La casa partida
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La casa partida

La casa partida Karina De Blasis

De Blasis, Karina Alejandra La casa partida / Karina Alejandra De Blasis. - 1a ed . - La Plata : Malisia, 2018. 84 p. ; 20 x 14 cm. ISBN 978-987-3972-76-8 1. Narrativa Argentina Contemporánea. 2. Novela. I. Título. CDD A863 Título La casa partida Autora Karina De Blasis

[email protected] Diagonal 78 #506 | La Plata Fotografía de tapa Marcelo Guillorme Dirección de arte y diseño Agustina Magallanes Editor Francisco Magallanes

Primera Edición agosto 2018 Impreso en Argentina / Printed in Argentina

A mi abuela

“No vaya a ser que sea verdad el que nunca se sabe, Que nunca se puede saber del todo, nunca, todo el mundo lo dice”. Marguerite Duras

Frasco 1

1934

No recuerda bien cómo pasó, tal vez, era su imaginación, torpe y difusa, que en la telaraña de la noche lo vio acercarse, primero a galope veloz y luego, cubierto con una capa de metal, más despacio, lentamente, zigzagueando, queriendo acariciar el otro carril. El hermano no sabía de carriles ni de paralelas, tampoco Jesús, pero lo que sí sabía él, era que cada vez que su padre y su hermano se cruzaban, un estremecimiento, partía la casa. Tal vez, inconscientemente, había esperado temeroso lo que pasó, por eso abrió la puerta sin golpear. Días antes se había encontrado con el hermano en los viñedos de su padre. Escuchó parte de esa conversación: ¡Estás muerto para mí y tu madre! Después lo cruzó a su padre en el pasillo de la bodega que tras una palmada en la espalda gritó: ¡Jesús! ¡Aprendé de tu hermano! Lo entendió una vez que entró temblando y vio los cadáveres tirados en el piso de tierra. El hermano estaba con la boca abierta como si hubiera gritado antes del disparo. Su mujer con las manos sobre su vientre.

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Respiró el sufrimiento que estaba desparramado en el piso y se tiró sobre él para cobijarlo. Bebió la sangre de su hermano y escarbó el cuerpo como un perro hambriento y lloró. Lloró el dolor. Lloró la culpa. Lloró el hartazgo. Lloró el amor. Lloró, hasta quedarse vacío.

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Frasco 2

2000

El olor a pasto seco mezclado con Legui refresca la memoria de Rosa, quien recuerda el momento del baile, cuando conoció a Jesús. Cuando él la miró y después se acercó, cuando él se paró a su lado y ella agachó la cabeza, cuando Jesús no dejaba de mirar su vestido. Cuando Rosa culpaba al vestido de llamar la atención, cuando no podía sostener la mirada porque le daba vergüenza, cuando escuchó la voz de Jesús. Cuando ella le contestó: –Mande –mientras Jesús con la palma de la mano abierta le ofrecía su primer baile. Rosa con los ojos cerrados, tímida, alzó los brazos y los recostó sobre los hombros de Jesús, levantó la cabeza y sonrió. Sonrió porque antes de levantar la cabeza vio, por primera vez, el vello que salía de la camisa de Jesús, asomando entre los botones. No se atrevió a delatar lo que veía, ni a mirarlo a la cara y ver el labio inferior. Los dientes y después más allá, más arriba, el bigote negro y mojado que se movía y sonreía al lado de la boca.

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Ahora Rosa abre los ojos y se da cuenta de que es de noche, de que el conventillo quedó a oscuras, de que no titilan las luces del baile. De que no deja de sonar en su cabeza la melodía con la cual lo conoció, de que siempre estará acompañada por ella. De que Jesús le había dicho, con la mano transpirada, que no quería soltarla hasta que amaneciera. De que ella temblando tartamudeó algunas palabras, de que aun escuchaba “La cumparsita” y de que la noche recién empezaba. El vestido rojo le había dado suerte. Eso le había dicho la costurera, Doña Trini. Que se animara con el color, que no le hiciera caso a su patrona, que ella era joven y bella. Ahora Rosa sigue sonriendo como aquella tarde cuando se preparaba para el baile sin saber que ese día conocería a Jesús Eleazar, su futuro marido, el padre de sus hijos. Ahora Rosa no sonríe. Jesús murió hace muchos años. Ahora Rosa no sonríe porque él murió. Porque tal vez vivir es una cuestión de suerte y él no la había tenido.

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Frasco 3

1940

Hombres encorvados marchaban despacio con los bolsos vacíos o con sobras de comida y los zapatos cubiertos de petróleo y grasa. El largo zaguán que conducía a la salida era la pausada peregrinación por la cual avanzaban día tras día los obreros, después de doce horas de trabajo. Jesús caminaba con una sonrisa imponente. Parecía ir unido a ellos solamente por su ropa, que se diferenciaba de la del resto porque llevaba cosidos todos los botones y aún quedaban restos del planchado. Su nariz ganchuda resaltaba en su rostro indio: su limpieza daba una impresión exagerada en los galpones del puerto. Un olor áspero y picante subía desde el río y se recostaba sobre la ciudad. A las dieciocho y treinta en punto los galpones se cerraban. —¡Espéreme compadre! –gritó El Turco. Jesús dio vuelta sobre sus pies y esperó al Turco que jadeante, sin poder fijar la vista, miraba alrededor. —¿Qué pasó con el Cholo? Nadie lo sabía. Creían que estaría jugando al billar en cualquier parte de la ciudad. 15

—Mañana vendrá. —Ya van tres días –dijo el Turco haciendo la mueca con los dedos. Si no viene mañana le van a dar el raje. —Hoy lo vemos en el bar. —No sé... me preocupa. —Vamos, no se preocupe usted por él, que sabe cuidarse mejor que nadie. —Por la plata, digo. —¿Qué plata? —La que le ando reclamando… para el cumpleaños del Torito… —Esta última frase la dijo para sí mismo. Jesús mentía. Los gritos de dolor de Elvira lo habían despertado en la madrugada. —Será mejor que esperemos hasta mañana. Jesús dio la vuelta en la esquina de América y el empedrado lo hizo tambalear por un momento. Saludó y se dejó llevar hacia su casa. Mientras caminaba se dio cuenta de que llevaba consigo, algo más que el recuerdo de una foto enmarcada de San Juan. Aunque se había mudado a Ensenada por pura convicción, por momentos anhelaba las paredes de adoquín, el olor de la parra, el trabajo con su hermano en los viñedos de su padre. No era el cambio de paisaje lo que hacía paralizar sus estados de ánimo, era su cambio de actitud, esa dureza fingida que representaba cuando entraba al conventillo y se mareaba con el colorido de las chapas. En su dormitorio las tres

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camas que compraron en un remate apenas llegaron. Se sentó y se quitó las botas. Una frazada hacía de cubrecamas. En un rincón estaba la cuna hecha con un cajón de verdura. En una pared la foto del General montado en un caballo blanco y sobre una repisa improvisada, la estampita de Santa Rita y San Cayetano. A la luz de la lamparita de 60 parecía la sala de un hospital. Se había desabrochado la camisa y se subió las mangas. Nuevamente volvió a abrocharse. No podía salir al pasillo con el torso semidesnudo y caminar la media cuadra hasta llegar al baño. No quería encontrarse con su hermana ni con el Cholo. No podía pensar con claridad. Los noes. La impotencia. La parálisis. Intentó sujetar sus emociones que pulsaban por salir. Solito ladró y lo trajo a la realidad. Se topó con la ropa limpia, la toalla, el jabón y el talco. En ese instante supo que tendría que disimular su estado de ánimo para no preocupar a Rosa. Ella lo merecía. Agarró las cosas de la silla y sin darle vueltas al asunto caminó por el pasillo.

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Frasco 4

1948

El conventillo descansaba. Faltaba poco para el amanecer. Elvira quiso incorporarse pero un tirón en la espalda repercutió en sus riñones. Contó hasta seis y volvió a intentarlo. Esta vez, un calambre centrado en sus pies y breves espasmos golpearon su abdomen. Cerró los ojos y se acordó de los golpes y las caricias. Cada mañana era una eterna lucha por desaprender lo aprehendido. Se sabía acostumbrada a morir día a día de a poquito. Sabía que no era lo que había soñado cuando en un arrebato de liberación había abandonado todo, incluso a su hijo, por el Cholo. Contempló lo que quedaba del hombre que había amado y se levantó. Sintió que dejaba todo el peso de la vida en esa cama. Se lavó la cara en la palangana y el agua se tornó rosada. Evitó el espejo. Se secó la cara con ambas manos y unas gotitas de sangre quedaron en la toalla. El tajo en la nariz ardía un poco. Un descuido la hizo gemir y apareció el dolor en el labio superior, verde, hinchado.

