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Spanish; Castilian Pages 290 Year 2021
LA CIUDAD SIN ATRIBUTOS LA NO CIUDAD
CARMEN MEJÍA RUIZ Y EUGENIA POPEANGA CHELARU (COORDINADORAS) ALBA DIZ VILLANUEVA E INÉS CARVAJAL ARGÜELLES (EDITORAS)
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LA CIUDAD SIN ATRIBUTOS LA NO CIUDAD
CARMEN MEJÍA RUIZ Y EUGENIA POPEANGA CHELARU (COORDINADORAS) ALBA DIZ VILLANUEVA E INÉS CARVAJAL ARGÜELLES (EDITORAS)
Iberoamericana
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Vervuert
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Índice
Eugenia Popeanga Chelaru Introducción. Un modelo urbano posmoderno: la ciudad sin atributos ...........................................................................
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Pilar Andrade Boué La ciudad sin atributos en el “universo Volodine” .................................. 15 Inés Carvajal Argüelles “Aquella fealdad era la única igualdad”. Herta Müller: ciudades oprimidas bajo el manto totalitario ......................................... 41 Alba Diz Villanueva Una aproximación a la no-ciudad en la narrativa de Maximiliano Barrientos: no-lugares y distopía .................................. 59 Miguel Etayo Gordejuela Óperas posmodernas para la ciudad sin atributos: 60th Parallel, Doctor Atomic y Einstein on the Beach..................................................... 77 Barbara Fraticelli Luanda en negro: la ciudad según Jaime Bunda ..................................... 87 Rodrigo Guijarro Lasheras Dinámicas urbanas alteradas. Una reflexión sobre los modelos urbanos y la no ciudad a partir del caso de Íñigo Redondo en la narrativa española reciente ..................................................................... 111
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Elisa Martínez Garrido Pietralata y Roma en La Storia de Elsa Morante: la no ciudad, el lugar y el no lugar, la barbarie y la fiesta ............................................. 129 Carmen Mejía Ruiz Laida no es mi nombre de Carlos Lozano Ascencio: de la distopía a la utopía ............................................................................................. 141 Elios Mendieta Rodríguez Vacío, angustia y desolación en la Italia de los sesenta. La no-ciudad en el cine de Michelangelo Antonioni.................................................... 163 Diego Muñoz Carrobles La imagen de Pyongyang como anticiudad en la literatura francófona contemporánea .................................................................... 181 Rocío Peñalta Catalán La ciudad sin secretos: Bucarest comunista en La libertad, de Ignacio Vidal-Folch .......................................................................... 211 Juan M. Ribera Llopis Aurora Bertrana, vida, ciudades y escrituras ........................................... 239 Javier Rivero Grandoso La Habana para inocentes (y delincuentes) difuntos. El espacio urbano desde el género criminal a través de la obra de Leonardo Padura y Amir Valle............................................................................... 251 Leonardo Vilei El vaciamiento del espacio público: la plaza sin atributos en la poesía de Patrizia Cavalli ............................................................... 269 Notas sobre los autores .......................................................................... 285
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Introducción
Un modelo urbano posmoderno: la ciudad sin atributos Eugenia Popeanga Chelaru Universidad Complutense de Madrid
Hablar de la ciudad significa, en primer lugar, tratar de un conjunto arquitectónico, social y cultural. En trabajos anteriores destacábamos distintos modelos urbanos identificados por un componente artístico y arquitectónico que penetra en la sociedad y determina una forma de vida y pensamiento. Hay modelos medievales, renacentistas y barrocos con sus características bien definidas, mientras que la ciudad moderna se convierte en un modelo ecléctico que subtiende, a guisa de palimpsesto, los estilos precedentes en mayor o menor proporción, si bien ofrece cambios notables. Frente a la unidad de los modelos anteriores, estamos ante una ciudad que destruye lo antiguo para proyectar grandes avenidas, construir con nuevos materiales y proporcionar nuevas formas de circular, a lo que hay que añadir la canalización de aguas y el alumbrado modernos. El hierro y el cristal son los nuevos materiales de construcción, por lo que los arquitectos trabajan más lo aéreo que lo macizo; crean el espacio vano moderno, así como nuevos lugares de ocio y reemplazan los viejos comercios, oscuros y angostos, a menudo
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por los imponentes grandes almacenes, que llegan a ofrecer a la clientela una adquisición amena y divertida. Esta ciudad moderna avecina y hermana las chimeneas de las fábricas con las agujas de los templos góticos. La periferia populosa conoce en su seno la pura miseria del lumpemproletariado. Esa ciudad moderna, si todavía apta para la habitabilidad, se convierte poco a poco en la ciudad posmoderna, nuestra ciudad. La ciudad se caracteriza por su gran capacidad creativa, puesto que desarrolla el discurso artístico-literario, pero también el económico y periodístico, ofrece un alto grado de sociabilidad, presente en el desarrollo y los cambios históricos. Soporta guerras, revoluciones y sabe renacer, al tiempo que es la ciudad de los flâneurs, paseantes que disfrutan de sus calles, sus parques y todo tipo de pasajes. A mediados del siglo pasado asistimos a un proceso de polarización urbana: la ciudad se disgrega en la periferia, convertida en una constelación de ciudades dormitorio, con su arquitectura monótona e impersonal. Al propio tiempo, el centro de la ciudad se despuebla, ya que los edificios emblemáticos son ocupados por entidades financieras, sociales y políticas, desplazando, por ende, a la población de antaño. Por su parte, los habitantes de alto nivel adquisitivo crean su propio espacio habitable fuera del núcleo urbano, una especie de gueto, circundado a menudo por sistemas de seguridad. Paralelos a estos «guetos», están los que albergan a la población marginal, los cuales, como es obvio, carecen de sistemas protectores. Los componentes de esta población podrán circular por el centro de la ciudad, accediendo a espectáculos y demás diversiones que allí se ofrezcan, pero siempre se tratará de un espacio ajeno al suyo. El espacio urbano actual puede generar metáforas carentes de propio contenido, a modo de entelequias. Lejos estamos de la ciudad de los fllâneurs surrealistas, que con su imaginación llenaban la «ciudad sueño», así como de la fuerte y reconocible «ciudad realista», o las míticas ciudades de los viajeros intrépidos, descubridores, bajo las capas histórico-artísticas, de la verdadera esencia de lo construido. Todo esto se desconfigura en la ciudad posmoderna, disgregada en distintas subciudades, como antaño las calles de los gremios. Así tenemos la ciudad de la justicia, la de los periodistas, la sanitaria, o la de los poetas, coexistentes con los guetos arriba mencionados. Por su
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parte, los centros comerciales desplazan y reemplazan la imagen de los grandes almacenes, creando en su entorno zonas recreativas, donde el jardín tropical convive con una pista de esquí. La extensión espacial en sus modalidades y la fusión de distintas climatologías determinan la coexistencia de artes diferentes junto con lo urbano tradicional y el parque temático. El espacio moderno, fácilmente comparable a un palimpsesto, mantenía, a través de los espacios representativos de distintas etapas y estilos histórico-artísticos, una poderosa relación con la memoria tanto artística como sociopolítica, pues tan evocador podía ser un edificio barroco al lado de uno modernista, como un palacio real frente a un edificio anónimo, sede de una maquinaria dictatorial. Recorrer los parajes de tales ciudades es internarse en mundos distintos, que pese a serlo conviven en un espacio único. La memoria y la imaginación del paseante permiten evocar tiempos pasados, incluso soñar recreando, mediante la temporalización del espacio, vidas y acontecimientos históricos. Lo urbano se convierte en testimonio de distintas épocas, con su capacidad para devolver al lector sus espacios, fragmentos de tiempo pasado. La ciudad posmoderna mantiene muchos de los elementos arquitectónicos de las ciudades precedentes, pero cambia su funcionalidad. Edificios emblemáticos albergan oficinas bancarias o instituciones públicas, perdiendo así su función primigenia. Son, pues, lugares que se visitan o transitan, pero no se habita en ellos. El flâneur posesionado de la ciudad moderna desaparece y se ve en su lugar un vehículo, una especie de celda semoviente, apta para cubrir funciones propias, nunca la de un hogar. En un coche se puede comer, beber, dormir, mantener relaciones amorosas, estar con los niños o con las mascotas y, merced a los nuevos adelantos, realizar tareas laborales, sin olvidar la función primordial, que es la de transitar por la ciudad, una ciudad que para unos es la del deseo, la del sueño, mientras que para otros es la ciudad hostil, peligrosa, monótona, más cercana a la muerte, que no deja lugar al ensueño o a la imaginación. Ambas formas urbanas representan aspectos de la no ciudad, por su irrealidad, por su carácter de parque temático, que permanece desierto a la hora del cierre y cuya vida alienta mayormente en los centros comerciales, suerte de «no ciudades» que relumbran y complacen el deseo de comprar, pasear y disfrutar
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de la comida y del ocio. El paseante posmoderno prefiere deambular por esas «catedrales» del ocio y del comercio, en lugar de acercarse a la ciudad real, que se le antoja distante, ajena y peligrosa. Consideramos no lugares las ciudades dormitorio, las urbes periféricas que circundan la ciudad sueño, guetos donde se hacinan trabajadores de reciente asiento, mayormente inmigrantes; en una palabra, los «sin lugar». Evidentemente existe cierta conexión osmótica entre estas dos ciudades, a través de áreas fronterizas y puentes que las unen, a la par que limitan la ciudad real y la artificial. La literatura nos ofrece ejemplos al respecto, como el de La hoguera de las vanidades, de Tom Wolfe. El personaje principal se extravía por una carretera de circunvalación (otro espacio fronterizo) y llega al puente del Bronx, donde provoca un accidente. Aquí empieza el calvario de su declive al ser rechazado y marginado por la ciudad burbuja de felicidad en que vivía, acosado por la ciudad real que bulle al otro lado del puente. Caso más evidente es el de protagonista de Cosmópolis, de De Lillo, personaje que recorre la ciudad en su limusina, que le sirve de oficina, consulta médica, salón de té y lugar de encuentro con personas afines, tanto amigos como empleados. En un solo día «la ciudad, que nunca duerme», le proporciona el placer de la aventura, viendo cómo su dinero crece y se disipa, celebrando encuentros amorosos, matando como si fuese un videojuego, o viviendo una manifestación que por poco derriba su vehículo y que lo obliga a aguardar que pase el entierro multitudinario de un cantante de rap, para concluir en el lugar fronterizo de grandes almacenes vacíos y abandonados del muelle, mirando de frente a la muerte. Esta metrópolis es un no lugar tanto en el recorrido de la ciudad onírica como en el descampado. El personaje carece de raíces y su único deseo es cortarse el pelo en la barbería del barrio de su infancia. El viaje emprendido transcurre de un espacio exento de tiempo hacia otro convertido en recuerdo y conducente a la muerte. Ambas ciudades tienen la capacidad de destruir a sus habitantes, diluir su identidad, borrar recuerdos. En resumidas cuentas, más allá de ser espacios urbanos hostiles, en la mayoría de los casos, carecen de memoria, ocultan y anulan su pasado, y pretenden vivir en un eterno presente. En el caso de las novelas de Modiano, París, la ciudad que envuelve a todos sus personajes, está aparentemente presente y real,
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ya que podemos recorrer sus calles y plazas siguiendo el periplo de sus protagonistas. Sin embargo, estos no pasean, sino solo transitan, de modo que la ciudad no ofrece sino la apariencia de realidad, a veces fantasmagórica, apta para un decorado de película, o, si es de noche, totalmente misteriosa y onírica, uniendo pasado y presente en una especie de pesadilla urbana. En otras ocasiones, los personajes atraviesan descampados y pasadizos, que no pasajes conocidos, de los que no sabemos cuáles son sus nombres verdaderos; su identidad es fluctuante, igual que sus acciones y deseos. París es la ciudad de un sueño, de una pesadilla, mezcla de tiempos en un espacio carente de atributos, inconsistente e inerte, que hasta pierde su hostilidad. Tenemos, finalmente, otras ciudades que pierden por completo su habitabilidad al aumentar su grado de hostilidad, dimanado tanto de una arquitectura monótona y carcelaria, cuanto de la persecución policial y acoso persistente de sus propios habitantes. Son ciudades en las que impera una dictadura, con monumentos que reflejan la imposición absoluta, edificios que entrañan de por sí la fuerza opresiva o el corsé psicológico, con sus ventanas opacas, parques vigilados, etc. Estas ciudades se convierten en «lugares muertos». Más allá de los no lugares; más allá de las ciudades artificiales o ausentes, estas urbes en las que impera el miedo, son espacios de la desesperación. Sus habitantes han perdido la esperanza y viven huyendo del presente, faltos de futuro, refugiándose en un pasado fragmentario. Sin embargo, hay habitantes que se aclimatan a su ciudad cárcel viviendo sin deseos, sin ilusiones ni sueños, como seres exentos de toda identidad. Se trata de verdaderos «espacios del anonimato», como los llama Marc Augé, donde ni siquiera el dictador tiene cara conocida, a pesar de que la ciudad está empapelada con su retrato y sus discursos. Finalmente nos encontramos con una no ciudad que aparece en la literatura y en el cine de ciencia ficción, una ciudad dominada no por una o varias personas, sino por un ente desconocido, poderoso, capaz de provocar la muerte de sus habitantes encerrados en sus casas, convertidas en cárceles voluntarias. La urbe se queda desierta, inerte, silenciosa, y los seres humanos que se atreven a transitarla se evitan entre sí, ya que su miedo es poderoso y ciego. En estas ciudades, en cambio, la naturaleza se expande de forma gloriosa, y los animales salvajes se adueñan de las
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calles vacías de coches y transeúntes. Es el fin de la ciudad entendida como espacio urbano habitable. En este breve ensayo hemos intentado presentar algunas variantes de la ciudad sin atributos, la no ciudad, desde la forma más amable, la ciudad sueño, la ciudad parque temático, hasta la forma más extrema, que significa la aniquilación del sentido de lo urbano. Tanto la literatura como las otras artes se han apoderado del concepto, y el libro que aquí presentamos es una muestra de ello y otro de los resultados de las investigaciones enmarcadas en el proyecto de investigación I+D: FI 2016-77157-P: «Nuevos modelos urbanos en la postmodernidad. La no ciudad y sus representaciones literarias y artísticas», gracias al cual esta publicación ve la luz.
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La ciudad sin atributos en el «universo Volodine» Pilar Andrade Boué Universidad Complutense de Madrid
La obra literaria de Antoine Volodine1 dibuja una topografía imaginaria especialmente negra: incendios, guerras, muerte y desolación marcan los espacios en los que evolucionan los personajes, fugitivos políticos en su mayoría. A este marco se añade una temporalidad original en que la cronología se estira y amplía en un presente interminable y recurrente, donde los acontecimientos parecen repetirse en bucle y la dinámica narrativa se pausa. Este cronotopo caracteriza lo que ha dado en llamarse «universo Volodine», particularísima cosmovisión expresada con tanta fuerza y recurrencia como la de grandes escritores del pasado siglo.
1. Se trata de un autor relevante del panorama literario francés actual. Gran conocedor de la lengua y literatura rusa, es editor y traductor de varias obras en ese idioma, y su pseudónimo principal (Volodine) le aproxima a él. Ha escrito igualmente más de cuarenta relatos adscribibles a los géneros literarios que él mismo ha creado, y cuya tipología establece en una compleja reflexión metaficcional que designa su extensa producción como «postexotismo», sin que el exotismo en su acepción corriente, tenga, no obstante, mucho que ver con la topografía imaginaria volodiniana.
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En este trabajo analizaremos un aspecto importante de dicho universo, a saber, la presencia de ciudades imaginarias sin atributos ficcionalizadas a partir de ciudades reales, y particularmente la configuración de una ciudad de Macao2 que aúna la faceta de metrópoli ultramoderna y alienante a la faceta de ciudad-para-la-muerte fantasmática, pasando por la ciudad comerciante de las clases medias y bajas. Los tres modelos de ciudad tienen además en su origen la caída del metarrelato marxista, de la que arranca la escritura volodiniana.
1. Ciudad y política Porque, en efecto, es sabido que la obra literaria de Antoine Volodine se asienta sobre la adhesión a la ideología de izquierdas. La crítica ha incidido desde los comienzos en este aspecto, como lo prueba el hecho de que las actas del primer congreso sobre este escritor se editaran con el título Fictions du politique (2006). De modo que prácticamente todas las novelas y relatos volodinianos contienen un primer y patente nivel diegético que desarrolla la temática de la lucha de fuerzas o grupos subversivos contra un poder dominante capitalista. Las variantes de esta lucha son numerosas, incluyendo no solo la consabida del comunismo contra el mundo del capital y del liberalismo, sino también la resistencia contra los totalitarismos en general, y el activismo de anarquistas e igualitarios. Respecto a estos últimos debe señalarse, con Mélanie Lamarre (2014: 108), que el igualitarismo designa, por un lado y de forma amplia, a todos los movimientos revolucionarios, recordando su origen común, es decir, la reivindicación igualitaria. Pero, por otro lado, fue empleado igualmente para etiquetar facciones independientes peligrosas para el poder comunista instituido. De modo que el referente de la lucha anticapitalista se amplía todavía más y se tiñe de ambigüedad calculada. Más aún, Sabrinelle Bedrane (2010:
2. Colonizada por Portugal durante más de cuatrocientos años, esta ciudad china situada al sureste de Hong Kong ha perdido buena parte de su fisionomía antigua y es hoy el centro de juego más grande del mundo, por lo que muchos se refieren a ella como Las Vegas de Oriente.
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18) apunta como posible objeto de los combates en la prosa volodiniana el conflicto yugoslavo, por sus emboscadas, tiroteos aislados, ruinas en donde picotean gallinas y los «órganos de Stalin» (lanzacohetes). Por lo demás, Volodine ha sido explícito respecto a la lectura política de su prosa, afirmando que «elle est entièrement liée à un engagement politique au départ. Ce qui est dit, ce qui est vécu par les personnages, ce qui est construit de livre en livre, a totalement à voir avec une pensée politique, une idéologie» (Volodine 2007: 265). Y, aunque no ha querido explicar públicamente su activismo político durante los años sesenta y setenta, ha dejado un rastro concreto de él en el artículo titulado «Pour les cinq de Villiers-le-Bel», publicado en 2010 en el periódico de izquierdas Libération. En dicho artículo nuestro autor apoya abiertamente con su firma a varios jóvenes de banlieue acusados de agresión a las fuerzas del orden; el texto contiene expresiones que llaman a la desobediencia civil, como las siguientes: «Dans ces moments politiques, les choses sont rendues à une simplicité aveuglante. On est soit du côté de la police, soit du côté du peuple. Il n’y a pas de tiers parti. (...) Nous sommes lassés d’avance de cette mauvaise mise en scène. Nous appelons tous ceux qui nous entendent à manifester leur soutien aux inculpés et leur refus de cette justice» (Volodine et al. 2010). Asimismo, Volodine ha expresado sus simpatías hacia el terrorismo en una conversación con Jean-Didier Wagneur: «Je me suis trouvé, comme toujours pour mes personnages, en totale symbiose littéraire avec Ingrid Vogel [terrorista de la «Rote Armee Fraktion» alemana en la novela Lisbonne, dernière marge]. Nous n’étions pas séparés d’un millimètre. Qu’on en déduise ce qu’on veut sur mon approche du “terrorisme”» (Volodine 2006: 239). El activismo de Volodine debe contextualizarse dentro de la ideología combativa anterior a los años ochenta en Francia. Se considera que el metarrelato comunista atraviesa con fuerza los años cincuenta y sesenta, llegando un poco debilitado a los años setenta, y definitivamente exhausto a los ochenta. Para sus partidarios incondicionales, la utopía colectivista solo se ve deslegitimada después de conocerse varias realidades: la publicación de Archipiélago Gulag de Solzhenitsyn en 1974 en su edición francesa, que puso en marcha una fuerte crítica al totalitarismo estaliniano, la toma de Saigón en 1975 por los
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comunistas y la huida de la Boat People, la acción y los métodos del partido de Álvaro Cunhal en la Revolución de los Claveles portuguesa, el genocidio camboyano de Pol Pot, la realidad de la Revolución Cultural china bajo Mao, y los acontecimientos de Polonia al comienzo de los años ochenta (Winock 1997: 602). Por tanto, cuando el partido socialista francés llegó al poder en 1981, la utopía colectivista ya había sufrido descalabros importantes y la opinión pública general se había distanciado de ella. La política de Miterrand no combatió el capitalismo creciente ni la sociedad de consumo, y el Partido Comunista Francés fue perdiendo apoyos a medida que caía el metarrelato fundacional. En fin, el libro Le passé d’une illusion, publicado en 1995 por François Furet, dio el carpetazo a una ideología de esperanza y de anhelos realizables, convertida ya en letra muerta a pesar de su persistencia mediática: «Le mythe soviétique est mort dans l’opinion intellectuelle, mais il survit dans le public sous une forme dégradée, à travers l’idée révisionniste, et négativement, par la condamnation de l’anticommunisme» (1995: 563). Dentro de este marco contextual Volodine, cuya primera novela es de 1985, se ubicaría en un momento en que ya se podía hablar de desencanto y presenta una temática persistente de mundos concentracionarios, revoluciones fallidas, torturas o persecuciones. El resto de los libros de nuestro autor no hará sino volver incansablemente sobre la cuestión de la catástrofe y lo apocalíptico, cuyo referente es la desolación política por los fracasos de la Rusia comunista, de los experimentos políticos marxistas a nivel internacional y del metarrelato socialista en general. Mélanie Lamarre (2014) ha examinado minuciosamente dicho metarrelato en la narrativa volodiniana, señalando sus diversos aspectos temáticos, que son reescritos en modo irónico o puestos en cuestión mediante una reformulación en espiral desde varias perspectivas contrapuestas. Estas reescrituras y reformulaciones semánticas complejizan el mensaje y transforman su contenido en un extraño y ambiguo credo difícil de interpretar de forma unívoca. Remitimos por tanto al libro de Lamarre para el análisis concreto de estos procedimientos, y por nuestra parte examinaremos la construcción ficcional de la no-ciudad o ciudad sin atributos de Volodine, que refleja precisamente, por su escenografía macabra, esa desolación política, la
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angustia del fin de la utopía. Y lo haremos analizando la escritura de una de las ciudades que tematizan más clara y ampliamente dicha escenografía: Macao, espacio en el que se desarrolla la acción de la novela homónima. Macau narra los últimos momentos de la vida de Breughel, un hombre que yace, atado y amordazado, en un maloliente junco del barrio viejo, a la espera de su próxima muerte a manos de un mercenario. Impresiones sensibles y recuerdos referidos por su voz narrativa se intercalan con los de otras voces, en un juego de ambigüedades enunciativas muy del gusto del autor. El texto está organizado en breves cuadros o microcapítulos a menudo solapados y por tanto iterativos, cuya linealidad temporal es interrumpida por analepsis anamnésicas. En esta dinámica narrativa, la ciudad de Macao condensa, por su abigarrada geografía que acumula elementos de varias épocas y culturas, la vida del protagonista: Macau avait été le théâtre de nombreuses périodes de ma vie, différentes et riches. Exil, écriture, passions, tumulte, inertie, délires, tentations, parenthèse de clandestinité, tentation de repli dans le crime pur et simple, contemplation d’un quotidien banal et d’un quotidien de désastre, bonheur, tragédie, détachement, dépression, remuement difficile de la mémoire, et, pour dernier acte, déambulation finale avant la fin : voilà ce que cette ville avait représenté pur moi, au cours des vingt dernières années (Vodine 2018: 20).
Observemos que la ciudad se hace mimética, en esta cita, tanto de las emociones como de las acciones y situaciones de un sujeto, y que todas ellas remiten a un transcurso temporal, veinte años de una existencia humana. La topografía urbana puede leerse, por tanto, como una cronología, que comienza con el momento de un primer exilio y termina con el final de una biografía; entre ambos momentos desencriptamos lapsos de clandestinidad, de crimen, de melancolía o, inesperadamente, de alegría, que corresponden a otros tantos episodios en la existencia del protagonista. Macao es la última peripecia, el punto al que se retira el protagonista huyendo del hundimiento del comunismo en un país soviético.
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2. Macao en Macau y Le port intérieur Debe precisarse, no obstante, que la ciudad de Macao es descrita igualmente en otra obra, Le port intérieur. Esta novela fue escrita en 1995, es decir, varios años antes que la otra, cuya edición primera, que incluye fotografías de la ciudad de Olivier Aubert, data de 2009. La comparación entre una y otra desvelará diferencias importantes que permitirán apreciar en toda su complejidad el cronotopo de Macau. Ambos libros ofrecen un acercamiento más realista que otros del universo volodiniano al paisaje urbano. Ciertamente, en la gran mayoría de sus obras nuestro autor desdibuja los contornos de los espacios descritos, tal y como ha explicado a menudo: «Tout ce qui est historique, tout ce qui est géographique aussi, est systématiquement décalé, reformulé» (Volodine 2002: 40). En general se privilegia, por tanto, el paso de un registro realista a otro que, en palabras del especialista volodiniano Lionel Ruffel, debería denominarse «realista mágico» (2007: 71). Los topónimos, en concreto, son objeto de una reformulación constante que emborrona las referencias concretas, y se transforman en alegorías que reenvían a isotopías prevalentes de la escritura volodiniana. Como afirma el propio autor, «Les repères [...] résistent à l’analyse, ils veulent être précis, mais quelque chose vient les infirmer et dérange le confortable raisonnement qu’on s’apprêtait à faire» (Volodine 1994: 27). Por el contrario, los dos libros mencionados mantienen el nombre original de la ciudad real e incluyen nombres de calles y lugares verídicos de la ciudad china: la bahía de Praia Grande, la rua dos Mercadores, la calleja de Tarrafeiro, la avenida del Almirante Lacerda, etc. Como asegura nuestro escritor, por tanto, «les noms qui renvoient à la Chine sont peut-être les moins inventés, parce que c’est une pratique à Hong-kong ou à Macao d’associer des prénoms occidentaux à des noms chinois. Ce mélange est très beau» (Volodine 2010). Más aún, Macau incluye en su edición de 2009, como hemos dicho, fotografías cuidadas que transmiten una imagen apacible y armónica de la parte vieja de la ciudad y que pueden ponerse en paralelo con aquella otra que forma parte del paratexto de la edición de Seuil de 2018: en su cubierta, unas canoas y juncos, gobernados por siluetas
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de hombres con el tradicional sombrero ancho y redondo, se deslizan sobre un agua azul cobalto en un crepúsculo impresionista3. Nada que recuerde, en suma, a las escenas de pesadilla típicas del universo de Volodine. Y, por ende, este texto (por contraste con Le port intérieur) tiende a la descripción y a la pausa narrativa más que otros del autor. Gaspard Turin (2016: 94) considera que estos y otros aspectos evidencian un rechazo del proyecto narrativo tradicional que busca ubicar al texto en el género de la novela; también se evidenciaría la imposibilidad, según Turin, de etiquetar a Macau con alguno de los otros géneros creados por Volodine: narrats, entrevoûtes, fééries, Shaggås o romånces. Porque estas modalidades textuales dan prioridad a lo múltiple, la ficción y lo novelesco, mientras que Macau, nuestra obra, tiende a la simplicidad, la historia y el recuerdo (Turin 2016: 104). Constituiría, entonces, una especie de fotorrelato, en el polo opuesto a Le port intérieur, perfectamente adscribible a una narratividad novelesca. Esta narratividad, sin embargo, no excluye el despliegue de numerosas descripciones presentadas como «choses vues» (cosas vistas), anotaciones visuales de un personaje. Este, por cierto, es ya el Breughel que volveremos a encontrar en Macau, quien acumula, en situaciones narrativas a menudo imposibles, datos con el fin de ofrecerlos a su torturador a lo largo de un futuro interrogatorio, aún desconocido para él en el momento de la acumulación. Son por tanto sus itinerarios los que van a marcar el orden de lo descrito, en la más pura tradición del realismo francés, por lo que encontraremos de cuando en cuando marcas de perspectiva visual como «Maintenant, on traverse un marché couvert» (Volodine 1995: 100). Igualmente, los datos visuales toman la forma de una enumeración y, particularmente, una enumeración de horrores, como en el caso que sigue: 3. La belleza que transmiten las imágenes visuales tiene su correlato en el texto a través del elogio del panorama de la ciudad vista desde el mar: «on est comme enivré par sa propre émotion en face du paysage, devant cette expérience de beauté pure, de splendeur simple» (Volodine 2018: 24). Advirtamos, sin embargo, que la impresión desaparece rápidamente, devolviéndonos a un escenario de matanzas protagonizadas por los piratas que pueblan esos parajes. El sol, incólume de acuerdo con el motivo volodiniano de la naturaleza hostil, brilla «au-dessus de ces massacres obscurs» (Volodine 2018: 25).
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Pilar Andrade Boué Dans une ruelle sans nom de Patane j’ai vu une octogénaire uriner debout dans une boîte de conserve. À Gouangzhou j’ai vu un homme étrangler une femme sur le quai Yanjiang, au bord de la rivière des Perles [...]. À Coloane j’ai vu un lépreux à qui la moitié du visage manquait [...]. J’ai vu des pompiers qui rétiraient d’une benne à ordures les jambes d’une femme dépecée (Volodine 1995: 88-89).
Este tipo de yuxtaposiciones ultrarrealistas debe sin duda ponerse en relación con un rasgo de estilo volodiniano al que volveremos: los listados, ya sea de plantas, eslóganes, «vociferaciones» u otros elementos típicos del universo de nuestro autor. Por otro lado, la marcada focalización interna de las descripciones tiene a veces la agudeza de una mirada muy flaubertiana; los efectos de telescopio no son infrecuentes, como el que mostramos a continuación, en que el ojo del narrador penetra hasta el interior de una vivienda desde un avión en marcha: «Les fenêtres closes, et derrière, en un éclair, un a un échantillon du bric-à-brac familial chinois, avec plantes grasses, vieux cartons, cages à oiseaux, bouteilles d’huile et récipients en plastique rouge» (Volodine 1995: 68). Otro rasgo destacable de la descripción volodiniana en Le port intérieur, y poco común en otras novelas, es la abundancia gratuita o innecesaria de detalles reales, tal y como se constata en el párrafo que sigue: Pour gagner Macau à partir de Hong-Kong, explique la documentation de Kotter, le voyageur doit se rendre au Macau Ferry Terminal. Divers types de transport se font concurrence à cet endroit, dont on perçoit mal les avantages respectifs, car la documentation ne se hasarde pas à recommander celui-ci plutôt que celui-là. Jetfoil, super-shuttel, hight-speed ferry (Volodine 1995: 69).
El exceso de información se encuadra en una perspectiva realista que subraya las diferencias entre referentes (transportes) verídicos. Resulta interesante comprobar, por contraste, cómo en Macau esta perspectiva ha sido depurada en un trabajo de esencialización onirista. Así, la escena correspondiente a la llegada a la ciudad narrada en la cita anterior, daría, en Macau, lo siguiente: «Le soleil scintille au-dessus de ces massacres obscurs. Il scintille aussi sur les vaguelettes du port, juste ici, au-delà des vitres de l’hydrofoil. L’hydrofoil ou le jetfoil, ou
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le turbocat, ou le turbojet, la dénomination importe peu, car pour le passager rien ne les distingue» (Volodine 2018: 25). Las diferencias entre ambas versiones son importantes. En el párrafo antes transcrito, perteneciente a Le port intérieur, la enumeración de detalles auténticos, aunque deriva de la trama narrativa, opera un efecto de relieve que destaca, como hemos dicho, los objetos reales. Por el contrario, en la última cita la descripción se integra en un decorado menos factual que religa los nombres de los transportes con el brillo del sol, y este con las acciones piratas («massacres obscurs») que acaban de narrarse; la transición se asegura retomando en anadiplosis el sustantivo («hydrofoil») que designa el transporte. Además, si en la primera cita los nombres de las embarcaciones aparecían porque el viajero se detenía a consultar su documentación para explorar las diferencias entre ellas, en la segunda cita esos nombres surgen como brotados del primer sustantivo, y no de un objeto real. A esto debe añadirse que el final de la cita niega la importancia precisamente de aquellos detalles auténticos aportados en la anterior novela («la dénomination importe peu»). En fin, la escena que comentamos sigue narrando, en Le port intérieur, los pasos que da el viajero para entrar en la ciudad. En cambio, en Macau el texto pasa a reflexionar sobre la lejanía, el exilio y el exotismo. De suerte que este lirismo, unido a la brevedad de los capítulos, aproxima los distintos capítulos del libro al género del poema en prosa. Se ha realizado una labor de reescritura, pues, que ha transformado profundamente, mediante el adensamiento y acrisolamiento, el texto literario. Esta transformación es absolutamente relevante porque permitirá el despliegue alegórico de la topografía urbana: Macao se desdoblará, como hemos indicado, en tres modelos metafóricos distintos, el último de los cuales sumerge a la ciudad en una atmósfera onírico-escatológica de ricas connotaciones. Y la paradoja es que el último modelo reabsorbe las fotografías y las incorpora a esa atmósfera, como veremos más adelante.
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3. Los lugares simbólicos y la deriva alegórica en Macau Veamos ahora cuáles son los puntos cardinales de la ciudad, según cada una de las obras. En Le port intérieur se señalan el complejo hotelero, el barrio de chabolas, el manicomio, el puerto y el cementerio, legibles como lugares simbólicos que fijan los aspectos nocionales clave de la urbe asiática según Volodine: el dinero, la miseria y la muerte. Habría que añadir, no obstante, el templo y el mercado. Al templo volveremos en breve, y, en cuanto al mercado, recibe un especial desarrollo; a tono con otras novelas, es mostrado como un lugar de masacres brutales ejercidas sobre seres indefensos: los puestos de los carniceros exhiben animales muertos, diseccionados como en una operación forense. Volodine escoge por tanto una perspectiva vegana, ya explorada en otras obras, que condena la muerte animal: «Aux potences des rotisseries, les canards laqués abondent, et sur les crochets voisins pendent des suppliciés qui ont subi des outrages différents. [...] Puis un complément chirurgical. Là débute la nourriture» (Volodine 1995: 100). Curiosamente, este planteamiento no resulta incompatible con un sesgo antropocéntrico marcado. Como ha señalado Ruffel (2007: 273 ss.) acudiendo a la dupla bios/zoé de Agamben, se produce en las obras de Volodine un proceso de animalización de los personajes principales que los acerca al estado de Untermenschen, o seres absolutamente marginales, al borde de la muerte (por ejemplo, la anciana que mencionaremos más adelante). Sin embargo, la obra de Volodine (incluyendo en ella los libros publicados bajo pseudónimo) ha desplegado múltiples formas de la animalidad que sobrepasan la interpretación de Ruffel. En Macau, concretamente, no debe descuidarse la dimensión casi imperceptible de algunos animales que son presentados como psicopompos: se trata de los más adaptados a la sordidez y a la miseria, como el geco (lagarto), las moscas, las hormigas o las cucarachas, que reinan en los espacios lúgubres y abren la puerta de los sueños (Volodine 2018: 65 y 71). Macau recoge, de igual modo, la mayor parte del cronotopo simbólico de Le port intérieur, y lo desarrolla acentuando los aspectos onírico-fantásticos, como hemos apuntado. La progresión semántica arranca en los barrios viejos, definidos como «quartiers qui étaient
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modernes au temps où plus au nord grondait la révolution culturelle» (Volodine 2018: 31), es decir, por referencia a un acontecimiento político-social. Esta barriada «commerçante, animée, avec ses enseignes innombrables» (Volodine 2018: 75) alberga un hervidero de habitantes de clase media-baja y baja. Contrasta, así, con la parte posmoderna de la ciudad, definida a grandes pinceladas ya en Le port intérieur: «le front de mer somptueusement illuminé du côté de l’hotel Lisboa, depuis le gratte-ciel de la Banque de Chine jusqu’aux projecteurs du port extérieur, et sur l’autre rive, à Taipa, les masses plus isolées que dessinaient l’université, l’hôtel New Century, le Hyatt, les résidences neuves» (Volodine 1995: 195). La novela Macau recupera estos elementos, sintetizándolos y sintetizándolos, de modo que representen la invasión del territorio asiático por el capitalismo occidental. Este ha metamorfoseado los elementos urbanos a gran velocidad, diseñando un espantoso arrabal (Volodine 2018: 26), y sus aportes son, por consiguiente, radicalmente deleznables: disfuncionalidad («barres d’immeubles conçus pour satisfaire les spéculateurs», «promenades en ciment qu’aucun promeneur ne fréquente», Volodine 2018: 32), ordinariez («halls d’entrée couverts de plastique doré», Volodine 2018: 32), y sobre todo fealdad, por la emergencia de un conjunto arquitectónico que se asemeja a una terminal de carga, con sus saunas y casinos para turistas, o a la parte trasera de un supermercado combinado con una estación de trenes de mercancías (Volodine 2018: 26). Sin embargo, el barrio ultramoderno, o huella reciente del capitalismo invasivo, no copa el interés del narrador, que se sitúa por el contrario insistentemente en las manzanas del puerto viejo antes de (y posteriormente, con el objetivo de) profundizar desde aquí hasta otras dimensiones. Varias precisiones enriquecen en Macau la ensoñación de este lugar. Por ejemplo, que en él la atmósfera húmeda, malsana y viciada emana olores de fritura de pescado y de productos contaminantes: «Les odeurs de gasoil, d’eau croupie, de poisson et d’ail rendaient pénible le moindre effort de nos poumons» (Volodine 2018: 13). Éric Chevillard indica cómo Volodine puede informar sobre este aspecto y simultáneamente contextualizarlo con detalles concretos e ironizar sobre él; Chevillard cita, así, la frase siguiente: «Le parfum de
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poisson et d’ail s’était récemment compliqué de la puanteur de la pâte de crevettes en train de griller au fond d’un wok» (2018: IV). Wok y pasta de quisquillas evocan de inmediato un ambiente asiático, mientras que la fetidez de estos mismos ingredientes «complican» (y aquí es donde Chevillard anota el matiz irónico) el «perfume» (igualmente irónico, sin duda) del pescado y del ajo. La especificación olfativa resulta también relevante porque ofrece una lectura política: el tufo de esas quisquillas rehogadas recuerda a los efluvios de calcetines rusos incendiados (Volodine 2018: 53). Vemos que Volodine atribuye a los olores connotaciones políticas relativamente positivas, del mismo modo que atribuía connotaciones negativas a las luces y materiales de la ciudad nueva (cemento, plástico, hierro). En este mismo sentido, lenguas de pato, tallarines especiados y tallos de cebolleta, que completan el panorama olfativo del viejo distrito (Volodine 2018: 31), deberían considerarse incluidos implícitamente en el conjunto axiológico benéfico de «lo ruso»... Menos benéfica resulta la deriva semántica que parte del olor del abrigo de una anciana, en un alarde balzaciano. La pieza de ropa, guardada durante la estación cálida (nueve o diez meses, especifica el texto) en una caja de cartón, desprende un hedor de moho «noirâtre, verdâtre» (Volodine 2018: 35), el olor del invierno que sale de las casas míseras hasta la calle. Habitan esas casas seres paupérrimos «bloqués ici en attendant que leur machine corporelle les abandonne» (Volodine 2018: 35). Lo interesante, no obstante, de la deriva semántica es cómo la senilidad de casas y moradores acaba siendo, esta vez, metáfora del propio hundimiento del gigante asiático: «La Chine qui nous entoure s’est écroulée sur elle-même [...] loin de la monstrueuse réussite du capitalisme socialiste» (Volodine 2018: 35). Las últimas palabras de la frase dejan clara la simbología política global de la ciudad de Macao, que ofrece el panorama no solo de su propia decadencia y extinción, sino de las del régimen comunista. El sueño de la izquierda sucumbe ante el poderío conquistador de Occidente, gobernado por un falso socialismo. La anciana pasa ante el narrador con su jersey y su pantalón impregnados de las «éternelles humidités noires de la Chine» (Volodine 2018: 36), trota ante una puerta de hierro, ante una puerta de fuelle, y se aleja «avec mon exil et avec sa vie réduite à rien» (Volodine
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2018: 36). El tránsito y la pobreza de la mujer son metonimias del exilio del protagonista por el fracaso de un sueño político. Abundando en la geografía del viejo distrito, Volodine explica asimismo que las callejas comunican entre ellas mediante pasajes sórdidos, o que los edificios son «constructions en briques noires» (2018: 31) construidos un siglo atrás, y califica a todo ello como una «misère délabrée» (2018: 31). Muchas ventanas se cubren con enrejados simples y desencadenan con ello una compleja red de especificaciones. Por un lado, los habitantes de Macao acostumbran colocar rejas para ampliar unos centímetros el espacio de vivienda disponible (Volodine 2018: 85); esta precisión constata simplemente una particularidad sociológico-cultural. Por otro lado, las rejas sirven de protección tanto contra la violencia de las lluvias traídas por los tifones, como contra los ladrones (Volodine 2018: 31); de nuevo nos hallamos ante detalles leídos a un nivel literal. Por ende, en el espacio creado por los hierros se tiende la ropa y se almacenan oscuras tiras de tocino, cajas de cartón usadas, botellas de aceite, escobas y plantas. El efecto acumulativo de estos objetos los acerca tanto al motivo del desecho, al que luego nos referiremos, como al desarrollo de los listados, que también trataremos más tarde. Baste ahora decir que los desechos cobran una gran importancia en la prosa volodiniana por su poder evocativo y memorialístico, y que los listados indican en clave encriptada el paso a otra dimensión. Pero, sobre todo, «pour beaucoup de gens, être chez soi signifie se trouver derrière de solides barreaux» (Volodine 2018: 31): el reenvío a los espacios carcelarios también típicamente volodinianos es manifiesto. A las lecturas literales anteriores se superpone, de nuevo, la lectura política, según la cual los edificios se identifican con las prisiones y campos de concentración de los gobiernos comunistas. Advirtamos de paso la ambigüedad que tiñe el recuerdo de las regiones comunistas: son sede de la utopía, pero simultáneamente también de la distopía —en la propia realidad histórica late, para muchos, esta ambivalencia—. Un párrafo del capítulo 37 declara abiertamente la simbología ideológica y bifronte de las ventanas aumentadas: «Tu es là dans un paysage carcéral qui s’harmonise avec ta vision du monde. [...] sans complaisance mais avec une certaine buée de satisfaction [...] tu retrouves ici l’univers des camps et du désastre» (Volodine 2018: 85-86).
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El narrador reconoce con cierta alegría el mundo concentracionario que, aunque horrible, es el suyo, el de la URSS de origen. Los excombatientes del este país, es decir, quienes resistieron a los excesos del gobierno comunista, o bien a las fuerzas anticomunistas, disponen asimismo de un refugio en la ciudad de Macao. Se trata del manicomio de Taipa, al que acude el protagonista para visitar a su compañera de fatigas. También se presenta este edificio como un lugar de reclusión forzado en el que acaban sus días los últimos representantes de la resistencia, los «restes d’un régiment d’avant-garde» que deberían haber cambiado el mundo, pero han fracasado (Volodine 2018: 56). Una cuidada frase expresa su actitud vital actual, hilada sobre la analogía entre un aguacero y el gesto de agarrarse al vallado: «...le déluge clapotant sans espoir [...], posant sans espoir les mains sur les grilles [...], posant sans espoir, en aveugle, les doigts sur les restes rouges» (Volodine 2018: 58). La recurrencia de la expresión «sans espoir», como las gotas de lluvia que golpean las ventanas, refuerza acústicamente la victoria de la desesperanza y de la caída del mundo comunista, esos «restes rouges» del fin de la cita. Mención especial merecen los desechos o residuos dentro del conjunto formado por elementos textuales con claro significado político. Los desechos son, en efecto, motivo de atención muy particular por Volodine en esta y otras obras; la expresión «littérature des poubelles», empleada por el propio autor, se emplea hoy para designar al conjunto de la producción volodiniana. Anne Roche (2006) ha estudiado las operaciones de transformación textual que obedecen a una actividad de trapero (reciclaje, bricolaje, reutilización...). Aquí nos referimos más bien a la materialidad de la basura en tanto que motivo temático, y a su potencial metafórico. Como de costumbre, el hipotexto de Macau (nos referimos a Le port intérieur) había desarrollado ya el motivo en su forma enumerativa, mediante una inverosímil consideración del narrador acerca de la necesidad de fijar en la memoria una tipología de los restos, por si en alguna ocasión hubiera de rendir cuentas a un interrogador: «Il énumère les ordures qui surnagent parmi les herbes, il les classe par catégories, pour un jour peut-être devant Kotter réciter une liste de détritus, si Kotter lui demande de s’exprimer» (Volodine 1995: 113).
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El hipertexto que analizamos elabora de forma más compleja el motivo de la basura. Los residuos metaforizan, por una parte, los recuerdos que el protagonista va desglosando: «J’allais une fois encore m’installer ici avec mes résidus de souvenirs» (Volodine 2018: 27). Por eso pueden ser vía de acceso a la ensoñación rememorativa, especialmente mediante el hedor que desprenden —«La moiteur puante lentement remue quelques-uns de tes souvenirs» (Volodine 2018: 72)—, dado que, como ya hemos visto, la anamnesis volodiniana, como toda su configuración imaginaria, se origina desde el reverso de la belleza, lo luminoso o lo armónico: en este caso, desde la hediondez. Y, como era de esperar, del mismo modo que ocurrirá con la contemplación de las ruinas, la contemplación de las basuras no motiva a una declamación romántica, sino que mueve a la desesperación silenciosa. Cuando la compañera de Breughel, encerrada en el manicomio, parece tener un momento de lucidez, le lleva hasta unos contenedores y permanece ante ellos, meditativamente (Volodine 2018: 67). La basura que almacenan es lo que queda del sueño comunista, la única huella simbólica del fracaso de un combate utópico.
4. Sobre las ultimidades I: del simbolismo político al simbolismo religioso Como dijimos al comienzo de este texto, la prosa de Volodine está, en las propias palabras del autor, «entièrement liée à un engagement politique au départ. Ce qui est dit, ce qui est vécu par les personnages, ce qui est construit de livre en livre, a totalement à voir avec une pensée politique, une idéologie» (Volodine 2007: 265). No obstante, también afirmó nuestro autor, en la misma entrevista a la que pertenecen las frases anteriores, que «l’intelligence est sollicitée, mais je cherche aussi à toucher quelque chose de plus organique, de plus secret, de plus intime, chez le lecteur ou la lectrice» (Volodine 2007: 265). Partiremos de esta apertura de la interpretación que sugiere la cita para abordar dos nuevos ámbitos hermenéuticos en Macau: el de la muerte individual y el de la muerte colectiva. Discrepamos por tanto en este punto de la opinión de Lamarre, que reduce toda significación (y especialmente la
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del registro onírico) al nivel político: «La thématique du rêve et le glissement onirique des personnages d’une identité à l’autre représentent la mauvaise conscience qui hante le grand rêve révolutionnaire» (2014: 63). Nuestra lectura, lejos de constreñir la obra volodiniana a un tejido de referencias políticas, que ocuparían en exclusiva la esfera que subyace a la literalidad del texto, amplía esa obra hacia otros horizontes de sentido: los motivos e imágenes no se agotan en remitir a aspectos ideológicos, sino que apuntan a aspectos existenciales y religiosos. Esta ampliación interpretativa se justifica, de entrada, por la omnipresencia del motivo de la muerte en Macau (como en los demás relatos de Volodine), dado que el metarrelato marxista lo excluye. Otros incontables motivos, reflexiones y elementos textuales permiten pensar que la presencia de la muerte tiene una entidad no subordinada a lo político. Así, por ejemplo, constatamos que lo que aprendió Breughel en los centros de internamiento comunistas no fueron consignas y eslóganes políticos, sino fórmulas mágicas (Volodine 2018: 61). Y la deriva del relato hacia una topografía manifiestamente fúnebre también indica este empoderamiento de un tema existencial. El cambio se produce a partir del capítulo 31, en el que se interrumpe el desgranado de recuerdos —«quelque chose se craquelle à l’intérieur de tes souvenirs [...] de ton destin» (Volodine 2018: 73)—, y el protagonista pivota hacia los últimos momentos de la vida, su agonía final y su paso al más allá. Esta nueva etapa solo será interrumpida entre los capítulos 38 a 43, que relatan el reciente episodio de la captura de Breughel por parte de los mafiosos. Correlativamente, abandonamos el barrio viejo comercial y nos internamos en un paisaje urbano hecho de ruinas. Se trata esta vez de una barriada especialmente lóbrega, de un dédalo de viejas casas abandonadas o pobladas por seres terminales, por vestigios de humanos. La arquitectura de estos espacios entronca con esa misma poética de los vestigios, motivando una meditación de las ruinas, que constituyen esencialmente una desfiguración de lo antiguo. La contemplación de las ruinas se pasa asimismo por el tamiz de Baudelaire, y Breughel ve en ellas, como el poeta simbolista en la plaza del Carrusel, un «chantier interrompu» (Volodine 2018: 73) (trabajos de construcción interrumpidos). Más aún, las ruinas están siendo retiradas, de modo que los
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recuerdos que aún conservaban se van con ellas. El significado de la ciudad, inscrito en sus muros, desaparece: «Rien ne parle plus ou presque rien» (Volodine 2018: 73), la ciudad deviene ilegible. Y ni Andrómaca ni todo el peso de la mitología antigua estará ahí para extender una pátina de venerabilidad. El extrañamiento alcanza cotas extraordinarias: «Les détails familiers sont absents. Rien ne t’es sympathique [...] ce n’est pas ton monde [...] ce n’est pas ta réalité» (2018: 77). El yo narrativo afirma no estar ni siquiera en Macao, sino en un lugar «où les vivants ne circulent pas et qui ne correspond à aucune histoire personnelle», es decir, en un espacio tanatológico e impersonal, que «ne t’apporte rien, sinon une sensation de dégoût, qui te dégoûte pour rien» (Volodine 2018: 83-84). Vemos, por consiguiente, que la causa de que el texto volodiniano prefiera los lugares más sórdidos de la ciudad no es únicamente la reivindicación sociopolítica, sino la presencia en ellos de la muerte. Ya el comienzo de la novela tematizaba lo urbano con claros síntomas de degradación, trazando la analogía entre la enfermedad terminal del protagonista y la arquitectura de la metrópoli. Desahuciado por los médicos, Breughel había echado el ancla en una bahía agonizante, «la rade où on compte décliner et mourir» (Volodine 2018: 25). No es tampoco gratuito el hecho de que el protagonista haya sido apresado por una mujer coreana descrita como el «ángel de la muerte» (Volodine 2018: 52), en un cementerio. Ni que se diserte sobre las estructuras funerarias, junto a las que el narrador observa y escucha los gestos y conversaciones de los visitantes, pero también se prepara para pensar en los muertos (Volodine 2018: 88). Ni que se insista sobre los restos humanos conservados en los nichos, o sobre el polvo granuloso y, redundantemente, sobre los huesos empolvados (Volodine 2018: 88). Ni que se describa un entierro cristiano (Volodine 2018: 46-47). Estamos, en definitiva, ante una ciudad-para-la-muerte, como ya anunciamos, volcada hacia la ultimidad individual. De hecho, el discurso de la ultimidad en Macau permite explicar la noción de «exotismo» forjada por Volodine para designar el género literario que él mismo ha creado y practica, es decir, el post-exotismo. Porque en el capítulo 7 se anuncia que la ciudad confiere al narrador el derecho de decir adiós a todo y habitar en el «ailleurs», o de «flotar en exotismo»;
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ambas expresiones, lejos de designar un concepto romántico, aluden a un estadio cercano a la muerte (Volodine 2018: 25). Y, por tanto, lo que designa el «post-exotismo» no es una pintoresca elaboración textual, ni una recreación discursiva que prolonga y se opone a la ciencia ficción (género al cual la crítica adscribió los primeros escritos de Volodine), sino un sobrepasamiento del momento de la muerte, más allá de la conciencia del presente, en un tiempo posterior a la vida. La ficción post-exótica nos sumerge en un tiempo en el que «tout t’échappera, tout se dérobera, et alors même l’exotisme et l’exil n’auront pour toi aucun sens» (Volodine 2018: 62): el tiempo intermedio de la experiencia post-mortem. Por consiguiente, la ciudad de Macao es el decorado de esa experiencia. Como otros decorados volodinianos, permite vivir el tiempo anterior a la muerte, y el posterior. Que, como es de sobra sabido, toma la forma de una estancia o bien de una errancia a través de los mundos del Bardo. El budismo tántrico tibetano ocupa por tanto el espacio conceptual que da forma al tiempo intermedio, infundiendo al texto literario su riqueza terminológica, religiosa e imaginaria. Recordemos que la fuente fundamental del budismo tibetano es el Libro de los muertos (mencionado por supuesto en Macau, como, implícita o explícitamente, en todas las demás obras de Volodine), donde se relatan las cuarenta y nueve etapas por las que debe pasar el alma del muerto antes de purificarse y alcanzar la iluminación o, en caso contrario, volver a reencarnarse. Y, puesto que la novela de Volodine está estructurada en cuarenta y nueve capítulos, puede leerse como experiencia bárdica, de modo que las vivencias de Breughel en la ciudad serían ya una experiencia del más allá. Lo que este personaje lee en los edificios —«Tu sais marcher dans les rues comme entre les pages d’un libre» (Volodine 2018: 29)— son las indicaciones del Libro de los muertos para orientarse y actuar correctamente en el mundo intermedio. De ahí también que la mujer coreana que lo asesinará lo invite a esperar la muerte con desapego budista (Volodine 2018: 12). La entrada en el Bardo y el viaje del alma por este espacio explican asimismo el motivo de los listados, tan común en la prosa volodiniana. Se trata de un despliegue textual de enumeraciones yuxtapuestas que en ocasiones ocupan prácticamente la totalidad de la obra, pero que
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en el caso de Macau aparecen al final, en los capítulos 32 y 47, bajo la forma de registro de los nombres de los edificios de la ciudad, en su transcripción del chino. Son generados por el protagonista en agonía, que busca un salvavidas para agarrarse al mundo de los vivos y no perecer (Volodine 2018: 107), aunque, como aclara el narrador (quizá) heterodiegético, no existe tal posibilidad. Ya hemos sugerido anteriormente cómo estos listados pueden estar incoados en los desarrollos descriptivos de la novela hipotextual Le port intérieur —que también, por otra parte, hace breves listas de edificios, pero sin remitir a otra dimensión (véase, por ejemplo, Volodine 1995: 112-113)—. Ahora los encontramos anunciando la inminencia del fin, e indicando el tránsito hacia los espacios intermedios; lo relevante en este libro es que es la propia topografía urbana la que baliza la entrada al Bardo. No obstante, las letanías (porque los listados aluden sin duda también a oraciones religiosas) pueden interpretarse igualmente como voces que dirigen los vivos desde su mundo a los muertos, para acompañarlos y guiarlos en su viaje; Bardo or not bardo, novela escrita por Volodine unos años antes que Macau, invita claramente a esta hermenéutica. En nuestra obra, varios capítulos están formados por una, dos o tres frases exclusivamente, ya aparecidas en el cuerpo de otros capítulos extensos, o que aparecerán después. Se trata de los capítulos 12, 14, 24 o 28, que figuran con un cambio en la tipografía. Este subrayado gráfico indica su importancia, y el tono de consejo e incluso de sermoneo que adoptan refuerza la hipótesis que hemos avanzado, por ejemplo: «Ne t’en désole sous aucun prétexte. Il n’y a rien à renier, ni passé, ni présent» (Volodine 2018: 33). El enunciador de este mensaje es el guía espiritual hablando o leyendo el Bardo thodol desde la tierra. En fin, decíamos al final del segundo apartado que Macao, en tanto que modelo de ciudad onírico-escatológico, ciudad intermedia por la que callejea el alma tras la muerte del sujeto, absorbía las fotografías que acompañaban la edición de 2009 y las incorporaba a esta atmósfera. Esta hipótesis se explica, en primer lugar, por la asociación entre fotos y restos que sugiere la presencia de aquellas en el cementerio macaense. El narrador insiste en esta asociación en el sentido antes apuntado, subrayando la presencia de fotos de los difuntos sobre sus respectivos nichos, donde se conservan «les restes, poussières granuleuses ou
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os empoussiérés» (Volodine 2018: 88). Las imágenes pertenecen pues, en buena parte, al mundo de los muertos. Si observamos además la cita siguiente podremos confirmar esto: «Tu n’as qu’à errer ici comme un mort qui aurait préservé en lui toutes les instructions du Livre des morts. Tu transportes en toi des photogrammes magiques capables d’alimenter tes rêveries chinoises jusqu’à ta fin, et même après» (Volodine 2018: 29). La primera frase constata que el «tú» se halla en el mundo intermedio ya, mundo que es el de la ciudad y por el cual se deambula. La segunda frase explica que los «fotogramas mágicos» servirán para motivar la meditación que purifique el alma. Las fotografías paratextuales (del paisaje urbano) y textuales (de Breughel y de Gloria, su compañera) han sido por tanto no solo incorporadas a la trama narrativa, sino presentadas como pruebas materiales de la existencia del ultramundo.
5. Sobre las ultimidades II: el simbolismo escatológico La última parte del análisis que proponemos explora la presencia de la escatología en Macau. El fin colectivo se superpone al fin individual, así como al fin de un proyecto político. Los tres niveles simbólicos quedan expresados en la frase siguiente: «Je parle de ce coeur délabré ou venelles traversières et passages hébergent exclusivement la misère en sursis avant la mort, hébergent le petit commerce en sursis avant l’uniformisation capitaliste, la poussière et la crasse en sursis avant la fin du monde» (Volodine 2018: 34). Al margen de las reminiscencias baudelerianas («coeur», «passages»), debemos anotar la posibilidad de una lectura literal (callejas, miseria, comercios, suciedad), una lectura política (uniformización capitalista próxima), una lectura existencial (Macao es el moridero de los desahuciados) y, por último, una lectura escatológica (el fin del mundo se acerca). Respecto a este último aspecto, resulta especialmente relevante la mención repetitiva de la expresión «en sursis», en prórroga. Todo permanece en un estado o periodo de espera, en Macao, antes de que llegue el fin del mundo. Este es exactamente el tipo de temporalidad que la reflexión teológica y filosófica atribuye a la ultimidad colectiva.
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La vivencia escatológica de lo real se configura, en efecto, como una espera. Günther Anders (2011) ya acudió a la obra de Beckett para profundizar en esta particularidad, de la que Volodine se hace eco: el protagonista vive «de longues attentes somnambulaires» (Volodine 2018: 27), y los excombatientes del manicomio se fijan como objetivo «de moins souffrir, d’écouter la pluie [...] de parler dans la pénombre, et d’attendre devant les murs» (Volodine 2018: 56). Se reconoce aquí, además, uno de los temas obsesivos del autor, la volubilidad in extremis. El tiempo del fin se configura asimismo como un «plazo». Giorgio Agamben ha indagado en este asunto, precisando las características de un lapso temporal al que denomina mesiánico (para distinguirlo del escatológico propiamente dicho, que sería el momento último puntual), cuyo inicio se situaría antes del fin, y su término después del fin (2006: 68 ss.). Macau, por su parte, proporciona un desarrollo literario de esta temporalidad, puesto que la novela fija un comienzo y un final (a diferencia de lo que ocurre, por ejemplo, en Terminus radieux, que efectúa un borrado del «término»): el comienzo se sitúa en el episodio del cementerio, que inicia la temporada agonística, y el fin es la muerte física, en el último capítulo. Además, la reflexión de Agamben resalta la importancia de la exhortación que San Pablo realiza en su primera epístola a los Corintios, y que recomienda permanecer en el mismo estado durante ese tiempo mesiánico. Exactamente lo mismo que aconseja el yo desdoblado (o el yo de otro narrador en primera persona) al protagonista: «Ne tente rien. Admets la fin» (Volodine 2018: 28). No intentes nada, no cambies nada; prepárate, si acaso, para el fin en la quietud y la rutina. En ese plazo se producirá una especie de parón temporal en el que la tónica debe ser la continuidad. La paralización momentánea del tiempo ya había sido mencionada en Le port intérieur, aunque con menos precisión: «Les yeux fixes, on observe les vieilles chaises de rotin jetées dans la boue et que la boue n’avale pas. Rien ne s’écoule, ni les fluides fétides ni les heures» (Volodine 1995: 40). El tono apocalíptico domina por tanto en nuestra obra. Y no solo recorre a modo de isotopía semántica los diferentes fragmentos textuales, sino que determina la elección de los nombres de la pareja protagonista, Breughel y Gloria. Breughel es una metátesis del nombre del pintor Brueghel el Viejo, autor (para lo que nos concierne aquí) de un
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célebre Triunfo de la muerte, en el que hordas de esqueletos conquistan una ciudad y sus aledaños y asesinan a sus pobladores. El detalle y la minuciosidad de las figuras confieren gran fuerza evocadora al cuadro emblemático de la tematización pictórica del Apocalipsis bíblico en el siglo xvi. Su influjo atraviesa los siglos y llega hasta nuestro tiempo: Lars Von Trier incluye su mención intertextual en la película dedicada a la destrucción total del planeta ampliamente conocida, Melancolía. Por su parte, la elección para la acólita de Breughel del nombre Gloria sanciona la lectura escatológica de Macau, pues nos instala en un contexto de ultimidades: la teología cristiana engloba muerte, juicio, infierno y gloria como las cuatro «postrimerías». La presencia de Gloria en los recuerdos del protagonista enrosca el relato sobre sí mismo, mostrando la presencia de una meditación escatológica que lo impregna enteramente. La figura de esta mujer es fundamental para esta impregnación también porque es ella quien narra al protagonista, en la intimidad de sus encuentros (Volodine 2018: 32), y más tarde en el espacio público del manicomio, un relato apocalíptico. Gloria compone su versión, en la que el castigo lo ejercen potencias femeninas —enanas escarlatas, reinas mordidas, crisálidas asesinas, brujas desnudas (Volodine 2018: 64)— y que se puebla con un original bestiario: Alors, dans le silence revenu, tu expliques comment commencera la fin du monde [...]. Tu montres l’endroit de la table d’où partiront les premières hirondelles [...] atteignant de telles dimensions que le fil de leurs ailes coupera les immeubles comme un rasoir géant. Tu annonces des tremblements et des écroulements de la réalité (Volodine 2018: 63-64). Tu lui parles des méduses qui obscurciront le ciel, des tapis de flammes qui calcineront tout pendant mille neuf cent soixante-dix-sept mois lunaires (Volodine 2018: 64).
Este final sobreviene en su origen por la destrucción de la utopía política4, de la posibilidad de una vida digna, que valga la pena vivirse, para las sociedades humanas, pero confluye más tarde en la obra de Volodine 4. «Tu me racontes la Sibérie à feu et à sang, le règne des chamanes et des louves, l’irruption des chrisalides, le naufrage du monde» (Volodine 2018: 66).
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con cierta preocupación por la catástrofe medioambiental de nuestros días. Solo una preocupación limitada, como parece desprenderse de la respuesta de nuestro autor a Alain Nicolas en una conversación: AN: Il y a à la fois un vocabulaire de lutte des classes et un discours écologique... AV: Bien sûr. L’espèce humaine s’est elle-même mise en danger d’extinction et la planète ne s’en porte pas si mal (Volodine 2010).
Por otra parte, algunos indicios textuales remiten al Apocalipsis bíblico. Que el de Gloria sea un lenguaje encriptado (Volodine 2018: 72) es uno de esos indicios, puesto que los relatos judíos de este tipo, y también el bíblico, lo están igualmente; que se hable del relato de Gloria como de una «révélation essentielle sur les forces en présence dans la tête et dans le monde» (Volodine 2018: 67) es otro de esos indicios, puesto que el significado primero de la palabra «apocalipsis» es el de «revelación». Aunque esta se produzca mediante unos contenedores de basura, con el sentido que comentamos anteriormente —no olvidemos que el de Volodine es, en los términos empleados por Anders, un apocalipsis sin reino—. En fin, el contexto infernal completa el decorado escatológico. Breughel se siente por ello como si estuviera libre y solo frente al infierno (Volodine 2018: 45), compra en el templo fórmulas mágicas en que figuran los reyes y jueces de ese lugar (Volodine 2018: 44) y envía a los muertos billetes del Hell Bank5. Una costumbre china real posibilita por tanto la lectura metafórica de Macao como morada del maligno.
6. Para salir de Macao Ahora bien, y pese a todo lo dicho hasta aquí, Volodine considera que la escritura, como bien saben sus lectores, es asimismo expresión de la melancolía, dispositivo memorialístico, e incluso consuelo existencial.
5. Se trata de papel impreso con forma de billetes de banco que en China se acostumbra a quemar en los templos como ofrenda para ayudar a los muertos en sus necesidades pecuniarias del más allá.
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Macau suscribe estas funciones, en primer lugar, porque indica que el protagonista es un escritor (Volodine 2018: 54) y, en segundo lugar, mediante la descripción del trabajo de un viejo escriba chino, en el capítulo 18. Dicha descripción explica la escritura como lo que resiste y dura desde y para siempre; desde siempre, porque pone en contacto mudo con gestos milenarios, y para siempre, porque el trazado de ideogramas en tinta dorada sobre fondo rojo parece «comme une promesse fatiguée de l’éternité asiate» (Volodine 2018: 59). De este modo, el acto de escribir sobrepasa a la muerte y al final, prometiendo una suerte de eternidad. Observemos no obstante, para concluir, el sesgo particular añadido en la cita anterior, y que figura con más claridad en esta otra frase: «L’écriture existera donc encore, cette terre d’exil où on résiste et où on rêve: et elle sera chinoise» (Volodine 2018: 50). Lo que permanece para siempre no es solamente la escritura, sino la escritura china, quizá como bastión contra la occidentalización perversa. Con razón se ha dicho que Volodine admira la cultura del Este. Pero ¿puede Macao hacernos salir de Macao?
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«Aquella fealdad era la única igualdad» Herta Müller: ciudades oprimidas bajo el manto totalitario Inés Carvajal Argüelles Universidad Complutense de Madrid
Herta Müller nace en agosto de 1953 en Nitzkydorf, pequeño pueblo rumano cuyos habitantes pertenecían a una minoría de raíces alemanas. La primera lengua de la escritora es el dialecto alemán del lugar. A los quince años va a estudiar el bachillerato a Timișoara, capital del Bánato y la ciudad más importante del oeste del país, famosa años después porque allí se daría el primer foco en la revuelta popular contra Nicolae Ceauşescu. En 1987 obtiene el permiso del gobierno rumano para emigrar a Alemania occidental. Vive en Berlín desde entonces. En 2009 Müller recibe el Premio Nobel de literatura. En el acto de entrega del premio, el tribunal que se lo adjudica elogia su capacidad para «describir con la condensación de la poesía y la franqueza de la prosa el mundo de los desposeídos» (Redacción El Mundo 2009). No se puede separar la obra de Herta Müller de los espacios vitales que ejercen una influencia decisiva en su vida y, en particular, de dos ciudades —más precisamente una aldea y una ciudad— en las que
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transcurren etapas críticas formativas de su personalidad. La experiencia en esas ciudades agudiza la sensibilidad literaria de Müller y ella es, a su vez, una lectora privilegiada de los lugares en los que vive por su habilidad para expresar de forma inteligente, poética y original sus vivencias y las reflexiones que nacen de ellas. Los primeros años de la vida de Müller transcurren entre espacios hostiles. Nitzkidorf, una pequeña aldea lóbrega donde la escritora pasó su infancia, tiene poco que ver con Timișoara, la ciudad cosmopolita en la que vivió en su juventud, pero ambos son cosmos cerrados abrumados por la desesperanza; así los describe la escritora en su obra. En ella, Müller omite deliberadamente la mención a un pueblo o una ciudad concreta y sus descripciones espaciales son escasas. Sin embargo, parece claro que sus novelas situadas en Rumanía transcurren entre su aldea natal y la capital del Bánato. La ciudad se siente, pero no se ve, se manifiesta a través de las emociones que evoca en los personajes, el miedo, el vacío existencial o la angustia y es por ello que la hostilidad se hace tan evidente y este sentimiento de desesperanza cala con fuerza en el lector. En los lugares por los que deambulan sus personajes el orden está tergiversado debido a las circunstancias político-sociales y por ello parecen asfixiantes, prácticamente inhabitables. Llaman la atención los locos sin techo víctimas del sistema y de la pobreza descarnada. Ellos tienen un papel destacado en la calle y son un símbolo de lo que queda de humanidad en sus habitantes, repositorio del sentimiento de piedad en el ciudadano. En este trabajo he querido recoger y transmitir el mundo urbano despiadado que la escritora crea en sus novelas usando un lenguaje que es, además de expresivo, paradójicamente lírico. Para acercar al lector a esas ciudades que ella recrea, recojo y juego con algunas de sus expresiones intercalándolas en el análisis.
