La alquimia [1 ed.]
 8400100638, 9788400100636

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42. Los números trascendentes. Javier Fresán y Juanjo Rué 43. Extraterrestres. Javier Gómez-Elvira y Daniel Martín Mayorga 44. La vida en el universo. F. Javier Martín-Torres y Juan Francisco Buenestado

45. La cultura escrita. José Manuel Prieto 46. Biomateriales. María Vallet Regí 47. La caza como recurso renovable y la conservación de la naturaleza. Jorge Cassinello Roldán 48. Rompiendo códigos. Vida y legado de Turing. Manuel de León y Ágata Timón

49. Las moléculas: cuando la luz te ayuda a vibrar. José Vicente García Ramos 50. Las células madre. Karel H. M. van Wely 51. Los metales en la Antigüedad. Ignacio Montero 52. El caballito de mar. Miquel Planas Oliver 53. La locura. Rafael Huertas 54. Las proteínas de los alimentos. Rosina López Fandiño 55. Los neutrinos. Sergio Pastor Carpi 56. Cómo funcionan nuestras gafas. Sergio Barbero Briones 57. El grafeno. Rosa Menéndez y Clara Blanco 58. Los agujeros negros. José Luis Fernández Barbón 59. Terapia génica. Blanca Laffon, Vanessa Valdiglesias y Eduardo Pásaro 60. Las hormonas. Ana Aranda 61. La mirada de Medusa. Francisco Pelayo 62. Robots. Elena García Armada 63. El Parkinson. Carmen Gil y Ana Martínez 64. Mecánica cuántica. Salvador Miret Artés

65. Los primeros homininos. Paleontología humana. Antonio Rosas

66. Las matemáticas de los cristales. Manuel de León y Ágata Timón

67. Del electrón al chip. Gloria Huertas, Luisa Huertas y José L. Huertas

68. La enfermedad celíaca. Yolanda Sanz, María del Carmen

¿ QUÉ SABEMOS DE?

La alquimia

Pocos términos hay más evocadores de lo misterioso, lo secreto, lo oculto, que la palabra alquimia. Laboratorios siempre en penumbra, matraces en los que hierven líquidos glaucos, vapores opalinos que dispersan la tenue luminosidad que proviene de los hornos, alquimistas dentro de un territorio de fantasía y magia. En el lenguaje cotidiano, alquimia es sinónimo de operaciones complejas que producen efectos maravillosos, inalcanzables mediante procedimientos convencionales. Son comunes en la cultura popular las referencias a “la magia de la alquimia”, pero también su identificación con cualquier práctica de transformación de la materia anterior al establecimiento de la química como disciplina académica en el siglo XVIII, una protoquímica con infinidad de beneficios prácticos. Este libro repasa una historia de dos mil años de antigüedad que se practica en todos los continentes, en el seno de culturas muy diversas y que en las últimas décadas ha sufrido una revitalización, gozando al final del respeto de la comunidad académica.

LA ALQUIMIA

Fernández de Lucio

¿QUÉ SABEMOS DE?

Joaquín Pérez Pariente

39. La metamorfosis de los insectos. Xavier Bellés 40. La vida al límite. Carlos Pedrós-Alió 41. El significado de innovar. Elena Castro Martínez e Ignacio

Gonzalo Álvarez Marañón

7. El calamar gigante. Ángel Guerra Sierra y Ángel F. González González

8. Las matemáticas y la física del caos. Manuel de León y Miguel Á. F. Sanjuán

9. Los neandertales. Antonio Rosas 10. Titán. Luisa M. Lara 11. La nanotecnología. Pedro A. Serena Domingo 12. Las migraciones de España a Iberoamérica desde la Independencia. Consuelo Naranjo Orovio 13. El lado oscuro del universo. Alberto Casas 14. Cómo se comunican las neuronas. Juan Lerma 15. Los números. Javier Cilleruelo y Antonio Córdoba 16. Agroecología y producción ecológica. Antonio Bello, Facal

18. El dolor. Pilar Goya Laza y Mª Isabel Martín Fontelles 19. Los microbios que comemos. Alfonso V. Carrascosa 20. El vino. Mª Victoria Moreno-Arribas 21. Plasma: el cuarto estado de la materia. Teresa de los Arcos e Isabel Tanarro

Cénit y Marta Olivares

Pasadas del Amo

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Juan Carlos Marrero y David Martín de Diego

4. El jardín de las galaxias. Mariano Moles 5. Las plantas que comemos. Pere Puigdomènech 6. Cómo protegernos de los peligros de Internet.

Concepción Jordá y Julio César Tello

69. La criptografía. Luis Hernández Encinas 70.  La demencia. Jesús Ávila 71.  Las enzimas. Francisco J. Plou 72.  Las proteínas dúctiles. Inmaculada Yruela Guerrero 73. Las encuestas de opinión. Joan Font Fàbregas y Sara

¿de qué sirve la ciencia si no hay entendimiento?

Joaquín Pérez Pariente

1. El LHC y la frontera de la física. Alberto Casas 2. El Alzheimer. Ana Martínez 3. Las matemáticas del sistema solar. Manuel de León,

17. La presunta autoridad de los diccionarios. Javier López

Joaquín Pérez Pariente es licenciado en Ciencias Químicas por la Universidad Autónoma de Madrid, doctor en Ciencias Químicas por la Universidad Complutense y profesor de investigación del CSIC. Inició su carrera científica en el Instituto de Catálisis y Petroleoquímica del CSIC, del que fue director entre 2005 y 2014.

ISBN: 978-84-0010063-6

La alquimia

¿ QUÉ SABEMOS DE?

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22. Los hongos. M. Teresa Tellería 23. Los volcanes. Joan Martí Molist 24. El cáncer y los cromosomas. Karel H. M. van Wely 25. El síndrome de Down. Salvador Martínez Pérez 26. La química verde. José Manuel López Nieto 27. Princesas, abejas y matemáticas. David Martín de Diego 28. Los avances de la química. Bernardo Herradón García 29. Exoplanetas. Álvaro Giménez 30. La sordera. Isabel Varela Nieto y Luis Lassaletta Atienza 31. Cometas y asteroides. Pedro José Gutiérrez Buenestado 32. Incendios forestales. Juli G. Pausas 33. Paladear con el cerebro. Francisco Javier Cudeiro Mazaira 34. Meteoritos. Josep Maria Trigo Rodríguez 35. Parasitismo. Juan José Soler 36. El bosón de Higgs. Alberto Casas y Teresa Rodrigo 37. Exploración planetaria. Rafael Rodrigo 38. La geometría del universo. Manuel de León

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Joaquín Pérez Pariente

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Colección ¿Qué sabemos de? COMITÉ EDITORIAL

CONSEJO ASESOR

Pilar Tigeras Sánchez, Directora Beatriz Hernández Arcediano, Secretaria Ramón Rodríguez Martínez José Manuel Prieto Bernabé Arantza Chivite Vázquez Javier Senén García Carmen Viamonte Tortajada Manuel de León Rodríguez Isabel Varela Nieto Alberto Casas González

José Ramón Urquijo Goitia Avelino Corma Canós Ginés Morata Pérez Luis Calvo Calvo Miguel Ferrer Baena Eduardo Pardo de Guevara y Valdés Víctor Manuel Orera Clemente Pilar López Sancho Pilar Goya Laza Elena Castro Martínez

Rosina López-Alonso Fandiño María Victoria Moreno Arribas David Martín de Diego Susana Marcos Celestino Carlos Pedrós Alió Matilde Barón Ayala Pilar Herrero Fernández Miguel Ángel Puig-Samper Mulero Jaime Pérez del Val

Catálogo general de publicaciones oficiales http://publicacionesoficiales.boe.es

Diseño gráfico de cubierta: Carlos Del Giudice Fotografía de cubierta: Anfiteatro de la eterna sabiduría, Heinrich Khunrath, 1609 © Joaquín Pérez Pariente, 2016 © CSIC, 2016 © Los Libros de la Catarata, 2016 Fuencarral, 70 28004 Madrid Tel. 91 532 20 77 Fax. 91 532 43 34 www.catarata.org isbn (csic):

978-84-00-10063-6 978-84-00-10064-3 isbn (catarata): 978-84-9097-148-2 nipo: 723-16-052-8 nipo electrónico: 723-16-053-3 depósito legal: M-15.360-2016 ibic: PDZ/PN isbn electrónico (csic):

este libro ha sido editado para ser distribuido. la intención de los editores es que sea utilizado lo más ampliamente posible, que sean adquiridos originales para permitir la edición de otros nuevos y que, de reproducir partes, se haga constar el título y la autoría.

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Índice

PRÓLOGO 7 CAPÍTULO 1. Historia y fundamentos de la alquimia 9 CAPÍTULO 2. El laboratorio alquímico 60 CAPÍTULO 3. Ciencia y alquimia 85 CAPÍTULO 4. Aspectos sociales y culturales 101 BIBLIOGRAFÍA 113

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Prólogo

Pocos términos hay más evocadores de lo misterioso, lo secre­ to, lo oculto, que la palabra “alquimia”. Laboratorios siempre en penumbra, matraces en los que hierven líquidos glaucos, vapores opalinos que dispersan la tenue luminosidad que proviene de los hornos, que apenas nos permite distinguir la ajada figura del alquimista inclinado sobre sus libros, el señor de un territorio de fantasía y magia, la ciencia medieval por excelencia. Alquimia es sinónimo de operaciones complejas que producen efectos maravillosos, inalcanzables mediante procedimientos convencionales, y con ese significado la en­ contramos en el lenguaje cotidiano. Son comunes en la cul­ tura popular las referencias a “la magia de la alquimia”, pero también es frecuente su identificación con cualquier práctica de transformación de la materia anterior al establecimiento de la química como disciplina académica en el siglo XVIII, una protoquímica algo excéntrica a la que se le podrían perdonar sus excesos habida cuenta de los beneficios prácticos que ha reportado. En realidad, todos esos puntos de vista tienen algo que ver con la alquimia, pero ninguno de ellos por sí solo la des­ cribe satisfactoriamente. Los estudios académicos sobre ella han experimentado una revitalización desde hace unas pocas décadas, arrojando nuevas luces sobre esta compleja actividad 7

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humana y permitiendo así comprender mejor su verdadera naturaleza. Gracias a ellos, la alquimia ha recuperado un lu­ gar propio en la historia de las ideas, y en particular en la de la relación del ser humano con la materia, lo que nos ofrece un panorama mucho más completo, a la par que complejo, de los orígenes de la ciencia moderna, lo que justifica con cre­ ces su inclusión en esta colección de ensayos de divulgación científica. Tomando como punto de partida esos estudios, el objeti­ vo de este libro, necesariamente de breve extensión, es ofrecer al lector no especializado una visión general sobre la alqui­ mia actualizada y ajustada a los hechos históricos, un hilo de Ariadna que le permita adentrarse en su historia sin temor a extraviarse, con el fin de comprender cuál era la verdadera naturaleza de las operaciones que los alquimistas realizaban en sus laboratorios. El texto puede tomarse como un mapa de carreteras en el que solo están señaladas con claridad las vías principales, las más transitadas, pero existen muchas otras vías secundarias que conducen a territorios tan intere­ santes como poco explorados. A ellas también se hará alusión, pero quedará en manos del lector la decisión de recorrerlas.

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CAPÍTULO 1

Historia y fundamentos de la alquimia

Los orígenes de la alquimia en el Egipto grecorromano Según los documentos históricos conocidos, la alquimia sur­ ge en el Egipto grecorromano de los primeros tiempos del cristianismo, probablemente en el siglo I. Por ese motivo, su naturaleza y desarrollo van a estar marcados por las carac­­ terísticas culturales y materiales de la civilización egipcia de la época. Tras su conquista por Alejandro Magno en el si­­ glo IV a.C., la lengua y cultura dominantes en Egipto eran griegas, incluso después de pasar a dominio romano en el si­­ glo I a.C. La ciudad de Alejandría, fundada por Alejandro Magno en el 332 a.C. en el delta del río Nilo y capital de Egipto, se convertirá en punto de encuentro entre las culturas de Oriente y Occidente. Pero esta hegemonía helena se va a edificar sobre un sustrato en el que aún pervive la cultura egipcia clásica que, con la suma de influencias orientales, constituirán los fundamentos de los que surgirá la alquimia. El segundo factor que va a condicionar su nacimiento es el alto nivel alcanzado por la química aplicada en Egipto. En efecto, en el seno de la civilización egipcia clásica, la me­ talurgia, la elaboración del vidrio y de pigmentos minerales, el teñido de tejidos o la preparación de sustancias con pro­ piedades medicinales, gozaron de un amplio desarrollo que 9

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proporcionó el sustrato tecnológico del que la alquimia pudo nutrirse. Los dos documentos egipcios más antiguos conocidos que recogen ese conjunto de conocimientos de tecnología química son los denominados papiros de Leiden y Estocolmo, escritos en griego en el siglo III. Fueron encontrados en los alrededores de la ciudad de Tebas, en el alto Egipto, a comien­ zos del siglo XIX, y se conservan actualmente en la biblioteca de la universidad holandesa de Leiden y en el Museo Victoria de la ciudad sueca de Uppsala, respectivamente, aunque al principio este último estuvo en Estocolmo. En realidad, am­ bos documentos son los únicos conocidos sobre la química aplicada egipcia de la época. Esos dos papiros contienen un conjunto de breves rece­ tas que versan sobre procedimientos para obtener aleaciones metálicas, que imitan el aspecto del oro y de la plata, para fa­ bricar sustancias con la apariencia de las piedras preciosas e información sobre el teñido de tejidos. Más del 90% de las 111 recetas del papiro de Leiden tratan sobre aleaciones metálicas, mientras que estas solo representan el 6% de las 154 recetas del de Estocolmo, que tratan prácticamente a partes iguales de los otros dos temas, la imitación de piedras preciosas y gemas, y el teñido de tejidos, sobre todo de lana. De esta manera, ambos papiros son, en cierta forma, complementarios. La receta nº 40 del papiro de Leiden da una idea de su contenido: Toma estaño blanco, muy dividido, purifícalo cuatro veces; después toma de él 4 partes y una cuarta parte de cobre blanco puro y una parte de assem, fúndelos; cuando la mezcla haya sido fundida, rocíala con sal lo más posible y fabrica lo que quieras, sean copas, sea lo que os guste. El metal será parecido al assem inicial, de manera que engañará incluso a los obreros.

La palabra assem designa generalmente una aleación me­ tálica cuyo aspecto se asemeja al de la plata. Está relacionada con el electrum, una aleación natural de oro y plata abundante 10

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en Egipto. La receta describe la manera de obtener a partir de metales de poco valor, como el estaño y el cobre, una aleación metálica de aspecto similar al assem con un peso aproximada­ mente cinco veces mayor que el del assem utilizado. Como muestra ese ejemplo, los dos papiros recogen rece­ tas prácticas, recopiladas probablemente por algún artesano perteneciente a uno de los muchos talleres que proliferaban en la época, en las que no se encuentra ninguna referencia a aspectos teóricos o filosóficos. Por lo tanto, y aunque estos papiros ilustran el nivel de conocimientos de tecnología quí­ mica en la época en la que nació la alquimia y nos permiten hacernos una idea de las sustancias y métodos que podrían haber utilizado los primeros alquimistas grecoegipcios, no son en absoluto obras alquímicas. Los textos alquímicos más antiguos conocidos se en­ cuentran recogidos en un manuscrito escrito en griego que se conserva en la biblioteca de la iglesia veneciana de San Marcos, el códice Marcianus gr. 299. Fue elaborado en los siglos X-XI y es de influencia bizantina, si es que no fue re­ dactado en Bizancio mismo, la actual Estambul. Varias co­ pias posteriores de este manuscrito, confeccionadas entre los siglos XII y XV, se conservan en diversas bibliotecas euro­ peas, entre ellas la Biblioteca Nacional de Francia y la del monasterio de El Escorial. Estos textos fueron traducidos por primera vez a una lengua moderna, el francés, por el químico Marcellin Berthelot, que llegó a ser ministro de Educación de su país, y publicados con el título Colección de los antiguos alquimistas griegos (1887-1888), sin que desafortunadamente hayan sido traducidos al español, aunque sí lo ha sido otro de sus libros, Los orígenes de la alquimia (1885). Prácticamente todo lo que sabemos acerca de los orígenes de la alquimia procede de ese único manuscrito, que se completa con ver­ siones árabes de textos escritos en griego o siríaco, cuyos ori­ ginales se han perdido. A diferencia de los papiros de Leiden y Estocolmo, cuyo contenido es contemporáneo de la época en la que se re­ dactaron, el códice 299 fue elaborado siglos después de los 11

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acontecimientos que describe. Ese documento recopila textos alquímicos atribuidos a diversos autores, de los que el más an­­ tiguo data probablemente del siglo I, y el más reciente del VII. Gracias a él, sabemos que la alquimia surgió en el Egipto gre­ corromano en los albores de la era cristiana, y aún se practica­ ba en esa región a la llegada de los árabes seis siglos después. Por lo tanto, tenemos ante nosotros una tradición con dos mil años de antigüedad que ha arraigado y prosperado en todas las culturas que la han conocido, incluida nuestra sociedad occidental de raíz cristiana. Algunos de los autores a los que se atribuyen los textos del códice son personajes históricos que con toda seguridad nunca se interesaron por la alquimia, como Moisés o la reina Cleopatra. Otros son figuras de carácter religioso, como Hermes o Agaitodaimon. Esta atribución de textos alquímicos a perso­ najes tenidos en gran estima va a ser común en la historia de la alquimia. Siguiendo esa costumbre, el texto más antiguo del có­ dice, Physika kai mystika (Cuestiones naturales y secretas), se atri­ buye al filósofo griego Demócrito del siglo I a.C. Sin embargo, el texto original se compuso probablemente en el siglo I d.C., y no pudo ser por lo tanto obra de ese fi­­lósofo. Por ello, suele referirse al desconocido autor de ese texto como pseudodemócrito. Varios textos del manuscrito sí fueron escritos muy pro­ bablemente por los autores a los que se les atribuyen. Destaca entre ellos Zósimo de Panópolis, originario de la ciudad de Pa­­ nópolis, nombre helenizado de la actual ciudad egipcia de Ajmin, situada en el Alto Egipto, la antigua Ipu de la época fa­ raónica, centro del culto al dios Min y su esposa Isis, a cuyos templos aún acudían los fieles en el periodo grecorromano en el que se redactaron esos escritos alquímicos. En esa región se han encontrado diversos papiros del siglo IV de carácter religioso, algunos de tradición cristiana, otros de contenido gnóstico, así como textos herméticos, con frecuencia enterra­ dos juntos, lo que indica muy probablemente que todos ellos eran considerados como pertenecientes a una misma tradi­ ción de conocimiento a ojos de sus poseedores. Se encuen­ tran alusiones a los conocidos como textos herméticos en los 12

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escritos de Zósimo, lo que induce a pensar que esa corriente de pensamiento también influyó en el desarrollo de la alqui­ mia. De hecho, hemos de considerar a esta como fruto de un conjunto de especulaciones filosóficas y religiosas que be­­ben de diversas fuentes, cristianas y herméticas, en los que es­­tas últi­ mas aún conservan influencias de la antigua religión egipcia. El universo cultural de la época no debía ser muy distinto al que refleja la película Ágora, del realizador Alejandro Amenábar, ambientada a finales del siglo IV y comienzos del V. Entre los escritos de Zósimo se encuentran varias cartas dirigidas a una de sus discípulas, Theosebeia, lo que sugiere la probable existencia de un activo círculo de alquimistas en esa región de Egipto, al cual también debían pertenecer algunas mujeres. A lo largo de la historia de la alquimia se encuentran diversas mujeres que se interesaron por ella, algunas muy co­ nocidas, como la reina Cristina de Suecia, del siglo XVII; otras menos, pero entre todas ellas destaca María la Judía, en alusión a su confesión religiosa, a la que mencionan con frecuencia los alquimistas grecoegipcios, Zósimo entre ellos, alabando su gran conocimiento del Arte Sagrado, nombre con el que se conocía la alquimia. La fecha en la que vivió es incierta, probablemente en el siglo II. A ella le debemos el muy conocido “baño maría”, que consiste en un recipiente con agua caliente en el que se su­ merge otro cuyo contenido se desea calentar a una temperatura que no sobrepasa la de ebullición del agua, 100 ºC. Otros autores posteriores a Zósimo, cuyas obras recoge el manuscrito, son Sinesio, Olimpiodoro, Stéfano de Alejandría y Cristiano, este último de cultura bizantina. Como vemos, en la época en la que se elaboró el códice la alquimia ya gozaba de una tradición milenaria. La persona que lo redactó quiso recoger en un único volumen textos de procedencia diversa que habrían llegado a sus manos quizás como documentos separados, quizás formando parte de recopilaciones elabora­ das por otros autores. En todo caso, es el primer ejemplo co­ nocido de una tradición que perdurará a lo largo de la historia de la alquimia, la recopilación en un único volumen de do­ cumentos alquímicos de origen diverso que el copista habría 13

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tenido a su alcance, y a los que en algunos casos añadía textos originales escritos por él mismo. Esa es la naturaleza de la mayoría de los miles de manuscritos alquímicos que albergan las bibliotecas de todo el mundo, muchas de ellas en Europa, algunas en España, y esa tradición se mantuvo incluso des­ pués de la invención de la imprenta en el siglo XV. Una primera lectura del manuscrito nos indica que nos hallamos ante documentos de naturaleza distinta a la de los papiros de Leiden y Estocolmo. Si estos son colecciones de recetas artesanales, los textos alquímicos se caracterizan por un lenguaje alegórico alejado de la intención práctica inme­ diata que tiene el de los papiros. El siguiente pasaje se en­ cuentra en el El diálogo de Cleopatra y los filósofos, pertene­ ciente al manuscrito de San Marcos: Cuando cogéis las plantas, elementos y piedras de sus sitios os parece que están ya maduros; pero no lo están hasta que hayan sido probados por el fuego. Cuando estén recubiertos por el esplendor del fuego y su brillante color, entonces será cuando aparezca su oculta magnificencia, su buscada belleza, siendo transformados al estado divino de la fusión. Pues están alimentados en el fuego y el embrión crece poco a poco nutrido en la matriz de su madre y cuando se acerca el mes señalado no se contiene de salir a la luz. Tal es el proceder de este digno Arte. Las ondas y oleadas, una tras otra, penetrando en el Hades les envuelve en las tumbas donde yacen. Cuando la tumba se abre, salen del Hades como el recién nacido del vientre de su madre.

Ese fragmento recoge algunos de los elementos esencia­ les del pensamiento alquímico, expresado mediante un len­ guaje alegórico y simbólico característico que constituye su seña de identidad, en el que las sustancias de origen mineral se revisten de cualidades biológicas. Los textos alquímicos hacen constante referencia a procesos de evolución de la ma­ teria en los que esta se asimila a un organismo vivo, y es esa vitalidad de la materia en permanente cambio lo que ha fas­ cinado a los alquimistas de todos los tiempos. Las fronteras entre la materia animada e inanimada se borran, y todo lo 14

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existente está dotado de un dinamismo esencial, que se ex­ presa con diferente intensidad en diversas sustancias, es cla­ ramente perceptible en la materia biológica y apenas lo es en las sustancias inorgánicas como los minerales. Haciendo suyas creencias muy antiguas, consideraban los minerales en el seno de la tierra como embriones en gestación, en los que aquella actuaba como una verdadera matriz. Desde su punto de vista, los metales comunes como el hierro, el plomo o el co­ bre no son sustancias distintas, sino formas que representan diferentes estados evolutivos de una materia metálica primor­ dial única que se perfecciona en el seno de la tierra transfor­ mándose primero en plata y después en oro, el más perfec­ to de todos los metales debido a que no es atacado por los react­­ivos químicos corrientes y permanece inalterado incluso sometido al fuego más violento. Esta creencia se basaba en las observaciones efectuadas por los mineros y metalúrgicos a lo largo de los siglos, y aún persistía entre las comunidades mineras europeas en el siglo XVII. Tomando como ejemplo la plata, en las minas se encuentran con frecuencia fragmentos de este metal con distintos colores, que eran tomados por los mineros como formas inmaduras de plata, que solo daban lugar a lo que nosotros llamamos plata químicamente pura, o con un contenido de impurezas muy pequeño, tras ser so­ metidos a diversas operaciones metalúrgicas de purificación. En Egipto abundaba en la antigüedad una aleación natural de plata y oro, que demostraba la gran afinidad mutua de ambos metales, y apoyaba la idea de que el oro provenía de la plata. A esta creencia milenaria sobre la vitalidad del mun­ do mineral, los alquimistas yuxtaponen una concepción de la materia en general basada en la filosofía griega clásica, y en particular en Aristóteles. Según ella, todo lo existente está formado por solo cuatro elementos esenciales, denominados Aire, Agua, Tierra y Fuego, que no hay que confundir con lo que comúnmente se conoce con esos nombres, aunque estos constituirían las sustancias materiales más cercanas a esos cuatro elementos. Desde un punto de vista moderno, los tres primeros elementos podrían representar distintos grados 15

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de agregación de la materia, mientras que el fuego se podría asimilar a la energía. Esos elementos no se pueden percibir di­ rectamente a través de los sentidos, sino que lo son a través de la manera en la que se expresan en cada sustancia concreta, a través de sus cualidades. Cada uno de los cuatro elementos posee dos cualidades, cada una de las cuales es compartida por otro, existiendo solo cuatro cualidades (figura 1). Figura 1 Diagrama esquemático de los cuatro elementos y cuatro cualidades aristotélicas. FUEGO

Caliente

Seco

AIRE

TIERRA

Húmedo

Frío

AGUA Fuente: Elaboración propia.