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Abrió la puerta y puso la cortina de chapitas. El viento las movió y se sintió por un momento, una bailarina de charleston. Rio. Su risa contagió a las cortinas, al mantel y a las botellas vacías de vino que caían al compás de la música y despertaban el cuerpo de Elvira. Se miró las manos vacías y se detuvo en la marca del anular. Se detuvo en el recuerdo de aquel día que escapó con el Cholo y como un símbolo había tirado el anillo desde el tren. Se detuvo en un recuerdo olvidado, porque estaba convencida de que lo vivido podía olvidarse y solo se transformaba en recuerdo aquello que deseábamos. Tal vez por eso, ella se detenía en la marca de su dedo anular. No entendía por qué tenía esos recuerdos. Lloró para adentro. Las entrañas se llenaron de tristeza. Buscó en esa otra cara del recuerdo a Elvira. Volvió otra vez a la escena del tren. El anillo. La ventanilla. La cara. La cara. La cara. ¡Quiero verte la cara! ¡Elvira! ¡Mirame! Gritó Elvira dieciséis años después, mientras intentaba arrancar la marca blanca del anillo que aún ocupaba el lugar que ella ya había perdido.

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Frasco 5

1949

Hacía años que Rosa no escribía una carta. Sentada ante la mesa de la cocina mordía el lápiz. Eso la tranquilizaba un poco mientras intentaba atrapar las palabras. Escribió, Querida doña Gregoria. No. Iba dirigida a los dos. ¿Tendría que nombrarlos? El lápiz se hizo pesado, un hormigueo le recorrió el brazo pero no se rindió: —¡Nora, venga para acá! ¡Nora! ... ¡No me escucha! —repitió. La niña caminó con pasos cortos por el pasillo cantando: El verdugo Sancho Panza, za, za Ha matado a su mujer, jer, jer Porque no tenía dinero, ero, ero Para irse, para irse al cuartel, tel, tel. La cara de ella se asomó a través de las cortinas. Permaneció callada en el umbral de la puerta observando a su madre pero no se movió. Ante esa mirada extraña, que la convertía en alguien poco confiable,

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la madre se aterrorizó. Tenía sólo nueve años y a esa edad no se tiene maldad, son ángeles de Dios, repetía Rosa. La vida no la había maltratado aún: su aire maligno por lo tanto era falso. —Mande. —Venga, siéntese y escriba lo que le digo. —¿Por qué? La madre se movió en la silla, tenía la certeza de que Nora podía ayudarla. Rosa solo tenía el tercer grado y siempre le habían dicho los padres de crianza que era una burra. Era el sentido común el que decía “Usted siéntese y escriba” o “No pregunte”. —Para que no se olvide de lo que tiene que comprar en el almacén —mintió Rosa. Se dice que los padres y los hijos están unidos por un hilo de amor, compasión y respeto, en este caso Rosa solo sentía miedo y desconfianza—. Vamos, apúrese que dentro de un rato viene su padre. —No le creo mamá. Usted me llamó para otra cosa. —Sí, mi hija... la había llamado para que me ayude a escribir una carta. Pero ya no hace falta. —¿Por qué? —Lo dijo casi de manera irónica. Pero Rosa solo comprendía el miedo al rechazo y el temor a la burla. —Tengo que hablar primero con su padre. —¿Usted confía en mí? – preguntó la niña —No.

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—¿Yo puedo confiar en Usted? –dijo la niña con suavidad planchando con sus manos el papel. Rosa no contestó, mientras que se preguntaba: ¿por qué mi niña me trata así? y se le hacía un nudo en la garganta. “Déjela que es solo una niña”, decía siempre Jesús. Y ella recordaba las tardes, en las que veía a su hija hamacarse en el sillón de mimbre, mientras intentaba acariciar la sombra de la niña en el piso.

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Frasco 6

1949

Jesús salió a buscar a su hija. Caminó por el pasillo de chapas amarillas, celestes y violetas. Se detuvo ante una soga deshilachada. El mandato de su padre, “usted no se meta” se interponía ante él y su hermana, pero eso no lo detuvo. Le dijo buenos días al Cholo que empinaba una botella sentado contra la sombra. Él no respondió, alzó la vista y lo miró. Como si no fuera Jesús quien le había dado asilo para no dejarlos en la calle. Dejó de lado la actitud del Cholo y se dirigió a la pieza de Elvira. Golpeó con la palma abierta la puerta de madera y entró. Sobre la mesa vio un par de botellas vacías y, sobre un banquito, una damajuana. Su cuñado lo observaba irritado. Dijo algo que él no entendió. —Perdóneme. —Mi silla –pronunció confusamente el cuñado. —Sí, su silla. El Cholo se sentó y apoyó la botella vacía sobre la mesa que tambaleó y cayó al suelo.

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—La Elvira siempre me corre la mesa balbuceó el hombre y se recostó sobre su brazo. Al tiempo que murmuraba mientras se dormía. Miró la pieza. Una foto de Perón se movía como una aleta de tiburón arriba del bargueño. Los vidrios rotos de las ventanas tirados en el suelo. Varias personas habían habitado aquella pieza y ahora se esforzaba por recordar cómo estaba la última vez que había entrado. Jesús pensó en su hija. Casi lo había olvidado. Mientras esperaba contó las botellas de Bordolino. Cinco. Seis. Siete. Ocho con las que están debajo de la mesada. Nueve con la rota. Nueve por uno con ochenta y cinco, la boca se le llenó de bilis, dos por nueve con dieciocho, un poco menos... cuánto necesitaba para el cumpleaños del Torito... calculó números: —Dios mío, son casi 20 pesos. —¿Qué decís? —Elvira... –suspiró aliviado pero al verle la cara huidiza y avejentada, modificó el saludo—. ¿Cómo le va? —Bien —contestó Elvira. Ella permaneció en el umbral de la puerta. Era menuda. Vestía un batón floreado y descolorido. Llevaba una caja envuelta en un papel de diario bajo el brazo y entró. —No avisó que venía. Se dirigió a la mesada y caminó sobre los vidrios. Ni siquiera los miró. Apoyó el paquete en la mesada. Con su mirada más allá de su hermano y de ella mis24

ma, sacudió con fuerza el torso del Cholo que dormía sobre la mesa: —“Vamos Cholo, despierte”. “Vamos que lo llevo a la cama”. —Déjeme acá. Déjeme acá. No entiende lo que le digo. Le dije que me deje acá –balbuceó el hombre. Jesús se sobó la garganta y escupió. Miró a su hermana. Daba la impresión de una tristeza inalterable. Quedaron callados y el tiempo corrió, denso y pesado, —¿Qué quiere? –dijo Elvira. —Miraba solamente. —¿Qué miraba? —No. Nada —¿Por qué vino Jesús? —A buscar a la Nora. —¿Está usted seguro? —Rosa dijo que a veces se escapa y se esconde en su casa. —¿Dónde? —Acá. —En mi casa no –respondió Elvira de mala gana. Nunca viene a mi casa. Y será mejor que usted vuelva a la suya. Jesús se llevó la mano a la cara y se limpió el sudor. La transpiración en el cuello se incrustó en las uñas y la tiró a los perros. Bajó la cabeza y vio la figura del Cholo sobre el piso. Levantó la vista pero no pudo mirar a su hermana a los ojos. Hacía años que no podía. 25

