Jean-Jacques Rousseau: la transparencia y el obstáculo
 9788430612307, 8430612300

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1^ STE estudio sigue, etapa por etapa, la búsqueda de la transparencia a que se obliga Rousseau. La sociedad justa, la comunicación entre las almas nobles, la exaltación de lo festivo, el éxtasis intem­ poral, la escritura autobiográfica: tales son las gran­ des llamadas a través de las cuales se deja entrever la promesa de la felicidad.

L a transparencia y el obstáculo

taurus

Pero el obstáculo no podrá ser abolido jamás. La plenitud universal es inaccesible. Rousseau, convencido de su propia inocencia, alejará de sí la responsabilidad del mal; los culpables son los demás. Según Hegel, el alma persuadida de su propia pureza está abocada al «delirio de la presunción». Así, a través del destino ejemplificador de Rousseau, descubrimos que la paranoia, el delirio interpretativo, es el último refugio de aquellos que tratan de explicarse por qué les está vedado el Paraíso.

JEAN STAROBINSKI

JEAN-JACQUES ROUSSEAU LA TRANSPARENCIA Y EL OBSTÁCULO

Versión castellana de S a n t ia g o G o n z á l e z N o r ie g a

taurus

Titulo original: Jean-Jacques Rousseau. La transparence et l'obstacle. © 1971, E ditions G allimard , París.

© 1983, TAURUS EDICIONES, S. A. Príncipe de Vergara, 81, l.° - Madrid-6 ISBN: 84-306-1230-0 Depósito Legal: M. 8.331-1983 PRINTED IN SPAIN

ADVERTENCIA

En relación con la edición precedente (1937), el texto que publi­ camos aqui presenta numerosas modificaciones de menor importan­ cia. Sin embargo, los cambios no afectan a la estructura global de la obra. En lo sucesivo las citas remiten al texto de la edición crítica de las Obras completas (publicadas bajo la dirección de Bernard Gagnebin y Marcel Raymond en la Bibliothéque de la Pléiade; han aparecido cuatro volúmenes de los cinco previstos). Aunque hemos modernizado la ortografía de Rousseau, en general hemos respe­ tado su puntuación. A menudo incorrecta con respecto a la norma actual, indica una frase de segmentos amplios. Reconocemos en ella la inspiración propia de Rousseau. Los tres estudios reunidos al final de este volumen han apareci­ do en diversos lugares entre 1962 y 1967. «Jean-Jacques Rousseau y el peligro de la reflexión» no figura aqui: este ensayo forma parte de El Ojo vivo (Gallimard, 1961; segunda edición, 1968); «El intér­ prete y su circulo» pertenece a La relación crítica (Gallimard, 1970)*. Ginebra, septiembre de 1970

* Hay traducción castellana, Tauros, 1974.

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PREFACIO

Este libro no es una biografía, aunque se imponga el respetar en líneas generales la cronología de las actitudes y de las ideas de Rousseau. Tampoco se trata de una exposición sistemática de la filosofía del ciudadano de Ginebra, aun cuando los problemas esen­ ciales de esta filosofía sean objeto aquí de un examen bastante de­ tenido. Con razón o sin ella, Rousseau no ha aceptado separar su pensa­ miento y su individualidad, sus teorías y su destino personal. Hay que tomarle tal y como se nos da, en esta fusión y esta confusión de la existencia y de la ¡dea. Nos vemos conducidos así a analizar la creación literaria de Jean-Jacques como si representase una acción imaginaria, y su comportamiento como si constituyese una ficción vivida. Aventurero, soñador, filósofo, antifilósofo, teórico político, músico, perseguido: Jean-Jacques ha sido todo eso. Por diversa que sea esta obra, creemos que puede ser recorrida y reconocida por una mirada que no rechace ningún aspecto de ella: es lo bastante rica como para que ella misma nos sugiera los temas y los motivos que nos permitirán captarla, a la vez, en la dispersión de sus tendencias y en la unidad de sus intenciones. Prestándole atención ingenua­ mente, y sin apresurarnos demasiado a condenarla o a absolverla, encontramos imágenes, deseos obsesivos y nostalgias que dominan la conducta de Jean-Jacques y orientan sus actividades de modo casi permanente. En la medida en que era posible hemos limitado nuestra tarea a la observación y a la descripción de las estructuras que pertenecen en propiedad al mundo de Jean-Jacques Rousseau. A una critica forzada, que impone desde el exterior sus valores, su orden y sus 9

clasificaciones preestablecidas, hemos preferido una lectura que simplemente se esfuerza por descubrir el orden o el desorden inter­ no de los textos a los que interroga y los simbolos y las ideas de acuerdo con las cuales se organiza el pensamiento del escritor. Con todo, este estudio es algo más que un «análisis interior». Pues es evidente que no es posible interpretar la obra de Rousseau sin tener en cuenta el mundo a que se opone. Es por el conflicto con una sociedad inaceptable por lo que la experiencia intima adquiere su función privilegiada. Y hasta vemos que el dominio propio de la vida interior sólo se delimita por el fracaso de toda relación satis­ factoria con la realidad exterior. Rousseau desea la comunicación y la transparencia de los corazones; pero su espera se ve frustrada, y, eligiendo el camino contrario, acepta —y suscita— el obstáculo, que le permite replegarse en la resignación pasiva y en la certeza de su inocencia.

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I

DISCURSO SOBRE LAS CIENCIAS Y LAS ARTES

El Discurso sobre las Ciencias y las Artes comienza pomposa­ mente con un elogio de la cultura. Se despliegan nobles frases, que describen en pocas palabras la entera historia del progreso de las luces. Pero un súbito cambio de opinión nos enfrenta a la discor­ dancia entre el ser y el parecer: «Las ciencias, las letras y las artes... extienden guirnaldas de flores sobre las cadenas de hierro con que están cargados los hombres»1. Bello efectismo retórico: un golpe de varita mágica invierte los valores, y la imagen brillante que Rousseau había colocado ante nuestros ojos no es más que un falso decorado —demasiado hermoso para ser verdad: •

Qué grato seria vivir entre nosotros, si el com portam iento ex­ terior fuera siempre la imagen de las disposiciones del corazón1.

El vacío se abre tras las superficies mendaces. Aqui comenzarán todos nuestros infortunios. Pues esta fisura que impide que el «humo exterior» corresponda a las «disposiciones del corazón», hace entrar el mal en el mundo. Los beneficios de las luces se en­ cuentran compensados, y casi anulados, por los innumerables vicios que se desprenden de la falsedad de las apariencias. Su briosa elo­ cuencia había descrito el ascenso triunfal de las artes y de las cien­ cias; un segundo golpe de elocuencia nos conduce ahora en sentido inverso, y nos muestra la «corrupción de las costumbres» en toda su extensión. El espíritu humano triunfa, pero el hombre se ha perdi-1* 1 Discours sur tes Sciences et les Aris, CEuvres comptétes (en abreviatura O. C.) (Paria, Bibliothéque de la Pléiade, 1959, han aparecido cuatro volúmenes de cinco), III, 7. Hemos modificado continuamente la ortografía de Rousseau. 1 Ibtdem. 11

do. El contraste es violento, pues lo que está en juego no es sola­ mente la noción abstracta del ser y del parecer, sino el destino de los hombres, que se divide entre la inocencia repudiada y la perdición, en lo sucesivo, cierta: el parecer y el mal no son sino la misma cosa. En 1748 el tema de la falsedad de las apariencias no tiene nada de original. En el teatro, en la iglesia, en las novelas, en los periódi­ cos, cada uno a su modo, denuncia los falsos pretextos, las conven­ ciones, las hipocresías, las máscaras. En el vocabulario de la polé­ mica y de la sátira no hay términos que aparezcan más a menudo que descubrir y desenmascarar. El Tartuffe ha sido leído una y otra vez. El pérfido, el «vil adulador» y el bribón disfrazado, se encuen­ tran en todas las comedias y en todas las tragedias. En el desenlace de una intriga bien llevada, hacen falta traidores ocultos. Rousseau (Jean-Baptiste) permanecerá en la memoria de los hombres por ha­ ber escrito: Cae la máscara, el hombre queda Y el héroe se desvanece3. Este tema está lo suficientemente extendido, vulgarizado y auto­ matizado como para que el primer recién llegado pueda retomarlo y añadirle algunas variaciones sin gran esfuerzo intelectual. La antí­ tesis ser-parecer pertenece al léxico común: la idea se ha convertido en una expresión. Sin embargo, cuando Rousseau encuentra el deslumbramiento de la verdad en la carretera de Vincennes, y durante las noches de insomnio en las que da «vueltas y más vueltas»4 a los períodos de su discurso, el lugar común vuelve a tomar vida: se inflama, se hace incandescente. La oposición del ser y del parecer se anima patética­ mente y confiere al discurso su tensión dramática. Es siempre la misma antítesis, retomada del arsenal de la retórica, pero expresan­ do un dolor y un desgarramiento. A pesar de todo, el énfasis del discurso se impone y se propaga un sentimiento real de escisión. La ruptura entre el ser y el parecer engendra otros conflictos, comd una serie de ecos amplificados: ruptura entre el bien y el mal (entre los buenos y los malos), ruptura entre la naturaleza y la sociedad, entre el hombre y sus dioses, entre el hombre y él mismo. En fin, la historia entera se divide en un antes y un después: antes había patrias y ciudadanos, ya no. Una vez más, el ejemplo nos lo da Roma: la virtuosa república, fascinada por el brillo de la apañen3 Jean Baptiste Rousseau , «Ode á la Fortune», Odes. II, 6, verso 12. 4 Confessions, Hb. VIH, O. C., I, 352. 12

cia, se perdió a causa de sus lujos y sus conquistas. «Insensatos, ¿qué habéis hecho?»5. Dirigida contra el prestigio de la opinión, al deplorar la caída de Roma definitivamente entregada a los rétores, la declamación obe­ dece a todas las reglas del género oratorio. No falta nada para un concurso de Academia: apóstrofes, prosopopeyas, gradaciones. No hay nada que no revele la tradición literaria, llegando incluso al epí­ grafe Decipimur specie recti6. De entrada, el tema se nos ofrece bajo la garantía de una sentencia romana. Pero la cita es oportuna. Lo que ésta anuncia es que, subyugados por la ilusión del bien y cautivos de la apariencia, nos dejamos seducir por una falsa imagen de la justicia. Nuestro error no concierne al orden del saber, sino al orden moral. Equivocarse es convertirse en culpable cuando se cree que se está actuando rectamente. A pesar nuestro, sin darnos cuen­ ta, somos arrastrados al mal. La ilusión no es sólo lo que perturba nuestro conocimiento, sino lo que vela la verdad: ella falsea nues­ tros actos y pervierte nuestras vidas. Esta retórica sirve de medio de transmisión a un pensamiento amargo, obsesionado por la idea de la imposibilidad de la comuni­ cación humana. En el primer Discurso, Rousseau deja oir ya la queja, que repetirá incansablemente en los años de la persecución: las almas no son visibles, la amistad no es posible, la confianza nunca puede durar, ningún signo cierto permite reconocer la dispo­ sición de los corazones: Ya nadie se atreve a parecer lo que es, y bajo esta perpetua coacción, los hombres que form an este rebaño al que se d a el nom bre de sociedad, puestos en las mismas circunstancias, harán todos las mismas cosas, a n o ser que motivos más poderosos les disuadan de ello. Nunca se sabrá, por tanto, con quién nos las te­ nemos que ver: para conocer al am igo, habrá, pues, que esperar a las grandes ocasiones, es decir, esperar a que ya no sea el momen­ to, puesto que es precisam ente para esas ocasiones para cuando habría sido esencial conocerle. ¿Qué cortejo de vicios n o habrá de acom pañar a esta incerti­ dum bre? Ya no habrá ni am istades sinceras, ni verdadera estim a, ni confianza bien fundada. Las sospechas, la desconfianza, los te­ mores, la frialdad, la reserva, el odio y la traición se esconderán sin cesar bajo ese velo uniform e y pérfido de las buenas mane­ ras, bajo esta urbanidad tan celebrada que debemos a las luces de nuestro siglo7. 5 Discours sur les Sciences el les Arts. O. C.. III, 14. 6 H oracio , De A rte Poética, verso 25. 7 Discours sur tes Sciences et tes Arts. O. C., III, 8-9.

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Que el ser y el parecer constituyen dos cosas distintas, que un «velo» disimule los verdaderos sentimientos, tal es el escándalo ini­ cial al que Rousseau se enfrenta; tal es el inaceptable hecho cuya explicación y cuya causa buscará; tal es la desgracia de la que desea verse libre. Este tema es fecundo. Abre la posibilidad de un desarrollo in­ agotable. Según confesión del propio Rousseau, el escándalo de la mentira dio impulso a toda su reflexión teórica. Bastantes años des­ pués del primer Discurso, al volverse hacia su obra para interpre­ tarla y para hacer «la historia de sus ideas», declarará: En cuanto estuve en situación de observar a los hom bres, veia cóm o se com portaban, y les oia hablar; después, viendo que sus acciones no se parecían en nada a sus palabras, busqué la razón de esta desemejanza, y descubrí que siendo ser y parecer dos cosas tan diferentes para ellos com o actuar y hablar, esta segunda dife­ rencia era la causa de la o tra 8.

Tomemos nota de esta declaración. Pero hagámosnos también algunas preguntas. En cuanto estuve en situación de observar a ios hombres: Rous­ seau se atribuye aqui el papel del observador, se instala en la actitud del naturalista filósofo que conceptualiza y que asciende inductiva­ mente a las razones y a las causas primeras. Al atribuirse este gusto por el análisis desinteresado, ¿no racionaliza Rousseau emociones mucho más turbias, sentimientos mucho más interesados? ¿No adopta el tono del saber abstracto con la intención, más o menos consciente, de compensar y de disimular ciertas decepciones y cier­ tos fracasos enteramente personales? El propio Rousseau nos auto­ riza a plantear estas preguntas. Mucho antes de que la psicología moderna haya dirigido nuestra atención hacia las fuentes afectivas y las subestructuras inconscientes del pensamiento, el Rousseau de las Confesiones nos invita a buscar el origen de sus propias teorías en la experiencia emotiva, y el Rousseau de las Réveries dirá incluso en la experiencia soñada: «Mi vida entera casi no ha sido otra cosa que una larga ensoñación»9. ¿Se le reveló, pues, a Rousseau la discordancia entre el ser y el parecer al término de un acto de atención crítica? ¿Fue acaso una tranquila comparación la que despertó su pensamiento? El lector * Lettre á Christophe de Beaumont, O. C„ IV, 966. 9 Phrases écrites sur des canes a jouer, apéndice de las Réveries du Proméneur solitaire, edición critica de Marcel Raymond (Genévc, Droz. 1948), 167, O. C., I, 1165.

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podría sentirse tentado a poneno en duda. Sabiendo hasta qué pun­ to el tema del parecer se había convertido en moneda corriente del vocabulario intelectual de la época, dudará en admitir que la reflexión de Rousseau haya encontrado alli su auténtico punto de partida y su impulso original. Si fuera posible captar este pensa­ miento en su fuente y en su origen, ¿no seria preciso remontarse a un nivel psíquico más profundo, en búsqueda de una emoción pri­ mera, de una motivación más intima? Ahora bien, nos volveremos a encontrar alli con el maleficio de la apariencia, no ya a titulo de retórico lugar común, o en calidad de objeto sometido a la observa­ ción metódica, sino bajo la forma de la dramaturgia intima.

« L as

a p a r ie n c ia s m e c o n d e n a b a n »

Releamos el primer libro de las Confesiones. «Me he mostrado tal y como fui»101(tal y como él cree haber sido, tal y como él quiere haber sido). No se preocupa de exponer el desarrollo de sus ideas en el curso del tiempo, se deja embargar por el recuerdo afectivo: no le parece que su existencia esté constituida por una cadena de pensa­ mientos, sino por una cadena de sentimientos, un «encadenamiento de afecciones secretas»11. Si el tema de la apariencia mendaz no fuera más que una superestructura intelectual, no tendría ninguna cabida en las Confesiones. Pero ocurre todo lo contrario. Sin duda, no carece de importancia, para Jean-Jacques, el que si­ túe el surgimiento de la conciencia de si en su encuentro con la «lite­ ratura»: «Ignoro lo que hice hasta los cinco o seis años: no sé cómo aprendí a leer, no me acuerdo más que de mis primeras lecturas y del efecto que sobre mi tuvieron: creo que la conciencia ininterrum­ pida de m í mismo data de esa época. Mi madre había dejado nove­ las...»1213. El encuentro consigo mismo coincide con el encuentro con lo imaginario: constituyen un mismo descubrimiento. Desde el co­ mienzo, la conciencia de sí está intimamente ligada a la posibilidad de convertirse en otro. («Me convertía en el personaje cuya vida es­ taba leyendo»12.) Pero por peligrosa que Rousseau considere esta educación —que despierta el sentimiento antes que la razón y el co­ nocimiento de lo imaginario antes que el de las cosas reales— en es­ te método, el parecer no se impone como una influencia maléfica. 10 Confessions, lib. I, O. C„ I, S. 11 Confessions, primera redacción, Annales Jean-Jacques Rousseau, IV (Genéve, 1908), 3. O. C.. I, 1149. 12 Confessions, lib. 1, O. C„ I, 8. 13 Op. cit., 9.

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La ilusión sentimental, despertada por la lectura, comporta, desde luego, un peligro, pero el peligro, en este caso particular, viene acompañado de un precioso privilegio: Jean-Jacques se forma como un ser diferente. «Estas confusas emociones, que experimentaba una vez tras otra, no alteraban en nada la razón de la que aún carecía, sino que formaron una de otro tem ple...»,A. La singularidad de Jean-Jacques tiene su origen en los fascinantes fantasmas suscitados por la ilusión novelesca. Es este el primer dato biográfico que viene a confirmar la declaración del preámbulo: «Yo no estoy hecho co­ mo nadie que haya visto»ls. Jean-Jacques desea y deplora su dife­ rencia: es una desgracia y un motivo de orgullo a la vez. Si las emo­ ciones ficticias y la exaltación imaginaria le ha hecho diferente, no dirigirá contra éstas más que una condena ambigua: estas novelas son un vestigio de la madre perdida. Vamos a encontrarnos con un recuerdo de infancia que describe el encuentro con el parecer como una brutal conmoción. No, no co­ menzó por observar la discordancia entre ser y parecer: empezó por sufrirla. La memoria se remonta hasta una experiencia original de la malignidad de la apariencia, Jean-Jacques describe su revelación «traumatizante», a la que atribuye una importancia decisiva: «A partir de este momento dejé de gozar de una felicidad pura»14156. En este momento se produjo la catástrofe (la «caída») que destruyó la pureza de la felicidad infantil. A partir de ese dia, la injusticia exis­ te, la desgracia está presente o es posible. Este recuerdo tiene el va­ lor de un arquetipo: es el encuentro con la acusación injustificada. Jean-Jacques parece culpable sin serlo realmente. Parece que mien­ te, siendo así que es sincero. Aquellos que le castigan actúan injusta­ mente, pero hablan el lenguaje de la justicia. Y aquí el castigo físico no tendrá las consecuencias eróticas de la azotaina propinada por Mlle. Lambercier: Jean-Jacques no descubre en él su cuerpo y su placer, descubre la soledad y la separación: Un dia estaba yo solo estudiando mis lecciones en la habita­ ción contigua a la cocina. La sirvienta había puesto a secar los peines de Mlle. Lambercier en la plancha del homo. Cuando vol­ vió a cogerlos se dio cuenta de que uno tenia rotos todos los dien­ tes de uno de los lados. ¿A quién echar la culpa de ese estropicio? Yo era el único que había entrado en la habitación. Me preguntan por él y yo niego haber tocado el peine, M. y Mlle. Lambercier se reúnen: me exhortan, me apremian, me amenazan; yo persisto 14 Op. cit., 8. 15 Op. di.. 5. '* Op. di.. 20.

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con obstinación; pero su convicción era dem asiado fuerte y preva­ lece por encima de todas mis protestas, aunque esa era la primera vez que habian encontrado en mi tanta osadía para m entir. La co­ sa fue tom ada en serio, y merecía serlo. La m aldad, la mentira y la obstinación fueron consideradas com o igualmente dignas de castigo... H an pasado ahora casi cincuenta aflos desde esa aventura y no tem o ser castigado hoy de nuevo por el mismo hecho. Y bien: proclam o ante el Cielo que era inocente... Yo aún no tenía suficiente juicio com o para darm e cuenta de hasta qué punto m e condenaban tas apariencias y para ponerm e en el lugar de los dem ás. Me atenia a lo mío y todo lo que sentía era el rigor de un castigo espantoso por un crimen que no había com etido17.

Rousseau se encuentra aquí en situación de acusado. (En el pri­ mer Discurso juega el papel del acusador, pero desde el momento en el que se encuentre con la contradicción, se verá en el papel de acusado.) La experiencia, cuya descripción acabamos de leer, no confronta abstractamente la noción de realidad y la noción de apa­ riencia: es la conmovedora oposición entre el ser-inocente y el pare­ cer-culpable. «¡Qué reinversión de ideas! ¡Qué desorden de senti­ mientos! ¡Qué conmoción!...»18. Al mismo tiempo que se revela confusamente el desgarramiento ontológico entre el ser y el parecer, el misterio de la injusticia se hace sentir ya, intolerablemente, a este niño. Acaba de descubrir que la íntima certeza de la inocencia es impotente contra las aparentes pruebas de la falta, acaba de des­ cubrir que las conciencias están separadas y que es imposible comu­ nicar la evidencia inmediata que experimentamos en nosotros mis­ mos. A partir de entonces el paraíso se ha perdido: pues el paraíso era la transparencia reciproca de las conciencias, la comunicación total y confiada. Hasta el mundo cambia de aspecto y se oscurece. Y los términos de los que se sirve Rousseau para describir las conse­ cuencias del incidente del peine roto se parecen extrañamente a aquéllas en las que en el primer Discurso describen el «cortejo de vi­ cios» que hace irrupción a partir del momento en que «ya nadie se atreve a parecer lo que es». En los dos textos, Rousseau habla de una desaparición de la confianza y, a continuación, evoca un velo que se interpone: Aún seguimos en Bossey algunos meses, y estuvimos allí a la manera com o se representa al primer hom bre cuando aún está en ' 7 Op. cit.. lib. I. O. C.. I, 18-20. 18 ibidem.

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el paraíso terrestre pero ha dejado de gozar de él. A parentem ente se trataba de la misma situación, y en realidad era una m anera de ser com pletamente distinta. El afecto, el respeto, la intim idad y la confianza ya no unían a los discípulos con sus maestros; ya no les contem plábam os com o si fueran dioses que leían en nuestros co­ razones: nos daba vergüenza obrar mal y teníam os más miedo de que nos acusasen; empezábamos a ocultam os, a rebelam os, a m entir. T odos los defectos propios de nuestra edad corrom pían nuestra inocencia y afeaban nuestros juegos. El cam po mismo perdió a nuestros ojos ese atractivo hecho de dulzura y de sen­ cillez que llega al corazón. N os parecía desierto y oscuro, estaba com o cubierto por un velo que nos ocultaba su belleza19.

A partir de este momento, las almas ya no se encuentran más y se complacen en esconderse. Todo está trastocado y el niño castigado descubre esta incertidumbre del conocimiento del otro, de la que se quejará en el primer Discurso: «Nunca se sabrá por tanto con quién nos la tenemos que ver». Para Jean-Jacques, la catástrofe es tanto más grande cuanto que le separa «precisamente de las gentes que más quiere y respeta»20. La ruptura constituye un pecado original, pero un pecado cuya imputación es tanto más cruel cuanto que Rousseau no es responsable de lo ocurrido. De hecho hay que destacar que en todo el relato del peine nadie tiene la responsabilidad de la intrusión inicial del mal y de la separa­ ción. Es un desgraciado cúmulo de circunstancias. Un simple mal­ entendido. Rousseau no dice nunca que los Lambercier sean malva­ dos e injustos. Los describe, muy al contrario, como seres «dulces», «muy razonables» y con una «justa severidad». Sólo que se equivo­ can, han sido engañados por la apariencia de la justicia (según la sentencia preliminar del primer Discurso) y la injusticia se produce como consecuencia de una fatalidad impersonal. Las «apariencias» están contra Rousseau. La «convicción era demasiado fuerte». Asi pues, nadie es culpable; no hay más que una imputación del crimen, un parecer-culpable, que ha surgido como por casualidad y que ha provocado automáticamente el castigo. Todas las personas son ino­ centes, pero sus relaciones están corrompidas por el parecer y la in­ justicia. El maleficio de la apariencia y la ruptura entre las conciencias ponen fin a la feliz unidad del mundo infantil. En adelante, la uni­ dad deberá reconquistarse y recobrarse; las personas separadas de19 Ibid. Sobre el lema de la transparencia en Rousseau, véase P. Burgeun, La Philosophie de l'Existence de J.-J. Rousseau, París, 19S2, pp. 293-295, y passim. 20 Ibidem.

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berán reconciliarse, la conciencia expulsada de su paraiso deberá emprender un largo viaje antes de volverse a encontrar con la felici­ dad, necesitará buscar otra felicidad totalmente diferente, pero en la que su primer estado no le sería restituido en menor proporción. La revelación de la falsedad de la apariencia es sufrida como una herida, Rousseau descubre el parecer como víctima del parecer. En el mismo instante en el que percibe los limites de su subjetivi­ dad, ésta le es impuesta como subjetividad calumniada. Los otros le desconocen: el yo sufre su apariencia como una negación de justicia que le sería infligida por aquellos por los que desearía ser amado. Por tanto, la estructura fenoménica del mundo no es puesta en cuestión más que indirectamente. El descubrimiento del parecer no es en absoluto, en este caso, el resultado de una reflexión sobre la naturaleza ilusoria de la realidad percibida. Jean-Jacques no es un «sujeto» filosófico que analiza el espectáculo del mundo exterior, y al que pone en duda como una apariencia formada por la media­ ción engañosa de los sentidos. Jean-Jacques descubre que los otros no tienen acceso a su verdad, su inocencia, su buena fe, y es sólo a partir de este momento cuando el campo se oscurece y se vela. An­ tes de que se sienta distante del mundo, el yo ha sufrido la experien­ cia de su distancia con respecto a los otros. El maleficio de la apa­ riencia, le alcanza en su propia existencia antes de alterar el aspecto del mundo. «Es en el corazón del hombre donde se encuentra el es­ pectáculo de la vida de la naturaleza»21. Cuando el corazón del hombre ha perdido su transparencia, el espectáculo de la naturaleza se empaña y se enturbia. La imagen del mundo depende de la rela­ ción entre las conciencias: sufre sus vicisitudes. El episodio de Bossey termina con la destrucción de la transparencia del corazón y, si­ multáneamente, con un adiós al brillo de la naturaleza. La posibili­ dad cuasi divina de «leer en los corazones» ya no existe, en el cam­ po se vela y la luz del mundo se oscurece. El «velo» ha caído entre Rousseau y él mismo. Le ha ocultado su naturaleza primera, su inocencia. Y ciertamente, fue en este mo­ mento cuando Jean-Jacques comenzó a obrar mal («nos daba me­ nos vergüenza portarnos mal... empezamos a escondernos...»)22, pero él no es responsable de la entrada del mal en el mundo, y si co­ mienza a ocultarse, es porque la verdad se ha ocultado antes. Su historia habia comenzado de otro modo. Al principio, la infancia había sido confianza y tranparencia totales. La memoria puede to­ davía sumergirle en ella, y devolverle a la limpidez de un mundo 21 Émite. lib. III, O. C , IV, 431. 22 Confessions, lib. I, O. C., I, 21.

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más claro, pero no puede conseguir que ésta no se haya perdido y que el mundo no se haya oscurecido: N o vemos ni el alm a de los dem ás, porque se esconde, ni la nuestra, porque carecemos de espejo intelectual23.

Hay que vivir en la opacidad24.

El

t i e m p o d iv id id o y e l m it o d e l a t r a n s p a r e n c ia

Este momento de crisis —en el que cae el «velo» de la separa­ ción, en el que el mundo se empaña, en el que las conciencias se ha­ cen opacas las unas para las otras, en el que la desconñanza hace que la amistad ya nunca sea posible—, este momento tiene su ori­ gen en una historia: marca el comienzo de un empañamiento en la felicidad infantil de Jean-Jacques. Comienza entonces una época, una nueva edad de la conciencia. Y esta nueva edad se define por un descubrimiento esencial: por primera vez, la conciencia tiene un pasado. Pero enriqueciéndose en este descubrimiento descubre tam­ bién una pobreza y una carencia esenciales. En efecto, la dimensión temporal que se abre tras el instante presente, no se ha hecho per­ ceptible más que por el hecho mismo de que se oculta y se pierde. La conciencia se vuelve hacia un mundo anterior del que percibe, a un mismo tiempo, que le ha pertenecido y que lo ha perdido para 23 Lettres morales, O. C„ IV, 1092. 24 Posiblemente se dirá que hay que evitar recurrir a las Confesiones si se buscan documentos concernientes a la experiencia inicial de Rousseau; la idea directriz de las Confesiones es responder a una inculpación calumniosa, y se podría objetar que el tema de la acusación injustificada, lejos de pertenecer auténticamente a la infancia de Rousseau, es la proyección retrospectiva de la obsesión de un perseguido. Pero es el caso que el primer texto que poseemos de ¿I —una carta a un primo, escrita antes de la edad de veinte años— es precisamente un acto de disculpa; «A causa de todo esto puedes conocer el carácter maldito de aquel que te ha incitado a hacerme esos reproches... Reconoce en esa descripción la indignidad de su proceder y abandona los falsos prejuicios en los que has caldo con respeto a mi.» Cornspondance générale de Jean-Jacques Rousseau (París, Armand Colín, 1924-1934, 20 vol. y cuadros), edi­ tada por T. Dufour y P. P. Plan, I, 1, Correspondance CompUte de Jean-Jacques Rousseau (Genéve, Instituto y Museo Voltaire, han aparecido 12 vol.), edición critica de R. A. Leigh, I, 1-2. La carta comienza con la constatación de una distancia y de un malentendido, contra los que Rousseau lucha por restablecer una amistad com­ prometida. Se queja de haberse convertido en un extraño para su primo; «Aunque me escribas del modo en que escribirías a un extraño, no dejo de responderte según nuestro modo acostumbrado, es precisamente con este tono con el que intentaré acla­ rarte respecto a los reproches que me haces en tu carta...» Singular comienzo, en el que se expresa de forma rudimentaria y más clara, la experiencia de la separación de las conciencias y la queja de desconocimiento que Rousseau terminará por dirigir a todos sus contemporáneos. 20

siempre. En el momento en que la felicidad infantil se le escapa, re­ conoce el precio infinito de esta felicidad prohibida. Por lo tanto, lo único que cabe ya es construir poéticamente el mito de la época que ha terminado: anteriormente, antes de que el velo se interpusiera entre el mundo y nosotros, había «dioses que leían en nuestros co­ razones», y nada alteraba la transparencia y la evidencia de las al­ mas. Vivíamos con la verdad. En la biografía personal, asi como en la historia de la humanidad, este tiempo se sitúa más cerca del naci­ miento, en la cercanía del origen. Rousseau es uno de los primeros escritores (habria que decir poetas) que han hecho suyo el mito pla­ tónico del exilio y del retorno orientándolo hacia la infancia, y no hacia una patria celeste. Cuando se trata de evocar el tiempo de la transparencia, el pri­ mer Discurso desarrolla imágenes singularmente análogas a las que encontramos en el relato de las Confesiones. Al igual que en el epi­ sodio de Bossey habla de la presencia próxima de los «dioses»; es un tiempo en el que los testigos divinos permanecen entre los hombres y leen en sus corazones; un mundo en el que a las concien­ cias humanas les basta con una sola mirada para reconocerse: Es una hermosa orilla, engalanada, tan sólo, por las m anos de la naturaleza, hacia la que volvemos incesantemente los ojos, y de la que nos alejamos con pesar. C uando los hom bres inocentes y virtuosos gustaban de tener a los dioses por testigo de sus actos, vivían juntos en las mismas cabañas, pero pronto, convertidos en malvados, se cansaron de esos incóm odos espectadores25*... Antes de que el arte hubiera dado forma a nuestros modales y enseñado a nuestras pasiones a hablar un lenguaje afectado, nuestras costumbres eran rústicas, pero naturales, y la diferencia

entre los modos de actuar anunciaba, a primera vista, la de los ca­ racteres. La naturaleza hum ana, en el fondo, no era m ejor, pero los hombres encontraban su seguridad en la facilidad de conocerse reciprocamente2‘. Antes que cualquier teoría y cualquier hipótesis sobre el estado de naturaleza está la intuición (o la fantasía) de una época compa­ rable a lo que fue la infancia antes de la experiencia de la acusa­ ción injustificada. En aquel momento, la humanidad no estaba ocu­ pada más que en vivir tranquilamente su felicidad. Un infalible equilibrio ajusta el ser y el parecer. Los hombres se muestran y son J5 Discours sur les Sciences el les A ns, O. C., 111, 22. Jí Op. cit., 8. 21

vistos tal como son. Las apariencias exteriores no son obstáculos, sino espejos fíeles donde las conciencias se reencuentran y se ponen de acuerdo. La nostalgia se vuelve hacia una «vida anterior». Pero si nos se­ para del mundo «contemporáneo», no nos lleva a dejar el mundo humano ni el paisaje terrestre; en el horizonte de la felicidad ante­ rior existe esta misma naturaleza y esta misma vegetación que hoy nos rodea, sigue estando este bosque que hemos mutilado, pero del que aún quedan extensiones intactas en las que me puedo internar... Sin que sea necesario invocar la intervención sobrenatural de un de­ monio tentador y de una Eva tentada, el origen de nuestra decaden­ cia es explicable por razones meramente humanas. Como el hombre es perfectible, no ha dejado de añadir sus invenciones a los dones de la naturaleza. Y a partir de entonces, la historia universal, sobrecar­ gada por el peso cada vez mayor de nuestros artificios y de nuestro orgullo, toma el aspecto de una caída acelerada en la corrupción: contemplamos horrorizados un mundo de máscaras y de ilusiones mortales, y nada asegura al observador (o al acusador) de que él mismo se salve de la enfermedad universal. Por tanto, el drama de la caida no precede a la existencia terrestre; Rousseau transporta el mito religioso a la propia historia, a la que divide en dos edades: una, tiempo estable de la inocencia, reino tranquilo de la pura naturaleza; otra, historia en devenir, acti­ vidad culpable, negación de la naturaleza por el hombre. Ahora bien, si la caida es obra nuestra, si es un accidente de la historia humana, hay que admitir que el hombre no está natural­ mente condenado a vivir en la desconfianza, en la opacidad, y en los vicios que las acompañan. Estos son obra del hombre, o de la sociedad. Por tanto, no hay nada aquí que nos impida rehacer o deshacer la historia, con vistas a recuperar la transparencia perdida. No se opone a ello ninguna prohibición sobrenatural. No está com­ prometida la esencia del hombre, sino sólo su situación histórica. «¿Tal vez desearía poder volver atrás?»27. La presencia queda en suspenso, pero en todo caso no existe ninguna espada llameante que nos prohíba el acceso al paraíso perdido. Para algunos (en lejanas riberas) que aún no han salido de él tal vez sea tiempo todavía de «pararse»28. Y aún en el caso de que por una fatalidad puramente humana, el mal sea irreversible, aún si tenemos que admitir que «un pueblo vicioso no vuelve jamás a la virtud», la historia nos propone una tarea de resistencia y de rechazo. Lo menos que podemos ha­ 21 Discours sur /'Origine de l ’Inégaliié, O. C., III, 133. 28 íbtdem.

