La Construccion De La Ciencia Moderna

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Colección Labor

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Richard S.Westfall L A CONSTRUCCIÓN DELA CIENC IA M O D ER N A Mecanismos y mecánica

EDITORIAL LABOR, S. A.

BARCELONA 1980

Traducción de Ramón Jansana Ferrer

Primera edición: 1980

Título de la edición original: THE CONSTRUCTION OF MODERN SCIENCE. MECHANISMS AND MECHANICS © Cambridge University Press, Cambridge (1977) © de la edición en lengua castellana y de la traducción: EDITORIAL LABOR, S. A.-Calabria, 235-239-Bareelona-29 (1980) Depósito legal: B. 4249-1980

I.S.B.N. 84-335-2420-8

Printed in Spain - Impreso en España T.G.I.-A., S.A. - Calle H, s/n„ esq. Gran Capitán Sant Joan DespI (Barcelona) (1980)

A Alfred, Jennifer y Kristin

PRÓLOGO

Durante los últimos siete años he estado enseñando historia de la ciencia del siglo x v ii . Este libro de tex­ to, dirigido al estudiante medio, proporciona una ex­ posición sumaria de mi comprensión de la cuestión. Soy consciente de que esta comprensión no ha alcan­ zado aún una configuración definitiva, y sospecho que si tuviese que reescribir este libro dentro de cinco años dedicaría más espacio al naturalismo renacentis­ ta (o a la tradición hermética, tal como lo llamo a ve­ ces) y a las formas sociológicas con las que el movi­ miento científico se revistió. Sin embargo, no creo que los cambios transformasen completamente el presente volumen; más bien constituirían modificaciones en una estructura que aspira a presentar una interpretación coherente de la revolución científica. Inevitablemente he adquirido numerosas deudas de gratitud. Estoy agradecido a la Indiana University y a su departamento de historia y fiolosofía de la cien­ cia por la oportunidad de dedicarme al prolongado es­ tudio que fue necesario para escribir el libro. Doy las gracias a varias bibliotecas, especialmente a la de la Cambridge University, la Harvard University y la In­ diana University, por la utilización de sus facilidades y servicios. Mis estudiantes me proporcionaron la opor­ tunidad de confrontar ideas con su benéfico escepti­ cismo. Mis colegas de la Indiana University y de otras partes me proporcionaron consejo informado y críti­ cas. Mi familia me dio constante aliento, sin el cual ninguna de las oportunidades habría tenido efecto al­ guno. «Y para ser específico al fin, a mi hijo Alfred debo el índice.» R ic h a r d S. W estfall

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AGRADECIMIENTOS

Los diagramas que ilustran los inventos de la as­ tronomía tolemaica han sido reproducidos con la auto­ rización de los editores de The Copernican Revolution, de Thomas S. Kuhn, Cambridge, Mass.: Harvard University Press, y el presidente y los miembros del Har­ vard College. Las citas pertenecientes al Diálogo sobre los dos principales sistemas cósmicos, de Galileo, son traducción de Stillman Drake (Berkeley, 1962). Las obras de William Harvey, Lecturas on the Whole of Anatomy (Berkely, 1962), y de Isaac Newton, Mathematical Principies of Natural Philosophy, traducida por Florian Cajori (Berkeley, 1960), originalmente pu­ blicadas por University of California Press, han sido reproducidas con autorización de la Universidad de California. El fragmento perteneciente a De Refractione, de Giambattista della Porta, ha sido recogido, con autorización del profesor Vasco Ronchi, de su libro Storia della Luce (Bolonia, 1939). Los diagramas que ilustran la fisiología galénica y los pasajes de Thomas Moffet y Francesco Stelluti, pertenecen a la obra de Charles Singer, A History of Biology, editada por Abelard Schuman, Ltd. El diagrama de la estructura del corazón, del Atlas of Human Anatomy, de SpalteholzSpanner, 10 ed., ha sido incluido con autorización de su editor, F. A. Davis Company. Las citas de Malpighi y Swammerdam, han sido reproducidas del libro de Howard B. Adelmann, Marceño Malpighi and the Evolution of the Embryology, editado por Howard B. Adel­ mann, con permiso de la Comell University Press. 11

Martinus Nijhoff me ha permitido utilizar los diagra­ mas para el análisis del péndulo físico y del cicloide de las Oeuvres complétes, de Christian Huygens (La Haya, 1880-1950). Las citas sobre los ensayos de diná­ mica de Leibniz, pertenecientes a los Philosophical Papers and Letters, de Leibniz, Leroy Loemker, Ed. (Chicago, 1956), han sido reproducidas con autoriza­ ción de la D. Reidel Publishing Company. La Cambrid­ ge University Library me ha autorizado el uso de ci­ tas pertenecientes al manuscrito Waste Book, de Isaac Newton, y a reproducir sus diagramas.

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INTRODUCCIÓN

Dos temas principales dominaron la revolución cien­ tífica del siglo xvn: la tradición platónico-pitagórica, que consideraba la naturaleza en términos geométricos, convencida de que el cosmos estaba construido según principios de orden matemático, y la filosofía mecanicista, que consideraba la naturaleza como una enorme máquina y pretendía explicar los mecanismos ocultos detrás de los fenómenos. Este libro investiga el naci­ miento de la ciencia moderna bajo la influencia com­ binada de estas dos corrientes dominantes, que no siempre se acoplaron de modo armonioso. La tradición pitagórica se enfrentaba a los fenómenos en términos de orden y quedaba satisfecha cuando descubría una des­ cripción matemática exacta, que entendía como una expresión de la estructura última del universo. La fi­ losofía mecanicista, al contrario, se interesaba por la causalidad de los fenómenos individuales. Los carte­ sianos, al menos, se declaraban a favor de la proposi­ ción de que la naturaleza es transparente a la razón humana, y los fiolósofos mecanicistas se esforzaban, en general, por eliminar cualquier vestigio de oscuri­ dad de la filosofía natural y en demostrar que los fe­ nómenos naturales están causados por mecanismos invisibles, enteramente similares a los mecanismos ha­ bituales en la vida diaria. Persiguiendo diferentes fi­ nes, las dos corrientes de pensamiento tendieron a en­ trar en conflicto la una con la otra, y las ciencias ma­ temáticas también se vieron afectadas por ello. Pues­ 13

to que proponían ideales científicos opuestos y distin­ tos métodos de trabajo, ciencias tan apartadas de la tradición pitagórica de la geometrización como la quí­ mica y las ciencias de la vida estuvieron influidas por el conflicto. La explicación de la causalidad mecanicista frecuentemente se mantuvo en el camino condu­ cente a una descripción exacta, y el total cumplimien­ to de la revolución científica requería una solución a la tensión entre las dos tendencias dominantes. La revolución científica fue algo más que una re­ construcción de las categorías de pensamiento utiliza­ das para pensar la naturaleza. Fue también un fenóme­ no sociológico que expresaría tanto el creciente nú­ mero de personas implicadas en la actividad científica como el surgimiento de un nuevo conjunto de institu­ ciones que han jugado un papel cada vez más impor­ tante en la vida moderna. En mi opinión, sin embar­ go, el desarrollo de las ideas, siguiendo su propia ló­ gica interna, fue el elemento central en la fundación de la ciencia moderna, y aunque he intentado indicar algunas de las ramificaciones sociológicas del movi­ miento científico, este libro expresa mi convicción de que la historia de la revolución científica debe concen­ trarse en primer lugar en la historia de las ideas.

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CAPÍTULO PRIMERO DINÁMICA CELESTE Y MECÁNICA TERRESTRE

Cuando comenzó el siglo xvm, la revolución copernicana en astronomía tenía más de cincuenta años. Quizá mejor sería decir que el libro de Copémico De revolutionibus orbium coelestium' (1543), tenía más de cincuenta años. Que el libro fuese a iniciar una re­ volución era algo aún no determinado, y dos hombres que apenas habían cruzado el umbral de sus carreras científicas en 1660 habrían de ser los agentes princi­ pales en asegurar que la iniciase. Ambos, Johannes Kepler (1571-1630) y Galileo Galilei (1564-1642), reco­ nocían a Copémico como su maestro; ambos consa­ graron sus carreras a confirmar la revolución en la teo­ ría astronómica que él había empezado. Cada uno de ellos hizo una aportación esencial a tal confirmación, aunque cada uno modificó el copemicanismo de un modo que el maestro no habría aceptado. Éste había propuesto una reforma limitada de la teoría planetaria en el amplio diseño de la aceptada estructura de la ciencia aristotélica. Por el tiempo en que Kepler y Ga­ lileo ya no existían, la reforma limitada se había con­ vertido en una revolución radical, y el trabajo que se desarrolló durante el siglo xvii, que fundó la estructu­ ra de la ciencia moderna, consistió en profundizar las 15

cuestiones que Kepler y Galileo plantearon. La histo­ ria intelectual no se divide siempre y nítidamente en compartimientos que cuadran con el calendario, y los científicos no se han dedicado a agrupar sus trabajos en unidades adecuadas al curriculum académico. El co­ mienzo del siglo xvn, sin embargo, coincidió con el amanecer de una nueva era en la ciencia. Kepler había comenzado su actividad profesional cuatro años antes, con la publicación del Mysterium Cosmographicum2 en 1596. A los ojos del siglo xx, el libro parece aún más misterioso de lo que el título promete, pero cuando se indaga, su misterio ilumina grandemente la obra de Kepler. Declaradamente copernicano, el libro se propone demostrar la validez de la teoría heliocéntrica por el número de planetas. Puesto que en el sistema tolemaico la Luna era considerada como un planeta, el sistema copemicano tenía un pla­ neta menos, seis en lugar de siete. Kepler trató de de­ mostrar por qué Dios había decidido crear un univer­ so con seis planetas, un universo heliocéntrico. Resul­ taba que la elección divina había sido dictada por la existencia de sólo cinco sólidos regulares. De inscribir un cubo dentro de una esfera definida por el radio de Saturno, el radio de la esfera inscrita dentro del cubo sería el de Júpiter, y así sucesivamente. Los cinco só­ lidos regulares definen los espacios entre seis esferas, y puesto que únicamente existen cinco sólidos regula­ res, sólo existen seis planetas. La cuestión que plantea­ ba el Mysterium Cosmograficum no es del tipo de las que suele plantear la ciencia moderna. Justamente por esta razón, revela nriás claramente las suposiciones fundamentales con que Kepler enfocó su trabajo en astronomía. Igual que Copémico anteriormente, Ke­ pler se había impregnado profundamente del espíritu del neoplatonismo renacentista y embebido en su prin­ cipio según el cual el universo está construido de acuerdo con principios geométricos. Perteneciente a dos generaciones posteriores, Kepler contaba con bas­ tante perspectiva para ver dónde fallaba el sistema de Copémico a la hora de cumplir el ideal de simplici* 16

dad geométrica que ambos compartían. La obra de Kepler sería el perfeccionamiento de la astronomía copemicana de acuerdo con los principios neoplatónicos. Kepler estaba igualmente convencido de que la teo­ ría astronómica debía ser algo más que un conjunto de recursos matemáticos que diesen cuenta dé los fe­ nómenos observados. Tenía que asentarse también so­ bre principios físicos correctos, deduciendo los movi­ mientos de los planetas a partir de las causas que los producían. Dio a su mayor obra el título Nueva astro­ nomía fundada en causas, o física celeste expuesta en un comentario sobre él movimiento de Marte? Desde el tiempo de Aristóteles, cerca de dos mil años antes de Kepler, había habido unanimidad virtual en que, físicamente, los cielos estaban construidos con esferas cristalinas. La perfección e inmutabilidad adscrita al reino celeste requería un material distinto de los cua­ tro elementos que componían los cuerpos corruptibles de nuestro mundo, y la rotación axial de las esferas, el único movimiento permitido a los cielos, correspon­ día al perfecto movimiento circular a partir del cual se pretendía que los astrónomos construyeran sus teo­ rías. Las «esferas celestes» a las que se refiere el tí­ tulo de Copémico eran las mismas esferas cristalinas. Kepler, sin embargo, estaba convencido de que las es­ feras cristalinas no existían. Cuidadosas observaciones realizadas por Tycho Brahe y otros de la nueva es­ trella de 1572 y del cometa de 1577, habían demostra­ do que ambos estaban situados en el reino que está más allá de la Luna, del cual se afirmaba que era in­ mutable. El movimiento del cometa resultaba ser in­ compatible con la existencia de las esferas cristalinas. «No hay esferas sólidas, tal como Tycho Brahe ha de­ mostrado», es frase que recorre como un estribillo las obras de Kepler. Y si las esferas cristalinas habían sido destrozadas, debía establecerse una nueva física celeste que diera cuenta de la estabilidad y recurren­ cia de los movimientos de los planetas. La búsqueda constante de causas físicas se emparejó con la bús­ 17

