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Spanish Pages [249] Year 2016
RENÉ GROUSSET
LA EPOPEYA DE LAS CRUZADAS
PALABRA
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Título original: L'Épopée des Croisades Colección: Ayer y Hoy de la Historia © by Editions Perrin-Plon, 1996 © Ediciones Palabra, S.A. 2014 Paseo de la Castellana, 210 - 28046 MADRID (España) Telf.: (34) 91 350 77 20 - (34) 91 350 77 39 www.palabra.es [email protected] © Traducción: Manuel Morera Rubio Diseño de cubierta: Carlos Bravo Diseño de ePub: Erick Castillo Avila ISBN: 978-84-9840-993-2
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A Pierre Benoit en testimonio de una amistad de siempre.
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Capítulo I EL PAPA DEFENSOR DE EUROPA URBANO II
Cuando, en los últimos días de junio de 1095, el papa Urbano II pasó de Italia a Francia para predicar la primera cruzada, al parecer nadie sospechaba aún el objeto de su viaje. Antes de hacer público el proyecto que iba a conmover al mundo, ese francés nacido en Champagne quería volver a tomar contacto con su provincia natal y recogerse bajo las bóvedas del monasterio de Cluny donde había soñado en su juventud. Y las voces que se elevaban desde esa tierra eran eminentemente adecuadas para confirmarlo en su resolución, si no es que fueron ellas mismas las que le habían inspirado la primera idea. ¿Acaso no fue desde Cluny desde donde partieron, con el gran movimiento de las peregrinaciones del siglo XI, las primeras expediciones para liberar a las cristiandades españolas del yugo musulmán? Cuando Urbano, que todavía se llamaba Eude de Châtillon, no tenía más que una veintena de años, ¿no había visto acaso en 1064 a su compatriota Eble de Roucy tomar con la caballería francesa del Este el camino de los Pirineos para ir a arrojar de Aragón a los árabes? Fiel a sus recuerdos como al ejemplo de su predecesor Gregorio VII, Urbano, una vez convertido en papa, había lanzado en 1089 a las rutas de España otra expedición francesa compuesta en su mayor parte por caballeros del Midi. La reconquista española era ya como las grandes maniobras de la cruzada. ¿Cómo decidió Urbano II extender a Oriente la guerra de liberación empezada en el extremo Occidente? Para responder a esta pregunta necesitaríamos seguir al gran papa en sus meditaciones solitarias cuando, desde el palacio de Letrán, desde su exilio en Salerno o desde las ventanas de Cluny, en aquellos años del agonizante siglo XI, su mirada recorría el mundo. *** El Islam, surgido cuatrocientos años antes de las arenas de Arabia, cubría entonces desde Siria hasta España, cerca de la mitad del antiguo territorio romano, y la cuna del cristianismo estaba en su poder. Por un momento –y ya hacía un siglo de esto– pareció que Tierra Santa iba a ser liberada. Fue cuando el imperio bizantino, en un resurgimiento inesperado y con una gran ofensiva, rechazó a los árabes hasta Siria. En el 969, la ciudad de Antioquía quedó de nuevo en poder del cristianismo. En el 975, el emperador Juan Tzimesces, uno de los más gloriosos soberanos de la historia bizantina, atravesó como 5
vencedor toda Siria y estableció su corte al pie de las murallas de Damasco. Desde allí, penetró en la sagrada tierra de Galilea. Se le pudo ver, a la cabeza de las legiones «romanas», acudir a rezar a las orillas del lago Tiberíades, indultar en recuerdo de la Virgen a los habitantes de Nazaret y subir en peregrinación al monte de la Transfiguración, al Tabor. Poco faltó (como era su intención), para que llegara a Jerusalén, pero se vio en la obligación de ir a combatir contra las guarniciones árabes que habían quedado dueñas de los puertos libaneses, y esto le detuvo en su marcha; después de haberse sentido tan cerca de su objetivo, había regresado a morir a Constantinopla, sin haber liberado la Ciudad santa. La persecución que poco después, en 1005, el califa de El Cairo emprendió contra el Santo Sepulcro había hecho más evidente a los ojos de la Cristiandad la carencia de las armas y de la Iglesia bizantina. Sencillamente, Bizancio había dejado que se le escapara la gloria de unir su nombre a la cruzada... Después, la situación empeoró con la aparición de los turcos. Bajo la influencia de una civilización refinada, árabes y persas, los antiguos dueños del Islam oriental, hacía tiempo que habían perdido su combatividad primera. Por el contrario, los turcos, raza militar por excelencia, endurecidos por siglos de nomadismo y de miseria en las ásperas soledades de la Alta Asia, iban a aportar al mundo musulmán una fuerza nueva. El día que en 1055 –fecha memorable en la historia de Asia– el jefe de una de sus hordas salida de la estepa kirguiza, Togrul-beg el Seldyucí, entró en Bagdad y se impuso al califa árabe como vicario temporal y sultán –superponiendo así al imperio árabe un imperio turco– y con él los turcos se convirtieron en la raza imperial del mundo musulmán, todo cambió. La conquista musulmana, que llevaba dos siglos parada, reemprendió la marcha. El futuro Urbano II, todavía monje de Cluny, debió sin duda oír contar por peregrinos cómo los turcos seldyucíes, después de espantosas devastaciones, acababan de arrebatar al imperio bizantino la antigua tierra cristiana de Armenia. Y pronto debió de llegarle una noticia más terrible aún, la del desastre de Malazguerd. El último soldado enérgico, el emperador Romano Diógenes, acababa de subir al trono de Bizancio. En la primavera de 1071, con un centenar de miles de hombres, entre los que había numerosos mercenarios normandos, quiso liberar Armenia de los turcos. Alp Arslan, «el león robusto», jefe de los turcos, segundo sultán de la dinastía seldyucí, salió a su encuentro. El choque tuvo lugar cerca de Malazguerd, al norte del lago Van, el 19 de agosto de 1071. En aquella jornada decisiva, Romano fue traicionado por sus lugartenientes. Quedó solo con un puñado de fieles, se defendió como un héroe hasta que, muerto su caballo, fue hecho prisionero y conducido ante Alp Arslan, el cual lo trató con honor. Pero fueron los bizantinos quienes, por odio político, le saltaron los ojos cuando recobró la libertad. La derrota de Malazguerd, poco mencionada en los manuales de historia, fue uno de los peores desastres de la historia europea. Esta batalla librada en el corazón de Armenia
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tuvo como consecuencia que, durante el plazo de diez años, fueran conquistadas por los turcos las tres cuartas partes de Asia Menor. A los progresos de los turcos contribuyó la increíble ausencia de «patriotismo cristiano» de los generales bizantinos que se disputaban el trono. Fue precisamente uno de esos pretendientes quien, en 1078, llamó a los turcos –crimen insigne contra Europa– y los instaló como aliados en Nicea, cerca del mar de Mármara, frente a Constantinopla. Tres años después, un segundón de la familia seldyucí expulsaba a los bizantinos y fundaba, con Nicea como capital, su reino turco particular de Asia Menor, núcleo de nuestra Turquía histórica. Durante ese tiempo, en Siria, otros jefes turcos arrebataban Jerusalén a los árabes de Egipto (1071) y Antioquía a los bizantinos (1085). Bajo el tercer sultán selyúcida, Melik-Chah (1072-1092), el imperio turco se extendía desde Bukhara hasta Antioquía. Melik-Chah, nieto de los nómadas salidos de las profundidades de Asia Central, fue en 1087, en un gesto curiosamente simbólico, a introducir su sable en las aguas del Mediterráneo. Estos acontecimientos –los últimos tuvieron lugar ya bajo el pontificado de Urbano II (1088-1099)– produjeron una profunda conmoción en Occidente. El derrumbamiento del imperio bizantino después de Malazguerd, la ausencia de reacción tras la toma de posesión de Asia Menor por la raza turca y por el islamismo impusieron a Occidente la convicción de que, ante tal debilidad, las naciones occidentales tenían que intervenir para salvar a Europa que se hallaba directamente amenazada. Los antiguos cronistas no se equivocaron. Guillermo de Tiro verá en el desastre de Malazguerd la desaparición definitiva de los griegos como protagonistas de la cristiandad y la justificación histórica de la entrada en escena de los francos para sustituir a estos asociados fuera de juego. En realidad ya era tiempo de darse cuenta de ello. Desde Nicea, donde el Islam había puesto pie, podía en cualquier momento sorprender a Constantinopla. La catástrofe de 1453 habría podido producirse ya en los últimos años del siglo XI. Como Urbano II iba a proclamarlo, este fue uno de los motivos que lo determinaron, catorce años después de la toma de Nicea, a emprender la predicación de la primera cruzada. Para explicar esa determinación no es necesario imaginar una llamada directa del emperador bizantino Alejo Comneno. El sentido que Urbano tenía de sus obligaciones como guía y defensor de la Cristiandad basta para explicar su política. Política de amplias miras, si es que alguna vez la hubo, que, desde la altura del trono pontificio instalado en ClermontFerrand, abarcaba tanto Jerusalén, donde las guerras entre egipcios y selyucíes habían llegado a nuevas matanzas de cristianos, como la cuestión de los Estrechos, «el brazo de San Jorge», como se le llamaba entonces, que siempre se hallaban bajo la amenaza de un golpe de mano por parte de los turcos. El 27 de noviembre de 1095, décimo día del concilio de Clermont, Urbano II llamó, pues, a las armas a toda la Cristiandad, llamada del auténtico heredero de los emperadores romanos a la defensa de Occidente, de la más alta autoridad europea a la
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salvaguarde de Europa contra los conquistadores asiáticos, sucesores de Atila y precursores de Mahomet II. El grito de «¡Dios lo quiere!» respondió de todas partes a su proclamación; el propio Urbano recogió ese grito e hizo de él el toque de llamada general y pidió a los futuros soldados de Cristo que se marcaran con el signo de la cruz. Había nacido la «cruzada», idea en marcha que iba a lanzar a príncipes y muchedumbres hasta el fondo de Oriente. Esta idea de cruzada del concilio de Clermont se puede comparar, en cierto modo, a la idea panhelénica del congreso de Corinto de 336 antes de Jesucristo, que lanzó a Alejandro Magno y a toda Grecia a la conquista de Asia. *** La llamada de Urbano II, la orden de movilización europea de 1095, llegaba en su momento oportuno. Si hubiera sido lanzada algunos años antes, si los ejércitos de la cruzada hubieran alcanzado Asia no en 1097, como iban a hacerlo, sino siete u ocho años antes, cuando el gran imperio turco unitario de los seldyucíes estaba todavía en pie, el éxito habría sido, sin duda, mucho menos seguro. Pero en el momento en que Urbano levantaba a Europa contra Asia, el sultán seldyucí Melik-Chah acababa de morir (15 de noviembre de 1092) y su imperio, como en otro tiempo el imperio de Carlomagno, había sido repartido, en medio de extenuantes luchas de familia, entre sus hijos, sus sobrinos y sus primos. Los hijos del gran sultán solo habían conservado Persia, cuyas provincias seguirían disputándose todavía durante varios años. Sus sobrinos –dos hermanos también enemigos entre sí– se habían hecho reyes de Siria, el primero en Alepo, el segundo en Damasco. Y Asia Menor, desde Nicea a Iconio, formaba un cuarto reino turco bajo un segundón seldyucí. Todos estos príncipes, a pesar de su parentesco, estaban demasiado divididos entre sí para formar un bloque contra un peligro exterior. Llega la cruzada, se enfrentan a ella aisladamente y, en vez de ayudarse a tiempo, se hacen derrotar uno tras otro. Sin duda, Urbano II no conocía los detalles de todas esas disputas, pero estaba informado por los peregrinos y no podía ignorar lo principal de ellas. En todo caso, hay que reconocer que, para la realización de su gran proyecto, la hora se presentaba especialmente oportuna. Al sobrevenir en un Islam en pleno desconcierto, en medio de una disolución del imperio, la cruzada se iba a beneficiar de las mismas ventajas que en otro tiempo aprovecharon en Occidente las invasiones normandas en plena decadencia carolingia. *** ¿Con qué colaboración podía contar inmediatamente Urbano II? No pudiendo abandonar Roma para ponerse él mismo al frente de la cruzada, pensó 8
para dirigirla en un prelado que, habiendo hecho la peregrinación a Tierra Santa, conocía bien la cuestión de Oriente: el obispo de Puy Adhemar de Monteil; elección excelente, pues la gran prudencia de Adhemar, como veremos, iba a mantener la cohesión indispensable entre tantos señores feudales tumultuosos. Junto a los consejos de Adhemar, la experiencia cluniciense del papa le hizo poner los ojos en los barones franceses del Midi, que habían ya hecho la guerra santa en España. Entre ellos se encontraba el conde de Toulouse Raimundo de Saint-Gilles, que en 1087 había tomado parte en la expedición contra Tudela. La piedad de Raimundo, su deferencia hacia las autoridades eclesiásticas, le hicieron responder con fervor a la llamada del pontífice. Después de la asamblea de Clermont, Urbano se hospedó en su casa, en el condado de Toulouse, desde mayo a julio de 1096, y un último concilio tenido en Nimes concluyó la obra empezada en Clermont. Con esto, como acabamos de decir, la cruzada empalmaba con la reconquista. Al mismo tiempo que con los barones del Midi francés, ya acostumbrados a luchar contra los moros en España, Urbano II podía contar con los normandos de las Dos Sicilias, amigos suyos desde hacía tiempo, pues en ellos había encontrado refugio antaño durante su lucha contra el imperio germánico. La historia del establecimiento de estos asombrosos aventureros en Italia meridional desde hacía más de un siglo no había sido, en definitiva y en muchos aspectos, más que una cruzada anticipada, cruzada tan llena de provechos como de heroísmo, pues conquistaron el país tanto contra los árabes como contra los bizantinos. Y hasta muy recientemente todavía, en 1072, el jefe normando Roberto Guiscard no había conseguido expulsar de Palermo a los últimos árabes. Así pues, estos normandos representaban la vanguardia de la latinidad contra el infiel y contra el hereje griego al mismo tiempo. Por lo demás, ya habían atravesado el canal de Otranto con el fin de perseguir al bizantino hasta los Balcanes, antes de rechazar a los árabes a Asia. De 1081 a 1085, Roberto Guiscard y su hijo Bohemundo llevaron la guerra a pleno territorio bizantino, conquistaron una parte del Espiro y de Macedonia y llegaron con sus armas desde Durazno hasta las tierras de Salónica. La muerte de Roberto provocó su retirada, pero Urbano II halló en ellos unos auxiliares dispuestos a partir. Para Bohemundo, heredero del sueño oriental de su padre Roberto Guiscard, la cruzada, a la que se va a unir gozosamente, no será más que volver a emprender, bajo un pretexto piadoso, la expedición fallida en 1081. Urbano II encontraba en Italia otros apoyos ya previstos: Pisa y Génova. La vida de estas dos comunas marítimas consistía desde hacía dos siglos en una lucha diaria contra las flotas árabes. Pisa había sido saqueada dos veces, en 1004 y 1011, por los corsarios árabes. Ayudados por los genoveses, los pisanos habían reaccionado enérgicamente. En 1015 rechazaron a los árabes de Cerdeña. En 1087, a una señal dada por el papa Víctor III, predecesor de Urbano II, sus escuadras unidas a las de Génova se dirigieron contra
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Túnez. Pisanos y genoveses tomaron entonces Mehdia, la capital de Túnez, donde liberaron una multitud de cautivos cristianos. Ya veremos el apoyo decisivo que las flotas pisanas, genovesas y venecianas prestarán a la cruzada, cuyos ejércitos avituallarían en la costa de Siria, y a los que ayudarían a conquistar los puertos. Urbano II, que sin duda comprendía la importancia de este factor, se había hecho acompañar al concilio de Clermont por el arzobispo de Pisa Daimberto, el mismo que cuatro años más tarde conducirá una flota a Siria y será el primer patriarca de Jerusalén liberada. Estas eran las colaboraciones en las que Urbano II pensó inmediatamente para la realización de la cruzada. Según sus primeros cálculos, debería ponerse en movimiento un único ejército, compuesto, sobre todo, por caballeros del Midi de Francia, bajo la dirección de Adhemar de Monteil y de Raimundo de Saint-Gilles. Pero ya la sacudida causada por la predicación de la cruzada iba repercutiendo de unos a otros, sobre todo en la Francia del norte, donde se podía ver cómo se cruzaba el conde de Vermandois Hugo el Grande, hermano del rey de Francia Felipe I, el conde de Normandía Roberto CourteHeuse, hijo de Guillermo el Conquistador, y el conde de Flandes Roberto II. En los futuros Países Bajos, en tierra del Imperio, se cruzaba también el duque de Baja-Lorena, es decir, de Brabante, Godofredo de Bouillon, así como su hermano, que era de dependencia francesa, Balduino de Boulogne. El número de cruzados se hizo pronto tan grande que fue preciso dejarles que se organizaran en cuatro ejércitos diferentes, por grupos regionales. Por otra parte, el entusiasmo de las masas iba a suscitar en ellas un impulso desordenado y, mucho antes de que estuviesen dispuestas las tropas regulares, lanzaron de camino a Constantinopla una cruzada popular a la que ha quedado unido para siempre el nombre de Pedro el Ermitaño. *** Este último movimiento no respondía en absoluto a las miras de Urbano II, cuya actividad muestra un plan bien madurado, un profundo genio político y, al mismo tiempo que una mente enérgica, el sentido innato de la organización; pero no se puede sublevar a Europa, no se agita el rostro del mundo, sin provocar alborotos... Lo que queda en favor de Urbano es, por una parte, la idea de la cruzada, por otra parte, su éxito. Hacia 1090, el Islam turco, después de haber expulsado casi completamente a los bizantinos de Asia, se disponía a pasar a Europa. Diez años más tarde, no solo será liberada Constantinopla, no solo será devuelta al helenismo la mitad de Asia Menor, sino que la Siria marítima y Palestina habrán sido hechas colonias francas. La catástrofe de 1453, que estuvo a punto de haber tenido lugar ya en 1090, será retrasada tres siglos y medio. Y todo ello será la obra querida y consciente de Urbano II. Ante ese gesto del gran papa, que ponía un dique a la riada, el curso del destino será detenido y bruscamente refluirá.
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Capítulo II LA CRUZADA POPULAR PEDRO EL ERMITAÑO
De todos los predicadores que extendieron entre las masas la idea de cruzada, el más conocido es, sin duda, Pedro el Ermitaño. Tal como los cronistas nos lo han descrito, lo vemos de pequeña estatura, delgado, de piel oscura, vestido con un sayo y trasladándose sobre un burro de ciudad en ciudad, de aldea en aldea, instando a las poblaciones a tomar la cruz. Su elocuencia ardiente y ruda removía a las masas y ya entonces su fisonomía era deformada por la leyenda. Incluso se contaba que hacía tiempo había ido en peregrinación al Santo Sepulcro y allí, en un sueño, Jesucristo le había ordenado que se presentara al papa para el asunto de la liberación de Jerusalén. Así, la figura del humilde ermitaño, que en su celo y su entusiasmo se dedicaba con todos sus medios a la realización del proyecto pontificio, sustituía un tanto a la del propio Urbano. El peligro estaba en que su acción sustituyera también a la del papa. Hemos visto que las decisiones de Urbano habían sido bien maduradas, que toda su conducta denotaba un profundo sentido político. Pero hete aquí que, a la voz de Pedro el Ermitaño, las masas populares, hombres, mujeres y niños, sin previa selección de los no combatientes, sin esperar a que Urbano II haya tenido tiempo de organizarlas y encuadrarlas, sin esperar al ejército de los barones, se ponían en marcha hacia Constantinopla. Del Berri, donde Pedro había comenzado su predicación, del Orleanesado, de Champagne y de Lorena donde había continuado, el movimiento alcanzó el Rin. El 12 de abril de 1096, unos quince mil peregrinos llegaron con él a Colonia, pobres gentes que, cada vez que aparecía una ciudad en el horizonte del camino, preguntaban ingenuamente si aquello era Jerusalén. Su prisa por ver la Ciudad Santa era tan grande que muchos de ellos se adelantaron en vanguardia, conducidos por un simple caballero apodado Gautier-Sin-Haber, hasta llegar a Constantinopla, donde esperaron la llegada de sus compañeros. Pedro el Ermitaño, con el grueso de la cruzada, atravesó Alemania, Hungría y el imperio bizantino, pero durante aquella larga marcha no consiguió imponer a los suyos un mínimo de disciplina. Con más caridad que prudencia había aceptado en su tropa a muchos vagabundos, incluso a aventureros y hasta antiguos criminales que, al tomar la cruz, buscaban la remisión de sus culpas. A esos pecadores mal arrepentidos les faltó tiempo para volver a sus malos instintos. Saqueadores fueron, saqueadores volvieron a ser. Así pues, asolaron Semlin en territorio húngaro y Nish en territorio bizantino. Pronto provocaron una reacción severa por parte de las autoridades bizantinas, que hicieron una 12
matanza con muchos miles de ellos y al resto lo mantuvieron bien sujeto durante la bajada de Nish a Constantinopla. Pedro el Ermitaño llegó a Constantinopla el 1 de agosto de 1096. El emperador bizantino Alejo Comneno, que lo recibió en audiencia, le aconsejó con mucha prudencia que no atravesara el Bósforo para combatir a los turcos antes de que llegara la cruzada de los señores. Hizo que los acompañantes de Pedro acamparan junto a las murallas de la gran ciudad y les proporcionó el avituallamiento necesario. Pero también entonces los elementos dudosos admitidos por el demasiado confiado ermitaño no pudieron mantenerse sin saquear. Ante sus excesos, Alejo Comneno, temiendo por la seguridad de su capital, hizo que todos los peregrinos pasasen a Asia, donde les designó como asentamiento, mientras esperaban la llegada de los barones, la plaza fuerte de Kibotos en la orilla meridional del golfo de Nicomedia, cerca de la frontera greco-turca. Por desgracia, una vez estuvieron allí, fue grande para ellos la tentación de comenzar de inmediato la guerra santa. Pedro el Ermitaño y Gautier-sin-Blanca, a quienes la realidad les había enseñado no pocas cosas, intentaron impedir esa locura. Pero ambos se vieron completamente desbordados. El 21 de octubre de 1096, aprovechando una ausencia de Pedro, que había ido a Constantinopla, los peregrinos se lanzaron sobre Nicea, la capital turca. Fue una marcha realizada en el más grande de los desórdenes y que tuvo el epílogo que se podía imaginar. A tres kilómetros de Hersek, los desgraciados peregrinos fueron sorprendidos y asesinados en masa por los turcos. Gautier-Sin-Blanca se contó entre los muertos. De 25.000 hombres, solamente 3.000 pudieron regresar a territorio bizantino. A pesar del lamentable fin de su expedición, Pedro el Ermitaño ha merecido por su celo y por su fe ser una de las figuras populares de la historia de las cruzadas. No se podría decir otro tanto de sus émulos alemanes Volkmar, Gottschalk y Emich de Leisingen. Este último no era más que un caballero-bandido y los tres poseían una singular manera de prepararse para la guerra santa. Antes de partir, Emich se dedicó a hacer una matanza de judíos en Renania. Los obispos renanos tomaron bajo su protección a estos desgraciados y las bandas de Emich asaltaron los obispados de Maguncia y de Worms. Estas abominables actuaciones recibieron el castigo que se merecían. Habiendo continuado los sedicentes peregrinos sus saqueos al atravesar Hungría, el rey de Hungría mandó ejecutar un gran número de ellos y el resto se dispersó. Pero dejemos de lado la espuma levantada por la ola de las cruzadas, para seguir la propia cruzada, la única que merece tal nombre, la de Godofredo de Bouillon y sus émulos.
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Capítulo III LA PRIMERA CRUZADA GODOFREDO DE BOUILLON, RAIMUNDO DE SAINT-GILLES Y BOHEMUNDO
Mientras la cruzada popular, descarriada por jefes incapaces o indignos, concluía con ese lamentable fracaso, la de los barones, organizada en grandes ejércitos regulares, se ponía en marcha hacia Jerusalén. El jefe del primer grupo era el duque de la Baja Lorena, es decir, Brabante, Godofredo de Bouillon. En el momento en que empezaba a precisarse la fisonomía histórica de Francia y la de la futura Bélgica, Godofredo se nos presenta como la primera encarnación de la amistad franco-belga. Su madre era la heredera de los duques de Brabante, mientras que su padre era conde de Boulogne-sur-Mer, en el reino de Francia. Su tipo físico es el de un caballero del Norte. Alto, de amplio tórax y miembros vigorosos, pero de talle delgado y alto, posee los rasgos finos, los cabellos y la barba de un rubio vivo. Guerrero valiente donde los haya, fue él quien en la batalla de Dorilea restablecerá la situación comprometida, llegando cuerpo a tierra con cincuenta caballeros hasta los turcos que hasta ese momento eran victoriosos. Gran cazador como sus primos de las Ardenas, estuvo a punto en Cilicia de ser muerto por un oso enorme al que se enfrentó cuerpo a cuerpo. Su fuerza es asombrosa. Un día, en Siria, unos jeques árabes, para ponerlo a prueba, lo desafían a que decapite de un solo sablazo a un camello adulto y al instante la cabeza del animal rueda a sus pies. Su lealtad es proverbial. Aunque durante mucho tiempo se sintió ofendido por su soberano Enrique IV, emperador de Alemania, le guardó fidelidad frente al anti César suscitado por el papado. Esta obediencia debió de costarle mucho a Godofredo, pues su piedad es ejemplar. Los mismos clérigos de su acompañamiento se quejan de sus interminables oraciones, pues les obligan a tomar fría la cena. En el curso de la cruzada será un peregrino piadoso, lleno de benevolencia, de mansedumbre, de caridad, de humildad cristiana. La tradición, ya lo veremos, nos dice que se negó a ceñir la corona real en aquella Jerusalén donde Jesús llevó una corona de espinas. Y es cierto, también lo veremos, que por respeto a los derechos de la Iglesia sobre la Ciudad Santa se limitará modestamente a recibir el título de Defensor del Santo Sepulcro. Este rey sin corona de Jerusalén mantendrá hasta el final una sencillez de vida legendaria. Los jeques árabes que acudirán a saludarle se quedarán estupefactos al encontrarlo en su tienda sentado en el puro suelo, sin alfombra 15
y sin telas de seda, apoyado en un mal saco de paja. Seguramente que este caballero rubio, que no parece vivir sino para el deber, no ofrece a los ojos del siglo la poderosa personalidad de su hermano Balduino o de Bohemundo de Tarento. Pero no es menos cierto que sus altas cualidades morales iban a permitirle, entre tantos barones de personalidad más acusada, asumir el papel de conciliador y de árbitro, y precisamente este papel es el que, a la hora de la victoria final, será la causa de que lo elijan para la dignidad suprema en la Jerusalén liberada. Ya en la travesía de Hungría se echó de ver la gran prudencia de Godofredo de Bouillon. Los húngaros se hallaban todavía irritados por los saqueos de la cruzada popular. Godofredo se puso al habla con su rey y la marcha del ejército se efectuó sin incidentes. Con los bizantinos, en cuyos dominios se entraba a continuación, las relaciones iban a ser un poco más matizadas, y no solo en razón del foso confesional que separaba a la Iglesia griega de la Iglesia romana. Sin duda, el emperador bizantino Alejo Comneno, uno de los más hábiles políticos de su tiempo, hizo acoger cortésmente en la frontera al ejército de Godofredo y lo avitualló mientras atravesaba su imperio. Incluso cuando algunos de los destacamentos escaparon al control de su jefe y saquearon Selymbria, a orillas del Mármara, al oeste de Constantinopla, el emperador no se encolerizó e invitó a Godofredo a que acampara junto a las murallas de la capital, a donde llegó el 23 de diciembre de 1096. Pero, si Alejo Comneno recibía tan bien a los cruzados era precisamente porque veía en ellos unos auxiliares benévolos que venían a ayudarle a recuperar de los turcos las provincias que había perdido desde Nicea a Antioquía. Los antiguos territorios cristianos que iban a liberar en Asia Menor, en Siria y en Palestina habían formado parte del imperio bizantino, en un pasado lejano, como Jerusalén, o hasta muy recientemente, como Antioquía y Edesa. Toda la política de Alejo Comneno, con sus alternancias de halagos y de apremios hacia los cruzados, no tuvo otro objetivo que enrolar la cruzada a su servicio. Con esa intención exigió de Godofredo de Bouillon inmediatamente el juramento de fidelidad. Godofredo se negó durante mucho tiempo. Príncipe del Sacro Imperio, que había partido por obedecer al papa, no podía ponerse al servicio del gobierno bizantino, casi del cisma griego. Entonces Alejo cortó los suministros a los cruzados y ordenó que fuerzas superiores atacaran su campamento. Godofredo, que no había ido a guerrear contra cristianos, decidió ceder. Aunque le costase mucho, se sacrificaba en interés de la cruzada. Se dirigió solemnemente al palacio de Blachernes y allí, en la gran sala de audiencias, ante el majestuoso emperador, se arrodilló y prestó el juramento requerido. Por anticipado se comprometía a entregar a los bizantinos todos los territorios que pudiera reconquistar al Islam y que antes les habían pertenecido. Entonces, Alejo se inclinó hacia él, lo abrazó y declaró que lo adoptaba. Sellaron esta reconciliación regalos magníficos, entregados por el «padre» al «hijo»: suntuosas vestiduras de gala, tejidos
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preciosos, arquetas llenas de monedas de oro, caballos de gran precio. *** A todo esto, desembarcó en Espiro un segundo ejército de cruzados, el de los normandos de Italia meridional, conducidos por Bohemundo de Tarento. Sabemos que Alejo Comneno conocía demasiado bien a esos cruzados, por haber tenido que mantener contra ellos una guerra terrible de 1081 a 1085. Ese mismo Bohemundo fue quien, quince años antes, con su padre Roberto Guiscard, había invadido el imperio bizantino, conquistado una parte de Macedonia y amenazado directamente a Constantinopla. Grande fue la conmoción en esta ciudad cuando se enteraron de que, bajo pretexto de cruzada, reaparecían esos enemigos hereditarios. Precisamente el itinerario que seguían como cruzados, desde el puerto de desembarco Avlona hasta la alta Macedonia, era el mismo que habían tomado en otro tiempo como invasores. Se comprende la inquietud de los bizantinos, sobre todo si se conoce la personalidad de Bohemundo. Hijo devoto de la Iglesia romana, pero de una ambición ilimitada y enteramente desprovisto de escrúpulos, no es dudoso (los acontecimientos lo probarán) que, en la cruzada, el príncipe normando viera una ocasión de realizar el sueño oriental de sus antecesores. Pues Bohemundo es de la raza de los vikingos que descendieron a finales del siglo IX desde los fiordos de Noruega para instalarse en Normandía y que, desde allí, una vez bautizados y afrancesados, volvieron a partir a la aventura para conquistar las riberas benditas de Nápoles y de Sicilia. Y he aquí que con él la aventura va a reanudarse, más maravillosa aún, hasta las riberas de Asia. Y al servicio de esas ambiciones poseía una gran riqueza de temperamento y una inteligencia sagaz. Soldado épico, conservaba aún el ardor de la fogosidad de los reyes del mar y, como ellos, era de una audacia increíble. Ya desde los primeros combates, Bohemundo se va a manifestar como capitán lleno de recursos, incluso el mejor estratega del ejército. Y por si fuera poco, este noruego enorme está impregnado de astucia siciliana. Con esa doble astucia, la italiana y la normanda, se sentirá tan a gusto frente a los diplomáticos bizantinos como con su espada invencible frente a los turcos. Cuando los bizantinos vieron que llegaba a Constantinopla, temieron que estuviese tramando alguna mala faena contra la ciudad. Eso era conocerle mal. Ciertamente sus ambiciones seguían siendo ilimitadas, pero era demasiado listo para comprometerlas –y con ellas las oportunidades que le ofrecía la cruzada– entregándose ya desde el principio a brutalidades desconsideradas. ¿Qué querían los bizantinos? ¿Satisfacciones protocolarias, seguridades sobre pergamino, juramentos de fidelidad? Se los prodigaría hasta la saciedad. Y nada más llegar a Constantinopla, ante la sorpresa general, mientras que el leal Godofredo de Bouillon había opuesto tanta resistencia a rendir homenaje, a él se le vio trampear sin escrúpulos, aceptar ya de entrada todos los formalismos y 17
promesas deseables, todos los compromisos requeridos, hacerse al instante más bizantino que los bizantinos. ¿Qué podía significar un juramento, con tal de que a ese precio, como vasallo teórico del Basileus, pudiera conseguir un extenso principado en Asia... en Antioquía, por ejemplo? En ese papel inesperado, los bizantinos, en un primer momento desconfiados e incrédulos, lo vieron multiplicarse a su servicio ante los demás cruzados, reclamar para Alejo Comneno el homenaje de los que iban llegando, sobre todo del conde de Toulouse, Raimundo de Saint-Gilles, que a través de Italia del norte, Serbia y Macedonia acababa de llegar en abril de 1097 al cuartel general de los cruzados ante Constantinopla. *** Raimundo de Saint-Gilles es una personalidad bastante compleja. Ya a lo largo de la cruzada tuvo fervientes admiradores y despiadados detractores. Así es que este meridional apasionado, de carácter inquieto y desigual, lleno de nerviosismo, con alternativas de entusiasmo y de desaliento, de ambiciones románticas y de repentinos abandonos, de cambios de humor y de tenacidad final, desafía a todas las definiciones acuñadas. Como soldado será juzgado de manera muy diversa, pues de una batalla a otra su conducta variará mucho. Después de haberse comportado notablemente bien durante la primera cruzada, le fallará el coraje durante la campaña de Anatolia en 1101 y huirá de noche abandonando a su tropa, lo que, con toda seguridad, no habrían hecho ni Godofredo de Bouillon ni Bohemundo. En compensación, después de esta flaqueza, tendrá una conducta admirable en el Líbano, «sitiando Trípoli él solo». Lo que no se puede poner en duda es su fe ardiente y su entrega a la cruzada. Quizá nadie ha hecho un sacrificio como el suyo al cruzarse. Bohemundo y Godofredo iban, cada uno, a conquistar un reino. Pero él, al partir, corría el riesgo de perder uno, ese bello reino de la Francia del Midi, entonces en plena elaboración y que abandonaba a la codicia de sus rivales, los condes de Poitiers. Esta entrega a la idea cristiana sobrevivirá en Raimundo por encima de todas las desilusiones y de todos los rencores. Cuando Jerusalén sea liberada y otro haya sido proclamado jefe en su lugar, él podría regresar tranquilamente a su Languedoc, pues ya había cumplido bien su voto, pero con estoicismo se negará a hacerlo y, aunque privado del fruto de su labor, permanecerá en Siria con el deseo –como él mismo dirá– de seguir cruzado hasta su muerte «siguiendo el ejemplo de Jesucristo, que se negó a descender de la cruz». Es verdad que, al partir en cruzada, su entusiasmo religioso quizá estuviera reforzado por amplias esperanzas temporales. ¿Acaso no fue el primer barón a quien Urbano II le había comunicado sus proyectos? ¿No podía hacer valer por eso una especie de preeminencia entre los otros señores? Pero, conocedor de los hombres, como era Urbano II, sin dejar de apreciar su celo, había temido sin duda que la primacía de un jefe laico 18
provocara celos en los otros barones. Así pues, Raimundo no obtuvo el mando general que ambicionaba, pues la responsabilidad de coordinar las actuaciones de los diferentes jefes de ejército fue confiada por el papa a un dignatario eclesiástico, el prudente arzobispo Ademaro de Monteil. Y Raimundo tuvo el suficiente espíritu de fe para no manifestar ninguna amargura. Por el contrario, la idea católica siguió teniendo en él su más celoso defensor. Cuando, a su llegada a Constantinopla, fue invitado a prestar homenaje y a abandonar sus conquistas eventuales a Alejo Comneno, se negó en rotundo. Su fe romana se rebelaba como se sublevaba su orgullo de barón francés: Tierra Santa, una vez liberada gracias a la iniciativa de Urbano II, tendría que pertenecer al papado, no al soberano cismático. El único juramento que se pudo conseguir de Raimundo fue la promesa de respetar la vida y los bienes del emperador. Ya habían llegado a Constantinopla otros grupos, principalmente franceses de la lengua de oíl. El conde Hugo de Vermandois, hermano del rey de Francia Felipe I, los había precedido. Este gran señor, que sabía apreciar la magnificencia de la hospitalidad imperial, intervino eficazmente cerca de sus compañeros en favor del acuerdo francobizantino. Pero después de haberse comportado notablemente bien junto a Antioquía, se cansó de la campaña y regresó a Francia antes de la toma de Jerusalén. El conde de Blois se cansará todavía más pronto de la guerra, pero no tardará en rehabilitarse de esta debilidad regresando a Tierra Santa para encontrar en ella la muerte de un héroe. Por el contrario, el conde de Normandía Roberto Courte-Heuse, hijo de Guillermo el Conquistador, y el conde Roberto II de Flandes seguirán en la expedición hasta el final, mostrando sin interrupción las más sólidas virtudes militares. Como vemos, el ejército de la cruzada, formado por contingentes de la Francia del norte y de la Francia del Midi, de la Bélgica flamenca y de la Bélgica valona, del Sacro Imperio y del reino normando de las Dos Sicilias, era un ejército internacional. Como denominación común, los cruzados adoptaron el nombre de Francos, dando a esta palabra el sentido que tuvo en tiempos de la unidad carolingia, cuando la Galia, Germania e Italia no formaban más que un solo imperio bajo la égida de la Iglesia romana. *** Una vez que pasaron a Asia Menor, los cruzados, conforme al pacto establecido con el emperador Alejo Comneno, empezaron la guerra santa asediando en mayo de 1097, y de concierto con los bizantinos, la ciudad de Nicea. Se trataba de un objetivo obligado: Nicea, que dieciséis años antes había sido arrebatada al imperio bizantino por los turcos, quedó desde entonces como capital del sultanato seldyucí de Anatolia, cuyo poderío se extendía desde allí hasta el Taurus y que había que atravesar de parte a parte para llegar a Siria. La colaboración de la «furia franca» con las máquinas de asedio bizantinas, la 19
aparición de una flotilla también bizantina en las aguas del lago Ascanios para tomar la ciudad por retaguardia, obligaron a los defensores de Nicea a capitular. En el momento preciso en que el ejército franco se preparaba para dar el asalto final, los jefes turcos rindieron la plaza a los bizantinos (26 de junio de 1097). Al ver que de pronto los estandartes bizantinos flameaban en las murallas, muchos cruzados, como Raimundo de Saint-Gilles, manifestaron una viva decepción: ¡vieron frustrada su victoria! Pero hay que reconocer que la entrega de Nicea a los bizantinos era conforme a las estipulaciones del acuerdo de Constantinopla. Después de la caída de Nicea, los cruzados emprendieron la travesía de Asia Menor siguiendo una diagonal orientada de noroeste a sudeste, el camino más corto para llegar por tierra desde los Estrechos a Siria (el camino que todavía hoy sigue el OrientExpress). Travesía dificultosa. La planicie anatolia en la que se introducían es una zona de estepas resecas que desembocan, hacia su mitad, en un desierto salino en el que la cuestión de avituallamiento siempre ha sido difícil. Para enfrentarse con ello, el ejército se dividió en dos secciones, la primera emprendió la marcha con Bohemundo, su sobrino Tancredo y Roberto Courte-Heuse, la segunda con Godofredo de Bouillon y Raimundo de Saint-Gilles. Los turcos de Asia Menor, que habían concentrado sus fuerzas bajo las órdenes de su sultán, el seldyucí Qilidj Arslan, intentaron aprovecharse de esta división. Por la mañana del 1 de julio, a la altura de Dorilea, la actual Eski-chehir, cayeron en masa sobre el cuerpo del ejército de Bohemundo. El ataque fue tan repentino que Bohemundo, sorprendido en plena marcha, no tuvo tiempo más que de agrupar apresuradamente a su ejército para resistir las cargas de la caballería turca que ya lo rodeaba por todas partes. Siguiendo la táctica de sus ancestros nómadas, los escuadrones turcos se acercaban a la distancia de tiro, vaciaban sus aljabas y luego daban media vuelta y cedían su puesto a otras bandas de arqueros montados. En vano los francos, que eran diezmados por esta granizada de flechas, cargaban contra el adversario, que evitaba el contacto y se escabullía siempre. Cuando el ejército normando empezó a estar visiblemente agotado, los turcos desenvainaron y cargaron contra ellos. Los normandos, rechazados hasta donde se hallaba su propio convoy, buscaron resguardo en él como pudieron, resistiendo con una tenacidad feroz... ¿Iría a terminar la cruzada en un desastre ya desde el primer encontronazo? Pero Bohemundo, antes de ser rodeado, había tenido tiempo de avisar del peligro en que se hallaba a la otra división franca. A su llamada, los jefes de esta se precipitaron en su auxilio. Godofredo de Bouillon llegó el primero con solo cincuenta caballeros; el resto de los brabanzones lo seguían al galope. Casi al mismo tiempo aparecieron en el campo de batalla Hugo de Vermandois, luego el legado Ademaro de Monteil y Raimundo de Saint-Gilles. A las dos de la tarde, todos intervenían en la batalla. La llegada de estas masas francas cambió desde el punto de vista táctico la resolución de la jornada; pero
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además Ademaro de Monteil, resguardándose de una línea de ataque, desembocó a la izquierda sobre el flanco de los turcos. Ese movimiento fue imitado en el ala derecha por Godofredo de Bouillon, el conde de Flandes y Hugo de Vermandois, que también empezaron a desbordar al ejército turco por ese lado. Ante el peligro de verse cercados, triturados bajo la carga furiosa de la pesada caballería cristiana, los turcos emprendieron la fuga sin ni siquiera tener tiempo para poner a salvo las riquezas de su jefe. «Huyeron a través de los desfiladeros, las montañas y las llanuras y nosotros tomamos sus tiendas con un botín considerable, oro y plata, ganado y camellos». La batalla de Dorileo resolvió para más de un siglo la cuestión de fuerza en el Próximo Oriente. Desde el día de Mazalguerd y la captura de un emperador bizantino por un sultán turco en 1071, el poderío turco dominaba el Oriente. El día 1 de julio de 1097 anunciaba al mundo que una nueva fuerza se había levantado, la fuerza franca, que a partir de entonces prevalecería. A este respecto, la jornada de Dorileo, eliminando la de Mazalguerd, reviste para la historia de Asia una importancia tan grande como las jornadas de Gránico o de Arbelas. Van a transcurrir dos siglos de hegemonía europea en Levante, dos siglos durante los cuales el avance turco retrocederá no solo ante la conquista franca en Siria y en Palestina, sino también ante la reconquista bizantina en Asia Menor. Hay que hacer una observación interesante: los francos y los turcos, la raza militar de Occidente y la raza militar de Asia, aprendieron a estimarse a partir de este primer encuentro. Con relación a esto, el cronista de las Gesta Francorum nos expresa las impresiones que él mismo vivió: «Hay que reconocer las virtudes militares y la valentía de los turcos. Creían que nos iban a asustar con sus granizadas de flechas, como habían asustado a los árabes, los armenios, los sirios y los griegos. Pero, con la gracia de Dios, no prevalecerán sobre nosotros. La verdad es que ellos, por su parte, también reconocen que nadie, aparte de los francos y de ellos mismos, tiene derecho a llamarse caballero». Después de haber vencido a los hombres, había que triunfar sobre las dificultades que ofrecía la tierra, aquella estepa de Antatolia cortada por ásperas montañas y en la que el agua casi no aparece sino en forma de ciénagas. Estaban en pleno mes de julio, con una temperatura media de 26 grados. Los turcos habían hecho un desierto delante del ejército franco. Su capital principal, después de la caída de Nicea, era la ciudad de Iconio, la actual Qonya. Los francos contaban con recobrar fuerzas en ella: la encontraron evacuada, sin avituallamiento de ninguna clase. Por lo menos, después de dejar atrás Eregli, se penetraba en una zona menos desértica, a medida que se acercaban a las potentes cadenas arboladas del Taurus y del Anti-Taurus. Pero también es cierto que la travesía de esas gargantas, en medio de aquellas «montañas diabólicas», opuso al ejército dificultades de otro orden. En ese punto de su itinerario (estaban a mitad de septiembre) y para hacer la marcha más cómodamente, el ejército se dividió. Tancredo,
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sobrino de Bohemundo, y Balduino de Boulogne, hermano de Godofredo de Bouillon, bajaron con un destacamento hasta la llanura de Cilicia, mientras que el grueso de la cruzada rodeaba el Anti-Taurus por el nordeste atravesando la región montañosa de Cesarea, en la antigua Capadocia. Y en ambas direcciones los francos encontraban aliados inesperados: los armenios. A raíz de la conquista de la Gran Armenia por los turcos en el tercer cuarto del siglo XI, una parte de la población armenia, huyendo de la dominación musulmana, se había retirado a la Capadocia, la Cilicia, y hasta la región de Edesa, en Djeziré, al nordeste de Siria. Si bien en la llanura de Cilicia y en Capadocia esa inmigración armenia no había podido impedir que el país padeciera la dominación turca, hubo enérgicos jefes armenios que se establecieron sólidamente en los nidos de águila del Taurus, como asimismo en Melitene, la actual Malatya, y hasta en Edesa, la actual Orfa, en donde, por un prodigio de habilidad tanto como de valentía, habían mantenido al mismo tiempo su fe cristiana y su independencia política. La llegada de los cruzados traería a esos cristianos heroicos una ayuda inesperada. Y recíprocamente, la cruzada iba a encontrar en los armenios una ayuda inapreciable, no solo porque para ella constituían unos aliados naturales contra los turcos –aliados que conocían bien el país, capaces de proporcionar a los francos unas informaciones de primer orden–, sino también porque, entre todas las cristiandades orientales, los montañeses armenios representaban el elemento militar más sólido. Tancredo y Balduino fueron los primeros que, al llegar a Cilicia, pudieron aprovechar esta colaboración. La población armenia de Tarso estableció contactos con ellos contra la guarnición turca, la cual, presa de pánico, evacuó la plaza. Asimismo, fueron los armenios quienes acogieron a Tancredo en Adana y le abrieron las puertas de Mamistra, la actual Missis (septiembre de 1097). Por desgracia, Balduino y él disputaron por la posesión de Cilicia y su discordia impidió la ocupación efectiva de esa provincia. Mientras tanto, el resto de los cruzados rodeaban por el nordeste el macizo del AntiTaurus hasta Cesarea, desde donde descendieron a Marach, acogidos en todas partes con emocionante entusiasmo por el elemento armenio. El 16 de octubre abandonaron Marach para internarse en Siria. El 21, Bohemundo, lanzado en vanguardia, llegaba ante Antioquía. *** Cuando llegaron los cruzados, Antioquía pertenecía al emir turco Yaghi Siyan, que era vasallo del rey seldyucí de Alepo, Reduán. Si este se hubiera resuelto a auxiliar a su vasallo, si él mismo se hubiera visto secundado por los otros príncipes seldyucíes, parientes suyos, que reinaban en Damasco y en Persia, la tarea de los invasores habría sido, sin duda, muy difícil. La Antioquía medieval era una de las plazas más fuertes de Oriente, con sus cuatrocientas torres o bastiones y su inmensas murallas, protegida al 22
oeste por el curso del Orontes, al este por el macizo de Silpios, al norte por una serie de pantanos. Era tan grande la extensión del recinto que los cruzados renunciaron a emprender el bloqueo efectivo. Al principio se contentaron con vigilar el sector noroeste frente al cual establecieron su campamento. Así es que la guarnición podía comunicarse libremente por el lado de la montaña con la Siria musulmana y, desde allí, abastecer la ciudad, mientras que el campamento cristiano empezaba a padecer carestía. Afortunadamente para los sitiadores, los turcos estaban paralizados por sus disputas. El emir de Antioquía, Yaghi Sirvan seguía en malos términos con su vecino y soberano, el rey Reduán de Alepo; además, este último estaba peleado con su propio hermano, el rey Duqaq de Damasco. El resultado fue que los defensores naturales de la ciudad sitiada no supieron entenderse para socorrerla. Los damascenos fueron los primeros que se pusieron en movimiento, pero tropezaron con una fuerte patrulla cristiana que daba una batida por el campo bajo las órdenes de Bohemundo y del conde de Flandes, y fueron rechazados. Un mes más tarde, los alepinos intentaron a su vez liberar Antioquía. Bohemundo fue a esperarles entre el Orontes y el lago de Antioquía, posición muy bien escogida para impedir que los arqueros montados turcos pudieran desplegarse y entregarse a su habitual remolino. Obligados a aceptar el cuerpo a cuerpo en un espacio reducido, los turcos fueron aplastados bajo la pesada caballería franca. A pesar de estos éxitos, la escasez en el campamento cristiano se agravaba, desmoralizando a las tropas. La deserción y la enfermedad diezmaba las filas. Entonces fue cuando Bohemundo se impuso como el hombre fuerte, el único capaz de tomar el ejército en sus manos. Habiendo puesto sus miras en Antioquía, tenía mayor empeño que nadie por tomar la ciudad. Pero antes de dar de sí todo lo que podía, deseaba arrancar a los otros barones una promesa en debida forma concerniente a su futura conquista. En los peores días del asedio, cuando cada uno de los otros se había acostumbrado a considerarlo como el alma del ejército, el astuto jefe normando anunció de repente su intención de regresar a Europa. Decía que estaba viendo morir a sus gentes y a sus caballos y que no era lo bastante rico para soportar los gastos de una larga campaña. Esta disimulada amenaza produjo el efecto esperado. Dejar que se marchara un hombre como Bohemundo en la situación crítica en que se hallaba el ejército era, para los barones, entregar la cruzada al fracaso. Para retenerlo, y a pesar de la oposición de Raimundo de Saint-Gilles, la mayor parte le dio a entender que en cuanto Antioquía fuera tomada le cederían la posesión. Él no esperaba más que estas palabras. Se quedó, aportando desde entonces a la toma de Antioquía un ardor personal que triunfaría sobre todos los obstáculos. No obstante, en ese marco, una sombra subsistía para él: los derechos superiores del imperio bizantino. Según los términos del pacto de Constantinopla, los francos se habían comprometido a entregar Antioquía al emperador en cuanto arrojaran de ella a los turcos.
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La presencia de una división imperial en el ejército sitiador era como un recordatorio permanente de esa promesa. Un vez más, Bohemundo recurrió a la astucia. Se dio a valer como el mejor amigo de los oficiales bizantinos y les fue a precaver con gran misterio de un pretendido complot urdido contra ellos entre los francos. El comandante bizantino se asustó y, muy agradecido a Bohemundo, partió precipitadamente con su tropa. En cuanto desaparecieron, Bohemundo soliviantó al ejército franco contra esa «defección»: los bizantinos se habían «deshonrado» y, habiendo «traicionado a la Cristiandad», los cruzados estaban desligados de sus juramentos hacia el imperio. Así pues, la hipoteca imperial sobre Antioquía fue levantada para mejor provecho del gozoso jefe normando. Por lo demás, este hombre se nos presenta como un excepcional desenfadado. Algunas de sus estratagemas tienen las trazas de bromas enormes, aunque un poco rudas. Espías musulmanes, disfrazados de armenios, infestaban el ejército franco. No se sabía cómo librarse de ellos. Bohemundo se encargó. Una noche, a la hora de la cena, rogó a sus cocineros que le preparasen un lote de prisioneros turcos. «Se les cortó el gaznate – dice el cronista–, se les ensartó en un espetón y se les preparó para asarlos». A quien le preguntaba acerca de esos extraños preparativos, Bohemundo, como la cosa más natural del mundo, le respondía que se mejoraría el rancho del estado mayor si se ensartaba a los espías. El campamento entero acudió para comprobar aquello. Nada había más cierto: los turcos, debidamente untados de grasa, se tostaban en un gran fuego. Al día siguiente, todos los espías, horrorizados, habían desaparecido sin pedir su soldada. Aparte de estos juegos de humor un tanto feroz, los cruzados emprendieron una política musulmana muy hábil y flexible. La situación se prestaba a ello. El Islam estaba entonces dividido en dos obediencias religiosas, en dos «papados» enemigos: el califato abasida de Bagdad y el califato fatimita de El Cairo. El primero era reconocido por los turcos, dueños, como hemos visto, de Asia anterior; el segundo, por el reino árabe de Egipto. Este «gran cisma» religioso se agravaba, pues, con una sorda oposición de raza, árabes contra turcos, África musulmana contra Asia musulmana. Uno de los principales puntos del litigio entre esos dos adversarios era Palestina. El gobierno egipcio no perdonaba a los turcos el haberle arrebatado esa provincia. Cuando los vio enfrentados con la invasión franca en el frente de Antioquía, estimó que era momento propicio para atacarlos por la retaguardia del istmo de Suez y recuperar de ellos aquella zona codiciada. Eso era, con toda evidencia, una traición al Islam, pero el puesto de gran visir en El Cairo estaba ocupado por un armenio convertido, cuyo celo musulmán era naturalmente bastante tibio. Ese renegado se daba cuenta perfectamente del entusiasmo religioso que impulsaba a los cruzados hacia Jerusalén. Envió una embajada a los cruzados ante Antioquía para proponerles una alianza tácita con reparto de las posesiones turcas de Siria y de Palestina: a los francos, Antioquía y Siria; a los egipcios, Jerusalén y Palestina.
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Los cruzados se guardaron bien de rechazar la proposición. Aunque, por supuesto, Jerusalén seguía siendo su objetivo esencial, ofrecieron un gran recibimiento a los embajadores y los alentaron en sus propósitos. Lo principal era favorecer las divisiones en el seno del Islam y, mientras Antioquía no fuese tomada, desmoralizar a los turcos con una oportuna distracción egipcia hacia el lado de Judea. Graciosamente, los jefes cruzados ofrecieron a la embajada egipcia trescientas cabezas de turcos asesinados junto al lago de Antioquía: regalos sin importancia para cimentar la alianza. Entonces los egipcios ya no dudaron. Atacaron a los turcos en Palestina y, en agosto de ese mismo año (26 de agosto de 1098), les arrebataron Jerusalén. No obstante, para acabar con Antioquía, los cruzados tenían que transformar aquel asedio a trozos en un bloqueo efectivo. Una escuadra genovesa, que traía por fin material de asedio, acababa de fondear en la desembocadura del Orontes. Bohemundo y Raimundo de Saint-Gilles fueron a ponerse en contacto con ella, pero la guarnición de Antioquía aprovechó su alejamiento para intentar por sorpresa una salida mortífera contra el campamento. El pánico se extendió entre los defensores del campamento: se decía que habían matado a los compañeros de Bohemundo y de Saint-Gilles. Godofredo de Bouillon estuvo admirable: «Señores, si esos rumores son verdaderos, si esos perros desleales han matado a nuestros compañeros, no nos queda más que morir como ellos, como buenos cristianos y gente de honor. Pero, si Jesucristo quiere que le sigamos sirviendo, venguemos el asesinato de esos bravos». Y uniendo el ejemplo a la palabra, se lanzó contra los turcos y los arrojó al río. El cronista nos dice que, en esa misma pelea, Godofredo «realizó una proeza de la que se hablará siempre»: de un solo mandoble partió en dos por la cintura a un turco. «El busto cayó en tierra, mientras que las caderas y las piernas siguieron agarradas al caballo, que se alejó al galope». La llegada del material de asedio permitió construir alrededor de Antioquía un cierto número de bastiones gracias a los cuales el bloqueo se hizo efectivo. Fue entonces cuando Bohemundo recibió personalmente y en gran secreto las proposiciones de un habitante de Antioquía, un renegado armenio llamado Firuz que, habiendo sido ultrajado por los turcos, se ofreció para introducir a los francos. Bohemundo se alegró mucho, pero no olvidó sus ambiciones personales. Reunió a los otros barones y les anunció fríamente que tenía el medio de hacer que Antioquía les fuera entregada, con la condición de que todos, de una vez para siempre, le hiciesen antes solemnemente entrega de sus derechos sobre la ciudad: «Si rechazáis esa condición, buscad otro medio de tomar Antioquía: gustosamente entregaré mi parte a quien lo consiga». Este discurso, lleno de ironía socarrona, tenía tanto más mordiente cuanto que se enteraron de que se acercaba un inmenso ejército turco. Si llegaba antes de la caída de la ciudad, los cruzados estaban perdidos. La oferta de Bohemundo representaba para ellos la última oportunidad de salvación. Los más recalcitrantes aceptaron.
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Bohemundo, de acuerdo con el misterioso Firuz, organizó entonces todos los detalles del golpe de mano. El 2 de junio por la tarde engañaron a los sitiados fingiendo una demostración por el lado del río y después de ello el ejército se reagrupó por la noche ante la torre del monte Silpios, donde Firuz esperaba a Bohemundo. Un poco antes de las cuatro de la madrugada empezó la escalada de la torre. Todas las torres vecinas fueron igualmente ocupadas a tientas en la dudosa media luz que precede al alba. Cuando se hizo de día, los francos, corriendo cuesta abajo por las pendientes del Silpios, se precipitaron en masa a través de la ciudad, acogidos como liberadores por el elemento armenio, griego y sirio de la población, que se unió a ellos para hacer una matanza de turcos. En cuanto al emir Yaghi Siyan, al ver flotar en la muralla el estandarte púrpura de Bohemundo, perdió su valentía y huyó a través de los campos, se cayó del caballo y se rompió una pierna. Un armenio acabó con él. Antioquía estaba tomada, pero por poco tiempo. A la mañana siguiente, el gran ejército turco enviado por los seldyucíes de Persia y capitaneado por Kurbuqa, emir de Mosul, aparecía por el Orontes. La situación de los francos era trágica. De sitiadores se habían convertido en asediados, ahora se encontraban bloqueados en Antioquía por los turcos, que no dejaban pasar ningún abastecimiento. El hambre en la ciudad se hacía atroz. «Quien encontraba un perro muerto o un gato se lo comía como si fuera una delicia». Lo peor era que, extenuados por la falta de alimento, los francos descuidaban la vigilancia de las murallas. El único que permanecía inquebrantable con un rigor furioso era Bohemundo. Por la noche, a la luz de las antorchas, batía las calles para sorprender a los desertores y a los traidores. Los soldados, que se caían de inanición y de cansancio, permanecían postrados en las casas en vez de ir a las murallas. Una noche de alerta, para obligarlos a incorporarse a sus puestos de guardia, el terrible jefe normando no dudó en prender fuego a la ciudad. Ante las llamas amenazadoras, los desgraciados no tuvieron más remedio que salir en masa a las calles; allí encontraron a Bohemundo que, empuñando la espada, los empujaba hacia las almenas. Muchos barrios estaban incendiados, pero el asalto de los turcos fue detenido en seco. Sin embargo, para elevar la moral del ejército, se necesitaba un milagro. El milagro se produjo. Fue el descubrimiento de la Santa Lanza. Después de haber tenido una visión, un peregrino provenzal, Pierre Barthelemy, la exhumó de debajo de las losas de una de las iglesias de Antioquía. Los francos, que ayer apenas si eran capaces de defenderse detrás de las murallas, se sintieron de pronto animados por un ardor tal que pasaron a la ofensiva. Al amanecer del 28 de junio, Bohemundo mandó que el ejército saliera ante la puerta del puente y empezó a desplegarlo en la llanura. Si Kurbuqa lo hubiera atacado mientras que esta operación se estaba realizando, las cosas se habrían puesto feas. Pero el capitán turco, en su fatuidad, prefirió habérselas con todo el ejército franco para
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destruirlo de un solo golpe. Bohemundo, feliz al ver este error, tuvo tiempo de disponer metódicamente sus escuadrones. El primer cuerpo estaba constituido por los franceses y los flamencos con Hugo de Vermandois y el conde Roberto; el segundo, por los brabanzones con Godofredo de Bouillon; el tercero, por los caballeros de Normandía con Roberto CourteHeuse; el cuarto, por los franceses del Midi con Ademaro de Monteil, y el quinto, por los normandos de Italia con Tancredo y el propio Bohemundo. Cada vez más falto de inspiración, Kurbuqa, en vez de recurrir a la habitual táctica turca de hostigamiento por medio de remolinos de arqueros a caballo, esperó la carga masiva de los caballeros cubiertos de hierro que lo aplastaron todo. Por un momento creyó que iba a restablecer la situación desbordando al ejército franco. Bohemundo, adivinando su intención, destacó de entre las tropas normandas y brabanzonas un sexto cuerpo, que, al galope, atacó al ejército turco por la retaguardia. Entonces la derrota de los turcos fue general. Kurbuqa huyó a rienda suelta hasta Alepo, luego hasta Mosul. Para no darle al ejército turco tiempo para escapar también, Bohemundo, sin permitir que los cruzados pillaran el campo enemigo, se los llevó a perseguir a los fugitivos en un acoso sin remisión. Solo cuando regresaron de esta furiosa cabalgada soltó a los suyos para que saquearan las tiendas turcas. El botín fue enorme. *** La derrota de los turcos, que decidió definitivamente la conquista de Antioquía por los francos, tuvo lugar, como hemos visto, el 28 de junio de 1098. Pero hasta el 13 de enero de 1099, los cruzados no volvieron a emprender su marcha hacia Jerusalén. Se ha censurado este largo estancamiento. En realidad, el ejército, agotado por tantas pruebas, tenía necesidad de rehacerse. Además, se reanudaron las disputas por la posesión de Jerusalén. Si bien los otros jefes cruzados, conforme a sus promesas, habían entregado sin poner dificultades a Bohemundo los diferentes sectores de la ciudad ocupados por sus tropas, si bien el leal Godofredo veía natural que el jefe normando, después de los servicios rendidos, fuese príncipe de Antioquía, Raimundo de Saint-Gilles se negaba a desprenderse del barrio en el que los tolosanos se habían instalado. En diversas ocasiones, tolosanos y normandos estuvieron a punto de llegar a las manos. Estas disensiones paralizaban la cruzada. El ejército llevaba ya mucho tiempo descansando, pero los días pasaban y los barones seguían peleándose. Después de Antioquía, se trataba ahora de Maaret en-Noman, otra plaza siria que acababa de ser tomada y cuya posesión se disputaban Bohemundo y Saint-Gilles. Ante tales muestras de codicia feudal, la masa de los peregrinos acabó por sublevarse. ¿Habían tomado la cruz a la llamada del papa para engordar con nuevos feudos a los barones o para liberar el sepulcro del Señor? El 5 de enero de 1099 estalló en Maaret en-Noman una verdadera 27
revuelta. El cronista nos ha transmitido con frases impresionantes la indignación de aquellos «pobres», de aquella «gente sencilla» que eran los únicos que conservaban el ideal de los primeros días: «¡Qué pasa! ¡Peleas a propósito de Antioquía, peleas a propósito de Marra! ¡En cada plaza que Dios nos entrega, luchas entre nuestros príncipes! ¡En cuanto a Marra, suprimamos el objeto del litigio arrasando la ciudad!». De inmediato, a pesar de los oficiales del conde de Toulouse, los peregrinos se lanzan contra la ciudad y la destrozan. Esta santa indignación alcanzó su objetivo. El 13 de enero, Raimundo de Saint-Gilles, vivamente conmovido por aquella apelación al juramento de Clermont y para dejar claro que él reemprendía la peregrinación interrumpida, salió de Maaret en-Noman, andando descalzo por la ruta del sur... la ruta de Jerusalén. Con su movilidad característicamente meridional, pasaba ahora de los peores enredos feudales al más ardiente celo religioso. Además, el papel de un jefe de masas, que comulgaba con ellas en un mismo ideal, complacía a su temperamento. Y por si fuera poco, su ambición, decepcionada ante Antioquía, veía ventajas en ellos, pues su imaginación ya se desbordaba. Bohemundo, en su rapacidad normanda, se negaba a seguir la cruzada para no correr el riesgo de perder Antioquía. El propio Godofredo de Bouillon, harto de todas estas peleas para las que no estaba hecho, se había retirado a Edesa con su hermano Balduino y Roberto de Flandes. Esta ausencia de sus compañeros le venía de maravilla al conde de Toulouse. Ya se veía entrando, como único jefe de los cruzados, en Jerusalén y gozando de una gloria inmortal. La marcha de los cruzados de Maaret en-Noman a Jerusalén fue relativamente cómoda. El país estaba dividido entre pequeños emires árabes que, no pudiendo hacer frente al ejército franco, procuraron atraerse su benevolencia contribuyendo a su avituallamiento. Ése fue el caso en Chaizar y en Trípoli, lo cual no impidió, de todas maneras, que estallaran disputas a propósito de diversas plazas secundarias del Emirato de Trípoli. Estos hechos bélicos llevaron consigo un provecho imprevisto. Godofredo de Bouillon y el conde de Flandes, al enterarse de que había una batalla, se unieron a ella inmediatamente. Llegaron a punto, pues he aquí que Saint-Gilles, en aquella hermosa riviera libanesa donde acababa de ocupar Tortosa, se sentía de nuevo embargado por sus ambiciones territoriales. A duras penas, Godofredo lo apartó de la conquista del Líbano y le hizo reemprender juntos, a lo largo de la cornisa fenicia, la marcha hacia Jerusalén. Ante Beirut, ante Tiro, ante San Juan de Acre, los emires locales, a quienes la proximidad de los cruzados aterraba, les suministraron sin poner dificultades los abastecimientos necesarios. Entre Arsuf y Jaffa abandonaron la costa para tomar, a través de la árida altiplanicie de Judea, la pista que sube hacia Jerusalén. Gastón de Bearn y Roberto de Flandes, destacados como exploradores, entraron los primeros en Ramla
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evacuada por los musulmanes. A la altura de Emaús, Godofredo de Bouillon envió a su primo, Balduino del Bourg, y a Tancredo con cien caballeros, para que se introdujeran en cuña sobre Belén. Después de haber galopado durante toda la noche, la pequeña tropa llegó a Belén al amanecer. Cuando los cristianos indígenas reconocieron a los francos, se produjo una explosión de alegría. Todos, tanto los de rito griego como los de rito siriaco, salieron en procesión con sus cruces y sus evangelios, entonando salmos triunfales para acoger a los liberadores llegados del fondo de Occidente. ¡Por fin había resplandecido el día ansiado del triunfo de la cruz sobre la media luna! Toda aquella pobre gente, después de más de cuatro siglos de opresión, besaba llorando las manos de los rudos caballeros. Conducidos por un pueblo en fiesta, Tancredo y sus compañeros se dirigieron a la iglesia de la Natividad. «Vieron el pesebre donde había reposado el dulce niño por quien fueron creados el cielo y la tierra. Los habitantes, en agradecimiento, tomaron la bandera de Tancredo y la plantaron en lo alto de la basílica de la Virgen». Cuando abandonaba Belén, Tancredo se encontró con Gastón de Bearn, que con treinta caballeros había ido a hacer un reconocimiento de los alrededores de Jerusalén. El martes 7 de junio, el ejército franco entero divisó las cúpulas de la Ciudad Santa. «Cuando oyeron ese nombre: Jerusalén, no pudieron contener las lágrimas y, poniéndose de rodillas, dieron gracias a Dios por haberles permitido alcanzar la meta de su peregrinación, la Ciudad Santa donde Nuestro Señor quiso salvar al mundo. ¡Qué emocionante era oír los sollozos que subían de toda aquella gente! Siguieron avanzando hasta que las murallas y las torres de la ciudad se distinguieran bien. Elevaban sus manos en acción de gracias hacia el cielo y besaban humildemente la tierra». Hemos visto cómo, diez meses antes, Jerusalén había sido conquistada a los turcos por los árabes de Egipto. Estos, al enterarse de que los cruzados se acercaban, la habían puesto rápidamente en estado de defensa con una fuerte guarnición compuesta en parte por sudaneses. Los jefes cruzados se repartieron los sectores de ataque: Roberto de Normandía en el sector norte, ante la puerta de Damasco; Roberto de Flandes, frente a la actual Notre-Dame de Francia; Godofredo de Bouillon y Tancredo en el sector oeste, ante la puerta de Jaffa y la ciudadela; Raimundo de Saint-Gilles al sur, en el monte Sión. Asedio excepcionalmente dificultoso. Estaban a mediados de junio. El calor era tórrido. El agua faltaba, el avituallamiento también, y ¿cómo atacar una plaza tan fuerte sin máquinas de asedio? Por fin llegó a Jaffa una escuadra genovesa que traía víveres y material. Guillermo de Sabrán, con algunos escuadrones, estableció contacto con Jaffa y se pudo emprender la construcción de escalas gigantes y torres móviles desde las que dominar las murallas. Gastón de Bearn se destacó en esta ocasión como ingeniero. En la noche del 9 al 10 de julio, Godofredo, Roberto de Flandes y Roberto de Normandía transportaron sus máquinas frente al sector nordeste, desde la puerta de San Esteban (la
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actual puerta de Damasco) hasta el torrente Cedrón. El día 14 comenzó el asalto, sin resultado en un principio. La guarnición egipcia disponía de un terrible fuego griego con el que inundaba las torres móviles del asaltante. El ataque recomenzó el 15 por la mañana, un viernes. Godofredo pudo acercar hasta la misma muralla su torre de madera a la que había recubierto con pieles de animales recién desollados para proteger las vigas contra el fuego. Él había tomado posición en el piso superior con su hermano más joven, Eustaquio de Boulogne. Hacia el mediodía consiguió tender una pasarela sobre la muralla. Se precipitó por ella con Eustaquio y dos caballeros de Tournai. Al mismo tiempo, las escalas apoyadas por todas partes abrían paso a racimos de soldados francos, hasta tal punto que, por ese lado, la muralla fue conquistada totalmente, mientras los defensores huían hacia la mezquita de el-Aqsa, «el Templo de Salomón», donde se atrincheraron. La conquista de la mezquita se tuvo que realizar al precio de un nuevo combate más encarnizado todavía: «Andaban pisando sangre hasta las rodillas». Tancredo y Gastón de Bearn corrieron a apoderarse del santuario musulmán vecino, la Qubbat es-Sakhra o Mezquita de Omar. En ella encontraron refugiadas otras muchedumbres de musulmanes que imploraban el amán. Vencedor caballeresco, Tancredo tomó bajo su protección a aquellos desdichados, entregándoles su propia bandera como salvaguarda. Por desgracia, durante la noche o al día siguiente, otras oleadas de asaltantes francos acabaron con esos cautivos. Grande fue la cólera del jefe normando cuando se enteró del ultraje inferido a su bandera, el desmentido dado a su palabra y también la pérdida que le causaba la muerte de aquellos prisioneros, de quienes esperaba con justo título obtener un buen rescate. En el sector sur, que en realidad era el más difícil, el conde de Toulouse había encontrado mayor resistencia. Hasta la tarde del día 15, cuando los defensores del Templo, huyendo ante Godofredo, refluían hacia ese lado bajo la protección de la ciudadela, Raimundo de Saint-Gilles no pudo penetrar en la plaza. Los egipcios, cogidos entre las masas de francos que en el nordeste bajaban del Templo y las que, con SaintGilles, subían desde el sur, se arremolinaban desorientados. Saint-Gilles corrió a la ciudadela, la «Torre de David», que el gobernador le entregó con la promesa de poderse retirar con la guarnición. Saint-Gilles mantuvo esta promesa noblemente. Puso una escolta al emir para que lo protegiera hasta Ascalón. Por desgracia, este ejemplo estuvo lejos de ser seguido en todas partes. Es explicable la sangre derramada en las luchas de las calles, incluso las escenas terribles del Templo, pues los musulmanes habían transformado este edificio en un reducto de suprema resistencia. Pero si bien es cierto que la cifra de víctimas musulmanas se ha exagerado demasiado, también es cierto que el furor inherente a toda batalla de asalto se prolongó demasiado. «La ciudad ofrecía un espectáculo de tanta carnicería de enemigos, de tanto derramamiento de sangre, que hasta los mismos vencedores quedaron llenos de horror y
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de repugnancia». Quien dice esto no es otro que el gran arzobispo Guillermo de Tiro, incapaz de disimular su reprobación de cristiano ni su censura como hombre de Estado. Pues también desde este punto de vista los excesos del 15 de julio constituyeron una falta grave. Todavía el día anterior, las ciudades marítimas, desde Beirut a Arsuf, estaban a punto de negociar su rendición. Aterradas ahora por la suerte seguida por los musulmanes de Jerusalén, se aferraron a una resistencia desesperada... Pero bajo la capa de los terribles vencedores del 15 de julio, acabaron por rebrotar los cristianos. La noche de aquel mismo día subieron al Santo Sepulcro. «Se lavaron las manos y los pies, cambiaron sus ropas ensangrentadas por vestidos nuevos y, con los pies descalzos, recorrieron los Santos Lugares». El furor de la lucha se había disipado. En aquellos hombres rudos, después de tantas fatigas y de tantos peligros, no quedaba más que una inmensa emoción religiosa. Se agolpaban a lo largo de la vía dolorosa, derramando lágrimas y «besaban con piedad el lugar donde el Salvador del mundo había dado sus pasos». Los cristianos indígenas, que habían salido a su encuentro en procesión, los introdujeron en el Santo Sepulcro en medio de himnos de acción de gracias. Allí, todos se prosternaron en el suelo con los brazos en cruz. «Cada uno creía ver ante sí el cuerpo crucificado de Jesucristo. Y también les parecía que estaban a las puertas del cielo». *** Volvieron a poner los pies en el suelo para organizar la conquista. ¿Quién sería el jefe del nuevo Estado franco? Entre los altos barones que habían concurrido a la toma de Jerusalén, el conde de Flandes y el conde de Normandía deseaban regresar a Europa. Solo quedaban presentes Raimundo de Saint-Gilles y Godofredo de Bouillon. No cabe duda de que Raimundo era lo que hoy llamaríamos el más brillante candidato. Tenía su política propia basada (había cambiado completamente en esto) sobre la alianza bizantina. El éxito final había sido en buena parte obra suya, puesto que fue él quien, seis meses antes, ante Maaret en-Noman, había vuelto a poner en marcha la cruzada. Parece que, si este rey de la Francia del Midi hubiera obtenido la corona de Jerusalén, habría constituido de inmediato una sólida monarquía siria, aunque vasalla de los bizantinos. Sin duda fue esto precisamente lo que asustó a los otros barones. Tal vez le ofrecieron el trono, pero con restricciones tales que él, fogoso como era, rechazó. Por otra parte, sabemos que Roberto de Flandes y Roberto de Normandía animaron contra él a Godofredo de Bouillon... Godofredo deseaba el poder mucho menos que Raimundo y fue ciertamente de mala gana por su parte como iba a ser elegido. Pero todo atraía hacia él los sufragios. Su arrojo en el asalto de Jerusalén había sido prodigioso; en el momento en que la mayor parte de los cruzados pensaba en regresar a Europa, ¿quién mejor que ese gran soldado 31
podría mantener la conquista con efectivos reducidos? Además, era tan conciliador, paciente y asequible como Raimundo era testarudo, impulsivo y vindicativo. Aquí es donde Guillermo de Tiro cuenta la mordaz anécdota que hemos recordado antes. Antes de decidirse, los barones procedían a hacer una encuesta discreta sobre su carácter y sus gustos entre las personas de su entorno. Interrogados, los clérigos de su capilla se quejaron solamente de su devoción excesiva, de sus interminables sentadas en la iglesia después de las cuales encontraban la comida fría o demasiado pasada. En boca de los capellanes del duque, este reproche era evidentemente muy grave. Por el contrario, los barones se sintieron edificados y ese fue, nos asegura con una sonrisa el arzobispo de Tiro, uno de los motivos que decidieron la elección de Godofredo. Sin duda llegaron a la conclusión de que ese monje coronado sería un soberano bonachón. De hecho, el recién elegido ni siquiera tomó el título real. Con magnífica humildad, se negó, dice la tradición, a ceñir una corona de oro donde Jesucristo había llevado una corona de espinas. Se contentó con la dignidad, singularmente más modesta, de Defensor del Santo Sepulcro. Para este gran cristiano, el único rey de Jerusalén era Jesucristo o el vicario de Jesucristo, el pontífice romano. Él no era más que el regente de Jerusalén por encargo de la Iglesia. Pero este hijo respetuoso de la Iglesia se convertía en león en el campo de batalla, y acertaron quienes lo eligieron como el más apto para defender Jerusalén contra las réplicas ofensivas del Islam. Aún no habían transcurrido veinte días de la toma de la ciudad cuando un poderoso ejército egipcio, capitaneado por el visir en persona, hacía irrupción en Palestina. La situación era muy grave para los francos; sus fuerzas se hallaban dispersas; Tancredo guerreaba hacia el lado de Naplusa; Raimundo de SaintGilles, irritado por su apartamiento, se había marchado a descargar su enfado en los enemigos por los alrededores del Jordán. ¿Qué habría ocurrido si los egipcios hubieran avanzado directamente contra la Ciudad Santa? Pero se detuvieron en Ascalón, mientras Godofredo actuaba con rapidez llamando a todos sus compañeros de armas. Raimundo de Saint-Gilles se rebeló en un primer momento, pero luego, ante la inminencia del peligro, se unió al ejército cristiano: la amenaza común volvió a formar el haz de las fuerzas francas y, con mejor o peor cara, reconstruyó la monarquía. De todas maneras, los francos no tenían en total más que 1.200 caballeros y alrededor de unos 9.000 soldados de a pie, mientras que el ejército egipcio era cinco veces superior en número. Aun así, Godofredo de Bouillon salió al encuentro del enemigo. Al alba del 12 de agosto, se halló a la vista del campamento egipcio, entre Ascalón y el mar. Inmediatamente tomó las disposiciones para la batalla. Él mismo mandaba el ala izquierda, hacia Ascalón. Tancredo, Roberto de Normandía y el conde de Flandes cabalgaban en el centro y Saint-Gilles en el ala derecha, hacia el lado de la playa. Ante lo repentino del ataque, los egipcios fueron totalmente sorprendidos. «Se disponían a
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montar en sus caballos y a tomar sus armas, pero los francos no les dieron tiempo». Roberto de Normandía, avistando el estandarte del visir, se lanzó hacia el abanderado y lo mató. Tancredo atacó el campamento egipcio. En pocos minutos, la derrota del ejército árabe fue completa. Una parte de los que huían se refugió en un bosque de sicomoros que fue incendiado. El resto fue rechazado hasta el mar. Después de esa victoria, los francos habrían podido apoderarse de las ciudades de la costa. De nuevo sus discordias los paralizaron. Los defensores de Ascalón querían rendirse: antes de consentir que la conquista fuera en provecho de Godofredo, Raimundo les mandó recado de que resistieran. Esta plaza de primera importancia, clave de Palestina por el lado egipcio y que los francos habrían podido anexionarse sin esfuerzo ya en 1099, no será conquistada por ellos hasta 1153, después de haberles ocasionado unos daños infinitos. A pesar de su paciencia, Godofredo se exasperó tanto que estuvo a punto de atacar el campamento tolosano. El conde de Flandes consiguió apaciguarlo, pero ya era hora de que los barones se separaran. El conde de Toulouse, lleno de rencor después de tantas decepciones inconfesadas, se dirigió hacia el norte, por el lado del Líbano, hasta Laodicea donde lo volveremos a encontrar. Roberto de Normandía y el conde de Flandes se despidieron, no sin emoción, de Godofredo, a quien ya no volverían a ver. Este quedó solo con un puñado de gente en la Judea mal sometida, en medio de un mundo de enemigos. Rogó a los dos príncipes que no lo olvidaran cuando regresaran a Francia y que trataran de enviarle refuerzos rápidamente. *** De tantos barones como partieron de Europa para liberar los Santos Lugares, Godofredo de Bouillon solamente conservaba junto a él, para defender su conquista, al príncipe italo-normando Tancredo. Soldado tan fogoso y capitán tan intrépido como su tío Bohemundo, Tancredo aportaba a su pasión de conquista mayor moralidad relativa y lealtad que aquel. Mucho más joven que Godofredo, consintió en servir a sus órdenes y sirvió fielmente. Tancredo fue quien sometió Galilea, empezando por la plaza de Tiberíades, que Godofredo le cedió en feudo. «Gobernó la tierra tan bien y tan prudentemente –nos dice el cronista–, que fue alabado por Dios y por el siglo». Imitando la táctica de los árabes, atacaba al país enemigo en continuas razzias y, en cada golpe de mano, llevaba un botín considerable a Tiberíades y a Jerusalén. Introdujo sus armas incluso al este del lago Tiberíades, en la provincia de Sawad, que dependía del reino turco de Damasco, y la sometió a tributo. Entre una y otra campaña, enriquecía con magnificencia los santuarios de Nazaret. Un poco más tarde, conquistó a los egipcios el puerto de Caiffa. Tanto como la personalidad de Tancredo, la de Godofredo parece haber impresionado a los árabes. Primero, por su sencillez, que les recordaba a los primeros 33
compañeros del Profeta. Durante el asedio de Arsuf (ya nos hemos referido a este episodio), varios jeques acudieron a llevar como tributo los productos de su tierra: pan, aceitunas, higos, pasas. Encontraron a Godofredo sentado en el suelo, en su tienda. «Cuando lo vieron así, se asombraron: ¿Cómo ese príncipe temible, que había llegado de tan lejos para trastornarlo todo, que había aniquilado tantos ejércitos y conquistado tantas tierras, se contentaba con tan modesto aparato, sin alfombras ni telas de seda, sin vestiduras regias ni guardias?». Informado por el intérprete, el Defensor del Santo Sepulcro hizo que le respondieran con el versículo de la Escritura: «El hombre debe recordar que no es más que polvo y que volverá al polvo». Se marcharon, dice la crónica, llenos de admiración. Primeros contactos en los que el ascetismo católico y el ascetismo musulmán se veían mucho más próximos de lo que hubieran podido pensar. El sentido de lo caballeresco, tan vivo en los jeques árabes, empezaba también a acercarlos a los francos. Bajo las grandes tiendas se comentaba la fuerza prodigiosa de Godofredo. Un señor del desierto (ya hemos hecho alusión a ese episodio) tuvo la curiosidad de asegurarse de ello. Pidió un salvoconducto, lo obtuvo y fue introducido ante el duque. «Lo saludó inclinándose, según la costumbre árabe, y le preguntó si de verdad era capaz, tal como se decía, de cortar de un solo sablazo el cuello de un camello». Y le presentaba un enorme animal adulto que había llevado consigo para eso. «El duque desenvainó la espada, golpeó al camello en la parte más gruesa del cuello y lo seccionó en dos tan fácilmente como si hubiera sido el cuello de un ganso». El beduino, estupefacto, regaló al jefe blanco sus más ricos abalorios antes de marcharse. *** Mientras Godofredo de Bouillon ponía en Palestina las bases del futuro reino de Jerusalén, Bohemundo terminaba de fundar en Siria el principado de Antioquía. Por fin era suya la bella ciudad del Orontes, objeto de su tenaz codicia, la ciudad que había conquistado en reñida lucha a los turcos, de la que había eliminado sutilmente a los griegos y que, por último, había tenido que disputar a la envidia del conde de Toulouse. La marcha de los demás cruzados para Jerusalén en enero de 1099 lo había dejado en ella como pacífico poseedor. Para acabar su obra, ahora le hacía falta un gran puerto de mar, en concreto la ciudad de Laodicea, nuestra Laodicea. Pero Laodicea había sido ocupada poco antes por su viejo adversario Raimundo de Saint-Gilles, quien la había devuelto a los bizantinos. Ante ello, Bohemundo no vaciló en ir a sitiar la guarnición bizantina. Precisamente una poderosa escuadra pisana acababa de fondear en Siria bajo el mando del arzobispo de Pisa, el enérgico Daimberto. Bohemundo propuso a los pisanos que atacaran por mar Laodicea, mientras él la acosaba por tierra; los pisanos, que ya estaban en guerra con Bizancio, aceptaron gustosamente. Pero estos aliados no habían contado con Raimundo de Saint-Gilles. El asedio continuaba cuando en septiembre de 34
1099 este, que regresaba de Jerusalén, apareció ante Laodicea. Al conde de Toulouse le faltó poco para atragantarse de indignación. ¡O sea, que mientras él había ido a liberar Jerusalén, Bohemundo, que ni siquiera había tomado parte en la marcha sobre la Ciudad Santa, se aprovechaba de su ausencia para atacar una plaza que él, Saint-Gilles, había entregado solemnemente a los bizantinos! Raimundo conminó a Bohemundo para que levantara el sitio. Bohemundo se preparaba para resistir, pero los pisanos, poco deseosos de empezar su cruzada con una batalla entre latinos, lo abandonaron. El arzobispo Daimberto, al enterarse de la llegada de esos cruzados meridionales que habían tomado una parte tan grande en la liberación del Santo Sepulcro, se apresuró a recibirlos. La crónica nos lo muestra «lanzándose al cuello de los tolosanos, mayores y jóvenes, derramando lágrimas de alegría». A continuación les dirigió un discurso muy elocuente: «¡Os saludo, hijos y amigos del Dios vivo, que, después de haber abandonado familia y bienes, no habéis vacilado en arriesgar vuestra vida tan lejos de vuestra patria, en medio de tantos pueblos bárbaros, para la gloria del Señor! ¡Jamás un ejército cristiano ha realizado tamañas proezas!». Este hermoso discurso fue fríamente recibido. «Si vuestros sentimientos son tan cristianos –replicó Saint-Gilles–, ¿cómo es que os habéis asociado al asedio de una ciudad cristiana?». Al día siguiente, mientras Bohemundo se retiraba a Antioquía, Saint-Gilles hacía su entrada en Laodicea, donde la oriflama de Toulouse ondeaba orgullosa al lado de las banderas bizantinas. No obstante, a pesar de la debilidad de Daimberto, el acuerdo entre él y Bohemundo persistió. Después del fracaso de sus proyectos sobre Laodicea, los dos aliados hicieron juntos la peregrinación a Jerusalén. El 21 de diciembre de 1099, fueron recibidos por Godofredo de Bouillon en la Ciudad Santa. Y de inmediato, por iniciativa de Daimberto, se planteó la cuestión del patriarcado. Al día siguiente de la toma de Jerusalén, ya se había elegido más o menos como patriarca al capellán del conde de Normandía, Arnaldo Malecorne, hombre muy inteligente, de una notable elocuencia natural, pero político intrigante y cuya vida escaseaba de santidad. A Daimberto no le costó trabajo mostrar que aquella elección estaba viciada. Depuso a Arnoldo y se hizo nombrar en su lugar para la sede patriarcal. En realidad, tanto en un caso como en el otro, era profundamente lamentable que la elección para un puesto tan importante hubiera sido impuesta por la política local en vez de haberlo dejado en manos de la prudencia del papado. Pues también Daimberto estaba lejos de no tener defectos. Hombre de acción más que hombre de Iglesia, su fuerte personalidad estaba falta de medida. Más enérgico de lo que hubiera sido necesario, más ambicioso aún que Arnoldo, autoritario y tajante, se le reprochaba que, en una misión que desempeñó en España, se apropió de una parte de los dineros destinados a la corte romana. Apenas fue nombrado patriarca, invitó a Godofredo a que le entregara Jerusalén y se fuera a vivir, como rey sin reino, en cualquier otra plaza que conquistara a los
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musulmanes. Godofredo, sin duda un tanto sorprendido, acabó por ceder, al menos en principio, pues, agotado por tantas dificultades, murió en Jerusalén el 18 de julio de 1100 sin haber tenido tiempo de cumplir con su compromiso. Daimberto consideró que había llegado el momento de constituir definitivamente Judea como patrimonio patriarcal. Sabía que podía contar para ello con su amigo Bohemundo de Antioquía, y le escribió en ese sentido. Pero he aquí que, en lugar del aliado que esperaba, iba a ver surgir, visitador singularmente inesperado para él, al propio hermano de Godofredo de Bouillon, Balduino de Boulogne, conde de Edesa, que reclamaba como un derecho la posesión de Jerusalén.
