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Spanish; Castilian Pages [96] Year 1994
Coenraad Boerma
La cara pobre de Europa La Iglesia y los (nuevos) pobres de Europa occidental
Sal lérrae
Dresencia
Colección «PRESENCIA SOCIAL»
Coenraad Boerma
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LA CARA POBRE DE EUROPA La Iglesia y los (nuevos) pobres de Europa occidental
Editorial SAL TERRAE Santander
índice
Título del original en inglés: The poor side of Europe © 1989 by WCC Publicacions, World Council of Churches Ginebra (Suiza) Traducción: José A. Suárez © 1994 by Editorial Sal Terrae Polígono de Raos, Parcela 14-1 39600 Maliaño (Cantabria) Con las debidas licencias Impreso en España. Printed in Spain ISBN: 84-293-1128-9 Dep. Legal: BI-1614-94 Fotocomposición: Didot, S.A. - Bilbao Impresión y encuademación: Grafo, S.A. - Bilbao
Prólogo
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1. La (nueva) pobreza de Europa occidental Las categorías de la pobreza La geografía de la pobreza en Europa occidental Una base inestable para los derechos sociales ¿Nueva pobreza? ¡Nueva riqueza! La amenaza de una dicotomía social
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2. Los pobres y las iglesias en Europa occidental La Reforma ¿Le fue mejor a Calvino? Los siglos xvn y xvm La Iglesia, los pobres y el movimiento ecuménico del siglo xx en Europa occidental El movimiento ecuménico y los pobres después de la Segunda Guerra Mundial La influencia del ecumenismo oficial en el problema de la Iglesia y los pobres
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3. La Iglesia y los pobres: orientación bíblica El lugar bíblico de la Iglesia Buscando la presencia de Jesús El itinerario de Jesús El lugar histórico, cultural y social de Jesús El lenguaje de Jesús Reconocimiento y alienación Después de la ascensión de Jesús La presencia del Señor en los hermanos y hermanas más pequeños Testigos literarios
ÍNDICE
71 73 74 78 81 83 84 86 90 92
4. La Iglesia y el doble evangelio Representación condicional e incondicional Tensión escatológica y relativización ¿Doble evangelio y doble iglesia? Posición bíblica de la Iglesia respecto a los pobres .. Presencia, participación, solidaridad
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5. La respuesta de las iglesias a la pobreza Relaciones positivas y negativas El evangelio, ausente del mundo de los pobres El fracaso de la justicia, la solidaridad y la espiritualidad Un sondeo El ímpetu del ecumenismo ¿Por qué está empeorando la situación de los pobres? ¿Hay en Europa iglesias de los pobres? El lugar de los pobres en el credo de la Iglesia Primeras conclusiones del sondeo Algunos ejemplos concretos Otros impulsos Grupos de acción y comunidades de base
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6. Buscando una estrategia 153 Una Iglesia en expansión fuera de Europa 153 ¿Combatir la pobreza o renovar la Iglesia? 155 «Notae Ecclesiae» y la Iglesia de los pobres 158 La cultura de los pobres y la cultura de la Iglesia ... 165
«Fe» es atreverse a empezar por el principio Un nuevo sincretismo ¿Una Iglesia de los pobres en Europa occidental? ... ¿Qué puede significar para los pobres la Iglesia actual? La misión en Europa El diaconado en Europa Hacia una Iglesia profética ¿Hacia un orden económico distinto? La Iglesia como «koinonía»
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Prólogo
«Nuestra opinión no cuenta demasiado. De hecho, ya no tenemos opinión alguna. Simplemente, vivimos al día. Se pueden tener creencias, de acuerdo; pero ¿se puede mantener con ellas a una familia? ¡Oh, sí!, yo rezo... (el mejor lugar para hacerlo es el cuarto de baño; no se lo diga a la parienta...). Dios es como aquel capitán de los fusileros «gurkas» que me llevó a través del arrozal. Los japoneses le estaban bombardeando encima, y él mismo estaba enfermo, carcomido por la disentería. Nunca he vuelto a verlo, y tampoco sé su nombre, pero pienso en él. Soy un creyente "no sé". Todo está bien para esos tipos que escriben libros, pero no te lo explican, no lo presentan lo suficientemente claro como para que lo entiendas, porque yo creo que ni ellos mismos lo entienden». Estas palabras son de un hombre de una barriada obrera de Birmingham, Inglaterra, una de esas ciudades de Europa occidental tan gravemente golpeadas por la llamada «nueva pobreza europea»1. Este libro trata de esos hombres
1. Extraído de una entrevista de Rodger EDRINGTON en su disertación «Everyday Man, Living in a Climate of Unbelief», Studies in Intercultural History of Christianíty, Frankfurt / Bern / New York 1988.
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PROLOGO
y mujeres, de su confusión en una Europa de abundancia material y con unas iglesias que proclaman el mensaje de salvación, pero que «no lo presentan lo suficientemente claro» para quienes pertenecen a la infrahistoria europea.
Este libro intenta contribuir a este proceso desde la perspectiva del envés de Europa occidental, con el fin de hacer el proceso algo más honesto y humilde. No pretende saber las respuestas. Está escrito desde la vergüenza y la tristeza ante una sociedad que se niega a ser una comunidad y, en cambio, prefiere ser lugar de conflicto entre los fuertes y los débiles, con una economía que cada vez se basa más en el interés individual y el beneficio que en el bien común. En muchos países europeos se está desarrollando una sociedad dual: la sociedad de los que trabajan y pueden participar de la riqueza de la nación, y de los excluidos, a quienes no se permite participar y deben vivir de la caridad, cuya partida está disminuyendo en todas partes. Los franceses lo llaman un développement á deux vitesses, un desarrollo a dos velocidades: una para los triunfadores, y otra para los que van a la zaga; desarrollo que está apoyado por muchos gobiernos occidentales.
Por supuesto que los pobres europeos no lo son de la misma forma que los pobres de Asia, de África o de América Latina. Comparados con los pobres de otros continentes, poseen más, efectivamente. Pero ¿es justo comparar a los pobres con los pobres? ¿No deberíamos, más bien, comparar a los pobres con los ricos de su misma sociedad? En su sociedad, los pobres europeos, los que se encuentran abajo del todo, están rodeados de abundancia. Al igual que los pobres del Sur, no encajan en ninguna parte; no tienen ni poder ni voz ni perspectivas de futuro. No se les permite participar; su «opinión no cuenta demasiado». Peor aún: tienen poca esperanza. Se les ha robado su espiritualidad, y han aprendido a desconfiar de la Iglesia. Para ellos, Dios carece de nombre, y rara vez se le considera Liberador. La teología europea, incluso la de los círculos progresistas, no se dirige a ellos. Puede que la liturgia sea un producto de la renovación de la Iglesia, pero en raras ocasiones es su propia liturgia. ¿Cómo podrían cantar sus canciones en una tierra que, aunque sea la suya, les es ajena y hostil? En todo el mundo, las iglesias están participando en un proceso alentado por el Consejo Mundial de las Iglesias (wcc) de mutuo compromiso por la Justicia, la Paz y la Integridad de la Creación. Las cuestiones de la paz y la creación parecen ser prerrogativas de Occidente, mientras que los problemas de la justicia serían cosa del Sur. Pero ¿qué sucede con la justicia en Occidente? ¿Cómo pueden la ayuda occidental, la asistencia al desarrollo y el apoyo misionero ser auténticos si no se basan en la justicia en su propio ámbito?
Sin embargo, la vergüenza y la tristeza ante las iglesias son más profundas. A pesar de sus buenas intenciones y actividades, en muchos casos han perdido a la gente a la que Cristo más amó. Es signo de esperanza el que casi todas las iglesias de Europa occidental estén progresivamente tomando conciencia de esta situación y buscando soluciones. Quiero expresar mi profundo reconocimiento a las iglesias miembros del Consejo Mundial, a los consejos y a los demás organismos de Europa occidental que ofrecieron su valioso apoyo en la tarea de comprender la contribución de la Iglesia en las cuestiones que conciernen a los pobres de sus propios países. Este libro se centra específicamente en la Iglesia y los pobres de Europa occidental, porque en ésta se olvida con frecuencia a los pobres en el debate ecuménico, y la situación específica de la secularizada sociedad del occidente de Europa hace que una teología liberadora para los pobres sea casi una contradicción. Las iglesias han dado testimonio y han realizado muchas declaraciones y accio-
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PROLOGO
nes en nombre de los pobres en general, pero referidas más a los pobres no europeos y, por tanto, fuera del alcance del poder de las iglesias. Ciertamente, tales declaraciones y acciones habrán de continuar, a fin de exponer el escándalo de la pobreza en un mundo rico; pero el mismo hecho de que la mayor parte de las mismas tengan que hacerse en nombre de los pobres prueba que los pobres mismos no participan en la dirección de la Iglesia. Se habla «de ellos» y «para ellos», no «de nosotros» y «para nosotros». Tales declaraciones y acciones, aun siendo importantes, pueden al mismo tiempo reflejar una actitud paternalista y condescendiente.
El primer capítulo describe la situación actual de creciente pobreza en Europa. La pobreza siempre ha sido una realidad en Europa. Nunca ha sido vencida y casi siempre ha estado desatendida. Dicha pobreza es el resultado de los mismos mecanismos que crean la pobreza en todo el mundo. Centrarse en los pobres europeos puede servir de ayuda para clarificar las dependencias reales entre las personas y para construir nuevas alianzas entre todos los que se encuentran marginados. Así pues, el libro comienza observando la realidad de una sociedad dual en crecimiento en muchos países europeos y la incapacidad y falta de voluntad de los actuales diseñadores de políticas para encontrar soluciones.
Animar a la participación de las iglesias en la vida de los pobres puede no ser tan urgente como incluir la participación de los pobres en la vida de las iglesias. Los pobres fueron los primeros «propietarios» de las iglesias, pero progresivamente han ido siendo marginados y expulsados de ellas. Su ausencia de las iglesias cuestiona directamente la identidad, el modo de ser comunidad, la espiritualidad, la teología y la cultura de las mismas. La cultura de los pobres no parece encajar fácilmente en la actual cultura de la iglesia occidental.
Quizá la historia de la Iglesia, con sus éxitos y sus fracasos, nos ayude a encontrar el camino. Aunque la Iglesia ha producido muchos programas bienintencionados, la mayoría de los pobres la han abandonado, y casi siempre por buenas razones. Lo que repele a los pobres no es tanto la falta de compromiso social de la Iglesia cuanto su falta de solidaridad y la limitación de su koinonía a ciertos grupos. Incluso en el interior del movimiento ecuménico, frecuentemente los nuevos intentos de las iglesias por alcanzar acuerdos parecen militar en contra del desarrollo de una Iglesia de los pobres. Algunos datos suministrados por las iglesias de Europa occidental miembros del wcc proporcionan una visión de conjunto acerca de las posiciones y compromisos habituales de las iglesias a este respecto, como veremos en los capítulos 2 y 5.
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Esto significa que, al margen de todas las consideraciones políticas, sociales y económicas, lo que está en juego es la identidad misma de la iglesia occidental. Se cuestiona su doctrina, su comunión y su liturgia. La Iglesia, instrumento de la «asombrosa gracia» de Dios, ha espiritualizado esa gracia con demasiada facilidad. Desarrolló una completa teoría de la gracia para los pecadores, pero no supo qué hacer con el Evangelio para los desposeídos materialmente. No supo tratar con los dos evangelios que se encuentran en la Biblia: la salvación de los fieles y la salvación de los pobres. Tenía un evangelio para los pecadores, pero ninguno para aquellos contra quienes se había pecado.
Los capítulos 3 y 4 buscan datos bíblicos aplicables. Si es verdad que dondequiera que esté Cristo, allí debe encontrarse también la Iglesia, ¿qué significa para la Iglesia el que Cristo se encuentre entre los pobres?; ¿qué significa que el mensaje de salvación vaya dirigido tanto a los pecadores como a los últimos? El capítulo final buscará estrategias de posibles vinculaciones con el Tercer Mundo y modos de combatir la
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pobreza entre nosotros; se buscarán una teología, una eclesiología y una cultura eclesial basadas en la tensión creativa entre un evangelio para los pobres y un evangelio para los pecadores. ¿Puede una Iglesia «burguesa» salvarse y contribuir a la salvación? Una Iglesia de los pobres en Europa occidental parece aún muy remota. Pero hay signos positivos. La renovación de la Iglesia está floreciendo. Incluso el hecho de que mucha gente esté abandonando las iglesias institucionales, por muy descorazonador que sea, podría brindar una oportunidad de redescubrir el cristianismo como una religión que siempre ha liberado a las personas en la totalidad de sus vidas. Dicho redescubrimiento se refleja en las historias de las iglesias de otros continentes, en las que se considera a los pobres como portadores del Evangelio. Podría ser aún demasiado pronto y reinar un ambiente demasiado frío para una Iglesia de los pobres en Europa occidental. Pero el Espíritu de Dios sopla donde quiere, y el silencio de los pobres en la Europa occidental de hoy podría muy bien ser la señal que necesitamos para sentir su calor.
Para los datos referentes al desarrollo de la riqueza y la pobreza en Europa occidental, remito al lector a Leslie HAMILTON / Wolf DIETER, Poverty and Dependence in the European Community. An Ethical Perspective, ERE- WCC/CCPD, Rotterdam 1983, y al material disponible a través del Programa para combatir la Pobreza de la Comunidad Europea, p.a. I.S.G. Barbarossaplatz, 2. Postfach 2602 44, D-5000, Kóln, Alemania. NOTA:
1 La (nueva) pobreza de Europa occidental
En cierta ocasión, mientras estaba trabajando en una organización holandesa para el desarrollo, recibimos a un grupo de visitantes ecuménicos procedentes de Asia. Como se me pidió que presentara a nuestros visitantes la vida holandesa y les mostrara algunos aspecto del país, planeé una agradable excursión que incluía una visita a los canales de Amsterdam, junto con una muestra del antiguo panorama histórico y de algunas zonas en que estaban construyéndose nuevas urbanizaciones. Era una mezcla del pasado y del presente, y parecía un programa bastante ameno. Pero fue un fracaso. No mostré a nuestros visitantes a ninguna persona sin hogar, alojada miserablemente en habitáculos declarados oficialmente inhabitables. No nos tropezamos con alcohólicos o drogadictos, ni entramos en las zonas donde hay prostitución, ni hablamos con gente que había perdido toda esperanza —aun cuando yo había trabajado muchos años como pastor en tales zonas—. Sólo mostré a nuestros invitados un aspecto de la vida holandesa, el aspecto agradable, presidido por una reina encantadora. Nuestros visitantes no quedaron impresionados. Por orgullo, culpé a nuestros huéspedes y traicioné a mis compatriotas desvalidos.
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Este capítulo intentará corregir tal error. Trataré de la otra realidad de mi país y de los demás países de Europa occidental, la Europa occidental de los pobres. La Europa occidental de los ricos es bien conocida. Nuestros guías turísticos y nuestros embajadores son felices vendiendo su imagen, y nuestros gobiernos luchan incansablemente por proyectar dicha imagen. La Comunidad Europea es el mayor bloque comercial del mundo. Los bancos, las industrias y la tecnología europea, así como su apoyo al desarrollo y la generosidad de sus campañas contra el hambre en otros lugares del mundo, gozan de público conocimiento. Pero se suprime y olvida la otra cara de Europa. En una investigación llevada a cabo por la Comisión Europea en 1981, se preguntó a una muestra representativa de personas de todos los países miembros de la Comunidad Europea si eran conscientes de la existencia de pobreza en su ciudad, pueblo o barrio. Más de una tercera parte de ellas —el 35%— creía que no existían europeos que vivieran realmente en la pobreza, y un 18% dijo que no lo sabía. Es decir, que al 53% de los habitantes de Europa les están de tal manera ocultos sus conciudadanos que ni siquiera los ven. La pobreza se ha hecho invisible. Durante años, los observadores críticos se han percatado de que la riqueza de Europa occidental no se produce en el vacío. Los bajos precios pagados por las materias primas del Tercer Mundo, las políticas y prácticas de nuestras multinacionales y las políticas monetarias de nuestros gobiernos crearon en buena medida la riqueza europea, con frecuencia a costa del Tercer Mundo. Son especialmente los pobres de aquellos países quienes ayudan a financiar a los europeos ricos, pero no son los únicos. Por ejemplo, en el momento culminante del colonialismo decimonónico, los Países Bajos tenían colonias en el Este (el archipiélago indonesio) y en el Oeste (Surinam y las Antillas). En la metrópoli podían encontrarse sólidas
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residencias patricias a lo largo de los canales de Amsterdam, así como deliciosas haciendas en el Vecht y 't Gooi, todas ellas cimentadas en los beneficios obtenidos de las colonias. Pero, en estos mismos Países Bajos, muchas personas del Nordeste vivían en pobres cabanas, y las familias pescadoras de 't Gooi sobre el Zuiderzee se veían obligadas a subsistir con un florín a la semana. El hambre era habitual, y no eran infrecuentes los disturbios. En los ricos Países Bajos del período colonial, el trabajo infantil se utilizaba abundantemente, y había una elevada incidencia de mortalidad infantil, desnutrición, enfermedades epidémicas y analfabetismo. Las novelas de Charles Dickens cuentan una historia similar respecto a Gran Bretaña. Durante el período del colonialismo europeo, del imperialismo europeo político y económico, hubo siempre una Europa de los impotentes, que se veían obligados a vivir de las migajas que caían de las mesas de sus señores. Esta sigue siendo la situación, tanto en el Tercer Mundo como en el primero. Se adelantaría mucho si los occidentales y los habitantes del Sur conociesen y reconociesen estos hechos. Aunque el debate Norte-Sur se complicaría, también se humanizaría, e incluso podría contribuir al descubrimiento y establecimiento de nuevas alianzas. Las categorías de la pobreza Oficialmente, no había pobreza en la antigua República Federal Alemana. Pero el número de personas que recibía asistencia pública se elevó a un millón en 1988, y la venta de comida para perros y gatos se incrementó en una proporción significativamente más elevada que el número de animales domésticos. En Colonia, un anciano mostró una lata de comida para perros a un periodista que había vivido entre los viejos durante año y medio, y le preguntó: «¿Puede usted identificar su sabor en la sopa?». El mismo periodista se encontró con una anciana que llevaba una lata abierta de comida para gatos. «Después de todo —dijo—,
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en la guerra y en la postguerra comíamos cosas que ni siquiera eran tan sabrosas como esto». En el país del milagro económico, con su fuerte moneda, las organizaciones caritativas distribuyen diariamente vales de sopa y de pan a los alemanes necesitados. Alrededor de dos millones de parados viven bajo la permanente amenaza del proceso de destrucción de empleo, con el riesgo de deslizarse del desempleo al subsidio de paro, proceso que lleva de tres a diez años. Ocurre más rápidamente en las épocas prósperas, cuando, estimulada por los bancos, la gente se endeuda. Dos tercios de las familias alemanas arrastran deudas por un importe de entre 10.000 y 50.000 marcos. De ellas, el sesenta por ciento no puede pagarlas, pues en el intervalo se ha quedado sin empleo. En Gran Bretaña la situación es aún peor. El país al que su primer ministro ha denominado «el paraíso de los propietarios de casas y de los accionistas» y en el que una pequeña élite está enriqueciéndose ininterrumpidamente, tiene unos cuatro millones de parados. Los pobres son cada vez más pobres: el 20% del total de las familias británicas posee sólo el 0,5% del total de las rentas familiares disponibles. En los últimos siete años —afirma un experto en el tema de la seguridad social—, se han unido al ejército de los pobres más personas que en el período comprendido entre 1948 y 1979. Un signo visible de ello es el número de vagabundos que pueden encontrarse en el metro de Londres, en los tristes barrios de Manchester y en las zonas industrializadas de Escocia. Durante el gélido invierno de 1984, los clochards franceses murieron congelados en las calles. Las estaciones de Metro se mantuvieron abiertas por la noche para que los sin hogar pudieran sobrevivir. Trescientos mil vagabundos vagaron a lo largo y ancho del país viajando en trenes nocturnos, en busca de un trabajo que no se encontraba en ningún sitio. Actualmente hay seis millones de
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indigentes que viven de la mendicidad o, en número creciente, de la caridad organizada. Éstas no son más que unas cuantas muestras, extraídas de referencias que aparecen regularmente en la prensa, para llamar la atención hacia lo que se califica como «la nueva pobreza» europea. Podrían añadirse muchas más. Prácticamente, no hay ningún país de Europa occidental en que la pobreza no afecte a grandes grupos de población, a pesar de los sistemas de asistencia social que se han creado. En la actualidad es extraordinariamente difícil decir qué es exactamente la pobreza y saber dónde empieza y dónde acaba. Un informe realizado en 1983 por la Comisión Ecuménica para la Iglesia y la Sociedad de la Comunidad Europea (ECCS) en Bruselas señaló que cualquier intento de definir la pobreza no sólo es arriesgado, sino también elitista. La mejor manera de llegar a una comprensión de la pobreza consiste en preguntar a la gente qué entiende por tal. En Gran Bretaña se llevó a cabo un sondeo mediante el cual se confeccionó una lista en la que se establecían las condiciones consideradas necesarias para llevar una existencia propiamente humana. Los resultados parecían apuntar a que la pobreza debe entenderse, en primer lugar, en un contexto relacional. Además, no debe ser considerada en términos estáticos, sino dinámicos. Naturalmente, tiene que ver con las necesidades básicas de la vida (alimento, vivienda, vestido), pero también con el lenguaje, la cualificación, la formación y la educación. Pero, por encima de todo, la pobreza guarda relación con la manera de participar en la cultura y en la sociedad de las que se forma parte. La pobreza es la incapacidad de aprovechar las posibilidades que la sociedad brinda. Es estar excluido, no tener ni poder ni opción alguna en las posibilidades y conflictos que son parte de la sociedad. Por tanto, erradicar la pobreza no consiste simplemente en tratar de hacer asequibles más y mejores provi-
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siones materiales, sino de expandir la participación efectiva, a fin de que la gente pueda cumplir su propio papel en el conjunto de la sociedad a la que pertenece. La expresión cultura de la pobreza indica que no se trata de una mera cuestión de distribución de renta y riqueza, sino, en igual medida, de un producto de factores sociales y psicológicos. Todo está conectado con la economía, pero la economía no lo es todo. Por ello, la pobreza presenta un aspecto diferente en Europa occidental del que tiene en la Europa del Este o en otras partes del mundo. El nivel de vida puede ser mayor en Europa que en África, por ejemplo, pero esto no hace que la pobreza sea en Europa algo distinto de pobreza. Puede que los pobres europeos reciban subsidios públicos de los que estén celosos los pobres del resto del mundo, pero es sumamente académico y elitista enfrentar estos dos tipos de pobreza en base a ello. Nuestra pobreza no puede relacionarse con la pobreza ajena, sino sólo con nuestra riqueza. Estadísticamente, la Comunidad Europea establece el nivel de pobreza en la mitad de la renta neta media de un país determinado. Las cifras, por muy defectuosas e incompletas que sean, proporcionan indicios reveladores de las relaciones socioeconómicas en la rica Europa occidental. En 1981, de acuerdo con este método de medida, al menos treinta millones de personas de la Comunidad Europea eran pobres (Grecia, España y Portugal no eran miembros aún). Es decir, un 11,4% de la población total. Diez millones de personas viven de subsidios de la asistencia social. En Gran Bretaña, por poner un ejemplo, dichos subsidios están constituidos por dos tercios de la cantidad de dinero considerada necesaria para tener una participación mínima en la sociedad británica. Por lo menos un millón y medio de personas carecen de hogar o sólo tienen un alojamiento temporal. Cuatro
millones no saben leer o escribir, y esto ocurre en una sociedad en la que la letra impresa es casi más importante que la palabra hablada.
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En algunas zonas el desempleo ha llegado hasta el 80% de la población en edad de trabajar. Consecuentemente, son en especial los jóvenes quienes padecen esa falta de futuro, la ausencia total de perspectivas de participar en la sociedad, uno de los desórdenes sociales más graves. Las cifras más recientes (posteriores a la incorporación de España a la Comunidad Europea) muestran un incremento del 30% en el número de desempleados y un crecimiento general de la pobreza. Es de destacar que no sólo la edad (los jóvenes y los viejos), sino también la raza y el sexo son factores determinantes en la cuestión de la pobreza. Es extremadamente preocupante la creciente división entre quienes se encuentran en el lado productivo de la sociedad y quienes han sido excluidos del mismo. Frente a un grupo que va siendo cada vez más dependiente, se encuentra otro que participa activamente en la sociedad y se beneficia de ella. Ello conduce a la formación de un gueto, tanto en el sentido físico como en el socio-psicológico. En la próspera ex-Alemania Occidental, ñor ejemplo, el 25% de la población dejó de desempeñar \in papel en el proceso económico o, por decirlo de otro modo, de tener alguna responsabilidad respecto a la sociedad. Sorprendentemente, la pobreza en Europa occidental no es el resultado de un empobrecimiento total de la sociedad (como ocurre, en cierta medida, en muchos países del Tercer Mundo), sino de una creciente disparidad entre pobres y ricos. La pobreza en el occidente de Europa no es el resultado de una crisis del sistema productivo, ni se basa en una escasez de bienes materiales, sino en la incapacidad y la falta de voluntad de las estructuras políticas
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para humanizar el sistema económico. El sistema económico occidental se muestra incapaz de resolver sus propios problemas. El Movimiento Europeo del Cuarto Mundo distingue tres categorías de pobreza en Europa occidental: 1. Los asalariados de menores ingresos: son los primeros afectados por las crisis, pero mantienen un cierto status, en virtud de sus habilidades y capacidades. Aún tienen algún futuro. 2. Los «nuevos» pobres: madres atendidas por la beneficencia, miembros de las minorías étnicas, trabajadores emigrantes con débiles vínculos sociales, parados de larga duración... Poseen aún un cierto asidero en su presente, pero, en cuanto a su futuro, dependen totalmente de otros. 3. Los pobres excluidos: están totalmente limitados por su pasado. Van de acá para allá intentando saldar sus deudas y contrayendo otras nuevas. Todo es más caro para ellos que para los demás, porque nunca pueden tener nada en reserva, aprovechar los descuentos por compras en mayor cantidad o las oportunidades. Por ejemplo, si no tienen dinero para el gas, una vez que se lo hayan cortado, tendrán que guisar en una pequeña cocina de camping de butano. Al no poder comprar las bombonas de butano grandes, se ven forzados a utilizar las desechables, más pequeñas y más caras. No reciben subsidios sociales, porque los impresos les resultan difíciles (o imposibles) de leer. Se les llama «inadaptados» y «asocíales», lo que, de hecho, quiere decir que la sociedad los ha desahuciado. No tienen ni futuro ni presente, sino que viven con la mirada puesta en el pasado. La mejora de los servicios sociales no ha cambiado la suerte de este grupo; siguen siendo el «lumpen proletariat». Su número es de un 10% en los Estados Unidos, un 5% en Gran Bretaña y algo menor en los demás países de Europa occidental. Pero van en aumento.
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La geografía de la pobreza en Europa occidental La pobreza, a la que Gunnar Myrdal ha denominado «la contrapartida trágica de la riqueza», está repartida desigualmente en Europa occidental, como en cualquier otro lugar. La renta media en ciudades como París o Hamburgo es diez veces superior a la de Grecia. Indudablemente, las zonas más pobres son el Sur de Europa e Irlanda, seguidas muy de cerca por el Norte de Inglaterra y las antiguas zonas industriales de Bélgica y los Países Bajos. Se habla de unas «crecientes disparidades regionales» como forma de «colonialismo interno» entre las regiones. El modelo «centro- periferia» de André Gunder Frank, que pretende explicar el contraste entre el Norte y el Sur y entre las zonas urbanas y las rurales, también es aplicable a la misma Europa, que tiene centros de poder y de riqueza claramente reconocibles, frente a bolsas de pobreza que se consideran industrias auxiliares de dichos centros. La Comunidad Europea refuerza más que debilita esta estructura de dependencia. Es claro que para países como Grecia, Portugal y España, la adhesión a la Comunidad Económica Europea resulta financieramente ventajosa. Pero la pregunta es ¿quiénes salen beneficiados en esos países? En los países miembros más antiguos, los pequeños agricultores ya se han hundido, y se han beneficiado las grandes empresas agrícolas. Un mapa que muestre la renta per cápita basada en la distribución del Producto Nacional Bruto (PNB) pondrá de manifiesto que la línea Norte-Sur (Dinamarca, Alemania central, Francia central) desempeña una función fundamental, con un PNB casi tres veces" superior al de la periferia irlandesa y al de la bota italiana. Pero el PNB no es nunca el instrumento adecuado para medir la pobreza. Por ejemplo, Groningen, en el norte de Holanda, tiene la renta per cápita más elevada de la Comunidad Económica Europea, de acuerdo con su PNB. Pero esta cifra se basa en los beneficios obtenidos de la venta
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del gas natural que allí se extrae, que no se reflejan directamente en la renta real de los residentes. Por otro lado, una mirada más atenta a los «centros» revela pronto notables diferencias entre ellos. En ciudades como Londres, París, Rotterdam, Hamburgo, Frankfurt y Milán, con frecuencia las «costas doradas» residenciales se encuentran junto a empobrecidos suburbios que, en muchas ciudades, se encuentran a punto de convertirse en marginales. Un pequeño paseo a lo largo de las zonas no turísticas de esas ciudades, o de Liverpool o Manchester, puede resultar muy educativo. Estos centros de poder y riqueza también tienen sus «periferias», que resultan aún más dolorosas por la yuxtaposición de ricos y pobres. Los habitantes de los suburbios tienen que contemplar diariamente la riqueza que hay sólo unas cuantas calles más allá. La carencia de solidaridad interpersonal es patente y tangible a diario. Además, en estos escenarios urbanos no hay posibilidad de conseguir una cierta independencia interna, mediante la cual se pudiera crear una cierta seguridad propia merced al cultivo de una pequeña parcela de tierra, como es posible en zonas más agrícolas en las que el PNB es más bajo. En Grecia y Portugal, por ejemplo, puede que el PNB sea menor, pero tienen un mayor nivel de consumo. Una limitación adicional al uso del PNB per cápita como medida de la riqueza y la pobreza es la denominada «economía sumergida», constituida por transacciones llevadas a cabo fuera del control de las autoridades fiscales. Este fenómeno ha florecido durante mucho tiempo en la Europa del Sur, pero ahora está creciendo también en los países del Norte.
rreno social (reconocimiento del derecho de huelga, del derecho a la gestión conjunta, del derecho a sindicarse, etc), ello constituye aún una base inestable, muy expuesta a las condiciones del mercado. En cuanto la economía se encuentra en dificultades (con la crisis del petróleo, por ejemplo), se hace patente hasta qué punto estos avances sociales son fundamentalmente marginales.
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Una base inestable para los derechos sociales Aunque en varios países industrialmente desarrollados, en especial desde 1945, ha habido algunos avances en el te-
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Los primeros en advertir este hecho fueron, por supuesto, los países en vías de desarrollo. Nuevas limitaciones arancelarias, precios más bajos por las materias primas, impedimentos comerciales y una concentración del poder económico en corporaciones y organizaciones multinacionales como la Comunidad Europea, en especial en el área comercial, pusieron de manifiesto que la contribución europea en forma de ayuda al desarrollo (ya entonces a menudo mediante la promoción del comercio y la industria privados dirigidos desde el extranjero) era, de hecho, un camuflaje para conseguir el poder político. La UNCTAD, cuyos comienzos habían sido tan prometedores, fue decayendo progresivamente ante el GATT, que estaba dominado por los poderes económicos fácticos, dado que el mundo occidental se mostraba dispuesto a hacer cada vez menores concesiones en materia comercial. Lo mismo puede decirse de otras organizaciones mundiales de matiz idealista, como la UNESCO y las mismas Naciones Unidas. Las organizaciones multinacionales y los bancos, con los que el Tercer Mundo tiene enormes préstamos pendientes, crean un mecanismo independiente que puede mantenerse bajo control, por lo menos en principio, mediante la voluntad política y una ética orientada hacia el interés general. Pero la esfera política va cayendo progresivamente en manos de los intereses nacionales e individuales, y cada vez es menos capaz de ofrecer soluciones de carácter global. Dentro de Europa puede hallarse un proceso similar. Los intentos por mantener los servicios sociales dentro del ámbito de los derechos humanos se ven sometidos a pre-
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siones cuando la economía se estanca. El paquete de medidas sociales, que venía revestido de un cierto aura de idealismo, se distribuye con mayor o menor prodigalidad en función del superávit económico. La lucha contra la pobreza, como la ayuda al desarrollo, es hasta cierto punto un lujo financiado por el superávit social. Incluso en países en que los servicios sociales están garantizados por la ley (como los Países Bajos, Francia e Inglaterra), estos derechos se ven amenazados continuamente. Se insinúa que la estructura social debería basarse en el hecho inapelable de que el beneficio financiero es el único motor del comercio. Esta ideología ignora muchos otros motivos, tales como la responsabilidad social, el sentido de justicia, la búsqueda de una sociedad más humana y los esfuerzos en pro de los menos capacitados. El papel del gobierno, tanto en lo concerniente a la distribución equitativa de los beneficios y las pérdidas como en lo relativo a la promoción de los derechos de propiedad y de participación de todos en el proceso social, se ve restringido continuamente, incluso en las democracias occidentales, en épocas de recesión económica, si bien se podría argüir que es precisamente en tales circunstancias cuando los gobiernos deben estar más dispuestos a intervenir en favor de los débiles. Los pobres parecen ser el problema, pero son los ricos los que lo son.
de hacerlo. Es como si los ricos necesitaran la pobreza de los pobres para poder seguir siendo ricos.
, A este respecto, la situación se parece a la prostitución. Suele culparse del problema de la prostitución a la prostituta, pero el problema real lo constituyen quienes son incapaces de vivir su sexualidad de un modo más humano que yéndose de putas. Y lo mismo ocurre respecto a la relación entre ricos y pobres. Toda la atención se centra en los pobres, en su miseria, su impotencia y sus fracasos, mientras que el problema real proviene de los ricos y poderosos, que se benefician del sistema y son incapaces de ver cómo podría modificarse de manera que pudiera incluir a los pobres, y ciertamente no muestran la menor intención
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¿Nueva pobreza? ¡Nueva riqueza! El deterioro actual de la relación entre pobres y ricos se describe a menudo con el término «nueva pobreza». Sin embargo, de hecho, incluso durante las épocas social y económicamente más prósperas, siempre ha habido en Europa occidental personas sin ninguna oportunidad de participar en los beneficios y las responsabilidades sociales. La pobreza nunca ha sido desterrada de Europa. Durante el período de crecimiento económico de los años de postguerra, se intentó realmente abordar el problema de la pobreza. Convirtiéndose en «Estados de bienestar», los países industrializados occidentales confiaban en superar la pobreza. Se aprobaron leyes que garantizaban el derecho al sustento, se legisló en lo referente a las pensiones, se estableció un sistema de seguridad social a fin de amortiguar los riesgos individuales, etc. Daba la impresión de que la pobreza se había convertido en un fenómeno marginal, reducido a casos excepcionales, de los que era posible ocuparse fácilmente con medidas benéficas. Ya no parecía necesario combatir la pobreza, a la que se consideraba como el límite inferior de la prosperidad, y se pensaba que se moderaría gracias a esa creciente prosperidad. Pero, de hecho, esta manera de tratar la pobreza, simplemente la hacía invisible. «Quien se sienta en la oscuridad no puede ser visto». Esto es lo que ocurre con la «nueva pobreza». La pobreza ya no tenía lugar en la sociedad del bienestar. Por ello, en la mayoría de esos países no se podía formar una mayoría política que luchase efectivamente contra la pobreza. Las iniciativas para luchar contra ella mediante políticas salariales complementarias y una mayor ampliación de los derechos sociales fracasaron. Se llegó a considerar que la pobreza era, en mayor o menor medida, únicamente culpa del pobre. En el sondeo
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mencionado anteriormente, el 25% de los encuestados dijo que pensaba que la causa de la pobreza actual era «la pereza y la falta de fuerza de voluntad»; el 16% consideraba que la causa era «la mala suerte»; el 26% creía «que hay demasiada injusticia en nuestra sociedad»; y el 14% aseguró que «desgraciadamente, el progreso hace inevitable este tipo de situaciones». Sorprendentemente, quienes se hallaban más próximos a una situación de pobreza fueron los que con mayor frecuencia culparon de la misma a los propios pobres. Es evidente que la crisis del petróleo de los años setenta alteró bruscamente el clima socio-político en Europa occidental. Muchas personas consideraron que el coste de los programas de ayuda social constituía uno de los obstáculos más serios a la hora de salir de la recesión económica. Ello condujo a una política de subsidios dirigidos a estimular los beneficios del comercio y la industria y a la privatización de un número creciente de empresas públicas. Se estimuló el sistema de libre empresa como motor de la sociedad, y se consideró el sistema social como un factor secundario. «En épocas de escasez, incluso el emperador pierde sus derechos», dijo en 1987 el primer ministro holandés Ruud Lubbers —olvidando oportunamente que el gobierno no debe proteger los derechos del emperador, sino los de quienes no tienen nada. Durante este período, el número de marginados creció dramáticamente. Según algunos cálculos, la sociedad actual debe contar con un excedente humano del 25%, es decir, un cuarto de la población empujado hacia los márgenes de la sociedad en países como la antigua Alemania occidental, Gran Bretaña o Francia. Estas personas dependen de la ayuda social (y de los cambiantes criterios para ser acreedor a la misma). Pertenecen a una fuerza de reserva laboral o, en ocasiones, al grupo de desempleados permanentes que incluso se extiende hasta la tercera generación. Para ir tirando, se ven obligados a competir con
otras personas que también viven en el límite de la pobreza o ligeramente por encima del mismo. Su existencia está amenazada permanentemente, por lo que este grupo es el que tiene actitudes más negativas hacia quienes se encuentran inmediatamente por debajo de ellos. Frente a este grupo de personas marginadas o amenazadas por la marginación, se encuentra un activo grupo que vive en la seguridad y participa en el proceso laboral. Jamás cederán en sus derechos, por miedo a terminar también ellos en la zona de los marginales. La «riqueza» de estos tres cuartos crea la «pobreza» del otro cuarto. El proceso de nivelación social y material en la Europa occidental de la postguerra se ha interrumpido actualmente, con el resultado de una disparidad aún mayor entre pobres y ricos, tanto en términos materiales como socio-psicológicos. Un segmento social acaba en el gueto. El Estado se encuentra en peligro de escindirse, con una mayoría que usa de casi todos los medios disponibles para mantener e incrementar sus actuales privilegios y seguridad, y una minoría impotente que no tiene la menor oportunidad de promover sus intereses. Incluso el movimiento obrero —que, en un principio por sí mismo, y posteriormente con ayuda del Estado, entabló interminables luchas contra la clase propietaria, en busca de seguridad y derechos económicos— ha llegado a oponerse al amplio grupo de parados, cuya seguridad social actualmente amenaza los derechos recién conseguidos de los empleados. El contraste entre las políticas que favorecen a los trabajadores y las que favorecen a los pobres inmoviliza al movimiento socialista y conduce a una crisis política y social dentro del Estado de bienestar. Oficialmente hay una vuelta a los antiguos tópicos de la ayuda mutua, vendidos a veces con la etiqueta de «autoayuda» o «sociedad responsable». El individuo ha de hacer lo que la colectividad no hace. El Estado ya no garantiza la justa distribución de los bienes. La iniciativa
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privada debe servir de mecanismo regulador para tratar de reducir el creciente abismo entre ricos y pobres o, mejor, para hacerlo más aceptable y, de ese modo, validarlo. Las iglesias y las organizaciones de voluntarios se encuentran, por tanto, en la desafortunada posición de tener que proporcionar caridad de emergencia para sus prójimos necesitados, ofreciendo así, inevitablemente, una coartada a un Estado despreocupado. De este modo se debilita la influencia política de la Iglesia y de otras instituciones privadas. También aquí hay un claro paralelismo con la ayuda al desarrollo. El dilema —conceder asistencia o luchar por los derechos humanos; proporcionar al prójimo necesitado el auxilio que precisa o promover la causa de la justicia— amenaza todos los esfuerzos en pro de una concienciación política. Estas acciones apelan al sentido de benevolencia y, al hacerlo, refuerzan el sistema que crea la necesidad y no tiene ningún interés esencial en aboliría. De este modo está emergiendo una nueva subclase en Europa occidental. Naturalmente, su extensión depende de la existencia o inexistencia de una renta garantizada y legalmente establecida, como ocurre, por ejemplo, en los Países Bajos o Alemania. Donde tal renta no existe o es inadecuada, como en Francia y Gran Bretaña, la pobreza es más abyecta, y los pobres están incluso más aislados de la sociedad «normal». Una investigación llevada a cabo por la Comunidad Europea mostró que en Europa Occidental existe un núcleo de pobreza permanente: — el 79,6% de los no-pobres continúa siendo nopobre; — el 5,3% de los pobres sale de la pobreza (movilidad ascendente); — el 10,6% de los no-pobres acaban en la pobreza (movilidad descendente); — el 4,5% de los pobres continúan siendo pobres (pobres persistentes).