queda de la estructura geométrica: para Kepler, las dos no eran sino diferentes aspectos de una única realidad. Los principios físicos que empleó expresaban pro posiciones básicas de la dinámica aristotélica, y el si­ glo x v ii las reemplazó por un conjunto completamen­ te diferente. Con todo, Kepler fue el fundador de la mecánica celeste moderna; fue el primero en insistir de modo categórico en que la estructura cristalina de los cielos, tanto tiempo aceptada, no existía y en que debía formularse un nuevo conjunto de cuestiones acerca de los movimientos celestes. Convencido de la uniformidad de la naturaleza, intentó dar cuenta de los fenómenos con los mismos principios empleados en mecánica terrestre. Más que cualquier otra cosa, este aspecto del pensamiento de Kepler hace de él una figura reveladora en la historia temprana de la ciencia moderna. En él podemos observar que una mecánica celeste, basada en los principios de la mecánica terres­ tre, empieza a reemplazar el tratamiento puramente cinemático de los cielos. Una astronomía que buscaba comprender las fuerzas que controlan los movimien­ tos planetarios, sustituyó la manipulación de círculos de los que se creía que expresaban la perfección e in­ corruptibilidad de un reino aparte. Aunque los princi­ pios dinámicos de Kepler resultaron ser insatisfacto­ rios, él dedujo de ellos, sin embargo, las leyes del movimiento planetario que son aceptadas hoy en día. Lo que Kepler buscaba descubrir era, desde luego, la estructura matemática real y las causas físicas rea­ les. Estas debían cuadrar con las observaciones, y Kepler rehusaba forzar teorías apriorísticas de la na­ turaleza violentando los hechos observados. Aquí re­ side el problema del Mysterium Cosmographictim. En los casos de Mercurio y Saturno, la teoría divergía grandemente de las observaciones aceptadas. Kepler era consciente, empero, de que las observaciones acep­ tadas no eran fiables, y de que un observador con­ temporáneo, Tycho Brahe, estaba recogiendo un cuer­ po de datos mucho más precioso. En 1600, Kepler se 18

Figura 1J. Los dibujos geométricos de la astronomía tolemaica. a) Un epiciclo principal en un deferente, b) Un epiciclo en un epiciclo principal, c) Una excéntrica, d) Una excéntrica en un defe­ rente. e) El efecto de un epiciclo menor con el mismo periodo que el deferente, f) El efecto de un epiciclo menor con un período doble que el del deferente

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convirtió en el asistente de Tycho, que murió en 1601. Y sin más prerrogativas que las del genio, Kepler simplemente se apoderó de aquel precioso cuerpo de observaciones que le sirvieron como datos irremplazables sobre los que trabajó hasta desarrollar las le­ yes del movimiento planetario. Marte sería el principal objeto de su trabajo. Ke­ pler, que afirmó siempre la unidad estructural del sis­ tema solar, no dudaría en aplicar sus conclusiones so­ bre Marte a los otros planetas. La Astronomía Nova, publicada en 1609, contenía las conclusiones. Pero con­ tenía también mucho más. Autobiografía intelectual, describía en detalle cada paso de la investigación, de modo que podemos seguir el progreso del pensamien­ to de Kepler de un modo que solo es posible con muy pocos científicos. La progresión del pensamiento re­ velada era doble: por un lado, una tendencia que, ale­ jándose de los modos espiritualistas de pensamiento, iba hacia una franca concepción mecanicista del uni­ verso, y por el otro, otra tendencia que, alejándose de la envejecida obsesión por la circularidad, condu­ cía a la aceptación de órbitas no circulares. Desde el florecimiento de la ciencia griega, la as­ tronomía había intentado explicar los fenómenos ce­ lestes mediante combinaciones de movimientos circu­ lares uniformes. El círculo era la figura perfecta, la única apropiada para describir los cielos. Kepler tam­ bién empezó a considerar a Marte mediante el círculo, pero desde el principio su tratamiento difirió de los precedentes. Los astrónomos anteriores habían com­ binado círculos —usando un deferente básico, como se le llamaba, con cualquier combinación de excéntri­ cos y epiciclos que un individuo pudiese escoger— para dar cuenta de las posiciones observadas de los planetas (fig. 1.1). La adición vectorial de los radios colocados extremo con extremo, debía situar al pla­ neta donde lo hacían las observaciones. Al contrarío, Kepler, que estaba convencido que debían prevalecer nuevas consideraciones físicas, que las esferas crista­ linas no existían, pero también que los planetas si­ 20

guen órbitas definidas a través de la inmensidad del espacio, se preocupó desde el principio por la órbita misma. Ninguna teoría anterior había propuesto que la trayectoria de un planeta es un círculo. Kepler fue el primero que intentó situar a Marte en una órbita de este tipo. Aunque valiéndose inicialmente del círcu­ lo, Kepler empezó, sin embargo, a desestimarlo, recha­ zando el movimiento circular uniforme y aceptando, tal como lo exigía la evidencia, la proposición de que Marte se mueve en su órbita con velocidad variable. Kepler había invertido dos años de esfuerzo en la teoría cuando ésta, finalmente, fracasó. Contenía una inexactitud de 8'. Con anterioridad, Copémico se dio por satisfecho con una exactitud de 10'; Kepler, sin embargo, no pudo olvidar que las observaciones de Tycho exigían un mayor nivel de precisión. «Puesto que la bondad divina nos ha concedido un observador más diligente, Tycho Brahe, a partir de cuyas observa­ ciones se revela el error de ocho minutos en estos cálculos sobre Marte, es conveniente que reconozca­ mos y hagamos uso de este buen regalo de Dios con espíritu agradecido.» El primer uso que de ello hizo fue rechazar la labor de dos años. Temporalmente descorazonado, Kepler dejó la ór­ bita de Marte para dedicarse a la de la Tierra. Apli­ cando los principios empleados en su tratamiento de Marte, concluyó que la velocidad de la Tierra es in­ versamente proporcional a su distancia del Sol. La «ley de las velocidades» de Kepler, la cual Newton probó que no era correcta, sirvió de hilo conductor a sus investigaciones. De ella dedujo la ley de las áreas, que hoy consideramos correcta y a la que llamamos su segunda ley del movimiento planetario. Si la velocidad varía inversamente a la distancia al Sol, la distancia (o radio vector) al Sol de cada segmento de la órbita debe ser proporcional al tiempo que el planeta em­ plea en recorrerlo. Pero la suma de los radios vectores de los pequeños segmentos de la órbita puede ser con­ siderada igual al área que el radio barre a medida que 21

Figura 12. La ley de las áreas de Kepler. La excentricidad de la elipse se ha exagerado enormemente. El espacio entre cada par de lineas representa una unidad singular de tiempo

se mueve el planeta (fig. 1.2.). Es decir, el tiempo trans­ currido es proporcional al área recorrida. El razona­ miento matemático era falaz; no importa: la ley de las velocidades utilizada como premisa también era falsa, pero la conclusión resultó ser correcta. La ley de las áreas respondía a una necesidad puramente técnica. En la vieja astronomía de los deferentes y epiciclos, la po­ sición de un planeta podía ser calculada mediante la suma vectorial de los radios, cada uno de los cuales giraba según una razón uniforme. En astronomía, la mayor parte de la autoridad del círculo consistía en su utilidad técnica. Kepler, una vez abolida la maquinaria de los círculos múltiples en favor de un único círculo en el que el planeta se mueve con velocidad no unifor­ me, necesitó una fórmula mediante la cual calcular la posición del planeta. Esta se la proporcionó la ley de las áreas. Y al proporcionar esta fórmula, la ley de las áreas hizo que en astronomía el círculo fuese prescin­ dible como nunca lo había sido. 22

Kepler había deducido la ley de las áreas de la (errónea) ley de las velocidades. La ley de las veloci­ dades también sugirió el elemento básico de su me­ cánica celeste, que dependía de la función dinámica central asignada al Sol. Kepler estaba convencido de la función principal del Sol en el universo. Siendo la fuente de toda luz y de todo calor, el Sol debía ser también la fuente de todo movimiento, el centro diná­ mico del sistema solar. Kepler imaginaba algún tipo de energía que irradiaba del Sol, igual que los ra­ dios de una rueda. A medida que el Sol giraba sobre su eje, los radios empujaban a los planetas (fig. 1.3). En la mecánica celeste de Kepler, nada operaba para atraer un planeta fuera de trayectoria tangencial y re­ tenerlo en una órbita alrededor del Sol. El continuado influjo del círculo sobre el pensamiento, aun en el hombre que rompió su dominio en la astronomía, es atestiguado por el hecho de que Kepler nunca dudó de que los planetas habían de moverse alrededor del Sol en órbitas cerradas, si es que se movían. Eviden­ temente, Kepler utilizaba las proposiciones básicas de la mecánica aristotélica, según las cuales un cuerpo permanece en movimiento únicamente durante el tiem­ po en que algo lo mueve, siendo su velocidad propor­ cional a la fuerza que lo mueve. Por tanto, la ley de las velocidades parecía una consecuencia evidente de la dinámica básica del sistema solar. La eficacia de la energía que irradia el Sol debería decrecer proporcio­ nalmente a la distancia, y la velocidad de cada planeta debería variar inversamente a su distancia al Sol. Cuanto más contemplaba Kepler la dinámica del movimiento planetario, más recordaba las relaciones básicas de la palanca. Cuanto más lejos estaba un pla­ neta del Sol, la energía radiante de éste era menos ca­ paz de moverlo. Cuando apareció por primera vez en el Mysterium Cosmographictim el concepto de una ener­ gía que irradiaba del Sol, Kepler la llamó anima mo~ trix, «alma motriz», expresión cargada de connotacio­ nes espiritualistas. En 1621, al preparar una segunda edición del Mysterium, añadió una nota a pie de pá23

Figura 1.3. La mecánica celeste de Kepler. A medida que los planetas giran alrededor del Sol la posición de sus ejes mantiene un alineamiento constante. El Sol es un imán partticular, cuya superficie constituye un polo y cuyo centro constituye el otro. Du­ rante la mitad de su órbita el planeta es atraído hacia el Sol; du­ rante la otra mitad es repelido

gina: «Si sustituís la palabra «alma» (anima) por la palabra «fuerza» (vis), tendréis el principio mismo en que se basa la física celeste del Comentario sobre Mar­ te (Astronomía Nova). Antes creía firmemente que la causa que mueve los planetas era un alma, influido por las enseñanzas de J. C. Scaliger sobre inteligencias motrices. Pero cuando reconocí que esta causa motriz se debilita a medida que aumenta la distancia al Sol, al igual que la luz se atenúa, concluí que tal fuerza debía ser parecida a una fuerza corpórea.» De la anima 24

motrix a la vis, de lo espiritualista a lo mecanicista, el desarrollo del pensamiento de Kepler prefiguraba el curso de la ciencia en el siglo xvi. Mientras tanto, quedaba por resolver un problema de su dinámica celeste. ¿Qué hace que varíe la distan­ cia de un planeta con respecto al Sol? La indagación de Kepler en este punto lo llevó aún más lejós de la órbita circular. La tradición astronómica tenía una respuesta obvia a la variación de la distancia: un epi­ ciclo girando en el deferente básico. Un testimonio de la influencia ejercida sobre Kepler por la tradición de los círculos es que inicialmente intentó explicar la variación mediante un epiciclo. Un mecanismo epicíclico ofendía, empero, su sentido de la realidad física. Un planeta necesitaría inteligencia para girar en un epiciclo alrededor de un punto móvil no ocupado por ningún cuerpo. Cuando volvió a considerar a Marte, descubrió que cuando utilizaba una elipse para aproxi­ marse a la órbita, que ahora suponía oval, el radio vector variaba de longitud según una función seno uni­ forme. La variación uniforme sugería una acción pura­ mente física que no requería ninguna inteligencia supervisora. El mecanismo de los epiciclos pudo al fin ser rechazado de una vez por todas. Kepler percibió tal rechazo «como cuando uno se despierta del sueño y mira sorprendido con una nueva luz». Kepler deci­ dió últimamente que una acción magnética del Sol atrae un planeta durante la mitad de su órbita, mien­ tras presenta un polo al Sol, y lo repele durante la otra mitad, mientras presenta el otro polo (fig. 1.3). Mien­ tras tanto, la influencia del círculo había sido vencida y Kepler llegó a concluir que la órbita no solo se apro­ xima a una elipse: es una elipse tal que en uno de los focos tiene colocado el Sol. A esta conclusión la llama­ mos su primera ley del movimiento planetario. Aunque más tarde Kepler descubrió lo que se llama su tercera ley (que relaciona el período (T) de cada planeta con su radio medio (R) de tal modo que TVil3 = una constante en el sistema solar), la impor­ tancia inmediata de su trabajo reside en las dos pri­ 25