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Capítulo IV EL FUNDADOR DEL REINO DE JERUSALÉN BALDUINO DE BOULOGNE
Balduino de Boulogne, hermano de Godofredo de Bouillon, era un hermoso ejemplar de barón. De talla más elevada que este, se le aplicaba la cita del Libro de los Reyes a propósito de Saúl que, cuando se encontraba en medio de la gente, sobrepasaba de la cabeza a la muchedumbre. La barba y los cabellos oscuros, la piel muy blanca, la nariz aquilina, su figura enérgica y masculina llamaban la atención. Su expresión, su lenguaje, su modo de andar expresaban una gravedad deliberada. Así es que nunca se le veía sin manto sobre los hombros, tanto que un cronista dice que se le hubiera tomado más por un obispo que por un caballero. De hecho, igual que muchos de los hijos segundones, en su juventud fue destinado al estado eclesiástico. «Aprendió bastantes letras, como corresponde a un joven clérigo, y fue inscrito en los capítulos de Reims, de Cambrai y de Lieja». Pero esta permanencia en la clerecía duró poco. Abandonó a tiempo una carrera para la que no estaba hecho y permaneció en el siglo. No obstante, de su paso en la Iglesia conservó siempre determinadas costumbres de espíritu, la dignidad, el sentido de la mesura, el tacto diplomático. Muy aficionado a las mujeres, el cronista lo alaba porque al menos evitó los escándalos, hasta tal punto que sus propios familiares casi siempre ignoraban sus excesos. Veremos cómo Balduino iba a ser el principal beneficiado de la cruzada, el primer rey de Jerusalén. Pero ya desde el principio se había preocupado bien poco de la cruzada, por lo menos desde el punto de vista espiritual, y había abandonado la marcha sobre Jerusalén antes que ninguno, para emprender operaciones más lucrativas. Ya en septiembre de 1097, durante la travesía de Asia Menor, dejó la cruzada junto con Tancredo, para intentar personalmente la conquista de Cilicia. Su desavenencia con Tancredo hizo fracasar la empresa, pero Balduino, sin ni siquiera participar en el sitio de Antioquía, abandonó casi inmediatamente de nuevo la cruzada para buscar fortuna por el lado de Edesa. La ciudad de Edesa, la actual Urfa, al este del Éufrates, constituía entonces un pequeño principado armenio, islote batido de todas partes por la oleada turca. Thoros, el jefe armenio, que había conseguido como por milagro mantener este bastión cristiano en tierra musulmana, empezaba a perder la esperanza. Se estaba haciendo viejo; la invasión turca parecía inevitable, cuando la noticia de las victorias francas llegó hasta él. Precisamente uno de los jefes cruzados, nuestro Balduino, acababa de triunfar en un 37
golpe de mano a la plaza vecina de Tell-bacher o Turbessel. Thoros, feliz y contento, vio en ello una ayuda providencial. Invitó a Balduino para que fuera a Edesa y lo acogió como a un salvador. Evidentemente, el jefe armenio contaba con tomar al jefe franco como mercenario a sueldo, ciertamente retribuido con largueza. Pero lo que Balduino quería era otra cosa. Una vez en la plaza, manifestó sus condiciones: o participaba del poder con Thoros o abandonaba la ciudad a los ataques de los turcos. Thoros no tuvo más remedio que aceptar. Reconoció a Balduino como hijo adoptivo y heredero. Conforme al ceremonial de la época, el anciano armenio hizo pasar a su «hijo» desnudo entre su carne y su camisa, lo estrechó contra su seno y selló con un beso su mutuo compromiso. A esto sigue una historia muy poco clara que nos muestra a Balduino bajo una luz muy molesta, aunque su habilidad política se manifieste muy consumada. Todas aquellas cristiandades orientales estaban envenenadas por las rivalidades de sectas y envidias de familia. Thoros tenía enemigos encarnizados no solo entre los cristianos sirios, sino también entre sus propios correligionarios armenios. Se confabularon con Balduino, ofreciéndole que le harían único amo de Edesa, si les permitía desembarazarse de Thoros. Por instigación de ellos, el 7 de marzo de 1098 estalló una sublevación contra el anciano príncipe armenio. El populacho lo asedió dando gritos de muerte y aclamando a Balduino. Con toda dignidad, este último afectó desear que se calmaran, tomar la defensa de su padre adoptivo y actuar como mediador. En realidad, lo que hizo fue ir a Thoros y sugerirle que apaciguara a los rebeldes con una oportuna distribución de especies. Thoros, temblando, le entregó las llaves de sus tesoros, pidiendo solo poderse retirar sano y salvo. Balduino lo juró por las reliquias, «poniendo por testigos a los arcángeles, los ángeles y los profetas». Pero al día siguiente, cuando el anciano, fiándose de la palabra dada, se disponía a abandonar tranquilamente Edesa, el populacho armado con palos y picas se precipitó sobre él y lo asesinó. «Habiéndole atado una cuerda a los pies, arrastraron su cadáver por las calles», y así fue como, concluye duramente el cronista, Balduino de Boulogne quedó como único dueño de Edesa. Balduino intentó legitimar su elevación a los ojos de la población local. Primero se casó con una princesa armenia, Arda, hija de un señor del Taurus. Después arrojó a los turcos de las plazas vecinas, en especial de Sarudj y Samosata. El «condado de Edesa» se convirtió así en un bello señorío que extendía sus fronteras desde el principado de Antioquía hasta el borde del Kurdistán. Pero estas campañas costaban caras. La mano con guante de hierro del jefe franco se abatía sobre los hombros de los burgueses armenios, exigiendo oro, siempre más oro. Muchos, lamentando la conducta que habían observado hacia el infortunado Thoros, empezaban a odiar al terrible protector que ellos mismos se habían dado. Doce de los más notables tramaron un complot para desembarazarse de él, aun con la ayuda de los
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turcos. Pero Balduino tenía espías en todas partes. Advertido por un armenio que le había permanecido fiel, golpeó rápido y fuerte. A los principales les fueron saltados los ojos a la manera bizantina, a los comparsas simplemente se les cortó la nariz, las manos o los pies y luego fueron expulsados. Estas fueron las últimas rebeliones. Los medios armenios comprendieron que habían encontrado a su dueño. ¿Cómo ofrecer resistencia a ese franco extraordinario, más astuto, tan poco escrupuloso como un levantino, más sutil y tan reservado como un árabe, más brutal y rápido en reaccionar que un turco, con un ardor y unas aptitudes militares que sobrepasaban al valor turco? Por lo demás, los provechos de su severa administración comenzaron a manifestarse: eran el orden, la seguridad, la riqueza, las victorias cotidianas sobre los turcos, riquezas y victorias de las que el elemento armenio se aprovechaba ampliamente. Además, los armenios, que tanto habían padecido anteriormente el desprecio y las persecuciones religiosas de los bizantinos, hallaban en los rudos caballeros francos otra actitud muy diferente. Entre francos y armenios ningún prejuicio de raza, ninguna hostilidad confesional. Comenzaron a multiplicarse los casamientos entre barones francos y damas armenias, entre señores armenios y castellanas francas. El mismo Balduino fue el primero en dar ejemplo, igual que en otro tiempo Alejandro Magno había dado ejemplo de uniones macedonio-iraníes. En aquel escenario restringido del condado de Edesa, Balduino I se mostró, pues, como el aventurero sin escrúpulos, pero también como el aventurero de genio y ya el hombre de Estado de gran clase que el futuro nos enseñará a conocer mejor. Parecía destinado a orientar la expansión franca hacia Diyarbekir y Mesopotamia, cuando el 12 de septiembre de 1100 recibió una noticia inesperada: su hermano Godofredo de Bouillon acababa de morir y una delegación de caballeros palestinos le ofrecía el trono de Jerusalén. Pero mientras tanto, el patriarca Daimberto, con la ayuda de los normandos, estaba intentando hacerse con el poder. Balduino no tenía ni un minuto que perder si no quería encontrarse ante el hecho consumado. Su actitud al recibir aquel mensaje lo retrata. En una síntesis digna de Tácito, su capellán Foucher de Chartres, nos lo muestra «convenientemente triste por la muerte de su hermano, pero más contento aún por la herencia que le ofrecían». Inmediatamente tomó su decisión. Hasta aquel momento había vivido solo para su condado de Edesa, en cuyo favor había desertado de la cruzada. Pero en cuanto entrevió la corona de Jerusalén, no vaciló. Godofredo no había sabido qué hacer con aquella corona de David, ni siquiera ponérsela en la cabeza. ¡Ya verían el partido que Balduino le iba a sacar! Sobre la marcha confió el condado de Edesa a su primo Balduino de Bourg y, tomando 400 caballeros y mil soldados de a pie, partió para Jerusalén (2 de octubre de 1100). La cabalgada de Edesa a Jerusalén con una tropa tan reducida era una empresa comprometida. Hemos visto que, desde Jerusalén, Daimberto había escrito a
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Bohemundo para que detuviera a Balduino cuando atravesara el principado de Antioquía. Y, si franqueaba este primer obstáculo, los turcos de Damasco lo acechaban en los desfiladeros del Líbano para aplastarlo con su número. Pero la suerte favoreció al audaz Balduino. En el mismo momento en que moría Godofredo de Bouillon, Bohemundo, que guerreaba cerca de Melitone, acababa de caer prisionero de los turcos: en la hora en que se habría querido que interviniera en la sucesión de Jerusalén, se mordía los puños en el fondo de alguna fortaleza de Asia Menor. Lejos de ser recibido como enemigo en Antioquía, Balduino fue acogido fraternalmente. Salió de allí al cabo de tres días y, por Laodicea y la costa alauita, se internó por la cornisa libanesa. Allí, sus acompañantes fueron presa del espanto: en cualquier momento a la vuelta de un camino podía surgir el ejército turco. La mitad de ellos lo abandonaron. Su firme aplomo se impuso a los demás: «¡Si hay cobardes, que se vuelvan atrás!». Pero al llegar a Djabala no tenía más que 160 caballeros y 500 hombres de a pie. La inquietud que reinaba en la pequeña tropa estaba justificada. El rey turco de Damasco, reforzado por el emir árabe de Homs, había acudido a acechar a Balduino entre Trípoli y Beirut, en el punto más peligroso del camino, en el que atraviesa las gargantas de Nahr el-Kelb, cerca de la desembocadura encajonada del río. Estaba tan bien preparada la emboscada, que Balduino habría tenido que sucumbir. Por una suerte inesperada, había sido prevenido a tiempo por el cadí árabe de Trípoli, quien, peleado a muerte con los damascenos, traicionó en favor suyo la causa musulmana. No por ello la situación de los francos al llegar ante el paso de Nahrdel-Kelbir era menos terrible, tanto más cuanto que, acometidos de frente por el ejército de Damasco, se veían acosados en el flanco derecho por una flotilla árabe que había salido de Beirut. Como lo escribe dramáticamente un cronista, «por el lado del mar, los barcos enemigos; por el otro lado, la montaña a pico; enfrente, todo el ejército turco». Caía la noche, noche de angustia durante la cual el vivac no cesó de ser hostigado por los arqueros musulmanes. Lo que pudieron ser los comentarios que se hacían en el entorno de Balduino, nos lo transmite sin ambages su capellán, el bueno de Foucher de Chartres. «¡Ay! ¡Cuánto preferiría encontrarme en Chartres o en Orleans! Y no sería el único...». Al alba del día siguiente, Balduino, comprendiendo la imposibilidad de forzar el paso, fingió batirse en retirada. Los turcos se arrojaron en su persecución, pero en su precipitación y dado el estrechamiento de la cornisa libanesa, lanzaron por delante un escuadrón de quinientos jinetes, seguido a distancia por los de a pie. Esto es precisamente lo que esperaba Balduino. Cuando hubo atraído esta vanguardia bastante lejos, dio de repente media vuelta y cargó. La estrechez del paso no permitía que los musulmanes aprovecharan su superioridad numérica para desplegarse. Como, faltos de aliento por su persecución, llegaron en escalones dispersos, el contraataque franco, concertado y masivo, los aplastó. Huyendo en desorden por el estrecho pasillo, su pánico
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se contagió al grueso del ejército damasceno, que se dispersó por la montaña con el melik de Damasco a la cabeza de quienes huían... La vía estaba libre. Balduino se lanzó por ella y, por el Carmelo y Jaffa, llegó a Jerusalén. Cuando estaba cerca de la Ciudad Santa, vio llegar a él en jubiloso cortejo a toda la población cristiana, con los prelados de cada rito, entonando himnos y cánticos, para «acoger como señor a su rey» el hermano y heredero de Godofredo de Bouillon. Todos se adherían a él con entusiasmo, no solo en recuerdo del buen duque que tan paternalmente los había gobernado, sino porque esa pequeña colonia cristiana, perdida en medio del mundo musulmán, sentía por instinto la necesidad de agruparse alrededor de un hombre fuerte. Era el plebiscito de las masas. Daimberto, viendo que sus proyectos se esfumaban, tuvo que inclinarse de buena o mala gana. Incluso durante unos momentos, temiendo represalias, se refugió en la iglesia del Monte Sión en la que, como dice con sorna el Eracles, «se dedicaba a la oración y se abstraía privadamente en sus libros». Pero Balduino era demasiado listo para comprometerse con venganzas antes de estar suficientemente firme en el trono. Afectando olvidar sus propias quejas, emprendió de inmediato a la cabeza del ejército cristiano una gran cabalgada a través del macizo de Judea hasta la punta meridional del mar Muerto. Incluso avanzó en dirección sur hasta el «Valle de Moisés», el Uadi Musa, en pleno desierto de la Arabia pétrea. Este paseo militar acabó de establecer la autoridad de Balduino. A su regreso, el patriarca Daimberto se resignó a consagrarlo rey de Jerusalén. La ceremonia tuvo lugar en la iglesia de la Virgen en Belén, el día de Navidad de 1100. Balduino iba a tomarse voluntariamente muy en serio esta realeza, rodeándola a propósito de toda la pompa oriental, realzándola de una majestad casi bíblica. Aparecerá en el trono vestido con un albornoz de tisú de oro, barba larga como un basileus y haciendo llevar delante de él una adarga dorada. A la manera de un sultán, se dejará «adorar» por las embajadas musulmanas y tomará sus comidas ante ellas, con las piernas cruzadas sobre una alfombra. No es que sea vanidoso ni que se deje ganar por toda esta pompa, sino porque en el medio en que está llamado a vivir ha visto en ella un medio para gobernar. La última oposición venía de Tancredo que, anteriormente investido del principado de Galilea por Godofredo, no podía resignarse a convertirse en vasallo de Balduino, con quien estaba peleado desde 1097. A todo esto y por gran suerte, las gentes de Antioquía, que habían estado sin jefe desde la captura de Bohemundo por los turcos, ofrecieron a Tancredo la regencia de su principado. La gran ciudad franca del norte ganó con ello un valiente defensor y Balduino quedó único dueño de su reino del mediodía. El nuevo rey de Jerusalén se puso inmediatamente a la obra. A su advenimiento, su autoridad apenas si pasaba del recinto de sus ciudades amuralladas, pues los campos seguían siendo presa de las incursiones árabes. Balduino volvió contra estos su propia
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táctica, organizando y dirigiendo él personalmente contra-razias que surgían de imprevisto en medio de los aduares. Cierto día, Balduino se entera por sus vigías de que acaba de establecerse en Transjordania un gran campamento de árabes, con sus tiendas, sus mujeres, sus niños, sus caballos, sus camellos y sus asnos. Recogiendo a toda la gente que pudo encontrar, parte de inmediato, pasa el Jordán sin despertar alarma, se desliza por el cauce desecado de un ued hasta las proximidades del enemigo y espera la oscuridad. En mitad de la noche cae sobre el campamento dormido y, en el desconcierto de la sorpresa, se apodera de toda esa ciudad nómada. Solamente algunos de los jefes árabes han tenido tiempo para saltar sobre el caballo y huir. Pero he aquí que de entre la masa de prisioneros le indican al rey de Jerusalén una mujer de alto rango, esposa de un jeque poderoso y que esperaba un hijo. Él acude, hace que descienda del camello, dispone para ella una tienda con los más ricos cojines que se pueden encontrar y, con un gran gesto caballeresco, despojándose de su manto real, cubre con él a la joven beduina y luego se despide de ella dejándole agua, víveres, dos sirvientas y dos camellas para alimentar a la criatura que va a nacer. Cuando los francos se marchan, el jeque se pone a buscar a su mujer lleno de mortal angustia; la encuentra en el mismo sitio, rodeada de aquel boato que le ha dejado Balduino. A partir de ese día le juró al príncipe franco un agradecimiento eterno. Veremos cómo pronto tuvo ocasión de manifestarle sus efectos. Al mismo tiempo que la limpieza de las tierras del interior, la principal preocupación de Balduino I era la conquista de los puertos, que en su mayoría habían quedado en manos de las guarniciones egipcias. Se apoderó, uno detrás de otro, de Arsuf, que capituló, y Cesarea, que fue tomada al asalto (abril-mayo 1101). Pero el gobierno de El Cairo, que no podía resignarse a perder esas plazas, concentró en agosto junto a Ascalón un poderoso ejército estimado en unos treinta mil hombres. Balduino hizo un llamamiento a todas las guarniciones francas del país, pero cuando el 7 de septiembre tomó posición ante Ramla, no podía oponer a las masas árabes y sudanesas más que 260 caballeros y 900 hombres de a pie. Para darle mayor movilidad a su pequeño ejército, lo dividió en cinco batallones. Los tres primeros fueron derrotados y fue Balduino quien tuvo que recomponer la batalla con los otros dos. La Vera Cruz, llevada ante él por el obispo Gerard, le sirvió para fortalecer el valor de los suyos. Antes de dar la carga, se dirigió a ellos con una breve arenga cuyo contenido nos ha dejado Foucher de Chartres: «Si os matan, es la corona del martirio; si vencéis, una gloria inmortal. En cuanto querer huir, inútil: Francia está demasiado lejos». Con un gesto análogo al de Felipe Augusto en Bouvines, el rey, prosternándose al pie de la Vera Cruz, confesó públicamente sus pecados al obispo Gerard. Luego, montando a caballo –un caballo árabe llamado Gacela por su rapidez– cargó a la cabeza de los suyos. La Vera Cruz, llevada por Gerard, avanzaba tras él. Uno de los emires egipcios penetró hacia ella para arrancársela: cayó muerto antes de haberlo conseguido. Otro emir que arremetió contra Balduino fue
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abatido junto con su caballo de un solo golpe por el propio rey. Ante estos hombres de hierro, egipcios y sudaneses cedieron. Todo el ejército musulmán huyó hacia Ascalón. En pocos minutos, el campamento egipcio con todo lo que contenía cayó en poder de los francos. Balduino prohibió a los suyos, bajo pena de muerte, que retrasasen la persecución deteniéndose en el saqueo. La «caza» no se detuvo sino al caer la noche, con Ascalón a la vista. Balduino mandó entonces que dieran el toque de llamada y llevó a sus soldados para que se repartieran las riquezas del campamento enemigo. Breve respiro. En mayo de 1102, un nuevo ejército –20.000 árabes y sudaneses– parte de Egipto y avanza otra vez por el camino de Jerusalén hasta la altura de Ramla. Esta vez, Balduino, embriagado por sus éxitos anteriores, estuvo falto de prudencia. Sin tomarse el tiempo de llamar a las guarniciones de Galilea, salió al encuentro de los invasores solamente con los caballeros de Jerusalén. Pero al desembocar en la llanura de Ramla, el 17 de mayo, descubrió la multitud del ejército enemigo y comprendió en qué abismo lo había arrojado su presunción. Pero era demasiado tarde para retroceder. «Buscando solo vender cara su vida», la pequeña tropa dio la carga. Tan terrible fue el choque que por un momento los egipcios «quedaron estupefactos», creyendo que el acompañamiento del rey no era más que una vanguardia. Pero pronto Balduino y los suyos se vieron aplastados por el número. La mayor parte de sus compañeros fueron muertos. Con un último puñado de fieles se refugió en la aldea de Ramla, que de inmediato fue asediada por todo el ejército egipcio. Solamente la caída de la noche impidió que los vencedores rompieran esta endeble defensa, pero era evidente que por la mañana se acabaría con el rey de Jerusalén... Entonces fue cuando se produjo, según Guillermo de Tiro, una intervención novelesca que trajo la salvación. Hacia la mitad de la noche, un jefe árabe se presenta ante la muralla y pide hablar personalmente con el rey. Introducen al misterioso visitante: se trata del jeque a cuya mujer Balduino salvó y dio la libertad el año anterior cuando el golpe de mano en Transjordania. El caballeroso árabe viene a advertir al rey que se tiene que escapar antes del alba, mientras aún está a tiempo. Balduino, ante el ruego insistente de los suyos, prueba esta última oportunidad. Sobre su caballo Gacela se lanza en plena noche al campo, atravesando los vivaques enemigos. Inmediatamente se advierte su huida y una nube de jinetes árabes se abalanza en su persecución. Casi todos los que le siguen son muertos o apresados. La velocidad de Gacela salva a su jinete, que desaparece en las gargantas de la montaña. Al día siguiente, los jinetes egipcios se presentaban ante Jaffa enarbolando la cabeza cortada de Gerbord de Winthinc, el sosia de Balduino. La mujer de este, la reina Arda, que se encontraba en la ciudad, creía como todos los habitantes que el rey había perecido, cuando el 20 de mayo, ante la sorpresa general, apareció mar adentro una barca que llevaba, agitada por el viento, la oriflama personal de Balduino...
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Después de haber estado errante dos días en la montaña, Balduino había conseguido llegar a Arsuf, desde donde un audaz corsario inglés llamado Goderic aceptó llevarlo por mar a Jaffa. La flota egipcia cruzaba por el horizonte. Para dar aviso de su llegada a los defensores de Jaffa desde lo más lejos que pudieran avistar la embarcación, Balduino había mandado desplegar en lo alto del mástil el estandarte real, pero al percibirlo la escuadra enemiga se lanzó en su persecución para capturarlo. Por suerte, la mar estaba revuelta, el viento soplaba del norte, favoreciendo a Goderic y frenando las velas egipcias, de manera que la barca real, danzando en la tempestad, pudo entrar sin estorbo en el puerto. La llegada de Balduino «resucitado» pareció a los defensores de Jaffa cosa de milagro. «Fue como la estrella de la mañana, que anuncia la proximidad del día». Al mismo tiempo, la caballería franca de Galilea llegaba por tierra con su jefe Hugo de Saint-Omer, señor de Tiberíades, a la cabeza. Y por último una escuadra cristiana de doscientos navíos desembarcó providencialmente en Jaffa a una peregrinación con numerosos caballeros ingleses, franceses y alemanes. El ejército franco recompuesto estuvo pronto en condiciones de emprender la ofensiva. El 27 de mayo, Balduino atacó por sorpresa al ejército egipcio entre Jaffa y Ascalón y esta vez obtuvo una victoria completa. La superioridad de los francos sobre las fuerzas egipcias estaba decididamente restablecida. En 1104, Balduino aprovechó el viaje de una escuadra genovesa para arrebatar a Egipto la ciudad marítima de San Juan de Acre, destinada a ser el mayor puerto cristiano de Levante (26 de mayo de 1104). Al año siguiente, el gobierno de El Cairo hizo un último esfuerzo. Su ejército avanzó hasta Ramla, reforzado por contingentes damascenos. La batalla se libró ante Ramla el 27 de agosto de 1105. «Los francos lanzaban su grito de guerra: Christus vincit, Christus regnat, Christus imperat!». Al comienzo de la acción, la caballería turca de Damasco les hizo mucho daño acribillándolos con las flechas, según su costumbre. Balduino, impacientado, arrebató de manos de su escudero su estandarte blanco y, enarbolándolo con el brazo en alto, en un galope furioso, cargó contra los turcos y los dispersó. A continuación se volvió contra las filas egipcias, cuya infantería, compuesta de fellahs y sudaneses, se hizo aplastar valientemente sobre el terreno; solo la caballería árabe pudo salvarse... La ocupación del litoral palestino por los francos producía en el comercio interior del mundo musulmán una enorme perturbación. Las caravanas entre El Cairo y Damasco o Bagdad se veían obligadas a dar un rodeo hacia las pistas del desierto, por la senda de Idumea, pasar al sur del mar Muerto y, luego, subir por la senda del Jordán hacia la Transjordania. Las crónicas de la época nos muestran una de esas caravanas de Egipto haciendo un alto cerca del Jordán «a la sombra y el silencio de la noche». Pero el rey Balduino recibe aviso de sus rastreadores. Con sesenta de sus caballeros baja en plenas
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tinieblas hasta el río y sorprende a la caravana. Se apunta en la cuenta «once camellos cargados de azúcar, cuatro camellos cargados de pimienta, diecisiete cargados de aceite y de miel». Algún tiempo después, una ganga no menos importante: se trata de una enorme caravana de cuatro mil camellos, que volvía de Arabia a Transjordania, es capturada por el cruzado anglo-normando Guillermo Cliton, nieto de Guillermo el Conquistador. Ciertamente, los musulmanes replicaban a razzia con razzia. El señor de Tiberíades, Gervais de Bazoches, atrapado en una emboscada, fue llevado prisionero a Damasco. El capitán turco que gobernaba Damasco, el brutal Tughtekin, ofreció a Balduino dejar libre a su vasallo contra la cesión de Tiberíades y de San Juan de Acre. Balduino, que era la razón de Estado hecha persona, permaneció inconmovible: «Dinero todo el que queráis, más de cien mil besantes, si hace falta. Pero, aunque hubierais reducido a cautividad toda mi familia junto con todos los demás jefes francos, no entregaría por su rescate ni la más pequeña de nuestras ciudades». Ante esta negativa, Gervais fue ejecutado a flechazos en la plaza principal de Damasco; la piel de su cráneo, con sus cabellos blancos, fue arrancada para ser llevada en una pica al emir, pero las conquistas francas fueron mantenidas íntegramente. En cuanto una escuadra cristiana echaba el ancla en las aguas de Levante, Balduino aprovechaba para atacar con su ayuda las ciudades marítimas todavía en poder de Egipto. Acabamos de ver que, en 1104, un viaje genovés le permitió tomar San Juan de Acre. El 13 de mayo de 1110, la presencia de navíos genoveses y pisanos le permitió apoderarse de Beirut, y el 4 de diciembre siguiente, con la colaboración de una armada escandinava capitaneada por el rey de Noruega Sigurd, hizo que Sión capitulara. En esa fecha, todo el litoral palestino, con excepción de Tiro al norte y Ascalón al sur, había sido arrebatado a Egipto y sólidamente anexionado al reino franco. *** Mientras que en el sur, en Palestina, Balduino fundaba en sus límites históricos el reino de Jerusalén, en la Siria del norte, su antiguo rival Tancredo, llamado a la regencia del principado de Antioquía durante la cautividad de Bohemundo (1100-1103), «hacía también una buena tarea». Consolidaba al este el principado normando por victoriosas expediciones contra el reino turco de Alepo y, al oeste, terminaba de darle una fachada marítima, arrebatando a los bizantinos el gran puerto de Laodicea (finales de 1102). En cuanto al conde de Toulouse, Raimundo de Saint-Gilles, después de la decepción que había recibido al ver que Antioquía y Jerusalén eran atribuidas a otros, había partido para Constantinopla con el fin de ponerse de acuerdo con el emperador Alejo Comneno. Este le encargó que dirigiese a través de Asia Menor las nuevas cruzadas que llegaban de Francia, de Alemania y de Italia. La primera de estas «cruzadas de refuerzo» o de «explotación», que se habían 45
organizado en Occidente ante la noticia de la liberación de Jerusalén, estaba compuesta por peregrinos de Lombardía. Llegados por la ruta del Danubio a territorio bizantino, los lombardos acamparon en las cercanías de Constantinopla. Su expedición, que comprendía una multitud de no-combatientes, presentaba en muchos aspectos el carácter de las cruzadas populares de 1096, cuyas enojosas proezas iba a repetir. A pesar de los reproches de sus jefes, los peregrinos lombardos se dedicaron a saquear el territorio bizantino, robando animales y cosechas, llegando incluso a desvalijar iglesias. La policía bizantina se interpuso, pero los más exaltados no dudaron en proceder al asalto del palacio imperial de Blachernes. El arzobispo de Milán, su jefe nominal, consiguió serenarlos. A los lombardos se incorporó otra cruzada de refuerzo, esta francesa, y todos aceptaron como jefe a Raimundo de Saint-Gilles, quien los condujo en su paso a Asia (abril-mayo de 1101). Parecía que no se tendría que plantear la cuestión del itinerario que se habría de seguir para atravesar Asia Menor: no había más que seguir el de la primera cruzada, por Nicea, Dorilea e Iconio, cuyas paradas y puntos de agua eran conocidos, para descender hacia Antioquía como en 1097. Pero una idea pasional, como las que suelen brotar en las masas, se apoderó de los peregrinos lombardos: antes de descender hacia Siria, había que liberar a Bohemundo. Pero Bohemundo se hallaba prisionero de los turcos en la fortaleza de Niksar, al nordeste del Asia Menor, en el otro extremo de la península, hacia el lado del Cáucaso. Para llegar hasta él (en el supuesto de que los turcos no se lo llevasen más lejos todavía), ¿habría que ir hasta el extremo opuesto de Siria, apartarse completamente del objetivo de la cruzada, comprometer a toda la expedición en una marcha sin término y sin salida? Esto es lo que objetaban los barones, empezando por Raimundo de SaintGilles. Pero no se razona con la psicología de las masas. A pesar de ser su jefe, Raimundo tuvo que seguirlos. Y la enloquecida anábasis comenzó. Después de Ankara, donde llegaron el 23 de junio, penetraron en las soledades montañosas, sin ciudades ni cultivos, donde la caballería turcomana hostigaba a los cruzados que morían de cansancio y de hambre. Se veían acribillados de flechas a distancia, sin poder entablar un cuerpo a cuerpo. Su presunción se mudó en abatimiento y, bien pronto, en pánico. Un poco antes de Amasia, los turcos, estimando que la columna franca se hallaba suficientemente desmoralizada, le cortaron el camino. Los lombardos emprendieron la huida. Raimundo de Toulouse con los franceses y los alemanes aguantó hasta la caída de la noche, después a él también le faltó valor y huyó en dirección del mar. A galope tendido alcanzó el primer puerto de la costa, donde se embarcó para Constantinopla. Cuando en el ejército cruzado se supo que había huido, hubo un sálvese quien pueda general. De los 150.000 cruzados (al menos) que componían la expedición, solo algunos miles pudieron llegar a Sinope. El resto fue muerto o reducido a cautividad por los turcos (julio-agosto de 1101). La primera consecuencia de este desastre fue que los francos perdieron el prestigio
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moral de las victorias de Godofredo de Bouillon en Asia Menor. Los turcos, que desde 1097 tenían mentalidad de vencidos, se sintieron de nuevo ghazi, vencedores. Eso se vio enseguida cuando, aquel mismo año 1101, el conde Guillermo de Nevers con 15.000 cruzados quiso emprender el mismo itinerario de Godofredo de Bouillon atravesando Frigia y Licaonia. Llegado a Eregli, al este de Iconio, se vio rodeado por la caballería turca, y casi toda su tropa murió sobre el terreno acribillada por las flechas (agosto de 1101). Una suerte análoga esperaba a una última peregrinación de 60.000 almas, conducida por Guillermo IX de Poitiers y por Welf IV de Baviera. También ellos llegaron a Iconia, pero no pudieron abastecerse en ella, porque los turcos habían hecho el vacío ante ellos. Al llegar al río de Eregli, los desgraciados, torturados por la sed, se precipitaron en desorden a la orilla y los arqueros turcos, surgiendo en la otra ribera y luego en todas las colinas, rodearon a aquella lamentable manada en la que cada flecha hacía blanco. Fue una matanza sin nombre (5 de septiembre de 1101). Solo algunos caballeros escaparon. La bella margravina Ida de Austria, que cabalgaba en el ejército bávaro, desapareció sin que se pudiese averiguar su suerte: ¿muerta o cautiva en el fondo de algún harén? El desastre de Anatolia tuvo consecuencias muy graves para el futuro del Oriente latino. Las multitudes que fueron a dejarse matar constituían, después de la conquista de Jerusalén, la segunda oleada, «la oleada de explotación» destinada a consolidar el éxito y a transformar los principados francos de Siria en verdaderas colonias. La Siria franca ya no volvería a encontrar aquel refuerzo de 200.000 hombres, aquella inmigración de todo un pueblo. En adelante tendrían que trabajar más modestamente, en un plan restringido, limitado a las posibilidades del momento. El conde de Toulouse –uno de los responsables del desastre, puesto que no supo oponerse a las locuras de la plebe lombarda– será el primero en comprenderlo. Después del desastre de 1101, ya no volverá a ser el príncipe inquieto, soberbio y un tanto presuntuoso que hemos conocido. Este candidato universal a todos los tronos de Oriente irá a fundar un modesto condado provenzal en la costa libanesa. Y ciertamente esta obra será, sin duda, más razonable y sólida que sus primeros sueños de paladín. *** Pero también es cierto que, antes de resignarse a ese fin, Saint-Gilles necesitará una nueva desilusión. Después del desastre de Anatolia, seguía pensando en ir a disputar Antioquía a Tancredo y, cuando para ello acababa de abordar la desembocadura del Orontes, fue hecho prisionero por un aventurero y luego entregado a cambio de especias a su rival. Tancredo se mostró buen príncipe y puso fácilmente en libertad al conde, no sin antes haber obtenido de él un desistimiento explícito de toda pretensión sobre Antioquía. Entonces fue cuando Raimundo recordó las hermosas tierras de Tortosa y de 47
Trípoli, que en otro tiempo, cuando la primera cruzada, había atravesado. Había allí, entre el reino de Jerusalén, que definitivamente le había tocado a Balduino de Boulogne, y el principado de Antioquía, que definitivamente había pasado a Bohemundo y a Tancredo, una riviera privilegiada, que tenía que recordarle los horizontes de su Mediodía natal. Precisamente una flota genovesa pasaba a lo largo. Raimundo consiguió el apoyo de los capitanes genoveses y, con su colaboración, fue a atacar la ciudad de Tortosa, en tierras del Emirato árabe de Trípoli. El 21 de abril de 1102 se apoderó de la plaza, en la cual estableció su residencia, a la espera de poder adueñarse de Trípoli, la metrópoli de la región, que en adelante fue su objetivo. El Emirato de Trípoli pertenecía a una familia de caídes árabes –procedentes más o menos en teoría de Egipto–, los Benu Amar, políticos muy inteligentes, espíritus prudentes y cultivados (poseían una de las más bellas bibliotecas del Islam), en absoluto fanáticos y que hasta entonces habían mantenido relaciones corteses con los francos. Los Benu Amar esperaban así dejar que la tormenta pasara y mantener su independencia. Les bastaba con abastecer a los convoyes cristianos que circulaban entre Antioquía y Jerusalén y pasaban por delante de su Trípoli peninsular de el-Mina, ese «Gibraltar libanés» poco menos que inexpugnable. La situación cambió cuando un príncipe franco se estableció de manera fija en el territorio con la firme resolución de adueñárselo y acabar en él sus días. Verdad que Raimundo de Saint-Gilles tenía con él poca gente, cuatrocientos hombres según las más generosas estimaciones, pero a pesar de la insignificancia actual de sus medios disponibles, lejos de acantonarse en su nueva posesión de Tortosa, llevaba sus ataques hasta bajo las murallas de Trípoli. Como pintorescamente escribe Raúl de Caen, «osaba asediar esta populosa ciudad él solo». Añadamos que los cristianos maronitas de la montaña le prestaron una colaboración preciosa. Con su ayuda y también con la de una escuadra genovesa, el 23 de abril de 1104 arrebató a la gente de Trípoli la ciudad de Djebail, la antigua Biblos, la Gibelet de los cronistas. Con Tortosa al norte y Gibelet al sur, el cuadro del futuro condado de Trípoli quedaba ya trazado. Le faltaba en el centro su capital natural, la propia Trípoli. Como hemos dicho, la Trípoli del siglo XI, apretujada en la península rocosa de el-Mînâ protegida por un istmo bastante estrecho, era singularmente difícil de tomar. Disfrutando de todas las ventajas de la insularidad, abastecida por mar por la flota egipcia y comunicada también con el resto del mundo musulmán, los Benu Amar esperaban que su enemigo se desalentara. Pero Saint-Gilles, para poner de manifiesto su inquebrantable voluntad y afianzar el bloqueo permanente de la ciudad, se instaló frente a la ciudad y construyó, sobre el espolón rocoso que cae a pico sobre la garganta de la Qadicha, una fortaleza a la que llamó Mont-Pèlerin y que los musulmanes bautizaron con su nombre Castillo Saint-Gilles (Qalaat Sandjil), fortaleza que corresponde a la ciudadela actual de Trípoli (1103).
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En Mont-Pèlerin murió Saint-Gilles el 28 de febrero de 1105. Melancólico destino el de este alto barón que, después de haber sido el primero en manifestar su adhesión a la cruzada, después de haber sido el primer confidente de Urbano II, había visto cómo, uno tras otro, se le escapan los beneficios que habría podido dar por descontados. Otros habían ocupado en su lugar la cabeza de la gran peregrinación. No había recibido en porción ninguna de las grandes ciudades conquistadas, ni Antioquía ni Jerusalén. La cruzada de refuerzo que había conducido en 1101 a través de Anatolia fracasó lamentablemente. Después del naufragio de estas grandes esperanzas, había tenido, en el atardecer de su vida, que replegarse en un rincón de la costa libanesa y en ella desaparecía también sin haber disfrutado la dicha de entrar en la tierra prometida de Trípoli. Pero después de no pocos errores, también de no pocos desmayos, tenía el supremo consuelo de poder decir que moría en la brecha, fiel al deber, habiéndose negado a abandonar aquella Tierra Santa donde había encontrado tanta amargura, «siguiendo el ejemplo de Jesucristo, que se había negado a bajar de la Cruz». Tampoco olvidemos su humanidad hacia los prisioneros musulmanes cuando la toma de Jerusalén... La herencia libanesa de Raimundo fue recogida por su primo Guillermo Jourdain, conde de Cerdeña (1105-1109). Desde Mont-Pèlerin, Guillermo continuó con la misma obstinación del bloqueo de Trípoli. Desesperado, el jefe Benu Amar fue a implorar la ayuda del atabeg turco de Damasco y, luego, del califa de Bagdad, ofreciéndoles toda suerte de regalos preciosos (1108). Pero ¡ay!, sus interlocutores tomaron los regalos y solo le dieron a cambio buenas palabras. Cuando el emir regresó desilusionado a Siria, las gentes de Trípoli, cansadas de esperar, se habían entregado al califa de Egipto. En cuanto a Guillermo Jourdain, si igual que su predecesor no pudo tomar la impenetrable Trípoli, al menos se apoderó en abril de 1109, a pesar de la intervención de los damascenos, de la importante plaza de Ara, al nordeste de esa ciudad, y aún añadió los castillos de Djebel Akkar. *** Mientras apartados de la gran historia, en el rincón de la costa libanesa, Raimundo de Saint-Gilles y luego Guillermo Jourdain constituían pacientemente el futuro condado de Trípoli, al norte el principado de Antioquía veía la sucesión de los más dramáticos acontecimientos. Hemos visto que desde 1100 el príncipe de Antioquía, el jefe normando Bohemundo, era prisionero de los turcos de Asia Menor, mientras su sobrino Tancredo gobernaba en su lugar ejerciendo el principado. Había perdido la esperanza de recobrar jamás la libertad cuando, a comienzos de 1103, los jefes turcos se enzarzaron en una pelea a propósito de su eventual rescate. El emir de Sivas Gumuchteklin pretendía quedársela 49
para él solo. El sultán seldyucí de Iconio, soberano de Gumuchtekin, quería una parte y pasó a las amenazas. En su prisión, el astuto normando percibió algún eco de esta disputa. Se las apañó para que se supiera la simpatía que le inspiraba Gumuchtekin, hasta el punto de que un buen día este bajó a su calabozo para consultar a este espíritu fértil en soluciones la manera de resistir a los seldyucíes. El acuerdo fue rápidamente adoptado. Bohemundo no prometió únicamente entregar al emir solo el importe completo de su rescate, sino también ser su fiel aliado y ayudarle a conquistar la Anatolia seldyucí. En el acto recuperó a la libertad (mayo de 1103). Bohemundo regresó, pues, a Antioquía donde Tancredo, que con tanto acierto había gobernado en su ausencia, le entregó el poder. Al año siguiente, los dos jefes normandos, a petición de su vecino el conde de Edesa Balduino de Bourg, organizaron con él una gran expedición a la Djeziré musulmana. Su primer objetivo era la plaza de Harrán, al sudeste de Edesa. Pero esa cuña en dirección a Bagdad no podía por menos que alarmar a los emires turcos de la vecindad. Varios de ellos, el atabeg de Mosul y los jefes del Dyarbekir, unieron sus fuerzas y se dirigieron a socorrer a Harrán. El choque se produjo a orillas del Balikh el 7 de mayo de 1104. Los escuadrones turcos, situados frente al conde de Edesa, simularon desde el primer momento que emprendían la huida. Atrajeron así a la caballería de Edesa, alejándola de la de Antioquía y llevándola a una emboscada en la que, detrás de un repliegue del terreno, esperaba otro cuerpo de 10.000 turcos. En un instante, Balduino de Bourg y los suyos se encontraron rodeados. Balduino fue hecho prisionero, mientras la mayor parte de sus compañeros resultaron muertos. En la otra ala, los normandos tuvieron ventaja al principio, pero, habiendo quedado peligrosamente al descubierto después del desastre de sus aliados, no pudieron hacer más que escapar a tiempo con una retirada precipitada. Después de esta victoria bastante inesperada, los turcos fueron a sitiar Edesa, casi vacía de defensores. Tancredo se encerró en la plaza, mientras Bohemundo corría a buscar socorro a Antioquía. Esperando la llegada de esos refuerzos, Tancredo no tenía con él más que un puñado de hombres y la llanura estaba cubierta a lo lejos de campamentos turcos. Puso de manifiesto su audacia, admirablemente secundado por la población armenia, que a ningún precio quería caer de nuevo bajo el yugo turco. Sin embargo, si bien para mantener la moral de los habitantes afectaba la más tranquila confianza, no dejaba de enviar en secreto mensaje tras mensaje a Antioquía para advertir a su tío Bohemundo de que la ciudad no aguantaba más. Bohemundo, a despecho del peligro que él mismo corría (los turcos de Alepo acababan de invadir su principado de Antioquía), reunió 300 caballeros y unos 400 hombres de a pie y partió para Edesa. Pero a pesar de sus prisas no pudo llegar hasta el séptimo día y, durante este tiempo, los asaltos cotidianos de los turcos contra la ciudad se hacían cada vez más violentos. Tancredo, que había perdido la esperanza de recibir ayuda y pensaba que cualquier día el
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enemigo llegaría a las murallas, tomó una decisión extrema de acuerdo con la población armenia. Prefiriendo morir luchando que ser vendidos en los mercados del Islam, los asediados acordaron efectuar una salida general. Pero esta salida, bajo la inspiración de Tancredo, fue preparada con tanto cuidado como una batalla en campo abierto. Antes del alba, todos los hombres que había en Edesa capaces de sostener un arma se agruparon en silencio detrás de las puertas. El campamento turco dormía, los soldados porque estaban fatigados por el asalto de la víspera, los demás porque se hallaban embotados por la embriaguez. De improviso, las puertas se abren y en medio de un estruendo repentino de escudos, de alaridos y de trompetas todos caen sobre el enemigo. La sorpresa es completa; el campamento turco, patas arriba y tomado. Grupos de durmientes mal despiertos son degollados antes de haber tomado las armas. El resto, presa del pánico, emprende la huida, tanto más cuanto que en ese mismo momento Bohemundo y los caballeros de Antioquía llegaban por fin para completar la victoria. Edesa estaba salvada, pero no por ello el desastre de Harrán dejó de tener graves consecuencias. Marcó el tope de la conquista franca hacia Mesopotamia, igual que el desastre de Craso, ocurrido en ese mismo sitio de Carrhes, marcó en otro tiempo el tope de la conquista romana. Los turcos de Alepo quitaron a Bohemundo la mayor parte de sus posesiones al este del Orontes y los propios bizantinos aprovecharon para volver a tomarle el puerto de Laodicea. En este doble contraataque, Bohemundo veía derrumbarse su obra. Para rehacerla desde su base, decidió ir a buscar ayuda a Occidente. Raúl de Caen nos ha conservado el sentido del discurso que dirigió a sus fieles en la basílica de San Pedro de Antioquía: «La tormenta levantada contra nosotros es tan grande que, si no reaccionamos, estamos acabados. Nos encontramos rodeados. Por el este, desde el interior, la invasión turca. En el oeste, por mar, el desembarco de los griegos. No somos más que un puñado de hombres que irá disminuyendo cada vez más. Necesitamos grandes refuerzos de Francia. O nos viene la salvación de allí o no nos viene de ningún otro sitio. Yo voy a ir a buscar esos refuerzos». Entregó a Tancredo la gerencia de Antioquía y, en los últimos meses de 1104, se embarcó para Italia. Bohemundo partió con el corazón lleno de rencor hacia los bizantinos. El inesperado ataque bizantino lo había paralizado contra los turcos. ¡Decididamente, Bizancio era la peor enemiga! Y volviendo a hacer presa en él todos sus antiguos rencores, todos sus recuerdos de juventud cuando acompañaba a su padre Roberto Giscard para conquistar Macedonia, fue una cruzada contra Bizancio lo que predicó en Italia. Con el mismo propósito pasó de Italia a Francia, donde fue recibido solemnemente por el rey Felipe I (septiembre de 1105). Alianzas de familia sellaron su amistad. Una de las hijas del rey de Francia, la princesa Constanza, fue dada en matrimonio al príncipe normando; otra, Cecilia, fue enviada a Tancredo, «que se casó con ella con gran contento». Fortalecido por todos estos apoyos morales o materiales, Bohemundo desembarcó en Espiro el 9 de
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octubre de 1107 y de inmediato se dispuso a sitiar Durazzo, la gran fortaleza bizantina sobre el Adriático; pero esta vez no encontró la suerte de cuando era joven. Pronto se halló él mismo sitiado por el ejército bizantino, infinitamente superior en número y, en septiembre de 1108, se vio reducido a someterse a las condiciones de los vencedores: tuvo que reconocerse como estricto vasallo del emperador Alejo Comneno por el principado de Antioquía, así como por las demás eventuales conquistas en Oriente. Este tratado, que habría señalado la solución bizantina de las cruzadas, jamás fue ejecutado, porque Bohemundo, después de una humillación tan fuerte para su orgullo, no tuvo el valor de volver a aparecer en Oriente. Quebrantado por esta derrota, languideció durante algún tiempo en Italia y allí murió oscuramente hacia marzo de 1111. *** Tancredo fue quien rehízo el principado de Antioquía (1104-1112). Con su desgraciada empresa balcánica, Bohemundo había dejado vacío el tesoro. Tancredo lo llenó a continuación gracias a un discurso breve, pero persuasivo, dirigido a los cien comerciantes más ricos armenios o griegos del país: luego, habiendo recompuesto su ejército, hizo frente a los turcos de Alepo en una gran batalla librada en Tizin, al este de Artah, el 20 de abril de 1105. Entre el ejército normando y el ejército turco se extendía una llanura rocosa, inadecuada para las evoluciones de la caballería. Tancredo se dio cuenta y se detuvo un poco antes de llegar. «Inmóvil, como si estuviera dormido», dejó que los turcos penetraran en la zona rocosa y que la atravesaran tranquilamente, pero, en cuanto la hubieron pasado, «como si se despertara de golpe», dio la carga. La táctica de la ligera caballería turca seguía siendo la misma: no esperar el cuerpo a cuerpo con la pesada caballería franca, sino huir ante ella acribillándola con flechas y luego, cuando tanto los caballos cargados de hierro como sus jinetes estaban sin aliento, dar la vuelta de repente, caer sobre los perseguidores dispersos y jadeantes y aplastarlos bajo el número. Pero en el terreno escogido por Tancredo ese juego era impracticable. Queriendo huir, la caballería turca cayó en la zona rocosa en la que el galope era poco menos que imposible. Desconcertados ante este obstáculo, los turcos echaron pie a tierra y huyeron. Los caballeros francos arrinconaron a una buena parte de ellos contra las rocas e hicieron una carnicería. Esta victoria devolvió al principado de Antioquía sus territorios de más allá del Orontes, comprendidas Artah y Sermín. Al año siguiente, Tancredo aprovechó las disputas que dividían a los jefes árabes de la región de Apamea, en el alto Orontes, para apoderarse, con la ayuda de una parte de ellos, de esta importante plaza (14 de septiembre de 1106). Más al sur, trabó amistad con los caballerescos emires de Chaizar, de la ilustre casa árabe de los Benu-Munqidh. El emir munqidita Usama, que nos ha dejado el relato de estos acontecimientos, nos muestra a sus padres y a Tancredo 52
rivalizando en cortesía, intercambiando corceles de lujo y disfrutando, tanto emires como caballeros, en caracolear juntos. En cuanto a los bizantinos, no habían perdido nada esperando. A mitad de 1108, Tancredo les arrebató definitivamente el puerto de Laodicea. Al mismo tiempo que gobernaba Antioquía por cuenta de Bohemundo, que seguía en Italia, hemos visto que Tancredo administraba Edesa en lugar de Balduino de Bourg, que seguía prisionero de los turcos. A decir verdad, habría podido sin gran esfuerzo hacer que pusieran en libertad a Balduino de Bourg mediante un rescate, pero, feliz con estar percibiendo las rentas del hermoso condado de Edesa, no se daba una prisa excesiva en provocar tal acontecimiento. Fue el principal vasallo de Balduino de Bourg, Jocelín de Courtenay, señor de Turbessel (Tell-Bacher) quien, prisionero de los turcos como él, actuó para liberar a su soberano, después de haberse rescatado a sí mismo. Balduino de Bourg, por su parte, completó el trato aliándose estrechamente con su carcelero, el jefe turco Djawali, que lo soltó contra la promesa de que le ayudara militarmente a quitarles a otros turcos Alepo o Mosul. Pero entonces Balduino de Bourg recibió la más desagradable sorpresa: Tancredo, invitado a que le restituyera Edesa, se hacía el sordo. Acabó por hacerlo muy de mala gana (septiembre de 1108). No fue más que una reconciliación aparente. Unos meses después, el emir Djawali, en guerra contra sus compatriotas los turcos de Alepo, apeló a Balduino de Bourg y a Jocelín de Courtenay quienes, fieles a su pacto, acudieron en su ayuda. Por su parte, el seldyucí de Alepo, Reduán, pidió ayuda a Tancredo, que se la prestó. Se tuvo así el espectáculo extraño de una coalición franco-turca luchando contra otra coalición franco-turca. Incluso hubo una batalla a las orillas del Éufrates, cerca de Turbessel, entre, por una parte, Tancredo y los turcos de Alepo y, por otra parte, Balduino de Bourg y los turcos de Djawali, batalla en la que los primeros fueron vencedores. Tal situación, diez años después de la primera cruzada, si bien escandalizó a las almas piadosas, no dejaba de mostrar que entre el feudalismo franco y el feudalismo musulmán los odios religiosos o étnicos habían perdido mucho de su violencia. *** Mientras el regente de Antioquía y el conde de Edesa se querellaban en la Siria del norte, otras competiciones entre barones turbaban igualmente el condado tolosano del Líbano. Guillermo Jourdain reinaba desde hacía cuatro años sobre este Estado en vías de formación, con la firme esperanza de coronar sus éxitos con la toma inminente de Trípoli, cuando en febrero-marzo de 1109 vio desembarcar en Tortosa a un competidor inesperado, su primo Bertrand, hijo mayor de Raimundo de Saint-Gilles, que venía a reclamar la herencia paterna. Guillermo, naturalmente, se negó a desprenderse de un 53
territorio que había defendido y ensanchado. Ambos adversarios buscaron apoyos fuera. Guillermo se dirigió hacia Antioquía, donde Tancredo le prometió ayuda y protección. Por su parte, Bertrand apeló al rey de Jerusalén Balduino I. Llevando todo este asunto ante el tribunal real, reclamaba la intervención de Balduino para poder entrar en posesión de su herencia y, en definitiva, se declaraba vasallo de la corona de Jerusalén por esta herencia. Balduino, cuya entera política tendía a transformar su realeza en Judea, hasta entonces tan restringida, en una realeza sirio-palestina que abarcara el conjunto de las tierras francas, no era hombre dispuesto a dejar pasar una ocasión semejante. De inmediato manifestó a Tancredo y a Guillermo Jourdain que, habiéndose puesto Bertrand bajo su protección, les prohibía que hicieran nada contra él. Luego, con un tono de soberano que no admitía réplica, hablando «en nombre de toda la Iglesia de Jerusalén», los citó a los dos a una audiencia real ante Trípoli, no sin aprovechar esa ocasión para recriminar a Tancredo por su mala conducta con respecto al conde de Edesa. Y, constituyéndose de oficio árbitro de todas las disputas francas, el rey anunció su firme voluntad de restablecer la concordia entre los barones, concordia sin la cual las conquistas de la cruzada no podrían ser mantenidas. Uniendo la acción a la palabra, Balduino en persona se presentó ante Trípoli. Guillermo Jourdain, encolerizado, estaba dispuesto a emplear las armas, pero Tancredo, más político y que sabía qué clase de hombre era Balduino, calmó a su aliado. Aceptando la reprimenda real, ambos bajaron a Trípoli, a donde también fueron, cada uno por su lado, Balduino de Bourg y Jocelín de Courtenay. Así pues, los altos barones de Siria estaban al completo ante Trípoli, cuando el rey abrió una audiencia solemne probablemente en Mont-Pèlerin. Los adversarios fueron invitados a exponer públicamente sus agravios. A continuación, el rey les obligó a que se reconciliaran, Tancredo con Balduino de Bourg, Guillermo Jourdain con Bertrand, luego sentenció entre estos dos. La herencia de Raimundo de Saint-Gilles fue repartida. Se decidió que Guillermo Jourdain conservaría Tortosa y Arqa, pero que Bertrand obtendría Gibelet, Mont-Pèlerin y Trípoli, en cuanto esta plaza hubiera capitulado. Una vez establecido el acuerdo sobre estas bases, aprovecharon la concentración de las fuerzas francas y también la presencia de una poderosa escuadra genovesa de setenta navíos para acabar con la resistencia de Trípoli. La escuadra de socorro enviada desde Egipto no llegó a tiempo. Los árabes de Trípoli, abandonados a sí mismos, agotados por un bloqueo que duraba desde hacía unos seis años, ofrecieron capitular con la condición de poder emigrar libremente o permanecer allí mediante cánones anuales como súbditos francos. El 12 de julio de 1109, los francos entraron en la plaza. La capitulación fue escrupulosamente respetada por el rey y por el conde Bertrand. Los marineros genoveses fueron los únicos que se entregaron al saqueo en su propio sector. A pesar de estos
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excesos, como su colaboración había sido decisiva, recibieron de Bertrand amplios privilegios comerciales, sin contar el enfeudamiento de la pequeña ciudad de Gibelet (Djebail) a la familia genovesa de los Embriaci. Así fue definitivamente fundado el condado tolosano de Trípoli, que se extendía por la costa del Líbano entre el principado de Antioquía y el reino de Jerusalén. Según el arbitraje que había hecho Balduino I, este condado debía ser dividido entre Bertrand en Trípoli y Guillermo Jourdain en Tortosa. Era evidente que en esto había una fuente de complicaciones para el futuro. Un «accidente», que parece haber sobrevenido demasiado a punto para no haber sido provocado, puso fin a esta situación delicada. Una noche en que había surgido una riña entre escuderos de las dos casas, Guillermo Jourdain acudió para separarlos; en ese momento recibió una flecha en las costillas y cayó muerto. «Algunos dijeron que fue Bertrand quien, a traición, había ordenado hacer ese disparo, pero nadie pudo saber la verdad ni descubrir al asesino. El hecho es –añade prudentemente el cronista– que la parte de Guillermo recayó en Bertrand». Por su parte, Foucher de Chartres concluye filosóficamente: «Los unos se lamentaron, los otros se pusieron bien contentos. Bertrand, que se había declarado feudatario del rey, se convirtió en el único dueño del condado...». *** Ya era hora de que, bajo el enérgico impulso de Balduino I, los príncipes francos se uniesen. Por primera vez desde la toma de Jerusalén, el mundo turco se agitaba con vistas a una contra-cruzada. En 1110, el sultán seldyucí de Persia organizó con esa intención una gran expedición al frente de la cual puso a su lugarteniente Modud, emir de Mosul. En abril-mayo de 1110, Modud, con un poderoso ejército, fue a sitiar Edesa. Ante la proximidad de los turcos, el conde de Edesa Balduino de Bourg envió de prisa a Jocelín de Courtenay a Palestina, para pedir ayuda al rey Balduino I. La situación era tanto más grave cuanto que el príncipe de Antioquía Tancredo, que como vecino habría podido proporcionar una ayuda más rápida, daba otra vez pruebas de mala voluntad... Balduino I partió de inmediato, reuniendo al paso todos los contingentes posibles. Así agrupó en algunas semanas 15.000 hombres con los cuales hizo aparición en la llanura de Edesa. La crónica nos describe con júbilo la llegada de este ejército de refuerzo, «las banderas y los cascos reluciendo bajo los rayos del sol de verano, las trompetas sonando ruidosamente, todo el tumulto de tantas tropas». Los turcos no los esperaban. Se batieron en retirada hacia Harrán. Edesa estaba salvada, pero el rey de Jerusalén sintió la necesidad de acabar con las disensiones francas. Era necesario que en caso de un nuevo ataque turco contra Edesa se pudiera contar con la ayuda de la caballería de Antioquía. El rey invitó, pues, a Tancredo para que fuera a explicar su defección y, si era el caso, que expusiera sus agravios ante 55
sus pares. Tan viva era la animosidad del príncipe normando que dudó en obedecer. Se decidió ante la presión de sus allegados y porque, ante la amenaza turca, una ausencia más prolongada habría equivalido a traición. A su llegada fue a saludar correctamente al rey, que lo acogió cordialmente. Como a continuación Balduino le preguntara las razones de su actitud, respondió reivindicando la soberanía de Edesa, «pues la ciudad había dependido desde siempre del feudo de Antioquía». Albert d’Aix nos ofrece la substancia de la réplica de Balduino I, verdadera sentencia real, llena de fuerza y de majestad: «Hermano mío Tancredo, lo que pides no es justo. Te fundas en el estatuto del país y del tiempo de la dominación musulmana, pero debes recordar que, cuando partimos para la guerra santa, convinimos en que lo que cada uno arrebatase a los infieles lo conservaría para sí. Por lo demás, habéis constituido un rey para que os sirva de jefe, de salvaguarda y de guía, tanto en la conservación como en la dilatación de la conquista. Por eso tengo el derecho, en nombre de toda la cristiandad aquí representada, de exigir de ti una reconciliación sincera con Balduino de Bourg. Si no, si prefieres intrigar con los turcos, no puedes seguir siendo de los nuestros y te combatiremos sin cuartel». Esta vez Tancredo cedió definitivamente. Por desgracia, ante la reacción turca que se anunciaba, los jefes francos tuvieron que decidirse a hacer un doloroso sacrificio. Conservando, por supuesto, la totalidad de sus plazas fuertes, hicieron que los cristianos indígenas –armenios, «griegos» y sirios– evacuaran los burgos abiertos y los campos del condado de Edesa situados en la orilla oriental del Éufrates. Este éxodo, exigido por las necesidades militares y decidido en el propio interés de las poblaciones, fue estorbado por la irrupción de la caballería turca, que, en el momento de atravesar el Éufrates, se lanzó sobre las columnas de emigrantes y mató a una multitud de ellos a flechazos, a la vista misma de los francos impotentes, que lloraban de rabia. Tancredo, enfurecido por esas escenas de horror, se vengó inmediatamente en sus vecinos más cercanos, los turcos de Alepo. En una expedición punitiva, se apoderó de dos plazas del reino de Alepo, Athareb y Zerdana, y obligó al rey turco de Alepo así como a los emires árabes de Chaizar y de Hama a hacerse tributarios (finales de 1110). Mientras tanto se preparaba una segunda contra-cruzada. En los zocos de Alepo estaban indignados contra los francos que interceptaban el comercio entre el interior y la costa y condenaban a languidecer a la rica ciudad caravanera. Al no obtener de su rey turco una acción enérgica, varios burgueses de Alepo fueron a Bagdad para provocar un escándalo en la gran mezquita, un viernes, día musulmán de oración, exigiendo la intervención del califa y del sultán contra los malditos francos. Los manifestantes soliviantaron al populacho, interrumpieron la ceremonia y destrozaron el minbar; fue tanto lo que organizaron que el califa y el sultán, intimidados, prometieron enviar a Siria un ejército de socorro. Y también en esta ocasión el atabeg de Mosul, Modud, fue puesto
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a la cabeza de las fuerzas turcas. En la primavera de 1111, el ejército turco en su totalidad fue a hacer una intentona contra las murallas de Edesa. Pero reforzada como había sido el año anterior por el rey de Jerusalén, la plaza era inexpugnable. Entonces Modud se dirigió a Alepo, de la que pensaba hacer el punto de apoyo para su campaña contra el principado de Antioquía. Pero le esperaba una sorpresa: el rey de Alepo, el turco Reduán, al ver que llegaba en su ayuda un ejército tan formidable, fue el primero en asustarse. Los francos le parecieron menos temibles que todos esos compatriotas y correligionarios llegados para defenderle desde todos los rincones el imperio seldyucí. Y, negándose a romper las treguas que había convenido con Tancredo, cerró las puertas de Alepo ante un Modud estupefacto. Este se vio obligado a cambiar de plan de campaña dirigiéndose a guerrear contra los francos hacia el alto Orontes, donde al menos el otro jefe turco local, el atabeg de Damasco, Tughtekin, fue a reunirse con él. Mientras tanto, los francos habían acabado de concentrarse. Al lado del príncipe de Antioquía, Tancredo, directamente amenazado, habían acudido el conde de Edesa Balduino de Bourg, el rey de Jerusalén Balduino I y el conde de Trípoli Bertrand, en total 16.000 caballeros, sargentos y gente de a pie. El ejército cristiano fue a apostarse cerca de Apamea, en el mediano Orontes, posición central para vigilar al mismo tiempo Siria, el Líbano y Palestina. El ejército turco se estableció un poco más al sur, en Chamizar. Los dos adversarios se observaron durante varias semanas, dedicándose a marchas y contramarchas sin decidirse a comprometerse a fondo. El 29 de septiembre, una acción limitada no dio ningún resultado. Por último, ante el bloque de las fuerzas francas estrechamente unidas, también ante el poco celo de los musulmanes sirios, Mudud se desalentó. El gran ejército turco volvió a atravesar el Éufrates sin haber obtenido ningún éxito... Hay que reconocer que ese resultado fue obra propia de Balduino I. A la muerte de Godofredo de Bouillon, la Siria franca, constituida por piezas y pedazos según la conveniencia de las iniciativas individuales, no tenía aún ningún estatuto de conjunto, ninguna cohesión. Fue Balduino I quien, primero al asumir el título real y luego las funciones reales, con todas las obligaciones que título y funciones llevaban consigo, prestando de continuo sus servicios de soberano feudal a sus virtuales vasallos, imponiéndoles la unión frente al enemigo, creó verdaderamente la Siria franca. La campaña de 1111 puso claramente de manifiesto su papel de jefe indiscutido, federador de las energías francas. Desde entonces hasta 1186, la Siria franca formará un todo solidario, a pesar del reparto feudal. Las instituciones monárquicas fundadas por el genio del primer Balduino van a darle al país ochenta y seis años de estabilidad. La Siria franca encontró sus Capeto. No fue el menor mérito de Balduino I haber sabido, a base de firmeza y de buena
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voluntad, terminar con la oposición de Tancredo y unir a este antiguo adversario personal con la política real. Tancredo se había convertido en un partidario decidido de la concordia franca, cuando murió en Antioquía el 12 de diciembre de 1112. *** Tancredo fue el verdadero fundador del principado de Antioquía. Cierto es que la primera idea de un asentamiento normando correspondía a su tío Bohemundo. Fue Bohemundo quien puso sus miras sobre el Orontes inferior. Pero su genio aventurero lo había lanzado continuamente a desatinos lejanos, en los que había acabado por sucumbir. Para este nieto de vikingos, su ducado sirio no era más que un episodio, una etapa, un trampolín. Con lo que él soñaba era nada menos que con Constantinopla, el imperio de Oriente. Por el contrario, Tancredo se había dedicado únicamente a Siria. En Bohemundo existía aún la inquietud de los grandes aventureros normandos de siglo XI, un Roussel de Bailleul, por ejemplo, que hoy poseían provincias inmensas, mañana eran cautivos y se veían despojados de todo. Sin embargo, Tancredo se fija territorialmente. Con paciencia, con celo, desde Laodicea hasta Athareb, fue agrandando su dominio. La mala gana, la mala fe de la que dio pruebas cuando tuvo que restituir a Balduino de Bourg el condado de Edesa, muestran en este normando un gusto por la tierra, un amor por el terruño, un enraizamiento bien característicos. Con el mismo título que Balduino I en Palestina, estableció en Siria las bases de una tradición dinástica durable, ya adaptada al medio. En esto la numismática de Tancredo es el símbolo de su obra. Las leyendas están en lengua griega; el jefe normando es representado con vestimenta en parte bizantina, en parte musulmana, con el amplio kaffié enrollado como turbante en la cabeza. Y en una de esas monedas se lee el título inesperado de grand émir Tankridos. No cabe duda de que este aspecto de emir cristiano corresponde a la imagen que el conquistador normando quería ofrecer a los ojos de sus súbditos orientales. La política de reconciliación del rey Balduino había dado tan buenos frutos que, en los últimos tiempos de su vida, Tancredo estaba encargado de enseñar el oficio de las armas al joven Pons, hijo de su antiguo enemigo, el conde Bertrand de Trípoli. Este hecho, ¿pone de manifiesto una secreta admiración hacia la muy joven mujer de Tancredo, la princesa capeta Cecilia de Francia? ¿Se dio cuenta de ello Tancredo? En este caso no dejó traslucir nada, pero en su lecho de muerte confió Cecilia a Pons, pidiéndole que se casara con ella cuando él ya no estuviera. Conforme a su última voluntad, Cecilia se casó con Pons y reinó con este en el condado de Trípoli. Al parecer aportó al joven conde en su dote la célebre fortaleza que fue llamada el Krak de los Caballeros, fortaleza que Tancredo había conquistado a los árabes en junio de 1110, y que desde entonces formaba parte del condado tolosano. 58
Al morir, Tancredo dejó el principado de Antioquía a uno de sus primos, el príncipe italo-normando Roger de Salerno. Los cronistas han sido un tanto severos con este joven que se había casado con la hermana de Balduino de Bourg, pero cuyo temperamento fogoso guardaba poco las leyes del matrimonio. Ya en Sicilia, todos estos príncipes normandos se habían dejado influenciar poderosamente por la poligamia árabe y, naturalmente, eso fue a peor en el clima y con las costumbres de Levante. Roger era también normando por su «amor a las ganancias», pero el cronista que le imputa todos estos defectos se ve obligado a reconocer que, «sin mentir, era un caballero y un valiente». De hecho, nunca un paladín más magnífico gobernó la Siria franca. Su breve reinado (1112-1119) no es más que una carrera épica de victoria en victoria, hasta el día en que su loca bravura la valdrá la muerte de los héroes. Pronto tuvo ocasión de demostrar su valentía yendo a llevar ayuda al rey Balduino I. *** El atabeg o gobernador turco de Mosul, Modud, a quien el sultán seldyucí de Persia y el califa de Bagdad habían encargado la contra-cruzada, no echaba en olvido su misión. Habiendo fracasado en 1110 y luego en 1111 por culpa de los musulmanes de Siria, volvió al asalto en 1113, pues esta vez las circunstancias eran más favorables. En mayo de ese año, atravesó el Éufrates y fue a reunirse en el alto Orontes con el atabeg de Damasco, Tughtekin. A continuación, los dos jefes turcos invadieron el reino de Jerusalén por Galilea, que devastaron cruelmente. Luego, ante la aproximación del ejército franco, se establecieron en la punta sur del lago de Tiberíades, detrás de la salida del Jordán. Al recibir la noticia de la invasión, el rey Balduino I lanzó una apremiante llamada a los otros príncipes francos, sobre todo a Roger de Antioquía y a Pons de Trípoli. Desgraciadamente, las devastaciones de los turcos lo habían enfurecido. Repitiendo el acto de temeridad que tan caro le había costado en 1102, no quiso esperar la llegada de Roger y de Pons. Con los solos contingentes del reino de Jerusalén –700 caballeros, 4.000 hombres de a pie– corrió al encuentro de los turcos y fue a establecerse muy cerca de ellos, en Sin en-Nabra, cerca de la orilla sudoeste del lago de Tiberíades (20 de junio de 1113). Los turcos, al ver su confianza, lo atrajeron a una emboscada. Desde la orilla oriental del Jordán enviaron al otro lado, en dirección a Sin en-Nabra, 2.000 caballeros escogidos. Mil quinientos se situaron emboscados ante el puente del Jordán; los otros 500 fueron a provocar a Balduino a Sin en-Nabra. Alocadamente, Balduino arremetió contra ellos y fue a caer directamente en la emboscada. Se hallaba ya en muy mala posición cuando por el puente del Jordán llegó en tromba el grueso del ejército turco, que lo arrolló. El rey que, con su bandera en la mano, trataba de reunirse con los suyos, se vio tan estrechamente acosado que, también esta vez, debió su salvación solamente a la 59
rapidez de su caballo. El campamento entero, incluida la tienda real, cayó en manos de los turcos. Muchos fugitivos se ahogaron en el lago. No obstante, la mayor parte de los caballeros pudo encontrar refugio en la ciudad de Tiberíades (28 de junio de 1113). Igual que en los días de Ramla, Balduino pudo ver en qué abismo lo había arrojado su fogosidad. Desventura tanto más amarga cuanto que habría bastado dos o tres días para recibir los refuerzos de Antioquía y de Trípoli. Roger y Pons llegaban ya con su sólida caballería. Balduino se acusó lealmente de su falta ante ellos; luego recapacitaron que el ejército franco, reconstituido ahora en pleno, representaba de nuevo una fuerza respetable. Pero, como la superioridad numérica seguía siendo de los turcos, se acantonó a la expectativa en las alturas del oeste del Tiberíades, mientras las avanzadillas enemigas devastaban la llanura. Lo peor era que los fellahs árabes se unían al invasor para desvalijar los burgos abiertos. Balduino, que se había hecho prudente con la adversidad, tuvo el aguante de asistir impasible durante un mes a esas provocaciones. Por lo demás, se acercaban a agosto. Era el momento en que las escuadras italianas desembarcaban en Tierra Santa la peregrinación anual. Aquel año llegaron 16.000 peregrinos, refuerzo considerable, que iba a darle un vuelco a la proporción de los dos ejércitos. Además, el ejército turco se hallaba cansado por los calores y la escasez de víveres. Modud comprendió que la campaña había fracasado. Licenció a la mayor parte de sus tropas y se retiró a Damasco junto a su aliado, el atabeg Tughtekín (30 de agosto de 1113). Aquí se sitúa un drama bastante misterioso cuyas consecuencias acabaron por descoyuntar, en beneficio de los francos, el conjunto de las fuerzas musulmanas. El viernes 2 de octubre de 1113, cuando Modud, en Damasco, acababa de asistir en la gran mezquita a la oración pública, un asesino se abalanzó sobre él y lo hirió mortalmente a puñaladas. ¿Quién había puesto en sus manos el arma? La opinión pública acusó a Tughtekín. Es cierto que para el atabeg de Damasco, acostumbrado a no contar con el soberano, tuvo que resultar desagradable que a su lado se instalase el representante supremo del sultán. En todo caso, el mundo musulmán le imputó ese crimen y Tughtekín se vio pronto constreñido a aliarse con los francos. En 1115, el sultán de Persia envió a Siria un nuevo ejército turco bajo el mando del emir Bursuq, con la orden de sacar adelante la contra-cruzada y al mismo tiempo reducir a obediencia a los musulmanes de Alepo y de Damasco. Tughtekín y los demás emires amenazados se dieron cuenta del alcance del peligro. El restablecimiento de la autoridad del sultán sobre la Siria musulmana no podía llevarse a cabo sino echándolos a ellos. Contra la amenaza del poder central turco no vacilaron en declararse solidarios de los francos. Se vio, pues, a los jefes de la Siria musulmana y a los príncipes francos unir sus fuerzas para cortarle el camino al ejército del sultán. En el verano de 1115, los coaligados se reunieron en la región de Apamea, en el medio Orontes, punto central bien escogido para proteger a la vez Alepo y Antioquía, Damasco y el reino de Jerusalén. Estaban allí el
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rey Balduino I, el príncipe Roger de Antioquía, el conde Pons de Trípoli, los emires de Alepo y el atabeg de Damasco, Tughtekín. La crónica se recrea mostrándonos al turco Tughtekín y a Roger cabalgando estribo con estribo, «como buenos y leales compañeros de armas». Bursuq comprendió que no podría romper aquel frente. Fingió renunciar a su empresa y se batió en retirada hacia la Djeziré. Los coaligados, sin desconfiar, volvieron cada uno a su casa. Bursuq regresó a Siria inmediatamente e invadió la parte del principado de Antioquía situada al este del medio Orontes. Roger de Antioquía corrió a las armas. El tiempo apremiaba demasiado para en este ocasión llamar al rey de Jerusalén o al atabeg de Damasco. Roger se limitó a pedir ayuda al conde de Edesa, Balduino de Bourg, y, atravesando con él el Orontes por Djisr-echChogrh, avanzó hacia los turcos resguardado por el macizo boscoso de Feilún que ocultaba su marcha. Después de haber enviado en reconocimiento a uno de sus mejores caballeros, Teodoro de Barneville, acababa de hacer un alto cuando Barneville regresó cuerpo a tierra anunciando que los turcos se hallaban muy cerca de allí, al otro lado del bosque, levantando sus tiendas con la mayor tranquilidad al pie de la colina de TellDanith. El relato del canciller Gautier refleja la alegría épica del ejército normando ante la noticia de la sorpresa que se preparaba. Roger dio de inmediato la señal de botasilla: «¡En el nombre de nuestro Dios, a las armas, caballeros!». La reliquia de la Vera Cruz fue mostrada a los escuadrones, que se pusieron en marcha hacia Tell-Danith. Era el alba del 14 de septiembre, Roger galopaba en el centro, Balduino de Bourg, conde de Edesa, en el ala izquierda, a la derecha los turcopolos, esa caballería indígena de la Siria franca. Cuando toda esa caballería les cayó encima, los turcos caminaban hacia Danith en el mayor desorden. «El ejército iba precedido por su impedimenta y sus bestias de carga, las tropas marchaban detrás de la impedimenta cogidos de la mano; todos se sentían seguros, sin pensar en que alguien les iba atacar; el campamento, montado una etapa más adelante, no había sido aún alcanzado por la tropa; las tiendas, ya levantadas, estaban todavía sin ocupar, salvo por los asistentes del ejército». La caballería franca, lanzada como un huracán, cayó primero sobre el campamento, casi vacío de defensores, que fue arrasado en un instante. A continuación se lanzó sobre las divisiones turcas que llegaban por destacamentos sucesivos, en orden disperso y que se encontraron una tras otra completamente sorprendidas. Bursuq con 800 caballeros intentó reagrupar a los suyos en la colina de Tell-Danith, pero la colina fue tomada al asalto por Balduino de Bourg y el jefe turco tuvo que resignarse a emprender la huida. Acabó muriendo de pesadumbre al regresar a Hamadan. Esta brillante victoria le valió al príncipe de Antioquía un prestigio inaudito en el mundo musulmán. Con el nombre de Sirodjal (Sire Roger) iba a inmortalizarse en la leyenda, igual que más tarde Ricardo Corazón de León. Sin combate, por el solo hecho
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de su presión militar, el reino turco-árabe de Alepo cayó bajo su protectorado. *** Durante este tiempo, en Palestina, el rey Balduino I llevaba a buen fin un proyecto en el que tenía gran interés: la ocupación de la Arabia Pétrea. Hemos visto que en noviembre-diciembre de 1100 había dirigido ya una expedición de reconocimiento hasta Petra. En 1116, «siempre impaciente por abrir vías nuevas», se introdujo más adelante por esa depresión del Uadi el-Araba que, desde el sur del mar Muerto, hace un surco longitudinal hasta el golfo de Aqaba, en el mar Rojo. En Chobek, sobre una colina al norte de la antigua Petra, había hecho levantar el castillo fuerte de Montreal, destinado a dominar todo el valle. Sobrepasando Montreal, penetró hasta Aila en el mar Rojo. Durante medio siglo, los francos iban a poder interceptar a su conveniencia el comercio de las caravanas entre Egipto y la Asia musulmana e incluso controlar la ruta de peregrinación de la Meca. En marzo de 1118, Balduino I llevó a lo largo de la costa de Filistea una expedición de reconocimiento hacia el delta del Nilo, por el lado de la rama pelusiaca y de la ciudad de Farama, a la que encontraron vacía de defensores. Igual que los cronistas nos muestran a los francos divertidos bañándose y pescando en el mar Rojo, ahora nos describen el orgullo y la admiración de Balduino contemplando «el gran río de Egipto». Pero fue en esta exploración en las cercanías del delta donde el rey contrajo la enfermedad que iba a fulminarlo. *** Antes de cerrar el reinado de Balduino I, nos queda por recordar brevemente lo que se puede llamar su política interior. Pues este prodigioso guerrero fue también uno de los más lúcidos organizadores de su tiempo. Una de las cuestiones que más le preocupaban era la población cristiana de Palestina. Había quedado muy impresionado de que, durante la invasión turca de 1113, una parte de los fellahs o campesinos musulmanes súbditos de los francos había hecho causa común con el enemigo. Por otra parte, la población árabe de las ciudades había sido destruida o arrojada a raíz la conquista y las ciudades palestinas habían quedado casi vacías. Lamentablemente, provocar una inmigración latina suficiente era imposible, las «cruzadas de población» habían ido a perderse en 1101 en los desiertos del Asia Menor. Entonces, Balduino I llamó a Palestina a todas las comunidades de cristianos indígenas tanto griegos como sirios que se hallaban dispersos por la Siria musulmana y por la Transjordania. Los acantonó en las ciudades y en los burgos, concediéndoles en franquicia todas las casas y propiedades abandonadas por el elemento musulmán. Así se crió en las ciudades y también en los campos una población cristiana de lengua árabe, en 62
la que los cuadros políticos y militares francos encontraron su punto de apoyo. Para asentarse sólidamente en el país, el nuevo reino tenía, en efecto, que fundamentarse en una estrecha asociación franco-siriaca. Fue mérito de Balduino I haberlo comprendido a pesar de todas las rivalidades de ritos que entorpecían (y siguen entorpeciendo hoy día) la paz en los Santos Lugares. Por lo demás, al mismo tiempo los conquistadores y los peregrinos francos que se habían quedado en Siria se adaptaban cada día mejor, dando lugar al nacimiento de un pueblo nuevo, incluso a un espíritu colonial cuya aparición fue explícitamente saludada por el capellán de Balduino I, el cronista Foucher de Chartres: «Occidentales, aquí estamos transformados en habitantes de Oriente. El italiano o el francés de ayer se ha convertido, trasplantado, en galileo o palestino. El hombre de Rennes o de Chartres se ha transformado en sirio o en ciudadano de Antioquía. Ya hemos olvidado nuestros lugares de origen. Aquí el uno posee en adelante casa y domesticidad con tanta seguridad como si fuera por derecho de herencia inmemorial en el país. El otro ya ha tomado por mujer a una siria, una armenia, incluso a veces una sarracena bautizada, y vive con una hermosa familia indígena. Empleamos las diversas lenguas del país. El colonizador se ha convertido en indígena, el inmigrante se ha asimilado al habitante. Todos los días vienen parientes y amigos de Occidente a unirse a nosotros. No dudaron en abandonar allí todo lo que poseían. En efecto, quien allí era pobre consigue aquí la opulencia, quien no tenía más que unas monedas aquí es dueño de una fortuna. Cualquiera que en Europa no poseía ni un pueblo, se ve en Oriente señor de toda una ciudad. ¿Por qué tendríamos que regresar a Occidente, si Oriente colma nuestros anhelos?» *** Acabamos de ver cómo Balduino I, por medio de una política indígena generalmente muy hábil, supo asentar en tierra de Oriente el reino de Jerusalén. Nos queda por recordar cómo supo asimismo asentar la realeza franca en el interior de la sociedad latina. Dijimos que al principio Balduino había tenido que luchar contra el patriarca Daimberto. Pero, sin mencionar el rencor de Balduino, el soberano estaba influido contra Daimberto por el antiguo patriarca depuesto, Arnaldo Malecorne. Por instigación de Arnaldo, Balduino apeló al papa Pascual II acusando a Daimberto de haber fomentado en otro tiempo la guerra civil entre los francos en presencia del enemigo, agravio lamentablemente justificado, pues un concilio reunido en Jerusalén bajo la presidencia de un legado pontificio prohibió a Daimberto celebrar las fiestas del viernes santo en el monte de los Olivos. No obstante, el concilio y el rey se inclinaron por la indulgencia, pero poco después, en lo más recio de la guerra contra Egipto, cuando Balduino le suplicó al patriarca que le adelantara dinero para equipar a las tropas, este juró que no tenía en su poder más que 200 marcos de plata. El rey estaba dispuesto a creerlo, cuando 63
el arcediano Arnaldo Malecorne y otros clérigos demostraron que el patriarca ocultaba sumas enormes. Furioso, Balduino hizo irrupción en la vivienda patriarcal. Aquella noche se celebraba en ella una gran cena, el menú era particularmente selecto y los vinos corrían a chorros. De repente, Balduino surgió ante los convidados. Su fulminante apóstrofo, cuyo contenido nos transmite Albert de Aix, puso en la picota la avaricia del mal prelado: «Vos pasáis el tiempo en banquetes, mientras que noche y día nosotros exponemos nuestras vidas para defender a la Iglesia. Sin preocuparos por las miserias de nuestros soldados, devoráis entre vosotros las ofrendas de los fieles. Pero, os lo juro, si no pagáis ahora mismo el sueldo de las tropas, no os seguiréis llenando la tripa con el tributo de la cristiandad». A esto parece que Daimberto respondió que el sacerdote debe vivir del altar y que la Iglesia no tenía por qué ser sierva de la realeza. Pero el rey replicó, en el paroxismo de su cólera: «¿Has dicho que quienes sirven al altar vivan del altar? Pues bien, en ese caso, tienen que vivir primero mis soldados, pues ellos son quienes mejor sirven a la Iglesia, ya que la defienden todos los días de los sarracenos. Y no solo quiero las limosnas eclesiásticas para pagar a la tropa, sino todo el oro del Santo Sepulcro del que me voy a apoderar para equipar al ejército, pues los sarracenos están a nuestras puertas. Cuando los hayamos rechazado, cuando Tierra Santa se halle fuera de peligro, devolveré a la Iglesia el ciento por uno de lo que le haya tomado prestado». Sin duda, como lo hace notar Albert de Aix, los antiguos estudios eclesiásticos de Balduino, su conocimiento del derecho canónico y de la elocuencia sagrada no le fueron inútiles en esta vehemente diatriba. Un escándalo mayor vino a favorecer al rey. El príncipe Roger había enviado al patriarcado 1.000 besantes para ser repartidos entre los canónigos del Santo Sepulcro, el Hospital y el sueldo de los caballeros. En su avaricia senil, Daimberto se quedó con todo. Puesto al corriente, el rey hizo público el escándalo y Daimberto fue desposeído de su sede. Pero el obstinado viejo no daba su brazo a torcer todavía. Se retiró a Antioquía junto a sus amigos normandos a quienes consiguió convencer de que estaba en su derecho. En el otoño de 1102, como Balduino, amenazado por una invasión egipcia, no podía prescindir de la ayuda de los normandos, Daimberto se hizo imponer por estos y, gracias a su presión, fue restaurado en su sede patriarcal. Hombre político como siempre, Balduino cedió disimulando su cólera. Pero en cuanto el peligro egipcio estuvo conjurado, pidió que el caso fuese llevado ante el legado pontificio, el cardenal de París Robert. Daimberto, definitivamente convicto de simonía y de prevaricación de fondos eclesiásticos, fue de nuevo condenado por el cardenal-legado y por el Sínodo. Abandonó de una vez Palestina, tanto para gran bien de la Iglesia como de la corona. En su lugar se eligió patriarca a un hombre santo, Ebremar de Teruán, que en 1105 iba a revelarse también como hombre de coraje en la batalla de Ramla, portando la Vera Cruz en medio de la refriega. No contaremos ahora cómo Ebremar fue víctima de las
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intrigas del ambicioso arcediano Arnaldo Malecorne que, habiendo sido en tiempos expulsado por indigno de la sede patriarcal, seguía ambicionando volver a ocuparla. Por el momento, considerando que aún no había llegado la hora, Arnaldo se conformó con hacer que fuera elegido el arzobispo de Arles, Gibelín de Sabrán, el cual, además de su gran santidad, tenía el mérito de ser muy anciano (1108). A la muerte de Gibelín, Arnaldo consiguió por fin que lo restablecieran en el patriarcado (1112). El arzobispo Guillermo de Tiro, que acosa al «Malecorne» con su venganza, le aplica las citas más impertinentes del Libro de Job. «Por los pecados del pueblo, Dios soporta el triunfo del hipócrita». En realidad, si bien podemos mencionar en alabanza de Arnaldo su solicitud por los intereses del rey y del reino, y su indiscutible patriotismo franco, también es obligado reconocer que, en su deseo de agradar a Balduino I, a veces llevó esa complacencia hasta la complicidad. Tal fue el caso en el asunto de los matrimonios del rey. Cuando todavía no era más que conde de Edesa, recordamos cómo Balduino I se había casado con la princesa Arda, hija de un jefe armenio del Taurus, casamiento político si los hubo, que le valió la adhesión del elemento armenio preponderante en Edesa. Pero desde su coronación en Jerusalén donde los armenios no contaban, esa unión le resultaba molesta. Con la misma desenvoltura que cuando la deposición del patriarca, metió a su mujer en un convento. «Por su propia autoridad, la metió en religión e hizo que se hiciera monja en la iglesia de la señora Santa Ana». Es cierto, añade el cronista, que se tomó muy en serio enriquecer el convento. En cuanto a los motivos concretos de su decisión, el buen Guillermo de Tiro se pierde en conjeturas. «Unos dicen que la dejó para tomar otra más rica, pues ella no tenía dote, otros que se había dado cuenta de que era un tanto ligera». En todo caso, la reina pareció al principio encantada de entrar en religión y, en el convento, llevó una vida de las más edificantes, después de lo cual, acudió modestamente al rey para rogarle que la permitiera ir a Constantinopla a ver a sus padres y conseguir una donación para su monasterio. Una vez fuera del reino, se quitó alegremente el hábito y se entregó toda entera a los placeres, «abandonó su cuerpo a los jóvenes y a otras gentes». En cuanto al rey Balduino, se nos dice que volvió a su vida de soltero con no menos alegría. Pero el celibato no lo satisfacía en absoluto y fue entonces cuando puso los ojos en Adelaida de Sicilia. Adelaida era la viuda del conde normando de Sicilia Roger I, muerto en 1101. A pesar de su edad madura, era uno de los mejores partidos del siglo. Balduino se emperró en ella. Se hallaba escaso de recursos al máximo y la soldada de sus caballeros era cada vez un problema para él. Pidió a la viuda en matrimonio. Ella se sintió halagada por haber sido todavía distinguida por un tan prestigioso caballero, emocionada por ceñir con él la corona sagrada de Jerusalén. Se concertaron los esponsales y, a comienzos de agosto de 1113, Adelaida desembarcó en San Juan de Acre.
