La desconocida que soy vol 2 9782018061631

Una antología de diarios íntimos de mujeres

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La desconocida que soy vol 2
 9782018061631

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LA DESCONOCIDA QUE SOY Diarios íntimos. Volumen II.

Primera edición: octubre de 2018 © Índigo Editoras, 2018 © Natalia Romero, por el prólogo. © María José Martínez, Ángeles Rodríguez Castillo, Natalia Ghergorovich, Gabriela de Echave, Irene Grau Calvet, Nerea Campos, Gabriela Müller, Norma J. Socorro M., Julieta Correa, Clara Timonel, Elena Mateos, Iosune de Goñi, Milagros Hirschson, Begoña Sieiro H.L., Isabella Paniz, Juliana Ramírez Plazas, Flavia Pesci Feltri, Miyo Kappar, Pilar Alberola, Ini Müller, Carolina Conti, Sara Deluis, Raquel Degayón, Noah Benalal, Flora Francola, Dulce María Ramos, Dina Piera di Donato Salazar, Cecilia Bello, Yolimar Marsó, María Pérez Cordero, Susana Rodríguez, Ana Lañin, Sinay Medouze, Carla Santángelo, Marina Hernández, por los textos. ISBN: 978-2018061631 Versión e-book. Corrección: Valentina Riveiro Edición: Carla Santángelo y Marina Hernández Maquetación: Sara Deluis Arte de tapa: Fernanda Cid Los derechos de esta obra pertenecen a Índigo Editoras y a las autoras de los textos que incluye. Si quieres reproducir parcial o totalmente alguno de estos textos, consúltanos primero. Gracias. www.indigoeditoras.com

«Escribir para curar escribir para guarecerse escribir como si cerrase los ojos para no cerrarlos para mover la mano y seguir su curso para sentirse viva» Chantal Maillard.

Prólogo

Bariloche - 2017, 28 de julio

Mamá dejaba notitas en la mesa de la cocina cuando se iba de casa. A veces no era necesario, nunca eran en verdad necesarias, decían cosas como «buen día» y el dibujo de una flor, o «buen día», unos corazones, «las quiero mucho fui al super hay mermelada casera en la heladera», o «buenas noches me dormí, te amo, mamá». No creo que haya una sola forma de escribir. Y a veces es una ausencia o la forma de anularla. Hacer que vuelva lo que ya no está. Sacar la foto, retener algo. Mamá cantando una canción. Mamá tomando sol a la hora de la siesta. Un sol caliente, el mar liso. El mar, oscuro y azul. 29 de julio

Esta es la casa donde me quedo. Laguna El trébol, kilómetro 18, Bariloche. Esta es la geografía. En la habitación de Maia hay una repisa con sus libros. Arriba unas fotos enganchadas. El gancho sostiene un papelito de esos que vienen en las galletas de la fortuna. «Defiende tu reputación», dice. El gancho también sostiene unas fotos, su papá y su mamá. Lo sé por un parecido inconfundible. Cuando nos conocimos, Maia me contó que su abuela y su mamá escriben diarios desde hace años. También me dijo que del día de la muerte de su padre no hay registro en los diarios. Maia escribe el suyo desde hace cinco años. ¿Todos los días?, ¿y cuándo no podés? Escribo algo en cualquier lado, una idea, una nota, después, al otro día vuelvo, repongo la escritura, no pierdo lo que pasó, me dijo. Empezar este diario tiene que ver con eso.

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31 de julio

El damasco. Hubo un árbol de damascos. Me acordé en el sueño. El abuelo me alzaba y yo llegaba a tomar uno en cada mano. Eran pepitas de oro para mí. Y eran dulces, tan dulces. Mamá dibujaba árboles. Sus pinturas quedaron en blocs de hojas que no sabemos dónde están. El poema también puede ser eso, un dibujo. Anoto: volver al damasco. «Quiero escribir como quien aprende», dice Clarice Lispector. Esa puede ser una primera intención. Intención como centro, lo que hace girar la propia rueda. En la película After life de Hirokasu Koreeda, los recién llegados al cielo deben elegir la imagen de la vida en la que quieren quedarse por la eternidad. Elijo la escena. Creo que elijo la escena. Miento, es imposible elegir una. Pero el gesto de buscarla me hace encontrar varias posibles, eso es bueno, me digo. La escritura podría ser esa búsqueda. 4 de agosto

Estuve leyendo a Elizabeth Bishop, empecé con Norte y sur. Me gusta su forma de mirar el paisaje, su mirada geográfica, pictórica. Escribí un poema mirando la laguna, en un intento de acercarme a esa forma de ver el paisaje, de hacerle preguntas. Conversaciones I: Podría mentir, pero esta mañana volvió a salir la carta de La Justicia. Y dicen que lo justo es justo porque es verdadero. La Justicia no miente. El arquetipo muestra algo, soy responsable de tratar con justicia, y debo ser tratada con justicia. Como dice Lispector, «en la hora de escribir me vuelvo consciente de cosas que ni sabía que sabía». Eso dice. Por ejemplo, la laguna. Creo 10

que puedo recorrerla como si me hubiera zambullido en sus aguas. Eso también es justo. Anoto: Quiero hablar con el poema como si el poema fuera una carta íntima. Hablo conmigo, me digo cosas que no quiero olvidar. Los malvones del jardín, las rosas, los días con mamá, la mano de la abuela, el cielo, el color del cielo, cada vez que soy feliz. Conversaciones II: Hoy le escribí a Lourdes, que está en Chicago, allá también hay nieve: Tomo vino por las noches y durante el día camino un poco por el bosque y me gusta el sonido que mis pies hacen contra la nieve. Creo que eso es lo que más amo de la nieve, su sonido de escarcha. Conversaciones III: A la tarde me llamó Paula, me dijo que había escrito unos poemas nuevos, me los leyó al teléfono, me gustaron tanto que anoté algunos versos: Ese sol naranja que caía con irrepetible hermosura/ Éramos puntos ínfimos en la grandeza azul/ Humanas que tiemblan, se equivocan. 5 de agosto

Dice Lucile Cliffton: «Cuando ella tiene suficiente fuerza para viajar sola/ ten cuidado, lo hará». La fe puede ser eso, un gesto de confianza. 11 de agosto

Son las 7:50 de la mañana. Me levanto para ver el amanecer sobre la laguna. A esta hora todavía está todo quieto.

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Hay una luz nueva sobre el agua, es el farol de una casa vecina del otro lado. Se ve el contorno de los árboles, más oscuros que la laguna. Pero la oscuridad no es sombra. La oscuridad es homogénea. Hago el ejercicio de esperar algo que ya sé, va a ocurrir. El sol sale. Eso es efectivo, es seguro. 8:32. Ahora la niebla deja ver la nieve sobre las montañas. Ahora una garza (¿es una garza?) vuela sobre el agua. Los árboles van mostrando su color, su tono vegetal. Verde, tierra, amarillo, cielo, patos blancos. 15 de agosto

Abro la ventana, la lluvia se transformó en nieve. Es esta la primera vez, digo. Ahora veo la nieve caer. Veo la nieve, y sé que es nieve porque toca los colores del árbol y la araucaria se tiñe, pasa del verde al blanco. Distingo la nieve por lo que toca. La laguna parece blanca. Me abrigo y salgo. Hay un momento, es breve, dura unos segundos, permanezco bajo el techo de la casa. Estoy a punto de cruzar el umbral. De ese lado está la nieve. Nunca antes estuve bajo la nieve. El tronco del pino se vuelve blanco. La nieve es noble pienso, no hace más que recordarme mi temperatura, mi estado vivo. Quiero contarle a alguien, quiero decirle, estoy viendo, ahora sí, ahora sí esto es la nieve, es hermosa, es tan hermosa. ¿Es esto la soledad? Quiero mostrarle a alguien lo que me hace feliz. ¿Es esto? Anoto: El sonido de la nieve no es igual al sonido de la lluvia. La nieve, si bien tiene más peso que una gota de agua, parece caer con más suavidad, no cae la nieve, la nieve se desliza. No hay dolor en la nieve.

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Entre Ríos, 4 de enero

Dice Robin Myers: «Lo único que sé con certeza sobre la felicidad es que involucra música y hacer comida con gente con la que puedes reírte. El resto es un misterio».  El misterio es la felicidad, dice la Cuca. Miramar, 20 de enero

El mar es la posibilidad de lo que no termina. Miro el mar y todo tiene más sentido. Tengo la espalda roja, el sol está fuerte. Voy a tener que buscar aloe vera. Mientras escribo me doy cuenta de que te escribo. Digo, te estoy hablando, aunque no estés. Me senté en la cama, lloré. Fui a la playa de noche. El mar era una misma cosa con la tierra. El mar es ciego conmigo de noche, pero es una ceguera que dura unos minutos y después se transforma en claridad. 21 de enero

Todos necesitamos cariño, dijo Cristopher. Cuando ves un pájaro, dijo, todo se reduce a eso. Miralos. El vuelo de los pájaros. Y cuando algo te maravilla, ¿no te dan ganas de compartirlo con alguien? ¿No te dan ganas? Es lindo encontrar a alguien con quien vivir, dijo. 24 de enero

Camino frente al mar. ¿Es posible ser vista? Digo, que el mar me vea como yo lo veo, que sepa que lo admiro por su constancia.

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25 de enero

La lista de compras en la casa que compartimos con Nohe dice: cerveza, papas, cebolla, huevos, quitaesmalte, lápiz labial, encendedor. 27 de enero

Desayuno un plato de frutas con miel. Mate con miel. Nueva lista de compras que me dijo Nohe mientras yo todavía estaba en el colchón que me hace de cama en el living. Salsa de soja, brócoli (le pregunto si es época), queso, diente de león y lavanda, para el cigarrillo, dice. Amaneció nublado y ventoso. Nos pusimos felices pensando en la siesta. Buenos Aires, 30 de enero

Me acosté muy temprano, con la luna enorme y llena que se veía por arriba de la parecita de la casa. Cuando llegó Nohe, ya pasadas las doce, me desperté. Charlamos, hablamos de la luna, del eclipse. Fumamos un cigarrillo. Escuchamos el ruido del mar atrás de la casa. Me desvelé. Me acordé de mi viaje a Bariloche, ahí comencé este diario. Pensé en mi soledad, en mi buena soledad. Pensé en mi escritura. En las horas leyendo frente a la ventana. En las horas que pasaba en silencio, mirando el paisaje, la laguna. En el tiempo que me llevó en la vida poder permitirme eso. Estar donde quiero. Ahora estoy otra vez en un umbral. Pienso en Molloy. La novela que leo, El común olvido me lleva a pensar inevitablemente en el lenguaje. En la posibilidad que tiene de devolvernos una memoria. Y así también un camino.

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Buenos Aires , 3 de marzo

Recibo la invitación para formar parte del I Encuentro de Mujeres y Escritura en Montevideo en una guardia de hospital. Un desgarro en el intercostal. Esta semana pasé dos días ordenando la biblioteca, levanté libros, estantes, moví sillones, el escritorio, las plantas. Un desgarro, grado uno, eso me dirán. Mientras espero el diagnóstico llega el mail. Quien me escribe se llama Sol, eso ya me parece auspicioso. Leo la mitad y bajo el celular, no puedo ni terminar de leerlo. Miro hacia la puerta de salida de la sala de guardia. Afuera hay un sol radiante, luz amarilla, es sábado por la mañana. Pienso en salir, irme, no importa el desgarro. Me quedo. Vuelvo al celular, termino de leer el mail. Me están invitando a un encuentro que reúne mujeres de Latinoamérica y España, tengo que leerlo varias veces para corroborar que es cierto (el mundo, de repente, no tiene más barreras, no tiene más fronteras para nosotras, leo entre líneas), lo primero que pienso es que voy a encontrarme con mujeres a quienes sin conocer ya siento mis amigas. Después me parece que es un sueño. Como cuando algo que deseo mucho se vuelve real. Me voy del hospital como si no me hubiera desgarrado nada. Todo fue devuelto a su lugar. Lo mismo pasa cuando escribo. 5 de marzo

Dice Hélène Cixous en La llegada a la escritura: «Escribir impide que la pregunta que ataca la vida llegue. No te preguntes “¿por qué?” En cuanto llama la pregunta por el sentido, todo tiembla. Se nace, se vive, todo el mundo lo hace con fuerza de ceguera animal. Ay de ti si quieres tener la mirada humana, si quieres saber lo que te sucede. Locas: las que son obligadas a rehacer el acto de nacimiento todos los días. Pienso: nada me está dado. No he nacido de una vez y para siempre. Escribir, soñar, parirse. Ser yo misma mi hija de cada día». Dejarse morir y dejarse nacer. Cuánta potencia. Esta es la escritura femenina, la que da cuenta de las veces que morimos para devolvernos una nueva vida. 15

Delta, 19 de marzo

Meterme en el río fue sanador. Unas brazadas, el agua fresca, el sol. No tengo nada que decir, creo que no puedo pronunciar palabra. Tampoco escribirlas. Montevideo , 29 de marzo

Despierto. La habitación ya estaba blanca por la luz. Les digo buen día a todas las mujeres de la casa, somos doce, ¿once? Somos muchas. Para el encuentro vamos a ser un círculo de más de treinta mujeres. Todavía no tengo idea de lo mucho que voy a ver, de lo que cada una va a mostrarme de mí, de lo que nuestra experiencia va a contarnos. Salgo a comprar fruta, encuentro un mercado en la calle cerca del río. Me quedo mirando el agua. Elijo unas bananas y unas manzanas, que estés bien, me dice la señora que me vende la fruta que llevo para el desayuno, igualmente, le digo. Desayunamos todas en la cocina, tomo café rodeada de mujeres (todas me parecen hermosas) que recién conozco pero que siento que ya conocía. 3 de abril

Hace un tiempo mi hermana me regaló un libro de poetas chinas, El barco de orquídeas. Antes de viajar volví a mirarlo. Estaba pensando en las antologías de mujeres, estuve buscando ese tipo de libros a partir de este encuentro y de la invitación a presentar los diarios de mujeres (¡el primer volumen!) de La desconocida que soy. En la dedicatoria Ceci escribió que la poesía era un muelle. Un muelle siempre está sobre el mar o el río, rodeado de agua, pienso. Es una plataforma que sirve a los barcos pero también es el lugar desde donde ella y yo mirábamos el mar cuando éramos chicas y pasábamos juntas el verano. En ese momento la vida, las cosas del mundo eran solo nítidas y transparentes. El muelle era un lugar posible para ver el agua como si estuviéramos sumergidas

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ahí. La escritura se parece bastante a un muelle, nos deja asomarnos desde la tierra, pasar por la superficie y también llegar a nuestra profundidad. En las notas finales del libro, una de las compiladoras, Ling Chung refiere al tema de la mujer y la escritura. En la antigua China, escribir poesía era parte de cualquier educación para los hombres, no así para las mujeres. Y si las mujeres escribían, esos poemas nunca se publicaban, siempre quedaban en el plano de lo silenciado. A la mujer le correspondía el espacio de lo aislado, lo que no se ve ni se oye. Por qué entonces publicar un diario, por qué hablar de lo íntimo. Porque es la única forma de reconocernos y abrirnos un espacio que no está dado. La escritura del diario se vuelve un gesto de revuelta, «el porvenir de la revuelta», diría Kristeva, el fortalecimiento de un espacio íntimo que vuelve al registro diario como necesidad. Ahora podemos y hay que hacerlo visible. Buenos Aires , 4 de abril

Tengo en casa el primer volumen de La desconocida que soy. En el encuentro de Uruguay conocí a Carla y Marina, las editoras de Índigo. Cuando me invitaron a acompañarlas en la presentación de los diarios me quedé fascinada con la propuesta. Una antología de diarios de mujeres que están escribiendo hoy. Cuando nos encontramos parecía que estábamos en realidad reencontrándonos, ¿es siempre así? Fumamos varios cigarros en el balcón ancho de la casa de Chiche (donde vivimos esos días), desde ahí veíamos el río y mucho cielo. Las admiro, pensé la primera vez que las vi. Ellas, Carla y Marina me hablan con una confianza que me emociona, no sé si puedo describirla. Quiero reponer los días en Montevideo desde que llegué, pero hay cosas que no puedo poner en palabras. Un círculo de mujeres genera algo muy poderoso. Me acuerdo de que el último día del encuentro una de las chicas preguntó qué pasaría si los encuentros de mujeres y escritura convocaran también hombres. La respuesta de todas fue que pasaría que no sería lo mismo, justamente el espacio que no estuvo habilitado es el que se habilita. Es la forma de fortalecerlo, y no por tener algo en contra de lo masculino, 17

sino porque hay algo que sucede cuando las mujeres estamos juntas que es revelador. Una red de mujeres potencia la intimidad, la entrega, la fortaleza, nuestra expansión. 6 de abril

Cuando leo diarios de mujeres encuentro voces que son las voces que también me hablan a mí, que hablan de mí. Es como hablar con una amiga, una par, una que también soy yo. Es como ver algo olvidado. Hay en todas las voces del diario un pulso de reconocimiento. Estoy fascinada con La desconocida. Quiero conocer a cada una. ¿Eso hace la escritura femenina? ¿Vamos del desconocimiento absoluto al conocimiento? ¿O es que siempre somos desconocidas? Puede ser que aceptar el desconocimiento sea darle forma a lo que es el misterio de ser mujer. Por ejemplo, hago real el tiempo cuando escribo. Hay algo que pasa en el cuerpo, me dijo una alumna cuando hablábamos de sus poemas y del registro de la experiencia. Sí. Por eso escribo. Por eso escribir es como volver a ser una desconocida absoluta para volver a encontrarse. Lo que puede dar la escritura tiene que ver con el registro de la transformación de un mundo. Y en la escritura de diario eso se potencia. La experiencia de vida escrita por cada mujer da cuenta de la llegada del feminismo que viene de la mano de la llegada a la escritura. Nombrarnos es darnos la entidad que se nos antoja. 3 de mayo

Ramiro. Su nombre me parece hermoso. Es la primera vez que lo escribo.

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5 de mayo

Algo cambia. Algo deja de ser de una manera para ser de otra. El mundo cambia. El amor es un misterio precioso. 16 de julio

¿Es animal la forma que atravieso? Sí, lo es. 30 de julio

«Siempre tengo miedo porque soy valiente», dice la cita de Silvina Ocampo que me compartió Belén. Anoto: estar en el lugar donde se teme, para dejar de temer. 8 de agosto

Fui al Congreso por la tarde con Gaby. Las dos con los pañuelos verdes por la ley del aborto. Hoy se debate. Gaby había comprado glitter verde y me pintó la cara en el subte mientras llegábamos. Si bien sabíamos que habría poca posibilidad de que la ley se sancionara, estábamos ahí. La cantidad de mujeres era impresionante. Volví a casa a dar clase. A la noche volví con la Cuca. Llovía, hacía un frío horrible. Y éramos miles. Lo que hicimos fue poner cada una un cuerpo, que formó un cuerpo enorme que muestra que el futuro ya llegó. El feminismo deja de ser una palabra de minorías, una cuestión teórica, ahora se trata de una práctica diaria, de solidaridad y respeto real. Y lo que mostramos es mucho poder, muchísimo. Más allá de la no sanción de esta vez (las cosas que se escucharon de parte de algunos senadores fue espantosa, por la gran ignorancia), se vio el miedo de no dejarnos espacio. El cambio que impulsa la igualdad de género produce eso, miedo. Pero lo que se logró ya no tiene vuelta atrás.

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10 de agosto

Escribo para creer. Escribo para verme. Escribo para verlo mientras estoy casi dormida a su lado y le tomo las manos, apenas y entonces, él me corre el pelo de la cara, me acaricia suave la frente, acerca el cuello, la boca, lo escucho respirar. Escribo para no irme nunca de los lugares donde amo la vida. 22 de agosto

Fui a la casa de Diana a ver los últimos poemas del libro. Empecé a escribirlo cuando me separé. Es el segundo libro de poemas que trabajo con ella. Me acuerdo de la primera vez que la vi. Diana (Bellessi) supo mostrarme un modo de ser poeta, ser mujer, ser libre, ser segura, y vivir de eso, ella me mostró lo que es poder vivir de lo que se ama. Y siendo mujer eso era algo que me parecía extraño, por lo pronto, lejano, sin ejemplos o historias parecidas en mi familia, alrededor. Vuelvo al libro. Sin darme cuenta esa escritura se transformó en mi forma de salvarme. Escribí muchos poemas, uno tras otro, escribía para entender, casi con desesperación. Después vino la nueva vida. El trabajo con Diana y con Paula hizo que pudiera ver en los poemas cosas que en la realidad no veía. Estas mujeres son mis grandes maestras. Terminé el libro (no decido el título aún…) con un poema que se llama «Para estar en el mundo», lo escribí un día después de volver de la casa de R. Es increíble lo que puede mostrarnos la intimidad si podemos compartirla. 23 de agosto

Por qué un diario. También para ver lo invisible.

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25 de agosto

Voy a desayunar a lo de Bar, me cuenta que le invitaron a una charla con escritoras sobre mujeres y creatividad. Terminamos hablando sobre los cuestionamientos respecto de lo femenino, lo masculino. ¿Hay una literatura femenina? ¿Hay que preguntárselo aún? Por qué la escritura femenina es otra, distinta a la masculina, ¿es una pregunta necesaria? Tenemos experiencias distintas, decimos, entonces sí. Claro que sí. Hay dimensiones que están cambiando. La marca literaria es una forma de entrar en este cambio. Los hombres no se preguntan, o no tanto (no tuvieron la necesidad), por su condición masculina. Y hasta hoy, la historia del mundo está contada por esas voces. El recorrido de la experiencia de la mujer no aparece como marca posible. Bar tiene sobre la mesa El silencio de las madres de Laura Freixas. Otra vez Laura. Hermosa sincronía. Mirá, ella sabe la respuesta, me dice y me lee un fragmento: «La pregunta es si además de una escritura propia se puede hablar de una literatura propia. Que las circunstancias de vida de las mujeres ha condicionado su producción literaria, parece fácilmente demostrable». Lo que muestra Freixas es que el resultado es muy distinto cuando se escribe desde la experiencia. Siempre hubo una literatura escrita por mujeres, el gesto es hacerla visible. 27 de agosto

Vuelvo a Freixas. La escucho y quiero correr a abrazarla. Lo que resalta en relación a la mujer y la escritura tiene que ver con esto que veníamos hablando con Barbi que se desplegó en el encuentro de mujeres y que muestran las chicas, las editoras de Índigo (qué lindo poder decir hoy que son mis amigas), lo que importa de la experiencia de la mujer. Lo que hace falta de lo íntimo, el espacio que no estaba abierto, el lugar para que se vea la experiencia de violencia física, del abuso, de la desigualdad cotidiana, como también el espacio para abrirse al deseo, a la experiencia de lo materno, la experiencia del aborto, sobre el día a día, la casa, las conversaciones y lo que sucede cuando la mujer puede ser 21

ella, en el mundo y adentro de su mundo, como dijo la querida Woolf, la mujer y su cuarto propio. 28 de agosto

Car me manda un mensaje, me dice que descanse, que me cuide. Qué importante es la compañía, pienso. Darme el tiempo. El tiempo de retirarme, el tiempo de estar conmigo. Son días difíciles, a veces me entristezco mucho. Anoto: no es casual que mamá haya muerto de cáncer de ovarios. Siempre supe que no era casual. Ella no supo lo que era ser libre, sentirse libre. No depender de un hombre. Poder amar a un hombre sin perder su vida, no tener miedo. Anoto: voy a hacer por ella lo que antes no pudimos. 29 de agosto

Mis amigas mujeres me ayudan a ver el mundo. Puedo estar equivocada pero no por maldad, no por un gesto de desgana o de falta, sino porque nadie antes me había ayudado a ver. Ahora, entre todas, y cada vez más, nos ayudamos a ver. Estamos en un ejercicio vital de recuperarnos la vista. 30 de agosto

Cuando reviso mis diarios creo que hablan más del futuro que del presente. 31 de agosto

Son las nueve de la mañana. El sol entra por la ventana. Las hojas de las plantas del balcón están más verdes. La abro para que entre el aire. Está fresquito pero ya no parece invierno. 22

El cielo nunca está quieto. Escribo. Me acuerdo de la vez que tomé el tren en ese viaje que hice por primera vez sola, del idioma extranjero (las palabras eran solo sonidos), me acuerdo del mar visto desde la ventana del tren. El mar iba más rápido y yo lo veía desaparecer y aparecer en medio del paisaje. El mar era un punto de fuga, no era un centro, era todas las posibilidades. Me sentí libre y poderosa. Lo sentí en todo el cuerpo. El mundo también es una isla, pensé. 2 de septiembre

«Hondo en los otros llegamos a nosotros mismos, hondo en nosotros mismos llegamos a los otros, ese parece ser el saber de la poesía», dice Diana. Siempre recuerdo esta cita. Escribir un diario se acerca a la poesía desde ese lugar, no estamos hablando de forma, estamos hablando de un foco. Del recorte de las fotografías que elegimos para nuestra vida. Escribir un diario es adentrarse en la posibilidad de armar un inventario propio que queremos conservar. 3 de septiembre

Estuvimos con las chicas tiradas en el parque al sol antes de que Marina se tome el avión a Madrid. Fer me mostró la tapa del nuevo volumen de La desconocida que soy. Bellísimo. Se acerca mi viaje. Voy a estar por primera vez en España, la tierra de mi abuela. Allá me espera Marina, dice que me puedo quedar en su casa y que cuando viajemos a dar talleres de escritura y a presentar el nuevo volumen de La desconocida, también podemos quedarnos en las casas de sus amigas y amigos. Anoté los lugares: Madrid, Barcelona, Sevilla, Granada, Valencia. Voy armando el mapa como si fuera una constelación. En Valencia me espera Olga, (¡que fue la primer alumna del taller 23

cuando empecé en casa!), qué alegría me va a dar verla. Ahí vive la mamá de Car, le dije que íbamos a ir a visitarla con Mari. Después de todo, la escritura hace esto: arma una familia, devuelve más vida. Natalia Romero. Argentina.

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María José Martínez ∙ España ∙

Sin título

Agosto 2017, primera semana

He vuelto a la oscuridad. La ansiedad me está carcomiendo el vientre, el pecho, la mente. «Fumar mata», dicen todas mis cajetillas empezadas. He vuelto a fumar y de alguna forma espero la consecuencia. Leo una biografía por obligación, pero encuentro cierto placer al saber que hubo mujeres fuertes a pesar del dolor. Espero un Whatsapp que no llega. Fumo. Escribo. El dolor está siempre presente, palpita como mi pecho, como mi sangre corriendo, como mi corazón bombeando. El dolor siempre está, dormido, pero está. A veces se despierta y me grita, y le tapo la boca. Lo ahogo. Me ahogo. Me consumo como el cigarro que fumo mientras dejo correr esta sangre. Creo que busco a mi hermano en todos los hombres. Creo que una vez tuve un hermano y fue todos mis hombres. Los hombres nunca serán como él. Como la idea que tengo de él. Seguramente él fue como todos los hombres que me encuentro. Seguramente. O seguramente no. Ya no le encuentro la lógica a nada. No sé escribir sin releer. No sé escribir. Solo sé desgarrarme entre las letras. Encuentro dolor y satisfacción. Lo mismo que encuentro en el sexo. La vida no es plena si no duele, lo aprendí a los diecisiete, cuando bajé las escaleras de mi casa y vi a mis padres con los ojos muertos. Mi hermano no se desangró. Ya lo hicimos nosotros por él. Mi hermano simplemente dejó de bombear y yo dejé de ser una niña con los ojos llenos de vida. Mi hermano se ha convertido en un sueño que se repite. Mi hermano está al final del pasillo y mi madre corre, pero nunca le alcanza. Yo solo puedo llorar mientras siento la impotencia en el cuerpo de mi madre. Yo solo puedo llorar mientras oigo los sollozos de mi madre al despertar. Ya solo puedo llorar ante las mujeres cuando sufren para regalarles agua, vida. Nadie lo sabe, pero yo tuve que huir de mi casa. Mi madre no lo entiende, pero yo tuve que huir de mi casa. No me hablaron del dolor cuando era niña. No me hablaron de la pérdida cuando era niña. Mi madre ya sufría entonces por ello, pero yo no lo sabía. Los vi aparecer. 27

Los reconocí. Toqué sus caras desfiguradas. Quise entremezclar mis dedos en aquellas cicatrices, hacerlos desaparecer, convertirlo todo en la misma masa podrida. Después de aquello ya nunca más pude ser niña. Nadie lo sabe, pero vine a Madrid en un acto de vida o muerte. Vine a Madrid en un acto de lucha. En un acto de supervivencia. Cuando llegué, abrí la maleta y se desencadenó la tormenta. Cuando llegué a Madrid era 2010, y ya no era una niña. Esta ciudad era salvación, pero ahora se está convirtiendo en jaula. Tercera semana

Agosto ha sido un mes intenso. Algunas de mis mujeres han sufrido por hombres, y yo con ellas. Y yo por ellas. Mis niñas, ya mujeres, han desgarrado sus gargantas por las torpezas de los hombres, y yo las he mirado y he gritado al escuchar, y he callado al entender, y he llorado al sentir. Mis niñas, ya mujeres, en agosto han sentido la pérdida en sus vientres, en sus ojos, en su sangre luchando por la vida. Los hombres son terribles cuando no entienden, cuando nos miran a los ojos y no reconocen el mismo órgano, cuando nos miran a los ojos y no reconocen la misma carne. Y actúan, y se humillan. «Los hombres son terribles cuando aman» me advirtió David Meza hace tres años, sin imaginar, yo, todo lo que terminarían significando estas palabras. Ahora vivo un agosto de 2017 que jamás habría imaginado en agosto de 2009, antes de formarse el ciclón, antes de que el vapor se convirtiera en tormenta, antes del abismo, antes de que el dolor matara a la niña que fui, antes de que mi hermano huyera sin pedir permiso. Pero vivo este agosto y soy una mujer llena de miedo. Pero vivo este agosto y por suerte, vivo rodeada de mujeres llenas de fuerza. Septiembre 2017, primera semana

Mientras camino por las pasarelas que comunican estas líneas de metro que me llevan a alguna parte, siento que mi cuerpo de metro y medio pesa dos toneladas. Siento que la ropa que llevo es dos tallas más 28

pequeña. Me siento oprimida, opresora de mí misma. Han quitado el aire acondicionado y siento que voy a explotar como si fuera un globo que se acerca a las bombillas rotas de una atracción de feria de pueblo. Hace dos noches escribí al lobito porque mi lado oscuro se siente solo. Eso me hace sentir que soy una mierda de persona. Mis textos ya no tienen sentido. Son un conglomerado de ideas superpuestas que me producen ganas de llorar y que solo salen a la superficie cuando viajo en metro o paseo entre la multitud. Y subo a la superficie sintiéndome la traducción literal de una telenovela de mierda. Soy 99% agua podrida, agua tóxica, agua contaminada. Soy todas las lenguas mordidas de rabia. Soy el veneno con el que me ahogo, y resucito cual fénix de mi polvo estelar. Soy la niña que murió un 15 de diciembre y la mujer que en septiembre de 2017 no se soporta más. La mujer que, en septiembre de 2017, intenta reconstruir por vigésimo quinta vez el hueco vacío que posee en algún kilometro entre su esternón y su pecho. Siento que soy carne. Blanda y descolorida. Siento que soy mujer porque me han dicho que debo de serlo si soporto este vientre que no quiero portar, que no quiero servir, que no quiero ser. Que ya bastante tengo con sentir. El dolor, el vacío, el placer. Y otra vez, el placer, el dolor, el vacío. Siento que soy mujer porque mi vientre me habla, me susurra, me acaricia mientras me aconseja que huya. Y yo que solo sé llorar. Y yo que solo sé escribir. Pero me acaricia, y teje con calor, vida y sustancias ácidas al igual que viscosas, que siento enfermedad, o igual no, pero que me mantienen intranquila. Y la ansiedad que lo patenta todo en este ser de metro y medio, que está a punto de desbordarse, y que al final huye.

Tercera semana

Vivo frustrada. A mi frustración la he llamado siglo XXI. Al siglo XXI le he llamado presión social, académica, laboral y física. No me gusta mi cuerpo y estoy casi segura de que es culpa del capitalismo. No 29

me gusta mi tripa y estoy casi segura de que es culpa del capitalismo. No me gustan mis pechos y estoy casi segura de que es culpa de algún gilipollas, porque son monísimos y no necesito usar sujetador. Siempre quiero más y estoy cien por cien segura de que es culpa del capitalismo. Aspiro a ser algo que alguien puso de moda. Aspiro a ser algo que no entiendo. Aspiro a tener un trabajo de mierda que me permita estudiar. Aspiro a tener un trabajo de mierda que me permita beber y beber y beber. A veces me quiero morir. Aspiro a tener un trabajo que no me dé ganas de morir. No tengo dinero para alcanzar algo que solo me hará más infeliz, que solo me hará querer más, que solo me dará ganas de llorar. Aún no es invierno y en el metro ya han quitado el aire acondicionado. La gente me agobia. Mi cuerpo me agobia. La pantalla de mi móvil me asfixia. Vuestras fotos de Instagram me asfixian. La necesidad de hacerme fotos para subirla a Instagram me asfixia. Ya solo sé escribir en el bloc de notas de mi móvil mientras voy en el metro. Mi mente va a dos mil revoluciones. Esta semana se parece mucho al infierno. En dos semanas estaré en el paraíso.

Octubre 2017, Primera semana

Viajo a las islas después de pasar más de diez años soñando con este momento, pero en mi recreación mental no había bebés en el avión desgarrándose en lágrimas. La irascibilidad que me provocan me recuerda la sensación que tengo cuando digo a alguien que no quiero ser madre. Me recuerdan el dolor de mi madre cuando le digo que no quiero ser madre. La incredulidad del resto cuando les digo que no quiero ser madre. No quiero ser madre. Mi vientre no va a portar más que sustancias corrosivas y sangre coagulada y oscura que me araña por dentro. Y no soy menos por ello.

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Tercera semana

Después de pasar varios días en esta tierra tan árida como vegetal, envidio no haber sido amantada en cualquier punto de estos trescientos cuarenta y dos kilómetros cuadrados. Envidio a los niños que descubren el mundo entre estos paisajes, entre estos olores. Y me pregunto cuánto de la mujer que soy ahora sería si así hubiera sido. Cuánto de esta mujer de metro y medio absorbida por los nervios y la incertidumbre seguiría intacto y cuánto no. Me pregunto si la ausencia de mar me ha hecho ser tan intranquila, tan falta de paz, porque miro al fondo y todo cobra sentido, y nada cobra sentido, y nada importa, y solo es. Y solo soy. Miro el mar y solo soy. Soy olas, espuma, sal. Soy yo embistiendo contra las rocas y soy yo dejándome arrastrar por la orilla para una vez más regresar al fondo. Los rayos del sol atraviesan la fina piel de mis párpados cuando intento hacer a mi cuerpo flotar tumbada en la arena negra y caliente, y me enfado con la incapacidad física de poder mimetizarme con todas estas partículas tan distintas a mí, tan parte de mí. Me enfado con la imposibilidad de ser un camaleón y huir, permaneciendo aquí. Quieta. Callada. Sola. Parte de. Pierdo la noción del tiempo en esta isla. Los días se diluyen, se deforman. Aquí solo sé disfrutar. Solo sé desear con fuerza y rezarles a las constelaciones que no me dejen ir. Las casas de colores vivos entremezclados con la vegetación, con la aridez, con el asfalto, con las risas, el calor, la lluvia, el olor a comida, la amabilidad de la gente, esa cercanía tan lejana de Madrid. Las carreteras descendentes a punto de precipitarse en la inmensidad del mar, en la violencia del mar. Las carreteras ascendentes que te llevan a Marte o a una recreación asombrosamente igual a él. El sol quemado, naranja, consumiéndose en el agua. Estoy perdiendo la noción del tiempo, estoy ganando paz. Esta noche he tenido una pesadilla porque estoy disfrutando demasiado durante el día. Mi mente no entiende nada. En este paraíso las horas tienen mil minutos más, y ahora entiendo que todos lleguen tarde cuando van a la península. A pesar de ello, la globalización y el nuevo disco de C. Tangana también 31

llegan hasta aquí. Todo llega hasta aquí, pero a un ritmo más lento, más leve, más débil. Más sano.

Cuarta semana

La mujer adulta que llevo dentro se dirige a hacer la compra mientras siente que esta jaula-ciudad se está convirtiendo en cárcel. Me oprime el pecho y la garganta. Quiero huir de aquí. Me asfixio. Necesito unas vacaciones de mí misma, de mi vida. Quiero desconocer a todo el mundo que conozco. Desaprender todo lo que he aprendido. Olvidar lo que he vivido. El dolor. El miedo. Necesito respirar aire puro que se cuele entre mis pulmones sin esfuerzo, no como la contaminación de esta ciudad, de esta vida, que me enferma. El aire puro se parece mucho a estar sola, a no hablar, a no sentirme responsable de nadie. A no sentirme responsable de mí. Olvidar el concepto responsabilidad. Ya no recuerdo lo que era vivir sin ansiedad. El contraste de la isla y la ciudad es como un puño en el estómago. El sufrimiento de las mujeres que quiero, que admiro, es como un puño en el estómago. Vivo desde hace años con el estómago en un puño. Mi órgano digestivo es el reflejo de mi niña interior que chilla. Mi órgano digestivo es el reflejo de mi niña interior que llora. Mi órgano digestivo es mi niña que no se acepta mujer, que no acepta la pérdida, que no acepta el dolor, que no se encuentra dentro, que no se reconoce, que no se entiende. Sufro con los años que cumplo. Sufro con mi piel que pierde levemente firmeza, sostenibilidad, dureza ante los golpes. Sufro con mi cuerpo deteriorado levemente ante los ojos de los demás, pero tan juzgado ante mis pupilas. Siento una vejez que no es real pero que me agobia. El nivel de auto exigencia al que me elevo me está haciendo minúscula mientras veo cómo algunas de mis mujeres se rebajan ante los hombres que no las saben amar. Soy una espectadora ante la flaqueza de sus 32

piernas y de sus estómagos y de sus dependencias. Soy una espectadora ante mis propias flaquezas, mi propio estómago, mi propia dependencia y analizo por qué, cuándo, cómo pasó. Analizo quién nos educó para darnos, a nosotras mismas, este lugar que no nos corresponde. Que no es nuestro. Y a pesar de ello, somos fuertes. Y gracias a ello, nos hacemos fuertes. Octubre termina mientras siento que no llego a mi vida. Octubre termina y yo corro, y corro, y corro, y no duermo y arrastro el cansancio de meses solo y únicamente por llegar a ningún sitio concreto. Octubre termina y solo puedo pensar que durante tres meses he bebido más alcohol que en veinticinco años, y no tengo claro cuánto de sano es eso, y no tengo claro cuántos problemas estoy queriéndome ocultar con eso. Octubre termina y solo quiero dormir. Y solo quiero dormir. Y no quiero dormir con hombres. Ni que los hombres quieran nada de mí. Ni que las mujeres que quiero tengan que hacerse fuertes por sufrir. Ni que mi madre siga corriendo por el pasillo de mi casa para nunca alcanzar a mi hermano. Octubre termina y yo cierro los ojos, y abrazo a mi estómago que lo padece todo. Y no abrazo a mi hermano. Y no abrazo a mis padres que viven a cuatrocientos kilómetros de soledad. Y no abrazo a mi hermana, mi igual, que sufre como yo, que lo padece todo como yo, que no se quiere mujer y se siente niña, en el fondo, como yo.

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Ángeles Rodríguez Castillo ∙ México ∙

Diario de clausura

25 de septiembre 2017

Me daría vergüenza que mis profesoras de la maestría supieran por lo que estoy pasando… Ellas, doctoras en Letras, Humanidades, Arte… ¿Qué pensarían si alguien que desea seguir sus pasos se siente media persona, media mujer, media viva, porque un hombre la ha dejado? ¿Cómo entenderían a alguien tan simple como yo? Me avergüenza que mi madre esté enterada de mi dolor. Ella, especialista en todo. Quizás todas entiendan acerca de corazones rotos, quizás la tristeza no discrimine. 2 de abril de 2017

LO ODIO, LO ODIO. Sí, le hice varias escenas escandalosas, la vez que lloré y pataleé en su camioneta (mejor dicho, de su padre), la vez que me fui antes de llegar a la pizzería por un pisotón que me dio intencionalmente, y luego reclamé porque no sintió dolor por mi partida. Yo lo quería, pero no tengo justificación: ¿qué dirían mis profesoras de la licenciatura si vieran que me estoy desbaratando por un hombre? No es que sea un hombre, no es que dependa de «un hombre». Si no que era la persona en la que más confiaba, era la única persona que admitía en mi soledad. Yo lo ayudé, traté de ayudarlo en su banda. ¿Por qué no valoró los instrumentos que le compré, los lugares que le agendé para que tocara con su grupo, el trabajo que le conseguí? Ese fue el problema de seguro, tan sedienta estaba de amor que me veía bastante disponible… Espero salir en listas en la maestría. Si no, sentiré más honda mi caída.

15 de julio de 2017

Me da un tremendo impulso por vomitar cada vez que un hombre mira mi cuerpo. Sólo les importa el grosor de mis piernas y la talla de 37

mis senos. Ninguno de ellos es capaz de amar. Solo observan cuerpos. ÉL solía mirarme así, pero creía que era una sensación que acompañaba a su cariño. Nunca fue de ese modo. No le importó lo que le contaba, lo que imaginaba o todos los remolinos que tenía en mi mente. ¿Puede ser que yo sea el problema? Los hombres se sienten dueños del mundo, a tal grado que con su mirada y con la palabra a través de piropos quieren mostrarte su aprobación. Si ellos no determinan el grado de tu belleza, es porque no existes. Siempre opinan sobre quién es la guapa, quién es la fea, creen que ellos nos forman con su expresión; muy pocos entenderán que las mujeres existimos fuera de ellos.

5 de noviembre de 2017

Este día de nuevo soñé con él. Me siento estúpida. No quiero decírselo a nadie. A estas fechas ya debería haberlo superado. Hoy cumpliríamos diez años de noviazgo. Pero ya no lloro. Mis vecinas escuchan los gritos de mi familia y sé que se burlan. Hoy la nieta más flaca y desgarbada figuró una sonrisilla cuando bajé de mi coche. O el motivo pudo ser el golpe que tiene en la puerta, o los kilos que he subido. Qué desastre de vida tengo. No es su culpa el no amarme. Yo debí amarme antes. No es su culpa que no encontrara gracia en mi desvivir para él, que solo confiara en él, que nos imaginara ancianos. No, no he sido feliz, pero no tenía la responsabilidad de unirse a mi infelicidad ni sacarme de ella. Esa tarea es solo mía.

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3 de noviembre de 2017

¿Es él quien me entristece o soy yo misma? No es su culpa que no pueda confiar en nadie más ni que nadie se interese en mí. Sólo me suelen rondar los hombres casados. Odio a esos hombres. Jamás rompería una relación, no repetiría lo que probablemente a mí me hicieron. No fue su culpa, fue la mía. Debí notar su desinterés. Que se molestara porque me compré el coche y él siguiera usando el de su familia (aunque luego dijo que no se molestó), varias veces me hirió físicamente… ¿Por qué seguía yo con él? No es su culpa que lo amara más que a mí misma. Bunny murió hace meses y siento su vacío. Juro que la escucho ladrar. Mi mamá llora mucho porque ya no vivo con ella, porque Bunny murió, porque mi tía murió, y porque presiente que mi soledad será eterna. Quizás piensa que debo buscar marido. Yo no quiero casarme, yo no quiero un hombre a mi lado, no lo necesito. Yo quería a ESE HOMBRE a mi lado, pero no nos merecemos.

7 de mayo de 2017

Quiero que aumenten la dosis de Diazepam. No puedo dormir, me despierto en la madrugada muy agitada. Se me vienen los recuerdos como una turba de zanates. Mi gato me observa constantemente como si supiera lo que siento. ¿O será que los gatos rondan los cementerios? Quizás sabe que de la piel para adentro ya no tengo vida. Me choca tener que sonreírle a las personas, me molesta que me digan que ya pasó, que no exagere, que estoy triste porque quiero. Si fuera opcional, no me la pasaría tumbada en la cama junto al gato. Escribiría e iría al cine. No he ido desde hace meses. ¡Y que no me hablen del amor de Dios! Que debo amar sin importar si me es recíproco, que debo amar sin intereses o desearle el bien, aun39

que él me dañó, que debo pedir para que le vaya bien en la vida. Ese es un pretexto para las personas que no somos correspondidas… como yo, es una manera de justificar nuestro estado lastimero. El día que me olvide de él, que se me apague el rencor, entonces amaré como dicen que Dios manda.

17 de mayo de 2017

Me enteré de la violación de una familiar. No sé por qué yo soy la que se siente desahuciada. Quisiera matar a quien se lo hizo, es la cuarta mujer que aprecio de la que me entero que ha pasado por algo tan terrible. No lo supe hoy, pero la memoria de algo que no viví me asalta continuamente. Me hace revalorizar a las mujeres que están a mi lado. Ahora entiendo sus desconfianzas. No se trata de un solo evento, las secuelas son las que devoran. No se trata de esos minutos, de un dolor físico, se trata de un dominio que esa persona te impone. Quisiera matarlo. Recordé a mis amigas y a toda mi familia. Quisiera entregarles mi corazón con las manos si sirviera de algo para protegerlas. No sé por qué yo me siento empequeñecida, ridícula, malagradecida con la vida.

23 de junio de 2017

Vendrá Green Day a un festival musical en la Ciudad de México. Es su grupo favorito. De seguro irá con ella. Ojalá no consiga boleto. O mejor aún: que consiga boleto, pero que el avión de Guadalajara a la capital se retrase y no pueda entrar. Es más grande la decepción cuando sientes el objetivo cerca. No recordará que yo cantaba «Basket case». 40

16 de octubre de 2017

Hoy es su cumpleaños. Cumple veintiocho. Su hermana solía mandarme mensajes luego de que terminamos. ¡Cómo quise en cada una de esas conversaciones preguntarle por él! Preguntarle si era feliz con la mujer por la que me dejó, si no se mostraba arrepentido. También quise contarle mi versión, que él me lastimaba constantemente, que yo quería que ayudara a su papá con sus terapias y que no tuviera tantas actividades extra. Quise decirle que él solía jalarme del cabello y que varias veces me escupió intencionalmente a la cara y me dio sopapos… Y que yo lo perdoné, pero él no pudo perdonar mi depresión y ansiedad, se sentía controlado, y luego se veía sobajado por mi trabajo en la editorial. Quise decirle todo eso y que extrañaba mucho a sus papás, pero nunca se lo dije. Hoy, en su cumpleaños, quise preguntarle a mi ex cuñada cómo estaban mis ex suegros, cómo estaba su papá luego del accidente y cómo había pasado ÉL su día. No le mandé ningún mensaje. Apuesto a que llevó a su nueva novia a la casa. Puede que ellos también se hayan olvidado de mí.

1 de abril de 2017

No escribe la de antes, hoy una parte de mí se fue. Sé que no volveré a querer… Y si por alguna razón posara mis ojos en alguien, jamás amaré como lo hice con aquel traidor. ¡Tiene novia! Se hicieron novios en marzo, un mes después de terminar conmigo y jurarme que no quería ningún tipo de compromiso. Se hizo novia a la chica con quien lo celaba, y de la que él mismo se burlaba. Le envié un mensaje, dijo que no me daría explicaciones.

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Duramos nueve años de novios: aguanté su depresión, sus enojos, le apoyé en momentos difíciles. Y ahora se va con ella, me deja cuando más necesitaba de su compañía. Cuando él no tenía trabajo, yo le apoyaba con sus gastos. Nunca le reclamé porque no había razón: me gustaba ayudarlo, me gustaba pasar tiempo con él. Renuncié a mi trabajo: no tengo quién me apoye económicamente. Hice trámites para una maestría y me estoy quedando sin dinero. Renuncié con anticipación a la editorial donde trabajaba por mi depresión: no me podía dormir, pero tampoco me podía levantar. Quiero que alguien lea mi futuro, que me diga que me recuperaré, que lo olvidaré, que nunca más pensaré en él. Desde que estamos separados siento que se ha ido una parte de mí. No sé si me fue infiel. Si no lo fue, tampoco me gusta la opción, me olvidó muy rápido, desaparecí ante él como si fuera una burbuja de mar. Se trata de lealtad, me duele que ya no me amara y por eso me supliera como si fuera una parte de un coche, como si él fuera un patrón y yo una empleada más; pero me duele aún más que sabiendo mi entrega, le hubiera tomado poca importancia y haya decidido lastimarme exhibiendo su relación en redes sociales, como si se sintiera orgulloso de dañarme de esa manera. Sabe además de mi depresión, de mis ataques casi psicóticos, de mi ansiedad, de mi soledad. ¿Cómo pudo hacerme eso? Siento como si trajera atravesada una daga en el pecho. ¿Qué le diré a mi mamá? Ella también tiene depresión por la muerte de mi tía y ya me imaginaba casada con ÉL. Ella, la nueva, toca el clarinete. Ahora entiendo mucho. Piensa que es mejor que yo, puede ser mejor que yo. Una ¿amiga? me dijo que ellos dos eran el uno para el otro. Odio imaginarlos juntos hablando de partituras. Yo sólo sé escribir y ni tengo certeza de hacerlo bien.

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2 de febrero de 2017

Mañana lo veré. Me pidió un tiempo y se lo di. Sé que estaremos juntos de nuevo. Yo estuve con él en sus malos momentos, él tiene un buen corazón, lo sé, no me abandonará ahora con la depresión que tengo. Sé que desde las ocho de la mañana tendré la ansiedad de reencontrarme con él. ¡Ya quiero que sea mañana a las cinco de la tarde! Me muero por abrazarlo y decirle que olvidaré todo lo malo. Lo perdonaré.