meras. Casi un siglo antes, Copémico inició el camino para encontrar un sistema planetario que satisfaciera la demanda de simplicidad geométrica. Kepler solucio­ nó el problema de Copémico, llevando la simplicidad a un nivel nunca soñado anteriormente en la historia de la astronomía. Si el supuesto inicial de Copémico, según el cual el Sol, en vez de la Tierra, es el centro del sistema solar, podía confirmarse, una única cónica serviría para describir la órbita de cada planeta. Toda la complejidad de los excéntricos y epiciclos había desaparecido en la simplicidad de la elipse. El cebo, desde luego, escondía el anzuelo. El coste de aceptar la simplicidad de la elipse era el abandono del círculo, con todas sus viejas connotaciones de perfección, in­ mutabilidad y orden. Solo gradualmente, y por tanto solo de un modo imperfecto, Kepler se liberó de la influencia del círculo sobre su imaginación, y nunca olvidó cuál había sido su atractivo. A sus ojos el prin­ cipal valor de la segunda ley era la nueva uniformidad que ofrecía para reemplazar la del movimiento circu­ lar. A un amigo que protestaba contra la elipse, Ke­ pler describió el círculo como una prostituta voluptuo­ sa que seduce a los astrónimos para apartarlos de la naturaleza honesta y virginal. Su maestro, Copémico, había preferido la mujerzuela. Si bien es verdad que Kepler perfeccionó la astronomía copemicana, tam­ bién lo es que la destruyó. Al menos la mitad de la fascinación y perplejidad que nos produce Kepler, reside en el hecho de que las que nosotros llamamos sus tres leyes se esconden bajo una montaña de especulaciones que a duras pe­ nas podría estar más alejada de la mentalidad del si­ glo xx: especulaciones que relacionan las armonías musicales con el movimiento planetario, especulaciones sobre la estructura geométrica del universo y, sobre todo, especulaciones sobre la dinámica celeste, em­ pleando concepciones que pronto serían reemplaza­ das. ¿Cómo podemos explicar la deducción de leyes que aceptamos a partir de principios que desde hace mucho tiempo hemos abandonado? Para explicar la 26

anomalía debemos distinguir entre los medios de des­ cubrimiento y los medios de verificación. Las leyes de Kepler han sobrevivido a la prueba del tiempo porque están de acuerdo con hechos observados. En el cuerpo da datos de Tycho tenía un conjunto de observaciones fiables, y rehusó aceptar cualquier conclusión que las contradijera. ¿Cómo procedió para llegar a urth con­ clusión? Las observaciones únicamente proporciona­ ban la posición de los planetas entre las estrellas fijas, líneas a lo largo de las cuales los planetas estaban si­ tuados en los momentos de observación. Imaginar que Kepler simplemente los colocó en un diagrama y re­ conoció el resultado como una elipse, es sugerir un im­ posible. Si esto hubiese sido posible, la astronomía no habría esperado a Kepler para descubrir las órbitas elípticas. Se necesitaban principios que guiasen la in­ vestigación, y todos los viejos principios se desmoro­ naban. Su afirmación de que la esfera cristalina había sido destruida envolvía todo un mundo de consecuen­ cias. La estructura misma del universo, largo tiempo aceptada como algo sin posible duda, había sido pues­ ta en cuestión y rechazada. Los principios de Kepler proporcionaron la base sin la cual no podría haberse dado ningún tipo de investigación, y por muy extraños que los encontremos no debemos olvidar el papel que desempeñaron. Aunque una nueva ciencia de la mecá­ nica iba a reemplazar pronto a sus principios físicos, no olvidemos que Kepler fue el primero en inferir to­ das las consecuencias de la nueva situación de la as­ tronomía y en plantear la cuestión de la dinámica ce­ leste. Plantear la cuestión correctamente, tanto en cien­ cia como en otros campos de estudio, es más importan­ te que dar la respuesta, y la ciencia ha tratado desde entonces los movimientos celestes como problemas me­ cánicos. ¿Cuál sería la reacción de un hombre inteligente ante la versión de Kepler de la astronomía heliocén­ trica? Sus ventajas como hipótesis geométrica eran evi­ dentes, pero ¿había alguna razón para aceptarla como el verdadero sistema del universo? Cuando se exami­ 27

nan las razones, parece que su ventaja como hipótesis fue la razón principal para aceptarla. Es decir, más allá de su simplicidad geométrica, tenía poco más en su favor. Verdad es que el telescopio había sido inven­ tado, y en 1609 Galileo lo había dirigido a los cielos. Había realizado observaciones que tendían a dar apoyo al sistema heliocéntrico, pero casi todas ellas reforza­ ban simplemente argumentos ya propuestos a partir de otras bases. Los cráteres de la Luna y las manchas solares parecían contradecir la perfección e inmutabili­ dad de los cielos, pero aún lo habían hecho más la nueva estrella de 1572 y el cometa de 1577. Quizá los satélites de Júpiter fueran otro asunto. Antes de su descubrimiento, la Luna, considerada como un plane­ ta que giraba alrededor de otro planeta, aparecía como una anomalía inexplicable en el sistema heliocéntrico y, por tanto, una objeción a éste. Aunque los satélites de Júpiter no explicaban el fenómeno, al menos des­ truyeron su singularidad, y la Luna pareció ser menos anómala. Sin embargo, los satélites de Júpiter no ofre­ cieron ningún apoyo positivo al sistema heliocéntrico. Lo hicieron las fases de Venus. En el sistema geocén­ trico, Venus está siempre entre el Sol y la Tierra apro­ ximadamente, y debe aparecer siempre como una me­ dia luna. En el sistema heliocéntrico se desplaza por detrás del Sol y puede aparecer casi llena, lo cual re­ veló el telescopio, desde luego (fig. 1.4). Había otra cosa que el telescopio no reveló y, sin embargo, por lo que respecta a la revolución copemicana, fue la observa­ ción telescópica que causó mayor perplejidad. El teles­ copio no reveló el paralaje estelar. Desde el momento en que nació el sistema copemicano, la crucial relevan­ cia del paralaje estelar fue obvia. Si la Tierra se des­ plaza alrededor del Sol en una órbita inmensa, las posiciones de las estrellas fijas deberían cambiar a me­ dida que un observador se mueve de un extremo a otro de la órbita (fig. 1.5). El ojo desnudo no veía ningún pa­ ralaje estelar. Tampoco se veía ninguno con el telesco­ pio. Según sabemos hoy, las estrellas fijas están tan ale­ jadas que son necesarios telescopios de potencia consi28

Figura 1.4. Las fases de Venus, a) El sistema tolemaico, b) El sistema copemicano. En el sistema tolemaico Venus debe aparecer siempre más o menos en fase creciente. En el sistema copemicano, puede aparecer casi llena cuando pasa por detrás del Sol, y su tamaño varía enormemente

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Figura 1¿. El paralaje estelar. La órbita de la Tierra se muestra desde el costado. Para posiciones de la Tierra que distan de seis meses, los dos ángulos según los que se observa a una estrella fija deben diferir si la Tierra gira realmente alrededor del Sol

derable, no desarrollados hasta el siglo xix, para distin­ guir el pequeño ángulo. El telescopio de Galileo no po­ día distinguirlo, y la no aparición del paralaje estelar equilibró, al principio, la prueba positiva proporcionada por las fases de Venus. Para el sistema copemicanokepleriano, el caso se fundaba sobre el argumento de la armonía geométrica y la simplicidad. Se pidió a los hombres, por esta ventaja y por poco más, que arrum­ baran una concepción del universo que incluía cues­ tiones tanto físicas como filosóficas, psicológicas y re­ 30

ligiosas de la más universal naturaleza. Quizá fuese una carga mayor de la que la simplicidad geométrica podía soportar. El mismo sentido común no fue el menor de los sacrificios exigido en nombre de la simplicidad. A me­ nudo se ha señalado que la ciencia moderna ha exigido una reeducación del sentido común. ¿Qué podía tener más sentido común que un universo geocéntrico? To­ davía decimos que sale el Sol y hablamos de la Tierra sólida. El universo heliocéntrico exigía que en tales asuntos la llana evidencia de los sentidos fuese recha­ zada como mera ilusión. Indudablemente el mayor obs­ táculo para la aceptación de la nueva astronomía fue el sentido común, que la ridiculizaba a diario. Por otra parte, el sentido común encontró una expresión per­ feccionada en la doctrina sobre el movimiento final­ mente aceptada. Como dice Simplicio en el Diálogo de Galileo, «lo decisivo es ser capaz de mover la Tierra sin causar miles de inconvenientes». Los inconvenien­ tes a los que se refería concernían principalmente al movimiento. Según las ideas aceptadas sobre el movi­ miento, la afirmación de que la Tierra gira diariamen­ te sobre su eje era absurda. Antes de que el sistema heliocéntrico pudiese tener general aceptación, los in­ convenientes tenían que justificarse de modo hábil, y el hombre que lo hizo fue el mismo que puso la frase en boca de Simplicio: Galileo Galilei. La carrera de Galileo, desde el principio, se centró en la ciencia del movimiento. Su más temprana obra, que proviene de la primera mitad del último decenio del siglo xvi —aproximadamente la época de la pri­ mera obra de Kepler—, se titulaba De Motu.* Por el De Motu vemos que Galileo empezó su carrera siendo partidario de la escuela del ímpetu en mecánica. El concepto de ímpetu se desarrolló durante la Alta Edad Media como solución al problema con el que la me­ cánica aristotélica tropezó de manera más ostensible. Aristóteles basaba su mecánica en el principio —en sí mismo tan evidente para el sentido común— de la es­ tabilidad de la Tierra, según el cual todo movimiento 31

requiere una causa, y que un cuerpo se mueve solo cuando algo lo mueve y solo en tal caso. Considerado a la luz del movimiento de una carreta tirada por un buey o de una galera movida por remos (si uno no lo examinaba muy detenidamente), el principio parecía tan evidente como para ser trivial. Los griegos, sin em­ bargo, lanzaban también el disco, y con proyectiles ta­ les como el disco surgieron las dificultades. ¿Qué con­ serva a un proyectil en movimiento una vez se ha se­ parado del lanzador? Aristóteles respondió atribuyen­ do la causa al medio a través del cual se mueve el proyectil. El concepto de ímpetu, por otra parte, tras­ ladó la causa del movimiento —la causa necesaria, re­ querida por la naturaleza misma del movimiento— del medio al proyectil. Un cuerpo puesto en movimiento adquiere un ímpetu que lo sigue moviendo una vez se ha separado del lanzador. Desde el siglo xiv hasta el xvi, el concepto de ímpetu se mantuvo en la vanguar­ dia del pensamiento creativo en mecánica, y no es sor­ prendente que Galileo lo adoptara en su juventud. Al concepto de ímpetu añadió la influencia de Arquímides, encontrando un modo de interpretar el ímpetu en términos de la estática de fluidos, e intentó construir con estos medios una dinámica cuantitativa exacta que complementara la estática de Arquímides. Aunque un decenio más tarde repudiara el concepto de ímpetu, el De motu establece el tono de la obra científica de Ga­ lileo. A lo largo de su carrera persiguió el ideal de una ciencia cuantitativa del movimiento, y la revolución científica construyó su logro más espléndido, su me­ cánica, a partir de las bases que él sentó. Galileo abandonó la mecánica del De motu cuando comprendió que era incapaz de resolver el problema básico que se había propuesto. Este problema era la contradicción aparente entre el fenómeno del movi­ miento que observamos a nuestro alrededor y la afir­ mación de que la Tierra gira diariamente sobre su eje. Supongamos que se deja caer una pelota desde una torre. Según el sistema copemicano, la torre gira a enorme velocidad de oeste a este. Tan pronto como se 32

suelta la pelota y la fuerza de la mano que la ha impe­ lido a moverse junto con la torre cesa de actuar, su movimiento hacia el este debería detenerse; y puesto que cae hacia la Tierra con el movimiento natural de un cuerpo pesado, debería caer bastante al oeste de la torre. De hecho, todos, desde luego, sabemos que la pelota cae en línea recta, paralela a la torre. Por tanto, no parecía posible que la Tierra girase sobre su eje. Aunque los inconvenientes que comporta una Tierra que se mueve, sobre los que Simplicio insistió en el Diátogo de Galileo, pueden expresarse de muchas ma­ neras, el problema de la caída vertical puede conside­ rarse como un compendio razonable de todos ellos. Debe entenderse que la objeción no era ridicula. Se­ gún la concepción aristotélica del movimiento, es de­ cir, según el sistema de mecánica aceptado por todo el mundo, era absurdo sugerir que la Tierra se movía. La objeción, para ser contestada, requirió la creación de un nuevo sistema de mecánica. En una palabra, la solución al problema planteado por la astronomía copernicana, y el fundamento de la nueva mecánica, fue el concepto de inercia. Un cuerpo en movimiento permanece en este estado con velocidad uniforme hasta que algo externo opera para cambiarlo. «Correr parejas con la Tierra —afirmó Galileo como respuesta al problema de la caída de la pelota— es el primordial y eterno movimiento del cual participa in­ separablemente y de modo inevitable esta pelota en tanto que objeto terrestre, pues lo tiene por naturaleza y lo tendrá siempre». Puesto que ninguna causa opera para detener su movimiento de oeste a este, la pelota corre parejas con la torre desde la cual se la suelta mientras cae al suelo. En una de sus discusiones socrá­ ticas con Simplicio, Salviati (el portavoz de Galielo en su gran polémica en favor del sistema copemicano, Dialogo sopra i due massimi sistemi del mondo*, 1632), pregunta qué ocurriría si la pelota fuese colocada en un plano inclinado. Rodaría por el plano hacia abajo con velocidad acelerada. ¿Subiría por el plano? No, a menos que se le proporcionara un impulso inicial, y en­ 33