Frasco 7

1950

La casa. La pieza de la casa. Los muebles en el pasillo. El pasillo semeja una feria de antigüedades. Nadie los ve porque la lamparita que ilumina el pasillo está quemada. Está quemada desde la muerte de Jesús. Desde esa noche en la que el Cholo había entrado con un cuchillo robado. Dos intrusos en el cumpleaños del Torito: el Cholo y el cuchillo. Los intrusos entran. Las velitas despiden un humo grisáceo y espeso. La boca de Miriam está llena de chocolate negro. Torito golpea las manos una y otra vez. Los seis cantan que los cumplas feliz, que los cumplas feliz, que los cumplas Torito, que los cumplas feliz. Vuelven a cantar otra vez. Ahora fuerte. Ahora despacio. Se escucha el silencio. El brillo del cuchillo hace cerrar una y otra vez los ojos de Sara. Sara se refriega los ojos una y otra vez. Miriam se limpia la boca una y otra vez. La boca ya no se abre y la torta queda abandonada. Las palmas ya no golpean una contra otra, quedan congeladas en las manos de Torito, de Miriam, de Sara, de Nora, de Rosa que ve los borcegos resecos llenos de aceite y hollín. Rosa quiere

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detenerlos. No quiere que avancen pero los borcegos avanzan. Empiezan a caminar hacia Jesús. El Cholo empieza a caminar hacia Jesús. Su esposo tiene clavos en los pies desnudos. Clavados al piso de tierra. Tierra con charquitos de barro donde sobrevive el dedo gordo. El dedo gordo del pie de Jesús que baila en la superficie. Ahora se llena de barro y se tuerce queriendo desclavarse. Torito aplaude y Rosa completa mentalmente la canción que los cumplas feliz, que los cumplas feliz, que los cumplas Torito, que los cumplas feliz. Todos aplauden. Los pies se desclavan del suelo. Ahora la sombra de un cuerpo se recuesta sobre el piso de barro. De barro y sangre. “Vamos, ayude a sacar algunas sillas”, dice Rosa. Sara saca las sillas. La mesa ya no está. En su lugar el cajón de manijas plateadas brillan como el cuchillo. Miriam y Nora juegan a las bolitas debajo del rectángulo de madera. En el ataúd duerme Jesús mientras que Torito no deja de tararear que los cumplas feliz, que los cumplas feliz… Alguien murió y Sara no sabe quién.

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Frasco 8

1977

Desde el barco Torito ve las Islas. Piensa en sus hermanas. Le cuesta recordarlas, son islas para él. Islas que lo rodean, como ahora, de las que solo sabe sus nombres. Grita: Saraaaaaaaaaaaa, Noraaaaaaaaaaaaa, Miriammmmm. Los sonidos de los nombres rebotan entre las olas, se mezclan con la bruma para luego desaparecer y perderse en el mar. El pensamiento de Torito queda suspendido en el hueco que dejaron los nombres. En el hueco que quedó en su cabeza. El que se abrió con el grito y las olas del mar. Del hueco sale Que los cumplas feliz entre aplausos. Que los cumplas feliz entre aplausos. Que los cumplas Toritoooo. Aplausos. Que los cumplas feliz. Aplausos. Gritos. Risas. Corridas. Golpes en la mesa. Algo pesado que cae al suelo. Es el cuerpo del padre. Torito ve el rojo en la palma de la mano de su madre. El líquido rojo ensucia sus piernitas. Sus medias blancas. Ahora rojas. Ahora mojadas. Llora. Las lágrimas no dejan ver lo que pasa. La madre grita. Sus hermanas también gritan. Ve al Cholo que sale por la

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puerta tambaleándose. Ladridos. Alguien empuja su sillita. La vela. La vela está apagada. Torito cae al suelo. Queda encerrado en su sillita. Se aferra a los barrotes de la silla con las manitos. Eleazar, el Torito, se limpia las lágrimas. Sale del hueco que provocó el recuerdo. El mar no tiene barrotes. El mar no tiene familia. El mar no tiene sillas ni rejas. El mar respira libertad.

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Frasco 9

1950

Cuando Eva Perón hablaba su voz era igual a la de la radio: —Claro que no importa Rosa, usted aprenderá con el tiempo. Ahora lo que importa es que usted y sus hijitos estén bien. A Rosa le impresionó la forma de hablar de Evita, era segura y firme, sus manos se movían pausadas y acompañaban el ritmo de la palabra. —¡Enfermera! —dijo con entusiasmo—. El puesto es de Jefa de enfermeras. Un puesto en el Cestino de Ensenada. ¿Le gusta? Sin saber cómo responder Rosa decidió copiarse de Evita. Levantó los brazos que eran gordos y torpes, cuando quiso levantarse para expresar su alegría sintió un ruido extraño. Alguien golpeó la puerta. —Pase —dijo Eva. Rosa imitándola se levantó de la silla. La primera dama miró al hombre a los ojos, él bajó la vista y le dio la mano.

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—Le presento a Rosa, Doctor. La nueva jefa de enfermeras. Todo listo con mi firma. Los papeles están acá —dijo señalándolos. —Infórmele sus derechos Doctor. Quiero que los tres los sepamos. Y con respecto a las obligaciones, no se moleste, no va a haber problema, ya estuve hablando con Rosa. Rosa apenas sabía leer y escribir. Así que escribió su nombre en un papel que no supo que decía y esperó. Esperó a que Eva la mirase y no sólo hizo eso sino que puso su mano en la rodilla de Rosa y le pidió que se quedara así charlaban ellas solas.

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Frasco 10

1950

—Gracias –dijo—. Gracias –repitió. Le dejaron un colchón, un pan dulce, una frazada y se fueron. Advirtió que estaba sola. Que se había quedado sola. Si pudiera dejaría de respirar. Le parecía que la muerte tal vez le daría una respuesta, aquella que necesitaba para seguir viviendo. Se detuvo ante la caja. La abrió. El sobre lo vio después, cuando sentada ante él se dio cuenta de que en unas cuantas palabras incomprensibles para ella, su salvación o su ruego había sido escuchado y el trabajo aparecía en forma de un papel telegrama. Al mediodía entró al hospital. Por suerte Elba le había prestado los zapatos de taco. Se sintió cómoda en la situación pues todas las enfermeras los tenían. Habló con el director. Él la felicitó y Rosa le dijo: ¿Puedo empezar hoy? El horario era completo: doce horas por día. Repitió doce horas por día. La repetición la aterrorizó. ¿Sería medio idiota? Asustada improvisó la respuesta: Nora y Sara pupilas; Miriam a San Juan; Nélida a Salta y

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yo me quedo con el Torito. Repartir a sus hijos parecía ser una solución posible. Sonrió. Volvió la cara hacia el frente y preguntó “¿Puedo empezar hoy?” —Gracias –dijo—. Gracias –repitió.

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Frasco 11

1955

—Vamos querida que la gente está esperando. —Sí, señora —dijo Elvira. La repetición la detuvo en ese instante que había olvidado, y ahora lo veía tan claro y tan real. El recuerdo de su hermano apareció entre los platos de la cocina. Se miró el disfraz de mucama. Por la ventana entró el olor inmundo de su conventillo. El olor inmundo de los adoquines. El de los platos de lata. El de los pedazos de vidrio de las botellas que empezaban a caer. Las botellas que la amenazaban diariamente. Ya no podía negarse. Si yo no hubiera dejado el cuchillo. Si yo no le hubiera dicho al Cholo, en tono provocativo: ¡Andá, hacete el hombre con mi hermano! Desgraciado. Maricón. Hijo de puta. Bajó con dos botellas. Otra vez el recuerdo: —Yo soy bien macho, sabelo. —Cállese Cholo. Si usted no sirve para nada. —¡Por eso estoy con vos! Una paliza. Eso te hace falta ¡Puta! Destapó la botella. Empinó el tinto y el alma le volvió al cuerpo.

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Se quedó sin aire. El vino se deslizaba por la comisura de los labios. Se pasó el brazo por la boca. El tinto le había manchado el uniforme. A Elvira no le importó y siguió tomando.

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Frasco 12

1959

Sara había superado la angustia de no ser querida. Ahora era la palabra no querida. La cosa no querida. Como si la vida dependiera de esa palabra Sara vagaba entre las paredes de la habitación. Sufría despacio. Noche tras noche callando aquel gemido angustiado que no dejaba salir, tal vez, por miedo a que el dolor también la abandonara. La continuidad en su rito del sufrimiento la hacía sentirse menos sola. Por lo menos tengo esto, por lo menos esto es mío, se la escuchaba repetir una y otra vez. Antes de dormirse abrió la cajita de música, allí nacía el Había una vez de los cuentos maravillosos. Quedó frágil hasta que las lágrimas delataron lo que ella no se atrevía. No pudo hacer nada, lloró acurrucada sobre sí misma y se abandonó a lo que sería una noche infinita. ¿Cuánto es el tiempo de la angustia? ¿Cuánto es el tiempo de la espera? ¿Quién la espera?

