15. El servicio que se prestaba en tiempos de paz era mucho menos peli­ groso, pero el deseo de preparar a la tropa de cara a futuros conflictos no siempre venía acompañado de las medidas de seguridad necesarias. Muchos teóricos de la época hacen hincapié en los efectos perjudiciales que podía traer consigo la paz para las fuerzas armadas, sobre todo por­ que los militares se mostraban descontentos con los recortes que se les imponían en tiempos de paz y porque tendía a disminuir el interés hacia la instrucción. Además, en estos períodos se volvía monótona la vida cotidiana de los soldados. La paga también representaba otro problema y los marinos británicos, que percibían una soldada muy baja, con frecuen­ tes retrasos y mermada por una serie de descuentos, no eran los únicos que se sentían desmoralizados. Sin embargo, no habría que exagerar los aspectos más miserables de las condiciones de vida de los soldados. Estos constituían un sector de la sociedad que los gobiernos necesitaban y procuraban conservar, aunque dentro de unos niveles quizás elementales. En tiempos de paz, se les pro­ porcionaba un mantenimiento básico. En la década de 1720, cada solda­ do francés del Rosellón recibía a diario aproximadamente 1 kilo de pan, 500 gramos de verduras y otros tantos de carne, 25 de aceite y 1 litro de vino o de cerveza. En la práctica la disciplina no era tan severa como estipulaban los reglamentos, y éste es un rasgo habitual en la época, pues el máximo rigor de la ley sólo se aplicaba de forma atemperada y episó­ dica. En el ejército prusiano sólo un número relativamente pequeño de casos difíciles recibía de manera desproporcionada los castigos más seve­ ros. Los relatos más impactantes de los horrores de la disciplina militar 385

suelen ser obra de sus principales detractores. Aunque en la armada britá­ nica se concedía gran importancia al uso de la fuerza, sobre todo para el reclutamiento, sus marineros formaban unidades preparadas cuya efica­ cia operativa dependía más de su moral que del uso de medios coerciti­ vos. Parece que la disciplina rusa era muy severa, probablemente porque solía tratarse a los soldados como propiedad de sus oficiales y por el hecho de que el servicio militar los desarraigaba de sus comunidades de origen. A lo largo del siglo xvill, también se pueden apreciar algunas mejoras en el trato que se daba a los soldados. Los reglamentos rusos para los ofi­ ciales aprobados en la década de 1760 ponían énfasis en la necesidad de suscitar una motivación positiva en el proceso de transformación de los campesinos en soldados. Parece que la instrucción creaba un vínculo, no sólo entre los soldados, sino también entre la tropa y sus oficiales. Las buenas relaciones existentes entre oficiales de la caballería y sus hombres se habían desarrollado gracias a los valores paternalistas que encarnaban sus oficiales y a la situación más privilegiada que disfrutaba un soldado regular de esta arma. En 1765 Francia creó pensiones de invalidez para los militares. A los soldados ya retirados se les asignaba una pensión y se les permitía vivir en una residencia a su elección, lo cual representaba la primera iniciativa llevada a cabo por la monarquía para brindar a los sol­ dados veteranos la posibilidad de ocupar una posición más digna en el conjunto dé la sociedad. Aun así, es cierto que la política francesa hacia los militares veteranos y la administración del Hospital de los Inválidos en París adolecía de paternalismo, favoritismos o de las diferencias que propiciaban los privilegios sociales, que la puesta en práctica de las reformas y los arbitrios financieros presentaba muchas deficiencias, y que las visitas ocasionales de la familia real o la distribución' de donati­ vos no podían satisfacer las necesidades de los veteranos. En los Inváli­ dos sólo se atendía a un número bastante limitado de soldados y oficiales. Hasta que no se aprobó la Ley de pensiones de 1790, no empezaron a recibir todos los veteranos de un mismo rango un tratamiento semejante basado en la duración de su servicio. La política hacia los soldados vete­ ranos llevada a cabo en las décadas inmediatamente anteriores a la Revo­ lución incorporó diversas consideraciones humanitarias, que también se pueden encontrar en los reglamentos de la Armada francesa en la década de 1780. En 1781 aumentaron sus pagas y bonificaciones, se contempla­ ron los gastos de viaje de los reclutas y se adoptó la decisión de premiar con media paga a los marineros novatos que quedasen lisiados y no pudiesen ganarse la vida por sí mismos. En 1782 el gobierno asumió la responsabilidad de alojar a los reclutas de la marina antes de incorporarse a su destino y emprendió la construcción de un hospital naval en Tolón. En 1784 Castries redactó una normativa concerniente a la alimentación en la Armada. Ordenaba que la harina fuese de la mejor calidad y el vino de buena cepa, y que los marineros recibiesen carne de cerdo y ternera. Ese mismo año reformó el sistema de reclutamiento naval y destinó los fondos necesarios para los gastos y provisiones del alojamiento de aque­ llos reclutas que estuviesen de camino hacia sus destinos. Fue mejorando la cantidad y regularidad de los pagos de las pensiones y se suavizó la 386

disciplina del reglamento naval. En 1786, Castries proyectó construir otros hospitales y aumentar los salarios de los médicos y cirujanos, y elevó el número de oficiales médicos disponibles en los puertos france­ ses. Las ordenanzas de 1786 muestran una provechosa fusión entre el reglamento y las innovaciones científicas, que caracterizó también a buena, parte de la legislación más progresista de la época. Castries mandó órdenes específicas para lavar los barcos con productos químicos. Esta­ bleció por primera vez cómo debía ser el uniforme reglamentario y adop­ tó diversas medidas para asegurarse de que los barcos estuviesen equipa­ dos con las medicinas y alimentos necesarios para curar a los marineros convalecientes. Y también fomentó la investigación en la Sociedad Real de Medicina de París sobre la preparación y conservación de los alimen­ tos en alta mar, las necesidades nutritivas de los marinos, la ventilación de los barcos y el tratamiento de diversas enfermedades. Apenas hubo tiempo para poner en práctica el programa de reformas de Castries antes del estallido de la Revolución Francesa. Pero en gene­ ral, muchas de las reformas aprobadas en el Antiguo Régimen sobre el trato que debían recibir soldados y marineros, como las medidas aplica­ das por los holandeses a principios de los años 1730 para mejorar las condiciones de vida de los marinos o las de 1741 para limitar el impacto de las epidemias de tifus, apenas llegaron a ponerse en práctica. Durante su última enfermedad Federico II declaró: “En el transcurso de mis cam­ pañas, todas las órdenes que dicté relativas al cuidado de los soldados enfermos y heridos apenas llegaron a observarse”1. No obstante, la exis­ tencia de este tipo de reformas debería desterrar la idea de que la situa­ ción de la tropa, incluso más que la de los campesinos, no era uniforme y que el trato que recibían no siempre era tan duro. Las cualidades para el combate de los ejércitos y las armadas que se enfrentraron a las fuerzas de la Francia revolucionaria no se habían forjado simplemente con el uso de la disciplina o con la creencia en su causa, sino que también daban muestra de una profesionalidad que se había inculcado mediante el entrenamiento y un trato responsable. L a g u e r r a d e u n a s o c ie d a d m il it a r iz a d a

La creencia de que la Revolución Francesa inauguró una era caracte­ rizada por el desarrollo de guerras totales suele estar relacionada con la idea de que las guerras del Antiguo Régimen eran limitadas en cuanto a sus objetivos, sus métodos de combate y los efectos que causaban sobre la población civil. Se ha llegado a pensar que los limitados recursos financieros de los estados y la reducida capacidad de su producción industrial restringían notablemente las proporciones y el alcance de la acción de los ejércitos de la época; que las guerras que éstos libraban tenían necesariamente aspiraciones, objetivos y consecuencias financie­ 1DUFFY, G., The Militdry Life of Frederick the Great (1986) p. 335.

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ras limitadas, y que tales limitaciones obedecían a un sistema de relacio­ nes internacionales basado en la idea del equilibrio del poder, y en el cual no solía haber cambios importantes. Pero habría que analizar detenida­ mente todos estos planteamientos. La forma en que se dirigían las opera­ ciones militares de entonces da muestra de las apremiantes cuestiones que estaban en juego en las guerras. Los ejércitos procuraban obtener la victoria con las armas, pero cada conflicto solía ocasionar graves perjui­ cios a la población civil. Además, los elevados gastos que suponían las fuerzas armadas repercutían directa o indirectamente sobre toda la comu­ nidad. Pero aunque las guerras rara vez acababan con una completa derrota de los enemigos, esto no impedía que se alcanzase la victoria. La idea de que en el siglo XVIII la guerra era relativamente “civiliza­ da” y apenas afectaba a la población civil puede rebatirse si se tienen en cuenta fenómenos como la guerra de guerrillas. Así, por ejemplo, en la década de 1690 las tropas regulares eran hostigadas por guerrillas en el Piamonte, el Delfinado y España, y en la década siguiente en muchas otras regiones, como Baviera, Hungría y el Tirol. En 1703-04, hubo en Po­ lonia una intensa guerra de guerrillas contra los invasores suecos, y en 1707 las demandas de alimentos de los suecos en la región boscosa pola­ ca de Masuria propiciaron un nuevo conflicto guerrillero. Las guerrillas también desempeñaron un importante papel en las operaciones militares que tuvieron lugar en la Península Ibérica durante la Guerra de Sucesión Española. El Mariscal Berwick, que dirigió la invasión hispano-francesa de Portugal en 1704, se mostró sorprendido ante la debilidad que ofrecía la resistencia organizada frente a la invasión, pero también le asombró el vigor con que los campesinos atacaban sus comunicaciones y hostigaban su retaguardia en los pueblos. Los graves problemas de suministros que crearon influyeron de forma decisiva en la decisión de retirarse de Ber­ wick. La guerra de guerrillas fue practicada por ambos bandos durante las operaciones militares llevadas a cabo en España. Las exacciones que reali­ zaban por las guarniciones sajonas en Polonia propiciaron que los aristó­ cratas polacos apoyasen un levantamiento popular en 1715. En 1744, Carlos Manuel III de Saboya-Piamonte utilizó a unos 5.000 campesinos en operaciones guerrilleras contra una fuerza invasora franco-española, que eran de vital importancia para cortar sus vías de suministro. Años antes, durante la Guerra de Sucesión Austríaca se practicó una guerra partisana en Baviera y Bohemia. En 1747, el levantamiento patriótico genovés contra Austria adoptó también la forma de una guerra partisana de los campesinos y empleó brigadas armadas de trabajadores. Incluso recibieron instrucción militar muchos sacerdotes, mientras que las muje­ res trabajaban en las fortificaciones. Aunque no siempre resulta fácil determinar si se trata de una guerra de guerrillas, su mera existencia ya permite cuestionar la tendencia a tipificar las operaciones militares del siglo XVIII como formas de combate predecibles y realizadas por unida­ des regulares. Pero además nos invita a pensar que debería tenerse en cuenta la existencia de una conciencia política popular. Y aunque la gue­ rra de guerrillas solía tener su origen en las exacciones, esto no quiere decir que dicha conciencia se sustente sólo en su rechazo. En algunos aspectos, la sociedad europea de esta época estaba milita­ 388

rizada, en otros no. Pero si se consideran las consecuencias fiscales que tenían para la mayoría de la población los gastos militares, incluyendo el proceso de endeudamiento que conllevaban, puede decirse que las princi­ pales demandas de los gobiernos obedecían a cuestiones de carácter mili­ tar. Los resultados que se obtenían con tales gastos solían variar conside­ rablemente. Gran parte se dedicaba al mantenimiento de las tropas que respaldaban la autoridad del gobierno en tiempos de paz. Durante los conflictos armados, los ejércitos podían conseguir importantes conquis­ tas, como demostró el zar Pedro I con la incorporación a Rusia de una buena parte del litoral báltico y Federico II con la conquista y posesión de Silesia. Las posibilidades de las acciones militares se veían limitadas por la capacidad técnica de los recursos que se empleaban en ellas, sobre todo en cuanto a su movilidad y potencia de fuego, y la falta de medios técnicos superiores, como los que poseían los estados europeos frente a cualquier otro estado extraeuropeo, era un factor determinante en la con­ servación de su hegemonía mundial. Pese a las mejoras que se introdu­ jeron en el armamento, no llegó a producirse una verdadera revolución tecnológica ni hubo cambios sustanciales en la forma en que se hacía la guerra. Por ello, las potencias que cosechaban éxitos militares podían seguir operando sin necesidad de transformar su sistema económico o desarrollar una estructura industrial más sofisticada. Aunque los ejércitos y la guerra desempeñaron un papel muy importante en el siglo XVIII europeo, siguió siendo bastante limitada la presión con que las cuestiones militares propiciaban los cambios económicos y tecnológicos. L a guerra naval

Una imagen similar puede extraerse del análisis de las guerras nava­ les del siglo XVIII. Los adelantos técnicos introducidos en este campo no lograron superar las limitaciones fundamentales que ofrecían los navios de entonces, y apenas hubo innovaciones tácticas. No obstante, se elabo­ raban planes estratégicos y se obtenían victorias. La mayoría de los esta­ dos se mostraron interesados en desarrollar su poderío naval, pero por lo general solían prestarle menor atención que al mantenimiento de sus ejér­ citos. Tales preferencias eran reflejo de las limitadas aspiraciones colo­ niales de muchos países, de las dificultades que implicaba convertir la oscilante superioridad naval en una clara ventaja internacional, y del mayor valor social, político e internacional que se confería a los ejércitos de tierra. Desde el punto de vista técnico, los barcos de guerra siguieron siendo navios de madera que dependían de la fuerza del viento y requerían una numerosa tripulación que planteaba graves problemas de manutención en alta mar. Estas limitaciones, incluyendo la dificultad de dotar con sufi­ cientes hombres a los grandes barcos que contaban con tripulaciones de casi 1.000 personas, limitaban las posibilidades de todas las operaciones navales. Resultaba muy caro construir barcos de guerra y tanto la inversion en dinero y medios cjue representaban como los anos cjue se cmplcsban en construirlos y equiparlos, fomentaban el uso de tácticas conserva­ 389

doras que procuraban reducir en lo posible su pérdida. Pero su manteni­ miento ordinario también era muy costoso. Sus quillas de madera sufrían deterioros ocasionados por percebes y gusanos, y tanto los mástiles como los aparejos eran vulnerables a la acción de los elementos, atmosféricos. Por ello, la limitación de su actividad durante las campañas de invierno era mucho más importante que la que afectaba a los ejércitos de tierra, y los impedimentos que provocaban el mal tiempo y la incidencia de vien­ tos adversos apenas encontraban un equivalente en la guerra terrestre. En muchas operaciones navales, estas condiciones climáticas llegaron a tener consecuencias decisivas, como sucedió en el intento de enviar una flota británica a las Indias Occidentales en 1740, y de hecho, siempre debía tenerse en cuenta en la elaboración de cualquier plan la posibilidad de que hubiese mal tiempo o que soplasen vientos contrarios. Las princi­ pales innovaciones técnicas de esta época no lograron superar estos gra­ ves inconvenientes. El uso de un revestimiento de cobre en las quillas redujo el deterioro ocasionado por los percebes, las algas y el teredo, pero en cambio también restó velocidad a los navios. Los británicos fue­ ron los pioneros en la implantación de esta clase de revestimiento, y se adoptó de forma generalizada en su armada durante los años 1770. En la década siguiente, se equipó a su flota con la carroñada, un nuevo tipo de cañón pequeño que era muy efectivo a corta distancia y requería una dotación de hombres bastante reducida. Se empleó con muy buenos resultados en la Batalla de los Santos de 1782 contra los franceses. Las mejoras introducidas en los sistemas de señales contribuyeron a paliar las dificultades que debía superar el mando operativo. Hacia fines de siglo se desarrolló la táctica de “romper la línea” enemiga, en lugar de mantener la formación más defensiva tradicional de una fila de barcos paralela a la de los enemigos. A pesar de todos estos cambios, al igual que vimos res­ pecto a los combates terrestres, a principios de los años 1780 las guerras navales seguían teniendo más elementos en común con las del siglo ante­ rior que con las que se llevarían a cabo cien años después. Las limitaciones que existían en las operaciones navales no impedían que hubiese victorias decisivas. Aunque algunas batallas, como las confrontaciones anglo-francesas frente a Málaga (1704) y Tolón (1744) fueran de resultados inciertos, otras supusieron importantes éxitos estra­ tégicos y políticos. La destrucción por la Armada británica de la flota española a la altura del Cabo de Passaro (1718) abortó sus planes de reconquista de Sicilia, y la destrucción de la flota francesa en Lagos y en Quiberon Bay (1759) evitaron que se consumase una invasión francesa de Gran Bretaña en apoyo de los jacobitas. Del mismo modo, el fracaso de la armada británica, que a causa del temporal no pudo destruir a la flota francesa en el Canal de la Mancha en 1744, les obligó a mantener una fuerza naval importante en aguas del Canal durante los años siguientes para evitar una posible invasión francesa, y esto mermó considerable­ mente su capacidad operativa en las colonias de ultramar. La teoría, que defendían con vehemencia algunos políticos británicos, de que sólo la superioridad naval podía proporcionar la hegemonía inter­ nacional o, al menos, un mayoi giado de segundad, deroostro ser erró­ nea. Aunque es cierto que con la guerra de corso no se obtenían sonadas 390

victorias, si se empleaba como lo hicieron los franceses contra los navios mercantes británicos, podía llegar a contrarrestar las ventajas económicas del dominio marítimo. Resultaba casi imposible limitar las actividades corsarias. Los barcos de guerra eran incapaces de mantener sus posicio­ nes de bloqueo si había mal tiempo, y el sistema de convoyes restaba recursos al despliegue naval y limitaba las opciones de navegación por otras rutas marítimas. El poderío naval fue un elemento crucial en los conflictos coloniales, pero su superioridad no implicaba necesariamente la victoria en los mismos, tal como pudieron comprobar los británicos a comienzos de la década de 1740 en las Indias Occidentales. Y en la polí­ tica europea resultaba aún menos decisivo. Los 140 cañonazos realizados durante el bombardeo naval de Copenhague en 1700 sólo dieron a un edificio y hundieron un barco. Federico Guillermo I de Prusia, que temía enfrentarse con Rusia, dijo a un diplomático británico en 1726: “a mí, vuestra flota, no me sirve para nada”. Dos años después se informó de que el Duque de Parma había dicho que: “él no temía a los ingleses, por­ que su flota no podía llegar hasta él en Parma”. En 1727, el Canciller austríaco Conde Sinzendorf se burlaba de las posibilidades ofensivas de la Armada británica diciendo: “unos cuantos botes descascarillados en Nápoles o en Palermo no solucionarán el problema”. Y tres años después manifestaba sus dudas sobre la capacidad operativa de los estados que se habían aliado con el Tratado de Sevilla, Francia, Gran Bretaña, España y las Provincias Unidas, para poner en peligro la posición hegemónica de Austria en Italia, basándose en que: “los desembarcos de tropas no podí­ an ser muy grandes y las flotas sólo podrían incendiar unas cuantas casas”2. Los catastróficos resultados que habían reportado las operaciones anfibias de ese siglo, respaldaban la opinión de Sinzendorf. En aquella ocasión, no sólo se vio que era imposible organizar un ataque de este tipo contra la Italia bajo dominación austríaca en 1730, debido en parte a la falta de cooperación entre las potencias aliadas, un problema funda­ mental a lo largo de toda la centuria, sino que los obstáculos que debían superar las operaciones anfibias de entonces eran los mismos problemas técnicos y logísticos a los que se enfrentaba en general la práctica de la guerra en el siglo XVIII. Las operaciones navales no contaban con una potencia de fuego sostenida, ni con otros avances posteriores, tales como una cobertura aérea, barcazas de desembarco y aprovisionamiento espe­ cializadas, barcos de guerra capaces de brindar un fuego de cobertura o navios que pudiesen operar aun con vientos contrarios. Los desembarcos eran demasiado lentos; resultaba difícil embarcar y trasladar los carros y caballos necesarios; por lo general, no se conocían de forma adecuada los problemas de la navegación y las defensas de las costas enemigas y no solían reunir suficientes barcos de transportes. A consecuencia de ello, 2 BLACK, J., “The British Navy and British foreign policy in the first half of the eighteenth century”, en BLACK, J. y SCHWEIZER, K. (eds.)., Essays in European History' (1985), P- 43.

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las operaciones con más éxito solían ser incursiones a pequeña escala, como las que lanzaron las tropas de las galeras rusas contra los suecos en los últimos episodios de la Gran Guerra del Norte. Los intentos de llevar a cabo intervenciones más importantes fracasaron, y en ocasiones, como sucedió con la operación anfibia realizada por los franceses para liberar Danzig en 1734, acabaron siendo un verdadero desastre. Asimismo, los esfuerzos realizados en operaciones combinadas, como las ejecutadas en las invasiones de la Provenza en 1707 y 1746, que contaron con el res­ paldo de la Armada británica, sólo tuvieron un éxito limitado. Estas dificultades forman parte del fracaso, a una escala mucho más general, del poderío naval, que no han sabido apreciar algunos de los principales especialistas de la política europea en la Epoca Moderna, quienes han llegado a sostener que sólo “lo global podía abarcar hasta donde era posible”, refiriéndose a que en este período el liderazgo inter­ nacional se sustentaba en el poderío naval. Pero la realidad era otra muy distinta. Cuando los ministros británicos pensaron en utilizar el poderío naval como arma principal en las coaliciones antirrusas que crearon en 1720-21 y 1791, se dieron cuenta de que tendría muy poca eficacia en el conflicto. El giro que se produjo en el equilibrio de poderes europeo a favor de Austria, Prusia y Rusia, y la falta de intereses coloniales de estos estados, sobre todo en cuanto Carlos VI disolvió la Compañía de Ostende en 1731, restaron importancia política a la doctrina de la supremacía naval. Además, resultaba difícil mantener esta supremacía. Los éxitos navales británicos y la concentración francesa en la práctica del corso hicieron que a fines de la Guerra de Sucesión Española, Gran Bretaña se convirtiera en la primera potencia naval, y que las Provincias Unidas no volviesen a representar ya un serio competidor para su liderazgo, ni lo necesitasen a raíz de la entente diplomática anglo-holandesa, que duraría desde 1688 hasta 1756. Este dominio naval británico se puso claramente de manifiesto a fines de los años 1710 y durante la década de 1720. Sin embargo, el desarrollo que experimentaron las armadas de guerra francesa y española bajo los ministerios de Maurepas y Patiño, respecti­ vamente, modificó la situación a lo largo de la década de 1730 y alteró sustancialmente el equilibrio entre las potencias navales. Cuando Francia y España se aliaban, como en 1733-35 y 1740-48, las posibilidades de victoria británicas se reducían considerablemente y el éxito que éstos obtuvieron en la Guerra de los Siete Años se debió en gran parte a la neu­ tralidad española (1756-61), y aun así, la supremacía naval británica se encontró con situaciones bastante comprometidas, como cuando fracasó el intento de socorrer a su guarnición de Menorca en 1756. Tanto en Gran Bretaña como en Francia, las dos principales potencias navales de la época, no había una postura unánime a favor de la suprema­ cía naval, pero en el debate se confrontaban las ventajas que podía brin­ dar en las estrategias continentales y coloniales. Hasta mediados de la década de 1760, Gran Bretaña trató de combinarlas. Envió soldados al Continente en las Guerras de Sucesión Española y Austríaca y en la Gue­ rra de los Siete Años. Pero, a pesar de los intereses que tenían los reyes de la Dinastía Hannover, como príncipes electores de ese estado alemán, siguió considerándose al ejército como un cuerpo complementario al 392

poderío naval y no como su sustituto. El compromiso que mantuvo la política francesa con el desarrollo de su poderío naval fue menos cons­ tante. A principios de la década de 1750, Rouillé y Machault dirigieron un programa de construcción naval ideado para ampliar la flota a 63 navios de línea, pero en 1756 Francia sólo pudo contar con 45 de ellos. Aunque la flota fue destruida durante la Guerra de los Siete Años, a lo largo de la década de 1760 Choiseul la reconstruyó y consiguió reunir hasta 60 navios de línea en 1770. En combinación con la renovada flota de guerra española, los franceses fueron capaces de desafiar la superiori­ dad naval británica en la Guerra de Independencia Americana. La gran Armada que poseía Francia a fines de los años 1770, que contaba con navios mejores que los británicos, construidos incorporando nuevos ade­ lantos científicos, y con un sistema de reclutamiento por conscripción relativamente avanzado, representaba un logro muy importante para el Antiguo Régimen francés. En sus técnicas de construcción naval, los franceses aplicaron algunos de los nuevos descubrimientos científicos, como los realizados por Euler sobre la resistencia de fluidos y cuerpos flotantes, coincidiendo con las aplicaciones hechas por Castries en cues­ tiones relacionadas con la medicina naval. Este desarrollo de la marina francesa fue equiparable al programa de construcción naval que empren­ dió Gran Bretaña durante la guerra, que hacia 1782 volvió a proporcionar a su Armada, pese a carecer de aliados, una clara superioridad naval y le permitió alcanzar una magnífica posición durante el conflicto con la Francia revolucionaria. Cada guerra marcaba un nuevo récord en las pro­ porciones de la Armada británica, estableciendo para la siguiente genera­ ción un nuevo objetivo a batir, que era posible superar gracias al aumento de la prosperidad del país, sobre todo en cuanto al crecimiento' de la población y al desarrollo de su marina mercante. En 1762, la Armada bri­ tánica contaba con unos 300 barcos (141 navios de línea) en servicio activo y unos 80.000 hombres. El gigantesco tamaño de los principales navios y el enorme gasto que requerían su construcción, mantenimiento y tripulación tuvo consecuen­ cias semejantes a las que ocasionó el crecimiento de los ejércitos de las grandes potencias. Tendieron a aumentar las diferencias existentes entre potencias de primer y segundo orden. Perdieron importancia algunas de las principales potencias navales de décadas anteriores, como Portugal, Suecia, las Provincias Unidas y Venecia. La flota de guerra sueca llegó a contar con 34 navios de línea en 1697, pero a fines de 1710 estaba prácti­ camente deshecha. La falta de dinero para la construcción de nuevos bar­ cos y la escasez de hombres para tripularlos hizo que el número de barcos disponibles siguiera siendo exiguo. Al igual que sucedía con su ejército, Suecia ya no podía salir airosa de un enfrentamiento directo con Rusia. No obstante, el desarrollo titubeante, pero notable, de esta última como potencia naval apenas tuvo repercusiones en el ámbito oceánico. La expedición de una flota rusa desde el Báltico al Mediterráneo, donde derrotó a la armada turca en Chesmé (1770), requirió la asistencia de los británicos. Pero tanto en el Mar Báltico como en el Mar Negro, Rusia se convirtió en una formidable potencia naval, que en 1785 disponía de una fuerza combinada de 49 navios de línea. 393

Las flotas de guerra reflejaban de forma muy directa muchos de los problemas que debía afrontar el mando militar en esta época. La dificul­ tad de conseguir provisiones en alta mar hizo que la logística se convir­ tiese en uno de los problemas más graves. Las deserciones podían poner en peligro la capacidad operativa de los navios. La corta vida de los buques pone de relieve el acuciante problema del armamento de la época. La administración naval solía ser demasiado rígida y bastante ineficaz. En la década de 1750, los navios británicos se construían y equipaban sin orden ni concierto, y su construcción no incluía la provisión del arma­ mento. El Mando de la Armada se oponía a la introducción de innovacio­ nes en el trabajo de los astilleros. Un informe realizado en 1759 sugería que se pagase más a sus trabajadores para compensarles por su derecho a llevarse madera para leña, porque cuando se trató de suprimir semejante privilegio estalló un motín en Chatham en 1756, al que siguieron diver­ sos disturbios en muchos otros astilleros, y no se pudo hacer nada. Aun así, sería ridículo negar los logros que experimentó la administración del siglo XVIII. Pese a los problemas de almacenaje, el porcentaje de los suministros que se echaron a perder en los navios de la flota británica durante la Guerra de los Siete Años no llegaron a superar el 0,01% . En 1782, las raciones necesarias para mantener a los 72.000 hombres desti­ nados en Norteamérica procedían de las Islas Británicas. Las levas de enganche eran un sistema de reclutamiento más barato, sencillo y flexi­ ble, pese a los problemas que también conllevaba. Como vemos, las ope­ raciones navales revelan muchos de los logros y limitaciones de los gobiernos y las sociedades de la época. En cuál de ellos se puede poner más énfasis, debe ser en parte una cuestión subjetiva. Aunque en 1762 un grupo de navios de guerra británicos contribuyó a arrebatar Manila a los españoles, una ciudad situada en el otro extremo del Mundo, seguían estando a merced del mar y los vientos. Y aunque fuera posible marinar, equipar y abastecer a grandes escuadras, en 1740 el tifus se cebó en la Armada británica y en 1741-43 la Armada sueca quedó fuera de combate por varias epidemias graves, que se originaron en gran parte por las con­ diciones insalubres en que vivía la marinería y el pésimo estado de sus provisiones. Este tipo de problemas hacía que resultase más imprevisible la suerte de las cuestiones militares y más caprichosa la evolución de la situación internacional.

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CAPÍTULO XII

EL GOBIERNO Y LA ADMINISTRACIÓN

La naturaleza de los gobiernos de este período, sus objetivos y sus logros pueden valorarse desde diversos enfoques. La mayor parte de los estudios realizados al respecto ha girado en torno a la noción de Despo­ tismo Ilustrado, que en ocasiones también recibe el nombre de Absolutis­ mo Ilustrado. De acuerdo con esta interpretación, muchos gobiernos, sobre todo en la segunda mitad del siglo XVIII, se vieron influidos en la formulación y puesta en práctica de sus principios por ideas relacionadas con el pensamiento ilustrado y la acción de gobierno se convirtió en el instrumento de aplicación del programa de la Ilustración. La validez de semejante interpretación ha sido objeto de un amplio debate, lo cual no resulta extraño si se tiene en cuenta que la naturaleza de los gobiernos de la época comparte la misma ambigüedad e imprecisión que caracteriza a la noción de Ilustración. Además, a veces se emplea el término Despotis­ mo Ilustrado para hacer referencia a estados o gobiernos que en cierta forma se hallaban al margen de los condicionantes sociales y actuaban por encima de ellos. Esta interpretación, que suele adoptarse con bastante frecuencia, tiende a presentar una relación antagónica entre el gobierno y la sociedad y trata de explicar así la disparidad que se aprecia entre- las políticas propuestas y su aplicación. El debate en torno al Despotismo Ilustrado suele centrarse en dos cuestiones: hasta qué punto los gobiernos se hallaban imbuidos de las ideas de la Ilustración y en qué medida eran las exigencias fiscales que demandaban los preparativos militares, junto con los costes y deudas que generaban los conflictos bélicos, los que proporcionaban el principal impulso a la acción de los gobiernos. Esta última cuestión no permitía presentar a la tarea de gobernar como una simple elección dentro de una variada gama de posibilidades. Puede entenderse mejor cómo fueron los gobiernos de la época analizando los problemas a los que debían hacer frente y su limitada capacidad ejecutiva. Pero es preciso tener en cuenta que sus miembros no se hallaban al margen de las consideraciones socia­ les y que su administración no constituía una fuerza unida en pos de un 395

objetivo común. En el siglo XVIII el economista francés Gournay acuñó el término burocracia, pero los gobiernos de entonces no se caracteriza­ ban por el carácter o los métodos que hoy en día consideramos como pro­ pios de él. Y si bien el patronazgo y el clientelismo, los feudos departa­ mentales y la corrupción desempeñan un papel muy relevante en los gobiernos actuales, estos fenómenos fueron aún mucho más importantes en el siglo XVIII. La complejidad que presentaba la concepción de los gobiernos en esta época era tal, que ceñirse exclusivamente a la estructura de su administra­ ción y a sus oficiales resulta insuficiente. El servicio al soberano no com­ petía solamente a los oficiales, sino que las tareas de gobierno formaban parte de las funciones y privilegios de un gran número de individuos e instituciones, que se guiaban por sus propias ideas y convicciones, ya fue­ ran conservadoras o reformistas. Esto podía representar un problema polí­ tico para el gobierno central en el caso de que no quisiesen cooperar, pero también podía ampliar considerablemente el alcance de sus disposiciones. Esta relación podría describirse mejor, si en lugar de considerarla de una forma antagónica y conflictiva, se concibe como un modelo constante de claridad y compromiso, que se hallaba estrechamente vinculado a la noción del “Buen Gobierno” de una monarquía. Esta interpretación se ha visto reforzada por la revalorización del Absolutismo, con el que se suelen describir los métodos de gobierno y las aspiraciones de la mayoría de los estados monárquicos de fines del siglo XVII y principios del x v iii . Hasta hace poco, se consideraba a estos esta­ dos como entidades poderosas que se caracterizaban por el protagonismo de monarcas que dirigían personalmente la política sin precisar del con­ sentimiento de asambleas representativas, por gobiernos centrales que tra­ taban de monopolizar el poder y doblegar a quienes se oponían a sus directrices, y por el desarrollo de instituciones centralizadas -tales como los tribunales supremos-, de un ejército permanente y de la burocracia. Pero si se observa con detenimiento la práctica de gobierno de los estados europeos de principios del siglo XVIll, veremos que semejante apreciación resulta errónea. El poder de los gobernantes se hallaba limitado por tres aspectos importantes: la resistencia a las demandas del gobierno central; la falta de un control eficaz de los soberanos sobre las tareas de gobierno; y las actitudes que limitaban el propio ámbito de la autoridad monárquica. El primero de estos factores parece evidente. El principio de obediencia a la autoridad se encontraba mediatizado por las diversas instancias que reclamaban obediencia y, sobre todo, por la determinación inquebrantable de conservar los privilegios locales, que contribuían a que se prefiriese respetar la autoridad de una institución local a la de un soberano distante. Esta tendencia se acentuó progresivamente ante el fracaso del dinastismo en su intento de proporcionar un soporte ideológico para lograr una uni­ dad política comparable a la que proporcionaría el nacionalismo en los siglos siguientes. El número de funcionarios cualificados, normalmente era bastante escaso, las comunicaciones eran deficientes, la mayoría de los gobiernos disponían de recursos económicos insuficientes y, en una era pre-estadística como ésta, resultaba difícil obtener la información necesaria. 396

Por lo tanto, la forma más eficaz de gobernar era cooperando con quie­ nes detentaban el poder social y con las instituciones que tenían autoridad en el ámbito local. Tras la fachada del poder, con sus imponentes palacios edificados al estilo de Versalles y sus grandes ejércitos, los monarcas dependían básicamente del apoyo de multitud de instituciones locales y procuraban congeniar con los poderosos más influyentes. Esto era lo que sucedía sobre todo en los estados más grandes. El énfasis que se ha puesto en el uso ,que Luis XIV hizo de los Intendentes, que representaban al gobierno central en las provincias, puede que oculte el hecho de que éstos se veían obligados a cooperar con las instituciones regionales, tales como los parlements provinciales, y que la mayor parte del poder seguía estando en manos de los gobernadores de provincia, que solían ser destacados aristócratas. El ámbito de acción del gobierno prusiano no comprendía los señoríos de la alta nobleza. En la práctica, el absolutismo tendía a buscar medios para persuadir a la nobleza de que gobernase de acuerdo con los intereses del soberano, y esto constituye un objetivo muy poco novedoso. Las connotaciones que se atribuyen al término absolutismo resultan apro­ piadas tan sólo en estados pequeños, como Dinamarca, Saboya-Piamonte y Portugal, en donde soberanos fuertes como Víctor Amadeo II podían supervisar las tareas de gobierno personalmente y con mayor facilidad. Aun así, encontraban considerables dificultades para superar el faccionalismo en el seno de la burocracia e inculcar nociones tales como el servicio al Estado y la eficacia en la administración. Además, la declarada hostilidad que había en la mayor parte de Europa contra la idea de despo­ tismo y las convenciones en torno a lo que se consideraba aceptable dentro del comportamiento de los monarcas, limitaba las posibilidades de acción de los soberanos imponiendo modelos restrictivos basados en el consen­ timiento, aunque éste se expresase a través de diversas fórmulas constitu­ cionales. Se creía que el poder monárquico llegaría a actuar en contra de la legalidad y la tradición heredadas, y esto hizo que las nuevas iniciati­ vas entrañaran considerables riesgos políticos y resultasen difíciles de implantar en la administración. A partir de los problemas a los que debían enfrentarse los soberanos de la época y teniendo en cuenta el carácter cooperativo de su forma de gobernar pueden valorarse mejor las iniciativas de gobierno que adopta­ ron, si bien podría cuestionarse hasta qué punto estas iniciativas deberían ser consideradas como verdaderas reformas. En los círculos intelectuales y gubernamentales se hallaba bastante extendido un deseo de transformar las instituciones y muchas costumbres sociales, que podía comprender desde medidas para cambiar algunos convencionalismos sociales como la sensación de que relacionarse con determinadas actividades económicas era impropio de la condición nobiliaria, hasta tratar de crear un sistema administrativo más eficiente. Semejantes aspiraciones de reforma consti­ tuían sin duda algo novedoso entonces, por ello, muchos preferían volver su vista atrás prefiriendo un estado bien ordenado bajo los principios del mercantilismo, que ya les había permitido mantenerse bien atrincherados en los círculos gubernamentales durante la centuria precedente. Aunque suele presentarse a quienes se oponían a las reformas como egoístas que sólo atendían a su propio interés y eran incapaces de apreciar los intere­ 397

ses comunes de la sociedad, esta interpretación no tiene en cuenta las ambigüedades que se advierten en tales reformas. En lugar de que el pro­ ceso de reforma constituyese el vértice del Estado moderno, la mayoría de sus organismos administrativos no sólo no eran eficaces, sino que encarnaban a las detracciones fiscales más recientes e impopulares y a las innovaciones introducidas en las costumbres sociales y en la práctica de gobierno que solían ser más perjudiciales para los intereses y las necesi­ dades del ámbito local. En parte, a consecuencia de esto, las reformas solían ser impopulares e ineficaces, y la reiteración en el contenido de las leyes es una prueba de su fracaso. Por ello, las tareas de gobierno siem­ pre tenían una dimensión política, incluso en estados cuya estructura constitucional parecía dejar un limitado margen para la iniciativa políti­ ca. El papel que desempeñaban el patronazgo y el faccionalismo en los gobiernos, las características propias de la práctica administrativa y la importancia de la administración en la distribución de la riqueza que pro­ porcionaban los impuestos acabaron erosionando las barreras conceptua­ les existentes entre gobierno y política, y obligaron a los gobiernos a ejercer una constante supervisión sobre sus gobernantes. Por lo general, el monarca era la única persona que podía dirimir las disputas internas. La asimilación entre gobierno y política dependía del grado de superposi­ ción o combinación que hubiese entre los poderes administrativo, políti­ co y judicial. Los gobiernos procuraban tanto legislar como administrar justicia, pues no se consideraba que ambas acciones debiesen ser inde­ pendientes, sino que estaban estrechamente relacionadas, de manera que se legislaba a partir de las propias decisiones judiciales y se administraba justicia a través de los organismos judiciales. La naturaleza de los gobier­ nos de esta época, sobre todo en cuanto a sus costes y beneficios políti­ cos, puede ayudarnos a entender por qué aquello que podría parecemos un problema o un abuso administrativo, que era susceptible de resolverse con una reforma y un remedio, solía constituir un rasgo propio de la forma de gobernar. E l o r d e n p ú b l ic o , l a d e l in c u e n c i a y l a s l e y e s

El gobierno debía asumir la protección de la población y de sus pro­ piedades, administrar la justicia y acabar con el desorden. En su corona­ ción, los monarcas juraban hacerlo y tanto las instituciones del gobierno central como las del gobierno local tenían que controlar el delito y hacer cumplir la ley. En muchas regiones el crimen organizado era el problema de orden público más grave y su represión solía ser brutal. Se tendía a preferir el efecto disuasorio de las ejecuciones o los castigos corporales, en lugar del encarcelamiento, porque este método más caro parecía más conveniente para los inculpados en condenas de carácter civil, sobre todo por deudas. Los relatos de viajeros todavía suelen hacer referencia a los cuerpos de criminales que aparecían expuestos en las plazas públicas. Resulta difícil valorar el grado de delincuencia que había en la época, y no tan sólo por la imposibilidad de conocer la variación que ofrecía el porcentaje de delitos denunciados. Se ha comprobado, por ejemplo, que 398

en el Suroeste de Francia existía un índice de denuncias muy bajo. Los contemporáneos creían firmemente que la delincuencia no era un fenó­ meno irreductible, por ello trataban de erradicarla, como puede verse en medidas tales como la campaña emprendida en Hamburgo en 1784 con­ tra los salteadores de caminos. El número de delitos tendía a aumentar al término de los conflictos armados, probablemente porque se desmovili­ zaba a hombres armados acostumbrados a la lucha que no habían recibi­ do íntegramente su paga y debían incorporarse a un mercado de trabajo en el que el desempleo y la subcontratación eran crónicos. Tras la Guerra de Sucesión Española, el bandolerismo se convirtió en el problema de orden público más grave en España. Determinadas regiones del continen­ te europeo destacaban por la importancia que había adquirido la delin­ cuencia organizada. Por lo general, se trataba de zonas en las había poca vigilancia, situadas en tierras inhóspitas y sobre todo en regiones monta­ ñosas en las que resultaba provechoso el contrabando. El célebre bando­ lero Louis Mandrin operaba en la frontera entre Saboya y Francia, antes de ser aprehendido por los franceses en territorio saboyano y ejecutado. En 1767, los contrabandistas de sal plagaban el Ducado de Parma. El bandolerismo era un fenómeno constante en muchas áreas rurales de Calabria, Apulia, Sicilia y el Ducado de Jülich, pero su grado de intensi­ dad tendía a variar. Sería erróneo afirmar que el bandolerismo era un pro­ blema propio de zonas alejadas y marginales, puesto que la mayoría de las carreteras principales también se veían afectadas, como sucedía por ejemplo en Austria en 1776. Asimismo, también sería una equivocación pensar que toda la población vivía atemorizada por los delincuentes. En 1781, el Ministro de Asuntos Exteriores bávaro afirmó que las informa­ ciones publicadas por la prensa holandesa en relación con la delincuencia en el Electorado de Baviera eran exageradas, pues sólo se había produci­ do un asalto en una carretera durante los nueve primeros meses del año y que sólo se había ejecutado a once salteadores. A los gobiernos les preocupaba mucho más el bandolerismo y el crimen organizado a gran escala, que los delitos violentos individuales o los atenta­ dos contra la propiedad privada. Para reprimirlos solía emplear policías y unidades militares. Las iniciativas legales encaminadas a cambiar determi­ nados aspectos del comportamiento social, como la prohibición de llevar armas que impuso Víctor Amadeo II en Sicilia, apenas llegaban a aplicarse. Por lo general, las fuerzas de policía eran bastante reducidas. La mayoría de los vigilantes y guardas eran contratados aparte por las ciudades o las parro­ quias rurales, pero su dedicación era a tiempo parcial, iban mal armados y no podían hacer frente a grandes oleadas de delincuencia. Las fuerzas con que contaba la policía central también eran exiguas. La maréchaussée fran­ cesa estaba integrada sólo por unos 3.000 hombres. Podía resultar útil para hacer cumplir la ley en el ámbito rural, pero era incapaz de conseguir avan­ ces notables en aspectos tales como el control y la vigilancia de los vaga­ bundos. En Guyena y Auvemia, se ha atribuido a la falta de personal, fon­ dos e información, el escaso control que había sobre la delicuencia en el ámbito rural. En la generalité de Limoges en l i l i había solamente 250 hombres al servicio de la nicirechciiisscc y una compañía de soldados impe­ didos disponibles para actuar en labores policiales. 399

En Rusia, la presencia de un bandolerismo endémico tanto en las ciu­ dades como en las zonas rurales se veía favorecida por la insuficiencia de las fuerzas de policía. En 1722, Pedro I tuvo que reforzar los efectivos policiales de Moscú con tropas. No existía una policía de ámbito nacional. Aunque en 1762 Pedro III puso al Jefe de Policía de San Petersburgo a cargo de todas las fuerzas policiales, en 1764 Catalina II volvió a dejarlas bajo el control de los gobernadores provinciales. Tam­ poco en las grandes ciudades era satisfactoria la labor de la policía. Así, cuando se acusó de corrupción a la policía de Novgorod, Jakob Sievers, que fue Gobernador Provincial entre 1764 y 1781, la atribuyó a sus bajos salarios y a la falta de una organización eficaz y de subordinación a la autoridad superior. Las zonas rurales tenían que luchar contra la delin­ cuencia por sus propios medios. La remodelación de la administración local llevada a cabo por Catalina II en 1775 asignó las responsabilidades propias de la policía rural a comisarios territoriales, que eran nobles ele­ gidos por los hombres de su misma condición social. Hubo diversas tendencias hacia la creación de un sistema policial centralizado y más eficaz. El Emperador José II procuró transferir al gobierno central parte del control que ejercían al respecto los ayunta­ mientos, y el gobierno dé Baviera trató de organizar una nueva policía en la década de 1780. En Turín, la policía controlaba atentamente las reu­ niones, las tabernas y los movimientos de los extranjeros. Si bien en Inglaterra seguían siendo fuerzas de carácter local las que se encargaban de luchar contra la delincuencia, también se adoptaron nuevas iniciativas. Un enérgico juez de paz, llamado John Fielding, organizó patrullas de policía a caballo en Londres y sus alrededores en los años 1750. En 1785 se presentó en el Parlamento un proyecto de ley para la creación de una fuerza de policía única y centralizada para Londres, en lugar del sistema de guardias locales, policías y vigilantes parroquiales. Aunque fue recha­ zado, ante el temor a que pudiese atentar contra determinadas libertades y la oposición de muchos intereses locales, al año siguiente el parlamento irlandés aprobó una disposición semejante para la ciudad de Dublín. Los intereses corporativos se opusieron sin éxito a la implantación de esta nueva fuerza policial unificada, que se financió con la introducción de un nuevo impuesto y recibió armas, en contra de lo que era habitual entre los vigilantes parroquiales. El tratamiento que se daba a los delincuentes sospechosos, una vez aprehendidos, variaba considerablemente. Se preferían la pena de muerte, los castigos corporales o la deportación al encarcelamiento. Muchos delincuentes británicos eran enviados a América como sirvientes. Y en Francia e Italia se convertían en remeros para las galeras. A veces, se ofrecía a los bandidos la posibilidad de sustituir sus condenas por el ser­ vicio militar, como sucedió en 1755 en Génova. Se consideraba esencial el efecto disuasorio que tenía el empleo de la fuerza. Por ello, los casti­ gos eran públicos, se exponía a los delincuentes apresados en la picota o, como se hacía en Rusia, se los volvía a traer a la escena del crimen para azotarlos. Los castigos corporales solían ser muy duros. En Bruselas se prefería dar los azotes con varas. En Rusia se implantó la pena de muerte durante la década de 1730 para castigar los crímenes contra el Estado y 400

los delitos graves, entre los que se incluían el asesinato, la violación, los incendios provocados, la falsificación de moneda, la malversación de fondos estatales, reincidencia en el robo por cuarta vez, el ocultamiento a los padrones fiscales y la conversión de los rusos ortodoxos a otra reli­ gión. Se han podido advertir diversos síntomas que apuntan hacia actitudes menos crueles en la aplicación de la justicia. Aunque en Inglaterra aumentó considerablemente el número de delitos que se castigaban con la pena de muerte, el número de ajusticiados en la horca en Londres a fines del siglo XVIII fue bastante menor que a principios del XVII. Hacia 1750 cambió de forma notable el carácter público y la severidad de las penas capitales en Amsterdam, y se conocen casos en los que se conmu­ taron por penas de cárcel. No obstante, a los pocos delincuentes que eran apresados en Toulouse se les trataba con gran severidad. Se castigaba de forma ejemplar a los sirvientes que cometían crímenes, marcándolos con hierros candentes y enviándolos a galeras. Parece que las nuevas ideas a favor de la tolerancia y un trato más humano apenas influyeron en la forma en que se aplicaba la ley en una ciudad en la que el asesinato y los incendios provocados estaban a la orden del día. Un cambio muy importante fue la abolición o, al menos, la disminu­ ción en gran parte de Europa del uso de la tortura como método para determinar la culpabilidad. Muchos escritores, entre los que cabría desta­ car a Voltaire y al italiano Cesare Beccaria, cuya obra De los delitos y las penas apareció publicada en 1764, denunciaron abiertamente la falta de fiabilidad para averiguar la verdad que conllevaban estos métodos y su crueldad. Christian Thomasius, catedrático de jurisprudencia en la Uni­ versidad de Halle (1690-1728), defendió la abolición de los juicios contra los casos de brujería y de la tortura y promovió el desarrollo de leyes basadas en la razón. El uso de la tortura judicial se suprimió en Suecia, Prusia, Sajonia, Dinamarca, los dominios de los Habsburgo y Francia entre 1734 y 1788. Aunque por una parte esta decisión era reflejo de diversos avances técnicos introducidos en el procedimiento judicial, que sobre todo empezaron a restar importancia a las confesiones de los deli­ tos y a confiar más en las pruebas circunstanciales, por otra parte, tam­ bién parece que estuvo relacionada con un mayor rechazo moral de la tortura. En 1764, Kaunitz propuso al Conde Cobenzl, Primer Ministro de los Países Bajos Austríacos, “la abolición de dos de nuestras leyes pe­ nales de las que la Humanidad se ha quejado durante varios siglos en todos los estados de Europa: el empleo de la tortura y la marca a fuego de los reos... Ambas dan muestra del poco aprecio que han tenido los legis­ ladores por la vida humana. Es posible corregirlas antes de que uno se vea obligado a quebrantarlas. Una labor provechosa en prisiones podría sustituir a la práctica de marcar a los reos. Y otro tipo de procedimientos judiciales podrían reemplazar al método basado en la tortura”1. 1 Dfc BOOM, G., Les M inistres Píénipotentiaires dcins les Pays-Bas Autrichiens (1932), pp. 239-40.