1. La aldea Al régimen político que sufría todo el país, en la aldea se suma un clima de hostilidad general, que era como una enorme cicatriz dejada en el alma colectiva por las represalias que esta había sufrido por la adhesión
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de parte de su comunidad al nazismo. Lo sentía incluso una niña. Dice Müller en una frase que es clave para entender cómo ve el efecto de la política hasta en los estratos más íntimos de la sociedad: «Al fin y al cabo, también las relaciones estrictamente personales de cualquier familia, hasta lo que hay en ellas de instintivo y no verbalizado, tienen una dimensión política, puesto que son una reacción al sistema político en que se enmarcan [...] toda historia familiar es como una reproducción privada de la historia de su tiempo» (Müller 2016: 38). Müller, con su particular mirada herida, recuerda su niñez en un mundo opresivo, en pleno desmoronamiento. La aldea, a su vez, ejerce sobre sus habitantes una forma de despotismo subterráneo que contamina todas las relaciones humanas y hasta la manera de ser de las personas. Su primer libro, En tierras bajas, cuenta la vida de la escritora en un pueblo desde la mirada de una niña observadora, reflexiva y solitaria. En un marco espacial indefinido y con un tiempo impreciso, la omnipresente voz narrativa recrea situaciones reales, sueños y fantasías que hacen parte de un riquísimo y original mundo interior. Observa ella: «Desde los campos, el pueblo parece un rebaño de casas paciendo entre colinas cuyos plantíos sólo son reconocibles por los colores. Todo parece cercano, pero cuando avanzas en esa dirección, no llegas nunca. Jamás he comprendido esas distancias. Yo siempre he ido en pos de los caminos, todo avanzaba ante mí. Solo tenía polvo en la cara. Y por ningún lado aparecía el final» (Müller 2016c: 30). La aldea está situada en una llanura entre colinas rodeada de campos de maíz y de remolacha. En primavera hay abundantes flores silvestres que la niña recoge, escaramujos y grandes sauces junto al río, libélulas que zumban, ranas que croan y gansos que silban. La naturaleza es bulliciosa y viva. Ante los ojos imaginativos de Müller, en medio de ese bucólico microcosmos aparecen extraños signos amenazadores: los álamos afilados cortan el cielo, las vacas que la niña pastorea tienen enormes ojos ebrios y las serpientes hurtan la leche a los bebes descuidados. El campo no es un paisaje bonito ni feo para los campesinos sino un lugar duro de trabajo donde hay «inmensos campos de maíz socialistas» (Müller 2016: 9), donde el sol te da de pleno y no hay escapatoria. Los hombres y mujeres del pueblo pasan juntos horas enteras
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absortos en un inmutable silencio que adquiere una realidad casi material: «El silencio no es una pausa al hablar, sino algo en sí mismo. De los campesinos de mi pueblo conozco una forma de vivir en la que el uso de las palabras no es costumbre» (Müller 2011b: 73). La vitalidad de la naturaleza contrasta con lo apagado de los campesinos que trabajan sin descanso. Los hombres solitarios, cansados y absortos, bebían ensimismados cada uno en su silencio; tan propio, tan impenetrable que ni siquiera se podía decir que lo compartían. «En la taberna no se reía ni se cantaba» (Müller 2016c: 54). Llevan una existencia triste y vacía y, según la niña, mueren cuando se les ha cortado tanto cabello como para llenar un saco. Las mujeres tienen ojos de pez y son «como bandadas de negros pájaros» (Müller 2016c: 83) con sus negros pañuelos de seda. Limpian, barren y friegan el día entero y, cuando se encuentran en la calle, susurran. El rostro de un niño huele a fruta guardada y las abuelas son figuras sombrías que en sus holgados jubones alzan el vuelo por las calles de la aldea. En este pueblo perdido y detenido en el tiempo «[...] como un trasto viejo abandonado en medio del paisaje [...]» (Müller 2016a: 30) de campesinos herméticos y desconfiados, la superstición, el miedo y unas costumbres incomprensibles, incluso absurdas, dominan a las personas en un ambiente asfixiante y enmarañado. Allí todo está a la vista de todos y todos los espacios están marcados por la incomunicación y la tristeza en un estado entre la vigilia y el sueño: «En la aldea hay siempre una luz crepuscular [...]. No hay crepúsculo matutino ni vespertino. El crepúsculo está en la cara de la gente» (Müller 2016c: 173). A la entrada del pueblo cuelga la figura de Jesús en la cruz. La iglesia, casa de Dios, que debía ser, como en todo buen pueblo ancestralmente religioso, espacio de reunión y consuelo, es fría y oscura, de atmósfera agobiante. El cementerio, con su maciza puerta de hierro negra, está poblado de gusanos, serpientes y cornejas negras que revolotean sobre la cruz de mármol blanco de los héroes caídos. Las casas parecen acogedoras: hay alfombras persas en el cuarto de estar, fotografías del matrimonio decorando las paredes y coquetas cortinas de encaje, pero son lugares de soledad y tristeza. El hogar, que debía ser refugio y centro de comunicación, no lo es, la familia que debía proteger repele, y la madre que debía abrigar no puede hacerlo. Y,
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por ello, la niña siente el desamparo en un espacio seco y amenazador marcado por la represión, donde el cariño y la ternura no caben. En su casa, donde varias generaciones viven juntas sin apenas comunicarse, el padre, antiguo soldado de la SS, es borracho e iracundo y la madre, que pasó cinco años deportada en un campo de trabajo, desgraciada y violenta. Cada uno carga su frustración como un fardo que les ha impuesto la vida, no como un castigo por un mal cometido sino porque el simple hecho de haber sobrevivido viene con la factura de ese pesar: «Yo estaba segura de que todos estábamos tristes de la cabeza a los pies, todos sentíamos una garra en el corazón y luchábamos contra ella, pero sólo por dentro, para que no se viera nada» (Müller 2016a: 16). La niña piensa que aquel pueblecito que se queda bloqueado por la nieve en invierno está en un lugar insignificante, en «los flecos del mundo» (Müller 2016a: 47). Allí todo el mundo nace ya viejo. Hay que escapar a la ciudad para rejuvenecer, huir al asfalto. Ella está convencida de que en él la muerte ya no te trepa por las piernas como en aquel pueblo perdido de calles de barro y tierras arenosas que amaba y a la vez no soportaba.
2. La ciudad A los quince años Herta Müller se traslada a Timișoara y llega al asfalto deseado. Su generación fue la primera que sale del pueblo para ir a estudiar y luego trabajar a la ciudad y en ella descubre que la libertad que da el anonimato está unida a un sentimiento de desasosiego. La ciudad acoge y al mismo tiempo rechaza, expulsa a la periferia a los pobres, es escenario de episodios violentos, como vemos reflejado en la novela decimonónica, aniquila, engulle las esperanzas del provinciano. Los personajes que llegan del pequeño pueblo con la esperanza de encontrar un lugar en el que poder realizar sus sueños se encuentran con un entorno cargado de agresividad. En Timișoara va al colegio y después a la universidad, donde estudia Filología Germánica y Rumana. Se hace amiga de los integrantes del grupo Aktionsgruppe Banat, un puñado de chicos llegados, como ella, de distintos pueblos de la región, que formaron una sociedad literaria y
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se proponían luchar por la libertad de expresión. Eran perseguidos por el servicio secreto rumano, la Securitate, infortunio que Müller pasa a compartir. La escritora trabaja en una fábrica y allí unos agentes de la Securitate intentan captarla para colaborar con ellos. Cuando se niega, empiezan los interrogatorios y las amenazas. Müller es despedida de su trabajo y a partir de este momento trabaja como profesora de un parvulario. A raíz de la muerte de su padre y el acoso de los servicios secretos, empieza a escribir sobre su niñez, transformando sus recuerdos del pueblo en ficción. «La belleza de las frases era para mí una necesidad urgente» (Müller 2016a: 45). Posteriormente, ya desde su exilio en Alemania, Müller sitúa sus obras en la ciudad comunista y convierte la realidad urbana en imágenes literarias y artísticas. El espacio en el que sitúa Müller sus novelas urbanas es el de una ciudad que tiene una fuerte carga negativa, que muestra la peor cara del comunismo. «En una dictadura no pueden existir ciudades, porque todo queda pequeño cuando está vigilado» (Müller 2009b: 46). La hostilidad urbana refleja el estado de miedo y de amenaza que el régimen totalitario ha impuesto en el país: «Sobre aquel asfalto se leían las consignas, la mentira, la opresión y el miedo que tenía todo el mundo a todo» (Müller 2019: 110). Los habitantes de las ciudades bajo una dictadura sufren un permanente y sordo hostigamiento, físico y psicológico. «Hay ciudades de discurso polifónico y ciudades de discurso monódico, estas últimas representando peligrosos modelos urbanos, reflejo del miedo y del silencio, y también del poder absoluto de una dictadura» (Popeanga 2014:9). El sistema político modela la ciudad que ha devenido uniforme, gris, un espacio lleno de obstáculos y sin vitalidad en el que el miedo, el silencio y la sospecha triunfan y engendran odio y violencia. Por ello, se muestra como un organismo enfermo, opresivo, amenazante, un lugar de desarraigo donde dominan el absurdo y el desprecio por el ser humano acosado por el sistema, un espacio carcelario cerrado que no se puede asociar a una patria o un hogar.
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En la construcción de una ciudad de hormigón para el hombre nuevo, se anula el pasado y la ciudad se vuelca al discurso político dictatorial. El culto a la persona del dictador era lo fundamental en la ideología del régimen. Hay retratos del dictador por toda la ciudad y se retrasmiten machaconamente sus discursos en la televisión y en la radio, donde la música también se usa como instrumento de poder. La ciudad al servicio del discurso político totalitario se aleja de lo que Augé define como lugar antropológico, «[...] principio de sentido, para aquellos que lo habitan, y principio de inteligibilidad, para aquel que lo observa» (Augé 2008: 58) acercándose al concepto de no-lugar, no-ciudad o ciudad sin atributos, «[...] un espacio que no puede definirse ni como espacio de identidad ni como relacional ni como histórico, definirá un no lugar» (Augé 2008: 83). Por coincidencias con elementos de su biografía, podemos suponer que ese espacio que Müller describe está inspirado en Timișoara, conocida por su arquitectura secesionista y su rica vida cultural y universitaria. En ella vivió la autora diecinueve años. A partir de 1965 está en el poder Nicolae Ceauşescu y empieza un periodo de mayor represión y carestía. El comunismo invadía todos los espacios; incluso el campo se había sometido al régimen. En sus obras Müller captura esa idea con poderosas imágenes. En su universo literario no todos los árboles ni flores son iguales, igual que hay animales que trabajan para el partido, perros policía o gaviotas carnívoras del Danubio, hay árboles que se pliegan a los deseos del Estado o se mantienen rebeldes. Las flores del campo que irrumpen en la ciudad en los cestos de las ancianas no sirven para los actos oficiales; para ellos se usan flores más resistentes y rígidas, sin olor, menos expresivas como los gladiolos y los claveles. También los árboles al servicio del poder son otros que los de los pobres; la tuya o el abeto, de hoja perenne, adornan los jardines de las villas de la Nomenklatura y para Herta Müller, «[...] hacían de guardas, aguzaban el oído y miraban» (Müller 2011a: 78). Los chopos, los abedules y las dalias eran para los pobres. En la ciudad, el viento se achanta al pasar por las calles donde viven los funcionarios del régimen. «Las silenciosas calles del poder, en las que el viento, cuando tropieza, siente miedo. Y cuando vuela, no hace remolinos» (Müller 2009a: 32). En este mundo
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recreado por Müller las cosas no siempre son lo que parecen. Una hormiga arrastrando a una mosca muerta puede parecer muerta y la mosca arrastrada puede dar la impresión de estar viva. Las calles son de cristal: «Nos han impuesto las calles de cristal como única salida, pues los únicos caminos donde podemos poner los pies son nuestros propios nervios» (Müller 2019: 111). La ciudad está rodeada de bosques. Ahí, en este lugar que tradicionalmente simboliza lo misterioso y lo inconsciente, seno materno y santuario natural para distintas culturas (Chevalier 1986: 194), entre los castaños, los tilos y las acacias negras cargadas de nidos de cornejas; en este espacio de libertad, los jóvenes se aman después del trabajo. Sin embargo, a la vuelta de la esquina acecha la violencia. En los maizales que se extienden detrás del bosque recogen en el verano las cosechadoras cuerpos en descomposición cosidos a tiros o despedazados por los perros adiestrados para matar. También en el río se encuentran cadáveres atrapados entre la maleza de los que intentaron fugarse del país y fueron hechos pedazos a la luz de los focos por el «peine de oro» (Müller 2019:78) de las hélices de los motores. Estamos en un país donde todo el mundo piensa en huir, la fuga es una obsesión: «Rumania solo se veía como el país donde uno vivía temporalmente. La fe en que antes o después se presentaría la ocasión de huir era lo único a lo que agarrarse» (Müller 2011b: 159). En las novelas de Müller hay personajes que son asesinados al intentar huir del país. «Los perros desvalijaron el cuerpo de Lilli. Bajo sus hocicos Lilli yacía tan roja como un arriate entero de amapolas» (Müller 2010: 59). En La bestia del corazón, las malas hierbas crecen sin control en unos campos que son la imagen misma del sufrimiento, hojas y tallos rojos como la sangre y campos «que abren la boca» (Müller 2009b: 172) desesperados, agotados, fracasados. Müller encuentra en la naturaleza un reflejo de aquello que no halla en las palabras. Tras la expulsión del partido de la chica «suicidada» en La bestia del corazón (el suicidio estaba prohibido en el país) «[...] también los tilos en flor se vieron involucrados en el suicidio» (Müller 2016a: 93); medio marchitos, desprendían un polvillo amarillento que cubría tejados, vallas y caminos y que según Müller olía a «[...] polvo de azúcar de cadáver» (Müller 2016a: 93). Así, la vivencia traumática
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del suicidio se tiñe de amarillo, color que será ya siempre el del suicidio en la ciudad, así como en Nitzkydorf lo era el azul índigo, por la morera donde se colgó su tío. La escritora ve la muerte y la decrepitud por todas partes: en el mercado de verduras, donde las viejas venden pequeños melocotones con pelusilla gris que le recuerdan a las vendedoras ancianas de las montañas; en las hojas rojizas de las alamedas de los parques que huelen como los cuartos de la gente mayor; en los tilos o en las plantas de la ciudad que le sugieren la muerte, como las dalias silenciosas con sus ombligos de pétalos. También a las afueras de la ciudad, en los lagos junto a las montañas que son cementerios bajo el agua, en cuyas orillas hay cruces de madera con las fechas de muerte de los ahogados. La hostilidad lo permea todo: un vestido colgado de una silla parece una ahogada y las medias, dos piernas amputadas. El campo repta hasta el asfalto, donde el cielo es gris y naranja por culpa de las emanaciones de los desechos de las fábricas. A la entrada de la urbe hay descampados donde se queman basuras, y rondan la basura acumulada cuervos, ratas, gatos esqueléticos y perros vagabundos famélicos de pelo estropajoso que ladran a coro toda la noche. En la estación de tren, puerta de entrada a la urbe, con su vestíbulo inundado por el olor a cloro y a antipulgas, los grandes murales socialistas decoran las paredes con cosechadoras y campesinos de mirada inocente al lado de duros proletarios de la industria rumana. Los protagonistas de las novelas de Müller trabajan en una mugrienta ciudad industrial de extrarradio y lo hacen en todo tipo de fábricas, de máquinas hidráulicas, de alambre, serrerías, donde a todos los hombres, e incluso a los niños, les falta algún dedo, en el matadero, o en una fábrica textil donde se fabrica ropa para mandar a Occidente. La fábrica exige todo del trabajador, un proletariado «[...] de ovejas de hojalata y melones de madera [...]» (Müller 2009b: 46), que, embrutecido, apenas tiene tiempo libre ni vida fuera de ella y se dedica a robar material —hierro, madera, pinzas y orinales— por pura inercia. Müller resalta la fealdad del universo comunista. «Socialismo es sinónimo de expulsión de la belleza» (Müller 2016a: 70). El Estado totalitario ha rediseñado la ciudad, ahora carente de vitalidad y de belleza. La falta de belleza obedece a una estricta planificación y conduce
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a la apatía, a la tristeza y al embrutecimiento de la persona. «Yo creo que la belleza es un apoyo en la vida, te protege, te resguarda. Lo feo hace que cualquier entorno inspire rechazo, no puedes sentirte en casa en él» (Müller 2016a: 71). Casi todos los personajes de Müller viven en edificios del extrarradio, la ciudad expulsa a la periferia a los que no tienen recursos económicos suficientes para vivir en el elegante centro. La gente vive hacinada en bloques de pisos de hormigón barato, amenazadoramente encorvados, sin calefacción, y donde la falta de espacio asfixia y genera agresividad. Entre los edificios se sacrifican cerdos y en los inviernos que nieva poco queda durante meses la hierba ensangrentada. La ciudad está infestada de cucarachas, en los hospitales, en las tiendas de ultramarinos o en los bloques de viviendas. Las tiendas son espacios en penumbra, feos, sucios. En las estanterías destartaladas de las tiendas de alimentación solo hay viejos tarros de compota con etiquetas desteñidas, cubiertos de polvo. En las tiendas de ropa se encontraban siempre los mismos modelos sin forma en colores oscuros y polvorientos que sentaban mal a todos los cuerpos. Estaban confeccionados con unas telas que olían a químicos: «El aspecto de todo se correspondía con su olor, olía a vidas robadas» (Müller 2016a: 68) Esos adefesios, cuyo tejido «[...] tenía muchos hilos de pobreza y de miedo» (Müller 2016a: 70), parecían uniformes y conseguían justamente el efecto contrario de vestir a las personas, las ocultaban resaltando su miseria. Los poderosos no se vestían con estos trapos sino con trajes occidentales o confeccionados a medida. En la ciudad era posible encontrar productos occidentales que resaltaban en medio de la pobreza: mecheros, bolígrafos, bolsos, perfumes y cigarrillos importados eran inalcanzables objetos de deseo, símbolos de estatus y de éxito. La misma falta de gracia de la ropa se veía en los edificios de hormigón, en las vajillas o en las servilletas de papel troqueladas. Herta Müller recuerda los escaparates llenos de moscas y los arriates de flores de la ciudad. «Los objetos que se producían en el comunismo te quitaban las ganas de vivir [...]» (Müller 2016a: 69) y observa: «Aquella fealdad omnipresente era la única igualdad que existía en el socialismo» (Müller 2016a: 69).
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También el lenguaje oficial está marcado por la ideología y cargado de fórmulas al servicio de la propaganda, en contraste con la plasticidad y la belleza del lenguaje cotidiano, rico en imágenes poéticas e incluso mágicas. La dictadura, en su empeño de controlar y someter al lenguaje, de anular lo espontáneo y lo frívolo, lo instrumentaliza, silencia o tergiversa. En cuanto a las lacerantes condiciones materiales de vida, por todas partes se ven las consecuencias de la mala gestión y la corrupción en un estado sumido en la miseria, donde escasean hasta las cosas más elementales: medicamentos, calefacción o alimentos básicos. En cada esquina asoma la pobreza sórdida, tuberías al descubierto y otros recuerdos de una industrialización fracasada, junto a espectáculos verdaderamente dantescos como muertos acarreados en las bacas de los coches. El estado que supuestamente todo lo proveía no se hacía cargo de los camaradas cuando habían dejado de existir. Apáticos y resignados, los ciudadanos pasan el día entero de pie en interminables colas para comprar gasolina, un litro de leche, una barra de pan duro o un bloque de hielo rojiazul hecho de pescuezos, alas, patas o cabezas de gallina. Algunos toman niños prestados para que en las tiendas les den varias raciones de leche o pan. Estas colas humillantes forman parte inseparable del imaginario urbano de la ciudad comunista. El aguardiente de garrafón, «opio del régimen» (Müller 2016a: 112), en cambio, es fácil de conseguir; así se empuja a la población a emborracharse a la desesperada, a entregarse a la religión del olvido cotidiano. El papel de periódico era el único que existía en el país y servía para todo, incluso en las instituciones oficiales se usaba en los retretes recortándose con cuidado para que no contuviese ninguna imagen del dictador. Estamos en una ciudad que es el testigo hostil que condiciona la vida de sus habitantes y también una ciudad marco de la violencia de la dictadura en un país sin libertad que es como un campo de concentración que no se puede abandonar. Es asimismo una ciudad vigilada, de férrea censura, con redadas policiales constantes, un escenario sórdido y desolador de degradación difícilmente habitable y altamente agresivo en donde campa a sus anchas la represión en forma de amenazas, detenciones, interrogatorios, registros, en una atmósfera angustiante que destruye los nervios.
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Este inmenso aparato generador de miseria moral y miedo con sus funcionarios corruptos de rostros de piedra ahoga al individuo, que se vuelve apático, corrupto, sarcástico, e incluso estúpido. «Si controlas la expresión, se te cuela en la voz. Si consigues controlar la expresión y la voz como si de un pedazo de carne muerta se tratara, se te cuela en los dedos. Se te adhiere a la piel. Se escapa y lo ves en todos los objetos a tu alrededor» (Müller 2011b: 53). La hostilidad se extiende a todos los espacios, incluso a los privados que debían ser los más acogedores; en ellos vive también el miedo, el temor a las delaciones. En las casas, donde los agentes de la Securitate entran a su antojo, no hay intimidad. En uno de los episodios notables de la novela La piel del zorro los agentes van cortando día a día partes de la piel del animal que la protagonista tiene como alfombra; quieren que se sienta expuesta. La casa ya no es un espacio privado de libertad, sino que asfixia al individuo, es también una cárcel donde el miedo se encarna en objetos sorprendentes. Las llaves susurran ante la puerta de la casa. Los perseguidos de las novelas de Müller deben introducir un cabello en sus cartas para saber si han sido abiertas. En el Estado totalitario corrosivo los servicios secretos tienen acceso a todo, interrogan, secuestran, amenazan de muerte, llevan al límite e incluso suicidan en sus casas a los enemigos del Estado. En la ciudad también todo está expuesto a la vista de todos, como en el pueblo. Pero en este caso no se trata del control y la represión ejercida por los campesinos, sino que entra en juego la siniestra maquinaria del Estado con todas sus consecuencias. No hay lugar en esta ciudad que dé tregua al individuo desvalido. «En las calles oscuras la noche es de una sola pieza...» (Müller 2009a: 27). En los hospitales, donde se debería curar a los ciudadanos, falta de todo, no hay medicamentos básicos y en los quirófanos se usan restos de medias desechadas de las fábricas a modo de vendas. En este espacio de desamparo, hay pacientes desesperados que se arrojan por las ventanas. En La piel del zorro hay un hospital pegado al bosque. Un verano se tiran cuatro enfermos desde sus ventanas. Uno de los enfermos, guardabosques, recibe unos prismáticos de regalo, desde entonces pasa las horas muertas escrutando la maleza con ellos; cuando muere, todos los enfermos se convierten en guardabosques aficionados y se turnan
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para mirar el bosque con los prismáticos. Entre la maraña de follaje y pinochas ven hombres y mujeres copulando. Los ciudadanos perseguidos se plantean a menudo el suicidio que «...significa la felicidad cuando uno ya no soporta seguir vivo» (Müller 2019: 190). Suele asociarse el río al suicidio. En las novelas de Müller, al río, un lugar siempre sombrío y peligroso, se va a buscar piedras en la orilla para llenar los bolsillos y elegir el sitio idóneo donde quitarse la vida. Incluso la hierba se ahoga en sus aguas. En La bestia del corazón Lola es expulsada del partido después de su suicidio. El Estado pretende controlar todas las parcelas de la vida, vigila todo, hasta la intimidad. El aborto está prohibido y las mujeres son sometidas regularmente a revisiones médicas forzosas para vigilar el cumplimiento de la prohibición. En las obras de Müller, ni siquiera las casas de locos escapan del tormento de la persecución política y las amenazas de los servicios secretos. El centro psiquiátrico está rodeado de chopos donde anidan unos cuervos que chillan todo el día; es como un laberinto donde se retiene a los enfermos que pasan el día en soledad, de él entran y salen los agentes de la Securitate con libertad, manipulan los diagnósticos y ordenan tratamientos especiales de manera caprichosa. La ciudad que habita Müller es indiferente al destino de sus ciudadanos. En ella hay personas que vagan sin rumbo, enfermos desorientados o locos dejados de la mano de Dios que viven en la calle donde son ya parte del paisaje urbano, casi como animales callejeros, e incluso tienen un estatus particular. «En aquella farsa que vivíamos, [los locos] eran los extras de toda forma de existencia posible» (Müller 2016a: 100). Por el escenario de la ciudad sórdida deambulan la enana sordomuda que come desperdicios y cada año se queda preñada como consecuencia de las violaciones de hombres indeseables, el hombre de la pajarita y el ramo de flores que espera a la puerta de la cárcel a su mujer muerta hace años, el vagabundo filósofo que confunde los postes de teléfono con personas y la vieja que recorre la ciudad con un trineo lleno de sacos y hace sombreros de papel de periódico y alfileres, uno nuevo cada día. Los locos de la ciudad son intocables porque despiertan compasión y por lo tanto hay que cuidar de ellos; no mueren nunca, dice un personaje, cuando se desploma uno surge inmediatamente otro en su lugar.
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Es una ciudad que te hiela el corazón. «La ciudad está impregnada de vacío» (Müller 2016c: 185). En ella la gente se esquiva, se mantiene a distancia para no entrar en contacto con nadie, «Vago sin rumbo por la ciudad. Y ante mí, alguien vaga sin rumbo. Si el camino común es largo, nuestros pasos se acoplan. Aquí la gente mantiene una distancia de cuatro pasos grandes para no molestarse» (Müller 2009b: 80) y todos se sientan con la cabeza agachada en el autobús. Parecen dormir. «Los primeros días me preguntaba cómo podían despertarse en la parada correcta y bajar del autobús» (Müller 2009b: 78). La sordidez de la urbe que nos muestra Müller no sería completa sin los calabozos y todo el entramado de lugares de tortura en la ciudad y en el campo del que hacen uso los agentes de la Securitate para aterrorizar y controlar a la población. A las afueras de la ciudad está el cementerio de pobres donde se decía que el Estado enterraba a sus víctimas. En el lugar, que está rodeado de muros altos de hormigón, merodean esqueléticos perros vagabundos que llevan en sus bocas pedazos de cuerpo humanos, orejas o dedos. Ni siquiera se salvan los niños, lo más inocente y sagrado de una sociedad; ya desde la guardería están echados a perder, son como pequeños soldados crueles de gesto hermético, cómplices del sistema. En la escuela destartalada y sin calefacción se controla todas las mañanas el largo de las faldas de las niñas y el largo del pelo de los chicos. En el uniforme llevan un número cosido en el brazo, así cualquiera puede denunciar a la dirección del colegio o a la policía a un alumno. No existe el anonimato en la ciudad vigilada. En este escenario desangelado, los restos de dignidad humana se refugian en los chistes y en el humor negro. Los jóvenes disidentes cantan los discursos de Ceauşescu transformados en textos de opereta, bautizan moscas con nombres de los agentes secretos como una forma de desvarío necesaria. A las cucarachas se las apoda «rusos», las bombillas desnudas son candelabros rusos. También la sexualidad está marcada por los patrones de la dictadura. Abundan las relaciones extramatrimoniales, los divorcios y los abortos clandestinos. Por un lado, es un espacio de libertad y puede ser una compensación por la falta de ella, y además es válvula de escape de la frustración y el aburrimiento en una sociedad hipercontrolada:
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«Entregarse al deseo en un rincón escondido y cochambroso de la fábrica hacía soportable la perturbación de la cadena de producción o del trabajo de oficina» (Müller 2011b: 163). El sexo es también moneda de cambio y forma de coacción en un sistema profundamente corrupto. El administrador de la fábrica de alambre en La piel del zorro exige a las trabajadoras que se acuesten con él para entregarles su ropa de trabajo mientras la gata de la fábrica observa. Después lleva en sus ojos una imagen de los muslos abiertos y desnudos de las trabajadoras. Amelie, la hija de Windish en El hombre es un gran faisán en el mundo, debe acostarse con el policía del pueblo para obtener la solicitud para emigrar y con el cura para conseguir su partida de bautismo y la de sus padres. «...el cura tiene una cama de hierro en la sacristía. [Ahí] busca las partidas de bautismo con las mujeres. [...] Cuando hace su trabajo a conciencia, las busca diez veces. El policía traspapela hasta siete veces las solicitudes [...]. Y las busca con las mujeres que quieren emigrar sobre un colchón guardado en el almacén del correo» (Müller 2016b: 68).
3. Conclusión A través de una prosa entrecortada, seca y libre de sentimentalismo, Herta Müller recrea de forma poética un mundo invertido y deshumanizado, que cautiva y hiere al lector por su inexorable tristeza impregnada de silencio y se refleja tanto en las personas como en los objetos. Mediante símiles y comparaciones sorprendentes muestra una realidad enrarecida y subjetiva. Müller dice que su mirada particular se explica desde la experiencia del miedo, del desamparo. Su vida es un habitar forzoso en una realidad ajena. El sentimiento de alienación, de sentirse y saberse extraño en una comunidad, es lo que caracteriza al habitante de la no ciudad y a Herta Müller. El existencialismo habla de ese abismo entre el hombre y el mundo, de una distancia insalvable que hace que ese sentimiento de enajenación sea la condición fundamental e irreparable del hombre. La obra de Müller, además de su indudable belleza, pretende rescatar la memoria y denunciar la injusticia y esa alienación. En lucha
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con los límites del lenguaje, escogiendo con precisión cada palabra y consciente de su poder, hace una crónica descarnada y a la vez lírica de la persecución y la represión bajo un gobierno totalitario. «Una palabra airada puede pisotear en un segundo más cosas que dos pies en toda una vida» (Müller 2009a: 147). En sus novelas, los habitantes de la ciudad se sienten siempre rechazados por ella. Nunca pertenecen. Su denuncia de los sistemas dictatoriales no está únicamente dedicada a Rumanía ni al comunismo, sino al fenómeno de la dictadura en sí. Su reflexión, su mensaje, pretende ser universal y llegar a la esencia de nuestra existencia. En su discurso al recoger el Premio Nobel, refiriéndose a una anécdota de su vida1, Müller dice: «Puede ser que la pregunta sobre el pañuelo nunca fuera sobre el pañuelo en absoluto, sino sobre la profunda soledad del ser humano» (Müller 2019: 22). Podemos extender esta observación a casi toda su literatura, donde las frases de los ojos ebrios de las vacas, las dalias o los tilos en flor nunca fueran en realidad solo sobre vacas, dalias o tilos, sino alegorías para capturar esa soledad ineludible de la existencia humana.
1. En su ensayo «Cada palabra sabe del círculo vicioso» de su obra Siempre la misma nieve y siempre el mismo tío (2019), Müller reproduce su discurso de recepción del Premio Nobel. En él cuenta cómo su madre le preguntaba cuando salía de casa por las mañanas: «¿Llevas pañuelo?». De ese modo, su madre, campesina de pocas palabras, le mostraba su preocupación. Nació así un ritual amoroso, en el que ella olvidaba el pañuelo para provocar la pregunta de su madre y lo iba a recoger cada vez. «El amor se disfrazaba de pregunta» (Müller 2019: 9). En la vida de Müller el pañuelo se convierte en un elemento alegórico. Ella descubre que la prenda puede tener muchos usos. Un pañuelo hace las veces de oficina cuando la despiden y no puede dejar de ir a la fábrica, entonces se instala en las escaleras sentada sobre su pañuelo. El pañuelo puede servir de mortaja o para vendar una herida, con él se fabrica un asa para llevar algo, es un recipiente improvisado y también vale para decir adiós.
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Referencias bibliográficas Augé, Marc (2017): Los no lugares. Barcelona: Gedisa. Chevalier, Jean (1986): Diccionario de los símbolos. Barcelona: Herder. Müller, Herta (2009a): La piel del zorro. Madrid: Siruela. — (2009b): La bestia del corazón. Madrid: Siruela. — (2010): Hoy hubiera preferido no encontrarme a mí misma. Madrid: Siruela. — (2011a): Hambre y seda. Madrid: Siruela. — (2011b): El rey se inclina y mata. Madrid: Siruela. — (2016a): Mi patria era una semilla de manzana. Madrid: Siruela. — (2016b): El hombre es un gran faisán en el mundo. Barcelona: Penguin Random House. — (2016c): En tierras bajas. Barcelona: Penguin Random House. — (2019): Siempre la misma nieve y siempre el mismo tío. Madrid: Siruela. Popeanga, Eugenia (2014): Reflejos de la ciudad. Representaciones literarias del imaginario urbano. Bern: Peter Lang. Redacción de El Mundo (2009): «La alemana Herta Müller logra el Premio Nobel de Literatura» [en línea], en elmundo.es (09/10/2009). En: https:// www.elmundo.es/elmundo/2009/10/08/cultura/1254999698.html [Consulta: 12/07/2020].
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Una aproximación a la no-ciudad en la narrativa de Maximiliano Barrientos: no-lugares y distopía Alba Diz Villanueva Universidad Complutense de Madrid
1. Introducción La narrativa del escritor boliviano Maximiliano Barrientos, como la de otros autores connacionales del siglo xxi, se distancia de forma voluntaria respecto de la tradición precedente, de marcado carácter social y político, que tenía como principal objetivo construir un proyecto de nación. Esto, desde el punto de vista que interesa al presente trabajo, se traduce a menudo en un cambio en la forma de entender el espacio, que carece ahora de una función de primer orden en la trama narrativa, llegando a ser en algunos casos «accesorio» (González Almada 2015: 188), frente a la literatura del siglo anterior, donde... el territorio fue uno de los tópicos privilegiados [...]; el altiplano, el Chaco, la mina eran metáforas del espacio que quería ser configurado con alcance nacional. Ser
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Alba Diz Villanueva boliviano tenía que ver con la ocupación de esos espacios, su territorialización y el alcance del Estado. Allí donde el Estado no llegaba, no había presencia ni soberanía nacional. Los territorios más abandonados (el Litoral, el Acre y el Chaco) fueron ganados por naciones vecinas como consecuencia de conflictos bélicos que tuvieron un gran costo para el Estado boliviano. La configuración de lo nacional hasta la mitad del siglo xx, al menos, ha tenido que ver con esos espacios más vinculados a la región occidental del país, emparentados íntimamente con las actividades comerciales principales: la minería y el latifundio. Y la narrativa del siglo xx armó sus cánones a partir de estos espacios: la novela indigenista, el ciclo de la Guerra del Chaco y la narrativa minera. Más allá de textualizar un territorio, de hacerlo propio y pretender hacerlo nacional, los escritores querían configurar a los sujetos que debían llevar adelante los diversos proyectos de nación (González Almada 2015: 187).
La narrativa boliviana contemporánea, además de alejarse de ese proyecto de literatura nacional, del realismo social o de denuncia, por lo general se aleja también de estos escenarios, para recalar en otros que, o bien se sitúan fuera de las fronteras bolivianas, o bien, incluso cuando se trata lugares o urbes del país andino, son poco más que simples marcos, puesto que ya no determinan la trama, ni la psicología o las relaciones de los personajes (Fisbach 2019: 661-662). Bien al contrario, «los espacios, esencialmente urbanos, son ahora espacios de circulación y de transformación, espacios movedizos que acompañan los dramas que viven los personajes y que llegan a limitarse a veces a una representación minimalista» (Fisbach 2019: 662). De acuerdo con este mismo autor, los escenarios narrativos, aunque puedan llegar a identificarse con un enclave concreto de la geografía boliviana, muchas veces no aparecen nombrados, lo cual se debe, no a un intento de ocultarlos, sino al hecho de que forman parte de la intimidad de los personajes. Así, el espacio, por lo común difuminado, apenas textualizado, guarda una estrecha relación con los dramas de los personajes que transitan por él y privilegian, así, su subjetividad, una mirada intimista sobre la realidad (Fisbach 2019: 666-667). El espacio, entonces, carecería de valor por sí mismo, si no es relación con las vivencias de los personajes. La configuración espacial de las narraciones de Barrientos, como analizaré con mayor detalle en los siguientes apartados, se ajusta a las características mencionadas, tanto por la descripción minimalista de
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los escenarios como, sobre todo, por su dimensión subjetiva. Es notorio cómo, en la representación textual de los espacios, no hay apenas rasgos externos propios, características que permitan diferenciarlos de otros, singularizarlos. Sí portan, en cambio, valores connotativos para los protagonistas que se vinculan, de un modo u otro, a ellos. Las ciudades recreadas por Barrientos serían, por tanto, y de acuerdo con la definición de Eugenia Popeanga Chelaru (2015: 44), ciudades sin atributos, es decir, urbes que son percibidas «de forma plana e inactiva», que conforman «un decorado cinematográfico artificial» sin apenas relevancia en la acción narrativa por el que transitan personajes desprovistos de identidad, que no pueden reconocerse en él. Se trata de una ciudad neutra o no-ciudad, atemporal, indiferente y vacía de contenido, así como «de su memoria social o arquitectónica» (Popeanga Chelaru 2015: 45). Así entendida, esta ciudad difusa, que ya no constituye un espacio socializado ni socializador, se adscribiría también a la noción de no-ciudad recogida por Manuel Delgado (2003: 123). Esta se caracteriza por la presencia de asentamientos y urbanizaciones que albergan la vida privada, pero despojan a la calle de su función de lugar de encuentro, relacional.
2. Los no-lugares La construcción espacial de la narrativa de Maximiliano Barrientos destaca fundamentalmente por dos rasgos: por un lado, la indeterminación, la ausencia de detalles y descripciones de los escenarios, que carecen de interés y de entidad desde el punto de vista narrativo; por otro, la proliferación de no-lugares, de espacios vacíos de contenido. En cuanto a la primera de las dos características mencionadas, como ya adelantábamos, buena parte de los espacios narrativos creados o recreados por el escritor boliviano resultan un marco muy difuminado. Los narradores de sus novelas y relatos denotan un desinterés casi total a la hora de ambientar las acciones o los movimientos de los personajes. Aunque muchos de sus textos se sitúan en la ciudad natal de Barrientos, Santa Cruz de la Sierra (Bolivia), esta puede reconocerse porque o bien es directamente aludida o existen referencias
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a algunos escenarios o elementos urbanos precisos. No obstante, esta delimitación o concreción suele ser puramente nominal: el escenario se identifica gracias a la mención expresa de la urbe o de alguno de sus parques, barrios, plazas, calles, edificios o monumentos, si bien las descripciones de los espacios son muy parcas o incluso inexistentes. Existen también casos en los que, no habiendo esas alusiones a escenarios concretos, estos son irreconocibles, anónimos. En la novela Hoteles, la construcción del espacio narrativo se caracteriza por su imprecisión, rasgo que comparte con otros elementos, como el propio viaje que estructura el relato: apenas se aporta información acerca de su duración, de su objetivo o de las vidas de sus protagonistas, la pareja formada por Tero y Abigail y la hija de ella. En el plano espacial, esta inconcreción se materializa en la ausencia de nombres de las localidades visitadas, de los alojamientos en los que pernoctan o de las carreteras que recorren los personajes durante los más de cuatro meses que dura su periplo. Únicamente hay una excepción, que es la ciudad de Cali, punto desde el que toman el vuelo de regreso que pone fin a su aventura. El destino de este retorno, nuevamente urbano y anónimo, podría ser Santa Cruz, pese a que pocos son los datos concretos y las descripciones. Se evidencia, no obstante, la preferencia por parte de los protagonistas, ya de vuelta en su ciudad, por espacios de índole similar a aquellos frecuentados durante su viaje: tiendas y centros comerciales, restaurantes, bares, hoteles, etc. Ello guarda relación con ese rasgo frecuente antes mencionado de los personajes de Barrientos: su deseo constante de fuga; su condición de seres en tránsito, de «fugitivos», como ha señalado González Almada (2017: 165). En el caso de Hoteles, la aventura, de la que el joven director que entrevista a los tres protagonistas no llega a obtener sino fragmentos que apenas permiten componer una imagen global, responde para Tero a un «impulso, querer irse, querer estar en otra parte» (Barrientos 2011a: 22), mientras que, para Abigail, viene motivada por «el deseo de ser extraños» (Barrientos 2011a: 30). A pesar de la indeterminación que caracteriza las entrevistas a los personajes y, por ende, el relato, se conocen algunos datos más sobre los protagonistas, especialmente sobre Tero, y también sobre el director interesado en su historia, que refuerzan esa tendencia a la huida. Si el primero abandonó a su familia
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varios años antes, llevado por un impulso similar y sin despedirse ni dar ningún tipo de señal o explicación; el segundo, fascinado quizá por el viaje o el devenir de estos personajes, fantasea con dejar atrás él también su vida actual, con huir de su casa y de su novia. Un fenómeno parecido se aprecia en el protagonista de la novela La desaparición del paisaje, Vitor Flanagan, quien regresa a Bolivia, a Santa Cruz de la Sierra, tras un viaje de graduación que derivó en un periplo de doce años por distintas urbes de Estados Unidos. No obstante, ese retorno físico no es definitivo, pues la posibilidad de abandonar de nuevo su país está siempre presente en su pensamiento, como lo está también la duda de cómo habría sido su vida de no haber regresado o de no haber prolongado tanto su permanencia. Finalmente, este impulso latente se materializa en un nuevo retorno a Estados Unidos, aunque en el relato, fiel al estilo de Barrientos, no se detalla ni cuándo sucede ni por qué. Por su parte, en el libro de relatos de Fotos tuyas cuando empiezas a envejecer, hay personajes que manifiestan esos mismos anhelos de huida. Este es el caso de Ingrid, en la narración que da título al volumen, quien también sueña con irse a algún otro lugar, lejos de Santa Cruz, perdido en medio de la nada, donde resulte completamente desconocida, y se embarca finalmente en un viaje en tren por Europa, en el que goza del mero movimiento y, especialmente, de la soledad. De hecho, uno de los escenarios de estas fantasías de evasión es justamente un no-lugar: «Quiso irse a alguna ciudad donde nadie la conociera, quiso trabajar en una cafetería perdida en el desierto» (Barrientos 2011b: 71). Pasando ya al segundo de los rasgos mencionados, la fuga o el instinto de fuga, en cualquiera de sus formas, se relaciona con la elección de los lugares de paso por parte de los personajes, puesto que en ellos se logra, al menos de forma parcial, el mismo objetivo que con la huida: convertirse en seres anónimos, alejarse de su vida y de las expectativas que puedan generar en los demás. En la práctica totalidad de los textos de Barrientos predominan los espacios transitorios, los lugares de paso. Muchos de sus escenarios son no-lugares, entendiendo por ello, según la definición de Marc Augé (2008: 83), aquellos lugares que no pueden definirse como espacio de identidad, ni como relacional, ni como histórico. Así, los bares y
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los pubs, los hoteles, los aeropuertos, las estaciones de servicio, las cafeterías, los locales de comida rápida o los centros comerciales que, con mayor o menor frecuencia, aparecen en los textos de Barrientos podrían encuadrarse en esta categoría. Sus personajes, en fuga o tránsito constante incluso en su propia ciudad, recalan de forma asidua en este tipo de enclaves, ya sean públicos o fronterizos entre lo público y lo privado, donde encuentran un reposo relativo, aunque siempre temporal. Dentro del espacio urbano, sea el lugar de residencia, sea el destino pasajero de un viaje, hay ciertos «lugares vacíos» proclives para ello, donde los personajes encuentran su particular refugio. Como ha señalado González Almada (2015: 193), en estos espacios se produce una suspensión de la identidad, por cuanto en ellos se disuelve la realidad de los personajes, que dejan de ser, momentáneamente, ellos mismos y logran, así, escapar de aquello que los oprime, confundiéndose entre la multitud: «son espacios que trascienden lo nacional, espacios desmarcados, un lugar que se repite en todos los lugares del mundo, que ofrece refugio a los personajes que huyen y que quieren esconderse porque los invisibiliza». Los personajes de Barrientos se refugian, por tanto, en aquellos espacios que conformarían la no-ciudad, tal y como la plantea Delgado (2003: 123): La calle, la plaza, el vestíbulo, el corredor subterráneo, el centro comercial, la sala de espera..., devienen de ciudad en no-ciudad cuando los desconocidos se engarzan en un ballet de figuras efímeras, cuerpos sin memoria a los que les podría corresponder una identidad cualquiera. Lugares con nombre y perfectamente identificados pasan a ser súbitos laberintos en los que todos nos podemos extraviar: el extranjero, el turista, el inmigrante, pero también el habitante cercano, que puede descubrir de pronto lo fácil que es desorientarse en su propia ciudad, incluso cerca de su casa [...]. Esté uno donde esté, incluso en la propia ciudad, la no-ciudad, la ciudad absoluta, acecha, para recordarnos ese sitio en ningún sitio donde todo se desintegra y se vuelve a formar (Delgado 2003: 130).
La excepción a este tipo de escenarios —vinculados al anonimato, al olvido, al tránsito— la constituye el lugar de residencia, que porta los valores opuestos. Al contrario que esos espacios sin contenido, la casa, que conserva el pasado familiar y la vida en familia (González Almada 2017: 165), es portadora de valores y recuerdos en muchos
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casos dolorosos, por cuanto son irrecuperables. Volviendo a La desaparición del paisaje, cuando Vitor Flanagan regresa a Santa Cruz tras doce años de exilio voluntario, se aloja en su antiguo hogar, ahora habitado solamente por la segunda mujer de su padre, ya fallecido. La ausencia de sus progenitores, cuyas pertenencias siguen ocupando los armarios y estanterías de la vivienda, la convierte en un espacio que, aunque acoge, también angustia al protagonista. Los recuerdos que el entorno familiar desencadena provocan una confusión total entre los planos mental y espacial, de forma que, tal como apunta el título, el paisaje, el espacio exterior, se mezcla con las emociones que suscita y con los recuerdos, que también se difuminan: Mis pensamientos y el paisaje eran la misma cosa, no había interior y exterior, todo era un continuo que mutaba de forma y circulaba de un lado al otro. Todo se movía, se hacinaba: las botellas de Jameson que bebió mi padre y que María se negaba a echar en la basura, el garaje que durante décadas albergó su auto, el descampado donde esperé a Laura. [...] Esos recuerdos recientes se mezclaban con lo que había fuera, con la humedad, con el olor a bosta, con los caballos que se alimentaban despacio y engordaban sumisamente bajo la lluvia. No había un límite preciso entre el contenido de mi cabeza y el espacio, y yo miraba, y yo seguía en movimiento, acelerando, hablando solo (Barrientos 2015a: 97).
En consecuencia, esta superposición espacial es, en realidad, una superposición de dos tiempos distintos que el protagonista intenta, sin éxito, conciliar: el del pasado y el del presente, que se concitan en Santa Cruz, tal como señala Sánchez Martínez (2019: 177): El regreso en La desaparición del paisaje pasa, sobre todo, por el modo de enfrentar los escenarios de la infancia, capaces de ofrecer abrigo, con el territorio de un presente despojado. De ello resulta sintomática la mirada que Vitor, a su vuelta, proyecta sobre su Santa Cruz natal; su navegar entre ritmos diferentes articula la experiencia del tiempo que se gesta en él; su tránsito por ella da cuenta del modo en que los tiempos se acumulan, sin integrarse, en un paisaje en que aparecen yuxtapuestos. La experiencia de la ciudad, sacudida por los embates de esos modelos que determinan su configuración, emerge en la novela en el curso de un regreso donde Vitor se encuentra con unos destiempos que son, también, los de lo nacional.
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El carácter de los protagonistas de Barrientos, su deseo de huir de este tipo de sensaciones hace que la casa tenga un carácter ambiguo. De esta forma, el hogar pierde sus valores positivos, de refugio, y deviene en «el principio de la huida» (González Almada 2017: 165). Dejando a un lado este espacio híbrido y retomando los no-lugares, el hotel es uno de los espacios más frecuentes en la geografía urbana (cruceña o no) recreada por el escritor boliviano. Por lo general, el hotel cumple su función primigenia, que es la de acoger a quien se halla fuera de su habitual residencia, por ejemplo, en el viaje de la ya mencionada novela que toma su nombre de este escenario: Hoteles. No obstante, también hace las veces de escondite para los amantes. Si bien, como ha señalado Popeanga Chelaru (2010: 285), los hoteles aparecen representados en los textos literarios como espacios de incomunicación y de soledad, en las obras de Barrientos, las habitaciones de hotel o de moteles de carretera, proporcionan, pese a su precariedad o sencillez, la intimidad que los huéspedes precisan para mantener sus relaciones, que por lo común son socialmente cuestionables. Estas habitaciones, que protegen a quien está dentro, también permiten acceder, en cierta forma, a otras vidas, también anónimas, ya sea observando el exterior, ya sea escuchando los sonidos y conversaciones que llegan desde fuera o desde otras habitaciones, lo que, paradójicamente, parece vulnerar el aislamiento y la privacidad que ofrecen. Otro enclave importante en la narrativa de Barrientos es el bar, un espacio fronterizo entre lo público y lo privado, que, al igual que los hoteles, ostenta, gracias al anonimato que proporciona a los personajes, valores de protección, una protección que es más emocional que física, en tanto que en más de una ocasión es escenario de peleas o incidentes desagradables. En este sentido, Vitor, el protagonista de La desaparición del paisaje, afirma sobre la relación extramatrimonial que mantiene con su novia del instituto: «Nos gustaba la sordidez de algunos bares, de algunos hoteles donde nadie de los que Laura conocía podría descubrirla. Nos sentíamos seguros en esos sitios» (Barrientos 2015a: 91). Los bares, como las habitaciones de moteles y hoteles, acogen relaciones furtivas, puntuales, a veces con auténticos extraños, como sucede en uno de los relatos de Una casa en llamas.
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Por todo lo dicho, los bares brindan a los personajes «la impresión de estar en cualquier lugar remoto, no en Santa Cruz [...], la ilusión de haberse ido» (Barrientos 2015b). Son, por tanto, refugios transitorios, oasis dentro de su propia ciudad. A crear esta ilusión contribuyen tanto sus nombres como su diseño, generalmente de origen extranjero, y su clientela, formada por individuos variopintos y, en su mayoría, completamente desconocidos. Asimismo, estos lugares son propicios para la evasión, no ya respecto de terceras personas, sino de las propias vidas de los personajes que los frecuentan: Frecuentaba bares pequeños y oscuros que tenían rocolas. [...] No bebía hasta perder el conocimiento [...]. Bebía hasta conseguir una distancia prudente conmigo mismo. Supongo que aquellos antros servían como paréntesis donde la desconexión era posible. Un lapso, una interrupción, como si esas pausas me permitieran ingresar en otro ritmo donde los pensamientos perdían la velocidad que los caracterizaba. Me habitaba cómodamente luego de la segunda cerveza, luego del primer vaso de whisky. Algunos bebían para contar historias, lo que hicieron durante la guerra, lo que hicieron una vez que esta acabara. Yo lo hacía por los motivos inversos, para poder ser un testigo, para mirar de un modo más lento (Barrientos 2018).
No obstante, en la novela a la que pertenece el anterior fragmento, En el cuerpo una voz, el protagonista, que ha sobrevivido a años de enfrentamientos y barbarie (sobre los que volveré más adelante), no acaba de hallar sosiego ni siquiera en estos no-lugares, puesto que el miedo y el estado constante de alerta que le impuso la vivencia del horror condicionan la percepción del espacio y la forma de ocuparlo, habitarlo o transitar por él: «Tenía arraigada la costumbre de estudiar los rostros, la disposición del lugar, las salidas, los sitios donde podíamos ser más vulnerables» (Barrientos 2018). En la recreación que Barrientos ofrece de su ciudad natal, y en menor medida de otras urbes, esta se muestra por lo general desierta, vaciada de vida y de sus habitantes, en determinados momentos y determinados enclaves: barrios residenciales en plena noche, áreas periféricas o industriales, descampados o zonas limítrofes con el campo. Son, de acuerdo con Delgado (2003: 130), «lugares amnésicos [...] que encarnan [...] una representación física inmejorable del vacío absoluto».
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Así pues, la Santa Cruz de la Sierra de Barrientos dista en gran medida de la megalópolis que es en la realidad extraliteraria, al margen de algunas referencias a la gran cantidad de obras en realización, al caos circulatorio, a la multiplicación de tiendas, supermercados, hospitales o centros comerciales, a la construcción de urbanizaciones o al crecimiento progresivo de la ciudad hacia el exterior. Pese a su tamaño cada vez mayor y a todos esos rasgos propios de una gran ciudad, Santa Cruz, tan solo una década atrás, era todavía un proyecto de ciudad, con calles sin asfaltar y grandes arenales, adonde no había llegado la globalización. De hecho, en el presente del discurso, este espacio conserva, en gran medida, un carácter provinciano, heredado desde entonces, pero debido también al comportamiento y mentalidad de la sociedad y al contraste que, desde el prisma de quien ha viajado o vivido en el extranjero, como Vitor, existe entre la urbe boliviana y «las ciudades de verdad» (Barrientos 2015a: 29). En consecuencia, la imagen global, de índole más bien negativa, del espacio urbano está en buena medida condicionada por lo que los personajes proyectan sobre él, y no tanto por su configuración externa o por el contexto socioeconómico. No obstante, aunque por lo general no abundan las referencias a la coyuntura política, social o económica, algunos textos ofrecen un retrato poco amable de la sociedad cruceña, estéril, superflua. En La desaparición del paisaje, por ejemplo, los antiguos compañeros y amigos de Vitor tratan, pese a ser adultos y arrastrar problemas de distinta índole (sentimental, económica, psicológica y/o fisiológica), de aparentar que siguen siendo quienes eran más de una década atrás, que han cumplido con las expectativas de la sociedad en que viven. Los espacios en que se mueven los integrantes de esta generación, zonas residenciales de «arquitectura aburrida» (Barrientos 2015a: 43), idénticas entre sí, refuerzan la imagen de la ciudad como un mero decorado, una fachada lujosa que quiere hacer gala de un éxito y una felicidad frustrados, de la «retórica de la pertenencia» en que se hallan inmersos (Barrientos 2015a: 118) Por último, dejando a un lado Santa Cruz, los parajes yermos o desérticos se encuentran también en otros enclaves geográficos, por ejemplo, en la ruta en coche que realizan por distintos países de Sudamérica los protagonistas de Hoteles. El desierto, paisaje dominante en dicho
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viaje, representa la mayor expresión del no-lugar, un umbral absoluto, sin referencias, el espacio por antonomasia del nomadismo, emparentado con el laberinto por ser proclive a la pérdida y la desorientación, tal y como ha señalado Delgado (2003:131).
3. La distopía En los textos del escritor boliviano encontramos otros espacios cuya vacuidad o falta de atributos no procede ya del modo en que la ciudad es vivida o percibida por los personajes, ni tampoco de la propia naturaleza de estos, sino del exterior, de la acción despiadada del hombre, en un contexto bélico en el que la dominación del territorio pasa por su aniquilación. En el cuerpo una voz (2018), la última novela publicada por Barrientos hasta la fecha, muestra una Bolivia distópica, arrasada, en primer lugar, por el conflicto entre el oriente y el occidente del país, y, posteriormente, por la lucha encarnizada entre quienes intentan conseguir el poder de la parte oriental, toda vez que esta ha logrado su independencia. El relato presenta distintos momentos de la vida del protagonista. Siendo todavía muy joven, se ve obligado a huir —primero junto a su hermano y después, tras la muerte de este, solo— del sangriento General que está sembrando el pánico en esta zona, «el más legendario criminal de guerra, el supuesto asesino del presidente indio, el principal responsable de que el país se escindiera del país» (Barrientos 2018), tras un enfrentamiento con algunos de sus hombres. En su fuga, el muchacho recorre un territorio consumido por el fuego, la destrucción y la muerte, con una sensación de miedo constante, ante la imposibilidad de encontrar un refugio en un espacio altamente hostil. Durante esta etapa, llamada «El Periodo del Colapso», el oriente boliviano se convierte en una «tierra de nadie» (Barrientos 2018), escenario de una realidad desoladora, que el protagonista constata durante su huida: la gente que ha sido expulsada de las ciudades (ahora asediadas) se ve obligada a vivir en comunas, adonde las brigadas que se pelean por el control de la zona acuden para obtener su tributo, saquear los asentamientos, reclutar a soldados, violar a las mujeres y asesinar, bien con
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el objetivo de castigar una infracción o alzamiento, bien como medio para sembrar el pánico y, así, aumentar su poder. Por tanto, la destrucción del espacio va acompañada de la destrucción material y física de prácticamente todo lo que estas brigadas encuentran a su paso. A lo largo de todo el recorrido, lo acompañan el miedo, los cadáveres que se acumulan por doquier en los márgenes del camino o en las comunas y el olor a carne quemada, que permanecerá incluso años después del armisticio, como si hubiera quedado impregnado en el espacio, sobre todo en Santa Cruz, una ciudad especialmente golpeada por la guerra, cercada durante el conflicto. Años más tarde, cuando ya ha sido proclamada la Nación Camba, independiente respecto de la parte occidental del país, la urbe sigue evidenciando las consecuencias del desastre, puesto que, por un lado, sus habitantes todavía no han podido superar el trauma y, por otro, su reconstrucción todavía no ha llegado a término. Si bien algunos lugares de la memoria como la plaza central y otras áreas han logrado reproducir de forma prácticamente idéntica su anterior apariencia, otros permanecen en ruinas y conforman un «terreno fantasma» donde «todo era escombros y basura» (Barrientos 2018). No obstante, justamente en estos espacios el protagonista encuentra más contenido, más memoria, que en lugares (re)construidos con ese propósito: Me metí por calles que me alejaban más y más de mi departamento. A medida que avanzaba, las únicas personas con las que me topaba eran mendigos, gente que había quedado deformada tras la guerra, hasta que ya ni siquiera ellos aparecían. La arquitectura de las casas y los edificios perdía simetría, se volvía caótica, no respetaba orden alguno. Las fachadas eran sólo ladrillo visto, sin una mano de pintura. Atravesé por grandes parques sumidos en la oscuridad, talleres mecánicos plagados de carcasas de autos, pollerías donde la única luz que resplandecía era la de sus carteles, donde resaltaban los ideogramas chinos. Algunas zonas ni siquiera habían sido remodeladas después de que acabó la guerra y por años se mantuvieron como ruinas, islas de decadencia, monumentos silenciosos a la carnicería, escombros que se apropiaban del espacio urbano cubriéndolo de mugre y memoria (Barrientos 2018).
Una vez se ha restaurado una calma relativa, el protagonista y su ayudante Lucio, por encargo del recién creado Ministerio de Cultura, realizan entrevistas por distintas comunas del norte del departamento
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de Santa Cruz a los supervivientes del Colapso, con el objetivo de «armar una memoria colectiva, un mural de voces» (Barrientos 2018) y, a un mismo tiempo, curar el trauma: «en esos primeros años, cuando el conflicto cesó, no había nada nuevo, ni hombres ni cosas, y todos profesaban un culto a las cicatrices. Eso éramos: cicatrices que funcionaban» (Barrientos 2018). El protagonista y Lucio conocen de primera mano numerosas tragedias, que se suman a las propias. Mientras que el primero perdió a su hermano a manos de los secuaces del general, el segundo vio morir a sus padres crucificados por esta misma brigada, que después devoró sus cuerpos. Y es que, como atestigua este caso y el de otros muchos recogidos en su exploración del Oriente, el canibalismo —manifestación suprema de la barbarie— era una forma de sometimiento harto frecuente en la brigada del General, que se comía a los muertos y obligaba a los prisioneros a imitarlos, cuando no los despellejaba y exponía sus vísceras. El siguiente fragmento, correspondiente a uno de los testimonios recopilados, da cuenta de la brutalidad ejercida por el General y sus esbirros: Colgados de cruces había hombres de bandos rivales que fueron capturados durante el último enfrentamiento. Casi todos estaban muertos. Descuartizaron a la mitad y los echaron al fuego. Los esbirros devoraban la carne, algunos hablaban o cantaban. Otros permanecían en un silencio helado, antiguo. El General se aproximó a la tamborita. [...] Se acercó al cadáver de un hombre al que habían carneado, las costillas sobresalían del cuerpo, parecían extremidades de insectos: blancas, como si hubieran sido corroídas por la luz solar durante décadas, como si ese hombre nunca hubiera sido hombre, nunca hubiera estado animado por el movimiento. Un cuerpo privado de misterio. Le habían sacado la piel a punta de cuchillo dos horas atrás, las moscas revoloteaban alrededor de las vísceras que echaron en la tierra y que luego, cuando la brigada se fuera, alimentaría a los perros. Cortó parte de un muslo, lo acercó al fuego y tras unos minutos se lo acercó al rostro de un prisionero crucificado, un muchacho de dieciséis años que vomitó al sentir el olor. Comé, dijo el General. El muchacho movió la cabeza [...]. Dos esbirros, al ver la situación, se acercaron y encañonaron al muchacho al que habían colgado en la cruz. Enterraron las puntas de las AK-47 en las costillas. [...] El General golpeó la mandíbula del muchacho, le abrió la boca e introdujo un pedazo de carne. Cuando tragó, vomitó por segunda vez. La reacción
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Alba Diz Villanueva fue inmediata. Lo obligó a masticar otro pedazo y esta vez consiguió mantener la carne en su estómago. [...] Desataron las amarras y el muchacho se vino abajo, cayó como un bulto. Su rostro se enterró en el barro y en la ceniza de los troncos quemados con los que hicieron los churrascos. Miró las botas del General, las vísceras de los cadáveres, el cuero de algunos perros que degollaron para que fueran parte del banquete [...] (Barrientos 2018).
Entre las personas entrevistadas se encuentra una de las muchas mujeres prostituidas por estas brigadas. Los «cochos», como las llamaban, eran mujeres violadas y maltratadas de forma reiterada y privadas de voluntad, de dignidad e, incluso, de sus nombres. «Era como si se cogieran a muñecas, como si al lamernos lamieran plástico» (Barrientos 2018), confiesa una de ellas. Reducidas a objetos, a la parte de la anotomía que vulgarmente las designa, eran sustituidas sin el menor pudor cuando enfermaban, morían o eran asesinadas, y obligadas a abortar si se quedaban embarazadas. El encierro permanente al que estas esclavas sexuales eran sometidas, la privación total de libertad les impide establecer diferencias entre el espacio interior y el exterior, siendo ambos igualmente hostiles: «No había ninguna diferencia entre el afuera y el adentro» (Barrientos 2018). Más de una década después del fin de los conflictos, todavía incapaz de cerrar las heridas y llevado por el odio y el rencor, el protagonista se ve envuelto, junto a otros hombres, en un plan de venganza dirigido contra el verdugo de sus familias, el General, a quien consiguen apresar y conducir hasta una de las comunas por él arrasadas, con el objetivo de filmar una confesión en uno de los escenarios de sus muchos crímenes y después ejecutarlo. En el transcurso de esta vendetta, realizan un viaje por el territorio boliviano que implica enfrentarse al pasado, recorrer el paisaje de la memoria, personal y colectiva, que se yuxtapone al actual: «Por la ventanilla miraba los campos, retazos del monte, pero lo que en realidad veía eran los churrascos que montaban en las comunas, la gente colgada de cruces, el humo espeso diseminándose por la llanura, la tamborita haciendo música frente a los cadáveres y las vísceras en la tierra» (Barrientos 2018). Este periplo, que culmina de un modo diferente al que habían previsto, enfrenta a los personajes a la tragedia vivida, pues regresan a los escenarios en que sus familias
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fueron asesinadas, a lo que queda de ellos. La granja donde el protagonista vivía evidencia las consecuencias del paso del tiempo y del abandono, tras haber sido expoliada por la brigada: La casa de milagro seguía en pie. La madera podrida, la mayoría de los vidrios quebrados. A unos metros de la construcción estaban los dos silos donde guardábamos el maíz. La maleza más alta nos llegaba a la cintura. Una de las puertas estaba abierta. El aire era rancio y apenas se podía respirar, olía a humedad pero también a podrido. Algún animal había muerto y se había descompuesto. Llevé una mano a la nariz y espié desde afuera sin atreverme a entrar. Todo estaba cubierto de una capa espesísima de polvo. Los rayos de sol se filtraban e iluminaban ciertos sectores de lo que años atrás fue la cocina. Todo lo que teníamos había desaparecido a causa de saqueadores (Barrientos 2018).
Por su parte, la comuna Los Robles, en la que residía Lucio y a la que conducen al General con la intención de ejecutarlo, muestra un aspecto similar, igualmente desolador, donde ya no hay vida, sino indicios de lo que alguna vez fue tal: restos de casas, huellas de antiguas calles, chasis de vehículos, osamentas de animales, cráneos humanos, algunos de ellos «lo suficientemente pequeños para ser de niños» (Barrientos 2018). Este enclave en concreto, que según apuntan algunos rumores fue tras los enfrentamientos una suerte de manicomio donde las familias abandonaban a los locos, permanece, en el imaginario colectivo, como un lugar maldito, que ha de ser evitado a toda costa. El territorio en llamas, el territorio sembrado por la muerte y el miedo que el protagonista observó en tiempos de conflicto deja paso al territorio de la nada: las comunas abandonadas, la vieja carretera por donde ya nadie transita, los campos yermos... son los escenarios de un horror que nadie quiere revivir; son un «lugar de indiferencia donde el mundo se revestía de una belleza inútil que ya no dañaba, que estaba ahí, para nadie, gastándose de a poco» (Barrientos 2018). No obstante, al final de la novela, el protagonista es informado de que, después de haber asesinado al General, algunos ciudadanos rehabilitaron, a modo de tributo, la granja donde vivió junto a su familia, convirtiéndola en un santuario. Aunque la obra de Barrientos se sitúa en el territorio de la ficción, lo cierto es que el escenario distópico que plantea, en el que el Estado
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boliviano se ha desintegrado debido al nacionalismo Camba (de la parte oriental del país), se basa en circunstancias y movimientos efectivamente existentes1. En opinión de Chiani y Montenegro (2019: 181182), la narración de Barrientos se proyecta como un relato anticipatorio de un horror posible, que sin embargo se sitúa en el centro de la racionalidad globalizada contemporánea [...]. La escritura de Barrientos puede ser pensada como la construcción de una poética de la violencia en la proyección de una visión política distópica. Una mirada o una conjetura hacia un futuro posible y amenazador en el cual los cuerpos serán atravesados por la guerra y el sometimiento. En este preciso sentido, la novela es tanto un ensayo sobre la vida desnuda de las víctimas del pasado sobre las cuales se erigieron los Estados Nacionales, como una ensoñación en clave de pesadilla sobre las víctimas futuras.
4. Conclusiones En la línea de la literatura boliviana contemporánea, en las obras de Maximiliano Barrientos el espacio, en tanto que categoría narrativa, desempeña un papel secundario, al menos en lo que respecta a 1. Sin querer ahondar aquí en aspectos que trascienden lo literario, la coyuntura política y social en que Barrientos basa su relato son las reivindicaciones separatistas y nacionalistas de «dos proyectos de país totalmente opuestos, que representan las diferencias geográficas, étnicas, culturales, de clase y regionales que caracterizan a Bolivia y dan cuenta del proceso de desplazamiento y reconfiguración de “bloques históricos” por los que atraviesa el país», que nunca ha conformado un Estado-Nación (Boschetti 2009). Por una parte, el movimiento indígena, que, con un marcado componente étnico y de clase, se vertebra en torno a campesinos, proletarios, artesanos y pequeños empresarios, y propone un modelo basado en la capacidad productora e industrial del Estado y en una política indígena. Por otra, el movimiento liderado por los empresarios cruceños, de corte liberal (Boschetti 2009). De hecho, la Nación Camba de la novela, que se proclama independiente tras una encarnizada lucha en contra del poder centralizado, remitiría al movimiento autonomista más radical de entre los que existen en el Oriente, que propone una identidad cruceña o camba, diferenciada de la Bolivia india. Las menciones a la brigada Andrés Ibáñez o al Partido Federalista encuentran su referente en el movimiento federalista, al tiempo que cabría ver en «presidente indio», al que el General habría asesinado, a Evo Morales, líder del Movimiento al Socialismo (MAS) y representante del bloque indígena, opuesto a la Nación Camba.
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su representación textual, a las descripciones de su configuración externa, muy escasas e imprecisas. No obstante, este minimalismo en la ambientación de los relatos se compensa con la importante carga connotativa que portan algunos lugares, especialmente aquellos asociados al pasado familiar de los protagonistas. La escritura de Barrientos privilegia, por tanto, la dimensión subjetiva o intimista del espacio, en detrimento de otras cuestiones objetivas o, al menos, independientes de la percepción y emociones de los personajes, como la identificación y ubicación de los escenarios narrativos, su historia o evolución, su apariencia, etc. Sin embargo, este tipo de lugares marcados, contenedores de recuerdos y sentimientos, son minoría en los relatos y novelas del escritor cruceño, pues en ellos proliferan los espacios vacíos de contenido y de memoria, los no-lugares, a los que los personajes acuden para beneficiarse del anonimato que les brindan. En los bares, pubs, hoteles, estaciones de servicio, moteles, centros comerciales, etc. que conforman la no-ciudad de Barrientos, los personajes son, al menos de forma momentánea, seres sin pasado y sin identidad y es precisamente en esa vacuidad donde hallan una tregua, un refugio temporal en el que, no obstante, tanto por la condición de dichos espacios como por su propia naturaleza de seres en tránsito, no pueden arraigar. Asimismo, en la novela En el cuerpo una voz, se encuentran espacios vacíos o, mejor dicho, vaciados por la acción destructora del hombre, derivada de un conflicto político-social. En lo que concierne a los espacios urbanos, por antonomasia Santa Cruz de la Sierra, aunque algunos escenarios son rehabilitados e intentan constituirse como espacios de la memoria o ser resemantizados, no consiguen recuperar su condición de lugares y resultan a la postre estériles para los protagonistas. Por el contrario, otros donde la destrucción no ha sido reparada guardan los recuerdos de experiencias traumáticas, que se proyectan sobre ellos y llenan de esta forma el vacío efectivo, externo, que los caracteriza. En definitiva, independientemente del tipo de espacio de que se trate (urbano o rural, poblado o deshabitado, público o privado...), en los textos de Barrientos el paisaje interior se impone a cualquier factor externo, por importantes que sean sus repercusiones.