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Alberto de Aix nos pinta con la riqueza de un tapiz la llegada de la escuadra siciliana escoltando a la real desposada. Había dos trirremes llevando cada una quinientos guerreros selectos y otros siete navíos cargados de oro, de plata, de púrpura, de pedrería, de tejidos preciosos, de armaduras resplandecientes. En el navío que llevaba a la princesa, un mástil cubierto de oro lanzaba sus destellos al sol y las dos proas, incrustadas de oro y de plata, no eran menos maravillosas a la vista. En otro barco, los arqueros árabes de la guardia siciliana mostraban sus albornoces de una deslumbrante blancura. Por su parte, Balduino había acudido a esperar a su esposa en atuendo regio, con todos sus dignatarios y todos sus pajes revestidos de sus más bellas galas, los caballos y las mulas agualdrapadas de púrpura y oro, en medio de una alborada de trompetas y del júbilo de los músicos. Las calles de Acre estaban cubiertas de tapices multicolores, paños de púrpura flotaban en las azoteas, la alegría era universal. Sin embargo, terminadas las fiestas, hubo que reconocer que la situación en que se encontraban era al menos irregular. La primera mujer de Balduino no había muerto. El rey era, pues, bígamo. En todo caso, Adelaida quedó muy conmovida cuando se enteró de ello oficialmente, aunque resulta bastante curioso que hubiera podido ignorarlo hasta entonces... Por otra parte, Balduino transfirió a sus cofres, con una precipitación ayuna de elegancia, las riquezas aportadas por su nueva esposa. En cuanto a los escrúpulos de esta, él se los hacía calmar por medio del patriarca. Arnaldo Malecorne no se inquietaba por tan poca cosa. Mientras, en Roma se inquietaban tanto por la bigamia del rey como por la complacencia de Malecorne. El patriarca fue llamado por el papa Pascual II que le conminó para que hiciera cesar el escándalo. Así pues, al regresar a Jerusalén, Arnaldo le planteó al rey esta cuestión. Durante algún tiempo, Balduino se hizo el sordo, pero luego, a continuación de una enfermedad grave en marzo de 1117, cedió. Adelaida fue despedida. La infeliz lloró mucho y se lamentó amargamente de haber sido burlada. De hecho, el rey había esperado, para ponerse en paz con su conciencia, a devorar completamente la rica dote llevada de Sicilia... Pero cuando murió poco después, a su regreso de la frontera egipcia el 2 de abril de 1118, al menos no se produjo el escándalo de ver al rey de Jerusalén morir excomulgado. *** Balduino de Boulogne, primer rey franco de Jerusalén liberada, no fue, pues, ciertamente un santo como su hermano Godofredo de Bouillon, pero desde el punto de vista político fue verdaderamente el hombre necesario, tallado a la medida de la epopeya, o mejor, superándola, puesto que fue el único de todos aquellos paladines que supo «realizar» esa epopeya íntegramente en provecho propio. En efecto, el aventurero sin escrúpulos había sabido dar paso de manera natural y continua al hombre de Estado. 66
Violencia y paciencia, fogosidad y cautela, hipocresía o cinismo, lealtad, brutalidad o perfidia, incluso crímenes como si fueran virtudes –pero crímenes por la salud pública, virtudes de jefe–, todos esos elementos de una densa personalidad se hallan en él controlados y dominados por la razón de Estado, ordenados en virtud de la razón de Estado. Los griegos antiguos, a la manera de los constructores de imperio, lo habrían llamado Balduino el Fundador. Este Estado franco de Jerusalén, nacido de la sorpresa, desde el momento en que fue asentado por él, se hallará de la noche a la mañana tan sólido que nadie después de él se atreverá a discutirlo. En esto es en lo que el formidable aventurero supera a la aventura. De aquella marca en el extremo de la cristiandad él consiguió hacer lo que debía ser para que se mantuviera viable: una sólida monarquía militar. El patriarcado, en manos de su amigo Arnaldo Malecorne, se convirtió en el asociado fiel a esta política. Cualquiera que hubiera sido la libertad de sus costumbres, no olvidemos que, antes de ser de espada, Balduino fue de Iglesia, conservando siempre en el aspecto físico la dignidad del antiguo canónigo de Cambrai y en el aspecto moral la reglamentación romana del espíritu. Es creador de majestad. Hasta crea una legitimidad de derecho divino –¡la más sagrada del mundo cristiano!– vinculándose a la realeza de David y de Salomón. En dieciocho años de reinado, llega incluso a asentar las bases de una tradición monárquica igual, puesto que está fundada sobre la roca de Sión, que la del Capeto, el Anglo-normando o del emperador romano germánico. Y toda la historia del reino de Jerusalén después de él será obra suya.
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Capítulo V CONSOLIDACIÓN DE LA CONQUISTA BALDUINO II
El azar quiso que, en el momento de la muerte de Balduino I, su primo Balduino de Bourg, conde de Edesa, se hubiera puesto en camino para hacer sus devociones en Jerusalén. Llegó a la Ciudad Santa el mismo día de las exequias del rey, y su candidatura al trono fue inmediatamente presentada por el principal de los vasallos directos de la corona en Palestina, Jocelín de Courtenay, señor de Tiberíades. Jocelín había poseído en otro tiempo en el condado de Edesa el territorio de Turbessel (Tell-Bacher), recibida por él en feudo de Balduino de Bourg, pero, habiéndose peleado con este, había sido despojado de ella y se refugió cerca del rey, el cual lo había investido del feudo de Tiberíades (1113). Ante la sorpresa general, en vez de aprovechar la ocasión para manifestar su rencor, cuando murió Balduino I, fue el gran elector de Balduino de Bourg. Los demás barones, muy edificados por tanta belleza moral, se mostraron de su misma opinión. Balduino de Bourg fue proclamado rey (1118). En realidad, Jocelín no había dejado de considerar que el nuevo soberano, al deberle la corona, le manifestaría su agradecimiento. Y así sucedió. El conde de Edesa, al ascender al trono de Jerusalén, cedió Edesa a Jocelín. Balduino de Bourg, a quien desde ahora llamaremos Balduino II, era hijo del conde de Rethel, en las Ardenas. Alto, de rostro hermoso, piel rosada, cabellos rubios pero poco espesos y pronto encanecidos, barba igualmente poco abundante, pero muy larga, según la moda de la época, era, igual que su antecesor, un cumplido caballero. Sin embargo, su carácter era muy diferente. A la aspereza y la violencia brutal de la que con demasiada frecuencia había dado pruebas Balduino I, el nuevo soberano prefería, si no, como se ha dicho, la disimulación y la astucia, al menos la agudeza maliciosa y los cálculos ingeniosos. En una escena de comedia digna de los mejores cuentos populares, Guillermo de Tiro nos deja entrever este aspecto de su carácter: Por entonces, Balduino II, que no era más que conde de Edesa, tenía graves dificultades de dinero, pues la soldada de sus caballeros superaba a sus recursos. Pero estaba casado con la princesa Morfia, hija del señor de Melitene, el armenio Gabriel, y Gabriel era muy rico. Para salir de apuros, después de haberse puesto de acuerdo con sus caballeros, fue, escoltado por ellos, a hacer una visita a su suegro. El buen hombre, encantado de verle (pues, a diferencia de Balduino I, Balduino II era el más perfecto de los maridos), lo acogió tiernamente; «lo abrazó, le dio un banquete y lo instaló a lo 68
grande. Balduino permaneció en Melitene no sé cuánto tiempo. El suegro y el yerno eran los mejores amigos del mundo». Un buen día, estaban conversando afectuosamente en el palacio y he aquí que los caballeros de Balduino se presentan a la puerta en bloque y el portavoz de la tropa (que, por supuesto, lo había concertado todo antes con Balduino) reclama con firmeza el pago de sus soldadas o, si no, que le entreguen la prenda prometida. A las preguntas inquietas de Gabriel, Balduino confiesa embarazado que había jurado a sus caballeros que, si no podía pagarles, se dejaría cortar la barba. Al oír estas palabras, el bueno de Gabriel estuvo a punto de caerse de espaldas, «pues los armenios, igual que los griegos, tienen la costumbre de conservar la barba lo más abundante posible, y consideran un deshonor que se les arranque un solo pelo». Balduino ruega a sus caballeros que le concedan un nuevo plazo. Estos lo rechazan: ¡la soldada de inmediato o el corte de barba! La escena había sido tan bien representada que el digno armenio se ofreció él mismo a entregar los 30.000 besantes necesarios, no sin antes hacer jurar a su yerno que jamás, jamás comprometería su barba, «lo que Balduino juró muy gustosamente», concluye socarronamente el cronista. Otra anécdota, igualmente referida a la época en que Balduino II no era más que conde de Edesa, nos lo muestra bajo el mismo aspecto, aunque aquí la comedia termina con una estrofa de bello acento corneliano. El territorio de Edesa, que acababa de ser cruelmente devastado por los turcos, sufría verdadera hambruna y una vez más Balduino se veía presa de crueles dificultades económicas. Por el contrario, su vasallo Jocelín de Courtenay, cuyo feudo de Turbessel, protegido por el curso del Éufrates, se había librado de la invasión, nadaba en la opulencia. Embriagado por su prosperidad, Jocelín tuvo una falta de tacto deshaciéndose en declaraciones imprudentes: él, Jocelín, podría comprar todo el territorio de Edesa a su insolvente soberano, el cual mejor haría en regresar a Francia, si no podía mantener su rango. Al enterarse de estas inconveniencias, Balduino simula estar gravemente enfermo y llama a su cabecera a Jocelín. Este, persuadido de que no se le llama para otra cosa sino para recoger una sucesión, acude con diligencia. Es introducido, encuentra a Balduino en el lecho y le pregunta compungidamente por su salud. «Mucho mejor de lo que tú querrías», exclama este arrojando la máscara e interpela con violencia a Jocelín, recordándole todas sus bondades, como Augusto hizo con Cinna: «Jocelín, ¿tienes algo que yo no te haya dado?». «Nada, señor». «Entonces, ¿cómo puedes reprocharme como una vergüenza mi pobreza actual?». Y después de haberlo colmado de invectivas, lo arroja en un estrecho calabozo, de donde no lo saca sino privándole de su feudo. Y ya hemos visto que los dos hombres, de tanta agudeza el uno como el otro, aprovecharon los acontecimientos de 1118 para reconciliarse en mayor beneficio de ambos. Y hay otros rasgos, relatados por los cronistas, que nos muestran esa flexibilidad en la tenacidad que era el fondo mismo del temperamento de Balduino II. Apresurémonos a
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añadir que nunca en él la astucia degeneró en traición, ni la energía en brutalidad como en sus antecesores. Su firmeza estuvo siempre atemperada por la moderación y, finalmente, por la clemencia. Y es que Balduino II, como antes Godofredo de Bouillon, era profundamente cristiano. Balduino I había vivido al margen de la Iglesia; había impuesto a sus súbditos un patriarca evidentemente simoníaco y había permanecido hasta la víspera de su muerte en estado de bigamia. Al contrario, Balduino II era muy piadoso; la crónica nos habla de sus rodillas encallecidas por la frecuencia de las oraciones. La influencia de la religión se dejó sentir claramente en el elevado sentido que tuvo de su deber, en la manera admirable en que ejerció su oficio de rey, y de rey cristiano. En el ejercicio del poder, Balduino II se nos presenta como un administrador aplicado y minucioso (se le apodaba el Aguijón), un capitán concienzudo y metódico (la manera en que puso a salvo y levantó el principado de Antioquía después del desastre de 1119 está por encima de todo elogio), un jefe de Estado prudente, sin el ardor de temperamento de Balduino I y también sin sus fullerías. Al revés que la de Balduino I, su vida privada fue irreprochable. Fue siempre fiel a su mujer armenia, la princesa Morfia, y le dio cuatro hijas, Melisenda, Alix, Hodierne e Yvette. Sobria y modestamente vestido, «sin altivez y sin orgullo», difería también en esto de su antecesor, que siempre se había mostrado apasionado por el lujo y la pompa. Ahorrativo e incluso un poco avaro en el tren de vida ordinario, sabía no obstante cuando había que gastar, y gastar con magnificencia. En resumen, fue en Jerusalén, en un escenario más amplio, lo que ya había sido en Edesa: «Gobernaba bien y con firmeza, haciéndose amar por sus súbditos y temer por el enemigo». Cuatro años después de su advenimiento, Balduino II tuvo que defender la autoridad real contra una revuelta bastante imprevista. «El diablo, que jamás ha amado la paz, sembró la discordia en el país». En 1122, el conde de Trípoli, Pons, se negó a rendir homenaje y a prestar el servicio feudal. Era toda la organización monárquica de la Siria franca, tal como la había hecho triunfar el difunto monarca, la que estaba puesta en tela de juicio. Balduino, violentamente enfurecido, mandó pregonar un bando para dirigirse contra Trípoli. El sentimiento monárquico era ya tan sólido que barones y caballeros compartían la indignación del rey. Cuando el ejército real, que había salido de Acre, se acercaba al Líbano, los propios caballeros de Trípoli intervinieron cerca de Pons para convencerle de su locura. Lo llevaron, arrepentido, ante el rey, que lo perdonó. *** Bajo el reinado de Balduino II, la fuerza de la Siria franca aumentó considerablemente por la creación de la Orden del Temple y por la transformación militar de la Orden de los Hospitalarios. 70
Los Hospitalarios tenían el nombre de un establecimiento de beneficencia, al mismo tiempo hostelería y hospital, fundado hacia 1070, para los peregrinos pobres. El establecimiento fue transformado en el momento de la primera cruzada por un santo personaje llamado Gerard, originario de la ciudad de Martilles, en Provenza, y que debe ser considerado como el verdadero fundador de la Orden del Hospital. Gerard, muerto en 1120, tuvo como sucesor a la cabeza de la Orden a Raimundo de Puy, que modificó profundamente su carácter, haciendo de la comunidad caritativa una milicia de caballeros-monjes dedicados a la defensa del Santo Sepulcro. La Orden del Temple tuvo desde el comienzo un carácter militar. Fundada en 1118 por Hugo de Payens, de Champagne, que la instaló en el Templo de Salomón (la actual mezquita de el-Aqsa), de donde recibe el nombre de Orden de los Templarios. Ambas instituciones proporcionaron al reino de Jerusalén lo que más le hacía falta, un ejército permanente que no tenía equivalente en las levas de armas feudales. Por su valentía incomparable, su espíritu de sacrificio y su conocimiento de la guerra musulmana, hospitalarios y templarios prestaron inapreciables servicios a la causa franca. Fue solamente más tarde, cuando, presa de la soberbia por su valor y su riqueza, tuvieron tendencia, sobre todo los templarios, a practicar una política lamentablemente individualista y dieron con demasiada frecuencia prueba de indocilidad tanto hacia la realeza como hacia la Iglesia. *** Balduino II tuvo que dar toda su talla con ocasión de los dramáticos acontecimientos que sacudieron al principado de Antioquía en 1119. A comienzos de 1119, el príncipe de Antioquía Roger estaba a punto de conquistar la gran ciudad de Alepo. Los alepinos llamaron en su ayuda a un jefe turco del Dyarbekir, El-Ghazi, del clan ortoquida, emir de Mardín. A principios de junio, El-Ghazi descendió del Dyarbekir con un fuerte ejército e invadió el principado de Antioquía hacia el lado de Rudj, distrito situado al este del Orontes, entre Djisr ech-Choghr y Maaret en-Noman. Al recibir la noticia, Roger de Antioquía pidió ayuda al rey Balduino II y al conde Pons de Trípoli. Balduino y Pons hicieron de inmediato los preparativos, insistiendo en que les esperaran antes de emprender las operaciones. Pero los castellanos de las tierras de ultra Orontes, cuyas cosechas eran destruidas por los turcomanos, presionaban a Roger para que acudiera sin retraso. Para complacerles, sin esperar la ayuda que iba a llegar de Jerusalén y de Trípoli, salió con sus solas fuerzas al encuentro de los turcos. Inquieto por siniestros presentimientos, el patriarca de Antioquía, el santo anciano Bernardo de Valence, trató en vano, en una escena patética, de hacer entrar en razón a Roger. Este permaneció inconmovible en su decisión insensata. Le dio las gracias al patriarca, le entregó su testamento. Bernardo, después de haber bendecido el ejército y con lágrimas en los ojos, reemprendió el camino de Antioquía. Y Roger partió hacia su 71
destino. Después de haber atravesado el Orontes por el Puente de Hierro, Roger se apostó con su ejército el 20 de junio a mitad de camino de Alepo, en la llanura conocida con el nombre de Campo de la Sangre donde hoy se levanta el pueblo de Dana. El 27 por la tarde se enteró de que los turcos habían atacado la pequeña plaza vecina de Athareb. La noche del 27 al 28 transcurrió llena de inquietud. A medida que el enemigo se acercaba, el ejército se daba más cuenta de la locura que habían cometido. Gautier le Chancelier, testigo angustiado, nos cuenta el extraño episodio de un sonámbulo que, aquella misma noche, recorrió el campamento prediciendo el desastre. Roger quedó tan turbado que mandó a su ordenanza que regresara a Artah para poner en seguridad los vasos preciosos que habían seguido al campamento. El día siguiente, 28 de junio, al amanecer, el arzobispo de Apamea reunió a todo el ejército, les dirigió un sermón conmovedor, hablando como sacerdote y como soldado, luego celebró el oficio divino, recibió la confesión pública de los guerreros y les dio la absolución general. Confesó en particular a Roger en su tienda (la vida de ese ardoroso paladín estaba lejos de ser edificante). Después de haber puesto su conciencia a bien con Dios, después de haber distribuido limosnas a los pobres del ejército, el príncipe de Antioquía llamó a sus escuderos, silbó a sus perros, hizo que le trajeran sus halcones, montó a caballo e, inconsciente del drama que se avecinaba, partió para cazar. Pero, cabalgando, se encontró con un explorador que regresaba cuerpo a tierra: enormes masas de turcomanos estaban llegando no solo por el camino de Athareb, el lado por donde se les podía esperar, sino también, después de dar un rodeo por detrás de las colinas, por los otros tres lados del horizonte. ¡El Campo de la Sangre estaba rodeado! Roger da entonces sus últimas instrucciones a sus tropas. Apenas lo ha hecho, un segundo explorador, el escudero de Aubry, llega con el rostro cubierto de sangre, último vestigio de una patrulla aniquilada. Y al mismo tiempo los turcomanos, en escuadrones innumerables, coronan todas las alturas. Después de arrojarse una última vez a los pies de la Cruz, Roger lanza su grito de guerra: «¡En nombre de nuestro Señor Jesucristo, como conviene a caballeros, por la defensa de la fe, adelante!». Pero contra 40.000 turcos él no tenía más que 700 caballeros y 3.000 hombres de a pie. A pesar de esta enorme inferioridad numérica, en el primer choque el valor normando estuvo a punto de hacer retroceder al enemigo, pero esta ventaja no duró. Los jinetes turcomanos volvían sin cesar al ataque, acribillando a los francos con venablos y flechas. Las tropas coloniales, que formaban el ala izquierda franca, abandonaron. Para colmo de desdichas, en ese momento se desató un verdadero ciclón procedente del norte que, levantando una tempestad de arena, cegó en unos instantes a los caballeros. El ejército franco, abierta una brecha por la huida de las tropas coloniales, aplastado bajo el número, estaba casi totalmente destruido. Roger de Antioquía se había quedado
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solo con un puñado de leales. Habiéndose negado a esperar al rey y al conde de Trípoli, sabía que era personalmente responsable del desastre. Supo morir como un caballero. «No quiso ni huir ni mirar hacia atrás», sino que se lanzó hacia lo más nutrido de los escuadrones turcos. Un sablazo en el rostro, a la altura de los ojos, le dio la muerte. Cayó al pie de la Cruz. De entre tantos héroes, solamente ciento cuarenta hombres pudieron salvarse. El-Ghazi se instaló en la tienda de Roger para presidir el reparto del botín. En cuanto a los prisioneros, las tropas turcomanas volcaron sobre ellos su salvajismo nativo. Los arrastraban a latigazos, en filas de dos o trescientos, atados juntos con cuerdas, hasta los viñedos de Sarmeda. En aquel tórrido día de junio morían de sed... El-Ghazi mandó que trajeran cántaros de agua, que colocaban a su alcance. Quienes se acercaban a ellos eran degollados. Todos habrían muerto sobre el terreno, si no hubiera querido ofrecer al populacho de Alepo el espectáculo de su triunfo. La plebe se unió a la soldadesca turcomana y una parte de los cautivos pereció entre torturas. Las vanguardias turcas corrieron hasta Antioquía y por un momento pareció que la ciudad iba a ser arrasada. Pero el patriarca Bernardo de Valence salvó la situación. Agrupó a los latinos, los organizó en milicia, desarmó a los cristianos indígenas, sobre todo a los griegos, que tenían tendencia a traicionar. Noche y día, el heroico anciano inspeccionaba las defensas estimulándoles el valor. Por fin, el rey Balduino II llegó. En cuanto recibió la llamada del príncipe de Antioquía, Balduino se puso en marcha con el arzobispo de Cesarea, Ebremar, que portaba la Vera Cruz. A su paso, había recogido al conde Pons de Trípoli. A la altura de Laodicea, ya se toparon con las avanzadillas turcomanas, cuya presencia les anunciaba el desastre acaecido al príncipe de Antioquía. Balduino II fue recibido en Antioquía como salvador no solamente por su hermana, la princesa Hodierne, viuda de Roger, y por el patriarca Bernardo de Valence, sino por la población entera. Fue de inmediato nombrado regente, reorganizó rápidamente los cuadros políticos y militares y luego, con Pons de Trípoli y Jocelín de Courtenay, conde de Edesa, partió al encuentro de los turcos. El choque tuvo lugar en Tell Danith, en el territorio de ultra Orontes, el 14 de agosto. Los turcos estaban mandados por el emir ElGhazi, que había acudido a apoyar al atabeg de Damasco Tughtekin, los francos por Balduino II y Pons de Trípoli. La acción comenzó mal para estos últimos, pero Balduino restableció la situación dando la carga al frente de su caballería. «Gritó a nuestro Señor que socorriera a su pueblo, picó de espuelas y se lanzó a lo más denso de la refriega». Esta vez los turcos se batieron en retirada. El rey no había recibido ninguna herida, aunque su caballo había resultado alcanzado. Más sorprendente todavía fue el caso del arzobispo Ebremar de Cesarea que, sin coraza, revestido con sus ornamentos sacerdotales y portando la Vera Cruz, volvió también sin un arañazo de la línea de
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combate donde anatematizaba enérgicamente a los infieles. Los turcos se vengaron de su derrota matando a los últimos prisioneros todavía supervivientes. Entre ellos, el señor del castillo de Saona, Roberto, pensaba que podría librarse en razón de las antiguas relaciones de cortesía que mantenía con el atabeg Tughtekin. Pero cuando el atabeg lo vio llegar, «se puso de pie, se ató a la cintura los faldones de su túnica, blandió su espada y cortó la cabeza del franco». Los otros prisioneros, atados a un poste, servían de blanco a los turcomanos borrachos. Al final, El-Ghazi, completamente ebrio como sus hombres, convidó a toda la plebe de Alepo a que asistiera a la matanza de los últimos cuarenta cautivos. Se les degolló delante de las puertas de su palacio, que fueron asperjadas de sangre. Inútiles atrocidades. El rey de Jerusalén había reparado las consecuencias del desastre y, cuando regresó a Palestina, el principado de Antioquía estaba definitivamente salvado. Balduino II se vio obligado a ir varias veces de Jerusalén a Antioquía para defender el principado del norte contra nuevas invasiones turcas. En 1120, en 1122, lo vemos recorrer el territorio de ultra Orontes, con su ejército formado en columna compacta, sin dejarse espantar por el torbellino de los escuadrones turcomanos ni atraer a una peligrosa persecución por sus huidas simuladas. Su prudencia y su firmeza acabaron por cansar al adversario que, sin nuevos combates, evacuó el territorio de ultra Orontes. A todo esto, una nueva carga cayó sobre Balduino. En septiembre de 1122, el conde de Edesa Jocelín de Courtenay fue hecho prisionero por el jefe turco Balak, que lo encerró en la ciudadela de Kharput, en las profundidades de las montañas del Kurdistán. El rey de Jerusalén se vio, pues, obligado a hacerse cargo de la regencia de Edesa al mismo tiempo que la de Antioquía. Habiendo ido a poner el condado de Edesa en estado de defensa, una desventura semejante le ocurrió a él mismo. El 18 de abril de 1123, mientras se dedicaba a la caza con halcón en el valle del alto Éufrates, sin sospechar la proximidad de los turcos, Balak, que lo acechaba detrás de las montañas, cayó sobre él y lo hizo prisionero. Balduino fue a unirse con Jocelín en los calabozos de Kharput. La cautividad de Balduino ponía a la Siria franca en una situación singularmente inquietante. El reino de Jerusalén, el principado de Antioquía y el condado de Edesa se hallaban simultáneamente privados de sus jefes. Uno solo de los cuatro príncipes francos, el conde Pons de Trípoli, seguía aún al frente de sus Estados. Unos años antes, esta situación habría sin duda llevado consigo una catástrofe, pero el dominio franco ahora estaba suficientemente enraizado para resistir la tormenta. Los barones de Jerusalén confiaron la regencia al condestable Eustaquio Garnier. Los egipcios quisieron aprovechar las circunstancias para apoderarse de Jaffa, pero Eustaquio Garnier les infligió en Ibelin (Yebna), el 29 de mayo de 1123, una resonante derrota. Al mismo tiempo, en Antioquía, el anciano patriarca Bernardo de Valence había vuelto a tomar la dirección de los asuntos y se estaban poniendo en condiciones de rechazar la invasión.
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En efecto, Balak acababa de internarse en el territorio de ultra Orontes y tomó la ciudad de El-Bara. Pero allí recibió la más increíble noticia: Balduino II y Jocelín, a quienes había dejado en las mazmorras de Kharput, acababan de apoderarse de la fortaleza. Este episodio es uno de los más novelescos de esta historia. Desde el fondo de su calabozo, los dos cautivos habían encontrado la manera de ponerse en contacto con los armenios del país. Por intermedio de ellos, Jocelín pudo hacer llegar un mensaje a sus súbditos armenios de Edesa, pidiéndoles que fueran a liberarlo. Desde que se convirtió en conde de Edesa, el señor de Courtenay había sabido atraerse estrechamente al elemento armenio. Cincuenta de esas bravas gentes, hombres de valor y astucia, concibieron para salvarlo un plan de una audacia inaudita. Se disfrazaron unos de mendigos, otros de monjes y, con las armas escondidas bajo las ropas, se pusieron en camino hacia el Kurdistán. En Kharput, las autoridades turcas, tomándolos por súbditos armenios del emir, los dejaron entrar sin desconfianza. Un vez en la plaza, representaron con una prodigiosa sangre fría la comedia preparada. Después de haberse puesto en connivencia con sus compatriotas armenios, se deslizaron durante la noche hasta la prisión, degollaron a los centinelas turcos, llegaron a la torre donde estaban encarcelados Balduino y Jocelín y los liberaron. Al mismo tiempo, la población armenia de Kharput, tomando las armas, se deshicieron de la guarnición turca y ocuparon la ciudadela. Por un golpe de suerte inesperado, el rey de Jerusalén, que ayer se hallaba cautivo en la ciudadela de Kharput, hoy se veía dueño de esa fortaleza, capital de su enemigo. Ahora había que mantenerse en ella o salir, ambas cosas igualmente difíciles, pues los turcos, repuestos de su sorpresa, bloqueaban totalmente la plaza, y se encontraban en el nudo del Taurus armenio y de las salvajes montañas del Kurdistán, más allá de Dyarbekir, en el fondo del valle perdido del Murad-sú. Se convino que Balduino II se mantendría con los armenios en la fortaleza, mientras Jocelín intentaría por su cuenta y riesgo ir en busca de socorros a Siria. La odisea de Jocelín de Courtenay desde Kharput a Siria constituye una de las páginas más asombrosas de esta historia. Salió de noche con solamente tres acompañantes, tres armenios que conocían bien la comarca; tuvo la suerte de atravesar los campamentos turcos sin ser apresado; envió, tal como habían convenido, a uno de los armenios a Kharput para enterar a Balduino de que había podido franquear la zona peligrosa y, con los otros dos, se adentró a la luz de la luna a través de las gargantas de Mezré. Entre los tres no habían llevado más que dos pequeños odres de vino y un poco de cecina. Ocultándose de día en los bosques y las cuevas y caminando de noche, se dirigieron hacia el Éufrates. Naturalmente, allí nada de barcas y Jocelín no sabía nadar. Infló los dos odres, se los ató a la cintura y, empujado por sus dos armenios, excelentes nadadores, alcanzó la orilla occidental, pero estaba exhausto, muerto de cansancio y de hambre, los pies ensangrentados. Se derrumbó al pie de un nogal, escondido entre los
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matorrales, y se quedó dormido. Había encomendado a uno de sus compañeros que se pusiera mientras a buscar un poco de pan. Este encontró precisamente a un campesino, armenio como él, y lo condujo hasta Jocelín llevando higos y uvas. Pero el campesino reconoció al conde y se arrojó a sus pies llamándole por su nombre. Jocelín le rogó que le ayudara a llegar a Turbessel, prometiéndole las mayores recompensas. Foucher de Chartres nos ha conservado el pintoresco diálogo: —«Dime qué es lo que posees, para que pueda multiplicártelo por diez». —«No te pido nada por salvarte –responde el campesino– pues recuerdo que en otro tiempo me diste una limosna. Voy a devolverte tu bondad. Pero, si deseas saberlo, tengo una mujer, señor, un hijo de corta edad, una asna y dos bueyes, y también un cerdo. Con mi familia y mis animales voy a llevarte a donde quieres. Pero voy a sacrificar el cerdo y a guisarlo para ti». —–«Guárdate de matar a tu cerdo, hermano, porque atraerías la atención de los vecinos. ¡Pero vayámonos de prisa!». Inmediatamente, el pequeño grupo se pone en marcha, el conde montado en la burra y llevando en sus brazos, para despistar, al niño de pecho, que gritaba y se debatía. El pintoresco cortejo llegó por fin a Turbessel. Jocelín estaba a salvo. Se encontró bañada en lágrimas a su mujer, que lo creía muerto, y a sus caballeros y pudo recompensar al buen campesino armenio que había sido su guía. Pero no era momento de entretenerse en ternuras. De inmediato corrió a Antioquía y de allí, a rienda suelta, fue a Jerusalén. Después de haber subido al Calvario y haber ofrecido como exvoto un fragmento de las cadenas de su prisión de Kharput, reunió a la caballería de Jerusalén, la de Trípoli, la de Antioquía y, al frente de ellos, con la Vera Cruz a su lado, volvió a partir a marchas forzadas hacia Kharput. Pero a la altura de Turbessel se enteró de que sus esfuerzos habían sido inútiles: los turcos habían vuelto a tomar la plaza. Esto es lo que había ocurrido: Al enterarse de la toma de Kharput y de que los jefes francos, ayer cautivos, mandaban como dueños en su propio castillo, en su residencia familiar, Balak estuvo a punto de perder la respiración, enfurecido. «Viajando con la rapidez del águila», subió de Alepo al Kurdistán. Llegado ante Kharput, ofreció a Balduino II dejarlo que volviera libremente a Siria a cambio de la rendición inmediata de la fortaleza. Balduino, sin atreverse a confiar en la palabra de los turcos y esperando ser socorrido a tiempo por Jocelín, se negó. Pero la fortaleza estaba construida sobre roca calcárea, especialmente blanda, en la que los mineros de Balak hicieron unas perforaciones tan profundas que una de las torres se derrumbó. Balduino no tuvo más salida que rendirse (16 de septiembre de 1123). El jefe turco le concedió la vida, así como a su sobrino, Galerán de Puiset, pero mandó precipitar desde lo alto de las murallas a los demás prisioneros. Los desgraciados armenios que se habían unido al equipo franco fueron desollados vivos o, atados a postes, sirvieron de blanco a la soldadesca. *** 76
Los francos no solo no se dejaron abatir por la nueva cautividad de su rey, sino que durante esa cautividad llevaron a cabo una conquista de gran importancia, la toma de Tiro. En el mes de mayo de 1123, había llegado a aguas de Levante una poderosa escuadra veneciana capitaneada por el dogo Domenico Michiel: 300 bajeles, 15.000 hombres de tripulación, la armada más hermosa que desde hacía tiempo había puesto en el mar la gran república italiana. Pero, al mismo tiempo, la flota egipcia fondeaba en alta mar frente a Ascalón. Al saberlo, el dogo repartió sus navíos en dos escuadras. La primera, con mucho la más importante, cuyo mando asumió, bajó a lo largo de la costa en dirección a Jaffa, muy despacio al principio y procurando no llamar la atención. La segunda, compuesta de solamente 18 bajeles, se dirigió a alta mar y, desde allí, cingló hacia Ascalón, aparentando que no era más que un simple convoy de peregrinos que quería desembarcar. Los 18 navíos llegaron ante Ascalón al final de la noche. Con las primeras luces del alba, los almirantes egipcios, al observar ese falso convoy, se lanzan a alta mar dichosos con la idea de capturarlo. Los 18 bajeles siguen en su papel y simulan que temen la batalla, se vuelven atrás sin emprender propiamente la huida y distraen al enemigo el tiempo suficiente para permitir al dogo, que ya acudía con la gran flota a fuerza de remos, que entrase en el juego. Los almirantes egipcios, rodeados ahora entre las dos escuadras venecianas, tuvieron que aceptar un combate desigual y perdieron casi todos sus barcos (30 de mayo de 1123). La destrucción de la marina egipcia aseguraba a los venecianos el dominio absoluto de la mar. Los francos se aprovecharon de ello para ir a asediar, de acuerdo con el dogo, la gran plaza marítima de Tiro, que hasta entonces había permanecido en poder de los musulmanes. Esto fue facilitado por las peleas entre el partido egipcio y el partido damasceno, que se disputaban la ciudad. El gobierno de El Cairo y el atabeg de Damasco acabaron por reconciliarse y unieron sus fuerzas para defender Tiro, pero ya era tarde, pues los francos se hallaban ya ante la plaza. El ejército franco estaba mandado por el condestable Guillermo de Bures, señor de Tiberíades –que acababa de ser nombrado regente del reino de Jerusalén a la muerte de Eustaquio Garnier– y por el patriarca Gormond de Picquigny, mientras que los venecianos aseguraban el bloqueo marítimo (febrero 1124). El asedio fue particularmente difícil. Sobre su península rocosa, Tiro ocupaba ya de por sí una posición tremendamente fuerte y Tughtekin había colocado a tiempo en ella una sólida guarnición de arqueros turcos. Un refuerzo precioso les fue aportado a los sitiadores por el conde Pons de Trípoli. Los egipcios intentaron una maniobra de diversión enviando de Ascalón un destacamento que amenazaba Jerusalén. En ausencia de la caballería, que estaba al completo en el sitio de Tiro, la burguesía jerosolimitana corrió a las puertas y se comportó con tal firmeza que los invasores se retiraron. La crónica del Eracles se
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muestra con toda razón orgullosa de esos burgueses. El atabeg de Damasco Tughtekin probó una última maniobra al frente de la caballería turca para defender Tiro. No pudo llegar hasta la ciudad, cuyos defensores se resignaron a capitular. El 7 de julio de 1124, la bandera real fue izada sobre las murallas y el ejército franco hizo su entrada. Conforme a las cláusulas de la capitulación, los habitantes fueron enteramente libres de retirarse con sus riquezas o quedarse bajo el dominio franco. La crónica nos muestra incluso a los emigrantes confraternizando con sus vencedores, cuyo campamento y máquinas de asedio visitaban con curiosidad. Una distensión semejante, al concluir un sitio tan virulento, nos deja entrever los progresos que se habían hecho en la pacificación religiosa después de veinticinco años de cohabitación franco-árabe. Tendía a establecerse un modus vivendi, incluso bajo un régimen de hostilidades casi permanentes. Las relaciones se iban haciendo más corteses. Incluso en la guerra, francos y musulmanes aprendían a estimarse. No es exagerar hablar de la importancia de la conquista de Tiro por los francos. Los hacía definitivamente dueños del litoral y de un reducto fácil de defender en razón de su casi insularidad. Cuando llegue el desastre en 1187, cuando Jerusalén sucumba, Tiro servirá de baluarte para la resistencia franca y de ahí partirá la reconquista. En cuanto a los venecianos, a quienes se debía en gran parte el éxito, recibieron en Tiro muy importantes privilegios comerciales y políticos, con un tercio de la ciudad y la autorización de instalar un municipio mercantil prácticamente autónomo. *** Mientras el condestable Guillermo de Bures y el patriarca Gormond de Picquigny conquistaban Tiro en su nombre, el rey Balduino II conseguía por fin su libertad. Su carcelero, el emir de Alepo Balak, había muerto en una guerra entre musulmanes. El 9 de agosto de 1124, el emir Timurtach, sucesor de Balak, dio la libertad a su cautivo a cambio de un rescate de 80.000 dinares, 20.000 de los cuales había que pagar por adelantado, más algunas retrocesiones territoriales en tierra de ultra Orontes. «Libre de sus hierros, Balduino fue recibido por Timurtach. Después de haber comido y bebido con el emir, recibió como regalo una túnica regia, un gorro de oro y botines adornados. Incluso le fue devuelto el valioso caballo que montaba el día en que había sido hecho prisionero». Por fin libre, Balduino se dirigió en primer lugar a Antioquía, pues los asuntos del principado estaban en juego. ¿No había tenido que hacer la promesa de devolver a los turcos una parte de las fortaleza de ultra Orontes? Pero se planteó la cuestión de derecho. El único propietario legítimo del principado de Antioquía era el joven Bohemundo II, hijo del gran Bohemundo, aún adolescente y que estaba educándose en Italia. Balduino, que en Antioquía solo ejercía una simple regencia, ¿tenía derecho de 78
enajenar un patrimonio que no le pertenecía? El patriarca Bernardo de Valence le denegó la posibilidad jurídica y Balduino II, tal como lo conocemos, no puso, evidentemente, ninguna dificultad para dejarse convencer. Se excusó muy educadamente ante los turcos: el patriarca prohibía la retrocesión de las ciudades de ultra Orontes, y Balduino se sentía desolado, pero no podía ir contra la autoridad religiosa. En el fondo, con un pretexto análogo Francisco I, después de salir de la prisión de Carlos V, se negaría a ejecutar las cláusulas del tratado de Madrid relativas a la cesión de Borgoña. Lo que resultaba más impertinente era la forma en que Balduino pensaba encontrar los 60.000 dinares de rescate que tenía que entregar al emir de Alepo. «Nada más sencillo –le decían las gentes de Antioquía–. Id a sitiar Alepo, sacad 60.000 dinares de contribución de guerra y entregádsela correctamente al emir». Evidentemente, como lo hacen notar los historiadores árabes, los turcos habían hecho un bastante mal negocio dando libertad a «ese astuto zorro». Pero Balduino II mostraba tanta simpatía y tanta camaradería en sus relaciones con los jefes musulmanes, que al parecer estos no le guardaron mucho rencor. Era el mejor amigo del jeque árabe Dubais, jefe de una de las principales tribus beduinas de la Djerizé. Este rey del desierto soñaba con arrebatar Alepo a los turcos. A finales de 1124, Balduino acudió a asediar con él la ciudad, que se salvó en el último minuto por la llegada de refuerzos turcos conducidos por el atabeg de Mosul, Bursuqui, el Halcón Blanco. La unión de Alepo y Mosul en manos de un solo jefe turco iba a obligar a que los francos se pusieran a la defensiva. Apenas había regresado Balduino a Jerusalén, cuando una invasión de Bursuqui en el territorio de Antioquía lo hizo volver al Orontes. Después de dos años de cautividad y de la nueva guerra contra los turcos en el norte, el rey no había podido tomarse más que dos meses de descanso en su capital, y ahora tenía que volver una vez más a montar a caballo para salvar Antioquía, partir de nuevo para esas guerras de ultra Orontes donde su cuñado Roger había encontrado la muerte... Sabemos que esta vez no pudo evitar la consideración de que la voz del deber era severa. La escuchó, no obstante, y, tomando consigo a Pons de Trípoli, se dirigió al principado de Antioquía. Los turcos, mandados por los dos atabegs, el de Alepo-Mosul y el de Damasco, estaban poniendo sitio a la fortaleza de Azaz al nordeste del principado. Balduino se adelantó hasta Azaz y, cuando los turcos se hubieron lanzado en su persecución, fingió que se batía en retirada; entonces, imitando la táctica de los turcos, se volvió de pronto, les hizo frente y dio la carga. Los turcos habían renunciado a su método habitual, habían abandonado el arco y los torbellinos dispersos buscando el cuerpo a cuerpo, la refriega de las espadas y de las lanzas. Con este juego, la pesada caballería franca tenía a su favor todas las ventajas. Los turcos fueron aplastados, con abundantes pérdidas, y emprendieron la fuga «de manera tan fea, que nadie miró hacia atrás». Balduino II «feliz y honrado hizo una entrada triunfal en Jerusalén. Para colmo
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de felicidad, su hija más joven, la pequeña Yvette, que tenía cinco años y estaba retenida como rehén, le fue devuelta gracias a la caballerosa lealtad de los emires de Chaizar. A principios de 1126, el infatigable Balduino II dirigió una gran expedición contra Damasco. El 13 de enero, con un tiempo claro, el ejército atravesó el Jordán al sur de la desembocadura del Yarmuk y penetró en Haurán. «Antes del alba –escribe Foucher de Chartres–, la trompeta dio la señal de partir. Se levantaban las tiendas a toda prisa. Los asnos cocean, los camellos gritan su bla-bla característico, los caballos relinchan. Después, conducida por los guías, la columna se mete en país enemigo». El ejército, después de haber subido por la orilla meridional del Yarmuk, volvió a tomar la dirección norte, en dirección a Damasco, hasta Tell-Chaqhab, a 35 kilómetros de la gran ciudad, donde se encontró con las fuerzas damascenas capitaneadas por el atabeg Tughtekin en persona. Fue una de las batallas más encarnizadas de la época. Como de costumbre, Balduino II cabalgaba en lo más nutrido de la pelea, «llamando a los caballeros por sus nombres y animándolos a portarse bien». Los turcomanos descubrieron los equipajes de los francos y se llevaron la capilla real, luego todo el ejército turco dio la carga, y los francos empezaban a replegarse cuando Balduino II los recogió y encabezó un repentino contraataque. En ese momento, Tughtekín cayó del caballo y eso dio origen a la desbandada de los suyos. Los francos persiguieron al enemigo hasta los prados de Coffar, cerca de Kiswé, en el gran arrabal de Damasco. Después de esta incursión al corazón del país enemigo, Balduino II regresó triunfalmente a Jerusalén. No pudo descansar allí mucho tiempo: el conde Pons de Trípoli le pedía ayuda para apoderarse de la fortaleza de Rafanyia en los montes alauitas, al norte del Krak de los Caballeros. El 31 de marzo de 1126, la plaza capituló. Balduino II, según la observación que hace el cronista, «no era ciertamente perezoso en absoluto». Recorriendo sin cesar desde los confines de Dyarbekir hasta la frontera de Egipto, encargado al mismo tiempo de su reino palestino y de la regencia de Antioquía, estaba no obstante impaciente de poder entregar esta última ciudad al heredero legítimo del principado, Bohemundo II, hijo del gran Bohemundo, y que su madre, Constanza de Francia, estaba educando en Italia. Por fin, en octubre de 1126, Bohemundo II desembarcó en la desembocadura del Orontes. Tenía entonces dieciocho años y era ya un caballero cabal. En seguida conquistó los corazones por su apostura juvenil, su nobleza y su simpatía... «Era alto, muy derecho y muy guapo, de cabellos rubios, un rostro bien hecho, suave y gracioso. Entre mil se le habría reconocido como el príncipe». «Era muy joven –confirma la crónica armenia– y su barbilla era aún imberbe, pero ya había hecho sus pruebas en los combates. Era de estatura alta, rostro de león, con cabellos de color rubio claro». Buen cristiano, costumbres prudentes, hablador y listo como un normando, en cuanto se ponía a hablar conquistaba a sus interlocutores. «Su atractivo era irresistible», dirá Matthieu de Edesa. Y a todo esto, liberal y magnífico a la
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manera del gran Bohemundo su padre, este príncipe encantador parecía destinado a hacer la felicidad de la Siria franca. El rey Balduino II, que había acudido a recibirle, le concedió en matrimonio a su segunda hija, Alix. En cuanto a su hija mayor, Melisenda, Balduino II buscó durante mucho tiempo un partido en toda Francia, pues el futuro marido debería reinar después de él en el reino de Jerusalén. Su elección acabó por concretarse en el conde de Anjou, Fulco, que desembarcó en San Juan de Acre en la primavera de 1129 y el 2 de junio se casó con Melisenda. Poco después de este matrimonio, que dejaba asegurada la sucesión a la monarquía, Balduino II volvió a su proyecto de conquistar Damasco. El turco Tughtekín, que gobernaba la gran ciudad siria desde 1103, acababa de morir (1128). La terrible secta de los ismaelitas o asesinos, esos anarquistas del Islam, fomentaba contra su hijo Buri («el Lobo») una peligrosa agitación religiosa y social. Enemigos jurados de la ortodoxia y de la sociedad musulmanas, los asesinos no temieron ponerse de acuerdo con Balduino II, proponiéndole que le entregarían Damasco. Era tal el odio de estos revolucionarios iluminados y fanáticos hacia sus conciudadanos, que preferían entregar su país al franco y ver derrumbarse el Islam, que renunciar a su milenarismo. Dado que Balduino II era un hombre práctico, no puso mala cara ante estas insinuaciones. Por desgracia, las autoridades damascenas adivinaron el complot e hicieron ejecutar a los jefes de los asesinos antes de que hubieran podido pasar a la acción. Pero al menos los sectarios tuvieron tiempo para entregar a los francos la importante plaza fronteriza de Paneas (Baniyas), que controla el paso entre Galilea y la región damascena (septiembre de 1129). Balduino II intentó todavía apoderarse de Damasco. En noviembre del mismo año fue a poner sitio a la gran ciudad con la colaboración de los otros tres príncipes francos, Jocelín de Edesa, Bohemundo II de Antioquía, Pons de Trípoli, pero la eliminación de los asesinos le privó de las connivencias con las que contaba y esto hizo que fracasara la expedición. Al mismo tiempo aparecía en el norte el jefe turco que iba a empezar la concentración de las fuerzas musulmanas: el atabeg Zengi, que ya era gobernador de Mosul y fue nombrado por el sultán también gobernador de Alepo, ciudad de la que tomó posesión el 18 de junio de 1129. Veremos la amenaza que el advenimiento de Zengi iba a constituir para el Oriente latino. Poco después, una desgracia inesperada se abatió sobre los francos. En febrero de 1130, el joven príncipe Bohemundo II de Antioquía, esperanza de la Siria franca, fue muerto por los turcos en una incursión a Cilicia. La muerte de Bohemundo II fue una catástrofe para el principado de Antioquía que, en el momento en que el peligro turco volvía a amenazar, se encontraba de nuevo sin defensor, en la misma situación que después de la trágica muerte de Roger. Una vez más las gentes de Antioquía se volvieron hacia Balduino II, que, por lo demás, ya estaba
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cualificado para intervenir como padre de la princesa Alix, viuda de Bohemundo II. Pero fue precisamente por este lado por el que vino el más imprevisto de los obstáculos. Alix había tenido de Bohemundo II una hijita, Constanza, en derecho feudal heredera del principado, pero cuya minoría de edad aseguraba a la joven viuda una larga regencia o al menos una buena participación en la regencia. Y la autoritaria joven se proponía permanecer dueña soberana del país incluso si se volvía a casar. Mala madre, hija rebelde, franca traidora, no dudó, con tal de que su usurpación triunfara y su hija fuera eliminada, en pedir la protección del atabeg de Alepo Zengi. Coqueteando personalmente con el jefe turco, le envió como regalo un corcel de gran precio ricamente enjaezado, «un palafrén más blanco que la nieve, herrado de plata, con el freno y antepecho de plata cincelada, y la silla forrada de brocado de tisú de plata». Pero el mensajero fue detenido en el camino. Llevado ante el rey, lo confesó todo. Balduino II, estupefacto y furioso ante esta traición procedente de su propia hija, partió a rienda suelta para Antioquía. Alix, arrojando la máscara, mandó cerrar ante él las puertas de la ciudad. A base de distribuir oro sin cuento, había intentado crearse un partido, pero los notables se rebelaron contra una tal felonía y, a pesar de sus órdenes, abrieron las puertas al rey. Alix, aterrorizada, fue a parapetarse en la torre, luego, por intervención de los notables, bajó de su refugio y fue a arrojarse a los pies de su padre. A pesar de su violenta indignación, Balduino dejó hablar a su amor paternal. O más bien, con su elevada prudencia, se condujo a la vez como padre y como rey. Privó a Alix de la ciudad de Antioquía y de todo derecho a la regencia. Se proclamó a sí mismo único regente en nombre de su nieta Constanza, a la que hizo prestar juramento de fidelidad, tomando todas las precauciones contra «la malicia de su madre». Luego asignó en feudo a Alix las dos ciudades marítimas de Laodicea y de Djabala. Este fue el último acto político de Balduino II. Cayó enfermo en Jerusalén e hizo que lo llevaran al hotel del patriarca para estar más cerca del Santo Sepulcro. Hizo venir a su hija mayor Melisenda y a su yerno Fulco de Anjou, así como al hijo de estos, el futuro Balduino III, de tres años de edad. Renunció a la realeza en favor de ellos y, después de bendecirlos, revistió el hábito monástico «para morir en pobreza». Con esta vestidura falleció el 21 de agosto de 1131, asistido por el patriarca. Nada de lo que le había sido confiado trece años antes se había perdido, ni en lo espiritual ni en lo temporal. Todo había sido mantenido, acrecentado, consolidado. Era un buen caballero, un político prudente y un buen rey.
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Capítulo VI EL EQUILIBRIO ENTRE FRANCOS Y MUSULMANES FULCO DE ANJOU Y ZENGI
Fulco de Anjou, el nuevo rey de Jerusalén, no era como sus dos antecesores un segundón de casa grande para quien un trono en Oriente constituía una fortuna inesperada. Era uno de los más altos barones de Francia, poseedor de ese condado de Anjou al que había agrandado con el Maine y del cual había hecho «el Estado de la Francia capeta mejor centralizado y más sólido». En 1128 había coronado su obra angevina con un golpe de maestro, obteniendo para su hijo Godofredo Plantagenet la mano de la princesa Matilde, heredera del Estado anglo-normando. De esta manera había puesto, en provecho de su casa, las bases del imperio Plantagenet, destinado a convertirse pronto en una de las más grandes potencias de Occidente. Estaba viudo desde hacía tres años, cuando, por instigación del rey de Francia Luis VI, el rey de Jerusalén le había ofrecido, con la mano de la princesa Melisenda, la herencia eventual del reino de Jerusalén. Una vez en Palestina y celebradas las bodas, el hombre que en Francia había hecho frente victoriosamente al Anglo-Normando y al Capeto, se constriñó, mientras vivió Balduino II, a no ser más que un lugarteniente dócil, o más bien, como dice Guillermo de Tyr, un verdadero hijo. Después de haber enterrado a Balduino II al lado de sus antecesores en el Calvario, fue coronado rey en el Santo Sepulcro junto con Melisenda, el 14 de septiembre de 1131. Fulco tenía entonces unos cuarenta años. Era un hombre de cabellos rojos, de bastante corta estatura, capaz de soportar todas las fatigas, muy experimentado en el arte militar, humano, afable, recto, muy generoso con los pobres y las gentes de Iglesia. Todos sus biógrafos alaban su piedad, su lealtad en las relaciones con sus vasallos, la corrección de sus costumbres. Al comienzo de esta «segunda existencia» que para él significaba el advenimiento al trono de Palestina, era todavía un robusto y ágil caballero. En fin, su obra angevina garantizaba la madurez de su espíritu político. Estas cualidades no estaban de sobra en el momento en que el Islam sirio emprendía, con el atabeg Zengi, la tarea de realizar su temible unidad. *** El advenimiento del atabeg Zengi a Alepo y su reinado sobre el doble principado de Alepo-Mosul (1129-1146) señalan, desde el punto de vista musulmán, un momento crucial en la historia de las cruzadas. En ciertos aspectos, Zengi puede ser comparado 83
con Balduino I, el fundador de la monarquía franca. Este turco enérgico está tan entregado a la guerra santa como Balduino I pudo estarlo a la cruzada, puesto que su vida, igual que la de Balduino, la pasará luchando contra el enemigo de su fe. Tan entregado, pero no más; quiero decir que, para él como para Balduino I, la guerra santa a la que se entrega en cuerpo y alma y que se ha convertido en toda su razón de ser, es también su pedestal, la razón y el medio queridos para su elevación. Igual que Balduino I, va a utilizar y a «realizar» la guerra santa en provecho de su realeza. Gracias a la aureola así adquirida, podrá otorgar a su poder un carácter de legitimidad que llamará la atención de sus contemporáneos. Igual que Balduino I había entroncado sus títulos con la vieja realeza bíblica, Zengi recuerda que su padre, el Halcón Blanco, había sido nombrado príncipe de Alepo por el sultán Melik-chah. No obstante una interrupción de unos treinta y cuatro años, restablece en Alepo la continuidad dinástica y la fundamenta en la palabra del último gran seldyucí, fuente de toda legitimidad en el mundo turco. Y también como Balduino I, Zengi es un soldado lleno de ardor, un administrador inteligente y severo. Tan duro, tan poco escrupuloso como el primer rey de Jerusalén y, además, con una lamentable tendencia a la crueldad, el primer rey de la Siria musulmana, más temido que amado, sabrá no obstante atraerse la devoción absoluta de sus soldados, pues la fortuna de estos está fundamentada en la de él, ya que toda victoria del jefe significaba botín y reparto de feudos entre sus oficiales. Y ciertamente sin ser de ningún modo escéptico (la fe musulmana de ese turco es tan absoluta como la fe cristiana de un Balduino I), políticamente no se hacía ilusiones con la guerra santa. Recordamos cómo Balduino I había abandonado descaradamente la cruzada para apoderarse a título personal del condado de Edesa. Del mismo modo, el verdadero objetivo de Zengi no es quizá el de apoderarse inmediatamente de la ciudad de Antioquía, sino arrebatar Damasco a la otra dinastía turco-siria. Su programa esencial (que a la larga es mucho más peligroso para los francos) sigue siendo la unificación de la Siria musulmana, resultado político que, una vez conseguido, asegurará para los musulmanes la superioridad militar sobre los cristianos. Fue mérito del rey Fulco haberlo comprendido y haber puesto todos los medios para obstaculizarlo. *** Apenas el rey Fulco acababa de ocupar el trono cuando en el norte se produjo un gran vacío entre los príncipes francos. El conde de Edesa, Jocelín de Courtenay, falleció. El anciano barón había sido gravemente herido por el hundimiento de una torre al asediar una fortaleza turca. Se esperaba su fallecimiento de un día a otro cuando los turcos fueron a sitiar el castillo de Kaisun, en el Taurus, que le pertenecía. Al recibir esta noticia, Jocelín ordenó a su hijo que fuera a liberar la plaza. Pero este hijo, Jocelín II, un 84
ruin guerrero, como veremos más adelante, se excusó alegando la inferioridad numérica de los cristianos. El anciano héroe no vaciló. Incapaz de montar a caballo, se hizo llevar en litera en medio de sus caballeros y se fue hacia el enemigo. Su firme actitud intimidó a los turcos, que levantaron el sitio. La crónica Eracles atribuye a Jocelín una magnífica acción de gracias, digna de una canción de gesta. El moribundo, vencedor sin haber combatido –tanto su nombre impresionaba a los enemigos–, acaba de saber la huida precipitada de estos. Entonces ordena que depositen su litera en el suelo, eleva los brazos al cielo y exclama: «Señor Dios, os doy gracias con toda mi alma por haber querido que al final de mis días, ante mí que estoy medio muerto, ante mí que estoy impedido y soy ya casi un cadáver, los enemigos hayan sentido tanto miedo que no han osado esperarme a pie firme y que hayan huido ante mi proximidad. Señor Dios, reconozco que todo esto proviene de vuestra bondad y de vuestra cortesía». «Habiendo hablado, encomendó su alma a Dios y expiró en medio de su ejército». A este barón de primera fila, tipo de los príncipes cristianos de primera hora, tallado a la medida de la Epopeya, le sucedió Jocelín II, heredero pusilánime cuya cobardía ensombreció los últimos días de su padre. Hijo de una levantina, el nuevo conde de Edesa, medio levantino también, era pequeño, negro, gordo y feo, sensual y tan entregado a la lujuria que constituía un objeto de escándalo en un medio que ya de por sí era de costumbres fáciles. Abandonó la estancia en Edesa, puesto de combate demasiado peligroso, por la de Turbessel, resguardada por el Éufrates. Trece años más tarde, esta deserción sistemática dará lugar a la catástrofe. En Antioquía, la situación era aún más grave. La princesa viuda Alix, levantina intrigante, ávida de poder y de honores, volvía a sus maquinaciones para desheredar a su pequeña hija y reinar por sí misma. Para conseguir su restauración, metió en su juego a sus dos vecinos, Jocelín II de Edesa y Pons de Trípoli. Los barones de Antioquía, dándose cuenta de que el gobierno de esta mujer sería la ruina del principado, apelaron a su cuñado el rey Fulco. Fulco se puso en marcha de inmediato, pero a la entrada del condado de Trípoli, Pons le cerró el paso, actitud tanto más culpable cuanto que Pons estaba casado con Cecilia, hermanastra del rey. El rey entonces se metió en una barca con un solo acompañante y, de Beirut, fue a desembarcar en la desembocadura del Orontes. Los barones de Antioquía acudieron a ponerse de su parte. Al frente de ellos se dirigió contra Pons, el cual, con el ejército de Trípoli, fue a disputarle Antioquía. El rey se enfrentó con el conde en Rugía, libró combate con él y lo puso en fuga. Fulco hizo su entrada en Antioquía llevando tras él prisioneros a numerosos caballeros de Trípoli. Severa lección, pero indispensable para reducir a obediencia a los príncipes. Por lo demás, Fulco perdonó pronto a Pons y le devolvió sus caballeros. En Antioquía puso fin a las intrigas de su cuñada, asumió la regencia y confió la administración al condestable Renaud Masoier.
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Poco después, el conde Pons de Trípoli, que tan mal se había portado con el rey, apeló humildemente a él. Acababa de ser derrotado por bandas turcomanas que habían invadido su condado y se hallaba sitiado por ellas en la fortaleza de Montferrand o Baarín, a cincuenta kilómetros al este de Tortosa, en plena montaña alauita. A la llamada de Pons, Fulco se puso en marcha. Cuando llegó a la altura de Trípoli se encontró con su hermana, la condesa Cecilia, que le suplicó llorando «que salvara a su señor». Ante las lágrimas de su hermana, Fulco acabó de olvidar las antiguas injurias, y además, movido por el sentido del deber regio, partió para Montferrand y liberó a los sitiados. Por todas partes la realeza llevaba a cabo su misión protectora. Apenas si había salvado el condado de Trípoli cuando Fulco fue a defender el principado de Antioquía contra los turcos de Alepo. Los derrotó sorprendiéndolos por la noche cerca de Qinnesrin. El monarca angevino aventajaba a los turcos en todo, cuando se vio reducido a la impotencia por una novelesca intriga cortesana, la de Hugo de Puiset y la reina Melisenda. *** Hugo de Puiset, de familia originaria de la región de Orleans, era primo de Balduino II, que lo había acogido y le había dado el condado de Jaffa. Es descrito como uno de los más apuestos señores de su tiempo, «prudente y hablador, alto y bien conformado, la piel clara y el color animado, caballero intrépido y audaz, cortés y generoso más que nadie». Protegido de Balduino II, que lo trataba como a un hijo, educado con sus hijas, era el favorito de la corte. Hugo era sobre todo asiduo de la princesa Margarita, casada con Fulco. Primo y amigo de la infancia de la nueva reina, seguía frecuentándola bastante libremente. Esta intimidad excitó a los malintencionados. «Muchas personas pensaron mal» y el rey Fulco el primero. Fulco, que había pasado la cuarentena, se mostraba celoso de su joven esposa. Acabó por sentir odio hacia el apuesto caballero, en quien sospechaba un rival. Hugo, que se daba cuenta, quiso tomar precauciones contra la venganza real creándose un partido entre los barones. Pronto la nobleza estuvo dividida entre el rey y el conde de Jaffa. El odio fermentaba por ambas partes, cuando un escándalo hizo estallar el drama. Quien lo promovió fue el conde Gautier de Cesarea, joven y brillante caballero como Hugo, pero a quien un rencor lo distanciaba de él. Un día, en plena corte de Jerusalén y ante todos los señores y todos los prelados, Gautier (quizá secretamente de acuerdo con el rey) acusó de traición al conde de Jaffa: «¡Señores, escuchadme! Declaro que el conde aquí presente está conspirando contra la vida del rey. Si lo niega, lo reto en combate singular». Arrojó su prenda. Hugo aceptó el desafío y, según la costumbre, la corte citó a ambos para el juicio de armas. Llegado el día, Hugo se escabulló. Habiendo sido constreñido a hacer un falso 86
juramento para salvar el honor de la reina, ¿temió el castigo divino? Nadie lo supo. Su ausencia, que parecía o bien un acto de cobardía o bien una confesión, impidió que sus mejores amigos tomasen su defensa y permitió que el consejo del rey lo declarase, por defecto y según la costumbre, culpable de traición. Al enterarse de su condena, Hugo se asustó. Desesperado, creyéndolo todo perdido, corrió a Ascalón para ponerse bajo la protección de la guarnición egipcia. Esta vez la traición era efectiva; tanto más cuanto que el ejército egipcio, apoyado sobre el conde de Jaffa, empezó a hacer peligrosas incursiones en el dominio real. Pero los habitantes de Jaffa, indignados, abrieron sus puertas a Fulco y al fugitivo no le quedó más remedio que pedirle perdón. El patriarca de Jerusalén, el excelente Guillermo de Messines, «hombre prudente y pacífico» que pensaba con la Escritura que «todo reino dividido contra sí mismo perecerá», intervino instantemente cerca de Fulco. El hecho es que, a favor de la guerra civil, los damascenos recobraron de los francos la ciudad de Paneas (15 de diciembre de 1132). Esta cruel lección aceleró la conclusión del acuerdo. Para dar tiempo a que la cólera del rey se apaciguara, se convino en que Hugo se exiliaría durante tres años, después de lo cual los antiguos agravios serían olvidados. Pero se produjo una nueva peripecia. Hugo de Puiset, esperando que partiera un barco para Italia, regresó a Jerusalén. Su reaparición, después de lo que se había murmurado sobre sus relaciones con la reina, y sobre todo después de la indignación que había suscitado la traición con los musulmanes, era por demás prematura. El hecho fue que, una noche que estaba jugando a los dados en el zoco de los peleteros, fue asaltado a espada por un caballero bretón que lo dejó por muerto en el sitio. Este atentado hizo que cambiara el sentimiento popular y por poco si provoca una revuelta. La sensibilidad de la masa tomó partido por el galante caballero, educado desde su adolescencia en tierra siria, contra la envidia del rey «extranjero». De ahí a acusar a Fulco de haber hecho asesinar por venganza a su rival no había más que un paso. Pero Fulco no tenía nada que ver con el asesinato, pues el caballero bretón, un cretino que quería hacer expiar a Hugo su traición con Egipto había actuado por propia iniciativa. Pero el rey, sintiendo la necesidad de disculparse de inmediato, reunió la corte de los barones y les ordenó que juzgasen al asesino. Lo condenaron a morir después de que se le cortaran los miembros uno tras otro. El rey exigió que el suplicio fuera público y prohibió que le cortaran la lengua al desgraciado para que pudiera hablar hasta el final. Este terrible castigo sirvió de justificación completa al rey, pues hasta el final también el supliciado afirmó no haber tenido ni inspirador ni cómplice. Después de estas espantosas escenas, Fulco recobró su popularidad. Lo más curioso fue que Hugo se restableció. De acuerdo con lo convenido, se exilió, aunque con el corazón dolorido, a Sicilia. Allí fue donde murió de manera totalmente accidental cuando estaba preparando su regreso. ¿Cómo había reaccionado en todo esto Melisenda? Si hubo por su parte una simple
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amistad de juventud con Hugo de Puiset o si los unió un sentimiento más profundo, no perdonó a los enemigos del conde, sobre todo después de la muerte de este. En su violencia de oriental, estuvo meditando terribles venganzas. La animaba a ello la pasión, una pasión sin esperanza, que se había convertido en mero odio. Los más indulgentes decían que estaba exasperada por las sospechas que se habían hecho pesar sobre su conducta. Los demás consideraban que se hallaba sin consuelo «por el conde que había muerto en el exilio y por su amor». Para vengar a su apuesto caballero maquinaba no se sabe qué drama de venenos. Los amigos personales del rey no se atrevían a salir a la calle si no iban armados y escoltados, tanto temían que les dieran una puñalada. «La reina estaba como fuera de sus sentidos». El propio Fulco tuvo muchas veces la impresión de que su vida estaba amenazada. Pero la furia de Melisenda acabó por apaciguarse. Los «hombres buenos» intervinieron para procurar una reconciliación entre los esposos. Lo más difícil fue conseguir que la reina tolerase, al menos en las ceremonias oficiales, a los antiguos enemigos de Hugo. En cuanto a Fulco, una vez desembarazado de su rival, no tuvo más que un deseo: hacer que su mujer le perdonase el dolor que le había causado. La astuta Melisenda se dio cuenta del ascendiente que ese sentimiento le daba sobre su marido. Se aprovechó ampliamente, pues el gusto por el poder había sustituido en ella a otras pasiones. Nada se decidió ya en el consejo sin la voluntad de la imperiosa mujer. Esto se iba a ver en los asuntos de Antioquía. *** Durante la minoría de edad de la muy joven princesa Constanza, en Antioquía la regencia era ejercida en derecho por Fulco. Pero dos ambiciones inquietas intentaban aprovecharse sobre el terreno de la lejanía del rey, la del patriarca Raúl, la de la viuda Alix. Raúl de Domfront había sucedido como patriarca de Antioquía al venerable Bernardo de Valence, fallecido en 1135. El arzobispo Guillermo de Tiro nos ha dejado un retrato muy desfavorable de ese prelado inmerso en el siglo, fastuoso y rudo, más parecido a un caballero que a un clérigo. «Era un hombre alto y apuesto, de rostro hermoso, aunque bizqueaba un poco; medianamente letrado, poseía una elocuencia natural, el arte de hablar con gracia y agudeza, de gesto generoso, y agradaba tanto a los caballeros como a la masa. Pero era frívolo, olvidaba sus promesas y se metía demasiado en los asuntos del siglo». Candidato de la nobleza normanda que veía en él uno de los suyos, popular entre la gente del común por su prestancia, su facundia y sus promesas, supo intimidar al capítulo con la amenaza de un tumulto y «se alzó» con la elección al patriarcado. Este hombre hábil cometió, sin embargo, dos grandes faltas. Descuidó pedir su consagración al papa y, en lugar de atraerse a los canónigos de su capítulo que no lo 88
miraban bien, los condenó a prisión o al exilio. Era un tirano para su clero, despreciaba la autoridad de la Santa Sede, no congeniaba más que con los hombres de armas, aunque él encadenaba a sus canónigos, era el caso típico de esos feudales extraviados en la Iglesia, como hubo tantos en la Edad Media. «Se hizo –dice el arzobispo de Tiro– tan altanero que parecía como si fuera el sucesor de los Antíocos de tiempos pasados, en vez de San Pedro o de San Ignacio». Al mismo tiempo, la viuda Alix empezó a establecer su estrategia. ¿No podría contar con el total apoyo de su hermana la reina Melisenda? La influencia de esta sobre el rey, a medida que Fulco envejecía, se iba haciendo cada vez más ostensible. A ruegos de su mujer, Fulco pronto permitió que Alix volviera a Antioquía y que distribuyera puestos a barones que le eran devotos, hasta tal punto que la ambiciosa viuda volvió a ser, concertada con el patriarca y de acuerdo con él, dueña del principado. No obstante, a pesar de toda la complacencia del envejecido Fulco hacia su cuñada Alix, no podía consentir que se prolongara indefinidamente en Antioquía el interregno de una mujer sin escrúpulos y de un prelado simoníaco. El atabeg de Alepo, Zengi, acababa de aprovecharse de esta situación para arrebatar al principado, en la primavera de 1135, diversas plazas de ultra Orontes, en especial Athareb, Zerdana, Maarat en-Noman y Kafarthab. Además, la hija de Alix, la joven Constanza, única heredera legítima, iba a llegar a la edad de casarse. Había que encontrarle para esposo algún valiente guerrero, capaz de defender el país contra los turcos. Esa era también la opinión de la mayor parte de los barones de Antioquía. En secreto (pues había que guardarse mucho de despertar tanto a Alix como a Melisenda), sus representantes fueron a Jerusalén a consultar al rey acerca de la elección de un novio. Él les sugirió el hijo menor del conde de Poitiers, Raimundo, que entonces tenía treinta años y que se encontraba en la corte de Inglaterra. Siempre a escondidas, ocultándose de la reina y de la princesa viuda, el rey y los barones enviaron a Inglaterra a un hombre de confianza, el caballero del Hospital Gerard Jeberron. Gerard se vio con Raimundo de Poitiers y le mostró bajo cuerda las cartas de Fulco. Raimundo aceptó, pero el secreto había acabado por filtrarse. El rey de Sicilia Roger II, que tenía pretensiones sobre Antioquía, dio órdenes de que Raimundo fuera detenido a su paso. Este supo burlar todas las emboscadas disfrazándose, él y sus acompañantes, de pobres peregrinos o de comerciantes ambulantes. Así pudo embarcarse sin estorbos y llegó sano y salvo a Antioquía. En Antioquía, nuevos peligros. La imperiosa Alix, dueña de la ciudad, no estaba dispuesta a que la desposeyesen. Y a su lado, había que contar con el patriarca Raúl de Domfront, personaje tan intrigante como ella, no menos ambicioso e incluso mucho más astuto. En esto estaba la clave de la situación. Raimundo se dio cuenta de que lo primero que tenía que hacer era procurar que el patriarca entrara en su juego. Raúl aceptó sus sugerencias, pero puso condiciones, tratando de igual a igual con el futuro príncipe de
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Antioquía y dictándole un pacto por el que compartían la soberanía de Antioquía y comprometiéndose a conseguir que triunfara sobre Alix. Fuera lo que fuese lo que pensara Raimundo acerca de semejantes pretensiones, se guardó de rehusar. Lo principal por el momento era desembarazarse de la viuda y casarse con la joven heredera. Juró todo lo que se quiso. Raúl de Domfort mantuvo su palabra. Fue a hablar con Alix y le dijo que el apuesto caballero de Francia venía a casarse con ella, en vez de con su hija. Esta noticia halagaba demasiado el orgullo y la coquetería de la novelesca viuda para no creerla «y tuvo gran alegría». Lejos de oponerse a Raimundo, le faltó tiempo, pues, para permitirle que se apoderase de Antioquía. Completamente engañada, confiada y encantada, esperaba en su palacio a que él fuera a buscarla para llevarla al altar, cuando se enteró de que en ese mismo momento estaba celebrando sus nupcias con la joven Constanza, oficiando el patriarca y delante de todos los barones ya concordes. Creyendo morir de indignación y de despecho, fue a ocultar su vergüenza a su feudo de Laodicea, deseando que reventara ese yerno inesperado que tan soberbiamente se había burlado de ella (1136). Pero el entendimiento entre Raimundo y el patriarca no iba a durar mucho tiempo. El nuevo príncipe de Antioquía no podía soportar el reparto de poder que le había impuesto Raúl. El juramento que este le había exigido, no sin un verdadero chantaje, se le hacía intolerable. Procedió por etapas. Empezó por entenderse con los adversarios que Raúl tenía entre el clero. Estos elevaron la cuestión del patriarcado ante el tribunal de Roma, haciendo valer que la elección de Raúl había sido totalmente irregular. Pero Raúl, lejos de dejarse intimidar, partió para Italia y defendió su causa con tanta elocuencia que, después de haber encontrado en un primer momento cerrada la puerta de Letrán, acabó por obtener de la indulgencia del tribunal romano, contra la promesa de enmendarse, la remisión de sus faltas. Regresó, pues, a Antioquía, como vencedor. Desgraciadamente, apenas restaurado, se puso de nuevo a perseguir a su capítulo. El papa envió entonces como legado al obispo de Ostia, Alberico de Beauvais, el cual, después de realizar una concienzuda investigación, lo depuso definitivamente. Poco faltó para que Raúl, parapetado con sus hombres de armas en su hotel, provocase una sublevación contra la doble autoridad, la pontificia y la temporal. Hubo que recurrir a la fuerza para expulsarlo (1139). *** En la persona de Raimundo de Poitiers, el principado de Antioquía había encontrado por fin un jefe. Este heredero de los duques de Aquitania era uno de los más apuestos caballeros de su tiempo. «Alto, mejor hecho de cuerpo y más bello que ninguno de sus contemporáneos, los superaba a todos en el oficio de las armas y en ciencia de caballería». Su fuerza era prodigiosa. Con una sola mano doblaba un estribo de hierro. 90
«Un día, pasaba montado en un vigoroso semental por debajo de un arco en el que había un anillo. Se suspendió de él con las manos, sujetó el caballo entre los muslos y, aunque lo espoleaba violentamente y le soltaba la brida, fue tan forzudo que le impedía avanzar». Sin tener cultura personal, le gustaba la compañía de los letrados. Munificente y liberal, hasta el punto de dar sus bienes sin llevar la cuenta, se mostraba además frugal y sobrio y durante toda su vida le guardó a su joven mujer, Constanza, una fidelidad ejemplar. En cambio, era jugador, y mal jugador, y se encolerizaba cuando perdía hasta el punto que «se ponía fuera de sí». Además, en política con demasiada frecuencia actuaba dejándose llevar por el impulso y olvidaba pronto sus juramentos, como Raúl de Domfront había podido experimentar con no poca frecuencia. Finalmente, era peligrosamente vengativo, como veremos con ocasión de la caída de Edesa... Al mismo tiempo que el principado de Edesa, el condado de Trípoli cambiaba de dueño. El conde Pons fue muerto en una incursión de los damascenos a finales de marzo de 1137. Su hijo, el joven Raimundo II, le sucedió. *** Mientras las cortes francas se entregaban a sus disputas, la guerra hacía furor entre los musulmanes, pero con un alcance político mucho más considerable. El atabeg de Alepo y de Mosul, el enérgico capitán turco Zengi, intentaba buscar en provecho propio la unidad de la Siria musulmana, preludio indispensable para la expulsión de los francos. Para ello necesitaba absorber el reino de Damasco que, como sabemos, pertenecía a la dinastía también turca de los Buridas. En junio de 1137 fue a atacar la ciudad de Homs, que dependía del estado damasceno, pero el rey Fulco, con su agudo sentido político, se constituyó en defensor de la independencia damascena. Ante la proximidad de los francos, Zengi se retiró de Homs. Zengi se volvió entonces contra los francos, en concreto contra el condado de Trípoli, a donde fue a atacar la fortaleza de Montferrand o Barón, al nordeste del Krak de los Caballeros. El joven Raimundo II, conde de Trípoli, pidió ayuda al rey Fulco, que era a la vez su soberano y su tío. «El rey, que era como el padre del país», dice magníficamente el Eracles, partió de inmediato para Trípoli. La situación era tanto más grave cuanto que al mismo tiempo Raimundo de Poitiers le advertía, ahora lo veremos, que los bizantinos acababan de invadir súbitamente el principado de Antioquía. También él pedía con toda urgencia la ayuda del rey de Jerusalén. Coincidencia trágica. La antigua cuestión de la hipoteca bizantina sobre Antioquía reaparecía en el momento preciso en que la Siria musulmana iniciaba su temible movimiento de unidad, y la contra-cruzada, durante tanto tiempo inconsistente, tomaba por fin cuerpo en la persona de Zengi. ¿A qué lado acudir? ¿A Trípoli contra el turco? ¿A Antioquía contra el bizantino? Fulco decidió acudir a lo más urgente, rechazar al turco, y después iría a Antioquía a negociar con el 91
bizantino. Y aquí volvemos a encontrarnos con ese sentido de cristiandad que hizo la grandeza política del los siglos XII y XIII y que no era otra cosa que la conciencia –¡tan obnubilada desde los tiempos modernos!– de la solidaridad europea. Fulco y Raimundo II partieron, pues, a marchas forzadas para Montferrand-Baarín, cuya guarnición, estrechamente asediada por Zengi, y sin víveres, no podía resistir mucho tiempo; pero fueron desorientados en la montaña por sus guías y sorprendidos por Zengi en el momento en que desembocaban de los montes alauitas a la llanura de Baarín. Una parte del ejército franco con Raimundo II fue hecha prisionera, mientras que Fulco conseguía lanzarse con el resto en Montferrand. Zengi empezó de inmediato con nuevo ardor el sitio de la plaza. Como Fulco y sus compañeros no habían podido llevar víveres con ellos, su llegada fue una nueva causa de dificultades para la defensa. En esta situación trágica, el rey consiguió hacer llegar una llamada de socorro al patriarca de Jerusalén, al conde de Edesa, Jocelín II, y al príncipe de Antioquía, Raimundo de Poitiers. Todos se pusieron en marcha de inmediato para liberar Montferrand. Raimundo tuvo un mérito especial, pues la propia Antioquía estaba a punto de ser asediada por los bizantinos: «Si se alejaba, corría el riesgo de perder la ciudad, pero su honor le obligaba a ir a salvar al rey». «Al final –escribe magníficamente Guillermo de Tiro–, encomendó Antioquía a Dios y, dejando que los bizantinos iniciaran el asedio, partió con sus caballeros para liberar Montferrand». Suceso capital que muestra hasta qué punto la monarquía creada por Balduino I y por Balduino II había realizado la unidad moral de las colonias francas, puesto que, en esta fecha, cuarenta años después de la fundación independiente del principado normando de Antioquía, el príncipe de Antioquía no dudaba en arriesgar la suerte de su tierra para salvar al rey de Jerusalén. Zengi, al enterarse de que se acercaba el ejército de socorro, redobló sus esfuerzos contra Montferrand: era necesario que la plaza cayera antes de la llegada de Raimundo de Poitiers. Con ese propósito, bloqueó estrechamente Montferrand, interceptó tan eficazmente toda comunicación de los sitiados con el mundo exterior, que estos ignoraron hasta el final que la retaguardia cristiana se había puesto en movimiento para liberarlos. El ejército de socorro había llegado ya al condado de Trípoli cuando Fulco, sin esperanza de verlo llegar y dándose cuenta de que la guarnición de Montferrand estaba reducida al último extremo por el hambre, el agotamiento y las epidemias, se resignó a entregar la plaza. Zengi que a toda costa deseaba terminar antes de la llegada de los socorros y que, además, se sentía inquieto por la amenaza que la entrada en escena de los bizantinos en el norte constituía para su ciudad de Alepo, concedió a los asediados condiciones extremadamente suaves. Se contentaba con la conquista de Montferrand, permitía a Fulco y a la guarnición que se retiraran libremente con sus armas y todos los honores de la guerra e incluso devolvía la libertad al conde de Trípoli Raimundo II, así como a los demás prisioneros francos (10-20 de agosto de 1137). Así pues, Fulco salió con el
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mínimo de daños de una situación angustiosa. En realidad, tanto para él como para Zengi, el peligro se desplazaba. La intervención del factor bizantino introducía una temible incógnita en los asuntos sirios. *** Nadie se asemejaba menos al retrato tradicional del «bizantino» de decadencia que el emperador Juan Comneno, hijo y sucesor de Alejo en el trono de Constantinopla. Este basileus-caballero, que se pasó la vida al frente de sus tropas, había forjado el proyecto de devolver al antiguo imperio bizantino sus fronteras asiáticas, rechazando a los turcos hasta la meseta de Asia Menor, arrebatando Cilicia a los armenios e imponiendo su soberanía a los francos de Siria, en especial a los de Antioquía. Su reinado brillante y glorioso (1118-1143) fue dedicado por entero a esta tarea. En Asia Menor, había recuperado de los turcos la Paflagonia, la antigua Frigia y la costa de Adalia y, en julio de 1137, se había vuelto a anexionar la Cilicia subyugando el principado recientemente fundado por los armenios en esa provincia. De Cilicia descendió hacia Antioquía, cuyo asedio empezó el 29 de agosto. Acabamos de ver que el príncipe de Antioquía Raimundo de Poitiers «confió a Dios» heroicamente su capital amenazada, para dirigirse a llevar socorro al rey Fulco, que estaba sitiado por los turcos en Montferrand. En cuanto la campaña de Montferrand terminó, Raimundo estuvo de regreso y, con un asombroso golpe de audacia, consiguió forzar el bloqueo y entrar en Antioquía, donde su presencia devolvió el valor a los defensores. Sin embargo, a pesar de la antipatía étnica y confesional entre francos y bizantinos, a los ojos de los musulmanes la guerra entre aquellos era un escándalo y un peligro para la Cristiandad. Raimundo de Poitiers dio los primeros pasos. Bajo los muy prudentes consejos del rey Fulco, consintió en reconocer la soberanía bizantina sobre Antioquía. El rey de Jerusalén, juzgando desde unas miras más elevadas, estimaba con razón que la colaboración de los bizantinos y la formación de un frente cristiano único contra el Islam, bien valían el reconocimiento de esta teórica soberanía. Así pues, Raimundo se dirigió personalmente al campo imperial y allí, siguiendo los ritos feudales, arrodillado ante el emperador, «le rindió homenaje de adhesión entre sus manos». Por el momento, Juan Comneno se conformó con este gesto simbólico, así como con ver ondear su bandera en el torreón de Antioquía, sin proponerse hacer personalmente su entrada en la ciudad. Con ello pretendía no herir el amor propio de aquellos francos cuya amistad deseaba ganarse. Se acordó que les ayudaría a arrancar a los musulmanes Alepo, Chaizar, Hama y Homs y que entonces, solamente entonces, los francos le cederían Antioquía a cambio. Hay que reconocer que este pacto, a pesar de lo que pudiera tener de penoso en la cesión final de Antioquía, abría una buenas perspectivas para el futuro. Unidos en un frente común –el frente propiamente dicho de la Cristiandad–, francos y bizantinos 93
parecían invencibles. Los cruzados solo habían podido apoderarse de la Siria marítima, dejando todo el país interior a los musulmanes, situación peligrosa, puesto que, desde este país, Zengi y sus sucesores iban a lanzarse a la reconquista de la costa. Por primera vez desde 1099 y cuando aún estaban a tiempo, los cristianos se proponían en serio que cesara esa repartición, conquistando la Siria entera. La obra que había quedado inacabada de la cruzada latina, ¿la llevaría a cabo la cruzada greco-latina? La campaña comenzó en abril de 1138. El emperador Juan Comneno, Raimundo de Poitiers y el conde de Edesa Jocelín II invadieron el territorio de Alepo –el reino de Zengi– y se apoderaron de las ciudades de Bizaa, Athareb y Kafarthab, pero cometieron el error de no aprovechar su superioridad para dirigirse a sorprender a la propia ciudad de Alepo. Desde allí, el gran ejército franco-bizantino fue a sitiar la ciudad de Chaizar en el medio Orontes. Los dueños de Chaizar, los emires árabes de la tribu munqidhita, se defendieron con la valentía de siempre. Por su parte, los bizantinos pusieron en acción toda una «artillería» de catapultas, pedreros y catapultas. Juan Comneno en persona, «armado con la cota y el yelmo», animaba a los servidores y vigilaba el tiro. Por desgracia, sus dos aliados, Raimundo de Poitiers y Jocelín II, estaban lejos de secundar sus esfuerzos. En el fondo, Raimundo se mostraba poco deseoso de trocar su bella ciudad de Antioquía por las ciudades musulmanas del interior. Mientras el emperador estaba dando la cara, el príncipe de Antioquía y el conde de Edesa, «retirados en sus tiendas y vestidos de tisús de seda, jugaban a los dados o al ajedrez, burlándose de los tontos que arriesgaban sus vidas». Esa inercia consciente no tardó en paralizar los esfuerzos de Juan Comneno. Indignado, levantó de repente el sitio y partió para Antioquía (23 de mayo de 1138). Esta vez, el monarca bizantino exigió hacer en Antioquía una entrada solemne, como soberano, a caballo, con Raimundo de Poitiers y Jocelín II sirviéndole de escuderos. «A través de las calles engalanadas con paños de seda y con tapices preciosos, entre las aclamaciones populares, las flautas y los tamboriles, el cortejo triunfal subió a la catedral de San Pedro, luego al palacio del príncipe, donde Juan Comneno se instaló como en su casa». «No sé cuántos días permaneció allí, él y sus cortesanos, descansando de las fatigas de la guerra y deleitándose en frecuentar los baños turcos, como es costumbre de estas gentes». Por lo demás, colmaba de regalos a Raimundo de Poitiers y a Jocelín II, a los caballeros e incluso a los burgueses de Antioquía. Cuando su autoridad estuvo bien reforzada, llamó a Raimundo y, de repente, le ordenó que entregara al ejército bizantino la ciudadela. Raimundo de Poitiers y sus barones fueron cogidos por sorpresa. Si bien los francos seguían teniendo la ciudadela, el ejército bizantino en pleno se había introducido en la ciudad propiamente dicha. De hecho, Raimundo se veía prisionero del emperador y la situación era tanto más delicada cuanto que este podía justamente echarle en cara su inercia voluntaria en el asedio de Chaizar, es decir, la violación del pacto franco-bizantino
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contra el Islam... Fue el conde de Edesa, Jocelín II, personaje astuto y lleno de recursos, quien salvó la situación. Ganó tiempo, hizo valer que para un acto tan importante como la entrega de la ciudadela, la conformidad del príncipe no era suficiente, sino que también era necesaria la de los barones y la de los burgueses. Para evitar disturbios era indispensable preparar a las gentes. Jocelín se ofrecía a hacerlo y el emperador podía contar con su celo. Este hábil discurso convenció a Juan Comneno. Concedió veinticuatro horas a Jocelín para que entregara las llaves de la ciudadela. Mientras tanto, los soldados bizantinos retenían a Raimundo de Poitiers como cautivo en su palacio. En cuanto estuvo fuera, Jocelín azuzó violentamente a la población latina de Antioquía contra los griegos que querían desposeerla. No era muy difícil excitar a este respecto los odios confesionales. En unos instantes se produjo la sublevación. Todo el mundo echó mano de las armas para arrojar a los soldados bizantinos. En cuanto a Jocelín, siguió jugando su papel, galopó hacia el palacio y, simulando el mayor de los espantos, se arrojó a los pies de Juan Comneno relatando que el populacho de Antioquía se había sublevado, que él había tratado en vano calmarlo, que por poco si lo despedazan y que había escapado gracias a la velocidad de su caballo. No es seguro que el emperador fuese engañado con esta comedia, pero afuera la sublevación popular estaba en su apogeo. Los soldados bizantinos, sorprendidos por el repentino tumulto, acosados en medio de aquel dédalo de calles, incapaces de reagruparse, se veían desarmados sin poder defenderse. Juan Comneno comprendió que sus propósitos habían fracasado. Haciendo de la necesidad virtud, rogó a los barones que calmaran al pueblo, manifestando que había habido un malentendido y anunciando que se marchaba. Viéndose burlado, quería salvar la cara, como buen bizantino. El discursito que Guillermo de Tiro pone en su boca ante Raimundo de Poitiers tiene la agudeza de un cuento popular. Es la historia del zorro cogido en la trampa y que quiere salir de ella con dignidad. El emperador trata a Raimundo como a su mejor amigo y le «ordena» que se quede con la ciudadela, así como, desde luego, con toda la ciudad, como leal vasallo del Imperio. Por su parte, Raimundo y Jocelín desaprueban enérgicamente al «loco populacho», a los elementos irresponsables que han fomentado esa absurda sublevación. Juan Comneno finge quedar convencido de su buena fe y, al día siguiente por la mañana, emprende el camino a Asia Menor después de las despedidas perfectamente amistosas a los dos príncipes francos. Pero si bien las apariencias diplomáticas se habían salvado, la ruptura moral entre francos y bizantinos era un hecho consumado, para la mayor desgracia tanto de los bizantinos como de los francos y solo para provecho del Islam. ***
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Nadie quedó más satisfecho que el atabeg de Alepo Zengi al ver que se rompía la coalición franco-bizantina. De inmediato reemprendió el curso de sus invasiones. Fiel a su programa, antes de atacar de nuevo a los francos y precisamente para poder atacarles con mayor éxito, intentó absorber al otro reino turco-sirio, el de Damasco. En mayojunio de 1138 obligó a los damascenos a que le cedieran la ciudad de Homs. En octubre de 1139 les arrebató Baalbek, no sin haber hecho desollar al gobernador, que se le había resistido, y crucificar a los soldados de la guarnición; pero estas atrocidades aumentaron la hostilidad de los damascenos contra él. Cuando Zengi fue a sitiar su ciudad en diciembre de 1139, resistieron con firmeza bajo las órdenes de su visir, un viejo capitán turco llamado Unur, «Aynard», como escribe curiosamente la crónica del Eracles. Para rechazar la invasión de Zengi, Unir no vaciló en pedir ayuda a los francos. Para ello, le envió al rey Fulco el más seductor de los embajadores, el emir Usama, de la gran familia árabe de los príncipes de Chaizar. El propio Usama nos ha dejado el relato de sus entrevistas con Fulco. —«Me han informado –le dice este– de que eres un noble caballero. Pero yo no sabía en absoluto que fueses un caballero» —«¡Oh, mi señor! –responde Usama–, soy un caballero a la manera de mi raza y de mi familia. Lo que en ellas más se admira en un caballero es que sea delgado y alto». El emir realizó varios viajes cerca de Fulco y no le fue difícil persuadirle: si Zengi, que ya poseía Mosul y Alepo, se apoderaba también de Damasco, la Siria franca no tardaría en ser arrojada al mar. Como precio de la intervención franca, el gobierno de Damasco se comprometía a restituir a Fulco la plaza fronteriza de Paneas o Baniyas. Fulco, que había convocado al ejército franco para ir a liberar Damasco, no tuvo necesidad de entrar en combate. Al enterarse de que se acercaba, Zengi abandonó el asedio y regresó a Alepo (4 de mayo de 1140). No cabe duda de que la intervención del rey de Jerusalén había salvado la independencia damascena. En agradecimiento y conforme a la palabra dada, el jefe del gobierno de Damasco, Unur, acudió en ayuda de Fulco para que volviera a tomar posesión de Paneas (junio de 1140). La alianza de las dos cortes se hizo entonces muy estrecha. Incluso Unur, acompañado por el emir Usama, visitó a Fulco, que entonces se hallaba en San Juan de Acre. Durante esta visita, admiraron, como buenos conocedores que eran, «un gran halcón con trece plumas en la cola», que un genovés había amaestrado para cazar grullas. Inmediatamente Fulco se lo regaló. En Tiberíades, el viejo condestable Guillermo de Bures ofreció un torneo en su honor. Las relaciones entre emires y caballeros eran tan confiadas que un señor franco propuso tomar en su casa a los hijos de Usama «para enseñarles la ciencia de la caballería». En Jerusalén, Usama trabó amistad con los Templarios. «Cuando estuve en Jerusalén –nos dice él mismo– entré en la mezquita de el-Aqsa, que estaba ocupada por los Templarios, mis amigos. Al lado se hallaba una pequeña mezquita, que los francos
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habían convertido en iglesia. Los Templarios me cedieron esta pequeña mezquita para hacer mis oraciones». Un día en que un cruzado recién desembarcado quiere impedir al emir que haga sus invocaciones coránicas, los Templarios se precipitan sobre ese intolerante personaje, lo expulsan y presentan sus excusas a Usama: «Es un extranjero. No conoce este país». Y Usama subraya hasta qué punto la cohabitación con los musulmanes ha modificado la actitud de los francos de Siria. Por su parte, el emir, al visitar en Sebaste la iglesia de San Juan Bautista, se siente conmovido por el fervor de los monjes latinos a quienes ha visto recitar el Oficio. El rey Fulco disfrutaba así los resultados de su prudente política musulmana. La amistad del visir de Damasco era una garantía contra todo ataque que proviniera de Alepo. La gran ciudad árabe, salvada por él, se había convertido en su mejor aliada. También en el interior, después de las tormentas y los dramas del comienzo, había sobrevenido el apaciguamiento. La reina Melisenda había perdido el recuerdo de Hugo de Puiset para tornarse hacia la devoción. Y entonces fue cuando el más estúpido accidente vino a terminar con el reino. Eran los finales del otoño de 1143. La corte se encontraba en Acre. Un día –sin duda el 10 de noviembre– Melisenda quiso ir a recrearse al hermoso prado de Acre, «cerca de las fuentes». Fulco decidió acompañarla cazando, pero cuando perseguía una liebre, su caballo tropezó y cayó sobre él aplastándole el cráneo. El rey quedó en coma y expiró en la noche del tercer día.