3 de febrero de 2017

Me dejó llorando en el carro cuando lo acerqué a la estación del tren ligero. No volteó ni una sola vez. Lo vi cuando salí de la editorial. Platicamos un momento y hasta jugueteamos. Luego tuvimos que tocar el tema. Él fue contundente: «No quiero novia ahorita, ni a ti ni a nadie. Si tengo novia, es porque ya me debo casar y no quiero eso». Me dijo que no hay otra mujer. Pero no lo entiendo. En enero me pidió que fuéramos amigos con derecho. No podía creerlo. Luego de nueve años de relación, no quería un compromiso conmigo, sólo quería mi cuerpo. Espero que sus papás nunca se enteren de esa propuesta, ni los míos, deformará la imagen que tienen de ÉL. Me dijo que fuéramos a beber algo. Nos perdimos en el camino. Tengo esa mala costumbre, no sé leer mapas. Recordé cómo él me corregía en ocasiones muy molesto. Me hacía sentir idiota y yo, según él, le hacía sentir a él de esa forma, porque decía que yo le echaba en cara que no estaba preparado. No era verdad, siempre le hablaba de lo mucho que lo admiraba. No me corrigió ni una sola vez en esa ocasión. No hablamos de asuntos muy importantes en el camino, le dije de algunas ideas que tenía acerca de la escritura de un poema. Lo único importante que me dijo fue que quería aprender a tocar el clarinete. 43

Cuando comíamos, le pregunté si nuestra situación seguiría suspendida, o si era un rompimiento definitivo. Me atreví por un consejo de N: «Han pasado mucho tiempo juntos, es imposible que alguien lo conozca mejor que tú. Es un muchacho inteligente, no va a querer perderte». Pero contra todos los pronósticos, me dijo levantando las manos: «Para siempre». Comencé a llorar (odio, odio llorar y más frente a quien siento que me humilla), y él no me consoló, se molestó demasiado. Dijo que por esa razón no quería decirme en un lugar público, porque todos lo verían a él como el malo. No me dio explicaciones de cuándo me dejó de amar. No tuve derecho de réplica, no supe cómo hacerle ver que le habría dado otra oportunidad… Pero él no la quería. ¿Debí haberle pedido una para mí? ¿Humillarme aún más? Lo único que tenía como escudo es el amor que le tengo. He visto tantas mujeres fuertes, estoy rodeada por ellas, ¿quién entenderá lo que estoy pasando? Cuando me vi en el espejo antes de acostarme fue como si yo fuera otra. No me reconozco. Es como si él me hubiera quitado algo. Lo aborrezco, el amor se me está haciendo chiquito, espero que así disminuya hasta que desaparezca. El día que deje de odiarlo será porque lo dejé de amar. No sé si debo compadecerme porque aún lo amo o compadecerlo a él porque nunca me supo amar.

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Natalia Ghergorovich ∙ Argentina ∙

Un diario de un viaje (a Japón)

A todos los que me quieren 24 de agosto de 2011

Cuando llegamos a Narita, el aeropuerto estaba en total y completo silencio. Silvestre y yo, también. Ninguno de los dos pudo decir nada. Seguimos los carteles, ambos mudos. Temblé, tuve ganas de llorar, saltar y de hacerme encima, todo junto. Me quedé sentada un rato mirando el celular. Cuando levanté la vista me di cuenta de que no entendía nada de lo que estaba viendo, el espacio parecía un lienzo blanco marcado con caracteres que no podía descifrar para nada, parecido a cuando uno sueña y no reconoce bien el escenario en el que fue a parar a pesar de haberlo construido en el inconsciente. Esa sensación me acompañó durante todo el viaje. Por suerte, al momento de ir al baño me guiaron unas simpáticas flechas con caritas sonrientes en tonos pastel y dibujos de animales que me hicieron saber que hacia donde iba estaba todo bien. Llegué al baño e hice pis en un inodoro que comenzó a emitir un sonido de pajaritos. Simultáneamente me encontré frente a una fila de botones con íconos alucinantes y lucecitas que no tenía idea de qué significaban. Miré para arriba, miré para abajo y volví a preguntarme si estaba despierta o dormida, cuando noté que la tabla se había puesto tibiecita, y antes de que pudiera procesar del todo la sensación de calor, un chorro de agua veloz y potente acompañado de un sonido corto pero fuerte me sobresaltó y se llevó mi pis quién sabe a dónde en tan solo un microsegundo. Este efecto íntimo y acuático de tecnología mágica no solo me despertó, sino que también me sacudió y me notificó una única verdad: estaba en Japón. 25 de agosto de 2016

Estaba tan feliz que me nacía sonreírle a la gente en la calle y en los subtes, pero no obtenía ni una respuesta positiva. En lugar de devolver-

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me la sonrisa, bajaban la vista. No entendía por qué, pero igual no me rendía. El enigma se resolvió cuando llegué acá y a partir de un video descubrí que comer, sonarse la nariz y mirar a los ojos en el transporte público y en la calle era considerado de muy mala educación. Fue una pena no haberlo visto antes de viajar. Ese día hicimos una ruta turística muy intensa y variada donde en resumen pudimos apreciar la convivencia entre pasado, presente y futuro. A la mañana fuimos al Sky Tree, una torre de radiodifusión que es la estructura artificial más alta de todo Japón. Caminamos miles de cuadras a pleno rayo de sol con la finalidad de mirar la ciudad desde el piso más alto, pero cuando llegamos me di cuenta de que no me interesaba. En realidad, había descubierto que se pagaba por cada piso que subías y eso me había hecho perder todo tipo de interés en subir. Silvestre se enojó, yo le dije que fuera solo pero él no quiso. Al final tomamos helado y miramos la torre desde abajo. Yo probé uno de agua sabor sandía con forma de pedazo de sandía que estaba bañado en chocolate. Me pareció muy innovador que bañaran en chocolate los helados de agua y guardé el papel de este helado porque me pareció hermoso, pero no iba a poder seguir guardando papelitos. Como Silvestre no me hablaba, escribí esto. 26 de agosto de 2016

Llegó José, se va a quedar tres días parando en un hostel cercano al hotel. Nuestra amistad se reinició en la virtualidad cuando se fue a vivir a Shangái hace seis años, pero lo conozco hace más de diez. Nuestro vínculo creció a partir de un sistema de comunicación de dos carriles que construimos y fortalecimos casi sin darnos cuenta. Por un carril nos llega la información a través de las fibras de internet (generalmente cuando uno de los dos duerme); por el otro nos llega cada tanto información secreta con la cual completamos la figura del otro con lo que no nos llega por internet y terminamos de comprendernos de manera casi total y absoluta. Podría decirse que es algo parecido a la telepatía. Cuando José se enteró de que viajaba, al toque sacó un pasaje y magia:

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vino. José dejó su valija en nuestra habitación y se colgó una mochila súper extraña que además de ser triangular iba cruzada y lo hacía parecer un guerrero de ciencia ficción. Muy organizado, había traído hojas impresas con las rutas para los días en los que nos acompañaría pero no nos dejaba mirarlas porque quería que todo fuera sorpresa. Arrancamos el día, según el cronograma, yendo a una función de kabuki, forma de teatro japonés tradicional que se caracteriza por su drama estilizado y el uso de maquillaje elaborado y/o máscaras. Continuamos con puntualidad y precisión japonesa el magnífico organigrama que José tenía preparado. Arrancamos por las más lujosas tiendas de Ginza, donde entre otras cosas conocí a Otosan, un perro que es la mascota de Soft Bank, empresa japonesa de telecomunicaciones e internet. La peculiaridad de esta mascota es que en los spots publicitarios actúa como patriarca de una familia humana conformada por madre oriental, hija oriental e hijo negro (que a simple vista parece más viejo que la madre). En los comerciales se puede ver a Otosan viajando a la luna, desayunando a la mesa, mirando partidos de tenis junto a su familia, lamiendo los pies de su mayordomo o interactuando con Brad Pitt, que ha participado de uno de los comerciales de la empresa dirigido por Wes Anderson. Más tarde fuimos a Akihabara, cuna electrónica de tecnología y manga, donde nos cruzamos con productos de una demencia increíble tales como almohadas tamaño humano con dibujos en tamaño real de personajes femeninos de hentai salpicadas de fluidos y estatuillas de estas mismas mujeres de un realismo asombroso, a excepción del exagerado tamaño de sus senos, imposibles de encontrar en el mundo real y particularmente en el asiático. No quiero ser buchona pero la mayoría de las personas que estaban en estos locales eran hombres de más de cincuenta años, muchos de ellos calvos o encanecidos. Me pregunté si habría una zona de la ciudad equivalente donde se encuentren representaciones de este tipo pero de hombres. José me explica que este barrio fue pensado para hombres y que la versión para mujeres la encontraríamos al día siguiente en Harajuku.

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27 de agosto de 2016 Los recorridos ideados por José eran simplemente alucinantes. Pero lo mejor de todo ha sido recorrer la zona de Harajuku, probablemente el lugar que más deseaba conocer. Lo primero que hicimos, a pedido mío, fue sacarnos una foto en una cabina purikura. Esto es algo de locos, te metés en la cabina, te ponen música al palo, hay luces, voces que te hablan, no entendés nada de lo que está pasando, de dónde vienen esas voces, dónde estás, y cuando crees que le estás agarrando la onda, la maquina expulsa un humo que huele a frutilla y se termina todo. Solo queda el recuerdo que ella misma te imprime: una foto instantánea que resume por cuadros todo lo que viviste. Puede sonar trivial pero todo esto me dio la sensación de estar volando. El nivel de demencia que maneja esta gente es absoluto, y la continua sobre estimulación me hizo sentir afín a toda su locura. Durante las dos horas que habremos estado en esa zona, a través de altoparlantes y camioncitos musicales sonó una única canción: el hit romántico de Kang Ji-young (estrella pop coreana). Esta melodía la volvimos a escuchar durante todo el viaje en bares, centros comerciales, locales, etc. Con escucharla tan solo una vez me quedó grababa en la mente como si me hubiesen injertado un chip imposible de erradicar con nada, y a los chicos les pasó lo mismo. El 90% de los transeúntes la entonaba bajito, como un rezo, al tiempo que movían de un lado a otro la cabeza. A veces cuando estoy muy triste la escucho, lo que me proporciona felicidad. Lo incómodo es que corres el riesgo de que se quede en la mente reproduciéndose por horas y horas en loop. Esa noche me quedé hablando con Silvestre hasta muy tarde de cosas que no habíamos hablado nunca, recuerdo que era una conversación seria pero no podría precisar de qué se trataba, lo único que sé es que no nos entendíamos. Finalmente me dijo una frase que me marcó: «Todos tus errores te trajeron acá». No sé si tenía razón, pero me dieron unas ganas locas de matarlo, así que le dije buenas noches y me dormí.

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28 de agosto de 2016

Me desperté porque Silvestre había decidido empezar su día escuchando «Traición», un tema de Hermética que dice: «Perder es bueno para empezar a hacerse vivo, cosas malas tiene la vida, pero ninguna peor que la traición». Pensé: qué gran verdad, ojalá se haga justicia, y abrí mis ojos. En ese momento, el único error que me importaba era estar perdiendo minutos de Japón por haberme pasado de sake. Fuera de eso, que ni siquiera pudo llamarse un desliz, no cometí ningún error de cálculo grave durante el viaje, a excepción de algunas alteraciones emocionales y la compulsión por levantarme temprano y aprovechar, esto último un exceso del que me enorgullezco en mi manera intensa de vivir la vida. En ciertas ocasiones, debo explotar el tiempo, no todos los días me encuentro con la voluntad de aprovechar la vida, es por eso que celebro mi actitud, que me gustaría fotocopiar para todos mis días, a pesar de que ese ritmo intenso quizás me haga dejar pasar otras cosas importantes. Mi próximo objetivo es incorporar este concepto a la lista de ítems que utilizo para formar el cronograma de vida que cuelgo en mi pared. Al rato cayó José (roto). Contó que cuando llegó al hostel un compañero le ofreció un balde lleno de algo fuerte y él se lo tomó sin asco. Temí, pero gracias a dios pudimos continuar con el cronograma de actividades y nos fuimos para el Roppongi Hills a ver una muestra de Murakami y de ahí a comer al patio de comidas de un shopping. Pedimos la comida a través de una máquina que te daba un ticket de cartón chiquitito que vos le dabas al que cocinaba, y pocos minutos después te entregaba un re plato de comida: gigante, pesado y riquísimo. Yo pedí curry, Silvestre no me acuerdo, José nada porque se sentía mal. Esto me tuvo asustada un rato dado que José en mi mente pertenece al grupo de personas que junto a los papás y a los maestros no deberían enfermarse ni sentirse mal jamás. Cuando salimos una señora nos detuvo, nos hizo preguntas y de repente no sé cómo me estaba poniendo un kimono mientras otra me hacía un rodete y me colocaba una flor en la cabeza. Cuando levanté la vista me di cuenta de que a Silvestre y a José también los habían disfrazado, y ahora eran samuráis. Nos sacaron una foto que luego le mandaron por mail a José, la misma incluye un marco digital 51

de Hello Kitty. Las señoras celebraron lo que estaba ocurriendo con sonrisas y aplausos. Nos regalaron cosas, a mí un pin de Hello Kitty y a los chicos unas cartucheras de color azul. Nos sentamos en el banquito de un paseo hermoso donde había mucho verde. Este espacio parecía no tener nada que ver con la ciudad de la locura. Hacía mucho calor, José dijo que no podía moverse y propuso que nos quedáramos un rato para recuperar energías. En ese momento le trasmití una idea que se me vino a la mente: podría echar raíces en la tierra que hay debajo de ese banco y convertirse en un hombre mitológico mitad árbol y mitad José al que uno pudiese acudir en busca de consejos y respuestas para la vida, las veinticuatro horas, los 365 días del año. Él daría las respuestas a cambio de comida, y si esto funcionaba, él se instalaría de por vida allí, entonces podríamos diseñar un circuito de delivery a partir de finas cintas transportadoras (transparentes, agrego ahora que tengo la mente clara) que atraviesen toda la ciudad y le provean de comida de los mejores restaurants de la metrópoli. De esta manera agregaríamos una capa a la ciudad que nos permitiría ver la comida trasladándose en el aire. Comuniqué la idea a la perfección, pero en realidad estaba mirando a una pareja que estaba sentada en una mesita frente a nosotros. La chica le entregaba a su pareja papeles zarpados de bellos, de a uno y delicadamente, y él los recibía casi sin mirarlos, con cara de resignación. De pronto la chica se puso nerviosa y comenzó a decirle algo que no entendí con cierto grado de violencia. José me explicó que esos papeles tan lindos eran muestras de tarjetas de boda y que aún al día de hoy algunos casamientos eran arreglados por los padres de hijos de entre veinte y treinta años que no mostraban interés en tener pareja. Entonces, sin el consentimiento de ellos, los padres enviaban una ficha con foto y datos de interés a otros padres que decidirían si a sus hijos les convenía el candidato o la candidata. Para ello tienen en cuenta el siguiente conjunto de criterios: educación, ingresos, ocupación, atractivo físico, religión, posición social, aficiones y tipo de sangre, dado que esto último creen que tiene que ver con el carácter de la persona. 52

Después de un rato José se recuperó, nos subió a un taxi de puertas automáticas conducido por un chofer de guantes blancos y en poco tiempo estábamos en la torre de Tokio (Silvestre quería verla de cerca). Hicimos una pasadita rápida y nos fuimos al Koenji Awa-odori, el festival de danza de verano que se hace en la calle hace más de cuatrocientos años y donde doce mil bailarines divididos en doscientos grupos de baile alegran y animan a la gente. Mientras esperábamos para cruzar la calle vi en simultáneo: a) Una pandilla entera en kartings disfrazados de Mario Kart. b) Una señora que paseaba a sus perritos en un carrito de bebés mellizos adornado con flores artificiales, luces y lentejuelas. Llovía y había un mar de gente en el que sentía me iba a perder a cada segundo. Logré llegar a la primera fila y me senté en la calle junto a una familia aparentemente china que comía a toda velocidad unos fideos que pasaban de mano en mano. Quedé en el medio de la situación, de un lado la abuela china, del otro el niño chino, y ellos no podían pasarse el plato. Mis pies se chocaban con los pies de una y los brazos del otro, y no sabía si estaba todo bien o todo mal. Vi a lo lejos cómo comenzaban a acercarse grupos de baile organizados en este orden: ancianos, adultos, jóvenes, adolescentes, niños y bebés. Todos iban sonriendo y sincronizados. Pasaron por delante de mí cantando y moviendo sus manos y pies con gracia mientras los colores de los trajes se fundían por grupos. Los primeros eran fucsia y turquesa, las mujeres repetían los colores en su maquillaje, sombreros, aros y flores. Precisión, música, color y destreza. Al ver pasar a los grupos de colores en una danza tan perfecta bajo esa cortina de agua tan finita solo pude pensar en una cosa: lo bello es esto. Nos refugiamos de la lluvia en un bar de temática yanqui donde camareras con jopos y polleras tipo Grease repartían malteadas y panqueques, y José partió. Lo despedí con un abrazo fuerte y una sonrisa de las que demuestran que realmente querés a la otra persona.

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Mientras esperábamos el tren para volver al hotel descubrí cómo se iba dibujando en distintos colores el reflejo de los carteles de neón sobre el agua de la lluvia que había empapado la calle. Mi pensamiento fue uno solo: no me quiero ir nunca de acá.

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Gabriela de Echave ∙ Argentina ∙

Chinkana

27 de marzo

Hoy me miré al espejo y lo vi. Vi el odio que cubría mi cuerpo como una manta apenas translúcida. Un velo en mis ojos quiso correrse, dejándome ver un cuerpo descuidado, maltratado cotidianamente, lleno de veneno y vacío de energía. Dije que este es el año del cuerpo. Es hora de cumplir. 21 de junio

Todo me habla de lo mismo: el invierno, el cumpleaños, el viaje. Muerte y renacimiento. 9 de agosto

Llorar los miedos y los estigmas. Llorar en el colectivo, en el baño, en la cama. Escribir llorar y sentir las ganas, sentir las semillas brotar en los ojos. Recordar y agolpar frases del pasado hasta que el dolor se expanda y se encoja. Yo siempre pensé que eras monja / Son todas lindas menos la gorda / ¿Qué va a pasar si algún día te violan? Va a ser aún más traumático / Qué virgen que es / ¿Nunca tuviste novio? Todas las letras se deforman y se mezclan, se aúnan para decir: No sos nada, quién te va a querer, sos extraña, rara, quién te va a querer. Y tendría que responder que YO me voy a querer, pero todavía me sale decir que no sé, que no sé quién. 57

28 de agosto

Me veo mil caras en el espejo, pero pocos cuerpos. Vacunas, análisis de sangre, ecografías, atiborramientos. Quizás siga siendo el año del cuerpo, pero aún no tuvo su clímax. Quiero el clímax de los sentidos. Que explote todo. 31 de agosto

¿Qué pienso del viaje? Terreno desconocido. Un hilo nuevo, una ramita que sumar a la genealogía. Se puede tanto con tan poco (a veces). Interrogantes. Abandono este lugar en un momento de rabia intensa, de estado de indignación y potencia de lucha. Siento que necesito este descanso para crecer nuevos ojos y a la vez nunca me sentí tan comprometida. Tan pies en la tierra, patas de cabra. Pero mi estado es el río y así debo fluir por ahora. Dejando una flor en cada orilla. ¿Qué siento sobre el viaje? Que ya me cansé de racionalizar estas emociones, de ponerles palabra. ¿Qué siento? Ese pequeño vacío después del abrazo. Vertiginoso y fugaz. 3 de septiembre

Todos mis miedos escupiéndome en la cara. Pero la tormenta es mi aliada emocional y avanzo resistiendo el agua en el rostro.

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4 de septiembre

Mis primeras noches de viaje siempre son drásticas. La primera fue en un cuartucho compartido con tres hombres, ahora trato de dormir en el suelo frío del aeropuerto y no lo logro porque no estoy cómoda. Por suerte ya superé esa vergüenza de lo público. El comienzo del día parece estar a años luz. Lloré al irme de mi habitación y el gato me ronroneó y me acarició la cara. Eso me hizo llorar más. Pienso en el avión. La sensación de observar todo desde arriba me maravilla, más que nada nocturnamente. Me siento en intimidad con las ciudades, que pueden brillar y dormir pacíficamente, dejando manchones oscuros de misterio al pasar. Los vacíos, siempre llamándome. 7 de septiembre

La intensidad de los bailes peruanos me embarga y el vacío interior ya no es vacío, es firmeza, es saber que estoy en donde tengo que estar. Sentir el escaso pero intenso placer de vagar sin fin alguno y que nadie sepa quién soy. Mimetizarme un poco más con la noche y la multitud, olvidar que de día soy la extraña, otra gringa más a quien pedirle dinero. Quisiera traspasar las barreras de un sistema antiguo, aún sabiendo que no lograría realizar siquiera un rasguño.

9 de septiembre

«Chinkana» significa perderse. ¿Habré dejado algo propio en los túneles, más que una ofrenda de agua? Quiero creer y no siento nada. Quiero creer y caigo en los artilugios de la gente, que quiere seguir despersonalizándome. Ya no respondo a los vendedores y camino por el costado de la ruta ignorando los Taxi, ¿señorita? ¿Lady? Hay hombres 59

que me dicen hola, a veces respondo, a veces no. Todo es suave, sin embargo, y me siento tan segura. No confiada, pero cómoda. Supongo que Buenos Aires me ha entrenado para lo peor. Hoy reconecté con la naturaleza y mis pasos vagabundos. Caminé bajo lluvia, granizo y rayos de sol latentes. Nada importó, más que el hecho de escuchar sobre historia inca, estar sola en un bosque o contemplar Cusco desde arriba. Sigo encontrando mujeres que se sonríen y me desean éxito cuando se enteran de que viajo sola. Me hace feliz. 15 de septiembre

Vengo transitando un oleaje no propio para este río. Llena, vacía, llena, vacía. Siento que me ahogo y cuando estoy a punto, estiro mi mano y me rescatan/rescato. Ayer arribé a Pisac pensando en restos arqueológicos y pueblo tranquilo. La llovizna y el frío me hicieron desear una cama, fuego, hogar. Pensar en su piel, lo inquisitivo de las comisuras, el achinamiento de los párpados. Poco imaginaba que mi tarde terminaría junto al río, con alguien desconocido contándome de los Apus y diciéndome que yo era fresca como el agua, hermosa, y que sentía amor por mí. Cantamos canciones de ayahuasca y algo dentro de mí se resquebrajó. Nos abrazamos hasta que la noche cubrió nuestro lado de la montaña. Quise escapar, tomé la primera camioneta que encontré en la noche. La intensidad era demasiada, todavía no puedo procesarlo. Terminé en un callejón bajo la llovizna, fumando con el primero en mis pensamientos. No hay forma de escapar. Ayer llena, hoy vacía. Siento que ya no sé quién soy ni el propósito de mi viaje. Quizás sea esto lo que buscaba. Mientras escribo, él se acerca a molestarme y las olas vuelven a crecer. 60

24 de septiembre

Vi mi primer amanecer cusqueño y tuve la realización de que venían cambios. Volví a quedarme absorta observando su nuca en la cama. Siento que el juego de su espalda, el cabello largo y despeinado y su mano descansando extrañamente en su hombro va a quedar como mi mayor recuerdo de él. De alguna forma en mi interior le agradezco esta experiencia que me brindó. Pero más me agradezco a mí misma, por venir a crearme de nuevo, enamorarme de todo y de mí. 3 de octubre

Llegué a Lima. Confundida, fastidiosa luego de veintidós horas de viaje. La sangre inminente. La tristeza a la orden del día. Qué bien me hizo llorar. En este viaje descubrí su propósito. Descubrí que viajar sola da miedo a la distancia, pero no son las vicisitudes del viaje lo peligroso. Es ese sentimiento que te ataca la garganta y no se puede expresar a nadie alrededor. El miedo es descubrir que nadie más que vos misma puede calmarte y que nadie más va a tomar las riendas. El sentimiento se engrandece, pero luego viene el llanto. Es necesario. Hay que llorar para lavarse el tiempo, renovar las horas, el rostro, las ganas. Hay que llorar todas las veces que sea necesario, en público y en privado, en la ducha y antes de irse a dormir. Ya lo dijo tanta gente, como Oliverio y Julio, ahora me toca a mí. Mañana volveré a la montaña y este día será de transición, el mar se habrá llevado lo que no me pertenece. 6 de octubre

Me preocupa un poco la necesidad constante de contacto. Como si ya no pudiera ser feliz sola, me sintiera a la mitad. No sé bien qué es lo que se rompió en mí.

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9 de octubre

Estoy en Huanchaco. De nuevo en el Pacífico, como si las montañas de Huaraz hubieran sido un sueño. Tengo un cuarto blanco, naranja y azul en una casita a una cuadra del mar. Me paso la mañana acostada, mimando mi dolor, disfrutando de tener una habitación solo para mí después de semanas. Llamo a mamá y hablamos como una hora o así se siente. Ambas lloramos un poco y me hace bien. Salgo a conocer la costa. El mar de nuevo es pausa, es paz. Aquí, al fin, no me molesta estar sola y es que no puedo sentirme así junto a la bravura del Pacífico en este día nublado. Veo varias chicas solas en la playa y eso me anima. Estamos todas conectando con nuestras emociones o simplemente disfrutando de estar. 18 de octubre

Hace un mes, la piel besada. Me siento en el parque y recuerdo su tacto, el llanto, la soledad. Estoy tranquila. Todavía un poco vacía de mí, preguntándome cómo atravesar la reinvención. No hay forma de que salga la misma de esto. En Argentina, el dolor envuelve la ciudad como un manto. Lo siento llegar hasta mí, se me revuelve en la panza y me pregunto cómo es posible que nadie a mi alrededor sepa del tema.  Siento que esta vida es un sueño. Mi inconsciente se habrá inventado los edificios coloniales, barrocos, rococó, los parques y museos que abundan en Cuenca. No estoy atendiendo un bar lleno de estadounidenses. No hay Federico o Daniel vendiendo artesanías, abrazándome en la calle. No existe esta chica que vagabundea sin nombre o propósito. 

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Sin embargo, vuelvo a saborear las cosas. La belleza de lo cotidiano, las niñas jugando en el parque, la vibración de un acorde en el pecho. Escucho mi voz llorosa en el teléfono haciendo un descargo y es como escuchar a alguien muy lejano.  No sé qué sigue ni qué ha de suceder. Mi cuerpo está entregado al flujo de los acontecimientos. El tiempo me transforma a su antojo. Las ciudades, también. 17 de enero

Me atrevo a decir que estos cuatro meses y medio constituyen el mayor aprendizaje que tuve hasta el momento. No hay vuelta atrás, no puede haberla. Me alegro de estas dos semanas de vacaciones dentro del viaje. Me alegro —sólo por un momento— de haber perdido todo mi dinero. De probar Colombia para querer devorarla. Me alegro de todo lo que salió mal, desastrosamente, de todos los traspiés, malhumores, tristezas y vacíos existenciales. Siempre pensé que eso no era vida, que quería otra cosa. Pero qué más vivo que dudar, que sufrir, que sentir las cosas en carne viva. De la crisis se nace y se vuelve, no hay otro camino. Ese poder de renacimiento es la magia misma. Chinkana, otra palabra importante. Quizás ninguna de las dos alcance a rozar la totalidad de un sentimiento, ese color transparente, esa rasgadura en el pecho.

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20 de enero

Volver a casa es como activar un mecanismo. Oxidado, forzoso. Siento una nube que cubre todo y no quiero que me envuelva. Quiero ser consciente de mis actos. Veo la vida incolora, como si el avión hubiera penetrado en otro mundo donde alguien decidió robarse el verde, la montaña, el «bien pueda» y «con gusto». Es mi primera noche. Contemplo mi habitación y no hallo añoranza. Veo una prisión que se destiñe. Un deseo profundo de quemar todo y no dejar nada. Basta de pasado. Se siente como si mi viaje hubiera sido un sueño, pero a la vez esto parece más irreal. Como mis pesadillas. Quisiera abrir los ojos de nuevo y escuchar la selva, oler el bosque. 5 de marzo

Vomitarme a mí misma. Autoexpulsarme y devenir en partículas que se unan de diferente forma. Se abrió mi mente pero se cerraron mis piernas. Querrá decir que todavía hay encierro. El miedo no es sólo un agujero en el pecho. Se esparce como una enfermedad. Es la estela de cicatrices en los pechos, el temblor súbito, los hombros en tensión. El impulso de salir corriendo, tan difícil de controlar. La culpa no existe, ni la mala suerte.

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8 de marzo

Espero nunca olvidar este ocho de marzo. No estuve en la marcha y por eso quisiera poder repetir el día, pero lo que me sucedió fue mucho más movilizante a nivel personal. Pude hablar con mis amigas. Soltar toda la mierda. Y la mierda se disolvió al chocarse con una avalancha de palabras amorosas. Creo que todavía no pude procesarlo totalmente. Es tan extraño y tan feliz todo. Mi mamá abrazándome y diciendo: «Todas te queremos». Siento que nunca antes sentí la sororidad como hoy. El tema nos dejó pensando a todas. Cómo se cuela el sistema dentro de ti sin que lo sientas. Qué difícil creerse merecedora, sentirse fuerte y sin culpas. Y qué buen antídoto es juntarse a aunar el dolor y acariciarlo hasta que se sienta que no es nada, o que sigue siendo pero que se podrá superar. Me siento iluminada en algún sentido y no sé bien cuál. Pero hoy siento más que nunca eso de que la verdad nos hace libres.

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Irene Grau Calvet ∙ España ∙

Ojalá fuera un pájaro

25 de octubre de 2016

Todo este jaleo, todo este ruido palpitante y fugaz que reside en nuestras mentes y nuestros pechos, este hilo tan hondo que llevamos atado a las costillas y que tanto nos esforzamos por esconder, es lo único que permanece. Es la vida cruda, desnuda, brillante. 13 de abril de 2017

Ayer, leyendo a Pizarnik, me quedé prendada de un fragmento en el que decía que su esencia era dual y contradictoria. Por la mañana podía tener un pensamiento luminoso y por la noche aborrecerlo con fuerza y asco. He encerrado el arte en el cuerpo para poder tener una vida alegre y plácida, llena de amor bonito. El amor bonito no es como el amor feroz, no es como el arte, pero te permite vivir despacio y tener la conciencia en paz. Si liberara el arte, mi conciencia inflexible y decorosa no me dejaría respirar. El arte requiere rebeldía y coraje, escuchar el estallido sin llevarse las manos a los oídos ni correr a esconderse debajo de la mesa. Qué valiente fuiste tú, Alejandra. 13 de abril de 2017

Esta mañana me dolía el cuerpo entero. Sentía un dolor furioso en los riñones que me hacía andar despacio y torpe. Últimamente tengo bastantes episodios de dolor; de noche sueño y sufro y durante el día cada órgano escupe lo que puede a su manera. A veces me cuesta latir, me cuesta esconder, me cuesta decir. Estos pequeños silencios son mi vida entera, y sin embargo los sepulto dentro como si fueran pecados. Necesito volver a escribir. Me preocupa tanto pensar que ya no sé escribir como lo hacía antes. En realidad no son las palabras, sino mi censura hacia ellas que con el paso del tiempo se vuelve implacable.

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2 de julio de 2017

Me pasaría la vida amando el silencio que llevo en los ojos. Ojalá fuera un pájaro. 15 de septiembre de 2017

A Lispector, Nin, Vilariño, Pizarnik y Plath. Suerte que tengo a estas mujeres que lo sintieron todo antes que yo. Este peso, esta urgencia, esta tristeza honda, este ¿para qué todo? 25 de septiembre de 2017

Probablemente el resto de la humanidad se sienta así, con la mirada un poco perdida hacia atrás. Alargando recuerdos, y esta incapacidad de empezar a andar, de abrir puertas y presentarse al mundo, en medio del mundo, con el temblor y el deseo en la mano, con mi vida, mi pobre vida en la mano. 24 de octubre de 2017

Mi único acto de rebeldía en la vida es este diario. Este momento mío para nombrar lo que urge y lo que es. Lo demás son acumulaciones de tiempo, cielo olvidadizo, días no hondos… 16 de diciembre de 2017

Ahora pensaba en todos los momentos de reclusión, de silencio, de esta soledad urgente, siempre cerca y dispuesta para que pueda agarrarme a ella con las uñas, con los dedos. Este delirio mío de hermetismo, de ausencia, de no escuchar las voces, de mirar siempre de reojo, de leer los rostros, todos, para saber, para encontrar, lo que los labios han men-

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tido. Cómo nos engañan las palabras, los discursos, el tono de la voz. Qué rápido aprendimos a moldearlas, a organizarlas, con estrategia y rigurosa diligencia para que fueran siempre más rápidas que el corazón. ¿Y el silencio? 17 de diciembre de 2017

Acabo de leer un fragmento de los diarios de Sylvia Plath con fecha del 22 de noviembre de 1955 durante su estancia en el Newnham College de la Universidad de Cambridge, y no he podido evitar volver a mirar dentro de aquella habitación. Las paredes de madera, la moqueta azul, el pupitre viejo junto a la ventana, los años y el tiempo en cada rincón. Me acuerdo perfectamente de todo, yo también estuve allí, dormí allí, en el colegio sobrio y majestuoso donde Virginia y Sylvia, entre muchas otras, pasearon sus corazones ardiendo. Recuerdo cómo cada mañana me sentaba a escribir muy pegada a la ventana central de mi habitación para ver la luz de julio caer sobre los esplendorosos jardines del College. Nunca había visto tantas variedades de flores distintas, tantos colores, tanta hierba verde, tanta tierra fértil. Me gustaba imaginar que Virginia Woolf había escrito fragmentos de Un cuarto propio en aquella misma habitación. El solo hecho de pensarlo me impulsaba a escribir intenso, como aquel verano, muy lleno de ojos, pensamientos y mucha soledad también. Infinitos paseos después de la cena por los jardines del College buscando un refugio o la ilusoria posibilidad de vivir otra vida, en ese espacio de tiempo, en ese intervalo de días distintos que se habían añadido a mi vida como por arte de magia, sin estorbar, sin apenas contar como días vividos. Ese verano en Cambridge todo se veía distinto; el tiempo se alargaba, se paraba en amplias lagunas de silencio y ansia. Sentí mucha ansia en Newnham, y un deseo feroz de inventar otro yo, de tener otra vida dentro de mi vida, sin alterar nada, sin apenas rozar nada. Cuando no hay nada conocido alrededor, tienes esa sensación repentina y fugaz de olvido, de volver a nacer, de eterna posibilidad. Y es este pensamiento 71

de luz el que te sacude, por un instante, la aceptación de los días sabidos, los días normales. ¿Cuántas vidas caben en una vida? ¿Cuántas historias caben en una historia? ¿Cuánto puede llegar a caber en la memoria? 24 de diciembre de 2017

Ahora mismo me pondría un vestido rojo incendio y saldría a tomar una copa, o dos, o diez, en un lugar oscuro y pequeño, lleno de gente, risas, celebraciones, fuego. Ya ni me acuerdo del latir de la noche, del roce, del misterio, de todo lo que va deprisa y explota, intenso, como la luz, como un relámpago eléctrico. Hoy he visto la vejez muy de cerca, los surcos, los pómulos, la languidez. He visto al cuerpo perder el grito, mirar sabiendo que ya nada nunca empieza, que ya nada nunca agarra ni enloquece. Ese horror suplicante de quien pierde los recuerdos, de no poder, no llegar, no alcanzar la vida ni con la punta de los dedos. Y en ese instante triste y doloroso, viendo delante de tus ojos lo que el cuerpo nunca aguanta, lo que muchos años nunca aguantan, he pensado: ¿Por qué? ¿Por qué? ¿Por qué? Se nos enseña el mundo, se nos deja probar el mundo y se nos quita todo después. Ahora escribo con la juventud bailándome en la mano, el pelo todavía negro intenso, los ojos brillantes. Pero un día todo irá muy despacio y se crearan grandes lagunas de olvido y me repetiré una y otra vez: ¿Por qué no saliste a tomar esa copa? ¿Por qué tanto hilo espeso, largo, ordenado? ¿Por qué ponemos siempre todo en su sitio las mujeres? Las etapas, las tareas, los años. Siempre todo ordenado. Pero yo hoy tengo veintisiete años y me pondría el vestido rojo incendio y saldría como salíamos a los dieciséis, con la vida entera en la mano.

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27 de enero de 2018

«—Madre —le contesto—, no sabe Ud. lo que es escribir para mí. Haga Ud. cuenta que se está asfixiando y llega una persona a darle aire, ¿le diría Ud. que se quitara?» —Teresa Wilms Montt. Me habría asfixiado hasta la muerte si no hubiera tenido un lápiz y un papel. Cientos de veces. Por suerte, los instintos más profundos aparecen rápido en nuestra vida, y siendo yo una niña me aferré a la palabra escrita como un drogadicto a la morfina. Escribir es una necesidad, una urgencia. Nunca he escrito por placer, no sabría hacerlo. Siempre que cojo esta libreta, o cualquier otra, tengo una presión en el pecho que me ahoga el alma. Y alguna que otra vez, en algún instante exagerado, he pensado que si no lo escribía me iba a morir, de repente, como fulminada por un rayo de esos que parten los árboles en dos. La escritura y la literatura me han salvado de que me atravesara el grito. Asfixiarse, de todo lo que no se llega a comprender, de lo que no se enseña en ninguna familia, en ninguna escuela. Escribir para no asfixiarse, para no morirse. Creo que nadie leerá esto nunca, pero desde aquí lanzo un ruego al infinito. ¡Enseñemos a los niños a escribir! No a escribir tonterías, a escribir su vida, su propia vida. Que se enfrenten a los rincones negros del latir y les pongan nombre. 1 de marzo de 2018

«Irme obedeciendo, eso es realmente lo que hago cuando escribo, y ahora mismo es así. Me voy siguiendo, incluso sin saber dónde me llevará.» —Clarice Lispector. No voy a censurarme nada ya. Nunca más. Qué aberración censurarse uno mismo. Me ha costado muchos años y mucha reflexión poder 73

liberarme así en la escritura, que es mi forma más pura e innata de liberación. Era Lorca el que nos decía que «la poesía no quiere adeptos, quiere amantes». El amor es el aliento del mundo. Y no sólo el amor del alma, el amor de la piel también. Ese amor que los que fuimos niños en los noventa escandalizaba a nuestras madres. El amor que no se hablaba, el que quedaba encerrado en nuestras mentes y se imaginaba siempre a oscuras. El amor del cuerpo, ese gran amor. He pensado mucho en esto también. En el instinto, en la garra, en la explosión. Y viendo todo lo que escribo siempre, que sin quererlo está ansioso de tacto, pienso que debí tocar muy poco o reprimir demasiado. Acabo con Clarice también, o lo que me habría gustado leer diez años antes: «Pero está la vida que debe ser intensamente vivida, está el amor. Está el amor. Que debe ser vivido hasta la última gota. Sin ningún miedo. No mata.» 9 de marzo de 2018

Últimamente pienso mucho en alejarme de la ciudad; vaciar los armarios, cambiar el agua de los jarrones, desprenderme un poco de todo, irme a vivir al campo, llevarme el piano, los libros, los diarios, levantarme por las mañanas con el desamparo del cielo, el crujir del viento en los árboles, la rotundidad del silencio… No sé si estoy preparada para existir sin deseo, sin temblor. Pero después de todo, una comprende, que ese vivir a flor de piel no tiene el mismo sentido cuando el tiempo corre y en los años ya no caben la torpeza y el error. Ese golpe sordo, ese disgusto agrio que deja lo vivido con intensidad. Cuando la tormenta arrasa la tierra, sólo queda esa quietud muda y fantasmal. Ese agotamiento que se aferra a la calma agradecido. Ese querer estar lejos, siempre, del ojo del huracán.

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10 de mayo de 2018

Vivir en el centro de las cosas es desprenderse de la muerte y de su sabor a hígado en la boca.

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Nerea Campos ∙ España ∙

Por cada hoja que arrancas

8 de noviembre de 2014

Sartre: «Escribo para poner en claro ciertas circunstancias. Desconfiar de la literatura. Hay que escribirlo todo al correr de la pluma, sin buscar las palabras». Abandonar el plural. He tenido sueños raros. Tengo algo que se ha despertado y me mantiene expectante hacia algo más que desconozco.

9 de noviembre de 2014

Sartre: «No quiero pensar. No tengo que pensar que no quiero pensar. Porque es un pensamiento. Entonces, ¿no se acabará nunca?». ¿Qué es esto en mi pecho desde el jueves? De no tener el tiempo ni la vida suficientes para leer. Qué relatividad si la prueba es el cese. Me siento como Andrea al poco de conocer a Ena (estas dos se me metieron muy dentro). Estoy muy fascinada. Mierda. Sartre: «Todo lo que existe nace sin razón, se prolonga por debilidad y muere por casualidad». 8 de abril de 2015

Doy por finalizada esta libreta-diario oficialmente. Está bien, que últimamente lo estaba llenando de sufrimiento. Me gustó cómo llegó a mis manos y cómo empezó la idea de convertirla en un diario: por casualidad. No quiero que se me olvide porque es lo único que tengo por ahora. En otra libreta: Pensar en ti es como sobarme un cardenal. 79

20 de abril de 2015. Los veinticinco.

Estoy orgullosa de estas cosas de los veinticuatro: - Cambiar el rumbo de mi vida académica. - El turbo que le he metido a la lectura. - Lo importante que ha sido que me dé cuenta de que el esfuerzo es la clave: trabajar diariamente. - Dejar atrás la fiesta como único aliciente vital. - Dejar atrás amistades nocivas. - Descubrir la literatura de otra forma. Supongo que redescubrirla. Espero mucho de los veinticinco. Pero ahora que finalmente sé lo que quiero, quiero dar bien los pasos. 1 de mayo de 2015. Viernes.

Rarísimo este puente. Rarísimo hoy. Me gustaría estar a solas conmigo misma y lo estoy (amigos en Murcia), pero en la plaza hay jaleo (conciertos, día del trabajo…). Me sentía un poco rara por no pasar estos días con ellos o en casa (¿qué casa?). Pero he leído una especie de entrevista y ahora estoy tranquila. Sé lo que voy a hacer estos días: pasear con música. Me obsesiona el concepto de hogar. Supongo que en el fondo es la soledad. Mucho miedo a quedarme completamente sola. Me refiero. A que ahora mismo llevo desde el miércoles sola. Pero sé que es temporal. Es un miedo mucho más grande que todo eso. A quedarme de verdad sin nadie en quien confiar, con quien hablar de verdad. Como estar con gente con quien te sientes sola. Lo peor vino cuando me di cuenta de que se puede estar acompañada y sola. No malinterpretación: más vale darse cuenta de eso cuanto antes.

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2 de mayo de 2015

Leo El año del pensamiento mágico, de Joan Didion. Ya me gustaría escribir introspecciones como ella. Varias cosas que me hace pensar: - Las relaciones de pareja. Qué profunda es la relación con su marido. - Escribir para aprender de una misma y de los demás. No hay que mitificarlo, sino que se practica: hay que trabajárselo. - El lujo que es tener a alguien esperándote / alguien a quien esperar. Dice Didion que ha leído que hay viudos que dicen que así tuvieron una oportunidad de amar a otra persona («se puede amar a más de una persona»). Deseo fuertemente que sea cierto. Pero luego dice que el matrimonio es tiempo y es memoria. ¿Se deja de querer a alguien? Me refiero. Hay personas con las que naces ya con el sello de amar para siempre. Familia en general. Luego, los amigos: a ellos más o menos los decides (a veces te deciden a ti). Después, los lovers, pero ese es otro tema. Los rituales domésticos. También me llaman muchísimo la atención. Compartirlos desde la costumbre, que no la rutina. La evolución de las relaciones en el tiempo, la profundidad que alcanzan. Las relaciones que se pierden: solo una confirmación de lo que se sospechaba. Didion recoge esto (y yo recojo a Didion recogiéndolo): «La visita del ángel, una frase que el Brewer’s Dictionary of Phrase and Fable define como “deliciosa relación sexual breve y que rara vez ocurre”». Lo que acaba de pasar: me he comprado una entrada para el Teatro Español porque me ha parecido significativo que me haya enterado de que existe la obra en España el mismo día que he terminado el libro.

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15 de junio de 2015. Domingo.

Leo el diario de Laura Freixas (Una vida subterránea [1991-1994]). Resulta liberador cómo trata el tema de la creación literaria. El deseo por crear, algo que se ve hasta en su diario y que deja el mío a la altura de los pelillos que te salen en el tobillo. Ahí ella ya estaba en el mundillo editorial y me gusta ver cómo lo ve falso, desmitifica escritores (muchos no le interesan como individuos, solo sus obras). Cómo habla de ganar dinero, escribir… Pero tiene una estabilidad. Está casada. Tiene un amor verdadero (¿se puede decir esto sin cursilería?). Tiene una vida. Me refiero. Yo me siento encerrada aquí (piso-Madrid-biblioteca) y ella también trabaja desde casa, pero siempre tiene personas-trabajo-marido. La depresión. Mis ideas van más rápido que mi mano. Pero en el ordenador es más impersonal un diario. Soy una clásica y me gusta. Aunque en 1992 Freixas no era una escritora reconocida, como sí lo fue Didion cuando escribió EADPM, es una privilegiada: un trabajo (¡en una editorial!) y la seguridad de que si algo falla tiene a su marido. No comparto, though, la necesidad/deseo por la maternidad (lo entiendo). Estoy harta de esta especie de encierro, de la decepción, de la inestabilidad, de la incertidumbre, de no ganar dinero, de no ser lo suficientemente buena para algo. Tengo sueño y mucho por hacer. Quiero una oportunidad para trabajar, hacer algo por mí y por otros. Algo que sirva. Me había acostado, pero Freixas me ha dado mucho en lo que pensar. Me veo en diez años: un piso, gatos, trabajando. Pero he pensado: «Esto 82

es como poner la responsabilidad de mi felicidad en un futuro que ahora mismo no existe en mi vida». Laura Freixas, qué genial es. Saber de sus crisis y de su trabajo desde casa me ayuda a mitigar mi propia ansiedad: estar trabajando desde casa me agobia porque necesito que todo esté quieto. La biblioteca no es solución porque no aguanto el tiempo suficiente y cuando pasa ese rato ya soy incapaz de seguir. Ya he terminado Freixas: sentimientos encontrados, aunque en general me ha gustado (luego profundizo). Me anima: que a los treinta y cinco se pusiera a estudiar Filología por la UNED. Mis desánimos: como los suyos, ¿como los de cualquiera? Ella tiene depresiones y una psicoanalista y también se presiona mucho para trabajar y conseguir el éxito. ¿Debería ir a un psicólogo? 17 de enero de 2016

Estoy viendo qué me pongo mañana para ir a trabajar. Me gusta escribir a mano por ver el proceso de creación de la frase. Pero, dios, qué agonía esta lentitud. He leído a Gabriela Ybarra ahora mismo («El comensal») y siento la escritura directa, sencilla, certera. 30 de mayo de 2016

Desde que han echado a un total de cinco de mis amigos pues estoy un poco en el hastío en el trabajo. Suerte que está Ana. Ahora mismo no tengo ningún asidero: - Me mudo en un mes (¡un mes!), no sé adónde. 83

- Mi trabajo es random: cualquier día te echan. - ¿Soy periodista? ¿Soy redactora? ¿En qué me convierte haber estudiado literatura y no sé qué más? Me releo y siento que sigo siendo una adolescente. Pero qué va, todo mucho mejor. Un poco de autosarcasmo y ale. 9 de diciembre de 2016

Así que ahora entiendo por qué leer es un acto subversivo. Mientras engullo la vida trabajadora y camino por la senda de lo marcado socialmente, leer ES una subversión. 12 de enero de 2017

Escuchado en El ojo crítico, hablando con Lara Moreno: «Exploración de lo cotidiano con la palabra». Prefiero leer y, si estoy muy cansada, series y freírme el cerebro olvidándome de mi existencia. Y, si estoy muy, muy cansada, veo mierdas de internet en el móvil. Brr compartir piso. 20 de marzo de 2017

Balcanización extrema del cuerpo. 11 de junio de 2017

¿La cura? El rencor no me ha servido y con el tiempo no es verdad que llega el olvido, sino la ineficacia de la espuma de mar.

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Las huellas de lo indisoluble, ¿o será lo irresoluble? Francisca Aguirre: «Porque la espera suena: mantiene el eco de voces que se han ido».

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Gabriela Müller ∙ Portugal ∙

Entre Outonos

Primavera-Inverno, Setúbal

el cielo se abrió con olor a Verano y volví a cerrar los ojos en la ciudad. me vi flotando en el mar de nuevo, con fondo de piedras negras o claras y recordé que el Verano no lo es sin pies de arena y cabellos de sal en los lábios. que mi Verano no tiene fechas pero sí una fisonomía salada y celeste. mamá pregunta: «¿manzana o pera?». yo suelto una sonrisa y después de un silencioso y corto «me dá igual»: —manzana. és que el pecado, mamá, no sé qué és, pero el sol besándome los pechos por fin, delante de todo el mundo, su aliento de hombre que vuelve a casa el final de semana… porque ya pasaron dos meses, ¿viste? y yo lloré porque el sol no me lamió los pechos todo este tiempo, pero hoy sí, mamá, y ayer llegó al otro lado del océano la carta que escribí con las piernas abiertas, hace un mes, en un sobre de plantas salvajes en blanco y negro. cuánta belleza en esta melancolía, cuánta belleza en abandonar la pieza de dos porque ahí no cabe un cuerpo a solas, aunque a veces todas las camas se sienten demasiado grandes por la noche.