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Estas cifras son de 1981. Desde entonces, los grupos de «movilidad descendente» y «pobres persistentes» han aumentado. Este último lo forman fundamentalmente personas sin formación y no especializadas, que ejecutan las tareas más pesadas y que requieren la menor preparación y trabajan en los sectores económicos en declive. Las labores son realizadas en su mayor parte por inmigrantes, procedentes especialmente de países no comunitarios. Las familias que ascienden desde la pobreza a la nopobreza (movilidad ascendente) poseen una mayor cualificación y más educación. Se las arreglan mediante trabajos adicionales que requieren habilidades limitadas. Provienen en su mayor parte de países pertenecientes a la CEE. El grupo creciente de los que acaban en la pobreza (movilidad descendente) está formado por aquellos que se hallan mucho menos implicados en el proceso productivo. Éste es el grupo de los «nuevos pobres», grupo dos veces mayor que el de los nuevos ricos. Como en cualquier otro lugar, la pobreza en Europa occidental refleja racismo. Los más pobres de entre los pobres de Europa son los inmigrantes que proceden de fuera de la CEE, y ello significa, en la mayoría de los casos, negros o personas de piel oscura originarias de África y Asia. Forman parte de un grupo mucho más amplio de blancos pobres. En conjunto, constituyen esa parte creciente de la sociedad europea occidental que: — no tiene importancia económicamente (se halla fuera del proceso productivo regular); — políticamente no tiene voz (con una única excepción en los Países Bajos); — vive bajo presión psicológica (efecto secundario de ser tanto una amenaza como una carga para los que están mejor situados); — no recibe apoyo eclesial o religioso (porque la Iglesia los ha perdido).
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Parece como si hubiésemos vuelto a la situación preindustrial, anterior a la emergencia de la clase media. «La sociedad está organizada de este modo», pensaba la gente en la Edad Media, «y todo procede de la Divina Providencia». Había ricos y había pobres. Dándoles limosna, los ricos procuraban que los pobres sobreviviesen, y de ese modo el orden se mantenía. Si la distancia entre ricos y pobres crecía demasiado, los pobres se procuraban su sustento al margen de la ley, mediante el robo y la rebelión, mendigando y formando cuadrillas, que constituían para los pobres formas más o menos legales de autoayuda, así como una fuente de autoestima y orgullo. La pobreza, considerada como una constante dentro del orden querido por Dios, no era una categoría moral. En la sociedad industrial burguesa, cambia el modelo. Se considera que la sociedad está en formación. Hacerse rico es consecuencia del propio trabajo, la coronación de los propios esfuerzos; ser o permanecer pobre indica falta de ambición, de capacidad y de valor. Ser pobre es fracasar. En épocas anteriores, ser pobre era considerado algo tan «natural» como ser rico. Pero en esta nueva época la situación ha cambiado. Ser pobre es ser no-rico; es el reverso del éxito; es la incapacidad de participar en el curso del desarrollo humano general. Dado que el Estado fue siendo considerado progresivamente el garante de la prosperidad (y más tarde del bienestar), la atención se dirigió hacia la abolición de ese aspecto negativo. Mediante la educación, la autoorganización y el autodesarrollo, y proporcionando a los pobres mejores oportunidades, éstos podrían participar plenamente en la economía y en su sistema de recompensas. La lucha social tuvo lugar en el terreno de los salarios y las condiciones de trabajo: el proceso de asalariar. En un principio, los instrumentos de poder fueron las formas individuales de resistencia, como el robo y la evasión fiscal; posteriormente aparecieron formas organizadas de resistencia —huelgas, sublevaciones, etc.— y de ayuda mu-
tua (fondos médicos, pensiones de vejez, etc.). Existían modos de socorrer a aquellos que no podían mantenerse, debido a las enfermedades o a los problemas sociales. De esta manera se atacó la pobreza incrementando la producción. Los pobres que no contribuían a la misma, excepciones a la regla, se hallaban a cubierto gracias a medidas individuales. Incluso durante este período, había una parte de la población que no participaba en el proceso productivo, porque no quería o no podía hacerlo. Este grupo no percibía salario alguno ni tenía derecho al mismo. Se veían obligados a arreglárselas por su cuenta, por ejemplo, echándose a los caminos y viviendo una vida de vagabundos (la infracción a la ley más extendida del siglo pasado). A medida que la economía fue expandiéndose, incluso este grupo pudo alcanzar un nivel de renta más o menos razonable. Se hicieron intentos por trasladar esta renta del ámbito de la caridad y elevarla a la categoría de derecho civil. Pero el punto clave de todo el proceso continuó situado en quienes producían. Los derechos de los pobres no eran autónomos, sino que tenían como función y presupuesto el mantenimiento de una sociedad orientada al éxito. En los años posteriores a la Segunda Guerra Mundial, aparecieron numerosas y nuevas formas y causas de pobreza (problemas de alojamiento, posibilidades educativas limitadas, problemas sanitarios, nuevas actitudes hacia la criminalidad, etc.). Como respuesta, se crearon todo tipo de instituciones de «reforma» social, subvencionadas con el excedente de la renta social. Como hemos visto, tales intentos de «reforma» casi no tuvieron ningún efecto en la estructura de la vida de la comunidad. A pesar de los muchos elementos positivos de estos esfuerzos, hemos de decir que tan sólo sirvieron para pro-
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mover el individualismo, para orientar la emancipación decididamente en dirección al progreso personal que proporcionan la educación y la formación profesional. Incluso los movimientos emancipadores fundamentados en la Iglesia se vieron ensombrecidos por intereses individuales o grupales después de que triunfase el movimiento de liberación. El crecimiento económico de los años de postguerra hizo posible actuar socialmente sin necesidad de ser realmente social. Por ello, la recesión de la segunda mitad de los años setenta, con la consiguiente caída del excedente económico, pudo llevar a una crisis del mismo Estado. Las masas de parados, los «antiguos» pobres y el creciente grupo de personas conscientes de su exclusión del ámbito de la producción manifiestan el alcance de la crisis del Estado de bienestar, no sólo en cuanto Estado de bienestar, sino como Estado mismo. Está creciendo la duda en torno a si el Estado es aún capaz de regular la sociedad. Junto a quienes continúan dedicándose a la mejora de las condiciones sociales de los «pobres» para mantener el orden existente con ayuda de la social-democracia, ha surgido un grupo alternativo, que posee su propia cultura y se mueve en su propio ambiente, y que incluye redes más o menos eficaces o grupos de interés al margen del modelo oficial. Se trata de «grupos de autoayuda» en el sentido literal de la palabra, sin subsidios ni control de los programas gubernamentales de «ayuda a la autoayuda», sino que son más o menos independientes y coordinan sus intereses durante un determinado período de tiempo. Esta combinación de intereses no es sencilla, ya que estos grupos son extremadamente heterogéneos. Entre ellos se encuentran los «antiguos» pobres carentes de formación y los inmigrantes, así como los «nuevos» pobres, los desempleados con cierta cultura, estudiantes universitarios sin trabajo, artistas sin mercado para sus obras, y madres con subsidios de la asistencia pública. Según un estudio
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alemán, por encima de todas las diferencias, lo central es la organización de los logros que conectan directamente y promueven una mayor integración del grupo al que la sociedad, por razones estructurales, no puede socorrer. Por tanto, lo que evidentemente se desarrolla es una cultura independiente —o, más bien, varias culturas— de los pobres, con sus propias reglas, sus propias alianzas y animosidades y su propio medio social al margen del general. Los políticos conservadores usan estas novedades para cerrar aún más firmemente el «grifo» social, invocando el lema liberal: «Viva la iniciativa privada», u otro de tintes más religiosos: «Dios ayuda a los que se ayudan a sí mismos». En este contexto, son precisamente aquellas acciones de autoayuda a las que la misma sociedad raramente, si es que lo hace alguna vez, presta atención, las que reciben apoyo. Las organizaciones para la tercera edad logran ayuda del gobierno antes que las asociaciones de parados. Para los progresistas, estas iniciativas constituyen advertencias de que ha tenido lugar un cambio radical de postura, desde un sistema de valores material a otro postmaterial, si bien nadie es capaz de presentar al respecto una respuesta adecuada o una legislación idónea. La impotencia actual de los sindicatos y de la mayoría de los partidos socialistas de Europa occidental puede explicarse sobre esta base. La amenaza de una dicotomía social La conclusión más importante que puede extraerse de todo ello es que sobre la población de Europa occidental se cierne una amenaza de escisión en dos grupos de interés y dos subculturas excluyentes: un estrato superior más próspero y un estrato inferior creciente, aunque políticamente
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marginado. La «clase» de la mayoría, apoyada por las organizaciones políticas, origina esta nueva «subclase». Esta circunstancia debería juzgarse sólo sobre bases morales. Ningún ser humano debería ser marginado o excluido de la sociedad humana. Nuestro «contrato social», como lo denominó Rousseau, está en entredicho. «Cuando algunos no pueden participar en la sociedad —afirma un catedrático de Oxford— la sociedad misma está en peligro». Para el problema de una nueva «subclase» no existe solución «macro-económica». Es decir, el problema ya no puede resolverse a base de crecimiento económico, que sólo lleva a «más de lo mismo». Requiere una serie de acciones interconectadas basadas en una nueva actitud y modo de pensar en lo concerniente a la comunidad mundial. En el encuentro sobre «La pobreza en la Comunidad Europea» (Bruselas 4-5 de Noviembre de 1983), tras llamar la atención respecto a «la falta de concienciación acerca de la pobreza como proceso de empobrecimiento», se afirmó que está teniendo lugar un «proceso de "desolidarización". Quienes no son pobres quieren distinguirse de los que lo son. Quienes son pobres desean establecer diferencias entre ellos y los que son aún más pobres». Esta falta de solidaridad no es sólo un problema psicológico, sino que, como se subrayó anteriormente, es sobre todo un problema social. Apunta a una ruptura en la sociedad que va mucho más allá de lo que los meros contrastes económicos (la relación entre patrón y empleado) pueden explicar. La falta de solidaridad origina una grieta social y cultural. Esto constituye un hecho alarmante, porque no es accidental, sino que está «apoyado y dirigido por poderosas instituciones sociales que actúan en nombre de todos nosotros» (de Faith in the City).
2 Los pobres y las iglesias en Europa occidental
«No rechaces a los necesitados, sino comparte todo con tu hermano y no digas que es tuyo. Porque, si posees lo eterno en común, ¿cómo no vas a hacer lo mismo con lo que es transitorio?», dice uno de los primeros libros de formación cristiana, la Didajé, o «Enseñanzas de los Doce Apóstoles». Cuando se escribió este texto, la Iglesia tenía alrededor de ochenta años. La fe cristiana, «la más material y más histórica de todas las religiones», según un historiador de la Iglesia, todavía reflejaba un profundo sentido de unidad, tanto material como espiritual. Se consideraba a los pobres como el fundamento de una nueva comunidad en Cristo. Atacar a los pobres era atacar al Señor de la Iglesia; no sólo equivalía a dañar la relación mutua, sino también —según St 2,7— a cometer sacrilegio. Sin embargo, esta actitud cambió. De constituir un movimiento casi revolucionario, integrado por pobres que esperaban un reino de redención completa en el futuro inmediato, la Iglesia pasó a convertirse en una institución aceptada que, para sobrevivir, adoptó las características de su entorno social. El contraste entre los pobres y los ricos se convirtió en parte de la misma Iglesia. Los pobres pa-
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saron, de sujetos, a objetos de la atención de la comunidad. La caridad ocupó el lugar de la justicia, y el moralismo reemplazó a la comunidad. Esta tensión, que ha seguido formando parte del modelo de Iglesia, no se ha resuelto en el curso de su historia. No obstante, repetidas veces han surgido grupos cristianos que querían volver a aquel fascinante comienzo. Algunos decidieron compartir el destino de los pobres, asumiendo voluntariamente la pobreza; otros, como san Pablo de Tebas a mediados del siglo m, se retiraron al desierto, manteniendo de esta manera vivo el ideal de pobreza como un recordatorio de la claridad y el radicalismo originales del evangelio.
bergues de refugiados. De este modo, aquellos dirigentes eclesiásticos intentaron detener la creciente pobreza de la época, originada por una economía que cada vez dependía más de la propiedad a gran escala y de enormes impuestos sobre los estratos más bajos de la sociedad. «El pan que guardas para ti, aunque no lo necesites, pertenece a los hambrientos —proclamó Basilio en un sermón—. Los zapatos que malgastas deberían ser para los que van descalzos; de igual modo, el dinero que has enterrado deberías dárselo a los necesitados. Cometes tantas injusticias cuantas personas hay con las que evitas compartir lo que posees».
Pero la mayoría no escogió libremente la pobreza, sino que ésta fue para ellos un destino impuesto por los poderosos, que no deseaban compartir su poder y su riqueza. En ocasiones, los pobres se organizaban en movimientos de resistencia frente a la injusticia social. La Iglesia, por su parte, se situaba entre la pobreza libremente escogida y estos movimientos opuestos a la misma. Especialmente después de haber sido reconocida oficialmente por el Estado en tiempos de Constantino, la Iglesia intentó —a menudo con métodos poco limpios, pero a veces mediante actos nobles— cristianizar y, de ese modo, humanizar la sociedad y sus instituciones, a través, entre otras actividades, de una distribución más equitativa de la riqueza mediante la caridad organizada. Ambrosio, el obispo de Milán del siglo iv, constituye un buen ejemplo al respecto. La muerte, dijo, no establece distinciones. ¿Quién puede establecer diferencias de clase entre los muertos?, preguntaba en uno de sus sermones. En la misma época, en la iglesia oriental, Basilio, el arzobispo de Cesárea, estableció dentro del Estado pequeños estados (basilías) en los que podían hallar refugio seguro los extranjeros, los pobres, las viudas, los enfermos, los ancianos y los huérfanos. Éstos fueron los primeros hospicios y al-
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Pero la Iglesia no siempre dio este testimonio. Mientras se prestaba mucha atención a la filantropía de Dios, la caridad divina, se dedicó muy poca a la dikaiosyne, la justicia divina. El status quo social permaneció intacto. La Iglesia no tuvo influencia alguna sobre la balanza del poder económico. Además, la creciente brecha abierta entre las iglesias occidental y oriental limitó las posibilidades de las diversas iglesias de servirse de correctivo mutuo. En Occidente se desarrolló vigorosamente el ideal de la personalidad individual, y todos aquellos que no pudieron o no quisieron acomodarse a él se quedaron en la cuneta. En Oriente se mantuvo un sentimiento más marcado en lo referente a la comunidad humana como tal, en la que había espacio para los menos «desarrollados». El intento de cristianizar la sociedad en su conjunto, en la forma de un corpus christianum —estimulado en Occidente por el temor a un Islam en pleno avance y por la lucha contra el mismo—, estrechó el vínculo entre la cruz y la espada, con la Inquisición como instrumento. Para los pobres (así como para los judíos y los musulmanes) esta alianza entre la Iglesia y el poder secular no fue una buena noticia. Los intereses de la aristocracia coincidían cada vez más con los de la jerarquía eclesiástica. En el siglo xi aumentó la oposición a esta alianza entre los po-
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derosos, los pobres se hicieron oír cada vez más, y creció la necesidad de una reforma en la doctrina y en la vida. Ésta fue la época de las cruzadas, en la que los valores declinaron. Fue, asimismo, un tiempo de locura infecciosa. La historia cuenta que Francisco, que se había deshecho de todas sus posesiones, con gran disgusto de sus vecinos de Asís, se encontró con Jesús. Cristo le dijo: «¡Francisco, estás loco!» Y Francisco respondió: «¡Pero no tanto como tú, Señor!»
desprenderse de todo lo que poseía para seguirle, fueron la gota que colmó el vaso. Waldo se deshizo de sus negocios y distribuyó sus posesiones, emprendió la traducción de parte de la Biblia al dialecto local y, desde entonces, vivió de la caridad. En torno a él se formó un pequeño grupo que se autodenominó «los pobres de espíritu», siguiendo la bienaventuranza de Mt 5. Como los discípulos en Mt 10 —sin alforjas, con una sola túnica y sin dinero—, viajaban de acá para allá como evangelizadores itinerantes. No tenían líder; Jesús era su pastor. Se autodenominaban simplemente una societas, un grupo de personas de mentalidad afín que deseaban formar parte de la sociedad a su propio estilo. Su aparición en escena no constituía tan sólo una crítica al lujoso modo de vida de clérigos y magistrados, sino que iba más allá y desafiaba el monopolio espiritual de las autoridades eclesiásticas. Predicaban sin pedir permiso, entrando de este modo en conflicto con la jerarquía eclesiástica. En 1190 fueron declarados herejes.
También fue una época en la que empezaron a surgir nuevas estructuras sociales. Entre el 1050 y el 1200, la población del occidente de Europa pasó de 46 millones a 61. Los avances agrícolas fueron incluso superados por los industriales, especialmente en la industria textil, gracias a lo cual las ciudades se expandieron, pobladas en su mayor parte por las gentes más pobres, provenientes de las clases más bajas. Desde estas ciudades crecieron los movimientos de los pobres, primero en el norte de Italia y el sur de Francia (por ejemplo, los patarinos y los lombardos), avanzando más tarde hacia el norte (Flandes, los Países Bajos, y el delta del Rhin), donde se establecieron industrias. De los muchos nombres que se pueden mencionar, dos son especialmente significativos: Pierre Waldo y Francisco de Asís. De los cuales, uno fue excomulgado, y el otro canonizado. Pierre Waldo fue un rico comerciante de la próspera ciudad de Lyon, en el sur de Francia. Entre 1170 y 1180 sufrió una crisis espiritual. De labios de unos trovadores escuchó la historia de san Alejo, que se había desprendido de todas sus posesiones y había partido hacia Tierra Santa, allí había enfermado y, más tarde, había regresado a su hogar, donde murió, sin ser reconocido, bajo la escalera de su propia casa. La historia causó una profunda impresión en Waldo. Las palabras de Jesús al joven rico (Mt 19,21), exigiéndole
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Francisco de Asís era también un rico mercader procedente de una ciudad del norte de Italia. En 1208 se convirtió, influido por la enseñanza de Mt 10, y también él abandonó todas sus posesiones y se dispuso a seguir a Jesús en completa pobreza. También en torno a Francisco se desarrolló un movimiento laico, formado tanto por mujeres como por hombres que deseaban convertirse en los «pequeños», los inferiores socialmente hablando, los Hermanos y Hermanas Menores. Al igual que los «pobres de espíritu» de Waldo, desafiaron a una sociedad en la que se despreciaba a los pobres y a una Iglesia que había contemporizado con el poder, la influencia, el dinero y la corrupción. Ambos grupos atrajeron a innumerables personas «corrientes». Pero para Francisco la humildad y la obediencia formaban parte del concepto de pobreza. Las autoridades eclesiásticas siguieron representando a sus ojos a Cristo. Para Waldo, era preciso obedecer a Dios antes que a las autoridades humanas. Esto hizo que su protesta fuese más ame-
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nazadora a largo plazo, y tuvo que abandonar la Iglesia. A Francisco, en cambio, se le permitió permanecer en su seno.
clarados heréticos por la Iglesia y sofocados a sangre y fuego. Los pobres desaparecieron de la iglesia oficial. La plaza de la iglesia se convirtió en su territorio, y en ella se situaban sus mercados. Ya no cantaban el canto gregoriano en el latín eclesiástico, tenían sus propias canciones en su propia lengua, su propia Biblia, sus propias manifestaciones dramáticas, con numerosas representaciones de los relatos bíblicos y abundante crítica del clero.
Para Francisco, el factor más importante, en lo que a los pobres se refiere, no es la justicia. Su aportación se centraba en otros aspectos. Su deseo era devolver a los pobres su dignidad ante Dios y ante la Iglesia. En este tiempo hubo también otros defensores de los derechos de los pobres que proclamaron que en épocas de escasez el robo está permitido, y que las posesiones de los individuos pertenecen a la comunidad. Personas como Waldo y Francisco dieron un enorme impulso a estos movimientos de los pobres, en gran medida porque suscitaron una atención renovada hacia la Biblia como libro fundamental de la Iglesia, no como libro del sacerdote para ser transmitido al pueblo, sino como libro dirigido al pueblo mismo. Especialmente bajo la influencia de John Wycliff (1328-1384), la Biblia se convirtió en un libro que puso de manifiesto con mayor claridad aún que era la misma Iglesia la que constituía el problema. Wycliff forjó teorías útiles para la acción a partir del biblicismo primitivo del siglo xn. A la postre, su escuela dio lugar a los husitas, que no reconocían autoridad alguna, aparte de la Ley de Dios. Practicaban la plena comunidad de bienes, justificando esta práctica con la palabra de Dios. La economía siguió desarrollándose. La economía del trueque comenzó a transformarse en economía monetaria. Inicialmente fue la Iglesia la que se convirtió en un poder financiero. Posteriormente surgieron los bancos y las entidades mercantiles. Existía una gran pobreza en el campo y un extenso desempleo en las ciudades. El capital y el trabajo fueron progresivamente entrando en conflicto, y aumentó el abismo entre ricos y pobres. Muchos pobres se rebelaron bajo la influencia de hombres como Wycliff y Hus. Surgieron movimientos de protesta que fueron de-
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Así pues, a pesar de los movimientos de los pobres, como los liderados por Waldo y Francisco, el proceso de marginación de la Iglesia respecto a los mismos siguió adelante, pues la Iglesia misma no escuchaba sus voces. Hacia el siglo xv, la tensión y la confusión en los ámbitos espirituales, políticos y sociales clamaban por el cambio. El momento estaba maduro para la reforma. La Reforma En el Augsburgo de los siglos xv y xvi, el negocio familiar de los Fugger comenzó a tener bajo su control una parte cada vez mayor de mercado. Una de sus empresas se dedicaba a la explotación de las minas de plata. En Sajonia, en una de aquellas familias de mineros, nació en 1483 Martín Lutero. En aquella época, los sistemas de comunicación europeos estaban cambiando. La conexión entre el Norte y el Sur iba siendo cada vez más importante, con el Rhin como arteria principal. Una nueva clase de mercaderes y negociantes estaba asumiendo la función dominante que había pertenecido a la nobleza. Se organizaron gremios que monopolizaban el trabajo especializado. Tanto en el campo como en la ciudad vivía un gran número de trabajadores no cualificados que se convirtieron en un nuevo proletariado: los que no tenían acceso a la nueva economía. Con el «descubrimiento» del Nuevo Mundo a comienzos del siglo xvi (México se conquistó en 1519, y Perú en
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1532), empezó en Europa la época del colonialismo, con su explotador comercio con Oriente y la apertura de nuevos mercados en Occidente. Pero los pobres europeos no participaron de los beneficios del colonialismo. Los precios subieron muchísimo. En Francia, el precio de la tierra subió un 200% entre 1547 y 1554. La especulación y el juego a gran escala se pusieron de moda entre quienes se encontraban en los «mejores» círculos. En un período de 75 años, mientras el coste de la vida se elevó en un 400%, los salarios crecieron tan sólo entre un 30 y un 50%. Y la inestabilidad social aumentó correlativamente.
En el período comprendido entre 1516 y 1519, Lutero abandonó el dualismo cuerpo / alma, tiempo / eternidad, tierra / cielo. Su trabajo exegético le indujo a considerar más literalmente los textos bíblicos referentes a la pobreza, llegando a entenderla como una realidad política y económica. Al estudiar la Carta de Pablo a los Romanos, no pudo sentirse satisfecho con interpretaciones alegóricas, y se convenció de que el Estado y la Iglesia debían hacer frente a la injusticia que conducía a la pobreza. Cada vez iba siendo más consciente de las realidades políticas existentes más allá de su claustro. Vio que los pobres sostienen a los ricos «como los pies sostienen el cuerpo», y que los ricos no se ocupan de los pobres: «no habéis fortalecido a las ovejas débiles, no habéis curado a la enferma, ni vendado a la que estaba herida..., sino que las habéis dominado con violencia y dureza», decía citando Ez 34. Los ricos podían hacer cosas como cazar, que eran consideradas robo cuando las hacían los pobres. Los ricos odiaban a los pobres. Estaban incurvati in se, eran egocéntricos, estaban preocupados tan sólo por sus propios intereses. Desconocían el amor auténtico. Ése era el precepto de Lutero en esa época: el amor. Lo único que el Papa tenía que hacer era vender la iglesia de San Pedro de Roma y dar el dinero a los pobres. Hacia 1520, Lutero había abandonado este modo de pensar. Estaba envuelto en un profundo debate teológico con Roma en torno a la «justificación de los impíos», que no se salvarán mediante sus propios méritos, sino por la gracia. En la «teología de la cruz» que fue desarrollando, se considera a los pobres como los creyentes a los pies de la cruz que se salvarán por los méritos de Cristo. Toda la atención se centraba en la justificación teológica, espiritual. La justicia ética correspondía a un orden completamente diferente. Hay un reino de Dios y un reino de este mundo, con sus respectivos modos de justificación (luteranos posteriores elaboraron a partir de aquí una doctrina según la cual ambas esferas no tienen apenas nada en
Este clima preparó las condiciones para la Reforma, que, pese a estar inicialmente planteada como una renovación espiritual, no fue posible que se redujese a ese único ámbito. Dadas las circunstancias en que surgió, la Reforma no pudo sino conducir también a un cambio político y social. Examinar las opiniones de Lutero1, tal y como aparecen en sus sermones y comentarios, equivale a ver cómo reflejó el gran reformador las tensiones sociopolíticas de la época. Quiso renovar la Iglesia y la fe, pero no pudo evitar las tensiones cotidianas. En contra de su voluntad, durante un cierto tiempo se convirtió en héroe del proletariado y de la nueva clase media. En el período comprendido entre 1513 y 1516, continuaba siendo el monje que observaba su voto de pobreza, que era para él una condición de su relación con Dios: quien busca a Dios es pobre; a los ricos sólo les interesan sus posesiones y los asuntos terrenales. En esta época, al interpretar los salmos, se centró fundamentalmente en su mensaje espiritual. Para entrar en el reino de Dios, pensaba él, hay que apartarse del mundo.
1. Como hace Lee BRUMMEL, «Luther and the Biblical language of poverty»: The Ecumenical Review 32/1 (1980), pp. 40-58.
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común). Ser pobre en sentido espiritual es ser pobre ante Dios, confiando en su misericordia. Ser rico equivale a la arrogancia de la autojustificación y la autodefensa. La Iglesia sólo puede edificarse sobre la humildad de situarse a los pies de la cruz de Cristo. Los pobres no deben rebelarse contra las autoridades, sino aceptar su miseria como un castigo de Dios. Mediante dicha aceptación, reciben la gracia. El sufrimiento es, pues, la característica del auténtico cristiano.
aceptar el sufrimiento. Al mismo tiempo, advirtió a los gobernantes que no abusasen de su poder, pues no estaban tratando con los campesinos, sino con el mismo Dios. Pero cuando la rebelión campesina se complicó por las actividades de los anabaptistas radicales, Lutero rechazó enérgicamente a los rebeldes: el demonio actuaba a su través, y había que reprimirlos. El resultado fue que el gobierno regional se apoyó en la autoridad de Lutero, y los pobres se apartaron de la reforma luterana. «La liberación en la esfera espiritual implicaba opresión en la esfera temporal», concluye Brummel en el estudio citado anteriormente. Y de esta manera pasó desapercibido un kairós, un momento en el que la causa de los pobres y la del evangelio podrían haber aunado. En su última época (1530-1546), Lutero reconsideró esta espiritualización de la pobreza. Releyó una vez más los textos bíblicos en torno a los pobres en términos socioeconómicos y dio prioridad a las preocupaciones de los mismos. Los pobres sufrían por causa de los príncipes y de la nobleza, aunque el gobierno había sido instituido precisamente para protegerlos. Hizo todo lo que estaba en su mano para promover una nueva legislación y protestó contra los monopolios del capital y el comercio. Intentó hacer a la vez tres cosas: a) que el poder espiritual de la Iglesia retornase al servicio humilde, siguiendo el ejemplo de Jesucristo, el siervo manso y sufriente; b) limitar las pretensiones totalitarias de las autoridades; y c) enfrentarse al fanatismo sectario de quienes, como los anabaptistas, pretendían hacer del mundo entero una Iglesia purificada.
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Mientras este intenso debate teológico continuaba, las intensas tensiones sociales explotaron en la guerra campesina. En el Flandes de 1323 ya había tenido lugar un levantamiento campesino. Durante varios siglos, los campesinos (y en menor medida el proletariado rural) habían estado luchando por los derechos sobre la tierra con la nobleza y el clero, que consideraban el uso de la misma como privilegio propio. En su crítica de las autoridades eclesiásticas, la Reforma proporcionó muchos argumentos bíblicos a las demandas sociales de los campesinos. En su Zwólf Artikel gemeiner Bauernschaft de 1524, los campesinos rebeldes citaban repetidamente la Biblia para fundamentar sus pretensiones, que iban, desde el derecho a la libre predicación y a la libre elección por las parroquias de sus propias autoridades eclesiásticas, hasta la abolición de la servidumbre y el derecho a cazar y pescar libremente. Los campesinos, que prometieron renunciar a sus demandas si se les demostraba que eran contrarias a la palabra de Dios, pidieron a Lutero su dictamen y su apoyo. Muchos campesinos, generalmente de las clases inferiores, se habían unido ya a la Reforma. En una carta a Melanchton en 1521, Lutero los había denominado la columna vertebral de la misma. Pero cuando comenzó la rebelión campesina, en 1524, Lutero estaba tan preocupado por la teología de la Cruz que postergó la cruz soportada por los pobres. Acusó a los campesinos de utilizar la palabra de Dios para sus propios fines. Los cristianos debían
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A medida que la reforma luterana se fue gradualmente institucionalizando y preocupándose cada vez más por la pureza doctrinal, y las autoridades regionales fueron recobrando el control, el conservadurismo social ganó finalmente la partida, utilizando la distinción luterana entre la esfera eclesiástica y la estatal como oportuna coartada para mantener el antiguo orden.
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¿Le fue mejor a Calvino? El historial de Lutero era ambiguo. En cualquier caso, por la época en que Calvino estableció la reforma de Ginebra (1536), la rebelión campesina pertenecía ya al pasado, y el experimento radical y utópico de los anabaptistas, con una teocracia comunista en Münster, había terminado en un baño de sangre. Calvino hizo pedazos el dilema de Lutero (y también de Agustín): los asuntos religiosos no eran más importantes que los terrenales; ambas esferas deben lealtad al mismo Cristo. Un siglo después de la reforma de Ginebra, un ministro calvinista puritano declaró en el parlamento británico: «la Reforma debe ser universal..., se han de reformar todos los lugares, todas las personas y todas las profesiones; los tribunales, los magistrados inferiores... Se han de reformar las universidades, las ciudades, los países, las escuelas elementales, el día del Señor, las ordenanzas, la adoración de Dios... Toda planta que mi Padre celestial no haya plantado será arrancada». En el mismo siglo, un escritor inglés afirmó: «preferiría ver venir hacia mí a todo un regimiento armado con espadas antes que a un solo calvinista convencido de estar cumpliendo la voluntad de Dios»2. El punto de partida de Calvino no eran las necesidades de las personas que buscan un cambio, sino la obediencia a Dios, que nos obliga a cambiar. Las personas no sólo deben ser portadoras del amor de Dios, sino también instrumento de su voluntad en todas las esferas de la creación divina.
2. Para esta contribución acerca de Calvino estoy en deuda con el libro de Nicholas WOLTERSTORFF, UntilJustice andPeace Embrace, Grand Rapids (Mich.) y Karpen (Netherlands) 1983, y a la magistral y pormenorizada obra de André BIÉLER, La pensée économique et sociale de Calvin, Généve 1977.
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Las ideas de Calvino no venían caídas del cielo. Aparte de Lutero, tenía el ejemplo de las medidas que Zwinglio había adoptado en Zürich en cuanto a las estructuras sociales. La misma Ginebra había superado una larga historia de lucha por la libertad contra el duque de Saboya. Los campesinos y la nueva burguesía habían creado su propio medio en aquel lugar. Mucho antes de la llegada de Calvino, se habían adoptado diversas medidas sociales, desde la prohibición de la prostitución y los juramentos hasta la prescripción que establecía horas de cierre para los cafés y la asistencia obligatoria a la iglesia (bajo amenaza de multa). Pero, al mismo tiempo, se prohibió vender pan o vino a un precio superior al preciso, se fundó un hospital abierto a todo el mundo y, por primera vez en Europa, la educación fue obligatoria para todos. Después de que Ginebra votase por la Reforma, se prohibió la mendicidad. No se trataba de ejercer la caridad, sino de hacer la guerra a la pobreza. El nuncio papal informó a Roma de que, a diferencia de otras ciudades europeas, en las calles de Ginebra no había mendigos ni se hacían colectas de limosnas para los pobres, puesto que «se les proporciona abundante ayuda con un espíritu auténticamente fraterno». Los pobres no existen, afirmó Calvino en un sermón basado en Dt 15,11. Son vuestros pobres. Tu hermano, tu pobre, tu necesitado, dice el texto hebreo. No se trata de que los ricos den a los pobres, y éstos reciban de los ricos, sino que los ricos deben dar a Dios, y los pobres recibir de él, «a fin de que ambos alaben al Señor». Uno de los seguidores de Calvino argumentó en contra de la limosna privada. De ello debía ocuparse la Iglesia, con el fin de prevenir la arrogancia de los donantes. En Suiza se adoptó una ley sobre los pobres en 1538: «Entre nosotros, los miembros del Cuerpo de Cristo no deben sufrir hambre o sed, ni estar expuestos al frío, la pobreza o la aflicción por el hecho de que nadie les ayude, ni deben desesperar por su vida y exigir venganza por hallarse abandonados».
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El mismo Calvino vinculó la justificación con la ley. Ya sea sastre, comerciante o campesino, un cristiano debe «trabajar con obediente gratitud por la renovación de la comunidad terrena». Se trata de una cuestión de «comunicación mutua». Todos contribuyen al enriquecimiento de la sociedad. La división de la misma en ricos y pobres daña esta comunicación. Calvino advirtió a los ricos de su comunidad: «Si las pobres almas que han ofrecido su esfuerzo y su trabajo y han derramado su sudor y su sangre por vosotros no reciben un salario justo, si piden venganza contra vosotros a la mano de Dios, ¿quién será vuestro portavoz o el abogado que os libere de la misma?» Calvino no dudó en comparar a los comerciantes de grano de Ginebra —que en épocas de escasez acumularon el grano para elevar los precios— con «asesinos, bestias salvajes que muerden y devoran a los pobres chupándoles la sangre». Acumular el grano cuando la gente está hambrienta es una perversión, una traición a la gracia de Dios. El gobierno existe para proteger a los pobres, y la Iglesia para defenderlos, incluso haciendo frente al Estado en su nombre. Para Calvino, el único criterio para juzgar un régimen es su actitud hacia los pobres. Los pobres representan al mismo Jesús. Por tanto, la prosperidad no es neutral, sino un instrumento al servicio del bien o del mal. La única justificación de la riqueza estriba en ponerla al servicio de los que carecen de ella. En tiempos de Calvino, la república de Ginebra, rodeada de enemigos por todas partes, santuario para infinidad de refugiados y lugar de nacimiento de un fuerte espíritu de resistencia, empezó a convertirse en un importante centro político y económico. Su estilo de vida cambió. Los privilegiados vivían lujosamente, en tanto que la pobreza crecía entre los menos afortunados. Frente a esta situación, Calvino lanzó su llamada a la sobriedad, no (como suele decirse) por razones ascéticas, ni por una apelación a un ideal de pobreza voluntaria que no encaja
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con la creencia en la libre gracia de Dios, sino por una solidaridad basada en la comprensión de la unidad entre espíritu y materia. Calvino no atacó la propiedad privada ni se ocupó de la forma o los medios de producción. Su preocupación se centraba en la distribución de los bienes terrenales, incluyendo el producto del propio trabajo. Calvino estaba interesado esencialmente en lo que posteriormente se llamaría la «sociedad responsable», en la que se intenta establecer, por medio de reglas claras, el derecho de todos a los productos de la sociedad. Todas las personas son iguales ante Dios. Para Calvino, esta actitud democrática no era sólo una tarea política, sino también una postura económica. El papel del Estado consiste en proteger a los pobres de los ricos y lograr una armonía de intereses. Para Calvino, la propiedad en sí no era contraria a la ley (como enseñaban y practicaban los anabaptistas y, en menor grado, los hermanos moravos). La propiedad, para Calvino, sólo era contraria a la ley cuando no se empleaba de un modo justo y caritativo. En este sentido, Calvino seguía siendo medieval. En contraste con el derecho de propiedad absoluto de los romanos y la manera comunitaria de Platón de entender la propiedad, la Edad Media se preocupaba menos de la propiedad en cuanto tal que de su uso. La propiedad no era cuestión de principio, sino de función. Se puede disfrutar de la propiedad, pero se debe entregar el excedente a los pobres. Calvino reforzó esta línea de pensamiento, acentuando la responsabilidad personal y plasmándola en leyes. Todo lo preciso que fue en cuanto a la fe y a la obediencia, lo tuvo de flexible en lo referente a las estructuras sociales, políticas y económicas básicas, con tal de que las mismas se situasen bajo la autoridad de Dios. Como portador de dicha autoridad, al Estado debía respetársele tanto como criticarlo. Aquí radicaba el punto débil del enfoque de
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Calvino: en la medida en que la noción de Dios como fuente última y espejo de la autoridad social y política declinó, desapareció la crítica al Estado, pero perduró la veneración hacia el mismo. En palabras de Biéler, cuando el calvinismo comienza a ir a la deriva, produce «un conservadurismo frecuentemente reaccionario y en completa contradicción con su dinámica social original». A pesar de todas sus diferencias, Lutero y Calvino eran hombres de orden. Calvino llevó el orden hasta sus últimas consecuencias para albergar en su seno a los pobres. Su «sistema» sólo podía funcionar en un medio «burgués» como Ginebra. Antes de ser llamado a Ginebra, Calvino trabajó en Basilea y Estrasburgo, donde la población era mucho menos burguesa y mucho más «proletaria». ¿Qué habría ocurrido si las súplicas de Farel no hubiesen conseguido llevarlo a Ginebra? ¿Habría prestado más atención a las estructuras económicas que crean la pobreza? Los vagabundos, los mendigos, los desposeídos, dependientes de una economía manipulada por otros y desprovistos de la posibilidad de ser corresponsables a la hora de edificar el Estado y de dedicar su esfuerzo al elevado ideal calvinista de la comunidad —entendida como comunicación de Dios—, quedaron marginados. Fueron en parte beneficiarios de lo que la «sociedad responsable» de Calvino y los restantes reformadores produjeron, pero no fueron parte del proceso. El ideal de la Reforma propugnaba una sociedad responsable y justa para los pobres, pero nunca se logró la participación de los mismos. La comprensión teológica del evangelio de la libre gracia de Dios, por la que la Reforma es famosa, no tuvo una contrapartida social. La creencia bíblica en la justificación de los pecadores se detuvo, en lo social, en la justificación de la clase media baja. Las clases inferiores tuvieron que vivir de las migajas que caían de las mesas de sus «superiores».