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Capítulo VII LA SEGUNDA CRUZADA EN TIEMPOS DE MELISENDA Y DE LEONOR
El rey Fulco dejaba dos hijos jóvenes, Balduino III, de trece años, y Amalarico, que solo tenía siete. Balduino III fue proclamado rey bajo la regencia de su madre Melisenda. Los cronistas nos lo describen, ya desde esta época, como un adolescente bien dotado, madurado tempranamente por el sentido de sus responsabilidades. En cuanto a Melisenda, ya había pasado el tiempo de sus tormentas de juventud. Ahora era «la buena dama» piadosa y limosnera, muy celosa de su autoridad y «más temida por los barones que por el pueblo llano». Pero si bien gobernó correctamente el reino, la desaparición de Fulco se dejó sentir cruelmente en los principados del norte: entonces fue cuando los francos perdieron Edesa. Ya hemos visto hasta qué punto el conde de Edesa Jocelín II se mostraba inferior al héroe legendario cuyo nombre llevaba. Hijo del primer Jocelín y de una princesa armenia, parecía desmentir tanto su ascendencia montañera como su herencia franca. Habiendo sustituido el valor por el espíritu de intriga y sintiéndose incómodo entre sus caballeros, abandonó su residencia en Edesa, donde la cercanía del enemigo obligaba a que los habitantes llevaran una existencia muy militarizada, y se instaló en Turbessel, castillo situado al otro lado del Éufrates, al resguardo del río, donde pasaba el tiempo en placeres, «en borracheras y en lujuria». ¡Y si al menos hubiera mantenido en Edesa una guarnición suficiente! Pero escatimaba el sueldo de las tropas, hasta tal punto que los mejores soldados lo abandonaron y la defensa de Edesa quedó en manos de unos efectivos esqueléticos. El atabeg de Alepo, Zengi, enterado de esta situación, fue de manera imprevista a asediar Edesa con un ejército formidable, provisto abundantemente de máquinas de «bombardeo». El sitio comenzó el 28 de noviembre de 1144. En ausencia de Jocelín II, la defensa fue dirigida por el arzobispo latino Hugo. La población armenia entera, incluso las mujeres, los ancianos y los adolescentes, dio pruebas de un magnífico heroísmo. Pero solo un hombre podía salvar Edesa: su vecino más cercano, el príncipe de Antioquía Raimundo de Poitiers. Pero el caso era que acababa de pelearse con Jocelín II. Respondió con sarcasmos a todas las súplicas que Jocelín le dirigió. Las desgracias del conde de Edesa le llenaban de alegría. El insensato no se daba cuenta de que los turcos se acercaban y de que, una vez que cayera Edesa, tendría que soportar él solo el peso de sus ataques. 98
Abandonada a sí misma, Edesa tenía que sucumbir. Los zapadores turcos hicieron que se derrumbara una parte de las murallas. La entrada de los turcos dio lugar a escenas de horror (23 de diciembre de 1144), pero la matanza y el saqueo fueron detenidos por el mismo Zengi, que tenía interés por mantener la prosperidad comercial de la ciudad. Solo ejerció su venganza sobre los latinos. Por el contrario, deseoso de conseguir la adhesión de las cristiandades indígenas, se mostró lleno de miramientos hacia el clero sirio y hacia el clero armenio. El elemento sirio se entregó a él sin reserva: esos cristianos de lengua árabe se adaptaban siempre con bastante facilidad a la dominación musulmana que, por lo demás, les concedía privilegios particulares. Por el contrario, los armenios echaban de menos el régimen franco. al que habían estado tan íntimamente asociados. Zengi fue asesinado por sus pajes el 14 de septiembre de 1146. Su reino fue repartido entre sus dos hijos, Ghazi, que obtuvo Mosul, y Nur ed-Din, que obtuvo Alepo. Los armenios de Edesa aprovecharon este cambio de reino para conspirar con Jocelín II. En la noche del 27 de octubre abrieron a su antiguo conde y a sus caballeros las puertas de la ciudad; la pequeña guarnición turca fue asesinada y el régimen franco restaurado. Pero los turcos habían conservado la ciudadela y Nur ed-Din acudió desde Alepo con todas sus fuerzas. Pronto Jocelín se encontró atrapado en Edesa entre el gran ejército del atabeg, que lo sitiaba estrechamente, y la guarnición turca, que desde lo alto de la ciudadela arrojaba una lluvia de flechas sobre los defensores. En esta situación trágica, resolvió abrirse una brecha a través de los sitiadores. Los armenios que lo habían llamado, sabiendo lo que les esperaba por parte de los turcos, tomaron la decisión desesperada de seguirle. Al alba del domingo 3 de noviembre, las puertas se abrieron y empezó el intento de abrirse paso. Jocelín II y sus caballeros, dando la carga con furor, lograron en un primer momento forzar un paso, pero, perseguidos y rodeados por el grueso de la caballería turca, perdieron las tres cuartas partes de los suyos. Apenas si Jocelín pudo, merced a la rapidez de su caballo, escapar de sus perseguidores y regresar a Turbessel. En cuanto a la población armenia que había intentado seguirle, fue asesinada por los turcos en una matanza sin nombre. Quienes sobrevivieron fueron vendidos como ganado en el mercado de Alepo. «Eran despojados de sus ropas y desnudos, hombres y mujeres, se les obligó, a fuerza de palos, a correr delante de los caballos. Los turcos ensartaban por el vientre a cualquiera que desfallecía y los cadáveres jalonaban el camino». Ya empezaron las matanzas armenias, seguidas de la deportación de los sobrevivientes... El golpe de mano de Jocelín II para recuperar Edesa acababa, pues, en un desastre peor que la catástrofe de 1144. El príncipe de Antioquía, Raimundo de Poitiers, que se había negado a socorrer a Jocelín, no tardó en recibir el castigo a su abstención. Nur edDin, ya libre para actuar contra él, le arrebató la importante plaza de Artah o Artesia, baluarte de Antioquía, al nordeste del Orontes (1147). Después del condado de Edesa,
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que había desaparecido en sus tres cuartas partes, el principado de Antioquía era desmantelado. En Jerusalén, la regente Melisenda realizaba una política extranjera apenas mejor. El peligro para los francos provenía ante todo de la dinastía turca de Alepo; por eso, toda la diplomacia del rey Fulco había consistido en mantener contra el atabeg de Alepo la independencia del otro reino turco de Siria, el de Damasco. La alianza del fallecido rey con el jefe del gobierno damasceno, el prudente Unur, había sido un obstáculo para la realización de la unidad musulmana y, al mismo tiempo, les había valido a los francos provechosas rectificaciones de frontera. Pero en el mes de junio de 1147, un emir de Haurán, rebelado contra las gentes de Damasco, se entregó a los francos. La corte de Jerusalén no supo resistirse a la tentación. Rompiendo por una ventaja dudosa la preciosa alianza damascena, organizó, a pesar de la opinión de los antiguos compañeros de Fulco, una expedición a Haurán. Una campaña a través de las rocas volcánicas de esa región es siempre una empresa difícil. La marcha del ejército se hizo más penosa por los calores que empezaban y por la falta de agua. La caballería turca de Damasco, uniéndose a los árabes, acosaban día y noche a los invasores. Después de haber llegado a Bosra tuvieron que batirse en retirada, retirada agotadora, que estuvo a punto de convertirse en desastre. El joven rey Balduino III –tenía entonces dieciséis años– había querido seguir a la expedición. La situación se mostró pronto tan crítica, que los barones le aconsejaron que huyera con la Vera Cruz en el mejor caballo del ejército y que regresara a rienda suelta a Jerusalén, para escapar a la catástrofe inminente. Noblemente, el joven se negó: estaba resuelto a compartir hasta el fin todos los peligros de sus compañeros. Sin duda su determinación salvó al ejército al que su partida habría acabado de desmoralizar, mientras que su presencia comunicó a todos su heroísmo. Tanto a los caballeros como a los hombres de a pie les fue impuesta una estricta disciplina. La columna franca, formada en filas apretadas con los heridos en el centro, avanzaba en línea recta, rechazando todos los asaltos, sin dejarse desviar por los acosos del adversario, inquebrantable. Los musulmanes intentaron detenerla prendiendo fuego a los matorrales; el fuego se volvió contra ellos. Más tarde se contó que una aparición sobrenatural, «un caballero con bandera de color bermejo, montado en un corcel blanco», había guiado al ejército cristiano hasta las fronteras del reino, donde desapareció misteriosamente. *** Mientras, la caída de Edesa había provocado en Occidente la predicación de una segunda cruzada. Al parecer, la idea primera de este nuevo tomar las armas debe ser atribuida al rey de Francia Luis VII, pero fue San Bernardo quien, con su predicación a la asamblea de Vézelay, el 31 de marzo de 1146, fue su gran animador, desencadenando un entusiasmo parecido al de 1095. Fue también él quien en la dieta de Spira, el 25-27 de 100
diciembre del mismo año, decidió al emperador de Alemania Conrado III a cruzarse, siguiendo el ejemplo de Luis VII. Alemanes y franceses siguieron el antiguo itinerario de Godofredo de Bouillon por el Danubio, Serbia, Tracia y Constantinopla, los primeros precediendo unas cuantas etapas a los segundos, lo que no fue suficiente para evitar las invectivas agridulces entre la retaguardia alemana y la vanguardia francesa. En cuanto a los bizantinos, sus relaciones con los cruzados fueron aún peores que en tiempos de Godofredo. Las riñas se multiplicaron y Conrado III, irritado, pensó un momento en dar el asalto a Constantinopla. Es cierto que el emperador bizantino Manuel Comneno traicionaba a la Cristiandad. En guerra desde hacía unos meses contra los turcos de Asia Menor, al saber que se acercaba la cruzada, se había apresurado a concluir la paz con ellos y a continuación no iba a cesar de incitarles bajo mano contra los cruzados. Una vez en Asia Menor, Conrado III continuó por el antiguo itinerario de Godofredo de Bouillon para atravesar la península en diagonal, de noroeste a sudeste. Pero a la altura de Dorilea, el 25 de octubre de 1147, fue abandonado durante la noche por sus guías bizantinos. Al día siguiente se vio asaltado por todo el ejército turco. Los caballos de los alemanes estaban extenuados por la marcha y la sed, los caballeros se asfixiaban bajo su pesada armadura, mientras que los ligeros escuadrones turcos, en torbellinos a su alrededor y sin aceptar el cuerpo a cuerpo, los acribillaban de flechas a distancia. Conrado III, desanimado, dio la orden de retirada, perseguido de cerca hasta la frontera bizantina por los turcos, que le produjeron pérdidas enormes. Cuando estuvo de regreso en Nicea, hacia el 2 de noviembre, no le quedaba ni la cuarta parte de su ejército. Durante ese tiempo, el rey de Francia Luis VII había llegado el 4 de octubre a Constantinopla. Partió de Metz en junio de 1147 y durante la travesía del imperio bizantino padeció las mismas afrentas que Conrado. Igual que Conrado y a pesar de la acogida halagadora que le ofreció personalmente el emperador bizantino Manuel Comneno, pensó o más bien pensaron en su entorno en dar un golpe de mano sobre Constantinopla. Pero tuvo la prudencia de rechazar esa sugerencia y a finales de octubre pasó a Asia con su ejército. Allí, cerca de Nicea, se enteró del desastre que había padecido la cruzada alemana, cuyos residuos recogió antes de seguir adelante. Aleccionado por ese ejemplo, renunció a atravesar Frigia y siguió la ruta del litoral, pasando por las provincias bizantinas de Iconia, Lidia, Pisidia y Panfilia. Pero su marcha no fue menos acosada por las bandas turcas, que actuaban con la complicidad tácita de las autoridades bizantinas. Para atravesar las gargantas de Pisidia dio a los suyos las órdenes de marcha más estrictas, pero el jefe de la vanguardia perdió el contacto; los turcos, al acecho en las alturas próximas, se lanzaron de inmediato en el hueco y el ejército se halló partido en dos pedazos. Los franceses, obligados a presentar combate en condiciones excepcionalmente desfavorables, en medio de las gargantas o en las laderas
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de las montañas, entre los precipicios, sufrieron muy grandes pérdidas. Luis VII, aislado de su escolta durante un momento y perseguido por una partida de turcos, consiguió, agarrándose a las ramas bajas de un árbol, subirse a una roca desde donde hizo frente al enemigo. La crónica nos lo muestra segando, con su espada enrojecida de sangre, las cabezas y las manos de sus asaltantes, los cuales, desalentados, acabaron por abandonar. La sorpresa de la montaña, a pesar de su mortandad, inspiró a los turcos un saludable respeto hacia la bravura del ejército capeto, el cual pudo dirigirse sin incidente al puerto de Adalia. Aquí, Luis VII, renunciando a seguir su camino por tierra hasta Siria, decidió tomar la vía marítima. Pero los bizantinos, que le habían prometido unos navíos, se los entregaron en número insuficiente. Fiándose, no obstante, de su palabra, se embarcó para el puerto de Antioquía con su caballería; los hombres de a pie tendrían que seguirle en el convoy siguiente. Pero este segundo convoy se compuso también de una cantidad insuficiente de barcos. Un gran número de peregrinos tuvo que quedarse en Adalia; y fueron traicionados por los bizantinos, que permitieron que los atacaran unas bandas turcas. La mayor parte pereció miserablemente. Mientras, Luis VII y sus caballeros habían desembarcado el 19 de marzo de 1148 en Saint-Simeón, el puerto de Antioquía. El príncipe de Antioquía, Raimundo de Poitiers, acudió a recibirlo en medio del júbilo general. Con Luis VII llegaba su joven mujer, Leonor de Aquitania, que era sobrina de Raimundo. Era sabida la pasión que el rey sentía hacia Leonor. Raimundo contaba con aprovecharse de ello para recuperar, gracias a Luis VII, la tierra de ultra Orontes en posesión del atabeg de Alepo, Nur ed-Din. Tal era, además, el interés de los cristianos, puesto que Nur ed-Din seguía siendo su enemigo principal y que de hecho la cruzada se había emprendido para detener, después de la caída de Edesa, los progresos del temible jefe turco o de su padre Zengi. Ya se veía Raimundo, merced a la ayuda del rey de Francia, en vísperas de apoderarse de Alepo, cuando se enteró de que, por un escrúpulo religioso bastante raro, Luis VII le denegó su concurso. El Capeto estimaba que, habiendo tomado la cruz para defender el Santo Sepulcro, faltaría a su voto haciendo la guerra a los turcos en la parte de Alepo. ¡Como si aquel año 1148 la defensa de Jerusalén hubiera estado en el Jordán y no en el Orontes! Los cronistas añaden, y no nos cuesta trabajo creerlo, que Raimundo se puso furioso por tal estrechez de miras... La actitud de Luis VII, difícilmente inteligible desde el punto de vista político, ¿tenía su explicación en razones de otro orden? El rey sintió celos por la amistad que su mujer Leonor manifestaba a Raimundo de Poitiers. Las largas conversaciones de tío y sobrina podían muy bien explicarse por los esfuerzos del príncipe de Antioquía para conseguir de la corte de Francia la proyectada expedición contra Alepo, pero con razón o sin ella Luis sospechó de la naturaleza de esas conversaciones. De hecho, Leonor era coqueta, ligera y estaba ya cansada de su esposo. ¿Encontró en su tío, todavía joven y adornado con el
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prestigio de Oriente, un pretendiente más refinado? En todo caso, cuando el rey invitó a su mujer a que siguiera al ejército a Jerusalén, ella manifestó su intención de quedarse en Antioquía junto a Raimundo y de divorciarse. El rey se la llevó a la fuerza y partió para Jerusalén de noche, tomando una decisión precipitada, sin despedirse del príncipe de Antioquía. En Jerusalén, Luis VII había sido adelantado por el emperador Conrado III y los restos de la cruzada alemana. Una vez reunidos en la Ciudad Santa, la reina Melisenda rogó a ambos soberanos que fueran a sitiar Damasco. Consintieron en ello. Así pues, la segunda cruzada, lanzada a Asia por San Bernardo para recuperar Edesa y las ciudades del principado de Antioquía de manos de los turcos de Alepo, los más temibles enemigos del Oriente latino, se privaba a sí misma de atacarlos, y, por el contrario, iba a combatir a los damascenos, antiguos aliados del rey Fulco. La cruzada franco-alemana, reforzada por el ejército de Jerusalén, se dirigió, pues, a Damasco, cuyo sitio comenzó el 24 de julio de 1148 con un ataque por el lado de los jardines, en el suburbio sudoeste. La limpieza de esa red de huertos divididos por setos vivos, por muretes y canales de riego, fue llevada a bien por los caballeros de Jerusalén. A continuación, los alemanes despejaron, al nordeste de la ciudad los accesos al Barada, el río de Damasco, después de una acometida furiosa en la que Conrado III se expuso con bravura. Los habitantes empezaban a perder la esperanza, mientras que el conde de Flandes, Thierry de Alsacia, uno de los principales jefes cruzados, hacía que Conrado III y Luis VII le prometieran la futura baronía de Damasco, cuando el 27 de julio, tomando una decisión en apariencia inexplicable, el ejército cristiano evacuó los jardines y las orillas del Barada para acampar al sudeste de la ciudad. Era sacrificar con ligereza posiciones excelentes por un emplazamiento desventajoso y, en realidad, renunciar al asedio. Así, parecía que los barones palestinos, que habían dado a los cruzados este extraño consejo, desearon que la empresa fracasara, o bien porque hubieran considerado (no sin razón) como un agravio la ruptura de la alianza franco-damascena, o bien porque se hubiera despertado su envidia al ver que la investidura de Damasco había sido prometida no a uno de ellos, sino a uno de los jefes cruzados. Lo cierto es que el 28 de julio el ejército cristiano, al darse cuenta de que la operación había fracasado, levantó el campo y regresó a Palestina. Francos de Siria y cruzados volvieron a Jerusalén muy descontentos los unos de los otros. Para los cruzados, los francos criollos –los Poulains, como los llamaban– se habían portado como traidores. «¡Son preferibles los turcos a esos levantinos!» es lo que más o menos hace decir a los cruzados franceses la crónica del Eracles. Guillermo de Neubrige insiste, al escribir, en que todos esos Poulains son medio musulmanes. En cuanto a los barones de Siria, no estaban lejos de considerar a los cruzados de Occidente como peligrosos fanáticos, que iban «a matar al musulmán» sin distinción de amigo y de
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enemigo, en gran perjuicio de la política franca. Y hay que reconocer que la conducta de la segunda cruzada, negándose a atacar al temible atabeg para arremeter contra los inofensivos damascenos, justificaba un poco esa manera de ver. En estas condiciones, Luis VII abandonó Siria después de Pascua de 1149. Se había mostrado en todo esto como el pobre hombre que la historia iba a conocer más ampliamente con ocasión de su divorcio con Leonor y del enorme retroceso que de ello iba a resultar para el reino de Francia... *** El fracaso de la segunda cruzada llevó consigo para los francos una muy grave disminución de prestigio en el mundo del Islam. El rey de Francia y el emperador de Alemania, los dos príncipes más poderosos de la Cristiandad, habían venido y se habían marchado sin haber hecho nada. El atabeg de Alepo, Nur ed-Din, que había temblado ante ellos, reemprendió sus conquistas. El 29 de junio de 1149 venció y dio muerte en Fons de Murez, o Maarratha, al príncipe de Antioquía Raimundo de Poitiers. A continuación de este triunfo arrebató al principado de Antioquía las últimas plazas importantes que poseía aún al este del Orontes, principalmente Harim y Apamea. La propia Antioquía se salvó solo por la energía del patriarca Aymeri de Limoges y, sobre todo, gracias a la rápida llegada del joven Balduino III (no tenía más que dieciocho años), que había acudido desde Jerusalén con su caballería. En cuanto a las plazas del norte, como Turbessel y Aintab, demasiado expuestas para ser defendidas, los francos evacuaron su población armenia en una retirada memorable en la que Balduino III fue la admiración de todos no solo por su valentía, sino también por sus cualidades de jefe. Mientras que en 1146 la evacuación de los armenios de Edesa había terminado en un desastre, la disciplina impuesta esta vez a la columna franca y la extraordinaria sangre fría del joven Balduino permitieron que fueran llevados sanos y salvos a Antioquía los emigrantes, cuyo convoy, estrechamente encuadrado por los caballeros, no padeció ningún daño (1150).
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Capítulo VIII EL MODELO DE REY FRANCO BALDUINO III
Balduino III acababa de alcanzar su mayoría de edad. Era un joven alto («de talla superior a la media»), notable entre todos los caballeros de su corte por la elegancia de su porte y la belleza de sus rasgos. De color de piel rosado, la barba y los cabellos tirando a rubios, había conquistado fama de brillante conversador y de compañero alegre, célebre por la vivacidad y la agudeza de sus ocurrencias. Sobrio en el comer y en el beber, pero un tanto aficionado a ese juego de dados que fue el vicio favorito del siglo XII, se decía que era un poco demasiado proclive a la galantería, hasta el punto –se escandaliza el arzobispo Guillermo de Tiro– de haber seducido a varias mujeres casadas. Añadamos que, desde que contrajo matrimonio, guardó a su mujer una fidelidad ejemplar. Por lo demás, el mismo cronista alaba su humanidad, su caridad, la nobleza de sus sentimientos, su piedad sólida. Después de tantos soldados incultos, un príncipe instruido subía al trono de Jerusalén. «Le gustaba leer o que le leyeran los relatos de los historiadores. Disfrutaba con la compañía de hombres instruidos». Ante los francos de Siria, Balduino III gozaba, sobre todo, de una inmensa ventaja: era el primer rey de Jerusalén que había nacido en el país, un verdadero hijo de Tierra Santa en donde todo, lugares y habitantes, le era familiar. «Dotado de una memoria excelente, era el primero en reconocer a la gente, incluso a los más modestos, y los saludaba enseguida llamándoles por su nombre». Y detalle no menos importante en aquella monarquía eminentemente feudal: se conocía tan bien las cartas, derechos y costumbres de cada señorío que se le consideraba como el mejor jurista del reino. Este conjunto de rasgos muestra que en los hijos del rey Foulque y de Melisenda la sangre francesa y la sangre oriental (Melisenda era medio armenia) habían alcanzado el más feliz equilibrio. Perfectamente adaptado al medio, el nuevo monarca seguía teniendo en tierras de Asia toda la desenvoltura del temperamento angevino. Y así se nos va a revelar como uno de los representantes más acabados de la Francia de ultramar, como el modelo mismo de rey franco en el siglo XII. Pero antes de poder mostrar toda su estatura, este príncipe tan bien dotado tenía que liquidar el pasado, es decir, tenía que desembarazarse de la regencia de su madre Melisenda. Después de las tormentas de su vida amorosa, la reina viuda, aficionada en su atardecer a la devoción, ahora ya no deseaba ser más que la «dama buena y limosnera» 105
que nos pondera el arzobispo de Tiro. A pesar de esta conversión un tanto póstuma, seguía mostrándose imperiosa, celosa de su poder y muy poco dispuesta a compartirlo con su hijo. Había escogido como hombre de confianza a un primo suyo, Manasés de Hierges, originario del país de Lieja, al cual había nombrado condestable y que irritaba a los barones por su insolencia. Entre los dos llevaban el reino. Balduino III, que había hecho sus prácticas militares en Aintab, soportaba con impaciencia esta tutela. Al llegar a su mayoría de edad había sido coronado solemnemente en las fiestas de Pascua de 1152, y la reina madre seguía sin hablar de entregarle el poder. Apoyado en los barones, la intimó a que se retirara. Por su parte, ella, sabiéndose sostenida por el clero, solo consintió en ceder a su hijo las ciudades del litoral, Tiro y Acre, pero conservando para ella Jerusalén. Esta solución bastarda no podía durar. Balduino III, un tanto legítimamente irritado, tomó las armas. Empezó por poner fuera de juego al condestable Manasés de Hierges, al cual hizo capitular en el castillo de Mirabel, el actual Mejdel Yaba, cerca de Jaffa; después se volvió contra su madre, que se había parapetado en la ciudadela de Jerusalén. En vano quiso interponerse el patriarca Foucher de Angulema. Balduino, resuelto a terminar de una vez, comenzó el asedio a la ciudadela. Viendo la partida perdida, la obstinada viuda se resignó a rendirse. Le fue permitido retirarse a su feudo de Naplusa, donde se consoló interesándose por los nombramientos eclesiásticos. Balduino III era por fin rey. Ya era tiempo, pues la necesidad de un poder central fuerte se hacía sentir en toda la Siria franca. En Trípoli, el conde Raimundo II acababa de ser asesinado por los ismailíes. El rey Balduino III asumió de inmediato la regencia al lado de la condesa viuda Hodierna y en nombre del hijo de ésta, el joven Raimundo III, que tenía unos doce años (1152). En el norte, desde la muerte trágica del príncipe de Antioquía, Raimundo de Poitiers, Balduino III tenía igualmente que asegurar la defensa del país por cuenta de su prima, la joven viuda de Raimundo, Constanza, que contaba unos veinte años. En interés del país, habría deseado que la joven se volviese a casar con algún barón capaz de asumir el mando en aquel sector. Pero en vano le presentó a Constanza los mejores partidos; «la princesa –nos dice la crónica– demasiado había soportado el poder de un marido y la poca libertad que se les deja a las damas cuando tienen un señor»; respondió rotundamente al rey que no pensaba en absoluto volverse a casar. Se rió en las narices de sus tías, que se habían propuesto llamarla al orden, manifestó que estaba decidida a mantener su agradable viudez y despachó a todos los pretendientes. Así estaba la situación cuando sobrevino un golpe de teatro. Allí donde todas las combinaciones políticas habían fracasado, el amor tuvo éxito en un instante. Constanza, después de haber rechazado caprichosamente los mejores partidos, se enamoró de un joven caballero francés acabado de desembarcar llamado Renaud de Châtillon. No era más que un segundón sin fortuna, pero muy apuesto, de gran prestancia, lleno de brío y
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de temperamento. No faltó nada para que la joven viuda, sin pedir consejo a nadie, se prometiera a él en secreto. No obstante, había que obtener la autorización de Balduino III. Por muy seducida que estuviese, Constanza había exigido esta condición. Renaud de Châtillon no lo dudó. Desde Antioquía corrió a rienda suelta al otro extremo de Tierra Santa, al campo de Ascalón, para arrojarse a los pies del rey. Es de suponer que este estaba un tanto harto por los caprichos de su prima de Antioquía. Perdiendo la esperanza de casarla según sus propósitos, debió de pensar que al menos la elección que acababa de hacer aseguraría al principado un defensor valeroso. Aunque sin ningún entusiasmo, otorgó su consentimiento. El novelesco matrimonio de 1153 daba el gobierno de Antioquía a un espléndido guerrero, de una audacia magnífica, a un verdadero héroe de epopeya, pero también a un peligroso aventurero. Desprovisto tanto de todo espíritu político como de todo escrúpulo, ignorante tanto del más elemental derecho de gentes como del respeto a los tratados, iba a jugar la suerte del principado de Antioquía primero y del reino de Jerusalén después a golpes de dados que, además, no eran más que golpes de bandolerismo. Recordaba, con medio siglo y más de retraso, a los grandes conquistadores de la primera cruzada, Bohemundo y Tancredo. Solo que Bohemundo y Tancredo, al mismo tiempo que aventureros sin escrúpulos, habían mostrado ser muy agudos diplomáticos. Y además en 1097, en presencia de un Islam troceado, enloquecido y desmoralizado, había todo que ganar y casi nada que perder en ese juego temerario. Por el contrario, en la Siria franca de 1153, sociedad serenada, bien establecida y asimilada al medio, conservadora, empleando todos su esfuerzos en mantener el statu quo y el equilibrio frente a un Islam reorganizado, Renaud de Châtillon no tardaría en convertirse en un peligro mortal. Este soldado prestigioso, pero hecho para capitanear una Gran Compañía o una razzia, más que una baronía regular, «suicidará» a la Siria franca. Su brutalidad se manifestará inmediatamente después de su elevación por un drama salvaje cuya víctima fue el patriarca de Antioquía Aymeri de Limoges. Mientras duró la viudedad de Constanza, Aymeri había tenido en razón de sus mismas funciones una amplia participación en el gobierno. Naturalmente, no pudo sino ver con malos ojos el advenimiento del apuesto segundón, llevado hasta el trono por un capricho de mujer y, como tenía una agudeza punzante, sus chanzas dieron la vuelta a la ciudad. Eso era conocer mal al nuevo príncipe de Antioquía. Renaud de Châtillon tenía unas cóleras terribles durante las cuales ningún sentimiento de humanidad le hacía mella. Mandó detener al patriarca, luego, aunque se trataba de un prelado digno y respetable, ordenó que lo azotaran hasta la sangre, después de lo cual hizo que le embadurnaran de miel la cabeza y las llagas y lo expuso, atado y desnudo, a las picaduras de las avispas bajo el cielo ardiente del verano sirio. Al enterarse de este acto de barbarie, el rey Balduino III no pudo contener su indignación. Instó a Renaud a que soltara en el acto a
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su víctima y le repusiera en su sede patriarcal. Renaud obedeció, pero Aymeri no tenía interés por vivir al lado de una bestia feroz; en cuanto lo libraron de la cárcel, abandonó Antioquía para establecerse en Jerusalén en donde el afecto de la reina viuda Melisenda lo consoló de sus desgracias[1]. Renaud de Châtillon no estaba más que al comienzo de sus despropósitos. Ahora iba a ejercer su acción maléfica en el terreno de la política extranjera. Frente a la revancha musulmana que se veía venir por parte del atabeg de Alepo, Nur ed-Din, interesaba a los francos mantener lo más posible el buen entendimiento con las otras potencias cristianas de Levante, concretamente con el Estado armenio de Cilicia y el imperio bizantino. Ya era bastante inconveniente que armenios y bizantinos estuviesen en constante lucha. Pues bien, el primer gesto de Renaud de Châtillon fue mezclarse desconsideradamente en sus disputas. Empezó en 1155 por guerrear contra los armenios de cerca de Alejandreta, por cuenta de Bizancio. Luego, dándole un vuelco a sus alianzas, dirigió en plena paz una expedición de saqueo contra la isla bizantina de Chipre. Su comportamiento fue como el de un capitán de desolladores, destrozándolo todo, violando a las mujeres, cortando la nariz y las orejas a los sacerdotes griegos; luego se hizo a la mar y regresó a Antioquía con un enorme botín. Este crimen contra la Cristiandad no recibió un castigo inmediato, porque el emperador bizantino Manuel Comneno se hallaba ocupado en Europa, pero Renaud se había hecho en él un peligroso enemigo... Mientras que el nuevo príncipe de Antioquía comprometía en Siria la dominación franca, Balduino III la consolidaba en Palestina. Las posesiones musulmanas, ya lo hemos visto, se hallaban repartidas entre tres dominaciones de desigual importancia. Al nordeste, el temible atabeg turco de Alepo, Nur ed-Din, cuya política de conquista intentaba hacer en provecho propio la unidad de la Siria musulmana, para a continuación arrojar al mar a los francos. En el este, el reino de Damasco, en poder de otra dinastía turca, pero que estaba en decadencia desde hacía tiempo y que era ambicionada por Nur ed-Din. En el suroeste, el califato árabe de los fatimidas, dueño de Egipto y que aún poseía en el litoral palestino la plaza de Ascalón. Igual que el Estado de Damasco, el Egipto fatimida se encontraba en decadencia. Los dramas a lo Suetonio –veneno y puñal, refinamiento en el arte de la traición, cadáveres de visires en los escalones del trono– que agitaban periódicamente la corte de El Cairo reducían a la impotencia esta corte degradada. Balduino III se aprovechó de la situación para apoderarse de Ascalón. Esta plaza fuerte, que durante medio siglo había resistido a todos los esfuerzos de sus predecesores, le abrió las puertas el 19 de agosto de 1153. A los habitantes y a la guarnición se les permitió que se retiraran con armas y bagajes, condiciones que fueron escrupulosamente respetadas. Esta importante conquista remataba la obra de la cruzada; desde Alejandreta a Gaza, toda la costa sirio-palestina pertenecía ya a los francos. En el nordeste, Balduino III, repitiendo la prudente política de su padre Fulco de
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Anjou, se erigió en defensor de la independencia damascena, contra las aspiraciones anexionistas de Nur ed-Din. Por dos veces, su intervención obligó al atabeg de Alepo a soltar presa. Hacia 1153, Damasco, salvada por los ejércitos cristianos, se había convertido en un verdadero protectorado franco. Sin embargo, esta situación excepcional no podía durar. La comunidad de religión y de lengua entre Alepo y Damasco, la fuerza del sentimiento panislámico tenían que acabar por imponerse sobre las frágiles construcciones de la diplomacia. El Anschluss era inevitable. Se produjo en parte gracias a la tenacidad de Nur ed-Din, en parte gracias a la resignación fatalista de los damascenos. El 25 de abril de 1154, Nur ed-Din hizo su entrada en Damasco, desposeyó a la dinastía local y se anexionó el país. Del Éufrates al Haurán, la Siria musulmana estaba unificada y en las manos de un hombre fuerte. Monarquía franca y monarquía musulmana, cruzada y contra-cruzada estaban en pie cara a cara. Y Nur ed-Din, a quien aprenderemos a conocer mejor, era un adversario digno de Balduino III. *** En el caos turco-árabe de la primera mitad del siglo XII, Zengi, el padre de Nur edDin, había traído el orden, un principio de gobierno estable y regular. Gracias a él, Alepo se había convertido en un polo de atracción, el núcleo de unificación de la Siria musulmana. Nur ed-Din continuaba ahora la obra paterna, pero la continuaba como Luis IX continuó la de Felipe Augusto. El político daba paso al santo. No desde luego que Nur ed-Din abandonara en nada (igual que ocurrió con Luis IX) la tradición militar de sus antecesores. Al contrario, pasó su vida en la guerra santa. Pero precisamente la guerra santa, en cuanto tal, es toda su razón de ser. Se entrega a ella con todo el celo de un derviche. También él es el santo emir. Hecho soberano de toda la Siria musulmana, sigue llevando en sus palacios de Alepo y de Damasco una vida asombrosamente sencilla que, en los momentos de exaltación religiosa, es casi la vida de un asceta, mortificada por el ayuno y ardiente de oración. Aunque pasó su existiencia haciendo la guerra, en realidad es mucho menos soldado que su padre Zengi, y la mayor parte de sus éxitos se deben a sus generales. Administrador a veces severo, pero sin los accesos de antigua crueldad turca de Zengi, su gobierno es notablemente sabio y beneficioso. Por todos estos títulos se gana la estima de los francos, igual que Luis IX se atraerá la de los musulmanes. Señalemos que también tendrá los inconvenientes de estas cualidades suyas. Si bien protege a los doctores de la ley y a los sabios, la exaltación religiosa lo sumerge a veces en extraños accesos místicos. Asimismo, de temperamento nervioso y enfermizo, que lo tiene de continuo a las puertas de la muerte, está lejos de poseer la poderosa personalidad física de su padre. En estos estados de ánimo subordinó tan completamente el interés personal a los móviles religiosos que quienes saben disfrazar sus propias ambiciones bajo el pretexto de guerra santa llegarán a engañarle, como será el caso del joven Saladino. Y 109
el magnífico soldado y político sabio que es Balduino III no dejará de aprovecharse de sus depresiones nerviosas y de sus frecuentes ataques de fiebre para conseguir señaladas ventajas en los momentos oportunos. *** La guerra entre Nur ed-Din y Balduino III empezó en mayo de 1157 por un ataque del primero contra la fortaleza franca de Paneas, o Baniyas, en la alta Galilea, al pie del macizo del Hermón, en la región de las fuentes del Jordán. La ciudad fue tomada, pero el condestable Onfroi de Torón, parapetado en la ciudadela o ciudad alta de Subeibé, resistió el tiempo suficiente para permitir a Balduino III, que había acudido a rienda suelta, que levantara el bloqueo. Después de esta victoria sin combate, el rey de Jerusalén regresaba a pequeñas etapas. Confiado, acampó cerca del lago de Hulé, creyendo que Nur ed-Din había regresado a Damasco, pero entonces este, que había ocultado sus tropas detrás de los cañaverales, los papiros y los laureles rosas de la ribera, surgió de improvisto junto al Vado de Jacob y derrotó a los francos. De inmediato Nur ed-Din volvió a poner sitio a Paneas. Con el rey huido, el ejército franco disperso o cautivo, el príncipe turco estaba seguro de apoderarse de la plaza, pero entonces le tocó a Balduino III proporcionarle una sorpresa. En pocos días, el activo monarca franco reunió un nuevo ejército con el que apareció ante Paneas y obligó a Nur ed-Din, estupefacto, a batirse una vez más en retirada. En este primer encuentro de armas, la ventaja fue, pues, del valeroso rey de Jerusalén. Balduino III decidió explotar su éxito, tanto más cuanto que Nur ed-Din había caído gravemente enfermo. Seguido por todos los contingentes de la Siria franca y también por un alto barón recién llegado en peregrinación, el conde de Flandes Teobaldo de Alsacia, Balduino fue a poner sitio ante la ciudad árabe de Chaizar, que domina el curso del Orontes medio. La ciudad fue tomada, la ciudadela iba a capitular, cuando surgió la discordia entre los cristianos. Balduino III reservaba el señorío de Chaizar para el conde de Flandes. Envidioso, el príncipe de Antioquía, el nefasto Renaud de Châtillon, hizo fracasar la operación y dejó que la plaza volviera a caer en manos de los musulmanes. Balduino III se consoló yendo, en febrero de 1158, a quitarles de nuevo a los turcos de Alepo la fortaleza de Harim, que dominaba el curso del Orontes al este de Antioquía. Aprovechando que Nur ed-Din, ya repuesto de su enfermedad, regresaba de asediar una posición franca en la región de Yarmuk, el infatigable rey franco lo sorprendió al nordeste del lago de Tiberíades y le infligió un completo desastre. «Nur edDin, cuyo ejército casi completo había emprendido la huida, resistió todavía con un puñado de fieles en una colina aislada; ya a punto de ser capturado, huyó a su vez ante la bandera de Jerusalén». Jornada gloriosa, debida a la bravura personal de Balduino III y también a la estupenda conducta de los caballeros flamencos: «Bien se portaron las 110
gentes de Flandes». *** Así, el duelo entre Balduino y Nur ed-Din, después de dramáticas peripecias, se acababa con ventaja del primero. No obstante, el joven monarca comprendió que, para combatir eficazmente a la nueva monarquía musulmana, no estaba de más la reconciliación de todos los cristianos. Ahora que la Siria monárquica constituía una temible unidad, se hacía indispensable oponerle una estrecha unión de la Siria franca y del imperio bizantino. Visión genial que podría cambiar el curso de la historia. Para alcanzar ese objetivo de hacer que los antiguos rencores cesaran y realizar la gran alianza cristiana, Balduino III pidió la mano de una princesa bizantina. La obtuvo. En septiembre de 1158 desembarcó en Tiro con un cortejo de cuento de hadas la princesa Teodora, sobrina del emperador Manuel Comneno. Era una jovencita: no tenía aún quince años, pero era alta, muy bella, con una piel de resplandeciente blancura, espesos cabellos rubios, muy elegante y ya infinitamente seductora. Aportaba una dote de las Mil y una noches: cofres repletos de besantes de oro, de orfebrería y de piedras preciosas, tejidos preciosos hasta el infinito, brocados de seda y de oro, alfombras y tapices de valor inestimable, todo el lujo refinado de Bizancio. La boda fue celebrada por el patriarca Aymeri «con gran júbilo de toda la tierra». Balduino III, que solo tenía veintisiete años, quedó inmediatamente prendado de su esposa-niña. Él, que hasta entonces había sido tan veleidoso, la amó únicamente desde ese momento hasta su muerte. También desde el punto de vista político, el júbilo con el que la rubia Teodora había sido acogida no puede por menos que imaginarse. En efecto, la pequeña reina llevaba a los francos la certidumbre de la alianza bizantina con la promesa de una próxima intervención imperial contra Nur ed-Din. El emperador Manuel Comneno, tío de Teodora, era uno de los más grandes soberanos que había tenido Bizancio. Con él, el antiguo imperio había vuelto a ser la principal potencia del Oriente próximo. En 1158 había sometido al principado armenio de Cilicia y así sus posesiones eran limítrofes con los Estados francos. Esta vecindad no dejaba de inquietar al príncipe de Antioquía, Renaud de Châtillon, a quien Manuel Comneno le iba a pedir cuenta del saqueo de la isla de Chipre. Precisamente el ejército bizantino, bajo las órdenes de Manuel, se hallaba agrupado en Missis, en Cilicia, a pocas jornadas de marcha de Antioquía. Sintiéndose incapaz de resistir, Renaud tomó la decisión de ir a implorar perdón. Se presentó en el campamento imperial de Missis en actitud suplicante, «la cabeza descubierta, pies descalzos, los brazos desnudos hasta el codo, asiendo su espada por la punta para presentar la empuñadura al emperador». Llegado ante la tienda imperial, tuvo que prosternarse en el polvo, esperando a que 111
Manuel se dignara permitirle que se levantase. En esta humillación sin precedentes desembocaba el acto de bandidaje cometido algunos años antes contra Chipre. Finalmente, Manuel Comneno perdonó a Renaud, pero le obligó a reconocer explícitamente la soberanía bizantina sobre Antioquía. A todo esto, llegaba a su vez al campamento de Missis el rey de Jerusalén Balduino III. Manuel quedó encantado por el buen porte del joven soberano a quien los azares de la política acababan de darle por sobrino. «Pasaron diez días juntos y cada día aumentaba el afecto del emperador por Balduino, cuya sabiduría precoz y cortesía apreciaba. A partir de ese momento lo quiso como a un hijo». La estancia de Balduino III cerca de Manuel Comneno en el campamento de Missis, a continuación de su casamiento con la sobrina del poderoso basileus, manifiesta el triunfo diplomático del rey de Jerusalén. La estrecha asociación –sellada por una unión de familia de la realeza franca y del imperio bizantino era la única combinación capaz de detener la contracruzada turca. Balduino III, cuya entera actividad durante la estancia en Missis pone de manifiesto su valía, prestó de inmediato a Manuel Comneno y también a los armenios un señalado servicio: el de que se reconciliaran entre sí. El príncipe armenio, arrojado de la llanura de Cilicia por el ejército bizantino, seguía manteniendo la campaña en las gargantas del Taurus. Balduino, actuando como mediador, obtuvo de él que se sometiera por completo al imperio, y de Manuel, el perdón del rebelde que al fin se arrepentía. Así realizó el prodigio de reagrupar, a pesar de los antiguos odios étnicos, culturales y confesionales, el haz de las fuerzas bizantinas, armenias y francas. Este acuerdo se manifestó con ocasión de la entrada solemne de Manuel Comneno en Antioquía en abril de 1159; entrada que, desde el punto de vista bizantino, adquirió el fasto de un triunfo. «Con el stemma de colgaduras al frente, ataviado con el manto imperial tan cargado de pedrería que era rígido, sosteniendo en la mano las insignias imperiales, Manuel –escribe Chalandón– atravesó la ciudad a caballo. Renaud de Châtillon a pie asía el corcel por la brida. Destrás de él, a caballo, avanzaba Balduino III. El cortejo fue recibido por el pueblo y los diferentes cleros, a cuyo frente iba el patriarca latino con vestiduras de pontifical, teniendo en las manos el Evangelio». Luego, al sonido de las trompetas y tambores, al canto de los himnos, el cortejo penetró en la ciudad en medio de la abigarrada muchedumbre en la que el sirio se codeaba con el normando, y se dirigió por las calles engalanadas con alfombras, tapices, ramas y flores hacia la catedral, desde donde el emperador se encaminó al palacio. Nada turbó la apoteosis imperial. Durante ocho días las fiestas se sucedieron. Tanto en las partidas de caza como en los torneos, griegos y latinos rivalizaron en habilidad. El relato de los cronistas nos evoca una maravillosa tapicería que representara un tema de canción de gesta: «Sobre un caballo cuya guarnición estaba cubierta de adornos de oro –nos dice Chalandón–, el emperador, vestido con el gran manto imperial, sujeto por una fíbula al hombro derecho para dejar
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libre el brazo, desfiló ante los espectadores con la lanza en la mano, mientras que en el equipo contrario avanzaba en un caballo blanco el príncipe de Antioquía, vestido con la cota de armas estofada cubriendo las mallas, y un casco cónico en la cabeza. El buen entendimiento personal del basileus-caballero y de los príncipes francos se reforzó con un episodio inesperado. Durante una partida de caza, Balduino III cae del caballo y se disloca un brazo. Manuel acude, se arrodilla junto al herido y, gracias a sus conocimientos médicos, le prodiga unos cuidados eficaces. Durante la convalecencia – añade la crónica del Eraclés–, «el emperador iba todos los días a pedir noticias del rey y, cuando los cirujanos le cambiaban el vendaje, les ayudaba con mucha delicadeza, de tal manera que no lo habría podido hacer mejor si se hubiera tratado de su propio hijo». Acabadas las fiestas, Manuel Comneno, Balduino III y Renaud de Châtillon, uniendo sus fuerzas, partieron a hacer la guerra al atabeg de Alepo, Nur ed-Din. El príncipe turco podía difícilmente hacer frente a una coalición como aquella. ¿Qué no habría podido la «epopeya bizantina» reforzada por la cruzada en un encuentro histórico como aquel? Parecía que era un momento único. ¿Por qué tuvo que pararse en seco esa campaña? En lugar de sitiar Alepo, Manuel Comneno se contentó con exigir de Nur ed-Din la liberación de todos los cautivos cristianos retenidos en las prisiones musulmanas, luego, despidiéndose de los príncipes francos, abandonó Siria y regresó a Constantinopla (mayo-junio de 1159). En realidad, a pesar del afecto personal del basileus hacia el rey de Jerusalén, la diplomacia bizantina no había querido dar el golpe de gracia a los turcos, por miedo a acrecentar el poder de los francos. Entendía fundamentar su hegemonía en el mantenimiento del equilibrio entre los primeros y los segundos. Política demasiado ingeniosa, astucia que pronto iba a volverse contra sus autores. Manuel Comneno comprenderá entonces la solidaridad básica de Bizancio y la latinidad frente al peligro musulmán, pero demasiado tarde, cuando Nur ed-Din ya se haya anexionado Egipto. Es curioso que, a propósito de acontecimientos como ese (lo mismo que a propósito de Felipe el Hermoso y de Francisco I), los historiadores acojan como una prueba de agudeza política, de «liberación intelectual» y de modernismo el sacrificio deliberado de los intereses de la cristiandad. No solo la pérdida de Tierra Santa, sino también la caída de Constantinopla procederán de esa actitud de espíritu, es decir, en definitiva, la deseuropeización de una cuarta parte de Europa... *** La primera víctima de esta situación fue Renaud de Châtillon, príncipe de Antioquía. El 23 de noviembre de 1160, cuando dirigía una razzia en la región de Marach, fue hecho prisionero por los turcos. Llevado a los calabozos de Nur ed-Din en Alepo, pasó allí dieciséis largos años. Por lo demás, reconozcamos que su cautividad fue un beneficio más que una desgracia para la Siria franca. Pero aun así, el hecho era que dejaba el 113
principado de Antioquía sin defensor, pues el joven Bohemundo III, heredero de aquel territorio, no tenía edad para gobernar. La madre del muchacho, la princesa Constanza, desmoralizada por la pérdida de su querido Renaud, estaba dispuesta a echarse en brazos de los bizantinos. Una vez más, el rey de Jerusalén salvó la situación. Acudió a Antioquía, dispuso a la ciudad en estado de defensa, reconfortó al elemento latino y asumió todos los deberes de un regente. Fue la última acción política de Balduino III. El 10 de enero de 1162 moría en Beirut con apenas treinta y tres años, sin duda envenenado por su médico. Guillermo de Tiro, testigo ocular, nos describe el dolor del pueblo al conocer la noticia y durante el traslado del cuerpo desde Beirut a Jerusalén. No solamente los francos, sino también los cristianos de otras confesiones acudían a unirse al cortejo fúnebre. Las gentes de la montaña bajaban en masa para saludar por última vez el féretro; incluso los mismos árabes se inclinaban ante quien siempre había sido para ellos un maestro justo o un adversario caballeresco. A quienes proponían a Nur ed-Din que aprovechase esas circunstancias para atacar a los francos, el gran atabeg les respondió noblemente que sería indigno de él perturbar el duelo de un guerrero tan valeroso. Este saludo de un enemigo leal acompaña a Balduino III a su tumba. El cuarto rey de Jerusalén desaparece en la flor de la edad, sin un solo fallo político. Como soldado y como capitán, así como hombre de Estado y como diplomático, toda su actividad lleva el sello de una precoz madurez intelectual al mismo tiempo que de una irradiación de juventud. Con la conclusión de la alianza bizantina había puesto las bases de una política extranjera que era la prudencia, la verdad, la salvación. En todas partes había hecho retroceder a Nur ed-Din. Abandonaba la vida en plena alegría de un amor en flor, llorado tanto por los musulmanes como por los suyos. Destino de un joven héroe de la Antigüedad rezagado en plena Edad Media...
[1] Aymeri, después de este exilio voluntario, conservó mucho tiempo aún la sede de Antioquía. Su pontificado, según el P. Chabot, duró de 1142 a 1194. Chabot ha establecido, según Miguel el Sirio, que Aymeri tuvo como sucesor a un tal Arnoul o Raúl (hacia 1194-1196) a quien sucedería (hacia 1196?) Pierre d’Angoulême (C. R. del l’Académie des Inscriptions, 1938, p. 460).
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Capítulo IX LA PRIMERA EXPEDICIÓN DE EGIPTO AMALARICO I
No habiendo dejado hijos Balduino III, le sucedió su hermano Amalarico I (1162). Para acceder al trono, el nuevo rey tuvo que sacrificar su mujer Agnès de Courtenay a una parte de la corte. La desenvoltura con la que se separó de ella, aunque ya le había dado un hijo, el futuro Balduino IV, y una hija, Sibila, manifiesta hasta qué punto sabía subordinar toda consideración a los intereses de su política. Tenía entonces veintisiete años. Era un hombre gordo, «tan grueso que parecía tener los senos de una mujer», pero también era más alto que la media, el rostro noble, la piel clara, ojos llenos de brillo, barba poblada. Cuando se dejaba llevar por la alegría, «sus estallidos de risa le sacudían todo el cuerpo». A pesar de esta gordura, no era ni comilón, ni gran bebedor. Tampoco era jugador como su hermano, y prefería el noble recreo de la caza con halcón o con gavilán a los dados; pero se mostraba terriblemente arrastrado por la lujuria y Guillermo de Tiro se lamenta de la cantidad de sus adulterios. Sabemos por la misma crónica que Amalarico tenía una ligera dificultad para hablar. Quizá esa era la causa que le había hecho tristón, taciturno y distante. De hecho, «no dirigía la palabra a la gente mientras podía evitarlo». Esta aparente frialdad, su severidad a primera vista, chocaba tanto más cuanto que sucedía a un príncipe que por su cortesía, su buen talante, su familiaridad con todos había conquistado todos los corazones. Por otra parte, es cierto que Amalarico se mostraba bastante duro, al menos cuando le parecía que la razón de Estado estaba en juego. El arzobispo de Tiro, que no obstante lo apreciaba, nos lo muestra ávido de dinero, poco escrupuloso en los medios para procurárselo, aun en detrimento de los bienes de la Iglesia. Pero, como él mismo le decía a este prelado, esa ruda fiscalidad no tenía más objetivo que la defensa del reino, las necesidades de la guerra santa. La prueba es que nadie gastaba con mayor largueza cuando el interés del país estaba en juego. Por lo demás, tenía confianza en sus agentes y raramente les pedía cuentas. Asimismo, no era rencoroso ni vengativo y olvidaba o fingía no enterarse de las maledicencias acerca de su persona. Así pues, este político, a quien se reprocha que fue taciturno y duro, poseía mucha amplitud de espíritu y un fondo de bondad. En la guerra era un rudo soldado, indiferente ante el peligro, insensible al calor y al frío, a las privaciones y al cansancio, un jefe lleno de calma y de recursos en los apuros más difíciles. Era muy inteligente, con una inteligencia a la vez reflexiva y penetrante. Dotado de 116
una memoria prodigiosa, conocía a fondo las «costumbres del reino» y conocía el derecho como el mejor legista de su tiempo. Según la expresión de Guillermo de Tiro refiriéndose a su ligero tartamudeo, «sabía mejor dar un buen consejo que contar una anécdota». Sin ser tan letrado como su hermano Balduino III, poseía una gran curiosidad intelectual, «le gustaba mirar en los libros, sobre todo libros de historia». Sabemos que fue él quien sugirió a Guillermo que escribiera su gran crónica, «la historia de sus antecesores y la suya». El arzobispo de Tiro se quedó un día estupefacto cuando el rey le preguntó las pruebas de la inmortalidad del alma. El prelado le recordó las pruebas sacadas de la Escritura, pero Amalarico le preguntó por otras capaces de convencer incluso a los infieles, y no se quedó satisfecho hasta que Guillermo de Tiro invocó la necesidad puramente filosófica de una sanción de nuestros actos en el más allá, ya que la vida terrestre mostraba con demasiada frecuencia la virtud mal recompensada y el vicio impune. Finalmente, Amalarico, nacido en Palestina, se interesaba mucho por las cuestiones indígenas. Hacía que le presentaran los viajeros que, a través de las pistas de las caravanas, habían llegado desde el fondo del Oriente hasta los puertos sirios, y les interrogaba largamente acerca de sus países. *** Cuando se informaba ávidamente por medio de los caravaneros llegados de Alepo, de Damasco o de El Cairo, cuando echaba una ojeada al horizonte hacia ese mundo musulmán que rodeaba por tres costados el estrecho reino cristiano, ¿qué reflexiones podía hacer el taciturno Amalarico? Al nordeste y al este, la constitución del gran reino turco-árabe de Nur ed-Din cerraba a los francos toda posibilidad de expansión. En presencia de la nueva monarquía musulmana obedecida en Alepo y en Hama, en Homs y en Balbek, en Damasco y en Hauran, el reino de Jerusalén no podía más que mantenerse a la defensiva. Pero he aquí, en cambio, que todas las noticias que llegaban de El Cairo mostraban que la decadencia de la dinastía y del régimen fatimidas era irremediable. No había más que tragedias de serrallo, conspiraciones de palacio y revoluciones de cuarteles, entre las intrigas de la corte quizá más corrompida que jamás hubo. En 1163, el visir Chawer había sido expulsado por una de sus criaturas, el gran chambelán Dirgham. La anarquía estaba en todas partes. Había que apoderarse de Egipto. Ante tal espectáculo, Amalarico I comprendió que acababa de abrirse una nueva fase de la historia de las cruzadas. Los intentos francos hacia Alepo y Damasco se habían acabado para siempre. La era de las cruzadas hacia Egipto podía empezar. Y resueltamente, adelantándose a Juan de Brienne y a Luis IX, Amalarico orientó la expansión de Francia hacia el valle del Nilo. Su primera campaña por ese lado, en septiembre de 1163, fue una simple expedición de reconocimiento. Se adelantó hasta Bilbeis e hizo como si la fuera a asediar, luego se 117
retiró ante la inundación que, a favor de la crecida del Nilo, le separaba del visir Dirgham. Pero se había documentado seriamente para una empresa de mayor envergadura y, por lo demás, los mismos egipcios iban a provocar una nueva intervención por su parte. La verdad es que antes se solicitó el arbitraje de Nur ed-Din. El anciano visir Chawer, expulsado por su competidor Dirgham, se refugió en la Siria musulmana e imploró del poderoso atabeg el envío de un cuerpo expedicionario para restablecerlo en el visirato. En abril de 1164, Nur ed-Din encargó esa misión a su mejor general, el emir kurdo Chirkuh, tío del gran Saladino. Chirkuh era un rudo hombre de guerra. A pesar de su edad y de su físico desgraciado –era pequeño, obeso, algo tuerto– el viejo jefe curdo supo animar a sus tropas con su ejemplo. No ignoraba que Amalarico I intentaría cerrarle el paso, pero su marcha a través del desierto fue tan rápida que alcanzó el Delta antes de que los francos hubieran tenido tiempo de movilizarse. En mayo de 1164 aparecía ante El Cairo, derrotaba a Dirgham, que fue muerto en su huida, y reinstalaba a Chawer en el visirato. Pero el acuerdo entre los dos aliados apenas si duró. La protección de Chirkuh le pareció pronto importuna a Chawer. De hecho, el lugarteniente de Nur ed-Din ya ni hablaba de abandonar Egipto. Como precio de los servicios rendidos exigía una contribución de guerra, provincias enteras, se eternizaba en el país al frente de su ejército, se comportaba como amo. Irritado por su actitud, Chawer no dudó en recurrir a los francos para desembarazarse de él. Esta gestión planteaba en su conjunto la cuestión egipcia: ¿iba Egipto a ser una dependencia del reino sirio musulmán de Nur ed-Din o un protectorado franco? A la llamada de Chawer, Amalarico acude. Ante su llegada, Chirkuh, temiendo ser atrapado entre el ejército franco y el ejército egipcio, evacuó la región de El Cairo para encerrarse en la plaza de Bilbeis. Allí fue sitiado por las fuerzas reunidas de Amalarico y de Chawer, y se encontraba en una postura bastante comprometida cuando el rey de Jerusalén recibió malas noticias de Siria: en ausencia del ejército franco, Nur ed-Din se había apoderado de la fortaleza de Harim, perteneciente al principado de Antioquía y plaza fronteriza de Paneas, o Baniyas, con el reino de Jerusalén (agosto y octubre de 1164). Esta distracción tuvo el resultado previsto. De seguir en el asedio de Bilbeis, Amalarico se arriesgaba a perder Tierra Santa. Propuso, pues, a Chirkuh evacuar Egipto, si el propio Chirkuh hacía lo mismo. Chirkuh, que se había quedado sin recursos, se consideró feliz aceptando esas condiciones. Los dos cuerpos expedicionarios regresaron simultáneamente a Siria, Amalarico por la costa y Chirkuh por el desierto de Idumea, mientras Chawer se quedaba como pacífico posesor del país (noviembre de 1164). La campaña de Egipto de 1164 acababa, pues, con una partida nula. No obstante, si bien se piensa, para Amalarico no era poco éxito haber impedido que las gentes de Nur ed-Din hicieran vasallo suyo a Egipto. Esto mismo es lo que decía Chirkuh. Desde su regreso a Siria, el viejo capitán kurdo tascaba el freno. Había calibrado, mejor aún que
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Amalarico, la irremediable decadencia de la dinastía fatimida, al mismo tiempo que había ya saboreado esa tierra feraz de Egipto, presa sin defensa, destinada de antemano a caer en poder del más audaz. Además, a los ojos de musulmanes sunitas ortodoxos como Chirkuh y su amo Nur ed-Din, la doctrina musulmana chiíta, que profesaban los califas fatimidas, era una pura herejía. Así, el celo confesional venía a reforzar el interés político, y por todas estas razones, en enero de 1167 Nur ed-Din encargó a Chirkuh que emprendiera una nueva campaña para conquistar el valle del Nilo. Chawer, lleno de espanto, hizo un segundo llamamiento a los francos. Al conocer la noticia, Amalarico reunió en Naplusa el «parlamento» de los barones palestinos y les expuso la situación. Si Nur ed-Din, que ya era dueño de toda la Siria musulmana, se apoderaba también de Egipto, significaría el cerco y pronto la ruina de la Siria franca. Era necesario a toda costa correr en ayuda de Chawer y salvar la independencia egipcia. Así pues, se decidió una tercera expedición, pero antes de que se hubiera podido poner en marcha, Chirkuh había cubierto con su ejército la distancia que separa Damasco de El Cairo. Verdad es que Amalarico con el ejército franco llegó casi pisándole los talones (febrero de 1167). Chawer recibió como a un salvador al rey de Jerusalén, mientras que, ante la unión de las fuerzas egipcias y francas, Chirkuh renunció a sitiar El Cairo, puso el Nilo entre él y sus adversarios y fue a establecerse en frente, en Gizeh. Chawer situó a sus aliados francos en los aledaños de la capital para defenderla de cualquier golpe de mano del enemigo. Para sellar la alianza con sus amigos francos, Chawer hizo que su amo, el califa fatimida, recibiera en audiencia a una embajada del rey Amalarico, encabezada por Hugo de Cesarea. La crónica de Guillermo de Tiro nos describe el asombro del barón latino mientras atravesaba aquel palacio de las Mil y una noches. «Atravesaron galerías de columnas de mármol revestidas de oro; bordearon estanques de mármol llenos de agua corriente; oían el piar de una multitud de pájaros exóticos de colores maravillosos; después de las pajareras, les hicieron visitar los zoológicos llenos de cuadrúpedos desconocidos en nuestros climas. Luego de haber pasado por una infinidad de corredores, llegaron al palacio propiamente dicho. Una cortina de tisú de oro recamado de pedrerías fue corrida y el califa apareció en su trono de oro, vestido con unas ropas de riqueza inaudita». Por un momento, una dificultad protocolaria puso en apuros a los cortesanos. Para sellar el pacto de alianza franco-egipcia, Hugo de Cesarea quiso, según la costumbre franca, estrechar la mano del califa. Los cortesanos se escandalizaron de tal sacrilegio. Pero el califa accedió, sonriendo como si se tratara de una extravagancia de bárbaros –la salvación de la dinastía bien valía ese sacrificio– y Hugo de Cesarea regresó al campamento cristiano encantado de su misión. El ejército franco-egipcio intentó terminar la guerra de un solo golpe atravesando el Nilo de improviso para sorprender a Chirkuh en Gizeh, pero el hábil capitán escapó y se
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dirigió al Alto Egipto. Amalarico y Chawer lo siguieron y lo obligaron a aceptar batalla en Babein (18 de marzo de 1167). Los francos en el centro, bajo Amalarico en persona, atacaron al enemigo, pero cometieron la equivocación de dejarse llevar demasiado lejos persiguiendo a los que huían. Cuando estuvieron de regreso en el campo de batalla, se apercibieron de que en el ala izquierda Chirkuh había dispersado el ejército egipcio a pesar de los elementos de apoyo con los que Amalarico había puesto buen cuidado en reforzarla. La tarde caía. Los destacamentos rotos del ejército franco-egipcio se buscaban unos a otros en medio de las ondas de las dunas. Amalarico, para reunirlos, hizo que izaran su propia bandera en un terreno que dominaba el paisaje. Cuando hubo reagrupado a sus gentes, los formó en columna compacta y, al paso, se encaminó derecho contra el ejército de Chirkuh, que intentaba interrumpirles el camino hacia el Nilo. Ante aquellos hombres resueltos, Chirkuh no se atrevió a combatir de nuevo: dejó el paso libre. Más experimentado que los francos, ni siquiera intentó adelantarlos en el camino hacia El Cairo, sino que, mientras estos descendían hacia la capital egipcia, él, con un rasgo de gran capitán, corrió a apoderarse de Alejandría. La ocupación de Alejandría otorgaba a Chirkuh una base sólida en Egipto. Amalarico y Chawer se dieron cuenta de toda la gravedad de este acontecimiento. Fueron de inmediato a establecer un bloqueo a esta gran plaza marítima. Ante la carestía que esto provocó, Chirkuh tomó una decisión atrevida. Confiando la defensa de Alejandría a su sobrino el joven Saladino, salió por la noche de la ciudad y marchó con el resto de sus tropas a buscar forraje en el Alto Egipto. Pero los ricos comerciantes de Alejandría, afligidos tanto por la destrucción de sus villas de los alrededores como por el bloqueo marítimo que arruinaba su comercio, solo pensaban en rendirse. Saladino, con esa elocuencia persuasiva que veremos en él con frecuencia, consiguió que tuvieran paciencia. Chirkuh, puesto al corriente por Saladino, propuso la paz. Devolvería Alejandría a Chawer y regresaría a Siria con la condición de que Amalarico hiciera otro tanto. Se llegó a un acuerdo sobre esas bases (agosto de 1167). Esto dio lugar a escenas pintorescas de confraternización ante Alejandría entre los asediados y los asediantes de la víspera; los habitantes fueron con curiosidad a visitar el campamento de los francos, donde fueron acogidos con agrado. Recíprocamente, los soldados francos obtuvieron permiso para ir con toda libertad a pasearse por la ciudad. Saladino visitó cortésmente a Amalarico, de quien fue huésped durante varios días. Una vez dueños de Alejandría, Chawer y sus amigos se pusieron a ejercer su venganza sobre todos aquellos que se habían mostrado partidarios de Saladino durante el asedio, pero este recurrió a la intervención de Amalarico y el rey de Jerusalén, caballerosamente, consiguió de sus aliados una plena amnistía para toda la población. A petición de Saladino, Amalarico proporcionó incluso barcos para retornar a Siria a los heridos del ejército de Chirkuh. Este, con el resto de sus tropas, tomó por tierra el camino de Damasco. Estaba más
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inconsolable que nunca por haber fallado de tan cerca la conquista de Egipto. Por el contrario, Amalarico, que se lo había impedido, entró como triunfador en Jerusalén. El hábil monarca, no solo había salvado la independencia egipcia y detenido la unificación del mundo musulmán, sino que también el gobierno de El Cairo, para agradecer su intervención y asegurarse su ulterior apoyo, consintió en entregarle un tributo anual de 100.000 piezas de oro. En aquel otoño del año 1167, un verdadero protectorado franco, libremente aceptado e incluso solicitado, acababa de ser establecido en Egipto. Para consolidar estos magníficos resultados, Amalarico I decidió estrechar la alianza franco-bizantina. Siguiendo el ejemplo de su antecesor, pidió la mano de una princesa imperial. El emperador Manuel le otorgó su sobrina nieta, María Comneno, que desembarcó en Tiro en agosto de 1167 y cuya boda fue celebrada en Jerusalén el 29 del mismo mes. La corte de Constantinopla había seguido con mucho interés la última campaña de Amalarico en Egipto. Había llegado a la conclusión de que nada les sería más fácil a los cristianos que apoderarse del país. Ya en 1168 propuso al rey de Jerusalén organizar una expedición en común con ese propósito. A petición de Manuel Comneno, Amalarico envió inmediatamente a Constatinopla a Guillermo de Tiro, que estableció con el emperador un proyecto de acción concertada. Fue convenido que al año siguiente las fuerzas bizantinas realizarían su unión con las del rey de Jerusalén para emprender la conquista del Delta. No era muy seguro que esa expedición, en la situación del mundo musulmán, fuera preferible al protectorado franco, tal como funcionaba ya en Egipto. A pesar de la colaboración segura de los bizantinos, tal vez fuera soltar la presa a cambio de una ilusión. Al menos había que esperar esa colaboración. Por un error fatal, los francos, ya desde octubre de 1168, decidieron actuar solos. Sabemos que, en el consejo de la corona los Hospitalarios, una parte de los barones y todos los peregrinos acabados de desembarcar se pronunciaron con violencia en este sentido. Amalarico se opuso durante mucho tiempo a este punto de vista. Desgraciadamente se dejó convencer. Digamos en su descargo que, según las informaciones que llegaban de El Cairo, el visir Chawer empezaba a cansarse de la tutela franca hasta el punto de concebir un nuevo vuelco de las alianzas y acercarse en secreto a Nur ed-Din. Tal vez Amalarico quiso prevenir alguna traición por ese lado y esto explicaría que no hubiera esperado la llegada de sus aliados bizantinos para actuar. Sea lo que fuere, una vez decidida la expedición, la condujo con su energía de costumbre. Salió de Ascalón el 20 de octubre, llegó ante Bilbeis el 1 de noviembre y tomó la ciudad por asalto el día 4. El día 13 aparecía ante la antigua ciudad de El Cairo, Fostat. Chawer tomó entonces una decisión desesperada, la misma que en 1812 Rostopchin tomó en Moscú. Para impedir que los francos se instalaran en Fostat,
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incendió la ciudad. Desde las primeras llamaradas del incendio, su enviado se presentó ante Amalarico: «Mira, oh rey, ese humo que sube hacia el cielo: es Fostat que arde. Hemos hecho derramar 20.000 bidones de nafta y 10.000 antorchas. ¡Dentro de unas horas no será más que un amontonamiento de escombros! ¡No te queda más que retroceder!». El rey de Jerusalén comprendió que, en efecto, su empresa había fallado. Procuró conseguir que compraran su retirada al precio de una buena indemnización de guerra. En cuanto le dieron la primera entrega, evacuó el país y se retiró a Palestina. Ya podía calibrar toda la amplitud de la falta que le habían hecho cometer. Aquel ataque contra su antiguo protegido Chawer –ataque que, ante el público, tenía todo el aspecto de una traición– había hecho la unión de toda la población musulmana contra los francos. Chawer se hallaba desde ahora entregado sin contrapartida a la tutela de Nur edDin. De hecho, desde que conoció la agresión franca, este último encargó a Chirkuh que volviera a Egipto. El viejo capitán, que no esperaba más que una ocasión como aquella, partió a rienda suelta. El 8 de enero hacía su entrada en El Cairo, donde Chawer fingió recibirlo con un júbilo sin sombras. En realidad, el viejo visir intentaba volver a emprender su juego de equilibrio y ganar tiempo, pero el momento de las astucias había pasado. El 18 de enero, Chawer daba un paseo a caballo hasta la tumba de un santo musulmán. Saladino, sobrino y lugarteniente de Chirkuh, se ofreció a acompañarle. Ambos cabalgaban hombro con hombro cuando, de improviso, Saladino tomó por el cuello a su compañero de camino, lo desmontó y lo hizo prisionero. Unas horas más tarde, el desgraciado era decapitado y Chirkuh se instalaba en su lugar en las funciones de visir. Chirkuh falleció dos meses después (23 de marzo de 1169) y Saladino le sucedió en el visirato. Bajo este título modesto, que respetaba la autoridad teórica de los califasholgazanes de la casa fatimida, el joven héroe kurdo era dueño de Egipto. Así pues, la nefasta expedición franca de 1168 no había conseguido más que un desastre diplomático de consecuencias incalculables. En lugar de un Egipto vasallo o, en todo caso, inofensivo, he aquí que acababa de instalarse al frente de ese país un joven jefe, cuyo genio la historia posterior iba a poner de manifiesto, hombre de guerra y hombre de Estado de primer orden, la personalidad más grande que haya producido la sociedad musulmana durante toda la época de las cruzadas. Y Saladino, dueño de Egipto, seguía considerándose como el lugarteniente de Nur ed-Din. La unidad musulmana se había restablecido desde el Éufrates hasta Nubia. Si se quería impedir que la Siria franca se ahogase, era preciso a toda costa que esa situación cesara antes de que tuviera tiempo de consolidarse, derribar a Saladino. Para ello, Amalarico, volviendo apresurado al proyecto de colaboración franco-bizantina, pidió ayuda al emperador Manuel Comneno. En julio de 1169, este le envió una poderosa flota con un cuerpo expedicionario a las órdenes del megaduque Kontostéfanos. El 16 de octubre, el ejército franco-bizantino, mandado por Amalarico y Kontostéfanos, partió de Ascalón a la conquista del Delta. A
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finales de mes empezaba el sitio de Damieta. Pero Saladino consiguió con prodigios de habilidad abastecer la ciudad, mientras que en el campamento cristiano surgía el desacuerdo entre bizantinos y francos. La falta de entendimiento entre los aliados fue pronto tan grave, paralizó hasta tal punto sus esfuerzos, que el 13 de diciembre todo el ejército cristiano levantaba el sitio y evacuaba el Delta. Este abandono tuvo como consecuencia consolidar definitivamente a Saladino en la posesión de Egipto. Se aprovechó de ello para ir a amenazar el reino de Jerusalén por el lado de Gaza, mientras Nur ed-Din amagaba a la gran fortaleza franca del Krac de Moab. Ante estos golpes, Amalarico I, lamentando sin duda los malentendidos del sitio de Damieta, decidió de nuevo estrechar la alianza franco-bizantina y, el 10 de marzo de 1171, se embarcó en persona para Constantinopla. Manuel Comneno hizo una recepción magnífica al soberano franco. Al leer el relato en la crónica contemporánea de Guillermo de Tiro, no se puede evitar una cierta melancolía, pues era en verdad el encuentro del último gran basileus bizantino con el último rey de Jerusalén digno de este nombre. Al desembarcar, Amalarico fue conducido con gran pompa al palacio de Bucoleón que domina el puerto. «Se llega a él por unas escaleras de mármol que descienden hasta la orilla, bordeadas de leones y de columnas también de mármol, de un lujo prodigioso. De ordinario, este camino está reservado al emperador, pero por un favor especial el rey hizo por ahí su entrada». Luego tuvo lugar la recepción de Amalarico por Manuel en la gran sala de honor del Chrysotriklinion: una conversación particular de los dos príncipes esperando que, habiendo sido corrida la cortina de ese santuario del culto imperial bizantino, los barones francos vieran a su rey sentado en la gloria sobre un asiento de honor, al lado del asiento, protocolariamente más alto, del basileus. Durante varias semanas, Amalarico fue huésped del monarca bizantino, que le hizo detalladamente los honores de sus palacios y de sus iglesias. Un día, Manuel invitó al rey y a los barones a las carreras del Hipódromo, a los juegos de las danzarinas y de los mimos. «Los nuestros estaban estupefactos», confiesa el bueno de Guillermo de Tiro. Finalmente Amalarico tuvo el capricho de visitar en barco el Bósforo, «el Brazo de San Jorge», hasta la entrada del mar Negro, observándolo y preguntándolo todo con la curiosidad de espíritu que le conocemos. Estas fiestas constituían el aspecto exterior de las graves conversaciones diplomáticas entre Amalarico y Manuel. La experiencia reciente acababa de mostrar a los dos hombres que la antigua querella entre la ortodoxia griega y la latinidad no aprovechaba más que al Islam. Ante la lección del fracaso de Damieta, decidieron preparar una expedición mejor coordinada para arrebatar Egipto a Saladino. Este fue el gran proyecto que, al despedirse del basileus, Amalarico, lleno de esperanza, llevó consigo a Palestina. Las oportunidades por ese lado parecían hacerse más favorables. Para complacer a
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Nur ed-Din, Saladino había suprimido en septiembre de 1171 el califato fatimida de El Cairo, había hecho cesar de golpe el gran cisma religioso que desde hacía dos siglos dividía al Islam, había sofocado la herejía, como decían los sunitas. Pero esta medida, que quitaba a los francos la facultad de aprovecharse de las rivalidades confesionales en el mundo musulmán, tuvo su contrapartida. Una vez abolido el califato de El Cairo, Saladino se encontró de hecho, si no por título, dueño único del país, verdadero rey de Egipto. Entre él, que ya era demasiado poderoso para no aspirar a la independencia completa, y Nur ed-Din, que seguía tratándolo como simple lugarteniente, las relaciones no tardaron en erosionarse. Su fulgurante ascensión empezaba a inspirar desconfianza al viejo atabeg, que pensaba seriamente en organizar una expedición punitiva contra el general rebelde. Saladino, informado de estas intenciones, trataba ahora con tiento a los francos. Cuando Nur ed-Din lo invitaba a colaborar en una ofensiva común contra ellos, se resistía: el reino de Jerusalén le parecía al nuevo dueño de Egipto un Estado-tapón providencial contra la venganza de Nur ed-Din. Un político como Amalarico I iba, pues, a encontrar en esto nuevas posibilidades de maniobra. Estas perspectivas se ampliaron más cuando, el 15 de mayo de 1174, Nur ed-Din murió en Damasco, dejando como heredero a un niño de solo once años, Melik es-Salih. No hacía falta ser un profeta para prever que este niño no conservaría el imperio paterno. El rey de Jerusalén podía, o bien constituirse como protector suyo contra las ambiciones de Saladino, o bien compartir con este la Siria musulmana. Amalarico agitaba estos pensamientos y, de acuerdo con sus aliados bizantinos, preparaba una solución nueva para la cuestión de Oriente cuando el mal destino de la Siria franca vino a detenerlo en plena acción. El 11 de julio de 1174 se lo llevó un tifus en Jerusalén a la edad de treinta y nueve años.