Alemania

una nube de nieve atravesó las ventanas del tren. solo los sollozos de la ruta lograron apaciguar el frío. miro por la ventana: reconozco un otoño en orden inverso, de una fuerza muerta. tan solo (y exactamente) seis días pasaron desde que recorrí esta misma ruta, en sentido contrario, pero aquél día el saludo del sol y un reencuentro que prometía Primavera a medias: siempre está la incertidumbre de las noches en blanco. miro de nuevo: sí, han brotado hojas verdes y rojas a lo largo de la ruta, pero solo en las puntas de las ramas, donde no llega la sombra de los árboles vecinos. 89

Schönefeld, agarré la valija y recordé los dedos grandes, dentro, y un llanto que entró en erupción con la cara hundida en otro pecho. después la risa: aún no acepto mi debilidad. entonces tragué la tristeza entre la multitud de gente y valijas, la correría, las caras extrañas. pensé en lo que no hice, aunque realmente no importa. por ejemplo: no fuimos al lago. pero nevó una noche de Abril. L dijo: «serás libre», pero no es verdad. siempre he sido libre. el amor es una forma de libertad.

Alentejo

he empezado a mirar las manos de otros hombres. temo que no me hagan llorar. tengo sed y no lo dejé todo en tu pecho, sigo cargando el agua en la garganta. hablé todo el día para callar el silencio. tiene la forma de tus brazos tan calientes, enredándome. entonces vino la noche y olvidé la voz. vuelvo a ser niña en un valle de flores amarillas: ¿me quiere? ¿no me quiere? y si cambiara de canción: ¿me quiero? ¿no me quiero? ¿qué quiero? aprendo a tirar piedras al lago y hacerlas saltar hasta hundirse a lo lejos. hay cosas que solo se aprenden de grande: la magia está en el secreto. a veces, muere en la verdad. buscándome llené mis pies de tierra. palpé el vacío sin respuestas: ¿dónde estoy? el pasto aún estaba húmedo: amanecía. fue entonces que cerré los ojos para darme cuenta de que hay una melodía distinta para cada momento del día. también hay golondrinas que viven en la terraza y denuncian la primavera. siempre vuelven.

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Porto

una ciudad desagüe, de casas desnudas, piel translúcida. las miro a los ojos de eternas viudas: infinita tristeza. les doy la mano para entender El Tiempo. un día esta ciudad ardió y quedó atrapada en la bruma de su propio incendio, un ascua cuando baja el sol y entonces la lluvia. hay una casa oscura, de velas y piso de madera, donde la poesía tiene voz y gusto a calabaza y espinaca cruda. una taza de té entre las manos buscando callar el frío que se desprende de nuestras bocas, que nace en nuestras bocas. un sorbo incapaz de disfrazar el gusto amargo del desamor que quedó en el paladar. ¿hasta cuándo? ¿cuánto dura el temblor de una llama? ¿cuánto tarda una vela en derretirse y dejar caer la noche? hay una oscuridad latente en los días de esta ciudad que habito dentro. veo cosas como: un ojo hecho de ramas sobre el água, arrugas. la mirada fija de una viejita que me dice La Muerte. la sombra escondida de una bailarina que me dice La Noche. «no te salvé» grita el mundo cuándo imploro una respuesta. ¿por qué todo? entonces una imagen a blanco y negro: la naturaleza desnuda arrancándonos todas las certezas, rasgándonos la piel. pienso en las palabras de Marina y recuerdo que yo también soy la mujer portuguesa.

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escribo: entender que todo es finito para dar un paso hacia delante. en el horizonte, un abismo.

Cefalù

en la montaña hubo un hogar, pasamos frío pero supimos que todo estaba bien porque somos inmunes a la noche. nos contamos la vida y supimos del miedo, reconocimos el miedo, compartimos las dudas y también las certezas. veinte minutos de diluvio. quizás el desamor haya venido a enseñarnos a tender las manos.

Bologna

he vuelto como si no hubiese jamás partido. entonces temblé de hielo en el camino a casa y abrí los ojos en la noche desconociendo la arquitectura de mi quarto. Enna fue esa contradicción rara de irme a la isla y perderme en la montaña. hasta aquel momento Sicilia —imaginada— se había limitado a sus contornos de pueblos de pescadores y ciudades de puerto. allí no había mar en el horizonte y hacía frío, claro. nosotros subimos al pueblo, caminamos sobre los templos que ya no existen, pero antes —eso fue lo primero que hicimos— nos perdimos en un cementeriociudad recreando historias de la II Guerra Mundial, de una Italia de Mussolini y revolucionarios y soldados americanos y mafia; el humilde deseo de paz que llenó navíos rumbo a América y Australia. las guerras siguen vivas en los cementerios. también es curioso que los muertos tengan cara de muertos en las fotos. nos preguntamos si es que todos morimos en vida y la muerte física no es más que una confirmación, o si es simplemente que la fotografía tiene esa extraña capacidad de evidenciar la mortalidad de las cosas. 92

antes de abandonar el pueblo subimos al mirador donde había una iglesia y un aparcamiento vacío, atardecía. nos sentamos a contemplar el paisaje, las nubes que lo cubrían se acercaron de a poco hasta tragarnos enteros. fue así que todo desapareció y nos quedamos completamente solos, envueltos en aquella bruma como un mar blanco.

L'Hiver, Bologna - Bruxelas

el mundo a la superficie, la magia de lo intocable: las montañas y la nieve que se funde lentamente en la tierra, las nubes, el sol siempre ahí, o quizás la luna: los mapas tendidos sobre la mesa o sobre la ruta, un catálogo o quizás el recuerdo: imágenes, tan solo eso. luz y sombra. un juego de contrastes cromáticos. pero cuando estás ahí, bien cerca de las cosas, dentro de las cosas, caminando descalza sobre el hielo rayado, de puntillas sobre una roca con los pies heridos y miras fijamente a la gente de ojos brillantes hasta que te adentras en ellos y adentro la oscuridad o quizás la nada, el vacío del espejo empañado después de la ducha caliente. ¿dónde ha quedado el brillo resplandeciente de todo lo intocable y distante? sigo huyendo y algunos me dicen: «qué coraje» y yo les contesto: «ojalá, ojalá pudiera quedarme, si tan solo lo supieras». pero esta casa y estas calles y estas caras, los saludos de buenos días, la mesa del café más bonito: ¡de nuevo, de nuevo! me repito porque el mundo se repite y yo creo saberlo todo, por eso me voy, para vivir en la superficie de las cosas, para mentirme a mi misma apoyada a la ventanilla del avión del tren del bus de mis ojos.

Bruxelas

un hombre grita en el medio de la avenida, en la mañanita: «le soleil!!! il faut en remercier!!!» y cierra los ojos alzando las manos hacia el cielo, 93

arrodillándose ante los dioses. nosotros enfilamos las manos heladas en los bolsillos y desaparecemos por las callejuelas frías. lo primero que vi en Bruxelas fue Amsterdam en sus casas, pero antes de llegar a la ciudad vi Faro en el aeropuerto por las obras, la confusión de caminos, los desvíos, la reconstrucción (y eso es tan literal cuanto metafórico). allí había un mar azul claro y dibujos de sal en la costa. también vi Alemania en los árboles desnudos y la nieve al costado de la ruta, ese hielo latiente de la espera: porque todo se derretirá un día.

París

qué bonito y asombroso es no saber nada. ayer hubo música en una cueva. de nuevo el mundo subterráneo (la música). ahí los códigos son también mirada, y cada mirada es código. Audrey nos llevó a conocer su antigua escuela, el barrio, la plaza de los primeros: la primera cerveza, el primer cigarrillo, el primer beso, el primer amor. ahí envidié dulcemente la adolescencia urbana olvidando cruelmente el valor de la adolescencia de riachuelos y perfumes de rosas. al llegar a casa, Audrey nos contó que habían «asesinado» a un paciente. desconectaron las máquinas porque no quedaba más esperanza. ese es el verdadero fin de todas las cosas. no he leído. París es, más allá de todo lo escrito. cada calle, un mensaje: il faut se méfier des mots [hay que desconfiar de las palabras]. la vivo entre el extremo amor y el miedo a que no me quepa dentro. a la frieza. sus gentes. la realidad cruda escondida tras esta belleza incontenible, sus vísceras. ese vértigo de las ciudades mágicas e inabarcables. superposición de imágenes colores olores palabras. Yves Klein: azul. sí, azul. el arte no me importa tanto como un fin, pero sí como un medio. la harmonia, la proporción, el color, todo son estrategias para atraer 94

la mirada, trampas para transportarnos hacia una inquietud profunda. aunque también creo en la belleza por la belleza: un respiro. como la caricia del sol, una reacción química. nada más.

Outro Outono

papá dice que puedo caminar por la orilla que si de pronto sube la marea siempre hay un modo de escaparse por entre las rocas ••• los límites de mi intimidad, de mi verdad: una puerta una ventana un espejo y todas las paredes de un cuarto de hotel. la tapa de un cuaderno a líneas. un día la vida fue tan imposible, un lugar tan raro e inhabitable. más aún que hoy. cuando estallan los límites del cuerpo, estallan también los límites del infierno: una suerte de veneno se expande todo alrededor. entonces solo la música y pocas otras cosas osan atravesar los no-límites, la no-forma. como una raya de luz por debajo de la puerta en la noche, una mano en la oscuridad dictando la posibilidad de un camino más largo, pero más cálido: un camino transitable hacia ningún lugar. si hubiera sabido que no poder serlo todo es el verdadero motor. ahora me pagan para que camine las sierras y los acantilados, qué victoria. me pagan para que les cuente de estas tierras, de por qué las he dejado, de por qué algunos se quedaron, de por qué las gentes, sus gentes. me pagan los que me dicen por la noche que es inútil imaginar lo imposible, Sinnlos, Pointless, para que les conteste que todo es al revés. solo es imposible aquello que no somos capaces de imaginar.

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Norma J. Socorro M. ∙ Venezuela ∙

Semanario

Día 1. De despedidas

Hoy me despedí de mi tía: se va a morir. Algo en ella me lo transmitió con total certeza. Está tan empequeñecida que me sorprendió. Sus huesos ya parecen hechura de la tierra; bastaría un leve soplo para disolverla en el éter. Solo algo tenue en la mirada sigue siendo de este mundo. Nos aligeramos de materia ya cercana la muerte; ojalá también de las cargas que más agobian. En algún momento de la visita, tuve la suerte de que los otros familiares salieran de la habitación, y quedé a solas con ella. Buscando sus ojos ya casi siempre ausentes, le dije de los sentimientos de gratitud míos y de toda la familia por su generosidad y apoyo irrestrictos a todos y cada uno de los que la necesitaron; le dije que recordaría tanto bien hecho a propios y extraños… Que la queríamos mucho. Muy lentamente volteó la cabeza hacia mí, abrió una débil rendija en la mirada y con gran dificultad solo me dijo: —Gracias. Cuando me iba de su casa sentía una mezcla de alegría serena, de aceptación y de tristeza. Sentí que ella salía de escena en paz, esa que debe dar el saber que cumplimos en el amor, aunque en el camino también se haya herido a otros. Daños colaterales, como se les dice en estos días. Sus daños, ahora lo sé, derivaron de esa gran desmesura que a veces son algunos afectos. Creo que voy a revisar el cuento que escribí hace tiempo sobre mi tía. Ahora que nos deja, como que me da cierta culpa haberme inspirado en su complejidad, tan literaria en sus matices, tan humana al fin. Lo voy a leer de nuevo. Decidí que voy a escribir un diario durante una semana. Recordé esas prendas que aún se ven por ahí, los semanarios: siete aros unidos

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por una guía, que las hace una sola pieza. Un semanario que hace una unidad de lo múltiple, como la vida, que fluye entretejiendo distintas experiencias, a veces del más diverso tono.

Día 2. Correo con Tottó

Hoy en la mañana abrí un correo vecinal. Una ONG de protección a animales buscaba familia para un gato, rescatado de los avatares de la existencia en un taller mecánico. Siempre me gustaron los cachorros de perros y gatos, pero no pensaba tener alguno en estos tiempos. El dilema eterno de la libertad: qué hacer cuando me vaya de viaje, o la responsabilidad de atenciones, horarios y demás. Libertad, loable excusa cuando se trata de compromisos, sobre todo cuando implican a los afectos. Los pequeños cautiverios del amor. En total desprevención, abrí la foto que mostraba al felino en problemas: de la pantalla saltó, tal era el primer plano, una bola erizada de largo pelo blanco, que directamente miraba a la cámara, me miraba, con enormes ojos azul-dorado. Un nombre francés acompañaba la foto: Tottó. No sé todavía qué ocurrió. Sentí una emoción inédita, extraña, tratándose de un animal. Llena de asombro, me levanté de la silla y fui al balcón tratando de asimilar qué había pasado. Con la certeza que dan los actos guiados por la pura intuición, esta misma mañana llamé solo para saber del animal, les dije, pero algo en mí ya sabía de lo definitivo. Como los grandes amores a primera vista. Inexplicable. Ahora, en la noche, recuerdo mi idea de revisar el cuento inspirado en mi tía, pero en este momento siento que fui honesta y justa con ella. La tía Virgilia, mi pariente en el cuento, no es un personaje fácil, ni edulcorado por mí o en la vida real. Un secreto personal, de dureza incuestionable para ella, explicó finalmente a la familia algunas cosas de su carácter y actuaciones. Mi tía, ciertamente un personaje que cualquier 100

escritor no podría dejar pasar. Si me planteara revisitar esa historia en estas circunstancias, diría que al final de sumas y restas, su saldo con la vida fue muy a su favor.

Día 3. De recibimientos

Hoy trajeron a Tottó. Una mirada de curiosidad cautelosa asomó primero de una de esas cajas simpáticas que usan para transportar mascotas. En verdad, a la mirada le precedieron los largos bigotes blancos, especie de antenas que sutilmente palparon el aire, rastreando quién sabe qué olores, qué materia, qué intenciones. Luego el gato salió totalmente y caminó olisqueando cada persona, cosa o sombra, con la timidez de quien llega invitado a vivir en casa ajena. Recorrió todo, sin prestarnos la menor atención, pendientes como estábamos sobre cómo se sentiría, si extrañaría el lugar. Al final dio dos vueltas a una alfombra, se acostó en pose de esfinge y… se durmió. Y nosotros —los de la ONG, Daniel y yo— preocupados: que si la adaptación, el espacio, etc. Él tomó lo que le daban y ya. Para aprender. Más tarde jugó con su sombra, acechó tras la transparencia de una cortina, fue un gato alegre. Como a las cinco de la tarde me avisaron de la muerte de mi tía. Los últimos dos días ya nos miraba desde la otra orilla, tan lejana, tan del otro mundo. Sus sentidos ya se habían mudado: oía, hablaba y miraba seres y cosas que solo ella reconocía. Pero parece que estaba bien del otro lado: partió con una leve sonrisa. Acaricio a Tottó y su ronroneo plácido acompasa mi tristeza; choca con los muebles persiguiendo veloz una cinta que le deslizo por el piso, y su exuberante vitalidad hace densa la precariedad de la tarde.

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Es extraño vivir tantas cosas a la vez: sentimientos amalgamados, emociones conviviendo y dándose cuerpo unas a las otras. Alegría triste. Tristeza alegre.

Día 4. Entretejidos

Hoy es mi cumpleaños. Y es el entierro de mi tía. Los amigos que no sabían de su muerte me llaman en la mañana, en primer momento con alegría, con aquel «¡¡Feliiiz cumpleañooos!!» seguido de la infaltable pregunta que sigue a la felicitación: «Y, ¿cómo la estás pasando?». Mi tibieza emocional de: «Bien, gracias, pero bueno ¿sabes? Ahora estoy en el funeral de una tía», dicho —creo— hasta con cierta culpa. Casi sentía el pequeño sobresalto al otro lado de la línea, antes de que me dijeran las palabras de rigor. Tottó, en su tercer día aquí, se aposenta con gran autoestima en los espacios de la casa: en mi sofá favorito, en el interior oscuro de algún closet o en una ponchera en lo alto de la lavadora. Cada momento explora, descubre y se apropia de algún nuevo lugar. ¿Cuánto espacio en los afectos le habremos entregado ya? Tottó, echado patas arriba se baña de sol. Hace el yoga de los gatos inmortales. Estira su lomo a una pierna que pasa. Con los ojos cerrados sigue exacto el vuelo de una mosca. Solo sabe conjugar en tiempo presente.

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Día 5. Los vivos entre los muertos

Ayer fue el entierro de mi tía, en el Cementerio General del Sur. Hace muchos años ella y su marido, muerto hace bastante tiempo, habían comprado allí una parcela. Lo hicieron cuando en materia de entierros aún no se establecían diferencias entre el sur y el este, cuando la muerte no se dividía los espacios de la ciudad. Y, bueno, mi tía quería pasar la eternidad al lado de los restos de su esposo. Tantos años sin ir a este cementerio. Era día de mercado, del tradicional mercado del cementerio, no del de antes, que bastantes veces fui de pequeña con mis hermanas, sino del de ahora, que ya es mucho decir. El pandemónium de carros, personas, mercancías, maniquíes sexis en media acera, puestos de cualquier cosa imaginable, pugnando todos por ganar las pequeñas calles aledañas y la avenida principal. Todo era solo un pequeño anuncio de lo posible dentro del cementerio. Adentro, muertos y vivos lidian con otro caos distinto. Adentro todo remite a dos palabras: abandono y olvido. Espacio para los muertos, tiempo fracturado. Una densa capa de alguna materia oscura cubre las vías internas, las tumbas, estatuas y mausoleos, los árboles y hasta a los obreros que trabajan allí. Entre el calor opresivo de esa hora del mediodía y la imaginación que me habla de polvo de huesos, se hace difícil respirar. Imágenes que ahora vienen a mi memoria: «Anunciación», palabra escrita en una de las sepulturas por donde pasa el cortejo. Pienso que es una linda palabra. Férreas cajas de rejas protegen algunas tumbas; imagino que la cultura del miedo que vivimos a diario hacia los más vivos se ha instalado también para proteger a los ya idos. Más adelante hay una parcela sembrada de altas estacas, en cuyos extremos flotan al aire unas camisas de colores azul y beige. Hay muchas de ellas. Colmadas por la brisa, semejan el velamen de pequeños barcos 103

encallados en el polvo espeso. Me explican que al lado está la tumba de María Francia, protectora de los estudiantes. Ellos le llevan las franelas al graduarse. Me enternece la inocencia. Carne joven y festiva en contraste con el medio. En una sepultura cercana, varios hombres y mujeres hacen una especie de rito, agitan sonajas, fuman tabacos, beben licor. Uno de los sepultureros dice que despiden a un delincuente muerto violentamente. Es el adiós de sus amigos.

Día 6. Espejo con gato azul

Hace varias noches sueño con gatos. A lo mejor mi inconsciente elabora la presencia de un gato en mi cotidianidad. Un gato: riqueza metafórica, sutil simbología para cualquier imaginario. Los que tengo no son sueños con una historia que contar. Son solo imágenes, celajes que hablan de liviandad en el movimiento, de presencias silenciosas, de extrañas formas de inteligencia en unos ojos azules. De gratitud. Hoy me desperté con la sensación de haberme mirado al espejo y descubrir una cara azul de gato, mirada de lluvia y gesto de acecho. En la realidad Tottó desdice aquello de la traición y la venganza, y hasta lo de la indiferencia gatuna. En verdad, parece un perro: cariñoso, compañero… Tal vez las duras vicisitudes marcan también a los gatos; ahora sabe que la existencia también puede ser amable. Hoy sábado celebro con amigos mi cumpleaños. Invitación a almorzar celebrando la vida, tal vez con la conciencia sobre aquella invitada permanente, única presencia que no necesita convocatoria. Mañana igualmente será día de amigos, de celebración postergada; también Daniel me invitó a almorzar. 104

Día 7. La suma de la vida

Hemos recibido a Tottó como parte de la familia y parece que él a nosotros ya nos aceptó como tal. Ya es una presencia significativa en esta casa. Cuatro días después de su llegada, está menos vigilante; va detrás de nosotros menos expectante, menos ansioso, si se puede decir. Ahora me sigue no para asegurarse de que sigo allí, que no me he ido. Me sigue para compartir su sueño en una alfombra cercana; para apostarse detrás de mi silla cuando escribo en la computadora; para mirarme fijamente mientras deambulo en la cocina: aquí, con los aromas, el botón rosado y frío de su nariz se hace un pálpito leve. Descubrimos con asombro la vida de un gato, su vida con seres humanos, la nuestra con un gato. La vida. La vida en todos sus bordes, amables o punzantes, de ida o de vuelta, en contundentes ausencias o presencias. Hoy ya no siento ni pienso lo mismo que hace una semana sobre la muerte, ni sobre la posible pérdida de libertad de recibir y cuidar a una mascota. Creo que hay sutiles variaciones en mi percepción de estas experiencias, de estas vivencias. Cambios. Como dicen los budistas, tal vez sean lo único permanente en la vida. La permanencia eterna del cambio. Aunque suene a contradicción.

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Julieta Correa ∙ Argentina ∙

El presente siempre se siente raro

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Hace ya casi dos meses que almuerzo sola o no almuerzo. Todo empezó como un juego contra mis bordes para que se me marcaran todos los huesos. Conté algunas costillas y me pegué golpes contra la cadera, que cada semana sobresale un poco más. Pero ahora lo que busco en estas escapadas al mediodía es la soledad. Quiero estar sola, no hablar con nadie sobre partes de autos o partes de equipos de fútbol o sobre lo que anda mal o bien en este lugar. Nadie sube a cobrarme. Me pongo el tapado y bajo las escaleras. Cuarenta y cinco pesos un café con leche y medio tostado, y lo descubro recién el día en que termino de decidir que me voy. Por suerte hay muchos bares en Buenos Aires. 5/6

Pienso en la idea de ser una mujer maldita preparada para lastimar a los hombres. Como una especie de revancha por haberme sentido fea, fuera de lugar, gorda cuando era chica/adolescente. Una especie de mujer fatal que conquista hombres para después despreciarlos y pegar una carcajada final. No pasa nunca. Este pensamiento es absurdo, me gustan y siempre estuve con hombres buenos. Leí una novela donde una mujer se acuesta con un hombre por lástima. No me acuerdo bien de los detalles, pero eso rompe la vida de él y termina muriendo. Sí me acuerdo de la historia en líneas generales, creer hacer el bien desde la vanidad y el egoísmo de la propia idea del deseo ajeno y terminar destruyéndolo todo. Un día en la vida. 18/6

Ayer en el taller hicimos un poema colectivo: «El éxito de la amistad». Los amigos, que son todo lo que hay cuando hay y cuando no hay nada. Las amigas, la amistad entre las mujeres. Leí un tuit que decía: 109

«El feminismo me sacó esa boludez de odiar a minas por chabones que ni siquiera nos van a hacer acabar a ninguna de las dos». El feminismo me mostró que me habían enseñado que las mujeres competíamos entre nosotras y nos criticábamos. Es muy hermosa la hermandad y amistad feminista y me hace tanto bien. Pensé ayer que a los amigos no se les perdona todo. No te perdono porque si sos mi amigo no me podés hacer esto. Pero te perdono igual. O seguimos juntos igual. Lo importante es estar siempre juntos. Siempre vamos a estar juntos. 23/6

Estoy en la oficina leyendo una nota sobre trastornos de ansiedad. Quiero llegar a la parte de los tips que te prometen que si respirás profundo, contás hasta diez, tomás algunos minutos de sol por día y no ves tele antes de dormir, dejás de pensar cosas terribles, dejás de comer compulsivamente cosas sin calorías, dejás de hacer refresh en la pantalla del celular, dejás de pensar y pensar y pensar antes de ir a dormir. La parte no llega. Dice que los desórdenes de ansiedad cuestan mucho dinero en los Estados Unidos según estudios de Harvard y yo pienso en la cantidad de paquetes de arroz que compro y devoro. La nota termina describiendo las drogas que están de moda para combatir este tipo de trastornos (que nos hace a las personas más infelices, quedadas y negativas). Un plomo. Me gusta más cuando la solución es madrugar, comer fruta fresca y tomar maca o espirulina. 3/7

Tener hambre sirve para escribir. Ayer tuve hambre y hoy de nuevo, tener hambre burgués me hace sentir bien. Tener sueño no. Algunos escriben 110

incómodos, en estado de alerta. Siempre hay que apagar el celular. En mi nueva casa tengo un poco de frío cuando me ducho. Hoy, primer día que me despierto ahí, creo que me servirá para endurecer mi personalidad. El autocorrector me dice que está mal suicidarme. Viniendo en el bondi pienso muchas cosas que se parecen a ideas y que me gustaría contar acá. Pero después Instagram, después el libro, después Whatsapp. Lo olvido todo. También pienso que no es para tanto, no tengo que escribir todo lo que pienso. Contarlo todo impide el desarrollo de las ideas, lo individual, lo de uno (lo mío). Lo que quiero que se expanda y crezca dentro de mí. 5/7

Se rompió la balanza de mi casa. Siento miedo, ansiedad, alivio. No es importante, no lo es, solo que interrumpe la costumbre de pesarme todas las mañanas y a la tarde cuando llego. Vestida, primero, con las llaves y el celular todavía en la mano. Después de ir al baño y desnuda después. Y también antes de comer. Y después de comer. Y antes de ir a dormir. Especulo restando al peso lo que comí y tomé, y repito el número como un mantra: sesenta y tres, sesenta y uno, cincuenta y nueve, cincuenta y siete, ¿cincuenta y cinco? Mido un metro ochenta. Los hombres me dicen que soy re-flaca, «debés pesar cincuenta kilos». Golpe. Cuando hablan de mi peso me cuesta respirar. Empiezo a soñar con el número 50, me convenzo de que es el correcto, el definitivo, el que corresponde. Con mi altura, me llevaría puesta el viento. Acabo de escribir «pensar» en vez de «pesar»: debo pensar cincuenta kilos. Es gracioso porque cuando saco el tema me dicen que soy una boluda (que no pienso), que deje de pensar en eso (que no piense), y lo que no puedo es dejar de pensar.

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Ahora que no anda la balanza de casa voy a aprovechar para sacarme esas ideas de la cabeza. Puede ser que tenga más tiempo mental para hacer cosas. Leer, escribir, salir a correr, ver gente. Podría aprovechar, si no, para de una vez dejar de comer. Dejar de especular con el peso, la posición de los pies, la hora, el agua. Hacer lo único que sirve realmente. Volver a sentir los nervios, el vértigo, el placer de haber comido lo menos posible y pesarme. Hace frío. Desnuda, temprano, arriba de la balanza estoy yo y está la verdad. 13/7

Todo lo demás se empieza a romper. Cosas que no esperaba, no me gustan, se van de las manos. Lastimados, veo cómo se desarma la gente que quiero. Me desarmo yo también. El amor se hace transparente, me esquiva, se diluye (vomito); sé, sobre todo, y es lo que importa, que lo perdí. ¿Y yo? Yo, que no quiero engendrar, nunca madre, vuelvo a verme infértil. Va creciendo como una bola adentro la idea de que nada que pueda crear va a llegar a nacer. Estoy en el parto, sale de mí este engendro de nada, vacío, muerto. Mi arma para combatir este estado es la comida. Es el control de la comida. De a poco, cercano, manejo lo posible. Una manzana se agarra con la mano, el agua con la mano, las costillas entran en la mano. Ya no puedo escribir, haré un diario sobre el vacío. Si hay vacío mental que haya vacío en la panza. Si parece que la cabeza flotara elijo volverme liviana. Toda puedo flotar. Me lastiman, lastimo, rompo, no controlo lo que siento y lo que hago pero sí puedo controlar cuánto como, lo que como, si respiro. Eso haré. Una tiranía personal. La dieta es solo mía, me despierta, me vuelve consciente. Control sobre mi vida, sobre un cuerpo que observo de afue112

ra, lo investigo, lo toco, lo limo. Lo descubro: van apareciendo bordes. El cuerpo se vuelve un objeto. Los objetos lastiman menos que las personas. Soy responsable y puedo cambiar las cosas. Lo que hago cuenta, lo que hago sirve. Progreso. Comer poco me hace mejor persona. 17/7

Obsesiones: cuando estoy a dieta no como las migas de las galletitas. Antes de metérmelas en la boca las sacudo un poco y espero así estar consumiendo algunas calorías menos. En momentos de mucha neurosis hago eso también con los bordes de las mandarinas, o las tiras de la banana. La enorme tentación de ser una mujer hermosa. 23/7

Un hombre me dice que se choca con mis huesos. Le escucho decir «huesos» y me caliento. Se lastima un poco y tiene miedo de lastimarme. Yo nunca me sentí tan bien. Liviana me siento fuerte, camino desnuda, me paro en la cama. Podría volar. Pienso en qué me define. ¿Esto me define? Cambio si cambia mi cuerpo. Antes era gorda, pesaba veinte kilos más, nadie me tomaba en cuenta. Yo, la que menos: me despreciaba. No dejaba que me tocaran, así no se daban cuenta de todo lo que había debajo de la ropa. Cuando conozco un chico tengo miedo de que me diga «gorda». Que fui gorda, que soy gorda adentro, aunque los demás no se den cuenta. Los chicos no mienten, pienso, se van a dar cuenta de mi secreto y se lo van a contar a todos. Hace poco una amiga me dijo que sabía desaparecer, me volvía invisible. Que soy muy alta, llamo la atención, pero de repente no estoy más. Sé desaparecer porque me da vergüenza que vean todo el espacio que ocupo. Grandota, robusta, ladrona del espacio de los demás. 113

27/7

Todas mis relaciones amorosas en algún punto terminaron mal, creo que en todas lastimé. Pienso que estoy un poco mal hecha. Un tipo de maldad que no sirve para nada. Coraza, corteza, corazón. Me da miedo la intimidad, con hombres y mujeres. Acercarme demasiado a alguien. Siempre empecé una relación desde lejos, desde una torre de marfil que llamo timidez. De una manera que intenta ser cariñosa pero es cordial y superficial. El siguiente paso me da miedo. Pienso de qué manera esto puede estar relacionado con romper vínculos amorosos. A veces, me ilusiona la cercanía con alguien que se enamora de mí y es por eso que me quedo en la relación, aun sin estar enamorada. Aprendí que está bien ser vanidosa y egoísta. Que las cosas que una quiere son más importantes que las que quieren los demás, que no hay que dejar de hacer lo que a una le hace bien, ni siquiera por los hijos. También aprendí a echarle la culpa de cosas de mi personalidad a las generaciones anteriores. Acá estamos. 1/8

Notas: - Un robot hizo un nuevo Rembrandt. - La china del súper no entendía qué es la lotería. La idea de. - En una película sobre la Primavera de Praga, un personaje le dice a otro que lo que más extraña de esa época es cómo se reían. En ningún libro sobre el tema aparece esa idea que dice tanto sobre el episodio. El arte cuenta lo que no puede contar la historia. En estos momentos en que no sé bien qué hacer de mi vida, la espuma de los días me entusiasma y eso vale mucho. Tengo que seguir ese camino.

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Cuando era chica, como a los cuatro años, tomé clases de natación. Nunca aprendí a nadar muy bien y, contra las insistencias de mi madre, no sé tirarme de cabeza. Probé con clases de tenis los veranos en Cariló. Incluso para el rubro «excentricidades de clase de mi abuela», otro verano, de más grande, tomé clases de golf. Probé con karate con un profesor muy bajito, muchas mujeres de mi familia saben karate. En el secundario tomé clases box. Hice natación, hockey, handball, softball, vóley, fútbol en el colegio. En la primera clase de yoga me quedé dormida. Probé con clases de baile: hip hop, danza contemporánea, ritmos latinos. Me dediqué mucho al arte de bailar sola frente al espejo en mi casa, a temblar y mover la cabeza en fiestas y se me da bastante bien el hula hula. Hace dos años empecé una actividad que parecía imposible y me cambió la vida: pole dance. Tomé clases de pintura a los nueve años en Chascomús, de dibujo a los veintiséis en Palermo, de arte en algún momento del medio. Clases de arte. No recuerdo bien de qué iba eso. Hice inglés desde los dos a los diecisiete y algunos años de francés. Probé clases de guitarra, un año entero de piano, canto grupal e individual por tres años. Tuve dos bandas y muchísimas horas de ensayo. Probé con teatro, comedia musical, taller de stand up, más clases de teatro, biodrama. Hice un extraño taller de poesía y edición. Probé salir a correr a la mañana y a la noche, los días de semana o solo los domingos.

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Probé con un curso de periodismo cultural, un seminario intensivo para escribir teatro. Probé encuadernación, autopublicación, marketing editorial. Fui vegetariana por cinco días, durante los cuales comí fajitas de pollo sin asociar. Fui celíaca en mi mente, donde también tuve problemas de tiroides y algunas enfermedades terminales. Estudié y dejé: Imagen y sonido, Letras, Edición Editorial, Gestión cultural, Taller de cine. Estudié dioses antiguos, modernos, astrología, espiritualidad. Me fui de mochilera por Europa, por Argentina, fui a Chile y Uruguay, viajé por Asia, conocí la India, escalé una montaña en Nepal. Probé con la religión. Durante años fui católica combativa, fui a misa canté en el coro preparé retiros comandé misiones amén. Probé un diente de ajo a la noche, agua con limón a la mañana, una manzana en todo el día, colaciones cada dos horas. Solo cosas naranjas, solo cosas crudas, solo cosas naturales. Probé centella asiática, maca, jugo de arándanos, café verde, extracto de chía, té de jengibre, espirulina. Quise ser flaca, quise ser fuerte, quise ser bajita, quise ser femenina, quise ser valiente. Quise ser escritora, quise ser deportista, quise ser independiente, quise ser cantante, quise ser brillante, quise ser actriz. Quise ser buena y quise ser mala. No tengo claro qué soy ni qué quiero ahora. Probé todo lo que pude, probé todo lo que se me ocurrió. ¿Tener un hijo?

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Clara Timonel ∙ España ∙

2016

Diálogo

No dejo de olvidarme las pastillas. Pienso en las múltiples ocasiones en las que se me ha  sugerido que tome  la píldora como método anticonceptivo y sonrío amargamente. Me conozco mejor que aquellos expendedores de sugerencias. Soy un desastre con las pastillas. En dos meses de tratamiento se me ha olvidado tomarlo en dos ocasiones, dos días que he pasado recogida en mí misma, escuchando los ecos de mi cuerpo tratando de descifrar sus mensajes. ¿Qué tal te encuentras? ¿Aguantas? ¿Volvemos a casa? Nuestra relación está tirante últimamente. Tras meses de enfermedad y debilidad, he terminado adoptando un programa de bondad absoluta, extendiéndome a mí misma la compasión que hasta hace poco era exclusiva para extraños. Pensaba que el desdoblamiento me haría añicos: parte cuidadora, fuerte; parte enferma, vulnerable. Por ahora parece que el programa funciona. Hablo sola, pero eso es una estrategia habitual. Mi voz interior suele  machacarme en un monólogo aplastante, recordándome todas las instancias en las que he fracasado, cada vez más numerosas y más graves, más madera. Quiero ponerle nombre: ansiedad, depresión. En la maraña de síntomas y otras sensaciones, siento que la ansiedad me acompaña siempre, parásito inevitable, una hiedra pegajosa y resistente. Mi esfuerzo actual se centra en controlar la peste respetando su existencia necesaria, «saludable». «La ansiedad es una sensación normal», hasta que deja de serlo. La mía no lo es. Así que para combatirla, hablo. «He cogido las llaves, el móvil. La batería portátil está cargada. Último vistazo a la lista…». Me armo con listas: qué comprar, qué cocinar, qué ropa ponerme, a quién llamar, tareas cotidianas, otras tareas. He dejado de intentar contabilizar el tiempo y ser puntual, porque es inútil. El diálogo es incompleto, va a trompicones y me entretiene. Pero prefiero dejar las cosas habladas antes de salir por la puerta.

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«Termina de desayunar. ¿Vas a ir cómoda con esos pantalones? Puedes cambiarte». Desde que me fui de mi hogar familiar por primera vez para irme lejos, hace ya más de un año, he tenido que reparar en el número de cuidados que necesito y estaba dando por hecho. Disfruté del privilegio de crecer protegida, respaldada y resguardada. No reconoces la fragilidad de tu realidad hasta que te desembarazas de ella. Puede que fuera la depresión la que provocó que mis cuidados supusieran un obstáculo casi invencible. Puede que fuera lo difícil que encontré cuidarme estando sola y enferma lo que detonó la depresión en toda su magnitud. ¿Me serviría de algo insistir en acudir a distintos médicos, buscar respuestas? ¿Necesito realmente un nombre para mis afecciones? Como dijo Esmé Weijun Wang: «Por fin tenía una explicación para mis síntomas tras años de suposiciones y estimaciones vagas, y sin embargo las explicaciones médicas me resultan muy poco útiles; apuntan posibles soluciones, pero estar vivo y enfermo es un afán mucho más complejo de lo que nos gusta admitir». A veces pienso: si pudiera pedir un deseo, pediría el fin de mis somatizaciones. Es cierto que no sé muy bien qué estaría sacrificando. Para distraerme de las palpitaciones desordenadas y el sudor frío que me sobrevienen sin razón alguna, enumero las cosas que ya no me veo capaz de hacer. Son muchas. Estoy llena de heridas. Me abro la piel casi a diario, de casualidad. No las desinfecto adrede, poniendo a prueba mi cuerpo con pequeños desafíos. Cierra ese arañazo, ¿eres capaz? Me sigue maravillando la piel rosácea, protuberante y nueva. Logros insignificantes de fisiología básica que para mí, tras meses de traición y desconfianza con mi cuerpo, significan mucho.

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Sigo trabajando duro en cuidarme. Es mi principal trabajo. Lo será hasta que el diálogo sea otra vez un monólogo involuntario, aunque sólo sea en apariencia. Sostenido y armónico. Eficaz. ¿Qué tal te encuentras ¿Aguantas? ¿Qué comes?

El otro día bajé a París a ver un partido de fútbol. A mí el fútbol me importa una mierda: quería salir de casa, ver a gente, beber cerveza y cenar fuera. Habíamos quedado en una cervecería, y sabiendo que son sitios en los que el menú suele limitarse a hamburguesas, iba con la idea fija de que iba a cenar una. Con queso, patatas fritas, mucho kétchup, beicon si fuera posible. Apenas como carne, y cuando se me antoja me apetece que rebose grasa, excesiva. Al final fui al bar con las prioridades mezcladas: primero comida, segundo cerveza, tercero compañía y por último el lugar. Pedí mi hamburguesa. Un amigo intentó disuadirme, convencerme de que pidiera algo más barato y «ligero». Estoy acostumbrada a recibir estas sugerencias y a ignorarlas; además, ya iba convencida. De pie en la barra, en un bar lleno hasta los topes de gente viendo un partido de fútbol con particular entrega (jugaba Francia), yo me concentré en masticar, mezclar sabores, tragar, comer a placer. Nada pudo apartarme de esta actividad. Ni siquiera la presencia, a mi lado, de una amiga anoréxica. A veces pienso que debería tener más tacto con esta amiga, nunca sé si lo adecuado en su compañía es saciarme o actuar como si el hambre no existiera. Ella es plenamente consciente de su problema, y recibe tratamiento de su TCA (Trastorno de Comportamiento Alimentario) acompañada por una psicóloga y una nutricionista, ambas expertas en este tipo de trastornos. Está avanzando muchísimo, y se recupera pasito a pasito. Una de sus principales barreras es que le gusta su cuerpo desnutrido. Sabe que tiene que comer para vivir y vivir mejor, pero no quiere vivir en un cuerpo con más carne de la que ya tiene. 121

Lo cierto es que prácticamente todas las mujeres que conoces piensan o han pensado en su carne en términos patológicos. Nuestra corporalidad es difícil de aceptar. Los comentarios sobre nuestras costumbres de ingesta —generalmente con la intención de limitarlas— son muy comunes, y los recibimos desde antes de la pubertad, cuando aún siendo niñas ya se nos mira y clasifica en «delgadas» o «gordas». En el patio del recreo, lugar singularmente despiadado en la experiencia infantil, uno de los peores insultos que podían dirigir hacia ti era «gorda». No tengo claro en qué momento la palabra queda cargada de tanta connotación negativa. Lo que podría ser un mero descriptivo pasa a ser una ofensa hiriente, algo absolutamente indeseable. gordo, da 1. adj. De mucha carne o grasa:

El niño está muy gordo para su edad.

También s.: Era el gordo de la clase.

2. Voluminoso, grueso:

Tiene que leerse un libro así de gordo en dos días.

3. Más grande o más importante de lo normal:

Tenemos un problema bien gordo. Estando delgada recibes un poco menos de violencia. Tu peso correlaciona con el trato recibido, y así se forma la impresión de que el control de la ingesta y el peso es un asidero en un entorno siempre cambiante, unas riendas de la realidad que permiten aminorar su crueldad. Es falso. La violencia es similar, pero aprende a manifestarse de otras maneras: en la desnutrición, te recuerda constantemente que tu estado es el deseable a través de campañas publicitarias y otros panfletos omnipresentes; tu debilidad un precio a pagar, o un plus, porque cuanto más inane más atractiva serás, más consumible. 122

Todo te recuerda que no mereces nutrirte. No merece la pena comer. Almacenar grasa es almacenar miseria. Tener reservas es para cobardes. La gente aventurera, de la que merece la pena rodearse, va por la vida con lo puesto, sin guardarse nada, ni siquiera un triglicérido o un aminoácido. ¿Sabes cuántas calorías tiene eso que acabas de tragar? Tu rutina se vuelve un juego de la oca, contando calorías en lugar de casillas, esperando dar saltos que te salven una comida, una vomitona, una reunión social en la que sabes va a haber picoteo. Si te sale celulitis mejor estar muerta, ¿te enteras? Repasas de corrido tu lista de alimentos prohibidos. Puede que con cada repaso crezca. Quieres sentirte tan ligera como una ramita seca, igual de asible, igual de quebradiza. Esta fragilidad te dota de un valor que no alcanzas a comprender, pero es evidente. Ganas aprobación con cada kilo que pierdes. Cada privación es una muestra más de tu fuerza de voluntad, las coleccionas como trofeos imaginarios. A la desnutrición le acompaña la deshidratación, y es más difícil morir de hambre que de sed. A veces en el acto de beber sientes como si fueras a reventar, y percibes con cierta claridad cómo se han vuelto las tornas, cómo la saciedad se ha intercambiado con el hambre en sensación y recompensa. En algún momento empezarás a evitar beber, porque detestas sentirte llena aunque sea a calorías cero. Las tallas cada vez te dan más miedo. Los números se vuelven una presencia tan amenazante como los espejos. Tablas, escalas y métricas juegan en tu contra. Todo juega en tu contra, la comida está por todas partes. La gente alaba tu aspecto físico para a continuación preguntarte por qué no comes. Sospechas que conocen el esfuerzo que haces pero deciden ignorarlo. Tú eres capaz de hacerlo, ellos no. La gente te alaba muchísimo. Eso es lo más cruel. Cuanto más delgada más te llama la atención, con un tono de alarma que no camufla del todo su aprobación tácita, su envidia. «Qué delgada estás» es una locución de

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beneplácito, y aunque intenten cuestionarlo («Estás demasiado delgada») bascula siempre a la misma aquiescencia. Pienso en todo esto mientras termino mi hamburguesa. Mi amiga me ha cogido una patata frita, dosis de fécula diaria obligatoria en su programa. La miro con orgullo. Hace años, cuando yo empecé a adelgazar y a obsesionarme con mi dieta, algo hizo que no me mereciera la pena. Me reconcilié con la comida y mantengo una relación sana con ella. Mi cuerpo cambia, inevitablemente, y sus cambios a veces me agradan y a veces me desagradan a un nivel íntimo, pero me son indiferentes en mi vida diaria. Me pregunto qué nos diferencia, a mi amiga y a mí. Nuestro entorno es ponzoñoso y odia los cuerpos de ambas. Incluso aunque nos acomodemos a sus exigencias imposibles los va a seguir odiando. No me renta pagar en hambre el espacio ocupado por mi cuerpo. Tener carne y estar cómoda con ella es una rebelión, y es una de las mejores, en mi opinión. Espero poder instilar esta idea a mi alrededor. Sangre

En mi ciudad natal el aire es tan seco que tiene efecto de lija. Me he descuidado, porque estando de vacaciones me quito de todo, también de mantener una interfaz en buen estado. En mi negligencia, mi piel se resquebrajó y terminó quebrando, y una tarde mientras estudiaba mi labio inferior se partió en dos con un corte limpio que abrió un discretísimo goteo de sangre. No sentí nada hasta que vi la primera gota rojo brillante contra el folio blanco. Pronto fueron más. Ploc, ploc, ploc. Sigo viva. En los momentos de calma en los que consigo levantar la pesadez de mis neurosis recuerdo que no soy más que un manojo de sangre y vísceras, y mi fragilidad me reconforta. Soy fluido en movimiento entre

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lugares quietos. Innumerables alteraciones podrían acabar con el delicado equilibrio que me separa de lo inorgánico. Respiro, pulso. Sigo viva. Mensualmente mi cuerpo sangra sin más, empleándose a fondo en el derroche. Es un fenómeno curioso este de eliminar periódicamente un excedente que no existe. Comprendo su misticismo. Ojalá estuviera realmente ligado a la luna. A veces me entra el antojo de quitarme la copa menstrual y dejarme sangrar, que mi cuerpo fluya libre. Quitar todo lo que me retiene; si no puedo eliminar barreras mentales me desquitaré eliminando las físicas. Tengo otras ideas, como acudir a mi ginecóloga, pedirle que me retire el DIU. Tal vez así sentiría que arranco un tapón y dreno todo lo que me aniega y acongoja, empezando por la matriz. Confío en que más tarde encontraría la manera de llevar esa purificación en ascendente. En el huerto que mi madre cultiva con primor, las plantas crecen de forma evidente cada día, exuberantes y excesivas. Como yo ya no crezco me siento desconectada de ellas. Las envidio, envidio su dieta de sol y agua y la flexibilidad y resistencia de sus tallos. Quiero imitarlas y ser flexible como ellas. Quiero dejar de partirme y gotear, de sentir que se me escapa la vida. A través de la piel de mis piernas blandas puedo ver el perfil de mis venas, calientes y perezosas. Ojalá poder ver también el latir de la sangre, ser una espectadora inconsciente de mi pulso. Tal vez así me sentiría más verde y fresca, más sintonizada con lo que todavía funciona en mí. El corazón me late raro otra vez. Me he comprado un pintalabios color coágulo, sangre seca. Me lo pondré como armadura. Si no puedo ser flexible seré invencible en mi inflexibilidad: coagulada, inamovible, terminal. 125

El sol sale y se pone cada día. Las plantas crecen, florecen, se secan, se reencarnan. Todo vuelve. En este vaivén infinito, mi sangre seguirá fluyendo hasta que pare, y yo con ella.

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Elena Mateos ∙ España ∙

Diario: tres días ante el espejo

Día 1: buscarse

Tengo claro quién soy. Soy la niña que se asustaba de todo. Me daba miedo la orilla del mar si asomaban las algas, me daban miedo las máscaras que mis padres colgaban en las paredes de la escalera cerca de mi habitación. Me daba miedo dormir fuera de casa y también la mirada furiosa de mi abuelo. Me daban miedo las anillas del parque infantil y me daba mucho más miedo ir en piragua por encima de las rocas o bucear cerca de los erizos. Me daban miedo las vacas que a veces encontrábamos en los paseos por el campo, y los perros que ladraban. Crecí y dormí mucho fuera de casa, cambié de país y de idioma, me bañé en playas repletas de algas, compré una máscara en Venecia, me aferré a la mano de mi abuelo hasta que cerró los ojos para siempre, admiré las vacas, remé sola sobre las rocas, me colgué de ramas más altas que las anillas del parque infantil, observé los erizos desde mis gafas de buceo, salté desde lo alto, acaricié a los perros. Ser valiente no me ha evitado las cosas malas. Evitar las comodidades y negarme a ser quien quieren que sea no me ha hecho completamente feliz. Las cosas malas me han pesado: recuerdo vívidamente los gritos y los miedos que pasé con aquel siciliano, recuerdo borrosamente la noche que el guapo de la rosa verde abusó de mí, recuerdo vívidamente la tarde que un hombre mayor intentó que le hiciera una paja en un baño público del McDonald’s, lo difícil que ha sido siempre escapar. Ser valiente no me ha evitado las cosas malas, pero me ha ayudado a seguir siéndolo a pesar de ellas. Evitar las comodidades y negarme a ser quien quieren que sea no me ha hecho completamente feliz, pero me gusta tener estos ojos bien abiertos y elegir con conciencia cada paso que doy. Así los doy con toda la autonomía que he podido recoger.