3. Westfall.

tonces lo haría con movimiento cada vez más lento. ¿Qué ocurriría si se la colocara en un plano horizontal y se le diera un empujón en alguna dirección? No ha­ bría, asiente Simplicio, ninguna causa para que se acelerara o decelerara, y la pelota seguiría rodando hasta donde alcanzara la superficie. «Entonces, si tal espacio fuese ilimitado, ¿el movimiento en él sería igualmente infiinito? Es decir, ¿perpetuo?». Y replica el aristoteliano: «Así me parece». Como Descartes resu­ miría más tarde, los hombres habían errado la pre­ gunta acerca del movimiento. Se habían preguntado qué es lo que mantiene un cuerpo en movimiento, pero la pregunta apropiada era: ¿qué hace que se detenga? Galileo no utilizó la palabra «inercia». Para esta cuestión, cualquiera que fuese su fraseología, no em­ pleó el concepto de inercia en la forma en que lo ha­ cemos hoy. Nadie puede romper del todo con el pasa­ do, ni incluso un gigante como Galileo, quien al for­ mular una concepción nueva del movimiento estaba li­ mitado por elementos de la vieja cosmología. Su uni­ verso no era un universo impersonal de leyes mecáni­ cas y materia en movimiento. Más bien era un cosmos organizado con infinita inteligencia. Como tal estaba ordenado, inevitablemente, según la figura perfecta, el círculo. Siguiendo la vieja tradición, Galileo sostuvo que el movimiento circular, y únicamente él, es com­ patible con un cosmos ordenado. Sólo en un círculo puede moverse para siempre un cuerpo en su lugar na­ tural, manteniendo siempre la misma distancia desde el mismo punto, y solo en movimientos circulares pue­ den mantener los cuerpos del cosmos sus relaciones primordiales. El movimiento rectilíneo implica desor­ den ; un cuerpo sacado de su lugar natural retorna a él a lo largo de una línea recta. Una vez allí, permanece en su lugar al reasumir su movimiento circular na­ tural. Por tanto, la astronomía del Diálogo era tal que nin­ gún astrónomo profesional la habría aceptado. Publi­ cado más de veinte años después de la Astronomía Nova de Kepler, el Diálogo, que pretendía apoyar al 34

sistema heliocéntrico, ignoraba las conclusiones de Kepler, así como la necesidad técnica de los epiciclos se­ gún teorías anteriores. Discutía el sistema copemicano como si cada planeta se moviese en una órbita circular simple. La relación entre Galileo y Kepler está cargada de paradojas. Kepler, que trató el sistema solar en términos mecánicos y procuró comprender las ‘fuerzas físicas que gobiernan sus movimientos, utilizó un sis* lema de mecánica basado en principios que Galileo ha­ bía desechado. Galileo, que formuló los principios bá­ sicos de la nueva mecánica, ignoró los problemas hacia los cuales se orientaba la mecánica celeste de Kepler y sostuvo que los planetas se mueven de manera natu­ ral en órbitas circulares. Galileo pensaba en términos similares cuando se enfrentó al problema de una Tierra que gira sobre sí misma, y el concepto de inercia que formuló refleja los términos en que el problema se le presentaba. Co­ mo hemos visto, Salviati conduce a Simplicio a asentir en que una pelota rodando por un plano horizontal no experimenta causa alguna que la acelere ni que la des­ acelere, y por tanto, debe continuar moviéndose para siempre. ¿Qué es un plano horizontal? Es, desde luego, un plano tal que todos sus puntos «equidistan del cen­ tro». El movimiento inercial era concebido como mo­ vimiento circular uniforme, el movimiento natural de un cuerpo en su lugar natural, en un universo bien ordenado. Tras el principio de inercia se hallaba una nueva y radical concepción del movimiento en sí. Para Aris­ tóteles, el movimiento era un proceso que envolvía la esencia misma de un cuerpo, un proceso por el cual su ser era intensificado y completado. El movimiento lo­ cal —lo único que la palabra «movimiento» significa para nosotros— era para Aristóteles solo un ejemplo de una concepción mucho más amplia que pretendía abarcar cualquier clase de cambio. La educación de un joven o el crecimiento de una planta eran movi­ mientos, tanto como la caída vertical de un cuerpo pe­ sado; si en algo se diferenciaban, eran mejores ejem35

píos del proceso que él concebía. Del mismo modo que la semilla desarrolla su pleno potencial convirtiéndose en planta, así un cueipo pesado realiza su naturaleza moviéndose hacia su lugar natural. El meollo de la concepción galileana del movimiento reside en la se­ paración del movimiento de la naturaleza esencial de los cuerpos. En nada es afectado un cuerpo por su movimiento (horizontal uniforme). El movimiento es meramente un estado en el que un cuerpo se encuen­ tra ; y, como Galileo repite y vuelve a repetir, un cuer­ po es indiferente a su estado de movimiento o reposo. El reposo en nada es distinto del movimiento, es meramente «un infinito grado de lentitud». La idea de indiferencia fue básica en la solución de Galileo al pro­ blema del movimiento en el universo copernicano. Puesto que somos indiferentes al movimiento, pode­ mos estar moviéndonos a una velocidad enorme sin percibirlo, afirmación absurda en el contexto aristo­ télico, en que el movimiento expresa la naturaleza de un cuerpo. Considerad [argüía Galileo]: El movimiento, en tanto que es y actúa como movimiento, existe relativamente a las cosas que no lo tienen; y entre las cosas que comparten en igualdad cualquier movimiento, no actúa, y es como si no existiera. Por ejemplo, las mercaderías con que va cargado un barco que parte de Venecia, pasa por Corfú, Creta, Chipre, y va a Aleppo. Venecia, Corfú, Creta, etcétera, permanecen en su lugar y no se mueven junto con el bar­ co; pero por lo que respecta a los sacos, cajas y bultos con que el barco va cargado, el movimiento desde Venecia a Siria respecto al barco es inexistente, y no altera de ningún modo la relación entre ellos; esto es así porque es común a todos ellos y todos lo comparten en igualdad. Si un saco de la carga del barco fuese cambiado de lugar unos milímetros, esto sería mucho más movi­ miento para él que el viaje de dos mil millas realizados por todos ellos juntos.

El movimiento así entendido no requiere más cau­ sa que la que requiere el reposo. Solo los cambios de movimiento requieren una causa. En razón de su indiferencia al movimiento, un cuer­ po puede participar en más de un movimiento a la vez. Ninguno de ellos impide los otros, y se combinan entre sí suavemente para trazar una trayectoria, no obs36

tante, compleja. Uno de los supremos logros de Galileo fue demostrar que el movimiento horizontal de un proyectil se combina con su caída uniformemente ace­ lerada hacia la tierra, con el resultado de que el cuerpo sigue una trayectoria parabólica. Un cuerpo es indife­ rente hasta a un movimiento violento como el de una hala de cañón. La más elaborada exposición de las objeciones al movimiento de la Tierra se basaba exac­ tamente en el argumento de que un cuerpo no puede ser indiferente a tal movimiento. Tycho Brahe argüía que la extrema violencia de un disparo de cañón no podía dejar de obstruir los movimientos naturales de la bala, y que hasta que este movimiento violento ha­ bía cesado los movimientos naturales no podían impo­ nerse. Por consiguiente, la Tierra debe girar por deba­ jo de la bala de cañón en el aire, y un disparo hacia el oeste ha de caer más lejos que un disparo hacia el este. Tycho, de acuerdo con una larga tradición, supo­ nía que la trayectoria de una bala de cañón era rec­ tilínea hasta que la violencia del disparo estaba casi o completamente agotada. Por lo contrario, Galileo afir­ maba que la trayectoria se curva desde el momento en que la bala deja la boca del cañón. Aunque la idea de movimiento natural siguiese en su pensamiento, la dis­ tinción que anteriormente reconocía, la distinción en­ tre movimiento natural y violento, había perdido su sentido. Todo movimiento, en tanto que tal, es idénti­ co. El mismo razonamiento que explicaba por qué una pelota cae al pie de una torre suponiendo que la Tierra gira sobre sí misma, explicaba también por qué cae al pie del mástil en una galera que se mueve. Los cuer­ pos son indiferentes al movimiento, a todo movimiento. La concepción galileana de la inercia, junto con la afirmación posterior de que el movimiento inercial es rectilíneo, se convirtió en la piedra angular de la fí­ sica moderna. Como tal nos es inculcada a todos du­ rante el proceso educativo, hasta el punto de que la consideramos como natural y evidente por sí misma. No la podemos casi examinar objetivamente; basta con imaginar las dificultades para formular inicialmente la 37

idea en un mundo predispuesto a considerarla, no ya como evidente por sí misma, sino como por sí misma absurda. ¿No expresa el principio de inercia simple­ mente los hechos observados? La sugerencia implica nuestra convicción de que la ciencia moderna se asien­ ta sobre fundamentos sólidos de hechos empíricos, de que nació cuando el hombre dejó los sofismas hueros del escolasticismo medieval para encaminarse hacia la observación directa de la naturaleza. Galileo, ¡ay!, es difícil de encuadrar en tal esquema, y el concepto de inercia aún más. A lo largo del Diálogo, es Simplicio, la creación de Galileo para exponer el punto de vista del aristotelismo, quien afirma la santidad de la obser­ vación. Salviati, que habla por Galileo, tiene que dene­ gar las exigencias de los sentidos en favor de razones de derecho superior. Tampoco puedo admirar suficientemente la excepcional perspi­ cacia de los que sostienen esta opinión [el copemicanismo] y la aceptan como verdadera; han ejercido por la fuerza del intelecto tal violencia a sus propios sentidos que prefieren lo que la razón les dice a lo que, por el contrario, les muestra claramente la expe­ riencia sensible.