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Capítulo X HACIA EL DRAMA DE LAS CRUZADAS BALDUINO IV, EL REY LEPROSO
Al sobrevenir en aquella hora, la muerte de Amalarico I era un desastre. Jamás una desaparición tuvo tan graves consecuencias para los destinos de un Estado. Este político audaz había orientado la cruzada por caminos nuevos, hacia empresas de las que había de salir triunfante definitivamente o herida de muerte. Después de haber conseguido por un momento establecer el protectorado franco sobre Egipto, había visto que su intento se volvía contra él, que Egipto caía precisamente en poder del más temible de los jefes musulmanes, el gran Saladino. Pero aún no se había dicho la última palabra, todo podía repararse aún; Amalarico no había dado toda su envergadura cuando el destino, en el momento decisivo, lo arrebató brutalmente de su obra. Su fallecimiento dejaba el campo libre a Saladino. Este lo aprovechó enseguida para amañar a su guisa la sucesión de Nur ed-Din. El 25 de noviembre de 1174 se presentó ante Damasco, entró sin encontrar resistencia y se anexionó la gran ciudad. Homs y Hama siguieron la misma suerte. A excepción de Alepo, que dejó hasta 1183 a los débiles herederos de Nur ed-Din, era dueño de la Siria musulmana como lo era de Egipto. ¡Catastrófico vuelco de las situaciones! En la víspera, el reino franco de Jerusalén, beneficiándose de la división político-confesional entre el califato fatimida de El Cairo y los reinos turcos de la Siria interior, favorecido por la providencial dispersión turco-árabe, jugando a su comodidad con la anarquía musulmana, aparecía como el árbitro de Oriente. Pero, de la noche a la mañana, se veía cercado por una poderosa monarquía militar dirigida por un jefe genial, dispuesto a aprovecharse a su vez de todas las divisiones de los francos, y, para recoger esta terrible sucesión, Amalarico I no dejaba más que a un hijo de trece años, el joven Balduino IV. Cierto que el adolescente sobre quien en esas horas graves descansaban los destinos de la Francia de ultramar se presentaba como uno de los más brillantes representantes de esa dinastía de Anjou, que en Occidente florecía entonces en los Plantagenets. Era, nos dice Guillermo de Tiro, un niño encantador y notablemente dotado, apuesto, vivo, abierto, ágil en los ejercicios corporales, ya perfecto caballero. De gran rapidez de espíritu y de excelente memoria («jamás olvidó un insulto y menos aún un favor»), es el más cultivado de los príncipes de su familia. Desde la edad de nueve años le dieron por preceptor al futuro arzobispo Guillermo de Tiro, humanista y arabizante, historiador y hombre de Estado, que más adelante sería su canciller, y sabemos por el testimonio de su 125
maestro que el alumno aprovechaba admirablemente las lecciones, sobre todo en las letras latinas y en el estudio de la historia, que lo apasionaba. Pero desde las primeras líneas del retrato emocionado que Guillermo de Tiro traza de su real alumno, sentimos que flota una profunda tristeza. Este niño tan apuesto, tan prudente y ya tan cultivado, estaba ocultamente aquejado del mal horrible que le valió el sobrenombre de Balduino el Leproso. Guillermo nos cuenta cómo se dieron cuenta de su desgracia, un día en que el joven príncipe jugaba con otros niños, hijos de los barones de Jerusalén. «Sucedió que, en el ardor del juego, se herían las manos y entonces los demás niños gritaban. El joven Balduino era el único que no se quejaba. Guillermo se extrañó. El niño respondió que no sentía nada. Observaron entonces que su epidermis era realmente insensible. Se le puso en manos de los mires, pero su arte se reveló impotente para sanarlo». Se trataba de los primeros síntomas de la terrible enfermedad que, año tras año, iba a hacer de aquel adolescente lleno de valor un cadáver viviente... El reinado del desgraciado joven, de 1174 a 1185 –advenimiento a los trece años, fallecimiento a los veinticuatro– iba a ser al final una lenta agonía, pero una agonía a caballo, frente al enemigo, con la rigidez del sentido de la dignidad real, del deber cristiano y de las responsabilidades de la corona en aquellas horas trágicas en las que al drama del rey hacía eco el drama del reino. Y cuando el mal empeore, cuando el Leproso ya no pueda montar en la silla, se hará llevar en parihuelas al campo de batalla, y la aparición de ese moribundo en esas parihuelas pondrá en fuga a los musulmanes. *** Desde el día siguiente de la muerte de Amalarico, después de la consagración de su sucesor en el Santo Sepulcro, comenzó la lucha por el poder alrededor del niño enfermo. El senescal Milón de Plancy, que se había hecho cargo del gobierno, no era grato a los barones por su altanería y su dureza. En los últimos días de 1174, durante una estancia en Acre, cuando a la caída de la tarde atravesaba la calle mayor fue acribillado a puñaladas y nadie dio con los asesinos. Su muerte entregó la regencia al conde de Trípoli, Raimundo III. Curiosa figura la de este último representante de la dinastía tolosana que, tres cuartos de siglo antes, había venido a fundar un señorío de lengua de oc en la Riviera libanesa. No solo era el más poderoso vasallo del reino (a su condado de Trípoli unía, por parte de su mujer, el señorío de Tiberíades o de Galilea), sino también primo del rey e incluso uno de sus parientes más próximos: nieto por parte de su madre del rey Balduino II, podía, en caso de fallecimiento del niño leproso, reclamar la corona. Guillermo de Tiro, que apreciaba en él al político, nos ha dejado de él un retrato muy vivo. Delgado e incluso flaco, aunque muy ancho de hombros, con un gran rostro agradable, la nariz un poco larga, los cabellos negros y lisos, los ojos vivos y penetrantes; era mesurado en todo, tanto en palabras como en la mesa, lleno de buen sentido, 126
prudente y clarividente en los asuntos, sin orgullo, más generoso con los extraños que en privado, y además muy letrado. Se mantenía con mucha atención al corriente de lo que pasaba en tierras del Islam. Conocía bien por sí mismo el medio musulmán (había pasado ocho años en Alepo como prisionero), conservaba en él simpatías de las que iba a beneficiarse el país cristiano. El propio Saladino mantendrá una relación de amistad personal con él. Por debajo de las calumnias del partido de los Templarios y del partido de Lusignan, el historiador discierne en este hombre de Estado nato el auténtico heredero de los reyes boloñeses, ardeneses y angevinos, cuya sagaz política había fundado el reino de Jerusalén en la primera mitad del siglo XII. Todo lo más podemos advertir en él (aunque ante la superioridad militar del Islam ahora unificado, ¿existía otra política?) una completa subordinación del temperamento caballeresco y de cualquier romanticismo de cruzada al realismo más circunspecto. De momento, en el reino en peligro, el realismo se imponía y fue este instinto de conservación el que, en el «parlamento» reunido en Jerusalén a finales de 1174, hizo aclamar a Raimundo III como regente por unanimidad de los prelados y de los barones «y todo el pueblo tuvo gran alegría». Pero en aquella desgraciada Francia de Levante, enferma de política, el trabajo de los partidos no iba a tardar en destruir estas disposiciones favorables. Será vista con suspicacia su lealtad porque, en caso de fallecer el niño leproso, el conde de Trípoli podía legítimamente aspirar a la corona. Su prudencia diplomática, sus útiles relaciones con Saladino harán que se le acuse de islamofilia, incluso de traición. Sin embargo, desde que tomó el poder, dio un golpe maestro frente al Islam. Durante el invierno de 1174-1175, Saladino fue a asediar Alepo. Vimos que esta ciudad fue la única parte de la Siria musulmana que el conquistador turco había dejado a la familia de Nur ed-Din. Si conseguía tomar la plaza, si a Egipto y a Damasco añadía Alepo, la unidad musulmana se realizaría desde el Sudán hasta el Éufrates. Ante la amenaza, los turcos de Alepo recurrieron a los francos. El conde de Trípoli acudió y, por medio de una rápida dispersión sobre Homs, forzó a que Saladino soltara presa (febrero de 1175). Mientras el regente estaba así atareado en el norte, en Palestina el niño-rey no se quedó inactivo. En ese mismo año de 1175, en tiempos de la cosecha, se puso a la cabeza de los suyos (tenía entonces catorce años y el mal no había aún corroído su energía física) y condujo una brillante cabalgada más allá del macizo del Hermón hasta Dareya, a unos cinco kilómetros de Damasco. Ante la perspectiva de una guerra en dos frentes, al norte contra los turcos de Alepo, al sur y al oeste contra los francos, Saladino se decidió a pactar la paz con estos. Pero aquello no era más que diferir las cosas. En su deseo de completar la unidad de la Siria musulmana, en julio de 1176, Saladino volvió a sitiar Alepo. Enseguida el joven Balduino IV se puso en campaña para una nueva diversión orientada esta vez hacia el fértil valle de la Beqa, «tierra tan delectable –dice el Eraclés– que toda entera mana leche
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y miel». Después de haber derrotado cerca de Andjar a un cuerpo de ejército damasceno, Balduino llevó «con gran júbilo» su caballería hasta Tiro, donde se repartieron el botín. Así es que incluso bajo el reinado del pobre adolescente leproso, y ante la unidad musulmana reconstruida en sus tres cuartas partes, los francos tenían en jaque al Islam. *** La brillante victoria del joven soberano en la Beqa solo podía hacer que se deplorase más el mal incurable que le aquejaba. Su lepra empeoraba y no le permitía tener esperanzas de matrimonio; inmediatamente después de su triunfo se veía en la obligación de organizar como un moribundo los asuntos de su sucesión. Bien es verdad que su primo el conde Raimundo III de Trípoli reuniría todas las cualidades necesarias para hacerse cargo de la onerosa herencia; pero, puesto que no se aplicaba aquí la ley sálica, sus derechos cedían ante los de las dos hermanas de Balduino IV, Sibila e Isabel. En Sibila, que era la mayor, recaía de modo particular el porvenir de la dinastía, y de la elección de su esposo dependía el destino del reino. La elección de Balduino IV y de sus consejeros recayó sobre el barón piamontés Guillermo Longue-Épée, hijo del marqués de Montferrat. A principios de octubre de 1176, el joven rubio, uno de los más apuestos y más valerosos caballeros de su tiempo, desembarcó en Sidón y, entre fiestas magníficas, celebró su matrimonio con la princesa Sibila. Pero la suerte se encarnizaba con la Francia de ultramar: al cabo de unos meses, el paludismo se llevaba a Guillermo en Ascalón, y de nuevo quedaba abierto el problema de la sucesión (junio de 1177). A todo esto, desembarcó en Palestina, con una imponente escolta, un cruzado ilustre: el conde de Flandes Felipe de Alsacia. Balduino IV, que era su primo hermano, lo acogió como a un salvador. Desde Roberto II, el héroe de la primera cruzada, hasta Teobaldo de Alsacia, Flandes había jugado un papel magnífico en la historia de la Siria franca. Precisamente en ese momento, el emperador bizantino Manuel Comneno, poniendo en práctica las promesas hechas al difunto rey Amalarico, anunciaba el envío de una Armada para colaborar con los francos en una nueva marcha sobre Egipto. Pero Felipe se negó a participar en una expedición que consideraba arriesgada. Sin duda el fracaso final del rey Amalarico era poco alentador. Pero no es menos cierto que solamente en Egipto podía ser desbaratado el imperio de Saladino, con la condición, desde luego, de que francos y bizantinos colaborasen esta vez con el mismo empeño en las operaciones. La corte de Constantinopla, a la luz de los acontecimientos, estaba por fin decidida a hacer todo el esfuerso necesario, pero, a pesar de las patéticas súplicas del Rey Leproso, Felipe de Alsacia se obstinó en su negativa. Los almirantes bizantinos, despechados, volvieron a embarcar. En cuanto a Felipe, en lugar de atacar a Saladino en el punto 128
vulnerable, en el Delta, fue a llevar la guerra a la Siria del norte, no sin tomar oficialmente a Balduino IV las mejores tropas del reino. Saladino se dio cuenta de que con esto Palestina se quedaba desguarnecida de defensores. Saliendo inmediatamente de Egipto con su caballería, encabezó una incursión fulminante sobre Ascalón, principal baluarte del poderío franco en el sudeste. En esta situación angustiosa, el joven rey fue heroico. Su ejército, prestado al conde de Flandes, guerreaba muy lejos, entre Antioquía y Alepo. No tenía a mano más que cuatrocientos hombres. Recogiendo todo lo que pudo reunir de gente, se dirigió con la Vera Cruz hacia el invasor. Tan rápida fue su marcha que adelantó a Saladino en Ascalón. Apenas hubo entrado, el ejército egipcio compuesto por veintiséis mil hombres lo cercaba. La situación de los francos parecía tan desesperada que Saladino, despreciando a aquel miserable pequeño ejército, cuya rendición parecía solo cuestión de horas y dejando ante ellos, hacia el lado de Ascalón, una simple cortina de tropas, decidió encaminarse derecho a Judea, incluso hasta Jerusalén desprovista de defensores. A su paso a través de la llanura que se extiende de Ascalón a Ramla, incendiaba los pueblos y saqueaba las granjas, permitiendo que sus escuadrones se enriquecieran con el saqueo de todo un país. En su marcha triunfal y sin obstáculos, llegó, según algunos cronistas, cerca de Tell Djezer, el Montgisard de los francos; según otros cronistas, solo hasta Tell Sefi, la Blanche-Garde de los cruzados, a la entrada del valle de los terebintos, y se estaba preparando para atravesar con su ejército el lecho de un ued, cuando, ante su estupefacción, vio surgir por encima de él, en el lado en que menos se lo esperaba, aquel ejército franco al que creía reducido a la impotencia detrás de las murallas de Ascalón (25 de noviembre de 1177). Y es que no había contado con Balduino IV. En cuanto este comprobó desde lo alto de las torres de Ascalón que Saladino se había ido, se echó al campo con su pequeño ejército; pero, en vez de seguir al enemigo por la vía ancha de Jerusalén, hizo un recodo hacia el norte, a lo largo de la costa, para dejarse caer después derecho hacia el sudeste, a la pista de los musulmanes. Al atravesar los campos incendiados por las avanzadas enemigas, un recio deseo de venganza se apoderaba de la pequeña tropa. Ya cerca de Ramla descubrieron a las columnas musulmanas que penetraban en el lecho del ued. En otras circunstancias, la caballería franca habría vacilado ante su increíble inferioridad numérica, pero el ardor de los primeros cruzados animaba al Rey Leproso. «Dios, que manifiesta su fuerza en los débiles –escribe Miguel el Sirio– inspiró al rey enfermo. Descendió de su montura, se prosternó con el rostro en tierra ante la cruz y oró con lágrimas. Al ver esto, se emocionó el corazón de todos los soldados, juraron sobre la cruz no retroceder y considerar como traidor a quienquiera que volviera grupas. Volvieron a montar y dieron la carga». En primera línea se levantaba la Vera Cruz, llevada por el obispo Aubert de Belén; una vez más iba a dominar la batalla y más tarde los
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combatientes cristianos iban a tener la impresión de que en medio de la contienda les había parecido inmensa, hasta el punto de que llegaba al cielo. Los cronistas nos muestran a Balduino IV y sus trescientos caballeros sumiéndose y perdiéndose por un momento en el tropel de las fuerzas musulmanas, que intentaban reagruparse en medio del ued. Los musulmanes, que primero pensaron que podrían ahogarlos bajo su número, pronto empezaron a perder seguridad ante la furia francesa. «El paso –dice el Livre des deux jardins– estaba obstruido por la impedimenta del ejército. De repente surgieron los escuadrones francos, ágiles como lobos, ladrando como perros; cargaron en masa, ardientes como el fuego. Los musulmanes perdieron pie». Saladino, el sultán de Egipto y de Damasco, con sus miles de turcos, de kurdos, de árabes y de sudaneses, huía ante los trescientos caballeros del adolescente leproso... Huida desesperada. Arrojando impedimenta, cascos y armas, galopaban a través del desierto de Amalek, derechos hacia el río de Egipto y el Delta. Durante dos días, Balduino IV recogió por todas las pistas un botín prodigioso, luego regresó a Jerusalén con pompa triunfal. De hecho, nunca se había obtenido en Levante una victoria cristiana más hermosa y, en ausencia del conde de Flandes y del conde de Trípoli, todo el mérito recaía en el heroísmo del rey cuyos diecisiete años, triunfando del mal que corroía su cuerpo, se igualaban a la madurez de un Godofredo de Bouillon o de un Tancredo. Balduino aprovechó su victoria para poner a Galilea a salvo de las incursiones procedentes de Damasco. En octubre de 1178, levantó en el Vado de Jacob, a orillas del alto Jordán, una potente fortaleza destinada a dominar la ruta histórica que va de Tiberíades a Quenitra. Más al norte, en las fuentes del Jordán, disputaba a los damascenos la región de Baniyas, antigua marca fronteriza que se había perdido hacía poco. En abril de 1179, cuando en esa parte y con su condestable Onfroi de Torón llevaba a cabo una incursión un tanto arriesgada, fue sorprendido por las tropas damascenas. El viejo condestable, que era el responsable de la imprudencia cometida, salvó al joven rey. Cubriendo con su cuerpo la retirada del príncipe, fue acribillado de heridas, pero contuvo al enemigo y fue a morir, salvado el honor, en el torreón de Hunín. Mientras tanto, Saladino, de regreso de Egipto con un nuevo ejército, preparaba la invasión de Galilea desde Baniyas. Valerosamente, Balduino IV decidió anticiparse. Se puso a la cabeza de su caballería y, acompañado por el conde de Trípoli, galopó hasta la entrada del Mardj Ayún, la «pradera» situada entre el gran codo del río Litani y el bosque de Baniyas, donde, desde las alturas de Hunín, descubrió a las masas enemigas que realizaban su concentración, mientras que sus forrajeros regresaban de fructuosas incursiones a través de Fenicia. Repitiendo la sorpresa de Montgisard y de BlancheGarde, Balduino se lanzó sobre esos destacamentos aislados y los puso en fuga. Por desgracia, en la demasiado rápida bajada de la montaña los caballeros se habían dispersado un poco. Desde su cuartel general de Baniyas, Saladino tuvo tiempo de acudir
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con el grueso de sus fuerzas. Reuniéndose con los que huían, cayó sobre la jadeante caballería franca y, después de una refriega furiosa, la puso a su vez en fuga. Balduino IV y el conde de Trípoli consiguieron escapar, pero el número de muertos y de cautivos fue considerable (10 de junio de 1179). Algunas semanas después, Saladino fue a arrasar la fortaleza del Vado de Jacob. Sin embargo ahí se detuvieron las hostilidades. Al año siguiente, Saladino y Balduino IV acordaron una tregua renovable, lo cual, en el derecho franco-musulmán de la época, equivalía a la paz. En definitiva, durante esos tres años, el rey leproso había hecho frente al temible sultán, y el acuerdo de 1180 consagraba el statu quo. *** Por desgracia, el estado de Balduino IV se agravaba. La lepra se manifestaba con toda su repugnancia. Con sus estigmas, el carácter del heroico joven se ensombrecía. Tenía accesos de desconfianza hacia su entorno. En 1180, el príncipe de Antioquía y el conde de Trípoli se pusieron en camino para hacer sus devociones en el Santo Sepulcro, el rey se imaginó que querían aprovechar su decadencia física para deponerlo. Inquietudes de enfermo, pero que demostraban hasta qué punto se hacía necesaria una reglamentación de la sucesión al trono. La heredera seguía siendo su hermana mayor, Sibila, cuyo marido, Guillermo de Montferrat, había muerto después de unos meses de matrimonio, dejándola encinta de un hijo, el futuro Balduino V. Dado que el Rey Leproso podía desaparecer de un momento a otro y que era de prever a continuación una larga regencia, importaba casar cuanto antes a la princesa. El rey y la corte buscaban, pues, entre las familias soberanas de Occidente un partido que le conviniera a Sibila, cuando esta manifestó que su corazón ya había escogido sin preocuparse de hacer cálculos ni de la política. El feliz elegido era un simple segundón potevino, sin fortuna y sin ilustración personales, Guy de Lusignan. Desde su llegada a Palestina, su apuesta figura, sus maneras elegantes, habían hecho la más favorable impresión en la joven viuda. La desenvoltura de esta, su carácter novelesco y apasionado de franca criolla, hicieron el resto. De dar crédito a los malévolos cronistas, se habría incluso dejado llevar con Guy a imprudencias tales que el matrimonio se hacía idispensable... Balduino IV, entonces en plena crisis, no tuvo fuerzas para ofrecer resistencia a las apremiantes solicitaciones de su hermana. Dio su consentimiento a la unión de los amantes otorgando en feudo a Guy el condado de Jaffa y de Ascalón (1180). Este romance iba a tener consecuencias políticas desastrosas. Segundón sin fortuna, sin lazo alguno con la nobleza siria, que siempre lo consideró como extranjero y advenedizo, designado por el capricho de una mujer enamorada y por el cansancio de un rey moribundo, y no teniendo otro título para su elevación que el de ser el hombre más 131
apuesto de su tiempo, a Guy le perjudicaban mucho sus cualidades negativas. Su ingenuidad natural, como canta el poeta Ambroise, era tomada por «simpleza». En su propia familia le tenían por un poco bobo y, cuando se enteraron de que «Guion», el pequeño segundón, se estaba ganando allí una corona gracias al flechazo de una reina fantasiosa, su hermano se echó a reír a carcajadas: «Si Guy va a ser rey, ¿por qué no llegará a ser dios?». De hecho, una elección tan frívola, en un momento tan trágico, cuando el Rey Leproso se encaminaba hacia la tumba, cuando Egipto y Damasco estaban unidas bajo la mano de hierro de Saladino, constituía un verdadero disparate. Por si fuera poco, Isabel, la hermana pequeña de Balduino IV y de Sibila, se casó poco después con otro niño bonito, Onfroi IV de Torón, quien, aunque heredero de un linaje de héroes, era un «bisoño» aún más insignificante, tan endeble moral como físicamente y totalmente incapaz, como se iba a ver, de sacar adelante cualquier cometido. Mientras, el estado del Rey Leproso empeoraba cada día: «parecía que estaba ya todo podrido y que se le iban a caer los miembros». En esta fase de su enfermedad ya no podía, a pesar de su energía, ocuparse de los asuntos más que a ratos. Su entorno inmediato se aprovechaba de ello para recluirlo en una habitación y arramblar con las ventajas. Su propia madre, Agnès de Courtenay, antigua repudiada del rey Amalarico y que «no era remilgada», llamaba la atención por su sed de poder y su codicia. El hermano de Agnès, Jocelín III de Courtenay, senescal de Jerusalén, estaba de acuerdo con ella para explotar cínicamente la lamentable situación del rey y del reino. Resumamos los detalles que nos proporcionan los cronistas a este respecto. Una corte en decadencia. La heredera del trono le ha dado la herencia a un guapetón que no vale nada. La otra hermana del rey, a punto de casarse con un joven señor insignificante. La reina madre frívola, codiciosa, interviniendo solo en favor de la camarilla. Finalmente, el rey sucumbiendo a la lepra, a pesar de su gran valía, anulado frecuentemente por su repugnante enfermedad. Todos los elementos de la caída de un Estado. Solo había un hombre que podía salvar el reino, el conde de Trípoli Raimundo III. Pero precisamente era la preocupación de la camarilla. Aprovechando que se trasladaba de Trípoli a visitar sus tierras de Galilea, la reina madre y el mariscal Jocelín persuadieron al infeliz rey de que el conde venía a arrebatarle el reino, y le fue prohibido a Raimundo que entrara en Galilea. El conde regresó a Trípoli humillado y furioso. Los más prudentes barones tuvieron grandes dificultades para apaciguar su enfado y, luego, reconciliarlo con el rey. *** Con el conde de Trípoli apartado y el poder en manos de personajes tan insignificantes como Jocelín III y Guy de Lusignan, un actor nuevo iba a adjudicarse un lugar preponderante en los asuntos del reino, más bien un «aparecido», el viejo príncipe 132
de Antioquía Renaud de Châtillón, que por fin había salido de las cárceles turcas y enseguida investido, gracias a su segundo matrimonio, del señorío de Transjordania y de Uadi Musa. Figura salvaje, como hemos visto, la de este caballero-bandido, típico representante del feudalismo saqueador y sanguinario de Occidente, que en Oriente se había convertido en una especie de beduino francés y que no concebía la guerra sino como una aventura de pillaje. Veinte años antes, como príncipe de Antioquía, por sus bandidajes e incluso por sus atrocidades en la isla de Chipre, casi había conseguido que el imperio bizantino se levantara contra los francos. ¿Qué ocurriría si repetía esos mismos actos de bandolerismo contra un adversario como Saladino? Ahora que Egipto y Damasco se habían unido bajo el cetro del gran sultán, si este tenía una idea fija, era ante todo la de la libre comunicación entre esos dos reinos. Pero el feudo de Renaud, con el país de Moab (Kerak) e Idumea (Uadi Musa), cortaba precisamente la ruta de Damasco a El Cairo. Habría sido necesario al menos que, de sus ciudadelas de Kerak y de Chobak (Montreal), Renaud evitase intentar nada contra las caravanas musulmanas, mientras las treguas estaban en vigor. ¿Pero quién habría podido frenarlo? El eclipse de la realeza durante las crisis del Rey Leproso, el apartamiento del conde de Trípoli, la poca valía de los otros dignatarios francos, todo contribuía a dar relieve a la brutal personalidad del sire de Ultra-Jordán. Colocado bruscamente en esa situación excepcional, libre para comprometer a todos los francos con sus iniciativas personales, sin contrapeso ni freno, el viejo aventurero iba a arrastrar el reino hacia la aventura. Durante el verano de 1181, en plena paz, sin ni siquiera habérsele ocurrido denunciar las treguas, penetró en Arabia con la intención de llegar por Hedjaz hasta la Meca. No pudo realizar su proyecto, pero sorprendió a una gran caravana que se dirigía con toda tranquilidad desde Damasco a la Meca y se apoderó de ella. La noticia de esta agresión insensata sumergió a la corte de Jerusalén en la consternación. Especialmente Balduino IV parece que se indignó violentamente con la conducta de su vasallo. La paz, tan indispensable para los francos, se había roto por culpa de aquel ataque, en circunstancias odiosas, que les hacían pasar ante todo el Islam por violadores de la fe jurada. Balduino, que ante el peligro se rehacía como rey, dirigió a Renaud una enérgica reprobación y lo intimó a que restituyera de inmediato a Saladino todo el botín y todos los prisioneros. Pero el sire de Ultra-Jordán se burlaba de la autoridad real. A todas las llamadas al honor o al deber que pudieron dirigirle respondió con una brutal negativa. El desgraciado rey tuvo que reconocer a Saladino su impotencia para hacerse obedecer. Era la guerra general. Señalemos que al mismo tiempo era la ruina de la autoridad monárquica, es decir, del Estado franco. El más poderoso de los señores feudales se aprovechaba de la decadencia física del Rey Leproso para proclamar implícitamente la decadencia de la realeza. Abofeteando abiertamente a esta, introducía sin su consentimiento, a pesar de ellos, al
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rey y al reino por la vía del suicidio. Al producirse así, de improviso y sin ninguna preparación, la ruptura de la paz tuvo de inmediato para los francos consecuencias muy penosas. Saladino acudió de El Cairo a la Transjordania con todo el ejército egipcio. Renaud de Châtillón, que acababa de retar a la autoridad real, imploró la ayuda de Balduino IV para salvaguardar su feudo. El joven rey, cuya santidad igualaba a su heroísmo, tuvo la generosidad de escuchar esta llamada y, con riesgo de dejar a Palestina desguarnecida, descendió con el ejército franco hacia Moab; pero Saladino, esquivando el encuentro, se encaminó derecho hacia Damasco, mientras que otros cuerpos musulmanes realizaban incursiones a través de Galilea, a la que ponían a sangre y a fuego. El sultán, atravesando a continuación el Jordán con todas sus fuerzas, invadió a su vez Galilea, atacó la plaza de Beisán y luego la fortaleza franca de Belvoir, la actual Kaukab, que defendía la ruta de Nazaret. El ejército franco regresó de Moab y fue a tomar posiciones frente a él. A pesar de su inferioridad numérica, los francos mostraron tan gran aplomo que Saladino, ante lo incisivo de su contraataque, retrocedió pasando el Jordán, vencido (1182). El sultán concibió entonces un proyecto audaz: separar el reino de Jerusalén del condado de Trípoli apoderándose de Beirut. En agosto de 1182 atravesó el Líbano a toda marcha y apareció de improviso ante la ciudad, mientras una escuadra egipcia llegaba a fuerza de remos. Una vez más el Rey Leproso fue el salvador del país. De Galilea, donde estaba acampado, acudió al galope de su caballería, no sin ordenar, de paso, a todas las naves cristianas fondeadas en la costa que pusieran velas hacia Beirut. Tan rápido fue su movimiento que los planes de Saladino se vieron desbaratados. Los habitantes de Beirut se habían defendido bien. Cuando el sultán se enteró de que el rey se acercaba, comprendió que el golpe había fracasado y se volvió atrás por el Líbano después de haber asolado granjas y cultivos. La brillante liberación de Beirut prueba que, a pesar de una situación llena de peligros, el Estado franco mantenía a raya al enemigo en todas partes. Aunque representada por un infeliz leproso, la dinastía angevina llevaba a cabo con vigilancia su papel tutelar. ¡Qué personaje de epopeya –una epopeya cristiana en la que los valores espirituales prevalecían– es este joven jefe que, con los miembros corrídos por las úlceras y las carnes a punto de desprendérsele, se hace todavía llevar al frente de sus tropas, las galvaniza con su presencia de mártir y, en medio de sus sufrimientos, siente de nuevo el orgullo de ver huir a Saladino! En Balduino IV, el héroe iba acompañado por el hombre de Estado. Conforme a la antigua política musulmana de sus antecesores, ahora que el reino se veía libre de la invasión, se preocupaba por defender, contra las intenciones anexionistas y unitarias del sultán, la independencia de las dinastías islámicas secundarias, concretamente las de los atabegs turcos de Alepo y de Mosul de la familia de Nur ed-Din. Saladino atacó estas dos
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ciudades y Balduino IV no dudó en llevar a cabo en favor de estas una poderosa diversión en el Haurán y en el Sawad damasceno (septiembre-octubre de 1182). Más todavía, en una tercera expedición, Balduino llegó en los arrabales de Damasco hasta Dareya, cuya mezquita, desde luego, respetó. Después de esta brillante cabalgada dirigida hasta las puertas de la capital de Saladino, el Rey Leproso fue a celebrar la Navidad de 1182 a Tiro, junto a su antiguo preceptor, nuestro historiador el arzobispo Guillermo. *** Sin embargo, con un adversario de la actividad de Saladino, habría hecho falta que el Rey Leproso estuviera sin parar a caballo para desbaratar los planes enemigos. Las acciones de diversión francas habían salvado de los ataques del sultán la independencia de Alepo en el otoño de 1182. Al año siguiente, la torpeza de los reyes turcos locales le entregó la ciudad (junio de 1183). Ahora ya la Siria musulmana entera pertenecía, igual que Egipto, al gran sultán. La situación de los francos, a pesar de los esfuerzos desesperados de Balduino IV, iba siendo cada vez más sombría. Después de haberse anexionado Alepo, Saladino regresó a su bonita ciudad de Damasco para organizar la invasión de Palestina (agosto de 1183). Al enterarse, Balduino convocó a todas las fuerzas francas en las fuentes de Séforis, en Galilea, punto de reunión habitual de los ejércitos cristianos. Allí fue donde la enfermedad triunfó sobre su heroísmo. Después de haber estado detenido algunos meses, el terrible mal reanudó su progreso. Balduino IV se hallaba ya en la última fase. «Su lepra –dice el cronista– lo debilitaba hasta el punto de que ya no se podía servir ni de las manos ni de los pies. Estaba podrido entero e incluso iba a perder la vista». Y así, casi ciego, desde hacía tanto tiempo inmovilizado en su lecho, cadáver viviente, seguía luchando contra el destino, y quien ha seguido su actividad desde su advenimiento comprende el patético y doloroso combate que se libraba en él. Incluso en ese estado, quería aún gobernar, con su alma heroica. En vano su entorno le aconsejaba que abandonara los asuntos, que se retirara en algún palacio «con buenas rentas, para vivir honorablemente». Se negaba –dice la crónica– «porque, si bien era débil de cuerpo, tenía el alma elevada y la voluntad tensa por encima de las fuerzas humanas». Pero unos accesos de fiebre acabaron por abatirlo. Alrededor de su lecho, en Nazaret, se reunieron sus parientes, su madre, su cuñado Guy de Lusignán, el patriarca Heraclio. En ese consejo de familia, el desgraciado soberano delegó en Guy la «bailía», es decir, la regencia del reino. Inmediatamente el nuevo «baile» se manifestó como jefe mediocre. «Vanidoso y lleno de orgullo por su nueva dignidad –escribe el cronista–, se portó como un loco; era, en todo caso, un hombre de poco sentido». Su falta de autoridad se puso de manifiesto cuando, en octubre de 1183, Saladino invadió de nuevo Galilea. Guy, que había salido a su encuentro, se dejó cercar en Séforis y en Ain Djalud y, a pesar de su tremenda 135
inferioridad numérica, estuvo a punto de ordenar una carga que habría sido un suicidio. El conde de Trípoli se lo impidió. Gracias a este último, el ejército franco, en guardia y compacto, rechazó el combate sin sufrir daño. Esta estrategia defensiva acabó con la paciencia de Saladino. Levantó el campo y regresó a Damasco. En toda esta campaña, Guy de Lusignán no se hizo notar más que por su irresolución y su inexperiencia. Los viejos barones palestinos no tenían más que desprecio para el advenedizo que el favor de la princesa Sibila les imponía como jefe. Explotando ese estado de espíritu, cortesanos celosos se aplicaron a enfrentar a Balduino IV con su cuñado. Guy cometió la torpeza de no acoger bien las peticiones de una explicación que le hizo el rey, y el Leproso, excitado por los barones y además con su comportamiento afectado por un ritmo nervioso y desigual a causa de su enfermedad, se creyó amenazado. Quitó inmediatamente a Guy la «bailía» del reino al mismo tiempo que la expectativa de la sucesión. Para cortar el camino al incapaz, fue proclamado rey, como asociado al trono y presunto heredero, un niño de apenas cinco años, el joven Balduino V, el hijo que la mujer de Guy, Sibila, había tenido de su primer matrimonio con Guillermo de Montferrat (noviembre de 1183). Ante Saladino había ahora dos reyes, un pobre leproso casi ciego, sin apenas poderse mover de su lecho, y un niño de cinco años. Menos mal que el partido feudal pareció atenuar estos inconvenientes haciendo que la regencia le fuese reservada al conde de Trípoli, el único hombre de Estado capaz de sustituir a Balduino IV. *** No habían contado con Renaud de Châtillón. El sire de Ultra Jordán no se había asociado a la gestión de los grandes vasallos que habían quitado la regencia a Guy de Lusignán para reservar su expectativa al conde de Trípoli. En vez del político circunspecto que era Raimundo III, él prefería al débil Lusignán, a quien esperaba dominar fácilmente; además, los métodos prudentes de Raimundo, heredero de las tradiciones de la realeza jerosolimitana, no podían menos que estorbar a sus empresas de saqueo. Precisamente, el sire de Transjordania volvía a sus proyectos acerca de las ciudades santas de Arabia: la Meca y Medina. Construyó una pequeña flota e hizo llevar sus elementos desmontados a lomos de camello desde Transjordania hasta el golfo de Aqaba, en el mar Rojo. En cuanto se hizo a la mar, esta escuadra imprevista fue a hacer una guerra de incursión a las costas de Egipto y de Hedjaz, apoderándose de navíos musulmanes y saqueando los puertos, capturando las caravanas y deteniendo todo el tránsito de mercancías. El objetivo de los corsarios francos era doble. Trataban de cortar tanto por mar como por tierra la ruta del Hadj –el camino de peregrinación de la Meca–, golpear en la cabeza al mundo musulmán y, por otra parte, con la conquista de Aila al 136
norte y con el proyecto de la conquista de Adén al sur, exigir tributo al comercio del océano Índico. Era un proyecto desmesurado que habría necesitado todas las fuerzas de la monarquía franca cuando estaba en su apogeo, pero que, en la situación precaria en que se encontraba el reino de Balduino IV, no podía llevar más que a levantar contra los francos a la unanimidad del Islam. La política paciente de la realeza jerosolimitana, maniobrando con las disensiones musulmanas, había tenido como objetivo constante hacer que el Estado franco fuera aceptado como un factor útil para el mantenimiento del equilibrio oriental. Los príncipes musulmanes se habían acostumbrado tan bien a esta concepción que se les había visto con frecuencia acudir al rey de Jerusalén contra sus propios correligionarios. Por el contrario, el intento sacrílego de Renaud hacía que los francos aparecieran como irreductibles adversarios de la fe coránica. Al amenazar directamente la Meca y Medina, sus corsarios provocaban de nuevo en todo el Islam el sobresalto de indignación que había sacudido en 1099, después de la matanza de la mezquita de Omar. La guarida de Renaud, la fortaleza del Krac de Moab, extendía de repente su sombra hasta las arenas del Hedjaz, y tomaba en la imaginación de los musulmanes el aspecto de una visión de Apocalipsis. Se convertía –dice un historiador árabe– «en la angustia que oprimía la garganta, la barrera que se interpone, el lobo emboscado en el valle. Se pensó que la hora del Juicio Final había llegado y que la tierra iba a sumergirse en la nada». Saladino, impulsado por la unanimidad del sentimiento islámico, actuó con decisión. Una fuerte escuadra egipcia, lanzada por orden suya al mar Rojo, destruyó la flotilla franca; y en noviembre de 1183, fue personalmente, al frente de un poderoso ejército, a sitiar en Transjordania la fortaleza de Renaud, el famoso Krac de Moab, nuestro Kerak. Ya amenazaba con derrumbarse la muralla bajo el bombardeo incesante de sus cañones, cuando una vez más la realeza salvó a sus vasallos imprudentes. Las llamas de una gran hoguera encendida en Jerusalén, en lo alto de la torre de David, y que, de trecho en trecho provocó la aparición de otras señales en las torres de la Judea meridional, anunció a los asediadores del Krac de Moab, hasta el otro lado del mar Muerto, que la ayuda estaba llegando. El cadáver que era Balduino IV se convirtió de nuevo en rey. Ciego, moribundo, convocó a sus tropas, puso al frente de ellas al conde de Trípoli y él mismo las siguió en litera hasta Kerak. Una vez más Saladino huyó ante él sin esperarlo. El Rey Leproso hizo una entrada triunfal en la fortaleza, saludado como salvador por la multitud de los asediados. Dio ánimos a la guarnición, hizo reconstruir las partes dañadas de las murallas y no regresó a Jerusalén hasta que cumplió plenamente su deber de jefe (diciembre de 1183). ***
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Los últimos meses del reinado de Balduino IV estuvieron a punto de ver estallar una guerra civil ante la mirada del enemigo. Hemos mostrado cuál fue la conducta del rey con respecto a Guy de Lusignán. Desde que comprendió la incapacidad de su cuñado y el peligro que significaba para la cristiandad el futuro enterrador del Estado franco, su indulgencia hacia Guy se había transformado en una clarividente aversión. No solamente lo había cesado como «baile», sino que buscaba la manera de que el matrimonio con Sibila fuera anulado. Guy aprovechó una ausencia de Balduino para correr a Jerusalén, a donde había quedado Sibila, y llevársela con él antes del regreso del rey. Se refugió con ella en su feudo de Jaffa-Ascalón y se negó a obedecer las órdenes del rey, que lo intimaba a que compareciera. Entonces se produjo una lucha abierta. El rey se dirigió a Ascalón y encontró las puertas cerradas, pero consiguió apoderarse de Jaffa. Después de esto reunió un «parlamento» en San Juan de Acre para acabar con el rebelde. El patriarca Heraclio y el gran maestre del Temple intentaron en vano interceder en favor de él. Guy merecía tanto menos el perdón cuanto que acababa de hacerse culpable de una acción abominable. En las cercanías de Ascalón nomadizaban beduinos, tributarios y clientes del rey. Estaban paciendo a sus ganados con toda confianza cuando, para dañar al soberano, Guy se lanzó sobre ellos y los asesinó. La cólera de Balduino IV ante este acto de felonía fue terrible. Entonces acabó por entregar todo el poder al conde de Trípoli, el enemigo de Lusignán (1185). Y los acontecimientos se precipitaron. El Rey Leproso se había metido en la cama para ya no levantarse. Hizo llamar a los grandes vasallos y les reiteró su voluntad de dejar la regencia al conde hasta la mayoría de edad del joven Balduino V. *** El príncipe heroico, cuyo reinado no había sido más que una lenta agonía, rindió su alma a Dios el 16 de marzo de 1185. Si se piensa que no tenía más que veinticuatro años y todo lo que había podido realizar en esos breves años a pesar de su lepra, de su incapacidad y de su ceguera finales, queda uno sobrecogido de respeto y de admiración. Habiendo sabido mantener hasta su último suspiro la autoridad monárquica y la integridad del reino, supo también morir como rey. Las crónicas evocan para nosotros la dramática escena en que, sintiendo acercarse su fin, convocó ante él a todos los grandes del reino. «Antes de morir, ordenó a todos sus vasallos que se presentaran ante él en Jerusalén, y todos acudieron, y cuando abandonó este siglo todos se hallaban presentes». Igual que los cronistas francos, los historiadores árabes se inclinaron ante su memoria. «Ese niño leproso supo hacer respetar su autoridad», escribe como saludando con la espada el-Imad de Ispahán. Estoica y dolorosa figura, tal vez la más noble de la historia de las cruzadas, figura de heroísmo, bajo las pústulas y las escamas que la cubren, fronteriza de la santidad, pura efigie de rey francés a la que desearía haber extraído de un 138
injusto olvido para situarla al lado de las de un Marco Aurelio o de un Luis IX. Liberado de su largo martirio, el Rey Leproso fue enterrado cerca del Gólgota y del Santo Sepulcro, donde había muerto y donde había reposado el Varón de Dolores, su Dios.
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Capítulo XI EL DESASTRE DE TIBERÍADES GUY DE LUSIGNÁN
De acuerdo con la última voluntad del Rey Leproso, su sobrino Balduino V, de cinco o seis años de edad, «Balduinito», como lo llaman las crónicas, le sucedió bajo la regencia del conde de Trípoli, Raimundo III (marzo de 1185). Durante su regencia, Raimundo aprovechó sus amistades musulmanas para firmar la paz con Saladino, paz bienhechora que permitió que el reino tomase aliento. El año 1185 había padecido una terrible sequía y el país estaba amenazado de hambruna; a petición del conde, Saladino mandó que se abasteciera a los francos, gesto que, según nos dicen las crónicas, los salvó. Así pues, el reino estaba en buenas manos cuando, al cabo de algunos meses, el joven Balduino V murió en San Juan de Acre (hacia septiembre de 1186). El fallecimiento del niño-rey volvía a replantearlo todo de nuevo. ¿Sobre quién recaería el trono? Según derecho, a la princesa Sibila, hermana de Balduino IV, y a su esposo, Guy de Lusignán. Pero Guy había sido desheredado por Balduino IV, quien, en caso de muerte del niño Balduinito, parecía haber indicado a los barones que eligieran a Raimundo de Trípoli. Este, como nieto por línea materna del rey Balduino II, pertenecía a la dinastía reinante. A su favor tenía a la mayor parte de los barones. En las circunstancias difíciles que atravesaba el país, representaba el partido de la prudencia y de la paz. Pero Sibila y Guy de Lusignán habían encontrado cuatro poderosos protectores: el patriarca de Jerusalén Heraclio, el gran maestre del Temple Gerardo de Ridefort, Renaud de Châtillón y al antiguo tutor de «Balduinito», Jocelín III de Courtenay. Heraclio era todo lo contrario de un santo. Las crónicas cristianas nos pintan a ese apuesto hombre disoluto a quien el trato con las Escrituras era menos familiar que con las mujeres. El favor de la reina viuda había hecho que fuera preferido al santo prelado que era el arzobispo Guillermo de Tiro para la sede patriarcal. En estas altas funciones, lejos de enmendarse, continuó con su vida escandalosa. Instaló en Jerusalén a su amante, Pâque de Riveri, de quien irreverentemente el pueblo decía, cuando pasaba por la calle cubierta de sedas y de perlas: «¡Ahí va la patriarquesa!». Aunque despreciado por las almas piadosas, Heraclio ejercía la autoridad de su función. Para complacer a su antigua amiga la reina viuda, puso su influencia al servicio de Guy de Lusignán. En cuanto al gran maestre del Temple, estaba distanciado del conde de Trípoli por una antigua 140
querella. En otro tiempo, siendo joven caballero flamenco, fue a buscar fortuna a Oriente y se puso al servicio del conde, que entabló amistad con él; pero, al no obtener de este la sucesión en el feudo de Batrún, concibió hacia su antiguo amo un odio implacable. Cuando más tarde recibió las Órdenes sagradas y fue gran maestre del Temple, Gerard utilizó el enorme poderío de los caballeros-monjes para su venganza personal. Renaud de Châtillón no estaba menos dispuesto que él contra el conde de Trípoli. Los métodos prudentes y contemporizadores del conde, su preferencia por una política de paz con Saladino, eran obstáculos para el talante anárquico, la necesidad de aventuras, las costumbres de saqueo del sire de Transjordania. Se declaró brutalmente a favor del personaje indeciso y débil que era Guy de Lusigán, porque Lusignán le parecía más especialmente fácil de manejar. Pero de los cuatro conjurados, quien impuso su decisión fue Jocelín III. Igual que tantos otros «poulains» de la tercera generación, Jocelín era un criollo intrigante, sin corazón ni fe. El niño Balduino V había fallecido cuando estaba bajo su custodia en San Juan de Acre. Fingiendo seguir los proyectos del conde de Trípoli, Jocelín se encargó de llevar él mismo el cuerpo a Jerusalén, donde se hallaban las sepulturas reales, mientras que el conde reuniría sus fuerzas en Tiberíades. Entre tanto que Raimundo se dirigía sin desconfianza a Galilea, Jocelín, Sibila y Guy de Lusignán se encaminaron a Jerusalén para adueñarse del poder aprovechando los funerales. Furioso al verse burlado, Raimundo convocó a los barones a un «parlamento» en Naplusa. Todos acudieron, con excepción de Renaud de Châtillón, bien decididos a oponerse al golpe de Estado de Guy. Pero era demasiado tarde. Ya instalada en Jerusalén, Sibila actuaba como heredera legítima de los anteriores reyes. El patriarca Heraclio le proporcionaba el apoyo del clero. Llamado por ella, Renaud llegó desde Kerak a poner su espada a la disposición de la joven. Y el odio de Gerardo de Ridefort contra Raimundo completaba esta situación. Apoyada en el principio de legitimidad que ella representaba en estricto derecho, Sibila invitó a Raimundo y a los barones de Maplusa a que asistieran a su coronación. Por su parte, los barones, apelando al testamento formal del Rey Leproso, prohibieron al patriarca que procediera a la consagración. El patriarca, el gran maestre del Temple y Renaud no hicieron caso de ese veto. Para defenderse de un ataque proveniente de Naplusa, cerraron las puertas de Jerusalén. El gran maestre del Hospital, invitado a entregar las llaves del tesoro donde estaban encerradas las coronas reales, se negó a ello mientras no recibiera órdenes de la asamblea de Naplusa. Se encerró en la casa de su orden, violento e inaccesible. El tiempo pasaba. Le rogaron, le suplicaron. Cansado de resistir, arrojó las llaves en medio de la estancia, y pudieron ir a buscar los instrumentos para la consagración. El patriarca coronó entonces a Sibila y esta, a su vez, coronó a su marido. «Tomó la corona y llamó a su señor, Guy
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de Lusignán, diciendo: Señor, venid y recibid esta corona, pues no sé a quién mejor se la podría yo entregar. Entonces él se arrodilló ante ella y ella le colocó la corona en la cabeza». Este gesto de ternura femenina es hermoso, pero el gran maestre del Temple, Gerardo de Ridefort, saboreando su venganza contra quien en otro tiempo le había escamoteado el feudo de Batrún, murmuró entre dientes refiriéndose a Raimundo III: «Esta corona bien vale la herencia de Butrón». Palabras reveladoras: todo aquel asunto había sido montado como un golpe bajo. Pero quienes conocían la incapacidad de Guy, no se hacían ninguna ilusión acerca del futuro de Tierra Santa. El viejo Balduino de Rama, el más valeroso de los barones del país, comentó a quienes le dieron la noticia de la coronación: «¡No será rey ni un año! El reino está perdido». Sin embargo, no era un hecho definitivo, pues la asamblea de los barones reunida en Naplusa no había dado su consentimiento. No obstante, Sibila encontró una solución. Su hermana pequeña, Isabel, se había casado con el hijo de una de las principales familias del reino, Onfroi IV, señor de Toron, al que los franceses apreciaban en recuerdo de su heroico abuelo, el viejo condestable. La asamblea propuso, pues, sentar en el trono a Onfroi y a Isabel. Desgraciadamente, Onfroi era un joven tímido, temeroso del papel que pretendían adjudicarle. Aquella misma noche huyó secretamente de Naplusa y marchó a Jerusalén. La reina Sibila lo recibió fríamente, lo que terminó por intimidarle. Confuso, empezó a rascarse la cabeza «como un niño caído en falta» –dicen las crónicas– y a excusarse lastimeramente: «No es culpa mía, señora; querían hacerme rey a la fuerza». Entonces ella, que sabía con quién estaba tratando y aprovechándose de la situación, repuso: «Está bien, os perdono. Y ahora, ¡id a presentar vuestros respetos al rey!». La traición de su candidato sembró el desconcierto en el campo de los barones. Faltándoles ahora la base jurídica para rechazar a Guy, tuvieron que aceptarlo de mejor o peor gana. Solamente Raimundo III, en su condado de Trípoli y su señorío de Tiberíades, permaneció disidente. Por un momento, Guy pensó en ponerse en marcha contra él, y fue necesaria toda la sensatez de sus consejeros para impedir una lucha tan criminal. Ante esta amenaza, Raimundo se aproximó a Saladino. Sin traicionar la causa franca, como le echaron en cara sus adversarios, estableció con el sultán un pacto de seguridad y de garantía. De todas maneras, la situación era turbia, el deber incierto. Parecía que el momento era propicio para las peores aventuras. Y este fue el momento que escogió Renaud de Châtillón para provocar la guerra. Después del desastre de la escuadra que en otro tiempo lanzó al mar Rojo, Renaud también había concertado una tregua con Saladino. Todas las ventajas eran para él, pues, gracias a la paz, obtenía fructíferos derechos de aduana de las caravanas musulmanas que estaban obligadas a atravesar sus tierras de Uadi Musa o de Transjordania para dirigirse a Damasco o a El Cairo, o de El Cairo y de Damasco a la peregrinación de la Meca. Pero el viejo caballero-bandido no podía resistir mucho tiempo la tentación del
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saqueo. A finales de 1186 o comienzos de 1187, tuvo noticias de una caravana excepcionalmente considerable, cargada de riquezas inmensas, que procedía de El Cairo y se dirigía a Damasco, y no pudo aguantarse. Montó una emboscada, sorprendió al convoy, se apoderó de las mercancías, arrojó a los mercaderes, caravaneros y soldados de escolta a los calabozos de Kerak. Al enterarse de esto, Saladino intimó a Renaud a que devolviera el botín. El sire de Transjordania respondió con un rechazo rotundo. Saladino apeló entonces al rey Guy de Lusignán. Guy, que al menos comprendía la gravedad del momento, suplicó a Renaud que diera satisfacción al sultán, pero también él chocó con una brutal negativa. Una desobediencia como aquella mostraba hasta qué punto el nuevo rey era poco respetado por aquellos mismos que se lo habían impuesto al país. Puesto en ridículo por sus propios partidarios, mientras el principal vasallo de la corona se negaba a reconocerla, se mostraba ya desde los primeros pasos incapaz de organizar la defensa del reino en caso de guerra. Ahora bien, se trataba de la guerra general. Desde el mes de mayo de 1187, Saladino, ebrio de venganza, había ido a bloquear a Renaud en Kerak, sometiendo a saqueo a toda la Transjordania. Luego decidió invadir él mismo el reino de Jerusalén y para ello pidió a su nuevo amigo, el conde de Trípoli, que le permitiera el paso a través de la tierra de Galilea, la cual, como sabemos, pertenecía a Raimundo. Este ruego puso al conde en el más cruel de los dilemas. Hasta entonces había jugado contra Guy con la protección de Saladino. Pero este juego se hacía insostenible. Si negaba el derecho a pasar, tenía que pelearse con el temible sultán. Si lo concedía, se ponía al margen de la Cristiandad. Creyó poder salir de ello con una medida a medias. Autorizó a las vanguardias de Saladino a que hicieran unas maniobras en tierra franca, con la condición de que entraran al salir el sol y se volvieran atravesando el Jordán antes de que llegara la noche, y que se limitaran a recorrer el campo sin hacer ningún daño a los burgos ni atacar ninguna ciudad. Pensaba mantener la letra de su tratado con Saladino, al mismo tiempo que amortiguaba el choque entre los musulmanes y el rey. A todo esto, Guy, con el deseo de mostrar ante el enemigo la unión de las fuerzas francas, envió a Raimundo, que se hallaba instalado en Tiberíades, una delegación en la que, por desgracia, figuraba el enemigo personal del conde, el gran maestre del Temple Gerardo de Ridefort. En cuanto Gerardo supo que al día siguiente las tropas de Saladino iban a hacer unas maniobras a través de Galilea hasta Samaria, alertó a los Templarios de la región y, poniéndose al frente, se abalanzó contra los musulmanes, alcanzándolos en las cercanías de Séforis. Los musulmanes, de acuerdo con lo convenido con Raimundo III, regresaban pacíficamente una vez realizadas las maniobras sin que de ellas se hubiera seguido ningún daño serio para la tierra cristiana. Para atacar a esa «cabalgada» de varios miles de personas, el gran maestre solo disponía de 150 caballeros. En vano su propio
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lugarteniente, el mariscal del Temple Jacques de Mailly, intentó hacerle ver su imprudencia, sino que él insultó a Mailly y lo acusó en público de cobardía: «Estáis muy apegado a esa cabeza rubia y deseáis conservarla muy bien». «Me dejaré matar como un gentilhombre –replicó Mailly– y seréis vos quien huirá». Después de esto ya no se podía hacer más que dejarse matar. Los 150 caballeros se lanzaron contra el ejército musulmán con tal encarnizamiento, dice la crónica árabe, «que las cabelleras más negras habrían emblanquecido de terror». Pero sucumbieron bajo el número. Solo tres de los Templarios consiguieron escapar, entre ellos, como lo había previsto Mailly, el gran maestre Gerardo de Ridefort. Después de esta victoria inesperada, la columna musulmana regresó de Séforis hacia el Jordán, ostentando en la punta de las lanzas las cabezas de los Templarios muertos. Desde lo alto de las murallas de Tiberíades, Raimundo III y sus compañeros vieron desfilar ante ellos esta lúgubre cabalgada. Raimundo estaba aterrado. Aceptó de inmediato reconciliarse con el rey, incluso le salió al encuentro. La entrevista tuvo lugar en Saint-Job, cerca de Djenín. El conde dobló la rodilla. Guy lo levantó, lo abrazó y, adelantándose, pidió excusas por la coronación precipitada. Pero no era momento para discusiones entre cristianos. Guy y Raimundo se pusieron de acuerdo en reunir todas las fuerzas francas en el punto de concentración de Séforis, en el centro de Galilea, a mitad de camino entre Tiberíades y el mar. Esta «movilización general» se llevó a cabo enseguida y dio un total de 1.500 caballeros y 20.000 hombres de a pie o auxiliares indígenas. Ya era tiempo. Saladino, «con un ejército innumerable, parecido al océano», invadía Galilea por el lado de Tiberíades. La ciudad baja de Tiberíades fue conquistada en una hora y la condesa Echive, mujer de Raimundo III, quedó sitiada en la ciudadela. Raimundo era el primer interesado en socorrer a la plaza. Pero, como político frío, también fue el primero en querer sacrificar Tiberíades y su familia antes que correr el riesgo de proceder al ataque sin prepararlo. Los francos se hallaban en inferioridad numérica. El mes de julio, tórrido en esas regiones, favorecía a la ligera caballería musulmana en detrimento de los caballeros cargados de hierro. Había que evitar el combate, mantenerse a la defensiva, desgastar al adversario, cuyos contingentes, reunidos para una breve campaña, tendrían que acabar dispersándose. La crónica de Ernoul nos ofrece un diálogo patético. «Sire –le dijo al rey el conde de Trípoli–, yo os daría un consejo, pero ya sé que no me vais a escuchar». «De todas maneras, decidlo». «Pues bien, os aconsejo, sire, que dejéis que la ciudadela de Tiberíades sea tomada. Tiberíades es mío; la dama de Tiberíades es mi mujer; se encuentra en la plaza con sus hijos y con mi tesoro. Así pues, soy el primer interesado y nadie perderá tanto como yo con la caída de la plaza. Pero sé que, si los musulmanes la toman, no podrán conservarla. Si derriban las murallas, yo las reconstruiré. Si capturan a mi mujer y a mis
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gentes, pagaré su rescate. Pero prefiero ver cautiva a mi mujer y la ciudad tomada, a ver perdida toda la Tierra Santa. Pues estáis perdido si en este momento atacáis Tiberíades. Conozco el terreno. En todo el camino no existe ni un punto de agua. Vuestros hombres y vuestros caballos morirán de sed antes incluso de ser rodeados por las multitudes del ejército musulmán». Ante este grito de alarma, el gran maestre del Temple respondió con odio que ese discurso olía a traición: «¡Huele a piel de lobo!». Despreciando esa injuria, el conde de Trípoli se mantuvo firme. Hacia la media noche, cuando el consejo se disolvió, parecía que su opinión había triunfado. En plena noche, los barones oyeron gritar por todo el campo la llamada a las armas. Estupefactos, se interrogaban unos a otros para saber de dónde procedía la contra orden y, al no encontrar a ninguno que no manifestara la misma sorpresa, se precipitaron a la tienda del rey, preguntando la causa de ese cambio repentino. Guy, singularmente embarazado para justificar su cambio súbito y dejándose llevar por la brutalidad de los débiles, negó cualquier explicación: no había más que obedecer. El ejército franco se puso, pues, en marcha el 3 de julio al alba, de Séforis a Tiberíades. El día amaneció tórrido. La moral del ejército era baja, pues incluso para los simples caballeros, que no habían oído los encarecimientos de Raimundo III, lo absurdo de la marcha impuesta a la incapacidad de Guy por la altanería de los Templarios, les parecía evidente. La predicciones del conde de Trípoli se realizaron punto por punto. Abandonaban las aguas de Séforis por la zona de colinas pedregosas, áridas y desnudas, que ocupan el sur y el este del Djebel Turán. Por el contrario, el ejército de Saladino, arrimado a la playa de Tiberíades, disfrutaba del frescor del lago. Toda su táctica iba a consistir en impedir que los francos accedieran a las orillas y mantenerlos en el horno. En esas condiciones, la suerte de la batalla estaba escrita de antemano. Saladino lo leyó, igual que lo había hecho Raimundo III. Al enterarse del movimiento de los francos, no pudo reprimir su satisfacción: «¡Alá nos los entrega!». El 3 de julio por la tarde, los francos hicieron alto para pasar la noche en la colina de Hattin. Noche trágica durante la cual hombres y caballos fueron torturados por la sed. Ni una gota de agua en la fatal colina. Cuando amaneció, el ejército de Saladino rodeaba totalmente la posición. Aprovechando que el viento soplaba del este, los musulmanes prendieron fuego a las hierbas secas. Los remolinos de humo, empujados a los ojos de los francos, aumentaron su tortura. «Sobre esos hombres cargados de hierro, dice la crónica árabe, la canícula extendía sus llamas. Las cargas de caballería se sucedían en medio del polvo, del humo y del torbellino de las flechas. Esos perros sacaban sus lenguas resecas y aullaban ante los golpes. Pretendían llegar al agua, pero tenían ante ellos las llamas y la muerte». En esta situación desesperada, si bien los sargentos de a pie se rindieron rápidamente, al menos la caballería salvó su honor. Dio la carga dos veces, hizo replegarse al enemigo, casi llegó hasta Saladino. Pero al final, el número triunfó.
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Raimundo de Trípoli, con algunos barones, consiguió abrirse una brecha por en medio de las masas musulmanas y pudo alcanzar la costa. Todo el resto fue muerto o apresado. Los tres responsables de la catástrofe, Guy de Lusignán, Renaud de Châtillón y Gerardo de Ridefort, cuya incapacidad había conducido a los cristianos a aquella carnicería, fueron hechos prisioneros. Ni el orgulloso templario ni el caballero-bandido habían podido encontrar una honrosa muerte. Saladino mandó que se los llevaran a su tienda. Guy de Lusignán, torturado por la sed, roto de agotamiento, de fiebre y de terror, estaba a punto de desmayarse. Caballeroso como siempre, el sultán le hizo sentarse a su lado. Hablándole con suavidad, calmando sus temores, le ofreció un sorbete de agua de rosas refrescada con la nieve del Hermón. «Es noble costumbre de los árabes que un cautivo salve su vida, si ha bebido y comido con su vencedor». Pero cuando Guy le pasó la copa a Renaud de Châtillón, Saladino se negó con violencia a extender a este el beneficio de la inmunidad real. Echó en cara a Renaud su bandolerismo, sus perjurios, la ruptura de los tratados, el haberse apoderado en plena paz de la caravana de la Meca. A lo cual, el sire de Ultra Jordán respondió con insolencia que esa era la costumbre de los reyes. Tal altanería acabó de exasperar a Saladino. Arrojándose sobre Renaud de Châtillón con el sable en alto, le dio un tajo en el hombro. Los asistentes acabaron con él. El cuerpo decapitado fue arrastrado hasta los pies de Lusignán. Este temblaba de terror. Saladino, haciéndole sentar de nuevo a su lado, lo volvió a tranquilizar: «Un rey no mata a otro rey». Después de la ejecución de Renaud, el único ejemplo de severidad de Saladino fue la ejecución de los caballeros del Temple y del Hospital, excepción hecha, cosa curiosa, del gran maestre Gerardo de Ridefort. La «colonización» franca no había sido nunca muy densa. La matanza de Hattin y la capitulación de los supervivientes hicieron desaparecer de golpe toda la caballería. De la noche a la mañana, el país entero se encontró vacío de defensores. Saladino, explotando enseguida su victoria, se lanzó a la conquista de las principales plazas. En vez de encaminarse directamente a Jerusalén, se dirigió al mar para apoderarse de los puertos. Le importaba aislar a los francos de sus bases navales y quitar a las futuras cruzadas sus cabezas de puente de desembarco. El 10 de julio hizo capitular a San Juan de Acre, aunque concedió a la población cristiana unas condiciones excepcionalmente favorables. Se dejó a los habitantes libertad para quedarse en la ciudad con todas sus riquezas bajo la dominación musulmana, o bien emigrar en toda seguridad. La historia debe inclinarse ante la alta y caballeresca figura del gran sultán kurdo, tan diferente de los despiadados atabegs turcos antecesores suyos, como de los brutales mamelucos que un día sucederían a su dinastía. Pero donde el propio Saladino no estaba presente, sus oficiales reducían a esclavitud a toda la población cristiana. El historiador Ibn al-Athir recibió en el reparto una joven esclava franca, hecha prisionera en Jaffa junto con su hijo de un año. «El niño cayó de los brazos de su madre y se desolló la cara. La madre su echó a llorar mucho
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por este accidente y yo traté de tranquilizarla haciéndole ver que el bebé no tenía nada grave. No lloro solamente por él, me respondió, sino por todos nosotros. Yo tenía seis hermanos que han perecido todos, un marido y dos hermanas cuya suerte ignoro». Un poco más adelante en su relato, Ibn al-Athir relata el encuentro lamentable de otras dos jóvenes francas, dos hermanas cautivas en los harenes de Alepo. «Vi en Alepo una mujer franca que, en compañía de su amo, había ido de visita a una casa vecina. El amo llamó a la puerta, el propietario de la casa fue a abrir. Con él se presentó una mujer franca. En cuanto la primera la vio, ambas se pusieron a gritar, se abrazaron llorando y se sentaron en el suelo para conversar. Eran dos hermanas, y tenían cierto número de parientes sobre quienes no habían podido conseguir noticias». Los hombres muertos o prisioneros de guerra, las mujeres dispersas por todos los harenes de Oriente, así se liquidaba esa brillante colonización franca, obra de tantos héroes y santos. Se comprende la cólera de los cronistas contra los jefes insensatos que habían jugado y perdido todo eso tirando los dados en Hattin. Después de San Juan de Acre y de Jaffa, Saladino se apoderó de Beirut (6 de agosto de 1187) y de todos los puertos del Líbano. Guy de Lusignán, más lamentable que nunca, aceptó servirle de factotum: el sultán le había prometido la libertad contra la rendición de las últimas plazas francas. El ex rey y el gran maestre del Temple, acompañando a las tropas musulmanas, fueron a convencer a los defensores de Ascalón para que capitularan. Pero estos, indignados, cubrieron de injurias a Lusignán y persistieron en su resistencia. Saladino no pudo tomar Ascalón sino después de un mes de esfuerzos (5 de septiembre). A continuación se dirigió a Jerusalén. Entre los prisioneros hechos en Hattin se hallaba uno de los principales barones palestinos, Balián de Ibelín. Balián era el clásico tipo de «caballero cortés» según el ideal del siglo XII francés, prudente y sabio tanto como valeroso. Se había casado en segundas nupcias con la antigua reina de Jerusalén María Comneno, viuda de Amalarico I. Como muchos de sus iguales, no había dejado de mantener con los musulmanes relaciones de amistad caballeresca. Así es que, cuando solicitó su libertad para ir a Jerusalén a velar por la seguridad de María Comneno, Saladino accedió a su petición. En Jerusalén, Balián encontró un pueblo enloquecido. La mayor parte de los caballeros había muerto o estaban cautivos. Balián confirió la caballería a sus hijos a partir de los quince años y también a los principales burgueses de la Ciudad Santa. Pero era evidente que no sería con elementos tan improvisados como podría defender el recinto de la ciudad, a la que afluían todos los refugiados de Judea y de Samaría, tropel lastimoso de mujeres y de niños sin recursos, a los que había que alimentar y que contribuían al desorden. A todo esto, Saladino llegaba ante Jerusalén para establecer el bloqueo (20 de septiembre de 1187). Galantemente, permitió a María Comneno que abandonase a tiempo la ciudad y la hizo escoltar hasta Tiro. Luego, empezaron las negociaciones.
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En el fondo, a Saladino le habría gustado evitarle a la Ciudad Santa las destrucciones de un asedio. Pero los burgueses de Jerusalén no podían, sin perder el honor ante la cristiandad, capitular sin lucha. Ante esta decisión, el sultán procedió al asalto, un asalto terrible, sostenido por el «bombardeo» de doce grandes máquinas de asedio. Los francos resistieron y en algunos puntos incluso pasaron al contraataque. No obstante, los zapadores egipcios, trabajando bajo la protección de las catapultas y de los cañones, consiguieron abrir una brecha en la muralla. Antes que soportar la ley del vencedor, los caballeros y los burgueses tomaron la decisión desesperada de intentar una salida amparados por la oscuridad: abrirse paso o morir con las armas en la mano. El patriarca Heraclio los disuadió. Ese prelado vividor, político y servil tenía una preocupación más que mediocre por alcanzar la palma del martirio. Y encontró las más dignas razones morales para su derrotismo. Convenció a los combatientes de que su gesto heroico, en el caso en que perecieran, tendría como consecuencia el abandonar sus hijos de corta edad al enemigo y que los musulmanes no dejarían de educarlos en el islamismo. ¿Tenían derecho a comprometer la salvación eterna de tantas almas jóvenes solo por darse el gusto de correr hacia la muerte? Otro argumento en favor de la rendición era la conducta más que equívoca de los cristianos indígenas de rito griego. En su odio a la Iglesia latina, el elemento griego se ponía al servicio de Saladino. Balián de Ibelín solicitó entonces una entrevista con el sultán. Le ofreció la rendición de la plaza a cambio de la libre salida de los habitantes. Pero Saladino, irritado por la resistencia de los francos, exigía ahora la rendición sin condiciones. Recuerdos tremendos acudían al campeón del islamismo. Evocaba la matanza de la población árabe de Jerusalén cuando la entrada de Godofredo de Bouillón. «No me portaré con vosotros de manera diferente que vuestros padres con nosotros, que mataron a todos o los redujeron a esclavitud». Balián habló entonces con el lenguaje de la desesperación. «En ese caso, degollaremos a nuestros hijos y a nuestras mujeres, incendiaremos la ciudad, destruiremos el Templo y todos esos santuarios que son también santuarios vuestros. Asesinaremos a los cinco mil musulmanes cautivos que están en nuestro poder, luego saldremos en masa y ninguno de nosotros sucumbirá sin haber abatido a uno de los vuestros». Esta tremenda decisión hizo reflexionar a Saladino. Aceptó que la población cristiana de Jerusalén pudiera rescatarse mediante diez besantes por hombre, cinco por las mujeres, uno por los niños. «Puesto que Dios os ha inspirado piedad por estos desgraciados, le dijo entonces Balián, pensad en todas esas pobres gentes que son incapaces de pagar su rescate, en esa multitud de mujeres y de niños que no poseen nada, porque habéis matado o apresado a sus maridos y a sus padres». Saladino aceptó entonces un precio alzado por el rescate de los pobres. Desgraciadamente, la avaricia y la dureza de corazón de los Templarios y de los
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Hospitalarios, a quienes naturalmente se había recurrido para reunir la suma necesaria, no permitieron liberar más que a siete mil personas, de suerte que aún quedaron en las cárceles musulmanas dieciséis mil cristianos irredentos. Pero todavía hizo falta, para obligar al gran maestre del Hospital a que pagara esa primera entrega, que los burgueses de Jerusalén amenazasen con entregar el tesoro al sultán. Y al contrario, Saladino cumplió sus promesas con una lealtad, un sentimiento de humanidad, un saber hacer caballeresco, que llamaron la atención de los cronistas latinos. En el momento de la entrada de sus tropas, hizo que se vigilaran las principales calles por hombres fieles, encargados de impedir toda violencia contra los cristianos. A petición del patriarca, dio libertad a quinientos cristianos pobres. Su hermano, Malik el-Adil, se hizo adjudicar otros mil a quienes la avaricia del Temple había olvidado rescatar y que él liberó. Heraclio se había apoderado, para llevárselos, de toda la orfebrería, los metales preciosos, los tejidos y los tapices de los santuarios. El historiador el-Imad hizo notar a Saladino que esas riquezas eran inmobiliarias y tenían que quedarse en su sitio. El sultán se mostró de acuerdo, pero, en vez de entablar una discusión jurídica, prefirió cerrar los ojos. Algunos fanáticos pidieron a Saladino que arrasara el Santo Sepulcro, para que desaparecieran las peregrinaciones cristianas. Él los detuvo con una palabra: «¿Para qué arrasar y destruir, cuando el fin de su adoración es el lugar de la Cruz y del Sepulcro y no el edificio exterior? Imitemos a los primeros conquistadores musulmanes, que respetaron esas iglesias». Los rasgos de liberalismo del gran sultán son incontables. Había en Jerusalén dos ancianos francos, dos centenarios, que habían visto a Godofredo de Bouillón. Saladino, conmovido, ordenó que les dejaran acabar sus días en paz y proveyó a su mantenimiento. Hemos visto que hizo escoltar hasta la costa a la princesa Sibila de Jerusalén, a María Comneno y a la pequeña Estefanía de Ultra Jordán. Hacia las simples damas nobles no mostró menos cortesía. Una delegación de las que habían perdido a los suyos en la guerra fue a verle. «Cuando las vio, preguntó quiénes eran y le dijeron que eran las mujeres y las hijas de los caballeros que habían sido muertos o apresados en la batalla; y preguntó qué querían; ellas le dijeron que, por Dios, tuviera compasión de ellas que tenían a sus barones muertos o presos y sus tierras perdidas y que le prestase ayuda y consejo. Cuando Saladino las vio llorar, sintió gran piedad y les dijo que investigaran para saber si sus señores estaban vivos, y que a todos los que estuvieran en prisión les daría la libertad; y fueron, en efecto, liberados todos los que se encontraron. Después, mandó que les dieran generosamente de su propio dinero a las damas y a las jóvenes que habían quedado viudas o huérfanas. Se les dio tanto que ellas agradecieron a Dios y pregonaron al mundo el bien que Saladino les había hecho». Ahora había que llevar a toda esa población hacia la costa, o mejor dicho, hacia la parte de la costa que todavía estaba en poder de los francos, Tiro y Trípoli. Saladino
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repartió a los emigrantes en tres convoyes, fielmente escoltados por sus tropas para protegerlos contra los ataques de los beduinos. «Cuando los jinetes musulmanes de retaguardia apercibían alguna mujer o algún niño latino agotado de fatiga, los subían en su caballo que conducían por la brida». Una parte de los refugiados fueron entregados a los barones de la costa tripolitana, que, por desgracia, no tuvieron escrúpulos en aprovecharse de su desgracia para explotarlos. Los más afortunados fueron quienes desembarcaron en Egipto. Siguieron disfrutando de la protección de Saladino y durante todo el invierno estuvieron hospitalizados en Alejandría. En marzo pudieron embarcarse para Occidente. O más bien debieron a la enérgica intervención del sultán el poder hacerlo, pues los capitanes de los barcos genoveses, pisanos y venecianos fondeados en Alejandría se habían negado a cargar con gente sin recursos. Para obligar a esos hombres sin corazón a que embarcaran a los fugitivos, el cadí de Alejandría tuvo que amenazar a los capitanes italianos con embargar sus barcos. Los marinos italianos concibieron entonces el propósito de deshacerse de sus lastimosos pasajeros en cualquier costa desierta. Enterados de ese abominable proyecto, los funcionarios egipcios hicieron a los italianos personalmente responsables de la vida de los emigrantes; temiendo ver denunciados los tratados de comercio, venecianos y genoveses se sometieron. Durante ese tiempo, Saladino había hecho una entrada memorable en Jerusalén. Consciente de su papel histórico, había devuelto al islamismo los grandes santuarios del Harám ech-Chérif, «el Templo del Señor», que volvió a ser la mezquita de Omar, el Templo de Salomón o de los Templarios, que volvió a ser la mezquita de el-Aqsa. En una escena dramática, que nos describe Ibn al-Athir, la gran cruz dorada, que los cruzados habían levantado en lo alto de la cúpula de la mezquita de Omar, fue derribada ante todo el ejército de Saladino y también de la población franca que marchaba al exilio. «Cuando la cruz cayó, toda la asistencia, tanto francos como musulmanes, lanzó un gran grito. Los musulmanes gritaban: ¡Alá es grande!; los francos lanzaron un grito de dolor. Fue tal el clamor, que pareció como si la tierra temblara». *** Después de la caída de Jerusalén, Saladino partió hacia la costa del Líbano. Sus esfuerzos contra Tiro fracasaron; la ciudad, como veremos, acababa de recibir un refuerzo inesperado, el del marqués Conrado de Montferrat. En Trípoli, el conde Raimundo III, escapado por milagro del campo de carnicería de Hattin, acababa de morir de desesperación y de enfermedad. Pero la plaza se hallaba en estado de defensa y Saladino no pudo nada contra ella. En la montaña, la célebre fortaleza de los Hospitalarios, el Krac de los Caballeros, desafiaba igualmente todos los asaltos. En cambio, Saladino ocupó Djabala y Laodicea, puertos que el príncipe de Antioquía había cometido la imprudencia de confiar a un oficial musulmán, que se apresuró a desertar. 150
Este príncipe de Antioquía, Bohemundo III, era un pobre sire cuya amante coqueteaba con Saladino, a quien revelaba los planes de defensa franca. El resultado fue que el sultán, prosiguiendo su batida contra las posesiones cristianas, arrebató sin dificultad al principado la mayor parte de las fortalezas tanto de la costa como del Orontes. El Estado franco de Antioquía se vio así, prácticamente, reducido a los propios límites de su capital. ¿Era, tanto en Siria como en Palestina, el fin de las colonias francas?