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Tengo claro quién soy porque ni los miedos ni las valentías ni las experiencias han cambiado una esencia extraña. Ese algo que subyace todo el tiempo. Ese cuerpo latente, esa imaginación constante. ¿Tengo claro quién soy? ¿Lo sabré mañana? Día 2: dolerse y perdonarse

Había un cierto placer en el dolor profundo, en rebuscar en la herida, en abandonarse a la sensación de soledad. Lo había antes más a menudo, ahora los quehaceres y las tonterías rellenan cada hueco del día e impiden ir en busca de la herida. Pienso con algo de nostalgia en los grandes pensamientos de los momentos de tristeza que sufría en la adolescencia: cuánto sufrí. Era tan tremendamente consciente, vivía tan sin armadura, restregando mis carnes abiertas contra cada parte del camino… Dejaba crecer ese dolor, ese regocijo en él, porque doler era sentirse crecer y sentirse viva. Ya ni siquiera el dolor es el mismo. Ha bajado la intensidad momentánea pero ha aumentado su profundidad. Es raro hallarlo y pensarlo, así que a veces irrumpe e impide el transcurso de lo demás, como en una emergencia, como una presa rota. ¡Abre las compuertas! Y la mente no las abre así que el dolor se abre paso por las grietas, gotea, inunda poco a poco. Hasta que la presión desaparece y los quehaceres me devuelven a una sensación de sentido y plenitud. De repente las cosas por hacer son deseadas, la superficie también es real y sirve, la vida se vuelve más simple. He aprendido a dejar atrás el sacrificio, me gusta más la simpleza del paisaje, de la caricia, de la sonrisa buscada, de la sonrisa besada. Los días valientes pego un salto y me agarro a una rama para levantar todo mi cuerpo 130

con los brazos. Los días valientes le digo a ese chico que tendríamos que vernos llego tranquila no hablo demasiado tampoco tiemblo bajo su beso. Los días miedosos hay un dolor punzante en el vientre mis órganos se mueven más de la cuenta y mi piel molesta. Los días miedosos me aferro al nido no quiero salir como mucho y rápido para no permanecer a la intemperie. Los días miedosos la memoria es malvada, retorcida y además exagerada llega a conclusiones fatales que los días valientes son diminutos como moscas. Los días valientes echo leña al amor sigo besando y acepto las palabras bellas

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las colecciono para seguir llenando los recuerdos con forma de constelación (la constelación de los amores fragmentados) dejo de pensar en hallar un amor que no se divida en trozos lejanos. Los días valientes la gente que me quiere me mira raro preguntándose cómo lo hago yo levanto el cuerpo con una mano duelen los músculos pero me crezco y pienso en mí misma como los mejores padres en mí misma como el mejor amante en mí misma como el mejor amado en mí misma como la mejor amiga Pero sé que llegará el día miedoso siempre inesperado con punzada en el vientre dolor de piernas y lo espero con certeza y calma como quien espera un golpe seco llegará y lo abrazaré

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porque ese día cada vez es más corto y mi mente cada vez más libre.

Día 3: encontrarse

Es necesario escribir sobre la intimidad. Lo intento, y hago de la pantalla un espejo. Se despejan muchas dudas, nieblas y telones: queda claro que estoy sufriendo un desdoblamiento. Soy la mujer que soy ahora, con la experiencia bien vivida y mal vivida, esa mujer recién llegada al reino de los adultos y recién salida de ciertas heridas. Pero a la vez, ante el espejo de la pantalla, soy la niña eterna. La niña vive siempre en la naturaleza donde creció. Comienza todo de la mano de su abuela, la cuidadora universal. Pasean por la finca de Los Alisos y sus senderos, en busca de la yegua llamada Perla, en busca de los pollitos. Allí con los abuelos se abre al mundo la niña. Es un bosque mágico: primero, porque la abuela es un poco mágica y así le describe las cosas; segundo, porque en los senderos transitan pavos reales enormes —verdes, azules, amarillos, negros—, todos los colores en la cola que despliegan. La niña entra en los bosques y se esconde entre los altos tallos de los helechos prehistóricos (sabe que cuando allí vivían los dinosaurios, los helechos eran su comida). Se esconde cada vez que de un prado a otro van apareciendo las vacas. Las vacas le dan miedo, esas moles cuadradas o rectangulares, de ojos casi huecos y cuernos hacia adelante. Su abuela siempre le dice que hay que tener cuidado, no acercarse a los pequeños terneros. La niña sale de entre los helechos cuando el sendero vuelve a estar vacío y sigue de nuevo a la abuela.

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Atraviesan el arroyo donde la niña juega a atrapar renacuajos y verlos nadar en vasos de plástico. No dejan que la curiosidad sea cruel, al poco tiempo devuelven cuidadosamente los renacuajos a la pequeña corriente y miran orgullosas cómo siguen su camino hacia un lugar misterioso. Cuando llegan al corral, las aves están revueltas. Todas hacen ruidos, se mueven nerviosas, los pollitos siguen a las gallinas casi como tirados de un hilo invisible. Solo hay un gallo con un porte distinto, espolones y seriedad. La abuela explica a la niña cómo ponen los huevos, cuánto tiempo los incuban. La abuela, la cuidadora, la eterna madre. La niña vuelve a casa tras ella, triste porque no han visto a la yegua Perla. Se le olvida cuando de entre los árboles asoma un pavo real, casi en la entrada de la finca. Prosiguen el sendero. Camina tras la abuela casi como tirada de un hilo invisible. Tengo claro quién soy: tengo claro quiénes soy. Soy mis abuelas, mi madre, las amigas que tuve y que tengo, mi hermana, mis primas, todos los espejos, todo eso más todas mis experiencias. Con todo lo que soy, nunca jamás empequeñeceré. ¿Sabes lo que no entiendo lo que me da coraje lo que no me cabe ni en el pecho ni en la boca? Que naciste en las montañas cuando caía el verano y tu vida brilló solo como brilla el fin del verano (todo pudo ser pero al final no) que aceptaste tu lugar siendo tan bella teniendo la humanidad en la sonrisa siendo tan fuerte teniendo piel de dunas tranquilas. 134

Que tú aceptaste todo y para construir tu casa esperaste al hombre que fue un hombre distinto sí y que le amabas —yo también lo quise— pero abuela me da coraje y no me cabe ni en el pecho ni en la boca cerrada que me enseñaran a verte como a la más dulce y bondadosa solo porque estabas en tu sitio porque convertiste toda la humanidad de tu sonrisa en belleza para los demás y las dunas de tu piel en sacrificio para tus hijos Ellos que solo te querían a ti (que te plegaste) y odiaron al hombre de tu lado (que aprovechando tu postura construyó su ego).

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Abuela me da coraje porque todos nacemos con derecho a ser quiero decir con derecho a ser personas únicas aquí-ahora a tener algo de vanidad para construirnos abuela no me cabe en el pecho no voy a odiar a mi abuelo por no plegarse ni a ti por hacerlo pero ahora tienes que levantarte levanta aunque estés muerta o seas un reflejo extraño en la comisura de mis labios o en la punta de mis dedos abuela allá donde estés (en mis tripas un poco) deja de plegarte y desenrolla tu ego como una bandera deja de construir la sonrisa para otros y desata en ella a la humanidad no seas la base, no seas el amor de madre,

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no seas el abrazo mullido sé más sé tú sin culpa sin daño sin miedo y que el hombre que se construye a tu lado nos mire que aunque esté muerto nos sonría y los dos murmuréis que la mujer también es Prometeo también desea tocar a los dioses también tiene que volar cerca del sol para aprender a nadar sin culpa cuando caiga.

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Iosune de Goñi

∙ Euskal Herria / País Vasco ∙

Sin título

Acallar las voces. No puedo escucharlas todas al mismo tiempo. Silenciarlas, adormecerlas, besar sus labios de fuego. Que las llamas desciendan por mi tráquea, que su temblor incendie mis pulmones. Y cuando solo queden cenizas, entonces podré hablar: entonces podré decir más allá de lo que las voces dicen, podré escuchar su eco en la memoria, y recuperaré mi cuerpo, y recuperaré mi nombre. Pero por qué. Para qué quiero un cuerpo. Para qué quiero un nombre. ••• Pienso en las medusas y en su cuerpo como un velo de agua: lágrimas de amatista, espectros de cristal. Su ritmo es el ritmo de las mareas, su respiración es la del mar. Quién necesita un cuerpo bajo el agua. Quién necesita un corazón cuando puede fundirse con el agua. Miro mis manos y decido renunciar a la piel. Quiero expandir mis límites, quiero destruir los límites. Miro mis manos y decido cambiarlas por tentáculos para danzar en las profundidades, para brillar en la oscuridad líquida del sueño. Mi cuerpo como una vela encendida en el agua, como una isla. Mi cuerpo como el canto silencioso de las ballenas. ••• habitar la grieta cortes heridas en la memoria quién habla a través de mí qué es lo que buscan las manos Recuerdo mi infancia como un bosque nevado. La tierra blanca, las ramas blancas, los insectos adormecidos. Un halcón atraviesa la niebla y deja un rastro de fuego. El corazón de un ciervo palpita bajo la nieve. Si cierro los ojos puedo escuchar su latido, si cierro los ojos puedo escuchar

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el vuelo del halcón, sus plumas de fuego atravesando la niebla como un destello. Cada recuerdo un destello. Cada recuerdo un pájaro. Y detrás, detrás del pájaro la nieve blanca y las raíces enterradas. Detrás del halcón un silencio infinito, una ventisca sin nombre, el invierno y el corazón cuando deja de latir. Cuando deja de palpitar bajo la nieve. ••• habitar quién habla a través de mí qué es lo que buscan las manos y tus ojos acantilados de fuego qué es lo que buscan tus ojos ••• Por fin la lluvia. Una cortina de agua me separa del mundo. Me siento frente al cristal y fotografío los árboles desde mi ventana. Las ramas se diluyen y se transforman en preguntas, en manchas de tinta negra sobre el papel. Unión momentánea de las cosas a través de los cristales. ••• Birgitta Trotzig dice: «Pero la voz es lo que viene de fuera, la voz no es el yo». De dónde vienen las voces que me habitan. Adónde van. Y qué es lo que habitan las voces. El yo no es más allá de la voz o de la suma de las voces. Si la voz no es el yo, qué es lo que habitan las voces. •••

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Repetir una palabra como un mantra. Olvidar su significado, deshacerlo, fundirlo, destruir el nombre. Que solo exista el sonido: una sílaba, vibración de las cuerdas. Que solo exista la palabra fuera de sí misma, la palabra en el umbral, cuando deja de ser palabra. La voz fuera de la voz. Más allá de las voces. La voz en el paisaje liminal: las aguas del río se funden con las del océano infinito. Qué es la sal, qué es el dulzor. Quién habla a través de mi boca. ••• y tus ojos acantilados de fuego qué es lo que buscan tus ojos •••

Sueño. Una mujer baila descalza en las ruinas de una iglesia. Las piedras conservan el color, conservan los símbolos. Lo sagrado está roto en pedazos, pero la mujer sigue bailando. Sus brazos como ramas mecidas por el viento. Tiene los pies ensangrentados. Quiero ayudarla: me acerco a ella con cuidado de no pisar los cristales. No quiero que esté sola entre las ruinas. Me acerco a ella, pero no puedo tocarla: su piel es como el agua, su movimiento es el del mar. Ella es el mar dentro del templo. Ella es lo sagrado dentro de lo sagrado. Mi error: no haber pisado los cristales. No se puede acceder al reino de las ruinas sin un cuerpo en ruinas. ••• No se puede hablar de la sangre sin un vientre que sangre. ••• 143

Levanto mi falda: un coágulo de sangre deja su rastro en mi muslo. Acerco la mano a mi piel y la humedezco. Escucho la llamada del deseo, la llamada del bosque. Escucho la llamada del dolor, la ruptura selvática del cuerpo. Acerco la mano a mi boca y saboreo la sangre. Pero de quién es la mano. De quién es la sangre. Una mujer baila descalza en las ruinas de una iglesia. Su piel conserva la sangre, conserva los símbolos. El cuerpo está roto en pedazos, pero la mujer sigue bailando. Sus cabellos como algas mecidas por las aguas. ••• heridas en la memoria las manos buscan la grieta buscan el corte la luz claro del bosque ruptura selvática del cuerpo ••• En lo más profundo del bosque hay un pantano de aguas oscuras. Dicen que al caer la noche aparecen allí criaturas que parpadean: pequeños seres fantasmáticos, luciérnagas de cuarzo. Algunos creen que son las almas de los muertos, rescoldos de lo que una vez fue y dejó de ser para convertirse en llama. El pantano como la Estigia, como una placenta que acoge cuerpos vacíos. Como un vientre que arde. Otros dicen que son salamandras de fuego. Por la tarde, cuando el cielo se tiñe de rojo, las mujeres del bosque se visten de blanco y sumergen su cuerpo en las aguas. Dicen que sus ojos arden como llamas cristalinas. Que desaparecen bajo las aguas hasta que anochece. Sus

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manos buscan a tientas el altar de turmalina. Allí depositan las libaciones: raíces del arce blanco para avivar el fuego. •••

Anoche caminé hasta la orilla del pantano. Una flor ardiente me miraba desde el agua. Sus pétalos eran rojos como el corazón de un ciervo. ••• claro del bosque un corazón palpita bajo la nieve cada recuerdo un pájaro cada bosque un arrecife ••• Birgitta Trotzig dice: «El silencio es una garganta. La laringe no puede». Cómo pronunciar los nombres cuando las voces gritan desde dentro, desde más allá de la garganta, desde las entrañas del cuerpo convulso. Cómo decir el aullido, la ruptura selvática. Las manos buscan el claro del bosque, la herida en la memoria. Las manos buscan, pero la laringe no puede. El silencio no existe. La palabra tampoco existe. ••• Hay un espacio entre la lengua y el silencio donde las voces intentan decir, pero no pueden. Un espacio donde los nombres son enterrados con los cuerpos. Las aguas del río se funden con las del océano infinito.

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Una voz regresa a la infancia y la recuerda como un bosque nevado. Cada recuerdo un destello. Cada recuerdo un pájaro. ••• Por fin la lluvia. Camino hacia el pantano vestida de blanco. Una cortina de agua me separa del mundo. Pienso en las medusas y en su cuerpo como un velo de agua. Quién necesita un cuerpo. Quién necesita una voz cuando puede fundirse con las voces.

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Milagros Hirschson ∙ Argentina ∙

Diario de embarazo

18 de agosto

Entrando en la tercera luna. Hace tiempo quería empezar este diario nuevo. Lo titulo Caranday, como le pusimos a nuestro bebé los primeros días de recibir la noticia de que ya crecía dentro de mí. Estoy en Buenos Aires, con ganas de volver a casa. Me contagiaron muchos miedos. Recuerdo a aquel obstetra que me recomendó mi padre, hablándome del delito y de la irresponsabilidad como mujer cuando le comenté que quería un parto hospitalizado pero lo más natural posible… Salí de allí sintiéndome un monstruo. 23 de agosto

Volver a ver el cielo, volver a dormir la siesta al silencio de los pájaros, volver a ver la tierra sembrada y cosechar la comida que habitará nuestro plato por la noche. Hay cosas que aún me dan náuseas en la casa. Hoy vomité de nuevo. Mi intención es limpiar y superarlo. Quiero amigarme con mi presente, quiero poder abrazarlo. 24 de agosto

Día dos en casa y volvieron las hemorroides. ¿Problemas de territorialidad? Eso dicen. El cuerpo que habla. Me está costando discernir entre mi voz, la de mi mamá y la de Fede. Algo no me termina de convencer en este lugar, esta casa… Fede dice que son cosas mías a trabajar, mi mamá quiere que me alquile algo en San Marcos Sierras. Qué difícil esta debilidad que siento cuando mi voz se pierde entre los deseos de los demás. Quiero transmutar todo eso que me pasa y volver a sentirme sobre mis pies.

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29 de agosto

Decidimos que iríamos a conocer a una partera para que nos acompañe en este camino. Se llama Gloria y trabaja asistiendo partos en casa. El encuentro fue en Capilla, en la casa de Andrea, su compañera de partos. Comencé contándoles sobre nosotros y sobre por qué estábamos viviendo aquí. También le conté sobre mis malestares de este primer tiempo y que desde que me quedé embarazada algo cambió en mí para con la casa. Comencé a sentir muchas náuseas y vómitos, y todo lo que antes me parecía lindo, dejó de parecérmelo. Comencé a necesitar comodidades. Entonces fuimos a Buenos Aires a contarle a nuestra familia y allí las encontré. Después de un tiempo, me di cuenta de que estaban genial pero que no elegía eso, que quería volver a mi casa a transmutar todo lo que me estaba pasando, a mirarlo a la cara y hacerme cargo de mi decisión. Y ahí, comencé a llorar. Me sentía desprotegida. Andrea me dijo: «Todo eso es parte de vos, también. Esto de acá y eso de allá. No lo niegues, porque también sos esa que quiere ese piso lindo y esa casa linda». Y mientras lo decía, las lágrimas caían por mis ojos. Lloraba por negar la realidad, por negar lo que pasa dentro de mí, por negar lo que quiero, por querer sostener lo que no es verdadero. Sentía dentro esa división que yo misma había creado, como si tuviese que ser de una manera para con los demás, como si cumpliese con un mandato. ¿Cuánto duelen las máscaras? ¿Cuán pesadas son? Si decidimos que ellas nos acompañen, tendremos algunos encuentros en donde nos trabajaremos para llegar al parto más puro. Nos dijeron que no tienen una forma de trabajo, que todas las formas que fueron adoptando, cayeron, porque cada persona es única e irrepetible. Siento mucha gratitud y amor.

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31 de agosto

El embarazo es una gran oportunidad de sanación. Todo lo que sucede habita dentro de nosotras. Ese pequeño ser de luz viene a alumbrar esas oscuridades, no podemos escaparles. Es como poner una gran lupa a nuestra historia. El viaje a Buenos Aires fue movilizante en varios aspectos. Con respecto a mi hermana, me volví del viaje sintiéndome triste. Unos días antes de irme tuve una conversación con mi mamá, en donde mi hermana estaba presente. Me hablaba del parto, de los médicos y de todos los miedos que habitan en ella para con eso, ya que mi decisión es tenerlo por donde vivimos, donde no están «los mejores hospitales». Para ese día, la charla había aparecido con frecuencia entre nosotras y su opinión, en desacuerdo con la mía, también. —Milagros, si le llega a pasar algo a tu hijo, te vas a a… — la corté pegándole un grito, pidiéndoles que frenaran. Aunque no le dejé terminar la frase, sabía lo que se venía: «Te vas a arrepentir toda la vida». Eran todos sus miedos saliendo de ellas, siendo depositados en mí, en un momento en donde yo no me sentía fuerte como para poner un límite. ¿Por qué no podemos salir de ese lugar? ¿Por qué no podía decirles desde el corazón lo que me estaba pasando? Lo que sentía era desamor. «Estoy gestando una vida, descubriendo cómo quiero caminarlo, a mi manera, sin los miedos de nadie y cuando te pido frenar, venís a vomitarme tu miedo… No lo quiero, por favor no me acompañes desde ahí», tenía ganas de gritarle, pero solo pude callar. Hoy, después de unos días, sí que necesité vomitarlo. Le escribí un mail en donde le decía todo lo que había sentido y le pedía por favor que me acompañe, pero no desde ese lugar. Que cuide sus palabras, por-

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que no son menores. Le dije que yo confiaba en mí y en mis decisiones, y en que todo iba a ser perfecto de la manera en la que salga. 10 de septiembre

Viajamos tres días a Umepay. Al volver, la casa estaba pintada. El cuarto del bebé ahora es de color verde; no fui yo quien eligió el color, fue el niño que habita dentro de mí. Fede decía que cualquier color daba igual, y yo sólo escuché lo que Él quería: verde. En una pared un verde agua y el resto blanco, pureza. En el piso, verde oscuro. El viaje siempre trae aprendizajes. Mis entrañas hablándome del camino equivocado y yo ignorando la voz de mi intuición. ¿Por qué no me la permito? «Quiero animarme a conocer ese mundo de amor infinito», me dijo Fede cuando hablamos de concebir. ¿Será ese amor infinito que habita dentro de mí el que está pidiendo limpiar todo aquello que no sea amor y por eso me incomoda? Porque limpiar la casa y mover los muebles y habitar el desorden para que después venga el orden, incomoda. Aquí estoy, escribiendo en medio del caos hermoso de la vida y presiento ese nuevo orden que viene, que ya llegó. 11 de septiembre

El día comenzó temprano. Desayunamos juntos. Por la mañana lo sentí raro, como si una parte suya me rechazara y pude entenderlo luego en el desayuno, cuando decidió expresar lo que le estaba pasando, ya no sólo sutilmente sino también con claridad en las palabras. —Siento que me estás dejando solo. No sólo físicamente, sino en todo lo que estamos creando. Siento que estoy empujando solo— me dijo.

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Mientras escuchaba sus palabras mirándolo a los ojos, sintiendo esa pureza en su ser, iba viendo cómo todo eso que decía estaba siendo real. Intenté explicarle que sí, que desde que había llegado este bebé a mi vientre algo había sucedido en mí que había soltado un poco las riendas, que solo pude hacer esto, este niño, pero preferí callar. Las palabras estaban de más. Hubo algo dentro de mí que afloró desde las profundidades pidiendo ser paternada, queriendo dejar de buscar a esa mujer adulta, madre. Elegí a la niña. Pero no a la niña desde la pureza e inocencia, sino a la niña herida, la niña con carencias que necesita amor y solo reclama. Y me lo dijo: «Me genera mucho rechazo cuando te pones en niña. Te necesito conmigo». Ese era el rechazo que sentí por la mañana. Y mientras las palabras ingresaban por mis oídos, el corazón se me estrujaba. ¿Por qué estaba descuidando lo más valioso que tengo en esta vida, la mismísima creación realizada por mí? Al hombre que elijo para dormir y despertarme cada día. ¿Por qué había dejado de apreciar la belleza de la naturaleza que me rodea, poniendo sólo el foco en la suciedad de las paredes? ¿Qué había sucedido con ese espacio dentro de mí en donde la vida es de los colores del arco iris y siempre se camina hacia adelante? No quise pedir perdón, no quise prometer nada. Solo respiré el instante y no me permití volver a ese espacio de niña. No me lo permití porque no quiero elegirlo más, porque no lo deseo alimentar más. Lo quiero abrazar, sí. No lo quiero negar, pero ya no habitarlo. Un tiempo después, hablando con una médico antroposófica, me dijo algo que me hubiese venido bien saber al comienzo: «Al principio, sólo podemos armar el cuenco para que habite ese nuevo ser, y sostenernos nosotras. Más adelante, podemos ocuparnos del resto».

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27 de septiembre

Ayer tuvimos la segunda ecografía, fuimos juntos. Nos confirmarían si es un varón o no. Fui directa a la clínica después de mi primera clase personal de yoga. Fue hermosa, charlamos de las cosas que me venían pasando en el cuerpo. Me dijo que la inflamación de la panza y las hemorroides se tratan de alguna presión que siento. Hablamos sobre los desequilibrios físicos que podían deberse a los cambios en la alimentación que estaba haciendo «por las cosas que me dicen que haga», como por ejemplo, comer carne. También me dijo que lo más importante ahora somos yo y mi bebé. Al ser vegetariana no hay tanta información con respecto al embarazo. Muchas mujeres vegetarianas comenzaron a comer carne durante su embarazo ya que esta es la principal fuente de vitamina B12, esencial durante la gestación. Al comienzo no quise hacerlo, intenté informarme. Hay vitamina B12 también en los lácteos, huevos y yogures, alimentos de los que venía deshaciéndome haciendo tiempo en mi dieta, pero que nuevamente incorporé. Por miedo también volví a probar la carne pero decidí que no quiero ir por ese camino. Prefiero tomar algún suplemento. Machi me dijo que no es necesario, que con mi buena alimentación voy a poder suplantarlo. Pronto me haré análisis de sangre nuevamente. 1 de octubre

Como siempre, las hemorroides vienen y van. Siempre traen información útil, así que intento leerla. Esta vez, cómo canalizo emociones por la comida. Miedos. Miedo a no poder parir, miedo al dolor, miedo a no poder pasar el dolor y conectar con eso que hay que conectar para abrirse a la vida, miedo a desgarrarme, miedo a desangrarme, miedo a desmayarme, miedo a que le pase algo a mi bebé, miedo a mí misma, miedo al miedo. 154

3 de octubre

Busqué mis análisis de sangre. Los valores de los glóbulos rojos dieron bajos y la B12 también, como esperaba. Primero, me entristecí y pensé que tendría que tomar suplemento. Después averigüé más y descubrí que los valores «comunes» que figuran en el estudio son para un hombre. Estas cosas que tiene la sociedad. No las puedo entender. El hierro está perfecto, todo está perfecto. Solo salieron cristales en la orina, debo tomar más agua. 16 de octubre

Agarrar las riendas, poder abrir mi cuerpo en dos o en mil pedazos para que pueda salir por mi umbral de luz ese ser que eligió ser mi hijo. Hoy duerme y nada en el agua cristalina de mi vientre. Lo puedo palpar. Por las noches, a las 3, me despierta, me pide que esté a solas con él. Hoy le pedí un mensaje en sueños y me habló de un hospital, de una vacuna y de algo que no me hacía bien. Deposito mi confianza en él y comienzo a sentir esa fuerza de mi voz y mi cuerpo que está despertando. Me quito los zapatos y toco la tierra, está algo húmeda. Imagino raíces que comienzan a desplegarse hacia el útero de la gran madre tierra y allí reposo en paz.

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Begoña Sieiro H.L. ∙ México ∙

Ella

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Adoro la primera luz de la mañana. Cuando el sol apenas sale y las paredes se vuelven de un blanco brillante, casi amarillo. Pensamientos fluyen por mi mente como un montón de nubes a través del cielo, y luego desaparecen hacia el horizonte. Algunos se quedan. Se quedan demasiado. Varios son bienvenidos. Otros no tanto. Pero yo no decido cuáles son los que se quedan. Mis ojos desearían estar cerrados. Desconectarse del cerebro por un rato y descansar. Dormir. Olvidarse del mundo y sus preocupaciones, llantos y tristezas. Intentan concentrarse en las cosas más felices que hay alrededor, pero tienen miedo de perdérselas, de perderlas para siempre o, aún peor, de que se vuelvan invisibles. No poder ver y no ser vista. Invisible podría ser más atemorizante que imposible. Invisible es la incapacidad de verlo, buscarlo, percibirlo y conseguirlo. In-obtenible. Invisible significa que es imposible sólo para ti, para tus ojos, para tus deseos. Incluso podría ser una realidad creada. Por ti misma. Un autoengaño. Ahí está. Otros pueden verlo. Ser parte de ello. Pero-tú-no. Y aunque no puedes verlo ni tocarlo, puedes sentirlo… Sabes que existe, está ahí para que otros lo vean, lo busquen y lo disfruten. Pero tú no puedes encontrarlo. Y lo buscas y buscas y buscas, pero simplemente no-puedes-encontrarlo. La luz de la primera mañana se ha acabado y con ella el fluir de mis pensamientos. Es la hora de seguir el caminito hacia un té y una fruta para echar a andar. Intentar encontrar el sitio invisible en el que todo parece estar completo, ser justo y sencillo. Y feliz. Especialmente feliz. Hay un único lugar que amo y me da fuerza: mi barriga. Donde todavía te escondes.

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Cuando más disfruto la casa, con esa sensación interna de satisfacción real y hasta alegre, es cuando está en silencio. Últimamente rara vez pasa. Entre el niño, el hombre y los ruidos de la obra vecina, los silencios de los que disfrutaba antes se han vuelto escasos. Ahora los tengo que buscar, que encontrar, que provocar más bien. Y son en las madrugadas. Sólo puedo escribir en el silencio. El silencio de los ruidos ricos. El de los ruidos naturales. En El Jericó, si no hay campistas alrededor. En la playa, cuando el mar silencia lo demás. En mi casa, al amanecer, cuando oigo sólo las respiraciones, los aviones y los ruidos anticuados de una casa que se niega todavía a despertar. Las noches son impensables. El calor, mi cama y mi marido llamándome, con el cansancio arrebatándome las horas finales del día, lo vuelven imposible. También la lectura parece haberse vuelto un tesoro preciado. Los ratos de ocio, de soledad y sin agotamiento, son casi inexistentes estos días, al grado de preferir la convivencia con otro adulto antes que un libro. Me hace sentir culpable pero así es. Al perro lo tengo abandonado. Otra culpa que cuelgo y me da una punzada cada vez que me vuelvo a dar cuenta. No es justo, pero no puedo con todo. Espero que lo entienda. Los perros siempre comprenden. Y mi casa. Entre el dinero que ajusta, el agotamiento abrumador, el desorden que siempre regresa, pareciera que tengo que esperarme unos años para alcanzar ese momento en el que vuelva a la normalidad. Hay tantas realidades que me dan culpa ahora. No es el catolicismo de mi infancia, es más bien la presión femenina actual. No por otras mujeres, o quizá sí, indirectamente, pero es más bien presión interna. Quiero leer, una relación de pareja palpitante, amistades profundas, tra160

bajar, escribir con pasión, #serlamejormamádelmundoynomorirenelintento. Ser mucho. ¿Volverá algo a la normalidad? Cuando más disfruto mi casa, con auténtico placer, es en las madrugadas. Cuando el silencio me dicta por la espalda y no hay nada ni nadie que me llame más allá de una taza de café, una lista de pendientes y un día más por empezar.

3

Siempre siento la necesidad de bañarme después de mis arranques. Me pongo muchísimo shampoo, a veces doble porción, y me tallo con fuerza todo el cuerpo. Como si al deshacerme de la suciedad también borrara un poco la vergüenza y la incomodidad de ser esa persona. El agua cae hirviendo sobre la piel, pero no me quema. Queman más las lágrimas que el coraje me obliga a derramar, impulsadas por el arrepentimiento de haber abierto la boca. «¿No te podías quedar callada y dejarlo pasar? Tenías que buscarle, ¿verdad?». Yo misma me reclamo por no prever que eso seguramente despertaría al monstruo. Pero ya no es enojo, es decepción y miedo; lo primero porque había vuelto a pasar y lo segundo de que volviera a suceder. «Pensé que lo tenías bajo control», continúo amedrentándome y lavando cada parte del cuerpo hasta terminar exhausta. De esto no hablo con nadie. Ni siquiera con él. Es un acuerdo que tenemos, y a mí me parece muy bien, dado que es algo que me cuesta vocalizar. Yo creo que nunca lo he dicho como tal, sólo lo he insinuado en alguna confesión borracha, pero jamás aceptado a viva voz. Eso sí, mi cabeza se lo repite a mi interior una y otra vez cuando tiene ganas de hacerme chiquita e indefensa. Miles de palabras me atacan mientras intento que la regadera, la música a todo volumen y el llanto las ahuyenten.

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Lo que más miedo me da es que me pase con alguien más. No quiero que nadie sepa que yo soy así. Especialmente me aterra que me suceda con alguien a quien sí pueda causar algún daño. No me lo perdonaría. Salgo de bañarme y el alargado ritual continúa. Ayuda que tenga tiempo libre, que no haya nadie en casa y que sea domingo, porque normalmente no me tardo más de media hora en estar lista, cuarenta minutos máximo. La parte de belleza no es mi fuerte ni me interesa mucho. Soy bonita, lo sé, al menos suficientemente bonita para no ser fea, y eso me ha bastado siempre para sentirme libre de no usar maquillaje, pintarme el pelo ni comprar ropa demasiado femenina. Él incluso bromea con que en casa hay dos mujeres distintas: la del diario y la que sale arreglada. Y eso es lo más duro y aterrador para mí: que existan dos mujeres. Hasta el punto de dudar si yo soy en realidad la otra: la que enloquece, la que se paraliza y la que se pierde entre sus demonios al grado de no recordar cómo he llegado hasta ahí. Después de los ataques, el cuarto se siente como un campo de batalla, lleno de cuerpos inertes y despedazados, con fantasmas que flotan e intentan pegar las partes o despejar el silencio. Ella —¿esa yo?— en una esquina viendo todo desde afuera, en cámara lenta, cuadro por cuadro con un ojo analítico, intentando descubrir cuándo fue que se fue todo a la mierda. Qué lo descarriló, qué dijo él que detonó el desastre o cuándo perdió ella la perspectiva de la realidad y se cambió a un mundo paralelo… Y por qué puerta se había salido la locura. Para ir a cerrarla. Pero es imposible: lo que reina es la muerte. El olor podrido. La tristeza. El punto más bajo y del cual ya no se puede regresar. Sólo guardar silencio y tal vez pedir perdón. Aunque tampoco sirva de nada.

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Si recordara, no se repetiría. Una y otra vez. En mi mundo eso significa la nostalgia: un montón de recuerdos en modo flashback con filtro vintage que prueban que otros han sido tiempos mejores. Lo que realmente sucede, que me duele, me tizna, me enferma, me parte el alma, es que yo no soy quien creía ser. No soy la joven promesa que me dijeron que sería. No soy la pareja comprensiva, aceptadora e incondicional. No soy la madre dedicada y paciente. Ni siquiera soy la mujer fuerte y defensora de sus creencias que irónicamente siempre defendí. No soy quien creía ser. Y ahora no tengo ni puta idea de quién es la que escribe esto, la que llora, la que se ríe de la ironía ni la que te extraña pero te corrió a patadas. Y si no sé quién soy, cómo voy a saber con quién estoy, con quién quiero estar, qué deseo y qué odio. Cómo voy a saber hacer feliz a esta persona decepcionada que ha ocupado mi cuerpo y atrofia mi mente mientras se pudre mi alma con todas las lágrimas atoradas. ••• Sólo que eso no es cierto. Estos son los mejores tiempos. No recuerdo unos ojos más brillosos y una risa que me llenara más el corazón que esta. Me ha llegado a volcar la vida de cabeza, pero para bien. No conozco algo tan retumbante, tan sonoro, tan tácito como tener un hijo. Ver nuestras células transformadas en otro ser humano que brinca, aplaude, se queja y llora. Como tú. Como tú… ¿Es posible concebir eso realmente? Me he transformado en alguien más. Y me sigue transformando cada vez que ese pequeño ser respira.

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Sí, me alegra cada vez que respira. Todo lo demás ha dejado de importarme mucho. La furia, el miedo, el cansancio, las ganas de estar en otro lado, la nostalgia misma son conceptos irrelevantes y sin peso que preocupan a otros. Así que en estos meses dejé de ser ella. Esa. Y al mismo tiempo fui más yo que nunca. Hurgué en lo más profundo de mi persona hasta encontrar la mejor versión, la desempolvé y me la puse para siempre.

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Ahora disfruto más el sabor amargo de la cerveza y la frescura de la botella cuando la saco del refri cada viernes por la noche. Río con más fuerza cuando salgo un miércoles. Hago ejercicio como si fuera un premio. Atesoro cada minuto conmigo. Los tiempos sola son regalos que me dan aire: respirar profundo y dejar que el oxígeno invada mis pulmones, mi sangre, todo mi cuerpo. Claro. También son excusas para extrañarlo. Para soltarlo un momento y regresar corriendo y volver a abrazarlo. Sí, son los mejores tiempos. Estos. Justo estos.

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Isabella Paniz ∙ Venezuela ∙

Yo es otra

Buenos Aires, 15 de julio de 2017

«El diario como registro de mi mutación». Barthes Je est un autre. El acto de escribir un diario: desprenderse, desdoblarse, extrañarse, espejarse, constelarse, imitarse. Ficcionarse. «El lenguaje es una piel y yo froto mi lenguaje contra el otro. Mi lenguaje tiembla de deseo». Barthes. ¿Y qué pasa si el otro soy yo misma? ¿Yo es otra? ¿O escribo esto para que alguien me lea? Me lea —la lea a ella: la otra, la de la página, la literaria—. En estos días leí una entrevista de Rulfo en la que decía que la realidad ofrece posibilidades muy limitadas. Entonces tengo que ficcionarme, narrarme, ofrecerme al tiempo lineal del lenguaje. Hacer metáfora e historia de las grandes palabras a las que nuestra vida cotidiana (a secas, sin la escritura) pocas veces hace justicia: el amor, la muerte, la poesía, el suicidio, la soledad, la añoranza. «Basta rellenar de significado la piel arrugada de lo cotidiano, para que esta satisfaga nuestros sentidos». Virginia Woolf. Entonces, escribir un diario no sería solamente el registro de mi mutación, sino también la mutación de mi territorio. Un ejercicio que parecería del orden de lo íntimo y de lo insignificante, pero que conjura un sortilegio. Apelando al sentido mágico de las palabras como creadoras del mundo, como arañas tejedoras al mismo tiempo de sentido y de vacío, consumar la transformación de mi universo que al fin y al cabo es el Universo. Y entonces me viene a la mente Heidegger que salta como una cabra alpina: «El lenguaje es la casa del ser». Buenos Aires, 17 de julio de 2017

Hoy parece que por fin comenzó el invierno. Hace 6°C y está nublado con mucho viento. El frío me da una sensación de estancamiento, como si todo se congelara y fuera imposible el fluir natural de las cosas. No sale ningún trabajo adecuado, postulo y no me llaman, estudio y 167

estudio y estudio para que luego la piedra de Sísifo ruede cantera abajo. No resplandece ninguna posibilidad. Es como si estuviera de nuevo en el vientre, en una lentísima transformación que no acepta ni permite ninguna torcedura de mi voluntad. Y me canso del vaivén, de la inestabilidad, de lo provisorio, de la inversión ciega a un futuro que no se manifiesta. Y se tambalean los cimientos de mi vida: trabajar, estudiar y esforzarse no siempre da resultados. Se suman los acontecimientos en Venezuela, me decepcionan y luego me ilusionan de nuevo. Parece ser un espejo de relación macro-micro con mi vida, como si en mis venas la sangre corriera a la misma velocidad que la llegada del futuro y de la paz en mi tierra. Tengo que esperar. Esperar, esperar, esperar, sin saber si del otro lado me espera algo más que la repetición. Buenos Aires, 18 de julio de 2017

El año pasado me mantuve en guerra. Una energía poderosa, mal orientada, pero poderosa. Este año estoy de brazos colgados. Me dejo ser en esta nada que me invade, en este no lugar que es Buenos Aires, en donde no me constituyo identitariamente ni siquiera de manera marginal. Pero ese dejarme estar ha significado también dejarme querer. Ha sido eso lo único hermoso en estos meses, y en ocasiones parece que ha valido la pena dejarse arrastrar. Porque él me ha ido arrastrando, me ha ido acercando a su pecho con una convicción y una seguridad que tuvo desde el primer día. No sé en cuál de mis episodios amorosos —cada uno cuánto más trágico— perdí esa certeza del encuentro, del reconocimiento de la potencia del vínculo. Suerte para mí que él aún lo conserva, y que haya creído en mí justo cuando yo no creo ni en mis propias manos.

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Buenos Aires, 20 de julio de 2017

De repente estoy leyendo de más el pasado en función del futuro, y me conviene dejarme de tanta brujería —las parcas me guiñan su único ojo—. Hoy hace mucho frío y me estoy quedando de nuevo sin dinero. La precariedad a la orden del día, ojalá las cosas viren pronto a mi favor. Buenos Aires, 27 de julio de 2017

Me he dado cuenta durante estos años que hay un patrón en los tipos que salen conmigo. Primero pasan por un estado de fascinación, de seguridad y de búsqueda constante. Luego me normalizan y comienzan a desplazarme. Insisto pensando que no soy yo, que se puede hablar, que hay que comunicarse, que todo se puede resolver, qué se yo. Pero sí soy yo. Después de un rato me vuelvo aburrida. Desde ayer R tiene una actitud rara conmigo, como a la defensiva, como ultra sensible, como si estuviera buscando pelea para forzar un desenlace. Es la primera vez que pasa. Siempre que comienzo a confiar, a estabilizarme, a abrirme, me pasa esto. Supongo que lo que he estado cultivando estos años y que podría hacerme verdaderamente valiosa a los ojos de alguien, él no puede percibirlo. La literatura, la poesía, el misticismo, la música y la vida al servicio de lo bello. No sé si se puede percibir esa sensibilidad en mí. Lo otro que puedo ofrecer es tan fatuo: una simpatía mediocre, una belleza física mediocre, un humor mediocre. A fin de cuentas, si algo me ha aportado este viaje al Sur, es a dejar ir. Así que igual voy a estar bien. Pero lo voy a extrañar si se va. Buenos Aires, 5 de septiembre de 2017

Hoy miraba la foto de un mantón flamenco y pensaba que me gustaría aprender a bordar. Vivir de algún oficio hermoso, de esos constituidos por tiempo, que la materia sea el detalle. Pero este cabalgar salvaje de mi tiempo me avasalla. Quisiera poder escribir poemas, empastar libros de

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cuero para una abadía perdida, ser sastre, ser bibliotecario, orfebre, tejer cestería… Un oficio que me permita pensar. No es una sorpresa que se acabó el tiempo de la belleza y comenzó el tiempo del uso. 19 de septiembre de 2017

Hace ya varias semanas que había puesto una semilla de aguacate en agua, con la esperanza de que germinara. En este lugar en el que vivo ahora casi no entra la luz del sol, no hay ventanas, solo un tragaluz que ofrece un tenue reflejo del resplandor que rebota sobre los dos edificios que franquean la casa. Así que aposté por mi aguacate y su potencialidad, aunque perdía cada día un poquito de la fe con la que comencé. Al cumplirse al menos un mes decidí que ya había que botar aquella piedra marrón y resbalosa que pivotaba sobre dos dedos de agua de chorro, y al acercarme al frasco donde lo había colocado, observé que la pieza se había dividido en dos, y del centro emergía una tímida y tierna espiguita verde pálido. Este descubrimiento volvió sobre lo que me sigue repitiendo este lugar: los tiempos de la vida son lentos, y justo cuando todo parece acabarse, brota la esperanza como una posibilidad verde pálida. Le voy a comprar una bonita maceta y espero poder llevarla conmigo hasta que, dentro de diez años, quizás, comience a dar frutos.

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Juliana Ramírez Plazas ∙ Colombia ∙

Desarmar la escritura. Diario, cartas y autoficciones

Marzo 30 de 2014 (21:03 pe eme)

4+6=1 Suena: Devendra Banhart - «Little Yellow Spider».

Diario - Notas al pie de la escritura I

«Escribir una novela es ganarse la confianza de otro mediante el engaño. La primera persona cuya confianza uno tiene que ganarse es uno mismo». —Zadie Smith Hoy empecé a sospechar sobre mis autoficciones, sobre los cuentos, sobre los días y las noches, sobre mirar el techo, sobre cambiar de letra, me pregunté también qué sería de ella y qué sería de Ema, también me cuestioné mi falta de apetito por los libros que escriben otras personas, no pude soportar pensar que me había vuelto una perezosa literaria, sin embargo, me consolé con un pensamiento que hace rato me ronda: y si no leo a otros y escribo mis propias líneas. Este blog no tenía ningún objetivo fijo, normalmente una escribe y ya, para mí es como respirar, se hace involuntariamente, desde que despierto hasta que duermo, de hecho en los sueños también lo hago, no sé si es una fortuna o una desgracia vivir todo el tiempo en medio de ficciones. En realidad sé que no es una desgracia, sino una gracia que me ha acompañado durante veintisiete años y eso que a veces soy un poco más joven y otras tantas un poco más vieja, el caso concreto de este informe, nota, o lo que sea, es que puedo decir que me siento en el mejor momento de vida literaria, absorbiendo cada idea que se me cruza y cada vivencia de la vida real que me rodea.

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Cuando empecé a escribir «Rincones de Ema», estaba tratando de separarme de ella para poder acercarme a Ema, ahora pienso y sobre todo siento que no sé para dónde van estos cuentos con cara de libro, estas autoficciones que me acercan a algo que aún no tiene rostro, solo puedo decir que han sido los mejores momentos de este presente, sobre todo para estar conmigo misma sin tantas distracciones triviales como lo es pensar en esas cosas que no valen la pena. Creo que desde hace un tiempo me debía a mí misma estos tiempos de escritura y, bueno, hoy se celebran con el siguiente capítulo, debo dejar una nota acá, para recordar que aunque estoy escribiendo los mejores años de mi vida, no sé lo que estoy haciendo, o más bien me estoy dejando llevar por la corriente de ese algo que me ha impulsado toda la vida a escribir: necesidad, oxigenarse, puro amor al imaginario que se fusiona con mi realidad, hambre por comerme el mundo y… y sobre todo, esas ganas de existir en otros.

Diario - Notas al pie de la escritura II: Los finales no existen

Hoy me desperté y pensé en el sueño que había tenido, sobre una persona que asfixiaba a otra para sentir que por fin había acabado toda su tortura respecto a esa persona que asfixiaba y que al mismo tiempo yo era observadora y no podía hacer nada. El contexto del sueño era una fiesta, una casa en la que convivimos varios artistas, sin embargo en el sueño por sus fragmentos oníricos, nos dábamos cuenta de que había algo de falso en ese acto de asesinato, no puedo recordar las escenas que prosiguieron, sin embargo, me desperté pensando en eso que había sucedido y que presentía podía suceder en la fiesta de esta noche. Y así en un sin fin de posibilidades cinematográficas y literarias de las que me ocupo todos los días y todas las noches de mi vida. Luego indagué en eso de soñar con que asfixian a otra persona y lo que dice Morfeo es que no es nada negativo, sino que se trata de uno mismo como víctima de la asfixia. Así que empecé a pensar en los finales, lo que me llevó a

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escribir esta nota al pie de la escritura… Las frases que me rondaban empezaban así: Nunca he creído que existan los finales, por eso leo los finales de los libros antes de empezarlos. Sé que las películas así tengan «finales» que concluyen en algo, nunca un film termina en la sala oscura. Sé que en la vida para seguir hay que cerrar ciclos aunque esos ciclos a su vez se queden para siempre y nos hagan las personas que somos hoy, así que ¿existe un final? Ni siquiera la historia tiene final porque un evento histórico es consecuencia de otro y así en la vida mundana de todos nosotros, así que nada llega a su fin. Tal vez tengamos esa sensación de finalizar algo, siempre que escribo, sé que de antemano debo saber el final de mis guiones, sin embargo, en el camino aprendo que ese no será el final porque mis personajes seguirán a otro lado, en las mentes y cuerpos de otras personas que se identifiquen con ellos y ellas, o de lo que esas personas interpreten de lo que fue la obra, así que esto nunca acaba. Así que el final no existe, así queramos pronunciar esa palabra como el «The end» al que las películas nos han acostumbrado o lo que los cuentos de hadas nos han vendido. Cuando era pequeña siempre me preguntaba: «¿A dónde van esos personajes? Tienen que irse a algún lado, no se pueden quedar ahí, anclados en el The end como muertos, si ya los hemos visto con vida», y claro, nos los llevamos y los cargamos, nos imaginamos cómo sería ser ellos. Así que el final no existe o por lo menos para mí no, aunque a veces la frase que concluye una discusión se sienta como el fin del mundo, el límite de la nostalgia o el límite de las emociones. Siempre estamos de otro lado pensando en eso que pasó, en eso que está pasando y en eso que tal vez pasará, y tal vez la muerte sea el fin, tampoco lo creo, porque seguimos siendo recuerdos de otros, seguimos presentes en lo que dejamos escrito en papel, en la memoria, en la piel de los que quedan, y así una se deja de preguntar acerca de los finales de la escritura, porque en realidad nunca sabemos para dónde vamos, aunque lo intuimos y lo logramos divisar en el camino y luego de que pasa comprendemos que lo sabíamos. 175

Por eso hoy, sigo tratando de dejar atrás miles de sensaciones que ya pasaron, porque llegan a mí para ser escritas después de que los años han pasado. Una vez escuché que lo más grandioso del talento de una escritora es lograr plasmar y recordar de alguna manera eso que pasó o se sintió, o se escuchó tiempo atrás, y bien que si he aprendido y me siento en el límite de mi cama, reflexiono sobre lo que ya no duele y sin embargo persiste sin final y debe ser escrito, necesita ser escrito, pide a gritos ser escrito.

Diario: Mi madre siempre me decía:«¡Eres un alien, eres un alien!»

Hoy 27 de octubre, me pregunto: ¿cuál será mi primera novela? ¿Quién lo sabe? ¿Quién? Desde hace un año había dejado de escribir. Y no encontraba la manera de volver. Triste, muy triste. Todo era oscuro. Oscurísimo. Hice un pequeño viaje. Y en el viaje hice un gran ritual: Me subí en el mismo camarote, en el que hace muchos meses atrás había tenido un sueño y una pesadilla simultánea. Desde esa época hubo factores externos que no me permitían escribir. El pasado y el futuro colapsaron en ese mundo onírico y la parálisis literaria vino con mi mente después. Me subí, me acosté boca arriba, en la misma posición: con las piernas hice una especie de cuatro que mi mente cree que es un siete, la cabeza hacia el oriente (podría ser que yo supiera esas cosas), usé la misma pijama, miré el techo y repasé escena a escena aquel sueño/pesadilla, ese mismo que no les podré revelar aquí.

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Uní los mismos puntos del techo como aquella noche, dibujé esa constelación imaginaria. Aguanté el sueño hasta que marcara la misma hora. Se sentía la misma temperatura: calor infernal. El ventilador era el único que estaba diferente, no sonaba igual. Me fui quedando dormida, separando lo que tanto me agobiaba y me tenía atrapada, me empecé a dejar ir, solté las amarras de mis párpados y en el sueño consciente, empecé a revivir las escenas de ese sueño y cambié el guion Cuando llegué a la ciudad me animé a adaptar uno de mis guiones (ese de mi juventú), que tal vez sea un poco imposible de rodar o no. Así que lo adapté a novela corta, un ejercicio experimental. Un experimento que se aleja un poco de mi propia vida y me permitió jugar y recordar cómo era la niñita escritora que siempre he sido. La escritura volvió o es que siempre estuvo ahí. Ella nunca se va. Tal vez me fui yo. Tal vez son solo bloqueos que nosotras mismas nos ponemos. Ese par de días, de madrugadas felices, me recordaron a la Juliana de siete años que empezó a escribir para oxigenarse, para jugar, para salirse de la realidad y poder vivirla de vuelta. Recordé lo que me decía mi madre: «Eres un alien, eres un alien». Y sí, ese alien interior y exterior, siempre ha estado ahí.