Así, el Fuego es caliente y seco, y comparte esta últi­ ma cualidad con la Tierra, cuya frialdad es compartida con el Agua, siendo la humedad de esta compartida con el Aire. Esta teoría se basa en la observación atenta de los fenómenos naturales. Cuando el plomo o el estaño funden fácilmente sometidos al fuego, lo hacen porque ambos son ricos en el elemento Agua, y al fundirse se transforman en una sustancia líquida. El hierro, mucho menos fusible, es más pobre en ese elemento. Sin embargo, en una roca infusible como el granito, predomina sobre todo el elemento Tierra. Cuando se considera esa teoría a la luz de la constan­ te evolución que se observa en el mundo material, es nece­ sario concluir que en ese proceso evolutivo se produce una 16

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transformación de unos elementos en otros. Tomemos como ejemplo el crecimiento de un árbol a partir de su semilla. La madera del árbol es combustible, lo que indica que es rica en el elemento fuego, mientras que sus cenizas concentrarían en sí el elemento tierra. El agua que contiene el árbol y las sustancias terrosas de las cenizas podrían provenir, respectivamente, del agua de lluvia y de la tierra en la que crece, pero ¿y el fuego? Debe provenir necesariamente de la tierra, quizás incluso del agua, que serían capaces por lo tanto de transformarse en ese elemento para producir la madera de la que está hecho el árbol. Esta teoría de la constitución de la materia estuvo vigente en la cultura europea hasta bien entrado el siglo XVIII, y sirvió de fundamento teórico a los trabajos que los alquimistas realizaban en sus laboratorios, como se expondrá en el capítulo siguiente. Los textos alquímicos mencionan diversas sustancias, que también figuran en los papiros técnicos de Leiden y Estocolmo, por lo que su conocimiento no era exclusivo de los alquimistas, pero estos las utilizaban con propósitos y mediante métodos muy distintos a los de los artesanos de la época. Buena parte de esas sustancias son metales o compuestos metálicos, como el cobre, plomo, hierro o antimonio; se menciona especialmente el mercu­ rio y también el arsénico y sus compuestos, como el sulfuro de arsénico, conocido bajo la forma del mineral denominado oro­ pimente. El azufre aparece con mucha frecuencia en los textos alquímicos grecoegipcios, tanto solo como formando parte de compuestos químicos complejos, en particular el denominado “agua divina” (theion hydor en griego), que posiblemente era una disolución de azufre en agua de cal, de color amarillo anaranjado, que contiene sobre todo sulfuro de calcio. En el siglo XIX, esta disolución se utilizaría como el primer plaguicida sintético. Los textos describen el tratamiento de metales y alea­ ciones metálicas con esos tres tipos de sustancias: el mercurio, el arsénico y el azufre (o compuestos de los dos últimos). Los tres son volátiles a temperaturas moderadas. Debido a ello, esas sustancias eran consideradas como “espíritus” y los metales sobre los que reaccionaban se consideraban “cuer­­pos”. Debido a su volatilidad, esas tres sustancias eran 17

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denominadas indistintamente “mercurio”, por lo que en esos casos es difícil saber cuál de ellas se oculta bajo ese nombre. Con el fin de tratar las materias de partida para lograr los fines que perseguían, los alquimistas grecoegipcios inven­ taron decenas de instrumentos que siglos más tarde serían corrientes en los laboratorios de química, como matraces de diferentes tipos, pequeños hornos portátiles, baños de agua, cenizas o arena, y sobre todo equipos de destilación y subli­ mación. Hay que resaltar que los instrumentos para destilar, que se conocen popularmente como alambiques, palabra de origen árabe, aparecen descritos por primera vez en la histo­ ria en los textos alquímicos grecoegipcios, sin que se men­ cionen en absoluto en los papiros técnicos. La figura 2 mues­ tra equipos de destilación y otros aparatos dibujados en uno de los manuscritos alquímicos griegos. Figura 2 Equipos de destilación y otros aparatos químicos del manuscrito alquímico griego del siglo XV.

Fuente: Grec 2327, p. 81, conservado en la Biblioteca Nacional de Francia. Reproducido en M. Berthelot (1889): Introduction à l’étude de la chimie des anciens et du moyen age, George Steinheil, París, p. 161. Se puede acceder al manuscrito digitalizado en http://gallica.bnf.fr/ark:/12148/btv1b10723905w

Por lo tanto, la destilación, la sublimación y los instru­ mentos necesarios para llevarlas a cabo fueron desarrollados por los primeros alquimistas con propósitos muy concretos. 18

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Frente a la manera simbólica y alegórica en la que se sue­ len tratar las operaciones de laboratorio en los escritos alquí­ micos, en ocasiones se describe con gran detalle la construc­ ción de aparatos. De esta manera tan explícita describe María la Judía la fabricación del equipo de destilación denominado tribikos, un alambique de tres tubos: Construir tres tubos de cobre dúctil un poco más gruesos que la sartén de cobre de un pastelero, debiendo tener la longitud aproximada de un codo y medio. Hacer tres tubos de esta clase y construir también un tubo ancho, de un palmo, con una abertura proporcionada a la cabeza del alambique. Los tres tubos deben tener sus aberturas adaptadas como un clavo al cuello de un ligero receptor, de forma que se unan lateral­ mente a cada lado, formando uno de los tubos solo como el pulgar de una mano, y los otros dos juntos como los dedos índice y medio […]

El funcionamiento del alambique es muy sencillo. En un matraz o recipiente de vidrio de forma esférica provisto de un largo cuello se coloca la sustancia que se quiere destilar. Al ca­ lentar el matraz, se producen vapores que se condensan en un recipiente colocado sobre la boca del matraz, que se denomi­ na capitel y que está frío. Las gotas de líquido condensado es­ curren por la pared del capitel y son conducidas por un tubo lateral desde el capitel hasta un recipiente que se ajusta a su extremo, en el que se recoge el líquido destilado. Los documentos alquímicos que se acaban de analizar indi­ can que la alquimia aún se practicaba en Egipto, y probablemen­ te también en el Imperio bizantino, en el siglo VII. Este hecho va a ser de capital importancia para que fuese conocida en el Occidente cristiano medieval a través de la civilización islámica.

La alquimia en el islam En la tercera década del siglo VII, Mahoma, considerado como el último de los profetas, establece el islam como una nueva religión monoteísta en las ciudades árabes de La Meca 19

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y Medina. El islam inicia de inmediato una rápida expansión, que en pocos años le lleva a traspasar las fronteras naturales de la península Arábiga, penetrando hacia el oeste y el nor­ te en territorios del Imperio bizantino, conquistando Siria y Egipto en el año 640. Prosiguió su avance hacia el interior del imperio persa de los Sasánidas, Mesopotamia e Irán, hasta al­ canzar el río Indo en el este, que marca su límite de expansión en esa región. Al penetrar en las provincias de Egipto y Siria del Imperio bizantino, sus seguidores encuentran la rica y so­ fisticada cultura clásica grecolatina, cuyos conocimientos en ciencias e ingeniería se muestran pronto ávidos por asimilar. El islam los necesita con urgencia para sostener el vasto y po­ blado territorio que había conquistado en pocas décadas. De esta manera, se inicia una intensa labor de traducción al árabe de los textos clásicos sobre matemáticas, astronomía, navega­ ción, arquitectura, medicina, agricultura, filosofía y, también, sobre alquimia, una labor que cobró especial relevancia bajo el impulso del califa Harum ar-Raschid a partir de la funda­ ción de Bagdad en el año 762. Los primeros traductores de los textos científicos al árabe fueron monjes cristianos nestorianos (una escisión de la Iglesia ortodoxa), a partir sobre todo de versiones en siríaco. En su predicación del nestorianismo, los misioneros de esta rama del cristianismo habían logrado convertir a algunas tribus árabes y establecer monasterios incluso cer­ ca de Medina. A partir del siglo VIII, los eruditos islámicos sustituyen a los estudiosos cristianos en esa labor traduc­ tora. La tradición y las fuentes históricas árabes indican que el islam se interesó muy pronto por la alquimia. Según ellas, el primero que lo hizo fue el príncipe omeya Khalid ibn Yazid (†704), siendo instruido en los secretos de la alquimia por el monje cristiano Morienus, o Morien, un discípulo de Estéfano de Alejandría. El relato de su encuentro se ha publicado bajo el título Conversación del rey Calid y del filósofo Morien sobre el magisterio de Hermes, aunque las varias obras atribuidas a Khalid se consideran apócrifas. Aproximadamente un siglo 20

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después de su fallecimiento, floreció el alquimista más famo­ so del islam, Jabir ibn Hayyan. Tanto su figura como su obra han sido, y aún lo son, objeto de controversias históricas. Al parecer, Jabir fue un personaje real, de confesión chií, que desarrolló su actividad en la ciudad iraquí de Basora. Se le atribuyen cientos de libros de alquimia, muchos de los cuales fueron en realidad redactados entre los siglos IX y X por es­ cuelas de alquimistas chiítas, muy probablemente por miem­ bros de la hermandad ismaelita conocida como Hermanos de la Pureza (Ikwan-al-Safa), que floreció en el siglo X y que fue­ ron autores de una famosa enciclopedia que compendia los conocimientos científicos de la época. Por ello, es preferible referirse a la existencia de un conjunto de escritos o corpus alquímico jabiriano, cuya elaboración se extendió a lo largo de dos siglos, que incluye las obras atribuidas a Jabir, sean o no realmente suyas. El estudio más importante de ese corpus tuvo como autor al arabista Paul Kraus, nacido en Praga, pero de origen judío, que lo publicó en dos volúmenes editados en El Cairo en 1942 y 1943, en plena Segunda Guerra Mundial y con los tanques alemanes a las puertas de Egipto. Kraus se suicidó en esa misma ciudad en 1944. Algunas de las obras jabirianas más importantes son Los setenta libros, Los 112 libros o El libro de la balanza. Para apre­ ciar de manera correcta el volumen de su obra escrita, hay que tener en cuenta que en aquella época la palabra libro solía designar con frecuencia lo que nosotros llamamos capítulo. En todo caso, el corpus jabiriano es muy extenso y complejo, pero en él se pueden distinguir dos aportaciones principales. La primera y más importante por su trascendencia histórica es conocida como la Teoría Azufre-Mercurio sobre la consti­ tución de las sustancias minerales y los metales. Esta teoría se inspira en Aristóteles, que explica el origen de aquellos en el interior de la tierra como consecuencia de la mezcla de lo que denomina “exhalaciones” o “vapores”. Uno de ellos es de na­ turaleza húmeda y fría; el otro, cálido y seco, es decir, se le atribuyen a cada uno dos de las cualidades propias de los cua­ tro elementos. En función de la naturaleza del lugar en el que 21

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esos vapores confluyen en el interior de la tierra, y de su ma­ yor o menor abundancia relativa de uno respecto a otro, se forman los distintos minerales, rocas y metales de la siguiente manera. En el caso de las sustancias minerales fácilmente fu­ sibles, como los metales, predomina en ellos la exhalación hú­ meda, mientras que las rocas infusibles lo son porque en ellas predomina la exhalación seca. Jabir va a transformar esas dos exhalaciones en verdaderos principios constituyentes de los mi­ nerales y metales, identificando la exhalación seca con el ­ Principio Azufre, y la húmeda con el Principio Mercurio. No hay que confundir ambos principios con los elementos quí­ micos del mismo nombre, con el azufre y mercurio comunes, aunque estos serían la máxima expresión material de aque­ llos. La unión del Azufre y el Mercurio en el interior de la tierra da lugar a los distintos metales bajo la influencia de los astros. La teoría funciona bastante bien para explicar las pro­ piedades de los distintos metales. Si estos funden fácilmente al someterlos a la acción del fuego, como ocurre con el plomo o el estaño, entonces predomina en ellos el Principio Mercurio, mientras que si funden a alta temperatura, como ocurre con el hierro, entonces lo hace el Principio Azufre. Además, según esa teoría ambos principios pueden tener diversos grados de pureza en función del lugar en el que se unen para formar un metal concreto. Así, el grado de pureza es paralelo al de la re­ ­sistencia química del metal: el oro estaría compuesto de Azu­ ­fre y Mercurio de la máxima pureza, que, sin embargo, es al­­ go menor en la plata y menor aún en metales fácilmente oxi­­dables como el hierro o el cobre, que estarían constituidos por Azufre y Mercurio muy impuros. La Teoría Azufre-Mercurio influyó de manera determi­ nante en la ciencia y metalurgia occidentales tan pronto como fue conocida en la Europa cristiana, gracias a las traducciones de los textos alquímicos árabes al latín que comenzaron a rea­ lizarse a partir del siglo XII. Esta teoría muy probablemente se basa en el hecho bien conocido en la antigüedad de que la gran mayoría de los metales se encuentran en las minas for­ mando compuestos químicos con el azufre que se denominan 22

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sulfuros, y son estos minerales, como la galena o el sulfuro de plomo, los que tradicionalmente se han utilizado para extraer los correspondientes metales. Además, el aspecto de los me­ tales fundidos es muy similar al del mercurio, que es líquido a temperatura ambiente. Por ello se pensaba que los meta­ les contenían diversas proporciones de esos dos principios en función de su naturaleza. Veremos más adelante que esta teoría se utilizó para explicar las propiedades de los metales hasta bien entrado el siglo XVIII, y que los alquimistas de to­ dos los tiempos han intentado extraer esos dos principios de los metales sometiéndolos a distintos tratamientos químicos. Es decir, esos dos principios no tienen un carácter “metafí­ sico”, podríamos decir, sino que se encarnan en sustancias reales, siendo susceptibles de ser aislados y manipulados en el laboratorio. Una vez sabido que la alquimia arraigó en el seno del is­ lam, podemos comprender mejor que la palabra alquimia, de origen árabe, deriva del término al-kimiya, en donde al- co­ rresponde simplemente a un artículo, pero existe controversia respecto al origen de kimiya. Algunos lo atribuyen a la palabra egipcia chem, que significa “negro”, en relación con la fértil tierra negra de Egipto irrigada por el Nilo, sugiriendo así el origen de la alquimia en ese país. Otros suponen que deriva de un término griego que significa “fundir” o “fusión”, en referencia al uso de la fusión en las operaciones alquímicas de laboratorio. En todo caso, la palabra kimiya es el origen de la palabra “química”. La cumbre de la obra alquímica de Jabir la constituye su teoría sobre la transmutación de los metales, que expone en su Libro de la balanza o Libro del equilibrio. En ella se fusionan elementos de la filosofía y medicina griegas de base aristo­ télica con la numerología de inspiración pitagórica, y muy probablemente también con aspectos tomados de la cultura hebrea. El fundamento de esa teoría es la creencia de que los metales están formados por los cuatro elementos, que se expresan a través de sus cualidades esenciales: humedad, se­ quedad, frialdad y calor. Esto en sí mismo no es nada nuevo, 23

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ya formaba parte del bagaje teórico de la alquimia grecoegip­ cia. Pero Jabir introduce un nuevo concepto al suponer que la proporción en la que esos cuatro elementos, o más bien esas cuatro cualidades, se encuentran en los metales está en relación con los números 1, 3, 5 y 8. Es decir, no solo cuanti­ fica cada elemento o cualidad, sino que además propone que están de alguna manera “cuantizados”, ya que su proporción relativa no puede adoptar cualquier valor. Según él, la dife­ rencia entre un metal y otro solo reside en el contenido rela­ tivo de los cuatro elementos o cualidades que tiene cada uno de ellos. Por lo tanto, si supiésemos cuál es la composición elemental de los metales se podrían transformar uno en otro simplemente alterando la proporción relativa de cada uno de sus elementos. Tomando una analogía de la ciencia moderna, es como si pudiésemos quitar o añadir a voluntad protones de un núcleo atómico para transformarlo en otro. La teoría parece bastante racional, pero ¿cómo saber cuál es la composición elemental de cada metal? La respuesta de Jabir es sorprendente: a partir de su nombre en árabe, por­ que el nombre de un objeto designa la constitución profunda de lo designado. Para ello, idea un sistema en el que agrupa las 28 letras del alfabeto árabe en cuatro grupos de siete letras cada uno y asigna a cada grupo una de las cuatro cualidades, y a cada letra un número y, por lo tanto, también a la cualidad a la que pertenece. En ese esquema, el valor numérico de una letra determinada depende de la posición que esa letra ocupa en el nombre del metal en cuestión, en la secuencia 1, 3, 5 y 8. Es decir, a la letra que aparece en primer lugar en el nombre se le asigna el valor 1; si aparece la última, el valor 8. La pre­ ferencia por esos cuatro números parece tener su origen en el cuadrado mágico de orden 3, construido con los 9 primeros números naturales, por lo tanto el más sencillo de todos, que se disponen cada uno en el interior de una casilla de un cua­ drado que tiene tres casillas por lado, 9 en total, de manera que la suma de los números en sentido vertical, horizontal y en diagonal sea la misma. Los cuadrados mágicos se asocia­ ban a los planetas, el sol y la luna, el de orden 3 a Saturno; 24

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son originarios de China e India, y fueron conocidos por los árabes probablemente a través de este último país. Una vez conocida la composición elemental de un metal determinado, es necesario añadirle una u otra cualidad a un metal determinado para transmutarlo en otro. Esto se logra me­ diante lo que se denomina elixir, una combinación o cóctel de ciertas cualidades en determinadas proporciones que, añadido a un metal determinado, es capaz de transmutarlo en el metal deseado, generalmente oro o plata. Para lograrlo, es necesario obtener cualidades “puras” extrayéndolas de las sustancias que las contienen en mayor proporción mediante procesos de des­ tilación o sublimación. Los productos así obtenidos serían un “superconcentrado” de una u otra cualidad, que luego se mez­ clarían en la proporción requerida. Este esquema operativo se inspira en la medicina galénica griega, en la que se consideraba la enfermedad como un desequilibrio de las cuatro cualidades (expresadas en el cuerpo humano mediante los denominados “humores”) que el médico corrige, curando así al enfermo, ad­ ministrándole una sustancia de origen vegetal que es rica en la cualidad contraria a la que está en exceso en el paciente, para restablecer el equilibrio “humoral” perdido. Trasladando este esquema a los metales, cuando estos son transmutados en oro son “curados” de su “enfermedad”, porque todos los metales salvo el oro, y en menor medida la plata, se degradan, es decir, se corroen u oxidan con facilidad, lo que se considera una manifestación de que están enfermos. Y su curación se consigue precisamente “equilibrando” sus cualidades hasta hacerlas iguales a las del oro, expresión del perfecto equilibrio de cualidades en el reino metálico. Por eso el método de Jabir se denomina “de la balanza” o “del equi­ librio”. Como veremos más adelante, esta idea sobre la per­ fección del oro inspirará la elaboración de medicinas a base de este metal. Además de los elixires específicos para transmutar un metal particular en oro, Jabir también describe la preparación del elixir supremo o universal, que sería capaz de transmutar cualquier metal en oro, gracias a que en él se encuentran en 25

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perfecto equilibrio y armonía las cuatro cualidades elemen­ tales, equilibrio que se propaga como si fuese un fermento a toda la masa de metal cuando este se funde y se le añade una pequeña cantidad del elixir supremo. Los elixires particulares de cada metal serán posteriormente conocidos en la alqui­ mia medieval latina con el nombre de “particulares”, mien­ tras que el elixir supremo se denominará “piedra filosofal”, el poderoso agente transmutatorio en el reino metálico, que según la tradición alquímica gozaría además de propiedades medicinales extraordinarias. Conviene no olvidar que estos estudios sobre transmutaciones se enmarcan en un contexto filosófico y religioso que poco tiene que ver con el afán de enriquecerse, produciendo una especie de oro artificial. Sin embargo, a lo largo de la milenaria historia de la alquimia, ese ha sido precisamente el objetivo de muchos de los que se han interesado por ella, nobles y plebeyos, seglares y laicos, cega­ dos por la avaricia e incapaces de comprender el verdadero sentido de los libros que estudiaban, o más bien persiguien­ do de cualquier manera el resultado final, prescindiendo del marco conceptual y de las etapas intermedias. Los documentos del corpus jabiriano también mencio­ nan una gran variedad de sustancias químicas que, al igual que en la alquimia grecoegipcia, se clasifican en “espíritus” y “cuerpos”, pero añaden una nueva sustancia al grupo de los “espíritus” formado por sustancias volátiles, el cloruro de amonio, denominado en la antigüedad sal amoniaco, que era desconocido para los primeros alquimistas. Por su volatilidad y elevada reactividad química, esta nueva sustancia desempe­ ñará un importante papel en el devenir de la alquimia occi­ dental, así como en el desarrollo de la química aplicada. Precisamente a esta última se dedica una parte consi­ derable del complejo corpus jabiriano que, no lo olvidemos, se configuró a lo largo de dos siglos con la yuxtaposición de influencias muy diversas. En este sentido, esos escritos no hacen sino reproducir una tendencia que ya aparece en al­ gunos de los documentos alquímicos grecoegipcios, sobre todo en Cuestiones naturales y secretas, que vamos a encontrar 26

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profusamente extendida en la alquimia occidental, que con­ siste en reunir en el mismo manuscrito textos verdaderamen­ te alquímicos y otros que hoy día calificaríamos como de quí­ mica aplicada. Esto significa que, a ojos de los compiladores y propietarios de esos manuscritos, ambas estaban de alguna manera relacionados, y efectivamente lo están, pero de la for­ ma que se expondrá en el tercer capítulo. En el contexto de las obras jabirianas, hay que situar uno de los escritos alquímicos más famosos de todos los tiempos, la Tabla de esmeralda. Hasta 1923 solo eran conocidas versiones la­ tinas tardías, pero en esa fecha se descubrió el texto árabe entre los escritos de Jabir, y poco después otra versión en el mismo idioma en El Libro del secreto de la creación. Este documento, de unas pocas líneas, condensa los principios de la alquimia y el fruto de sus operaciones. Por la brevedad de este ensayo, da­ mos aquí solo el comienzo, pero merece la pena que el lector conozca el texto completo recurriendo a fuentes impresas o a su consulta en la Red. La versión que se ofrece a continuación procede del libro Alquimia, del historiador E. J. Holmyard: Es verdadero, sin falsedad alguna, cierto y muy cierto. Lo que está arri­ ba es como lo que está abajo, y lo que está abajo como lo que está arriba para que se cumplan los milagros de una sola cosa. Y así como todas las cosas lo fueron por la contemplación de una sola, así todas las cosas surgieron de esta única cosa por un único acto de adaptación. Su Padre es el Sol, su Madre la Luna. El viento la llevaba en su vientre y la Tierra es su nodriza.

La leyenda atribuye la Tabla a Hermes Trismegisto, iden­ tificado con Thoth, el dios egipcio de las ciencias, la fuente de todo conocimiento y sabiduría. Según la tradición, el texto se encontró grabado en una placa o tabla de esmeralda que sostenía entre las manos el cadáver de Hermes. No parece ser una composición original de algún autor árabe desconocido, sino una traducción del siríaco, probablemente procedente a su vez de fuentes griegas. 27

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Aunque la obra de Jabir señala la cumbre de la alquimia islámica, esta tuvo muchos otros seguidores destacados, entre los que sobresale Razés (865-925). Hombre de una gran talla intelectual, fue uno de los médicos más famosos del islam y sus escritos fueron muy apreciados en Occidente una vez que se conocieron a partir de sus traducciones latinas. Entre sus varias obras alquímicas, destaca el Libro del secreto de los secretos, que expone procedimientos para preparar elixires a los que atri­ buye distintas capacidades para transmutar metales comunes en oro. Algunos eran capaces de convertir 100 veces su peso en oro, pero en otros esa potencia llegaba hasta 20.000 veces. Además de procesos alquímicos, Razés describe en su obra un gran número de sustancias químicas y aparatos de laboratorio. Junto con la difusión y desarrollo de la alquimia, apare­ cieron muy pronto en el seno del islam controversias acerca de la posibilidad real de llevar a cabo las transmutaciones que los textos alquímicos proclamaban. La polémica surgió ya en tiempos de Jabir y Razés, que escribieron tratados refutando los argumentos de los detractores. Entre estos últimos se en­ contraban algunos de los científicos y filósofos más destacados del islam, como Al-Kindi (ca. 801-873), pero entre todos ellos sobresale Avicena (980-1037). En su Libro de los remedios com­ parte la Teoría Azufre-Mercurio de Jabir, pero rechaza que sea posible transmutar una especie metálica en otra por métodos artificiales, con el argumento de que se desconocen las diferen­ cias específicas esenciales entre un metal y otro, siendo por lo tanto imposible producirlos de manera artificial. Según él, lo único que podían hacer los alquimistas era elaborar sustancias que imitaban el aspecto y propiedades del oro y la plata, pero no alterar la estructura profunda de los metales. Expuso su ar­ gumento de la siguiente manera: “Aquellas propiedades per­ cibidas por los sentidos no son probablemente las diferencias que distinguen unas especies metálicas de otras, sino meros accidentes o consecuencias, permaneciendo desconocidas las diferencias específicas esenciales”. Jabir ya era consciente del argumento expuesto por Avicena, que ya había sido formulado con anterioridad en 28

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términos similares, y por ese motivo propuso su método lin­ güístico para conocer la composición elemental de los meta­ les, su estructura íntima, método al que obviamente Avicena no dio ningún crédito. Sin embargo, otros autores árabes pos­ teriores sortearon la dificultad argumentando precisamente que la naturaleza específica de los metales es la misma en todos ellos, y solo se diferencian entre sí por las propiedades accidentales que los distinguen. Al-Iraqui, en el siglo XIII, lo expresa así en su Libro del conocimiento adquirido acerca del cultivo del oro: Sabe, que la gracia de Dios esté contigo, que las materias usadas en el Arte de la Química son de una única especie esencial. Se denominan los mine­ rales metálicos y se subdividen en seis clases que varían en forma y pro­ piedades, pero no son inmutables, como lo son las plantas y los animales individualmente. Son el oro, la plata, el cobre, el hierro, el plomo y el estaño. Cada uno de ellos se diferencia de los otros por propiedades accidentales distinguibles [se refiere aquí a las que son percibidas por los sentidos, color, brillo, dureza…], y puede ser posible efectuar la necesaria eliminación de esas propiedades, permaneciendo constante la naturaleza esencial. Decimos y mantenemos que dos especies de objetos naturales que difieran radical y esencialmente no pueden cambiar y convertirse uno en otro por el Arte, como, por ejemplo, el hombre o el caballo. Sin embargo, esos seis cuerpos [metálicos] pueden ser convertidos mutuamente.

Estos argumentos procedentes de la cultura islámica constituyen también la base de la polémica sobre la posibili­ dad teórica de las transmutaciones metálicas que se prolongó durante siglos en el seno de la ciencia occidental, es decir, si existe una materia prima común a todos los metales o si, por el contrario, cada uno de ellos tiene una estructura íntima esencial diferenciada y característica. La cultura islámica produjo muchas otras obras alquí­ micas notables. Es el caso de la Asamblea de los filósofos, es­ crita en el siglo X por un autor desconocido, y muy popular entre los alquimistas occidentales una vez que se dispuso de la traducción latina, Turba Philosophoroum. Otro autor árabe 29

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destacado fue Ibn Umail (siglo X), una de cuyas obras, El agua plateada y la tierra estrellada, fue traducida al latín con el título Tabula Chemica, y su autor denominado Senior Zadith. La alquimia también floreció en el mundo islámico de la península Ibérica. Uno de sus representantes más conocidos es Abu Maslama de Madrid (el nombre árabe de esta ciudad era Magerit), que vivió en la primera mitad del siglo XI, y la primera persona conocida de esta ciudad interesada por el estudio de las ciencias. Escribió El peldaño del sabio, en el que, entre otros muchos asuntos, describe con claridad métodos para purificar el oro y la plata, y recomienda al alquimista que en su trabajo imite siempre a la naturaleza. Se le atribuye también, sin fundamento, la que probablemente sea la obra de magia más popular de la Edad Media, Picatrix, cuyo título original es La aspiración del sabio, traducida al castellano en el siglo XIII por encargo del rey Alfonso X el Sabio.