Que la fuerza es necesaria para mantener a un cuer­ po en movimiento no era lo menos importante que la experiencia sensible mostraba a los hombres, o parecía acaso mostrarles, antes de que Galileo les enseñara a interpretarla de otro modo. En verdad, ¿cuál es la ex­ periencia del movimiento inercial? Ninguna. El mo­ vimiento inercial es una concepción ideal incapaz de ser materializada en hechos. Si partimos de la expe­ riencia, somos más capaces de desembocar en la me­ cánica aristotélica, un análisis altamente elaborado de la experiencia. Por lo contrario, Galileo partió del aná­ lisis de condiciones ideales que la experiencia nunca puede conocer. «Supongamos que tenemos una super­ ficie plana tan lisa como un espejo y hecha de un ma­ terial duro como el acero, y que sobre ella habéis colo­ cado una pelota perfectamente esférica de un material duro y pesado como el bronce.» Pero incluso una esfera perfecta sobre una superficie lisa como un espejo no 38

era suficiente, y en uno de sus manuscritos sugirió, para aclarar completamente lo que quería decir, el uso de un plano incorpóreo. Es decir, los experimentos de Galileo se realizaban en su mayoría sobre los planos sin fricción que encontramos en la mecánica elemental de hoy en día. Eran experimentos mentales, llevados a cabo en su imaginación, donde únicamente eran posi-. bles. Imagina lo que se observaría, le dice Salviati a Simplicio, «si no con los ojos de verdad, al menos con los de la mente». Según ha dicho un historiador moder­ no, Galileo agarró el otro extremo del bastón. Donde Aristóteles había partido de la experiencia, él partió de un caso idealizado, del cual el caso real es sólo una imperfecta encamación. Habiendo definido el ideal, pudo entender las limitaciones que entrañan las condi­ ciones materiales, que inevitablemente comportan fric­ ción. Desde este punto de vista los hechos de la ex­ periencia adquirieron nuevo significado, y muchas cues­ tiones que para Aristóteles habían sido anomalías, como el movimiento de proyectiles, se hicieron inme­ diatamente comprensibles para Galileo. Entre los pro­ blemas resueltos estaba el del movimiento de los cuer­ pos que están en una Tierra que se mueve. En este punto de su pensamiento, Galileo conectó con el platonismo que animó a Copémico y a Kepler. Para Galileo, el mundo real era el mundo ideal de las relaciones matemáticas abstractas. El mundo material era una realización imperfecta del mundo ideal que le servía de modelo. Para entender adecuadamente el mundo material debemos considerarlo con la imagina­ ción desde el punto de vista ventajoso del ideal. Sólo en el mundo ideal ruedan para siempre las bolas per­ fectas sobre planos completamente lisos. En el mundo material, los planos no son nunca perfectamente lisos, y las pelotas, que nunca son perfectamente redondas, al final se paran. La naturaleza está escrita en un código, decía Gali­ leo, y la clave del código son las matemáticas. Kepler podría haber dicho otro tanto, y Galileo confluyó con él al aceptar una astronomía basada en el principio de 39

la simplicidad geométrica. Con Galileo, sin embargo, la geometrización de la naturaleza dio un nuevo giro. Para Kepler, como también para toda la tradición astronó­ mica anterior, solo los movimientos celestes, perfectos y eternos, parecían ofrecer un campo para el análisis geométrico. Galileo propuso aplicar la geometría tam­ bién a los movimientos terrestres. Este es el significado último de su afirmación de que la Tierra se convierte en un cuerpo celeste dentro del sistema copernicano. Si el problema básico al que estaba dirigida su labor en mecánica fue propuesto por la revolución copemicana, el principio de inercia que formuló para darle respuesta ofreció los medios para desarrollar una cien­ cia matemática del movimiento tal como ya había in­ tentado en su obra de juventud, el De motu. La impor­ tancia que daba a este logro se ve reflejada en el título que dio a la obra que lo exponía: Discursos sobre dos nuevas ciencias6 (1638). Una de estas dos nuevas ciencias era la dinámica, limitada al caso particular del movimiento uniforme­ mente acelerado de la caída de cuerpos pesados. Aun­ que rehusó discutir qué es lo que provoca la caída de los cuerpos pesados y se contentó con describir su movimiento, trató la caída libre en términos dinámicos, como una causa uniforme que producía un efecto uni­ forme. Cuando comparamos los Discursos con el De Motu, se observa que el avance de Galileo consistió en fijarse en el rasgo distintivo de una acción dinámica. El De motu había intentado comparar la dinámica con la estática de fluidos. Los Discursos reconocían que la di­ námica debe basarse en sus propios principios. Cuando veo que una piedra, partiendo del estado de reposo, cae desde alguna altura y adquiere constantemente nuevos incre­ mentos de velocidad ¿por qué no creer que estas adiciones están hechas de la manera más simple y fácil de todas? El cuerpo que cae sigue siendo el mismo, y asi también el principio del movi­ miento. ¿Por qué no permanecerán los otros factores igualmente constantes? Diréis: la velocidad entonces es uniforme. [La posición del De motu], ¡De ningún modo! Los hechos establecen que la velo­ cidad no es constante, y que el movimiento no es uniforme. Es 40

necesario, pues, situar la identidad, o si preferís, la uniformidad y la simplicidad, no en la velocidad, sino en su incremento, es decir, en la aceleración.

La nueva concepción del movimiento indicaba el camino para la nueva comprensión de la caída libre. El modo de enfocar la cuestión del De motu a través de la estática de fluidos expresaba la concepción aristotélica de que cada efecto exige una causa. Cuando el movi­ miento empezó a ser considerado como un estado que persiste a menos que se cambie, pudo identicarse un nuevo efecto. En el anterior pasaje Galileo especificaba que el efecto dinámico del «principio del movimiento» (en este caso el peso) es la aceleración; y puesto que el principio del movimiento permanece constante, tam­ bién lo permanece la aceleración. Concluyó luego que todos los cuerpos, al estar compuestos de la misma materia más a menos densamente comprimida, caen con la misma aceleración. El análisis de la caída proporcionó el prototipo de la ecuación básica de la dinámica moderna. Galileo, sin embargo, nunca consideró el peso como un ejemplo de la clase más extensa que nosotras llamamos fuerza. Para Galileo el peso o pesadez era una propiedad única de los cuerpos, y siempre se refirió a la tendencia de los cuerpos pesados a moverse hacia el centra de la Tierra como a su movimiento natural. No estaba solo en su incapacidad para tratar la gravedad como una fuerza exterior que actúa sobre la materia, y hasta que los científicos no aprendieron a hacerlo, a fines del siglo, la cosecha que sembró no pudo ser completamen­ te recogida. Mientras tanto Galileo logró construir los funda­ mentos de una ciencia matemática del movimiento. Definió tanto el movimiento uniforme como el movi­ miento uniformemente acelerado, y a ambos los des­ cribió en términos matemáticos. Puesto que la geome­ tría, según su opinión, representaba el verdadero mo­ delo de ciencia, expresó sus resultados con razones geo­ métricas y no con ecuaciones algebraicas; pero las ra­ zones eran equivalentes a las ecuaciones básicas del 41

movimiento, que relacionan velocidad, aceleración, tiempo y distancia, y que hoy aprenden todos los estu­ diantes que empiezan a estudiar mecánica. v = at s = Va at2 v2 = 2 as También fue capaz de mostrar que los cuerpos expe­ rimentan idéntica aceleración en cualquier desplaza­ miento vertical igual. Si un cuerpo cae libremente desde la situación de reposo, y otro que también parte del reposo desciende por un plano inclinado la misma dis­ tancia (lo que significa que su camino por el plano in­ clinado debe ser más largo y el tiempo para el despla­ zamiento mayor), adquieren ambos velocidades iguales. La última conclusión desempeñó un importante pa­ pel en la concepción del universo de Galileo, y nos devuelve de nuevo al sistema copemicano que propor­ cionó su cosmología. El movimiento circular que con­ serva la integridad de un universo bien ordenado es idéntico al movimiento inercial de los cuerpos pesados alrededor de un centro gravitatorío. Mientras no se acercan al centro ni se alejan de él no hay causa ningu­ na que opere para cambiar su velocidad. El movimien­ to inercial, sin embargo, sólo puede mantener la velo­ cidad, no puede nunca generarla. El movimiento de los cuerpos pesados hacia un centro gravitatorío es la única fuente de velocidad en crecimiento, y el aleja­ miento del centro es el medio por el cual los movimien­ tos se destruyen. En ambos casos, a incrementos igua­ les de velocidad corresponden iguales desplazamientos radiales. Para Galileo la aceleración de la gravedad era una constante para todas las distancias al centro, del mismo modo que el peso era la propiedad constante de todos los cuerpos, por mucho que su causa fuese desconocida. Kepler y Galileo confirmaron y completaron entre los dos la revolución copemicana. Cuando Galileo mu­ rió, en 1642, probablemente sólo una minoría de astró­ 42

nomos aceptaban el sistema heliocéntrico. No obstante, sus plenas ventajas se habían puesto de manifiesto en las obras de Kepler y Galileo y las principales objecio­ nes habían encontrado respuesta. Su aceptación general era únicamente cuestión de tiempo. La importancia de Kepler y Galileo, sin embargo, reside menos en su relación con Copémico y el pasado, que en su'relación con el siglo xvil que siguió. Al resolver los problemas del pasado plantearon los problemas del futuro, Kepler iniciando la cuestión de la dinámica celeste, y Galileo la de la mecánica terrestre. La ciencia del siglo xvn rea­ lizó sus mayores logros al completar el trabajo que ellos habían inaugurado. NOTAS DEL CAPÍTULO I 1 Sobre la revolución de las esferas celestes 1 El misterio cosmográfico 1 En el original latino (y griego): Astronomía nova AITIOAOrHTOS seu physica coelestis tradita de motibus stellae Mariis * Sobre el movimiento 5 Diálogos sobre los dos principales sistemas del mundo * En el original italiano: Discorsi intorno i due nuove scienze

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CAPITULO

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LA FILOSOFÍA MECANICISTA

Kepler y Galileo no eran los únicos científicos de importancia perdurable cuando se iniciaba el siglo xvn. En el mismo año 1600, un doctor inglés, William Gilbert (1544-1603), publicó un libro titulado De magnete,1 uno de los clásicos menores de la revolución científica. Según acuerdo universal, Gilbert es considerado como el fundador de la ciencia moderna del magnetismo. La exposición de su libro es reveladora de la predominante ñlosofía de la naturaleza. Con su método francamente experimental, por no decir empírico, el De magnete contrasta notablemente con la obra de Galileo. Este consideraba a los experi­ mentos principalmente como recursos mediante los cuales convencer a otros; por lo que a sí mismo se re­ fiere confiaba plenamente en sus resultados sin preocu­ parse de realizarlos. Gilbert, por otra parte, se consagró a establecer los hechos básicos del magnetismo median­ te la investigación empírica. Por los casos que cuenta, y que sometió a prueba, podemos conocer algo del es­ pecial temor con que el imán era considerado; era el compendio mismo de las fuerzas ocultas y misteriosas de las que se creía lleno el universo. Abundaban creen­ cias tales como las de montañas magnéticas que sobre­ 45

salían del mar, y que arrancarían los clavos de los bar­ cos que navegaran cerca. Se decía que los imanes actua­ ban como protección contra el poder de las brujas. In­ geridos (había que reducir primero el imán a polvo), se usaban como medicina para curar ciertas enferme­ dades. Se sostenía que un imán debajo de la almohada sacaba a una adúltera de la cama. (De origen evidente­ mente masculino, tal leyenda suponía algo más que buena suerte en la inmunidad aparente de los adúlte­ ros). Gilbert consideró que su función era separar los hechos de las fábulas, y establecer la verdad de la ac­ ción magnética mediante la investigación experimental. ¿Es verdad que los diamantes tienen el poder de mag­ netizar al hierro? Después de haber probado setenta y cinco diamantes Gilbert se sintió capaz de responder: no es verdad. Gilbert no fue el primero que investigó el imán, y cada hecho que atestiguó no fue un descubrimiento suyo. Sin embargo, puede decirse que la presentación sistemática del De Magnete estableció el corpus básico de los hechos concernientes al magnetismo. Antes de Gilbert, los fenómenos magnéticos eran confundidos frecuentemente con fenómenos estático-eléctricos; él los diferenció clara y definitivamente. Demostró con amplias pruebas experimentales que la misma tierra es un enorme imán, e insistió en que la atracción es uno de los cinco fenómenos magnéticos (o «movimien­ tos», como él les llamaba). Los otros cuatro, dirección, variación (declinación, decimos nosotros), inclinación y rotación, estaban todos relacionados con el campo magnético de la tierra, y asumieron a los ojos de Gilbert mayor importancia que la atracción. El libro de Gilbert, en el que muchos hechos fami­ liares al estudiante de física elemental son establecidos a partir de pruebas firmes, ha sido frecuentemente aclamado como el primer ejemplo de ciencia experi­ mental moderna. Sin embargo, cuando leemos con detenimiento el libro e intentamos entender no sólo lo que se ha apropiado la ciencia moderna, sino lo que Gilbert mismo mantenía, aparecen muchas cosas me­ 46

nos familiares. £1 título promete ya mucho más de lo que el lector del siglo xx espera en un texto sobre magnetismo: Sobre el imán, los cuerpos magnéticos y el gran imán la tierra: una nueva fisiología demos­ trada tanto por argumentos como por experimentos. Gilbert entendió el magnetismo como una nueva fisio­ logía —es decir, como una nueva filosofía de la natu­ raleza—, no como un fenómeno entre los muchos que la naturaleza presenta, sino como la clave para com­ prender su totalidad. El todo tal como lo entendía, no era menos oculto y misterioso que los fabulosos pode­ res del imán que tan cuidadosamente comprobó. Mientras que la atracción eléctrica es una acción corporal producida por emanaciones invisibles, la atrac­ ción magnética, en la filosofía de Gilbert, es una fuerza incorporal. Los cuerpos materiales no la obstruyen; un imán atrae hierro a través de cristal, madera o papel. Si el hierro puede proteger un cuerpo de la atracción, no lo hace bloqueando la fuerza, sino desviándola. Especialmente reveladora a sus ojos era la capacidad de un imán para excitar la facultad magnética de un trozo de hierro sin sufrir ninguna pérdida de su propia potencia. El hierro (o el imán, pues los dos eran en su opinión realmente idénticos) es materia telúrica genuina. El magnetismo es su virtud innata, un poder que se pierde solo difícilmente y que siempre está a punto de adquirir de nuevo. Utilizando las categorías de la metafísica aristotélica, argüyó que si la electricidad es la acción de la substancia, el magnetismo es la acción de la forma. El magnetismo es el principio activo en la prístina materia terrestre. Los cuerpos magnéticos atraen por virtudes formales o mejor por una fuerza nativa primaria. Esta forma es única y peculiar: es la de las esferas primeras y principales; y es la de sus partes homogé­ neas e inalteradas, la entidad y existencia propia que podemos llamar la primera forma radical y astral; no es la forma primera de Aristóteles, sino la forma única que mantiene y ordena su propia esfera. Tal forma es en cada esfera —el Sol, la Luna, las estrellasúnica; en la Tierra es una, y esta potencia magnética verdadera es la que llamamos energía primaria.