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cer, si no podemos «convertir en buenos a los que ya no lo son», es «conservar tal y como son a aquellos que tienen la felicidad de serlo»29. Como el advenimiento del mal ha sido un hecho histórico, la lucha contra el mal pertenece también al hombre en la historia. Rousseau no pone en duda que sea posible una acción y que una libre decisión pueda consagrarnos al servicio de la verdad velada. Pero por lo que se refiere a la naturaleza de esta decisión y de esta acción, percibe diversas incitaciones y las expresa sucesivamente (o simultáneamente) en su obra: reforma moral personal (vitam im­ penderé vero), educación del individuo (Emilio), formación politica de la colectividad (Economie politique, Control Social). A lo que se añade para Jean-Jacques una duda, que orienta su deseo bien en el sentido de una regresión temporal, bien en el sentido del presente más próximo, refugio de una conciencia que se basta a sí misma; y menos frecuentemente, en el sentido de una superación en dirección al futuro. Unas veces, se abandonará el ensueño «arcádico» de una vuelta al bosque primitivo, o bien, defenderá una estabilización conservadora donde el alma y la sociedad salvaguardarían lo que aún conservan de puro y original; o bien, trazará «la idea de la feli­ cidad futura del género humano»30 o, en fin, construirá fuera del tiempo una Ciudad virtuosa, Instituciones políticas ideales. Entre tantos designios desemejantes que tan difícil resulta conciliar de un modo enteramente satisfactorio, sólo hay que conservar esta única cosa que tienen en común: su unidad de intención, que apunta hacia la salvaguardia o restitución de la transparencia comprometida. En el apasionado llamamiento que Rousseau dirige a sus contempo­ ráneos puede ser que no haya más que una invitación a cultivar la moral de la buena voluntad y de la buena conciencia, y también po­ demos leer en ello una invitación a transformar la sociedad por la acción política efectiva. Esta ambigüedad es embarazosa. Pero sin ambigüedades, Rousseau nos invita, en primer lugar, a desear el re­ torno de la transparencia en nosotros y en nuestras vidas. No hay posibilidad de equivocación sobre este deseo tan potente como sen­ cillo. El malententido comenzará en el momento en que este deseo se vea confrontado con tareas concretas y con situaciones proble­ máticas. Pues el paso del deseo de la transparencia a la transparen­ cia poseída no es instantáneo, al igual que no es inmediato el acceso del uno a la otra. Si emprendemos la tarea de liberamos de la men­ tira no podremos evitar el plantearnos antes o despué la pregunta por los medios (que son diversos y contradictorios) y por la acción, 29 Pré/ace de Narcisse, O. C., II, 971-972. Dialogues, II, O. C.. I, 829.

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que lo mismo puede fracasar que triunfar, y que corre el peligro de hacernos caer de nuevo en el mundo de la mentira y de la opacidad.

S aber

h is t ó r ic o y v is ió n p o é t ic a

¿Pero a qué distancia nos encontramos de la transparencia per­ dida? ¿Qué espesuras no separan de ella? ¿Cuál es el espacio a fran­ quear para volver a encontrarla? En el Discours sur / ’Origine de l ’Inégalité, Rousseau interpone «multitudes de siglos». El alejamiento es inmenso y la luz de la pri­ mera felicidad casi parece borrarse en la distancia de los tiempos. ¿Qué se puede saber de un periodo tan lejano? La razón no puede por menos que formularse algunas dudas: ¿existió realmente el rei­ no de la transparencia, o nos encontramos ante una ficción que in­ ventamos para poder reconstruir especulativamente la historia a partir de un origen?, ¿acaso no es cierto que Rousseau, en un pasaje del segundo Discurso, en el que a todas luces somete a control su pensamiento, llega a suponer que el estado de naturaleza «quizás no haya existido»? Asi pues, el estado de naturaleza no es más que el postulado especulativo que se da a sí misma una «historia hipotéti­ ca»: un principio sobre el que la deducción podrá apoyarse en su búsqueda de una serie de causas y efectos bien encadenados a fin de construir la explicación genética del mundo tal y como se ofrece a nuestros ojos. Asi proceden casi todos los hombres de ciencia y los filósofos de la época, quienes creen no haber demostrado nada si no se han remontado a las fuentes simples y necesarias de todos los fe­ nómenos: se convierten, por tanto, en los historiadores de la Tierra, de la vida, de las facultades del alma y de las sociedades. Dando a la especulación el nombre de observación, esperan verse libres de cualquier otra prueba. De hecho, a medida que Rousseau desarrolla su ficción «históri­ ca», ésta pierde su carácter de hipótesis; una especie de seguridad y de borrachera van a abolir toda prudencia intelectual: la descripción de este primer estado, todavía muy próximo a la animalidad, se transforma en evocación encantada de «un lugar para vivir». Una nostalgia elegiaca se conmueve con la idea de esta vida errante y «sana», de su equilibrio sensitivo, de su justa suficiencia. Imagen demasiado imperiosa, demasiado profundamente satisfactoria co­ mo para no corresponder en el espíritu de Rousseau a la estricta verdad histórica. Toma cuerpo una certeza que es esencia poética, pero que se equivoca sobre su naturaleza: quiere hablar el lenguaje 24

de la historia, y tomar por testigo la erudición más rigurosa. La convicción se impone irrefutablemente: sin ningún género de dudas tales fueron los orígenes de la humanidad y, con seguridad, tal fue la primera faz del hombre. Rousseau se cuenta a sí mismo la historia objetiva de una Edad de la transparencia para legitimar su nostal­ gia. La certeza de Rousseau es la propia de alguien que se acuerda; se extiende por contacto y sus discípulos ya no verán en él al autor de una «historia hipotética», sino al vidente (Seher, dirá Hólderlin) que está en posesión de la memoria de un pasado muy antiguo, de un tiempo más hermoso. Én la obra inacabada, intitulada «Rous­ seau», Hólderlin escribe: auch dir, auch dir E r/reuet die J e m e Sonne dein H aupt, U nd Strahlen aus der schónern Z eit. E s H aben d ie B oten dein H erz g efu n d en 31.

también a ti, también a ti te ilumina la frente con alegría el lejano sol y los rayos llegados de una época más hermosa. Ellos, los mensajeros, han encontrado tu corazón. Hólderlin convierte aquí a Rousseau en uno de estos «intérpre­ tes» a quien les ha sido concedido el ser alcanzados por la luz de una época que ha de llegar o de un pasado desaparecido.

E l D io s G l a u c o

¿Se puede seguir afirmando que la transparencia original ha des­ aparecido? Cuando se la vuelve a encontrar en la memoria, ¿no se la reintegra en la transparencia propia de la memoria y, precisamen­ te por esa razón, se la salva? ¿Nos ha abandonado por completo o estamos aún cerca de ella? Rousseau duda entre dos respuestas con­ tradictorias. La primera afirma que el alma humana ha degenerado, que se ha desfigurado, que ha sufrido una alteración casi total, para no volver a encontrar ya nunca más su belleza primera. La segunda versión, en lugar de una deformación, evoca una especie de ocultamiento: la naturaleza primera persiste, pero escondida, rodeada de velos superpuestos, sepultada bajo los artificios y, sin embargo, Friedich H ólderlin , «Rousseau», Sámtliche Werke (Sttugan, Kohlhammer, 1953), II, 12-13.

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siempre intacta. Versión optimista y versión pesimista del mito del origen. Rousseau sostiene las dos, alternativamente, y a veces, in­ cluso, simultáneamente. Nos dice que el hombre ha destruido irre­ mediablemente su identidad original, pero proclama también que el alma original, siendo indestructible, permanece para siempre idénti­ ca a sí misma bajo las aportaciones externas que la enmascaran. Rousseau retoma por su cuenta el mito platónico de la estatua de Glauco: Semejante a la estatua de Glauco, que el tiempo, el mar y las tormentas habían desfigurado hasta tal punto que se parecía me­ nos a un dios que a una bestia feroz, el alma humana, alterada en el seno de la sociedad por mil causas que renacen sin cesar, por la adquisición de una multitud de conocimientos y errores, por los cambios acaecidos en la constitución de los cuerpos, y por el cho­ que continuo de las pasiones, ha cambiado de apariencia, por asi decirlo, hasta el punto de ser casi irreconocible52. Pero hay aquí un por asi decir y un casi que nos devuelven todas las esperanzas. En el contexto de Rousseau, la imagen de la estatua de Glauco tiene algo de enigmático. ¿Su cara ha sido carcomida y mutilada por el tiempo y ha perdido para siempre la forma que tenía al salir de las manos del escultor? ¿O bien ha sido recubierta por una costra de sal y de algas, bajo la cual la faz divina conserva, sin ninguna pérdida de sustancia, su modelado original? ¿O no es la cara original más que una ficción destinada a servir de norma ideal para aquel que quiere interpretar el estado actual de la humanidad? No es tarea fácil deslindar lo que hay de originario y de artifi­ cial en la naturaleza actual del hombre, y conocer bien un estado que ya no existe, que tal vez nunca haya existido, que probable­ mente no existirá jamás, y dei que sin embargo, es necesario tener una opinión correcta para juzgar correctamente nuestro estado presente15. Seguir siendo lo que uno era; dejarse modificar por el cambio: tocamos aquí categorías que para Rousseau son el equivalente de las categorías teológicas de la perdición y de la salvación. Rousseau no cree en el infierno, pero, en cambio, cree que la pérdida de parecido es una desgracia esencial, mientras que permanecer semejante a si » Discours sur /'Origine de rinégalité, prefacio, O. C.. III. 122. Cfr. Platón. República, X, 611. 33 Op. cit., 123.

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mismo es una manera de salvar la vida, o al menos una promesa de salvación. El tiempo histórico, que para Rousseau no excluye la idea del desarrollo orgánico, queda cargado de culpabilidad; el mo­ vimiento de la historia es un oscurecimiento, es responsable de una deformación más que de un progreso cualitativo. Rousseau entiende el cambio como una corrupciónM: en el curso del tiempo, el hombre se desfigura y se pervierte. No es solamente su apariencia, sino su misma esencia la que se hace irreconocible. Esta versión severa (y por así decirlo calvinista) del mito del origen, es propuesta por Rousseau en diversos momentos de su obra. En el origen de esta idea se descubre una angustia muy real, avivada por el sentimiento de lo irreparable. Rousseau ha afirmado innumerables veces que el mal era irremediable, que, una vez franqueado cierto umbral fatal, el alma está perdida y no tiene otro recurso que aceptar su perdi­ ción. Un «natural asfixiado», nos dice, no vuelve jamás, y «enton­ ces se pierde al mismo tiempo lo que se ha destruido y lo que se ha hecho»35. ¡Desventurados! ¿En qué nos hem os convertido? ¿Cómo he­ mos dejado de ser lo que fuim os?36.

Deformación, en la que, a lo que parece, ya nada subsiste de la forma original. Él mismo se sintió alcanzado y amenazado por ella: Los gustos más viles y la pillería m ás abyecta sucedieron a mis amables diversiones, sin dejarm e siquiera la m ás mínima idea de ellos. Era necesario que, a pesar de la educación más honorable, *34 34 Algunos aspectos del conservadurismo político de Rousseau que resultan sorprendentes a primera vista, se explican por el hecho de que, en la estructura de un Estado, el cambio equivale, con toda seguridad, a una decadencia: «¡Considérese el peligro de conmocionar una vez a las enormes masas de la monarquía francesa! ¿Quién podrá dominar el impacto producido o prever todos los efectos que puede acarrear?... Tanto en d caso de que el gobierno actual sea todavía el de antaAo, como en el de que haya cambiado de naturaleza imperceptiblemente durante tantos siglos, es igualmente imprudente pretender modificarlo. Si es el mismo, hay que res­ petarlo; si ha degenerado, es por la fuerza del tiempo y de las cosas, y la sabiduría humana ya no puede nada con respecto a él.» (Jugement sur la Polysynodle, O. C., III, 638). En este punto, el pensamiento de Rousseau se aproxima al de Montesquieu. Idéntica prudencia, idéntica alternativa entre la conservación de la institución primitiva y su degeneración, idéntica duda ante el paso a la acción en el nombre de un progreso... 33 La Nouveile Héloíse. V parte, carta III, O. C., II, 564. Y ya en la Epitre á Parisoi: Nada hay que el tiempo no corrompa al final Todo, hasta la sabiduría, está sujeto a decadencia. (O. C.. II, 1138.) 34 La Nouveile HéloíSe, III parte, carta XVI. O. C., II, 336.

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tuviera una gran inclinación a degenerar, pues esto ocurrió muy rápidam ente, sin la menor dificultad, jam ás César tan precoz se convirtió tan prontam ente en L aridón37.

A este pasaje, que viene poco después del episodio de Bossey, se puede añadir un texto del final de la vida de Rousseau, testimonio tanto más significativo cuanto que data de una época en la que éste no deja de afirmar su permanente fidelidad a si mismo: Puede ser, que sin haberme dado cuenta y o m ism o haya cam ­ biado m ás de lo que hubiera sido preciso. ¿Qué naturaleza resisti­ ría sin alterarse una situación semejante a la m ía?38.

Pregunta a la que se apresura a responder negativamente. Pues, precisamente en el momento en el que todo ha cambiado para él, en el momento en el que cree vivir en un sueño, Rousseau se opone con todas sus fuerzas a la angustia de la alteración interior, y lucha por la salvaguardia de su identidad. Algo ha cambiado, pero su alma ha seguido siendo la misma. Pone fuera de él mismo la responsabilidad de la alteración. Son los otros los que han sufrido la más sorpren­ dente metamorfosis, y quienes, estando ellos mismos irreconocibles, desfiguran su imagen y sus obras. Él mismo sigue siendo lo que era. Sus sentimientos no han cambiado más que porque las realidades exteriores ya no son las mismas: Pero es innegable que las cosas han cam biado de aspecto... a partir del m om ento en que dieron comienzo mis desdichas. Desde entonces, he vivido en una nueva generación que no se parecia en nada a la prim era, y mis propios sentimientos hacia los otros han experimentado los mismos cambios que he encontrado en los su­ yos. Las mismas personas que he visto sucesivamente en estas dos generaciones tan diferentes se han asimilado, por decirlo de algún m odo, sucesivamente, a una y a o tra 39. ...Y o , el mismo hom bre que era, el mismo que sigo siendo40.

Bajo la máscara que los otros imponen desde fuera a su rostro, Jean-Jacques no ha dejado de ser Jean-Jacques. En el momento en el que se encuentra más sombríamente obsesionado por la persecu­ ción, replica contándose a si mismo la versión optimista del mito 37 38 » 40

Con/essions. lib. I, O. C., I, 30-31. Rtveries. primer Paseo, O. C., I, 1055. Op. d i.. 1054. Réveries, sexto Paseo, O. C., I, 996.

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del origen: nada se ha perdido, el tiempo no ha alterado lo esencial, no ha carcomido su rostro más que superficialmente, el mal viene de fuera pero queda fuera. El rostro de Glauco ha permanecido in­ tacto bajo las impurezas que lo desfiguran. Jean-Jacques se atribu­ ye a si mismo (y sólo a si mismo) lo que anteriormente habia formu­ lado a propósito del hombre en general, y que oponia la noción de naturaleza perdida a la de naturaleza escondida, una naturaleza que se puede enmascarar, pero que no puede ser destruida nunca. Dema­ siado poderosa y, posiblemente, demasiado divina para que poda­ mos transformarla o suprimirla, elude nuestros actos profanadores y se refugia en las profundidades, donde ella sólo está disimulada por los envoltorios externos que no hacen más que ocultarla. Está olvidada, pero no perdida, y si la memoria nos la deja entrever en el fondo del pasado, es porque ya estamos prestos a liberarla de sus velos y a reencontrarla, presente y viva, en nosotros mismos. Los males del alma (...) alteraciones externas y pasajeras de un ser inmortal y simple, se borran sin dejar huella y la dejan en su fo rm a origina!, que nada podría cam biar41.

Entonces, Rousseau invoca con confianza a una «naturaleza a la que nada destruye», se convierte en el poeta de la permanencia des­ velada. Descubre en sí mismo la proximidad de la transparencia ori­ ginal y encuentra ahora, en el fondo del yo, los «rasgos originales» de aquel hombre de la naturaleza que habia buscado en la profun­ didad de los tiempos. Aquel que sabe ensimismarse puede ver res­ plandecer de nuevo el rostro del dios sumergido, librado de la «herrumbre» que lo enmascaraba:

¿De dónde puede haber sacado su modelo el pintor y el apolo­ gista de la naturaleza, hoy tan desfigurada y tan calum niada, si no es de su propio corazón? Lo ha descrito tal y com o él se sentía a si mismo. Los prejuicios por los que no estaba dom inado, las pasio­ nes artificiales de las que no era presa, no ofuscaban en absoluto a sus ojos, com o a los de los otros, esos primeros rasgos general­ mente tan desconocidos y olvidados. Esos rasgos tan nuevos para nosotros y tan verdaderos, una vez realizados, encontraban aún todavía, en el fondo de los corazones, el testimonio de su exacti­ tud, pero jam ás se habrían rem ontado hasta allí por ellos mismos, si el historiador de la naturaleza no hubiera com enzado por elimi­ nar la herrum bre que los escondía. Una vida retirada y solitaria. 41 La Nouvette Hétotie, III parle, carta XXII, O. C., II, 389.

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un gusto vivo por el ensueño y la contem plación, la costum bre de ensimismarse y de buscar en si mismo, en la calma de las pasiones, esos primeros rasgos desaparecidos en la m ultitud, era lo único que podia hacer que los volviera a encontrar. En una palabra, ha­ cia Taita que un hom bre se describiera a si mismo para poder mos­ trarnos asi al hom bre prim itivo...42.

El conocimiento de si equivale a una reminiscencia, pero Rous­ seau no encuentra en modo alguno «estos primeros rasgos», que sin embargo pertenecen a un mundo anterior, mediante un esfuerzo de la memoria. Para descubrir al hombre de la naturaleza y para convertirse en un historiador, Rousseau no ha tenido que remontar­ se al comienzo de los tiempos: le ha bastado con descubrirse a sí mismo y con referirse a su propia intimidad, a su propia naturaleza, en un movimiento a la vez activo y pasivo, buscándose a si mismo y abandonándose al ensueño. El recurso a la interioridad alcanza a la misma realidad y descifra las mismas normas absolutas que la exploración del pasado más lejano. Así, lo que era primero en el or­ den de los tiempos históricos, se vuelve a encontrar como lo más profundo de la experiencia actual de Jean-Jacques. La distancia his­ tórica no es más que la distancia interior, y esta distancia es fran­ queada rápidamente por aquel que sabe abandonarse plenamente al sentimiento que se despierta en él. A partir de ahora, la naturaleza (como la presencia de Dios para San Agustín)43 deja de ser lo que queda más lejos detrás de nosotros y se muestra como lo que es más central en nosotros. Como vemos, la norma deja de ser trascenden­ te, es inmanente al yo. Basta con ser sincero, con ser uno mismo, y en adelante el hombre de la naturaleza ya no es el lejano arquetipo al que me refiero; coincide con mi propia presencia, con mi propia existencia. La antigua transparencia resultaba de la presencia inge­ nua de los hombres bajo la mirada de los dioses; la nueva transpa­ rencia es una relación interior al yo, una relación de uno consigo mismo: se realiza en la limpidez tal cual es. Entonces, puede surgir una imagen (Rousseau nos lo asegura) que equivalga a la auténtica historia de toda la especie y que resucite el pasado perdido para re­ velarlo como el eterno presente de la naturaleza. Los hombres en­ cuentran en ello la certeza de una común semejanza. («Cada hom­ bre lleva la forma entera de la condición humana», decía Mon­ taigne.) Gracias a que Jean-Jacques ha sabido abandonarse a si mis41 Dialogues, III, O. C.» I, 936. 43 Cfr. G o u h ier . «Nature et Histoire chez Rousseau», Anuales J.-J, Rousseau, XXIII, 1953-1955, tomado de: Les Méditations métaphysiques de Jean-Jacques Rousseau (París, Vrin, 1970), cap. I, 11-34.

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mo, los hombres se reconocerán a su vez. Tras sus falsas verdades, se encuentran una presencia olvidada, una forma que permanecía intacta bajo los velos; helos, pues, rescatados del olvido... Así pues, podemos recobrar la primera naturaleza del hombre sin tener que remontarnos a los orígenes reales, y sin aventurarnos en las reconstrucciones históricas. Rousseau se explica de un modo muy claro en el segundo Discurso, en el que se le ve renunciar bas­ tante fácilmente a todo aserto sobre los «verdaderos orígenes» para reservarse el derecho de aclarar, mediante hipótesis, la naturaleza de las cosas: No hay que tom ar las investigaciones en las que se puede entrar con este tem a por verdades históricas, sino solamente com o razonam ientos hipotéticos y condicionales, m ás propios para acla­ rar la naturaleza de las cosas que para dem ostrar el verdadero o rig e n ...4*.

¿Pero es posible aprehender la naturaleza del hombre indepen­ dientemente de la historia humana? Rousseau duda. De hecho, si no puede prescindir de la noción de una naturaleza humana esen­ cial, menos aún puede renunciar a la idea de un devenir histórico, que le permite dar una explicación plausible de. la alteración que la humanidad ha sufrido al alejarse de sus felices orígenes. Rousseau querría conservar, a la vez, la posibilidad de acusar la perversión de la que la sociedad es responsable, y guardarse el derecho de procla­ mar la permanencia de la bondad original. Por lo tanto, tenemos aquí una dobe afirmación, que puede parecer contradictoria y que no se ha dejado de reprochar a Jean-Jacques. Pues en la medida en que la sociedad es obra humana, se debe admitir que el hombre es culpable, y carga con la culpa de todo el mal que se ha hecho a si mismo; pero, por otra parte, en la medida en que el hombre no deja de ser un hijo de la naturaleza, conserva una inocencia indestruc­ tible. ¿Cómo conciliar la afirmación: «el hombre es naturalmente bueno», y esta otra: «Todo degenera en manos del hombre»? U na

t e o d ic e a q u e d is c u l p a a l h o m b r e y a

D io s

Cassirer lo ha visto con claridad4445: los postulados de Rousseau permiten resolver el problema de la teodicea, sin imputar el origen del mal ni a Dios, ni al hombre pecador. 44 Discours sur ¡‘Origine de l'Inégalité. O. C., III, 132-133. 45 Ernst Cassirer, «Das Problem Jean-Jacques Rousseau», Arch. fü r Geschichte der Philosophie. 1932.

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(No es) necesario suponer que el hombre es malo por naturale­ za, cuando se puede mostrar el origen y el progreso de su maldad. Estas reflexiones me condujeron a nuevas reflexiones sobre el espíritu humano en el estado civil, y encontré entonces que el des­ arrollo de las luces y de los vicios se hacia siempre de la misma forma, no en los individuos sino en los pueblos, distinción que siempre he hecho cuidadosamente, y que ninguno de mis detracto­ res ha podido concebir jamás4*. La historia y la sociedad producen el mal sin alterar la esencia del individuo. La culpa de la sociedad no es la culpa del hombre esencial, sino la del hombre en relación. Ahora bien, si disociamos al hombre esencial del hombre en relación y separamos sociabilidad y naturaleza humana, podemos atribuir al mal y a la alteración his­ tórica una posición periférica en relación con la permanencia cen­ tral de la naturaleza original. Por ello, el mal podrá confundirse con la pasión del hombre por lo que le es externo, por el prestigio, el parecer y la posesión de bienes materiales. El mal es exterior y es la pasión por lo exterior: si el hombre se abandona por entero a la seducción de los bienes extraños, se someterá completamente al im­ perio del mal. Pero entrar en si mismo será para él en todo momen­ to la fuente de salvación. Asi pues, Rousseau no se comenta con reprobar la exterioridad, como habían hecho antes que él casi todos los moralistas: él la incrimina en la propia definición del mal. Esta condena no es más que la contrapartida de una disculpa que preten­ de salvar —de una vez para siempre— la esencia interior del hom­ bre. Rechazado a la periferia del ser y expulsado al mundo de la relación, el mal no tendrá el mismo estatuto ontológico que la «bondad natural» del hombre. El mal es velo y ocultamiento tras el velo, es máscara, es cómplice de lo artificial y no existiria si el hom­ bre no tuviera la peligrosa libertad de negar lo dado naturalmente por medio del artificio. Es en manos del hombre, y no en su cora­ zón, donde todo degenera. Sus manos trabajan, cambian la natura­ leza, hacen la historia, acondicionan el mundo exterior y, a la larga, producen la diferencia entre las épocas, la lucha entre los pueblos y la desigualdad entre los «individuos». En una misma página (prefacio de Narciso) Rousseau protes­ tará contra la «falsa filosofía» que pretende que «los hombres son iguales en todas partes», sostendrá, muy al contrario, que los vicios del mundo contemporáneo «no pertenecen tanto al hombre como al hombre mal gobernado»4647. Contradicción significativa. Rousseau, 46 Lettre á Chrislophe de Beaumont, O. C„ IV, 967. 47 Préface de Narcisse, O. C., II, 969.

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de este modo, afirma al mismo tiempo, la permanencia de una ino­ cencia esencial y el movimiento de la historia, que es alteración, corrupción moral y degeneración política, y que promueve el estado de conflicto y la injusticia entre los hombres. Véase, en el libro IV del Emilio, la posición de Rousseau sobre la idea de progreso. (Obra Completa, IV, 676). En las teorías del progreso que serán propuestas más adelante se verá intervenir una hipótesis bastante semejante, que tendrá como objetivo conciliar el postulado de la permanencia de la naturaleza humana con la idea de un cambio colectivo. «El hombre sigue sien­ do el mismo, la humanidad progresa siempre», dirá Goethe. Se ha discutido la validez del pesimismo histórico del segundo Discurso y se ha admitido más gustosamente la tesis optimista de Goethe. Sin embargo, desde el punto de vista filosófico el problema es idéntico. Tanto en uno como en el otro es necesario conciliar la estabilidad de la naturaleza humana y la movilidad del desarrollo real de la his­ toria, es necesario explicar por qué el hombre (en tanto que indivi­ duo) posee el privilegio de permanecer «igual», mientras que la hu­ manidad (en tanto que colectividad) está sometida al cambio. Sin embargo, Rousseau no tiene necesidad de la historia, más que para pedirle la explicación del mal. Es la idea del mal la que confiere al sistema su dimensión histórica. El devenir es el movi­ miento mediante el cual la humanidad se hace culpable. El hombre no es por naturaleza vicioso, ha llegado a serlo. El retorno al bien coincide entonces con la rebelión contra la historia, y en particular, contra la situación histórica actual. Si bien es innegable que el pen­ samiento de Rousseau es revolucionario, es necesario añadir a ren­ glón seguido que lo es en nombre de una naturaleza humana eterna, y no en nombre de un progreso histórico. (Habrá que interpretar la obra de Rousseau para ver en ella un factor decisivo en el progreso político del siglo x v i ii .) Como veremos, su pensamiento social, consciente de la necesidad de afrontar al mundo y a «los hombres tal como son», apunta sobre todo a instaurar, o a restaurar la sobe­ ranía de lo inmediato, es decir, el reino de un valor sobre el que la duración no tiene influencia.

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CRÍTICA DE LA SOCIEDAD

Rousseau ocupa en su siglo un lugar entre los escritores que de­ nuncian los valores y las estructuras de la sociedad monárquica. Por más diferentes que hayan sido, la denuncia crea entre ellos un pare­ cido y les da un aire de fraternidad: cada uno de ellos podrá ser considerado, por alguna razón, como un obrero o como un profeta de la próxima revolución. Así se explica la reconciliación póstuma de Rousseau y de Voltaire, su apoteosis común, su promoción al rango de divinidad brifrons o de diada tutelar. El grabado popular los inmortalizará uno al lado del otro, disfrazados de genios lampadóforos, con un candelabro en la mano, difundiendo las luces ante ellos, resplandecientes de brillo luciferino. Rousseau quiere captar el principio del mal y pone en cuestión la sociedad, el orden social en su conjunto. En él, el esfuerzo crítico no se dispersa y no se asigna a si mismo la tarea de afrontar una a una las múltiples manifestaciones del mal. Se remonta a una causa general, que le dispensa de afrontar aisladamente tal abuso particu­ lar, tal usurpación o tal impostura. (Por lo demás, es demasiado egocéntrico para adoptar el papel de enderezador de entuertos. Vol­ taire tiene su asunto Calas y otros diez parecidos. Rousseau está abrumado por el asunto Rousseau.) Rousseau halla la historia de sus pensamientos: ha observado una discordancia entre las acciones de los hombres y sus palabras, esta diferencia se explica por otra diferencia, la del ser y la del pare­ cer, pero hace falta además buscar su causa. Rousseau la formula asi: La encontré en nuestro orden social que, de todo punto con­ trario a la naturaleza a la que nada destruye, le tiraniza sin cesar y

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le hace reclamar sus derechos continuamente. Estudié las conse­ cuencias de esta contradicción y vi que ésta explicaba por si sola todos los vicios de los hombres y todos los males de la sociedad1. En este pasaje, que resume con mucha seguridad la sustancia de los dos Discursos, Rousseau define del modo más claro el objeto y el alcance de su critica social: la denuncia concierne a la sociedad en tanto que ésta es contraria a la naturaleza. Esta sociedad negadora de la naturaleza (del orden natural) no ha suprimido a la naturale­ za. Mantiene un conflicto permanente con ella, conflicto del que nacen los males y los vicios por los que los hombres sufren. La cri­ tica de Rousseau esboza, por tanto, una «negación de la negación»: acusa a la civilización cuya característica fundamental es la negatividad con respecto a la naturaleza. La cultura establecida niega la naturaleza, tal es la afirmación patética de los dos Discursos y del Émiie. Las «falsas luces» de la civilización, lejos de iluminar el mundo humano, velan la transparencia natural, separan a los hom­ bres los unos de los otros, particularizan los intereses, destruyen toda posibilidad de confianza reciproca y reemplazan la comunica­ ción esencial de las almas por un trato artificial y desprovisto de sinceridad; asi, se constituye una sociedad en la que cada uno se aís­ la en su amor propio, y se protege tras una apariencia engañosa. Paradoja singular que, de un mundo en el que la relación econó­ mica entre los hombres parece más intima, hace, en realidad, un mundo falso e hipócrita: Denuncio el que la filosofía afloje los vínculos de la sociedad que están constituidos por la estimación y la benevolencia mutuas, y me quejo de que las ciencias, las artes y todos los demás objetos de trato social, estrechen los vínculos de la sociedad mediante el interés personal. Y es que, en efecto, no se puede estrechar uno de estos vínculos sin que el otro no se afloje en la misma medida. Asi pues, en esto no existe contradicción12. Rousseau confronta aquí de modo significativo dos tipos de re­ lación que se oponen como la transparencia a la opacidad. La esti­ mación y la benevolencia constituyen un vinculo mediante el cual los hombres se unen inmediatamente: nada se interpone entre las conciencias, éstas se ofrecen espontáneamente con una plena evi­ dencia. Al contrario, los vínculos que se establecen a través del inte­ rés personal han perdido su carácter inmediato. La relación ya no se 1 Lettre á Chrisiophe de Beaumont, O. C., IV, 966-967. 2 Préjace de Narcisse, O. C„ II, 968.

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establece entre una conciencia y otra: en lo sucesivo, pasa por las cosas. La perversión que resulta de ello no proviene solamente del hecho de que las cosas se interponen entre las conciencias, sino tam­ bién del hecho de que los hombres, dejando de identificar su interés con su existencia personal, lo identifican, en lo sucesivo, con los ob­ jetos interpuestos que consideran indispensables para su felicidad. El yo del hombre social ya no se reconoce en sí mismo, sino que se busca en el exterior, entre las cosas; sus medios se convierten en su fin. El hombre en su totalidad se conviene en cosa o en esclavo de las cosas... La critica de Rousseau denuncia esta alienación y pro­ pone la tarea de volver a lo inmediato. Al desarrollar, cada vez más, su oposición a la naturaleza, la so­ ciedad civilizada oscurece la relación inmediata de las conciencias: la pérdida de la transparencia original corre pareja con la alienación del hombre en las cosas materiales. En este punto, el análisis de Rousseau prefigura los de Hegel y los de Marx y se les asemeja tan­ to más cuanto que se apoya sobre una descripción del devenir histó­ rico de la humanidad. En efecto, el Discurso sobre el Origen de la Desigualdad es una historia de la civilización como progreso de la negación de lo dado naturalmente, progreso al que corresponde una degradación de la inocencia original. La historia de las técnicas se expone en estrecha relación con la historia moral de la humanidad; pero, a diferencia del esfuerzo filosófico del siglo xix, y en contras­ te con las pretensiones positivistas de alguno de sus contemporá­ neos, Rousseau intenta fundar un juicio moral que concierna a la historia, más bien que establecer un saber antropológico. Es en cali­ dad de moralista como escribe la historia de la moral. De ahí el as­ pecto ambiguo de su demostración. En primer término, los estadios por los que ha pasado el hombre y el estado a que ha llegado deben ser establecidos como hechos; una vez establecidos, deben ser acep­ tados; la humanidad ha experimentado transformaciones ineluc­ tables, ha llegado fatalmente a su estado presente: esto no admite discusión alguna. Pero la validez del hecho no nos permite prejuz­ gar sobre el derecho. Los hechos históricos no justifican nada, la historia no tiene legitimidad moral, y Rousseau no duda en conde­ nar, en nombre de los valores eternos, el mecanismo histórico cuya necesidad ha mostrado y que él ha extendido a las propias funciones morales. Habiendo evocado el avance de la cultura y habiéndolo definido como negación de la naturaleza, Rousseau opone a la cultura un re­ chazo, una nueva negación, que es la consecuencia de un juicio mo­ ral y que apela a un absoluto ético. La indignación de Rousseau (él mismo hombre «natural») contra la sociedad (creación histórica) es 36

la expresión patética de este conflicto. Toma la palabra para decir que no a la antinaturaleza. La situación presente, con su lujo y su miseria, está históricamente motivada y es, al mismo tiempo, socialmente inaceptable. Rousseau comprende la sociedad de su tiempo, pero le opone una reprobación escandalizada. Por tanto, el pensa­ miento de Rousseau no podrá detenerse ahí. Pues comprender un mundo opaco no equivale sin más a recuperar la transparencia o restablecerla. Para Rousseau, lejos de equivaler a una adhesión in­ telectual, la comprehensión no establece el «hecho» más que para oponerle inmediatamente el «derecho». Protesta contra el médoto de Grotius: su «manera de razonar es la de establecer siempre el de­ recho por el hecho»3. Rousseau juzga y condena en nombre del derecho los hechos cuya necesidad histórica prueba. Y como le es preciso, para realizar el ideal de la transparencia, un mundo en el que el hecho coincida con el derecho, buscará este mundo tan pron­ to de este lado de la historia, en los «tiempos antiguos» donde el progreso corruptor no existe todavia —como del otro lado, en un futuro abstracto en el que el desorden actual será superado por un orden más perfecto.