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Frasco 13

2001

“A la que amó y odió y se fue sin decirle te quiero y te necesito” Tu hija

Miriam siempre lo supo. Que su madre moriría, ya que tarde o temprano, eso nos sucede a todos, sino que nunca escucharía lo que ella esperaba. Así que se dispuso a enfrentar el cadáver de Rosa. Hoy tampoco la miraba, la cara rígida y con una mueca absurda que no decía nada. Sintió náuseas. Pensó en todas esas veces que estuvo a punto de enfrentarla y rogarle. Estaba harta de ella misma. De su madre y de la puta verdad que no la dejaba vivir. En el velorio todos lloraban la pérdida de su madre: qué excelente persona, te acordás qué bien que atendía a los enfermos, tan servicial, siempre tan predispuesta… decían sus amigas. Miriam no entendía. Le hubiera gustado verla de pie al menos una vez más. Revelarse contra su madre era algo que se debía a sí misma.

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Los jazmines que había cortado para su madre eran ocho. La misma edad en que el vínculo invisible que hasta entonces las unía se había roto. Miriam, lloraba esa pérdida, la pérdida de nunca haberla tenido. En el medio del salón y en el silencio perturbador del velorio, como queriendo librarse del instante y apartar los fantasmas que no la dejaban en paz apretó los puños y, por primera vez, gritó: —¡Levantate hija de puta!

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Frasco 14

1960

Cuando Miriam cruzó el umbral de la casa de su tío supo que jamás regresaría. Ramón le había dejado bien en claro, que los hijos pagan los platos rotos de los padres, y que ella solo tenía que aceptar su destino porque así Dios lo había querido. La mesa estaba lista para el almuerzo de los domingos, como a Ramón le gustaba: los platos en su lugar, los cubiertos en su lugar y Eulogia esperando la orden de su esposo para sentarse a la mesa. Ramón llegó y se sentó en la cabecera. Eulogia a su derecha, Miriam y Nora esperaron que el viejo les diera la aprobación con la cabeza. Una vez que todos estuvieron sentados Ramón las miró y se dispuso a rezar. —Miriam agradezca el plato que tiene. —Ella se quedó inmóvil. Ni siquiera lo miró. La desaprobación fue general. Eulogia buscó debajo de la mesa los pies de Miriam y la pateó. —¿Por qué yo? –contestó. El cuerpo de Ramón se doblegó y sin separar las manos unidas por el rezo gritó:

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—Porque yo lo digo. Porque esta es mi casa y acá se hace lo que yo digo. ¿No tiene nada que agradecer? —No. Pronunció un no inútil, débil. El resto apartó las miradas. Todos sabían que no estaba bien desobedecer al viejo que volvió a sentarse. Sacó las llaves del bolsillo del pantalón y las dejó sobre la mesa. Se sacó el cinto y lo apoyó sobre la mesa. Lo enroscó lentamente en su mano derecha. —Eulogia. Sáquele el plato. La Miriam no come — le dijo a su esposa. —Vamos m’hija –le dijo Eulogia a Miriam mientras la agarraba del brazo. Miriam obedeció y salió del comedor rumbo a la pieza. Eulogia la escoltaba.

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Frasco 15

1960

Miriam entró al boliche. En el bolso llevaba un papel que decía quién era. ¡Mocosa mugrienta! había sentenciado su tío Ramón. Miriam sabía quién era. No se dio cuenta hasta que el hombre se lo preguntó. Como tampoco supo qué hacía ahí pidiendo trabajo. Recorrió el lugar con la mirada. —Ahí tenés el bañito, cambiate que tenés dos tipos esperando. —Le dijo el hombre sin mirarla. Miriam obedeció, sintió que repetía una y otra vez el ritual de la obediencia como cuando su tío, le había preparado el bolso y con un gesto, solo con un gesto, apenas moviendo la cabeza y señalando hacia la puerta, le había indicado el camino; o cuando Rosa, su madre, le había preparado el bolso y le había dicho en quince minutos vienen a buscarla, se va para San Juan. Entró. Ahora estaba ahí, en una habitación en la que solo se veía una cama de dos plazas, una palangana y un velador. Le dio vergüenza. Vergüenza su cuerpo flacucho, los pelos en las piernas y en las axi-

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las y la bombacha vieja que llevaba puesta. Al hombre lo vio después, cuando él la miró y ella no supo qué hacer. Se paró delante de él y el hombre le ordenó que se acostara. Miriam se concentró en el pene que olía a pan rancio. Lo miró. Lo tomó con las dos manos y se lo metió en la boca una y otra vez. —Despacio, no te apures puta de mierda, ¿te gusta no?, haceme sentir que sos una perra. Dale. Acercate. ¡Hija de puta! No me muerdas. ¡Puta de mierda! ¿Quién te crees que sos? —le dijo el cuarto hombre mientras ella refregaba sus senos que ahora chorreaban semen. Obediente acarició con una mano la espalda peluda del hombre y esperó la orden final mientras en su cabeza hacía números y con los dedos de los pies sumaba el dinero que iba a quedarle cuando el último hombre se fuera.

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Frasco 16

1962

Miriam bajó las escaleras del boliche despacio, a la mitad se detuvo, respiró hondo y se agarró fuerte de la baranda para asegurarse de que esta vez no se caería. El cuerpo se clavó en el piso porque en el fondo sabía que aquel regreso invertido, que aquel irse era volver a su origen, intentar descubrir de qué huía, qué la atormentaba. ¿La muerte de su padre o el abandono de su madre? Aquella noche descubrió que en el local cantaban en italiano, que no eran peleas entre los dueños y las putas, sino canciones que añoraban un lugar. El espanto de lo bello y el descubrimiento de su propia situación la envolvieron. Se dejó llevar por la música. Después se sentó orgullosa en la mesa de las putas porque se dio cuenta de que tal vez huía del lugar equivocado. Las demás le sonrieron y Miriam les devolvió la sonrisa. Aunque por dentro hubiera querido cortar en pedazos cada parte de su vida, dinamitó los pensamientos. —Vamos Miriam. Vení, bailá. –le dijeron sus compañeras.

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La vida todavía no había comenzado para ella. En la mente de Miriam el cuerpo seguiría siendo su sustento pero tal vez aún había otra posibilidad. Bebió un trago y otro y otro.

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Frasco 18

1967

¿Y si hiciera otra cosa? La pregunta se disolvió entre los dientes de Torito. La saliva trituró los pedazos de palabras antes de que llegaran al pensamiento. Como por arte de magia la mente volvió a estar en blanco. Un espacio infinito donde las palabras no interferían. Un atajo a los sentimientos. Torito se quedó ahí. Ese era su lugar. No necesitaba los pensamientos. Los recuerdos no se acercaban a él. El olor del río le hizo resucitar el comentario del Capitán Fortini, aquel día que en vez de ir a jugar se había trepado a un barco, cuando le había gritado: “¡Aprendiz de polizón! ¿Dónde vas a ir? ¿Al medio del mar? ¿Qué te imaginás que hay?” Y todos rieron. Porque no sabían que la salvación de Torito estaría a la inversa de la mayoría de las personas. Sin embargo Torito conseguía esa seguridad cuando se internaba meses en el mar. Eso sí era seguro. En el barco nadie se aferraba a la familia ni al pasado, así aprendió desde los 15 años a que esa fuera su conducta de vida. Torito no estaba atado a nada.

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Era un navegante sin tiempo. El mar era su guía. Su puerto seguro y su destrucción. Con el primer pesquero aprendió a respetar al río. No le gustaba que lo invadieran ni que lo maltrataran. Hacerse amigos le costó muchos años. “Vos sos de los nuestros pibe, tenés el olor a charco impregnado en la piel”.

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Frasco 19

2004

“Estábamos acostados en camastros en el suelo”. “Ahí los guardias jugaban a las cartas y escuchaban radio”. “Ahí estaba el baño, pero lo usaban para torturar”. El primer tiempo en Monte Peloni fueron torturas, golpes y también el abuso. En realidad, los que venían a torturar venían de otro lado” “A tu primo lo torturaron hasta matarlo”. “En el mismo operativo secuestraron a…” La noche anterior no había pegado un ojo. Tenía miedo de lo que sabía. No sé nada. No me acuerdo. El Raulito estaba muerto. Qué querían entonces. Estos juicios no sirven para nada. Lo hecho, hecho está. Se repetía para sí. El dolor de cabeza no cedía. Hacía tres días que no cedía. Se metió al baño y se tomó una pastilla. Ahora el dolor también era en el estómago. Pensó en el traje de su casamiento. Era el único que tenía. Nunca había engordado, al contrario había dejado kilos y kilos en el mar. Se afeitó y se puso fijador en el pelo. Salió del baño. Su mujer ya estaba con el mate.