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Flavia Pesci Feltri ∙ Venezuela ∙

Sin título

12/XII/16

asomarme a tus ojos sin ser abismo ¿Hasta cuándo? ¿Cuánto más? Tengo miedo —todavía— y no para. La orfandad es un hecho. Todo se ha desvanecido, no tengo entre las manos nada de lo que fue. Solo este presente que acompaña, a veces aúlla y mucho miedo. Se hace necesario recobrar el sentido, reconstruir, hilar pausadamente, no hay margen para un hoy sin herencia. Quisiera reunir los dientes de leche, quitarle el polvo a las reliquias, reconocer cajitas, fotos, postales; recapitular desde los escondites. Ir agrietando. Rasgar el olvido de la memoria.

14/XII/16

Anoche tuve un sueño muy raro, se trató de aparecidos, de gente que entraba y salía, de una presencia oscura a la cual temer pero que, paradójicamente, era necesaria. La sensación al despertarme fue la de la indigencia frente a lo inevitable, pero al mismo tiempo la de sentirme reconocida y acompañada por otros que en sus silencios respiran a mi mismo ritmo y que simplemente están.

22/XII/16

Vinieron a casa mis queridas amigas poetas: Elisabetta, Kira, Jacqueline, Sandy, Eleonora, Chela; las que de una u otra manera me han acompañado en momentos importantes, desde la palabra al abrazo, desde el silencio a la sabia lectura de la mirada. 181

Nos reunimos para un desayuno y estuvimos hasta las seis de la tarde. Fueron unas horas maravillosas, el día estaba ahí para recogernos, un tiempo de acompañamiento, risas, comentarios y pausas. Una especie de abrazo prolongado que no requiere nada más. Rito de amistad, mujeres poetas, contenidas en sus miradas, profundas, sensuales, divertidas, irónicas, inteligentes, instintivas, sabias. La navidad como el tiempo para estar junto a aquellos que te han dado algo o mucho de sí, a los cuales se hace necesario agradecer.

25/XII/16

Se ha transformado la navidad en Caracas. Silencio, tristeza, indignación han venido a desplazar el trajín de las calles, la alegría de las fiestas, el bullicio de las compras, las largas colas de carros en los centros comerciales, el corre corre navideño de toda la vida se ha desvanecido. En estos tiempos de grave crisis, en los que temo llegaremos aún más bajo, la navidad se ha silenciado. No se cómo habrá sido en otros hogares, pero en nuestro caso, por primera vez, hicimos la cena en casa: Papá, A, V, B, M y yo. Compré la comida, preparamos una mesa sencilla pero bonita, con un par de adornos referentes a las fiestas, escuchamos toda la noche a Benny Moret. Llegaron las doce y nos dimos nuestros regalos. Mi hijo cercano, silencioso, comprensivo, acompañándome sin quejarse, sereno. Tiene esa manera de ser paciente y alerta al mismo tiempo, su manera de estar es muy bonita, generosa. Luego papá quería irse a casa, se fueron todos menos V, a la que tenía más de un año y medio sin ver. Conversamos hasta las cinco de la

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mañana, de su vida, de sus estudios de doctorado, de su pareja, de los hombres, de nuestro padre, de lo masculino, de la infidelidad. Le confesé mi incapacidad actual de integrar lo masculino a mi vida aceptándolo como algo complementario, me declaro incompetente, a nuestro padre lo descosimos, a veces con cierta rabia antesala del dolor, otras con amor y entendimiento, lo fuimos deshilachando. De la parcial e injusta radiografía paterna hay mucho que aprender y trabajar. Del diario de Victoria de Stefano La insubordinación de los márgenes: Para bien o para mal, si la vida sigue dándonos sorpresas, es que nos quiere bien, es que no se desentiende de nosotros. Vida hecha de azares, recuérdame, no te desentiendas de mí. Estoy aquí ¿sabes? Entre esta multitud de seres que habitan el mundo, también estoy yo. No me hagas desistir. Si es necesario, desanda tu camino, vuélvete a mirarme. Soy yo quien te llama. Bastaría con que solo me proporcionaras uno de esos azares por los que tú advienes presente, manifiesta, oracular, y, entonces yo, como el sonámbulo, podría sostenerme en mi camino. Camino mío, ¿es allá dónde voy?

26/XII/16

Ayer después de despertarme a mediodía M, R y yo pasamos juntos la tarde de navidad. Fueron horas muy especiales, me cuesta mucho escribir sobre ello sin llorar, sentir que podemos acompañarnos desde el amor, que podemos recuperar la esencia de lo que nos hizo estar juntos sin dudar, sabiéndonos el uno para el otro; ver a M disfrutar el momento, con plenitud, con esa serenidad que lo hace tan especial; sentir a R tan cerca y, al mismo tiempo, tan lejos en su propia individualidad, sin ataduras, libre de mí… Fue muy especial, doloroso, reconfortante.

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Estas cuartillas del diario de Victoria de Stefano me han impactado, con cuánta claridad reveladora expresa lo que yo no había logrado desentrañar: ¿Cuál ha sido el tono predominante de tus sensaciones? ¿Cuál es la sensación que te ha venido ocupando en estos últimos tiempos? Veamos. En primer lugar algo como sentirse vejada. […] ¿De qué se lamenta? ¿De haber sido víctima de un engaño? Es más inteligente que eso: no se lamenta. Se reprocha el haberse engañado. Se culpa de idealizar y no ver la sucia realidad. Se culpa de no haber aprendido. ¿Por qué vejada, entonces? ¿Si no eres víctima más que de tu propio engaño? Si, vejada, porque la vida, los seres, siendo lo que son, no te dan la oportunidad de exaltarlos.

27/XII/16

Acabo de terminar de leerme los diarios de Victoria de Stefano, hubo unos pasajes que me gustaron mucho, pero lo que más me llamó la atención fue entender al diario como una manera natural de llevar un recuento de lo que son los pequeños eventos que se producen en la cotidianeidad. Sus breves reflexiones, estados de ánimo, el desaliento, la admiración hacia otros, la descripción de un encuentro, la suma de lo que puede ser precisamente un día que contiene tantas cosas y que si no hay la conciencia para detenerse y escribir así sea dos líneas, esa lectura o ese encuentro se desvanecen aceleradamente sin dejar rastros. En los casos como el mío en el que la memoria es inexistente, donde la fugacidad del tiempo es evidente, me parece que podría constituir un ejercicio necesario que me ayudará mucho a detenerme.

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Las pocas páginas que he escrito en los últimos años a modo de diario son producto, en su mayoría, de la desesperación derivada del dolor amoroso, del desgarramiento del ego, de la soledad radical, del desengaño. No quiero leerlos y verme únicamente desde la desesperanza como si esa fuera mi única forma de estar en el mundo. La vida no es solo estremecimiento doloroso. Sí, podría empezar a escribir para darle un cauce a mis propios días, los que quedan, muchos o pocos. Gracias Victoria por tus letras, por tu imagen de mujer imponente y al mismo tiempo dulce, contenida, de mirada vivaz. M me lleva a los predios de su pasado, me ama con tanta desesperación, hace de las horas un tiempo hermoso, a veces nos cuesta llevar la calma a ese tiempo juntos, pero luego lo logramos. Sentirse amada de esa manera después de tanta aridez me devuelve una cierta paz y un profundo agradecimiento.

28/XII/16

No he tenido la fuerza de levantarme temprano para ir al parque, finalmente estoy durmiendo profundo, logro descansar sin interrupciones, y cuando suena el despertador para salir, no quiero, deseo aprovechar al máximo mi sueño, el descanso, quedarme en la cama, despertarme cuando el cuerpo lo indique, tomarme mi buen café en la hermosa taza que me ha regalado V (tanto tiempo buscando una taza para el momento más importante del día: la madrugada y el café en la terraza); leer, pensar en estos tiempos y escribir algo sobre ellos; las mañanas han amanecido grises, no invitan a estar afuera, más bien me reafirman mi deseo de permanecer inmóvil, bajo las sábanas, acurrucada, en paz, sin nada que perturbe, en silencio. Cada vez que termino un libro que me gusta la sensación de desamparo es profunda, no hallo mucho hacia dónde mirar, tengo libros 185

amontonados en mi mesita de noche. Anne Sexton me acompaña y la tengo bajo la mira, he empezado a leerla, pero qué dura es y qué manera de expresar su descarnado dolor. Me gusta mucho. Qué te trajo el niño Jesús, me pregunta G. El niño Jesús se llevó el insomnio trajo una cama grande y limpia la luna en un pecho que galopa cierta paz dubitante que bendice el camino templado de una boca amorosa la poesía de la Sexton, París, los diarios de Victoria una hermana huérfana que danza en el hilo incierto del futuro la presencia oblicua de mi niño desde sus rincones atento y respetuoso.

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Miyo Kappar ∙ Venezuela ∙

Sin título

4 de noviembre

De nuevo, migraña. Un ardiente y radiante dolor que me enceguece, palpitando en algún lugar de mi memoria. Escribo porque no sé hacer otra para consolar mi diminuta soledad, para crear ese silencio amplio y abstracto donde me refugio en estas ocasiones. Y como diría la inefable Mafalda, mi viejo reflejo de papel y tinta, a veces quisiera que el mundo se detuviera y dejara de girar para apearme de él, arrojarme al vacío y el caos para esperar un cierto silencio paciente. Pero eso no ocurre por supuesto y dudo francamente que suceda alguna vez. Enciendo el televisor. Zapeo. El mundo sigue sumido en el caos. Mi país se derrumba a pedazos. El largo sino de mi cultura, de estos tiempos satíricos y violentos se hace axioma: vida, la vida que palpita, la vida que danza, la vida que se expresa en infinitas variaciones de luz. Solo vida y quizás, fe. ¿Quién tiene la respuesta? Yo no, por supuesto. 15 de diciembre

Qué milagro este, de danzar y crear cada instante con una palabra, cada instante otorgarle un sentido amplio y utópico a las escenas diminutas que crean la gran historia de la cotidianidad. El sabor del café, tan exquisito como siempre, la palpitante sensación de vitalidad, a pesar de este silencio del tedio y la monotonía. Un instante entre todos los instantes, que parece repetirse infinitamente en un juego de espejos cronológicos. Sonrío por la metáfora y me pregunto si la escribiré después: estrafalaria y un poco lenta. Ahora que lo hago, sonrío de nuevo con una íntima satisfacción traviesa. Escribo mi propia mitología.

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25 de diciembre

Odio la navidad de una manera tan estereotipada que la sensación misma que me despierta —una confusa incomodidad parecida a cierta angustia existencialista—, se hace un motivo más para detestar estas fechas artificialmente fraternas. En mi caso, solo tienen de bueno las innumerables versiones que suelo disfrutar de A Christmas Carol de mi adorado Dickens, que transmiten todos los canales de televisión en una especie de pacto silencioso y que al menos, alguien suele obsequiarme un libro. En realidad, es lo único «disfrutable» que puedo decir sobre la navidad: el hecho de que puedo aspirar a la buena literatura. Eso es todo. 29 de enero

Anoche, mi querido amigo L y mi prima N decidieron pasar la noche en mi departamento, en una especie de pijamada para casi treintañeros. Una especie de añoranza tardía, acurrucados juntos en cojines y almohadones para criticar la mala película de terror de turno, mientras bebíamos vaso tras vaso de refresco descafeinado —en consideración a mi grave cuadro estomacal— y comíamos ingentes cantidades de pastel de chocolate. Sí, lo admito, no es la típica reunión que podría esperarse de tres adultos solteros, independientes, que apenas acaban de abandonar esa primera juventud, caótica y confusa. Pero así somos y tal vez seguiremos siéndolo incluso cuando alcancemos los amables treinta y los maduros cuarenta: soñadores sin remedio, idealistas ingenuos, niños por nuestro firme deseo de perdurar en la memoria de quienes fuimos alguna vez. Fue una de esas raras ocasiones en que me sentí de nuevo capaz de comprender la sociabilidad como un atributo humanista. Mientras gritábamos y reíamos por la pueril —y en este caso incomprensible trama— de la película de turno, una épica sin sentido con tintes sobrenaturales protagonizada por el desabrido Ryan Phillipe y dirigida por el desconocido Gerald McMorrow, comprendí de nuevo que el valor de la 190

amistad no radica en la cercanía o incluso en la comprensión espiritual, sino en una afinidad sin nombre que puede otorgar sentido a los momentos más absurdos y simples. Silenciosamente conmovida, disfruté de la risa de L por las extravagantes escenas de la película, mientras una N enfurecida nos reprendía por hacer comentarios en voz alta. Y fuimos ingenuos en medio de esa temprana confusión del adulto que nace y el joven que aún no sabe que comienza a perder su rostro en medio de la cotidianidad. ¿Quiénes somos? Tal vez nunca tendré una respuesta comprensible o mucho menos exacta, pero de lo que sí tengo una completa certeza es que soy la niña que alguna vez fui, la mujer que construyo y el espíritu libre que alguna vez deseé ser. 2 de febrero

Odio a los médicos. No es una fobia flagrante, pero sí lo bastante persuasiva para que hoy —a veinticuatro horas de una vulgar consulta de reconocimiento con un gastroenterólogo— me sienta intranquila e incómoda. Odio la ciencia médica, no solo por el hecho de que la considero inexacta con ínfulas de perfección ineludible, sino por ese nepotismo de decretar la idea de tu vida como una especie de fórmula matemática: estás bien, estás mal, estás vivo, morirás. El país se cae a pedazos. No hay otra forma de describirlo y escribir sobre mi miedo —a esa destrucción, a ese horror— sólo lo hace más comprensible. Ayer desperté a mitad de la noche, escuchando disparos y gritos. Me quedé sentada en la cama, con la garganta seca y las manos apretadas contra las sábanas. El país está muriendo, pensé de pronto, como un deudo afligido. Y con ese pensamiento fui a dormir de nuevo. No lo logré, por supuesto.

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22 de abril

El olor de las lacrimógenas está en todas partes. En la ropa recién lavada que cuelga en el pequeño tendero de la cocina, en mis muebles favoritos, en los objetos comunes y apreciados, en cada lugar pequeño y discreto de mi casa. Un rastro sutil pero inquietante que parece impregnar cada cosa que me rodea. Lo percibo mientras leo, sentada en silencio. Cuando intento tranquilizarme, oculta en mis espacios favoritos. Intento ignorarlo, después tolerarlo como puedo. No lo logro. Con el corazón latiendo acelerado de frustración y furia, froto cada objeto y superficie con un trapo húmedo. Voy de un lado a otro en un movimiento rabioso, insistente, que me deja agotada y muy consciente de mi vulnerabilidad. De pronto, me queda muy claro que no existe un sitio seguro donde pueda resguardar la poca tranquilidad que intento conservar. Que aunque lo intente, no puedo olvidar la amenaza que acecha, la violencia que es parte de lo cotidiano en el país que ahora es Venezuela. El hedor tóxico, el escozor en la piel, me lo recuerda. Soy un rehén en el país donde nací. Y todo lo que me rodea parece recordármelo. 12 de mayo

En la zona donde vivo, la quietud tiene un aire pesado y plomizo que agobia. Luego de casi veinticuatro horas de violencia ininterrumpida, hay una tranquilidad forzosa y engañosa. El tráfico atraviesa la avenida con un bullicio lento y desigual, los transeúntes se apresuran entre los restos de la violencia que se acumulan en las esquinas. Y pienso que el día a día se nos ha convertido en este sinvivir plano y ácido. En una escena repetida mil veces, en un sufrimiento íntimo que lleva esfuerzos sobrellevar. Hay días en que es más duro sobrellevar la frustración y la impotencia en la que te sume la anormalidad. Días en que todo lo que ocurre a tu alrededor se hace irreal, una cadena de escenas inexplicables que no logras comprender en toda su magnitud y peso. Días en que te preguntas 192

cómo sobrevivir a todo lo que ocurre en un país que se desploma a tu alrededor, trozo a trozo. Que te abruma por el mero hecho de recordarte que luchas contra la violencia con la sencilla arma de la voluntad y la perseverancia. Hay días así, me digo mirando por la ventana del estudio. Y son dolorosos, pequeñas cicatrices que no sanarán pronto. Me lo repito, mientras un grupo de vecinos camina por una de las calles, avanzando en medio de los escombros de la basura quemada, los trozos de metal retorcido de las bombas lacrimógenas y los pedazos de concreto que tanquetas y otros vehículos militares dejaron a su paso. Llevan banderas y un pequeña pancarta negra. «Luto» leo a la distancia. Estamos de luto, me repito. Estamos de luto por todo lo que hemos perdido, por todas las víctimas sin nombre, por todos los espacios destrozados por la imposición del poder. Estamos de luto y el duelo es una transición invisible hacia un sufrimiento íntimo, cada vez más profundo y cruel. A veces quisiera llorar sin sentirme débil y culpable. Pero lo hago a pesar de eso. No hay alivio, pero tampoco algo más que pueda hacer para consolarme. 1 de septiembre

Una pequeña migraña. Una vez leí que la cefalea en racimos —término médico para mi recurrente padecimiento— se produce debido a una súbita exposición a la luz. Singular idea, si tomamos en cuenta que durante el día he visto nacer a la luz —en el término más específico y concreto del término— en la segunda fase del proyecto fotográfico de mi amiga K, y me he sentido curiosamente identificada con ciertas ideas deslumbrantes, paridas con esfuerzo, sobre la imagen y su transcendencia como documento personal. En tal caso, tal vez esta pertinaz, profunda y furiosa migraña tenga su origen, en por supuesto, esa deslumbrante capacidad de las ideas para destruir todo a su paso y crear una nueva expresión anecdótica sobre lo cotidiano.

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Un día nuevo, una idea que nace. Y solo un pequeño destello de luz que produce dolor. 22 de septiembre

El clima de mi país es eminentemente tropical. De manera que no caeré en el tópico de quejarme como si mi vida hubiese transcurrido entre crudos inviernos. Me agrada el calor —más apropiado sería decir que no me molesta— pero últimamente, el clima ha comenzado a afectar mi humor. No es que nunca me ha ocurrido, de hecho suelo tener picos anímicos lo bastante fuertes como para ser preocupantes, pero durante los últimos días, la curva ha sido más que notoria: furia desconcertada, tristeza quieta o una rabiosa alegría que no sé muy bien a qué atribuir. Me hacen reír mis propias teorías conspirativas: ¿control del clima para hacernos cómplices de una guerra mundial silente? O… ¿Quizá estoy entrando en una etapa de temprana menopausia? (Delirio privado). Como sea, esta temperatura seca, dolorosa, agraviante, me deja sin fuerzas, agotada, con una permanente migraña (que no necesita excusas para golpearme las sienes con frecuencia) y una absoluta sensación de desconcierto. Silencio en los pasillos de mi mente: las ventanas quietas, la brisa deliciosa de un atardecer imaginado no termina de refrescarme. Y sonrío, un poco mareada, abrumada por esta simple sensación de que la naturaleza nos golpea, nos brinda una sonrisa cruel y dura, aun así maternal. Cansada, sí. Y danzando en medio de esta diminuta locura.

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Pilar Alberola ∙ España ∙

Diario de los caminos de arena

El día de los rostros

«Negra y africana, tendría que haberse integrado, sin problema, en otra sociedad negra y africana, como Senegal y Costa de Marfil, dos países que habían pasado por las manos del mismo colonizador francés. Pero África es diferente, está dividida. Un mismo país cambia varias veces de rostro y de mentalidad, de norte a sur o de este a oeste». Mi carta más larga Mariama Bâ

En las doce horas de set place de Dakar a Kolda, una ciudad de la región de la Casamance, al sur de Senegal, pensé en aquella frase y en todos los matices que escondía aquella sociedad a la que llegamos de noche y a la que nos permitíamos etiquetar de «africana», sin más, como si una palabra pudiera decirlo todo. Aterrizar en Dakar es sentir la humedad de golpe, el Atlántico golpea con fuerza la Corniche y la ciudad, ingobernable, recoge esa energía para convertirla en vida. Es tarde, pero la gente no quiere abandonar las calles. Niños, adultos, ancianos, hombres todos ellos, ocupan las calles en la nocturnidad senegalesa. El cuerpo va aclimatándose como puede a las altas temperaturas, a la arena, el polvo y el sol. El ojo trata de capturar todos los impulsos que se reproducen a través de la ventanilla de un coche que corre sin descanso hacia el sur. La luna llena nos acompaña en ese primer día de viaje. Tengo el cuerpo cansado, necesito dormir, pero sigo la estela borrosa que dejamos atrás. Alassane a mi lado conduce en silencio. ¿Qué pensará de nosotros? ¿Y de mí? Un café le bastará para cumplir las doce horas de coche. Su cuerpo es otro diferente al mío y su cabeza se mantiene firme, sin descanso. No tenemos nada en común, pienso. No compartimos idioma, utilizamos otro que no es el propio para comunicarnos. No hay un silencio incómodo, más bien aceptamos que 197

la cordialidad será nuestra conversación. Tal vez él también piensa que no tenemos nada de qué hablar. Pienso en todas las preguntas que podría compartir con él y solo se me ocurre: «¿Quién eres?». Aunque estuviera fuera de cualquier convención, todas las relaciones que establecemos tendrían que empezar con esa pregunta. Yo contestaría: «Una macedonia». Pero eso es ya otra historia. Vuelvo a pensar en esa frase: «Un país cambia varias veces de rostro y de mentalidad». ¿Cuántas veces cambiaremos nosotros? Pienso en los viajes, en el viaje como las primeras páginas de un libro. No es solo esas horas de coche. Ni las horas de aeropuerto. Los viajes, los viajeros y los caminos, palabras que evocan miedos, desencuentros, pero también postales imborrables que son parte de mí. El traqueteo de aquel coche que se peleaba por llegar más rápido en una carretera que no estaba preparada para correr, los nuevos rostros, el sudor, los niños que miran fijamente a través de la ventana, el incansable Alassane, sus rezos en la noche con el maletero abierto, y la luna llena empeñada en no dejarme sola eran ya parte de un camino que acababa de empezar. Cambiaremos de rostro y de mentalidad, seremos otros. Muchas veces, tal vez demasiadas. Y no es una liberación poder ser otros, la certeza de cambiar de rostro es una aceptación resignada del tiempo, de la inestabilidad de nuestro ser. Pero hasta esas certezas terminarán caducando. Mientras avanzaba tranquila hacia el sur, sentí aquella caducidad y el grito sordo de la inmovilidad.

El día de llegar

—Concon. —Entrez. Senegal nos deja entrar. Nos da la bienvenida con un sol que abrasa a mediodía, al que no hemos visto salir entre las nubes del alba. El hori198

zonte todavía es difuso. Pasamos por aldeas de apenas cien habitantes, compuestas de tan solo varias chozas construidas a base de adobe y paja para el techo, donde viven familias enteras juntas. «Familias» en el sentido senegalés, donde el vecino es hermano. En esas pequeñas aldeas, el diccionario de palabras con el que aterrizas se va diluyendo con cada hora de sol que quema tu piel. El término «familia» se abre como las raíces de los baobabs para dar sentido y pie a la vida. El término «boutique» desaparece para dejar paso al mercadeo, a la improvisación y a la ubicuidad.  Senegal está como hecho a mano. Y nosotros por fin llegamos a Kolda. Aquí, las normas, las leyes y el orden son un entramado confuso, un espacio vital diferente al que hay que ir acostumbrándose poco a poco. Las preguntas se vuelven absurdas antes incluso de formularlas. Y ese entramado de confusión es el mar donde bucean cómodamente los senegaleses. En última instancia, es la ley de la supervivencia la que se impone. Es la segunda vez que recorro estos caminos y solo puedo sentir la sorpresa inocente de descubrir la naturaleza. Una costumbre que en mi vida de asfalto y cemento ha desaparecido: las estaciones y su huella. No hace ni un mes que la temporada de lluvias terminó y los caminos aún sufren su paso. Y mientras, en silencio, voy trazando las líneas de este diario de caminos de arena. Siento que mis pies se han sentido fuertes allí, donde la supervivencia es la fuerza, donde las lluvias de verdad se sienten. Y volví a escribirme. Yo también quise estar hecha a mano. ¿Te sientes libre? El día de la no-libertad

Le pregunté si se sentía libre. A ella, una mujer con la que compartía edad y, aparentemente, nada más. Aisha tiene veintiocho años, un trabajo que le da de comer y que también le hace sentir viva, tiene una hija 199

y vive con sus padres. Le encantaría abrir un centro de arte en el pueblo donde vive, Oussouye, donde poner en práctica todo lo aprendido en sus cuatro años de estudios de Bellas Artes en Dakar. Le pregunté si se sentía libre porque desde mis ojos su vida parecía decidida por otros. Hombres, principalmente. Me contestó que sí, sin dudar. Que se sentía libre porque había decidido, había tomado decisiones en su vida: tener una hija, trabajar en Oussouye, ahorrar para tal vez poder abrir su anhelado centro cultural. Había decidido que sus circunstancias existían para definirla, pero que ella también podía decidir cómo definirse. Después de hablar, caminamos por los arrozales y el sol se puso en el bosque sagrado. Me pregunté si me sentía libre. Preguntar a otras mujeres sobre su libertad me hizo reflexionar sobre la mía. Y sobre esa palabra que en cada rincón del mundo se viste con un traje diferente. Yo también me sentía libre, pero ¿qué significaba eso? Las mujeres estamos sometidas a las mismas ataduras en lugares del mundo que parecen opuestos, tal vez la comparación sea desequilibrada, pero me sentí tan libre como ella y tan atrapada como ella. Las cadenas de unas y otras tienen más en común de lo que nos pensamos. Pensé en aquel documental sobre cinco mujeres, de cinco países y continentes diferentes y cómo sus vidas se unían en un mismo relato: el de la violencia machista. Daba igual el color de la bandera, la piel y los ojos, las lágrimas y los dolores eran iguales. Y allí mientras el dulce sol de la Casamance caía sobre nosotras, me sentí menos libre. Atrapada bajo las etiquetas de mujer, aquí y allí: casarse, tener hijos, tener un hombre, una mitad. ¿Nacimos a medias? Creo que juzgué mi libertad superior a la de ella y su respuesta firme ante mi pregunta, sin pensarlo ni siquiera un segundo, me dejó helada. ¿Habría contestado yo tan rápido? Busqué una posible definición de mi libertad y me encontré a mí misma enumerando mis ataduras. Conjugando deseos y ojalás me di cuenta del miedo que tenía a ser yo, una isla,

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una pieza de un puzle sin caja. Los planes de futuro son la tormenta que no se ve venir pensando en el próximo puerto. Los marineros viven de presente porque saben que es la única forma de sobrevivirle al mar, cada ola forma parte de la travesía, hasta las peores calmas definirán una ruta que se hace y deshace cada día y noche. Recordé el determinismo y me creí determinista. Las palabras nos construyen, se pegan a nosotros y van diciendo más de nosotros que nuestros actos. ¿Son ellas las que nos hacen actuar? Juzgué con mis palabras, con mi idea de libertad, la de la mujer que tenía delante, sin darme cuenta de que la mía propia estaba llena de condiciones y contradicciones. Y que la duda, la pregunta y el interrogante habían sido siempre mi hoja de ruta. «La madre de familia no tiene tiempo de viajar, pero sí que tiene tiempo de morir», pensé en aquella frase de Mariama Bâ y reconocí en esas palabras un grito. El grito de una mujer consciente de cómo el tiempo se escapa, de cómo la vida puede matarnos sin ni siquiera haber notado cómo el aire que respirábamos era nuestra propia condena. Las obligaciones y las etiquetas terminaban por definirnos y nosotras mientras, buscábamos palabras para definir la angustia que no sabíamos por qué nos ahogaba. En aquella tierra de caminos de arena, llena de sonrisas y saludos amables entre desconocidos, de palmeras altas, cielos estrellados y árboles centenarios, me prometí desaprenderme. Desaprender todas aquellas estructuras que me hacían menos libre, buscar un destino escrito también por mis manos. Senegal se construía a mano y mi vida se definía con las palabras de otros. Aprendí como se tejen cárceles con palabras, cómo se juzga y se quiere con ellas —y menos con las manos—. Desaprender era también buscar un significado diferente del que las religiones, la política y otros poderes nos han hecho creer como universal. Como el de libertad. ¿Qué libertad era aquella que no me dejaba respirar?

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El día de los olvidados entre los olvidados

En Mlomp amanece pronto, pronto es antes que en casa, que está lejos pero todavía marca las apreciaciones. Esa noche llovió tanto que logró despertarme. El techo de chapas de metal resonaba como un concierto de un percusionista a punto de estallar, y los truenos como el director enfurecido que le pedía más. Más fuerte, más ruido, más agua. Había armonía en aquella tormenta que parecía una lucha. No sé si luchaban entre ellos o unían sus fuerzas contra nosotros, solo sé que su concierto me despertó y no me dejó dormir hasta que amaneció, pronto. La lucha entre director y percusionista dejó los caminos llenos de su música, el rocío que cada mañana cubría las hojas había dejado paso a un mar de notas que se acumulaban en el camino. Cuando se secan, los caminos de arena se quedan agrietados y solo el tiempo les devuelve a su estado anterior, si es que alguna vez lo tuvo. Y en aquel pueblo donde los fromager cubrían los caminos de arena conocí a una gran olvidada. Podía mirar las raíces de aquellos árboles inmensos a la altura de mis ojos y sentir la insignificante existencia de mis extremidades. Ella, Madeleine, cargaba a sus espaldas dieciocho años de vida encerrada en una casa. Cuatro paredes de adobe en una zona húmeda, terriblemente cálida y conectada con el resto de vida con diminutos caminos de arena por los que cuando llueve es imposible adentrarse. Nació en aquella casa, rodeada de naturaleza fuerte, que crecía sin perdón a su alrededor, y a los tres años su crecimiento normal se paró. La polio convirtió sus piernas normales de niña en unas incapaces de moverse con normalidad. Y en lo más remoto de aquella sociedad esas piernas débiles fueron una carga, un lastre, una vergüenza. Sus padres decidieron dejarla en casa. Fuera el mundo seguía rodando, a su ritmo, la vida le sucedía, el sol crecía cada mañana en la puerta de su casa, colándose por entre las altas palmeras, pero ella solo intuía los rayos. Por la noche, se escondía sin avisarla, dejándola a oscuras en una casa sin electricidad. Vio cómo sus hermanas iban a la escuela, trabajaban y se casaban. A ella no se le concedió ninguno de estos 202

tres privilegios básicos. Dieciocho años más tarde, una monja decidió ocuparse de las personas que, como Madeleine, habían sido apartadas de la sociedad por su situación física. Consiguió un espacio, un taller, les ofreció un trabajo, la artesanía, y habló con las familias para poder liberar a mujeres y hombres como ella. Madeleine forma parte de los cristianos de la región de la Casamance. Le pregunté si creía en Dios y contestó afirmativo, me habló de él sin entrar en detalles. Pero enseguida hablaba de aquella monja, de su fuerza, de su poder y la sonrisa de su cara me hizo pensar que tal vez aquel Dios en el que creía era esa mujer que le había cambiado unas piernas débiles por una vida libre. Hoy se mueve sin prisa pero con decisión con un triciclo adaptado a sus necesidades. Los caminos de arena, incluso tras la tormenta, no son para ella un impedimento para salir de casa. La libertad son esas tres ruedas, los brazos fuertes y la mente clara. Una mente lúcida, fuerte, tejida a fuerza de injusticias pero también de luchas. No hay peor lucha que la de definirse y aquella mujer ha logrado cambiarse de etiqueta, de traje, y vivir. En Senegal solo los hombres practican la famosa lucha senegalesa en grandes ruedos y reciben un sueldo y grandes aplausos por ello. Son estrellas de la lucha. La lucha senegalesa de las mujeres es diaria, una lucha por definirse como personas, la practican desde que amanece y solo se aplauden entre ellas. Las miradas de admiración son los aplausos callados de todas aquellas mujeres que saben cómo luchar. Madeleine tiene tres hijos. No está casada con ninguno de los padres, los tres hombres diferentes, porque allí las mujeres como ella sufren el rechazo de los hombres que solo ven en ellas una mujer a medias, incapaz de cumplir con su cometido: cuidar de él, de la familia y del hogar. En cambio, su cuerpo sí que ha servido a esos tres hombres que un día decidieron que sí podían acostarse con ella, pero nada más. Ella no dice nada, no sé sus nombres, cómo se conocieron. Me cuenta todo menos aquello. Es capaz de confesar el dolor de pasar dieciocho años encerrada, pero no habla de esos 203

hombres, de su cuerpo utilizado, de sentirse objeto. Habla con orgullo de los hijos a los que ha criado, dos son mujeres a las que ha dado una formación gracias a su trabajo. Van a la escuela, traen agua a casa y, sobre todo, como ella dice, son libres. Ella los necesita cerca. «Serán mis pies y mis manos en un futuro», reconoce en voz baja. Pero ahora no quiere nada para ellos que pueda frenar cualquier camino de arena que quieran andar. Cuando terminamos de hablar le doy las gracias por la confianza, por sus palabras, por la verdad. Esa noche Madeleine nos envía a casa una caja llena de pepinos. No logro olvidar su historia. Pienso en mi cuerpo. ¿Qué dice de mí? Ella ha sido siempre lo que sus piernas decían de ella. Nadie se fijó en su forma de hablar, en la bella forma de expresarse, en su sonrisa. En aquel cuarto del taller, frente a la máquina de coser, fue donde ella, la presidenta de un grupo de mujeres y hombres con discapacidad de Mlomp, puso voz y dolor a la lucha de las mujeres: doble discriminación, doble lucha. Mujer y discapacitada, lo tenía todo para convertirse en gran luchadora. Esa noche solo llovió dentro de casa.

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Ini Müller ∙ Uruguay ∙

Inquieta

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Un cuaderno, un libro, una lapicera, un lápiz, una goma, algunos otros lápices de colores, un cuadernito casero, una cámara de fotos y sin saber cómo, un bolso que se hace bastante pesado. Ya pienso que voy a tener que estar cargando con todo ese peso en las escalas, que no son pocas, ni son cortas, y decido empezar a sacar cosas, pero mientras decido qué sacar, no me decido, y al final cargo con cosas que después ni siquiera uso. Una vez alguien me dijo que el secreto de los buenos viajeros es el siguiente: cuando tengas la mochila pronta, abrila y sacale la mitad de las cosas. Es que para los viajes largos es difícil empacar. Mi vestido preferido son todos, y nunca puedo quedarme sin un libro que leer, y tengo que tener dónde escribir, y dónde dibujar, y no puedo perderme de ninguna foto, y no puedo no tener flash por si alguna vez está oscuro, y mis zapatos con un poco de taco para disimular mi metro cincuenta, pero también las botitas porque a veces hace frío, y los pies descalzos para caminar por la playa aun en esos días en que necesitaría las botas. Y entre todo lo que llevo, pienso también en lo que dejo. A veces me intento convencer de que todo lo que dejo, ahí me espera, pero después me acuerdo de que ya me he ido otras veces, y de que no siempre todo sigue igual. Por último prefiero ser más inteligente y pensar en todo lo que no llevo, pero me está esperando por ahí para que lo guarde en mi bolso, que pesa, pero es mi bolso.

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Debería de recordarlo como el verano que no fue verano, porque en treinta años eso es lo que van a recordar todos. Llovió desde noviembre a marzo, y solo la gente con mucha suerte logró que le brille un rato el 207

sol en alguno de sus días de licencia. Pero yo de todo eso ya me olvidé, porque en treinta años solo me voy a acordar de la primera vez que me tocaron la nuca y se me estremeció todo el cuerpo. Yo mientras tanto manejaba y apretaba el acelerador y a veces el freno, y del embrague me olvidaba porque me distraían tus dedos entreverando mi pelo. Cuando me pongo nerviosa me muerdo los labios, y «no hagas así que me matás» me decías vos con esa voz que me volvió loca desde la primera vez que te había escuchado sentados en un bar mientras yo comía papas fritas y vos me mirabas la boca. Yo no me di cuenta, pero por suerte me dijiste esa misma noche algo como «yo no puedo creer tu boca», y yo que andaba medio susceptible te dije que hagas con ella lo que quieras y al final quisiste y ahí estábamos, y yo manejaba y apretaba el acelerador y después el freno mientras te pasaba la lengua por el cuello y te miraba la cara de querer más. Yo también quería más, y te fui recorriendo desde el cuello, pasando por tus antebrazos y más abajo también, que te gustaba, y entonces vos hacías lo mismo conmigo, y lo que sí me acuerdo de ese verano es que adentro del auto el tiempo era otro, y los vidrios se empañaban y mientras me sacabas la bombacha azul con una moñita roja yo te mordía la oreja y te hablaba, para que me respondieras con tu voz que de a ratos se me olvida.

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Me senté a esperarte mientras miraba las puertas corredizas abrirse una y otra vez sin dejarte salir a vos. Me levanté y caminé alrededor de las sillas, y perdí la cuenta de cuántas veces miré el reloj. Volví a comprobar que estaba en la terminal correcta y me senté, y me levanté, y caminé y miré las puertas corredizas abrirse una y otra y otra vez, hasta que casi ya no tuve uñas que morderme y entonces te vi salir, buscándome con la mirada, y sonriendo a partir del momento en que me viste y viste que yo te vi. Nerviosa y atolondrada te dije que si nos íbamos rápido alcanzábamos el siguiente tren que nos dejaba en la esquina de casa. Qué contás, 208

Ini, me dijiste vos, y yo que cuando estoy nerviosa hablo mucho, te conté mucho. Creo que no te dejé hablar en todo el camino. Te pregunté qué tal tu vuelo, y antes de que me pudieras responder, te pregunté cuántos días te quedabas. Me llevó un rato largo encontrar mis llaves en la mochila, que al final estaban en el bolsillo de mi campera, pero abrí la puerta, y te dije pasá, y vos entraste, y yo te seguí. Este es mi cuarto, te dije, dejá tus cosas donde quieras. Y te sacaste la mochila, y la tiraste en el piso, y ahí mismo mientras yo te miraba todavía con la llave en la mano me agarraste de la muñeca y me llevaste con fuerza hacia vos, y la otra mano me la pusiste en la cintura y me dijiste que qué ganas de hacer eso que tenías, y yo te dije ¿eso qué? y vos me besaste y me dijiste tocarte, y yo te dije tocame.

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Caminando hacia atrás tropezaste con tu mochila y casi cayéndonos terminamos en mi cama, que estaba tendida pero para ser honesta sólo la tendí porque venías vos. Al final duró solo un rato el acolchado ordenado porque con los pies lo tiraste hacia abajo y me empezaste a sacar la ropa que también tirabas para abajo, yo te saqué la remera como pude y te dije sacate las medias, porque vos no sabías, pero ahora ya aprendiste que no me gustan las medias arriba de la cama. Y no sé cómo tengo estos recuerdos porque juraría que en ese momento yo no pensaba en nada, si abría los ojos se me nublaba la vista así que los cerré y me quedé acostada boca arriba mientras me besabas y también me mordías, y me acuerdo que en algún momento me dijiste no puedo más, Ini, y yo sonreí pero vos no me viste, y quise responderte pero al final no te respondí, y solo te empujé hacia atrás, te miré, y me mordí el labio de abajo.

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Estoy sentada mirándome los pies, las uñas medio despintadas y la piel bronceada. Entierro los pies un poquito en la arena, y los desentierro, y agarro un montoncito de arena con la mano y me la voy tirando de a poco arriba de los pies, y después otro, y después otro. Me duele un poco la espalda porque estoy durmiendo arriba de un sobre de dormir. Son las 7 de la mañana y ya me desperté porque el sol calienta la carpa. Abrir el cierre y salir a la playa que está ahí y sentarse en la arena en la que estoy sentada es como el paraíso pero más real. Afuera todavía está fresquito, estoy desnuda y se me eriza un poco la piel. Pienso en el desayuno que va a ser el mismo que todos los días desde hace un montón de días: pan, queso y tomate. Pienso en el libro que terminé anoche, sobre un señor que estando preso aprende a jugar partidas de ajedrez imaginarias, contra él mismo, lo que significa anticiparte a tus propias jugadas, pero no, el encierro y la soledad desarrollan en él una especie de locura-inteligencia que casi se transforma en una esquizofrenia que lo hace ser las piezas negras, y lo hace ser las piezas blancas, juntas pero por separado. Y entonces salís vos, y me decís guten morgen, y el día se transforma en un día hermoso porque estamos juntos. Y cuando estamos separados, también estamos juntos.

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A mi mudanza número quince no me traje mis libros. Dejé ocho cajas llenas en un sótano de Hamburgo, y tuve que hacer una triste selección de los pocos que entraban en mi valija. Fueron once, que seleccioné con esmero y dolorcito, y no digo dolor porque dolor es otra cosa. Dolor es leer a Idea cuando tenés el corazón roto, por ejemplo. Dolor es encontrar papelitos viejos entre medio de los libros ya leídos. 210

Estoy sentada en mi escritorio escribiendo esto en mi cuaderno, con la ventana al balcón abierta y entra una brisa que me vuela el pelo y el vestido también negro. Me veo la bombacha y pienso en lo lindo que es el verano y las pocas ganas que tengo de estar vestida. Me desvisto. Me pregunto si hay gente que siente menos, digo, ¿todos sienten tanto como yo? Porque yo siento que siento mucho, demasiado. Sentir tanto cansa, pero peor es no sentir nada. No quiero llevar un diario de dolor.

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Este fue un año rarísimo para mí, ya la primera semana cambió mi vida entera cuando me separé de mi ahora ex novio, siempre amigo. Después de cinco años de dormir de a dos, me enfrentaba a la insoportable realidad de una cama gigante. Las primeras dos semanas no podía dormir, ni comer, ni salir de mi casa porque todo me era inmenso y triste. Mi compañera de clase, Annika, con la que nunca había tenido relación fuera de facultad también se acababa de separar y se volvía a vivir con sus padres, así que le dije que en mi casa había lugar para otro corazón roto y se vino a vivir conmigo. El plan original eran dos semanas y al final fueron tres meses. A cambiarme la vida y hacer todo más fácil y lindo aparecieron también dos uruguayos en Hamburgo que necesitaban un lugar donde quedarse por unos días y esos días se transformaron en unos meses. Pipe y Gus, dos desconocidos, ahora y para siempre amigos, que se encargaron de todo lo que yo necesitaba en ese momento: alguien que cambiara las lamparillas porque yo no llego, alguien que abriera el vino, alguien que siempre quisiera tomar vino, alguien que armara un porro cada tanto para pasarnos horas hablando sobre la vida, la muerte, la relatividad del tiempo, el amor, el desamor y la comida. Para ese momento ya éramos cuatro personas viviendo en mi cuarto, mi cama es grande, así que dormíamos casi siempre de a tres en la cama y alguien dormía en un colchón en el piso. Como mi casa es chica pero el corazón es grande, 211

nunca dejé de alojar gente de Couchsurfing o uruguayos que paseaban por acá, así que algunos días éramos los cuatro residentes oficiales, más algún viajero que pasaba. Por mediados de marzo me visitó una de mis mejores amigas, y más adelante mi madre. Viajé con todos ellos y viajé sola. Viajé más que ningún otro año, y en mi casa siempre había alguien regando mis plantas. Me acostumbré tanto a la compañía, a tener la comida pronta y la cama tendida al llegar de trabajar, que nunca supe cómo era vivir sola. En julio me fui a Uruguay por tres meses, y en medio de ese viaje me fui a México casi un mes, me acosté en la arena todos los días y pensé que en ningún lado soy más feliz que en donde hay mar. Tres días antes de volverme a Alemania se murió el hombre que más me cuidó en mi vida, que fue mi abuelo. Yo no sabía que se iba a morir, y lo último que le dije fue: «Nos vemos en diciembre», y él me dijo: «Si llego, chinita”y yo le dije: «No te hagas el vivo», y me reí y le dije: «Hacete el vivo, sí», y lo miré y él se rió y yo me reí. Tenía miedo de la soledad de mi casa, que nunca había estado sola, y las piezas medio que se acomodaron para que mi prima pudiera venir a vivir conmigo unos meses, ella andaba paseando por Europa y en lugar de volverse a Uruguay al final de su viaje, se vino para Hamburgo. Llegó incluso antes que yo y cuando llegué ya me estaba esperando con comida. Otra vez tenía a alguien siempre que llegaba a casa, miramos series y películas como nunca en mi vida, charlamos y tomamos vino y fumamos shisha todas las noches y nunca me sentí sola. Después de convivir casi tres meses con ella me volví a ir a Uruguay a terminar el año allá. Me quedé algunos días con mis padres en Tacuarembó, otros días con mis amigas en Montevideo, y empecé el año pensando en que por primera vez en veinticuatro años no lo empezaba abrazada a mi abuelo. El 12 de enero volví a Hamburgo y por primera vez mi cuarto es sólo mío y nadie me tira del acolchado. La cosa es que pasó una semana desde que llegué y me estoy dando cuenta de que la soledad no es fea, 212

y de que la vida se acomoda siempre a lo que necesito, aunque a veces se complica, siempre se acomoda. Me toca estar sola ahora que no solo estoy preparada para estar sola, sino que me hace bien, lo necesito y me alegra. Este también es un año de cambios. El 1 de julio me despido de la ciudad que me alojó los últimos siete años, mi casa.

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Carolina Conti ∙ España ∙

Querido Samsara

Primer día casa de Celine. Agosto, en algún lugar del Pirineo francés. 2016

Mi cabeza cruje como un pasillo viejo de madera. De noche, en la cama, puedo oír las calaveras de mis errores, de algunos deseos. Aletean como esqueletos sobre el aire. Oigo los sonidos de pájaros que ya no pueden volar y aun así, vuelan. Me atrevo y saco un pie al mundo. Toco el espacio con la punta de los dedos: trozos de óceano, coral fosilizado, piedras marinas. En esta casa todo tiene eco. En las ventanas cuelgan plumas de pavo real, con sus ojos verdes y azules, viéndolo todo. Ojos que abren mis ojos. Me descamo el cuerpo.

Sexto día casa de Celine. Agosto, en algún lugar del Pirineo francés. 2016

Me siento como un tronco mecido y lijado por el agua. Me transformo. Esta velocidad es un misterio. Todavía es verano y el Pirineo francés se viste de otoño. Yo cada vez más desnuda. Sentada en el jardín miro la ropa secándose. El viento me acerca el sonido del mes pasado en el retiro. El arroz cayendo sobre el metal, el arrastrar de las manos creando un mundo y borrándolo inmediatamente, para recrearlo nuevamente medio minuto después. La voz de Andrea. Recita el ofrecimiento del mandala mientras yo junto en un sólo segundo lo que fueron mis últimos años. Un intento de trampolín para llegar al corazón del mundo. Sujeto el mala entre mis dedos. Lo que sujeto entre mis dedos son todas las posibilidades que me habitan. Al otro lado del tendal Julien y Celine charlan. Los veo moverse entre la ropa, como si el viento en ese lado soplara distinto. Sigo moviendo el mala. El mantra, interiorizado por la acumulación, como un oleaje continuo. Me aleja de Julien. Sé que me estoy alejando de Julien. Cómo explicarlo, cómo contar que cuanto más me alejo, más me estoy acercando. 217

Septiembre, Barcelona. 2016

A veces me escondo de mí misma. Hago mala letra a propósito para no poder seguirme el rastro. Pero esto no me lo cuento, por eso no lo sé y todavía no he podido remediarlo.

Diciembre, La Floresta. 2016

El agotamiento del final del día. Volver sola a casa. Ver una serie, leer algunas páginas de un libro. Pensar en volver con Julien. Pensar que quizás me he equivocado. Wilsawa Zymborska siembra versos de pequeñas cosas cotidianas, bellas reflexiones. Después de leerla pongo las manos sobre mis orejas y cierro los ojos. Oigo la música de mis venas. Si mis venas hicieran música probablemente tocarían Elerdazi. Pienso: «Una balada gitana me recorre cuando te miro» y no sé para quién lo digo.  Mis amigas, sabias y queridas, enumeran por mí las razones por las que tendría que sumergirme contigo en este océano desconocido y voraz. Tú trajiste calma a la vida. La calma es buena. La calma es equilibrio. La calma hace que el océano sea más navegable o dé menos miedo. Entonces ¿por qué este vértigo de velocidad hacia atrás? No vuelvo contigo. Es lo mismo que elegir desconocido y voraz. ¿Es lo mismo? Sentada en el cojín de meditación sopeso cuál es el justo centro que me abre un camino. Tanto miedo a perder ese centro que paralizo el movimiento. Desaparecer de este centro. Moverme en este tejido autorrítmico.

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Enero, La Floresta. 2017

Me han dado la baja y antiinflamatorios. Me pregunto si desinflaman exactamente todo. Mi barbilla se ha desencajado tres dedos hacia delante. Me desplazo por la calle como una gárgola en el mástil delantero de un barco. No se lo he dicho al médico cuando me ha preguntado si he hecho un mal gesto. Sé que se ha desencajado antes que perder el control, para vigilar los pasos que puedo llegar a dar. Se adelanta. Los árboles que no me dan sombra cubren mi cielo de estrellas verdes. Es viernes y no trabajo. Mis escápulas oxidadas me han dejado recostarme en la hierba. Apoyo una vieja radio sobre las serpientes de Margaret Atwood. Me parto un relajante muscular a la mitad y lo trago como puedo con saliva y sin agua.

Casi primavera, La Floresta. 2017

He estado dando vueltas todo el fin de semana. En la casa, en la plaza, alrededor de mí misma. Como una leona encerrada y hambrienta. He mentido. En el concierto un amigo me dijo que estaba a la caza de un hombre y que bailaba para eso. Yo bailaba por el placer del movimiento, de bailar. Lo he reivindicado. Me ha dado rabia reivindicarlo. Me he molestado con él. Conmigo. Pero he mentido. Bailaba para mí, sí. Solamente bailaba. Y también buscaba un hombre. No lo buscaba bailando. Pero lo buscaba. El relámpago en medio de la noche. Una historia sencilla, placentera, fugaz. ¿Algo más quisiera la señora? ¿Quiere ver el menú del día? Una caricia que se extienda hasta el día. 219

No, gracias no quiero una pareja. No, de verdad. Sí, seguro que es exquisita, pero no, gracias. Tomaré sólo un entrante. Verano, La Floresta 2017

He soñado que una ventisca tipo huracán en Kansas City me arrastraba y daba tumbos por el espacio, por las calles y plazas. Cuando paraba yo quedaba depositada a los pies de mis padres. Lo sentí como unos breves minutos pero sus caras desencajadas lo contradecían —Siete días Carolina, has estado desaparecida siete días.  Pienso en ello mientras como un bizcocho casero. ¿Por qué no me suben? No me quedan esponjosos. El mate está todavía caliente, sorbo y me quemo un poco los labios. Me gusta así. Quemarme un poco los labios.