La alquimia latina medieval En su proceso de expansión hacia Occidente, el islam entra en contacto con la Europa cristiana a través de la península Ibérica en el siglo VIII y en el sur de Italia un siglo después. Una vez que se detiene su avance y se llega a una situación de un cierto equilibrio territorial y político con los reinos cristia­ nos, no exento obviamente de conflictos, y a medida que las traducciones de documentos griegos al árabe fluyen sobre todo en el siglo IX, contribuyendo al desarrollo cultural del islam, Occidente comienza a interesarse por una cultura que, enemiga en lo religioso y político, poseía sin embargo un acervo de conocimientos muy superior en muchos aspectos al que existía en la civilización cristiana de la Europa occiden­ tal. Por ello, de la misma manera que los eruditos árabes vertieron a su lengua lo más granado de la cultura clásica, hicieron lo propio los estudiosos cristianos con los textos árabes, traduciéndolos al latín. Los principales centros en los que llevó a cabo esa labor traductora se encontraban 30

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situados en las zonas fronterizas entre ambas culturas. Así, las primeras traducciones de textos árabes al latín se realizaron en el siglo X en la Marca Hispánica, territorios bajo dominio del Imperio carolingio que se extendían al sur de los Pirineos desde Navarra hasta Barcelona, y la temática predominante tenía que ver con las ciencias aplicadas a la navegación. Aunque a partir del siglo XI también se efectuaron tra­ ducciones en el sur de Italia, la labor principal se centró en los reinos cristianos de la península Ibérica, que experimentó un impulso decisivo con la fundación en el siglo XII de la Escuela de Traductores de Toledo por el arzobispo Raimundo, que intensificó su actividad bajo el mecenazgo del rey Alfonso X en el siglo XIII. En un periodo de tiempo relativamente breve, lo esencial de las ciencias árabes se tradujo al latín: tratados de astronomía, medicina, matemáticas, filosofía y también de alquimia. Se ha estimado que alrededor del 4% de los docu­ mentos traducidos corresponden a textos alquímicos. En esa época, eruditos de todo el orbe cristiano acudían a Toledo y otras ciudades cristianas peninsulares para conocer de pri­ mera mano esos escritos, traducirlos y difundirlos después de vuelta por toda Europa. Esa avidez por adquirir los co­ nocimientos que atesoraba la cultura islámica se compren­ de mejor si se tiene en cuenta que surge en paralelo con la fundación de las primeras universidades europeas, iniciada con la de Bolonia, Italia, en 1088, a la que siguieron en rá­ pida sucesión las de Montpellier, París, Oxford y Salerno, todas ellas en el siglo XII, y muchas otras posteriormente. Coincide también con otra manifestación de la vitalidad de la sociedad europea de la época, artística en este caso, el arte gótico, surgido a mediados del siglo XII en unas condiciones económicas y sociales favorecidas por un clima más benigno que el que había imperado hasta entonces, que corresponde al denominado periodo cálido medieval, que se extendió en Europa desde el 950 hasta el 1250 aproximadamente. La primera obra de alquimia traducida del árabe al la­ tín fue el Liber de Compositione alchemiae (Libro de la composición de la alquimia), atribuida al alquimista Morien, siendo 31

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su traductor el británico Robert de Chester, que concluyó su labor el 11 de febrero de 1144. A esta primera traducción le sucedieron muchas otras, como De aluminibus et salibus (Sobre los alumbres y las sales), de pseudoRazés, muy popular en la Edad Media; Liber luminis luminum (El libro de la luz de las luces) o De anima (Sobre el alma), erróneamente atribuido a Avicena. En 1225, el médico y filósofo Michael Scot († ca. 1232) redacta la primera obra latina original de alquimia, Ars alchemiae (El arte de la alquimia). Esos primeros escritos alquímicos se difundieron rápidamente por todo Occidente, despertando enseguida el interés de los eruditos y enciclope­ distas latinos. Uno de ellos, Domingo Gundisalvo, el miem­ bro más destacado de la Escuela de Traductores de Toledo y activo hacia 1150, consideraba la alquimia como una de las cinco partes de la física, aunque en aquella época esta pala­ bra designaba el estudio de la naturaleza en general. Veinte años más tarde, Daniel de Morley también la menciona, y ya en el siglo XIII el obispo de Lincoln, Robert Grosseteste (ca. 1168-1253), probablemente el mayor intelectual de la Inglaterra de su época y maestro de Roger Bacon, la co­ menta en varios de sus libros. Hacia 1250, el fraile dominico Vincent de Beauvais dedica una parte de su Speculum Maius, probablemente la enciclopedia medieval más importante, a la alquimia, de la que menciona varios títulos y en la que expone la Teoría Azufre-Mercurio jabiriana. ¿Qué es lo que despertó tan profundo interés del mundo latino por ese nuevo conocimiento que representaba la alqui­ mia? Un pasaje de la obra Sobre los alumbres y las sales nos da la respuesta. En ese tratado, los eruditos de la época podían leer la siguiente definición de la alquimia: “Dios nos ha dado el conocimiento por medio del cual el mercurio y el azufre, que por la acción del calor en el interior de la tierra durante mil años dan lugar a oro y plata, pueden convertirse en oro y plata en un día”. Tenemos resumidos en ese breve fragmento los elemen­ tos esenciales de la alquimia: en primer lugar, un conocimien­ to que proviene de Dios, un don de Dios por lo tanto; una 32

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concepción de la evolución de las sustancias metálicas en el seno de la tierra que tiende a la perfección representada por el oro y la plata; la posibilidad de que el ser humano participe en ese proceso siguiendo siempre la senda marcada por la naturaleza, sin violentarla. Pero al afirmar la posibilidad de fabricar oro y plata, también despertará la codicia de quie­ nes piensan que pueden enriquecerse con su práctica, y estos también pasarán a formar parte de la historia de la alquimia. Por otra parte, ese pasaje no deja de resultar engañoso si se cree que las palabras azufre y mercurio designan a los corres­ pondientes elementos químicos, en lugar de comprender que se refieren a los dos principios de la teoría jabiriana sobre la constitución de los metales. Los dos grandes filósofos del siglo XIII, el dominico Al­­ berto Magno y el monje franciscano Roger Bacon, también se interesaron por el estudio de la alquimia, en un in­­tento de inte­ grarla en la filosofía natural. Alberto Magno (ca. 1200-1280) diserta en su obra Sobre los minerales (De mineralibus) acerca del origen de los metales y de la posibilidad de su transmutación, y considera que la alquimia imita a la naturaleza en sus ope­ raciones. Es importante señalar que en su exposición sobre la génesis de los metales en el interior de la tierra argumenta que esta tiene lugar con la participación activa de los astros, en consonancia con lo que afirmaban los escritos jabirianos. Este factor, que se podría denominar “cosmológico”, constituye una de las características esenciales del pensamiento alquími­ co y, como se expondrá en el siguiente capítulo, desempeña un papel determinante en la práctica alquímica. El franciscano británico Roger Bacon (ca. 1220-1292) dedicó una buena parte de su actividad al estudio de la alqui­ mia, que expone en sus obras Opus maius, Opus minus y Opus tertium. Distingue dos partes o aspectos de la alquimia, que denomina “especulativa” y “práctica”. La primera “trata de la generación de todas las cosas a través de los elementos, la formación de los metales y otras sustancias inorgánicas y or­ gánicas”, mientras que la alquimia práctica u operativa “ense­ ña cómo hacer los metales nobles y colores mejor por el arte 33

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de lo que puedan ser hechos por la naturaleza… y permite prolongar la vida humana”. Esta última afirmación constituye la principal aportación de Bacon a la alquimia, ya que por primera vez en Occidente se propone una vinculación entre esta y la medicina, que será a partir de entonces una de las señas de identidad de la alquimia, con un desarrollo en para­ lelo con los estudios sobre transmutación de los metales. En realidad, ambas líneas de actuación no son sino manifestacio­ nes distintas de una misma búsqueda de la perfección, una en el reino mineral, la otra en el nivel más elevado del mun­ do biológico, el ser humano, ya que la salud representa un estado de equilibrio perfecto, al igual que lo es el del oro en el mundo mineral y su preservación un triunfo sobre la co­ rrupción y degradación. A pesar de que eruditos de la talla de Roger Bacon y Al­ ­berto Magno se formaron y estuvieron vinculados durante su vida a las mejores universidades europeas y manifestaron un vivo interés por la alquimia, esta nunca entró a formar parte de las enseñanzas universitarias. Este hecho condicionó su desarrollo, ya que nunca ha existido una autoridad que legiti­ me los textos, que decida cuáles de ellos deben formar parte de un cuerpo doctrinal canónico y cuáles deberían ser exclui­ dos de él. Esta situación ha propiciado durante la milenaria historia de la alquimia la aparición de modos de expresión diversos, pero, al contrario de lo que podría esperarse ante esa falta de autoridad administrativa, sus textos manifiestan una homogeneidad conceptual muy notable. Las formas de ex­ presión e incluso de realización material de la alquimia cam­ bian a medida que lo hace la cultura y el nivel tecnológico de la sociedad en la que se desarrolla, pero sus bases conceptua­ les permanecen inalterables. Una de las causas de esa ho­ mogeneidad cabe encontrarla en la gran importancia que se concede en la alquimia a la autoridad de alquimistas y perso­ nalidades destacadas, una autoridad afirmada por la tradición y no por poderes laicos o eclesiásticos. Por este motivo, mu­ chos tratados no son sino reelaboraciones, comentarios, flori­ legios de obras de autores tenidos en gran estima, cuyas 34

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enseñanzas se van a transmitir así a lo largo de los siglos. En una sociedad menos dada que la nuestra al deseo de recono­ cimiento personal por la creación de una obra literaria o artística, para la que el ser humano no crea nada, solo imita lo creado, los verdaderos autores de la inmensa mayoría de los tratados alquímicos han permanecido voluntariamente en el anonimato, atribuyéndolos ellos mismos o la tradición a grandes figuras del pasado en cuyas obras se inspiran. Siguiendo esa tendencia, aparece a finales del siglo XIII una obra latina titulada La suprema perfección del magisterio, bajo el nombre de Geber, que en el prefacio se identifica con el Jabir árabe. A este mismo Geber latino se le atribuyen ade­ más otras obras relacionadas con la anterior. La obra de este Geber latino ha gozado de una enorme popularidad entre los alquimistas occidentales desde su aparición, vertida en numerosos manuscritos e impresa de forma reiterada a lo largo de los siglos XVI y XVII en versiones latinas y traduc­ ciones al francés e inglés. El mismo Isaac Newton la tomó como obra de referencia en sus estudios alquímicos. Ha existido una gran controversia histórica acerca del verdade­ ro autor de esos tratados, que incluso se prolonga hasta nuestros días. Estudios recientes llevados a cabo por el his­ toriador norteamericano William Newman concluyen que su autor fue un monje franciscano italiano llamado Paolo de Taranto. Sin embargo, estudiosos árabes contemporáneos, con argumentos bien fundados, rechazan esa atribución y sostienen que La suprema perfección es una traducción latina de una obra auténtica de Jabir cuyo original árabe se ha per­ dido. En todo caso, y aunque la autoría de las obras alquími­ cas tiene sin duda interés académico, los alquimistas euro­ peos siempre han identificado al Geber latino con el Jabir árabe. Posteriores a los de Bacon y a caballo entre los siglos XIII y XIV son los escritos alquímicos del famoso médico nacido en el reino de Aragón Arnau de Vilanova (ca. 1240-1311), también polémico autor de escritos teológicos. Se le atribu­ yen decenas de tratados alquímicos, aunque los estudios más 35

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recientes indican que no escribió ninguno de ellos, por lo que se hace referencia a ese conjunto de obras como corpus al­ químico pseudoarnaldiano. La más popular de ese corpus es el Rosal de los filósofos, bajo cuyo título circularon durante la Edad Media diversos manuscritos estrechamente relaciona­ dos entre sí, atribuidos todos ellos al médico aragonés. Esos textos muestran sobre todo un interés por los aspectos farma­ cológicos de la alquimia y en sus escritos auténticos Vilanova menciona el alcohol obtenido mediante destilación del vino, uno de los primeros autores latinos en hacerlo. Pero el nombre que domina la alquimia del siglo XIV es el del filósofo mallorquín Raimundo Lulio (1232-1316). A mediados de ese siglo comienzan a ver la luz una serie de manuscritos que se le atribuyen, pero los estudios modernos han puesto de manifiesto que Lulio no fue el autor de ningu­ no de ellos ni nunca practicó la alquimia. La literatura pseu­ doluliana ha tenido una gran influencia en el desarrollo de la alquimia, siendo El testamento la obra más destacada de ese corpus, entre los que también sobresale El codicilio. La prime­ ra es probablemente el tratado alquímico más influyente es­ crito nunca por un autor latino, como lo atestiguan las nume­ rosas copias que forman parte de los cientos de manuscritos pseudolulianos que atesoran las bibliotecas europeas. Uno de ellos, del siglo XVI, se conserva en la Biblioteca Nacional de España. Como se expondrá más adelante, la atribución de esos tratados a Lulio no es arbitraria, sino que está plenamen­ te justificada por la estrecha relación doctrinal que existe en­ tre la cosmovisión que aparece en ellos y la filosofía luliana. Si las obras de Alberto Magno y Bacon son claramente deudoras de la alquimia islámica, las del corpus pseudolulia­ no muestran ya una alquimia mucho más autónoma y ple­ namente engarzada en la filosofía cristiana medieval. En ese sentido, El testamento es una producción plenamente contem­ poránea de la cultura en la que fue elaborada, y esta carac­ terística la diferencia de toda la literatura alquímica anterior. Sin embargo, esto no debe entenderse como una ruptura con esa tradición, sino como una adaptación o reinterpretación 36

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de la misma en el marco conceptual de la filosofía luliana. La sociedad europea tardó dos siglos en poder alumbrar una obra alquímica impregnada de su propia concepción del mundo, inspirándose en un pensador tan original como Lulio. Numerosos escritos alquímicos de los siglos XIV y XV expresan de manera diversa esa asociación entre alquimia y cristianismo. Así lo hace La nueva perla de gran valor (Pretiosa margarita novella), del italiano Petrus Bonus de Fe­­rrara; los numerosos documentos del corpus pseudoarnaldiano, y tam­ bién queda patente en la obra del religioso británico George Ripley, en el siglo XV, en El libro de la Santa Trinidad, o en el Don de Dios, de George Aurach. La asociación entre medicina y alquimia, inaugurada por Roger Bacon, fue desarrollada sobre todo por el fraile francis­ cano Juan de Rupescissa, de origen francés. Basándose en la preparación del alcohol difundida a través de los escritos de Vilanova y la relación entre alquimia y medicina propuesta por Bacon, Rupescissa elaboró su teoría de la quintaesencia, la obra clave sobre la utilización de procedimientos alquími­ cos para la preparación de sustancias con actividad farma­ cológica basada en el uso de la destilación. Rupescissa sitúa la preparación de su quintaesencia en un contexto marcada­ mente religioso y sostiene que la capacidad renovadora de la salud de esa sustancia tendría su reflejo en una renovación general del mundo, que lo libraría de los males que le aquejan. Al igual que Rupescissa, numerosos autores de la época ela­ boraron sus trabajos alquímicos en un contexto marcado por profundas preocupaciones de carácter religioso y percibían un vínculo real entre sus operaciones alquímicas y el mundo que les rodeaba. La orientación medicinal de la alquimia recibió un im­ pulso decisivo y duradero con los trabajos del médico y al­ quimista suizo Philipus Aureolus Teofrasto Bombastus von Hohenheim, más conocido como Paracelso (1493-1541). Fi­­ gura polémica donde las haya, rechazó vehementemente la medicina galénica de su tiempo, granjeándose con ello la 37

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enemistad del estamento médico, a quien criticó ferozmente por su incapacidad para comprender la verdadera naturaleza de las enfermedades y en consecuencia para elaborar medica­ mentos eficaces para combatirlas. Como alternativa a la me­ dicina galénica, Paracelso veía el organismo humano como un gran laboratorio químico en cuyo interior tenían lugar conti­ nuamente procesos de separación de unas sustancias de otras. Defendió el uso de medicinas obtenidas a partir de sustancias inorgánicas tratadas mediante procedimientos alquímicos, lo que le enfrentaba con la medicina galénica de la época, que trataba como venenos ese tipo de sustancias, como los meta­ les y sus compuestos, que solo se aplicaban de manera limi­ tada para uso externo, en ungüentos y pomadas, pero nunca eran recetados como ingredientes en fármacos que debían ser ingeridos. Sin embargo, argumentaban Paracelso y sus seguidores, los paracelsistas, en las aguas medicinales cuyas virtudes tanto alababan los médicos galénicos se podían se­ parar mediante destilación residuos salinos que, por lo tanto, debían ser los responsables de los efectos beneficiosos de esas aguas. ¿Qué diferencia hay si esos compuestos se administran ya disueltos en las aguas medicinales o separados de ella? Paracelso vivió en pleno conflicto entre el catolicismo y las diversas corrientes reformistas, alineándose con estas úl­ timas, aunque, crítico con toda autoridad, tampoco fue bien recibido en los ambientes luteranos y calvinistas. Su continuada experimentación con la destilación llevó a Paracelso a extender la Teoría Azufre-Mercurio jabiriana a las sustancias biológicas y añadir a aquellas dos un tercer principio, la Sal. En efecto, cuando se destilan vegetales o sustancias de origen animal, se separa primero una sustancia acuosa que se asimilaba al Mercurio; al continuar aumentan­ do la temperatura, la materia orgánica se descompone y los productos que se forman condensan bajo la forma de sustan­ cias aceitosas coloreadas complejas ricas en carbono, y por lo tanto combustibles, en las que abundaría el Principio Azufre. Finalmente, queda en la retorta o matraz de destilación un residuo sólido formado por restos carbonosos y sobre todo 38

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por las sales minerales presentes en todo ser vivo, que consti­ tuirían el tercer principio paracélsico, la Sal. Como veremos más adelante, la existencia real de la triada Azufre, Mercurio y Sal en la materia fue objeto de un intenso debate hasta el siglo XVIII, dos siglos después de su formulación. Por lo dicho sobre este médico suizo y sus seguidores, po­ dría pensarse que eran adalides del pensamiento científico, obligados a luchar contra el oscurantismo y las tradiciones anquilosadas de su tiempo. Nada más lejos de la realidad. En su panoplia curativa también figuraban los talismanes, que eran utilizados habitualmente junto con otros remedios. El talismán es un objeto metálico generalmente con forma de placa, sobre el que se grababan una serie de signos o pala­ bras de carácter mágico con los que se pretendían atraer las virtudes curativas que emanaban supuestamente del planeta asociado al metal del que está hecho el talismán y que a su vez rige diferentes partes del cuerpo humano. Además, el talismán se confeccionaba en determinados momentos bajo la influencia de configuraciones astrológicas específicas es­ tablecidas mediante reglas que el médico debía conocer, con el fin de capturar su poder en el objeto talismánico. La efi­ cacia curativa de los talismanes aún era objeto de discusión en el estamento médico del siglo XVII e incluso se debatía públicamente. Paracelso era un mago renacentista dedicado especial­ mente a la medicina, a quien hay que situar junto a otros ma­ gos de la época, como Henry Cornelio Agrippa, los italianos Giordano Bruno, Giovanni Baptista della Porta o Girolamo Cardano, o el británico John Dee, estos dos últimos también matemáticos y alquimistas. Todos ellos se nutrían de la filoso­ fía hermética nacida en Egipto y se declaraban intérpretes de la antigua sabiduría celosamente guardada en los templos de la milenaria civilización faraónica. En su marco conceptual de referencia, el recurso a los talismanes y la astrología era tan perfectamente racional como la administración de fármacos basados en sales minerales o el examen de la orina y las heces como medio de diagnóstico médico. Lo irracional y absurdo 39

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para ellos hubiera sido elaborar un talismán en cobre para cu­ rar una dolencia cardiaca, cuando era sabido que el corazón se rige por el Sol y por lo tanto habría que fabricarlo en oro, dada la asociación entre el astro y el metal. Una buena parte del éxito de las ideas de Paracelso hay que atribuirlo a la intensa labor de propaganda editorial que llevaron a cabo sus partidarios tras su fallecimiento. Aunque publicó relativamente poco en vida, sus manuscritos inéditos fueron recopilados a su muerte y editados numerosas veces, acompañados de comentarios y notas, sobre todo en el último tercio del siglo XVI. A finales de ese siglo y comienzos del siguiente, eran numerosos los médicos paracelsistas que ejercían su labor en las cortes reales y nobiliarias europeas, sobre todo germánicas, y se los encontraba incluso formando parte de los colegios médicos de las principales ciudades.

La Edad Moderna Al igual que ocurrió con los escritos de Paracelso, la imprenta desempeñó un papel esencial en la difusión de la alquimia. Desde la invención de la imprenta por Gutenberg a mediados del siglo XV hasta el año 1500, los libros de alquimia y quí­ mica (en la época ambas se confundían) representaban el 8% de todos los de contenido científico, que a su vez suponían un 10% de todos los incunables (los libros publicados antes del 1500). Es decir, en los primeros 50 años de vida de la imprenta, aproximadamente el 1% de todos los libros impre­ sos eran de alquimia, lo que da una idea de su importancia en la cultura de la época. Hasta 1535, último año para el que existen estadísticas completas, se habían impreso un total de 581 ediciones distintas de libros de alquimia y química, el 38% de ellas en Alemania, seguida de Italia y Francia. Pero al final de ese periodo, en 1535, en Alemania ya se publica­ ban más de la mitad de esos libros, el 60% de ellos en alemán, no en latín, lo que sugiere que estaban destinados no a un público erudito de educación universitaria, sino más bien a la 40

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población instruida, a la clase media de la época, si se puede aplicar un concepto moderno a la sociedad renacentista. En la figura 3 se representa la evolución del número de libros de alquimia publicados entre los años 1550 y 1800, elaborada a partir de los libros citados en F. Hoefer, que representan solo una pequeña parte del total de títulos publicados. No obstante, la distribución que se muestra en la gráfica es muy similar a la reportada por Adam McLean en Alchemy Website, que contiene un número de libros mucho mayor.

Número de libros

Figura 3 Estadística de libros de alquimia impresos entre 1500 y 1800, sin incluir reediciones. 50 – 45 – 40 – 35 – 30 – 25 – 20 – 15 – 10 – 5– 0– 1500

1550

1600

1650 Año

1700

1750

1800

Fuente: Elaboración propia a partir de los libros citados en F. Hoefer (1866): Histoire de la chimie, 2º ed., Firmin-Didot, París.

El número de ediciones puede tomarse como referen­ cia del interés que despertaba, ya que ningún editor desea arruinarse publicando libros que nadie compraría. Como se muestra en la figura, el número de libros publicados aumen­ tó rápidamente desde mediados del siglo XVI, alcanzando el máximo en la década 1610-1620, para decaer abruptamente después, hasta que la producción volvió a remontar en 16501680, sin alcanzar no obstante los niveles anteriores, dismi­ nuyendo ya de forma irreversible hacia finales de ese siglo. La brusca disminución experimentada en los años 1620-1650 se debe casi con toda seguridad al estallido de la guerra de los Treinta Años (1618-1648), que asoló Europa central, en donde se encontraban los principales centros de impresión. 41

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El siglo XVII marca la época de esplendor de la alquimia, sobre todo sus dos primeras décadas, y ello no solo por el número de obras publicadas, sino también por las caracte­ rísticas de estas. De entre las impresas en ese periodo inicial, destaca por su originalidad y amplitud la obra del médico ale­ mán Michael Maier, en particular su Fuga de Atalanta (1617), probablemente la obra cumbre de la literatura alquímica de todos los tiempos desde el punto de vista artístico. En 1602 vio la luz la mayor recopilación de tratados alquímicos nunca impresa, el Theatrum Chemicum, en una edición de tres volúmenes ampliados a seis en ediciones pos­ teriores. Dos años después se publicó en latín La nueva luz química, uno de los tratados alquímicos más influyentes del siglo XVII, bajo el pseudónimo de El Cosmopolita, pero cuyo verdadero autor es el noble polaco Michael Sen­­divogius. Se tradujo al alemán, inglés y francés, conoció 28 ediciones hasta 1628, una por año, y aun se editó a finales del siglo XVIII. Un verdadero superventas de la li­­teratura alquímica. En el primer cuarto del siglo XVII se publicaron en Alemania una serie de tratados alquímicos cuyo autor de­ cía ser Basilio Valentín, monje benedictino en el monasterio de Erfurt, entre ellos el famoso Carro triunfal del antimonio. Es probable que el verdadero autor de esos tratados fuese Johann Thölde, pero en todo caso esas obras situaron a su au­ tor entre los grandes maestros del arte de la alquimia, según la opinión de sus lectores. Sus escritos muestran extensos cono­ cimientos químicos, entre ellos la preparación de compuestos de oro, como el oro fulminante, y coloides de ese metal, así como de las reacciones del antimonio con diversas sutancias. Junto a los tratados de El Cosmopolita y Valentín, la otra gran producción de la literatura alquímica del siglo XVII la forman los tratados publicados bajo el pseudónimo de Ireneo Filaleteo, que recientes estudios identifican con el alquimista George Starkey, nacido en las colonias inglesas de América del Norte. Su obra más conocida, La entrada abierta al palacio cerrado del rey (1667), se editó en numerosas ocasiones hasta el siglo XVIII y se tradujo al alemán, francés y español, esta 42

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última efectuada por Francisco Antonio de Tejeda y publi­ cada en 1727 bajo el pseudónimo de Theophilo con el título El Mayor Thesoro, acompañada de tres obras originales del propio Tejeda. Esta publicación fue objeto de un examen crí­ tico en 1729 por parte del benedictino fray Benito Jerónimo Feijoo, en el tomo III, discurso octavo, de su Teatro Crítico Universal, en el que muestra un gran dominio de la literatura alquímica, concluyendo su análisis manifestando la legitimi­ dad de los estudios teóricos sobre la alquimia, pero conde­ nando sin reservas a los que se jactaban de realizar transmu­ taciones metálicas. Sin embargo, en la época en la que nació el erudito be­ nedictino, comenzando el último cuarto del siglo XVII, la alquimia aún gozaba del favor generalizado de los medios académicos y del público instruido. Varios de los 12 miem­ bros fundadores de la prestigiosa sociedad científica britá­ nica Royal Society en 1660 estaban muy interesados en la alquimia y al menos uno de ellos, Robert Boyle, era además alquimista practicante. Otros miembros destacados de la Royal también se interesaron por ella, entre ellos sir Kenelm Digby, Elias Ashmole, editor del Teatro Químico Británico (1652) y, sobre todo, Isaac Newton. Efectivamente, tanto Boyle como Newton se dedicaron intensamente al estudio y a la práctica de la alquimia. Este hecho, sobre todo en el caso de Newton, a quien se considera como el fundador de la ciencia moderna, es difícilmente comprensible si se considera a la alquimia como una superstición heredada de oscuras épocas medievales, algo que, como el lector habrá comprobado a estas alturas, no se corresponde con su ver­ dadera naturaleza. Los trabajos alquímicos de Robert Boyle han sido ana­ lizados por el historiador Lawrence Principe. Este científico británico escribió a lo largo de su vida varios textos alquí­ micos y publicó algunos de ellos en la revista de la Royal Society, Philosophical Transactions. Fue testigo de una trans­ mutación efectuada en su propio laboratorio por un alquimis­ ta que decía poseer un fragmento de piedra filosofal. Siendo 43

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un hombre muy rico, trabajaba en su propio laboratorio con recursos propios, no en la universidad, y llegó incluso a con­ tratar a varios alquimistas para que trabajasen a su servicio. Isaac Newton se dedicó al estudio de la alquimia desde muy joven, una tarea que compaginó con sus investigacio­ nes más conocidas de física, óptica y matemáticas, y además dedicó buena parte de su tiempo a estudios teológicos. A diferencia de Boyle, Newton, de recursos modestos, trabajó en su propio laboratorio, con la ayuda de algún asistente, que instaló en las habitaciones de su residencia universi­ taria del Trinity College en la Universidad de Cambridge. Prácticamente puso fin a sus experimentos alquímicos en 1693, preso de una crisis nerviosa cuya naturaleza nunca se ha aclarado, y ese año marca también el final de la etapa más creadora de su vida. Es importante comprender que tanto Boyle como New­­ ton consideraban sus estudios alquímicos como una parte, quizás incluso la más importante, de sus trabajos sobre la na­ turaleza del mundo visible. Newton en particular concedía la mayor importancia a sus investigaciones alquímicas y, sin embargo, jamás publicó ninguna de ellas. Y no precisamente por falta de material, ya que se calcula que escribió de su pu­­ ño y letra alrededor de 1.200.000 palabras sobre alquimia, el equivalente a una decena al menos de volúmenes impresos. De hecho, lo único que Newton publicó relacionado con la química se encuentra en el libro tercero de su Óptica (1703). Los motivos por los que siempre deseó mantener lejos del conocimiento público sus estudios alquímicos fueron otros. En 1675, Newton escribió una carta al entonces secretario de la Royal Society y editor de la revista de la Sociedad, Henry Oldenburg, a raíz de la publicación de un artículo de Boyle en el que este comunica los resultados que había obtenido en la preparación de una sustancia de origen alquímico que creía ser el famoso mercurio filosófico, la primera etapa en la elaboración de la piedra filosofal. En un pasaje de esa carta Newton advierte así a Oldenburg sobre la inconveniencia de haber publicado ese artículo: 44

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Pero debido a que la manera por la cual el mercurio puede ser así im­ pregnado, se ha pensado que debía mantenerse oculta por otros que la han conocido, y por lo tanto puede ser posiblemente la vía de acceso a algo más noble, que no debe ser comunicado sin un inmenso peligro para el mundo, si hay alguna verdad en los escritores Herméticos… ha­ biendo otras cosas además de la transmutación de los metales que nadie salvo ellos comprenden.