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Óperas posmodernas para la ciudad sin atributos: 60th Parallel, Doctor Atomic y Einstein on the Beach Miguel Etayo Gordejuela Instituto Beatriz Galindo
El teatro de la ópera es, a mediados del siglo xx, un verdadero lugar antropológico: algo así como una lujosa plaza mayor cerrada con balcones, dentro de un edificio destacado entre los demás, cargado de historia, marchamo de identidad de la sociedad que lo frecuenta, lugar de relación en sus salones palaciegos y uno de los mayores emblemas de prestigio de la ciudad. El espectáculo al que se consagra, lleno de tradición, ha dejado en esa época de producir nuevos títulos: «Arrestati, sei bello!», canta el apolíneo tenor mirando en torno suyo desde el centro del escenario (Goethe 2003: 128). No en vano las vanguardias parecen haber puesto final a la historia del arte con la radicalidad de sus rupturas: en lo que atañe a la ópera, el dodecafonismo frente a las reglas de la armonía, el peso inusitado de la palabra, huérfana ahora de melodía, el fin del virtuoso belcantismo, el abandono de la tradición melodramática para converger con el más
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avanzado teatro contemporáneo, la disociación de palabra, música y movimiento escénico, la deformación expresionista como nueva fuente estética... Las temporadas de ópera de la posguerra, centradas en un repertorio que va de Mozart al verismo de principios de siglo, se refugian tras los atractivos de la ópera tradicional: la emocionante o divertida trama, cuya ilusión se obra a lo largo de unas tres horas, con sus agradables intermedios, el conjuro del maravilloso discurso musical, del poético texto y de la escenografía encantadora (Bernal 2005: 22-24). María Callas ha quedado como el icono de aquel tiempo. Pero semejante suspensión no se puede mantener, el bello instante no se detiene ni dejaremos nunca que lo haga. Antes que eso, «ch’io muoia e m’inghiotta l’averno», que decía también el tenor citado antes, el de Mefistofele (1868) de Boito, como si nos empeñáramos en dar la razón a Spengler, que nuestra cultura occidental no tiene el alma apolínea sino fáustica. Igual que le ocurre a Ulrich, el personaje de Musil, también a la ciudad le llegaba el momento de asistir perpleja a la pérdida de sus atributos, aquellos que le permitían ofrecer una determinada forma de vida, ante el impulso de otros entes ubicuos y de mayor solvencia, dando lugar a asentamientos sobre espacios no socializadores, propios de la «ciudad difusa». Muchas eran las razones, algunas evidentes, como el desarrollo de los medios de transporte y de las telecomunicaciones y otras profundas como el desmoronamiento de todo un mundo cultural. Y esto nos alcanza a nosotros, que, cada vez en mayor número, residimos en un sitio, somos usuarios de otros y ocasionales visitantes de alguno más, y entre tanto vamos dejando de sentir como nuestra una ciudad cuya morfología se desestabiliza, que pierde sus límites y se olvida de los espacios públicos donde cruzar experiencias e iniciativas, una ciudad que se queda sin alma. Las ciudades se van pareciendo más unas a otras, especialmente en la proliferación de los famosos no-lugares, los espacios de circulación, de comunicación y de consumo. ¿O se trata de un espejismo? Fue entonces, en los años 60, cuando la ópera, inesperadamente, empezó a incorporarse a lo que acaso sea una ficción: que el arte continúa. Desde entonces alumbra nuevos títulos, se reinventa, dejando atrás tanto las confortables convenciones de antaño como los dogmas
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revolucionarios de la vanguardia, sin desdeñar acercarse al musical pero compitiendo por ganar puestos en el cartellone del gran teatro, mientras se ha ido convirtiendo en un espectáculo multimedia exportable a escenarios masivos, introduciendo nuevos temas, y, lo que nos interesa aquí, pintando insólitos escenarios. Y a pesar de todo, las óperas ambientadas en la ciudad postindustrial serán excepción. Cierto es que, de la misma forma que los valores de la modernidad romántica del siglo xix se proyectaron en el peplum, la ciudad medieval o el exótico Oriente, cuando se revisa la producción contemporánea, la de todo el siglo xx en general, se constata que siempre se habla del ser humano contemporáneo, habitante de la gran ciudad, y de sus problemas, aun cambiando de disfraz y de escenario. Merece la pena evocar un momento la curiosa contraposición entre dos óperas contemporáneas de las vanguardias históricas, cuyo centro de interés es expresamente la ciudad, entre el utopismo de la pequeña ópera para niños Wir bauen eine Stadt (Construimos una ciudad, 1931, de Hindemith, con textos de Robert Seitz y Käthe Rudo) y Aufstieg und Fall der Stadt Mahagonny (Ascenso y caída de la ciudad de Mahagonny, 1930, de Weill, con texto de Brecht), que viene a ser lo contrario, o mejor dicho, predica lo mismo por reducción al absurdo. La primera, en la que los pequeños se proponen construir juntos «la más hermosa de las ciudades», será interpretada por los mismos niños que han de ser sus destinatarios y por músicos no profesionales, lo que constituye un buen ejemplo de Gebrauchsmusik (música utilitaria), un movimiento impulsado por Bertolt Brecht, según el cual los artistas debían aplicar su producción al pueblo, encontrar su inspiración en temas de actualidad y usar un lenguaje cotidiano, lejos del principio del «arte por el arte». La segunda presenta la perversión de todo ideal: una ciudad fundada por criminales, sin lugar para sentimientos nobles, donde absolutamente todo está en venta y permitido, salvo no tener dinero. Parecería una ilustración de la frase de Arnheim, el antagonista de Ulrich: «¿Y no es el dinero un método para dirigir las relaciones humanas tan seguro como el de la violencia?» (Musil 1992: 259). Como se puede imaginar, la obra termina con la guerra de todos contra todos. Durante su desarrollo ha usado un canto monótono, una armonía enfática, basada en
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la tonalidad, una instrumentación transparente, ritmos intensos y, en general, un sonido inspirado en la música popular, asequible para todos los oídos, como lo fuera en la pintura soviética el «realismo socialista». Asomémonos al tratamiento de la no-ciudad por la ópera posmoderna a partir de tres ejemplos que presentan afinidades como para constituir una especie de trilogía, en parte por los temas tratados y en parte por la gradación de sus escenarios respectivos, desde la periferia hacia la ciudad interrumpida y la nebulosa urbanizada que se aleja indefinidamente. Primero un no-lugar típico de la posmodernidad, una vez que volar ha dejado de ser lo que había sido hasta mediados del siglo xx: el escenario único de 60th Parallel (1996, de Phillippe Manoury, sobre texto de Michel Deutsch) es una sala de espera de aeropuerto. Solo conocemos su latitud, en el hemisferio Norte. Ni siquiera sabemos a qué ciudad sirve de puerta, si a Anchorage, en Alaska, o a la rusa Magadán, a orillas del mar de Ojotsk; tal vez a Oslo, Upsala, Helsinki o incluso a San Petersburgo, si estuviera en Europa... ¿Qué más da, si todos los aeropuertos son iguales en todos los continentes? Un grupo de viajeros, perfectamente intercambiables con otros que pasan las horas muertas en idénticas salas de espera, queda retenido a causa de una tormenta de nieve, según anuncian los altavoces durante el prólogo, sobre un fondo de música electrónica. La obra respeta, cosa poco frecuente, las unidades de lugar, acción y tiempo, aunque de manera sui generis, puesto que no llega a haber una verdadera trama principal (como en los pasillos de nuestro género chico) y los diálogos son anodinos y circunstanciales, mientras los personajes parecen ir perdiendo sus referencias espaciotemporales a medida que transcurre la obra. Cuando esta acaba, se encuentran en la misma situación en la que estaban al principio, esperando encerrados en el mismo sitio, como si el tiempo no fuera lineal. Entre los pasajeros hay un criminal de guerra que se siente en peligro; una mujer abandonada por su marido, que viaja con una amiga, secretamente enamorada de ella; un científico loco que prepara una conferencia sobre el cerebro de Einstein, que al parecer transporta en su equipaje de mano; una anciana, un vagabundo, una azafata acosada, unos cuantos extras... No interesan sus historias, ni siquiera los dos asesinatos que tienen lugar, uno fuera de escena, pero el otro dentro,
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aunque pase discretamente desapercibido a los demás, sino la tensión con la que viven la espera, tensión que se traslada al espectador preso en su butaca. La orquestación, intensa y enérgica, combina la música electrónica con una gran orquesta, y se acerca al musical con su renuncia al pathos, ni romántico ni expresionista, con una cierta objetividad o distanciamiento y un uso libre del tiempo, y remite también, en su búsqueda de la belleza tímbrica, a la tradición operística de Wagner, Debussy, Strauss y Berg (Iliescu 2005: 12). La idea de viajar con el cerebro de Einstein en un frasco, aparte de recordar lo que hicieron con el cerebro de Goethe, parecería una travesura del Pop Art. Este interés por personajes populares modernos se da también en otras óperas como Nixon in China (1987, de John Adams, con texto de Alice Goodman) y Jackie O. (1997, de Michael Daugherty, con texto de Wayne Koestenbaum). Lo que no se puede olvidar es que Einstein personifica como nadie en el imaginario colectivo «la crisis general y profunda de las ideas y de las concepciones científicas que ha provocado [...] la física, al destruir nociones que hace varias décadas parecían adquiridas y sobre las cuales la humanidad descansaba a pierna suelta» (Febvre 1986: 217). Y esto tiene mucho que ver con la ciudad que perdía sus atributos, con la ópera que se reinventaba posmoderna y, por ende, con los dos ejemplos que siguen. No tan icónico como Einstein es el protagonista del segundo título que presentamos, Doctor Atomic (2005, de John Adams, con libreto de Peter Sellars), el también físico Robert Oppenheimer, más relacionado todavía con la bomba atómica. La condena de la guerra es otro de los filones de la ópera del siglo pasado (Sylvand 2005: 14), por mucho que Adorno se cuestionara la posibilidad de seguir haciendo óperas después de la tragedia de la Shoah: Wozzeck (1925) de Alban Berg, Il prigioniero (1949) de Luigi Dallapiccola, Die Soldaten (1965) de Bernd Alois Zimmermann son tres óperas representativas de este tema, compuestas las tres por músicos que son al tiempo autores de los libretos. John Adams, «el padre de la música minimalista», indaga de nuevo en el carácter de personajes involucrados en hechos históricos de nuestro tiempo, el físico americano y quienes lo acompañan. Los escenarios nos llevan a una pseudociudad especializada de nueva planta, de las que jalonan, como otros nodos, el tejido irregular de la ciudad
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difusa: el Laboratorio Nacional de Los Álamos, Nuevo México, creado durante la Segunda Guerra Mundial. En aquel lugar secreto se reunió a numerosos científicos, lejos de otras poblaciones, para ocuparse del Proyecto Manhattan, destinado al desarrollo de armas atómicas. Y de esto y de la primera prueba nuclear, la Trinity, trata la obra, que se centra en la ansiedad que sufren los personajes, los colaboradores de Oppenheimer, los científicos, técnicos y militares y, especialmente, Kitty, su mujer, en torno a aquella prueba, en 1945. Una tormenta pone en peligro el experimento y amenaza con una tragedia a todos los participantes cercanos al lugar, pero la gran cuestión es, sobre todo, si tiene sentido lanzar la bomba cuando Alemania acaba de rendirse y cuando es evidente que Japón va a ser derrotado. Una estructura de collage sirve de soporte al alegato panfletario contra las armas de destrucción masiva. La música, minimalista y repetitiva, como no podía ser menos, se enriquece eclécticamente con muchas aportaciones de diferentes repertorios y estilos. Los decorados, en los que predominan la noche y los espacios interiores, propicios a la angustia, son: el interior de un laboratorio en Los Álamos, el interior del domicilio de Oppenheimer y su esposa, el lugar, a cielo abierto, del ensayo de la bomba atómica en el desierto de Alamogordo, y, en las dos escenas finales, tres lugares alejados entre sí simultáneamente, el desierto, el interior del búnker de los científicos que siguen la cuenta atrás a dos millas, y el interior del domicilio de Oppenheimer. De Oppenheimer volvemos a Einstein para presentar otra fisonomía de la no-ciudad. Roto el espacio definido y homogéneo, más o menos circular y compacto, de la ciudad moderna, otros elementos sustituyen los que estructuraban su imagen. Los flujos, las relaciones entre ellos, crean nuevos espacios abstractos, como en las geometrías no euclidianas. Si el cubismo y demás metáforas visuales nos enseñaron a abandonar en la pintura el realismo y la perspectiva lineal, pasando «de la caja a la red» (Corrales 2000), la música desbordó la tonalidad tradicional... Una imagen poco urbana había estimulado la idea inicial de Einstein on the Beach (1976, con música y texto de Philip Glass): una de las muchas fotografías conocidas de Einstein, esta vez en la playa.
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A partir de ahí, la ópera se basa en una pieza teatral de Bob Wilson inspirada a su vez en la novela contra la guerra nuclear On the beach (1957), de Nevil Shute, en la que el hemisferio Norte ha sido destruido en una conflagración mundial y la radiación amenaza con llegar a Australia. La explosión que aquí nos ocupa es la de la ciudad posmoderna, que da lugar a un mundo de redes, a la mutación del espacio real en un flujo (Bailly 1979: 168), como nos permitirán comprobar sus escenarios. Para empezar, no existe una narración sobre la que se base la acción. Los textos insisten reiterativamente en palabras, los misteriosos personajes encerrados en sí mismos no interactúan y cantan las notas musicales de la estructura melódica y las cifras de las estructuras rítmicas, dentro de la estética minimalista, así como oscuros poemas escritos por Christopher Knowles, un joven autista a quien Wilson, el libretista, conoció cuando trabajaba de maestro en una escuela para niños mentalmente perturbados (algo así como un toque de Art Brut). El «argumento», por el contrario, se estructura a partir de ciertas imágenes, con alternancias y combinaciones de elementos externos e internos. Son tres, de interpretación más o menos transparente: –en un cuadrado vacío, un tren a vapor, evocador de los espacios de circulación (¿los trenes miniatura con los que jugaba Einstein de niño y que años después utilizaría para ilustrar su teoría de la relatividad?). –una sala de juicios de diseño simétrico, con la presencia surrealista de una cama (¿el juicio sobre las consecuencias prácticas del trabajo de Einstein?, ¿se puede dormir después de ver en qué derivaron esos descubrimientos?), sala que se transforma luego en prisión. –un campo vacío, paisaje sin memoria ni identidad, propio de la ciudad interrumpida, sobrevolado durante la noche por una nave espacial (¿el potencial de liberación que Einstein desató y la trascendencia de su trabajo?).
Cada una de estas imágenes-decorado se presenta con un tema musical específico y se retoma tres veces, desde distintos ángulos y desde tres distancias diferentes, las de los tres niveles pictóricos: las escenas de interludio (knee-plays) sin relación concreta con la acción principal, se desarrollan cerca del público, como un retrato; las del juicio y del tren en un espacio un poco más amplio, como naturalezas muertas; y
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las de los espacios abiertos con una gran profundidad visual, como los paisajes (Quadri 1985: 10). ¿Y dónde está Einstein? Repetidamente se distingue, separada de la escena principal, su figura tocando el violín (el lado humano del científico, que parecía imitar en esto a Sherlock Holmes). Al final, lo externo del campo da paso a lo interno de la nave espacial que antes se acercaba flotando bajo el firmamento. A pesar del significado de las imágenes visuales, de las múltiples interpretaciones que de ellas puedan hacerse, del reiterado barajar de escenarios y de su importancia para la unidad global de la ópera, es la música la que produce el espacio a lo largo de una obra muy lenta y dilatada (cinco horas sin interrupción, aunque con expreso permiso para que el público salga y entre libremente). El compositor declara utilizar dos técnicas musicales: un proceso aditivo de expansión y contracción de pequeños módulos musicales y estructuras cíclicas que son la repetición simultánea de dos o más patrones rítmicos diferentes que, dependiendo de la medida de cada uno de ellos, eventualmente regresan al punto de partida, completando un ciclo. Al caos de las zonas periurbanas y a la ciudad difusa corresponde la confusión del discurso. Por algo advertía el profesor Roger Alier el año de los Juegos Olímpicos de Barcelona, ante la puesta en escena de Einstein on the Beach en el Liceo, de que «la reiteració de les formules pot acabar amb la paciència dels espectadors que no estiguin previament advertits de l’escritura de l’obra» (Alier 1992: 12). Contaban algunos asistentes al estreno en Aviñón que, a partir de un determinado momento, este conjunto de incoherencias cobraba sentido, claro que, corrían entonces los años 70... A día de hoy, a la vez que acogen estas novedades, los teatros siguen abonados a las óperas de siempre, mucho más taquilleras, engalanadas, eso sí, con llamativas y hasta provocadoras puestas en escena, al tiempo que rescatan olvidados títulos de antaño. ¡Cuánto convienen a este panorama las palabras que inspiraron a Marc Augé hace unos años las fotografías de paisajes urbanos de Gabriele Basilico! Esta ciudad es una ciudad planetaria, sin duda, pero siempre en transformación, en la que las innovaciones siguen dialogando entre sí y con el pasado; una ciudad
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de las dimensiones del mundo, pero de la que no están ausentes ni los encantos del recuerdo y de la nostalgia, ni el sentimiento desconcertante, equívoco y excitante de la esperanza, del temor y de la espera (Augé 2008: 11).
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Luanda en negro: la ciudad según Jaime Bunda Barbara Fraticelli Universidad Complutense de Madrid
1. Consideraciones preliminares En las literaturas africanas se asiste, en los últimos años, a un auge de la novela negra, de la ficción criminal, cuyo telón de fondo son las grandes megalópolis del continente, verdaderos compendios de marginación, criminalidad e injusticia social. Lugares como Lagos (Nigeria), Ciudad del Cabo (Sudáfrica), Nairobi (Kenia), Libreville (Gabón) o Dakar (Senegal) son el escenario elegido por autores noveles o ya consagrados que escriben en inglés o francés, y cuya aportación es fundamental para que un público cada vez mayor y más atento, tanto en África como en otras latitudes, pueda acercarse e intentar comprender una realidad social, económica, política y cultural ciertamente controvertida y hermética. Las ciudades africanas, por su propia configuración y por la expansión, repentina y descontrolada, que han sufrido en las últimas décadas, fruto de unas migraciones internas desde áreas rurales como consecuencia de los conflictos armados —algunos de ellos encubiertos— o del empobrecimiento crónico de zonas periféricas de ciertos países, son el lugar por excelencia donde ambientar
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unas ficciones en las que el crimen —y la investigación que lo acompaña— sirven como amplificador literario de una denuncia social y moral que necesita ser escuchada. Tal y como acontece con la ficción negra escandinava o latinoamericana de los últimos años, los autores africanos se hacen eco de las miserias y las contradicciones flagrantes de los sistemas sociales en los que viven para denunciar ante sus lectores la injusticia y los crímenes perpetrados contra ciertos sectores de la población. Autores como H. J. Golakai, Janis Otsiemi, Lauren Beukes, Abasse Ndione, Leye Adenle y Mukoma Wa Ngugi recurren al ambiente sórdido e inquietante de sus urbes superpobladas para hacer un retrato demoledor de las sociedades desestructuradas que han dado origen a esas aglomeraciones de seres humanos inmersos en una lucha constante por la mera supervivencia. En las literaturas del continente escritas en lengua portuguesa sobresalen dos autores que en los últimos años han publicado novelas de ficción criminal, Lucílio Manjate en Mozambique y Pepetela en Angola; cada uno de ellos se inserta en esta corriente literaria, en la que predominan la tradición anglófona y francófona, de una manera realmente original y sugerente, manteniendo un estilo propio muy marcado y eligiendo un tipo de relato que en un primer momento puede llegar a desconcertar al lector. Pepetela escribe dos novelas, en 2001 y en 2003, en las que su protagonista debe resolver sendos crímenes cometidos en las ciudades de Luanda y Benguela, respectivamente. Sin embargo, desde la observación de la ilustración de la portada y el propio título de ambas obras, se percibe un enfoque radicalmente diferente respecto de otras obras noir: el encargado de las investigaciones se llama Jaime Bunda y en las portadas aparecen en primer plano, sobre un fondo blanco, su enorme trasero y su ojo indagador que observa al lector a través de una lupa. La primera provocación del autor reside precisamente en la elección de su protagonista: el nombre de Jaime Bunda es una burda imitación del celebérrimo James Bond y el término bunda en portugués significa trasero. Es decir, desde la portada y el título, Pepetela lleva al lector tradicional de crime fiction al terreno de la parodia. He aquí el trato distintivo de las novelas Jaime Bunda, Agente Secreto y Jaime Bunda e a morte do americano: la denuncia moral, la llamada de atención sobre
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los problemas endémicos de la sociedad angoleña y la crítica ácida de las oscuras estructuras del poder se persiguen con el singular recurso literario de la ironía y el sarcasmo, a través de un paulatino proceso de desmitificación de los ejes tradicionales del género: el crimen, el criminal y, sobre todo, el investigador. La tentación, desde las primeras líneas, es la de no tomar en serio ni al personaje de Bunda ni sus acciones, dadas las hilarantes descripciones de su anatomía, que explican su apodo, y los procesos mentales en los que se sumerge para empezar a investigar el crimen. Pepetela convierte el género de la ficción criminal en un juego con sus lectores, desviando en un primer momento la atención del verdadero sentido de la obra; es, sin embargo, una desviación solo aparente, porque ya en el Prólogo, en solo unas líneas, se anticipa el crimen, y se intuye que este será perpetrado contra una adolescente indefensa, al anochecer, en una zona aislada de la capital del país. El subtítulo del primer volumen dedicado a Jaime Bunda es Estória de alguns mistérios, lo que supone una declaración de intenciones por parte de su autor. El aprendiz de detective tiene que enfrentarse a diferentes misterios —un eufemismo que se aplica aquí tanto a los crímenes de sangre como a los delitos de corrupción, tráfico de influencias, contrabando de diamantes, prostitución y blanqueo de capitales— y cada uno de ellos representa una estória dentro de otras estórias, en una estructura que es el reflejo de una poderosa tradición oral subyacente, como suele ser habitual en el canon literario africano. El autor que toma la palabra en el texto, que juega con los diferentes narradores y que decide a qué parte de la historia conceder mayor importancia en detrimento de otras, ejerce la función de cuentacuentos, y se escuda en esta prerrogativa para interpelar constantemente al lector, para que participe activamente en la interpretación y, sobre todo, en la descodificación, de una narración que a través de la ironía y el sarcasmo, como ya se ha dicho, consigue denunciar hechos y personas sin que la censura gubernamental decida actuar. En el primero de los dos volúmenes que componen la serie dedicada a Jaime Bunda, todas las estórias tienen un denominador común, que Pepetela comparte con muchas otras obras de este género: la indagación de las relaciones que existen entre el poder y el crimen. Todos estos relatos tienen valor en tanto
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en cuanto suplen las crónicas oficiales —en gran parte revisadas antes de llegar a los lectores— en su cometido de concienciar a la opinión pública sobre la situación de impunidad de ciertos estamentos sociales, porque la sonrisa que suscita la lectura de numerosos pasajes del texto deja rápidamente lugar a la incredulidad y, posteriormente, a una sensación de impotencia y rabia frente a una realidad que se antoja inamovible si esa misma sociedad no reacciona. Los relatos que se entrelazan en el transcurso de la novela denuncian una sociedad en crisis, como lo son todas las sociedades objeto de crítica de las ficciones criminales, pero algunas sociedades africanas se prestan especialmente a serlo por su idiosincrasia o su historia reciente, hecha a base de guerras civiles, regímenes más o menos autoritarios y un nefasto intervencionismo de ciertas potencias extranjeras. Ante esta realidad, la capital de Angola, Luanda, se convierte en el escenario privilegiado, y casi obligado, de la denuncia social y política, como un espacio hostil y generador de crímenes, en el sentido más amplio del término. Este espacio pierde toda connotación positiva una vez que el mismo encargado de investigar sus misterios es un auténtico antihéroe, un detective estagiário, un James Bond subdesenvolvido de trasero ancho, un lector empedernido de novela policiaca anglosajona1 que acude a ella en busca de ayuda metodológica para resolver los crímenes, un joven que tiene dificultades incluso para levantarse de una silla, y que acaba por ser apaleado, en las páginas finales del primer volumen, por un asunto de faldas. En definitiva, un aspirante a detective (que dejará de serlo a comienzos del segundo volumen, cuando sea promovido a una categoría profesional superior y acuda a resolver un asesinato cometido en la ciudad de Benguela, al sur de Luanda) para una sociedad que aspira a cierta justicia social, y 1. Pepetela lleva a cabo en la serie sobre Jaime Bunda un exhaustivo ejercicio de reflexión sobre el género policiaco de tradición americana y europea, con unas referencias intertextuales constantes y a menudo cargadas de ironía de los principales autores y con unos sutiles juegos metaliterarios en los que se indican las similitudes y las divergencias que existen entre su detective y los más célebres investigadores de este tipo de ficción. Una vez más es el lector quien debe desentrañar una tupida red de correspondencias literarias y decodificar el sistema de valores cívicos y morales que encierran los comentarios del autor y los narradores.
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en una ciudad que aspira a ser considerada como digna de los mayores estándares políticos, urbanísticos y sociales, y que en estos momentos ostenta —curiosamente— el triste reconocimiento de ser la ciudad del mundo en la que es más caro vivir (¿o sobrevivir?).
2. La ciudad desgraçada y el poder Jaime Bunda es un investigador en prácticas2 encargado de resolver un crimen que, en los escalones más altos de la jerarquía policial, no despierta el menor interés: la violación y asesinato de una joven de catorce años, cuyo cadáver aparece parcialmente escondido en una zona pantanosa de las afueras de la capital. El arranque de la novela y su posterior desarrollo muestran, por un lado, una proximidad obvia con cualquier texto previo perteneciente a este género literario, pero por otro se asiste a un paulatino proceso de desviación del camino marcado por muchos autores consagrados de la tradición occidental. A medida que Bunda avanza en las pesquisas, se pierde el interés por la resolución del crimen, que queda relegado a un papel totalmente secundario y que se resuelve en pocas líneas al cabo de una narración de 300 páginas. Al ser una historia compuesta de varias historias, no hay una única intriga que mantenga el suspense, y Bunda llega al extremo de olvidar su ética profesional al estar dispuesto a inventarse más crímenes para poder culpar de algo a un despreciable representante de la oligarquía política de la capital, cuyo nombre infunde temor al narrador y que por lo tanto es simplemente mencionado como señor T. Asimismo, el ritmo de la narración es más lento de lo habitual, con frecuentes pausas para realizar digresiones de lo más variado, lo que no deja de ser un reflejo tanto de la actitud del estagiário frente a la vida como un sorprendente contrapunto a la convulsa y frenética actividad que se desarrolla en la caótica ciudad angoleña.
2. En las novelas tiene veinticuatro años, y lleva al menos dos como aprendiz, eternamente acomodado en una butaca de la comisaría, esperando una oportunidad de demostrar sus dotes como investigador y su preparación para el oficio, adquirida en las novelas policiacas leídas en su infancia y adolescencia.
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El resultado es una novela en la que, más allá de lo que se ha referido hasta el momento, el verdadero protagonista es un espacio urbano o, mejor, un conglomerado de espacios urbanos, un complejo y diverso mosaico que proporciona una visión de conjunto sobre la sociedad de la Angola de los últimos años. Luanda no es solo el telón de fondo de una intriga detectivesca, sino la esencia misma del texto, el alma que permea cada capítulo, cada estória, cada movimiento de los personajes a través de su complicado trazado urbano, entre un centro neurálgico y otros tantos centros neurálgicos representados por sus diferentes periferias. Luanda, vista en su conjunto, es una ciudad en la que se puede vivir desahogadamente si se pertenece a la élite política y empresarial, pero para la mayor parte de sus habitantes no es más que una cidade desgraçada, en la que el simple movimiento de una zona a otra es una carrera de obstáculos, tanto en sentido literal como en un sentido metafórico. Para muchos de ellos, el simple hecho de tener que residir en ella, en alguno de sus barrios degradados, representa un desafío cotidiano contra la adversidad, la marginalidad o la criminalidad. La guerra civil, que asoló Angola entre los años 70 y 90 del pasado siglo, provocó un importante movimiento migratorio desde las zonas rurales hacia la capital, un lugar que para la población civil representaba la posibilidad de escapar a los combates entre facciones rivales en las provincias del interior del país. Sin embargo, el instinto de supervivencia y ciertas costumbres adquiridas hacen que una parte de la población aún conserve las armas que se utilizaron en el pasado, o que procure abastecerse de esas mismas armas para protegerse o para cometer todo tipo de ilegalidades. Pepetela llega a afirmar que «... nesta cidade desgraçada é mais fácil encontrar uma Kalashnikov que um funcionário honesto» (Pepetela 2001: 42-43). La pobreza, la falta de oportunidades y una corrupción extrema que impregna todas y cada una de las facetas de la vida cotidiana condicionan el carácter de los luandeses y los hacen especialmente propensos a tolerar cualquier tropelía cometida contra la legalidad oficial. La sociedad capitalina se divide fundamentalmente en dos estamentos: aquellos que representan el poder —o viven cerca de él— y aquellos que deben procurarse el sustento a pesar de ese mismo poder fáctico. La podredumbre moral, la búsqueda incesante del
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enriquecimiento ilícito (Angola es una de las principales economías del continente, y un proveedor de importantes materias primas como el oro, los diamantes y el petróleo) y el progresivo empobrecimiento de un discurso ideológico creado en la época de la lucha contra el colonialismo portugués son las señas de identidad de un espacio urbano que refleja en su aspecto físico y en la separación de sus barrios esa dicotomía casi maniquea entre el bien y el mal, entre los ricos y los pobres o, lo que es lo mismo, entre quien supo aprovechar las contingencias históricas y quien no. El señor T, el personaje que encarna a lo largo de la novela el enemigo a abatir por parte del joven Bunda, es el símbolo de una nueva Luanda, nacida a raíz de la conquista de la Independencia de 1975, al abrigo de unos intereses partidistas oscuros y sectarios. Es el símbolo de la ciudad corrupta, de las fuerzas políticas corruptas, de los empresarios corruptos, del hombre mediocre que alcanza el poder en la sombra y que consigue vivir al margen de la legalidad. Pepetela retrata este y otros personajes con una lucidez y una ironía que desarman al lector occidental, dejando al descubierto la mayor lacra que afecta al país, y explicando los sencillos mecanismos que permiten perpetuar este tipo de conductas delictivas: Como todos sabemos, tem havido um saque generalizado ao erário público, ao património do Estado. Normalmente por alguém que conseguiu uma posição a nível desse mesmo Estado ou que está ligado familiarmente ou por clientelismo a alguém com poder. E já existe uma classe de ricos, uma neo-burguesia para usar a expressão mais correcta, proveniente da rapina daquilo que era de todos nós. Teremos todos culpa nisso. [...] ... os espertalhões, todos entusiasmados com a colectivização [...] todos se tornaram socialistas de um momento para o outro, cada um decorava uma frase de Marx ou Mao ou Lenine e pronto, também era revolucionário, integrava o grande caudal do rio socialista, todos iguais, todos irmãos. De repente nasceram milhões de socialistas e de ateus, todos escondendo as crenças religiosas e os dedos ávidos, para poderem roubar melhor. E encheram mesmo os bolsos (Pepetela 2003: 249).
Desde la conquista de la independencia, en Angola, y muy especialmente en Luanda, se establece una feroz jerarquía social que se percibe en el acceso a la vivienda de lujo en determinados barrios y en las cartillas de racionamiento que permiten abastecerse de comida y, sobre todo, de bebida a los miembros de la facción dominante, un
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detalle que marca a los poderosos en sus relaciones con sus subalternos y, en general, con los insignificantes camaradas que sobreviven gracias a subterfugios y triquiñuelas: O verdadeiro salário era o cartão azul ou verde ou rosa que dava acesso às diferentes lojas onde se podia abastecer de cerveja e comida. O cartão do Bunker era dos privilegiados, se levantava bué de cerveja com ele, pois dava acesso à Loja dos Dirigentes, melhor que a Loja dos Responsáveis, por sua vez incomparavelmente melhor que as lojas dos Quadros, um paraíso em comparação com as do Povo-em-geral. T passou a viver como os grandes. Com a revenda da cerveja à saída da loja, foi acumulando mulheres e casas, estas fornecidas evidentemente pelos responsáveis que iam temendo as suas intrigas palacianas (Pepetela 2001: 64).
El nombre del poder más oculto y hermético de la capital, cuya localización exacta se desconoce, es Bunker, una especie de unidad suprema de los servicios secretos que se encarga de vigilar a las personalidades del mundo de la política y de las finanzas, pero sobre todo a las otras policías que operan de una manera más o menos lícita en la ciudad y en el resto del país. Explica uno de los narradores del primer volumen de la serie que en Angola ejercen diferentes cuerpos policiales, cuyas atribuciones son confusas y en ocasiones contradictorias, y la explicación se encuentra en la necesidad de algunos sectores privilegiados de la población de espiar los movimientos de sus oponentes, de sus superiores y de sus subalternos. Todos deben vigilar a todos, en una ciudad donde se ha perdido la sensación de seguridad jurídica y donde los crímenes que afectan a la población son investigados solo en tanto en cuanto puedan afectar a algún poderoso. El aspirante a detective, el bundão que se resiste a doblegarse ante los mecanismos del poder, cumple con una velada redención individual y colectiva. Bunda desea desesperadamente ascender en la jerarquía profesional y sigue su código moral personal, pero el lector percibe rápidamente que puede seguir adelante con su investigación solo gracias a la protección de un primo lejano, que ocupa un lugar prominente en el estamento policial. El ambiente que se respira en los despachos de la Cidade Alta, cualquiera que sea el órgano policial que esté instalado en ellos, está cargado de traición, corrupción y engaño; parte del dinero destinado a las operaciones de vigilancia se gasta en caras botellas de whisky extranjero, lo
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que no deja de ser un signo de poder y opulencia frente a la escasez que se observa fuera de esos edificios, en la calle. Esta parte de la ciudad está destinada a albergar las sedes de las instituciones oficiales más importantes de Luanda, y en ella los vigilantes públicos y privados se encargan del decoro y la pulcritud de sus calles; en un paisaje urbano en el que la mendicidad y la venta ambulante son algo habitual y cotidiano, la Cidade Alta representa una excepción, de manera que Na Cidade Alta estavam prohibidos os vendedores ambulantes, pois um carrinho pode representar um perigo para um sítio onde está o Palácio do Governo, o Episcopado e varios ministérios e serviços vitais para o país. Nunca se sabe o que estará junto das salchichas e sanduíches, traiçoeiramente escondido, pronto a explodir (Pepetela 2001: 116).
La parte alta también representa un espacio contradictorio, por ser la sede de un Búnker y por las extrañas relaciones de los poderes públicos. De hecho, el poder político y el poder espiritual se relacionan justamente en esta área, y este singular connubio no escapa de la descripción irónica e irreverente de Pepetela: «Na Cidade Alta tudo é perto, sendo o melhor exemplo o facto de o Palácio do Arcebispo estar mesmo ao lado do Palácio do Governo, poder temporal e espiritual irmamente vizinhos, ligados provavelmente por algum subterrâneo ou porta camuflada para os encontros secretos» (Pepetela 2001: 122). La excepción a este panorama aséptico de edificios, más o menos visibles y extremadamente vigilados, es la aparición en escena de un mutilado de guerra, uno de esos muchos veteranos que deambulan por las calles de Luanda con sus uniformes harapientos en busca de una ayuda que nunca llega. Jaime Bunda, ante este símbolo de las miserias humanas, pobre alma que se atreve a llegar a la Cidade Alta en vez de moverse por los principales cruces de la ciudad (baja), le da una limosna porque le ve que «se apoiava mal nas muletas» (Pepetela 2001: 127). Los funcionarios o altos dignatarios del Estado que de día trabajan en la Cidade Alta, cuando cae la noche se desplazan al barrio residencial de Alvalade (de clara reminiscencia lisboeta), donde los visitantes no residentes llaman igualmente la atención que en la parte alta: «o Alvalade era muito grande, tinha gente importante em cada casa...» (Pepetela 2001: 97). Por esta razón, en las guardias vespertinas
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y nocturnas que Jaime realiza ante la mansión del señor T, es importante no levantar sospechas y mantenerse a una distancia prudencial, dado que «o Alvalade não é bairro comercial, pouca gente anda nas ruas entre vivendas» (Pepetela 2001: 98). El compañero de Bunda, Bernardo, encuentra un pasatiempo para que las horas de guardia sean menos tediosas: en un detalle claramente paródico insertado por Pepetela, y como contrapunto al personaje del señor T, sospechoso de diferentes crímenes de toda índole, algunos de ellos perpetrados contra ese Estado al que representa, el anciano policía silba el himno nacional. El lector percibe la sutil ironía de un símbolo (musical) de la nación, tarareado frente a la residencia de uno de sus peores —y más peligrosos— estafadores. Las descripciones o los comentarios de los diferentes narradores acerca de los lujos que se conceden las autoridades del pueblo son a menudo ácidas crónicas del desperdicio y la ineficacia que las caracterizan; la mediocridad impera en una ciudad que se convierte en símbolo del fracaso de un modelo político, económico y social, incapaz de cumplir con su cometido y de limpiar sus bajos fondos morales. Luanda, por su inoperancia a la hora de redimirse en su faceta más oscura y detestable, constituye un espacio sin atributos morales (con escasas excepciones), lo que se traduce en un espacio sin aquellos atributos sociales y urbanísticos que podrían hacer de ella un modelo para el continente. Y en una ciudad sin atributos, donde es peligroso ser reconocible o estar incluido en las listas de las diferentes policías y servicios secretos financiados por el Estado, los personajes principales no poseen nombre propio; Bunda no es un apellido sino un infeliz apodo que se convierte en nombre; el todopoderoso Jefe del Bunker no tiene ni nombre ni rostro conocido; el antagonista de Jaime, que durante todo el relato parece ser el principal sospechoso de varios delitos, es el señor T; el delincuente contratado por Jaime para asustar al marido de su amante es Antonino Das Corridas, otro apodo impuesto durante una infancia vivida al límite de la legalidad; y el influyente primo de Jaime que coordina las acciones contra el señor T se llama D.O. (Director de Operaciones). Tener nombre auténtico se convierte en un privilegio reservado por parte del autor solo a los personajes femeninos, de todas las edades, y a los masculinos, angoleños o foráneos, que no forman parte del sistema
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corrupto de los poderes públicos. Ni siquiera las calles conservan sus nombres. Tras la independencia, muchos de ellos —de claro origen colonial— fueron sustituidos por nuevas denominaciones, más acordes a la ideología del partido dominante, llegando, en ocasiones, a tener nombres redundantes, ridículos o, simplemente, a tener la indicación de un número, con la consiguiente despersonificación absoluta de la calle o del barrio. Pepetela menciona, con su habitual toque irónico, el caso de la avenida dos Massacres, antigua avenida do Brasil, rebautizada oficiosamente así por las luchas encarnizadas ocurridas entre los bandos de la FNLA y el MPLA, en la que se había instalado un taller mecánico: O motorista [...] se lembrou de um facto que até tinha aparecido num jornal, chefe, sabe que aqui havia uma oficina de reparações de carros e como as pessoas do bairro se habituaram ao nome que o povo pôs à avenida, o dono chamou à oficina «Auto-Massacres», se deu mal, claro, quem vai pôr um carro numa oficina com esse nome? (Pepetela 2001: 92)
La insistencia en cancelar posibles huellas de una época anterior a la instauración del socialismo puede jugar una mala pasada a la ya compleja (re)organización del trazado urbano posbélico. Ante un panorama de miseria moral y estupidez generalizada, sarcásticamente retratada por Pepetela, ¿existe alguna esperanza en una recuperación de la conciencia colectiva, en una mudanza de rumbo en la deriva criminal que ha contaminado buena parte de las instituciones públicas y privadas del país? La respuesta se encuentra en el personaje de Gégé, el hermano más pequeño de Bunda, que en vez de aspirar a ser un reconocido detective, se ha formado para ser periodista, en un país en el que existen grupos de policías dedicados exclusivamente a la lectura de las publicaciones locales para detectar posibles delitos e injurias dirigidos al grupo político dominante. La censura —y sus consecuencias— es una amenaza constante para quien ejerce el periodismo o la escritura con la vocación de despertar las consciencias de los luandeses y de los angoleños en general. Pero Pepetela dedica las últimas dos páginas del primer volumen de la serie de Bunda a explicar las intenciones de este joven, lejos de la corriente de pensamiento dominante: «...vou rápido contar lá no bairro que têm um jornalista
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para pôr nos olhos e ouvidos do mundo tudo aquilo que a população sempre marginalizada sente e quer» (Pepetela 2001: 312). Gégé, presencia secundaria en el texto, aparece en el momento adecuado para «fechar os ciclos. Ou para abrir novos?» (Pepetela 2001: 311). No obstante las advertencias y los temores de su hermano Jaime, quien le insta a dejar «púdicamente sob sete véus» las «verdades que incomodam» (Pepetela 2001: 312), y a pesar del poder absoluto ejercido por el Estado, de manera lícita o ilícita, contra la población, Gégé resuelve ser la voz de aquellos que no la tienen, la pluma a través de la cual los habitantes de los barrios marginalizados por las instituciones del centro de la ciudad puedan contar su verdad, a contracorriente. En medio de una multitud de antihéroes, cada uno con sus secretos, sus crímenes o sus miserias, el joven periodista, idealista y valiente, desafía la autoridad, al igual que el propio Pepetela desafía un orden establecido y unos códigos de escritura al retratar la extrema corrupción del sistema. La ironía y el sarcasmo funcionan sin embargo como elemento de distracción ante una posible intervención de la censura gubernamental, en estos y en otros textos del autor, por lo que la gravedad de los crímenes descritos parece diluirse en unas narraciones entrelazadas que resultan de muy fácil lectura, con unos detalles que incluso suscitan la risa. El detective estagiário tiene algunos momentos de lucidez en los que desea remover las aguas sucias que alimentan al sistema, pero uno de los verbos que le caracterizan es des-conseguir, cuya simple morfología, con este prefijo, da cuenta de las enormes dificultades con las que se enfrenta. Bunda desconsegue casi siempre llevar a cabo sus propósitos, lo que deja en manos de Gégé, en la ficción, dar comienzo a un nuevo ciclo de apertura informativa y de transparencia a todos los niveles.
3. La ciudad-monstruo En la segunda mitad del siglo xx, y especialmente tras la independencia de Angola del poder colonial portugués en 1975, Luanda ve su fisionomía modificada por varias oleadas sucesivas de población migrante, procedente de zonas del interior del país, que buscan un lugar
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seguro en el que refugiarse, a salvo de las facciones que se enfrentan por alcanzar el control del país. Desde un centro urbano de características coloniales, el desarrollo se efectúa de manera desordenada, creando unas dificultades añadidas para sus habitantes y dejando de atender a sus necesidades de orden, movilidad y eficacia en el transporte. La ciudad se convierte así en un «monstro urbano» (Pepetela 2001: 289), un conglomerado de calles y plazas atestadas de gente y de coches, donde el simple hecho de desplazarse de un lugar a otro provoca incomodidad y frustración en los conductores. Los policías que deben acudir a un lugar en coche sufren especialmente las consecuencias de los proverbiales atascos, y si el recorrido es de día, cuando se acerca la hora del almuerzo o de la cena, el sufrimiento es aún mayor, por el riesgo de no poder honrar un momento tan significativo en la vida cotidiana de los luandeses. Bernardo, el colega y chófer de Bunda en sus labores de seguimiento del sospechoso señor T, comparte su angustia al volante con una expresividad y una claridad aplastantes: ... no trânsito a regra principal para ter prioridade é avançar e buzinar e berrar e fazer gestos ameaçadores. Nestes momentos é que me arrependo de ter escapado da tropa para entrar na polícia, nos tempos, acabou por confessar o Bernardo. Devia ter ficado lá até ter arranjado um tanque. Entrava nestas ruas com o blindado e queria ver se não tinha sempre prioridade. E estiveram blindados à venda em 1991, mas na altura não tinha dinheiro. Era só empurrar os tipos contra as casas, esmagar-lhes os ossos, sacanas (Pepetela 2001: 21-22). Bernardo avançou em disposição de combate contra os milhares de veículos desgovernados que se amontoavam pelas ruas da cidade Sonhando com o tal blindado (Pepetela 2001: 81).
La ciudad tiene un ritmo de vida frenético, pero las infraestructuras sufren un deterioro paulatino al que nadie parece querer poner remedio. Las autoridades del pueblo se desentienden de su mantenimiento, lo que redunda en un estado realmente deficiente del firme de calles, plazas y avenidas, con el consiguiente riesgo de accidentes y de averías en los vehículos que circulan por ellas, motivo de reclamaciones individuales y colectivas de los sufridos luandeses: Bernardo estaba com pouca paciência para se meter no tráfego desgraçado da Avenida Hoji ya Henda. [...] ... no tempo do colono se chamava Avenida do Brasil
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e era boa de andar, larga, via rápida, alimentava o bairro do Rangel e o Cazenga. [...] Começou então o massacre da avenida: candeeiros da luz a serem derrubados pelos carros a cem à hora, valas a serem abertas para procurar canos de agua furados e que não mais eram tapadas, buracos que nasciam todos os dias. [...] E esta rua é a desgraça que se vê, cheia de buracos, de trânsito à toa, choques... (Pepetela 2001: 91-92)
En las «ruas atulhadas da cidade» el tráfico es infernal, excepto de noche. Los coches que participan de esta histeria colectiva se dividen básicamente en dos categorías, a saber: los que pertenecen a los poderes públicos o que son conducidos por los «novos-ricos que ultimamente engrossam por aí» (Pepetela 2001: 14), que son grandes, oscuros y potentes; y los coches corrientes, a menudo desprovistos de aire acondicionado y de cualquier aparato para reproducir música, que son los que conducen los ciudadanos corrientes y los policías de segundo orden, incluido Bunda y su ayudante. Para unos y otros, un detalle a tener en cuenta es la matrícula, dado que algunos vehículos tienen matrículas sin registrar que impiden seguir el rastro de sus dueños. Así acontece con el llamativo coche negro del señor T, cuyos datos no se pueden ni siquiera investigar, dado el hermetismo que rodea al personaje. Bunda, en cambio, se mueve en un coche que le permite camuflarse y seguir los movimientos de los sospechosos, al ser «um carro vulgar, óptimo para não despertar suspeitas em Luanda» (Pepetela 2001: 20). Aun así, cualquier coche, siendo un trasto viejo y destartalado, debe ser cuidado con esmero y, sobre todo, no debe dejarse en las inmediaciones de alguna zona conflictiva, por el riesgo de que desaparezcan todas las partes mecánicas que lo componen. Uno de los lugares más emblemáticos de la Luanda de los años en los que Pepetela escribe su serie es el mercado de Roque Santeiro, «verdadeira Wall Street angolana» (Pepetela 2003: 259), a la que dedica un capítulo entero en el primer volumen. Se trata de un lugar «onde tudo pode acontecer», el símbolo de la desatención que los poderes públicos prestan a la actividad cotidiana de los ciudadanos y de los poderes paralelos que se instalan en la ciudad, al abrigo de actividades comerciales y delictivas que con los años no resulta fácil desmantelar. Bunda se refiere al Roque Santeiro con cierta condescendencia, al ser
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un lugar ligado a sus recuerdos de infancia, pero Pepetela proporciona una descripción del lugar que es reveladora: O maior mercado ao ar livre de África, de nome de novela brasileira. [...] Jaime Bunda nunca tinha podido conferir, mas todos os amigos diziam é verdade, nunca se viu coisa maior, nem os do Cairo ou de Lagos, ciudades onde também reina a total confusão e caos. Betinho tinha estado em Joanesburgo e concordou, lá havia mais delinquência que no Roque Santeiro, mas como mercado nem pensar (Pepetela 2001: 83).
El origen del asentamiento es, como suele ser habitual, la necesidad de unos tenderos de disponer de un lugar en el que vender sus productos, a falta de un mercado cubierto que les ofrezca un puesto y cierta seguridad. El Roque Santeiro se estableció en las proximidades del puerto, en una posición estratégica para acceder a las mercancías recién llegadas y hacerlas desaparecer de los muelles, para ser luego vendidas ilegalmente en el mercado: ... alguns vendedores, escorraçados de outros mercados da cidade, fechados manu militari, aproveitaram aquele terreno vago no alto da barroca, depois da lixeira acima do porto, para montarem as primeiras bancas. Zona privilegiada, as mercadorias escapavam do porto, roubadas ou contrabandeadas sem pagar alfândega, ficavam logo ali à venda. [...] ... o mercado foi crescendo em clandestinidades abertas aos olhos de todos (Pepetela 2001: 83-84).
En un primer momento el Roque Santeiro asume un papel fundamental en la vida de Luanda, porque en sus puestos, aun precarios e inseguros, se puede encontrar casi cualquier producto, a diferencia de los establecimientos oficiales del resto de la ciudad. Las autoridades, con todo, no prestan atención a las actividades extraoficiales e ilegales que establecen con el tiempo su sede en el mercado, y se instaura un clima de creciente alegalidad que favorece el crecimiento de la venta de drogas, de la prostitución y de la criminalidad organizada entre sus improvisadas calles: «Depois chegou o progresso: bares, restaurantes, negocios de prostituição, venda de drogas, ladrões, assassinos a soldo, imigrantes indocumentados, falsificadores de passaportes, de cartas de condução, casinos, enfim, uma Nova Iorque de esteira, poeira e lixo» (Pepetela 2001: 84).
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Nótese, una vez más, la irónica comparación del mercado angoleño con la meca occidental del comercio, las finanzas y la delincuencia, salvando las distancias en términos de infraestructuras. La organización del Roque Santeiro prevé la distribución de los puestos según las actividades o el género de producto que se vende: puestos de comida tradicional, locales de ropa, negocios de dudosa reputación, barracas que se ocupan de cualquier trámite burocrático, etc. Está considerado «... a verdadeira bolsa de valores de Angola, onde se estabelecia o curso real das moedas e o preço dos produtos. E de onde partiam as mercadorias para os outros mercados e para os vendedores de rua da cidade» (Pepetela 2001: 84). Es una auténtica ciudad paralela a la Luanda oficial, desde donde se controla toda esa economía sumergida que nutre a una parte importante de la población de la capital, y cuya existencia es tolerada por las autoridades por no revestir peligro alguno en relación a sus actividades, más importantes y más beneficiosas. La ciudad en la que mueven los personajes y en la que parece que la mitad de ellos investiga a la otra mitad está retratada como un monstruo urbano; las razones son numerosas, como se ha visto, pero hay una que no permite siquiera el toque irónico ni la burla. En un ambiente hostil donde el poder y la delincuencia, frecuentemente asociada al primero, dominan la vida de los habitantes, los niños, el estamento más frágil de cualquier sociedad, son los más perjudicados por el sistema. La víctima del crimen que provoca el arranque de la narración es una adolescente de catorce años, una catorzinha, que al regresar a casa después de encontrarse con una amiga, y ante la crónica falta de transporte público, sube a un coche negro, grande y potente, y es encontrada muerta tiempo después con signos de violencia. El caso es asignado a Bunda, un aprendiz, porque la cantidad de crímenes de este tipo que se perpetran en Luanda justifica, según las autoridades, la total falta de interés de otros investigadores más experimentados. Las catorzinhas son presas fáciles de hombres sin escrúpulos, y son un grupo social muy vulnerable por los apetitos sexuales que despiertan. Bunda, a pesar de unas preguntas extrañas que formula acerca del cadáver de Catarina Kiela Florêncio, es uno de los pocos personajes que muestra un verdadero y sincero interés por encontrar al culpable de su
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asesinato, aunque eso signifique impedir que la joven reciba su homenaje ritual en casa de sus padres de cuerpo presente. Jaime comprende el desinterés generalizado por este caso y la banalidad del hallazgo de un cadáver joven en una ciudad donde las morgues no dan abasto para conservar los cuerpos de las víctimas de crímenes violentos: «Sabe quantos crimes há todos os dias nesta cidade? Sabe, claro, deve saber. [...] A morgue está sempre cheia, por vezes os corpos ficam de fora a apodrecer. Veio nos jornais...» (Pepetela 2001: 24). La infancia amenazada es un leitmotiv de la ficción criminal en el continente africano. Las megalópolis superpobladas, en las que el Estado no establece ningún control social, sanitario o económico, son el espacio idóneo para perpetrar los crímenes más crueles contra niños desprotegidos. En el segundo volumen de la serie de Bunda, Pepetela alude al dramático caso de niños víctimas de una red de tráfico de órganos destinados a individuos enfermos del mundo occidental, que desaparecen en circunstancias misteriosas y que despiertan únicamente el interés de una ONG. Asimismo, la frecuencia con la que en Luanda se producen muertes de menores provoca la indiferencia generalizada de su población y de las propias autoridades policiales: «Um velho a morrer nem era drama nenhum, pois todos já ficavam indiferentes às dezenas de crianças que tombavam por dia» (Pepetela 2001: 223). El asesinato de la joven Catarina, cuyo interés va menguando conforme avanza el relato, es sustituido por la investigación del principal caso de la novela, el contrabando de billetes falsos de kwanzas, la moneda local; Bunda recibe el reconocimiento de sus superiores «pelo grande desastre que tinha evitado à economia nacional» (Pepetela 2001: 288), un delito contra el patrimonio, mientras que la búsqueda del culpable del asesinato, un delito contra una persona, se resuelve en pocas líneas, dejando que el culpable —el hijo de un diputado del partido mayoritario— circule libremente por la ciudad.
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4. La ciudad y sus periferias Los policías y los criminales que protagonizan la novela se mueven por una ciudad que está compuesta por varias ciudades, organizadas en círculos concéntricos, según un patrón de expansión urbanística propio de un desarrollo desordenado y caótico. La ciudad del poder se articula en torno a la zona Alta y al barrio residencial de Alvalade, como se ha mencionado, y el ocio de los luandeses se concentra en la Ilha, un espacio físicamente separado del resto de la urbe y al que se accede —en vehículo particular— a través de un único punto de entrada, lo que facilita la observación de quién entra y quién sale de ella y el seguimiento de los sospechosos. La Ilha es el núcleo de la vida social de la población local, a la vez que un reclamo turístico de una belleza innegable para quien se pueda permitir residir en uno de los establecimientos que ocupan su paseo marítimo, como es el caso del Hotel Ilha de Luanda. De hecho, tanto en los fines de semana como en las veladas del resto de los días, «quando não se sabe para onde ir, vai-se para a Ilha, cultura de kaluanda3 com carro» (Pepetela 2001: 57). Es en la Ilha donde ven por última vez a la joven Catarina con vida, subiendo al coche de quien será su verdugo, y es aquí donde se alojan la mujer argelina y el hombre libanés que intentarán introducir la moneda falsa en el mercado de divisas de los puestos ilegales de cambio de la ciudad. En la Ilha, cuyo emplazamiento se encuentra delante de la ciudad y que tiene solo una avenida para moverse por ella, se encuentran restaurantes lujosos a los que acuden los extranjeros y los luandeses que ostentan cierto poderío económico: «... Jaime fez milagres e não perdeu o outro de vista até um restaurante da Ilha (de novo a Ilha, mas se é um sítio turístico por excelência, como evitar que os muatas a frequentem nas suas cansativas actividades?)» (Pepetela 2001: 116-117); pero también viven personas más modestas que residen, lejos de los establecimientos llamativos, en casas hechas con materiales precarios, como el único testigo del crimen de la catorzinha, el mais velho4 Salukombo, quien recibe 3. Kaluanda: habitante de Luanda (etim. de la lengua kimbundo). 4. Mais velho es el término que se usa en Angola y Mozambique para dirigirse a una persona mayor, en señal de respeto.
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la visita de Jaime desde la puerta de su cabaña: «A barraca era sobretudo de madeira, mas tinha uma parede de tijolo, o dinheiro não tinha dado para mais. Coberta com chapas de zinco, o que sempre era melhor que os papelões de algunas casas vizinhas» (Pepetela 2001: 37). En las antiguas colonias portuguesas es habitual encontrar construcciones habitacionales de dos tipos muy diferentes; por un lado, se observan las casas construidas en cemento, habitualmente reservadas para los funcionarios de la administración colonial y, más tarde, para las clases sociales más próximas al aparato del Estado; por otro, las viviendas construidas en madera y cinc, cuya precariedad se debía no solo a los escasos medios de los que disponían sus propietarios, sino también a la imposibilidad de asentarse en un lugar determinado con una construcción estable, por expreso deseo de las autoridades coloniales. La ciudad de asfalto y cemento —tanto en el caso de Luanda como en el de Maputo— queda separada, física y visualmente, de las áreas marginales y marginadas en las que se construye en madera y cinc. La Ilha había sido tradicionalmente un lugar habitado por pescadores, quienes se consideraban «os verdadeiros donos da Ilha, já desde o tempo do Rei do Kongo, antes dos holandeses e do Salvador Correia de Sá [...], eles os ilhéus, [...] e agora estavam [...] invadidos pelos matumbos do mato que lhes caíram encima por causa da guerra e pelos estrangeiros, isto é, os de Luanda, que montavam só restaurantes e mais restaurantes e bares e lanchonetes...» (Pepetela 2001: 39). La llegada masiva de población desde Luanda y, sobre todo, desde zonas del país afectadas por la guerra y plagadas de minas antipersonales, influye negativamente en la conservación de las tradiciones locales y los isleños se ven abocados a emigrar al barrio luandés del Sambizanga, transformándose en desplazados a tierra firme, al igual que el mais velho Salukombo, procedente del interior, se convierte en un ser «perdido, camponês sem terra, cheio de mar à volta» (Pepetela 2001: 40). Los migrantes del interior y de otros países aún inmersos en sanguinarias guerras civiles se instalan en las cercanías de Luanda, formando nuevos barrios periféricos, cada uno con su carácter y su idiosincrasia, y cada uno definido por el grupo social o étnico que prevalece en su composición demográfica. La capital es así un conjunto formado por un centro histórico caótico y aquejado de un tráfico terrible, y
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por varias periferias que se van añadiendo con los años, varios muceques —barrios precarios— que asumen un papel cada vez más fuerte y significativo en la definición de la esencia urbana. En este desarrollo descontrolado se encuentran muceques tan dispares como el de Kifandongo, cerca del aeropuerto, habitado por «uma grande comunidade de emigrantes da África Ocidental, à volta da mesquita construída com capitais dos próprios» (Pepetela 2001: 177), o el Cazenga, o el emblemático Sambizanga, donde nació Jaime, popularmente conocido como el Sambila, donde se fraguan amistades discutibles, aunque duraderas. Vivir en el Sambizanga estaba considerado una desgracia en tiempos coloniales, una especie de destierro al que se ve abocado el padre de Jaime, quien no actúa para intentar volver a los barrios nobles de la ciudad de asfalto: «... o teu pai era um intelectual embora sem tantos estudos assim [...], se contentava com o emprego sem futuro onde foi cair no tempo colonial, acabou por ser expulso do Bairro Operário e lá conseguiu o ximbeco no Sambizanga, mas não tentou voltar à cidade do asfalto quando expulsámos os tugas...» (Pepetela 2001: 50-51). El contrapunto a los muceques precarios y miserables son los barrios habitados por población de clase media, como el Bairro Operário y Vila Alice. Bunda frecuenta ambos espacios y conoce bien su origen y su funcionamiento. El primero fue lugar de residencia de su padre, quien sentía nostalgia del sitio donde «nasceu o Ngola Ritmos, [...] os fundadores da moderna música angolana e do nacionalismo. No B. O. viveu Agostinho Neto, o nosso primeiro Presidente. O pai era adepto ferrenho do Bairro Operário e morreu de tuberculose, triste por não ter acontecido aí o trespasse, mas no Sambizanga, para onde iam os deserdados dos deserdados» (Pepetela 2001: 32). Sin embargo, en las visitas que Jaime hace al barrio para comer funje tradicional en el Kiko’s Bar o en el bar Elísio, la impresión es de una degradación paulatina de sus instalaciones y, especialmente, de sus calles: «Vou meter o carro naqueles buracos, chefe? As ruas interiores estão uma desgraça. [...] Olhou em redor, investigando as ruas cheias de buracos e de crianças brincando, as bancas de mulheres vendendo pão, latas de chouriço, cigarros, cerveja e tomate» (Pepetela 2001: 31). Bunda vive, durante la investigación, en un anexo de la casa de su tío Jeremias, en el barrio de Vila Alice. Se trata de una zona próxima a
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la de Alvalade en la que, en tiempos coloniales, vivían los funcionarios de la administración procedentes de la metrópolis; las casas que antaño eran habitadas por los blancos que residían en la ciudad, una vez que se declaró la independencia y muchos de ellos huyeron a Portugal para salvar la vida, sufrieron un proceso de ocupación por parte de los militantes del MPLA, para posteriormente ser adquiridas legalmente a un precio simbólico, como pago por haber participado en la lucha contra el opresor. Se asiste así a la aparición de las escritas «Ocupada por camarada do MPLA» (Pepetela 2001: 50) en los muros de las casas, y así la lucha armada que procura la liberación de un país de sus gobernantes foráneos se transforma en una lucha por la recuperación de unas casas y unos barrios que representaban la separación de clases y razas, entre unas viviendas construidas en cemento y, al otro lado de una frontera ficticia pero impuesta duramente, las barracas «de madeira e adobe» (Pepetela 2001: 50). Jaime, al vivir en una casa de Vila Alice, adquiere cierto prestigio social ante sus compañeros, superior que el que tendría si aún viviese con el resto de su familia en el Sambizanga. La distinción social que marca el hecho de haber nacido o residir en un barrio antes que en otro es un factor fundamental en la vida de todo luandés. De ella depende la consideración a la hora de acceder a un trabajo, la probabilidad de sufrir un crimen —que será investigado o no— o de cometerlo, y el propio carácter de sus habitantes, en una ciudad que, sin ser sinónimo de inseguridad y de delincuencia extrema, y «apesar de todas as guerras que sabia existirem e terem existido» (Pepetela 2001: 159), deja abierto algún resquicio para la esperanza.
5. A modo de conclusión Una ciudad como Luanda, cuya configuración responde a patrones económicos, arquitectónicos y tecnológicos importados desde el exterior, y que por lo tanto no se fundamenta en unos cimientos sociales sólidos y solidarios, exhibe ante sus habitantes una serie de contradicciones que comprometen su desarrollo presente y futuro. Ante este panorama, descrito con maestría por Pepetela, el protagonista de las dos novelas a las que da su nombre, ese Jaime Bunda que, contra todo pronóstico,
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resuelve un misterio y un crimen que hubiera comprometido la seguridad nacional, muestra algunos comportamientos que le hacen merecedor de la atención del lector en vez del escarnio de sus colegas y familiares. Bunda tiene una actitud frente a la vida que, si bien se debe a sus limitaciones físicas, es digna de atención por los valores que encierra. Sus movimientos son lentos, comparables a los de un cágado (tortuga), lo que por un lado le caracteriza por una falta de rapidez y agilidad, cualidades importantes para un policía, pero por otro indican su capacidad para reflexionar sobre los acontecimientos y para desvincularse del frenesí en el que el resto de la ciudad está inmerso. Merece la pena destacar el fragmento del texto en el que el autor resalta el poder de este animal, sobre el que reposa el peso del mundo: «... se conclui a estória, provavelmente sem conclusão expressa, mas em quatro partes, que é o mais sagrado dos números, por ser o número de patas do cágado, sobre o qual assentam os poderes do mundo» (Pepetela 2001: 247). Asimismo, no obstante las numerosísimas referencias a las técnicas investigativas de los detectives occidentales, protagonistas de la mejor tradición literaria del género negro, y cuyas artes aspira a emular el joven Bunda, la resolución del crimen del asesinato de Catarina está vinculada a las artes de una vieja feiticeira, dona Filó, quien predice que Jaime sentirá escalofríos en presencia del culpable. Las personas mayores son las depositarias de un saber y unas artes divinatorias ancestrales que subyacen y conviven sincréticamente con las más sofisticadas técnicas occidentales para encontrar pistas sobre los responsables de los crímenes cometidos. La tradición oral, verdadero pilar de las literaturas escritas en el continente africano, impregna la escritura de Pepetela tanto en el plano temático como en el formal, a través de la estructura de unas estórias dentro de otras estórias y del recurso a la interpelación de un público que parece estar presente y participar activamente en el desarrollo de la narración. El lector aprecia, en los diferentes niveles de lectura que se pueden seguir en las novelas, unas alusiones recurrentes a todo aquello que pertenece a la más auténtica tradición angoleña, como la pasión que siente Bunda por la gastronomía local5 (funje de 5. Nótese el parecido con otros detectives de la literatura occidental, como el Pepe Carvalho de Vázquez Montalbán.
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carne seca de pacaça, muamba de galinha, kalulú, bacalhau con patatas y repollo, feijoada, cabrité, etc.), capaz de calmar el voraz apetito del joven y de apaciguar sus ansias y temores, frente a las menudencias gastronómicas procedentes de occidente, como la nouvelle cuisine: «... brincadeiras de nouvelle cuisine [...] que aproveito para denunciar como pretenciosamente pós-modernista e imprópria para consumo» (Pepetela 2001: 171). La Luanda de las tascas típicas y de los bares de muceque donde se pueden degustar los guisos más jugosos es una ciudad especialmente amable y acogedora para Bunda, al igual que la Luanda que permite contemplar los atardeceres más espectaculares en su bahía, asomada sobre el Atlántico: «... a espectacular visão do sol a encostar no mar, com todos os laranjas e violetas do mundo» (Pepetela 2001: 289), y también: «... Said [...] olhava para os barcos ancorados na baía. Ou então admirava apenas a rara beleza de Luanda debruçada sobre o mar...» (Pepetela 2001: 233) o los paisajes sugerentes de sus pequeños promontorios: «... a bela paisagem de dali se contempla, de um lado os morros com imbondeiros e cactos, do outro a baía do Mussulo e suas ilhas e ilhotas, com restinga à frente, pejada de coqueiros» (Pepetela 2001: 112). La ciudad monstruo de tantas y tantas páginas se convierte así, en raros momentos, en una ciudad amable e impregnada de poesía, donde quienes se dedican a investigar su corrupción y sus crímenes encuentran un alivio fugaz a las penas que los atormentan. Una ciudad, la Luanda de Jaime Bunda, donde se conjugan tradición y modernidad, pobreza y opulencia, tragedia y parodia y, en una palabra, vida y muerte.
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Dinámicas urbanas alteradas Una reflexión sobre los modelos urbanos y la no ciudad a partir del caso de Íñigo Redondo en la narrativa española reciente Rodrigo Guijarro Lasheras Universidad de Oviedo
¿Por qué un bilbaíno nacido en 1975, sin vínculo alguno con el mundo eslavo, ambienta su debut novelístico en una ciudad ucraniana en las postrimerías de la Unión Soviética? Uno de los aspectos que primero llamará la atención de quien lea la contracubierta o los textos promocionales de Todo esto existe (2020), novela de Íñigo Redondo, es el escenario urbano elegido. En un tiempo en el que predomina la literatura replegada sobre el yo que se limita, para bien o para mal1, a otear la parcela de la propia experiencia y narrar la historia familiar o personal en un entorno urbano o rural inmediato, el planteamiento inicial de esta ficción no pasa desapercibido y permite reflexionar sobre los tipos de ciudad que recrea.
1. La huida de la imaginación, ensayo de Vicente Luis Mora (2019), diagnostica muy acertadamente este fenómeno, y se sitúa con nitidez y afán reivindicativo entre los que creen que la deriva no ficcional y autoficcional ha dado, por lo general, escaso fruto.
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No obstante, este no es, en sentido estricto, un artículo sobre Todo esto existe. Es más bien un análisis y una serie de consideraciones sobre la no ciudad y sus límites a partir de dicha obra. La novela de Redondo enlaza con el estudio de distintas ciudades del comunismo que plantean varios de los artículos de este volumen, y además en ella pueden detectarse diversos modelos urbanos, alguno de ellos próximos al concepto de no ciudad o ciudad sin atributos. Por ello, es una buena piedra de toque para examinar, por afinidad o contraste, algunos de sus rasgos característicos. La noción de no ciudad de la que este artículo parte es sencilla. Entiendo aquí la no ciudad como la ciudad constituida en una parte muy significativa o en su totalidad por no lugares. No se trata solo de que haya aeropuertos, metros, autobuses, supermercados o centros comerciales (o lugares y suburbios de pobreza cargados de la despersonalización del no lugar), sino que la práctica totalidad de espacios que la ciudad ofrece se han convertido en no lugares. Con este punto de partida, en las próximas páginas irán apareciendo numerosos rasgos complementarios conforme se analizan los tres modelos urbanos que Todo esto existe va desplegando y que se presentan en la siguiente sección.
1. La ciudad pre-post-comunista Todo esto existe transcurre en dos ciudades, Prípiat y Kiev, si bien atendiendo a su caracterización veremos que pueden considerarse una sola. A esta ciudad común a todos los escenarios de la novela es la que denomino pre-post-comunista. Pero, como sucede ante cualquier clasificación, el criterio que tomemos como base determinará que resulte una tipología más o menos numerosa. Así, en función de la relación que el protagonista guarda con el entorno urbano, pueden señalarse tres tipos de ciudad, que serán las que se presenten en las próximas líneas y se glosen a lo largo de este trabajo: la ciudad tardo-comunista de partida, la ciudad del confinamiento doméstico y la ciudad de la catástrofe. Al final de la obra puede también hablarse de la ciudad del refugiado, si bien creo que, por sus rasgos, puede alinearse con la primera
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y considerarse una reaparición circular que cierra también el sentido de la novela. Para entender esta propuesta es necesario conocer algunos detalles argumentales. Alexéi, director de instituto en crisis tras el abandono de su mujer, entabla relación con Irina, alumna del centro que sufre abusos en su entorno doméstico, a la que decide ocultar (por petición de la menor) en su casa hasta que esta cumpla la mayoría de edad al cabo de algo menos de dos años. El primer tipo de relación con el entorno urbano es justamente el que se da antes de que suceda este secuestro de mutuo acuerdo. Como fase de planteamiento y presentación del conflicto que mueve la trama, se presenta la cotidianidad de la vida en una ciudad en los últimos años del comunismo (Kiev en la primera escena atmosférica, Prípiat cuando echa a rodar la trama), si bien con el matiz de hacerlo a través de los ojos de un individuo que ha perdido el rumbo tras su ruptura sentimental, lo cual condiciona notablemente su vivencia de los espacios. El juego con los prefijos del título de esta sección responde a que Kiev y Prípiat son, en esta novela, ciudades donde puede palparse ya la descomposición previa a la desaparición de la Unión Soviética, donde el control del Estado parece mermar y los acontecimientos invitan al advenimiento de un nuevo contexto sociopolítico. Este es el modelo urbano de partida, el primero de los anteriormente señalados. La ineficacia estatal se reflejará más adelante, tras la catástrofe nuclear, si bien el conjunto de la obra plasma «una época en la que prácticamente la caída del comunismo es un hecho y todos están sobreviviendo a base de intentar prolongar la agonía. En esa disolución que se introduce dentro del propio metabolismo social, en ese escenario enloquecido»2 es donde el autor trata de captar un estado que, más que en las altas esferas gubernamentales, ha sedimentado en el día a día de la vida ciudadana. A continuación, entramos en la larga meseta de la novela, en su nudo, una extensa parte central en la que se nos narra la cotidianidad de los dos protagonistas marcada por el confinamiento de Irina. Este es el segundo tipo de ciudad. Es importante señalar que la ciudad es la misma: lo que cambia es la forma que tienen los protagonistas de 2. Así lo afirma el propio autor en una entrevista concedida a El Cultural (Seoane 2020).
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habitarla y por tanto su vivencia subjetiva de ella. En general, esto permite observar que normalmente los paradigmas urbanos que crea la literatura no se construyen ni únicamente sobre los rasgos de la ciudad, ni únicamente sobre la subjetividad de cada personaje en su respuesta a esos espacios. La dialéctica entre la subjetividad de la vivencia de los lugares y los rasgos objetivos que podemos atribuirles a estos es lo que genera la inmensa versatilidad y variedad de metáforas o tipologías urbanas. En el caso que aquí nos compete, la dinámica social del escenario de partida se traslada, como veremos, al espacio reducido del apartamento de Alexéi. Esta es la ciudad del confinamiento doméstico. Seguramente estemos más acostumbrados a las obras de ficción que presentan ciudades sitiadas, ciudades en guerra (Stalingrado, por ejemplo) que resisten las acechanzas de un enemigo invisible que golpea extramuros. Aquí, sin embargo, es otro tipo de cuarentena la que hace que la ciudad se convierta, sobre todo para Irina, pero también en cierto sentido para Alexéi, en una ciudad peligrosa y solo entrevista. Finalmente, el giro que precipita el desenlace de la novela supone también un giro en cuanto al paradigma urbano se refiere. Pasamos en este punto a la ciudad catastrófica, la tercera señalada, devastada por el accidente nuclear en Chernóbil, evacuada y desértica. Al contrario que las ciudades bombardeadas en acontecimientos bélicos, Prípiat permanece intacta; frente a las ciudades muertas tan queridas para los escritores simbolistas y decadentistas de principios del siglo xx; esta ciudad ha sido literalmente vaciada de vida, y su congelamiento temporal está muy lejos de la idea de belleza decadente saturada de historicidad del modelo anterior. Además, tras la precipitada huida de Alexéi con Irina en el maletero y el abandono de esta para no ser descubierto, el protagonista llega a Kiev, donde miles de refugiados vagan por la ciudad sin una vida de la que hacerse cargo. La ciudad del refugiado aparece aquí con nitidez, si bien, como veremos, implica un regreso al primer tipo de ciudad; Kiev reitera el patrón que habíamos encontrado en el inicio de la novela. Una vez presentados los principales escenarios urbanos en relación con las líneas generales de la trama, me planteo entonces profundizar en sus atributos y tratar de delimitar sus semejanzas y diferencias con la noción de no ciudad.