Invierno, La Floresta 2017

Hace mucho frío, Leire se ha acurrucado a dormitar en la cama hasta la próxima sesión. Comemos en silencio, caminamos en silencio, nos relacionamos en silencio. Los pensamientos a toda velocidad, comprimidos por el silencio. No. La mente, liberada por el silencio, se desquita agitándose en mi cabeza. Están rehabilitando la Gompa para que no haga tanto frío. Así que el retiro lo hacemos en la habitación. Mientras visualizo y recito se superponen cientos de palabras, cartas para ti. Cómo ubicarte. En el espacio ya no estás. No quieres comunicarte. Me has pedido que no te llame, que no te escriba. No lo hago. Dejo pasar un mes y otro hasta que suman un año. Me dices que no te escriba. —Pero si ha pasado un año, Julien. 220

Que no te escriba. Que no te llame. ¿Este es el amor que había? Si hay sexo-pareja me quedo, si no hay sexo-pareja no me llames, no me escribas. Tú dirías que no puedo resumirlo así. De hecho se me dice que no puedo resumirlo así. Que soy yo la que me he alejado. Que soy yo la que no quería una pareja. No quiero una pareja. Pero te quiero a ti. Tomar un té contigo en el café francés que te gusta. Al que vas a leer y levantar la vista y mirar la plaza. Por el que entra el sol a bocanadas. Te quiero a ti y a tus lápices de tres centímetros que usas hasta el final. Tus ilustraciones por Whatsapp. No conozco a nadie que recuerde los sueños como yo que no seas tú. Me gustaba que me los contaras al levantarte. Y que sacaras la carta del día. Leerla juntos.  ¿Qué tiene que ver eso con el sexo? O ¿en qué medida eso no se sostiene por sí mismo? ¿No es suficiente? Independientemente de que me quiera o no acostar contigo o acostar con otros. Pienso en Her. Pienso en la escena en que él se sienta en las escaleras del metro: «…En el camino me convertí en muchas otras cosas y no puedo detenerlo» le dice ella. Busco por la casa una biografía de Elisabeth Smart. La encuentro en la habitación del fondo. Me cuesta porque son 397 páginas, pero al final encuentro un texto suyo que tantas veces me viene a la cabeza: Érase una vez una mujer que era exactamente como todas las mujeres. Y se casó con un hombre que era exactamente como todos los hombres. Y tuvieron algunos hijos que eran exactamente como todos los hijos. Y llovía todo el día… Al final murieron todos. ¿Insistís en que os dé detalles vulgares? ¿Puro chismorreo? ¿Odiosa glotonería? Capítulo primero: nacieron. Capítulo segun-

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do: estaban perplejos. Capítulo tercero: amaron. Capítulo cuarto: sufrieron. Capítulo cinco: se calmaron. Capítulo seis: murieron. Sólo es esto. Podría contarlo de manera muy distinta. Podría decir «seiscientoscuarentayuno». Creerías que estoy hablando de poliamor.  Podría intentar explicártelo así: Una sirena de buque atraviesa mi casa. En el bosque un primer rayo de tormenta. Recito a Vajrasatva, lentamente. Cobro intensidad y como un mandato la lluvia acelera su ritmo conmigo. La tienda de campaña me abraza de humedad, yo la recibo como al sueño, poco a poco y sin resistencia. El mala sobre la colchoneta con la sábana gastada. Un lápiz. Mi bolso repleto de sobres de té. Unas pastillas para el hígado, los cascos y el aparato para las traducciones. Una cata, el horario de las sesiones. La pasta de dientes, el cepillo. Cierro los ojos y oigo la lluvia. Estoy sola. Otros practicantes en sus propias tiendas y en las habitaciones de los edificios. Mañana nos levantaremos a las seis para la primera sesión. Cómo explicarte que veo los dedos de Dios en el piano del cielo. Cada gota una nota. Cómo explicarte que lo que me pasa es que estoy siguiendo esa melodía.

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Sara Deluis ∙ España ∙

Cimientos y armonías

Caminos, hogares, vidas…

Todo se construye sobre lo que ya existió. Recuerdo el pulsador redondo, achatado y plateado. Siempre estaba frío en el primer contacto. A su lado, un cajetín guardaba con perfecta caligrafía sobre un papel que los años habían vuelto amarillento, en un azul intenso, las palabras «1º Izquierda». Primero izquierda, ¿cuántos primeros izquierda en el mundo? ¿Cuántos en España, Japón, Colombia o Moscú? Tantos miles, millones, pero entre ellos sólo uno era su casa. Y también yo sentía que aquella era mi casa, porque incluso mis sueños más livianos sucedían allí. Esperaba, sobre un desgastado escalón que apenas levantaba dos centímetros del suelo, a que tras pulsar aquel botón chiquitito de plata se abriese la antesala del hogar. Empujaba una gran puerta de hierro y cristal y tras ella se hacía presente el rellano. Era un espacio amplio y diáfano, de proporción cuadrada y diseccionado por dos largos escalones que daban paso a una nueva llanura desde la que surgía una tímida hilera de escalones de granito verde y poco pulido, por donde se derramaba la luz del ventanal. Un solo piso me separaba de su mirada, y yo me entretenía en un juego infantil, subiendo y bajando el peldaño que descansaba a orillas de su puerta durante la eterna espera de su aparición. El timbre era otro detalle singular. Estaba insertado en un gran cajetín de plástico blanco donde se veía desproporcionadamente pequeño, tanto que allí dentro parecía ridículo. Al pulsarlo quedaba al descubierto su extrema sensibilidad, pues con el mínimo movimiento parecía quebrarse. Sin embargo, existía un leve tránsito en el que permanecía mudo, aún en tierra de nadie, manteniendo un extraño equilibrio como esperando el segundo en que se hundiría del todo para acabar chillando ante el estupor del golpe final. Y así, entre un movimiento cualquiera de mis pies, comenzaba el baile de llaves y cerrojos que atraían mi atención hasta el punto justo donde yo sabía que aparecerían sus ojos.

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••• A esta hora su joven cuerpo reposa sobre las sábanas en la oscura media tarde del invierno. Hay música golpeando las esquinas. El día de mañana nacerá solo por nosotros. Yo dibujo mapas para que sobre ellos nazcan las flores mientras él se come la pulpa de mis males. Me pierdo en el cristal de sus pupilas rompiéndose ante mí cuando en la lengua se lleva arrastradas, entre la sal, cada una de mis llaves. Porque hemos destruido el golpe seco del segundero y, hoy, olvidados en un espacio hueco, hasta el cielo nos llora. Entonces se levanta, se viste y dice que se va. Me gusta verle pasear descalzo por la habitación en sombra. Arrastra su delgado cuerpo alargando el adiós, él sabe bien a dónde vamos, reconoce que somos el precipicio y la cuenta atrás para saltar al vacío, imagina nuestra carne ser alimento de nuevas golondrinas. Pero vamos más allá, y acabamos siendo el pálpito del vértigo y a la vez, el mudo dolor de la valentía cuando da comienzo el salto. ••• La escalera de esta nueva casa es el hogar de los fantasmas, oscura y triste, se pierde tras la puerta. Pero hay una espesura blanca en las paredes recién pintadas, y sobre ellas siento que todo aquello en base a lo que había construido mi vida está sucediendo. Yo, sola y capaz. Ahora comparto este espacio libremente contigo y hacemos de él nuestro hogar. Poco a poco lo llenamos de detalles, de momentos, de nueva luz. El viejo tocadiscos exhala armonías desde su callada esquina, gira el vinilo, la aguja emite el ruido del pasado. Es gratificante comenzar una nueva colección de discos contigo. Discos, libros y fotografías llenando las estancias. Letras, voces, trozos de piel, poemas, armonías en todas sus maneras de existir. Y entre ellas tú y yo. Entre la madera, el polvo, la oscura luz de la escalera, nuestros pequeños tesoros cantan su canción

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de amor. Un página, una bombilla, una carne, un corazón. Nuestro hogar hecho de mínimas melodías. ••• Cabe dejar constancia de que el olor de aquella casa era peculiar. Olía como puede oler la felicidad reseca en las paredes guardianas aún de ecos lejanos. La vida que otros días llenaba sus rincones, ahora se escondía en ellos y deambulaba nostálgica. Allí ya sólo quedaba ella. Ella junto a sus recuerdos, en la casa que una vez estuvo llena de gente y hoy silenciosa espera a morir. Allí ellos fueron felices. El sol inundaba las habitaciones mientras el aroma de las flores, que atestaban el balcón, entraba ligero y bailarín; la gran olla despedía de continuo suaves vapores, medio limón se adormecía sobre el lavabo y alguien cantaba con excesiva emoción un gol. Pero los niños se fueron poco a poco, del mismo modo en que llegaron. Y también él optó por marcharse. El viento lo arrastró a lugares lejanos, de esos que sobrepasan las horas y el espacio. La fe de ella fue siempre su amor. Su amor inabarcable, que cargaba como una lápida sobre su cuerpo. Su amor era su condena y su camino a la libertad, su nostalgia y su más pura felicidad. Y en esa casa fue donde se abandonó a los muros, aun queriendo ser del aire o de la tierra. ••• Tal vez jamás pensaste que pudiera haber reinos detrás de una lámpara. Civilizaciones, sociedades de minúsculos seres que yo fui capaz de ver en aquellas tardes de mi infancia, mientras un Ducados negro se consumía sobre el cenicero. ¡Ssssh! Calla, duerme, sueña, guarda. Es triste comprobar que tras el final sólo quedan los lugares y sus ecos. Resulta paradójico cómo lo que siempre estuvo muerto nos prevalece, 227

lo que nosotros llenamos de vida se queda inerte pero sigue estando ahí, en el mismo espacio donde permaneció siempre. Dejamos las habitaciones vacías, los armarios llenos y los cajones ordenados, mientras la luz obstinada aún se cuela entre las cortinas del mismo modo en que lo hacía durante el tiempo de la siesta, sobre tu cama, sobre la imagen de tu espalda. ¡Qué grande era comparada con mi ridículo cuerpo de niña! ¡Qué quieta y callada frente a mi escalada por tus sábanas, sobre mi voz piando el agudo timbre del juego! Aún soy capaz de recordar todos tus lunares, una traviesa y meridional verruga que apenas alcanzaba a salirse de tu carne y, justo por debajo, un lunar color rojo, rojo como la sangre que por entonces aún te palpitaba muy adentro. En cualquier momento te volverías sobre tu cuerpo vivo y viejo, y en esa mirada azul, donde podrían ahogarse todos los hijos de la mar, yo me salvaba mientras tu voz, que hoy casi he olvidado, susurraba paciente: «¿Ves la lámpara en el techo? Si estás muy callada podrás escuchar a las moscas freír patatas». Y todo quedaba en silencio, nosotros, la luz, el tiempo; pero era otra clase de silencio, no el mutismo de la muerte, sino el de la pausa y el parpadeo. Y allí me regalabas de nuevo tu espalda, aquella masa de carne pálida y cansada que hoy me pesa en la memoria. Tu espalda como un fotograma. ••• Dicen que dos rectas secantes se cruzan en algún punto del infinito, y aunque el infinito es un momento demasiado amplio para nuestra mísera existencia, a veces pasa que sientes en el cuerpo el choque brutal contra otra línea (que avanzaba invisible paralela a ti) y su velocidad. Si el golpe sucede ya no hay vuelta atrás, algo cambia e intentar mantener el camino de antaño es imposible. Echar el ancla sería insensato. Hablamos de metamorfosis, de cómo los finales traen siempre de la mano un principio. Así es como nacen los poetas, los poetas malditos, que siempre son dos: él y yo. Así me golpeaste tú mientras bailábamos, con un golpe fatal que incendió todos los mapas y cambió el orden de los Polos. Cuando quise mirar atrás, vi a lo lejos trocitos de 228

mi cuerpo esparcidos junto a las ruinas de viejas fronteras, cuadernos rotos y muebles abandonados. Así comienzan los caminos y se levantan los cimientos. Siempre con un golpe sobre la tierra, la carne y el corazón. Así, con el primer pie sobre un peldaño viejo. ••• El sol nos encontró en Despeñaperros y siguió avanzando con nosotros mientras cruzábamos la planicie de Castilla. Supongo que en ese momento no éramos capaces de entender hacia dónde nos dirigíamos, pero sabíamos con certeza que estábamos juntos frente a la carretera en busca de un destino. Ascendimos por la estrecha carretera de montaña, dejando atrás las barreras, los tiempos y las dudas ajenas. Apagamos la radio con el primer grupo de árboles y bajamos las ventanillas para que la vida llenara la pequeña estancia del coche. Ahora el sol jugaba a esconderse tras los pinos, su luz intermitente dibujaba pentagramas en el aire, mientras un cúmulo de sensaciones se me agolpaba en la garganta. Entonces sentí una enorme felicidad golpearme y vi en él la misma emoción, cómo se le erizaba la piel y se extendían las comisuras de sus labios. Estábamos ante una de esas maravillas que te ofrece la vida, esas cosas incapaces de abarcar con las palabras pero que te abren en canal el cuerpo y se comen tu alma, juegan con ella como un yoyó, te llenan, te vacían y vuelven a llenarte sólo con su esencia, que tratas de hacer tuya pero se escapa. Y entonces sientes que has rozado por un instante la cúspide de la alegría eterna. La felicidad que no tenía nombre, ni sentido, ni precio, que se escondía en un enorme espacio abierto o detrás de unos ojos. Entonces pones los pies sobre la tierra y descubres que las maravillas existen y no están tan lejos como al principio creías. Todas las historias convergen en la tuya arrastrándote hasta un punto perfecto; así sabes que has llegado a tu lugar y cuando lo descubres entiendes que no existe ninguna otra posibilidad.

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••• Querido A, dicen que el amor es pura invención novelesca, pero yo lo he visto de cerca. He visto a una mujer de ochenta y siete años abandonar todo cuanto conocía para ir detrás de su amor. Tú también has conocido su cara plena de ilusión cuando podías adivinar que en su mente aparecía la imagen de él. La vida se le escapaba por los ojos mientras imaginábamos que en nada había cambiado su mirada durante los sesenta años que la separaban de la primera vez. Qué tonta adolescente parecía aquella señora. Pero qué milagro representando la infinitud de un amor, ¿o era el infinito simplificado en la fugacidad de una primera mirada? El amor se reconoce por los ojos, que nadie quiera engañarnos. Yo sólo tuve que mirar una vez a los tuyos para saber que había llegado el momento de quemar los calendarios. Tus ojos son paz y verdad, son los cimientos de un hogar, la cuna de los buenos sueños, la cura para los malos. Mi muy querido A, seamos nosotros quienes hereden el espíritu romántico, salgamos a los bosques y bajo el inabarcable cenit profeticemos el amor, un amor eterno y renovado. Riamos de cara a los incrédulos y a los hombres de poca fe, sentémonos cogidos de la mano frente a aquellos que pusieron fronteras sobre su propia piel. Porque tú y yo conocemos el secreto de la infinitud del alma, la esencia pura del Cosmos. ••• Anoche soñé contigo, soñé contigo en un sueño muy pequeño y muy cercano. En tu casa, que también es casa mía o me la apropio haciéndola casa primera, de la infancia, del recuerdo. Nos soñé en el lecho, junto a otras caras llenas de amor y una luz del azul más puro, sin edad pero de amplia sonrisa. Aún puedo verla sonreír. Yo ocupaba el lugar que antes fue de él y es hoy hijo de la ausencia, y mientras soñaba que te perdía porque alguien, a lo lejos, te pedía con más fuerza de lo que yo lo hacía, a años luz de esta casa que es más tuya que mía, nosotras hablamos de cosas nuevas y viejas, ajenas al dolor y a las penas, ajenas a los tiempos

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que vinieran. Y allí te fui dejando entre el azul y el rosa de tus muros blandos, entres las flores de tu balcón y tus cristales llenos de sol. Y te guardé para siempre en aquella casa que hoy es ya casa de nadie, llena del silencio que trae consigo la sacudida. ••• Fin, principio. Es injusto que yo tenga que vivir de los silencios de una casa para poder llenar la mía. Crear nuevas armonías del caos, del ruido mudo de lo que una vez fuimos. Ahora sois bocas calladas y corazones quietos, pequeños destellos de luz en mis recuerdos, tangible polvo que cae sobre vuestros muebles olvidados, sobre vuestra historia de amor eterna. Es injusto que no pueda tenerlo todo al amparo de mis brazos, que ya no quede vuestra carne viva, ni vuestra sombra. Es injusto que zurza mi felicidad con la nostalgia que dejáis. Ahora, en las manos sostengo una fotografía robada que probablemente fue un error cotidiano. Es la imagen de vuestro balcón encalado abierto a un patio de cálida luz y árboles. Hay trapos tendidos bajo un plástico, trapos que os vistieron y os guardaron y que hoy alimentan a las polillas en un armario cerrado. Pero esta tonta imagen me evoca todo el amor con que llenasteis vuestras casa, casa de todos, casa mía también, y sobre sus pilares levanto las nuevas paredes de mi cabaña. Qué injusto es pensar que soy la siguiente vuelta del carrusel pero estoy huérfana. Tal vez alguien escriba sobre nosotros un día, después de una módica distancia. O puede que todo muera aquí, que se acabe la fe en nosotros, el amor, el mundo. Sinceramente, no quisiera ser el último peldaño. Qué injusto este dolor tan feliz. Pensar que en otro momento también nosotros acabaremos y esta casa también se quedara tal y como la dejamos, llena de recuerdos, llena de amor. Pero nadie piensa en los finales cuando el principio apenas sucede, aun sabiendo que son ellos quienes nos dan el relevo para la nueva marcha.

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Entonces hoy, a pesar de la pequeña pena, llenaré el nuevo hogar de luces, de miradas amorosas e historias nuevas. Cerraré las puertas de vuestras estancias que ya sólo podré visitar en sueños, reconstruiré vuestros muebles en un pequeño espacio de mi memoria y con ellos vuestras manos, vuestras caras, vuestras sonrisas. Instalaré vuestras siluetas en el balcón florido de la eterna despedida y construiré una vida propia con el collage de vuestras vidas llenas de amor. Levantaré pilares con el polvo de las estrellas que ahora sois, construiremos esta casa con la magia que dejáis. Y desde ya, seremos el principio de la eternidad. ••• Dejaré sobre la tierra tres varillas de pálidas rosas de pitiminí, porque si pienso en vosotros sólo veo flores. Y durante el movimiento que me acerque al polvo que ahora sois, llevaré en el bolsillo un listado de promesas que hacerle a mi amor. Entonces os imaginaré de pie frente a mí, juntos, los cuatro, cada uno con su fe de la mano, y así imagino que debía de ser, que no podía ocurrir de otra manera, que no podríais venir a verme tan feliz en vuestra soledad porque juntos es la única forma como sabéis ser. Allí lloraré la ausencia de vuestra piel y la alegría de los recuerdos que sostienen hoy mis huesos. Pero me marcharé rápido, debo irme al centro mismo de los campos, donde celebraré el amor y escribiré la palabra primera de nuestra historia, una historia de mil caminos que sea hija de la eterna herencia de las estrellas. Y vosotros vendréis conmigo, os veré tangibles a mi lado, entre las caras familiares que nos acompañen, sonreiréis y celebraréis el sueño prolongado y viviréis a través del latido de nuestros corazones que sólo existen porque una vez llevasteis puestos los zapatos que ahora me visten.

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Raquel Degayón ∙ España ∙

Diarios de la tormenta

16 de junio

A veces tengo la impresión de que no sirvo para nada. A veces tengo la impresión de que me proyecto como una lámpara proyecta las sombras en las paredes. Me miro en otras mujeres a las que admiro por esto o aquello. Entonces no pierdo la esperanza y pienso: «Si tanto te remueven será porque lo llevas dentro». El virus de la inadaptada. De la que sueña en colores pero escribe en la oscuridad. De la escritora nostálgica que llora sonrisas. Y canta soliloquios. Y baila. Y se emociona con las plantas. Y con los pájaros, a los que aprendió a observar como quien ve por vez primera un arcoíris. Y con sus sueños. Y vibra con la misma intensidad con la que piensa que la monotonía mata. Y tiene menos estabilidad emocional que un bebé recién parido. B no escribió nada nuevo. Ni nada nuevo encontré en la ventana de Facebook. Siempre encuentro una nueva excusa para volver a mirarlo. Y mirando me enredé en los sueños a medio cumplir de alguna otra persona. Y se terminó el helado. Y me levanté del asiento para que me dieran ganas de volver a sentarme. Y cuando volvía me acordé de esa mesa de escritorio postrada junto a un contenedor de basura. La que pienso bajar a buscar al caer la tarde. La que pienso me elevará el estado y las ganas y la iniciativa y la creatividad. Pero todo eso es mentira, todos lo sabemos. Que el escribir solo se logra escribiendo. Y no sé si será decente, pero al menos es un comienzo.

17 de junio

Han pasado ya dos meses desde que llegué a esta isla. La relación pasional que entablé con ella hará tres años se estabiliza y aquello que tanto idealizaba mientras andaba en otros lugares de pronto no me resulta tan intenso. Este lugar es como el amor que se consolida. La isla me está dando la oportunidad de enfrentarme a mí misma, a una rutina. A conformar aquello que llamamos «hogar». Por momentos

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quiero gritar, salir corriendo, tomar el primer avión a cualquier paraíso de arena blanca y gigantes mariposas azules. Confieso que establecerme me aterra. Como si tener una casa, un lugar al que volver, se me enredara como un grillete en la pierna. Cuando llegué pensaba comprar un terreno. Yo, una vagabunda con los bolsillos vacíos y pocas vistas de encontrar (o buscar) un trabajo estable. Poco a poco esa estúpida idea se fue borrando a medida que mis ganas de salir de viaje crecían de nuevo. La palabra «estabilidad» se me atraviesa como un nudo en la garganta. Hay días que lloro. Hay días que me tiro en el sofá y desafío a los muebles a no movernos. Siempre pierdo. Hay días que me cuesta respirar. Y otros me consume la rabia. O la envidia. O los celos. O la tristeza. O yo misma. Pero hoy fue diferente. Hoy me sentí feliz trabajando la huerta. Me encargaron regar unos árboles y cuatro calabazas en un trozo de tierra cubierto de rastrojos quemados. Y eso me dio la mayor paz que pude desear en estos meses. El aguacatero comienza a dar frutos. Tal vez en eso consista estar en un lugar. En ver cómo te transforman las estaciones. A veces quiero huir. Y a veces quiero seguir leyendo y ver qué sucede en el siguiente capítulo. Regar las flores. Matar arañas. Decir «lo siento». Hacerme un potaje. Practicar yoga cada día a la misma hora, sin esperar una gran transformación que me haga comprender el universo. Mentiras todo. Que tu olor duerma en la almohada las noches que no estás. Ver una serie antes de acostarnos. Ir a clases de pintura. ¿Por qué nos costará tanto escoger una vida?

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19 de junio

Te leo. Siempre le tuve pánico a la hoja en blanco. Y a lo que escribo. Plano, tan real que llega a ser aburrido. Me aburro conmigo. Y entonces te leo. Eres como esa pastilla blanca que se traga antes de ingerir los dolores. La pastilla de los posibles y los disfraces. Me disfrazo de escritora cuando respondo a tus textos. Juego como cuando niña a ser lo que quiero en ese momento. Y cuando me quedo sin palabras te vuelvo a leer. A veces pienso que querría conocerte. Yo, en silencio, en el rincón de un café viendo cómo te mueves. Si levantas el dedo al coger la taza o si eres más de bebidas fuertes. Entonces me digo que no. Que seguramente dejarías de parecerme interesante. Que las personas cuando se vuelven reales pierden los polvitos mágicos que les echamos en nuestro hemisferio, el derecho o el izquierdo. Tienen piel y carne. Y comisuras y boca. Y no son sino eso. Humanos. Ayer leí que hay un algo llamado «culto al héroe», que no es sino poner escaloncitos entre tú y otra persona. Cuanto mayor sea el culto al héroe, más escaloncitos te separan. Entonces esa persona se ve pequeñita a lo lejos. Tan diminuta que no sabes bien si lo que miras es un codo, una mueca o el dedo gordo del pie. Pero no vas a asumir que no conoces nada del personaje, así que lo inventas. Los pelos de los brazos son color naranja. Y en la punta de la nariz tiene un lunar. Los ojos no son redondos sino triángulos. Y es así, que de tanto mimarlo, se cuela en tus sueños y pides tener los ojos triangulares tú también. Durante mucho tiempo me inventé héroes, uno tras otro. Mis héroes tenían brazos de liana y yo danzaba con ellos. Bajo ellos. Hasta que un día grité basta. 237

21 de junio

En ocasiones recuerdo aquel tiempo en que éramos tres. El día en que mi habitación dejó de ser la de una niña para ser la de una adolescente a la que le gustaban las lunas y los tatuajes de henna. O diez años después, cuando Bea y yo pintamos mi casa por completo y la hicimos parecer algo nuevo. O la tarde que me estuvo fotografiando y me hizo sentir bella. Ahora estamos todas tan lejos… ¿Se puede tener tristeza por deprivación de la amistad? Hace días leí que en Estados Unidos existen campamentos de verano para adultos. ¿Será que no somos unos cuántos solo? ¿Será que necesitamos tocarnos y sentirnos y olernos sin pretextos sexuales, solo porque sí? Porque somos. 22 de junio

Hoy una persona que no conozco pero me conoció sin proponérselo me dijo: «El universo dice que es momento de volver a casa, es decir, a quien realmente somos y amamos». Antes de aquello, esta misma tarde quise gritarte. Hoy quise culparte de todos los males del universo mío. Y callé. Entonces me miraste como si me leyeras. Y vino la sucesión del ¿qué? y el nada. Quise gritarte. Entonces te conté que estoy marchita. Que siento frío cada noche. Y que hace tiempo me abandonó la alegría, aunque eso ya lo sabías. La alegría verdadera. La que te hace despertar cada mañana y arrancar las malezas. Entonces veo mis lágrimas en tus ojos. Aunque tú eres experto en retenerlas. Me cuentas que mi tristeza también es tuya y me abrazas. Me abrazas hasta la eternidad y yo me quiebro. Me acaricias la frente, 238

la mejilla. Me besas. Y otra vez las lágrimas hacen de depuradora y por fin vuelvo a respirar. A veces pido que te marches lejos. Que no tengas que preocuparte más, ni perder tu tiempo con estas idas y venidas mías. Hoy quise gritarte y tú me diste la vida de nuevo.

19 de julio

Se acabaron las crisis por un rato pero aún así quiero ser más. Más yo. O más ese yo que huele a canela y a tierra mojada. Hace unos días fuimos a Benijo. La primera vez desde que llegué a esta isla hace ya meses. Benijo o la madre. Si pudiera haría que todas mis lágrimas fueran a parar allá, a reunirse con su fuente de salitre. Benijo me hace sentir viva. Me hace sentir diosa. Cuando sus olas me golpean en el vientre. Cuando me succiona y cuando decide que no me quiere dentro y me escupe. A veces me gustaría mudarme acá. Llevar una vida contemplativa. Aprender a hacer quesos con doña Tomasa. Y bajar al mar cada mañana, antes de que aparezcan los turistas. Hacer ritos de sanación del alma. Y volverme a pasar la tarde entre las plantas, dibujando el atardecer una y mil veces.

5 de agosto

Volvieron a encontrarme. Tristeza y desesperación. Yo estaba sentada en esa silla del comedor y ellas aparecieron por el pasillo de la casa. Me tomaron de la mano, me sentaron en el sofá y me pidieron que les fuera preparando el café. Y otra vez, lo único que me apetece es salir corriendo. ¿Pero a dónde? ¿Por qué necesitamos tanto huir a veces? Algunos lo camuflan en viajes. Viven al límite, adrenalina, adrenalina. Y luego qué. ¿Toda la vida 239

de viaje? Es posible, sí. Es posible. Así les será más difícil encontrarte. Pero aparecerán. Tarde o temprano aparecerán y vendrán a abrazarte. Otros lo camuflan en trabajo. No puedo. Tengo que. Debo. Trabajar. Toda la vida. ¿Y ahora? Ay, tengo un poco de tiempo. Paternidad. Maternidad. No puedo. Tengo que. Debo. Me debo por completo a esta otra personita. Oooooh, mírala. Es tan tan bonita. ¿Y yo, dónde estoy? Oooooh, no importa. Que la vas a despertar. O el de la vida acelerada. No, no puedo darme a la paternidad. Tengo que comprar este coche de unicornios. Y después la casa. Y después la tele. Y este otro traje nuevo. Tengo que. Debo. Trabajar. Toda la vida. Pero ellas también ahí aparecerán. Tarde o temprano. Ellas esperan a la sombra del aguacatero. No tienen prisa. Ellas estarán toda la eternidad. Yo no lo oculto. Vinieron y salí a darles la bienvenida. Tengo frío y me pesa el estómago. Tristeza me abraza. Le cuento que nada de esto tiene sentido. Que no sé qué soy. Quién soy. Que busco señales. Que espero al maestro pero el gran maestro nunca aparece. Y pido y pido por él pero las respuestas son mis voces devueltas en eco. Nadie aparece. Ninguna señal es clara. Me quedo en el piso que odio. Me voy al campo a una casa que no es mía. Busco mi hogar pero no aparece. Me marcho a otro lugar. Me quedo en la isla. Y pienso en aquel día de abril. En la lluvia. En el granizo. En el avión que nunca llegó a salir. O salió pero yo nunca estuve dentro. Pienso si aquello fue una pista. Si no quise escucharla y ahora de pronto estoy aquí desconectada de eso que llaman «fuente». Pienso si algo quedó a medias. Pienso si esto no es una huida de nuevo.

8 de agosto

En medio de la crisis me asomé al balcón. Miré todas mis plantas y lloré. Ese balcón es el reflejo de mí misma. Planto semillas con ilusión 240

y después las abandono. Dejo que el suelo se llene de tierra, de hojas y cenizas. Dejo que las plagas se apoderen de mi esfuerzo y mi amor por la naturaleza. Las veo y lloro. No soy capaz de hacerme cargo de mi propia vida. De poner el mismo interés en mi interior que en la vida maravillosa de los desconocidos de internet. Sí, tengo un problema. No, no quiero un psicólogo. Todo esto es un aprendizaje.

12 de agosto

Cuando estábamos a punto de llegar a casa de mis padres todo se complicó de nuevo. Primero vino el ataque, después fueron los reproches. Las heridas no cicatrizadas de mi niñez. Nunca cicatrizadas. Heridas hemofílicas que nunca paran de sangrar aunque me empeñe en hacerles parches con ceniza. La historia completa es demasiado larga y yo ya perdí el hábito de escribir. Tras la tempestad, pude escuchar palabras de mujeres que ya se recuperaron. Mujeres sabias hablando de consciencia, de descubrir lo que una es y lo que es el otro para así mirarlo desde la butaca de la espectadora. La que ya no se duele. La inalcanzable por la ira. Llegué a Córdoba con la idea de ahondar en mis raíces y lo que encontré fue una reunión de mujeres de todas las edades. Mujeres sentadas al calor del atardecer estival. Mujeres que escuchan atentas y comparten y hablan, que tienen aún mucho por resolver. Mujeres muy jóvenes también, que atienden sin opinar, impregnándose de la sabiduría, como en mi mente ocurría en esas antiguas aldeas. El remolino me llevó a las raíces. Me llevó a recordar cuando las mujeres hablaban y yo oía, pequeña, sabiendo que no debía opinar, que no quería, que quería escuchar solo y nunca alejarme de aquella, mi verdadera familia. Mis raíces, mis ramas, mis flores y frutos.

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Noah Benalal ∙ España ∙

Esta película también va sobre mí

Que Frances Ha fuese desde el principio un motivo de conflicto con mi persona favorita parece ridículamente apropiado, visto desde aquí. Un conflicto flojito, un problema de interpretación: Lizara piensa que el final de Frances es terriblemente trágico (voy a empezar por el final), pero yo creo que no. Ella cree que la desacredito cuando digo que esto es idealismo, que se debe a que Lizara cree mucho más fuerte en la esencia de las cosas, en su magia, su alma, su no-sé-cómo-llamarlo, que ella es toda energía potencial, y yo soy otra cosa. Pero casi siempre es un cumplido, y lo que me saca de mis casillas es la envidia que me da, lo mucho que me cuesta mantenerme en movimiento y lo fácil que me resulta renunciar. La verdad es que necesito enchufarme a ella para funcionar, es lo que más me cuesta explicar, que tengo pegamento en los zapatos casi siempre, que no sé exactamente qué es lo mío pero sí sé que bailar es lo contrario. Un día fui a poner la oreja en una clase suya de estudios de género, en un viaje a Barcelona, donde vivía ella, en una universidad que tiene aspecto de universidad, donde estudiaba ella, y no salí en muy buenos términos conmigo. Algo que dijo su profesora me dejó a la defensiva y del revés: «Una lectura identificativa en literatura es rasgo de inmadurez». Salí muy segura de lo que pensaba en contra: que una función del arte al fin y al cabo es explorarse, que amputarle toda dimensión personal es perder, que por qué iba a hacernos falta eso. No he dejado de creer en esas cosas, creo, pero claro que no abarcan todo lo que me hizo estar incómoda: la universidad con pinta de universidad, la facultad de estudios literarios, la beca, el piso de estudiantes y toda la gente que danzaba por allí con cara de saber lo que se hacía, de tener al menos una idea sobre todo, de saber beber vino sin vomitar. Cuando te sientes minúscula no te alienta mucho que te acusen, con la autoridad que otorgan todas estas cosas a tus ojos, de leer igual de mal que Emma Bovary. Quería volver a mi cama y no salir de allí, y me daba rabia no saber sobreponerme, ¡pensaba que estaba por encima de eso! Sentir que caminas más despacio que alguien a quien quieres no deja que te sientas grande, y yo siempre intento ir a zancadas en Madrid. 245

«Quién se cree usted, llamándome inmadura: ¡tome todos mis motivos contra eso! ¡Tengo argumentos!». A lo mejor hay por ahí alguien a quien le sirvan, porque cuando me ofusco puedo ser muy convincente. Me gusta mucho una escena de Frances Ha que pasa en el metro, en un vagón del tren, donde Frances discute con su amiga Sophie. O bueno, donde discuten más o menos, porque el conflicto era difícil de evitar. Sophie le dice a Frances que no va a seguir viviendo con ella, que ha encontrado el apartamento perfecto en el sitio perfecto en el que siempre ha querido vivir, y que Frances no se puede permitir. Van a seguir siendo amigas, nada tiene por qué cambiar mucho más de la cuenta, y Sophie no tiene manera de saber que Frances ha dejado a su pareja por seguir con ella porque nunca se lo ha dicho. Después de nodiscutir, de tener esa conversación que se discute sola, Frances empieza a mover raro las manos: se ha puesto un anillo demasiado pequeño en el dedo pulgar y no se lo puede sacar. «Levanta la mano para que te baje la sangre», le dice la amiga. «Me siento como si quisiese hacer una pregunta». Frances se queda así, con la mano levantada. Como una niña con una duda que no acaba de saber poner en palabras. Claro que soy inmadura, no podría ser de otra manera. Tengo veintiún años todavía, he hecho un par de cosas a lo sumo y no sé beber vino sin ponerme a vomitar. Y claro que una película sobre crecer, relacionarse, encontrarse, aprender a conformarse, tener que desmontar tu identidad y construirla en otro sitio, cambiando a lo mejor algunas piezas, va a gritarme que me identifique; seguro también que contaba con ello quien ha puesto el dinero para esto. Claro que soy inmadura, y que mi inmadurez me hace leer creativamente: algunas cosas están en el texto y otras cosas no, otras las proyecto brutalmente, mis ideas transitorias sobre cómo creo que las cosas son o deben ser, que no se prolongan en el tiempo nunca y que le dan a la película una voz distinta cada vez. No pasa nada porque mi inmadurez no tenga sitio en la academia, allí se encargan de otras cosas. Pero tampoco quiere decir eso que no tenga nada de valor.

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En mi escena casi-favorita de la peli, Frances está en la fiesta de una amiga que no es tan amiga suya, intentando entablar conversación con unos desconocidos que creen que tienen su vida en orden o quieren que lo parezca, y la miran un poco por encima del hombro. Después de una cena bastante incómoda en la que hablan de viajes y de bebés y donde ningún chiste aterriza bien, están tomando unas copas y Frances les cuenta lo que busca ella en una relación, que no es ni más ni menos que el sentido de la vida, y que se encuentra, según ella, en el momento en que otra persona busca tu mirada en una habitación. No por posesividad ni por preocupación, sino casi por intuición; porque sabe que eres su persona. Hoy, el tema fundamental de Frances Ha es lo que me pasa con Lizara. Nos veo en la compañía, en el sitio de donde salen los consejos y en su manera de hablar de los defectos de la otra, con reconocimiento, afecto y un poquito de fastidio. Pero nos veo sobre todo en los espacios en silencio, en esa racha de en medio en la que cada una está en un sitio y sus vidas empiezan a moverse a ritmos más distintos, en la que no pueden hablar. Me veo en la Frances que hace un viaje que no se puede permitir y piensa durante un rato que leer a Proust en París va a convertirla en una adulta, aunque luego se le pasa, y en la que no puede hablar con una Sophie que se muda al otro lado del océano porque no tiene internet en el ordenador. Me veo especialmente grande (o pequeña, muy pequeña) en el momento en el que Frances podría decir algo y no lo dice; podría explicar su situación y sus opciones y reírse con otra persona de la situación en la que se ha metido y consolarse con la voz del otro lado de la línea, pero no le salen las palabras. Pero también nos quiero ver en lo de después, cuando las dos vuelven a verse por casualidad y todo es igual que antes, y vuelven las confesiones y los sueños y los consejos sobre la almohada, y Frances le sujeta el pelo a Sophie para vomitar (qué bien, además, que también lo hagan los mayores). Mi escena favorita de la peli está justo al final, y Frances está en una fiesta intentando entablar conversación con una jefa suya que no cree 247

que haya fracasado. Después de una actuación de baile que ella ha puesto en marcha, una coreografía empapada en su personalidad, su mimo y sus movimientos, preparada en los ratos libres de un trabajo de oficina que paga sus facturas y que no le hace sentir mal, está recibiendo aprobación y enhorabuenas. Pero ella se distrae buscando en la habitación la mirada de Sophie, no con posesividad pero sí con preocupación, porque no está segura de que siga siendo su persona. Cuando ella no está mirando, Sophie busca la de ella, porque claro que lo es. Y entonces las dos se encuentran, y se conmueven y sonríen, porque han encontrado el sentido. «Es Sophie, mi mejor amiga», le explica Frances a quien habla con ella. Pero no deja de mirar. Sigo sin estar de acuerdo con Lizara en lo fundamental, porque, pese a los compromisos, los imperativos y los cambios, esta no es una historia triste. Sigo pensando que al final Frances se encuentra, o que está más cerca de encontrarse. Sigo pensando que conformarse es bueno a veces, y que la opción más fiel a ti no es siempre la mejor. A veces está bien intentar seguirle el ritmo a los demás y coger impulso desde allí. A mí me va mejor cuando lo hago. Pero hoy la historia es todavía menos triste, porque Sophie y Frances crecen a destiempo, a veces se lastran o se juzgan o se envidian o no encuentran las palabras. Pero al final se miran.

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Flora Francola ∙ Venezuela ∙

Diarios de cabellos y mar

Julio de 2017

Soy la que llora en un bus en madrugadas del pleno invierno. Soy la que repite el recuerdo de la voz de su madre porque los horarios no coinciden. Soy la que duerme hasta el mediodía y despierta con la vida perdida. La que por un techo y comida vende baratas sus horas. Soy de los que se fueron y aún tres años después no parece haber llegado a tierra firme. Soy las mentiras que le digo a mi familia para que no se preocupen. Soy una empleada en negro, la que le pagan por día menos de lo que cuesta una cena. Soy números y disfrazo mi acento para evitar preguntas. Soy una cuenta de Twitter que mira muchachos baleados, la que sufre impotencia, se queja pero nada hace más que escribir. Soy café derramado y nadie llora, solo la taza y yo. Julio de 2017

Tengo una contractura en la quinta vértebra cervical. La he llamado «país», a veces responde al nombre «familia». Creo que en su esencia es soledad. Tengo tendencia a la fatiga, veo borroso de lejos, náuseas. Mi madre dice que no digiero las situaciones. Tengo temporadas de hambre, dejo de comer, luego el frío y la lluvia. El miedo no me permite seguir. Entonces el llanto. Entonces duermo. Agosto de 2017

Migraña que vino antes que la fisura, intensidad de la contractura, quinta vértebra que ya no calza con exactitud. Cuando dices que soy perfecta, el filtro del amor te ha nublado, como si un segundo bastara para repararme. Estoy dañada en algunas partes, lloro mientras camino bajo los rayos del sol o la finísima lluvia, tengo dolores violetas y azules, neuralgia es una palabra acuarelable. Cuidarme en mis achaques es tu herencia, tienes manos nobles, y yo soy un peso, un ancla.

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No creo en la suerte, mas aún te encontré en una ciudad en ruinas, en un país con muerte anunciada, en una banca de plaza en la que estuvimos mucho antes de conocernos. No son las carreteras y autopistas las que nos conectan. Son los ríos y mares. Tenemos la historia contada, sin embargo, después de un tiempo no te nombré más. Te llamé por un color que sustituye a tu nombre, solo así pude reconocerte. Fuiste acumulando corales en tu lomo de ballena austral, tienes el cansancio violeta de aguas turbias bajo los ojos. No sé si hablo de ti, a quien no he visto en mil días o de mí, que evito los espejos para no hacerme la pregunta del propósito de estas vidas. Las luces de las patrullas y faroles me ciegan, como siempre. Septiembre de 2017. Temporada de huracanes.

Recogimos nuestro cabello como campesinos arando la tierra seca, esperando que la lluvia cumpliera viejas promesas. Esta noche llueve tanto y mis zapatos son submarinos atravesando el río que es la avenida. Nosotros que agradecemos al sol y a las nubes, que lloramos la misma sal del chubasco, ¿cómo podremos salvarnos cuando la tormenta haya terminado? Los barcos y los puentes, el tiempo que he estado robándote. Solo quedan escombros tras el huracán. Tu voz tiene la sal del mar, veo la inmensidad del océano en cada persona que he amado. Tomaste una decisión, yo elegiré también un camino. Voy a trenzarme el cabello con tus recuerdos, voy a llenar mi casa con caracoles para escuchar el oleaje de cientos de pequeños mares y en algunos tu voz.

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Octubre de 2017. Tres años fuera de Venezuela.

No has conciliado el sueño en las últimas tres noches, sientes inevitable el frío en los pies, deberías usar las medias de lana que te regaló mamá. Qué suerte que encontraras la maleta perfecta hace una semana, donde cada zapatilla, cada prenda de verano, el único abrigo que tienes, algunos libros de poesía que no podrías dejar, todo entra perfectamente para el viaje. Empacaste y desempacaste tantas veces que ya no recuerdas donde dejaste las medias. Debes dormir. Mientras lavas tu cara, estrujas los ojos aún dormidos, pensarás en el trayecto que deberás hacer por tu cuenta, sin madre, sin pareja, sin amigos. Tienes un solo boleto, tienes una sola valija, tienes un solo pasaporte. ¿Creerías si te digo que todo saldrá mejor de lo que imaginas? Sientes en el estómago una soga anudada, pensarás en los peñeros y los amarres que los mantienen flotando cerca de la orilla, son nudos perfectos y sin embargo tan sencillos del soltar. Vas a querer ser uno de esos barcos que se aleja de la costa durante el día, vas a querer también regresar con la tarde. ¿Y sabes qué? No vas a poder. No eres un navío, eres una persona que no puede quedarse, eres más parecida a una tortuga marina que solo podrá vivir lejos de donde nació. Tus padres te acompañarán al aeropuerto, llevarán tu equipaje. Tu madre te dará una bolsa con pasteles fritos y tu padre querrá darte dinero como cuando eras niña antes de entrar al colegio. Los mirarás con un dolor que se expande por dentro casi a reventarte el costillar, esconderás la cara en un intento fallido de que no noten tu tristeza. Tu padre dirá que no existe tal cosa como la patria, que todo hogar se lleva en el pecho, te abrazará. Tu madre te tomará la mano y te pedirá que no llores, el tiempo pasa rápido, este país va a mejorar y algún día estaremos juntas tomando café en el patio, dirá. Te mirará los ojos inundados y te permitirá una sola lágrima, solo una, no más. Irás a la taquilla a chequearte, dejarás la valija, el piso de mármol pulido reflejará el dorado del sol que apenas amanece. Tomarás sorbos de agua para reponer el Caribe que estás dejando. ¿Cuántos sorbos 253

necesitarás para no extrañar todos los días el azul del mar? Volverás a la sala de espera con tus padres. Recostarás la cabeza en el hombro de mamá y papá se arrodillará frente a ti. En otro tiempo te habría dicho que siempre puedes volver. Ahora solo te mira con la misma ternura que te miró el día que naciste y por unos segundos va a parecer que nada de esto está sucediendo. Se quedarán así un rato largo que no podrás precisar, guardarán silencio y pronto será el momento para el abordaje. Tomarás el pequeño bolso de mano cargado con cepillos de dientes, celular, dos libritos de bolsillo, auriculares, cosméticos y las medias que no encontrabas cuando quisiste evitar el frío en los pies. Tomarás también la mano de tu madre sin pensarlo y recordarás luego que ellos se quedan. Ese será el momento cuando todo el llanto contenido caerá parecido a esas lluvias que empiezan con dos lágrimas y se convierten muy rápido en tormenta. Los abrazarás como nunca, deberá ser una sensación que puedas mantener años después cuando te sientes a escribir sobre ese día que dejaste tu país, que ya no volverá a ser tuyo. Octubre de 2017. Recuerdo de la última sumersión.

El agua llega a la cintura, no parece haber peligro, un azul envolvente baja del cielo tibio y se derrama generoso sobre la piel, tocas un caracol afilado con la planta del pie y recuerdas que algunas cosas simples pueden hacerte daño. No lo habías notado, pero la corriente estuvo arrastrándote lentamente, te ha debilitado la sal. Quizá tú tampoco querías salir. La marea está creciendo, el agua te cubre los hombros, buscas con la mirada hacia la playa la sombrilla y tus cosas, se ven muy lejanas. Entiendes que debes volver. Buscas tocar el fondo con los pies y no lo encuentras, una leve resaca retiene el peso de tus muslos. Ahora lo sabes a plenitud: estás atrapada en la levedad del presente. La orilla es el pasado, la espuma la nostalgia. 254

El futuro, el remolino del que eres parte, algas, arena. Y tú, sin hacer mayor esfuerzo para salir. Noviembre de 2017. Refugios enmarañados.

Me quedé pensando en la expresividad del cabello, en los mensajes codificados en una trenza o un fleco, los colores o el cambio que sucede con el paso de unas tijeras. Yo quería que me vieras como un océano, como si escucharas el sonido de las olas cuando te acercabas a saludarme. Lo que nos pasa a todos los que queremos compararnos con el mar, es que nunca, nunca seremos suficiente. Hubo un día que me hice una crineja fina del lado izquierdo, todavía quedaba tintes azules y se me escurría la incertidumbre habitual, como saliendo del agua de un no saber qué hago, después de creer firmemente en un plan que ya no recuerdo. Era un lunes, como son todos mis lunes, o casi todos. El horario nocturno de camarera en el bar, la rutina de música ochentosa y cócteles una vez por semana me enfrentan a los espejos del pasillo a media luz hacia los vestidores abriendo las mismas dudas, como agujeritos en la arena por donde entran y salen cangrejos ermitaños. Los lunes tienen noches largas y calmadas, poca gente considera un buen día para embriagarse. Si viajara en el tiempo once años atrás, me vería un lunes cometer un error impulsado por el licor que al pasar los meses resultó ser una de las mejores —sino la mejor— decisión de mi adultez. Claro que en ese entonces no lo supe, nadie tiene certezas cuando hay grados de alcohol pasando de la lengua al cerebro. No puedo precisar cuánto en mis planes ha cambiado en once años, ni siquiera sé cuántas posibilidades me han aplastado o cuántos cabellos se me habrán caído en estos últimos mil ciento setenta y dos días que equivalen a tres años y un poco más de un mes, tiempo que he vivido en una ciudad que no deja nunca de encontrarme desprevenida. La tarde antes de salir de Venezuela corté muy corto mi pelo, buscando comodidad en el viaje y lo que sería después la adaptación. Meses 255

más tarde caí en cuenta que fue un ritual, un despojo similar al ayuno de los aborígenes antes de una batalla, una suerte de limpieza del yo. No, no he sido como Sansón, la fortaleza no la llevo en el cabello, aunque cuando se desprende a mechones lo que pierdo es más grande e incomprensible: la calidez, el refugio. Estos trazos enmarañados que llevo son la metáfora del plan que no se cumple, que va mutando con las temporadas, camaleónico enjambre que deja rastros cuando apoyo mi cabeza en un abrazo y un adiós.