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Aun así, debemos advertir que también hubo una importante resis­ tencia a la introducción de tales cambios.-La sugerencia hecha por Kau­ nitz no recibió una respuesta oficial hasta 1766, en que el Gran Consejo decidió mantener su respaldo a la tortura y las marcas a fuego. En 1771, este consejo volvió a insistir en que la tortura era un procedimiento necesario. Muchos de los diputados elegidos en Rusia en 1767 para for­ mar parte de la Comisión Legislativa consideraban la tortura como un instrumento de disuasión esencial y como un medio válido para obtener confesiones de los criminales. Celosa de la inmunidad que disfrutaba ante la tortura y los castigos corporales, la nobleza rusa no quería que este privilegio se extendiese a otros estamentos. Los parlements france­ ses lograron evitar que se aboliese la tortura hasta la década de 1780. En 1780 se abolió el uso de la tortura para obtener una confesión y su uso para averiguar los nombres de otros cómplices en 1788. Los intentos de abolir la tortura promovidos en Lombardía bajo el reinado de María Teresa no prosperaron, y el proceso consultivo que precedió a su aboli­ ción en la mayoría de los dominios de los Habsburgo en 1776, pusieron de manifiesto que los gobiernos provinciales de la Alta y Baja Austria, Bohemia y Moravia y el Tribunal Supremo respaldaban el uso de la tor­ tura. En Rusia y España no quedó abolida hasta principios del siglo XIX. Hasta cierto punto la práctica de la tortura obedecía a la limitada validez de las labores de investigación de los delitos graves, a la influen­ cia que seguían teniendo los precedentes legales y a una mentalidad en la que el uso del tormento para averiguar la verdad se consideraba fiable y acertado. Sin embargo, la mayoría de los delitos no se incluían dentro de esta categoría tan grave, y es posible que la mayor parte de la población, formada sobre todo por campesinos, solventase sus propios problemas sin recurrir a las instituciones judiciales. Además, en gran parte de Europa la autoridad jurídica en muchos casos no recaía en los tribunales reales, sino en individuos o instituciones que disfrutaban de poderes jurisdiccionales por virtud de los cargos que desempeñaban o merced a determinados privilegios. En múltiples regiones seguía siendo muy importante la presencia de la justicia señorial, y numerosas corporaciones privilegiadas, tales como los ayuntamientos o los gremios, también goza­ ban de ciertos poderes jurisdiccionales, que reforzaban su autoridad y podían suponer una valiosa fuente de ingresos. En la mayor parte del continente europeo, la autoridad judicial de la corona en primera instan­ cia se limitaba a determinados lugares, como las carreteras principales, y a determinados delitos, como el de traición, y en grado de apelación en casos específicos. Por ello, en la región de Sarlat situada en el Suroeste de Francia, los casos de robo eran competencia de los tribunales señoria­ les y en las sentencias dictadas en las décadas de 1760, 1770 y 1780 siguieron guardándose las prácticas tradicionales en cuanto a la compen­ sación y la reconciliación entre las partes. Resulta difícil valorar la efica­ cia que tenían tanto los tribunales reales como los privados. Los pleitos civiles podían ser lentos y caros, debido a los honorarios que debían satisfacer los litigantes a los funcionarios, tal como era costumbre en la administración del Antiguo Régimen, ya fuese real, eclesiástica, señorial o corporativa. Y aunque esta forma de remuneración permitía que parte 402

del coste de las instituciones recayeran sobre los consumidores, también los desanimaba a llevar sus pleitos a los tribunales. Aun así, tendió a incrementarse la búsqueda de una solución legal a las disputas civiles. En Francia, donde se distinguía entre la Ley, que per­ mitía hacer valer los derechos abstractos, y la mediación, cuyo objetivo era restaurar la armonía en una comunidad, parece que los mediadores empezaron a recurrir cada vez más a los derechos reconocidos por la Ley, y en el Languedoc fueron más los conflictos que se resolvieron en los tribunales y bastantes menos los que lo hicieron de manera informal. Se ha llegado a decir que en Surrey, donde un elevado porcentaje de los procesos judiciales fueron emprendidos por trabajadores y sirvientes, reinó la Ley y estuvo al servicio de todos los grupos sociales. Pero sería erróneo pensar que ias disposiciones dictadas por las instituciones judiciales eran aceptadas de forma general. Las disputas de sangre y las iniciativas llevadas a cabo para imponer determinadas normas de com­ portamiento o para obtener ventajas sociales, eludían el control de las autoridades y prevalecían en muchas regiones. La literatura centrada en el crimen presentaba con tintes heroicos a los delincuentes más célebres, que actuaban como salteadores de caminos o eran líderes bandoleros, como los franceses Mandrin y Louis-Dominique Cartouche. Por otra parte, resulta difícil valorar las actitudes del pueblo tanto respecto a la Ley como a su aplicación. Aunque la concepción de un comportamiento adecuado varía según la posición social y según las regiones, en lugar de considerar a ésta como una causa del antagonismo social, sería más apro­ piado advertir que con frecuencia las concepciones de la elite y del pue­ blo coinciden. Los cambios experimentados en la consideración de lo que era delito también varía de unas regiones a otras. Parece que la inseguri­ dad de la vida material contribuía en parte a favorecer la violencia, así por ejemplo, en Altopascio puede establecerse una relación directa entre los delitos y la situación material del delincuente, de manera que tendían a aumentar en los años de penuria. Existía, por tanto, un equilibrio inesta­ ble entre la lasitud general, y la actividad episódica y la severidad con la que aplicaban la ley unas fuerzas de policía en general débiles,, que en los períodos de escasez debían soportar una gran presión. Hubo diversas iniciativas encaminadas a reformar el sistema judicial. Procuró restringirse y regularse cada vez más el poder y la actividad de los tribunales señoriales. Se codificaron las leyes, pero a un ritmo dema­ siado lento y sólo de forma parcial. En 1686, los Estados Generales sue­ cos autorizaron crear una comisión encargada de la codificación de las leyes suecas, que en su mayoría databan de la Edad Media y resultaban en gran medida inaplicables o eran apenas inteligibles. Pese a contar con el apoyo del rey Carlos XII los progresos hechos por la comisión eran muy lentos, con todo, el jurista Gustav Cronhielm redactó un código pro­ visional en los años 1720, que fue debatido a fondo por los Estados Generales en 1731 y 1734. Este definitivo Código de 1734 ha servido de base para el desarrollo de la legislación sueca actual. En Suecia, como en el resto del Continente, este proceso de codifica­ ción legal fue anterior al surgimiento de la Ilustración y se debió a la confusión que había en el cuerpo de leyes vigente. Con el propósito de 403

lograr mayor claridad, muchos juristas rechazaron la idea de que las leyes del pasado tenían un carácter sacrosanto y presionaron para que se elaborase un código legal acorde con el desarrollo de la sociedad, alejado ante todo de ese papel disciplinario que había fomentado la Iglesia, y que pudiera emplearse para orientar dicho desarrollo. En las jurisprudencias holandesa y napolitana, se modificó la noción de Derecho Natural, consi­ derándose al Derecho como una ciencia “newtoniana” de la naturaleza humana, cuyo objetivo sería determinar lo que debe producir forzosa­ mente las leyes, la moral y las normas. Muchos escritores, que tradicio­ nalmente suelen incluirse entre los intelectuales de la Ilustración, estaban convencidos de que las disposiciones judiciales desempeñaban un papel creativo en la vida social, y llegaron a concebir un ideal legislativo y judicial que debía reemplazar a los preceptos y prácticas tradicionales con lo que ellos interpretaban como un sistema ejemplar y lógico. Quedó de manifiesto que semejantes nociones eran demasiado ambi­ ciosas. Luis XIV nunca trató de llevar a cabo una reforma profunda del sistema legal y Francia mantuvo a lo largo del siglo XVIII varios sistemas legales diferentes. En la segunda mitad de esta centuria empezó a desa­ rrollarse un proceso de codificación y reforma judicial. Varios escritores, que reflexionaban a partir de principios básicos, eran partidarios de la existencia de jurisdicciones igualitarias, de una jerarquía de tribunales simplificada, de procedimientos legales más eficaces, de un único código lesgislativo más racional, y de la abolición de la venta de oficios y del pago de las prebendas tradicionales, que eran aspectos esenciales en las instituciones judiciales francesas. En 1771, el Canciller Maupeou intro­ dujo importantes cambios. Estableció nuevos tribunales en seis ciudades ubicadas dentro de la jurisdición del viejo Parlement de París, con poder decisorio sobre casos que hasta entonces debían ser juzgados en la ca­ pital. También se establecieron tribunales supremos en Normandía y Languedoc. La creación de estos conseils supérieurs representaban un intento de formar áreas jurisdiccionales más equilibradas. Tanto en estos conseils como en los parlements remodelados, Maupeou no consintió la venta de oficios, pero sí en los tribunales inferiores. Los jueces recibían salarios en lugar de las tradicionales prebendas. Pronto se lanzaron críti­ cas contra los nuevos tribunales, tachándolos de corruptos e incompe­ tentes, pero fueron sobre todo los cambios políticos que siguieron al ascenso al trono de Luis XVI en 1774 los que propiciaron la revocación de semejantes reformas y la dimisión de Maupeou. Aunque ya no se pro­ ducirían cambios fundamentales en el sistema judicial francés hasta el advenimiento de la Revolución, en que se abolieron los parlements y se codificaron las leyes, en 1786-87 se reformó el derecho penal y se intro­ dujeron ciertas reformas judiciales. En muchos otros países los cambios en su sistema judicial también fueron bastante limitados. En 1735 fracasó un intento de reforma de los tribunales napolitanos, y también las iniciativas emprendidas en la déca­ da de 1740 para conseguir una codificación legal única. En los principa­ dos danubianos se trató en varias ocasiones de codificar las leyes locales. En Polonia, en donde, debido a la falta de organismos gubernamentales que aplicasen las leyes, eran los propios demandantes quienes debían 404

hacer cumplir los veredictos, el pago de “compensaciones económicas” siguió siendo la forma habitual de solucionar los casos de asaltos y asesi­ natos hasta que se introdujeron diversos cambios en 1764, y durante la segunda mitad del siglo xvill tendió a aumentar el interés por la elabora­ ción de un código legal único. Los nobles de las provincias milanesas anexionadas por Víctor Amadeo II se negaron a prestar servicio en su ejército, cuando él trató de aplicarles las leyes del Piamonte. Seguía habiendo además diferencias entre los sistemas legales del Piamonte y Saboya. Del mismo modo, tras la conquista de Federico II, el derecho común prusiano sólo tuvo una validez limitada en Silesia. En 1745, se encargó a Pompeo Neri que revisara el código legislativo toscano, y aun­ que en el informe que realizó en 1747 propuso la reorganización de sus leyes, su iniciativa fue totalmente rechazada. En otras partes, se aprecian cambios más notables. Las victorias militares obtenidas por Felipe V le permitieron introducir una importan­ te transformación en el sistema legal español. En 1707, fueron abolidos los privilegios políticos de los reinos de Aragón y Valencia, se introdujo en ellos el derecho castellano y se establecieron Tribunales Supremos siguiendo el modelo de Castilla. En 1715 se creó un Tribunal Supremo en Mallorca y en 1718 quedó abolido el derecho civil mallorquín. En 1716 los Decretos de Nueva Planta prohibieron el uso de la lengua cata­ lana en la administración y en los tribunales de justicia de Cataluña. Los usos y costumbres catalanes quedaron también abolidos y se introdu­ jeron el derecho y la práctica legal castellanos. Pero estas disposiciones no llegaron a implantarse de tal forma que pudieran llegar a alcanzar una normalización. En 1711 y 1716 se decidió que los casos civiles ara­ goneses y valencianos no tenían que ser juzgados de acuerdo con el derecho castellano a menos que interviniese en ellos la corona. Los Decretos de Nueva Planta estipularon que el Derecho catalán debería limitarse a los asuntos relacionados con la familia, la propiedad y los derechos individuales. El Derecho Civil y Mercantil siguió siendo exclu­ sivamente catalán y hasta principios del siglo XIX también conservó su vigencia el Derecho Penal catalán. En Navarra y en el País Vasco se pre­ servaron las leyes y tribunales locales. Su potencia militar también per­ mitió a los austríacos cambiar el sistema jurídico de la Pequeña Valaquia, que ellos gobernaron entre 1718 y 1739, limitando los derechos que gozaban la nobleza y el clero, e introduciendo nuevas disposiciones sobre los servicios de trabajo. En otros dominios de los Habsburgo no tuvieron éxito los intentos llevados a cabo para introducir importantes cambios judiciales durante las primeras décadas del siglo XVIII. José I creó algu­ nas comisiones para codificar, revisar y unificar las leyes estatutarias de Moravia y Bohemia. Estas comisiones, que actuaron sobre todo en los años 1709-10 y a principios de la década de 1720, estaban integradas por miembros de los Estados Generales. Redactaron solamente una de las nueve secciones concebidas en el nuevo código legal, la que concernía al derecho constitucional, poniendo énfasis en los derechos y privilegios de los propios Estados Generales. En realidad, no hubo cambios importantes hasta el reinado de María Teresa. En 1747, Gabriele Verri volvió a redactar el código legislativo 405

milanés y dos años después se abolieron las Chancillerias de Austria y Bohemia. Se separaron las funciones judiciales y administrativas del gobierno central, y se introdujeron cambios semejantes en los gobiernos de las proviricias, sustituyendo los Senados de Justicia por tribunales de apelación dependientes del Departamento de Justicia. En Badén no se llevó a cabo una separación semejante hasta 1790, con la creación de una judicatura independiente. En 1749 los cambios introducidos en el sistema judicial austríaco facilitaron el proceso de codificación legal. La codifi­ cación del derecho civil empezó a realizarse en 1753, porque se prefirió coordinar el conjunto de leyes provinciales existentes y completarlas, cuando fuera necesario, con el Derecho Natural, en lugar de introducir un sistema legal completamente nuevo basado sólo en la razón. Esta codifi­ cación no se terminó hasta 1811. Siguieron conservándose muchas de las prácticas tradicionales, y sobre todo los particularismos de cada provin­ cia. En lugar de apoyar la implantación de una legislación común en todos los dominios de María Teresa, el presidente del Departamento de Justicia dijo a la Emperatriz que era más prudente introducir las leyes nuevas en una sola provincia y si tenían éxito podrían ampliarse a las demás. María Teresa mantuvo vigente en Galitzia gran parte del derecho polaco y la organización judicial de los Países Bajos Austríacos conservó intactas sus características esenciales. El segundo hijo de María Teresa, Leopoldo, llevó a cabo importantes reformas en Toscana, donde detentó el título de Gran Duque desde 1765 a 1790 y donde las ideas de Beccaria llegaron a tener gran influencia. Se reformó el sistema de nombramiento de los jueces, se suprimieron las penas de cárcel para los deudores, se instituyó la publicación de los juicios y se introdujeron normas muy precisas para dictar las sentencias e instruir los casos. En 1786, se abolió la pena de muerte y se reconoció el derecho a la defensa del acusado. José II se mostró mucho más partidario que su madre de potenciar la normalización del cuerpo de leyes vigente. En 1784 escribió a Kaunitz: He encontrado en Lombardía importantes mejoras desde mi última visita hace 15 años ... he ordenado al gobernador que averigüe en qué forma podrían adaptarse los principios jurídicos establecidos en las provincias alemanas a las circunstancias locales de allí. Sin duda, el objetivo más importante es mejorar y acelerar la administración de justicia, que ciertamente ha mejorado mucho en Alemania merced a los principios que se han introducido2.

En 1787, se promulgó un código penal basado en el principio de igualdad ante la ley. Redactado de forma clara y concisa, supuso la aboli­ ción de la pena de muerte. Ese mismo año José II intentó reorganizar el sistema judicial de los Países Bajos Austríacos. Durante su visita, pudo advertir que el sistema existente era caótico, pues contaban con unos 699 tribunales diferentes y un excesivo número de abogados. José II deseaba aumentar su eficacia y acabar con las presiones que ejercían los intereses 2BEER, A. (ed.), Joseph II, Leopolcl II uncí Kaunitz...., p. 164.

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particulares. Él personalmente desempeñó un papel decisivo en la implantación de las nuevas reformas, que implicaban la supresión del sis­ tema de la justicia señorial y de los tribunales tradicionales, para reem­ plazarlos por 64 tribunales regionales subordinados a la dirección de un Consejo en Bruselas, cuyos miembros deberían ser elegidos por el propio Emperador. El proyecto no fue bien acogido, porque se consideraba que los planes de reforma de José II infringían principios esenciales de su constitución. El Consejo de Brabante, el órgano judicial más importante de esta provincia, sostenía que José II se había excedidos en su autoridad y no aceptaba como ley el registro de un decreto. Este incidente puso de manifiesto la sensibilidad política que había en muchas cuestiones judi­ ciales, y el papel que desempeñaban la legislación y las instituciones judiciales en la representación y definición de un sentimiento de identi­ dad corporativa, sobre todo en el ámbito provincial. En 1700, Pedro I creó una comisión para codificar el derecho ruso. El manifiesto que acompañaba a esta decisión, declaraba que “la adminis­ tración de justicia en el reino moscovita debería ser igual en todos los casos para todas las personas de cualquier condición social que sean, desde la más alta hasta la más baja”. Sin embargo, los trabajos de la comisión no resultaron muy eficaces, como sucedió con las que se crea­ ron en 1714 y 1720. Pedro I aprobó un reglamento detallado para tratar de eliminar el margen de arbitrariedad que había en la administración de justicia, pero su nuevo sistema de tribunales apenas duró. En 1727, se abolieron los tribunales de apelación. Ni Isabel ni Catalina II lograron concretar el proceso de codificación de las leyes rusas, y su administra­ ción se vio obstaculizada por la falta de suficientes funcionarios y jueces capacitados y responsables. No obstante, en las provincias bálticas, las reformas judiciales de Catalina II tuvieron más éxito, sobre todo porque contaba con un mayor número de nobles que estaban acostumbrados a desempeñar un papel mucho más activo en la administración, y porque logró sustituir el derecho consuetudinario local por las leyes del Imperio Ruso. Este proceso de codificación de las leyes y el incremento de la autori­ dad de los gobiernos no implicaron necesariamente una mejora sustancial en la aplicación de la justicia, aunque fuese importante para ello el refor­ zamiento de la autoridad central. Tanto los soberanos como quienes detentaban poderes judiciales podían abusar de ellos. En 1713, Eberhard Ludwig de Württemberg ordenó la ejecución inmediata de dos mujeres de Stuttgart, que habían gritado obscenidades contra él y su amante. Pero el Consejo Privado se negó a interrumpir el curso prescrito por la justicia. El hecho de que en algunas zonas, como en la Renania prusiana, el siste­ ma judicial fuera razonablemente eficaz se debía tanto a la preparación e idiosincrasia de su personal jurídico, como la supervisión que realizaba el gobierno de la provincia. Si se analizan con detenimiento las innovacio­ nes legislativas y administrativas, se puede apreciar que muchos gobier­ nos empezaron a introducir con éxito diversas reformas y que en algunos aspectos cabría hablar de notables mejoras. Así por ejemplo, las reformas ' de los municipios piamonteses permitieron unificar sus códigos legislati­ vos. 407

Aun así, en general parece que sólo se consiguieron éxitos limitados, y se puso de manifiesto que era difícil introducir muchas de estas innova­ ciones. El Código Penal toscano de 1786, basado en ideas más humanita­ rias, consideraba que la recuperación del delincuente para la sociedad debía ser el principal objetivo de la acción penal, pero sólo tuvo una apli­ cación bastante limitada. El Código Penal aprobado por José II en 1787 se abandonó poco después de su muerte. Por otra parte, los retrasos que se producían en la mayoría de los tribunales obligaron a algunos soberanos a recurrir a otras jurisdicciones de carácter extraordinario para lograr sus fines. En Francia, el gobierno central podía verse obstaculizado por la independencia y formalismo de los tribunales o por disputas sobre com­ petencias jurisdiccionales, pese a contar con recursos como la lettre de cachet, con la que podía encarcelar a alguien sin necesidad de un juicio previo. Duramente criticado por algunos escritores, su uso se abandonó gradualmente a mediados de los años 1770, pero contrasta con el carácter engorroso del sistema judicial de la época, que con frecuencia posibilita­ ba la huida de los sospechosos. El tribunal del Prévót del Maréchaussée, con su procedimiento sumario y sin apelación, puso de manifiesto la firme decisión del gobierno de controlar a la población no sedentaria (vagabundos, bandidos y desertores), cuya movilidad suponía un reto para la capacidad operativa de los tribunales ordinarios y la policía local. Las instituciones políticas y judiciales tenían que hacer frente a numerosas dificultades. Tal como súcede con la mayor parte de la admi­ nistración de esta época, pueden señalarse tanto éxitos como fracasos. Aunque, en general, las autoridades seglares eran más eficaces que las eclesiásticas, a las cuales les resultaba difícil mantener la disciplina de los clérigos y feligreses disidentes, también debían afrontar problemas mucho más graves. Pueden extraerse al menos dos conclusiones. En pri­ mer lugar, las instituciones policiales intervenían en casos urgentes o sobre todo violentos y de esta forma tendía a reinar cierto equilibrio que permitía una sensación de paz razonable, pero esto no acabó con los temores de la población ni con la necesidad de preocuparse por la defen­ sa personal, y sobre todo cuando los propios agentes del orden incumplían la ley. Y en segundo lugar, si se tiene en cuenta que se intro­ dujeron cambios en la legislación y la administración judicial desde “fines del siglo XVII (al menos), habrá que buscar otro tipo de explicacio­ nes que no dependan de una influencia directa del racionalisno de la Ilus­ tración o de las consecuencias sociales de la Revolución Industrial”3. Estos cambios ilustran una característica peculiar de los gobiernos del Antiguo Régimen. El interés por conservar las tradiciones y el respeto al pasado se combinan con una disposición favorable al estudio de nuevas iniciativas, muchas de las cuales ya habían sido propuestas o ensayadas anteriormente. Al igual que las circunstancias coyunturales, tampoco el pasado determinaba un único conjunto de opciones. Las instituciones

3BEATTIE, J. M., Crime and the Courts in England 1660-1800 (1986), p. 621.

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judiciales podían responder por sí mismas a los problemas, así por ejem­ plo, se crearon en Inglaterra tribunales de requerimiento para conseguir que la gente pagase sus deudas, en cuanto dejaron de ser rentables los tri­ bunales centrales basados en el derecho consuetudinario. También pudie­ ron tomarse algunas iniciativas importantes, como las que emprendieron la policía de París o los magistrados del Condado de York a principios de los años 1780, que permitieron mayor control y vigilancia sobre el con­ junto de la .población. La eficacia de la policía y la calidad de la actua­ ción de las instituciones judiciales se han convertido en tópicos en nues­ tra visión de la Europa del XVIII, que todavía ocultan muchas de sus deficiencias. Por ello, probablemente se ha prestado poca atención a la capacidad que tenían estas instituciones para desarrollarse por sí mismas y se ha concedido excesiva importancia a cuestiones tales como el con­ trol que ejercían en su jurisdicción y sus intervenciones fuera de ella. Los PROBLEMAS FISCALES Nada es tan perverso como lo es el hombre a la hora de pagar los impuestos, a todos les gusta gastar y sin embargo nadie se muestra dispuesto a aportar los medios necesarios. (Joseph Yorke, Embajador británico en La Haya)4.

En la Europa del siglo XVIII, mucha gente y la mayoría de las institu­ ciones mantenían una situación económica deficitaria. Los campesinos pedían prestados la simiente, el equipo y el dinero para pagar sus rentas e impuestos. Las instituciones solicitaban créditos para pagar impuestos, conseguir determinados privilegios y financiar sus actividades. Pero los intereses que debían satisfacer solían ser bastante elevados. Apulia no fue la única región en la que el aumento de la presión fiscal hundió el frágil sistema de créditos rurales, empeorando considerablemente la situación del campesinado. Y San Petersburgo no fue la única ciudad que no pudo cubrir los gastos que importaba el cumplimiento de sus compromisos legales. En 1724-27, es decir, durante los cuatro primeros años de recau­ dación del impuesto per cápita creado en Rusia, los atrasos que hubo en el pago de las ciudades ascendieron al 64% de la recaudación prevista. La precariedad de la situación económica del ayuntamiento de Múnich hizo que sólo se comprometiese a construir muy pocos edificios impor­ tantes. Y cuando a mediados de siglo se construyó el Ludwigsbrücke, un puente de piedra que debía sustituir a otro anterior, fue preciso financiar­ lo con préstamos y con un impuesto sobre la cerveza bastante impopular. Algunas instituciones no podían hacer frente a su penosa situación eco­ nómica. La Universidad de St. Andrews vendió uno de sus tres colegios, el de San Leonardo; mientras que otras instituciones e individuos supera­ ban las crisis recurriendo a préstamos gravosos y a un mayor endeuda­ miento. 4BL. Add. 58213, f. 226.

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En todos los casos este endeudamiento no sólo generaba una enorme carga financiera que hipotecaba el futuro inmediato, sino también una considerable pérdida de autonomía en la toma de decisiones. Los estados soberanos solían tener importantes deudas por el gran desfase que había entre sus ingresos y gastos, y porque contaban con una inmejorable posi­ ción para solicitar préstamos de sus propios súbditos o de hombres de negocios extranjeros. El nivel de endeudamiento de algunos estados llegó a ser muy elevado. Las deudas de Augusto II de Sajonia-Polonia alcanza­ ron una cantidad equivalente a los ingresos de unos 35 años. Se ha calculado que en 1747 la mitad de los ingresos del Milanesado estaban empeñados para cubrir los intereses de sus deudas. Los salarios y las pen­ siones que pagaba el gobierno portugués llevaban diez años de atrasos en 1773 y el pago de las pensiones de ese año no se hizo efectivo hasta 1786. En algunos estados, resulta evidente que fueron las presiones gene­ radas por las necesidades financieras de la guerra y su endeudamiento, las principales causantes de sus dificultades fiscales. Los planes previstos para reducir el endeudamiento del Ducado de Holstein se abandonaron en 1752 para destinar estos fondos a gastos militares. El dinero era el nervio de la guerra, y la guerra determinaba la demanda de recursos fis­ cales. Si las tropas españolas que invadieron Nápoles en 1734 tenían la moral alta era porque se les había pagado su soldada a tiempo, de hecho, la deserción que padecían los ejércitos de otros estados solía deberse a la falta de fondos. Los gastos navales de Francia ascendieron de 20 millo­ nes de libras en 1774 a 200 millones en 1778, porque se preparaba para la guerra con Gran Bretaña. No sorprende, por tanto, que la mayoría de las iniciativas encaminadas a cambiar el sistema financiero de los estados se llevasen a cabo en tiempos de guerra. En 1715, el ministro sueco Górtz proyectó un nuevo sistema financiero y la creación de una deuda pública. En 1750 el Ministro de Asuntos Exteriores francés declaraba que, aparte de España, todas las potencias que habían intervenido en la reciente Guerra de Sucesión Austríaca habían tenido que mantener sus políticas impositivas de guerra apara poder hacer frente a su endeuda­ miento. Ese mismo año, Carlos Manuel III de Saboya-Piamonte intentó renegociar sus deudas a un tipo de interés más bajo, y en 1749 el Mar­ qués de Ensenada puso en-marcha su iniciativa para sustituir la estructura tradicional de impuestos que había en España por otra basada en contri­ buciones generales. En 1764, Yorke señaló que “si bien el saneamiento de las finanzas parece ser la principal ocupación, todavía no conozco nin­ guna corte que haya podido encontrar un plan que resultase atractivo para el pueblo y lo bastante lucrativo”5. Sin embargo, los problemas financieros de los estados no se debían tan sólo a las exigencias de la guerra y no se proyectaban reformas fiscales únicamente para preparar este tipo de conflictos. Federico II logró evitar, en general, basar su sistema financiero en un déficit sostenido. Y muchos de los gobernantes más endeudados, como los Margraves de Ansbach y 5 BL. Add. 58213, f. 300.

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Bayreuth en la década de 1750 o el Príncipe-Obispo de Freising en la de 1780, apenas participaron en asuntos internacionales o contrajeron gastos militares de consideración. En muchos casos, fue un consumo excesivo, sobre todo en el lujo de la vida cortesana y en obras arquitectónicas, lo que generó este elevado endeudamiento, como sucedió por ejemplo con las finanzas del Electorado de Colonia en la década de 1740 y las de Baviera en los años 1780. Además, el pago de pensiones, concedidas pol­ lo general a cortesanos, podía crear problemas financieros adicionales, como ocurrió en Baviera a principios de los años 1720 o en Saboya-Piamonte a comienzos de la década de 1780. El control de los gastos también representaba un grave problema, puesto que en la mayoría de los estados los mecanismos de control de los presupuestos y la planificación finan­ ciera eran inadecuados. En 1748, Federico II hizo un contraste entre la riqueza de Francia y el desorden que reinaba en ella por la pésima admi­ nistración de sus finanzas. En Rusia, bajo el reinado de Catalina II el Pro­ curador General se encargó de dirigir la recaudación de los impuestos y las tesorerías, pero carecía de medios institucionales suficientes para valo­ rar la conveniencia de los gastos y de influencia política para controlar el aumento de los gastos militares. Siguió quedando al arbitrio de la zarina Catalina II la distribución del presupuesto. En Francia, no existía un banco central, ni había una deuda consolidada o un fondo de ingresos estable y su sistema presupuestario era bastante limitado. Los ingresos también constituían un grave problema. Todos los estados disponían de recursos limitados y su capacidad para aprovecharlos era bas­ tante reducida, pero además el propio sistema económico del siglo XVIII imponía diversas dificultades. Los niveles de productividad y riqueza eran bajos, todas las actividades no estaban integradas en una economía monetaria y la agricultura, que era la principal fuente de riqueza y empleo, sufría importantes variaciones en su rentabilidad. En 1740, el gobierno holandés se opuso a la idea de aumentar los impuestos debido a la miseria que padecía el pueblo llano. El malogro de las cosechas en Francia en 1770 y la crisis económica y financiera que desencadenó hicieron que el gobierno apoyase la reforma del sistema fiscal y tratase de aumentar los impuestos. En la década de 1780, una serie dé malas cosechas en Francia redujeron de forma considerable los ingresos fiscales y acentuaron la crítica si­ tuación de las finanzas de la corona, provocada por el costo de su inter­ vención en la Guerra de Independencia Americana. A pesar de que el sistema económico predominante ocasionó serios problemas financieros, algunos estados tuvieron mejor fortuna en el aumento de las imposiciones fiscales. Los ingresos netos del gobierno ruso crecieron, junto con la inflación, desde los 19 millones de rublos en 1769 hasta los 40 millones en 1795; los del gobierno portugués, desde 9 millones de cruzados en 1716 a un promedio de 15 millones en los años 1762-76; y los del estado danés lo hicieron en un 50% entre 1770 y 1800. En parte, estos aumentos pueden atribuirse a veces a circunstancias aje­ nas. Las adquisiciones de nuevos territorios realizadas en Europa por algunos estados, como Austria, Francia, Prusia, Saboya-Piamonte y Rusia, podían proporcionar una fuente de ingresos adicionales y consti­ tuían beneficios generados por los gastos militares, aunque nunca no so­ 411

lían compensarlos económicamente. Los subsidios procedentes de otros países también podían ser considerables, s-obre todo en tiempo de guerra. Y, por último, algunos estados podían obtener cuantiosos beneficios de la explotación de sus territorios coloniales. Así por ejemplo, los ingresos públicos que proporcionaba el Virreinato de Nueva España ascendieron desde los 8 millones de pesos en 1769 hasta los 20 millones en 1800, siendo especialmente rentable el monopolio real sobre el tabaco de Nueva España. Estas fuentes podían brindar ingresos extraordinarios que permitiesen desarrollar una política más ambiciosa, sobre todo en el ámbito internacional. Sin embargo, pocas veces eran equivalentes al ren­ dimiento de los impuestos nacionales. Incluso Portugal, que obtuvo gran­ des ganancias con el oro de Brasil, conseguía cantidades aún mayores de sus propios impuestos. Los sistemas impositivos variaban mucho de unos países a otros, e incluso dentro de un mismo país. Aunque los impuestos solían recaer sobre fuentes de ingresos parecidas, variaba tanto la importancia relativa que tenía cada una de ellas como los tipos de exenciones fiscales, los métodos de tasación y recaudación, o la relación entre el gobierno central y los recaudadores. Según cuál de estas facetas se estudie, los estados pueden agruparse de distintas formas. Además, no había un sistema de cambio unificado o una estructura ideal generalmente acordada. La tribu­ tación puede dividirse, según la fuente de ingresos, en impuestos que recaían sobre la tierra, las unidades familiares y las personas, sobre el comercio o sobre los artículos de consumo en general. Los impuestos que gravaban el uso de la tierra, tales como la contribución territorial en Inglaterra o la taille en Francia, planteaban problemas de tasación, exen­ ciones y control político. Las tasaciones se realizaban a menudo fuera de fecha o dependían de la valoración hecha por el propietario. Y, por lo general, los nuevos deslindes y las nuevas tasaciones oficiales tenían que hacer frente a una fuerte resistencia, como sucedió en Luxemburgo y en el Condado de Namur en los Países Bajos Austríacos en las décadas de 1760 y 1770. En Luxemburgo, la nobleza se opuso rotundamente a que se llevaran a cabo estos deslindes y a que el clero pagase más impuestos. Muchos terratenientes disfrutaban de exenciones totales o parciales. En ocasiones, como sucedió en la década de 1770 en Bohemia, la recauda­ ción de los impuestos estaba bajo el control de los Estados Generales. El aumento de cualquier contribución solía requerir el consentimiento pre­ vio de estas instituciones representativas de la voluntad del reino. Cuan­ do en 1764 Carlos Eugenio de Württemberg propuso la creación de un impuesto de aplicación gradual sobre la propiedad, que se basaría en una nuevo deslinde de las tierras, sería recaudado por los oficiales ducales y se destinaría directamente a los gastos de la tesorería militar, su proyecto fue rechazado. Sin embargo, en algunos estados, sobre todo en Prusia y en los dominios de los Habsburgo, las exenciones fiscales eran más limi­ tadas y tendió a aumentar el rendimiento de los impuestos. Las reformas tributarias llevadas a cabo en Milán y en Silesia se basaban en la nueva medición de las tierras. En 1777, se decretó en Francia que periódica­ mente se volviesen a tasar todas las tierras sujetas a la contribución fis­ cal. 412

Los impuestos sobre las personas o las unidades familiares, como el impuesto per cápita en Rusia o la capitation en Francia, dependían de la disponibilidad de una información precisa. Hasta la década de 1730 los impuestos en Transilvania se repartían considerando los portáis, que agru­ paban unas nueve unidades familiares. Los cambios que se introdujeron en 1730 y 1750 implicaron su sustitución por un impuesto per cápita. Se ha considerado que un cambio semejante reflejaba una mayor capaci­ tación en los métodos de administración y había proporcionado una rela­ ción más directa entre el estado y los productores individuales6. Víctor Amadeo II realizó en Sicilia un censo de población con propósitos fisca­ les. En 1718 Pedro I decretó la implantación de un impuesto per cápita para sustituir al sistema entonces vigente de impuestos directos sobre la unidad familiar o la tierra cultivada. Precisó la realización de un nuevo censo, que si bien al principio fue bastante lento e impreciso, con la revi­ sión emprendida en 1721 se subsanaron algunos de sus errores y en 1724 pudo empezar a recaudarse. Esta tarea estaba a cargo de oficiales milita­ res y sus ingresos iban a parar directamente a unidades del ejército. Los atrasos y la evasión de los campesinos suponían un grave problema, por ello en 1731 se impusieron fuertes penalizaciones para quienes no paga­ sen. También se ordenaba alojar a las tropas en las casas de los deudores. Pero este impuesto no se amplió a Ucrania, Bielorrusia y las provincias del Báltico hasta 1783. En Ucrania, hizo que los cosacos y los campesi­ nos tuvieran que vincularse a la propiedad de la tierra; y en Livonia, pro­ vocó importantes levantamientos en los años 1783-84. El impuesto per cápita era la principal fuente de ingresos fiscales del gobierno ruso, representaba aproximadamente un 30% del total de sus ingresos y era el único impuesto directo que percibía el Estado de los siervos de los terra­ tenientes. Los demás campesinos y ciudadanos libres pagaban un suple­ mento, equivalente a los ingresos que obtenían los terratenientes de sus campesinos. El valor de este impuesto se incrementó en 1760, 1769 y 1783, debido en parte al aumento de los gastos militares. Los miembros de la secta de los Viejos Creyentes debían pagar el doble. Y los ingresos obtenidos con esta contribución per cápita aumentaron de forma conside­ rable a lo largo del siglo XVIII, así por ejemplo, desde una cifra algo infe­ rior a los 6 millones de rublos en 1763 llegaron a alcanzar un promedio de 21 o 23 millones en los años 1784-93. Aunque en Rusia los nobles y el clero estaban exentos del pago de impuestos, en 1764 se introdujo en Austria un impuesto per cápita propor­ cional que debían pagar todos los estamentos. Ese mismo año los Estados Generales de Baviera rechazaron una propuesta semejante hecha por el Elec­ tor. La década de 1740 fue un período de innovaciones fiscales, debido al elevado coste de la Guerra de Sucesión Austríaca y al fuerte endeudamiento que provocó en las potencias beligerantes. Pese a ello, en 1748 los Estados de la provincia de Holanda rechazaron la creación de un impuesto per cápita

6 VERDERY, K., Transylvanian Villagers (1973) p. 92.

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proporcional, y siguieron manteniendo su sistema de impuestos indirectos. Cuatro años antes el principal ministro de la-provincia había señalado: que tanto las fuentes de ingresos como el consumo están ya tan sobrecarga­ dos en esta provincia, que cualquier aumento de los impuestos en aquéllas produciría una disminución equivalente de los impuestos que se obtenían de éste; que cualquier nueva imposición haría que muchos de sus habitantes decidiesen emigrar; que sean cuales sean los tesoros que pueda haber en los cofres particulares, el Estado ya estaba tan hipotecado, que no quedaría nada por empeñar para su recuperación o para prestarle 7.

Resultaba mucho más fácil tasar y recaudar los impuestos indirectos sobre los artículos de consumo general, que las contribuciones que recaían sobre la explotación de la tierra o sobre las personas, y sus exen­ ciones eran mucho menos frecuentes. Variaba considerablemente la importancia que podían tener los ingresos recaudados a través de esta tri­ butación indirecta. El monopolio del tabaco, establecido por Felipe V en España en 1701, se convirtió en una de sus principales fuentes de ingre­ sos. En Rusia, los ingresos procedentes de la venta de sal y licores se ele­ varon desde un 19% en 1724 a un 29% en 17698. Los impuestos indirec­ tos eran además provechosos, porque su rendimiento dependía del nivel de intercambio de los bienes gravados, a excepción de los que realizaba el contrabando. Estos impuestos se hallaban incluidos en el precio de venta de los productos, se pagaban en efectivo en el momento de realizar su adquisición y, por lo general, las instituciones representativas solían ejercer sobre ellos menor control que sobre los impuestos directos. El rendimiento de los impuestos indirectos se veía mermado por la venta de artículos de contrabando. En 1754, se formuló un plan para introducir nuevos impuestos sobre la sal y el tabaco en los Países Bajos Austríacos, pero el gobierno central prefirió actuar con prudencia. En 1764, el aumento los aranceles sobre la sal fue impugnado por los Esta­ dos de Brabante, y aunque el Conde Cobenzl, más preocupado por la res­ puesta del pueblo que por la de los Estados, decidió ignorar sus quejas y acostumbrar al pueblo a pagar los impuestos, el gobernador de la provin­ cia, Carlos de Lorena, le obligó a aceptar una solución de compromiso, que dañó considerablemente la reputación de Cobenzl. La Sisa de la sidra, que gravaba el consumo de la sidra de manzanas y la sidra de peras, introducido en 1763 en Gran Bretaña, tuvo que hacer frente a una fuerte oposición y fue suprimido tres años después. Resultaba mucho más fácil introducir nuevos impuestos después de producirse cambios políticos trascendentales, como el cambio de dinastía que hubo en Espa­ ña a comienzos de siglo. En 1707, se implantaron en la Corona de Ara­ gón los principales impuestos castellanos y hacia 1713 sus provincias ya aportaban una valiosa contribución a las necesidades financieras de la 7 PRO. 84/406, f. 230. 8 LE DONNE, J.P., “Indirect Taxes in Catherine’s Russia. I. The Sait Code of 1781”, Jahrbücherfiir Geschichte Osteuropcis, 23 (1975), p. 161.

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Monarquía Española. Pero dado que los impuestos indirectos gravaban en general aquellos artículos que eran objeto de un consumo masivo, ten­ dían a convertirse en una pesada carga para los pobres. Por ello, los impuestos sobre la sal, como la gabelle francesa, suscitaban gran males­ tar. En Sicilia, el impuesto más fácil de recaudar era la sisa de la harina, que, tal como sucedía con los derechos aduaneros, se arrendaba a particu­ lares. Muchos, gobiernos también solían imponer el pago de derechos sobre artículos que se consideraban de lujo. El consumo de los productos colo­ niales se hallaba especialmente favorecidos, porque su obligada importa­ ción resultaba más fácil de gravar y permitía mejorar el déficit de la balanza de pagos, y porque se trataba en general de productos de lujo. En 1724, se reemplazó la mayor parte de los derechos aduaneros británicos sobre el café, el té, el chocolate y los cocos por un impuesto sobre su consumo interior. Todos los distribuidores y minoristas debían registrarse en las listas elaboradas por los oficiales encargados de la administración de las sisas, que desempeñaban tareas de inspección, detentaban poderes judiciales sumarios y se hallaban presentes en todo el territorio nacional porque entre sus responsabilidades se incluía la tributación de la cerveza y la malta. A raíz de la legislación de 1724, los ingresos anuales recauda­ dos por este concepto ascendieron a 120.000 libras, y también aumenta­ ron de forma significativa los beneficios obtenidos mediante la reexpor­ tación. Pero las propuestas hechas por Walpole en 1733 para ampliar este sistema a las contribuciones que gravaban el consumo del vino y el taba­ co provocaron una tremenda disputa política que le obligó a abandonar su proyecto. Federico II hizo que el peso de las cargas fiscales recayese más en las clases acomodadas, suprimiento los impuestos indirectos sobre la harina y la malta, e introduciendo elevados aranceles sobre el tabaco y el café. Tras la Guerra de los Siete Años, el gobierno británico trató de reducir su endeudamiento y reafirmar la autoridad parlamentaria en los asuntos relacionados con sus colonias americanas imponiendo varios derechos arancelarios sobre el papel sellado (Stamp Act, 1765) y so­ bre el vidrio, el papel, el plomo y el té que se importaban a las colonias americanas (TownshencL Acts, 1767). Los deudas ocasinadas por la Guerra de Independencia Americana obligaron a los gobiernos de Gran Bretaña y Francia a volver a analizar la situación de las finanzas de sus estados. En 1783, el Ministro de Asun­ tos Exteriores francés, Vergennes, reclamó con insistencia que introduje­ sen nuevos impuestos sobre los objetos suntuarios, argumentando que semejantes deudas podían soportarse con mayor facilidad9. Dos años des­ pués, el II Conde de Fife culpó a la “terrible Guerra Americana” del aumento en el presupuesto presentado por Pitt del impuesto que gravaba a los patronos de sirvientes masculinos y del nuevo impuesto que debían pagar los patronos de sirvientas femeninas10. En 1784, se establecieron y Bibliothéque Nationale (París), n. a. fr. 6498, f. 300. 10University Library (Aberdeen), Tayler papers 2226/34/6.

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impuestos en Gran Bretaña sobre el uso de caballos de paseo y coches de caballos de alquiler, las licencias de caza, los ladrillos y azulejos, las velas, las telas de lino y las indianas, los sombreros de hombre, los ense­ res de plata y oro, y las cintas para las mujeres. Al año siguiente, apare­ cieron otros nuevos impuestos, entre otras cosas, sobre los caballos de posta, los guantes, las tiendas al por menor, las licencias para los carro­ ceros y los prestamistas, los perros y las escopetas de caza, y los carrua­ jes nuevos. En 1786, se añadieron otros sobre los perfumes y los polvos, sobre todo para el pelo, y cuando en 1789 se suprimió el impopular impuesto sobre los comercios, se introdujeron nuevos tributos sobre el ocio, las carreras de caballo, y aumentaron los que gravaban los carruajes y varios de los derechos del sellado. Estos presupuestos de Pitt trataban de evitar que el peso de la carga fiscal recayese en exceso sobre la parte más débil de la población. La imagen, en teoría, perfectamente regulada que ofrecen algunos países europeos de esta época ha hecho que se los describa como verdaderos estados policiales bien ordenados11. La políti­ ca presupuestaria de Pitt podría dar a entender que Gran Bretaña era un estado en el que se daba un sistema impositivo global, pero lo cierto es que debía hacer frente a una deuda de más de 240 millones de libras. Aunque el porcentaje de los impuestos respecto a la renta nacional ascen­ dieron del 12,9% en 1780 hasta el 15,1% en 1790, sólo llegaron a superar el 20% a comienzos del siglo XIX 12. No se introdujo un impuesto sobre la renta hasta el año 1798, en que las necesidades de la guerra obligaron a recurrir a otras soluciones. La política presupuestaria de Pitt en la década de 1780 fue bastante conservadora. “Prefería mejorar el balance presu­ puestario recurriendo a una mayor variedad de fuentes de ingresos, en lugar de hacerlo mediante un ataque más sencillo y amplio sobre los fun­ damentos esenciales de la riqueza.” 13 Las iniciativas emprendidas por Pitt para fomentar el comercio exte­ rior británico en la década de 1780 ponen de manifiesto que lo considera­ ba una de las principales fuentes de riqueza del país. Siguiendo las ideas expresadas por Adam Smith en su obra La riqueza de las Naciones (1776), que Pitt elogió en la Cámara de los Comunes en 1792, trató de favorecer desde su ministerio la expansión del comercio británico redu­ ciendo parte de la regulación comercial vigente. Sin embargo, muchos estados seguían considerando el comercio como una fuente de ingresos esencialmente aduaneros. En Nápoles, por ejemplo, recaían más impues­ tos sobre las exportaciones que sobré las importaciones, de manera que la política económica se veía condicionada por las ventajas fiscales. Seme­ jante falta de interés por los efectos económicos perjudiciales que podía tener la tributación puede apreciarse en los informes encargados por el gobierno francés en la década de 1760 sobre los sistemas impositivos 11 RAEFF, M., The Well-Ordered Pólice State: Social and Institutional Change through Law in the Germanies and Russia, 1600-1800 (1983). 12 MATHIAS, P., The Transformation of England (1979), p. 118. 13 EHRMAN, J., The Yonger Pitt. The Years of Acclaim (1969), p. 255.

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extranjeros. Los ingresos aduaneros eran muy valiosos, no sólo porque resultaban fáciles de recaudar, sino también porque podían emplearse como garantía en la negociación de nuevos empréstitos. En 1701, Carlos XII de Suecia pudo pedir prestados 750.000 florines a las Provincias Unidas con la garantía de los derechos aduaneros de Riga. Pero los ingre­ sos que podían proporcionar se veían perjudicados por el contrabando, la malversación de fondos y las exenciones. Víctor Amadeo II pudo dupli­ car los ingresos aduaneros de Palermo luchando contra la corrupción. En Nápoles, se redujo considerablemente el contrabando de la seda en cuan­ to el gobierno limitó en 1751 los privilegios de las propiedades eclesiásti­ cas, ya que hasta entonces la producción de seda en las tierras de la Igle­ sia había estado exenta del pago de aranceles y el clero no se hallaba bajo la jurisdicción de los tribunales civiles. Treinta años después, los comer­ ciantes franceses asentados en Palermo defendieron sus privilegios frente a la creación de un nuevo impuesto para la mejora de los caminos loca­ les. Ante las presiones del Embajador francés en Nápoles, el gobierno señaló que otros privilegios, como los que disfrutaban los cardenales y la Orden de Malta, también se habían suprimido14. La lista de los medios que se empleaban para aumentar los ingresos fiscales podía incrementarse con facilidad. Se vendían títulos nobiliarios y oficios públicos, y los estados que precisaban fondos con urgencia, como le sucedió a Dinamarca en 1715 o a Venecia en 1743, solían recu­ rrir a este expediente. En la provincia de Holanda, donde se vendían los oficios relacionados con la recaudación de impuestos y las administra­ ciones de correos, se gravó esta fuente de ingresos hasta 1800. En los Países Bajos Austríacos, todos los funcionarios del gobierno, incluidos los jueces, debían pagar una cuota en el momento de su designación, y aunque María Teresa estaba al corriente de los problemas que acarreaba este arbitrio fiscal, nunca encontró una ocasión oportuna para suprimir­ lo. Se crearon loterías en diversos estados, como en los Países Bajos Austríacos a mediados de siglo, y los franceses recurrieron a las tontinas, que permitieron recaudar en 1759 un capital de 46 millones de libras francesas. A cambio de una contribución no reembolsable, el inte­ rés que se pagaba a los inversores ascendía a medida que fallecían los miembros de cada grupo de edad. Pero el gobierno se veía perjudicado por el nivel tan elemental de las estadísticas actuariales para calcular niveles de devolución que resultasen rentables. Las rentas que propor­ cionaban las tierras de la corona podían ser muy importantes, y contri­ buyeron por ejemplo a dar mayor solidez financiera al gobierno prusia­ no. No obstante, en la mayoría de los países el patrimonio real había perdido gran parte de su valor. Durante el reinado del Zar Pedro I, el patrimonio de la corona rusa se redujo casi a la mitad. Por último, la devaluación de la moneda también se convirtió en un expediente fiscal, utilizado a la desesperada por Federico II durante la Guerra de los Siete Años. En este mismo conflicto, Carlos Eugenio de Württemberg no sólo 14 Archives Nationales (París), AN. KK. 1393, 10 febrero 1781.

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recurrió a él, sino también a la venta de oficios, de la creación de una lo­ tería obligatoria y de la concesión forzosa de préstamos por parte de sus funcionarios. Catalina II financió sus guerras mediante la emisión de moneda nueva, aun a costa de sus perjudiciales consecuencias inflacionistas. El préstamo de capital Las diversas fuentes de ingresos que empleaban los gobiernos euro­ peos no solían ser suficientes y por ello, se veían forzados a negociar préstamos. Un diplomático británico escribió desde Turín en 1780 diciendo: Los impuestos son tan elevados que la tierra ya no puede soportarlos, y si no se trata de potenciar el comercio para incrementar los ingresos aduaneros, el rey de Cerdeña se va encontrar en un apuro para mantenerse sin tener que pedir dinero prestado15.

Los gobiernos negociaban préstamos tanto con hombres de negocios extranjeros como con nacionales. Las Provincias Unidas, Suiza y Génova eran las principales fuentes de crédito internacional, sus banqueros eran capaces de aprovechar las amplias redes europeas que se extendían más allá de las fronteras nacionales y religiosas. En 1746, a Augusto III de Sajonia-Polonia se le ofrecieron préstamos en Suiza y en Frankfurt para mantener el crédito del ducado sajón. En 1765, el Banco holandés de Clifford proporcionó un préstamo de 10 millones de florines para la corona danesa. Una parte considerable de la deuda nacional británica se había contraído con inversores extranjeros. En 1724, el 12% del capital social del Banco de Inglaterra era controlado por holandeses. Por ello los cam­ bios económicos dentro de un estado podían tener importantes consecuen­ cias fuera de sus fronteras. La quiebra de dos de los principales bancos holandeses ocurrida en 1763 se debió en parte a las iniciativas llevadas a cabo por Federico II para recuperar la solidez de su moneda tras las altera­ ciones que había sufrido su cambio durante la guerra. La grave situación de la deuda del gobierno francés afectó considerablemente a las finanzas genovesas. No obstante, también aumentaron de forma notable las posibi­ lidades de crédito nacionales, sobre todo mediante el pago en letras. Éstas solían negociarse con un descuento, que ascendía, por ejemplo, a un 15% o 20% en los pagos que se hicieron en el otoño de 1757 a los trabajadores de la Armada en Tolón. Se ha calculado que al año siguiente, las deudas de la Armada francesa superaban los 42 millones de libras, y que en 1759 gastó otros 20 millones más de lo que había recibido, arruinando su sistema de crédito. Durante esta misma guerra, el gobierno británico pidió prestado un 37% de los 83 millones que había gastado. Y en la siguiente, casi la 15 BL. Add. 37083, f. 10.

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mitad de los gastos británicos se cubrieron recurriendo a empréstitos. El gasto público anual ascendió en Gran Bretaña desde 10,4 millones de libras en 1775 a 29,3 millones de libras antes de finalizar el año 1782, en el período de 1776-82 se gastaron 114,6 millones y la deuda nacional aumentó desde 127 millones de libras (1775) a 232 millones (1783). Debi­ do a este endeudamiento, el nivel de gasto en tiempos de paz después de cada guerra era más elevado que antes de que estallase el conflicto. Tanto Gran Bretaña como Francia necesitaban recurrir al préstamo de capital, pero este dinero se obtenía de diversas formas. El desarrollo de un sistema de deuda pública consolidada respaldado por el Banco de Inglate­ rra permitió a los ministros británicos negociar préstamos de grandes sumas de dinero a un interés más bajo. Así, mientras que a principios de 1690 el gobierno estaba pagando hasta el 14% en préstamos a largo plazo, este tipo de interés descendió a un 6% o 7% en 1702-14, al 4% a fines de la década de 1720, a un 3% o incluso menos a fines de los años 1730 y, tras una subida ocasionada por la guerra, a un 3,5% en 1750. Sin embargo, el sistema no carecía de problemas. Un escritor anónimo, que alabó en 1813 la introducción de un impuesto sobre la renta porque representaba una iniciativa encaminada a equilibrar el nivel de ingresos y gastos, se quejaba de que: Desde el momento en que se implantó de forma definitiva el Sistema de deuda pública consolidada... hasta el término de la Guerra Americana, el único obje­ tivo de nuestras medidas financieras durante la guerra parecía ser el de costear los gastos inmediatos de cada año, recurriendo a préstamos de las cantidades que hacían falta para los gastos extraordinarios, y a la creación de impuestos que pudiesen enjugar los intereses de dichos préstamos, dejando la devolución del principal de la deuda para tiempos de paz; y esto que se quería hacer en un período difícil sin mantener un sistema permanente, nunca llegó a ponerse en práctica; la cantidad total de la deuda saldada entre la Paz de Utrecht y el fin de la Guerra Americana no superó los 8.330.000 libras16.

Probablemente, los fondos invertidos en la deuda nacional podrían haber resultado mucho más rentables, si se hubiesen empleado de otra forma. Los préstamos solicitados por el gobierno no se destinaban a un gasto productivo, sino para costear la guerra, aunque no deberíamos menospreciar los beneficios que podían reportar algunas de sus conquis­ tas territoriales. Por otra parte, también eran considerables las ventajas que brindaba a la economía la posibilidad de disponer tipos de interés bajos, y al sistema político el contar con una deuda nacional consolidada. Sin embargo, el sistema financiero británico no dejó de tener problemas en otros aspectos. Gran parte de la administración de la Hacienda Real seguía manteniendo costumbres medievales, y la escasa eficacia de la Tesorería y los departamentos de rentas durante la Guerra de Indepen­ dencia Americana, hizo que se reformasen en los años siguientes.