Es casi imposible saber con certeza qué podrían ser esas “otras cosas” que menciona en su carta ni la naturaleza de ese “peligro para el mundo”. No obstante, hay que tener en cuenta que sus estudios alquímicos no estaban separados de sus estudios sobre teología y exégesis bíblica. Volveremos a ello en el último capítulo. En el artículo que provocó la reacción de Newton, Boyle no desveló el método de preparación de ese mercurio espe­ cial, y explicaba esa decisión con “el inconveniente político que podría acontecer si (el mercurio) se comprueba que es el de la mejor clase y cae en manos malvadas”. Como vemos, ninguno de los dos científicos británicos albergaba duda alguna sobre la realidad de lo que los alqui­ mistas de todos los tiempos proclamaban, y al menos Boyle creyó estar cerca de conseguir su objetivo cuando se decidió a publicar su artículo.

La Ilustración Solo una generación más tarde de los acontecimientos que se acaban de describir, a caballo entre los últimos años del siglo XVII y los primeros del siguiente, se produjo un cambio radical en la percepción social y académica de la alquimia. La legitimidad de la que había disfrutado en la época en la que Boyle y Newton la cultivaron se trocó en escepticismo generalizado, cuando no en abierta hostilidad en los comien­ zos de la Ilustración. ¿Qué ocurrió en ese periodo? Fue un cambio relativamente brusco en términos históricos, por lo 45

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que cabe pensar que en realidad llevaba incubándose durante largo tiempo, y no hizo sino salir a la luz con el cambio de siglo. Sus causas son objeto de debate entre los historiado­ res, y probablemente haya que recurrir a varias de ellas para explicarlo. En primer lugar, hay que tener en cuenta que a principios del siglo XVII comienzan a fundarse en Europa diversas instituciones dedicadas a la enseñanza de la quími­ ca, orientada sobre todo a la preparación de medicamentos. Simultáneamente, se inicia la publicación de tratados prácti­ cos de química desprovistos de toda referencia a la alquimia. Todo esto significa que a comienzos del siglo XVII el cono­ cimiento de la química se había separado del de la alquimia. Ya no se recurría, o se hacía en mucha menor medida, a los textos alquímicos en busca de informaciones químicas útiles, que quedaban así reducidos a exponer los trabajos orientados a obtener la piedra filosofal, en el marco conceptual y filosó­ fico que se ha explicado. Además, no eran pocos los que se habían acercado a la alquimia atraídos por lo que creían que era la simple descripción de métodos para obtener oro y pla­ ta artificiales, sin comprender la verdadera naturaleza de los textos que tenían ante sus ojos. Ello dio lugar a la aparición de multitud de farsantes y charlatanes, gentes sin escrúpulos que se acercaban a personas con recursos, generalmente nobles, ofreciéndoles sus supuestos conocimientos a cambio de ge­ nerosas sumas de dinero o un empleo bien remunerado en la corte. Los fraudes se multiplicaron sobre todo en Alemania, en la que los nobles firmaban contratos con esos futuros esta­ fadores con la esperanza de incrementar su solidez económi­ ca e influencia política. Una vez descubiertos, sus protagonis­ tas solían acabar ejecutados. La figura del alquimista farsante aparece ya en la literatura tardomedieval y renacentista, en las obras de Chaucer, Petrarca o Ben Johnson. Conscientes del descrédito que arrojaban sobre la alquimia en su conjunto, los verdaderos filósofos químicos, como el alemán Michael Maier, denunciaban en sus escritos a esos charlatanes. En esa situación, la química fue aceptada porque ha­ bía demostrado reiteradamente que era capaz de producir 46

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sustancias útiles mediante procedimientos explicados con claridad y, sobre todo, reproducibles. Frente a ella y a pe­ sar de las promesas que anunciaban los textos alquímicos, no existía ninguna prueba fehaciente de que algún alquimista hubiese logrado nunca obtener la piedra filosofal ni efectuado ninguna transmutación lo suficientemente convincente, por­ que las que se reconocían púbicamente se tenían en la mayo­ ría de los casos por fraudulentas. Sin embargo, la opinión más generalizada acerca de la alquimia era similar a la del erudito Feijoo, ya que se valoraban las propuestas teóricas de la alqui­ mia sobre la constitución de los metales, pero se negaba que los seres humanos tuviesen capacidad de transformar unos en otros por métodos artificiales. El rechazo generalizado del mundo académico por la al­ quimia no significó que su estudio se abandonase por com­ pleto. Una de las figuras más influyentes de la química del siglo XVIII, Herman Boeerhave, médico y catedrático de la universidad holandesa de Leiden y autor de un popular libro de texto de química, Elementa Chemiae (1732), aceptaba la Teoría Azufre-Mercurio y mostraba su respeto por los traba­ jos de los antiguos alquimistas. Es más, a partir de 1718 y du­ rante 20 años realizó numerosos experimentos con mercurio para intentar producir la piedra filosofal, sin éxito. En 1782, James Price, miembro de la Royal Society, anunció haber obtenido la piedra filosofal, aunque, al no poder reproducir el proceso, se suicidó. El mismo conde de Buffon (1707-1788) admite en su monumental Historia natural haber estudiado obras alquímicas, como La turba o los tratados de Filaleteo, sin encontrar nada útil en ellos. Sin em­ bargo, no niega que la transmutación de los metales sea po­ sible, puesto que “estamos todavía tan lejos de conocer todos los efectos de las potencias de la naturaleza que no debemos juzgarlos exclusivamente por los que nos son conocidos”. En Alemania, la alquimia aún gozaba de cierta popula­ ridad en el siglo XVIII y no era infrecuente encontrar labo­ ratorios alquímicos en los hogares de ciudadanos respetables. No obstante, quizás su característica más notable tal como se 47

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concebía en ese país era su marcada vinculación con movi­ mientos de carácter religioso, como el pietismo, muy influen­ ciado por el místico alemán del XVII Jacob Böehme, o los grupos que se reclamaban herederos del movimiento rosacruz que surgió con fuerza en Alemania en el mismo siglo, a los que habría que añadir las logias masónicas. En ese ambiente se inició en la alquimia en 1768 el joven Goethe, cuyo estudió prolongó durante más de dos años, inspirado por libros como Aurea Catena Homeri (1723) y Opus Mago-Cabbalisticum et Theosophicum (1735), de George von Welling, pero también por los de Paracelso, Basilio Valentín o Starkey. Llegó incluso a instalar un pequeño laboratorio para realizar experimentos alquímicos.

La revitalización de la alquimia en los siglos XIX y XX Relegada a la práctica privada de un puñado de fieles, mar­ ginada de los ambientes académicos y despojada de su vin­ culación con el mundo material tal y como era concebida por algunos movimientos espiritualistas minoritarios, nada hacía presagiar que, un siglo más tarde, la alquimia volvería a dis­ frutar si no del favor, al menos del respeto de la comunidad científica, y a ocupar un lugar relativamente destacado en los nuevos movimientos culturales que se prodigaron a finales del XIX. Llegó para quedarse, y aún está presente en nuestra sociedad del siglo XXI. ¿Cómo fue eso posible, su regreso de las sombras para instalarse bajo la luz de las farolas de gas de la sociedad victoriana en la que se movía a sus an­ chas Sherlock Holmes, el personaje de ficción creado por sir Arthur Conan Doyle? Intentemos buscar una respuesta, que sin embargo solo podrá aspirar a acercarse a la verdad tanto como sea posible sin llegar nunca a alcanzarla. El desarrollo de la alquimia en los siglos XIX y XX es­ tuvo marcado por dos acontecimientos culturales decisivos. En primer lugar, resurgieron con fuerza corrientes de pen­ samiento espiritualistas que cristalizaron en la constitución 48

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de una serie de sociedades y órdenes de nuevo cuño, algunas de ellas secretas, otras abiertas al público, que constituyen las formas de expresión características del esoterismo y ocul­ tismo modernos. Todas ellas reclamaban para sí mismas el verdadero conocimiento de la antigua sabiduría proveniente para unos del Egipto faraónico, para otros del oriente, sobre todo de India, y tenían en todo caso la alquimia como uno de sus referentes históricos. Esto no era en realidad nada nuevo, pero sí lo eran sus intentos de fundamentar e incluso fusionar sus aspiraciones espirituales con los descubrimientos más re­ cientes de la ciencia moderna. En lugar de dar la espalda a la ciencia de la época, la utilizan para justificar sus pretensiones. El segundo factor radica en los descubrimientos científi­ cos que tuvieron lugar sobre todo en el último cuarto del siglo XIX, que vinieron de alguna manera a apoyar las antiguas creencias alquímicas en la transmutación de los metales. A comienzos de ese siglo se produjo la aceptación generaliza­ da de la teoría atómica propuesta por el químico británico Dalton, según la cual los elementos químicos estarían forma­ dos por átomos indivisibles y distintos de unos elementos a otros, lo que hacía teóricamente inconcebible la transmuta­ ción de unos elementos en otros. El golpe de gracia para las teorías alquímicas de la materia. Sin embargo, hubo cientí­ ficos, en escaso número, eso sí, que aún defendían la posi­ bilidad de que las sustancias que se tomaban por elementos químicos, formadas por átomos indivisibles, estuvieran en realidad compuestas por partículas más pequeñas que no po­ dían separarse por los métodos convencionales de la química, lo que daba apariencia de indivisibilidad a esas sustancias te­ nidas por elementos. Uno de los proponentes de esta idea fue el británico Prout, que sostenía que los elementos conocidos podían ser agregados muy estables de átomos de hidrógeno, que es el elemento más ligero. Esa hipótesis de la existencia de una materia universal primordial también era sostenida por el gran químico britá­ nico Humphry Davy, que en su obra Elementos de filosofía química (1812) anota lo siguiente: “Puede encontrarse al final 49

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que la materia es la misma en esencia, difiriendo solo en la disposición de sus partículas; dos o tres sustancias simples podrían producir todas las variedades de los cuerpos com­ puestos”. ¿Tenemos ahí una anticipación de la existencia del protón, neutrón y electrón? Argumentos similares a los de Davy esgrimían los círculos de alquimistas que existían en París en la década de 1840, vinculados algunos de ellos a laboratorios universitarios, según afirmaba el escritor fran­ cés Louis Figuier en La alquimia y los alquimistas (1856). Tomando como base esas ideas, el químico francés Cyrien Théodore Tiffereau presentó ante la Academia de Ciencias de París varias memorias en las que afirmaba haber obtenido en México oro a partir de plata tratando esta última con reac­ tivos químicos corrientes. Sin embargo, no pudo reproducir esos resultados de regreso a su país. Mientras tenían lugar esos acontecimientos en el país galo, al otro lado del Canal se publicó en 1850 una obra al­ química singular, A suggestive inquiry into the hermetic mystery (Una sugerente investigación sobre el misterio hermético), de Mary Anne Atwood. Su autora expone en ese libro una vi­ sión de la alquimia más orientada hacia la búsqueda espiritual que al trabajo de laboratorio. Ese aspecto de la alquimia fue particularmente cultivado por los miembros de la Sociedad Teosófica fundada en 1875 en Nueva York por una emigrante rusa de nombre Helena Petrovna Blavatsky y el coronel nor­ teamericano retirado Henry Olcott. La influencia del movi­ miento teosófico en la cultura occidental de finales del siglo XIX y comienzos del XX fue enorme, siendo numerosas las personalidades de muy diversos ámbitos de la cultura que la abrazaron. En aquellos años también se fundaron diversas ór­ denes de carácter rosacruz y hermético, tomando como mo­ delo organizativo las logias masónicas, y todas ellas mostra­ ron un gran interés por la alquimia, a la que consideraban la clave del conocimiento oculto del pasado. La más famosa de esas sociedades en Gran Bretaña fue la Orden Hermética del Amanecer Dorado (Golden Dawn), fundada en 1888, entre cuyos miembros se contaban artistas y escritores destacados, 50

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como el poeta W. B. Yeats, que en 1923 recibiría el Premio Nobel de Literatura, y a la que también perteneció el famoso químico William Crookes. A pesar de su interés por aspectos espirituales de la al­ quimia, los integrantes de esas órdenes y sociedades ocultis­ tas no despreciaban en absoluto el trabajo experimental con retortas y hornillos de carbón. Así encontramos enfrascado en su modesto laboratorio a Albert Poisson (1868-1894), que a pesar de su muerte prematura dejó una obra escrita con­ siderable, parte de la cual ha sido traducida al español, o al reverendo anglicano y miembro de la Golden Dawn W. A. Ayton, el centro de un pequeño grupo de alquimistas inte­ grado por varios químicos de profesión y miembros también de la orden. En el último tercio del siglo XIX tuvieron lugar varios descubrimientos científicos que atrajeron la atención de esas organizaciones ocultistas, produciéndose una inesperada con­ vergencia entre sus especulaciones espiritualistas y la ciencia moderna, sobre todo en el terreno de la alquimia. El descu­ brimiento en 1875 de los rayos catódicos por W. Crookes y de los rayos X en 1895 puso de manifiesto con toda claridad que la materia no era tan indivisible como suponía la teoría atómi­ ca de Dalton y que era capaz además de producir radiaciones de alta energía completamente desconocidas. A ello vino a su­ marse de forma decisiva el descubrimiento de la radiactividad por Henry Becquerel en 1896, el de los electrones un año más tarde, el de la existencia de los elementos radiactivos por el matrimonio Curie y, sobre todo, la demostración realizada en 1901 y 1902 por los científicos Ernest Rutherford y Frederick Soddy de que los elementos radiactivos se desintegran de for­ ma espontánea transformándose en otros elementos durante el proceso de desintegración. Al darse cuenta Soddy de lo que habían descubierto, exclama: “¡Rutherford, esto es una transmutación!”, a lo que este replica: “¡Por dios, Soddy, no lo llames transmutación, van a decir que somos alquimistas!”. Esos estudios culminaron con la primera transmutación arti­ ficial efectuada por Rutherford en 1919, algo que Ramsay ya 51

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había propuesto en 1907. Por si todo eso fuese poco, Soddy, en su libro La interpretación del radio (1909), relaciona abier­ tamente la radiactividad con la alquimia. En ese ambiente de acercamiento entre el ocultismo y la ciencia moderna se funda en 1912 en Londres la Sociedad Alquímica, a la que pertenecieron varios químicos destacados y que tuvo como presidente honorífico a John Ferguson, cate­ drático de química de la Universidad de Glasgow. Durante su breve existencia (desapareció en 1915) fue un lugar de inter­ cambio de ideas y de encuentro entre la tradición alquímica y la ciencia de vanguardia, de cuyas reuniones semanales se hacían eco las revistas científicas más prestigiosas, entre ellas Nature, siendo sus contenidos puntualmente publicados en la revista de la Sociedad. El resurgir de la alquimia en esa época, como el ave fénix de sus cenizas, se manifestó también en una intensa actividad editorial, que volvió a poner al alcance del gran público los tratados clásicos de alquimia. Asimismo, la historia de esta corriente de pensamiento empieza a ser objeto de atención en los círculos académicos. A partir de 1885, el famoso químico francés Marcelin Berthelot comienza a publicar una serie de estudios y traducciones al francés de los manuscritos alquí­ micos grecoegipcios. En ese ambiente cultural y científico proclive a la legi­ timización de la alquimia, François Jollivet Castellot funda en 1896 la Sociedad Alquímica de Francia, cuya actividad se extendió hasta bien entrada la década de 1920, dedicada a las investigaciones sobre la transmutación de unos elementos en otros en el marco de una concepción vitalista y unitaria del cosmos. Influido por Castellot, encontramos a un joven August Strindberg, futuro premio Nobel de Literatura, entre­ gado con pasión a sus experimentos alquímicos en su residen­ cia parisina. Entre los numerosos individuos que en el París de la época se consagraban a los estudios alquímicos destaca el entonces anónimo autor que en 1926, bajo el pseudóni­ mo de Fulcanelli, publicó El misterio de las catedrales, segui­ do en 1930 por Las moradas filosofales. Su discípulo Eugène 52

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Canseliet (1899-1982) se encargó de editar y prologar ambas obras, que mostraban un profundo y extenso conocimiento de la alquimia clásica, destacando por encima de cualquier otra publicación de la época. Los escritos de Fulcanelli y los que produjo su discípulo a lo largo de su vida tuvieron una gran influencia en el desarrollo de la alquimia en el siglo XX, sobre todo en Francia, a cuya sombra se han formado en ese país generaciones de alquimistas. Dada la indudable calidad de ambas obras, pronto se especuló sobe cuál podría ser el verdadero nombre de la persona que se ocultaba bajo ese pseudónimo, Fulcanelli. Varios nombres salieron a la luz, ninguno de ellos convincente, hasta que el enigma se resol­ vió en el año 2009 cuando el alquimista portugués Walter Grosse, basándose en informaciones dispersas proporciona­ das por Canseliet en sus obras, logra identificar a Fulcanelli con el ingeniero civil francés Paul Decoeur (1839-1923). Dos años después, esa identificación fue confirmada de ma­ nera independiente por el alquimista francés Filostène gra­ cias a unas cartas del librero Pierre Dujols (1862-1926), fe­ chadas en 1906 y 1911. La documentación reunida en torno al caso Fulcanelli ha desvelado la existencia de un círculo de alquimistas al que pertenecía el propio Decoeur, el librero Dujols, que regentaba en París la Librería de lo Maravilloso, lugar de encuentro de los esoteristas del momento, y JeanJulien Champagne (†1932), el ilustrador de las obras de Fulcanelli, y al que se unió más tarde Canseliet. Las cartas de Dujols también desvelan la estrecha amistad que unía a Fulcanelli-Decoeur con Pierre Curie. Champagne también colaboró con el hermetista y egiptólogo René Schwaller de Lubicz (1887-1961), que ha dejado un importante legado literario. Canseliet, por su parte, consagró su vida a la di­ fusión de la alquimia, escribiendo varios libros y artículos en revistas dedicados sobre todo a elucidar el simbolismo hermético que encierran diversas obras artísticas. Canseliet afirmó haber sido testigo de una transmutación de plomo en oro efectuada en 1922 con la piedra filosofal elaborada por su maestro. 53

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En Francia, tras la Segunda Guerra Mundial y sin co­ nexión con la escuela de Fulcanelli-Canseliet, destacan los trabajos de Armand Barbault (1906-1982?), que recoge en su libro El oro de la milésima mañana (1969). Sus estudios alquímicos están orientados hacia la preparación de produc­ tos con actividad farmacológica. Inspirado en el Mutus Liber (1677), El libro mudo, Barbault parte de mezclas de tierra y plantas embebidas con rocío, que fermentaba y destilaba rei­­ teradamente hasta obtener un producto líquido que en con­ tacto con el oro daba lugar a un licor dorado con propiedades medicinales. En las fotografías que ilustran su libro le vemos acompañado de su hijo, que le ayudaba en sus trabajos de laboratorio, provisto de aparatos de química corrientes, y en los que desempeñaba un papel esencial la astrología. En Gran Bretaña, tras la disolución de la Sociedad Al­­ química en 1915 y desparecidos sus principales integrantes, alguno de los cuales también formaba parte de la Golden Dawn, solo tenemos noticia de un alquimista practicante en los años treinta del siglo pasado, de nombre Archibald Cockren. Fisioterapeuta de profesión a partir de 1904, entre 1915 y 1918 asistió en varios hospitales de Londres a los he­ ridos en los combates de la Primera Guerra Mundial, entre ellos el Hospital Ruso para Oficiales; ejerció en su consulta privada del West End londinense a partir de 1919, siendo uno de los primeros especialistas en la aplicación terapéutica del electromasaje. Se cree que falleció en la década de 1950. En 1940 publicó La alquimia redescubierta y restaurada, en la que expone sus trabajos de laboratorio y los principios que los guiaban. En ellos toma como referencia a los autores clásicos de alquimia, en particular a George Ripley, Basilio Valentín y Paracelso, y toma una sustancia metálica cuyo nombre no desvela como materia prima de su obra, dirigida hacia la pre­ paración de sustancias medicinales. Varias personas que le frecuentaron han dejado testimonio de lo que observaron en su laboratorio, como se expondrá más adelante. En 1978 inició su andadura uno de los proyectos alquí­ micos más interesantes y longevos de todos los emprendidos 54

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en la última mitad del siglo XX, el del escocés Adam McLean (n. 1948). En ese año publicó el primer número de la revista The Hermetic Journal (La revista hermética), a la que se unió poco después la publicación de tratados clásicos de alqui­ mia en sus colecciones “Hermetic Sourcebook” y “Magnum Opus”. El propósito de la revista, que dejó de publicarse en 1992, era dar a conocer artículos originales y bien fundamen­ tados sobre la tradición hermética y especialmente la alqui­ mia, de manera que al publicar trabajos de investigación de calidad fuera útil a los investigadores y estudiosos sobre esos temas. Con la aparición de Internet, puso en marcha en 1995 una página web, Alchemy Web Site, sin duda la mejor en len­ gua inglesa, y probablemente también en cualquier otra por la magnitud de su contenido y la profundidad con la que se expone. Esa página reúne una enorme cantidad de informa­ ción extremadamente útil para todos aquellos interesados en adquirir un conocimiento más amplio de la alquimia, sobre todo a través de la lectura y comprensión de los textos origi­ nales, o localizar información histórica fiable. Todos los alquimistas mencionados siguen en su traba­ jo la tradición alquímica clásica, lejos de intentar legitimarla invocando descubrimientos científicos modernos, lo que no significa que no recurran ocasionalmente a analogías cientí­ ficas para explicar algunos de los efectos observados en el la­ boratorio. Veinte años después de la disolución de la Sociedad Alquímica de Londres, se constituyó en la misma ciudad la Sociedad de Historia de la Alquimia, que aún existe y que se ocupa del estudio académico de la historia de la alquimia sin pretender concederle credibilidad científica, alejada por lo tanto de la vinculación entre la alquimia y la ciencia moderna en la que se basó su predecesora. La causa del abandono de la corriente de pensamiento alquímico que veía una relación entre los principios de la al­ quimia clásica y los resultados de la investigación científica sobre la estructura de la materia hay que encontrarla preci­ samente en estos últimos. La incertidumbre existente en los medios académicos de finales del siglo XIX y principios del 55

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XX acerca de la naturaleza de la radiactividad y la constitu­ ción de la materia fue tomada como una posibilidad de fun­ damentar científicamente las ideas alquímicas acerca de que los elementos químicos estarían compuestos por muy pocos constituyentes básicos, no más de dos o tres, y que ello hacía posible la transmutación de unos en otros. El descubrimiento del protón y neutrón como integrantes del núcleo atómico, y del electrón formando parte de la corteza, vino a confirmar en cierta medida esas teorías alquímicas, pero al mismo tiempo esas investigaciones científicas pusieron claramente en evi­ dencia que las modificaciones del núcleo atómico solo eran posibles con la intervención de energías enormes, completa­ mente fuera del alcance de las incomparablemente más mo­ destas energías puestas en juego en las reacciones químicas. En otras palabras, no era posible liberar la energía atómica en un horno de cocina. En los procesos químicos solo intervie­ nen los electrones más externos de la región del átomo que se denomina corteza, quedando el núcleo inalterado. Fulcanelli, en sus Moradas filosofales, que aunque publicada en 1930 fue elaborada en plena efervescencia de esas corrientes que pre­ tendían legitimar la alquimia con los resultados de la ciencia moderna, ya alertaba sobre la diferencia esencial que existe entre la alquimia y la química. Cockren por su parte advierte al lector: … escribo desde el punto de vista del alquimista, no del químico… me di cuenta al comienzo de este trabajo que mi única esperanza de éxito era dejar de lado cualquier conocimiento de química que pudiera tener y estudiar los escritos alquímicos en un sincero intento por comprender la forma de pensar y el lenguaje alquímicos… no estoy intentando re­ conciliar mis hallazgos con los preceptos de la química ortodoxa.