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2. La ciudad de partida La secuencia inicial de Todo esto existe no dice una palabra sobre los dos protagonistas de la obra. En lugar de su caracterización o presentación, el narrador relata un momento corriente de un día anodino en un mercado y, poco después, en el tranvía de una ciudad concreta pero que podría ser cualquiera: no se dice su nombre porque no importa, sabemos que en el tranvía se paga en kopeks, que se ven calles y edificios ubicados en Kiev y el gran meandro del Dniéper, si bien lo importante es el carácter simbólico de la escena para caracterizar la ciudad: Unión Soviética, años ochenta. ¿Y cómo es esa ciudad? El trayecto del tranvía hace palpable una tristeza mecanizada y rutinaria, como los formulismos repetidos para adquirir el billete y subir a bordo, en medio del silencio de los viajeros, de los detalles que pintan un vagón avejentado y descuidado, de un recorrido en el que se ven «los cadáveres de los árboles», un tiempo inclemente (frío y ventoso), un gentío que deambula «en dirección a ninguna parte» (Redondo 2020: 13). La idea del movimiento urbano sin destino ni propósito refuerza la sensación de desolación y de unas vidas limitadas a su fluir cotidiano, carentes de proyectos o expectativas, que es lo que pronto se concreta y materializa en la figura del protagonista. Antes del trayecto en tranvía, el narrador presenta otro espacio público: el mercado. Esto se hace a través de un juego con el zoom, como si de una imagen cinematográfica se tratara. Primero, el mercado visto desde la ventana elevada de un edificio; después, el mercado desde dentro, a pie de calle. La primera perspectiva, por un lado, introduce desde el comienzo —si bien de momento de modo implícito— la imagen que puede tomarse como generadora de la narración, y de la que más adelante hablaremos: la fachada de un edificio de viviendas de un país soviético, ya que lo que se cuenta es «lo que se ve desde la altura de esta ventana» (Redondo 2020: 11). Por otro lado, la perspectiva panorámica implica una manera de percibir y habitar el espacio. Supone ver la masa como un todo homogéneo, en detrimento de los individuos y sus rasgos personales. Así, el párrafo inicial de la novela podría ser el de una narración ambientada en Nueva York, o en Madrid, o en la India:
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No nos conocemos. Restregamos la vida de los unos contra la de los otros pero no nos conocemos. Cada mañana nos apretujamos en las calles ignorándonos, escuchamos el ruido de nuestras voces, nos olemos, nos mentimos olores para soportar las proximidades excesivas que nos imponemos en los trenes, en los ascensores, en los hospitales, en las iglesias. Nos miramos sin vernos. Nos sonreímos cada día. Y cada día nos desconocemos, nos ignoramos, nos rechazamos, nos olvidamos unos a otros en el instante siguiente a habernos perdido de vista, inmediatamente, con la mayor displicencia, disolviéndonos mutuamente en este paisaje humano, esta multitud de la que apenas sabemos nada ni nos importa, y que a cierta distancia empieza ya a ser solo una prisa, un ritmo en la calle, un roce de gabardinas, una oscilación de hombros, y desde un poco más lejos, un oleaje suave de cabezas, sombreros, paraguas, incluso menos, un color, una bruma, nada (Redondo 2020: 11).
El contacto cotidiano con todo tipo de individuos que no singularizamos es característico de los no lugares. También característica es la sensación de incomunicación en espacios que, cuanta más gente albergan, menos interrelación entre los individuos permiten. Hay una suerte de esterilización del contacto con los demás, una imposibilidad de entablar relaciones que excedan las frases protocolarias que convierte la suma de espacios públicos de la urbe en una gran no ciudad. Asimismo, hay un vínculo profundo entre la no ciudad y la velocidad. La ciudad sin atributos requiere una prisa eterna para su conformación, un frenesí de movimiento y actividad que anula la posibilidad de establecer contacto o de contemplar un entorno singular cargado de significado. En este sentido, la no ciudad se opone al concepto de slow city que periodistas como Carl Honoré han difundido y que diversas ciudades (de tamaño pequeño) han llevado a la práctica. En su Elogio de la lentitud, de éxito mundial, Honoré visita la ciudad italiana de Bra y le dedica un capítulo entero a precisar en qué consiste este modelo de ciudad y a abogar por él3. Porque la velocidad adquiere connotaciones que van mucho más allá de su acepción denotativa: «una ciudad lenta es algo más que una ciudad cuyo ritmo se ha aminorado» (Honoré 2006: 100), afirma con rotundidad el periodista canadiense. Esto es, lo que está en juego en las ciudades lentas no es solo que sus habitantes 3. Varios municipios españoles se han adherido a este modelo de ciudad, como La Orotava, Balmaseda, Begues y otros siete más.
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dejen de verse acuciados por un perpetuum mobile que nunca alcanza su clímax, sino que de ello se derivan muchos otros rasgos adicionales de hostilidad, pautas de interrelación y expectativas de los habitantes sobre sus vidas. Un ejemplo muy ilustrativo de que las implicaciones de la velocidad característica de la no ciudad van mucho más allá del elemento al que objetivamente aluden (el ritmo al que se desplazan los habitantes), lo proporciona Eugène Ionesco en una conferencia que pronunció en 1961 y que se recoge en su Notas y contranotas: Mirad las personas que corren afanosas por las calles. No miran ni a derecha ni a izquierda, con gesto preocupado, los ojos fijos en el suelo como los perros. Se lanzan hacia delante, sin mirar ante sí, pues recorren maquinalmente el trayecto, conocido de antemano. En todas las grandes ciudades del mundo es lo mismo. El hombre moderno, universal, es el hombre apurado, no tiene tiempo, es prisionero de la necesidad, no comprende que algo pueda no ser útil; no comprende tampoco que, en el fondo, lo útil puede ser un peso inútil, agobiante. Si no se comprende la utilidad de lo inútil, la inutilidad de lo útil, no se comprende el arte. Y un país en donde no se comprende el arte es un país de esclavos o de robots, un país de gente desdichada, de gente que no ríe ni sonríe, un país sin espíritu; donde no hay humorismo, donde no hay risa, hay cólera y odio (Ionesco 1965: 122).
El pasaje muestra una de las consecuencias de la velocidad y el trasiego continuo, a saber, que conducen a un utilitarismo extremo y devastador, a un sistema de valores que solo puede traer, según Ionesco, la degradación e infelicidad del individuo4. Este utilitarismo suele ser también un rasgo de las no ciudades. La idea de utilidad y productividad frenética, lejos de mantenerse en un ámbito tecnológico o empresarial, permea a menudo todos los ámbitos de la vida, tanto en las representaciones literarias como en la existencia real, y así nos lo muestra algo tan cercano a nuestras vidas como, por ejemplo, el afán y la presión continua por publicar constantemente en el ámbito académico. Hay un vínculo entonces entre la vida veloz y el no lugar. El no lugar es un lugar de paso, en el que queremos emplear el menor tiempo posible, en el que uno transita con prisa para llegar a su próxima tarea. 4. Muchos de los ensayos de Ernesto Sábato podrían darnos una visión más desarrollada, igualmente pesimista y altamente idiosincrática de estas ideas.
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Es necesario matizar, no obstante, que no toda ciudad veloz es una no ciudad. Muchas ciudades conservan rasgos y espacios de historicidad, refugio o arraigo al tiempo que presentan otros espacios que operan en el sentido contrario. La no ciudad, entonces, es la versión extrema e hiperbólica de algo que está presente en la totalidad de las ciudades contemporáneas. La construcción de espacios verdes, por ejemplo, responde históricamente a este deseo de aliviar la vorágine urbana, tal y como Honoré (2006: 106) también refleja. Por eso, en la no ciudad total, estos espacios, o no existen, o están igualmente contaminados de las mismas implicaciones. Dicho de otro modo, en la no ciudad total no hay heterotopías, no hay espacios de excepcionalidad donde, como válvula de escape, rijan otras reglas. A lo sumo, el espacio privado por excelencia, el apartamento, puede tener una valencia distinta. Pero el espacio público no es, en la versión plena y estricta del modelo urbano, ni lugar de arraigo, ni de sociabilidad, ni de catarsis de ningún tipo. «La ciudad [léase las ciudades contemporáneas]», tal y como señala Honoré (2006: 105), «es un auténtico acelerador de partículas». Y esas partículas, por supuesto, son los seres humanos. Pero el lector advierte pronto que el interés de Redondo no es profundizar en este tipo de retrato urbano. Esto se percibe en el recorrido histórico que la siguiente escena trazará para, partiendo de la formación del continente, llegar a la vida del protagonista, Alexéi. Antes, no obstante, aun en la escena inicial, la visión elevada e indiferenciada a través del marco de la ventana da paso a ver el mercado desde dentro, como si la cámara que es la voz narradora pudiera ahora distinguir el rostro de cada uno de los individuos que pululan por él. El enfoque externo da paso al pie de calle: Basta con bajar a la calle para que la palabra mercadillo se descomponga en cada uno de sus fragmentos, en cada puesto de legumbres, de ropa, bebidas, flores, comida frita. Basta aproximarse para que el enjambre confuso de gente se haya precisado ahora en cada una de las ancianas que caminan con mayor o menor torpeza, cada niño cojo, cada columna de vaho que emerge de cada bufanda (Redondo 2020: 11).
Una abundante enumeración de individuos particulares con rasgos singularizados prosigue tras estas líneas. No es que esto implique una
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separación de la noción estricta de no ciudad, pero sí supone poner el foco en lo que la no ciudad difumina o, en último término, anula. Frente al «enjambre confuso», ahora hay tenderos que pesan su género, ancianas que caminan cada una de una manera, un rostro surcado por las «arrugas de una vejez específica, de un cansancio individual» (Redondo 2020: 12). Es destacable, en este sentido, la recurrencia del adjetivo «cada» para subrayar justamente la individualización que supone el acercamiento del zoom. Pero Redondo no busca una contraposición con la visión panorámica que ponga en valor esta mirada humanizada, sino que esta aproximación a los rasgos individuales supone la puerta que la narración franquea para introducir la sensación global de tristeza, abatimiento y decadencia que aqueja al conjunto urbano y social. Si hasta este momento la caracterización de Kiev (todavía no nombrada aunque reconocible por algunos de sus lugares) permite identificar rasgos propios de la no ciudad, la segunda y llamativa secuencia de la novela (Redondo 2020: 15-28) apuntará ya en una dirección diferente. Para introducir a Alexéi, su pasado y su infancia, el narrador, como si el de Terrence Malick de El árbol de la vida se tratase, comienza relatando la formación de la Tierra. Si bien con un propósito distinto del atribuible al cineasta estadounidense, Redondo genera un hilo conductor que cohesiona la historia terráquea con la humana y con el preciso instante en el que, un día de abril de 1942, nace el protagonista. Lo relevante para el análisis que aquí se presenta es que este recurso dirige el escenario hacia una caracterización netamente desvinculada de la idea de no ciudad. Alexéi no es un ciudadano anónimo fagocitado por la masa informe ni anulado por una suma de dinámicas alienantes de los espacios públicos. Alexéi es un sujeto plenamente arraigado en un contexto sociocultural, totalmente enraizado en una ciudad y territorio de historia milenaria. Tal vez las huellas se hurten y solo unos pocos sean capaces de leerlas, pero de la presentación del narrador se sigue que los lugares de la ciudad tienen memoria: «lo que queda impreso en las calles, en el aire, en el asfalto, en las fachadas de los edificios» permite recordar incluso los grupos de «vikingos, forajidos, comerciantes, mercenarios, nómadas sitiados por la calamidad y la miseria» (Redondo 2020: 16) que una vez fundaron la población. En
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este sentido, el cuadragésimo tercer cumpleaños del protagonista, que tiene lugar hacia la mitad de la novela y en el nuevo escenario marcado por el confinamiento de Irina, es una de las mejores muestras de un individuo sostenido sobre un pasado individual que a su vez se integra en el pasado colectivo del país. Todos esos recuerdos (las clases en la universidad, sus primeras experiencias amorosas, el funeral de su madre...) son los que dan sentido a su existencia en ese punto del tiempo y del espacio (Redondo 2020: 178-179). Adicionalmente, tampoco se observa otro de los rasgos habituales en la no ciudad: la desorientación de los individuos inmersos en calles y espacios demasiado extensos, agitados, confundentes o semejantes entre sí, tal y como se plasma, por mencionar algunos ejemplos notorios, en los últimos libros de Antonio Muñoz Molina (2018 y 2019). En consecuencia, podemos afirmar que la caracterización de Kiev al inicio de la novela, antes de que el nudo de la trama se despliegue, no responde al modelo de la no ciudad. Y esto es así pese a ser una ciudad alicaída y mustia que sobrevive mediante la rutina y el automatismo, caracterizada a través de unos trayectos en tranvía que no parecen conducir a ninguna parte. Pero la novela no tarda en transitar por otros derroteros, y nuevos matices pueden analizarse tras la reclusión de Irina en casa del profesor.
3. La fachada de enfrente Como ya se ha señalado, aunque el marco urbano es el mismo, la vivencia que los protagonistas tienen de él se altera drásticamente en el momento en el que Irina pasa a estar ilegal y secretamente refugiada en la casa del profesor para huir de los abusos que sufre en su entorno doméstico. Uno de los aciertos de la novela radica justamente en no describirlos en ningún momento, lo cual no quita para que el lector sepa perfectamente en qué consisten. A partir de este momento, y hasta que la catástrofe nuclear se imponga, comienza una etapa de confinamiento para Irina que, lejos de ser fantasiosa, tiene unos rasgos muy parecidos a los que ha sufrido la humanidad por otros motivos a partir de marzo del 2020. Irina, además, no debe delatar su presencia,
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dado que eso conduciría a la detención de Alexéi y el retorno de ella al lugar del que huye. Para ello se impone un enclaustramiento total. Lo interesante de este escenario para el propósito del presente trabajo es que, al contrario de lo que podría imaginarse, el confinamiento no supone una apertura a la comunicación entre ellos dos. El trato entre Alexéi, de cuarenta y dos años, e Irina, de dieciséis, reproduce el patrón de relación que el escenario público urbano hace factible y posible. Esto es, la dinámica de incomunicación y de distanciamiento social se mantiene en el espacio que debería disolverlas, el espacio privado por excelencia, la casa. De este modo lo atestigua la conducta de uno y otro, que, pese al afecto que sobre todo al final se hace patente entre ambos y la ternura implícita de determinadas situaciones, no da nunca pie a la familiaridad. Así, por ejemplo, las dudas de Alexéi sobre cómo saludar a Irina y sobre si procede o no un beso en la mejilla (Redondo 2020: 88) dan cuenta de ello. En esta situación, el aislamiento de Irina no es el propio de la no ciudad. La no ciudad es ciudad de soledad y aislamiento, pero normalmente no en términos físicos, sino psicológicos y comunicativos; supone la imposibilidad de entablar relaciones y contacto humano, aunque todos los individuos intercambien palabras o se crucen con mil personas a diario. Y esto se debe a la dinámica que imprimen y exigen los espacios públicos, no a otros factores. Además, la novela presenta algunos personajes secundarios (compañeros de trabajo de Alexei) que se preocupan por él y muestran actitudes de empatía y acercamiento. De hecho, el mero acto de cobijar a Irina es ya una ruptura de la incomunicación y falta de empatía a la que el tejido urbano-social parece conducir. Si, como se ha señalado, la dinámica social del espacio público se traslada al espacio privado, hay un elemento simbólico que realiza ese trasvase, esa impregnación de lo externo. El frío que caracteriza la climatología de Prípiat se filtra a través del vidrio helado que separa un tipo de espacio del otro: «Alexéi mira por la ventana. Imagina el frío en la calle. El frío que se acumula contra la cara exterior del vidrio. Toca la superficie interior del cristal. También está frío. El frío está aquí dentro. Empieza ya en el propio cristal. El frío de la calle empieza aquí dentro. Al otro lado de la cara exterior del vidrio» (Redondo 2020: 134).
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La idea, por tanto, no es ya que, como es natural, el frío externo se cuele en el interior de la vivienda. Al contrario, la imagen parece sugerir que el frío comienza en la cara interior, también helada. Como es habitual en las ventanas mal impermeabilizadas, el frío o la escarcha aparecen también por dentro, lo cual en este contexto funciona como una clara analogía de las dinámicas urbanas interiorizadas. Tal vez por ello, es habitual que la novela se sirva de este elemento climático que objetivamente caracteriza la ciudad como metáfora del estado emocional de los protagonistas, como atestigua el siguiente ejemplo: «Y siente que todo él es ese llanto imbécil sonando en el interior de este silencio, en el epicentro de esta glaciación» (Redondo 2020: 60). Pero la metáfora del frío que atraviesa la frontera e impone una misma dinámica en el adentro y el afuera nos lleva a otro elemento clave del texto. El valor simbólico del frío se plasma a través de las dos caras, interior y exterior, que delimitan lo público y lo privado, esto es, a través de la fachada. Y es que creo que el conjunto de la novela puede tomarse con un desarrollo de la idea y asociaciones de la fachada comunista. En esa imagen está el germen de toda la narración. La mayoría de los rasgos de la ciudad pueden entenderse como derivación del modelo de fachada característico del edificio de viviendas soviético: monótona, fea, supresora de cualquier tipo de individualidad, deshumanizada, fría, industrial. Por ello, durante esta fase de la novela, «el paisaje desde la ventana se resume en la fachada de enfrente» (Redondo 2020: 173). Es decir, la ciudad entera se resume en una fachada. Y su uniformidad simboliza la soledad de todos: «el reflejo naranja de las farolas en el techo. La misma oscuridad que el resto de las ventanas de las fachadas. La misma oscuridad que la de cada una de las rutinas de cada uno de los hombres a esta hora» (Redondo 2020: 130). El impacto que el urbanismo en general y las fachadas en particular tienen sobre el ser humano y su vida psíquica no es en ningún caso una novedad. Roger Scruton, por ejemplo, uno de los filósofos contemporáneos que más páginas ha dedicado al concepto de belleza y sus implicaciones, suele ejemplificar muchas de sus ideas con elementos arquitectónicos urbanos. Así sucede en su libro divulgativo La belleza (Scruton 2020: 22-28) o en el documental ¿Por qué importa la belleza? [Why Beauty Matters?], realizado para la BBC,
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en el que antes del minuto dos de metraje ya se comenta la pérdida de belleza en los edificios de nuestra vida urbana cotidiana. Minutos después, Scruton da paso a «el crimen de la arquitectura moderna», que ha sometido sus diseños al utilitarismo peor entendido. Para ilustrar esta idea, el filósofo británico comenta el caso de su ciudad natal, Reading, que en los años sesenta comenzó un proceso de construcción de edificios supuestamente funcionales de una apariencia tan industrial y fea que hoy en día se están demoliendo porque nadie quiere vivir en ellos y están abandonados5. Pero no se trata solo de una cuestión de cultivo de la belleza o del sentido del arte. La apariencia de los edificios, la fachada monótona de viviendas comunistas en este caso, tiene consecuencias directas sobre la psique humana, sobre nuestra conducta y nuestro estado anímico. Un reportaje reciente de Michael Bond (2017) es seguramente la mejor vía para adentrarse en la neuro-arquitectura y en las representaciones literarias de la ciudad y sus consecuencias sobre los habitantes que muchas obras literarias ya presentan antes de que dicho nombre y disciplina surgieran. El artículo glosa las conclusiones a las que diversos neurocientíficos han llegado en los últimos años. «Ahora sabemos que, por ejemplo, los edificios y las ciudades pueden afectar a nuestro estado de ánimo y bienestar, y que hay células especializadas en el hipocampo de nuestro cerebro que responden a la geometría y disposición de los espacios que habitamos»6 (Bond 2017). Tras un repaso por distintas ideas en este sentido y varios ejemplos que dan prueba de ellas, Bond se detiene en uno de los hallazgos de Colin Ellard, investigador pionero en el campo: «las fachadas de los edificios nos afectan profundamente. Si la fachada es compleja e interesante, nos afecta de modo positivo; de modo negativo si es simple y monótona». Al estudiar el comportamiento de los individuos en una zona residencial marcada por la fealdad de sus edificios, los sujetos «apresuraron el paso como si quisieran salir corriendo de la zona muerta» (Bond 2017). Algunas de
5. Las consideraciones sobre el urbanismo y la ciudad de Reading pueden verse a partir del minuto 17. El vídeo en su integridad está disponible en el siguiente enlace: https://www.youtube.com/watch?v=W5tuGjzXJ9k. 6. La traducción de esta y de todas las citas del texto de Bond es mía.
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las conclusiones que pueden orientar el estudio de la no ciudad y, más allá, cualquier representación literaria de la urbe, pasan por ser conscientes de que el entorno urbano puede cambiar la biología cerebral de algunos individuos, que «la complejidad visual de los entornos naturales actúa como bálsamo mental», que varios estudios muestran que crecer en una ciudad dobla el riesgo de padecer enfermedades mentales o que las urbes tienden a generar «estrés social», esto es «la falta de vínculos sociales y cohesión en los vecindarios» (Bond 2017), entre otras muchas consideraciones de interés. La ciudad que extrema estos rasgos es la que en este artículo se denomina la no ciudad. Y la imagen seminal de la fachada en Todo esto existe permite justamente pensar en el conjunto de soledades sobre el que se construye la novela, cuya muestra más nítida es el confinamiento. La no ciudad, como la fachada, es un espacio nivelador, homogeneizador. De ahí que el ropaje bajo el que más fácilmente se presenta una no ciudad sea el de la arquitectura contemporánea. Esto sucede no solo porque esta última carece de carga histórica, sino por las implicaciones que, como acabo de señalar, el diseño de los edificios tiene sobre nuestra conducta. Así, la no ciudad tiene en común con muchas de las ciudades de los regímenes totalitarios (y, más concretamente, del soviético) la impersonalización de los ciudadanos, la supresión o difuminación de los rasgos singularizadores. Ahora bien, sería de nuevo un error concluir que la ciudad del confinamiento en Todo esto existe es una no ciudad. En la novela, por ejemplo, los vecinos se conocen entre ellos, la interacción es posible. La vecina intrusa que entra a tomar café así lo refleja, como también lo hace el hecho de que el protagonista tenga que alejarse decenas de kilómetros cada vez que tiene que comprar productos de higiene femenina (Redondo 2020: 103, por ejemplo). Lo reconocerían y sospecharían de la compra, es decir, la gente del barrio se conoce entre sí, lejos del anonimato de la no ciudad. Pero no creo que esto pretenda ser, en este contexto, un rasgo humanizador o amable. Al contrario, es muestra del estado policial de vigilancia continua bajo el que viven los personajes. La vecina, siempre atenta a cualquier ruido que provenga del domicilio particular de Alexéi, refleja un sistema basado en el espionaje cotidiano, el control mutuo y la eventual delación entre civiles.
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4. La ciudad de la catástrofe El escenario urbano planteado hasta ahora, así como la ciudad del confinamiento resumida en la fachada de enfrente que ve Irina, se ven súbitamente anulados por la catástrofe nuclear de Chernóbil, que obliga al desalojo perpetuo de la ciudad. El paradigma urbano, por tanto, cambia radicalmente con el desenlace de la novela. Si hasta ahora puede decirse que habíamos vivido en una ciudad deprimida, que va ahondando poco a poco el surco del aislamiento, veladamente hostil y de baja intensidad, en paralelo al aspecto de thriller, también de baja intensidad, que presenta la novela, a partir de ahora la ciudad estará marcada por la excepcionalidad de la catástrofe y se convertirá en una ciudad desierta. Es difícil preguntarse por los atributos de este modelo urbano. Frente a la ciudad quemada, bombardeada o arrasada por un fenómeno natural, es una ciudad intacta. Pero en ella se ha detenido la historia. Ya no cuenta con ningún habitante, su silencio es mucho más notorio que el del campo abierto (Redondo 2020: 376) y es un esqueleto inerte. ¿Es la ciudad desierta una no ciudad? Puede considerase como variante de ella, ya que responde a la mayoría de rasgos que se han ido señalando en las distintas secciones. Es en esencia un conjunto de no lugares. Los pocos individuos que han vuelto, saqueadores en su mayor parte, no permiten ningún tipo de contacto o sociabilidad. En esta Prípiat postnuclear solo se puede estar de paso, puesto que no hay servicios de ningún tipo, y a ella solo se va a llevarse algo (propio o ajeno) o a morir. Por otro lado, es cierto que no es una ciudad veloz, pero tampoco lenta. Simplemente, el tiempo y la historia se han quedado congelados. Pero entre la evacuación forzosa y la vuelta final a Prípiat, Alexéi pasa un tiempo en Kiev, destino de numerosos refugiados que han perdido su vida, su casa, su trabajo, su arraigo. Las ciudades y sus espacios públicos, a pesar de los rasgos objetivos que los caractericen, pueden vivirse simultáneamente de maneras muy diferentes en función de las circunstancias sociales del subgrupo al que pertenezca cada ciudadano. Una primera idea importante sobre esta ciudad del refugiado es que se presenta como dos ciudades superpuestas (Redondo 2020: 336): la de
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los locales que tienen su vida y su ajetreo habitual y la de los refugiados que deambulan, avergonzados, y fingen no reconocerse entre ellos. Al igual que la ciudad de la catástrofe, esta también es, para el segundo grupo, una ciudad sin tiempo (Redondo 2020: 348), ni lenta ni veloz, sino detenida. La segunda cuestión importante es que esta visión de Kiev cierra un círculo. Uno de los principales pasajes descriptivos de este nuevo lugar al que ha llegado el protagonista (Redondo 2020: 350-352) retoma la narración del trayecto en tranvía con el que se iniciaba la novela; un trayecto de soledad e incomunicación en el que cada individuo parece ir rumiando su desgracia particular, en un tranvía cuyos «escasos ocupantes se sientan tan lejos como pueden los unos de los otros» (Redondo 2020: 352). Y no solo el entorno es semejante, sino que los formulismos intercambiados entre los viajeros y el conductor son exactamente los mismos que habíamos leído más de trescientas páginas antes. Como en las fachadas, la monotonía, la despersonalización y el decaimiento son la tónica. También semejante al pasaje inicial es que esta secuencia concluya con un personaje, ahora conocido, que contempla el agua del río y refuerza así los negros augurios ya anticipados por el trayecto en tranvía: «Qué trae esa agua sombría. Qué lamento, qué silencio arrastra, qué muerte lleva consigo esa agua triste» (Redondo 2020: 352). A través de esta ambientación, la novela reitera la desolación inicial, la imposibilidad de sustraerse a las sensaciones que este entorno trae consigo. Y el regreso clandestino a un Prípiat desierto tras el final trágico de Irina no hará más que reforzarlo.
5. Conclusiones Pese a los muchos rasgos que comparten, los modelos urbanos de Todo esto existe no son asimilables al concepto de no ciudad que en este artículo se ha manejado. La novela de Redondo presenta interés para estudiar las representaciones literarias de la ciudad en tanto que plantea varios modelos urbanos que van de la mano de la evolución de la trama. Hemos visto que a un planteamiento, nudo y desenlace clásicos le corresponden sendos modos de concebir la urbe. Pero, ¿por qué
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Kiev y Prípiat? La ciudad comunista sintoniza con el frío espiritual y la soledad colectiva en los que la novela quiere profundizar a través de la relación entre los dos protagonistas. Además, hace verosímil el nudo de la trama: un estado un tanto ineficaz (por ejemplo, Redondo 2020: 84-85) en el que una denuncia policial del caso no parece ser la mejor opción para arreglar el problema y en el que la adolescente puede refugiarse en casa del profesor sin ser descubierta. Es el entorno apropiado para que el protagonista esté «solo en esto» (Redondo 2020: 82) y pueda generarse la situación de confinamiento y la sintonización de dos vidas solitarias y aisladas. Ello explica también uno de los principales rasgos de la ciudad del confinamiento: el patrón comunicativo del interior de la casa es un reflejo del patrón exterior. Las cualidades del espacio público y el privado se funden. Da cuenta de ello el miedo a ser descubiertos dentro del espacio privado por la mera activación de la radio, como si este fuera público; o el hecho de que, durante muchas páginas, los personajes mantengan una relación que podría ser la misma que se diera en el patio del colegio. Es por tanto un ejemplo de interiorización psíquica de las dinámicas de los espacios públicos, presentados en la escena inicial y una de las escenas finales a modo de espejo o de cerco que limita las posibilidades de los personajes. Kiev esencializa la soledad y la grisura, es un arquetipo aplicable en su integridad a Prípiat o a cualquier otra urbe del entorno. Así, en tanto que el modelo urbano marca notablemente a los personajes, lo que el lector percibe es que da igual que estemos en Prípiat, Kiev o cualquier otro sitio. Todos son la misma ciudad.
Bibliografía Bond, Michael (2017): «The hidden ways that architecture affects how you feel», en BBC Future, 6 de junio de 2017. En: https://www.bbc.com/future/article/20170605-the-psychology-behind-your-citys-design [Consulta: 8/4/2020]. Honoré, Carl (2006): Elogio de la lentitud. Barcelona: RBA. Ionesco, Eugène (1965): Notas y contranotas. Estudios sobre el teatro. Buenos Aires: Losada. Mora, Vicente Luis (2019): La huida de la imaginación. Valencia: Pre-Textos.
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Muñoz Molina, Antonio (2018): Un andar solitario entre la gente. Barcelona: Seix Barral. — (2019): Tus pasos en la escalera. Barcelona: Seix Barral. Ordine, Nuccio (2019): La utilidad de lo inútil. Manifiesto. Barcelona: Acantilado. Redondo, Íñigo (2020): Todo esto existe. Barcelona: Random House. Seoane, Andrés (2020): «Íñigo Redondo: “La literatura debe contar la cara B de la realidad”», en El Cultural, 15 de enero de 2020. En: https://elcultural.com/inigo-redondo-la-literatura-debe-contar-la-cara-b-de-la-realidad [Consulta: 8/4/2020]. Scruton, Roger (2020): La belleza. Barcelona: Elba.
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Pietralata y Roma en La Storia de Elsa Morante: la no ciudad, el lugar y el no lugar, la barbarie y la fiesta Elisa Martínez Garrido Universidad Complutense de Madrid
1. Introducción Elsa Morante publica su tercera gran novela, La Storia, en 1974. Como sabemos es una novela río, compleja y extensa, en la que se pasa revista a toda la narrativa italiana y europea del siglo xix y de gran parte del xx; una novela realista, neorrealista e incluso hiperrealista1 que indaga además en las posibilidades ontológicas de la palabra y de la poesía, entendida como vía humana y espiritual de salvación2. 1. Piénsese en la violación sádica y en el asesinato de Mariolina y su madre, a manos del ejército alemán, correspondiente al año 1944 (Morante 1974: 301-306) o en la muerte de Santina a manos de su chulo, Nello D’Angeli (Morante 1974: 422429). 2. Son claves los pasajes de La Storia dedicados a la ontología poética (Martínez Garrido 2016: 149-172).
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La mayor parte de los pasajes de la obra están dedicados al horror y a la barbarie sufrida por los habitantes de Roma (espacio urbano que se transforma en el prototipo de la no ciudad durante la ocupación nazi) en la Segunda Guerra Mundial y en la inmediata posguerra. Por esa razón algunos han visto en esta novela una crónica de la vida de la Roma popular, durante buena parte del siglo xx, hecho que confiere a la obra un tono épico en sentido brechtiano (Garboli 1995: 162). Roma es sin duda una protagonista central en el desarrollo temático y actancial del texto; sus barrios, sus rincones, sus actividades mercantiles están presentes en cada momento de la historia de los humildes, los protagonistas que padecen el Poder y sufren la Historia. Pero, dada la condición social de sus personajes, los desheredados, los barrios populares de la ciudad cobran gran protagonismo, en oposición a la Roma monumental3. Por eso Testaccio, San Lorenzo, el Ghetto son los barrios que ambientan la vida de Ida, de Useppe, de Nino y de Carlo Vivaldi. Se trata de espacios ciudadanos, destruidos por los bombardeos del ejército aliado y del alemán, y sumamente activos en la lucha clandestina de la Resistencia. Ambos factores contribuyeron, sin embargo, a deshacer, completamente, sus condiciones mínimas de habitabilidad y de convivencia. Los barrios populares de Roma son, dadas las condiciones de guerra e inmediata posguerra en las que se enmarca la novela, no lugares, en cierta manera no identitarios, tanto antropológica como individualmente. A pesar de la importancia de estas zonas urbanas, en este trabajo quisiera centrarme, dentro del capítulo dedicado al año 1943, en la importancia de la barriada de Pietralata, un real prototipo de la no ciudad, el lugar otro donde se refugian Ida y su hijo Useppe tras el bombardeo de su casa de San Lorenzo. Gracias a la sugerencia del tabernero, se había unido a un grupo de damnificados que huían en dirección a Pietralata, hacia un edificio en el que se había acondicionado un sitio para dormir para la gente sin hogar. Casi todos lo que la precedían y también los que estaban detrás de ella en la fila llevaban bultos, o 3. Morante dedica a la Roma monumental solo una mención dentro del capítulo dedicado al año 1945, momento en que Nino, con su moto, acabada la guerra, pasea a Useppe por el centro de la ciudad (Morante 1974: 363).
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maletas, algún que otro mueble y enseres de casa; sin embargo, ella, a excepción de Useppe, no tenía nada que llevar. La única cosa realmente suya era la bolsa de la compra que le colgaba del hombro, con los paquetes de la Cruz Roja y el rodete para la cabeza de la vieja de Mandela4. Pero afortunadamente, a salvo, dentro del sujetador (que se ponía incluso en verano), le quedaba todavía el valioso hatillo con sus ahorros [...]. Ahora su único deseo era llegar, donde fuera, incluso a un campo de concentración o a una fosa, para poder liberarse del feroz sujetador (Morante 1974: 176-177)5.
Los protagonistas de La Storia viven durante varios meses en una nave con miles de refugiados, personas sin techo y sin recursos; el caos de Pietralata, en cuanto que no lugar, reúne, durante el capítulo de 1943, todos los elementos antropológicos de lo que se ha convenido en definir como refugiados y desterrados. En este capítulo de La Storia nos encontramos, pues, con la no ciudad (Delgado 2007), la negación absoluta de la polis. Pietralata es, por consiguiente, un desierto urbano. Y el desierto es la expresión que mejor representa la idea del no-lugar, del umbral absoluto de la no identidad; un espacio con mínimas referencias, que solo puede ser atravesado por quienes antes han perdido todo o están a punto de perderse a sí mismos. Pietralata es, pues, en la novela de Elsa Morante, el espacio semiurbano de los expulsados, de los marginales, de los homeless. Como se acaba de decir, la barriada romana, en principio, constituye un perfecto ejemplo de no ciudad. En el barracón de Pietralata se recogen los restos de los naufragios existenciales y sociales de la ciudad, asediada por el fascismo y por la guerra. Por eso, si el desierto es el espacio nómada por excelencia, el escenario en el que es inconcebible la autoridad, la función social y la ciudadana, la trascendencia, la solemnidad y todo lo estructurado, Pietralata, en cuanto que barriada marginal, construida de los desechos del cuarto estado, se configura en metáfora paradigmática de la no ciudad en tiempos de guerra. Podríamos decir que Pietralata es el cronotopo del no lugar, de la transmigración y de la huida. El barracón aislado, en medio de la nada de 4. Pequeña localidad cercana a Roma. 5. La traducción de todos los pasajes de la novela es mía.
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la campiña romana, ya en fase de agrupamiento suburbano, no puede ser, por tanto, un lugar de identidad antropológica en el sentido fuerte y sistemático de la configuración de la misma. Estamos ante un lugar que representa lo provisional, lo efímero, un lugar y no lugar al mismo tiempo, destinado al pasaje migratorio de las víctimas de la historia.
2. Algunas ubicaciones históricas y antropológicas acerca de Pietralata Los primeros asentamientos de la barriada romana se fechan en 1922. La mayoría de sus habitantes eran excombatientes de la Primera Guerra Mundial y de la Guerra de Libia. Posteriormente, se fundó de manera oficial entre 1932 y 1940, bajo el régimen mussoliniano, tras haber desalojado a los ciudadanos más humildes de los barrios centrales de Roma. Pietralata es todavía hoy una de las zonas más populares de la capital de Italia. Creció desordenadamente a partir de su fundación oficial durante el fascismo, en el límite entre la campiña del nordeste y la capital. Desde su fundación fue habitada por campesinos, obreros, desheredados, desocupados... Pietralata fue, además, durante la Segunda Guerra Mundial, el centro de la Resistencia romana. Así nos la describe Morante: Pietralata era una zona estéril de la campiña de la extrema periferia de Roma, donde el régimen fascista había levantado algunos años antes una especie de poblacho para los excluidos, o sea para las familias pobres que habían sido expulsadas por decreto de sus antiguas casas del centro. Para ellas, el régimen había levantado a toda prisa la nueva barriada, hecha de materiales de ínfima cualidad, formada por alojamientos rudimentarios, hechos en serie, que, aunque de reciente construcción, estaban ya en un grave estado de decrepitud y de ruina. Si no recuerdo mal, eran casuchas rectangulares, puestas en fila, todas del mismo color amarillento, colocadas en medio de un terreno desolado y sin asfaltar, que solo ofrecía algún que otro arbolillo seco y, por lo demás, solo polvo y fango, según las distintas estaciones. Quitando las casuchas, se podían ver algunas construcciones de cemento, adaptadas como letrinas o lavaderos o algunos tendederos, con la forma de horcas. Dentro de cada una de esas casuchas-dormitorio se amontonaban familias y generaciones enteras, a las que ahora se unía la población errante de refugiados de guerra.
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En Roma, especialmente, en los últimos tiempos, se la consideraba casi una zona franca, al margen de la ley; en general los fascistas y los nazis no se atrevían mucho a dejarse ver por allí, a pesar de que el panorama estuviera dominado por un fuerte militar, con una torre de vigilancia en lo alto de un montecillo (Morante 1974: 179).
Sin agua corriente ni electricidad, el agrupamiento humano estaba formado por chabolas paupérrimas y sin condiciones higiénicas. Al estar aislada de la ciudad, Pietralata puede ser considerada una isla a caballo entre el campo y la periferia (Camarda 2007). Durante los años 40, sus habitantes sobrevivieron gracias a la caridad de instituciones religiosas y a la solidaridad del PCI, partido que operaba dentro de la más estricta clandestinidad. Pietralata era una barriada en cierta forma similar a lo que fue El Pozo del Tío Raimundo, durante los años 40 y 50, en Madrid. Durante la segunda contienda bélica, los bombardeos del 8 de septiembre de 1943, tras la disolución del ejército italiano y la ocupación alemana del centro y norte de Italia, exasperaron a sus habitantes. Ante la situación extrema que vivía el país, los habitantes se organizaron en grupos de resistencia y llevaron a cabo acciones importantes, como el asalto a los hornos de pan, los ataques a los camiones militares alemanes, los cortes de línea eléctrica y telefónica... En la barriada fue muy activo el grupo Bandiera rossa, que atacó el 20 de octubre de 1943 el Forte Tiburtino para obtener comida, medicinas y demás enseres de primera necesidad. Muchos de sus componentes cayeron prisioneros, y el 22 de octubre fueron fusilados, cerca de la cárcel de Rebibbia, y arrojados a una fosa común que ellos mismos habían cavado. Este hecho se conoce como el Eccidio di Pietralata y a él dedica Elsa Morante un pasaje importante dentro del capítulo correspondiente al año 1943. Algunos días después, también en Pietralata, apareció pegado el siguiente cartel, en alemán y en italiano: El 22 de octubre de 1943 algunos civiles italianos que formaban parte de una banda de comunistas han disparado contra las tropas alemanas. Cayeron prisioneros tras un breve enfrentamiento. El Tribunal militar ha condenado a muerte a 10 miembros de esta banda por haber atacado a mano armada a miembros pertenecientes a las fuerzas armadas alemanas.
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La condena ha sido ejecutada6. La condena se ejecutó el día después del enfrentamiento, en un campo abierto, cercano a Pietralata, donde se enterró rápidamente a los cadáveres dentro de una fosa. Sin embargo, en cuanto se descubrió la fosa, en ella había 11 cadáveres y no 10. El undécimo era un ciclista inocente, que pasaba casualmente por el lugar, y que fue fusilado con los demás por el mero hecho de encontrarse allí (Morante 1974: 250).
A partir del final de la Segunda Guerra Mundial, la DC (Democracia Cristiana) y el PC (Partido Comunista) lucharon por obtener la hegemonía política en la zona. Pero las fuerzas de la especulación urbana, la presencia de las mafias y de la malavita hicieron de la barriada un ejemplo de la marginalidad social, del desclasamiento y de la falta de perspectiva antropológica de las zonas periféricas de las grandes ciudades de Italia.
3. Pietralata en la narrativa y el cine italianos del siglo XX En la barriada de Pietralata se ambienta buena parte de la narrativa y del cine italiano del segundo Novecento. El primero fue Pietro Zampa con su película L’onorevole Angelina (1947), interpretada por Anna Magnani. Le sigue Albero Moravia con sus Racconti romani (1954), llevados al cine por Gianni Franciolini en 1955. Pero quien verdaderamente da protagonismo a los barrios marginales de Roma y en concreto a Pietralata es Pier Paolo Pasolini; primero con sus novelas Ragazzi di vita (1955) y Una vita violenta (1962)7 y más tarde con sus películas. El escritor friulano se centró en la problemática antropológica del subproletariado romano, dentro de los enclaves periurbanos de la no ciudad. La barriada de Pietralata logra con Pasolini una nueva identidad, gracias a películas como Accatone (1961), en gran medida rodada en
6. La cursiva se encuentra en el original. 7. Pasolini dedica también innumerables poesías a Pietralata y a los bajos fondos de Roma, recogidas en sus libros Le ceneri di Gramsci (1957), La religione del mio tempo (1961) o Poesia in forma di rosa (1964) (Martinelli 2010: 87-90).
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esta zona, junto a otras de los suburbios de Roma, como el Casilino, el Prenestino, el Tuscolano y la Appia Nuova. En estas obras, Pasolini se centra en la vida de la delincuencia, de la prostitución y de la violencia de la periferia romana. Él es el primero que explora los lugares otros de la no ciudad, de la ciudad en los márgenes, a través de un realismo desgarrado. El escritor y cineasta italiano intenta, sin embargo, dar la vuelta a la marginalidad de estas barriadas, y da a conocer, a partir de la dureza de la vida en dichas islas periféricas, las potencialidades humanas e incluso líricas de su total alteridad. A partir de su iconografía de la marginalidad paraurbana nace en Italia una nueva manera de concebir la exclusión social de la no ciudad. Pero es el «sueño de otra cosa» el que nos conduce a la profunda y poliédrica personalidad de los protagonistas pasolinianos, a los que solo queda la libertad de morir. En esta misma línea, Elsa Morante con el personaje de Useppe, en La Storia, hace de estos espacios marginales un lugar para la otredad de la poesía; una posición ética y estética, en cierta manera transmoderna, paralela a la contenida en la obra de Pasolini, y de modo muy concreto en el film, Uccellacci e Ucellini de 1966 (Martínez Garrido 2016: 165-171).
4. Pietralata: el peregrinaje y el nomadismo Ida y su hijo Useppe llegan al barracón de Pietralata, porque pierden su casa, y, con otro grupo de damnificados, inician su primera etapa de peregrinaje y de nomadismo. Ida, como mujer en los márgenes sociales, y Useppe, como bastardo, son seres postidentitarios, personas que intentan adaptarse a las múltiples transformaciones a las que se ven abocados y a los distintos lugares paraurbanos y urbanos a los que intentan pertenecer, aunque sin conseguirlo del todo. Ida, porque es incapaz de soportar el trauma, y Useppe, porque es víctima de la enfermedad y de la Historia, en toda su plenitud. La identidad de Ida y de Useppe, en estrecha unión a su destierro, a su peregrinar y a su exilio y marginalidad, es ajena a cualquier perfil de identificación social y de soberanía jerárquica. Su identidad, en cuanto que sujetos nómadas y exiliados, está, desde el comienzo de la obra,
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trazada por el continuo devenir. Por eso los principales personajes morantianos de La Storia se ven abocados a continuas dislocaciones y privaciones emotivas e identitarias. Ida es víctima de miles de angustias y de contradicciones, estrechamente conectadas a su no condición de madre sin marido y a su pertenencia «racial», social y espacial. Useppe, al enfrentarse a su continuo peregrinaje urbano, hecho que conlleva la separación y pérdida de sus seres queridos, agudizada en tiempos de guerra, contrae, aún dentro de su divinidad espiritual, la enfermedad, la que le impedirá enfrentarse al luto y lo conducirá a la muerte. Pero a pesar de todo, su primer exilio, el de Pietralata, representa para él un momento de felicidad. Con Useppe, estamos, pues, ante un personaje que goza de una subjetividad móvil, multicultural y sumamente estratificada, en cierta manera coherente con la continua reelaboración de sus orígenes y con su continua transformación social en relación a sus distintas ubicaciones urbanas, paraurbanas, sociales, familiares y afectivas8; todas ellas marcadas por la pérdida y por la separación.
5. El refugio de Pietralata en La Storia de Elsa Morante: de la desolación al regocijo Ida, con su extrema timidez, a lo largo de la novela, se verá en la necesidad de sobrevivir a sus distintas ubicaciones existenciales y antropológicas, y, en Pietralata, sufrirá por la falta de intimidad, por el miedo al asalto alemán y por la precariedad material con la que se enfrenta a la vida del barracón. Para ella su ingreso en el lugar colectivo supone el descubrimiento de un espacio exótico: Pero para Ida, la barriada, con todos sus habitantes, seguía siendo una región exótica, a la que acudía solamente para comprar algo en el mercado, o en situaciones semejantes, y la atravesaba siempre con el corazón en un puño, como un conejo (Morante 1974: 179).
8. Hago mías las observaciones de la pensadora Rossi Braidotti (1995: 234-245).
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Entre el grupo de refugiados, ella era la más instruida, pero también la más pobre; y esto la hacía más tímida y miedosa. Incluso con los chiquillos de los Mille no era capaz de librarse de su sentido de inferioridad, y solo con las gemelitas se tomaba alguna confianza, porque ellas también habían nacido de padre desconocido. [...] Ella tenía siempre miedo de molestar, de estar de más, y solo raramente salía de su rincón en el que vivía agazapada detrás de su cortinita como un preso en su celda de castigo. Mientras se vestía y se desnudaba, temblaba por el miedo de que algún extraño se asomase por la cortina, o pudiera entreverla a través de los agujeros de la tela de saco. Cada vez que iba al retrete se avergonzaba, porque muy a menudo había que hacer fila; pero por el contrario aquel sitio fétido era el único lugar que le permitía, al menos, un poco de aislamiento y de quietud (Morante 1974: 193).
Por el contrario, Useppe, con solo dos años de edad, vive la convivencia promiscua en la barriada romana como una fiesta, en la que participan innumerables personas y animales; su capacidad de sociabilidad y de relación es tal que, a la luz de su corta edad, incluso la presencia de las tropas nazis se convierte en una aventura. Desde entonces, la existencia promiscua en aquella única habitación, que para Ida fue un suplicio cotidiano, para Useppe fue una continua fiesta. Su pequeña vida había sido siempre (salvo en las noches excepcionales de las alarmas) solitaria y aislada; y ahora tenía la suerte sublime de encontrarse, de día y de noche, ¡en compañía de muchísima gente! Parecía incluso que se hubiera vuelto loco, que se hubiera enamorado de todos (Morante 1974: 187).
En el barracón de Pietralata, Useppe entra en contacto con los varios Giuseppe, Primo (el marido de Mercedes), Secondo (Cuchiarelli) e Beppe (el pequeño napolitano), con la familia de los Mille, una peculiar tribu, proveniente en parte de Nápoles, y sobre todo con Carulina, una adolescente de quince años, y sus hijas pequeñitas, así como con los gatos y los canarios: «[...] una última hija pequeña de nombre Carulina, que tenía quince años ya cumplidos, pero que representaba trece; por sus trencitas negras cogidas en doble fila y de punta encima de las sienes, lo que hacía pensar en una gata o en un zorro con las orejas de punta» (Morante 1974: 182). Con las dos gemelas recién nacidas, el protagonista se casa en un juego ritual, festivo y mágico:
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Y dicho esto, mientras las manos de los tres esposos se entrelazaban solemnemente, la oficiante Mercedes hizo el gesto de poner en sus dedos los tres anillos imaginarios. Useppe resplandecía en su fervor, pero también de responsabilidad por la doble consagración, que Carulí aprobaba contentísima, estaban también presentes Impero, Currado y toda la turba de chiquillos que asistían a la ceremonia, con la boca abierta (Morante 1974: 188).
En el barracón conoce además al gran personaje de Carlo Vivaldi-Davide Segre (Morante 1974: 198), su amigo poeta y el confidente de su inocente poetar infantil, reencuentra a Nino (209) y, gracias a él, en sus salidas clandestinas, empezará a hablar con los pájaros (268269) y sentirá una profunda pietas por el ternerito de los vagones de la Stazione Tiburtina (242) y por los ojos de los judíos, también encerrados en un convoy, camino de los campos de concentración nazis (243-244). Es decir, en el aparente no lugar de Piteralata, en la barriada marginal de la periferia romana, en el año 1943, se fragua la formación existencial de Useppe y su amor por los otros y por la vida, siempre en continuo diálogo con la alteridad. Después, de repente, de forma irresistible, irrumpía con algunos discursos alegres e incomprensibles, quizás convencido de que para dialogar con aquellas criaturas fuera necesario un lenguaje primitivo. Y quizás tenía razón, porque ellos le correspondían con gestos hilarantes y con voces especiales, hasta tal punto entusiastas que, al producirlas, se llenaban todos de saliva (Morante 1974: 188).
Es decir, Useppe en Pietralata, rodeado de gente, es feliz y vive en una fiesta permanente. Si para Ida la permanencia en el barracón supone una pérdida de intimidad, de libertad y de sosiego, para Useppe la convivencia continua con los otros representa la alegría, el diálogo, la algarabía de descubrir su variable identidad relacional, a partir del cariño y del acercamiento al o/Otro. Useppe se abre así a una nueva subjetividad múltiple que parte de una innata necesidad de diálogo universal.
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6. Conclusiones Después de todo lo dicho hasta aquí, podemos deducir que Pietralata, en función de los dos grandes personajes de La Storia, se nos presenta a la vez como lugar y como no lugar, una no ciudad que, al descomponer por completo la estructuración sistemática de lo urbano, otorga a Ida la condición de nómada, pero acerca a Useppe, sin embargo, a la nueva conciencia del exiliado9. Porque, como nos dice María Zambrano en Los bienaventurados (1990), el exilio puede convertirse en una categoría metafísica. Por eso mismo Ida en cuanto que desterrada y refugiada erra continuamente de un lugar a un no lugar, sin un paradero ontológico posible. Useppe, por el contrario, dada su condición de niño divino, es portador de una nueva conciencia. Él es el sacrificado por la historia, pero al mismo tiempo es también el portador de una «buena nueva»: el diálogo universal, la ley del corazón y el acceso a la última verdad de la poesía. Useppe, por tanto, desde su no lugar, a partir del barracón de la no ciudad que es Pietralata, desde su no pertenencia, desde su hibridismo y desde su desamparo, accede a la palabra poética y atraviesa así su propio destino, hasta completarlo del todo. Para él la desubicación del no lugar se convierte, por tanto, en el trampolín de una nueva intersubjetividad y de una diferente identidad fronteriza.
Bibliografía Augé, Marc (1993): Los no lugares. Espacios del anónimo. Barcelona: Gedisa. Braidotti, Rosi (1995): Il soggetto nomade. Femminismo e crisi della modernità. Roma: Donzelli. 9. Solo cuando el barracón de Pietralata empieza a vaciarse y Useppe siente la pérdida de sus amigos, la voz de la narradora lo describe como un emigrante: «Al ruido ligero de sus botas siguió un total silencio. A partir de este mismo momento, al asomarse detrás de la cortina, Ida lo vio sentado como un emigrante, encima de un saco de arena, mientras examinaba el disco que había dejado Carulina, acariciando con la punta del dedo los surcos de alrededor» (Morante 1974: 281).
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Camarda, Emilia (2007): Pietralata. Da campagna a isola di periferia. Milano: Franco Angeli. Capano, Francesca, Maria Ines Pascariello y Massimo Visone (a. c. di) (2018): La Città Altra. Storia e immagine della diversità urbana: luoghi e paesaggi dei privilegie del benessere, dell’isolamento, del disagio, della multiculturalità. Napoli: CIRICE. De Certeau, Michel (1990): L’Invention du quotidien. Paris: Gallimard. Duvignaud, Jean (1997): Lieux e non lieux. Paris: Galilée: 1977. Delgado, Manuel (2007): La ciudad mentirosa. Fraude y miseria del Modelo Barcelona. Barcelona: Catarata. Garboli, Cesare (1995): Il gioco segreto. Nove immagini di Elsa Morante. Milano: Adelphi. Lucamante, Stefania (2012): Quella difficile identità. Ebraismo e rappresentazioni letterarie della Shoah. Roma: Iacobelli. Martinelli, Luigi (2010): Pier Paolo Pasolini. Retrato de un intelectual. Valencia: Universitat de Valencia. Martínez Garrido, Elisa (2016): I romanzi di Elsa Morante. Scrittura, poesia ed etica. Lugano: Agorà. Morante, Elsa (1974): La Storia. Torino: Einaudi. Zagra, Giuliana (2020): Beniculturali, www.appasseggio, Nella “Storia” di Elsa Morante: il quartiere di Testaccio. Biblioteca Nazionale di Roma: Fondo Morante. — (2020): www.appaseggio, Nella “Storia” di Elsa Morante: il quartiere di San Lorenzo. Biblioteca Nazionale di Roma: Fondo Morante. Zambrano, María (1990): Los bienaventurados. Madrid: Siruela.
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Laida no es mi nombre de Carlos Lozano Ascencio: de la distopía a la utopía Carmen Mejía Ruiz Universidad Complutense de Madrid Instituto de Investigaciones Feministas
Nada mejor que comenzar con las palabras del autor de Laida no es mi nombre (2019) para explicar el proyecto de la colección «La contra-corriente del Golfo», donde se publica. El nombre hace referencia «a la corriente marina de agua cálida que parte del Golfo de México y que, al llegar al continente europeo, incrementa la temperatura y le asegura un clima cálido para la latitud en la que se encuentra» (Lozano 2019a). El objetivo de esta colección consiste en «reunir varias narraciones no seriadas que tienen en común contar historias en las que inevitablemente se va de una orilla a otra del Atlántico en cualquier medio de transporte y en cualquier época histórica» (Lozano 2019a), de ahí que su título sea la contra-corriente. Por el momento se han publicado dos novelas en la colección. La primera de ellas, Ana desde hace tiempo, en 2018 y la citada Laida no es mi nombre, que ve la luz en 2019, ambas autopublicadas por el autor en Amazon.
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Carlos Lozano Ascencio nació en México en 1962 y reside en Madrid desde hace treinta años. Es licenciado en Comunicación Social por la Universidad Autónoma de México y doctor en Ciencias de la Información por la Universidad Complutense de Madrid. Ha sido y es autor de teatro y guionista en varios programas de las televisiones públicas de México y de España. Actualmente es profesor de Periodismo en la Universidad Rey Juan Carlos de Madrid. Nos interesa el enfoque que el autor utiliza para unir las dos orillas del Atlántico. Carlos Lozano utiliza su escritura creativa como búsqueda de identidad, dado que es mexicano y que está afincado en Madrid desde hace tiempo: Yo creo que este proyecto ha sido mi apuesta para encontrar mi identidad como escritor. Se puede escribir sobre cualquier tema, pero uno no busca «cualquier tema» para hacer una novela, a menos que escribas por encargo. Entonces, cuando te preguntas seriamente: ¿Qué puedo escribir yo a diferencia de los demás?, la respuesta es una indagación interior que te ubica en un cruce de caminos en el que se pueden ver tus intereses, tus experiencias, tus habilidades, tus limitaciones... Cuando llegué a vivir a España hace treinta años (1989) no sabía qué escribir ni cómo hacerlo. Tardé mucho tiempo en darme cuenta, pero cuando hice conciencia de lo que era, dónde y cómo estaba, vi con más claridad lo que tenía que escribir (Lozano 2019a).
El sentimiento de no pertenencia que se produce en los migrantes, en los exiliados o en los transterrados es uno de los grandes temas que encontramos en las escritoras o escritores que por diferentes motivos políticos, económicos o sociales se ven abocados a abandonar su lugar de origen. De ahí que surja ese sentimiento de búsqueda incesante de la identidad en un lugar extraño, o en la tierra de acogida. El extrañamiento o la no pertenencia se percibe muy sutilmente en la narrativa de Lozano Ascencio a través del ir y venir de sus personajes de una orilla a otra del Atlántico. Personajes que por motivos diferentes no se sienten ubicados y que buscan algo o a alguien que les haga sentir la pertenencia a algún lugar, esta desubicación de los personajes los lleva al «no lugar» (Córdova Aguilar 2008: 5). En Ana desde hace tiempo (2018) se narran historias que van de la Ciudad de México a Madrid y viceversa. Uno de los lugares más
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emblemáticos de Ana desde hace tiempo es la Alameda Central, el parque de la Ciudad de México que se caracteriza por ser el principal lugar de encuentro de los mexicanos, un escenario para verse y conocerse, un espejo para reconocerse tal y como son, tal y como los mexicanos quieren ser. La historia de México tiene mucho que ver con la Alameda Central y prácticamente todas las historias y personajes de Ana desde hace tiempo pasan y se cruzan por esa zona cero1. No nos detendremos en Ana desde hace tiempo, a pesar de que sus historias y personajes podrían encajar en este ensayo. Al ser nuestro objetivo un ir y venir de un lugar a otro, nos interesa Laida no es mi nombre (2019) porque las dos orillas están presentes desde el principio de la obra con parecida intensidad. Las dos orillas del Atlántico, España y México; dos ciudades, Madrid y Ciudad de México; y cuatro protagonistas, Laida, Hernán, Santiago y Marina, con historias de vida compartidas. La voz narrativa es la de Lidia; ella relata su historia vinculada al grupo de música Arrecife, formado por los cuatro amigos citados. Nos encontramos con Laida, cuyo verdadero nombre es Lidia. La novela comienza así: «La gente suele llamarme “Laida”, pero mi verdadero nombre es “Lidia”» (Lozano 2019b: 5), el cambio de nombre podría llevarnos a interpretarlo como la pérdida de identidad, pero, a medida que transcurre el discurso narrativo, el lector descubre que está relacionado con la vida de Hernán, quien realmente fue el artífice del cambio de nombre de Lidia. Una de las claves de la obra, cuyo misterio continúa a lo largo de toda la narración, a pesar de que el autor lo intenta desvelar al principio de la misma. Laida, desde el comienzo, nos confiesa sus deseos de «empezar de nuevo» (Lozano 2019b: 5) con cuarenta años recién cumplidos en 2002. Laida, que espera durante diez horas a alguien en el aeropuerto de Barajas, tiene la necesidad de escribir su historia de vida para desprenderse del pasado y afianzar su presente con una nueva mirada: «de soltar mi pasado para no seguir arrastrándolo por mi insatisfecha y truncada biografía» (Lozano 2019b: 5). La escritura de este relato se 1. Véase la web de la colección: https://www.lacontracorrientedelgolfo.com/ana-desde-hace-tiempo.
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utiliza como terapia, busca sanar heridas abiertas. Al igual que el atentado de las Torres Gemelas de Nueva York, sucedido cinco meses antes del relato, transforma el mundo, Laida escribe ante ese futuro «[...] incierto [...], para buscar certezas y ánimos» (Lozano 2019b: 5) que le ayuden a cambiar su vida. Con esta finalidad, la voz narrativa, siempre de mujer, teclea en el ordenador su historia de vida con «la intención de recordar todo para poder olvidar» (Lozano 2019b: 6). De ahí que la denominemos escritura terapéutica. Para que las heridas cicatricen hay que enfrentarse al pasado para poder olvidar y seguir avanzando hacia nuevos horizontes. En este sentido, Marián Fernández LópezCao (2017: 158) trabaja el arte como terapia, lo que podemos aplicar a la escritura porque «[...] es también un modo de conocimiento que permite enfrentarse a los conflictos internos de un modo diferente». Laida describe a Santiago, en su vida matrimonial, como alguien que busca, infructuosamente, su lugar desde la perspectiva profesional. Pretende alcanzar un cierto reconocimiento social para salir del no lugar del anonimato, con la finalidad de «sentirse parte de algo, para no seguir en la nada» (Lozano 2019b: 11). En aquel tiempo Santiago buscaba desesperadamente ser alguien; se quería coger a un clavo ardiendo para sentirse parte de algo, para no seguir en la nada. Entonces, como yo, tenía veintinueve años, una hija de siete, una hipoteca de ochenta mil pesetas, un Seat Marbella con ciento treinta y un mil kilómetros y muy pocas cosas relevantes en el currículum. Era un buen vendedor. Vendía de todo. Seguros de vida, zapatos, perfumes... Era difícil pensar que Santiago, con todo el talento que derrochaba, no hubiera hecho nada importante. Cualquiera diría que ya habría grabado varios discos; que sus canciones sonarían en los repertorios de los grupos conocidos; que la gente del mundillo de la música lo conocería. Pero la realidad era muy distinta: él siempre estaba a punto de hacer algo importante, a punto de encontrar el trabajo de su vida (Lozano 2019b: 11).
Por otra parte, nos introduce en la historia de amistad de Santiago y Hernán, relatando dónde y cuándo se conocieron. El autor ubica a los protagonistas tanto en el espacio como en el tiempo para que el lector tenga los datos necesarios para su contextualización; los dos amigos arrastrarán en su recorrido a Laida y a Marina. Será en la Facultad de Ciencias de la Información de la Universidad Complutense de Madrid donde se conozcan Santiago y Hernán, allá por los años ochenta, época
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de la movida madrileña, muy significativa en España, sobre todo, para los jóvenes (Lozano 2019b: 76). De esta manera Santiago y Hernán: Formaron equipo e hicieron de sus vidas un ensayo continuo, una puesta en escena sin entreactos. [...] A simple vista, Santiago era mucho más interesante que Hernán. [...]. Entonces no fui capaz de detectar que Hernán era el que verdaderamente tenía cabeza, corazón, estatura y creatividad. [...] su gran baza era la integridad, la coherencia, la solidez de sus comentarios... Santiago, que no era nada tonto, supo detectar esas cualidades como si de un manantial se tratara: se dejaba influir por él y le gustaba pedirle opiniones antes de tomar una decisión importante. Si Hernán era el intelecto, Santiago era el cuerpo y yo terminé casándome con el músculo (Lozano 2019b: 20).
Los amigos, un día, deciden cantar a Laida, por el telefonillo de su casa de Chamberí, una serie de boleros mexicanos (Lozano 2019b: 20), canciones escogidas y arregladas por Hernán para que Santiago conquiste a Laida. Al terminar la serenata, Hernán se marcha enviándole un beso a Laida con un «¡Adiós mi chula!» (Lozano 2019b: 20). Es el momento en el que Laida le regala a Santiago una reproducción de El Jardín de las Delicias de El Bosco, que para ella representa la sensualidad, la posibilidad de soñar despierta (Lozano 2019b: 21), y la época en la que deja de llamarse Lidia para pasar a ser Laida a propuesta de Hernán: El día que conocí a Hernán me cambió el nombre. Fue en la fiesta de cumpleaños de Marina. Santiago me lo presentó amablemente y yo le dije mi nombre cuatro veces. Estaba medio borracho [...] —¡Laida! ¿has dicho Laida? —No. Lidia. He dicho «Lidia» —enfaticé. Al principio no me gustó el incidente, pero a fuerza de equivocarse continuamente, todo el mundo comenzó a llamarme así. Hasta yo lo adopté con agrado. —¡Ah! ¡Laida! ¡Si te pareces mucho! ¡No me había dado cuenta! —¿A quién? —A una mujer maravillosa que ilumina mi vida. Por aquel entonces yo todavía no sabía nada del cuadro de la Chata que presidía la sala de su casa familiar. —Laida no es mi nombre, pero gracias a ti, la gente me suele llamar así —le dije a Hernán en Bálsamos [...] —«Lidia» —me dijo—, es un nombre muy convencional, está muy oído [...] (Lozano 2019b: 135).
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La cuarta integrante del grupo Arrecife, Marina Harrison, llega a casa de Laida y de Santiago, transcurridos siete años, para hacerles una visita con un objetivo muy concreto. Su llegada inesperada provoca una situación incómoda, es el momento en el que se nos relata que estaba casada con Hernán y los motivos de esa boda: [...] lo había hecho, más que por amor, por compasión. Solo quiso ayudar a un amigo en apuros. Hernán tenía que regularizar su situación migratoria y el hecho de estar casado con una española le facilitaba las cosas. En privado nunca ejercieron como pareja. Que se sepa no se acostaron, ni intimaron como cónyuges. Solo buscaron resolver un trámite, pero a Hernán no le sirvió de nada. Él volvió a México para atender a su padre y ella, poco tiempo después, fue a buscarlo desesperadamente. No lo encontró y tampoco él se enteró de que ella lo anduvo buscando (Lozano 2019b: 31).
1. La escapada de Ciudad de México Hernán llega a España procedente de Ciudad de México con el objetivo de comprarse una nueva guitarra, pero la verdadera intención era [...] aprender a perderse, desconocerse para encontrarse a sí mismo, conocerse mejor poniéndose a prueba en un entorno inhabitual, respirar una sociedad distinta para medir la tolerancia de sus propios niveles de adaptación. Ahora bien, la gota que colmó el vaso y lo empujó a escapar de su casa fueron los desacuerdos con su familia respecto a la aplicación de la eutanasia a su moribundo padre, Sotero González Landini (Lozano 2019b: 71).
El día del cumpleaños de Hernán, de su mayoría de edad, el mismo día que Ronald Reagan gana las elecciones a la presidencia de los Estados Unidos, el primer martes de noviembre de 1980, instalan a su padre en su habitación de la casa del barrio de San Ángel de Ciudad de México. Hernán pasa a verlo y habla con la enfermera: —¿Tan mal está? —Yo creo que cuando se espera la muerte no se tienen ganas de nada. Pobrecito, nunca quisiera llegar a este punto. Ojalá que todo acabe pronto. La enfermera salió de la habitación a darle instrucciones a Esperanza, mientras Hernán se quedó viendo durante un largo rato a un hombre recostado en su cama
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que aunque solo tenía sesenta años parecía mucho mayor. Lo observó rodeando la cama varias veces y descubrió una cara flácida, sin expresión, unos ojos altivos y unos labios sin delinear. Quiso tocarle las manos blancas y transparentes, pero antes de sentir miedo o repugnancia volvió a terminar su plato de sopa (Lozano 2019b: 72).
En los momentos de lucidez, el padre de Hernán, que no pudo alistarse en el famoso Escuadrón 201 que, en 1944, representó la participación de México en la Segunda Guerra Mundial, se quejaba: «Para este final, ¡hubiera preferido estrellarme directamente en el mar con mi avión!» (Lozano 2019b: 74). Por ello, Sotero pide a su hijo Hernán que le ayude a morir y así se lo transmite Hernán a su familia: [...] mi papá me lo ha pedido, no es una idea mía, no es porque me haya quitado mi habitación, yo no soy un desalmado, ni un asesino; es caridad y si ustedes tanto pregonan las bondades del cristianismo deberían entender mejor el significado de esa palabra. Lo digo en serio. Él me pide que yo se lo explique a la familia, nada más (Lozano 2019b: 74).
La situación familiar es insostenible, las ideas religiosas de su madre le hacen la vida muy difícil; a Hernán vivir así le genera una gran tensión, por ello: [...] Después de dos años insufribles, decidió interrumpir temporalmente sus estudios universitarios y poner tierra de por medio. Vendió algunas de sus pertenencias, entre las que se encontraban varias guitarras eléctricas, un coche, marca Volkswagen, y un escritorio de caoba que precisamente le había regalado su padre Sotero. No sabía muy bien adónde ir, pero el capricho de comprarse una buena guitarra acústica lo trajo a Madrid. Él era incapaz de concebirse a sí mismo sin una guitarra a su vera en cualquier lugar del planeta (Lozano 2019b: 75).
2. Hernán y la movida madrileña Los ochenta en España son años de cambios muy importantes y Hernán llega al país en ese momento de «ebullición contracultural» (Lozano 2019b: 76) donde la vida nocturna llena de contrastes es muy atractiva. La España franquista ha terminado y la democracia abre muchas
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expectativas, la libertad es lo más importante. Por ello Hernán en la tierra de acogida no se siente extraño: [...] Cine, teatro, danza, literatura, cómics, bares, moda, alcohol, luces de neón, drogas y mucha noche. Hernán adoptó sus horarios vitales a esa particular visión nocturna de los contrastes que toleraban muchas situaciones, aparentemente irreconciliables con la convivencia y el sentido común, se sintió entusiasmado, como si se hubiese sumado a una fiesta sin haber sido invitado, pero en la que no se sintió como un extraño (Lozano 2019b: 76).