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Capítulo XII LA TERCERA CRUZADA CONRADO DE MONTFERRAT, FELIPE AUGUSTO Y RICARDO CORAZÓN DE LEÓN
La Siria franca, hacia 1188, estaba, aparte algunas fortalezas de la montaña como el impenetrable Krac de los Caballeros de Marqab, prácticamente reducida a los recintos de Tiro, de Trípoli, de Tortosa y de Antioquía, últimos islotes que la marea de la reconquista musulmana parecía que acabaría cubriendo. Ya no existe la realeza franca, pues Guy de Lusignán, aunque había sido puesto libre por Saladino, estaba muy poco considerado desde el desastre de Hattin para hacerse obedecer; ya no había colonización franca en la que apoyarse. Pero en ese momento se produjo un hecho nuevo. Se presentó un hombre que, mucho antes de la Tercera Cruzada, cristalizó a su alrededor la resistencia. Porque era un recién llegado había escapado a la desmoralización, que era general después de Hattin. No habiendo conocido la Jerusalén franca, no se hallaba en absoluto paralizado por invencibles desesperanzas. Este hombre providencial era Conrado de Montferrat. El marqués piamontés Conrado de Montferrat, después de haber permanecido un tiempo en Constantinopla, había desplegado velas hacia Siria poco antes del desastre de Hattin. Cuando llegó el 13 de julio de 1187 ante San Juan de Acre, se quedó muy extrañado. De ordinario, cuando barcos cristianos entraban en la rada, las autoridades del puerto mandaban sonar las campanas y enviaban barcas para dar la bienvenida a los peregrinos. Esa vez no hubo nada de eso. Sorprendidos de semejante ausencia, Conrado y sus gentes lo fueron aún más al observar con mayor atención el aspecto de la multitud que había en la playa: eran árabes y turcos, pues Saladino acababa de apoderarse de la ciudad. El marqués de Montferrat se enteró así de golpe del desastre de Hattin y de la caída del reino. Volvió a largar velas y se dio por satisfecho con llegar a Tiro, plaza que todavía estaba en poder de los cristianos. Tiro, con Trípoli, había servido de refugio a la mayor parte de los francos que habían escapado al desastre. Pero aquellas multitudes desmoralizadas, ya asediadas por el ejército de Saladino, estaban a punto de capitular también, cuando la nave del marqués de Montferrat apareció en el puerto. Su llegada cambió el cariz de las cosas. Conrado era verdaderamente el hombre fuerte que convenía en una situación desesperada, «un hombre que parecía un demonio, dice la crónica musulmana, lleno de prudencia, de vigilancia y de bravura». Acogido como salvador por los tirios, que le suplicaron que los defendiera, puso francamente sus condiciones: exigía ser reconocido como señor 152
soberano de la ciudad. Estas propuestas, que fueron aceptadas de inmediato, hacían tabla rasa de los derechos anteriores, incluidos los del rey Guy de Lusignán, y establecían un derecho nuevo fundamentado en el servicio prestado. En adelante, seguro de sí mismo, Conrado tomó la defensa en sus manos. Ya era hora. Había traidores que izaban en la muralla el estandarte de Saladino. Conrado mandó arrojar la bandera en el foso. Pero Saladino, entre los prisioneros hechos en Hattin tenía precisamente en su poder al anciano señor de Montferrat, padre de Conrado. Mandó que viniera el anciano bajo las murallas de Tiro y ofreció ponerlo en libertad a cambio de la rendición de la plaza. Pero Conrado no era hombre que se enterneciera. Respondió que prefería hacer fuego contra su padre antes que rendir el más pequeño morrillo de la muralla. Saladino, dándose cuenta de con quién se las veía, se retiró y Conrado quedó pacífico poseedor de Tiro. Con las riquezas que había traído y empleando en las fortificaciones a todos los refugiados, pronto hizo de la ciudad una plaza inexpugnable. Tiro se convirtió así en el baluarte de la resistencia franca. Saladino, que había terminado la conquista de Palestina, hizo un nuevo esfuerzo contra la plaza. Pero su enorme superioridad numérica no le sirvió de nada, ya que la península de Tiro estaba unida a la orilla solo por una estrecha banda de tierra que Conrado había tenido la precaución de cortar por un canal inundado con agua del mar. Después de una victoria naval de los francos, alcanzada en el puerto el 2 de enero de 1188, el sultán se resignó a levantar el asedio. Pero «el Gibraltar de Tiro» era demasiado estrecho y su guarnición era demasiado poco numerosa para iniciar la reconquista. Se imponía una tercera cruzada. Desde el mismo momento de tomar la posesión, Conrado de Montferrat encargó al obispo de Tiro que fuera a predicar en Occidente esa necesidad. *** Los tres soberanos principales de Occidente eran en aquella época el rey de Francia Felipe Augusto, el rey de Inglaterra Enrique Plantagenet y el emperador germánico Federico Barbarroja. Ante la noticia de la pérdida de Jerusalén, los tres se cruzaron, pero los dos primeros, distanciados por una antigua rivalidad, no pudieron ponerse de acuerdo y aplazaron indefinidamente la ejecución de su voto. Federico Barbarroja mostró mayor celo. El 11 de mayo de 1189 abandonaba Ratisbona con un ejército notablemente organizado y disciplinado que, según algunos cronistas, contaba en el momento de partir cerca de 100.000 hombres. Tomó la ruta de Constantinopla a través de Hungría. Al llegar al imperio bizantino se encontró con la mala voluntad del emperador Isaac Ángel. La corte bizantina, que se sentía amenazada por el rencor y las ambiciones de los latinos, había concluido contra ellos un pacto con Saladino, a quien tenía al corriente de los progresos de la cruzada. Federico, indignado por los obstáculos solapados que se le 153
oponían, saqueó Andrinópolis y estuvo a punto de dar el asalto a la propia Constantinopla. No obstante, tuvo el suficiente «patriotismo cristiano» para dominar su cólera y, a finales de marzo de 1190, pasó con su ejército a Asia Menor. Para la travesía de Asia Menor, Federico siguió el antiguo itinerario de Godofredo de Bouillón por la ruta que atraviesa la península en diagonal de noroeste a sudeste, del mar de Mármara a Cilicia. Los turcos seldyucíes, que intentaron detenerlos ante Iconio, su capital, fueron derrotados y Federico entró en la ciudad, donde descansó cinco días. La difícil travesía de la meseta de Asia Menor, fatal para tantas cruzadas anteriores, se llevó a cabo, pues, sin tropiezo gracias a la disciplina y al excelente servicio de intendencia del ejército alemán. Después de haber franqueado el Taurus, Federico descendió a la llanura de Cilicia, donde fue acogido como aliado por los armenios. La proximidad del gran ejército germánico llenó de terror al mundo musulmán. Tan grande fue el espanto de los oficiales de Saladino, que evacuaron las plazas de la frontera sirio-cilicia, como Baghrás, recientemente conquistadas por su amo. El propio Saladino mandó desmantelar Sión, Cesarea y Jaffa, que consideraba indefendibles. «Si Alá, dice el historiador árabe Ibn al-Athir, no se hubiera dignado mostrar su bondad a los musulmanes haciendo perecer al rey de los alemanes en el mismo instante en que iba a penetrar en Siria, hoy se escribiría: Siria y Egipto pertenecieron en otro tiempo al Islam...». De hecho, entre el gran ejército alemán desembocando desde el norte y los ejércitos franco-ingleses que iban a desembarcar en San Juan de Acre, la Siria musulmana habría sido triturada. Pero el 10 de junio de 1190, Federico Barbarroja se ahogó en las aguas del Selef, un pequeño río de Cilicia, y el aspecto de la cuestión de Oriente cambió. La superioridad del ejército germánico consistía en la organización metódica y también en un sentimiento de poder colectivo del que la persona de Federico Barbarroja era como el símbolo. Una vez el gran emperador desaparecido, el ejército cayó en el abatimiento, se desmoralizó; por la ausencia de un referente individual, este inmenso ejército quedó hecho un tropel sin alma, del que los musulmanes capturaban sin resistencia destacamentos enteros. El hijo del emperador difunto, Federico de Suabia, se mostró incapaz de detener esa disgregación material y moral. Sin haber sufrido ninguna derrota, cuando acababa de tomar la inexpugnable Iconio, la cruzada alemana perdió su fuerza viva, en el momento en que estaba a pie de obra. Una parte de los príncipes y de sus hombres regresaron a Europa. El resto fue por mar a unirse con los cristianos a Tiro o ante San Juan de Acre. *** La cruzada alemana se había volatilizado. La cruzada franco-inglesa se retrasaba todavía meses, como veremos, en las escalas de Sicilia. Los francos de Siria, reforzados 154
por grupos diversos de cruzados, comenzaron solos la reconquista del litoral. El reagrupamiento de los franco-sirios fue en apariencia ayudado, pero en realidad complicado, por la entrada en escena de Guy de Lusignán, puesto en libertad por Saladino. Fue por una gestión personal de la reina Sibila por lo que el sultán, siempre cortés con las damas francas, había liberado al vencido de Hattin. En realidad, conociendo la incapacidad de Guy, de quien consideraba que no tenía nada que temer, se sintió bien contento de soltarlo, por así decir, en las piernas al temible Conrado de Montferrat. Apenas liberado, Guy se dirigió, en efecto, a Tiro, única plaza del antiguo reino todavía en poder de los francos, pero en la que ahora Conrado mandaba como dueño. Encontró las puertas cerradas «y empezó a gritar que le abrieran». «El marqués de Montferrat se acercó a la almena y preguntó quién se permitía hablar en aquel tono. Se le respondió que el rey Guy y la reina Sibila deseaban entrar en su ciudad de Tiro. El marqués replicó que la plaza era suya, puesto que la había salvado, y que mientras él viviera ellos no pondrían los pies en ella». Guy de Lusignán, rey sin tierra y sin soldados, rechazado por la mayor parte de sus antiguos súbditos, que con razón lo hacían responsable del desastre, tomó entonces una resolución, cuya energía asombra en un carácter tan débil: decidió reconquistar la segunda ciudad y el puerto principal del antiguo reino, San Juan de Acre. Reuniendo todo lo que pudo encontrar de antiguos caballeros palestinos y de peregrinos recién desembarcados, partió para Acre el 20 de agosto de 1189. Ocho días después establecía su campamento al este de la plaza, en la colina de Tell el Fukar. Empresa de alta audacia. Su pequeño ejército era cuatro veces menos numeroso que la guarnición musulmana de Acre. Además, al enterarse de la llegada de los francos, Saladino corrió a Acre y fue a tomar posiciones a sus espaldas, de manera que de asediadores se convirtieron en asediados. Pero la llegada de nuevos cruzados de Occidente vino a atenuar los peligros de esa situación. Fueron sucesivamente una buena escuadra pisana de cincuenta y dos naves, luego una escuadra genovesa y una escuadra veneciana y, por último, quinientas naves danesas, frisonas y flamencas con 10.000 hombres. A mitad de septiembre llegaron los primeros contingentes franceses con el conde de Bar, Erard II de Brienne, Roberto de Dreux y su hermano el obispo Felipe de Beauvais, luego en octubre Guy de Dampierre, Narjot de Toucy, Raimundo de Turenne y Godofredo de Joinville con un contingente de caballeros champaneses. Con estos refuerzos, Guy de Lusignán, antes de estrechar el asedio, intentó desembarazarse de Saladino, cuyo ejército, que seguía acampado en las alturas del este de Acre, rodeaba a los sitiadores. El 4 de octubre de 1189 atacó de improviso el campamento musulmán, lo sorprendió y llegó hasta las tiendas del sultán. Por desgracia, los vencedores se detuvieron en el pillaje; Saladino pudo rehacerse y rechazó a los francos hasta su propio campamento. En definitiva, las fuerzas se equilibraban. Saladino
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no podía impedir que los francos cercaran San Juan de Acre por la orilla, y estos no conseguían librarse de su opresión por el interior. Las operaciones tomaron entonces el cariz de una guerra de sitio y de trincheras, inmóvil, agotadora, una guerra de desgaste que iba a durar dos años. La guarnición de Acre tras las murallas y los francos detrás de sus atrincheramientos iban a luchar a fuerza de catapultas y de cañones, de ballestas, de bolas incendiarias, de fuego griego. Gracias al dominio del mar, los francos procuraban reducir por hambre a la guarnición de Acre, mientras ellos mismos estaban acosados, hambrientos y como «asediados a distancia» por el ejército de Saladino. Esta guerra de posiciones dio lugar a curiosas relaciones de cortesía militar entre los francos y los soldados de Saladino. «Una especie de familiaridad, señala la crónica árabe, se estableció entre los dos campos. Se entablaban conversaciones cuando paraban de luchar y, como consecuencia de este frecuente trato, acababan por cantar y danzar juntos, luego, una hora más tarde, volvían a combatir». Incluso durante esas horas de tregua se veía a los niños de ambos ejércitos jugar a la guerra entre las dos líneas. Había juegos menos inocentes; la crónica árabe, muy escandalizada, cuenta que los mamelucos de Saladino no se resistían a las seducciones de las fulanas que seguían al ejército franco y que más de uno desertó por los bellos ojos de una muchacha bonita. El propio Saladino seguía dando ejemplo de los sentimientos más caballerosos. Un día le llevaron un anciano decrépito que, a pesar de sus enfermedades, había querido emprender la peregrinación a Tierra Santa. Apiadado de él, el sultán le ofrece un caballo y hace que lo devuelvan al ejército franco. Una noche, unos merodeadores musulmanes secuestran en el campamento cristiano a un niño de tres meses. Por la mañana, su madre se da cuenta, desesperada. Los caballeros francos le aconsejan que recurra a la generosidad de Saladino. Ella corre a los puestos de vanguardia enemigos, pide ser recibida por el sultán. «El sultán, escribe el-Imad, estaba a caballo, rodeado de una numerosa escolta de la cual yo formaba parte, cuando la madre se presentó gimiendo y se echó a sus pies con el rostro en tierra. El sultán se informó de su situación y, cuando se la contaron, los ojos se le llenaron de lágrimas. Mandó que buscaran al niño. Como este había sido ya vendido en el mercado, lo rescató con su propio dinero y no se alejó de allí hasta que el niño fue devuelto a su madre. Ella lo tomó y lo estrechó contra su pecho llorando a lágrima viva. Todos los testigos de esta escena, y yo era uno de ellos, también lloraban. Después que ella le dio de mamar, el sultán mandó que la condujeran a caballo con su hijo al campamento cristiano». Mientras, la escasez empezaba a hacer estragos en el ejército franco. Conrado se propuso traer de Tiro una flota de avituallamiento. El 4 de marzo de 1190, esta flota –50 barcos– apareció ante San Juan de Acre. La escuadra musulmana salió del puerto de Acre para impedir que desembarcara. «Habríais podido ver entonces, dice la epopeya de Ambrosio, algo parecido a las hormigas que salen de un hormiguero. Tal eran los 10.000
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turcos que salían de Acre en sus galeras, cubiertas como ellos mismos de telas de seda, de paños ricos y de terciopelo. Se dirigieron todos contra nuestra flota a la que el viento del norte amenazaba a lo largo de la orilla. Empezaron a disparar con sus ballestas y la batalla naval se emprendió. En ambas escuadras, el griterío no cesaba. Unos y otros retrocedían alternativamente. Con frecuencia se acercaban y se lanzaban fuego griego; los incendios estallaban en el puente y, cuando dos barcos se abordaban, los golpes llovían de ambas partes». Al mismo tiempo, en tierra, el ejército musulmán realizaba una salida contra el campamento cristiano. «Toda la llanura hasta el pie de la montaña estaba cubierta, como un campo de trigo, de turcos que atacaban sin tregua y se arrojaban a nuestras trincheras en tan gran número que caían en ellas. Había una gran masa de gentes repugnantes y de negros, llevando en la cabeza gorros rojos. Viendo las oleadas de esa gente con sus cabezas cubiertas de rojo, se habría dicho que era cerezos cubiertos de frutos maduros». Al final, el asalto musulmán fue rechazado en tierra, mientras que la escuadra de avituallamiento, rompiendo el bloqueo, desembarcaba sus cajas de víveres en el campamento cristiano. Mientras los dos ejércitos, esperando la llegada de los reyes de Francia y de Inglaterra, se enzarzaban en la guerra de posiciones, la cuestión dinástica volvía a dividir a los francos. En octubre de 1190, la reina Sibila de Jerusalén, mujer de Guy de Lusignán y de la que este tenía los derechos a la corona, había muerto en Acre sin dejar hijos. Según el derecho franco de Siria, ella era la única reina de jure, pues Guy estaba asociado al trono solo a título de príncipe consorte. No era a él a quien correspondía la sucesión, sino a la hermana menor de la difunta, la princesa Isabel. Isabel, como sabemos, estaba casada con un joven barón criollo, Onfroi de Torón, niño guapo (las crónicas árabes rinden armas ante su guapura), muy culto (sabía tan bien el árabe que será empleado como intérprete con Saladino), pero apocado y tímido, sin ambiciones a pesar del nombre ilustre del que era heredero, y de carácter más que débil. Recordamos cómo en 1186, cuando los barones del partido anti Lusignán quisieron proclamarlo rey a pesar de él mismo, había huido de entre sus manos de manera ridícula, para escapar de ese peligroso honor, y había ido a pedir perdón a Sibila y a Guy con excusas de niño. Los barones que habían apostado por él y cuyas esperanzas había decepcionado por falta de carácter, no le habían perdonado tan lamentable actitud. Por lo demás, a la hora en que se trataba de reconquistarle el reino a Saladino, Onfroi no poseía ninguna de las cualidades de jefe. El aspecto afeminado, el gesto indeciso, la palabra vacilante, no parecía capaz de enfrentarse al gran sultán. El reino necesitaba un hombre fuerte, capaz de fundar una nueva dinastía. Y ese hombre existía, era el nuevo dueño de Tiro, el marqués Conrado de Montferrat. Así pues, el partido de los barones decidió hacer que Isabel se divorciara de Onfroi de Torón y se casara con Conrado. Había un obstáculo. Isabel, que apenas tenía veinte años, adoraba al niño guapo que
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le habían dado por marido. Desde las primeras palabras se negó a oír hablar de divorcio. Pero el partido Montferrat disponía de un poderoso apoyo: la reina madre, María Comneno. La reina madre se propuso catequizar a la recalcitrante: Isabel se debía al reino, a la dinastía de la que era única heredera. Puesto que Onfroi de Torón se mostraba incapaz de reinar, la razón de Estado imponía a la joven que lo sacrificara, aunque ella misma tuviera que sacrificarse. Harta del acoso de su familia, Isabel consintió «a la fuerza» (la pobrecilla lo proclamó expresamente) en separarse de su querido Onfroi para casarse con Conrado. Ahora había que encontrar un pretexto para la anulación. Se descubrió: Isabel se había casado demasiado joven, sin su consentimiento, casamiento por sorpresa, que no era válido. El lamentable Onfroi quiso protestar, pero entonces intervino el argumento de fuerza. Uno de los barones del partido Montferrat, Guy de Senlis, le lanzó un reto para provocarlo a un combate singular. El valor no había sido nunca una de las dotes del último de los Torón. «Le falló el corazón». No aceptó el desafío y se dejó arrebatar a su mujer. La casaron de inmediato con Conrado. Pero no por ello este fue reconocido como rey por los amigos de Guy de Lusignán. Ambos príncipes seguían teniendo sus partidarios y, para desempatarlos, se esperaba la llegada de los reyes de Francia y de Inglaterra. *** Recordamos que el rey de Inglaterra Enrique II y el rey de Francia Felipe Augusto, que estaban en guerra desde hacía tiempo, habían hecho una tregua en su lucha para tomar la cruz. Pero como, habiendo vuelto a comenzar sus peleas, no mostraban ninguna prisa en cumplir su promesa, Enrique murió antes de acabar los preparativos. Su hijo, Ricardo Corazón de León, renovó el voto, pero hasta el 4 de julio de 1190 no partió desde Vezelay para Tierra Santa junto con Felipe Augusto. Felipe se embarcó en Génova y Ricardo en Marsella. Se juntaron en Sicilia, pero permanecieron seis meses en la isla, en una inacción bastante inexplicable, mientras el ejército cristiano que sitiaba Acre los esperaba febrilmente. En realidad, el Capeto y el Plantagenet, aunque aliados para la guerra santa, recelaban el uno del otro, se vigilaban y se ponían dificultades. Después de unos incidentes que estuvieron a punto de provocar una guerra abierta entre ambos príncipes cruzados, Felipe Augusto partió el primero de Messina, el 30 de marzo de 1191, para desembarcar el 20 de abril ante San Juan de Acre. En cuanto a Ricardo, partió de Messina el 10 de abril y no desembarcó en Siria hasta el 7 de junio. En este intervalo había conquistado la isla de Chipre. Fue una tempestad la que arrojó al rey de Inglaterra a las costas chipriotas. La isla pertenecía a los bizantinos, en ese momento al príncipe bizantino Isaac Comneno. Este mostró una actitud hostil hacia los navíos ingleses encallados. Ricardo desembarcó, lo derrotó en Tremithussia, lo hizo prisionero y entró en Nicosia, capital de la isla (finales de 158
mayo de 1191). La inesperada conquista de Chipre por Ricardo Corazón de León iba a cambiar el curso de la historia franca. El Oriente latino que Saladino había arrojado al mar renacía de este en medio de las ondas. Señalemos, sin anticipar, que, en cuanto desembarcó en Chipre, Ricardo vio cómo Guy de Lusignán acudía a Acre, para solicitar su apoyo contra las pretensiones de Conrado de Montferrat a la corona. Guy puso su espada a la disposición del rey de Inglaterra y le ayudó a conquistar la isla, poniendo así las primeras bases del futuro «reino Lusignán de Chipre». Durante este tiempo, Felipe Augusto había dado al asedio de Acre un impulso nuevo. Estableció su campamento frente a la Torre Maldita, la principal torre de defensa de Acre. El 7 de junio se unió a él Ricardo Corazón de León, que desembarcaba procedente de Chipre. Por la noche, todo el ejército franco se llenó de luces. «La noche era clara y la alegría grande, canta Ambrosio. Se hacían sonar los timbales, las trompetas y los cuernos. En el campamento se cantaban bonitas canciones. Los escanciadores llevaban vino a los grandes y a los pequeños. Todos estaban llenos de confianza. No creo que pudierais ver tantos cirios y tantas luces, hasta el punto de que al ejército enemigo le parecía que todo el valle se hallaba abrasado por el fuego». Cada uno de los dos reyes se ocupó de atacar un sector. Felipe Augusto se propuso la demolición de la Torre Maldita que defendía a la plaza de Acre por el lado este. Erigió contra ella una poderosa catapulta llamada «Mala Vecina», que bombardeaba la ciudad con bloques enormes, pero a la que los defensores replicaban con otra catapulta a la que el buen humor francés llamó «Mala Prima». Al lado de «Mala Vecina», el rey de Francia en persona disparaba la ballesta. Acababa de derrumbarse un panel de la muralla junto a la Torre Maldita, el 2 de julio, Felipe Augusto lanzó un asalto por la brecha, que fracasó porque Saladino dirigió un ataque de dispersión contra el campamento de los cruzados. Pero los asediados hicieron saber al sultán que no podrían resistir más de un día. Al día siguiente, 3 de julio, Saladino hizo un esfuerzo desesperado contra el campamento. Fue rechazado. «Los francos, dice Beha ed-Din, testigo ocular, mostraban la solidez de un verdadero muro. Un franco de un tamaño enorme, subido al parapeto, rechazaba a los musulmanes él solo. A su lado, sus camaradas le iban pasando bloques de piedra que él lanzaba sobre nosotros. Recibió más de veinte pedradas y flechas sin que ni siquiera pareciera darse cuenta de ello. Para acabar con él, hizo falta que uno de nuestros oficiales lo quemase vivo con una botella de nafta encendida». El mismo escritor nos habla de una heroína franca, cubierta con un manto verde, que no cesaba de arrojar flechas y puso fuera de combate a muchos musulmanes. «Al final fue aplastada por el número. La matamos y llevamos su arco al sultán». Mientras los defensores del campamento rechazaban así el contraataque de Saladino, Felipe Augusto volvía a asaltar la Torre Maldita. Estuvo a punto de conseguirlo. El mariscal de Francia Aubri Clement,
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que había jurado tomar Acre o morir, se lanzó por la brecha de la torre, pero las escalas se rompieron y cayó muerto. No obstante, el día 3 de julio había sido decisivo. Si bien Acre no fue tomada ese día, ya estaba herida de muerte. El 11 de julio, un furioso asalto de los ingleses acabó de romper la moral de la guarnición. El 12, capituló y los cruzados hicieron su entrada en la ciudad. Desde las alturas al este de la llanura de Acre, Saladino tuvo que asistir, impotente, a este espectáculo. «Aquel viernes, al mediodía, escribe su historiador Abu Chama, se vieron las cruces y las banderas francas levantarse sobre las murallas. Un inmenso clamor de entusiasmo se elevó del ejército franco, mientras nuestro campamento resonaba de lamentos y de llantos. Fue para nosotros un espectáculo odioso, cuando el marqués (de Montferrat), entrando en Acre con cuatro banderas de los reyes cristianos, plantó una en la ciudadela, otra en el minarete de la gran mezquita (¡y era un viernes!), una tercera sustituyendo a las banderas del Islam...». Para tomar San Juan de Acre, Ricardo y Felipe habían hecho una tregua en sus peleas. Su rivalidad despertó al día siguiente de la victoria. En la competición por la corona de Jerusalén, Ricardo había tomado partido por Guy de Lusignán, y Felipe por Conrado de Montferrat. Para poner fin a esta controversia que paralizaba al ejército, los barones sirios, reunidos en «parlamento» el 28 de julio, impusieron un compromiso; Guy, por haber sido consagrado en el Santo Sepulcro, conservaría la corona durante su vida, pero después Conrado de Montferrat, como esposo de la princesa Isabel de Jerusalén, le sucedería. Una vez llegados a este acuerdo, Felipe Augusto anunció su intención de regresar a Europa. El 2 de agosto se embarcó en Tiro hacia Brindisi, no sin dejar en Palestina todo el contingente capeto –10.000 caballeros, sin contar a los soldados de a pie– a las órdenes del duque de Borgoña Hugo III. Su marcha fue considerada como una deserción por el partido Plantagenet. Es verdad que Felipe había cumplido magníficamente con su deber ante Acre y que la reconquista de la ciudad era un hecho tanto de él como de Ricardo. Pero no se puede negar que, a los ojos de ese político realista, la cruzada tenía mucho menos interés que el agrupar las tierras de Francia, y así, sin remordimientos, estimando que había cumplido su voto con la victoria de Acre, dejó a Ricardo el cuidado de liberar Jerusalén. *** La marcha de Felipe Augusto significó, ciertamente, una desgracia para la empresa siria. Ricardo habría salido ganando aprovechándose de los consejos del capeto, cuya fría inteligencia le habría ahorrado no pocos errores. En efecto, el rey de Inglaterra era el más magnífico soldado de su tiempo, pero carecía llamativamente de espíritu político y, a la menor ocasión, se dejaba llevar por la violencia. Saladino estaba dispuesto a rescatar a 160
precio muy alto la guarnición de Acre, que había quedado prisionera de los francos, y al estilo oriental quiso ir llevando el mercadeo. Tal vez Ricardo creyó que lo querían engañar; tal vez quiso causar terror al Islam a la manera de los cruzados de 1099. Lo cierto es que el 20 de agosto reunió ante Acre, en el frente de las tropas, a tres mil prisioneros e hizo decapitar «a todos aquellos perros». Ese acto de barbarie era, además, un error. Hasta entonces, Saladino había aportado al desarrollo de la guerra unos sentimientos de humanidad que bien se merecían otra correspondencia. Hacia el propio Ricardo, su actitud había sido de una cortesía impecable. Cuando, durante el sitio de Acre, el rey de Inglaterra cayó enfermo, el sultán se apresuró a enviarle para su convalecencia sorbetes de nieve del Líbano. Asesinando a los prisioneros, se ponía fin a la guerra caballeresca, al mismo tiempo que se privaban de un medio de presión y de una preciosa moneda de cambio. Saladino, indignado, tomó unas represalias con los cautivos francos que la historia no tiene derecho a reprocharle... *** Ricardo Corazón de León se rehabilitó felizmente en la campaña que vino a continuación, pues enseguida emprendió la reconquista del litoral palestino desde San Juan de Acre hasta Ascalón. Primero hubo que arrancar «de las delicias de Acre» al ejército. Este gran puerto, según confiesa el poeta Ambrosio, se había llenado de tabernas que rebosaban de excelentes crudos y también de mujeres «entre las cuales había algunas hechas de maravilla». Para evitar que la columna se entorpeciera con fulanas, los barones decidieron sabiamente que ninguna mujer seguiría a la tropa, «excepto las buenas viejas peregrinas, las obreras y las lavanderas que les lavaban la ropa y la cabeza y que, para quitarles las pulgas, valían tanto como los monos». La columna franca, moviéndose de norte a sur, avanzaba a lo largo de la costa, abastecida de etapa en etapa por la flota cristiana, dueña del mar. El ejército de Saladino seguía una marcha paralela por el lado de las colinas, buscando aprovechar el menor error para acosar o sorprender a Ricardo. «La caballería y la infantería de los francos, escribe el-Imad, avanzaban por la playa, teniendo la playa a su derecha y nuestro ejército a su izquierda. La infantería formaba como un muro alrededor de los caballos, los hombres iban vestidos con coseletes de fieltro y cotas de malla tan espesas que las flechas no podían penetrar. Armados de fuertes ballestas mantenían a nuestros jinetes a distancia». El cadí Beha ed-Din cuenta haber visto a un soldado franco que ostentaba hasta diez flechas en la espalda de su coselete sin inmutarse lo más mínimo. En cuanto a los caballeros, cabalgaban en el centro de la columna y no salían de allí sino para dar cargas repentinas, cuando se trataba de desembarazar a los infantes o de forzar un paso. «Los turcos, gentes del diablo, relata Ambrosio, rabiaban porque con nuestras armaduras 161
éramos como invulnerables; nos llamaban gentes de hierro». Si bien la superioridad de los francos residía en sus armaduras y en su disciplina, los musulmanes tenían a su favor su gran movilidad. La epopeya de Ambrosio nos muestra en todo momento a los jinetes turcos apareciendo a rienda suelta, sobre caballos rápidos como un rayo, arrojando contra la columna franca una salva de flechas y desapareciendo, inapresables, en medio de una nube de polvo. A pesar de este acoso, la columna franca avanzaba en orden estricto, sin dejarse romper ni atraer lejos de la ruta. Pasaron bajo el Carmelo, alcanzaron Cesarea, que Saladino había mandado destruir por no poder defenderla; llegaron ante Arsuf: allí fue, en los jardines que hay delante de la ciudad, donde el sultán había decidido detener a los francos. En unos momentos, el ejército cristiano se vio rodeado por los mamelucos. «Delante de los emires avanzaban las trompetas y los tambores golpeando sus instrumentos y aullando como demonios: no se habría podido oír a Dios tronar. Después de la caballería turca iban los negros y los beduinos, hombres ágiles y rápidos detrás de sus escudos. Todos apuntaban a los caballos para desmontar a los caballeros». En aquella jornada tórrida del 7 de septiembre, en el palmeral de Arsuf, los francos, rodeados por el ejército de Saladino, con sus caballos muertos y ellos mismos acribillados de flechas, creyeron por un momento que estaban perdidos. Igual que en 1187, cuando la fatal cabalgada de Hattin, parecía que el combate se había entablado en las peores condiciones. Después de haber descrito el torbellino de los arqueros montados del Islam, la granizada de flechas que se abatía sobre la columna franca en medio de una nube sofocante de polvo, el estruendo infernal de los tambores egipcios, los aullidos de todos aquellos perros, Ambrosio confiesa «que en el ejército cristiano no había ni un hombre tan valiente que no deseara haber terminado su peregrinación». Entre el calor y la polvareda de aquel tórrido septiembre, aquello era verdaderamente como saborear por anticipado un nuevo Hattin... Pero Ricardo Corazón de León no era ni un Renaud de Châtillón ni un Guy de Lusignán. En el Consejo de gobierno era un político mediocre, pero en el campo de batalla se transformaba en la encarnación misma del genio de la guerra. A los Hospitalarios de la retaguardia, que le aseguraban que estaban agotados, les dio imperiosamente la orden de aguantar... y aguantaron. Pero la defensiva era muy costosa, pues los musulmanes mataban a distancia los caballos francos. Ricardo preparó una carga envolvente, que hubiera de conseguir la captura o la destrucción completa de todo el ejército musulmán. «Se había convenido en que antes de la acción se colocarían en tres escalones seis trompetas que darían de improviso el toque de cargar a toda nuestra caballería». La impaciencia de un hospitalario impidió que se realizara la maniobra. Solo se consiguió una carga directa. Cierto que fue una carga en tromba, que lo barrió todo. Beha ed-Din, que estaba al lado de Saladino, nos ha dejado una visión espantosa de esta
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escena: «Entonces la caballería franca se formó en masa y, sabiendo que solamente un esfuerzo supremo podría salvarla, se decidió a dar la carga. Yo mismo vi a aquellos caballeros agrupados alrededor de un recinto formado por su infantería. Tomaron las lanzas, lanzaron todos a la vez un grito terrible, la línea de la infantería se abrió para dejarlos pasar y se precipitaron sobre nosotros. Una de sus divisiones se lanzó contra nuestra ala derecha, otra contra nuestra ala izquierda, una tercera contra nuestro centro, y todo en nosotros quedó desconcertado...». Compensación de todos los antiguos desastres que nos ha valido una página de epopeya en la pluma del poeta Ambrosio: «Los caballeros del Hospital, que habían sufrido mucho, cargaron en buen orden. El conde Enrique de Champagne con sus bravos compañeros y Jacques de Avesnes con su gente cargaron también. El conde Roberto de Dreux y el obispo de Beauvais cargaron juntos. Por el lado del mar, a la izquierda, cargó el conde de Leicester con todo su escalón en el que no había cobardes. A continuación cargaron los angevinos, los potevinos, los bretones, los de le Mans y todos los demás cuerpos de ejército. ¡Bravas gentes! Atacaron a los turcos con tal energía que cada uno alcanzó al suyo, le clavó la lanza en el cuerpo y le hizo soltar los estribos. Cuando el rey Ricardo vio que la carga había arrancado sin esperar sus órdenes, picó espuelas y se abalanzó a toda velocidad sobre el enemigo. Realizó aquel día tales proezas que a su alrededor, tanto por ambos lados como por delante y por detrás, que dejó un reguero de sarracenos muertos, y los sobrevivientes, al verlo, se apartaban bien lejos para dejarle sitio. Se veían los cuerpos de los turcos con sus cabezas barbudas tumbados como gavillas». La victoria de Arsuf tuvo una repercusión enorme. Borraba el desastre de Hattin. Volvía a poner la superioridad bajo las banderas francas. La fuerza había vuelto a cambiar de bando, como la «moral», y la habilidad táctica en el combate, en una palabra, todo lo que constituye el potencial militar. Saladino fue el primero en comprenderlo. Renunciando entonces a enfrentarse con Ricardo Corazón de León en campo raso, se limitará, al estilo beduino, a hacer un desierto delante de él. Con la desesperación en el corazón, hizo evacuar las ciudades de la costa, incluso Ascalón, por la población musulmana y, mientras dolorosas caravanas de emigrantes tomaban el camino de Egipto, mandó arrasar hasta el suelo las murallas de las ciudades. Ricardo, a quien esta táctica desconcertaba, pudo sin embargo reconstruir Jaffa, plaza particularmente importante como «el puerto de la peregrinación», que era la base del desembarco hacia Jerusalén. En cuanto a la propia Jerusalén, el sentimiento unánime del ejército era que se emprendiera su asedio de inmediato. Tres veces se acercó Ricardo tanto a ella que creyeron que habían vuelto las horas maravillosas de julio de 1099. En Navidad de 1191 no estaba más que a veinte kilómetros de la Ciudad Santa. Ambrosio nos dice que ya los soldados bruñían jubilosos sus cotas, y los enfermos se declaraban sanos para, también
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ellos, ser los primeros en ver la cúpula del Templo; pero, ante la sorpresa general, Ricardo mandó dar media vuelta. Y es que, desde el punto de vista estratégico, las circunstancias no eran en absoluto las mismas de la primera cruzada. Godofredo había podido antaño emprender con toda tranquilidad el asedio de Jerusalén, porque ningún ejército musulmán había ido a distraerlo de su propósito. Pero hoy las cosas ya no eran igual. Saladino, con un ejército de maniobra superior en número, poseía el campo; seguía los pasos de Ricardo; sus tropas coronaban las alturas, dispuestas a caer sobre la retaguardia de la columna franca, si esta daba el asalto a las murallas de Jerusalén. Como capitán avisado, Ricardo, a pesar de su brío, se negó a emprender una operación como aquella tan lejos de sus bases, en el medio hostil de la meseta de Judea. Llevó a su ejército a la costa y, a partir de ese momento, comenzó negociaciones oficiosas con Saladino. A falta de una reconquista por la fuerza de los Santos Lugares, no quedaba más que negociar. Se buscó establecer un modus vivendi entre los francos, que habían vuelto a ser dueños de la franja costera, y los musulmanes, que habían quedado en posesión del interior. Algunos (y Ricardo mismo por un momento) pensaron en una solución novelesca. El hermano de Saladino, Melik el-Adil, que siempre había mostrado una cierta simpatía hacia los cristianos, se casaría con la hermana de Ricardo, la reina Juana de Sicilia, y esta pareja reinaría en una Jerusalén neutral. Proyecto evidentemente irrealizable, aunque solo fuera por los escrúpulos religiosos de Juana, pero que presagiaba una feliz distensión en los odios confesionales, como sucederá con el advenimiento de un espíritu de mutua tolerancia religiosa, que será el de Federico II y de los sucesores de Saladino. No obstante, dado que las negociaciones se alargaban, Ricardo, en junio de 1192, dirigirá una segunda expedición hacia Jerusalén. El 12 de junio, cuando perseguía a una patrulla musulmana con un pelotón de vanguardia, llegó a la vista de la Ciudad Santa. Pero también esta vez se negó a atacar, con Saladino a sus costados, una plaza tan sólidamente defendida. La moral del ejército estaba un tanto decaída ante esta carencia y entonces, para elevarla, emprendió una incursión impresionante. Los beduinos (pues había tomado beduinos a su servicio) acababan de informarle de que una enorme caravana musulmana, partida de Egipto, se dirigía a Siria y que, con la protección de un escuadrón de mamelucos, estaba adentrándose en el desierto de Judá. Ante esta noticia, Ricardo monta a caballo con el duque de Bourgogne y 500 caballeros, y todos salen a galope hacia el sudoeste. Era el domingo 20 de junio por la tarde. Cabalgaron toda la noche a la luz de la luna y no pusieron pie en tierra hasta llegar al sur de Ascalón. Allí, un beduino les avisó de que la caravana había hecho un alto veinte kilómetros más lejos, en el punto de agua de la Cisterna Redonda, en pleno desierto del Negeb. Ricardo manda que sus caballeros se envuelvan la cabeza en un cafieh a la manera beduina y luego, al
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caer la noche, pica espuelas de nuevo hacia el sur, él en vanguardia y el duque de Bourgogne en retaguardia. Cabalgaron toda la noche, una hermosa noche de verano palestino que llevó a la columna sin estorbo a través de las dunas hasta la Cisterna Redonda, donde la caravana descansaba sin recelo, con las bestias y las gentes durmiendo entre los bultos de mercancías descargados. Un poco antes del amanecer, Ricardo dio la orden de ataque. Sorpresa completa. La escolta de mamelucos fue la primera en salir desbandada. Los caravaneros, abandonando bestias y mercancías, huyeron también hacia el Negeb. «Lo mismo que lebreles cazando la liebre en la llanura, así nuestras gentes los cazaban a ellos». En el escenario, filas sin fin de camellos cargados de oro, de telas de seda, de terciopelo y de púrpura, barreños y aguamaniles de cobre, candelabros de plata, armaduras damasquinadas, juegos de ajedrez de marfil, fardos de azúcar y de pimienta, todos los tesoros, todas las golosinas del viejo Islam. Pero estos brillantes golpes de mano no conseguían disimular la mala posición en que Ricardo se hallaba. No lograba acorralar a Saladino para que emprendiera una acción decisiva, ni obtenía de él una paz de compromiso. En julio de 1192, el rey se dirigió a Beirut dejando en Jaffa solo una débil guarnición. Aprovechándose de su alejamiento, Saladino se lanzó de improviso sobre esta última ciudad (26 de julio). Los zapadores musulmanes consiguieron al día siguiente provocar el derrumbamiento de una parte del muro, pero detrás de la brecha los francos habían encendido grandes hogueras; protegidos por las llamas y por el humo, impidieron que los musulmanes entraran: «¡Qué guerreros más admirables, no puede por menos que exclamar Beha ed-Din, testigo ocular, qué bravura!». El 31 de julio, el muro acabó de caer. «Cuando la nube de polvo se hubo disipado, se halló una muralla de alabardas y de lanzas sustituyendo al muro derribado, y cerraba tan bien la brecha que ni la vista podía penetrar en ella; se vio el espectáculo imponente de la intrepidez de los francos, de la calma y de la precisión de sus movimientos». Cuando ya no pudieron defender la ciudad baja, los francos se retiraron en buen orden a la ciudadela. A pesar de todo, ya hacia la tarde iniciaron conversaciones de rendición y a la mañana siguiente, 1 de agosto, se disponían a capitular inevitablemente cuando, con las primeras luces del amanecer, una flota cristiana apareció inesperadamente ante Jaffa. Era el rey Ricardo que, milagrosamente prevenido, acudía en galeras genovesas con las primeras tropas que había podido reunir. Entonces se vio lo que era el rey de Inglaterra. La epopeya de Ambrosio nos ha dejado de esta escena una descripción inolvidable. Sin esperar a acostar, Ricardo, con el escudo al cuello, un hacha danesa en la mano, salta al mar con el agua hasta la cintura, corre a la orilla, la limpia de musulmanes, penetra en la ciudad, encuentra a la masa de enemigos saqueando las casas, realiza una terrible matanza y luego, echándole una mano a la guarnición liberada, se lanza con ella contra el ejército de Saladino, se apodera de su campamento y le obliga a huir hasta Yazur. «El rey, canta Ambrosio, hizo que levantaran
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su tienda en el mismo lugar de donde Saladino había huido. Allí acampó Ricardo el Grande. Jamás, ni siquiera en Roncesvalles, ningún paladín llevó a cabo semejante hazaña». Por su parte, Beha ed-Din nos ha transmitido las mordaces burlas del rey a los musulmanes vencidos: «Vuestro sultán es el mayor soberano que haya tenido el Islam, ¡y he aquí que mi sola presencia le hace abandonar el campo! Mirad, ni siquiera tengo armadura; en los pies, simple calzado de marino. ¡Yo no venía, pues, a combatirle! ¿Por qué ha salido huyendo?». Sin embargo, Ricardo no disponía en Jaffa más que de 2.000 hombres de los que solamente unos cincuenta eran caballeros, además sin montura. Esa debilidad numérica hizo concebir a los enemigos la esperanza de desquitarse. En cuanto pudo rehacerse en Yazur, el ejército musulmán fue consciente de toda la vergüenza de su pánico del 1 de agosto. Se enteró de que la pequeña tropa de Ricardo, con insensata imprudencia, acampaba fuera de los muros de Jaffa. Pasar a cuchillo a esos peatones parecía fácil. En la noche del 4 al 5 de agosto, la caballería musulmana se puso en marcha a la luz de la luna en dirección al campo inglés. Una pelea surgida entre los mamelucos retrasó un poco la marcha, de suerte que, cuando llegó a la vista del campamento, ya estaba amaneciendo. Un genovés que se había alejado por el campo vio brillar las armaduras y dio la alarma. Despertados con sobresalto, Ricardo y sus gentes apenas si tuvieron tiempo de saltar sobre sus armas; muchos tuvieron que combatir medio desnudos. En fila cerrada, con una rodilla en tierra para tener más apoyo, los escudos fijos ante ellos, la lanza inclinada hacia el frente, recibieron sin descomponerse, en la claridad del alba, la carga furiosa de los escuadrones musulmanes. Ricardo había disimulado a toda prisa unos ballesteros entre los lanceros. Cuando los jinetes enemigos, después de haber visto romperse su primera carga contra las picas, empezaron a caracolear para reagruparse, los ballesteros dispararon, matando a los caballos y sembrando el desorden en los escuadrones. Todas las cargas de Saladino se quebraron ante esta táctica precisa. En vano, tras las filas, el sultán exhortaba a sus hombres. «La bravura de los francos era tal, señala Beha ed-Din, que nuestras tropas, desalentadas, se limitaban a mantenerlos cercados, pero a distancia...». Entonces, Ricardo Corazón de León pasó al ataque contra aquel ejército desmoralizado. «Se lanzaba en medio de los turcos y los partía hasta los dientes. Se lanzó tantas veces, les asestó tantos golpes, peleaba con tanto ahínco que las manos se le despellejaron. Golpeaba delante y detrás y con la espada se abría paso en todas partes a donde iba. Lo derribaba todo, ya fueran hombres o caballos. Allí fue donde cortó de un golpe el brazo y la cabeza juntos de un emir cubierto de hierro y lo mandó derecho al infierno. Y cuando los turcos vieron este golpe, le hicieron un vacío tan grande a su alrededor que, gracias a Dios, regresó sin ningún daño. Pero su persona, su caballo y su gualdrapa estaban tan cubiertos de flechas que parecía un erizo».
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La batalla había durado toda la jornada del 5 de agosto. Por la noche, la victoria de los cruzados era completa. Ante el rey de Inglaterra y su puño de héroe, el ejército musulmán se batía en retirada con Saladino humillado y desalentado. Tan grande era la admiración de los musulmanes hacia la extraordinaria bravura del gran Plantagenet que, en plena batalla, Melik el-Adil, al verle sobre un caballo mediocre y extenuado, le envió un nuevo corcel. Hendiendo la masa de los combatientes se había visto llegar al galope y detenerse delante de Ricardo a un mameluco que llevaba dos magníficos caballos árabes, «pues no convenía a un rey combatir a pie». Unos días después de la batalla, habiendo el rey caído enfermo en Jaffa, Saladino le envió también melocotones y sorbetes con nieve del Hermón. Pero los acontecimientos de Europa reclamaban al rey de Inglaterra. En su ausencia, Felipe Augusto y Juan sin Tierra empezaban a despojarle de su reino. Apremiado a regresar, concluyó con Saladino, el 3 de septiembre de 1192, una paz de compromiso, basada en el mapa de las operaciones. Los francos obtenían el territorio vuelto a ocupar por sus armas, es decir, la zona costera, desde Tiro a Jaffa. El interior, con Jerusalén, quedaba en poder de Saladino, pero el sultán concedía con todas las garantías a los cristianos la libertad de peregrinar a la Ciudad Santa. Saladino inauguró el nuevo régimen acogiendo en Jerusalén con una cortesía magnífica a los obispos, los barones y los caballeros, sus adversarios de la víspera, que iban, antes de volver a embarcar, a cumplir su voto al Santo Sepulcro. Después de tantos combates, de tumulto y de dramas, llegó la tranquilidad. Los adversarios habían aprendido a estimarse. Los francos no habiendo podido arrojar a los musulmanes del interior, los musulmanes no habiendo podido impedir a los francos que volvieran a tomar pie en la costa, habían comprendido que lo mejor para todos era ese entendimiento amistoso favorecido por la existencia en ambos campos de costumbres caballerescas bastante parecidas y por el entrelazamiento de los intereses comerciales en aquella meta de las rutas de Levante. Llama la atención que haya sido un Ricardo Corazón de León, después de las brutalidades de sus comienzos, el iniciador de esa política. Cuando se embarcó para Europa el 9 de octubre de 1192, el ardoroso Plantagenet, después de tantas prodigiosas estocadas, era quien por fin había sustituido la guerra santa por el acercamiento franco-islámico. Sin embargo, no sin evidente melancolía, hablaba de no haber podido liberar el Santo Sepulcro. Se impuso a sí mismo el castigo de no acompañar a sus caballeros en su visita a los Lugares Santos. Su caballeroso adversario, el sultán Saladino, que también unía a la gloria de las armas el mérito de haber (y desde hacía más tiempo) favorecido ese entendimiento, tuvo igualmente que contentarse con un éxito a medias. Sin duda disfrutaba en todo el mundo islámico del prestigio incomparable que le había merecido la reconquista de Jerusalén, pero después de haber tocado tan de cerca la victoria total en la jornada de Hattin, había
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conocido los días oscuros de Acre y de Jaffa y, aun conservando para el Islam la mezquita de Omar, tuvo que ceder de nuevo la costa palestina a los cristianos. También es cierto que su generosidad, su humanidad profunda, su piedad musulmana sin fanatismo, esa flor de liberalismo y de cortesía que maravillaron a nuestros antiguos cronistas, no le valían en la Siria franca menos popularidad que en tierras del Islam. Al tratarle en las circunstancias más trágicas, en las que el hombre se muestra enteramente como es, los francos habían aprendido que la civilización musulmana puede producir también tipos de humanidad verdaderamente superiores, del mismo modo que los musulmanes, un poco más tarde, iban a hacer un descubrimiento análogo de la civilización cristiana en el trato con San Luis. Pero tantos trabajos y angustias habían agotado al gran sultán. Había soñado con aprovechar la paz para ir a visitar su hermosa tierra de Egipto, que no había vuelto a ver desde hacía tantos años, sobre todo para dar gracias a Dios en su peregrinación a la Meca. No tuvo tiempo para hacerlo. En la noche del 3 al 4 de marzo de 1193 murió en esa ciudad de Damasco a la que tanto había amado y donde todavía hoy se alza, grandiosa y sencilla como la propia fe musulmana, su sepultura.
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Capítulo XIII CHAMPAÑESES Y POTEVINOS ENRIQUE DE CHAMPAGNE Y AMALARICO DE LUSIGNÁN
A la hora en que el reino de Jerusalén empezaba a renacer bajo la forma reducida de un reino de Acre, se planteó más que nunca la cuestión dinástica. Hacia el final de su estancia en Levante, Ricardo Corazón de León, a pesar de su preferencia por Guy de Lusignán, había tenido que rendirse ante el voto de los barones palestinos que casi todos se pronunciaban por Conrado de Montferrat. En abril de 1192, el rey de Inglaterra se había, pues, unido al nombramiento eventual de Conrado como rey de Jerusalén. En cuanto a Guy de Lusignán, lo compensaría dándole la isla de Chipre. Conrado de Montferrat, en su ciudad de Tiro, se preparaba para ceñir la corona real, objeto desde hacía tanto tiempo de su ávida codicia y que, hay que reconocerlo, no podía caer en manos de un jefe mejor. Entonces fue cuando un drama inesperado vino a cuestionarlo todo de nuevo, incluido el destino de la Siria franca. Algunas semanas antes, Conrado había ordenado que arrojaran al mar a unos traficantes que resultaron ser de la secta de los asesinos. Ya hemos hablado antes de esta temible sociedad secreta musulmana, que profesaba en el seno del Islam una doctrina profundamente herética y que, para alcanzar sus objetivos, recurría al terrorismo contra cualquiera, musulmán o cristiano, que osaba hacerles frente. Al enterarse de la ejecución de sus gentes, el gran maestro de los Asesinos, el tenebroso Sinán, desde su nido de águila de Qadmus, en los montes alauitas, exigió una satisfacción a Conrado. Conrado no le dio respuesta y no volvió a pensar en ello, ocupado como estaba con los preparativos de su coronación. Una noche, el 28 de abril de 1192, su joven mujer, la princesa Isabel, se retrasaba en el baño; él, cansado de esperarla, se invitó a cenar en casa de su amigo, el obispo de Beauvais. Salía después de cenar de casa del prelado cuando, en las callejas estrechas del viejo Tiro, fue asaltado por dos sicarios de Sinán que, para engañarlo, acababan de hacerse administrar el bautismo. Le entregaron una petición por escrito que él acogió sin recelo. Mientras la leía, uno de ellos le clavó un puñal en el costado. Expiró casi en el acto. *** La desaparición de ese hombre fuerte que era Conrado de Montferrat, precisamente
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en el momento en que por fin iba a demostrar toda su estatura, fue una grave pérdida para el Oriente latino. Los barones sirios tuvieron que ponerse de inmediato a buscar un nuevo jefe. La elección recayó sobre un cruzado francés, el conde Enrique II de Champagne, que tenía la ventaja de ser sobrino al mismo tiempo de Felipe Augusto y de Ricardo Corazón de León. Enrique recibió con sentimientos encontrados un ofrecimiento que iba a obligarle a acabar sus días en Oriente. El recuerdo de su tierra champañesa lo llenaba de nostalgia. Por otra parte, la viuda de Conrado, la reina Isabel, con la que querían casarlo para vincularlo con la antigua dinastía de Jerusalén, era una belleza que había pasado por no pocas manos. Primero casada casi de niña con el apuesto Onfroi de Torón, al que siempre añoraba, separada de Onfroi a la fuerza, vuelta a casar igualmente a la fuerza con Conrado de Montferrat y ahora viuda de este, encinta de él. En esto había, para la sucesión dinástica, una hipoteca que gravaba el porvenir de los futuros esposos, como lo señala con cierto humor el cronista. Por lo demás, Ricardo había ciertamente sugerido a su sobrino que se casara con Isabel, pero sin ocultarle que estaba embarazada del marqués y que, si la criatura era un niño, ese niño heredaría la corona. «¡Y yo, replicó el conde, tendré que cargar con la dama!». No era una respuesta simpática, pero sin duda Enrique todavía no había visto bien a Isabel. Su opinión cambió cuando lo pusieron en presencia de la joven viuda. «Y por mi alma, dice el poeta Ambrosio, que yo habría hecho otro tanto, pues era maravillosamente bella y encantadora. Así es que acabó casándose con ella bien a gusto». Veremos a continuación que ella, por su parte, se entusiasmó con Enrique. La boda se celebró el 5 de mayo de 1192 en la misma ciudad de Tiro entre el alborozo del pueblo. *** Enrique de Champagne que, en un primer momento, no había acogido mejor el ofrecimiento del reino que el ofrecimiento de la reina, se reveló, una vez en el poder, tan buen jefe de Estado como buen esposo. Después de la marcha de Ricardo Corazón de León, este hombre joven, sensato y seguro, supo dirigir con prudencia y firmeza el reino de Acre. Restableció la autoridad monárquica que Guy de Lusignán había dejado periclitar. Se mantuvo en buenos términos con la casa de Saladino. Interviniendo, a la manera de los antiguos reyes de Jerusalén, en la Siria del norte, hizo de árbitro en una grave querella entre el príncipe de Antioquía, Bohemundo III, y el príncipe armenio de Cilicia, León II. León había capturado a Bohemundo y Enrique de Champagne se trasladó desde Cilicia, restableció la concordia entre los dos hombres y consiguió la liberación del prisionero. Durante este viaje fue incluso a hacer una visita al gran maestre de los asesinos en su fortaleza de el-Kahf: los Asesinos (lo hemos visto por la desgraciada muerte de Conrado de Montferrat) constituían una fuerza que, en caso de nuevas hostilidades franco-musulmanas, más valía tenerla por aliada que por enemiga. El gran 170
maestre, que no tenía menos empeño en la amistad franca como garantía contra el Islam ortodoxo, brindó la mejor de las acogidas a Enrique. Para honrar a su visitante, le ofreció de la manera más natural del mundo el espectáculo de algunos de esos suicidios en serie que mostraban la obediencia ciega que se exigía a la secta. «Apostemos algo, sire, dijo como gastándole una broma a Enrique, a que vuestros caballeros no harían por vos lo que mis fieles hacen por mí». A continuación, agita un pañuelo y en el acto dos de los sectarios que se hallaban en las almenas de la torre más alta, se arrojan al vacío. Apenas esos desgraciados se habían matado, le ofreció al conde provocar el suicidio de una docena más de hombres. El bueno de Enrique, horrorizado, le suplicó que no hiciera tal. Antes de despedirlo, el gran maestro lo colmó de regalos y, por último, le ofreció galanamente mandar asesinar a los enemigos que le indicara. El Oriente latino se hallaba en paz bajo la prudente administración de Enrique de Champagne, cuando el emperador germánico Enrique VI, que acababa de anexionar a Alemania el reino normando de las Dos Sicilias, manifestó su intención de reemprender la cruzada de su padre Federico Barbarroja. En espera de embarcar él mismo, envió a Siria una avanzadilla de cruzados alemanes que tomaron tierra en San Juan de Acre en septiembre de 1197. Pero, de creer a las crónicas, estos cruzados se portaron muy mal. Se instalaban porque sí en las casas de los habitantes, ponían en la puerta a los propietarios, se comportaban groseramente con las damas francas, actuaban en todas partes como en país conquistado. Los burgueses de Acre fueron a quejarse a Enrique de Champagne. Un barón sirio, Hugo de Tiberíades, le recomendó a este la única actitud eficaz: «Conozco bien a los alemanes, pone en sus labios la crónica franca; con ellos hay que emplear la fuerza, no comprenden más que eso». Aconsejó, pues, poner a las mujeres y a los niños en custodia con los caballeros del Hospital, luego llamar a las armas a la población masculina y echar a la soldadesca. Pero, tal como había previsto, no fue necesario llegar a eso. Habiendo barruntado algo de ese proyecto los jefes del ejército germano, mandaron a sus gentes que salieran de San Juan de Acre y los acamparon en las afueras. No menos molestos resultados tuvo el desembarco de la cruzada alemana. Provocó la ruptura de las treguas con los musulmanes, acontecimiento tanto más inoportuno cuanto que los cruzados germánicos no constituían más que una vanguardia, demasiado poco numerosa para actuar con eficacia. El sultán de Damasco, Melik el-Adil, hermano y sucesor de Saladino, considerándose amenazado, replicó sorprendiendo y saqueando Jaffa. Precisamente en el momento en que se producía este lamentable acontecimiento, en medio del desconcierto causado por la amenaza alemana y al mismo tiempo por la reanudación de la guerra musulmana, sobrevino un nuevo drama que sumergió en el duelo a la Siria franca. El 10 de septiembre de 1197, Enrique de Champagne acababa de asistir desde el balcón de su palacio de Acre al desfile de los refuerzos enviados a Jaffa
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cuando, retrocediendo maquinalmente para recibir una delegación, cayó de espaldas desde una ventana sin barandilla y se rompió el cráneo. Su enano Escarlata, que quiso sujetarlo por sus vestidos, fue arrastrado en la caída y se mató con él. La crónica describe en términos patéticos el dolor de la reina Isabel, alarmada por los gritos de los sirvientes. «Acudió como loca, arañándose el rostro y arrancándose los cabellos. Subiendo hacia el castillo se encontró con quienes lo llevaban. Se dejó caer sobre el cuerpo inanimado de su marido, cubriéndolo de tantos besos y lágrimas, que era un espectáculo conmovedor». *** Enrique de Champagne desaparecía después de Conrado de Montferrat... Una extraña fatalidad parecía encarnizarse no solo con la desgraciada reina Isabel, sino también con el reino entero. Pero no era momento de lamentaciones. La guerra acababa de reanudarse, encendida por la inoportuna cruzada alemana, y había que encontrar un nuevo jefe inmediatamente. Las miradas de los barones de Siria se dirigieron hacia la isla de Chipre donde a Guy de Lusignán, fallecido en abril de 1194, le había sucedido su hermano Amalarico. Este era un hombre diferente de Guy, incluso hacía un contraste absoluto con él. Político prudente y firme, en ocasiones bastante duro, indiferente ante la popularidad si el interés del país lo exigía, sabiendo hacerse obedecer por todos, rompiendo cuando hacía falta tanto las cábalas de los barones como la arrogancia de los comuneros, no se podía encontrar mejor guía en esos tiempos inciertos. Por lo demás, acababa de probar su valía en Chipre. En menos de tres años había organizado tan sólidamente el nuevo Estado insular que, a petición suya, el emperador Enrique VI erigió en reino ese señorío: en ese mismo mes de septiembre, Amalarico de Lusignán recibió la corona real de Chipre de manos del canciller imperial y del legado del papa en la catedral de Nicosia, fundando así una dinastía que iba a durar tres siglos. Así pues, muy juiciosamente, los barones de Siria, después del fallecimiento de Enrique de Champagne, ofrecieron junto con la mano de la viuda de este la corona de Jerusalén al nuevo «rey de Chipre», Amalarico de Lusignán, elección que, independientemente de las sólidas cualidades del príncipe, tenía la ventaja de realizar, entre San Juan de Acre y Nicosia, la concentración de las fuerzas cristianas. Amalarico, convertido por esta designación en Amalarico II de Jerusalén, aceptó, desembarcó en Siria y se casó con Isabel. Hay que convenir en que es un destino extraño el de esta bella mujer que, apenas a los veintiséis años, se hallaba ya en su cuarto matrimonio. Resignada ya con su destino, parece que esta vez, a pesar del dolor de su último luto, no puso ninguna objeción, puesto que también la razón de Estado exigía que, como única heredera de la dinastía de Jerusalén, se casase sucesivamente con los diversos jefes de 172
guerra elegidos por los barones, para conferirles la legitimidad monárquica. Amalarico de Lusignán festejó su matrimonio e inauguró su reinado en San Juan de Acre con una brillante conquista. El 24 de octubre de 1197 recuperó de los musulmanes la ciudad de Beirut, adquisición preciosa que restablecía las comunicaciones entre el reino de San Juan de Acre y el condado de Trípoli. Aprovechó a continuación este éxito, y también el lamentable fracaso de la cruzada alemana ante Tibnin, para concertar con el sultán Melik el-Adil una paz que fue bienvenida y que dejaba a los francos sus últimas adquisiciones: Beirut y Djebail. Occidente tenía entonces a su cabeza uno de los más grandes papas de la Edad Media, Inocencio III. En 1199, Inocencio emprendió la predicación de una cuarta cruzada. En su intención, la expedición estaba sin duda destinada a realizar una incursión a Egipto para apoderarse de rehenes y tener así una moneda de cambio con vistas a recuperar Jerusalén. Sabemos cómo esta cruzada fue desviada de su objetivo por los venecianos y, en vez de contribuir a la liberación de la Ciudad Santa, acabó en una «guerra impía» contra los bizantinos, en la conquista de Constantinopla y, finalmente, en la fundación de un inesperado imperio latino en el Bósforo (1204). También sabemos que, después de haber estado a punto de excomulgar a los autores responsables de esa «desviación de la cruzada», Inocencio III acabó resignándose con el hecho consumado, buscando al menos sacar el mayor provecho en interés de Tierra Santa. En efecto, se podía esperar que, estando ahora en posesión de la cabeza de puente de Constantinopla, los francos estarían en mejores condiciones de enviar refuerzos hacia Siria. En realidad ocurrió lo contrario. Después de haber roto el poderío bizantino, los defensores de 1204 no lo sustituyeron con nada, pues no iba a ser una fuerza, sino al contrario, una causa de constante debilidad para la latinidad ese imperio artificial, en el aire, improvisado en el seno de un mundo griego y eslavo completamente hostil. Sobre todo, la fundación de un imperio latino en los Balcanes acabó por privar a la Siria franca de la inmigración con la que podía contar razonablemente. Los nuevos Estados francos de Rumanía y de Grecia, al desviar a los caballeros que normalmente habrían buscado fortuna en Levante, interceptaron la vida del reino de Acre. Esta colonia ya anémica quedó aún más anémica. Al dispersarse de Constantinopla a Jaffa, de Atenas a Antioquía, la inmigración franca acabó siendo en todas partes insuficiente: el resultado fue que antes de fin de siglo la reacción bizantina arrojó a los francos de Constantinopla y la reacción musulmana los arrojó de San Juan de Acre. Por el momento, la cuarta cruzada, al despertar en los francos una falsa confianza, podía incitarles a acciones imprudentes contra el Islam. De hecho, los pocos cruzados que, en vez de dirigirse a Constantinopla, habían tomado el camino de Siria solo pensaban en perseguir al musulmán. Amalarico tuvo la sabiduría de frenar ese celo desconsiderado. Renovó en septiembre de 1204 las treguas con el sultán Melik el-Adil.
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También en esta ocasión hizo que el sultán admitiera la cesión pacífica al «reino de Jerusalén», de Sidón al norte, de Lydda y de Ramla al sur. Toda la llanura del litoral quedaba así devuelta a los cristianos. *** Cuando Amalarico de Lusignán murió en San Juan de Acre el 1 de abril de 1205, había hecho una excelente tarea en favor de las colonias francas. Desgraciadamente, en virtud de los mismos fundamentos constitucionales del país franco, los dos reinos, el de Chipre y el de Jerusalén (es decir, Chipre y Acre), se separaron de nuevo después de él. Chipre pasó al hijo que había tenido en el primer matrimonio, Hugo I de Lusignán. Y como Amalarico no había dejado ningún heredero varón de la reina Isabel de Jerusalén, la corona de Tierra Santa recayó en la hija que Isabel había tenido antes con Conrado, la joven María de Montferrat. Como María no tenía aún catorce años, la regencia fue confiada a su tío materno, Juan de Ibelín, señor de Beirut, uno de los más prudentes barones del país. Juan, «el anciano sire de Baruth», como lo llaman las crónicas, gobernó con mucha prudencia y supo mantener las treguas con la dinastía de Saladino.
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Capítulo XIV LA QUINTA CRUZADA UN REY-CABALLERO: JUAN DE BRIENNE
En 1208, la joven reina María de Jerusalén-Montferrat cumplió diecisiete años y Juan de Ibelín pensó en casarla. De acuerdo con los barones y los prelados, para la elección del esposo real se remitió al rey de Francia Felipe Augusto. Este les indicó Juan de Brienne. Juan de Brienne era un barón champanés de casi sesenta años. La elección del rey de Francia habría podido parecer extraña, si no se hubiera tratado ante todo de confiar Tierra Santa a un político experimentado. Por lo demás, Juan, hombre alto y apuesto, de fuerza hercúlea, estaba todavía lleno de ardor, como lo prueba la insinuación recogida por los cronistas de que Felipe Augusto lo habría designado para separarlo de la condesa Blanca de Champagne, que estaba muy enamorada de él. Sea lo que fuere, este cumplido caballero unía a la bravura de los antiguos cruzados una sabiduría que iba a hacer de él uno de los mejores reyes de su tiempo. Rodeado de un júbilo universal, «con gran concierto de caramillos y de tambores», el 14 de septiembre de 1210 fue recibido en Acre y se casó con la reina María y el 3 de octubre fue consagrado rey de Jerusalén en la catedral de Tiro junto con ella. *** Mientras tanto, Inocencio III, cuyos proyectos había contrariado la desviación de la cuarta cruzada, no renunciaba en absoluto a la conquista de Jerusalén. El gran papa se disponía a predicar una nueva guerra santa, quizá incluso a ponerse personalmente a la cabeza de la expedición, cuando la muerte le sorprendió el 16 de enero de 1216. Su sucesor Honorio III continuó su obra. No solo hizo predicar la cruzada en Occidente, sino que encargó al elocuente arzobispo de Acre, Jacques de Vitry, que encendiera el celo de los mismos francos de Siria. Si creemos a Jacques de Vitry (el cuadro que pinta nos parece un poco demasiado sombrío), los colonos francos se habían dejado influenciar por el ambiente levantino, incluso por las costumbres musulmanas. Esos criollos –esos «poulains», como se decía entonces–, satisfechos con las facilidades de la vida en sus bellas ciudades de la costa libanesa, se adaptaban muy bien al modus vivendi francomusulmán de 1192. La paz enriquecía en proporciones inauditas a los puertos de Trípoli, de Tiro y de Acre, que habían vuelto a ser, como en la época de los fenicios, los almacenes de todo el comercio de Levante. Era el término de las caravanas que llevaban 175
todos los productos del mundo musulmán o del océano Índico, y las bulliciosas colonias venecianas, pisanas, genovesas, marsellesas y catalanas que se habían instalado allí pensaban más en la cotización de las especias que en la liberación del Santo Sepulcro. El cuadro que nos traza de esos grandes puertos Jacques de Vitry nos introduce en el ambiente habitual de las Escalas de Levante, prefiguración medieval de los Hong-Kong y de los Singapur modernos. Se comprende que, antes de reanimar en Occidente la llama de 1099, el papa considerara la necesidad de despertar primero el espíritu de cruzada en la propia Siria franca. Sabemos que la predicación de Jacques de Vitry alcanzó, al menos temporalmente, su objetivo; en San Juan de Acre, en Beirut, en Trípoli, en Tortosa, en Antioquía las masas tomaron la cruz. En Trípoli, sus sermones fueron traducidos al árabe por los maronitas y los demás cristianos de rito siríaco. Ahora solo había que esperar a los cruzados occidentales. Llegaron en diferentes tandas. En septiembre de 1217 se vio desembarcar en Acre a dos peregrinos señalados, acompañados de una buena caballería, el rey de Hungría Andrés II y el duque de Austria Leopoldo VI. El rey de Chipre Hugo I de Lusignán y el príncipe de Antioquía-Trípoli Bohemundo IV acudieron a unirse con ellos. El ejército así reunido bajo las órdenes de Andrés II y de Juan de Brienne representaba una fuerza bastante imponente. Para que rindiera toda su eficacia, habría hecho falta adoptar la unidad de mando, evidentemente en favor de Brienne, que estaba más al corriente del país. Andrés II se negó a ello. Enterado de este desacuerdo, el sultán Melik el-Adil se guardó de enfrentarse a los cruzados en campo raso. Los esquivaba sistemáticamente, procurando solo desgastar la moral del adversario con marchas «en el vacío» o con asedios fastidiosos. Su estratagema tuvo éxito, sobre todo con los húngaros. Cuando las cruzadas fracasaron en el asalto a la fortaleza musulmana del monte Tabor, se desalentaron. Habían venido con la ilusión de acciones brillantes y de cargas heroicas, y se desentendieron de las operaciones posteriores y a principios de 1218 el rey Andrés II, que además estaba enfermo, regresó a Europa. Sin embargo, a pesar del fracaso de la cruzada húngara, otros cruzados, franceses, italianos o frisones, seguían desembarcando en San Juan de Acre. Por iniciativa de Juan de Brienne se tomó la decisión de utilizar estos refuerzos para una gran expedición a Egipto. La idea era excelente. En aquel año de 1218, las llaves de Jerusalén se encontraban en El Cairo. El imperio musulmán, tal como Saladino lo había constituido uniendo Alepo y Damasco a Egipto, era invulnerable por el lado de Siria: en presencia de ejércitos enemigos que dominaban el territorio, era demasiado peligroso para los cristianos aventurarse durante meses lejos de la costa en la árida meseta de Judea para poner un sitio largo y difícil a una plaza fuerte como Jerusalén. Ricardo Corazón de León, a pesar de todo su arrojo, tuvo que reconocerlo ante Saladino, igual que el rey de Hungría
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acababa de darse cuenta ante Melik el-Adil. No era en Judea, era en Egipto, en las feraces llanuras del Delta, donde el imperio musulmán era vulnerable. Poseyendo el dominio del mar, los francos podían, sin demasiadas dificultades, apoderarse de los grandes puertos egipcios, Alejandría o Damieta y, por medio de estos rehenes, obtener a cambio la entrega de Jerusalén. Esta política de apoderarse de puertos como rehenes ha sido desde entonces practicada con frecuencia en el siglo XIX por las Potencias tanto en el Imperio Otomano como en Extremo Oriente. Es interesante observar su primera aplicación en plena cruzada. Hallándose Damieta más cerca que Alejandría del litoral palestino, fue escogida como primer objetivo. El 29 de mayo de 1218, el ejército cruzado, mandado por Juan de Brienne, desembarcó frente a la ciudad, al lado de allá de la desembocadura del Nilo. Para defender el acceso a Damieta y al mismo tiempo interceptar la subida del Nilo, los egipcios habían puesto obstáculos en el río por medio de enormes cadenas de hierro remachadas a una torre central. El 24 de agosto, después de tres meses de esfuerzos, Juan de Brienne consiguió apoderarse de la torre y cortar las cadenas. Según la expresión del Livre des Deux Jardins, eran las llaves de Egipto las que caían en las manos de los francos. Tres días más tarde, el anciano sultán Melik el-Adil moría de tristeza. El hijo mayor del sultán, Melik el-Kamil, que le sucedió en El Cairo, preparó en gran secreto un contraataque. El 9 de octubre hizo atravesar el Nilo a su ejército, la caballería en un puente improvisado, los infantes en barcas, y atacó de improviso el campamento cristiano. El golpe estuvo a punto de tener éxito, pues los francos, en efecto, se encontraron sorprendidos por completo. Fue Juan de Brienne quien restableció la situación. Al primer rumor saltó sobre el caballo y con treinta compañeros corrió a los puestos de avanzada. Cayó sobre la infantería musulmana que desembarcaba a racimos, tan numerosa «que se quedó asombrado». Toda la ribera del Nilo estaba cubierta. Si esos batallones penetraban en el campamento por un lado mientras por el otro lado la caballería desembocaba del puente, todo estaba perdido. Juan y sus treinta caballeros no tenían ya tiempo de regresar para dar la alarma. Jugándose el todo por el todo, el rey dio la carga con sus treinta héroes, repitiendo las hazañas de Ricardo Corazón de León. «Espoleó su caballo, le hizo salvar de un salto la trinchera del campamento y se lanzó a galope contra la masa de la infantería musulmana. En las filas enemigas localizó a un emir de gran estatura, con cota de malla y enarbolando un estandarte azul con la media luna dorada. Juan picó espuelas, apuntó su lanza y alcanzó al emir con un golpe tan terrible que le rompió la cota, ‘le atravesó el corazón’ y le derribó muerto. Al ver esto, los musulmanes retrocedieron en desorden hacia el Nilo para volver a nado a sus embarcaciones». A consecuencia de este fracaso, la situación se puso muy grave para los egipcios. En la noche del 4 al 5 de febrero de 1219, el sultán el-Kamil, desalentado, abandonó su
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campamento ante Damieta para acercarse a El Cairo. A la mañana siguiente los francos, no hallando ya enemigos ante ellos, atravesaron el Nilo sin obstáculo y se instalaron en su lugar en la orilla oriental, al pie de las murallas de Damieta, cuyo asedio efectivo empezó en el acto. Los cronistas nos hablan aquí de Juan de Arcis, el caballero del casco adornado con una pluma de pavo real, cuyas hazañas aterrorizaban a los sitiados. Entonces empezaron a realizarse las previsiones de Juan de Brienne. Antes incluso de que Damieta fuese tomada, el sultán de Egipto Melik el-Kamil, de acuerdo con su hermano Melik el-Muazzan, sultán de Damasco, ofreció a los francos la devolución de Jerusalén contra la evacuación del Delta. El rey Juan de Brienne, los barones de Siria y los cruzados franceses fueron unánimes en aceptar estas propuestas. Desgraciadamente, Juan ya no era el único que dirigía la cruzada. A finales de septiembre de 1218 había llegado ante Damieta el cardenal-legado Pelagio, que inmediatamente reclamó el mando. Pelagio se nos presenta como el genio malo de la quinta cruzada. Digamos inmediatamente que la Santa Sede, cuya confianza iba a traicionar, le censuraría severamente su conducta al final de la campaña. Ya en Constantinopla, en 1213, por su intransigencia hizo fracasar el programa que le había confiado el papa Inocencio III para la reconciliación de la Iglesia griega y de la Iglesia romana. Este español intolerante, lleno de orgullo y de fanatismo, se mostraba ahora ante Damieta igual que se le había visto en Rumanía, «duro de carácter, de una severidad insoportable para todos; fastuoso e insolente, se presentaba como investido de todas las prerrogativas del Papado, vestido de rojo de pies a cabeza, hasta la gualdrapa y las bridas de su caballo del mismo color». Cuando se le habló de evacuar Egipto para obtener Jerusalén, se indignó: ¡quería Jerusalén y Egipto! Con su ardor y su intolerancia habituales, apoyado además (lo cual no nos sorprende en absoluto) por los Templarios, impuso silencio a Juan de Brienne y manifestó que rechazaba las propuestas del sultán. Y ordenó que se estrechara con mayor ahínco el sitio de Damieta. La tozudez del legado pareció en un primer momento justificada por los hechos. Si el sultán el-Kamil trataba de conseguir a toda costa que se fueran los francos, era que la guarnición musulmana de Damieta realmente no podía aguantar más. Los francos, convencidos de esta situación, prepararon el asalto. En la noche del 5 de noviembre de 1219 se apoderaron escalando de una de las torres principales y al amanecer la ciudad estaba tomada. La toma de Damieta era obra personal de Juan de Brienne, que había preparado y dirigido el asalto. No obstante, Pelagio podía reclamar ese triunfo, pues gracias a él se había perseverado en el ataque a la plaza en vez de aceptar las propuestas del sultán: así el legado había tenido razón contra el rey. Su orgullo aumentó, así como sus pretensiones al mando único. En Damieta conquistada se le vio conducirse como dueño, afectando ignorar los derechos del rey, eliminando a los agentes reales. Entre sus gentes, italianos
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en su mayor parte, y los caballeros franceses que se habían puesto de parte de Juan de Brienne se produjeron riñas, luchas callejeras. Juan, lleno de amargura, aprovechó el primer pretexto para abandonar Damieta y regresar a Siria (29 de marzo de 1220). Tal como lo había deseado, Pelagio quedó, pues, en Damieta al frente de la cruzada. Su orgullo no conoció límites. Desde la conquista de la ciudad, creía poseer las cualidades de un gran capitán. En realidad, su suficiencia no iba a tardar en poner en peligro al ejército. Descuidó mantener una escuadra de observación delante de Damieta, grave error, pues el dominio del mar era indispensable para el éxito de la expedición. Los egipcios se apresuraron a aprovecharse de ello para construir una flota destinada a interceptar las comunicaciones entre Damieta y San Juan de Acre. Informadores (sin duda coptos) previnieron a tiempo al legado, pero este se negó a dar crédito a sus palabras. «¡Mira esos patanes!, parece que exclamó; cuando quieren que les den de comer vienen a largarnos una noticia de su invención. ¡Hala, que les den de comer!». Sin embargo, la información era tan exacta que, unos días después, los navíos egipcios se hacían a la mar y entre Damieta y los puertos cristianos empezaba una guerra de persecución que causó a los francos perjuicios enormes. No obstante, el sultán el-Kamil propuso otra vez a los francos restituirles todo el territorio del antiguo reino de Jerusalén, si ellos le devolvían Damieta. De nuevo Pelagio hizo que rechazaran la propuesta. Cuando los mensajes llegados de Egipto dieron la noticia a Felipe Augusto, el rey de Francia, nos dice Ernoul, pensó que el legado se había vuelto loco: «¡Podía haber cambiado una sola ciudad contra todo un reino y lo ha rechazado!». Pelagio no paró en eso. En los últimos días de junio de 1221 decidió ir a conquistar El Cairo. En Acre, Juan de Brienne juzgó la situación en el acto: «Se envía al ejército a una aventura en la que se va a perder todo». Desesperado, dando oídos solamente a su deber, se embarcó de inmediato con el corazón lleno de siniestros presentimientos, para unirse al ejército. El 7 de julio desembarcó en Damieta. Pelagio ya había dado la orden de marcha. Todo el ejército se movía al sur, en dirección a El Cairo. «Quienes hicieron tomar esa decisión a los francos, dice enérgicamente la crónica de Ernoul, hicieron que tomaran exactamente la decisión de ahogarse». En efecto, llegaba la época en la que, todos los años, los egipcios abren las esclusas para la inundación de el Nilo. Según la historia de los patriarcas de Alejandría, Juan de Brienne intentó una vez más detener a Pelagio. Este lo acusó de traición. «¡Me sumaré, pues, a vuestra marcha, decidió Juan, pero que Dios nos juzgue!». A la salida de Damieta, el ejército franco penetró en el triángulo de las tierras bajas, verdadera «isla», que bordean por el norte el lago de Menzalé, al oeste de la rama oriental del Nilo y al sur del canal del Nilo llamado Bahr es-Seghir. En el Nilo, la flotilla egipcia, amarrada con coderas entre El Cairo y Damieta, interceptaba las comunicaciones
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por agua y cortaba el avituallamiento de los cruzados. Ahora bien, el legado, persuadido de que se iba a entrar inmediatamente en El Cairo, no había hecho llevar más que una cantidad irrisoria de víveres. Por otra parte, en la bifurcación del Nilo y del Bahr esSeghir, el sultán el-Kamil acababa de construir la poderosa fortaleza de Mansura que, resguardada tras esta corriente de agua, impedía el paso y cortaba la ruta de El Cairo. Los cruzados empezaban a darse cuenta del atolladero en que se habían metido, cuando se produjo el drama final: los egipcios rompieron los diques y el agua invadió la llanura, dejando a los francos solamente una estrecha calzada en medio de la inundación. Pelagio –estaban a 26 de agosto– decidió entonces batirse en retirada. Pero la crecida seguía subiendo y, al llegar a la altura de Baramún, no tuvieron más remedio que reconocer que no podían avanzar más. «Los francos habrían querido combatir, pero sus soldados, con el agua hasta las rodillas, resbalaban en el barro sin poder alcanzar al enemigo, que los acribillaba con las flechas». El legado, desconcertado, implora entonces la ayuda de Juan de Brienne, a quien hasta ese momento ha tratado con tantas impertinencias. «¡Sire, por el amor de Dios, dad ahora muestras de vuestro buen sentido y de vuestro valor!». «¡Señor legado, señor legado, responde Brienne, deberíais no haber salido nunca de vuestra España, pues habéis llevado a la cristiandad a su perdición. Y ahora me pedís que salve la situación, lo cual ya no está en el poder de nadie, pues ya veis que no podemos ni llegar al enemigo para combatir, ni continuar nuestra retirada, ni siquiera acampar en medio de toda esta agua. Además, no tenemos víveres ni para nuestros caballos ni para nuestros hombres». No quedaba a los cruzados más que ofrecer a Melik el-Kamil la rendición de Damieta, considerándose felices si, con esas condiciones, podían conseguir su salvación. Por fortuna, el nuevo sultán de Egipto era uno de los espíritus más políticos y más liberales de esa gloriosa dinastía kurda, tan político como su padre el-Adil –que había estado a punto de convertirse en cuñado de Ricardo Corazón de León–, tan liberal y tan generoso como su tío, el gran Saladino. Por lo demás, el-Kamil tenía los ojos puestos en Occidente. No ignoraba que el más poderoso soberano de la cristiandad, el emperador germánico y rey de Sicilia Federico II, acababa de tomar la cruz. Si destruía el ejército franco, al que los egipcios tenían a su merced, se exponía a una invasión de represalias más temible todavía. Así pues, el-Kamil aceptó la propuesta de los cruzados y, una vez tomada esa decisión, se atuvo a ella con una humanidad y una cortesía que fue la admiración de los cronistas. Juan de Brienne, con noble abnegación, había aceptado servir de rehén para la evacuación de Damieta. El-Kamil lo recibió como a un rey, «lo colmó de tales señales de estima como no había acordado a nadie». En una tienda espléndida, en lo alto de una loma que dominaba el teatro de las operaciones, rodeado de sus hermanos el-Muazzán, sultán de Damasco, y el-Achraf, sultán de la Djeziré, ofreció al rey-caballero un festín magnífico. Pero en medio de los halagos más atentos, el viejo
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soldado no pudo retener las lágrimas. El sultán se extrañó: «¿Por qué lloras? Llorar no es propio de un rey». «Puedo llorar, respondió el rey, cuando veo allá abajo morir de hambre esas pobres gentes que Dios me había confiado». El ejército franco, rodeado por la crecida de las aguas y sin víveres en la estrecha franja de tierra donde había tenido que deponer las armas, moría de inanición. Melik el-Kamil, compadecido, mandó que enviaran a los francos los víveres necesarios. «Esos mismos egipcios, a cuyos padres nosotros habíamos asesinado en otro tiempo, a quienes habíamos despojado y arrojado de sus casas, confiesa Olivier de Cologne, ahora nos ofrecían víveres y nos salvaban cuando nos moríamos de hambre y estábamos a su merced...». El ejército cristiano, libre de su atolladero, reembarcó sin dificultades después de haber devuelto Damieta a el-Kamil; Juan de Brienne regresó a San Juan de Acre entre la estima general. En cuanto a Pelagio, el autor responsable del desastre, cuando estuvo de regreso en Italia recibió una severa reprimenda por parte del papa, el cual le recordó todo el asunto y dio toda la razón a Juan.
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Capítulo XV UNA PEREGRINACIÓN SIN FE LA EXTRAÑA CRUZADA DE FEDERICO II
El fracaso de la quinta cruzada obligaba a los francos a replantearse todo el problema de Levante. Desde Ricardo Corazón de León, un ataque directo a Jerusalén era considerado como imposible. La dispersión y el hecho de apoderarse de rehenes en Egipto solo habían conseguido la capitulación del cuerpo expedicionario. ¿Qué hacer en adelante? Juan de Brienne fue a Italia para pedir ayuda y consejo al papa Honorio III y al emperador Federico II (octubre de 1222). Federico II era un soberano poderoso, el más poderoso desde Carlomagno, si pensamos que a la herencia de su antepasado Federico Barbarroja –todo el Sacro Imperio con Alemania, Italia del Norte, el reino de Arles– unía, por parte de su madre, heredera de los últimos normandos de Sicilia, el bello reino de Italia meridional. La doble herencia de los Césares germánicos y de los príncipes italo-normandos había conseguido hacer de él uno de los personajes más complejos de la historia, el último de los potentados de la Alta Edad Media por sus sueños de monarquía universal, el primer hombre del Renacimiento por su curiosidad de espíritu y su concepción enteramente laica del Estado. No menos extraña se presentaba su situación en la disputa del Sacerdocio y del Imperio, puesto que este descendiente de los Hohenstaufen y del Imperio, enemigos encarnizados del papado, se había encontrado, por fuerza de las circunstancias, con que era pupilo de la Iglesia romana, hijo de adopción de Inocencio III. El sucesor de Inocencio, el anciano papa Honorio III, que sentía hacia el joven Federico un afecto paternal y que hasta el último momento conservaría tantas ilusiones con respecto a él, contaba firmemente con el emperador para volver a emprender las cruzadas. Estos sentimientos eran compartidos por el gran maestre de la Orden Teutónica, el caballeromonje Hermann von Salza, cuyo celo por Tierra Santa solo podía compararse con su devoción a Federico. Ambos creyeron haber encontrado una manera decisiva de que el emperador se adhiriera a los intereses de la Siria franca: asegurarle la corona de Jerusalén. Juan de Brienne, de su matrimonio con la reina de Jerusalén ya fallecida no tenía más que una hija, Isabel, que entonces contaba once años. Esta niña era, por línea materna, la heredera legítima de la corona de Jerusalén, pues Juan solo había sido reconocido rey a título de príncipe consorte. Federico II estaba viudo desde hacía cuatro meses. No tenía más que veintiocho años. Honorio II y Hermann von Salza concibieron la idea de casarle 182
con Isabel. Federico se apresuró a acoger este proyecto. En derecho cristiano, el título prestigioso de rey de Jerusalén realzaba más si cabe el de emperador de Occidente. De golpe, todo el Oriente latino se encontraría así unido al imperio germánico. Por su parte, Juan de Brienne quedó lleno de asombro. El viejo caballero champanés, a quien el favor de Felipe Augusto había enviado a gobernar Tierra Santa, se encontraba con que ahora era suegro del emperador. Otorgó su asentimiento sin discutir al matrimonio. ¿Acaso no era en interés del país cristiano? El soberano de Alemania y de Sicilia, ¿no iba a comprometer todas las fuerzas de Occidente en la defensa y la recuperación de Tierra Santa, volver a tomar Jerusalén, aplastar el Islam? ¿No era aquello la salvación de la Francia de Levante? Así pensaba el viejo rey, tipo de caballero errante, directo como su espada, sin segundas intenciones y sin malicia. Pero cuando, al regresar de Italia, se presentó lleno de alegría a comunicar la buena nueva a Felipe Augusto, la acogida glacial que le hizo el Capeto empezó a hacerle concebir alguna duda. El agudo político que acababa de edificar la Francia de las Galias había comprendido de inmediato que el matrimonio imperial significaba la muerte de la Francia de Levante. Mientras que el papado se dejaba prender por las seducciones de Federico II, él había penetrado en la psicología del joven Hohenstaufen. La Siria latina, a pesar de su carácter teóricamente internacional, era de hecho, desde hacía tiempo, tanto por la raza como por la civilización, una tierra francesa, y el matrimonio de la heredera de sus reyes con el emperador suabo no podía por menos que desnacionalizarla. Felipe Augusto, a quien Juan de Brienne debía toda su carrera, le reprochó que lo colocara ante un hecho consumado. Pues era demasiado tarde para echarse atrás de la decisión. En agosto de 1225, una escuadra imperial de catorce navíos condujo desde Brindisi a San Juan de Acre al arzobispo Jacques de Patti, encargado de celebrar por poderes el matrimonio de Isabel y de Federico II. La joven –tenía catorce años– recibió el anillo nupcial en la iglesia de la Santa Cruz de Acre y luego fue coronada emperatriz en la catedral de Tiro. Los cronistas nos describen con deleite las fiestas que, durante quince días, acompañaron a la ceremonia, las calles adornadas con las armas de Jerusalén y de Suabia, con justas, torneos, danzas y representaciones de romances de caballería, «como conviene cuando una dama tan alta como la reina de Jerusalén se casa con un hombre tan alto como el emperador». Unas semanas más tarde, la joven emperatriz-reina se despidió de aquella tierra Siria donde había nacido y que nunca había abandonado, despedida impregnada de un melancólico presentimiento y, al partir, contempló la orilla y dijo: «A Dios os encomiendo, dulce Siria, pues ya no os volveré a ver». A su llegada a Brindisi, en octubre de 1225, fue recibida con gran pompa por Federico II. El matrimonio se celebró en esta ciudad el 9 de noviembre.