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Los siglos XVII y XVIII En los siglos xvn y xvm, Europa occidental cayó bajo la influencia del nacionalismo y el racionalismo. El corpus christianum único, sometido a la autoridad de un papa y un emperador (cuya rivalidad los mantenía a ambos en jaque), se desintegró en varios países, ocupados cada uno en sus propios asuntos. Tres confesiones —catolicismo, luteranismo y calvinismo— reclamaban la exclusividad para sí mismas, perdiendo de este modo credibilidad. La teología se convirtió en un instrumento de validación de la identidad confesional y, con respecto al nacionalismo, de reforzamiento de la ideología de cada Estado. En los Países Bajos, Dios, el país y la casa de Orange estaban íntimamente unidos. En Alemania, esta tendencia condujo a un sentimiento de Gott mit uns («Dios con nosotros»). Los ingleses rezaban diciendo «Dios salve al rey»; y los Estados Unidos se convirtieron en el «país de Dios». La fe tenía poco que ver con todo ello. La espiritualidad se replegó hacia el interior, como en el caso del pietismo. La Ilustración organizó, por así decirlo, una liquidación eclesiástica. La ciencia, la tecnología, la economía, el arte, la filosofía..., toda la cultura, en definitiva, ya no tenía nada que decir a la Iglesia; y la Iglesia, por su parte, tenía poco que decirle a la cultura. Simplemente, iba a remolque, sola con el evangelio y con una tradición cristiana que se estaba desmoronando en las vidas de la gente. Es digno de destacar que fuera precisamente en este período cuando floreció la labor misionera occidental. Había que salvar el alma de la cristiandad, y nadie pareció reparar en que esta «salvación» estaba teniendo lugar dentro del marco de la expansión política y económica occidental. El corpus christianum se había dividido en una parte secularizada —el poder del Estado, los negocios y la política— y otra espiritual —la religión, que se ocupaba
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tan sólo de lo inmaterial—. A pesar de los esfuerzos de muchos cristianos individuales, las iglesias no consiguieron desarrollar una concepción coherente respecto a las cuestiones sociales. La ausencia de tal concepción cristiana condujo a infinidad de trabajadores y marginados hacia quienes ofrecían un mensaje de esperanza.
lugares se concentraban los trabajadores manuales. Pero la geografía eclesial seguía respondiendo a un modelo preindustrial.
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Cuando, a finales del siglo xvm, la Revolución Francesa tradujo a términos sociales y políticos las ideas de la Ilustración (el racionalismo, la democracia, la independencia del espíritu humano, el rechazo de la autoridad exterior), la Iglesia pronto fue dejada en la cuneta, excepto en cuanto defensora de los antiguos valores. Con unas pocas excepciones, tales como los cristianos socialistas franceses, la mayoría de los cristianos se vieron atrapados entre los radicales, que veían en la revolución la llegada del reino de Dios, y los conservadores, que la consideraban la llegada del reino de Satán. Durante la primera mitad del siglo xix, los cristianos liberal-conservadores (democráticos, no republicanos; moderados, no revolucionarios) se vieron obligados a hacer frente a los abogados de nuevas ideologías (librepensadores, socialistas y, con frecuencia, hostiles a la Iglesia). Pero la clase trabajadora y los pobres no participaron en este debate. Incluso el socialismo cristiano fue fundamentalmente una ideología burguesa. Ello fue evidente en Inglaterra, donde los efectos de la Revolución Industrial fueron más acusados. Toda una generación creció al margen de la Iglesia. Así, en la primera mitad del siglo xvm, en torno a 15.000 «almas» pertenecían al municipio de Sheffield; un siglo más tarde, el número se había elevado a 100.000, sin cambio alguno en la organización eclesial. La geografía de la sociedad industrial requería que la población se concentrase en zonas donde las fuentes de energía, tales como el agua y el carbón, pudieran ser aprovechadas fácilmente por las nuevas máquinas. En tales
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Quizá no se debería decir que la Iglesia «perdió» a la clase obrera, sino que dicha clase surgió y creció enteramente al margen de la esfera de influencia de la Iglesia. Fue surgiendo toda una nueva subcultura con la que la Iglesia tenía poco que ver. «La base económica de la vida de la clase obrera, su pobreza, sus condiciones de trabajo, su carencia durante décadas de auténtica intimidad doméstica, hizo del culto a la respetabilidad que acompañó al cristianismo Victoriano algo ni muy posible ni demasiado atractivo para la gran mayoría», afirma John Kent en un artículo acerca de la Iglesia y el movimiento sindical en la Inglaterra del siglo xix3. Un estudio de 1851 sobre la asistencia a la iglesia en las Islas Británicas mostró claramente el alejamiento de los pobres de las instituciones religiosas (excepto en la católica Irlanda). Horace Mann, que dirigió el estudio, incluyó entre las explicaciones posibles de este hecho la división de la sociedad en clases, que «era tan profunda que incluso, aunque no hubiese habido tales símbolos de desigualdad dentro de las iglesias, los trabajadores no habrían querido practicar el culto junto a miembros de otras clases» (lo contrario también debe de haber sido verdad). Otros factores, según Mann, eran «la aparente falta de interés por parte de las iglesias en el bienestar material de los pobres, y el carácter y estilo de vida muy de clase media del clero». Además, los problemas inmediatos de la vida cotidiana de los pobres constituían una carga tan pesada que, sencillamente, no había tiempo para el culto
3. Cf. J. DE SANTA ANA (ed.), Separation without Hope?, wcc, Geneva 1978. Especialmente los artículos de André Biéler sobre los procesos en Francia, y de G. Brakelman sobre Alemania.
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y la reflexión. La religión era un pasatiempo para quienes podían permitírselo. En Alemania, J.H. Wichern fundó la Innere Mission, que llevó a cabo una excelente tarea aliviando el sufrimiento de los pobres e intentó hacer que las iglesias tomaran conciencia de sus deberes sociales. Pero incluso en estos círculos se consideraba revolucionario y en conflicto con la fe cristiana el criticar las estructuras sociales que originaban la pobreza. Naturalmente, hay que cuidar de los pobres, pero los culpables de su situación son ellos mismos.
supuestos básicos del sistema social en su conjunto. En contraste con el optimismo de Adam Smith, que veía en la libre empresa la base providencial de la libertad para todos, hubo otros que fomentaron el reformismo social.
E. Thurneysen describió este choque entre el socialismo y el cristianismo como el hecho más importante de la historia eclesiástica del siglo xix y comienzos del xx. El desarrollo de la moderna sociedad capitalista, industrial y secularizada prescindió completamente de la Iglesia. Esta se mostraba atemorizada ante tal proceso, pero no tenía defensa ante él. Por supuesto, hubo cristianos que lo vieron venir. Reconocieron las fuerzas positivas de la Ilustración —libertad, democracia, derechos humanos, ciencia y tecnología—, pero también vieron la alienación —el robo, en realidad— que suponía, pues, de hecho, las identidades de innumerables personas, tanto dentro como fuera de Europa, les estaban siendo arrebatadas a fin de que la libre economía siguiese funcionando. La solicitud del metodismo wesleyano, a fines del siglo xvín, hacia los habitantes de los suburbios, los prisioneros y los esclavos, y la labor caritativa de las iglesias libres menores —Baptista, Cuáquera, Hermanos de Plymouth, Ejército de Salvación— condujeron a una concienciación mayor respecto a las causas sociales de la pobreza. Muchos cristianos apoyaron los esfuerzos tendentes a mejorar las relaciones industriales mediante una nueva legislación, mientras que las cuestiones planteadas por la Revolución Francesa y el surgimiento del comunismo indujeron a algunos de ellos a la reconsideración de los
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Pero este contra-movimiento no pasó de ser algo marginal y, en gran medida, elitista. Los trabajadores y los pobres representaron en él un papel insignificante. La clase media, que había logrado conquistar su propia libertad respecto de la nobleza y la monarquía, se negó a compartir sus privilegios con las clases inferiores, y la Iglesia prestó demasiada atención a este grupo y a la aún más poderosa oligarquía como para ser capaz de emprender una acción significativa. Los verdaderos impulsos sociales provinieron del mismo movimiento obrero. En la lucha de clases, tan sólo unos cuantos socialistas o anarquistas cristianos hicieron causa común con los trabajadores. Personas como el pastor luterano holandés Dómela Nieuwerhuis (1846-1919) se encontraron con que sus esfuerzos en favor de los trabajadores eran incompatibles con su labor clerical. Hubo que esperar hasta finales del siglo xix para que se manifestase alguna mejora en el ambiente eclesiástico. La encíclica papal Rerum Novarum aceptaba la democracia y se mostraba abierta ante las cuestiones provenientes de la clase trabajadora. El holandés Abraham Kugner —por lo menos en su juventud— defendió cambios estructurales en la sociedad. Otros líderes eclesiásticos actuaron del mismo modo. Pero para la clase obrera ya era demasiado tarde. La Iglesia, los pobres y el movimiento ecuménico del siglo XX en Europa occidental A comienzos del siglo xx, constituyó un signo de esperanza una nueva corriente eclesiástica que empezó a surgir: el movimiento ecuménico.
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El siglo xix había sido para Europa un siglo de expansión política y cultural. La tecnología moderna, con sus barcos de vapor, máquinas, trenes, teléfonos y electricidad, estaba haciendo que el mundo fuese progresivamente un mundo. Las rutas comerciales se convirtieron en sendas de emigración, de comunicación y, respecto a la Iglesia, de misión. Fue también el siglo de la iniciativa personal, que condujo a la fundación de asociaciones dedicadas a la distribución de la Biblia, la educación, la evangelización y la cultura. Las guerras fueron escasas, pero hubo insurrecciones y revoluciones: señal de que bajo la Europa oficial del poder y la expansión subyacía otra que había descubierto los derechos, pero no los había puesto en práctica. Era la Europa del trabajo infantil (en los Países Bajos, por ejemplo, hasta 1874 no se prohibió el trabajo de los niños menores de 14 años), del cólera, la tuberculosis y la escarlatina, con una tasa de mortalidad infantil de entre el 30 y el 50%. Las viviendas de los trabajadores eran «muy malas: húmedas, oscuras, sucias, hacinadas y sin ventilación suficiente», según un informe oficial británico. En el campo, la situación era mucho peor aún que en las ciudades. La duración media de la vida de un jornalero en 1850 era de 32 años.
En Alemania hubo movimientos paralelos. De los círculos de la Innere Mission surgió el Evangelisch-Sozialer Kongress. Aunque sus ideas radicales produjeron a veces conflictos, ejerció una gran influencia en el arzobispo sueco Nathan Sóderblom, arquitecto del movimiento «Vida y Trabajo», que posteriormente intentó vincular la unidad de la Iglesia con la justicia social.
No fueron los organismos eclesiásticos oficiales los que se dedicaron a los pobres, sino organizaciones cristianas privadas. En 1887, los socialistas cristianos franceses fundaron la Association protestante pour Vétude pratique des questions sociales; en Inglaterra nació la Christian Socialist Union; y en los círculos de las Iglesias Libres, las uniones de servicio social. En Swanwick se celebraron congresos regularmente, en los que también participaron los católicos. Ello condujo a la fundación del Congreso sobre Política, Economía y Ciudadanía cristianas (COPEC) en 1924, que habría de desempeñar un importante papel en el movimiento «Vida y Trabajo».
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En Suiza, en la misma época, inició su andadura la Féderation internationale des chrétiens sociaux, bajo la influencia de Hermann Kutter y Leonard Ragaz. En los Países Bajos destacan los nombres de Otto Heldring y Lucas Lindeboom. Las diferentes sociedades misioneras cristianas celebraron un congreso mundial en Edimburgo en 1910. Con notable optimismo, expresaron su esperanza de que el mundo sería cristianizado en el espacio de un siglo. La iglesia occidental consideraba que su tarea consistía en otorgar a los no-europeos (mitad demonios, mitad niños, en palabras de Rudyard Kipling) las bendiciones del civilizado Occidente cristiano. Que aquella civilizada Europa cristiana habría de sumirse en la oscuridad tan sólo cuatro años después, con el estallido de la Primera Guerra Mundial, era una perspectiva que la mayoría de los participantes en el congreso de Edimburgo parecían incapaces de imaginar. El que sí vio cómo se iba formando la tormenta fue Wílliam Temple. «Nosotros somos el problema social— declaró—; es decir, nosotros, los cristianos de las clases privilegiadas». Temple, que posteriormente llegó a ser Arzobispo de Canterbury, fue uno de los impulsores de la formación de COPEC, de «Vida y Trabajo» y del Consejo Mundial de las Iglesias. Por lo demás, las voces críticas de Edimburgo provinieron del grupo de representantes de las «iglesias jóvenes», que hablaron abiertamente contra el colonialismo y el racismo occidentales. Como resultado de todo ello, en los círculos misioneros se asumieron los problemas sociales; a nivel teórico, en programas de estudio; y a nivel
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práctico, algo más tarde, en las misiones industriales urbanas y en las rurales. El aspecto global de la pobreza se vio por vez primera en Edimburgo, así como la necesidad planteada a la misión de tomar en serio las cuestiones sociales. Además de un ecumenismo de acción social cristiana y otro orientado a la misión, en esos años se fue constituyendo subterráneamente un ecumenismo intereclesial. La Primera Guerra Mundial hizo patente la dramática necesidad de unidad internacional entre las iglesias. El patriarca ortodoxo oriental propuso la creación de una liga de iglesias análoga a la Liga de Naciones. El Congreso Universal sobre la Vida y la Obra de la Iglesia (Estocolmo 1925) y el movimiento «Vida y Trabajo» que nació de él prestaron una atención considerable a las cuestiones sociales, al tiempo que intentaban (en general, sin éxito) evitar las disputas teológicas. Tras Estocolmo, una de las fuerzas conductoras del Christianisme Social, Elie Gounelle, intentó abrirse paso a través de la postura de clase media de estos movimientos e implicar a los obreros en el proceso, pero no tuvo mucho éxito. Estocolmo siguió siendo reformista, buscando más remedios provisionales que cambios estructurales. En el ámbito teológico, hubo intentos de profundizar en el movimiento Faith and Order (1927), pero siguió existiendo la tensión entre el enfoque social (principalmente en Estados Unidos), que virtualmente equiparaba el evangelio con el progreso social, y el enfoque vertical (fundamentalmente alemán), incapaz de relacionar la fe con la realidad social. Entretanto, el mundo se había hundido en una profunda crisis económica, acompañada de un creciente desempleo, y en una grave crisis política, marcada por el ascenso del nazismo liderado por Hitler, con su masiva carrera armamentista, contra la cual la Liga de Naciones se mostró impotente. El primer estudio de «Vida y Trabajo» trató sobre el paro. «La civilización occidental parece
haber retornado a la jungla salvaje —una jungla altamente tecnificada—, equipada con poderes terroríficos capaces de aniquilar a la humanidad», decía el informe. El movimiento ecuménico se vio obligado a mostrar su verdadero rostro, tanto contra el nacional-socialismo, que dividió a la iglesia alemana en «cristianos alemanes» e «Iglesia Confesante», como contra la crisis social. En la lucha eclesial, el movimiento ecuménico escogió a la Iglesia Confesante; en la social, sin embargo, eligió el reformismo. Debido a la situación política, se puso el acento en la libertad de la Iglesia respecto al Estado, como se reflejó en el tema subyacente del congreso de «Vida y Trabajo» de Oxford en 1937: «Dejad a la Iglesia ser ella misma».
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El significado del congreso de Oxford de 1937 es que se abandonaron los grandes conceptos idealistas en favor de «axiomas medios», formas de acción prácticas mediante las cuales la Iglesia podía abogar por correcciones dentro de los sistemas existentes y, de esta manera, resistir las pretensiones totalitarias de las ideologías y estructuras estatales. En la primera asamblea del Consejo Mundial de las Iglesias (Amsterdam 1948) se elaboró el concepto de «sociedad responsable», que posteriormente tomaría la forma de «sociedad justa participativa y estable», y aún más tarde tendría eco en la llamada a las iglesias a trabajar conjuntamente por la «Justicia, la Paz y la Integridad de la creación». En Oxford, el capitalismo se consideró un paso adelante, debido a su capacidad de reducir la escasez y promover la dependencia internacional; pero, a la vez, se le criticó por estimular la desigualdad social y la inseguridad. El sistema basado en el beneficio es deshumanizador; la economía se convierte en lo único importante. Es de destacar que ni la pobreza como tal ni los pobres como personas han recibido nunca atención alguna. Gounelle y Monod ya habían advertido que, si la atención se dirigía hacia la Iglesia, se desviaría de las personas. Por entonces, aún se trataba del ecumenismo de una aristocra-
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cia eclesiástica que tenía pocos contactos personales —si es que tenía alguno— con los pobres. Otro rumbo fue el emprendido por Dietrich Bonhoeffer, cuyos encuentros con los pobres en Barcelona y Berlín y con la población negra de los Estados Unidos influyeron grandemente en su teología y en su praxis.
Las cosas comenzaron a cambiar en los años cincuenta, especialmente por influjo de los cristianos asiáticos y de la comisión del wcc encargada de la Iglesia y la sociedad. El proceso de descolonización ayudó a mantener de actualidad las cuestiones reales, especialmente después de 1961, cuando el Consejo Misionero Internacional se integró en el wcc y muchas iglesias del Tercer Mundo se convirtieron en miembros de este último. Las víctimas del imperialismo político y económico empezaron a hacer oír sus voces en los círculos ecuménicos.
El movimiento ecuménico y los pobres después de la Segunda Guerra Mundial La Segunda Guerra Mundial y sus consecuencias alteraron drásticamente las relaciones de poder mundiales. El papel de los Estados Unidos se incrementó, la Unión Soviética se convirtió en una superpotencia, y el «Tercer Mundo» de países marginados nació como realidad política. La necesidad y las posibilidades de constituir algo así como un Consejo Mundial de Iglesias se habían demostrado durante la guerra, cuando el pequeño grupo de personas que formaban el personal en formación del Consejo Mundial de las Iglesias había organizado la ayuda a través de las fronteras, promovido el intercambio de información y hecho planes para el período de la reconstrucción postbélica. La descolonización política, que se aceleró en la postguerra, no trajo consigo la libertad económica para los países recientemente independizados. El Consejo Mundial de las Iglesias (wcc), fundado en 1948, tuvo que enfrentarse, tanto a la revolución comunista como al «laissezfaire» capitalista, con la concepción de la revolución permanente propia del evangelio en busca de una «sociedad responsable», libre de ideologías absolutizadoras. No se escucharon las súplicas de algunos de los líderes cristianos del Tercer Mundo de no mencionar la libertad mientras aún existieran pobreza y hambre y se le negase al pueblo la satisfación de sus necesidades vitales básicas. El combate contra la pobreza era para los ricos una tarea moral, no estructural.
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Fuera de las iglesias tuvieron lugar procesos paralelos con la declaración de las Naciones Unidas de la primera década del desarrollo en 1960 y la fundación de la Comisión de las Naciones Unidas para el Comercio y el Desarrollo (UNCTAD) en 1964. En 1966, el wcc organizó en Ginebra un congreso mundial sobre el papel de las iglesias de cara a la creciente brecha abierta entre los países ricos y los pobres. La Iglesia Católica publicó la encíclica papal Populorum Progressio en 1967. El wcc y el Vaticano formaron una comisión conjunta, SODEPAX (Sociedad, Desarrollo y Paz) para tratar estas cuestiones. En 1968, la cuarta asamblea del wcc en Uppsala vinculó la cuestión de la ayuda con la de la justicia. El concepto de «sociedad responsable» se amplió para que incluyera las nociones de justicia y la participación de los implicados en ella. En Uppsala se trató el problema de la pobreza como algo crucial; no sólo era una cuestión ética teórica, sino también un fundamento para la acción. Desde Occidente hubo peticiones de cambios en el clima político (Bárbara Ward). Desde el Sur se cuestionó el mismo Estado de bienestar (Samuel L. Parmar) por su aparente incapacidad, y probable falta de voluntad, para superar su propia pobreza. Parmar consideraba que en el modelo occidental de sociedad hay un conflicto permanente entre los privilegiados y los no-privilegiados.
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El desarrollo no es, pues, sólo una cuestión técnica; es en igual medida consecuencia del sistema valorativo de una determinada cultura y, por tanto, de extraordinaria relevancia para la Iglesia.
la participación de los individuos se convirtieron en los cuatro conceptos clave. Se daba la bienvenida a los ricos por unirse a la lucha contra la pobreza, pero ya no como benefactores; su papel consistía en apoyar las actividades de los pobres.
Y, de este modo, al fin se puso sobre la mesa el verdadero tema de la pobreza. W. Visser't Hooft había dicho en sus palabras de apertura en Uppsala: «La responsabilidad en cuanto a los pobres y los oprimidos, y a la vez por lo que respecta a la calidad de la fe, es esencial para las iglesias. Debe quedar claro que los miembros de las iglesias que niegan su responsabilidad con respecto a los necesitados en cualquier parte del mundo son tan culpables de herejía como quienes niegan algún artículo de fe». La posición oficial de la asamblea subrayó este punto de partida. Por esta razón, Uppsala 1968 supone un punto de inflexión en el movimiento ecuménico. El énfasis se desplazó del estudio a la acción, y de lo universal a lo contextual. El concepto de «sociedad responsable» había resultado ser un marco de referencia en exceso occidental; la responsabilidad debía relacionarse más explícitamente con la justicia y los derechos humanos y no sólo con la libertad y el orden. El vínculo establecido por Visser't Hooft entre herejía e irresponsabilidad social puso sobre el tapete el tema de la relación entre la economía y la teología. Tras la reunión de Uppsala, el acento no se puso en la pobreza como problema teórico, sino en los pobres como personas. Los programas del wcc que surgieron tras dicha reunión —en particular el Programa para Combatir el Racismo (PCR)—, con su apoyo a los movimientos de liberación, y la Comisión sobre la Participación de las Iglesias en el Desarrollo (CCPD), así como el antiguo programa de Misión Urbana y Rural (URM), dependían en gran medida de las personas implicadas. Ya no se trataba del «desarrollo» en el sentido técnico, sino de la liberación. La justicia, la independencia, el crecimiento económico y
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A pesar de una tensión inicial dentro del mismo wcc y de la oposición de algunas organizaciones evangélicas, la asamblea de Nairobi (1975) decidió incluir estas nuevas posturas en el orden del día, dentro de los programas tradicionales centrados en la misión, la unidad y la educación. Se elaboraron tres estrategias básicas que fueron recomendadas a las iglesias: 1. La estrategia empírico-racional (el cambio social se consigue mediante el apoyo a los grupos oprimidos, para que desarrollen sus propias actividades e ideas). 2. La estrategia de la reeducación normativa (orientada al restablecimiento del sistema de valores socio-cultural y religioso, para que las personas aprendan a realizar cambios por sí mismas). 3. La estrategia del poder (movilización del poder, a fin de quebrar el status quo; no se trata de un enfoque principalmente intelectual o moral, sino más directamente político)4. Esta última estrategia, en particular, fue la que produjo la tensión. La Comisión sobre la Participación de las Iglesias en el Desarrollo (CCPD) intentó recoger la cosecha de estos años y extraer consecuencias5. Señaló que ciertos sectores
4. R.N. DICKINSON, Poor, Yet Making Many Rich, wcc, Geneva 1983. 5. J. DE SANTA ANA, Goed nieuws voor de armen, Kampen 1981; Kloof zonder brug?, Kampen 1982; Naar een kerk van de armen, Kampen 1984.
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de la Iglesia siempre habían ofrecido ayuda a los pobres. Las iglesias habían aprendido incluso a estar cerca de los pobres. Pero la situación actual les urgía a reconsiderar la primitiva realidad de la Iglesia como una Iglesia originariamente de los pobres y no ya como una Iglesia para los pobres o con los pobres. Este tema se expuso muy claramente en la conferencia de Melbourne, en 1980, de la misión mundial del wcc. La «buena nueva para los pobres» podía parecer «mala nueva para los ricos»; pero, en última instancia, no lo era, porque, al acabar con la deshumanización que supone la pobreza, también se liberaría a los ricos mediante la conversión y la renovación. Los pobres son los portavoces del evangelio. De las reacciones de las iglesias a partir de 1975, resultó evidente que la llamada a «llegar a ser la Iglesia de los pobres» no se lograría tal y como estaba constituido el wcc. La pretensión quedó reducida a «hacia una Iglesia solidaria con los pobres», y se decidió dividir entre las iglesias el estudio de la cuestión. La sexta asamblea (Vancouver, 1983) asumió la declaración de Melbourne: «Dios trabaja por medio de los pobres de la tierra para despertar la conciencia de la humanidad a su llamada al arrepentimiento, la justicia y el amor... dimensiones del evangelio que han sido largo tiempo descuidadas y olvidadas por la Iglesia». Tras la asamblea de Vancouver, la idea de la Iglesia de los pobres ya no tuvo mucha importancia en los programas del wcc. La atención se centró en el proceso auspiciado por el Consejo entre las iglesias por la justicia, la paz y la integridad de la creación, en el que, aunque no se olvida a los pobres, tampoco se les otorga una significación básica. Esa dinámica parece haberse perdido.
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La influencia del ecumenismo oficial en el problema de la Iglesia y los pobres Al volver la mirada hacia la historia del ecumenismo oficial, tal como lo expresan el Consejo Mundial de las Iglesias y otras instituciones afines, y en particular hacia la relación entre las iglesias y los pobres en los últimos años, pueden hacerse las siguientes observaciones: 1. El estímulo de la tradición bíblica. El ecumenismo es un ejercicio memorístico que retrotrae a los orígenes de la Iglesia. Cuando las iglesias se buscan entre sí, acaban en su origen común: la Iglesia del Nuevo Testamento. Entonces, inevitablemente, la Iglesia escucha las voces de aquellos pobres de los inicios —Jesús de Nazaret, el crucificado, y sus seguidores, que en su mayor parte vivieron como él— en los márgenes de la sociedad: los «no muchos de noble origen» de 1 Co 1,26. 2. La creciente influencia de las mismas personas afectadas. El ecumenismo ofreció voz y oportunidad a las iglesias del Tercer Mundo para que pudieran influir en la Iglesia mundial. A medida que el wcc se desarrollaba, esta influencia se hizo más concreta, más humana, más hondamente interesada por la base, y especialmente por los márgenes de la sociedad. El ecumenismo oficial se hizo, menos idealista, menos «intelectual», más práctico y realista. A través de la influencia de las iglesias «hijas» del pasado colonial, el movimiento acusó un cambio radical. Quienes se hallaban directamente implicados en la lucha fueron ahora escuchados; se prestó atención a la pobreza y a los mismos pobres. En algunos programas (URM, PCR, CCPD), estos pobres, sus movimientos y sus redes asociativas fueron incorporados al circuito del ecumenismo oficial, en algunas ocasiones hasta tal punto que las propias organizaciones eclesiales se sintieron amenazadas. Ambos factores —el redescubrimiento de la primitiva Iglesia de Jesús como una minoría oprimida agrupada en
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torno al Cristo crucificado y las voces recientemente escuchadas de los pueblos oprimidos actuales— contribuyeron a la nueva atención prestada a la causa de los pobres y a su papel en la Iglesia. Sin embargo, también hubo signos de un contra-movimiento dentro del ecumenismo institucionalizado. Existía un temor a que tales avances pudiesen amenazar el poder de los individuos y de las instituciones, poner en cuestión sus compromisos y socavar la comunión eclesial. Y también debía tenerse en cuenta que incluso las recomendaciones del documento más radical del wcc, «Hacia una Iglesia solidaria con los pobres», revelan una «actitud paternalista y condescendiente». Este documento llama a la Iglesia a «alinearse con los pobres y desarrollar y apoyar sus acciones», lo cual implica que los mismos pobres, al parecer, no tienen parte alguna en la tarea eclesial.
oprimidos, son abolidas, y no mediante una fácil armonía, sino a través del conflicto, la conversión y el perdón— a veces está en desacuerdo con la iglesia establecida. Para esta última, atrapada en su postura de clase media, resulta extremadamente difícil abrirse paso a través de las leyes de hierro de una sociedad que divide a los individuos en poseedores y desposeídos. De la misma manera que la Iglesia no tuvo una auténtica respuesta para el problema planteado por la lucha de clases del siglo anterior, su respuesta al conflicto de intereses entre individuos y grupos en el orden social actual sólo es limitada.
Al mismo tiempo, es evidente que la pobreza y los propios pobres han ido reclamando, lenta pero firmemente, su auténtica posición dentro de la historia eclesial, estimulados por acontecimientos ocurridos fuera de Europa y apoyados por las teologías de la liberación de Asia, África y América Latina. Por último, las iglesias europeas (que constituyen nuestro centro de interés en este libro), con convicción, pero no sin dificultades, llegaron a apoyar a los pobres y a unirse a su lucha contra la pobreza mundial en muchos frentes diferentes: ecumenismo global, política mundial, sociología, banca, comercio e industria. Pero cuando la teología y la eclesiología clásicas son sometidas a crítica, el movimiento comienza a aminorar la marcha. Cuando la discusión se orienta hacia la esencia de la Iglesia como una comunidad de personas cuyo valor y riqueza proviene no de un status social o económico, sino de la libre gracia de Dios, el proceso pierde impulso. La Iglesia —en cuanto comunidad única y signo de otra ley y otro reino, en el que las divisiones entre los poderosos y los sin poder, los ricos y los pobres, los opresores y los
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Es significativo que el concepto de «Iglesia de los pobres» haya desaparecido una vez más de la terminología del wcc, esto es, del lugar preferencial dentro del ecumenismo mundial. Funciona sólo como una pregunta y un desafío. Tal desafío está creciendo en intensidad para las iglesias europeas a medida que van percibiendo a los pobres no sólo como distantes, sino como quienes están viviendo a su lado. Siempre es más fácil hacer pronunciamientos radicales acerca de sociedades diferentes de la propia. El crecimiento de una sociedad dual dentro de Europa se ha convertido en piedra de toque para el testimonio global de las iglesias europeas.
3 La Iglesia y los pobres: orientación bíblica
«La Iglesia está llena de pecadores, pero en ella no suelen verse mendigos», dijo el teólogo holandés O. Noordmans (1871-1956). La teología puede tratar mucho mejor las cuestiones referentes al pecado que las que conciernen a la cartera, sugirió el mismo Noordmans en una meditación en la que comparaba la parábola lucana del fariseo y el publicano (Le 18,9- 14) con la del rico y el pobre Lázaro del mismo evangelio (Le 16,19-31). La primera trata de un hombre que confiesa sus pecados en el templo («Dios, ten piedad de este pecador») y regresa a su casa justificado. Dios es misericordioso con el pecador arrepentido. La otra nos habla de un pobre mendigo, cubierto de llagas, que yace a la puerta de un rico que, ataviado con lujosos ropajes, da suntuosos banquetes todos los días, mientras el pobre vive de lo que cae de la mesa del rico, y sus únicos compañeros son los perros que lamen sus llagas. El rico muere y acaba en el infierno; Lázaro (que, a diferencia del rico, tiene nombre) muere también y es transportado por los ángeles al seno de Abraham. Que el rico fuera o no creyente carece de importancia; y aún menos importante es saber si el pobre Lázaro era un hombre religioso en busca de perdón. Dios le recompensó
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por lo poco que había poseído en la vida. Para él, la gracia de Dios no era expiación de la culpa, sino corrección de la injusticia que se le había infligido. En la parábola, Jesús se refiere explícitamente a la ley de Moisés y a los profetas. Así son las cosas con el Dios bíblico. La Iglesia concuerda con la historia del pecador arrepentido. En torno a la justificación de los pecadores se desarrolló una teología completa; de hecho, se convirtió en el punto de partida de la Reforma. «¿Cómo puedo llegar hasta un Dios misericordioso?», se preguntó Lutero. Pero la Iglesia casi no sabe qué hacer con la parábola de Lázaro y el rico. Categorías como «culpa», «fe» y «confesión» no desempeñan ningún papel; sólo cuenta la injusticia ejercida sobre las personas y su vindicación por parte de Dios en su reino celestial.
la liberación es virtualmente silenciado en la iglesia occidental (cuando los pobres cantan..., que no es demasiado frecuente en la Iglesia). El evangelio para los pobres es un libro cerrado; pocas veces se encuentra a la Iglesia en los lugares donde viven los pobres. Ya hemos visto cómo, bajo el aspecto más o menos próspero de Europa, siempre ha habido otro aspecto, el de la pobreza y la privación, que ha crecido en estos últimos años de modo que ya no puede ser ignorado. Hoy más que nunca se hace necesario redescubrir el otro evangelio, el evangelio de los pobres, y clarificar cuál es su lugar bíblico y lo que significa para la misión de la Iglesia. Si existe una cara pobre de Europa —un grupo de personas excluido de la comunidad—, ¿dónde se encuentra la Iglesia en esa sociedad dual y dónde debería estar, de acuerdo con la tradición bíblica? Se han escrito muchos libros en torno a la naturaleza de la Iglesia. Se ha hablado mucho respecto a qué es la Iglesia. Pero la cuestión de dónde está la Iglesia, pese a ser mucho más concreta, se ha planteado en muy pocas ocasiones.
En realidad, hay dos evangelios que, según Noordmans, no deben confundirse: un evangelio para los pecadores y otro para los pobres. La miseria del pobre Lázaro no requiere una confesión adicional de culpabilidad. No necesita decir «he pecado» para ser justificado. Se pecó tanto contra él que Dios, en un acto de libre gracia, intervino a su favor. El perdón y la liberación van unidos, pero, obviamente, no son lo mismo. Hay pecadores y hay mendigos, y Dios es bueno para todos ellos. La Iglesia debe volver a aprender a unir el consuelo del Espíritu Santo no sólo a las necesidades de los pecadores, sino también a las necesidades de los pobres. La santidad de la Iglesia consta de dos elementos: justificación de los impíos y liberación de los oprimidos. Ambas proceden de idéntico principio: la gracia de Dios que perdona y libera. En el curso de la historia de la Iglesia, como vimos en el capítulo anterior, la espiritualidad del perdón de los pecadores ha recibido extensa atención, mientras se ha desatendido la espiritualidad de la liberación de los pobres. Hay mucho gozo por los pecadores que han encontrado la salvación. Pero el canto de los pobres a los que se proclama
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El lugar bíblico de la Iglesia ¿Cuál es el lugar de la Iglesia, su localización? ¿Cuál es su posición y dónde y cuando toma postura? ¿Con quién se identifica? ¿Dónde puede encontrarse a esta «esposa de Cristo» y en qué compañía? Para decirlo más concretamente: ¿en qué tipo de distritos de nuestras ciudades y pueblos pueden hallarse sus edificios? ¿Es acaso una coincidencia que en los núcleos empobrecidos de muchos suburbios europeos se estén cerrando las iglesias, en tanto que otras nuevas se están construyendo en las zonas más prósperas y burguesas? Son bien conocidas las palabras del Padre de la Iglesia Ambrosio (339-397): Ubi Petrus, ibi ecclesia, donde esté
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Pedro —el papa de Roma—, allí estará la Iglesia. Obviamente, Ambrosio lo dijo para reforzar la autoridad del obispo de Roma. Una versión posterior resultó más acorde con la Biblia: Ubi Christus, ibi ecclesia, donde esté Cristo, allí estará la Iglesia. Pero si a Jesús se le puede encontrar entre los pobres, y allí no se encuentra la Iglesia, ello da origen a una doble alienación: los pobres están alienados respecto a la Iglesia, y ésta respecto a sí misma.
Hay un paralelo veterotestamentario que resulta sugerente. Puede decirse que mucho se revela acerca del Dios a quien Jesús llamó Padre por el lugar donde se encuentra presente y donde su faz resplandece. El nombre Yahweh, por el que se reveló a Moisés (Ex 3,14), es, en cierto sentido, un indicador de lugar; es una promesa de su presencia en un determinado sitio. Cuando la tribu pasaba el invierno en un territorio cualquiera, en la época en que aún eran seminómadas, le rogaban que estuviera presente: ¡Estáte aquí! «Yahweh», como nombre, constituye una plegaria en el sentido de estáte-con-nosotros. Cuando en el verano emprendían de nuevo el viaje en busca de zonas de pasto, lo invocaban para que viajase con ellos: ¡Estáte aquí de nuevo! ¡Estáte aquí, ante nosotros, en la desolación del desierto! Cuando estaba con ellos en su estancia invernal o durante el viaje estival, había que confesar, adorar y celebrar su nombre. Cuando, posteriormente, se «estableció» en Jerusalén, su ciudad de residencia, la liturgia se convirtió en alabanza y exaltación de la presencia del Señor. La presencia de Yahweh no era una vaga omnipresencia en todas partes y en ninguna, sino que era tan concreta como su ausencia. Podía ser glorificado cuando se hallaba presente, viajando con su pueblo, en su templo, en su ciudad, en sus actos salvíficos. El pueblo podía implorar su regreso y su presencia de nuevo entre ellos cuando su ausencia dejaba sus vidas desoladas y frías, y cuando parecía que la justicia había desaparecido. ¡Estáte con nosotros y conmigo! Yahweh, un nombre que es una oración y, a la vez, un nombre que, cuando estaba presente, constituía un canto de alabanza.
Buscando la presencia de Jesús Resulta imposible efectuar una reconstrucción histórica completa de la vida terrena de Jesús. En el siglo pasado se hicieron muchos intentos en este sentido, resultando igual número de fracasos. Vemos a Jesús sólo a través de los ojos de sus seguidores; lo conocemos a través de lo que los evangelistas y los autores bíblicos nos dicen. Sin embargo, simultáneamente le miramos con nuestros propios ojos, desde nuestro propio contexto y, a nuestra vez, coloreamos los hechos. El lector tiene interés por el texto y quiere extraer algo del mismo. Los occidentales especialmente, con nuestra cultura radicalmente diferente, nuestra tecnología, nuestras normas sociales y nuestra corresponsabilidad en la pobreza del mundo, haríamos bien en no apropiarnos de los textos demasiado precipitadamente. Retroceder un poco puede ayudar mucho a la hora de ver más claramente la propia implicación; y, en última instancia, se trata de compromiso. Los textos bíblicos pretenden no tanto describir cuanto influir. Han de ser experimentados como palabra de Dios. Pretenden ganarnos para el bando del Señor, a quien, aunque no se halle físicamente entre nosotros, se le experimenta como presente. Quizá deberíamos investigar si en los lugares en que Jesús estuvo y donde sus discípulos sabían que se hallaba presente después de su resurrección, se puede aprender algo acerca de quién es.
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La presencia de Dios nunca es una abstracción; es una presencia concreta que se manifiesta como redención, gozo y bienestar. En este sentido, el nombre «Yahweh» es en sí mismo una indicación de que es una respuesta a una pregunta auténtica o, por decirlo a la inversa, de que es una pregunta auténtica que se nos plantea en nuestra
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existencia real. Sólo quienes plantean preguntas y están abiertos a las mismas pueden invocarlo. Sólo quienes necesitan algo le añorarán cuando se haya ido o se sentirán felices cuando regrese. A los satisfechos les basta con un Dios abstracto. Esta es la línea que los autores neotestamentarios ven continuada en Jesús de Nazaret.
el pueblo de Jerusalén. Y la multitud respondió: «Es el profeta Jesús de Nazaret de Galilea». Era su hombre, aunque él mismo había sido rechazado por el pueblo de Nazaret (Mt 13,53-58; Me 6,1-6; Le 4,16-24). El ¿quién? y el ¿de dónde? están en estrecha relación. Para la multitud, Jesús representaba toda la esperanza de la atrasada Galilea, con sus tensiones, revueltas y grupos de resistencia. Galilea era la zona en que la necesidad de cambio social se sentía con mayor intensidad. Los de la periferia iban hacia el centro, con la esperanza de tener días mejores gracias a su Mesías, el Mesías del norte. Con su entrada en Jerusalén esperaban poder entrar en el nuevo reino. «Bendito el que viene en nombre del Señor». Pero el «hosanna» que lanzaron fue prematuro.