Ante esta intensa actividad nocturna nuestro protagonista mexicano se dedica a conocer el barrio de Malasaña, disfrutando de esta fiesta que para él supone la movida madrileña; pero, a pesar de no sentir el extrañamiento propio de los emigrados (Zambrano 1989: 251), Hernán todavía no ha encontrado su lugar en Madrid, se siente desubicado, algo perdido en ese «no lugar». Desde la desubicación se dedica a patear el centro de Madrid y termina en la calle de La Paz, donde consigue realizar el objetivo de su viaje. En Guitarras Domínguez, establecimiento de referencia para todos los amantes de las guitarras en Madrid, compra la guitarra que vino a buscar a España, a la que llama Candela (Lozano 2019b: 77). Cabe destacar que Hernán, posible alter ego de Carlos Lozano Ascencio, recurre a rememorar sus experiencias personales, en las que las guitarras son protagonistas. Traslada a los lectores a la ciudad de Cienfuegos (Cuba), donde conoció en el año 1979 a Lázaro García, uno de los fundadores de la Nueva Trova, movimiento al que pertenecerán Pablo Milanés y Silvio Rodríguez, entre otros, todos ellos muy reconocidos en la década de los ochenta. Acompaña este recuerdo con el comienzo de la letra de la canción «Al sur de mi mochila» de Lázaro García: «Se me olvidó el amor en este viaje, no le cupo al adiós que di temprano» (Lozano 2019b: 77), relacionada, desde nuestra perspectiva, con la historia que tiene Hernán con México. Esa relación de pérdida, nostalgia y dependencia que se produce al abandonar el lugar al que se pertenece, como se patentiza en la continuación de la letra de la citada canción: «se ha llenado de Patria el equipaje, con el adiós que te dejé en las manos [...]». El autor, con esta estrategia narrativa, protege a Hernán del dolor que provoca el desarraigo, al que María Zambrano alude: «[...] España, me había quedado
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sin ella, y yo, como todo amor tiende a absolutizarse, sentía no haberme llevado conmigo todo» (Zambrano 1989: 251). Del mismo modo, Hernán recuerda a Sergio Romano, quien dirigió el Concurso de Canto Nuevo que organizó el Canal 13 en 1981. De esta manera, el autor da las claves al lector para ilustrarse sobre los acontecimientos musicales y contextualizar esas referencias que complementan el imaginario construido, verosimilizándolo. Por otro lado, debemos insistir en la importancia de la música, pues cobra el papel de una protagonista más de la historia. Su presencia en el universo narrativo es tan relevante que nos permitimos la licencia de definirla como una obra sensorial. El sonido de la música, las canciones y sus letras toman parte activa en la narración, son guiños con los que el autor invita al lector a indagar en la relación de las letras de las canciones con la historia narrada, siempre en consonancia, como hemos demostrado, con la letra de la canción «Al sur de mi mochila» de Lázaro García. Hernán, entusiasmado con Candela y satisfecho con haber realizado el objetivo de su viaje, se encierra en su habitación para tocar continuamente la guitarra «hasta que los dueños de la pensión le llamaron la atención» (Lozano 2019b: 78). Después de vivir en diferentes lugares, Hernán, desubicado por no sentir un lugar como propio, continúa viviendo en lo que Julia Kristeva, en Extranjeros para nosotros mismos, define como «presente en suspenso», porque vivir en un «no lugar» implica, siguiendo a Kristeva, «[...] no pertenecer a ningún lugar, ningún tiempo, ningún amor. El origen perdido, el imposible enraizamiento, la memoria que se sumerge, el presente en suspenso» (en Garrido Alarcón 2011: 13): «[...] terminó el verano trabajando y viviendo en la bodega de un garito de Chueca: por las mañanas limpiaba el local, por las tardes ayudaba en la cocina, por las noches tocaba la guitarra y cuando cerraban se tumbaba en un sofá desvencijado» (Lozano 2019b: 78).
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3. La sociedad cooperativa: Santiago-Hernán En septiembre de 1982 se agota la fecha de vuelta de su billete de avión, pero nuestro protagonista aún no está preparado para volver a su casa de San Ángel y decide continuar, como oyente, sus estudios universitarios de Periodismo en la Universidad Complutense de Madrid. Es en los jardines de la facultad donde conoce a Santiago, que cantaba las canciones de la movida madrileña y que «[...] siempre estaba rodeado de gente, cantando, guitarra en mano, los bits del momento: “Qué tienes en los ojos, nena, o es que vas a llorar”» (Lozano 2019b: 79), de la tan tarareada canción «¿Qué hace una chica como tú en un sitio como este?», que todos los jóvenes cantaban y bailaban en los ochenta. Un día, Hernán lleva su guitarra a la Facultad y se pone a tocar, Santiago se aproxima a él, diciéndole: —Tocas muy bien. ¿Por qué no vienes conmigo? Conozco un sitio donde tendrías un público asegurado. [...] Nadie habría apostado por ello, pero desde ese momento se fraguó el inicio de una fecunda amistad entre Hernán y Santiago. ¡Qué digo amistad!, más bien habría que definirlo como «una sociedad cooperativa». —¡Escuchad un momento! [...] os quiero presentar a un amigo que toca la guitarra como los ángeles. Se llama Hernán y es mexicano. —¡Viva México! —exclamó uno con un grito estereotipado (Lozano 2019b: 80).
Santiago, deslumbrado por «los movimientos de las manos de Hernán» (Lozano 2019b: 80), imagina que podrían «emprender grandes proyectos musicales» (Lozano 2019b: 80). Al final Santiago se convierte en el mecenas de Hernán, le ayuda económicamente y le busca dónde alojarse de forma gratuita. La sociedad cooperativa formada por este tándem, en principio llamado «Los Duodécimos» (Lozano 2019b: 80), funciona. Ambos se apoyan: [...] En el fondo [Santiago] lo necesitaba, porque el bagaje musical de Hernán y su capacidad de improvisación valían todo un potosí. Hernán ayudó a Santiago a conocer mejor su voz, a encontrar tonalidades nunca antes exploradas, a tener más confianza en sí mismo frente a un micrófono, encima de un escenario o en un estudio de grabación.
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Muchas tardes, después de ensayar, Santiago le ayudaba a buscar piso para contarse (y confiarse) la vida el uno al otro (Lozano 2019b: 81).
4. Bálsamos, nacimiento del grupo Arrecife Hernán consigue alquilar una habitación en un piso compartido con otros estudiantes en el barrio de Lavapiés, pero para poder ensayar sin causar molestias deciden trasladarse a la casa rural que la familia de Santiago tenía en Bálsamos, un pueblecito de Segovia, apartado del mundo: «Bálsamos era tan pequeño que en tres calles estaban el bar, la iglesia, la casa del ayuntamiento y la tienda. No había más» (Lozano 2019b: 83). Llegan al lugar adecuado para poder trabajar y ensayar sin molestar a nadie, pero el encuentro con el lugar les provoca sentimientos encontrados: «Sentir tanta libertad, quietud, soledad y tiempo por delante les ocasionaba angustias y placeres simultáneos» (Lozano 2019b: 83). Santiago, como anfitrión, le hace un recorrido por el pueblo narrando todas las leyendas que se conocían, entre ellas la de que el Cid Campeador se echó la siesta en el tronco del árbol, «una gran olma» símbolo de la identidad de Bálsamos, situado en la plaza del pueblo (Lozano 2019b: 85). Al llegar a la iglesia, con pórtico románico, suben al campanario y desde allí Santiago invita a Hernán a decir unas palabras para la posteridad. Curiosamente, a pesar de estar en un lugar tan apartado del mundo, Hernán, animado, reivindica su identidad mexicana: «¡Que no digan que estaba dormido, más bien que digan que estaba soñando! Que, aunque viva muy lejos del nido yo no dejo de ser mexicano» (Lozano 2019b: 85). La lejanía, el distanciamiento físico de México no impide que Hernán manifieste su identidad mexicana en el pueblecito segoviano. El sentimiento de pertenencia a un lugar es lo que nos afianza como personas, lo que define nuestras raíces frente al desarraigo (Zambrano 1989: 252). De esta manera Hernán conoce las leyendas y los secretos que encierran las calles de Bálsamos. Entre ellas la del romance que tuvo la abuela de Santiago, Crisanta, con el edil Santiago Pérez; por ello a él le ponen de nombre Santiago, porque la abuela les pidió a sus hijas «que
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a un nieto suyo le pusieran Santiago por nombre» (Lozano 2019b: 86). Terminan en el bar de Ciriaco y allí coinciden con Cenizo de las Cuevas, el cegato, conocido en el pueblo como el profetizador (Lozano 2019b: 88). De esta manera, instalados en Bálsamos, comienzan a tener una vida rutinaria. Aprovecha el autor para dejar constancia de diferentes expresiones coloquiales que tanto un español como un mexicano no entienden si no se las explican, como pueden ser: «estar al loro», que se dice en el español de México «estar al pedo»; «irse de marcha», que se dice en el español de México «irse de reventón»; «ponerse a currar» en el español de México se dice «chambear» (Lozano 2019b: 90-91). Estas expresiones dejan constancia de la diferencia lingüística y, por tanto, de la diversidad cultural de ambos países. En esa vida rutinaria, Santiago invita a una vecina a ir a su casa por la tarde para que compruebe que Hernán y él solo son amigos, dadas las murmuraciones que circulan por el pueblo sobre ellos. Esa misma tarde Cenizo de las Cuevas lleva a Hernán a un lugar que nadie conoce y que solo le enseña confidencialmente a él porque le inspira la confianza «que no [le] da nadie del pueblo» (Lozano 2019b: 93). En ese lugar, oculto y maravilloso que está en el fondo de una montaña, según Cenizo, «[...] se aprende a sentir y no se puede olvidar, porque es un lugar en donde se cuelan las luces del sol y, a veces también, las luces de las lunas llenas» (Lozano 2019b: 93). Este es el motivo por el que Hernán llega muy tarde a casa y deja a Santiago plantado con la visita programada de la vecina. Esto provoca un desencuentro entre los amigos, pues Santiago no deja que Hernán se explique y pueda contarle la aventura vivida con Cenizo; desencuentro propio de la convivencia tan estrecha que, en ese momento, tienen los amigos.
5. El grupo Arrecife La llegada de Laida a Bálsamos tiene el objetivo de que la gente del pueblo deje de pensar que Santiago y Hernán son «maricones» (Lozano 2019b: 122). Esa imagen estaba muy afianzada y, a pesar de que ellos habían intentado demostrar que no lo eran, «la mala fama les seguía incomodando» (Lozano 2019b: 122). De esta manera, Laida
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conoce la historia de lo que le sucedió en la mano a Cenizo de las Cuevas (Lozano 2019b: 124) así como las pequeñas intimidades de la vida cotidiana de Santiago y de Hernán (Lozano 2019b: 125). Allí, se decide que Laida forme parte del grupo que están creando, pero ella llama a Marina porque se da cuenta de que «el trío no iba a funcionar ni personal ni musicalmente» (Lozano 2019b: 125). La idea consiste en planificar giras, recitales benéficos, «tocar en los restaurantes mexicanos que había en Madrid, y después ampliar horizontes a otras ciudades de España en donde se estuvieran asentando el gusto por el maíz y el chile picante» (Lozano 2019b: 126). La llegada de Marina «equilibró los ánimos, además ella era capaz de seguirlos musicalmente. Entonaba muy bien y tenía mucho desparpajo a la hora de imitar la voz rasposa de Chavela Vargas: “Me quitarán de quererte, llorona, pero de olvidarte nunca”» (Lozano 2019b: 126). Este grupo de cuatro nace como algo trascendente: «Algo que solo podía existir si estábamos los cuatro juntos, como las patas de una mesa, como los jinetes del apocalipsis, como los lados de un cuadrado. Nosotros cuatro, los instrumentos y las ganas de cantar o de representar con desfachatez, ironía y sensibilidad» (Lozano 2019b: 127). La fundación del grupo requiere la celebración de un rito iniciático y la búsqueda de un nombre: Dispuestos a hacer toda clase de «cuatrocidades» y «cuatropellos» nos escapamos al monte a hacer una fogata y danzar en un rito iniciático. —¡Necesitamos un nombre! —propuso Santiago. [...] Hernán se puso de pie y nos miró a la cara con un gesto muy serio. Dijo que él proponía el nombre de «Arrecife» y nos dio tres razones. [...] La tercera razón, la más utópica, era una forma de hacer el firme de un camino, de empedrar la andadura de cada uno de nosotros. Obstáculo o sendero por recorrer. Ni Santiago, ni Marina, ni yo dijimos nada. Cruzamos nuestras miradas y nos fundimos en un enorme abrazo danzando en círculos con la fogata a nuestros pies hasta ver llegar el amanecer en el valle de Bálsamos (Lozano 2019b: 127).
El grupo Arrecife tiene un futuro por delante, de ahí que a Marina se le ocurra que la forma de ayudar a Hernán, como extranjero, es el matrimonio. Por ello, se casan Marina y Hernán y ella se va de viaje de novios no se sabe con quién. Por su parte, Hernán, «el novio sin novia»
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(Lozano 2019b: 144), totalmente desorientado, le pregunta a Laida, la mejor amiga de Marina, « ¿quién es Marina?»; Laida le confiesa que es una persona muy complicada, que «[...] siempre había estado huyendo. La conocí escapándose de la profesora de literatura en el instituto. Y de hecho su boda con Hernán, para ella, solo fue una forma de escapar de su casa» (Lozano 2019b: 144). Cuando Laida le descubre a Hernán que Marina huye de «la escena en la que su padre la violó» (Lozano 2019b: 145), es el momento en el que Hernán comprende la locura de Marina, su desubicación, su inestabilidad, su desequilibrio y, quizá, es el momento en el que, muy enfadado consigo mismo, se arrepiente de haberle dicho que estaba «más loca que una manada de cabras desbocadas por la Gran Vía» (Lozano 2019b:143) y entiende su propuesta de matrimonio, quizá, también como un intento de tener un lazo con alguien y poder encontrar un lugar en el que sentirse segura, llegar a compartir con alguien un lugar propio y dejar de sentirse en un «no lugar». De esta manera, posteriormente, Marina viaja a Ciudad de México y a Veracruz a buscar a Hernán, con la intención de «quedarse con él» (Lozano 2019b: 121), objetivo que termina en fracaso.
6. Final del grupo Arrecife Hernán tiene que volver a México y con su vuelta se disuelve el grupo Arrecife en noviembre de 1983: «Regreso a México por un asunto importante [...], pero no se apuren por mí, que volveré en cuanto pueda. Arrecife tiene que continuar, todavía tenemos mucho que hacer» (Lozano 2019b: 46). Hernán se tiene que marchar porque tiene que ayudar a su padre a morir, pero también porque a pesar de haber encontrado el amor de su vida no ha encontrado su lugar en el mundo, porque es un amor no correspondido. Esa ambivalencia la manifiesta de esta manera: El colmo es llamarse «Hernán» y ser más mexicano que los nopales o ser vecino de Lavapiés y no poder caminar por la calle sin que los zapatos se te llenen de caca de perro, o vivir en la calle «Buenavista» en un piso interior donde nunca han llegado los rayos del sol de forma directa. Me siento como el último pinche dinosaurio que se extinguió por no encontrar un lugar en el arca de Noé, y estoy
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convencido de que una princesa tan hermosa como tú ha venido a buscarme a mi casa justo en el momento en que salí a comprar el pan (Lozano 2019b: 49).
Tras descubrir la infidelidad de Santiago con Marina un día antes de que Hernán se marchara a México, se produce el inevitable encuentro amoroso entre Laida y Hernán, ya anunciado desde el comienzo en los boleros seleccionados por Hernán para que Santiago la cortejara: «Y soy, aunque no quiera, esclavo de sus ojos, juguete de su amor» (Lozano 2019b: 20). La letra de la canción expresa el enamoramiento de Hernán: «Su amor es como un grito, que llevo aquí en mi alma y aquí en mi corazón». De esta manera pocas horas antes de partir: «Hernán me abrazó [...] —¿Sabes una cosa? —me besó el cuello. —Después de tu amistad, inevitablemente está tu cuerpo» (Lozano 2019b: 52). Laida lo acompaña al aeropuerto y se despide de él con la promesa de que estaría «en el aeropuerto cuando volviese a Madrid» (Lozano 2019b: 53). Dos meses después de irse Hernán, Laida le dice a Santiago que está embarazada y se casan.
7. México, una historia de amor Muy al comienzo de la novela la voz narrativa relata el viaje de Marina a México, quien se embarca en la aventura de buscar a aquel amigo con el que se casa para ayudarle a regularizar su situación migratoria en Madrid. Las dos orillas del Atlántico se fusionan en un ir y venir de estos personajes, que buscan inconscientemente un lugar en el mundo y a alguien con quien compartirlo para que sus vidas cobren sentido, de ahí que pretendan alcanzar esa «utopía» (Lozano 2019b: 99): Cuando Marina decidió ir a México, en septiembre de 1985, no tenía muy claro su objetivo, pero una vez que se puso en camino comenzó a darse cuenta de que iba en busca de una de las cosas más importantes que le habían sucedido [...]. Marina en realidad huía hacia delante y, sin pretenderlo, encontró el sentido de algo que no sabía que estaba buscando (Lozano 2019b: 33).
La carta que Hernán le escribe en el aniversario de su boda la empuja a volar a Ciudad de México. Una vez allí, se presenta en la casa
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de la familia de Hernán como una amiga que quiere darle una sorpresa, pero no lo encuentra. A la semana llama por teléfono a Selma, la hermana de Hernán, y la invita a comer. Es en ese momento cuando Marina conoce a la familia de Hernán, y descubre impresionada el cuadro que preside el salón de la casa de San Ángel, cuadro que explica el cambio del nombre de Lidia y la misteriosa historia de Hernán, su amor oculto por Laida: [...] Marina se acercó a mirar de cerca un cuadro que presidía todo el recinto. [...] —Es un cuadro [le explica Selma] que le regalaron a mi papá en su despedida de soltero. Se titula «Laida no es mi nombre». —¿Laida? — preguntó Marina—, ¿estás segura? [...] No solo le llamó la atención el nombre de «Laida» en el título, sino que, sobre todo, le impresionó el gran parecido físico entre la chica del cuadro y yo. Realmente éramos iguales. Le tomó una foto y, cuando volvió a Madrid, la puso dentro de un sobre junto a unas notas escritas con emoción. En ese momento, Marina creyó conocer el cuadro que justificaba su viaje a México, eso lo explicaba todo. Me lo dijo en esa carta que, por cierto, nunca le mostré a Santiago (Lozano 2019b: 37-38).
Marina, en la casa de San Ángel, conoce a Sotero, el padre de Hernán enfermo desde hace años, quien le indica que Hernán está en Veracruz. Además, le sugiere que busque a Pelayo, un viejo camarada suyo, que siempre «estaba cantando borracho por el malecón o en las playas de Boca del Río» (Lozano 2019b: 54). Marina se encuentra en Veracruz con Pelayo y descubre que este asturiano llegó al puerto de Veracruz a finales de los años treinta porque se enamoró «de una mujer de ojos verdes y de ideas rojas» (Lozano 2019b: 55). Fue ella quien, por compasión, lo ayudó a conseguir un trabajo como «vigilante en el faro de la Isla de Sacrificios» (Lozano 2019b: 56). Allí, según la leyenda, el romance de Pelayo y Celaida finalizó cuando Celaida, Laida, «vio pasar el barco por delante de la isla en dirección al puerto, se apresuró a ir a la ciudad en busca de un viejo amor en el que había creído demasiado. Pelayo no supo más de ella» (Lozano 2019b: 57), pero pensó que «con un bote robado y con la ayuda de la corriente del Golfo podría volver a encontrarse con su amada» (Lozano 2019b: 58). Como todo amor de leyenda el final de este amor es trágico. Pelayo le relata a Marina
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que, después de dos días, encontró el cuerpo «de una mujer de vestido blanco que yacía abandonada al capricho de las olas y la resaca. Era Celaida, su gaviota. Sabía perfectamente que ella volvería a tirarse al mar para seguir buscando un viejo amor en el que había creído demasiado» (Lozano 2019b: 59). Final que, conociendo el amor de Celaida por el marinero vasco, vaticinaran las garnacheras de la playa: «[...] tarde o temprano el mar se tragaría a Celaida para que pudiera reunirse con su marinero vasco» (Lozano 2019b: 57), quien la llamaba Laida. La vuelta a Ciudad de México después de conocer la historia de amor de Celaida y Pelayo fortalece a Marina porque «le había llegado hasta el fondo de su corazón» (Lozano 2019: 115). Marina se acerca a la casa de San Ángel para despedirse de Sotero y para agradecerle su interés por ella. Al llegar se encuentra con la noticia de su muerte, pues «[...] bebió libremente, con un popote, un preparado líquido con pentobarbital, según consta en la cinta de vídeo que grabó Hernán» (Lozano 2019b: 115-116) y de que Hernán «[...] se convirtió en un simple y vulgar fugitivo buscado por la burocrática judicatura mexicana» (Lozano 2019b: 116), a pesar de que Sotero deja escrito que Hernán solo lo ayudó a descansar: «[...] lo único que le he pedido a mi hijo Hernán González es que me ayude a correr las cortinas de las ventanas para que pueda ver la luz de la calle...» (Lozano 2019b: 120). Como se comprueba el autor trata el tema de la eutanasia, de gran actualidad, como otra de las claves del discurso narrativo y de las pésimas consecuencias que puede ocasionar, como las tuvo en la vida de Hernán. A pesar de que Marina viaja a México para quedarse con Hernán, su búsqueda resulta infructuosa y vuelve a Madrid, de nuevo, sin nada, sin nadie, sin un lugar propio, pero con la historia de amor de la Isla Sacrificios que le llegó al corazón.
8. La ilusión de un cambio fallido: el poliamor La llegada de Marina a casa de Laida y Santiago, después de siete años, supone retomar una historia ya pasada. Laida esa noche hace muchas concesiones y acepta el poliamor como posibilidad para darle un cambio a su vida. Los tres proyectan, durante la orgía y el desenfreno
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sexual de esa noche, que Marina se instalará con ellos y que formarán un trío: «Lo cierto fue que desde la noche anterior yo había hecho conciencia de que mi vida marital tenía que cambiar, que tendrían que entrar en funcionamiento nuevos códigos de operatividad sexual, poliamor, tripareja, multipasión,... convivencia conyugal» (Lozano 2019b: 147). Pero la realidad con la que se encuentra es muy distinta. Laida comprueba que es un engaño, que en lo que ella cree como posibilidad de cambio para Marina solo es una estrategia, consentida por ella, para poder tener un hijo de Santiago: —No me lo eches en cara, amiga —me reprochó—. Siempre fui clara y honesta con vosotros y aceptasteis de buena gana. ¿Fue algo bonito, no? —Pero también lo hicimos porque aceptamos una nueva relación entre los tres. Se suponía que íbamos a hacer algo diferente —insistí al borde de las lágrimas. —Estás loca. ¿Cómo creíste que iba en serio la cosa? (Lozano 2019b: 152)
Laida, convencida de que la propuesta poliamorosa puede ser una salida, «una nueva variante, una nueva oportunidad para todos» (Lozano 2019b: 153), la defiende; pero al comprobar el engaño de Marina se arrepiente de haber aceptado una situación que, en su primer momento, rechazaba. La decepción, la derrota de haber creído en algo ingenuamente, le hace sentirse destrozada: Ahora yo era la que estaba sentada en el suelo, llorando, con la cabeza metida entre las rodillas. Marina no fue a consolarme, solo dijo que yo era muy «puritana» y «conservadora» para entender lo que estaba pasando. Ella, como mujer liberal, volvió a enfrentarse al espejo y se volvió a alisar su cabellera rubia. En eso entró Santiago en la habitación con los zapatos de Marina en la mano (Lozano 2019b: 154).
Esta experiencia, esta decepción de haber creído en un proyecto de cambio que es falso, la ayuda a tomar la decisión más importante de su vida. Laida se va de casa y no regresa nunca con Santiago: —Voy a recoger a Vidia a casa de mi madre —respondí con seguridad—, y después me escapo con ella a cualquier parte con tal de no regresar nunca a esta casa.
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—De acuerdo tesoro. Escríbeme a menudo—salió por la puerta. Era evidente que Santiago no me creyó, pero esa misma tarde hice las maletas y me fui a vivir a casa de mis padres (Lozano 2019b: 156).
9. Una historia de perdedores El divorcio sume a Santiago en «una depresión profunda y brutal» (Lozano 2019b: 158) y termina dependiendo de la bebida y de las drogas. Muere en Bálsamos el 1 de enero del 2000. Marina tiene una hija fruto de esa noche poliamorosa, objetivo que buscaba, y se instala definitivamente en Florencia, donde tiene una relación con una amiga. Hernán se refugia en Chiapas, cambia de identidad, se hace llamar Bernal Castillo Díaz y consigue, con el tiempo, otro pasaporte para salir de México hacia Madrid. Al final termina en Bálsamos acompañando a Santiago hasta que muere; posteriormente ingresa en un hospital psiquiátrico sin recordar apenas nada encontrándose en una situación ilegal. Laida viaja a México, entra en contacto con la familia de Hernán y les pide ayuda. Consigue conocer a Yolanda, su nieta, y se encuentra con su hija Vidia en San Cristóbal de las Casas, a quien le cuenta la verdad sobre la identidad de su verdadero padre, Hernán. Estos dos soñadores, Santiago y Hernán, terminan derrotados: «¡Cosas de la vida! Pues Santiago y Hernán que, en los ochenta intentaron comerse el mundo con sus canciones, en los noventa vivieron escondidos, recluidos del mundo exterior, muy cerca el uno del otro, por el deterioro de sus respectivas enfermedades: SIDA y esclerosis (no diagnosticada)» (Lozano 2019b: 187). Se puede decir que ninguno de los cuatro componentes del grupo encuentra su lugar. En el ir y venir de un lugar a otro no consiguen alcanzar esa utopía llamada felicidad, o «el voraz frenesí» que, tan insistentemente, busca Hernán (Lozano 2019b: 135). Historias de un grupo de amigos que no consiguen sus sueños en una época en la que se creía que los sueños se podían realizar, y que relata Laida para poder olvidar:
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[...] una historia de ímpetus que la lejanía ha convertido solo en escenas gratas de recordar pero que, en el fondo, esconden el fracaso de cada uno de nosotros. Una historia de perdedores e infortunados, porque ninguno consiguió lo que nos propusimos ni en común acuerdo ni por separado, porque todos naufragamos estrepitosamente (Lozano 2019b: 134).
A pesar de este fracaso por no haber encontrado un lugar en el mundo, Carlos Lozano Ascencio deja abierta la posibilidad de que la historia de amor de Hernán y Laida pueda continuar, ya que Laida le confiesa que siempre estuvo buscando «un viejo amor en el que había creído demasiado» (Lozano 2019b: 205) y lo encuentra. Será el lector el que termine esta historia con un final trágico o feliz; nosotros, como el autor, pensamos que Laida y Hernán vivieron juntos, amándose, porque siempre creyeron en ese amor que nace a contracorriente en la contra-corriente del Golfo. Por lo tanto, es el amor el que los une y el que hace que encuentren un lugar en el mundo, de esta manera el círculo se cierra con esta historia de amor, porque Laida no es mi nombre, en definitiva, desde nuestra lectura, es la búsqueda del lugar que tiene el amor en la existencia del ser humano: «—¿Que cómo me llamo? Laida... no es mi nombre, pero me puedes llamar así» (Lozano 2019b: 205). La narración concluye con la historia del nombre de Laida, quien escribe su historia y la del grupo Arrecife, como ya se ha señalado, para olvidar. Esa escritura terapéutica es la que la ayuda a enfrentarse con su pasado, asumirlo y olvidarlo para superar el trauma y seguir avanzando: «De pronto todo se articula, se alinea, se puede ver la vida de un solo vistazo. En ese avión ha llegado Eusebio [el hermano de Hernán] [...] Nuestros planes son ir a recoger a Hernán al psiquiátrico lo antes posible [...]. Yo me iré con ellos y en cuanto Hernán se recomponga ya decidiremos lo que vamos a hacer» (Lozano 2019b: 203). Para concluir, conviene destacar que Carlos Lozano Ascencio consigue, con este universo narrativo, la meta a la que cualquier escritor desea llegar, mantener el interés del lector hasta el final del relato. Consideramos que la construcción de la historia narrativa está muy conseguida, ya que engarza todos los temas planteados meticulosamente y, además, las diferentes estrategias narrativas están tejidas finamente.
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LAIDA NO ES MI NOMBRE de Carlos Lozano Ascencio
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Se trata, pues, de una obra que nos ha interesado para desarrollar el tema de «la utopía» como «no lugar», pero que ofrece muchas otras posibilidades de estudio. La variedad temática y la sensibilidad con la que describe el imaginario mexicano estableciendo lazos entre los dos países hermanos incentiva, en el lector que no conoce México, la curiosidad por acercarse a este país hermano, otra de las intenciones implícitas del autor. Pensamos que Carlos Lozano Ascencio, como Hernán, también metió México en su mochila. Por otra parte, probablemente, el fracaso de los personajes se deba a que deambulan desorientados por dos ciudades sin atributos, dos ciudades laberínticas en las que se sienten perdidos. Tanto Ciudad de México como Madrid funcionan en el universo narrativo como ciudades ajenas a la frustrante búsqueda de la utópica felicidad. Se trata de espacios urbanos en los que los personajes se ven abocados a «ese estrepitoso naufragio» (Lozano 2019b: 134) como consecuencia de su empeño por encontrar esa «utopía» que, como «no lugar» (Camps 2019: 169), los hace naufragar.
Bibliografía Camps Cervera, Victoria (2019): La búsqueda de la felicidad. Barcelona: Arpa & Alfil Editores. Córdova Aguilar, Hildegardo (2008): «Los lugares y los no lugares en geografía», en Espacio y Desarrollo, núm. 20, pp. 5-17. Fernández López-Cao, Marián (2017): «Aletheia: contra el olvido: Estrategias a través del arte para elaborar la memoria emocional ¿Qué hacer con el patrimonio inmaterial del recuerdo traumático?», en Estudios Pedagógicos, vol. 43, núm. 4, pp. 147-160. Garrido Alarcón, Edmundo (2011): «Recorrer esta distancia. Notas sobre el exilio», en Eugenia Popeanga (coord.), Las escrituras del exilio, Anexo VII de la Revista de Filología Románica. Madrid: Universidad Complutense de Madrid, pp. 9-17. La contra-corriente del golfo (s.f.): «Ana desde hace tiempo» [en línea]. En: https://www.lacontracorrientedelgolfo.com/ana-desde-hace-tiempo [Consulta: 01/06-2020].
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Lozano Ascencio, Carlos (2018): Ana desde hace tiempo. Publicación independiente. Madrid: https://amzn.to/32GYw4b. — (2019a): «Entrevista a Carlos Lozano Ascencio», en La boca del Libro,14-12-2019, en https://www.lacontracorrientedelgolfo.com/entrevistas [Consulta: 10/06/2020]. — (2019b): Laida no es mi nombre. Publicación independiente. Madrid: https://amzn.to/32GYw4b. Zambrano, María (1989): Delirio y destino (Los veinte años de una española). Madrid: Mondadori.
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Vacío, angustia y desolación en la Italia de los sesenta La no-ciudad en el cine de Michelangelo Antonioni Elios Mendieta Rodríguez Universidad Complutense de Madrid
1. Introducción Tres lustros después del final de la Segunda Guerra Mundial, las ciudades italianas continúan su proceso de reconstrucción pero van tomando un aspecto más definitivo, tras el desarrollo —en la época de los años cincuenta— del así llamado «milagro económico». El cine es testigo privilegiado, desde el final de la contienda, de las mutaciones del espacio geográfico. Las ruinas que inundan los filmes de la «Trilogía de la guerra», de Roberto Rossellini, dan paso a los grandes edificios en proceso de construcción que Federico Fellini filma en el inicio de La dolce vita (id., 1960), uno de los filmes iniciadores de una etapa imprescindible tanto en Europa como en la propia Italia, como es la modernidad cinematográfica. Uno de los principales estandartes nacionales de este movimiento fílmico —junto con el citado Fellini o Luchino Visconti— es Michelangelo Antonioni, que ese mismo año estrena una de sus cintas más aclamadas: La aventura (L’avventura, 1960).
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El propósito del presente texto es analizar la representación que este director realiza del espacio urbano en diferentes textos fílmicos de la década. Para Antonioni el espacio nunca es neutro y emerge como uno de los elementos más destacados de su poética. Consideramos que las ciudades en las que el cineasta sitúa sus acciones en los filmes de la modernidad constituyen no-ciudades, ya que el sujeto protagonista no consigue adecuarse a los cambios socioculturales que percibe en el entorno y que considera extraños, por lo que la realidad en la que se mueve acrecienta su sensación de soledad y orfandad existencial. Estas no-ciudades metaforizan el desajuste interior que siente el personaje, angustiado y a la deriva ante la incomprensión del mundo que le rodea. Sus personajes son atraídos por el vacío, y el exterior es un fehaciente espejo del interior del ser errante retratado. La destrucción de la guerra, pese a todos los cambios acaecidos, aún parece pesar en los personajes antonionianos, lo que convierte al cineasta, según Font, en el «intérprete privilegiado de la angustia contemporánea» (2003: 13). En el cine del ferrarés se cumple la máxima, señalada por Popeanga en su estudio sobre el paso de la ciudad moderna a la posmoderna, de que el espacio urbano se convierte «en el marco de “la aventura” de los personajes» (2009: 6). Sus películas de los sesenta muestran que el espacio, para Antonioni, ya no es objetivo, sino temporal, onírico y afectivo, por lo que decorados y personajes tienen una proximidad mayúscula. Son muy diferentes y originales las maneras en que el director construye el espacio de sus textos fílmicos para crear la característica desazón, desolación y sensación de angustia que provocan las distintas no-ciudades en los personajes. Analizar estos lugares constata, por decirlo con Roland Barthes, la dimensión erótica del urbanismo, la lectura de la ciudad como un discurso, como un lenguaje: «la ciudad habla a sus habitantes, nosotros hablamos a nuestra ciudad, la ciudad en la que nos encontramos, solo con habitarla, recorrerla, mirarla» (2009: 342). Para poder profundizar en el estudio de la no-ciudad de Antonioni, la constatación de la urbe como espacio vacío en la que los personajes se sienten ajenos y desorientados, analizamos dos filmes del autor de la citada década, que creemos representativos para constatar el interesante trabajo que efectúa el cineasta con el espacio. En ambos el director utiliza diferentes mecanismos cinematográficos para evidenciar cómo
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en su obra «se reconocen las mutaciones de la modernidad y la dificultad de encontrar un sitio preciso en ellas» (Font 2002: 77). En primer lugar se estudia El eclipse (L’eclisse, 1962), tercer filme de la conocida como «Trilogía existencial» —junto con La aventura y La noche (La notte, 1961)— (Conde 2008: 158), en la que los personajes tienden a ser engullidos por el vacío que supone una irreconocible Roma para su protagonista. Acto seguido se analiza El desierto rojo (Il deserto rosso, 1964), en la que Antonioni experimenta con el color para profundizar en la misteriosa neurosis que sufre el personaje principal en el contexto de una ciudad absolutamente industrializada, en la que reinan la bruma y la tonalidad grisácea que atrapa al sujeto. En ambos filmes los personajes mantienen una suerte de pertinaz errancia, demostrando que sus respectivas identidades personales se encuentran a la fuga y que el vacío acecha sus existencias. No obstante, antes de profundizar en cada uno de los textos fílmicos anunciados se ha de analizar la concepción del espacio que tiene Antonioni, cómo concibe estas no-ciudades que tanto bosqueja a lo largo de su obra. Y, para ello, a modo de antecedente, consideramos necesario estudiar cómo la ciudad italiana es representada en el cine del país mediterráneo desde las primeras películas neorrealistas tras el final de la guerra hasta la llegada de la modernidad y la confirmación del espacio como emplazamiento subjetivo. Este recorrido histórico de quince años, hasta la llegada de la modernidad cinematográfica, es el primer ejercicio que acometemos. Son años de formación para el joven Antonioni, que aprende de los maestros neorrealistas —aunque luego se distancie claramente de ellos— y en los que da sus primeros pasos en el séptimo arte.
2. Antecedentes: construyendo un país en ruinas Antonioni da sus primeros pasos en el cine en el periodo fascista italiano y antes de que acabe la Segunda Guerra Mundial. Benito Mussolini, consciente del carácter propagandístico del séptimo arte, considera que el nuevo cine italiano ha de ser grandioso y monumental, y no duda en construir los estudios de Cinecittà, en 1937 —los más
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grandes de Europa— y el instituto docente Centro Sperimentale di Cinematografia, dos años después. «La mayor parte de la juventud intelectual, que cultiva la crítica de cine o estudia en el Centro Sperimentale (como Antonioni, Pietro Germi, De Santis y Luigi Zampa), se opone al fascismo con las armas que tiene a mano: la pluma y la cámara tomavistas» (Gubern 2016: 293). Pero estas armas aún resultan escasas. El joven ferrarés se marcha a Francia, donde ejerce como ayudante de dirección de Marcel Carné, y vuelve y colabora en el guion de Un piloto regresa (Un pilota ritorna, 1942), una cinta propagandística de Roberto Rossellini, quien, tan solo tres años después, filmaría las películas pioneras del neorrealismo, de gran calado antifascista. Un piloto regresa «parte de una idea original de Vittorio Mussolini, aunque en su guion cuenta con intelectuales declarados antifascistas; entre otros, el futuro director Michelangelo Antonioni» (Mendieta Rodríguez 2017: 338). En 1943 comienza el rodaje del cortometraje documental Gente del Po (id., 1947), de tan solo diez minutos de duración, y que no puede estrenar hasta cuatro años después. Es este el único trabajo de su producción que se puede etiquetar, según Font, como neorrealista (2003: 20). Mientras filma el documental, en localizaciones próximas a su Ferrara natal y que conoce de su infancia, otro cineasta de su generación, Visconti, rueda Obsesión (Ossessione, 1943), que se convierte en la gran antecesora de lo que, poco después, será el neorrealismo, ya que es la gran película filmada durante la guerra que se opone a los cánones del cine fascista (Quintana 1997: 65). Sin embargo, más que Visconti, es Rossellini el cineasta imprescindible para el futuro quehacer fílmico de Antonioni. Además de haber trabajado con este en la escritura de una de sus obras, su cine tendrá calado en él tanto en la concepción de los personajes como de los emplazamientos. Italia ha quedado destruida tras un lustro de conflicto, y Rossellini va a filmar la realidad social y la miseria del país en Roma, ciudad abierta (Roma, città aperta, 1945), filme que inaugura el neorrealismo. Esta —junto a sus posteriores Paisà (id., 1946) y Alemania, año cero (Germania, Anno Zero, 1948)— confronta, como ha dicho Alain Bergala, el cine con la realidad de las ruinas, pues el cineasta romano entiende este arte como «un camino real para la emergencia
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de una verdad» (Bergala 2000: 14) Este trío forma su «Trilogía de la Guerra». Rossellini despoja a los escenarios de su magia, y pretende rodar la realidad sin artificios, mostrando los cascotes y el paupérrimo estado de las ciudades tras la devastación de la Segunda Guerra Mundial, rechazando cualquier recurso a la simpatía sentimental. Al contrario del carácter propagandístico de la película que Antonioni y Rossellini escribieron en 1942, Roma, ciudad abierta se convierte en un mito por la crudeza de sus imágenes: los espacios filmados hablan por sí solos. «El hecho de que la obra de cine más importante del antifascismo de los años de la liberación fuese realizada por un cineasta que había trabajado para el régimen fascista es algo difícil de comprender» (Quintana 1997: 59). El siguiente trabajo de Rossellini, Paisà, supone un paso más en la importancia de las localizaciones filmadas para mostrar el estado del país. Es este el principal motivo que la convierte en un imprescindible documento de «crónica de actualidad» (Bazin 2017: 385). Estrenada en 1946, la segunda pieza de su trilogía se compone de seis capítulos, cada uno de ellos rodado en un emplazamiento diferente del país: Sicilia, Nápoles, Roma, Florencia, Emilia-Romaña y el delta del Po. Al inicio de cada una de estas seis microhistorias —todas ellas con un argumento diferente— aparece un letrero y un narrador que informan sobre la localización espacial. A lo largo del filme se observa cómo avanzan los últimos años de la guerra de manera cronológica, desde julio de 1943 —cuando los estadounidenses llegan a Sicilia—, hasta el crudo invierno de 1944 a 1945 en que se contextualiza el último de los capítulos, filmado en el norte del país. El capitulo filmado en Nápoles es muy interesante para el estudio del espacio. Rossellini filma la miseria y las ruinas que inundan la ciudad partenopea en la llegada de los liberadores norteamericanos, a finales de 1943. Este segundo capítulo, de quince minutos de duración, tiene como protagonistas a un niño y a un soldado. El primero roba las botas del segundo, aprovechando un descuido, pero el soldado encuentra al infante y le obliga a que le devuelva el calzado. Sin embargo, el norteamericano descubre que la vivienda familiar del niño ha sido reducida a escombros y la situación de miseria en la que ha quedado este, y decide perdonarlo. Todos los planos del capítulo evidencian que Nápoles ha
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quedado reducido a un decorado de la ruina. Más fuerza tienen aún los emplazamientos destruidos de Florencia en el cuarto capítulo. En este se produce, según Quintana, una «integración total entre personaje y paisaje, hasta justificarse y prolongarse mutuamente» (1997: 77). Esto se debe a la original estrategia que utiliza el cineasta romano: los protagonistas atraviesan emplazamientos icónicos de la ciudad, en estado de devastación, para que el espectador los reconozca y sienta una mayor empatía respecto de lo narrado. Es el caso de la conocida Galleria degli Uffizi, cuyos pasillos ruinosos y destrozados son atravesados, a escondidas, por un grupo de partisanos. Sin duda, en Paisà consigue filmar el entorno geográfico como «prolongación del protagonista» (Quintana 1997: 17), y esto es algo que, pocos años después, Antonioni realizará, de manera más contundente aún, en su obra fílmica.
Fotograma 1: Paisà, de Roberto Rossellini
Son años de formación y aprendizaje para Antonioni. Tras rodar su cortometraje documental, busca cómo estrenarlo y planea el rodaje de su primer largometraje, que no se estrena hasta 1950: Crónica de un amor (Cronaca di un amore). Es una película maltratada en su estreno en Italia, aunque aplaudida en Francia, y que, según Font, también se puede tildar de neorrealista (2003: 20). La urbe juega ya una importancia muy destacada en esta historia con rasgos de cine negro, y en la que concibe la ciudad como un emplazamiento en el que sus protagonistas —Lucia Bosè y Massimo Girotti— se desenvuelven con cierta incomodidad.
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Es sintomático que Michelangelo Antonioni desplace, en su primer largometraje, Cronaca di un amore (1950), los temas proletarios típicos del neorrealismo hacia el atento examen crítico y psicológico de la burguesía industrial de Milán a través de la historia de un adulterio con implicaciones criminales, que habla bien a las claras de la admiración de Antonioni por el naturalismo negro francés [...]. Antonioni será uno de los gigantes del cine posneorrealista, en una Italia que abandona el cine proletario, entre otras razones porque el país va resolviendo sus más acuciantes problemas sociales heredados de la guerra, para encaminarse a grandes zancadas hacia lo que se llamará el “milagro económico” (Gubern 2016: 331).
Tras el primer y duro lustro de posguerra, Antonioni aterriza en la dirección cuando se clausura el primer neorrealismo y se introduce, de lleno, en la etapa posneorrealista, en la que los directores que habían capitaneado el cine del movimiento anterior continúan trabajando —aunque con mejores condiciones económicas, como el propio Rossellini o Vittorio de Sica—, y también debutan autores que serán decisivos en la modernidad de la década de los sesenta, como Antonioni o Fellini, cuyo primer largometraje dirigido es Luces de Varieté (Luci del Varietà), estrenado en 1950 y codirigido junto a Alberto Lattuada. La evolución del cine del país transalpino es consecuente con el desarrollo social que se produce en el país: «El sentido de pertenencia e identidad siempre ha sido fuerte en Italia, y no es por azar que sea el único país europeo cuya revelación cinematográfica corre paralela con su liberación política y su desarrollo económico» (Font 2002: 245). Por ende, aunque no tarde en alejarse premeditadamente en sus primeras películas de tintes más neorrealistas, lo cierto es que Antonioni bebe mucho del cine posbélico. Claro ejemplo de ello es el uso de los «tiempos muertos». Aunque esta sea una técnica que depuró el cineasta ferrarés en los sesenta —como estudiaremos después—, lo cierto es que su origen se ha de buscar en el periodo neorrealista. Cesare Zavattini y, más aún, el anteriormente citado De Sica, son los principales creadores de esta técnica, aunque Antonioni le imprime un toque original en su cine: Gubern explica que «los tiempos muertos» empleados por el ferrarés están despojados «del sentimentalismo de De Sica» (2016: 327). Mientras tanto, Rossellini se distancia de su primer cine posbélico y proyecta una película de inusitada importancia en la historiografía
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cinematográfica: Te querré siempre (Viaggio in Italia, 1954), ya que supone el primer claro antecedente de lo que será el posterior cine de los sesenta y setenta (Losilla 2012: 20) e, incluso, cineastas como Jacques Rivette, la consideran como la gran obra de ruptura que separa la tradición fílmica y el posterior cine moderno (en Font 2003: 33). De nuevo, los espacios vuelven a alegorizar el estado de desazón y crisis existencial que atraviesan los personajes. Es este uno de los motivos por los que el cineasta reconoce la cinta de Rossellini como irrefutable antecesora en su manera de entender el cine (Antonioni 2002: 265). En ella se refleja la fragilidad de los sentimientos y el imperio de la incomunicación que tan bien describirá el director en su «Trilogía existencial». Pero antes de la llegada de la modernidad, y tras su debut en el largometraje, el cineasta continúa retratando las huellas de su tiempo en el celuloide ayudándose de unos espacios filmados que nunca son neutros. En Los vencidos (I vinti, 1952) se pregunta por los motivos que llevan a ciertos miembros de la burguesía a hacer uso de la violencia, y en Las amigas (Le amiche, 1955), adapta libremente la novela Entre mujeres solas (Tra donne sole, 1949), de Cesare Pavese. El escritor turinés también se aleja del espacio objetivo en su escritura y son numerosos los autores que han relacionado el trabajo de ambos creadores: «Ambos han hablado en sus obras sobre las condiciones de la soledad, la imposibilidad de establecer un coloquio con los otros y las relaciones entre los individuos y el paisaje» (Quintana 1997: 151). Y antes de inaugurar la modernidad con la rupturista La aventura, Antonioni estrena El grito (Il grido, 1957), en la que introduce algunas de las temáticas que le acompañarán en su cine posterior, como la soledad existencial, la dificultad de entender el mundo o la errancia del personaje. Son años en los que el cine italiano sigue creciendo, ayudado por la mejoría económica del país y su reconstrucción. Es en este contexto en el que se conforma el revolucionario cine de la modernidad, en el que el séptimo arte pretende asumir sin complejos su noción artística, y en el que Antonioni actúa como uno de sus principales estandartes. Y, como pretendemos estudiar, su concepción del espacio es uno de los puntales más originales de su idiosincrasia creativa, creando no-ciudades en tiempos de aparente progreso y desarrollo, tanto en lo económico como en lo social.
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3. La no-ciudad de Antonioni: la urbe en el espacio de la modernidad Define Font a Antonioni como un cineasta «bachelardiano», debido a la importancia que los espacios tienen para comprender su trabajo en profundidad. Las ciudades sin atributos de sus filmes de la modernidad cinematográfica, además, no se pueden entender sin los personajes que las pueblan, pues sabe «expresar muy bien la errancia del sujeto relacionada con un indeterminado universo urbano, la contigüidad entre ambientes y personajes conforme a una triple ecuación entre el espacio psíquico interior, el espacio arquitectónico y el espacio del encuadre» (Font 2003: 74). Escribe Laura Eugenia Tudoras que en el siglo xx el espacio se ha vuelto subjetivo, ya que «no existe más que a través de la percepción que el ser humano tiene de él» (2006: 130). Una afirmación que se ajusta al modo en que los personajes creados por Antonioni habitan los lugares en los que se mueven. Esto le ocurre, con frecuencia, a los protagonistas de las tres películas de la trilogía existencialista: La aventura, La noche y El eclipse. Como asevera Conde, el contexto espacial «metaforiza el completo desajuste entre la existencia psíquica y la vivencia de una realidad externa percibida como violenta agresión y nunca interiorizada como experiencia» (2008: 158). Uno de los casos más evidentes es la ciudad de Milán en La noche. Mientras que en La aventura Antonioni se atreve a sustituir la urbe por la naturaleza, en su siguiente película Milán se convierte en una auténtica ciudad sin atributos, prototipo simple de la ciudad moderna neoindustrial: «Un desierto de líneas geométricas, casi abstracto [...]. Sitios que no conducen a ninguna parte» (Font 2003: 146-149). Así, la ciudad piamontesa actúa como alegoría de la propia desertización existencial que siente el personaje interpretado por Marcello Mastroianni, presa de un enorme ennui. Al ser desposeída de sus encantos, la ciudad se vuelve irreconocible, a menudo hostil para los protagonistas que vagabundean por ella. Como escribe Bonitzer, los personajes se parecen a los lugares en su gran desencanto, pues constituyen espacios desiertos, desorganizados, desfamiliarizados (2007: 99-100). Para focalizar en la sensación
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de vaciado y desencanto que ofrecen estas urbes, el cineasta recurre a una estrategia cinematográfica innovadora: el uso del desencuadre. Esto consiste en un efecto cinematográfico, de herencia pictórica, en el que el cineasta promueve un ángulo de visión diferente, un encuadre no tradicional, sacando a los personajes fuera del plano y focalizándolo sobre las zonas muertas: «Permiten tanto reabsorber como desplegar en él los efectos del vacío» (Bonitzer 2007: 85). Un ejemplo paradigmático de ello sucede en El eclipse, cuando la pareja protagonista —Monica Vitti y Alain Delon— es separada por una enorme columna en la Bolsa de Roma. Justamente, con este enfoque Antonioni preludia la separación a la que se ven abocados los personajes.
Fotograma 2. El eclipse, de Michelangelo Antonioni
Lo que parece evidente es que sus películas de la modernidad cinematográfica transforman los espacios filmados en una proyección del mundo interior de los personajes: al ser seres hastiados y vaciados, las urbes se convierten, por ende, en no-ciudades, incapaces de provocar un sentimiento positivo en los protagonistas. Así lo reconoce el propio cineasta, que explica que espacio y personaje no se pueden entender el uno sin el otro: el ambiente afecta mucho si el personaje atraviesa un periodo de crisis existencial (Antonioni 2002: 312). En La aventura, tras la desaparición del personaje de Anna, el dúo formado por Claudia y Piero se lanza en su búsqueda, aunque no lo hace de forma decidida: están más pendientes de la incipiente relación que parece surgir entre ellos que de encontrar a la que, hasta su desaparición, era la pareja de Piero. Los espacios son más que algo puramente objetivo,
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pues representan el poder del pensamiento de los personajes. En su visita a la población de Noto, la pareja se encuentra en una ciudad desposeída de cualquier encanto, vaciada. Así lo muestra la fotografía, inspirada en las «plazas metafísicas» del pintor Giorgio De Chirico, autor que inspiró notablemente el trabajo del cineasta ferrarés.
Fotograma 3. La aventura, de Michelangelo Antonioni
En tal caso, ¿cómo es posible habitar un mundo que se presenta claramente hostil? ¿cómo vivir de forma serena en una ciudad sin atributos, donde los habitantes se sienten ajenos? Antonioni utiliza la pertinaz errancia de los personajes para evidenciar la desolación de la que son presos. El vagabundeo del espacio es una de las características principales de los filmes de la modernidad cinematográfica, y Antonioni es uno de los directores que mejor lo han entendido. En este cine, como dice Deleuze, el personaje «entra en fuga, en vagabundeo, en un ir y venir, vagamente indiferente a lo que sucede, indeciso sobre lo que debe hacer» (2001: 361). Es esto lo que le ocurre al personaje interpretado por Monica Vitti en El eclipse o al que da vida Jack Nicholson en El reportero (Professione: Reporter, 1972). El propio pensador francés llama a esta particular errancia forma-vagabundeo. Y si se observa la filmografía del director se observa que, ya desde su ópera prima de 1950, se deambula mucho en sus películas. Hay un tránsito permanente de los personajes por las no-ciudades, a la búsqueda de su propia identidad: emprenden un viaje que es tanto exterior como, especialmente, interior: «Antonioni está entre los creadores que han sabido entender el estatuto de viaje en la modernidad: un itinerario donde
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los seres protagonizan un vagar perpetuo e interrogativo, inclausurable por no abierto» (Bou 2002: 110). El cineasta efectúa una exploración fílmica del recorrido pasional, retratando, por medio de las urbes vaciadas, «el malestar de los afectos» al que se refiere Roland Barthes respecto de la obra de Antonioni (2001: 179). El espacio moderno de sus obras no toma la mera función de recipiente de historias, sino que es capaz de convertirse en un protagonista más, como le sucede a Milán en La noche o a Roma en El eclipse, como se analizará a posteriori. Entre personaje y emplazamiento se produce una fricción, y el vagabundeo errático se convierte en la forma de intentar descifrar el sentido del vacío. No solo ocurre en la obra de Antonioni: otros destacados cineastas del periodo pondrán a sus personajes en semejante disyuntiva, como es el caso de Federico Fellini, Andrei Tarkovski o Wim Wenders. Estos sujetos constituyen «el personaje prototípico de la modernidad: errático y a la deriva, atrapado en una insostenible angustia» (Font 2002: 308). Es el hombre que marcha, que evoca la escultura homónima de Alberto Giacometti: El hombre que camina (L’homme qui marche, 1961). Para Franck Maubert, esta obra evoca el existencialismo de autores como Jean-Paul Sartre, al expresar «la negación del hombre metafísico, perdido en el universo, ese hombre que toma conciencia de su precariedad [...]. Encarna al hombre abandonado, separado de toda fuente de vida, un ser perdido, angustiado» (2019: 111-112). Pese a todo lo analizado respecto a la forma en que Antonioni concibe las ciudades, no se ha de entender esta visión como apocalíptica, sino de inadecuación del ser humano al entorno cambiante: más que de rechazo, se trata de incomprensión. Sus protagonistas no entienden cómo desarrollar una identidad duradera en estas no-ciudades, pese a que estas hayan evolucionado notablemente desde aquellas que Rossellini filmó en Paisà. En Antonioni, el mundo sigue a la espera de sus habitantes, aún aturdidos por la neurosis y la angustia: hay esperanza en la modernidad, pero aún persiste la desconfianza: «Antonioni no critica el mundo moderno, en cuyas posibilidades “cree” profundamente: critica en el mundo la coexistencia de un cerebro moderno y de un cuerpo fatigado, gastado, neurótico» (Deleuze 2001: 271).
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Así, analizado cómo concibe el espacio en su cine moderno, es el momento de estudiar dos casos diferentes de filmar sus no-ciudades: El eclipse y El desierto rojo. 3.1. El triunfo definitivo de los tiempos muertos: El eclipse En el tercer largometraje de la trilogía de la incomunicación Antonioni lleva al límite y perfecciona la utilización de los tiempos muertos que habían instaurado De Sica y Zavattini y que el ferrarés introduce desde sus primeros largometrajes. Si bien, en El eclipse, le concede una importancia inusitada al cerrar su película con un «tiempo muerto» prolongado, de más de dos minutos de duración, en el que muestra el vacío irremediable en el que ha caído la no-ciudad de Roma en la que Vittoria y Piero han vivido su romance. Pero ya desde el principio se muestra esta estrategia cinematográfica. La primera secuencia —filmada en el interior de la vivienda de Vittoria, que está a punto de romper con su novio Riccardo—, está repleta de silencio y de tiempos muertos. Con ellos el cineasta privilegia conseguir un tiempo suspendido en el relato. En estos: La cámara continúa ofreciendo una imagen cuando la narración ha concluido, y el espectador asiste a la salida de cámara de los protagonistas, y es llevado a observar un espacio incongruente, vaciado de presencias, enteramente simbólico que incluye generalmente el silencio y que genera una reflexión ontológica del espectador respecto de sí mismo (Conde 2008: 160).
Ya desde el inicio se muestra que en el filme todo parece abocar al vacío. Y a ello ayuda cómo filma el cineasta el espacio romano, hasta convertir la normalmente reconocible urbe en una ciudad sin atributos. En primer lugar se ha de destacar la recurrente inclusión de tiempos muertos en todo el relato. Con estos, radiografía las motivaciones de sus protagonistas. Como escribe Deleuze, Antonioni no necesita grandes sucesos para utilizarlos, sino que triunfa por la «asombrosa utilización de los tiempos muertos de la banalidad cotidiana» (2001: 14). Estos provocan que la desazón y el tedio que sufre el personaje interpretado por Monica Vitti no deje de incrementarse, lo que
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trata de combatir en vano con los anteriormente citados vagabundeos erráticos. Claudia no para de moverse, desplazándose a muy distintos puntos de Roma, pero es un desplazamiento caótico, sin rumbo fijo. Algunos planos de la protagonista, tanto por la disposición en el plano como por la lectura que evocan, recuerdan al desafecto y vacío que trasladan algunos cuadros de Edward Hopper. En buena parte de la obra del norteamericano, como en Antonioni, existe un conflicto evidente entre el ser humano y el espacio que lo rodea1. En segundo término, se observa cómo la cámara se detiene en edificios en construcción y en andamios que muestran que la ciudad aún está por hacerse. Como escribe Canga, introduce estas imágenes «para indicar que la estructura está vacía, que todo está a medias, que todo está por hacerse. Sería un modo de expresar visualmente que el conjunto no podrá completarse nunca y que siempre quedará un resto inasimilable por la estructura» (2007: 181). La ciudad, en este sentido, es una prolongación de la relación sentimental de la protagonista: nunca llega a consolidarse. Asimismo, parte de la acción se desarrolla en torno al barrio construido por la Italia fascista de Mussolini para la celebración de la Exposizione Universale Roma, el EUR, y que constituye en este filme, según Font, «un falso decorado» (2003: 32). Es, por tanto, un tratamiento inteligente, con el que el cineasta quiere acentuar esa sensación de Roma como no-ciudad que se convierte en alegoría de estado anímico de Claudia. Otra estrategia clave para entender el interesante uso espacial que realiza en El eclipse es la utilización de umbrales, con los que propone una dialéctica entre interior y exterior. Ventanas, puertas, espejos y, en definitiva, cualquier marco es usado con frecuencia en su filmografía hasta Identificación de una mujer (Identificazione di una donna, 1982). Si bien, en El eclipse, la ventana adquiere una importancia destacada, que se repite en diferentes secuencias para acentuar la lejanía que se
1. Sobre la relación de Hopper con Antonioni, y otros directores, he escrito un artículo en la revista académica Ángulo Recto: «El reflejo de la obra de Edward Hopper en las películas El eclipse, Extraños en un tren y Manchester frente al mar» (Mendieta Rodríguez 2017: 77-88). Se puede consultar en línea: https://revistas.ucm.es/index.php/ANRE/article/view/61049/4564456547761.
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establece, de manera sutil pero continua, entre Claudia y Piero: «En Antonioni, detrás del cristal solo queda el desierto de la urbanidad» (Balló 2000: 44). Y de este modo se desemboca en la original última secuencia anunciada, en la que, tras el alejamiento definitivo de los protagonistas, Vittoria parece ser engullida por la propia no-ciudad y desaparece. En los últimos minutos la cámara de Antonioni se dedica a filmar los lugares romanos que ambos habían recorrido, y nos los muestra absolutamente vaciados. Se trata del «tiempo muerto» más notorio de su filmografía, insistentemente celebrado. No hay que sorprenderse de esos siete minutos finales en los que no sucede nada, postales de la desolación únicamente identificadas entre sí por la música inarmónica de Giovanni Fusco: tampoco en el resto de la historia ocurren demasiadas cosas, hasta el punto de que las idas y venidas de los personajes, siempre sin rumbo, o con rumbos circulares infinitos, componen algo así como pinturas abstractas [...]. Los protagonistas, como los decorados, son impenetrables, y solo podemos conocer su apariencia exterior, metáfora de una sociedad cada vez más escorada hacia la ocultación y la máscara (Losilla 2012: 113).
Como recuerda el propio título, los personajes se han eclipsado. Solo queda el vacío de las calles otrora pateadas por Claudia y Piero. 3.2. Impregnar de colores el vacío: El desierto rojo El desierto rojo Antonioni radicaliza aún más su propuesta con el espacio e introduce, por primera vez en su trayectoria, el color, algo que, lejos de ser una mera anécdota, supone una decisión que le permite experimentar con el lenguaje cinematográfico. Este toma un peso simbólico mayúsculo en todo el filme, desde la tonalidad grisácea que inunda toda la película hasta el blanco con el que anticipa la ausencia. Esta utilización experimental es algo que ha reivindicado el propio cineasta: «El color tiene, en la vida moderna, un significado y una función que no tenía en el pasado» (Antonioni 2002: 125). Los diferentes colores introducidos por el ferrarés sirven para acentuar el estado neurótico de la protagonista, interpretada, de nuevo, por
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Vitti. Contextualizada en Ravena —que cumple la función de ciudad neoindustrial que Roma tiene en El eclipse o que Londres posee en Blow-up—, Antonioni concibe el espacio como una paleta sobre la que innovar con el juego de las tonalidades. No se ha de olvidar que, además de director de cine, se dedicó a la pintura, y esta película —con más insistencia que en cualquier otra—, cita a sus referentes e inspiradores pictóricos. En El desierto rojo se pueden encontrar citas a autores como Giorgio De Chirico, René Magritte, Piero della Francesca, Carlo Carrà y, especialmente, Henri Matisse. De hecho, el título es evocado del lienzo del francés La habitación roja (1908). Este creador entusiasma a Antonioni ya que sus colores «suponen una contradictoria atracción entre realismo y la subjetividad, y porque sus manchas tenían una independencia de sustrato y una composición antinaturalista que Antonioni consideraba sinónimo de una liberación de las formas» (Font 2003: 178). Sin duda, en todo el filme el color juega un enorme papel simbólico: es un modo de ver o sufrir la realidad para su protagonista, Giuliana, como ella misma reconoce: «Hay algo terrible en la realidad y no sé qué es» (Antonioni 1964). El tono gris que se impone en todo el filme, además de evidenciar el boom industrial que emerge en el país mediterráneo, actúa como metáfora de la crisis del personaje. La bruma toma toda la película e, incluso, los personajes desaparecen, como si fuesen engullidos por la neblina. Similar rol toman el rojo y el amarillo. Mientras que el caos interior de la protagonista queda al descubierto en la habitación roja en la que «juega» con su grupo de amigos, el amarillo, más aún, toma un fuerte carácter sígnico al convertirse en el color del humo que sale de las chimeneas de las fábricas. Este amarillo, para Conde, se ha de asociar «a la enfermedad y la muerte, muy cercano al “jaune” de los poetas del simbolismo» (2008: 163). Solo la vestimenta de Giuliana, con un largo abrigo verde, parece querer luchar contra la imposición de las tonalidades neuróticas. Con su experimentación con el color Antonioni expresa la difícil adaptación de la mujer al nuevo mundo en el que vence la civilización industrial. Como expresa Deleuze, es el color lo que lleva el espacio hacia el vacío que sufren los personajes (2001: 21).
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Y, como se ha referido, la innovación con el color también sirve para acentuar más aún su concepción del desierto. El vaciado progresivo de los emplazamientos filmados es algo que realiza en gran parte de sus películas, pero en este filme explora esta estrategia hasta sus últimas consecuencias. Esto lleva a Giuliana a una constante desorientación, tanto física como existencial. Tiene dificultades para encontrar el camino y está a punto de arrojar su coche al mar. Los ruidos y las sirenas de los barcos —introducidos inteligentemente por el director para reformar más aún la sensación de pérdida— componen la banda sonora de la neurosis. «Es una historia de brumas y humos, de espacios uterinos y entornos penumbrosos como los del fin del mundo vikingo» (Rivera 2007: 60). En una concepción laberíntica del espacio, Ravena y sus márgenes se constituyen como no-ciudad en el errático deambular de Giuliana. La historia acaba donde empezó, en torno a la fábrica donde los obreros realizan una huelga, y que confirma la inadaptación de la protagonista a las reglas del mundo moderno. El nuevo desierto, para Antonioni, ya no tiene por qué ser el que constituyen los grandes espacios de arena de emplazamientos lejanos, sino que puede manifestarse, con toda su crudeza, en las nuevas urbes. En El desierto rojo se evidencia su interés «por esa clase nueva de desiertos, por esos espacios amorfos, desconectados, vaciados, ese tejido desdiferenciado de la mutación urbana» (Bonitzer 2007: 100).
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1. Introducción Pocas ciudades siguen despertando tanta fascinación en el mundo como Pyongyang, la capital de la República Popular Democrática de Corea —Corea del Norte, para entendernos—. Y se trata de un sentimiento casi culpable: culpable porque nos hallamos ante una ciudad que despierta la curiosidad a la vez que el miedo, un espacio urbano cuyos habitantes nos parecen más bien figurantes de una superproducción estalinista y cuyas calles han visto desfilar misiles nucleares, multitudes llorando la muerte de su Querido Líder al borde del ataque de nervios en plena histeria colectiva y ofrendas voluntario-obligatorias ante las efigies de los dictadores-presidentes eternos. Culpable, pues, porque pese a saber las terribles condiciones de represión, falta de libertad y escasez de recursos esenciales de sus
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habitantes, el lector occidental no puede dejar de sentir el hormigueo de la curiosidad que en él provocan los distintos libros, documentales y reportajes periodísticos que se han realizado para intentar describir —no ya comprender— cómo se vive en Corea del Norte y, específicamente, en su capital. Se despierta entonces el deseo de aventura, ¿será verdad lo que se explica en este libro? ¿Qué grado de exageración habrá incluido el autor? ¿No será todo pura propaganda anticomunista hábilmente colocada en la parrilla televisiva o en el catálogo de la librería para desacreditar al único país del mundo que oficialmente sigue en guerra contra Estados Unidos? Quizás haya sido ese deseo de aventura, más o menos sano, más o menos culpable, el motor detrás de las vivencias descritas por periodistas, viajeros y escritores en general, a la hora de elegir Pyongyang como objeto literario o de estudio. Lejos de las comunisto-capitalistas Pekín o Hanói y aún más lejos de la tropical La Habana, la capital norcoreana encierra aún hoy día, para numerosos autores y lectores, las esencias del comunismo pop, un comunismo de película de intriga de los años ochenta, donde los malos son muy malos y los buenos son muy buenos, y muy blancos y generalmente estadounidenses. La particularidad de Pyongyang es que, en este caso, los «malos» aún no han perdido —o sí, pero no lo saben— y viven atrapados en su propia realidad, paralela al devenir del resto del mundo, que los observa como a animales de un inmenso y aséptico parque zoológico desde el confort de su sofá. Sin entrar a discutir en lo más o menos ético de visitar uno de los países con peores índices de libertad individual del mundo, en dura pugna con el menos literario Turkmenistán1, lo cierto es que su capital ha generado una serie de dinámicas urbanas de la no-libertad que sorprenden y asustan al visitante occidental. Esta falta de libre movimiento de sus habitantes —y por supuesto, de sus pocos visitantes— será, precisamente, la razón principal detrás de todos los atributos por los que hemos considerado a Pyongyang una anticiudad, es decir, un
1. Según Reporteros sin Fronteras, solo Turkmenistán superaba a Corea del Norte como país con menor libertad de prensa en su informe de 2019. Otros informes internacionales como el «Freedom in the World» otorgan sus peores calificaciones a ambos países.
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espacio urbano en teoría, por su demografía y morfología —discutibles también— pero desprovisto de las características tradicionalmente asociadas a las grandes urbes. Ante la imposibilidad de conocer realmente cómo viven y qué piensan los más de tres millones de habitantes que supuesta y oficialmente pueblan esta anticiudad, nos hemos centrado en la imagen que de ella ha plasmado en sus obras una decena de autores de expresión francesa en el siglo xxi.
2. Obras elegidas para este análisis Hemos accedido a una Pyongyang libresca y se ha fabricado esta peculiar anticiudad a través de unas fuentes literarias que, aunque cada vez más frecuentes, siguen siendo escasas, pero que presentan numerosas coincidencias, como iremos viendo a lo largo de este trabajo. Más allá de las evidentes concomitancias entre las obras y los autores elegidos, puesto que todos los visitantes de Pyongyang realizan idénticos recorridos y, por ende, hablarán en numerosas ocasiones de los mismos lugares, el tono empleado para hacerlo variará según la experiencia vivida y la época de su estancia/visita, ya que se aprecia una cierta evolución hacia lo que podríamos considerar modernidad sin atrevernos a pronunciar la palabra progreso, desde la Corea de Kim Jong-il, fallecido en 2011, hasta la de su hijo y heredero, Kim Jong-un. La obra base, desde la que hemos partido a la exploración de distintos géneros, ha sido la novela gráfica Pyongyang, del francocanadiense Guy Delisle (2003), donde se narra la estancia del propio autor en la capital norcoreana para supervisar los trabajos de un grupo de trabajadores del sector de la animación, subcontratados por una compañía francesa. La animación es una de las pocas actividades industriales que permiten la entrada legal de divisas en el país. Pyongyang aúna los dos tipos principales de obras utilizadas en nuestro análisis: el testimonio en primera persona y, a su manera, el relato de viajes. La ciudad descrita y dibujada por Delisle, mediante un narrador sorprendido, desubicado e invisible —«J’ai l’impression d’être invisible. Pourtant, un étranger dans les rues de Pyongyang, c’est pas fréquent» (2003: 171)—, concentra gran parte de las características que explicaremos
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con mayor profundidad en las siguientes secciones. Pese a transmitirnos mediante la imagen una serie de sensaciones relacionadas con el desánimo, la voz literaria de Delisle es, quizás, sin ser malintencionada, una de las más crudas de las elegidas. Además de Pyongyang, la otra novela gráfica que forma parte de nuestro corpus literario es la menos conocida La faute. Une vie en Corée du Nord (2014), con texto del periodista y cineasta Michaël Sztanke, e ilustraciones a cargo del dibujante Alexis Chabert. En esta obra se narra la historia de Chol-Il, guía del propio autor durante su visita a Corea del Norte con ocasión de la celebración de un festival internacional de cine. Chol-Il cae en desgracia por cometer el inexcusable crimen de no llevar el pin con la efigie del Presidente Eterno cuando muere Kim Jong-il, una «culpa» (título del libro en francés) que debe expiar a lo largo del relato si no quiere poner su vida y la de su familia en peligro. Los libros de viajes que tienen como tema Corea del Norte están dejando de ser una rareza en el mundo literario occidental. Para la realización de este trabajo hemos analizado, por orden de publicación, Au pays du Grand Mensonge. Voyage en Corée du Nord, de Philippe Grangereau, periodista en el diario Libération (edición revisada, 2003), Nouilles froides à Pyongyang, del redactor jefe de Géo y autor de numerosos relatos de viajes Jean-Luc Coatalem (2013), La piste Kim. Voyage au cœur de la Corée du Nord del también periodista y especialista en Asia Oriental Sébastien Falletti (2018) y finalmente, Pyongyang 1071. Marathon en Corée du Nord! de Jacky Schwartzmann (2019). En general, las experiencias narradas en estos libros de viajes están plagadas de críticas al régimen dictatorial de los Kim, expresadas de manera irónica o abiertamente honestas y descarnadas, como las de Coatalem, quizás el autor analizado que realiza un retrato menos amable de Pyongyang. Periodistas y escritores no suelen ser recibidos con los brazos abiertos en Corea del Norte, por eso, tanto Grangereau como Coatalem se ven obligados a ocultar su verdadera profesión a la hora de emprender su viaje, para evitar que su visado de entrada en el país sea denegado, no así Falletti, que visita un país algo menos reticente a la prensa internacional y cuyo libro muestra una cierta transformación hacia la modernidad del país. En palabras del propio Grangereau:
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Dans cette entreprise —elle-même presque chimérique— d’obtenir un visa pour la Corée du Nord, j’étais animé par une saine et tenace curiosité de journaliste. Or le journaliste, justement, est le cauchemar des officiels nord-coréens. [...] Tous les journalistes occidentaux qui ont jusqu’alors été autorisés à se rendre en Corée du Nord, m’expliqua-t-il, ont écrit à leur retour des articles hostiles. Alors, comprenez-nous, comment peut-on tolérer à nouveau de telles insultes de la part d’hôtes étrangers? (Grangereau 2003: 30)
El hecho mismo de viajar a Corea del Norte no está exento de dilemas éticos para un periodista, el propio Jean-Luc Coatalem no para de preguntarse si la experiencia «ubuesca» que está viviendo durante su estancia en el país merece la pena, teniendo en cuenta que viaja bajo una identidad ficticia: Et je m’interroge: pourquoi être venu au pays de la nuit noire? Pour publier un «voyage» de quinze mille signes? Afin de livrer quelle information sur cette région de frappés qui ne soit pas déjà connue? À quoi je joue? À me faire peur? Une fois ma valise ouverte à la scie circulaire et mon carnet dépouillé, j’avouerai tout. Sans réserve, la vérité et son contraire (Coatalem 2013: 127).