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Dulce María Ramos ∙ Venezuela ∙

Fragmentos de un diario en el exilio

Caracas; 23 de abril 2017

No hay que sentir compasión por nadie de este Gobierno. El pasado viernes casi me asesinan sin compasión sus mercenarios. No puedo hoy ni mañana sentir compasión por un dictador y sus asesinos. Caracas; 4 de mayo 2017

La literatura es resistencia, al menos es lo que me ha mantenido de pie estos días. Caracas; 12 de junio 2017

Yo crecí en un país donde la palabra DOLOR no existía Ahora forma parte de la vida diaria Desayuna con nosotros (si se puede) Almuerza con nosotros (si se puede) Cena con nosotros (si se puede) Despierta y se acuesta con nosotros (siempre).

Caracas; 16 de junio 2017

Entrevisté al poeta Armando Rojas Guardia. Me dijo: «Vivir poéticamente es vivir en resistencia, oponerse al horror y la barbarie, temple psíquico y capacidad de repuesta espiritual».

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Caracas; 22 de junio 2017

Despertar en Venezuela es doblemente agotador. No solo debes luchar contra tu voluntad, también contra la tristeza y el miedo. Caracas; 5 de julio 2017

Un día de la Independencia para confirmar que Venezuela vive en una dictadura. Caracas; 11 de julio 2017

Despertar cada mañana en Venezuela es un ejercicio de voluntad y fe. Caracas; 21 de julio 2017

Quisiera que mi país sumara premios en las artes, que se publicaran más libros, que no cerraran librerías o salas de cine, que la gente comparta sonrisas en vez de lágrimas. Hoy la lista de muertos llegó a cien en las protestas. Caracas; 27 de julio 2017

Leo la novela La nada cotidiana de la cubana Zoé Valdés. Es tan parecido a lo que vivimos ahora en Venezuela. Tiene hambre y nada que comer. Su estómago comprende muy bien que debe resistir. En su isla, cada parte del cuerpo debía aprender a resistir. El sacrificio era la escena cotidiana, como la nada. Morir y vivir: el mismo verbo, como por ejemplo reír. Sólo que se reía para no morir a causa del exceso de vida obligatoria.

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Bogotá; 23 de septiembre 2017

Paz: extraña sensación que había olvidado o nunca me había preocupado por sentir. Cuando tienes la mente en calma y nada te atormenta, cuando cualquier detalle es placentero. Porque la Revolución le ha quitado tanto a mi generación y merecemos vivir. Bogotá; 2 de octubre 2017

Un poema que escribí en febrero a mi país: Venezuela. Releerlo desde lejos, duele más. Vivo en un país triste con personas tristes Los pájaros emigraron con su canto solo se escucha el silencio El miedo y la soledad tomaron las calles La epidemia de tristeza se propaga nada salva al país triste La alegría se consumió en las colas para apaciguar el hambre Los niños olvidaron el significado del verbo jugar Los árboles también olvidaron el significado del verbo florecer. Bogotá; 4 de octubre 2017

El color de mis ojos siempre fue una mezcla entre el color café oscuro de mi madre y el café clarito de mi padre. De ahí que mi madre siempre decía: «Tienes la piel blanca, cabellos castaños y ojos guayoyos». Cuando a los quince apareció la miopía, tomando en consideración que 261

odiaba los lentes de montura, usé lentes de contacto de todos los colores: azules, verdes, grises, hasta que me aburrí. Era un intento de ser otra persona, negar mis raíces y de alguna manera ocultar el sentimiento de melancolía que habita en mis ojos. Desde hace cuatro o cinco años, noté que algo en mis ojos ha cambiado, la pequita del ojo izquierdo sigue ahí, el tamaño sigue ahí, la miopía sigue ahí, pero el color no. Esta mañana al mirarme al espejo, pensé que casi no recuerdo a mi padre, y él, en su empeño para que no lo olvide, ha decidido ir cambiando el color guayoyo de mis ojos a su color sol. Así que hoy, lo vi a él en mi mirada. Y me pregunto qué quiere que aprenda a mirar. Un hombre que huyó de Franco, yo que huyo de democracias y revoluciones fallidas. Por más que trates de enterrar tu pasado, siempre algo te dirá de dónde vienes. Bogotá; 24 de octubre 2017

Duele ser huérfano de padre y madre, pero carajo como duele ser huérfano también de país. Bogotá; 27 de octubre 2017

En estos días mis amigos colombianos y venezolanos me han preguntado si estoy contenta y feliz. Hoy me detuve a pensar sobre eso. En comparación a mis últimas semanas en Venezuela que trabajaba tanto y nunca tenía dinero para comprar comida ni nada en realidad, pues estoy mejor. He recordado qué es vivir, caminar por las calles sin el miedo a que me secuestre un colectivo y lo más importante: no pasar hambre. Bogotá; 28 de octubre 2017

Esa extraña felicidad: salir de casa todos los días y comprar pancito en la panadería de la esquina. Saber que hay pan, saber que puedes comprar el pan que te guste, saber que no hay colas, saber que no debes presentar tu carta de residencia. 262

Bogotá; 29 octubre 2017

La Venezuela que extrañas no existe. Extrañas la infancia y adolescencia que te robaron, el país que te robaron. Bogotá; 5 de noviembre 2017

En estos días me enteré que una amiga está muy enferma: cáncer en la carótida. Procesando la noticia, ella sin quererlo me dejó una misión que estoy tratando de asumir: vivir, porque un día vas al médico y te anuncia tu muerte. La situación política de Venezuela me quitó esas ganas de vivir; mejor dicho, los políticos de bando y bando convirtieron a mi país en un lugar triste. Esta vez Bogotá, mi rebelde sin mar, me ató, no me suelta y me ha recordado qué es ese asunto de vivir tu vida: estar cansada o trasnocharte por trabajo, salir con tus amigos, tomar con tus amigos porque una cerveza de vez en cuando no es malo, comprar pan o cualquier cosa sin hacer colas, ayudar a la amiga que está en crisis con la tesis, caminar sin miedo a que te maten, fumar con tus amigos un cigarrillo o un porro (aunque no me hacen absolutamente nada) y en fin, dejarme querer por mis amigos y quererlos. Y a pesar de tener días grises y días luminosos, soy afortunada: estoy sana, trabajo aún en lo que me gusta y sé, vivo en una zona bonita, tengo muchos libros por leer, gente pendiente de mí y ya lo que falta vendrá, he aprendido a vivir con lo poco tengo. No sé si lo que vivo ahora es un exilio o cómo llamarlo, sé que antes era una chica muy triste que vivía en un país triste y ahora es feliz, o al menos lo intenta, en un lugar un poco más amable con ella. Ahora leo Tiempo muerto, la nueva novela de la escritora colombiana Margarita García Robayo. Uno de sus personajes le pregunta a una chica de Venezuela que acaba de conocer: «¿Por qué los venezolanos no viven en Venezuela?».

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Dina Piera di Donato Salazar ∙ Venezuela ∙

34, Bogardus

1 de noviembre 2017

No logro despegarme de la noticia del hijo-de-puta que salió a matar para que Halloween no sea más la película del loco de la motosierra legendaria que repiten desde el siglo pasado, sino la del hijo-de-puta que se puso el disfraz más barato que encontró por las redes, el de un fanático con barbas. Ocioso de mierda. Se metió en el canal de las bicicletas. La imagen de las bicicletas destrozadas, como astillas plateadas de un animal muerto. Busco los huesos de la bicicleta que conozco mejor. La que lleva una cesta para compras trenzada con guirnaldas de lentejuelas cobre y dorado. A veces la veía en la puerta de un restaurante o recostada en una fuente. Era de una de las profesoras del doctorado. Para esa época no la decoraba. Doy vueltas en mi cabeza con las imágenes del primer Halloween que pasé aquí, mezcladas con las fotos del grupo de paseantes amorosos arrollados ahora. Era cosa de niños y muchachos con ganas de fiesta que atraían turistas, pero la profesora del seminario que nos llevó a conversar con Bryce Echenique aquel día, al final nos recomendó que camináramos hacia el desfile de la feria de los muertos, unas calles más abajo. Yo estaba feliz porque Bryce me recordaba y porque no tuve que simular nada, qué alivio, él no estaba enamorado de Chávez. El colombiano que iba conmigo esa noche descubrió que Manhattan no iba a ser su ciudad. Que Bryce y yo éramos de otro mundo que ya pasó. Nos helamos en aquella fiesta de demonios, los espantos no se quitaban los abrigos sino un ratito, las capas de los vampiros y las venas hinchadas reaparecían justo para una foto de concurso, que para la época todavía no eran una obsesión. Una multitud arrastraba telas de araña y humo blanco y rojo. El compañero de seminario, brillante escritor de cierto renombre en su pueblo, no le veía la gracia y los dedos se le fueron poniendo morados bajo los guantes. Nos recuerdo soplándonos las manos, yo hipnotizada por la multitud eufórica por diversión, porque sí, bromeando con la política y él, horrorizado porque te obligaban a representar juegos para turistas, poniendo el cuerpo y pagando además

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por ello. No era para tomársela tan alegremente, repetía angustiado. Aquellas eran fiestas y calles «ajenas». Yo necesitaba exactamente eso. Aferrada a aquellos hilos de la gran araña, si no eres de ninguna parte, como yo me sentía, la ciudad te deja en paz, no te invade como el mundo del que yo huía. Aquel muchacho, por el contrario, quería ser parte de algo y dirigir a otros, era un maestro en ciernes, y le sobraba talento para vivir en su país. Yo solamente necesitaba respirar. Años después, cuando volvimos a vernos, convertido en un señor que ahora caminaba la ciudad por los pasillos amplios de los conferencistas, orgulloso de su acierto, con libros y lectores como los quería, era un dueño. Yo en cambio seguía celebrando el aire, contemplando la ciudad de otros a través de la ranura de mis dedos. Los amigos rosarinos en bicicleta, celebrando un reencuentro en medio de la energía abierta de la ciudad que se habían inventado, mueren en el arrollamiento masivo, invadidos por la psicosis obsesiva de alguien que reclama la propiedad de un dios. El hijo-de-puta posa para las cámaras previstas, soñó con fotos con mayor entusiasmo tal vez que las soñadas balas que supuestamente lo harían santo, co-propietario del paraíso. Los que quedan tendidos serán muertos de categoría menor, daños colaterales anónimos, no mártires. Extraños en tierra de nadie. ¿El funeral que les harán por las redes conseguirá robarle cámara al hijo-de-puta? Vuelvo a recordar la primera vez que vi a la profesora de la bicicleta en la Hispanic Society of America. La recostó junto al venado de bronce de la fuente vacía, no tenía lentejuelas la cesta trenzada llena de libros y yautías de coco, sino bombillitos navideños. No sé si fue la bici cargada de productos caribeños que se conseguían en el barrio de la Hispanic o fue su tatuaje de Bastet en el anular izquierdo, manoseando la editio princeps de La Celestina de Burgos, lo que me hizo pensar que qué suerte estar aquí. La mayoría de la gente que iba conociendo era tan de sus casas. No calzaba con ninguna película de Manhattan. Los estudiantes, repartidos entre fragmentos de Sor Juana y la primera edición del Quijote, hacíamos turnos en lo que me resultaba una sesión de laboratorio de cocina 268

molecular para inexpertos que ni freían huevos correctamente. Creía yo que en realidad era la única confundida y apenas sacaría de aquellas clases alguna nota al pie, un poema. El acento de la catedrática, desconcertante tanto en español como en inglés, restaba autoridad ante los estudiantes. Comprensible. Eran jóvenes, ellos mismos excepcionales en sus lugares de origen, entrenados en el juicio y la competencia. Mientras me prestaban anotaciones, que fotografiaba sin saber mucho porque aquello a mí me parecía lo que no era, supe que la maestra solía ocuparse de causas en vía de extinción y que se movía siempre en bicicleta cuando no estaba navegando por el Caribe. También escribía novelas políglotas, criaba animales y cultivaba un jardín cerca de la calle donde murió Djuna Barnes en 1982. Yo era lo suficientemente vieja como para no impresionarme, hacía tiempo que había dejado de esperar inútilmente que Djuna Barnes me abriera la puerta, pero de pronto el tatuaje de Bastet se animó, ocupó mi espacio, cuando pasábamos por la sala de las pinturas muy deprisa. Bastet se plantó ante un Caravaggio mexicano, «El Costeño», pintado por José Agustín Arrieta, estaba ahí, idéntico a la primera piel chocolate que lamí cuando tenía quince. Un susurro en mi oído, como la lamida áspera de un gato: «Esta es una tumba, todos aquí estamos podridos, tenemos más de treinta años». Era la catedrática de Bastet. Habló y yo pensé en la mujer repulsiva, la famosa ermitaña de Patchin Place, con su sentido diferente de propiedad. Entonces «El Costeño» saltó del cuadro caminando como los zombies de la serie y las moscas de su bandeja cayeron como enjambres sobre nosotros. Alcancé a ver de reojo, en la huida, un cuadro vecino de El Greco, que era una Piedad encharcada en su propia sangre negra. Bastet en su fase cínica podría convertirme en una tumba. Cuando la profesora bajó en bicicleta, tomando la orilla del río, mi costeño ya estaba convertido en un anciano de ochenta que todavía se movía dentro de mí: When the kissing flesh is gone/ And tooth to tooth true lovers lie/ Idly snarling, bone to bone,/ Will you term that ecstasy?. Caminas por la Broadway bailando en su boca. Te sientes a salvo. Unos minutos. Es suficiente.

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3 de noviembre 2017

L llega, preciosa pero con veinte kilos menos. Tenemos siete años que no nos vemos. Le pido que me ayude a seleccionar entradas de mis anotaciones para un proyecto que vi en Facebook. De pronto empieza a hablar del desalojo forzoso que empezó tres semanas después de que muriera su hermana. Un coronel quería su casa. En un descuido entró una mujer negra vestida de negro, y ya no salió. Se sentó frente a L y habló por el celular diciendo: «Ya estoy aquí y no me saca nadie». Fue apareciendo su supuesta familia de malandras y malandros adultos y niños con perros sucios. Fue el secuestro en su propia casa avalado por la autoridad sobornada del momento. Luego se enteraría de que la mayoría de los invasores eran comediantes contratados en el papel de gentuza intimidante. Se bajaban de autos que costaban una fortuna. Te seguían por todas partes, sobre todo un cubano que parecía auténtico. Entró diciendo que era palero: «Señora, esa muerta es mía, es ella la que la va a sacar a usted de aquí. Mejor váyase ya». Seguidamente empezó a hablarle con lujo de detalles sobre quién había sido su hermana. L no conocía magos cubanos, pero luego supo de todos los que llegaban y que supuestamente no eran dueños de sus propias vidas, y no podían responsabilizarse de nada, era por culpa de los muertos. L lee entradas del 2016:

3 de junio G viene directamente del hospital después de la reunión del sindicato, inquieto porque en mi correo insisto en una ardilla que salta por la escalera de incendio todas las mañanas y golpea el vidrio de mi ventana en el sexto piso. Me empieza a explicar por qué no debo abrirle, pero interrumpo sin venir a cuento: —No voy a ir a la convocatoria de la universidad para la conferencia del líder español.—

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Me oigo diciéndole que los actos cambian de un extremo de benevolencia a la crueldad excesiva siguiendo una misma idea de justicia. Se nota que llevo días hablando sola. A medida en que me detenía en nuevos relatos de rebeliones, me iba quedando con un vago argumento; algo que empieza por una ausencia y un despecho en la boca del estómago abría una brecha a veces imperceptible hasta ocupar, con su enorme hueco, una calle del centro. La masa hechizada compuesta de individuos atraídos, enamorados, fermenta y empieza a ocuparlo todo. La forma que domina es siempre la más seductora. Cuando se desinfla también lo hace de uno en uno: un muerto, un desaparecido, un desencantado, un preso, un enfermo terminal, un emigrante, un suicida, uno que hace la cola y, entre todos, también garantiza que alguno pueda permanecer con la cabeza bien puesta, entregado a la resistencia creativa. Decide cómo quieres estar en este momento. —Ajá— dice mi amigo. Mientras yo atropello la idea, él examina la ventana de mi cuarto. Afuera está oscuro. —La ardilla no viene de noche— le advierto. Recuerdo al filósofo aquel, conmovido por lo que imaginaba de Venezuela. Estaba hechizado por ese país, dijo. Contó del paseo en un avión de la presidencia que lo llevó a unas playas asombrosas la primera vez que fue a dictar seminarios. En esa ocasión congenió con una mujer de otro presidente, para él una belleza genuina, realmente de otro mundo. (No creo que estoy oyendo eso.) Fue en Caracas donde también vio por primera vez a un perro que valía el equivalente a cinco meses de su sueldo en New York (la verdad es que no era mucho, aquí él era un contratado) y a universitarios con una conciencia crítica avanzadísima. Y tuvo la suerte, en otro de sus viajes, de presenciar la primera aparición del gran líder golpista, que invitaba a nuevos diálogos desde la acción comuni-

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taria. (Le brillaban los ojos describiéndolo como un indígena guapísimo que hacía pensar en un centauro. Yo escondía la cara entre bufandas, con la excusa del clima, y cuando pidió mi testimonio sobre esos paisajes no aclaré que los conocía únicamente por fotos.) Sobre la amante del nuevo presidente, según él también sacada de un mito fundacional, no comenté cuando se me preguntó; la diosa nueva creada para el comandante me parecía más bien el calco de una ex reina de belleza que había sido la candidata presidencial opositora más fuerte. En cuanto al atractivo populismo que según él acabaría con una política de exclusión, apenas asomé que no había oído hasta entonces sino comunicados (corría el año 2000). Salí del compromiso con mi anécdota de cuando vi al comandante en un restaurante del interior en la mesa de al lado. Pero me explayé en el cordero que solían marinar con el romero y la salvia que el cocinero cultivaba en su aldea europea a donde viajaba de tanto en tanto a buscarlos. No conté cómo no llegué a terminar aquel plato estrella, enfrascada en una discusión a media voz con el funcionario de cultura que cuando quiso llevarme a la mesa del líder protesté (que no, que me daban miedo los ídolos). Yo cenaba allí (corrijo, empezaba a cenar) en la ocasión de haber ganado un premio literario que horas más tarde se me entregaría sin mucho ánimo (cómo era posible que una poeta no entendiera nada, cómo voy a contar esto). Mientras el filósofo saboreaba sus mejores recuerdos venezolanos, temí por mi vida llena de disparates. Seguir esperando vínculos con la vida literaria nacional, aunque ya todos estaban rotos cuando me fui huyendo hacia Cumaná en 1990; desconfiar de uniformados solamente porque los de mi infancia tenían dobles vidas siniestras que me paralizaban, y cuando me salía al paso la oportunidad de afianzar el talento, ganar una edición y amigos, no sabía manejar la personalidad social que atajara a la niña salvaje aterrorizada. Ahora estaba entre alumnos 272

brillantes y bien acogidos en las academias de la ciudad que estuvieron en deudas con el país por donaciones de generosos mandatarios venezolanos del pasado, y solamente quise escapar del filósofo. No fue mi último disparate. Ese invierno, mi primero aquí, dormí mal porque el radiador sonaba como si estuvieran friendo pescado al otro lado de la pared. No lograba saber dónde estaba. Estamos lejos de Brooklyn donde la noche se llena de enormes luciérnagas que salen de un buque de cuando la guerra de Vietnam. Son las palomas mensajeras a las que el artista Duke Riley les coloca pequeñas linternas para soltarlas de noche desde el barco para que el cielo se llene de mensajes para los enjaulados de los apartamentos. Algunos, con boletos para el evento, caminan libres por el East River y festejan el Fly by Night. Nosotros también celebramos, mientras me acechan disparates al otro lado de las rejillas metálicas.

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Cecilia Bello ∙ Uruguay ∙

Barro

Me siento a escribir y me salen cosas oscuras. Quisiera escribir sobre el sol, aunque hoy no se deje ver, sobre la primavera y las flores hermosas que comenzaron a renacer, con sus colores tan intensos. Sin embargo, cuando vengo aquí, salen todas aquellas cosas que siento que no estoy logrando, todo lo que no me está haciendo feliz en este momento. Quizás soy yo misma que no me hago feliz y no me doy cuenta. O sí. ••• Vuelvo al barrio después de dos meses. Siento el olor y confirmo que es mi lugar. Me doy cuenta de que extraño cuando vengo. Será que la rosca no me deja pensar mucho. O sentir, a veces. Tomo café con mamá. Últimamente tomo muy poco café. Pienso que con los cambios de hogar cambian algunas rutinas, algunas costumbres. Charlamos un rato. Estoy con ella. No quiero estar en otro lugar. Quiero estar ahí. Ceno con papá. También quiero estar ahí. Hablamos, recordamos a Oma y se nos aguan los ojos. Hacía tiempo no los sentía así. No me daba el tiempo para ellos. Los extrañaba. Ahora me tomé el ómnibus, que me mueve de mi barrio. Me lleva a otro del que estoy aprendiendo sus calles, sus rincones. Hay veces que me despierto y no me siento yo. O sí yo, pero en lugar raro. Me pienso, pienso mi entorno, mi compañía. Y todo me parece raro, al punto de cuestionar cómo he llegado hasta aquí. ••• Últimamente vuelvo del psicólogo con dolor de cabeza. Sé que es de llorar mucho. Me gusta volver caminando por la vereda del sol, y nada más dejar que los pensamientos vayan y vengan. Ya no me importa que tenga los ojos rojos y que la gente se dé cuenta de que acabo de llorar. ¿Por qué escondemos el llorar? ¿Por qué las personas que lloramos parecemos más débiles? Yo lloro mucho. Y que bien me hace. Cuánto lo necesito a veces. •••

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Una casa que fue habitada. Me imagino cómo era antes. Nos reciben tres hermanas. Tres amigas que son hermanas, y son las nuestras ahora. Las siento familia, me siento en casa. Me pienso un año atrás y agradezco todo lo que ha sucedido, los círculos que voy generando. No quiero pensar todo el tiempo en que yo no soy esto, en que mi vida no es tan magnífica, que no tengo cosas para contar. Mi lugar es muy lindo. Rodeado de estas mujeres bellas que me muestran constantemente que la vida da vueltas, y que de ellas siempre salimos bien. ••• Pequeños momentos en que el pecho se llena de aire. Voy en el ómnibus a trabajar, y en una esquina puedo mirar el mar a unas cuadras. Feli, al dormir, busca con su pie el espacio que queda entre la media y el pantalón del pijama para acariciarme. Me gusta sentirlo en mi piel. ••• Necesito aire. El día afuera está hermoso. Salgo a caminar. Sin destino preciso. Respiro hondo. Pienso en mi respiración. Lo necesito hacer para tranquilizarme, para desahogarme un poco. Paso por el parque. Me pienso caminando en un parque tan lindo, tan conocido. Me pienso caminando en parques que no conozco. En otros lugares, no sé en cuáles. Deseo caminar por parques que no conozco. Me siento en la rambla, miro el mar. Me cuesta conectarme conmigo. Estoy triste, estoy trancada. Y solo cuando lo logro decir a un otro me pongo a llorar. Esa manía de compartirlo todo. ••• Me despierto en casa. Después de unos días que me sacudieron el cuerpo y el corazón. Me sacudieron. Me volvieron a mí, junto con otras muchas. Unos días que me sanaron. Hace una hora que desperté y no he podido salir de la cama. Pero no es como otras veces. No me siento anclada, deprimida. Sin ganas. En esta hora leí diarios de otras mujeres que me llenaron de claridad, y me ayudaron a confiar. Planifiqué un 278

viaje con una amiga. Le dije a otra que la iré a visitar a otro país y que la quiero. Y lo más lindo de esto es que lo siento real, siento que puedo hacerlo, siento una confianza tan grande en este momento que siento que lo puedo hacer todo. ••• Transformación. Esa palabra estuvo rondando en mí todo el día. La pensé, la escribí, la leí en el post de una amiga. No siempre creí en la transformación. Muchas veces me sentí acabada, ya definida, como algo que no tenía posibilidad de cambio, con características, virtudes y defectos, con un camino armado del que no iba a salir. Hoy estoy sintiendo la transformación. La siento en mi cuerpo, la veo en mis conversaciones, en la intención con la que a ellas me dirijo, en el barro que investigo con mis manos, que me lleva a jugar e imaginar dragones como cuando tenía seis. Siento la transformación en la confianza hacia mí misma y en la luz al hablar. Hoy me siento barro. En mí hay infinitas posibilidades de ser y todas se reducen a una: soy lo que quiero, y mañana podré ser lo que quiera. ••• ¿Ya se va la magia? ¿Tan pronto? ¿Es que dura tan poco en mí? Entonces ¿todo lo que dije de la transformación no es real? O lo es, y justamente levantarme así hoy, con esta negritud que no sé de dónde viene, si de amanecer temprano cuando no quiero, o de haber soñado intenso, o de tener que correr para tomar un ómnibus que me va a dejar tarde en la puerta del trabajo. ¿No puedo mantener la magia en la rutina? ••• Esta casa improvisada me hace sentirla hogar. Disfruto de colgar la ropa y que el sol me dé en la cara mientras lo hago. No me puse el filtro que me mandó la dermatóloga para cuidar mi «piel muy blanquita y sensible» como dice ella. Mejor. No siento ninguna máscara que frena mi contacto con el sol. Puedo sentir su energía enteramente en mi cara, 279

aunque piense que después me van a quedar manchitas. Disfruto poner música en otro idioma, música que canto por fonética sin saber el significado. En algunas me detengo y busco la traducción, para ver qué dicen esas palabras que tanto me hacen sentir cuando las canto alto. Disfruto de hacer la cama, cambiar las sábanas y doblar la ropa mía y de Feli, para que cuando volvamos a la noche tengamos ganas de este hogar que a veces descuidamos. Siento que este taller, hecho casa, se vuelve hogar si yo lo deseo. Y también pienso que el hogar está aquí adentro, más que en las paredes que lo conforman. En mis ganas de estar conmigo y con mi canto y con mi virgo ordenador en el domingo de sol. ••• En medio de las paredes frías de una facultad, pueden suceder cosas que calientan el alma. En medio de tanta academia, tanto autor citado, tanto dogma y tanta gloria por escribir páginas y páginas, aparece la idea más latente de simplemente disfrutar la vida. Mirar el cerro y cantar con él, convenciéndose que él mismo embellece el canto. Hay algo de este tipo de vida que me atrapa tremendamente, el contacto con la naturaleza, el conectar con lo más íntimo del ser, y cantar, y escribir y pintar y bailar. ••• Siento esa necesidad de verla, de tocarla, mimarla, decirle lo que la quiero y que ella me conteste, como siempre lo hace: «Vos no te imaginás cuánto te quiero yo». Quiero que todo eso suceda de nuevo, sabiendo que puede ser la última vez. La quiero escuchar, grabarme su voz, mirarla a los ojos, hundirme en su profunda ternura. ••• Me acuesto a dormir, y ellos están allí. Al ladito mío. Eso me da mucha paz. Los siento a los dos, en el cuarto de al lado. Siento su respiración, su respiración fuerte, que me dice que ya están dormidos. Y me recuerdo de chica, cuando me tocaba dormir en la cama de al lado de 280

Tata. Oma me decía: «Si tenés miedo golpea la cama, que yo estoy aquí, del otro lado». Sí, ella estaba ahí, cuidándome. Me imagino durmiéndome ahí, en esa cama, y me sonrío. Durmiéndome con la paz de tenerlos uno a cada lado, cuidándome los sueños. ••• Ayer fue el primer círculo de escritura en La casa de Chiche. Después de un rato de ponernos al día, compartimos escrituras de cada una. Lau leyó un texto que había escrito para su taller, que me llegó muy hondo. Era sobre la casa de su abuela, la misma en la que estábamos. Escuchar su descripción me generó muchas ganas de escribir sobre Mercedes, los distintos rincones de la casa, para cuando llegue ese momento en el que la casa no sea más nuestro hogar de paz. Ini leyó sobre el día en que se enteró que su abuela había fallecido. El mensaje que recibió decía: «Ya está». Me fui directamente a aquella tarde en un recreo en el liceo, cuando recibí la llamada de papá y entendí todo sin tener que atender. Yo leí un texto que escribí la última noche que dormí en Mercedes estando Oma, en el cuarto de al lado. Lo leí sin poder dejar de llorar y ahí me di cuenta que el duelo me estaba pegando en la cara nuevamente. Me estaba envolviendo. En un momento que no esperaba, en un día que no esperaba. Es que el duelo es así, se presenta en situaciones que te agarran desprevenida, más que en los momentos en que si lo estoy esperando, como cuando me siento a tomar la sopa en el lugar de Oma.

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Yolimar Marsó ∙ Venezuela ∙

La separación reduce los espacios; los días, las palabras. 2013

«El que desea y no actúa engendra la peste». —William Blake Una especie de peste ha comenzado a carcomer mis entrañas o mi cerebro, aún no lo sé, pero es seguro que ha comenzado a roer como una especie de virus no detectable. Poco a poco se fue comiendo mis ideas, mis sueños y me ha dejado en un estado de perplejidad en el que no puedo descifrar si estoy viva, en un coma inducido o en un libro de cuentos. He venido atormentándome por años, respiro y siento instantes vitales donde el corazón casi parece tener una arritmia cardiaca, pero hay otros instantes donde petrificada no logro sentir ni mis huesos. A veces me pregunto si esta carne y estos pasos que doy por la calle son míos, me pregunto si estoy viviendo la vida de otro o para otro. Sólo puedo pensar en mi entorno y no puedo restituir una visión sobre mi cuerpo y más allá de él. Leyendo El retrato de Dorian Gray me he sentido muerta, como Sibyl Vane creo que tuve una visión del amor innecesaria. ¿Ella ha revivido en mí o yo he muerto en ella? He desdibujado mi vida y desfragmentado mi cerebro, me he reducido y me he hundido, no he sabido sobrellevar la soledad, ni la ausencia. A pesar de mi muerte, siempre he creído en aquellos que han aprendido a vivir o al menos lo intentaron, uno de ellos estiró su mano y con un látigo azotó mi rostro, me dijo: «Aquí estoy», me invitó al Combate con esta muerte tan mía. He tomado menos de la mitad del brebaje que me ha preparado para que calme el dolor del latigazo. Siento morirme, mis mandíbulas sostienen un dolor infernal, pero dentro de la amargura del bebedizo un leve alivio, hoy comienzo a tomar nota de las indomables noches que me tiñen con esta especie de peste.

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«Esbozo una sonrisa geométrica que persiste en mis labios como un tatuaje doloroso y me hace olvidar sogas, venenos y puñales de obsidiana». —Ednodio Quintero 20 de marzo de 2013

Tres días sin escribir. Hoy me levanté y dije: limpiaré mi biblioteca. Comencé por el peldaño donde tengo los libros de poesía que me gustan. Releí subrayados, me encontré con hojas sueltas, con escritos en los libros, los digitalicé. Cuando pasé al próximo peldaño una colonia de hormigas beatas había invadido mis libros, de ahí en adelante eran sólo hormigas y más hormigas, desocupé toda la biblioteca, limpié uno a uno mis libros, me di cuenta de que sobrepasan el límite de espacio. He estado pensando: los vendo, los regalo, los dono. Qué duro es sentir que se deja lo que uno cree que le pertenece. La mayoría de mis libros me recuerdan el esfuerzo que hice para obtenerlos, cada uno cuenta una historia, una fecha de comprado, un lugar. Comienza la crisis existencial nuevamente. A veces me veo aplastada por mis propios libros. He limpiado y comencé a tomar en cuenta las palabras de Dubraska: «Revistase». Me di un baño como el que tenía tiempo sin darme, me arreglé el cabello, me vestí distinto, me maquillé, traté de salir a la calle y salí, pude reír, reír sin parar. Parecía desquiciada, pero era necesario. 23 de marzo de 2013

Ha sido extenuante tratar de arreglar mi biblioteca, nada fácil precisar el lugar adecuado, perfecto y accesible para cada libro. Igual no es fácil decidir cuál regalar y a quién, cómo curarle el hongo y otros detalles. Jornada larga. Mientras, yo sólo estoy pensándote en esta hora cuando mi cuerpo quiere reposar y recuerdo el sueño de anoche cuando te daba

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una sopa de cebolla. Me hace falta tu olor y hablarte, ya van tantos días sin escucharte, me vuelve loca esta soledad. 24 de marzo de 2013

Tres días sin escribir. Esta noche silenciosa le abre la puerta a la nostalgia. He inventado limpiarme. Digo inventado porque tuve un sueño y los sueños son inventos escondidos. Un hombre me dijo al oído — en el sueño—: «Piénsalo, tienes ocho meses para limpiarte». No logro trazar metas, ni sé realmente por dónde debo empezar a limpiar. Pero comencé con mi casa exterior, casa que me habita en una reducida habitación de 3x3. Dedicarse a la limpieza es tan difícil para mí. Soy una maraña por dentro y por fuera, no sé cómo comenzar ni cómo terminar las cosas simples. Estuve con un amigo poeta el otro día y leyó un poema dedicado a su mujer, esa mujer que era feliz comprando zapatos, vestidos, bisutería. El poeta amaba esa condición de su mujer y sus básicas compras, mientras, yo me preguntaba ¿soy una mujer complicada? No me dedican un poema por ser frívola pero tampoco por ser compleja. A veces me siento como un personaje atroz. Culminé de limpiar 2x2 de los 3x3 m² donde vivo. Es duro soportar el silencio; hay una culpa en mí torturándome, hoy vuelvo a los espasmos y al delirio. Tengo que reconocer que quizá soy de otra especie. Mis culpas me torturan. 27 de marzo de 2013

Cuatro meses o no sé cuánto sin escribir. Lo único que hago es extrañarte. Todo lo siento gigante, hay un espacio donde no te consigo. La angustia no puedo reemplazarla. Se parte el cerebro al no saberte.

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08 de agosto de 2013

En el recodo de la noche solo te pienso. La distancia me recorre la sangre y me da muerte cada noche. Cada noche que invoco tu cuerpo y tus palabras. 03 de septiembre de 2013

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María Pérez Cordero ∙ España ∙

Las manos

20 de septiembre. Las manos

Llevo días pensando en ellas. Las he extrañado con fuerza porque la he extrañado con fuerza. Cada vez que las pienso y las perfilo en mi memoria siempre es la hora en que sus manos sufren metidas dentro de unos guantes de algodón pasado y de color blanco sucio que se resisten al lavado diario y concienzudo del final del día. Las manos de mi madre son largas y se quejan en silencio, y llegan a casa y se quedan vueltas del revés sobre el sofá mientras ella duerme la siesta inclinada hacia un lado. Cansadas. Derrumbadas. En ruinas. Cuando vuelvo y las veo dormitar sin resistencia, clavo mi vista en la porosidad de sus nudillos, algo resecos y arrugados. Observo la piel que recubre sus dedos desgastados y que brilla ásperamente, y el dorso de su mano que queda atravesado por capilares en relieve que alimentan los movimientos limitados y dolientes de una artrosis temprana. Aun así, ellas resisten, y me sostienen las mías bien apretadas cuando caminamos juntas y atravesamos la calle, y mienten entonces porque realmente las sostienen las mías y yo me doy cuenta cuando llegamos a casa. Sin embargo, en un único aliento encuentran el impulso para reconstruirse cuando acarician la espalda de mi padre, cuando me cosquillean los pies y me agito, cuando recomponen los pliegues de un vestido viejo, cuando bailan por el salón los domingos por la tarde Y justo ahí, cuando quedan insufladas por ese pulso de vida momentáneo, yo creo sentir sus caricias tempranas sobre mis mejillas como si pudiera evocarlas en un tiempo muy anterior a mi primer recuerdo. Sus manos la traen constantemente a mí. En la manera en que me convencen de que todo está bien cuando no lo está. En el soborno tierno con el que acalla y pospone lo que afuera está roto. Como hoy, que yo pienso en sus manos y en la manera en que taparían esta herida.

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23 de septiembre. El final del verano

«Mira, acabas de llegar del otro lado del mundo y estás dónde empezaste», me dijo mi hermano hace unos días cuando cruzamos Isla Chica, nuestro primer barrio, nuestro primer hogar, en una ciudad que me parece casi extranjera, sobre todo cuando estoy en ella. Por la tarde salí a comprobar hasta qué punto yo volvía de verdad a aquel lugar. Me dirigí a la terraza del bar desde dónde la plaza se convierte en una panorámica urbana, y me senté en una de las pocas sillas de plástico descolorido que quedaba libre. Muchas familias estaban sentadas allí mientras varios niños correteaban y brincaban en los recovecos de la plaza, observándolos bajo una lona azul que ya poco podía hacer para evitar las horas de calor de un septiembre moribundo. Hace años esos recovecos me parecían una especie de campo de batalla infantil que se convertía en un tablero de juegos lleno de mil posibilidades. Creábamos reglas según la altura de los escalones, pasadizos y obstáculos a sortear según la disposición de los bancos y las papeleras. Una rampa era un pasadizo hacia otra dimensión, hacia otro nivel en nuestra imaginación, y el lugar desde donde nuestra familia nos vigilaba de incógnito era el lugar más seguro del mundo. Aquel cuadrilátero de barrio abarcaba mis primeros recuerdos, mis primeras cicatrices en las rodillas, el imaginario de una ciudad que me parecía inmensa y que acababa en la avenida del colegio, a kilómetro y medio de allí. Esos niños eufóricos que apuraban los días de verano no se habían empeñado como yo en ir a jugar con zapatos nuevos, como aquella tarde en la que refunfuñé y me miraba tristemente los pies cuando le pedí a mi padre que me llevara a casa para cambiarme el calzado. Respondió que me lo había advertido y que tenía que aguantar la tarde con lo que había decidido. Recuerdo que las sillas estaban dentro entonces, eran de madera y el bar tenía otro nombre al que yo nunca le presté atención. En una de ellas me quedé el resto de la tarde mientras mi hermano corría y corría con otros niños sin parar. Me enfadé con él por su deslealtad y por su poca solidaridad hacia mí y mis ganas de jugar con ellos. 292

Tres calles más abajo encontré el kiosco donde mi abuela compraba castañas asadas en noviembre, y volví a escuchar en un susurro lejano de la memoria cómo nos decía que nos las guardáramos en los bolsillos para así calentarnos las manos durante los pocos minutos que retenían el calor. Ella nunca lo hacía. Las castañas ensuciaban sus dedos blancos, sus manos impolutas, sus manos frías. Ella, que nunca se sentaba en un banco del parque sin extender un pañuelo de hilo bordado en su superficie, ni salía de casa sin una crema hidratante de uno de esos laboratorios franceses de renombre para así cuidarlas y mantenerlas suaves y heladas hasta en los meses de verano. Cuando llegué al final de mi recorrido, más allá del fin del mundo de mi niñez, me arrepentí de la respuesta que le había dado a mi hermano cuando me soltó aquellas palabras. No, no se vuelve siempre. 28 de septiembre. Retales

—Yo soy más de Ortega y Gasset, aunque… —Tío, yo no sé qué le pasa, dice que está sintiendo cosas y que es mejor que nos lo pensemos bien… pero, es que yo no sé qué hay que pensar… —Pues yo sí creo en el destino, y ¿sabes por qué? Porque una vez… —Un vaso de agua de momento, por favor. Nueve mesas están servidas, dos por servir y una libre. Voy de aquí para allá, reparto el chocolate negro de la mesa cuatro, el café descafeinado y el té de cereza de la ocho, dos trozos de tarta de zanahoria para la diez y un vaso de agua para la dos. En ese ir y venir yo trato de memorizar los pedidos, las cuentas por favor, los que se van, los que esperan y los que vienen, y cuando voy

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a buscar las naranjas para el zumo y otro litro de leche me llegan sus historias. Las recibo a trozos, como cuando buscamos una emisora de radio en concreto y esperamos las primeras palabras que nos confirmen que no es esa la que queremos escuchar, y seguimos girando el dial hasta que nos llega una voz reconocible o una sintonía familiar. Sólo que en este caso nunca encuentro la emisora y entonces mis fantasías van de aquí para allá, igual que mis pies correteando por la cafetería, empeñada en acabar esas canciones tan particulares. Imagino que el chico del chocolate filosófico opina que su bebida está demasiado dulce, y que eso es un anacronismo para los tiempos que corren. «¡Qué falta de realidad! ¡Qué superficial y azucarado es esta pantomima de mundo!», pensaría mientras sorbe la espesura de unas nubes que amenazan con lluvia. Se levantará a ojear la sección de los libros de filosofía indignado, atragantado de falacias y malos argumentos, hasta que Nietzsche lo devolviera a su sitio cerca de la ventana y el mundo empezara a precipitarse sobre la calzada. El chico del descafeinado duda. ¿A lo mejor él o ella piensa que es aburrido, que le falta iniciativa, un poco de empuje, un toque de electricidad? Salir más los viernes por la noche, ir a esa obra de teatro posmodernista que lo deje con más dudas sobre ellos y lo que debiera ser y no es, y que todo eso lo hunda definitivamente en su taza de café sin excitantes disueltos. Su confidente escucha con atención o eso parece, pero yo diría que anda saboreando un té de cereza que ya está frío, asintiendo cada dos sorbos mientras recuerda un verano sin mar en un valle de Teruel. La pareja de la diez aún tiene la merienda intacta sobre la mesa. Ella cuenta con énfasis desde sus ojos profundos cómo es eso del destino, la experiencia definitiva que la convenció de que todo está escrito, que nuestras decisiones están ya tomadas y que poco podemos hacer para cambiarlo. Como por ejemplo que ellos dos estén ahí sentados mirándose fijamente, absorbiéndose el uno al otro con todos los sentidos, haciendo desaparecer las paredes, la mesa, las tartas de zanahoria sobre 294

ella y solo quedaran sus ojos carnívoros. Pareciera que la excitación ante la certeza de ese encuentro que estaba destinado a suceder se hubiera transmitido por el aire hasta la chica de la once, que se ha girado levemente hacia ellos como si hubiera recibido un calambre. En la dos alguien toma en silencio un vaso de agua mientras espera a alguien. Me lo dice cuando vuelvo a preguntarle qué quiere tomar, y lo hace acompañándolo de un gesto nervioso y casi imperceptible de la mano mientras mira de soslayo la puerta, como temiendo no empezar nunca una historia que no pueda ser escuchada a trozos. Confieso que a veces yo también la miro, pero no sé bien a quién espero. 7 de octubre. El día que aprendí mi nombre

Hoy escribiste mi nombre en el margen de una revista del súper. Lo retorciste en la «r» y lo dejaste caer en la a final tras subir por la ladera de la «M» que lo inicia. Lo vi salir de tus dedos con una caligrafía rápida, despreocupada y poco calculada, sólo legible para ti y para mí, que empiezo a comprender las geografías que trazan tus dedos. Cuando me nombras, a mí me parece que esas cinco letras viven fuera de mi cuerpo, que no tienen nada que ver conmigo. Qué extraño caber ahí, en esos sonidos que tienen algo de un primer día de clase, que nos convierte en vecinos de paso en el portal, que nos separa momentáneamente y nos devuelve a un momento anterior, lejos de una intimidad recién compartida que guardamos en el sofá de casa. Me nombras, me despides, me llamas, lo repites, como si aún necesitaras aprenderlo bien o ajustarle el tono a las vocales. Y yo, entonces, busco a esa otra que tengo dentro y que te conoció hace tiempo. Le cuento que tú y yo somos diferentes ahora, que realmente me llamabas a mí, que disculpe ese pequeño error de identidad, que te has equivocado de número.

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Qué extraño escucharme desde ti, y sin embargo qué familiar es leerme en ti; en tu forma de escribir mi nombre, como si la de hoy, la que estaba en el salón de casa acariciándote el pelo mientras dormías acabara de aparecer, y sea ella la que vuelva contigo y no esa otra que nombras con todas mis letras. 11 de octubre. Insomnio

Anoche soñé que te lo contaba todo. Fijé las coordenadas exactas donde podías dolerme y te lo confesaba por escrito para deshacerme de ellas. Escribía y escribía páginas sobre mi piel, sobre la tuya, sobre las dos cuando se unen. Te explicaba mis cicatrices, te señalaba mis defectos, te explicaba mis arrugas. Y mientras lo hacía miraba esa foto que me hiciste en las montañas, cuando me asomaba a la alberca cerca del huerto de ciruelos y olivos a mediados de agosto, y en la que aparecemos dos. Yo, nítida y real, en carne y hueso; y mi reflejo, difuso, desenfocado y ausente. Giré mi retrato ciento ochenta grados de manera que la yo real quedaba bajo la mirada de la yo que se desvanecía. Pensaba en qué sucedería si de esa forma mi yo difusa cobrara vida y extendiera la mano para atrapar la consistencia de mi otra yo en el agua o en el aire, y cuando comprendí que en ese caso las ondas y las brisas harían desaparecerme por completo volví a las páginas que había estado escribiendo sin cesar. Sin embargo, las páginas ya no estaban sobre la mesa, ni debajo de ella, ni sobre la cama, ni en ningún otro lugar a la vista. Me levantaba de la silla y revolvía todo a mi alrededor. Buscaba en los cajones, en el armario, luego me dirigía a las otras habitaciones de la casa conteniendo la respiración y rebuscaba en los cajones y en el armario. Pero ni rastro de ellas. Desesperada y angustiada me arrepentía de cada una de las palabras que había escrito, y me encogía sobre el colchón esperando que no hubieran llegado hasta a ti. Deseaba que se hubieran borrado, que se hu-

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bieran ahogado en la alberca que yo contemplaba en la fotografía, que se las hubiera llevado el levante. Desperté sintiendo palpitar mis sienes, mi corazón latía con fuerza y me pesaban los brazos. Cuando por fin conseguí calmarme, extendí la mano hacia el interruptor sobre la mesilla. Cuando encendí la luz contemplé los dedos de mi mano derecha doloridos y apretados entre sí.

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Susana Rodríguez ∙ Colombia ∙

Quietud y movimiento

Diciembre de 2015. Arrebato de volver

Ahora que tengo hace tantos días la misma ropa y que el jean se me rompió y que hace tanto calor y que está por llegar el verano y que se está acabando la plata y que aquí solo se come pizza, milanesa y asado y que vamos a cumplir once meses fuera y que se acerca la Navidad y que se me antoja ir a caminar con mi hermano y hablar de todo sin parar… ¡Y, y, y!, me han empezado a invadir unas ganas arrebatadas de volver. Se me antoja de repente tener la ropa doblada en un armario, varias opciones de zapatos para elegir, un escritorio con mis cosas para sentarme a escribir, un rincón para las lanas, una lámpara en la mesa de noche junto a una torre de libros elegidos cuidadosamente al azar para ir leyéndolos en la quietud de los días que transcurren en el mismo lugar.

18 de febrero de 2016 . El final del viaje y un jet lag de meses

El fin de la vida ha sido ante todo pregunta sobre sí misma. Aquí «fin» no es «final», sino «objetivo». Realmente ¿cuál es el fin de la vida? Y claro, también es respuesta móvil, volátil, transitoria, cambiante. Todos los sinónimos para que no quepa lugar a dudas. El fin de la vida en el 2015 para nosotros fue viajar, que no es poco ni abarcable en su totalidad con las palabras y las imágenes. El fin de la vida en 2016 ha sido volver, que no es menos después de todo lo vivido. Aprender, disfrutar y sobre todo descifrar lo que pasa, con sus causas y efectos, lo que uno quiere y puede tomar para comprender un poco más el mundo, el propio y el ajeno. El fin de la vida, el mío, es el equilibrio entre la quietud y el movimiento, entre la paradoja de echar amarras justo cuando se ha decidido abrir las alas y soltar; es decidir dónde se quiere estar en un momento de la vida y hacerlo. Y también es la sensación de que la vida ocurre más adentro que afuera, donde nos saturamos de los demás todo el tiempo. Asegurando, eso sí, y ante todo, que ese adentro está lleno de los otros, 301

de las conversaciones, los encuentros y reencuentros, las palabras y el silencio compartido.

23 de mayo de 2016. La otra orilla de mi dualidad: quietud - movimiento

Hoy escribo desde la otra orilla de mi dualidad quietud-movimiento, la otra orilla de haber tomado la decisión de volver —que después de todo es tan trascendental como la de habernos ido, y en todo caso puede compararse con atravesar todo un océano—, la otra orilla de estar empezando a fabricar certezas momentáneas —como lo son todas mis certezas— y ver con cariño y emoción cómo se van instalando para hacerle contrapeso a la volatilidad que empezaba a ser peso en la maleta de viaje… y me siento contenta. Me desperté con la necesidad de leerme, entonces vine a buscarme aquí donde sé que puedo encontrarme por pedazos que me ayudan a ir entendiendo cosas, como quien toma distancia y gana perspectiva. Y leí eso que escribí una mañana calurosa de principio de verano porteño, cuando empezaba a configurarse el regreso y me encontré con esas cosas que siguen estando tan dentro de mí como los cuestionamientos frente al trabajo y sus formas de absorber la vida, y frente a las dinámicas del día a día en donde no tener tiempo es tan común como sufrir del colon o de insomnio, donde indignarnos por internet de los que se indignan por internet constituye casi una condición determinada genéticamente en estas generaciones y donde todo lo que era una razón de huida sigue estando aquí tan inmóvil dentro de los vertiginosos cambios —internos pero mínimos— que se configuran. Casi como eso que me da la bienvenida y me dice al oído —muy en secreto, cuando nadie se da cuenta—: «¡Sabía que ibas a volver!», y me doy cuenta de que sí, de que hasta extrañaba esos «síntomas de la vida moderna en la ciudad»: veámonos a las seis porque a esa hora salgo de la oficina, quedémonos hasta las siete porque tengo pico y placa, no 302

salgamos a un restaurante el Día de la Madre porque hay que hacer fila, anoche no dormí bien porque tenía que terminar el informe, me voy ya porque mañana tengo que madrugar… Y entonces me siento en casa, ¡hemos vuelto! Pero ya no le tengo miedo a eso como lo tenía cuando me fui; ahora siento que es como volver, teniendo treinta, a un lugar que parecía inmenso y peligroso a los seis años, porque me doy cuenta de que no era ni tan grande ni mucho menos peligroso. Hasta lo veo con el cariño que inspira la nostalgia del pasado. Y se abre un paréntesis en este texto escrito por la Susana que se sentaba a leer toda la mañana en la hamaca en Cusco, antes de ir al mercado, y que me dice: «Estás atrapada de nuevo en esa rutina, esto no puede ser la vida. La vida no puede consistir en levantarte todos los días a la misma hora a hacer lo mismo, con las mismas personas y en el mismo lugar hasta las seis para volver a dormir y recuperar fuerzas para volver a hacer lo mismo al día siguiente». Y la de hoy le responde que sí, que eso también puede ser la vida.