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Si bien lo normal era llamar a la gente según su lugar de nacimiento, a Jesús no se le llama en ningún lugar de la Biblia Jesús de Belén, aunque su lugar de nacimiento tuviese, según los evangelistas, importancia teológica. El relato de la Natividad en Mateo vincula expresamente la cuestión de quién es (Mt 1,1-25) con la de de dónde procede (Mt 2,1-23). No obstante, nunca es Jesús de Belén, sino siempre «Jesús de Nazaret» o «Jesús el Nazareno». Para Mateo, Nazaret y Galilea son lugares de refugio a los que la familia de José hubo de huir ante la amenaza del falso rey de Israel, Arquelao, de la misma manera que antes habían tenido que huir a Egipto escapando del otro falso rey, Heredes. Había que ocultar al auténtico rey. Procedía de Belén, de donde «saldrá un caudillo» (Mt 2,6; Mi 5,1), pero no se le permitió residir en dicho lugar. Su ministerio tiene lugar lejos del centro; no en Judea, sino en Galilea, y allí concluye (Mt 28,16). En Lucas, la escena es diferente. Compara al Mesías recién nacido con el emperador romano. Los lugares juegan asimismo un papel diferente en la historia de su nacimiento. La luz plena se orienta hacia Belén, la ciudad del rey David. Se trata de la lucha entre David y el Goliat del imperio romano. Lucas concluye su evangelio no en Galilea, sino en Judea, en Jerusalén, el centro del pueblo judío. El «dónde» tiene significado teológico para ambos evangelistas. Empleando el nombre de «Jesús de Nazaret», las «multitudes» revelan también su juicio sobre él. Según Mt 21,11, emplearon dicho nombre cuando Jesús, sentado en un borrico, entró en Jerusalén. ¿Quién es éste?, preguntó
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Para las multitudes, Jesús no era un símbolo ni una proyección. En cuanto Jesús de Nazaret de Galilea, representaba, a través de sus palabras y sus obras, el cumplimiento de las promesas de los profetas: el reino mesiánico de los pobres que ha de comenzar en Jerusalén o perecer allí, como había sucedido con todos los profetas que hubo antes de Jesús. Finalmente, debemos examinar la observación de Natanael en Jn 1,46: «¿De Nazaret puede salir algo bueno?». De estas palabras se deduce claramente que la ubicación es algo más que una mera cuestión geográfica. La pregunta de Natanael sitúa a Jesús en una zona atrasada de una región subdesarrollada y con mala reputación. La pregunta es claramente displicente y despectiva. El mismo evangelista es el único que incluye el nombre «Nazareno» en la inscripción de la cruz: Jesús de Nazaret, rey de los judíos (Jn 19,19). También insiste Juan, en 7,40-52, en los orígenes galileos de Jesús al describir una ocasión en que surgió la discusión entre las gentes respecto al lugar de procedencia de los profetas. Cuando Nicodemo defiende a Jesús, se le acusa de ser también galileo.
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Nos referimos a nuestros reyes con adjetivos como el Grande, el Sabio, el Bueno, el Hermoso... Pero los autores bíblicos llaman a su Señor «el hombre de Nazaret», un lugar sin importancia. A la postre, se convirtió en un nombre honorífico: él pertenecía al pueblo menospreciado y estaba dispuesto a admitirlo. Su localización nos dice quién era. Incluso durante cierto tiempo se llamó nazarenos a sus discípulos (Hch 24,5), especialmente en la tradición siria (Hch 24,5). Aunque esta costumbre no perduró, nos dice algo acerca de los primeros cristianos. Deseaban declarar ante el mundo a quién pertenecían.
ciudad del hijo de David. Jerusalén tenía un gran valor simbólico en relación con el papel del Mesías. En Jerusalén era donde se concentraba toda la expectación futura de Israel.
El itinerario de Jesús Jesús de Nazaret de Galilea acabó finalmente en Judea, de vuelta en Jerusalén, conectando el margen con el centro, Galilea con Judea, la aldea con la ciudad. Pero esto no eliminó los contrastes. No se trató de un simple intento de crear armonía. Mostró a qué colectivo pertenecía y con quiénes quería identificarse: los despreciados, aquellos a los que se había privado de una plena existencia humana. El nombre que él mismo prefería, «el hijo del hombre», si bien incluye a todas las gentes, muestra en su núcleo más íntimo esta identificación con los últimos de entre los hombres. Jesús no se identificó con la gente en general, sino con los desheredados. Una y otra vez en sus viajes, cruzó los límites que separaban a las gentes. Pero lo hizo desde Galilea, de fuera adentro, de abajo arriba. Aceptó los conflictos resultantes y los estereotipos e hizo uso de las polarizaciones consecuencia de su elección para hacer evidente su mensaje. Cuando, finalmente, Jesús fue al encuentro de la muerte, ello sólo podía suceder en Jerusalén, que era la ciudad donde se asesinaba a los profetas y también la
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El encuentro final entre este pretendiente al trono de David, con su manera de entender el reino, y Jerusalén, la ciudad de Dios, tenía que conducir o a una victoria colosal, o a un terrible desastre. Ocurrió lo segundo. El final fue la Via dolorosa, el camino del dolor, una corona de espinas y un madero para el martirio. Y como en la vida, también en la muerte: el camino condujo a la cruz y a una completa identificación con los rechazados, un ladrón y un asesino. E incluso aquí fue significativa la ubicación, como lo explica la Carta a los Hebreos. Jesús murió «fuera de las puertas. Salgamos, pues, hacia él, fuera del campamento, cargando con sus afrentas» (Hb 13,12-13). Este texto desempeñó un importante papel en el congreso de la misión mundial del wcc en Melbourne en 1980, donde el teólogo japonés Kosuke Koyama puso el acento sobre el significado de la presencia de Jesús en la periferia: «Jesucristo es el centro convirtiéndose en periferia. Afirma su centralidad renunciando a ella. Esto es lo que significa la designación "Señor Crucificado". Suponemos que el Señor está en el centro. ¡Pero él ahora afirma su señorío siendo crucificado! "Por eso Jesús padeció... fuera de las puertas" (Hb 13,12)». En este lugar de la calavera, a unos pocos cientos de metros fuera de las murallas de la ciudad de Jerusalén, Jesús encontró la muerte. La historia parece haber llegado a su fin. Cuando las gentes hicieron el increíble descubrimiento de que este hombre muerto vivía aún, el lugar volvió a desempeñar un papel. «Irá delante de vosotros a Galilea», dicen Marcos (16,7) y Mateo (28,10), como había anunciado (Mt 26,32). Allí le verán sus discípulos (Mt
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28,10.16). Lo que se inició en Galilea también concluirá en Galilea. El hombre de Nazaret ha completado su obra. Su paso por Jerusalén era una fase necesaria de su misión, pero ahora ya está de vuelta entre los suyos. Los discípulos sólo podrán verlo cuando lleguen a Galilea. Sólo las mujeres se encuentran con él en Jerusalén. Galilea, con sus pobres e insurgentes, el país en que el esjaton estaba ardiendo en deseos de realizarse, se convirtió en la base explosiva del Evangelio del reino. Aquí se inicia la missio Dei, el gran encargo. Desde este lugar saldrán y harán discípulos de todas las naciones (Mt 28,19). Desde aquí toma posesión Jesús de su trono celestial. En Lucas la situación es diferente. Galilea figura en su relato de la resurrección, pero en tiempo pasado («estando todavía en Galilea»: Le 24,6). Por lo demás, todo tuvo lugar en Jerusalén. Allí se apareció a sus discípulos. Los discípulos de Emaús, que habían abandonado Jerusalén, volvieron sobre sus pasos tras encontrarse con él (Le 24,33). Para Lucas, la escena de la ascensión se sitúa en Betania, en el monte de los Olivos, «que dista de Jerusalén tan sólo un camino de sábado» (Hch 1,12). Su vuelta también tendrá lugar aquí. Los discípulos regresaron rápidamente a Jerusalén (Le 24,52). Se les encargó no abandonarla (Hch 1,4). Aunque eran «galileos» (Hch 1,11), su tarea debía comenzar en Jerusalén. Tenían que predicar su nombre «empezando por Jerusalén» (Le 24,47) y ser testigos «en Jerusalén, Judea y Samaría y hasta el confín del mundo» (Hch 1,8). Para Lucas, Jerusalén tiene un indudable valor teológico. Era el centro de la historia de la salvación, el punto de partida del nuevo movimiento de Jesús. Lucas trata las cuestiones de la pobreza y la marginación en el contexto de la relación entre la Iglesia e Israel. Para Lucas, Jerusalén no es el centro del poder, sino el de la historia sagrada, desde donde el Espíritu Santo de Cristo inicia su tarea, aunque el Señor mismo ya no esté allí.
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El lugar histórico, cultural y social de Jesús Jesús nunca se avergonzó del entorno del que provenía, el despreciado pueblo de Nazaret, ni de ser el hijo de un carpintero. Los evangelistas no hacen ningún intento de ascenderlo socialmente. Sus antecedentes sociales no eran ni demasiado altos ni demasiado bajos. No pertenecía a los más pobres de entre los pobres, sino a la clase media baja. Nazaret no pudo ser más que una aldea que, como todo el campo palestino, sufría el malestar económico de la época. En ese tipo de lugar, trabajar como carpintero no estaba mal considerado, pero tampoco constituía una posición envidiable. Como la mayoría de los demás habitantes del pueblo, es probable que Jesús experimentase períodos de pobreza y épocas de hambre. Según una historia referida por Egesipo, en cierta ocasión la familia de Jesús fue recibida en audiencia por Domiciano (51-96). Le habían hecho una petición sobre un problema de impuestos, y los recibió por ser de la casa de David. Cuando el emperador vio los callos de sus manos, los liberó de su deuda tributaria, al tiempo que los expulsó por ser pobres. Pero esta historia deja claro que la familia de Jesús no pertenecía a la clase más pobre. Su propiedad se estimaba en 9.000 denarios (un denario era el salario de un día). Las condiciones generales de Palestina eran extremadamente difíciles. El comercio estaba estancado, y había muchos campesinos sin tierra, en parte porque Herodes había expropiado incontables terrenos, revendiéndolos más tarde para acrecentar sus recursos de capital. Los arrendatarios dependían de los propietarios. Los impuestos romanos eran elevados, lo que conducía regularmente a levantamientos de los empobrecidos arrendatarios. Una mala cosecha tenía consecuencias catastróficas. La actitud de los ricos respecto a los pobres, a los que explotaban, era de abierto desprecio. Los pobres mendigaban a la puerta
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de los ricos (como en la parábola de Lázaro), y ni siquiera se les permitía comer el alimento de los animales (la parábola del hijo pródigo). Éste es el entorno en el que vivió Jesús. Él mismo no era un pobre mendigo, pero sí, ciertamente, una de las personas en los márgenes. Vivió y se movió entre ellos y tomó su partido. Aunque su propio «oficio» —el de carpintero— no era despreciado, se movió entre los que lo eran: prostitutas, recaudadores de impuestos, pecadores, mendigos, tullidos, ciegos, posesos, leprosos... El movimiento de Jesús empezó allí, y no como movimiento a favor de una movilidad ascendente. No; los mensajeros que Jesús envió debían seguir el camino que él mismo había tomado. Cuando los envió a proclamar el reino, les dijo: «no llevéis en el cinturón oro ni plata ni cobre, ni alforja para el camino ni dos túnicas ni sandalias ni bastón» (Mt 10,9-10). Eran profetas descalzos, evangelizadores itinerantes. Jesús desempeñó su ministerio en un entorno típicamente rural. Pidió a sus discípulos que abandonasen su trabajo habitual. Tenían que dejarlo si querían aventurarse por este camino con Jesús. Posteriormente, Pablo no se vio obligado a hacer lo mismo: su oficio de fabricante de tiendas de campaña, a diferencia de las profesiones características de las zonas rurales, no estaba ligado a un determinado lugar. Podía continuar con su trabajo y pedir a los demás que hiciesen lo mismo (1 Co 7,20). Pero la situación de Pablo era urbana; con Jesús estamos en el campo, junto al proletariado rural. Aunque sus discípulos pertenecían aún menos que el mismo Jesús a los sectores más pobres de la sociedad, también se les dijo que no estuvieran inquietos por el alimento, la bebida o el vestido (Mt 6,25ss) —mensaje que es inaceptable para la clase media, pero infunde ánimos a los sectores sociales inferiores.
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El lenguaje de Jesús Existe aún otro modo de descubrir el «dónde» de Jesús y de los orígenes de su movimiento, y es mediante el lenguaje y la terminología. A. Deissmanm ha señalado que el Nuevo Testamento, incluyendo las cartas de Pablo, no ofrece una teología, sino una religión llena de atractivo popular y simplicidad. La voz que en él resuena no es reflexiva; es directa, profética y cúltica. Los niños saludan a Jesús con gritos de alegría, y los más pobres lo entienden. Su historia es transmitida por gente insignificante que presta atención al acontecimiento mismo, sin preocuparse por los criterios científicos de precisión. El mensaje es captado por los «pequeños». No tenían que abandonar su estrato social. Podían reconocer la historia inmediatamente. Las palabras y las imágenes que Jesús emplea, tal y como nos las transmiten los evangelistas, están extraídas de la vida cotidiana. No es jerga teológica, sino el lenguaje de los narradores, desafiante, divertido, a veces airado, que emplea expresiones como «raza de víboras» e «hipócritas». No es un lenguaje descomprometido. Es abierto y franco; es el lenguaje de la gente del campo, de los granjeros, los pescadores, de los salteadores de caminos, de los jueces injustos y los terratenientes, de las viudas y los niños, de las flores y la hierba, del hambre y de los pies cansados. Los relatos de los milagros que Jesús realizó también pueden decirnos algo acerca del entorno marginal en que se movió. Apuntan a la posibilidad de derribar las puertas del cerrado mundo del deseo y la necesidad. Leemos acerca de personas liberadas del círculo mortal de la ceguera, la parálisis física, la lepra, la enfermedad mental, la muerte y el hambre. Los milagros apuntan también a un poder superior, que no acepta las condiciones existentes como normativas, sino que se alza por encima de ellas. El Señor caminó sobre las aguas. ¡Qué hombre!, dicen los discí-
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pulos, y «¿quién es éste?» (Me 4,41; Mt 8,27; Le 8,25). «Verdaderamente eres Hijo de Dios» (Mt 14,33). El Nuevo Testamento trata los milagros serenamente, no como acontecimientos sensacionales o trucos publicitarios. Pero los milagros muestran hasta qué punto están los evangelios próximos a la piedad, las penas y los anhelos de las personas sin alternativas. Las palabras e imágenes que empezaron a circular para describir a Jesús reflejan esta misma proximidad al pueblo. Él es el Cordero de Dios, el Crucificado, el Buen Pastor, la Piedra Angular; es también la Puerta, el Camino, la Luz, la Vida, la Cabeza, la Vid, el Principio y el Fin; es Mediador, Juez, Hermano, Hijo del Hombre, Hijo de Dios, Redentor, Sumo Sacerdote, Señor, Rey, Rabbí—términos todos ellos empleados por las gentes corrientes que necesitan dar brillo y contenido a sus pequeñas y a veces miserables vidas, y que los habían descubierto en Jesús—. El lenguaje de su fe no era otro que el de sus vidas. Reconocimiento y alienación Por tanto, no resulta sorprendente que los pobres del mundo hayan tenido siempre un acceso directo a esas narraciones bíblicas (lo que vale para el Nuevo Testamento vale también, en gran medida, para el Antiguo). Cuando los pobres de Corea, Filipinas, Nicaragua, Brasil, Zaire —pero también los pobres de la zona portuaria de Rotterdam y las barriadas obreras vecinas— leen la Biblia, no comprenden su significado a través de un complicado rodeo hermenéutico. Poseen de antemano la llave que abre la puerta de los textos: un reconocimiento inmediato de su situación, su lucha, su desesperación, su malestar y su pobreza. Los milagros no constituyen para ellos un complicado problema intelectual que haya que «desmitificar», sino que ofrecen la única posibilidad de tener alguna esperanza en sus vidas. La narración es su narración, el evangelio su evangelio.
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Son los mejores exegetas, porque para ellos la lectura de la Biblia no es un ejercicio intelectual, sino existencial. Tampoco resulta sorprendente que los ricos, los que creen que lo poseen todo y viven en un mundo en el que todo está ordenado, en el que Dios puede estar muerto porque la tecnología lo ha reemplazado, estén alejados del evangelio. Esto es bueno y necesario. En primer lugar, es de la mayor importancia descubrir y aceptar el hecho de que Jesús no es miembro de «nuestro club». No pertenece a nuestra empresa, a nuestra clase social, a nuestro nivel de desarrollo. Se sentiría fuera de lugar en nuestros edificios eclesiásticos; de hecho, los encontraría totalmente superfluos. Lo único que se necesita es que dos o tres se reúnan en su nombre, en el camino, en el campo o en cualquier refugio. El lector «rico» de los evangelios hace bien en distanciarse, o mejor, en descubrir su propia distancia respecto a Jesús y sus seguidores. En el mismo Nuevo Testamento se puede detectar la tensión entre los ricos y los pobres en relación a Jesús y su evangelio. Cuanto más antiguos sean los textos, más pobres serán Jesús y sus seguidores. Marcos y Mateo se encontraban a gusto junto a pobres mendigos y profetas descalzos, vagabundeando por la inquieta Galilea y, de vez en cuando, encaminándose a Jerusalen. Lucas tropezaba con mayores dificultades para identificarse con estas actitudes. Su audiencia incluía a mucha gente acomodada. En su interpretación, busca puentes, no para adaptar el evangelio original a las necesidades de los ricos, sino para poner a éstos en el camino del evangelio. Probablemente se encontraba más a gusto en el mundo de los bienes y la cultura que en el de los pobres. Evidentemente, no sólo es el «evangelista de los pobres», sino también claramente el «evangelista de los ricos». Lucas quería persuadir a los ricos de que formaran parte de su audiencia. Todos los intérpretes de la Biblia, pese a sus diferentes matices, distintos métodos de estudio e incluso conflictos de intereses, coinciden en que el movimiento de Jesús
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comenzó en un nivel social muy bajo, alejado de los centros de poder y riqueza. Algunos de los encumbrados y honrados, poderosos y ricos, se encontraban en él desde el principio, pero como elemento de contraste frente al rey y emperador y el líder espiritual. El Hijo del Hombre, el Nazareno, es también el hijo de David, el hombre de Dios. La pobreza y la humildad no son un fin en sí mismas, sino indicaciones de dónde se halla presente concretamente la misericordia de Dios. El movimiento de Jesús empezó con los pobres. Ellos son los maestros, los portadores del mensaje. Ellos definen la naturaleza del evangelio, que es la buena noticia para ellos (Le 4,18; 7,22). Los ricos pueden incluirse, siempre que escuchen a Jesús y a los pobres. En el Nuevo Testamento podemos descubrir tres líneas de pensamiento: una orientada a los pobres; otra orientada a los ricos; y una tercera orientada hacia el papel de la Iglesia como nueva comunidad. La primera procede de la autoconciencia y solidaridad mutua de los mismos pobres. El evangelio está expuesto desde su perspectiva. La segunda línea se dirige a los ricos desde la misma perspectiva: se apela a su generosidad para con los pobres. Se les pide que se conviertan, que tomen conciencia de su posición y que hagan justicia a los pobres en sus propias estructuras y teologías. Y en medio se encuentra la Iglesia. ¿Cómo puede la Iglesia constituir una auténtica comunidad, una koinoníal Esta pregunta es aún más incisiva cuando intentamos descubrir dónde prometió Jesús estar presente después de su muerte.
en la tierra, Cristo en acción. Cristo está presente en el Espíritu Santo. Aun así, sigue siendo interesante plantear la pregunta del «dónde». ¿Es posible especificar con mayor precisión el «dónde» de esta presencia de Cristo en su Espíritu?
Después de la ascensión de Jesús
Los protestantes especialmente siempre han retrocedido ante esta noción de representación inversa, temerosos de que condujera a situar al individuo en el trono y a reemplazar el evangelio de la libre gracia por un piadoso
La ascensión de Jesús parece marcar el final definitivo de su presencia en la tierra. Desde entonces, el Espíritu Santo es el representante, en nombre del Padre celestial, de Cristo
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Los autores bíblicos no dejan lugar a dudas acerca de que Jesús, en su aparición, muerte y resurrección, es más que sí mismo. Como Hijo del Hombre, es la humanidad misma. Su encarnación es una representación: en él está representada toda persona. Quien le ha visto, no sólo ha visto al Padre (Jn 14,9), sino también a la humanidad. Ecce homo, como dice Pilato (Jn 19,5). Jesús representó a su Padre y a toda la humanidad. Él es, por un acto de identificación, el segundo Adán. La cuestión ahora es si esto puede también expresarse a la inversa en lo que concierne a la humanidad. Jesús representa a los seres humanos identificándose con ellos. ¿Es posible, a su vez, que los seres humanos lo representen? Para evitar la confusión, digamos que la clave no es la identidad. No hay en ningún sitio un signo de igualdad entre Cristo y la humanidad. El tema es, simplemente, la representación, una analogía en función, no en esencia. Del mismo modo que él es Hijo de Dios, ¿podemos también nosotros ser hijos de Dios (Mt 5,45; Rm 8,14-17; Ap 21,7) sufriendo y muriendo con él, que es la primicia, el líder? ¿Pueden los cristianos que sigan sus huellas convertirse a su vez en primicias, en líderes de la nueva humanidad? (St 1,18). Pero ¿puede ir incluso más allá la imitación de Cristo? ¿Podríamos no sólo seguirle, sino también ocupar su lugar de representante?
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moralismo o por un autoritarismo cristiano o eclesial. O bien Jesús se convierte en un mero ejemplo (con todos los peligros que ello conlleva), o la distancia respecto a él se hace tan grande que la Iglesia asume su papel mediador. La libertad de Dios corre el riesgo de verse restringida; Dios se convierte en una subdivisión de nuestro programa, en vez de suceder lo contrario.
2. En el ser cristiano de la comunidad. En sus encuentros, sus actividades, su servicio, su fraternidad y su sufrimiento. Jesús promete su presencia cuando dos o tres se reúnan en su nombre (Mt 18,20). A la comunidad se le pide que lo haga todo en nombre del Señor (Col 3,17), incluso el ofrecer un vaso de agua, como un acto que represente al Señor mismo (Me 9,41). A la comunidad se le llama incluso cuerpo de Cristo (1 Co 12,27; Ef 1,23 y Col 1,18.24; 2,19 emplean una imagen algo diferente: Cristo como Cabeza). Sea cual sea el significado exacto de esta imagen de la Iglesia como cuerpo de Cristo, en cualquier caso, es un rasgo visible que identifica al mismo Señor. 3. En la celebración de la cena del Señor. «Tomad, comed, esto es mi cuerpo» (Mt 26,26-29; Me 14,22-25; Le 22,14-20; 1 Co 10,16; 11,23-25). 4. En las acciones de todo creyente. Pablo dice que por llevar la muerte de Jesús en su carne mortal, revela la vida de Cristo en su cuerpo (2 Co 4,10-11). Esto supone una elaboración de lo que significa «vivir en Cristo», expresión que usa repetidamente. Vivir y permanecer en Cristo es algo también muy destacado en los textos joánicos. Cada creyente está destinado a conformarse a imagen de Cristo (Rm 8,29). El velo se levanta, y quienes «se vuelven al Señor» reflejan su gloria (2 Co 3,16-18). En este sentido, cada creyente es un representante visible de Cristo. 5. En los humildes y los pobres. «Y el que acoja a uno de estos niños en atención a mí, a mí me acoge», dice Jesús (Mt 18,5; Me 9,37; Le 9,48). Pero la evidencia más sorprendente de este tipo de representación se halla en el relato de Mt 25, en el que el Hijo del Hombre, volviendo como juez, dice haberse identificado con los hambrientos, los sedientos, los sin hogar, los desnudos, los enfermos y los presos. 6. En su propia persona. Finalmente, tenemos la promesa de su presencia en su aparición glorificado (Mt 24 y
La Biblia misma no parece compartir estos temores. Habla con gran libertad acerca de gente que aparece en nombre de Jesús, y acerca de la Iglesia como su cuerpo en la tierra. Pero no se han nombrado a sí mismos representantes del Señor. Dicha representación se encuentra legitimada por un mandato o promesa del mismo Señor. Tal y como yo lo veo, hay seis tipos de situaciones en las que Jesús ha prometido hallarse presente: 1. En las actividades de los apóstoles: «Cuando llegue aquel día, muchos me dirán: ¡Señor, Señor! ¿No hemos profetizado en tu nombre!, ¿no hemos expulsado demonios en tu nombre!, ¿no hemos hecho milagros en tu nombre!» (Mt 7,22). «Quien a vosotros os escucha a mí me escucha; quien a vosotros os desprecia a mí me desprecia; quien a mí me desprecia, desprecia al que me envió» (Le 10,16; cf. Mt 10,40; Me 9,37; Le 9,48; Jn 13,20). Nada es automático en todo esto. Se pueden hacer milagros en su nombre y, sin embargo, escuchar: «Nunca os conocí» (Mt 7,23, véase también 1 Co 13). Por otro lado, no siempre está claro quién está actuando en su nombre. Muchos vendrán en su nombre que no son Jesús (Mt 24,5; Me 13,6; Le 21,8). No obstante, sus seguidores pueden obrar confiadamente en nombre de Jesús, bautizando en su nombre (Mt 28,19), predicando en su nombre (Hch 5,42), expulsando demonios en su nombre (Hch 16,18), ungiendo con aceite (St 5,14), empleando la disciplina (1 Co 5,5), con una autoridad que proviene del mismo Señor (véase especialmente Hch 4,7ss y Hch 9,16).
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25; Me 13,1; Le 21,35-36, Jn 14,3; 16,16-22; Hch 1,11; Hb9,28; Ap 1,7, etc.). Estas seis formas de aparición prometida significan todas ellas, obviamente, más que una vaga omnipresencia de Cristo. Constituyen un tipo especial de presencia de la que hay que esperar o temer algo, una presencia que es activa y concreta y, por consiguiente, demostrable y verificable, una determinación del lugar dónde su comunidad debería estar. Ubi Christus, ibi ecclesia.
juicio del Hijo del Hombre. En realidad, no es una parábola, sino una descripción hecha por Jesús de lo que tendrá más importancia en el Juicio Final. Recuerda una profecía que aparece en Ez 34, en la que el Pastor de Israel ha de pasar entre las ovejas y las cabras. No se ha fortalecido a las ovejas débiles, no se ha cuidado a las enfermas, no se ha curado a las heridas, no se ha devuelto al redil a las descarriadas y no se ha buscado a las perdidas (Ez 34,16). Entonces el pastor interviene de modo decisivo. Jesús usa esta imagen como signo del Juicio Final, cuando el Hijo del Hombre aparezca y ocupe su puesto en el trono. Todas las gentes se congregarán ante él, y las ovejas serán separadas de las cabras. El criterio para el juicio es el modo en que cada persona haya tratado a los hambrientos, los sedientos, los forasteros, los desnudos y los presos.
No podemos entrar aquí en todos los modos en los que Jesús se halla presente. Naturalmente, es muy importante la interconexión entre ellos. Tomando como enfoque la presencia del Señor en los pobres, podemos empezar a entender. ¿Qué significa exactamente este «modo» de presencia? ¿Qué significa para los otros modos en que Cristo está presente? La presencia del Señor en los hermanos y hermanas más pequeños Antes de iniciar su relato de la pasión y muerte de Jesús, el evangelista Mateo reúne varios comentarios acerca de las «ultimidades», los esjata. Esta sección empieza con un largo discurso acerca de la vuelta del Hijo del Hombre y el fin del mundo (Mt 24) y concluye con una llamada a la vigilancia: ¿quién es el siervo fiel y prudente que está tan ocupado que puede esperar el regreso del Señor sin temor? (Mt 24,45-51). Siguen dos parábolas en las que se explica con más detalle esta vigilancia: la parábola de las diez doncellas que esperan al novio con o sin suficiente aceite para las lámparas, y la parábola de los talentos, que trata de lo que la gente hace con el evangelio que se les ha confiado antes del regreso de Cristo. Las dos parábolas concluyen con un sorprendente discurso de Jesús que no aparece en los demás evangelios: el
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Lo especial de esta historia no es tan sólo que el juez sea el Hijo del Hombre, Jesús mismo, sino que este juez se identifique con los hambrientos, los sedientos, los extranjeros, los desnudos y los presos. El texto puede escribirse como un poema: «Porque tuve hambre y me disteis de comer; tuve sed y me disteis de beber; era emigrante y me acogisteis, estaba desnudo y me vestisteis, estaba enfermo y me visitasteis; estaba encarcelado y acudisteis». Los justos (pues así son llamados) responderán asombrados: «"¿Cuándo te vimos hambriento y te alimentamos, sediento y te dimos de beber, emigrante y te acogimos, desnudo y te vestimos?; ¿cuándo te vimos enfermo o encarcelado y fuimos a visitarte?" El rey les contestará: "Os aseguro que lo que hayáis hecho a estos mis hermanos menores me lo hicisteis a mí"» (Mt 25,37-40). Y dirá a los otros:
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«Porque tuve hambre y no me disteis de comer, tuve sed y no me disteis de beber...» Y continúa rítmicamente: «Yo estaba.., y vosotros no...» Éstos también se sorprenden: «Señor, ¿cuándo te vimos hambriento o sediento, emigrante o desnudo, enfermo o encarcelado, y no te socorrimos?» El socorro (diakonein es el término griego) a estos necesitados es, al parecer, decisivo. El juez responde: «Os aseguro que lo que no hicisteis a uno de estos más pequeños no me lo hicisteis a mí» (Mt 25,45). Mis hermanos menores (Mt 25,40), estos más pequeños (Mt 25,45), son equivalentes al Juez mismo, a Jesús, el Hijo del Hombre. Este texto —«lo que hayáis hecho a estos mis hermanos menores me lo hicisteis a mí»— se cita frecuentemente en la literatura teológica contemporánea, pero ya ha causado honda impresión desde hace mucho tiempo. San Juan Crisóstomo (354-407) predicó en numerosas ocasiones basándose en él. Testigos literarios También los himnos cristianos han proclamado a los más pequeños como los que muestran el rostro de Jesús. Uno de ellos, de la Iglesia Ortodoxa rusa, dice: «Quienquiera que ayude a otro en Getsemaní; quienquiera que conforte a otro, es la boca de Cristo». Cuentos populares y leyendas ajenos al ámbito eclesiástico retratan a Jesús como el huésped secreto que apa-
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rece en medio de las gentes más insignificantes. La mayoría son historias que ponen a prueba a ciertas personas, particularmente del ámbito eclesial o adineradas, para comprobar si son o no realmente generosas con los necesitados. En la expectación mesiánica de algunos grupos judíos, hay leyendas acerca del Mesías que aguarda oculto entre los pobres hasta que las personas mismas hacen posible su llegada. Uno muy conocido habla del Mesías esperando a las puertas de Roma, en el puente frente al castillo Sant'Angelo, entre los leprosos y los mendigos. Esta fábula rabínica data del siglo segundo, de la época en que Roma destruyó Jerusalén y algunos años antes de que el «Vicario de Cristo» fundase un centro para Jesús el Mesías en Roma. El auténtico Mesías quizás estaba aún esperando fuera de las puertas, entre los leprosos y los mendigos. Shakespeare utiliza el mismo tema. El rey Lear sólo puede hallar la verdad entre los pobres, en la cabana de su bufón. En el Diario de un cura rural, Bernanos hace que la masa de empobrecidos anónimos despierte un día sobre los hombros de Cristo. Pero, entre las figuras literarias, quizás es Dostoievsky quien más se aproxima a Mt 25. Considera él que son los empobrecidos y los marginados los que poseen el secreto de la salvación en cuanto participantes en el sufrimiento de Jesús. En Los hermanos Karamazov, Cristo se esconde entre los tontos y los pobres. Aliosha, el protagonista, ha de convertirse en pobre para encontrar el secreto de la paz. Bartolomé de Las Casas denominó a los indios de América Latina «los cristos perseguidos» de América. Y cualquiera que haya participado alguna vez en una celebración litúrgica de los indios andinos sabe lo intensamente que se sienten vinculados a la figura del Señor sufriente, cuyo cuerpo torturado en una cruz representa sus propios cuerpos torturados. Un último testigo en esta selección casi aleatoria es el filósofo francés Emmanuel Levinas (nacido en 1905).
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En una colección titulada Qui est Jésus Christ?, Levinas señala dos características de la relación entre Dios y nosotros: la humillación y la sustitución, el descenso del Creador al nivel de la creación. ¿No es el camino de la humildad el único modo de ser del Trascendente?, pregunta Levinas. «Aparecer humildemente, como asociado a los vencidos, los pobres, los perseguidos; ello implica incapacidad de integrarse en el orden humano. La humildad y la pobreza constituyen un modo de no-ser que, si no se asume, rompe la coherencia del universo humano. En esta humildad, el Trascendente está presente como tal. Éste es su modo original de ser».
trictiva, que ha ganado terreno recientemente, estuvo de moda también en la Edad Media y la Reforma.
En todas estas historias y testimonios, leyendas e ideas, impulsos renovadores de la Iglesia y la teología, dentro y fuera de la Iglesia, continúa desempeñando un papel lo expresado por Jesús con esas intrigantes palabras. ¿Quiénes son los «más pequeños de mis hermanos» en Mt 25? La exégesis contemporánea ofrece cuatro respuestas: 1) Todos los necesitados; 2) los cristianos en general; 3) los apóstoles y sus seguidores; 4) los cristianos necesitados. ¿Está Mateo intentando animar a su comunidad (o a una parte de la misma que está siendo perseguida)? Sus vidas estaban amenazadas, y su existencia era insegura. Vivían con un mínimo de recursos en los límites de la sociedad. ¿Está quizá Jesús confortando a sus seguidores, instando a todos a defenderlos y prometiendo eterna recompensa a todos los que hagan algo por ellos? ¿O se refiere este pasaje al significado más profundo del evangelio, al principio que está en juego en el seguimiento de Jesús, al completo paralelismo entre el amor a Dios y el amor al prójimo? Esta última es la interpretación clásica, aunque ha perdido popularidad en los últimos años entre la mayor parte de los exegetas occidentales. La inmensa mayoría de los intérpretes decimonónicos eligieron la interpretación universal. La interpretación res-
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A primera vista, la diferencia interpretativa parece muy importante. Si Jesús no sólo muestra solidaridad, sino que se identifica con todos los necesitados, se concluye que la salvación de Jesús no es exclusiva, e incluso que es más o menos independiente de que se crea o no en él. No obstante, si el destino eterno del mundo no creyente depende de cómo trate a los creyentes dubitativos, la Iglesia será cada vez más sectaria. La Iglesia se convertirá en norma. ¿Depende la salvación de las obras de caridad y humanidad o depende de la opción a favor o en contra de Jesús? ¿Se aplica este juicio únicamente al modo en que los paganos tratan a los creyentes o se aplica también al modo en que la gente de iglesia trata a los pobres y a los que sufren? Comencemos echando una ojeada a un texto relacionado que no trata de los más pequeños, sino de los pequeños (los mikroi). En Me 9,36-37, Le 9,46-48 y Mt 18,1-5, Jesús llamó a un niño, lo colocó en medio de sus discípulos, lo abrazó y dijo: «Quien acoja a uno de estos niños en atención a mí, a mí me acoge». En este pasaje es absolutamente evidente que los discípulos no son el modelo para el niño; pero el niño sí lo es para los discípulos. Para ser un auténtico discípulo, hay que ponerse al servicio de un niño. Si se actúa así, se sirve al Señor. Según Marcos y Lucas, Jesús se identifica con un niño. En Mateo, sin embargo, la explicación es más compleja. No se trata sólo de recibir a un niño (y así recibir a Jesús), sino, al tiempo, de preocuparse de los «pequeños que creen en mí» (Mt 18,6). El niño descrito en Marcos se convierte en un pequeño que cree. Esto evoca lo que se dijo en Mt 10,42 al dirigirse a los apóstoles: «Quien dé a beber un vaso de agua fresca a uno de estos pequeños
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por su condición de discípulo, os aseguro que no perderá su paga». Aquí, el enviado, el apóstol, es un representante del Señor. «Quien os recibe a vosotros, a mí me recibe» (Mt 10,40). Lucas, aunque con diferentes palabras, también habla de esta representación apostólica (Le 10,16). Estos textos hablan de dos cosas. En primer lugar, tratan de los pequeños, que, en cuanto tales, deben ser recibidos por los apóstoles, porque, si no lo hacen, no pueden servir al Señor. Sólo los humildes pueden ser discípulos en el reino. Y esta humildad es tan característica del evangelio que Jesús se pone al mismo nivel que los niños. Sin esta mansedumbre, el evangelio ya no es el evangelio. En el niño está el secreto del mismo Señor. Amar a tu prójimo como a ti mismo es idéntico a amar a Dios (Me 12,28-34; Mt 22,34-40).
dice en Mt 12,50 acerca de los discípulos que están congregados a su alrededor (en Me 3,34 lo afirma de toda la multitud).
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Pero, en segundo lugar, estos textos tratan a la vez de los apóstoles, quienes, en toda su pequenez y pobreza, descubren que el Señor los apoya y les proporciona autoridad. Los discípulos, en especial los evangelizadores itinerantes, que han de viajar sin medio alguno de vida, sólo pueden dar cumplimiento a su identidad y a su vocación en nombre del Señor. En cuanto apóstoles —los enviados—, viven bajo la autoridad del que los envía. ¿Persiste esta oposición entre una interpretación restrictiva y otra universal? ¿Es realmente necesario contraponer a los pequeños de la Iglesia con los pequeños ajenos a la Iglesia? ¿Es accidental que el término «hermano» (e incluso «mis hermanos») sea siempre ambiguo en el evangelio? El significado puede ser «miembro de la familia» en sentido estricto, «miembro del grupo» o «todo el mundo». Cuando lo emplea Jesús, ¿no se referirá a cualquiera con quien sienta afinidad: el grupo de los vagabundos, pecadores, prostitutas, recaudadores de impuestos, las multitudes que le siguen y que en ocasiones se sientan en torno a él? «Cualquiera que cumpla la voluntad de mi Padre del cielo, ése es mi hermano, mi hermana y mi madre»,
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Una interpretación restrictiva, para la que puede encontrarse buen fundamento, no puede ofrecerse a expensas de una universal —ciertamente, no en Mateo, con sus tendencias universalistas—. Esta conclusión se ve reforzada por la conexión que existe entre este pasaje y los capítulos que le preceden. La gran apelación escatológica condujo a la pregunta: «¿Quien es, pues, el siervo fiel y prudente?» (Mt 24,45). La respuesta es clara: el que ofrece alimento en el momento preciso a la casa a la que ha sido destinado (Mt 24,46). La misma vigilancia se exige en la parábola de las diez doncellas: cuida el aceite, no sea que la luz se apague durante la noche (Mt 25,1-13). En la parábola que precede inmediatamente a nuestro texto, el tema lo constituye lo que la gente hace, no ya con sus capacidades, sino con las posesiones confiadas a ellos por el Señor, tales como las riquezas del evangelio y las promesas y dones de Jesús. Todas las historias transmiten a los discípulos de Jesús el mensaje de que deben permanecer vigilantes durante su ausencia. Por tanto, es en este último discurso de Jesús anterior a su pasión y muerte donde se intensifica y concreta aún más el elemento de la vigilancia. Si todo lo referente al Juicio Final se resumiese en una sola idea, sería ésta: el criterio por el que se mide la historia humana es el modo en que las personas tratan a los menores de sus prójimos. Jesús se ha identificado con este mundo y encarnado en él hasta tal punto que cualquier cosa que les ocurra a lefs últimos de la humanidad le ocurre a él. Ésta no es una afirmación dogmática o ética. Las personas del texto sobre el Juicio Final no saben que por servir a los más pequeños están sirviendo a Jesús, y se
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quedan asombradas al enterarse. No habían servido a los últimos a fin de servir a Jesús, sino por ellos mismos; y, al hacerlo, se ha puesto de manifiesto que servían al Señor. Esto no es un dogma, sino un mashal, una parábola en forma de cuento, a través de la cual, inesperadamente, se hacen visibles esas conexiones. La relación con el Señor resulta ser del mismo orden que la vinculación con los necesitados.
es tan grande como parece. Esta variedad confesional, característica de la primitiva iglesia de Palestina, puede verse hoy en las iglesias de los pobres, en los movimientos pentecostales y en las llamadas iglesias independientes. Nuestra distinción entre la interpretación restrictiva y la universal de Mt 25 probablemente habría sido completamente inaplicable al mundo de aquella época (y al mundo de los pobres de hoy). Dice más acerca de nosotros en cuanto exegetas que del evangelio original. Sospecho que Mateo no habría estado excesivamente interesado en cómo planteamos las cuestiones o en la distinción que hacemos. Su interés es la compasión, tema que impregna todo su evangelio como la característica de la obra de Jesús, lo que él resume en el capítulo 9,36: «Viendo a la multitud, se conmovió por ellos». Los evangelizadores, con sus pies descalzos y sus estómagos vacíos, necesitan esa compasión. Es compasión por «todas las naciones», y no sólo por los creyentes.