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Como dijo en otro lugar, «la materia terrestre está dotada de una forma energética y primordial». En tér­ minos quizá más reveladores, identificó el magnetismo con el alma de la Tierra. La palabra «atracción» para aplicar a la acción mag­ nética es errónea. Tal como dijo Gilbert, atracción im­ plica fuerza y coerción; se aplica propiamente a la ac­ ción eléctrica. El movimiento magnético, en contraste, expresa acuerdo y unión voluntarios. Los dos polos sugirieron inevitablemente los dos sexos, y en un len­ guaje menos apropiado a la época de la Reforma que a la de la Restauración inglesa habló del imán que pre­ ñaba al hierro y concebía en él al magnetismo. Las otras acciones magnéticas le parecieron a Gilbert más importantes que la llamada atracción. Dirección, varia­ ción, inclinación, estos movimientos (o rotaciones) ex­ presan la inteligencia subyacente que organiza el cos­ mos. Gilbert consideraba el norte y el sur como direc­ ciones reales en el universo, y que el alma magnética de la Tierra existe para ordenar y organizar. La brú­ jula era «el dedo de Dios» y el hierro desprovisto de su magnetismo se decía que erraba perdido y sin rum­ bo. La inclinación de la aguja mide la latitud; quizá la variación puede usarse para medir la longitud. En el quinto tipo de movimiento de Gilbert, la revolución, la razón misma se adscribía al alma magnética de la Tierra, Con «revolución» se refería a la rotación diurna de la Tierra alrededor de su eje, un movimiento que atribuía al magnetismo del mismo modo que le atribuía la dirección fija del polo de la Tierra a medida que esta gira alrededor del Sol. Gilbert afirmaba que colocada cerca del Sol el alma de la Tierra percibe el campo magnético del Sol y, razonando que una cara se que­ maría mientras que la otra se congelaría si no actuaba, decide dar vueltas sobre su eje. También decide incli­ nar su eje en un ángulo tal que cause la variación de las estaciones. El primer ejemplar de la ciencia experimental mo­ derna resulta ser realmente un libro muy extraño. Es decir, lo es para la mentalidad del siglo xx. En el año 48

1600, sin embargo, debió resultar muy familiar porque expresaba una filosofía predominante de la naturaleza, lo que se ha llamado el naturalismo renacentista. A Gilbert, como a tantos otros de su época, la naturaleza le parecía tener los latidos de la vida. El magnetismo de la principal materia terrestre correspondía a los principios activos presentes en cualquier cosa. ■ La ma­ teria no se encontraba nunca sin vida. Tampoco nunca se la encontraba sin percepción. Del mismo modo que los cuerpos magnéticos se juntan mediante acuerdo voluntario y unión, así las simpatías y antipatías, me­ diante las que los iguales responden a los iguales y re­ chazan a los diferentes, relacionan todos los cuerpos unos con otros. La atracción magnética era claramente el ejemplo principal de las virtudes ocultas que im­ pregnaban el universo espiritualista del naturalismo renacentista. El propio empirismo de Gilbert se nos revela como un aspecto de la misma filosofía. Donde el aristotelismo escolástico había afirmado un orden racional de la naturaleza que la inteligencia humana podía probar, la filosofía natural del siglo xvi proclama­ ba un misterio de la naturaleza opaco a la razón. La experiencia y sólo la experiencia podría enseñar a co­ nocer las fuerzas ocultas que impregnaban el universo. Como sugieren las palabras «simpatía» y «antipatía», y como revela claramente el alma magnética de Gilbert, las fuerzas ocultas eran concebidas en términos psíqui­ cos. El naturalismo renacentista era una proyección de la psique humana en la naturaleza, y todo lo de la na­ turaleza era descrito como una vasta fantasmagoría de las fuerzas psíquicas. El De magnete de Gilbert fue una expresión relativamente moderada, aunque inconfundi­ ble, de un determinado modo de abordar la naturaleza. Si el siglo xvi fue el apogeo del naturalismo rena­ centista, Gilbert no fue de ningún modo su último re­ presentante. Su influencia configuró las concepciones características de los químicos paracelsianos de prin­ cipios del siglo xvn, y encontró en Jean-Baptiste van Helmont (1579-1644) su última gran figura. Es bien sabido que Van Helmont consideraba el agua como la 49 4. W estfau ..

materia de la cual están formadas todas las cosas. En un famoso experimento, plantó un arbusto en una can­ tidad de tierra cuidadosamente pesada, lo regó con exactitud, y cuando hubo crecido considerablemente separó la tierra de las raíces y la pesó de nuevo. La tierra prácticamente no había disminuido de peso, y por tanto todo el peso que el árbol había adquirido tenía que haber salido del agua, convertida ahora en sólida madera. Según la concepción de Van Helmont el experimento con el árbol casaba claramente con una filosofía natural vitalista. El agua, es decir, la materia, representa el principio femenino que necesita para su fertilización y animación el principio masculino semi­ nal o vital. Desde luego, el principio vital o seminal constituye la esencia última de cada ser, la verdadera fuente de lo que es y hace. Se refería a él como al carác­ ter del trabajador especializado, no como un carácter muerto, sino gozando de «pleno conocimiento» de lo que debe hacer y con el poder de realizarse a sí mismo. El principio vital «se viste a sí mismo luego con un vestido de cuerpo entero», y moldeando la materia se­ gún el carácter, crea el cuerpo que anima. A Van Helmont, del mismo modo que a Gilbert, la atracción magnética, lejos de parecerle anómala, repre­ sentaba el verdadero modelo de acción en un mundo animado. Hay, decía, «un magnetismo, y virtudes in­ fluyentes implantadas por todas partes, y característi­ cas de las cosas». Todas las cosas están provistas de percepción, de tal modo que perciben a los cuerpos que son como ellas y los que les son extraños. Fue esto a lo que llamó simpatías y antipatías. Uno de los temas fa­ voritos de Van Helmont era el ungüento simpático que cura heridas si se aplica, no a la herida, sino al arma que la ha causado. Un principio similar explicaba por qué la sangre de un asesinado fluye cuando el asesino pasa cerca: el espíritu que está en la sangre, al percibir la presencia de su mortal enemigo, bulle de rabia y la sangre fluye. Helmont veía su doctrina como un repudio consciente del materialismo, como una afirmación de la primacía del espíritu. En la filosofía aristótelica, a la 50

que se refirió con una frase sorprendente como el «de­ seo putañero» de materia, a esta se le asignaba un pa­ pel activo en la naturaleza. El afirmaba, muy al con­ trario, que el mundo material «está por todas partes gobernado y moderado por lo inmaterial y lo invisible». ¿Cómo podemos adquirir conocimiento de los prin­ cipios vitales que constituyen la realidad de la natura­ leza? No ciertamente mediante la facultad discursiva de la razón, que siempre falsea y distorsiona. «La ló­ gica —proclamaba Van Helmont— es inútil», y «dieci­ nueve silogismos no proporcionan conocimiento». En lugar de la razón, que mora en la superficie, sólo el entendimiento es adecuado a la verdad de las cosas. El intelecto debe ser dirigido hacia lo profundo; el enten­ dimiento debe transformarse en «la forma de las cosas inteligibles; en cuyo momento del tiempo, por un ins­ tante se hace como si el entendimiento fuese lo inteli­ gible mismo». Las cosas «parecen hablarnos sin pala­ bras, y el entendimiento las penetra estando callado, como si estuviesen disecadas y permanecieran abier­ tas». Unicamente el entendimiento, mediante la intui­ ción inmediata de la verdad, conoce las cosas tal como son y, conociéndolas, conoce su funcionamiento. En la tradición del naturalismo renacentista, nos encontramos claramente con un ideal de conocimiento científico totalmente distinto del que nosotros soste­ nemos. Es el ideal de Fausto, el científico mago, cuyo conocimiento es el de los poderes ocultos de la natu­ raleza. ¿Por qué estamos tan asustados del nombre de Magia? [se pre­ gunta Van Helmont]. Considerando que toda acción es mágica, nada tiene poder de actuar a no ser que tal poder sea producido por la fantasía de su forma y, por tanto, sea mágico. Pero, puesto que tal fantasía es de identidad o igualdad limitada, en cuerpos desprovistos de elección, se ba mantenido por tanto adscrito el efecto de modo ignorante y rústico, no a la fantasía de la cosa, sino a una propiedad natural; colocando, a través de una ignorancia de causas, el efecto en el lugar de la causa. Cuando, desde otro punto de vista, cada agente actúa en su propio objeto, a saber, mediante un sentimiento anterior de tal objeto, por donde dispersa su actividad, no temerariamente, sino únicamente en este objeto, a saber, habiendo sido la fantasía agitada por una sensación del

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objeto, mediante la dispersión de una entidad ideal, y empalmándola con el rayo de la entidad pasiva. Esta lia sido claramente la acción mágica de las cosas naturales. Realmente, la naturaleza es mágica en todos sus aspectos.

A lo que Descartes respondió en los siguientes tér­ minos: Nosotros tenemos naturalmente mayor admiración por las cosas que están por encima de nosotros que por las que están al mismo nivel o por debajo. Y aunque las nubes están algo por encima de los picos de algunas montañas, sin embargo, puesto que debemos mirar hacia el cielo para verlas, las imaginamos tan elevadas que los poetas y pintores ven en ellas el trono de Dios. Todo ello me lleva a esperar que si explico en este tratado lo suficientemente bien la naturaleza de las nubes de modo que nunca más haya ocasión para admirar nada de lo que veamos en ellas o que des­ ciende de ellas, se crea igualmente que es posible descubrir del mismo modo las causas de cualquier cosa que está por encima de la Tierra y que nos parece admirable.