16 Anónimo, Ouüines ofa Plan of Finance (1813), p. 1.

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El gobierno británico no fue el único que obtenía préstamos a un tipo de interés bajo. El gobierno holandés también pudo hacerlo, y la provin­ cia de Holanda llegó a conseguir préstamos con un interés del 2% en 1753. Otros gobiernos no fueron tan afortunados. En Nápoles, una inicia­ tiva llevada a cabo en los años 1749-51 para desempeñar algunas de sus rentas y rebajar los intereses de la deuda del 7% al 4% tuvo que hacer frente a una fuerte oposición. Por el contrario, los austríacos lograron reducir sus tipos de interés del 5-6% al 4% después de la Guerra de los Siete Años. Y en Hungría, consiguieron una reducción semejante en 1774, gracias sobre todo a la confiscación de lost bienes de los jesuitas. Las finanzas del gobierno francés se vincularon estrechamente a las de varios hombres de negocios privados, cuyos préstamos, por lo general a largo plazo, permitían al gobierno seguir funcionando. Los banqueros más importantes, como Samuel Bernard, Isaac Thelluson y los hermanos Paris, desempeñaron un papel crucial en este sentido, pero su intervención generó una fuerte influencia de determinados intereses particulares en las finanzas públicas. Los proyectos presentados por Ber­ nard y John Law en 1709 y 1715, respectivamente, para la apertura de un banco nacional fueron rechazados, porque se temía que este tipo de banco pudiese estar dominado por un solo individuo. Aunque el banco de Law llegó a convertirse durante cierto tiempo en un banco del Estado, el fracaso de su política acabó desacreditando semejante idea. Como para la mayoría de los ministros de finanzas franceses las reformas debían insistir en el recorte de los gastos en lugar de crear nuevas instituciones financieras, se mantuvo la influencia de los hombres de negocios priva­ dos hasta el estallido de la Revolución. A pesar de que no existía un cuer­ po de rentas consolidado y tanto la autoridad como la información de que disponía la Tesorería eran bastante limitadas, se hicieron algunos esfuer­ zos para tratar de reducir la influencia de estos financieros privados. El Ministro de Finanzas Terray, que según describe un observador en 1770 se hallaba “en un laberinto inextrincable”17, declaró una quiebra parcial ese mismo año y restringió el papel que desempeñaba el capital privado en la financiación del gobierno. Pero aunque Necker trató de fortalecer el erario público, tuvo que recurrir a nuevos empréstitos para pagar los gas­ tos de la Guerra de Independencia Americana y, en general, apenas refor­ mó las finanzas públicas. El papel que desempeñaron los hombres de negocios en la dirección de las finanzas públicas francesas muestra la importancia que llegaron a tener determinados particulares y consorcios privados en la administra­ ción financiera, y sobre todo en aspectos tales como la cesión a particula­ res de la recaudación de impuestos, generalmente indirectos. Esta forma de recaudación, tan difundida en algunos estados, proporcionaba un siste­ ma de crédito y ponía de manifiesto la existencia de una relación simbió­ tica entre los gobiernos y determinados intereses financieros. En otros estados apenas tenía relevancia o fue sustituida por una administración 17 Bury St Edmonds CRO, Grafton papers 423/325.

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directa, como sucedió por ejemplo en Inglaterra a fines del siglo XVII. La mayor empresa industrial de Polonia, dedicada a la explotación de las minas de sal situadas cerca de Cracovia, fue dirigida hasta 1737 por hom­ bres de negocios sajones que recuperaban de esta manera los préstamos que habían concedido al Tesoro real, y ese año el sistema de arren­ damiento fue sustituido por un control directo de la corona. Aunque en Castilla los recaudadores de impuestos privados se resistían a perder este privilegio,, a partir de 1749 la Hacienda Real comenzó a administrar directamente todas sus rentas fiscales. En el Milanesado, este tipo de recaudación de impuestos por particulares quedó abolido en 1770. En otros países, en cambió, tendió a ampliarse. En 1715 los derechos adua­ neros suecos eran recaudados por arrendadores privados para poder dis­ poner de estos ingresos por adelantado. Las rentas fiscales toscanas tam­ bién se arrendaron entre 1740 y 1768. En Austria, la renta del tabaco empezó a arrendarse a partir de la década de 1730; desde 1765 hasta mediados de la década de 1770, se hizo lo mismo con los derechos sobre el papel sellado, el tránsito, y la renta del tabaco en Austria y Bohemia, así como los derechos aduaneros austríacos; y desde 1771 hasta 1778, el impuesto indirecto que gravaba el consumo de bebidas en Moravia. Federico II arrendó a particulares el pago de impuestos en especie en Frisia Oriental, y en 1766, los derechos de las sisas sobre el consumo, que hasta entonces recaudaban las autoridades locales empleando oficiales, seguían el sistema francés de arrendamiento de rentas fiscales, aunque con condiciones menos favorables a las que tenían en Francia. La Com­ pañía de Arrendadores Generales, el consorcio de hombres de negocios a quienes se cedió la recaudación de los impuestos indirectos franceses hasta poco antes del estallido de la Revolución, eran los únicos responsa­ bles de la recaudación de los impuestos que gravaban el consumo de la sal y el tabaco, y contaban con una plantilla de unos 30.000 agentes. Esta compañía fue adquiriendo mayor importancia a partir de 1749, como fuente de crédito y capital para el gobierno y como un sistema de pago alternativo. Esto muestra el poder que podía llegar tener en la época la eficacia administrativa. Aunque el sistema de impuestos que recaudaba era muy confuso, la compañía, que carecía de oficios venales, desarrolla­ ba una labor de recaudación muy eficiente, pero no gozaba, por supuesto, de aceptación popular y los cahiers de la región del Rosellón no fueron los únicos que se quejaron de ella. Un escritor anónimo se lamentaba en 1772 de que: “Es difícil, por no decir imposible, hablar con precisión sobre las finanzas francesas”18. Las características propias de la administración financiera de la época, sobre todo en cuanto a las limitaciones de la información de que disponía y al papel que desempeñaban las entidades no gubernamentales, hacía que esta afirmación pudiese ser válida para la mayoría de los países. Por tanto, no resulta extraño que ante las dificultades financieras se tratase de reducir el gasto e incrementar del redimiento del sistema tributario ya 18 PRO. 109/87, memoria del 28 sept. 1772.

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existente. La reducción de los gastos era una de las consecuencias más evidentes de las guerras, en cuanto los gobiernos se dedicaban a regulari­ zar sus asuntos. Todavía en 1755 Saboya-Piamonte seguía tratando de reducir las deudas que había contraído durante la Guerra de Sucesión Austríaca manteniendo los niveles de tributación de la guerra y “una eco­ nomía que influía en todo”. El último de los grandes duques de Toscana de la dinastía de los Médicis, Gian Gastone, que gobernó desde 1723 hasta 1737, suprimió muchas de las pensiones concedidas por su prede­ cesor. Y cuando Carlos III de España accedió al trono en 1759, declaró que recortaría los gastos de la Casa Real e incrementaría los del Ejército y la Marina. Aparte de estos expedientes tradicionales, se arbitraron muchas otras iniciativas para introducir ciertos cambios en el sistema financiero. Como por ejemplo, las soluciones mercantilistas ideadas para mejorar determi­ nados sectores de la economía e incrementar así el rendimiento de sus contribuciones fiscales, pero muchas de ellas no pasaron de ser meros proyectos, se aplicaron de forma parcial o acabaron en un rotundo fraca­ so. Aun así, demuestran una clara voluntad en algunos ministros y gober­ nantes a favor de la introducción de importantes cambios en un aspecto que era tan esencial para la eficacia de las tareas de gobierno y que tanto afectaba a los privilegios sociales. Esta política favorable a las reformas no sólo se dio durante la segunda mitad del siglo XVIII. No debería consi­ derársela como parte de ese ambiguo concepto denominado Despotismo Ilustrado, sino como una tendencia que puede apreciarse a lo largo de toda la centuria. En realidad, no se trata de establecer quién debía pagar según el Despotismo Ilustrado, sino que los proyectos financieros se cen­ traban más bien en la forma de costear gastos más tradicionales, como los que generaban las prevenciones militares, los conflictos armados y la cancelación de sus deudas. Por ejemplo, los años del reinado de Pedro I constituyen un período caracterizado por la aplicación de nuevos sistemas de financiación, como la creación del Colegio de Hacienda en 1719, y por el desarrollo de inno­ vaciones importantes, como la implantación del impuesto de capitación de Luis XIV. A comienzos de su reinado, el Emperador Carlos VI realizó un decidido esfuerzo por mejorar las finanzas austríacas. En 1713, orde­ nó a todas las oficinas locales encargadas de la recaudación de impuestos que elaborasen un informe detallado de su contabilidad y sus deudas; en 1714, se propuso llevar a cabo una reforma del Tesoro, con la que “se estableció claramente la idea de que era mejor crear secciones diferentes para cada tipo de negocio que tuviesen competencia en todo el Imperio, en lugar de hacer (como hasta entonces) una sección por cada provincia encargada de todo tipo de negocios”19, y se dieron los primeros pasos para el desarrollo de un banco estatal. Un oficial del Tesoro llamado Christian Schierendorf propuso la creación de una Dieta Central (Estados 19 STOYE, J., “Emperor Charles VI: The Early Years of the Reign”, Transactions of the Royal Historical Society (1962), p. 67.

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Generales) que representase a todos los territorios hereditarios .del Impe­ rio, y la implantación de un impuesto sobre la renta. Sin embargo, como ocurrió también en España y en Rusia, la mayoría de los proyectos finan­ cieros concebidos en las dos primeras décadas del siglo XVIII no se pusie­ ron en práctica o apenas tuvieron éxito. Asimismo, en las dos décadas siguientes a la negociación de la Paz de Utrecht en 1713, los holandeses trataron, en vano, de introducir nuevas formas de contribución para redu­ cir el peso, abrumador de sus deudas. Y la segunda Gran Asamblea de 1716-17, convocada al igual que su predecesora en 1651 para estudiar los cambios políticos y financieros que podían acometerse, prácticamente no logró nada positivo ante el grave enfrentamiento que había entre las dis­ tintas provincias. El período comprendido entre 1725 y 1748 no se caracterizó por la aparición de cambios significativos en los sistemas financieros europeos. La guerra acaparó por completo la atención de muchos estados durante bastante tiempo, y la mayoría de los monarcas y los principales ministros de entonces (Fleury en Francia; Walpole en Gran Bretaña; Catalina I, Pedro II y Ana en Rusia; Carlos VI en los últimos años de su reinado, Sinzendorf y Eugenio en Austria; y Felipe V en los últimos años de su reinado en España) no se mostraron interesados en promover esta clase de cambios. Además, la crisis económica que hubo en Francia, Gran Bre­ taña y las Provincias Unidas en los años 1720-21 tampoco propiciaba ensayar experimentos de este tipo, y las nuevas iniciativas no siempre tenían éxito. Así por ejemplo, de acuerdo con la normativa aprobada en 1733 todos los colegios (ministerios) rusos encargados de la recaudación de rentas del estado debían remitir sus cuentas al Colegio de la Auditoría, pero en 1769, 53.170 de estas cuentas quedaron pendientes de revisión debido a la falta de personal, y la Junta de la Sal, que no había remitido sus cuentas desde 1735, hizo constar que no podía supervisar la contabi­ lidad de los 600 lugares donde se vendía la sal. A mediados de siglo se introdujeron reformas en varios países. Los últimos años de la década de 1740 fueron muy importantes tanto en Austria como en España. En ambos países, la necesidad de aumentar la recaudación tributaria y las tendencias centralizadoras promovidas por algunos de sus ministros, dio como resultado la aparición de nuevos sistemas, como la investigación llevada a cabo por la Comisión Gaisruck sobre las ciudades de la Baja Austria. Los cambios que Haugwitz introdujo en Austria se basaron en la toma de conciencia de que las instituciones fiscales existentes eran inade­ cuadas y que era preciso recaudar fondos para la guerra con Prusia. En los Países Bajos Austríacos y en Lombardía se emprendieron diversas reformas tributarias. Así por ejemplo, en la provincia de Flandes se refor­ mó en 1754 la distribución desigual de la carga impositiva que había pro­ piciado el dominio sobre los Estados Provinciales que ejercían el clero y las ciudades de Gante y Brujas. La Guerra de los Siete Años ocasionó un considerable retraso en la aplicación de los cambios financieros previstos en algunas regiones, como la provincia de Brabante en los Países Bajos Austríacos, pero el elevado coste del conflicto obligó a la mayoría de los contendientes, ya fueran grandes potencias, como Gran Bretaña, o estados pequeños, como 423

Badén, a considerar seriamente la necesidad de acometer una importante reforma financiera durante los años de la post-guerra. Thomas Freiherr von Fritsch, el hijo noble de un editor de Leipzig, desempeñó un papel muy importante en la recuperación de la devastada Sajonia. El gobierno sajón, que se hallaba bajo la influencia de los círculos mercantiles y bancarios de sus principales ciudades, concentró sus esfuerzos en potenciar el desarrollo económico, en lugar de hacerlo sobre su ejército o de inten­ tar mantener sus lazos dinásticos con Polonia. A finales de 1764 la Dieta nombró una Comisión de Finanzas que se encargaría de crear un sistema general de aduanas, pero el proyecto se vio frustrado por la intervención de Federico II. El Tesoro portugués, cuya supervisión contable se confió a Pombal en 1761, actuó de manera relativamente eficiente y eficaz. La política financiera que adoptaron las principales potencias euro­ peas puede valorarse desde diversos puntos de vista. Ninguna de ellas podía emular a la Prusia de Federico II, que en 1740 había heredado una hacienda disponible de 10 millones de táleros y dejó a su sucesor más de 51 millones en 1786. Estas sumas ponen de manifiesto los grandes bene­ ficios que reportaban los períodos de paz, pero también se explican por la fuerte posición interna que gozaba la dinastía reinante en Prusia. Aunque había otros estados importantes que se hallaban muy endeudados, esto no les impedía mantener su política interior y desarrollar una dinámica polí­ tica exterior. Podría servir de ejemplo la calamitosa situación de las finanzas francesas durante los años 1763-78, pero no deberían sobrevalorarse las consecuencias de las crisis financieras, puesto que las dificulta­ des presupuestarias a las que tuvo que hacer frente Turgot en 1774 no eran tan desastrosas. Y a pesar de que Terray no consiguió equilibrar el presupuesto, en los años 1771-74 logró aumentar los ingresos de la Hacienda real en unos 40 millones de libras francesas, recortó el déficit público y redujo a la mitad el volumen de las anticipaciones que se con­ cedían sobre las rentas futuras, estableciendo una política de control ministerial sobre el gasto que perduró hasta 1781. Los gastos militares y el elevado coste de las guerras incidieron de foma mucho más acusada a partir de 1778 en la economía de Gran Breta­ ña, Francia, España, Austria y Rusia. La oposición de los estamentos pri­ vilegiados a una política fiscal basada en el aumento y ampliación pro­ gresiva de los impuestos obligó a España a recurrir a nuevos créditos. En medio de una grave crisis de liquidez, el Emperador José II promovió con gran determinación importantes cambios en su sistema tributario ten­ dentes a proporcionar una contribución fiscal más equitativa por parte de la nobleza y del campesinado. Sin embargo, el impuesto con que decidió gravar la producción agrícola introducido en 1783 chocó con la oposi­ ción de la mayoría de los miembros del Consejo y, durante los años en que el Conde Leopold von Kollowrat estuvo al frente de la Cancillería de Austria y Bohemia, no se implantó de forma inmediata. Si bien la mayo­ ría de los estados del Antiguo Régimen se hallaban fuertemente endeuda­ dos, esto no quiere decir que estuviesen en quiebra. La bancarrota que se declaró en Francia en 1788 fue un hecho bastante poco habitual en la tra­ yectoria de una gran potencia. El nivel de endeudamiento per cápita en Gran Bretaña era muy superior al de Francia, pero ésta se había consoli­ 424

dado y por tanto representaba un problema menos grave. En 1789 el gobierno francés destinaba hasta el 60% de sus ingresos en el pago de los intereses de su deuda. Las posibilidades que tenían la mayoría de los es­ tados para seguir solicitando nuevos préstamos eran asombrosas, y las dificultades financieras que atravesaron a mediados de la década de 1780 no impidieron que Austria y Rusia emprendiesen una nueva campaña contra los turcos, ni que la mayor parte de Europa se enzarzase en una cruel y costósa guerra contra la Francia revolucionaria. En parte, esto era un reflejo de los recursos que se liberaron a raíz de la tendencia general que hubo a lo largo del siglo XVIII hacia la legalización, unificación, cen­ tralización, comercialización y consolidación de la deuda pública. Siem­ pre que existía confianza en la situación política, la financiación basada en la renegociación del déficit público resultaba más sencilla y barata. Así pues, aunque las guerras y sus consecuencias ocasionaron graves problemas financieros en los estados europeos del siglo XVIII, esto mismo sucede con los estados actuales que cuentan con economías mucho más ricas y con aparatos administrativos mucho más amplios. R e g io n e s s it u a d a s e n l o s l ím it e s d e l a a u t o r i d a d

Uno de los mayores problemas que debían afrontar los soberanos y los gobiernos de muchos estados europeos era su relación con aquellas regiones en las que su autoridad y su poder eran muy limitados. La importancia de este problema variaba de forma considerable de unos paí­ ses a otros, pero evidentemente era menos grave en los estados más pequeños. En Portugal, puede decirse que no existía y contribuía a ello el hecho de que la dinastía reinante, los Braganza, no fuese extranjera. Sin embargo, en casi todas las grandes potencias del Continente encontramos este problema, y sobre todo con las regiones que habían sido conquista­ das o que se habían adquirido a través de una sucesión dinástica y que conservaban sus privilegios y una identidad propia separatista. Aunque no siempre era así, ya que, por ejemplo, la región sueca de Ingria fue conquistada por el zar Pedro I durante la Gran Guerra del Norte y des­ pués se convirtió en la provincia de San Petersburgo. Durante la guerra, la mayoría de los terratenientes suecos decidieron marcharse o fueron expulsados y Pedro I, que reconoció no tener derechos de propiedad más antiguos, promovió diversas políticas de colonización y desarrollo de la provincia. Este tipo de políticas sólo eran habituales en los estados de Europa Oriental, en que se colonizaban nuevos territorios, o después de haberse aplastado una rebelión sin posibilidad de negociación, como sucedió con la rebelión jacobita en la región de las Highlands escocesas en los años 1745-46. A estas medidas les siguió la abolición de las juris­ dicciones hereditarias y un intento de emplear las propiedades confisca­ das a los rebeldes para desarrollar un programa de modernización econó­ mica. De esta forma, se concibió la construcción de carreteras, puentes y puertos, y la mejora del sistema educativo como un medio para integrar las Highlands al resto del país. Pero enseguida se puso de manifiesto que la mayoría de estos proyectos estaban mal concebidos y en 1784 se resti­ 425

tuyeron las propiedades a los dueños que habían sido perdonados o a sus herederos. Escocia era considerada importante para Londres porque representaba una amenaza para su seguridad. Los derechos al trono que reclamaban los Estuardo desde el exilio contaron con el apoyo de muchos escoceses en los levantamientos de 1715 y 1745. Además, el Acta de Unión de Escocia e Inglaterra aprobada en 1707 proporcionó a los escoceses una representación en el Parlamento, cuya elección trataron de controlar los ministros ingleses para manejarla según sus intereses. Hubo diversas ini­ ciativas para lograr que Escocia se incorporase de forma más plena en un sistema político y administrativo unificado, y en esta tarea destacó sobre todo la intervención del Duque de Newcastle a mediados del siglo xvili. Esta política fracasó, en parte, debido a la oposición de los políticos escoceses, pero ante todo porque durante la mayor parte de la centuria, los ministros de Londres no se ocuparon de llevar a cabo una política coherente en Escocia. Algunos primeros ministros ingleses, como George Grenville (1763-65), no entendían la realidad escocesa, y el patronazgoescocés les planteaba numerosos problemas. Por lo general, el gobier­ no central prefería dejar la administración de los asuntos escoceses en manos de políticos locales en los que se podía confiar, como por ejemplo el Conde de Islay -que después se convertiría en el III Duque de Argylldesde la década de 1730 hasta su muerte en 1761, y Henry Dundas, durante la mayor parte de la década de 1780 y los años 1790. De esta for­ ma, la clase dirigente escocesa asumió paulatinamente la mentalidad britá­ nica e imperial, y muchos escoceses prestaron servicio en el Ejército bri­ tánico a lo largo de la segunda mitad del siglo xvill, a pesar de que no dejó de haber ciertas tensiones en su relación con las tropas inglesas. En 1759 el Parlamento rechazó un proyecto de ley por el que se hubiera con­ cedido a Escocia las mismas provisiones financieras para su milicia que las aprobadas para Inglaterra en 1757, y esto provocó un importante malestar en Escocia. Durante la segunda mitad del siglo XVIII cesó definitivamente el rece­ lo inglés hacia Escocia. Por el contrario, Irlanda, en donde los partidarios de los Estuardo ya habían sido aplastados en la década de 1690 y no se había producido ningún levantamiento en los años 1715 o 1745, se con­ virtió en uno de los problemas políticos más graves para los responsables del gobierno británico. Gran parte del ejército tenía sus cuarteles en Irlanda, y aunque se obtuvieron algunos logros manejando el gobierno a través de políticos locales, a quienes se denominaba Undertakers, el Par­ lamento de Dublín solía crear numerosas dificultades. Jorge, IV Vizcon­ de de Townshend, que detentó el cargo de* Lord Lugarteniente en los años 1767-72, residió en Irlanda de forma permanente e instituyó un nuevo sistema de gobierno directo, pero no consiguió mitigar el resenti­ miento de los irlandeses hacia su dependencia política y constitucional respecto a Inglaterra, y hacia su subordinación económica. Durante la Guerra de la Independencia Americana aumentó la tensión, y para hacer frente al malestar cada vez mayor y al temor de que el movimiento de los “voluntarios” -una milicia de ciudadanos formada en el Ulster en 1778—, provocase una rebelión, se revocó en 1782 la legislación de la época 426

Tudor, que había sometido al Parlamento de Dublín al control del Conse­ jo Privado de Londres, y se le concedieron plenos poderes de iniciativa y legislación. Ese mismo año, el Parlamento británico revocó el Acta Declaratoria de 1719, en la que reivindicaba su derecho a legislar sobre Irlanda y que la Cámara de los Lores británica podía actuar como el tri­ bunal de apelación supremo en los litigios irlandeses. Y tras otro Decreto de Renuncia promulgado en 1783, la influencia del representante real en Irlanda, el Lord Lugarteniente, era prácticamente la única vía que queda­ ba para armonizar los programas legislativos de las dos islas. Durante la crisis de regencia ocasionada en 1788-89 por el mal estado de salud del rey Jorge III, el Parlamento irlandés adoptó una postura contraria al de Londres, invitando al futuro Jorge IV a que asumiera incondicionalmente las funciones reales. Al ceder al Parlamento de Dublín los mismos dere­ chos que reclamaron, sin éxito, los propios colonos americanos antes de que estallase su rebelión, el Parlamento de Londres había creado una relación inestable. Gales, por el contrario, no planteó dificultades durante el siglo XVIII, y en 1765 se adquirió la soberanía real sobre la Isla de Man comprándola al Duque de Atholl por 70.000 libras y una renta vitalicia. Pese a que en Francia había un fuerte sentimiento regionalista, los movimientos separatistas eran débiles. De camino a París, se lanzaron gritos de “Larga Vida a nuestro Emperador” al paso de José II por la Lorena en 1777, que había sido anexionada por Francia en 1766. En el Franco-Condado, conquistado en 1674 después de hacer frente a una considerable oposición local, se extendió un sentimiento patriótico fran­ cés, inspirado no tanto por la labor del gobierno monárquico, a quien se consideraba opresor, sino por el prestigio de la vida intelectual y artística de Francia. A partir de 1740, las ventajas de pertenecer a Francia resulta­ ban evidentes, pese a que la asimilación se limitase todavía en 1789 sobre todo a la nobleza y a los sectores intelectuales urbanos. En Córce­ ga, la autoridad genovesa se había deteriorado considerablemente tras la revuelta de 1729, y se había ideado una constitución y un sistema de gobierno que fueron elogiados por los philosophes. Génova vendió la isla a Francia en 1768 y Choiseul envió allí tropas francesas para someterla. Pese a los elogios de Boswell, Dumouriez, Rousseau y Voltaire, la mili­ cia campesina fue derrotada en 1769. La isla quedó así incorporada a Francia y se crearon unos Estados que otorgaron el control a la nobleza, cuyos títulos les habían sido concedidos por la corona francesa. Los administradores franceses, influidos por las ideas fisiócratas, promo­ vieron el Plan Terrier, un anteproyecto concebido para el desarrollo social y económico de la isla. El dominio de los franceses no contó con el apoyo popular, y el reclutamiento forzoso de marineros para la armada ordenado en 1780 provocó la huida de muchos de ellos a Italia, pero no empezó a reclamarse la independencia de Córcega hasta la primavera de 1793. Esta ausencia general de movimientos separatistas en Francia no implica que los sentimientos regionalistas fuesen débiles. Existía un arraigado sentimiento de identidad regional, una celosa defensa de sus privilegios y una fuerte tradición histórica. Los discursos de la Academia de Pau en el Suroeste de Francia revelan un provincialismo militante, que 427

se expresa a través de una defensa apasionada de la autonomía de la pro­ vincia de Béarn y de la reputación de Enrique de Navarra. Las institucio­ nes provinciales, como los parlements y los Estados también contribuían a mantener esta identidad regional. El carácter tan heterogéneo de la Administración francesa, que carecía de uniformidad tanto en su sistema tributario, como en la legislación y el gobierno locales, era un reflejo y fomentaba ese sentimiento de identidad regional. Esta diversidad abarca­ ba muchos aspectos de la administración. Así por ejemplo, Alsacia y Artois quedaban fuera de la competencia del primer cirujano del rey. Surgieron numerosas disputas por problemas de competencia entre algu­ nas instituciones y por la defensa de los particularismos provinciales. Esto provocó que el Consejo Soberano de Arrás, el tribunal supremo de Artois, se enfrentase al Parlement de París. En los pays d ’etats, entre los cuales destacan Bretaña, Borgoña, Languedoc y Pro venza, los impuestos sólo se recaudaban con el consentimiento de sus Estados, y las nuevas exigencias fiscales del gobierno central encontraron en ellos una fuerte resistencia. En Bretaña, se produjeron varias revueltas esporádicas contra el impuesto de capitación en 1719-20, la vingtiéme se estableció a partir de la década de 1750 después de hacer importantes concesiones a los intereses locales, y en los años 1760 surgió un violento conflicto por el aumento de los impuestos entre el Parlement de Rennes y el jefe militar de la provincia, el Duque d’Aiguillon. También provocó graves objecio­ nes su demanda de una mano de obra forzosa para la construcción de carreteras. Aun así, Bretaña era sin duda el ejemplo más importante de los particularismos regionales franceses. Se trataba de una provincia de gran­ des proporciones que había sido incorporada a Francia en 1532, la mitad de sus habitantes hablaban una lengua diferente y contaba con los únicos Estados provinciales verdaderamente poderosos, que solían estar respal­ dados por el Parlement de Rennes. Además de estas manifestaciones legales del particularismo provin­ cial, la autoridad real también tuvo que hacer frente a los desafíos que planteaba la oposición de carácter ilegal. A comienzos de la década de 1770, los oficiales de la corona en el Rosellón apenas encontraron apoyo local en su lucha contra los contrabandistas y el ejército se quejaba de que la complicidad de los naturales hacía imposible perseguir a las bandas en el interior de la provincia. Pese a que en algunas zonas la actividad del gobierno central suscitó oposición, en otros casos llegó a desarrollar cier­ tos vínculos dentro del país. Por otra parte, la aplicación de programas como el que se llevó a cabo a principios de la década de 1760 para el empleo de madera procedente de los Pirineos occidentales en la construc­ ción de mástiles para la marina, contribuyeron a fomentar una sensación de interdependencia. Pero los sentimientos regionalistas siguieron estan­ do muy arraigados y un elemento esencial en la crisis política que vivió Francia a fines de los años 1780 fue el apoyo que se brindó a las ideas federalistas y la oposición a la política de centralización. Jean de Boiselin, Cardenal-Arzobispo de Aix y Presidente de los Estados de Provenza, que restablecieron en 1787 sus antiguos usos, llegó a concebir el autogo­ bierno de todas las provincias y de las ciudades. En la Asamblea de Notables de 1787, presionó para que se aprobase un régimen de autono­ 428

mía provincial y se crease una institución de ámbito nacional integrada por representantes provinciales y encargada de aconsejar al soberano y aprobar determinado tipo de leyes. En 1789, el Presidente del Parlement de Lorena propuso que los gobiernos provinciales asumieran la recauda­ ción y asignación de los impuestos. Semejantes ideas nos muestran hasta qué punto se percibía la sensación de una crisis del Estado y la necesidad de introducir transformaciones profundas, pero también nos hacen pensar en la gran variedad de concepciones políticas que surgieron en la Francia del Antiguo Régimen. La victoria que obtuvo Felipe V en la Guerra de Sucesión Española le permitió limitar algunos de los privilegios que gozaban diversas regiones en España e introducir la figura de los Intendentes para crear nuevos vínculos entre el gobierno central y los gobiernos locales. Pero no logró a acabar con los particularismos provinciales. Las elites locales podían determinar la aplicación de algunos de los programas del gobierno cen­ tral; así por ejemplo, su oposición en el Sur de España frustró las refor­ mas agrarias emprendidas por Carlos III. Las circunstancias históricas y jurisdiccionales peculiares de los estados italianos y el dominio extranje­ ro de gran parte de Península en manos de monarcas situados a conside­ rable distancia, propiciaron que Italia gozase en general de bastante auto­ nomía, y sobre todo en sus regiones fronterizas. El valle de Oulx, cedido a Saboya-Piamonte por el Tratado de Utrech, fue considerado como una región autónoma. E incluso un gobernante tan decidido a reducir la auto­ nomía regional como Víctor Amadeo II, no trató de dar mayor uniformi­ dad a sus dominios. No obstante, a lo largo del siglo XVIII puede apre­ ciarse en los estados italianos una tendencia general hacia el incremento de la autoridad central. En Saboya, la administración real abolió los dere­ chos señoriales y aumentó los impuestos que debía pagar la nobleza. En la región del Val d’Aosta, Carlos Manuel III de Saboya-Piamonte transfi­ rió en 1757-58 a los delegados reales los derechos y poderes que poseía el Conseil des Commis, que era la institución ejecutiva de los Estados. Se amplió a esta región la jurisdicción de la legislación piamontesa, se decretaron nuevos impuestos obligatorios que neutralizaron la influencia de los Estados de la provincia, y se nombró un Intendente. En los años 1759-73, se reformaron los tribunales y la administración de la Isla de Cerdeña con el fin de integrar la isla al resto de los dominios de Saboya. Se suprimieron diversas jurisdicciones feudales, se limitó la independen­ cia de las ,órdenes religiosas y se fundaron universidades en Cagliari y Sassari para formar funcionarios que sirviesen en la administración local. La iniciativa veneciana que obligó a pagar impuestos a los guerreros uskokes asentados en sus territorios de Dalmacia provocó el estallido de una nueva rebelión en 1704. En 1763, Tillot, el principal ministro del Ducado de Parma, organizó una pequeña expedición contra Mezzano, un feudo episcopal cuya población se resistía a integrarse en el ducado. En 1767-68, adoptó medidas policiales análogas en la Corti di Monchio, una región montañosa situada en la frontera entre Parma y Toscana, en la que los privilegios y exenciones del señorío eclesiástico local habían creado numerosas dificultades, porque daba cobijo a muchos desertores y con­ trabandistas. 429

La Paz de Utretch reconoció el dominio de los Habsburgo sobre gran parte de Italia, pero el Emperador Carlos VI declaró que había heredado estos territorios como legítimo Rey de España y que, por lo tanto, su gobierno no se regía por el derecho de conquista. Los administró a través de un Consejo de Italia, que continuaba la tradición del gobierno español, pero residía ahora en Viena y contaba con miembros españoles e italia­ nos. Carlos VI reconoció los privilegios del Reino de Nápoles en 1713, 1717 y 1720, realizó pocos cambios en su administración y apenas trató de limitar los privilegios de la nobleza allí ni en ninguna otra parte de Ita­ lia. A pesar de ello, sus demandas financieras fueron bastante impopu­ lares y puede que contribuyeran a explicar el respaldo que otorgó la nobleza y el alto clero del Milanesado a la administración saboyana del Ducado en los años 1733-36. Resulta llamativa la falta de apoyo local que encontró Carlos VI en Italia durante la Guerra de Sucesión de Polo­ nia (1733-35). Bajo María Teresa, se realizó un importante esfuerzo para tratar de aumentar el poder del gobierno en el Milanesado. Esta política no sólo obedecía a los problemas económicos por los que atravesaba, sino también al amplio interés que había en Viena por promover las reformas y, posiblemente, a las mayores perspectivas de éxito que ofrecía el Milanesado en la Italia de los Habsburgo, tras la pérdida de Nápoles y Sicilia donde la nobleza se hallaba tan fuertemente atrincherada. En 1749, se prohibió la venta de cargos públicos y se establecieron salarios fijos para el pago de los servicios de los funcionarios. En 1755, se susti­ tuyó la condición nobiliaria por el nivel de riqueza como criterio pre­ ferente para formar parte de la administración municipal. Se completó el registro de las tierras del Milanesado y en 1760 se reemplazó el sistema de autotasación por procedimiento de tasación oficial. Bajo los mandatos del Conde Gian Pallavicini, que fue Gobernador General durante los años 1750-53, y del Conde Karl Firmian, designado Ministro plenipotenciario desde 1759, el poder y las ambiciones del gobierno central aumentaron de manera considerable. Pese a que el gobierno local siguió estando en manos de ciudadanos locales, se introdujo cierto grado de uniformidad y centralización. En 1757 se abolió el Consejo de Italia, y parece que los ingresos fiscales del Milanesado se duplicaron entre 1749 y 1783. José II se enemistó con el patriciado reformista de Milán al sustituir en 1786 el sistema administrativo y judicial tradicional por nuevas instituciones y tribunales, y por un nuevo código legal, pero estos cambios se aceptaron sin violencia. La situación existente en los territorios de los Habsburgo que no for­ maban parte de sus dominios hereditarios era bastante menos favorable. Tal como les sucedía a los franceses con la-Isla de Córcega, la vitalidad de este gobierno del Antiguo Régimen y su capacidad para crear nuevas estructuras administrativas se ponían a prueba en las regiones recién con­ quistadas que carecían básicamente de ellas. Aquellos presupuestos y procedimientos esenciales para lograr el consenso o el compromiso en el que se asentaban las constituciones y gobiernos de la época se considera­ ban en estos casos menos apropiados y necesarios. Mientras estuvo bajo el dominio austríaco en los anos 1718-39, la Pequeña Valaquia era admi­ nistrada por un gobernador militar. Para emprender la reorganización de 430

su sistema fiscal se elaboró un censo muy detallado, que debió hacer frente a la resistencia de la nobleza que debía pagar impuestos y oculta­ ba el número real de sus siervos, ocasionando errores en las cifras del censo que llegaron a suponer hasta un 40% en 1724. A raíz de esto, se re­ dujeron de manera considerable sus privilegios y su influencia en la ad­ ministración, invirtiéndose completamente en el censo de 1727 la caída registrada en los datos de 1724. La magistratura dejó de ser un mero ins­ trumento del poder nobiliario. Aunque se mantuvo su posición en la jerarquía social y la noción de privilegio, los austríacos lograron transfe­ rir el poder desde los gobiernos locales al gobierno central. También se trató de introducir reformas más importantes en los territorios de la Frontera Militar de Croacia y de la parte meridional de Hungría, que fueron estudiados por el Duque de Hildburghausen, Joseph, en 1737. Condenó el sistema tradicional de elección de capitanes y la formación indisciplinada de sus unidades militares y la mala administración de los Estados de la Baja Austria, y propuso que su población estuviese bajo un estricto mando militar. La oposición radical de todos los afectados por sus informes y el estallido de la guerra con los turcos propició el abandono de sus proyectos, pero María Teresa reorganizó la Frontera Militar y el sistema de fuerzas locales, transfiriendo la administración de la Baja Austria a un Consejo Militar recién creado, que dirigió el propio Hildburghausen en los años 1744-49. Estas medidas provocaron varios amotinamientos en 1744, 1746, 1750, 1751 y 1755, en que se autorizó el nombramiento de naturales en las dos terceras partes de los mandos de los regimientos fronterizos con el fin de aliviar la tensión. El Conde Antón Pergen, que fue el primer gobernador austríaco de la Galitzia arrebatada a Polonia en 1772, declaró en 1773 que sería imprudente aco­ meter reformas apresuradas debido a la pobreza de la región y de sus derechos aduaneros. Aunque este punto de vista contaba con el respaldo de María Teresa y Kaunitz, quien llegó a sugerir que se tratase a esta provincia como a los Países Bajos Austríacos, fue totalmente rechazado por José II, que ordenó en 1776 incorporar el departamento indepen­ diente creado para su administración a la Cancillería de Austria-Bohemia. Pese a que los Habsburgo habían reclamado sus derechos sobre esta provincia como parte de su posesión de la Corona de Hungría, José II se opuso a que se integrase en ella, porque esto habría permitido que su numerosa nobleza conservase sus antiguos privilegios políticos y económicos. José II siguió desarrollando en Galitzia una política de cen­ tralización diseñada tanto para su integración en los restantes dominios de los Habsburgo, como para aumentar sus rentas fiscales. Se redefinieron sus fronteras administrativas, se implantó una moneda y un sistema de pesos y medidas comunes, se abolieron los poderes corporativos de la nobleza y se promulgó un gran número de disposiciones legales, que en muchos casos resultaban poco eficaces e impopulares. En 1790 la noble­ za local elevó al Emperador la Charta Leopoldina, una propuesta de autonomía provincial, pero fue rechazada por Leopoldo II. En la región de Bukovina, conquistada a los turcos en 1775, se estableció una admin iS traC iO n iililllC ii, jjd v j Li-CLU-d Í)Ü. O A lid iid . jJxJüiCZjCí jJ'Wv-iiCL j-y'i Ojp’Wi "" donar beneficios de consideración. 431

En los Países Bajos Austríacos, Hungría y Transilvania, los planes de gobierno de los Habsburgo entraron en conflicto con sus principios cons­ titucionales tradicionales y las instituciones y privilegios locales, confir­ mados por los soberanos austríacos en documentos tales como el Diplo­ ma Leopoldinum, que reguló sus relaciones con Transilvania entre 1691 y 1843. Bajo el reinado de Carlos VI no se trató de acabar con los privi­ legios provinciales y municipales en los Países Bajos Austríacos, pero la oposición local a las demandas financieras del gobierno central provocó muchos disturbios urbanos y en 1719 llegó a ocuparse Bruselas con un contingente de 10.000 soldados. El empleo de la fuerza militar acabó con los levantamientos de las ciudades y demostró que se podía financiar un ejército permanente de unos 20.000 hombres. A fines de la década de 1710, Carlos VI promovió la reforma de la administración financiera y la creación de un sistema de contabilidad más racional. A partir de 1719, el recorte de los gastos y la venta de oficios permitió reducir la deuda públi­ ca. Pero en 1724 la renuncia del Príncipe Eugenio, que había detentado el cargo de Gobernador General desde 1716, y al año siguiente, de su susti­ tuto, el Marqués de Prié, supuso la vuelta a la tradición, no sólo en cuan­ to a la designación como gobernador general de uno de los miembros de la familia real residentes en los Países Bajos, pues se eligió a la hermana de Carlos VI, María Isabel, sino también en cuanto a los privilegios loca­ les y al nivel de autonomía que se respetaron hasta la década de 1750. En 1757 se suprimió en el Consejo de los Países Bajos Austríacos, que solía favorecer los intereses de esta región actuando como intermediario con el resto de las instituciones del gobierno central, y sus atribuciones se trans­ firieron a la Cancillería. Los Países Bajos Austríacos contribuyeron de forma sustancial a costear los gastos de la Guerra de los Siete Años, pero las nuevas demandas de mayores impuestos y empréstitos que siguieron al conflicto provocaron diversas tensiones. En la década de 1760, las ini­ ciativas emprendidas para llevar a cabo inspección de las tierras de la provincia de Luxemburgo, e imponer un nuevo aumento de las contribu­ ciones que pagaban la nobleza y el clero, chocaron con la oposición de los nobles y de los Estados provinciales. En 1766, un funcionario austría­ co se quejaba de que “el Consejo provincial no sabe ni siquiera cuantos pueblos hay. Se ha abandonado hasta extremos increíbles la publicación de las disposiciones legales y, cuando éstas llegan a publicarse, apenas se procura hacerlas cumplir”20. En la década de 1770 se puso en marcha este plan, pero no fue hasta los años 1780, en que José II asumió perso­ nalmente el gobierno, cuando esta región experimentó cambios funda­ mentales. En 1781 José II ordenó que aumentasen sus rentas fiscales; en 1787 decretó, sin recurrir a ningún órgano consultivo regional, reformas administrativas y judiciales globales; y en 1789, introdujo nuevos impuestos ordinarios en las provincias de Hainault y Brabante, y disolvió en esta última sus Estados. Ese mismo año, las autoridades de Bruselas revocaron los decretos de 1787 para apaciguar un poderoso movimiento 20 DE BOOM, G., Les Ministres Plénipotentiaires..., p. 106.

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de protesta, pero la resistencia a la aplicación de los decretos de 1789 fue contestada con el uso de la fuerza. Esto provocó el estallido de un levan­ tamiento que resultó victorioso y el abandono de la política de José II no evitó que se proclamase una república belga en enero de 1790. Después de una nueva invasión austríaca en el invierno siguiente, Leopoldo II y Francisco II trataron de restablecer sus relaciones con estas provincias. En 1793, Francisco II respaldó una política de descentralización, creando en Bruselas un Consejo integrado por naturales. Las victorias logradas por los ejércitos de la Francia revolucionaria impidieron que llevasen a la práctica estas medidas, pero muestran claramente hasta qué punto las sucesores de José II rechazaron la política de su antecesor. Se dio un proceso semejante en Hungría, un reino cuya titularidad recaía en la línea sucesoria de los Habsburgo y que incluía los territorios de la actual Eslovaquia, y de Croacia, Dalmacia y Eslovenia de la antigua Yugoslavia. De acuerdo con el Diploma otorgado por el Emperador Fer­ nando II en 1622, el soberano estaba obligado a respetar las leyes del reino, administrar justicia, prestar atención a los agravios expuestos por los Estados Generales y respetar el derecho de éstos a la elección de un Palatino. Las iniciativas llevadas a cabo por parte de Leopoldo I para tra­ tar de aumentar su autoridad provocaron varias rebeliones, y la última de ellas, el levantamiento de Rakoczi finalizó en 1711 con la Paz de Szatmár. Esta reconoció los derechos hereditarios de los Habsburgo sobre el reino de Hungría, pero, al igual que un compromiso anterior firmado en 1681, también se reconoció el sistema de autogobierno húngaro y muchos de sus privilegios tradicionales, entre los que se hallaba la exen­ ción de impuestos de la nobleza. Durante el reinado de Carlos VI apenas se produjeron cambios en la forma de gobierno. Se desoyeron en general los llamamientos a la rebelión hechos por el exiliado Ferenc Rakoczi y su hijo Josef durante las guerras contra los turcos y la Dieta de 1723 aceptó la posibilidad de una sucesión femenina. El oficio de Palatino quedó vacante a partir de 1731 y, por designación real, Francisco de Lorena asumió sus funciones. Sin embargo, a cambio del respaldo a la sucesión de María Teresa, la Dieta de 1741 pudo exigir que se ocupase este oficio y se respetase la exención de impuestos y derechos aduaneros para la nobleza y el clero, un privilegio que Carlos VI no había podido cambiar en 1723 y 1729. Gran número de soldados húngaros participaron en los ejércitos de los Habsburgo durante la Guerra de Sucesión Austríaca y la Guerra de los Siete Años, pero ningún húngaro desempeñó un puesto relevante en el Alto mando. El aumento de las prerrogativas de la Dieta húngara no impidió que la Emperatriz María Teresa las desafiara. La Dieta de 1751 aprobó el aumento de los impuestos sólo por tres años, pero siguieron recaudándose a este nivel hasta la siguiente Dieta celebra­ da en 1764-65. La Dieta rechazó también las propuestas del gobierno que pretendían aumentar los impuestos y sustituir la obligación de los nobles de prestar servicio con levas feudales por un impuesto que deberían pagar tanto los nobles como el clero. A partir de 1765 se prorrogó la con­ vocatoria de la Dieta y el oficio de Palatino quedó vacante hasta 1790. Ya que no había podido obtener la cooperación de la Dieta en la aplica­ ción de sus reformas, María Teresa ordenó algunos cambios por decreto, 433

pero, al no querer convocar otra Dieta o arriesgarse a introducir reformas más drásticas, no fue capaz de reformar el sistema impositivo y obtener más ayuda militar de Hungría durante la Guerra de Sucesión Bávara. Por el contrario, José II promovió cambios mucho más decisivos, negándose a someterse a dos coronaciones independientes para no tener que confir­ mar los privilegios de los reinos de Bohemia y Hungría. Reorganizó el sistema de la administración provincial húngara en 1785 y, al principio, sus reformas funcionaron con eficacia. En la primera leva general orde­ nada en 1787, las dos terceras partes de los reclutas solicitados se halla­ ban prestando servicio a fines de ese año, a pesar de las quejas sobre la inconstitucionalidad del procedimiento empleado, de su rechazo a convo­ car la Dieta y de su decisión arbitraria de que esta leva feudal sirviese fuera de Hungría. Sin embargo, el dominio de José II sobre Hungría se debilitó progresivamente a raíz de los fracasos militares cosechados en la guerra con los turcos y del empeoramiento de su estado de salud. Los nobles aprovecharon esta situación para incrementar su oposición y para evitar una revuelta nobiliaria, José II decidió revocar la mayoría de sus edictos en enero de 1790. Esta tardía medida no aplacó la irritación de los húngaros y quienes habían sido elegidos para formar la Dieta de 1790 solicitaron un sistema de autogobierno efectivo. Además, algunos exigie­ ron la creación de un ejército propio, la convocatoria anual de la Dieta y la restauración del principio electivo de la monarquía. Al igual que en los Países Bajos Austríacos, las tácticas conciliatorias del Emperador Leo­ poldo II, las disensiones que enfrentaban a sus oponentes, él deseo ampliamente extendido de recuperar una relación más aceptable con el soberano, los temores al desorden social y la intervención militar austría­ ca protagonizada en 1790 por unos 11 regimientos, forzaron la búsqueda de una solución de compromiso. Se reconocieron los privilegios de los Estados Generales, el papel que desempeñaba la Dieta y un estatuto pro­ pio para Hungría, pero también los derechos hereditarios de los Habsbur­ go y las prerrogativas de la corona. Prusia, la principal potencia rival de Austria, tenía muchos menos problemas de autonomía regional en sus estados, y aún menos de movi­ mientos separatistas, pero los particularismos de cada una de sus provin­ cias estaban muy arraigados, lo cual no resulta extraño si se tiene en cuenta que los disgregados territorios que recibían el nombre de Prusia eran muy diferentes entre sí y carecía de una historia o una tradición comunes. Aunque en 1740 los Estados de Cleves intentaron sin éxito limitar la designación de los cargos oficiales a favor de nobles locales, la administración prusiana se interesó por conocer la realidad local de sus provincias. El Directorio General, una institución creada en 1723 por Federico Guillermo I para supervisar las cuestiones militares, policiales y económicas, se planificó siguiendo una estructura territorial integrada por varias juntas provinciales. Las instrucciones para el Directorio General redactadas en 1748 incluían algunas variantes específicas para las provin­ cias occidentales, y no hacían referencia en absoluto a Silesia. El hecho de que su administración pasase a estar directamente bajo el control del rey, refleja su inteies hacia esta impoitante conquista, pero también su rechazo a la excesiva burocratización del Directorio. Pese a su sensibili­ 434

dad hacia las diferentes características de sus territorios, Federico II se mostró decidido a mantener su control sobre ellos. Así tras la incorpora­ ción de la Frisia Oriental en 1744, abolió el Consejo privado del príncipe y promulgó una nueva lista de Drosten, los nobles locales que tenían algunas responsabilidades policiales y militares, procurando en todas par­ tes que. éstos fuesen más afines al gobierno prusiano. No obstante, las distancias hicieron que resultase muy difícil mantener una activa supervi­ sión. Así por ejemplo, a Daniel Lentz, que se encargó del gobierno de la provincia a partir de 1748, se le ordenó que ejecutase sus instrucciones en la forma que juzgase más conveniente, y hasta 1751 no se produjo una nueva visita de Federico II. El carácter federal del sistema de gobierno de Polonia-Lituania per­ mitía exteriorizar los particularismos de ambos estados, de manera que tanto Polonia como Lituania tenían un ejército de la corona y un cuerpo de funcionarios propio. Por el contrario, los imperios de Suecia y Rusia desarrollaron estructuras mucho más centralizadas. Este proceso puede apreciarse sobre todo en Suecia después de las pérdidas territoriales sufridas en la Gran Guerra del Norte. Finlandia, que era un país fronteri­ zo escasamente poblado y bastante vulnerable ante cualquier invasión, sólo contaba con una escasa representación en la Dieta sueca. En compa­ ración con otros países de la época, la nobleza rusa tenía una orientación más bien nacional que provincial, debido a la dispersión de sus propieda­ des en el interior de Rusia, a sus arraigadas tradiciones de servicio a la corona y a la relativa debilidad de su identidad provincial en las tierras del antiguo Ducado de Moscú. Cuando Pedro I conquistó las provincias bálticas de Suecia en 1710-11, mantuvo intacto su sistema de autogobier­ no. En Ucrania, en cambio, procuró limitar la autonomía de Iván Mazepa, que detentó el título de hetmán desde 1687 hasta 1709. El temor a los planes del Zar propició una acercamiento entre Mazepa y Carlos XII de Suecia en 1708, que se aprovechó para incrementar la presencia militar rusa en Ucrania y provocó una campaña de terror. Al término de la Gran Guerra del Norte, Pedro I dirigió de nuevo su atención hacia Ucrania, creando en 1722 un Colegio para el gobierno de la región, ordenando la implantación de la legislación rusa e poniendo el territorio bajo la juris­ dicción del Senado, que había fundado en 1711 para tratar los asuntos internos rusos. Se fomentaron más los matrimonios con familias rusas quo con las polacas. Un gran número de cosacos ucranianos fueron enviados a trabajar en los proyectos de construcción ordenados por Pedro I, y muchos de ellos perecieron. Sin embargo, en los años que siguieron a la muerte del Zar, empezó a darse marcha atrás a su política. En 1727 se abolió el Colegio ucraniano, se restableció el hetmanato y la administra­ ción de los asuntos relacionados con Ucrania se transfirió al Colegio (Ministerio) de Asuntos Exteriores. En la década de 1730, se elaboró un código de leyes ucraniano, que se concluyó en 1743, pero nunca llegó a promulgarse. En 1734 volvió a abolirse el hetmanato y se restauró en 1751. En 1754 el Senado suprimió las fronteras entre Rusia y Ucrania, cerrando los puestos aduaneros existentes. En 1763, el hetmán solicitó que el hetmanato fuese hereditario y presionó para que se concediese a Ucrania una autonomía efectiva. Catalina II abolió de nuevo el hetmana435

to en 1764 y lo sustituyó por un Colegio. Consideraba que todas las regiones del Imperio debían enviar diputados a la Comisión Legislativa de 1767, a pesar de que la postura de los ucranianos insistiera en exigir su autonomía. En 1782, se amplió el sistema administrativo provincial ruso al territorio de Ucrania sin tener en cuenta ningún tipo de considera­ ciones históricas en su aplicación y se abolió el Colegio para asuntos ucranianos. De forma semejante, Catalina II aplicó sus reformas internas en todos sus dominios, hasta el punto de que las reformas administrativas y judiciales introducidas en Rusia en 1775 se implantaron en 1778 en los territorios adquiridos con el Primer Reparto de Polonia. Las vastas proporciones del Imperio Ruso hicieron que resultase más difícil ejecutar la voluntad del gobierno. Las tropas enviadas desde Moscú en febrero de 1772 para acabar con los problemas que estaban ocasionando los cosacos de la región del Yaik, no llegaron allí hasta junio. No obstante, las regiones fronterizas de su Imperio estaban más controladas por el gobierno central que durante la dominación turca. Los principios y medidas adoptados en la política de centralización y unifor­ midad que se aplicó en Rusia no sólo muestran la fuerza que poseía el gobierno central, sino que también contribuyeron a aumentar su control. Si bien la política del gobierno, sobre todo en el caso de Ucrania, fue poco constante, esto se debió en parte al contexto político en que se llevó a cabo y, en concreto, a la importancia que seguían teniendo los vínculos personales. El último hetmán fue el hermano del amante y marido supuestamente morganático de la Zarina Isabel, por ello, el hetmanato se restauró para él en 1751. Así pues, aunque los estados de la época tendí­ an en general hacia una mayor centralización, este proceso podía verse perjudicado por factores imprevisibles, que afectaran tanto a su concep­ ción política como a su aplicación, dada la influencia personal que ejercí­ an los propios monarcas. LOS REPRESENTANTES DEL GOBIERNO