Ésta no es una interpretación «des-cristianizada» o secularizada de este pasaje, ni tampoco es una sustitución del mensaje evangélico por el humanismo. La historia se dirige a personas que ya son seguidores de Jesús (lo que en sí mismo conlleva una interpretación restrictiva). Constituye una advertencia dirigida a la comunidad cristiana para que no divida la relación con Dios en una parte espiritual y otra material. La una se hace visible en la otra. Las relaciones en el reino de Dios son indivisibles y, por tanto, no pueden contraponerse. La interpretación universal no se opone a la restrictiva, lo espiritual no se opone a lo material. La comunidad cristiana, desde su preocupación por toda existencia, ha de entenderlo así, simultáneamente como un consuelo para sí misma y como un mandato continuo de no cambiar la moneda de oro del evangelio de los pobres por papel moneda eclesiástico. Queda aún otra cuestión por considerar a este respecto. Estas palabras bíblicas proceden de un medio en el que la pobreza era un fenómeno dominante. En semejante medio, los vínculos entre el bienestar y la felicidad, la esperanza y el alimento, entre ser hermanos y hermanas y ser hijos de un Padre Celestial, entre la curación y el perdón, la liberación y la reconciliación, son muy estrechos. Entre los primeros discípulos de Jesús no estaba muy claro quién pertenecía a la Iglesia y quién no. La diferencia entre los «pequeños» en general y los seguidores de Jesús, entre los pobres y los misioneros itinerantes, entre las multitudes hambrientas y las muchedumbres de creyentes, no
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En este relato del Juicio Final, tan bien presentado, Mateo claramente quiere mostrar quién es Jesús de un modo que no deje lugar a dudas. Ésa era la cuestión principal de las iglesias de su tiempo: ¿Quién es Jesús? ¿Dónde está? ¿Qué significa su cruz para la comunidad perseguida y, al mismo tiempo, para todo el mundo? Como Pablo, que escribe acerca de conformarse a imagen de Jesús (Rm 8,29), que «se vació de sí y tomó la condición de esclavo» (Flp 2,7). Mateo está tratando de lo que más tarde se denominaría «Cristología». ¿Cómo se vincula Dios, en la persona de Jesús, a la humanidad sufriente? La identificación de Jesús con los hambrientos, los sedientos, los forasteros, los desnudos, los enfermos y los prisioneros no es algo teórico. Los capítulos siguientes de Mateo lo ponen de manifiesto. Jesús mismo es hecho prisionero y torturado; es quien está desnudo y sediento. Muere con una muerte de mártir como el último de los hombres. La diferencia entre la figura regia en el trono de gloria y
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el más pequeño de sus hermanos y hermanas queda reducida a nada en este caso. Él mismo es el más pequeño. Tiene derecho a hablar como Juez, porque ha experimentado aquello acerca de lo cual está hablando.
texto radicaliza ideas expresadas anteriormente en la tradición judía. El Antiguo Testamento y los rabinos ya tenían la concepción de una analogía entre Dios y los pobres basada en la solidaridad de Dios con ellos. Se habla de las buenas obras como si se hubieran hecho en beneficio del Señor Dios. En Dt 15,9, un midrash dice: «hijos míos, si habéis dado alimento a los pobres, lo consideraré como si me lo hubierais dado a mí». Burlarse de los pobres (Pr 17,5), u oprimirlos (Pr 14,31) es insultar a su Hacedor; ser amable con ellos equivale a dar al Señor (Pr 19,17).
Mateo sitúa todo ello en una perspectiva global. Cuando el sumo sacerdote pregunta a Jesús: «¿Eres el Mesías?», la respuesta es: «Tú lo has dicho. Y os digo que desde ahora veréis al Hijo del Hombre sentado a la derecha del Todopoderoso y llegando en las nubes del cielo» (Mt 26,64). Lo que sucede entre las paredes de esa sala de justicia posee dimensiones cósmicas. Después de su muerte, el centurión romano afirma: «Realmente éste era Hijo de Dios» (Mt 27,54). En la manera en que Mateo acaba su evangelio, se vincula la casi divina majestad de Jesús con su sufrimiento como el último de la humanidad. El supremo Dios y lo ínfimo humano coinciden. No son idénticos, pero son mutuamente intercambiables. No se puede servir a la vez a Dios y a Mammón, así como tampoco se puede servir a Dios y olvidar a los pobres. Éstos representan al Señor mismo, y ello es válido tanto dentro como fuera de la Iglesia. Él reunirá a «todas las naciones» en su segunda venida. Su último mandato en la tierra fue: «haced discípulos entre todos los pueblos» (Mt 28,19). El marco global es característico del evangelio de Mateo. El criterio sigue siendo el mismo: quien acepta a los pequeños acepta al Señor. Su trascendencia es «inmanencia». La humildad y la pobreza no son en primer lugar condiciones sociales, sino un modo de ser —o mejor, de no ser—. Por usar de nuevo las palabras de Levinas, «la humildad es el único modo en que el Trascendente puede estar presente como trascendente». Mt 25,31-46 es el único que identifica tan claramente al Hijo del Hombre con los últimos de la humanidad. Este
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Aunque esto no constituya una identificación entre Dios y los pobres, es más que una mera promesa de recompensa celeste para las buenas obras. El mismo Dios está manifiestamente del lado de los pobres. Su predisposición hacia ellos no es una beatificación de los pobres, sino una toma divina de postura basada en una analogía anclada en la idea de la creación de la humanidad a imagen de Dios (Gn 1,26; 9,6), de la cual existe una expresión poética en el Libro eslavo de Henoc (44,1-3): «Dios hizo al hombre con sus propias manos para que llevase la imagen de su rostro; él ha hecho lo grande y lo pequeño. Quien desprecie el rostro de un hombre desprecia el rostro del Señor; quien desprecie el semblante de un hombre desprecia el semblante del Señor». Algo distante de esto es la idea de un Dios incógnito, según la cual éste aparece en forma de persona —como en las antiguas leyendas— para descubrir qué están realmente haciendo los hombres. Esta idea es especialmente popular fuera de la Biblia (por ejemplo, en la historia de Ovidio sobre Filemón y Baucis). El pueblo de Lystra pensó que Bernabé y Pablo eran dioses en forma humana (Hch 14,11). Abraham recibe a Dios en forma de ángeles (Gn 18). El autor de la Carta a los Hebreos exige hospitalidad
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para los forasteros, sobre la base de que pudieran ser ángeles (Hb 13,2).
Juan deduce claramente el paralelismo entre el amor a Dios y el amor al hermano creyente (1 Jn 4,20), pero no menciona a los pobres ni a los necesitados.
Más próxima a la Biblia es la idea de la imitación. Como Dios es misericordioso y compasivo, así deberíamos serlo nosotros; como él vistió a Adán y Eva (Gn 3,21), también nosotros debemos vestir al desnudo. Como él es misericordioso, también nosotros deberíamos ser igualmente misericordiosos y compasivos. Mt 25 radicaliza lo que ya se dijo en el Antiguo Testamento. El mismo Mesías está presente en todo el que necesita ayuda. Ayudando a cualquier necesitado, se ayuda a Dios. Los griegos dicen: «Dios venga al forastero; por tanto, cuida de él». Los rabinos dicen: «Dios ama al forastero; por tanto, tú también debes amarlo». Jesús dice: «Yo soy el forastero; por tanto, a través de él probáis vuestro amor por mí». El servicio al prójimo necesitado, no con el fin de servir a Dios en él o en ella, sino con el propósito de servir a esa persona, será decisivo en el Juicio Final, como descubrirán con sorpresa creyentes y no creyentes. Y, a la inversa, el no servir a los necesitados se revelará en su día como el mayor pecado contra Dios, como descubrirán con sorpresa y horror creyentes y no creyentes. Éste es el significado del aceite que las doncellas necias deberían haber conservado en sus lámparas. Ésta es la luz en la noche, la auténtica vigilia. A quien sirva de esta manera no le sorprenderá desprevenido el día del Señor. Nadie en el Nuevo Testamento expresa esta cuestión tan radicalmente como Mateo. Determinados pasajes (por ejemplo, Rm 8,28, 1 Co 8,3, Ef 6,24) dan esencial importancia al amor a Dios sin mencionar al prójimo. En Rm 13,8, sin embargo, se considera que la ley completa se cumple amando al prójimo; y en 1 Pe (1,13-25; 2,17) se vincula estrechamente la santidad con el amor fraterno.
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Alguien podría decir: «Bueno..., ¡una persona no puede hacerlo todo!. La época de los evangelizadores vagabundeando de acá para allá, descalzos y sin dinero, ya estaba pasando. Lo principal, entonces, era construir la comunidad cristiana, y no todo el mundo podía abandonar a su padre y a su madre, o dejar que otros enterrasen a sus muertos...» A tal razonamiento replica Mateo: «¡Estad vigilantes!». No olvidéis a los pobres, porque, si lo hacéis, estáis olvidando al mismo Señor. Ellos son sus pequeños. Quien los recibe, recibe al propio Señor, que en toda su gloria quiso que se le viera bajo su aspecto. Con el desarrollo del dogma cristológico y la institucionalización de la Iglesia de la época de Mateo, se hizo necesario recordar esto a todo creyente —y a todo teólogo—. La Iglesia puede tener grandiosos propósitos, pero los pobres siempre constituirán un desafío permanente a su identidad. Y por ello dice el ausente Señor de la Iglesia: «Si abandonáis a los pobres a su destino, me abandonáis a mí al mío. Lo que hayáis hecho —o no hecho— a los menores de estos hermanos míos, me lo habéis hecho —o no hecho— a mí».
4 La Iglesia y el doble evangelio
El material bíblico citado en el capítulo anterior puede parecer confuso. El Señor está ausente, y nosotros sabemos esta penosa verdad; pero también creemos y confiamos en que Dios está con nosotros en las actividades de los apóstoles, en nuestras reuniones como comunidad, en nuestro compartir el pan y el vino de la sagrada comunión. Y a veces sabemos que estamos unidos a Dios: cuando actuamos según su Espíritu, o sufrimos, o ponemos nuestra confianza en él. Sabemos además que estará de nuevo con nosotros en toda su gloria en la segunda venida, la cual anhelamos expectantes. Y ahora nos enteramos de que Dios está también presente, de muy distinto modo, en la gente que aparentemente no tiene nada que ver con él, que puede que no vaya nunca a la iglesia, que quizá ni siquiera conozca su nombre ni tome parte en la transmisión de la tradición bíblica. Se nos dice que estas personas, por el hecho de ser desvalidas, gozan del apoyo del Altísimo. Hay un doble evangelio: para los pecadores creyentes y para los pobres. La confusión sólo se aclara cuando dirigimos nuestra atención hacia el Señor, que, con su vida, muerte y resurrección, ha revelado el pleno significado de la salvación. Quien le escuche puede aprender a convertir en creativa
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la irrefutable tensión entre el evangelio para los pecadores y el evangelio para los pobres. La relación inseparable entre ambos evangelios —buena nueva para los creyentes y para los que quieren creer, y buena nueva para los que han sido marginados— puede unir a la Iglesia y al mundo de un modo nuevo. En ambos, el mensaje es el único Señor. El contenido de uno —históricamente hablando, el primero— es lo que Jesús dijo en su primera aparición publica en la sinagoga de Nazaret: que había sido enviado
elementos del pan y el vino como tales representan a Jesús. Jesús está presente en los actos realizados con fe por los apóstoles, en su predicación, sus profecías y sus exorcismos. Ha prometido estar en medio cuando dos o tres se reúnan en su nombre como seguidores suyos y en la celebración del sacramento en memoria de él. Lo mismo puede decirse con respecto a los textos sobre la Iglesia como «cuerpo de Cristo». La Iglesia no es el cuerpo de Cristo en y por sí misma, sino porque ha sido reunida por él. Su pertenencia corporativa al Señor determina su naturaleza. La Iglesia sólo visualiza al Señor en la medida en que es reunida por él. Un apóstol lo es por el mensaje que ha recibido de otro; y lo mismo se diga de los creyentes y de la propia Iglesia. Podría hablarse de una identificación condicional con el Señor o de una representación del mismo. La Iglesia pierde esta identidad en cuanto el Señor ya no la mantiene en la unidad. La ausencia de unidad dentro de la Iglesia, el surgimiento de cismas y divisiones basados en la raza, la clase, el sexo, o cualquier otra cosa distinta de lo que el Señor quiere, no es un problema marginal, sino un ataque a su misma esencia.
«para dar la buena noticia a los pobres... para anunciar la libertad a los cautivos y la vista a los ciegos, para poner en libertad a los oprimidos, para proclamar el año de gracia del Señor» (Le 4,18-19; cf. Is 61,1-2). Resuena aquí el eco del canto de María, en el que Dios derriba a los poderosos de sus tronos y ensalza a los humildes, colma de bienes a los hambrientos y despide vacíos a los ricos (Le 1,52-53). Pero también hay otro evangelio del mismo evangelista Lucas. Se trata del evangelio del sacerdote Zacarías. Enmudecido, a causa de su falta de fe, profetiza, cuando recupera la voz, «anunciando a su pueblo la salvación por el perdón de los pecados» (Le 1,77). Así pues, la Biblia habla de un evangelio para los pecadores y de otro para los pobres. Representación condicional e incondicional
Esta condicionalidad también se aplica al sacramento del pan y del vino. Sin que importe lo sustancialmente que se entiendan las palabras «esto es mi cuerpo», la presencia de Jesús en el pan y el vino depende siempre del acto de celebración de la comunidad o de las acciones de la persona que ha sido ordenada sacerdote. No son el pan y el vino como tales los que sustentan el misterio de la presencia de Cristo, sino el mismo Señor, que ha prometido estar presente en las acciones de su comunidad o de las personas consagradas a su servicio.
Jesús está presente en los pobres de de distinta manera de como lo está en los apóstoles, en la Iglesia y sus miembros y en la eucaristía. En ésta última, su presencia está condicionada a una cierta manera de comportarse y de ser. Ni los mismos apóstoles, ni la Iglesia, ni los creyentes, ni los
No existe tal condicionalidad respecto a los pequeños y los pobres. Su despojo, su inexistencia, son para Jesús razón suficiente para identificarse incondicionalmente con ellos. ¡Lo cual no significa que deban ser canonizados sin más! Lo que es válido para el Antiguo Testamento también
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es válido aquí: Dios toma partido por los pobres, no porque sean buenos, sino porque son pobres. Jesús se identifica con ellos sin condiciones previas, y los pone como ejemplo a los apóstoles: «si no os convertís y os hacéis como los niños...» (Mt 18,3; Me 9,33-37; Le 9,46-48).
pedirá mucho, tanto como se le ha dado, a quien mucho tiene (Le 12,48; Mt 25,29).
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Tensión escatológica y relativización El segundo punto a establecer acerca de la interrelación entre estas formas de presencia del Señor es que todas ellas surgen en la perspectiva del Señor resucitado que vendrá de nuevo. Todas tienen que ver con el Señor mismo que sufrió, murió y resucitó. Mt 25,31-46 trata del descubrimiento de que él ahora es el Señor. Así es él. Su gloria se manifiesta en su identificación con los pobres. Por tanto, las formas de presencia del Señor son sustitutivos temporales hasta su vuelta. Incluso la cena del Señor no es más que una sombra de las fiestas nupciales del Cordero. En este sentido, todas estas representaciones están sometidas a una tensión escatológica y, por tanto, radicalizadas, a la vez que relativizadas, porque el patrón por el que se las mide no se encuentra en su propia realización, sino en el Señor mismo que vendrá a juzgar. Lo que está enjuego son las «ultimidades», los esjata, las cuestiones más profundas y más elevadas. Hagamos lo que hagamos, con el evangelio y con el Señor mismo, en el tiempo entre la primera y la segunda venida de Cristo, no nos corresponde asumir el papel del Señor. La existencia de la Iglesia no invalida la libertad de Dios. Ser Iglesia es jugar con fuego. Los pobres lo saben desde su propia experiencia, que se halla continuamente amenazada. Pero la existencia de la Iglesia también está amenazada, y por el propio Señor. En última instancia, el juicio comienza por la casa de Dios (1 Pe 4,17); y se le
Pero el hecho de que el Señor mismo constituya la última norma, no sólo radicaliza la acción de sus representantes, sino que también la relativiza. Representar a Dios no es sólo jugar con fuego; también es jugar con fuego. La Iglesia, el apostolado, la celebración de la eucaristía e incluso la pobreza no son lo definitivo. Por muy nobles y necesarios que sean nuestros programas, por desoladoras que sean nuestras condiciones culturales, en el fondo no son más que algo temporal. Esto es una suerte para la Iglesia, que no tiene necesidad de preocuparse obsesivamente por los mandamientos y los sacramentos que se le han confiado; y es una suerte aún mayor para los atribulados. Otro mundo nos aguarda. Pero el Señor que vendrá no es alguien distinto del Señor que estuvo presente y que aún lo está entre nosotros, su pueblo. Cuando vuelva de nuevo, se llevará a su pueblo con él. «Cuando se manifieste Cristo, vuestra vida, entonces vosotros apareceréis gloriosos junto a él» (Col 3,4). Como lo expresa H. Berkhof: «El que vendrá de nuevo no es descrito como alguien que vuelve solo, sino como el centro de una vasta comunidad humana». Todo el que, mientras tanto, haya vivido y obrado en su nombre, aparecerá con él, como respuesta a su oración y como una completa sorpresa (como en Mt 25). El retorno de Cristo es «la revelación de los hijos de Dios» intensamente anhelada por toda la creación gimiente (Rm 8,19ss; cf 1 Jn 3,2). Cuando llegue este gran apocalipsis, las estructuras del mal y de la violencia quedarán al descubierto. Lo que no hemos visto y lo que no hemos querido ver se hará visible. Habrá motivos para una gran lamentación (Ap 1,7; Mt 24,30; Le 6,25), pero quienes ahora lloran, entonces reirán (Le 6,21). La segunda venida es una ruptura que
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hará visible la frecuentemente oculta continuidad de las seis formas en las que Jesús continúa estando presente, que comentamos en el capítulo anterior.
personas que tal vez no tengan nada que con la iglesia oficial? Este evangelio de los pobres tiene profundas implicaciones para la teología y la cristología. Muestra quién es Dios en Cristo y a quién apoya. Describe la gracia de Dios, no en un sentido general y universal, como una benevolencia global, sino en un sentido específico, como amor dirigido a quienes les ha sido negado. Restaura simultáneamente las relaciones rotas dentro de la creación y entre ésta y el Creador. Pero este doble evangelio tiene también profundas implicaciones para la eclesiología: ¿cuál es su significado para nuestra concepción de la Iglesia y de su acción? Ciertamente, los pobres han desempeñado siempre un papel importante en la ética cristiana. A pesar de todo lo negativo que se pueda decir al respecto, la Iglesia siempre ha hecho, de un modo u otro, esfuerzos en su nombre, mediante el diaconado, la ayuda al desarrollo y otras actividades semejantes. Pero, como ha observado el teólogo alemán Jürgen Moltmann, casi no se ha reparado en la dimensión eclesiológica contenida en Mt 25,31-46. No obstante, si Jesús está presente en los pobres, entonces hay en juego más que la mera caridad: sería un tanto arrogante considerar a Jesús como objeto de nuestra solicitud eclesial. Su presencia en los pobres desplaza el centro de atención. Los pobres ya no pueden constituir tan sólo un deber; de un modo u otro, pertenecen a la Iglesia. La Iglesia sólo puede serlo si sus preocupaciones no son solamente internas, sino que se extienden a todo lugar en que los seres humanos sean maltratados.
¿Doble evangelio y doble iglesia? También entonces concluirá la actual tensión entre la iglesia de los creyentes y la de los pobres. La salvación ya no será divisible. Será evidente que la «sangre de los profetas y de los santos» tiene la misma significación que la de «todos los asesinados en el mundo» (Ap 18,24). Babilonia será condenada, tanto por su perversidad como por su inhumanidad. La cuestión de cuál es realmente el mensaje bíblico puede abordarse desde dos ángulos. Por un lado, es un mensaje que llama a los pecadores a la conversión y les asegura el perdón. Por otro, es un mensaje de vida y gozo para aquellos a quienes se les han negado ambas cosas. Esta dualidad da cuenta de la variedad de aproximaciones al mensaje salvífico del evangelio que han aparecido en el curso de la historia de la Iglesia. Anteriormente veíamos los dilemas suscitados por expresiones como «una iglesia para los otros» y «una iglesia de los oprimidos», o por «conciliaridad» versus «iglesia de los pobres». Ahora bien, al meditar sobre la presencia de Cristo, a fin de descubrir dónde debería hallarse la Iglesia (ubi Christus, ibi eclessiá), hemos llegado a la misma dualidad: ¿cómo coexisten en una única Iglesia estas dos «modalidades» de salvación? ¿Existe una iglesia interior y otra exterior? ¿Es la salvación del reino de Dios diferente de la salvación de la Iglesia de Cristo? ¿Cómo se relaciona la presencia de Cristo en los pobres (quien los sirva a ellos, a mí me sirve) con la presencia de Cristo entre los creyentes (quien os escucha a vosotros, a mí me escucha)? ¿Qué significado tiene para el apostolado, para la unión de la comunidad, para la celebración de los sacramentos, la presencia de Cristo en
El apostolado, la liturgia y la comunidad mutua de la Iglesia se caracterizan inevitablemente por el lugar y la situación desde donde actúan. Si los individuos y la Iglesia desean reflejar la imagen de Jesús, pueden hacerlo si verdaderamente se trata de la imagen de Jesús mismo, y no de lo que la gente quiere hacer de él. Y Jesús es, de acuerdo
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con las Escrituras, el Nazareno crucificado, resucitado y ascendido al cielo, que se identificó con los últimos incluso hasta la muerte en la cruz. Y de esta manera, Jesús muestra a su vez la imagen del mismo Dios, su Padre celestial, que sólo es trascendente en esta inmanencia. Inmanencia que no se refiere sólo a la presencia general de Dios en toda persona, sino a la presencia en personas a las que les ha sido negada su propia humanidad. Jesús es el juez que aparece para separar las ovejas de los cabritos. No se identifica con todos los que están ante su trono, sino sólo con las víctimas. Este Jesús apocalíptico pronuncia una terrible sentencia, dirigida a todos aquellos que, en cuanto portadores de la imagen de Dios (todas las personas), han destruido dicha imagen en sus prójimos. La Biblia muestra poco interés por la reflexión filosófica acerca de la presencia de Jesús; lo que hace es expresar preferencias, optar y obligarnos a tomar partido.
El estudio del wcc «Hacia una Iglesia de los pobres» aboga por unir a los pobres de fuera de la Iglesia con los pobres de dentro de la Iglesia y con los pobres que hay dentro de nosotros mismos. Todo el sistema educativo occidental pretende apartar, e incluso eliminar, los aspectos débiles de nuestra existencia, tanto sociales como psicológicos. El poder de Jesús consistió en que se atrevió a ser débil; se atrevió a vivir desde la gracia. De este modo, podría formarse una nueva alianza entre quienes fueran socialmente débiles y quienes se atreviesen a aceptar su propia debilidad. La única oportunidad de conversión de los ricos subyace en esta dimensión de debilidad que tiene toda persona. A partir de ahí, pueden desarrollarse vínculos con otras personas, tanto dentro como fuera de la Iglesia, cuya entera existencia está condenada a la debilidad.
Por tanto, actuar como un apóstol no consiste ante todo en conducir a los pobres a la Iglesia como centro de salvación, sino más bien en tratar de situarse donde está Jesús e ir adonde él va. Consiste en trasladar el punto de vista al lugar donde toma forma la salvación. Los pobres no son objeto de evangelización, ni tampoco son ellos mismos evangelizadores. Su existencia es lo opuesto a la buena nueva: es calamidad, injusticia, desgarramiento; es no tener vida ni permiso para tenerla. Pero, por esto mismo, son el centro del apostolado, el modo y el lugar de la presencia de Cristo. Anuncian la necesidad de la gracia, de la transformación, de un nuevo mundo. Dan una urgencia renovada al evangelio. Los pobres son el signo del evangelio. Esto no significa que los ricos no sean bienvenidos. Nada les impide asumir su papel en este nuevo centro y, a partir de él, aprender a actuar, pensar, ver, creer, degustar el pan y el vino, llorar y reír. El que los ricos sean aún capaces de actuar de este modo, es otra cuestión...
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Eso mismo es aplicable a la comunidad eclesial, que se caracteriza no tanto por sus programas de ayuda a los pobres y los explotados, cuanto por el lugar desde el que actúa. El hecho de que a Jesús haya que encontrarle junto a los pobres no significa que existan dos centros de salvación: uno dentro de la Iglesia, la consabida comunidad que confiesa al Señor resucitado, y otro fuera de la Iglesia, una comunidad en gran medida desconocida, formada por los más humildes junto al Señor crucificado. Como dice Moltmann: «Cuando la Iglesia apela al Cristo crucificado y resucitado, ¿no debería representar en sí misma [el subrayado es mío] esta doble hermandad de Cristo, y estar presente junto a los pobres, los hambrientos y los presos, en palabra y espíritu, en sacramento y fraternidad, y con todas sus capacidades creativas?». El qué de la Iglesia (su apostolado) y su dónde (con los más pequeños) deben armonizarse entre sí. La Iglesia no será la auténtica Iglesia de Cristo mientras no converjan su qué y su dónde. Sin embargo, la verdadera cuestión es cómo puede la Iglesia retornar a un lugar junto a los pobres. Si la Iglesia no puede salvar esa distancia, perderá su carácter; su apos-
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tolado se convertirá en colonialismo; su comunidad, en un club; y su eucaristía se transformará en «una profanación del cuerpo y la sangre del Señor» (1 Co 11,27). Pero lo contrario también es verdad. En el material bíblico que hemos examinado, todas estas cosas van unidas. No solamente el apostolado, etc., les pertenece a los pobres, sino que también los pobres le pertenecen a él. No existe apoyo textual para contraponer un punto de vista religioso a otro puramente humanista. Porque el lugar del Señor está junto a los pobres, los pobres también están junto a él, no como un recurso publicitario para la conversión o como una especie de acuerdo, sino porque la salvación es indivisible. En la presencia del Señor con y en los pobres, su compasión no es una compasión en el vacío, sino en el espacio de toda la creación de Dios. Su participación no se basa en una «preocupación social», sino que se dirige a los pobres en la totalidad de su ser. Hay que expulsar los demonios, a fin de que la gente pueda aprender de nuevo la alabanza. La satisfacción y la risa están en el mismo nivel que el aleluya, al menos en la Biblia. Y es un desafío preguntase hasta qué punto esto es verdad en una sociedad secularizada como la de Europa occidental.
potencias. A este respecto, dentro del Nuevo Testamento existe una gran diferencia entre el medio rural en que Jesús pasó la mayor parte de su vida y el entorno urbano en que trabajó Pablo.
Posición bíblica de la Iglesia respecto a los pobres De la Biblia no se pueden deducir directamente criterios respecto a la relación entre la Iglesia y los pobres. La misma Biblia muestra que la época y la cultura en las que la gente vive constituyen factores determinantes tanto para la pobreza como para la relación con ella del pueblo de Dios o de la Iglesia. La situación de Abraham como príncipepastor que vive en una sociedad tribal nómada es diferente de la de David, bajo cuyo reinado empezó a desarrollarse una teocracia centralizada que, a su vez, difiere del período postexílico, en el que Israel estuvo subyugado por diversas
Se puede ir aún más lejos. Varias décadas después del ministerio de Jesús, los evangelistas aplicaron y adaptaron el evangelio de los pobres a sus propias audiencias desde diversas perspectivas. No estaban escribiendo en un vacío intemporal, sino que querían que el mismo evangelio fuese un evangelio real dentro de su propio contexto, a fin de que transmitiese un mensaje a su propia comunidad. La cuestión de quién era este Jesús de Nazaret demandaba una cristología factible que clarificase su papel y su significado. Cuando la Iglesia adquirió un cierto prestigio, junto con el influjo de la gente acomodada, se necesitó una nueva y más completa aplicación de la fe en Jesús, precisamente respecto a la relación entre los ricos y los pobres. Los autores probablemente no eran conscientes de que poner por escrito el evangelio cambiaba ya su carácter. La tradición oral trataba con lo experimentado directamente, con la intimidad personal entre las personas, y se mantenía unida y era estimulada y corregida por el canto, el culto y las cartas, que explicaban determinadas cuestiones más detalladamente. En este tipo de entorno, los iletrados podían participar fácilmente e incluso asumir el liderazgo sin mucha dificultad. Esto cambió tan pronto como apareció la versión escrita. Las cartas se convirtieron en afirmaciones dogmáticas en las que el anterior contacto oral con la comunidad apenas se recordaba. Los evangelios se convirtieron en documentos oficiales. La palabra escrita puede perdurar a través de los siglos, pero a la vez se congela y, lo que es aún peor, crea distancia. Por supuesto que no era ésta la intención de los autores neotestamentarios. Ellos tan sólo querían asegurarse de que el movimiento de salvación iniciado en Jesús continuaría en sus propias co-
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munidades, incluyendo en él las relaciones entre los ricos y los pobres. Tan fiel y exactamente como les fue posible (cf. Le 1,1-4), ayudaron a sus lectores a tomar posición en su propio contexto.
sus seguidores judíos la idea inaudita de que cuando se ve a Jesús se sabe quién es Dios. ¡Así es como él es! Hay un signo de igualdad entre Dios y Jesús, una ecuación casi blasfema para los judíos, que, con el tiempo, daría como resultado el desarrollo del dogma trinitario.
Por tanto, la búsqueda de criterios bíblicos orientadores en cuanto a la relación de la Iglesia contemporánea con los pobres no implica que haya que volverse hacia el fundamentalismo (aunque se podría desear que todos los fundamentalistas lo fuesen aún más, por ejemplo, volviendo a una lectura literal de las leyes socio-económicas del antiguo Israel, tales como el año jubilar, o tomando en cuenta cómo se hacía frente a las necesidades materiales en la primitiva comunidad cristiana). Por el contrario, implica inspirarse y dejarse corregir por la reacción bíblica frente al empobrecimiento y la humillación de nuestro prójimo. Presencia, participación, solidaridad El elemento quizá más sorprendente de los pasajes del Nuevo Testamento citados en el capítulo anterior es el aspecto de la presencia. Jesús está con la gente que necesita salvación. El contenido de dicha salvación no es constante. Puede tratarse de curación, alimentación, liberación de espíritus malignos o reconciliación con Dios. En Mt 28, resuena el «gran encargo»; y en Mt 10, el primero, más realista: «Y de camino proclamad que el reinado de Dios está cerca. Curad enfermos, resucitad muertos, limpiad leprosos, expulsad demonios» (Mt 10,7- 8). Jesús es la encarnación de Dios, la salvación hecha carne hasta la completa autoinmolación, la kenosis o autovaciamiento celebrado en el hermoso himno cristiano primitivo citado por Pablo en su carta a los Filipenses (2,5-11). En él se sugiere tan claramente que Jesús con su presencia representó lo mejor del mismo Dios, que desde muy pronto surgió entre
En la teología clásica, el mesianismo de Jesús (Jesús es el Cristo) se explicó siempre con las categorías veterotestamentarias de profeta, sacerdote y rey; categorías que se convirtieron también en características de todo cristiano. Esto se afirma con mucha palabrería en las preguntas y respuestas 31 y 32 del Catecismo de Heidelberg. Jesús es «nuestro principal profeta y maestro..., nuestro único sumo sacerdote... y nuestro rey eterno». Y los cristianos, por su parte, «participan de su unción», convirtiéndose en profetas confesando su nombre, en sacerdotes que se ofrecen como sacrificio vivo y en reyes que luchan contra el pecado y el demonio en esta vida y reinarán después con Cristo «sobre toda la creación por toda la eternidad». Aparte de la cuestión de si el catecismo no hace una interpretación demasiado individualista de la salvación al no aplicar estas categorías a la comunidad eclesial, resulta sorprendente que falte el elemento tan claramente bíblico de la presencia. La presencia de Cristo se sustrae de la realidad cotidiana en la que la gente vive y se mueve —el elemento que da verdadera fuerza y encanto a los relatos evangélicos. Sin restar nada del valor de esta concepción de Cristo y de la Iglesia como profeta, sacerdote y rey, debemos observar que estos símbolos muestran una tendencia jerárquica. Van de arriba abajo: hablar, dar, actuar en el nombre de Dios por el bien de los demás. En todo esto hay una cierta fuerza; y en algunas iglesias, en particular las de tradición calvinista, estas categorías se han utilizado hasta el extremo. Han sido estructuradas en programas, institucionalizadas, codificadas en
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reglas de comportamiento y patrones éticos. Se han empleado como ayuda para reformar el Estado, renovar la Iglesia, dirigir sistemas políticos, establecer organizaciones de ayuda...; todo ello en un intento de concretar la llamada de Dios en la vida práctica. Se acepte o no la tesis de Max Weber de que esta noción de llamada, especialmente tal y como fue elaborada por el calvinismo, se convirtió en la fuerza motriz del capitalismo occidental, no puede negarse que ha contribuido a desarrollar un activismo que, innegablemente, ha significado mucho para la Iglesia, el Estado y la gente. Se trata de una ética de personas fuertes, para las que la vida (con la ayuda de la gracia de Dios) es manejable. Refuerza la responsabilidad y da origen a compromisos para trabajar por una «sociedad responsable». Pero este mismo concepto de «sociedad responsable», considerado como una responsabilidad por los reformadores (y también por los socialistas y los comunistas), tiene, a la vez, poderosos rasgos burgueses. Presupone una sociedad ordenada sobre la cual se puede construir. El nuevo elemento que Jesús añadió no procedía de las estructuras sociales, sino de la gente en su desamparo e incapacidad de enfrentarse a la vida. No empezó con una estructura mejorable, sino en los ambientes marginales. Jesús está presente donde la estructura no funciona o, podría incluso decirse, donde la estructura ha hecho imposible el funcionamiento. Su aparición no constituye una oferta de la posibilidad de escapar de los márgenes hacia la seguridad del centro (lo que, de hecho, constituye la base de casi todas las obras de caridad). Se abre paso a través de esa estrategia de salvavidas saltando él mismo al agua. Está presente en los márgenes, identificándose con los marginados, y así invierte el orden burgués. Es anti-jerárquico. Su Dios no derrama buenas obras desde arriba a los de abajo, sino que se encuentra disponible en lo más bajo para salvar y liberar a la gente que allí se encuentra.
Esto da origen a otro tipo de Iglesia. Junto a la Iglesia de Mt 28, con su ministerio, sacramentos y doctrina, se encuentra la Iglesia de Mt 10, una Iglesia de los pobres, apenas institucionalizable, sin escrituras, sin dogma, sincretista, abierta, desordenada, anti-intelectual, pero a la vez directamente humana, relacional, tangible. La Iglesia y la misión de Mt 28 no pueden contraponerse a la Iglesia y la misión de Mateo 10, aunque no sea más que porque ambas pertenecen al mismo evangelio. Más adelante analizaremos con más detalle la tensión existente entre la iglesia institucionalizada y esta Iglesia de los pobres. Dicha tensión desempeña un papel en la discusión actual acerca de las comunidades cristianas de base, entre otras cosas. En este momento sólo deseamos señalar que, junto a la iglesia oficial, con su ministerio, doctrina y dogma, ha existido desde el principio otra Iglesia basada en la presencia directa de Cristo, su disponibilidad, el poder personal que emanaba de él y que hacía que la gente intentara tocarle (Le 8,43-48). Este paso de los pobres, de objeto de misión a sujetos de la misma, tiene consecuencias de gran alcance. Tiene consecuencias en cuanto a la percepción: nuestro punto de vista cambia. Aprendemos a mirar con los ojos de la víctima en el camino de Jericó al sacerdote y al levita que pasan de largo y al samaritano que se detiene (Le 10, 25-37). Tiene consecuencias para el intelecto, que no puede ya juzgar y dirigir los acontecimientos desde la distancia, sino que aprende a distinguir entre lo bueno y lo malo para las personas pasando por el compromiso con los pobres. Tiene consecuencias para el compromiso mismo, que debe despojarse de todos sus aires de superioridad a fin de adoptar una actitud solidaria, a veces al precio de la impotencia. Tiene consecuencias políticas: no actuar ya a partir de una base de poder en el centro de las cosas para acumular más poder (por supuesto, para mejorar la situación de los demás), sino ayudar a los impotentes a desarrollar su fuerza;
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una fuerza espiritual para librarlos del desamparo, y también fuerza física, si no queda más alternativa para vencer el poderío avasallador de los manipuladores del poder. Sobre la base de esta presencia se altera la estrategia de la Iglesia. Por decirlo con los términos del movimiento ecuménico: el concepto de «sociedad responsable» se transforma en el de «sociedad justa, participativa y estable», en el que «participativa» representa el elemento auténticamente nuevo. Por ello, como vimos en el segundo capítulo, desde 1968 han surgido iniciativas ecuménicas completamente nuevas. Estos programas no son una purificación de las tareas eclesiales clásicas, proféticas, sacerdotales y reales, aunque se conserven algunos elementos de las mismas, sino que más bien aspiran a un nuevo enfoque basado en la presencia del Señor en los pobres y los marginados. La cuestión de la ubicación de la Iglesia se convierte en significativa. ¿Dónde está la Iglesia? ¿Con quién se identifica? Y, más concretamente, ¿dónde están sus edificios? ¿Qué está haciendo en los suburbios, en el mundo de la industria, con las personas sin trabajo y sin futuro? ¿Son sus rasgos distintivos los de la Iglesia de Jesucristo, caracterizada por su presencia explícita entre los marginados? En el mismo momento en que Europa occidental se ve amenazada por el desarrollo de una sociedad dual, es fundamental la cuestión de la ubicación de la Iglesia. Si la sociedad se escinde en dos grupos, ¿con cuál de ellos marchará la Iglesia? Como Iglesia profética, sacerdotal y regia, todavía puede tener un significado positivo, aun cuando sus miembros se suban al tren expreso del crecimiento económico. Puede frenar, gritar, lanzar cosas por la ventanilla abierta para los que se quedaron en la estación... Pero ¿se bajará del tren y permanecerá con los que se quedaron atrás, sabiendo que, esté donde esté el Señor, ciertamente ha de estar ahí?