La alquimia también floreció en Estados Unidos. El co­ ronel retirado Ethan Allen Hitchcok publicó en 1857 Alchemy and the alchemists (La alquimia y los alquimistas), cuyo conte­ nido está en la línea de lo expuesto por la británica Atwood siete años antes. Sin embargo, los dos casos de interés por la 56

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alquimia más señalados de ese país surgieron en el seno de organizaciones cuyo propósito era contribuir a la enseñanza de la alquimia junto a la de otros saberes propios de la espiri­ tualidad elaborada en el siglo XX, basada en las antiguas sa­ bidurías de diferentes escuelas filosóficas y órdenes ocultistas. El ejemplo más temprano de esta tendencia fue el de Manly Palmer Hall (1901-1990), que desarrolló una obra muy vo­ luminosa, cuya cumbre es la monumental Enseñanzas secretas de todos los tiempos (1928). En 1934 fundó en Los Ángeles, California, la Philosophical Research Society (Sociedad de Investigación Filosófica), que aún permanece activa. La al­ quimia recibió más atención en otra sociedad ocultista, la Orden Rosacruz (AMORC), fundada en 1915 en Nueva York por Harvey Spence Lewis, siguiendo el modelo de las logias masónicas y de la Golden Dawn. A comienzo de la década de 1940, la orden comenzó a impartir clases prácticas de alqui­ mia, centradas en la elaboración de gemas artificiales y de re­ medios medicinales basados en plantas. Uno de los alumnos de esos cursos y miembro de la sociedad fue Albert Riedel (1911-1984), que hizo más accesibles las enseñanzas alquí­ micas con la fundación en 1960 de la Paracelsus Research Society en Salt Lake City, capital del estado de Utah, y la publicación ese mismo año de su obra más conocida, Manual del alquimista, que instruye sobre la preparación de sustan­ cias de origen vegetal con supuestas propiedades medicinales mediante procedimientos alquímicos, es decir, lo que se de­ nomina espagiria. La sociedad impartió clases sobre alquimia aplicada a las plantas, minerales y animales, así como sobre astrología y cábala, a unos 600 alumnos hasta su desaparición a la muerte de su fundador en 1984. Los caminos de esas sociedades a menudo se entrecru­ zan a través de la actividad de sus miembros, que se resistían a ver desaparecer sin más las organizaciones en las que habían aprendido todo lo que sabían. Así ocurrió cuando varios in­ tegrantes de AMORC emprendieron diversos proyectos para continuar con la enseñanza de la alquimia en Estados Unidos, uno de ellos en colaboración con la asociación de alquimistas 57

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franceses denominada Los Filósofos de la Naturaleza, fun­ dada en 1979 por Jean Dubuis (1919-2010), de formación científica, que había colaborado en 1944 con Frederick JoliotCurie, premio Nobel de Química en 1935. Esa organización impartía cursos en Francia centrados en la espagiria y desa­ pareció en 1999. La alquimia arraigó firmemente en Alemania a lo largo de su historia, por lo que no es sorprendente saber que también tuvo cultivadores en el siglo XX. En 1913, los seguidores de Rudolph Steiner (1861-1925), representante de la Sociedad Teosófica en Alemania, a cuya pertenencia renunció en 1909, fundaron bajo su inspiración la Sociedad Antroposófica, que aún existe. Las actividades más visibles del movimiento an­ troposófico probablemente sean las escuelas Waldorf en el campo de la pedagogía y la agricultura biodinámica, pero en su seno también se desarrolló la alquimia, con una orienta­ ción medicinal. Su representante más conocido es Alexander von Bernus (1880-1965), poeta de renombre, que en 1921 fundó los laboratorios SOLUNA, dedicados a la elaboración de remedios espagíricos según la tradición paracélsica, cuya naturaleza describe en su libro Alquimia y medicina (1948). El apogeo de la alquimia a comienzos del siglo XVII está ligado en buena medida a la corte del emperador Rodolfo II en Praga, gracias a su labor de mecenazgo. Esa vinculación histórica de las tierras checas y en particular de Bohemia con la alquimia y el hermetismo se ha mantenido hasta nuestros días. En 1990 volvió a resurgir la organización hermética Universalia, fundada antes de la Segunda Guerra Mundial, aunque ya desaparecida, alrededor de la cual han desarrolla­ do su actividad un nutrido círculo de hermetistas y alquimis­ tas, entre los que destacó Vladislav Zadrobílek, fallecido en 2010. Poeta de reconocido prestigio en su país, fundó la libre­ ría y casa editorial Trigon, aún activas, que han publicado una gran colección de obras clásicas de alquimia, probablemente sin rival en ningún otro país por su calidad y extensión, y la revista Logos. Ese grupo organizó en 1997 la conferencia “Praga, alquimia y la tradición hermética”, acompañada de 58

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una exposición sobre esa misma temática, y se editó con esa ocasión el monumental libro Opus Magnum: el libro de la geometría sagrada, alquimia, magia, astrología, cábala y las sociedades secretas de Bohemia, una obra extraordinaria que recoge una parte de la gran riqueza documental del país sobre esas temáticas. No lejos de Praga, la ciudad de Kutna Hora, con una importante tradición minera en el pasado, alberga un interesante museo de alquimia único en el mundo que bien merece una visita. La alquimia histórica, ya lo hemos dicho, tiene muchos rostros y, al igual que ocurrió en los siglos XVI y XVII, tam­ bién encontramos en tiempos recientes a individuos que afir­ maban conocer procedimientos químicos para transmutar metales en oro, y sobre esa base pretendieron convencer a inversores privados para que financiaran empresas dedicadas a su explotación comercial. Ninguna de ellas llegó, sin embar­ go, a buen puerto. Tenemos entre ellos a Edward Pinter, con­ denado a prisión en Londres en 1891 por haber intentado es­ tafar a un joyero. Al otro lado del Atlántico, el norteamericano Stephen Emmens fundó en 1897 la compañía Argentarum sobre la base de una patente que, finalmente, no fue concedi­ da en Estados Unidos, lo que puso fin a la aventura comercial. El pago exigido por los aliados a Alemania en concep­ to de reparaciones de guerra tras su derrota en la Primera Guerra Mundial condujo a la proliferación en ese país de propuestas para la producción artificial de oro. El caso más conocido es el de Franz Tausend, que en 1923 fundó una em­ presa con el propósito de atraer inversores, entre los que se encontraba el prestigioso general Erich Ludendorff, máximo responsable junto a Hindenburg de la dirección de la guerra. El asunto acabó en 1931 con la condena a Tausend a casi cuatro años de prisión.

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CAPÍTULO 2

El laboratorio alquímico

Como se ha expuesto en las páginas anteriores, la alquimia tiene tras de sí una historia de dos mil años de antigüedad y se ha practicado, y aún se practica, en los cinco continentes y en el seno de culturas muy diversas. Debido a ello y a la ausencia de una autoridad que establezca los límites que separen la alquimia de aquello que no lo es, que haya legitimado por así decir un cuerpo doctrinal, resulta comprensible que se hayan desarrollado históricamente manifestaciones muy diversas de ese antiguo conocimiento que a menudo son interpretadas de manera contradictoria por los que se interesan por ella. Así, algunos reducen la alquimia a una especie de antepasado de la química, una protoquímica que desarrolló muchas de las técnicas que hoy son comunes en los laboratorios de química, y permitió el descubrimiento de muchas sustancias con uti­ lidad práctica, que incluía también las actividades de los que solo pretendían fabricar oro o más bien aleaciones metálicas semejantes al oro, por cualquier medio, incluso fraudulentos. Para otros, y en el extremo opuesto, la alquimia se refiere a procesos de transformación espiritual, más cercanos a expe­ riencias místicas que al trabajo con hornillos y matraces. Todas ellas constituyen concepciones y actividades que históricamente han estado ciertamente ligadas a la alquimia, 60

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y en ese sentido forman sin duda una parte de su historia. Sin embargo, y a pesar de esa aparente diversidad, es posible identificar en la alquimia un núcleo central que constituye su verdadera naturaleza, recurriendo a los tratados que han sido más estimados por los alquimistas de todos los tiempos, extrayendo de ellos las enseñanzas que tienen en común, aquello en lo que muestran mayor acuerdo. De esta manera se puede intentar ofrecer una respuesta a la pregunta más importante que se puede formular acerca de la alquimia: ¿qué hace un alquimista en su laboratorio y por qué lo hace, cuál es el propósito de sus trabajos, por qué durante siglos cautivó a algunas de las mentes más brillantes de las culturas en las que floreció? Basándonos en los textos clásicos de alquimia, se puede responder a esa pregunta con bastante certeza diciendo que el objetivo esencial de los practicantes de ese arte es con­ templar la creación a escala humana, construir en su laborato­ rio un universo en miniatura. Así se expresa en El testamento pseudoluliano: “… Y de como nuestro magisterio se asemeja a la creación del hombre que se hizo del jugo de la tierra”. El alquimista se propone recrear a escala de laboratorio las condi­ ciones requeridas para lograr que la materia evolucione desde un estado amorfo o indiferenciado e impuro a otro de máxima pureza y perfección. Pero ¿cómo conseguirlo? Ya hemos visto que los alquimistas comparten la filoso­ fía aristotélica que sostiene la existencia de una materia pri­ mordial común a cualquier objeto sensible, que sin embargo solo percibimos a través de su forma. Esa materia básica se expresa por así decir a través de los cuatro elementos, cada uno de los cuales se manifiesta a los sentidos a través de las dos cualidades que le caracterizan. Pero el gran problema que ha atraído la atención de los filósofos es el del cambio conti­ nuo que se observa en la naturaleza, que parece poseer una ilimitada capacidad de generación. La escuela filosófica estoi­ ca propuso una solución a ese problema que los alquimistas hicieron suya. Los estoicos sostienen la existencia en el cos­ mos de un principio pasivo, la materia, y un principio activo, asimilado al fuego primigenio, que anima todo el cosmos y le 61

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da la vida, denominado pneuma o aliento, o también espíritu. Este es el agente responsable de los cambios que tienen lugar en la naturaleza y que hace posible la existencia de la vida. El pneuma se asimila al alma del cosmos, y se va a denomi­ nar Spiritus Mundi, el espíritu del mundo, en el pensamiento filosófico y la alquimia medievales latinos, y da la vida a los cuerpos gracias a la presencia en estos de semillas que, pene­ tradas por él, provocan la evolución de la materia. El pneuma tiene un carácter material aunque es extremadamente sutil, al estar formado por los elementos aristotélicos Aire y Fuego, mientras que en la materia pasiva predominan la Tierra y el Agua. Ese pneuma o aliento vital escapa de los cuerpos cuan­ do estos mueren. Según la concepción estoica, el universo es un organismo vivo penetrado por ese principio vital que ac­ túa permanentemente en él y le imparte la belleza y el orden cósmico que observamos. Hay que tener en cuenta que estas ideas estoicas impregnaron no solo el pensamiento alquímico, sino que también influyeron en el desarrollo de la teología cristiana del medievo. El papel de la naturaleza como “alma del mundo”, vehículo del espíritu universal y mediadora en­ tre la divinidad y nuestro planeta, se encuentra magnífica­ mente representado en un grabado que ilustra la Historia técnica del macrocosmos y el microcosmos (1617), del alquimista y médico británico Robert Fludd, un compendio de los saberes de la época impregnado de hermetismo cristiano (figura 4). Basándose en esos principios, el alquimista se propone llevar a cabo un proceso de vitalización de la materia, inyec­ tando en ella de manera progresiva ese espíritu vital que impreg­ na todo el cosmos. Es decir, por primera vez en la historia se desarrolla un programa de trabajo sistemático de manipulación de la materia basándose en teorías filosóficas acerca de la natu­ raleza del cosmos. La alquimia traslada al laboratorio lo que has­ ta entonces solo habían sido ideas para comprender el origen y funcionamiento de la creación. El alquimista solo actúa como un imitador del proceso creativo, como un actor que se comporta en su laboratorio como lo hace el agricultor en sus campos de labor: dispone la materia lo mejor que sabe y le proporciona los 62

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cuidados necesarios para que se desarrolle y florezca, al igual que hace el agricultor con sus semillas. El alquimista, como el agricultor, no hace sino seguir los pasos de la naturaleza, sin contravenirla ni forzar su voluntad transitando por caminos que no le son propios. Su actitud ante ella sería más bien la del profundo recogimiento de la pareja de campesinos que plasma el pintor francés Millet en su cuadro El Ángelus. Figura 4 ‘Espejo de toda la Naturaleza e Imagen del Arte’. Esquema del cosmos en el que se resalta la conexión entre sus diferentes elementos. La virgen que aparece en el grabado simboliza la Naturaleza y el Alma del Mundo.

Fuente: R. Fludd (1617): Historia técnica del macrocosmos y el microcosmos, Johann Theodor de Bry, Oppenheim.

Esa labor de imitador reservada al alquimista es de nue­ vo destacada en El testamento: “… el artista debe asemejar su magisterio a la operación de la creación… al crear una masa confusa que contiene los cuatro elementos”. Esta última 63

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expresión aparece de manera idéntica en el Libro del caos, una obra auténtica de Lulio escrita hacia 1275, clave de su pensa­ miento filosófico y religioso, y esa afinidad conceptual entre ambas nos permite comprender mejor por qué el autor de El testamento atribuyó su obra a Lulio. Para el alquimista, las fuerzas activas responsables de la creación siguen presentes en el cosmos en la actualidad, y es su propósito atraerlas para que impregnen la materia conte­ nida en el microcosmos representado en sus matraces. Por ese motivo, se asimila frecuentemente la obra alquímica a la creación descrita en el Génesis y, de manera análoga, aquella parte de una materia prima que identifica como el caos, esa masa confusa primordial mencionada en El testamento pseu­ doluliano, a partir de la cual se origina todo lo creado. La labor del alquimista no es sencilla, porque tiene que tomar sustancias concretas capaces de representar ese caos inicial y de atraer hacia sí el espíritu vital que impregna el cos­ mos. Recurre para ello a la analogía. Como se ha explicado anteriormente, se creía que los metales y minerales evolucio­ nan de manera espontánea en el interior de la tierra bajo la in­ fluencia de los astros. Por otra parte, las sustancias minerales parecen estar en el origen de la creación, y se observa que la tierra es la verdadera matriz en la que se gestan los vegetales. Por lo tanto, el alquimista toma compuestos de naturaleza mineral y metálica como materia prima de partida en sus operaciones de laboratorio, aunque los textos no identifican con claridad esa materia, a la que atribuyen nombres simbó­ licos diversos. A ese sustrato material, a esa “tierra informe” o caos, le va a añadir “semillas” de plata en primer lugar, y luego de oro, según se describe en los textos alquímicos grecoegipcios. Pero esas semillas metálicas solo pueden cre­ cer y desarrollarse, actuando así en la masa caótica inicial como un fermento, si se logra atraer el pneuma o espíritu universal de los alquimistas medievales. Para lograrlo, recu­ rren de nuevo a la analogía. Si los minerales metálicos y los metales evolucionan en el interior de la Tierra, entonces las sustancias químicas que los componen deben desempeñar 64

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un papel activo en ese proceso de gestación metálica. Entre ellas se encuentra sobre todo el azufre, que forma parte de los sulfuros metálicos, de los que se extraían la gran mayoría de los metales conocidos en la antigüedad. Además del azufre y de disoluciones de este elemento en agua de cal (hidróxido de calcio), a la que los textos alquímicos grecoegipcios parecen referirse con el nombre de “agua divina”, esos documentos describen el empleo de sustancias sulfurosas obtenidas me­ diante destilación, sobre todo de huevos. Según el historiador de la alquimia Frank Sherwood Taylor, una de las fracciones que se obtiene en la destilación de aquellos es un aceite ama­ rillento rico en compuestos de azufre y nitrógeno, que provie­ nen de las proteínas del huevo. El olor de esas sustancias se asemeja al del azufre y sus compuestos, e incluso su color es similar al del amarillo-anaranjado de las disoluciones de azu­ fre en agua de cal y, según ellos, concentraría en sí el aliento vital responsable de la generación de un polluelo en el seno del huevo cuando este se incuba. Una vez así aisladas, esas sustancias ricas en pneuma se ponían en contacto con la ma­ teria caótica que contenía las semillas metálicas para transfe­ rirles de esa manera su energía vital, una vez que esa materia estaba preparada para recibirla. Tenemos ahí el motivo por el que los alquimistas gre­­ coegipcios inventaron la destilación y la sublimación, para lograr la separación de los cuatro elementos fundamenta­ les que constituyen la materia según la filosofía aristotélica. Mediante la destilación y la sublimación (esta última con­ siste en la transformación de una sustancia sólida en vapor sin pasar por el estado líquido), se puede obtener la parte más pura de un compuesto, la volátil, quedando en el matraz de destilación la parte terrosa no volátil. Así, las sustancias sulfurosas volátiles obtenidas por destilación serían ricas en los elementos Aire y Fuego, asociados en la filosofía estoica al pneuma o aliento vital. No es extraño que los productos líquidos destilados se asociasen al fuego porque, cuando se destilan sustancias biológicas como los huevos, los produc­ tos que se obtienen son ricos en carbono e hidrógeno y son, 65

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por lo tanto, combustibles. El caso más extremo sería el del alcohol etanol obtenido mediante la destilación del vino; fue obtenido por primera vez por los alquimistas árabes, aunque era desconocido para los grecoegipcios; es muy volátil y arde con facilidad sin dejar residuo. Por ese motivo era considera­ do como el elemento fuego en estado casi puro. Por lo tanto, los primeros alquimistas se propusieron traducir a prácticas experimentales lo que hasta entonces no habían sido más que concepciones de naturaleza filosófica y además diseñaron equipos de laboratorio, como los alambi­ ques, para llevarlas a cabo. Ello supuso un salto trascendental en la evolución del pensamiento, ya que por primera vez en la historia se desarrolla un programa de trabajo experimental guiado por consideraciones teóricas, por especulaciones acer­ ca de la constitución de la materia y de los factores y fuerzas que determinan su evolución. Mientras que las técnicas destilatorias se diseñaron para obtener compuestos ricos en pneuma, se inventaron otros aparatos para someter diversos materiales, en particular los metales, a la acción de esas sustancias volátiles o “espíritus”. Uno de ellos era el conocido como kerotakis, diseñado por los alquimistas grecoegipcios inspirándose en el instrumen­ to usado por los pintores griegos para preparar los colores a la cera. Consistía en un tubo cilíndrico cuya parte inferior actuaba como un pequeño horno, sobre el cual se colocaba un recipiente con la sustancia que se quería volatilizar, mien­ tras que en la parte superior del cilindro había un soporte sobre el que se vertía la sustancia, normalmente un metal, que se sometía a la acción de los vapores que provenían del recipiente inferior. La sustancia que se vaporizaba podía ser azufre o compuestos de azufre, los productos que se obte­ nían en la destilación de huevos u otras sustancias volátiles consideradas también por ello como “espíritus”. Cuando se volatilizaba azufre en el kerotakis, este reaccionaba con los metales que se colocaban en la parte superior para formar sulfuros metálicos, lo que se consideraba una manera de re­ gresar los metales a su estado original, el que tenían en el 66

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interior de la tierra, en la que, recordemos, se encontraban en estado vegetativo. Otras sustancias volátiles capaces de alterar profunda­ mente el aspecto de los metales, de hacerles perder por con­ siguiente su “forma”, también eran considerados “espíritus” capaces de captar el espíritu universal. Además del azufre y sus compuestos, se utilizaban para tal fin los compuestos de arsénico y mercurio, a los que los alquimistas árabes añadie­ ron el cloruro de amonio, conocido en la antigüedad con el nombre de sal amoniaco. Con los tratamientos con esos espíritus, los metales perdían su forma original y se transformaban en compues­ tos de aspecto pulverulento que eran ricos en pneuma. De esta manera, la materia ya estaba lista para evolucionar hacia un mayor grado de perfección, ayudada por las operaciones que efectuaba el alquimista a continuación. Para el éxito de esas operaciones, los textos aconsejan imitar las condiciones físicas que prevalecen en la naturaleza. Según El testamento pseudoluliano: “Lo que las fuerzas naturales y celestes hacen en los vasos naturales, es decir, en los lugares en los que se en­ cuentran los metales en estado natural, lo hacen también en el interior de los vasos artificiales cuando estos son construidos a la manera de los vasos naturales”. Por lo tanto, el alquimista debe recrear en su laboratorio incluso la manera en la que los metales están dispuestos en las minas, en las que se encuentran en la oscuridad y some­ tidos a un calor moderado y constante, de la misma manera que se incuba un huevo. No olvidemos que el pensamiento alquímico es esencialmente analógico, como lo es por otra parte el de las sociedades tradicionales. El alquimista imita ese proceso de gestación encerrando sus materias en un ma­ traz de forma esférica u ovoide, que se denomina en los textos “huevo filosófico”, y que contiene en sí todo lo necesario para que la materia evolucione sin añadir ni quitar nada más. Ese recipiente se calienta a temperatura moderada, uniforme y constante durante largos periodos de tiempo en hornos espe­ cialmente diseñados para ello. 67

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Si todo ha sido dispuesto de manera satisfactoria, la ma­ teria preñada de espíritu universal va a gozar de propiedades peculiares, distintas a las de la materia común, que le van a permitir vegetar, crecer y desarrollarse para alumbrar final­ mente una sustancia extraordinariamente pura que concentra en el más alto grado la energía vital del cosmos. Los textos denominan a esa sustancia piedra filosofal. Este es el punto en el que la alquimia se separa de la química. Newton era bien consciente de ello cuando distinguía entre la que llama­ ba “química vulgar”, que trata de los compuestos ordinarios que son objeto de la química convencional, de la “química vegetativa”, propia de la materia vitalizada obtenida mediante procedimientos alquímicos. Los procesos mediante los que se despojaban los meta­ les de sus propiedades sensibles, las que se perciben a través de los sentidos, como dureza, brillo, ductilidad, es decir, de su “forma”, eran de capital importancia, ya que esa carencia de forma era un requisito indispensable para su evolución y perfeccionamiento. Los alquimistas de todos los tiempos han llevado a cabo investigaciones con el propósito de en­ contrar nuevos procedimientos más efectivos para lograr ese objetivo, despojarlos de su forma y hacerlos así más suscep­ tibles de ser vitalizados mediante el pneuma. Ello se lograba dividiendo la materia en partes muy pequeñas, hasta que tuvieran aspecto pulverulento, o bien formando amalgamas con el mercurio o disolviéndola. El testamento se refiere a ello con el término “sutilización”, hacer la materia más su­ til: “Cuanto más sutilizada esté la materia, tanto más y me­ jor tendrá las virtudes de la naturaleza celestial y superior”. Como afirma ese pasaje, la operación de incorporación del pneuma en la materia estaba sujeta a factores cosmológicos, a una influencia del cielo. Regresaremos a ese aspecto más adelante. Las investigaciones emprendidas por los alquimistas para sutilizar la materia desembocaron en el descubrimiento de nuevas sales metálicas, muchas de ellas solubles, y sobre todo en el de los ácidos minerales, siendo el ácido nítrico el 68

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primero en ser descubierto. La capacidad que tiene el áci­ do nítrico de atacar los metales formando sales solubles, los nitratos, que también se extendía al oro cuando al ácido nítrico se le añadía cloruro amónico, era vista como algo extraordinario, ya que transformaba los metales, incluido el oro, en un “agua” en la que el metal era completamen­ te imperceptible, para nosotros una disolución acuosa; para ellos, una señal inequívoca de la división del metal en partes pequeñísimas invisibles a simple vista, es decir, de su “sutili­ zación”. Por este motivo tuvo importancia el descubrimien­ to del ácido nítrico por los alquimistas europeos en el siglo XIII. Persiguiendo ese mismo objetivo, Newton estuvo tra­ bajando en sus primeros estudios alquímicos con cloruros metálicos, un grupo de compuestos químicos salinos a los que pertenece la sal común. Más tarde abandonó esa línea de estudio para dedicarse a experimentar con aleaciones y amalgamas metálicas. En la figura 5 se presenta un esquema de los principales métodos de sutilización de la materia uti­ lizados por los alquimistas. Figura 5 Esquema de los principales métodos de sutilización de la materia empleados por los alquimistas en diversos periodos históricos. Sulfuros metálicos finamente divididos

Alquimistas árabes, XI d.c.

Cloruros metálicos volátiles o pulveruletos

Cloruro amónico

Alquimistas grecoegipcios, III d.c.

Azufre Mercurio Metales

Agua regia Solubilización de oro

Amalgamas líquidas/semisólidas

Geber latino, XIII d.c.

Fuente: Elaboración propia.

Una vez emprendida la operación alquímica, ¿tenía el alquimista alguna manera de saber si la materia evolucionaba 69

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en sus matraces según el rumbo deseado? Los textos afirman que ese proceso de transformación transcurre a través de una secuencia de colores cada uno de los cuales señala una etapa del mismo. La aparición de estos colores proporcionaba al practicante del arte, al “artista químico”, como a veces se denominaban, unas indicaciones preciosas sobre la buena marcha de las operaciones. La primera etapa está marcada por la aparición del color negro, característico de la materia informe, del caos inicial, y se denomina por ello en griego melanosis, la nigredo de la alquimia latina, la “obra al negro”, Opus nigrum en latín, que inspiró la novela homónima de la escritora Marguerite Yourcenar, y que también da título a una de las enigmáticas composiciones del pintor español Pablo Palazuelo (1915-2007). Al cabo de un tiempo, ese color de­­ saparece en la segunda fase, adquiriendo la materia un color blanco resplandeciente. Es la leukosis, el albedo. La aparición del color amarillo marca la tercera etapa, aunque los textos describen en ocasiones la formación de un color verde des­ pués del blanqueamiento de la materia, lo que evidencia su naturaleza vegetativa, una materia vitalizada que evoluciona hacia la cuarta y última etapa, la rubedo o enrojecimiento, en la que el contenido del matraz se reviste de un color rojo in­ tenso o púrpura y adquiere un aspecto cristalino. Es la piedra filosofal de la alquimia medieval latina, una sustancia con el máximo grado de perfección, una perfección que va a trans­ mitir a las sustancias con las que entre en contacto. A medida que la materia cambia de color, también lo hace su aspecto, que comienza a asemejarse al de las especies vegetales. Varias personas que frecuentaron el laboratorio de Cockren en Londres describen así lo que observaron durante sus visitas: Cuando lo vi por primera vez, el árbol acababa de brotar de la masa metálica oscura que los alquimistas denominan “signo del cuervo”. Era muy pequeño; pero durante los meses que visité a Cockren, lo vi crecer en el vidrio sellado herméticamente. La forma de las hojas era como la de un cactus, de oro puro; [la materia] había florecido en una forma 70

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semejante a una flor, dispuesta como los pétalos alrededor de un centro, todo de un brillante color naranja escarlata… manteniendo esta materia a un calor constante durante largo tiempo, Cockren ha provocado su crecimiento; tenía ramas como un árbol.