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Todo este asunto de matrimonio descansaba sobre un malentendido entre Juan de Brienne y su nuevo yerno, malentendido cuidadosamente alimentado hasta entonces por este último, pero que, una vez en posesión de la heredera, se encargó de disipar. El viejo Brienne pensaba conservar la corona de Jerusalén hasta su muerte. Federico deseaba que se la cediera enseguida. Hay que señalar que desde el punto de vista jurídico (y sabemos que, al igual que Felipe el Hermoso, tenía alma de jurista) estaba estrictamente en su derecho. Ya hemos visto que Juan de Brienne, desde la muerte de su esposa, María de Jerusalén, ejercía el poder solamente como tutor de la hija de ambos Isabel: por el hecho de su matrimonio, esta ya era considerada mayor de edad y la realeza recaía sobre ella, es decir, sobre su marido. Esto es lo que, la misma noche de su boda, Federico explicó crudamente a su ingenuo suegro. El viejo caballero, que siempre había tenido algo de Quijote, no lo comprendió de inmediato. Y Federico, llevándose a Isabel, se marchó de Brindisi sin prevenirlo, abandonándolo a sus reflexiones. El infeliz, rumiando esta primera afrenta, se apresuró a alcanzar al emperador en su primera etapa; pero esta vez la acogida fue tal que perdió toda ilusión: estaba burlado y despojado. La pobre pequeña emperatriz-reina tampoco era feliz. Federico, que a pesar de los catorce años de su nueva esposa se había apresurado a consumar el matrimonio, ya la estaba engañando. Según las crónicas francas, Juan de Brienne la encontró un día bañada en lágrimas porque Federico acababa de violar a una de sus primas, que había llegado con ella de Siria. Juan fue a gritarle su indignación al culpable «y le dijo que, si no fuera por miedo al pecado, le clavaría su espada en el cuerpo». El emperador le obligó entonces a «despejar el campo». Estos dos hombres no iban a volver a verse más que en el campo de batalla. En cuanto a la desgraciada Isabel, la adolescente precozmente iniciada en las tristezas de la vida, moriría de parto a los dieciséis años el 4 de mayo de 1228. Pero como dejaba un hijo, el futuro Conrado IV, heredero legítimo del trono de Jerusalén, Federico pudo continuar administrando las tierras de ultramar en nombre de ese niño. Después de haber eliminado con tanto desenfado a Juan de Brienne, Federico se apresuró a tomar posesión de la Siria franca. Como no se fiaba más que a medias de la nobleza francesa del país, envió como gobernador a San Juan de Acre en 1226 a un hombre suyo, el barón napolitano Tomás de Acerra. Estas prisas por apoderarse de su nuevo reino sirio hicieron esperar tanto a los francos de Siria como al papado que se pondría a la cabeza de una gran cruzada. La verdad era que ya hacía mucho tiempo que, a petición del papa Inocencio III –era en 1215–, había jurado tomar la cruz. Desde entonces aplazaba indefinidamente el cumplimiento de su voto. A todos los apremios del papado, primero paternales mientras vivió Honorio III, luego severos y pronto amenazadores desde el advenimiento de Gregorio IX, respondía con peticiones de nuevos plazos, ya con pretextos excelentes, ya por medio de miserables excusas. La
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comedia que estaba jugando así acabó por enfadar al anciano lleno de celo que era Gregorio, constriñendo a este a una ruptura que perjudicaría igualmente al imperio, al papado y a la Siria franca. Hay que reconocer que era extraña la actitud de este jefe de Occidente, de ese rey de Jerusalén, tan riguroso cuando se trataba de reclamar todos los derechos inherente a ese doble título y que parecía tan poco dispuesto a cumplir con los deberes correspondientes. La defensa de Occidente, en el siglo XIII, se realizaba en las marcas de Siria, frente el Islam; se llamaba la Cruzada. Pero Federico II no era, ni mucho menos, enemigo del Islam. Conocía muy bien el Islam. Educado en Sicilia, en esa tierra todavía medio musulmana donde la dominación normanda estaba lejos de haber borrado las huellas de la ocupación árabe, todo lo referente a la civilización árabe-persa halagaba sus gustos: la filosofía árabe, entonces en su apogeo, que permitía a ese espíritu curioso y casi librepensador escapar del círculo del pensamiento cristiano; el ejemplo del califato hereditario que reforzaba sus tendencias al cesaropapismo; la ciega devoción de sus súbditos árabes de Sicilia que le proporcionaban regimientos que ninguna amenaza de excomunión podía conmover; las costumbres musulmanas con su poligamia. Después de la muerte de su mujer Isabel, se había constituido en Lucera, en el reino de Nápoles, una verdadera capital musulmana en la que, en medio de sus mamelucos cilicios, se conducía como un sultán... un sultán al que no le faltaba ni siquiera un harén. «La población de Lucera, escribe el cronista árabe Djemal ed-Din que había visitado la ciudad, era toda musulmana. Se observaba la fiesta del viernes y las otras costumbres del islamismo. Federico había hecho construir un colegio en el que se enseñaba las ciencias astrológicas. Muchos de sus allegados y de sus secretarios eran musulmanes. En su campamento, el almuecín llamaba a la oración». Los cronistas occidentales confirman estos datos. «Tenía tanto afecto y familiaridad con los infieles, nos cuenta el manuscrito de Rothelin, que escogía entre ellos a sus servidores más íntimos y hacía vigilar a sus mujeres por eunucos», mujeres que eran árabes o moriscas, especifica Mathieu Paris. «Muchos eran, prosigue el manuscrito, los puntos sobre los cuales había adoptado las costumbres musulmanas. Así, intercambiaba continuamente embajadas y regalos con el sultán de Egipto. El papa y los otros príncipes cristianos acababan preguntándose si no se habría convertido en secreto a la religión de Mahoma; pero otros decían que aún se hallaba vacilante entre el Islam y el cristianismo». Lo que sin duda seducía a Federico era menos la religión del Corán propiamente dicha que la ciencia árabe-persa, que entonces se adelantaba mucho a la ciencia occidental. El historiador árabe Maqrizi nos dice: «era un príncipe sabio en filosofía, en geometría, en matemáticas y en todas las ciencias exactas. Envió al sultán el-Kamil varias cuestiones muy arduas sobre la teoría de los números. El sultán se las mostró al jeque Alam ed-Din Tasif, así como a otros sabios. Escribió las respuestas y se las devolvió al emperador». Hay que señalar que nadie estaba mejor cualificado que el-Kamil para
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comprender semejantes preocupaciones. Este sucesor de Saladino era conocido en todo el Islam por la manera liberal con la que se atraía y pensionaba a los sabios. Siempre tenía alojados a algunos en su propio palacio, nos cuenta Maqrizi, para discutir con ellos durante parte de la noche. Estas disposiciones tanto por parte del sultán como por parte del emperador iban a introducir en las relaciones entre musulmanes y cristianos un espíritu verdaderamente nuevo. Por otra parte, si Federico II afectaba admirar tanto el Islam, era un poco a la manera de Montesquieu o de Voltaire, menos por el propio Islam que contra la Iglesia romana. Incluso en la pluma de los cronistas árabes, sus elogios de la sociedad musulmana adquieren el aspecto de dardos contra el papado. He aquí, relatada por Djemal ed-Din, una conversación que no desmerecería de las Cartas Persas. Federico le pide al emir Fakhr ed-Din, embajador del sultán, que le hable sobre el califa. «El califa, responde el emir, es el descendiente del tío de nuestro profeta Mahoma. Ha recibido de su padre el califato, y así sucesivamente, de suerte que el califato siempre ha estado sin solución de continuidad en la familia del Profeta». «Eso es perfecto, exclama el emperador, y muy superior a lo que existe entre esos imbéciles de francos, que aceptan como jefe a un hombre cualquiera (el papa), que no tiene ningún parentesco con el Mesías y de quien hacen una especie de califa. Ese hombre no tiene ningún derecho a ostentar ese rango, mientras que vuestro califa, que es de la familia del Profeta, tiene todo los derechos». No hacían falta muchos dardos como ese para que, si Federico se decidía por fin a partir para Oriente, el viaje de ese extraño cruzado apareciera, tanto para los sorprendidos musulmanes como para los escandalizados cristianos, como la visita de un «sultán de Italia» a su amigo el sultán de Egipto. Y en efecto, ese iba a ser uno de los aspectos de la «cruzada» de Federico II; más aún, esa fue su razón determinante. Fue a la llamada del sultán como el emperador germánico emprendió el viaje a Siria. He aquí la explicación de ese hecho paradójico. El imperio de Saladino, que seguía abarcando Egipto, Palestina y la Siria musulmanas y Mesopotamia septentrional, se hallaba entonces repartido entre tres príncipes de su familia, tres hermanos, sobrinos suyos: el-Kamil que, con el título de sultán supremo, poseía Egipto, el-Muazán que poseía Damasco, y el-Achraf que poseía Mesopotamia. En 1226, el sultán de Egipto el-Kamil y el rey de Damasco el-Muazán se pelearon entre sí. Para triunfar sobre su hermano mayor, el-Muazán llamó en su ayuda al temible conquistador turco Djebal ed-Din Manguberdi, el cual, arrojado de Kwarezm o país de Khiva, su patria, por los mongoles de Gengis Kan, acababa de labrarse un nuevo reino en Persia y en Armenia y cuyas bandas medio salvajes, asesinando y asolando todo en su camino, eran objeto de terror para las antiguas capitales del Islam mediterráneo. Aquello era apelar a los bárbaros. El-Kamil no se equivocó. Como un relámpago, el sultán filósofo y letrado vio a su bella tierra de Egipto invadida por los feroces escuadrones
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kwarezmenos, a toda la civilización musulmana en peligro, peligro tanto más grave cuanto que los kwarezmenos no eran más que la avanzadilla de la invasión mongola y que detrás de Djelal ed-Din se perfilaba la sombra terrible de Gengis Kan. Por muy musulmán que fuera Djelal ed-Din igual que el-Kamil, este, que era tan acomodaticio desde el punto de vista islámico como Federico II podía serlo desde el punto de vista cristiano, se sentía mucho más seguro con el escéptico emperador de Occidente que con el sanguinario sableador turco. Contra la amenaza kwarezmena para defender la civilización, no dudó en apelar a Federico. «Escribió al emperador de los francos, atestigua la crónica musulmana del Collar de perlas; le pidió que acudiera a Siria, a Acre, prometiendo que, si Federico le ayudaba contra el-Muazzán, devolvería a los francos la ciudad de Jerusalén». El embajador a quien el sultán de Egipto encargó que llevara este mensaje a Federico II era el emir Fakhr ed-Din, una de las figuras más curiosas de aquel tiempo, tan prendado por la civilización occidental como Federico podía estarlo de la civilización musulmana, hasta el punto de que ambos hombres trabaron una amistad que duró tanto como sus vidas. En uno de los dos viajes que el emir hizo a la corte de Sicilia, en otoño de 1226 o en octubre de 1227, Federico en persona lo armó caballero, y a partir de entonces Fakhr ed-Din llevó en su bandera el blasón del emperador. Por su parte, Federico envió a El Cairo dos embajadores, Tomás de Acerra y el obispo Berard de Palermo, quienes, según nos dice el cronista árabe Maqrizi, «ofrecieron al sultán el propio caballo del emperador, con una silla de oro incrustada de pedrería. El-Kamil en persona salió al encuentro de los embajadores y les ofreció como residencia en El Cairo el palacio del último visir. Se ocupó a su vez de enviarle al emperador ricos regalos procedentes del Yemen y de la India». De acuerdo con las condiciones de la alianza así concluida con el sultán, Berard de Palermo se dirigió a Damasco para tratar de intimidar a su hermano el-Muazán. Ya imaginamos que el recibimiento fue totalmente distinto. «Dile a tu amo, respondió el rey de Damasco, que yo no soy como otros y que, para él, solo tengo mi espada». Así, mientras que el papado instaba a Federico II a que partiera para Oriente a dirigir la guerra santa contra el sultán, el sultán lo invitaba a ir como amigo y aliado para que lo defendiera contra su hermano y los socios de su hermano, es decir, contra los remolinos de la barbarie que se producían en el fondo de Asia Central por la tormenta mongola. Esta doble invitación iba a permitir que el emperador siciliano jugara uno de esos juegos diplomáticos en los que era maestro, juego sutil, aunque bastante complicado y contradictorio, incluso peligroso, en el que triunfó solo por un milagro de habilidad y también de equívoco. Señalemos una de las primeras ventajas de esa situación: Federico II pudo comenzar en su reino de Tierra Santa la guerra contra los musulmanes de Damasco sin indisponer
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en nada al sultán de Egipto, sino más bien al contrario, colmándolo de satisfacción. Ya al comienzo de 1227 envió a San Juan de Acre un primer contingente de cruzados germánicos bajo el mando del duque Enrique de Limburg, que tomó Sidón a la gente de el-Muazzán, levantó la ciudad de Cesarea y ayudó al gran maestre Hermann von Salza a construir la fortaleza de Montfort, que desde entonces fue la sede principal de la Orden de los caballeros teutónicos. Estas operaciones, además de muy útiles para la defensa de Tierra Santa, no eran más que el inicio de la gran expedición para la que los cruzados alemanes esperaban la llegada de Federico II, no sin extrañarse de que siguiera sin desembarcar. El retraso de Federico II en partir para Siria se explica por la necesidad de llevar a bien su negociación con el sultán. Pero también parece que el emperador germanosiciliano quiso ser demasiado hábil. A fuerza de retrasarse para no salir hasta el momento oportuno, dejó pasar ese momento favorable desde el punto de vista del efecto moral en el mundo cristiano como en lo que se refiere a su pacto con el sultán. En efecto, por una parte, el nuevo papa Gregorio IX, que no poseía los tesoros de paciencia de Honorio III, acabó por exigir que partiera de inmediato; y como Federico, que esta vez se retrasaba de verdad por la muerte del landgrave de Turingia y por su propia enfermedad, solicitó un nuevo plazo, el papa, negándose a creer estas explicaciones, lo excomulgó (28 de septiembre de 1227). Decisión grave que parecía hacer moralmente imposible la cruzada del emperador; por lo demás, Gregorio IX lo comprendió así, puesto que le prohibió formalmente que en adelante fuera a Tierra Santa. Pero Federico, cuyo viaje debía de tener muy poco carácter de cruzada, no le hizo caso. A pesar de las advertencias del papado, había diferido su partida año tras año. Y a pesar de la prohibición del papa, se embarcó ya excomulgado (28 de junio de 1228). Por otra parte, incluso desde el punto de vista de sus tratos con el sultán, Federico II realmente había tardado demasiado. Si el-Kamil había solicitado su alianza, era, como hemos visto, para luchar contra el-Muazzán, príncipe de Damasco, que amenazaba con provocar sobre Egipto la invasión de las bandas kwarezmenas. Pero mientras el embajador egipcio Fakhr ed-Din se hallaba todavía en Italia cerca de Federico, elMuazzán murió (12 de noviembre de 1227). El hijo de el-Muazzán, en-Nasir Daud, que le sucedió en Damasco, era solo un joven sin experiencia, incapaz de constituir un peligro para Egipto. Habiendo así pasado el peligro, el sultán ya no tenía interés en que acudiera Federico: ¿Por qué tendría ya que mantener el ofrecimiento de entregar Jerusalén a los francos? Lamentando su imprudente invitación, intentó anular el viaje del emperador. Pero sucedía que Federico II se había ya adelantado demasiado para retroceder. La presión de la opinión pública en todo Occidente se había hecho irresistible. Partía, pues, pero partía en las condiciones menos favorables, cruzado excomulgado, desterrado de la Cristiandad por la Santa Sede; y, al mismo tiempo, en vez de llegar como aliado del
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sultán de Egipto, se presentaba, a los ojos de este, como el más indeseable de los viajeros. Por haber querido bandearse demasiado hábilmente entre el Islam y la Cristiandad, corría el riesgo de verse desautorizado tanto por la Cristiandad como por el Islam. *** A todas estas dificultades, que no dependían enteramente de él, el extraño cruzado añadió gratuitamente otras por su actitud hacia la nobleza francesa de Chipre y de Palestina. El reino fundado en la isla de Chipre a fines del siglo XII por la casa de Lusignán era, si cabe, aún más francés que el reino de Jerusalén. Durante la minoría de edad del joven rey Enrique I de Lusignán, que entonces tenía once años, la regencia estaba ejercida por un viejo barón francés de Siria, Juan de Ibelín, señor de Beirut, cuya familia originaria de Chartres se hallaba, tanto en Chipre como en Palestina, en el primer puesto de la nobleza. Era el modelo cumplido del perfecto caballero, valeroso y sabio, prudente y cortés. Además de esto, administrador de mano firme y liberal, agudo jurista, hábil orador, encarnaba en las marcas de Levante la brillante civilización francesa del siglo XIII. Cuando Federico II, camino de Siria, hizo escala en Chipre, Juan de Ibelín acudió a recibirlo con la mayor deferencia al puerto de Limassol (21 de julio de 1228). Por su parte, Federico afectó la más abierta amistad hacia él y lo invitó, con toda la nobleza chipriota, a un magnífico banquete en la misma Limassol. El sire de Beirut, que recordaba el desagradable desengaño de Juan de Brienne, no dejaba de sospechar que esas atenciones ocultaban también alguna perfidia, pero a sus amigos que intentaban disuadirlo de que aceptara invitación les respondió noblemente «que prefería ser hecho prisionero o muerto antes que se dijera que, por su desconfianza en el emperador, las fuerzas francas se habían dividido y la cruzada había fracasado». Pero esa desconfianza a propósito de la actitud de Federico II estaba, no obstante, demasiado fundada. Rey de Jerusalén, se proponía implantar en sus Estados sirios el mismo absolutismo que en Sicilia. Para ello necesitaba eliminar las franquicias y las libertades de las que siempre había disfrutado la nobleza francesa de Palestina. Necesitaba quebrantar esa misma nobleza y, tal como lo había previsto Felipe Augusto, transferir el poder del elemento francés al elemento italo-germánico. Para conseguirlo, no le bastaba con afirmar su autoridad sobre la Siria franca, donde su título de rey de Jerusalén le otorgaba, en efecto, todos los derechos; necesitaba también poner la mano en el reino de Chipre suprimiendo el obstáculo que para él constituía la regencia de Juan de Ibelín. El banquete de Limassol no tenía otro objetivo. La noche anterior, Federico había situado secretamente en las salidas del castillo hombres de armas fieles. Al final del 189
festín, esos guardias surgieron espada en mano detrás de los convidados y él mismo arrojó la careta. Sin preámbulos, intimó a Juan de Ibelín a que le rindiera cuentas de su gestión en los asuntos de Chipre y que, en el continente, entregara a los imperiales la plaza de Beirut. El primer requerimiento tendía a conferir al emperador, rey de Jerusalén, la soberanía sobre el reino de Chipre con la regencia del Estado insular; el segundo, a despojar de su feudo personal al jefe de la nobleza francesa de Levante. En apoyo de sus pretensiones, Federico invocaba el derecho imperial germánico. Imposible significar de manera más nítida que los derechos de los dos reinos franceses de Oriente quedaban abolidos por su unión al Imperio. Y la amenaza seguía: «Por esta cabeza que tantas veces ha llevado la corona, que haré lo que me plazca en estos dos asuntos, o sois hechos prisioneros». Detrás de los convidados, los guardias con la espada desenvainada se acercaron. Juan de Ibelín se levantó. Con una cortés, pero inquebrantable firmeza, invocó las leyes de los reinos franceses de Levante. No respondería de sus títulos de propiedad sobre Beirut más que ante la corte de los notables del reino de Jerusalén, en San Juan de Acre, y de su gestión en la isla, ante la corte de Chipre, en Nicosia. Contra las pretensiones del absolutismo imperial, proclamó los derechos y las libertades de la nobleza francesa, heredera de la antigua dinastía de Jerusalén, y afirmó que no estaba dispuesto a dejar que la Francia de Levante fuera tratada como una simple marca germánica: «Tengo y mantendré Beirut como feudo mío en derecho, y madama la reina Isabel de Jerusalén que fue hermana mía y su señor el rey Amalarico me la dieron cuando la Cristiandad la recuperó totalmente destruida, y he sido yo quien ha levantado sus murallas y la ha fortificado, y si vos pretendéis que la tengo injustamente, os demandaré ante el alto tribunal del reino de Jerusalén. Y sabed que ni miedo, ni prisión ni amenaza de muerte me obligarán a ceder, sino un juicio en buena y debida forma del tribunal». Ante el argumento de derecho feudal opuesto a sus teorías de derecho romano, el César germánico se dejó llevar por toda su brutalidad: «Ya había oído yo decir que vuestro lenguaje era muy hermoso y educado, y que sois muy sabio y sutil en palabras, pero os demostraré bien que toda vuestra elocuencia no prevalecerá contra mi fuerza». En este diálogo del que el caballero-poeta Felipe de Novara nos ha conservado todas las réplicas, el sire de Beirut, intérprete de los sentimientos de la nobleza francesa, responde entonces al emperador alemán con una franqueza directa, que hace temblar por él a sus compañeros: «Sire, habéis oído hablar de mis educadas palabras, pero hace tiempo que yo he oído hablar de vuestros actos y también todos mis amigos, que me habían puesto en guardia contra esta encerrona». Y sigue la declaración ya hecha por el viejo caballero a quienes le aconsejaban prudencia: cuando había acudido a fiarse de la lealtad del emperador, no ignoraba nada de las traiciones a las que le exponía el bien
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conocido carácter de este, pero había preferido correr ese riesgo antes que ser acusado de rehuir la asamblea para la cruzada: «Y no he querido que se pudiera decir: ‘el emperador de Roma fue a ultramar y lo habría conquistado todo a no ser por esos sires de Ibelín que se negaron a seguirle’». Hay que leer en el texto de Felipe de Novara este discurso de magnífica elocuencia, uno de los más bellos del francés medieval. En el soplo poderoso que lo anima se percibe, junto con la nobleza de alma del viejo barón, ese patriotismo de Tierra Santa al cual el sire de Beirut subordinaba su fortuna, su libertad y su vida. «El emperador, continúa Novara, se encolerizó mucho y cambió de color», pero no quiso llegar al extremo. Ante el temor de una rebelión general, dejó partir a Ibelín. E hizo bien, pues los jóvenes de la aristocracia chipriota habían planeado apuñalar a Federico durante su visita a Nicosia, y fue Juan de Ibelín quien, habiéndose enterado, se lo impidió: «Es nuestro señor y, haga lo que haga, conservemos nuestro honor». Llegaron, pues, a un acuerdo. Los barones chipriotas consintieron en reconocer al emperador como soberano de su rey. Pero se negaron a añadir a esta soberanía global la prestación de homenaje directo y personal a Federico. Esta distinción jurídica rotunda impedía que el emperador estableciera en Chipre el gobierno absolutista con el que soñaba. Después del rey de Chipre, el más poderoso príncipe del Oriente latino era el príncipe de Antioquía y de Trípoli, Bohemundo IV. A la noticia de la llegada del emperador, se había dirigido a Chipre para hacerle los honores. Pero el episodio de Limassol le inspiró las más vivas inquietudes. Federico, que había querido desposeer a Juan de Ibelín del condado de Beirut, ¿no iría a apoderarse de la propia persona de Bohemundo para obligarle a que le entregara Antioquía y Trípoli? Para escapar de ese avispero, el príncipe de Antioquía simuló que estaba mudo y loco, «y, dice el cronista, no hacía más que gritar ‘¡Ah, ah, ah!’». Gracias a esta astucia pudo, sin ser vigilado, meterse en un barco que lo llevó a Trípoli. «En cuanto tocó tierra, añade con sorna el cronista, quedó curado; y le dio gracias a Dios por haber escapado del emperador». Estupenda comedia, sabrosa como una fábula, pero que muestra bien la deplorable impresión causada por Federico II en Levante. Impresión de temor, pero de un temor en el que no hay mezcla ninguna de respeto y que, por el contrario, provocaba en la gente una rebeldía irreverente y burlona. Estamos bien lejos de la majestad todavía carolingia de un Federico Barbarroja o de la admiración que inspirará más tarde el valor moral de un San Luis. Hay que reconocer que, ahora, en el heredero de Carlomagno y de los Césares, la majestad imperial más auténtica se rebaja hasta deslealtades de condottiero. Los mismos actos con los que el emperador intenta realizar su sueño de Estado centralizado a la manera antigua –o quizá ya moderna– se presentan como malas artes. Es un tirano del Renacimiento perdido en la sociedad cristiana del siglo XIII. Así pues, precedido de la más desagradable reputación el 3 de septiembre de 1228,
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Federico II desembarcó en Famagusta en camino hacia Palestina. No obstante, como decía Juan de Ibelín, era el emperador: el joven rey Enrique y los caballeros de Chipre con el propio Juan de Ibelín lo acompañaron hasta el continente. El 7 de septiembre, todo el cortejo desembarcaba en San Juan de Acre. *** Como ya hemos dicho, Federico II, al llegar a Siria, no encontró la situación prevista. Toda su política siria descansaba en la oposición entre el sultán de Egipto, el-Kamil, y su hermano menor el sultán de Damasco. La llamada del primero fue la que le decidió a ir. Contaba con ayudar a la corte de Egipto a anexionarse Damasco y recibir a cambio Jerusalén. Y he aquí que la desaparición del sultán de Damasco, sustituido por un hijo insignificante, de quien Egipto daría razón cuando le pareciera bien, echaba por tierra toda esta combinación. En el mismo momento en que Federico II se disponía a pasar de Chipre a Palestina, el sultán el-Kamil abandonaba Egipto con un poderoso ejército y ocupaba sin combatir, en tierras del joven príncipe de Damasco, Jerusalén y Naplusa (agosto de 1228). Poco después, las tropas de el-Kamil unidas a las de su último hermano el-Achraf, rey de Mesopotamia, se dirigieron a establecer un bloqueo ante Damasco, bloqueo que duró desde enero a julio de 1229 y acabó, como era de prever, con la rendición de la ciudad. Estos acontecimientos, que coinciden con la llegada de Federico II a Siria, explican la actitud embarazosa del sultán el-Kamil ante el emperador. Desde luego, lamentaba amargamente haber llamado a este. El historiador árabe Abul Fida resume la situación: «El-Kamil había llamado al emperador solamente para poner en aprietos al sultán de Damasco. Una vez muerto este, la llegada del emperador fue para el sultán de Egipto como una flecha que queda clavada en una herida». Y otro historiador árabe, Maqrizi: «El sultán el-Kamil se hallaba en el mayor de los embarazos, pues después del tratado concertado con el emperador ya no podía volverse atrás de su palabra y denegarle la cesión de Jerusalén sin declararle la guerra». Además, en medio de las discordias de su casa, mientras asediaba Damasco, no deseaba encolerizar a los cristianos, pues entonces Federico habría podido tomar partido por el infeliz joven príncipe de Damasco. Por último, la sola amenaza, siempre presente en el alto Éufrates, de las bandas kwarezmenas y, detrás de ellas, el peligro de una nueva avalancha mongola, obligaban aún más al sultán a maniobrar con gran flexibilidad hacia los francos. Pero al mismo tiempo se daba cuenta de que toda concesión un poco llamativa hecha a los francos suscitaría en el mundo musulmán una reprobación de la que los primeros en aprovecharse serían las gentes de Damasco. La situación de Federico II no era menos delicada. Tratado como réprobo después de su excomunión por el clero y por las Órdenes militares del Temple y del Hospital, se 192
había enajenado por las buenas, a causa del incidente de Limassol, las simpatías de la nobleza francesa de Chipre y de Siria. Sospechosa para los cristianos, indeseable para su aliado musulmán, veía toda su preparación diplomática reducida a la nada. Quedaba el método de la intimidación militar, método que, con los inmensos recursos de Italia y de Alemania, nadie estaba en mejores condiciones que él para emplear. La desgracia era que, en su deseo de evitar a toda costa la guerra con sus amigos musulmanes, en su coquetería de querer obtenerlo todo por la vía de la negociación, Federico se había embarcado con fuerzas insignificantes –no más de cien caballeros– y sin lo que era el nervio de la guerra: tuvo que pedir un préstamo de 30.000 besantes al señor de Djebail. Cierto que se había hecho preceder, ya en 1227, por contingentes de cruzados alemanes e italianos que, junto con los Templarios, los Hospitalarios y los barones de Siria y de Chipre, formaban un total de unos 800 caballeros y 10.000 infantes. Pero la excomunión en la que había caído le privaba de la ayuda activa no solo del Temple y del Hospital, sino también de numerosos italianos. Sabemos que los primeros sorprendidos al verle llegar con refuerzos tan insignificantes fueron los cruzados alemanes que, al menos, le seguían fieles. Incluso descartando de antemano toda idea de guerra santa, incluso limitándose a una simple parada militar a medias con el sultán, era de elemental prudencia llevar consigo efectivos suficientes para apoyar la negociación. No tardó Federico en darse cuenta. En cuanto llegó a Acre, envió ricos presentes al sultán el-Kamil por medio de Balian, señor de Tiro, y de Tomás de Acerra. Los dos embajadores solicitaban la ejecución del tratado concluido con el emir Fakhr ed-Din: la entrega amistosa de Jerusalén. El cronista árabe Dhahabi nos da a conocer el sentido de esta carta, en la que, de hombre a hombre, el emperador suplicaba al sultán que le salvara la cara. «Soy tu amigo, le escribía a el-Kamil. No ignoras cuán por encima estoy de los príncipes de Occidente. Has sido tú quien me ha traído aquí. Los reyes y el papa están informados de mi viaje. Si yo regresara sin haber obtenido nada, perdería toda consideración a sus ojos. Después de todo, esa Jerusalén, ¿no es la que dio nacimiento a la religión cristiana? Por favor, devuélvemela con el fin de que yo pueda mantener la cabeza alta ante los reyes...». En su respuesta, el sultán se excusó de los cambios sucedidos desde la muerta de elMuazán, cambios que modificaban totalmente el problema. Expuso la imposibilidad en que se encontraba de devolver Jerusalén sin que se levantara contra él la opinión pública del mundo musulmán. El emir Fakhr ed-Din, el amigo de Federico a quien el sultán volvió a enviar a este último, insistió en estas graves dificultades: Jerusalén era una ciudad santa para los musulmanes tanto como para los cristianos; ¿cómo devolver a los francos sin lucha la mezquita de Omar, reconquistada al precio de tantos esfuerzos por Saladino? Esto sería provocar, junto con el desprecio del califa de Bagdad, una insurrección pietista que arrastraría a la dinastía. Añadamos que, a pesar de esta negativa
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a ejecutar los compromisos anteriores, el sultán colmaba a Federico de atenciones y regalos: tejidos de seda, yeguas árabes, camellos de carrera, elefantes, etcétera. No obstante estas muestras de cortesía, estaba claro que, si Federico deseaba alcanzar lo que pretendía, tendría que dar pruebas de su fuerza. Acabando por donde, sin duda, debería haber empezado, reunió a todos los caballeros de Acre, a todos sus contingentes alemanes e italianos, a todos los peregrinos a quienes no asustaba demasiado la política gibelina, y emprendió al frente de ellos una marcha militar a lo largo del litoral palestino, desde Acre a Jaffa. En un primer momento, el gran maestre del Temple, Pedro de Montaigu, y el del Hospital, Bertrand de Thessy, se negaron a asociarse a un monarca excomulgado; pero pronto, preocupados a la vista de aquella tropa de hombres que se lanzaban en pleno campo raso en un país dominado por varios ejércitos musulmanes, siguieron a los imperiales a una jornada de distancia para protegerlos en caso de ataque. Llegado a la altura del «casal» de Montdidier entre Cesarea y Arsuf, Federico II se dio cuenta del peligro: si una mala tentación inspiraba al sultán, acampado cerca de allí, delante de Gaza, el pequeño ejército imperial sería sorprendido y aplastado por el número. Federico esperó, pues, a las dos Órdenes militares para continuar su marcha. Los Templarios y los Hospitalarios, para evitarle un desastre, aceptaron unirse a su columna, pero, siempre con el deseo de evitar el contacto con el excomulgado, cabalgaban independientes, sin mezclarse directamente con su tropa. Una vez llegados a Jaffa, Federico hizo levantar las antiguas fortificaciones de la ciudad (mediados de noviembre de 1228). Reconozcamos que fue una tarea excelente que, completando los trabajos de fortificación ya realizados por sus oficiales en Sidón, en Montfort y en Cesarea, acabó de devolver a los cristianos el dominio de la costa. Pero, mientras se hallaba en Jaffa, el emperador recibió las más desagradables noticias de Italia: el papa Gregorio IX acababa de hacer que los güelfos invadieran sus posesiones napolitanas. El propio cuñado de Federico, Juan de Brienne, se desquitaba de las afrentas de Brindisi conduciendo al ataque las tropas pontificias. Federico se hallaba en la más peligrosa situación. Si se quedaba en Siria para recuperar Jerusalén, perdía su reino de Sicilia, e incluso la misma corona imperial. Si abandonaba Oriente sin haber recobrado Jerusalén, quedaba deshonrado y proporcionaba nuevos motivos de agravio al partido pontificio. Como era de esperar, su primer impulso fue el de desertar de la cruzada, regresar a Italia y castigar a sus agresores. Por suerte, la mala estación se lo impidió. Y de este callejón sin salida en el que lo habían metido catorce años de falsa habilidad y de duplicidad, supo salir con soberana elegancia después de bordear precipicios. A pesar de su inferioridad numérica, Federico había impresionado a los musulmanes con su marcha sobre Jaffa. Además, podían aún llegar refuerzos de Italia que darían un vuelco al equilibrio de fuerzas. Por otra parte, mientras los imperiales fortificaban Jaffa,
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el sultán, que seguía en guerra contra su sobrino, daba comienzo al asedio de Damasco: la conquista de la gran ciudad siria le importaba mucho más que la cuestión de los Santos Lugares. Federico aprovechó hábilmente las circunstancias que se le habían puesto favorables. Por consejo de su amigo el emir Fakhr ed-Din, envió de nuevo en misión al sultán a Tomás de Acerra y Bailán de Sidón y, después de varias idas y venidas, concluyeron un acuerdo en Jaffa el 11 de febrero de 1229. Por este tratado, de capital importancia en la historia de las relaciones francomusulmanas, el sultán el-Kamil devolvió al reino franco las tres ciudades santas, Jerusalén, Belén y Nazaret, además del señorío de Torón, la actual Tibnin en la alta Galilea, y, en Fenicia, la parte del territorio de Sidón que aún poseían los musulmanes. En otros términos, el reino de Jerusalén, que de nuevo podía recobrar ese título, recuperaba, además de su capital –cesión inestimable–, amplias zonas territoriales: primero, toda la costa, luego, alrededor de Nazaret, una parte muy importante de Galilea y, por último, desde Jaffa hasta Jerusalén y Belén, una extensa banda de tierra que encuadraba la ruta de la peregrinación, con Lydda, Ramla y Emaús. No era evidentemente la restauración integral del antiguo reino de Jerusalén, puesto que el sultán conservaba la Galilea oriental, Samaria, una parte de Judea y el sur de Filistea, pero no por eso era un éxito menos magnífico. Las cesiones que Ricardo Corazón de León, en todo el apogeo de su superioridad militar, había sido incapaz de detener, Federico II las conseguía por amistad con el sultán sin sacar una espada. Pero hemos de señalar que el sultán daba pruebas de un espíritu de conciliación verdaderamente excepcional, pues, como lo había previsto, la cesión benévola de Jerusalén a los francos no dejó de levantar contra él en los medios musulmanes pietistas una tempestad de indignaciones: esa Ciudad Santa que a Saladino tanto le había costado reconquistar, su sobrino la devolvía sin lucha a los «trinitarios». En la gran mezquita de Damasco, el predicador Chems ed-Din Yusuf arrancó lágrimas a la masa describiendo los santuarios de la Ciudad Santa, el recinto de Haram ech-Cherif de nuevo profanados por los «nazarenos». En el mismo entorno del sultán, los imanes y los almuecines lo trataban públicamente de réprobo. Se comprende que Federico tuviera en cuenta ese estado de ánimo. Si deseaba evitar una revuelta general contra su amigo el-Kamil, revuelta que habría replanteado todo de nuevo, por fuerza tenía que proceder con la mayor moderación en su éxito y evitar todo lo que provocara un brote de fanatismo en los musulmanes. El tratado de Jaffa mostraba claramente la huella de esas preocupaciones o más exactamente las preocupaciones tanto del sultán como del emperador con respecto a la opinión pública sobre cada uno de ellos. Fue ante todo un compromiso que refleja la inquietud de el-Kamil en relación con las reacciones del mundo musulmán y de Federico en relación con las reacciones de la Cristiandad. De ahí el equilibrio y el entretejido de las cláusulas del tratado: Jerusalén era
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políticamente devuelta a los francos, pero, reconocida como Ciudad Santa para los dos cultos, quedaba sometida a una especie de condominio religioso, muy inteligentemente concebido. Los cristianos recuperaban el Santo Sepulcro, pero los musulmanes conservaban en su poder el conjunto del Haram ech-Cherif, con la Qubbat es-Sakhra o mezquita de Omar y la mezquita de el-Aqsa, antiguo dominio de los Templarios. El recinto del Haram ech-Cherif, donde los musulmanes obtuvieron permiso para mantener una guardia de fieles –pero fieles sin armas, únicamente afectados al culto– constituyó así un enclave religioso musulmán en Jerusalén que había vuelto a ser cristiana, del mismo modo que Jerusalén y Belén se convertían en un enclave cristiano en la Judea que seguía siendo musulmana. Y, del mismo modo que las poblaciones musulmanas de la meseta de Judea debían dejar entera libertad a los peregrinos cristianos que circulaban por la ruta de Jaffa a Jerusalén, también los cristianos de Jerusalén debían conceder toda libertad a los peregrinos musulmanes que deseaban ir a hacer sus devociones al Harán ech-Cherif. Además, los cristianos también podían acudir a rezar a la «mezquita de Omar» y al antiguo Templo de Salomón que permanecían en poder del Islam. Para evitar cualquier controversia, la comunidad musulmana de Jerusalén quedaba bajo la jurisdicción de un cadí residente, que servía de intermediario entre ella y las nuevas autoridades francas. En definitiva, Federico II y el-Kamil entrelazaron a propósito lo más estrechamente posible los intereses cristianos y los intereses musulmanes, para impedir tanto la djihad –la guerra santa islámica–, como la cruzada, por medio de un acuerdo aceptable por ambas religiones. Hay que reconocer que tal acuerdo mostraba tanto en el sultán como en el emperador un espíritu de tolerancia muy avanzado para su tiempo. Por desgracia, Federico II, que acababa de rendir a la Cristiandad un servicio tan inmenso, soportaba la pena de la falta que había cometido burlándose del papado hasta incurrir en excomunión. No solo los Templarios se negaron a reconocer el tratado de Jaffa, actitud que podemos comprender en parte, puesto que en Jerusalén recobrada el Templo de Salomón, que era su casa-madre, había sido dejado en poder del Islam, sino que, un hecho mucho más grave: el patriarca Gerold lanzó el interdicto sobre la Ciudad Santa, acto que iba a poner a Federico y a sus partidarios en una situación moralmente insostenible. Es evidente que Federico II esperaba que la recuperación de Jerusalén lo reconciliaría con las autoridades religiosas. Desde Jaffa, después de la conclusión del tratado con el sultán, se dirigió a la Ciudad Santa. Hizo su entrada en ella el 17 de marzo de 1229 y la recibió de manos del cadí Chems ed-Din de Naplusa, en representación del sultán elKamil. Al día siguiente, domingo, subió al Santo Sepulcro. Como consecuencia del interdicto del patriarca, la ceremonia fue puramente laica. «Entre el solo ruido de las armas», tomó una corona real de encima del altar y se la colocó él mismo en la cabeza. El gran maestre teutónico Hermann von Salza leyó, primero en alemán y después en
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francés, una proclama justificando la política imperial. A la salida del Santo Sepulcro, después de haber reunido a la corte en la casa del Hospital, Federico II pareció interesarse por fortificar la Ciudad Santa, un derecho que le otorgaba oficialmente el tratado con el sultán. Intentó por todos los medios conferenciar sobre este tema con los prelados y los grandes maestres de las tres Órdenes militares. Parece que especialmente dio instrucciones para que fueran puestas en estado de defensa la ciudadela o Torre de David y la Puerta de San Esteban. Parecía, pues, que se tomaba en serio su papel de defensor del Santo Sepulcro. ¿De dónde procede, entonces, el que los cronistas occidentales hayan dudado de la sinceridad de sus intenciones? Lo que más sorprendió a los cristianos en la conducta de Federico II en Palestina fue, evidentemente, su intimidad con los musulmanes. Ciertamente las relaciones cordiales entre personajes de ambas religiones estaban lejos de ser una novedad. A lo largo de todo el siglo XII, príncipes francos y emires turco-árabes habían mantenido relaciones de cortesía caballeresca, con frecuencia de verdadera amistad, como había sido el caso del rey de Jerusalén Foulque de Anjou y el regente de Damasco, Muin ed-Din Unur, o entre Ricardo Corazón de León y el hermano de Saladino. Pero en Federico II, lo sabemos, ya no se trataba solo de amistad personal con los sultanes y los emires, sino de una verdadera islamofilia e incluso de una islamofilia de naturaleza muy especial, pues era a base de anticlericalismo. Esta actitud intelectual es lo que más sorprendía a los latinos. Por lo demás, señalemos que los musulmanes, que habrían tenido que sentirse encantados, no tardaban en sentir una cierta incomodidad en cuanto se daban cuenta de que todas esas manifestaciones de simpatía hacia ellos iban acompañadas en el emperador de un escepticismo apenas disimulado. En la antología árabe del Collar de Perlas es donde apreciamos mejor la impresión muy compleja que, en este aspecto, dejó en el espíritu de los musulmanes la visita de Federico II a Jerusalén: «Este hombre pelirrojo, barbilampiño y de visión débil, por el que, si hubiera sido esclavo, no se habrían pagado cien dirhams», no se parecía en absoluto a los paladines francos de otro tiempo. Inquietaba a los musulmanes tanto como los atraía. «A juzgar por sus palabras, dice Bedr ed-Din, era ateo y se burlaba de la religión cristiana». Bedr ed-Din y Maqrizi citan pruebas características de esta indiferencia religiosa. Cuando el emperador fue a Jerusalén, hemos visto que el sultán le envió al cadí Chems ed-Din, encargado de hacerle los honores de los monumentos musulmanes de la ciudad. Dirigido por este guía, Federico visitó los edificios del Haram ech-Cherif, «admiró la Mesdjid el-Aqsa, la cúpula de la Sakhra (mezquita de Omar) y subió los escalones del minbar». En esa misma Sakhra, que había vuelto a ser el santuario musulmán más venerable de Jerusalén, vio que acababa de entrar un sacerdote cristiano, el cual con un evangelio en la mano, sentado cerca de «la huella de los pies de Mahoma», empezó a pedir limosna. ¿Estimó Federico que aquello era una falta de
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consideración, en la Jerusalén recién recuperada y con el estatuto tan especial del Haram ech-Cherif? En todo caso, su llamada al orden fue todavía más desconsiderada. «El emperador, afirma Bedr ed-Din, se dirigió hacia el sacerdote y lo abofeteó de tal manera que le hizo caer por tierra, exclamando: ‘¡Cerdo, el sultán nos ha concedido benévolamente el derecho a venir aquí en peregrinación y tú ya estás pidiendo limosna! Si alguno de vosotros lo vuelve a hacer lo haré ejecutar’». Federico tenía evidentemente razones para hacer respetar las cláusulas del tratado de Jaffa, que reservaban para el culto musulmán el recinto del Haram ech-Cherif. Pero también es verdad que la manera de hacerlo era un tanto sorprendente. Su deseo de agradar a los musulmanes se manifestaba en formas tan ostentosas, su anticlericalismo, exasperado por el interdicto que lo abrumaba, desembocaba en estallidos tan brutales que llegaba a comportarse como un renegado. En la cúpula de la Sakhra o mezquita de Omar se leía la inscripción mandada poner por Saladino en otro tiempo, después de la conquista de Jerusalén: «Esta morada sagrada, Salah ed-Din la purificó de los politeístas», nombre que los musulmanes aplicaban a los adoradores de la Trinidad. Federico, que sin duda había aprendido suficiente árabe en Sicilia, descifró o se hizo descifrar la inscripción y preguntó sonriendo quiénes eran esos politeístas. En el momento de la oración musulmana, los asistentes se sorprendieron mucho al ver que uno de los consejeros del emperador se prosternaba con la masa: se trataba de un filósofo árabe de Sicilia «que enseñaba lógica el emperador». El sultán el-Kamil, que no podía creer en tal eclecticismo religioso, había, por cortesía, prohibido a los almuecines que aparecieran en los minaretes de Jerusalén mientras durara la estancia del emperador. Pero a la madrugada uno de los almuecines a quien se habían olvidado de advertírselo, se puso a recitar los versículos del Corán, sobre todo los que niegan implícitamente la divinidad de Jesucristo. El cadí se lo reprochó y el almuecín evitó hacer la oración siguiente. El emperador se dio cuenta, hizo llamar al cadí y le prohibió que modificara nada en las llamadas coránicas: «Oh, cadí, ¿cambiáis vuestros ritos religiosos por mi causa? ¡Qué equivocación!». Señalemos que esto era normal, pues se enmarcaba en su política de distensión y de apaciguamiento religioso. Igual que más tarde Guillermo II, en su famosa peregrinación a Damasco, a la tumba de Saladino, empleaba su simpatía para seducir al Islam. Por lo demás, parece que en Siria sintió él mismo la seducción de la tierra musulmana. Una de sus frases, contadas por Maqrizi, nos lo muestra a este respecto bajo una luz muy curiosa. «Mi principal objetivo al venir a Jerusalén, parece que suspiró Federico, era oír a los musulmanes, en la hora de la oración, invocar a Alá durante la noche»: es un trazo que nos acaba de dibujar la fisonomía de este emperador orientalista y dilettante, precursor inesperado de Chateaubriand y de Loti. Lo que es más inquietante, lo que de nuevo da a esta figura una expresión un tanto equívoca, son las confidencias que, según
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la crónica árabe, prodigaba al emir Fakhr ed-Din: «Si no hubiera temido perder mi prestigio a los ojos de los francos, jamás habría impuesto al sultán que devolviera Jerusalén...». Es todavía más perturbador –pues se trata de una cuestión de vida o muerte para Jerusalén liberada– comprobar el desacuerdo entre fuentes cristianas y fuentes musulmanas a propósito del tema fundamental de las fortificaciones de la Ciudad Santa. Jerusalén había sido, unos años antes, totalmente desmantelada por los musulmanes, que no querían que la inminente cruzada encontrara en ella un punto de apoyo, de suerte que el sultán había devuelto a Federico solo una ciudad abierta. Para que esta recuperación no quedase en un episodio sin mañana, importaba que el emperador hiciera reconstruir inmediatamente las fortificaciones. Según las fuentes francas, había obtenido para ello la autorización del sultán y, enseguida de su coronación, como hemos visto, dio la señal para que comenzaran los trabajos. Por el contrario, para varios cronistas árabes aquello era solamente un simulacro, pues se había comprometido en secreto con el sultán a no levantar las fortificaciones, compromiso gravísimo que dejaba a Jerusalén a merced de la primera incursión. En el mejor de los casos, quizá esta discordancia entre testigos francos y testigos árabes revelan simplemente y una vez más la situación delicada tanto del sultán como del emperador. El sultán, para apaciguar la cólera de sus correligionarios, les dio a entender que Jerusalén permanecería siendo ciudad abierta y que él la volvería a ocupar cuando quisiese. Y Federico, para apaciguar la inquietud legítima de los francos, les juró que iba a fortificar la plaza. Por lo demás, es posible que hubiera tenido realmente la intención de realizar los trabajos en la Torre de David y en la Puerta de San Esteban, cuando apareció en Jerusalén, pisándole los talones, el arzobispo de Cesarea, encargado de hacer que se aplicara el interdicto lanzado sobre la ciudad por el patriarca. Cualesquiera que hubiesen sido las equivocaciones de Federico hacia la cristiandad, por muy equívoca que hubiera parecido su conducta, es evidente que el interdicto lanzado contra Jerusalén por el patriarca, al día siguiente en que los imperiales acababan de devolver el Santo Sepulcro a los cristianos, fue en sí mismo un error. Por lo demás, así fue como lo consideró el propio papa Gregorio IX, cuando tuvo en sus manos todos los datos de la información. El gesto del patriarca Gerold no solo escandalizó a muchos fieles. Desde el punto de vista de los intereses cristianos, fue francamente inoportuno. Federico II se sintió ofendido. Renunciando a poner a la ciudad en estado de defensa, se marchó en el acto a Jaffa y desde aquí a San Juan de Acre (21 de marzo de 1229). *** En San Juan de Acre, Federico encontró un clima de guerra civil. Tristes consecuencias de esas pasiones güelfas y gibelinas de las que él mismo había hecho el más desagradable artículo de importación en Levante y que, hasta la catástrofe final, iban 199
a envenenar la vida de las colonias francas. Para protestar contra la actitud del patriarca Gerold, el emperador, al día siguiente de su regreso a Acre, reunió al pueblo de la ciudad y expuso la defensa de su política, en especial del tratado con el-Kamil. Apoyado por sus soldados lombardos y también por la colonia pisana (los pisanos eran apasionados partidarios de la causa gibelina), recurrió enseguida a la fuerza. Mandó cerrar las puertas de Acre, se apoderó de las murallas y colocó guardias alrededor de la casa de los Templarios, incluso delante del palacio del patriarca Gerold, el cual durante cinco días se halló de esta manera arrestado, casi sitiado en su propia morada. Naturalmente, el partido güelfo reaccionó. El Domingo de Ramos (8 de abril de 1229), en todas las iglesias los predicadores fulminaron al emperador excomulgado, con lo cual, satélites imperiales fueron a arrancarlos del púlpito y a arrojarlos fuera. Federico intentó también apoderarse por sorpresa de la casa-fortaleza de los Templarios, en Acre, pero los caballeros-monjes estaban alerta y tuvo que desistir. Igualmente fracasó un proyecto semejante contra Juan de Ibelín: el sire de Beirut sospechó esta nueva asechanza. Estos intentos en los que se ponía de manifiesto la exasperación del monarca gibelino acabaron por enajenarle las últimas simpatías francas. Con otras medidas de ese mismo orden, Federico se encontraría ante una rebelión general contra la que se habría hallado en una posición bastante mala. Con su flexibilidad habitual, disimulando su furia, dio media vuelta. Antes de volver a embarcarse, simuló reconciliarse con los jefes de la nobleza francesa de Siria y de Chipre, incluso con Juan de Ibelín, el cual, no solamente conservaba su feudo de Beirut, sino que iba a continuar participando en el gobierno de Tierra Santa. El futuro iba a demostrar que aquello no era más que una comedia, pues ni el emperador perdonaba a Juan el haber tenido que recular ante él, ni Juan olvidaba la asechanza de Limassol. Un odio profundo separaba ya a estos dos hombres, odio que iba a turbar la vida del reino de Jerusalén durante todo el período siguiente. Por lo demás, Federico dejaba en Acre una fuerte guarnición lombarda, encargada de mantener su autoridad. Pero, como políticos consumados ambos, el emperador y el sire de Beirut, que se consideraban por el momento igualados en fuerzas, tuvieron la elegancia de dejar para más tarde el arreglo de su desavenencia y de despedirse con perfecta cortesía. Pero no fue posible pedir un comportamiento semejante a la muchedumbre y, cuando Federico II abandonó Acre para regresar a Italia, el 1 de mayo de 1229, su partida dio lugar a escenas penosas por lo mucho que los elementos güelfos se habían enfurecido contra él. Consciente de su impopularidad, fue a embarcarse al amanecer, casi furtivamente, acompañado solo de los barones. Pero se corrió la voz de su partida. Cuando atravesaba los mercados para bajar al puerto, carniceros y carniceras, asomados al umbral de sus puertas, lo injuriaron groseramente arrojándole tripas y entrañas a la cara. Juan de Ibelín y el condestable Eude de Montbeliard solo tuvieron tiempo de
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precipitarse para impedir que el populacho la emprendiera contra él con las peores violencias. Se embarcó lleno de odio y, luego de una segunda escala en Chipre, estuvo de regreso en Italia el 10 de junio de 1229. *** Tal fue el lamentable epílogo de una cruzada que, en definitiva, había triunfado brillantemente, pues fue la única de todas las expediciones similares desde 1199 que había devuelto Jerusalén a los cristianos. Cruzada paradójica, realmente, y que apenas si merece ese nombre, si se considera que el emperador debía la cesión de los Santos Lugares a la amistad de los musulmanes. Ciertamente se parecía bien poco a los cruzados de antaño ese extraño peregrino que declaraba haber emprendido el viaje a Tierra Santa para oír en las noches de Oriente el sonido de la llamada del almuecín. Ya se ha dicho, viaje del sultán de Italia a casa de su amigo el sultán de Egipto, pero viaje feliz, puesto que el sultán de Egipto, para evitarle la vergüenza ante los «politeístas» de Occidente, le había regalado ese Santo Sepulcro en el que tanto empeño tenían los occidentales. Así pues, Federico había triunfado ante los musulmanes, pero había fracasado ante los francos, o para ser más exactos, ante la caballería francesa de Siria y de Chipre, dueña de los dos reinos. Igual que otros jefes de Estado germánicos a lo largo de la historia, si bien es cierto que había penetrado bastante la psicología musulmana, no había comprendido nada de la psicología del elemento francés. A ese elemento, que tan fácil era atraerse con un poco de gracia (Ricardo Corazón de León es buena prueba de ello), él lo había atacado de frente con una mezcla de duplicidad y de brutalidad que había «encabritado» a la opinión. Por esa parte fue por la que ese político tan seductor y tan hábil había finalmente fallado su objetivo. A pesar de su vertiginosa actividad, de los recursos de la más flexible diplomacia, de sus cualidades de hombre superior, de la universalidad de su cultura, de los destellos de genio que, en pleno siglo XIII, había entrevisto la reconciliación de Oriente y Occidente, partió entre clamores de rechazo, dejando tras él solamente una estela de odio y una semilla de guerras civiles. Había devuelto al mundo cristiano su capital y el mundo cristiano lo maldecía. Llegará San Luis, lo perderá todo y recogerá respeto y bendiciones. ¿Qué fue, pues, lo que le faltó a esa brillante inteligencia, a ese precursor de los tiempos modernos? Sin duda, un poco de bondad cristiana, de distensión y de amor. *** Federico II había dejado en Siria y en Chipre una semilla de guerra civil. La cosecha cuajó inmediatamente después de su marcha. En Chipre había confiado la regencia, con 201
la tutela del joven rey Enrique I, a Amalarico Barlais y a cuatro barones leales a la causa imperial. Estos regentes se aprovecharon de su poder para perseguir a los partidarios de Juan Ibelín. Intentaron hacer asesinar al principal representante de este partido, el caballero-poeta Felipe de Novara. Novara escapó de esta tentativa, pero ellos fueron a asediarlo a la Torre de los Hospitalarios donde se había refugiado. El valeroso caballero aguantó esperando la ayuda del sire de Beirut, a quien había dado aviso por medio de una carta en verso con una clave deliciosa: Yo soy el ruiseñor, puesto que me han metido en la jaula, carta llena de alegres bromas, a pesar de lo serio de la situación y en la que nuestro poeta compara a sus enemigos con los más malvados animales del Roman de Renard. A la llamada de Novara, Juan de Ibelín acudió de Beirut a Chipre y batió a los regentes delante de Nicosia el 14 de julio de 1229. Amalarico Barlais, que se había refugiado en el castillo de Dios de Amor (el actual Hagios Hilarion, cerca de Cerines), resistió durante diez meses, un asedio que se hizo célebre por Felipe de Novara, el cual, sin dejar de disparar la ballesta, no cesaba de acribillar a los asediados con sus más mordaces canciones desde el pie de la muralla. Por fin a mediados de mayo de 1230, Dios de Amor se rindió y Juan de Ibelín quedó dueño de Chipre, a la que gobernó con satisfacción de todo el mundo en nombre de su sobrino, el joven rey Enrique I. Pero Federico II no podía tolerar que rechazaran a sus representantes. En febrero de 1231 envió a Levante un cuerpo expedicionario mandado por el mariscal del imperio Ricardo Filanghieri, que aprovechó la ausencia de Juan de Ibelín para apoderarse por sorpresa de Beirut, con excepción de la ciudadela que resistió, y luego para ocupar Tiro. A continuación, Filanghieri fue a exigir la obediencia de la asamblea de los barones reunida en San Juan de Acre. En nombre de la nobleza, Balián de Sidón se negó: los derechos de la corona de Jerusalén, que pretendía Federico II, estaban limitados por los derechos, las franquicias y los privilegios de los barones, y la Siria franca no tenía por qué soportar el capricho de un podestat imperial que se permitía, como en Beirut, atacar a los barones sin juicio previo de sus pares. Mientras tanto, en Chipre, Juan de Ibelín había conseguido del rey Enrique I y de los barones chipriotas que enviasen un ejército al continente para que le ayudara a rechazar a los imperiales. Desembarcado el 25 de febrero de 1232, Juan fue recibido como un liberador en San Juan de Acre y proclamado alcalde de la comuna que se había constituido. Luego cumplió con su deber de ir a liberar a Tiro. Su ejército había llegado a Casal-Imbert, a seis kilómetros al sur del cabo Naqura, cuando tuvo que regresar para solucionar un asunto a San Juan de Acre y dejó el campamento en manos de sus sobrinos. Pero estos no tenían su experiencia. El 3 de mayo al amanecer fueron
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totalmente sorprendidos por Filanghieri, que descendió ocultamente desde Tiro. La caballería chipriota, abandonando su campamento a los imperiales, encontró su salvación en la huida. Filanghieri aprovechó esta victoria inesperada para ir a conquistar Chipre, que cayó en sus manos a excepción de algunos castillos de la montaña. Pero Juan de Ibelín no tardó en recuperarse. Reconstruyó su ejército en Siria, pasó él también a Chipre con el rey Enrique I, se apoderó por sorpresa nocturna del puerto de Famagusta y el día 15 de junio de 1232 aplastó a Filanghieri en una gran batalla en Agridi, entre Nicosia y Cerines. Los imperiales, arrojados de Chipre y habiendo perdido también Beirut, que les quitó Juan de Ibelín, no conservaban más que Tiro donde se hallaban como bloqueados. En vano Filanghieri, utilizando la simpatía ahora que había fracasado la fuerza, hizo las más halagadoras propuestas a Juan de Ibelín. El viejo sire de Beirut, en un discurso lleno de agudeza y de burlona ironía, respondió a sus invitados con la fábula del ciervo al que se quiere atraer al antro del león, y el enviado imperial quedó frustrado. Cuando cuatro años más tarde (1236) Juan murió, la Siria franca, igual que el reino de Chipre, se hallaba prácticamente fuera del alcance del cesarismo de Federico. El barón francés había triunfado del Sacro Imperio Romano Germánico. No sin pena, el historiador de las cruzadas se despide aquí de Juan de Ibelín. El viejo sire de Beirut es una de las figuras más atractivas del Oriente Latino. Tío y consejero muy oído del rey Enrique I de Chipre, alcalde electo del municipio de San Juan de Acre, reconocido como guía por la nobleza de Siria y de Chipre, había sido desde que partió Juan de Brienne el verdadero jefe de los dos reinos. Su perfecta dignidad de vida, su sentido del honor, su moderación, su clemencia y su humanidad, sus cualidades de jurista, no menos notables que sus virtudes caballerescas, esa alta sabiduría, esa lealtad prudente, esa flor de cortesía, esa elocuencia firme y aguda cuyo eco nos ha transmitido Novara, hacen de él el propio tipo del «hombre de honor», es decir, del perfecto caballero según la definición de San Luis, y el representante más cumplido de la civilización francesa en Oriente en el siglo XIII. Al hijo mayor de Juan de Ibelín, Balián III, que le sucedió en el señorío de Beirut, y al sobrino del «viejo sire», Felipe de Montfort, estaba reservado el acabar con los últimos vestigios de la dominación de Federico en Siria. Filanghieri, el representante imperial en Tiro, había cometido la imprudencia de aprovecharse de la desaparición de Juan de Ibelín para intentar dar un golpe de mano contra la comuna de Acre. Los comuneros, bajo la dirección de Balián y de Felipe de Montfort, reaccionaron enérgicamente y organizaron un contraataque. El 12 de junio de 1243, después de una marcha nocturna por la playa, entre el mar y las murallas de Tiro, Balián y Felipe de Montfort penetraron por sorpresa en esta ciudad, cuyos habitantes, cansados de la tiranía de Filanghieri, hicieron causa común con ellos. El señorío de Tiro fue dado a Felipe de Montfort. «Así, concluye alegremente el continuador de Novara, esa planta venenosa de los imperiales fue
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desarraigada para siempre del país de ultramar».
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Capítulo XVI UNA CRUZADA DE POETAS TEOBALDO DE CHAMPAGNE Y FELIPE DE NANTEUIL
Si bien la partida de los últimos representantes de Federico II dejaba libre la Siria franca, también la dejaba sin gobierno. El antiguo reino de Jerusalén quedaba como un reino de la mesa redonda, una especie de república feudal formada por pequeños señoríos prácticamente autónomos: señorío de Tiro, a Felipe de Montfort; señoríos de Beirut, de Arsuf y de Jaffa, a distintos miembros de la familia de los Ibelín; comuna de San Juan de Acre, donde las colonias de mercaderes de Génova, de Pisa y de Venecia se administraban a sí mismas bajo el gobierno de sus cónsules y empezaban a adquirir una importancia política preponderante; por fin, órdenes militares que, desde la caída de la realeza, no obedecían más que a sus grandes maestres y gozaban de una independencia absoluta en sus plazas fuertes; los Hospitalarios en el Krak de los Caballeros y en Marqab; los Templarios en Tortosa, en Safitha, en Beaufort, pronto en Safed; los Teutónicos en Montfort, por no citar más que las fortalezas principales. Preocupado por el debilitamiento que este régimen llevaba consigo para la Siria franca, el papa Gregorio IX convocó una nueva cruzada. Su voz fue oída por la nobleza de Francia, cuyos más ilustres representantes partieron para Tierra Santa. Mencionemos entre otros a Teobaldo IV, conde de Champagne y rey de Navarra, el duque de Borgoña Hugo IV, el conde de Bretaña Pedro Mauclerc, el conde Enrique de Bar, Raúl de Soissons, Enrique de Grandpré, Mathieu de Montmorency, Guillermo de Seniles, Felipe de Nanteuil y Ricardo de Beaumont. Nunca había sido reunida caballería más brillante. El jefe de la expedición, Teobaldo de Champagne, era un señor amable, generoso y caballeresco, un poeta que, como «suspirante» de la reina Blanca de Castilla, nos ha dejado unos bonitos versos: Celle que j’aime est de tel seigneurie Que sa beauté me fait outrecuider. Tal vez, como lo había mostrado en Francia durante la minoría de edad de Luis IX, le faltaba, si no clarividencia, al menos sí un mínimo de severidad necesaria a un jefe. Eso es lo que se iba a ver desde el principio. Los cruzados habían partido de Acre el 2 de noviembre de 1239, bajo su mando, 205
para levantar las murallas de Ascalón, posición importante que habría impedido a los egipcios el acceso a la costa de Palestina. Cabalgaban a lo largo del litoral, cuando el conde de Bar y el duque de Borgoña, que acompañaban a Felipe de Nanteuil –trovador de fama, igual que Teobaldo de Champagne–, para ser ellos los que recibieran la gloria de las primeras estocadas decidieron abandonar la compañía del resto del ejército. En la tarde del 12 de noviembre partieron al galope hacia el sur, a pesar de las advertencias de Teobaldo, que en vano intentó retenerlos. El conde de Bar, galopando siempre en dirección al sur, llegó en plena noche, más allá de Ascalón, hasta los alrededores de Gaza, donde le habían informado de la existencia de un destacamento egipcio. La noche era hermosa y muy agradable. La luna alumbraba como en pleno día el mar, la playa y las dunas. El conde de Jaffa advirtió a los jefes de la columna que sería locura avanzar más. Pero Enrique de Bar siguió insistiendo en penetrar en las colinas arenosas de la costa, con la esperanza de llevar a cabo un buen saqueo. Sin ninguna precaución, sin enviar exploradores, la loca caballería francesa echó pie a tierra para descansar, en una depresión resguardada por las dunas. «Extendieron los manteles y se sentaron para cenar, pues se habían hecho seguir por un convoy cargado de pan, de capones, de asados y de quesos, de vinos y de frutas. Unos seguían comiendo, otros habían terminado y dormían o cuidaban a los caballos». Pero el ejército egipcio, informado hora por hora de su marcha, había dispuesto silenciosamente arqueros en las dunas circundantes y había cerrado con su caballería todas las salidas de la hondonada. De repente, en medio del silencio de aquella noche de Oriente, las fanfarras egipcias estallan en un estruendo ensordecedor y los cruzados se ven rodeados y acribillados por los dardos del enemigo, dueño de todas las alturas. Los caballeros intentan dar la carga, pero desde los primeros pasos los caballos se hunden hasta la mitad de las patas en la arena... Fue una matanza sobre el terreno. El conde de Bar fue muerto con una parte de sus compañeros. Los otros fueron llevados cautivos a las cárceles de El Cairo. Entre ellos se hallaba el caballero-poeta Felipe de Nanterre que nos ha dejado un emocionante lamento sobre esa triste peripecia: Ah! France, douce contrée, Maudite soit la journée Où tant de vaillants chevaliers Sont devenus prisonniers! Sin embargo, el grueso del ejército que había permanecido con Teobaldo de Champagne, quedó intacto. Con el corazón afligido por aquel desastre, aunque no había tenido nada que ver con él, Teobaldo condujo a sus tropas a San Juan de Acre, desde donde se dirigió a acampar en la llanura de Séfora, en Galilea. Ahora bien, la sola
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presencia de aquella fuerza franca tuvo, sin que hubiera necesidad de nuevos combates y por el solo hecho de las discordias entre musulmanes, las más felices consecuencias. El imperio musulmán fundado por Saladino era, en aquella época, disputado entre dos de sus sobrinos, es-Salih Eiyub, sultán de Egipto, y es-Salih Ismail, sultán de Damasco. Amenazado por Eiyub, Ismail no vaciló en solicitar el apoyo de los francos. Para ello, les cedió de inmediato Galilea, con Beaufort (Chaqif Arnún), Nazaret, Safed y Tiberíades (1240). Por su parte, el sultán de Egipto, Eiyub, con el fin de atraer a los francos a su partido, les cedió Ascalón y les confirmó la posesión de Jerusalén y de Belén (12401241). Así pues, en esa fecha el antiguo reino de Jerusalén se encontró casi reconstituido en sus límites históricos, a excepción de la región de Naplusa y de la región de Hebrón. Cuando Teobaldo de Champagne, en los últimos días de septiembre de 1240, se embarcó en San Juan de Acre, podía reconocer que su cruzada, a pesar de algún aspecto un tanto desafortunado, había conseguido útiles resultados, puesto que, más afortunado que otros grandes políticos, el amable poeta, por su sola presencia en el momento oportuno, había hecho que fuera devuelto a los cristianos casi todo su antiguo dominio.