La

in o c e n c ia o r ig in a l

Antes de que se hayan propagado las artes y las letras, el hecho humano no está lo suficientemente desarrollado como para oponer­ se a un derecho aún no expresado: el hombre primitivo es «bueno» porque aún no es lo suficientemente activo como para obrar mal. Este es un juicio retrospectivo del moralista que decide sobre esta bondad. El hombre de la naturaleza vive «inocentemente» en un mundo amoral o premoral. En su limitada conciencia, la diferencia entre el bien y el mal no existe. Por lo tanto, no se da un verdadero acuerdo entre el hecho y el derecho: aún no ha surgido el conflicto entre ambos. En el limitado horizonte del estado de naturaleza, el hombre vive en un equilibrio que aún no le opone ni al mundo n¡ a sí mismo. No conoce ni el trabajo (que le opondrá a la naturaleza) ni la reflexión (que le opondrá a si mismo y a sus semejantes): Sus deseos no exceden de sus necesidades físicas... Su imagina­ ción no le pinta nada; su corazón no le pide nada. Sus módicas necesidades se encuentran tan fácilmente a su alcance y se en­ cuentra tan lejos del grado de conocimiento necesario para desear 3 Contrai Social, lib. 1, cap. II, O. C., III, 353.

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adquirir otros más grandes, que no puede tener ni previsión ni cu­ riosidad... Su alma, a la que nada inquieta, se entrega únicamente al sentimiento de su existencia actual45. En esta perfecta autosuficiencia, el hombre no tiene necesidad de transformar el mundo para satisfacer sus necesidades. Es ésta una variante «animal» y «sensitiva» del ideal estoico de autarquía. El hombre no sale de si mismo, no sale del instante presente; en una palabra, vive en lo inmediato. Y aunque cada sensación es nueva para él, esta aparente discontinuidad no es más que un modo de vi­ vir la continuidad de lo inmediato. Nada se interpone entre sus «de­ seos limitados» y su objeto, casi no resulta necesaria la intervención del lenguaje; la sensación se abre directamente sobre el mundo, has­ ta el punto de que el hombre casi no sabe distinguirse de lo que le rodea. Entonces, el hombre tiene la experiencia de un contacto lím­ pido con las cosas, aún no perturbado por el error: los sentidos, li­ mitados a si mismos, no contaminados por el juicio y la reflexión, no padecen distorsión alguna. Del mismo modo en que Rousseau da, rest respectivamente, la calificación moral de la bondad a la si­ tuación premoral, atribuye, también retrospectivamente, un valor de verdad a la experiencia prerreflexiva, a la que supone como per­ fectamente pasiva. A este estado en el que se supone que el hombre vive sin tener en cuenta la distinción entre lo verdadero y lo falso, Rousseau le concede el privilegio de la posesión inmediata de la ver­ dad. En opinión del propio Rousseau, ésta es realmente la infancia que un niño de hoy podría vivir todavía si no le «corrompieran» precozmente. Emilio está «completo en su estado actual, pero dis­ frutando de una plenitud de vida que parece querer extenderse fuera de él... Sus sentidos, puros aún, están exentos de ilusiones»}. El modo en que Rousseau habla de la «verdad de los sentidos» no es diferente de lo que propone la filosofía de Condillac, para quien el error sólo empieza en el momento en el que juzgamos los actos sensibles: No hay error, oscuridad ni confusión en lo que ocurre dentro de nosotros, al igual que no lo hay en la relación que establecemos 4 Discours sur I'Origine de l’lnégalité, O. C., III, 143-144. 5 Emite, lib. II, O. C., IV, 370. En los Estudios sobre el tiempo humano, Georges Poulei sugiere este paralelo entre Emilio y el salvaje del segundo Discurso. Obsérvese que el Jean-Jacques de los Diálogos —«indolente», «bueno», pero incapaz del esfuerzo que constituye la «virtud»— tiene más de un rasgo en común con el «salvaje».

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con lo exterior... Si llega a producirse un error, ello ocurre sólo en cuanto que juzgamos6.

La sensación siempre tiene razón, pero no sabe que la tiene78.

T r a b a jo ,

r e f l e x ió n , o r g u l l o

Pero, del mismo modo que el niño al crecer abandona el mun­ do de la sensación para entrar en el «mundo moral» y después en el mundo social, el hombre primitivo pierde el paraiso de la pura sen­ sibilidad de un modo progresivo e irreversible. En este proceso, Rousseau atribuye un papel capital a la lucha contra los obstáculos naturales. Las modificaciones psicológicas no sobrevendrán más que después del empleo de los útiles. Cronológicamente, son el tra­ bajo y la actividad instrumental los que preceden al desarrollo del juicio y de la reflexión. Tal fue la condición del hombre al nacer, tal fue la vida de un animal limitado primero a las puras sensaciones, y que casi no sa­ caba partido de los dones que le ofrecía la naturaleza, estaba aún lejos de pensar en arrancarle nada; pero pronto se presentaron di­ ficultades; hubo que aprender a vencerlas... Pronto se encontra­ ron al alcance de su mano tanto esas armas naturales que son las ramas de los árboles como las piedras. Aprendió a superar los obstáculos de la naturaleza, a combatir a los otros animales cuan­ do era preciso, a disputar su subsistencia a los propios hombres, o a resarcirse de lo que tenia que ceder al más fuerte6.

Nuevos obstáculos obligarán a los hombres a confeccionar nue­ vos útiles menos «naturales» que las ramas y las piedras: de este modo aumenta la distancia entre la naturaleza y el hombre, distan­ cia creada por el artificio a que éste recurre para adquirir un mayor dominio de su medio: Años estériles, largos y crudos inviernos y veranos abrasadores que todo lo consumían exigieron de ellos una nueva industria. 6 CondillaC, Essai sur / ’Origine des Connaissances humaines. 1, 1, II, ap. II. 7 Rousseau no siempre ha proclamado la «verdad de las sensaciones». En los momentos en que «platoniza», desacredita los sentidos como potencias del error: «Son, si se quiere, cinco ventanas por las que nuestra alma podría obtener luz. pero las ventanas son pequeilas, los cristales no tienen brillo, el muro es ancho y la casa muy mal iluminada» (Leitres morales, O. C., IV, 1092). 8 Discours sur t'Origine de t ’lnégalité, O. C., III, 164-165.

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A lo largo del mar y de los ríos inventaron la caña y el anzuelo y se conviertieron en pescadores e ictiófagos. En los bosques con­ feccionaron arcos y flechas...9.

De esta lucha que opone activamente el hombre al mundo resul­ tará su evolución psicológica. La facultad de comparar le capacitará para una reflexión rudimentaria: será capaz de advertir diferencias entre las cosas, sabrá que es diferente que los animales, contempla­ rá su superioridad, y he aqui que surge un vicio: el orgullo. Esta reiterada utilización de seres distintos de él mismo y dife­ rentes unos de otros, debió engendrar del modo más natural en el espíritu del hombre las percepciones de ciertas relaciones. Estas relaciones... terminaron por producir en él algún tipo de re­ flexió n .

Las nuevas luces que resultaron de este desarrollo aumentaron su superioridad sobre los otros animales, haciéndosela conocer... Es asi como la primera mirada que dirigió hacia si mismo p ro d u jo en él el prim er m ovim iento de orgullo'0.

De este modo, Rousseau encadena toda una serie de «momen­ tos» que se condicionan unos a otros, y que el hombre recorre en razón de su perfectibilidad. Al obstáculo natural se opone el traba­ jo, éste provoca el nacimiento de la reflexión, que es la que produce «el primer movimiento de orgullo». Con la reflexión desaparece el hombre de la naturaleza y aparece «el hombre del hombre». La caída no es otra cosa que la intrusión del orgullo; el equilibrio del ser sensitivo se ha roto; el hombre pier­ de el beneficio de la coincidencia inocente y espontánea consigo mismo. Si la naturaleza «nos ha destinado a estar sanos, casi me atrevo a asegurar que el estado de reflexión es un estado ‘‘antinatu­ ral” , y que el hombre que medita es un animal depravado»". En­ tonces se indica la división activa entre el yo y el otro; el amor pro­ pio empieza a corromper al inocente amor de si mismo; nacen los vicios y se constituye la sociedad. Y mientras que la razón se per­ fecciona, se introducen entre los hombres la propiedad y la des­ igualdad y se separan cada vez más lo mió y lo tuyo. La ruptura entre ser y apariencia señala a partir de ahora el triunfo de lo «arti­ ficial», la distancia cada vez mayor que nos aleja no solamente de la naturaleza exterior, sino de nuestra naturaleza interior.* * Op. cit., 165. •o Op. cit., 165- 166. » Op. cit., 138.

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Cada cual comenzó a mirar a los otros y a querer que le mira­ sen a él,a. Para el propio provecho hubo que mostrarse distinto de lo que se era en realidad. Ser y parecer se convirtieron en dos cosas tota! mente distintas, y de esta distinción salieron la grandiosidad que se impone, la astucia engañosa y todos los vicios que forman su cortejo121314.

El hombre se aliena en su apariencia; Rousseau presenta el pare­ cer, al mismo tiempo, como la consecuencia y como la causa de las transformaciones económicas. De hecho, Rousseau establece una relación muy estrecha entre el problema moral y el problema econó­ mico. El hombre social, cuya existencia ya no es autónoma, sino re­ lativa, inventa sin cesar nuevos deseos que ya no puede satisfacer por si mismo. Necesita riquezas y prestigio: quiere poseer objetos y dominar conciencias. No cree ser él mismo más que cuando los otros le «consideran» y le respetan por su fortuna y su apariencia. Categoría abstracta, de la que podrán derivarse todo tipo de males concretos, el parecer explica a la vez la división interior del hombre civilizado, su servidumbre, y el carácter ilimitado de sus necesida­ des. Era el estado más alejado de la felicidad que el hombre primiti­ vo experimentaba al abandonarse a lo inmediato. Para el hombre del parecer sólo existen los medios, y ¿1 mismo se encuentra reduci­ do a no ser más que un medio. Ninguno de sus deseos puede ser sa­ tisfecho inmediatamente, debe pasar por lo imaginario y lo artifi­ cial; le son indispensables la opinión de los otros y el trabajo de los otros. Como los hombres ya no buscan satisfacer sus «verdaderas necesidades», sino aquellas que ha creado su vanidad, estarán conti­ nuamente fuera de si mismos, serán extraños a sí mismos y esclavos los unos de los otros. Cuando denuncia las alienaciones del estado social, el lenguaje de Rousseau prefigura claramente a Kant y a Hegel, aunque en muchos aspectos siga siendo un lenguaje propio de un moralista estoico u. En lo que suena aquí como una anticipación de las modernas filosofías de la historia, nos volvemos a encontrar con temas de la sabiduría antigua: Tras haber sido en otro tiempo libre e independiente, he aqui com o, por medio de un sinfín de nuevas necesidades, el hom bre está som etido, por así decir, a toda la naturaleza y, en especial, a

Op. cit., 169. '3 Op. cit., 174. 14 R o u sseau establece un p a ralelo e n tre el « re p a so y la lib e rta d » del h o m b re sal­ v a je y la « a ta ra x ia del esto ic o » (op. cit., 192). 12

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sus semejantes, de los que, en cierto sentido, se convierte en escla­ vo, aún en el caso de que se haga señor de ellos; rico, tiene necesi­ dad de sus servicios; pobre, necesita de sus limosnas, y la media­ nía no le pone en situación de prescindir de ellos. Asi pues, es preciso que procure continuamente que se interesen por su suerte y que, real o aparentemente, encuentren su interés en trabajar para el suyo: lo que hace que sea falso y astuto con unos, impe­ rioso y duro con los otros15.

El despotismo se impondrá como la forma suprema del servilis­ mo, en lo sucesivo universal, en el que el hombre es esclavo de su prójimo y de sus propias necesidades al mismo tiempo. Abrumados por la Urania, los hombres recobran un nuevo tipo de igualdad, pero en el avasallamiento y en la nulidad: «Es aquí donde los parti­ culares se convierten en iguales porque no son nada...»16. El circulo se vuelve a cerrar: habiendo partido de la igualdad de la indepen­ dencia presocial, desembocamos en la igualdad perfectamente servil de la sociedad despótica. Se ha desarrollado un proceso en el que el hombre se ha producido a si mismo, pero sufriendo una degrada­ ción moral paralela a su progreso intelectual y técnico. Ha hecho de si mismo un ser artificial, sin dejar de agravar el conflicto que le opone a la naturaleza. La

s ín t e s is p o r m e d io d e l a r e v o l u c ió n

¿Carece de salida esta situación? ¿Nos deja sin posibilidad de superación? Cuando Engels17 estudie el Discurso sobre el Origen de la Desigualdad hará hincapié en el momento final del texto de Rousseau: los hombres sojuzgados, sometidos a la violencia brutal del déspota, recurren a su vez a !a violencia para liberarse y para hacer caer al tirano: El déspota sólo es el amo mientras es el más fuerte... En cuan­ to se le puede expulsar, no puede poner objeción alguna a la vio­ lencia. El motin que culmina en el acto de estrangular o de destro­ nar a un sultán es un acto tan jurídico como aquellos mediante los cuales ¿I disponía, un día antes, de la vida y de los bienes de sus súbditos. La fuerza era lo único que le sostenia y la fuerza es lo único que le hace caer, de este modo, todo ocurre de acuerdo con el orden natural18. '5 16 17 18

Op. cil., 174-175. Op. cit., 191. Friedrich Engels, Anii-Dühring (Zíirich, 1886), 131. Discours sur / ‘Origine de ¡‘Inigalíti, O. C„ 111, 191.

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Existe, pues, un «orden natural» en esta historia en el que el hombre se aleja de su «estado natural». De este modo, añade En­ gels, la desigualdad se transforma finalmente en igualdad, pero lo que realiza la revolución final ya no es la antigua igualdad natural del hombre primitivo falto de lenguaje, sino la igualdad más alta del contrato social. Los opresores son oprimidos. Los términos an­ teriores son conservados y superados al mismo tiempo. Los hom­ bres realizan entonces la negación de la negación. Esta interpreta­ ción hegeliana y marxista supone que se pueda leer el Contrato So­ cial como la consecuencia o, incluso, como el desenlace del Discurso sobre el Origen de la Desigualdad. La visión de la obra de Rousseau, desde una perspectiva como ésta es, qué duda cabe, tentadora, puede ser aceptada siempre y cuando las dos obras sean puestas una a continuación de la otra, se­ gún el hilo de una secuencia continua. Se nos objetará, sin duda, que si se examina aisladamente el se­ gundo Discurso, la situación revolucionaria que sobreviene al final de la historia no provoca ningún cambio decisivo. Es vana: no inau­ gura más que una inmovilidad en el mal, diametralmente opuesta a la inmovilidad que caracterizaba el estado de naturaleza. La revolu­ ción contra el déspota no instaura una nueva justicia; habiendo per­ dido la igualdad en la independiencia natural, el hombre conoce ahora la igualdad en la servidumbre: Rousseau no recurre a la espe­ ranza y no nos dice cómo podrían los hombres dominar su destino y conquistar la igualdad en la libertad civil (de la que se tratará en el Contrato Social). No espera otra cosa que «breves y frecuentes revoluciones»; es decir, un estado de anarquía permanente. La hu­ manidad en el último grado de su decadencia moral es incapaz de escapar al desorden de la violencia. Asistimos a un final de la histo­ ria, pero a un final caótico: en adelante, el mal será irremediable19. Por otra parte, si consideramos separadamente el Contrato So­ cial, nada evoca en él las circunstancias históricas presentes o futu­ ras. La hipótesis del contrato se sitúa en el comienzo de la vida social, en el momento en el que se sale del estado de naturaleza. En él no se habla de la destrucción de una sociedad imperfecta a fin de establecer la libertad igualitaria. De este modo, Rousseau evita el problema práctico del tránsito de una sociedad previa a la sociedad perfectamente justa. (Abordará este problema más seriamente cuan­ do se trate de dar consejos a los polacos.) Inmediatamente, sin pa-*I, 19 Señalemos, sin embargo, una observación que hace de pasada, pero con clari­ dad, en el sentido de una eventualidad más favorable: estas «nuevas revoluciones di­ suelven completamente el gobierno, o le aproximan a ta institución legitima» (O. C.. III, 187).

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sar por etapas intermedias, nos lleva a acceder a la decisión que Tunda el reino de la voluntad general y de la ley razonable. Esta de­ cisión tiene un carácter inaugural, pero no revolucionario. Aunque plantea claramente el problema del legislador, Rousseau no sitúa su hipótesis jurídica en una fase determinada de la historia concreta de la humanidad, no precisa el tipo de acción que podrá hacer efectiva su realización. El pacto social no se realiza en la linea de evolución descrita por el segundo Discurso, sino en otra dimensión, puramen­ te normativa y situada fuera del tiempo histórico. Se vuelve a empe­ zar desde el comienzo legitimo, ex nihito, sin plantearse la cuestión de las condiciones de la realización del ideal político. La historia, que vuelve a empezar de nuevo de esta manera, se inicia con la alienación de la voluntad de todos en las manos de todos, en lugar de comenzar por la afirmación posesiva: «esto es mío». Esta socie­ dad escaparía asi inicialmente a la desgracia histórica que, por un encadenamiento necesario y fatal, ha condenado a la humanidad real a perderse y a corromperse irreversiblemente. Constituye el mo­ delo ideal en cuyo nombre resulta posible emitir un juicio contra la sociedad corrompida20.

L a SINTESIS MEDIANTE LA EDUCACIÓN

La interpretación de Engels unifica el Contrato y el segundo Discurso a través de la idea de revolución (la «negación de la ne­ gación»). Igualmente Kant, y más recientemente Cassirer, conside­ ran el pensamiento teórico de Rousseau como un lodo coherente. Encuentran en él la misma dialéctica, el mismo ritmo ternario del 20 Cfr. Émite, lib. V, O. C„ IV, 837. Desde luego, Rousseau es sincero cuando niega haber querido trastocar el orden establecido y derribar las instituciones de la Francia monárquica. En las Carias de la Montaña (1.a parte, carta VI) asegura que el Controlo Social, lejos de proponer la imagen de una cuidad que debería su­ plantar a la sociedad existente, se limita a describir lo que fue la República de Gine­ bra antes de las revueltas que han corrompido sus costumbres. En cambio, en las Confesiones el Contrato se nos presenta como una obra de reflexión abstracta, para la que Rousseau no quiso «buscar aplicación». No ha hecho más que ejercer plenamen­ te «el derecho de pensar», que los hombres poseen universalmente... Con todo, no olvidemos que las Confesiones, los Diálogos y las Ensoñaciones, reconstruyen el pa­ sado para darle el color de un cnsuefto inocente. Un Rousseau inocente no ha escrito más que obras inocentes. En esta perspectiva, los escritos políticos parecen perder su alcance: no son más que el testimonio de los impulsos de un alma bella. En lo sucesi­ vo, lo que había sido teoría política es interpretado como una expresión del yo: «Su sistema puede ser falso, pero al desarrollarlo se ha pintado a sí mismo con exactitud» (Dialogues, III, O. C., 1, 934). Todo se reabsorbe en la poesía de la confesión perso­ nal. Rousseau ya no desea que su obra indique una acción posible; ésta no designa más que a su autor, es un retrato indirecto; pinta una efervescencia generosa, pero que no se debería juzgar como si tuviera importancia en el dominio .político.

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pensamiento, pero para llegar a la reconciliación de los términos opuestos no pasan por la idea de revolución, sino que asignan una importancia decisiva a la educación. El momento final es el mismo, es la reconciliación de la naturaleza y de la cultura, en una sociedad que reencuentra la naturaleza y supera las injusticias de la civiliza­ ción. Las dos interpretaciones difieren esencialmente en punto a lo que constituye la transición entre el segundo Discurso y el Contrato. Al no haber cxplidtado Rousseau esta transición, el exégeta debe construirla con ayuda de los indicios que pueda encontrar, ninguno de los cuales es decisivo. Es inevitable una cierta arbitrariedad, puesto que hace falta pensar el pensamiento de Rousseau yendo más allá de sus afirmaciones. Engels toma partido por pasar por las dos o tres últimas páginas del segundo Discurso, en las que Rous­ seau evoca el retorno a la igualdad y la rebelión de los esclavos. Kant y Cassirer prefieren intercalar el Emilio y las teorías pedagógi­ cas de Rousseau, a fin de establecer el vínculo necesario entre los análisis del segundo Discurso y la construcción positiva del Contra­ to. Revolución o educación: es el punto capital en el que se oponen esta lectura «marxista» y esta lectura «idealista» de Rousseau, una vez establecido que se han puesto de acuerdo sobre la necesidad de una interpretación global de su pensamiento teórico. Kant es uno de los primeros que afirma que el pensamiento de Rousseau sigue un plan racional: aquellos que le acusan de contra­ decirse no le comprenden. Según Kant21, Rousseau no solamente ha denunciado el conflicto entre la cultura y la naturaleza, sino que ha buscado su solución. Rousseau se esforzó en pensar las condi­ ciones de un progreso de la cultura «que permitieran a la humani­ dad desarrollar sus disposiciones (Anlagen) en tanto que especie moral (siltliche Gattung) sin desobedecer a su determinación (zu ihrer Bestimmung gehórig), de modo que fuese superado el conflic­ to que le opone a sí misma en tanto que especie natural (natiirliche Gattung)». Encontramos la naturaleza en el momento en el que el arte y la cultura alcanza su más alto grado de perfección: «El arte consumado se convierte de nuevo en naturaleza». Lo que Kant de­ nomina arte es la institución jurídica, el orden libre y razonable de acuerdo con el cual el hombre decide conformar su existencia. La función suprema de la educación y del derecho, fundados ambos en la libertad humana, es la de permitir a la naturaleza desarrollarse en la cultura. En lo sucesivo (añadirá Cassirer)22, los hombres reco21 En un ensayo de 1786: Muthmasslicher Anfung der Menschengeschichte (Con­ jeturas sobre los inicios de la historia humana), Gesammelte Schriften (Berlín, Reimer, 1912), VIII, 107 y ss. 22 E. Cassirer, op. cit., 498.

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bran lo inmediato de que antes disfrutaban en su existencia natu­ ral23. Pero lo que ahora descubren no es ya solamente la inmedia­ tez primitiva de la sensación y del sentimiento» sino la inmediatez de la voluntad autónoma y de la conciencia razonable. Por otra parte, desde el final del primer Discurso, Rousseau de­ jaba entrever la posibilidad de una reconciliación: si los hombres, y sobre todo los principes, lo tienen a bien, podría ser superada la se­ paración y podría restablecerse una verdadera comunidad... El mal no reside esencialmente en el saber y en el arte (o la técnica), sino en la desintegración de la unidad social. En las actuales circunstancias se puede constatar que las artes y las ciencias favorecen esta desin­ tegración y la aceleran. Sin embargo, nada impide que sirvan a fines mejores. Por eso, el propósito de Rousseau no es el de proscribir inapelablemente las artes y las ciencias, sino el de restaurar la totali­ dad social, recurriendo al imperativo de la virtud que es el único ca­ paz de crear la cohesión necesaria: ... Sólo entonces se verá de qué son capaces la virtud, la cien­ y la au to rid a d animadas por una noble emulación y traba­ jando de común acuerdo en pro de la felicidad del género huma­ no. Pero mientras el poder sólo esté de un lado y las luces y la sabiduría sólo del otro, pocas veces pensarán grandes cosas los doctos, aún será menos frecuente que los príncipes hagan bellas acciones, y los pueblos seguirán estando corrompidos y siendo vi­ les y desdichados24. cia

Lo que Rousseau deplora es que el poder político y la cultura apunten a fines discordantes. Pues está dispuesto a absolver a la cultura, con la condición de que se convierta en parte integrante de una totalidad armoniosa, y no invite más a los hombres a buscar ventajas y placeres separados. Asi pues, en modo alguno piensa en abolir la ciencia; por el contrario, aconseja conservarla, pero supri­ miendo el conflicto que enfrenta actualmente «al poder» con «las luces»... Rousseau invita a dicha tarea a príncipes y academias (sin 23 Eric Weil subraya la misma idea: «El hombre puede vivir en la independencia natural o en la total dependencia de la ley, que es libertad, porquees dependencia in­ mediata con respecto a la naturaleza» («J.-J. Rousseau et sa politique», en Critique, número 56, enero 1952, p. 9). 24 Discours sur les Sciences et les Arts, O. C., III, 30. Sin embargo, es en la pri­ mera versión del Contrato Social donde el ideal de sintesis es formulado de modo más preciso. Rousseau nos invita a buscar «en et arte perfeccionado la reparación de los males que el arte inicial hizo a la naturaleza» (O. C., III, 288).

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duda, por cortesía con la Academia de Dijon). Pero tras la adula­ ción cortesana de ciertas fórmulas, se percibe claramente el anhelo de una vuelta a la unidad, de un despertar de la confianza, de una comunicación reconquistada. Entonces nada de lo que los hombres han pensado e inventado sería rechazado, todo seria recobrado en la felicidad de una vida reconciliada.

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III

LA SOLEDAD

Si los intérpretes se contradicen es a causa de que Rousseau no ha hecho más que esbozar la posibilidad de una sintesis que resta­ blecería la unidad perdida. Esta posibilidad se deja presentir en un horizonte muy confuso como el punto virtual, en el que las lineas separadas deberían llegar a encontrarse. Rousseau pensó histórica­ mente el problema de los origenes de la desigualdad, pero no se preocupó de resolver el problema «escatológico» del fin de la des­ igualdad 1en la historia mundana. El Contrato Social es un postula­ do sin ningún punto de referencia histórico: plantea la necesidad de una libertad civil que resultaría de la alienación de la independencia natural, aceptada por todos los hombres. La reflexión filosófica conducida rigurosamente habría obligado a Rousseau a preguntarse por las condiciones de una síntesis que concernirla al conjunto de la sociedad. Para esto no sólo habría sido necesario imaginar el mo­ mento justo en el que la sociedad alcanza su plenitud en libertad, sino formular los medios de acción concreta que permitirían acceder a ella. Pero para pensar con detenimiento las condiciones históricas de un retorno a la unidad, habría sido preciso que Rousseau fuese capaz de olvidarse a si mismo. Y un Rousseau capaz de desprender­ se de si mismo ya no sería Jean-Jacques Rousseau: tiene demasiada prisa por alcanzar esa felicidad que la historia no puede asegurarle desde este mismo momento. ¿No podría producirse para él solo, aquí mismo y antes de morir, esta reconciliación que sólo puede vis­ lumbrar en un pasado o en un futuro lejanos? Da la impresión de 1 Dicho con más exactitud: de la desigualdad abusiva, pues Rousseau es partida­ rio de una desigualdad «proporcionada», o, si se prefiere, de una «meritocraciaw. cn la que las prerrogativas serian conferidas en función de los mirtitos y de los servicios prestados a la «patria».

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que la impaciencia de Jean-Jacques transporta el problema a su propia vida para buscar en ella una solución inmediata. Tras el es­ fuerzo que Rousseau ha realizado para formular un pensamiento que concierne al mundo y a la historia universal, héle aqui replegán­ dose en la subjetividad, como repelido hacia la interioridad por la urgencia misma de las cuestiones que ha planteado para resolver es­ tos problemas, y Jean-Jacques no desea abandonarse a si mismo y salir al mundo de la acción. Si hay que hacer algo, la tarea no con­ cierne al mundo exterior, sino al yo. Después de haber planteado los problemas de la dimensión his­ tórica, Rousseau pasa a vivirlos en la dimensión de la existencia in­ dividual. Esta obra que comienza como una filosofía de la historia se termina como una «experiencia» existencia!. Anuncia al mismo tiempo a Hegel y a su adversario Kierkegaard. Dos vertientes del pensamiento moderno: el conocimiento de la razón en la historia, el carácter trágico de una búsqueda de la salvación individual. El autor del segundo Discurso se plantea esta pregunta: ¿qué voy a hacer con mi vida? Le parece que no se espera de él una nueva obra literaria en la que resolverla la antítesis que tan violenta­ mente ha confrontado. Piensa que lo que se requiere de él es que su existencia se convierta en un ejemplo, que sus principios se hagan visibles en su propia vida. A él le corresponde mostrar primero lo que es la naturaleza y esta unidad primitva que la civilización pone en peligro. En lo sucesivo, la decisión sólo le concierne y comprome­ te a él, y no a la colectividad humana cuya evolución ha analizado con tanta brillantez. Llegados a este punto, nos preguntaremos si toda la teoría histó­ rica de Rousseau no es más que una construcción destinada a justi­ ficar una elección personal. ¿Se trata, en su caso, de vivir según sus principios? O, por el contrario, ¿no ha forjado principios y explica­ ciones históricas con el único fin de excusar y de legitimar su extra­ ña vida, su timidez, su torpeza, su humor desigual, a esta Teresa tan zafia con la que se ha puesto a vivir? El conflicto que Jean-Jac­ ques denuncia en la historia tiene también todo el aspecto de un conflicto personal. Hay que constatar el equivoco y no intentar des­ hacerlo, para que la interpretación resulte más cómoda. Rousseau está solo. Todos los personajes que encuentra están disfrazados. «Todos ponen su ser en el parecer»2. Medita en sole­ dad sobre el destino colectivo de lós hombres. Sin embargo, su me­ ditación no es desinteresada, puesto que le permitirá imputar a la historia y a la sociedad las faltas de su vida personal. Demostrará 2 Dialogues, III, O. C., 1.936.

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que tiene razón de estar solo y de ser singular. Se preocupará menos de probar la verdad de su sistema que la legitimidad de su actitud. Poco a poco, la apología personal sustituirá al pensamiento espe­ culativo... En el momento en el que arremete contra los vicios de la socie­ dad, no tiene a nadie a su lado y no quiere tener ningún aliado. Se hace tanto más solitario cuanto más general es la protesta que eleva. (Otros dirán: quiere estar solo, lo que le obliga a elevar la protesta más general). Sucritica, que ataca a un mal radical, no quiere tener nada en com unión la critica que por su parte dirigen los «filóso­ fos» contra las instituciones abusivas. Pues, a los ojos de Rousseau, la critica de los filósofos no pasa de ser una expresión del mal social. Lejos de ser la enemiga de la sociedad, es su producto más elaborado y más envenenado, trabaja activamente para lo peor. No solamente los «filósofos» no son una excepción en medio de la va­ nidad y corrupción unviersales, sino que sacan provecho de este mundo malvado que tiende hacia su propia destrucción. Su influen­ cia no hace más que agravar la separación de las conciencias y la fragmentación de la unidad civica. (Más adelante, Rousseau volverá a desarrollar la misma idea en una forma paranoica. Imaginará una liga perseguidora en la que entrarían a la vez los filósofos y los po­ deres públicos: los Enciclopedistas y Choiseul son, pues, cómplices en el mal. En lugar de combatirse, se ayudan mutuamente.) Los filósofos todavia forman parte del mundo que critican. Rousseau los podrá acusar a la vez de estar interesados en la conser­ vación de las instituciones corrompidas y de ser los destructores de los verdaderos lazos sociales. Parásitos de una sociedad que se des­ compone, ponen en ridiculo las nociones que deberían unir a los hombres en el seno de un orden más justo. «Sonrien desdeñosamen­ te a estas viejas palabras de patria y religión»3. Pero en su caso sólo se trata de una «mania de distinguirse», un medio para tener éxito social en una sociedad que ella misma ha dejado de ser una patria, y que se burla de su propia religión. En los salones donde triunfan la apariencia y la opinión, se puede decir todo, pero no se cree nada de lo que se dice: las protestas de los filósofos forman parte de la charlatanería social, discursos inauténticos sobre un mundo in­ auténtico. Para no ser el peor de estos charlatanes, Rousseau se separa e intenta ser la excepción. Si su rechazo hubiera tenido por objeto la arbitrariedad de las instituciones, la injusticia del poder absoluto o el carácter absurdo de ciertos usos y de ciertos abusos, nada le sepa3 Discours sur tes Sciences et les Arts. O. C., 111, 19.

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rana categóricamente de los Enciclopedistas, nada haría de su sole­ dad el complemento necesario de su pensamiento: si no hubiera sido un solitario, más que por carácter por enfermedad, o por narcisis­ mo, su soledad, simple detalle biográfico, sólo nos hubiera interesa­ do escasamente. Entre la soledad de Rousseau y su pensamiento no habría aparecido ningún lazo de unión profundo. Pero la revuelta de Rousseau, dirigida contra la esencia misma de la sociedad contemporánea, es de una envergadura tal que, para sostener su validez, debe provenir de un hombre que se ha excluido a si mismo de la sociedad. No puede garantizar la seriedad de su desafío más que asentándose, solo y contra todos, en un lugar exte­ rior a la sociedad mendaz. Al tener el mal la misma amplitud que la sociedad, la mentira y la hipocresia prevalecen en un ámbito tan ex­ tenso como el de la sociedad. Asi pues, hace falta salir de ella a cualquier precio, hace falta convertirse en un alma bella. La vehemencia y el carácter tajante de su crítica conducen a Rousseau a la soledad. (Otros dirán: queriendo estar solo, alega como excusa el mal radical que pervierte la vida en común.) Si de­ sea que se le tome en serio, necesitará ser mucho más que un escri­ tor de oposición: se ve obligado a convertirse en la oposición vivien­ te. Su critica no contará realmente hasta el momento en que su vida entera sea la contradicción ejemplar. Aquel que se convierte en escritor para denunciar la mentira de la sociedad se pone en una situación paradójica. Al hacerse autor, y sobre todo cuando inaugura su carrera mediante un premio acadé­ mico, entra en el circuito social de la opinión, del éxito, de la moda. Es, por lo tanto, desde el comienzo, sospechoso de duplicidad, y estará contaminado por el pecado que ataca. A medida que su sole­ dad se haga más absoluta, Rousseau cada vez se verá más confirma­ do en la idea de que su presentación ante el público literario fue el comienzo de una maldición: «Desde este instante estuve perdido»4. La única redención posible consiste en hacer acto público de separa­ ción: se hace necesario un desgarramiento, y un perpetuo aparta­ miento hará las veces de justificación. Os hablo, pero no soy uno de vosotros. Pertenezco a otro mundo, a otra patria. Ya no sabéis lo que es una patria, y yo soy ciudadano de Ginebra. No, ya ni si­ quiera soy ciudadano de Ginebra, pues los ginebrínos ya no son lo que eran. Vuestro Voltaire ha venido a corromperos. Yo soy sim­ plemente: el ciudadano...*3. Convertido en hombre de letras, el acu4 Confessions, lib. VIH. O. C., I, 351. 3 Poco tiempo después de haber escrito la carta mediante la renuncia a la ciudadanía ginebrina, Rousseau pide a Du Peyrou que le llame ciudadano... 51

sador nunca será disculpado suficientemente de su compromiso con el mal, que se perpetúa en él en tanto que continúa el acto de escri­ bir. La excusa misma, mientras siga siendo pública, sigue siendo un vinculo con el mundo de la opinión, y no borra la falta. En último término, habría que guardar silencio y que convertirse en nada para los otros. Pero Rousseau no podrá callarse, no podrá hacer otra cosa que escribir su voluntad de convertirse en nada... Por tanto, el problema que se plantea Rousseau consiste en suprimir una distancia entre su vida y sus principios, distancia que renace perpetuamente. Es preciso que toda su conducta se oponga al artificio del mundo corrompido que él denuncia, y del que, sin embargo, aún participaba excesivamente. Debe actuar de tal modo que su protesta no pase por el lenguaje ordinario de la literatura. Anuncia peligrosamente, con palabras demasiado bellas, una ver­ dad que condena la vana elocuencia y proclama la virtud de una sabiduría silenciosa. La proposición: la sociedad es contraria a la naturaleza, tiene como consecuencia inmediata: yo me opongo a la sociedad. Es el .yo el que se hace cargo de la tarea de rechazar una sociedad que es ne­ gación de la naturaleza. La negación de la negación se convierte así, fundamentalmente, en una actitud vivida (en lugar de intervenir como un proceso histórico, o al menos como el proyecto de una acción histórica). La sociedad es colectivamente negación de la na­ turaleza, Jean-Jacques será solitaria e individualmente negación de la sociedad. He aquí como de las teorías históricas de Rousseau se nos remite al individuo Jean-Jacques, como pasamos del análisis es­ peculativo de la evolución humana a los problemas internos de una existencia. Paso ilógico de una categoría a otra, de una tentativa de conocimiento objetivo a la experiencia subjetiva; y, sin embargo, nada podría estar enlazado de forma más lógica, según esta lógica de la moral que exige el acuerdo entre actos y palabras. Jean-Jac­ ques inscribirá su salvación personal en el fondo de la perdición co­ lectiva que denuncia. Se ha insistido en el acento «moderno» o «romántico» del indi­ vidualismo de Rousseau. Será fácil mostrar que las fuentes de este individualismo son antiguas y, sobre todo, estoicas. Vivir de acuer­ do consigo mismo y con la naturaleza es un precepto que Rousseau ha podido encontrar en Séneca o en Montaigne. No hace más que apropiarse de un lugar común muy antiguo de la moral, pero con un singular y apasionado impulso. Empleé todas las fuerzas de mi alma en romper las cadenas de la opinión general, y en hacer valerosamente todo lo que me pa-

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recia bien, sin preocuparme en absoluto por el juicio de los hom­ bres6.