La descripción de ese fenómeno de formación de estruc­ turas arborescentes concuerda con el aspecto de lo que en química se conoce como “árboles metálicos”, en particular el “árbol de Diana”. Este último consiste en pequeños cristales de plata que al unirse entre sí adoptan formas arborescen­ tes y se produce cuando se añade mercurio a una disolución de nitrato de plata. Sin embargo, el fenómeno puede ser de naturaleza distinta, a juzgar por los experimentos realizados por el historiador Lawrence Principe para replicar en el la­ boratorio un procedimiento alquímico practicado por Boyle, cuyos detalles se encontraron entre los papeles pertenecientes al archivo personal de este último, que a su vez se basan en el procedimiento que el alquimista Starkey le comunicó. En ese procedimiento, una aleación de antimonio y plata se trata con mercurio hasta formar una amalgama, que se destila a continuación para separar de ella el mercurio, que se vuelve a amalgamar. Reiterando este proceso varias veces, se obtie­ ne finalmente una sustancia con la apariencia del mercurio, que se correspondería con lo que los alquimistas denominan mercurio filosófico, uno de los ingredientes imprescindibles para realizar la Gran Obra. Recodemos que el mercurio es uno de los “espíritus” de la tradición alquímica. Cuando esa sustancia mercurial se pone en contacto con oro en un matraz y se calienta suavemente, se observa al cabo de un tiempo el desarrollo de estructuras que se asemejan a un pequeño ar­ busto en crecimiento. Además, al añadir oro a ese mercurio especial se desprende calor, cosa que no ocurre con el mer­ curio común. Sea cual fuere la explicación del fenómeno, lo observa­ do en el laboratorio corresponde fielmente con la descripción que se hace de él en los documentos de Boyle. Es decir, se ha logrado replicar con éxito un antiguo experimento alquímico. 71

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Este tipo de estudios revisten sin duda interés histórico, ya que permiten comprender mejor la naturaleza material de las prácticas alquímicas. Sin embargo, no conviene olvidar que esos trabajos están presididos por encima de todo por el convencimiento de que existe una correspondencia entre el cosmos y los acontecimientos que ocurren en la Tierra, en­ tre el macrocosmos y el microcosmos, como afirma la Tabla de esmeralda: “Lo que está arriba es igual a lo que está aba­ jo”. Ya vimos que el objetivo de la sutilización de la materia es, según El testamento pseudoluliano, que adquiera “las vir­ tudes de la naturaleza celestial y superior”. Un grabado del siglo XVII muestra de manera muy elocuente la vitalización de la materia bajo la influencia del sol, la luna y las estrellas (figura 6). Figura 6 Representación de la vivificación de la materia por el espíritu universal.

Fuente: Grabado perteneciente al comentario de Hortulanus al libro La Nueva Luz Química. J. J. Manget (1702): Bibliotheca Chemica Curiosa, Chouet, Ginebra.

Esa vivificación de la materia se produce sobre todo en la primavera, entre los meses de marzo y mayo, cuando la 72

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naturaleza despierta después del letargo invernal y comien­ za a manifestar su vitalidad al incrementarse la actividad del pneuma en el planeta. Esa vitalidad es la que se desea capturar y por eso la primavera era la época señalada para la ejecución de las fases esenciales de la Gran Obra. Son numerosos los grabados alquímicos que señalan esa estación con los símbo­ los de los correspondientes signos astrológicos, Aries, Tauro y Géminis. Algunos tratados recomiendan incluso el uso en las operaciones alquímicas del rocío recogido en primavera, como se muestra en una lámina del Mutus Liber (1677), un tratado que solo contiene 15 grabados, sin ningún texto que los acompañe (figura 7). Figura 7 Recolección del rocío.

Fuente: J. Sulat (1677): Mutus Liber, Pierre Savoret, La Rochelle, 4º grabado.

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El triunfo hermético (1689), de Limojon de Saint-Didier, uno de los tratados alquímicos más apreciados por Newton, se abre con un grabado que expresa de manera muy elocuen­ te la conjunción del cosmos con la materia (figura 8). Figura 8 Conjunción del cosmos con la materia.

Fuente: A. T. Limojon de Saint Didier (1689): El triunfo hermético, Henry Wetstein, Ámsterdam.

Debido a la creencia en una íntima relación entre los cielos y la Tierra, se suele denominar a la alquimia como “astronomía inferior”. El alquimista, médico y matemático británico John Dee desarrolló una teoría sobre la operación de las influencias astrológicas sobre la esfera terrestre, basada en la emanación de las virtudes celestes como rayos que se propagan de la misma manera que la luz visible. Por ello, esas virtudes pueden ser es­ tudiadas y manipuladas mediante la ciencia de la óptica. Esas nociones ya fueron expresadas por Paracelso, y aún antes por el 74

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benedictino Johannes Trithemius (1462-1516), pero el prede­ cesor de todos ellos fue, como veremos enseguida, el francisca­ no británico Roger Bacon en el siglo XIII. Por lo tanto, se pensaba que las influencias cosmológicas tenían un efecto real y operativo sobre la Gran Obra y eran susceptibles de ser manipuladas. Entre ellas se encontraba la radiación lunar, por lo que se aconsejaba trabajar entre las fases de cuarto creciente y luna llena, cuando la intensidad de su luz se aproxima a su máximo. Según los textos, si el alquimista había sido capaz de ejercer adecuadamente su magisterio y agraciado con el don de Dios que supone el conocimiento de la Gran Obra, en­ tonces podía llegar a la culminación de su ardua labor con la obtención de la piedra filosofal, en la que la palabra “pie­ dra” designa un producto cristalino, una expresión similar a la que se utiliza para designar a las piedras preciosas. Pero esa sustancia no era aún capaz de transmutar los metales en oro. Para lograrlo, era necesario orientarla hacia ese metal, transformándola así en piedra transmutatoria. Esto se ha­ cía mezclándola con una cierta proporción de oro fundido, lo que daba lugar a una sustancia cristalina densa, de co­ lor rojo rubí. Cuando se añadía una pequeña cantidad de esa sustancia a un metal fundido o mercurio caliente, este se transformaba en oro, según afirmaban los textos. Otras versiones menos perfectas de ese producto solo permitían transmutar el metal en plata, pero no en oro. Los alqui­ mistas interpretaban este proceso transmutatorio como una fermentación, en la que la piedra transmutatoria actuaría como un fermento que sería capaz de transformar toda la masa de metal, al igual que lo hace una pequeña cantidad de levadura con la masa de trigo durante la elaboración del pan. Teniendo en cuenta que era una creencia generaliza­ da que los metales evolucionan de manera natural en las minas para transformarse finalmente en oro, los alquimis­ tas creían que la piedra filosofal simplemente aceleraba ese proceso natural, actuando por lo tanto como un catalizador del mismo. 75

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Aunque parezca sorprendente, y ciertamente lo es, se co­ nocen tantos relatos de testigos que afirman haber presencia­ do esas transmutaciones que aquellos forman un subgénero propio dentro de la abundante y variada literatura alquímica. Un libro de 1784 recoge un total de 112 casos históricos de transmutaciones, que alcanzan su apogeo en la segunda mi­ tad del siglo XVII, aunque también los hay en el siglo XVIII. En la corte del emperador Rodolfo II en Praga, en la corte imperial de Viena, pero también en diversas ciudades de los Países Bajos, Francia e Inglaterra, aparecían individuos que efectuaban transmutaciones ante numerosos testigos utilizan­ do especímenes de piedra filosofal (los textos también se re­ fieren a la piedra transmutatoria con esa expresión), aunque en numerosas ocasiones declaraban que no había sido prepa­ rada por ellos, sino que la habían obtenido por medios diver­ sos. Varios de esos casos fueron tan notables que se acuñaron monedas y medallas para conmemorar tan extraordinarios acontecimientos, y decenas de esos objetos se encuentran hoy día formando parte de las colecciones de diversos museos europeos, en ciudades como Núremberg, Dresde, Múnich y Praga. Varias de esas medallas se han analizado con técnicas analíticas modernas, y algunas han resultado estar compues­ tas de oro muy puro, mientras que otras están formadas por aleaciones de cobre y oro o solo están recubiertas de una fina capa de oro, y algunas resultaron ser de plata. Obviamente, el hecho de que algunas de esas piezas estén compuestas de oro muy puro no significa necesariamente que este proceda de una transmutación, pero contribuye a mantener el enigma. De cualquier forma, esos sucesos tienen una gran importan­ cia histórica, porque al ser ampliamente difundidos a través de relatos verbales, cartas y publicaciones diversas, contri­ buyeron en buena medida a mantener viva la creencia en la alquimia en una época en la que el interés que despertaba en los medios académicos comenzaba a declinar. El periodo en el que Boyle y Newton se dedicaron a ella coincide con la mayor proliferación de sucesos, que constituían a ojos de ambos, y por supuesto también de sus contemporáneos, una prueba 76

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convincente de la veracidad de los objetivos de la Gran Obra, y sin duda supusieron un valioso estímulo para continuar con su búsqueda alquímica. Robert Boyle fue testigo de una transmutación de plomo en oro efectuada en su propio labo­ ratorio con la piedra filosofal proporcionada por un descono­ cido que acudió a él con el propósito de demostrarle el poder transmutatorio de esa sustancia. Boyle, impresionado por lo que había visto, solía llevar consigo un fragmento de ese oro artificial como recuerdo de tan extraordinario acontecimien­ to. El conocido médico y químico Van Helmont también fue testigo en el siglo XVII de una transmutación de mercurio en oro, en la que pesó cuidadosamente el oro obtenido y la canti­ dad de sustancia transmutatoria utilizada. El cociente de am­ bos, o potencia transmutatoria, fue de 19.186. Es decir, una parte de piedra filosofal era capaz de producir casi 20.000 veces su peso de oro. Junto a esos ejemplos de transmutaciones tenidas como auténticas por sus contemporáneos, también proliferaron los casos de farsantes que pretendían obtener dinero a cambio de revelar el secreto de la fabricación de la supuesta piedra filosofal que decían poseer. Los verdaderos alquimistas, como el alemán Michael Maier, denunciaban esas prácticas fraudu­ lentas en sus escritos, en los que enumeraban los métodos de los que se valían esos estafadores para engañar a sus víctimas, porque minaban la credibilidad de la alquimia y nadie más interesados que ellos en desenmascararlos.

La alquimia medicinal Como se acaba de exponer, el objetivo de la alquimia es llevar la materia a su máximo grado de perfección. Esto se pue­ de aplicar tanto a la materia que denominamos inorgánica o inanimada, como los metales, con su transmutación en pla­ ta y oro, como al perfeccionamiento de los otros órdenes de la creación, y en particular del hombre, mediante la utiliza­ ción de la alquimia para preparar medicinas. En este último 77

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objetivo hay que distinguir dos aspectos, que se tratarán por separado. Por una parte, la concepción de que la piedra fi­ losofal y las sustancias obtenidas mediante procedimientos análogos a los que se utilizan en su preparación son capaces de influir de manera positiva en los organismos biológicos. Por otra, la utilización de aparatos y procedimientos que ini­ cialmente surgieron en el seno de la alquimia, como la desti­ lación, para preparar medicamentos. Este último aspecto se tratará en el capítulo siguiente. La primera referencia en el occidente latino a que la al­ quimia puede tener alguna relación con el estado de salud del cuerpo humano aparece en un pasaje de Opus tertium (La tercera obra). Su autor distingue en él dos partes de la alqui­ mia, la alquimia teórica y la alquimia práctica. La primera es la “ciencia que estudia todas las cosas inanimadas y la gene­ ración de todas las cosas a partir de los elementos [se refiere a los cuatro elementos aristotélicos]”. La alquimia práctica trata de dos aspectos distintos: “La confección de metales no­ bles, de colores y cosas artificiales… y de prolongar la vida humana por mucho tiempo”. Las ideas de Bacon sobre al­ quimia medicinal se inspiran sobre todo en la obra De anima (Sobre el alma), impresa en 1571, pero que ya en el siglo XIII, cuando la conoce Bacon, circulaba en copias manuscritas. Esa obra es una traducción latina y una compilación de tres tratados alquímicos árabes cuyos originales no se conocen. La mayor parte de De anima se redactó en al-Ándalus y el conjunto se tradujo al latín hacia 1230 en uno de los reinos cristianos de la península, o al menos por alguien que sabía castellano. La obra se atribuye erróneamente al famoso médi­ co árabe Avicena, pero se ignora quién fue su verdadero autor o autores. En De anima se expone la teoría del elixir característi­ ca de la alquimia jabiriana y la transmutación de los meta­ les corrientes en oro, que se consideraba una curación de aquellos, y la sustancia o elixir que la lleva a cabo se asimila por ello a una medicina, porque cura al metal de la corrup­ ción y degradación. Además, se exponen en ella numerosas 78

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analogías entre la medicina galénica y la alquimia, pero no es un tratado de medicina ni contiene ninguna referencia a la posible aplicación medicinal de productos de origen alquí­ mico. Sin embargo, los elementos que figuran en ese escrito fueron suficientes para inspirar a Bacon su teoría del elixir, en la que expone un método alquímico para obtener sustan­ cias que serían capaces de prolongar la vida humana mucho más allá de lo que era corriente en sus días, y también en los nuestros. Según él, para alcanzar los límites de la vida huma­ na tal y como ha sido establecido por Dios y la naturaleza, el hombre puede utilizar la potencia de la alquimia, la astrono­ mía y la óptica. A pesar de su caída en el pecado, argumenta Bacon, el ser humano podría vivir mil años, como lo atestigua la longevidad de los antiguos patriarcas bíblicos. Sin embar­ go, después del diluvio la vida humana se ha ido acortando progresivamente, generación tras generación, pero ese proce­ so degenerativo que nos conduce a una muerte prematura es antinatural y se podría remediar recurriendo a esas tres cien­ cias. Para lograr ese objetivo, Bacon propone la elaboración de un elixir partiendo de sangre humana, mencionada fre­ cuentemente en De anima, ya que suponía que en ella reside el alma del hombre. Tras una serie de operaciones alquímicas, se obtendría un producto que representaría en sí mismo el equilibrio perfecto de los cuatro elementos. No obstante, para que sea efectivo tiene que recibir la influencia de los astros, cuya luz debe concentrarse sobre la materia mediante instru­ mentos ópticos, en particular con espejos ardientes (espejos cóncavos que concentran la luz en su centro). Tenemos así explicado el papel reservado a cada una de las tres ciencias referidas por Bacon en la preparación de su elixir. Cuando un ser humano ingiere esa sustancia perfectamente equilibrada, esa cualidad se propaga por su cuerpo, transfiriéndole su pro­ pia perfección y prolongando así su vida. Bacon insiste en sus escritos acerca del conocimiento astrológico que debe tener el “experimentador perfecto”, o alquimista, para operar en el laboratorio bajo la influencia de constelaciones favorables. 79

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La propuesta de Bacon de utilizar sangre humana para preparar su elixir apenas fue secundada. Posiblemente ello se debió en parte a que si el elixir que se obtenía a partir de ella funcionaba comunicando su perfección al cuerpo humano, ¿no podría ocurrir eso también con la piedra filosofal obte­ nida a partir de ingredientes minerales, que al fin y al cabo también era una sustancia perfecta cuya perfección transmi­ tía a los metales al transmutarlos en oro? Así razonaron los alquimistas latinos posteriores a Bacon, y ya en El testamento se encuentran referencias explícitas a la actividad curativa de la piedra filosofal sobre el cuerpo humano, así como sobre los animales y plantas. Una noción análoga se encuentra también en El rosario pseudoarnaldiano. En ese ambiente en el que se difundía la idea de la actividad terapéutica de la piedra filo­ sofal, el franciscano Juan de Rupescissa (ca. 1310-ca. 1365) propuso una nueva teoría para obtener productos de alta ca­ pacidad curativa mediante procedimientos alquímicos dife­ rentes de los utilizados para elaborar aquella, inaugurando así la farmacología alquímica. Reconstruyamos paso a paso el modo de pensar de Rupescissa para comprender cómo llegó a formular su famosa teoría de la quintaesencia. Todos los cuerpos sublunares (los que existen en la Tierra) compuestos por los cuatro elementos están sujetos a corrupción y degradación, como sabemos bien por experien­ cia. Sin embargo, los objetos celestes, el Sol, los planetas y las estrellas giran en sus órbitas continuamente, año tras año, sin que muestren la menor señal de decaimiento, son inmutables. ¿Cómo es posible que ocurra eso? Para explicarlo, hay que su­ poner que los astros están formados por algún elemento dis­ tinto a los cuatro conocidos en nuestro planeta, un elemento no sujeto a degradación. Ese quinto elemento forma las espe­ cies celestes, la materia incorruptible del cosmos, formulado por Platón en el Timeo, denominado éter por Aristóteles. En el proceso de la creación, durante la separación de los cuatro ele­ mentos a partir del caos original, una pequeña porción de ese quinto elemento o quintaesencia quedó atrapada, por así decir, entre los cuatro elementos que forman la materia terrestre. Si se 80

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lograse liberarlo de su prisión, el quinto elemento se manifes­ taría en todo su esplendor y con todas sus propiedades, pero ¿cómo lograrlo? La propiedad más notable de los cuerpos celestes es su movimiento perpetuo e inmutable en órbitas circulares alrededor de la Tierra (en la época de Rupescissa aún faltaban dos siglos para la revolución copernicana), y el movimiento circular era considerado en el pensamiento me­ dieval como la forma perfecta de movimiento. Siendo que las propiedades macroscópicas de los cuerpos dependen de los elementos que los forman (una opinión por otra parte no muy diferente de la de la ciencia moderna), el movimiento circular de los astros debía ser una propiedad inherente al quinto elemento o quintaesencia del que están constituidos. Rupescissa establece así un vínculo causal entre la perfección de la quintaesencia y el movimiento circular. Por lo tanto, si se pudiese someter a la materia terrestre a un movimiento circular análogo, la quintaesencia presente en ella en estado latente se activaría y podría por fin manifestarse. Al igual que lo han hecho los alquimistas de todos los tiempos, Rupescissa utiliza esa teoría para diseñar un aparato de laboratorio espe­ cífico, denominado vasija circulatoria, que se representa en la figura 9. La sustancia líquida que se desea activar se introduce en esa vasija circulatoria cerrada, que se calienta durante meses a una temperatura moderada y constante, no más que la que proporciona el estiércol de caballo (en esa época aún no se conocía el termómetro). Como consecuencia, el líquido de la vasija se evapora parcialmente, y sus vapores condensan en la parte superior del recipiente, formando gotas que escurren por las paredes y por esos tubos laterales a modo de brazos que conectan la parte superior de la vasija con la inferior, cayendo de nuevo al fondo. Como consecuencia, la materia está sometida a un ciclo continuo de evaporación y conden­ sación, por lo que verdaderamente “circula” en la vasija. Es decir, el líquido en la vasija imita el movimiento circular de los astros en el cosmos, y como consecuencia la quintaesencia se va manifestando progresivamente. De esa manera, se podía 81

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conseguir una réplica terrestre de la materia celeste incorrup­ tible, el cosmos en la retorta. Figura 9 Representación de la vasija circulatoria, también denominada pelícano.

Fuente: Adaptada a partir de G. della Porta (1608): De distillatione Libri IX, Ex Typographia Rev. Camerae Apostolicae, Roma, p. 39.

Para que una sustancia pueda ser “circulada” en la va­ sija circulatoria, debe estar en estado líquido, y a la que se prestó primeramente atención para convertirla en verdadera quintaesencia fue al alcohol extraído del vino, el etanol. La destilación del vino para obtener alcohol era bien conocida en época de Rupescissa, gracias en gran medida a los escritos de Vilanova. El alcohol tiene la capacidad de impedir la pu­ trefacción de los cuerpos que se sumergen en él, por lo que se consideraba un buen punto de partida para la preparación de su quintaesencia. Pero el alcohol en sí mismo no es la quin­ taesencia del vino, sino que debe ser “circulado” para que se transforme en sustancia quintaesencial. La preparación de la quintaesencia de una materia de­ terminada consta de dos etapas: la obtención de una sustancia líquida mediante destilación de esa materia, como el alcohol a partir del vino, y en segundo lugar su “circulación” en la vasija. Si la materia original era sólida, entonces había que transformarla de alguna manera en un líquido destilable. Así, 82

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la quintaesencia de los metales, como el antimonio o el hierro, se preparaba añadiendo vinagre a los óxidos correspondien­ tes; tras disolverse en el vinagre, se destilaban, y el destilado, “unas gotas rojas como sangre”, según afirma Rupescissa en el caso del antimonio, era circulado. Así se describen en El tesoro de los remedios secretos de Evónimo Filiatro (1557), del médico Conrad Gesner, los cam­ bios que ocurren en la vasija circulatoria en el caso del etanol: El licor del vino, a fuerza de continuos ascensos y descensos, llega a convertirse en verdadera quintaesencia… el vino destilado contiene en sí, todavía, los cuatro elementos, pero por el continuo movimiento y agitación en las ininterrumpidas bajadas y subidas queda convertido de corruptible en casi incorruptible… se separa lo grueso de lo sutil y lo impuro de lo puro… tenemos que creer que, por tales movimientos, la materia elemental se convierte en sustancia casi espiritual… los que lo huelen se creen transportados de la tierra al paraíso al captar esta fragancia celestial.

Como muestra ese pasaje, los textos describen un cam­ bio en la naturaleza del alcohol perceptible a través de los sentidos, en particular su olor. ¿Corresponde esa descripción a un fenómeno observado realmente? Cabría pensar que el alcohol experimenta alguna reacción química al ser tratado de esa manera durante largos periodos de tiempo en recipien­ tes fabricados con un vidrio que era mucho menos estable químicamente que los que se utilizan hoy día, pero habría que replicar ese procedimiento para saberlo. Se encuentra en la teoría de la quintaesencia la misma característica esencial que preside los trabajos alquímicos di­ rigidos a la preparación de la piedra filosofal, la búsqueda de la perfección terrestre recurriendo a la imitación de pro­ cesos cosmológicos. Además, el franciscano Rupescissa sitúa su labor alquímica de búsqueda de la perfección material en el marco general de su pensamiento teológico sobre la re­ generación del mundo como un factor que podía ayudar a alumbrar una nueva Tierra más perfecta. Su obra tuvo un 83

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enorme impacto en la cultura latina medieval y sobre todo en el desarrollo de la farmacología, ya que fue la precursora de la preparación de medicamentos por procedimientos quí­ micos. Sus pasos serán seguidos después por Paracelso y los paracelsistas, aunque a medida que su obra se difunda se irá olvidando progresivamente el marco conceptual cosmológico y religioso que la vio nacer. Pero su obra es importante tam­ bién por otro motivo, al ser la primera vez en la historia de la cultura latina que se propone la elaboración de medicinas mediante procedimientos químicos partiendo de unos prin­ cipios teóricos que guían su elaboración y explican su modo de actuación.

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CAPÍTULO 3

Ciencia y alquimia

La química es omnipresente en nuestra sociedad. Su finalidad práctica poco tiene que ver con los objetivos que persiguen los alquimistas, los antiguos y los modernos, pero no hay que olvidar que las enormes torres de destilación de las refine­ rías, la preparación de medicamentos, los instrumentos que hoy son corrientes y tan característicos de los laboratorios de química, todos ellos tienen su origen en los trabajos de los alquimistas. Por lo tanto, tenemos que admitir que diversos conocimientos que inicialmente formaron parte integral de la alquimia, y se desarrollaron solo en su seno, experimentaron con el transcurso del tiempo un proceso de transferencia pro­ gresivo hacia la ciencia y la técnica profanas, evolucionando dentro de estas últimas ya de una manera independiente y completamente desligada de sus orígenes alquímicos. La historia de ese proceso de transferencia es muy com­ pleja, y no siempre es fácil diferenciar en el pasado la alquimia de la química. Es frecuente confundir ambas en un batiburri­ llo incomprensible, un cajón de sastre en el que tanto cabe la búsqueda de la piedra filosofal, la farmacología alquímica, la manufactura de pigmentos, la del vidrio o la metalurgia. Cualquier manipulación de la materia anterior al siglo XVIII se suele calificar como alquímica, seguramente por ignorancia 85

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de esta última, pero, al hacerlo así, es imposible comprender cómo se desarrolló la química fuera del ámbito de la alquimia y cómo es posible que esta siga existiendo después de que la química adquiriese carta de naturaleza como disciplina cien­ tífica independiente en el siglo XVIII. Si la alquimia no hu­ biese sido más que una especie de “prequímica”, ¿por qué no desapareció con la emergencia de la química? Obviamente, como hemos visto, porque nunca lo fue. El proceso histórico de transferencia de saberes desde la alquimia hacia la ciencia y la tecnología se produjo en dos ámbitos distintos. Por una parte, en los aspectos materiales, los instrumentos y procesos de laboratorio y los productos que se obtenían en ellos; por otra, en todo lo relacionado con las teorías sobre la constitución de la materia. Pero el lega­ do más importante de la alquimia es precisamente la inven­ ción del laboratorio. En el seno de la alquimia, y por primera vez en la historia, se desarrolla un programa de trabajo ex­ perimental guiado por consideraciones filosóficas acerca de la constitución de la materia y de los factores y fuerzas que rigen su evolución y, por si fuera poco, la ejecución de ese programa requirió concebir y construir equipos de laborato­ rio muy especializados, sin parangón con el instrumental que se utilizaba habitualmente en los talleres metalúrgicos de la época. Es decir, los alquimistas grecoegipcios inventaron el concepto de laboratorio. Antes de ellos, solo existían talleres de artesanos. Sin embargo, algo esencial diferencia un labora­ torio alquímico de un laboratorio de investigación científica. Este último es, en su conjunto, un instrumento muy preciso que sirve para interrogar a la naturaleza mediante la reali­ zación de experimentos y las respuestas que se obtienen, es decir, los resultados de los experimentos son interpretados a la luz de las teorías científicas del momento que, o bien son confirmadas, o bien refutadas, estableciéndose así una per­ petua dialéctica entre la teoría y la práctica, en la que esta solo nos permite obtener conclusiones siempre provisiona­ les acerca de la validez de los supuestos teóricos. Este modo de pensamiento científico es ajeno a la alquimia, porque esta 86

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concibe el laboratorio no para formular preguntas, porque los alquimistas creen tener un conocimiento absoluto de la es­ tructura básica del cosmos y de su modo de funcionamiento, sino como un espejo en el que contemplar la obra del creador. Es decir, en la alquimia la práctica de laboratorio está dirigida por un conjunto de creencias que, a diferencia de lo que ocu­ rre en la ciencia moderna, jamás son puestas en entredicho por las observaciones experimentales. En realidad, el alqui­ mista no realiza experimentos en sentido estricto, sino que ejecuta una labor similar a la del agricultor, ¿experimenta este cuando siembra? Recordemos que el objetivo de la alquimia es replicar, imitar el proceso de la creación. En la búsqueda del mejor modo para lograrlo, se han producido ciertamente innovaciones respecto a los materiales que se utilizan o la ma­ nera en la que se transforman, pero sin apartarse del objetivo principal. Las sustancias y las técnicas con las que se trabaja­ ba en la alquimia helenística no son idénticas a las de Newton y Boyle, pero sí lo era el propósito con el que se utilizaban. No existen manuales, libros de texto que le enseñen al alquimista paso a paso cómo debe realizar su trabajo de la­ boratorio. Debe por lo tanto interpretar los escritos, buscar por sí mismo. Y en ese proceso de búsqueda, de tratamiento de sustancias variadas en distintas condiciones, en las calci­ naciones, destilaciones, sublimaciones a las que se sometía la materia, se descubrieron sin duda sustancias nuevas, dotadas a menudo de propiedades curiosas que despertaron su aten­ ción.Y no fueron pocos los alquimistas que, sorprendidos por sus propiedades e interesados por sus aplicaciones prácticas, describieron en sus escritos esas nuevas sustancias y el modo en el que se prepararon, aunque no formaran parte del nú­ cleo central del proyecto alquímico. En muchos de esos tex­ tos, la preparación de esas sustancias era además descrita en un lenguaje relativamente claro, que hacía posible su réplica fuera del ámbito estricto de la alquimia, a diferencia de lo que ocurría con las expresiones simbólicas y alegóricas de di­­ fícil interpretación tras las que se ocultaba la elaboración de la Gran Obra. Debido a ello, fueron numerosos los gremios 87