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Capítulo XVII LA CRUZADA DE UN SANTO LUIS IX EN
EGIPTO Y EN SIRIA
La restauración territorial del reino de Jerusalén tal como lo habían rehecho las cesiones de 1240, no duró. El 23 de agosto de 1244, Jerusalén fue definitivamente arrebatada a los francos por bandas de turcos kwarizmenos. El 17 de junio de 1247, los francos volvieron a perder incluso Tiberíades y, el 15 de octubre del mismo año, Ascalón. Para acabar de poner la situación amenazadora, el imperio musulmán, durante tanto tiempo perturbado por las discordias entre los sobrinos de Saladino, se halló de nuevo, a partir de octubre de 1245, unificado en la mano de uno de ellos, es-Salih Eiyub, el cual había añadido Damasco a su reino de Egipto. Frente a este poderoso Estado musulmán, la Siria franca no representaba más que una estrecha franja litoral. Ya era tiempo de que alguna gran cruzada fuera a salvarla. Entonces fue cuando apareció San Luis. *** San Luis tomó la cruz en diciembre de 1244, durante una grave enfermedad. Salió de París el 12 de junio de 1248 y fue a embarcarse en Aigues-Mortes rumbo a la isla de Chipre, donde se había fijado la concentración general de las tropas. Largó velas el 25 de agosto. Ningún otro soberano se había unido a él, así es que la cruzada de San Luis revistió un carácter puramente francés. Todo el reino se había cruzado con él. En primera fila sus tres hermanos, Roberto de Artois, Alfonso de Poitiers, Carlos de Anjou. Luego el duque de Borgoña Hugo IV, el conde de Flandes Guillermo Dampierre, Hugo le Brun, conde de la Marche, Hugo V, conde de Saint-Paul, por último los señores de menor importancia, como Juan de Joinville, senescal de Champagne, el historiador de la expedición, Godofredo de Sergines, Felipe de Nanteuil, Gaucher de Châtillon, y otros muchos cuyos nombres aparecen a lo largo de las páginas que siguen. Cuando, el 17 de septiembre de 1248, las galeras de bello nombre –la Reine, la Demoiselle, la Montjoie– que llevaban a Luis IX y su ejército, echaron el ancla en Limassol, en la costa meridional de Chipre, los cruzados franceses bien pudieron creer que se hallaban de nuevo en su patria. El rey de Chipre Enrique I de Lusignán les ofreció
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en su capital de Nicosia la más afectuosa hospitalidad con todo el avituallamiento necesario. Con toda razón, Luis IX, recogiendo el criterio de Amalarico I y de Juan de Brienne, decidió atacar a los musulmanes en el corazón de su poderío, que era al mismo tiempo su punto más vulnerable, en Egipto. Más que nunca, en ese año de 1248, cuando Jerusalén, igual que Damasco, dependía del sultán de Egipto, las llaves de la Ciudad Santa estaban en El Cairo. Quedaba por fijar la fecha de la expedición. San Luis pensaba en un ataque inmediato para aprovechar la sorpresa. Fueron los barones de Siria, especialmente los Templarios, quienes lo persuadieron de retrasar la expedición hasta la primavera, para esperar a los que se habían retrasado y no emprender la conquista del Delta sino con el máximo de fuerzas. En realidad, durante aquel invierno, San Luis vio unirse a él no solo la caballería chipriota a las órdenes del rey Enrique I, sino también la caballería franca de Siria con Juan II de Ibelín, conde de Jaffa, e incluso cuatrocientos caballeros franceses del Peloponeso, conducidos por el príncipe de Acaya, Guillermo de Villehardouin. Y no olvidemos un cuerpo de caballeros ingleses a las órdenes del valeroso conde de Salisbury. El ejército se embarcó en Limassol para Egipto los últimos días de mayo de 1249. El 4 de junio, a pesar de una tempestad que había separado a los navíos, el que llevaba a San Luis, la Montjoie, echó anclas en la costa del Delta, delante de Damieta, ciudad que había sido elegida como primer objetivo en razón del precedente de 1219. El sultán esSalih Eiyub, sospechando que el ataque se produciría por ese lado, había agrupado a su ejército en esa orilla. «Los escudos de armas de oro del sultán relucían al sol y el estruendo de los timbales y de los cuernos sarracenos era ensordecedor». Los barones aconsejaban a San Luis que esperara para desembarcar a que llegaran los navíos dispersados por la tempestad. Él se negó, pensando con razón que ese retraso «estimularía el valor del enemigo». El sábado 5 de junio al amanecer comenzó el desembarco; los caballeros se lanzaban a racimos en las barcas para hacer pie en la playa. Los barones de Siria rivalizaban en ardor con los franceses. Joinville nos pinta con colores maravillosos el cuadro del desembarco del conde de Jaffa, Juan de Ibelín: «Su galera abordó, toda ella pintada con escudos de sus armas que son de oro con una cruz de gules; tenía unos trescientos remeros en su galera y para cada remero había una adarga con sus armas y en cada adarga un pendón de oro; parecía que la galera volaba sobre las aguas de tanto como los remeros la impulsaban a fuerza de remos, y que el trueno caía del cielo por el ruido que hacían los pendones, los timbales, los tambores y los cuernos que había en su galera. En cuanto esta llegó a la arena, el conde de Jaffa y sus caballeros saltaron a tierra». Los egipcios intentaron detener el desembarco. «En cuanto nos vieron en tierra, dice Joinville, acudieron al galope picando espuelas. Nosotros clavamos sólidamente en la arena las puntas de nuestros escudos y el mango de nuestras lanzas con la punta
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inclinada hacia ellos: cuando estuvieron a algunos pasos de ese bosque de picas dispuestas a penetrar en el vientre de sus caballos, dieron media vuelta». El rey de Francia no había querido quedarse atrás. «Cuando se enteró de que la oriflama de SaintDenis estaba plantada en tierra egipcia, saltó al mar, a pesar de los esfuerzos que hicieron para impedírselo, con el agua hasta debajo de los brazos, con el escudo al cuello, el casco en la cabeza y la lanza en la mano, y se unió a sus hombres en la orilla. Cuando percibió a los sarracenos, preguntó qué clase de gente eran y, cuando se lo dijeron, apoyó la lanza en su axila y puso el escudo ante él, y habría corrido en el acto contra el enemigo, si sus caballeros no lo hubieran detenido». La batalla de la playa se desarrolló a favor de los franceses. El ejército egipcio, lleno de pánico, se batió en retirada hacia el sur. Los habitantes de Damieta, dejados sin defensa, evacuaron precipitadamente su ciudad durante la noche, con tales prisas que no se llevaron ni una sola cosa. El 6 de junio, Luis IX hizo su entrada en la ciudad desierta e intacta. Encontró en ella cantidades enormes de armas, de municiones y de víveres, abandonados por el enemigo. Si nos acordamos de los dieciocho meses de esfuerzos que, treinta años antes, había costado la conquista de la misma plaza a los soldados de Juan de Brienne, hay que reconocer que esta vez la cruzada se abría con el éxito más brillante. Sin embargo, Luis IX no creyó poder aprovecharlo para avanzar hacia El Cairo. Estaban en junio. La inundación empezaría al mes siguiente y el rey de Francia (que, además, no disponía aún de todos sus contingentes) no quería exponerse al contratiempo de Pelagio. Decidieron, pues, esperar en Damieta todo el verano hasta el fin de la crecida. Este retraso, por muy razonable que fuera, permitió que los egipcios se rehicieran. Hemos visto que el sultán de Egipto era entonces es-Salih Eiyub, sobrino nieto del gran Saladino. Este adversario de San Luis era un personaje curioso. Hijo de una esclava sudanesa, tenía el aspecto más bien de un mulato y su carácter tampoco recordaba en nada a los grandes sultanes curdos de su ascendencia paterna. Era inútil buscar en él la apertura de corazón de un Saladino, la curiosidad de espíritu de un el-Adil, la agilidad intelectual y la cultura de un el-Kamil. Los historiadores árabes apenas si disimulan su desagrado ante este medio negro, enemigo de las letras, altanero y taciturno, duro y triste, cruel y codicioso, heredero por sorpresa de tantos grandes hombres y mucho más parecido a cualquier tirano negro de Uadai o de Darfur. Pero poseía una cualidad: la energía. Corroído por las úlceras y por la tisis, las piernas hinchadas, casi moribundo, mostró una severidad implacable para restablecer la situación, hizo matar en masa y sin juicio a las tropas que habían huido ante Damieta y, a fuerza de ejecuciones, por medio del terror, consiguió reagrupar y oponer a los francos entre Damieta y Mansura un sólido ejército de mamelucos para cortar el camino hacia El Cairo. La estación de la crecida había pasado, los refuerzos que Luis IX esperaba habían
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sido traídos por su hermano Alfonso de Poitiers, había llegado la hora de empezar la campaña. El conde de Bretaña, Pedro Mauclerc, proponía ir a apoderarse de Alejandría. La superioridad naval de los francos les hacía sin duda esa empresa relativamente fácil. Una vez conquistada Alejandría después de Damieta, significaría apoderarse de todo el comercio egipcio, Egipto asfixiado, y había muchas posibilidades de que, después de este golpe, la corte de El Cairo pidiera clemencia. Pero el conde de Artois, que iba a ser el genio malo de la expedición, hizo que se rechazara este consejo y, afirmando que había que herir a Egipto en el corazón; también hizo que se rechazaran las propuestas del sultán que, para recuperar Damieta, ofrecía devolver a los francos Jerusalén, Ascalón y Tiberíades; y el 20 de noviembre de 1249 comenzó la marcha sobre El Cairo. Parecía que la suerte seguía estando de parte de los cristianos. En el momento en que entraban en campaña, su enemigo, el sultán es-Salih Eiyub, moría en Mansura (23 de noviembre). Esa desaparición en aquella hora trágica dejaba a Egipto sin jefe y casi sin gobierno. El único hijo del difunto, Turán-Chah, residía al fondo de Dyarbekir. A la espera de que pudiera llegar, la favorita del sultán fallecido, la enérgica Chadjar ed-Dorr (Boca de perlas), una turca según algunas fuentes, una armenia según otras, supo, de acuerdo con los eunucos, mantener secreta la muerte de su amo e impedir que el Estado egipcio se dislocara. Durante este tiempo, San Luis proseguía su marcha. El teatro de operaciones era el mismo que el de tiempos de Juan de Brienne: el triángulo de tierras bajas bordeado al norte por el lago Menzalé, al oeste por el Nilo, al sudeste por el canal de Bahr es-Seghir. En la punta meridional de este triángulo, en la separación del Nilo y del Bahr es-Seghir y resguardada detrás del canal, se levantaba la ciudad fuerte de Mansura, ciudadela de la defensa egipcia, interceptando la ruta de El Cairo. Para abrirse camino hacia El Cairo había, pues, que atravesar el Bahr es-Seghir, operación especialmente difícil, pues había que llevarla a cabo ante la presencia de fuerzas egipcias agrupadas en la orilla sur del canal y apoyadas en Mansura. El 21 de diciembre, San Luis llegó al pie de obra en la orilla norte del canal. Pudo apreciar toda la dificultad del problema, tanto más cuanto que, por vados desconocidos, los egipcios hacían pasar a la orilla norte pelotones de caballería que de noche daban golpes de mano alrededor del campamento francés y mataban a los soldados aislados. Ante estas alertas, San Luis hizo rodear el campamento con zanjas y parapetos difíciles de franquear. San Luis trató primero de desecar el lecho del Bahr es-Seghir construyendo un dique para hacer que las aguas de este canal fluyeran hacia el Nilo. Para defender a sus zapadores contra las flechas del ejército musulmán que, desde la orilla opuesta, intentaban impedir el trabajo, los protegió por medio de todo un sistema de torres de madera y de catapultas. Pero por encima del canal los egipcios rociaban las máquinas con nafta inflamada que las incendiaban y quemaba cruelmente a los cavadores. Estos
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chorros de nafta fueron bien descritos por Joinville. «El fuego griego llegaba por la parte delantera tan grueso como un tonel y la cola del fuego que salía de él era tan grande como una lanza grande. Hacía tal ruido cuando venía que parecía un rayo o un dragón volante. Proyectaba tal claridad que por la noche se veía en el campamento como en pleno día». A cada «llegada» los cristianos se «aplastaban» sobre sus rodillas y sobre sus codos y San Luis «elevaba las manos hacia Nuestro Señor y decía llorando: ¡Amado sire Dios, consérvame a mis gentes!». Pero, a medida que en la orilla norte del Bahr es-Seghir los zapadores francos levantaban el dique, en la orilla sur los cavadores egipcios cavaban la orilla, ensanchaban el lecho del canal y neutralizaban el trabajo del enemigo. Había que encontrar otra cosa. San Luis se enteró por un beduino o por un copto de la existencia de un vado situado más al este, en un punto que los egipcios vigilaban mal. Después de confiar la guardia del campamento al duque de Borgoña, condujo al ejército en la noche del 7 de febrero de 1250 hacia el punto indicado por su informador. El martes 8 al amanecer, comenzó el paso. La operación fue lenta, pues el vado era mucho más profundo de lo que habían creído y las orillas eran resbaladizas y escarpadas. El duque de Artois que, con los Templarios, formaba la vanguardia, pasó el primero. Con instrucciones precisas y severas, Luis IX le había ordenado que esperara a que todo el resto del ejército hubiera pasado, antes de ponerse en movimiento. Desobedeciendo esta orden, Roberto no hizo más que llegar a la otra orilla cuando picó de espuelas, tiró de sus caballeros y al frente de ellos se lanzó al asalto del campamento egipcio. La sorpresa fue completa. Las vanguardias egipcias fueron pasadas por las armas en unos segundos, el campamento fue tomado, todo fue deshecho, matado o puesto en fuga. El emir Fakhr ed-Din, generalísimo egipcio, estaba saliendo del baño y se estaba tiñendo la barba con henné cuando los gritos de los que huían lo alertaron. Sin tener tiempo de ponerse la armadura, saltó sobre el caballo y corrió a recibir noticias. Unos Templarios llegaban en tromba. Una lanzada le atravesó el costado y rodó muerto, mientras la caballería franca se alejaba en dirección a Mansura. Roberto de Artois no supo detenerse –falta imperdonable– después de haber sorprendido al campamento egipcio. En vano el gran maestre del Temple le suplicó que esperara al rey. Trató al gran maestre de «bisoño» y de cobarde. «Los Templarios no tienen la costumbre de sentir miedo, respondió el anciano. Os acompañaremos. Pero sabed que ninguno de nosotros regresará de esto». Fue inútil la llegada a rienda suelta de diez caballeros enviados por Luis IX, ordenándole «de parte del rey» que se detuviera. En total rebelión, respondió con un rechazo brutal. Y reemprendiendo la persecución al galope de sus monturas ya exhaustas, sin esperar ningún refuerzo, sin enlace con el grueso del ejército real, sin tomar la precaución de enviar avanzadillas ni de cubrirse, en pequeños grupos dispersos al azar, Roberto y sus caballeros se lanzaron por las calles de
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Mansura. En el momento en que Roberto de Artois cometía esta suprema locura, los egipcios tuvieron la fortuna de encontrar un jefe, el mameluco turco Baibars el Ballestero, que se nos va a manifestar, a todo lo largo de esta historia, como uno de los mejores hombres de guerra de su tiempo. Bastó con la entrada en escena de este soldado de raza para reunir a los musulmanes fugitivos, reagruparlos, aprovecharse del increíble error del conde de Artois y hacer de Mansura liberada el punto de partida de un irresistible contraataque. Llegaba el conde de Artois al corazón de Mansura, ante la ciudadela, cuando Baibars, al frente de la caballería mameluca, cargó de improviso. Los caballeros, aplastados bajo el choque, fueron rechazados en pequeños grupos por las calles donde se vieron atrapados como en una ratonera, pues las salidas fueron de inmediato cortadas por el amontonamiento de vigas y de empalizadas. En esa ciudad sarracena de callejas estrechas y traicioneras, hombres, mujeres y niños, desde lo alto de las azoteas los abrumaban con proyectiles, mientras en todas las encrucijadas, a golpes de alfanges y de mazas, los mamelucos, a ciento por uno, acababan a los desgraciados. Roberto de Artois, que había intentado parapetarse en una casa, fue muerto en ella como fueron muertos Erard de Brienne, Raúl de Coucy, Juan de Cherizy, Roger de Rozoy, Guillermo de Salisbury y todos los demás caballeros que había arrastrado consigo a esa cabalgada de la muerte. Apenas Luis IX acababa de atravesar el Bahr es-Seghir con el centro de su ejército, cuando los mamelucos, victoriosos de su vanguardia, se lanzaron contra él. Ante este asalto repentino, se encontró completamente aislado, sin noticias (y con razón) de Roberto de Artois y separado de su retaguardia que, a las órdenes del duque de Borgoña, había quedado, con la infantería, en la orilla septentrional del canal. La más pequeña pérdida de la sangre fría en el jefe del ejército podía perderlo todo. Entonces fue cuando se supo quién era el rey de Francia. Joinville que, herido al comienzo de la acción, lo vio pasar con su cuerpo de ejército, conservó esa visión inolvidable «du héros, à lui seul plus grand que la bataille». «Se detuvo en un camino. Jamás había yo visto caballero tan apuesto. Parecía por encima de toda su gente, sobrepasándolos desde los hombros, un casco dorado en la cabeza, una espada de Alemania en la mano». Del encarnizamiento jubiloso de los mamelucos, Luis IX dedujo que alguna desgracia le había ocurrido al conde de Artois. Con toda sangre fría repitió a sus compañeros la orden de mantenerse estrechamente unidos evitando toda acción aislada. Mientras tanto, las cargas de la caballería mameluca se sucedían sin cesar. En medio del estruendo de los tambores, de los cuernos y de los címbalos, los escuadrones musulmanes daban vueltas
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alrededor del rey, lo acribillaban con flechas y con dardos de ballesta, luego, cuando sus aljabas quedaban vacías, daban media vuelta y cedían el sitio a nuevos escuadrones. Luis IX, al ver que su caballería iba desapareciendo bajo esos tiros, ordenó la carga y el cuerpo a cuerpo donde los suyos recuperarían la superioridad. A esta «huida hacia delante» se refiere Joinville cuando, cincuenta años más tarde, se conmovía aún ante este magnífico espectáculo: «Y sabed que fue un hermoso hecho de armas, pues nadie tiraba con el arco ni con la ballesta, sino que era una refriega a base da maza y de espada entre los turcos y nuestras gentes». En el empleo de las espadas, los caballeros de Francia tuvieron al principio ventaja sobre los mamelucos, pero la superioridad numérica del ejército turco acababa por ser aplastante. La salvación del ejército franco dependió entonces solamente del rey, su papel de capitán se identificaba en aquel momento con sus deberes de soldado. En este doble papel fue prodigioso. «Quienes asistieron a esa batalla, nos dice el manuscrito de Rothelin, dieron testimonio de que, si el rey no hubiera desplegado tanto valor, todos habrían sido muertos o hechos prisioneros». Ya eran las tres de la tarde y el combate duraba desde por la mañana. Luis IX vio la necesidad de realizar una maniobra; siguiendo el consejo de Juan de Valery, subió el Bahr es-Seghir hasta situarse frente al campamento, para echar una mano al duque de Borgoña y a la infantería que habían quedado allí de reserva. Fue una marcha terrible en la que Alfonso de Poitiers y el conde de Flandes, Guillermo de Dampierre, que mandaban la retaguardia, se vieron aislados del grueso de la columna y rodeados por los mamelucos. El cuerpo de ejército del rey se hallaba como sumergido bajo las masas enemigas. En un determinado momento, seis mamelucos rodearon a Luis IX y, tomando las riendas de su caballo, se lo llevaban prisionero. Asestando grandes sablazos se liberó de ellos. La batalla se estaba dividiendo en una multitud de acciones particulares, de las que Joinville nos ha dejado una viva descripción. El senescal se había impuesto la tarea de defender, junto con su primo Juan de Nesle, un canal secundario, paralelo al Bahr es-Seghir. En esta defensa feroz, en medio de gritos de muerte y de asaltos de la caballería mameluca, de la lluvia de flechas y del fuego griego, ambos caballeros bromeaban recordando sus reuniones de sociedad en la tierra de Champagne: «Senescal, me decía el conde, dejemos que aúlle esta canalla, pero estamos viviendo una jornada de la que hablaremos en los salones de las damas». Entonces fue cuando vio pasar gravemente herido al conde de Bretaña, Pedro Mauclerc. «Estaba herido de un sablazo en el rostro, la sangre le caía en la boca. Había soltado las riendas sobre el arzón de la silla y se agarraba a ella con ambas manos». Mientras tanto, los ballesteros, cuya presencia habría sido indispensable para contrarrestar a los arqueros mamelucos, se habían quedado al norte del canal que era apenas vadeable por la caballería e infranqueable para los hombres de a pie. No obstante,
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la resistencia obstinada de Luis IX dio a estos bravos hombres tiempo para entrar en escena. A costa de mil esfuerzos, consiguieron tender sobre el canal un puente provisional y hacia el atardecer, poniéndose ya el sol, se les vio penetrar en el campo de batalla. Su intervención determinó la suerte de la jornada. Cuando los egipcios los vieron montar las ballestas, dieron media vuelta y desaparecieron. El rey de Francia se hallaba exhausto, pero no había desfallecido. Joinville se acercó a él, hizo que le quitaran el casco bajo el que se asfixiaba y ponerle en su lugar un yelmo. El sol se ponía en el Nilo y en los canales. Los egipcios se batían en retirada. El ejército del rey de Francia quedaba dueño del campo de batalla. Tuvo el orgullo de levantar sus tiendas junto al que había sido campamento egipcio. Esta terrible jornada acababa, pues, con una victoria comprada bien cara, plena de temibles días inmediatos, pero victoriosa y debida al valor personal, a la gran sangre fría y al heroísmo del rey de Francia. El vicemaestre del Hospital, Juan de Ronay, que fue a felicitar a Luis IX, tuvo el triste privilegio de anunciar al rey la muerte de su hermano. «Se acercó al rey, nos dice Joinville, y le besó la mano aún armada. El rey le preguntó si sabía algo del conde de Artois. Y Juan de Ronay le dijo que sí tenía noticias, que el conde se hallaba ciertamente en el paraíso». Entonces, el rey-caballero, el guerrero de hierro que durante todo el día había aguantado sin desfallecer el choque de todo un ejército, hecho frente sin emoción a los más temibles peligros, a las situaciones más desesperadas, mostró su corazón al desnudo. Aquel triunfador no era más que un pobre hombre apenado que lloraba a su hermano. «Sire, le dijo el preboste, tened consuelo, pues jamás gloria semejante recayó sobre un rey de Francia. En esta jornada habéis atravesado el río, batido y arrojado del campo de batalla a vuestros enemigos, tomado sus máquinas de guerra y os acostáis como vencedor en su propio campamento». «Y el rey respondió que Dios fuera adorado en todo lo que disponía, y gruesas lágrimas caían de sus ojos». Lágrimas del héroe cristiano al final de una victoria, que subían del corazón más tierno quizá que haya conocido ese siglo después de Francisco de Asís... Pero el rey de Francia no tenía tiempo de demorarse llorando a sus muertos o saboreando el orgullo de dormir en el campo de batalla. Los días venideros se anunciaban amenazadores. Aquella misma noche, cuando Joinville, deshecho y herido, tomaba un descanso en su tienda, tuvo que correr a las armas contra una patrulla de caballería mameluca. «Mis caballeros me vinieron, cubiertos de heridas. Me levanté, me eché una prenda enguatada sobre los hombros y un yelmo en la cabeza, y rechazamos a los sarracenos, pero le pedí al rey que nos socorriera, pues ni yo ni mis caballeros podíamos ponernos las armaduras a causa de nuestras heridas». Al día siguiente, 11 de febrero, la caballería mameluca, la infantería egipcia y las tropas irregulares beduinas se lanzaron al asalto del campamento. También esta vez fue el rey quien dio ejemplo de sangre fría a todos. El manuscrito de Rotheim lo califica de
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caballero sin miedo y sin reproche. «Ni un músculo de su rostro se movió». El cuerpo de ejército de Carlos de Anjou se encontró por un momento rodeado y a punto de sucumbir. Al saberlo, el rey picó de espuelas y se lanzó, con la espada en el puño, contra lo más nutrido de los batallones enemigos; pasó a través de los chorros de fuego griego, que por fortuna no quemaron más que la grupa de su caballo, y despejó la situación de su hermano. Por el lado del canal, el conde de Flandes, Guillermo de Dampierre, también hizo prodigios de valor y, con un vigoroso contraataque, determinó en su sector la derrota de los mamelucos. Más lejos, Alfonso de Poitiers, que se hallaba rodeado y ya preso, fue liberado por la intervención inesperada de los asistentes de armas y las gentes del tren de avituallamiento, carniceros y cantineras, que con sus cuchillos le abrieron camino. Señalemos además que la mayor parte de los barones habían desmontado de su caballería, de suerte que era contra un muro de caballeros a pie contra el que se estrellaban las cargas de la caballería mameluca. El relato de Joinville nos evoca el de la batalla de las Pirámides, pues las lanzas de los caballeros desmontados jugaron aquí el mismo papel que más tarde las bayonetas de Bonaparte. Este ejército de héroes y de santos venció al ímpetu mameluco. Por la noche, los egipcios, desalentados y habiendo sufrido graves pérdidas, se batieron en retirada hacia Mansura. El admirable rey de Francia a quien, más que a nadie, se debía la victoria, reunió a sus barones y en un noble discurso exaltó la obra realizada, dando gracias a Dios por el favor que les había hecho permitiéndoles apoderarse del campamento egipcio «donde ahora nos hallamos instalados», y rechazar todos los asaltos de los enemigos «¡nosotros a pie y ellos a caballo!». Después de esta doble victoria, la prudencia aconsejaba a los franceses que no se obstinaran, que regresaran a Damieta cuando aún estaban a tiempo. Por desgracia, Luis IX creyó que su deber de soldado le impedía batirse en retirada. Error análogo al que habría cometido Napoleón, si se hubiera obstinado en Moscú después del incendio. Durante cincuenta y cinco días, desde el 11 de febrero al 5 de abril, Luis se estableció en las orillas del Bahr es-Seghir. Estacionamiento fatal. Una terrible epidemia, una especie de «gripe española», con los caracteres de disentería y de tifus, hizo presa en el ejército. Además, el sultán Turán-chah, que mientras tanto había llegado de El Cairo, hizo construir en el Nilo una flotilla que pronto detuvo a todo convoy fluvial entre Damieta y el campamento cristiano, interceptando así el avituallamiento de Luis IX. En el campamento francés, al tifus se sumó el hambre, acabando de dejar inane a ese magnífico ejército que, sin combate, se iba deshaciendo a ojos vista. Ante esta situación, Luis IX se decidió por fin a retirarse. Atravesó el Bahr es-Seghir y tomó el camino de Damieta, no sin verse perseguido y pronto rodeado por toda la encarnizada caballería mameluca pisándole los talones. Sus fieles le propusieron que se marchara o bien a caballo, en un rápido corcel, o bien en barca por el Nilo. Rechazó
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indignado separarse de su ejército. Las cargas de los mamelucos, acompañadas de flechas, contra todos los elementos de la columna francesa, a la que intentaban romper, no cesaban ni de día ni de noche. Los soldados franceses no eran más que sombras, en una espantosa miseria física: disentería general, enfermedades cutáneas, mucosas sangrantes, encías inflamadas. Por un milagro de energía moral, Luis IX supo galvanizar a ese ejército de tíficos y de moribundos. Aunque tiritando de fiebre él mismo y agotado por la enteritis, consiguió mantener la disciplina en su columna, a la que condujo, erizada de picas, inquebrantable, resistente a todas las cargas, hasta el cantón de Charamsah, a mitad de camino de Damieta. Pero él y los suyos habían superado el límite de las fuerzas humanas. En varias ocasiones se desvaneció. Joinville nos lo muestra cabalgando penosamente en la retaguardia, montado en un pequeño rocín, al lado de Godofredo de Sergines, que lo defendía contra los mamelucos «como un buen escudero defiende contra las moscas la copa de su señor», «pues cada vez que los sarracenos los estrechaban demasiado cerca, Godofredo tomaba su pica, que llevaba contra el arzón de su silla y, colocándola en su axila, corría hacia ellos y los rechazaba». Pero Luis IX, agotado por el tifus, no podía mantenerse en el caballo. Llegados a un pequeño pueblo de Munyat Abu-Abdallah, Geoffroy de Sergines lo acostó, moribundo, en una choza, mientras Gautier de Châtillón defendía él solo la única calle del pueblo. Página de canción de gesta. «Gautier de Châtillón se apostó allí, con la espada desnuda en el puño. Cuando veía que los turcos se acercaban, corría hacia ellos y los echaba. Regresaba entonces, se quitaba las flechas que lo habían cubierto y se levantaba sobre los estribos gritando: ¡Châtillón, a mí mis fieles! Y cuando veía que los turcos entraban por el otro extremo de la calle, volvía a tomar la espada y de nuevo corría hacia ellos. Así lo hizo tres veces». Hasta que vieron a un turco llevando el caballo del héroe con la grupa roja de sangre, no supieron el epílogo de este prodigioso hecho de armas. En el desconcierto general, en ausencia del rey a quien creían muerto, mientras los barones trataban de entrar en conversaciones con los generales egipcios, la imprudencia o la traición de un sargento provocó la capitulación pura y simple del ejército. Los mamelucos, ebrios con su victoria, mataron sobre la marcha a una parte de los cautivos, principalmente a la mayor parte de los enfermos. El propio Luis IX fue insultado y amenazado de muerte, sin que por ello abandonara su serenidad. «A sus amenazas, él respondió que era su prisionero y que podían actuar con él como les pareciera bien». Esta inquebrantable mansedumbre, este estoicismo cristiano, impresionaron a los bárbaros. El sultán Turán-Chah aceptó tratar: fue convenido que el rey devolvería Damieta como rescate personal y que entregaría 500.000 libras como rescate del ejército. Por muy duro que fuese, este tratado tenía la doble ventaja de dejar libre al ejército francés y conservar intactas las posesiones francas en Siria. Se iba a empezar a poner en ejecución cuando una revolución, llena de consecuencias, vino a poner de nuevo sobre el
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tapete sus cláusulas y su principio. El 2 de mayo de 1250, el sultán Turán-Chah fue derribado por la guardia turca de los mamelucos en un drama salvaje, que supera en horror las más tenebrosas páginas de Tácito. Perseguido y acosado en una espantosa caza del hombre hasta el Nilo donde intentó ocultarse, medio ahogado, arrojado al agua a tremendos sablazos por el feroz Baibars, luego «sacado del agua como un pez enganchado en un arpón», el último príncipe de la casa de Saladino expiró bajo las miradas de la masa egipcia, sin que nadie pensara en prestarle ayuda. Los mamelucos, enardecidos por la muerte del sultán, estuvieron a punto de matar al mismo tiempo a los prisioneros franceses. Pero la codicia se impuso en ellos. Uno de ellos, el «Potro blanco», con las manos enrojecidas por la sangre de Turán-Chah, hizo irrupción en la cárcel de San Luis: «¿Qué me das, a mí, que he matado a tu enemigo?». «Y el rey se negó a responderle». Por fin, los mamelucos ratificaron el tratado concluido por el sultán fallecido. Este acuerdo, tan penosamente concluido, estuvo a punto de quedar inútil por los acontecimientos de Damieta. Cuando Luis IX partió para Mansura, dejó en Damieta a su mujer, Margarita de Provenza, que estaba encinta. En los momentos en que el rey fue capturado, ella traía al mundo un hijo. Un anciano caballero de ochenta años, servidor leal de su familia, la asistía en aquellos terribles instantes. Los mamelucos podían surgir de un momento a otro. Entonces tuvo lugar el diálogo que nos ha transmitido Joinville. «Antes de dar a luz, ella hizo salir de su habitación a todo el mundo menos a ese caballero. Se arrodilló ante él y le suplicó que le acordara lo que iba a suplicarle. Él lo juró. Entonces ella le pidió que, si los sarracenos llegaban, le cortara la cabeza antes de que cayera en sus manos. Y el caballero respondió: ‘Señora, ya lo había pensado’». Para la infeliz mujer no habían terminado las angustias. Desde que Luis IX partió, la guardia de Damieta había sido confiada a los marinos italianos, genoveses y otros. Presos del pánico ante la noticia del desastre, estaban a punto de marcharse abandonando la plaza. Su cobardía podía llevar consigo la muerte del rey de Francia, cuyo rescate era precisamente Damieta. Margarita de Provenza estuvo admirable. Era el día siguiente de su parto. Mandó que los capitanes italianos fueran junto a su lecho y, con una exhortación patética, consiguió reavivar en ellos el sentido del deber: «Señores, por el amor de Dios, no abandonéis esta ciudad, pues ya veis que monseñor el rey estaría perdido, y todos los prisioneros con él. O al menos (y les mostró la criatura que acababa de nacer) tened piedad de esta débil criatura, y esperad que yo pueda levantarme». Por último, los italianos se contentaron con un chantaje: querían que les pagaran a cargo de la reina. La enérgica mujer hizo reunir mercancías por valor de 300.000 libras, que les fueron distribuidas, y Damieta se salvó. Luis IX se debatía entre dificultades parecidas. Necesitaba encontrar créditos para el complemento del rescate. Joinville aconsejó conseguir un préstamo de los Templarios,
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puesto que esta Orden hacía abiertamente operaciones de banca. El comendador del Temple se negó. Por muy respetuoso que Luis IX fuera con los privilegios de las Órdenes, se enfadó. Enviado por él, Joinville se dirigió a la galera principal del Temple, donde se hallaban las cajas fuertes de los caballeros-banqueros. «En cuanto llegué, pedí al tesorero del Temple las llaves del tesoro y él, que me veía delgado y descarnado de tanto como había sufrido en la cárcel, se negó. Pero vi un hacha en un rincón. Eché mano de ella y aseguré que haría de ella la llave del rey. Entonces, el tesorero procedió». Gracias a este préstamo forzado, Luis IX pudo embarcarse el 8 de mayo de 1250, libre de la cárcel de los egipcios. El 13 fondeaba en San Juan de Acre. *** El rey de Francia recibió en Acre la más emocionante acogida. «Toda la ciudad salió en procesión al encuentro del rey, el clero con los ornamentos sacerdotales, los caballeros, los burgueses, los oficiales civiles, las damas, las jóvenes, todos con sus más bellos atuendos, al sonido de las campanas que empezaron a tañer en cuanto se percibió su barco en el mar». Luis IX, que en los campos de batalla de Egipto no había conseguido liberar Jerusalén, resolvió permanecer al menos en la Siria franca el tiempo suficiente para reorganizar el país y ponerlo al resguardo de los ataques musulmanes. Esta estancia suplementaria en Oriente no era del gusto de los barones que tenían prisa por regresar a Francia. Joinville era el único que compartía la opinión del rey. Se hizo a propósito llamar «poulain», palabra un tanto peyorativa que, como se sabe, designaba ante los occidentales a los francos criollos. «Mejor pollino que, como vos, rocín acicalado», respondió el buen mariscal a sus interlocutores. Por lo demás, Luis IX permitió a los suyos que regresaran a Francia y conservó con él solo a los voluntarios. Luis IX permaneció cuatro años en Siria, desde el 13 de mayo de 1250 hasta el 24 de abril de 1254. Llevó a cabo una excelente tarea. Puesto ya al corriente de los asuntos musulmanes, supo jugar hábilmente con la hostilidad entre los mamelucos, dueños de Egipto, y la familia de Saladino, que había quedado dueña de Siria. Apostando alternativamente sobre ambos bandos, obtuvo de los mamelucos la liberación de sus soldados que aún estaban presos, y en un determinado momento estuvo a punto, como en otro tiempo Federico II, de que le cedieran Jerusalén. Los Templarios se permitieron interferirse en su política (habían concluido sin contar con él unos tratados particulares con el sultán de Siria) y él les dio una severa lección. El gran maestre y los dignatarios del Temple tuvieron que acudir, delante de todo el ejército, descalzos en actitud de penitentes, a arrodillarse ante el Capeto y pedirle perdón por su desobediencia. Esta humillación pública infligida a los orgullosos caballeros tenía el valor de un manifiesto. Desde hacía más de veinte años, las colonias francas, reino sin rey, eran la más anárquica 219
de las repúblicas. Luis IX se proponía restablecer la noción de Estado y de disciplina. Durante los cuatro años de su estancia fue, sin tener el título, el verdadero rey de la Siria cristiana. La comunidad de cultura del Capeto y los barones de Acre o de Tiro, su sentido del deber y su lealtad absoluta, su entrega llevada hasta el sacrificio a los intereses de Tierra Santa, su amable y cortés firmeza, hicieron que esta reconstitución fuera aceptada con agrado por aquellos mismos que podían sentirse perjudicados en sus intereses personales. Desde el punto de vista territorial, Luis IX puso a la Siria francesa en estado de defenderse, restaurando o completando con todo cuidado las fortificaciones de las principales ciudades, San Juan de Acre, Cesarea, Jaffa, Sidón. En el principado de Antioquía-Trípoli, actuó de árbitro en las diferencias de la familia reinante y emancipó al joven príncipe Bohemundo VI, a quien armó caballero y que, desde entonces, incluyó entre las armas de su escudo las armas de Francia. Reconcilió el principado de Antioquía con el rey armenio de Cilicia, reconstituyendo así el haz de las fuerzas cristianas en el norte. No dudó en concluir una verdadera alianza contra el Islam oficial con el amo de los Asesinos «el viejo de la montaña». El jefe de la temible secta había intentado primero intimidar a Luis haciendo que lo amenazaran con asesinarlo. Cuando comprendió que esos procedimientos no tenían en este caso ninguna posibilidad de éxito y que el hombre era el rey de Francia, le envió como testimonio de amistad «su camisa y su anillo», sin citar un elefante de cristal, un magnífico juego de ajedrez y perfumes maravillosos. Luis IX respondió enviando «muchas joyas, paños de escarlata, copas de oro y frenos de plata». Por último, San Luis, con una iniciativa llena de audacia y que muestra hasta qué punto tenía el espíritu abierto al futuro, envió a los mongoles al franciscano Rubruck, para que se informara de las disposiciones de ese pueblo cuya intervención en el duelo franco-musulmán podía modificar todos los datos. Si bien por el momento le decepcionó la respuesta que le trajo el viajero, había sin embargo presentido el acontecimiento que cinco años más tarde iba a trastornar Asia: la destrucción del califato de Bagdad por esos mismos mongoles, aliados inesperados de la Cristiandad[1]. Cuando Luis IX, reclamado a Francia por la muerte de su regente, su madre, se embarcó en San Juan de Acre el 24 de abril de 1254, en todos los aspectos, tanto desde el punto de vista de la cohesión interior como de la situación diplomática del país, había realizado en la Siria franca una restauración que no es uno de los menores títulos para nuestra admiración.
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[1] Cfr Grousset, René, L’Empire des steppes. Attila, Gengis.khan, Tamerlan, Paris, Payot, 1939, pp. 342 y ss., 426 y ss. - Rubruck, salió de Constantinopla el 7 de mayo de 1253, vio al Gran Khan, en Mongolia, a fines de diciembre. Bagdad fue tomada por los mongoles el 10 de febrero de 1258.
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Capítulo XVIII EPÍLOGO LA ANARQUÍA FRANCA Y LA CAÍDA DE SAN JUAN DE ACRE
La recuperación realizada por San Luis apenas si duró cuando él se hubo marchado. Su presencia había devuelto a la Siria franca la cohesión, la unidad, la noción de Estado. Tras su partida volvió a caer en la anarquía y en sus luchas políticas o mercantiles. La ciudad de San Juan de Acre, capital oficial del país, pero que, desde la expulsión de los imperiales, se había organizado en comuna autónoma, quedó desolada por la rivalidad de la colonia genovesa y de la colonia veneciana existentes dentro de sus muros. Una disputa de campanario por la posesión de la iglesia de Saint-Sabas, situada entre el barrio genovés y el barrio veneciano, sirvió de pretexto para una guerra callejera entre los partidarios de ambas repúblicas italianas, guerra que tenía como verdadero motivo el monopolio del comercio de Levante y que acabó por extenderse de San Juan de Acre a toda la Siria franca y, luego, a toda la cuenca mediterránea. Comenzada en 1256, dos años después de haberse ido San Luis, la «guerra de Saint-Sabas» obligó a los diversos señoríos que constituían la Siria franca a alinearse en uno u otro partido: del lado de los venecianos la familia de Ibelín, dueña de Beirut y de Jaffa, los Templarios, la Orden Teutónica, los pisanos y los comerciantes provenzales; del lado de los genoveses, Felipe de Montfort, señor de Tiro, los Hospitalarios, los mercaderes catalanes. Esta guerra civil, que los musulmanes contemplaban con ojos de burla, alcanzó un grado de violencia inaudito. En San Juan de Acre, los barrios de los diferentes partidos se erizaron de fortificaciones interiores a las que el partido contrario asaltaba con gran aparato de máquinas de guerra. Al cabo de dos años de lucha, San Juan de Acre quedó en poder del partido veneciano, mientras que los genoveses se retiraban a Tiro bajo la protección de Felipe de Montfort, y la Siria franca se encontró dividida en dos (1258). Las hostilidades alcanzaron incluso el principado de Antioquía-Trípoli, donde el príncipe Bohemundo VI se había situado al lado de los venecianos, mientras que su vasallo, Bertrand de Gibelet (Djebail), cuya familia era de origen genovés, se alineaba naturalmente con los genoveses. En un encuentro bajo los muros de Trípoli, Bohemundo fue herido y estuvo a punto de ser muerto a manos del propio Bertrand (1258). Unos meses más tarde, mientras Bertrand visitaba sus viñedos, un campesino lo asesinó para ofrecer su cabeza como regalo a Bohemundo. Tantas luchas y tantos dramas, con los fermentos de odios que dejaban en los 222
corazones, acabaron de debilitar a ese desgraciado país en vísperas de la invasión. *** Los francos no se hallaban menos divididos en política exterior. En 1260 los mongoles, mandados por el khan de Persia Hulagu, nieto de Gengis Kan, invadieron la Siria musulmana cuyas ciudades Alepo, Hama, Homs y Damasco cayeron en sus manos, mientras que la dinastía de Saladino desaparecía en la tormenta[1]. Como resultaba que estaban haciendo la guerra a potencias musulmanas y que, además, una parte de ellos, en especial uno de sus generales, el célebre Kibutqa, profesaba el cristianismo nestoriano, el príncipe de Antioquía-Trípoli, Bohemundo VI, de acuerdo con el rey de Armenia Hethum el Grande, unió decididamente sus fuerzas a las de ellos. Entraron en Alepo y en Damasco, ciudades invioladas que nunca habían sido pisadas por la caballería franca; y Bohemundo contribuyó, con Kibutqa, a transformar en iglesias muchas mezquitas de Damasco. Pero los barones de San Juan de Acre estuvieron lejos de adoptar esta política. Asustados ante la proximidad de los mongoles, no vacilaron en concluir contra estos un pacto con los defensores del Islam, los mamelucos de Egipto. Permitieron a los mamelucos que atravesaran el territorio franco para ir a atacar al cuerpo de ocupación mongol, y en gran parte se debió a esta «benévola neutralidad» el que los jefes mamelucos Qutuz y Baibars pudieran, el 3 de septiembre de 1260, aplastar y matar a Kibutqa en la batalla de Ainjalud, en Galilea. Los mongoles fueron rechazados a Persia y los mamelucos unieron la Siria musulmana a Egipto. Si los barones de Acre habían contado con el agradecimiento de los mamelucos, fueron amargamente decepcionados. El jefe mameluco Baibars que, mientras tanto, había subido al trono de El Cairo después de haber asesinado a su predecesor, no era hombre que se embarazara con juramentos. Era una personalidad a decir verdad desmesurada, este turco de Rusia, de ojos azules, de estatura formidable y que seguramente llevaba en sus venas un poco de esa sangre que producirá un Iván el Terrible y un Pedro el Grande. Este prodigioso aventurero fue comprado como tantos de sus iguales en los mercados de esclavos de Crimea; una vez admitido en los mercenarios mamelucos, los había salvado –y al Islam junto con ellas–, deteniendo a San Luis en Mansura primero y arrojando a los mongoles de Siria después. Llegado al trono de Egipto a través de una serie de asesinatos –asesinato salvaje del último representante de la familia de Saladino; asesinato a traición de su propio jefe, de su amigo personal, de su predecesor, el sultán mameluco Qutuz– Baibars, una vez en el trono, se redime de sus crímenes revelándose de la noche a la mañana como uno de los primeros hombres de Estado de su tiempo, bestia feroz y traicionera, pero soldado de genio y administrador incomparable. En adelante, contra este adversario fuera de lo corriente –el dios mismo de 223
la acción y de la victoria– es contra el que los francos van a tener que defenderse. Las conquistas de Baibars fueron fulminantes. El 27 de febrero de 1265 tomaba Cesarea, el 26 de abril Arsouf, el 25 de julio de 1266 la fortaleza de los Templarios en Safed, el 7 de marzo de 1268 Jaffa, el 15 de abril la plaza de Beaufort que pertenecía a los Templarios. En la segunda quincena de 1268 se apoderó de Antioquía y reducía a Bohemundo VI al condado de Trípoli. El anuncio de una octava cruzada dirigida por Luis IX devolvió alguna esperanza a los cristianos, pero la fatal desviación de la expedición hacia Túnez y la muerte de San Luis acabaron de desalentarlos (1270). Baibars, tranquilizado, quitó a los Templarios el castillo de Safitha o Chastel-Blanc (febrero de 1271), luego a los Hospitalarios, recinto a recinto, la «inapresable» fortaleza del Krak de los Caballeros (15 de marzo-8 de abril de 1271). Las últimas posesiones francas estaban en vísperas de sucumbir. El desembarco en San Juan de Acre, el 9 de mayo de 1271, del príncipe Eduardo de Inglaterra, el futuro rey Eduardo I, les sirvió de aplazamiento inesperado. Eduardo era uno de los mejores espíritus políticos de su tiempo, buen soldado, buen diplomático, cristiano serio. Despejó por medio de cabalgadas útiles la región de San Juan de Acre, renovó la preciosa alianza mongola e inspiró a Baibars, al mismo tiempo que un respeto suficiente a las armas francas, la convicción de que Europa no se desinteresaba de sus colonias. El 22 de abril de 1272, el terrible sultán concedió a los cristianos de San Juan de Acre una tregua de diez años y diez meses. Los franceses aprovecharon este plazo para volver a empezar con sus discordias. El rey Hugo III de Chipre, que desde 1269 estaba intentando conseguir entre ellos un mínimo de unión, no conseguía que le obedecieran[2]. En Beirut, la heredera de la casa de Ibelín pedía contra él la «protección» de Baibars. El gran maestre de los Templarios, Guillermo de Beaujeu, estorbaba sistemáticamente todos sus esfuerzos para restablecer la autoridad. Descorazonado, Hugo III, abandonando a su suerte a estas gentes empeñadas en perderse, se retiró a su reino de Chipre (1276). Entonces el rey de Sicilia, Carlos de Anjou, reivindicó la corona de Tierra Santa, pero en vez de ir él mismo, se contentó con enviar, para que lo representara en San Juan de Acre, a su lugarteniente el conde de Marsella Roger de Saint-Sévérin, con efectivos irrisorios. El gobierno de Saint-Sévérin, sostenido por el gran maestre del Temple Guillermo de Beaujeu, podía por lo menos llevar un mínimo de orden al país. Fue bruscamente interrumpido por el drama de las Vísperas Sicilianas que, al reclamar el regreso a Italia del conde de Marsella, puso fin a este intento de dominación angevina en Levante (1282). Y volvió a empezar la anarquía. Hasta última hora, las luchas civiles iban a asolar a este desgraciado país. En el condado de Trípoli, el rey Bohemundo VII (1275-1287) vio la rivalidad de un «partido romano», representado por la princesa-madre Lucía de Segni, y de un «partido poulain», representado por el propio Bohemundo VII. Los Templarios (a los que se les
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encuentra en toda intriga política) y el principal vasallo de Bohemundo VII, Guy II de Gibelet o Djebail, tomaron partido contra él y una guerra civil en regla –la más impía de todas, si se piensa en que el país estaba cercado por los mamelucos– acabó de diezmar la caballería tripolitana desde 1278 a 1282. En enero de 1282, Guy de Gibelet intentó, de acuerdo con los Templarios, apoderarse por sorpresa de Trípoli; pero fue él quien cayó en la trampa y entregado a Bohemundo VII. Este lo hizo encerrar en un sótano cuya puerta fue tapiada y allí se le dejó morir atrozmente. Tan grande era el furor de los odios civiles, que este drama salvaje fue celebrado con delicia por lo enemigos de la casa de Gibelet y que en San Juan de Acre los pisanos montaron una especie de representación teatral para conmemorar estos episodios. Por última vez, los francos intentaron rehacerse alrededor de la autoridad real, dando la «corona de Jerusalén» –o lo que se continuaba llamando con este nombre– al rey de Chipre Enrique II. Grandes fiestas acogieron la llegada de Enrique a San Juan de Acre y su coronación en Tiro (15 de agosto de 1286), pero este muchacho epiléptico y sin virilidad, juguete de su entorno y pronto víctima de sus hermanos, «ese pobre Luis XVI chipriota», como lo llama Iorga, no poseía ninguna de la cualidades de un jefe. En aguas de San Juan de Acre, pisanos y genoveses se libraban furiosas batallas navales (mayo de 1287). En Trípoli, a la muerte de Bohemundo VII (19 de octubre de 1287), la población se negó a reconocer a su hermana y se constituyó en comuna independiente. En un curioso manifiesto, los burgueses de Trípoli proclamaron la desaparición de la dinastía de los Bohemundo, enumerando sus agravios contra su tiranía y afirmando su voluntad de gobernarse por sí mismos «para mantener a cada uno en su derecho y razón», después de lo cual se apresuraron a ponerse bajo el protectorado de Génova. En vano el gran maestre del Temple, Guillermo de Beaujeu, advertía a estos valerosos comuneros que no era el momento de discordias civiles, que los escuadrones de los mamelucos se acercaban. Respondían con inconsciencia «que dejara ya de hacerles un espantapájaros con esos ruidos de guerra». Pero los mamelucos estaban allí. A fines de febrero de 1289, el sultán Qalaún con 40.000 caballeros y 100.000 hombres de a pie sitiaban Trípoli. El 20 de abril, los venecianos y los genoveses, cuyas disputas habían contribuido tanto al debilitamiento del antiguo condado, abandonaban a los franceses a su suerte y se embarcaban clandestinamente en sus barcos con todas sus riquezas. Enterado de esta defección, el sultán ordenó el asalto general y se apoderó de la plaza (26 de abril de 1289). La matanza «al estilo mameluco» fue espantosa. «Los habitantes, escribe Abul Fida, huyeron hacia el puerto, pero muy pocos consiguieron embarcar. La mayor parte de los hombres fueron matados, las mujeres y los niños reducidos a esclavitud. Cuando hubieron terminado de matar, arrasaron la ciudad hasta el suelo. Cerca de la ciudad había un islote en el que se levantaba una iglesia dedicada a Santo Tomás. Una multitud
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enorme se había refugiado en ella. Los musulmanes se precipitaron en el mar a caballo o alcanzaron el islote a nado. Todos los hombres que se encontraban allí fueron degollados. Visité poco tiempo después ese islote y lo hallé cubierto de cadáveres en putrefacción. Era imposible permanecer allí a causa del hedor». De toda aquella bulliciosa población de comerciantes, obreros de industria, médicos, orgullo de Levante, durante algunos meses solo quedó la putrefacción de esos cadáveres, cuyo recuerdo aún espantaba a Abul Fida veinte años más tarde. Epílogo lamentable, pero que había sido bien fácil prever, de tantas pasiones partidistas y de ceguera política. *** A todo esto llegó a San Juan de Acre una cruzada popular italiana, compuesta por peregrinos sin preparación y sin disciplina, cuyo celo peligroso recordaba al de las bandas de Pedro el Ermitaño. Estas masas desencadenadas e iluminadas iban, en el crepúsculo de las cruzadas, a traer las mismas desgracias que al principio. En 1096 habían estado a punto de hacer abortar la guerra santa con una innoble matanza de judíos y campesinos húngaros o griegos. Con una matanza del mismo orden provocaron la catástrofe final en 1291. Con infinita razón, los jefes responsables de la comuna de Acre se esforzaban para calmar el celo belicista de la cruzada popular. A falta de poder medirse con los mamelucos, los peregrinos se dispersaron entonces por las afueras de Acre y se dedicaron a atracar y a matar a los inofensivos campesinos musulmanes que llevaban sus mercancías al mercado de la ciudad. Luego, entrando en Acre, organizaron «Vísperas musulmanas», recorriendo en banda el zoco y degollando a todos los comerciantes mahometanos que encontraban. En su criminal locura pasaron a filo de espada a un gran número de sirios cristianos que, al llevar barba, fueron tomados por musulmanes. Los barones sirios quedaron aterrados. Por esta matanza, perpetrada en régimen de tregua, la demagógica cruzada había violado el derecho público, cargaba las culpas sobre los cristianos y daba a los mamelucos la ocasión de tomar terribles represalias. En efecto, el sultán el-Achraf Khalil, que acababa de subir al trono de Egipto, se apresuró a aprovechar una ocasión tan favorable. El jueves 5 de abril de 1291, empezó el asedio a San Juan de Acre al frente de 160.000 hombres de a pie apoyados por 60.000 caballeros y por una formidable «artillería» de catapultas. Reuniendo todas las fuerzas cristianas, francos de Siria y de Chipre, cruzados y peregrinos acabados de llegar, marinos italianos en escala, la plaza de Acre contaba, sobre unos 35.000 habitantes, 14.000 combatientes de a pie y 800 caballeros o sargentos montados. Las Órdenes militares, cuya política egoísta y disputas eran en buena parte responsables de la decadencia franca, se portaron como dignas de su origen. Mucho se podía reprochar a esos hombres, pero supieron morir dignamente. 226
En la noche del 15 de abril, aprovechando un magnífico claro de luna, el gran maestre del Temple Guillermo de Beaujeu y el caballero suizo Otón de Granson, mandando gentes de armas del rey de Inglaterra, intentaron hacer una salida en el sector norte, por el lado de la playa. Con 300 caballeros sorprendieron a los puestos avanzados egipcios y llegaron hasta el campamento enemigo, pero los caballos se enredaron en las cuerdas de las tiendas, fue dada la señal de alerta y no pudieron, tal como querían, incendiar las máquinas de asedio. Durante ese mismo mes de abril, los sitiados intentaron hacer otra salida, pero esta vez en medio de la oscuridad de la noche. La caballería se agrupó en silencio detrás de la puerta de San Antonio, pero los mamelucos, advertidos, estaban alerta. En el preciso momento en que la voz de mando «¡a caballo!» sonaba en el ejército franco, todo el campamento musulmán se iluminó con antorchas y se vio a 10.000 mamelucos también montados a caballo. Los caballeros regresaron a Acre bajo una furiosa carga enemiga. Al amanecer del viernes 18 de mayo, el sultán el-Achraf lanzó el asalto final. Una gran batería de címbalos había dado la señal. Los mamelucos avanzaban a pie, en columnas espesas que lo sumergían todo. Penetrando entre el muro exterior y el muro interior, con un solo impulso ocuparon la famosa Torre Maldita, En ese lado se concentró la suprema resistencia. El mariscal del Hospital, Mateo de Clermont, hizo recular por un instante al enemigo. También los Templarios resistieron en la tempestad. El cronista de su Orden, que fue uno de los héroes de aquella jornada terrible, nos muestra a su gran maestre, Guillermo de Beaujeu, corriendo con una docena de los suyos a detener a los miles de asaltantes. Al paso entra en casa del gran maestre del Hospital, se lo lleva consigo y ambos se dirigen juntos hacia la muerte: reconciliación en la hora suprema – pronto sellada con la sangre de ambos ancianos– de las dos Órdenes rivales que hasta entonces estaban separadas por un muro de odio. Aquel puñado de hombres de hierro intentaba taponar la vía entre las dos murallas, salvar el recinto interior y reconquistar la Torre Maldita. Pero ante aquellas masas musulmanas que caían sobre ellos, «nada sirvió», parecía que aquellos dos héroes «golpeaban contra un muro de piedra». Cegados por el humo del fuego griego, ya no se veían el uno al otro. Y así, entre aquellos torbellinos y aquellos chorros de llamas, en medio de la lluvia de las ballestas y habiendo cedido el resto de los francos, ellos, palmo a palmo seguían resistiendo. Eran las tres de la tarde cuando el gran maestre del Temple recibió el golpe mortal. El dardo le entró por la axila, profundamente. «Cuando se sintió herido de muerte, se retiró y creyeron que huía; algunos cruzados de Espoleto lo detuvieron gritándole: ‘¡Por Dios, señor, no nos abandonéis o la ciudad estará perdida!’. Y él les respondió: ‘No os abandono, estoy muerto, mirad la herida’. Y vimos el dardo clavado en su costado». Sus leales lo llevaron al Temple, donde expiró. El mariscal del Hospital, Mateo de Clermont, no tuvo un fin menos hermoso.
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Después de haberse cubierto de gloria ante la puerta Saint-Antoine, había tomado aliento durante un momento en la casa-fortaleza del Temple, que aún podía durante un tiempo desafiar los asaltos. Pero apenas hubo saludado el cadáver de Guillermo de Beaujeu, regresó al combate. «Él y sus compañeros abatieron una infinidad de sarracenos y finalmente fue muerto, igual que todos los suyos, como caballeros valientes y aguerridos y buenos cristianos, y que Dios tenga sus almas». En cuanto al gran maestre del Hospital, Juan de Villiers, fue gravemente herido, pero pudo ser salvado a tiempo por los suyos. Mientras que los mamelucos, a pesar del sacrificio de los Templarios y de los Hospitalarios, se precipitaban en la ciudad por la puerta de Saint-Antoine, Juan de Grailly, comandante del contingente francés, y Otón de Granson, comandante del contingente inglés, que habían estado defendiendo durante mucho tiempo la puerta de Saint-Nicolas y la Torre del Puente, terminaban por ser aplastados bajo el número. Juan de Grailly estaba gravemente herido, y Otón de Granson fue empujado hacia el puerto con los sobrevivientes. Granson al menos consiguió embarcar a Grailly, el gran maestre del Hospital y a los demás heridos de su entorno en un barco veneciano que los transportó a Chipre. Pero los barcos disponibles eran insuficientes. Muchos se fueron a pique bajo los racimos humanos de que estaban sobrecargados. El patriarca de Jerusalén, Nicolás de Hanapes, dominico de la diócesis de Reims, después de haber sostenido durante el asedio, con un celo admirable, el valor de los cristianos, encontró refugio en una embarcación; pero movido por su caridad no podía decidirse a largar velas y seguía acogiendo a los que iban llegando, hasta tal punto que el barco se hundió. La masa de la población quedó a merced de los furores de los mamelucos. «Aquel día fue terrible, escribe el templario de Tiro, pues las damas, las burguesas y las señoritas huían por las calles con sus hijos en brazos; enloquecidas y llorando corrían hacia el puerto... Y cuando los sarracenos los encontraban, uno tomaba a la madre y otro tomaba al niño; a veces llegaban a las manos disputándose a una mujer, luego se ponían de acuerdo degollándola. En otro lugar arrancaban de brazos de sus madres a los hijos que estaban mamando y los arrojaban bajo los cascos de los caballos». Solamente el convento-fortaleza de los Templarios seguía resistiendo. Situado sobre el mar, con murallas enormes, era el reducto supremo. Después de la muerte del gran maestre, el mariscal del Temple, Pedro de Sevry y el comendador Teobaldo Gaudin se parapetaron en él con los últimos sobrevivientes, luego de haber reunido al pie de las murallas todas la embarcaciones todavía disponibles. Todos los que pudieron refugiarse en esa fortaleza, hombres, mujeres y niños, encontraron en ella su salvación, y de allí, con el rey Enrique II, se embarcaron para Chipre. «Y cuando todos esos navíos se hicieron a la vela, los Templarios que quedaban en su fortaleza los saludaron dando
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grandes voces y los barcos se alejaron...». Durante varios días, la fortaleza de los Templarios desafió todos los ataques. El sultán el-Achraf ofreció entonces a los Templarios una capitulación honrosa, con autorización para que se retiraran a Chipre. El acuerdo fue concluido sobre esas bases. Ya estaban los estandartes del sultán enarbolados en signo de armisticio sobre la torre principal, mientras que un emir, con un centenar de mamelucos, era admitido en la fortaleza como observador del embarque de los cristianos. Pero en la embriaguez de su triunfo, esos mamelucos atentaron contra el honor de las damas francas. Ante este espectáculo, los caballeros indignados se arrojaron contra ellos, los ejecutaron, derribaron la bandera del sultán y cerraron las puertas. Y el mariscal Pedro de Sevry se dispuso para un nuevo asedio. El castillo, con sus defensores reducidos a la desesperación, parecía imposible de tomar. El sultán el-Achraf recurrió a una felonía. De nuevo ofreció a Pedro de Sevry una capitulación honrosa. Pedro cometió la imprudencia de fiarse de sus promesas. Se dirigió a el-Achraf con una parte de los suyos. En cuanto el sultán los tuvo en su poder los mandó decapitar. Entonces aquellos Templarios que habían quedado en la fortaleza, los heridos, los enfermos, los ancianos, decidieron resistir hasta la muerte. El sultán tuvo que volver a empezar por tercera vez el asedio reforzando las minas. La base de las murallas estaban zapadas, paños enteros del muro se derrumbaron, los Templarios seguían resistiendo. El 28 de mayo, la brecha era ya lo suficientemente ancha, el-Achraf lanzó el asalto final, pero el peso de las masas de mamelucos hizo ceder los túneles de las zapas y todo el edificio se derrumbó, enterrando bajo sus escombros, junto con los últimos Templarios, a las columnas de asalto. El «Temple de Jerusalén» tuvo para sus funerales dos mil cadáveres turcos. Las demás plazas cristianas fueron evacuadas sin combate, Tiro en mayo, Sidón en julio, Tortosa en agosto del mismo año. Los Templarios mantuvieron hasta 1303 el islote de Ruad, frente a Tortosa. *** Partiendo del islote de Ruad seis siglos más tarde –en 1914–, los «francos» volvieron a poner el pie en Siria para, desde allí, cuatro años después, liberar Trípoli, Beirut y Tiro, la ciudad de Raimundo de Saint-Gilles, la ciudad de Juan de Ibelín, la ciudad de Felipe de Montfort. En cuanto a Jerusalén, sería «reocupada» el 9 de diciembre de 1917 por los descendientes del rey Ricardo, a las órdenes del mariscal Allenby.
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[1] Entrada de los mongoles en Alepo, 24 de enero de 1260, y en Damasco, 11 de marzo del mismo año. Me permito remitir a mi Empire des steppes (Payot, 1939), p. 436. [2] Hugo III de Antioquía-Lusignán, rey de Chipre en 1267, nombrado rey de Jerusalén en 1267, muerto en 1284.
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Anexo SAN LUIS Y LAS ALIANZAS ORIENTALES
En mi opinión, se trata ni más ni menos que del giro decisivo en la historia de las Cruzadas. Estamos en 1250. A pesar del heroísmo del rey, la cruzada de San Luis en Egipto acaba de fracasar. En lugar de volver a Occidente para reponerse de las terribles fatigas de la campaña, San Luis, con una abnegación que la historia no debe olvidar, se hace conducir inmediatamente a Siria y, durante casi cuatro años, prolonga su estancia allí. Esos cuatro años de oscura, paciente y meritoria labor de Luis IX en Tierra Santa ocupan menos lugar en los manuales que los diez meses de la expedición a Egipto. Y realmente, allí mostró su verdadera dimensión. Es preciso reconocer que la campaña de Egipto no estuvo precedida por una preparación diplomática adecuada. Indudablemente, los francos de Siria –los «poulains»– hubieran deseado que, antes de desembarcar en Levante, el rey de Francia adoptara lo que llamamos una política musulmana; es decir, que aprovechara los conflictos que en la familia de los sultanes de la casa de Saladino – en el seno del Islam– enfrentaban al sultán de Egipto y a su primo, el melik de Alepo. Veinte años antes, maniobrando de este modo entre el sultán de Egipto y el sultán de Damasco, el emperador Federico consiguió sin guerrear la devolución de Jerusalén a los cristianos. Precisamente, lo que entonces Luis IX no deseaba en absoluto era imitar a Federico II. Incluso da la impresión de que la rigidez de su primera política oriental se debía a su deseo de evitar las argucias, los compromisos y los acuerdos islamófilos de su predecesor. Al poner el pie en tierra de Egipto –¡con qué heroísmo!, recordémoslo– trata de no caminar sobre las sospechosas huellas del emperador excomulgado. Rehúsa, pues, cualquier acuerdo con las demás potencias musulmanas –enemigas naturales del sultán de Egipto–, cualquier conversación, incluso oficiosa. Es un cruzado, solo un cruzado que desembarca ante Damieta de la que se apodera, marcha sobre El Cairo y, a causa de la locura de su hermano Roberto –de la caballería ligera–, fracasa en Mansura. Después de Mansura, después del rescate del rey y de su partida a Palestina, todo está perdido menos el honor... y menos la diplomacia. En la medida en que una diplomacia inteligente, prudente y audaz, ingeniosa y fina al mismo tiempo, puede reparar un desastre militar, Luis IX restablece la situación. Y ahí es donde aparece la admirable solidez intelectual del gran Capeto. El soldado irreprochable y valeroso de Mansura, el estricto cruzado que se negara a toda conversación preliminar con una de las cortes musulmanas, se transformará ante nuestra vista –habiendo adquirido a base de una dura 231
experiencia un conocimiento del Este del que carecía– en un político sin prejuicios que negociará incansablemente, y explorará el horizonte hasta los confines de la tierra para buscar por doquier nuevas alianzas –a menudo inesperadas en un hombre como él– en favor del Santo Sepulcro. De la noche a la mañana, haciendo suya la política de Federico II, insiste en la disociación del bloque musulmán por medio de todo un sistema de tratados en tierras del Islam. Incluso muy pronto sobrepasará en este sentido a Federico y, a través de sus embajadores en tierra mongola, será el primero en la historia de Europa en poner las bases de una política auténticamente mundial. Como decíamos, sigue en primer lugar la línea de Federico II. También las divisiones del Islam permitían de nuevo una maniobra de gran envergadura. La revolución cuartelera que en 1250, en beneficio de la invasión franca, había sustituido a la casa de Saladino en Egipto, no había zanjado en el mundo musulmán el tema del derecho ni el de la fuerza. Después del sangriento golpe de Estado, los mamelucos solo eran dueños del Egipto en el que, a los ojos de todos, aquellos salvaje pretorianos, asesinos de su monarca, hacían el papel de usurpadores. La dinastía legítima, la casa de Saladino, seguía siendo dueña de toda la Siria musulmana. Un río de sangre separaba entonces a los nuevos amos de Egipto y a la antigua corte de Damasco; y no parecía posible una reconciliación entre ellos. Unos y otros iniciaban una apertura hacia Luis IX. Por débil que –desde el punto de vista militar– pareciera entonces el rey de Francia, de Jaffa o de San Juan de Acre donde residía, representaba casi el papel de árbitro. En medio de sus conflictos, la corte de El Cairo, como la de Damasco, preocupadas por su actitud, se mostraban en cualquier caso deseosas de lograr su benévola neutralidad. Comprendiendo inmediatamente las ventajas de tal situación, Luis IX empezó a actuar. Así, su embajador Juan de Valenciennes obtuvo del sultán mameluco Aïbek la liberación de un primer contingente de prisioneros. Aïbek, tratando de congraciarse con su antiguo rehén, envió también a Luis IX diversas especies raras de sus jardines zoológicos, entre ellas una cebra y un elefante. Alarmado por las noticias que hacían presagiar una coalición franco-egipcia contra él, el sultán de Damasco, en-Nacir-Yussuf, envió emisarios a San Juan de Acre para ofrecer por su parte una alianza concreta a Luis IX: si el rey le ayudaba a recuperar Egipto de los mamelucos, la corte de Damasco devolvería Jerusalén a los cristianos. La oferta era tentadora. Desgraciadamente, el rey no tenía las manos libres. Además de que sus efectivos militares –tras la capitulación del grueso del ejército y la demasiado precipitada desmovilización de los liberados– eran extremadamente débiles, una ruptura con la corte de El Cairo entrañaba el riesgo de una masacre de los prisioneros franceses que permanecían aún en los campos de concentración egipcios. Sin embargo, el rey evitó rechazar abiertamente las propuestas de la corte damascena
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e incluso envió a Damasco a un dominico, el célebre arabista Yves el Breton, encargado de mantener las favorables disposiciones de en-Nacir-Yussuf. Al mismo tiempo, y consciente de que los egipcios no ignoraban esta negociación, envió a Juan de Valenciennes a El Cairo para exigir de los mamelucos la inmediata liberación de los últimos cautivos. Su aproximación a los damascenos le permitía ahora dirigirse así a sus antiguos carceleros, cuya actitud cambió de tono. Para evitar la coalición francodamascena que se avecinaba en su contra, el sultán de Egipto liberó de un golpe a todos los prisioneros e incluso dispensó al rey del resto de su rescate. Una cláusula unida al tratado prometía que, si los mamelucos llegaban a arrancar Damasco y Alepo de manos de la casa de Saladino, ellos devolverían Jerusalén a los cristianos. Este tratado –el tratado franco-egipcio de 1252– marca, como vemos, el giro más sorprendente de la situación. El vencido de Mansura imponía sus condiciones a los vencedores. No solo los prisioneros franceses salieron de Egipto, sino que las conversaciones entre franceses y egipcios llegaron a tal punto, que quedó fijada la fecha de entrada en campaña contra los damascenos, campaña en cuyo transcurso los egipcios tomarían Damasco y los francos Jerusalén. Fue necesaria nada menos que la intervención del califa de Bagdad para evitar, en el último momento, una guerra fratricida entre musulmanes, guerra que solo habría beneficiado a los cristianos. En esas condiciones hubiera sido un error insistir. Luis IX se guardó de cometerlo y buscó al margen del mundo musulmán aliados más seguros para su cruzada. El primero en quien pensó fue en el reino armenio de Cilicia, antiguo aliado, es cierto, aliado natural de la Siria franca a la que, por la fuerza de los hechos, se encontraba unida la suerte de la Armenia ciliciana. Y no es menos cierto que, teniendo los mismos intereses y estando amenazados por los mismos enemigos, el reino de Armenia y los francos – especialmente los del principado de Antioquia– se encontraban desde mucho tiempo atrás en estado de lucha abierta. Entre ellos (¿quién lo imaginaría?) había corrido la sangre, sangre de un segundón muerto en la flor de la edad, víctima de oscuras venganzas feudales. En efecto, treinta años antes, el trono de Armenia recaía en la hija del último rey: la jovencísima Isabel. Los barones armenios le dieron como príncipe consorte a Felipe, hijo menor del señor de Antioquia y casi tan joven como ella. Los nuevos esposos se adoraban cuando se organizó contra Felipe un complot fomentado por el castellano de Lampron. Una noche, los conjurados penetraron en la alcoba conyugal y, en medio de una trágica escena, arrancaron a Felipe de los brazos de Isabel. En vano la joven, cubriendo al amado con su cuerpo, intentó enternecer a los agresores. El desdichado fue encarcelado y no tardó en perecer. Para mayor infortunio, los conjurados obligaron a Isabel a contraer matrimonio, a pesar de sus protestas y de su prolongada resistencia, con el hijo de su jefe, convertido, por el hecho de esa boda, en el rey de Armenia, Hetum I.
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Desde entonces no había cesado la hostilidad entre los príncipes de Antioquia –que lloraban el trágico fin de uno de sus hijos– y el rey armenio Hetum. Esta ruptura, que desde hacía treinta años favorecía únicamente el juego de los musulmanes, perjudicaba a los dos Estados vecinos. Luis IX, deseoso de reunir en un haz a las fuerzas cristianas frente al Islam, obligó a reconciliarse a las dos cortes. Una reconciliación que, en esta ocasión, fue definitiva, pues en 1254 el nuevo príncipe de Antioquía-Trípoli, Bohemundo el Hermoso, casó con la princesa Sibila, una de las hijas del rey Hetum de Armenia. La antigua rivalidad dio paso a una estrecha alianza política y militar entre el Estado armenio de Cilicia y el principado franco del Orontes y el Líbano. La constitución de este bloque franco-armenio, que se extendía desde el Taurus ciliciano hasta las proximidades de Beirut, era el mayor obstáculo que se oponía al avance musulmán. No menos notable fue la política del rey de Francia con los ismaelitas. Ya hemos hablado de esos herejes del Islam, esa extraña secta musulmana abominada por el Islam ortodoxo, secta que se había constituido en sociedad secreta y a la que el empleo de estupefacientes, especialmente el haschisch, había valido el nombre de assasins. Los «asesinatos», ordenados por el Gran Maestre, el «Viejo de la Montaña», golpeaban de improviso, por caminos misteriosos, a los jefes de los Estados que se oponían a sus proyectos. Más de un príncipe musulmán, más de un barón cristiano, perecieron a manos de los sectarios. En los nidos de águila de los montes Anseries que les servían de refugio, eran inaprensibles. Ciertamente, los ismaelitas no provocaban simpatía alguna entre los cristianos; pero es cierto también que, como potencia temporal y por su oposición al imperialismo musulmán, representaban una fuerza que aquellos no podían permitirse ignorar. Así lo comprendieron distintos reyes de Jerusalén, especialmente Fulco de Anjou, a quien los ismaelitas estuvieron a punto de entregar Damasco; Enrique de Champagne, que gobernó Jerusalén desde 1192 a 1197, no dudó en visitar al Viejo de la Montaña en su guarida de Kahf. Para impresionar al príncipe francés, el Gran Maestre le hizo una demostración de la obediencia ciega con la que sus fieles, debidamente drogados con haschisch, ejecutaban sus órdenes. «Os apuesto, Señor, bromeó el Viejo, que vuestras gentes no harían por vos lo que los míos hacen por mí». Y a una señal, dos fanáticos se precipitaron desde lo alto de la torre destrozándose el cráneo contra las rocas. Otros, situados en fila sobre las troneras, esperaban su turno. Fue necesario que el bueno de Enrique, enormemente impresionado, suplicara al Gran Maestre que detuviera su demostración. Luis IX no dudó en reanudar aquellas relaciones. Y tuvo mérito. El Gran Maestre, para obligarle al pago de un tributo, intentó intimidarle enviándole, como siniestra advertencia para el caso de negativa, un puñal y un sudario. Era conocer mal a san Luis.
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No solo no se dejó impresionar, sino que convocó a los enviados ismaelitas y los amenazó con romper. Esta enérgica actitud tuvo un éxito inmediato. El Gran Maestre, repentinamente ablandado, envió a Luis IX unos adornos de lujo: un elefante de cristal, una jirafa de cristal y un juego de ajedrez fabricado en cristal y ámbar. Luis IX correspondió con otros regalos, «una gran cantidad de joyas, de tejidos escarlata, copas de oro y bocados de plata». Se establecía una nueva alianza. El rey la selló enviando a los castillos ismaelitas de Djebel Ansarieh al dominico Yves el Bretón para el que, como hemos visto, la lengua árabe no tenía secretos. A su regreso, el hermano Yves proporcionó al rey unos valiosos datos que conservamos gracias a Joinville. Insistía en el antagonismo teológico entre el Islam ortodoxo y la disidencia chiíta de la que el ismailismo era el ala extremista. Entre ellos no había conciliación posible y los francos no tenían más que cultivar aquellas divisiones. Yves había descubierto perfectamente los ensueños esotéricos que eran la base de la doctrina ismaelita, además de la creencia en la metempsicosis y en la reencarnación, una reencarnación especialmente feliz para los afiliados muertos en el piadoso ejercicio de su función de asesinos. Yves se quedó extraordinariamente sorprendido al descubrir en la biblioteca del Gran Maestre unos discursos apócrifos de Cristo y la afirmación de que san Pedro no era más que una reencarnación de Abel, de Noé y de Abraham. Estas divagaciones, que nos muestran que en pleno Islam el ismailismo conservaba la enseñanza soterrada de la gnosis, podían producir horror en san Luis. Así, fue mayor su mérito al firmar en el terreno puramente político un pacto racional con el Viejo de la Montaña para consolidar la defensa de los Krak y de otras fortalezas septentrionales del condado de Trípoli. Y demostró mayor audacia aún poniendo las bases de la alianza franco-mongola. La conquista mongola es el gran acontecimiento del siglo XIII. En la época a la que nos estamos refiriendo se mostraba ya como un hecho irresistible. En el reinado del gran Khan Guyuk, nieto y segundo sucesor de Gengis-Khan (1246-1248), los ejércitos mongoles ocupaban China del Norte, los dos Turkestán, Afganistán, Irán, el Cáucaso y Rusia meridional. El sultán turco de Asia Menor no era más que su humilde vasallo. Diez años antes, las vanguardias mongolas habían sometido Rusia septentrional, y Ucrania, saqueado Polonia, aplastado Hungría y llegado hasta las puertas de Viena, cometiendo por todas partes unas atrocidades espantosas. A partir del 1240, el terror tártaro había hecho temblar a Occidente. Sin embargo, los latinos trataban de aplicar a los príncipes gengiskhánidas la leyenda del padre Juan, aquel misterioso rey cristiano que un día vendría a salvar a los fieles desde los confines de la tierra. Por inverosímil que parezca cuando se piensa en las atrocidades que los mongoles –aún en plena barbarie– cometían habitualmente, esta
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leyenda contenía un fondo de verdad. Los mongoles, o más exactamente los pueblos de la Alta Asia reunidos bajo este vocablo, por bárbaros que fueran, eran en parte cristianos. El cristianismo, bajo la forma nestoriana, había sido predicado en varias de las tribus asociadas a su dominio y en familias principescas asociadas por matrimonio a la familia imperial; de modo que, sorprendentemente, el nestorianismo se encontraba comúnmente extendido entre ellos, honrado como una de sus religiones oficiales, profesado incluso por algunos de sus generales e incluso representado, sobre todo por las mujeres, en la familia imperial gengiskánida. El gran khan Guyuk que, desde Pekín a Anatolia, reinaba sobre aquel imperio gigantesco, aunque extraordinariamente ecléctico en materia religiosa, estaba emparentado con más de una princesa nestoriana y, como tal, se mostraba benévolo hacia el cristianismo indígena. Sus dos principales ministros, su antiguo preceptor Qadaq y su canciller Tchinqaï, eran nestorianos. Por esta razón, en 1245, el papa Inocencio IV le envió como embajador al famoso franciscano Juan de Plan Carpin. Cuando, tras un inolvidable viaje a través de las estepas de Rusia meridional y del Turkestán, Plan Carpin llegó a la Alta Mongolia –donde residió en la región de Karakorum desde julio a noviembre de 1246– sufrió una desilusión diplomática bastante grave. Previamente a cualquier acuerdo con el mundo latino, el gran khan exigía que los príncipes de Occidente, empezando por el papa, reconocieran su soberanía. Esta respuesta de Guyuk, aparecida en los archivos del Vaticano, ha sido estudiada por Pelliot y por el cardenal Tisserand. Su tono extremadamente duro y cortante, incluso descortés, era el habitual en las fórmulas protocolarias de los grandes khanes gengiskhánidas quienes, a raíz de sus victorias, aspiraban al imperio universal y se consideraban con el derecho –derecho divino– de ser los únicos representantes del Cielo en la tierra. Me atrevo a decir que es la antigua teoría china del Hijo del Cielo asimilada a la salsa tártara. Y, evidentemente, no facilitaba las relaciones con los jefes de Estado de Occidente... A pesar de la rigidez de las fórmulas, entre latinos y mongoles existía un deseo inconfesado de parlamentar, pues ambos tenían en el Islam el mismo adversario. En el momento en que san Luis llegó a Chipre, la corte de Karakum había designado para el cargo de alto comisario mongol en Irán a un dignatario tártaro muy favorable a los cristianos, Eldjigidei, quien en mayo de 1248 envió a san Luis a dos cristianos orientales, David y Marco, encargados de entablar relaciones oficiosas con el rey. En nombre del gran khan «rey de la Tierra», hablando a «su hijo», el rey de Francia, Eldjigidei ofrecía la protección mongol a los cristianos de Levante en contra del Islam. Es posible, según el criterio de Pelliot, que, a partir de ese año 1248, el general mongol haya pensado en atacar el Califato de Bagdad, un ataque que resultaría efectivo diez años después. También es posible que, con este motivo, Eldjigidei pretendiera formar parte de la cruzada junto a san Luis en el momento en que este se preparaba para invadir Egipto.
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El poderío árabe, atacado por los franceses en el Delta y derrotado en la parte iraní por el gran ejército mongol, se encontraría entonces en unas condiciones terribles. Es importante subrayar que san Luis no rechazó la oferta, sino todo lo contrario. Inmediatamente envió a Eldjigidei, en Irán, a tres dominicos versados en los dialectos orientales: Andrés de Longjumeau, su hermano Guillermo y Juan de Carcassonne. Era tan importante el tema de la conversación que Eldjigidei condujo inmediatamente a los tres dominicos a la corte imperial de Karakorum. Desgraciadamente, el gran khan, el enérgico Guyuk, acababa de morir. El inmenso imperio estaba paralizado y las fuerzas mongoles en suspenso bajo la regencia de la viuda Oghoul Gaïmich, cuya autoridad estaba en entredicho a causa de las desavenencias familiares. Oghoul Gaïmich recibió a los tres dominicos en sus campamentos de Imil y Tarbagataï, en la Alta Mongolia occidental. Consideró un tributo los regalos del rey de Francia y le conminó a someterse más explícitamente. En realidad, en la interrupción general de la gran política mongola, en medio de la incertidumbre del interregno, la regente no tenía la autoridad necesaria para firmar los acuerdos previstos. De hecho, la revolución desencadenada en palacio, en el seno de la misma familia gengiskhana, no tardaría en arrojar a Oghoul Gaïmich del poder y en hacerla perecer después. Es difícil dejar de reconocer el mérito de san Luis por su obstinación en no descorazonarse ante los resultados, aparentemente negativos, de esta embajada. Si la respuesta de Oghoul Gaïmich seguía siendo decepcionante, el poderío mongol era un factor demasiado decisivo en Asia para no intentar, una vez más, llegar a un acuerdo. San Luis había oído hablar de las disposiciones –especialmente favorables al cristianismo– del príncipe Sartak, hijo del khan mongol Batú, khan gengiskhánida de Rusia meridional, la futura Horda de Oro. Decidió enviarle al franciscano Guillermo de Rubrouck. Rubrouck, acompañado por otro franciscano, Bartolomé de Cremona, salió de Palestina a comienzos de 1253. Se dirigieron a Constantinopla, donde embarcaron y llegaron a Crimea. Al penetrar en las inmensas llanuras de Rusia meridional, ese vestíbulo de Asia, tuvieron la impresión de caer en otro planeta, pues la vida de los grandes nómadas continuaba siendo exactamente la misma de los tiempos prehistóricos y difería de todo lo que unos occidentales pudieran imaginar. Desde la reciente masacre de los antiguos turcos Qiptchaq a manos de los mongoles, aquellas soledades –que los eslavos no habían colonizado todavía– no eran más que un desierto de hierba en cuyo horizonte solo surgía de tarde en tarde alguna patrulla de la caballería tártara. «Cuando me vi en medio de aquellos tártaros, creí realmente haber sido transportado a otro siglo». La descripción que hace Rubrouck de los jinetes mongoles sigue siendo clásica: no tienen morada fija, pero se han repartido entre todos la antigua Escitia y, de acuerdo con el número de hombres a sus órdenes, cada capitán conoce los límites de sus pastos y el lugar donde ha de establecer sus campamentos según las estaciones del año. Cuando se
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acerca el invierno bajan a una zona más cálida (hacia Crimea) y en verano suben hacia el norte (cerca de los Urales). Y Rubrouck continúa describiendo las tiendas de fieltro mongolas, montadas en las carretas durante los desplazamientos de la horda, y luego, en cada detención, agrupadas en pueblos móviles. Y nadie como nuestro franciscano ha descrito jamás a los mongoles mismos: «Los hombres se afeitan un cuadrado en lo alto de la frente y hacen caer los cabellos restantes en trenzas que les cuelgan de ambas sienes hasta las orejas». Cubiertos de pieles en invierno, en verano se visten con sedas de lujo obtenidas como tributo de manos de sus vasallos chinos. Y por último nos habla de su enorme consumo de quomiz, la leche de burra fermentada, bebida nacional de los mongoles, y de las escenas de embriaguez general que se producían a continuación. El 31 de julio de 1253, Rubrouck llegaba, después de tres días por el bajo Volga, al campamento de Sartak, hijo del khan Batú. Como algunos otros descendientes de Gengis-khan, Sartak profesaba la religión nestoriana y se mostraba extraordinariamente conocedor de los asuntos europeos. Replicó a Rubrouck, que le decía que el soberano más poderoso de la cristiandad era teóricamente el emperador romano germánico, que consideraba tal hegemonía actualmente en manos del rey de Francia. Desde el campamento de Sartak, Rubrouck, tras cruzar el bajo Volga, se dirigió al campamento de Batú, situado en la ribera oriental del gran río. «Batú, escribe Rubrouck, ocupaba un asiento elevado o trono, del tamaño de un lecho y completamente dorado, al que se accedía por tres peldaños; tras él se sentaban su esposa y sus dignatarios». La acogida del gengiskhánida fue cortés; envió al embajador al khan supremo, el poderoso emperador Mongka que había derrocado y reemplazado a la regente Oghoul Gaïmich, en Karakorum. Así pues, Rubouck partió de nuevo siempre más hacia el este. Atravesó el río Ural y penetró en la gran estepa asiática, «esa extensa soledad, escribe, que es como un mar inmenso». Tras semanas interminables cabalgando en medio de la monotonía de las estepas, cambiando de montura de relevo mongol en relevo mongol, en diciembre de 1253, Rubrouck llegó por fin a los campamentos imperiales en la región de Karakorum, en la alta Mongolia. El 4 de enero de 1254, el gran khan Mongka le recibió en audiencia. «Nos introdujeron en la tienda imperial y, al alzar el fieltro que servía de cortina, entramos entonando el himno A solis ortu. El lugar estaba tapizado con tejidos de oro. En el medio había una estufa con un fuego hecho con espino, raíces de absenta y boñigas de vaca. El gran khan estaba sentado en un lecho pequeño, vestido con un ropaje forrado y muy brillante. Era un hombre de unos cuarenta y cinco años, de mediana estatura, con la nariz un poco ancha y aplastada. Mandó que nos sirvieran una bebida hecha con arroz, dulce y transparente como el vino blanco. Después de esto, se hizo llevar distintas clases de aves de presa, a las que observó atentamente. A continuación nos ordenó exponer el objeto de nuestra embajada con ayuda de un
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intérprete nestoriano». El enviado de san Luis quedó sorprendido al encontrar en la corte nómada del emperador mongol a una dama de la Lorena, dama Pâquette de Metz, que había venido de Hungría para servir a una de las esposas nestorianas del gran khan, y que estaba casada con un ruso, empleado como arquitecto en la horda. Rubrouck encontró también en la corte de Karakorum a un orfebre parisino llamado Guillermo Boucher cuyo hermano, nos dijo, vivía en París, en el Grand Pont. Rubrouck comprobó que, en las grandes fiestas de la corte mongola, los sacerdotes nestorianos eran los primeros en llegar revestidos de sus ornamentos sacerdotales y en bendecir la copa del gran khan, antes incluso que los doctores musulmanes y los monjes budistas. En algunas ocasiones, el gran khan Mongka acompañaba a su esposa nestoriana a los oficios cristianos. «Asistió a ellos en mi presencia y le llevaron un lecho frente al altar en el que estuvo sentado con la reina su esposa durante la ceremonia». Rubrouck siguió a la corte mongola a Karakorum donde llegó el 5 de abril de 1254. Con gran júbilo, Guillermo Boucher, que gozaba de un trato de favor como orfebre de la corte, recibió en su casa al enviado de san Luis. Rubrouck pudo celebrar la fiesta de Pascua de 1254 en la iglesia nestoriana de Karakorum, donde, según relata, Guillermo Boucher había esculpido una Virgen de estilo francés. Tuvo la oportunidad de celebrar los oficios en presencia del príncipe imperial Arik-böge, cuyas tendencias cristianas pudo adivinar. En una ocasión en que musulmanes y cristianos se enzarzaron en una discusión, Arik-böge tomó públicamente partido por estos últimos. El 30 de mayo de 1254, ante tres árbitros designados por el gran khan Mongka, Rubrouck sostuvo en público, siempre en Karakorum, una gran discusión religiosa a lo largo de la cual, colocándose en el terreno de la trascendencia divina, se unió a los doctores musulmanes en contra de las negaciones metafísicas de los budistas. El 18 de agosto de 1254, antes de despedirle en una última audiencia, el gran khan entregó a Rubrouck la respuesta a las propuestas de san Luis. Al comienzo, la cláusula de estilo habitual: «Este es el mandato del Cielo Eterno. En el cielo no hay más que un solo Dios. En la tierra no hay más que un soberano, el gran khan, fuerza del Cielo, único representante del Cielo en la tierra». Y en nombre del Cielo Eterno, ordenaba al rey de Francia que se reconociera vasallo del gran khan. Portador de este mensaje, Rubrouck emprendió el camino de regreso a través de las estepas, y por el bajo Volga, Transcaucasia y Asia Menor, llegó al mundo latino para dar cuenta de los resultados de su embajada. Estaban lejos de ser negativos. Indudablemente, constaba en las cláusulas el estilo, el terrible protocolo mongol que pretendía exigir el vasallaje explícito de todos los reyes de la tierra al gran khan. Es evidente que el rey de Francia no podía someterse ni un segundo a tales exigencias. Pero bajo las palabras había
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realidades. Y la realidad era que, en los Estados de Levante, el interés de los mongoles era solidario por todas partes con los intereses cristianos. Ahora sabemos que, mientras recibía al embajador de san Luis, Mongka se estaba preparando para enviar a Persia a su propio hermano Hulegu, para destruir en Irak el califato de Bagdad, y en Siria la casa de Saladino. La respuesta de Mongka pudo parecer insolente e inadmisible en la corte francesa, pues se iniciaba con las pretensiones de soberanía ecuménica usuales en la diplomacia mongola. Bajo esas cláusulas de un estilo en cierto modo protocolario, Mongka deseaba también un intercambio regular de embajadores. Sobre todo, el gran khan no había disimulado en modo alguno su intención de enfrentarse al Islam con toda su fuerza. Lo que en realidad se preparaba en Karakorum durante la estancia de Rubrouck era nada menos que el equivalente de una gran cruzada mongola, una cruzada nestoriana, destinada a lanzar contra los estados turco-árabes de Levante –con la ayuda del mundo iraní– a todos los nómadas de la Alta Asia, desde China hasta el Caspio. Independientemente de su rudeza, de la insolencia de sus pretensiones a la monarquía universal, los mongoles iban a presentarse, por la fuerza de los hechos, como los aliados naturales y los salvadores providenciales del Oriente latino. La leyenda del padre Juan iba a hacerse realidad. Así lo había entendido uno de los más sagaces príncipes cristianos de Oriente, el rey de Armenia (es decir, de Cilicia) Hetum I, cuya importancia en el sistema defensivo creado por Luis IX en Levante hemos visto ya. Nadie mejor que este hábil monarca detectó el golpe de efecto que la entrada en escena del factor mongol podía representar en la lucha secular entre la Cruz y la Media Luna. Para beneficiarse de la protección de los mongoles contra el Islam sunnita, el príncipe armenio no había dudado en aceptar espontáneamente su protección. Con este motivo, desde 1247 había enviado a Mongolia a su propio hermano, el famoso condestable Sempad. Y en 1254, para confirmar la alianza así firmada, Hetum, a su vez, visitó personalmente Mongolia. El 13 de septiembre de 1254 fue recibido cerca de Karakorum por el gran khan Mongka «sentado en toda su gloria». El emperador mongol dispensó a aquel fiel vasallo un gran recibimiento. Le entregó unas cartas privilegiadas en las que declaraba tomar bajo su efectiva protección a toda la cristiandad armenia. Y sobre todo, confirmó al monarca armenio la gran noticia: el hermano del gran khan, el príncipe imperial Hulegu, nombrado vice-emperador de Irán, iba a atacar y destruir el califato de Bagdad, atacar y destruir el sultanato de Alepo y de Damasco, y atacar y destruir el sultanato mameluco de Egipto. Y restablecería por doquier a la cristiandad en su antiguo patrimonio... Ocasión única, sonrisa del destino que haría estremecerse de alegría en su tumba a los grandes reyes de Jerusalén del siglo anterior, los Balduino, los Fulco, los Amalarico. El padre Juan ya no era un sueño, sino la más maravillosa de las realidades. Todas las
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esperanzas estaban permitidas... Y se cumplieron. En 1556, el hermano del gran khan Mongka, príncipe Hulegu, tomó posesión de su vice-reinato de Irán. Hijo de una princesa nestoriana, la piadosa Sorgaqtani, y esposo de otra nestoriana, la no menos piadosa Dokouz-Khatoun, no disimulaba sus simpatías por el cristianismo. Delante de la tienda de su esposa se levantaba siempre otra, dispuesta como capilla, donde se celebraba la misa dondequiera que se desplazaran. El mismo Hulegu, aunque personalmente budista, consideraba el cristianismo algo así como su segunda religión. Disfrutaba conversando con los sacerdotes nestorianos, armenios o sirios que se agrupaban a su alrededor y a los que colmaba de beneficios. «Un día, escribe el monje armenio Vartan, hizo salir a todas las personas de su séquito y habló conmigo extensamente sobre sus recuerdos infantiles y sobre su madre, que era cristiana». Con esos sentimientos, el nieto de Gengis khan atacó el califato de Bagdad y el 10 de febrero de 1258 se apoderó de la inmensa ciudad. Nada más significativo que su actitud en aquellas circunstancias. En medio de los furores del asalto, ordenó proteger la vida de todos los cristianos indígenas y respetar todas las iglesias cristianas. Y aún más: donó uno de los palacios del califa vencido al patriarca de la Iglesia nestoriana, el katholikos Makikha. En todos sus Estados concedía una posición privilegiada al elemento cristiano al que aquellos nuevos dueños del mundo favorecían con continuas atenciones. En este sentido, subrayémoslo, se encontraba justificada la esperanza puesta por Luis IX en los mongoles. En realidad se había desencadenado una cruzada mongola que, después de destruir el califato de Córdoba, iba a lanzarse sobre la Siria musulmana. En efecto, Siria, como sabemos, estaba dividida entre la casa de Saladino, dueña del interior –es decir, de Alepo, Damasco y Jerusalén– y la zona del litoral, todavía en poder de los francos –especialmente el principado de Antioquía-Trípoli, entonces gobernado por Bohemundo VI el Hermoso– y de las baronías francesas del sahel palestino como Beirut, Tiro, San Juan de Acre, Cesarea y Jaffa. Al recibir la noticia de que el gran ejército mongol, al mando del khan Hulegu en persona, penetraba en Siria, el príncipe de Antioquía Bohemundo VI, y el rey Hetum de Armenia, no dudaron ni un momento. Reuniendo sus fuerzas, fueron a ponerse a disposición del gengiskhánida a cuyo lado participaron durante toda la campaña. En enero de 1260, Alepo, la ciudad inviolada que había resistido a todas las cruzadas latinas, cayó tras el asalto. Unas semanas después caía también su inexpugnable fortaleza. Al principado de Antioquía le fue restituido todo el territorio que durante un siglo le había arrancado el emirato de Alepo. La caída de Alepo supuso la de Damasco. El 1 de marzo de 1260, los mongoles hicieron su entrada en la ciudad. Iban al mando de un turco nestoriano, nacido al pie del Altaï, el célebre naiman Kitbuqa que allí, como en Bagdad, favoreció sistemáticamente al
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elemento cristiano. Además, y en el seno del Islam, los mongoles beneficiaban al elemento persa y colocaban funcionarios persas a la cabeza de la administración de las ciudades musulmanas conquistadas. De ahí se derivan las antiguas simpatías francopersas que son una de las constantes en los temas de Oriente. Aún más que la caída de Bagdad, le entrada de los mongoles en Damasco significaba una revancha del destino para los cristianos orientales. Cantando salmos y llevando cruces organizaron procesiones por las calles en acción de gracias. Vengándose de una prohibición de seis siglos, hacían tañer alegremente las campanas de sus iglesias. Bohemundo de Antioquía y el rey de Armenia, que cabalgaban junto al general mongol Kitbuqa, obtuvieron sin dificultad por parte de este la devolución al culto de la Cruz de varios antiguos santuarios cristianos, en otro tiempo convertidos en mezquitas. El mismo Kitbuka, después de su victoria, daba libre curso a su piedad visitando las iglesias de Siria. La victoria de los mongoles parecía completa. La vanguardia cabalgó de una tirada más allá de Gaza, hacia la frontera egipcia. Insistamos en este sorprendente espectáculo. Lo que ninguna cruzada había logrado, lo que la política de los mejores reyes de Jerusalén había sido incapaz de conseguir en el siglo XII, lo imponía con un gesto el sable del guerrero mongol surgido de las profundidades del Altaï. En aquel año de 1260, la Siria musulmana, siempre contenida al oeste por la línea de los krak y de las fortalezas litorales francas, y derrotada al este por la avalancha de los escuadrones mongoles, acababa de derrumbarse. El Mongol nestoriano, dueño de toda la Siria interior, tendía su ruda mano al Franco, siempre dueño de los puertos. ¿Cómo no reconocer en este prodigioso giro de la situación el resultado de la profunda visión de Luis IX? Lo que hoy se hacía realidad, ¿no era lo que el gran Capeto había entrevisto, deseado y propuesto siete años antes, cuando envió a Rubrouck a la corte de Karakorum? Sin embargo, en 1260 el gran san Luis ya no estaba en Tierra Santa para aprovechar esta situación. Desde su regreso a Francia, la Siria franca –por lo menos la república feudal de San Juan de Acre– había caído en la más lamentable anarquía. Únicamente el príncipe de Antioquía, el valiente Bohemundo IV, al que san Luis había armado caballero en otro tiempo, continuaba siendo fiel a las directrices ludovicas. Como acabamos de ver, Bohemundo se había aliado estrechamente a los mongoles. Pero los barones de Sidón y de Acre, con una increíble ceguera diplomática, rechazaron esa alianza en el momento en que esta iba a devolverles Jerusalén. No solo atacaron los destacamentos mongoles, sino que organizaron a los mamelucos y les permitieron atravesar el territorio latino para rodear las posiciones mongolas y sorprender al ejército en la Alta Galilea. Una decisión fatal, que provocó, en efecto, la derrota de los escuadrones de Kitbuka en Aïndjalut, pero que, una vez rechazado hasta Persia el
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ejército mongol, dejó a los francos frente a su peligroso aliado, el terrible sultán mameluco Baïbars quien, por toda recompensa, comenzó a empujarlos implacablemente hacia el mar. El relato de estos últimos acontecimientos excedería del marco de la presente obra. Lo que he pretendido evocar es la admirable política oriental de uno de nuestros más grandes reyes. ¿Dije política de amplios vuelos? Política de una increíble amplitud de horizontes, política que abrazaba a todo Asia, desde Cilicia a China, una política ya entonces mundial. Del rey francés se puede decir, con más exactitud que de su contemporáneo el emperador Federico II, que dominó su época. Fue uno de los hombres de su tiempo con la mayor amplitud de miras, mayor universalidad en sus proyectos y mayor visión de futuro.
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Índice I. El Papa defensor de Europa. Urbano II II. La cruzada popular. Pedro el Ermitaño III. La primera cruzada. Godofredo de Bouillon, Raimundo de Saint-Gilles y Bohemundo IV. El fundador del Reino de Jerusalén. Balduino de Boulogne V. Consolidación de la conquista. Balduino II VI. El equilibrio entre francos y musulmanes. Fulco de Anjou y Zengi VII. La segunda cruzada. En tiempos de Melisenda y de Leonor VIII. El modelo de rey franco. Balduino III IX. La primera expedición de Egipto. Amalarico I X. Hacia el drama de las cruzadas. Balduino IV, el Rey Leproso XI. El desastre de Tiberíades. Guy de Lusignán XII. La tercera cruzada. Conrado de Montferrat, Felipe Augusto y Ricardo Corazón de León XIII. Champañeses y potevinos. Enrique de Champagne y Amalarico de Lusignán XIV. La quinta cruzada. Un rey-caballero: Juan de Brienne XV. Una peregrinación sin fe. La extraña cruzada de Federico II XVI. Una cruzada de poetas. Teobaldo de Champagne y Felipe de Nanteuil XVII. La cruzada de un santo. Luis IX en Egipto y en Siria XVIII. Epílogo. La anarquía franca y la caída de San Juan de Acre Anexo. San Luis y las alianzas orientales Mapas
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Index I. El Papa defensor de Europa. Urbano II 5 II. La cruzada popular. Pedro el Ermitaño 12 III. La primera cruzada. Godofredo de Bouillon, Raimundo de Saint15 Gilles y Bohemundo IV. El fundador del Reino de Jerusalén. Balduino de Boulogne 37 V. Consolidación de la conquista. Balduino II 68 VI. El equilibrio entre francos y musulmanes. Fulco de Anjou y 83 Zengi VII. La segunda cruzada. En tiempos de Melisenda y de Leonor 98 VIII. El modelo de rey franco. Balduino III 105 IX. La primera expedición de Egipto. Amalarico I 116 X. Hacia el drama de las cruzadas. Balduino IV, el Rey Leproso 125 XI. El desastre de Tiberíades. Guy de Lusignán 140 XII. La tercera cruzada. Conrado de Montferrat, Felipe Augusto y 152 Ricardo Corazón de León XIII. Champañeses y potevinos. Enrique de Champagne y 169 Amalarico de Lusignán XIV. La quinta cruzada. Un rey-caballero: Juan de Brienne 175 XV. Una peregrinación sin fe. La extraña cruzada de Federico II 182 XVI. Una cruzada de poetas. Teobaldo de Champagne y Felipe de 205 Nanteuil XVII. La cruzada de un santo. Luis IX en Egipto y en Siria 208 XVIII. Epílogo. La anarquía franca y la caída de San Juan de Acre 222 Anexo. San Luis y las alianzas orientales 231 Mapas 244 Índice 247
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