Rousseau no quiere ser considerado como un declamador y un sofista: adecuará sus actos a sus palabras y vivirá su verdad sin dejarse influir por el juicio de los otros. Entrará así en una soledad justificada: será el único que tenga razón frente a todos los demás. Podrá rendir cuentas de su soledad razonablemente y basarla en valores universales. Pero esta decisión no le proporcionó a Rous­ seau la tranquilidad interior —la ataraxia— que promete la sabidu­ ría antigua, sino que le condena al conflicto y al desgarramiento. De hecho, es casi imposible que Rousseau pueda vivir lo que piensa sin una extrema tensión y un perpetuo malentendido en su trato con los otros. Su resolución de vivir virtuosamente equivale a la bús­ queda deliberada de la infelicidad. ¿Cómo vivir una verdad univer­ sal contra todos ios hombres? ¿No existe una contradicción radical entre el repliegue a la soledad y la apelación a lo universal? ¿Sigue estando justificado por lo universal cuando toma la decisión de no «preocuparme en absoluto por el juicio de los hombres»? Rousseau no puede perdonar a este mundo mendaz, ni abando­ narlo completamente. Se separa de él, pero se vuelve para acusarle. Reniega del mundo sin morir para el mundo. En lo sucesivo, estará atrapado por un papel que le obliga a mostrarse virtuoso a los ojos del público. Conserva este último vínculo que le permite venir a de­ cir que ha roto todos los lazos que le unen a la opinión. El movi­ miento de la recuperación de sí mismo y los actos singulares me­ diante los cuales Rousseau vuelve a tomar posesión de su libertad están destinados a dejar ver a Jean-Jacques (al mismo tiempo que dejan ver la verdad que ha escogido). De este modo, la opción de la soledad no se cumple enteramente: a causa de su exhibicionismo Rousseau queda atrapado en la trampa de la sociedad. El mismo lo sabe, sufre por ello y no deja de castigarse. Pero para aportar a su pensamiento teórico la prueba de la existencia vivida, no puede prescindir de testigos: su modo de vivir deberá ser hecho público como primero lo fueron sus ideas. Su reforma personal, mediante la que cree liberarse de la servidumbre de la opinión, no alcanzará ple­ namente su objetivo, más que con la condición de conmover a la opinión: «Mi resolución fue sonada...»7. Y sus enemigos dirán que 6 Confessions, lib. VIII. O. C., I, 362. Kierkegaard, a su vez, dirá: «La transpa­ rencia de la existencia exige que se sea lo que se enseña». Journal, trad. K. Ferlov y J. G. Gateau (Parts, Gallimard, 1957), vol. IV, 149. 7 Op. d i., 364-365.

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sólo ha construido su sistema para realzar la singularidad de su persona. Admitamos esta doble perspectiva: Rousseau conforma su vida a las exigencias de su pensamiento teórico, pero a la inversa adapta su sistema a las exigencias de su «sensibilidad», es decir, a su necesi­ dad de satisfacciones afectivas. En la «conducta singular» que adopta hay un movimiento de orgullo y un comportamiento desti­ nado a atraer las miradas, motivo por el que la crítica no ha perdi­ do la ocasión de abrumarle. Pero Rousseau es el primero en estar de acuerdo en este punto; la critica más severa y la más irónica viene del propio Rousseau. Gracias a él mismo aprendemos a desconfiar de él. En algunas ocasiones, lo que se presenta como un heroico sa­ crificio ante la exigencia de la virtud no es más que un sofisma del corazón: la acusación se encuentra en el texto mismo de las Confe­ siones8. Rousseau es el primero en dar pie al reproche de mala fe, si bien es verdad que sólo inculpa a la razón de la que se desolidariza. Al emplear los argumentos de la «fría razón», ha llegado a defender la causa cuyo último fin no era el servicio a una verdad racional, sino la satisfacción de un interés vital bastante oscuro o de una «li­ bido» patológica. En el discurso apasionado de Rousseau, en sus anatemas razo­ nables contra la reflexión, se percibe una embriaguez que altera el recto ejercicio de la razón, pero en ellos ha de reconocerse también el deseo de que la luz de una razón verdaderamente soberana llegue hasta las zonas oscuras de la experiencia vivida. En Rousseau, la confusión entre el pathos y el logos puede ser interpretada de dos maneras: allí donde parece que el pathos viene a pervertir al logos, hay que ver también el esfuerzo (nunca completamente coronado por el éxito) de una conciencia que quiere desgajarse de su pathos para acceder a la serenidad del logos —«en la calma de las pasio­ nes»9—. El movimiento mismo por el que Rousseau se separa de la pasión sigue siendo un estremecimiento de la pasión: la forma en que le abruma el sentimiento de la turbación interior es demasiado constante como para que no tenga el deseo de acceder a la claridad racional. Pero la razón que él reivindica no es la razón de los razo­ nadores, fuente de certeza intelectual: sólo desea clarificar sus ideas 8 Véase en particular en ei libro IX de las Confesiones, d modo en que Rous­ seau crítica los «sofismas» mediante los que se disculpaba de su amor por Mme. de Houdeiot. 9 Recordemos esta observación de Joubert: «En los escritos de J.-J. Rousseau, por ejemplo, el alma está siempre mezdada con el cuerpo y no se separa de él ja­ más» (Carnets, ed. A. Beaunnier, vol. II, 496). Pero también y con un matiz de burla: «Rousseau le ha dado entradas y mamas a las palabras» Ubíd., 729).

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para encontrar mejor la justificación de su existencia. Una vida cuya singularidad no fuera justificable estaría condenada a la sinra­ zón absoluta: a la insignificancia. Lo que importa es escapar a esta carencia de sentido; sin embargo, Jean-Jacques desdeña establecerse en la razón común, tal y como los otros la preconizan. Pues no quiere sacrificar su soledad, sino salvarla, y es a la verdad racional —a la vez intima, universal y desconocida por todos los hombres— a la que atribuye el poder santifícador101*. En el relato que hace de la «reforma personal» no se ha subra­ yado suficientemente la curiosa mezcla de orgullo y de irania. Afir­ ma abiertamente la grandeza de su empresa, y en seguida se burla de ella como de un engaño. Es un inusitado acto de valentía, y es un acceso de fiebre y de «necio orgullo». Rousseau autoriza asi una doble interpretación de su «reforma». En un sentido, el desafio so­ litario que lanza a la sociedad puede ser interpretado como la ideo­ logía de un tímido y de un enfermo que espera sacar el mejor parti­ do posible de su inadaptación, hasta el punto de hacer de ello su mayor título de gloria. ¿No puede vivir entre los otros? Pues bien, ¡que su alejamiento y su turbado rostro tengan al menos el signifi­ cado de una conversión apasionada a la virtud! Como se siente a disgusto en los salones, ¡que llame la atención de la gente dando un portazo! «Ha vivido usted demasiado tiempo en la opinión de los demás»", le escribirá Mirabeau. Pero en otro sentido, se trató de transformar una carrera de escritor en un destino heroico: sacar la vida fuera de la aventura literaria, ajustar severamente la conducta real al ideal de virtud que se habia impuesto, en principio, por su atractivo libresco, y entonces, seguro de esa verdad adquirida por la existencia, desplegar un pensamiento escrito cuyo paradójico tema sea el rechazo de la literatura. «La obra que emprendía no podia llevarse a cabo más que en un retira absoluto»1-. Por vez primera, el problema de la superación «existencial» de la literatura se plantea fuera de las directrices ofrecidas por la espiritualidad religiosa tradi­ cional: la renuncia a las vanidades del mundo, la conversión a «un mundo moral distinto»13 no conducen a Rousseau a la Iglesia, sino al bosque y a la vida errante. Pero mientras que aquellos que se refugian en la Iglesia pueden guardar silencio (pues entonces la Iglesia habla en nombre suyo, a 10 Sobre el papel atribuido a la razón véase la obra de Robert Dera th é , Le rationalisme de J.-J. Rousseau (París, 1948). 11 Correspondance générale, DP, vol. XVI, 239. 11 Revenes, tercer Paseo, O. C.. 1,1015. o Ibldem.

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fin de justificar su silencio, por boca de los santos y de los docto­ res), Rousseau, que sólo tiene justificación en sí mismo, no podrá nunca entrar en el silencio. Jamás habrá finalizado de retomar la palabra, pues nunca habrá terminado de explicar el verdadero senti­ do de su soledad. Sabe, en efecto, que ésta puede ser también in­ terpretada como la soledad del malvado y del orgulloso. «Solamen­ te el malvado permanece solo»14, afirma Diderot. Rousseau que se siente aludido, le responderá a lo largo de toda su vida, pues no to­ lera el equivoco. La lucha no habría sido tan trágica para Rousseau, si en su caso sólo hubiera sido cuestión de singularizarse y de manifestar su dife­ rencia. No sólo debe jugar el papel del otro (vestido de armenio), sino que, frente a una sociedad mala, debe poner de manifiesto lo que es radicalmente distinto del mal, es decir, debe hacer aparecer ante los ojos de los hombres el bien que han ignorado. En Rous­ seau, la tensión trágica no sólo es el resultado de la separación y de la ruptura en sí mismas, sino de la necesidad de hacer coincidir en todo momento su soledad con el bien y la verdad esenciales, tal como las reconoce en su fuero interno, pero también de tal modo que puedan ser reconocidas por todos. Así pues, no estamos simple­ mente ante la reivindicación irracional de una conciencia que pre­ tendiera ponerse oponiéndose; la subjetividad de Rousseau no sólo reclama privilegios para ser plenamente reconocido por los otros (lo que es ya de por si mucho, cuando se es hijo de un artesano ginebrino perdido entre los mariscales de Francia y los recaudadores de impuestos), no es sólo para imponer al mundo el espectáculo de una singularidad irreductible, sino también para hacerse aceptar co­ mo el intérprete legitimo de una verdad que los otros han dejado caer en el olvido. Rousseau quiere dar a su solitaria palabra el sen­ tido de un desafio negador y de una profecía. Al oponerse a los otros, Rousseau no busca solamente imponer su yo singular, sino que hace el heroico esfuerzo de coincidir con los valores universales: libertad, virtud, verdad, naturaleza. Rousseau se instala en la sociedad a fin de poder hablar legíti­ mamente en nombre de lo universal. Abandona la gran ciudad, rompe con sus «supuestos amigos». ¿Acaso busca refugio en el «misterio» o en la «profundidad espiritual» de la existencia subjeti­ va? En modo alguno: no se debe atribuir a Rousseau un romanticis­ mo que sólo llega a prefigurar lejanamente. Aunque la intuición subjetiva carezca por completo del carácter intelectual que tenia en Descartes y en Malebranche, se le asemeja, sin embargo, en esto: en >4 Confessions, lib. IX, O. C„ 1,4S5.

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que pretende desembocar en lo universal, y en que, por añadidura, este universal no es esencialmente irracional o superracional. Sin duda, volver a sí mismo es acercarse a una mayor claridad racional y a una evidencia sensible inmediatamente, por oposición al sin sen­ tido que reina en la sociedad. Las inseguridades de Rousseau sobre el valor de la razón se aclaran si nos damos cuenta de que la razón no le parece peligrosa más que en la medida en la que pretende cap­ tar la verdad de un modo no inmediato, es decir, mediante argu­ mentos sucesivos, por una serie o una «cadena» de razonamientos. Cuando Rousseau enjuicia la razón, ataca sobre todo a la razón dis­ cursiva. Se vuelve a convertir en un irracionalista en cuanto puede volver a remitirse a una razón intuitiva, capaz de una iluminación inmediata. La elección esencial no se da entre la razón y el senti­ miento, sino entre la via mediata y el acceso inmediato. Rousseau opta por lo inmediato y no por lo irracional. La certeza inmediata puede pertenecer sucesivamente al sentimiento, a la sensación o a la razón. Rousseau no establece prioridades entre lo «inmediato sen­ sible» y lo «inmediato racional», a condición de que lo inmediato sea salvaguardado1314. Por el contrario, razón y sentimiento resultan ser perfectamente conciliables a partir de entonces. Rousseau sólo ataca a la razón razonante (a la que Kant llamará entendimiento), que inspira «los insensatos juicios de los hombres»16. Esta razón instrumental aprisiona a los hombres en la oscura subjetividad de la creencia y de la ilusión. Rousseau denunciará su carácter absurdo; ante una razón más profunda, las falsas claridades del razonamien­ to común carecen de sentido. Por una paradoja que no se ha cesado de reprocharle, Rousseau se convierte en un extraño para protestar contra el reino de la alie­ nación, que hace que los hombres sean extraños unos a otros. La decisión por la que abraza la causa de la verdad ausente le conduce a reivindicar el destino del exiliado; y el movimiento por el que se convierte en el defensor de la transparencia perdida (o desconocida) es también el movimiento por el que se convierte en un ser errante. Exiliado, errante, pero con respecto al mundo de la alienación, y para avergonzarle. En realidad, pretende haber «fijado» sus ¡deas, «ordenado su interior para el resto de su vida». Ha establecido su morada en la verdad, y es por esta razón por lo que va a convertirse en un hombre sin-morada, en un hombre que huye de asilo en asilo, de refugio en refugio, en la periferia de una sociedad que ha velado 13 Sobre la distinción entre lo inmediato sensible y lo inmediato racional, confróntese Jcan Wahl, Trailé de Métaphysique (París, Payot, 1953). 498 y ss. 14 Rtveries, tercer Paseo, O. C„ I, 1015.

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la naturaleza original del hombre, y falseado toda comunicación entre las conciencias. Como anhela la transparencia total y la comu­ nicación inmediata, tiene que cortar todos los lazos que podrían unirle a un mundo turbio por el que pasan sombras inquietantes, rostros enmascarados y miradas opacas. El velo que habia caído sobre la naturaleza, la opacidad que ha­ bía invadido el paisaje de Bossey, desaparecerán cuando Rousseau haya conquistado la soledad. La felicidad perdida le será devuelta. Parcialmente, hay que reconocerlo; pues si vuelve a encontrar el esplendor del paisaje y de la naturaleza, es al precio de una ruptura más decisiva con sus semejantes. Siempre y cuando se mantenga apartado de la sociedad, la soledad de Rousseau será un retorno a la transparencia: Los vapores del amor propio y el tumulto del mundo em paña­ a mis ojos el frescor de los bosquecillos y enturbiaban la paz del retiro. Por más que huyera al fondo de los bosques un gentio impon uno me seguía por todas partes y velaba para mi la natu­ raleza entera. Sólo después de haberme desprendido de las pasio­ nes sociales y de su triste conejo, pude recobrarla con todos sus ban

en can tos11.

Una vez olvidada la sociedad, una vez desterrado todo recuerdo y toda preocupación por la opinión de los demás, el paisaje recobra a los ojos de Jean-Jacques el carácter de un paraje original y pri­ mero. Es ahí donde se halla el encanto recuperado, el auténtico en­ cantamiento. Rousseau puede volver a encontrar entonces la natu­ raleza de modo inmediato, sin que se interponga ningún objeto extraño: ninguna huella intempestiva del trabajo humano, ningún estigma de la historia o de la civilización: Iba entonces a buscar, con paso más tranquilo, algún lugar deshabitado en el bosque, algún lugar desierto, donde al no haber nada que mostrara la mano de los hombres, nada anunciase la servidumbre y la dominación; algún asilo en el que pudiese creer que habia sido el primero en penetrar y donde ningún tercero, im­ portuno, viniera a interponerse entre la naturaleza y yo*18.

Y en esta naturaleza que ha vuelto a ser sensible de modo inme­ diato, que ha sido salvada de la maldición de la opacidad, Rousseau va a asumir un papel profético como quien anuncia la verdad es­ condida: *7 Kéveries, octavo Paseo, O. C.. 1, 1083. 18 Tercera carta a Monsieur de Malesherbes, O. C., 1 ,1139-1140.

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Adentrándome en el bosque, buscaba y encontraba allí la ima­ gen de los primeros tiempos cuya historia trazaba con orgullo; me enfrentaba con las pequeAas mentiras de los hombres, osaba revelar por completo su naturaleza, seguir el progreso del tiempo y de las cosas que la han desfigurado...1*. Pero para ser alguien que quiere reunirse con pureza con la na­ turaleza, Rousseau obtiene demasiado placer de proclamar que se ha alejado de los vanos placeres del mundo. Como ya hemos seña­ lado, el olvido no es completo y el desapego no es total. Si no añora el mundo, lo recuerda para condenarlo. En el momento en que se interna en el bosque y en que se refugia en las verdades fundamen­ tales, no pierde de vista el universo artificial que rechaza y las pe­ queñas «mentiras» que desprecia. No disfruta de lo inmediato más que anatemizando el mundo de los instrumentos y de las relaciones mediatas. Asi pues, no se ha alejado del mundo hasta el punto de olvidar el error de los otros, y si ya no le poseen las «pasiones socia­ les», no por ello deja de ser el antagonista de la sociedad corrompi­ da. Por paradójico que parezca, en lo más profundo de su aisla­ miento permanece unido a la sociedad a través de la rebelión y la pasión antisocial: la agresividad es un vinculo. Para Jean-Jacques, la única forma de conjurar la opacidad ame­ nazante es la de trasnformarse él mismo en la transparencia, es la de vivirla a la vez que permanece visible y expuesto a las miradas de los otros, esos prisioneros de la opacidad. Sólo entonces, el acto me­ diante el que se anuncia una verdad universal y el acto por el que el yo se muestra, se convierten en un sólo y único descubrimiento. Para manifestarse la verdad, necesita ser vivida por un «testigo». (Kierkegaard escribirá: «La conformidad existencial con el ideal nunca puede ser vista, pues una existencia de este tipo es la del testi­ go de la verdad»*20.) Ahora bien, el testigo vive una doble relación: su relación con la verdad, y la que le une a la sociedad ante la que da testimonio. No habrá terminado nunca de rendir cuentas. ¿De dónde le viene el derecho a erigirse en testigo? Y si la sociedad es la mentira, ¿para qué conservar estas dudosas relaciones? Deberá probar, por tanto, que él es realmente quien posee el de­ recho de lanzar un desafio semejante21. Necesita conquistar la certe»* Con/essions, lib. VIII, O. C., 1, 388. 20 Kierkegaard, Journal(1849), trad.'Ferlov y Gateau, vol. III (París, Gallimard, 1955), 15. 21 Sostener un discurso público cuando se ha renunciado al mundo: esta parado­ ja se atenúa cuando este discurso es el de un moribundo. Ahora bien, Rousseau cree ser un moribundo: su palabra es la de un hombre ai que la muerte ha concedido una

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za de una relación esencial con la verdad, es decir, confundir la existencia personal con la esencia misma de la verdad, producir una palabra en la que el yo sólo se afirmarla para desaparecer en una transparencia impersonal, a través de la cual se manifestarían valo­ res eternos: libertad, virtud... Rousseau no puede adaptarse a lo que de precario y conjetural tiene la experiencia subjetiva. Ense­ guida le confiere un valor absoluto, pues solamente bajo la protec­ ción de lo absoluto puede superar su inquietud y su miedo de ser culpable. Las palabras virtuosas, las rupturas puríficadoras y los dolores rechazados no son todavía suficiente para acceder a ello; no basta con haber vendido su reloj, abandonado la espada y la ropa final y huido de las grandes ciudades. Aún tiene que dar otras prue­ bas, que aceptar otros sacrificios y que resistir a la experiencia de los infortunios, de las persecuciones y de las «tormentas» más terribles. El «testigo de la verdad» nunca habrá conquistado la cer­ teza definitiva de lo que es y de la verdad que pretende aportar a los hombres, nunca se verá libre de las pruebas que se esperan de él. Habrá en Rousseau una llamada angustiada al sufrimiento, porque el sufrimiento es una consagración. El testigo de la verdad espera el martirio como la prueba suprema de su misión: Espero que un día se juzgará lo que fui por lo que haya sido capaz de sufrir... No, creo que no hay nada tan grande ni tan bello como sufrir por la verdad. Envidio la gloria de los már­ tires22.

Kierkegaard, que también fue tentado por la idea del martirio, se expresa en términos singularmente análogos: «Después de todo, sólo hay una cosa que hacer para servir a la verdad: sufrir por ella»22. breve prórroga: «¡No empece a vivir hasta que no me vi como hombre muerto!» {Confessions. lib. VI, O. C., I, 228). Cada vez que toma la pluma, su hipocondría le coloca, con toda sinceridad, en el estado de quien pronuncia sus últimas palabras. Por tanto, tiene derecho a hablar: un canto de cisne no es un acto de vanidad social. Préstese atención a sus ultima verba... No sólo nos enfrentamos a un acto de seduc­ ción patética, es una excusa para si mismo. La inminencia de la muerte hace que re­ sulte fatal la ruptura con el mundo. 22 A. M. de Sainl-üermain. 26 de febrero de IS^O, Corre^pondancegénérale, DP. XIX, 261. 22 Kierkegaard, loe. cit. Pero el sufrimiento de Rousseau no le parecía suficien­ temente profundo: «Le falta el ideal, el ideal cristiano que al humillarlo, podría ense­ ñarle lo poco que sufre, después de todo, en comparación con los santos, y el ideal que podría mantenerle en el esfuerzo, impidiéndole hundirse en el ensueño y en la pe­ reza del poeta. Es un ejemplo que nos muestra lo duro que es para el hombre morir para el mundo», Journal, trad. K. Ferlov y J,-G. Gateau (París, Gallimard. 19S7), vol. IV, 2S2-2S3. Sobre Kierkegaard y Rousseau, véase Ronald G rimslev , SOren Kierkegaard and French LUerature, University of Wales Press, 1966.

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De este modo, la crítica de la sociedad se invierte, convirtiéndo­ se en una epifanía de la conciencia personal. No es que se trate, por principio, de dar a la existencia personal un valor superior al de la existencia colectiva. La sociedad no es mala porque los hombres vi­ van en ella en común, sino porque los móviles que les asocian les hacen irremediablemente ajenos a la transparencia original. Es a la opacidad de la mentira y de la opinión a lo que odia Rousseau, y no a la sociedad como tal. Por eso tampoco busca la soledad por si misma (al menos se defiende de ello): la soledad es necesaria porque permite acceder a la razón, a la libertad, a la naturaleza... En el su­ puesto de que una sociedad pueda edificarse en la transparencia y en el supuesto de que todos los espiritus consientan en abrirse los unos a los otros y de que abdiquen de toda voluntad secreta y «par­ ticular» —es la hipótesis del Contrato Social—, nada permite, en­ tonces, preferir el individuo a la sociedad. Por el contrarío: en una organización social que favoreciera la comunicación de las concien­ cias, en una armonía fundada en la «voluntad general», nada sería más pernicioso que el repliegue del individuo sobre sí mismo y sobre su voluntad particular. Al preferir su propio ínteres, introduciría un defecto en la armonía del cuerpo social. La falta incumbiría enton­ ces a la resistencia del individuo y no a la ley colectiva. La critica tradicional ha querido ver una misteriosa ruptura entre el Contrato Social y el resto de la obra: en él, Rousseau no da carta de naturale­ za jurídica a la reivindicación de la felicidad personal, que, por otro lado, le parece tan preciosa. De hecho, Rousseau permanece pro­ fundamente fiel al principio de la transparencia. Si la transparencia se realiza en la voluntad general, hay que preferir el universo social; si no, no puede conseguirse más que en la vida solitaria. Las dudas de Rousseau, sus «oscilaciones», conciernen únicamente al lugar, momento y condiciones en los que la transparencia podrá serle resti­ tuida. Pierde la esperanza en la sociedad parisiense y se refugia en el Ermitage: ¿ha optado definitivamente por la existencia individual? No, puesto que inmediatamente se pone a soñar en Instituciones políticas. Una transparencia solitaria sigue siendo una transparencia fragmentaria, y Rousseau quiere que sea total. Añadamos, en este punto, una observación que no concierne a las intenciones de Jean-Jacques, sino a las consecuencias, imprevi­ sibles para él de su pensamiento y de su vida. Se ha visto que su pre­ ocupación esencial se ha apartado de la historia y de la filosofía so­ cial, para referirse casi por completo a las exigencias de su sensibili­ dad personal. Pero es preciso reconocer que este repliegue en la sin­ gularidad, lejos de debilitar la influencia histórica de Rousseau, la ha reforzado, por el contrarío. Si Rousseau ha cambiado la historia 61

(y no solamente la literatura), dicha acción no se ha operado sola­ mente por obra de sus teorías políticas y de sus opiniones sobre la historia: este cambio tiñe por causa, y quizás en mayor medida, el mito que se ha elaborado en torno a su singular existencia. Sin du­ da, era sincero al alejarse del mundo, al desear desaparecer para los otros: pero su forma de alejarse del mundo ha transformado el mundo. Como es sabido, hacia el término de su vida ya no se pre­ ocupó más por el futuro de las naciones si no fue para inquietarse por lo que en ellas pasaría con su memoria. ¿Seria rehabilitado por fin? ¿Sabrían las generaciones venideras reconocer su inocencia? La única cosa que parece importar al autor de los Diálogos y de las En­ soñaciones no es que la humanidad futura reforme sus leyes, sino que cambie de actitud con respecto a Jean-Jacques. Pronto se extin­ guirá en él hasta la esperanza de que la posteridad le haga justicia. No apela más que a su conciencia y a Dios. Pero su desinterés por la historia no le llevó sino a actuar sobre ella de un modo más pro­ fundo.

« F ij e m o s

d e u n a v e z p o r t o d a s m is o p in i o n e s » 24

Al convertirse en el heraldo de la verdad, Jean-Jacques espera que su tarea le comprometa y que, de este modo, le obligue a estabi­ lizar su propio personaje. Para explicar el impulso que lanza a JeanJacques a la carrera de las letras el relato de las Confesiones busca menos la causa en la convicción intelectual que en una necesidad del corazón. Esta necesidad es múltiple: lo que busca es, desde luego, la verdad, pero es también la embriaguez de la tensión heroica y la gloria que coronará este heroísmo. Sin embargo, la necesidad esen­ cial parece ser la de instalarse en una identidad a toda prueba. Al adoptar el papel de defensor de la virtud, Rousseau se compromete a realizar su unidad, que recibirá de la propia unidad de la virtud. La necesidad de unidad subyace, a la vez, bajo el impulso hacia la ver­ dad y bajo la reivindicación orgullosa. Como Rousseau quiere fija r su vida, le dará por fundamento lo más inmutable —la Verdad, la Naturaleza— y para estar seguro, en lo sucesivo, de ser fiel a si mis­ mo, proclamará abiertamente su resolución, poniendo al mundo en­ tero por testigo. Si, este hombre busca sinceramente la verdad; sí, su alma está completamente henchida de orgullo: no puede conquis24 Réveries, tercer Paseo, O C ., I, 1016. Rousseau aflade: «Y seamos por el resto de mi vida lo que haya encontrado que debia ser después de haber pensado en ello con detenimiento.»

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tar su identidad de otra manera, convertirse por fin en Jean-Jacques Rousseau, el ciudadano, el hombre de la naturaleza. Asi pues, la pasión por la verdad no es «desinteresada»; no cul­ minará en la forma de un saber concerniente al mundo; dará origen para Jean-Jacques al tiempo de la voluntad firme y de la convicción inconmovible. Es un modo de poner fin a la inestabilidad que le ha dominado durante tanto tiempo. Ha vivido errante durante treinta y ocho años. Ha llegado el momento de terminar con esta vida va­ gabunda, con las mentiras a medias y las cobardías a medias. Ha in­ terpretado, con éxito variable, un número bastante considerable de personajes: preceptor, músico, intendente, diplomático. Se ha deja­ do seducir por maestros equívocos, ha recibido demasiadas influen­ cias. Por fin va a volver a ser lo que es: un «ciudadano», un extran­ jero, pero cuya causa se confunde con la de la Virtud. Va a «asu­ mirse» a sí mismo; será simplemente un hombre del pueblo que vive de su trabajo, y obligará al mundo (al gran mundo, a los nobles, a la alta burguesía) a que se quede asombrado con este extraordinario espectáculo: un hombre que gana su pan trabajando, y que adopta escandalosamente la condición de artesano en el momento preciso en que el éxito le permitiría pensar en la fortuna y en las pensiones. Hará que esos ociosos se avergüencen rechazando sus regalos y em­ peñándose en ganarse la vida «a tanto la página». Al protestar contra la mentira de la sociedad, Rousseau intenta realizar su propia permanencia. Pero muy pronto queda claro que Rousseau carece de confianza en sus propias fuerzas para consumaf esta tarea. Busca apoyos fuera de sí mismo. ¿Cuántas veces no ha ido ya «a la deriva»25, traicionando sus mejores resoluciones? ¿Cuántas veces no se ha desviado de su camino? Esta vez recurre a lo universal: apela a los valores más elevados y toma por testigo a la humanidad entera. Se pone, asi, en buenas manos. Si quisiera aban­ donar su empeño, no se lo permitirían. En lugar de recurrir a su sola voluntad, se confia a una constricción trascendente, que no le dejará pasar ninguna debilidad. Tendrá que andar derecho, pues la Virtud asi lo quiere; y los hombres prorrumpirían en risa al pri­ mer paso en falso. Haber roto totos los puentes es de gran ayuda. El exceso mismo de su protesta y la exageración de su virtud no le dejan otros víncu­ los que no sean los que le unen a los valores absolutos y hacen que a partir de entonces sea imposible cualquier compromiso. Se ha serapado tan claramente de la sociedad que no tiene otro refugio que el de la Verdad incorruptible. La fatalidad y las desgracias que se aba25 La expresión se encuentra en la segunda carta a Malesherbes, O. C., I, 1136.

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ten sobre ¿1 (o que él provoca) terminan por redundar en su benefi­ cio, en el sentido en el que le aseguran una identidad continua y que constriñen su personaje al papel del justo perseguido. De este mo­ do, Jean-Jacques se ve obligado —en un movimiento de abandono más que de voluntad— a no vivir más que para una sola causa: hará de esta causa única el fundamento de su propia unidad. Para com­ pensar su debilidad, busca la complicidad de una fuerza exterior que le obligue a resignarse, con una alegría que a menudo resulta muy evidente, el abatimiento de un destino inexorable. Repite la exhorta­ ción agustiniana: volver a si mismo. Pero para realizar esta conver­ sión interna, para disfrutar plenamente de su inherencia a sí mismo, necesita que su decisión le sea impuesta por una hostilidad exterior: la enfermedad juega algunas veces este papel, antes de que Rous­ seau acuse al destino o a la malevolencia de «esos señores». Ya no tiene que escoger su sitio y no corre el peligro de dudar ante la elec­ ción: han escogido por él, y no le queda más que mostrarse a la al­ tura de su destino. Les hará ver que es capaz de bastarse a si mis­ mo. Que le excluyan de todo, que le expulsen de todas partes, no conseguirán más que reducirle a conversar consigo mismo. No puede sino ganar con ello. La persecución es una via de salvación: si Rousseau se lo repite con tanta frecuencia no es sólo porque en­ cuentre en ello un consuelo, posiblemente se trate también del reco­ nocimiento de una secreta intención de sacar partido de la hostili­ dad externa: La persecución me ha elevado el alma. Siento que el am or por la verdad ha llegado a serme precioso porque me cuesta. Es po­ sible que, en principio, no fuera para mi más que un sistema, pero ahora es mi pasión dom inante26.

Gracias a la persecución, el ideal abstracto de la verdad se con­ vierte en un valor vivido; el «super-yo sádico» de Jean-Jacques le dicta un valor sin desfallecimientos. El estar expuesto a una adver­ sidad incesantemente nefasta le hace ganar la constancia de su desafio. Asi pues, la persecución parece haber sido esperada como una ayuda que le permitiría a la conciencia afirmarse en si misma. Este hombre, que se entrega localmente a las tentaciones más contra­ dictorias y a los impulsos más disparatados, invoca el peso del desti­ no, implora voluntariamente la reclusión de por vida, a fin de que la resignación ante la desdicha irremediable le proporcione el centro de gravedad que le falta. 24 Annales J.-J. Rousseau, IV (1908). 244, véase O. C., I. 1164.

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¿ P e r o e s n a t u r a l l a u n id a d ?