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—Me dijeron que declaró la esposa de Benvenutto y la pobre dijo que no se acordaba nada. Imaginate, eso que estaba con él. Torito no contestó. A las once y media llamó un remis. Hasta 4 51 y 53. La ciudad se le iba haciendo desconocida. Hacía tres días que estaba embarcado en el pasado. Bajó y entró. Le pidieron identificación y retuvieron su documento. No sabe cuánto tiempo pasó hasta que lo llamaron, y sin darse cuenta estaba declarando: —Nosotros lo hemos citado en la causa sobre la desaparición de esta persona que según entendemos, era primo suyo. Bueno, en realidad tenemos muy pocos elementos en los cuales hay escasos datos sobre la desaparición de Raúl Romano y de una persona que parece que desapareció al mismo tiempo o casi al mismo tiempo que era José Benvenuto... —Sí, los dos eran del mismo barrio... —Del mismo barrio, nosotros queríamos ver... como usted hizo la denuncia en su momento si puede narrarnos, si usted conoce las circunstancias en que fue atrapado digamos no, en que fue secuestrado su primo, si vivían juntos, si fue testigo presencial usted o que testigos hubo, ¿me comprende? —No, lamentablemente no, porque yo, yo me enteré que se lo habían llevado porque yo era navegan-

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te.... Cuando volví del viaje, me enteré de que se lo habían llevado... —Ahh, claro, claro, así que usted, era un muchacho muy joven, 19 años... —Sí... —Claro, usted navegaba en YPF… Y digamos ¿cuánto tiempo después se enteró? —Y yo me enteré como a los dos meses... —¿Cuando regresó? —Sí... —¿Estaba en el mar? —Sí. —¿Y dónde trabajaba Raúl? —No, él vivía con la madre y hacía cosas de mecánica y nada más... —Nada más, así que usted llega y cómo se entera, ¿por la madre misma? —Y claro, porque era el boom del momento... —Claro… La madre, qué era la madre, ¿tía suya? —Tía mía... —Tía suya, claro... Bueno, entonces se entera, ¿padre no tenía el chico ya? —No, no, no... —Bueno, entonces en definitiva usted se entera y qué es lo que le describe la madre. —No, que se lo habían llevado, creo que eran como las dos o tres de la mañana...

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—Sí, acá dice en la declaración a la Conadep, dice “2 de Julio del 76 a la madrugada”, dice que había personal armado, ¿también le dijo eso? —Sí, sí, sí, me explicó que vinieron y entraron de golpe, se lo llevaron y después nunca más lo... —Bueno, y, claro, aparece eso que un testigo dice que esa noche también se llevaron a Benvenuto, José Benvenuto... —Sí, sí, no, no, no, en el barrio se decía que se habían llevado a muchos chicos, pero no sabía que era él... —¿A muchos chicos? —Sí, sí... —¿Así que fue como una noche que se llevaron a muchos? —Sí... —Después, ¿supieron alguna vez algo de él? —No, no... —Ahora, de todos modos, un dato para consignar es si el 23 de Julio del 76 parece que desaparecieron muchas personas... —De ahí del barrio, sí... —Del barrio... —Sí. Y dígame una cosa, usted que trabajaba en YPF. De sus compañeros ¿también desaparecieron? —No, no, no... —¿Y personal embarcado, eso no? —No, no, no, creo que uno o dos, pero no, no...

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—Usted dijo que su primo hacía algunos trabajos de mecánica ¿No estudiaba? ¿No iba a ningún colegio? ¿Y alguna otra actividad? —No, no, no era eso, él andaba con la mecánica nomás después, yo digamos mucho contacto no, no, no tenía, como yo venía, me iba... —¿Usted tiene conocimiento de algún testigo o, de algún sobreviviente, amigo, que pueda aportar algún dato más a la investigación? —No, no... —Ninguno… ¿Su primo en algún momento tuvo alguna militancia política? —No, no, yo me enteraba cada vez, así nomás, por, por voz de pasillo digamos... Que estaba en los peronistas, después... —¿En algún grupo específico? —No, no, no, yo, yo mucha, yo no le preguntaba nada, no... —Y el resto de los muchachos que desaparecieron en esa misma fecha o en esos mismos momentos del barrio digamos, había, hay alguna característica común a todos que usted pueda mencionar, que sé yo, digo o eran militantes, estudiantes o pertenecían a alguna agrupación, la pregunta va dirigida a tratar de ligar la desaparición de su primo y tratar de encontrar algún otro dato relacionándolo con otro. —No, no, no, yo con el que tenía más contacto, era con mi primo nomás y los demás no, no...

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—¿No sabía nada ? —Ni idea, ni idea, los conozco sí porque, los conocía bah, porque nos criamos en el barrio y todo y después cada uno hizo su vida... —¿Y nunca supo los nombres de estas personas? —No, no, no... —¿Usted cree que puede aportar algún otro dato a la investigación? —No, no creo... la verdad que no creo... —Está bien, gracias, no tengo más preguntas... Salió y caminó hacia la parada del colectivo. El sol lo enceguecía. Se mareaba de a ratos. Paró en un bar y entró. Pidió una legui y se la tomó sin respirar. Le quemó la garganta y el estómago. Casi no sintió el sabor. El ojo derecho no dejaba de parpadear. Pidió otra legui. Miró por la ventana, la gente y el tráfico, lo mareaban. Y las palabras que no dejaban de taladrarle la cabeza: “Nos tuvieron encapuchados todo el tiempo; esposados y atados a una cama”. “Había tres guardias distintas, de tres o cuatro integrantes”. “Una que era como si no hubiera nadie, los de la segunda te cagaban a palos, y la tercera te traía un pucho, un licorcito, y te hacían la cabeza para quebrarte”.

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Frasco 20

1976

El paisaje como una piel delicada se hundía en el pecho de Raulito. Respiró hondo. El pecho se llenó de hollín. Sintió por primera vez que el sol vibraba. La vibración de la luz no calculada. La vida y el vacío. El abismo ante lo desconocido. En esa delgada línea, Raulito, buscando su lugar había encontrado otro, aquel lugar donde “silban las balas”. En la última reunión el Oso y el Tito le habían dicho que tenga cuidado, que no se relaje. Raúl ya no tenía muchos lugares donde esconderse, transitaba una suerte indefinida en la que todo estaba por suceder. Sabía que en cualquier momento todo iba a reventar, que el General los había echado de Plaza de Mayo y él sabía que eso no estaba bien. Ese sentimiento se aferraba en sus tripas. El Astra Valentina varado en el muelle de la Isla Santiago junto a otros barcos se amontonaba como una jauría muerta en el Río de La Plata. Desde arriba del barco Raúl podía ver los alambres de púa que separaban la Escuela Naval de la isla.

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Quedarse guardado no le bastaba. Entró al barco y miró el almanaque, 2 de julio. El frío y el viento del río se hacían sentir. Un buen guiso de la vieja, eso me haría bien. Era de noche. Se puso la campera, se calzó el arma y salió. Él estaba preparado para la lucha. Para matar si era necesario. Tardó dos horas en llegar, tuvo que desviarse por el camino al Regatas porque varios camiones y los Falcon se paseaban por el pueblo. Llegó hasta Cambaceres y pasó por el Club Pelotaris. Ni un alma. Tal vez era muy temprano, pensó. La vieja me espera. —¡Mi general! ¡Venga para acá!—gritó cuando encontró a su perro. —Por fin Raúl. —Dijo Elva—. ¡Deje ese perro y lávese las manos! ¿Dónde estaba? —Con el “imberbe” de Juancito vieja, ¿Ya está la comida? ¡Vamos que hoy festejamos! Traje una ginebra ¡Vamos Elva! Traiga dos copas. Ese día a las 13.20, tal como estaba planificado, el movimiento Montoneros detonó una bomba en el comedor de la sede central de la Superintendencia de Seguridad Federal. Se estimaban en 85 el número de bajas causadas al enemigo. —¡Viva la patria vieja! —dijo Raúl levantando la copa.