5 La respuesta de las iglesias a la pobreza
Relaciones positivas y negativas Un estudio que hice en una ocasión como pastor misionero en un suburbio de Rotterdam mostró que aproximadamente tres cuartas partes de las instituciones sociales allí existentes tenían antecedentes eclesiales. Sospecho que esto ocurre también en el resto de Europa occidental. Detrás de muchas organizaciones caritativas se halla una iniciativa cristiana o relacionada con la Iglesia; en algunos países, las organizaciones diaconales eclesiásticas tienen todavía gran parte de la responsabilidad de la asistencia local —residencias de ancianos, casas para los jóvenes, instituciones para la infancia, centros de acogida, etc.—. En otros lugares, con el desarrollo del Estado de bienestar, la sociedad en su conjunto ha asumido el papel de muchas instituciones fundamentadas en la Iglesia; pero incluso en estos casos son socialmente visibles los esfuerzos de infinidad de miembros e instituciones de la Iglesia. Sin embargo, al mismo tiempo es evidente que el papel de la iglesia occidental respecto a los pobres es, por lo menos, ambiguo (véase el capítulo segundo). En la mayor parte de las iglesias europeas occidentales los pobres han perdido el lugar de honor que les otorgaban el evan-
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gelio y la historia de la Iglesia primitiva. Cuanto más poderosa se hace la Iglesia, menos aprecia a los pobres. Se organizan todo tipo de actividades para ellos, pero los propios pobres, con sus problemas y aportaciones, han sido dejados de lado. Lo mismo ha ocurrido con sus organizaciones y con los miembros de la Iglesia que se han vinculado a las necesidades y los intereses de los pobres. En este aspecto, la Iglesia es más el espejo de la sociedad que la sal de la tierra.
Los pobres tienen buenas razones para desconfiar de la Iglesia. Quienes no comprenden esta desconfianza ni disciernen la verdad que se oculta tras ella (el término bíblico es «confesión del pecado») no deberían hacerse pasar por defensores de los pobres.
Incluso las iglesias de la Reforma, cuyas nuevas ideas también hacían referencia a la lucha contra la pobreza, se preocuparon tanto por sí mismas que dejaron pasar las oportunidades de una renovación social. La Reforma quedó incompleta. Además, interpretó la salvación de un modo marcadamente individualista, más exclusivo que inclusivo. Durante una época de revolución industrial y tecnológica, la Iglesia ya no estaba disponible para el mundo proletario, no tanto por falta de compromiso social, cuanto por una inmoderada preocupación por sí misma. Lo que la Iglesia podía hacer aún teológicamente, no podía conseguirlo ni sociológica ni culturalmente. La batalla contra la Ilustración se había perdido. El evangelio, ausente del mundo de los pobres La cuestión que ahora se plantea es si la Iglesia es aún capaz de ejercer alguna influencia evangélica sobre la sociedad europea occidental. Los esclavos negros de los Estados Unidos tenían sus «espirituales», pero para los europeos pobres la espiritualidad de la Iglesia era más alienante que liberadora. Sus aliados eran más a menudo ateos que cristianos. Mucho antes de que la Iglesia descubriese a los pobres como personas «contra las que se había pecado», los socialistas y los marxistas habían expresado lo mismo en un lenguaje social y político: los pobres son las víctimas de la opresión.
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En el siglo xx surgieron nuevos impulsos, especialmente por influjo del movimiento ecuménico. Se puso en marcha un proceso de cambio, fundamentalmente debido a la toma de conciencia que se produjo cuando la televisión introdujo en los cuartos de estar occidentales la espantosa pobreza del Tercer Mundo y la consiguiente reflexión sobre las causas de esa pobreza. Se pusieron sobre la mesa las cuestiones estructurales, principalmente mediante los organismos eclesiales de ayuda y desarrollo. Las teologías de la liberación elaboradas por los mismos pobres en los países no occidentales dieron nuevo impulso al significado de la tarea teológica y de la Iglesia misma también en Occidente. Pero en el mundo occidental no se desarrolló una auténtica teología de la liberación, aunque sí nació una teología de la liberación feminista. Hubo teologías políticas, de fuerte acento prof ético, que deseaban hacer muchas cosas por los pobres y oprimidos, pero no pudo existir una teología de la liberación, puesto que los pobres estaban ausentes. El fracaso de la justicia, la solidaridad y la espiritualidad La pobreza es el fracaso de la justicia, la solidaridad y la espiritualidad. En los últimos años, las iglesias han prestado mucha atención a la justicia. Han redescubierto su lenguaje profético y su responsabilidad y han defendido los derechos de los pobres. La palabra «solidaridad» se oye a menudo... Sin embargo, tanto la justicia como la solidaridad se usan con mucha más frecuencia hablando de gentes lejanas
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que de quienes están a nuestro lado. En una ocasión di una charla a unos cristianos holandeses que, como voluntarios, habían dedicado gran parte de su tiempo libre a la misión de su iglesia en Pakistán. Mientras lo hacían, habían aprendido mucho acerca del Islam. Debido a la gran cantidad de trabajadores emigrantes procedentes de países musulmanes en Holanda, yo sugerí que el conocimiento que habían obtenido del Islam y su celo misionero les hacían muy adecuados para acoger a estos emigrantes desarraigados. La reacción de algunos de estos cristianos comprometidos me sorprendió: los trabajadores emigrantes eran basura humana a la que no tenían nada que decir. Ayudar a los pobres lejanos se usaba como excusa para ignorar a los cercanos.
argumentos religiosos y teológicos para justificar esa afirmación. El teólogo filipino Levi Oración tiene razón cuando dice que es necesario «echar una larga y severa mirada a la realidad sociológica de la Iglesia y analizar su relación con los supuestos fundamentales de la sociedad y con las estructuras de poder dominantes». Esta «realidad sociológica» a examinar incluye intereses establecidos y privilegios históricos tales como el impuesto eclesiástico en la antigua Alemania occidental, subsidios estatales en los Países Bajos, posesiones e inversiones en Gran Bretaña, donde la iglesia, además, es estatal.
Esta reacción ejemplifica el alcance del problema espiritual en nuestras iglesias. Por una parte, está en entredicho nuestra propia espiritualidad. Quienes miran despectivamente a las gentes cuyas vidas dependen literalmente de la caridad no pueden confesarse como pobres pecadores que confían en la misericordia de Dios. Por otra parte, según el modelo bíblico, los pobres poseen su propio valor espiritual, como vimos en el capítulo precedente. Pertenecen a la Iglesia, porque la naturaleza de la actividad de Dios no depende de los logros ni de satisfacer condiciones, sino que se caracteriza por la gracia y la libre elección. Ésta es una época de tensión para las iglesias occidentales. Según un informe realizado por una comisión de iglesias europeas, ellas son, «de hecho, una parte del mismo problema que están intentando solucionar». Incluso esto resulta demasiado suave. No son solamente parte del problema, sino también parte de la causa. En muchos casos las iglesias han contribuido a crear, promovido y legitimado el abismo económico, social y espiritual entre nosotros y los pobres. La Iglesia explicó que el éxito social constituía un indicio de la bendición de Dios, y proporcionó
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El nuevo hecho de que la pobreza sea visible en Occidente crea una tensión entre los afortunados, que participan en el avance de la cultura, y los desafortunados, que son dejados atrás. Para estos últimos, la tensión procede de su pregunta respecto a si habrá alguien que se ocupe de ellos y les ayude a invertir el curso de su destino. Para la Iglesia, con sus afirmaciones políticas proféticas y sus poderosas organizaciones, la tensión procede de la pregunta de si escuchará las voces de los pobres en su propia puerta. ¿Conducirá ello a una reflexión renovada acerca de lo que significa ser Iglesia? ¿Es posible que también en Europa puedan los pobres ser los portadores del evangelio? Un sondeo En la primavera de 1988 dirigí un sondeo entre las setenta iglesias miembros del Consejo Mundial de las Iglesias y los catorce consejos o federaciones de iglesias en los países no socialistas de Europa occidental. Además de enviarles cuestionarios acerca de sus relaciones con los pobres en sus propios países, visité Gran Bretaña, los Países Bajos, Francia, Grecia y Portugal. El sondeo pretendía responder a tres preguntas básicas:
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1. ¿Ha afectado el crecimiento de la pobreza en su propio entorno a la concienciación y a los programas de las iglesias? 2. ¿Ha influido ello en la autocomprensión de la Iglesia? ¿Está surgiendo algo similar a una «Iglesia de los pobres»? 3. ¿Tiene la «opción preferencial por los pobres» que ha hecho Dios implicaciones también para la teología; por ejemplo, en la relación entre la fe y la economía y en la admisión a la eucaristía, «la comunión con los pobres»? Hubo 18 respuestas; 13 de iglesias, 4 de consejos y 1 de un consejo de iglesias miembros. Algunas fueron breves, otras contenían detalladas cartas adjuntas. En lo que sigue, intentaré poner estas respuestas en un cierto orden, y después, por medio de ejemplos, entraré en detalles respecto a tres países: el Reino Unido, Francia y los Países Bajos. El nivel de respuesta al cuestionario fue demasiado bajo como para pretender que el sondeo tenga rigor científico. Unos cuantos encuestados señalaron, justificadamente, que «el concepto de pobreza es difícil de entender y de definir», lo que hace casi imposible responder a un cuestionario acerca de la pobreza de un modo teológica y sociológicamente responsable. Además, dado que la pobreza es primariamente un problema social, la manera en que se organice una determinada sociedad tiene importancia en cuanto a las preguntas sobre la pobreza. A este respecto, Europa no es una unidad: en casi todos los países, por ejemplo, la relación entre el Estado y la Iglesia es distinta. Existen grandes diferencias entre la Iglesia estatal Luterana de Suecia, a la cual pertenece una gran mayoría de la población, y la pequeña Iglesia Protestante de España, una minoría en disminución en un país oficialmente católico. No se recibió respuesta alguna de las iglesias de los Lánder alemanes, aunque el problema de la pobreza es allí
de gran importancia. La Oficina de Prensa de la Iglesia Evangélica dedicó en 1987 algunas publicaciones especiales a la nueva pobreza (considerada por algunos como un asunto claramente político). Los centros de estudio laicos protestantes han puesto la pobreza entre los temas a tratar, y los institutos de investigación eclesiásticos la han estudiado. En las discusiones de las propuestas del wcc respecto a una Iglesia en solidaridad con los pobres, hubo una participación de las iglesias alemanas tanto positiva como crítica. Respecto a la pobreza en el Tercer Mundo, hablaron de la necesidad de nuevas prioridades y de una nueva comunidad y estilo de vida individual. Una respuesta de la Asociación de las Iglesias Cristianas de la antigua República Federal Alemana afirmó que el destino de los pobres nos enseña quiénes somos ante Dios y señaló que el estado de cosas en la sociedad alemana amenazaba con mantener a los pobres en la esclavitud, con una temible burocracia que no les proporciona ayuda real alguna. Todo esto muestra hasta qué punto está atrapada la Iglesia Evangélica Alemana (EKD) entre las posiciones de los diversos partidos políticos. La Iglesia no necesita y, ciertamente, no puede identificarse con ninguna de estas opciones, pero, a la vez, no desea indisponerse con ninguna de ellas. Parece que no tiene posibilidad de superar el dilema. Desearía seguir siendo una Volkskirche, una «iglesia del pueblo», y por ello parece incapaz de convertirse en una Iglesia de los pobres. (Más adelante echaremos una ojeada a algunas de las iglesias alemanas que están fuera de la EKD). El clima de la relación Iglesia-Estado es similar en Inglaterra. La Iglesia de Inglaterra (más adelante hablaremos de otras iglesias inglesas) tiene vínculos oficiales con el Estado muy estrechos: la jefa del Estado, la reina, también es cabeza de la iglesia. Pero en este caso está creciendo la oposición entre el Estado y la Iglesia (incluyendo a las «iglesias libres»), precisamente respecto a la cuestión de la pobreza interna. Quizás esto se deba al hecho
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de que la pobreza es más severa en Inglaterra. Ciertamente, es más visible y más diferenciada por el color y la cultura que en la antigua República Federal Alemana. Pero ello por sí sólo no explica la diferencia de actitudes. ¿Se debe quizás al hecho de que los ingresos de la iglesia alemana dependen de un sistema de impuestos estatal, y la iglesia anglicana tiene sus propios recursos? En cualquier caso, la pobreza en Europa occidental es la piedra de toque para las iglesias en su relación con la política oficial. ¿Qué bando escogerán? Los crecientes avances hacia la unidad económica de Europa occidental están agravando el problema de la pobreza europea. Con la entrada en vigor del Acta Única Europea, en Europa occidental hay una unidad económica que armoniza con la ya antigua unidad militar de la OTAN, sin llevar aparejada una unidad política y social. Las más de 4.500 empresas multinacionales que ya hoy existen en Europa hacen extraordinariamente difícil a los gobiernos de cada uno de los países implantar sus propias políticas sociales y económicas. A muy alto nivel, la economía se encuentra ya mucho más allá del alcance de los gobiernos nacionales. La unificación económica está forzando a un realineamiento del poder en Europa, un nuevo tipo de política al que también las iglesias deben adaptarse si desean tener alguna esperanza de ejercer una influencia evangélica en la historia europea. Las iglesias y los consejos oficiales se ven así obligados a adoptar una postura respecto a estos temas. ¿Seguirán las líneas marcadas desde hace ya muchos años por los grupos de acción de sus propios países? El ímpetu del ecumenismo Las respuestas al sondeo mostraron que los estudios del wcc sobre la Iglesia y los pobres, y las resoluciones acerca de este tema adoptadas en la conferencia misionera mundial
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de Melbourne y en la sexta asamblea (Vancouver, 1983), pocas veces condujeron a nuevas iniciativas. En varios casos, el material se estudió por grupos especiales, en particular allí donde había un vínculo personal directo con organismos ecuménicos; pero una observación de una iglesia italiana viene al caso: «las iglesias locales se han preocupado siempre por los pobres en muchas situaciones diferentes, con completa ignorancia de lo que decidían los organismos nacionales, internacionales, denominacionales o ecuménicos». La mayoría de las veces, la situación local sirve para abrir los ojos. Los disturbios de 1983 en las ciudades inglesas fueron el mejor de los medios posibles para que las iglesias concienciaran a sus miembros, induciéndolos a estudiar algunos de los documentos ecuménicos. Todos los encuestados coincidieron en que la pobreza está en ascenso en su propio ámbito, pero que lo que más está creciendo es la brecha entre los pobres y los ricos. Las estadísticas confirman que los ricos están enriqueciéndose cada vez más, y los pobres empobreciéndose. En Gran Bretaña, según datos de 1986, el 60% de la población de los grupos de renta media y baja recibe solamente el 25% de la renta nacional. Un tercio de la población vive en el límite de la pobreza o por debajo de él, lo que supone un incremento del 42% desde 1979. Tres millones de niños crecen en la pobreza, o muy próximos a ella. Varios grupos se ven afectados. El paro es el problema global más importante, especialmente entre los jóvenes. Los encuestados mencionaron también a los inmigrantes, los ancianos, las mujeres y, especialmente en el sur de Inglaterra, los negros y otras minorías raciales. Pero la pobreza también afecta a las familias numerosas en Finlandia, a los pequeños granjeros, a las familias de progenitor único. Regionalmente, hay muchas variaciones entre las respuestas. El alcoholismo y la drogadicción, afirma un informe francés, no son causas de la pobreza, sino
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consecuencias de la misma. En Suecia, el alcoholismo constituye un tema aparte, al que la Iglesia presta mucha atención. Pero, según la respuesta sueca al sondeo, allí no ha surgido la nueva pobreza urbana, como ha sucedido en el resto de Europa. A diferencia de Inglaterra, donde un tercio de la población es pobre, las iglesias encuestadas en otros países establecen la cifra entre el 10% y el 15% (véase el primer capítulo en cuanto al problema de la comparación de cifras y la definición estadística de la pobreza). Pero casi todas las iglesias son sensibles a la amenaza de ruptura social. Unas hablan de una sociedad a «dos velocidades», otras de una sociedad de «dos-tercios» o de un creciente «cuarto mundo», con un número de marginados que se incrementa entre un 5 y un 10% cada año. La Iglesia Protestante francesa habla de una pendiente por la que se deslizan cada vez más abajo los débiles, y especialmente los desempleados.
Al principio, cuando el tema se plantea, se niega la existencia del problema. Después, una situación local puede proporcionar una vía para solucionarlo. Además, como observa la Iglesia Metodista de Gran Bretaña, estar de acuerdo en que el problema existe no supone que se coincida en el análisis del mismo. Y un análisis común es mucho más difícil que la caridad, como sugiere una iglesia francesa.
¿Pertenecen a la Iglesia estos grupos e individuos que se están empobreciendo? En este punto se dan notables diferencias. En Finlandia, casi todos los pobres, como el 90% de la población total, pertenecen a la Iglesia Luterana. Entre los protestantes franceses, el número es mucho más bajo; en otros lugares, sin embargo, los pobres abandonaron la Iglesia hace ya mucho tiempo. Según los menonitas holandeses, son los jóvenes sin empleo los que están abandonando la Iglesia, porque carece de respuestas. También parece existir una cierta cantidad de pobreza silenciosa en las iglesias. La Iglesia Protestante austríaca señaló la pobreza de las mujeres solteras que no abandonan la Iglesia. En las iglesias no estatales, sin embargo, los pobres constituyen en conjunto una pequeña minoría. Algunas de las iglesias que respondieron al cuestionario manifestaron que eran plenamente conscientes del problema, pero comentaron que la consciencia no conlleva automáticamente actividad en un sentido social y político.
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Se han emprendido muchas actividades —pastoralmente, diaconalmente, a través de congresos y semanas de estudio, de publicaciones y grupos de presión políticos—. Ha destacado el intenso compromiso político de las iglesias británica, francesa y holandesa. Los metodistas británicos comenzaron una campaña especial («Misión junto a los pobres»); a esta iniciativa siguió la de las iglesias Anglicana y Reformada Unida. La Iglesia Presbiteriana de Gales ha expresado abiertamente su decepción por el hecho de que «las políticas económicas del gobierno actual no estén haciendo lo suficiente para estimular la economía galesa». Los protestantes franceses advirtieron del peligro de una «sociedad a dos velocidades, un orden social y económico que deja poco espacio para los más débiles y vulnerables: una contradicción flagrante con los derechos humanos y una verdadera antítesis del evangelio». En septiembre de 1987, las iglesias holandesas organizaron un congreso nacional contra la pobreza en los Países Bajos e hicieron pública una declaración dirigida a las iglesias y a los cristianos del país. Otras iglesias dudaron a la hora de hacer declaraciones o dijeron que las tenían aún «en estudio». También hubo diversidad de respuestas a la pregunta de si el aislamiento en que viven los pobres está conduciendo a nuevas formas de comunidad eclesial. En Finlandia se celebró un «día de acción nacional» en que se pidió a la gente que invitase a sus vecinos, incluyendo a los marginados, a una fiesta. De Alsacia provino la ob-
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servación de que debe romperse el círculo de ayuda y dependencia. Otras iglesias pusieron el énfasis en que cualquier acción de esta índole debe partir de los propios pobres. Las iglesias holandesas abogaron por una alianza entre la Iglesia y los pobres. En general, sin embargo, los ejemplos de estas koinonías fueron más deseos que realidades.
La pobreza es injusticia, afirmó el congreso de la iglesia holandesa. Una comisión de la Iglesia de Inglaterra lo expresó aún más terminantemente: «La exclusión de los pobres es general, no accidental. Está organizada e impuesta por poderosas instituciones que representan al resto de nosotros». Pero, ante la pregunta de si la Iglesia está implicada activamente en tales cuestiones estructurales, varias iglesias respondieron sin ningún género de dudas: «no». Somos demasiado débiles; vamos a contracorriente. El ambiente político no está abierto a los imperativos evangélicos. Hay tensiones, pero intentamos hacer lo que podemos. De las respuestas al sondeo se deduce claramente que la pobreza es más que una cuestión financiera. También es no- participación, no ser tomado en serio, desesperanza. ¿Qué está haciendo la Iglesia en este ámbito no material? Los logros de la Iglesia en este campo no son insignificantes. Existe una gran cantidad de trabajo de mejora de la comunidad, grupos de oración y estudio de la Biblia combinados con asistencia alimentaria, servicios de colocación y programas para promover la autoorganización. En algunos lugares de Francia está cobrando forma algo así como una Iglesia de los pobres situada entre la tarea misionera y diaconal de la Iglesia. Otras iglesias encuentran difícil «el acercamiento a los pobres», y los proyectos de educación adulta para los mismos reciben poco apoyo de los fieles. ¿Hasta qué punto participan los pobres con los que una parroquia está en contacto, o que forman parte de la misma, en la toma de decisiones de tales proyectos? Las respuestas variaron: «unos pocos participan»; «una pequeña minoría»; «algunos»; «ninguno en absoluto»... «Los pobres no participan en las elecciones, y nunca se les presenta como candidatos a los órganos de gobierno eclesiales», dijo una iglesia finlandesa. La Iglesia Reformada Unida de Inglaterra informó sobre un estudio muy positivo del que se desprende que el crecimiento del liderazgo negro
La pregunta sobre si la composición de los miembros de la Iglesia constituye una ayuda o un impedimento fue respondida con precaución. Varias iglesias señalaron su carácter de clase media, lo cual hace difícil adoptar una postura bien definida sobre los temas, porque ello se considera inmediatamente como política partidista. Sólo los baptistas italianos afirmaron que no existe brecha alguna entre los pobres y las instituciones eclesiales. Los luteranos finlandeses dijeron que el conflicto antaño existente entre la Iglesia y el movimiento obrero ha desaparecido, y que hoy es más probable que se encuentren más alejados de la Iglesia los conservadores. La Federación de Iglesias Protestantes Suizas hizo notar que cuestiones como ésta no pueden ser contestadas fácilmente y requieren una investigación más seria (que está en vías de realización). ¿Por qué está empeorando la situación de los pobres? La respuesta de los menonitas holandeses fue que el derecho al sustento está siendo postergado por la búsqueda del beneficio. Un portavoz de los baptistas ingleses dijo que su iglesia no había adoptado ninguna postura al respecto, «pero, si quiere mi opinión personal, se debe a la política de creciente privatización a nivel gubernamental». Una respuesta católica tradicional proveniente de Suiza sugirió que la evolución hacia un nivel de vida inferior acarrearía un colapso del sistema económico actual. Los baptistas italianos se refirieron a un «desarrollo social capitalista y consumista».
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había aumentado. Donde más del 10% de la parroquia es negra, el liderazgo local se encuentra también parcialmente en manos de cristianos negros. Pero su participación en concilios, sínodos y asambleas generales es aún demasiado pequeña. Otro grupo de iglesias observó delicadamente que, si la no participación es característica de los pobres, entonces éstos no pueden participar. Pero la cuestión es si lo que es cierto en la sociedad en general, ha de valer también para la Iglesia.
Entre las explicaciones del por qué hay tan pocas iglesias de los pobres en Europa, los presbiterianos galeses dijeron simplemente: «No parece que entre los pobres haya surgido ningún deseo de ese tipo de iglesias». Otros, como, por ejemplo, los menonitas holandeses, señalan el aislamiento de los pobres, que les impide unirse a la Iglesia. La Iglesia misma no quiere escindirse en grupos separados. Ello constituiría una forma de marginación estructurada, afirman los baptistas italianos. «La organización territorial de la Iglesia no da cabida a la formación de grupos organizados por categorías», dijo una respuesta austríaca. Y una respuesta inglesa observó que la clase obrera blanca ha estado apartada de la Iglesia durante 150 años.
Todas las iglesias intentan trabajar no solamente «para», sino también «con» los pobres. A este respecto, la descentralización es esencial. ¿Hay en Europa iglesias de los pobres? Anteriormente hemos mencionado la situación en Francia. Las denominadas comunidades de base europeas apenas existen en las regiones predominantemente protestantes. Sólo en el sur, con participación mayoritariamente católica, las comunidades de base son también comunidades de personas situadas en la base. La mayor parte de las iglesias afirman que tales comunidades no existen en su ámbito. En el Reino Unido hay un limitado número de grupos de los suburbios «donde el estilo de culto y de ser Iglesia han adoptado algunas características de la comunidad local, ya sea, por ejemplo, clase obrera negra o blanca». Actualmente, sin embargo, no es posible hacer más. El concepto tercermundista de la Iglesia de los pobres parece en gran medida inaplicable en Europa occidental. Preguntada acerca de la relación entre la iglesia oficial y las vacilantes y dispersas iglesias de los pobres que han aparecido, la Iglesia Reformada Unida advirtió del peligro de imponer a estos grupos un estilo burocrático de clase media. No obstante, añadió, la apertura a estos grupos puede ser la clave de la presencia de la Iglesia en los suburbios.
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Por muy obvia que sea la conexión entre las iniciativas emprendidas por las iglesias en favor de los pobres lejanos y su compromiso con los pobres de casa, dicho vínculo apenas resulta evidente. Existe, por supuesto, una preocupación parroquial por la pobreza en general, afirman los menonitas holandeses, pero el Tercer Mundo se ha convertido en un pretexto para no admitir la existencia de un «cuarto mundo» en el propio país. Un metodista británico encuestado sugirió que «muchas iglesias están comprometidas con la búsqueda de ayuda a través de organismos como "Ayuda Cristiana", pero no son capaces de comprender la acción política que la justicia exige en nuestro propio país». Los luteranos franceses confirman que, de hecho, hay una fuerte oposición a la hora de realizar esta conexión. El diez por ciento de sus presupuestos parroquiales está destinado al Tercer Mundo, pero es extraordinariamente difícil integrar a personas del Tercer Mundo —inmigrantes y refugiados, que se encuentran entre los más pobres de la sociedad— en Francia. Antes bien, se habla de conflictos con los musulmanes y los refugiados del sudeste asiático. Aunque la mayoría de las iglesias están de acuerdo en que la pobreza es indivisible y posee raíces semejantes en todas
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partes, parece que falta un concepto organizativo que conduzca a una cooperación práctica para que los pobres del Tercer Mundo no acaben compitiendo con los pobres del propio país.
£1 lugar de los pobres en el credo de la Iglesia Finalmente, el sondeo planteaba algunas preguntas acerca del papel que los pobres desempeñan en la teología y en la interpretación eclesial. Los hermanos moravos de la antigua República Federal Alemana señalaron que su iglesia comenzó su obra misionera a favor de los pobres —esclavos— en 1732, Esta historia se hace aún sentir teológica y comunitariamente. En muchas iglesias, gran parte del estudio bíblico se ha enfocado hacia este ámbito, aunque, según los metodistas británicos, no resulta fácil encontrar un lenguaje que no sea inmediatamente rechazado como propaganda del partido laborista o como marxismo. «Adoptar una postura genuinamente teológica en temas de pobreza es algo para lo que nuestras iglesias no están aún preparadas», respondieron los luteranos franceses. Abundan los estudios en universidades y escuelas teológicas, pero la teología del status quo sigue llevando la delantera, mientras que la teología de la liberación está todavía empezando a ejercer influencia. Declarar al sistema económico global un status confessionis —un tema respecto al cual la posición que se adopte determina la pertenencia o no al ámbito de la fe cristiana— fue algo que algunos de los encuestados animaron a hacer (por ejemplo, los baptistas italianos), pero otros hicieron objeciones a esta propuesta, advirtiendo del riesgo de excomulgar a los disidentes económicos y la imposibilidad práctica de tal declaración.
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Primeras conclusiones del sondeo El sondeo pretendía determinar si la creciente pobreza y la brecha cada vez mayor entre pobres y ricos en el propio país está teniendo algún efecto en las iglesias occidentales. De las respuestas recibidas parece deducirse que sí, por lo menos entre las iglesias que respondieron. Estas respuestas sugieren tres conclusiones: 1. Las iglesias están realizando una gran labor social, pero resulta mucho más fácil interesarse por personas lejanas que por las que se encuentran en el entorno próximo. Esto no se debe a que un encuentro directo con los pobres nacionales desmienta todo tipo de palabras proféticas; también tiene que ver con los límites impuestos a la Iglesia por su significativa posición en las estructuras sociales y políticas del propio país. 2. Con pocas excepciones, los pobres ya no pertenecen a la Iglesia, y los que aún pertenecen apenas tienen acceso, si es que tienen alguno, al liderazgo eclesiástico. Como parte de la sociedad, la Iglesia refleja la misma contradicción que ésta: los más afortunados llevan la voz cantante. La «opción preferencial por los pobres» que Dios ha hecho no está siendo seguida por la práctica eclesiástica. La ausencia de los pobres de la Iglesia hace que resulte ilusorio el desarrollo de una teología de la liberación. Tan sólo pequeños grupos en el límite de la iglesia oficial o fuera de ella están avanzando en esa dirección. 3. Al mismo tiempo, hay varias iniciativas a favor del cambio. Los pobres aguijonean la conciencia de la Iglesia. Resultan inquietantes; desafían a la gente de iglesia a cambiar. La lucha contra la pobreza está recibiendo nuevos estímulos, tanto en el diaconado como en la concienciación y en la reflexión teológica. Las relaciones IglesiaEstado complican la situación, especialmente dentro de las iglesias populares. Además, con el paso del tiempo, el
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Estado ha asumido muchas de las tareas sociales de la Iglesia. Ahora que los gobiernos no se muestran deseosos o son incapaces de actuar en ese sentido por más tiempo, las iglesias están dudando si asumir o no su antiguo papel de institución caritativa. La división de la sociedad en dos grupos está forzando a las iglesias a tomar claramente postura y a adoptar nuevas iniciativas, tanto en el ámbito político como en el de la ayuda urgente directa. Algunos ejemplos concretos Para que todo lo anterior resulte menos abstracto, invito al lector a examinar más concretamente estas tres situaciones: La Iglesia de Inglaterra. A finales de los setenta, resultó evidente que algo iba muy mal en las grandes ciudades inglesas. Los disturbios y los incidentes raciales iban en aumento. Un informe gubernamental de 1979, «Una política para los suburbios», mostró que, de acuerdo con una serie de parámetros, la calidad de la vida urbana estaba deteriorándose progresivamente. El censo de 1981 sacó a la luz el impresionante crecimiento de la pobreza entre la población británica. En las iglesias, principalmente en la metodista, ya se habían implantado programas nuevos para hacer frente a la situación. Estaba claro que las implicaciones políticas de la pobreza urbana hacían difícil tomar postura a la Iglesia de Inglaterra como iglesia estatal. Sin embargo, en 1983, el arzobispo de Canterbury creó una comisión con el mandato de «examinar las potencialidades, las nuevas percepciones, los problemas y las necesidades de la vida y la misión eclesiales en zonas urbanas prioritarias (esto es, espacios deteriorados de las ciudades) y, como resultado, reflexionar sobre el desafío que Dios puede estar planteando a la Iglesia y a la nación y hacer recomendaciones a los organismos apropiados».
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Dos años después, apareció el informe, un voluminoso tomo titulado Faith in the City: a Callfor Action by Church and Nation. Su análisis de la situación de los discriminados en las ciudades inglesas era claro e incisivo y condujo a reacciones igualmente incisivas de políticos conservadores y de miembros de la Iglesia. El informe describía la creciente disparidad de la sociedad inglesa y la impotencia de los pobres. «La minoría empobrecida se ha visto progresivamente desconectada de la corriente dominante en nuestra vida nacional». El hecho de que «desde el final del período de postguerra los ricos se hayan enriquecido y los pobres empobrecido» se atribuye a una «injusticia grave y fundamental». El informe contenía claras recomendaciones sobre el modo en que la Iglesia de Inglaterra podía fortalecer su presencia en los suburbios y amplificar la voz en la Iglesia de quienes procedían de zonas socialmente deprimidas. Al principio del informe se observaba que «para la inmensa mayoría de la gente (en los suburbios, pero también fuera de ellos)... la Iglesia de Inglaterra —y tal vez el propio cristianismo— se considera irrelevante». Las recomendaciones apelaban a la cooperación con el Consejo Británico de las Iglesias, a fin de fortalecer las redes de desarrollo comunitario, y se decía que el gobierno y el pueblo debían invertir la corriente de marginación mediante acciones políticas y sociales en favor de los pobres. Se incluía un cuestionario para ayudar a las parroquias a analizar su propia situación y planificar una acción concreta. La alienación de los pobres respecto a las instituciones religiosas tiene un largo pasado histórico. Faith in the City cita las causas de esta alienación a partir de un informe de 1851: — las desigualdades sociales dentro de las iglesias, tales como el sistema de bancos alquilados ordenados jerárquicamente;
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— la profundidad de la división clasista de la sociedad, de tal manera que, aunque no hubiera símbolos de desigualdad en las iglesias, los miembros de la clase obrera no habrían querido practicar el culto junto a miembros de otras clases; — la aparente falta de interés eclesial por el bienestar material de los pobres; — la sospecha respecto al carácter de clase media y al confortable estilo de vida del clero; — la preocupación por la inmediata lucha por la vida, de tal manera que muchos trabajadores no disponían de tiempo que dedicar a la reflexión religiosa; — la carencia de una actividad misionera «agresiva».
La resistencia a los análisis y a las nuevas percepciones de Faith in the City también provenían del interior, no sólo de miembros de la Iglesia que discrepan de él, sino de la misma estructura eclesial. Más de la mitad de los gastos de la Iglesia de Inglaterra se financian con «fondos patrimoniales», rentas de las posesiones eclesiales, y no con las contribuciones directas de sus miembros. ¿Se puede seguir así? ¿Puede una Iglesia creíble adoptar tal actitud crítica social y política sin devolver esta clase de dinero a la sociedad? ¿Puede una Iglesia que apela a la participación de aquellos a los que se ha negado el poder —mujeres, inmigrantes, socialmente desposeídos...— eludir darles este poder en sus propios órganos ministeriales y de gobierno? En un suburbio londinense cuya población es casi en un 70% asiática, la iglesia está dirigida principalmente por un liderazgo ajeno, con la cultura de un grupo inglés de clase media. Para la mayoría de la población, se trata de una iglesia extranjera, no de la suya propia.
Donde existen profundas diferencias en cuanto a cultura y lenguaje entre varios grupos sociales (algo que se está incrementando no sólo en Gran Bretaña, sino también en el resto de Europa), surge el conflicto si el clero pertenece casi exclusivamente a la clase media. No se trata de un enfrentamiento entre «clero» y «laicos», sino de miembros de la parroquia entre sí. Los inmigrantes caribeños pertenecientes a las llamadas iglesias históricas, como la metodista o la anglicana, no se sienten aceptados por las iglesias de su propia confesión en su nuevo país, y por ello crean sus propias iglesias. A veces las llaman «pentecostales», si bien esta etiqueta es más cultural que confesional. Son estas iglesias, a menudo dirigidas por negros, las que están creciendo rápidamente en Gran Bretaña, en tanto que las iglesias oficiales están perdiendo miembros en todas partes. Pero también hay una brecha cultural entre los miembros originarios de la sociedad. Desde tiempo inmemorial, las diferencias en el lenguaje, en el modo de manifestarse, en las prioridades, etc., han marcado diversos estratos sociales. Dado que la moral, el lenguaje y la teología eclesiales se consideran burgueses, mucha gente ha decidido que la Iglesia no es «santo de su devoción».
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Otras iglesias británicas, como la Iglesia Reformada Unida, siempre han sido predominantemente rurales. Han organizado eficaces programas sociales para zonas urbanas deprimidas, pero difícilmente puede decirse de ellas que encajen en los suburbios. Las iglesias con una forma de gobierno más comunitaria padecen un problema adicional. Con todas sus ventajas, el sistema de autofinanciación eclesial conduce a que los miembros emprendedores abandonen las áreas socialmente deprimidas. Al fin y al cabo, las iglesias están cerradas en los suburbios. Aunque la Iglesia de Inglaterra, con su sistema de financiación más centralista, no haya desaparecido formalmente de las zonas pobres, de hecho ya no se encuentra allí. Algunas parroquias, situadas en zonas urbanas predominantemente negras, tienen liderazgo negro; pero, en conjunto, la iglesia oficial está ausente. No tiene relaciones reales con las bases populares.
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Las iglesias domésticas, que parecen estar surgiendo por todas partes en Gran Bretaña, están constituidas en su mayor parte por intelectuales y tienden a la introspección. Como me dijo un canónigo de la Iglesia Anglicana en la zona Este de Londres, tienen poca importancia en lo que se refiere a la cuestión de la Iglesia y los pobres. Y la iglesia oficial está tan preocupada por su mera supervivencia, añadió, que no puede esperarse mucho de ella. Dijo que tenía grandes esperanzas depositadas en las escuelas, porque, dado que la educación universal constituye una obligación oficial del Estado, al menos las escuelas tienen acceso a los estratos sociales inferiores. A pesar de las cuestiones críticas, permanece el hecho de que, con la publicación de Faith in the City, la Iglesia de Inglaterra ha puesto la cuestión sobre el tapete y ha hecho su propio análisis. Este solo hecho ayudará a otras iglesias y grupos ya comprometidos en la lucha contra la pobreza.
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París totalizan entre 16.000 y 20.000) y cursos de alfabetización. Dado que en Francia no existe una renta mínima garantizada, las condiciones de la pobreza son extremas, especialmente en invierno. El sistema de asistencia social se está deteriorando, pues el apoyo estatal está disminuyendo. Dada la urgencia de las necesidades inmediatas, el ministerio eclesial requiere un creciente esfuerzo; y los esfuerzos educativos, la concienciación y la defensa de la justicia han de ceder su sitio para proporcionar ayuda de emergencia. Es cada vez mayor la evidencia de que los grupos de clase media están decayendo y de que está desarrollándose una sociedad dual. Los que son marginados por el sistema, como los tres millones de parados, se ven cada vez más claramente excluidos. El espíritu solidario está disminuyendo.
La Iglesia y los pobres en Francia. Ya en 1872, las iglesias protestantes francesas fundaron la Mission populaire évangélique. Su propósito era llevar el evangelio a los trabajadores que habían sido marginados social y culturalmente por la revolución industrial capitalista. En 1900, la Misión se extendió. Edificios y barcazas en zonas deprimidas proporcionaron duchas y comidas, así como un lugar donde discutir y organizarse. A largo plazo, se convirtieron en fraternités en varios suburbios, donde vivían y trabajaban grupos de cristianos para mostrar que el evangelio era solidario con las luchas y las esperanzas de la gente. El supuesto básico lo constituía la convicción de que no se está predestinado a la injusticia, la opresión y el fracaso.
Ya en 1985, la Federación Protestante Francesa envió una carta a todas sus parroquias llamando la atención sobre este hecho. Y en enero de 1987, un llamamiento de la agencia de ayuda intereclesial protestante afirmaba que la pobreza, el desempleo y el aislamiento y la exclusión de los pobres constituyen signos claros y dolorosos de un orden social y económico que deja poco espacio para los más débiles y vulnerables. Estos ataques a la dignidad humana están en flagrante contradicción con la Declaración Universal de los Derechos Humanos y se oponen al evangelio, que afirma que Cristo se identifica con los pobres. Que alguien pueda no disponer de lo suficiente, o de un techo sobre su cabeza, y se le considere un marginado social, es inaceptable. Constituye una negación de la vida. Apelando a la fuerza liberadora de la palabra de Dios, la declaración pidió mayor solidaridad en la asistencia social, pero a la vez la relacionó con la búsqueda de las causas de la pobreza.