Por su parte, Jacky Schwartzmann se enfrenta también a no pocos obstáculos a la hora de querer acceder a Corea del Norte, fruto quizá de una cierta e interesada apertura al exterior por parte de Kim Jongun en estos últimos años y que se plasma, por ejemplo, en la ocasión que aprovecha el autor para viajar a Pyongyang: participar en su maratón, abierto desde hace pocos años a la participación de corredores extranjeros, durante cuyo recorrido puede contemplar la ciudad y a los escasos habitantes que presencian la prueba deportiva. El escritor, sin embargo, también experimenta dudas a la hora de afrontar su proyecto de viaje, y reconoce sentirse, al mismo tiempo, atraído y rechazado por la idea de conocer lo que él denomina una «dictadura comunista postsoviética» aderezada con un «folklore kitsch y pasado de moda» —de nuevo la transformación de algo terrible en cultura pop—, si bien al final prevalece su curiosidad: J’ai un boulot alimentaire qui me prend plus de trente-cinq heures par semaine, je passe le peu de temps qui me reste à écrire, et pourtant je veux y aller. Pourquoi? Si vous aviez la possibilité de voir de l’intérieur une dictature communiste
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postsoviétique, la dernière des dernières, affublée de surcroît d’un folklore kitch et décalé, vous n’iriez pas, vous? Moi, si. À la fois attiré et rebuté par ce pays tellement bizarre, ce peuple perché et ses dirigeants incongrus. Je veux y aller (Schwartzmann 2019: 12).
En cuanto a los relatos en primera persona o basados en experiencias personales, debemos empezar por Les Aquariums de Pyongyang. Dix ans au goulag nord-coréen (2000), libro escrito por Kang CholHwan con la ayuda del periodista francés Pierre Rigoulot. Kang, refugiado norcoreano que consiguió sobrevivir junto a varios miembros de su familia a uno de los campos de trabajo y reeducación del régimen de los Kim, cuenta con gran detalle y extrema dureza la caída en desgracia de su familia, descendientes de coreanos instalados en Japón, y su posterior internamiento en un campo de detención, para narrar por último su fuga hacia China y Corea del Sur. Con un tono diferente se expresa Abel Meiers en On a marché dans Pyongyang. Une année en Corée du Nord (2015), que narra las peripecias de un diplomático francés, su esposa e hijos en la Pyongyang de los momentos previos y posteriores al fallecimiento de Kim Jong-il (2011) y comienzo del mandato de su hijo Kim Jong-un. De hecho, el autor nos introduce irónica y hábilmente en la opacidad norcoreana desde el principio del libro, cuando el narrador se entera de la muerte del Querido Líder a través de un contacto en China antes que en su propio lugar de residencia: —Est-ce qu’il faut que je t’envoie une autre photo? —Non, non, surtout pas ! Bon, OK, c’est enregistré. Je t’envoie notre proposition dans trois jours. Ah, au fait, tu sais que votre Président est mort? —Sarkozy? —Mais non, Kim Jong-il, ils viennent de l’annoncer à la radio chinoise (Meiers 2015: 7).
La última obra que podríamos incluir en este subgénero es Aller simple pour Pyongyang (Jean-Louis de Montesquiou, 2018), una «demi-fiction» en palabras de su propio autor (Montesquiou 2018: 6), es decir, un libro híbrido a mitad de camino entre la ficción y los hechos reales, basándose en los testimonios de cuatro desertores del ejército de
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Estados Unidos, que cruzaron al campo enemigo en momentos diferentes del conflicto bélico y político entre la potencia norteamericana y Corea del Norte, y que vivirán como secuestrados de lujo durante décadas. Enlazamos la «media ficción» con la ficción propiamente dicha con las obras DPRK (2014) de Alain Gardinier y Le pont sans retour (2017) de Vincent-Paul Brochard. Mientras que la primera es una novela de intriga y aventura sobre un agente secreto francés de origen coreano que debe entrar en Corea del Norte para liberar a un científico nuclear francés retenido por el gobierno juche2, la segunda narra el secuestro y estancia forzada en el país norcoreano de una estudiante francesa que es engañada por una espía de origen japonés. La estudiante francesa acabará codeándose con miembros importantes del régimen de los Kim a quienes dará clases de idiomas e incluso tendrá una relación sentimental con uno de los exsoldados norteamericanos que protagonizan la obra de Montesquiou. Pyongyang en la ficción narrativa tendrá menos peso y menor profundidad que en los otros subgéneros incluidos en este trabajo, al limitarse su función a ser el escenario donde sucede la acción principal. Las relaciones entre Francia y Corea del Norte en la actualidad distan de ser las mejores, pese a las promesas veladas de una parte del gobierno de Mitterrand de reconocer internacionalmente a la dictadura norcoreana, en la actualidad no existe una delegación diplomática francesa importante en Pyongyang y el Hexágono es, asimismo, considerado como un aliado de los enemigos del régimen: Corea del Sur, Japón y, por supuesto, Estados Unidos. Esto no ha supuesto ningún impedimento para que cada vez más autores en lengua francesa hayan decidido escribir sobre Corea del Norte, tanto en ficción como en literatura de viajes o en ensayo, según podemos observar en las fechas de publicación de las obras analizadas.
2. «Doctrina que rige el país [Corea del Norte], concepto confuso creado a partir de la base del marxismo-leninismo y desarrollado por Kim Il-sung, que preconiza la independencia política así como la autosuficiencia económica y militar. Una filosofía que supuestamente debe regular el destino de cada ciudadano y asegurar la independencia total del pueblo revolucionario coreano» (Gardinier 2014: 99).
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Sin embargo, más allá del análisis político y geoestratégico de esta república popular y autoproclamada «democrática» de Corea, nuestra intención será mostrar las características principales y los puntos comunes entre las obras analizadas que han construido la imagen literaria de Pyongyang como anticiudad, así como dar cuenta de una cierta progresión hacia la apertura y la modernidad, tal y como la puede entender un lector occidental, desde el final del siglo xx y principios del xxi, en la época más dura del embargo contra Kim Jong-il hasta nuestros días, con los tímidos brotes de progreso y bienestar bajo el gobierno de Kim Jong-un, de los que dan cuenta los autores escogidos.
3. Pyongyang, el paraíso cerrado Renacida de los escombros tras la guerra que dividió la península en dos a comienzos de los años cincuenta, Pyongyang fue reconstruida según los cánones de la arquitectura comunista, adaptándose a las particularidades de la filosofía política del Juche y a las necesidades del régimen de Kim Il-sung, dirigente máximo del país hasta su fallecimiento en 1994 y cuyas habilidades como arquitecto y planificador urbano no son puestas en duda por sus súbditos: «La ville a été rasée par les bombardements américains pendant la guerre. Elle a été rébâtie en quelques années selon les plans grandioses de notre Grand Dirigeant, Kim Il Sung» (Brochard 2017: 38). Una ciudad nueva para un nuevo ciudadano o, mejor dicho, para un nuevo súbdito. Sin entrar a valorar la mayor o menor pericia del abuelo del actual dirigente norcoreano —«La Cité idéale de Le Corbusier à échelle géante» (Falletti 2018: 13)— el urbanismo de Pyongyang ejercería una gran influencia en otros países de la órbita comunista durante la Guerra Fría, como por ejemplo, Rumanía. Se trata, pues, de una ciudad pensada para contener los edificios más representativos del régimen socialista, desde las instituciones gubernamentales hasta las viviendas de los funcionarios, pasando por todo tipo de monumentos conmemorativos así como grandes construcciones teóricamente destinadas al uso público como estadios, hoteles o museos. El urbanismo de Pyongyang destaca por sus amplias
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avenidas y enormes plazas, que serán escenario de las ceremonias oficiales, tal y como veremos más adelante. La desmesurada plaza Kim Il-sung, por ejemplo, reúne todos los símbolos del estado autoritario de corte estalinista y sus usos prácticos: La place Kim Il-sung. C’est grand, c’est beau, c’est stalinien. Tous les symboles sont réunis. Sur une même place, la grande maison des études du peuple, le siège du Parti du travail de Corée du Nord, le musée central d’Histoire de Corée et la galerie d’art coréenne. Rien que ça. En face, de l’autre côté du fleuve, vue sur la tour du Juche, surmontée de sa flamme démesurément rouge (Schwartzmann 2019: 109).
Sobre estos puntos, la desmesura y el gigantismo de la arquitectura de corte estalinista, insiste asimismo el escritor y periodista Jean-Luc Coatalem, quien añade a los peatones de la capital norcoreana como ingrediente fundamental para la «fría majestuosidad» de la ciudad: Détruite durant la guerre de Corée (1950-1953), la capitale a été rebâtie sur un modèle stalinien. Aujourd’hui, elle saisit par ses dimensions et sa volonté de centralisation urbaine: avenues démesurées, places monumentales dont la plus vaste contiendrait un demi-million de personnes, statues hardies et affiches patriotiques, vastes jardins et parcs arborés. La discipline des passants, peu expressifs, ajoute à sa majesté froide (Coatalem 2013: 46).
Una de las consecuencias de la planificación urbanística y demográfica de Pyongyang así como de la concentración de edificios e instituciones públicas será la proliferación de una élite urbana relativamente próspera en contraposición con el mundo rural, empobrecido y expuesto a las consecuencias de las carencias económicas y alimentarias que sufre el país: «Pyongyang, ville modèle où ne peuvent résider que les meilleurs éléments du régime et donc, les mieux nourris» (Montesquiou 2018: 10). La capital funciona, por lo tanto, como un espacio reservado a las clases dominantes del régimen. Solo se puede vivir en ella si se ostenta un buen puesto dentro de la jerarquía del partido único o de la extensa maquinaria del estado (desde burócratas de todo tipo a militares de alto rango). Lejos de ser una ciudad abierta, es una ciudad cerrada, que elige a sus habitantes y que solo exhibe a sus visitantes una pequeña parte de su tejido urbano.
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Este elitismo lo han tratado bastantes de los autores estudiados. Por ejemplo, Philippe Grangereau expone irónicamente la idea de «paraíso» al describir Pyongyang, en línea con la propaganda gubernamental; un paraíso, eso sí, de acceso restringido a los más privilegiados del régimen, así como a los pocos extranjeros dispuestos a gastar sus divisas: Non loin, toujours dans le centre-ville, un slogan proclame: «Ici, c’est le paradis». Le paradis est un peu partout à Pyongyang. Il y a le magasin Rakwon (qui veut dire «paradis», justement). Au Rakwon/Paradis, qui n’est accessible qu’aux très privilégiés du régime et aux étrangers, on trouve les produits importés dont rêvent les Coréens [...]. «Paradis terrestre », c’est aussi le nom d’une station du métro de Pyongyang (Grangereau 2003: 62-63).
Aun así, el paraíso capitalino se constituye como un paraíso del hormigón de dimensiones faraónicas; se trata de cientos de bloques uniformes agrupados en calles y barrios homogéneos, en un alarde de urbanismo igualitarista y despersonalizador, que Vincent-Paul Brochard no duda en comparar con los desarrollos urbanísticos brutalistas que se pueden encontrar en la periferia de las grandes ciudades francesas: La ville se perdait de l’autre côté du fleuve dans la brume de chaleur : de grands ensembles de barres et de tours en béton, perforées de rangées de fenêtres carrées, qui n’aurait pas déparé une banlieue française. Pak était fier du panorama qu’il présenta à Julie comme l’aménagement pharaonique d’une capitale mondiale. Sur le chemin de retour, Pak tint à faire admirer l’arc de triomphe qui célèbre la victoire sur l’occupant japonais (Brochard 2017: 38).
Ante la dificultad que supone aprehender Pyongyang como visitante (y como lector), no escasean las metáforas en general, y las religiosas, en particular, con el objetivo de que el lector identifique la ciudad con realidades más cercanas y conocidas. Montesquiou pone en boca de uno de sus personajes, en Aller simple pour Pyongyang, la identificación de la capital de Corea del Norte con la Ciudad del Vaticano: un espacio sagrado y reservado para los que él denomina los fieles más merecedores (ciudadanos intachables) y el clero (la jerarquía): «Ah et puis, j’oubliais: il y a aussi le Vatican; Pyongyang, cité sacrée, réservée aux fidèles les plus méritants et au clergé. Ouf!» (Montesquiou 2018: 189).
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De hecho, igual que el Vaticano se encuentra en pleno centro de Roma, existiría en Pyongyang un barrio poblado por las élites del régimen, una especie de «ciudad prohibida» dentro de una ciudad ya casi prohibida; un barrio cuya misma existencia pone en duda los cimientos del igualitarismo comunista y que nos hace pensar en la orwelliana frase de que «todos los animales son iguales pero algunos animales son más iguales que otros»: Les véhicules dont la plaque d’immatriculation commençait par 7-27 étaient les seules à avoir accès au quartier interdit. Ce quartier de Pyongyang, d’une surface de plusieurs blocs, dont l’accès est gardé par des militaires, était comme son nom l’indique, interdit à la population. Il abritait, selon les dires, les cadres du Parti ou une sorte d’élite politico-économique. Le comportement des occupants de ces véhicules reflétait la victoire de la barbarie (Meiers 2015: 72).
Dado que la desinformación reina en Pyongyang, para locales y visitantes, rumores y bulos se propagan con facilidad, como asegurar que Kim Jong-un, actual líder de Corea del Norte, vive precisamente en esa «ciudad prohibida»: —Dites-moi, monsieur Chol-il, où habite votre Président Kim Jong-un? —Oh! Oh! Quelle drôle de question! Il habite un peu partout et il voyage beaucoup en train, à travers le pays, pour aider les masses laborieuses. —Monsieur Chol-il, on dit qu’il y a une cité interdite où vit Kim Jong-un et qu’elle se trouve au centre de la capitale... —Non, non! Ce sont des histoires! Et puis, cela ne vous regarde pas! C’est la vie de notre grand commandant suprême, pas la nôtre (Sztanke y Chabert 2014: 64).
Y son estas élites políticas y económicas quienes viven en esa área de la ciudad como en el capullo de una crisálida, un envoltorio protector, a salvo de las penurias económicas y del hambre que azotan al resto del país: «La chose n’est pas directement perceptible dans les beaux quartiers de Pyongyang —un véritable cocon» (Montesquiou 2018: 206). Así, alrededor del núcleo de esta crisálida que protege a las élites más poderosas del partido, se sitúan las familias con menos poder pero misma devoción a los ideales del socialismo norcoreano, en un ejercicio de identificación entre el urbanismo y la sociología, tal y
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como relata Kang Chol-Hwan al recordar su feliz infancia en un barrio acomodado de Pyongyang: J’aurais donc mauvaise grâce à ne pas reconnaître que j’eus une enfance heureuse. Il faut dire que ma famille, particulièrement aisée, habitait un quartier neuf, très calme et aéré, très verdoyant aussi: Kyongnim-dong. Situé près de la gare centrale, il n’était peut-être pas aussi beau que le périmètre réservé à la nomenklatura mais il venait immédiatement après (Chol-Hwan 2000: 21).
De hecho, la identificación entre urbanismo y sociología, es decir, entre posición en la ciudad y posición en la sociedad se puede observar, en términos de altura, en el caso del despacho del inspector de policía Choe Sang-hun, el «villano» de la novela DPRK de Alain Gardinier (2014), desde donde tiene la fortuna de poder dominar visualmente todo Pyongyang. La elevada posición de esta «atalaya» parece, sin duda, un reflejo de su lugar en la jerarquía del Estado, también elevado: Seul, de retour dans son bureau du ministère, Choe Sang-hun se repaît de la vue qui lui est offerte sur Pyongyang depuis sa fenêtre du onzième étage. C’est activité immobile est le meilleur moyen pour réfléchir le plus sereinement possible dans cette pièce au mobilier tout droit issu d’un kolkhoze ukrainien des années 50. En fait, la ville vue de haut est assez jolie, lovée autour de la rivière Taedong (Gardinier 2014: 96).
Kang Chol-Hwan, que narra en primera persona sus recuerdos y vivencias en el país, insiste en la idea de «acercarse a Pyongyang», de intentar llegar a la ciudad, como sinónimo de una vida más cómoda y alejada de las penurias de las zonas rurales. La capital funcionaría así, de puertas hacia fuera, como un escaparate de las bondades de la política del clan Kim y de su filosofía juche: Pyongyang en particulier, vitrine privilégiée du régime, offrait à ses habitants l’illusion que les discours souvent triomphants et toujours prometteurs des cadres dirigeants reflétaient bien les réalités de leur pays. Je sais de quoi je parle: je suis né à Pyongyang, j’y ai grandi. Et tant pis pour les amateurs de films en noir et blanc, j’y ai même vécu des années heureuses, à l’ombre tutélaire de Kim Il-sung (Chol-Hwan 2000: 17).
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Esta idea de ciudad-escaparate que se esfuerza por mostrar signos de una aparente opulencia, como bares, restaurantes, coches y teléfonos móviles, es sostenida también por el investigador y diplomático Pascal Dayez-Burgeon, quien, en su obra divulgativa De Séoul à Pyongyang. Idées reçues sur les deux Corées (2013), lo explica de este modo: À Pyongyang où se concentrent tous les privilégiés du régime, ainsi qu’à Nampo, son débouché sur la mer Jaune, on dénote même des signes d’opulence. Cantonnés jadis aux grands hôtels, les restaurants et hôtels se multiplient. Les automobiles et les smartphones —autorisées de puis 2008— sont monnaie courante. Quant à la jeunesse dorée, elle [...] ose même arborer des tee-shirts et des casquettes de baseball (Dayez-Burgeon 2013: 44).
Insiste sobre este hecho el periodista Sébastien Falletti, quien realiza una instantánea de la ciudad en movimiento y mucho más cercana, salvando las distancias, a cualquier otra gran ciudad china, al menos en lo referido al «exhibicionismo» —ropa colorida, marcas occidentales, por ejemplo— de las clases privilegiadas de Pyongyang: Les femmes exhibent des couleurs chatoyantes, des rouges éclatants, des sacs à main imités des modèles de Chanel. Et, naturellement, tous arborent sur la poitrine le petit pin’s de rigueur à la gloire de leur dirigeant. Au bord de la piste, une jeune femme en tailleur sombre et talons hauts capture avec son smartphone les traces d’un passé déjà en train de s’estomper. Avec son compagnon tiré à quatre épingles, lunettes de soleil Aviator sur le nez, ils incarnent les nouvelles élites de la capitale, ceux qui bénéficient du timide mais réel progrès économique (Falletti 2018: 118).
En definitiva, nos hallamos ante una ciudad pensada para las élites y que, por lo tanto, funcionará como un espacio cerrado y hostil hacia quien la visita como turista y hacia quien se instala en ella como expatriado, no solo por la barrera idiomática sino también por su enorme tamaño y la propia estructura urbana, en ocasiones indescifrable y que no ofrece la suficiente información: Parce que Pyongyang, c’est grand. Et il n’y a ni fléchage ni panneaux publicitaires pour nous conduire au bon endroit. Seul le bouche-à-oreille compte dans cette ville. Chaque expatrié a d’ailleurs le devoir, envers les nouveaux arrivants,
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de leur faire part de tous ses petits tuyaux, ses bons plans, ses bonnes adresses... Nous avions même pensé à écrire à plusieurs une sorte de Petit Futé de Pyongyang (Meiers 2015: 204)3.
4. La prisión urbana En nuestra introducción, mencionábamos uno de los dudosos méritos de la República Popular Democrática de Corea, estar siempre en la parte alta de la clasificación de los países con menores libertades individuales de todo tipo: expresión, prensa, movimiento... De este modo, se podría decir que los habitantes de Corea del Norte son prisioneros dentro de su propio país, cuyos dirigentes reman contra la corriente de la globalización parapetados en su anacrónico pensamiento político juche: La population nord-coréenne est prisonnière dans son propre pays, à la fois du système policier implacable et de son histoire. [...] Pour vivre heureux, vivons caché. Aujourd’hui, le régime nord-coréen suit toujours cet adage, drapé dans les atours de l’idéologie autarcique du Juché. Mais, à l’heure de la planète globalisée et hyperconnectée, cette fermeture inquiète et fascine (Falletti 2018: 145-146).
La consecuencia más directa de este sistema represivo sobre la capital, Pyongyang, será el haber diseñado un espacio urbano vigilado y controlado. Nadie puede desplazarse motu proprio dentro del país ni dentro de la capital, la maquinaria estatal se encarga de decidir, además de cuál va a ser tu función dentro de ella, como una pieza siempre prescindible dentro de su engranaje, dónde vas a vivir y cuándo te vas a mudar. Por ello, en numerosas de las obras consultadas encontramos alusiones a la metáfora de la prisión para referirse a Pyongyang. Empezando por la reducida colonia extranjera, formada por diplomáticos, empresarios y otros profesionales y sus familias, que vive
3. Sin duda, el creciente número de turistas atraídos por Corea del Norte ha provocado la aparición en 2019 de la guía Petit Futé sobre Corea del Norte, que, en un alarde de surrealismo, avisa en su introducción de que «no será fácil de introducir» en el país. Utilidad ante todo.
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«encerrada» en una burbuja, relegada a una determinada área de la ciudad —el barrio Taedonggang— de la cual es posible salir en contadas ocasiones, teniendo en cuenta que la libertad de movimiento es para ellos, a pesar del pasaporte diplomático, muy reducida. La vida de los funcionarios extranjeros, como se cuenta de manera detallada en On a marché dans Pyongyang, de Abel Meiers (2015), dista mucho de ser la cómoda vida imaginada por un expatriado, aún peor durante los días que siguen al fallecimiento de Kim Jong-il, durante los cuales reina una extraña atmósfera entre la colonia extranjera, que permanece encerrada en casa, «su jaula», sin saber cuál va a ser el desarrollo de los acontecimientos: Quasiment tous les expatriés avaient quitté Pyongyang pour les vacances de Noël, et l’équipe des Trois se sentait toute petite dans leurs appartements, n’osant plus bouger. Une étrange atmosphère flottait autour d’eux. [...] Après avoir vidé trois bouteilles d’excellent vin gardé «pour une grande occasion», les Trois passèrent la soirée à rire, un peu nerveusement peut-être, dans leur belle cage au cinquième étage, immeuble D, compound diplomatique (Meiers 2015: 18-19).
Dentro de la «prisión urbana», los expatriados que son destinados a Corea del Norte por más de seis meses gozan de una serie de privilegios con respecto a los turistas, por ejemplo, tener acceso a una línea de teléfono móvil; línea desde la cual, sin embargo, solo pueden comunicarse con otros ciudadanos de origen extranjero, ya que no pueden llamar a números propiedad de norcoreanos ni recibir llamadas de estos. Según Meiers: «Deux lignes téléphoniques pour deux univers parallèles» (Meiers 2015: 38), dos universos paralelos igual de herméticos. Un tercer universo, más angustioso si cabe —de guiarnos por los testimonios analizados— será el conformado por los viajeros, puesto que, tal y como venimos exponiendo, estamos ante uno de los atributos de la anticiudad: frente a la apertura y a la disponibilidad para ser recorrida y explorada de la ciudad «estándar», los escasos turistas que se aventuran en las calles de Pyongyang, lo harán acompañados de sus guías-intérpretes y con un recorrido preestablecido y decidido por instancias superiores del régimen, a unas horas predeterminadas e incluso llevando un tipo de ropa concreto, algo que va en contra de la filosofía
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de cualquier viajero que se reclame como tal y de la libertad individual de cualquier ciudadano de una sociedad democrática. El tratamiento carcelario del viajero comienza desde la llegada al país, peor aún en el caso de los visitantes que buscan esconder su profesión de periodistas, ya que son numerosas las restricciones en el equipaje que se puede introducir en el país. Los guardias fronterizos controlarán especialmente los libros y el material tecnológico, como cámaras, teléfonos móviles y tabletas. Una sensación angustiosa, tal y como se describe en Au pays du Grand Mensonge (2003): L’un de nous, trahi par son imposant équipement photographique, dut signer à l’aéroport un papier dans lequel il s’engageait à ne pas publier ses clichés [...] Jamais encore je n’avais connu de pays animé par une peur aussi paranoïaque de sa propre image. Passer la frontière nord-coréenne est donc en soi une petite prouesse, et ce voyage était tout indiqué pour attirer une majorité de journalistes (Grangereau 2003: 32).
Como los visitantes son escasos, a las autoridades locales no les resulta complicado controlarlos instalándolos a todos en el mismo hotel de la capital, el Koryo, un alojamiento más bien espartano, situado en un islote, es decir, dentro de la ciudad pero separado de ella, y que cuenta con un restaurante giratorio en la última planta así como con casinos, especialmente frecuentados por hombres de negocios chinos, en la planta baja. Así pues, alojado bajo unas condiciones de confort discutibles, probablemente espiados a través de micrófonos ocultos y sometidos a la repetitiva letanía de la televisión ad maiorem gloriam del Querido Líder, no sorprende que flaquee el ánimo del visitante: Une fois prisonniers de l’hôtel, coincés sur l’île aux saules pleureurs —les deux ponts sont barrés la nuit—, il ne nous restait pour achever ce jour sans pain qui s’éteignait de lui-même, navré lui aussi d’avoir été là, que la télé avec ses plans fixes, ses diatribes, ses inaugurations d’usines qui n’existent pas ... Je me laissai alors tomber sur mon lit comme une nouille froide dans Pyongyang déserte. Et ce fut bien ainsi (Coatalem 2013: 154-155).
Si el hotel funciona como la celda donde los viajeros pasan los contados momentos libres de su cautiverio, como en toda prisión, también habrá quien ejerza de carcelero, en este caso, los guías. Instruidos en la
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lengua del visitante o en inglés, su función es la de acompañar al viajero en todo momento: oficialmente, para asegurarse de su seguridad y proporcionarle información sobre los lugares visitados; realmente, para controlarlo y asegurarse de que sigue todas las reglas impuestas desde su llegada, como, por ejemplo, no hacer fotos en lugares prohibidos. La relación entre nuestros viajeros y sus guías atraviesa diferentes fases, según los estados de ánimo de unos y otros, desde la amistad y el aprecio, hasta la lástima y la conmiseración, pasando por el enfado e, incluso, la animadversión. Si se es extranjero, caminar libremente por Pyongyang solo es posible para los expatriados; lo hará Guy Delisle en su novela gráfica y, por ejemplo, el diplomático y su familia retratados en On a marché dans Pyongyang, cuyo título refleja, precisamente, esa experiencia casi sobrenatural que supone, para un occidental, el hecho de poder caminar por la ciudad. Los viajeros, por su parte, deben ir acompañados de sus guías, con lo cual no pueden vivir la experiencia de un flâneur que deambula libremente por las calles de la capital. Michaël Sztanke plasma la difícil relación viajero-guía y la autorización para caminar —nunca solo— por una calle que el norcoreano no duda en comparar con los Campos Elíseos parisinos: Il n’est pas fichu de nous dire les choses de manière frontale. Sa manière d’insinuer pour mieux nous intimider est insupportable. Nous sommes autorisés à nous promener dans Pyongyang aujourd’hui? Oui, bien sûr, nous allons emprunter l’avenue Changjon. Elle a été récemment inaugurée par le maréchal Kim Jong-un. C’est un peu comme les Champs-Elysées chez vous, en France (Sztanke y Chabert 2014: 64).
Y quizás en ese continuo acompañamiento y monitorización de la estancia del viajero radica la principal concomitancia entre Pyongyang como destino turístico y un establecimiento penitenciario, esto es, la falta de libertad individual. Además de la prohibición de pasear libremente por las calles de la ciudad, los viajeros que recorren la capital norcoreana en visitas calculadas casi al milímetro tampoco pueden tomar fotografías de/en lugares no permitidos, visitar tiendas, monumentos o edificios que no estén previamente autorizados y, por supuesto, tienen prohibido dirigirse a los habitantes de la ciudad. Nadie
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dijo que conciliar turismo y totalitarismo fuera una tarea fácil, para ninguno de ambos. La vigilancia a la que son sometidos los ciudadanos y los pocos turistas que todavía visitan Pyongyang no palidece ante la supervisión de las personas privadas de libertad en una prisión. Philippe Grangereau describe el momento en que, al sonar un gong, los peatones desaparecen ante sus ojos para refugiarse en el edificio más cercano, cual reclusos que abandonan el patio de la cárcel; después se enteraría de que es una de las señales de alarma que marcan acontecimientos significativos, en este caso, el anuncio de una cumbre entre los mandatarios de ambas Coreas: À notre sortie du palais des Études du peuple de Pyongyang se produit un évènement inattendu. Trois longs coups de gong résonnent dans toute la ville. Aussitôt, les passants s’arrêtent, figés sur place. L’instant d’après, on en voit qui s’engouffrent dans des bâtiments proches [...] Nos guides pâlissent [...] C’est la première fois que nos cornacs nous laissent seuls. Nous errons sur les marches du palais en nous interrogeant sur la raison de cette convocation de toute la population (Grangereau 2003: 186-187).
No podríamos hablar de cárcel en un análisis literario sin mencionar los intentos de fuga, y un episodio parecido a una evasión nos cuenta Jean-Luc Coatalem en sus Nouilles froides à Pyongyang. El Coatalem viajero por Corea del Norte va perdiendo poco a poco la paciencia a lo largo de su estancia, cansado sobre todo de la actitud manipuladora de sus guías, que él denomina Kim 1 y Kim 2. Por eso, ante la prohibición de poder visitar el museo de Bellas Artes oficialmente dentro del programa, decide «escaparse», abandonar la disciplina del grupo y aventurarse en el edificio, casi vacío: La voiture s’arrête. Je saisis le prétexte de vouloir faire des photos de la place Kim Il-sung [...] Mais sitôt dehors, j’adopte une diagonale glissée, je m’écarte, j’accélère. Puis je lâche mes trois sbires pour foncer vers le musée à la façade palladienne. Lorsqu’ils ont pigé ma manœuvre, Kim 1 et 2 abandonnent la voiture et se lancent à mes trousses. Mais j’ai cent mètres d’avance, j’ai franchi déjà les marches du parvis, poussé la porte. [...] Entré à son tour, M. Kim est ivre de rage. Il a perdu la face. Il en appelle au gardien, au directeur, pour l’aider dans sa tentative d’extraction. Nenni, je n’en démords pas, je ne sortirai pas avant d’avoir visité ce musée (Coatalem 2013: 169).
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Los intentos de burlar el férreo control de estos funcionarios gubernamentales son variados. Sébastien Falletti prefiere levantarse temprano y utilizar la excusa de salir a practicar deporte para poder explorar, aun de manera efímera, algunas de las calles de la ciudad y ver algunas de las escenas urbanas cotidianas pero prohibidas para los ojos del turista extranjero: «Afin d’échapper à la surveillance des guides, on se lève à l’aube pour faire un jogging dans les rues de la ville. Cette virée éphémère permet de surprendre un marché gris dissimulé dans une ruelle, avant la descente d’hommes en uniforme» (Falletti 2018 : 20). Aunque las fugas de estos viajeros resultaran exitosas, se trata, en cualquier caso, de una leve ruptura del orden impuesto, de una rebelión consentida dentro de la estricta organización del viaje, que se alza con el dudoso honor de ser la verdadera tortura en los relatos analizados, mucho más que el miedo a cometer un error con consecuencias penales o a ser objeto de espionaje en las comunicaciones: «Au fond, le plus dur pendant ce voyage, le plus pesant, ce ne sont pas les contraintes liées au régime et au folklore. Non. C’est le voyage organisé» (Schwartzmann 2019: 157).
5. La ciudad escenario Pyongyang, al igual que sucediera con tantas otras capitales del bloque comunista, fue reconstruida, como mencionábamos anteriormente, como una ciudad de urbanismo y de edificios desmesurados, de dimensiones colosales, que se pone al servicio de las necesidades del régimen. Escaparate del poder, las avenidas y las plazas de la capital serán tanto el escenario de la ilusión de grandeza de un estado autoritario que se resiste a enterrar el hacha de guerra como el decorado de otras ilusiones y engaños más cotidianos, como los que se representan ante los ojos atónitos de los viajeros extranjeros, que no serán parcos en metáforas para describirlos. Así pues, una de las funciones que cumple el espacio urbano de Pyongyang será ejercer como escenario para las múltiples celebraciones propagandísticas que se llevan a cabo en loor de los Queridos Líderes, pasados y presentes. Cualquier lector o espectador curioso por Corea
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del Norte habrá podido leer o ver imágenes de los desfiles militares durante los cuales miles de soldados marchan junto a tanques y armamento de todo tipo en una hipnótica y milimetrada coreografía, así como festivales públicos durante los cuales se crean mosaicos formados por miles de personas, cuya sincronización es perfecta. Encontraremos repetidas alusiones a este tipo de eventos públicos —como el festival de Primavera, que conmemora el cumpleaños de Kim Il-sung a modo de día Navidad o de Año Nuevo occidentales— en un buen número de los libros analizados, especialmente en los relatos de viajes, cuyos protagonistas tienen la oportunidad de participar: Absolument tout ce qui est vivant dans Pyongyang a revêtu ses plus beaux habits et est de sortie. Des foules, parfaitement alignées en rang par quatre, viennent déposer des fleurs et se prosterner devant les nombreuses mosaïques de la ville qui représentent Il-sung et Jong-il. Les fleuristes doivent être comme des dingues. Nous n’y coupons pas. Après dix jours en Corée du Nord, nous maîtrisons parfaitement l’exercice. En rangs par quatre, on s’avance, on salue, synchronisation impeccable, mine contrite, mains plaquées le long des cuisses (Schwartzmann 2019 : 173).
Mención especial merece el festival Arirang durante el cual miles de niños funcionan como «píxeles» de las diferentes imágenes que irán formando con cuadrados de colores en el césped del estadio nacional y que se proyectan al mismo tiempo en una gran pantalla para asombro y regocijo de la multitud de asistentes; se trata, en palabras de Abel Meiers, del «espectáculo más loco del mundo» al que tiene la oportunidad de asistir el diplomático Quentin junto a su familia: Ils pénétrèrent dans un stade si gigantesque qu’il aurait pu contenir le Parc des Princes. En face d’eux, un énorme écran blanc. Soudainement, une grande vague traversa le mur, faisant naître une gigantesque clameur qui s’amplifiait, faisant dresser les poils des bras. Le mur devint rouge, puis bleu, puis représenta le drapeau de la Corée. [...] Quentin et Sarah demeuraient sans voix, hypnotisés par ces enfants équipés de leur cinquante, soixante panneaux qu’ils devaient tous ensemble brandir bien droit et se cacher derrière (Meiers 2015: 283).
Se trata del mismo estadio donde finaliza el maratón en el que decide participar Jacky Schwartzmann, un estadio repleto que aplaudirá a
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los atletas según vayan acabando los más de cuarenta y dos kilómetros que componen la carrera y donde tendrá lugar, cómo no, una ceremonia de clausura: J’ai omis de préciser un détail: l’arrivée s’effectuera dans le stade, à l’issue d’un tour d’honneur. Cinquante mille personnes applaudiront. C’est la vraie récompense, après quarante-deux kilomètres de course. En revanche, elle n’est offerte qu’à ceux qui terminent l’épreuve en moins de quatre heures. Une cérémonie de clôture est prévue, et s’il y a bien une chose avec laquelle ils ne déconnent pas, les Coréens, ce sont les cérémonies (Schwartzmann 2019: 103).
Tal y como asegura el escritor —y atleta ocasional— Schwartzmann, los coreanos no bromean con las ceremonias. En efecto, el gusto por la pompa y el boato en las celebraciones norcoreanas así como su estudiada puesta en escena son ingredientes necesarios para la exaltación de la grandeza del país y de sus líderes: «Les communistes nordcoréens ont le génie de la mise en scène» (Grangereau 2003: 141). Y qué mejor escenario que la propia capital. Ahora bien, el reverso de este espacio urbano teatralizado lo constituye la sensación de que esa «puesta en escena» no se limite a las celebraciones, es decir, que Pyongyang sea un gran decorado dentro del cual solo hay lugar para actores y figurantes, un espacio de ficción con apariencia de realidad. De nuevo, no faltan las metáforas; en ese caso, las relacionadas con las artes escénicas y cinematográficas, desde el «decorado de ópera» (Grangereau 2003: 17) y el «decorado de teatro» (Schwartzmann 2019: 174), pasando por el «teatro de sombras» (Falletti 2018: 123) hasta el «plató de cine». No podemos obviar la importancia del cine dentro de la maquinaria propagandística del estado autoritario norcoreano, que produjo una gran cantidad de películas para exaltar las bondades de su régimen frente a los malvados Estados Unidos. En un determinado momento, Kim Il-sung no dudó en secuestrar a un director y a una actriz japoneses e incluso, se utilizó a los desertores americanos cuya historia se narra en Aller simple pour Pyongyang como los villanos de algunos de los largometrajes patrióticos. El cine fue, así, una de las peculiares prioridades del país:
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Kim Il-sung et son fils Kim Jong-il se sont, il est vrai, pris d’une authentique passion pour le cinéma (et les actrices). Ils y consacrent une bonne partie de leur temps et de leur énergie. Un des premiers bâtiments reconstruits à Pyongyang, et l’un des plus majestueux, c’est une immense salle de cinéma, somptueusement décorée, à l’est de la ville. Les studios ont suivi de peu. James n’a jamais eu la chance d’aller à Hollywood, mais il s’imagine qu’il doit s’agir de quelque chose de modeste à côté de ce qu’il a à présent sous les yeux (Montesquiou 2018 : 174-175).
Jean-Luc Coatalem aprovecha su visita a unos estudios de cine para reflexionar de esta manera sobre la ciudad-escenario y la ausencia de vida real, o al menos, según el concepto de «vida real» que él tiene, como habitante de un país de Europa occidental, un habitante que en el estado totalitario de los Kim no es más que un personaje dentro de una película sin un guion verdadero, rodada en un decorado intemporal: ...abandonnant au premier virage ces rues factices pour retrouver les vraies, enfin presque, ces voies lunaires, sans beaucoup de voitures, avec leurs fliquettes aux croisements où chaque feu est éteint, et leurs passages à piétons sans piétons, cet espace nu et large, bétonné et vide, ponctué de lampadaires —Pyongyang-City en dehors du temps commun des hommes [...]. Et nous dedans comme dans un mauvais film. Personnages sans vrai scénario (Coatalem 2013: 183-184).
Sin embargo, la película no estaría completa sin contar con los figurantes. Jean-Luc Coatalem, quizás el viajero analizado más cínico y mordaz en sus impresiones, sugiere que todas las personas con las que se cruza la comitiva turística a la que pertenece recitan un texto previamente aprendido y se limitan a cumplir con la función asignada, dentro de un gigantesco juego de rol. Según el escritor y periodista francés, no estaríamos ante ciudadanos, sino ante actores de reparto o incluso figurantes cuya función consiste en mantener vivo el trampantojo urbano y ante cuya actuación resulta casi imposible contener la risa: Dix ou douze heures par jour, nous avons l’impression de jouer à un jeu de société où l’essentiel serait invisible. Et le reste feint. Souvent, on se jette des regards complices et on se retient pour ne pas pouffer. Comment d’ailleurs a minima ne pas sourire de ces Coréens au regard flou qui, défilant dans le hall comme des figurants, feignent de parler «comme si de rien n’était» alors qu’ils semblent rabâcher un texte appris ? (Coatalem 2013: 63)
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La ciudad de Pyongyang, así como otras en Corea del Norte, son, en definitiva, ejemplos de lo que el periodista Philippe Grangereau denomina «ciudad trampantojo», destinada a engañar al ojo del observador poco avezado, dando una apariencia de modernidad y buen mantenimiento, cuando en realidad la fachada oculta un interior decrépito. Es, en su opinión, una buena muestra de cómo la mentira oficial llega a todos los rincones de la vida en ese país: Le mensonge touche tous les domaines [...]. L’histoire du pays a été réécrite de manière à la rendre méconnaissable. Les villes sont conçues en trompe l’œil, avec des façades qui sous un certain angle et à une certaine distance paraissent au visiteur plutôt modernes et bien entretenues, alors que le reste accuse la décrépitude; d’où l’interdiction formelle faite aux visiteurs de se promener dans les rues ailleurs que sur un parcours bien défini (Grangereau 2003: 23).
En los decorados de este filme de serie B que supone vivir en la Pyongyang «trompe l’œil» no pasa desapercibida la función de la propaganda, que invade el paisaje gráfico y lingüístico de la ciudad, a través de eslóganes revolucionarios, pósteres de estilo soviético y los omnipresentes retratos de los dictadores fallecidos, ya que arte y propaganda son sinónimos en Corea del Norte: «Ici, c’est un peu Gotham City. Comme dans une BD, il y a les super-héros qui protègent la veuve et l’orphelin des méchants impérialistes», résume l’une des rares expatriées occidentales en poste dans la capitale nord-coréenne. Ces affiches de propagande sont étonnamment des chefs-d’œuvre graphiques. Il faut imaginer les contes d’Andersen revisités par l’esthétique socialiste (Falletti 2018: 12).
Es más, la propaganda ocupa un papel destacado incluso en el paisaje sonoro de la capital; si antes mencionábamos los golpes de gong con que se llama a la alarma, no podemos olvidar las continuas arengas a la población a través de la radio y, de manera aún más llamativa, los camiones de propaganda que circulan por las calles de Pyongyang para motivar a los empleados de la construcción y que Guy Delisle describe en su novela gráfica: —Non mais... c’est quoi ce bruit atroce? Ça commence à me courir sur le haricot.
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—C’est le camion de propagande qui vient encourager les ouvriers de l’Opéra. —Ah bon? Zut! Y’a la palissade qui me cache... Hou là là, il faut absolument que je voie ça. [...] —Ah, ça y es ! Misère! (Delisle 2003: 80-81)
6. La ciudad sin vida Asociada a la falta de actividad real observable, dentro de una Pyongyang que hemos analizado ya desde la óptica de la prisión y del escenario, y como su consecuencia lógica, estaremos ante una ciudad que los autores escogidos no dudarán en calificar como vacía, oscura y sin vida. Un vacío que se amplifica por culpa de la desmesura de su arquitectura, previamente descrita, de calles y plazas difíciles de llenar en un día «normal» y de edificios grises y monumentales. En las obras analizadas faltan, entre otros, el desorden, el ruido y el anonimato de cualquier gran ciudad, algunos de los atributos más fácilmente identificables del espacio urbano en la literatura contemporánea y que analizamos, para el caso de la capital norcoreana, en esta última sección. Entrar la ciudad será entonces, como describe Montesquiou para uno de los soldados desertores americanos que es conducido a Pyongyang, solamente una impresión, un dato geográfico, puesto que en lugar del bullicio y el tráfico que se esperaría de cualquier espacio urbano, reinan el silencio y la tiniebla, dentro de los cuales se mueven sus habitantes, como verdaderas sombras: Au bout de deux heures il semble à James qu’ils arrivent dans une ville. Juste une impression, que n’a provoquée ni le ralentissement du trafic —il n’y en a pas—, ni aucun brouhaha urbain, car l’endroit est plongé dans le silence ; mais des lumières qui surgissent de temps en temps, laissent entrevoir des avenues aux trottoirs grouillants de marcheurs silencieux (Montesquiou 2018: 24-25).
En la misma línea, pero situándonos en un momento cronológico mucho más cercano al presente, Jacky Shwartzmann, a pesar de participar en el maratón y de tener la rara oportunidad de recorrer calles y avenidas normalmente fuera de los circuitos turísticos tradicionales, se muestra obsesionado con el inmovilismo y la falta de vida de la capital
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norcoreana, al observarla desde lo alto de la torre del Juche, donde no duda en compararla con el escenario —de nuevo este concepto que se resiste a abandonarnos— de una serie de zombis: L’ascenseur nous emmène au sommet de l’édifice à cent soixante-dix mètres du sol. La moitié de la Tour Eiffel. En haut, la vue est démente: à 360º sur la capitale, sur les bâtiments aux couleurs pastel, et puis cet étrange calme, voire cet immobilisme. De là-haut, on réalise à quel point il ne se passe rien. Quelques rares bagnoles investissent les larges avenues, et puis rien, pas un bruit. On se croirait dans The Walking Dead (Schwartzmann 2019: 129).
Al caer la noche, la consecuencia obvia de esta falta de actividad sería la oscuridad, solamente contrastada por la luz que emana de algunos monumentos, como, por ejemplo, la que surge del Monumento al Juche, presente en todas las obras elegidas, o bien de algunas ventanas situadas en edificios que disponen de corriente eléctrica: La capitale, Pyongyang, surgit, massive, ténébreuse, monumentale. Le soir tombait. Les rayons orangés du soleil couchant découpaient la silhouette d’édifices cubiques et de hautes tours d’habitations sombres, alvéolées de noir, dressées comme des mégalithes. Des fenêtres éparses étaient allumées, diffusant une luminosité vacillante de veilleuse. Les avenues immenses, rectilignes, étaient plongées dans l’obscurité. Il n’y avait aucun trafic, aucun piéton, seulement des lueurs évanescentes (Brochard 2017: 30).
Adjetivos como «tenebrosa», «fría» y «oscura» aparecerán de manera frecuente en los textos estudiados, utilizados para describir una ciudad en la que se da tanto la falta de actividad como, no olvidemos, los continuos apagones fruto de la penuria eléctrica que sufre un país más concentrado en la carrera armamentística que en la iluminación. Como siempre, los barrios acomodados, donde reside la élite política, están a salvo de la escasez: Comme toujours, outre quelques quartiers stratégiques bénéficiant de quelques heures d’électricité nocturne, ainsi que le «nouveau Pyongyang» construit tout près de la place Kim Il-sung et ses tours dignes d’un quartier branché de Hong Kong ou Singapour, la capitale marie froideur et ténèbres (Gardinier 2014: 98).
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Guy Delisle, cuya novela gráfica Pyongyang utiliza únicamente el blanco y negro, está fascinado por esta oscuridad y por las escasas luces que la rompen, que provienen de los pocos vehículos que circulan y de los monumentos en honor al Querido Líder: «une ville sans autre éclairage que les phares des voitures et les monuments à la gloire du Grand Leader» (Delisle 2003: 48). Ahora bien, el propio Delisle constata que la noche es el momento propicio para que algunos habitantes decidan desplazarse dentro de la ciudad con menor temor a ser controlados, ya que ve a numerosas personas que caminan de un lado a otro: «La nuit, il y a une foule de gens qui se déplace à pied» (Delisle 2003: 148). La semiótica de los colores y su poder simbólico gozan de un gran protagonismo en las dos novelas gráficas estudiadas. Además de la recién citada Pyongyang de Guy Delisle, en La faute, Michaël Sztanke utilizará principalmente los grises, salpicados de algún toque de color para la bandera norcoreana y los símbolos asociados al partido único, como la llama de la torre del Juche, o los retratos de los líderes. La vida en Pyongyang —«la ville grise» (Coatalem 2013: 152)—, pues, carece de color, de vitalidad. Sus habitantes parecen estar condenados a una existencia gris en estas dos obras. Por lo tanto, una Pyongyang sin actividad y sin luz es necesariamente una ciudad muerta, el clímax de la anticiudad. Jacky Schwartzmann la describe así, como una ciudad donde reina una calma inerte, de escena postapocalíptica: Ce qui est étrange, c’est ce calme, une espèce de déroute tranquille, de scène postapocalyptique d’une ville où les immeubles seraient demeurés intacts. Il n’y a aucune lumière aux centaines de fenêtres du super-HLM atomique, alors qu’il n’est pas tout à fait 22 heures. Dans les rues, ou plutôt les avenues, assez larges pour des défilés militaires, très peu de voitures, voire pas du tout. Pyongyang a des allures de ville morte.orte (Schwartzmann 2019: 97).
La capital norcoreana, faro de la revolución del clan de los Kim, buque insignia de la filosofía juche y último bastión de la beligerancia antiimperialista, recuerda más a una tumba que a un espacio adaptado para la vida. Pyongyang es comparable con un cementerio cuyas lápidas son los grisáceos y monótonos bloques de viviendas. Estamos
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ante una anticiudad total, al menos, a ojos de viajeros y narradores extranjeros, como la protagonista de Le pont sans retour, secuestrada y trasladada a Corea del Norte, donde asume que está muerta para todos los que la conocieron antes de su cautiverio. Para ella, la ciudad es un lugar situado en el umbral de la nada o es quizás el mismo infierno, el reino de los muertos: Pyongyang était aussi lugubre qu’un tombeau. Sous leur linceul de givre, les avenues immenses se prolongeaient vers l’éternité entre de hauts bâtiments grisâtres dressés comme des stèles sans nom. Tous ceux qui m’ont connue me croient morte, songeait Julie. Cela ne suffisait pas à la tuer, mais à la repousser aux confins de la vie, dans ce lieu situé au seuil du néant. Peut-être était-ce cela l’enfer, se disait-elle. Elle était au royaume des morts (Brochard 2017: 450).
8. A modo de conclusión En este trabajo se ha definido Pyongyang como anticiudad por reunir una serie de atributos contrarios a los que habitualmente se le otorgan a una gran ciudad contemporánea. La capital norcoreana no es accesible libremente ni para los visitantes ni para los propios habitantes del país, sino que funciona como la sede de la élite del régimen de los Kim. Prisión para propios y ajenos, es, además, una ciudad de urbanismo mastodóntico que sirve como escenario para ostentosas ceremonias públicas y como decorado para una vida ficticia y gris, a ojos de los escritores escogidos. A pesar de que la selección de obras analizadas puede adolecer de no ser exhaustiva, como cualquier otro grupo escogido de textos, hemos podido observar en todas ellas características comunes. En primer lugar, destacaremos que se está produciendo una evolución desde la Pyongyang más oscura y agobiante que describen, por ejemplo, Guy Delisle y Philippe Grangereau a principios de este siglo (ambos publicados en 2003), hacia una capital más abierta a la influencia y a las divisas extranjeras, como la que nos presenta Falletti (2018) y, de manera menos optimista, Schwartzmann (2019). Sébastien Falletti hablará de mutación socioeconómica, arrojando una cierta esperanza sobre la ciudad muerta que habían descrito otros autores:
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Je guette le premier selfie nord-coréen comme une épiphanie. Si je m’attarde autant sur les apparences, c’est qu’elles révèlent une mutation socio-économique bien plus profonde, et initiée par les femmes. [...] En effet, le long des avenues fleurissent des kiosques, en préfabriqué ou en dur, vendant boissons, yaourts et DVD, tenus par des femmes. Un paradoxe de plus au royaume du Juché (Falletti 2018: 121).
En los poco más de quince años que separan ambos momentos, ha tenido lugar la sucesión en el poder de Kim Jong-il a favor de uno de sus hijos, Kim Jong-un, educado en Europa y quizás menos concentrado en la carrera armamentística que su padre y más enfocado en perpetuar el bienestar de las élites políticas y militares. Aun así, a pesar de la sucesión generacional, Pyongyang no ha dejado de cumplir la función de ser el reflejo arquitectónico y urbanístico del marxismo-estalinismo adaptado a su peculiar filosofía política juche. No solo hemos observado diferencias en el análisis de la capital norcoreana y de su sociedad por razones cronológicas, sino también a causa del subgénero narrativo utilizado. Mientras que en la novela la ciudad se nos presenta en un segundo plano, en el relato de viajes Pyongyang es una entidad con protagonismo propio, de hecho, salvo en el caso de la descripción de algunos guías y acompañantes, es la única que posee atributos y características descritas con detalle. En los relatos en primera persona, la ciudad cobra un aire más lírico, en línea con el estado de ánimo del narrador, nunca demasiado optimista, al tratarse de prisioneros políticos o extranjeros cautivos. Un denominador común de todos los atributos que hemos empleado para referirnos a la anticiudad Pyongyang ha sido el uso continuo de metáforas conceptuales. Por medio de estas metáforas —prisión, escenario, decorado, película de zombis, tumba, entre otros— hemos intentado que el lector se acerque, por medio de una realidad conocida, a la comprensión de una realidad tan lejana, opaca y desconocida como es la capital norcoreana. Sin el uso de esta herramienta retórica nos resultaría más complicado tanto aprehender los múltiples significados y lecturas de la ciudad como explicarlos por escrito. Más allá de la metáfora y más allá de los libros, Pyongyang existe en el mundo real. Anclada en el tiempo mientras ese mundo real cambia y evoluciona de manera acelerada, es una ciudad que ofrece, como
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hemos visto, numerosas lecturas. Ante el dilema ético de la fascinación del mal y de su uso como destino turístico, el lector occidental es libre de sentirse atraído o repelido, o tal vez las dos a partes iguales. Suya será la decisión de pasar de la libertad del papel para adentrarse en la tiranía del asfalto y del hormigón.
Bibliografía Brochard, Vincent-Paul (2017): Le pont sans retour. Arles: Philippe Piquier. Chol-Hwan, Kang (2000): Les aquariums de Pyongyang. Paris: Robert Laffont. Coatalem, Jean-Luc (2013): Nouilles froides à Pyongyang. Paris: Grasset. Dayez-Burgeon, Pascal (2013): De Séoul à Pyongyang. Idées reçues sur les deux Corées. Paris: Le Cavalier bleu. Delisle, Guy (2003): Pyongyang. Paris: L’Association. Falletti, Sébastien (2018): La piste Kim. Voyage au coeur de la Corée du Nord. Paris: Éditions des Équateurs. Gardinier, Alain. DPRK. Paris: Folio Policier, 2014. Grangereau, Philippe (2003) Au pays du Grand Mensonge. Voyage en Corée du Nord. Paris: Payot & Rivages. Meiers, Abel (2015): On a marché dans Pyongyang. Paris: Ginkgo. Montesquiou, Jean-Louis de (2018): Aller simple pour Pyongyang. Paris: Exils. Schwartzmann, Jacky (2019): Pyongyang 1071. Marathon en Corée du Nord! Paris: Paulsen. Sztanke, Michaël, y Alexis Chabert (2014): La Faute. Une vie en Corée du Nord. Paris: Delcourt.
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La ciudad sin secretos: Bucarest comunista en La libertad, de Ignacio Vidal-Folch Rocío Peñalta Catalán Universidad de Málaga
1. Introducción: Vidal-Folch y la caída de los regímenes comunistas La libertad, publicada en 1996 por la editorial Anagrama en su colección «Narrativas hispánicas», fue escrita por el narrador y periodista Ignacio Vidal-Folch basándose en su experiencia como corresponsal de prensa en los países de Europa central y oriental entre los años 1989 y 1990. Autor de numerosos guiones de cómic, Vidal-Folch ya había publicado dos libros satíricos en su juventud, el volumen de cuentos El arte no paga (1985) y la novela No se lo digas a nadie (1987), ambos en Anagrama; sin embargo, su trayectoria literaria experimentó una inflexión a partir de su estancia en Europa del Este durante los convulsos años en que «los férreos estados de la órbita soviética comenzaban
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a derrumbarse» (Díaz de Quijano 2014). Sus vivencias como corresponsal en Praga —donde asistió a la Revolución de Terciopelo—, Bulgaria, Rumanía, Yugoslavia y Albania le movieron a escribir ficción acerca de los sucesos que siguieron a la caída del muro de Berlín: «La ficción me permitía decir cosas que como reportero no podía decir sobre otras personas y sobre mí. La novela me permitió fantasear, ser más cruel o más amoroso de lo que se puede ser en la vida real. Fui más libre», reconoce el escritor (Borges 2019). El resultado fue la aparición de obras como La libertad, que retrató la realidad rumana de ese momento, o la más reciente Pronto seremos felices (2014). En esta misma línea, en Turistas del ideal (2005) reflexiona sobre el fracaso de los ideales, el derrumbamiento de las utopías y los grandes discursos, ahora «objeto de nostalgia por parte de una progresía de izquierdas que, dando muestra de una doble moral, sigue gritando a la revolución mientras perfecciona su aburguesamiento» (Álvarez 2009: 256-257)1. En estas novelas, el autor desvela las inconsistencias «de un sistema que pretendió sustituir el capitalismo y cayó en sus mismos errores, pero sin la prosperidad económica ni la libertad de su antecesor» (Borges 2019). En este sentido, Vidal-Folch reflexiona: «El comunismo hubiera funcionado si el hombre fuera mejor. Todos los defectos de la vida burguesa del sistema capitalista se reprodujeron con sus variantes y sus menos eficiencias» (Borges 2019). El valor documental de estas obras es innegable a pesar de pertenecer al ámbito de la ficción. En La libertad, Vidal-Folch recrea cuidadosamente el contexto histórico, especialmente en el primer capítulo de la novela, «Estimación psicotécnica», en el que traza la evolución político-económica de Rumanía hasta llegar al momento en que se desarrolla la acción, es decir, finales de la década de los ochenta del siglo xx, y lo hace en un tono frío y objetivo que da a este pasaje el aspecto de un informe, generando un contraste muy llamativo con la intimidad y el lirismo del prólogo, sobre el que volveremos más adelante. Este primer capítulo expone «las turbulencias del mercado mundial 1. Kristine Vanden Berghe (2011) realiza un análisis exhaustivo de las críticas —bastante explícitas— que formula Vidal-Folch en Turistas del ideal ante estas contradicciones.
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del petróleo» que arruinaron a Rumanía y el intento de cancelar, a toda costa, la deuda con el Fondo Monetario Internacional, que terminaron por sumir al país en la miseria y la carestía: «Entre otras medidas encaminadas a alcanzarlo, [Ceauşescu] decidió exportar todas las materias primas y bienes de consumo que producía el país y cancelar las importaciones» (Vidal-Folch 1996: 212). En opinión de Catalina Iliescu-Gheorghiu, La libertad es una novela bien documentada, que narra hechos veraces y que se basa en información de primera mano y en un profundo conocimiento de la realidad rumana, probablemente obtenido gracias a la experiencia del autor como corresponsal de prensa en Bucarest durante los últimos años de la dictadura de Ceauşescu. La precisión de Vidal-Folch va desde el acertado retrato del contexto social y cultural de la época, hasta las anécdotas y detalles más insignificantes: Ignacio Vidal Folch’s La libertad (1996) is a novel which, under the pretext of describing the life of the Spanish colony in Bucharest at the end of the eighties, in fact draws a detailed picture of the Romanian society in an agonizing system and immediately after its collapse. [...] Names and quotes, communist slogans, political jokes, and cultural hints are dealt with faithfully, using the exact spelling (except for the diacritical symbols) and a precision of detail including the mention of the protest letter signed by six Communist Party veterans against the regime and read out by the Free Europe Radio, or of the controversial poem by Dan Deşliu «Minerii din Maramureş» (The coalminers of Maramureş) (Iliescu-Gheorghiu 2014: 68-69).
Sí señala Iliescu-Gheorghiu (2014: 69) que mientras la narración de la primera parte de la novela resulta un vívido retrato de la experiencia del autor, la última, correspondiente a la caída del régimen y sus secuelas, parece estar descrita de manera más externa y distante, aproximándose al tono del reportaje periodístico. Aun así, considera que La libertad narra de manera verídica y suficientemente objetiva la realidad rumana del momento, por lo que incluye la obra de Vidal-Folch entre las novelas de asunto rumano bien documentadas tanto histórica como socialmente. 2. De ahora en adelante, en las citas de la novela extraídas de esta edición se indicará únicamente el número de página.
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A pesar de la veracidad de los hechos narrados, como señala Jordi Gracia (2004: 191), «las mejores novelas, la mejor literatura, encuentra el modo de trascender ese valor documental para adquirir otro valor específico y más alto». Para detectar este tipo de obras es necesario «rebajar el impacto de lo contado para identificar la diferencia del modo de contarlo» y entre los «pocos grandes novelistas de la democracia» menciona a Ignacio Vidal-Folch con La libertad: El modo con el que han combinado las herramientas del novelista no les preexistía de ese modo específico, ni con la perspectiva o la intención con la que ellos lo han hecho. [...] su valor como novelistas de la democracia no procede de la fiabilidad con la que reflejan el mundo actual sino de la aptitud para expresar los nudos éticos, vitales, de una sociedad a través de tramas novelescas. Y ese es el modo particular, metafórico, que tiene la literatura de dialogar y discutir con su tiempo histórico.
Muchas de estas novelas, al igual que lo hace La libertad, se nutren de información periodística y, aunque a veces aparezcan como una forma elaborada de la crónica o el reportaje, se trata solo de una similitud aparente; en palabras de Jordi Gracia (2004: 192), «los materiales reales e históricos que tan bien sostienen La libertad de Ignacio Vidal-Folch no perjudican la marcha implacable de la maquinaria». No en vano, a pesar de retratar un tiempo ya pasado, que resulta incluso remotamente lejano, «el pulso que Vidal-Folch impuso a su novela La libertad lo hac[e] todo vivaz, turbio y prematuramente melancólico» (Gracia 2014). El inconfundible estilo del escritor barcelonés se caracteriza por «unas finas y penetrantes dotes para la observación y para retratar tanto personajes y comportamientos como el pulso general de nuestra época» (Monmany 1997), pero, sobre todo, por el empleo del humor. Para Mercedes Monmany (1997), se trata de un humor «entre desasosegante y desmitificador»; en opinión de Jordi Gracia (2014), sus libros nacen de la cólera y el escepticismo —«precisamente porque esa combinación es imposible, Ignacio Vidal-Folch planea como ave rara sobre las letras españolas de los últimos treinta años»— y encuentra que La libertad es una novela «teñida de [una] ironía incluso compasiva ante las buenas intenciones». Jorge Sanz Barajas (2013: 469) detecta
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en Vidal-Folch una «vena volteriana que busca rodearse de discordancia y sentido del humor» —observación en la que coincide con Juristo (2009)— y considera que contempla la vida «con un escepticismo sardónico y melancólico a la vez» (Sanz Barajas 2013: 469). Según Gustavo Borges (2019), ese toque de humor tan propio del autor catalán es heredado de sus lecturas de Valle-Inclán, y Juan Ángel Juristo (2009) lo sitúa entre los autores que con más acierto han cultivado la sátira moral: Desde luego nuestro autor reconoce en la sátira una muestra de libertad, de las pocas, que en la literatura parece darse de vez en cuando una vez decidida a salir a la palestra pública, es decir, cuando no la mueven intereses espurios ligados en demasía al poder. [...] la capacidad que tiene Vidal-Folch para la sátira moral es tal que cumple a la perfección con el ideal de este tipo de escritores, es decir, hacen que el lector reconozca como personajes reales los que solo son ficción. En ello no hay trampa ni cartón, siempre que no se juegue con falsas expectativas. Vidal-Folch no lo hace. Realiza el afán del buen caricaturista: hace que alguien sea y, a la vez, no lo sea potenciando de esta manera los rasgos a destacar.
Así, en La libertad se funden «de una forma inteligente y ácida el desencanto, la ironía y la crónica prerrevolucionaria, ambientado todo ello en uno de los países más pobres de Europa, Rumanía, y durante los últimos coletazos de la dictadura paranoica del temible Conducator Ceauşescu» (Monmany 1997). El desencanto y la ironía, pero también esa compasión a la que se refería Jordi Gracia, se deben a que, como señala Gustavo Borges (2019), «aunque siempre se consideró un hombre de izquierdas, en su día a día en Praga, Sofía, Budapest o Belgrado, Vidal-Folch vivió en carne propia las pequeñas historias provocadas por dogmas y dictadores y usó las imágenes para darle vida a su literatura». Efectivamente, la voz narrativa de La libertad no abandona prácticamente en ningún momento la ironía, lo que favorece el distanciamiento —en este caso, ideológico— respecto de los hechos narrados, y que también se refleja en la actitud de los personajes ante los acontecimientos. Esta ironía se manifiesta, por ejemplo, en los apelativos empleados para denominar al dictador rumano que, de hecho, eran los empleados por el aparato propagandístico del régimen, como «El genio de los Cárpatos» (21), «Titán de Titanes» (59, 93) o «Genio-
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pensador» (105) que, en el contexto de la novela, adquieren nuevas connotaciones.
2. Estructura y temas de La libertad La novela se divide en tres partes precedidas por un prólogo y cerradas por un epílogo y, como veremos, cada una de ellas se refiere a los distintos estadios por los que pasan tanto los protagonistas de la trama como el régimen de Ceauşescu. El prólogo se desarrolla durante una de las habituales fiestas en la embajada de algún país occidental en Bucarest y en él, a pesar de su brevedad, ya aparecen esbozados los temas principales y los personajes que recorrerán las páginas de la novela. En la primera parte, que abarca los capítulos I a IX, se nos presentan los primeros pasos del protagonista, Daniel —un ingeniero español al que su empresa ha destinado a Rumanía con la misión de mejorar la productividad de las minas de carbón rumanas—, en Bucarest3; en esta primera sección tanto el lector como el protagonista descubren la realidad social y política de la capital. El primer capítulo, «Estimación psicotécnica», es una suerte de analepsis con la que se nos pone en antecedentes acerca de las causas que han conducido a Daniel a Bucarest4, así como de la situación de
3. Es posible establecer cierto paralelismo entre Daniel y el narrador de Pronto seremos felices (2014), pues este último es un viajante comercial español dedicado a la importación y la exportación que trabaja en la delegación de su empresa en los países del este. El novelista confiesa: «El mundo de los negocios siempre me ha fascinado porque no sé cómo funciona, hay algo en él que parece mágico». Además, Vidal-Folch tuvo oportunidad de conocer «a mucha gente del gremio a través de los agregados comerciales de las embajadas españolas, que “son como diplomáticos sin toda la parafernalia de los diplomáticos”» (Díaz de Quijano 2014). 4. En principio, son las circunstancias económicas las que conducen a Daniel a Rumanía: «Como la producción de las factorías no cancelaba la deuda al ritmo deseado y los clientes extranjeros se quejaban de la baja calidad de los productos rumanos, algunas empresas occidentales fueron invitadas a cooperar en la mejora de productos para la exportación» (22); en ese contexto, la empresa española S.C.S.A. decide enviar a un joven ingeniero a Bucarest con intención de hacer negocio. Sin embargo, más adelante, el lector descubre que el verdadero motivo por el que
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Rumanía en el contexto europeo de los años 80. La segunda parte de la novela, que se desarrolla entre los capítulos X y XVIII nos muestra ya a Daniel plenamente instalado en la capital rumana y la evolución de los distintos personajes en el marco de la dictadura. La tercera parte, que va del capítulo XIX al XXIII, presenta la caída del régimen comunista y, en cierto modo, también de los personajes de la novela. Esta caída es especialmente visible en el caso de Lucía: la pérdida de inocencia del personaje se produce en paralelo a la apertura del régimen comunista —por la fuerza y de manera violenta— a Occidente; las secuelas son evidentes en ambos casos, tanto para la mujer como para el país. También Daniel, que en los momentos de pánico durante la revolución y temiendo su muerte, había hecho buenos propósitos —como quedarse con Lucía; cortar la relación que mantenía con Laura, la esposa de su jefe; disfrutar de la vida, etc.—, una vez recuperada la seguridad, cede al destino que todos habían previsto para él y sobre el que parece no tener capacidad de decisión, pues ha llegado hasta él arrastrado por las circunstancias que, tiempo atrás, él mismo provocó sin ser consciente de las consecuencias que tendrían sus actos: «Uno se cree que hace ciertas cosas y no las contrarias por un motivo determinado. Pero probablemente no decidimos nada. Algo ha decidido ya por nosotros. No vale la pena preocuparse de si hemos acertado o hemos cometido el mayor error de nuestra vida» (249). Por último, el epílogo, que se sitúa un tiempo indeterminado después, retrata tanto al país como a los personajes y sus inercias tras la muerte de Ceauşescu. La narración ––en tercera persona, aunque al inicio es difícil dilucidarlo por el empleo de la primera persona del plural, lo que nos hace pensar que el narrador también está inmerso en el ambiente descrito— se centra en los inmigrantes y extranjeros, especialmente en el grupo de españoles, residentes en la Rumanía comunista. A pesar de que la historia está contada por un narrador heterodiegético y omnisciente que va focalizándose en los distintos personajes que intervienen en la historia, con especial atención a Daniel, encontramos a lo largo de las páginas de la novela tres intervenciones de la voz narrativa adoptando Daniel ha sido destinado a Rumanía es que mantenía una relación sentimental con Laura, la esposa de su jefe, de la que este último era consciente.
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la primera persona del plural que no dejan de sorprender al lector5. La primera se produce justamente al comienzo de la novela, por lo que resulta difícil saber qué perspectiva adoptará en adelante el narrador. La frase con que se abre la novela es: «También del horror sentimos nostalgia y también añoramos la nada» (7); esta fórmula resulta enigmática, pues no tiene continuidad en los siguientes párrafos. El evidente tono poético va a repetirse en las últimas líneas de la novela, en las que la voz narrativa vuelve a cobrar protagonismo, esta vez para formular una especie de oración en la que se invoca al «poderoso señor de los ejércitos y del amor fundamental» rogándole por el futuro de Mircea y Lucía: «Poderoso señor de los ejércitos y del amor fundamental, caigo de rodillas ante ti que estás en todas partes para rezarte por ellos mi oración más desesperada» (251). Hay otra intervención más de la voz narrativa al final del capítulo VII de la primera parte, en la que el narrador se dirige abiertamente al lector refiriéndose a uno de los personajes, Lucía, en una reflexión metanarrativa, antes de continuar con la historia: «Dejémosla aquí de momento, asomada a la ventana oval, a resguardo de toda decepción, entre fantasías juveniles, al margen del áspero mundo...» (78)6. La novela, como he adelantado, comienza durante una fiesta en una embajada —probablemente la española, por los personajes que vemos circular por ella— en la que todos los asistentes lucen sus mejores galas —o tratan de hacerlo, con éxito irregular— y en la que se mezclan «indígenas» (ese es el término empleado por el narrador) con extranjeros. Simplemente por su apariencia, es fácil distinguir a unos de otros:
5. El hecho de que esta estrategia narrativa solo sea empleada al principio y al final de la novela hace pensar que el narrador no quiere desvincularse por completo de lo que suceda a los personajes, por los que —aunque a menudo los parodie o critique— siente, en el fondo, cierto afecto. 6. En este punto aún el lector no lo sabe, pero en la segunda parte de la novela Lucía va a dejar de estar al margen del áspero mundo y se va a sumergir de lleno en la realidad, sustituyendo esas «fantasías juveniles» por las experiencias más duras, perdiendo la inocencia que la caracterizaba para convertirse en una persona cínica y distante, por lo que, en cierto modo, el narrador está adelantando las peripecias que vivirá a continuación al indicar que el personaje queda en esa situación «de momento».