Sin embargo, Rousseau criticará más tarde «el ardiente entusias­ mo» por el que se consagró a la unidad. ¿No ha violentado su natu­ raleza espontánea? En su anhelo por la verdad abstracta y general, ¿no se ha hecho infiel a su propia verdad, que consistía en esta de­ bilidad, en esta movilidad, en esta inestabilidad que habría deseado superar? ¿Acaso no ha puesto a Jean-Jacques en contradicción con su propia naturaleza la vocación pública de la Naturaleza? En el momento en que trata de fundar la unidad de su existencia, héle aquí, pues, convertido en el prisionero de la tensión y de la parado­ ja interiores. Epícteto (autor que Rousseau leía con frecuencia) nos aconseja interpretar nuestra vida como un papel de teatro21. Pero no somos nosotros quienes elegimos este papel, debemos consagrarnos al que nos ha sido dado. Según la moral estoica, el hombre debe quererse a si mismo, pero quererse tal como el Destino o Dios le quieren. El esfuerzo de ficción con que el sabio representa su personaje está próximo al acto de humildad por el que acepta un papel que le es impuesto con antelación. No se inventa a sí mismo, sino que tan só­ lo se esfuerza por estar a la altura de la partida, por ser un buen ac­ tor en una commedia dell’arte en la que no podrá cambiar ni las pe­ ripecias, ni el desenlace. Su interpretación solamente es cuestión de estilo. Le corresponde actuar con soltura, con grandeza, e incluso con libertad, un papel que no es libre de elegir ni de modificar. La virtud estoica se convierte asi en una especie de virtuosismo, pues se precisa una maravillosa habilidad para encontrar el justo equilibrio entre la total sumisión a la necesidad y el talento de «quedar bien» en la situación impuesta. ¿Es alcanzable el punto donde este equili­ brio se realiza? Una actuación exagerada, y la constancia del sabio se convierte en mentira, en vana ostentación. Un poco menos de es­ te orgullo teatral, y la aceptación del destino se convierte en cobar­ día. Nadie duda de que, en el momento de su reforma, Jean-Jacques haya creído conseguir este equilibrio. Sabía que actuaba, y no lo ocultó, pero estaba convencido de que por fin representaba su pro­ pio papel, de que encarnaba a su verdadero personaje. ¿Acaso no comienza la reforma de Jean-Jacques por lo más exterior, por lo más visible? «Inicié mi reforma por mis galas, abandoné los dora­ dos y las medias blancas, cogí una peluca redonda, dejé la espada,27 27 Armales J.-J. Rousseau, IV (1908), 244, véase O. C., 1164.

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vendí mi reloj...»28. El primer gesto es ei más ostentoso: rechaza teatralmente lo que le da a la vida civilizada el aspecto de un teatro. Pero este gesto de actor corresponde a la voluntad de ser fie! a si mismo: «Para ser siempre yo mismo no debo enrojecer sea cual fuere el lugar en donde esté, por ser colocado según el estado que he escogido»29. Sin embargo, en el momento en que escribe sus Confesiones Rousseau hace responsable de su reforma a una especie de embria­ guez. No, no era el equilibrio de una firme sabiduría, ni el virtuo­ sismo de una perfecta correspondencia entre el ser y el parecer. El impulso inicial ha venido de fuera. Durante la conversación de Vincennes, Diderot desempeña el papel de la Serpiente tentadora que in­ vita a probar el fruto prohibido. El relato de las Confesiones mani­ fiesta una extraña ambivalencia en relación con las circunstancias que marcan el comienzo de la carrera de escritor. Por una parte, to­ do parece explicarse por una iluminación y una metamorfosis inte­ riores. («En el instante de esta lectura vi un universo distinto y me convertí en otro hombre»30.) Pero, por otra parte, Rousseau incri­ mina a influencias extrañas y a sugestiones nefastas a las que tuvo la debilidad de ceder. (Diderot «me exhortó a desarrollar mis ideas y a concurrir al premio. Lo hice, y desde ese instante estuve perdi­ do. Todo el resto de mi vida y de mis desgracias fue el efecto inevi­ table de este instante de extravío»31.) Por tanto, el acontecimien­ to tiene una doble cara. Por un lado, Rousseau se sintió invadido por un «fuego realmente celeste»32, y el relato de las Confesiones se inflama con este recuerdo: todo se aclara a la luz misma de la ver­ dad. Sólo que los mismos hechos revividos en Wooton o en Monquin revelan bruscamente su lado de obscuridad y perdición: en el momento en el que se entregaba al «entusiasmo de la verdad, de la libertad y de la virtud», entró sin darse cuenta en la zona obscura de su vida y era presa de un destino nefasto. Las Confesiones hacen coexistir esta doble interpretación del pasado. A unas líneas de dis­ tancia, los mismos acontecimientos nos son presentados bien como actos de una inspiración soberana o como los eslabones de un desti­ no implacable. Que haya sido visitado por el cielo o que haya sido influido por malévolos amigos, tanto una explicación como la otra invocan una » Confessions. lib. VIII, O. C., 1, 363. 29 Op. cit., 378. 30 Op. cit., 35!. Ibidem. » Confessions. lib. IX, O. C., 1, 416.

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especie de alienación: una extraña fuerza (perseguidora o inspirado­ ra) constriñó a Rousseau a ser fiel a sí mismo. Tanto en el caso de haber sido victima de los malvados, o en el de haber sido iluminado por el entusiasmo del Bien ya no era él mismo. Al menos, asi se le aparecen, vistos a lo lejos, los años de efervescencia y de actividad febril. La ambigüedad de las perspectivas es sorprendente. Las Confe­ siones relatan el esfuerzo heroico emprendido por Jean-Jacques pa­ ra sustraerse a la alienación de la opinión y del juicio de los demás, pero el relato apologético de la «reforma personal» le confiere tam­ bién el sentido de una alienación que se ha sufrido. Embriaguez, lo­ cura, fuego celeste, destino adverso: fue expulsado fuera de si mis­ mo en el impulso mismo en que pretendía encontrarse y fundar su unidad. Una especie de exageración incontrolada le ha arrastrado a pesar suyo a la carrera de las letras. Esta búsqueda de la unidad ha sido para Jean-Jacques un extravio fuera de su verdadera «naturale­ za». Esta queria el reposo, la ociosidad, la despreocupación y el libre abandono a los deseos contradictorios. No estaba hecho para otra cosa. La pasión de la verdad le ha precipitado en un mundo te­ miblemente extraño. ¿En qué lugar desierto se ha internado? ¿En quién se ha convertido, alejado de sí mismo y separado de los otros al mismo tiempo? Al volver a ocuparse de estos años de fiebre, el Rousseau de las Confesiones parece que ya no puede comprender nada y no sabe con qué parecer quedarse: admira su valentía, se apiada irónicamente de sus ilusiones, teme haberse convertido en otro; era la época de la intimidad con la sagrado, y también era la época de la peor infidelidad y del error. En el Persifieur (que data de antes de la «reforma»), Rousseau se había descrito como un ser móvil, variable, inconstante e incapaz de detenerse en una forma estable: Cuando Boileau dijo del hombre en general que cambiaba del día a la noche esbozó mi retrato en dos palabras; en calidad de in­ dividuo habría hecho que fuese más fiel si hubiera añadido los restantes colores con los matices intermedios. Nada es tan deseme­ jante de mí como yo mismo, por ello, sería inútil intentar definir­ me de otro modo que no fuera el de esta singular variedad; es tal en mi espíritu que de un tiempo a esta parte influye sobre mis sen­ timientos. Algunas veces soy un misántropo duro y feroz, otras entro en éxtasis ante los encantos de la sociedad y las delicias dei amor. Unas veces soy austero y devoto, y por el bien de mi alma hago todo el esfuerzo de que soy capaz para convertir en durade­ ras estas santas disposiciones: pero enseguida me transformo en un libertino declarado,xcont° entonces me ocupo mucho más de 67

mis sentidos que de mi razón, en estos momentos siempre me abs­ tengo de escribir... En una palabra, un Proteo, un camaleón o una m ujer, son seres menos cambiantes que yo. Lo que desde este mismo momento debe quitar a los curiosos toda esperanza de re­ conocerm e algún día por mi carácter: pues me encontrarán siempre bajo alguna form a particular que sólo será la mía durante ese mismo m om ento, y no pudieran ni siquiera esperar reconocer­ m e en estos cambios, pues como no tienen periodo fijo se realiza­ rán algunas veces de un m om ento a o tro , y en otras ocasiones per­ maneceré meses enteros en el mismo estado. Es esta irregularidad misma la que constituye el fondo de mi carácter33.

Un ser imprevisible y que alardea de ser un enigma para los otros. Le gusta ser incognoscible (mientras que más tarde se quejará de que se tenga una falsa imagen de él). Es el hombre de todos los cambios y de la más completa irregularidad... Pero inmediatamente Rousseau desmiente lo que acaba de afirmar: en el párrafo siguiente manifiesta la existencia de un ritmo interior, de una alternancia más regular y más constante. Asi pues, sus cambios no carecen por com­ pleto de una «periodicidad fija»; reconoce la constancia de una ley cíclica, y por encima de los propios ciclos, evoca, en tono de bro­ ma, la presencia permanente de una «locura» más o menos enmas­ carada: C on todo esto, a fuerza de examinarme no he dejado de distin­ guir en mi ciertas disposiciones dom inantes y ciertos retornos casi periódicos que serán difíciles de observar para quien no fuera el ob­ servador más atento, en una palabra, para mi mismo: casi del mis­ mo m odo en que todas las vicisitudes y las irregularidades del aire no impiden que los marinos y los habitantes del cam po hayan ob­ servado algunas circunstancias anuales y algunos fenóm enos que han reducido a una regla a fin de predecir aproxim adam ente el tiempo que hará en ciertas estaciones. Por ejemplo, estoy sujeto a dos disposiciones principales, que cambian bastante regularmente cada ocho dias, y que denom ino mis almas semanales: en una me encuentro sabiam ente loco; en la o tra, locamente sabio, de tal ma­ nera que aunque, ta n to en una com o en la otra, la locura predo­ m ina sobre la sabiduría, este predom inio se m anifiesta especial­ mente en la sem ana en que me llamo sabio, pues entonces el fon­ do de todos los asuntos de que me ocupo, p o r razonable que pueda ser en si mismo, se encuentra casi totalm ente absorbido por las futilidades y las extravagancias con las que tengo siempre bien cuidado de revestirla. En cuanto a mi alma loca, es mucho más 33 Le Persijleur, O. C.. I. I108-U09.

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sabia que to d o esto, pues aunque siempre saque de su propio fon­ do el texto sobre el que argum enta, emplea tan to arte, tan to o r­ den, y tanta fuerza en sus razonam ientos y en las pruebas que pre­ senta que una locura asi disfrazada no difiere casi en nada de la sabiduría34*.

Detrás de todas las variaciones del Persifleur hay pues una cons­ tante secreta, que él denomina su locura: a fin de conferirle irriso­ riamente una continuidad, aísla el principio mismo de la disconti­ nuidad y del cambio. Sin duda, Rousseau se pavonea frente al lec­ tor, da muestras, bajo la cercanísima influencia de Diderot y la más lejana de Montaigne, de una desenvoltura cuyo tono no será capaz de sostener durante mucho tiempo. Pero en los Diálogos (es decir, veinte años después), volvemos a encontrar un autorretrato que no carece de analogía con el del Persifleur. Rousseau insiste de nuevo en su variabilidad, en la ligereza de los motivos y de los móviles que le hacen cambiar de humor: Casi no tiene la suficiente continuidad en sus ideas como para form ar auténticos proyectos; pero por la detenida contemplación de un objeto a veces tom a en su habitación fuertes y prontas reso­ luciones que olvida o que abandona antes de haber llegado a la calle. T odo el vigor de su voluntad se agota en la resolución, des­ pués, carece d e él para ejecutarla. T odo se sigue en él de una pri­ mera inconsecuencia. La misma oposición que ofrecen los elemen­ tos de su constitución, se vuelve a encontrar en sus inclinaciones, en sus costumbres y en su conducta. Es activo, ardiente, labo­ rioso, infatigable; es indolente, perezoso, carece de vigor; es o r­ gulloso, audaz, temerario; es temeroso, tím ido, apurado; es frió, desdeñoso, repelente hasta la dureza; es dulce, tierno, fácil hasta la debilidad, y no sabe evitarse el hacer o sufrir lo que menos le gusta. En una palabra, pasa de un extremo al otro con una rapi­ dez increíble sin que siquiera se dé cuenta de este paso, ni recuer­ de cóm o era en el instante an terio r...31.

Una vez más, la variabilidad se explica aquí a partir de una causa constante, de una cualidad permanente que Rousseau deno­ mina sensibilidad o pasión. De tal modo que la extrema movilidad se resuelve en «una vida uniforme, sencilla y rutinaria»36. Todas es­ tas irregularidades en la conducta son las agitaciones de uria «natu­ raleza ardiente» que imprime su huella en las acciones más diversas. 34 Op. cit., 1109-1110. « Dialogues, II, O. C., 1, 817-818. » Op. cit., 865.

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Jean-Jacques no cesa de afirmar que hay en él una unidad subya­ cente que se expresa en la espontaneidad de la variación y del cam­ bio de humor; es necesario saber leer, a fuerza de simpatía, esta unidad de carácter, al igual que es preciso ver en su obra la ejecu­ ción de un proyecto único. Para hacer sentir esta permanencia en la movilidad, Rousseau retoma al comienzo del segundo Diálogo una metáfora de la que se sirvió en el Persifleur: la periodicidad de los cambios atmosféricos3738: Le he seguido en su m anera de ser más constante, y en sus pe­ queñas desigualdades, no menos inevitales y posiblemente no me­ nos útiles en la tranquilidad de la vida privada que las ligeras va­ riaciones d el aire en la de los dias m ás bellosw .

Asi se describe a si mismo en el Persifleur y en los Diálogos, es decir, la primera vez, antes de entregarse vertiginosamente a la exal­ tación de escribir, y, la segunda vez, en el momento en el que se es­ fuerza por escapar al «triste destino» y al encadenamiento a que se ha entregado al convertirse en escritor... antes vagabundeaba libre­ mente, erraba, esperaba alguna gran ocasión para definir su perso­ naje, para mostrarse al público y establecer su morada en la gloria. Pero tras los «seis años» en los que le visitó el «fuego celeste», en los que la gloria le obligó a vivir en moradas extrañas (castillos de descendientes de familias reales o de mariscales de Francia o casas de campo retiradas de recaudadores de impuestos), Jean-Jacques vuelve a ser un vagabundo y un ser errante. Esta vez ya no es el va­ gabundeo de la espera y de la conquista aventurera del éxito, es el vagabundeo de la huida. Huye para escapar de la maldición de la gloria que ha consquistado, trata de verse libre de ella. Posiblemen­ te en un principio su huida lejos de la gloria no fuera en absoluto sincera; puede ser que se regocijara con oir crecer los rumores tras de él mientras se aleja hacia otros refugios. Pero el rumor le alcanza y se convierte en esa lluvia de piedras que se rbate sobre su casa. No, la gloria no puede ser una morada, es ella la que condena a Jean-Jacques a la ausencia de morada. Ahora, sin embargo, busca en vano una isla en la que pueda ser olvidado, en la que pueda satis­ facer su verdadera naturaleza, mientras se entrega dulcemente a los impulsos contradictorios de sus deseos. Si tan sólo pudiera romper el maleficio y conseguir que se le deje vivir a su aire, conforme a su 37 La importancia de estas «comparaciones atmosféricas» ha sido subrayada por Marcel Raymond, «J.-J. Rousseau. Dos aspectos de su vida interior», Annales J.-J. Rousseau. La quite desoí el la réverie (París, Corti, 1962), 31 y ss. 38 Dialogues, II, O. C„ I, 795.

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debilidad y a su pereza... En el refugio de la calle Plátriére intenta recomponer esta despreocupación (aunque el desasosiego producido por la persecución y por la difamación le obsesiona), se describe en aquel entonces como lo hacía en el Persifleur: cambiante, sensible, en paz consigo mismo, obedeciendo dócilmente a un secreto ritmo análogo al que producen las variaciones del aire de un bello día. Aqui se trata sin duda de una tentativa de conjurar la suerte: Rous­ seau proclama la felicidad y la paz interior para darles más realidad y oponer resistencia a la amenaza que siente que pesa sobre él. Y cuando recompone el recuerdo de su juventud, hace de él la época del ensueño voluptuoso y de la admiración inocente, porque necesi­ ta poseer un pasado que sea un refugio, cuando tantos documentos nos enseñan que su juventud estuvo obsesionada por la preocupa­ ción y la angustia mucho más a menudo de lo que las Confesiones quieren reconocer. Rousseau fuerza la realidad para componer el mito de su existencia: el libre ensueño de su juventud ha sido in­ terrumpido por un maleficio extraño, ha dejado que le arranquen de su felicidad, y ahora retorna a si mismo. El agua que se había en­ turbiado vuelve a ser límpida al final, pero la atraviesan menos reflejos; su transparencia es más vacía, más fría...

El

c o n f l ic t o in t e r io r

La extrema variabilidad no implica que la conciencia se en­ cuentra en un estado conflictivo. El cambiante Rousseau del Per­ sifleur, el Jean-Jacques infinitamente variable de los Diálogos viven una sucesión de instantes desemejantes, pero en cada uno de ellos se solidarizan con ellos mismos, aunque sólo fuese el tiempo suñciente como para sentir que sobreviene un nuevo aspecto del yo. Sufren este cambio como una ley que les seria impuesta. No son dueños de sus metamorfosis. Cambian al igual que lo hace el cielo (y a veces: porque el cielo cambia). Se contenta con asistir a su metamorfosis sin rebelarse contra ella. Asi pueden considerarse en paz con ellos mismos: La uniform idad de esta vida y la dulzura que en ella encuentra m uestran que su alm a está en paz19.

La variabilidad se reduce a la uniformidad y a la paz: aqui sólo hay una paradoja aparentemente. Los movimientos más contradic» O p.

di., 865. 71

torios, si son vividos sucesivamente y si el yo consiente en ellos ple­ namente, no implican ninguna lucha interior. Sólo son contradicto­ rios para una mirada que los juzgará desde fuera, es decir, para un espectador severo que exigiera una coherencia perfecta. Una con­ ciencia que consiente, que sufre el cambio sin resistírsele, permane­ ce en perfecto acuerdo consigo misma: por más diferentes que sean los instantes, ella no abandona su coincidencia consigo misma. Para sentir su contradicción, haria falta que hiciese suya la perspectiva del juez intransigente que reclama, desde fuera, la unidad coheren­ te. Sin embargo, nada le impide impugnar la autoridad del testigo exterior a cuya ley no quiere someterse. Si su conducta fuera sostenible, evitaría indefinidamente el estado de conflicto. No estaría en lucha ni consigo mismo ni con la mirada extraña que recusa. Conti­ nuaría viviendo en la contradicción; sin sufrir se sabría a causa de ella desemejante a sí misma sin oponerse interiormente a su propia variabilidad. La reforma personal es el momento en el que Rousseau toma conciencia del carácter incoherente de toda su vida y se esfuerza por dominar esta incoherencia. Su libre variabilidad se le aparece brus­ camente como una contradicción que tiene la obligación de supri­ mir. Repentinamente le resulta intolerable que su conducta, sus pa­ labras y sus sentimientos, no están regidos por principios constan­ tes. Lanza sobre si mismo la mirada de un juez exigente; atrae sobre sí la atención de todos los hombres ante los que se compromete a realizar su unidad, a fijar sus ideas. Asi se fija como objetivo una fidelidad a la que no estaba acostumbrado; se mantiene firme en una actitud virtuosa. A partir de este momento, el conflicto surge y se va exacerbando. Pues Jean-Jacques no ha destruido por ello su «naturaleza» mutable e inconstante; se ha impuesto el deber de do­ marla, pero sigue estando presente. En lo sucesivo, será necesario luchar, crear enteramente la fuerza sin la que no es posible un alma virtuosa, mostrarse radicalmente diferente de un pasado frívolo o apático. La movilidad espontánea ya no es compatible con la paz interior: todo cambio será un desfallecimiento, toda variación ad­ quirirá el sentido de una vacilación y se convertirá en el origen de un remordimiento. El dictado del instante carece ya de justificación en si mismo; sólo será legitimo si se somete a una secuencia cohe­ rente, pues representa una debilidad culpable, salvo en el caso de que se inscriba en la continuidad de una conducta virtuosa. Asi, la conciencia reconoce en si misma el peligro de un desacuerdo, ve abrirse en ella misma una profundidad que nace del conflicto y del riesgo que afronta. (Pero esto equivale a definir la propia exigen­ cia del espíritu, que sólo se despierta a partir del momento en que 72

la conciencia, en nombre de la finalidad elevada a la que tiende, ya no acepta coincidir ingenuamente con cada uno de sus instantes su­ cesivos.) Así pues, en el momento en que Rousseau se propone resistir an­ te la mentira del mundo, se coloca en la necesidad de enfrentarse a sí mismo. La exigencia terrorista de la virtud, en nombre de la cual se opone a una sociedad perversa y enmascarada, crea en él la con­ ciencia de una división interior, de una falta de unidad. Se verá obligado a constatar la diferencia que existe entre la facilidad del impulso inmediato y la tensión del esfuerzo virtuoso. (Rousseau no tardará en confesarlo: es incapaz de llevar a cabo este esfuerzo, Jean-Jacques no es virtuoso, es esclavo de sus sentidos, vive en la inocencia de la espontaneidad inmediata, carece de fuerza para opo­ nerse a sí mismo.) La reforma personal, mediante la que espera sellar su unidad interior, será para él la ocasión de descubrir cuán problemática es la unificación de sí mismo. Había creído terminar con la vida errante y la incertidumbre, había creído que podria por fin fija r sus ideas y su conducta: pero la decisión que debía expul­ sar el error es en realidad el comienzo de una aventura difícil que pone en cuestión la verdad. El acto que debería haber concluido con todo no concluye con nada; por su propia violencia hace surgir nuevas tensiones y nuevos vértigos. El decreto de la voluntad, que tiende a la unidad, hace más evidente y más activa una debilidad in­ terior que la pone en peligro. Rousseau, que esperaba obtener una estabilidad tanto más sólida cuanto que estaría garantizada por va­ lores más elevados, se dará cuenta poco a poco que se ha hecho vul­ nerable y que ha atraído el peligro. Pues lo que resulta de este re­ curso a justificaciones absolutas es el peligro de fracasar, y no la se­ guridad. El peligro es doble: por una parte, como hemos visto, Rousseau no puede manifestar su oposición a la mentira del mundo más que tomando prestadas sus corrompidas armas, su lenguaje, la literatu­ ra; y, por otra parte, los severos valores sobre los que desea fundar en lo sucesivo su existencia están amenazados interiormente por la inestabilidad, la debilidad, la tentación de los goces inmediatos. To­ da la dispersión que suponía la forma natural de su vida se convier­ te en una potencia enemiga, que hay que vencer, pero que nunca se dejará superar. Al escribir el noveno libro de las Confesiones, Rousseau des­ aprueba los años de exaltación en los que había querido convertirse en el «testigo de la verdad»:

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Si se busca el estado del mundo más contrarío a mi naturaleza, se encontrará éste. Recuérdese uno de esos breves m omentos de mi vida en los que me convertía en otro , y dejaba de ser yo; lo volvemos a encontrar en la época de que hablo; pero en vez de d u rar seis días, seis semanas, duró cerca de seis años, y posible­ m ente duraría todavía sin las particulares circunstancias que lo hi­ cieron cesar y que me devolvieron a la naturaleza sobre la que ha­ bía querido elevarme40.

Jean-Jacques se da cuenta de que la reforma no era más que uno de los bruscos cambios que eran habituales en ¿1; pero estaba desti­ nada a poner fin a todos los cambios, de modo que introdujo en ¿1 la más violenta contradicción. Rousseau entra en guerra con la mentira universal, y el nuevo eje que quería dar a su vida y a su pa­ labra no coincidía ya con la linea sinuosa y variable de su verdadera «naturaleza». A la discontinuidad de esta primera naturaleza, aña­ de la incosecuencia, aún más grave, de querer elevarse por encima de ésta. En lugar de vivir desperdigado en instantes dispersos, des­ cubre la tensión y la insatisfacción. Sin dejar de padecer la variabili­ dad interior y las imprevisibles intermitencias del humor, las con­ vierte en el motivo de un desgarramiento esencial. Pues ni consigue repudiar los datos inestables de la experiencia inmediata, ni in­ tegrarlos en la unidad de la exigencia moral. (Veremos a Rousseau intentar esta conciliación en su proyecto de Moral sensitiva; pero veremos también lo que imposibilita su éxito.) Al haber tomado la defensa de la noción abstracta de naturaleza y virtud, al haber buscado, a continuación, la realización «existencial» de su ideal, Rousseau se encuentra en conflicto con su propia naturaleza empírica. Cada una de sus debilidades naturales y cada uno de sus cambios de humor se convierten en un testigo de cargo contra la sinceridad de su alegato virtuoso y contra la legitimidad del ejemplo que pretende ofrecer al mundo. No puede escapar a la contradictoria diversidad de su vida espontánea: ésta persiste en él como una amenaza hostil a la que opone una exigencia de unidad coherente que no podrá ser satisfecha jamás. Desde entonces, todo está amenazado, todo está en peligro; los términos opuestos entre los que se ejerce la tensión son puestos en cuestión entre sí. La bús­ queda de la unidad coherente es una amenaza para la espontaneidad de la experiencia inmediata, y ésta, aunque comprometida en su surgimiento auténtico, sigue siendo lo suficientemente potente como para hacer fracasar la búsqueda de la unidad «contra-natura» y pa40 Confessions, lib, IX. O. C., 1,417.

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ra hacer que resulte irrisoria. Ya no es posible la tranquilidad. Esta tensión engendra un movimiento que ya no puede detenerse. Si Rousseau quiere, finalmente, retornar a su naturaleza variable, si quiere entregarse al imperio de lo sensible y del sentimiento inme­ diato, ya no podrá disfrutarlo inocentemente: deberá justificarse, explicarse; por lo tanto, deberá escribir, es decir, pasar por la me­ diación del lenguaje y de la literatura. Aunque sólo pretendiera de­ nunciar su error, no podría hacer nada más que hundirse en él aún más profundamente. El propio retorno a la naturaleza no podria re­ alizarse más que con la exageración que habia caracterizado el es­ fuerzo contrario. Por haber deseado la unidad que le libraría de las oscilaciones imprevisibles de su humor, Jean-Jacques ha puesto en marcha un mecanismo de oscilaciones extremas, cuya amplitud le conducirá más allá de los limites tolerables. La «revolución» que conduce a Rousseau en sentido contrario no le devolverá la estabili­ dad que no ha podido conquistar de otro modo. Consagrado en adelante a las más amplias oscilaciones del espíritu, no podrá re­ cobrar la relativa calma ni las oscilanciones de menor amplitud que le tocaron en suerte antes de que su vocación literaria le arrastrara: Si la revolución no hubiera hecho más que devolverme a mi mismo y se hubiera lim itado a eso todo e s ta rá bien; pero desgra­ ciadamente fue más lejos y me condujo rápidam ente al o tro extre­ mo. Desde entonces mi alm a, en movimiento, no ha hecho más que pasar por la linea de reposo, y sus oscilaciones, siempre reno­ vadas, no le han perm itido jam ás permanecer allí41.

Nos preguntamos entonces si la propia noción de naturaleza si­ gue teniendo algún sentido. Este movimiento oscilatorio no permite el reposo, el retomo estable al estado natural. ¿Pero existe, si­ quiera, un estado natural? Este será, en todo caso, un emplaza­ miento virtual, entre puntos extremos: pero el movimiento no se de­ tiene en este lugar; yo mismo no es más que una imagen atisbada a la que hace confusa y evanescente la velocidad del tránsito. Ya no podré pensar en m í mismo mas que como lo que me falta, lo que no deja de sustraerse. Estoy siempre fuera de mí, fuera del reposo de la identidad estable... O bien operemos un cambio semántico radical que permita llamar naturaleza (o verdad, o esencia) al propio movi­ miento por el que me sustraigo al reposo: la oscilación recupera de este modo una validez de la que parecía estar privada; yo mismo 41 Ibíd., véase d comentario de B. Munteano, en «La solitude de J.-J. Rous­ seau», en Anuales J.-J. Rousseau. XXXI, 1946-1949.

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no es el reposo que nunca puedo conseguir; yo soy, por el contra­ rio, la inquietud que me priva de reposo. Mi verdad se manifiesta al arrancarme lo que yo tenia por un dato primitivo (tomado inme­ diatamente después de ser dado) donde creía encontrar mi «verda­ dero yo». A partir de entonces, todos mis gestos, todos mis errores, todas mis ficciones, todas mis mentiras anuncian mi naturaleza: soy auténticamente esta infidelidad a un equilibrio que me solicita siempre y que siempre se niega. («Todo movimiento nos descubre», decía Montaigne.) No hay delirio ni locura que no sea reabsorbido en la totalidad del yo, totalidad de la que todos sus aspectos son igualmente discutibles, igualmente faltos de legitimidad, y cuyo conjunto funda el valor y la legitimidad irreductibles del sujeto. Es­ ta es la causa de que todo deba ser relatado, confesado y desvelado, con el fin de que un ser único se manifieste a partir de la dispersión más completa.

La

m a g ia

En la misma página de las Confesiones donde Rousseau describe su entusiasmo por la virtud como un «necio orgullo» y como el «es­ tado más contrarío a (su) naturaleza», afirma también: «Esta em­ briaguez había comenzado en mi cabeza, pero habia pasado a mi corazón. El orgullo más noble germinó en él sobre los restos de la vanidad extirpada. No fingía en absoluto; me convertí en realidad en aquello que parecía»42. ¿Necio orgullo o noble orgullo? ¿Estado contrario a la naturale­ za o transformación sincera? Al juzgar su pasado Rousseau deja subsistir el equivoco. Ha sido infiel a su «verdadera naturaleza», pero no ha mentido, no ha llevado una máscara. Se ha convertido realmente en lo que parecia, sin reservas y sin duplicidad. Más que un desdoblamiento interno, Rousseau sugiere en este caso una espe­ cie de eclipse de su personalidad «normal»: ha llegado a identificar­ se —durante un tiempo más o menos largo— con una personalidad «inventada». Rousseau pone todos sus recursos y todas sus energías al servicio de esta personalidad ficticia: no podrá ser acusado de es­ tar interpretando un papel, puesto que se entrega por completo a su papel y al destino que este papel le obliga a soportar. Lo que aquí indica que se trata de una ficción no es el que Rousseau no se entre­ gue suficientemente a su papel, sino más bien el que se entrega de­ masiado, con una exageración a veces inimaginable. Un hombre en42 Confessions, lib. IX, O. C., 1,416.

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mascarado no se solidarizaría completamente con su papel, salva­ guardaría en si mismo una parte de ironía y de desinterés; manten­ dría un poder perpetuo de desapego y se concedería el derecho de cambiar de máscara si fuera preciso. Pero, por el contrario, Rous­ seau tiene demasiadas ganas de confundirse enteramente con su per­ sonaje, quiere ser virtuoso hasta el punto de no poder escapar ya a la fatalidad de la virtud. Lejos de preservar en él una parte de liber­ tad desinteresada y lúdica, pasa al exceso contrarío y se niega toda libertad de movimientos, toda posible retirada; toda opción diferen­ te. Será virtuoso y no será más que eso... Para explicar su embriaguez por la virtud, Rousseau la compara a «aquellos momentos» de su juventud en los que se convertía en «otro». La decisión por la que pretende definirse y consagrarse a una identidad virtuosa se parece a aquellos excesos de mitomania en los que se había proyectado en el ensueño quimérico y en la existen­ cia bajo pseudónimo. Ahora que se consagra a la verdad, ahora que quiere ser Jean-Jacques Rousseau, ciudadano de Ginebra, repite el ataque de «locura» por el que se convertía en Vaussore de Villeneuve o el inglés Dudding. No es menos sincero, no es menos «deli­ rante». Es extraño ver a Rousseau confesar una equivalencia tan com­ pleta entre la aventura que vivió bajo un falso nombre y la tensión con la que pretende vivir en realidad su verdadero nombre. Pero si nos remitimos a las páginas en las que Rousseau cuenta las aventu­ ras que vivió cuando usaba un pseudónimo, nos damos cuenta de que sólo son explicables por la psicología del disimulo. Salvo en es­ casas excepciones, nunca actuó con el fin de esconder su verdadera identidad, sino, por el contrario, con el de conquistar una nueva, con la que pudiera confundirse definitivamente. No se disfrazaba para engañar a los otros, sino para cambiar su propia vida. Cuando Rousseau miente cree en su propia mentira, al igual que al leer la Jerusalért libertada siente que se convierte en Tasso o al igual que se convirtió en un romano al leer a Plutarco. Su ficción le absorbe hasta el punto de no dejar intervalo alguno entre la antigua «reali­ dad» que abandona y la ficción que le fascina. Se despersonaliza para entrar en su nuevo personaje, y la metamorfosis se realiza sin dejar residuo alguno. Está convencido de tener un «pólipo en el co­ razón», del mismo modo que la histérica está persuadida de que su pierna está paralizada. No sabe, o no quiere saber, que disimula. «Es a él mismo a quien se trata de mistificar»43, escribe Marcel Raymond al comentar el episodio del concierto, en el que Rousseau o Marcel Raymond, op. cit., 21.

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se hace pasar por el compositor Vaussore de Villeneuve44. No se contenta con interpretar el personaje de Vaussore, quiere serlo, quiere poseer su talento y su competencia musicales: se convierte en él tan completamente que se apresura a ofrecer la demostración in­ mediata, organizando el concierto que se convertirá en una catás­ trofe. Un impostor tendría miedo de dar pruebas de su arte; pero Rousseau, muy al contrario, se presta alegremente a la experiencia, porque va a vivir, por fin, su nueva identidad y a dejar actuar a su nuevo yo. Jean-Jacques no solamente se ha transportado completa­ mente en su papel, sino que espera que este papel le arrastre y le dicte los gestos y las palabras eficaces, le haga saber música y dirigir una orquesta... Rousseau se confía y se abandona en manos de su personaje. En esta forma de convertirse en otro, podemos ver, cier­ tamente, un abuso de autoridad de la voluntad, pero este abuso va acompañado por una pasividad vertiginosa. Lo que ha comenzado por un acto de la voluntad continúa en una especie de hipnosis, donde ya no se trata de laissezfaire lo que el rol de Vaussore exige hacer. Se puede hablar aquí de comportamiento mágico, porque la magia consiste precisamente en provocar fuerzas a las que luego se deja actuar sobre uno mismo; estas fuerzas operan por si mismas y escapan a nuestro control; una vez suscitadas, nos liberan de la ne­ cesidad de querer y de dirigir nuestros actos. Basta, entonces, con dar nuestro consentimiento a lo que nos ocurra. El acto mágico, que ha comenzado por obra nuestra, se consuma sin nosotros. Tal es la metamorfosis mágica de Jean-Jacques: el abuso de po­ der inicial le entrega a una personalidad ficticia que no le queda más remedio que soportar. Pasa asi del dominio de los actos volun­ tarios al del destino en el que (su alocamiento le convence de ello) le serán dados el talento, la gloria y la felicidad como maravillosas re­ compensas. Observemos sobre todo que el recurso a la magia cons­ tituye para Rousseau un modo de alcanzar los fines sin emplear los medios normales; consigue su objetivo en virtud de un salto instan­ táneo que elude el contacto con el obstáculo y suprime todas las eta­ pas intermedias. La magia es el reino de los actos inmediatos, magia que hace que resulte innecesaria la laboriosa mediación del trabajo y del estudio. Como ha subrayado Marcel Raymond, el deseo de Rousseau intenta realizarse sin aceptar las molestias que le impone 44 Obsérvese que Vaussore es el anagrama de Rousseau, mientras que «de Ville­ neuve» es el «titulo nobiliario» (probablemente inventado) del músico Venture, que impresionaba vivamente a Rousseau. La identidad ficticia que Rousseau alega en Lausana es un híbrido: es el injerto de un yo retocado bajo el nombre del otro ad­ mirado.