Los protestantes franceses actuales han desarrollado una serie de actividades, que van desde la distribución de alimentos, el alojamiento para los sin hogar (tan sólo en
Las iglesias y los pobres en los Países Bajos. Con su sistema social de postguerra sumamente desarrollado, en los Países Bajos parece que no existe la pobreza. El go-
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bierno ha ido asumiendo progresivamente la protección de los pobres, sustrayéndosela a las iglesias y a otras instituciones privadas, sobre la base del principio de que todo ciudadano tiene derecho a una existencia razonable. En la década de los setenta, los Países Bajos atravesaron un período económicamente difícil. Había un desempleo permanente (en algunos lugares superior al 25% de la población trabajadora), la inversión disminuyó, y el sistema de bienestar social sobrecargó fuertemente el presupuesto del país. Empezó a soplar un nuevo viento político que acentuó la importancia de los beneficios de las empresas y relegó el apartado social a un nivel inferior de prioridad. Quienes habían sido pobres siguieron siéndolo, incluso durante el apogeo del sistema de bienestar, pero se hicieron invisibles; y en los años ochenta apareció en escena un voluminoso grupo de «nuevos pobres». Ochocientos mil hogares holandeses tienen que vivir en el umbral de la pobreza o por debajo de él. Entre 1980 y 1986, el poder adquisitivo de su renta disponible decreció entre el 15% y el 22%. La vivienda, la salud y la educación se deterioraron; hubo menos trabajo disponible y aumentó el número de personas excluidas de una participación social satisfactoria.
las mujeres divorciadas y los solteros en busca de un piso tuvieron que enfrentarse con el hecho de que el aparato del bienestar se tambaleaba, las iglesias se pusieron en movimiento. En septiembre de 1987, el Consejo de las Iglesias en los Países Bajos y el «Servicio en la Sociedad Industrial» organizaron un congreso nacional sobre «La cara pobre de los Países Bajos», para explicitar el sentimiento de alarma originado por la división de la sociedad holandesa. Se hizo una declaración que denunció la pobreza como una forma de injusticia. El sistema de bienestar social —se afirmaba— ya no ofrece seguridad; por el contrario, su tendencia general es a incrementar la diferencia de rentas. Se está minando la solidaridad mutua. La Iglesia misma está a menudo, consciente o inconscientemente, del lado de las fuerzas opresoras. La declaración reclamaba la participación de las iglesias junto a las organizaciones de los pobres en la lucha para mejorar su posición y contra las causas de la pobreza. Aunque tiene que haber ayuda financiera de las iglesias para los necesitados, debe ir acompañada de una protesta contra un gobierno y una sociedad que están amenazando el derecho a la seguridad social. Hay que dar voz a los pobres en las iglesias, y éstas han de considerar críticamente el lugar que pobres y ricos tienen en la Iglesia. Las iglesias y los cristianos deben empezar a trabajar en favor de una nueva política socio-económica y a estimular el desarrollo de alternativas, comenzando por la mejora de la posición de las personas con rentas más bajas. Es necesario lo básico: incrementar la renta disponible, constituir un «stock» de provisiones esenciales y ofrecer empleo asalariado a los excluidos del sistema. La acción regional y local debería basarse en varios supuestos: — una cierta dosis de modestia, a la luz de la propia historia de las iglesias respecto al tema de la pobreza;
Durante un cierto tiempo había habido tempranas señales de alarma procedentes de los círculos de la misión urbana; pero las iglesias, habituadas a remitir estos problemas al gobierno, apenas reaccionaron. Su foco de atención diaconal se centró en la escandalosamente negativa relación entre los ricos y los pobres en los países en vías de desarrollo. Los pobres en sus puertas habían desaparecido del campo de visión. Una respuesta típica provino de un dirigente eclesiástico, quien argüyó que a fin de cuentas el número de pobres en los Países Bajos no era tan alarmante y que, además, la pobreza ya no era asunto de la Iglesia. Sólo cuando los hijos de las familias de clase media no pudieron encontrar trabajo, cuando probos y diligentes padres perdieron súbitamente sus empleos, cuando
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— la lucha que los mismos pobres emprenden como punto de partida; — la centralidad de los derechos para los pobres, en lugar de caridad; — la necesidad de una alianza entre la Iglesia y los pobres, con el fin de hacer posible una nueva política más justa. No se aconsejaba buscar arreglos rápidos, sino escuchar primero las ideas de los pobres y de sus organizaciones. La pobreza no es un problema que pueda resolverse mediante unas cuantas intervenciones técnicas; plantea cuestiones fundamentales acerca de cómo está organizada la sociedad. Puede evitarse un nuevo sentido de dependencia no adoptando el camino de la caridad, a menudo arbitrario y que puede conducir a la institucionalización de las estructuras existentes. Muchas formas de pobreza quedan ocultas a la vista por los prejuicios de quienes no son pobres. Hay que ser sensibles a la desconfianza que muchos empobrecidos sienten hacia la Iglesia. También hay que dejar claro en la vida cultual de la Iglesia que la lucha contra la pobreza no es sólo una tarea más, sino una parte esencial del testimonio de la Iglesia en el mundo. La conferencia originó diversas reacciones: a algunas personas y grupos les sirvió de estímulo, pero otros le reprocharon no ofrecer alternativas reales y hacer peticiones imposibles. Y, como en Gran Bretaña, fue evidente la tensión entre el gobierno (apoyado por innumerables cristianos), cuya política depende de resultados financieros, y las iglesias. Por un lado, tenemos el enfoque de una «economía del excedente», con el que se tiene que pagar la seguridad social y en el que el Estado ejerce muy pocas acciones correctivas; y, por otro lado, tenemos el enfoque de una «economía de suficiencia», en la que lo primero es la solidaridad fundamentada en la ley.
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Otros impulsos Aunque sólo hemos examinado en detalle estos tres países, las iglesias protestantes de todos los demás países occidentales tienen mucho que decir a este respecto. La Iglesia Valdense italiana nació como una iglesia de los pobres y continúa llevando a cabo una activa política en el ámbito de la pobreza. Se comprometió significativamente después del terremoto de 1980 y ha trabajado mucho tiempo junto a los pobres en Riesi, Sicilia. Las diminutas iglesias protestantes portuguesas llevan a cabo infinidad de proyectos sociales, algunos financiados por iglesias extranjeras. Esta ayuda exterior permite a los protestantes portugueses hacer más de lo que podrían con sus propios recursos, aunque también les plantea un dilema: ¿deben continuar con la ayuda a mayor escala, o sería preferible permanecer pobres y pequeños por el bien de los pobres, quizás haciendo menos por los demás, pero estando más próximos a ellos? La historia es diferente en Grecia, donde en 1987 la Iglesia Ortodoxa y el gobierno socialista se enzarzaron en una amarga disputa respecto al papel de la Iglesia en el país y al uso de los bienes raíces eclesiásticos y la autoridad sobre ellos. El gobierno dijo que la propiedad debía ponerse a disposición de los pobres; la Iglesia Ortodoxa afirmó no oponerse a la idea, pero temía que se usara para reafirmar el sistema secular socialista. Finalmente, se llegó a un compromiso que permitía a ambos bandos poner fin a la confrontación. Lo cierto es que la entrada de Grecia en la Comunidad Europea ha conllevado grandes ingresos, lo que representa tan sólo un pequeño cambio a mejor en lo que a los pobres se refiere. Los salarios no han ido al mismo paso que la inflación, y el valor de cambio de la dracma ha bajado. Esto parece confirmar lo que temían los pequeños granjeros de los primeros países miembros de la CEE: que el crecimiento de la Comunidad es bueno para los grandes productores, y malo para los pequeños. Desde el punto de vista del conjunto de Europa occidental,
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la experiencia griega muestra que la nueva pobreza es tanto una piedra de toque para los cristianos ortodoxos como para las iglesias de la Reforma, a pesar del modelo de comunidad menos individualista vigente entre los ortodoxos.
una actividad pastoral de barrio alternativa: «El trabajo de la Iglesia entre sus marginados se está haciendo, aunque su relación con los intereses de la mayoría privilegiada a veces es abstracta o incluso inexistente».
También se podría hablar mucho sobre Suecia, Noruega y Dinamarca, Irlanda, España, Suiza y Austria; pero los ejemplos aportados anteriormente son más o menos ilustrativos de los aspectos positivos y negativos del papel de las iglesias en los países industrializados.
Grupos de acción y comunidades de base El enfoque precedente se ha centrado en gran medida en cómo las iglesias «oficiales», que trabajan en virtud de un mandato eclesial, entienden su misión en lo referente a la cuestión de la pobreza y los pobres. Hemos visto que el impulso de mucho de lo que se está haciendo procede de una variedad de grupos y movimientos ecuménicos. Es imposible hacer un mapa de estos grupos; ni siquiera podemos encontrar un denominador común para los mismos. Algunos se concentran en un aspecto único del problema de la pobreza —paro, tercera edad, inmigración...—. Otros combinan deliberadamente su acción con una profundización simultánea de la espiritualidad. Son centros de estudio laicos, que tratan con frecuencia estos temas. Algunos grupos actúan dentro de la Iglesia, otros en sus límites, y otros, por fin, fuera de ella por completo. La mayor parte son ecuménicos en cuanto a su propósito y estructura, pero existen también grupos fundamentalistas o evangélicos con un compromiso social radical. Otros emplean terminología marxista. Algunos grupos intentan constituirse en comunidad alternativa a la Iglesia. Pero en casi todos los casos la relación con la iglesia oficial es problemática. Una afirmación típica es la que procede de
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Margaret y Ian Fraser han narrado los avatares de algunas de las numerosas comunidades cristianas de base de Europa en su libro Wind and Fire: the Spirit Reshapes the Church in Basic Christian Communities. También describen una situación muy diversa. Algunos grupos están constituidos por personas que están «en el fondo de la sociedad. Pertenecen a la humanidad pobre, despreciada y marginada. El evangelio les está proporcionando una nueva dignidad». Otros «son simplemente grupos de clase media». Todos los grupos buscan «una nueva vida y un nuevo modo de ser comunidad». Por todo el mundo están naciendo nuevas iglesias de los pobres, con frecuencia sin ninguna conexión con las iglesias históricas. En estas iglesias, los mismos pobres son los portadores de la fe en Dios que da sentido a sus vidas. Anteriormente hemos visto que la mayor parte de los pobres de Europa occidental hace ya mucho que abandonaron la Iglesia. Es obvio que está muy extendido un sentimiento no institucional, ajeno a la Iglesia e incluso a veces contrario a la misma, especialmente entre la gente que se halla en el límite de la sociedad. Por tanto, la noción de «Iglesia de los pobres» en Europa es casi una contradicción. Pese a ello, la religión no está ausente. Incluso podría hablarse de un crecimiento de los movimientos religiosos. La mayor parte de los mismos se orientan hacia un misticismo oriental y son híbridos sincréticos de las más diversas tradiciones religiosas, filosóficas y espirituales. Junto a ellos, hay movimientos más acordes con la tradición bíblica, como el movimiento pentecostal y algunos grupos evangélicos. Pero éstos apenas son ya movimientos de los
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pobres. Walter J. Hollenweger, autoridad destacada en este campo, afirma que «en Europa y América del Norte se está desarrollando rápidamente el pentecostalismo como una religión evangélica de clase media». Lo mismo vale para otros movimientos carismáticos, que inicialmente fueron simplemente movimientos «populares», con su vocabulario propio y sus propios medios de expresión y un especial énfasis en la experiencia directa, que concuerda con las personas que no han recibido una educación de clase media. Esto es lo nabitual en Portugal, pero en el resto de Europa el número de pobres entre los carismáticos es pequeño.
Iglesias Europeas o el wcc. En Francia, Bélgica y Portugal existen muchos grupos de cristianos negros que pertenecen a la iglesia Kimbanguiana.
Por tanto, la cosecha parece escasa. Un informe inglés nos advierte del peligro de medir la religiosidad en términos de eclesialidad. Las personas no vinculadas a la Iglesia no son necesariamente ateas. El problema se encuentra precisamente en que los pobres sean tan a menudo incapaces de descubrir la religión en las iglesias existentes. La religión es algo que da sentido a la vida, y es precisamente este sentido lo que a menudo falta para los pobres en las iglesias. Esto puede significar que hay más «iglesias de los pobres» de las que la gente de iglesia puede identificar, dada su dependencia de los cauces y modelos eclesiásticos. Merecería la pena el esfuerzo de buscar a través de Europa «iglesias indígenas» que, aunque no se ajusten a los criterios eclesiásticos, sin embargo, sean o puedan llegar a ser la Iglesia de Cristo. Aparte de esto, en Europa han aparecido muchos tipos de iglesias de los pobres. Faith in the City indica la existencia de iglesias inglesas dirigidas por negros y gente de color, iglesias que se constituyeron a sí mismas mediante sus propias asociaciones, que son completamente eclesiásticas y están creciendo rápidamente, pero que no están representadas en instituciones, como la Conferencia de
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Pero también hay iglesias blancas de los pobres. Algunas comunidades de base, especialmente en el sur de Europa, podrían denominarse iglesias de los pobres. La red de misiones rurales y urbanas incluye varios de estos grupos. Las fraternités de la Mission populaire, así como otras comunidades afiliadas de varias ciudades francesas, se incluyen en el mismo grupo. Hay clérigos que, tras su formación, en lugar de trabajar en la iglesia oficial, lo hacen como obreros y viven en barrios de clase baja, ayudando a edificar una comunidad cristiana abierta. Están ocurriendo muchas cosas. Las iglesias, a menudo con vacilaciones, se hallan en camino de redescubrir su propia identidad. Nuevos agolpamientos eclesiales y cristianos ofrecen, frecuentemente con idéntica vacilación, una alternativa para aquellos que han perdido la fe en la iglesia institucional. Ya hay iglesias de los pobres, especialmente de personas de otras culturas, que han creado sus propias formas de espiritualidad y de ser Iglesia. Si en otros continentes se habla de los pobres como «evangelizadores», por lo que respecta a Europa al menos puede decirse que los pobres están haciendo que la Iglesia se plantee cuestiones acerca de la calidad de su testimonio, su comunidad, su profecía y su solidaridad. Los pobres son una piedra de toque para la Iglesia del Hijo del Hombre.
6 Buscando una estrategia
Una Iglesia en expansión fuera de Europa El teólogo argentino José Míguez Bonino dijo en una ocasión que Europa almacena teología del mismo modo que almacena cabezas nucleares. La producción teológica va creciendo, pero nadie hace nada con ella. Un excedente teórico oculta un déficit práctico. Cada vez son menos las parroquias que viven el evangelio. Las iglesias están de acuerdo en lo referente al bautismo, pero cada vez se bautiza menos gente. El cristianismo ha gozado de todas las oportunidades en la historia europea; se ha puesto a prueba, en todos los sentidos, en el Estado y en la sociedad, pero parece estar exhausto. En 1980, durante una discusión del Comité Central del wcc sobre la Iglesia y los pobres, Bonino afirmó que «la Iglesia que no es Iglesia de los pobres pone en serio peligro su carácter eclesial». Bonino no es el único que opina de esta manera sobre la teología europea. Y podríamos preguntarnos: ¿cómo puede una Iglesia que ha perdido a sus pobres volver a ser una fuerza divina para la preservación de la sociedad? Sin los pobres, la Iglesia no puede ser la Iglesia de Cristo. Esta convicción resuena insistentemente en el testimonio bíblico y en la experiencia práctica de renovación eclesial en el Tercer Mundo, con sus teologías de la li-
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beración. Allí, la Iglesia de los pobres no es una utopía; es un hecho. Las iglesias independientes o indígenas en África y las comunidades cristianas de base en América Latina están creciendo a un ritmo impresionante. Aunque el crecimiento no sea un criterio de autenticidad, sí indica que el «producto» religioso de estas iglesias inspira y motiva a mucha gente. Es probable que para el año 2000 el número de miembros de «iglesias indígenas no blancas» haya crecido hasta los 243 millones, el triple que en 1982. En contraste con ello está el hecho, igualmente sorprendente, de la decadencia de las denominadas iglesias históricas occidentales, pese a su influencia, dinero y actividades. Cada año, según la Enciclopedia Cristiana Mundial (edición de 1983), más de 2,7 millones de personas en Europa y Norteamérica dejan de ser cristianos practicantes —una pérdida media de 7.600 al día—. Parece que el tiempo de la iglesia de la clase media ha pasado, y que está desarrollándose una nueva oikoumene, la oikoumene de los pobres, cuya representación dentro del movimiento ecuménico oficial es totalmente desproporcionada respecto a su número real.
niños y ancianos. Ahí es donde empieza la conversión de la Iglesia.
¿Qué debería hacer la iglesia blanca de Europa occidental? Ha perdido a los pobres, así como a muchos artistas e intelectuales. En la actualidad está empezando a perder a los miembros de la clase media, que ya no creen que necesitan a la Iglesia para ser felices. Gustavo Gutiérrez, uno de los padres de la teología de la liberación, ha dicho que «la teología moderna intenta hacer frente a las preguntas del "no creyente"; en contraste, la teología de la liberación escucha las provocadoras preguntas de la "no- persona"». Sin reducir a los pobres a un mero instrumento que ayude a los cristianos en sus crisis de identidad, la renovación de la Iglesia debe comenzar siempre escuchando a quienes han perdido su identidad: los pobres, los inmigrantes, los refugiados, así como muchas, muchas mujeres,
¿Combatir la pobreza o renovar la Iglesia? Pero ¿se trata de acabar con la pobreza o de encontrar un modo de renovar la Iglesia? Durante los años setenta, el wcc prestó una considerable atención a la búsqueda de la Iglesia de los pobres; una Iglesia donde los pobres marcan el ritmo, donde descubren a Dios como el que está a su lado, como el que les devuelve su humanidad robada, su dignidad y su honor, y les sitúa en una posición que les permite asumir su propia liberación. Este movimiento tenía que surgir de los mismos pobres. Ellos determinan qué significa ser Iglesia o, por lo menos, pretenden que se les reconozca como tal, como están haciendo las comunidades de base de América Latina. Pero después de la sexta asamblea del wcc (Vancouver, 1983) el acento se desplazó a otro lugar. El énfasis se situó en el proceso alentado por el Consejo en pro de la justicia, la paz y la integridad de la creación. ¿Cómo pueden las iglesias, mediante tales iniciativas, ayudarse mutuamente a ser la auténtica Iglesia de Cristo? Este proceso se centra básicamente en la Iglesia: ¿cómo puede ésta redescubrir su carácter profético? ¿De cuánta solidaridad puede armarse? ¿Cómo puede mantener viva la fe en el Creador en un mundo científico y tecnológico? En algunos países occidentales esta idea se adoptó con entusiasmo. Aparecieron síntomas de renovación y profundización. La Iglesia empezó a recobrar su voz, tomó posiciones en los temas de la paz y la justicia y renovó su culto, su misión y su diaconado. Pero ¿qué había en ella para los pobres? En un corto espacio de tiempo se desarrolló un debate sobre lo que corresponde a la misión y a la confesión de fe de la Iglesia y lo que no, y se olvidaron las cuestiones referentes a los pobres.
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Otros dicen: «No. El tema sigue siendo la Iglesia de los pobres. La lucha de los pobres tiene prioridad. Si la Iglesia puede ayudar, tanto mejor. Si no, habrá que olvidarse de la Iglesia y esperar que los pobres encuentren otros aliados. En la lucha de los pobres, los cristianos deben tratar de estar a su lado aceptando sus condiciones, abandonando cualquier sueño de renovación eclesial, al menos en el Occidente secularizado. Dejémosles probar primero, con toda modestia, que intentan realmente dar prioridad a los pobres». Éste parece ser el dilema: solidaridad con los pobres o solidaridad con una iglesia de clase media en búsqueda de renovación; guerra a la pobreza o el proceso alentado por el wcc; Iglesia de los pobres o Iglesia para los pobres. Además, hay que estar de acuerdo con Leonardo Boff en que una iglesia burguesa nunca podrá constituir una Iglesia de los pobres, y no digamos transformarse en su iglesia. Solamente los pobres mismos pueden hacerlo. ¿Acaso no es el intento de hacer nuevamente inclusiva a la Iglesia —por muy importante que ello sea— un lujo para el que las necesidades de los pobres (también en Europa occidental) son demasiado urgentes? Considerando la estructura de la Iglesia y la composición de sus miembros, ¿no conducirá siempre cualquier movimiento de renovación eclesial a una infinita serie de compromisos?
bien en tener a raya su discurso y sus pretensiones. Todos sus magníficos informes, declaraciones y trabajo diaconal no pueden disfrazar el hecho de que en el pasado ha traicionado frecuentemente a los pobres, e incluso ahora es tan equívoca que, como mucho, es un socio poco fiable en el proceso de liberación de los pobres. Práctica y tácticamente, la Iglesia podría ser de alguna utilidad, aunque incluso esto resulte dudoso. Pero es una imagen inadecuada de la Iglesia caracterizarla como, a lo máximo, un posible apoyo de los pobres. O, más bien, los marginados de Europa occidental harían bien en no considerarla así, pues disponen de otro aliado que, conectado o no con la Iglesia, está de su lado. Ellos tienen una exigencia. Existe, como vimos en los capítulos tercero y cuarto, un doble evangelio. Junto al evangelio para ios pecadores, hay un evangeiio para ios pobres. Ellos tienen la promesa de la presencia y el apoyo de Dios y, por tanto, tienen derecho a iclinar a la Iglesia hacia su bando. Pueden reclamar la Iglesia como su territorio, su herencia. Desde el lado de la Iglesia, esto no constituye un favor, sino un deber. La Iglesia debe estar donde esté el Señor.
Pero ¿es éste un dilema válido? Quien parta de los pobres como sujeto debe comenzar con extremada modestia. A ellos corresponde decidir quién puede contarse entre sus aliados. Ese derecho, en primer lugar, hay que conquistarlo. Para la lucha contra el escándalo de la pobreza no suponen diferencia alguna los antecedentes de quienes a ella se vinculan, con tal de que lo hagan. Sobre este punto están de acuerdo todos aquellos cuyo punto de partida está consecuentemente junto a los pobres y los oprimidos. Y sobre este punto, la Iglesia, a la luz de su propia historia y de su posición social, haría
La tensión entre el evangelio para los pecadores y el evangelio para los pobres es esencial para la calidad del mismo. Sin un evangelio para los pecadores, la liberación de los pobres puede fácilmente deslizarse hacia una autojustificación ideológica. El antiguo esclavo se convertiría en un nuevo dictador. Pero sin un evangelio para los pobres, el evangelio para los pecadores degeneraría rápidamente en una autojustificación de la clase media, que usaría su religión con el solo fin de asegurar sus privilegios. La Iglesia de los pobres no es un ideal romántico, como si «el pueblo» o la «comunidad de base» fuesen un lugar de salvación más puro que el ciudadano de clase media, el artista, o el rico. El abuso de poder, el egoísmo y los falsos sueños se dan también entre los pobres. No
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son éstos quienes han elegido a Dios, sino Dios quien los ha elegido a ellos (1 Co 1,27; St 2,5). Tampoco se trata de construir nosotros el reino de Dios a través de los pobres. En verdad, la lucha de liberación de los pobres no está separada de la venida del reino (las promesas del reino pueden inspirar la lucha de liberación, del mismo modo que sus exigencias pueden corregir y criticar dicha lucha), pero ambas no coinciden. En palabras de Helmut Gollwitzer: «El poder crítico del mensaje de la cruz nos fuerza a respetar la diferencia entre la lucha de liberación de Dios y la nuestra... Existe una diferencia entre el deseo de Dios de estar con nosotros y nuestro deseo de identificarnos con él».
se planteó el tema de la unidad en la doctrina. En rigor, la teología que procede de las comunidades de base afirma lo mismo, pero apunta también a otro falso concepto de unidad. La unidad en la fe y la esperanza (la unidad doctrinal de la iglesia protestante), la unidad en la autoridad (el concepto católico romano de unidad entre la jerarquía y el laicado) y la unidad en la liturgia (la idea ortodoxa de que es la eucaristía única la que crea un solo rebaño), no implican necesariamente una efectiva unidad social entre las personas o los miembros de la Iglesia. Se trata de una unidad meramente aparente. Sociológicamente hablando, la Iglesia puede estar completamente a merced de la lucha de clases. La idea de la unidad de la Iglesia puede incluso servir como una máscara que disimule los esfuerzos de la clase socialmente dominante por mantener su posición.
Como institución de la gracia de Dios, la Iglesia ha de hallarse presente dondequiera que la gracia haya desplazado al egoísmo, al abuso de poder y a la marginación. Al mismo tiempo, el «dónde» de la Iglesia determina su «qué». Este «qué» de la Iglesia se expresa a menudo en las llamadas cuatro notae Ecclesiae, las características de la verdadera Iglesia consignadas en el Credo nicenoconstantinopolitano: «Creo en la Iglesia, que es una, santa, católica y apostólica». Por referencia a estas características identificadoras, las iglesias pueden ayudarse mutuamente a volver a su senda original. Ahora bien, si la Iglesia ha de estar donde esté Jesús, y si esto significa que ha de estar junto a los pobres, ¿qué implica ello para nuestra comprensión de las notae Ecclesiae? «Notae Ecclesiae» y la Iglesia de los pobres 1. La unidad de la Iglesia desde la perspectiva de los pobres. La recurrente cuestión de si la Iglesia entiende correctamente la unidad fue uno de los temas que se plantearon en la Reforma. La teología protestante puso un signo de interrogación detrás de la idea de la unidad de la Iglesia como unidad entre la jerarquía y el laicado. En su lugar
Esta cuestión de la unidad interpersonal afecta a la esencia de la Iglesia. Una Iglesia que pretenda ser una en el Señor, pero que no sea una con aquellos a los que el Señor se ha unido, es una contradicción en los términos. En el transcurso de una visita a Egipto, comenté a mi guía, un erudito ortodoxo copto, que, aunque el número de pobres en mi país iba en aumento, los pobres prácticamente habían desaparecido de mi iglesia. Se mostró visiblemente sorprendido. «Pero, entonces, ¡no son ustedes una iglesia\», me dijo. Para su iglesia, la noción de que los pobres, por definición, pertenecen a la Iglesia era aún una nota Ecclesiae viva. Ello obliga a la Iglesia a estar donde estén los pobres —con todas las consecuencias prácticas que ello conlleva. Este concepto de unidad está a veces reñido con la búsqueda de una unidad intereclesial. La tensión entre la unidad de la humanidad y la de la Iglesia, que no está ausente de la Biblia, no ha conducido todavía a ningún impulso nuevo dentro del movimiento ecuménico. Aunque el wcc especificó en 1976 que «la unidad de la Iglesia y su relación con la unidad de la humanidad» constituía una
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de sus prioridades programáticas, G. Limouris escribió en 1986 que «el movimiento ecuménico no tiene las ideas demasiado claras» en lo tocante a esta relación. La tensión está relacionada con lo que antes hemos llamado el doble evangelio. Se trata de la unidad entre la re-creación y la redención, que convergen en Dios y, por tanto, no pueden ser rechazadas por la Iglesia. La unidad entre las iglesias no puede tener lugar sin la unidad entre los pueblos; la unidad entre los pueblos no puede darse sin la unidad en Dios. La Iglesia y el reino van de la mano, aunque no siempre coincidan. Incluso parece que la opción de la teología de la liberación en favor de los pobres favorece la desunión antes que la unidad de la Iglesia. En la iglesia occidental, tal elección conduce también a una feroz polarización, especialmente cuando va acompañada de una toma de partido en la lucha de clases. La búsqueda de unidad confesional parece verse corrompida por la introducción de un factor no teológico. Pero este dolor es inevitable si queremos actuar a nivel bíblico. Además, la cuestión presenta un lado más luminoso: considerando el problema de la unidad de la Iglesia desde el lugar estratégico de los pobres, puede verse una nueva forma de unidad: la existente entre la Iglesia y el pueblo. Incluso aunque en Europa ya no ocurra así, esta unidad puede discernirse en muchas otras partes del mundo: «Muchos cristianos están redescubriendo el don de la unidad al encontrar al único Cristo en los pobres del Tercer Mundo», dice una declaración de algunos teólogos tercermundistas, en referencia a Mt 25. Si es cierto que los pobres mismos son evangelizadores, es decir, quienes posibilitan que se haga visible la verdad divina, entonces ellos nos abren el camino hacia la unidad dentro de la Iglesia, entre las iglesias y en el conjunto de la humanidad. 2. La apostolicidad desde la perspectiva de los pobres. La teología de la liberación latinoamericana equipara la Iglesia
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del pueblo a la de los apóstoles. «La Iglesia emanada del pueblo es la misma que la Iglesia surgida de los apóstoles», afirma Leonardo Boff. Según Schillebeeckx, la apostolicidad consta de cuatro elementos: a) la fundamentación de la Iglesia en los apóstoles y los profetas; b) la tradición apostólica, con el Nuevo Testamento como texto básico; c) la apostolicidad de la comunidad cristiana siguiendo el mensaje, la enseñanza y la actividad de Jesús; y d) la apostolicidad de los ministros de la Iglesia, la denominada sucesión apostólica. Estos cuatro elementos juntos, remiten a la confesión única de que Jesús es el Cristo, y la apostolicidad no puede nunca reducirse a uno solo de ellos. Pero, históricamente, las diferentes confesiones han dado mayor o menor importancia a uno u otro de estos elementos. Las comunidades de base actuales acentúan la apostolicidad de la comunidad cristiana, sin reclamar para sí mismas la totalidad de la apostolicidad. Las comunidades de base son Iglesia, pero no toda la Iglesia. En la Reforma se dijo lo mismo, pero (por lo menos en Ginebra) el desarrollo de la comunidad cristiana coincidió con el ascenso de la clase media, y a largo plazo ambas resultaron casi idénticas. Las comunidades de base latinoamericanas purifican la identidad burguesa de la apostolicidad comunitaria examinando su auténtica composición. Al hacerlo (a pesar de toda la terminología sociológica), están apelando fundamentalmente al mismo Señor, a su presencia junto a los marginados, a aquel otro evangelio al que nos referíamos anteriormente. Confesar que Jesús es el Cristo (que es lo que significa la apostolicidad) equivale a reconocerlo en las personas a las que se dedicó y con las que se identificó, y a seguirle hasta la periferia para compartir el pan y el vino. 3. La santidad de la Iglesia desde la perspectiva de los pobres. La Iglesia es santa porque su Dios y Señor es
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santo. Su santidad procede de estar en estado de gracia y, por tanto, tiene poco que ver con el moralismo. La llamada a negarse a participar de los poderes impíos como la avaricia, el racismo, el sexismo y el clasismo es más que un mandato moral: es la llamada a estar presente donde lo está su Señor. Así pues, el mensaje de la Iglesia no está destinado en primer lugar a los demás, sino a la Iglesia misma. Su santidad y esplendor consiste en que vive de la gracia de Dios, sobre la base de un misterio divino que ha convocado a un nuevo orden que subvierte las estructuras de este mundo (cf. Ef 3,3; Col 1,26; 2,2b). La santidad de la Iglesia está estrechamente unida a la misericordia de Cristo. Vive del perdón para sí misma y para los demás.
elementos: justificación de los paganos y liberación de los oprimidos.
La santidad de la Iglesia es el reflejo de la santidad única del mismo Dios. Cuando decimos que Dios es santo, estamos, de hecho, diciendo algo sobre su amor. Su amor es santo, libre y sublime. Es independiente, no basado en un quid pro quo. Así pues, Dios ama a los pobres, no porque sean buenos, sino porque nadie se preocupa por ellos. Es el santo amor de Dios lo que la Iglesia ha puesto de manifiesto en Cristo para reflejar esta santidad sobre la tierra e invitarnos a ella. De este modo, la Iglesia se convierte en un espacio en el que este santo amor puede gozarse, celebrarse y compartirse. Restringir dicho espacio estableciendo barreras de clase, sexo o poder es atacar la santidad de la Iglesia. En lugar de la una sancta, donde la gente puede percibir y gustar el santo amor de Dios que purifica y sana todas las relaciones, la Iglesia queda reducida a un club de probos ciudadanos de clase media, amenazada permanentemente por la hipocresía. La salvación y la liberación que emanan del santo amor de Dios son esencialmente inseparables. El mendigo y el pecador son igualmente remitidos a este amor para su curación, como vimos antes en los comentarios de Noordman. La santidad de la Iglesia se compone de dos
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Leonardo Boff ha hecho notar que, a lo largo de la historia de la Iglesia, la santidad se ha reservado casi exclusivamente para quienes se sometieron a la autoridad eclesial. La santidad se considera como algo que requiere «obediencia, sumisión eclesiástica y humildad». Los profetas y los reformadores han tenido muchísimas menos oportunidades de ser canonizados; tenían, eso sí, muchas más posibilidades de ser juzgados por los concilios eclesiales y ser excomulgados. Si bien la tradición protestante se ha resistido a tal canonización selectiva y ha acogido con más seriedad la reforma y la crítica profética, no por ello ha extendido su concepto de santidad al mendigo. El creyente que vive de los dones del Señor tiene un lugar, pero el mendigo que vive de idénticos dones apenas participa en la Iglesia, y menos aún ejemplifica el concepto de santidad de la misma. Esto hace evocar las dificultades de Lutero con la carta de Santiago, que vincula tan intensamente la santidad de la Iglesia con la relación entre ricos y pobres. Negar al pobre un lugar en la comunidad, explotarlo, arrastrarlo a los tribunales de justicia, no es sólo inmoral, sino que blasfema «del nombre ilustre que os ha sido impuesto» (St 2,7). 4. La catolicidad desde la perspectiva de los pobres. La Iglesia es católica, es decir, orientada hacia la totalidad. No es una secta, sino la comunidad de todos aquellos que pertenecen a Dios. La catolicidad se ha entendido siempre, no sólo en términos de pertenencia (la Iglesia para todo el mundo), sino también en términos de espacio (la Iglesia en todos los lugares). Es, pues, una noción central para la misión mundial, así como para el avance de la unidad entre las iglesias. La catolicidad no es una propiedad de la Iglesia como tal, y ciertamente no es un motivo para que la Iglesia se
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jacte de modo triunfalista. Es una indicación de la catolicidad del Dios y Señor de la Iglesia. La actividad de Dios atañe a todo, de igual modo que su Hijo unigénito fue enviado para reconciliar todo con Dios (Col 1,20). La redención es re-creación. Toda la creación está implicada. Por tanto, la catolicidad se opone a cualquier intento de separatismo. Lo que Dios une no pueden separarlo los hombres. Los teólogos han vinculado frecuentemente la catolicidad con la unidad de la Iglesia tan intensamente que la idea de catolicidad ha quedado limitada al consenso teológico y al orden eclesial, sin que se tradujese a términos concretos como «encarnación», c«ultura» y «participación». Por eso lo de «católico» tiene tan a menudo connotaciones centralistas, jerárquicas y de liderazgo vertical. La perspectiva de los pobres invierte este concepto. La catolicidad se considera como la supresión de las diferencias basadas en la clase, la raza y el sexo: en Cristo «ya no se distinguen judío y griego, esclavo y libre, hombre y mujer, pues con Cristo Jesús todos sois uno», como escribe Pablo (Ga 3,28). Para tomar conciencia de hasta qué punto la Iglesia se halla lejos de tal concepto de catolicidad, sólo tenemos que reflexionar sobre la persistencia entre nosotros de estructuras de pecado como la esclavitud (no abolida hasta el siglo pasado), el antisemitismo, el racismo y la subordinación de las mujeres. En todas esas estructuras se encuentra la oposición entre ricos y pobres. En la mayoría de los casos, la iglesia que se autodenomina «católica» —la Iglesia de todos los lugares y tiempos— es, estrictamente hablando, una iglesia de un grupo socialmente poderoso. Además, en muchas ciudades de Europa occidental la Iglesia se ha retirado de los barrios donde viven los pobres. Junto al crecimiento del ecumenismo entre las iglesias, se encuentra un ecumenismo extremadamente difi-
cultoso entre los socialmente débiles y los ricos, incluso dentro de la Iglesia. «La Iglesia no es para personas como yo», afirman muchos trabajadores y parados. Su lenguaje no es el de ellos, sus prioridades son diferentes. La iglesia católica amenaza con convertirse en una secta; y, lo que es peor, el evangelio que proclama ya no es un anuncio de salvación para personas necesitadas, sino un ornamento religioso.
La cultura de los pobres y la cultura de la Iglesia Una manera de entender la Iglesia que otorgue a los pobres el lugar que les corresponde arrojará nueva luz sobre muchas de las certidumbres de la dogmática y del orden eclesiástico. Las iglesias protestantes occidentales siempre han insistido mucho en la responsabilidad individual de los miembros de la Iglesia. Se les desafía a que confiesen al Señor con la mayor claridad posible, tanto en la doctrina como en la práctica. Ello resulta muy beneficioso. La influencia social de la Iglesia es grande, y su nivel de organización elevado. Pero, a largo plazo, la Iglesia se hace semejante a una parte de sus miembros, una extensión de las actividades y la lógica de la clase media. Y cuando la Iglesia se aburguesa, su Dios asume también rasgos burgueses. Se convierte en algo organizable e institucionalizable, como parte de un proceso de emancipación que, en última instancia, hace que tanto Dios como la Iglesia resulten innecesarios. La persona puede actuar por sí sola. En primer lugar, los trabajadores abandonaron la Iglesia, no sólo porque fuesen empujados hacia los márgenes (como ocurrió en la sociedad en general), sino también porque no sintonizaban con las racionalizaciones de una teología que no encajaba con sus experiencias y sus sentimientos. Ya no podían conectar sus propias historias con las historias que les habían contado de Dios.
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La iglesia de clase media discrimina a aquellos grupos que no se ajustan al modelo de sociedad oficial: los pobres, los parados, los sin techo, las madres que viven de la beneficencia, los refugiados, los trabajadores emigrantes, las mujeres, los niños y, con frecuencia, los ancianos, los negros y la gente de color. El culto eclesial no es su culto. En él se habla un lenguaje diferente. En contraste con la tradición oral, en la que la gente menos instruida puede igualmente participar, la tradición escrita reemplaza las historias concretas por conceptos abstractos, y la organización desplaza las relaciones personales y familiares. En las iglesias Católico-romana y Ortodoxa, esto ocurre con menor frecuencia, porque al menos sus liturgias dejan mucho más espacio para lo misterioso, lo irracional y lo instintivo. El teólogo suizo Walter Hollenweger explica el crecimiento de los nuevos movimientos carismáticos en todo el mundo desde la perspectiva de esta diferencia cultural. En una iglesia de clase media, se excluye el misterio de Dios. Dios, como secreto, como el totalmente otro, el «temor de Dios»; todo ello se convierte en mera fórmula. En todas las iglesias en que los pobres aún participan, el temor de Dios es una realidad en la liturgia. Dios es mayor de como lo concebimos social, cultural e incluso teológicamente. Nuestra comprensión de Dios o nuestro talento organizativo no pueden contenerle. Por tanto, escapa a nuestros conceptos burgueses. Innumerables protestantes han reemplazado esta experiencia por todo tipo de actividades útiles, que, sin embargo, pierden la dimensión de la experiencia de Dios. Los europeos occidentales quizás han perdido la capacidad de «conocer» a Dios y de ser capaces de experimentar su presencia activa. ¿Es posible —sin remontarse a la Ilustración o huir hacia el romanticismo, la ingenuidad y (en lo que respecta a los occidentales) el escapismo de los místicos orientales— recuperar algo de la experiencia original de Dios?
No es posible, observa muy acertadamente el teólogo holandés Okke Jager, sin relacionar concretamente la conexión entre lo primitivo y lo moderno con el desarrollo material de la sociedad occidental. Tras la impotencia occidental contemporánea en lo referente a la experiencia de Dios, se halla no sólo la sobreestima de la ciencia, sino más aún la autosuficiencia económica de la clase media. «Es característico de la idiosincrasia de la clase media no querer que otro haga lo que no se quiere o no se está dispuesto a hacer. Mientras tanto, la clase media vive cotidianamente con el hecho de que otros están haciendo por ellos el trabajo sucio». Como consecuencia de nuestra incapacidad de ver a los que hacen nuestro trabajo sucio, ya no vemos tampoco a Dios. Dios comparte el destino de los pobres, lo cual no encaja en la perspectiva social occidental. El «¿cuándo te vimos... ?» de Mt 25,31 -46 resulta verdadero en un sentido aún más profundo. Salvo una religiosidad marginal, la burguesía no necesita nada; ya lo posee todo. Como mucho, busca algunos símbolos, ya sea para dar a su existencia la apariencia de una dimensión profunda, o bien para que sirvan de cortina de humo tras la que ocultar su profunda ansiedad. En Europa ya no tenemos un lenguaje para hablar de Dios. El lenguaje de la trascendencia ya no sirve, o se le ha puesto al servicio de ideologías materialistas; y el lenguaje de la inmanencia ha perdido su profundidad. La solidaridad es la solidaridad, y punto. Dios no es necesario para ella. La liberación es la liberación. No requiere resurrección; como mucho, bastará con una rebelión. Una fábrica no produce milagros. Dios se ha convertido en una especie de «mercancía», un producto para cualesquiera entusiastas que se encuentren por allí. Y muchos movimientos de renovación eclesial no van mucho más allá de hacer de «Dios» un producto más atractivo y asequible para el que aún hay mercado. Pero Dios es libre, no barato.