Resultaría paradójico pensar que las actitudes personales y la forma de actuar de los representantes del gobierno debieron constituir uno de los problemas más importantes para los gobernantes de la época, sobre todo si se pone énfasis en las consecuencias beneficiosas que la mayor parte de la producción historiográfica atribuye al proceso de ampliación y centralización de la burocracia en los estados modernos. La introduc­ ción de oficiales reales enviados aparentemente para gobernar las provin­ cias, a semejanza de los Intendentes de la Francia del siglo XVII, ha desempeñado un papel tan relevante para la historiografía como el uso de la artillería de campo. Sin embargo, de la misma forma que hoy en día parece cada vez más evidente que no es posible reconstruir fielmente la estructura de los estados y gobiernos de la época, podría prestarse mayor atención al comportamiento y a la mentalidad de los funcionarios, cuyas lealtades no obedecían a una noción abstracta del Estado. Por lo general, no había un sistema de lealtades basado en un modelo de estado centrali­ zado y, si lo había, era bastante débil. En la práctica, el poder efectivo de 436

los funcionarios reales era mucho mayor, porque los mecanismos de con­ trol sobre su gestión resultaban bastante poco eficaces y solían ser sólo ocasionales. Cuando Víctor Amadeo II llegó a Sicilia en 1713, fue el pri­ mer gobernante de la isla que la visitaba desde 1535. En cambio, Irlanda, Escocia y Gales nunca fueron visitadas por su gobernante a lo largo de todo el siglo XVIII. Lo mismo sucedió en gran parte de Inglaterra y Fran­ cia. Francisco de Lorena visitó su Gran Ducado de Toscana solamente una vez durante su reinado (1737-65). En el ámbito ministerial solía haber también falta de continuidad y supervisión en las labores desarro­ lladas. Los ministros solían ser figuras pasajeras o se hallaban estrecha­ mente relacionados con la suerte de las facciones cortesanas. Merced a que hubo hasta 24 ministros de finanzas en Francia entre 1715 y 1789, los oficiales vitalicios llegaron a detentar un poder considerable. La experiencia adquirida por este tipo de funcionarios les permitía disfrutar de sus cargos aun cuando ya no les pertenecían. Por lo que respecta al gobierno central, los cronistas suelen hacer referencia a la falta de suficientes hombres capacitados entre los que poder elegir a los ministros y altos funcionarios. Semejantes afirmacio­ nes puden hallarse, por ejemplo, en España en 1750 y en Saboya-Piamonte a principios de la década de 1780. Pero parece que éste fue un pro­ blema mucho más grave en Rusia, por ello el Zar Pedro I se interesó vivamente por la educación y la instrucción. La corrupción fue un problema ampliamente extendido en los estados europeos, que pone de manifiesto el uso de las rentas fiscales para un enriquecimiento rápido, la concepción patrimonial de sus oficios que tenían los funcionarios públicos y la práctica generalizada del pago a los funcionarios reteniendo parte de lo que recaudaban con el desempeño de sus cargos. Pedro I se sintió horrorizado ante las proporciones que había alcanzado la corrupción en Rusia, creó un cuerpo especial de inspectores para acabar con ella, e incluso una red de fiscales, paralela a la adminis­ tración local y bajo la dirección de un Procurador General. Pero, ensegui­ da, comprobó que era muy difícil reducir la corrupción. Sus prácticas evidenciaban actitudes muy arraigadas en la administración y sus princi­ pales beneficiarios solían ser individuos de relevancia social que detenta­ ban poderes políticos o administrativos. En Toscana, eran en su mayoría nobles que cada año desviaban sumas relativamente moderadas de las rentas del estado para poder mantener un estilo de vida acomodado. Los Grandes Duques de Toscana pertenecientes a la Dinastía de los Médicis no tomaron medidas enérgicas contra este tipo de prácticas porque no querían enemistarse con la nobleza, pero Francisco de Lorena, que trató de introducir un estilo de gobierno más impersonal, burocrático y cen­ tralizado, se negó a aceptar el razonamiento de que las familias se verían perjudicadas si uno de sus miembros era condenado por un delito. Aun así, enseguida se puso de manifiesto que la aplicación rigurosa de las leyes contra la corrupción tenía ciertos límites, ya que el Gran Duque dependía de la cooperación de sus oficiales. En el distrito Armagh en Irlanda la familia Cust se valió de su participación en la recaudación de los impuestos locales para convertirse en unos de los principales rentis­ tas de la región. Este nivel de corrupción, que se consideró inaceptable, 437

le supuso a Henry Cust tan sólo la pérdida de su oficio en 1761, sin nin­ gún otro tipo de castigo social o económico, y, de hecho, en 1769 fue nombrado Sheriff superior de Armagh. La eficacia de la fiscalía antico­ rrupción rusa se vio limitada por la posibilidad de incorporarse su perso­ nal a la administración local. Esta práctica fue restringida después por el Príncipe A. A. Yyazemsky, quien reemplazó en 1764 a un Procurador General que había sido destituido por malversación de fondos. La fisca­ lía también padeció una constante escasez de personal cualificado y muchos de sus procuradores aceptaban sobornos y abusaban de sus poderes. La coiTupción formaba parte de una mentalidad administrativa para la cual no resultan apropiadas las connotaciones propias del término buro­ cracia. Las organizaciones administrativas eran un reflejo de los valores y métodos que se daban en las sociedades europeas del siglo XVIII. Los nombramientos y la promoción solían lograrse gracias a la posición social, el patronazgo y la herencia, en lugar de tener en cuenta el grado de cualificación u otros méritos que pudieran valorarse de forma más objetiva. Las consideraciones sociales, el papel que desempeñaba el patronazgo, la importancia política que tenían muchos cargos administra­ tivos y la oportunidad de obtener beneficios por medios tanto legales como ilegales determinó que los puestos superiores de la administración estuviesen ocupados por individuos de clase alta. Esto podía suponer, en ocasiones, que quienes detentaban la autoridad y el poder fuesen nobles sin experiencia, y a menudo sin vocación ni aptitudes, en lugar de exper­ tos profesionales. Sus ayudant-es más experimentados solían tener un rango social demasiado humilde para poder sacar adelante las reformas, sobre todo en una sociedad y en una mentalidad administrativa en las que los precedentes gozaban de respeto y autoridad legal. Generalmente, suele destacarse a la administración prusiana como un modelo de eficien­ cia, pero, a pesar de mantener una mayor cohesión interna que la de otros países, la incorporación de nuevos funcionarios todavía seguía depen­ diendo de un sistema de patronazgo que promovía a amigos y parientes aunque fuesen incompetentes. Puesto que todas las iniciativas llevadas a cabo por Federico II para lograr que esta administración tan prolija fuese más eficiente y respondiera mejor a sus órdenes acabaron fracasando, procuró evitar la gestión de las instituciones existentes y ordenó la crea­ ción de nuevos departamentos y medidas que dependían directamente de él, como sucedió con un impuesto indirecto decretado en 1766. En toda Europa los oficiales de la administración se consideraban a sí mismos como poseedores de un oficio más que como empleados; traba­ jaban en un ambiente en el cual su labor se hallaba sometida a múltiples responsabilidades más políticas que legales, y en el que tanto la autoridad como el poder eran bastante dispersos y propiciaban conflictos entre los oficiales. En el ámbito local, los gobiernos funcionaban a través de dife­ rentes representantes, cuyas instrucciones no eran muy explícitas y cuya actividad solía verse atrapada en el laberinto de la administración local y las relaciones sociales. Así pues, conflictos como los que surgieron en la década de 1760 sobre el comercio en Trieste entre el Consejo austríaco de Comercio y el Tesoro, que supervisaba las aduanas y la recaudación 438

de los impuestos indirectos, eran muy frecuentes. Las disputas que sur­ gían entre los representantes del gobierno central y los oficiales de la administración local no eran sino parte de los diferentes intereses y opi­ niones que dividía a la mayoría de las autoridades de la época, ya fueran seglares o ecleciásticas, de la administración local o central. Podían lle­ gar a-tener consecuencias perjudiciales, como sucedió, por ejemplo, con la rivalidad que paralizó las instituciones en la diócesis de Rennes, y que no cesó ni'siquiera durante una crisis de subsistencia. No obstante, habría que considerar estos conflictos como un fenómeno presente en cualquier sistema de gobierno, y sobre todo en aquellos en los que los privilegios y los precedentes desempeñan un papel esencial, y no como una caracterís­ tica peculiar de este período. Debido a que la mayor parte de las autori­ dades se veían implicadas en tales disputas, la actuación de los represen­ tantes del gobierno central solía afectar también a diversas instituciones. Esto confería mayor trascendencia a sus actos, que solían contar con el apoyo de una de las partes en conflicto, y propiciaba que las autoridades y corporaciones que se hallaban fuera del gobierno central procurasen desarrollar nuevos vínculos con sus representantes e intervenir en el juego de relaciones personales, facciones e instituciones que les permiti­ ría alcanzar una posición más ventajosa tras la fachada de la administra­ ción central. Los funcionarios reales y los comerciantes de Troyes en Francia solicitaron, y en 1773 consiguieron, un edicto real para resolver sus disputas sobre el gobierno de la ciudad. La interrelación de los con­ flictos en el seno del gobierno central y fuera de él constituye, sin duda, una de las características propias de la historia de la administración de la época y puede considerarse también como un aspecto muy importante en su historia “política”. Desde el punto de vista político, esta conjunción de múltiples intere­ ses permitía al gobierno central contar con aliados y determinaba que muchos de estos conflictos no rebasaran el ámbito local. Así por ejemplo, los problemas que ocasionó la construcción de nuevos caminos en Auch y Pau en el Suroeste de Francia, degeneraron principalmente en disputas entre grupos locales, quedando la oposición al gobierno central en un plano bastante secundario. Pero la confluencia de intereses hizo que resultase más difícil sacar adelante muchas reformas ante la postura recalcitrante de determinados oficiales y autoridades locales. Los inten­ dentes designados por Luis XV y Luis XVI duraron más en algunas généralités que los de Luis XIV y por ello dependieron menos del patro­ nazgo de un solo ministro, se integraron mejor en la sociedad donde desempeñaban su trabajo y se mostraron más dispuestos a adoptar los puntos de vista locales. Aun así, todavía se les solía cambiar de destino periódicamente o regresaban a París para recibir nuevas instrucciones de la corona. Muchos intendentes se opusieron a las reformas propuestas por el Primer Ministro Necker. Al igual que muchos otros oficiales reales, los intendentes tenían autoridad para nombrar a sus subordinados y, por lo general, solían escogerlos entre los miembros de familias de su jurisdic­ ción; así, la familia Paillot de Troyes fue la que proporcionó al subdele­ gado local del intendente a lo largo de todo e’l siglo XVIII, y aunque estos cargos no eran hereditarios, pasaban de generación en generación dentro 439

de una misma familia. La incapacidad del gobierno napolitano para con­ trolar sus oficinas aduaneras facilitó en ellas la corrupción y el dominio de los intereses locales. La comisión real enviada a Islandia (entonces posesión danesa) en 1770-71 recibió numerosas quejas de las injusticias que cometían los funcionarios locales y las cargas que imponían los ten-atenientes. Los funcionarios islandeses salvaguardaban sus intereses particulares, sobre todo en cuanto a la exención de impuestos, adminis­ traban como feudatarios la mayor parte de las tierras de la Iglesia y de la corona, pertenecían a familias que poseían la mayor parte de las tierras privadas e impedían la reparación legal de las injusticias cometidas sobre el campesinado. La situación que se daba en Islandia confiere mayor fun­ damento a la prohibición formulada por Federico Guillermo I de Prusia en las instrucciones que dejó a su heredero en 1722, para que los oficia­ les responsables de la administración de los dominios de la corona no fueran destinados a sus lugares de origen. Los problemas que surgían entre los oficiales de la administración local y del gobierno central en las provincias también explica por qué muchos soberanos, como Catalina II, preferían recurrir al empleo de comisiones especiales. Parece que ésta fue la solución que adoptaron algunos gobiernos, como el de Rusia, para paliar la falta de personal cualificado en la administración local y como único medio para conseguir cierto grado de centralización. A Pedro I le resultó muy difícil encontrar nobles apropiados para el gobierno provin­ cial y designar a personas dispuestas a acudir a sus puestos. La actividad de los Colegios que se ocupaban de la administración financiera se vio obstaculizada por la incapacidad de las instituciones locales para presen­ tar su contabilidad, por ello, Pedro I decidió utilizar al ejército para mejo­ rar la colaboración de la administración local. En toda Europa, las inicia­ tivas encaminadas a introducir cambios chocaban con el problema de la inveterada desconfianza que suscitaba la administración central en los intereses locales, considerándola como una institución totalmente ajena, cara, corrupta y demasiado grande, cuyas aspiraciones y proyectos políticos siempre eran peligrosos. Si la administración local hacía, con frecuencia, caso omiso de las instrucciones de los soberanos y sus ministros, lo mismo puede decirse de muchas de las propias instituciones del gobierno central. Las cortes de los soberanos constituían un elemento esencial en el sistema administrati­ vo de la época, pero en ellas solían tener lugar luchas políticas que afec­ taban directamente tanto a los proyectos y tareas de gobierno como a su personal. Por ello, la estructura y la forma de comportamiento de la corte y de la sociedad determinaban en los grandes estados que monarcas, teó­ ricamente “absolutos”, sólo pudiesen llegar a conseguir un precario equi­ librio de poderes entre las facciones rivales que controlaban la corte y la administración. En muchos casos, parece que los gobernantes apenas tenían un control limitado sobre sus cortesanos y sobre la política llevada a cabo por el gobierno central. La administración central de Prusia duran­ te el reinado de Federico I (1688-1713) se caracterizó por la influencia que tuvieron sus favoritos, el desarrollo de una política vacilante, el nivel de corrupción existente, las intrigas cortesanas que no controlaba el monarca y la sensación general de debilidad que ofrecía la monarquía. El 440

carácter y los intereses personales de los monarcas constituían un factor impredecible y, por tanto, resultaba difícil asegurar una continuidad en la política entre un reinado y otro. No podía institucionalizarse el cambio. La trascendencia que tenían las actitudes de cada soberano introducía en la estructura del poder un importante factor de discontinuidad, que alen­ taba a quienes se hallaban descontentos con el patronazgo y la política de un monarca a participar activamente en la subida al trono de su heredero. Por esta razón, Pedro I hizo prender a su hijo Alexis, que se oponía a su política de occidentalización y había abandonado Rusia; le juzgó y le mandó matar en 1718. Muchos gobernantes eran inconstantes en la aplicación de sus proyec­ tos. En realidad, la política de los estados de la época se caracteriza por una tensión entre la intervención personal del monarca y la regulación del poder a través de procedimientos administrativos convenidos. Ade­ más, la autoridad limitada de las instituciones de gobierno en un sistema en el que era esencial el favor cortesano, en el que el poder no se basaba en la posesión de un cargo oficial, y en el que tan sólo el monarca podía mediar en los conflictos internos, obligaba a los gobernantes a intervenir personalmente. Para mantener la autoridad de los ministros, de las insti­ tuciones y de los edictos reales, era necesario hacer constantes demostra­ ciones del favor real. Muchos ministros caían, como le sucedió a Tanucci en Nápoles en 1776, porque habían perdido el apoyo del monarca o de la familia real. Pedro I tomaba personalmente decisiones sobre muchas cuestiones que deberían estar reservadas a los Colegios (ministerios), y era responsable de la coordinación entre los colegios y de la planificación general de su política. Los cargos eran influyentes cuando se hallaban ocupados por favoritos. El favor real determinaba el grado de autonomía de las instituciones y los procedimientos de designación y promoción, y quienes mantenían una estrecha relación con el monarca, como el Secre­ tario personal de Pedro I y Catalina I, Alexis Makarov, llegaban a disfru­ tar de enorme influencia. El dominio que ejercían el patronazgo y las facciones cortesanas y la vulnerable posición en la que se encontraba la mayoría de los minis­ tros favorecía el ascenso de familiares y clientes. Pero la política de algunos monarcas, como Carlos VI, Pedro I y Luis XIV, contribuyó a agravar la situación, porque esta rivalidad les permitía contar con un asesoramiento más variado y reforzaba su poder personal. Incluso en aquellos casos en los que los monarcas controlaban ampliamente su corte y sus ministros se sentían más seguros de su posición, con fre­ cuencia las instituciones y el personal del gobierno central no se mos­ traban dispuestos a colaborar en la aplicación de sus disposiciones, sobre todo si éstas suponían una novedad. Carlos XII no fue el único gobernante que consideraba que a sus administradores les faltaba sufi­ ciente dedicación. El descontento respecto al funcionamiento de la ad­ ministración central motivó muchas de las principales reformas de la época, como las que acometieron Pedro I y Federico Guillermo I. Aun así, no deberíamos exagerar el alcance de las reformas de la administra­ ción central al que aspiraban los monarcas del siglo XVIII, ni caer en la falacia de equiparar los términos cambio y reforma, o considerar que 441

aquellos gobernantes que no lograron llevar a cabo importantes cam­ bios administrativos deban ser censurados-. Había buenos motivos polí­ ticos para dudar de la viabilidad de muchas de estas reformas, y sólidas razones de índole administrativa para cuestionar las posibilidades rea­ les de mejora. La falta, en general, de profundidad en las reformas administrativas emprendidas en la Francia del Antiguo Régimen tam­ bién puede apreciarse en otros estados de la época, como la Prusia de Federico II y la Inglaterra georgiana. G a n a r v o l u n t a d e s , l a fo r m a d e g o b e r n a r

Los problemas de gobierno no se limitaban a las dificultades finan­ cieras, al mantenimiento de la ley y el orden, a la deslealtad de algunos de sus oficiales, a las facciones políticas y a la falta de colaboración de las comunidades locales. También los asuntos religiosos y eclesiásticos y los desórdenes políticos podían crear muchos problemas. Pero esta clase de dificultades no eran exclusivas de los gobiernos nacionales, ya que tanto las grandes instituciones como los señoríos tenían que hacer frente a problemas semejantes, al tener que conciliar prácticas y dere­ chos tradicionales con el deseo de lograr objetivos concretos. El señorío de Glengary en Escocia, en el que los arrendatarios habían talado árbo­ les ilegalmente en 1769, no fue el único que no pudo controlar debida­ mente la actividad de sus vasallos. Esta tarea de supervisión resultaba complicada para todas las instituciones debido a la falta del personal necesario. La burocracia del Gran Ducado de Toscana solamente ascen­ día a 1.335 personas en 1765, el Ministerio de la Marina español ubica­ do en Madrid contaba con unas 20 personas en 1750 y unas 30-35, incluido el personal de limpieza, en 1790. En 1800, el Ministerio de Asuntos Exteriores británico tenía tan sólo 11 funcionarios y el Ministe­ rio de la Guerra, 6. Como respuesta a estos problemas y a las diferentes sugerencias sobre cuál era la política más apropiada y cómo podían conjugarse inte­ reses contrapuestos para poner en práctica lo que se concebía como el buen gobierno de una monarquía, los soberanos procuraban gobernar buscando la aprobación y ganándose la cooperación de quienes detenta­ ban poder y autoridad en sus estados. Las circunstancias en las que tenía lugar este proceso eran muy distintas, sobre todo debido a la gran diver­ sidad de situaciones constitucionales e institucionales que se daban y a la habilidad personal de los propios monarcas, de sus ministros y de aquellos con que trataban. Las contingencias políticas también eran cru­ ciales, no sólo por los problemas imprevistos que debían superar los monarcas y sus proyectos. Pero aunque variaban las circunstancias, la búsqueda de apoyo y cooperación era una cuestión clave en la época. Hasta cierto punto, este aspecto ha quedado bastante desdibujado por el énfasis que la historiografía ha venido poniendo en las discrepancias y los conflictos, y porque siempre se ha tratado de explicar por qué fraca­ só el Antiguo Régimen, en lugar de analizar realmente cómo era. Esto puede apreciarse especialmente en el estudio de las relaciones entre el 442

poder real y las instituciones representativas de los reinos. Suele presu­ ponerse la existencia de un conflicto entre ambos y, por ello, se tiende a pensar que, desde el punto de vista del poder monárquico, se considera­ ba como algo conveniente que instituciones tales como las Dietas, los Estados y los Parlamentos fueran débiles,.estuvieran en desuso o ni siquiera existiesen. No cabe duda de que algunos monarcas compartían este punto de vista. Las reclamaciones de algunas de estas instituciones contra la autoridad política y el poder administrativo ocasionaban nume­ rosas dificultades y en muchos estados los monarcas propiciaron que cayesen en desuso evitando convocarlas. El Ministro de Asuntos Exte­ riores francés, Torcy, rechazó la idea de volver a convocar los Estados Generales en 1712 diciendo: “La experiencia del pasado ha demostrado que este tipo de asambleas casi siempre generan problemas, y la última reunión de los Estados Generales, celebrada en 1614, provocó una gue­ rra civil ... dado que los Estados Generales no se han convocado desde hace casi un siglo, en la práctica esta representación ha quedado aboli­ da”21. De hecho, no volvió a reunirse hasta 1789, y entonces se adoptó como una medida desesperada. En cambio, los parlements provinciales fueron mucho más importantes en la Francia del siglo XVIII. La Dieta de Badén no se reunió ni una sola vez a lo largo de toda la centuria y no lo había hecho desde 1626. Las Cortes portuguesas no se convocaron entre 1698 y 1820, pese a que en su reunión de 1697-98 habían acordado un aumento de las contribuciones fiscales. Cosme III de Toscana convocó al Senado solamente una vez. Y en Württemburg, donde los Estados aprobaron nuevos impuestos directos y supervisaban la recaudación empleando a sus propios oficiales, hubo numerosos enfrentamientos con los Duques que querían obtener más dinero de los impuestos. En una de ellas (1764), en que se recurrió al empleo del ejército para aplastar una revuelta antifiscal y se vio obligado a intervenir el Consejo Aulico (tri­ bunal de justicia del Imperio), al parecer, el Duque Carlos Eugenio declaró: “Yo soy el Estado”22. En Württemberg, la muerte repentina de los duques, su impopulari­ dad a partir de 1733, en que les sucedió un católico, la fuerte posición constitucional e institucional que tenían los Estados, sobre todo por su control sobre la recaudación de los impuestos, y la protección que les brindaba la constitución del Imperio, las instituciones imperiales y la dis­ posición de otros estados vecinos de intervenir en su apoyo, aseguraron la supervivencia de este órgano representativo. En otras partes de Europa, este tipo de instituciones no sobrevivieron merced a un enfrentamiento con el poder real, sino más bien procurando ganarse su apoyo y respeto a través del papel constitucional que desempeñaban. Entre las grandes potencias europeas, las instituciones representativas más poderosas eran las de Gran Bretaña, Polonia, Suecia y las Provincias Unidas, pero tam­ 21 PRO. 78/154, ff. 318-19. 22 LIEBEL-WECKOWICZ, H.P., “The Revolt of the Württemberg Estates”, Man and Nature. Proceedings of the Canadiar Society’ fo r Eighteenth Century Studies, TI (1984), p. 116.

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bién tenían considerable importancia las de los territorios de los Habsburgo, gran parte del Imperio y las de algunas provincias de Francia. En Italia, España y Rusia o no existían o eran poco eficaces, aunque Catalina II trató de establecer un sistema de Estados. Probablemente, el mejor ejemplo del papel que desempeñaron estas instituciones en el aumento del poder de un estado sea la trascendencia que tuvo el respaldo parlamentario en la creación y conservación del sis­ tema de deuda pública consolidado en Gran Bretaña. Este sistema fue fruto tanto de la flexibilidad del gobierno británico y su capacidad finan­ ciera, como de la cooperación entre la corona y los representantes políti­ cos de la sociedad, que se puso de manifiesto a través de la postura cons­ titucional que adoptó el Parlamento y de la política que mantuvieron los sucesivos ministerios. Aunque otras no llegaran a tener la misma trascen­ dencia, también otras instituciones representativas europeas reforzaron la política de la corona con su apoyo y brindaron su cooperación. Eran más influyentes cuando a sus poderes para aprobar los impuestos se añadían la responsabilidad y capacidad necesaria para recaudarlos. Políticamente, esto les permitía asegurar su existencia, pues los representantes del reino actuaban entonces como una rama del poder ejecutivo y, si cooperaban con la corona, reforzaban el poder del soberano. Los Estados de los dominios de los Habsburgo podían ser muy importantes. En Bohemia, las Dietas desempeñaban una amplia labor legislativa, recaudaban impuestos y regulaban las cuestiones económicas y las medidas relacionadas con la salud y la policía. José I, que fue Emperador desde 1705 a 1711, solía elogiar a los Estados de Bohemia ante sus ministros, y pese a su reputa­ ción, que nos lo presenta como un monarca decidido a limitar los poderes de los Estados, llegó a deferir a sus derechos y renunció a sus planes de introducir un impuesto indirecto universal recaudado por oficiales reales y de actualizar los registros de las propiedades de tierras en el Tirol y en la Alta y Baja Austria. La creación de un comité ejecutivo permanente de los Estados de Bohemia en 1714 fortaleció aún más su posición. En lugar de unificar los Estados provinciales de sus dominios patrimoniales con el propósito de equiparar su modelo de tributación directa, tal como se le sugirió en 1714, Carlos VI prefirió negociar con ellos por separado, y también a comienzos de la década de 1720 para resolver el problema sucesorio que plantearía su muerte. Al Conde Lothar Kónigsegg, nom­ brado Gobernador de los Países Bajos Austríacos en 1714, se le ordenó que, en la medida de lo posible, no introdujese novedades. Bajo el reina­ do de María Teresa, empezaron a reducirse las funciones administrativas que desempeñaban los Estados, pero el endeudamiento de la corona y el recurso al crédito de los Estados aumentó su influencia política en deter­ minadas cuestiones durante la Guerra de los Siete Años y las décadas siguientes. Pese a que las relaciones existentes entre el gobierno central y los Estados variaban según las provincias, las materias a tratar y los ofi­ ciales que los representaban, siguió siendo muy importante la coopera­ ción entre ambos. Los Estados y sus oficiales eran habituales ejecutores de la política del gobierno y, por tanto, deberían considerarse más como parte de el, que como sus rivales. Las cuestiones relacionadas con los Estados solían provocar disensiones dentro del gobierno central; esto se 444

debía, en parte, a los vínculos existentes entre las redes de clientela y el patronazgo, que descartan una disociación entre gobierno central y pode­ res locales. Una controversia sobre los derechos a la recaudación de impuestos que surgió en 1723 en la provincia de Hainault en los Países Bajos Austríacos hizo que el Duque de Aremberg, en nombre de los Estados, utilizara su influencia en Viena para tratar de desautorizar al gobierno de Bruselas. El temperamento más autocrático del Emperador José II y su .convicción de que le resultaría difícil obtener el apoyo de los Estados para sacar adelante su política, adoptó una actitud más tajante hacia ellos. Así, aunque aprobó la creación de una Dieta galitziana en Lvov, sus poderes quedaron muy restringidos dejando todo lo concer­ niente a la contribución fiscal bajo el control directo de la corona. Leo­ poldo II, por su parte, favoreció la labor ejecutiva de los Estados, limitan­ do su importancia legislativa. En Prusia, los Estados siguieron desempeñando determinadas funcio­ nes, pero sus poderes no eran equiparables a los del soberano. En las ins­ trucciones que Federico Guillermo I dejó a su heredero en 1722, insistió en que Prusia Oriental debía permanecer bajo el firme control de la coro­ na y no debía restablecerse el gobierno de los Estados. Federico II apenas se interesó por reunir a los Estados, y escribió en 1772 que antes de intentar que una Dieta como la sueca atendiese a razones, emprendería los doce trabajos de Hércules. Por el contrario, los Estados de las aleja­ das provincias occidentales, y sobre todo del Ducado de Cíe ves, disfruta­ ron de mucho poder. En Sajonia, los Estados conservaron la mayor parte de sus prerrogativas, principalmente en las cuestiones financieras, y ejer­ cieron notable influencia en el Consejo Privado del Elector. En el prin­ cipado semiautónomo sajón de Lusacia, los Estados mantuvieron un considerable nivel de autogobierno. La situación en Italia también se caracteriza por su gran variedad. La posición constitucional que ocupa­ ban los gobernantes del Piamonte no se hallaba limitada por institucio­ nes semejantes en poder al Parlamento siciliano, al Senado milanés o a la Congregazione de Mantua, que salvaguardaban los intereses de los privilegiados. Los Estados de Saboya, Piamonte y Niza ya habían deja­ do de reunirse antes de que empezase el siglo XVIII. El Senado de Milán, una institución legislativa que dominaba la nobleza local, aumentó su jurisdicción cuando se reformó en 1770-71 la administración pública de la Lombardía, pero en 1786 fue abolido por una nueva reorganización del Ducado ordenada por José II. En Francia la situación era bastante compleja. Mientras que sola­ mente unas pocas provincias contaban con asambleas representativas denominadas Estados, toda Francia estaba dividida en 12 parlements, que llegaron a ser 13, tras la incorporación del Ducado de Lorena. Tal como ocurría con la mayoría de las instituciones del Antiguo Régimen, su organización era un reflejo de las circunstancias particulares de cada región y, por tanto, no presentaban en absoluto una estructura uniforme. El más importante de ellos, desde el punto de vista político y legislativo, y en cuanto a su jurisdicción, era el Parlement de París. Los Parlements eran tribunales de justicia “soberanos”, es decir, tribunales supremos de apelación que se encargaban del registro de las leyes para su aprobación 445

y que gozaban del derecho a criticarlas haciendo objeciones. El conflic­ to entre la monarquía, por una parte, y -algunos Estados y parlements provinciales, por otra, ha acaparado mucha atención, y ha hecho que muchos contemporáneos y algunos historiadores concibieran sólo las disputas ideológicas entre ambas partes y la oposición institucional al poder y a la autoridad de la corona. En 1754, Federico II hacía esta com­ paración entre Prusia y Francia: “Aquí no tenemos sacerdotes molestos ni Parlements obstinados”. Louis Sébastian Mercier declaró en el Jour­ nal des dames en 1775 que únicamente la firmeza de los magistrados “parlamentarios” había salvado históricamente a Francia del despotis­ mo. El propio Luis XV agradeció a Carlos III en 1771 su preocupación por mantener la autoridad de Luis en un momento en que reinaba el “desconcierto interior provocado por mis parlements”, y también por “su generosa oferta de ayudarle, si era necesario, a hacer frente a la desobediencia de los mal intencionados”. Al año siguiente, Luis XV interpretó el golpe de estado que había dado Gustavo III en Suecia, como una victoria de la autoridad monárquica y lo comparó con su pro­ pia situación23. Por el contrario, a fines del siglo XVIII en los parlements franceses se hablaba mucho del despotisme ministériel, el despotismo de los ministros de la corona. En 1764, el Parlement de París llegó a preve­ nir a Luis XV contra quienes querían sustituir al gobierno de la monar­ quía por un gobierno despótico y absoluto. Hubo ciertamente diversos conflictos graves entre el gobierno y los Estados y parlements. Los Estados provinciales de Bretaña se resistieron a reconocer la autoridad de Versalles en determinadas cuestiones, y aun­ que a mediados de siglo hubo también un grave conflicto a raíz del aumento de los impuestos decretado en Languedoc, éste no fue tan importante comparado con el de Bretaña. Entre 1673 y 1713, Luis XIV no visitó ni una sola vez la Grand-Chambre del Parlement de París y las solemnes recepciones que brindaba a sus delegados llegaron a definirse como actos de extrema generosidad por su parte. En 1673 tuvo lugar la última lit de justice de Luis XIV, en tales ocasiones el rey en persona ordenaba al Parlement que registrase la aprobación de una ley. Exclu­ yendo a Felipe V de la sucesión al trono francés, Luis XIV quebrantó los principios básicos de la sucesión dinástica reconocida por la ley, y en 1714 reconoció legalmente a sus hijos bastardos otorgándoles la con­ dición de “príncipes de la sangre” (emparentados con la familia real), incluyéndolos en el orden de sucesión. Pero ninguna ley aprobada mediante una fu de justice llegaba a ponerse en práctica, porque “la aso­ ciación entre la Corona y el Parlement que simbolizaba la lit de justice en la Grand-Chambre del Palais de Justice era un acto muy severo” 24. La muerte de Luis XIV propició la revocación de varias de sus dis­ posiciones. En 1715, el Parlement de París rechazó su testamento, que 23 Politische Correspondenz. X, 235; BOUTARIC, M. E. (ed.), Correspondance secrete inédite de Louis XV (2 vols., 1866), I, pp. 146-47, 181-82. 24 HANLEY, S., The Lits de Justice ofthe Kings of France (1983), p. 328.

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limitaba los poderes otorgados al Regente, el Duque Felipe II de Orleans, y éste, a cambio, revocó la ley de 1673 y permitió a los Parle­ ments emplear su derecho de objeción (remonstrance) antes de registrar las leyes. Pero en 1718 Orleans limitó el uso de este derecho y el 1720 se exilió al Parlement de París a Pontoise. Así pues, tal como había sucedido en el ámbito administrativo, la reacción contra la práctica insti­ tucional de Luis XIV también había sido efímera, porque enseguida Orleans cambió completamente la política de concesiones con que inició su regencia. El problema del poder “parlamentario” siguió siendo a partir de entonces y hasta mediados de siglo relativamente insignificante, y el Parlement de París apenas creó dificultades de consideración, excepto en los años 1730-32, en que los jansenistas originaron algunas controversias constitucionales bastante conflictivas. En enero de 1731, Luis XV contes­ tó a las objeciones (remonstrances) presentadas por el Parlement de París describiendo a esta institución como un mero instrumento del que se ser­ vían los monarcas para dar a conocer sus órdenes. Los decretos “parlementarios” sobre cuestiones eclesiásticas fueron anulados por el rey y los jueces de París se declararon en huelga. Luis se negó entonces a con­ ceder una audiencia para escuchar las quejas del Parlement. En 1732, el aumento de la tensión provocó una huelga judicial y, cuando el Parle­ ment se negó a registrar una declaración disciplinaria, pese al recurso del monarca a un lit de justice, se castigó con el exilio a muchos de sus miembros. Pero, no debería exagerarse el alcance que llegó a tener esta crisis, ya que a fines de aquel mismo año quedó resuelta con el regreso de los exiliados y la supresión de la declaración disciplinaria. El motivo principal que había ocasionado esta controversia era de carácter ecle­ siástico y no constitucional. Muchos de los portavoces del Parlement de París se hallaban más inspirados por su fervor religioso que por la defensa de los principios constitucionales; de hecho, Pucelle, Titon y Fornier de Montagny eran conocidos y asiduos visitantes de SaintMédard. El Parlement condenó la quema del Judicium Francorum, una versión revisada de un panfleto que había aparecido durante la Fronda y que atribuía derechos y prerrogativas que nunca había poseído el Parle­ ment de París, proclamando que en él estaba representada la nación y que debía salvaguardar el interés del pueblo. En los años inmediatamente posteriores apenas hubo nuevos desa­ cuerdos entre ambas partes. En 1733, las objeciones hechas contra la imposición de una contribución para la guerra, la dixiéme, se mantuvie­ ron dentro de un tono bastante moderado. La introducción del impuesto denominado vingtiéme en 1749 provocó nuevas protestas. Reclamando el recorte de los gastos del gobierno y la reducción de la carga fiscal, el Parlement de París intentó que se otorgase a los tribunales supremos mayor responsabilidad en la supervisión de la política financiera. No obstante, las cuestiones eclesiásticas volvieron a resultar mucho más polémicas. En el caso del Parlement de París, a lo largo de la década de 1750 ocasionaron en tres ocasiones la suspensión de las actividades de la justicia ordinaria, se decretaron dos exilios de varios magistrados y hubo una renuncia masiva de sus oficios. Los l’its de justice, que habían sido eficaces para zanjar las disputas surgidas en torno a los problemas finan­ 447

cieros, no lo eran para resolver las cuestiones eclesiásticas. Se ha llega­ do a cuestionar, no obstante, la trascendencia que tuvieron esta clase de conflictos. Hay quienes resaltan esta crisis de mediados de siglo por las consecuencias que tuvo en el futuro: Así como las denuncias hechas por los jansenistas galicanos contra el despo­ tismo episcopalista se anticiparon a las denuncias que consideraban despóti­ cos determinados actos de los monarcas, la disociación entre lo que era des­ pótico y lo que era absoluto se produjo primero en el ámbito de las cuestiones eclesiásticas y después se amplió al de las demás relaciones entre el rey y sus súbditos... bajo el ritual parlamentario del jansenismo que apela al “príncipe” en las relaciones sagradas de su “imperio” se halla precisamente el poder del Parlamento y detrás de él la Nación, que se invoca de manera más o menos consciente 25.

Otros, en cambio, han señalado que resultan “escasas y ambiguas” las evidencias presentadas para demostrar que los “parlamentarios” propug­ naban, de forma explícita o implícita, una noción de soberanía nacional; añadiendo que “en la vida política francesa había una unidad esencial, pero bastante precaria” y que “ambas partes tendían a resolver sus con­ flictos a través de la negociación”26. En 1770-71, las negociaciones se rompieron. Un grave enfrentamiento con el Parlement de París y el rechazo de éste a ceder a los deseos de Luis XV provocó un nuevo exilio de jueces y la llamada Revolución de Maupeou, por el nombre del Canci­ ller que llevó a cabo la remodelación de los parlements. La crisis suscitó a un agrio debate en el que se obligaba a tomar partido por uno de los bandos y se denigraba a los oponentes. Los escritores que apoyaban a Maupeou sostenían que los parlements querían someter a la Nación a una aristocracia hereditaria y que su desobediencia al poder monárquico se hallaba al mismo nivel que su irresponsabilidad, su hostilidad contra la Iglesia y su indiferencia ante el binestar común. Se les acusaba, sobre todo, de cometer injusticias, rechazar la reforma de las leyes y el sistema judicial, y de colaborar con los monopolistas para aumentar el precio del pan. Los defensores de los parlements los presentaban como los protecto­ res del Pueblo frente a un gobierno arbitrario e, insistiendo en las diver­ gencias que había entre el gobierno de la Ley y el gobierno del Rey, ponían énfasis en la necesidad de defender una sociedad basadas en las leyes, en la que el gobierno se ciñese a un marco constitucional clara­ mente delimitado y protegido por una judicatura independiente27. La virulencia que llegó a alcanzar este debate público puede resultar algo engañosa. El gobierno logró persuadir a muchos jueces de que coo­ perasen con los nuevos tribunales y, pese a las críticas que se hicieron 23 VAN KLEY, D., The Damiens Affair and the Unraveling ofthe Anclen Re gim e’ 1750-1770 (1984), pp. 201-02. 26 ROGISTER, J. M. J., “Parlementaires, Sovereingty, and Legal Opposition in France under Louis XV”, Parliaments, Estcites and Representation, 6 (1986), pp. 27, 31. 27 ECHEVERRIA, D., The Maupeou Revolution (1985), p. 138.

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contra el despotismo de los ministros, no se abolió el derecho a registrar y objetar las propuestas de ley, ni se creó un nuevo orden de gobierno. Luis XV trató de que el sistema vigente funcionase sin ocasionar tantas controversias. El fin del conflicto entablado a principios dé los años 1770 se vio facilitado por un factor que contribuía a resolver muchas de las disputas del siglo XVIII, el ascenso al trono de un nuevo soberano y los cambios en el control del patronazgo, en la política y en las expectativas que traía consigo. Luis XVI, que accedió al trono en 1774, destituyó a Maupeou y anuló los cambios que había introducido, siguiendo el conse­ jo del nuevo Controlador General de Finanzas, Turgot, que creía que podría llevar a cabo su programa de reformas sin tener que hacer frente a una seria obstrucción de los parlements. Un nuevo lit de justice puso fin a la oposición del Parlement de París a la política de Turgot, y entre 1774 y 1786 esta institución actuó de una manera mucho más prudente y dócil de lo que lo había hecho en la década de 1740. Esto puede atribuirse, en parte, a la experiencia de las medidas adoptadas por Maupeou, pero tam­ bién parece deberse al efecto que causaron el nuevo monarca y sus ministros, y los éxitos obtenidos en la Guerra de Independencia America­ na. El aumento de los aumentos a comienzos de la década de 1780 se aprobó con bastante facilidad, si bien es cierto que Necker financió los gastos de la guerra recurriendo a préstamos. Algunos parlements provin­ ciales fueron más díscolos, oponiéndose tanto a la labor de los inten­ dentes como a las demandas fiscales del gobierno, pero este tipo de con­ flictos ocasionales no eran nuevos y los parlements de los primeros años del reinado de Luis XVI se hallaban divididos interna y colectivamente. Con facilidad se tiende a destacar los momentos culminantes de estos conflictos institucionales, pasando por alto las prácticas ordinarias bas­ tante menos llamativas y los períodos de cooperación entre ambos pode­ res. Los parlements y los Estados brindaban a la corona un importante apoyo en el ámbito judicial, económico y administrativo. Los decretos administrativos del Parlement de París contribuían a asegurar el abasteci­ miento de productos alimenticios y leña a la capital, a mantener la higie­ ne en los lugares públicos y a regular los gremios, los hospitales y las pri­ siones. Estas funciones eran compartidas con el Lugarteniente General de la Policía de París y con los intendentes de las afueras de París 28. Voltaire se mostró despreciativo cuando a propósito del cese del Parlement de París en 1753-54 declaró que la policía seguía actuando como siempre, que los mercados se comportaban de una forma ordenada, y que la conci­ liación y los mediadores habían sustituido a los jueces. Y aunque el carácter abigarrado y multiforme de la administración francesa hacía que ninguna institución o ningún oficial en concreto fuese menos esencial de lo que lo eran en algunos otros países, Voltaire estaba menospreciando con su comentario el papel que desempeñaba el Parlement. Los tribuna­ les soberanos, y sobre todo los parlements, ejercían y supervisaban una

28 STONE, B„ The Parlement of Paris, 1774-1789 (1981), p. 16.

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amplia variedad de tareas administrativas de acuerdo con sus poderes legales y de orden público. En Provenga, el Parlement de Aix intervino de forma decisiva en 1720 para frenar la propagación de la peste declara­ da en Marsella. Pese a que este parlamento no ocasionó ningún problema durante la década de 1730, se opuso a las demandas fiscales solicitadas en los últimos años del reinado de Luis XV, empezando por la imposi­ ción de la vingtiéme. A cambio de su apoyo, obtuvo algunas de sus exi­ gencias, como la regulación de las requisiciones que hacía el ejército y la supresión de un impuesto sobre la exportación del aceite de oliva. Este ejemplo muestra cómo a través de compromisos y concesiones se salda­ ban muchas de las disputas institucionales de la época. Las manifestacio­ nes públicas de descontento iban encaminadas a la obtención de conce­ siones del gobierno, y no para ganarse el apoyo de la muchedumbre. En el caso de la Provenza, este proceso se vio facilitado por las estrechas relaciones que había entre el Parlement y el gobierno central. Éstas podrían simbolizarse en la persona de Jean-Baptiste des Gallois de La Tour, que detentaba simultáneamente los cargos de Intendente de la pro­ vincia y primer Presidente de su Parlement. En ambos cargos le sucedió su hijo Charles, que fue Intendente en los años 1744-71 y 1775-90, y pri­ mer Presidente a partir de 1748. El ejemplo de Charles puso de manifies­ to que era posible ser a la vez un buen súbdito de la corona y un buen ciudadano de Provenza. Su apoyo a la libertad del Parlement y su oposi­ ción a la política de Maupeou motivaron su sustitución como intendente por orden de éste, pero todos los otros ministros del rey se mostraron dis­ puestos a aceptar su postura. En la Bretaña, el uso de un mecanismo de compromiso semejante puso de manifiesto el poder que tenían las institu­ ciones de la región e hizo que el gobierno central tuviese aquí menor influencia que en las provincias más próximas a París, pero también ase­ guró el mantenimiento del orden establecido y que se atendiesen las peti­ ciones hechas por el gobierno central durante la mayor parte de este período. La comisión interina de los Estados bretones se convirtió en una comisión permanente a mediados de siglo y aprobó un aumento de la mayoría de los impuestos, sobre todo aquellos que afectaban a los esta­ mentos privilegiados. La comisión se apoyaba en los contactos locales de sus miembros, que se ponían de acuerdo con los principales campesinos de cada parroquia sobre la distribución de los nuevos impuestos. Por una parte, este sistema permitía mantener un nivel impositivo mucho menor que en el resto de Francia y, por otra, los impuestos se recaudaban mejor y la solvencia financiera de los Estados reforzaba el interés en procurar su cooperación. Cuando en la década de 1760 el comandante militar de la provincia, el Duque de Aiguillon, se enfrentó con el Parlement de Rennes por la imposición de nuevas contribuciones, la disputa política y el desorden del gobierno provincial que ocasionó brindaron una magnífica ocasión para recordar el valor que tenía la cooperación entre ambos poderes. Excepto en Bretaña y en algunas otras provincias en los años 1787-88, los Estados provinciales apenas ocasionaron problemas al gobierno central. Esta cooperación entre el gobierno central y los parlements y Estados se fue haciendo más difícil por los problemas que surgían a la hora de 450

ponerse de acuerdo sobre cuáles eran los intereses de la sociedad, y para mantener unas relaciones de respeto mutuo y confianza, pero se agrava­ ban cuando se trataba de introducir y aplicar nuevos impuestos. Así por ejemplo, el elevado coste de la Guerra de los Siete Años llegó a mermar considerablemente la confianza de las instituciones bretonas. No obstan­ te, tampoco deberían atribuirse a estos fracasos consecuencias despropor­ cionadas. En realidad, la existencia de diferencias entre ambos poderes en cuanto a sus objetivos político's y a los métodos que empleaban para lograrlos no eran en absoluto exclusivas de la Francia del siglo XVIII. Deberían considerarse como un aspecto intrínseco y no ajeno al gobier­ no, en una sociedad en la que la limitada expresión institucional de los problemas políticas hacía que tales diferencias se resolvieran dentro del marco administrativo. Además, el gobierno central no era la única admi­ nistración que se veía afectada por la resistencia de carácter judicial y por una obstrucción encubierta. Estos eran los métodos habituales a los que recurrían las instituciones del Antiguo Régimen para defenderse ante las exigencias de cualquier autoridad superior que no eran bien recibidas. Sólo si se presupone que el gobierno central exigía o trataba de imponer un poder y una autoridad que no tuviesen oposición, entonces puede presentarse a los parlements y a los Estados como obstáculos peligrosos. Pero ésto no era el objetivo de una monarquía, que procuraba respetar la ley, ni resultaba práctico prescindir de estas instituciones que podían ser­ vir, aunque de forma imperfecta, para presentar y representar ideas e intereses que el gobierno central debía tener en cuenta. No existía una fórmula constitucional común para todas las monarquías europeas de la época, ni un modelo ideal al que debían parecerse. Sería ridículo criticar a Francia porque los parlements y los Estados ocuparan una posición que no existía en Rusia. Resulta complicado y, con frecuencia, anacrónico hacer juicios de valor al respecto, y parece difícil escoger entre la amplia variedad de interpretaciones posibles. ¿Debería ponerse mayor énfasis en la fuerza del estado o en los intereses de los súbditos? y ¿cómo podrían definirse éstos? Si esta fuerza nacía de la cooperación entre los monarcas y las clases acaudaladas, entonces podemos presentar a estas institucio­ nes intermediarias como una condición importante, aunque no necesaria, para que se diese esta cooperación. E l d e s p o t ism o il u s t r a d o

El problema que implicaba establecer relaciones satisfactorias entre los monarcas y sus súbditos más poderosos consistía en que no era sola­ mente cuestión de definir las relaciones con las instituciones representati­ vas. Incluso en aquellos países en los que estas instituciones eran impor­ tantes, no se reunían de forma habitual y en muchos casos carecían de órganos ejecutivos. Además, la mayoría de ellas congregaban y represen­ taban sólo a una parte de aquellos que ejercían el poder en el gobierno local y en el entramado social. La necesidad que tenían los gobernantes de establecer buenas relaciones con estos individuos ponía de manifiesto no sólo su poder, sino también la inexistencia en la mayor parte de Euro­ 451

pa de un sistema global de administración del gobierno central en el ámbito local. Resultaba difícil resolver problemas como la escasez de recursos humanos y las limitaciones presupuestarias. Pedro I intentó esta­ blecer un servicio de oficiales jerárquico y remunerado en la administra­ ción provincial rusa, pero tuvo un éxito limitado, y a partir de 1727 sólo un puñado de funcionarios de la escala superior recibían salarios de fon­ dos públicos, lo cual favorecía ampliamente la corrupción. La adminis­ tración provincial rusa padecía en general una grave carencia de personal preparado y esto contribuyó a limitar los efectos de reformas, como las de Catalina II. Estas no supusieron una transformación profunda, ya que apenas implicaron cambios en el personal del gobierno local, y la capaci­ tación, instrucción y mentalidad de la mayor parte del personal tampoco mejoraron. Aun así, sería un equivocación pensar que la limitación principal al control que podía ejercer el poder real era la falta de recursos. Puede verse, en realidad, que la mayoría de los soberanos trataban, ante todo, de preservar los sistemas de gobierno que habían heredado e incrementar su eficacia; podría considerarse, por tanto, que su principal problema políti­ co y administrativo no era el de imponer un nuevo sistema de gobierno, sino procurar establecer y mantener un consenso satisfactorio y una rela­ ción de trabajo con aquellos súbditos socialmente más poderosos. Así pues, en lugar de juzgar a los gobernantes de la época por sus logros en la concepción, creación y conservación de nuevos sistemas de adminis­ tración, sería mejor valorar de forma más sutil su habilidad para admi­ nistrar la realidad que habían heredado. Para ello no deberíamos suponer que los estados tenían que desarrollarse de acuerdo con un determinado modelo o que los soberanos debían hacer cierto tipo de planes o actuar de una determinada manera. Raynal escribió en su Historie des deux Indes (1770) que el mejor gobierno era el de un déspota justo e ilustrado. Y en sus Observaciones sobre la Vida de Jan Zamoyski (1785), Stanislaus Staszic señala que en Polonia convendría instaurar un despotismo ilustrado. El término “despo­ tismo ilustrado” empezó a emplearse en el siglo XIX para describir la forma de gobierno de muchos estados europeos en las décadas anteriores a la Revolución Francesa. Al igual que la idea de Ilustración, también plantea numerosos problemas. Los soberanos denominados despotistas ilustrados forman un grupo cuyos miembros más destacados fueron Cata­ lina II, José II, Federico II, Gustavo III, Carlos III, Leopoldo de Toscana, y después también Lepoldo II de Austria, que siguieron una serie de prin­ cipios muy elogiados por los intelectuales más sobresalientes de la época. Esta es la visión que nos ofrecen sobre todo en aspectos como su ataque contra el poder y los privilegios del clero, su apoyo a la tolerancia reli­ giosa, sus reformas legales -en concreto, en cuanto a la codificación legislativa y la abolición de la tortura-, y su interés por la reforma de la enseñanza. Pero muchas de estas iniciativas ya habían sido apoyadas por monarcas de las primeras décadas del siglo xvill, e incluso en períodos bastante anteriores, que no podrían asociarse con la época de la Ilustra­ ción. Hasta cierto punto, la multiplicación de medidas reformistas que caracterizó al período comprendido entre 1763 y 1789 en gran parte de 452

Europa vino a retomar, tras el paréntesis de las guerras hubo en los años 1733-63, tendencias políticas precedentes y una preocupación anterior por determinadas cuestiones. En el reinado de Pedro I y en los primeros años de los de Carlos IV, Felipe V y Federico Guillermo I puede apre­ ciarse un gran interés por la ampliación de la reforma administrativa y, de hecho, los esfuerzos realizados por el zar Pedro I para cambiar la so­ ciedad rusa eran realmente ambiciosos. Muchos de los soberanos de la época habían tratado de mejorar el sistema de enseñanza y esto les había supuesto un enfrentamiento con la Iglesia. La petición de datos estadísti­ cos para tomar las decisiones contando con una información más precisa pueden verse en medidas tales como las inspecciones que se habían reali­ zado sobre la propiedad de la tierra. Los monarcas europeos de las prime­ ras décadas del siglo XVIII también recurrieron al empleo de administra­ dores especializados, algunos de los cuales procedían de instituciones nuevas como la Universidad de Halle, fundada en 1694, y al igual que la expresión “gobierno ilustrado” podía tener un significado muy diverso, de acuerdo con los criterios de la época estos individuos eran “ilustra­ dos”, aunque su formación no pueda identificarse con un conjunto de ideas específico. Resulta interesante estudiar la distribución de las principales iniciati­ vas reformistas que tuvieron lugar a lo largo del siglo XVIII. Tendían a ini­ ciarse después de períodos caracterizados por grandes conflictos bélicos y, probablemente, trataban de responder a los problemas, sobre todo finan­ cieros, que ocasionaban, y a las oportunidades de cambio y mejora que brindaba la paz. Pero no sería correcto pensar que todos los períodos de reforma eran semejantes. Así por ejemplo, el comprendido entre 1763 y 1789 se interesó mucho más por los problemas de la servidumbre o la situación del campesinado, y por la limitación del papel que desempeñaba la Iglesia en determinados ámbitos, como la censura, en lugar de prose­ guir con una política de control sobre las instituciones religiosas. Pero dado que no se ha prestado mucha atención ai estudio de las reformas lle­ vadas a cabo en las décadas anteriores, sobre todo por lo que respecta a quiénes fueron sus partidarios y cuáles eran sus orígenes intelectuales, resulta difícil determinar hasta qué punto pueden considerarse novedosas las reformas de los años 1763-89. Parece que la participación e influencia de intelectuales fue más intensa en este período posterior, pero no está nada claro que deban atribuírseles tales reformas o que éstas llegaron a tener más éxito que las de décadas anteriores. Además, parece que en los años 1763-89 los principios reformistas se introdujeron mejor en algunos de los estados europeos más pequeños, como Dinamarca, en varios de los principados italianos, sobre todo en Toscana y Parma, y en algunos de los principados alemanes, como Badén, Tréveris y el Obispado de Munster. En general, estos estados no poseían grandes ejércitos ni desarrollaban una política exterior beligerante. Pero la capacidad de algunos gobernan­ tes de estados pequeños para sacar adelante sus reformas no era un fenó­ meno nuevo, ya que podemos encontrar casos como el de Víctor Amadeo II en Saboya-Piamonte en otros períodos anteriores del siglo XVIII. En la caracterización del gobierno de los despotistas ilustrados suele resaltarse el espíritu que mueve al sistema y su relativa falta de respeto 453

hacia los precedentes y los privilegios. Así, en lugar del entramado de lealtades y derechos particulares con los que se asocia el carácter cor­ porativo de la sociedad, la Ilustración ofrecería una perspectiva univer­ sal basada en valores racionales acordes con sus principios ideológicos y éticos. Pero esta interpretación no parece acertada. La Ilustración no era más ajena ni contraria a la realidad social de la época de lo que lo eran la política o el gobierno de los despotistas ilustrados. Al igual que las posturas que defendían los intelectuales para hacer frente a lo que algunos consideraban como abusos eran muy diversas, nada consecuen­ tes y a menudo ambiguas, los despotistas ilustrados mostraban en la concepción y aplicación de su política un respeto hacia los precedentes y los privilegios mucho mayor del que suele atribuírseles. Y esto no resultaba en absoluto sorprendente, puesto que los gobernantes en general procuraban tanto cooperar con los grupos socialmente podero­ sos como obrar de la forma más pragmática. Por ello, lejos de defender nociones abstractas, en 1786 José II llegó a tachar de locos a quienes explicaban modelos de gobierno sobre el papel. Choiseul criticó a d’Alambert por ser tan vanidoso como para pensar que “los aconteci­ mientos de este mundo podían girar según las opiniones que concebía su mente”. Se ha llegado a decir que “allí donde el poder de las institu­ ciones tradicionales era menor o se hallaba peor organizado, como sucedía en las posesiones de Ultramar de los estados europeos occiden­ tales o en los territorios recién conquistados dentro del propio continen­ te europeo, los proyectos ilustrados de los gobiernos eran mucho más claros y sus logros fueron mucho mayores”29. Para argumentar esta interpretación, se han presentado como ejemplo las iniciativas llevadas a cabo por los franceses en Córcega y por el gobierno de los Habsburgo en Galitzia, y las reformas emprendidas en las colonias españolas y portuguesas. Aunque estos argumentos parecen tener mucho peso, no deberían presentarse como una evidencia de que sus gobernantes eran capaces de llevar a cabo reformas e iniciativas que no se atrevían a intentar en sus propios estados en general, sino como una muestra de que se trataba de introducir cambios importantes cuando lo estimaban necesario, porque las posibilidades de cooperación con las élites locales eran escasas. Tal era el caso sobre todo de las regiones conquistadas y de algunas colonias, pero esta situación no se daba tan sólo en la segun­ da mitad del siglo XVIII. Los austríacos se esforzaron por cambiar el sistema de gobierno y la sociedad de la Pequeña Yalaquia, pero por ello no contaron el apoyo de la élite local cuando los turcos reconquistaron la provincia. Aunque Víctor Amadeo emprendió una amplia reforma administrativa en cuanto llegó a Sicilia en 1713 y envió oficiales desde Turín para ayudar a su virrey, el Conde Annibale Maffei, a instaurar su política, ésta apenas tuvo éxito y las élites locales opusieron poca resis­ tencia a la invasión española de 1718. 29 p. 257.