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Sus aparatosos, grotescos vestidos eran escrutados con consternada envidia por las rumanas, que lucían trajes comprados por sus maridos (cumpliendo indicaciones estrictas y detalladas) durante algún viaje en representación oficial a Occidente. El marido regresa, se abre la caja de cartón entre redoble de corazones, se aparta el celofán, éxtasis. Ahora ellas constataban que pese a tantos desvelos y a la fortuna que les costaron, sus galas, en comparación con las de sus rivales de Occidente, parecían provincianas y pasadas de moda el mismo día en que las estrenaban. ¿Es que en nuestro país falla el eterno femenino?, se preguntaban. ¿Era la calidad de la piel, el clima del país, el agua, una deficiencia genética, racial? ¿O eran las emanaciones constantes de mentira y cálculo las que provocaban aquel handicap, y una es sencillamente más fea por imperativo político? (15)
Entre tanta fealdad, destaca Lucía, la hija del pianista, que había sido gimnasta en su infancia y adolescencia, y que podría pasar perfectamente por una mujer occidental7. Pero las diferencias no solo se perciben entre rumanos y occidentales, sino también entre los forasteros presentes en la fiesta de la embajada. Dentro del colectivo de extranjeros se detectan distintos grupos con estatus diferentes, y un observador atento puede identificarlos por su aspecto: Estos invitados formaban diferentes comunidades fácilmente identificables por detalles nimios, la corbata, por ejemplo; se reconocía a los diplomáticos por su estilo impecable a la última moda, sus colores un poco atrevidos; a los comerciantes de paso por las anchas corbatas de seda que se ceñían al cuello con nudos demasiado ostentosos, corbatas de colores llamativos, vestigios de una moda desafortunada; y la colonia de emigrantes occidentales en Bucarest las usaba de pala estrecha, de color marrón o gris, brillosas, arrugadas. El único que allí lucía pajarita y smoking —pajarita ladeada, smoking corto de mangas— era el músico [...] (8).
O por su actitud: Los comerciantes occidentales de paso por la ciudad (corbata ancha y de mal gusto) pasaban la velada riéndose y despotricando de la burocracia, de los prodigios de tenacidad y de paciencia necesarios para conseguir las cosas más pedestres, del carácter apático y la desidia de los indígenas, que a todo respondían imediat y no resolvían nada; a veces, ni siquiera a la vista de unos billetes de banco. Estos
7. El personaje de Lucía bien podría ser un trasunto de la gimnasta rumana Nadia Comăneci.
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comerciantes bebían sin tasa. Y entre veras y bromas no se retiraban a sus hoteles sin recordarle a algún diplomático que vaya bicoca ser funcionario y que al fin y al cabo le mantenían con sus impuestos. A pesar de ello le contemplaban con respeto, les fascinaba su cortesía un poco cursi y altanera, y la excusaban, pues, al fin y al cabo, aquellos petimetres envarados tendrían que pasar años en el limbo, para luego ser trasladados a un destino quizás peor: algún país de calor húmedo donde acechan el tifus y la lepra. La colonia de viejos inmigrantes que cada embajada estaba obligada a invitar gozaba de un estatus menos grato: el de parientes pobres, si no el de gorrones. Y eran los que más disfrutaban de la fiesta, con la que venían soñando hacía semanas y a la que acudían, tras denodados esfuerzos por vestirse con elegancia y resignados, finalmente, a la corrección, desde Brasov, Tirgu Mures y otras capitales de provincia, tiesos en los asientos del autobús (8-9).
A medida que transcurren las semanas y los meses, Daniel pasa de pertenecer al primer grupo, el de los técnicos y comerciantes de paso en el país, con un objetivo concreto y limitado en el tiempo8, al último, el de los inmigrantes occidentales asentados en Rumanía, aquellos que, según explica el narrador, «habían emigrado a Rumanía de jóvenes, al reclamo de una oferta de trabajo [...], o cegados por la curiosidad y las ilusiones políticas cuando el dictador, al condenar la invasión de Checoslovaquia por la Unión Soviética, se mostró como un paladín del humanismo socialista y de la orgullosa independencia de un remoto, misterioso país frente a los dos imperios» (9). Efectivamente, Rumanía
8. A pesar de la abundante presencia de comerciales e ingenieros occidentales en Rumanía, la rentabilidad de estos intercambios es continuamente puesta en duda tanto por la voz narrativa como por los propios personajes, pues repetidamente se alude a una «incierta posibilidad de hacer negocio», así como al nulo valor estratégico de Rumanía: «Con calculados desplantes [Ceauşescu] amenazaba defender el suelo patrio “hasta la última gota de sangre”, sabiendo que a ningún ejército conquistador le interesaba el perdido y ruinoso reino dacio, de valor estratégico nulo, tan apartado de las rutas para tanques» (21). No obstante, los extranjeros, unas veces con intención de adular a sus anfitriones y otras, como parte de un discurso aprendido que terminan por asimilar y creerse, recurren continuamente a tópicos como «los Balcanes son la llave de Europa» o el régimen comunista es «la reserva de energía moral de este pueblo» (83); o se refieren a «la importancia estratégica de Rumanía como llave de Europa, mecha del polvorín balcánico, interlocutora privilegiada de las grandes potencias» (164). En el escenario presentado por Vidal-Folch, este lenguaje potencia el tono irónico de la novela.
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fue el único país miembro del Pacto de Varsovia que no participó en la invasión de Checoslovaquia en 19689, y Ceauşescu la condenó abiertamente, gracias a lo cual logró un amplio apoyo entre la población rumana, que reconoció en él a un líder carismático (Petrescu 2017: 263-265). «This gesture of defiance brought him and the Romanian Communist Party a broad popular support and silenced the domestic critical voices towards the regime for many years» (Petrescu 2017: 271); pero este fenómeno no solo se produjo entre la población rumana, sino que también en el ámbito occidental Ceauşescu era visto como el único dirigente comunista independiente de la política soviética (Gorun y Branescu 2018: 75). Finalmente, «en el rincón más apartado, pero de hecho presidiendo la fiesta, se sentaba algún ex jerarca del Partido Comunista, caído en desgracia y disidente secreto, amigo de uno de los firmantes de la “Carta de los Seis”, un anciano al que la edad ponía a salvo de represalias» (11). Junto a este, «algunos funcionarios rumanos, apparatchicks del Partido o del Gobierno, que alternaban con los diplomáticos en pos de algún reclutamiento para la Policía, en la que tenían el grado de oficial, como todo el mundo» (11). Y entre algunos invitados singulares, como Héctor, un escritor occidental encargado de redactar una biografía del dictador; una periodista inglesa «que engordaba su currículum viajando por los lugares más desagradables del mundo» (12); Sergio, el refinado secretario de la Embajada de España en Bucarest, o el propio Daniel, encontramos a Constantin, «al borde del delirium tremens», balbuceando un confuso soliloquio «sobre la alarmante proliferación de leones en el parque zoológico» (17). Aunque no se lo identifica por el apellido, podemos deducir que se trata de Constantin Dăscălescu, último primer ministro de la República Socialista de Rumanía bajo la dictadura de Nicolae Ceauşescu10. 9. Sobre la Primavera de Praga que estuvo en el origen de esta invasión y sobre cómo el comunismo perdió una valiosa oportunidad de reorientarse también ha escrito Ignacio Vidal-Folch algunas columnas de opinión, verbigracia, Vidal-Folch (1998). 10. Constantin es presentado como un personaje peculiar: bebedor empedernido y aficionado a las «orgías que duraban días enteros» (140), está obsesionado con el crecimiento de la población de leones en el zoológico de Bucarest, por lo que organiza
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Nos hallamos en 1989, en plena decadencia del régimen comunista y, aunque no se indique explícitamente la fecha, sabemos desde las primeras líneas que «era el año de “La lambada”» (8), que el pianista toca insistentemente durante la fiesta. De hecho, toda la novela, a excepción del epílogo, se desarrolla durante «el año interminable de “La lambada”» (160), canción que escucharemos interpretada al piano por Virgil, en la radio, en las fiestas del hotel, tarareada por Lucía... y así en más de una decena de ocasiones a lo largo de la novela. Por los datos que se nos ofrecen acerca de los distintos personajes presentes en la fiesta, podemos deducir que el prólogo se sitúa en el periodo reflejado en la segunda parte de la novela, cuando los protagonistas se hallan ya asentados en Bucarest, de modo que la narración comienza in media res y funciona como prolepsis de los hechos narrados, pues en el siguiente capítulo, el primero de la primera parte, descubriremos el origen de esta situación. Como he señalado previamente, ya en el prólogo se apuntan una serie de temas que se desarrollarán a lo largo de la novela y que contribuyen a la construcción literaria de la Rumanía de Ceauşescu. El primero de ellos y que sorprende a Daniel a su llegada al país es el deseo, tanto de los individuos como de las instituciones, de aparentar riqueza y bonanza para encubrir la miseria real en la que viven los rumanos; esta ostentación se traduce a menudo en fealdad y mal gusto, y se refleja no solo en las personas y sus atuendos —como hemos visto en la escena del prólogo—, sino también en la decoración y acondicionamiento de las viviendas y edificios públicos. cacerías en el zoo en las que llega a participar Daniel. Constantin disfruta humillando a sus subordinados, como cuando aparece en el despacho de Balcescu, secretario del departamento de relaciones con empresas del Comité Estatal de Planificación, mientras este mantiene una entrevista con Daniel: «Constantin [...] avanzaba hacia el escritorio como un marino al pisar tierra firme; cada paso empezaba vacilante y se aplomaba al volver el pie a la alfombra. A medio camino cambió de idea, se puso los papeles bajo el brazo y desvió su trayectoria hacia una esquina. Allí le vieron detenerse de espaldas a ellos, con las piernas separadas. El neón parpadeaba. Se fue la luz. Sonó el chorro de orina contra la pared./—No se sorprenda, ingeniero —dijo Constantin—. El hombre... no es más que un animal sin gloria, y yo actúo en consecuencia... marcando mi territorio. El despacho de este infeliz forma parte de él. ¿Es cierto lo que digo, camarada Balcescu?... ¿O me equivoco?» (48).
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Esta fachada del país que trata de mostrarse especialmente a los extranjeros procedentes de Occidente oculta una burocracia inoperante y unos servicios que jamás funcionan como es debido: [Daniel] marcó el teléfono de la centralita. Nadie respondía. Obedeciendo a sus timbrazos, el botones reapareció para explicarle que había avería en la central telefónica. Era algo habitual: la ciudad entera, siguiendo un plan de racionalización urbanística, estaba en obras. —¿Desde cuándo? —preguntó Daniel. —Desde hace algunos años. —¿Cuánto suelen tardar en arreglar estas averías? El botones se encogió de hombros: —Una semana, dos semanas... ¿Quién sabe? —¿Cómo diablos voy a poder trabajar sin teléfono? La cara de granuja se dilató en una sonrisa desdentada: —Ustedes los occidentales tienen una obsesión con el trabajo. Daniel se impacientó: —Déjese de comentarios y consígame un plano de la ciudad. ¿O tampoco es posible? —Se acabaron los planos en 1983. El comedor estaba cerrado «por inventario» [...] (38).
Esta desidia de los rumanos es también la principal causa del hundimiento del comunismo, cuyo sistema económico era inviable, en opinión de Vidal-Folch: «La gente no trabajaba, la inoperancia era total por la falta de estímulos a la creatividad y por el descontento que provocaba la mentira sistemática de los medios de comunicación, controlados por el Estado» (Díaz de Quijano 2014). Esta situación impide que los extranjeros puedan trabajar y, además, se aburren soberanamente, pues no encuentran ninguna distracción ni ocupación a la que dedicarse11. Esta falta de estímulos y de interés se manifiesta especialmente en los personajes más jóvenes, que van despreocupándose de la política y mostrando su progresivo desencanto de los ideales comunistas.
11. Explica Vidal-Folch en el curso de una entrevista: «La gran diferencia entre los dos sistemas es que el comunismo te daba mucho tiempo libre, pero no tenías nada que hacer con él, podías tener mucha vida interior, pero no podías exteriorizarla; mientras que en el capitalismo sucede lo contrario: puedes hablar cuanto quieras, aunque lo que digas no tenga ningún interés» (Díaz de Quijano 2014).
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La decadencia del régimen comunista trata de encubrirse mediante el secretismo, la desinformación y la censura. Uno de los personajes, Héctor, se obsesiona con que los diarios publican noticias en clave con mensajes dirigidos a la oposición (90-91). La censura es, precisamente, uno de los temas sobre los que más ampliamente ha reflexionado Vidal-Folch. En su opinión, el objetivo de la censura y de la sistemática liquidación de los intelectuales en las primeras décadas de la Unión Soviética no era tanto silenciar voces incómodas como reducir el terreno de la reflexión, las dudas, la pluralidad, la ambigüedad, el subjetivismo, el retiro a esferas de pensamiento y espiritualidad privados, el eclecticismo, las contradicciones, en fin, también la vida interior y «el alma»: complicaciones innecesarias en una economía socialista donde no debía haber derroche, complicaciones que convenía suprimir lo más rápidamente para forjar una sociedad más coherente, monolítica, eficiente y fácilmente maleable y dirigible (Vidal-Folch 2010).
La censura no se restringía al ámbito de las opiniones políticas, sino que se expandía a todas las formas de expresión, incluido el arte. Esto se debe a que tanto en poesía como en política «la palabra es claramente la generadora de la realidad. Por eso los tiranos la temen como a su mayor enemigo, porque la palabra crea realidades, la palabra cataliza, reúne, señala, valora, la palabra transmite de una manera muy directa» (Aginagalde y Vidal-Folch 2003: 156). En este contexto de vigilancia permanente, uno de los asuntos centrales de la novela son las complejas, desequilibradas y peligrosas relaciones que se establecen entre rumanos y extranjeros, siempre en el punto de mira de la Securitate. Y, por supuesto, las amistades, contactos y enemistades con miembros del Partido, que pueden decidir el destino tanto de los rumanos como de los extranjeros residentes en Rumanía, aunque, en principio, estos gocen de una situación privilegiada. Por último, planea sobre toda la historia la imposibilidad de escapar de esa realidad —y no solo para los rumanos, sino también para los extranjeros que acaban dejándose contagiar por esa apatía— y la reflexión implícita sobre el concepto de «libertad», palabra que da título a la novela.
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3. La construcción literaria de la ciudad comunista en La libertad En cierto modo, la ciudad de Bucarest también aparece censurada, pues no todas las personas pueden moverse libremente por ella, ya que existen zonas de tránsito restringido; por ciertas calles y barrios solo pueden circular vehículos del Estado (43) y la población local tiene vetado el acceso a determinados edificios, como los hoteles donde se alojan, estrechamente vigilados, los extranjeros: «La entrada estaba prohibida a los rumanos si no iban acompañados de los huéspedes extranjeros, y los estudiantes cuando pasaban por delante imaginaban el bar como la cueva de Alí Babá y los cuarenta ladrones» (62). Otro elemento que contribuye a desdibujar y ocultar el paisaje urbano es la omnipresente niebla que, de alguna manera, borra y censura aquello que puede ser percibido por los viandantes. Pero también puede convertirse en un recurso útil para pasar desapercibido: «Al otro extremo de la calle apareció la niebla. Avanzaba arrastrándose, hacía brillar los adoquines antes de tragarlos en su masa lechosa, se enroscaba en una pareja de acacias, a otra y a otra, y las iba suspendiendo en el aire antes de devorarlas por completo. Daniel decidió esperar que le alcanzara, merodeando entre la higuera y la casa de la joven» (72). Si esta niebla provoca la desorientación de los recién llegados a Bucarest, no impide ni mucho menos que la temible Securitate los tenga perfectamente localizados en todo momento: Decidió echar una primera ojeada a la ciudad. Pero a tres metros todo se diluía en niebla y en silencio. Una hilera de borrosos arbolitos famélicos le condujo a lo que le pareció la verja de un gran parque; siguió adelante, torció por algunas esquinas, adentrándose en la niebla. Se detuvo para orientarse. Cuando tendía la mano al frente no la veía. Y eso le parecía maravilloso. Tanteó con los pies hasta encontrar el bordillo. Se sentó. La decrepitud temerosa de Bucarest, balizada por signos del dolor entrevistos entre jirones de niebla, formaba un paisaje que ya antes había visto en las borrosas fotografías y postales amarillentas de su mente [...]. —¿Se ha perdido, míster? —dijo la voz del botones, muy cerca de él. Daniel le preguntó cómo se había apañado para encontrarle en aquella niebla tan espesa.
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—Secu —miembro de la Seguridad del Estado, explicó el chico, con tono voluble (38-39).
Tras este primer contacto con la capital rumana, Daniel siente que ha llegado «al reino que le estaba prometido, la patria de su alma» y experimenta «estremecimientos producidos por una cadena de explosiones de felicidad, de delicioso pánico» (39). Muy frecuentemente, a lo largo de la novela, comprobamos cómo se produce una correspondencia entre el paisaje exterior y el estado de ánimo de los personajes (32, 79, 113, 150, 250). La desidia de los bucarestinos, que se arrastran movidos únicamente por la inercia, es reflejo del entorno, una ciudad deteriorada y falta de mantenimiento: Por las aceras de pavimento cuarteado, agrietado, hundido, abombado por revueltas y deslizamientos del subsuelo, los transeúntes de rostros curtidos bajo los grandes gorros de astracán, encogidos en sus pellizas de lana y en sus anoraks grises, arrastraban los pies sobre la nieve que se fundía en regatos turbios hacia la esquina, empujados por inercias que les llevaban hacia allí como podrían llevarles en la dirección opuesta. Y al llegar al cruce se detenían, abandonados por la fuerza [...] (41).
La mala conservación de las instalaciones provoca que, por supuesto, el alumbrado público tampoco funcione. Durante la noche, la oscuridad se suma a la niebla, ocultando la realidad y dando a Bucarest un aspecto fantasmal: «Desfilaron anchas avenidas sin alumbrado. De los bancos de niebla brotaban bloques de pisos flotando sobre nubes bajas, y sus fachadas lívidas, en las que se abrían hileras de ventanas negras, sin cristales, se recortaban contra el cielo negro» (38). En esta ciudad censurada, incompleta, apenas entrevista, son pocos los puntos de referencia de que disponen los forasteros para orientarse; uno de ellos es el hotel Intercontinental, el único edificio iluminado en medio de la noche: «Tras un tambaleante tranvía cargado de bultos oscuros apareció la mole luminosa del hotel» (38). Como hemos visto, los hoteles son espacios reservados a los extranjeros, pero también, en función de su categoría, permiten dilucidar la relevancia que los huéspedes tienen para el Partido. Cuando Sergio pregunta a Daniel si le han alojado en el Triumf y este responde que se hospeda en el Intercontinental, el
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agregado cultural de la embajada española exclama asombrado: «Felicidades, le toman a usted en serio» (53). Junto con los hoteles; las dependencias del Comité Estatal de Planificación donde se celebran las reuniones entre Daniel y Balcescu, y la embajada española, situada «en un barrio de calles adoquinadas en hoja de palmera que serpeaban entre tilos y mansiones construidas por los burgueses de entreguerras» y que tiene su sede en «una villa con tejado a cuatro aguas cubierto de nieve, dos pisos y un balcón de piedra» (50-51), aparecen en la novela algunos edificios fácilmente reconocibles y ubicables sobre el plano de la ciudad real: la Ópera, «un pequeño edificio chato, como un mausoleo al fondo de un jardín nevado» (71), y «la rechoncha mole del Teatro Rumano» (100) que, además, marca en la novela el paso del tiempo y la sucesión de las distintas etapas del régimen hasta su caída, cuando, en medio de la revolución, Daniel ve arder «la mole neoclásica-estalinista del teatro nacional con densas llamaradas» (228). También traza la novela algunos itinerarios por Bucarest: el ingeniero español consulta continuamente a su chófer los nombres de las calles por las que pasan con el objetivo de reconstruir en su mente el plano de la ciudad, para así orientarse mejor; pero estos recorridos aparecen solo parcialmente identificados, pues el protagonista no llega a conocer la urbe por completo. Los extranjeros no pueden moverse libremente por el país y, aunque elegido por el propio Daniel y considerado de confianza, Mircea, su conductor, no deja de informar a las autoridades de cada uno de sus movimientos. De hecho, el protagonista ni siquiera puede elegir el destino de sus viajes, pues todo está sometido a las decisiones del Partido: —Strada Paris —dijo Daniel [...]. El coche cruzó el desfiladero del bulevar Magheru, entre grandes bloques grises, se bandeó por la estrecha y popular calle Mihail Kogalniceanu sorteando a los peatones, y al alcanzar la segunda esquina se detuvo detrás de una hilera de coches. [...] —¿Cómo se llama esta calle? —preguntó Daniel. [...] «Strada Gabroveni», informó el chófer [...]. El coche trepidó, se internó en un laberinto de callejuelas y desembocó en una amplia avenida completamente desierta, bordeada de edificios rosados a medio construir, al fondo de la que se alzaba el bloque del nuevo Palacio. [...]
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A lo lejos, más allá de una explanada, los cedros de un parque rozaban el cielo encapotado de los barrios prohibidos. El coche salió a otra avenida y siguió el curso del canal del Dimbovita, volvió al centro y por fin se detuvo ante la escalinata monumental de un edificio rococó. Del balcón pendía un mástil con la bandera nacional en cuyo centro campaban, vagamente masónicos, el compás y las espigas del escudo del Partido Comunista. Un soldado, frotándose las manos enguantadas, bajó corriendo la escalinata hacia el coche. —Esto no es la embajada —dijo Daniel, irritado. —¿Espero aquí? —respondió el chófer sin mirarle, mientras el soldado abría la portezuela (40-43).
El espionaje a que están sometidos todos los individuos, rumanos y extranjeros, es una constante a lo largo de toda la novela. En cada esquina de la ciudad hay «apostadas parejas de hombres armados» (38) y cordones de soldados cortan el tráfico de las calles por las que circulan coches oficiales (41). Es necesario pedir permiso para realizar cualquier actividad, incluso la más rutinaria e insignificante. Hay micrófonos en todas partes: en las habitaciones de hotel (40), en las embajadas (54), en los despachos; cada una de las secretarias que pasa por la Embajada de España emite puntualmente informes para la Securitate. Daniel y Lucía organizan sus encuentros amorosos en casa del sastre, pensando que es un lugar seguro (129); sin embargo, cada una de las citas es grabada y visionada por las autoridades: «Rodaba la bobina, la crepitante película, las semanas y los meses, los amantes rodaban del diván del sastre al suelo y del suelo a la cama del hotel, empujaban la verja de un jardín y desaparecían tras la puerta de una casa, sobre la que mariposeaba el foco de la cámara hasta fundirse en negro» (139). Especialmente aficionados a estas peculiares sesiones de cine son Elena Ceauşescu y Constantin; pero los encuentros entre los amantes comienzan a resultar tan rutinarios que incluso Elena considera que «el argumento de las películas flojeaba» (140). En una primera etapa del régimen de Ceauşescu —que Dragoş Petrescu (2017: 264, 271) sitúa entre 1968 y 1977— la percepción popular sobre los servicios de inteligencia rumana era positiva, pues se consideraba que el objetivo principal de la Securitate era defender al
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país de los ataques de espías occidentales12. Esta circunstancia, junto con otros factores que se dieron en ese particular periodo, «such as economic improvement, ideological relaxation, cultural openness to the West or increased permeability of the borders for international tourism» (Petrescu 2017: 267), contribuyeron a legitimar, o al menos consentir, sus prácticas. Los abusos de la policía secreta no serían desvelados y cuestionados de manera generalizada hasta después de 1989 (Petrescu 2017: 264). En la Rumanía retratada por Vidal-Folch todo es feo; las calles, las casas, hasta las personas: «Antonescu, Bobescu, Balcescu, Lupescu, Ionescu... rostros embotados de edad indefinida, de expresión adusta; pellizas hasta medio muslo bajo las que asomaban los trajes grises, mal cortados adrede para cubrir de cualquier manera los pechos hundidos, las barrigas prominentes, las nalgas caídas» (79). En el interior de las viviendas, los muebles son viejos, anticuados, desgastados, rotos, aparatosos, demasiado grandes para las habitaciones que decoran (120122). La hipérbole y el esperpento a los que recurre en sus descripciones dan como resultado pasajes hilarantes, a pesar de lo trágico de los hechos narrados: Sobre la tapa [del piano], en un marco de metal, les miraba el ancho rostro de una fotografía, borroso y tocado con una boina. —¿Su padre? —Mi esposa. Daniel se mordió los labios (122).
En ese contexto, todo lo occidental —ciudades, objetos, obras de arte— aparece como símbolo de belleza, abundancia y buen gusto. Es Sergio, el agregado cultural de la Embajada de España, el compendio del refinamiento europeo, pues se hace traer periódicamente alimentos, vino, libros, discos e incluso muebles de Europa (54-55)13. 12. Sobre el papel de los servicios secretos rumanos en el ámbito internacional, véase Gheorghe (2010). 13. No obstante, también veremos caer a Sergio en la última parte de la novela, pues la desidia y la fealdad rumanas no perdonan; amante de la belleza, tendrá su castigo en forma de belleza: su atractiva y vulgar amante, espía de la Securitate, por la que
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Con el objetivo de disimular la miseria, en Rumanía se recurre a decoraciones excesivas, recargadas; puro oropel que no logra ocultar la acuciante pobreza: «El tubo de neón parpadeaba, parpadeaba. [...] El neón se apagó. Ya no le irritaba el comportamiento imprevisible de aquel tubo eléctrico colgado de dos cadenas clavadas en los muslos de un Paris que juzgaba a las tres Gracias en una Arcadia azul» (44). La estética comunista tampoco contribuye a generar belleza; más bien al contrario, al acabar con el entorno urbano preexistente14 para abrir grandes avenidas y erigir edificios ciclópeos, fruto de la megalomanía del Conducator. Así, asistimos a la destrucción del antiguo barrio de Uranus (144), que será sustituido por el nuevo proyecto urbanístico concebido por Ceauşescu: Era la llamada «época de la dinamita», la revolución arquitectónica. Por toda la ciudad sonaron las explosiones, manzanas enteras del casco antiguo y del barrio judío se desplomaron entre nubes de polvo, las apisonadoras convertían iglesias bizantinas, casas solariegas y palacios dieciochescos en gravilla y sobre los solares rápidamente desbrozados se iba erigiendo un desfiladero de fachadas en piedra rosa, de un estilo jamás visto hasta entonces en parte alguna del mundo, entre las frivolidades del déco y la pompa pesada del estalinismo. Centenares de surtidores de los que nunca llegaría a manar el agua ocuparon la ancha calzada de la Avenida de los Héroes del Socialismo con su alternancia de motivos frutales y marinos. En
renuncia a sus aristocráticos gustos para terminar viendo películas de acción tirado en el sofá. 14. Si alguien sale beneficiado de toda esta destrucción es Sergio, que, con buen ojo para las antigüedades y los objetos de valor, saquea las casas medio derruidas: «La pobre intimidad del dormitorio abandonado, la cocina o el váter como una vetusta nave espacial, una prenda de niño o una bufanda olvidada en el suelo, la suciedad, las manchas claras allá donde antes colgó un cuadro en el papel de pared que se caía a jirones, el desorden, todo revelaba secretos ínfimos que a nadie interesaban y todo corría hacia su aniquilación. Pero Sergio no se entretenía en estos amenos estados de ánimo, enseguida su ojo experto y su gusto refinado se aplicaban a discernir entre los objetos sin interés (muebles modernos de superficies plásticas, en precario equilibrio sobre sus patas cojas) y los enseres valiosos: el mantel de hilo delicadamente bordado, el aparador modernista, el icono bizantino o naïf, las biblias cirílicas escondidas tras la hilera de textos marxistas en la biblioteca del abuelo que en aquel preciso momento se alejaba balanceándose sobre un colchón, la mesa rústica, cualquier cosa con la que un anticuario occidental pudiera hacer negocio» (147-148).
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el extremo más elevado de la Avenida se iba levantando con lentitud faraónica el nuevo palacio de la República (146).
El hito más relevante de la Bucarest comunista será precisamente el futuro palacio presidencial, la Casa Poporului, cuya «gigantesca maqueta» ocupa casi por completo el escritorio de Ceauşescu (138). El propio Ceauşescu y su esposa Elena supervisan personalmente el avance de las obras de construcción, que parecen nunca acabar: «Ceausescu y Elena visitaban a diario las obras, discutían con los arquitectos, hacían cambiar los planos sobre la marcha, de manera que el palacio se elevaba y volvía a caer hasta los cimientos» (146-147). Pero la escasez derivada de la política económica emprendida por la dictadura de Ceauşescu no puede ocultarse, y se refleja claramente en la poca variedad de productos disponibles en los escaparates de las tiendas: Flotas de barcos y aviones, trenes interminables, convoyes de camiones cargados de carbón, petróleo sin refinar, grano, carne, vino Cabernet Sauvignon, piezas de maquinaria, salieron de Rumanía en dirección a Oriente Medio, África central y China, y en los vagones y en las bodegas vacías de los buques de regreso volvió el espectro del racionamiento, la carestía y el hambre. Los rumanos vieron multiplicarse por los escaparates de las tiendas, como único artículo disponible para el consumo, grandes y abombados frascos de compota (22).
En un esfuerzo por ser creativos, los comerciantes crean siniestras composiciones en sus vitrinas vacías: «Plantado ante el escaparate de una tienda, un hombre demasiado alto para su abrigo se balanceaba sobre uno y otro pie, y su movimiento pendular mostraba y ocultaba una cabeza de cerdo que descansaba en el escaparate, junto a cuatro pezuñas ordenadas como un perverso efecto óptico» (41). La carencia de alimentos y de enseres básicos provoca el saqueo en la aduana y el contrabando, hasta el punto de que los proveedores que envían productos a la colonia occidental asentada en Rumanía se niegan a reanudar el suministro hasta que «las autoridades rumanas garanticen que pondrán fin a los expolios en la aduana de Otopeni» (105). Entretanto, los protagonistas viajan a Sibiu en busca de carne, al igual que muchos rumanos, y hacen cola pacientemente en la carnicería para
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conseguir aquello que ya no está disponible en Bucarest. Solo un lugar de la capital escapa al racionamiento, el restaurante Capşa, el preferido por los gerifaltes del Partido Comunista: Desde hacía semanas se habían empezado a formar colas incluso ante las tiendas que solo despachaban los panzudos tarros de compota. En las puertas de los restaurantes Pescarus y Lido colgaba permanentemente el cartel de «Cerrado por inventario», un cartel sarcástico porque dentro no quedaba nada que inventariar. Solo el Capsa seguía abierto, su cocina surtida. En el comedor los músicos zíngaros afinaban sus instrumentos y, sobre cada mesa servida con cubertería de plata y vajilla de porcelana, descansaba la tarjeta «Reservado», a la espera de una visita de ministros o miembros del Comité Central (104-105).
Si hay un elemento característico del paisaje de la Rumanía comunista es el omnipresente retrato de Ceauşescu que preside cada despacho de cada edificio público. Por supuesto, se trata de una imagen idealizada del dictador: Ceausescu había perdido las arrugas de severidad en las comisuras de los labios, la verruga junto a la base de la nariz, y todo rastro de diez años de codicia tensa y satisfecha, de arrebatos de cólera. La cabellera ondulaba briosa desde la tersa frente hacia el cogote. Tenía las mejillas saludables y rosadas de un bebé, los ojos tan empastados de pigmento que en aquel despacho, como en todos los del país, la plácida sonrisa de labios finos irradiaba el deprimente optimismo de un ciego (44).
Las reproducciones de esa imagen se encuentran en cualquier espacio público, en carteles situados a lo largo de las carreteras del país —«El rostro del tirano y la leyenda “Un hombre, una patria, un pueblo: Ceausescu-Rumanía” se veían aquí y allá, estampados en tinta negra» (108)—, incluso en las oficinas de las minas de carbón, donde Daniel contempla un afiche «con el rostro afable del ciego y la leyenda “Más lejos, mejor, por Ceausescu y Rumanía”» (81). Y también fuera de las fronteras, en las embajadas rumanas de todo el mundo se repite esta imagen: «Con desenvuelta ironía contó sus visitas a la “increíblemente espantosa” embajada rumana en Washington, con su mirilla enrejada en la puerta, “la foto de ese Drácula” por todas partes, la salita de atmósfera cargada, donde esperaba a que un cónsul siniestro se dignara recibirle...» (176). Cada personaje realiza una apreciación distinta del
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retrato, en función de sus gustos, deseos o intereses; desde Balcescu, que «había dedicado a aquel retrato tres sonetos bastante apañados, pero que no le llevaron, como esperaba, al despacho en el que hubiera deseado jubilarse, un marmóreo tramo de escalera más arriba» (44), hasta Sergio, que ironiza sobre su valor artístico: Fíjese en ese póster —prosiguió, señalando el retrato oficial de Ceausescu colgado de un panel de la pared, justo sobre el escritorio donde descansaba, enmarcada en plata, la foto en la que Sergio le estrechaba la mano al Rey—, esa es mi última adquisición: ahora el Conducator bendice y protege cada rincón de esta casa y escandaliza a esos hipócritas de la colonia. ¿Le gusta? ¿No le parece una obra maestra del kitsch? Warhol lo hubiera firmado a gusto; al igual que sus célebres retratos de Mao y de Marilyn Monroe, este se pintó sobre una fotografía. Los retoques, las arrugas borradas, los saludables rosetones en las mejillas, son obra de Iván Kirilov, un especialista ruso hijo de un gran pintor suprematista muerto en Siberia... (132-133).
En La libertad, el Conducator es presentado de manera muy negativa15; se le retrata como un «hombre insignificante y maligno» que pronuncia «crispados discursos patrióticos» (21). Su régimen aparece marcado por la corrupción y el nepotismo —algunos de sus familiares ostentan importantes cargos públicos (105)—, pero los medios oficiales se esmeran por limpiar la imagen del dictador, hasta caer en la hagiografía ridícula. Tras una intervención televisiva del «Titán de Titanes» perorando vehementemente «sobre los retos del presente y la firme actitud del Gobierno y el Partido ante la traición de algunos países hermanos, falsamente socialistas» (93), comienza un reportaje sobre Scorniceşti, el pueblo natal de Ceauşescu: La cámara entraba en la casa familiar y una enternecida voz en off glosaba la camita de paja, la percha de la que colgaba la conmovedora gorrita roja que el niño 15. Al igual que sucedía con Constantin, el dictador es descrito como un personaje un tanto excéntrico: Daniel escucha el rumor de que en el delta del Danubio hay avestruces porque, durante un viaje a África, Ceauşescu, «impresionado por el tamaño de los huevos, dijo que uno solo basta[ba] para alimentar a una familia rumana durante una semana e hizo importar mil parejas de avestruces para que se reprodujesen en el hábitat del delta» (121). En el conciliador epílogo, se confirmará la presencia de avestruces en el delta (250).
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predestinado se calaba en los días de invierno, el humilde pupitre en el rincón donde estudió sus lecciones a la luz de una vela que desde hacía cincuenta años seguía ardiendo sin consumirse (93).
A pesar de todas estas estrategias propagandísticas, en la tercera parte de la novela asistimos a la caída del régimen dictatorial. La revolución da lugar a la descripción de escenas sumamente violentas, y Vidal-Folch nos muestra una ciudad plagada de «incendios en la nieve, cadáveres como polichinelas rotos, rostros doloridos de pobres gentes» (218). Estas descripciones tienen base en una realidad vivida por el propio autor de la novela: Romania occupies the last place in the 1989 sequence of collapse of communist dictatorships in East-Central Europe. The Romanian revolution lasted from 16 to 22 December 1989 and was the only violent revolution among those of 1989. The revolution was sparked in the city of Timişoara and spread to the rest of the country. On 21 December, the population of Bucharest joined the revolution, and the communist regime was finally brought down on 22 December 1989. Over 1,100 individuals were killed and some 3,300 were wounded during these events in Romania (Petrescu 2014: 277).
Bucarest, que previamente había sufrido la demolición de sus barrios antiguos para dejar espacio a la construcción de la ciudad comunista, ahora vuelve a ser destruida, pero esta vez por la guerra: Por los alrededores de la plaza de la República flotaban partículas de ceniza y briznas de papel procedentes de las ruinas de la biblioteca universitaria. La ametralladora de un tanque plantado en el centro de la plaza barría la fachada versallesca del Palacio Real. Enfrente de este palacio, parapetados en la columnata del palacio presidencial, un centenar de curiosos contemplaba la lluvia de esquirlas de piedra; a la derecha, el desventrado Museo del Ejército vomitaba cortinajes rojos sobre un montón de muebles rotos, un reloj de pared sin agujas, una cama con dosel y docenas de uniformes de fantasía. Las ruinas humeantes de la biblioteca y la catarata congelada de terciopelo rojo sobre los uniformes de seda en la nieve acentuaban la teatralidad de la plaza bajo el círculo de cielo gris. Al lado del museo, el hotel Atenée Palace había perdido los cristales de sus 400 ventanas (235-236).
Las escenas de violencia desmedida culminan con la sangrienta muerte de Héctor, que no es más que un ejemplo de los convulsos momentos que vive el país:
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Protegido del fuego enemigo por la mole de acero, se permitió reírse por última vez de los curiosos que, tras la columnata del palacio presidencial, parecían querer fundirse con el suelo. «Esto no es una guerra, esto es una...» La risa se le congeló al oír rugir el motor, el tanque trepidó, y antes de que tuviera tiempo de reaccionar había dado marcha atrás y le tronchaba las piernas. Héctor oyó el interminable crujido de sus huesos triturados, sintió que se mareaba y que era demasiado tarde para todo y a nadie le importaba. El fuego había cesado y en la plaza reinaba ahora un silencio sepulcral. La claraboya del tanque, detenido al final de dos roderas ensangrentadas, se levantó y apareció el rostro de un soldado como un resorte de una caja de bromas, un resorte que permaneció inmóvil mirándole fijamente (236-237).
4. Conclusión: el final de la Bucarest comunista A pesar del amplio respaldo con que Ceauşescu contaba en 1968, su régimen fue debilitándose, especialmente, a lo largo de la década de los ochenta16: Nicolae Ceauşescu se había convertido gradualmente en un líder indeseable tanto para los Estados Unidos como para el Kremlin (Gorun y Branescu 2018: 77). Así, mediada la novela, el lector observa cómo la dictadura de Ceauşescu comienza a tambalearse; Vidal-Folch se refiere a los días de hierro de 1977, a la «Carta de los Seis», a las octavillas que difunden los opositores al régimen, al inicio de la revolución, que culmina con el intento de huida del dictador y la detención del matrimonio Ceauşescu17, sin abandonar en ningún momento la ironía ni, en los momentos más dramáticos, el espíritu crítico. Esta, según Jordi Gracia (2004: 192), es una característica propia de la literatura de Ignacio Vidal-Folch y de toda una generación de narradores:
16. Hadrian Gorun y Lucretia-Ileana Branescu (2018: 76) identifican tres razones que contribuyeron a la degradación de la imagen internacional y al completo aislamiento del régimen de Ceauşescu: «[...] three international events and their consequences changed maybe irreversibly the image of Romanian dictator mainly abroad. [...] Helsinki Final Act in 1975, General Ion Mihai Pacepa’s run to the USA and last but not the least, Mikhail Gorbachev’s election as general secretary of the Communist Party of the Soviet Union». 17. Para una reconstrucción histórica de todo este proceso, véase Petrescu (2010).
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Cada una de las novelas es una mirada literaria exigente y combativa al presente y cada una contribuye a descubrir el modo de ser profundo de esta sociedad, aunque sus tramas novelescas traten de episodios históricos o de pura fantasía. No importa porque como autores de calidad sus voces aportan los pedazos que fabrican el presente moral desde la novela, lo dibujan con sus propias herramientas, incluso cuando se permiten juegos paródicos con el pasado intocable de nuestra cultura, y eso no significará ya descalificarlo o anatematizarlo sino simplemente tratarlo en carne moral.
Junto con los hechos históricos literaturizados, Vidal-Folch recoge en La libertad numerosos detalles acerca de la ciudad de Bucarest y de cómo se vivía en ella bajo el régimen comunista. Además de los muchos ejemplos que he ido exponiendo a lo largo de estas páginas, en la novela se nos muestra cómo la ciudad se detiene al paso del Conducator (42-43), la cruzada emprendida contra los perros que pueblan las calles de la capital rumana (153), el paréntesis en sus vidas que supone para los extranjeros pasar una temporada en Rumanía, el contraste entre las ciudades comunistas y las del mundo occidental (157), la falta de libertad y la imposibilidad de guardar secretos en una sociedad hipervigilada. Aunque en momentos puntuales Daniel, el protagonista, pueda sentirse a gusto allí, lo cierto es que todos los personajes de la novela desean vivamente abandonar la ciudad y regresar a sus países. La imagen de Bucarest que nos ofrece esta novela es muy negativa, marcada por el abandono, la ruina y, en definitiva, la destrucción; tanto cuando lo que se pretendía era construir un nuevo modelo urbano —«La demolición envolvió la ciudad en una nube de polvo que cada día se adensaba. El sol poniente, el gran sol de Bucarest, arrojaba sobre ella sus débiles rayos sesgados, que refractaban en las partículas flotantes y dejaban sobre todas las cosas reflejos cobrizos» (149)— como cuando la ciudad vive sus peores momentos, sumida en la violencia de la revolución: «Una cadena de incendios lejanos iluminaban el cielo y el perfil de la ciudad con resplandor de apocalipsis» (228).
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Aurora Bertrana, vida, ciudades y escrituras Juan M. Ribera Llopis Universidad Complutense de Madrid
1. La mujer y la escritora Aurora Bertrana en las ciudades Sin prescindir en su geografía de los espacios de la naturaleza —de los valles pirenaicos a las cumbres alpinas, de las playas gerundenses a las islas y las barreras coralinas tahitianas—, el itinerario biográfico y literario de Aurora Bertrana (Girona, 1892-Berga, 1974) discurre a jalones de ciudad en ciudad. Por extenso biografiada por sí misma en dos volúmenes —Memòries fins el 1935 (1973) y póstumamente Memòries. Del 1935 fins al retorn a Catalunya (1975)— y en sucesivas entregas siguiendo sus pasos o en alguna ocasión retratado su perfil (Bonnín 2003; Gómez 2003; Ribera Llopis 2020), las urbes irrumpen topográficamente en el territorio de su escritura a medida que las transita y acogen su trayectoria: No recordo exactament, potser no ho he sabut mai, el motiu que va impulsar el meu pare a deixar la Rodona, de Santa Eugènia, i traslladar-nos a la pujada de Sant Martí. La pujada de Sant Martí era —i encara ho és— un carrer estret i gris, d’horitzons migrats i claror escassa. L’església del Carme, davant per davant de casa, deixava sentir tothora el so solemne i trist de les seves campanes. Tocaven a missa, a rosari, a morts, a oració...
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Des de casa, hom sentia el fregadís de les sabates de les beates entrant a l’església, i sortint-ne, per anar a missa, a les Quaranta Hores o a rosari, el trepig fort i ressonant d’algunes botes militars que pujaven al Govern Civil, i l’eco de les tristes absoltes dels enterrament (Bertrana 2013a: 109). El pare va anar a Barcelona tot sol. Hi va passar uns dies cercant un habitacle on instal·lar-nos. En tornar, ens anuncià que ja n’havia trobat un. Semblava tot ufanós de la seva trobada. Era un apartament modest en un barri que a ell li plaïa molt (potser li recordava Girona), la plaça del Rei. Des dels balcons de casa es veia la preciosa façana del majestuós i venerable convent de Santa Clara i la columna romana que, dreta i solitària, semblava representar la Roma imperial, com una mena de consolat perpetu dels temps antics. A mi, em va fer molta gràcia anar a raure per casualitat prop de la Freneria, on vivien els Riquer (Bertrana 2013a: 201). Vaig aprofitar la tarda per visitar el barri consagrat als turistes. Llavors Suïssa era el primer país del món dedicat al turisme. D’ell van aprendre tots els altres. A Ginebra, prop de l’estació i dels seus molls, hi havia els grans hotels del Rússia, de Bergues, el Richemont, el Metropol —aquest a l’altra banda del Roine—. Tots respiraven netedat, confort, luxe... Tot al llarg del carrer de Mont Blanc, del Quai des Bergues, del Quai Gustave Ador, de la Place Cornavin, els salons de te, les pastisseries, els restaurants i els cafès es barrejaven amb una sèrie d’enlluernadores botigues on s’exhibien objectes inútils de primeríssima qualitat: pelleteries, tafileteries, joieries, relotgeries... i també agències de viatge amb exposició de cartells en què hom oferia al públic engrescadors viatges: des de les piràmides d’Egipte, Sicília, Nàpols, Roma... fins a les més modestes excursions a les fonts de Rin, a la Mer de Glace o al Grand Saint Bernard (Bertrana 2013a: 258-259). L’endemà vam pujar a la torre Eiffel, un acte que constituïa per a mi el trencament d’una promesa. Perquè abans de conèixer París, quan en parlava amb la gent que hi havia estat o pensava anar-hi, m’adonava que tothom es proposava de pujar a la cèlebre torre i jo els assegurava que no pujaria mai. De tant sentir-ne parlar, i de tant veure-la fotografiada, la tenia ben avorrida. Però les dues gironines haurien considerat llur visita a París mancada si no hi haguessin pujat. Dues o tres visites s’imposaven al visitant de la capital francesa. Hom no les podia eludir sense macular el seu honor de turista: l’anada fins al capdamunt de la torre Eiffel, la visita a Notre Dame du Sacré Cœur de la Bute Montmartre i la visita a l’Arc de Triomf de l’Etoile. Jo m’havia promès no fer cap d’aquestes visites si un dia anava a París (Bertrana 2013a: 335-336). Els primers dies d’estada a Papeete foren per a mi com una mena d’encantament. El paisatge que podia contemplar des del balcó de la nostra habitació a
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l’Hotel Tiaré semblava una pintura japonesa animada. L’hora millor per fruir-ne era de bon matí, quan les tonalitats del cel, de l’aigua i de l’illa veïna, la verda Eimeo, es presentaven més suaus, més matisades. L’aigua de la llacuna amb prou feines tenyida d’una barreja de blau, de rosa, de groc, de verd, romania tan quieta com un mirall, i en aquest mirall es reflectien els vaixells ancorats a la rada, els esponerosos arbres del ribatge, l’illa d’Emeo amb la silueta torturada de les seves muntanyes, tot cap per avall, tan immòbil i silenciós com un somni (Bertrana 2013a: 461). A Fes, més que a qualsevol altre lloc del Marroc, les coses es presentaven difícils per a un cronista. Malgrat les dues o tres cartes de presentació que duia a la cartera, adreçades a funcionaris francesos de categoria, amb prou feines vaig poder no ja conèixer ni tractar, sinó veure de prop i en llur ambient propi una o dues famílies indígenes. Els francesos de Fes, en general, no solien tenir tractes d’intimitat amb gent del país. Els tractes, almenys el 1935, es reduïen als estrictament professionals, administratius i ocasionals, i aquests encara entre homes (Bertrana 2013a: 663). El 16 de març, els italians o els alemanys, o el mateix Satanàs eixit del propi infern començaven els grans bombardeigs sistemàtics sobre Barcelona. Els avions volaven relativament a poca alçada i en estreta formació. Víctimes d’aquests terribles atacs ho van ésser totes les zones de la ciutat. Cap barri no se’n va lliurar. Els atacs se succeïen regularment cada tres hores i sempre amb bombes no solament d’explosius i metralla, sinó d’hidrogen o d’altres gasos inflamables combinats. La destrucció d’edificis i de vides humanes era molt crescuda. Aquests atacs van continuar fins el dia 18 (Bertrana 2013b: 144). Era el mes de juny de 1938. Havia abandonat Barcelona, una Barcelona arruïnada, afamada, bombardejada i bruta. Tornava a ésser a Ginebra, l’entranyable ciutat dels meus amors. L’any vint-i-tres, quan vaig arribar-hi per primera vegada, aquesta ciutat m’havia obert els ulls a un món nou, un món insospitat, revelador, i no precisament pels seus monuments, parcs, jardins, molls del Leman i del Rone, i el seu paisatge alpí, sinó pel grau de civilització, de civisme i europeisme que s’hi respirava. Aquell lluminós matí de juny de 1938 jo retrobava la meva amable Ginebra neta i alegre, poblada de gent alimentada, ben vestida, diligent, com amarada d’un afany i d’una joia de viure que contrastava amb el meu estat d’ànim (Bertrana 2013b: 156). El París del 46, desgavellat i saquejat pels alemanys, més o menys ocupat pels americans, amb restriccions de llum i de calefacció, amb cartes de racionament, cel gris, baix i plujós, no era per animar ningú que no fos francès. Per a un francès, la
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joia de l’alliberament i la victòria, el goig de la derrota nazi, el triomf dels resistents damunt els col·laboracionistes i els porucs, era prou per animar-lo i donar-li forces. Jo confesso que aquell París em queia com un plom d’amunt l’ànim (Bertrana 2013b: 364). Cap policia no va demanar-me la documentació ni pel camí ni a l’estació de Barcelona. Vaig agafar un taxi i el taxista, que vaig pagar amb un bitllet de cent pessetes, em va tornar el canvi en bitllets de la República, és a dir amb moneda falsa, detalls que no vaig descobrir fins uns dies després. Feia una colla d’anys que no havia estat víctima de cap estafa. Vaig considerar-la com una prova de l’aire estranger que jo havia agafat aquests darrers anys i també com una mostra de la perspicàcia de taxista, bon psicòleg i desaprensiu aprofitador de les circumstàncies, cosa que em va fer acabar de convèncer que ja no vivia a Suïssa (Bertrana 2013b: 397-398).
La Girona del nacimiento y la infancia de Aurora Bertrana —de atmósfera decimonónica, anclada en ritos consuetudinarios y de algún modo acompañada por su banda sonora— y que la deposita en el umbral del novecientos, será reemplazada de 1910 a 1911 por la Barcelona en que definitivamente se instala la familia de mano del padre y reconocido escritor Prudenci Bertrana. La capital a la que ella se había desplazado con regularidad desde Girona para iniciarse en la música se convierte en el primer horizonte abierto favorable a establecer relaciones tanto artísticas como sentimentales y a desarrollar nuevas actividades, en ocasiones de subsistencia, entre las que cuentan sus actuaciones como violoncelista de café. Ginebra sustituirá el escenario catalán cuando en 1923 parte hacia Suiza con el proyecto de ampliar sus estudios musicales; ante sus ojos se abre el ámbito continental de evidente cosmopolitismo que en un primer momento retrata distanciadamente, como hará con el París de su primera visita y donde no querrá ser una turista más. Ginebra acabará por convertirse en su verdadera patria intelectual; desde allí manda artículos a la prensa catalana, se acerca a los estudios universitarios, se casa y surge la posibilidad para la pareja de trasladarse a Tahití de 1926 a 1929. Crónicas del viaje aparecidas en publicaciones periódicas y un volumen inmediato, Paradisos oceànics (1930), nos conceden ver su reubicación en el Papeete del texto con anterioridad ordenado. La capital del archipiélago de La Sociedad, como el conjunto de islas que pisa Bertrana, ese paisaje geográfica y
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humanamente nuevo le hace tomar conciencia tanto de un sistema cultural con valores distintos como de la amenaza colonial occidentalizante que ha de acabar por liquidarlo y aun de su posicionamiento y compromiso como mujer y como europea. Activista cultural y política a su regreso a Barcelona, escritora que reincide en materia oceánica en su primera narrativa publicada, parte en 1935 hacia el Magreb, experiencia que anima nuevas crónicas viajeras y un nuevo volumen, El Marroc sensual i fanàtic (1936). La escritora vuelve a encontrarse con el conflicto entre la fascinación y la repulsa que aquí vuelca contra el espacio visitado y con evidente conciencia de género. Lo que queda documentado a su paso por Fez se abisma cuando lo que pretende es acercarse a la realidad femenina marroquí. Después y respecto a los escenarios urbanos de su vida solo parece quedarle asistir durante dos años de guerra a la destrucción de la Barcelona que fuera aquel inicial horizonte abierto, escapar y volver hasta la Ginebra donde reconoce su propio espacio, pasar por un París asolado por la segunda guerra que le toca vivir y tener que volver en 1949 a una Barcelona que ya no era su ciudad aunque sí parte integrante de una desquiciada realidad desde la que llevará a cabo el grueso de su obra narrativa. Encarada la trayectoria vital de Aurora Bertrana mediante su itinerario urbano, cabe apreciar que las ciudades aquí visitadas ya no son ese espacio funcionalmente trascendido —del París de Balzac y Zola al Londres de Dickens, del Madrid de Pérez Galdós a la Barcelona de Oller— donde aglutinar de modo especular y con ánimo de microcosmos ejemplar la revisión de un modelo social, sus códigos y sus leyes. Proustianamente, las letras que les siguen acuden a la ciudad para tomarle el pulso al paseante que las escribe o a los protagonistas a quienes se les concede deambular por ellas. Escritora de su siglo, Aurora Bertrana se ha auscultado a sí misma en su tránsito por el tiempo y los espacios que han establecido sus propias coordenadas. Es por ello por lo que cabe, en función de la anterior secuencia de textos de la autora y de la escritura entre la cual se ubican, contemplar la función íntima que han cumplido: los propios orígenes (Girona); el aprendizaje personal (la inicial Barcelona); del excluyente espectáculo cosmopolita de la llegada al amparo del espacio hecho propio (Ginebra); del espectáculo en un principio cuestionado al desmantelamiento del mismo (París);
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del descubrimiento de la diferencia y del otro al valioso juego de espejos (Papeete); del cuestionamiento al rechazo de lo inasumible (Fez); del aniquilamiento de su espacio de crecimiento a su regreso, renuncia y obligada reubicación (de la Barcelona de la guerra a la realidad impuesta por el régimen franquista). Posicionada la escritora como individuo en cada uno de los pasos y de las etapas que vive, avanza, efecto boomerang, en el marco de los estímulos que le propicia cada una de las ciudades donde se ha instalado o por donde trascendentemente ha transitado. Esto nos hace considerar que tales urbes han sido poseedoras de atributos provocadores de la toma de conciencia y de los sucesivos estadios vividos por Aurora Bertrana, en ningún caso nada ajeno a la forja de su literatura. Tal vez por ello y desde la experiencia acumulada —quisiéramos y podríamos decir desde la sabiduría acumulada— la escritora ha podido calibrar el ubicar su consideración humana más universal en espacios comunitarios —pueblo, ciudad— que funcionan con alcance alegórico. En esos ámbitos el discurso será más abiertamente dialéctico. Es así como Aurora Bertrana, tanto en Entre dos silencis (1958) —novela con versión previa en castellano, traducida por Joan Sales con intervenciones desaprobadas por su autora (Bertrana 2013b: 363)— como en La Ciutat dels Joves. Reportatge Fantasia (1971, ed. def. 2019) —título editado con cortes de censura, solo hoy restaurado (Bertrana 2019: 14-15, 189-193)—, opta por situarnos en sendas meta-comunidades desde las que argumentos y protagonistas proyectarán una meditación que debe alcanzarnos globalmente como individuos. Con todo, la novelista ase los respectivos espacios narrativos de ambos relatos a un marco de referente historicidad donde resultarán del todo verosímiles y desde donde su propuesta y advertencia son devueltas a nuestro común discurrir. Entre dos silencis —un teniente alemán comanda el día a día de un pueblo ocupado de la Alta Saboya (Francia) donde previamente se ha fusilado la práctica totalidad de la población masculina— y La Ciutat dels Joves —un reportero proveniente de un país con bases y estructuras tradicionales, La Ciutat dels Vells, viaja a su modelo opuesto para informar sobre aquella otra sociedad alternativa— son dos textos de llegada en la progresión biográfica de Aurora Bertrana: el primer título proviene de su vivencia
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durante la Segunda Guerra Mundial en el centro del continente y, tras la meditación profunda que previamente ya se había dilucidado en Tres presoners (1957), supone por su parte la incorporación de tal materia a nuestra novelística; el segundo, último texto de ficción de la autora ya para entonces inmersa en su restauración biográfica, nos instala en el juego de opuestos entre el recalcitrante estado que la acogiera a su regreso de Suiza y la irrupción de nuevas alternativas crecidas en el tardo-franquismo, alentadoras de una superación que, no obstante, podía incluso desconcertar el librepensamiento y el compromiso político de Aurora Bertrana. Las meta-comunidades adonde se llega narrativamente tras sendos recorridos vitales cuentan con constatables referentes históricos, de tal evidencia que para ambos títulos pudiéramos dar por válido el juicio de Francesca Bartrina (2001: 57-58) a propósito de las dos novelas sobre la inmediata guerra mundial de que la frontera entre realidad y ficción no es en absoluto estricta. En Entre dos silencis, la antroponimia germánica de los ocupantes, las menciones al Reich, al Führer, a los campos de concentración, a las cámaras de gas, al avance de los frentes bélicos y a los contrincantes, nada hacen por ocultar el contexto del choque de fuerzas y de sentimientos que ordena su argumento. Aurora Bertrana no solo ha vivido esa guerra, sino que —en el segundo volumen de sus memorias y en el prólogo a su novela, «Com vaig descobrir Hernam», literaturizando los hechos vividos (Bertrana 2013b: 357-363; 1988: 12-25)— informa de cómo tuvo noticias de una situación similar, la del fusilamiento colectivo de los hombres de un pueblo, en Étebon (Francia) cuando participaba en una misión de ayuda al final del conflicto bélico. Pero el acierto de la novelista, favorable a sus intenciones, es la comedida dosificación y el reparto de esos referentes, pues no temporalizan ni interceptan para nada el verdadero alcance del contenido último de la novela. Así como, con otra estrategia, en La Ciutat dels Joves el necesario punto de partida del relato —el desplazamiento del reportero desde la Ciutat del Vells— no oculta en absoluto, sin necesidad de dar topónimos de referencia explícita, hacerse desde «un poble mediterrani» con «Barri Gòtic» en su capital y con una burguesía bien asentada y a la que le han salido unos hijos o revolucionarios o hipócritamente aprovechados del bienestar circundante; tampoco su
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referencia a situaciones de una vida cultural no solo identificable con la del propio país sino con aquella de la que la propia escritora se sentía víctima y que tilda de «ku klus kanisme», espectro al que el nuevo y revolucionario estado habría dado un vuelco (Bertrana 2019: 84-87). Doble paisaje humano al que, pasando ya a la oposición entre una y otra «Ciutat», Adriana Bàrcia (Bertrana 2019: 9-13) ha encajado como identificable, de un lado, con la sociedad española y los más rancios círculos barceloneses de posguerra y bajo la dictadura; y, del otro, con las propuestas más alternativas de jóvenes sectores catalanes que, en la novela, habrían acabado por institucionalizarse. En los dos títulos, historia y sociedad resultan reconocibles, sus propuestas son inteligentemente contextualizadas, pero sin sujetarse a los cánones de la novela histórica y de la crónica estricta. De este modo se evitaba que sus ya evidentes propuestas pudieran resultar esquivables por parte del lector. A favor de esto último juegan también, no solo el tiempo histórico al que remite cada título, sino también el tiempo y la esfera literarios desde donde escribe Aurora Bertrana. Consideramos que en la escritura humanista y en la propuesta recalcitrante de Entre dos silencis, en la dialéctica establecida entre el bien y el mal, entre fe y desesperación ante la factible redención que abordan no pocos de sus pasajes, incluido el evangélico final del texto (Bertrana 1988: por ej. 149, 229, 236-237, 252-253, 263-265), su escritura no es en absoluto ajena a las leyes del relato establecidas por la novela católica francesa y a patrones narrativos de excelencia como Georges Bernanos. De la misma manera en que para La Ciutat dels Joves, tal y como explicita Adriana Bàrcia (Bertrana 2019: 17-21), la escritora se une a las mejores pautas establecidas por la ciencia ficción y por la literatura que ha incidido en formular modelos alternativos a la sociedad occidental más tradicional. Contando con ello, Aurora Bertrana actúa literariamente, en el primer título, para invocar una urgente toma de conciencia tras la tragedia vivida y lo hace de una manera queda, tal y como vive y se vive en el pueblo de Hernam donde nos ha ubicado, en silencio (Bertrana 1988: 53, 54, 60, 123, 191...); en el segundo caso, oscilando entre los logros alcanzados y la propia consideración de su protagonista cuya posición se rebela ante «l’excés de modernitat dels Joves o l’excés de caducitat dels Vells» (Bertrana 2019: 75); él, que a la postre se sabe «romàntic»,
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«sensible», «tendre» (Bertrana 2019: 93). Advertencia esta última de lo que acabará por suceder: ante la institucionalizada propuesta sexual por el sistema de la Ciutat dels Joves (cap. XI), el reportero y con él la propia Bertrana manifiestan en el capítulo siguiente y final su querencia por su Ciutat de origen, expresándolo mediante una rotunda poética en loor del retorno a las raíces y apostando por su contradictorio espacio de nacimiento y crecimiento personal. Tan lleno de luces y sombras este último como las que le evidenciaran las ciudades por las que transcurriera la vida de la escritora. Tal vez sea la Ciutat dels Vells cúmulo de todas ellas, síntesis que se afronta en el cierre de la novela desde la pasión, quizá la dependencia más íntima, con un texto que tiene mucho de testamento sentimental.
2. Espejos meta-urbanos en las ficciones de Aurora Bertrana Si de acuerdo con esta lectura, Entre dos silencis y La Ciutat dels Joves pudieran sintetizar el recorrido biográfico previo y los espacios habitados por su autora, cabe perfilar cómo construye sus respectivos espacios narrativos dada su diversa función más allá de la constatación de realidades urbanas objetivables y para que su finalidad resulte más evidente. Es así como, donde la Ciutat dels Vells remite a la sociedad española y a la postrera Barcelona vivida por la autora tras su regreso de Suiza y estando la Ciutat dels Joves unos cuantos países más allá y tras diversos trasbordos aéreos para ubicar en ella una utopía con finales contraluces, el topónimo Hernam de Entre dos silencis, más allá de la frontera suiza y en una reconocible geografía continental, acoge el paisaje humano durante y tras la guerra para cuestionar el horizonte resultante. Estas tres ubicaciones, mediante sendas denominaciones distanciadamente literarias, se nos alcanzan como escenarios propicios para contener unas crecientes dialécticas de opuestos al amparo de unos atributos negativos, cimentadores de una no-ciudad, si por ciudad o comunidad entendemos un espacio propicio a la convivencia: Hernam, nido del odio y del deseo de venganza por parte de sus habitantes y de la difícil aspiración al perdón por parte del ocupante
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nazi; la Ciutat dels Joves, mapa contenedor de la utopía finalmente cuestionada; la Ciutat del Vells, guarida donde seguir viviendo a pesar de la conciencia de sus múltiples grietas. Entendidos estos espacios como categorías, Hernam es desde las primeras páginas y valiéndose de genéricos «un llogaret ocupat per l’enemic», «un poble», «un poble sense homes», «un poble on només hi havia dones i criatures», para nada el «poble alegre» que fue, enfrentado ahora a lo que significa el cementerio con sus hombres fusilados, cuestionable como una «fantasmagoria» y abocado a ser una mortal madriguera «entre dos silencis», el de su propia atmósfera y aquel en el que vive cada uno de los protagonistas (Bertrana 1988: 28, 39, 53, 65, 145, 191). La Ciutat dels Joves es un estado y ciudad uniforme, sujeto para su mantenimiento a la autoexigencia del cumplimiento de sus normas; «jove república» cuna de «una societat nova», solo localizable allí donde «el paisatge és fabricat» y el clima, a conveniencia, «ens el fem nosaltres» (Bertrana 2019: 26, 28, 36, 39). Y la Ciutat dels Vells no es sino lo opuesto a la Ciutat dels Joves, origen y causa de esta última pues, para superar sus viciados y caducos componentes, se proyectó y se logró tal mundo nuevo y supuestamente sustitutorio. En tales medios tienen cabida los necesarios componentes que explicitarán las correspondientes propuestas de cada título. Con trabajadas redes de personajes individuados en Entre dos silencis y de comportamientos colectivos en La Ciutat del Joves se impone el juego de opuestos. En el caso de Hernam, primordialmente protagonizado por la joven mujer obligada a hospedarlo y el teniente nazi, extremos obligados a convivir y entre los que se vislumbra por momentos el encuentro de ambos. No obstante los crecientes nexos en tal sentido, ella, Marta Mons, acabará por reafirmarse en una extremada fidelidad al pueblo, expresando el compromiso con su tierra y casándose con un hombre vuelto del frente, enfermo y moribundo (Bertrana 1988: 224.225, 253); y él, Alexis von Greiz, con su bondad solo reconocida por un oracular anciano del pueblo, avanzará hacia una derrota que supera la que le espera como soldado del ejército finalmente vencido y que le invade íntimamente (Bertrana 1988: 229, 263). El capítulo XXVI enfrenta crudamente a esos dos opuestos y, ante la incapacidad de Marta de corresponder a base de unos crecientes sentimientos, tanto
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ella como el lector y con un imperioso alcance tendremos que escuchar: «¿o és que l’amor s’ha acabat per sempre damunt d’aquesta terra?» (Bertrana 1988: 247). Es este el punto máximo del clímax establecido ante la destrucción y la incomunicación habidas entre los humanos, punto álgido frente al cual solo cabrá una renovadora salida hacia adelante que mediatice un horizonte esperanzador para la humanidad. En el texto final de la novela, líneas atrás destacado, otro coprotagonista que no oculta estar marcado por las experiencias relatadas decide y expresa salir hacia otra «ciutat prou gran» (Bertrana 1988: 264). Por su parte, entre la Ciutat dels Joves y la Ciutat dels Vells se opone toda la información que el reportero acumula en sus sucesivas entrevistas con los correspondientes «Delegats» de las diferentes áreas de ordenación de la nueva Ciutat. Orden público, cultos religiosos, artes y letras, trasplantes de órganos, instrucción pública, educación, orientación profesional, deportes, sexualidad... se abordan y exponen de acuerdo con los sustitutorios paradigmas de una sociedad que ha revisado conceptos institucionales y organismos al uso, comportamientos protocolarios y consuetudinarios hábitos de todo tipo. Desde ese prisma, cuando el reportero hasta hace por justificar los fundamentos de la Ciutat dels Vells o cuando el correspondiente «Delegat» los desestima, crece en la novela el informe que, sobre su propia y ajada sociedad, recibe el lector de manos de Aurora Bertrana. Mediante la más sarcástica pluma de la escritora, por ejemplo, cuando el reportero interviene a propósito de la vida deportiva o simplemente futbolística de su país (Bertrana 2019: 134-144); con el ánimo más derrotista cuando recoge de la información acumulada por su protagonista cómo la nueva sociedad ha cuestionado la lectura hasta eliminarla (Bertrana 2019: 42-43, 83, 96-97, 100...). El «reportatge» quizá no solo fruto de la «fantasia», palabras que reúne el subtítulo de la novela, nos encara a una sociedad dominada e informada mediante la imagen (Bertrana 2019: 43, 101...). ¿Premonición la de Aurora Bertrana a partir del dominio de la televisión en los años setenta?, ¿ya un déjà vu aún más extremado ante la revolución digital? En cualquier caso, aquel interrogante de Entre dos silencis sobre la erradicación del amor supera los límites comarcales de Hernam cuando en este caso a la mujer y a la escritora Aurora Bertrana aún le quedaba un tiempo posiblemente favorable a la esperanza y a
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la redención, cronología que ella todavía anduvo hasta el momento de abordar la construcción memorial de su itinerario. Después, ante y mediante La Ciutat dels Joves, Aurora Bertrana reconocía hasta dónde había llegado su intercambio de pareceres con un siglo que había vivido intensamente. La geografía vivida y la topografía urbana por ella escrita nos permiten tomarle el pulso a quienes aún confiamos en el acto de lectura. No solo pero también y si cabe en ciudades reales que aún sean capaces de retroalimentarnos como aquellas por las que Aurora Bertrana transitara.
Bibliografía Bartrina, Francesca (2001): «Gènere, guerra i colonització en l’obra d’Aurora Bertrana», en Glòria Granell, Daniel Montañà, Josep Rafart (coords.), Aurora Bertrana, una dona del segle XX. Barcelona: Publicacions de l’Abadia de Montserrat, pp. 51-63. Bertrana, Aurora (1988): Entre dos silencis. Barcelona: Club Editor. — (2013a): Memòries fins al 1935. Dani Vivern («Justificació del corrector»). Girona: Diputació de Girona. — (2013b): Memòries, del 1935 fins al retorn a Catalunya. Girona: Diputació de Girona. —(2019): La Ciutat del Joves. Reportatge Fantasia. Adriana Bàrcia («Pròleg»). Barcelona: Males Herbes. Bonnín, Catalina (2003): Aurora Bertrana. L’aventura d’una vida. Isabel Segura («Introducció»), Glòria Granell (ed. i «Epíleg»), Lourdes Ral (il·lustracions). Girona: Diputació de Girona. Gómez, Maribel (2003): Aurora Bertrana. Encís pel desconegut. Barcelona: Pòrtic. Ribera Llopis, Juan M. (2021): «Aurora Bertrana o el pulso con la expatriación», en Carmen Mejía Ruiz (dir.), María Jesús Piñeiro (ed.), Voces de escritoras exiliadas. Antología de la guerra y del exilio. Madrid: Editorial Escolar.