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1974

El fiat 600 celeste estaba estacionado sobre la Perú en uno de los laterales del hospital Horacio Cestino. La tienda Scomburdi cerraba a la hora de la siesta. El sol era insoportable y Nora salía de su turno de enfermera. Esa tarde se había retrasado unos minutos porque cuando estaba por irse entró un herido de bala. Quiso quedarse para saber quién era. Volvió junto con la ambulancia y entró a la guardia: era la China. La puta madre, se dijo para sí y dejó la cartera. —Me quedo doc. —dijo Nora acercándose a la camilla. —No. No. Vaya nomás. No hay mucho que hacer. Estas revientan solas, de rabia. —¿Llamo a rayos doctor? —dijo la otra enfermera. El doctor miró a Nora con las gasas en las manos al lado de la paciente. —¿No terminó su turno? —No tengo hijos ni marido que me esperen doc. —Bueno, bueno... Deme las gasas. Más. Hay que parar un poco la sangre.

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—¡Marta! ¡Alcánceme el agua! ¿Llamó al radiólogo? Dígale que vamos para allá. Y usted Nora, avise al quirófano de la urgencia y váyase a descansar. Para Nora era mejor irse. No podría disimular mucho tiempo más. Se lavó las manos con jabón blanco y alcohol. Atravesó el pasillo dirigiéndose a la puerta del hospital. Sintió miedo, de que la China la delatara. El pensamiento fue interrumpido por unos gritos: ¡Hijos de puta no les dije el nombre! La China se reía y la risa se mezclaba con el llanto del dolor. El grito la alivió. Estaba cansada era mejor dormir una siesta en casa, pensó. Se pasó la mano por la frente, estaba sudando. Hoy en asamblea se decidiría el siguiente paso que daría con el grupo Montoneros. Salió y se sacó la cofia. Se cruzó con los policías que bajaban del patrullero. Se miró los pies hinchados. El estar parada tanto tiempo. Las 48 horas sin dormir y el sol que le tajeaba el cuerpo hacía que caminase despacio. Se paró en la esquina y miró el auto. Las llaves se escabullían en la cartera. El sol le pegaba de lleno en los ojos. El sueño. El cansancio. El calor. Las manos se toparon con las llaves del auto.

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Frasco 22

1976

El hombre que llamó a la puerta llevaba un arma larga y estaba bien peinado. Él fue quien despertó a las niñas y las hizo levantar mientras en los techos, en el patio del conventillo, en el resto de la cuadra había más y más pasos. Cuando bajaron a Raúl de uno de los techos. Stop. Otros hombres traen a las primas de Raúl. Los perros ladran, todos los de la cuadra y Solito también, con los dientes a punto de salirse del hocico ladra al hombre peinado. El hombre peinado le dice algo. Mira a una de las niñas y sonríe. Mientras la niña baja la mirada, un chorro, como de mate cocido caliente baja por sus pantalones. La niña empieza a llorar, sabe que se hizo pis. Los pies están mojados y se avergüenza. Un estruendo. Stop. Solito, el perro, grita debajo de la mesa. Stop. A una de las niñas le duelen los oídos. Elva grita mi hijo... mi hijo y llora. El hombre que lleva el arma larga le pega fuerte en la cara. A su tía gorda le sangra la nariz. Raúl dice algo como vieja... vieja. La niña no entiende. Busca a Solito. Otra vez el hombre. Los ladridos, el estruendo y el humo. Está sorda. Raulito ahora está tirado en

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el piso. Lo ataron. Ponen a las niñas contra la pared. Una de ellas le cuenta a la pared de la vieja casa, la pared que está enfrente del bargueño, que ellos tiraron a Raulito al piso y lo hicieron sentar y empezaron a disparar: un tiro, dos tiros, tres tiros. El tipo que entró por la puerta está bien peinado, prolijo se diría que recién bañado, el que estaba enfrente del bargueño, el que llevaba un saco. Otra vez ese olor. El humo ni el ruido dejan escuchar lo que pasa. La niña cree que siempre pasa lo mismo. Vieja, vieja… Raúl, Raúl... Eso pasa. Los gritos pasan. Y los perros. Y Solito que está tirado debajo de la mesa. Escondido, cree la niña. Bien quietito y escondido. La niña mira el pasillo. Parece navidad. Ve luces que encienden y apagan. Por suerte los perros dejaron de ladrar. La niña se pone contenta. El hombre bien peinado tiene bigotes, el hombre con bigotes las empuja a ella y a sus hermanas. Las llevan con ellos y Raulito. La tía gorda, la vieja, Elva: se queda. Nunca la había visto en el piso. Le dan ganas de abrazarla pero algo la empuja fuerte. Le duelen los pelos de la cabeza como si se los tiraran. Camina tiritando. Le dice a su hermana que se hizo pis. Su hermana está sorda. Todos están sordos. Gesticula el llanto. Se golpea la rodilla que duele mucho. Le tapan los ojos. Siente que todo se mueve. Alguien dice tranquilizá a las nenas. Está Benvenuto y el Camisa. Hola. Hola. Soy yo, Raulito. Acordate. La niña se acuerda que vio a Solito dormir

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con los ojos abiertos. Que se le corrió el trapo de sus ojos. Que su primo Raulito estaba raro. Y que ella se alegró de que eran muchos los del barrio. Que alguien le volvió a tapar los ojos. Que las sirenas no paraban de sonar. Que tenía frío.

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Frasco 23

1977

Nora ríe. Camina y ríe. La entusiasma la idea de encontrarse entre hombres en un bar. Se siente importante “Soy montonera” balbucea. La aceptación en el grupo y su pase al piso de terapia intensiva la hacían sentirse así. El bar está oscuro. Antes de entrar mira para todos lados. Se saca la cofia. El pelo largo le molesta. Se pasa la mano por la frente. Hace calor. Mucho calor. Ya son las nueve y en un rato oscurecerá. Entra y dice un hola seco. Mira el atado 43.70 corto y saca uno. Busca los fósforos. Los tiene en las manos. Las manos tiemblan. —Se fueron para la arenera. Estaban apurados. – dijo Julio. —¿Te dejó algo el Raulito para mí? —Tomá. Acá tenés. —¿Te dejó dicho algo para mí? —Que te lleves el paquete. Nora salió confundida, primero porque pensó que Raúl la estaría esperando y segundo porque la desconcertó el peso del paquete. Recordó la última char-

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la con su primo. Por el paquete no te hagas problema, se lo dejás a El Camisa y a la noche hablamos. En la calle no había nadie. Lo máximo que puede pasar es que tengas que irte para El Soberbio, ahí tengo gente del partido. ¿Qué iba a hacer en El Soberbio? Sacó el paquete y lo abrió. Era un revólver. Miró a su alrededor. El arma cayó dentro del bolso como si fuera un hoyo. Él empedrado le martillaba los zapatos. Dobló hacia la esquina. América 267 —repetía— cuatro cuadras y llego. Miró de reojo el Falcon negro que la acompañaba. El auto se detuvo. Bajaron dos hombres y caminaron hacia ella. Pensó en Raúl, en las reuniones en la arenera, en El Soberbio. Reconoció a uno de los hombres cuando sus manos se aferraron al arma. Subí piba fue lo último que escuchó.

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Frasco 24

1980

Elva hace las empanadas. La sospecha se mezcla con el instante. Recuerda a su hijo. Recuerda las veces que rezaba para que no lo encontraran los milicos. Elva siempre sospechó que Nora lo había delatado. Ella. La hija de su hermana. La hija de Rosa. En el fondo estaba convencida de que había sido ella. ¿Cómo se explica sino que ella fuera a parar a Devoto y el Raulito nunca apareciera? El repulgue se hincha, algunas empanadas se abren y Elva tiene que comérselas de la misma manera que se come su vida. 129 kilos de peso. Parece a punto de estallar. Pero estallará seis años después. Elva es incapaz de entender a su hermana Rosa. —¿Falta mucho Elva? ¿Qué te pasa? —El Raúl. —¿Qué pensás? ¡Por favor! Con los milicos no aparece nadie… ¡Y él se lo buscó! ¡Para qué mierda se metió! —sentenció Rosa. —¡Qué hija de puta! ¡Lengua larga hija de puta no me hagás hablar! Que… tu hija...