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SCOTT, H. M., “Whatever Happened to the Enlightened Despots?”, History (1983),

Como vemos, la noción de “gobierno ilustrado” plantea considera­ bles dificultades. No resulta fácil de definir e implica criterios bastante subjetivos. Por ejemplo, no podría emplearse para analizar sistemas políticos anacrónicos como el de Polonia, que no encajaba con estos cri­ terios. Si se trata de redefinir el Despotismo Ilustrado como una forma de gobierno ilustrada, entonces no sólo habría que destacar a las que se consideraban como sus figuras más relevantes, es decir, a muchos de monarcas europeos de la segunda mitad del siglo XVIII, sino que tampo­ co se podría delimitar una noción tan imprecisa, ni explicaría por qué no puede aplicarse por igual a todos los gobiernos de la época, o al de una determinada diócesis, corporación o estado. Sirva de ejemplo que el últi­ mo Abad del Monasterio de Saint-Hubert en las Ardenas, Dom Nicholas Spirlet, emprendió diversas iniciativas para tratar de mejorar la situación económica y financiera de su abadía. Otra dificultad que plantea la noción de “gobierno ilustrado” es que no tiene muy en cuenta las dife­ rentes características de los estados y sociedades de la época, así como las diversas circunstancias que inciden sobre sus gobernantes. Aunque ya diversos cronistas contemporáneos señalaron aspectos comunes en la política desarrollada por muchos gobernantes, las diferencias eran tam­ bién evidentes. Si la política que desarrollaba cada monarca se explica en función de los distintos problemas que trataba de resolver, entonces sería más apropiado poner mayor énfasis tanto en las circunstancias diferentes en las que se encontraban como en el papel que desempeña­ ban las soluciones arbitradas para afrontarlas. Ciertamente, entre estas reacciones había algunas actitudes comunes, pero en absoluto eran novedosas o lo bastante importantes como para merecer una atención especial. La idea de que “durante el siglo XVIII, y sobre todo en su segunda mitad, los hombres más inteligentes creían firmemente en que el empuje de un soberano culto y enérgico podría dar una nueva forma y dirección al mecanismo de la política, e incluso a la sociedad que gobernaba”30, es interesante, pero naturalmente resulta imposible de demostrar. Por otra parte, sería razonable indicar que muchos hombres inteligentes, tanto del gobierno como fuera de él, criticaron y se opusieron a la política de sobe­ ranos, a los que se suele presentar como despotistas ilustrados, y a doctrinas que se consideran ilustradas. Sería un error tachar, por ello, de reaccionarios que sólo se preocupaban de defender sus privilegios, a quienes criticaban estas doctrinas. Hubo importantes debates sobre la mayoría de los logros que se atribuían a este período, pero los razona­ mientos más plausibles no siempre se encuentran en una sola de las partes que intervenían en estos debates. En realidad, abstracciones tales como las de la Ilustración, el Despotismo Ilustrado y el Gobierno ilustra­ do carecen de fundamento tras un análisis más detallado que nos revela

30 p. 122.

ANDüRSON, M. S., Historians and Eighteenth-Century Europe 1/15-1/89 (1979),

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un mundo en el que no había un claro proyecto político, las soluciones de compromiso eran frecuentes y en el que los soberanos trataban ante todo de resolver sus problemas coyunturales inmediatos, y si hacían planes para el futuro, se interesaban más por la política exterior que por impul­ sar las reformas interiores.

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CAPÍTULO XIII

IDEOLOGÍA, POLÍTICA Y REFORMISMO EN LAS DÉCADAS PREVIAS A LA REVOLUCIÓN

E l p e n s a m ie n t o p o l ít ic o

El pensamiento político de este período es bastante heterogéneo y resulta difícil valorarlo en su conjunto. No sabemos con certeza qué ideas ejercieron más influencia o llegaron a tener mayor relevancia. Podemos dejarnos seducir por el contenido de determinados escritos teó­ ricos de la época, que formaban parte obviamente de su “pensamiento político”, y de obras cuya intención y tono de exposición sean más radi­ cales, o que puedan considerarse como precursoras o, incluso, como un estímulo para el desarrollo de otras concepciones posteriores, sobre todo las de la Revolución Francesa o las del pensamiento progresista del siglo XIX. Pero debemos tener en cuenta que la mayor parte del pensa­ miento político se expresaba en términos éticos, religiosos y jurídicos, hasta tal punto que puede comprenderse mucho mejor si se lo concibe como un aspecto concreto dentro de estos tres campos de la actividad intelectual, en lugar de analizarlo como si se tratase de una tradición intelectual independiente. Gran parte de la reflexión política coetánea se basaba en concepciones tradicionales, por ello, cualquier estudio que se centre exclusivamente en sus aspectos más novedosos o radicales, puede distorsionar su comprensión. Además, tampoco sabemos qué ideas deben considerarse más importantes para definir el pensamiento político de la época, y en lugar de examinar las que proponen teóricos e intelec­ tuales de entonces, probablemente, sería más apropiado tener en cuenta las de aquellos hombres y mujeres que ejercían el poder, cuyas concep­ ciones eran fruto de diversas ideas ampliamente aceptadas. Pero también resulta difícil valorarlas, porque, si bien algunos monarcas, como Fede­ rico II, produjeron abundantes escritos de carácter reflexivo, la mayoría no solía hacerlo y si lo hacía, no sabemos hasta qué punto sus textos plasmaban realmente sus ideas o se habían escrito para causar una deter­ minada impresión. Cualquier análisis acerca de las opiniones de aque­ llos que detentaban el poder, muestra una serie de influencias y una 457

estructura conceptual mucho más complejas de lo que nos sugiere el estudio de las obras de un reducido grupo de escritores. Los personajes políticos de la época se inspiraban en una serie de tradiciones, pero no solían ser consecuentes con las ideas más innovadoras que propugnaban. Gustavo III de Suecia no fue el único gobernante que oscilaba entre ten­ dencias bastante contrarias. En 1790, cuando se hallaba examinando la necesidad de emprender una cruzada monárquica contra la Francia revo­ lucionaria, señaló: “Yo mismo soy un demócrata”1. Como vemos, se recuma al uso de expresiones nuevas de rnoda para defender las postu­ ras ya establecidas, que resultaban conflictivas, sin introducir apenas cambios. En el caso del Parlement de París, “la política de sus miem­ bros, que no había cambiado esencialmente durante siglos, tampoco lo hizo porque citaran a Montesquieu o, después, a Rousseau. Pero cuando se trataba de buscar el apoyo de sus contemporáneos, se recurría a poner mayor énfasis y dotar de nuevo significado a expresiones tradicionales, y de esta manera parecía que adoptaban un posicionamiento diferente”2. Muchos escritores presentan un pensamiento político poco coherente, debido tanto a las diversas tradiciones que trataban de aunar, como al cambio de las circunstancias históricas y a las dificultades que planteaba la aplicación de preceptos generales a problemas concretos o la compa­ ración de las situaciones que se daban en varios países. Por ello, la forma en que muchos escritores franceses concebían la política de Polo­ nia, una intervención militar rusa allí o el ejercicio del poder en Europa Oriental difería de la que tenían en cuanto a la política francesa. Un buen ejemplo de semejante contraste de opiniones nos lo ofrece el fisió­ crata francés Le Mercier de la Riviére, que en su obra L ’Ordre Naturel et Essentiel des Sociétés Politiques (1767), apoyaba la doctrina del des­ potismo legal -que confería todos los poderes al monarca para que gobernase de acuerdo con la ley-. Sostenía que la educación pública y la libertad de expresión mostrarían a los súbditos los principios “eviden­ tes” que subyacían en el orden social y esto les induciría a apoyar al monarca legal. Esta obra despertó el interés de soberanos tales como Catalina II, Leopoldo de Toscana, Carlos Federico de Badén y, sobre todo, del futuro Gustavo III, que pensó que causaría una verdadera “revolución en el pensamiento”3. Gustavo III le encargó que escribiese el libro titulado De l’Instruction Publique (1775), y recibió enseguida grandes elogios por haber brindado una “verdadera libertad” a Suecia, pero esta obra proponía concepciones bastante diferentes a las de sus primeros libros, ya había desechado la idea del despotismo legal y ponía más énfasis en los deberes y las limitaciones de la autoridad monár­ quica. 1 BARTON, H. A., “Late Gustavian Autocracy in Sweden”, Scandinavian Studies, 46 (1974), p. 280. 2 SHENNAN, J. H., “The Political Vocabulary of the Parlement of Paris in the Eighteenth Century”, en Diritto e Potere nella Storia Europea (1982), p. 94. 3 BARTON, H. A., “Gustav III of Sweden and the Enlightenment”, Eighteenth-Century Studies, 6 (1972), p. 3.

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Las discusiones teóricas ofrecían un punto de vista desde el que se podía analizar a las distintas sociedades europeas. De esta forma, podía tener una validez universal el análisis del contraste entre los conceptos de monarquía y despotismo, o del gobierno monárquico acorde con, o con­ trario a, las leyes naturales, que daban sentido, justificación y forma a la organización social del ser humano. Sin embargo, tratar de aplicar estas valoraciones de carácter universal a la realidad política de un determi­ nado país, ’o establecer, por ejemplo, si un gobernante era déspota, plan­ teaba muchas dificultades, en parte, porque era necesario estudiar esa realidad teniendo en cuenta también las instituciones, tradiciones y cos­ tumbres propias de cada estado. El dejar de hacerlo solía acarrear graves errores en muchos escritos de la época. En ocasiones, los cronistas sólo querían centrarse en los progresos experimentados por los estados euro­ peos en determinadas cuestiones comunes. Los pliilosophes se preocupa­ ron mucho más en difundir sus ideas fuera de Francia, porque gran parte de ellos encontró en monarcas extranjeros patrones más complacientes que el rey francés Luis XV. Los “patriotas”, que se oponían a las refor­ mas introducidas en 1771 por Maupeou, se consideraban a sí mismos como parte de una tendencia general en el Continente europeo, que les vinculaba con el golpe de Gustavo III en 1772 contra el gobierno de los Estados Generales suecos, y con la política de Johann Friedrich Struensee en Dinamarca. Struensee era un médico alemán que llegó a convertir­ se en el amante de la reina y que, haciéndose con el control de la política real a partir de 1770 gracias a su privanza, reorganizó el sistema de gobierno danés, ofendiendo considerablemente a la nobleza, antes de su caída provocada en 1772 por un golpe de estado. En los escritores políti­ cos británicos encontramos también comparaciones entre el Parlamento de Westminster y el Parlement de París que hacen alusión a los enfrenta­ mientos que sostenía este último con la política real. Aunque muchos autores coetáneos perciban y expongan este tipo de elementos comunes en distintos estados, la mayoría de los gobernantes y políticos de la época ideaban sus proyectos para la política interior con una visión estrictamente nacional. No existía una noción universalmente aceptada sobre la naturaleza del poder real. La costumbre de observar qué situación había en otros países para tratar de servir al interés común, se hallaba bastante desarrollada para las cuestiones religiosas y diplomáticas, pero no para las económicas, sociales, constitucionales y de gobierno. La intervención en los asuntos internos de otro estado no respondía a una determinada concepción ideológica, sino que normalmente se debía a motivos relacionados con la política exterior. Así, Rusia trató de fomen­ tar en Polonia y en Suecia la existencia de una monarquía, Francia y Espa­ ña prestaron su apoyo a los rebeldes de las colonias americanas contra Gran Bretaña, y Francia ofreció su ayuda a mediados de la década de 1780 a los “patriotas” holandeses para desafiar el poder y la influencia de Guillermo Y de Orange. Esta tendencia no varió hasta principios de la década de 1790, en qué el enfrentamiento entre quienes confiaban o te­ mían la difusión del movimiento revolucionario iniciado en Francia más allá de sus fronteras, alentó intervenciones en otros países por motivos ideológicos. Al igual que las instituciones eclesiásticas, los que respalda­ 459

ban la Revolución proclamaban el carácter universal de sus enseñanzas, aunque, a diferencia de las iglesias oficiales, no se consideraban atados a un conjunto de derechos, privilegios e instituciones, y podían coexistir con otras creencias, aunque por lo general con bastantes dificultades. En el pensamiento político de la mayor parte de la sociedad predomi­ naban, al parecer, las concepciones tradicionales, que influían en las acti­ vidades y relaciones de la mayoría de las instituciones y en la forma de pensar de quienes detentaban el poder o trataban de controlar o influir en su ejercicio. Este punto de vista tradicional se basaba en la conservación de las instituciones, costumbres y acuerdos establecidos, pero representa­ ba mucho más que la defensa de los privilegios, pues consideraba al pasado como una fuente de legitimidad. Los privilegios y derechos no constituían una mera forma de propiedad, sino que a través de ellos se expresaba un reconocimiento social y unos principios legales básicos. La autoridad se asentaba en los pactos acordados en el pasado, más que en el consentimiento de los súbditos en el presente. Por lo que respecta a las instituciones, éstos proporcionaban los fundamentos legales con los que se ejercía la autoridad y por los que ésta podía ser juzgada. Las comuni­ dades situadas al Norte del Jura que se rebelaron contra el absolutismo practicado por los príncipes-obispos de Basilea en los años 1726-40, se acogieron a pactos de casi 200 años de antigüedad. Para algunos teóricos, el pasado era el marco donde había tenido lugar la creación de la socie­ dad organizada mediante la aceptación de los primeros pactos, a través de ellos la gente había renunciado, real o imaginariamente, a su libertad y a la de sus descendientes para intervenir, tal como habían preferido, sobre una sociedad anárquica sin leyes y, por lo tanto, también sin dere­ chos, con el propósito de instaurar un poder soberano que fuese capaz de mantener la ley y preservar los derechos. Esta referencia abstracta a un antiguo constitucionalismo tuvo, no obstante, mucha menor relevancia que un constitucionalismo más reciente que aseguraba la conservación de los privilegios tradicionales y que se reforzaba mediante la renovación de este tipo de privilegios durante el proceso de sucesión de los nuevos monarcas, pero también de los oficiales de cualquier corporación, como los alcaldes o los maestros de los gremios. Esta renovación suponía una confirmación de un contrato vigente, según el cual la autoridad constituía una forma de dirección legal que debía respetar los derechos de los demás. Esto se hallaba expuesto de manera más explícita en las listas de limitaciones o capitulations, que muchos de los nuevos gobernantes debían aceptar antes de asumir su cargo. Este requisito se dio sobre todo en Polonia y en el Imperio. En los territorios patrimoniales de los Habsburgo, los Estados de cada provincia rendían homenaje a los nuevos monarcas, a cambio de que éstos garanti­ zaran el cumplimiento de sus leyes. El caso de Gaspar Thaumas de la Thoumassiére, profesor de derecho francés en Bourges (Francia) durante el reinado de Luis XIV, quien sostenía que los usos consuetudinarios provinciales implicaban una relación contractual entre el monarca y la provincia, no constituyó en absoluto una excepción. El respeto a los privilegios condicionó la política de muchos monar­ cas y la forma en que ésta se valoraba. Así por ejemplo, el Edicto de 460

Marly de 1707, que estableció en teoría una normalización, de carácter nacional, para la enseñanza de la medicina y la regulación de su práctica en Francia, respetaba cuidadosamente las prerrogativas vigentes de las corporaciones que la ejercían. Cualquier violación de los privilegios podía denunciarse como una vulneración ilegal de derechos, en una cul­ tura política que solía distinguir entre monarquía y despotismo, haciendo referencia a la política del soberano y no a su posición constitucional. En 1779, cuando el Lugarteniente General de la Policía de París, Lenoir, publicó una ordenanza que suponía la implantación de un nuevo código sobre la admisión y responsabilidades de los agentes de negocios que proveían de grano a la ciudad, exigiendo que actuasen como funcionarios públicos, se lo consideró un acto despótico y que infringía la ley natural. La importancia que se otorgaba a la defensa de los privilegios determinó que la mayoría de los que reclamaban cambios, como Gustavo III de Suecia, quisieran, en realidad, restablecer costumbres y principios consti­ tucionales en desuso. El respeto al pasado no se hallaba forzosamente imbuido de senti­ mientos monárquicos. En realidad, un rasgo importante de la tradición política europea es la enorme variedad de formas de gobierno que había heredado. El republicanismo se basaba en un tipo de pactos e institucio­ nes constitucionales completamente diferentes; su lenguaje y sus conven­ cionalismos, ya fueran clásicos o modernos, proporcionaban un modelo de comparación útil para valorar la política de los monarcas de la época. Diderot se valió de los sentimientos antimonárquicos expresados en la obra de Tácito para criticar a los gobernantes de entonces, y en su Voyage de Hollande (1774) elogiaba a las Provincias Unidas como un país en el que reinaba la libertad. El philosophe Helvétius, quien creía en una igualdad básica de la capacidad mental de todos los seres humanos y en los condicionamientos que imponían sobre ella las condiciones del entor­ no, mostró su preferencia por las instituciones republicanas en su obra De VEsprit (1758). En su artículo sobre Ginebra para la Encyclopédie, D’Alembert elogió la costumbre ginebrina de enterrar a los muertos en un cementerio situado fuera de la ciudad y señaló que el gobierno de esta república rara vez recurría al tormento de los procesados. Las repúblicas y el republicanismo de entonces podían ofrecer este tipo de lecciones, pero, por lo general, no desarrollaron una política muy innovadora, pues­ to que, si bien había muchas formas de republicanismo, los estados que poseían esta clase de gobierno eran aristócratas y conservadores, y la mayoría de sus intelectuales defendían principios constitucionales tradi­ cionales. Marco Foscarini, que escribió en 1752 un estudio enciclopédico sobre la cultura veneciana y llegó a convertirse en Dogo de la República en 1763, se hallaba muy influido por los modelos clásicos y por sus pre­ ceptores jesuitas, y se mantuvo completamente al margen de los debates contemporáneos de los philosophes. Pero para la mayoría de los cronistas políticos, las repúblicas habían perdido interés; esto nos da idea de la progresiva debilidad o decadencia de semejante sistema de gobierno en la Europa del siglo XVIII, así como de la alta estima que se había tenido ue sus principios. Se acusaba a los gobiernos republicanos ue ser egoís­ tas, exclusivistas y opacos. Fueron rechazados los proyectos de reforma 461

propuestos en Génova y en Venecia. Se prefería establecer comparacio­ nes entre las monarquías de Gran Bretaña y Francia, en lugar de hacerlo con las Provincias Unidas, cuyas instituciones parecían estar en decaden­ cia. En su artículo para la Encyclopédie sobre las repúblicas, Jaucourt declaraba que sus ciudadanos disfrutaban de menos libertad que los súb­ ditos de una monarquía. En 1781, Gustavo III dijo que: “Los philosophes que les entusiasma hablar de las repúblicas, deberían fijarse en el estado actual en que se encuentran las Provincias Unidas. Observarán que las costumbres y el arte de lá guerra propios de nuestro siglo ya no per­ miten a este tipo de gobiernos disfrutar de los recursos que poseían las anti­ guas repúblicas; pues desde que se ha establecido el uso de grandes ejércitos y grandes flotas, una república que no se atreva a actuar en el exterior, por temor a perder sus libertades internas, corre el riesgo de perder su indepen­ dencia, su reputación y su gloria” 4

El republicanismo volvió a convertirse en un tema importante del deba­ te político en las décadas de 1770 y 1780. La independencia de los Estados Unidos de América puso de manifiesto que podía crearse una nueva repú­ blica que fuese capaz de combatir con una poderosa monarquía y de encar­ nar algunas de las principales ideas del pensamiento ilustrado. Además, la institucionalización de este nuevo estado demostró que el republicanismo no ofrecía un modelo solamente válido para el gobierno de ciudades-estado y pequeños estados. El movimiento de los “patriotas” holandeses también se esforzó por revitalizar la república. De hecho, el sentimiento republica­ no se halla en el origen de gran parte del pensamiento político de la Europa de los años 1780, aunque debemos tener en cuenta que en su mayoría eran concepciones bastante tradicionales. Por ello, en las Provincias Unidas, al contrario de lo que sucedía en los Estados Unidos de América, era posible adaptar el sistema de gobierno existente, en lugar de crear uno radicalmen­ te nuevo. La exigencia de que los oficiales de la milicia se eligiesen entre la ciudadanía no constituía una novedad en las Provincias Unidas. Aun cuando los monarcas actuaban de forma despótica, la mayoría de los observadores políticos no veían con agrado el recurso a la rebelión. La noción de soberanía nacional se hallaba muy poco desarrollada en la mayoría de los países, y la nación, como tal, apenas tenía protagonismo en su estructura constitucional, fuera de su representación en la figura del propio monarca. La amplia autoridad que gozaban los monarcas era aceptada incluso por muchos de los que la criticaban, excepto en los rei­ nos de Hungría y Polonia, donde se concebía que la nobleza representaba a la nación. La idea de que la autoridad se hallaba legitimada porque pro­ cedía de Dios se halla muy arraigada, por ejemplo, en la obra de LouisAdrien Lepaige (1712-1802), un abogado parisino que llegó a ser uno de los principales escritores jansenistas de mediados de siglo5. 4PROSCHWITZ, G. von (ed.), Gustave 111 par ses lettres..., p. 213. 5 ROG1STER, J. M. J., “Louis-Adrien Lepaige and the atiaek on De Vesprit and the Encyclopédie in 1759”, Englich Hístorical Review, 92 (1977), p. 534.

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Si bien el principio de la autoridad divina era una de las fuentes de legitimación del poder, del comportamiento y de la obediencia ante la ley, sólo era uno de los presupuestos en los que se basaba el paternalismo. De hecho, las nociones de paternalismo y patriarcado tenían mucha aceptación en todos los niveles de la sociedad e influían considerable­ mente en la forma en que se acataba la autoridad real. En los testimonios conservados al respecto, la gran mayoría de los nobles rusos tenían una noción de .la autoridad, personal y paternalista. Encontramos frecuentes alusiones a la concepción tradicional que presentaba al rey como padre de su pueblo y protector de sus súbditos. Esta poseía un extraordinario simbolismo, que resulta difícil de valorar. Las ceremonias festivas de la corte rusa atribuían la metamorfosis de todo lo malo en bueno al acceso de un monarca al trono. En su coronación, Luis XVI revivió la antigua ceremonia de la “imposición de las manos del rey para sanar el mal”, imponiendo sus manos sobre 2.000 individuos escrofulosos para curarlos por virtud de sus poderes reales. Por otro parte, hay que tener en cuenta que dicha ceremonia no se había realizado en Francia desde 1738, y que en Austria José II tampoco de mostró favorable a una sacralización de la majestad real. Algunos monarcas, como Federico II, preferían presentar­ se a sí mismos como monarcas burócratas, al servicio de su pueblo. Aun así, resulta evidente que las concepciones patriarcales y paternalistas se hallaban muy extendidas en la Europa del siglo XVIII, y las nociones patrimonialistas de la autoridad real concordaban con las costumbres sociales mayoritarias que otorgaban a los maridos considerable potestad sobre sus mujeres, y a los padres, sobre sus hijos. Así, se creaba un víncu­ lo entre la autoridad real y todos aquellos que, de otra forma, apenas podían participar en el sistema político existente. Este se hacía patente sobre todo en los períodos de desorden cuando los amotinados reclama­ ban la intervención de la autoridad real. Así sucedió en Madrid en 1766, en que los gritos de “¡Larga vida al Rey!” que vociferaba la multitud, apelaban a la tradicional prerrogativa real de impartir justicia. Pero la apelación al paternalismo y patriarcado del soberano también podía conllevar una crítica a la política de la corona. Brindaba un modelo consuetudinario sobre cómo debía comportarse el rey, pero sin explicar cómo debía rectificar para respetarlo y apelando tan sólo a su bondad natural. Durante los últimos años del reinado de Luis XIV, un grupo de hombres, entre los que destacaban Chevreuse, Fénelon, Saint-Simon y Beauvillier, defendieron la creación de un forma de gobierno y una sociedad basadas en los ideales cristianos. Para poder llevar a cabo sus proyectos y aspiraciones era necesario instaurar un monarca absoluto que estuviese dispuesto a modificar completamente el sistema de gobierno vigente. Confiaban en que se podría revitalizar la cooperación entre el rey y su pueblo, restableciendo las instituciones consultivas tradicionales, pero dejando las últimas instancias del poder en manos de un rey pater­ nalista. Los llamamientos a la intervención de los soberanos como padres de su pueblo solían llevar implícita la crítica a los oficiales de la corona. No cabe duda de que estas ideas sobre el paternalismo y el patriarcado de los reyes constituían, sin duda, el “pensamiento político” de gran parte de la población europea del siglo XVIII, y de que ofrecían una imagen de 463

los monarcas que apenas admitía la desobediencia. Era Dios, y no el hombre, el que podía legitimar a los nuevos soberanos. No se sabe cómo era el sentimiento monárquico entre el campesinado. Seguramente, la mayoría apenas tenía una ligera idea de las cuestiones nacionales. No obstante, en algunas regiones se llegó a considerar a la corona como una posible fuente de ayuda. Durante la denominada Era de la Libertad (1719-72), muchos de los campesinos suecos se mostraron fieles parti­ darios del poder real. En 1723, el Estado campesino que formaba parte de la máxima institución, representativa del reino, apoyó el proyecto de Federico I que trataba de ampliar sus prerrogativas. En 1743, un levanta­ miento de los campesinos de Dalarma contra la Dieta volvió a demostrar su apoyo al monarca gritando: “Mejor un rey que el gobierno de muchos”. El protagonismo que tenían los pretendientes a la corona como líderes de las principales revueltas que estallaron en Rusia, también cons­ tituye una clara muestra del sentimiento monárquico que existía en el posicionamiento político del campesinado. La política puesta en práctica por José II respecto a la servidumbre, pero sobre todo la reputación que llegaron a tener sus actitudes hacia ella, hizo que muchos de los campesi­ nos de las tierras de los Habsburgo le considerasen como a su salvador, a pesar de que su política religiosa les pareciese que atentaba contra los principios que debían regir una buena monarquía. Otro ámbito del pensamiento político de la época en el que predomi­ naban las ideas conservadoras era el de las relaciones entre el poder y una determinada comunidad, de carácter local, étnico o religioso. Aun­ que algunos autores llegaron a formular la idea de nación, no cabe duda de que se hallaba mucho más arraigada la lealtad a una determinada comunidad y que las lealtades se concebían ante todo así. Si nos limita­ mos a analizar las obras de escritores franceses, y en concreto las de los philosophes, podemos llegar a subestimar esta realidad, ya que la mayo­ ría tenían intereses más cosmopolitas y compromisos nacionales o inter­ nacionales. Por el contrario, en gran parte de Europa la actitud de las comunidades locales entre sí, hacia el gobierno central o hacia los pro­ blemas internos del país, constituían un elemento esencial no sólo en la práctica política, sino también en sus concepciones. Muchos de los escri­ tos de la época muestran una marcada orientación localista, que funda­ menta su posicionamiento político. El sacerdote dominico Padre Cresp, que escribió en 1762 una historia de la ciudad de Grasse situada en Provenza, mostraba en su obra además de su patriotismo localista, una gran veneración hacia la figura del rey y su decidido apoyo al galicanismo. No es casual que el principal escritor coetáneo que abogó por las libertades locales, el francés Montesquieu (1689-1755), hubiera desem­ peñado un cargo en la administración provincial, al heredar un puesto de responsabilidad en el Parlement de Burdeos. Redactó una propuesta para el restablecimiento de los Estados provinciales como una solución parcial para los problemas por los que atravesaba Francia, argumentando que aquellas provincias que habían logrado conservarlos eran las más próspe­ ras del país. La obra de Montesquieu, al igual que la de otros importantes escritores de la época, no debería estudiarse de forma aislada. En los pri­ meros años del siglo XVIII, hubo en Francia un amplio debate entre quie­ 464

nes apoyaban lo que se denominó la “tesis monárquica” y quienes propo­ nían en cambio la “tesis de la nobleza”. Aunque giraba en torno a inter­ pretaciones distintas de la historia constitucional francesa, podía tener una enorme trascendencia en la realidad política contemporánea. La prin­ cipal obra de Montesquieu, L ’Esprit des Lois (El Espíritu de las Leyes), publicada en Ginebra en 1748, constituía, en cierto modo, una respuesta al best-seller que escribió el Abad Jean-Baptiste Dubos en 1734 titulado Historie critique de Vétablissement de la Monarchie frangaise, en el que defendía que la asunción de la autoridad real por parte de los Borbones representaba una vuelta a la situación de la época de los Francos, después de un largo período dominado por la usurpación nobiliaria del poder. Por el contrario, Montesquieu basaba valoración sobre los pactos constitucio­ nales y la acción política en la distinción entre despotismo y diversas for­ mas de gobierno. La tipología tradicional de los gobiernos, heredada de Aristóteles y Polibio, consideraba las categorías de monarquía, aristocra­ cia y democracia. En su lugar, Montesquieu ofrecía las de despotismo, monarquía y república, y las subdividía en democracia y aristocracia, subrayando, por tanto, la diferenciación entre el despotismo y el resto de las formas de gobierno, y considerando que, comparadas con el despotis­ mo, tanto la monarquía como la república eran buenas y moderadas. La calidad de estos sistemas estaría en función del propósito que las guiaban y de sus propias instituciones. Como ya había dejado claro en sus Lettres Persanes (Cartas Persas), publicadas en 1721, Montesquieu había adop­ tado la idea formulada por los críticos del gobierno de Luis XIV, de que la libertad traía consigo prosperidad, y el poder arbitrario, desolación, y continuó aplicando este principio a la realidad política francesa. Al igual que la mayoría de los escritores coetáneos, Montesquieu presentaba sus ideas políticas en un marco ético mucho más amplio: “Montesquieu detesta los arbitarios códigos morales de carácter teológico, el dominio autoritario en el ámbito doméstico y la falta de libertad en las relaciones entre ambos sexos, las instituciones religiosas opresivas, el gobierno absoluto y autocrático, y la subyugación de un pueblo por otro, porque consideraba a todo esto como manifestaciones de un poder incontestable, ilimitado e inexplicable”6. Para Montesquieu, los despotismos eran fomentados y surgían de las más bajas pasiones del ser humano, como la ambición, la lujuria y el temor, en cambio, las monarquías se basaban en el honor y las repúblicas, en el amor al país. Las monarquías se diferen­ ciaban de los despotismos por la moderación de las ambiciones de los monarcas, la limitación de sus métodos de gobierno, el carácter legal de su autoridad, de sus actos y de los privilegios que concede a quienes detentan el poder por debajo de él. Tales privilegios permitían a la vez, que no se convirtieran en tiranos quienes estaban bajo su autoridad y que se limitase el poder del soberano. De este modo, las instituciones exis­ tentes entre los monarcas y süs súbditos podían desempeñar una labor 6 YOUNG, D. B., “Libertarían Demography: Montesquieu’s Essay on Depopulation in the Lettres Persanes”, Journal ofthe History of Ideas, 36 (1975), p. 681.

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esencial. Su presencia, que era el resultado de las acciones legales del gobierno, también contribuía a garantizarlas. Así pues, un gobierno justo debía conllevar un pluralismo constitucional que tratase de resolver los intereses contrapuestos a través de la cooperación. Para Montesquieu, este equilibrio constitucional era más importante que cualquier conjunto de pactos. Tenía muy en cuenta los constantes cambios que sufrían los estados con el paso del tiempo y el delicado equilibrio que había entre los gobernantes y las instancias de poder intermedias, y creía que la sociedad humana, lejos de ser constante, se veía influida por circunstan­ cias de su entorno, como el clima, y por factores sociales, como la edu­ cación, la religión, los sistemas fiscales y legales, el tamaño de la pobla­ ción y las instituciones militares. El Espíritu de las Leyes fue desde su aparición una obra de enorme éxito, conoció múltiples reediciones y traducciones, y suscitó un amplio debate. Durante sus primeros 18 meses de existencia hubo 22 reedicio­ nes. El intento de Montesquieu de reducir la diversidad de las formas de gobierno para introducir mayor orden y coherencia en el debate político y constitucional al respecto concuerda con el esfuerzo de síntesis y esquematización que caracteriza a muchas de las aportaciones científicas e intelectuales del siglo XVIII. Siendo un destacado miembro de la Académie de Burdeos, donde intervino activamente en la discusión de numero­ sos experimentos y teorías científicas, Montesquieu llegó a proponer el desarrollo de una ciencia de la sociedad humana. Sus preferencias por los gobiernos que observaban las leyes, las constituciones mixtas y la separa­ ción de las funciones de gobierno entre distintas instituciones, también se habían puesto de moda por entonces. Elogiaba las constituciones de algu­ nos estados cuyas virtudes eran más notorias para los extranjeros que para sus propios ciudadanos. En El Espíritu de las Leyes, llegó a afirmar que Escandinavia era el hogar de las libertades europeas, y ensalzó la separación de poderes (ejecutivo, legislativo y judicial) que existía en Inglaterra, donde había vivido en los años 1729-31, pese a las constantes críticas contra la corrupción del sistema político inglés hechas por escri­ tores de la oposición, como Bolingbroke. Muchos de los pensadores polí­ ticos contemporáneos de Montesquieu compartían su nueva interpreta­ ción del modelo tradicional de gobierno mixto. Así por ejemplo, el pen­ sador político sueco, Johan Montin, que también escribió sus principales obras en la década de 1740, sostenía que los gobiernos debían adaptarse a las necesidades de sus súbditos y procurar buscar un equilibrio entre orden y libertad. Precisamente, el hecho de que El Espíritu de las Leyes se ajuste tan bien a las ideas más ampliamente difundidas, hace que resulte difícil discernir entre su influencia y su popularidad. Montesquieu reconoció que se hallaba en deuda con las aportaciones hechas por Grocio y Pufendorf, dos de los principales defensores del Derecho Natural en el siglo XVII. Sus ideas llegaron a tener gran trascendencia política por­ que coincidían, o al menos lo parecía, con la forma de pensar de muchas personas influyentes. Por el contrario, el Contrat social (Contrato Social) de Rousseau, con sus preferencias por una democracia directa y por la Voluntad General, y con el rechazo hacia la mediación de determinadas instituciones o los intereses sectarios, no obtuvo mucho éxito cuando 466

apareció en 1762. El Espíritu de las Leyes aparece citado varias veces en la obra de Beccaria y Leopoldo de Toscana lo abraza en sus manos en el retrato que pintó Batoni. Las ideas de Montesquieu tuvieron gran influen­ cia en toda la Europa cristiana, y se hicieron enseguida muy populares en Hungría; ya en 1751 se vendía en Bratislava una traducción de la obra al latín.. El Parlement de París empezó a invocar argumentos y términos tomados de El Espíritu de las Leyes, y de hecho palabras tales como libertad y sociedad aparecen por primera vez en las remonstrances de las décadas de 1750 y 1760. De los 526 artículos de que consta la primera parte de la “Instrucción” de 1767 dada por Catalina II a los diputados de la Comisión Legislativa, 294 estaban tomados de El Espíritu de las Leyes, aunque la zarina adaptó los razonamientos de Montesquieu a sus propias ideas y a los problemas concretos del gobierno en Rusia. En 1764 Scheffer, muy influido por Montesquieu, propuso que se equilibrase el poder de la Dieta sueca aumentando el de la corona. Y Choiseul no fue el único que creyó en la necesidad de que los monarcas debían someterse a las leyes hechas conjuntamente por el pueblo y sus magistrados. Se ha llegado a afirmar incluso que “casi todos los escritos de política apareci­ dos entre 1748 y el estallido de la Revolución Francesa tomaron a Mon­ tesquieu como punto de partida. La mayoría de ellos se limitaban a comentar sus ideas”7. No obstante, los razonamientos de Montesquieu no dejaban de plantear algunos problemas teóricos. Además, apenas guardaban relación con la práctica de gobierno y no eran bien aceptados por todos los que los analizaban. Al igual que los teóricos del derecho natural, “dio mayor fuerza moral a lo que consideraba como los principios fundamentales de la naturaleza humana y empleaba estos valores, estas leyes naturales (en el sentido tanto descriptivo como normativo del término), como criterios básicos para evaluar las instituciones y los regímenes políticos”8. Esto le llevó a asumir la idea de que la libertad era buena y que era preferible el gobierno de la ley. Pero, en el prefacio de El Espíritu de las Leyes, decla­ raba que, renunciando a cualquier intención de censurar a alguna de las instituciones existentes, pretendía ofrecer un análisis desapasionado.. Su metodología era empírica y funcionalista, y le interesaba más la eviden­ cia y la observación; esto combinado con sus convicciones moralistas hacían que resultase más optimista que pragmática. Los criterios que ofrecía para juzgar las acciones legales y para distinguir entre monarquía y despotismo eran algo imprecisos. Sus ideas sólo llegaron a tener un valor limitado para los monarcas de la época. En su obra De la Politique (De la Política) de 1725, condenaba el egoísmo y el engaño que domina­ ban el gobierno y la diplomacia, argumentando que eran fútiles e inmora­ les. Este tipo de críticas eran acordes con los planteamientos que defendían muchos de los teóricos políticos de la época, que estaban más preocupados por la ética y la naturaleza del poder que por los problemas 7DOYLJti. YV., Ihe U'ld turopean Urder 1660-1800 (1978), p. 236. 8 YOUNG, D. B., “Montesquieu’s Methodology”, The Historian, 44 (1981), p. 41.

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de gobierno. La idea de la separación de poderes también suscitaba varias dificultades y Montesquieu tampoco explicó cómo podría lograrse el consenso necesario para acometer las importantes reformas constitu­ cionales que proponía. Así se puede comprender mejor la observación que hizo Gustavo III en 1771 sobre que la Dieta sueca “no era un espec­ táculo agradable para ningún filósofo cosmopolita”, y la queja de Kaunitz en 1750 de que los miembros del Consejo de Brabante “creían ser los únicos intérpretes y jueces válidos de las leyes, e incluso los árbitros de los derechos y prerrogativas de la corona, y pretendían llevar a la práctica el peligroso sistema de gobierno expuesto por Montesquieu en su L ’Esprit des Lois, con una instancia de poder situada entre el soberano y sus súbditos”9. El problema de cómo se podría lograr el consentimiento, el consenso y la cooperación del conjunto de la sociedad, que se consideraban impres­ cindibles para facilitar el cambio, fue abordado por diversos autores entre los que destacan Rousseau y Le Mercier de la Riviére. Jean Jacques Rous­ seau (1712-78), hijo de un relojero ginebrino, fue uno de los autores inde­ pendientes que contribuyeron en la Encyclopédie, pero que se sintió decepcionado con el mundo de los philosophes parisienses. Escribió una serie de obras en las que refutaba las ideas entonces de moda y, por tanto, no extraña que su aceptación fuese variada. Voltaire llegó a considerarle como un traidor a los philosophes. En dos ensayos escritos para sendos concursos organizados por la Académie de Dijon -esta forma de patronaz­ go y promoción pública se hará con el tiempo cada vez más importante-, Rousseau analizó la relación del ser humano en su estado natural y de las fuerzas naturales, con la sociedad moderna. En su Discurso sobre los efectos morales de las Artes y las Ciencias (1749), sostenía que el progre­ so era un engaño, y que la ciencia, la tecnología y la cultura corrompían a la sociedad, transformando la confianza en uno mismo en decadencia. En el Discurso sobre el origen y fundamento de la desigualdad de los hom­ bres (1755), argumentaba que la evolución de la sociedad añadía a las diferencias naturales existentes entre los individuos, nuevas desigual­ dades, ocasionadas sobre todo por lo que él denominaba el concepto “funesto” de la propiedad. Para Rousseau, al contrario que para Hobbes, el estado de la naturaleza era pacífico e inocente, y la sociedad la principal causante de la corrupción, la conflictividad y la división de la naturaleza humana y de las pasiones naturales. En dos obras didácticas populares, tituladas La nueva Eloísa (1760) y Emilio (1762), Rousseau defendía que la moralidad y la sensibilidad eran fundamentales para la conducta huma­ na y para inculcarlas, la educación, pero también hacía hincapié en la vir­ tud y la conciencia espiritual, minimizando la importancia que otorgaban los philosophes a la razón. Aunque, como vemos, Rousseau era pesimista respecto a las causas y consecuencias que tenía la organización social, creía que los seres huma­ 9 BARTON, H. A., “Gustav III of Sweden...”, p. 9; De BOOM, G., Les Ministres Plénipotentiaires..., p. 81.

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nos podían desarrollar en la sociedad civil sus mejores cualidades, es decir, las más propias de su naturaleza, creando un contexto adecuado, sobre todo a través de la educación, que les permitiese conocer las que él consideraba que eran sus virtudes naturales. En el Contrato Social (1762), ya no presentaba el estado de naturaleza de forma tan optimista como en su Discurso sobre la desigualdad, afirmaba, en cambio, que el hombre podía desarrollar su verdadera naturaleza cuando se convertía en un ser social, pero la forma de sociedad era decisiva para el éxito de este proce­ so. Los autores anteriores a Rousseau que habían tratado sobre la idea de un contrato social, sostenían que, si bien la autoridad de la soberanía nacía del consentimiento del pueblo en un contrato social, este acuerdo, que se atribuía por lo general a un pasado remoto, había supuesto después la transferencia de la soberanía del pueblo a un gobernante. Rousseau afir­ maba que esta cesión no era necesaria ni se había producido, porque el pueblo era libre si la voluntad moral de sus individuos se sumaba en una voluntad general que conservaba su soberanía, y si la “soberanía no es otra cosa que el ejercicio de la voluntad general, no puede ser jamás ena­ jenada; y el soberano, que es tan sólo un ser colectivo, no puede estar representado por nadie más que por él mismo —el poder se puede delegar, pero no la voluntad-”10. Aunque estaba convencido de que en la práctica era imposible desarrollar un modelo de administración en cuya dirección participasen directamente todos los ciudadanos, consideraba que era muy importante la soberanía de su poder legislativo, pues de esta forma se mostraría una mayor obediencia y se fortalecería la autoridad del Estado. Pero Rousseau tenía una opinión bastante pesimista de la aptitud de la mayoría de la gente y por ello, era partidario de que los encargados de ela­ borar una constitución fuesen personas de una inteligencia superior, recu­ rriendo en su explicación a una imagen científica, “el legislador es el inge­ niero que inventa la máquina”11. El sistema creado de esta forma también se vería sometido a nuevas presiones, porque el representante elegido para dirigir la administración trataría de aumentar su poder. Para mitigar el pesimismo de sus ideas, Rousseau acudió a la religión. Atribuía el poder de persuasión de los legisladores a su habilidad para “atribuir su sabiduría a los Dioses; ya que, de este modo, el pueblo, que se siente sujeto a las leyes del Estado como lo está a las de la Naturaleza, y que advierte la misma mano en la creación del Hombre y de la Nación, obedece volunta­ riamente y sobrelleva con docilidad el yugo del bienestar común”12. El libro concluye con un capítulo dedicado a religión civil, en el que Rous­ seau ensalza la unión entre el culto divino y el amor a la ley, critica a la Cristiandad por no propagar las virtudes cívicas necesarias y defiende la práctica de una religión civil subordinada al soberano que enseñaría los “sentimientos de sociabilidad” necesarios, “sin los que resulta imposible ser un buen ciudadano o un súbdito leal”. 10 ROUSSEAU, J. J„ The Social Contract (ed. de M. CRANSTON, 1968), II, p. i. 11 Ibid., II, p. vii. X2lbid„ II, p. vii.

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Los escritos de Rousseau proponían una serie de conclusiones bastan­ te diferentes, y a veces contradictorias, que fueron interpretadas de forma muy diversa por sus coetáneos y por la generación que protagonizó la Revolución Francesa. Todavía siguen planteando un amplio desacuerdo, y no sólo en torno a la cuestión de si sus ideas sobre la voluntad general y el legislador tenían o no connotaciones totalitarias, tal como creyeron algunos revolucionarios, como Robespierre. Rousseau menospreciaba la mayoría de las formas de autoridad entonces vigentes. En el Contrato Social, condenaba a la monarquía, la Cristiandad, las instancias de poder intermedias y la ignorancia del pueblo. En su proyecto de constitución para la Isla de Córcega, que fue el único país que se mostró dispuesto a adoptar leyes acordes con los principios del Contrato Social, Rousseau exponía su preferencia por un gobierno formado por una aristocracia de mérito. En sus consideraciones sobre el gobierno de Polonia, señaló que éste constituía una tergiversación de ideales loables y lo tildó de ser un “tumulto democrático”. Pensaba que, en la práctica, el pueblo necesitaba un dirigente que pudiera interpretar la voluntad general y compensar la propensión de ésta a equivocarse. Dado que para Rousseau la voluntad general “siempre es correcta y siempre tiende al bien común”, y “si la voluntad general debe expresarse claramente, es imprescindible que no haya asociaciones sectarias dentro del estado”13, apenas había margen legal para la disidencia o para los intereses sectarios. La combinación de elementos tales como la noción de bien común, la creación de una repú­ blica ideal por voluntad del legislador y la visión crítica de las institucio­ nes existentes, resultaba muy atractiva en circunstancias revolucionarias. Parece que podía llegar a justificar la dictadura del que se autoerigía como justo o el uso radical de su poder para transformar la sociedad. Rousseau ofrecía como procedimiento para alcanzar el consenso necesa­ rio: la voluntad general, la religión cívica y, “para que el pacto social no esté lleno de fórmulas vacías de contenido... el compromiso... de que cualquiera que se niegue a obedecer la voluntad general, será obligado por los demás a hacerlo”14. Las propuestas del Contrato Social parecían evidentemente utópicas para la Europa anterior a la Revolución, no sólo por su hostilidad frente a las Iglesias cristianas, sino también porque Rousseau brindaba una nueva justificación para la intervención decisoria de la corporación soberana del pueblo y establecía una nueva ubicación para la soberanía. Pero, además, el Contrato Social criticaba duramente a los monarcas y al sistema monárquico. Los escritos de los fisiócratas tuvieron mucho más en cuenta la reali­ dad política del momento. Ofrecían un punto de vista funcionalista que promovía la introducción de reformas que permitiesen crear una sociedad más próspera y eficaz. Semejantes ideas no eran nuevas. John Law ya había insistido en que debía haber uniformidad en las leyes, las costum­ bres y los impuestos, y defendió la igualdad de todos ante la ley. El Mar­ 13 Ibid, II, p. iii. 14 Ibid., I, p. vii.

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qués d’Argenson, que fue Ministro de Asuntos Exteriores de Francia en 1744-47, sostenía que estas igualdades aumentarían la potencia del país, y criticó ampliamente la actitud de la nobleza que creía que era el princi­ pal obstáculo en su contra. Los fisiócratas proponían la instauración de un despotismo legal, en el que el monarca se guiaría por leyes naturales de origen divino y procuraría hacerlas cumplir, en particular, la que esti­ pulaba el “orden natural” de la libre concurrencia en la actividad econó­ mica. Esto implicaba tanto el respeto a los derechos de propiedad como una oposición a los grupos privilegiados. Así pues, existía dentro de la fisiocracia una contradicción fundamental entre la conservación de una monarquía poderosa y la práctica de una libertad económica absoluta. Turgot, que colaboró en la Encyclopédie y fue un Intendente que llegó a detentar el cargo de Controlador General de Finanzas tras la subida al trono de Luis XVI, sentía gran admiración por los fisiócratas. Contrario a los privilegios, creía que los parlements sólo representaban a intereses sectarios, y que el gobierno francés debía organizarse de una forma que resultase más eficaz en su empleo de los recursos de la sociedad para la consecución del bienestar común. El interés público subyáce en decisio­ nes acordes con la razón y, por tanto, con las leyes naturales, y el consen­ so necesario para adoptar tales decisiones podría obtenerse más fácilmen­ te mediante un sistema educativo de carácter nacional que inculcase las virtudes cívicas y a través de una jerarquía de asambleas representativas provinciales compuestas por los titulares de propiedades inmobiliarias. Este concepto de despotismo legal se basaba en el uso adecuado de la autoridad y había surgido a consecuencia del rechazo que sentían algunos escritores hacia las asambleas representativas existentes, porque creían que no buscaban el interés público y no representaban al pueblo. Sus planteamientos eran demasiado optimistas al creer que un príncipe sabio sería capaz de distinguir correctamente cuáles eran los intereses naciona­ les y que se sometería voluntariamente a las leyes. Se hacían eco de una corriente de pensamiento que veía a los monarcas como redentores políti­ cos, según puede apreciarse en obras tales como la Idea ofa Patriot King (1749), que reclamaba la existencia de un monarca lo bastante poderoso para acabar con el influjo de los partidos. Estas ideas se pusieron en prác­ tica con las acciones de los propios monarcas. La subida al trono de Jorge III en 1760 fue acogida con gran optimismo, pero se encontró con que muchos políticos esperaban que respetase una serie de convenciones no escritas que regían la forma de elección de sus ministros. El IV Duque de Devonshire, que era miembro del Gabinete, sostenía que Jorge III debería conservar los ministros de su abuelo Jorge II: “El Duque de Newcastle había sabido reunir en torno a sí a la más alta nobleza y a los hombres más ricos, y que el interés que había puesto en la Revolución, había permitido la instauración de su Dinastía (Hannover) en el trono, y siempre la había apoyado, y aunque no eran el partido más importante, sí constituían una fuerza verdaderamente sólida de la que puede depender la estabilidad del gobierno... ellos eran sin duda la gente en la que el rey debía confiar para que su gobierno contase con un apoyo efectivo”. Pero Jorge III tenía otros planes. Después de nombrar como Primer Ministro a su favorito, Lord Bute, en 1762 y viendo que sería incapaz de mantener 471

su posición ante la implacable oposición interior, al año siguiente el rey se lamentaba ante el Embajador francés por “el espíritu de agitación y excesivo libertinaje que reina en Inglaterra. No hay que desechar ningún remedio que nos pueda ayudar a refrenar ese espíritu y debemos emplear más firmeza que moderación. Estaba muy decidido a no ser el juguete de la facciones como lo había sido su padre y su plan consistía en restable­ cer su autoridad respetando la ley”15. La ambigüedad que había en algu­ nos puntos del reglamento del Gabinete (Consejo) de ministros, como su responsabilidad colectiva y la proporción en qüe el monarca podía elegir a sus ministros entre aquellos que contaban con la confianza del Parla­ mento, avivó un conflicto político que se daba con frecuencia en los regí­ menes monárquicos, ante las iniciativas emprendidas por un nuevo gobernante que trataba de asumir el control del gobierno. A fines de esa década, Jorge III encontró en la persona de Lord North a un ministro que sabía controlar la influencia del Parlamento. Pero estas maniobras de Jorge III produjeron una abundante literatura política en contra que tilda­ ban de despóticas sus actitudes y su política, y que influyó en la rebelión con que respondieron las colonias americanas al proyecto del gobierno de aumentar sus rentas fiscales procedentes de América. En 1783-84, Jorge III volvió a incumplir con varios convencionalismos políticos fun­ damentales para facilitar la caída del ministerio liderado por Fox y North, y nombrar al joven Pitt, aun careciendo del apoyo del Parlamento. En las reformas que Maupeou y Terray llevaron a cabo en Francia a comienzos de la década de 1770, no pensaban que los parlements prote­ gían al pueblo de cualquier dominio arbitrario y no demostraron el menor interés en crear instituciones que se ocuparan de atender a esta necesidad. José II ideó la aplicación de sus reformas de acuerdo con los principios del despotismo, entre los cuales -tal como señalaba en sus Reverles (escritas en 1763)-, se hallaba la necesidad de contar con “un poder absoluto para poder hacer el bien en pro del estado”. Por ello, hacía hin­ capié en la conveniencia de rebajar y empobrecer a la aristocracia, “ya que no resulta de ninguna utilidad tener reyezuelos y grandes súbditos que viven a su gusto sin pensar en las necesidades del Estado. Todos los hombres deben servir al estado.... no es posible que un reino sea^feliz ni que el soberano haga grandes cosas, si se ven limitados por normas, esta­ tutos y juramentos que las provincias consideran su salvaguardia”. En 1789, José II informó a los Estados de Brabante: “Yo no necesito vuestro consentimiento para hacer el bien”16. Cuando murió María Teresa, José II se negó a ser coronado en Bohemia y Hungría, porque no deseaba verse atado por los juramentos que debían realizarse en el acto de la coronación y para mostrar su rechazo a los particularismos de su heren­ cia territorial tan diversa. Muchos tacharon de despótica la política de 15. BROWN, P. D„ y SCHWEIZER, K. W. (eds.), The Devonshire Diary (1982), pp. 54, 60; AE. CP. Inglaterra 450, f. 337. 1S. BEALES, D., “Joseph II’s Reverles”, Mitteilungen cíes Ósterreichischen Staatsarchivs, 33 (1980), pp. 155 y 151.