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de artesanos que pronto se interesaron por esos elementos de química aplicada que aparecían en los textos alquímicos, con la esperanza de perfeccionar sus técnicas de fabricación o elaborar nuevos productos. Los tintoreros y tejedores, los orfebres, maestros vidrieros, especieros y perfumistas, pero también los médicos y boticarios, todos ellos escudriñaban con avidez los textos herméticos que tenían a su alcance espe­ rando encontrar en ellos algo de utilidad. Pero también nobles y comerciantes, propietarios de minas e instalaciones meta­ lúrgicas a menudo confiaban sus esperanzas de mejorar sus negocios a esos enigmáticos documentos. Ya en el seno de la cultura islámica se encuentran evi­ dencias del empleo de la destilación fuera del ámbito de la alquimia antes de que se tradujeran los primeros textos al­ químicos del árabe al latín en el siglo XII. La elaboración de perfumes a partir de esencias de plantas aromáticas y flores, sobre todo rosas, se conocía ya en el siglo IX, siendo Damasco y al-Ándalus los principales productores, como lo describe Al-Kindi en su Libro de la química de los perfumes y de la destilación. La destilación del vino se menciona en textos de la misma época, y un siglo más tarde en los tratados del famoso médico andalusí Abulcasis. La obtención del alcohol mediante la destilación del vino se conoce en la cultura latina a partir de los siglos XI-XII, gracias a las traducciones de tra­ tados árabes efectuadas en la escuela médica de Salerno, en el sur de Italia, y aparece en las colecciones latinas de recetas de artes aplicadas conocidas como Mappae clavicula, a partir del siglo XII. Sin embargo, en ninguno de esos escritos lati­ nos aparecen referencias a la alquimia. Por lo tanto, se puede concluir que aproximadamente un siglo después de su primer contacto con la alquimia, en la cultura islámica ya se había producido una transferencia de las técnicas alquímicas de la destilación y la sublimación hacia la química aplicada, y esos conocimientos se transmitieron a occidente a partir de enton­ ces independientemente de la alquimia. Una vez conocidos, los procedimientos destilatorios se difundieron rápidamente en la cultura latina, pero aún se 88

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mantuvo durante mucho tiempo el recuerdo de sus orígenes alquímicos. Así, en El libro del arte, un tratado sobre pintura y técnicas pictóricas escrito por el italiano Cennino Cennini en el siglo XIV, en el apartado referente a la elaboración del cinabrio (un compuesto de azufre y mercurio muy apreciado por su color rojo intenso), su autor apunta lo siguiente: “Rojo es un color que se denomina cinabrio, y dicho color se hace por alquimia, elaborado por alambique…”. Pocas décadas después de la invención de la imprenta, comenzaron a publicarse a comienzos del siglo XVI libros destinados al gran público que recogían un gran número de recetas prácticas sobre temas muy variados, como la elabo­ ración de tintas, pigmentos, perfumes, medicinas o la con­ servación de alimentos, algunas de las cuales requerían de la destilación. Esos recetarios se conocen en general como “li­ bros de secretos”, y tuvieron un enorme éxito editorial en la Europa de la época, publicándose en las principales lenguas, incluido el castellano. Uno de los ejemplos más notables es El libro de los secretos, de Alejo Piemontés, pseudónimo de Girolamo Ruscelli, del que se conocen numerosas ediciones a partir de mediados el siglo XVI. Los libros de secretos contribuyeron de manera decisiva a la difusión de co­ ­ nocimientos químicos entre el público no especializado, po­ niendo a su alcance recursos que hasta entonces habían es­ tado reservados a los eruditos, artesanos y alquimistas. La publicación de ese tipo de libros fue iniciativa de los impre­ sores, que entresacaron recetas prácticas de documentos de procedencia diversa, sobre todo de los manuscritos de artes aplicadas y de alquimia que circulaban en Europa, seleccio­ nando de estos últimos solo los procedimientos prácticos más fácilmente interpretables. Con el paso del tiempo, la destilación y la sublimación se convirtieron en las técnicas favoritas de la química, hasta el punto de que constituyeron el núcleo tecnológico central a partir del cual comenzó a cristalizar la química como disci­ plina independiente. Los primeros manuales de química que comenzaron a publicarse a comienzos del siglo XVII, escritos 89

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generalmente por los profesores de las primeras instituciones académicas, aunque no universitarias, que se crearon para su enseñanza, definen la química como un conjunto de activida­ des y conocimientos destinados a preparar sustancias puras a partir de otras complejas. Así lo hace el farmacéutico francés Jean Beguin en su popular Tratado de química (1612): El Artista Químico resuelve los cuerpos mixtos [complejos] en sus di­ versas sustancias, que separa y purifica posteriormente… une las cosas homogéneas y separa las heterogéneas por medio del calor… incremen­ ta el calor hasta que no encuentra ninguna heterogeneidad (o partes diferentes) en el Compuesto.

Efectivamente, la destilación permite generalmente ob­ tener productos mucho más simples que la sustancia que se destila, como ocurre con el alcohol, que es mucho más sim­ ple desde el punto de vista químico que el vino del que se extrae. Se puede apreciar además en la definición de Beguin que el concepto de pureza se asocia al de simplicidad: una sustancia se considera ya pura cuando no se puede descom­ poner en otras más simples por destilaciones sucesivas. Sin embargo, muchas de las sustancias volátiles de interés que se obtenían mediante destilación en realidad eran productos que se formaban en las reacciones químicas complejas que experimentaban las sustancias que se destilaban al calentar­ las a alta temperatura, y no preexistían en ellas. Así se obtu­ vo por primera vez la acetona, destilando acetato de plomo (que se obtenía haciendo reaccionar óxido de plomo con vi­ nagre) o el éter mediante destilación de una mezcla de ácido sulfúrico y alcohol. Pero el ejemplo más importante desde el punto de vista de la química aplicada de ese tipo de desti­ lación es el de la preparación del ácido nítrico que, como se ha mencionado, aparece descrita de manera inequívoca por primera vez en la cultura latina en un manuscrito alquímico escrito a finales del siglo XIII que lleva por título Summa Perfectionis, bajo la autoría de Geber. No obstante, existen evidencias históricas que apuntan a que también se conocía 90

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la preparación de este ácido en la cultura islámica. La receta apenas ocupa un par de líneas del manuscrito: “Toma de Vitriolo de Chipre, 1 libra; la misma cantidad de salitre, y una cuarta parte de alumbre; extrae el agua con la rojez del alambique”. La traducción del procedimiento al lenguaje químico moderno es más sencilla de lo que parece: hay que destilar a alta temperatura (hasta que el vidrio del alambi­ que adquiera un color rojo) una mezcla a partes iguales de sulfato de hierro (denominado Vitriolo de Chipre) y nitrato de potasio (salitre), añadiendo una cuarta parte del peso de este último de sulfato de aluminio y potasio, cuyo nombre en la antigüedad era alumbre y que se utilizaba desde hacía siglos por los tintoreros como mordiente en el teñido de teji­ dos. El “agua” a la que se refiere la receta es el ácido nítrico, por la semejanza del aspecto físico de ambos. El ácido ní­ trico disuelve la plata, pero no el oro y la continuación de la receta ya especifica que si se disuelve sal amoniaco (cloruro de amonio) en el ácido nítrico, el producto resultante es ca­ paz de disolver el oro, y se denomina por ello “agua regia”, porque es capaz de disolver el rey de los metales. El descubrimiento del ácido nítrico tuvo una importan­ cia tecnológica enorme, ya que permite purificar fácilmente el oro al disolver todos los metales con los que se encuentra mezclado en la naturaleza. En el siglo XVI ya era habitual el uso del ácido nítrico en los talleres metalúrgicos y entre los orfebres y así lo recoge uno de los tratados metalúrgicos más importante de todos los tiempos, De re metallica (1556), del médico alemán George Bauer, más conocido por su sobre­ nombre, Agricola. La posibilidad de obtener sustancias puras mediante la destilación de sustancias complejas propició el uso de esa téc­ nica en el campo de la medicina, a partir de los trabajos de Arnau de Vilanova y Rupescissa. En 1500 el médico alemán Hyeronimus Brünschwig (1460-1513) publicó El pequeño libro de la destilación que, debido a su gran éxito, fue amplia­ do e impreso en 1512. Este tratado describe diversos méto­ dos para la preparación de destilados, conocidos en la época 91

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como “aguas”, a partir de plantas diversas y su empleo en la cura de una amplia gama de enfermedades. Siguiendo su ejemplo, en la primera mitad del siglo XVI proliferan los libros de destilación que enseñan la prepara­ ción de aguas perfumadas y medicinas, pero quien revolucio­­ nó realmente el campo de la medicina con la introducción de medicamentos elaborados con métodos químicos fue Pa­­ racelso. Nació en la ciudad suiza de Einsiedeln en 1493, en el seno de una familia en la que el padre, médico e interesado por la alquimia, ejercía su profesión en uno de los numerosos distritos mineros que entonces proliferaban en las regiones alpinas. El hijo se interesó desde muy joven por la medicina, cuyos rudimentos aprendió junto a su padre en el tratamien­ to de las enfermedades que aquejaban a los mineros y sus familias, una experiencia profesional muy alejada de la an­ quilosada medicina escolástica que entonces se enseñaba en las universidades. Aunque adquirió educación universitaria, sus feroces críticas al estamento médico, por su ineficacia, le granjearon su hostilidad generalizada, lo que dificultó el ac­ ceso a cátedras universitarias, aunque durante breve tiempo ejerció de profesor en la Universidad de Basilea. La enseñanza de la medicina que se impartía en las uni­ versidades europeas en la época de Paracelso apenas había evolucionado desde que se introdujo como disciplina acadé­ mica a partir de los siglos X y XI, impulsada por los estu­ dios que se llevaban a cabo en la escuela médica de Salerno. El canon médico que se utilizaba en ella sirvió como mo­ delo universitario y se mantuvo en vigor hasta bien entrado el Renacimiento. Esos estudios se basaban en las enseñanzas de los médicos griegos Hipócrates (siglo IV a.C.) y Galeno (siglo II a.C.), a las que se añadían las del Canon del médico árabe Avicena (siglo X). Esos estudios se completaban con los de filosofía aristotélica, que servían de marco teórico al trabajo del médico. Los métodos curativos de la medicina galénica se ba­ saban en el empleo de plantas tanto para uso interno como externo, mientras que las sustancias de origen mineral 92

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(inorgánicas diríamos hoy) eran consideradas venenos, por lo que solo se administraban formando parte de pomadas y ungüentos para tratar afecciones de la piel o de los ojos, pero nunca se ingerían. Sin embargo, era manifiesto en la época de Paracelso el fracaso de la medicina galénica tradicional en el tratamiento de numerosas enfermedades, lo que suponía un estímulo para aplicar otros procedimientos curativos al­ ternativos. Paracelso los encontró en los métodos alquímicos de tratamiento de la materia, en particular mediante la desti­ lación. Esta permitía separar sustancias puras a partir de sus­ tancias complejas, como por ejemplo las plantas, extrayendo y concentrando los principios curativos de aquellas. El mé­ dico suizo preconizó el empleo de medicamentos químicos para uso interno, en oposición radical a los médicos galenis­ tas, y es considerado por ese motivo el fundador de una nueva rama de la medicina, la iatroquímica. Sus ideas se inspiran en la alquimia medicinal de Rupescissa, al considerar que la destilación permite obtener sustancias puras separándolas de aquellas partes sólidas o terrosas que en una sustancia deter­ minada contendría la parte impura, cuya ingestión sería per­ judicial para el organismo. Esa parte volátil y pura contendría el principio activo, por así decir, del compuesto que se destila, ya fuese de origen biológico o inorgánico, un compuesto me­ tálico, por ejemplo. Además, era ya conocido en su tiempo que la destilación de las aguas minerales tan recomendadas por los médicos galénicos dejaban un residuo salino al ser destiladas. Esos compuestos salinos eran similares a los que se podían preparar en el laboratorio por métodos químicos y, por lo tanto, esas aguas de virtudes curativas ya contenían compuestos químicos que eran distintos de unas aguas a otras en función de su procedencia, y esos compuestos eran precisamente los responsables de su acción medicinal. Como vemos, la medicina paracélsica está fundamen­ tada principalmente en observaciones experimentales y no solo en especulaciones de carácter filosófico, que no obstante también fueron objeto de su atención. Paracelso consideraba la química como la clave para comprender la naturaleza y 93

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la medicina, y creía que el cuerpo humano funcionaba como un gran sistema químico en el que tenían lugar operaciones de separación, destilación y precipitación similares a las que ocu­ rrían en el laboratorio. Así se entendía, por ejemplo, la digestión, como una separación de las partes nutritivas de los alimentos de los desechos que se expulsaban con las heces y la orina. Con sus teorías médicas y métodos curativos, Paracelso entró en conflicto con el estamento médico, pero a pesar de ello fueron cada vez más numerosos los médicos de forma­ ción clásica que se adhirieron a sus nuevas ideas, sobre todo a partir de la masiva publicación de sus obras, tras su muer­ te. A pesar de la oposición mayoritaria de los colegios mé­ dicos, comenzaron a fundarse en diversos países europeos instituciones de enseñanza de los nuevos métodos químicos para preparar medicamentos, gracias al mecenazgo de prín­ cipes y reyes. Así, se fundó en 1609 en la ciudad alemana de Marburg, bajo la dirección del médico Franz Hartman, la primera cátedra de Chymiatria, o iatroquímica, siendo habi­ tual la presencia de médicos paracelsistas en las cortes prin­ cipescas alemanas y en la de los reyes de Francia. Hacia 1635 abrió sus puertas en París el Jardín del Rey, con el patrocinio de Luis XIII, la primera institución oficial de enseñanza de la química en Francia, orientada esencialmente a la preparación de medicamentos químicos. A pesar de la resistencia de las facultades y colegios mé­ dicos al empleo de preparados químicos para uso interno, es­ tos acabaron introduciéndose en las farmacopeas, que son los documentos que describen las sustancias que se pueden uti­ lizar como medicinas y su método de preparación, a las que están obligados a atenerse los boticarios para la elaboración de remedios farmacéuticos. La primera que incluyó medica­ mentos químicos fue la de Augsburgo en 1613, seguida por la de Londres en 1618, que incorporó tres nuevas medicinas, el dicloruro de dimercurio, el sulfato de potasio y el oxicloruro de antimonio. Su ejemplo fue seguido por muchas otras, y ya en el siglo XVIII era común la prescripción de medicinas preparadas por métodos químicos. 94

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Dentro del campo de las sustancias inorgánicas con po­ tenciales aplicaciones como medicinas, hay que situar el oro. Su inalterabilidad en condiciones naturales o incluso sometido a operaciones metalúrgicas ha propiciado que en muchas cul­ turas se pensase en la posibilidad de transferir esa capacidad de incorruptibilidad al cuerpo humano. Sin embargo, su mis­ ma resistencia química dificultaba su inclusión en preparados medicinales. Así, Arnau de Vilanova propuso la preparación de un remedio para las dolencias cardiacas sumergiendo una lámi­ na de oro en vino caliente, y lo propio aconsejaba Rupescissa, sustituyendo el vino por el alcohol. Aunque en ninguno de los dos casos el líquido resultante contenía oro, porque es com­ pletamente insoluble en ambas sustancias, esos procedimientos revelan la intención de sus autores de llevar el oro a un estado líquido susceptible de ser ingerido, para facilitar su actuación sobre el organismo humano. En todo caso, esos preparados lí­ quidos que se elaboraban partiendo de oro pasaron a denomi­ narse “oro potable”, contuviesen o no realmente oro. El descubrimiento en el siglo XIII del agua regia, una disolución de cloruro de amonio en ácido nítrico concentra­ do, permitió por fin disolver el oro, pero a la vez impidió su ingestión, porque esa disolución es fuertemente corrosiva. A pesar de que se propusieron diferentes métodos alternativos para disolver el oro evitando el uso de ácidos, lo que dio lugar a un gran número de obras sobre la elaboración de oro pota­ ble y su uso medicinal, ninguno de ellos tuvo el éxito espera­ do. Sin embargo, en la edición póstuma de 1756 del Curso de química del prestigioso farmacéutico francés Nicolás Lémery, su editor, Theodore Baron d’Henouville, consideró convenien­ te añadir la receta del oro potable de mademoiselle Grimaldi, “dada la gran reputación de que gozaba desde hacía unos años”. Efectivamente, la Enciclopedia francesa de 1778 expresa la misma opinión favorable que Baron hacia ese remedio, cuya preparación ya recogía la Farmacopea de París de 1732, ven­ diéndose habitualmente en las farmacias de la capital francesa. Su procedimiento de preparación era realmente ingenio­ so y suponía una gran novedad en la química de la época. 95

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Según esa receta, se disuelve el oro en agua regia y se añade a continuación esencia de romero, que sobrenada en la super­ ficie de la disolución de oro, como lo hace el aceite sobre el agua. Al cabo de un tiempo, y aquí radica la eficacia del méto­ do, casi todo el oro disuelto en el agua regia pasa a la esencia de romero, que se separa simplemente por decantación y se mezcla a continuación con alcohol. Esa mezcla se calienta durante un mes a temperatura moderada y la disolución de color púrpura resultante es el oro potable de Grimaldi. Esa disolución, ya libre de ácidos corrosivos y cargada de oro, podía ser ingerida, en la dosis recomendada de unas pocas gotas diluidas en vino. Esa receta se ha replicado en el la­ boratorio, y efectivamente se detecta oro en la esencia de romero, presente bajo la forma de partículas tan pequeñas que son invisibles al ojo humano, pero fácilmente identifi­ cables cuando son examinadas bajo un potente microscopio electrónico (Mayoral et al., 2014).

Las teorías alquímicas de la materia Como se ha expuesto en capítulos anteriores, la alquimia adoptó las concepciones aristotélicas de la materia, convir­ tiéndolas, eso sí, en objeto de manipulación en el laboratorio. En el seno de ese cuerpo doctrinal, Jabir elaboró su Teoría Azufre-Mercurio sobre la constitución de las sustancias mi­ nerales y metálicas, basada tanto en presupuestos aristotélicos como en observaciones experimentales. Esa teoría estuvo en vigor durante mil años, hasta la época de la Ilustración. Era aceptada por los medios académicos, lo que no supone que no suscitase controversias, porque proporcionaba una expli­ cación coherente de las propiedades de los minerales y me­ tales, como lo ilustra el siguiente ejemplo. En el año 1640 se publicó El arte de los metales, de Álvaro Alonso Barba, oriundo de Lepe y cura en una de las parroquias de Potosí, en la actual Bolivia. Este es uno de los documentos científicos escritos por un autor español más influyente de todos los tiempos, ya que 96

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en él describe con detalle nuevos procedimientos para mejo­ rar la extracción de plata a partir de minerales argentíferos, mucho más eficientes que los que se utilizaban entonces en las minas europeas. En esa obra, Barba acepta la teoría de Jabir y explica a partir de ella las propiedades del hierro de es­­ta manera: Hízolo la naturaleza durísimo por el exceso de la parte térrea, o Azufre fijo de que lo compuso, aunque con la proporción bastante de humedad o Azogue; de manera que ni se derrite al fuego, si no es con mucha violencia, por lo primero, y por lo segundo no se quiebra y desmenuza como las más duras piedras con el golpe del martillo, antes se extiende con él, y se dilata.

Es decir, el hierro funde a una temperatura muy alta por ser muy rico en el Principio Azufre, pero es maleable y se pue­ de moldear gracias a su contenido en el Principio Mercurio, también denominado azogue. Barba no era en absoluto un alquimista, pero, al igual que sus contemporáneos, utilizaba esa teoría de origen alquímico porque explicaba mucho mejor que ninguna otra la experiencia cotidiana de los que trabaja­ ban en las minas y en los talleres metalúrgicos. Por otra parte, ya se ha explicado cómo Paracelso, si­ guiendo numerosas observaciones experimentales, añadió un tercer principio, la Sal, a los dos jabirianos tradiciona­ les. La teoría paracélsica sobre la constitución de la materia tuvo una amplia difusión, gracias sobre todo a la labor edi­ torial de sus seguidores, y su validez se extendió progresi­ vamente más allá de las sustancias biológicas, también a los minerales y metales. En todo caso, las doctrinas químicas que prevalecieron hasta bien entrado el siglo XVIII consideraban que la ma­ teria, cualquiera que fuese su naturaleza, estaba compuesta de un pequeño número de principios que, mezclados en una variedad prácticamente infinita de proporciones, permitían explicar la gran diversidad de sustancias materiales exis­ tentes. No obstante, esas doctrinas también evolucionaron 97

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y fueron formuladas de distintas maneras a lo largo de los siglos XVII y XVIII. En ese sentido cabe situar las ideas del químico, médico y alquimista alemán Johann Joachim Becher (1635-1682), un personaje singular de vida azarosa siempre en busca de conocimientos. Basándose en observaciones de laboratorio, Becher propuso que los tres principios paracélsi­ cos, la Sal, el Azufre y el Mercurio, realmente correspondían a tres tipos distintos de sustancias terrosas. El hecho de que al calcinar un metal en aire este se transformarse en una sus­ tancia de aspecto terroso (su óxido) o que al tratar ese mismo metal con ácido se obtuviese una sustancia de aspecto salino (una sal metálica en el lenguaje químico moderno) era para él una prueba de ello. Se realizaron incluso experimentos para demostrar en el laboratorio la veracidad de esa teoría. Así, al destilar a alta temperatura una mezcla de arcilla y aceites vegetales, como el de lino, quedaba en el fondo de la vasi­ ja de destilación una sustancia sólida de color negro que era atraída por un imán, es decir, contenía hierro. De esa manera se demostraba, según Becher y sus seguidores, que el hierro es una sustancia compuesta de al menos dos principios, uno “mercurial”, presente en el aceite de lino, y otro “sulfúreo”, existente en la arcilla. Ese proceso se puede explicar en tér­ minos químicos como una reducción de los compuestos de hierro que contiene la arcilla por el carbono del aceite vegetal, facilitada por las altas temperaturas que se alcanzan durante la destilación. Sin embargo, aquellos químicos lo interpreta­ ban como una prueba concluyente de que los metales eran sustancias compuestas de otras más simples comunes a todos ellos, y de que, en consecuencia, la transmutación de unos en otros era perfectamente posible. Basándose en las propuestas de Becher, su discípulo George Ernst Stahl, profesor de la universidad alemana de Jena en la que se doctoró en 1684, propuso una teoría gene­ ral para explicar tanto el fenómeno de la combustión como la oxidación de los metales, la teoría del flogisto. Cuando un metal se calienta en aire, se transforma en una sustancia te­ rrosa (el óxido), explicaba Stahl, porque perdía un principio 98

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volátil sulfuroso; cuando esa sustancia se calentaba junto con otra combustible, rica entonces en ese principio sulfuroso, como por ejemplo el carbón, se obtenía de nuevo el metal. Esa sustancia que se desprendía del metal al calentarlo y que se podía adicionar de nuevo fue denominada por Stahl “flogisto”, que significa generador de fuego, el principio sulfuroso de la combustibilidad. El intercambio de flogisto podía explicar los procesos de oxidación y reducción de los metales, pero también la combustión, ya que esta no sería más que una pérdida violenta de flogisto, que transcurría con un gran desprendimiento de energía bajo la forma de luz y calor. Tanto en el proceso de oxidación de los metales como en el de la combustión se reconocía que era necesaria la presencia de aire para que tuviesen lugar, pero se pensa­ ba que el aire participaba simplemente como un receptácu­ lo del flogisto desprendido en ambos procesos. Cuando el aire se saturaba de flogisto, ya no era capaz de sostener la combustión. Además, se proponía que las plantas absorbían continuamente flogisto del aire durante su crecimiento, lo que impedía que su concentración en el mismo aumentase continuamente. El hecho experimental más notorio que la teoría del flogisto no podía explicar era el aumento de peso que expe­ rimentaban los metales al calcinarlos en aire, algo bien cono­ cido en la época. ¿Cómo era posible que el mismo proceso, el desprendimiento de flogisto, provocase un aumento de peso de los metales al calcinarlos y al mismo tiempo disminuyese el de la madera cuando se quema? Se trató de sortear esta dificul­ tad proponiendo que las partículas de fuego se incorporaban al metal al calentarlo, y por eso incrementaban su peso, aunque con poco éxito. A pesar de esa incoherencia interna, la teoría del flogisto podía ofrecer una explicación razonable de un gran nú­ mero de hechos experimentales, y por ese motivo fue aceptada como la primera gran teoría generalista de la química hasta el último cuarto del siglo XVIII, en que fue abandonada cuando el químico francés Lavoisier demostró que el responsable de la oxidación y la combustión era el oxígeno del aire. 99

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La teoría del flogisto tenía un origen claramente alquí­ mico y su abandono supuso también el final de la influencia de la alquimia en el desarrollo del conocimiento científico. Resulta quizás paradójico que las teorías alquímicas que sos­ tenían que la materia está formada por solo un número muy pequeño de sustancias primordiales, no más de tres o cuatro, y su manifiesto interés por conocer cuáles son los constitu­ yentes últimos de la materia, los ladrillos de lo que está he­ cho todo lo que observamos, fuesen abandonadas en favor de la noción de elemento químico. En efecto, los químicos de finales del XVIII renunciaron a los estudios sobre la natu­ raleza última de la materia por considerarlos estériles y poco útiles y se concentraron en identificar como “elemento quí­ mico” aquellas sustancias que no se podían reducir a ninguna otra más sencilla con los métodos entonces conocidos y que parecían permanecer como entidades constantes a lo largo de las reacciones químicas. Con el paso del tiempo, las inda­ gaciones acerca de la estructura última de la materia fueron asunto más de la física que de la química. Sin embargo, desde una perspectiva histórica y sin querer proyectar el presente sobre el pasado, resulta comprensible que cuando los físicos de principios del siglo XX comenzaron a demostrar que la materia, con toda su aparente diversidad, en realidad estaba constituida por solo tres partículas básicas, el electrón, el pro­ tón y el neutrón, muchos de ellos no pudieron evitar recordar que, al fin y al cabo, los antiguos alquimistas no habían estado del todo equivocados al intuir que la materia está compuesta efectivamente de unos pocos, muy pocos, tipos de ingredien­ tes básicos que se ensamblan en número diverso para confor­ mar toda la materia conocida.