En el siglo x v ii , Descartes fue el portavoz de la es­ cuela predominante de filosofía natural, mientras que la voz de Van Helmont era uno de los últimos ecos de una tradición marchita. El naturalismo renacentista se asentaba fundamentalmente en la convicción de que la naturaleza es un misterio en cuya profundidad la razón humana nunca puede sumergirse. La voz de Descartes en favor de la abolición del prodigio por el entendimien­ to, reforzaba, por otro lado, la convicción confiada de que la naturaleza no contiene misterios insondables, de que es completamente transparente a la razón. Sobre estos fundamentos el siglo xvit construyó su propia concepción de la naturaleza, la filosofía mecanicista. Ningún hombre creó la filosofía mecanicista. En todos los círculos científicos del siglo xvii de la Europa occidental podemos observar durante la primera mitad de siglo lo que aparece como un movimiento espontá­ neo hacia una concepción mecanicista de la naturaleza en reacción contra el naturalismo renacentista. En cier­ nes en Kepler y Galileo, asumió grandes proporciones en los escritos de hombres como Mersenne, Gassendi y Hobbes, por no citar filósofos menos conocidos. Sin embargo, René Descartes (1596-1650) ejerció mayor in­ 52

fluencia que ningún otro en pro de una filosofía mecanicista, y le dio un rigor filosófico que necesitaba gran­ demente. Con el famoso dualismo cartesiano, proporcionó a la reacción contra el naturalismo renacentista su justi­ ficación metafísica. Argumentaba que toda realidad está compuesta de dos substancias. Lo que podemos llamar espíritu es una substancia caracterizada por el acto de pensar; el reino material es una substancia cuya esen­ cia es la extensión. Res cogitans y res extensa; Descar­ tes las definió de tal modo que quedaran completa­ mente separadas y distinguidas. A la substancia pen­ sante no se le puede atribuir ninguna propiedad de la materia, ni extensión, ni lugar, ni movimiento. El pen­ samiento, que incluye los diferentes modos que asume la actividad mental, y sólo el pensamiento, es su pro­ piedad. Desde el punto de vista de la ciencia natural, el resultado más importante de la dicotomía reside en la rígida exclusión de cualquier característica psíquica de la naturaleza material. El alma del mundo de Gilbert no podría caber en lugar alguno del mundo físico de Descartes. Tampoco lo podrían los principios activos de Van Helmont. La elección de Descartes del principio pasivo, extensa, en contraposición al principio activo, cogitans, que usó para caracterizar el reino del espíritu, le sirvió para subrayar que la naturaleza física es inerte y desprovista de fuentes de actividad propias. En el naturalismo renacentista, mente y materia, espíritu y cuerpo no eran considerados como entidades separa­ das ; la principal realidad de todo cuerpo era su prin­ cipio activo, que tenía, al menos hasta cierto punto, las características de la mente o el espíritu. El principio aristotélico de la «forma» había desempeñado un papel análogo en una filosofía más sutil de la naturaleza. El efecto del dualismo cartesiano fue, en contraste, el de eliminar con precisión quirúrgica cualquier vestigio de lo psíquico de la naturaleza material, dejándole un campo sin vida que sólo conocía los brutales golpes de inertes trozos de materia. Era una concepción de la naturaleza sorprendente por su crudeza, pero admira­ 53

blemente ideada para los fines de la ciencia moderna. Sólo unos pocos siguieron el pleno rigor de la metafí­ sica cartesiana, pero, prácticamente, todo científico de importancia aceptó totalmente en la segunda mitad del siglo el dualismo de cuerpo y espíritu. La naturaleza física de la ciencia moderna acababa de nacer. Descartes era plenamente consciente de su papel revolucionario respecto a la tradición filosófica recibi­ da. En su Discours de la Méthode2 (1637), describió su reacción a esta tradición tal como se la había presen­ tado su educación. Su educación había empezado con la promesa de que al acabarla poseería conocimiento. En lugar de conocimiento le dejó una duda total. Se dio cuenta de que dos mil años de investigación y de debate no habían establecido nada. En filosofía «uno no puede imaginar nada tan extraño e increíble que no haya sido sostenido por algún filosofo». Descartes decidió simplemente barrer el pasado de su mente. Me­ diante un proceso de duda sistemática, sometería toda idea a examen riguroso, rechazando cualquier cosa, por poco dudosa que fuera, hasta que llegase, si es que la había, a una proposición de la que fuese impo­ sible dudar. Sobre esta proposición tomada como pie­ dra angular de la certidumbre reconstruiría una es­ tructura de conocimiento que compartiría la certeza con su fundamento, una estructura construida nueva­ mente desde el principio con la sola ayuda de la razón. Con perspectiva posterior, vemos que la recusación del pasado fue mucho menos completa de lo que él pen­ saba. Sin embargo, su filosofía mecanicista de la na­ turaleza fue una incisiva ruptura con la concepción predominante representada por el naturalismo rena­ centista, y una ruptura poco menor con el aristotelismo. Su renovación significaba el de la ciencia del siglo xvn en su conjunto. Como es bien sabido, Descartes fundó la solidez de la certeza que buscaba —aquello de lo que no podía dudarse— en la proposición cogito ergo sum (pienso luego existo). El cogito se convirtió en el fundamento de un nuevo edificio de conocimientos. Partiendo de él 54

razonó hasta la existencia de Dios, y después hasta la existencia del mundo físico. En el proceso de la duda, la existencia de un mundo exterior había sido una de las primeras cosas que abandonó; su existencia parecía depender de la prueba de los sentidos, y la propensión de los sentidos a errar había puesto en duda jsu exis­ tencia. A partir del nuevo fundamento de la certeza, se sintió capaz de demostrar, como conclusión igual­ mente indudable, que el mundo físico exterior tam­ bién existe. Pero a la conclusión añadió una condi­ ción, quizá la declaración más importante para la mar­ cha de la revolución científica establecida en el si­ glo xvn. Aunque la existencia del mundo físico puede probarse por argumentos de necesidad, no hay nin­ guna necesidad de que sea similar al mundo que los sentidos nos representan. Al montón de simpatías, anti­ patías y poderes ocultos ya expurgados del mundo fí­ sico, se tiraron ahora las cualidades reales de la filoso­ fía aristotélica. Un cuerpo parece rojo, había dicho Aristóteles, porque tiene rojez en su superficie; un cuerpo está caliente porque contiene la cualidad del calor. Las cualidades tienen existencia real, compren­ den una de las categorías del ser; mediante nuestros sentidos percibimos la realidad directamente. No es así, replicó Descartes. Imaginar que la rojez o el calor exis­ ten en los cuerpos es proyectar nuestras sensaciones sobre el mundo físico, de igual modo que el naturalis­ mo renacentista proyectaba procesos psíquicos sobre el mundo físico. De hecho, los cuerpos constan sólo de partículas de materia en movimiento, y todas sus cua­ lidades aparentes (excluida únicamente la extensión) son meramente sensaciones estimuladas por cuerpos en movimiento que afectan a nuestros nervios. El mun­ do familiar de la experiencia sensorial resulta ser una mera ilusión, al igual que los poderes ocultos del natu­ ralismo renacentista. El mundo es una máquina com­ puesta de cuerpos inertes movidos por necesidad física, indiferente a la existencia de seres pensantes. Ésta era la proposición básica de la filosofía mecanicista de la naturaleza. 55

En sus ensayos sobre La dioptrique (1637) y Les météores (1637), y en los Principia philosophiae3(1644), Descartes explicó los detalles de su filosofía mecanicista. Una de sus piedras fundamentales era el principio de inercia. La filosofía mecanicista insistía en que todo fenómeno de la naturaleza está producido por partícu­ las de materia en movimiento, y que debe ser así pro­ ducido puesto que la realidad física sólo contiene par­ tículas de materia en movimiento. ¿Cuál es la causa del movimiento? Puesto que la materia es por defini­ ción material inerte de todo principio activo, es eviden­ te que no puede ser la causa de su propio movimiento. En el siglo xvii todo el mundo estaba de acuerdo en que el origen del movimiento residía en Dios. En el prin­ cipio, Él creó la materia y la puso en movimiento. ¿Qué mantiene a la materia en movimiento? La gran insisten­ cia con que la concepción mecanicista de la naturaleza repudiaba los principios activos, significó que su viabi­ lidad como filosofía de la naturaleza dependía del prin­ cipio de inercia. No se necesita nada para mantener a la materia en movimiento; el movimiento es un es­ tado, y al igual que cualquier otro estado en que puede encontrarse la materia persistirá hasta que algo exter­ no actúe para cambiarlo. En un choque, el movimiento puede transferirse de un cuerpo a otro, pero el movi­ miento mismo permanece indestructible. Descartes intentó analizar el choque en términos de la conservación de la cantidad total de movimiento, un principio que se aproxima al de la conservación del momento, que sería formulado más tarde en el mismo siglo. Puesto que sostuvo que un cambio única­ mente en la dirección (sin ningún cambio de velocidad) no implica ningún cambio de estado en otro cuerpo, las conclusiones a las que llegó difieren ampliamente de las que nosotros aceptamos. Sin embargo, el análi­ sis de Descartes del choque fue el punto de partida de esfuerzos posteriores que proporcionaron mayor fruto. Mientras tanto sus leyes del choque proporcionaron el modelo de toda acción dinámica; en un universo me­ canicista desprovisto de principios activos, los cuerpos 56

únicamente podían actuar unos sobre otros por choque. No fue accidental el que los hombres que constru­ yeron los dos principales sistemas mecanicistas de la naturaleza, Descartes y Gassendi, contribuyesen tam­ bién significativamente a la formulación del concepto de inercia. Con Galileo, la inercia fue formulada en términos del movimiento circular que corresponde a la rotación diurna de la Tierra sobre su eje. Descartes y Gassendi fueron los primeros en insistir que el mo­ vimiento inercial debe ser un movimiento rectilíneo y que los cuerpos que se mueven en círculos o curvas deben ser retenidos por alguna causa externa. Tales cuerpos, afirmaba Descartes, ejercen constantemente una tendencia a alejarse del centro alrededor del cual giran. Aunque no intentó establecer una medida cuan­ titativa de la tendencia, su demostración de que tal tendencia a alejarse del centro existe fue el primer paso en el análisis de los elementos mecánicos del movimien­ to circular. Si bien el movimiento circular dejó de representar, para Descartes, el movimiento perfecto, continuó de­ sempeñando un papel central en su filosofía de la natu­ raleza. Aunque no era natural era, sin embargo, nece­ sario. El universo de Descartes era un plenum. La ecua­ ción de la materia con la extensión significaba que todo espacio extenso debía estar lleno de materia, o mejor, que debía ser materia. No puede haber vacío. Si no hay ningún espacio vacío en el que pueda moverse un cuerpo, ¿cómo es posible que exista algún tipo de mo­ vimiento? Sólo es posible, replicaba Descartes, porque cada cuerpo que se mueve, lo hace en el espacio que desocupa al mismo tiempo. En otros términos, cual­ quier partícula que se mueve en un plenum debe en­ contrarse en un circuito cerrado de materia en movi­ miento, como el aro de una rueda que gira sobre su eje. Por tanto, todo movimiento debe ser circular, aun­ que evidentemente, la palabra «circular» en este con­ texto se refiere a una órbita cerrada de cualquier for­ ma, no al círculo perfecto de la geometría euclídea. Puesto que el movimiento circular, aunque necesario, 57

no es natural, crea fuerzas centrífugas en el plenutn. Descartes encontró que tales fuerzas eran el fenómeno más importante de la naturaleza. La primera consecuencia de la introducción del mo­ vimiento en el plenutn infinito del universo es el esta­ blecimiento de un número infinito de vórtices. Descar­ tes describió el vórtice donde está colocado nuestro sistema solar como un torbellino de materia tan enor­ me que la órbita de Saturno no es más que un punto respecto al conjunto. La mayoría de los vórtices están llenos de bolas pequeñitas convertidas en esferas por el incesante chocar de unas contra otras. A ellas se re­ firió como el «segundo elemento». El «primer elemen­ to», el aether, tal como a menudo se le llamaba durante el siglo xvn, está compuesto de las partículas extrema­ damente finas que llenan los espacios que quedan en­ tre las esferas del segundo elemento y también los demás poros. En el universo de Descartes hay igual­ mente una tercera forma de materia, partículas ma­ yores que están reunidas en los grandes cuerpos que llamamos planetas. A medida que cada vórtice gira so­ bre su eje, cada partícula que está en él procura ale­ jarse del centro, pero en un plenum una partícula sólo puede alejarse del centro si otra se acerca a él. Como cualquier otro cuerpo, cada planeta tiende a alejarse del centro, pero a cierta distancia de éste, dicha ten­ dencia se equilibra por la tendencia de la materia que se mueve velozmente del vórtice que está más lejos de aquel. Una órbita se establece gracias al equilibrio dinámico entre la tendencia centrífuga de un planeta y la fuerza contraria fruto de la tendencia centrífuga de la otra materia que compone el vórtice. La teoría del vórtice constituyó el primer sistema aparentemente plausible establecido para reemplazar a las esferas cristalinas. En realidad, la mecánica celes­ te de Kepler lo había precedido, pero el sistema de Kepler fue construido a partir de principios inacepta­ bles para la filosofía mecanicista. El vórtice de Descar­ tes, inútil es decirlo, era aceptable, y dominó durante medio siglo las descripciones del cielo. Para entender 58