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José II, incluso algunos de los que habían apoyado en principio sus refor­ mas. August Schlozer, un profesor de la Universidad de Gotinga que era partidario de las ideas fisiócratas, condenó en los años 1780 la política despótica de José II y con su periódico, el Staatsanzeiger, respaldaba a los húngaros que se oponían al Emperador, muchos de los cuales eran ex-alumnos de Schlozer o se carteaban con él. En 1786, varios periódicos vieneses llegaron a presentar a José II como un tirano. El preámbulo de la nueva constitución de Gustavo III, promulgada tras su golpe de Estado de 1772, declaraba que el rey había tratado de “promover tanto el progreso, la fortaleza y el bienestar de su reino, como el aumento, seguridad y felicidad de sus leales súbditos... la presente situación del país requiere una enmienda inevitable de sus Leyes Funda­ mentales, para que se adapten al doble propósito arriba expuesto”. Se dejaba sin efecto la constitución de la Era de la Libertad, diciendo: “bajo la bandera de la bendita Libertad, varios de nuestros súbitos compañeros han formado una Aristocracia, aún más intolerable, porque la ha fragua­ do el libertinaje, la ha fortalecido el interés propio y el rigor, y ha con­ tado con el apoyo de potencias extranjeras en detrimento del conjunto de la sociedad”. La nueva constitución declaraba “su aborrecimiento al poder despótico de un rey” y la necesidad de que hubiese “un rey en el poder, pero obligado al cumplimiento de la ley”, aunque uno de sus argumentos principales era el mismo que aparecía en el Contrato Social, la descon­ fianza en la mediación de las instituciones tradicionales, tal como se advierte en estas palabras “un gobierno aristocrático de muchos, en detri­ mento del conjunto de la sociedad”17. En cuanto Gustavo III no logró obtener apoyo en la primera Dieta convocada bajo la nueva constitución (1778-79), donde sus reformas religiosas y penales recibieron numerosas críticas, empezó a interesarse poco por el respeto de sus limitaciones constitucionales. En 1788 atacó a Rusia, pese a la prohibición constitu­ cional de que declarase una guerra ofensiva sin el consentimiento de los Estados Generales. Al año siguiente, con el apoyo de los estados no nobi­ liarios de la asamblea, Gustavo III amplió sus poderes gracias a la pro­ mulgación del Acta de Unión y Seguridad. Ese mismo año, el principal ataque de la propaganda radical francesa se centraba en que el rey debía aliarse con el Tercer Estado para enfrentarse a la nobleza. Al contrario que Gustavo III, Luis XYI se vio obligado a seguir esta política. Pero el rey sueco estaba tan descontento con algunos enunciados de su constitu­ ción como lo estaban los críticos de Luis XYI. Y en 1792 planeó otro golpe de estado para establecer una nueva constitución con una asamblea legislativa totalmente renovada. Cabría pensar que la política llevada a cabo por algunos de los mo­ narcas de la segunda mitad del siglo XVIII y el uso que se hizo de las ideas del despotismo legal crearon fuertes tensiones hasta el punto de que durante la primera mitad del siglo parece haber una mayor cohesión polí­ i7. COXE, W., Trovéis into Polancl, Ritssía, Sweclen, and Denmark (3a. ed. 1787), IV, pp. 429-30 y 446.

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tica, al menos en comparación con la segunda mitad, por lo que respecta a la importancia de la aristocracia, y sobre todo la que se hallaba repre­ sentada en los Estados Generales. Esta interpretación vendría apoyada por un aumento paralelo del radicalismo político. Pero en cualquier caso debemos ser algo escépticos, puesto que el radicalismo de esta época no es un fenómeno simple y unitario. No sabemos hasta qué punto la defen­ sa de ideas abstractas, como la igualdad del hombre, debe considerarse como algo más que un mero recurso retórico. De hecho, pocas veces la creencia en una igualdad esencial entre los seres humanos conllevaba el apoyo de una política igualitaria. Se ha llegado a plantear la existencia de una “Ilustración radical”, a partir de los escritos realizados por una serie de autores anticlericales ingleses y holandeses durante la primera mitad del siglo X V III 18, pero forman un grupo muy reducido y es posible que se haya exagerado su radicalismo. Los escritos utópicos, como siempre, podían proporcionar modelos de sociedad diferentes. Le Naufrage des Isles flottantes au Basiliade (El Naufragio de las Islas flotantes o Basilíada; 1753), de Morelly, daba a entender que se trataba de la traduc­ ción de una obra india. Partiendo de la idea de que la razón y el instinto se podían asimilar, señalaba que el deseo individual podía armonizarse con las necesidades de la colectividad mediante un sistema de vida comunal. Además de oponerse a la propiedad privada, la obra propugna­ ba el vegetarianismo, como un régimen alimenticio bueno para la salud y la virtud. Dos años después apareció otra obra atribuida a Morelly con el significativo título de Code de la nature, ou le véritable Esprit de ses Lois (Código de la Naturaleza, o el verdadero Espíritu de sus Leyes; 1755). Proponía una forma de vida comunal autosuficiente y propietaria de utensilios y productos, la abolición del sistema de remuneración finan­ ciero y una educación igualitaria. Y el Abad Mably, en sus Doutes proposés aux philosophes économistes (1768), también criticaba la existen­ cia de la propiedad privada. Más influyente que estas descripciones utópicas de una sociedad ideal fue el intento de formar individuos mejores llevado a cabo por la maso­ nería, con su pretensión de educar y desarrollar a sus miembros mediante el uso de la razón y determinadas prácticas místicas, y el rechazo tanto a una forma de autoridad global como a las enseñanzas de las Iglesias. La masonería surgió en Inglaterra, donde se estableció en 1717 la Gran Logia. Se difundió rápidamente por todo el Continente a lo largo de la primera mitad del siglo XVIII, pese a la oposición y condena de la Iglesia Católica, y al acoso de diversos estados, que si bien en su mayoría eran católicos, también había entre ellos algunos protestantes, como el Cantón de Berna en 1745. Posiblemente, esta oposición católica determinó que tanto en la Península Ibérica como en gran parte de Italia, la masonería sólo llegase a contar con un apoyo muy limitado. La primera logia abier­ ta en Maguncia en 1765, se disolvió dos años después. Este movimiento 18 (1981).

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JACOBS, M., The Radical tnlightenment: fantheists, Freemasons andRepublicans

muestra en su configuración varios de los rasgos característicos de la época. Sus prácticas no eran uniformes, sino que se hallaba dividida en distintos sistemas. Sus principios teóricos son un reflejo de las aspiracio­ nes contradictorias propias de este período, sobre todo tratando de com­ binar el culto a la razón y el recurso a lo místico, esotérico y secreto. Su organización también presentaba una compleja mezcla de jerarquía e igualitarismo. Los masones profesaban la fraternidad, la benevolencia y la creencia en un Ser Supremo. Sus rituales religiosos ofrecían un misti­ cismo diferente al de la Cristiandad, y su movimiento no acogía solamente a los miembros de una determinada Iglesia. Muchas figuras importantes de la política y la sociedad, y numerosos intelectuales fueron masones, incluyendo a Robert Walpole, Sonnenfels, Voltaire, Montesquieu, Helvétius, Herder, Lessing y Goethe, pero también algunos gobernantes, como Fernando de Brunswick, Federico II, Gustavo III y Pedro III. Llegó a ser muy popular sobre todo en Gran Bretaña, Francia y en Rusia durante las primeras décadas del reinado de Catalina II, hasta que la zarina se volvió contra él a fines de 1779. Aquel año había más de 2.500 masones en Rusia, entre los que se hallaban algunos de los nobles más importantes del reino. En 1789 existían en Francia unas 700 logias. En Hesse-Cassel, donde la primera logia fue fundada en Marburgo en 1743, se crearon cua­ tro nuevas en Cassel durante el reinado de Federico II. Entre sus miem­ bros, unos 200, se encontraba el propio Federico, la mayoría de los altos cargos de la administración y muchos de los principales nobles. Algunos consideraban que la masonería era un movimiento subversi­ vo, y en la década de 1790 llegaron a atribuirle incluso el estallido de la Revolución Francesa. Pero la mayoría de las logias no transformaron su creencia en la igualdad de sus miembros en un deseo de hacer iguales a todos los hombres. La participación de los nobles en numerosas logias, muchas de las cuales sólo admitían personas de su condición, facilitó, sin duda, este proceso, ya que los nobles solían emplear un lenguaje de igualdad que no abarcaba a los que no eran nobles ni admitía diferencias en los miembros de su estamento. La mayoría de las logias excluían a las mujeres y a los judíos. Pero parece que muchas de ellas eran bastante sociales. En Toulouse, por ejemplo, la mayor parte de los masones eran católicos devotos, a quienes les importaban tanto la procedencia, el ritual y la jerarquía como a cualquier otra institución corporativa. Mientras que en 1787 algunas logias holandesas eran partidarias del movimiento “patriota”, otras eran decididamente orangistas. Había pocos masones ateos o republicanos en los países monárquicos, y no existen evidencias de que este tipo de creencias e ideas proviniesen de la propia masonería y su incorporación a un grupo secreto dentro de la sociedad tampoco demuestra que rechazasen ese modelo de sociedad. Algunas ideas masónicas, como la creencia en la autonomía ética del hombre, la capacidad de mejorar moralmente y cultivar el raciocinio, la exclusividad e incluso las pretensiones universales, tenían connotaciones que podían llegar a ser bastante radicales. En la práctica, no obstante, la masonería no era más radical que otras tendencias del pensamiento euro­ peo del siglo XVIII, como la tradición republicana o la comunidad de los creyentes cristianos. En lugar de analizar las posibles implicaciones que 475

llegaron a tener sus teorías o los temores que éstas inspiraban en sus opo­ nentes, resulta más apropiado considerar -cómo actuaron sus partidarios. Cuando en 1777 Kaunitz recomendó intervenir contra el Gobernador de los Países Bajos Austríacos, Carlos de Lorena, porque apoyaba abierta­ mente a las logias, José II salió en defensa de su tío, diciendo de las logias que “todas las personas sensibles de la sociedad reconocen su ino­ cencia”19. No obstante, María Teresa trato de suprimir después todas las logias existentes en estos dominios. Durante la década siguiente aumentó la preocupación en torno a las posibles consecuencias políticas radicales de la masonería, sobre todo por la inquietud que causó el movimiento de los iluminados bávaros. Ésta era una de las organizaciones seudomasónicas que surgieron a raíz de la popularidad alcanzada por el modelo de asociación y los ideales de la masonería, pero también por la falta de un organismo superior eficaz que pudiese controlar un movimiento de carác­ ter universal propenso a las escisiones cismáticas. Cuando la masonería empezó a dividirse en multitud de organizaciones, entre las cuales las había de Laxa y Estricta Observancia, surgieron dos movimientos secre­ tos importantes. Los rosicrucianos, que, al igual que los masones, se creían descendientes de otros movimientos de la Antigüedad y la Edad Media, practicaban el cabalismo, la astrología y la brujería. En la década de 1780, llegaron a tener enorme influencia en la corte de Federico Gui­ llermo II de Prusia, que era uno de sus miembros, y también en los círcu­ los masónicos rusos. La actuación de los rosicrucianos rusos se dirigía desde Berlín, tal como sucedió con la publicación por parte de Novikov de numerosas obras ocultistas y rosicrucianas, y se trató de captar al heredero al trono, el Gran Duque Pablo. A comienzos de la década de 1790, Catalina II, a quien ya le preocupaba la existencia de la masonería, limitó ampliamente las actividades de las sociedades secretas por su posi­ ble simpatía hacia ideas revolucionarias, y se encarceló a Novikov en 1792 sin un juicio formal. El movimiento de los iluminados fue fundado en 1776 en Baviera por un académico de Ingolstadt llamado Adam Weishaupt, para “ayudar a que triunfe la razón”. Trataban de conseguir que los gobernantes emplea­ sen las escuelas y las iglesias para educar al pueblo inculcándole una serie de nociones vinculadas a algunos círculos ilustrados, como la reli­ gión natural. Muchos de sus miembros eran nobles y oficiales de la admi­ nistración, pero también había algunos clérigos y, aunque el movimiento predicaba la desaparición de las barreras sociales, en el nombramiento de los principales cargos de responsabilidad dentro de la orden practicaba la discriminación social. Las sospechas que suscitaron los iluminados no se debían tanto a sus creencias, que eran más utópicas que revolucionarias, como a su secretismo y a su propósito de aumentar su influencia en Baviera, un estado que solía resistirse a la penetración de las ideas que estaban de moda. Al igual que en Rusia se consideraba a los rosicrucia­ nos como representantes de los intereses prusianos, y a los masones en 19 BEALES, D„ Joseph 7/(1987) p. 486.

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Nápoles como opuestos a Tanucci, a los iluminados se les veía como par­ tidarios de José II, que compartía sus ideas anticlericales y deseaba hacerse con el poder de este estado. En 1785, Carlos Teodoro de Baviera prohibió todas las sociedades secretas, incluyendo las de los masones e iluminados, y en 1787 se hizo pública una evidencia con la que se trataba de demostrar la existencia de un complot dirigido por estos últimos. El Ministro de Asuntos Exteriores bávaro escribió sobre “esa abominable secta, que pretende acabar con la religión y la moral sana, y derrocar los tronos de los monarcas”20. Se despidió a los altos cargos que eran miem­ bros de la secta, y el trato que recibieron los iluminados puso de mani­ fiesto los temores y el recurso a la acción policial que caracterizó la acti­ tud de algunos estados de la época hacia esta clase de movimientos. En una era llena de conspiraciones, no sorprende que la masonería y otros movimientos secretos suscitaran semejantes temores. Sobre todo, porque muchos de sus partidarios conocidos o supuestos eran figuras relevantes de la sociedad y la política. La principal amenaza que repre­ sentaban para el estado no era que llegasen a provocar una revolución política o social por parte de quienes no pertenecían a los estamentos pri­ vilegiados, sino que conspirasen contra el estado aquellos que disfruta­ ban de poder e influencias, como los gobernantes, los altos cargos de la administración y los nobles. La rebelión de los estamentos inferiores podía reprimirse, aun adquiriendo las proporciones del levantamiento de Pugachev. Por el contrario, golpes de estado como los de Gustavo III en 1772 y, en menor medida, en 1789 y la denominada revolución de Maupeou en 1771, y otros giros radicales en la política de algunos monarcas y favoritos reales, como Struensee, ocasionaron importantes cambios constitucionales y políticos. Teniendo esto en cuenta, resulta más fácil comprender por qué las opiniones de las elites y los aconteci­ mientos que podían influir en ellas, solían ser un motivo de constante preocupación para los gobernantes. Carece de sentido, por tanto, buscar explicaciones en términos tan rígidos como los de conservadurismo y radicalismo. En realidad, casi todo dependía de las características propias de cada sistema político. Si lo que deseaban los miembros de las elites era alterar los términos de las relaciones de poder y autoridad dentro de un determinado sistema político, entonces posiblemente las palabras “conservador” y “radical” no sean apropiadas para definir sus plantea­ mientos. La mayoría de las constituciones de la época no estaban escri­ tas, consistían en un conjunto de pactos y convencionalismos que eran producto de tradiciones diferentes y daban lugar a principios contrarios. Esto, en lugar de considerarse como un “fracaso” en la creación de monarquías constitucionales claramente definidas, obedecía a la coexis­ tencia dentro de cada sociedad de varias fuentes de poder y a la necesi­ dad de definir su autoridad en función de ellas. Dado que su definición variaba en cada estado, las actitudes que en un determinado país podrían considerarse radicales, en otro eran conservadoras. yr. Ges. (Munich), Viena 730, carta de Vieregg a Hallberg, 14 agosto 1787.

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Por el contrario, la intención de derrocar los sistemas políticos puede interpretarse como una tendencia radical. Pero uno de los rasgos más lla­ mativos de este período es precisamente el carácter limitado que posee su radicalismo político. Desconocemos cómo pensaba la gran mayoría de los indigentes, en parte por el alto porcentaje de analfabetismo que había entre ellos, pero aun así apenas existen indicios de que poseyeran una conciencia revolucionaria. La mayoría de las reacciones populares se oponían a lo que consideraban un ejercicio injusto del poder, como por ejemplo, la subida de los precios, el aumento de los diezmos o la parcela­ ción de tierras comunales, sin pretender desafiar a los principios en los que se asentaba la autoridad. Manifestaciones populares, como las con­ gregaciones del “popolo” a las puertas del palacio Pitti en Florencia en 1710-11, gritando “Pan y Trabajo” y cantando canciones amenazadoras, eran una respuesta habitual, aunque en absoluto invariable, a la inciden­ cia de períodos de crisis o de evidente desgobierno. El pensamiento polí­ tico que representaban y prestaban su voz era esencialmente tradicional, pues giraba en torno a conceptos como el del buen rey o el buen señor, y a lo largo del siglo XVIII apenas se aprecian cambios relevantes al respec­ to. Ningún estamento tenía necesidad de desarrollar una nueva ideología para justificar su oposición, una reacción violenta o una revolución. La herencia de las creencias y convencionalismos políticos, sociales, religio­ sos o éticos, que se puede englobarse dentro de su pensamiento político era muy heterogénea. Incluía nociones potencialmente bastante subversivas, como la diferenciación entre el tirano y el buen rey, y con­ vencionalismos como los que justificaban la resistencia frente a un poder despótico. En la primera década de 1700 surgió una abundante literatura que criticaba la política de Luis XIY, escrita en su mayor parte por hugo­ notes, circulaba tanto dentro como fuera de Francia. En Toulouse, por ejemplo, aparecieron muchas de estas sueltas ilegales. Una de ellas, fechada en 1711, comparaba a Luis XIV con Nerón y, tal como solía suceder en este tipo de obras, sus comentarios negativos comparaban la realidad política del momento con las virtudes del republicanismo clási­ co. El levantamiento coetáneo de Rakoczi en Hungría rechazaba la políti­ ca seguida por los Habsburgo y apelaba a un sentimiento tradicional de identidad y libertad nacional. En 1704, los rebeldes remitieron una pro­ clama a los observadores extranjeros, justificando su levantamiento en la inviolabilidad de acuerdo contractual existente entre el monarca y sus súbditos y en el derecho de éstos a resistirse a los monarcas injustos. En 1705, una asamblea rebelde reunida en Szécsény constituyó la Confede­ ración de Estados Húngaros para la Libertad y exigió el restablecimiento de las libertades perdidas. En 1707, se destronó formalmente del reino de Hungría a los Habsburgo. Como vemos, las actitudes que iban a motivar la oposición de los húngaros a José II y los argumentos que se expondrían para justificarla, ya se hallaban presentes en el conflicto que estalló a prin­ cipios de siglo. Y la descripción que hacía Federico II del monarca como “el primer servidor del Estado”, también puede remontarse a la Anti­ güedad. El tradicionalismo en los argumentos políticos era un rasgo común de la época, que no resulta llamativo si se tienen en cuenta los problemas 478

habituales que ocasionaban estos conflictos, como la introducción de nue­ vos mecanismos de recaudación, las relaciones de los gobiernos centrales con la administración local, el carácter relativamente fijo de las estructu­ ras políticas y administrativas, de las instituciones y sus convencionalis­ mos -sobre todo aquellos que atañen a la posición del monarca- y el amplio respeto que se tenía a los precedentes. Un memorándum de 1765 señalaba: “Los tiroleses... no acatan con facilidad las nuevas imposiciones y, a veces„ amenazan con que si se utilizaban mal, se pondrían bajo la pro­ tección de sus amigos los suizos”. En 1781, circulaba ampliamente en Turín una queja que solía ser habitual: “el Pueblo murmura abiertamente de la pobreza de las finanzas de la Corte”21. Las ideas políticas de algu­ nos de los miembros de las elites recogían propuestas más novedosas, citando o parafraseando, aunque no siempre con mucho rigor, los razona­ mientos de autores tales como Montesquieu. En Francia, empezaron a aparecer con mayor frecuencia referencias a la libertad individual y a los derechos de la Nación. Los autores de folletos radicales “patriotas” que criticaban al gobierno de Maupeau a comienzos de la década de 1770, re­ currían con frecuencia a las obras de Rousseau, parafraseando extensa­ mente el Contrato Social. No obstante, no se ha podido demostrar que este tipo de obras llegasen a cambiar las actitudes de quienes las esgrimían. Así por ejemplo, el preámbulo del manifiesto con el que los Países Bajos Austríacos renunciaron a su juramento de fidelidad a José II, redactado en octubre de 1789 por Hendrik van der Noot, incluía diversos pasajes de la obra del filósofo materialista y enciclopedista francés, Barón d’Holbach, pero esencialmente se basaba en la resolución adoptada en 1581 para renunciar a su fidelidad hacia Felipe II. Por lo que respecta al pueblo llano, podría decirse que las tensiones solían aumentar en los períodos de crisis económica, pero no sólo se de­ bían a ellas; a partir de los años 1760, el aumento de la presión demográfi­ ca y el descenso general del nivel de vida también generó múltiples ten­ siones. Probablemente, era mucho más importante la sensación de que se avecinaba una crisis y que ésta se debía a causas humanas, que su inciden­ cia directa. En gran parte de Europa, 1709 fue un año de escasez crónica de alimentos y de hambre, pero al igual que en los difíciles años con que empezó la década de 1740, apenas hubo protestas colectivas de considera­ ción, tal vez porque el pueblo se encontraba demasiado débil por el ham­ bre como para emprender cualquier acción física violenta. La iniciativa llevada a cabo por el gobierno francés, cuando se hallaba bajo el influjo de las ideas fisiócratas, de reformar el comercio de los cereales en las décadas de 1760 y 1770, vino a afianzar la costumbre que atribuía la esca­ sez de las cosechas a factores humanos, tanto por las consecuencias prác­ ticas de esa política como porque diversos autores, ya fueran contrarios o partidarios del gobierno, habían fomentado la idea de que la acción del hombre podía influir en la situación del mercado y, de hecho, así lo ha­ cían. A las disposiciones de Turgot sobre la libertad de comercio aproba­ 21 BL. Add. 35501, f.. 14; Add. 37082, f. 64.

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das en 1774, que suprimieron la condición de que los productores ven­ dieran sus artículos en determinados mercados, se atribuyó la subida de los precios del grano registrada en 1775, que provocó amplios motines en los que la gente se apoderaba del grano y se vendía obligatoriamente a un precio que se consideraba como justo, a esta práctica se la denominaba taxation populaire. Algunos periódicos franceses atribuían la escasez de alimentos que había en Europa a la política de los gobiernos y a la codicia de los ricos, pero este tipo de opiniones no eran nuevas, ni tampoco los principales problemas que solía plantear, como la indigencia, el desorden y el descenso de los ingresos estatales. Aunque las crisis políticas que hubo en Francia a principios de la década de 1770 y en la de 1780, coinci­ dieron con períodos de dificultades económicas, que, sin duda, contribu­ yeron a agravarlas, otros estados atravesaron coyunturas económicas tam­ bién muy severas sin que se produjesen crisis políticas semejantes. Las consecuencias financieras y de orden público de las crisis económicas requerían la existencia de un sólido liderazgo al frente del gobierno y una respuesta relativamente homogénea de las elites sociopolíticas. La ausen­ cia de estos factores fue lo que provocó la grave situación política que se dio en Francia a fines de los años 1780, más que la propia crisis económi­ ca. El viajéro y médico británico John Moore escribió refiriéndose a la Prusia de Federico II: “Un gobierno, respaldado por un ejército de 180.000 soldados, puede hacer caso omiso de las críticas de unos pocos especuladores políticos, y de la pluma de los satíricos”22. Podría haber incluido también los motines por hambre y los levantamientos campesi­ nos, pero no una grave división dentro de la elite. Cuando se analizan las ideas de las elites, se advierte que la interpreta­ ción que planteaba la existencia de una mayor cohesión ideológica durante la primera mitad del siglo xvill y de un progresivo aumento de las tensio­ nes internas en las décadas posteriores, ofrece serias dudas. Si todos esta­ ban de acuerdo en que el poder tenía que ejercerse de forma justa y que, por lo tanto, sólo podía ejercerse correctamente, no habría habido margen para el desacuerdo sobre la conveniencia de una determinada política. El poeta y académico alemán Christoph Wieland presentó en su novela políti­ ca dedicada a José II, Der goldene Spiegel (1772), a un monarca ilustrado que reinaba en paz y prosperidad en un estado ideal gobernado mediante un sistema constitucional. Como la mayoría de los escritores de la época, apenas se ocupó de tratar aspectos esenciales como la guerra y las finanzas. La importancia que se otorgaba al concepto de justicia hacía que tuviesen enorme trascendencia las sospechas sobre las verdaderas intenciones de los monarcas, sus ministros y sus instituciones. Esto dificultaba la aceptación de las nuevas demandas del gobierno, y avivaba problemas graves como el de las finanzas. Semejantes dificultades ya existían a comienzos de este período e hicieron que resultase mucho más complicada la búsqueda de cooperación entre los gobiernos centrales y las elites. 22 MOORE, A View o f Society and Manners in Frunce, Switzerland and Germany (1779), II, p. 188.

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Podría decirse que el principal cambio que hubo en este período, por lo respecta al pensamiento político, fue el conjunto de las publicaciones que aportaron algunos elementos de una nueva forma de pensar. Se amplió considerablemente la cantidad y variedad de los temas sobre los que se leía. Hubo una infiltración general de opiniones más críticas e imparciales sobre los convencionalismos sociales, se afianzaron algunas tendencias comparativas que provenían de Oriente, del Mundo Antiguo o de meras utopías, y se alcanzó una mayor difusión de las obras publica­ das. Todo esto representaba un cambio de orientación hacia una especu­ lación más numerosa y abierta. U n a p o l ít ic a r e f o r m is t a

El espíritu de sedición y el descontento es general (Representante de Hannover en San Petersburgo, 1718)23. Las cábalas y las intrigas... no se oyen sólo en la ciudad y en el palacio, sino por todo el país, cada partido desea nombrar a un sucesor diferente (Embaja­ dor británico en Turín durante la enfermedad del Primer Ministro, 1781)24. Odio todas las reformas. (II Conde de Fife, 1792)25.

A pesar de que muchos de los canales y escenarios en los que se fun­ damenta la política democrática moderna, como las elecciones, las asam­ bleas y los partidos sólo existían en algunas partes de Europa, sería una equivocación descartar la idea de que en esta época hubiese una gran actividad política. La política, la lucha por el poder y el ejercicio del poder se daban a muchos niveles. Además, incluso en aquellos estados que carecían de una vía, aunque fuese imperfecta, para conocer la opi­ nión de quienes no participaban en el gobierno, existía la idea de una opinión pública, aun cuando la definición del público cuyas opiniones se consideraban de interés fuera tan limitado como para que se llegase a prohibir la práctica de la política en público. En 1746, el Senado de Venecia prohibió las discusiones políticas. En Rusia no se permitía a la gente reunirse en público o en privado sin permiso de la policía y todas las proclamas que no fuesen aprobadas por ella se declaraban proscritas. Solía controlarse la divulgación de las ideas políticas, y el método más importante era el de la censura. Su alcance y eficacia variaban mucho de unos países a otros. Era muy poco exigente en Gran Bretaña y las Provin­ cias Unidas, donde se podía publicar la mayoría de las obras, siempre que no fuesen esencialmente sediciosas o antirreligiosas. Aunque en otras zonas la censura era más estricta, sus normativas se fueron relajan­ do durante la segunda mitad del siglo XVIII en diversos estados incluyen­ 23 Bod. Ms.Fr. d. 35, f. 5. 24 BL. Add. 36803, f. 62. 23 University Library (Aberdeen), 2226/131/903.

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do a Austria. La lista de obras prohibidas que se encontraba en el índice publicado por Roma, se convirtió en una guía menos útil sobre lo que los católicos no debían leer. En Francia, donde “las autoridades permitían, fomentaban y absolvían los abusos de la ley” 26, Malesherbes se hizo cargo de la censura oficial en las décadas de 1750 y 1760, y su labor fue muy tolerante, permitiendo la publicación, entre otras, de obras bastante críticas de Diderot. La decadencia comparativa de la censura facilitó el crecimiento de la prensa periódica, tanto en forma de periódicos como de diarios. El Acta de Autorización inglesa se suprimió en 1695. El primer periódico diario con éxito en Londres comenzó a publicarse en 1702, y a fines de 1792 ya se publicaban en la capital 16 periódicos diarios. La venta anual de periódicos en Inglaterra en 1713 era de unos 2,5 millones de ejemplares. Las cifras para 1750, 1775 y 1801 fueron de 7,3, 12,6 y 16 millones. En 1701, se publicaban 57 periódicos alemanes distintos, 94 en 1750, 126 en 1775 y 186 en 1789. La prensa aumentó en cuanto a su nivel de circulación y variedad de títulos en aquellos países donde ya se hallaba establecida, como Francia y las Provincias Unidas, y se extendió también a otros estados. Aunque los lectores eran mayoritariámente urba­ nos, muchos campesinos también leían los periódicos, sobre todo en el Imperio, donde se publicaban algunos periódicos dirigidos especialmente para ellos, como el Bote aus Thiiringen (o Mensajero de Turingia, 17881816). La cantidad de noticias e información que proporcionaban era considerable, pero además también desempeñaban una importante labor educativa. El Deutsche Zeitung fiir die Jugend und ihre Freunde (o Periódico alemán para los Jóvenes y sus Amigos) utilizaba notas a pie de página indicando donde se hallaban los lugares mencionados y para defi­ nir instituciones como el Parlement de París (ejemplar del 14 de julio de 1786), proporcionaba detalles biográficos, como el que apareció con motivo de la muerte de Federico II, y describía acontecimientos sucedi­ dos en el extranjero, como el juicio en 1786 de Warren Hastings o el asunto del Collar de Diamantes en París. Aunque en algunos estados los periódicos criticaban duramente al gobierno y eran perseguidos por ello, como ocurrió con el denominado Nouvelles Ecclésiastiques, que fue denunciado por el Arzobispo y el Parlement de París en 1731-32, o el Duende de Madrid (1735-36) que fue investigado por el gobierno espa­ ñol, sería un error presentar a la prensa o a la cultura impresa en general, como un instrumento de opinión opuesto a la autoridad. La imprenta era esencialmente un medio de difusión y no de propaganda, pero en general si tenía una orientación, ésta era, salvo en conspicuas y numerosas excep­ ciones, hacia los valores que engloba el término Ilustración, a los que aspiraban y respaldaban muchos monarcas y oficiales. Fuera de Francia, Gran Bretaña y las Provincias Unidas, muchos periódicos debían su fun­ dación al apoyo oficial. El periódico quincenal Mannheimer Zeitung fue fundado en 1767 y en 1792 aumentó su frecuencia semanal en cuatro edi­ 26 HANLEY, W., “The policing of thought: censorship in eighteenth-century France”, Studies on Voltaire (1980), p. 295.

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ciones, en ambos casos gracias al respaldo del Elector Palatino. Los gobiernos trataron de utilizar la prensa para difundir las nuevas ideas que consideraban aceptables y educar a la población, pero también supieron aprovechar sus posibilidades para practicar una propaganda, poluica más directa. El mayor conocimiento de las posibilidades que ofrecía la prensa forma parte de una preocupación más amplia por influir sobre la opinión pública, es, decir, la opinión de aquellos a los que les interesaba la políti­ ca. La opinión pública evolucionó como una categoría propia dentro del pensamiento político y la discusión abierta de muchas cuestiones políti­ cas alcanzó mayores proporciones y mayor tolerancia en la mayoría de los estados. Aunque no era un fenómeno nuevo, a lo largo de la centuria se incrementó la publicación de proclamas, manifiestos y declaraciones. En períodos de tensión como el que se vivió en Gran Bretaña durante la década de 1730 y en Francia a comienzos de los años 1770, los grupos políticos en liza financiaron la producción de impresos favorables a sus intereses y trataron de conseguir el apoyo de quienes carecían de repre­ sentación en el sistema político. Sus opiniones también se podían ex­ presar o se procuraban recoger mediante canciones, manifestaciones y carteles. Estos textos e ilustraciones podían ser muy contrarios al gobier­ no y, por lo tanto, a veces se consideraban ilegales, como sucedió en Londres en 1733, en París en las décadas de 1750 y 1770, y en Amsterdam en 1754. En 1750, se pusieron en secreto por toda la ciudad de Dresde pasquines que denunciaban la pésima administración de las finazas sajonas. El año anterior se protestó de esta misma forma en Parma contra la aplicación de nuevos impuestos. La quema de efigies de ministros impopulares, como Walpole o Maupeau, y la creación de clubs y come­ dores políticos eran rasgos habituales en el mundo público de la política en períodos de tensión. Pero no se mantenía un alto nivel de actividad política, sino que en la mayoría de los estados la política pública de esta época tenía un carácter episódico y coyuntural. Solía ser más intensa y la preocupación de los gobiernos mucho mayor cuando se introducían medidas políticas innovadoras en una zona particularmente sensible, como sucedía con los nuevos impuestos, la regulación del mercado de los cereales y la redefinición de las relaciones entre el gobierno central y las regiones que contaban con arraigadas tradiciones particularistas. En tales casos no resulta extraño que la opinión pública se mostrase contraria a las pretensiones y a la política del gobierno central. En cambio, parece más apropiado considerar que la opinión pública solía oponerse a los cambios, tanto por los efectos perturbadores que podían tener para el orden social establecido, como por los perjuicios que ocasionaban las innovaciones propuestas. El ejercicio público de la actividad política fue mucho más importan­ te en los estados que contaban con instituciones asamblearias influyentes que representaban directamente a un elevado número de personas, como en Gran Bretaña, las Provincias Unidas, Suecia y Polonia. Pese a las que­ jas de los portavoces de la oposición, el sistema político inglés no sólo dependía de la corrupción y el patronazgo. Como el patronazgo no podía satifacer todas las peticiones que se hacían al gobierno, se convertía en 483

un instrumento peligroso porque generaba falsas expectativas y animaba a los políticos, tanto dentro del gobierno-como fuera de él, a tratar de aumentar su influencia. No debería exagerarse la importancia que tenían el patronazgo y la corrupción, ni siquera en las circunscripciones escoce­ sas o en las que contaban con un reducido número de electores, que sue­ len considerarse más propensas a la corrupción. En realidad, sus electo­ res solían demostrar bastante independencia política y siempre elegían a miembros del Parlamento situados en la oposición. La existencia de inte­ reses comunes y la necesidad de contar con cierto grado de organización, tanto para ganar las elecciones como para defender sus opiniones una vez elegidos, alentaban el desarrollo de agrupaciones políticas. En los esca­ ños que representaban al mundo rural, los caballeros de una determinada opción política hacían inversiones para ganarse el apoyo electoral a su causa. En Londres en 1710, los clubes políticos supervisaron los resulta­ dos de las elecciones. Contribuyeron a aumentar el número de grupos políticos o semipolíticos, la importancia que habían adquirido algunas cuestiones relacionadas con su desarrollo y la influencia que tenían las camarillas y la actividad política extraparlamentaria. El éxito obtenido por el movimiento que reclamaba en 1763 la revocación del impuesto sobre la sidra precisó de la divulgación de muchas peticiones, la creación de subcomités, que informaban a un comité superior permanente, y del uso de oficinistas asalariados. La oposición eficaz de varios grupos de interés locales contra el impopular impuesto sobre el fustán promovido por Pitt en 1784 desembocó en la creación de la Cámara General de Manufacturas. En 1780, la Asociación de Yorkshire, un movimiento fun­ dado para promover reformas constitucionales y políticas, presionó sin éxito para que hubiese elecciones más frecuentes, esperando que de esta forma los representantes serían más responsables en su labor y se dificul­ taría su corrupción. Esta asociación, que contaban con comités comarca­ les y conferencias de delegados, creó su propia estructura política de ámbito nacional. Es una cuestión controvertida hasta qué punto podrían denominarse “partidos” -en una acepción más moderna- a los principales grupos políticos de la época. Estos “partidos” políticos británicos del siglo XVIII carecían de un líder nacional claramente identificado, de una forma organizada de filiación, y de una ideología y un programa defi­ nidos, que no sólo les diera coherencia, sino que sirviese de nexo de unión entre los activistas locales y nacionales. Las relaciones entre el comportamiento político en las localidades y en el Parlamento de Westminster variaban considerablemente, tanto con el paso del tiem­ po, como en función de la configuración y el tamaño de las circuns­ cripciones electorales. No todas ellas se hallaban dominadas por un sistema bipartidista, y en algunos casos, llegaban a tener enorme tras­ cendencia las divisiones que surgían en el seno de los partidos. La campaña de Foxite para las elecciones generales de 1790 con una pla­ nificación dirigida desde el centro no tenía precedentes, ya que al care­ cer de una organización institucional, como la que tienen los partidos 1 ^ 0 ,4^1 vim i con los intereses familiares en muchas localidades. Este tipo de intere­ 484 c iu iu a ic ^ ,

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ses era muy importante sobre todo en Escocia. Proposiciones como las que hizo el Conde de Findlater al Conde de Kintore en 1780, buscando su cooperación para acabar con la influencia del Duque de Gordon, eran moneda corriente en la actividad política de entonces. No obstan­ te, muchos de los partidos políticos actuales están formados sólo gra­ cias a coaliciones y no son monolíticos en su organización, ni en la política que practican. En la primera mitad del siglo XVIII existían en Gran Bretaña dos parti­ dos políticos importantes, los Whigs y los lories, aunque el de los Whigs estuvo dividido durante un largo período de tiempo, en el que estuvo en el poder coincidiendo con los reinados de Jorge I (1714-27) y Jorge II (1727-60), entre quienes poseían un cargo oficial y quienes carecían de él. Como algunos Tories eran jacobitas (partidarios de la Dinastía Estuardo en el exilio), muchos -incluyendo a los reyes Jorge I y Jorge II- con­ sideraban que todo el partido era desleal a la corona, y por ello eran per­ seguidos o se les excluía de la mayoría de los cargos de responsabilidad en el gobierno, las fuerzas armadas, la judicatura y la Iglesia. La derrota definitiva que sufrió el movimiento jacobita en la Batalla de Culloden (1746), el proceso iniciado a mediados de siglo para tratar de conciliar y agrupar a la oposición ocupando puestos ministeriales y las expectativas que se crearon en torno a cuál sería el comportamiento del futuro herede­ ro al trono, primero el Príncipe de Gales, Federico, y después Jorge III, propiciaron importantes cambios en el sistema político británico. La cohesión e identidad del partido de los Tories se vieron seriamente com­ prometidas y el sistema bipartidista fue sustituido en la década de 1760 por una serie de grupos políticos esencialmente personalizados, por la rivalidad de sus dirigentes y por los cambios constantes en las preferen­ cias del rey Jorge III, haciendo que la situación política fuese bastante inestable. Al igual que cualquier otro gobernante que no tuviese que hacer frente a una influyente institución representativa, Jorge III se mos­ tró decidido a rechazar la política de las facciones y a malograr los esfuerzos que hacían políticos inaceptables para conseguir un puesto en el gobierno. Jorge III también encontró considerables dificultades para entablar unas relaciones adecuadas con las principales figuras políticas en el momento de su acceso al trono, cuando tuvo que atraerse a los polí­ ticos que habían mantenido una buena relación de trabajo con su prede­ cesor y a aquellos que habían tratado de promover un cambio radical, para adaptarlos a los deseos del nuevo monarca, pero también en aquellas ocasiones en las que el país tenía que afrontar graves problemas. Esta dificultad fue la causante de la primera crisis ministerial que caracterizó la década de 1760 y no se resolvió hasta el nombramiento de Lord North como Primer Ministro en 1770. La segunda, adoptó la forma de una falta de confianza en el Gabinete ministerial para ganar la guerra contra las colonias americanas y provocó no sólo la caída de North en 1782, sino también un período de gran inestabilidad ministerial y constitucional bajo el gobierno de Pitt el Joven. Este Primer Ministro, que disfrutaba del apoyo real, ganó las elecciones generales de 1784, inaugurando una énoca de gobierno estable bajo su ministerio que duró hasta su dimisión en 1801. 485

La Dieta sueca de 1680 aumentó el poder de la corona a expensas de los Estados Generales y del Consejo de Es-tado aristocrático. Carlos XI y Carlos XII fueron monarcas absolutistas. Carlos XII quebrantó en 1697 los principios constitucionales al no hacer el juramento de la coronación ni otorgar el Fuero de Acceso al trono y al imponerse a sí mismo la coro­ na. Nunca convocó a los Estados Generales y su política ignoró la legis­ lación vigente y provocó gran descontento. En la provincia de Livonia, algunos nobles, aduciendo que, al igual que sus antepasados habían soli­ citado la protección de los suecos, los Estados tenían derecho a vetar cualquier innovación en la forma de gobierno, declararon su fidelidad al rey Augusto II de Sajonia-Polonia en 1699, a cambio de que éste garanti­ zase la autonomía de Livonia y la libertad de culto. En Suecia, la reac­ ción contra la política de Carlos XII, tras su muerte sin herederos directos en 1718, propició la creación de un régimen parlamentario y la promul­ gación de las constituciones de 1719 y 1720, que otorgaban mayor poder a los Estados Generales. Este sistema político, que duró hasta que fue derrotado por Gustavo II en 1772, se caracterizó por las constantes disen­ siones que hubo entre los cuatro estados (nobleza, clero, burgueses y campesinos) y por la lucha por el poder que protagonizaron desde la década de 1730 dos partidos denominados “Sombreros” y “Gorras”. A principios de los años 1740, los partidos políticos ya contaban con una organización más eficaz, y desde la década de 1750 seguían funcionando de forma permanente durante los intervalos que había entre las convoca­ torias de los Estados Generales. Difundían propaganda y financiaban giras por las provincias de los políticos más emprendedores, y organiza­ ban cuidadosamente a los miembros que eran elegidos para intervenir en las reuniones de los Estados. Aunque no existía una política de masas, el electorado, en quien se basaba el poder soberano, era relativamente amplio. Se ha llegado a considerar que estas agrupaciones y su sistema de participación política eran bastante modernos, “pese a que el modelo de sufragio y de representación venía determinado por el sistema cada vez más anacrónico de los cuatro estados”, aunque con la importante excepción “de que la organización de las circunscripciones locales (salvo en Estocolmo) y la capacidad que tenían los partidos para dominar las disputas electorales a ese nivel, eran rudimentarias o inexistentes”27. De hecho, los partidos no representaban a una determinada proporción de la sociedad, sino que actuaban como estructuras de patronazgo que se dife­ renciaban por sus pretensiones a los cargos de la administración y por su interés hacia la política exterior. La alta aristocracia y la nueva y vieja nobleza también se dividían entre estos dos partidos, en los que muchos de sus miembros más destacados pertenecían a un reducido número de familias estrechamente relacionadas entre sí por vínculos matrimoniales. La denominada Era de la Libertad sueca acabó en 1772 por razones bastante diferentes a las que ocasionaron el fin de la independencia pola­ 27 MtS'KJALb, M., “The Mrst ‘Modem’ Party System?”, Scandinavian Journal ofH istory (1977), p. 287.

ca con los tratados de reparto, o al cese de la paz interna holandesa a mediados de la década de 1780. Pero las instituciones políticas de todos estos estados se vieron afectadas tanto por la corrupción, las demandas de los intereses regionales y las dificultades que ofrecía el manejo del sistema constitucional para llevar a cabo una política más satisfactoria, como .por los partidismos y el aumento de la desilusión y el descontento populares. En Suecia, muchos nobles, preocupados por las ideas de los otros Estados, apoyaron el golpe de Gustavo III, pero además el sistema político ya mostraba claros síntomas de debilidad, porque se lo conside­ raba venal y arbitrario. Francia también respaldó el golpe. La constitu­ ción polaca, con su monarquía electiva y una Dieta que mantenía su una­ nimidad en torno al principio del liberum veto, hacía que resultase difícil a cualquier monarca aumentar su poder y compensar la debilidad del gobierno central. El gobierno provincial corría a cargo de las dietinas (asambleas de nobles). Los gobernantes se veían obligados a ganarse el apoyo de algunos miembros de la alta nobleza y de sus ejércitos priva­ dos, sistemas administrativos y redes de patronazgo, pues constituían las fuentes de mayor poder del Estado. Hubo algunos cambios en las relacio­ nes entre el rey y la alta nobleza, como, por ejemplo, cuando en 1750 Augusto III, en lugar de equilibrar el reparto de puestos entre sus aliados de la familia Czartoryski y sus rivales, los Potockis, se los otorgó sólo a los primeros. Si bien estas decisiones no pueden considerarse como veraderos cambios en la política gubernamental, constituían hechos fun­ damentales en la realidad política polaca. Este proceso involucraba direc­ tamente a sus monarcas en las luchas entre la nobleza y comprometía su deseo de aumentar su autoridad. Además, los nobles no se limitaban a buscar protección y apoyo sólo dentro de las fronteras nacionales, sino que se mostraban dispuestos a buscar y conseguir el respaldo de otros estados extranjeros. Esto, unido a la potencia militar de Rusia, hizo que el último rey polaco, Estanislao Poniatowski (1764-95), tuviese que coo­ perar o combatir contra su antigua amante, la zarina Catalina II, a quien debía el trono, si deseaba gobernar. Poniatowski intentó reformar la constitución y reforzar las instituciones del gobierno, pero al final sus planes se vinieron abajo por la intervención extranjera que habían llega­ do a provocar. El establecimiento de un Consejo Permanente en 1775 aumentó la eficacia del gobierno central. En las décadas de 1770 y 1780 se reorganizaron el servicio postal, la policía y la administración finan­ ciera. La constitución aprobada el 3 de mayo de 1791 instauró un sistema de monarquía hereditaria, reforzó los poderes del ejecutivo y abolió el liberum veto. Se estipuló la creación de un ejército permanente de 100.000 hombres y se decretó que las comisiones locales para la Ley y el Orden y para los Asuntos Militares y Civiles sentasen las bases para el de­ sarrollo de un sistema administrativo más sólido. No sabemos cómo habrían afectado a Polonia semejantes cambios, pero Catalina II los con­ sideró inaceptables y las tropas rusas invadieron el territorio en mayo de 1792, poco después de que la Francia revolucionaria declarase la guerra a Austria. Aunque se reinstauró la antigua constitución polaca, la debilidad de los protegidos polacos de Catalina, las ambiciones territoriales rusas y prusianas, y el temor a que se desarrollase en Polonia un movimiento 487

como el de los jacobinos, propiciaron un segundo reparto del reino en 1793. El resto de Polonia se convirtió en un protectorado ruso y la reduc­ ción de su ejército a unos 15.000 hombres ocasionó una revuelta en 1794. Tras su aplastamiento y un nuevo reparto del resto del territorio (1795), dejó de existir una Polonia independiente. Ese mismo año, los franceses invadieron las Provincias Unidas, aca­ bando con el sistema republicano independiente holandés, porque al término de las Guerras Napoleónicas se instauró en ellas una constitu­ ción monárquica. El nuevo rey, Guillermo I, era hijo de Guillermo V de Orange, que, siendo Estatúder de todas las provincias de este estado federal (1751-95), había representado el componente monárquico den­ tro de su sistema mixto de gobierno. Desde el punto de vista constitu­ cional, un Estatúder era un servidor de los Estados provinciales que le elegían y le daban sus órdenes. Carente por lo general de funciones legislativas, el Estatúder compartía el poder ejecutivo con los Estados. Bajo los mandatos de Guillermo III, que fue Estatúder de la mayoría de las provincias entre 1672 y 1702, Guillermo IV, Estatúder de todas ellas desde 1747 hasta 1751, y Guillermo V, su hijo, el Estatúder nom­ braba muchos de los magistrados urbanos y algunos cargos provinciales de las listas que le presentaban las autoridades locales. Detentando el título de Príncipe de Orange, además de ser Estatúder de todas o casi todas las provincias y de ser nombrado Capitán General y Almirante General del Estado, era muy influyente en las cuestiones militares, aun­ que el tamaño de las fuerzas armadas y, a veces, también su dirección, sobre todo de la Marina, quedaban bajo el control de las instituciones representativas: los Estados provinciales y su institución federal, los Estados Generales. Aunque a lo largo de gran parte del siglo XVIII, podría presentarse la historia holandesa como un conflicto entre los Estados y los Estatúders, la situación política era bastante más compleja. Varias provincias mantenían una estrecha cooperación entre sí y la de Holanda se oponía abiertamente a la posición y a las pretensiones de la Dinastía de los Orange. Pese a sus fuertes divisiones internas, esta provincia era la más rica y poderosa, y desempeñó un papel esencial en la reacción que siguió a la muerte sin descendientes directos de Guiller­ mo III en 1702. Quedaron vacantes sus cinco estatúders y cuando Gui­ llermo IV fue elegido para la primera de ellas, en la provincia de Güeldres, en 1772, las demás adoptaron resoluciones oficiales para que no se alterase la forma de gobierno, existente. De hecho, no sería elegido en ellas hasta pasados 25 años, entonces se le nombró Capitán y Almi­ rante General, y todos sus cargos se convirtieron en hereditarios para su familia, de esta forma a su muerte dejando un hijo como heredero no hubo reacciones como las que se habían producido tras la desaparición de Guillermo II y Guillermo III. Este cambio debe atribuirse tanto a la desilusión popular que oca­ sionó la evidente corrupción de las oligarquías gobernantes y su incapa­ cidad para resolver los problemas nacionales, como a la situación inter­ nacional de 1747, cuando, al igual que en 1672, una invasión francesa propició una nueva reunión en torno al liderazgo del Príncipe de Orange, a quien se consideró como el salvador del país. Los motines popula­

res y el respaldo británico a Guillermo IV hicieron fracasar a sus opo­ nentes. Entre la masa del pueblo, por ejemplo, los marineros, los estiba­ dores y los carpinteros de Amsterdam y Rotterdam, era popular la causa de los Orange. La concienciación política no se limitaba a aque­ llos que poseían un puesto en el sistema político oligárquico. Tras los cambios aprobados en 1747 no sólo hubo ataques contra las casas de los recaudadores de impuestos públicos y privados, sino también la agita­ ción de los grupos burgueses urbanos, como el Doesliten de Amster­ dam, reclamando un régimen de gobierno municipal menos oligárquico. Al igual que las tradiciones de la actividad política en Gran Bretaña, una actitud comparativamente bastante permisiva hacia el debate políti­ co por parte del gobierno y la existencia de una abundante prensa política hicieron que el mundo público de la política no se limitase a aquellos que se hallaban formalmente representados en el sistema polí­ tico de las Provincias Unidas. Por otra parte, en toda Europa, muchos de los que no contaban con una representación pública en la política nacional, podían realizar esta función, formal o informalmente, en el mundo de la política local en las ciudades o villas y en las instituciones corporativas o comunales. A menudo, las constituciones de los países proporcionan una guía bastante pobre para el conocimiento de las características y los proble­ mas que planteaba su forma de gobierno. En todos los estados, los gober­ nantes y sus principales figuras políticas debían tener muy en cuenta a la opinión pública. El gobierno francés no fue el único que se valió de informadores para conocer cual era el estado de opinión de la capital. En 1739, y probablemente también en muchas otras ocasiones, en Florencia el gobierno envió espías a los cafés y a otros lugares públicos para que averiguaran lo que se comentaba en ellos. Asimismo, incluso en los esta­ dos monárquicos que poseían asambleas representativas influyentes, la corte era un escenario esencial de la actividad política y de las disensio­ nes y comentarios que motivaba. Muchos políticos intentaban utilizar las decisiones de las asambleas para influir sobre las actitudes de la corte. Como la mayoría de los estados eran monárquicos, no resulta extraño que el favor real siguiese siendo esencial y que se interpretase la política del gobierno de acuerdo con el respaldo del monarca que se tenía o se creía tener. Las facciones políticas solían agruparse en torno a un miem­ bro destacado de la familia real o de su círculo de amistades más directo. Así por ejemplo, los cortesanos napolitanos que intrigaban contra Tanucci se situaban en el entorno de la reina. Los ministros desempeñaban tam­ bién oficios cortesanos. La actividad política se centraba sobre todo en la administración del patronazgo y la dirección de la política exterior, aun­ que a menudo estaban estrechamente relacionadas. Un estudio reciente sobre la elite sociopolítica rusa en las primeras décadas del siglo XVIII señala que “partiendo de la premisa esencial de que todo el poder resta en manos del autócrata, las elites políticas durante esta época se dedicaron a competir por la posición, la influencia y el favor imperial entre las fac­ ciones en que se distribuía el patronazgo trabadas por relaciones de parentesco y por relaciones de clientela. Pocas veces, estos grupos se definían de acuerdo con las cuestiones políticas, su mundo se dividía más 489

bien entre ‘amigos’ y ‘enemigos’”28. Por ello, en la crisis política que se produjo en 1730 a consecuencia de la repentina muerte de Pedro II, cuan­ do sólo se aceptó como Zarina a Ana bajo unas condiciones que se revo­ caron poco después, la cuestión entonces en litigio no era tanto la propia constitución rusa, sino la identidad de quienes podrían detentar el poder. El Supremo Consejo Privado exigió que Ana reinase consultando sus decisiones con el Consejo, y que no podía declarar la guerra o firmar la paz, casarse, nombrar sucesor, conceder tierras y títulos, hacer uso de los ingresos del Estado o nombrar cargos sin su consentimiento. Algunos han llegado a considerar que estas demandas iban encaminadas al esta­ blecimiento de un régimen de oligarquía nobiliaria, pero quienes se opu­ sieron a ellas fueron precisamente aristócratas que se hallaban excluidos del poder. Entre los nobles, no existía una tradición en acciones conjun­ tas, ni un claro liderazgo político o un marco institucional que pudiera proporcionarles cierta cohesión. Pese a que el poder de la nobleza rusa estuvo representado con bastante eficacia a lo largo de todo el siglo XVIII por diversos grupos de familias, vinculadas entre sí por el parentesco y los intereses del patronazgo, siempre trataron de ganarse el favor impe­ rial y tuvieron que moverse en un mundo político que se tornaba insegu­ ro a la muerte de los soberanos, por la incertidumbre que había en torno a la sucesión y el papel que desempeñaban los favoritos. En toda Europa, era esencial conocer la forma de pensar de los soberanos y establecer con él ciertos vínculos. El poder se hallaba mucho más en estas circunstan­ cias que en las propias instituciones. Pueden sugerirse dos rectificaciones dentro de esta imagen que ofre­ cía la política de las elites en torno a la principal fuente de patronazgo -el monarca-, que apenas tuvieron consecuencias si exceptuamos la enajena­ ción del patronazgo. Puede decirse que hacia fines de siglo algunos monarcas desarrollaron una política menos patrimonialista. Al contrario que María Teresa, que no había establecido una clara distinción entre los asuntos de Estado y sus intereses dinásticas, el Emperador José II procu­ ró mantener una cuidadosa diferenciación entre las finanzas del Estado y sus propiedades privadas. La institucionalización de las pensiones (mer­ cedes personales), que dejaron de depender de la gracia del monarca, podrían interpretarse en este mismo sentido, y también el énfasis que pusieron diversos gobernantes, como Federico II, en que todos, incluyen­ do el monarca, sirvieran al Estado. Los funcionarios públicos de algunos estados como Badén empezaron a reclamar que ellos debían encargarse de la administración de las pensiones en aras del bienestar general. En la propaganda oficial, se destacaba mucho más el beneficio de la comuni­ dad que la gloire del monarca. Pero la importancia que se daba a la idea de servicio al Estado ya era patente en algunos países a principios de siglo, y sobre todo en Rusia, donde Pedro I empleaba frase como “el inte­ rés común” y “el interés común del Estado”. En la práctica, la autoridad