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—¡Callate Elva! ¡Ojo con lo que vas a decir! ¡La boca se te haga a un lado! Nora era una buena hija —dijo Rosa. —¿Qué hora es? ¡¡Mierda!! —gritó Elva.

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Frasco 25

1980

Los Visconti y el vino acompañan los movimientos de Elva. De sus labios que ahora están juntos, que ahora se contraen. La contracción dibuja una mueca. Se palpa los labios. El amargo sabor de lo no dicho. ¿Hay un límite? No lo sabe. No sabe que no sabe. Del patio entra la voz de una niña: —Mamá… La culpa la toma de a sorbitos. Uno a Uno. Junta las manos. Una a una. La boca otra vez está seca. Inventa figuras, criptas de un pasado que no quiere recordar. El jardín de los recuerdos prohibidos sale de la damajuana para jugar con ella en la habitación del conventillo. Mantiene la boca cerrada. Es mejor no pensar. A la izquierda de la cama ve su sombra. No se reconoce en la mancha. Se despoja de las uñas, de los dedos, no puede tocarse. Desarma la cama, corta las sábanas. Ella está quieta, la sombra hace por ella y se deja hacer.

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Frasco 26

1978

Los barrotes de la celda se clavaron en sus manos. Sintió la sangre recorrer el cuerpo llagado. En carne viva como su sexo. Sumergida en el tedio y el cansancio intentó borrar los nombres que sabía. Después, mucho después supo que había sido un intento fallido. Una burla. Su cuerpo no soportaba el dolor de la picana. Nadie puede acostumbrarse al dolor. Nora tampoco. Nadie. Nadie. En eso se había convertido en Nadie. Tartamudeó su nombre mentalmente para no olvidarlo, en la segunda sílaba tuvo que tomar aire para respirar. Nora no estaba. No era. Había desaparecido. De su casa. De su trabajo. Del bar. Su sombra merodeaba de vez en cuando el conventillo, eso pasaba cuando cerraba los ojos. —¡Piba!, Vení. Nora medio dormida se levantó. Se levantó rápido. Temblando. Tiritando y caminó hacia las rejas. La picana haciéndole cosquillas. Cosquillas. Eso. Eso es lo último que recuerda y una música en sus oídos que no dejaba de sonar: Raúl… Raúl Romano… Carlos… Benvenuto…. Ricardo Gonzalez…. El morsa…

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Julio Lopetegui… Cristina “la negra” Sosa… Carlos Benvenuto. Raúl Romano. Cristina Sosa. Julio Lopetegui. Ricardo Gonzalez. Raúl. Carlos. Ricardo. Julio. Cristina… Mientras su cuerpo se mezclaba con el aire.

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Frasco 27

1992

Nora puede ver a través de la ventana del hotel aquel exterior casi olvidado y desprovisto de barrotes. Ahora el recorte de la ventana muestra el paisaje de Ensenada. Una ciudad desconocida que asoma después de un poco más de ocho años: 2.926 días. Pronuncia su nombre. Nora. El tono desprovisto de dulzura. Su voz. Su voz la vuelve al presente. Tarda en encontrar el cuerpo de aquel nombre. La cotidianeidad de no pensar. Ni de sentir. La palabra, como su propio nombre, era algo que había desaprendido. Ahora es Ella. Y Ella sigue parada en la ventana. Las nubes tapan el sol. Se da cuenta de que la ciudad no es la misma. Y tampoco Ella. Ahora. Sin saber. Sin darse cuenta un auto para. Ella sube. El auto la lleva a Punta Lara. Ve la playa. El río. A Ella. Se estudian. Se contemplan. Del agua salen los cuerpos. Cuerpos que flotan y descansan en la playa. La playa está llena de cuerpos. El sol desaparece. Las nubes desaparecen. El viento desaparece. Solo queda Ella. Ella y su respiración. Saca la pistola de la cartera y dispara. Vomita el odio. Las tripas vomitan los

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nombres. Aquellos que dijo. Los que delató. Se limpia con las dos manos, los nombres babean de su boca. Revuelve las letras sobre su cara: eran ellos o yo, y respira aliviada.

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Frasco 28

1993

Sara caminaba por el pasillo del hospital, era la hora de la siesta, los enfermos descansaban después de la medicación excepto uno que gritaba llamando a la enfermera. Entró en la habitación 41. Abrió las dos puertas y buscó la mirada del enfermo. Los gritos la guiaron hasta la cama. —Silencio, por favor. No se da cuenta que está en el hospital. Dígame ¿Cómo se llama? —Camilo Martínez o Cholo, como más le guste. —Después de que se calme, le voy a dar un baño y lo voy a despiojar. Me dijeron que no quiere tomar la medicación, así que vamos a ocuparnos de eso. Él desnudo en el baño y ella pasando la gillete por la cabeza del Cholo. Así pudo ver una cicatriz bastante ancha en el cuero cabelludo. Le dio asco tocarle la cabeza, los piojos se escabullían por la espalda o se escondían en la espuma del jabón. El hombre relataba casi de un modo automático, como si hubiera contado lo mismo varias veces, el asesinato de un hombre allá por los ‘50. —Dese vuelta.

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En los huesos de la columna las marcas de latigazos tejían la piel del Cholo. Sara pensó en sus marcas, aquellas que se escondían en la trama y que ahora se mezclaban con la historia del Cholo. Le dio la toalla. Mientras se secaba Sara fue a la habitación a buscarle ropa limpia. Abrió el ropero y revisó sus cosas. Encontró un calzoncillo, una camisa gris y un par de zapatillas. Agarró la camisa y la sacudió, olía a humedad. Frunció la nariz y bajó la cabeza. Entre la ropa encontró una bolsa de plástico con papeles arrugados y sueltos. Vio una especie de diario amarillento que supuso tendría envuelto dinero o algo valioso pero se equivocó. En la parte superior izquierda estaba ubicada la foto de una familia. Un hombre y una mujer rodeados de niños que en principio no reconoció. En el medio el titular en negritas, MIENTRAS FESTEJABA EL CUMPLEAÑOS DE UN HIJITO ENFERMO, EL JEFE DEL HOGAR FUE HERIDO Y MINUTOS DESPUÉS MURIÓ. Sus manos empezaron a temblar cuando reconoció el nombre de ella y sus hermanos. Sin apartar la vista del papel se sentó en la cama y leyó: La Plata, lunes 30 de enero del “Año del Libertador Gral. San Martín”, 1950.

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Frasco 29

2004

—¿Dos lucas? ¡Por dos lucas se labura! ¡La guita grande son las seis cifras! ¡Esas no se hacen trabajando! La idea se la había escuchado al capitán del barco. El dinero no le preocupaba, en estos años se había dado los lujos que quería. Lo único que había hecho en estos años era embarcarse. La idea de tener dinero sin trabajar lo seducía pero cómo. Su esposa llevaba meses insistiendo en vender la casa de su madre. Había esquivado el tema porque hacerse cargo de eso era verse con sus hermanas. No sabía si la casa estaba abandonada o vivía una de ellas. En cuatro semanas se embarcaría, saboreó un rato el dinero que todavía no tenía y salió. Dio una vueltas con el auto hasta llegar finalmente a la casa de su infancia. Paró el auto y del pasillo salieron unos perros. Los rastros del pasado eran la ruina en la que estaba la casa. La puerta estaba abierta. De la cocina salía olor a frito. Las telarañas cubrían las paredes de chapa, las plantas del pasillo trababan sus pasos, miró las canaletas rotas que disparaban

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gotas de agua podrida. Los perros apuraron la marcha y entraron en la cocina. —Salgan de acá que ustedes ya comieron —era la voz de su hermana Nora. —¿Torito? —Hola. —¿Qué haces por acá? —Nada. —Entrá. —No, no… estoy de paso. Nora no le dio mayor importancia a su hermano y siguió haciendo la comida. Torito se encogió de hombros. La frialdad de su hermana se mezcló con el olor a carne picada. —Sentate —Me llamaron para declarar —¿Y qué dijiste? —Me preguntaron por el Raúl y José Benvenuto. Nora no lo miraba pero él sospechó que en cualquier momento le escupiría alguna pregunta incómoda. Esa era Nora, por lo menos era lo que recordaba de su hermana. —Qué ganas de revolver mierda — dijo Nora. —Sí. —¿Cuánto hace que te estás quedando acá? —Desde que salí de Devoto. Torito no tenía ni idea cuándo su hermana había salido.