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la condición humana4J. Quiere ser compositor y músico instantá­ neamente, si haber tenido que aprender, como resultado de una gra­ cia inmanente que tendría por causa la propia intensidad del deseo. El concierto de Lausanne es un fracaso; pero el Adivino triunfa­ rá y el Discurso y la Eloísa cautivarán a las almas sensibles... Lla­ mados por la magia, se despiertan en Rousseau una palabra y un poder reales: va a ser totalmente poseido por su papel. Tal es su suerte: ya no es traicionado por su personaje, como lo fue en Lau­ sanne; puede entregarse a él plenamente. Fue abandonado por la ficción Vaussore, pero no lo será por la ficción Jean-Jacques Rous­ seau: y este papel que le conduce a la gloria le conducirá también a la desgracia... La propia embriaguez que en el momento de la reforma acom­ paña a su efervescencia por la virtud es un signo de su carácter má­ gico. Lo que inicialmente fue una elección deliberada se transformó en un goce pasivo. En el culmen del impulso voluntario, Rousseau ya no domina su exaltación y se ve arrastrado por un ola vertigino­ sa. Él, que tan bien sabe que no hay virtud sin fuerza, se entrega a la paradoja de una embriaguez virtuosa, en la que su voluntad, des­ armada, se deja sumergir: sólo tiene que dejarse dictar su virtud. Pero esta virtud inspirada no es más que una ensoñación fascinante: la energía del alma está completamente absorbida por la embriaguez de la fascinación. En lugar de estar fundado en la voluntad lúcida, el reino de la virtud se desvanece asi en la inconsistencia de una exaltación que se agota en si misma. Sin embargo, la exaltación exige la soledad, se encamina al sa­ crificio y posiblemente al martirio. Jean-Jacques ya no ve en ello la imagen de su propio deseo: reconoce allí el mandato ineluctable del destino. El mismo hombre que se complacía en las metamorfosis de un Proteo, el aventurero que recorría los caminos bajo el nombre de Vaussore o de Dudding, el mismo Rousseau cuya detención ha sido ordenada ahora y que huye de Montmorency: he aqui que ya no sabe qué hacer para esconder su verdadero nombre, precisamen­ te en el momento en que está en juego su libertad. Le tiembla la ma­ no en el momento en que se dispone a dar una falsa firma. No tiene derecho a desobedecer a la virtud, no mentirá, se expondrá al pe­ ligro y se someterá a su destino: Sin embargo, he de deciros que a) pasar por Dijon tuve que dar a conocer mi apellido, y que, ai tomar la pluma con intención de sustituir el de mi madre, me fue imposible llevar a cabo lo que me* « Op. cit.. 22.

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proponía; la mano me temblaba tan violentamente que por dos veces me vi obligado a dejar de escribir, y toda mi falsificación consistió en suprimir la «J» de uno de mis dos nombres46. Acto de valentia y de desafío, pero en el que Rousseau se com­ porta como si fuera víctima de un encantamiento. Hay, en esta sin­ ceridad forzada, la misma exageración «compulsiva», la misma pa­ rálisis de la voluntad, la misma fascinación mágica que en los mo­ mentos de delirio en los que Rousseau se convertía en «otro» y se dejaba arrebatar por su papel. Por una parte hemos visto que la reforma personal introdujo en el alma de Jean-Jacques la contradicción y el conflicto; pero, por otra, acabamos de constatar en él el singular poder de identificación casi por completo con el personaje a que desea parecerse: consigue vivir auténticamente aquel papel, que en principio no era más que una quimera de su espíritu. A lo largo de la narración de su reforma personal, Rousseau hace alternar una y otra explicación, con el pe­ ligro de desconcertar al lector: se ha alejado de si mismo en un «es­ fuerzo contrario a su carácter», por el contrario, lo que en principio no era más que un principio escogido arbitrariamente se ha conver­ tido en una pasión sincera, la afectación de virtud se ha transforma­ do en una verdadera embriaguez. La idea se anticipa al sentimiento, pero éste no se deja adelantar por mucho tiempo: se apresura a su­ perar su retraso, y toda la energía del yo se pone al servicio de este «ideal de yo» que inicialmente no era más que una ficción. Leamos de nuevo los fragmentos que ya hemos visto; encontraremos expre­ sado en ellos muy claramente el proceso por el cual se crea una autenticidad a partir de un desdoblamiento inauténtico. El yo entra entonces en una verdad de la que es su autor, en una identidad que no preexistia en él: Mis sentimientos se mostraron a tono con mis ideas con la ra­ pidez más inconcebible47. Todo el temperamento de Rousseau se pone de manifiesto en la rapidez de que habla aqui y que describe la impetuosidad de un alma que lleva su vida al nivel al que sólo accedia su reflexión... Es­ cuchemos esta otra confesión: 46 A Mme. de Luxembourg, 17 de junio de 1762, Correspondance g¿itérale, DP, Vil, 304. 47 Con/essions. lib. V lll, O. C., I, 351.

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Siento que el amor por la verdad ha llegado a serm e precioso por lo que me cuesta. Puede ser que en principio sólo fuera para mi un sistema: ahora es mi pasión dominante4849. Un sistema intelectual se convierte en una pasión; la ideología toma la forma de una experiencia vivida no solamente porque la moral exige que cada uno viva según sus principios, sino porque el sentimiento desea identiñcarse con las ideas que prometen una justi­ ficación superior. Las Confesiones nos hablan a la vez del fracaso y de la verdad de esta transformación del yo. Lo que en principio no era más que afectación de la virtud, toma poco a poco el carácter de la nobleza y virtud verdaderas; pero no es menos cierto que al término de este esfuerzo Jean-Jacques ya no se siente coincidir consigo mismo: Arrojado a pesar mío entre la buena sociedad sin conocer el modo de comportarse y sin estar en situación de adquirirlo y de poder someterme a él, se m e ocurrió adquirir uno q u e m e fu e se p ro p io y q ue m e dispensase d e atenerm e a aquél. Como mi necia y desagradable timidez, que me era imposible vencer, tenía por ori­ gen el temor a faltar a las conveniencias sociales, tomé el partido de hollarlas para enardecerme. Me hice cínico y cáustico por ver­ güenza y afecté despreciar la cortesía que no sabia practicar. Hay que reconocer que esta aspereza, conforme a mis nuevos princi­ pios, se ennoblecía en mi alma, adquiriendo en ella la intrepidez de la virtud, y me atrevo a decir que es gracias a este augusto fu n ­ dam ento como se ha mantenido mejor y durante más tiempo de lo que se habría podido esperar de un esfuerzo tan contrario a m i ca­ rácter. Sin embargo, a pesar de la reputación de misantropía que m i aspecto exterior y algunas frases felices me dieron en la so­ ciedad, es innegable que, en particular, siem pre desem peñé m al m i p a p el* .

Estas palabras son reveladoras: el movimiento por el que el alma conquista su fundam ento es al mismo tiempo el que le obliga a sen­ tir su división. Esta página nos muestra cómo el ser se inventa, para recogerse por completo en su ficción. La desenvoltura arbitraria (se me ocurrió adquirir uno...) abre la vía a los sentimientos más nobles. Pero, tan pronto como consigue establecerse sobre sus fun­ damentos, el ser desfallece en la contradicción (que traza el propio movimiento de la frase y de la página). El hombre que criticaba tan amargamente la discordancia entre el ser y el parecer en la humani48 Annales J.-J. Rousseau, IV (1908) 244; véase O. C., 1,1164. 49 Confessions. lib. VIH, O. C., 1, 368-369.

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dad civilizada percibe ahora, en si mismo, el contraste que opone su apariencia exterior a su carácter. Siente que es la debilidad que niega. El escándalo que encontraba en el mundo se ha desplazado a su vida, el mal que denunciaba febrilmente en el exterior se ha inte­ riorizado. Asi pues, tomar partido por la virtud no ha puesto fin a la discordancia del ser y el parecer: es sólo en este momento cuando el problema se convierte en mi problema. El fundamento que me ha dado ya no está bajo mis pies, y todo es puesto en cuestión nueva­ mente. En teoría las cosas se concillaban mucho mejor. En una de sus cartas a Sophie, Jean-Jacques escribía estas palabras:. Cualquiera que tenga la valentía de parecer lo que es se con­ vertirá tarde o tem prano en lo que debe ser50.

Semejante fórmula conciba maravillosamente la idea de una per­ manencia natural del yo con la idea de una transformación de si mismo exigida por el deber moral. La sinceridad, es decir, la simple afirmación transparente del ser natural, tiene como consecuencia su transformación y el hacer que se convierta en lo que debe ser. Al re­ conocerse tal como es, se convierte en otro, toma un nuevo aspecto. La tautología de la confesión es el principio de una génesis y de una metamorfosis. No se sabría explicar mejor cómo salva el alma la sinceridad y cómo la transfigura. Rousseau formula aquí, sin duda, una moral completamente profana, pero que sólo es comprensible por referencia a un modelo religioso. El acto voluntario por el que parezco lo que soy juega el papel teológico del Cristo mediador que regenera el alma del creyente. Sólo que, para Rousseau, parecer lo que soy es un acto inmediato, que me transforma sin que tenga que recurrir a una potencia o a una gracia que me sería externa. La gra­ cia que me transfigura es inmanente a mi conciencia. No salgo de mí para convertirme en lo que debo ser. Tendremos que retomar más tarde el problema de la sinceridad. Basta aquí con asignarle el lugar que le corresponde én el conjunto de la situación vivida por Jean-Jacques. La sinceridad es reconciliación con uno mismo: es una salida fuera de la división interior. Pero esta división interior no es origi­ nal, no es más que el eco interiorizado de la rebelión por la que Jean-Jacques se opone a una sociedad inaceptable. Incluso para un análisis que pretendiese ser puramente «existencia!» (y no sociológi50 Correspondance générale. DP, III, 101; L (ed. Leígh), V, 2.

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co o marxista), el problema de la rebelión posee, en alguna medida, un derecho de prioridad y de anterioridad, con respecto al problema de la sinceridad. En Jean-Jacques, la preocupación por la sinceri­ dad constituye una respuesta parcial —al nivel del yo, y nada más que a este nivel— a una situación que desde el comienzo desborda al yo y concierne a sus relaciones con la sociedad de 1750. Pero en el mismo momento en que obliga a la conciencia a dar la espalda a la vida social para preocuparse de sus conflictos particulares, la sin­ ceridad espera que los otros le presten atención. Vuelta hacia los problemas interiores, apunta indirectamente hacia el exterior: mere­ ce la pena que uno se describa con sinceridad, porque en la sociedad con la que se ha roto podría haber ya hombres capaces de compren­ dernos. La sinceridad esboza el restablecimiento de una relación so­ cial no en el plano de la acción política, sino en el de la compren­ sión humana. Por lo que la efusión sincera se manifiesta como un estado de ánimo prerrevolucionario y que, en el caso de las «almas bellas» que se satisfacen con su propio entusiasmo, corre el peligro de suplantar toda acción verdadera.

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IV

LA ESTATUA VELADA

El Fragmento Alegórico1concluye con un sueño filosófico cuyo simbolismo, bastante tradicional (siendo los prototipos Escipión y Polifilo) no aparece, ciertamente, como el producto de una auténti­ ca «imaginación onírica». Los románticos sabrán hacerlo mejor. Pero este texto no deja de poseer un valor de primer orden. Por inocente y poco original que puedan ser la imaginería del Fragmen­ to Alegórico, ésta dibuja muy claramente —quizá con demasiada claridad— los sucesivos momentos de un advenimiento de la ver­ dad. El fragmento no ha sido terminado, y Rousseau, indudable­ mente, no lo destinaba a la publicación. Pero veremos cómo formu­ la en él un mito al que concede más valor de lo que a primera vista se pudiera pensar. Un filósofo se duerme después de haber contemplado el univer­ so y meditado sobre la existencia de Dios. Su sueño le condujo a un «edificio inmenso formado por una cúpula resplandeciente sosteni­ da por siete estatuas colosales»: Vistas de cerca todas estas estatuas eran horribles y deformes, pero, por el artificio de una hábil perspectiva, vistas desde el cen­ tro del edificio cada una de ellas cambiaba de apariencia y presen­ taba el aspecto de una figura encantadora. Volvemos a encontrar, de entrada, el tema de la ilusión y de la apariencia engañosa, como en el primer Discurso. Este lugar en el que reina la seducción nefasta del parecer es un templo, y es la mo­ rada de la humanidad. La escena se desarrolla en un decorado so-i i OEuvres el Corrapondance inédita de J.-J. Rousseau, publicadas por G. Streckeisen.Mouliou (París, 1861), 171 y ss.; víase O. C., IV, 1044-1054.

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lemne donde el hombre está en relación con lo sagrado. Y se des­ cubren los ritos de una extraña religión: en el centro se encuentra un altar sobre el que se levanta una «octava estatua a la que está con­ sagrado todo el edificio». Pero esta estatua permanece «siempre ro­ deada por un velo impenetrable». Asi pues, ninguna relación con la joven divinidad que domina el frontispicio de La Enciclopedia y cuyo cuerpo encantador se transparenta bajo el velo tenue que casi no sujeta. La mujer velada de La Enciclopedia se adelanta con la luz de un sol naciente y dispersa ante sí las tinieblas, que forman grandes volutas inofensivas en la parte superior de la plancha dibu­ jada por Cochin. Por el contrario, en el comienzo del sueño de Rousseau, nos encontramos todavia en el reino del error y de la opi­ nión irracional. El momento de la iluminación llegará más adelante. A los pies de la gran estatua velada suben densas humaredas de un culto absurdo: Estaba perpetuam ente servida por el pueblo qu e nunca podía verla; la imaginación de sus adoradores se la pintaba según sus propios caracteres y sus pasiones y estando todos tanto m ás liga­ dos al objeto de su culto cuanto más imaginario fuera, no ponían bajo este velo misterioso sino al ¡dolo de sus corazones.

No había rayos alrededor de esta extraña estatua; es una poten­ cia del mal, que se yergue en una atmósfera nocturna. El soñador entrevé vagamente escenas monstruosas, asiste a los crímenes de una inmensa Sodoma: El altar que se elevaba en medio del templo se distinguía a tra­ vés de los vapores de un incienso espeso que afectaba a la cabeza y turbaba la razón; pero m ientras el vulgo sólo veia los fantasmas de su imaginación agitada, el filósofo, más tranquilo, percibió lo suficiente com o para juzgar aquello que no discernía; el aparato de una continua carnicería envolvía este horrible altar; vio con horror la m onstruosa mezcla del asesinato y la prostitución.

Para evocar «poéticamente» la atmósfera del mal, Rousseau multiplica como quiere todos los símbolos clásicos de la opacidad, de la mentira, del disimulo criminal. El horror de este espectáculo tal como nos es descrito, consiste menos en los crímenes en si mis­ mos, que en el espesor del misterio que los rodea. (Tendremos la ocasión de volver a ocuparnos de esto: lo escondido y lo misterioso están casi siempre cargados de un valor negativo para Rousseau; en su pluma, y sobre todo cuando escriba los Diálogos, «misterio» y

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«mal» son términos casi sinónimos.) El culto a la estatua que some­ te a los hombres a su subjetividad irracional toma la forma del cri­ men universal: se desarrolla en la penumbra, a los pies de la estatua cubierta del Idolo; las víctimas están fascinadas por su ilusión y los sacerdotes-verdugos, ocultando su crueldad «bajo un aire de mo­ destia y recogimiento», consiguen cegar a los hombres vendándoles los ojos; por otra parte, también tienen el poder de castigar a sus victimas recalcitrantes desfigurándoles ante los ojos de los otros: Lo primero que hacían era vendar los ojos a todos aquellos que se presentaban a la entrada del tem plo; después, tras haberles conducido a un rincón del santuario, no les devolvían el uso de la vista hasta el m om ento en que todos los objetos concurrían para fascinarles. Y si durante el trayecto alguien intentaba levantar su venda, pronunciaban al instante, sobre él, algunas palabras mági­ cas que le conferían el aspecto de un m onstruo, bajo cuya apa­ riencia, aborrecido por todos y desconocido por los suyos, no tar­ daba en ser destrozado por los allí reunidos.

Rousseau da rienda suelta aquí a una fobia que le obsesionará en sus últimos años (pero que existe en él desde la adolescencia): la idea de la metamorfosis a causa de la difamación. Expresa su pro­ pio terror de recibir la máscara del monstruo y de no poder librarse de ella: la vindicta universal va a abatirse sobre un inocente al que han disfrazado de culpable. Los esfuerzos por liberarse serán actos de descubrimiento, desti­ nados a destruir los maleficios de la estatua cubierta. Tres persona­ jes aparecerán sucesivamente. Cada uno de ellos actuará solo, pero en beneficio de toda la humanidad. Rousseau describe alegórica­ mente la empresa del héroe liberador, pues el simbolo es, en este caso, el de la Aufktürung misma: el héroe devuelve la vista a los hombres cegados, hace visible lo que estaba cubierto, trae la luz. El primer personaje que, posiblemente, es un doble del filósofo (está «vestido exactamente como él») devuelve la vista a algunos hombres, pero, sin embargo, sin atreverse a enfrentarse con la esta­ tua. La suerte que le espera será, precisamente, la de la difamación mortal: Este hom bre de porte grave y serio no se llegaba hasta el altar, sino que, tocando sutilmente la venda de aquellos que alli condu­ cían, sin causar trastorno aparente, les devolvía el uso de la vista.

Los ministros del templo se apoderarán de él y le «inmolarán» allí mismo, «siendo unánimemente aclamados por la masa cegada». 86

A ese mártir de la verdad va a sucederle uno nuevo: un anciano que afirma que es ciego, pero que en realidad no lo es. Reconoce­ mos a Sócrates. Su acción será más arriesgada: osará descubrir la estatua, pero sin conseguir hacer triunfar la verdad: Saltando ágilmente sobre el altar, descubrió con una mano audaz la estatua y la expuso sin velo a todas la m iradas. Se veian reflejados, en su cara, el éxtasis y el furor; bajo sus pies ahogaba a la hum anidad personificada, pero sus ojos estaban vueltos dulce­ mente hacia el cielo... Esta imagen hizo estremecer al filósofo, pero lejos de soliviantar a los espectadores sólo vieron en ello un entusiasm o celeste en vez de un aspecto cruel, y sintieron aum en­ tar hacia la estatua, asi descubierta, el celo que habían tenido por ella sin conocerla.

Resulta fácil descifrar la alegoría: el Ídolo no es otro que el fa­ natismo, que, simulando adorar al cielo, sacrifica a los hombres. Es el adversario que la filosofía de las Luces ha decidido destruir. Y Rousseau hace aquí causa común con los filósofos, que dejan maltrechos a los sacerdotes impostores y a la credulidad supersti­ ciosa. Sin embargo, Rousseau nos dice que no basta con descubrir el mal: su poder de sugestión y de fascinación permanece intacto. El anciano, condenado a beber el «agua verde», murió rindiendo un inesperado homenaje a la monstruosa estatua. El verdadero rostro del mal ha sido revelado: pero no es suficiente todavía. Queda aún por manifestar la verdad del bien. Aún no ha sido realizado el acto esencial.

C

r is t o

En este momento es cuando aparece el tercer héroe, anunciado como el «hijo del hombre»: evidentemente es Cristo. Le basta con mostrarse para que la verdad se haga manifiesta. Él es la verdad; aporta la evidencia de ésta, evidencia que conquista instantánea­ mente todos los corazones. Y triunfa sobre la estatua sin lucha y sin peligro: «¡O h, hijos míos!» —dijo con un tono de tern u ra que llegaba hasta el fondo del alm a— «vengo a expiar y a curar vuestros erro­ res, am ad a Aquel que os ám a y conoced a Aquel que es». Al m o­ m ento, asiendo la estatua la derribó sin esfuerzo y subiendo al pe­ destal con tan poca agitación com o hasta entonces, más pareció que ocupaba el lugar que le correspondía, que usurpase el de

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o tro ... Bastaba con escucharle una vez para estar seguro de adm i­ rarle siempre, era claro que el lenguaje de la verdad no te costaba nada porque poseía su fu e n te en s í m ism o.

Así pues, éste es el momento decisivo: un cambio abrupto es­ tableció el reino del Bien sobre las ruinas del Mal. Rousseau acos­ tumbra a usar estas oposiciones sin término medio y sin matices. El Bien absoluto o el Mal absoluto: es la única alternativa que se ofre­ ce. Pero lo que debe atraer aquí nuestra atención es que a la oscura dominación de una cosa cubierta le sucede la presencia liberadora de un hombre divino. No podia limitarse al descubrimiento de la horrible faz del mal; la Estatua seguia siendo todopoderosa aún después de que le hubiesen quitado el velo. Lo que cuenta es la epi­ fanía del hombre y del lenguaje verídicos, es la manifestación de una verdad que tiene su fuente en una conciencia. Asi pues, el instante capital no es el del descubrimiento del mal, sino aquel en que la verdad encarnada viene a dar testimonio de su presencia eficaz. Ahora, una conciencia se abre a nosotros, y por su propia transparencia, esta conciencia se anuncia como la fuente de una verdad universal. El Bien aparece en el mundo a través de un yo que deja que se haga transparente. El dios-hombre (como en otra parte el propio Rousseau) se ofrece a todas las miradas no para que se le vea a él mismo, sino para que en el propio acto por el cual él habla y se comunica sin limitación alguna se reconozca a una fuente sagrada. Esta verdad es singularmente fácil. No le «cuesta nada» a quien la enuncia y es comprendida instantáneamente por aquellos que la escuchan. Estamos en presencia de una doble inmediatez. El hom­ bre-dios posee inmediatamente la verdad y la transmite inmediata­ mente. La conversión de la humanidad es instantánea. Nada hay aqui que se parezca al escándalo de que habla el Evangelio. La ver­ dad se impone por una especie de magia que suprime los obstáculos y hace que sea inútil cualquier esfuerzo. Habrá que reconocer que en esto hay algo de infantil que habitualmente sólo ocurre en los cuentos de hadas... Y se podría poner en duda la autenticidad de esta imagen de Cristo. Anuncia que viene a «expiar» los errores de los hombres. Pero el texto de Rousseau (en realidad, ¿está inacabado?) se inte­ rrumpe precisamente antes del relato de la crucifixión. Interrupción altamente significativa. Y es que Rousseau no tiene ninguna necesi­ dad de la cruz, que es un símbolo de mediación. Para Rousseau lo esencial del cristianismo está en la predicación de una verdad inme­ diata. Asi pues, nos propone una imagen de Cristo, educador de la 88

humanidad, dirigiendo a los hombres palabras enternecedoras y pa­ labras «que llegan al corazón». El Cristo de Rousseau no es un mediador, no es más que un gran ejemplo. Si es más grande que Sócrates, no es a causa de su di­ vinidad, sino por su humanidad más valerosa. En ningún lugar la muerte de Cristo aparece en su dimensión teológica, como el acto reparador que estaría en el centro de la historia humana. La muerte de Cristo es solamente el arquetipo de la muerte del justo calumnia­ do por todo el pueblo. Sócrates no murió solo, mientras que la grandeza de Cristo proviene de su soledad. Ofrece el ejemplo más edificante del excepcional destino que el propio Jean-Jacques pade­ ce y desea: Antes que él (Sócrates) hubiese definido la virtud, Grecia abundaba en hombres virtuosos. ¿Pero de dónde habia tomado Jesús esta moral elevada y pura de la que sólo él dio ¡ecciónes y ejemplo entre los suyos? La más alta sabiduría se hizo oír desde el seno del fanatismo más violento, y la sencillez de las virtudes más heroicas honró al más vil de todos los pueblos. La muerte de Só­ crates, filosofando tranquilamente con sus amigos, es la más dul­ ce que se pueda desear; la de Jesús, expirando entre tormentos, injuriado, ridiculizado y maldecido por todo un pueblo, es la más horrible que se pueda temer23. Rousseau acumula las antitesis sin tener en cuenta matiz alguno: el pueblo más vil —la alta sabiduría; la muerte más dulce— la muerte más horrible. Superlativos contra superlativos. La última antitesis opondrá el hombre a Dios. Si; si la vida y la muerte de Sócrates son propias de un sabio, la vida y la muerte de Jesús son propias de un Dios2. Pero la muerte de Jesús no es más que la proeza de un alma he­ roica. Esta muerte divina no trae consigo consecuencias sobrenatu­ rales. Pierre Burgelin escribe a este respecto: «El cristianismo de Rousseau pretende ser evangelium Chrisli al aceptar al divino profe­ ta de Galilea que habla a todo corazón bien nacido para enseñar las leyes del amor. Rechaza un evangelium de Christo, que establecería el valor absoluto de Cristo muerto para salvar a los hombres»4. 2 Émile, lib. IV, O. C., IV, 626. 3 Ibldem. 4 Pierre Burgelin, La Philosophie de l'Existence de J.-J. Rousseau (París, P.U.F., 1952), 434.

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De hecho, el Fragmento alegórico nos muestra a Cristo como una conciencia que encuentra en sí misma la fuente de la verdad (aunque ésta quizás provenga de más allá de ella misma). Cada uno de nosotros puede hacer lo mismo que él. Entrar en uno mismo, en­ contrar alli la fuente, reconocer la «voz de la conciencia». Enton­ ces, cada uno podria convertirse —a semejanza de Cristo— en el educador del género humano que exalta los corazones y despierta en ellos una bondad paralizada. En Rousseau, la imitación de Jesucris­ to es la imitación del acto «divino» mediante el que una conciencia humana solitaria se convierte en fuente de verdad o transparencia para una verdad que viene de más allá. Por tanto, lejos de ser el mediador indispensable para la salvación del hombre, Cristo enseña el rechazo de la mediación, su ejemplo invita a escuchar «el princi­ pio inmediato de la conciencia»’. Rousseau, que no intentará sal­ varse por medio de Cristo, quiere, al igual que Cristo, anunciar la verdad. Esto no es más que el testigo de la iluminación de la con­ ciencia mediante una luz original, de la que cada cual puede a su vez convertirse en testigo. «¡Cuántos hombres entre Dios y yo!», exclama el Vicario saboyano. Rousseau desea ver a Dios inmediatamente. Cuantos menos intermediarios haya, mejor captaremos la presencia divina. Nada de sacerdotes, nada de dogmas interpuestos. Si Jean-Jacques acepta el Evangelio es porque la verdad es perceptible en él de forma inme­ diata: «Reconozco en él el espíritu divino: esto, es tan inmediato como pueda serlo; no hay nadie entre esta prueba y yo»56. GALATEA

«El teatro representa un taller de escultor. A los lados se ven bloques de mármol, grupos y bocetos de estatuas. Al fondo, hay otra estatua escondida bajo un pabellón de paño ligero y brillante, adornado con cenefas y guirnaldas»7. La imagen de la estatua vela­ da se alza sí, de nuevo, en la obra de Rousseau: es el cuerpo perfec­ to de Galatea que Pigmalión esculpió a imagen de su deseo. Esta vez la estatua ya no representa el ídolo que preside el mal: es la be­ lleza ideal, que ha tomado cuerpo en una piedra inanimada. «En lo 5 Émile, lib . IV , O. C., IV , 600. R ousseau d u d ó en su red acció n ; al prin cip io sentimiento interior, desp u és principio activo, interior y fin alm en te principio inmediato de la conciencia. CU. P .-M . Masson. La Profession de fo i du Vicaire savoyard, F rib u rg o , 1914. 6 Lettre d ChristopHe de Beaumont, O. C., IV , 994. 7 Pygmalion, O. C., I I , 1224-1231.

escrib ió

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que hice, me adoro a mí mismo», exclama Pigmalión. Enamorado de su rostro como lo estaba Narciso, quiere abrazar el reflejo de si mismo que adora en su obra. Se ha desdoblado; una parte de su alma ha pasado a esta cosa sin vida; pero Pigmalión no consiente en separarse de lo que ha creado. No acepta que la obra de arte sea distinta de él mismo, que se le haga extraña. Al no recibir como respuesta el amor que tiene por su creación, Pigmalión se ve conde­ nado a una soledad intolerable: ya no está realmente vivo, se ha em­ pobrecido al perder toda el alma que intentó dar a la estatua cauti­ vadora. «El frió de la muerte sigue estando en este mármol; perezco por el exceso de vida que le falta... Si, la plenitud de las cosas no incluye estos dos seres.» Pigmalión no solamente desea que la esta­ tua tome vida. Quiere ser amado y reconocido por ella. Asi pues, quiere recuperar el esfuerzo que ha gastado en su obra. Pues es un artista avaro que no puede olvidarse de si mismo en lo que hace, y que no tiene el valor de aceptar la pérdida que supone una obra aca­ bada. Lo que espera no es otra cosa que la perfecta reflexión de su deseo, pero devuelta por un espejo viviente. En consecuencia, la obra no debe seguir siendo una fría cosa de mármol que se inmovili­ za en su existencia autónoma. Pigmalión implora el milagro que abolirá la exterioridad de la obra y a la que sustituirá por la inte­ rioridad expansiva de la pasión narcisista. (Igual que Rousseau, cuando su ensoñación inventa «criaturas conformes a su corazón».) Aquí se puede ver —observémoslo de pasada— la expresión mítica de una estética «sentimental» que asigna a la obra de arte la tarea de imitar el ideal del deseo, pero que tiende inmediatamente a trans­ formar la obra en felicidad vivida. La obra no tendrá objetividad independiente. La creación del artista será una subjetividad imagi­ naria destinada a responder a la subjetividad del creador. El artista da forma a un alma de la que se niega a separarse; el poeta quiere ser desposado por su poesía. Pero el éxito de este arte conduce al si­ lencio del arte. Si todo debe culminar en la alegría vivida, la vida hace desaparecer el arte. Galatea viva no será ya una obra, sino una conciencia. Pigmalión, feliz, abandona sus instrumentos; el amor de Galatea le bastará; no esculpirá más estatuas... Hasta qué punto es significativa la crítica que Goethe formulará contra el Pigmalión de Rousseau: «Habría mucho que decir sobre este tema: pues esta maravillosa producción oscila igualmente entre la Naturaleza y el Arte, con la falsa ambición de conseguir que el Arte se reabsorba en la Naturaleza. Vemos a un artista que ha reali­ zado lo más perfecto, y que habiendo proyectado fuera de sí mismo su ¡dea, habiéndola representado según las leyes del arte y habién­ dole conferido una vida superior, sin embargo no se satisface con 91

ello. No, es necesario que la haga volver hacia él en la vida ierres tre: quiere destruir lo más elevado que espíritu y acción han produ­ cido por medio de un acto de la sensualidad más vulgar»8. «Goethe piensa que es preferible, que la obra permanezca en esta vida supe­ rior donde ya no tiene nada en común con nuestra «vida terrestre». En nombre de la exigencia misma del espíritu, el artista debe con­ sentir con alienarse en su obra. Lo primero que hizo Pigmalión fue cubrir con un velo la estatua: Temí que la adm iración po r mi propia o bra fuese la causa de la distracción que m ostraba por mis trabajos. La escondí bajo este velo.

Pero el momento del descubrimiento no será, para Pigmalión, sino la ocasión de un sufrimiento más agudo: verá la perfección de su obra, pero verá también que la obra maestra sigue sin vida. Al quitar el velo a la estatua es cuando Pigmalión descubre la carencia esencial: P ero te falta un alm a: tu imagen no puede prescindir d e ella.

Por un milagro de los dioses, Galatea va a despertar a la vida: la estatua adquiere sensibilidad, al igual que aquella otra estatua que imaginaba Condillac. Pero la existencia de Galatea no comienza por la percepción del mundo exterior, no se convierte en «olor de rosa». Su primer acto sensible es aquel por el que se toca y se convierte in­ mediatamente en «conciencia de sí». Dice: Yo. El mundo exterior no aparecerá más que en segundo término para esta conciencia na­ ciente. «Galatea da algunos pasos y toca un trozo de mármol: Esto, ya no soy yo.» Encuentra por fin a Pigmalión, le toca con la mano y suspira: «¡Ah!, de nuevo yo.» Al fin están reunidas las dos partes de un mismo yo. La separación que dividía al artista de lo que había producido queda abolida. El trabajo creador no tuvo lugar más que para ser retomado en la unidad de un Yo amante. Por diferente que sea la intención de estos dos textos, el Frag­ mento alegórico y Pigmalión presentan una analogía sorprendente. Al principio las dos estatuas están cubiertas. El instante del descu­ brimiento nos pondrá en presencia del objeto escondido: al hacerse visibles, las estatuas provocan una fascinación «sagrada» —horror o amor—. Pero, por importante que sea, el descubrimiento no es más que una etapa, aún no nos ofrece más que una verdad incom8 Goethe, Wahrheit und Dichtung. Werke (Stuttgart. Cotta, 1863), IV. 180.