28 MEEHAN-WATERS, B„ Autocmcy and Aristocracy (1982), p. 159.

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era personalista en todas las monarquías y el modelo genuino de un com­ portamiento burocrático apenas se implantó en los niveles superiores de la administración central, en donde el faccionalismo, el patronazgo y la intervención autoritaria de los soberanos seguían siendo determinantes. Los primeros cuatro rangos de la Lista de Rangos rusa en las primeras décadas del siglo XVIII hacían referencia a los años que habían participa­ do en asuntos públicos, prestando “servicio” o “sirviendo al soberano”, y no se mencionaban “servicios al gobierno” o “servicios al Estado”. Podría hacerse otra rectificación en cuanto a la medida en que el inte­ rés de algunos monarcas hacia lo que consideraban como reformas y que, en realidad, podrían describirse como meros cambios, creó una política conflictiva, que suscitó una amplia oposición, incluso entre aquellos que no solían estar bien informados o que apenas se preocupaban por la polí­ tica del gobierno central, y generó motivos de enfrentamiento que no podían resolverse con los métodos que solían emplearse para dirimir las disputas ocasionadas por la distribución del patronazgo. La principal causa de descontento se hallaba en las iniciativas emprendidas por los monarcas para incrementar el volumen de los ingresos del Estado que obtenían a través de los impuestos, elevando el nivel impositivo, supri­ miendo las exenciones fiscales, ampliando la información disponible sobre las fuentes de riqueza e interviniendo en la economía. Este proble­ ma se daba en los grandes estados, pero también en los más pequeños, como sucedió en el Principado-Arzobispado de Münster en la década de 1770. Semejante imperativo financiero también influyó de forma decisi­ va en la reorganización de la administración y en la redefinición de las relaciones con las instituciones representativas y de cualquier otra índole. Así pues, lo que estaba en juego era la conservación de los privilegios y las libertades tradicionales. En algunos casos, como en Hungría a fines de la década de 1780, el ritmo con que el gobierno central trataba de introducir tales cambios y las circunstancias que influían en la respuesta que se daba a sus exigencias eran tales que la actitud de la nación políti­ ca, es decir, la gente que se hallaba interesada o participaba en la política, dependía de cómo respondiese a los cambios, aunque por lo general su respuesta era bastante desigual o se veía afectada por tendencias reaccio­ narias vinculadas a disputas por el patronazgo, particularismos u otro género de conflictos. Esto no era reflejo de la dificultad para comprender los programas de reformas sistemáticos de los gobiernos de la época, sino que se debía más a la manera informal en la actuaban. El carácter improvisado y relativamente asistemático de la política gubernamental y de su aplicación se ponen de manifiesto incluso con dirigentes que emprendieron importantes cambios, como José II y Pombal, y también con aquellos que detentaban un enorme poder interno, como Federico II. La intervención del gobierno podía ser muy desigual no sólo respecto al territorio, sino también entre las distintas ramas de la administración. Con frecuencia, la política de los estados era incoherente, porque sus gobiernos se veían sometidos a presiones contrarias, tendían a adoptar las soluciones que ofrecían menor resistencia y eran dirigidos por ministros que no compartían las mismas ideas y a quienes sólo podía mantener uni­ dos el firme liderazgo del soberano. La política que practicó el gobierno 491

francés hacia los parlements y sus problemas financieros ofrece un claro ejemplo de esto. Una de las causas del enfrentamiento de Maupeou con los parlements en 1770 fue su deseo de frustrar la posibilidad de que Choiseul lograse la aprobación de nuevos impuestos para la guerra con Gran Bretaña. Sin embargo, aunque los resultados obtenidos eran, por lo general, inferiores a las aspiraciones de reforma y los objetivos declarados no solían ser ciertos, el proceso de innovación emprendido tenía por sí mismo gran importancia. Fueran cuales fueran las causas, se considera­ ron insatisfactorios los acuerdos del pasado y se pensó que para mejorar la eficacia del gobierno era preciso hacer remodelaciones e introducir novedades. Pese a que los objetivos principales de los gobiernos -actuar como potencias internacionales en el exterior y mantener la estabilidad y la cooperación internas- seguían siendo tradicionales y su compromiso con los sistemas sociales establecidos también era muy fuerte, los méto­ dos que empleaban para lograr estos objetivos quebrantaban costumbres y prácticas tradicionales y modificaban los métodos convencionales. La introducción de reformas administrativas y fiscales no era novedosa, pero en varios estados el ritmo de estos cambios se incrementó conside­ rablemente durante la primera mitad del siglo XVIII, probablemente para tratar de responder a los graves problemas que habían creado las guerras que hubo entre 1688 y 1721. Varió considerablemente el grado en que estas novedades provocaron sensaciones de ruptura, incertidumbre o agravio. El Antiguo Régimen en Europa fue bastante menos estático, inmovilista y uniforme de lo que cabría suponer, a pesar de que sus fun­ damentos culturales y sociales muestren un fuerte compromiso con los principios de la tradición y la estabilidad. El equilibrio entre aceptación y descontento, cooperación y oposición, variaba en función de las perso­ nas y de los grupos, y dependía de las circunstancias, entre las que se incluía la habilidad del monarca para adaptar su política a los intereses, expectativas, ingresos y problemas de sus súbditos y de sus institucio­ nes. Así pues, no existía una forma de gobernar o una respuesta política comunes para hacer frente a dificultades concretas o a períodos de crisis, como los años 1768-74. Si había una relación dinámica entre determina­ das situaciones que estimulaban proyectos de reforma y las ideas que conformaban estas iniciativas, ésta fue muy diversa dependiendo de las circunstacias de cada país y de las posibilidades que ofrecía su política. En general, se aprecia también cierto aumento, aunque bastante moderado, en el tamaño y actividad de la administración central. Esta tendencia parece evidente en Rusia, Polonia, Austria, España, Gran Bretaña y Francia, con matices muy distintos. Bajo el reinado de Fede­ rico Guillermo I, Prusia se convirtió, según los criterios de la época, en un estado bien organizado y eficiente. En la mayoría de los países, se incrementó el número de oficiales del Estado y las tareas administrati­ vas del gobierno empezaron a adquirir mayor importancia que sus com­ petencias judiciales. La “progresiva sustitución de jueces administrado­ res por administradores técnicos y gerentes fue una las características esenciales de la monarquía administrativa. Hasta mediados de siglo, la palabra administración sólo se usaba en francés como parte de una 492

frase, pero a partir de entonces comenzó a emplearse para hacer referencia a una combinación de agentes, oficiales, procedimientos y objetivos cuya finalidad era el interés público”29. Bajo el reinado de José II, se llegó a crear en el Milanesado y en Viena una casta burocrá­ tica diferenciada con sus propios valores de servicio y opuesta a los derechos locales adquiridos. El aumento de la eficacia con que los responsables de las grandes potencias aplicaban los métodos de gobierno nuevos y los tradicionales, así como el crecimiento económico explican el fortalecimiento que experimentaron a lo largo del siglo XVIII en cuanto a su capacidad finan­ ciera y militar. No obstante, la cooperación entre los monarcas y las elites también desempeñó un papel decisivo en este proceso, y precisamente, este aspecto del gobierno y la política invalida cualquier interpretación del siglo XVIII como un período en el que aumenta el poder del Estado sobre la sociedad. Semejante fenómeno sólo resulta aplicable, en parte, a países que eran gobernados por soberanos extranjeros. Las realidades políticas y sociales que subyacen bajo la asociación entre los gobernan­ tes y las elites en las tareas de gobierno y en el control de la sociedad permiten explicar no sólo por qué se incrementó el poder interno de muchos estados, sino también, por qué esto no agravó la lucha política, sobre todo en aquellos países en los que estaba garantizada la sucesión de un monarca capaz. Esta relación era bastante complicada, y exigía sensibilidad y experiencia. Hasta cierto punto, los problemas que afecta­ ron a dos de los principales estados de la época, Francia y los dominios de los Habsburgo, se debieron a la falta de un dirigente adecuado. La ruptura de la cooperación provocaba no sólo graves problemas constitu­ cionales, sino también la necesidad de crear instituciones e introducir nuevas prácticas mediante las cuales se pudiesen expresar otros intere­ ses políticos y se ganasen nuevos apoyos. En Hungría, en los Países Bajos Austríacos y en Francia, se creó un nuevo mundo político, en el que el ejercicio público de la política adquirió mucha mayor importancia y en el que las innovaciones constitucionales empezaban a considerarse más necesarias y apropiadas por parte de algunos. Aun así, en la cultura política europea anterior a la Revolución seguía habiendo una gran ambivalencia respecto a la noción de lo que era una oposición legítima y a la comprensión de la práctica política como una lucha lícita entre inte­ reses contrapuestos para influir en la toma de decisiones. A quienes ejer­ cían esta oposición todavía se les acusaba de facciosos y subversivos, o sino incluso de conspiradores. Seguía manteniéndose el ideal de la uni­ dad, y la creencia de que ésta podría conseguirse si había buena volun­ tad. La dureza con que se trató a quienes propugnaban ideas disidentes en la mayor parte de Europa durante la década de 1790, era fruto de temores y pasiones propias de este período, pero también de actitudes políticas anteriores. 29 BARBICHE, B., “The Genesis and Development of the Administrative Monarchy in France”, Proceedings of the Western Societyfor French History (1984), p. 246.

L a l l e g a d a d e l a r e v o l u c ió n

La Haya es como París en los tiempos de la Fronda. (Embajador británico en La Haya, 1787)30. Las asambleas populares eran peligrosas sólo cuando los príncipes no sabían cómo controlarlas; y, en mi opinión, la forma en que la Dieta sueca despacha los negocios, con un comité en el que Su Majestad podía imponer respeto y dirigir los debates, era muy ventajosa para él, pero él replicó que esto sería una gran desventaja para Luis XVI. (Informe del Embajador británico en Estocolmo sobre sus conversaciones con Gustavo III, marzo de 1792)31.

Si debemos poner énfasis en rasgos que revelan y explican la estabili­ dad general de este período, tales como la cooperación dentro del sistema político, la reducida influencia de los radicalismos y el predominio de los modelos tradicionales en las creencias, el pensamiento, las aspiraciones y las costumbres, estonces cabría preguntarse por qué una gran revolución trajo consigo a gran parte de Europa la guerra, los desórdenes y el miedo durante la década de 1790. La Revolución Francesa, cuyo comienzo suele fecharse en julio de 1789, coincidiendo con la toma de la Bastilla -una prisión fortaleza parisina que se consideraba como símbolo de un poder real arbitrario-, fue tan sólo el desafío más relevante a la autoridad esta­ blecida que hubo en las dos últimas décadas del siglo XVIII. Otros episo­ dios importantes fueron la lucha política que se desató en Ginebra en 1781-82, las rebeliones que estallaron en los Países Bajos Austríacos y en Hungría, y la revuelta irlandesa de 1798. En Rusia, se produjeron gra­ ves disturbios en los años 1796-98; y levantamientos urbanos y campesi­ nos que se atribuyeron al influjo de las ideas radicales. Si incluimos tam­ bién la década de 1770, entonces podríamos añadir el levantamiento de Pugachev, la Revolución Americana y las revueltas campesinas en varios de los dominios de los Habsburgo, como los desafíos más importantes a la autoridad establecida. El Embajador bávaro en Viena escribió en 1775: “parece que el espíritu de la rebelión se ha hecho universal”32. El número y la gravedad de las rebeliones que tuvieron lugar durante este período ha hecho que reciba el nombre de la Era de las Revoluciones. Advirtiendo diversos puntos en común, algunos estudiosos han demostrado que esta­ ban relacionadas entre sí, y hablan de una “revolución democrática” o una “revolución atlántica” contra la autoridad y el poder de los privilegios33. Esta interpretación puede cuestionarse en muchos aspectos. En otros períodos anteriores de tres décadas también se habían producido importan­ tes desafíos a la autoridad establecida. Y el medio siglo comprendido entre 1720 y 1770 presenció pocos, pero graves y violentos desafíos internos con­ tra los gobernantes de entonces, tal fue el caso de Jorge II, cuyo poder se vio seriamente cuestionado por el levantamiento jacobita que tuvo lugar en 30 Merton College Oxford, Malmesbury papers, carta de James Harris a Gertrude Harris, 21 agosto 1787. 31 BL. Add.46822, f. 226. 32 Bayr. Ges. (Munich), Viena 702, 7 Junio 1775. 33 Véanse las obras de Godechot y Palmer citadas en la Bibliografía.

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Escocia en 1745. Sin embargo, en los años 1688-1715 hubo, antes de 1700, un golpe de estado con éxito en Inglaterra -que vino respaldado por una invasión-, una guerra civil en Escocia y en Manda, y un levantamiento en Cataluña; y después de 1700, una guerra civil en Polonia y en España, una rebelión jacobita en Escocia, y graves levantamientos en Hungría, Molda­ via, Ucrania y la región francesa de los Cévennes. Aunque la trascendencia de semejantes conflictos ha tendido a minimizarse ante el protagonismo concedido a las grandes guerras que tuvieron lugar durante ese mismo perí­ odo, fueron sin duda muy graves. De hecho, el levantamiento húngaro con­ tra José II no fue tan grave como el de 1703-1711. Se han podido encontrar algunos rasgos semejantes en varios de los conflictos de este período ante­ rior34, y probablemente estas argumentaciones no resultan más convincentes que las que avalan la existencia de una “Revolución atlántica”. El Archidu­ que Alberto, que era marido de María Cristina (hermana de José II) y fue designado junto con ella Gobernador General de los Países Bajos Austría­ cos en 1780, sucediendo a su tío Carlos de Lorena, escribió desde Bruselas en 1787 diciendo que “es muy grande el número de entusiastas religiosos y de aquellos enfervorizados por las ideas de patriotismo”, y hacía referencia también a este período como una “era de delirio y frenesí universal”35. Sin embargo, esto no era así. En las últimas décadas del siglo XVIII, la mayor parte de Europa no se vio afectada por insurrecciones. Como puede verse, por ejemplo, en Escocia, casi todo el Imperio e Italia, Suiza y la Península Ibérica. Muchas de las revueltas se comprenden mejor como fenómenos propios de la compleja sociedad del siglo xvill, que como parte de una Era de Revolución. En el caso de Inglaterra, la principal revuelta de este perío­ do, los motines de Gordon que tuvieron lugar en Londres en 1780, fueron en su mayor parte una violenta manifestación anticatólica engendrada por el exceso de alcohol y el fanatismo, más que por el radicalismo político. El Cardenal Boncompagni, gobernador de Bolonia en los años 1780, era impo­ pular entre la nobleza local porque había introducido tropas papales en la ciudad y había realizado algunos cambios en su gobierno. El golpe que derrocó a Struensee en Dinamarca fue más bien una expresión violenta de la política cortesana, que el resultado de una concienciación política na­ cional. Las reformas económicas y sociales danesas de los años 1786-97, que implicaban por ejemplo la limitación de los derechos señoriales sobre el campesinado en 1786-88, dan muestra de la vitalidad que aún tenía el gobierno de Antiguo Régimen en este período. Recientemente se ha llegado a afirmar que “la crisis del Antiguo Régimen era precisamente y ante todo una crisis de instituciones anticuadas, cuya inercia era la fuerza que impedía prosperar las reformas que socilitaban con impaciencia los philosophes y todos aquellos que estaban experimentando las realidades de una economía en proceso de transformación”36. No sabemos hasta qué punto esta interpre­ 34 Véanse las obras de Frey y Subtelny citadas en la Bibliografía. 35 BEER, A (ed.), Joseph II, Leopold II und Kaunitz...., p. 485. 36 CROCKER, L. G., “Interpreting the Enlightenment: A Political Approach”, Journal ofthe History of Ideas (1985), p. 217.

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tación resulta válida para el caso de Francia, puesto que la mayoría de los ministros más destacados de la década de 1780, sobre todo Necker, Calonne y Brienne, no eran en absoluto contrarios a las innovaciones. Y desde luego parece inapropiada para gran parte de la realidad política europea. Los años 1780 fueron una década caracterizada por la introducción de reformas admi­ nistrativas en varios estados, entre los que destaca Gran Bretaña, y allí donde se producían crisis, éstas solían ser una respuesta violenta contra gobiernos y soberanos, que querían nuevos y mayores cambios. Éste fue el caso de las Colonias Americanas en la década de 1770, de Hungría y de los Países Bajos Austríacos en la de 1780, y de Suecia, donde Gustavo III fue asesinado por nobles descontentos en 1792. Si concebimos que las rebeliones y revueltas que hubo en este perío­ do son una consecuencia directa de las dificultades económicas, entonces cabría preguntarse por qué no se produjeron desórdenes en otras regiones que padecían una situación económica semejante. El principal rasgo diferenciador entre unos casos y otros podría estar relacionado con las cir­ cunstancias políticas y la habilidad del gobierno, pero esto modificaría también la idea de una crisis general. La economía alemana floreció a principios de la década de 1780 y la de los Países Bajos Austríacos fue muy próspera en general durante toda esa década. Muchos de los proble­ mas que provocaron tensión social no eran nuevos en absoluto. En la mayor parte de Europa, como puede apreciarse en la Península Ibérica, el Piamonte, Gran Bretaña, el Imperio y Suiza, las oligarquías seguían sien­ do relativamente homogéneas. Había grupos que querían participar en el poder, y algunos de ellos se mostraron dispuestos a acudir en apoyo de Francia en la década de 1790, pero no parece que fueran muy numerosos o que su oposición fuese a provocar fuertes tensiones sociales. En el Pia­ monte, los profesionales urbanos que no eran nobles incrementaron sus posesiones territoriales a lo largo de la centuria, pero tampoco este fenó­ meno provocó graves tensiones. Y aunque en Francia había quizás menor homogeneidad entre las elites y probablemente también una correlación menos estrecha entre riqueza, posición social, poder y nobleza de la que existía en otros grandes estados, resulta difícil comparar semejantes apre­ ciaciones, pero aun siendo así, tampoco representaban factores nuevos. Si de por sí resulta difícil establecer comparaciones generales, tam­ bién lo es tratar de cuantificar estas situaciones; no obstante, un rasgo evidente de las rebeliones era que en tales casos la oposición no se limi­ taba sólo a quienes se enfrentaban a la autoridad. Así, movimientos leales al poder, como el que hubo en las colonias americanas, en Inglaterra en 1792, o en Nápoles en 1794 y 1799, podían conseguir un considerable apoyo. En los Países Bajos Austríacos, el Tirol, Portugal, Rusia y Espa­ ña, la oposición a la invasión francesa se convirtió en una cruzada reli­ giosa. Muchos de los nobles que lideraban la oposición húngara contra los Habsburgo cambiaron de actitud por temor a que pudieran producirse fenómenos semejantes a los de la Revolución Francesa. En una reunión de la Dieta celebrada en mayo de 1792, la nobleza ofreció su ayuda mili­ tar y financiera para afrontar la guerra contra los franceses. Muchas par­ tes de Francia se convirtieron en revolucionarias sólo por causas violen­ tas. La amplitud del sentimiento legitimista y contrarrevolucionario 496

sugiere, por tanto, que el influjo de las ideas radicales y las presiones revolucionarias, sociales, económicas y políticas fue mucho menos gene­ ralizado, automático y popular de lo que implica la idea de una crisis general. En 1790, la decisión de los “Patriotas” que permitía la expor­ tación de grano provocó una revuelta contra ellos en la provincia de Hainault'en los Países Bajos Austríacos. Así pues, no está claro qué inci­ dencia tuvieron las nuevas ideas. Expresiones tales como la tiranía mi­ nisterial, la virtud popular y la justicia de la rebelión circulaban amplia­ mente. El Conde de Selkirk escribió a un Par escocés en 1787: Lord Cathcart, actualmente, es el único candidato adecuado para el interés del ministerio, y oponerse totalmente a los esfuerzos de muchos Pares que tratan de rescatar a la Alta Nobleza de Escocia del más lamentable sometimiento y opresión de la Tiranía Ministerial, bajo la cual han estado sumidos durante tanto tiempo.

Pero estaba pidiendo apoyo para una elección, no para una re­ volución37. Aunque, en principio, la Revolución Francesa suscitó un vivo interés entre la oposición aristocrática sueca, que veía en ella el derroca­ miento del despotismo, quienes se oponían al supuesto despotismo de Gustavo III no necesitaban mirar al exterior para justificar su posición. Las propias tradiciones del constitucionalismo representativo y aris­ tocrático sueco proporcionaban el vocabulario y los argumentos ideológi­ cos que precisaban. Así por ejemplo, el asesino de Gustavo III se defen­ dió a sí mismo en el juicio que se siguió contra él, acusando al rey de haber violado su compromiso con la nación. Sus partidarios, que en su mayoría eran jóvenes nobles, se adhirieron a ideas tales como la igualdad social y la soberanía popular, y elogiaron los logros de la Revolución Francesa. Pero el grueso de la oposición nobiliaria no compartía estas opiniones y se sintieron indignados por el asesinato del rey. Las concep­ ciones y principios políticos tradicionales tuvieron gran trascendencia en otros países en los que hubo rebeliones. En Hungría y en los Países Bajos Austríacos fue primordial la defensa de las libertades nacionales y pro­ vinciales, en cambio, apenas se apoyaron ideas radicales. Aunque resulta insuficiente la investigación de estos movimientos en el ámbito local hasta ahora realizada, un reciente estudio señala que “la mayoría de los residentes que intervenían en la actividad política de Bruselas, identifica­ ban sus intereses con los de la conservación del Antiguo Régimen. Sólo unos pocos intelectuales se adhirieron a la causa jácobina, pero no pudie­ ron hacer la revolución por su cuenta”38. En el Ducado de Limburgo, en donde el número de habitantes de religión protestantes había recibido con agrado la promulgación del Edicto de Tolerancia de José II, la reconquis­ ta austríaca contó con una gran apoyo popular y los austríacos recompen­ saron la liberación de los que ellos consideraban la “tiranía de Brabante” 37 University Library (Aberdeen), Keith of Kintore papers, bundle 229, 38 Nov. 1787. 38 POLASKY, J. L„ Revolution in Brussels 1787-1793 (1987), pp. 269 y 271.

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presionando para que se incluyese una representación del Tercer Estado en los Estados de la provincia. Y a pesar de la pérdida de su inmunidad fiscal, los nobles de Luxemburgo también se situaron a favor de los Habsburgo. Tanto en Inglaterra como en sus colonias americanas, no resulta extraño que quienes se oponían a los gobiernos de Jorge III en las décadas de 1760 y 1770, se considerasen a sí mismos como los defenso­ res de las libertades tradicionales. A partir del año 1782 en que los irlandeses lograron su independencia legislativa, la agitación extraparlamentaria disminuyó de manera considerable durante el resto de aquella década. Esto refleja el carácter débil y dividido que tenían estas agitacio­ nes, pero también que el gobierno británico se había recuperado de la precaria situación en la que le había otorgado esta independencia. La forma que adoptó la agitación irlandesa durante la década de 1790 en cuanto a sus demandas y métodos muestran, al igual que en otros países, los efectos que estaba teniendo la Revolución Francesa, si bien el desafío militar que representaba Francia era sin duda mucho mayor que el de su ideología revolucionaria, y de hecho, a las fuerzas de invasión francesas les incomodó convertirse en aliadas de una población fervientemente católica. La autonomía de las ciudades, el republicanismo federal y la hostili­ dad hacia la Casa de Orange, eran poderosas tradiciones políticas y cons­ titucionales en las Provincias Unidas, y los golpes contra los gobiernos municipales, los desórdenes urbanos o la creación de milicias urbanas no oficiales eran procedimientos habituales en los períodos de inestabilidad. La oposición a Guillermo V, sobre todo a la luz de su ambigua actuación durante la cuarta Guerra Anglo-Holandesa (1780-83), y el sentimiento republicano tradicional se combinaron para producir el movimiento “patriótico” de la década de 1780. Al igual que sucedió en el levanta­ miento de los años 1740, sus principales apoyos provenían de la baja bur­ guesía y no de las ricas oligarquías urbanas, la clase Regente. Los Regen­ tes de Amsterdam querían limitar los poderes del Estatúder, pero, al igual que los regentes de otras ciudades, no estaban contentos con la dirección del movimiento que trataba de conseguirlo. Se organizaron Corporacio­ nes Libres de Burgueses para acabar con los gobiernos municipales y provinciales orangistas. En muchos municipios y provincias se abolieron los derechos constitucionales del Estatúder, y en septiembre de 1785, Guillermo V se vio obligado a abandonar La Haya. Lejos de pretender crear un estado unitario, los “patriotas” querían seguir el ejemplo del federalismo republicano americano ampliando algunos de sus derechos políticos, a pesar de que en una reunión de la federación nacional de todas las Corporaciones Libres celebrada en Utrecht en 1786, se llegó a discutir la posibilidad de establecer una asamblea representativa de todo “el Pueblo de los Países Bajos”. Al igual que los americanos, los “patrio­ tas” holandeses tuvieron que hacer frente a una importante oposición interna, y recibieron apoyo político y financiero de Francia. Pero la opo­ sición fue mucho más fuerte, ya que la influencia de los patriotas en algunas provincias era exigua y la promesa de ayuda militar por parte de Francia demostró ser en 1787 una vana ilusión. Además, el movimiento patriota no tuvo suficiente tiempo para establecerse y cuando se produjo

la intervención extranjera, ésta corrió a cargo del ejército prusiano, uno de los más profesionales de Europa, su invasión aprovechó la proximidad de sus Provincias Renanas y ninguna otra potencia disuadió a Prusia de su propósito. Gran Bretaña repaldo la acción con una movilización naval, ejerciendo su presión para evitar una reacción armada francesa e intervi­ niendo en la política holandesa. Las Corporaciones Libres no pudieron detener el avance de las tropas prusianas. Muchos “patriotas” huyeron al extranjero >y se restauró el orden de los Orange, que quedó garantizado por la firma de la Triple Alianza en 1788 con Gran Bretaña y Prusia. La intervención extranjera también fue decisiva en Ginebra y en Lieja. En Ginebra, la agitación contra la oligarquía gobernante no consti­ tuía un fenómeno novedoso. En 1782, los residentes que carecían de la condición de ciudadanos tomaron el poder, pero conservando las institu­ ciones establecidas y respetando los procesos legales39. Esto apenas tuvo repercusiones en los cantones vecinos, que reconocieron su nueva consti­ tución. Aunque Zúrich se abstuvo, Francia y Berna, junto con Cerdeña, asediaron la ciudad y restablecieron su antigua constitución. En Lieja, en donde la burguesía se hizo con el poder en 1789 durante una grave depre­ sión económica, las tropas prusianas restauraron su anterior constitución en 1790. Las exigencias de quienes se hallaban excluidos de los órganos de poder no se limitaron a estas dos regiones. En toda Europa, constituían un aspecto habitual en la política municipal. La Cámara de los Comunes de Londres intentó en diversas ocasiones limitar la autori­ dad de los concejales. En la ciudad veneciana de Capodistra, el intento llevado a cabo por el “pueblo”, con el apoyo de algunos nobles disiden­ tes, para conseguir en 1769-71 una representación en el concejo, que estaba controlado por una pequeña oligarquía, tuvo que hacer frente a una tenaz resistencia y acabó fracasando debido a la actitud mayoritariamente contraria del gobierno veneciano. Los acontecimientos que se produjeron en Ginebra, Lieja y las Provincias Unidas en 1781-90 no carecían de precedentes. En realidad, reflejaban tensiones y aspiraciones tradicionales en estas regiones, y la mayoría de las grandes ciudades europeas no experimentaron fenómenos semejantes. En Francia, el constitucionalismo aristocrático que contribuyó a minar los proyectos reformistas de lós ministerios de Calonne y Brienne en los años 1787-88, llegó a depender hacia 1792 del éxito y del compor­ tamiento de los invasores extranjeros. Es difícil saber qué hubiera pasado si el Duque de Brunswick hubiese atacado Valmy. Podría decirse que la incapacidad de los ejércitos extranjeros y nacionales para derrotar a los revolucionarios fue el rasgo más singular de los primeros años de la Revolución y la razón principal de que este acontecimiento no cayese en el olvido al igual que tantos otros episodios políticos de la época, como ocurrió con el intento llevado a cabo en esos años de instaurar una nueva constitución que permitiese desarrollar una Polonia reformada y más 39 CANDAUX, J. D., “La Révolution Genevoise de 1782”, Études sur le XVIIIe. Siécle (1980), p.92.

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fuerte. Sin duda, las consecuencias de la Revolución Francesa y sus logros en cuanto a la creación de un nuevo "orden constitucional, político, ideológico y religioso, a la derrota de sus oponentes nacionales y extran­ jeros, y a la difusión de sus cambios en otros estados fueron cruciales para la historia europea. Pero esto no quiere decir que en sus orígenes la Revolución se considerase como un fenómeno tan importante y único. Por ejemplo, no resulta extraño encontrar que todos los periódicos alema­ nes de 1789 dedicaran más espacio a la guerra Turco-Austríaca que a los acontecimientos que estaban produciéndose en Francia. Muchos de los pro­ blemas que afectaban a Francia a fines de la década de 1780 no eran únicos o novedosos. A menudo, los graves problemas financieros propi­ ciaban que los ministros respaldasen la introducción de cambios constitu­ cionales a cambio de mayor ayuda para poder afrontarlos. En realidad, fue el propio gobierno quien asumió la iniciativa política a favor de las reformas e innovaciones constitucionales a mediados de la década de 1780. Una Asamblea de Notables, que incluía a los principales políticos nombrados por Luis XVI, se reunió en febrero de 1787, pero rehusó aceptar las propuestas hechas primero por Calonne y después por Brienne para la reorganización del sistema fiscal y para la introducción de un impuesto universal sobre la tierra y la creación de asambleas provinciales de terratenientes electivas. En su lugar, los Notables solicitaron al gobier­ no un sistema económico y unas asambleas que fuesen verdaderamente autónomas, y no simples instituciones consultivas y colaboradoras. Aun­ que ellos “ensalzaban a la nation, ese peuple cuyos derechos y poder tra­ taban de resucitar”, con su insistencia en la convocatoria de los Estados Generales y mayor transparencia en las finanzas del gobierno exigiendo la publicación anual de su presupuesto y contabilidad, insistían en que las distinción de órdenes, que pasaban por alto las reformas de Calonne, debía mantenerse en las asambleas provinciales y aspiraban a “que quie­ nes detentaban un alto rango y poseían cargos dominasen la política... Las ideas de la Ilustración, las necesidades prácticas de la política públi­ ca y las ambiciones particulares o de grupo, convergían en las demandas que hacían los Notables a favor de la igualdad fiscal, la reducción de los impuestos sobre la tierra y la participación en el gobierno”40. El fracaso político de los ministerios de Calonne y Brienne, que no supieron alcan­ zar una solución aceptable, le hizo perder al gobierno su iniciativa, acep­ tando en agosto de 1788 que su discusión se pospusiese hasta la convoca­ toria de unos nuevos Estados Generales en mayo de 1789. Quizás no hubiera sido posible alcanzar una solución de compromiso. Resultaba difícil ganar cierto grado de confianza o una limitada colabora­ ción de aquellos que tenían muy poca o ninguna experiencia en los pro­

40 GRUDER, V. R., “Class and Politics in the Pre-Revolution: The Asserably of Nota­ bles of 1787”, en HINRICHS, E., et a i, Vom Anden Régime z.ur Franzósischen Revolution 81978), pp. 227-28, y 231; y GRUDER, V. R., “A Mutation in Elite Political Culture: The French Notables and the defense of Property and Participation, 1787”, Journal of Modern History, (1984) p. 633.

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blemas del gobierno central, y convencerles de que empleasen las funcio­ nes recién asumidas para hacer frente a circunstancias bastante graves. Para ellos era mucho más fácil insistir en sus demandas de mayor poder y expresar las sospechas y los temores que les inspiraban las divisiones de la corte, la inestabilidad de los ministerios y los constantes cambios polí­ ticos que estaban produciéndose. Posiblemente, la situación habría mejo­ rado si Francia hubiese logrado cierto prestigio internacional, pero a la humillante débácle de su política holandesa en 1787, se sumó una activi­ dad diplomática negligente mucho más llamativa que no supo evitar el estallido de una guerra entre sus aliadas, Austria y Turquía. Si Francia hubiera entrado en guerra y hubiese sido derrotada en 1787, la crisis habría llegado antes, pero podría haber sido mucho más fácil adoptar arbitrios financieros extraordinarios en tiempos de guerra. José II vio dañada su posición interna a raíz de las derrotas que sufrió en 1788, pero las victorias del ejército austríaco en la siguiente campaña permitieron a Lepoldo II negociar la paz y resolver los problemas internos. El contraste que ofrecen las delirantes celebraciones con que los vieneses agrade­ cieron las nuevas sobre la captura de Belgrado en octubre de 1789 y el traslado forzoso de Luis XVI y su corte desde Versalles a París después del asalto del palacio real, constituye un magnífico ejemplo del valor del éxito y cómo resultaba más fácil conseguirlo merced a una victoria mili­ tar en el exterior que afrontando los problemas de la política interior. Luis XVI no contó con el apoyo de sus hermanos y de su primo, el Duque de Orléans, que era el primer Príncipe de la Sangre, debido a las diferencias personales que les separaban. El radical Orleans (Felipe Igualdad) contribuyó a socavar la posición de Luis XVI y llegó a votar a favor de su ejecución. En cambio, los hermanos del rey, y sobre todo el Conde de Artois, se oponían a cualquier disminución de la autoridad monárquica. Estas graves divisiones en el seno de la familia real debilita­ ron la influencia política de la corte. Las elecciones de los delegados que asistirían a los Estados Generales celebradas a comienzos de 1789 incrementaron el nivel de participación política, las tensiones y las expectativas. En cada uno de los distritos electorales, los tres órdenes o estados (nobleza, clero y comunes) redac­ taron por separado los cahiers, cuadernos de agravios que pretendían que les fueran satisfechos. Querían aclarar la naturaleza constitucional de la monarquía francesa y su relación con los derechos legales de sus súbdi­ tos. Entre sus exigencias se hallaban la garantía de sus derechos y privile­ gios, una forma de gobierno representativa, una iglesia reformada y su consentimiento para la aprobación de los impuestos. Este nuevo orden constitucional se basaría en la concesión de nuevos poderes a los Estados Generales y a los Estados Provinciales, que se reunirían de manera regu­ lar. En realidad, lo que se pretendía era la separación de poderes (legisla­ tivo, ejecutivo y judicial) y no una constitución republicana, y había poco interés en abolir la nobleza, la vida monástica, los privilegios urbanos y provinciales o los diezmos. Aun así, el contenido de los cahiers fue menos importante que su propia existencia. Se esperaba que los Estados Generales emprendiesen una profunda reforma del Estado. Las eleccio­ nes y la elaboración de los cahiers habían creado nuevos vínculos entre

el emergente mundo de la política pública en el ámbito local y la escena política nacional de la capital. Frente al fracaso de la autoridad guberna­ mental en muchas regiones, se producían debates locales sobre los pro­ blemas de la política nacional. Las graves dificultades económicas pro­ vocaron el desorden en muchas ciudades y en gran parte de las zonas rurales en 1789, creando un contexto sociopolítico amenazador y violen­ to que convirtió en una cuestión esencial el control de las fuerzas milita­ res y de los almacenes. Cuando el 5 de mayo de 1789 se reunieron los Estados Generales en Versalles, su composición era un buen reflejo de la distribución del poder político en Francia. No había campesinos o artesanos entre los represen­ tantes del Tercer Estado y sólo el 1% eran productores de manufacturas. Por el contrario, el 12% eran comerciantes, el 25% abogados y el 43% oficiales públicos. No sabemos hasta qué punto los Estados Generales podrían haber llegado a elaborar una constitución medianamente acepta­ ble, pero con esta composición no podían ofrecer una solución política satisfactoria. Luis XVI no supo aprovechar la oportunidad para lograr y liderar un nuevo consenso, y aunque quizás ésta era una meta inalcanza­ ble, cabría pensar que otros monarcas podrían haber hecho una labor mejor. El conflicto que surgió en las relaciones entre los tres estados, sobre todo en cuanto a los acuerdos establecidos en la forma de votar el Estado Noble y el Tercer Estado, hicieron que la buena voluntad y el opti­ mismo se tornasen en sospechas y temores. Cuando el día 17 de junio, el Tercer Estado se constituyó en Asamblea Nacional y el día 20 juró no disolverse hasta que hubiera proporcionado a Francia una constitución, se puso de manifiesto que la reforma constitucional no se iba a lograr de forma pacífica. Los Estados Generales fueron haciendo realidad los peores temores de la corona, pero los ostensibles cambios de actitud de Luis XVI aumentaron la desconfianza hacia sus verdaderas intenciones. En el plazo de un mes fracasó una contrarrevolución monárquica, y Luis XVI se vio obligado, al menos por el momento, a aceptar la nueva situa­ ción. Necker, que simbolizaba una política real conciliadora y que había sido destituido el 11 de julio, fue respuesta en su cargo. La Asamblea Nacional comenzó a elaborar la nueva constitución. La Declaración de los Derechos del Hombre y del Ciudadano, promulgada el 26 de agosto, sostenía que todos los hombres eran libres e iguales en sus derechos, que las diferencias sociales sólo podían fundarse en el bien común, que el propósito de toda asociación política era la preservación de los derechos del hombre y que la ley era la expresión de la voluntad general41. Parece inevitable pensar que si Gustavo III hubiese estado en la misma situación de Luis XVI, que en el verano de 1789 contaba con importantes fuerzas cerca de París, habría actuado de una forma más efi­ caz y drástica. Por otra parte, el amplio descontento reinante que había ayudado a Gustavo III en su golpe de estado en Suecia en 1772 constituía

41 ROBERTS, J. M. (ed)., French Revolution Documents (1966), p. 172.

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un grave obstáculo para Luis XVI en 1789, ya que hacerse con el control de París por las armas era mucho más difícil que en Estocolmo, y en 1789 el dominio de la capital no era la clave para controlar con eficacia al resto del país. El hundimiento de la autoridad establecida en Francia había hecho que resultase mucho más difícil de controlar. Fue precisa­ mente esto lo que propició el desarrollo de nuevas opciones políticas y de la participación de muchos que no estaban acostumbrados a la actividad política o al desempeño de cargos públicos. Esto refleja no sólo las opor­ tunidades que había para tomar el poder tras el derrumbamiento del siste­ ma de prestigio y de los mecanismos establecidos por la autoridad, sino también la necesidad de dar soluciones a los problemas reales e imagina­ rios del momento, de reinstaurar una autoridad y de poner en vigor la nueva constitución. Pero enseguida se puso de manifiesto que sería difícil afrontar semejante tarea y, de hecho, los desórdenes iniciados en 1789 continuaron después. “Los problemas ya existentes, como el descontento en el ejército o los enfrentamientos por cuestiones religiosas, adquirieron una nueva intensidad y forma en el ambiente tan politizado que creó la Revolución... la Revolución... propició que muchas controversias locali­ zadas e intereses contrapuestos adoptasen una interpretación política”42. Así por ejemplo, en Lyón hizo que los hiladores de seda tratasen de des­ quitarse con los comerciantes de seda. Y en otros lugares, como Nimes, reavivó la antigua rivalidad entre católicos y protestantes. La duración e intensidad de la crisis radicalizó la situación política en Francia y atrajo nuevos grupos al mundo político y al poder. La Revolu­ ción y su desarrollo no fueron una consecuencia inevitable de la situación que se dio en la Francia prerrevolucionaria. Desde hacía tiempo muchos escritores y políticos relevantes habían sugerido la necesidad de introdu­ cir importantes cambios43, y muchas de las ideas que se formularon en el período revolucionario ya habían sido anticipadas en las décadas prece­ dentes. Sin embargo, uno de los rasgos más característicos de gran parte de las crónicas políticas a fines de la década de 1780 y principios de la siguiente, es la sensación de incertidumbre, tanto dentro como fuera de Francia se percibe que su futuro es impredecible. Si los propios contem­ poráneos atribuyeron en gran medida estos acontecimientos a las circuns­ tancias políticas y al azar, quizás sería razonable tomar nota de sus opi­ niones, teniendo presente que otros países que se encontraban en una situación social y económica semejante sólo experimentaron una revolu­ ción después de ser ocupados por los franceses.

42 SCOTT., S. F., “Problems of Law and Order during 1790”, American Historical Review (1975) pp. 887-88. 43 ECHEVERRIA, D., The Maupeou Revolution..., p. 299.

EPÍLOGO

1789 no fue un año muy bueno para los habitantes de Turín. Las cifras de población publicadas en el mes de enero del año siguiente, mostraban que las defunciones habían superado a los nacimientos en un 55 %, debi­ do en parte a una epidemia de sarampión. Pese a los aportes que propor­ cionaba la inmigración procedente de las regiones rurales, la población de la ciudad había disminuido. Su hospicio recogió a unos 500 niños, proba­ blemente porque sus padres habían muerto o no podían hacerse cargo de ellos. Además, el gobierno tenía que hacer frente a muchos otros proble­ mas tradicionales. Debido a la gran cantidad de abusos que había en la administración de las propiedades comunales, a pesar de las normativas aprobadas en 1775, se creó un consejo especial para tratar de acabar con ellos. Víctor Amadeo III estaba muy preocupado por las cuestiones mili­ tares, haciendo temer a los genoveses que a principios de 1790 pudiese producirse un ataque. Nada hacía pensar que fuese a desaparecer el orden establecido o que Niza y Saboya iban a ser invadidas por los ejércitos revolucionarios franceses en 1792, aunque en el verano de 1790 se rebe­ laron los campesinos de las tierras del Príncipe de Carignan, cerca de Turín, contra la recaudación de impuestos, y el gobierno reafirmó su prohibición sobre la discusión pública de temas políticos bajo pena de arresto y redujo el número de periódicos autorizados. No obstante, seme­ jantes limitaciones no eran novedosas, Turín era una ciudad célebre por la existencia de una policía muy rigurosa, en donde se hallaba muy res­ tringida la libre expresión de opiniones. En otras partes de Europa, la situación política tampoco experimentó cambios muy relevantes. En los años 1789-90, la mayor parte de los gobiernos estaban más preocupados por la posibilidad de que Prusia ata­ cara a Austria y Rusia con el apoyo de Gran Bretaña, que por los aconte­ cimientos que estaban produciéndose en Francia. La situación de los Habsburgo parecía bastante precaria en Hungría y los Países Bajos Aus­ tríacos. Y Catalina II se encontraba cada vez más ocupada en su política con Polonia. Aunque algunos cronistas contemporáneos pensaban que 505

Francia conseguiría mayor estabilidad y solidez con la instauración de una monarquía constitucional, la mayoría estaban tan convencidos de su debilidad en 1790, como lo habían estado desde el fracaso de su política holandesa en 1787. Su incapacidad para apoyar con eficacia a España en 1790 en el conflicto colonial que la enfrentaba con Gran Bretaña por el control del Estrecho de Nutka, también vino a confirmar esta opinión. De hecho, en 1790 no daba la sensación de que sus ideas revolucionarias podrían ser contagiosas y llegasen a difundirse por toda Francia. Burke no publicó sus Reflections hasta noviembre y en un principio su actitud fue bastante inusual. El radicalismo de las ideas de algunos de los partidarios de la Revolu­ ción era evidente. Además, el titular que encabezó el periódico parisino Postilion Extraordinaire en junio de 1790 declaraba: “No más Príncipes, No más Duques, No más Condes, No más Amos”. Pero estos llamamien­ tos carecían de sentido para los pueblos del resto de Europa. Para la mayoría de ellos, la vida era una lucha semejante a la que habían tenido que afrontar sus abuelos, e incluso en el mismo lugar y con la misma ocupación. La comida era insuficiente, sobre todo en proteínas, el traba­ jo, duro y las consecuencias de los accidentes o las enfermedades, graves o fatales. El único consuelo lo encontraban en sus creencias religiosas y el papel mediador de la Iglesia. El grueso de la población permaneció ajeno a los acontecimientos que iban a cambiar las vidas de sus descendientes. Los cambios tecnológicos y organizativos englobados bajo la rúbrica de la Revolución Industrial todavía tenían un influjo bastante limitado. Aún no se habían producido las grandes transformaciones teóricas y prácticas de la Ciencia y la Tec­ nología en la mayoría de los campos, como el transporte, la generación y distribución de energía, la medicina, la anticoncepción o el rendimiento agrícola. No se había llegado a crear suficiente riqueza como para pensar que el destino del hombre en la Tierra podía mejorar sensiblemente. La legislación aprobada por la Francia Revolucionaria no había aportado mejoras sustanciales para los pobres, porque el país carecía del nivel de riqueza necesario y de una base impositiva capaz de sustentar un sistema de beneficencia nacional eficaz y generoso. Sin crecimiento económico, no podían sustentarse filosofías laicas que promoviesen las ideas de cam­ bio y progreso, y por ello, no resulta extraño que la mayoría de los pensa­ dores más radicales del siglo x v iii fueran escépticos respecto al interés que sus concepciones pudiesen tener para el resto de la población. Fuese cual fuese su noción sobre lo que podría ser la soberanía popular, se sen­ tían frustrados por aspectos como la superstición y el conservadurismo que atribuían a la mayor parte del pueblo llano. Los pensadores revolu­ cionarios también pensaban así. En 1793, Saint-Just, un destacado miem­ bro de Comité de Salud Pública, afirmó: “los hombres tienen que conver­ tirse en lo que debieran ser”1. No sorprende, por tanto, que su virtud

1 HAMPSON, H., The French Revolution and Democracy, (1983), p. 17.

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pública impuesta sólo tuviera una resonancia limitada. Además de resul­ tar poco práctica, carecía de importancia para los problemas que preocu­ paban a la mayor parte del pueblo. En parte, por este motivo, no debería exagerarse el influjo inmediato que tuvo la Revolución Francesa. En cuanto el radicalismo político quedó desacreditado y se agotó en sí mismo, Francia rápidamente volvió a recuperar el orden y después a res­ taurar la monarquía, primero napoleónica, y luego borbónica. Las revolu­ ciones que estallaron en otros lugares fueron aplastadas o se vieron obli­ gadas a depender del apoyo militar francés. Francia logró muchos de sus éxitos militares siendo un estado que se había convertido en el ejemplo que aspiraban a imitar muchos soberanos y ministros europeos. Lejos de ser esas caricaturas corrompidas y decadentes, que creían los revolucio­ narios, los estados y las sociedades del Antiguo Régimen demostraron ser extraordinariamente resistentes. Nunca llegaron a ser tan poco flexi­ bles como parece sugerir el término Antiguo Régimen, pues no se limita­ ron a sobrevivir. Se resistieron a Francia y a la Revolución, y lograron derrotarlas. Los cambios más importantes de la centuria siguiente se pro­ dujeron en sociedades en las que todavía tenían enorme influencia los privilegios y las creencias religiosas.