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—¿Qué pensás hacer con la casa? Nora lo miró y chupó la cuchara. —¿Y qué querés que haga? Vivir. No ves lo que hago. —Si si. Torito jamás se había enfrentado a nada ni a nadie. —Quiero la plata de la casa Nora. Nora sacó unas monedas de un frasco y se le rió en la cara. —Me voy —dijo. —Bueno. Juntá la puerta del pasillo nomás —dijo. Torito caminó despacio esquivando los perros.

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Frasco 30

2001

Miriam se detuvo en el umbral del largo pasillo. No le gustaban las despedidas y en el fondo sabía que esta era una. No encontró lo que buscaba, hasta se perdió, en la idea de qué había buscado toda su vida. Su madre finalmente había sido su ruina y su paz. La luz del sol le daba vida a las margaritas del pasillo y la conducía hacia adentro. La casa vacía la sumergió en una especie de oasis. Más allá de sus pasos la casa se hundía impregnando su presente. Creyó sentir la voz de su madre, nunca en realidad había recordado la voz de su padre ni la de sus hermanos. Había inventado sonidos para las palabras nunca pronunciadas por ellos que ahora se desvanecían porque no eran reales y porque ya no las necesitaba. Su presente se había colmado de voces infantiles. Las voces infantiles de sus hijos que jugaban en el fondo del conventillo, en el patio abandonado. Lo vivido había quedado sepultado. Su presente se contagiaba de la sonrisa que había encontrado. Sin buscarlo, unirse a su esposo y crear vida la habían llevado lejos de su pasado. No necesitó perdonar a su madre. No necesi-

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tó perdonarse a ella misma. Las cosas con el tiempo se habían desvanecido. Había aceptado la vida que le tocaba. Siempre había sido así. Avanzó despacio por el pasillo guiada por la voz de sus hijos. Las habitaciones sin puertas la tentaron a pasar a la casa de Elvira, su tía Elvira de la que apenas tenía algunos recuerdos. Pensó que le hubiera gustado tener una familia con quien compartir los abrazos de sus hijos pero enseguida dejó de engañarse, era una idea fingida. Abrió el bargueño, vio una foto pegada en una de las puertas. Su madre joven con su padre y Elvira. Ni ella ni sus hermanos estaban. Nunca habían estado en la foto familiar. —¡Mamá! ¿Podemos irnos? –dijo uno de sus hijos. Irse era lo único que quería.

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Frasco 31

2017

Ensayo un final y me detengo en la idea de los frascos. Los veo cerrados al vacío. El adentro aprisiona lo que tiene que salir. Escribir es saltar al vacío de adentro y de afuera. Es lo íntimo, lo guardado, lo secreto y pienso a mis personajes dentro de frascos pujando por salir, arrojándose a una existencia que se mide en palabras y de ellas se desprenden historias que solo son recuerdos, los que caben en un frasco. Frascos a punto de estallar. Frascos vencidos. Frascos con lágrimas. Frascos con nombres. Frascos con risas. Frascos olvidados. Frascos que duelen. ¿Cuánto tiempo podemos mantenerlos cerrados? ¿Vale la pena? Los frascos saltan el tiempo. No tienen tiempo. Flotan en el vacío. No tengo nada que decir, ellos se dijeron a sí mismos. Un final es una palabra que no indica que empieza ni que termina nada, es la ilusión de un final la que nos tortura para no tener que admitir que solo tenemos que seguir… Solo seguir… ?El pasado nos empuja hacia un futuro incierto. La búsqueda de un final es en vano. Perseguir algo ilusorio, inexistente. Seguir buscando es continuar con un ri-

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tual inacabado, como buscar la verdad, como buscar la solución a un conflicto familiar. Solo es seguir contando, contando hasta quedarnos vacíos.

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La Plata, lunes 30 de enero del “Año del Libertador Gral San Martín”, 1950 MIENTRAS FESTEJABA EL CUMPLEAÑOS DE UN HIJITO ENFERMO, EL JEFE DEL HOGAR FUE HERIDO Y MINUTOS DESPUÉS MURIÓ La finca ubicada en la calle América 267 de Ensenada, fue escenario de un sangriento suceso que puso término a la existencia de su principal morador Jesús Eleazar Rivera, argentino, 33 años, casado. Autor del homicidio resultó ser Camilo Martínez, también argentino y de 48 años, ocupante de una casa colindante, es decir, la que lleva el Nº 269, de la misma arteria. Agresión intempestiva A poco de ocurrido el dramático episodio, la policía local, representada por el comisario Nasimbenne y el oficial Cirotti, se constituyó en el teatro del hecho realizando las averiguaciones pertinentes. De la misma manera se infiere, que a las 14, en una de las dependencias del domicilio del aludido y en torno a la mesa familiar se hallaban preparados para almorzar el nombrado Rivera, su esposa y sus cinco hijitos. Iban a festejar, aunque con algo de tristeza, el cumpleaños de uno de sus niños, se encuentra en cama.

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Cuando aún la Sra de Rivera no había comenzado a servir el almuerzo, alguien, que resultó ser Martínez, esgrimando un filoso cuchillo se abalanzó sobre la puerta de la habitación que se hallaba entornada, y haciendo añicos sus vidrios, penetró. Profunda herida Antes que la familia de Rivera tuviera tiempo de reaccionar Martínez, con el rostro trasuntando gran ofuscación, avanzó sobre el jefe del hogar, que apenas alcanzó a incorporarse de su asiento, y lo acometió con el arma. La víctima –lo revelan algunas heridas superficiales que presenta el antebrazo y mano izquierda— intentó defenderse. Sin embargo, eso ni las angustiosas súplicas de la Sra y sus hijos lograron detener la diestra atacante ya que Martínez, con mayor ímpetu, siguió agrediendo a Rivera, hasta inferirle una profunda herida en el abdomen. El arma le perforó el hígado y sobrevino una intensa hemorragia. La víctima se desplomó, mientras el autor del suceso salía a la vía pública. Media hora después fallece La esposa e hijos de la víctima, presas de la consiguiente angustia, demandaron auxilio, al tiempo que el herido, tambaleándose salía también a la calle. Esa escena fue advertida por el conductor de un ómnibus de la línea 61, que detuvo inmediatamente la marcha

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de su vehículo y en un gesto de bien entendida humanidad corrió en ayuda de Rivera. Comprendiendo que se trataba de un caso grave, el motorista pidió a los pasajeros del ómnibus que lo desalojaran y rápidamente hizo instalar en él a la víctima, llevándola al hospital de Ensenada. Los médicos resolvieron someterle a una intervención quirúrgica de urgencia. No obstante, nada pudo hacerse, ya que, en esos momentos, Rivera expiraba. Detención del homicida La policía detuvo enseguida al ejecutor del homicidio y lo puso a disposición del juez del crimen de feria. Según las referencias suministradas por el detenido, el hecho había tenido origen en cuestiones de vecindad que habrían creado una cuestión antagónica entre él y la víctima… Martínez presenta una herida de 2 cm. De extensión en el dorso de una mano, producida al romper los vidrios, y escoriaciones en el rostro, causadas, según sostiene, por un golpe de puño que le aplicó Rivera durante la contienda. El cadáver de la víctima fue sometido a autopsia por el facultativo de guardia en el Cuerpo Médico de Policía, doctor Molle Petrocelli, después de lo cual se entregó a los deudos. Hogar en la mayor indigencia El suceso de que damos cuenta es doblemente lamentable, porque, además de haber puesto fin a la vida 80

de un honrado trabajador, deja en la más profunda indigencia a su hogar. En efecto, de acuerdo a referencias que obtuvimos en el escenario del dramático episodio, el extinto era padre de cinco criaturas, cuatro de ella mujeres, la mayor de las cuales tiene seis años. Estos niños deberán ahora que afrontar la vida, al lado de su madre, llevando a cuestas –no se sabe por cuanto tiempo—, la situación de incertidumbre que provoca la imprevista desaparición del jefe del hogar. En el barrio de Ensenada se confía en que esa desdichada señora y sus hijitos reciban de inmediato la ayuda de la gente humanitaria e instituciones de beneficiencia.

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