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pleta. La espera patética no encuentra su resolución final más que en el momento en el que una persona viva aparece sobre el pedestal. En las dos alegorías, una intervención misteriosa y un acto mágico o divino presiden este paso de lo inanimado a lo viviente. El mi­ lagro está en la sustitución de un objeto por una conciencia. T e o r ía

d e l d e s c u b r im ie n t o

A partir de estos dos textos resulta posible formular una teoría del descubrimiento. Hay dos momentos del descubrimiento cuya importancia y valor son muy distintos. Cada uno de ellos lleva a cabo la manifestación de una verdad (o de una realidad), pero estas verdades no son de importancia semejante. El primer descubrimiento es un acto critico: es el descubrimiento denunciador, que destruye los encantos seduc­ tores de la apariencia. Hace cesar el encantamiento nefasto del pa­ recer engañoso. Este descubrimiento es un trabajo de desilusión y de desencanto. Lo esencial de su eficacia no reside en la realidad que descubre bajo la máscara, sino en el error que destruye. Los hombres constatan que estaban equivocados. No saben todavía nada más, pero ya se ha producido una liberación. El descubrimien­ to critico se enfrenta al error interpuesto, denuncia la presencia del velo aún antes de alcanzar lo que está detrás del velo. En el Frag­ mento alegórico, este momento es representado por la intervención del filósofo que devuelve la vista a las víctimas de la Estatua y por el gesto de Sócrates que arranca el velo. Rousseau asigna esta función de descubrimiento critico a su obra, y sobre todo a sus primeros Discursos: En sus primeros escritos, se preocupa sobre todo por destruir este encanto ilusorio que produce en nosotros una adm iración es­ túpida por los instrumentos de nuestra m entira y por corregir esta estimación engañosa que nos hace honrar aptitudes perniciosas y despreciar virtudes útiles9. Papistas, hugonotes, poderosos, humildes, hom bres, mujeres, leguleyos, soldados, m onjes, sacerdotes, devotos, médicos, filóso­ fos, Tros R utu lusve fu a t, todo es pintado, todo es desenmascara­ do sin una sola palabra de acritud y sin ninguna alusión personal contra quien quiera que fuere, pero sin miramientos hacia ningún p artid o 10. 9 Dialogues, III. O. C., I, 934. inmediato. 20 La Nouveiie HéloSSe, VI parte, carta VIH, O. C., II, 689.

no

reina una simpatía benévola, que es la forma transfigurada del amor. La novela nos ofrece asi el espectáculo de una dialéctica que conduce a una síntesis. (Esta sintesis está formulada en el quinto libro, el cual puede ser considerado como una primera conclusión de La Nueva Eloísa, desde donde se anunciará el episodio final que concluye con la muerte de Julie.) Conviene subrayar aquí la oposi­ ción esencial que anima esta dialéctica. Rousseau no es dialéctico por gusto por la dialéctica. Al contrario, la dialéctica no se le impo­ ne más que por que, al principio, postula satisfacciones demasiado incompatibles como para que puedan serle concedidas simultánea­ mente, pero cuya simultaneidad es precisamente lo que desea. Si Rousseau se lanza por la difícil vía de la sintesis dialéctica (él, a quien nada le gusta tanto como lo inmediato) es porque original­ mente desea poder aceptar a la vez el goce físico y la exaltación de la virtud, y porque esta simultaneidad no se da inmediatamente. Julie declara: «La inocencia y el amor me eran igualmente necesa­ rios», pero sabía que no podía «conservarlos juntos»21. Sin em­ bargo, en el plano superior al que ella accede, puede terminar por reunirlos y gozar de ellos juntos. Así pues, para reconciliar lo iniciable, ha sido preciso inventar un progreso dialéctico, pasar por es­ tadios intermedios, recurrir a un esfuerzo de superación y poner en movimiento un devenir. Ésta es la razón de que en La Nueva Eloísa el tiempo desempeñe un papel capital: su novela debe extenderse ne­ cesariamente a lo largo de una duración considerable, y esta impor­ tancia concedida a la «gran duración» es significativa en un autor que con mucha razón pasa por haber sido el poeta del instante extá­ tico. (Pero veremos más adelante, que la segunda y última conclu­ sión del libro separa abruptamente lo temporal y lo intemporal, y que, entonces, Rousseau parece optar contra el tiempo del devenir humano.) La feliz síntesis que corona la dialéctica del libro está admira­ blemente expresada por los símbolos de la fiesta de la vendimia (V parte, carta VII). Es el momento en el que parece que todos los velos han desaparecido, en el que los personajes conocen la intimi­ dad más confiada. Rousseau no puede abstenerse de expresarlo ale­ góricamente, mediante un amanecer otoñal. Entre todo lo que da un «aire de fiesta» a esta jornada, Rousseau no olvida el «velo de bruma que el sol levanta en la mañana como un telón de teatro, para descubrir, ante la vista, un espectáculo tan encantador». El es-2 2' III parte, carta XVII!, O. C.. II. 344.

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pectáculo nos mostrará la reconciliación del placer con el deber, de la embriaguez dionisiaca y de la institución bien ordenada. ¿No es este día de fiesta, al mismo tiempo, un día de trabajo? Estamos muy lejos del dispendio irracional de la fiesta arcaica en la que se consumen los bienes acumulados. En la descripción de Rousseau, la fiesta de la vendimia es un dia de acumulación de riquezas, al que acompaña un consumo razonable. Y los trabajos casi no se distin­ guen de los juegos de la diversión: «Esta fiesta no deja de parecer más hermosa al pensamiento, cuando se piensa que es la única en la que los hombres han sabido unir lo útil a lo agradable». Asi nacerá un «estado de fiesta común», una «alegoría general que parece ex­ tenderse por toda la faz de la tierra».

La

m ú s ic a y l a t r a n s p a r e n c ia

Desde el comienzo de la jornada se escucha «el canto de las ven­ dimiadoras». Y la fiesta se culmina sabiamente con música (sin que se haya abandonado el trabajo): Después de la cena seguimos despiertos aú n unas dos horas agram ando cáñam o; cada uno, por tu m o , canta su canción. A l­ gunas veces las vendimiadoras cantan a coro todas ju n tas, o bien a una sola voz y en estribillo alternativam ente. La mayoría de es­ tas canciones son viejas rom anzas cuyos tonos no son agudos, pero tienen un no sé qué de antiguo y de dulce que a la larga con­ mueve. Las canciones tienen letras sencillas, ingenuas y a menudo tristes; sin em bargo, gustan.

Mañana y noche de fiesta: nada más significativo que ver apare­ cer allí la música y la poesía ingenuas. Recordemos el tópico de la «vieja romanza» y olvidémoslo inmediatamente, ese tópico que ya entonces circulaba y que atestará durante mucho tiempo la literatu­ ra. Pero señalemos también que enseguida (y especialmente en Herder, gran lector de Rousseau) se despertará un interés muy serio por la poesía y la canción populares. Voces de mujeres que cantan a coro, al unisono. «De todas las armonías», añade Saint-Preux en su carta sobre la fiesta de la ven­ dimia, «ninguna es tan agradable como el canto al unisono». Con­ sultemos el Diccionario de Música: el unísono representa «la armo­ nía más natural»22. ¿Y qué es una romanza? Rousseau la define 22 Diclionnaire de Musique, Unísono, O. C. (París, Fume, 4 vol.), III, 851.

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como «una melodía dulce, natural, campestre, y que produce un efecto por sí misma, independientemente del modo de cantarla»21. Una romanza al unísono es la melodia natural en su armonía na­ tural. Es el triunfo de la naturaleza que canta a través del que can­ ta, sin que éste tenga necesidad de afirmar una «personalidad de artista». El intérprete no tiene que entrometerse: elocuente sin inter­ mediario, la romanza conmueve inmediatamente. No solamente prescinde de la interpretación de un virtuoso, sino que prescinde también de la mediación de la sensación, para alcanzar directamen­ te el alma del oyente. Pues la melodia tiene el poder de conmover al corazón infaliblemente: proposición capital en la teoría musical de Rousseau, y que justifica su predilección por la melodia y su des­ confianza hacia la armonía. Detesta la música destinada a hacer brillar al intérprete, y rechaza una música que no se dirija más que al placer de los sentidos. ¿Por qué? Rousseau profesa aquí un idea­ lismo sentimental; para él, la personalidad del intérprete y el goce puramente sensitivo son obstáculos interpuestos entre una «esencia» musical y el alma del oyente. Desde luego, hace falta que haya una voz que cante, y también es preciso un oído que escuche, pero es ne­ cesario que el cantante y el oído transmitan sin obstaculizar. La teo­ ría de Rousseau supone que su presencia puede desvanecerse y borrarse instantáneamente y no constituir más que un medio con­ ductor. La magia de la melodia consiste en poder superar la sensa­ ción y hacerse puro sentimiento: El placer de la arm onía no es más que un puro placer senso­ rial, y el goce de los sentidos es siempre breve, la saciedad y el aburrim iento se producen pronto; pero el placer de la arm onía y del canto es un placer de interés y de sentim iento, que habla al corazón2324. E s sólo de la m elodia de donde sale este invencible poder de los acentos apasionados; es de ella de donde procede todo el po­ der de la música sobre el alm a25.

Desde luego, se da lo inmediato para la sensación, al igual que se da para el sentimiento. En efecto, la música armónica se dirige directamente a los sentidos. Por complicada y difícil que sea, no sobrepasa el dominio elemental de la sensación física. Pues esta mú­ sica que nos llega por «el imperio inmediato de los sentidos» no 23 Op. cit.. Romanza, O. C. (París, Fume, 1835), III, 795. 24 Op. cit.. Unidad de melodía, O. C. (París, Furne, 1835), III, 852. 23 La Nouveile Héloise, 1 parte, cana XLVIII, O. C„ II, 132.

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actúa «más que indirecta y levemente sobre el alma»26. La felicidad de lo inmediato es entonces para los sentidos, pero no para el alma que está privada de ello: en música, el placer puramente sensitivo carece de profundidad, no tiene eco, y de un modo aparentemente paradójico, no puede ser mantenido más que mediante artificios. Por el contrario, la melodía tiene «efectos morales que superan el imperio inmediato de los sentidos»27. En esta fórmula, Rousseau reivindica para la melodía el privilegio de alcanzar directamente un dominio más interior: sólo entonces goza el alma de la alegría de lo inmediato. Los escritos de Rousseau sobre música oponen el alma a los sentidos (el sentimiento a la sensación) con mucha más energía de lo que lo hace en todas las demás ocasiones. Sin embargo, Rous­ seau propone una noción sintética que permite resolver la oposición entre el sentimiento y la sensación. Asi como el Contrato Social y La Nueva Eloísa reconcilia la pasión con el «hombre del hombre», Rousseau sugiere una reconciliación de la melodia-sentimiento con la armonía-sensación: la antítesis se supera en la unidad de la melo­ día, noción a la que consagra un articulo en su Diccionario de Mú­ sica: «La armonía que debería ahogar la melodía, la anima, la re­ fuerza, la determina: sin confundirse, las diversas partes coadyuvan al mismo efecto, y por más que cada una de ellas parezca tener su propio canto, de todas esas partes no se oye salir más que un mismo canto». Unidad comparable a la de la sociedad unánime que rodea a la melodiosa Julie. Una perfecta fusión ha reconciliado los place­ res de los sentidos con las alegrías del sentimiento: la unidad de la melodía concede a la armonía sensual y al artificio del contrapunto, un valor que no poseen en si mismos, y que no adquieren más que por su reconciliación con la melodía. Asi pues, la melodía de las «viejas romanzas» está perfectamen­ te en su lugar en una fiesta que celebra la transparencia de los co­ razones y la comunicación sin obstáculos. Pero la melodía ingenua habla del reino de la naturaleza a las «bellas almas» que viven en el reino de la ley moral. De este modo, la música añade a la fiesta una perspectiva profunda: ella hace que aparezca allí la dimensión del pasado no solamente porque «estos aires tienen un no sé qué de an­ tiguo», sino porque, precisamente, el reino de la pura naturaleza es lo que las almas bellas han debido dejar atrás en su historia a fin de construir su felicidad actual. Esta música habla a Julie y a SaintPreux de su propio pasado, de la época en que sus pasiones obede­ cían a la ley de la naturaleza; les recuerda lo mucho que han sufrido*2 26 Op. a l., 131. 22 Dictionnaire de Musique, Melodía, O. C. (París, Fume, 1835), 111, 724.

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al alejarse de ello. A la vez que expresan la felicidad de la transpa­ rencia, estas tonadas (cuyas palabras son tristes) hablan también de lo que amenaza la transparencia actual, de lo que hace que sea pre­ caria: despiertan el pesar por lo que ya no puede volver a vivirse. En el Diccionario de Música, Rousseau afirma que la música es «signo mnémico»28. Así, mientras las voces de mujeres cantan, Ju­ lie y Saint-Preux sienten despertar, con una extraña agudeza, los tiempos lejanos: No pudim os evitar, ni Claire sonreír, ni Julie enrojecer, ni yo suspirar, cuando volvimos a encontrar en estas canciones giros y expresiones de las que nos hablam os servido antaño. Entonces mientras las miro y recuerdo los tiempos lejanos, se apodera de mi un estremecimiento, un peso insoportable cae repentinam ente sobre mi corazón, y me deja una impresión funesta que sólo se borra con dificultad. Sin em bargo, estas veladas tienen para mi una especie de encanto que no puedo explicaros29.

Saint-Preux recuerda; compara las épocas de su vida. De este modo, surge una turbación en la transparencia de la fiesta; es la tur­ bación de la reflexión.

El

s e n t im i e n t o e l e g ia c o

La mirada sobre el pasado, el estremecimiento, el encanto: todo esto define maravillosamente el estado de ánimo elegiaco. De hecho, no se podría encontrar ilustración más llamativa de la oposi­ ción entre lo ingenuo y lo sentimental, tal y como lo entendía Schiller30. Ante la ingenuidad de la canción popular, el «alma bella» se entrega a la sentimentalidad elegiaca; sufre el encanta­ miento de la añoranza (de una «añoranza sonriente»). El recuerdo le revela que está irrevocablemente separada de su pasado, y su pa­ sado no es otro que la naturaleza, inocente aún, que se expresa en la transparencia de la melodía popular. Ésta no es elegiaca; sólo es in­ genuamente triste; pero por ser a la vez naturaleza, revelación del pasado y signo mnémico, para las almas bellas se convierte en la expresión de una naturaleza perdida, se ofrece como la presencia fantasmagórica de un mundo que ya no existe. El sentimiento ele21 Diclionnaire de Musique, Música, O. C. (Parts, Fume. 183S), III, 744. 29 La Nouvette H itoíse, V parte, carta Vil, O. C., II, 609. 30 Schiller, Sdmtliche Werke (Stuttgart, Cotta, 1838), XII, 167: Ueber naive und senlimentalische Dichtung.

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gíaco, que no está presente en la canción ingenua, se despierta con su contacto. Este brusco surgimiento de un pasado añorado revela tensión in­ terna sobre la que se construye la felicidad de la fiesta. No solamen­ te pone de manifiesto que ha transcurrido un tiempo, sino que han intervenido rechazos y superaciones y han establecido una irrever­ sible distancia entre el presente y el pasado. En la añoranza elegiaca, el ser descubre que una parte esencial de si mismo pertenece a un mundo desaparecido. Se siente fascinado por lo que ha sido, pero ni el presente ni el pasado pueden ofrecer un apoyo real. No por ello está menos terminado el pasado, y el presente se convierte en un lu­ gar de exilio... Conmovido, Saint-Preux se defiende contra la nos­ talgia del pasado, también Julie se aleja de él con pena. El recuerdo de sus placeres turba: se violentan para liberarse de él. Pero este es­ fuerzo no puede realizarse de una vez por todas, hay que volver a empezar a realizarlo continuamente. Por esto se produce una lucha que corre el peligro de llegar a ser insoportable. La felicidad en la sintesis exige, en efecto, una tensa vigilancia (el pasado es atractivo todavía y debe ser constantemente reprimido) e implica una acción reflexiva. Ahora bien, el ideal de la acción y del esfuerzo cede en Rousseau, casi siempre, ante la tentación de tranquilidad, de la pa­ sividad que consiente. La muerte de Julie no será solamente una catástrofe enternecedora que hará llorar a las lectoras. Morir repre­ senta el único reposo posible: Julie morirá feliz, liberada de la nece­ sidad de actuar, descubriendo en la alegría que ya nunca más tendrá que realizar el esfuerzo que le imponía la ley del deber. La tensión, la presencia de un pasado reprimido, conscientemen­ te «rechazado», la sentimos en los momentos mismos en los que Rousseau habla de la confianza absoluta de las almas bellas, de la comunicación sin obstáculo entre las conciencias, de la ausencia de todo secreto. La fiesta de la vendimia se desarrolla bajo la mirada omnisciente del señor patriarcal; al exaltar Saint-Preux esta perfecta transparencia, confiesa la necesidad de una lucha contra el «tierno recuerdo»: D ejo que mis arrebatos se expresen sin constricciones; ya no hay nada de ellos que deba callar, nada a lo que im portune la pre­ sencia del prudente W olm ar. No tem o que su esclarecida m irada lea en el fondo de mi corazón, y cuando un tierno recuerdo quiere renacer en él; una m irada de Claire le engaña, una m irada de Julie me hace enrojecer51.31

31 La Nouvette Héloíse, V parre, carta Vil, O. C., II. 609. 116

Nos encontraríamos en el puro clima del idilio (es asi como con­ sideraba Schiller La Nueva Eloísa) si no nos viésemos confrontados sin cesar a lo que amenaza la felicidad idilica. El arte de Rousseau consiste en indicar constantemente lo que cuesta ser virtuoso: el vér­ tigo de la falta y del pecado acompaña continuamente a sus perso­ najes. La transparencia no reina espontáneamente: edifica su reino sobre el rechazo de una opacidad cuyo riesgo se renueva en todo momento. Sólo una «dulce ilusión» puede volver a conducir el espí­ ritu de Saint-Preux ante la imagen del idilio bíblico: «¡Oh tiempos del amor y de la inocencia, cuando las mujeres eran tiernas y mo­ destas, cuando los hombres eran sencillos y vivían contentos! ¡Oh Raquel!, encantadora hija y amada con tanta constancia...»32. Se siente aflorar la pureza de un tiempo original, pero aflora como una ficción. Nos sentimos de vuelta a la «bella orilla, que sólo adornan las manos de la naturaleza» que había evocado el primer Discurso. En este paisaje admirablemente límpido, estamos a punto de creer que se ha recobrado la inocencia primera. Pero seguimos separados de ella para siempre. La virtud que es conocimiento del bien y del mal, y victoria voluntaria sobre el mal, no puede retroceder y con­ vertirse en inocencia, es decir, ignorancia del bien y del mal, pleni­ tud indivisa. Las almas virtuosas han atravesado la experiencia del desorden, del que ya no pueden renegar. La confianza de las «almas bellas» vuelve a traer el reino de la limpidez: pero saben que se trata de una transparencia que habian perdido, y que ellas han restable­ cido. En medio de la felicidad que vuelven a encontrar, no pueden olvidar el tiempo de la desgracia y de la división. Guardan, así, el re­ cuerdo de su tribulación entre la transparencia inicial y la transpa­ rencia restaurada: conocen su historicidad. Saben también que su felicidad actual es el efecto de su fuerza y de su libre decisión y que por consiguiente es precaria. Cansadas de vivir en los limites de su voluntad, podrían recaer en los limites de la opacidad. Bastaría un desfallecimiento para que los corazones se vuelvan a cerrar sobre su secreto y comprometan la serenidad tan difícilmente conquistada. Lo saben y no pueden evitar el añorar el tiempo lejano en el que la inocencia reinaba espontáneamente, sin ningún esfuerzo, sin que el instante venidero amenace al instante precedente.

« Op. cil.. 604.

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La

f ie s t a

Precisamente, ia fiesta campestre ofrece a las bellas almas un es­ pectáculo que simula el retomo a la inocencia primera. Saben que sólo se trata de un espejismo: con la salvedad de que el efecto de este espejismo es el acercar maravillosamente la imagen de la ino­ cencia idílica, hasta el punto de hacer creer que el fin se une con el principio y que, al término de la evolución moral, la conciencia pue­ de sumergirse de nuevo en la espontaneidad no reflexiva de la que su historia le ha arrancado. Esto no es más que una ficción, un jue­ go simbólico, y no un auténtico retomo al origen. Además, en Rousseau la fiesta de la vendimia no tiene nada de «ritual», no se liga a ninguna tradición. Nada se desarrolla en ella según la costumbre. Al contrario, aparece como si estuviera com­ pletamente improvisada. Al mismo tiempo que simboliza un retor­ no a la edad de oro y a la antigüedad, ésta nos es descrita como la obra acabada de la «sociedad de Clarens que vive en gran intimi­ dad». Pura invención, creación libre, libre de cualquier forma pre­ establecida. El espectáculo que maravilla a Rousseau es el de una alegre satisfacción que nace en los corazones a medida que éstos culminan los actos conformes al deber. La laboriosa emulación se exalta hasta convertirse en una fiesta en la que la buena conciencia se glorifica a sí misma. (Éste es, según Hegel, el culto que celebran las «almas bellas».) La fiesta que hace surgir la imagen de los pri­ meros tiempos no tiene, sin embargo, nada ni de «mnémico», ni de conmemorativo. Nace de improviso, por generación espontánea, por el concurso de un grupo humano en el que ya nadie tiene que ocultar nada de lo que piensa y siente. Los hombres no son felices porque han sido invitados a una fiesta: ésta es sólo la manifestación visible de la alegría que los hombres sienten al estar juntos, una ale­ gría cuya exuberancia y excesos inesperados se desbordan en los gestos exteriores de la euforia, en los juegos, en las ceremonias, en los cantos... La vendimia no pasa de ser un pretexto, una «causa ocasional». La sustancia de la fiesta, su verdadero objeto, es la franqueza. Se muestra un espectáculo: ¿Acaso no compara Rousseau la bruma que se disipa con el alzamiento del telón de un teatro? Pero, es un espectáculo de una clase particular, en el que todos se muestran a todos, la alegre embriaguez será el resultado de la perfecta evidencia de cada uno: no hay actores disfrazados ni espectadores sumidos en las sombras. Cada uno de ellos es al mismo tiempo espectador y 118

actor, cada uno de ellos tiene derecho a la misma parte de luz y a la misma cantidad de atención. Sin peligro dé exagerar, se puede ver en esta fiesta ideal una de las imágenes clave de la obra de Rousseau. (Y, si pensamos en las fiestas que la Revolución intentará instaurar33, también es una de las imágenes que más ideas han inspirado.) Jean-Jacques escribe la Carla a D'Alembert vertiendo «lágrimas deliciosas». Estas lágrimas y este «tierno delirio» revelan perfectamente el carácter elegiaco de la obra. Pues si, por un lado, la Carla es una crítica moralizante de los perjuicios del teatro, está claro, por otra parte, que Rousseau se refiere en todo momento a la imagen de un espectáculo ideal, que no describirá hasta las últimas páginas de su librito: Rousseau tiene la mirada puesta en el recuerdo de una fiesta improvisada de la que fue testigo en su infancia. Es a este recuerdo y a esta alegría colecti­ va, revividas nostálgicamente, a los que Rousseau confronta todos los «falsos» atractivos de la comedia y de la tragedia. Recuerdo cómo me conmovió en mi infancia un espectáculo bastante sencillo, y cuya impresión conservé siempre, a pesar del tiempo transcurrido y de la diversidad de las cosas. El regimiento de Saint-Gervais había hecho la instrucción y, según la costumbre, los soldados habían cenado por compañías: la mayoría de los que las componían se reunieron en la plaza de Saint-Gervais después de la cena y se pusieron a bailar todos juntos, oficiales y soldados, alrededor de la fuente a cuyo pilón se habían subido los tambores, los pífanos y los que llevaban las antorchas. Se diría que un baile de gentes animadas por una larga comida no puede ofrecer a la vista nada especialmente interesante; sin embargo, el concierto de quinientos o seiscientos hombres en uniforme, cogidos de la mano, formando una larga hilera que serpenteaba con cadencia y sin desorden con mil vueltas y revueltas, mil suertes de evolucio­ nes figuradas, la elección de los aires que les animaban, el ruido de los tambores, el resplandor de las antorchas, un cierto fasto militar en el seno del placer: todo esto producía una sensación muy viva que no se podía soportar sin conmoverse. Era tarde, las mujeres estaban acostadas; todas se levantaron. Muy pronto las ventanas estuvieron llenas de espectadoras lo que inspiraba un re­ novado entusiasmo a los actores: no pudieron mantenerse por más tiempo en las ventanas de sus casas y bajaron a la calle; las esposas venían a ver a sus mandos; las criadas traían vino; y hasta los niños, a los que el ruido había despertado, acudieron semiveslidos entre padres y madres. Se suspendió el baile: todo fueron be­ sos, risas, brindis, caricias. Todo esto produjo un enternecimiento 33 Cfr. A. Aulard, Les Oraieurs de la Rivolution, París, Comély, 1906-1907.

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general que no acierto a describir, pero que, en el universal albo­ rozo, se siente bastante naturalmente en medio de todo lo que nos es querido. Al besarme, mi padre fue presa de un estremecimiento que aún creo sentir y compartir. «Jean-Jacques —me decía— ama a tu país. ¿Ves a los buenos ginebrinos? Todos son amigos, todos son hermanos; la alegría y la concordia reinan entre ellos»34*. Poco importa saber si el acontecimiento tuvo lugar como lo des­ cribe Rousseau. Lo que importa es que estas imágenes constituyen la norma interna de acuerdo con la cual Rousseau juzga y condena a los otros espectáculos. Nada es indiferente en el relato de esta ve­ lada: ni la comida que precede, ni el vino que se bebe en ella, ni la presencia de la música (como en la fiesta de la vendimia), ni el ca­ rácter patriótico de la diversión en uniformes, ni tampoco la presen­ cia del padre, ni la igualdad momentánea de señores y criados, en esta prudente saturnal. Nada que no tenga gran significación. Se nos manifestará más claramente el sentido de la fiesta si lee­ mos un segundo fragmento de la Carta a D'Alembert. Prestemos atención a los términos y a las imágenes que Rousseau pone en esce­ na, en el pasaje que confronta el espectáculo cerrado del teatro con el espectáculo a cielo abierto de la diversión colectiva: No adoptemos estos espectáculos excíuyentes que encierran tristemente a un pequeño número de gentes en un antro oscuro; que les mantienen temerosos e inmóviles en el silencio y la inac­ ción; que no ofrecen a la vista más que tabiques, espadas afiladas, soldados, entristecedoras imágenes de la servidumbre y de la des­ igualdad. No, pueblos felices, no son éstas vuestras Restas. Es al aire libre, es bajo el cielo donde debéis reuniros y entregaros al dulce sentimiento de vuestra felicidad... Que el sol ilumine vues­ tros inocentes espectáculos; vosotros mismos compondréis uno, el más digno que él pueda iluminar. ¿Pero, en fín, cuáles serán los objetivos de estos espectáculos? ¿Qué se mostrará en ellos? Nada, si se quiere. Con libertad, don­ dequiera que reine la abundancia, el bienestar también reinará allí. Plantad en mitad de una plaza un poste coronado de Rores, reunid allí al pueblo, y tendréis una Resta. Mejor aún: dad como espectáculo a los espectadores, hacedlos actores a ellos mismos, haced que cada uno se ame y se vea en los demás, a Rn de que asi todos estén más unidos39. 34 Lettre á D ’Alembert (París, Oamier-Flammarion, 1967), 248. La Resta de Gi­ nebra, evocada en una larga nota, reproduce en el ánimo de Rousseau la «laboriosa ociosidad» de las Restas de Esparta, cuya función modélica se inscribe en el cuerpo del texto. » Op. cit., 233-234.

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El teatro y la fiesta se oponen como un mundo de opacidad y un mundo de transparencia. Con su oscuridad, sus espadas afiladas y sus tabiques, el teatro inspira el mismo temor que el cruel Templo en el que reina la Estatua alegórica. Se ejerce en él la misma fasci­ nación negativa. Pues Rousseau, adversario del teatro, no descono­ ce en absoluto sus poderes de seducción (como la de la Estatua): conduce a los hombres al dominio de la opacidad, de la ilusión ne­ fasta y de la separación desdichada. En la sala oscura, el espectador se encierra en su soledad. «Creemos unirmos al espectáculo y es aquí donde cada uno se aísla, es aquí donde vamos a olvidar a nues­ tros amigos, a nuestros vecinos, a nuestro prójimo...»36. Se va al teatro para «olvidarse de uno mismo», es el lugar del más completo olvido de si mismo y del otro. El espectáculo nos roba nuestro ser: alienación total donde nada se nos da a cambio. Somos atraídos por una lejanía fabulosa. Pues si el teatro actúa sobre nuestras pasio­ nes, embruja por medio de la magia de la distancia y del alejamien­ to: «Todo lo que se pone en escena en el teatro no es algo que se nos acerque, sino algo que es alejado de nosotros»**1. Pero tras haber ensombrecido la imagen del teatro hasta el pun­ to de convertirla en el equivalente del Templo lúgubre del Fragmen­ to alegórico, la alabanza de la fiesta colectiva recurre a imágenes que se parecen singularmente a las que Rousseau había hecho aparecer al final del mito de las estatuas veladas. Una especie de milagro pone fin a la división que separaba espectáculo y espectadores, y que se agravaba al separar a los espectadores unos de otros. El es­ pectáculo-objeto nos robaba nuestra libertad y nos inmovilizaba como cosas en la sala oscura: estábamos petrificados por una mira­ da de Medusa. Ahora, al igual que al espectáculo cerrado sucede la fiesta a cielo abierto, vemos suceder al objetivo opaco del es­ pectáculo una comunidad de conciencias abiertas que se ponen en movimiento unas hacia otras. La separación es sustituida por la re­ ciprocidad de las conciencias. Habíamos visto al «divino objeto», Galatea convertise en una conciencia y unirse a Pigmalión en la igualdad de un mismo Yo. Habíamos visto al «hijo del hombre» derrocar a la Estatua y proferir, a partir de una «fuente» interior, una verdad reconocida instantáneamente por los hombres. Lo mis­ mo sucede cuando el espectáculo «excluyeme» y «cerrado» se con­ vierte en una fiesta abierta. Un pueblo entero se ofrece la repre­ sentación de su felicidad. El espectáculo abierto a todos, que es el espectáculo de la apertura de todos los corazones, es «inocente», 36 Op. cil., 66. * Op. cil., 79-80.

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«carece de peligro», pero es también más «embriagador». La anima­ ción de la fiesta colectiva realiza una de las epifanías de la transpa­ rencia con las que Rousseau habla soñado. «No hay otra alegría pura que la de la alegría pública»18. Esta alegría carece de objeto y es universal. De ahí le viene la pureza. La comunidad se expresa en el propio acto de la comunicación, y se toma como objeto de exaltación propia. Las conciencias se abren al exterior porque son puras y no tienen nada que esconder, pero tam­ bién se puede decir que se purifican porque han sabido abrirse unas a otras. La pureza quizás sea menos una causa de la alegría gene­ ral que una consecuencia de ella. «¿Qué se mostrará en ella? Nada, si se quiere.» Si la fiesta no fuera esta autoafirmación de la transparencia de las conciencias, si el espectáculo tuviera un objeto particular, seguiríamos estando en el dominio de los medios y de la mediación. ¿Es el teatro, como pretende Rousseau, el lugar en el que me encuentro abocado a una soledad absoluta? En modo alguno: sé que otras miradas miran fi­ jamente el escenario, y que me uno a ellas en la acción que todos miramos. Es el ejemplo mismo de una comunión mediata: estamos reunidos indirectamente por la mediación de la acción escénica, a la que me liga directamente mi atención. Pero la relación mediatizada que constituye un público de teatro parece no tener ningún valor para Jean-Jacques. Una comunicación que no se realiza en la inme­ diatez absoluta no es, a su parecer, una comunión verdadera: es lo mismo que decir que es el reino de la soledad y de la dispersión desgraciada. AUi donde nos es fácil reconocer una comunicación mediatizada, Jean-Jacques ve una comunicación interrumpida. Lo que se nos presenta como un elemento de mediación le parece un obstáculo. No hay solución alguna, sino es la de no mostrar nada. No mostrar nada será realizar un espacio completamente libre y vacio, será el medio óptico de la transparencia: las conciencias podrán estar meramente presentes unas a otras, sin que nada se in­ terponga entre ellas. Si no se muestra nada, es posible que todos se muestren y todos vean. La nada (en tanto que objeto) es extraña­ mente necesaria para la aparición de la totalidad subjetiva. La exaltación de la fiesta colectiva tiene la misma estructura que la voluntad general del Contrato Social. La descripción de la alegría pública nos ofrece el aspecto lírico de la voluntad general: es el as­ pecto que toma con el traje de los domingos.38

38 Op. d i., 249.

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¿Existe goce más agradable que el de ver a to d o un pueblo entregarse a la alegría de un día de fiesta y a to d o s los corazones abrirse al sentir los supremos rayos del placer, que pasa rápida pero intensamente a través de las nubes de la vida?39.

La fiesta expresa en el plano «existencia!» de la afectividad todo lo que el Contrato formula en el plano de la teoría del derecho. En la embriaguez de la alegría pública, cada cual es actor y espectador a la vez, resulta fácil reconocer la doble condición del ciudadano después de concluido el contrato: es a la vez «miembro del poder» y «miembro del Estado», es aquel que quiere la ley y aquel que la obedece. Haced que cada uno se vea y se ame en los otros, a fin de que así todos estén más unidos. Mirar a todos sus hermanos y ser mirado por todos: no es difícil encontrar aquí el postulado de una alienación simultánea de todas las voluntades, en la que cada uno termina por recuperar todo lo que ha cedido a la colectividad. Lo inmediato de que se disfruta entonces es una inmediatez se­ cundaria, que supone primero la separación y después el éxito abso­ luto del acto mediador que supera la separación. Al darse cada uno a todos, no se da a nadie, y com o no hay ningún asociado sobre el que no se adquiera el mismo derecho que se le cede sobre uno mismo, se gana el equivalente de todo lo que se pierde, y más fuerza para conservar lo que se tiene4041.

Lo que el Contrato estipula en el plano de la voluntad y del te­ ner, lo realiza la fiesta en el plano de la mirada y del ser: cada uno se «aliena» en la mirada de los otros, y cada uno es devuelto a si mismo por un «reconocimiento» universal. El movimiento del don absoluto se reinvierte para convertirse en contemplación narcisista de uno mismo: pero si el yo que se contempla así es pura liber­ tad, pura transparencia, en continuidad con otras libertades y otras transparencias: es un «yo común». A partir de entonces, el espa­ cio se abre al baile, a la animación de los cuerpos liberados de la preocupación de su soledad. Vayamos a bailar bajo los olmos. Ani­ maos, muchachitos41: la última escena del Adivino decía ya todo esto en el tono del idilio «ingenuo».

39 Réveries, noveno paseo, O. C., 1 , 1085. 40 Control Social, lib. I, cap. VI, O. C., III, 361. 41 Le Devin du Village, escena VIII, O. C., II, 1113.

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La

ig u a l d a d

En la vendimia de Clarens, «todo vive en la mayor familiaridad, lodo el mundo es igual y nadie falta al respeto de nadie»42. Parece como si hubiésemos reconquistado la igualdad de los orígenes en la alegría general. El segundo Discurso había descrito la igualdad del comienzo de los tiempos, y habia relatado la historia de la huma­ nidad como una calda en la desigualdad. ¿Estaría todo resuelto? ¿Habrían recuperado los habitantes de Clarens la felicidad de los primeros tiempos? O bien, como ocurrió con el retomo de la ino­ cencia, ¿no será esto más que una «dulce ilusión», un efecto de la luz momentánea en la belleza de una mañana de otoño? De hecho, esta igualdad recobrada es completamente ilusoria. Aparece en la exaltación del día de fiesta y desaparecerá con ella: no es más que un epifenómeno de la diversión colectiva. Pues nor­ malmente Clarens no conoce ni la igualdad natural de los primeros tiempos, ni la igualdad civil descrita en el Contrato. Señores y servi­ dores son todo lo desiguales que es posible ser. Desde luego, los ser­ vidores están unidos a los señores por la confianza (IV parte, car­ ta X); pero Wolmar, espíritu sistemático, sólo busca la confianza de sus subordinados para hacer de ellos buenos criados: es un método de adiestramiento dirigido a obtener mejores servicios, más que a establecer una solidaridad igualitaria. En cada linea de la carta sobre la organización doméstica de la propiedad podemos reconocer las características de la actitud «paternalista»: se las ingenia para obtener el libre asentimiento del servidor, o incluso, su afecto, con el fin de hacer de él un instrumento más dócil. Los señores se reser­ van el privilegio de sentirse iguales, si ello les place, pero este privi­ legio sólo les pertenece a ellos, y no a los servidores. Asi pues, el sentimiento de igualdad no pasa de ser un lujo del señor, que le per­ mite disfrutar de su propiedad sin mala conciencia: Me dejaba asom brado el que ju n to a tanta afabilidad pudiese reinar tan ta subordinación, y com o ella y su m arido podían des­ cender e igualarse tan a menudo con sus criados, sin que éstos a su vez se sintieran tentados de igualarse a ellos. N o creo que haya soberanos en Asia a quienes sirvan en sus palacios con más respe­ to que estos buenos señores lo son en su casa. No conozco nada menos imperioso que sus órdenes y nada que sea ejecutado con * *l La Nouvelle Héloise, V parte, carta Vil, O. C.. II. 607.