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SELECCIÓN BIBLIOGRÁFICA

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ÍNDICE DE NOMBRES

Abbeville, 35, 118 Ablesimov, Aleksandr, 297 absolutismo, 203, 373 academias, 50-51, 249, 266, 270, 280, 293, 311-312, 314-315, 323, 325, 327-330, 427,466, 468 aceite de oliva, 51, 60-61, 108, 187, 189, 450 Adam, Robert, 282, 310 Addison, Joseph, 231 administración, 395-456, 492, 505 Adolfo Federico, rey de Suecia, 51, 80 Adriano, patriarca ortodoxo de Rusia, 250 agricultura, 41-63, 161-163 Aiguillon, Emmanuel Armand de Richelieu, duque de, 167, 428, 450 Aix-en-Provence, 179, 204, 229, 428, 450 Aix-la-Chapelle, tratado de (1748), 355 Albi, 26, 176, 180, 185, 205 Albinus, Bernardo, 322 Alemania, 54-55, 130, 156, 178, 199, 31011,496 Alembert, Jean le Rond de, philosophe francés, 33, 261, 267, 454, 461 Alexis, zar, 172, 345, 369 Alexis, zarevich, 441 alfabetización, 122, 170, 270, 313 Algarotti, Francesco, 330 Allgemeines, Landrecht, 166 Alpes, 35, 82 Alsacia, 20, 155, 253-254, 428 Altopascio, pueblo de Toscana, 21, 29, 82, 119-121, 123, 403 Amberes, 20, 73, 93 Amiens, 22, 204, 207 Amsterdam,61, 89, 91, 94, 177, 401. 183, 489, 498 Ana, emperatriz de Rusia, 253, 353, 490

anfibias, operaciones militares, 391 Angers, 185, 209, 219 Ansbach, Principado de, 410 Antiguos Creyentes, 126, 173, 226, 235, 413 Aosta, valle de, 429 Apulia, 399, 409 Aquisgrán, 64, 82, 178, 198 Argenson, René Louis, marqués de, 471 Argyll III, duque de, 426 armadas, 368, 370, 379, 385, 389-394 Armagh, 437-438 arquitectura, 276-277, 280-281, 305, 307308 Arrás, 428 arte de la guerra, 367-394 Artois, 147, 428 Artois, conde de, 147, 428 Asamblea de Notables (1787), 428, 500 Asamblea Nacional, 502 Astrakhan, 201 astrología, 320 astronomía, 323 ateísmo, 230-232, 333-334 Aubert, Jean,281 Auch, 181,439 Aufklarung, 266-267 Augsburgo, 77, 133, 223, 234 Augusto II de Sajonia-Polonia (1670-1733), 277, 309, 341, 346-347, 410 Augusto III de Sajonia-Polonia (16961763), 241, 277. 309, 351, 354, 356, 360, 418,487 Aurillac, 178, 191 Austria, 26, 31, 45, 47-48, 63, 90, 103-104, 108, 122, 140, 155-156, 160, 165, 167, 172, 224-226, 234, 240, 243, 244-349, 352-366, 372-378, 392, 406, 411, 413,

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.421-425, 431-434, 444, 452, 463, 482, 487, 492, 501 Auvernia, 51, 105, 156, 399 Avignon, 34, 214-215, 242 Azov, 346-348, 369-371 azúcar, 26, 42-43, 73, 93-94 Bach, Johann Christian, 303 Bach, Johann Sebastian, 277, 303 Bach, Philipp Emanuel, 303 Badén, 55, 112, 167, 244, 406, 424, 443, 453, 490 Bahrdt, Karl, 231 Balcanes, 83, 111, 152, 180, 212-214, 346348, 361, 363 ballet, 303-304 Báltico, mar, 59, 93, 108, 393 bancos, 87-90, 92, 114 bandolerismo, 399-400 Banks, Joseph, 323 Bar, Confederación de (1768), 361 Barcelona, 183, 185 Bari, 26 Barriere, Pierre, 322 Barroco, 275, 299, 306 Basedow, Johan, 249 Bashkirs, 173, Basilea, 68, 460 Bastilla, 494 Batoni, Pompeo, 285 Baviera, 45, 164, 246, 250, 354-355, 362, 372-363, 388, 399-400, 411, 413, 476 Bayer, Gottlieb, 311 Bayona, 123 Bayreuth, Principado de, 411 Béam, 21, 33, 48, 242, 428 Beccaria, Cesare, 268, 401, 406, 467 Beckers, Heinrich Antón, 242 Belgrado, 350, 501 Benevento, 242 Berlín, 21,77, 90,182, 376 Berna, 70, 189, 474, 499 Bemard, Samuel, 420 Bemoulli, Daniel, 333 Bemoulli, Jacob, 333 Bertin, Henri, 332 Besanfon, 28, 50, 182 Béziers, 195 Bielorrusia, 159 Bilhéres, 21 Black, Joseph, 326-327 Blenheim, batalla de (1704), 342 Bohemia, 22. 26-26, 36, 41, 59, 108, 140, 142, 151, 154, 158-160, 163, 165-167, 172, 182-184, 188, 221, 224, 226, 245, 312-313, 315, 373, 384, 388, 402, 405406, 412, 421, 424, 434, 444, 472 Boisgelin, 428

524

Bolingbroke, Henry St. John, vizconde de, 269, 466 Bolonia, 30, 70, 322, 495 Bonaparte, Napoleón, 297, 353, 378 Bonn, 249 Borgoña, 20, 29, 35, 428 Bosnia, 52 Boswell, 427 Boucher, Frangois, 21, 161, 279, 290, 297, 301 Boullonge, Louis de, 232 Boulton, Matthew, 72 Brabante, 22, 26, 29, 66, 246, 407, 414, 423, 432, 468, 472, 497 Brandemburgo-Prusia, véase Prusia. Brandes, Emst, 128, 247 Bratislava, 33 Breslau, tratado de (1741), 353 Bresse, 254 Bretaña, 28, 152, 189, 428, 446, 450 Brienne, cardenal Étienne Charles Loménie de, 207, 246, 251, 496, 499-500 Brown, Lancelot “Capacidad”, 282 Brownrigg, William, 326 Brujas, 423 brujería, 37 Brunswick, 248 Bruselas, 70, 72-73, 107, 152, 204, 249, 407, 432-433, 497 Buffon, Georges Louis Leclerc de, 231, 322, 324 Bukovina, 431 Burdeos, 76, 91, 93-94, 104, 107-108, 177, 181, 183, 192, 197, 204, 219, 229, 262, 293, 464, 466 burguesía, 194-197, 288-294, 302, 498-499 Burke, Edmund, 269 Bute, John Stewart, III conde de, 297, 323, 471 Cabo Passaro, batalla de (1718), 390 Caen, 207 café, 93-94 Cagliari, 429 Cagliostro, Allessandro, 319, 321 cahiers de 1789, 133, 192, 421, 501 Calabria, 23, 32, 60, 246, 399 calendarios, 85 Calonne, Charles Alexandre de, 357, 496, 500-501 Cambrai, congreso de, 340, 350 cameralismo, 163 caminos, 79-82, 380, 417, 439 Campe, Joham, 130 campesinos, 53-57, 61, 132, 262, 402, 409, 453, 464, 505 Campomanes, Pedro Rodríguez de, 76, 248, 271, 296, 320

canales, 83-84 Canaletto, Antonio, 308 capitation, 154, 189,413 Capodistra, 499 Caracciolo, Domenico, 61, 112 carbón, 65, 69, 114 Carcassona, 75, 124, 194 Carintia, 165, 222 Carlos, Don, véase Carlos III de España. Carlos II de España, 341 Carlos III de España, 83-84, 199, 205, 246, 253, 271, 283, 296, 323, 343, 348-349, 422, 446, 452 Carlos VI, emperador, 163, 222, 233, 239, 350-353, 372, 392, 422-423, 430, 432433, 441, 444 Carlos VII, emperador, 163 Carlos XI, rey de Suecia, 486 Carlos XII, rey de Suecia, 84, 111, 144, 188, 224, 244, 311-312, 338, 341, 345-348, 356, 368-369, 403, 417, 435, 441, 486 Carlos Alberto de Baviera (véase también Carlos VII), 352-354 Carlos Eugenio, duque de Württemberg, 133, 188, 280, 289, 308, 412, 418, 443 Carlos Federico, duque de Badén, 102, 149, 167, 227, 458 Carlos Manuel III, rey de Cerdeña, 38, 86, 167, 280, 351, 354, 388, 410, 429 Carlowitz, tratado de (1699), 346 Carronade, 390 Cartouche, Louis Dominique, 402 Cartujos, 246 Casal, Gaspar, 325 Caspio, mar, 348 Castilla, 250, 343, 405, 421 Castres, 22 Catalina I, 423, 441 Catalina II, 28, 47, 59, 89, 102, 153, 159, 164, 166, 168, 185, 218, 225, 242, 267, 268, 277, 281, 292, 313, 319, 360-366, 371, 383, 400, 407, 411, 418, 436, 440, 444, 452, 458, 467, 474-476, 487 Cataluña, 31, 52, 54, 183, 243, 405, 495 Cavendish, Henry, 326-327 Celsius, Andrés, 324 censos, 110-112,413, 431 censura, 247, 284, 453, 481-482 cercamientos, véase enclosure. Cerdeña, isla de, 109, 344, 350, 429 Cerdeña, reino de, 103, 418, 499 Cévennes, 219, 235, 338, 495 Champaña, 206 Charolais, 262 Chartres, 196 Chemische Annalen, 326 Chesmé, batalla de (1770), 393 Choiseul, Étienne-Franfois, duque de, 393, 427, 454, 467, 492

Chotusitz, batalla de (1742), 373 Cibber, Colley, 291 ciencia, 272, 296, 319-335, 466, 468, 506 ciudades, 41, 175-210 Clemens Wenzeslaus, arzobispo-elector de Tréveris, 227 Clementi, Muzio, 298 Clermont de Lodéve, 75 Cleves, 434, 445 clima, 24, 34-35, Cloots, Anacharsis, 231 Coblenza, 30, 195, 233,251 Cochin, Charles-Nicolas, 300 Coimbra, 248 Colberg, 376 Colegios administrativos, 423, 435, 440 Colman, George, 291 Colonia, 178, 180, 222, 233, 249, 411 comercio de grano, 54, 59-61, 99, 479, 483 comercio, 92-110 Comisión Legislativa en Rusia (1767), 154 Compañía de Ostende, 93-94, 392 comunidades locales, 169-170 Condillac, Étienne Bonnot de, 324 Condorcet, Marie, marqués de, 127, 264 conscripción, 381-384 Constantinopla, 48, 52, 176, 200 contrabando, 152 contracepción, 20-21, 254 Cook, James, 323 Copenhague, 29, 98, 176, 180, 291, 391 Córcega, 55, 137, 145, 171, 192-193, 359, 427, 430, 454, 470 Corelli, Arcangelo, 298 Corfú, 216 corso, 390, 392 corrupción, 437-438, 483-484 Corvée, 156 cosacos, 164, 172-173, 218, 361, 413, 435436 Cosme III, 276, 280, 443 Coulomb, Charles,329 Couperin, Francois, 290 Cracovia, 74, 180, 421 crédito, 85-87, 89-92 Creed, Richard, 286 Crimea, 346, 361 Croacia, 165,431,433 Cristofori, Bartolmmeo, 298 cuarteles, 379-380 Culloden, batalla de (1746), 485 Curlandia, 112, 118 Cust, Henry, 438 Dalin, Olof von, 269 Dalmacia, 429, 433 Danzig Gdansk, 109, 185, 190, 392 Daun, Leopoldo, 377

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David, Jacques Louis, 302 Declaración de los Derechos del Hombre y el Ciudadano (1789), 502 deísmo, 231, 272 Delfinado, 388 delincuencia, 190, 202, 398-400 derecho, 401-407 Descartes, René, 248, 319, 324 descristianización, 296 Despotismo Ilustrado, 251, 395, 422, 451455 Dessau, 249 deuda, 358, 410-411,418-420 Devonshire, 471 Diderot, 36, 127, 230-231, 260-261, 264, 267-268, 271, 285, 290, 301, 461, 482 dieta, 25-26 diezmos, 243,251-252, 254 Dijon, 293 Dinamarca, 28, 47, 50, 98, 103, 111-112, 134, 152, 165, 176, 180, 208, 307, 348, 357, 364, 397, 401, 417, 453, 459, 495 Directorio General en Prusia, 434 disentería, 24-26 disidentes, 216 división (ejército), 378 Dixiéme, 447 Dobrovsky, 315 Doelisten, 489 Drenthe, 53, 61, 63, 157 Dresde, 186, 483 Dresde, tratado de (1745), 354 Drosten, 435 Dublín, 208, 400, 426-427 Dubos, Jean-Baptiste, abad, 465 Duende de Madrid, 482 Dumoriez, Charles Franfois, 427 Dundas, Henry, 426 Duravel, 20, 30, 55, 60, 132 Düsseldorf, 21, 71 Eberhard, Ludwig, duque de Württemberg, 184, 407 Edimburgo, 114, 327 educación, 129-130, 133-134, 182, 192, 262-263, 370, 375 Eisen, Johann, 162 ejércitos, 367-394 Elbeuf, 94, 121, 147, 179, 192, 207 Emden, 94 enclosure (cercamientos), 53 Encyclopédie, 36, 127-128, 209, 219, 230232, 259, 261, 264, 267, 333-334, 461462,468,471 energía hidráulica, 34-35, 65, 72 entusiasmo, 234-235 esclavitud, 155 Escocia (véase también Gran Bretaña), 31,

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114, 143, 151, 223., 272, 313, 381, 426, 437, 442, 485, 495, 497 escrófula, 463 escuelas, véase educación. Eslovaquia, 254, 433 Eslovenia, 433 España, 21, 23, 31, 38, 48, 73-76, 82-84, 86, 108-109, 144, 150, 154, 183, 198-199, 204-205, 242-243, 246, 248, 252-254, 271, 342-345, 353, 366, 379, 388, 391392, 399, 402, 405, 410, 412, 414, 423424, 429-430, 437, 442, 444, 459, 492, 495-496, 506 estadísticas, 110-113, 330, 453 Estados Generales, 443, 500-502 Estados Pontificios, 73, 99, 112 Estiria, 61, 156, 165, 169,224 Estocolmo, 106, 178, 486, 503 Estonia, 31, 136, 140-141, 188, 222, 345 Estrasburgo, 22, 26, 28-29, 93, 343 Eugenio de Saboya, príncipe, 281, 342, 369, 374, 432, 432 Euler, Leonard, 393 factorías, 76-77, 121 Fahrenheit, Gabriel Daniel, 324 familia, 118-119, 123-127 Febronius, 251 Federico I de Prusia, 136, 440 Federico I de Suecia, 321, 464 Federico II de Hesse-Cassel, 144, 152, 164, 223,279,383,475 Federico II de Prusia, 22, 27, 55, 73, 98-99, 111, 113, 136, 149, 154, 164, 188-189, 223, 234, 244, 263, 267, 271, 305, 312, 321, 338, 353-357, 361, 369, 372-374, 387, 405, 410-411, 415, 417-418, 421, 424, 435, 438, 442, 452, 457, 463, 475, 478, 480, 482, 490-491 Federico V de Dinamarca, 280 Federico Carlos, elector de Maguncia, 167, 278 Federico Guillermo I, 22, 101, 111, 113, 136, 184, 188, 353, 369, 391, 434, 440441, 445, 453, 492 Federico Guillermo II de Prusia, 314, 365, 476 Feijoo, Benito Jerónimo, 322 Fel'ten Iurill, 277 Felipe V, rey de España, 81, 183, 237, 342344, 349-351, 354, 405, 414, 423, 429, 446, 453 Fénelon, Frangois de Salignac de la Mothe, 31,44,463 Femando, duque de Parma, 244-245 Fernando VI, rey de España, 140, 354-355 fiebre amarilla, 25 fiebre puerperal, 29

Fielding, Henry, 292 Fielding, John, 400 Finlandia, 215, 347 Firmian Karl, conde, 430 fisiócratas, 44, 162, 427, 470-471, 473, 479 Flandes, 34, 54, 423 Flandes francés, 41, 53, 66 Fleury, cardenal André Hercule de, 37, 239, 352,423 Fleury, Joly de, 259 Florencia, 22, 26-27, 34, 38, 183, 254, 478, 489 Foix, 30 Fontenelle, Bernard, 330 Fontenoy, batalla de (1745), 355 Foscarini, Mario, 461 Fox, Charles James, 472, 484 Francia, 20-21, 29, 31-33, 36,. 38, 48, 5354, 80, 82-88, 94, 129-130, 139-140, 145152, 159, 168-170, 191, 205-207, 241242, 244, 251, 254, 330, 341-344, 349359, 362-366, 372-374 377-378, 381-384, 386-387, 391-393, 399-404, 410-413, 415, 419, 421, 423-425, 427-429, 436437, 439, 442-446, 450-451, 458-461, 471-472, 478-480, 482-483, 487, 492493, 496, 498 Francisco I, emperador del Sacro Imperio, antes duque de Lorena y luego de Toscana, 352, 355, 362, 433, 437 Francisco II, emperador, 433 Franco Condado, 155, 168, 427 Frankfurt-am-Main, 61, 134, 418 Freising, Principado de, 411 Frisia, 33-35, 53 Frisia Oriental, 28, 35, 156, 421, 435 Fritsch, Thomas Freiherr von, 424 Fiírstenbund, 338 Füssli, Johann Heinrich, 304 gabelle, 159, 415, Gales, véase también Gran Bretaña, 234, 313,427, 437 Galiani, Federico, 268 Galitzia, 22, 47, 141, 158-159, 165-167, 171, 227, 252-252, 361, 406, 431, 454 Gante, 20, 247, 285, 423 Geddy, John, 50 Génova, 141, 192, 200-201, 359, 400, 427, 462 Genovesi, Antonio, 162, 209, 268, 316 Gian-Gastone, gran duque de Toscana, 422 Gibbon, Edward, 269 Gibraltar, 344, 350 Ginebra, 30, 34, 186, 199-200, 461, 465, 494, 499 Glasgow, 107, 114 globos, 328

Gluck, Christoph, 279, 302 gobierno, 395-456 Goethe, Johann Wolfgang von, 297 304 475 Goldsmith, Oliver, 291 Gordon, revueltas de, 202, 216, 495 Gotinga, Universidad de, 266, 473 Gottsched, Luise, 129 Goumay, Jean-Claude, Vicente de, 100, 396 Goya, Francisco de, 283, 285 Gran Bretaña, véase también Inglaterra, Escocia, Irlanda y Gales, 22, 81-82, 9192, 107-109, 111, 140-141, 178, 187, 208, 296, 309-310, 358-359, 365, 372, 390393, 414-416, 419, 423-424, 443, 462, 475,481-483, 485, 489, 492, 496, 499 Grand Tour (Grandes Viajes), 305 Grecia, 152-153, 294 gremios, 100-101, 137, 196-199 Grenoble, 229 Grenville, George, 426 Greuze, Jean Baptiste, 285, 297, 301, 309 Gribeauval, Jean Baptiste de, 378-379 Grimaldi, Domenico, 50 gripe, 25 Groninga, 33, 191 Gross-Jágersdorf, batalla de (1757), 376, Güeldres, 53-54 Guerra de los Siete Años (1756-63), 206, 219, 225, 338, 355, 357-359, 372, 392, 415,417-418, 420, 423, 432, 451 Guerra de Sucesión Austríaca (1740-48), 339, 349, 352-356, 359, 372-374, 388, 413, 422,433 Guerra de Sucesión Bávara (1778-79), 358, 362, 377,434 Guerra de Sucesión Española (1701-13), 187,341-344, 392, 399, 429 Guerra de Sucesión Polaca (1733-35), 350, 353-354, 372 Guerra del Norte (1700-21), 341, 344-348, 392, 425, 435 Guibert, Jacques Antoine, conde de, 378379 Guillermo III de Orange, 341-342, 355, 488 Guillermo IV de Orange, 355, 488-489 Guillermo V de Orange, 459, 488, 498 Gustavo III, rey de Suecia, 186, 227, 280281, 361, 364-366, 446, 452, 458-459, 461-462, 468, 473, 475, 477, 487, 494, 496-497 Hales, Stephen, 325 Halle, 224,331,453 hambre, 22, 26-30 Hamburgo, 73, 90, 94, 108, 286, 290, 399 Handel, Goerge Frederik, 234, 280, 286, 291,296

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Hannover, 164, 247-248, 356, 392 Haugwitz, W ilhelm, conde de, 165, 243, 374, 423 Hauksbee, Francis, 331 Haydn, Franz Josef, 290, 303, 310 Helsinki, 178 Helvétius, Claude Adrien, 127, 231, 461, 475 Herder, Johann Gottlieb von, 298, 314, 475 Herschel, William, 324 Hertzberg, Ewald, conde de, 365 Hesse-Cassel, 48, 149-150, 152, 163-164, 223, 383, 475 hierro, 67, 71, 74-76, 106, 109, 327-328 Hildburghausen, Joseph, duque de, 431 Hippel, Theodor Gottlieb von, 129 historia, conceptos del siglo xviii, 268-269 Hogarth, William, 285, 288 Holanda, véase también Provincias Unidas, 34, 199, 413, 417, 420 Holbach, Paul Heinrich, barón, philosophe francés, 127, 137, 261, 269, 322, 334, 479 Holstein, 33, 109, 156,410 Home, Francis, 327 Hube, Johannes, 272 Hubertusburg, tratado de (1763), 156 hugonotes, 222, 308, 338, 381, 478 Hume, David, 259, 269, 293 Hungría, 22-23, 25, 33-34, 36, 59, 61, 63, 73-74, 112, 133, 140, 142, 145-146, 148, 154, 160, 165, 167, 212, 222, 252, 290, 311-312, 315, 346, 350, 365, 375, 384, 388, 420, 431-434, 462, 467, 472, 478, 491, 493, 497 Hunter, John, 325 Huy, 75 idioma, 182, 311-315 Iglesia ortodoxa rusa, 214-215 Iglesia uniata, 214,218,314 Iglesia, véase religión, ilegitimidad, 19 Illuminismo, 268 iluminados, 476-477 Ilustración, 129, 182, 211, 230, 232, 254, 257, 273, 295-296, 306, 319, 325, 335, 395, 403-404, 408, 454-455 Imperio otomano, véase Imperio turco. Impero turco, 213, 292, 345-346, 348-349, 351, 360-361, 363-366, 371, 377 imprenta, 286-287, 296, 316 impuestos, 152, 154, 187-192, 409-422, 443 -446 , 491-492, 506 industria, 41-42, 63-77, 193-194 industria nacional, 64-65, 121-122, 192 Inglaterra, véase también Gran Bretaña, 50, 52-54, 139, 220, 243, 247, 252, 291, 400401,437,442,495-496,498

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Ingria, 345, 425 Innviertel, 362 inoculación, 24 Inquisición, 214, 240, 284 Intendentes, 136, 184, 207, 332, 397, 429, 436, 439, 449 inundaciones, 34 Irlanda, véase también Gran Bretaña, 20, 27, 29, 31, 54, 139, 141, 170-171, 208, 212, 214, 228,426-427, 437, 495,498 Isabel emperatriz de Rusia, 164, 244, 286, 354, 356, 407, 436 Isla de Man, 427 Islandia, 98, 440 Istria, 27 Italia, 23-24, 26, 31-32, 54, 56, 60, 75-76, 208, 245, 268, 304-309, 316, 355, 391, 429-430, 474, 495 Ittre, 132 jacobinos, 169 jacobitas, 221, 225, 344, 355, 338, 342, 425, 485 jansenismo, 219, 236-238, 240, 250, 259, 272, 321, 448, 462 Japón, 173 jardines, 282-284, 310 Jassy, Paz de, 365 Jaucourt, Louis de, 128, 261, 462 Jefferson, Thomas, 44 jesuítas, 185, 211, 223, 240-242, 244-245, 247-249, 259-260, 262, 268, 272, 287, 316,420,461 Jomelli, Niccolo, 280 Jones, Griffith, 313 Jorge I, rey de Gran Bretaña, 278, 280, 344, 348, 485 Jorge II, rey de Gran Bretaña, 279, 321, 353,356,471,485, 494 Jorge III, rey de Gran Bretaña, 218, 283, 297, 323, 329,427, 471-472, 485, 498 José I, emperador, 245, 338, 343, 405, 444 José I, rey de Portugal, 241 José II, emperador, 35, 101, 111, 122, 124, 139, 146, 148, 160, 162, 165, 167-168, 172, 182, 184, 218, 226-227, 233, 244, 246-248, 251-253, 263, 266, 279, 281, 285, 310-312, 315, 338, 358-363, 366, 384, 400, 406-408, 424, 427, 430-434, 445, 452, 454, 463-464, 472-473, 476, 478-480, 490-491, 493, 497, 501 José Clemente, arzobispo-elector de Colo­ nia, 280 Journal der Physik, 326 Journal des Savants, 322 Jovellanos, Gaspar Melchor de, 144, 271 Juan V, rey de Portugal, 198, 277, 308 judiciales, sistemas, 401-409

judíos, 106-107, 171, 190, 214-216, 220223, 225-227, 234, 312, 316, 475 Jülich, 37, 339, 353, 372, 399 Jura, 460 Jurieu, 219 Juvarra, Filippo, 276-277 Kant, Enmanuel, 129, 266-267 Karlskrona,’ 178 Karlsuhe, 182, 227, 278 Kaunitz, Wenzel Antón von, 211, 245, 249, 329, 355, 361, 363, 366, 401-402, 406, 431,468,476 Kay, John, 71 Kent, William, 282 Kiev, 23 Konarski, Stanislaus, 272, 315 Konigsberg, 23, 90, 98, 108, 181 Krefeld, 22, 96, 99 Kunersdorf, batalla de (1759), 377 Kurzbóck, Joseph, 287 Kutchk, Kainardjii, Paz de (1774), 348, 361 La Haya, 200, 494, 498 La Mettrie, Julien Offraye de, philosophe francés, 271, 322, 334 La Roche, Sophie von, 128 La Rochelle, 105-107, 233 Languedoc, 29, 54, 60, 75, 82, 102, 118119, 121, 182, 193, 197, 199, 403-404, 428, 446 latín, 311-312, 314-316 Lavoisier, Antoine, 325-326, 333 Law, John, 87, 420, 470 Ledru, Nicolas-Philippe, 321 Leeds Intelligencer, 295 Leibnitz, Gottfried Wilhelm von, 223, 266 Leipzig, 50, 64, 107 Lemoyne, Frangois, 285 lengua francesa, 304, 310-312 Leopoldo I, emperador, 222, 227, 312, 342 Leopoldo II, emperador, 169, 226, 315, 365, 431-433, 434, 445, 467, 501; como gran duque de Toscana, 239, 406, 452, 458. Lepaige, Louis-Adrien, 462 Lessing, Gotthold Ephraim, 475 Leszcynski, Stanislaus, 351, 347-348 Leuthen, batalla de (1757), 374 Liberum Veto, en Polonia, 487 Lieja, 66, 71-72, 92, 177, 200, 207, 209, 316, 499 Lillo, George, 291 Linneo, Cari, 323-324 Linz, 353 Lisboa, 23-24, 28, 38, 106, 177, 200, 207, 209, 316, 499

Lituania, 182, 435 Livonia, 23, 31, 136, 140-141, 153, 188, 345-346, 413, 486 Livorno, 82, 254 lobos, 35 Locke, John, 36, 259, 272, 334 Lombardía, véase también Milán, Ducado de, 56, 76, 111, 170, 176, 247, 250, 379, 402, 406, 423, 445 Londres, 175-176, 183, 199-200, 202, 281, 284, 286, 289-291, 400-401, 482-484, 495, 499 Lorca, 183 Lorena, 47, 337, 351-352, 359, 427, 429, 445 Louviers, 71 Lucca, 33 Luis XIV, rey de Francia, 219, 237-238, 260, 264, 272, 277-278 300, 321, 341343, 397, 404, 422, 439, 441; 446-447, 463, 465,478 Luis XV, rey de Francia, 144, 188, 219, 230, 239, 241, 246, 277, 279, 283, 321, 340, 351-352, 354, 356, 373, 439, 446450, 459 Luis XVI, rey de Francia, 80, 136, 168, 265, 278, 321, 358, 379, 404, 439, 449, 463,471,494,500-503 Lusacia, 445 luteranismo, 212, 215-216 Luxemburgo, 140, 412, 432, 498 Lvov, 312, 445 Lye, Edward, 297 Lyon, 28, 32, 58, 109, 118, 121, 186, 153, 201, 229, 503 Mably, Gabriel Bonnot de, 474 Macpherson, James, 297-298 Madrid, 199-200, 284, 442, 463 Maffei, Annibale, conde, 454 Maguncia, 93, 118, 167, 222, 233, 249, 474 maíz, 54, 56 Malagrida, Gabriel, 241 malaria, 25 Malines, 242 Mallorca, 31, 405 Manila, 394 Mannheim, 179, 303, 310 máquina de vapor, 70-71, 114 Maréchaussée, 399, 408 María I, reina de Portugal, 276 María Antonieta, 161 María Cristina, 495 María Isabel, 432 María Teresa, 73, 124, 152, 166, 218, 233, 242-244, 246-247, 249, 252-253, 281, 350-357, 360-362, 372, 374-375, 405406, 417, 430-431, 434, 444, 472, 476, 490

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Marivaux, 128 Marlborough, duque de, 342-343 Marmontel, Jean Franfois, 219, 264 Marsella, 23, 28, 75, 90, 104, 179, 450 Martelli, Giuseppe, 286 masonería, 133, 321, 474-477 Mataré, 185 matrimonio, 19-21, 196-197, 247-248 Maupeou, René N icolás, 147, 152, 265, 404, 448-450, 459, 472, 477, 479, 483, 492 Maury, Jean-Siffrein, abad, 227 Mavrocordat, Constantine, 164 Maximiliano José III, elector de Baviera, 278, 329, 362 Maximiliano Manuel, elector de Baviera, 278, 289, 342 Mecklemburgo, 154, 348 medicina, 22, 28, 33, 319-335, 387 mendigos, véase pobreza. Mengs, Antón Raphael, 301, 304 Menorca, 224, 344, 392 Menshikov, A. D. príncipe, 371 mercantilismo, 96-98 Mercier de la Riviére, Pierre Paul le, 44, 262, 267, 458, 468 Mercier, Louis Sébastien, 228, 446 Mesina, 104 Mesmer, Franz Antón, 37, 304, 321, 331, 333 Messance, Louis, 329 Mesta, 58 metodismo, 235-236, 313 migraciones, 25, 177-179, 181, 192, 505 Milán, Ducado de, 208, 354, 405, 412, 421, 430, 445, 493 milenarismo, 219, 235, milicias, 384, 426, 462 Mitterpacher, Lajos, 49 Módena, Moldavia, 179 Moldavia, 20, 48, 58, 74, 158, 164, 168, 243, 286, 313, 346, 348, 361-362, 371 Mollwitz, batalla de (1741), 372 monarquía, 396-397, 461-462 monasterios, 148, 246-247, 254, 287, 455 Monceau, Duhamel de, 49 moneda, 85-86 Monge, Gaspard, 329 Montenegro, 222 Montesquieu, Charles Louis de Secondat, 127, 247, 260, 305, 458, 464-468, 475, 479 Montgolfier, Joseph, 327 Montpellier, 90, 195, 204, 229 Moore, John, 325, 480 Moravia, 108, 160, 165, 183-184, 221, 225226,402, 405, 421 moravos, 235 Morea, 214, 346, 261

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Morellet, André, 261 Morelly, Mortmain, 31, 474 Moscú, 23, 35, 200, 370, 400 Moser, Justus, 162 Mozart, W olfgang Am adeus, 279, 298, 303-304,310 mujeres, 117-131,301,475 Munich, 179, 182, 205, 233-234, 409, Munster, Obispado de, 453, 491 Muratori, Ludovico Antonio, 203, 239, 253, 268 música, 276-277, 286, 290-291, 296, 298, 300, 302-303, 307-308,310 Müteferrika, Ibrahim, 292 Namur, 111 Nancy, 182 Nantes, 92-93, 104 Napoleón, véase Bonaparte. Nápoles, ciudad de, 38, 52, 102, 106, 176, 187, 189,209,391 Nápoles, Reino de, 20, 26, 60, 80-81, 113, 147, 187, 190, 250, 316, 239, 245, 344, 351, 355, 404, 410, 416-417, 420, 430, 441, 477, 496 Narbona, 199 Nardini, Pietro, 280 Narva, batalla de (1700), 347, 369-370 Navarra, 405 Necker, Jacques, 162, 420, 439, 449, 496, 502 Needham, John, 323 Negro, mar, 46, 346, 348, 361, 363, 365, 393 Neoclásico, 275, 287, 302 Neri, Pompeo, 149, 405 Neuchátel, 189 Neumann, Balthasar, 287 Newcastle, Thomas Pelham-Holles, duque de, 161,426,471 Newton, Issac, 248, 257-258, 264, 272, 319, 321, 328, 330, 333 Nicole, Nicolás, 287 Nimes, 503 Niort, 42 Niza, 135, 184,314,445, 505 nobleza, 67, 131-155, 191, 195, 374-375, 429-433, 435, 459, 486-487, 495-497 Nórdlingen, 197-198 Normandía, 27, 48, 58, 203 North, Francis III, lord, 472, 485 Noruega, 20, 72, 109, 176, 361, 364 Norwich, 293 Nouvelles Ecclesiastiques, 231, 239, 482 Noverre, Jean Georges, 303 Novgorod, 400 Novikov, N. I., 476 Nuremberg, 64, 74

Nutka, estrecho de, 506 Nystad, tratado de (1721), 349

329, 340, 350-351, 354, 391, 399, 429, 453, 483 Parmentier, Antoine, 50, 331 Parrocel, Charles, 277 Oesa, 181 Passarowitz, Paz de (1718), 350 oficiales, 396, 436-440, 452, 454 patatas, 29, 51, 55-56 oficios, venta de, 418 Patiño, José, 392 Olomuc, 148,, 182, 270 patriotas, 44, 347, 497-499 ópera, 275, 285-286, 290-291, 297, 302, Pau, 242, 293, 427,439 304 Pedro I el Grande, zar de Rusia, 37, 67, 80opinión pública, 481, 483, 489 81, 101, 143-144, 153, 164, 172, 182, Oppenordt, Gilles-Marie, 307 184, 201, 215, 244, 247, 277, 281, 292, orangismo, 355, 357, 498 306, 312, 329, 345-349, 369, 389, 400, Orczy, Lorintz, 162, 314 407, 413, 417, 422,. 425, 435, 437, 440441, 452-453, 490 Orleans, Felipe, duque, regente, 87, 264, 279, 283, 329, 447 Pedro II, zar de Rusia, 423, 490 Pedro III, zar de Rusia, 172, 357, 371, 400, Orleans, Felipe Igualdad, 501 oro, 86 475 pena capital, 400 Osnabrück, 162, 223 Ostende, 226 pensamiento político, 457-481 Oudenarde, batalla de (1708), 343 Percy, Thomas, 298 Oulx, valle de, 429 Pereire, Jacob, 39 Overijssel (provincia neelandesa), 20, 32, Pergen, Conde Antón, 431 Pergolesi, Giovani, 291 66, 146, periódicos, 473, 480, 482, 500, 506 Pemety, Antoine-Joseph, 321 Perpignan, 182, 192-193 Pacto de Familia, 359 paganismo, 222 peste, 22-24 Países Bajos Austríacos, 21, 27-28, 38, 53- Pforzheim, 208 54, 56, 66-67, 71, 103, 107, 113, 150, philosophes, 127, 231-232, 254, 261-268, 152, 189, 192, 195, 205, 207, 218, 226, 271-272, 324, 459, 461-462, 464, 468 230, 240, 246-251, 296, 311, 344, 362, phlogisto, 326 365-366, 401, 406, 412, 414, 417, 423, Piamonte, 60, 86, 109, 111, 140, 176, 181431-432, 434, 444-445, 479, 493-497, 182, 184, 342, 388, 397, 405, 411, 422, 505 429, 437, 445, 453,496 Palatinado, 169, 223-224, 338 piano, 298 Palermo, 26-27, 201,391,417 piaristas, 272 Pallavicini, Gian, conde, 430 Picardía, 29, 68, 121 Panckoucke, Charles-Joseph, 293 pietismo, 215, 235 Panin, Nikita, 79, 360 Pigalle, Jean-Baptiste, 279 Papado, véase también Papas, 245, 340 Pilsen, 22 Papas: Benedicto XIV (1740-58), 241, 245, pintura, 275-279, 283, 285, 288-290, 297, 253; Clemente XI (1700-21), 122, 224, 300-304, 307-308 237-238, 245; Clemente XII (1730-40), Pirineos, 29 268, 286; Clemente XIII (1758-59), 230, Pitt, William, el Joven, 416, 472, 484-485 242, 244-245; Clemente XIV (1769-74), Plan Terrier, 427 242; Pío VI (1775-99), 227, 233, 242 plata, 86 París, 27, 32, 38, 76, 90-91, 121, 123-124, población, 19-32, 176-177, 329, 505 176, 183, 193, 196, 200-202, 204-206, pobreza, 186, 194, 203-210, 479, 506 209, 230, 264, 281, 284, 287-289, 310, poderes señoriales, 138, 147 321, 409, 439, 482-483, 501-503 Pohlin, Marko, 314 Parlamento británico, 427, 459 policía, 132, 183-184, 399-400, 408-409, Parlem ent de París, 136, 185, 237, 239, 487 241-242, 404, 428, 445-449, 458-459, Polonia, 20, 36, 47, 49, 61, 74-75, 83, 90, 467, 482 99, 111, 122, 132-133, 135, 140-142, 144parlem etns provinciales, 136, 168, 181, 145, 151, 154-155, 157-159, 169-171, 188, 219, 237-238, 242, 262, 397, 402, 175-176, 180, 186, 190-191, 196, 201, 404, 428-429, 445-449, 464,471-472, 492 216, 221, 225-226, 242, 252-253, 272, Parma, 49, 51, 71, 73, 179, 231, 239, 248, 309, 311, 337-338, 344-349, 360, 388,

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Ramazzini, Bernardino, 33 Rameau, Jean Philippe, 308 Ramillies, batalla de (1706), 343 Rastadt, Paz de (1714), 344 Raynal, Guillaume Thomas Francois, 452 Réamur, René Antoine Ferchault de, 324 rebeliones, 171-173, 183, 193, 477, 496497 reclutamiento militar, 380-384, 393 regulación económ ica, véase tam bién comercio de grano, 72-73, 96, 101 Reims, 20, 200, 213 Reinhard, Johann, 37, 128, 161 religión, 36, 38-39, 148-149, 190-191, 211255, 259, 284-287, 294-296, 337-339, 476-477, 497 Renania, 21-22, 26, 32, 47, 55, 249, 359, 407 Rennes, 35, 428, 439, 450 Repton, Humphry, 282 República Holandesa, véase Provincias Unidas. republicanismo, 461-462, 478, 498, 501 Restif de la Bretonne, Nicolás, 37, 119 Revolución Americana, 393-394, 411, 415, 419, 426, 462, 472, 485, 494, 499 111-112 Revolución Diplomática, 355, 366 prostitución, 124 Revolución Francesa, 129, 145, 154, 251protoindustrialización, 64-68 252, 267, 366, 387, 404, 452, 457, 460, 487, 494, 496-500 Provenza, 392, 428, 450, 464 Provincias Bálticas, conquistadas por Rusia Revolución Militar, 367-368 a los suecos, 159, 215, 312-313, 347, 370 Reynolds, sir Joshua, 301, 304, 309 Rhin, 93 383, 407, 435 Provincias Unidas (República Holandesa), Ricci, Lorenzo, 242 27, 34, 39, 52-54, 66, 73-74, 91-92, 109, richerismo, 238 179-180, 189, 200, 222, 224, 271, 357, Riegger, Paul, 246 359, 381, 392-293, 404, 417-418, 423, Riga, 136, 417 443, 461-462, 481-483, 488-489, 498-499 Robertson, William, 269 Provincias Vascas, 405 Robespierre, 470 Prusia, 20, 27, 55, 71, 73, 90, 99, 103-104, robota, 156-168 111, 130, 136, 165, 169, 178, 185, 222- Rococó, 275, 279,299-302, 306 223, 225, 242-243, 372, 374, 376-377, Rolt, Richard, 293 383-384, 391-392, 401, 411-412, 423- Romanticismo, 303-304, 306 424, 434, 440, 442, 445-446, 476, 480, Rosellón, 181, 191, 193, 385, 421, 428 492, 492, 499, 505 rosicrucianos, 476 Prusia Oriental, 26, 111, 156, 164, 188,445 Rossbach, batalla de (1757), 356, 373, 378 Pruth, derrota rusa en (1711), 348 Rotterdam, 489 Pugachev, levantamiento, 72, 111, 172-173, Rouillé, Antoine-Louis, 393 361, 477, 494 Rousseau, Jean-Jacques, 126-128, 137, 209, Puntuación de Ems, 251 231-232, 258, 260-262, 265, 285, 301, 304, 427, 458, 466, 468-470, 479 Ruán, 23, 30, 64, 101, 107, 179, 198 Quesnay, Frangois, 162, 261 Rusia, 20, 23, 45-48, 59, 63-64, 67-68, 70, Quiberon Bay, batalla de (1759), 390 72, 74, 80, 83-85, 89-90, 95, 98-99, 101, química, 324-329 105-106, 109, 112, 123, 127, 135, 141, 146, 155, 168-171, 173, 175, 180-182, 184, 187, 196, 201, 207, 212-215, 242, Rakoczi, levantamiento en Hungría (1703247-248, 252, 281, 305-306, 310, 312, 11), 146,222, 347,433,478 316, 344-349, 356-357, 359-366, 368404, 421, 424, 435-436, 443, 455, 458460, 462, 470, 483, 487-488, 492, 495, 499,505 Poltava, batalla de (1709), 347-349 Pom bal, Sebastiao José de Carvalho e Meló, marqués de, 76, 134, 151, 185, 202, 241,268,424, 491 Pomerania, 111, 164 Pompadour, Jeanne Poisson, marqués de, 279 Poniatowski, Stanislaus, rey de Polonia, 272, 360, 487 Porthan, Hunrik, 315-316 Portugal, 20, 60, 71, 76, 80, 85, 95, 147, 151, 212, 241-242, 245, 247, 250, 252-253, 299, 388, 393, 397, 412, 425, 443, 496 Potemkin, G. A. Príncipe, 363 Praga, 182, 184, 353 Pragmática Sanción, 350-351 Prandtauer, Jacob, 287 Prato, 239 Price, Richard, 235 Priestley, Joseph, 38, 50, 235, 326 prisiones, 398, 401 Prokopovich, Feofan, 217 propiedad de la tierra, inspecciones de la,

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374, 376-377, 380-381, 391-393, 400, 402, 411, 425, 435-437, 407-409, 451, 459, 464, 475-476, 492, 494, 496, 505

383-384, 389, 413-414, 423440-441, 444, 481, 487, 490,

Saboya, 35, 60, 86, 111, 140, 176, 182, 197, 342, 388, 399, 405, 411, 422, 429, 437, 445, 453, 505 Sacro Imperio, véase Alemania. Sade, Donatien, marqués de, 334 Saint Hubert, 246, 455 Saint Simón, Louis de Rouvroy, duque, 463 Saint-Just, Louis de, 506 Saint-Médard, cementerio de, 123, 235-236, 447 Sajonia, 20, 34, 107,112-113, 130, 157, 222-223, 341, 351-353, 356, 372, 401, 424, 445 Salamanca, 248-249, 320 salones, 230, 289-290 Salónica, 107 Salzburgo, 118, 222, 224, 246 San Petersburgo, 59, 83, 93, 102, 112, 133, 176, 182, 184, 201, 312, 347, 370, 400, 409, 425 San Remo, 60 sanidad, 24, 203 Saratov, 75 Sassari, 429 Scarlatti, Allessandro, 280, 286, 308 Scheffer, Cari Fredrik, conde gobernador del futuro Gustavo III de Suecia, 467 Schierendorf, Christian von, 163 Schlegel, Johann, 129 Schonbom, Frederick, 338 Schubart, Johann, 49 Sebastopol, 363 Senlis, 35 sequía, 34 serbios, 46, 224 servidumbre, 62, 72, 155-174, 267, 453 Sevilla, tratado de (1729), 391 Shcherbatov, Mikhail, príncipe, 161 Sherlock, Thomas, 259 Schuvalov, Petr, 376 Sicilia, 20, 23 ,4 1,49, 52,61, 111-112, 140, 147, 154, 157, 187, 200, 208, 229, 245, 313, 344, 349, 390, 399, 413, 415, 430, 437, 454 Sievers, Jakob, 185, 400 Silesia, 55, 66, 73-74, 104, 108, 111, 153154, 159, 163-165,188, 223-224, 234, 245, 263, 338, 352-355, 357, 365, 372374, 383, 389, 405, 434 Sinzendorf, Philip Louis, conde, 391, 423 sirvientes, 120-121,400-401,415 Sistema Nórdico, 359361

Smith, Adam, 97, 155, 416 Sociedad Económica Libre Rusa, 161 sociedad, 117-174 Soissons, Congreso de, 340 Sologne, 157 Sonnenfelds, Joseph von, 162, 240, 475 Sorrento, 229 Spallanzoni, Lazaro, 323 Spener, Philip, 235 Spirlet, Nicolás, 455 St. Andrews, 409 Stahl, Georg, 326 Stamnitz, Karl Philip, 300 Staszic, Stanislaus, 452 Stóger, Ferdinand, 240 Strachan, 293. Struensee, Johann Friedrich, 459, 477, 495 Stuttgart, 184, 187, 407 Subleyras, Pierre, 285 Suecia, 25-27, 49, 56, 74-75, 99, 103, 106107, 109, 111, 113, 132, 135, 140, 150, 154, 169, 176, 178, 196, 215, 269, 284, 345-349, 351, 356, 360-361, 364-365, 372, 393, 401, 403, 435, 446, 458-459, 464, 467, 483, 486-487, 496-497, 502 Suiza, 31, 71, 168, 180, 381, 384, 418, 495496 Sumarokov, Aleksandr, 277, 305 superstición, 36-38 Surrey, 206, 403 Szatmár, Paz de (1711), 224 tabaco, 42, 53-55, 93 Tabla de Rangos, 143 taille, 154, 412 Tanucci, Bernardo, 239, 246, 441, 477, 489 Tarbes, 30 Tartini, Giuseppe, 298 tecnología, 70-71, 76-77, 307, 329, 332333, 389,468, 506 Telemann, Georg Philipp, 286, 290 Terray, Joseph-Marie, abad de, 113, 329, 420, 424,472 Teschen, tratado de (1779), 362, 378 textiles, 41, 64-66, 70 Thomasius, Christian, 267, 401 Thompson, Conde Rumford Benjamin, 51, 205 Tiepolo, Giambattista, 278, 283, 301 tifus, 25; 394 Tillot, 51,7 1,73,23 9, 248,429 Tirol, 131, 156, 234, 242, 388, 444, 479, 496 tolerancia religiosa, 223-224, 227 Tolón, 343 Tolón, batalla de (1744), 390 Torcy, Jean-Baptiste Colbert, marqués de, 443 Tories, 344, 485

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tortura, 260, 401-402 Toscana, 140, 247, 350-351, 406, 422, 437, 442, 452-453, Toulouse, 30, 55, 75, 88, 181, 187, 195, 207, 219, 233, 270, 293-294, 475, 478 Toumai, 27, 189 Townshend, George IV, vizconde de, 426 trashumancia, 57-58 Transilvania, 33, 51, 58-59, 62, 74, 140, 144, 155, 157-158, 160, 165, 171-172, 212, 218, 223, 286, 311, 314, 413, 432 transportes, 76, 79, 81 trébol, 49, 52 Tréveris, 222, 249, 453 Trieste, 104, 438 Triple Alianza (1788), 365, 499 Troyes, 72,75, 101,209,439 Tubinga, 184, 187 Tull, Jehtro, 49 Turgot, Anne Robert Jacques, 113, 206207, 261, 265, 323, 329, 333, 424, 449, 471,479 Turín, 21, 38, 92, 131, 176, 181-182, 343, 400,418,454,479,481,505 Turingia, 157 Ucrania, 23, 45-46, 58-59, 63, 75, 95, 98, 110, 158-159, 164, 171, 188, 306, 316, 346-347, 349, 383, 413,'435-436, 495 Unigénitas, bula pontificia (1713), 238, 240 unitarios, 235 universidades, 248-250, 253, 429, 453 Urales, 46, 72, 74-75, uskokes, 429 Ussel, 30, 118 Ustáriz, Gerónimo de, 98 Utrech, 53-54 Utrech, Paz de (1713), 344, 419, 430

Versalles, tratado de (1756), 356 Versalles, tratado de (1757), 356 Verviers, 66, 72, 82, 177 Vicenza, 286 Vico, Giambattista, 268 Víctor Amadeo II, duque de Saboya-Piamonte, rey de Sicilia y después rey de Cerdeña, 112, 229, 245, 276, 278, 314, 344, 397, 399, 405, 413, 417, 429, 437, 453-454 Víctor Amadeo III, rey de Cerdeña, 505 Viena, 24-25, 33, 35, 178, 202, 226, 240241,277,281,432, 493-494 vínculos familiares, 146 vingtiéme, 154, 188-189, 447, 450 vino, 60-61 viruela, 24 Viterbo, 319 Vivaldi, Antonio, 298 Vivarais, 41, 54-56, 61, 122 Volta, Allessandro, 331 Voltaire, Francois Arouet de, 36, 127, 138, 211, 231-232, 260-261, 263-264, 267, 269, 279, 295-296, 315, 321, 323, 401, 427, 449, 475 Vorarlberg, 131, 169 Vyazemsky, A. A. Príncipe, 438

Wake, 223 Walker, Adam, 117 Wallerius, Johann, 327 Walmesley, Charles, 222 Walpole, sir Robert, 220, 354, 415, 423, 475, 483 Ward, Joshua, 321 Watt, James, 71 Watteau, Jean Antoine, 300-301 Weishaupt, Adam, 476 Wesley, Charles, 286 Wesley, John, 235-237 vacunación, 24 West, Benjamín, 304 Valaquia, 20, 48, 58, 74, 158, 164, 243, Westminster, convención de (1756), 356 286, 313, 361-362;Pequeña Valaquia, Whigs, 220, 344, 485 110,350-351,405,430,454 Whiteboys, 170 Valencia, 21, 163, 180, 405 Whitehaven, 107 Valladolid, 198, 286 Wieland, Christoph, 300, 480 Valmy, compromiso de (1792), 499 Wiener-Neustadt, academia militar, 374vampiros, 36 375 Wilkes, John, 200 Vanbrugh, John, 282 Varsovia, 186, 190-191, 201 Winckelmann, Johann Joachim, 301-302, Vendóme, 75 307,316 Venecia, ciudad de, 20, 140-141, 153, 177, Wollstonecraft, 129 186, 230, 346, 381, 393, 417, 429, 462, 481 Woulfe, Peter, 321 Vencia, República de, 23, 56, 68, 498 Württemberg, 20, 66, 68, 130, 169, 184, Vemet, Claude-Joseph, 279 187-188, 223, 235, 407, 412, 418, 443 Verona, 24 Versalles, 277-279, 281, 285, 308, 397, 501-502 Xilendarski, 314

534

Yaik, 111, 172, 436 Yorke, Joseph, 175,409-410 Yorkshire, 66, 71, 104, 180, 409 Yorkshire, Asociación de, 484 Young, Arthur, 50, 181, 200 Young, William, 231, 257

Zamoyski, Andrzej, 166 Zick, Januarius, 328 Zoffany, Johann, 283 Zorndorf, batalla de (1758), 376 Zúrich, 499 Zürner, Adam, 112

ÍNDICE GENERAL

CRONOLOGÍA ................................................................... .............. 5 PREFACIO ......................................................................................... 11 CAP. I. UN ENTORNO HOSTIL ............................................. 19 La demografía, las enfermedades y la mortalidad, 19. Las calami­ dades y la mentalidad conservadora, 32 CAP. II. LA ESTRUCTURA ECONÓMICA ................................ 41 La agricultura, 41. La actividad industrial, 63 CAP. III. LA DINÁMICA DEL COMERCIO ............................... 79 Las comunicaciones, 79. El dinero, los patrones de cambio y el crédito, 85. El comercio, 92. Una economía en transformación, 110 CAP. IV. LA SOCIEDAD ............................................................... 117 La mujer y la familia, 118. Una sociedad de órdenes, 131. La nobleza, 138. El campesinado, 155 CAP. V. LAS CIUDADES .............................................................. 175 Crecimiento o decadencia, 177. Las ciudades como centros de pri­ vilegio y control, 181. El campo y la ciudad, 186. Las ciudades y la jerarquía social, 193. Las ciudades y las disensiones políticas, 199. El entorno urbano, 201. Pobreza y beneficencia, 203 CAP. VI. LAS CREENCIAS RELIGIOSAS Y LAS IGLESIAS . 211 Un continente dividido, 212. El aumento de la tolerancia, 224. ¿Descris­ tianización?, 228. El jansenismo, 236. El destino de los jesuitas, 240. Las relaciones Iglesia-Estado, 243. La labor misional cristiana y las igle­ sias, 252 537

CAP. VIL LA ILUSTRACIÓN ....................................................... CAP. VIII. LA CULTURA Y LAS ARTES ...................................

257 275

CAP. IX. LA CIENCIA Y LA MEDICINA.................................... CAP. X. LAS RELACIONES INTERNACIONALES .................

319 337

CAP. XI. LOS EJÉRCITOS Y EL ARTE DE LA GUERRA......

367

CAP. XII. EL GOBIERNO Y LA ADMINISTRACIÓN...............

395

El patronazgo, 276. El patronazgo cortesano y aristocrático, 276. El patronazgo religioso y eclesiástico, 284. El mecenazgo del mercado público, 288. El pueblo llano: ¿marginado y oprimido?, 294. Los cambios estilísticos, 299. El cosmopolitismo y las influencias artís­ ticas, 304. Las lenguas, 310

Una visión de conjunto, 337. La diplomacia europea en 1700-1721, 341. La diplomacia europea en 1714-1740, 349. La diplomacia euro­ pea en 1740-1763, 352. La diplomacia europea en 1763-1793, 357 Rusia, 369. Prusia a mediados de siglo, 372. Las reforma militares de mediados de siglo en Austria y Rusia, 374. Las consecuencias de la Guerra de los Siete Años, 377. La reforma del Ejército francés, 378. Problemas sin resolver, 379. El reclutamiento, 380. La guerra de una sociedad militarizada, 387. La guerra naval, 389 El orden público, la delincuencia y las leyes, 398. Los problemas fiscales, 409. Regiones situadas en los límites de la autoridad, 425. Los representantes del gobierno, 436. Ganar voluntades, la forma de gobernar, 442. El despotismo ilustrado, 451

CAP. XIII. IDEOLOGIA, POLITICA Y REFORMA EN LAS DECADAS PREVIAS A LA REVOLUCIÓN................................. 457 El pensamiento político, 457. Una política reformista, 481. La llega­ da de la Revolución, 494

EPÍLOGO............................................................................................. BIBLIOGRAFÍA.................................................................................

505

ÍNDICE DE NOMBRES....................................................................

523

538

509