Fecha perdida en el calendario. Mi forma de habitar el mundo

A grandes rasgos, se podría decir de mí que nací en una ciudad pequeña respecto a las otras de mi país y que en el transcurrir de mi vida fui cambiando de una a otra: fui de más a menos en la cantidad de años que pasé en cada ciudad, tanto que llegué a contar unas en las que pasé solo meses, pero a las que llegué a querer tanto como a las que habité durante años. Diecisiete años en Pasto, ocho en Medellín, tres en Bogotá y uno dividido en más de quince ciudades de las cuales unas fueron huella profunda y otras paisaje efímero a través de las ventanas, incluso habiendo visto ahí amaneceres. Las partidas y los regresos configuraron mi forma de habitar el mundo, pero eso es algo que se puede ver solo a la distancia, cuando han pasado algunos años y miro desde arriba, ganando perspectiva de lo que se ha hecho. Sentí pertenecer y amar un lugar con ese impulso de los 303

primeros amores que se juran eternos y que, después, cuando por la distancia bajan la guardia, se recuerdan con cariño y la certeza de que sí, lo fueron. Luego llegan los demás, los que se consideran más maduros, los que analizas, interpretas y vas moldeando con las construcciones mentales que te va dando la vida y al volver a ellos en la distancia, los encuentras eternos también y se van volviendo una amalgama de amores profundos y eternos según sus proporciones que como todo en la vida, se mueven, se adaptan, cambian según el lugar desde donde los mires. Yo me moví. Fui y sigo siendo movimiento. Aún en la quietud, soy amores eternos, móviles y profundos por las ciudades que habité, soy una caja de secretos como las que vi por primera vez en esa iglesia de oro en Quito, de esas que tienen muchos cajones que se abren de formas diferentes y en donde se guardan memorias e imágenes. Unas tan vívidas que se podrían describir como una escena recién vivida, y otras tan difusas e inabarcables que solo se dejan sentir con el leve recuerdo que evoca un olor y que no se logra precisar, pero que trae a los sentidos un rastro de melancolía bonita, de que se vivió algo muy trascendente, así sea algo tan pequeño como la escena de un perro corriendo detrás de las hojas que llevaba el viento a mucha velocidad por esa calle de tierra una tarde en Cochabamba en el 2015. También fui y sigo siendo la búsqueda de la quietud. La quietud antes y después del movimiento, la quietud durante el movimiento. Habitar las ciudades y verlas desde un punto inmóvil y luego ir a moverme inconteniblemente como ellas en sus ritmos similares y a la vez tan particulares. Buscar un lugar en el mundo para construir un espacio de quietud donde habitar y desde donde percibir el movimiento del mundo. Fui la invención de formas para moverme y formas para estar quieta, anhelando siempre la una mientras estaba en la otra y viceversa. Fui deseos que se hicieron realidad con la fuerza de lo que se anhela y la leve sensación interna de incredulidad ante lo que se va logrando a medida de que va ocurriendo, sin notar la paulatina desaparición

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de la distancia entre lo que se sueña y la realidad en la que eso se va convirtiendo.

20 de junio de 2016. Sobre la importancia de los paréntesis

Hoy me levanté con un recuerdo a flor de piel, con la sensación de una escena casi olvidada: Ese domingo en Buenos Aires, antes de volver, madrugué y salí sola a encontrarme con una amiga. Tenía que hacer un recorrido largo en el subte. Salí a las nueve, cuando el calor aún no agobiaba. Era domingo, había silencio. Noté que esa sensación de silencio, de gente durmiendo, de ciudad quieta, de calles tranquilas es algo que se puede disfrutar en cualquier parte, y sentí una mínima alegría por eso, seguro sonreí al notarlo y hoy sonrío al recordarlo aunque ahora son las seis de la mañana de un lunes, antes de ir a trabajar. Salí con esa sensación ambigua de nostalgia y felicidad por poder disfrutar por última vez de ese lugar sola, en silencio, a mi ritmo. En el vagón en el que subí solo había dos personas: una niña de cinco años, calculo, con su papá. Ella tenía el pelo negro crespo alborotado, a él ya no lo recuerdo. Solo sé que iban en silencio, como yo. Estaban enfrente. No recuerdo todo lo que pensé en ese trayecto, lo que sí recuerdo es la sensación de felicidad y agradecimiento por ese azar que me llevó justo ahí, ese día, con esas dos personas desplegando ante mis ojos ese sutil vínculo que no necesita de palabras ni movimientos para mostrarse tan profundo como es. No estaba pasando nada, solo uno sentado al lado del otro, una que otra mirada de esas que son de cariño y complicidad. Me sentí muy afortunada por haber llegado ahí, sentí que la ciudad se estaba despidiendo de mí y que me estaba diciendo al oído: «Mirá, mirá cómo es la vida, mirá cómo son los seres humanos, tan diferentes y tan parecidos aquí y allá, mirá cómo es el amor, mirá cómo son las ciudades, y los trenes, y los domingos. Tomá, te regalo esta escena anónima de

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intimidad y cotidianidad. Nadie más en el mundo la está presenciando sino vos. Tomala o dejala». Y yo la tomé toda, con todas mis fuerzas, con toda mi atención. Y me quedé allí, sintiendo ese silencio de los tres. Me quedé mirando esa quietud dentro del vagón que iba en movimiento. Me quedé mirando esa luz casi lúgubre que se acentuaba por la oscuridad del túnel. Y me sentí en las entrañas de la ciudad, esos circuitos subterráneos como venas que transportan un torrente vital que en este caso no es sangre, sino historias, escenas cotidianas, la vida ocurriendo a pedacitos. Así nos despedimos Buenos Aires y yo, así nos despedimos Argentina y yo, así nos despedimos mi viaje «el fin de la vida» y yo. Ahí, en media hora de silencio, movimiento y oscuridad. Ahí, en ese paréntesis, entendí cosas que me traje como tesoros.

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Ana Lañin ∙ Argentina ∙

La tranquilidad de saberme perdida

La ducha pausada. Me detengo a sentir cada etapa como algo ajeno a lo cotidiano, como una ceremonia leve. Me saco la ropa, abandono capas de mí, hago visible toda la información del encuentro: quedó flotando como una estela de vida. Me resisto al agua al principio, por miedo a que se lave la presencia. Hasta que me doy cuenta de que el agua recupera las imágenes para mí. Las hace permanentes. Salgo fresca luego del agua. Entonces el aire como una caricia tenue. Se escucha el río. Hay muchas plantas nuevas en el jardín, pero me faltan algunos árboles que fueron los juegos de niña. Especialmente el árbol elefante. El viento y los rumores que se dejan oír en él me vuelven leve. Me liberan de expectativas. Si soy leve, ninguna caída puede dañar demasiado, ningún lugar es demasiado lejos. Entonces suelto. Suelto el aire de mis pulmones, los pensamientos. Suelto hasta las ganas de agarrar. La tierra abre su abrazo a recibirme. Me retuerzo placenteramente interviniendo las espirales de mi cuerpo. Recibo el cariño de la fuerza de gravedad, entrego todo mi peso como una pequeña ofrenda. El fuego culmina el círculo. El sol despierta toda mi superficie. ••• Es un día en que se despierta la sensación de que la Tierra está colmada de mujeres inspiradoras. ••• La escritura fija detalles en la memoria. También me ayuda a vaciarme, a construirme. A veces pienso en todo aquello que queda al margen de las páginas de mi cuaderno.

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Hay días en que se abre como un puente que reduce la distancia de mi interior hacia todo lo que hay allí fuera… Entonces la palabra escrita se transforma en un hogar desde el que miro por la ventana. Pero también existen otros en los que sólo soy ojos, nariz, paladar. La escritura sólo habita el aire y no deja huella. Quisiera ser como el viento, aprender los contornos de las montañas. Dejarme llevar. ••• Se me llenaron los ojos con todo el amarillo de la comarca. Las tonalidades de los álamos. Las nubes enredadas por los filos del Piltri. El calor de las despedidas. El frío de abril. El viaje comenzó en lo más profundo de la noche. Bajo la luna menguante. Algo se rompió. Adentro y afuera. Quizás era necesario para salir de la inercia. No veré cómo el viento desprende los colores de este valle. Pero sí he sabido deshojarme antes de partir. Soy puro inicio. Un despertarme en la mañana en la que se entremezclan los sueños con los grandes desafíos. Todo el vacío del mundo apretado en un sólo estómago. El cruce de cordillera tiñe las emociones de rojo. Las lengas en la culminación de su estallido. Las curvas me envuelven con todos los colores del otoño. El corazón de Valdivia es un río verde con aire de mar, el Calle Calle. El encuentro con Miralejos no podía ser sino en un puerto. Nos hemos embarcado juntos y ahora vamos hacia el norte.

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En el viaje de Valdivia a Santiago perdí por completo la noción de mis piernas como resultado de las prácticas contorsionistas por llevar un acordeón junto a mí bajo el estrecho asiento. Vamos siguiendo la continuidad de las vértebras de la cordillera. Mañana daremos el salto hacia las dorsales. Mañana daremos el salto. ••• No estoy segura si es que aterrizo en un país o en un abrazo. Llegó el día en que el tiempo se detiene en un aeropuerto. Las horas más largas de mi vida. El encuentro más esperado. Dicen que cuando uno viaja el alma tarda un poco más en llegar. Creo que me sucedió al revés: mi alma estaba hacía rato instalada en Colombia, esperándome. Luego de todo este tiempo de viento en mi ventana, de mensajes escondidos en los sonidos de las ciudades; por primera vez estamos juntos sin la inminencia de una despedida. La cartografía del vuelo de la golondrina cuenta nuestra historia. ••• Por la mañana tomo mates con jengibre con todos mis fantasmas. Converso con mi propia fragilidad. Soñé que brotaba agua a borbotones del fuelle mientras tocaba. ¿Serán todas las aguas que ha movido la tormenta? Quisiera no sustentarme en fantasías de lo que no es.

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Me he quedado tan quieta que me sentí cercana a la naturaleza de las plantas. Demasiado tiempo estremeciéndome con Alejandra Pizarnik. Quieta. Vestigio de la noche de poemas ardientes. ••• Dispongo la manta. Enciendo la vela. Quemo palo santo. Respiro. El humo abre mis canales. Me conduce a entregarme toda a la música. El ritual me invita a entrar en otra frecuencia. Todo es en calma. Me entrego a mi cuerpo. Me entrego a la Tierra. Respiro. Suelto. Sólo soy, lentamente, mientras mi cuerpo se llena y se vacía de aire. Y me quiero así. Sin pensamientos. «Lo único permanente en los patrones de conducta es la creencia de que lo son», Feldenkrais. Vuelvo al acordeón y me pregunto cómo pude caerme de un barco tan grande. Descubro que necesito mucha menos fuerza para mover el fuelle de la que habitualmente uso. No es necesaria tanta energía para hacerlo vibrar. Aplico la ley del menor esfuerzo y le doy un respiro a mi espalda. ••• Hago pausas en la lectura y me dejo ir. La mirada perdida descubre signos de la infancia, el sitio donde una vez creció el árbol elefante. 312

Solía subir a ese árbol para probarme a mí misma. Bien sabía que desde esa altura podía saltar sin lastimarme. A veces lo hacía sin pensarlo y corría a subir para saltar otra vez. Otras veces demoraba mucho dudando, mis piernitas se balanceaban frente a la inmensidad del vértigo. Incluso había ocasiones en que no me animaba a dar el salto y bajaba por donde había subido. Me preguntaba por qué si sabía que no me lastimaría, siempre me daba tanto miedo. ••• Mi mirada perdida ahora va en bicicleta por Tulum. ¿Cuánto tiempo pasó desde entonces? Llego hasta un cenote que me recibe como un abrazo. El agua, el aire, el manglar. Voy nadando hasta un camino que me conduce hacia una alta plataforma de madera. Me decido a dar el salto a las profundidades y se me ablanda todo el cuerpo del miedo. En ese momento me siento la niña que se sentaba en lo alto del árbol elefante en busca del coraje para arrojarse al vacío. Son segundos los que tardo en desandar el camino desde el caribe mexicano hasta la Patagonia, el tiempo desde mi infancia. Aunque aún me acompaña la sensación de estar al borde de un abismo. A medida que voy avanzando, me doy cuenta de la magnitud de mis pasos. Estoy aterrada. Aterrada. En la Tierra.

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Sinay Medouze ∙ Venezuela ∙

Los cuatro sentidos

El tacto

¿Qué es lo primero que le ves a un hombre? Las manos. ¡¿LAS MANOS?! Sí, las manos. Me gustan las manos grandes, porque no necesitan dividir mi cuerpo por partes, sino que me pueden agarrar todo de una vez. Me gustan las manos que inspeccionan, que buscan, que contengan, abracen, pellizquen y rocen en una sola pasada. Me gusta que toquen acá y la caricia la sienta hasta por allá, y que me agarre el cabello y lo sienta hasta en los pies. Entre la oscuridad y el silencio, me gusta comparar sus manos con las mías, solo para esperar que él cierre sus dedos y sentir que alguien me acompaña. Con las manos armo mi pasado, mantengo mi presente y construyo el futuro. También destruyo, moldeo, superpongo, acaricio, me rasco y me limpio… También me suelto, bailo, escribo, camino y me describo. Con las manos se toca el alma de la gente y se la abraza. Observamos caras, se siente el cuerpo, doblamos las sábanas y mando besos a distancia. Y corazones en cartas.

La vista

Mamá, si te digo que veas la nevera, ¿qué es lo que ves? Veo lo mismo que tú. Una nevera. ¿Y qué color ves? 317

Plateado. ¿Y qué color veo yo? El mismo que yo. ¿Y cómo sabes que vemos lo mismo, del mismo color? Porque, estamos enfrente viéndolo. Pero, yo puedo ver tus ojos, y tú no te los puedes ver a ti misma. Y también ves mis ojos, pero no ves lo que veo y yo tampoco me puedo ver. (Silencio). ¿Cómo sabes que vemos lo mismo? Nunca me respondió.

El oído

Hace dos meses que tenemos un nuevo integrante en la casa, un personaje con los ojos como lámparas, tan azules comos las noctilucas de Cabo Polonio en Luna nueva. Cabello rizado hasta el cuello, sonrisa de perlas recién descubiertas en altamar y nariz roja, de circo. En casa, el espacio de la cocina es, por lo general, el lugar donde nos juntamos a comer, a charlar, a tratar temas serios y, últimamente, a ver películas, cantar, bailar y celebrar los cumpleaños. Tenemos azotea, terraza, living principal y nosotros seguimos ignorando esos espacios, porque la cocina parece tener una energía que nos une, por lo tanto, puedo confirmar que lo que dicen sobre el fuego, es verdad: junta y quema. Estamos en julio y parece primavera, el árbol de palta está lleno de pájaros que cantan al amanecer y al anochecer. Nos despiertan y se despiden. 318

Un día, el nuevo personaje comenzó a silbar y tocar la guitarra con una melodía que podría describir como romántica-nostálgica. El sol se estaba despidiendo, los pájaros comenzaron revolotear y, de repente, él dejó el tabaco en la mesa y comenzó a tocar la guitarra con una melodía que él mismo había compuesto. No pude evitar dejar de estar en movimiento y dedicarme a escuchar con los ojos cerrados para viajar a montañas heladas que me abrazaban y me alejaban de la angustia del proceso de la mudanza que se avecina. Apenas terminó le dije: «Esa canción podría ser un soundtrack de una película, sin dudas». Desde ese día, cada noche toca la misma canción, no sé si quiere llamar mi atención o, si de verdad quiere mejorar pero, sin duda llama mi atención… Él lo sabe, yo intento que no se entere, pero todas las veces no puedo evitar el mismo viaje. «Quiero decirte que, creo que, si vuelvo a escuchar esto o algo similar de acá a cuarenta años, lo voy a recordar. Y este es el soundtrack que va a relatar este tránsito de mi vida… Quiero que lo sepas» dije sin pensar, pero queriendo. Como entre dientes y con la boca abierta, con los ojos despiertos, la nariz aguda y con el cuerpo de frente. Noté cómo el mar Caribe de sus ojos brilló como el sol después de una tormenta. Me miró por segundos eternos mientras yo, inmiscuida entre la vergüenza y esa verdad absoluta, trataba de disimular mientras preparaba un arroz blanco. De reojo me sonrió y su nariz roja implícita trató de hacer un chiste que le salió mal. Me reí sin mirar y ante la duda, volvió a silbar. Y yo, dentro de cuarenta años, lo recordaré.

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La boca

Deja eso. ¿Qué es eso? Son los adornos de la mesa ¿Qué son los adornos? Las cosas que estás agarrando. Déjalas donde van. ¿Por qué? Porque no se tocan. ¿Por qué? Porque son frágiles ¿Qué es «frágiles»? Cuando pueden romperse fácil. ¡Ah! ¿Y por qué? ¿Por qué, qué? ¿Por qué se rompe fácil? Porque sí. ¿Por qué porque sí? Umju… Dime. Ya te dije. ¿Por qué? Sinay, ya.

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¡Pero quiero saber por qué! ¿Por qué? COÑO, CÁLLATE. (Silencio). ¿Ya puedo hablar?, escribí.

El olfato

De niña, cuando salía de bañarme y estaba mi abuela, siempre me decía: «Mamaíta hueles a gloria». ¡Imagínate! Una niña recién bañada y victoriosa. Mi abuela huele a vainilla dulce y a incienso, y se baña con sal marina y agua de rosas. Siempre tiene mirra y cáscaras de ajo para quemar los fines de semana y, cada vez que venían mis primos, la mirra se mezclaba con chuleta ahumada, arroz blanco impoluto y tajadas. «Te guardé esencia de manzana, mamaíta, échate un poquito antes de salir. Ponte en las muñecas, detrás de las orejas, en el huequito del cuello, entre los senos y allá abajo —me decía guiñando el ojo—, échate bastante, uno nunca sabe lo que pasa. Todavía me echo «allá abajo» cuando voy a salir porque «una nunca sabe». No sé si funciona, pero siento que si no hago el ritual completo, sería un suicidio. Y cada vez antes de salir: «Detrás de las orejas, en las muñecas, en el huequito del cuello, entre los senos y allá abajo, porque una nunca sabe».

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El sentido común

Soy de las que acomoda las playlist de música por orden emocional, lo que hoy me parece hip hop, quizás mañana lo busque en románticas, y lo que mañana pueda ser salsa, quizás la ponga como «latinitas para mover los pies». Tengo un calendario y dejo el teléfono en casa, y tampoco veo las notificaciones. Debe de ser que me da satisfacción personal «agendar» un evento o un recordatorio para nada, porque se me olvida igual. Si tengo muchas ganas de ir a una fiesta, cuando estoy allá me quiero ir, porque hay mucha gente, y si quiero bailar lo pienso, porque quiero dormir. Si tengo hambre, quiero que me cocinen, pero si tengo invitados, me encanta ser la dueña de la mesa. Lo que es para mí, se lo doy al otro, lo que le corresponde al otro, ni lo cuestiono. Quiero hacer tantas cosas que, a estas alturas, ya no sé si estoy hecha para escribir, para ilustrar, para generar experiencias o ninguna de las anteriores. Estudié Comunicación, pero quería Arte, y cursé bachillerato en Ciencias cuando quería Humanidades… Al final, escucho cada cuento de mis amigos que pienso que lo mío era ser psicóloga. Quiero tener una casa linda y llamarla «hogar», pero me gustaría que cada vez que salga por la puerta, tenga que hablar un idioma diferente. Quiero un vecino diferente por semana y un poncho tejido a mano de cada continente. Quiero que mi mochila sea mi casa y mi casa esté en todas partes.

El cuerpo

Últimamente me sudan más los pies de lo normal. En realidad, antes ni siquiera me sudaban. 322

Siento cómo mi espalda se endurece como un árbol, de la posición estática frente a la computadora, menos mal que la muevo de vez en cuando, entre cumbia, candombes y bici. Me levanto, trabajo, me hago la comida, veo a mis amig@s, me siento, converso, me tomo un café, me leen las cartas del tarot a través de un celular, tomo nota, estoy de acuerdo, termino de tomar el fernet caliente del vaso y me acuesto sin cepillarme los dientes. Empiezo con un café, termino con un fernet. Ya sé, tengo que cuidarlo más. Voy en bici, atiendo a los clientes, envío mails, hago vidrieras, pienso, creo, dibujo, pinto, camino, veo el sol, lo siento, lo toco, me enamoro de uno, dos, tres y de ella, ¿desde cuándo me gusta? ¡Está tan linda! Me río de mí misma hasta que pasa el ómnibus. Lo puteo, fuerte. Porque no puede esperar medio segundo a que yo termine de cruzar y va como flash… Para nada, porque ya se detuvo en el semáforo en rojo. Y siento el sol, veo cómo empaña los edificios de la avenida, observo los túneles naturales, trato de, con los ojos abiertos, imaginarme con los ojos cerrados, sintiendo el viento de verano en la cara. Se me vuela el vestido, me tapo, ¿por qué lo hago?, quiero recibir aire ahí, quiero que se vea, estoy orgullosa de que exista. Ojalá alguien haya hecho la comida en casa, no tengo ganas de cocinar. Salgo del trabajo y ya pienso qué es lo que tengo que hacer para mañana, y sigue siendo hoy. Ni siquiera me dio tiempo de disfrutar el final de la tarde, cuando ya estoy pensando en el día que sigue. ¿Qué vida es esta?

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Dónde quedaron los riesgos, las ganas, las aventuras, lo desconocido. Recibo mails, no paro. Me duele la espalda. Amo andar en bici. Amo pintar. Tengo que hacer la comida. Se derramó el tanque de la casa. Limpio. Tengo que redactar algo para mañana. Me olvidé de responderle a… ¡La comida! Tengo sueño. Me voy a dormir. Voy a meter a lavar algo de ropa. Mañana la cuelgo. Tengo ganas de comer algo rico. Debería ir al almacén. Mañana. Tengo sueño. Me olvidé de… ¡Bueh!, mañana resuelvo. La comida. No le respondí a… Qué lindo evento, me interesa. Mañana.

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¿Ya es diciembre? ¡Qué fuerte! La vida. ¿Lo que quiero?

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Carla Santángelo Lázaro ∙ España ∙

Puro huesito

Julio, 2017 . Loreto, Perú

Llegamos a la selva. La humedad es del 94% y llueve y todo es verde y el río se ve como una serpiente enredándose al paisaje. Lo primero que me ha dicho un hombre al llegar, mientras yo miraba todo con los ojos muy abiertos desde la ventanilla del autobús, ha sido: «Ya olvídate de la ciudad, ahora estás en el paraíso». Casi nos arrastramos por las calles de Iquitos. Recorremos de un punto a otro buscando el puerto, conexión a internet, un lugar donde comer. Cuando estalla la tormenta, nos bebemos el agua de lluvia y entonces sobre una vereda con el cielo todo arriba, descubro que el tiempo aquí es distinto y que por fin estamos envejeciendo más despacio. ••• Navegamos por el río Amazonas sin cruzarlo todavía. Quizá mañana sepamos que ayer lo cruzamos. ••• Al llegar a Jenaro Herrera una mujer grita nuestros nombres desde el muelle. Pregunta si somos las hijas de Cristina, dice que mamá ya se regresó a Requena, que sigamos un poco más por el río, que nos está esperando. Niñas y niños entran a la embarcación vendiendo queso. Tenemos pocos soles para gastar y recuerdo la última vez que comí queso con dos viajeros franceses en un autobús camino a Ayacucho. Tuve náuseas durante horas. Esa misma sensación viene a mí en este instante, acuciada por el vaivén del agua. Estoy nerviosa por abrazar a mi madre. La mujer entra y se sienta a nuestro lado. Ella nos llevará hasta la casa. Siento una ligera alegría provocada por el clima. La humedad es insoportable, pero hace calor y tengo ganas de bailar. Dejamos atrás el invierno de las montañas y ese entretiempo raro y blanquecino de Lima. Ana está molesta, no soporta el calor.

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Cuando llegamos, el puerto es una bahía pequeña con la arena sucia, llena de residuos de plástico. Un grupo de hombres observa con calma la llegada del barco y todos se preparan para ayudar con el equipaje. Ana y yo agarramos las mochilas y gracias, pero no, venimos cargando estos 14 kilos durante muchos kilómetros y nos hemos pegado a ellos como un molusco a su concha. Todo es muy nuevo aquí: el paisaje, el olor a río estancado, el miedo infundado a los mosquitos, que podrían matarme con su picadura. Mamá sale a nuestro encuentro. Está radiante. Hacía años que no le veía la piel con este brillo. Parece más joven. Parece feliz. Entra y nos muestra la casa. La construyeron los misioneros y cada persona conocida que viene se hospeda en este lugar. Dice mamá que cuando llegaron todo estaba «de cualquier manera» y que Isabel y ella limpiaron a fondo una de las habitaciones. Agradezco internamente haberme perdido ese momento y llegar y que esté todo limpio. Estoy agotada. Traigo conmigo los síntomas de una gastroenteritis desde el sur de Bolivia. En el patio hay una escultura dedicada a San Francisco de Asís. A este lo conocemos por sus escrituras. Mamá, desde el balcón, dice algo sobre la austeridad. Normalmente, todo símbolo religioso nos resulta ajeno. Nuestra educación laica nos permite mirar algunas imágenes, figuras y estampitas con mucha distancia. Nunca sé qué santo es cuál ni qué significa ni qué milagro ni nada. Pero aquí estamos: en esta casa, a una cuadra de «la casa de Dios». ••• He tenido alucinaciones a causa de la medicación para la malaria. Leo el prospecto: no debe mezclarse con antibióticos. Le digo a mamá que no la voy a tomar más, que he sufrido mucho de ver cabezas sin rostro y de tener sudoración fría. Ella dice que mejor eso que la malaria. Siempre que estoy lejos de casa tengo más miedo a morir del que normalmente tengo. La hipocondría es una forma de autodestrucción.

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Un exceso de muerte y un exceso de vida. Por la noche hay un momento en el que todo podría terminar y me aferro a las sábanas y pienso que sí, que me gusta estar viva. Me prometo a mí misma que voy a disfrutar, que haré las cosas que deseo. Me siento como un animal de laboratorio vista desde arriba por alguien que se parece a mí. Quiero dormir en el regazo de un chamán y que me cante al oído. Que alguien me ayude a volver a mi cuerpo. ••• La señora Merita es enfermera. Cuando el presupuesto se lo permite, viaja por los pueblos del río Ucayali haciendo revisiones ginecológicas y hablando sobre educación sexual y autocuidado. Vamos con ella, con Nuria, la obstetra, Isabel y mamá. Ana y yo ayudamos en lo que podemos, organizando juegos para las niñas y niños del pueblo. Al principio nos miran y no se acercan, pero al rato nos enseñan el juego del torito bravo. Se echan a correr y el calor nos impide movernos y desaparecen por detrás de los árboles. Nuestro momento preferido es cuando desembarcamos. La señora Merita saca un megáfono y entra con el paso firme por la calle principal. Invita a las mujeres a hacerse una prueba y algunas la miran desde las ventanas, medio escondidas; otras se ríen y acuden al llamado. Ella hace chistes, rompe el silencio con su lucidez. Ana y yo adoramos a la señora Merita. La admiramos por valiente. Por independiente. La llamamos amazona y se ríe. Mujer fuerte y se ríe. Se ríe a carcajadas con un sonido que llena todo el espacio. Con una risa ostentosa. Le decimos que los pollos que comen aquí al menos viven felices, no como allí que sufren en granjas, y la señora Merita se parte de risa. ••• La mayoría de las mujeres llegan con infecciones vaginales, hongos y cistitis. A veces con problemas graves. Algunas sienten vergüenza. 331

Otras miedo de proponerles a sus maridos que usen preservativo porque se enfadan con ellas y les dicen que si te quieres ir con otro o qué. Un padre pide ayuda para su hija por una infección que no se cura. La señora Merita pregunta la edad de la niña y luego concluye que una infección así no se contrae de bañarse en el agua del río, que no es posible. Por la noche, durante la cena, nos cuentan que recién se sabe: una de las niñas del pueblo está embarazada. Tiene doce años. Pasa a menudo, muchas niñas son violadas. Sobre todo en el seno familiar. Pierdo el apetito. ••• Hércules dice que quizá nos lleve mañana a mirarles los ojos a los caimanes. Me gusta pensar en él como un hombre de río. Imaginarlo cuidando de su barca por las noches o vagando con los chicos del puerto, tomando cerveza. Algo de este capitán me conmueve. Quizá su forma entrañable de señalarme a los delfines cuando le digo que me encantaría ver a uno de esos rosas de los que escuché hablar. También señala a los pájaros; me dice sus nombres pero enseguida los olvido. Admiro su pensamiento ecológico y la forma en la que se enorgullece de la señora Merita por ser una mujer luchadora. Siempre en las cenas habla de ella y dice que debería ser la próxima alcaldesa. Merita responde que no va a entrar en política porque no quiere mentirle a la gente. ••• En Flor de Punga nos hospeda el padre Florencio. Tiene un jardín hermoso y televisión. La heladera llena de papayas, bananas y jugo. Lo ha preparado todo para nuestra visita. Paseo por el patio observando a mi alrededor con extrañeza, como si esta experiencia no me perteneciese, como si estuviera viviendo algo por fuera de este tiempo. Se escucha el canto de un pájaro: es como una gota cayendo dentro de una tinaja. Trato de encontrarlo escondido entre las ramas, pero es invisible. Lo imagino azul, con una cresta desplegada de colores vivos. El vecindario más joven

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está en la plaza, jugando a volley. Los hombres tumbados en las hamacas, haciendo nada. Las mujeres adentro, preparando la comida. Antes de comer hay que bendecir la mesa. No hacíamos esto desde los campamentos de verano. Amén, dice el padre. Amén, repiten las demás. Ana y yo nos miramos de reojo y después miro el arroz, el maduro en la olla, el pescado rebosado en salsa. Vuelvo a tener un hambre voraz. Siempre que estoy cerca de mamá recupero el apetito. La luz del sol y la comida me dan otro aspecto. Me siento más vital, aunque sigo temiéndole a los mosquitos como si fueran diminutos portadores de mortalidad. ••• Me siento en el sillón y me rodean. Roxy, Yolanda, Candi. En total son siete u ocho. La más pequeña tiene unos cinco años y la mayor rondará los doce. Se pelean por contar la mejor historia. El abuelo de Áxel, estando un día en la cocha, fue asaltado por una sirena que quería «robarlo». El niño dice que las ha visto en el río Ucayali y que cuando atacan, toman forma humana. Pienso en los delfines rosas que vimos de camino a San Juan. A mí me pareció ver una, le digo. Áxel sonríe desprendiendo una sabiduría extraña para su edad y me convierte en cómplice. Candi, la lectora de periódicos, relata como nadie las historias sobre los pelacaras. Una vez, yendo a Iquitos, vio esa luz roja con la que avisan de su presencia. La usan para paralizar el cuerpo de la víctima y así provocarle los cortes con facilidad. Dice que son gringos. Varones. Malvados. Que dejan a las personas en «puro huesito». Los demás la interrumpen gritando y Candi, serena, me mira mientras me toca el pelo con cierta violencia. Es como una guerrera de la ternura. Como una infancia con la inocencia a medio camino. Mientras suenan las danzas de la selva, las niñas con ojos de almendra me cuentan que la Soledad llegó endemoniada de otro pueblo. Las miradas les brillan. Otros iban al cementerio a jugar al juego de los seres

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oscuros. La Biblia no la podían ni ver. Hacen pausas para que yo reaccione y yo callo. Capturo en mi mente el instante y lo atesoro sin saber que ese momento me dolerá durante días de tan hermoso. ••• Veinte mujeres en círculo. Miran con desconfianza. Alguno de sus maridos merodea por fuera de la sala, espiando nuestras conversaciones. La señora Merita les habla de cómo cuidarse, de cómo hacerse regalos. Por ejemplo: levantarse a la mañana y agradecerse o darse un masaje o comprarse algo lindo en la tienda o brindarse cinco minutos de silencio. Irrumpe el padre Florencio. Tiene las manos hechas un cuenco y viene hacia mí. Dice en voz alta que la flor de punga solo vive unas horas y después cae al piso, muerta, inútil. Propone llamar al pueblo «Flor de cocotero» y las mujeres ríen. Atraviesa la sala y me la entrega. Gracias, padre, le digo. Y una extrañeza me asalta por no haber tenido nunca esa palabra en la boca ni esa flor en la mano. ••• las mujeres de la selva enterraron tan bien su dolor en algún rincón de la chacra que si alguien les pregunta dónde lo dejaron revuelven los ojos como intentando recordar señalan sus estómagos anotan cada dolor

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con paciencia en un papel y después lo ven consumido en el fuego de la calamina ••• Esta noche es la fiesta de despedida. Cantos y bailes. La torta que preparon las chicas. Roxy y Candi que me miran desde el banquillo y yo que no quiero mirarlas mucho porque pienso en no subirme al barco. Al final de la ceremonia, dos adolescentes con vestimenta shipiba se acercan y nos regalan un cuenco como ofrenda. Dentro hay escamas de paiche decoradas con purpurina. Isabel asegura que sirven para limarse las uñas. Le digo a las niñas que vengan, que tengo un regalo, y les reparto una a cada una. Un segundo después me siento ridícula y quisiera tener mejores regalos para ellas. Yolanda pregunta cuándo vendré, si vendré en diciembre, cuando termine la escuela. Se me cierra la garganta y noto un dolor ardido cubriéndome los ojos. Mamá dice que no le mienta a la niña porque no voy a volver en diciembre. Solo sonrío. No sé si volveré en diciembre y tampoco sé si volveré. Nuestro paso por aquí está vacío de sentido. ¿A qué vinimos? ••• todas las historias son tan reales como cualquier árbol como cualquier piedra como cualquier otra invención

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Marina Hernández García ∙ España ∙

Diario de Italia

Cada viaje es diferente. Vengo a Italia con la ligera certeza de que me dirijo al sur, pero también puede no ser. No preparo nada. Nunca he visto un mapa a escala de esta tierra de cerca. Mi padre me pregunta acerca de un recuerdo de infancia y no sé qué responder. Me doy cuenta de que lo primero que perdemos son los nombres. En cualquier caso: lo que difiere en este viaje de todos los anteriores es que no le pido nada. A todas partes me llevo mi expectativa: huyo, bailo, pienso o escribo. El único indicio de que me voy es esta mochila ligera que cargo conmigo y nada más. Me alejo de un lugar no para aproximarme a otro sino para poder mirar mi hogar a lo lejos. También se viaja para perder lastres. Veo carteles en otro idioma y me sorprendo de haber atravesado un mar y una lengua en tan poco tiempo. Non-agir. La no-acción. Ni siquiera el dolce fare niente, aunque ahora lo piense y me parezca una buena idea. Ahora sé que solo existe fluir, como el agua que llena todos los espacios, completamente maleable porque carece de forma. No sé nada de este país y por eso lo sé todo: que no podemos llenarnos de datos, que para conocer hay que experimentar en los brazos y en la nuca y entre los labios la verdadera realidad del mundo. Italia es lo único que existe para mí estos días: acepto estar aquí y no en cualquier otro lugar. Los viajes son como capas que uno va reuniendo en torno a su centro. Lo que yo digo y hago traspasa estas capas que son translúcidas y permeables. Cada palabra que escribo lleva implícito el cielo gris en Lima, el bosque de Vilcabamba, las flores en los tejados de Hoi An, las islas a solas en Palawan, los ocres de Errachidia, la soledad gigante de San Petersburgo y el cauce de un gran río en Lisboa. Cada trazo de esto que digo se ha empapado de todos los acentos colectados. En cada palabra que escribo está el gesto del hombre en el parque o las manos enrojecidas de las mujeres que baten la ropa a pie de agua. Y la mirada del cordero. Y la mano que siembra. Y las noches sin luz. •••

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Amalfi sobre las rocas. Me he vestido de negro ante el mar. La naturaleza está cohibida ante la carretera, el ruido, la gente. He pensado que el mar es a la montaña lo que el cuerpo al espíritu. Y quiero decir exactamente acerca de la facultad del agua de ser erótica, furiosa, acariciable, de rellenar todos los huecos como el placer toma los cuerpos completos. La montaña es el espíritu. Me lleva al silencio, a lo ancestral. Mi madre y mi abuela nacieron en la cordillera del norte y yo cargo los mapas de las grietas cantábricas conmigo. Como ahora: un mar, una ciudad y una mole de roca forman Amalfi. Y yo solo puedo ver la roca. Gabriela escribe en otra roca. Ha dibujado el duomo y su teselaje verdiazul en su cuaderno. Frente a mí las terrazas de limones frescos y ácidos y el cementerio de arco y sobre todo la montaña desdoblada y en sus cimas una torre y una iglesia con una gran cruz de «bienvenido a casa, forajido». ••• No sé cómo se llama este lugar. Llegamos muy de noche y dormimos y a la mañana todo se ha llenado de sombrillas de colores, mujeres de carnes grasas y perros que entrecierran los ojos en la antesala al sueño. El sol sobre la piel: no haberlo sentido hace tanto así, mañana y tarde, inmóvil. Me cuesta adaptarme al medio acuático. Me cuesta adaptarme a la vez que soy completamente volátil. No es la playa, la montaña o la ciudad, sino qué playa, qué montaña o qué ciudad. En Amalfi sentía que el mar había sido capturado, como cuando a un hombre fuerte se le ponen cadenas y se le prohíbe ser libre: de pronto esa virilidad y esa furia, al ser contenidas, resultan ridículas. Es raro hablar de un lugar como Amalfi en estos términos. Pero aquí el mar me recuerda que soy una semilla y que entrar en el agua no solo me nutre el cuerpo, sino que me lleva a cierta vivencia ancestral. El agua, la tierra, el cielo son los elementos originales. Nosotros

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usamos el fuego para conquistarlos: es nuestro aporte como humanos al equilibrio del mundo. En la playa huele a papel quemado y son los niños levantando volcanes de arena y practicándoles fumarolas de incendios pequeños. Es la primera vez que lo veo. Cercanía del volcán en este lugar sin nombre. ••• Nos encontramos con Romain en Amalfi. Paramos a cenar mozzarella en la playa y la acompañamos con pan ácido, como el del Alentejo o el del abuelo Manolo, de corteza dura y gomosa, y un poco de jamón. Charlamos de las ciudades espejismo, de las lenguas, de los hermanos, de los países. Sobre todo Romain nos cuenta de la idiosincrasia italiana y de la relación con la comida. Cocinar es un ritual y se lleva a cabo con respeto absoluto. Todos conocen los alimentos estacionales, la buena época de cada pescado y cada verdura. Abundan la berenjena y la alcachofa, todos saben reconocer un buen tomate ante un sucedáneo, una buena albahaca de una normalita, un pescado verdaderamente fresco. Nos cuenta que la verdadera comida italiana solo se puede probar en las casas: hay mucho más que pizza y pasta en la cocina, solo que lo que viaja, lo que se come en la calle, es esto y no los guisos. Tomamos un dulce de pera y ricotta como postre y lo acompañamos de un limoncello. Hablamos, mientras tanto, del aborto, de la desinformación. Del hecho de que el gremio médico esté apoyando y controlado en gran parte por un partido de la Iglesia. De que la ley del aborto no se cumpla porque la Iglesia chantajea a sus médicos para que objeten conciencia en algunas regiones. Y otros médicos desinforman a las embarazadas para que se les pasen los tiempos legales y pierdan su oportunidad de abortar con libertad. Eso es Italia. Estamos en un parque natural. De a ratos siento muchas ganas de que no quede nadie alrededor, ni siquiera ellos, para desnudarme por completo y entrar en el mar. Investigo este erotismo y descubro que no es sexual, sino corporal. De lo que me da ganas el mar, la playa, es de

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ofrecer mi cuerpo al agua, a la arena, al cielo abierto y al piedemonte que nos encierra en este borde de sal. A las colinas escarpadas que se sumergen en el mar como acantilados. De exponer lo secreto a la naturaleza de la que fui tomada. El mar es muy poderoso. Tal vez por eso me deja sin habla y con una corriente de palabras fluyéndome por dentro. Me sumerjo por completo en el Mediterráneo, con los ojos cerrados, y me digo: recuerda cuando viviste en el útero de tu madre. Otras veces flotamos y Gabriela se acerca y me dice que ese pequeño y leve chasquido que se escucha es el mismo que de noche hace la luz de luna sobre el mar. Ella me ha enseñado a flotar en los océanos. ••• Esta noche acampamos aquí de nuevo. Gabriela construye casas con cañas como si fuera un pájaro. En el mar ellos se encuentran, se besan y yo retiro la mirada pese a que me encanta espiar. Les concedo ese espacio. Estoy sacando de mí todos los nombres. Voy hacia el ser originario. La muerte es el desapego del cuerpo. Nada más. Yo lo amo demasiado. Como los amores que duelen, este cuerpo también me agota, me abotarga, me da tanto placer. Conozco sus extremos. La danza. Somos formas geométricas en cuatro dimensiones cuando bailamos. También está la dimensión del pensamiento. En la danza todas nuestras dimensiones se convierten en una onda expansiva. Perdemos el ego. Es la expresión del cuerpo absoluto, como en el sexo, el cuerpo puro. Dicen los budistas que somos, realmente somos, lo que queda cuando abandonamos nuestros nombres, posesiones, recuerdos, ideas, percepciones, familias. La esencia está ahí, detrás de todo lo mutable. Detrás del cuerpo: detrás de la carne y no en la carne. Cuando logramos que todo eso sea prescindible nos encontramos con la esencia verdadera. ¿Merece la pena? Porque si tengo que ser algo también quiero ser una forma, una piel, un sentido, unas reacciones térmicas al contacto con la piel del otro.

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Escribir también es una actividad del cuerpo cuando no pienso en cuál es la palabra correcta. Es una actividad del cuerpo cuando me niego este tiempo y me ahogo. Es importantísimo. Dirán: la esencia no necesita decir, porque es. Pero yo a veces quiero observar y no ser, decir en lugar de ser, sentir en lugar de ser. No renuncio a la esencia porque la esencia me habita pero es que es obvio: este cuerpo puedo tocarlo. Cómo reducirlo. Cómo abandonarlo o dejarlo aparte. Todo mi alimento se filtra a través de esta piel: luz de día, luz de noche y de luna, olor a hierbabuena y a sal. Los hombros ennegrecidos sobre la arena, la boca abierta aspirando aire, aroma a mantequilla, el tacto del adoquín, una canción del sur. Ayer en Amalfi ascendimos las terrazas de los limoneros y al regresar al pueblo nos sorprendieron dos hechos: el sonido del agua pasando bajo nuestros pies y el aroma a incienso prendido en las casas. Ahí no hay pensamiento. El cuerpo comprende por sí mismo lo que significa. Y ve: un almendro en flor junto a nosotras.

Escribir como el deseo que si no se satisface, se frustra. Me erotiza la conciencia de hacer esto: la creación. Entre la realidad y la palabra existe una sola cosa y es mi cuerpo. ••• Hoy dejamos la playa. A la hora del sol poniente entro en el mar solitario y es como un espejo. La luz diagonal hace que la superficie se tornasole como la piel de las perlas y de las ostras por dentro. Parece que todo lo que sumergimos entra en el plano de lo fantástico, en un líquido de metal mágico como el mercurio. Los chicos hablan de sus cosas. Aprecio mi silencio y la soledad. Arreglamos el campamento, recogemos caña seca, arbustos, algunos leños pequeños y Gabriela prende un fuego. Romain trae las verduras: cebolla, pimiento, berenjena, calabacín. Emanan un olor a madera. Yo amaso el pan. 343

El fuego también es ritual. Acampar en la playa es encontrar en nosotros la lección que olvidamos: que en lo sencillo se encuentra lo verdadero. Solo con un fuego y unas verduras pasamos una noche preciosa. Me late algo fuerte: todos los fuegos vividos como la repetición de un único fuego en mi memoria. Uyuni, Aguas Calientes, las llamas bajo el volcán Cotopaxi. Todos esos fuegos palpitaron esperando la noche. El fuego es una manera de quedarse con ella, de abrirse paso en la oscuridad. Su sonido crepita cuando arden las cañas, zumba cuando se queman las hojas de los pinos, y de fondo el mar y su devenir tranquilo que ronca. Romain dice que el Atlántico es como un rugido. Cada elemento posee su identidad. Este Mediterráneo. ••• De camino a Viggiano. Día de viaje a través de las montañas agrestes del interior de Italia. Paramos en una cala de puro azul y el Mediterraéno salado y suave entre nosotros. Hablamos sobre el lenguaje. Romain nos cuenta que Wittgenstein escribió un libro matemático porque quería averiguar si era posible decir el mundo en palabras. Concluyó que no, que cada uno de nosotros somos nuestros propios mundos. La paradoja es la siguiente: el mundo no existe sin mí. Cada humano es una ventana a una realidad incognoscible. Somos su condición. ¿Existe la realidad sin que nadie la observe? Estas rocas y estas olas tan finas y esta piel morena y salada. ¿Dependemos de que alguien nos mire para ser? No lo sabemos. Es imposible saber si la realidad existe si no estamos en ella. Siempre volvemos a lo mismo: no hay verdad, sino sujeto. También hablamos de los límites de nuestra libertad. También nadamos, pero Gabriela se asegura de no dejar ninguna conversación a la mitad. Ella sostiene los hilos. Wittgenstein: entre la matemática y la mística hay una relación íntima y salvaje. Escribió un libro y después escribió otro que fue todo lo contrario del primero.

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Somos jóvenes y amamos la palabra. Por poder. Por pura creación. Por hacernos ligero el oído. Por entrar en todos los mundos posibles. Sobre las rocas charlamos acerca de los sonidos y el idioma, de las sensaciones físicas que nos producen las lenguas. Romain también juega a borrar el significado de las palabras y a prestar atención solo a la forma. A Gabriela a veces una palabra le suena como que no encaja en una lengua. Hablo con Romain y me sorprende que ya nos conociéramos sin saberlo a través de las cartas que Gabriela nos había enviado a uno sobre el otro. Me cuesta identificar lo real con el personaje. Creo que eso lo hacemos al escribir: dotar a aquellos que conocemos de una dimensión nueva. O mejor: nuestra. Cuando escribo sobre alguien no es ese alguien quien queda en el papel, sino mi idea de él. Me preocupa ser injusta con ellos en mis relatos pero yo debo separarme. Al fin y al cabo son solo ficciones. Hasta que no aprendemos una lengua nueva no podemos decir que conocemos la nuestra propia. Lo ajeno siempre despierta las preguntas de por qué nuestras cosas son como son. ••• Todo lo que escribo es solo instante. Creo que es por eso que la emoción viva se parece al detalle. Y todo lo que ha quedado sin decir solo dormirá.

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Índice

Natalia Romero Prólogo.

[7]

María José Martínez Sin título.

[ 25 ]

Ángeles Rodríguez Castillo Diario de clausura. [ 35 ] Natalia Ghergorovich Un diario de un viaje (a Japón). [ 45 ] Gabriela de Echave Chinkana. [ 55 ] Irene Grau Calvet Ojalá fuera un pájaro. [ 67 ] Nerea Campos. Por cada hoja que arrancas. [ 77 ] Gabriela Müller Entre Outonos. [ 87 ] Norma J. Socorro M. Semanario. [ 97 ] Julieta Correa El presente siempre se siente raro.

[ 107 ]

Clara Timonel 2016. [ 107 ] Elena Mateos Diario: tres días ante el espejo. [ 127 ] Iosune de Goñi Sin título. [ 139 ] Milagros Hirschson Diario de embarazo. [ 147 ] Begoña Sieiro H.L. Ella. [ 157 ] Isabella Paniz Yo es otra. [ 165 ] Juliana Ramírez Plazas Desarmar la escritura. Diario, cartas y autoficciones. [ 171 ] Flavia Pesci Feltri Sin título. [ 179 ] Miyo Kappar Sin título. [ 187 ]

Pilar Alberola Diario de los caminos de arena. [ 195 ] Ini Müller Inquieta. [ 205 ]

Carolina Conti Queridísimo Samsara.

[ 215 ]

Sara Deluis Cimientos y armonías. [ 223 ]

Raquel Degayón Diarios de la tormenta.

[ 233 ]

Noah Benalal Esta película también va sobre mí. [ 243 ] Flora Francola Diarios de cabellos y mar. [ 249 ] Dulce María Ramos Fragmentos de un diario en el exilio.

[ 257 ]

Dina Piera di Donato Salazar 34, Bogardus. [ 265 ] Cecilia Bello Barro.

[ 275 ]

Yolimar Marsó La separación reduce los espacios; los días, las palabras. 2013. [ 283 ] María Pérez Cordero Las manos. [ 289 ] Susana Rodríguez Quietud y movimiento. [ 299 ] Ana Lañin La tranquilidad de saberme perdida.

[ 307 ]

Sinay Medouze Los cuatro sentidos. [ 315 ] Carla Santángelo Lázaro Puro huesito. [ 327 ] Marina Hernández García Diario de Italia. [ 337 ]