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CAPÍTULO 4

Aspectos sociales y culturales

En el año 1609 se publicó una edición póstuma de la obra Anfiteatro de la eterna sabiduría, del médico y alquimista ale­ mán Heinrich Khunrath, ilustrada con 12 grabados. Uno de ellos (imagen de cubierta) nos muestra a un alquimista en su laboratorio, rezando arrodillado ante lo que es sin duda un pequeño oratorio, en el que bajo un dosel se halla una mesa a modo de altar sobre la que están depositados varios libros abiertos. En el lado opuesto del escenario se encuen­ tra el laboratorio propiamente dicho, sostenido por dos co­ lumnas cuyas inscripciones latinas identifican con la razón y la experiencia, los dos pilares del conocimiento. Sobre los estantes de la parte superior se alinean varios matraces y en el suelo se alza un pequeño horno de destilación, provisto con su correspondiente alambique. En la pared opuesta, de­ trás del oratorio, varios libros se ordenan sobre un único y largo estante. En primer plano, alineada con el eje principal de la composición, equidistante del oratorio y del labora­ torio, se ha representado una mesa sobre la que descansan varios instrumentos musicales. El grabado de Khunrath reúne los elementos esenciales del Arte tal y como eran concebidos a comienzos del siglo XVII, su época de esplendor, y podemos tomarlos como guía 101

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para adentrarnos en algunos aspectos aún inexplorados en este ensayo de ese vasto y complejo territorio que es la al­­ quimia. Probablemente, lo que más llama la atención en el graba­ do es la actitud orante del alquimista. El laboratorio no es solo un espacio para el trabajo manual; más exactamente nos vie­ ne a decir esa imagen que la obra alquímica requiere la con­ junción de la materia y el espíritu, y ello también en la ma­­nera en la que el alquimista afronta su labor. Tenemos aquí uno de los aspectos más controvertidos de la alquimia, su relación con la religión y el mundo del espíritu y, en particular, en lo que a Occidente se refiere, con el cristianismo. Las formas en las que se ha expresado históricamente esa relación han variado en función de las manifestaciones religiosas domi­ nantes en las diferentes culturas en las que la alquimia ha ger­ minado, de la manera en la que en cada una de ellas se ha articulado la relación del ser humano con la divinidad. Por ese motivo, el análisis de los lazos profundos que unen alquimia y religión que pretenda abarcar los dos mil años de historia de la primera solo puede hacerse yendo a la raíz misma del proyecto alquímico. En ese sentido, y asumiendo los riesgos que siempre conllevan las generalizaciones históricas, puede decirse que los propios fundamentos de la alquimia tienen una naturaleza inherentemente religiosa, ya que su objetivo es imitar a escala humana la obra del creador, llevando con ello la materia a su máximo grado de perfección. Y ello solo es posible cuando se tiene la certeza que proviene de la fe, de la existencia de una chispa, de una luz, aun vacilante, en la materia y de la continua e incesante actuación de la divinidad en el mundo. Como lo expresan algunos alquimistas, “todo viene del cielo”. La materia del alquimista es la sustancia pri­ migenia preñada de vitalidad y presta a alumbrar el mundo. A diferencia de lo que ocurre comúnmente con la mayoría de las manifestaciones religiosas, que de una u otra forma instan a abandonar el mundo material para facilitar el acercamiento a la divinidad, la alquimia por el contrario invita a introdu­ cir las manos en él, a impregnarse con sus efluvios, a sentir 102

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la energía creadora primera que aún se manifiesta entre las llamas de los carbones ardientes que el alquimista atisba a través de la portezuela de su horno. Recodemos la primera sentencia de la Tabla de esmeralda: “Lo que está arriba es igual a lo que está abajo”. Por esa razón, la alquimia fue rápidamente asimilada por la Europa cristiana, cuyas creencias se fundamentaban pre­ cisamente en la encarnación de la divinidad en la materia y, en consecuencia, en la posibilidad de que esta fuese redi­ mida. Es un hecho histórico incontestable que los eruditos latinos que tan favorablemente acogieron la alquimia eran todos fervientes cristianos, y muchos de sus más tempranos seguidores conocidos, los que han dejado huella histórica a través de sus escritos, pertenecían incluso a órdenes re­ ligiosas, franciscanos como Bacon y Rupescissa o domini­ cos como Alberto Magno, u ocupaban cargos eclesiásticos, como el canónigo agustino británico George Ripley en el siglo XV, cuyos escritos gozaron de gran popularidad, o el abad del monasterio benedictino de Sponheim Johannes Trithemius (1462-1516). En asuntos prácticos, las relaciones entre la alquimia y el cristianismo adoptan formas diversas. Una de las más extendidas es la interpretación de textos bíblicos como ana­ logías para describir los procesos que tienen lugar durante la Gran Obra. Así, la evolución de la materia en el seno de los recipientes alquímicos se asemejaba al Génesis, al partir de una materia caótica desprovista de luz. Incluso se encon­ traban analogías entre las etapas de preparación de la piedra filosofal y la pasión de Cristo, cuya resurrección y salida del sepulcro se comparaba con la obtención de aquella. El árbol de la vida descrito en el Génesis 2:9 también fue asociado con las medicinas alquímicas, al considerar que estas eran capa­ ces de prolongar la vida humana. Este recurso a metáforas y alegorías bíblicas para describir procesos alquímicos es par­ ticularmente evidente en los textos elaborados en el siglo XV, como Pretiosa margarita novella (La nueva perla de gran valor), de Petrus Bonus de Ferrara; Aurora consurgens (El despertar de 103

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la aurora) o El libro de la Santa Trinidad, que conocieron una amplia difusión y en los que la alquimia se presenta claramen­ te como un don de Dios. La rica imaginería alquímica hizo un amplio uso de las analogías bíblicas como recurso iconográfi­ co para representar las etapas de la Gran Obra, como aparece en uno de los repertorios alquímicos más famosos de todos los tiempos, El rosal de los filósofos, erróneamente atribuido a Arnau de Vilanova, dado a la imprenta por vez primera en 1550, pero del que circulaban numerosas copias manuscri­ tas mucho antes, en el que la obtención de la piedra filosofal se representa alegóricamente, pero de forma explícita, como Cristo resucitado. Las relaciones entre la alquimia y el cristianismo institu­ cional no estuvieron exentas de tensiones, provocadas sobre todo por los excesos cometidos por algunos alquimistas al querer llevar demasiado lejos las analogías entre la Gran Obra y las Sagradas Escrituras, y querer utilizar la alquimia como un instrumento de exégesis bíblica. Esos conflictos se dieron tanto entre católicos como entre protestantes. Encontramos al luterano Andreas Libavius autor de la muy influyente Alchimia (1597), criticando duramente la impiedad cometida por los paracelsistas, la gran mayoría protestantes como él, al querer encontrar el fundamento del conocimiento de lo sagrado en la alquimia. Sin negar esas tensiones, hay que rechazar, por ser contraria a la realidad histórica, la creencia, tan extendida como falta de fundamento, de que la Iglesia católica persiguió sistemáticamente a los alquimistas por considerar herética la ciencia que practicaban. En el caso de España, el análisis de los documentos inquisitoriales muestra que cuando algún al­ quimista era objeto de sanción no lo era por sus actividades propiamente alquímicas, sino por ser acusado de practicar la magia o la hechicería, que eran severamente perseguidas, o por ser sospechoso de simpatizar con los protestantes. El tratamiento que la censura inquisitorial dio a las obras im­ presas de alquimia puede tomarse como una indicación de si las consideraba o no dentro de la ortodoxia católica. Los índices inquisitoriales que recogen los libros sujetos a censura 104

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contienen una treintena de obras de alquimia, de entre un total de más de 700 libros de tema científico que aparecen en los índices. De esas 30, 18 fueron totalmente prohibidas, pero la gran mayoría de estas son de Paracelso o de autores paracelsistas, prácticamente todos protestantes, y ese era el motivo principal por el que se censuraban. Un claro ejem­ plo del tratamiento que los censores de la Inquisición die­ ron a los textos alquímicos lo tenemos en la obra Theatrum chemicum, que vio la luz por primera vez en tres volúmenes en 1602, reimpresa posteriormente en versiones ampliadas hasta reunir más de 200 obras, una de las mayores colecciones de textos alquímicos jamás publicadas. De ellas, solo tres o cuatro fueron censuradas, precisamente las de algún autor paracelsista, incluyendo algunos pasajes sobre cuestiones filosóficas que contradicen las Sagradas Escrituras. A pesar de ello, todo el sistema de censura inquisitorial provocó un enorme daño a la difusión del conocimiento científico, al crear un ambiente de desconfianza y temor generalizado a ser acusado de tenencia de libros prohibidos o simplemente de su lectura. En otro orden de cosas, también preocupaba a la Iglesia que los falsos alquimistas pudiesen poner en cir­ culación grandes cantidades de moneda falsa que imitaba al oro y la plata, lo que podría causar un grave perjuicio a la economía y la estabilidad social. Por ese motivo, un de­ creto de 1317 del papa Juan XXII prohibió la práctica de la alquimia. En otros casos, la Iglesia recelaba de la excesiva atención que sus miembros prodigaban a sus trabajos al­ químicos, en detrimento de su dedicación a la oración o a su labor pastoral. Jesuitas de la talla intelectual de Athanasius Kircher tam­ bién se interesaron por la alquimia y, aunque en general mos­ traban cierta aceptación de sus ideas, solían cuestionar la rea­ lidad de las transmutaciones alquímicas que algunos decían haber logrado. Las relaciones entre la alquimia y el mundo del espíritu no se reducían a cuestiones de naturaleza teológica. Algunos alquimistas, como el británico Robert Boyle, creían que la 105

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piedra filosofal podía facilitar la comunicación con entida­ des espirituales. Sin embargo, a Boyle, cristiano devoto, le aterraba la posibilidad de que las voces que proviniesen del otro lado pudieran no ser precisamente las de seres angeli­ cales, sino las de espíritus malignos. ¿Cómo sintonizar las de los primeros, evitando a toda costa atraer a los segundos? Con menos escrúpulos que Boyle, John Dee mantuvo du­ rante años conversaciones con espíritus a través de Edward Kelley, que actuaba como médium, por utilizar un térmi­ no moderno, que empleaba una piedra negra pulida como instrumento de comunicación, cuyo contenido el lector in­ teresado puede consultar en su versión impresa. Esas con­ versaciones angelicales ocurridas en el seno de la alquimia hay que inscribirlas en una larga tradición muy extendida en otros ámbitos sobre comunicación con seres espirituales. El conocimiento alquímico es en buena medida un cono­ cimiento revelado y, siendo siempre un don de Dios, esa revelación adopta formas diversas. Son frecuentes los casos de alquimistas que acceden a él a través de los sueños. Uno de los casos más antiguos y conocidos es el que describe el alquimista grecoegipcio Zósimo. En ocasiones, es un estado de ensoñación, no de sueño profundo, el que abre la puer­ ta a esos conocimientos. Así lo relata el británico Thomas Vaughan en su Nueva luz mágica (1651). De nuevo, esto no es exclusivo de la alquimia. Todas las culturas tradicionales han prestado siempre gran atención a lo que los sueños re­ velan, ya que se consideraba que en ese estado el espíritu se liberaba del cuerpo para vagar libremente por los mundos espirituales, y a su regreso traía informaciones de lo que había “visto” expresadas en un lenguaje simbólico. El papel que desempeñan los sueños en la alquimia evoca la profun­ da atención que les dedicó el psicólogo suizo Carl Gustav Jung, cuya obra autobiográfica Recuerdos, sueños, pensamientos merece ser consultada a este respecto. Para comprender la naturaleza de esas revelaciones, hay que tener en cuenta que se producían cuando el alquimista estaba absorto en su labor, intentando resolver el enigma de 106

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los enigmas, comprender el significado profundo de los textos alquímicos y transformarlos en operaciones de laboratorio. Solo entonces se producían esas revelaciones y solo en esas circunstancias de extrema dedicación podían ser interpreta­ das, podían tener un significado para él. Solo el que busca, encuentra. Y esa exigente labor de búsqueda requería del alquimista una serie de cualidades si pretendía llegar a buen puerto. Los textos mencionan a este respecto la rectitud de espíritu, la perseverancia, el buen juicio y probidad moral, pero también aspectos más mundanos, como disponer de recursos económicos suficientes para adquirir el instru­ mental y los materiales necesarios, y disponer de un lugar apropiado para instalar el laboratorio. Incluso Khunrath, en una obra tan intensamente mística como la que ilustra su grabado, no deja de señalar que la Gran Obra puede com­ pletarse con 30 táleros. El tálero era una moneda de plata utilizada en Alemania y esa cantidad de dinero equivalía aproximadamente a los ingresos de cuatro o cinco meses de trabajo de un asalariado medio. Con un sueldo escaso y seis extenuantes jornadas de trabajo semanal, un trabajador asalariado de la época difícilmente podría tener ni siquiera tiempo para dedicarlo a los trabajos alquímicos. Era más bien la población burguesa, los artesanos especializados, los nobles, el clero y los profesionales liberales los que consti­ tuían los grupos sociales que disponían de recursos para dedicarse a actividades alquímicas. Una vez cumplidos esos requisitos y si el aspirante a adepto consideraba que reunía las aptitudes necesarias, tenía ante sí un arduo y largo ca­ mino de estudio y trabajo antes siquiera de estar cerca de la primera puerta. La ilustración de Khunrath solo representa una etapa de su labor, la de laboratorio, que en no pocos casos iba precedida de largos viajes en busca de un maestro que pudiese iniciarle en los secretos del arte. Es probable que algunos de esos periplos iniciáticos descritos en los textos sean de carácter simbólico y es muy posible que sus supuestos protagonistas jamás se alejasen de sus hornos. El caso más conocido es el del alquimista francés 107

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Nicolás Flamel, que vivió a caballo entre los siglos XIV y XV y cuyo Libro de las figuras jeroglíficas gozó de amplia fama tras su publicación en 1612, aunque muy probablemente se trata de una obra pseudoepigráfica. Flamel, escribano pari­ sino, describe en ella su viaje a Santiago de Compostela en busca de algún sabio que pudiese explicarle el significado de las imágenes que figuraban en un libro sin texto que le ha­ bía entregado un rabino judío. Lo consigue gracias a maese Canches, judío de León, que le inicia en el lenguaje simbólico que le permitió comprender el significado de esas miniaturas, y a su regreso a París emprende sin más dilación la obra al­ química en compañía de su mujer, Perrenelle, que, a decir de su marido, la conocía tan bien como él. El alquimista francés Paul Decoeur, Fulcanelli, confiesa en Las moradas filosofales haber pasado más de 20 años de trabajo hasta compren­ der, por fin, lo que se ocultaba tras la primera materia de la Piedra. Él también tuvo su maestro, probablemente un alqui­ mista bretón. El alquimista británico Thomas Norton recibió las primeras enseñanzas alquímicas de manos del canónigo Ripley, tras 40 días de trabajo conjunto. Finalizaremos este ensayo con una breve mención a la rela­ ción entre arte y alquimia en el caso particular de la icono­ grafía y el simbolismo alquímicos. Los grabados que ilustran las páginas de este ensayo forman parte de la rica iconogra­ fía alquímica que alcanza su punto culminante en la prime­ ra mitad del siglo XVII, pero cuyos orígenes se remontan al siglo XIV por lo que a la Europa latina se refiere, cuan­ do empiezan a circular manuscritos ilustrados con dibujos que sirven de complemento visual al texto. Esas imágenes evolucionan rápidamente y ya a comienzos de la centuria siguiente aparecen las primeras expresiones de lo que cons­ tituye una verdadera iconografía específicamente alquímica, como las miniaturas que ilustran Aurora consurgens o el Libro de la Santa Trinidad, este último con marcadas influencias religiosas. De entre las decenas de miles de manuscritos al­ químicos conservados en las bibliotecas de todo el mundo, 108

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muchos de ellos en Europa y Estados Unidos, varios cientos contienen miniaturas, y entre todos ellos sobresale la que puede considerarse por su belleza como la obra maestra de los manuscritos alquímicos con pinturas, el Splendor solis, el Esplendor del sol. Se conocen alrededor de una veintena de copias, y probablemente la de mejor factura es la que se conserva en la Biblioteca Británica, fechada en 1582. De entre los diferentes motivos iconográficos presentes en ese manuscrito, destacan los “vasos animados”, generalmente vasijas con forma de matraces en cuyo interior se represen­ tan figuras humanas o de animales, cuya intención simbóli­ ca no es siempre fácil interpretar. Esas pinturas sobre papel o pergamino hacen referencia generalmente a la naturaleza de los procesos que ocurren en el interior de los matraces reales del laboratorio alquímico, representando a veces los colores o el estado físico de las materias que contienen. Figura 10 Representación simbólica de la purificación del oro por el sulfuro de antimonio y de la plata por el plomo.

Fuente: Grabado que ilustra la primera llave de la obra de Basilio Valentín, Las doce llaves de la filosofía, en M. Maier (ed.) (1618): Tripus aureus, Lucas Jennis, Fráncfort, pp. 7-76.

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En lo que respecta a los libros con grabados, estos solo representan en los primeros ejemplos instrumentos de labo­ ratorio, pero en el siglo XVI comienzan a ver la luz ilustra­ ciones simbólicas. Algunas de ellas son de significado muy complejo, pero otras remiten a aspectos operativos apenas velados por imágenes que pertenecían al acervo cultural de la época en la que se elaboraron, y que pueden ser traduci­ das sin mucho esfuerzo al lenguaje práctico. Tomemos como ejemplo el grabado que se presenta en la figura 10, que ilustra la primera llave (o clave) de Las doce llaves de la filosofía, de Basilio Valentín (1618). Aparece en él un hombre portando un báculo en su mano derecha y una mujer, ricamente ataviados, que podría­ mos identificar fácilmente con un rey y una reina. En primer plano, del lado del rey aparece un perro, quizás un lobo, sal­ tando sobre un crisol que descansa sobre las llamas; del lado de la reina, tenemos un anciano al que le falta la pierna iz­ quierda, sustituida por una artificial, que sostiene una guada­ ña en su mano derecha, y a cuyos pies un pequeño recipiente circular descansa también entre las llamas. En la emblemática de la época, el rey representa al oro y la reina a la plata, los reyes de los metales, y los dos elementos iconográficos del primer plano deben por lo tanto estar relacionados con am­ bos. En efecto, el animal que salta sobre las llamas es un lobo que simboliza el antimonio (el mineral antimonio, el sulfuro de antimonio, no el antimonio metálico), que se utilizaba ha­ bitualmente en los talleres metalúrgicos para purificar el oro porque “devora” o reacciona con todos los metales comunes con los que está aleado el oro. El anciano que figura del lado de la reina simboliza el planeta Saturno, asociado al metal plomo. Ese planeta es el de mayor periodo de revolución en torno al Sol, casi 11 años, por lo tanto aparece como el más lento de todos, lo que justifica que se represente como un an­ ciano y además cojo, para reforzar la idea de su lentitud al ca­ minar. Es por lo tanto un planeta lento, “pesado” podríamos decir, opuesto por ejemplo a la ligereza de Mercurio, el que tiene el menor periodo de revolución en torno al Sol. Y por 110

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esa “pesadez” de Saturno se le asocia al plomo, el más den­ so de los metales sólidos conocidos en la época. La guadaña simboliza las numerosas vidas que cosecha durante su lenta órbita, y por eso también se asocia Saturno al dios Cronos, el señor del Tiempo. El plomo se utiliza para purificar la pla­ ta mediante el método conocido como copelación, en la que ambos metales se funden juntos en un crisol especial deno­ minado copela, fabricado con cenizas de huesos y de forma redonda, como el que aparece en el grabado, de tal manera que todos los metales que acompañan a la plata se oxidan y son parcialmente adsorbidos por el crisol, quedando al final un pequeño botón de plata pura en el fondo. Por lo tanto, ese emblema representa simplemente la purificación del oro y la plata que preceden al uso de ambos en las subsecuentes operaciones alquímicas. La obra cumbre del grabado alquímico, y probablemen­ te también la de toda la literatura alquímica desde el punto de vista artístico, es Atalanta Fugiens (La fuga de Atalanta), del al­ quimista, médico y rosacruz alemán Michael Maier, impresa en 1617. La obra es realmente un libro de emblemas y consta de 50 grabados, acompañados cada uno de un epigrama y una partitura musical. Aunque Maier llame “fugas” a estas composiciones, siguiendo la costumbre de la época, se trata en realidad de cánones a dos voces sobre un bajo continuo que sirve de base. Maier elaboró una verdadera obra audiovi­ sual de alquimia, en la que los textos, las imágenes y la música están íntimamente asociados, sirven a un propósito común, según declara en la introducción: “Para hacer penetrar de una sola vez en los espíritus lo que debe ser comprendido, he aquí que hemos unido la óptica con la música y los sentidos con la inteligencia, es decir, las cosas preciosas de ver y entender con los emblemas químicos que son propios de esta ciencia”. Existe efectivamente una estrecha relación entre música y alquimia, precisamente a través del concepto de armonía, la de las escalas y notas musicales, pero también la de las relacio­ nes matemáticas que se revelan entre estas y los números que rigen los movimientos planetarios. Y este es precisamente el 111

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punto de conexión de ambas, la de la correspondencia armo­ niosa entre la materia microcósmica accesible al alquimista y la materia celeste, inaudible a diferencia de la musical, pero a sus ojos no menos real. Por eso Khunrath situó en primer pla­ no de su escenario los instrumentos musicales, para recordar al lector el elemento esencial que armoniza el conjunto de ese aparentemente disparatado laboratorio.

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Este libro terminó de imprimirse en Madrid en el mes de mayo de 2016.

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42. Los números trascendentes. Javier Fresán y Juanjo Rué 43. Extraterrestres. Javier Gómez-Elvira y Daniel Martín Mayorga 44. La vida en el universo. F. Javier Martín-Torres y Juan Francisco Buenestado

45. La cultura escrita. José Manuel Prieto 46. Biomateriales. María Vallet Regí 47. La caza como recurso renovable y la conservación de la naturaleza. Jorge Cassinello Roldán 48. Rompiendo códigos. Vida y legado de Turing. Manuel de León y Ágata Timón

49. Las moléculas: cuando la luz te ayuda a vibrar. José Vicente García Ramos 50. Las células madre. Karel H. M. van Wely 51. Los metales en la Antigüedad. Ignacio Montero 52. El caballito de mar. Miquel Planas Oliver 53. La locura. Rafael Huertas 54. Las proteínas de los alimentos. Rosina López Fandiño 55. Los neutrinos. Sergio Pastor Carpi 56. Cómo funcionan nuestras gafas. Sergio Barbero Briones 57. El grafeno. Rosa Menéndez y Clara Blanco 58. Los agujeros negros. José Luis Fernández Barbón 59. Terapia génica. Blanca Laffon, Vanessa Valdiglesias y Eduardo Pásaro 60. Las hormonas. Ana Aranda 61. La mirada de Medusa. Francisco Pelayo 62. Robots. Elena García Armada 63. El Parkinson. Carmen Gil y Ana Martínez 64. Mecánica cuántica. Salvador Miret Artés

65. Los primeros homininos. Paleontología humana. Antonio Rosas

66. Las matemáticas de los cristales. Manuel de León y Ágata Timón

67. Del electrón al chip. Gloria Huertas, Luisa Huertas y José L. Huertas

68. La enfermedad celíaca. Yolanda Sanz, María del Carmen

¿ QUÉ SABEMOS DE?

La alquimia

Pocos términos hay más evocadores de lo misterioso, lo secreto, lo oculto, que la palabra alquimia. Laboratorios siempre en penumbra, matraces en los que hierven líquidos glaucos, vapores opalinos que dispersan la tenue luminosidad que proviene de los hornos, alquimistas dentro de un territorio de fantasía y magia. En el lenguaje cotidiano, alquimia es sinónimo de operaciones complejas que producen efectos maravillosos, inalcanzables mediante procedimientos convencionales. Son comunes en la cultura popular las referencias a “la magia de la alquimia”, pero también su identificación con cualquier práctica de transformación de la materia anterior al establecimiento de la química como disciplina académica en el siglo XVIII, una protoquímica con infinidad de beneficios prácticos. Este libro repasa una historia de dos mil años de antigüedad que se practica en todos los continentes, en el seno de culturas muy diversas y que en las últimas décadas ha sufrido una revitalización, gozando al final del respeto de la comunidad académica.

LA ALQUIMIA

Fernández de Lucio

¿QUÉ SABEMOS DE?

Joaquín Pérez Pariente

39. La metamorfosis de los insectos. Xavier Bellés 40. La vida al límite. Carlos Pedrós-Alió 41. El significado de innovar. Elena Castro Martínez e Ignacio

Gonzalo Álvarez Marañón

7. El calamar gigante. Ángel Guerra Sierra y Ángel F. González González

8. Las matemáticas y la física del caos. Manuel de León y Miguel Á. F. Sanjuán

9. Los neandertales. Antonio Rosas 10. Titán. Luisa M. Lara 11. La nanotecnología. Pedro A. Serena Domingo 12. Las migraciones de España a Iberoamérica desde la Independencia. Consuelo Naranjo Orovio 13. El lado oscuro del universo. Alberto Casas 14. Cómo se comunican las neuronas. Juan Lerma 15. Los números. Javier Cilleruelo y Antonio Córdoba 16. Agroecología y producción ecológica. Antonio Bello, Facal

18. El dolor. Pilar Goya Laza y Mª Isabel Martín Fontelles 19. Los microbios que comemos. Alfonso V. Carrascosa 20. El vino. Mª Victoria Moreno-Arribas 21. Plasma: el cuarto estado de la materia. Teresa de los Arcos e Isabel Tanarro

Cénit y Marta Olivares

Pasadas del Amo

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Juan Carlos Marrero y David Martín de Diego

4. El jardín de las galaxias. Mariano Moles 5. Las plantas que comemos. Pere Puigdomènech 6. Cómo protegernos de los peligros de Internet.

Concepción Jordá y Julio César Tello

69. La criptografía. Luis Hernández Encinas 70.  La demencia. Jesús Ávila 71.  Las enzimas. Francisco J. Plou 72.  Las proteínas dúctiles. Inmaculada Yruela Guerrero 73. Las encuestas de opinión. Joan Font Fàbregas y Sara

¿de qué sirve la ciencia si no hay entendimiento?

Joaquín Pérez Pariente

1. El LHC y la frontera de la física. Alberto Casas 2. El Alzheimer. Ana Martínez 3. Las matemáticas del sistema solar. Manuel de León,

17. La presunta autoridad de los diccionarios. Javier López

Joaquín Pérez Pariente es licenciado en Ciencias Químicas por la Universidad Autónoma de Madrid, doctor en Ciencias Químicas por la Universidad Complutense y profesor de investigación del CSIC. Inició su carrera científica en el Instituto de Catálisis y Petroleoquímica del CSIC, del que fue director entre 2005 y 2014.

ISBN: 978-84-0010063-6

La alquimia

¿ QUÉ SABEMOS DE?

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22. Los hongos. M. Teresa Tellería 23. Los volcanes. Joan Martí Molist 24. El cáncer y los cromosomas. Karel H. M. van Wely 25. El síndrome de Down. Salvador Martínez Pérez 26. La química verde. José Manuel López Nieto 27. Princesas, abejas y matemáticas. David Martín de Diego 28. Los avances de la química. Bernardo Herradón García 29. Exoplanetas. Álvaro Giménez 30. La sordera. Isabel Varela Nieto y Luis Lassaletta Atienza 31. Cometas y asteroides. Pedro José Gutiérrez Buenestado 32. Incendios forestales. Juli G. Pausas 33. Paladear con el cerebro. Francisco Javier Cudeiro Mazaira 34. Meteoritos. Josep Maria Trigo Rodríguez 35. Parasitismo. Juan José Soler 36. El bosón de Higgs. Alberto Casas y Teresa Rodrigo 37. Exploración planetaria. Rafael Rodrigo 38. La geometría del universo. Manuel de León

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