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El contacto con quienes aún tienen que ser liberados nos proporciona una nueva percepción de nuestra propia necesidad de liberación, y viceversa. Sólo en este proceso podemos aprender la inexorable necesidad de experimentar de nuevo la presencia de Dios. ¿Por qué no hay hoy en Occidente personas que vean a Dios cara a cara? La respuesta más profunda es la de un rabino: ¡porque nadie quiere inclinarse tanto!
Lo que la gente está realmente echando en falta —como repiten continuamente los creyentes no practicantes— no es tanto la predicación (se puede encontrar mucha mayor elocuencia en la literatura) o el compromiso (los que desean comprometerse, con frecuencia pueden encontrar salidas mucho más satisfactorias que la Iglesia), sino el cantar todos juntos, el elevar la voz en alabanza, el sentimiento de ser alzado por encima de uno mismo por un misterio divino que supera toda comprensión y todo dolor, el sentimiento de estar coram Deo, aunque las preguntas queden sin respuesta. Saber que Auschwitz ha existido sigue minando la firmeza de la propia fe. La decepción y la ira por la falta de comunicación, incluso durante la comunión, se fortalecen más que se debilitan. Pero a la vez existe algo que transforma la monótona existencia en multidimensional: el dogma, no como racionalidad, sino como doxología, que supera y a veces se opone al propio intelectualismo. Hay creyentes no practicantes que, sencillamente, no pueden soportar estar alejados del órgano de una iglesia y, en ocasiones, entran furtivamente para escucharlo. En ello hay una gran cantidad de nostalgia, por supuesto, pero también implica la idea esencial de que en la Iglesia hay más de lo que se percibe. Teológicamente, ello sup®ne una revalorización del dogma trinitario, que entrelaza, de un modo extraordinariamente rico en fantasía, la inmanencia y la trascendencia, la naturaleza y la creación, el Espíritu y la mente, la liberación y la reconciliación, la revelación y la experiencia de un único Dios al que nunca puede adorarse lo suficiente. Esto es el dogma entendido no como un proyecto de pensamiento, sino como relación o, mejor, como multiplicidad de relaciones (con Dios, con los seres humanos, con los animales y con las cosas). En la asamblea del wcc en Vancouver (1983), en medio de todas las fuerzas divisorias y todos los temores que los participantes apenas podían controlar (muerte, destrucción, injusticia, amenazas de guerra...), fue la doxo-
«Fe» es atreverse a empezar por el principio Muy comprensiblemente, la Iglesia ha transformado en conceptos la experiencia original de los que creyeron en Jesús. Los relatos orales se convirtieron en evangelios escritos; las cartas, en tratados. Incluso un apocalipsis entró a formar parte del canon. Las balbucientes y asombradas confesiones respecto a la unicidad del hombre Jesús, en quien descubrieron al mismo Dios, se convirtieron en el dogma cristológico. Y todo esto era necesario; de lo contrario, habría sido el caos. La razón es necesaria para ordenar la experiencia. Es preciso establecer estructuras, adoptar decisiones, optar. Y la Iglesia se volvió importante; incluso algunos emperadores se sometieron a ella. Pero las generaciones posteriores ven en primer lugar los papeles, las confesiones establecidas, los pronunciamientos meditados. Sólo después nos toca el turno a nosotros, con nuestras cuestiones básicas acerca del significado y la intención y la justicia y el amor y el odio. Muchos creyentes encuentran mucho más fácil hablar (positiva o negativamente) de la institución eclesial que de su experiencia de Dios (o su falta de ella). Si tenemos un carácter diligente, podemos permanecer en la Iglesia durante un cierto tiempo, pero ya no se trata de algo que nos sintamos obligados a hacer. Finalmente, Dios no es más que un vago sentimiento de culpa o un adorno en la vida, pero no la vida misma.
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logia la que los mantuvo unidos y los inspiró. A este respecto, los protestantes pueden aprender mucho de los ortodoxos,, quienes, pese a sus carencias, han sabido mantenerse firmes en este misterio entendido como un don. Pero para recuperar ese misterio debemos estar dispuestos, como dijimos anteriormente, a inclinarnos en busca del Dios ausente, que habita entre las personas ausentes de nuestra cultura.
en una relación renovada con el Dios de Jesús. Es de primordial importancia que la base de su nueva fe esté constituida por sus preguntas, sus puntos de vista, sus angustias y sus resentimientos. La teología viene después de que se haya tomado en serio a las personas con su cultura, sus preguntas y sus frustraciones. Esta realidad sincrética y pluralista, tan característica del evangelio tal y como tomó forma en tiempos de Jesús, debería constituir la base de un nuevo encuentro con la Iglesia tradicional. Si nos atrevemos una vez más a empezar por el principio, con las preguntas, los conflictos y la vida cotidiana de los que viven en el margen, y con las cuestiones, angustias y sueños reprimidos de la clase media, con toda su consiguiente confusión; en pocas palabras, si hemos de comenzar de nuevo por las cuestiones más básicas de nuestra existencia y de nuestra cultura, entonces la teología y la tradición de la Iglesia pueden ser de extraordinario interés.
Un nuevo sincretismo Los teólogos de la liberación abogan, en este contexto, por un «nuevo sincretismo». Dice Leonardo Boff: «El futuro del cristianismo depende de su capacidad para formular nuevos sincretismos». Hay, por supuesto, un sincretismo falso, como cuando, por ejemplo, la Alemania nazi manipuló la religión popular para apoyar el fascismo. Sincretismos falsos similares se encuentran en la teología del apartheid, en las teologías nacionalistas y en muchos de los intentos de introducir el cristianism'o por la fuerza en el molde cultural occidental. No resulta extraño que los teólogos occidentales sientan horror ante el sincretismo. Pero también hay un sincretismo honrado."«Todo lo que fomenta la libertad, el amor, la fe y la esperanza teológica, representa un auténtico sincretismo y encarna el mensaje liberador de Dios en la historia», dice Boff. Y el indio M.M. Thomas habla de un «sincretismo centrado en Cristo que se aferra a éste y evalúa críticamente todos los conceptos y actitudes a la luz de Jesucristo». Me parece que este modo de abordar la cuestión, más antropológico que teológico, es necesario para la búsqueda de una Iglesia de los pobres en Europa. Todos los que no tienen opción, los que han sido desarraigados y privados de su identidad, incluyendo a los europeos pobres, con sus esperanzas, sus temores y su Dios arrebatados por los cristianos de clase media, se encontrarán a sí mismos de nuevo
La pregunta que los pobres plantean a la iglesia europea es fundamentalmente una cuestión referente a la base de nuestra cultura y al significado de la religión: ¿es la religión una fuerza liberadora o refuerza los principados y las potestades opresivos? ¿Una Iglesia de los pobres en Europa occidental? Si decimos que el momento no está maduro para que se desarrolle una Iglesia de los pobres en Europa occidental, ¿no estaremos quizás escuchando sin la suficiente atención? Después de todo, el 75% de los europeos occidentales afirma creer en Dios, aunque para muchos no sea un Dios personal. Hay una especie de religión tradicional práctica, que se manifiesta en expresiones tan frecuentes como: «Hay que aceptar las cosas como son»; «le había llegado su hora»; «la fe es algo que se hace en el templo»; «yo no soy profeta»... La gente no es religiosa, no es practicante; sin embargo, muchos piensan que es bonito casarse por la Iglesia, bautizar a los hijos y ser enterrado por un sacerdote.
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A los clérigos sensatos este tipo de cosas les da mala espina. Desprecian el «cristianismo de cuatro ruedas» del coche de bodas, del cochecito del niño y del coche fúnebre. Quizá las cosas fueran así cuando el cristianismo aún gozaba de cierto prestigio. Pero hoy, en una época en que para la opinión pública la Iglesia es algo de lo que difícilmente se puede estar orgulloso, parece ser un signo de que las personas emancipadas están de nuevo a la búsqueda de otras dimensiones en las encrucijadas de sus vidas.
de la presencia de Cristo en la cultura de los pobres. Con frecuencia, ello les resulta extremadamente penoso. El bagaje teológico no les sirve de mucho. Apenas poseen un lenguaje, y no digamos ya canciones, textos y palabras. Todavía les sirven de menos las declaraciones de la Iglesia, incluyendo las políticamente progresistas: las personas que nunca han recibido nada de la política no son muy progresistas. Cuando llegan las elecciones, tienden a votar a los que pueden expresar claramente sus frustraciones, los líderes populistas que hablan su lenguaje.
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Dietrich Bonhoeffer, un hombre de clase media que se fue acercando progresivamente a los pobres y, finalmente, en un campo de concentración nazi, se convirtió en uno de ellos, empezó a descubrir en él una nueva interpretación «mundana» de los conceptos bíblicos. En una carta escrita en junio de 1944, dice que tiene pensado adentrarse en este asunto con más intensidad posteriormente, pero que en ese momento hacía demasiado calor en su celda como para continuar. (El teólogo suizo Henry Mottu se pregunta también si no hará quizá demasiado frío en la Europa actual como para reflexionar sobre tales ideas). Quizás sea por aquí por donde debamos empezar de nuevo, por el comienzo, con sentido común y con las parábolas de Jesús, por ejemplo, que siempre arrancan de la vida cotidiana. Incluso las cartas de Pablo están repletas de este sentido común práctico, especialmente las denominadas exhortaciones morales de Efesios y Colosenses, con sus sanos preceptos para la estabilidad doméstica. Quizás incluso su conocidísimo y célebre consejo de Rm 13, acerca del sometimiento a las autoridades gubernamentales, debería leerse sólo como una juiciosa estrategia de supervivencia. Con la sociedad occidental amenazando escindirse en una cultura de participantes triunfadores, por un lado, y los que se han quedado atrás, por otro, la Iglesia debe tener una idea clara de lo que está haciendo. Como mínimo, debe apoyar a los cristianos que están buscando los signos
¿Qué puede significar para los pobres la Iglesia actual? Aunque quizá sea demasiado pronto y el ambiente esté demasiado frío para una Iglesia de los pobres en Europa occidental, ello no significa que la Iglesia no pueda prepararse para esta eventualidad. Puede hacerlo con su misión y su evangelización, su servicio (diakonía), su discurso y pensamiento y su comunión (koinonía). Pero todo esto a condición de que se permita que la verdad de la Iglesia de los pobres penetre en su existencia y ejerza un influjo transformador. El evangelio para los pobres, que ha quedado fuera de su territorio, debe infiltrar, criticar y enriquecer el evangelio para los pecadores. Ello implicará tensión, pero también gozo. Ya están ocurriendo muchas cosas en esta zona fronteriza, pero los grupos e individuos implicados en esta actividad a menudo se sienten abandonados por las instituciones eclesiales oficiales. El adentrarse, como Abraham, en territorio ignoto debería permitirles contar con la ayuda de la Iglesia —no tanto como ayuda financiera cuanto en forma de oraciones y bendiciones. Pero la misma Iglesia es capaz de hacer mucho, y ciertamente está haciendo algo —como vimos en el sondeo del capítulo anterior— en los ámbitos de la misión, el diaconado, el discurso profético, la renovación teológica
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y la profundización de la koinonía. Para concluir, haré algunas observaciones sobre estos cinco aspectos.
Bonhoeffer deseaba hablar de Dios de un modo mundano, porque «entonces Cristo ya no es el objeto de nuestra religión, sino algo completamente diferente, esto es, el Señor del mundo». La misión o la evangelización no es otra cosa que la búsqueda humilde y expectante del lugar donde actúa este Señor.
La misión en Europa La misión en Europa debería comenzar por dedicar tiempo y esfuerzos a escuchar el lenguaje de los pobres y a buscar signos de la presencia de Cristo entre ellos. Gran parte de la evangelización es demasiado superficial y actúa en exceso sobre la base de sus propios prejuicios, ignorando el hecho de que el cristianismo se usa todavía para dorar la pildora del mantenimiento del orden, en interés de los grupos de poder dominantes. En Europa también hay fuerzas que se organizan para conseguir que los pobres realicen su labor ideológica. Intentan, por ejemplo, obtener partidarios a través de los medios de comunicación financiados con capital procedente de las grandes empresas. No se dan cuenta de que su lenguaje religioso puede dificultar considerablemente que se hable realmente de Dios. Un informe de un colectivo holandés de madres que viven de la beneficencia lo expresa de este modo: «Durante cuatro años hemos mantenido una posición militante dentro de la Iglesia y hemos experimentado con frecuencia que los miembros de la Iglesia ya no tienen oídos para oír, ojos par ver o bocas para proclamar proféticamente la justicia para los pobres. Los cristianos y el capital han sellado un pacto monstruoso, del que sólo hay una salida: la disolución de esta alianza en obediencia a Cristo». La necesidad de misiones en Europa es muy grande. Pero las últimas décadas nos han enseñado hasta qué punto puede la misión ocultar el imperialismo. La «misión doméstica» puede hacerlo también si se convierte en una forma de imperialismo cultural de los poderosos frente a los impotentes. Sólo cuando la Iglesia reconoce y acepta que el Señor ha vinculado su nombre a quienes no tienen poder, puede intentar proclamar ese Nombre.
Los cristianos del Tercer Mundo pueden constituir un modelo útil para esta búsqueda. Si bien su teología de la liberación no puede ser la nuestra, tomar en serio la propia cultura, el contexto y la historia resulta importantísimo. Otras luchas por la liberación —las de los negros en los Estados Unidos, las de las mujeres y los homosexuales entre nosotros— proporcionan otros tantos ejemplos que pueden servir de punto de partida para una misión real entre los europeos, con la esperanza y el dolor de las personas, en particular de aquellas que experimentan directamente las mentiras del Estado de bienestar. La evangelización bíblica comienza con las personas en sus necesidades y expectativas. Es un trabajo muy humilde. Donde tiene lugar este proceso, la secularización parece a veces no ser otra cosa que un concepto urdido por los intelectuales. No pertenecer a ninguna iglesia no significa necesariamente estar cerrado a la religión. Cuando la salvación del Señor es al mismo tiempo liberación de las fuerzas que destruyen a las personas, aparecen oportunidades que sólo están al alcance de quienes pueden inclinarse lo suficientemente y que, de este modo, experimentan tanto conversión como gozo. El diaconado en Europa El servicio de la Iglesia a los pobres se basa en una autocrítica por su incapacidad para ser la Iglesia de los pobres. Esto debe ser consecuencia de un proceso de conversión y renovación de la fe y de la teología dentro de la Iglesia.
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El sondeo muestra cómo este elemento surge y resurge una y otra vez en las iglesias. La posibilidad de que aquellos a los que hoy se niega una oportunidad para satisfacer sus necesidades materiales y desarrollar su potencial humano pudiesen contribuir en alguna medida a la construcción de la sociedad se pasa completamente por alto. Debido a una ayuda mal encaminada, con frecuencia se hacen dependientes de la sociedad. La diakonía empieza en el momento en que se intenta romper esta dependencia. El servicio de los pobres se basa en el servicio a los pobres. Como Jesús, en su impotencia, señala y es a la vez «el camino, la verdad y la vida», así los impotentes señalan hoy el camino, la verdad y la vida a la Iglesia. Quienes piensen que esta identificación va demasiado lejos deberían leer Mt 25,31-46, y después releerlo una vez más. Se pueden sugerir dos términos de referencia para el servicio de la Iglesia a los pobres en el propio país:
La necesidad de una continua defensa de los derechos de los pobres se encuentra entre las tareas diaconales básicas. Para tal defensa se necesita algo más que tópicos piadosos. Si ha ser efectiva, debe ser pertinente y objetiva. Evocar sentimientos de culpa y sobrecargar a los políticos con slogans imposibles sólo conseguirá irritarlos. La primera tarea consiste en mostrar aquellos lugares en que las personas son víctimas de la intervención o la falta de intervención del gobierno. Innumerables iglesias se hallan ya comprometidas en esta labor mediante proyectos concretos, como ayuda a los pequeños agricultores, a las madres que viven de la beneficencia, a los refugiados, a los inmigrantes y a los parados. Un diaconado político puede reforzar su voz, ayudarlos con su reflexión y análisis, ofrecer apoyo organizativo; en pocas palabras: solidaridad, información y confrontación. Las iglesias pueden utilizar al máximo el acceso a las estructuras de poder que su posición de clase media les otorga. Un ejemplo concreto es el informe de la Iglesia de Inglaterra, Faith in the City, que proporciona un análisis, toma posturas y plantea cuestiones para que sean reexaminadas por las comunidades parroquiales.
1. Un diaconado político a nivel nacional y europeo. Después de la Segunda Guerra Mundial, en varios países se promulgaron leyes que intentaban asegurar los derechos de los pobres. Se legislaron numerosas formas de ayuda paraa la tercera edad, la enfermedad y el desempleo. En algunos países se aprobó una ley de seguridad social general que garantizaba un apoyo mínimo. Hoy estos sistemas están experimentando la presión de la economía. Cualquier unificación europea debería preocuparse no sólo del crecimiento económico y el beneficio, sino también de crear un clima socialmente fuerte, de manera que pueda ponerse fin a la creciente disparidad entre ricos y pobres. La tarea de las organizaciones diaconales consistirá en estar atentas tanto a la situación nacional como a la europea. Lo que se necesita es un diaconado político europeo, como el que ya está funcionando a través de la Comisión Ecuménica para la Iglesia y la Sociedad (ECCS) en la Comunidad Europea, que merece el apoyo de todos los diaconados nacionales.
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En resumen, la tarea de los diaconados debe incluir la promoción de la justicia mediante la concienciación y las acciones con un objetivo, y no sólo fuera de la Iglesia, sino también dentro de ella, a fin de mejorar el ambiente político. 2. Asistencia. Entre tanto, no debe esperarse que todo provenga de la justicia y del Estado. Existen límites económicos. En una democracia, no todo lo que debería hacerse puede hacerse. Uno de sus puntos débiles es que no requiere per se que la mayoría tenga en cuenta a la minoría. En el primer capítulo intentamos mostrar cómo el Estado democrático de Europa occidental fracasa a la hora de conceder poder y voz a los grupos de marginados no interesantes políticamente.
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De este modo, la burocratización de la lucha contra la pobreza por un Estado que todo lo controla puede ser deshumanizadora. Donde no existe un contacto interpersonal, la ayuda se convierte en una abstracción. La sustitución de gran parte de la atención eclesiástica a los pobres por la acción gubernamental puede haber sido una bendición, en la medida en que puso fin a la condescendencia con frecuencia contenida en la «caridad»; pero también se llevó consigo una buena parte de las relaciones entre las personas e hizo que acabase la confrontación directa con la necesidad del prójimo. La compasión y el interés personal dieron paso a la imposición fiscal. Además, la iniciativa personal necesaria para que los pobres vuelvan a tomar las riendas de su vida, a menudo desapareció.
y más participativa». Muchas comunidades parroquiales han llevado a cabo ese análisis social local y esa estrategia de planificación con el fin de conectar el «dónde» con el «qué».
Ahora, cuando tanta gente está necesitada, la Iglesia ha tenido que volver a aquellas «obras de misericordia» tales como comedores de beneficencia, centros para los sin hogar, apoyo financiero directo y ayuda a los endeudados. Pero esto debería hacerse siempre dentro del marco de lo que antes se afirmó acerca de la diakonía política, y no de arriba abajo, sino mediante un reforzamiento del poder y las posibilidades de los mismos pobres. Debe ser una ayuda encaminada a que éstos logren la autosuficiencia; no una excusa para un fallo estatal, sino una iniciativa para el cambio social. Por supuesto que las emergencias extremas pueden requerir una ayuda sin más estipulaciones, aunque incluso en ese caso la atención debe seguir dirigiéndose hacia la estructura que origina la emergencia. Justamente porque tanta pobreza resulta invisible, la Iglesia puede ayudar a hacerla visible proporcionando voz a los afectados por la misma. Faith in the City sugiere una lista de cuestiones destinadas a ayudar a las iglesias locales a «entenderse a sí mismas en su propia situación, a reflexionar sobre su propósito y, a continuación, hacer planes que permitan lograr una Iglesia más efectiva, más orientada hacia el exterior
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La Iglesia no puede solucionarlo todo, pero debería ser capaz de restablecer las relaciones rotas entre las personas, encontrarse junto a los necesitados, sacarlos de su aislamiento y carencia de voz, ayudarlos a recobrar su poder y devolverles su responsabilidad. La ayuda cristiana sólo puede ser cristiana y ayuda si procede del principio de igualdad de todas las personas. Independientemente de lo que la Iglesia no pueda hacer, esto la Iglesia debe hacerlo. Hacia una Iglesia profética En los últimos años, las iglesias occidentales, a todos los niveles, han dado un paso importante en orden a desprenderse de su identidad de clase media en beneficio de los empobrecidos, los cuales han empezado a recuperar su voz pública. Las voces proféticas siempre se han dirigido hacia las condiciones sociales inhumanas, pero en muy contadas ocasiones han hablado de economía. Esto parece estar cambiando por la influencia del movimiento ecuménico. El teólogo holandés Arend Th. van Leeuwen sostiene que todo teólogo debe ocuparse de la economía, pues ahí es donde se encuentra el núcleo del sistema social. La economía es la que determina la política, y no al revés. Por eso la economía es asunto de la Iglesia. El costarricense Franz Hinkelammert sigue idéntica línea al hablar de la «mística» de los negocios transnacionales. El lenguaje económico es, en efecto, sorprendentemente religioso: las «deudas» deben o pagarse o «perdonarse»; deben hacerse «sacrificios», y Adam Smith habló incluso de una «mano invisible» tras el mecanismo del mercado. El luterano ale-
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man Ulrich Duchrow indica que debería reconocerse que la economía mundial es un «asunto confesional». Todo ello va más allá de la protesta profética contra la injusticia social, más allá de denominarla herejía ética (como hizo Visser't Hooft en Uppsala en 1968). La cuestión tiene que ver con la misma fe cristiana. No está en juego sólo la obediencia al mandamiento «no robarás», sino también la obediencia al primer mandamiento: «no tendrás otros dioses delante de mí».
el guardián de mi hermano no puede basarse permanentemente sobre una economía que opera con el principio de que no lo soy».
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Opuesta a la conspiración de las fuerzas de la muerte se encuentra la alianza de los poderes de la vida. Éste es el proceso alentado por el wcc, que se presenta como un desafío para las iglesias. Compartir el pan de Cristo durante la comunión se ha vinculado de nuevo a compartir el pan con los demás. La Iglesia de los pecadores camina codo con codo con la Iglesia de los pobres. Esto significa que la Iglesia, desde la base hasta la cúspide, debe aprender a desenmascarar la auténtica naturaleza del sistema económico vigente, como hace van Leeuwen. La Santísima Trinidad se opone a la «trinidad» económica de la propiedad, el capital y el trabajo. El capitalismo es, según van Leeuwen, la religión oculta de nuestra sociedad burguesa. El objetivo no es el bien de la comunidad, sino la acumulación de poder (esto es, de capital) en manos de los que ya tienen poder, a expensas de los que carecen del mismo. Tras el capitalismo parece haber una fe profunda, tipificada por Adam Smith, que creía que al perseguir su propio interés el hombre hace avanzar la sociedad más eficientemente que si se propusiese expresamente hacerlo. Tal fe en una «mano invisible», que gobierna misteriosamente la actividad humana de modo que la búsqueda egoísta de la felicidad individual conduce automáticamente al bienestar de todos, es, en palabras de Lesslie Newbigin, «uno de los ídolos más malignos. Un Estado de bienestar basado en el principio de que yo soy
La asamblea del wcc en Vancouver (1983) denominó «producto de las fuerzas satánicas» el hecho de que «la maquinaria del orden económico imperante haga morir de hambre a millones de personas e incremente cada año el número de parados». Este lenguaje casi apocalíptico (que algunos criticaron en Vancouver) modera la idea de la economía como un asunto confesional, en los términos de Duchrow; pero permanece la llamada a reconocer el componente religioso dentro del sistema económico. Del mismo modo que la Iglesia Confesante en la Alemania de Hitler se opuso al fascismo, y del mismo modo que las iglesias se oponen hoy al apartheid, la Iglesia debería hacer visible el elemento de fe que se oculta detrás de las estructuras económicas de poder. Es también necesario (como el encuentro del wcc en Larnaca, Chipre, sobre «Diakonía 2000» urgió a llevar a cabo) que, además de una diakonía profética, también se desarrolle en Europa occidental una teología económica.
¿Hacia un orden económico distinto? Muchos cristianos, perplejos, eligen mantenerse a distancia de los sistemas existentes. Así es mucho más fácil. Pero a veces esto no es posible. A veces —como en el caso del nazismo, el apartheid y la dictadura—, la Iglesia debe decir «no» con toda la fuerza de sus convicciones, y más aún cuando se defienden tales sistemas con argumentos cristianos. Nos guste o no nos guste, esto sitúa a la Iglesia ante un problema confesional. Pero, para tratar el tema del orden económico, ¿puede la Iglesia ir más allá de un mero «no» al desarrollo de una
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economía de mercado capitalista e indicar qué elegiría en su lugar? ¿Favorece ello el socialismo de Estado, o el socialismo democrático, o un Estado anarquista comunal? ¿O debería fundar su propio partido cristiano o tratar de establecer una teocracia?
ideología sea liberadora, la Iglesia debe adherirse a ella incondicionalmente y trabajar por asegurar esos valores liberadores. Pero, una vez que la ideología de los oprimidos se transforme en una ideología de los opresores (y, desgraciadamente, la historia está llena de ejemplos al respecto), la Iglesia deberá, de acuerdo con sus propios criterios respecto a los intereses de las víctimas, luchar contra ella. Y el poder para hacerlo procede de su conocimiento de un nuevo reino edificado sobre los profetas bíblicos y sobre la muerte y resurrección de su Señor, y con las huellas del Espíritu Santo en la historia como elementos didácticos. Su modelo es el Dios de la Biblia, que, en una balanza, sitúa su peso en el platillo de los que carecen de él. Mantiene todo en equilibrio, y eso es justicia. La Iglesia lo sigue de cerca. El poder que de este modo representa no es nunca el poder de la espada, del número o de la coacción. Tal poder no lo tiene ni siquiera el mismo Dios. Se trata más bien del poder de la palabra, de la persuasión, del sacrifico y del buen ejemplo. Ciertamente, en el Occidente secularizado la Iglesia no cuenta con mucho más material de trabajo que éste. No hay presidente de gobierno en Europa occidental que preste atención a una petición de la Iglesia, a no ser que esté apoyada por amplios segmentos de población. Por tanto, el temor a una nueva teocracia en Europa occidental es bastante ridículo. La Iglesia es la más débil entre los débiles; ni siquiera puede dar un puñetazo encima de la mesa. Pero, por no ser fuerte, debe ser inteligente. Vive de las «manos vacías» de su Señor y de los primeros discípulos, que no tenían ni oro ni plata, sino sólo el poder de su fe en el Señor resucitado (Hch 3,6). Mediante este poder, la Iglesia derrumba el espíritu del capitalismo.
Plantear esta cuestión no equivale tanto a responderla cuanto a descubrir que no debería plantearse en primer lugar. La pregunta es demasiado abstracta. El tema real es: ¿gozan de derechos y felicidad las personas cuyas vidas les son arrebatadas bajo cualquier sistema? Por lo que yo sé, no se ha encontrado hasta la fecha ningún sistema que equilibre permanentemente el bien de la comunidad con el bien del individuo (o lo que los individuos experimentan como bien). La tensión rousseauniana entre la volonté particuliére y la volonté genérale parece insoluble, por ser los seres humanos una asombrosa combinación de bien y de mal. La persona humana es buena; sus acciones son erróneas. Ningún sistema económico es capaz de exorcizar esta contradicción antropológica. O, por decirlo de un modo más bíblico: la economía no puede vencer al pecado. La ambigüedad de la sociedad es reflejo de la dualidad que existe en cada uno de nosotros, y viceversa. Por ello es necesaria la ley, una Torah, que señale el camino en los diversos sistemas. Los pobres a quienes hay que ayudar hoy a conseguir el poder, una vez alcanzado, tendrán que aprender a compartirlo de nuevo. No es tarea de la Iglesia elaborar una utopía económica. Le basta con su propia utopía escatológica. La Iglesia trabaja con «axiomas medios» que, rectamente considerados, deben emanar de aquellos que no reciben lo debido del sistema actual. Algunas veces, esto implica que la Iglesia ha de tomar parte en la elaboración de una ideología. Los oprimidos necesitan un sistema de valores (es decir, una ideología), a fin de poder resistir la opresión. Con tal de que esta
Esta lucha en pro del espíritu va a la par con un apoyo moral efectivo —y, donde sea posible, también material— a las organizaciones de los pobres. Al ayudar a asociarse,
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ofrecer asistencia administrativa, informar y permitir el acceso a los medios de comunicación, la Iglesia se hace partidista y, en ocasiones, se compromete con la política de partido sin identificarse con ella, como hicieron los obispos anglicanos durante las elecciones al hablar contra la política social del gobierno; como han hecho los obispos católicos en los Estados Unidos; como ha hecho el Consejo de las Iglesias en los Países Bajos. Y, aunque no todos los miembros de las iglesias estén de acuerdo, en ocasiones la Iglesia no puede actuar de otro modo. Además, hay numerosos expertos entre los miembros de la Iglesia que pueden incorporarse a tales procesos. El debate eclesial interno resultante puede ser una ocasión perfecta para la toma de conciencia y la profundización de la acción. La esperanza, dice Agustín, tiene dos hijos: la ira y el coraje. La ira de la esperanza significa no aceptar por más tiempo aquello que conduce a la desesperación. El coraje de la esperanza significa que se posee la fuerza para ponerse en pie y atacar la injusticia, aunque se sepa que habrá que pagar un precio por actuar de ese modo. Tomando en serio la responsabilidad de sus miembros, incluso la de los que se oponen a sus declaraciones, la Iglesia los estimula para que cooperen en una política justa y misericordiosa. A pesar de la necesidad de una teología de la economía o algún otro tipo de vínculo entre la fe y la lucha contra la pobreza, existe un peligro real de que en muy poco tiempo la Iglesia vuelva a preocuparse por su propia identidad, tarea y naturaleza, y que la causa de los pobres quede relegada una vez más. Pero su causa siempre continuará reclamando prioridad teológica.
tarea profética, a pesar de la tensión que pueda originar, no es tan difícil o costosa, especialmente cuando la llevan a cabo funcionarios eclesiásticos pagados. Más difícil es descubrir y relativizar los privilegios y la cultura de nuestro propio grupo y establecer relaciones personales con aquellos que se hallan fuera del mismo. La benevolencia debería servir de puente; pero, por supuesto, no lo hace. Donde no hay justicia, la benevolencia provoca violencia, lo que implica que la clase alta reclama mayor protección policial. Estos contrastes económicos y sociales guardan poca relación con la pluralidad. Esta significa que dentro de una sociedad muy variada las personas, que gozan de idénticos derechos, tienen a su alcance diferentes posibilidades y potenciales. Elija sus propios amigos. A uno le gusta Bach, a otro el canto tirolés, a un tercero ambas cosas. La pluralidad es libertad y un excelente antídoto contra la alienación en un mundo regulado uniformemente por la tecnología. La nueva distinción de clase, como la antigua, es de un orden totalmente distinto. Es falta de libertad, limitación, producto de la intolerancia que los superiores, que ven amenazados sus privilegios, ejercen sobre los inferiores. Es una forma de apartheid.
La Iglesia como «koinonía» El redescubrimiento del don profético de la Iglesia en el ámbito de la justicia constituye una primera fase en la erradicación del carácter burgués de la Iglesia. Pero esta
Se considera que el grupo inferior proyecta una sombra sobre el libre consumo y disfrute, que despiertan sentimientos de culpa y de ansiedad. En la medida en que se adaptan a su posición en la sociedad, mientras sean correctos, todo va bien. Pero cuando se vuelven molestos, debería confinárseles en sus propios barrios. No es extraño que con tanta frecuencia se tornen agresivos. Algunos son capaces de abrirse camino mediante una estricta autodisciplina. Para los que se quedan atrás, no hay sino fatalismo, la cultura del silencio o el crimen, que al menos permite un mínimo de participación en lo que la publicidad, que bombardea sus vidas diariamente, presenta como la buena vida.
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La Iglesia, en su origen, era una koinonía, una comunidad mutua en la que la gente sanaba, y, al ser sanada por la gracia de Dios en Cristo, se ayudaba mutuamente en todos los acontecimientos de la vida.
que significa algo más que «generoso» (como traduce la Revised Standard Versión). Tiene que ver con compartir, pero, en concreto, con ser consciente de pertenecer a la misma comunidad y poner los propios dones a su disposición.
En el Antiguo Testamento, este sentimiento de solidaridad mutua es fuerte. Sociológicamente, se remonta a la época nómada, cuando la tribu tenía que permanecer unida para sobrevivir. La alianza que Dios selló con su pueblo afianzó y estableció esta comunidad mutua, incluso después del período nómada israelita. Cuando Israel se convirtió en una sociedad clasista, mediante el desarrollo económico, el poderío militar y la monarquía, la ley y los profetas intentaron restablecer la solidaridad. Las leyes del Sabbath, del año sabático y del año jubilar, son bien conocidas. Dios continúa siendo el propietario de los medios de producción. Al nivel más profundo, la ruptura de las relaciones mutuas equivale a la ruptura de la alianza con Dios. Este tema es recurrente entre los profetas. No es, pues, accidental que, en cuanto recibe el Espíritu de Dios, la nueva comunidad que surge en nombre de Jesucristo vincule lo espiritual con lo material. Este modelo de Jerusalén (Hch 2,44- 45) fue trasladado al mundo gentil por Pablo. En todas partes surgieron comunidades que se desarrollaron como signos del nuevo reino, en ocasiones como una alternativa claramente provocativa basada en la igualdad de todos (2 Co 8,14ss). Como comunidades formadas por ricos y pobres, pretendían «derribar el orden establecido» (1 Co 1,28). Esta nueva comunidad está basada en la libertad. Si los ricos están dispuestos a desprenderse de sus bienes, tanto mejor. No se les exige que lo hagan; pero, si intentan engañar a la comunidad fingiendo hacerlo, podrían, según la inflexible versión de Hch 5,1-11, literalmente caer muertos. En 1 Tm 6,18, poco después de describir el amor al dinero como la raíz de todos los males, se llama a los ricos koinonikós, palabra
Con independencia de cómo se describa esta comunidad, no fue quizá tanto una Iglesia de los pobres cuanto una forma de solidaridad en el sentido espiritual y material —que, tal y como sucedieron las cosas, no duró mucho tiempo, aunque Pablo y Santiago intentasen mantenerla a través de colectas internacionales, demostrando la conexión existente entre la eucaristía y el compartir (1 Co 11,29) y enfrentándose a toda forma de discriminación (St 2,7). La Iglesia no suprime las diferencias de renta. La Iglesia no es un Estado dentro del Estado, aunque intente influir en el Estado; pero sí se opone a la distinción pobre / rico. O se es hermano y hermana, o no se es. La base de la koinonía es y sigue siendo Cristo. Vivimos junto a él; con él somos crucificados, resucitados y glorificados. Pablo utiliza mucho la preposición syn (junto con). La base de la koinonía es la participación con Cristo en su sufrimiento y triunfo. Esta base espiritual no agota la unidad material, pero constituye su fuerza motriz. Por esta razón, la Iglesia constituye un orden diferente del de las asociaciones basadas en una prioridad económica o cultural. Cualquiera que tome en serio el misterio de la gracia de Dios aprende a relativizar su propio status y a reconocer la necesidad y la realidad de una nueva comunidad que supere las fronteras. El temor de Dios constituye el punto de partida de la abolición del carácter de clase media de la Iglesia. Es también el punto final de la «manera protestante, superficial y a menudo narcisista de entender la comunidad cristiana», como concluye el evangélico Cook tras un estudio exhaustivo de los movimientos de base latinoamericanos.
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¿Se encuentra la burguesa iglesia occidental lista para esa clase de koinoníal Algunos dirán que la única opción que le queda a la Iglesia es prescindir de todos sus privilegios de clase media, hacerse pobre con los pobres y compartir su cultura. En una sociedad «dual», la posición de la Iglesia se encuentra en la base. Por tanto, debería renunciar a todo acceso al poder. Los cristianos que han realizado esta opción merecen el máximo respeto.
siguió perteneciendo a ella. Tampoco él vio el lugar específico de los pobres en el orden divino existente. Pero aprendió. A través de sus encuentros con los negros estadounidenses y con los europeos pobres en Barcelona y Berlín, si bien no se despojó de sus características de clase media, no obstante, reconoció sus limitaciones. Y, lo que es más importante, se puso a trabajar. Aprendió a poner su identidad burguesa al servicio de los rechazados. No abandonó la Iglesia (aunque estudió dicha posibilidad), sino que se identificó con la Iglesia Confesante y con la resistencia contra Hitler. Finalmente, descubrió en prisión a otro Dios. Ya no se sintió obligado a defender su propio ego, y no digamos a la cristiandad... Vinculándose directamente a toda la humanidad, comprendió finalmente que sólo importan las personas tal y como son. Y allí redescubrió a Dios como «el mismísimo corazón y centro de la vida humana», tal y como lo describe Gustavo Gutiérrez. La participación —por pura necesidad— en la perspectiva de los eliminados, de aquellos en quienes nadie confía, de los injuriados, de los impotentes, de los oprimidos y de los ridiculizados, le condujo a una teología completamente nueva.
Otros ven las cosas de manera diferente. Para ellos, en la identidad de la clase media han entrado a formar parte muchos ideales que deberían hacerse extensivos a todo el mundo. Intentan que sus privilegios de educación y acceso al poder sean útiles, pues son conscientes de su ambigüedad. Es importante darse cuenta de que tal compromiso no se fundamenta en ninguna teoría sutil, sino en el encuentro efectivo. Una clara lección del diaconado mundial es que no se puede hacer algo por alguien si no se hace con él o con ella, si no se basa en la contribución directa de la persona interesada. Todos hemos oído historias y visto películas sobre los suburbios de Calcuta, los barrios de Sao Paulo y los montones de basura de El Cairo. Lo notable, sin embargo, es que la misma gente de iglesia que, al ver estas películas y oír estas historias, reclama tan intensamente un encuentro con los pobres no europeos, con frecuencia nunca ha estado en los suburbios de sus propias ciudades, y no digamos con quienes deben vivir allí de las sobras de la mesa de la sociedad... El sondeo mostró una asombrosa falta de relación entre las misiones y el diaconado interno y externo. Los cristianos del Tercer Mundo señalan, con toda razón, lo insincero de esta situación. El proceso de compromiso debe comenzar siempre por el encuentro. Este encuentro constituye la base de lo que se llama aprendizaje ecuménico. Un ejemplo excelente de aprendiz del mismo lo constituye Dietrich Bonhoeffer. Procedía de la clase media y, cultural y materialmente,
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La Iglesia actual puede tener sus fallos, pero también está apoyada por los esfuerzos y oraciones de innumerables personas que se han comprometido con el difícil camino de la renovación. No sirve de nada abandonarla o mirarla con cinismo. Intentar renovar la Iglesia, descubrir la auténtica pluralidad, retornar a las experiencias originales de la fe cristiana, reaprender lo que significa vivir en el temor de Dios, tan sólo puede abrir los ojos a la realidad de la sociedad opresora y el sistema ideológico subyacente. O, a la inversa: quien está preparado para dar acceso a lo que es pobre entre nosotros y en nosotros descubre la realidad tanto en sentido humano como divino. Parte de la tarea de todo creyente es recorrer este camino y asumir esta investigación en su propio proceso de fe.
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De este modo se ayuda mejor a la Iglesia a aliarse con los oprimidos y a ampliar su comunidad mutua, de tal manera que quienes han sido marginados sean de nuevo acogidos, aceptados y valorados como Dios los acepta y valora. La renovación de la Iglesia sólo puede conducir a una mayor apertura y a una mayor justicia para los pobres. Y, ciertamente, conducirá a una experiencia renovada del gozo del Señor, cuya salvación no excluye a nadie.