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La Habana para inocentes (y delincuentes) difuntos El espacio urbano desde el género criminal a través de la obra de Leonardo Padura y Amir Valle Javier Rivero Grandoso Universidad de La Laguna
La Habana es una ciudad singular cuando estudiamos los espacios urbanos de los países socialistas o comunistas. Frente a la sobriedad de algunas capitales del este de Europa y a la arquitectura soviética, La Habana hace gala de su historia colonial y de una singularidad que la aleja de convertirse en una ciudad sin atributos o, incluso peor, en una no-ciudad. La Habana es una ciudad de más de quinientos años, fundada, según los documentos históricos, el 16 de noviembre de 1519. La capital de Cuba destaca por su colorido y, al contrario que otras ciudades que se analizan en este volumen, se presenta como una urbe en la que la vida se desarrolla de forma apacible y alegre. Una ciudad con historia, con un pasado colonial reciente y con el recuerdo permanente de la Revolución de 1959. La relevancia de La Habana excede el marco nacional, pues «fue durante mucho tiempo la única ciudad importante de la región, y durante el periodo colonial, ya a partir de finales del
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siglo xviii, influyó decisivamente en el desarrollo socioeconómico. Por entonces se transformaba en centro empresarial del Caribe y a lo largo del siglo xix encontraba su importancia bajo los auspicios del dominio colonial español» (Phaf 1990: 12). Este contraste frente a las capitales de Europa del Este tiene mucho que ver con la idealización que ha experimentado La Habana en el imaginario cultural europeo, en el que destacan el colorido de las casas, los espacios más famosos como el Malecón, la música y los bailes que insisten en el exotismo que impregna también a sus habitantes y una temperatura suave durante todo el año —la media es de 24,5º, con una mínima variación anual (Pérez Rodríguez 2007: 28)— que permiten que la ciudad sea destino turístico internacional. Los planes trazados para la rehabilitación del casco histórico influyeron en la consolidación de la imagen internacional de la ciudad y en la recepción de turistas: «los cambios en la concepción de la herencia patrimonial ya se plasmaron en 1975 en el Plan de Reanimación Urbanística de la Ciudad de La Habana, entre cuyos cometidos se fijaban la recuperación del colorido tradicional de los edificios coloniales y la recuperación ciudadana de los espacios simbólicos para la relación, mediante la instalación de mobiliario urbano apropiado» (Ponce Herrero 2007: 259). De hecho, según Leonardo Padura, «mi Habana suena a música y a autos viejos, huele a gas y a mar, y su color es el azul» (2019: 26). Las representaciones artísticas y el imaginario cultural nos han transmitido La Habana como una ciudad sensual, tópico en relación con la mirada colonial que sexualiza los cuerpos de los habitantes. Asimismo, y debido al bloqueo, La Habana se presenta como un espacio detenido en el tiempo, en donde los antiguos modelos de automóviles perduran recordando un tiempo ya pasado, pero que en Cuba sigue siendo presente. Esta imagen idealizada se ha empleado de forma reiterada en las industrias musical y audiovisual, que han sabido mercantilizar con éxito los ritmos caribeños y la música urbana actual. Sagas que han conquistado al público y han conseguido grandes beneficios en las taquillas también se han fijado en La Habana, como es el caso de Fast & Furious, cuya octava entrega (The Fate of the Furious), estrenada en 2017, comienza precisamente en la capital cubana.
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La Habana presenta un carácter bicéfalo en su representación, pues, si bien por una parte se encuentra esta idealización de Cuba y de su cultura, también se aprecia en otras construcciones una crítica a los problemas sociales y a la escasez de recursos que se le achaca a la isla. Algunas obras, como las novelas de Pedro Juan Gutiérrez, hacen hincapié en las consecuencias negativas del bloqueo estadounidense, que causa hambre y penurias a los habitantes cubanos. En este trabajo nos vamos a centrar en el género criminal, que se caracteriza precisamente por su carácter social y por abordar las injusticias y los problemas sociales. Analizaremos la obra de dos de los más importantes narradores del género en Cuba, Leonardo Padura y Amir Valle, y para acotar el corpus nos centraremos en la primera obra de sus respectivas sagas. Son dos escritores que, si bien tienen características en común, se diferencian bastante, hasta el punto de que Padura continúa residiendo en Cuba y Amir Valle vive en Alemania, ya que no puede volver a la isla. Las obras que analizaremos son Pasado perfecto (1991), de Leonardo Padura, donde aparece por primera vez el teniente Mario Conde, y Las puertas de la noche (2001), de Amir Valle, donde surgen el teniente Alain Bec y el ex detective Alex Varga. Ambas novelas están ambientadas en un tiempo muy cercano, ya que la trama de Pasado perfecto sucede en los primeros días del año 1989 y Las puertas de la noche se sitúa aproximadamente en 1993, como se desprende de la edad de Francisca —la hija de Alex Varga—, nacida en 1976 y con diecisiete años en el transcurso de la novela. Además, encontramos otros elementos contextuales que confirman esta datación. Hay que tener en cuenta, para situar las novelas y realizar un análisis correcto sobre la representación de la ciudad, que la década de 1990 es la más dura que vivió Cuba durante la Revolución. Las razones se encuentran en la crisis económica de la década y en la desintegración de la URSS y la caída del muro de Berlín. El debilitamiento del bloque comunista, además del bloqueo estadounidense, provocó una grave situación económica. Ambas novelas presentan también el tradicional esquema de la novela policiaca, que comienza con el descubrimiento de un crimen —una desaparición en la novela de Padura— que da inicio a la
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investigación policial, con un final en el que se esclarecen las causas y los culpables del crimen. Hay que tener en cuenta que para el estudio de la ciudad el género criminal sí que influye directamente, ya que, debido al tema central de las obras, las ciudades tienden a aparecer como espacios hostiles, producto de la violencia y del crimen que hila la trama (Rivero Grandoso 2017). Aunque no de forma exclusiva, la ciudad es el espacio hegemónico de la novela criminal y aparece reiteradamente como el lugar donde se desarrollan los peores males de la sociedad: «la ville n’est pas un lieu où vivre heureux. Peut-être même pas un lieu où vivre» (Blanc 1991: 80). Este aspecto, como veremos, se desarrollará más en la obra de Amir Valle. También debemos señalar que, al contrario de gran parte de Latinoamérica, estas novelas que vamos a analizar se alejan del neopolicial latinoamericano o de la novela policial alternativa, al que se refieren, entre otros, Giardinelli (2013) y Trelles Paz (2006). Estos autores sostienen que los escritores latinoamericanos han tenido que adaptar el género criminal a sus realidades, lo que ha conllevado que no se asuma como verosímil que se haga justicia a partir de las instituciones policiales y judiciales de sistemas corruptos y dictatoriales. Ante la imposibilidad de utilizar como protagonistas y héroes a representantes de los cuerpos policiales o militares y de construir un relato en el que la justicia sea posible, muchos escritores optaron por prescindir del investigador o convertirlo en un elemento subversivo. En cualquier caso, el neopolicial latinoamericano se caracteriza por el final desencantado en el que se asume que no es posible lograr que se imponga la justicia. En Cuba, de hecho, como argumenta Padura, el género atravesaba una crisis por la carencia de un discurso novedoso, acorde a los nuevos tiempos y sus circunstancias, que sí se estaba desarrollando en otros países: Los policíacos cubanos —que en su mayoría debutan en la literatura a través del género— se lanzaron a la creación de una literatura apologética, esquemática, permeada por concepciones de un realismo socialista que tenía mucho de socialista pero poco de realismo. Así, desde los personajes hasta las situaciones funcionaban como entelequias fijas, lo cual se hizo más relevante en la figura del «héroe» —generalmente colectivo, pues se consideraba un hallazgo la «superación del investigador solitario»—, que respondió más a la realidad de los reglamentos
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policíacos que a la creación de conflictos humanos. Mientras tanto, el tratamiento en profundidad del delincuente o del agente foráneo apenas tuvo espacio en esta novelística, que los definió por simple negatividad política, obviando su valiosa complejidad dramática (Padura 2011: 267).
La crisis de la década va a modificar los elementos narrativos de los autores cubanos y también la representación de la ciudad: «es la narrativa de la deconstrucción, de las ruinas, del apocalipsis y la marginalidad —también calificada desde una perspectiva más ideológica como “narrativa del desencanto”— la que comienza a adueñarse del reflejo narrativo del espacio habanero» (Padura 2015: 42). Es a partir de estos años cuando se empieza a construir una novela criminal menos esquemática, más literaria y con mayor profundidad. El principal exponente de ese cambio es, sin lugar a dudas, el propio Leonardo Padura, pues su adaptación del género criminal disentía bastante de las novelas policiacas de las décadas anteriores, ya que no emplea ese tipo de investigadores en el que los «detectives eran usualmente héroes realistas-socialistas. Hombres de una pieza que básicamente enfrentaban delitos que dañaban nuestra pereza ideológica, cometidos por individuos de una mentalidad antisocial y turbiamente contrarrevolucionaria, descubiertos gracias a la cooperación invaluable, constante y fiel de ese actor colectivo y sin rostro, el pueblo» (García Verdecia 2016: 97). En estas novelas de Padura y Valle, los protagonistas son tenientes de policía y actúan a partir de las órdenes y las directrices del sistema, que sí es capaz de lograr, a diferencia de lo que sucede en otros países latinoamericanos, los resultados necesarios para que se pueda impartir justicia. No obstante, como veremos, en el caso de Amir Valle hay una mayor dosis de crítica hacia el sistema. Leonardo Padura Fuentes es uno de los grandes representantes de la narrativa cubana actual. Nacido en 1955, la mayor parte de su obra narrativa se compone de la saga protagonizada por el policía Mario Conde, que consta hasta el momento de nueve novelas1. Además, ha 1. Las novelas que componen la saga son: Pasado perfecto (1991), Vientos de cuaresma (1994), Máscaras (1997), Paisaje de otoño (1998), Adiós, Hemingway (2001), La neblina del ayer (2005), La cola de la serpiente (2011), Herejes (2013) y La transparencia del tiempo (2018).
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publicado exitosas obras como La novela de mi vida y El hombre que amaba a los perros, que merecieron numerosos premios. Ha recibido el Premio Princesa de Asturias de las Letras en 2015 por toda su trayectoria. La novela Pasado perfecto se insertó más tarde en una tetralogía llamada Las cuatro estaciones. En ella se presenta al teniente Mario Conde en un caso muy personal, ya que se trata de la desaparición de un jefe de empresas con el que el policía compartió sus años en el Preuniversitario. Los antiguos prejuicios afloran en un caso en el que no es fácil para Conde separar lo profesional de su propia intimidad. La memoria y el pasado están muy presentes en una obra con tintes nostálgicos que recuerdan irremediablemente a Manuel Vázquez Montalbán, uno de los grandes referentes de la novela criminal del escritor cubano. Es por ello por lo que la visión de La Habana en esta novela va a ser bicéfala: por un lado, la ciudad actual, que transcurre en el tiempo de la historia y nos presenta a Mario Conde adulto, con 34 años; por otro lado, la ciudad del pasado, de su adolescencia. La presencia constante de la nostalgia conecta directamente la obra de Leonardo Padura con la literatura de la época del desencanto, término ampliamente empleado, como veíamos en la cita del propio Padura, para denominar a la actitud de un amplio grupo de autores ante la evolución política y social. Resina (1997) se refiere a los autores españoles que emplean el género criminal desde un punto de vista crítico tras el final de la dictadura franquista. La dualidad entre el pasado y el presente es constante, ya que el personaje protagonista, el teniente Mario Conde, se debe enfrentar al caso que remueve su pasado, sus tiempos en el Preuniversitario. El teniente tiene ya treinta y cuatro años y los primeros síntomas de alopecia, que refleja el paso del tiempo. Al tener que investigar la desaparición de su antiguo compañero se tiene que enfrentar también a su yo del pasado, cargado de ilusiones y planes para el futuro que jamás logró cumplir, como su deseo de ser escritor, frustración que le acompaña. Tampoco encuentra consuelo desde el punto de vista sentimental, ya que se separó en dos ocasiones. Su vida está lejos de lo que fantaseaba durante su adolescencia.
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Esta proyección del pasado hacia el presente se traslada irremediablemente a la visión del espacio urbano, que es comparado con la ciudad de su juventud: «El Conde miró con una nostalgia que ya le resultaba demasiado conocida la Calzada del barrio, los latones de basura en erupción, los papeles de las pizzas de urgencia arrastrados por el viento, el solar donde había aprendido a jugar pelota convertido en depósito de lo inservible que generaba el taller de mecánica de la esquina. ¿Dónde se aprende ahora a jugar pelota?» (Padura 2000: 18). Como sucede con los autores denominados del desencanto, el pasado aparece como un tiempo mejor al actual, especialmente porque las ilusiones y los deseos todavía no eran imposibles y podían realizarse algún día. El presente cercena esos sueños y muestra la realidad con gran crudeza, como la calle llena de basura por la que transita Mario Conde. El personaje aparece desdoblado, ya que por un lado se muestran episodios del pasado y por otro el tiempo presente de la historia. Las expectativas del ayer frente a las desilusiones del ahora. Pero no es el teniente el único que ha experimentado esos cambios, sino que también puede constatar el paso del tiempo en sus compañeros: el Flaco, cuyo aspecto físico ya no se corresponde con el apodo y que ahora pasa sus días en una silla de ruedas tras recibir un disparo que le destrozó la médula en Angola; Rafael Morín, que de ser el respetado presidente de la Federación de Estudiantes de la Enseñanza Media del Preuniversitario René ha desaparecido por razones muy turbias que desmontan su intachable imagen pública; o Tamara Valdemira, que afronta la desaparición de su marido Rafael Morín con el apoyo de Mario Conde, para el que antes resultaba inaccesible. Mario Conde percibe también cómo ha cambiado la ciudad, lo que repercute en su mirada introspectiva hacia el pasado. Los espacios que se han degradado, como veíamos antes, o que ya no existen sirven de recordatorio del paso del tiempo y hacen hincapié en los proyectos fracasados, en los sueños perdidos. En este caso, es el cierre por reformas de un bar el que lo traslada al pasado: «chocó al fin con las puertas tapiadas del Floridita, CERRADO POR REPARACIÓN, y perdió la esperanza de un añejo doble, sin hielo, sentado en el rincón que fuera exclusivo del viejo Hemingway, recostado en aquella barra de madera
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inmortal donde Papa2 y Ava Gadner se besaron escandalosamente y donde él se había propuesto, hacía muchos años, escribir una novela sobre la escualidez» (Padura 2000: 205). El pasado de la ciudad justifica en ocasiones el presente del protagonista. Mario Conde desciende de un tatarabuelo canario3 con ínfulas de conquistador que pretende perpetuar su apellido, que fundó el barrio, en el que continúa viviendo el teniente: Mario Conde nació en un barrio bullanguero y polvoriento que según la crónica familiar había sido fundado por su tatarabuelo paterno, un isleño frenético que prefirió aquella tierra estéril, alejada del mar y de los ríos, para levantar su casa, crear su familia y esperar la muerte lejos de la justicia que aún lo buscaba en Madrid, Las Palmas y Sevilla. El barrio de los Condes nunca conoció la prosperidad ni la elegancia, y sin embargo creció al ritmo geométrico de la estirpe del canario estafador y absolutamente plebeyo que tanto se entusiasmó con su nuevo apellido y su mujer cubana de la que tuvo dieciocho hijos a los que hizo jurar, a cada uno en su momento, que tendrían a su vez no menos de diez hijos y que incluso las hembras les pondrían a sus vástagos como primer apellido aquel Conde que los haría distintos en el barrio (Padura 2000: 101).
Como en el caso del teniente, las ilusiones de su tatarabuelo tampoco se cumplieron, porque los Conde no tienen ningún estatus especial dentro del barrio. Un elemento que prácticamente no aparece en esta primera novela es el mar, a pesar de la importancia que posee en la obra de Padura4 y que define la condición insular. Apenas en dos ocasiones se nombra el Malecón, ese espacio tan relevante de La Habana: «el muro del Malecón habanero constituye la evidencia más palpable de nuestra insularidad 2. Papa es el apelativo cariñoso con el que Ava Gardner se refería a Hemingway. 3. Se da la coincidencia de que el abuelo del teniente Alain Bec, el que le inocula el racismo, es también canario. Se trata de un hecho biográfico que Amir Valle comparte con su personaje —la procedencia, no el racismo—, pues el abuelo del escritor era originario de Moya, en Gran Canaria (Valle 2009: 46). 4. Padura ha reiterado la importancia del mar en La Habana, algo lógico en un territorio insular. De esta manera relaciona la bahía con su fundación: «La Habana no existiría si no fuera por el mar, por esa bahía protectora que apenas se abre entre las rocas y penetra la tierra como una mancha expansiva hacia los territorios donde fuera fundada, allá por 1519, la antigua villa de San Cristóbal» (Padura 2015: 25).
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geográfica y existencial: en esa larga serpiente pétrea se siente, como desde ningún otro sitio, la evidencia de que vivimos rodeados de agua, encerrados por el agua, esa condición que nadie ha definido mejor que el poeta Virgilio Piñera: “la maldita circunstancia del agua por todas partes”» (Padura 2019: 19-20). Como se descubre al final, el mar era el objetivo de Rafael Morín, que pretendía huir de Cuba. No obstante, no lo logró y su cadáver permaneció en una casa de Brisas del Mar, en La Habana Este, un municipio del área metropolitana de La Habana. Morín fue víctima de sus ambiciones y, especialmente, de su avaricia y no alcanzó el mar. El final de la novela incide en la nostalgia y en el desencanto, pues nadie logra entender por qué Rafael Morín, un hombre de posición privilegiada y que contaba con la confianza de los principales cargos políticos, sucumbió a la corrupción. Esta pregunta sin respuesta tiene su correlato real en un suceso acaecido el mismo año en el que se ambienta la novela: «El año 89 es una fecha significativa dentro de la historia cubana: se enjuicia a diecinueve altos dirigentes acusados de corrupción y se ordena el fusilamiento de cuatro de los encausados» (Perilli 2016: 55). El origen de la novela, por lo tanto, puede situarse en la realidad. Amir Valle también posee una amplia trayectoria en el género criminal. Pertenece a una generación más joven que la de Padura, pues nació en 1967 en Guantánamo, y a diferencia de este, reside en Berlín desde 2006, después de que las autoridades cubanas no le permitieran regresar a la isla (Loy 2014). Ha escrito numerosas novelas, con las que ha ganado diversos premios, entre los que podemos mencionar el premio Internacional de Novela Mario Vargas Llosa en 2007 por Las palabras y los muertos. Su saga de género criminal, titulada El descenso a los infiernos, está protagonizada por el teniente Alain Bec y el ex detective Alex Varga, que se compone, hasta el momento, de seis novelas, aunque el autor ha manifestado que hay dos todavía inéditas5.
5. La saga está compuesta por Las puertas de la noche (2001), Si Cristo te desnuda (2001), Entre el miedo y las sombras (2004), Últimas noticias del infierno (2005), Santuario de sombras (2006) y Largas noches con Flavia (2008).
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A diferencia de las obras de Padura, el tono crítico se incrementa contra algunos aspectos del sistema social cubano y algunas medidas adoptadas. En las novelas de Amir Valle, por ello, la ciudad aparece como un espacio más hostil6 y las diferencias sociales, ejemplificadas a partir de las viviendas y de las posesiones, reciben una mayor atención. No obstante, en las dos novelas analizadas la percepción de la cantidad de crímenes es similar, ya que Cuba no es un país violento ni peligroso, si bien en Las puertas de la noche se afirma que no «eran nada cotidiano los crímenes en aquel país» (Valle 2001: 19), mientras que en Pasado perfecto Mario Conde comprueba el aumento de casos delictivos y el narrador expresa la ironía de sus pensamientos: «Y aquella lista de delitos inútiles llenaba tres folios de computadora y pensó que La Habana se estaba convirtiendo en una gran ciudad» (Padura 2000: 70). De este modo, asocia el aumento de la delincuencia con el tamaño e incluso con el prestigio de una ciudad. No obstante, La Habana no aparece descrita como una ciudad especialmente hostil, como sí hemos analizado en otros modelos urbanos latinoamericanos, ya sea por la incidencia del narcotráfico o por el opresor sistema político (Rivero Grandoso 2015; 2020). Por lo tanto, no solo cambia la posibilidad de impartir justicia y la confianza en el estamento policial, sino también la violencia existente en la urbe. Como ya señalábamos, sí que hay un mayor protagonismo de la ciudad en esta primera novela de Amir Valle, sobre todo desde un punto de vista crítico. Para tener en cuenta la ciudad de La Habana hay que entender el modelo urbanístico que se desarrolló durante la Revolución: Frente al modelo capitalista centro-periferia tan acusado en la América Latina, la propuesta del nuevo plan definía un primer nivel, o estructura general de toda el área metropolitana, para dividirla en cinco grandes zonas, que debían ser completamente equipadas para lograr una adecuada relación vivienda-trabajo-recreación
6. Esta configuración de la ciudad se debe fundamentalmente a las características del género y al interés crítico de Valle, que resalta los aspectos más negativos. No obstante, el escritor, aunque criado en Santiago de Cuba, muestra su amor por la capital en La Habana. Puerta de las Américas, donde trata la historia y la grandeza de la ciudad.
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para los habitantes. El modelo, más allá del pragmatismo derivado de la reducción de distancias, remite a la búsqueda del concepto de lugar, de conciencia ciudadana forjada en un entorno concreto, y a la estructuración del área metropolitana como un sistema integrado de lugares dotados de significados y valores propios (Ponce Herrero 2007: 260).
No obstante, el crecimiento de La Habana y la migración interior fue mucho mayor de lo esperado, por lo que las previsiones fueron desbordadas. Además, uno de los principales problemas de Cuba es el precario estado de un número importante de viviendas, sobre todo en la capital. Algunos planes estatales han tratado de paliar esta situación, como sucedió en La Habana Vieja, donde se rehabilitó parte del patrimonio, algo que también ha beneficiado la llegada de turistas. La Habana Vieja es uno de los principales centros de interés, ya que conserva inmuebles de la época colonial: La parte más antigua de La Habana, «La Habana Vieja», evolucionó el primer siglo de su existencia en el interior de la bahía a la sombra de la primitiva fortaleza militar. Hay edificios de piedra como el ayuntamiento, el hospital, los edificios aduaneros, la cárcel, una carnicería y una pescadería. La mayoría de las viviendas son de madera, y fuera de este centro los libertos, esclavos e indios viven en chozas. Incluso las pequeñas iglesias todavía no están hechas de piedra (Phaf 1990: 60).
La mirada del narrador de Las puertas de la noche se centra en el deterioro de la ciudad y en las viviendas en las que habitan los individuos más vulnerables de la sociedad, que en este caso es población de raza negra. La novela comienza con el velatorio de un niño, Olier, que encontraron en el mar y del que pronto descubren que fue violado por al menos dos hombres y asesinado de un golpe en la cabeza. Alain Bec averigua que no se trata de un caso aislado, sino que otros niños también han desaparecido. La investigación lo lleva a las viviendas de los familiares de los niños, que conviven en espacios muy reducidos y en malas condiciones. Esto no hace sino aumentar el racismo del teniente, que odia a los negros, y los culpa de los crímenes. Estas pesquisas se llevan a cabo en una ciudad que se va derrumbando poco a poco:
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Es increíble que uno descubre de pronto, un día, que la ciudad se va cayendo. La vida que lo lleva y lo trae a uno de un lado a otro, como caballos con orejera que no pueden mirar otra cosa que aquello que hacen, no le deja tiempo a la gente para darse cuenta de que, además de los luminosos sitios de La Habana (Vedado, Miramar, Playa), que seguiría siendo la ciudad más linda de Cuba, los escombros comienzan a crecer en las esquinas como yerbas malas, que las paredes se cuartean y van dejando al desnudo sus ladrillos antiquísimos y sus hierros viejos y oxidados, que las calles se llenan de baches que crecen y crecen como amebas que se extienden por el asfalto y el cemento y joden las gomas de los carros y los amortiguadores y van a podrir las más flamantes carrocerías que ya vienen heridas de salitre y sol. Entre esos desastres, como para demostrarle a la gente que no todo estaba perdido, La Habana Vieja comenzaba a renacer como un ave Fénix y la restauración extendía sus brazos como un pulpo a otras zonas de la ciudad. Una ciudad llena de negros, chinos, blancos, mulatos, indios y otra vez negros y cada vez más negros (Valle 2001: 25).
El aspecto de esas viviendas contrasta con el apartamento que posee su madre en El Vedado, uno de los barrios que se salva del deterioro urbanístico. Se hacen evidentes también la diferencia racial y las consecuencias que esto tiene en la vida en La Habana. Aunque el salario de Alain Bec no es muy elevado, le permite al menos comprarle a su hijo un Atari para que juegue en casa y no tenga que sufrir los peligros que el teniente descubre, durante su investigación, que existen en su ciudad. La trama criminal se ambienta sobre todo en el centro de la capital, un aspecto que ha resaltado en entrevistas Valle: «Lo curioso de Cuba es que en el caso de La Habana la marginalidad se encuentre en el corazón de la ciudad, ahí están el mercado negro, la prostitución, las casas de las drogas, y en esa realidad vivía yo» (Loy 2014: 200). En la novela se incluyen algunos de los cambios sociales de esa década como males que afectan a la sociedad y, sobre todo, a los más vulnerables. Las víctimas de Las puertas de la noche son niños y niñas de raza negra que se dedican a la prostitución como medio de vida, para poder colmar sus ambiciones. Así lo explica un personaje femenino, que no ve futuro en los estudios, ya que el sueldo que cobraría cuando empezara a trabajar es mucho menor que el que puede recibir prostituyéndose. En este sentido, el turismo aparece muy mal parado: son principalmente los visitantes extranjeros los que pueden permitirse pagar la prostitución y los que se aprovechan de los escasos recursos que tienen
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los niños. La explotación sexual de las mujeres y niños de La Habana se realiza a través de mafias locales que ofrecen a los turistas esos cuerpos como si fuera cualquier otra mercancía. Esto tiene que ver mucho con la hipersexualización de los cuerpos cubanos, producto de la mirada exótica y colonial que permanece en los turistas que hacen uso de este tipo de servicios. De esta forma, en la isla de la Revolución se producen los peores males del capitalismo, que pone precio a los cuerpos para disfrute del hombre. Otro cambio que se produce en esta época y que también critican los personajes porque pervierte el sistema es la entrada del dólar estadounidense en Cuba, a través de una serie de medidas, como la despenalización de la tenencia de divisa extranjera. Hay que tener en cuenta que en la década de 1980, ante la crisis del bloque soviético en Europa, Cuba promovió de forma paulatina el turismo, por lo que en esa década se triplicó el número de visitantes y se consiguió «superar la consideración del turismo como fuente de problemas sociales» (Ponce, Castro y Ortega 2007: 397), todo lo contrario de lo que representa la novela de Valle, que subraya los aspectos negativos de la llegada de extranjeros. Amir Valle también es crítico con la comunicación del gobierno cubano, ya que trata la censura cuando se refiere a esos crímenes que no aparecen en la prensa para no alertar a la ciudadanía. No obstante, alaba la sanidad y el hecho de que sea gratuita. La ciudad refleja todos los problemas sociales y por ello se convierte, a diferencia de lo que se aprecia en la obra de Padura, en un lugar de pérdida: la ciudad de Valle es hostil, como la mayor parte de la novela hispánica de finales del siglo xx (Castellani 2014), y cobra en ocasiones la apariencia de un laberinto, como señala Padura para la narrativa criminal cubana: en el espacio físico de la ciudad se llega al imperio de las ruinas como laberinto posible pero nunca como refugio: la de los narradores de los noventa y principios del siglo xxi es una ciudad que repele a los personajes, los expulsa, los margina —y las razones económicas pesan tanto como las físicas y las morales—, convirtiéndose en un verdadero campo minado en el cual se sobrevive, más que se vive, por el cual se transita, más que se crea, y del cual muchas veces se huye, hacia un exilio marcado por la imposibilidad del regreso o hacia la muerte (2015: 43).
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Valle (2016: 38) considera que Padura es el precursor del cambio de la representación de la ciudad en la novela criminal cubana y de la nueva adaptación del género a la realidad insular, gracias a la tetralogía de Las cuatro estaciones. También asimila el modelo urbano del género en Cuba con el neopolicial no solo en Latinoamérica, sino también en España, con el ejemplo de Manuel Vázquez Montalbán: «en las novelas negras que pueden considerarse dentro del código “neopolicial” se evidencia la actuación (en los límites de la ficción, pero nacida en los límites de la realidad) de una ciudad sumergida, marginal no por elección sino por consecuencia, por fatalismo» (Valle 2007: 98). Amir Valle, bastante crítico con los dirigentes cubanos, emplea sus novelas para criticar las desigualdades de un sistema que defiende la equidad. Por eso las calles de La Habana e incluso el mar —donde aparece el cadáver de Olier— se vuelven indispensables en la trama, porque es en la ciudad donde se pueden constatar con mayor facilidad los problemas de Cuba, como el de la vivienda. Valle intenta retratar la vida de esos personajes que luchan por vivir mejor y no dudan en vender su cuerpo, su bien más preciado, para prosperar económicamente: «Hay una ciudad, una Habana de la destrucción, los barrios marginales, los solares y las aguas albañales; una ciudad donde la superpoblación conlleva los males de siempre; una ciudad donde se pierden valores arquitectónicos y morales; una ciudad donde crece la fauna de la marginalidad por el simple hecho de que vivir es cada vez más un acto marginal de supervivencia» (Valle 2016: 44). Como Padura, La Habana es una constante en la narrativa de Amir Valle, que publicó La Habana. Puerta de las Américas, un extenso ensayo donde escribe sobre la historia de la ciudad, sobre su importancia cultural y sobre su propia experiencia. Fruto de este interés por el espacio urbano fue también el ensayo Habana Babilonia: la cara oculta de las jineteras, un tema central en sus novelas criminales, como en Las puertas de la noche. Por Habana Babilonia Amir Valle recibió en 2007 el premio Rodolfo Walsh que concede la Semana Negra de Gijón al mejor ensayo de tema criminal. En ese ensayo Valle explica qué es una jinetera:
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En Cuba se le llama jinetera a la mujer (generalmente de edades que oscilan entre los trece y treinta años) que vende su cuerpo al turista a cambio de algún beneficio. Es una versión tropical, caribeña y cubana de la prostituta de otros países. La palabra proviene de la inventiva natural del cubano y su sentido del humor: durante las guerras de liberación contra el dominio colonial español, los independentistas cubanos (mambises) se lanzaban contra los batallones de soldados españoles en ataques de caballería para ganar la batalla a filo de machete; en la Cuba actual, las mujeres se lanzan contra los turistas (al principio España tuvo un predominio absoluto en el envío de turismo a nuestra isla) para ganarse la vida con sus antiquísimas artes del placer, tan eficaces para la victoria como el filo de cualquier machete mambí. Los mambises eran jinetes que luchaban por su libertad. Ellas hoy, dicen los bromistas en la isla, son jineteras que aspiran a la libertad que ofrece el poder del dólar. Con el paso de más de una década desde el surgimiento de este nuevo brote de prostitución a escala nacional, el término jineteros se ha llegado a utilizar para todos los que intentan obtener dividendos en la complicada trama del comercio sexual, el narcotráfico y el mercado negro (2008: 13-14).
En ese ensayo, articulado a partir de las entrevistas que el autor realizó durante años a personas de ese mundo, se muestra claramente la visión desmitificadora de La Habana y de Cuba que produce el género criminal, ya que aborda problemas sociales y se aleja de la identificación con las campañas publicitarias que pretenden fomentar el turismo: «Existe un mundo oscuro, sórdido, siniestro, asqueante y sucio en la Cuba nocturna, que se rige por sus propias leyes y que parece rezar un padrenuestro eterno a la memoria del marqués de Sade. [...] Cuba no es ese paraíso que algunos (bienintencionados o manipuladores) se empeñan en presentarnos, porque los paraísos ya no existen en este mundo lleno de miseria y podredumbre humana» (Valle 2008: 16-17). Leonardo Padura y Amir Valle son dos de los autores más importantes de la novela criminal cubana y responsables del cambio de paradigma del género. Producto de ese cambio de paradigma, que rompía con los modelos policiales de las décadas de 1970 y 1980, es la variación de la representación urbana, que cobra una mayor relevancia en lo que se ha denominado novela del desencanto o neopolicial. La aparición de la ciudad permite explicar situaciones de la realidad que quieren abordar los escritores y que pueden desarrollar un discurso sobre la sociedad en la que viven. En este sentido, incluso sobrepasan las concepciones de Phaf sobre la novela cubana posterior a 1959, pues los autores abordan los problemas ante los que se enfrentó Cuba tras
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la caída del muro de Berlín y del bloque soviético: «Solo cuando las condiciones sociales descritas en las novelas son relacionadas con los conflictos del proceso de descolonización en un país “periférico”, es posible llegar a una clara afirmación sobre la ubicación social y sobre el horizonte cultural urbano que refleja esta ubicación» (1990: 175). También debemos subrayar las diferencias de las ciudades descritas por Padura y Valle: mientras que el primero trata de representar la ciudad en la que vive a través de un personaje que habita un barrio muy similar al suyo para «desvelar un compacto sentido de pertenencia, dignidad y amor» (Padura 2015: 283), el segundo utiliza la ciudad como un espacio donde puede localizar las críticas ante las decisiones políticas ante las que se muestra contrario, por lo que su visión de La Habana es mucho más hostil, oscura y pesimista. Los crímenes cometidos en la obra de Amir Valle resultan mucho más incómodos para el lector, ya que las víctimas son las personas más desprotegidas de la sociedad: niños y niñas con problemas cognitivos de los que abusan sexualmente para conseguir dinero por ello. Además, los inmuebles deteriorados en los que se desarrolla la investigación hacen hincapié en la pobreza de algunos sectores de la población. Sin embargo, la conclusión a la que llegan los investigadores en los dos casos es bien distinta: mientras que Mario Conde es incapaz de comprender por qué un hombre como Rafael Morín, con la vida resuelta, se corrompió, y se refugia en la nostalgia, Alain Bec va perdiendo sus prejuicios racistas tras finalizar la investigación con la ayuda de Alex Varga y tras conocer a Tony, el niño negro amigo del hijo de Alain. Aunque la novela de Valle es bastante pesimista, al menos presenta una nota positiva que demuestra que el cambio de mentalidad es posible. La Habana, por lo tanto, es una ciudad donde se pueden dar sucesos violentos, pero no es una ciudad represiva en la que los habitantes sean controlados. Los habaneros, como se aprecia en estas novelas, pueden disfrutar de la vida en la ciudad a través del clima, los juegos de pelota, la gastronomía o la música.
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El vaciamiento del espacio público: la plaza sin atributos en la poesía de Patrizia Cavalli Leonardo Vilei Universidad Complutense de Madrid
Permítaseme empezar por una imagen que ha sido emblemática durante el confinamiento vivido por la emergencia sanitaria de la Covid 19. Me refiero a las tantas y célebres plazas vacías que, por metonimia, han sintetizado esa singular cuarentena, durante la cual nuestra pública ausencia ha sido inmortalizada por fotógrafos profesionales, vídeos informativos, lacónicas webcams de los así llamados «dispositivos de seguridad ciudadana» o por móviles de ocasionales transeúntes que en ellas se encontraban solos, por razones azarosas o relacionadas con una de las funciones vitales de la sociedad que se han mantenido operativas, pese al cierre general. Times Square, Place de la Concorde, Puerta del Sol, Piazza San Marco, la Plaza Roja, junto con las avenidas célebres y los monumentos más representativos del imaginario topográfico global, en los cuatro rincones del mundo, se han ofrecido al ojo indiscreto y profanador de unos pocos y a la mirada multitudinaria de muchos, a través de la pantalla. Con su monumentalidad solitaria y silenciosa, las plazas han encarnado la suspensión de las ciudades;
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en un carnaval de las costumbres, se ha dado la inversión del canon consueto: del bullicio al silencio, de lo lleno a lo vacío. Acostumbrados a ser espectadores de un carrusel internacional de plazas, en ocasiones consabidas, tal y como ocurre cada año con los festejos de Nochevieja, los ciudadanos del mundo han visto esas imágenes con efectos desoladores, metafísicos, alarmantes, conmovedores u oníricos, según la mirada de cada cual. En el desconcierto general, no habrá faltado quien, atraído por ese singular vaciamiento, haya intentado sorprender a la ausencia colectiva, en flagrante presencia, en algún lugar significativo para su vida y su memoria, sin voluntad de compartir con nadie ninguna imagen, sino por el deseo de atrapar un silencio epifánico o de alentar el sueño de un espacio virgen con nuevos atributos. Imagino, por ejemplo, a una furtiva mujer, a altas horas de la noche en plena pandemia, midiendo con regocijo el sonido de sus propios pasos por Campo de’ Fiori, la plaza romana del bullicio por antonomasia; antaño cruce popular de mercaderes y conspiradores, de artesanos y traficantes, hoy epicentro del botellón juvenil y de la orgía turística de la ciudad eterna. Esa mujer furtiva es la poeta italiana Patrizia Cavalli, autora de Aire público, una invectiva en forma de poema, que a continuación será el centro de nuestro trabajo. El poemetto, según el término italiano que designa una larga composición en versos, nos ofrece una visión de la pérdida de atributos que sufren las plazas de nuestras sociedades, debido, entre otras cosas, a nuestro turismo predatorio, al incesante mercado de los eventos, al paroxismo del ocio y a la decadencia de los poderes políticos alérgicos, o directamente hostiles, a la vocación consustancial que una plaza debiera tener: ser un espacio abierto y público. De esta manera, así como la plaza vacía ha representado a la ciudad suspendida por la pandemia, la plaza constantemente ocupada representa la incivilidad —en el sentido estricto de la falta de civitas, o sea de ciudadanía— del día anterior a la crisis sanitaria de la Covid 19. La voz poética de Cavalli, junto con algunas aportaciones teóricas y críticas a las que se hará referencia, se congregan aquí para interpelar el estado de salud de los espacios más ilustres de nuestras ciudades. Roma, una vez más, es la ciudad llamada a representar a todas las demás y la
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plaza es el espacio representativo de nuestro vivir agregados en urbes; las formas y los comportamientos que en ellas asumimos, o dejamos de asumir, nos hablan de nuestro actuar y pensar como ciudadanos.
1. La pérdida de la plaza La plaza medieval italiana y su transformación contemporánea son el objeto de estudio de Beyond the piazza (2014), una recopilación de ensayos escritos alrededor de la construcción cultural, de la percepción y representación de los espacios públicos y privados a caballo entre los siglos xx y xxi. A través de diferentes enfoques —literarios, históricos, artísticos, cinematográficos y culturales— el volumen colectivo propone una amplia variedad de aproximaciones. De este ensayo partimos para acercarnos a las plazas en su función de lugares consustanciales a las ciudades que las contienen. En tanto que desarrollo del ágora griega y del foro romano, con la presencia conjunta de elementos religiosos, comerciales y políticos —la catedral, el mercado, el palacio del gobierno— la piazza es el catalizador de las fuerzas principales de la sociedad y durante siglos ha mantenido la función de lugar central de la urbe. En la introducción a la obra, Simona Storchi (2014) subraya cómo, con la llegada de la movilidad global, la piazza modifica radicalmente su estatus, sus dinámicas y hasta su propia razón de ser. Los edificios que la delimitan y le confieren una semántica reconocible se transforman en monumentos y la actividad que la animaba un tiempo sufre un vaciamiento de sus funciones originales, para dejar paso a una macrofunción turística. Casi nada, añadimos nosotros, ocurre sin embargo de un día para otro, como a veces ingenuamente tenemos tendencia a pensar, reproduciendo quizá ciertas modas periodísticas derivadas de conceptos de exitoso cuño sociológico o filosófico —la gentrificación1 es el ejemplo más claro—. Siempre debemos desconfiar de los momentos 1. Son innumerables los estudios ligados a este concepto acuñado por la socióloga Ruth Grass en su ensayo London: Aspects of Change (1964). Para un excursus acerca del término y su difusión véase Feffer (2007).
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fundacionales: las fracturas no son otra cosa que la manifestación concreta de largos procesos. El turismo, como todo, no empezó ayer2 y algunos lugares que, a nuestros ojos, parecen hoy irremediablemente profanados por la vulgaridad de las grandes cadenas comerciales, los pisos de Airbnb o por el olor empalagoso de la comida de dudosa calidad y certera basura, han sufrido ya anteriores profanaciones y traumas. Es preciso, sin embargo, rehuir de las visiones nostálgicas, según las cuales el pasado siempre es mejor y el presente está irremediablemente corrompido. Pero también es preciso mantener alto el análisis crítico de los procesos de transformación económicos y sociales que nos atañen. Célebres plazas han sido bombardeadas, reconstruidas, transitadas por coches y autobuses, cuyo olor penetrante a nafta queda hoy en día olvidado, ennegrecidas y transformadas en aparcamientos, surcadas por infraestructuras y luego liberadas de ellas, asfaltadas y humilladas, recuperadas y nuevamente comprometidas por nuevos errores urbanísticos o conceptuales, intereses económicos o políticos. No es solo lo que ocurre en ellas lo que debería ser objeto de atención, sino la capacidad de sus ciudadanos de comprender y participar, incluso equivocándose, en las decisiones que las plasman, en las costumbres que las modifican, que las mejoran o que las echan a perder. Una plaza transitada por coches contaminantes, o convertida en aparcamiento en los años sesenta del siglo xx, por ejemplo, responde a los valores de su época y a la libertad que el automóvil representó para millones de personas. Hoy en día, sin embargo, aquellas imágenes nos parecen una barbaridad y ciertamente no faltarán en el futuro otros valores y miradas que juzgarán nuestras propias barbaridades, invisibles hoy para la mayoría. Desde luego, no faltan ya algunas miradas oblicuas que preludian la crítica futura o enfocan la criticidad ya en acto.
2. Deseo señalar un esnobismo implícito hacia el turismo global, que ya en los años sesenta del siglo xx se calificaba como turismo de masas, derivado de la época en la que viajar era exclusivo de unos pocos afortunados. Parece que el estorbo son siempre los demás, especialmente cuando son multitud, mientras que cada uno se siente, por así decirlo, en el derecho de ser el viajero auténtico frente a las hordas de los bárbaros.
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Lo que seguramente ocurre, como en efecto hemos visto en los últimos años, es que por número, necesidades y prioridades se invierten, en una ciudad, o por lo menos en algunos de sus barrios y lugares representativos, la proporción y la relación entre habitantes y turistas, siendo estos últimos potencialmente un cuarto de la humanidad3 y los primeros cada vez menos y desplazados —algunos dirían expulsados— en círculos concéntricos cada vez más lejanos. Con referencia a la teoría de Zygmunt Bauman, Simona Storchi (2014) subraya cómo ese cambio histórico confina la piazza a una función que carece de lo cívico y de lo civil, debido a la ausencia de ciudadanos, aunque mantenga las apariencias de un lugar público. En este sentido, una plaza contemporánea comparte algunas características con los lugares de interdicción (Popeanga Chelaru 2017) —cada vez más, la plaza es un lugar que se define según lo que está prohibido hacer en ella— o con aquellos cuya vocación exclusiva es el consumo, como si de un centro comercial se tratase. No habría de extrañar si en un futuro no muy lejano se llegara a pagar una entrada para visitar algunas plazas históricas4, en una definitiva cristalización monumental de ellas, decisión probablemente justificada por una necesidad recaudatoria útil a su conservación. No solo las plazas, que sin embargo representan un lugar privilegiado de observación, sino las moradas, los espacios de la política y de la socialización, los lugares de la memoria, sufren parecidos destinos y transformaciones, según unos mecanismos analizados por autores ya clásicos, como Bachelard, Augé o Habermas. Además, en relación con las teorías del filósofo Massimo Cacciari (2004) acerca de la post-metrópolis o ciudad-territorio, el fenómeno tampoco es exclusivo de las urbes tradicionales, cuya delimitación es hoy en día problemática, sino que se extiende más allá de sus tradicionales fronteras, con una consecuente pérdida de los márgenes, físicos y conceptuales, otrora inteligibles.
3. Los datos se pueden fácilmente recabar del informe anual que publica la Organización Mundial del Turismo (UNWTO). 4. Acerca del concepto de «ciudad histórica», se remite a De Pieri (2010).
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Veamos, pues, los efectos que la transformación del espacio urbano y de los flujos que lo atraviesan producen en las plazas a través del poema de Cavalli, marcado por el desasosiego airado frente a la ruina de los lugares que habían nacido para propiciar la intimidad colectiva.
2. ¿Aire público? Patrizia Cavalli se dio a conocer en 1974 con un libro de poemas cuyo título, Le mie poesie non cambieranno il mondo («Mis poemas no cambiarán el mundo»), está dialécticamente relacionado con el que Elsa Morante había escogido en 1968 para su singular obra poética, Il mondo salvato dai ragazzini («El mundo salvado por los jóvenes»). Mientras Morante filtra la influencia del pensamiento de Simone Weil, base de una piedad para con la naturaleza que enlaza con la concepción de la razón poética de María Zambrano (Martínez Garrido 2016: 193), la joven Cavalli5 responde de manera provocadora para aclarar que ella no podrá salvar nada y que su actitud, con exhibida franqueza, será militantemente inútil frente a la sociedad y el cosmos: «[...] de ninguna manera, jamás espiritual»6 (Cavalli 2006: 88-103). El suyo es un mensaje límpido y directo en la elección lingüística, tradicional 5. Fue la propia Morante quien impulsó a Cavalli a publicar su primera obra. Leemos en una entrevista a Lisa Ginzburg (en Peterle 2015: 58): «Il massimo della minaccia! Seguirono mesi di pena. Trovavo scuse per non andare a pranzo svicolavo, scappavo, sperando che col tempo la cosa venisse dimenticata. Ma ogni volta Elsa mi chiedeva: “E allora queste poesie?” “Eh, le sto ricopiando” rispondevo. Ma la verità è che non c’era quasi niente da ricopiare, perché le poesie che avevo mi sembravano inservibili: letterarie, imitative, inesistenti. Io, per me, avrei persino imbrogliato, ma pensare di imbrogliare Elsa era un’idea ridicola. [...] Mi sono messa a scrivere nuove poesie, intanto cercavo di capire quali di quelle già scritte fossero o non fossero poesie, cosa era mio e cosa non lo era, dove era il vero e dove il falso. Fu il mio primo esercizio di consapevolezza. Mi misi in ascolto, come in preghiera, sì, fu un esercizio, in un certo senso, morale. Riuscii alla fine a consegnarle un gruppetto di poesie brevi (nella brevità c’erano meno rischi, davo il minimo di informazioni). Mi chiamò dopo neanche un’ora dicendomi: “Sono felice, Patrizia, sei una poeta”». 6. «E tutto questo per farmi confessare / che io non sono in nessun modo mai spirituale».
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y áulica en el verso (Buonfiglio 2013), características que mantendrá a lo largo de los años, con una tendencia, si acaso, de refinamiento lexical y de fulminante síntesis conceptual de puntiagudo cinismo. El resultado es «[una] claridad absoluta. Pero, ya desde entonces, de una claridad enigmática. Se podrían usar términos como “simplicidad”, “cotidiano”, “diario” si no se diera el caso de que detrás de esa simple cotidianidad diarística se esconde un pensamiento filosófico; o, mejor dicho, una inequívoca filosofía»7 (Caterini y Di Consoli 2020). La filosofía poética de Cavalli es corporal, desencantada, cínica, icástica, iracunda y pasional. La materia que irremediablemente decae —tanto el cuerpo de sus amantes, como el suyo propio; la decadencia de todas las cosas: de una casa, de un jardín, de la memoria, del amor— marca su escritura, fruto de una conciencia que mira, se enfrenta, se enfada y desafía con vehemencia al tiempo. El tiempo termina ganando, como no podría ser de otro modo, abriendo grietas sin cesar hacia el fin de todas las cosas y en esa disipación, en ese enfrentamiento con la caída del ser y, a veces, con sorprendente y pacífica rendición, se ubica la poesía de Cavalli. La escritora ama por ello los cielos nubosos y protectores (Cavalli 2019), que contienen y dan la sensación de intimidad, los cielos que delimitan la perturbadora experiencia de existir en ese flujo perpetuo de disipación que es la vida. Y, por ello, ama las plazas, aquel invento urbanístico capaz de marcar la delimitación, según sus palabras, del vacío. Nuestro trabajo, en consecuencia, pone de relieve la vía poética a la experiencia dolorosa de la pérdida de atributos que nuestras plazas han sufrido por los procesos económicos, desde luego, pero sobre todo culturales, y que las han convertido no ya en «espacios públicos de comunicación» (Muñoz Carrobles 2010: 87), sino en lugares colmados hasta el paroxismo de consumo, de ajetreo y de ruidosos eventos con toda su parafernalia, espacios por lo tanto vedados al paseo despreocupado, al diálogo con los demás y al diálogo interior, a la iluminación
7. «[una] chiarezza assoluta. Ma era già allora una chiarezza enigmatica. Si potrebbero usare parole come “semplicità”, “quotidiano”, “diario” se non fosse che dietro quella semplice quotidianità diaristica si nasconde un pensiero filosofico; o, detta meglio, l’inequivocabilità di una filosofia».
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poética, a la confortable contención del recinto abierto: espacios, hoy en día, irremediablemente faltos de aire. Poeta del dolor y de la ausencia en sus entrañas, Cavalli lanza con su poemetto una invectiva contra la actual ausencia de aire que viene a corroer algunos de los pocos rincones que el ser humano había sabido construir en defensa de sí mismo, contra la trágica destrucción de todas las cosas: la plaza en tanto que lugar de pública libertad. El aire es de todos, ¿no es de todos el aire?8 Esto es una plaza, espacio de ciudad. Público espacio o sea público aire y si es de todos no puede ser ocupado porque si no sería aire privado. Mas si una plaza junto con su aire es de forma irrevocable llenada por terrazas y lucrosas actividades, esa ya no es una plaza y su aire no es que mercantil aire privado. (Ya no hay Pantheon y ya no hay Navona Campo de’ Fiori es Cuba de Batista) (25)
Pese a su lenguaje, que transparenta a menudo la soberbia de la inteligencia junto con la desesperación de la experiencia, y de la experiencia de su propia altiva e inútil rebelión con la existencia —la mejor poesía, como siempre, no resuelve los conflictos, sino que a ellos se enfrenta— es conveniente aclarar de inmediato que no estamos aquí ante la figura del poeta traumatizado por la pérdida de un privilegio meramente solitario. Merecedores del sosiego del honrado vacío son todos aquellos que en Roma viven y que en ella transitan y los forasteros no son en absoluto el nuevo mal social, como cierta retórica anti turística de los últimos años ha apresuradamente declarado. El infierno no son los otros, sino nosotros mismos, dirá más adelante la poeta. Veamos, pues, qué es, según sus palabras, aquel lugar extraño llamado plaza:
8. De aquí en adelante los versos de la poeta se presentan traducidos por quien escribe. Las indicaciones de páginas hacen referencia al texto en italiano contenido en Cavalli (2006).
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¿Qué es una plaza, qué es la dulce holgura que recogía los sentidos de cualquiera viviera en Roma o fuera a visitarla? Es un vacío construido en honor del vacío en el artificio urbano de su límite. Cuando se llena es para vaciarse porque es precisamente el vacío que la compone, no fuera hueca de hecho no podría recibir a los que pasan y que se van (25).
Frente a un mundo que ha convertido el término belleza en marketing turístico, que ha ceñido a otros fines los conceptos de casco antiguo y de ciudad histórica, en tanto que señales de atracción para el consumo, que ensalza la experiencia gastronómica —de súbita evacuación y reiteración— en la cumbre de los sentidos, Cavalli abre una brecha lexical y conceptual a nuestro voraz desenfreno y sorprende a los lectores con una paradoja conceptual: una plaza debería producir «[...] la paz del límite»9 (Cavalli 2019: 131). A la par que las nubes, elementos protectores de la naturaleza que matizan el infinito desasosiego producido por la propia naturaleza, la plaza, en tanto que contorno, delimitación y límite, enmarca el vacío sin posibilidad de enmendarlo, con el sosiego de incluirlo en una esfera física y mental gnoseológicamente tolerable y pacífica. El espacio creado por ese límite se configura como aquel que permite una experiencia privilegiada, que desde luego «no salvará al mundo» —porque el mundo no se puede salvar— pero que ayuda a contener la angustia, a levantar el espíritu y a ahuyentar al poder omnipresente que todo lo llena: Un vacío generoso de poder, una salud certera del espíritu, un bien de ciudad hecho interior. Pobres aquellos que van faltos de plazas (25-26).
El horror vacui, destino estético y existencial de una sociedad bulímica, es al contrario el gran enemigo de la experiencia interior, de la salud y del bien que producen el vacío delimitado de una plaza, lugar 9. «la pace del limite».
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que para la escritora italiana debería proporcionar consuelo y dejar fluir el impulso poético. Su ira funesta se dirige por ello contra los delegados de la orgía, los promotores, impulsores y colaboracionistas del afán por impedir a toda costa cualquier atisbo de reflexión o intuición, procesos mentales más proclives a darse en los espacios de libre deambulación: [...] Los delegados en preservar el bien de todos, ciudadanos y forasteros, evitan el vacío como la peste negra para ellos el vacío es vacío de poder. No hay plazuela glorieta o acera calle o travesía que, secuestrada, no se transforme en jaula. Para llenar. Lo que la llena, no importa: Ruido malos olores conciertos promociones los cinco mil eventos culturales ferias-mercado libros quioscos inciensos cuerpos sentados o erguidos en la mezcla, importa que todo esté lleno, dura fiesta (26).
La fiesta perpetua es la imagen que Cavalli opone a la intuición del intelecto, situándose de esta manera en una tradición filosófica que interpreta el tiempo festivo en oposición al tiempo ordinario; por esta razón, el tiempo delimitado y especial de la fiesta debería permitir la entrada de lo sagrado en el continuum de la vida. Así como existen en el espacio aquellos lugares, artificiales o naturales, que reúnen los caracteres de lo sagrado —de lo separado, delimitado, en primer lugar— del mismo modo existen instantes, momentos en el tiempo que, gracias a una específica limitación, asumen la misma separadora sacralidad. Pese a ser una confesa anti espiritual, Cavalli manifiesta un deseo de gracia, de pausa para el ser que podríamos calificar de laica experiencia religiosa y que coincide con la poesía misma. La delimitación que la plaza representa y honra, cívica y sagradamente, el vacío, y con ello la vida, cobra en su poema una función espacial y temporal a la vez; por ello su profanación, a través de la fiesta perpetua, es doble, porque impide la suspensión del tiempo y del espacio: un tiempo y un espacio siempre llenos ocupan el vacío sagrado de la plaza, su atributo principal.
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Faltas de este atributo fundamental, las plazas se convierten en el emblema de una neutralidad indiferenciada e indiferente, ancladas así a una repetida y no interrumpible, cotidiana, bulímica y obscena actividad. La repetición infernal del mecanismo festivo, junto con la reacción espasmódica frente al horror vacui —espacial y temporal— aplasta la cotidianidad en la indiferencia de la percepción, en una contemporaneidad sin ayer o mañana y sobre todo sin el hic et nunc, aquella ocasión del ser que se detiene en la contemplación e intuición de sí mismo. Solo si se pueden ocasionalmente detener, aunque sea por un instante fugaz, el tiempo y el espacio nos pertenecen, nos dice Cavalli, y esta posibilidad fundamental de la experiencia tenía perfectamente cabida en el lugar colectivo y compartido que era la plaza. Pero, en el espacio ocupado y ya no público, la vida se mide por «[...] cuánta cerveza/se han tragado en una noche» (26) y la plaza se convierte en «[...] una privada terraza/o lóbrego infinito carnaval» (27). La ocupación permanente de los lugares públicos determina la interdicción de una función especial de la conciencia, aquella que es producida por el deambular sin rumbo, durante el cual la mente recopila informaciones sin saberlo, divaga distraída y atenta, almacena sensaciones estéticas, reanuda recuerdos e interpela imágenes sin quererlo. Funciones todas ellas que podríamos reconducir a una anamnesis10 poética, un progresivo interrogarse sin delimitaciones que antecede el emerger del diagnóstico y de la cura, que en nuestro caso es la emergencia de la poesía. Las plazas en Roma otorgaban en este sentido una experiencia próxima a la perfección, debido a su belleza, y, para colmo, estaban perezosamente disponibles para todos, sin distinción: La feliz hermosura negligente está contigo quieta sin ruido, la has visto, la conoces, ni la miras. Este era el lujo de pasear por Roma. (27)
Distraída por el ruido, atenta a no golpearse con la chatarra acumulada por la continua programación de los eventos, empeñada en
10. El término, de derivación médica, lo tomamos prestado de la propia Cavalli.
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esquivar «mierdas [...] meados o cacahuetes», la poeta pronuncia, rendida, la imposibilidad de deambular sin rumbo y abdica de la apercepción, propiciadora de una conciencia en salud: «renuncio a la anamnesis»11 (Cavalli 2019: 99).
3. Conclusiones Hemos empezado por una paradoja de la imaginación: una mujer furtiva deambulando secretamente por la plaza de Campo de’ Fiori, excepcionalmente vacía por un trágico estado de emergencia. En esa circunstancia imaginada, ligada a una enfermedad colectiva, se ha ido revelando otra enfermedad previa, asumida, sin embargo, como normal y por ello invisible, la de la ausencia del límite que impide el libre fluir de la conciencia junto a los otros. La pérdida del espacio público determina la circunstancia del yo prisionero, al que aparentemente todo le es permitido, mientras se quede en una condición de eterno espectador, consumidor o usuario, en una monstruosa corrupción del estatus de ciudadanía. Escribe Cavalli (2019: 65-66), en el tiempo verbal de los sueños: «Iba por las calles de Roma con paso audaz hacia una meta inexistente (y Roma es seguramente la ciudad más apta para ese tipo de paseo, es una ciudad en la que casi nadie tiene de veras una meta y por ello podía pasar desapercibida y estar sola junto con los otros)»12. La soledad junto a los otros, concepto otrora renegado por la crítica de la modernidad, es para la poeta una confortable y perdida cualidad del espacio urbano, un matiz de la ciudadanía que se puede ejercer en libertad y, sobre todo, con intimidad colectiva. Acerca del mismo concepto, el filósofo Massimo Cacciari (2004, 2011) introduce algunas sugerentes reflexiones que explican los procesos de deterioro de
11. «rinuncio all’anamnesi». 12. «Camminavo per le strade di Roma con il passo ardito verso una meta inesistente (e Roma è certo la città più adatta per questo genere di passeggiate, è una città dove quasi nessuno ha davvero una meta, e dunque potevo passare inosservata e stare sola pure insieme agli altri)».
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nuestras ciudades en crisis y la consecuente pérdida de identidad de nuestras sociedades prisioneras. Lo que se ha perdido, en su opinión, es la doble naturaleza del espacio público en la ciudad amable, lugar en el que era posible desarrollar un intimismo individual y un intimismo público y colectivo. La pérdida de esa dimensión es, también para el filósofo, consecuencia de la ausencia del límite y en primer lugar del de la delimitación de la propia urbe, que se expande de manera informe, produciendo en el territorio una urbanización infinita e indistinta. El espacio post-metropolitano de la urbe infinita provoca la indistinción del territorio y, diríamos con Cavalli, excluye la sacralidad del vacío. La ciudad post-metropolitana —infinita, indistinta, homogénea, predatoria, sin planificación, presa de la especulación cortoplacista— termina perdiendo la memoria de sí misma y produce el desconcierto en el ciudadano, en tanto que persona y miembro de una colectividad. El movimiento telúrico rebrota hasta el corazón de la urbe, sacudiendo sus plazas y expulsando lo sagrado, en una pérdida de sentido que algunos perciben con instrumentos sociológicos, antropológicos o urbanísticos, y otros con instrumentos poéticos. Articulado como un refinado razonamiento político y sintético, como solo un poema puede ser, a la manera, además, icástica de Cavalli, Aire público representa perfectamente la crisis de la pérdida de la intimidad en los lugares públicos, como consecuencia de la pérdida de las funciones espaciales. La crisis de la plaza y su ocupación perpetua impiden la necesaria, aunque ocasional por su naturaleza, suspensión del tiempo. Frente al desasosiego del espacio exterior, no queda otra cosa que la introspección doméstica: Dulcísimo es quedarse y mirar en la inmovilidad soberana la belleza de una pared donde el cable de la luz y de la lámpara existen desde siempre garantizando así su propia permanencia13 (Cavalli 1992: 54).
13. «Dolcissimo è rimanere / e guardare nella immobilità / sovrana la bellezza di una parete / dove il filo della luce e la lampada / esistono da sempre / a garantire la loro permanenza».
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Quedarse inmóvil viene a ser así una forma de resistencia, porque «La inmovilidad es antagonista del tiempo. El tiempo nos roba el cuerpo y la memoria. El tiempo nos conduce a la muerte»14 (Cavalli 2019: 97).
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14. «L’immobilità è l’antagonista del tempo. Il tempo ci deruba del corpo e della memoria. Il tempo ci conduce alla morte».
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Popeanga Chelaru, Eugenia (2017): «La ciudad disuelta: algunas representaciones literarias», en Pilar Andrade Boué, Rodrigo Guijarro Lasheras, Marta Iturmendi Coppel (eds.), La ciudad como espacio plural en la literatura: convivencia y hostilidad. Bern: Peter Lang, pp. 268-282. Storchi, Simona (ed) (2014): Beyond the Piazza: Public and Private Spaces in Modern Italian Culture. Bern: Peter Lang.
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Notas sobre los autores
Pilar Andrade Boué es doctora en Filología Francesa y profesora titular en el Departamento de Filología Francesa de la Universidad Complutense de Madrid. Ha publicado libros y artículos sobre diversos autores franceses de los siglos xix, xx y xxi. Su investigación actual se centra en la ecocrítica: teoría, análisis de textos, temáticas ecológicas y ecologistas, literatura de la catástrofe y post-apocalíptica. Pueden consultarse sus últimas publicaciones en: https://www.ucm. es/pilarandradeboue/. Inés Carvajal Argüelles es graduada en Filología Hispánica y máster en Estudios Literarios por la Universidad Complutense de Madrid. En la actualidad es doctoranda del programa de Estudios Literarios en la misma universidad, donde realiza una tesis sobre la ciudad de Bucarest en la literatura del periodo de entreguerras. Alba Diz Villanueva es doctora en Estudios Literarios por la Universidad Complutense de Madrid. Actualmente es profesora en la Universidad Alfonso X y colaboradora honorífica en el Departamento de Estudios Románicos, Franceses, Italianos y Traducción e Interpretación, en la Universidad Complutense de Madrid. Su investigación se desarrolla en el ámbito de la crítica literaria, de la literatura hispanoamericana y de las literaturas románicas comparadas, así como en las relaciones entre literatura y espacio urbano. Ha estudiado la obra de Mircea Cărtărescu y es autora del libro Bucarest en la narrativa de
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Mircea Cărtărescu: lecturas de una ciudad. Ha publicado artículos en revistas científicas y capítulos en monografías. Miguel Etayo Gordejuela es licenciado en Geografía e Historia y doctor en Filología Románica por la Universidad Complutense de Madrid, con la tesis con Premio Extraordinario: La ciudad moderna y sus espacios en la ópera. Es profesor de instituto y miembro del Grupo GILAVE. Es autor de los libros Hasta el infinito y más allá. Arte y Ciencia ante la representación del espacio (2011, con Fernando Etayo) y Arte y Cristianismo (2001, con Miguel Ángel Torres); de capítulos de libros colectivos como Un viaje literario por las islas (2019), Voces y escrituras de la ciudad de Nápoles (2015), Reflejos de la ciudad. Representaciones literarias del imaginario urbano (2014) y Ciudad en obras. Metáforas de lo urbano en la literatura y en las artes (2010); y de traducciones de libros de escritos de artistas sobre arte (Rodin, Delacroix, Rilke, Camille Claudel, Malévich y Giacometti); así como de numerosos artículos. Barbara Fraticelli es doctora en Filología Románica y profesora titular de Filología Gallega y Portuguesa de la Universidad Complutense de Madrid. Su investigación se centra en las literaturas románicas comparadas, la literatura de viajes, las literaturas africanas lusófonas, la imagen de la ciudad en la literatura y las artes, y la escritura femenina. Es autora de artículos científicos y de libros como Un viaje literario por el mundo románico: de Lisboa a Bucarest (Bucarest, 2010) y Paradigmi urbani. Forme e scritture della città contemporanea (Florencia, 2015). Rodrigo Guijarro Lasheras es doctor en Estudios Literarios por la Universidad Complutense de Madrid e investigador postdoctoral Juan de la Cierva en la Universidad de Oviedo. Es autor de dos libros y sus trabajos han sido publicados en revistas y editoriales de reconocido prestigio en España, Inglaterra, Francia, Alemania, Italia, Estados Unidos y Chile. Ha sido investigador visitante en la Universidad de California, Berkeley (2017) y la Universidad de Cambridge (2018). Además, es traductor habitual de libros relacionados con sus intereses para editoriales como Cátedra o Tecnos. Como músico, ha sido miembro de la Gustav Mahler Jugendorchester durante cinco años, de la
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Notas sobre los autores
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European Youth Orchestra y academista de la Orquesta Nacional de España, así como colaborador en diversas orquestas (OSPA, OSCYL, OSM, OST), ofreciendo conciertos en una veintena de países y en los principales auditorios europeos. Elisa Martínez Garrido es profesora titular del área de Filología Italiana, del Departamento de Estudios Románicos, Franceses, Italianos y Traducción e Interpretación. Es la directora de Cuadernos de Filología Italiana, Sección literaria. Ha publicado numerosos artículos y monografías sobre escritoras italianas contemporáneas y sobre autores del Novecento, entre los que sobresalen sus trabajos dedicados a Elsa Morante. Carmen Mejía Ruiz es profesora titular y catedrática acreditada de Filología Gallega y Portuguesa de la Facultad de Filología de la Universidad Complutense de Madrid. Sus líneas de investigación versan sobre las literaturas peninsulares comparadas, fundamentalmente la literatura gallega; la literatura de viajes y la literatura desde la perspectiva de género. Además, los estudios sobre las obras de las exiliadas republicanas españolas y los espacios sociales, culturales, literarios y artísticos de la ciudad desde la perspectiva de género conforman sus más recientes investigaciones. Ha dirigido diferentes ensayos como: Dos Vidas y un exilio. Ramón de Valenzuela y Mª V. Villaverde. Estudio y Antología (2011) y coordinado junto a E. Popeanga varios volúmenes como: Buenos Aires: escrituras y metáforas de la ciudad. Madrid: Iberoamericana (2020). Es autora de libros como Transculturalidad e hibridismo en las literaturas ibéricas (2016). Por otro lado, ha colaborado, entre otros, en el libro colectivo sobre El teatro gallego y el exilio republicano 1939. Biblioteca del Exilio (dir. M. Aznar) (2015). Elios Mendieta Rodríguez es doctorando del programa de Estudios Literarios en la Universidad Complutense de Madrid, donde realiza una tesis sobre el cine de Paolo Sorrentino, su identidad artística y la relación con otras artes. Además, es licenciado en Periodismo por la Universidad de Málaga. Entre sus principales líneas de investigación se encuentran las relaciones entre palabra e imagen en la obra de diversos
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creadores contemporáneos, la historia del cine o la importancia de la memoria en el cine o la literatura. Ha publicado diferentes artículos en revistas indexadas y capítulos del libro sobre autores como Paolo Sorrentino, Jorge Semprún, Nanni Moretti, Edgar Neville, Michelangelo Antonioni o Claude Lanzmann, entre otros. Diego Muñoz Carrobles es licenciado y doctor en Filología Románica por la Universidad Complutense de Madrid. Ha impartido docencia en diferentes centros universitarios privados y públicos. En la actualidad es profesor del área de francés del departamento de Filología Moderna de la Universidad de Alcalá. Asimismo, es miembro del grupo de investigación ELITE de la UAM, sobre literaturas transnacionales en Europa y colabora con el grupo GILAVE, del que ha sido miembro y en cuyos proyectos de investigación y publicaciones ha participado (Ciudad en obras, Ciudades-mito, La ciudad hostil, etc.), bajo la dirección de la Dra. Eugenia Popeanga. Sus líneas de investigación principales giran alrededor de los estudios culturales y lingüísticos, especialmente sobre la interacción de inmigración, interculturalidad y espacio urbano y su expresión en la lengua y en la literatura, así como sobre la enseñanza de lenguas extranjeras y sus culturas. Rocío Peñalta Catalán es doctora en Estudios Interculturales y Literarios por la Universidad Complutense de Madrid. Participa en grupos y proyectos de investigación de la Universidad Complutense de Madrid, la Universidad de Málaga, la Universidad de La Laguna y la UNAM. Sus líneas de investigación son los relatos de viaje, la representación del espacio urbano en la literatura y los estudios sobre novela policiaca. Recibió el Premio Málaga de Investigación 2018 en la rama de Humanidades por un trabajo sobre la narrativa de Pablo Aranda. Eugenia Popeanga Chelaru es catedrática de Filología Románica de la Universidad Complutense de Madrid. Sus líneas de investigación son la literatura de viajes, las literaturas románicas comparadas y los estudios sobre literatura y espacio urbano. Es autora de libros como Viaje de vuelta. Estudios de literatura rumana o Viajeros medievales y sus relatos (2005). Ha coordinado múltiples volúmenes
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Notas sobre los autores
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colectivos como Un viaje literario por las islas (2019), La ciudad hostil: imágenes en la literatura (2015), Ciudades mito. Modelos urbanos culturales en la literatura de viajes y en la ficción (2011). Juan M. Ribera Llopis es doctor en Filología Románica (UCM, 1985), profesor titular de Filología Catalana (UCM, 1986-2019) y académico correspondiente de la Reial Acadèmia de Bones Lletres de Barcelona (d. 2020). En la actualidad es profesor honorífico de la Facultad de Filología de la Universidad Complutense de Madrid. Sus líneas de investigación son la narrativa catalana contemporánea, las literaturas peninsulares comparadas, la narrativa románica breve medieval y la literatura de viajes. Acorde con tales áreas de trabajo, es autor de libros como Literaturas catalana, gallega y vasca (1982), Narrativa breu catalana. Segles XIV-XV (1990) y Projecció i recepció hispanes de Caterina Albert i Paradís, Víctor Català, i de la seva obra (2007), ha editado textos como Fanny de Carles Soldevila (2002) y la traducción castellana del anónimo Història de Jacob Xalabín (2016) y ha coeditado el volumen Lisboa, finis terrae entre dos horizontes (2012). Javier Rivero Grandoso es profesor ayudante doctor del área de Literatura Española del Departamento de Filología Española de la Universidad de La Laguna. Es licenciado en Filología Hispánica por la Universidad de La Laguna y Máster en Estudios Literarios y doctor en Estudios Literarios por la Universidad Complutense de Madrid, con una tesis sobre la representación del espacio urbano en la novela criminal de las literaturas de España. Es el investigador principal del proyecto «Representaciones de Canarias en la literatura y las artes» de la Universidad de La Laguna, con financiación del Ministerio de Ciencia, Innovación y Universidades. En 2018 publicó una edición de Un verano en Tenerife, de Dulce María Loynaz, en la Colección Atlántica del Gobierno de Canarias. Es el director del Seminario Internacional Tenerife Noir de Investigación en el Género Negro que se celebra cada año en la Universidad de La Laguna.
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La ciudad sin atributos: la no ciudad
Leonardo Vilei es profesor ayudante doctor en la Universidad Complutense de Madrid. Sus líneas de investigación abarcan la literatura italiana moderna y contemporánea, los estudios sobre literatura y espacio urbano, la traducción y la poesía. Es autor de varios artículos dedicados a estos temas, traductor y editor de La muchacha Carla de Elio Pagliarani (2017).
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