el pensamiento científico del siglo xvii es importante darse cuenta de lo que se pretendía o no pretendía explicar. El vórtice ofrecía una explicación mecánica a los grandes fenómenos celestes. Indicaba por qué los planetas giran alrededor del Sol, todos en la misma dirección y todos (prácticamente) en el mismo jslano. Mediante la introducción encubierta de factores arbi­ trarios, explicaba por qué los planetas se mueven más lentamente cuanto más alejados están del Sol. Tales cosas, sin embargo, las presentaba como consecuencias de la materia en movimiento, sin recurrir a poder ocul­ to ninguno. Para la ciencia del siglo xvn fue importante el tipo de explicación mecanicista que ofrecía el vórtice, y no es difícil entender el atractivo de tal teoría. Lo que no intentó de abordar el vórtice fueron los detalles precisos de las órbitas planetarias que constituían el dominio de la astronomía técnica. Descartes no mencio­ nó las tres leyes de Kepler, y es difícil pensar cómo podría haberlas deducido del vórtice. Pero el tipo de descripción matemática que representan las leyes de Kepler fue también importante para la ciencia del si­ glo xvn. La filosofía mecanicista, con su concentración en las causas físicas, existió en oposición a la tradición pitagórica de la descripción matemática. El mayor lo­ gro de la ciencia del siglo xvii, la obra de Isaac Newton, consistió en la resolución de tal oposición. El sistema solar no era el único tema de la filosofía de la naturaleza de Descartes. Tampoco era el más difi­ cultoso. La filosofía mecanicista afirmaba como su pro­ posición fundamental que todos los fenómenos de la naturaleza están producidos por materia inerte en mo­ vimiento. ¿Qué ocurre con la luz? Ninguna filosofía de la naturaleza que ignore la luz puede pretender ser completa, y la luz parece ser el menos mecánico de lodos los fenómenos. En el sistema de Descartes, em­ pero, se nos revela como una consecuencia mecánica necesaria del vórtice. El Sol es la principal fuente de luz en nuestro sistema, y está también en el centro del vórtice. Hemos visto ya que el movimiento circular crea fuerzas centrífugas por todo el vórtice, y resulta que 59

la realidad física de la luz no es más que tal fuerza. Re­ cibida en la retina del ojo, produce un movimiento en el nervio óptico que a su vez produce la sensación a la que llamamos «luz». Por otra parte, añadía Descartes, puesto que la fuerza es una tendencia al movimiento, obedece las leyes del movimiento, y se puede demos­ trar que se siguen como consecuencias necesarias las leyes de la reflexión y de la refracción. La gravedad (es decir, gravitas, el peso de los cuer­ pos cerca de la superficie de la tierra) poco más mecá­ nica parece en su origen que la luz. Para explicarla, Descartes colocó un pequeño vórtice alrededor de la Tierra, girando con ella yacabándose a la altura de la Luna. De nuevo se apeló a las tendencias centrífugas inherentes al movimiento circular, y de nuevo a las necesidades del plentim. ¿Qué es la gravedad? Es un déficit de tendencia centrífuga por la que algunos cuer­ pos son atraídos hacia el centro por otros, que suben con una tendencia centrífuga mayor. Surgió como una lamentable consecuencia de la teoría de Descartes de que los cuerpos deben caer no a lo largo de la perpen­ dicular a la superficie de la Tierra, sino a lo largo de la perpendicular a su eje. Los filósofos mecanicistas, a los que les interesaba descubrir la causa de cada fenómeno, tuvieron que acostumbrarse a tolerar discrepancias me­ nores. Quizá el asunto crucial para la filosofía mecanicista de la naturaleza fue el magnetismo. En una época an­ terior había representado el resumen mismo de un poder oculto. Consiguientemente, la filosofía mecani­ cista tenía que explicar la atracción magnética inven­ tando algún mecanismo que diera cuenta de ella sin recurrir a lo oculto. Descartes fue particularmente in­ genioso. Describió con considerable detalle cómo el vórtice, al girar, genera partículas en forma de rosca que se acoplan a poros de la misma forma en el hierro (fig. 2.1). La atracción magnética está causada por el movimiento de las partículas, que al pasar a través de los poros en el imán y el hierro, empujan el aire que está entre ellos y hacen que se muevan el uno hacia el 60

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Figura 2.1. Las partículas en forma de rosca que hacen que la acción magnética pase a través de la Tierra y a través de cinco ima­ nes, mostradas en varias posiciones según se van alineando con el campo magnético de la Tierra

otro, ¿Qué hay acerca de los dos polos magnéticos? Muy sencillo, replicaba Descartes; hay unas roscas con sentido de giro hacia la derecha y otras con sentido de giro hacia la izquierda. El tratamiento del magnetismo es revelador de las motivaciones básicas de la ciencia cartesiana. Contra­ riamente a Gilbert, Descartes no emprendió una inves­ tigación detallada de los fenómenos magnéticos. Con­ sideraba los fenómenos como dados; no había ninguna necesidad de aturdirse buscando fenómenos nuevos. El problema no eran los fenómenos, sino su interpreta­ ción, y el propósito de Descartes era demostrar que no hay fenómenos magnéticos que no puedan explicar­ se en términos mecánicos. Del mismo modo, cuando sus Principios de filosofía discuten detalladamente la 61

naturaleza, Descartes supuso que los fenómenos eran conocidos. Su ciencia no se consagi'aba a cuidadosas investigaciones de la naturaleza ni al descubrimiento de nuevos fenómenos, sino a la elaboración de una nueva explicación de los ya conocidos. No hay ninguna necesidad de que el mundo físico sea similar al que nos representan nuestros sentidos; consiste únicamente en partículas de materia en movimiento. El propósito de Descartes era mostrar que para todos los fenómenos conocidos podían imaginarse mecanismos causales. Puesto que la filosofía mecanicista como tal no ofrecía ningún criterio acerca de lo que es posible, algún ex­ traño fenómeno se introdujo en el universo de Descar­ tes. La discusión de Helmont de la sangre que fluye cuando el asesino se acerca nos parece el colmo de la absurdidad; Descartes aceptó el hecho e imaginó un mecanismo del tipo de un efluvio para explicarlo. El ungüento simpático no apareció en su obra, pero Kenelm Digby, un filósofo mecanicista de la siguiente generación, describió debidamente el mecanismo me­ diante el cual sema. Los filósofos anteriores habían considerado la natu­ raleza en términos orgánicos. Descartes dio la vuelta a las cosas, describiendo cada fenómeno orgánico como un mecanismo. En su universo, el hombre era único, el único ser que era a la vez cuerpo y alma. Sin embar­ go, aun en el caso del hombre el alma no era conside­ rada como el foco de la vida, y todas las funciones orgánicas se describían en términos puramente mecá­ nicos. El corazón era un hervidor para el té, su calor era análogo al calor de la fermentación (un proceso en sí mismo mecánico, según Descartes), su acción consis­ tía en hacer hervir y expandir las gotas de sangre que se introducían en él por las venas y salían gracias a la fuerza de la evaporación. Los otros animales, carentes de alma, no eran más que máquinas complicadas. Des­ cartes afirmaba que si hubiesen autómatas «que pose­ yesen los órganos y apariencia exterior de un mono o de algún otro animal carente de razón, no dispondríamos 62

de ningún medio para afirmar que no eran de la misma naturaleza que tales animales». Muchas de las explicaciones de Descartes difieren tanto de las que nosotros consideramos correctas, que frecuentemente nos sentimos inclinados a la burla. Mejor será tratar de entender qué intentaba hacer y cómo encaja dentro de la revolución científica.'La pie­ dra angular de todo el edificio de su filosofía de la natu­ raleza era la afirmación de que la realidad física en ningún modo es similar a las apariencias de la sensa­ ción. Del mismo modo que Copérnico había rechazado la concepción de sentido común de una Tierra inmóvil, y Galileo la concepción de sentido común del movi­ miento, Descartes generalizó la reinterpretación de la experiencia diaria. No tuvo intención de llevar a cabo el tipo de investigación científica con la que estamos hoy familiarizados; su fin más bien era metafísico. Pro­ puso una nueva descripción de la realidad detrás de la experiencia. Por mucho que encontremos sus expli­ caciones increíbles y extravagantes, debemos recordar el curso que la ciencia moderna ha discurrido, no retor­ nando a la anterior filosofía de la naturaleza, sino si­ guiendo el camino que él trazó. Ciertamente, el siglo xvii encontró irresistible el atractivo de la filosofía mecanicista de la naturaleza. La filosofía mecanicista, sin embargo, no significaba sólo la filosofía cartesiana, y entre otras concepciones mecanicistas de la naturaleza, una, al menos, se mantu­ vo como una alternativa viable y atractiva, el atomismo de Gassendi. Inevitablemente, la filosofía atomista de la Antigüedad había reaparecido en la Europa occiden­ tal con la recuperación general del pensamiento anti­ guo durante el Renacimiento. Galileo sintió su influen­ cia, y su tratamiento mecanicista de la naturaleza pro­ bablemente ayudó a configurar el sistema de Descartes. Sin embargo, fue un contemporáneo de Descartes, Pierre Gassendi (1592-1655), quien adoptó el atomismo y lo expuso como una filosofía mecanicista alternativa. Como pensador, Gassendi era completamente distinto a Descartes. Donde Descartes se veía a sí mismo como 63

un pensador sistemático que reconstruía la tradición ñlosóñca a partir de principios nuevos de su propia creación, Gassendi se consideraba un erudito que re­ cogía los mejores elementos que la tradición podía ofrecer. Su principal obra, Syntagma Phitosophicum4 (1658), es una compilación ilegible de todo lo dicho sobre los temas en discusión, una compilación que pre­ tendía, además, agotar los temas discutibles. La obra creció, y fue publicada en su forma última sólo como una obra póstuma, cuando el autor no tenía ya la posi­ bilidad de añadir ni de enmendar. En una palabra, Gassendi era el típico hombre que corta y pega, y su libro contiene todas las incongruencias propias de las compilaciones eclécticas. Tres concepciones del movi­ miento se proponen al menos en él, sin ningún esfuer­ zo para conciliarias. De la tradición, sin embargo, un sistema la atraía más que los otros, y el Syntagma era inconfundiblemente una exposición del atomismo. Siendo un atomista, Gassendi difería de Descartes en algunas cuestiones específicas. Descartes argumen­ taba que la materia es infinitamente divisible; Gassendi mantenía, evidentemente, que hay unidades últimas que nunca son divisibles. La misma palabra «átomo» deriva de la palabra griega que significa indivisible. El uni­ verso de Descartes era un plenum; Gassendi, por el contrario, argumentaba en favor de la existencia de vacíos, de espacios sin ninguna materia. Ambas son cuestiones filosóficas importantes, pero los desacuer­ dos entre los dos hombres poco significan al lado de sus grandes áreas de acuerdo. Afirmaban, igualmente, que la naturaleza física está compuesta de materia cualita­ tivamente neutra, y que todos los fenómenos de la na­ turaleza están producidos por partículas de materia en movimiento. Más importante para la ciencia posterior fue otra diferencia entre Descartes y Gassendi que estaba lógi­ camente conectada con la cuestión del plenum. La in­ sistencia de Descartes en que la naturaleza es un ple­ num era la necesaria consecuencia de su identificación de la materia con la extensión y, a su vez, la identifica­ 64

ción de la materia con la extensión hizo posible la utili­ zación del razonamiento geométrico en la ciencia. La ciencia natural podía esperar alcanzar el mismo rigor en sus demostraciones que el de la geometría, gracias a que el espacio geométrico era equivalente a la mate­ ria. Realmente, su método, que consistía en cuatro reglas para dirigir las investigaciones, era poco más que una reformulación de los principios del razonamiento geométrico. Aun siendo como era rebelde a la tradición predominante, Descartes aceptó un ideal de ciencia que se remontaba a Aristóteles. Sostenía que el nombre «ciencia» no se aplicaba a conjeturas ni a explicaciones probables, sino únicamente a las necesarias demostra­ ciones rigurosamente deducidas de los necesarios prin­ cipios. Si tal grado de certeza no podía alcanzarse en los detalles de una explicación causal, donde era posi­ ble imaginar más de un mecanismo satisfactorio, al menos los principios generales no ofrecían posible duda: la separación rigurosa de lo corpóreo y lo espi­ ritual, y la consiguiente necesidad de la causalidad mecánica. Cuando Gassendi negó la ecuación de materia con extensión, también negó el programa de ciencia carte­ siano. Los átomos son extensos, pero la extensión no es su esencia. Estaba realmente convencido de que el conocimiento de las cosas está fuera del alcance del hombre finito. Gassendi aceptaba un grado de escep­ ticismo como ingrediente inevitable de la condición humana. Dios y sólo Dios puede conocer las esencias últimas. Por tanto, el ideal de ciencia sostenido por la escuela dominante de filosofía en la tradición occiden­ tal, desde Aristóteles hasta el siglo xvii y reafirmado por Descartes, fue calificado de ilusión. La conclusión de Gassendi no fue, sin embargo, la de un escepticismo total. Propuso en su lugar una redefinición de la cien­ cia. La naturaleza no es completamente transparente a la razón humana; el hombre puede conocerla solo externamente, solo como fenómeno. Se sigue que la única ciencia posible para el hombre es la descripción de los fenómenos: un nuevo ideal de ciencia que se 65