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tanta prontitud: ellos rogaban e iban volando; perdonaban y uno se daba cuenta de su falta43.

Hay en esta benévola confianza, una hipocresía que quizás no engañe solamente a los servidores. ¿No existe también aquí una fe­ liz trampa para las «almas bellas» que desempeñan el papel de los buenos señores? Se engañan a si mismas en el sentido que ellas de­ sean. Se hacen la ilusión de no abandonar el dominio de la comuni­ cación inmediata. Al actuar por medio de la confianza, podemos convencernos de que no se ha tratado al servidor como un medio: no se ha caído en el desolador universo de los instrumentos y de la acción instrumental. No sólo conservan toda su pureza las almas bellas, sino que para ellas el acto esencial se reduce a mostrarse en su pureza. Para que la casa sea próspera, para que la finca produz­ ca beneficios, ¿qué se debe hacer? Nada: mostrarse tal como se es. Los otros llevarán sobre sus espaldas la carga del trabajo efectivo: El gran arte de los señores para convertir a su servidumbre en lo que ellos desean, es el de m ostrarse a si mismo tal com o son44.

Conseguirán ser servidos sin tener que reprocharse ni por un momento el haber traicionado los grandes principios: «El hombre es un ser demasiado noble para tener que servir simplemente de ins­ trumento a otros.» La crítica no ha dejado de señalar el contraste entre el ideal de­ mocrático del Contrato Social y la estructura aún feudal de la co­ munidad de Clarens. Las diferencias son importantes y permiten plantear la cuestión de la relación de Rousseau con el ideal de igual­ dad democrática. Pero conviene señalar también que Rousseau sin­ tió la necesidad de compensar, mediante la fiesta, la desigualdad que acepta el orden cotidiano: no se detiene hasta no haber disuelto la desigualdad en la embriaguez de la vendimia. Con la ayuda del vino (del que se ha bebido razonablemente), una igualdad sentimen­ tal instaura nuevas relaciones humanas. Se ve realizar de modo efí­ mero, en una alegría sin futuro, el equivalente afectivo de los postu­ lados juridicos del Contrato, una sociedad libre y sin «cuerpos in­ termedios». Pero este breve triunfo de una fraternidad total no amenaza en absoluto ni el orden ni la economía habituales de la fin43 IV parte, carta X, O. C., II, 458-459. Al no constituir los servidores una «cla­ se» antagonista, Rousseau consigue mantener «rangos» sociales, al mismo tiempo que evita el peligro de las «sociedades parciales» que comprometían la plenitud de la comunidad. 44 Op. cit., 468.

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ca, basados en el principio de la dominación del amo y de la obe­ diencia de los servidores. La exaltación de la igualdad no puede persistir, no encierra en si ninguna promesa de continuidad. La feli­ cidad de la fiesta dura lo que duran los espectáculos. La igualdad nos es ofrecida allí como un momento muy intenso: pero esta inten­ sidad pasajera no tiene el poder de perpetuarse en forma de una verdadera institución. Es necesario disfrutar de ello en el instante mismo, sabiendo de antemano que de ella sólo perdurará el recuer­ do y la nostalgia. El «alma bella» no sueña con reformar el mundo de modo que la igualdad se propague por ¿1, se limita a formular el deseo (que sabe que es perfectamente vano) de ver que el tiempo se detiene y que se repite la dicha del instante. No nos habría importado volver a empezar al día siguiente, y al otro, y toda la vida45. Cabe preguntarse si Jean-Jacques no pretende buscar una felici­ dad sustitutiva en esta embriaguez efímera, en la que encuentra la quintaesencia sentimental de la igualdad, sin tener que luchar por establecer las condiciones concretas de la misma. Hemos subrayado la equivalencia entre la alienación universal del Contrato y la de la fiesta, hemos puesto en relación la voluntad general del Contrato y la transparencia general de la fiesta: ¿qué elegirá Jean-Jacques? ¿No está dispuesto a preferir las fiestas a las revoluciones? Reléase la última obra política de Rousseau, las Consideraciones sobre el gobierno de Polonia. A la pregunta inicial: ¿cómo «colocar la ley por encima del hombre? ¿Cómo llegar hasta los corazones?», JeanJacques responde mediante una teoría de la fiesta y de los «juegos públicos». Y he aquí lo que propone a los polacos: Muchos espectáculos al aire libre, donde los rangos estén cui­ dadosamente diferenciados, pero donde todo el pueblo tome parte igualmente, como entre los antiguos46. Rousseau admite la desigualdad de las condiciones sociales hasta en el mismo centro de la fiesta; sólo exige una igualdad que se ma­ nifestará en el anhelo subjetivo de una participación de todo el pue­ blo en el espectáculo. Poco importa que las instituciones no sean igualitarias: a Rousseau le basta con que la igualdad se realice como un estado de ánimo colectivo. « V parte, carta Vil, O. C., II. 611. 44 Consideradora sur le Gouvernement de Pologne, cap. III, O. C., III, 963.

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Esto aparece ya de un modo perfectamente claro en la carta de Saint-Peux sobre la vendimia. La igualdad no pertenece a la estruc­ tura concreta de la sociedad de Clarens: sólo está unida al «estado de fiesta». Saint-Preux escribe: La dulce igualdad que reina aquí restablece el orden de la na­ turaleza. constituye una instrucción para unos, un consuelo para otros y un lazo de am istad para todos47.

A pesar de que sea «restablecido» el orden de la naturaleza, los desheredados sólo han ganado con ello un consuelo; por lo tanto, nada ha cambiado realmente en el orden de la sociedad, lo que quiere decir que el orden de la naturaleza sólo ha sido restablecido como un juego. Una nota que Rousseau añade a pie de página pre­ cisará todavía más esta idea: sin abolir realmente las diferencias so­ ciales, el estado de fiesta permite considerarlas como indiferentes; la igualdad realizada en la fiesta demuestra la inutilidad de una trans­ formación real de la sociedad. Se puede reconocer un tipo de argu­ mento al que el pensamiento conservador recurrirá durante todo el siglo XIX y más adelante: Si de aqui nace un com ún estado de fiesta, no m enos agra­ dable para los que descienden que para los que ascienden, ¿no se sigue de ello que todos los estados son casi indiferentes en si mismos, con tal de que se pueda y se quiera salir d e ellos algunas vecesP4*.

Obsérvese hasta qué punto Rousseau está dispuesto a admitir equivalencias ilusorias, cuando puede justificarlas por medio de la doctrina del sentimiento. Rousseau está dispuesto a aceptar un mundo en el que no existe más que una pseudoigualdad social, con la condición de que sea posible algunas veces conseguir que todos se sientan ¡guales. Se diria que la esencia de la igualdad consiste en el sentimiento49 de ser igual. Este «platonismo del corazón» (la expre­ sión es de Burgelin) legitima el recurso a la ilusión. Será incluso muy disculpable el engañar a los otros si es por su bien, es decir, si 47 La Nouvelle Hélotse, V parte, cana VII, O. C., II, 608. 48 Ibídem. 49 En el momento en que Rousseau esboza sus Instituciones políticas parece querer ponerse en guardia contra el sentimiento en materia política: «No es... por el sentimiento que los ciudadanos tienen de su felicidad, ni por consiguiente por su felicidad misma, por lo que hay que juzgar la prosperidad del Estado». G. Streckeisen-Moultou, Oeuvres et Correspondente inédites de J.-J. Rousseau, 1861. p. 227; ver también O. C., III, SI3.

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es para inspirarles ilusiones felices. Cuando Wolmar se arroga el de­ recho de provocar la confianza de sus sirvientes, actúa como «dés­ pota ilustrado» y hace caso omiso de la exigencia moral de recipro­ cidad. ¡Poco importa! Consigue crear el sentimiento de igualdad; se nos invita a olvidar y a perdonar los dudosos métodos que le han permitido tener éxito. Como ha subrayado Burgelin, es este todo un aspecto «maquiavélico» de la teoría social de Rousseau. Este enemi­ go de la opinión, de los disfraces y de los velos, acepta sin embargo que el señor disfrace la coerción que ejerce con objeto de instaurar en su casa el orden y la concordia: «¿Cómo contener a los criados, a personas a sueldo, si no es por medio de la coerción y de la impo­ sición? Todo el arte del señor consiste en esconder esta imposición bajo el velo del placer y del interés, de modo que piensen que quie­ ren todo lo que se les obliga a hacer»50. El servidor es tratado aquí como lo será Émile por su preceptor: el hombre de razón impone artificiosamente su voluntad, y disfraza la violencia que ejerce, de­ jando asi al alumno o al sirviente el sentimiento de actuar libremen­ te y con plena conformidad. ¿Es esto desprecio por el niño y por el pueblo llano? Podría creerse. Pero Rousseau no ha dudado en iden­ tificarse con el niño y con el pueblo. «Hombre de la naturaleza», no sabe esconder nada de lo que siente: así es el niño, y asi es también el pueblo: «El pueblo se muestra tal como es... los hombres de mundo se disfrazan»51. La superioridad social de Wolmar hace de él un hombre disfrazado, y el pedagogo del Emilio es, asimismo, un hombre disfrazado. Sin embargo, la diferencia esencial consiste en el hecho de que el preceptor guiará a Émile fuera de la infancia, mientras que Wolmar casi no se preocupa por transformar al sir­ viente en un hombre razonable. Clarens no ha restablecido el reino de la inocencia y no ha ins­ taurado el de la igualdad. Solamente, el dia de la fiesta, la imagen de la inocencia y el sentimiento de igualdad vienen a encantar a las almas sensibles. Clarens, añadámoslo, es un pequeño mundo limita­ do, y que se pretende cerrado, pero las almas se entregan en él al sentimiento de lo universal. Ved el embelesamiento de Saint-Preux, al comienzo del día de la vendimia: se emociona ante «el amable y conmovedor cuadro de una alegría general que, en este momento, 90 La Nouvelle Hiloise, IV parte, carta X, O. C., II, 4S3. Véase el comentario de Eric Weil: «Los sirvientes sólo existen para su señor y en é); al carecer de razón care­ cen de libertad; no pueden ser educados para la libertad, son esclavos por nacimien­ to, para emplear la expresión de Aristóteles» («J.-J. Rousseau et sa polilique», Criti­ que, n.° 56, enero 1952). *' Émile, Ub. IV, O. C., IV, 509.

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parece haberse extendido por toda la fa z de la tierra»*1. Ahora es la imaginación la que unlversaliza la alegría. El ideal de la «sociedad intima» (como en los Diálogos el ideal de un «mundo encantado» que sólo es accesible a los iniciados, asi como el ideal de la patria) parece corresponder a un fuerte gusto por la existencia circunscrita. Amiel lo ha hecho notar muy aguda­ mente525354: hay en Rousseau un deseo de «insularidad», una necesidad de encerrar su vida en una isla. Clarens es, precisamente, una isla, un refugio, un jardín cerrado, una pequeña comunidad estrecha­ mente replegada sobre la felicidad que ha sabido inventar. Es el re­ fugio terrestre de las almas bellas en el interior del cual ellas se han excluido54 del resto del mundo. Pero ha de surgir allí «la alegría ge­ neral que parece extendida sobre la faz de la tierra». Asi, a la vez que satisface su necesidad de existencia circunscrita, Rousseau no deja de dar libre curso a los anhelos de su «alma comunicativa». A riesgo de tener que contentarse con ilusiones (y proclamará que le basta con la ilusión), Jean-Jacques quiere experimentar la embria­ guez de la totalidad y de la universalidad. La exaltación general de la comunidad cerrada se convierte en símbolo de universalidad, sin dejar de mantenerse en los límites de la interioridad subjetiva. En la exaltación de la fiesta, la transparencia de este mundo cerrado ad­ quiere su plenitud en una felicidad que las almas bellas interpretan de forma inmediata como una presencia en lo universal. Interpretan la plenitud de su alegría como una participación en un Todo sin barreras, en un mundo infinitamente abierto. Asi, en la tercera car­ ta a Malesherbes, Rousseau se describe huyendo de los hombres, pero para entregarse a una contemplación en la que terminará por elevarse en pensamiento y sentimiento hasta «el sistema universal de las cosas» y hasta el «Ser incomprensible que todo lo abarca»” . Da el ejemplo de un aislamiento voluntario, de un sentimiento «de in­ sularidad», que contrapesa la experiencia interior de la universali52 La Nouvelle Hélofse. V parte, carta Vil, O. C., II, 604. M H. F. Amiel, en J.-J. Rousseau jugé par tes Génevois d'aujourd'hui (Ginebra, 1879), 37. 54 En el vocabulario de Rousseau, exclusivo sólo es un término peyorativo cuan­ do designa lo que separa a los hombres en el interior de una comunidad: por el contrario, se convierte en un término laudatorio cuando expresa lo que funda la per­ sonalidad del grupo social frente al resto del mundo. Al proponer espectáculos (fies­ tas) a los polacos, Rousseau, si es posible, no «desea nada exclusivo para los grandes y ricos», pero, en la misma obra, alaba a los antiguos legisladores por habar insti­ tuido «ceremonias religiosas que por su naturaleza eran siempre exclusivas y na­ cionales» (Considéraiions sur te Gouvernement de Pologne). Véase igualmente el co­ mienzo del Emilio: «Toda sociedad parcial, cuando se estrecha y está bien unida, se aliena de la grande». 55 Tercera carta a Malesherbes, O. C., I, 1141.

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dad y de la totalidad. Las alegrías colectivas de Clarens no son otra cosa que la imagen multiplicada de los éxtasis solitarios de JeanJacques. Clarens es un mundo cerrado, pero donde uno se abando­ na al éxtasis del «gran Ser». No es ocioso añadir que en Rousseau la imagen de la fiesta osci­ la entre dos «tipos ideales» bastante diferentes. En efecto, la fiesta surge y se organiza de dos formas opuestas. En la primera, el grupo entero es animado por un estado de áriimo común. La iniciativa brota de todas partes. No hay entonces un centro privilegiado de la fiesta colectiva. En ella todos tienen la misma importancia, todos son por igual actores y espectadores. El espiritu unánime de la co­ munidad se exalta y se expresa en cada uno de sus miembros de for­ ma idéntica. El mismo anhelo nacerá espontáneamente en cada con­ ciencia. No habrá habido ningún legislador de la fiesta, del mismo modo que al principio la hipótesis del «pacto social» no supone la intervención de nadie que dé las leyes, sino una decisión simultánea de todas las voluntades. La segunda imagen sitúa en el centro de la fiesta a una persona, un ser resplandeciente que comunica el movimiento y hacia el que todo converge. Una figura dominadora impone su presencia y pro­ paga la alegría. Entonces, la fiesta se organiza a partir de un de­ miurgo cuya influencia se extiende irresistiblemente sobre todos los que le rodean. La benevolencia de un alma comunicativa des­ pierta a su alrededor una alegría universal. A decir verdad, estas dos imágenes ideales ejercen sobre Rous­ seau idéntica seducción. La Carta a D ’Alembert, en la que la fiesta aparece sobre todo como la exaltación de un yo colectivo, es al mis­ mo tiempo una obra en la que Rousseau se exalta con la idea de re­ presentar el papel del inventor y del dispensador de la fiesta. Reléa­ se la larga página en la que cada frase comienza por «Querría que...»*6. Rousseau se da, literalmente, fiestas en la imaginación, y se convierte en el centro y en el legislador de las mismas. Estar en el centro y en el origen de la fiesta, encontrar en la ale­ gría que uno suscita el espejo de la propia bondad, tales son algu­ nos de los «raros y breves placeres» cuyo recuerdo evoca Rousseau en la novena Ensoñación. En La Muette ofreció barquillos a un grupo de chiquillas: «El reparto resultó casi equitativo y la alegría fue más general... En definitiva, la fiesta no fue ruinosa, sino que por los treinta sueldos, todo lo más, que me costó, hubo para más de cien escudos de regocijo»17. Este relato de una fiesta improvisa-567 56 Lettre á D ‘Atemben (París, Gamier-Flammarion, 1967), 238 y ss. 57 Réveries, noveno Paseo, O .C ., I, 1091.

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da hace recordar de inmediato otra, en la que Jean-Jacques se en­ cuentra en el centro de una alegría general. Mejor aún, la fiesta dada por Rousseau contrasta con los falsos placeres de una so­ ciedad muy rica: Me encontraba en La Chevrette en tiempos del cumpleaños del señor de la casa; toda su familia se había reunido para celebrarlo, a este efecto, se puso en m archa toda la pom pa de los placeres ruidosos. Juegos, espectáculos, festines, fuegos de artificio; no se escatimó nada. No se tenia tiempo de recuperar el aliento y en vez de divertim os nos aturdíam os589.

Jean-Jacques ofrece las «raquíticas manzanas» que ansiaban a cinco o seis pequeños saboyanos. Esta fiesta dentro de la fiesta no le cuesta gran cosa: la verdadera alegría, conquistada a bajo precio, contrastará con los dispendiosos goces de los poderosos: Tuve entonces uno de los más deliciosos espectáculos que pue­ dan agradar a un corazón hum ano: el de ver a la alegría, unida a la inocencia de la edad, expandirse a m i alrededor. Pues al con­ templarla los propios espectadores la com partieron, y yo, que a tan bajo precio participaba de esta alegría, tenia adem ás la de sen­ tir que era obra m fa1*.

Consideremos esto con más atención: la felicidad que en tales circunstancias experimenta Jean-Jacques surge en razón del carác­ ter mágico de su acción. En efecto, Rousseau se maravilla de la desproporción existente entre un acto que cuesta tan poco y la in­ tensidad de la alegría que provoca a su alrededor. Si ¿1 ha difundido el contento a su alrededor, es a causa de la magia de la benevolencia y no por el poder del dinero. Pues la verdadera fiesta es la que no cuesta nada; en efecto, para que el goce sea verdaderamente inme­ diato no sólo es necesario suprimir el objeto del espectáculo, es pre­ ciso, además, que todo se realice sin gastos, es decir, sin pasar por el medio impuro del dinero. Ya sea que surja de un anhelo co­ lectivo o que irradie de una personalidad bienhechora, en Rousseau la fiesta siempre será frugal. He aqui, pues, que él coincide con una preocupación económica muy puritana: a Rousseau no le gusta gas­ tar. Pero, en su caso, se trata menos de conservar su dinero que de no comprometerlo en la fiesta, cuya pureza enturbiaría. Para que la fiesta siga siendo pura, es preciso que las almas se expresen en ella M Op. cit., 1092. S9 Op. cit., 1093.

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espontáneamente: deben crearlo todo por sí mismas; el regocijo co­ lectivo será el acto de autonomía de las conciencias que inventan gratuitamente la felicidad de comunicarse unas con otras. Cuando se pagan los gastos de la fiesta (como hace Rousseau con los pe­ queños saboyanos y las muchachitas de la puerta de La Muette), uno puede justificarse diciendo que no ha gastado casi nada, y que la alegria de la fiesta no tiene comparación posible con el dinero in­ vertido. E c o n o m ía

En Clarens, la alegría de la fiesta parece instaurarse por un im­ pulso simultáneo que nace al mismo tiempo en todos los corazones armonizados —pero sin que la persona de Julie se imponga como el centro resplandeciente de esta jornada—. Su «alma comunicativa» ha suscitado a su alrededor la alegria universal. Le basta con ser Ju­ lie para inspirar la feliz animación de la vendimia. Y puesto que basta con que Julie esté presente para que todo un pequeño mundo se anime prudentemente a su alrededor, no será necesario recurrir al dinero para amenizar el espectáculo. Una vez más el ideal de fruga­ lidad está perfectamente satisfecho: La cena es servida en dos largas mesas. No hay el lujo ni el aparato de los festines, pero la abundancia y la alegria están pre­ sentes60.

En realidad, esta fiesta es un día de trabajo, y en ella la produc­ ción sobrepasa con mucho al gasto. Si releemos el comienzo de la carta de Saint-Preux sobre la vendimia, nos damos cuenta de que el lirismo de la acumulación se aplica a la propia alegria y resume lo esencial de esta prosperidad campestre: Pero, ¡qué maravilla!, ver a buenos y prudentes adm inistrado­ res hacer del cultivo de sus tierras el instrum ento de sus dones, sus diversiones y sus placeres; verter a manos llenas los dones de la Providencia; enriquecer todo lo que les rodea, hombres y bestias, con los bienes que rebosan de sus granjas, sus bodegas y sus gra­ neros; ¡acumular la abundancia y la alegría alrededor suyo, y ha­

cer del trabajo que les enriquece una fiesta continua/*'.*61 40 La Nouvelle Héloíse, V parte, cana Vil, O. C., II, 608. 61 Op. til., 603.

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Y además hay que añadir que la acumulación está en proporción con las necesidades de una comunidad cuyo único objetivo econó­ mico es el de bastarse a sí misma. Se trabaja para enriquecerse sólo para llegar a ser independiente. Si la fiesta manifiesta la perfecta autonomía de las conciencias, se da el caso que tiene como decora­ do una prosperidad agrícola que hace posible la perfecta autonomía material de la comunidad. El éxito de Clarens consiste, en efecto, en la conquista simultánea de ambas formas de autonomía. Rous­ seau ha vinculado constantemente los problemas de la conciencia a los problemas económicos: para ¿1 no puede haber autonomía de la conciencia más que si ésta está apoyada y asegurada por medio de la independencia económica. Se trata de una exigencia moral —de origen estoico con toda seguridad— que pretende que el yo busque sus satisfacciones tan sólo en si mismo y en los bienes que son su­ yos, sin recurrir nunca a una ayuda exterior. En Clarens el ideal moral de la autarquía, traspuesto al plano económico, toma la for­ ma de una sociedad cerrada que subviene por si misma a su existen­ cia material. Todas las necesidades razonables serán satisfechas fru­ galmente. El enriquecimiento no irá más allá. M. de Wolmar no se plantea la posibilidad de realizar un beneficio que no se convierta inmediatamente en consumo. La prosperidad agrícola de los Wol­ mar no se traduce en una acumulación de capital. La familia no tie­ ne ninguna deuda, pero, en cambio, no deja en reserva ningún exce­ dente de producción; se limita a vivir bien sin aumentar su fortuna convertible en dinero. Las almas bellas se resisten a toda sobrecarga material: no hacen dinero. Su economía no es ni deficitaria ni de acumulación. El pequeño grupo consume lo que produce a medida que lo va produciendo (lo que hace producir por los sirvientes y granjeros) y produce el ligero excedente que permite que un consu­ mo cotidiano tome el aspecto de una modesta fiesta. Imagen perfec­ ta de la suficiencia que no se enajena ni en la necesidad insatisfecha ni en una abundancia superflua. Entre tantos detalles económicos, casi no se menciona el dinero más que de vez en cuando. Éste, en efecto, no concierne a la vida interior de la comunidad; sólo con­ cierne a los contactos con el mundo exterior, que ellos procuran evi­ tar lo más posible: N uestro gran secreto para ser ricos... es tener poco dinero, y evitar, en la medida de lo posible, en el uso de nuestros bienes, los intercambios p o r m edio de los intermediarios entre el producto y el em pleo... El transporte de nuestras ganancias se evita empleán­ dolas alli mismo, el intercam bio se evita también al consumirlos en su forma natural, y para el indispensable cam bio de lo que te-

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nemos de más y por lo que nos falta; en lugar de ventas y adquisi­ ciones pecuniarias que doblan los inconvenientes, tratam os de m antener intercambios reales en los que la com odidad de cada contratante hace las veces del beneficio para am bos6263.

El dinero, intermediario abstracto, no es necesario en esta so­ ciedad que consume inmediatamente lo que produce y que se nutre de la sustancia de su trabajo. Desde luego, este trabajo sólo ha sido posible al descender al desgraciado mundo de los medios y de los instrumentos (estar a cargo de ellos incumbe a los sirvientes), pero el consumo inmediato de los productos del trabajo borra, en alguna medida, el pecado de esta negación de la naturaleza propia del tra­ bajo: no se correrá el peligro de que la riqueza llegue a ser un obs­ táculo entre las conciencias; y los hombres pueden pertenecerse ple­ namente a si mismos en el instante presente. En el producto del trabajo no reconocen otra cosa que la posibilidad de dar una satis­ facción inmediata a la necesidad actual. Así, ni el dinero ni los pro­ blemas para conseguirlo obliteran los caminos del tiempo: las almas bellas pueden lanzarse hacia el futuro llenas de pureza. Debemos prestar atención a la repugnancia que Wolmar profesa a los intercambios por medio de intermediarios. Reconocemos en ella el malestar que Rousseau sintió siempre en presencia del dinero, pero Wolmar elabora sistemáticamente con nobleza sus actitudes y transforma en doctrina económica lo que en las Confesiones se expresa en términos de gusto y de desagrado: Ninguno de mis gustos dom inantes consiste en cosas que se com pran. Sólo tengo necesidad de placeres puros y el dinero los corrom pe a todos... En si mismo es inútil, para disfrutar de él es necesario transform arlo^.

El dinero es, en efecto, aquello de lo que no se puede disfrutar inmediatamente: y todos los goces que procura son necesariamente mediatos. Un placer adquirido por medio del dinero ya no tiene la pureza de lo inmediato; está envenenado. 62 La Nouvelle Hélotse, V parte, carta II, O. C., II, 548. Un ideal de economía cerrada, autárquica y esencialmente agrícola semejante al que acabamos de ver será formulado en el Emilio: «Este pan moreno, que os parece tan bueno, está hecho del trigo recogido por este campesino; su vino negro y basto, pero refrescante y sano, es de la cosecha de su viñedo; la ropa de la casa viene de su cáñamo, hilada en invierno por su mujer, sus hijas y su criada: su familia ha realizado los adornos de la mesa; el molino más próximo y el mercado vecino son los limites del universo para ¿I» (Émile, lib. III, O. C., IV, 464). Comprar es inmoral: sólo el trueque es licito. 63 Confessions, lib. I, O. C„ I, 36-37.

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Hay un punto suplementario sobre el que arroja luz la confron­ tación de La Nueva Eloísa y de las Confesiones: el principio de in­ mediatez sobre el que se funda una economía virtuosamente autárquica en Clarens sirve, por el contrario, en las Confesiones para justificar ciertos actos inmorales de Jean-Jacques. ¿Por qué come­ tió tantas pequeñas raterías? Porque le horroriza pasar por la me­ diación del dinero. Porque el deseo quiere lanzarse de inmediato sobre el objeto anhelado: Me tienta menos el dinero que las cosas, porque entre el dine­ ro y la posesión deseada existe siempre una mediación, mientras que no lo hay entre la cosa misma y su disfrute. Veo la cosa y me tienta; si sólo veo el m edio de adquirirla ya no me tienta. Asi pues he sido un bribón, y a veces lo soy todavía, a causa de bagatelas que me tientan y que prefiero coger a pedirlas64.

Así, las razones que hacen de Jean-Jacques un ladrón son las mismas que las que incitan a Wolmar a consumir los productos de su dominio alli mismo. Poco falta para que se trate de dos aspectos de la misma moral. Cuando Rousseau explica sus hurtos, el princi­ pio de inmediatez es invocado, a título puramente descriptivo, para aclarar un mecanismo psicológico; al poco tiempo el principio de inmediatez toma el valor de una justificación superior, de un impe­ rativo moral de mayor constricción que las reglas ordinarias de lo justo y de lo injusto. Tomar lo que nos encontramos a medida que lo deseamos era el privilegio del estado de naturaleza, que el Discurso sobre el Origen de la Desigualdad habia descrito en su primera parte. Pero la so­ ciedad ha hecho una distinción entre lo tuyo y lo mío, y no se puede dar marcha atrás: a los ladrones se les mete en la cárcel. A la ociosa suficiencia del estado de naturaleza sucede un estado de necesidad perpetuamente insatisfecho: el hombre se olvida de sí mismo en su trabajo, en donde se hace esclavo de las cosas y de los otros hombres. Sin embargo, el trabajo convierte al hombre en un ser hu­ mano, lo eleva por encima de la condición animal: en lo sucesivo, el hombre se define como el ser laborioso y libre que emplea medios e instrumentos mediante los que se opone a la naturaleza para trans­ formarla. Lo que constituye la desgracia del estado social, es que el hombre, siempre a la búsqueda de nuevas satisfacciones, se pierde en el mundo de los medios, y ya no sabe corregir sus errores. Conti­ nuamente es arrancado a sí mismo por el sentimiento de la insufi« Op. cit., 38.

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ciencia de sus placeres, y agrava esta insuficiencia tratando de pro­ curarse otros placeres... Pero en Clarens, en el mundo de la sintesis en el que las almas bellas reconcilian en sí mismas naturaleza y cul­ tura, se verá conjugarse la suficiencia del estado de naturaleza y el trabajo. La independencia volverá a ser compatible con la utiliza­ ción de los medios de la civilización. En lo sucesivo, para bastarse a sí mismo se pasará por el circuito del trabajo, en lugar de recoger, simplemente, los frutos ofrecidos por la Naturaleza. A pesar de ello, se vuelve a encontrar el perfecto equilibrio de la suficiencia que constituía la felicidad del hombre natural. Ahora, es la razón la que define lo necesario, elimina lo superfluo y hace que el trabajo se ajuste a las legítimas necesidades; así, asigna los limites en cuyo in­ terior vivirán todos con una satisfacción frugal; elimina el reino de la opinión, borrando el mal de la civilización sin suprimir sus ven­ tajas; U na situación en la que no se da crédito alguno a la opinión, en el que todo tiene su utilidad real y que se limita a las verdaderas necesidades de la naturaleza, no solamente ofrece un espectáculo aprobado por la razón, sino que alegra los ojos y el corazón, por­ que el hom bre sólo se ve allí con relaciones agradables, com o bas­ tándose a si m ism o... Un reducido núm ero de personas dulces y apacibles, unidos por necesidades m utuas y p o r una benevolencia reciprocas, coadyuvando a un fin com ún m ediante tareas diver­ sas; al encontrar cada uno en su estado todo lo que precisa para estar contento de él, y no desear abandonarlo, aplicándose a él com o si tuvieran que permanecer en él to d a la vida, y la única am ­ bición que conservan es la de cum plir bien con sus obligaciones. Hay tanta m oderación en quienes m andan y tan to celo en quienes obedecen que unos iguales hubiesen podido distribuirse entre ellos los mismos com etidos sin que nadie se hubiese quejado de lo que le hubiera correspondido. Asi nadie envidia lo de o tro ; nadie cree poder increm entar su fortuna más que con el incremento del bien com ún; hasta los mismos señores sólo estiman su felicidad a tra­ vés de la las gentes que les rodean. N o se podría añadir nada ni quitar nada de aquí, porque n o hay más que cosas útiles, y las te­ nemos todas, de form a que no se desea n ad a de lo que no se ve, y no hay nada de lo que se ve de lo que se pueda decir: ¿P o r qué no hay m ás?65.

Ningún conflicto interior amenaza la cohesión del grupo, y co­ mo nada externo le parece deseable, tampoco le amenazará ninguna 65 La Nouvelte Hélofse. V parte, carta II, O. C., II, 547-548.

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tentación desde fuera. La comunidad no tiene otro ñn que el de afirmarse a si misma al afirmar un «bien común» en el que todos se reconocen. Todos los medios de acción utilizados se borran, para que pueda hacerse transparente la única cosa que cuenta y que es la felicidad de las conciencias autónomas. Lo que el trabajo ha produ­ cido se convierte lo más rápidamente posible en satisfacción razo­ nable. Nada se parece menos al trabajo de la manufactura, donde se acumulan objetos destinados a ser vendidos lejos. Al imaginar la felicidad de Clarens, Rousseau se da a si mismo las condiciones ideales que permiten transformar inmediatamente el trabajo en go­ ce. El éxito económico consiste en satisfacer todas las necesidades locales sin que un excedente de cosas producidas mediante el traba­ jo venga a plantear el problema de la venta y del intercambio: el horizonte de la transparencia se ensombrecería por ello. Pues todo el beneficio material que no correspondiese a una necesidad real, o que no se reabsorbiese rápidamente en una satisfacción común, será una carga insoportable para unas conciencias cuyo ideal es el de no pertenecer más que a sí mismas. Una riqueza que excediese de lo que la comunidad es capaz de consumir de inmediato equivaldría a la servidumbre. Por lo tanto, el producto del trabajo nunca tendrá derecho a una existencia autónoma en forma de objeto a vender o de riqueza acumulada: una vez salido de las manos del hombre, cada objeto es consagrado inmediatamente al uso razonable que será su justificación, y que restablece la preeminencia del hombre sobre las cosas. En Clarens, el hombre no produce objetos más que para apropiárselos lo más rápidamente posible, para librarse de ellos y, así, afirmarse en su pura libertad. «No se trabaja más que para gozar»66. Lo mismo ocurre en la existencia personal de Rousseau. Para vi­ vir, es preciso tener medios de vida. Para vivir libre, es preciso que estos medios no comprometan a nada, que la conciencia no corra el riesgo de absorberse en ellos irreversiblemente: el mejor trabajo será el más indiferente, aquel al que jamás se estará tentado de entregar­ se, sino, al contrario, aquel del que siempre se podrá recuperar uno y volverse a encontrar intacto: Sin em bargo, en la independencia en la que querría vivir había que subsistir. Imaginé un medio m uy sencillo: fue copiar música a tan to la página. Si alguna ocupación más sólida hubiese servido p ara lograr lo mismo, la'h ab ría tom ado, pero com o esta aptitud

66 La Nouveíte Hélofse, IV parte, cana XI, O. C., II, 470.

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era de mi gusto y la única que podia darme pan día a dia, sin de­ pendencia personal, me reduje a ella67. De hecho Rousseau traza la imagen de la suficiencia económica de Clarens a partir del modelo de la suficiencia del sabio estoico. Pero si el sabio posee en sí todos sus recursos morales, está claro que el dominio de Clarens no puede vivir sólo de sus recursos mate­ riales. La hipótesis de una economía casi cerrada y, sin embargo, próspera, es manifiestamente inadmisible. Es una quimera senti­ mental en la que se percibe un fuerte toque de robinsonismo. De todos modos, Rousseau no cree alejarse de las condiciones reales que tendría una sociedad cerrada instalada a orillas del lago Leman. Con un esfuerzo exuberante de imaginación, traspone el ideal de la suficiencia del yo en términos de un mito de la suficien­ cia comunitaria. Rodeado de «criaturas a la medida de su corazón», multiplica la suficiencia solitaria de la sabiduría para convertirla en la suficiencia en comunidad del ensueño consolador. Inventa una sociedad y, sin embargo, conserva lo que constituye el privilegio esencial de la soledad: la libertad, el sentimiento de no depender de nada exterior a si mismo. Más aún, de esta forma le da a su deseo de independencia una forma más perfecta: mientras que el indivi­ duo solitario está obligado a buscar una ayuda exterior para subsis­ tir, no ocurre lo mismo en el caso de la comunidad ideal. Concebida como un organismo único en que todas las partes se completan, imaginada como un yo colectivo, la comunidad trabaja sin salir de si misma. Robinson debe luchar para apropiarse de su isla; para Wolmar y Julie la propiedad ya está constituida y sólo se trata de perpetuar en ella el equilibrio de la necesidad, de la producción y del goce. Mientras que el trabajo introduce al individuo en un mun­ do extraño del que dependerá parcialmente, el trabajo de la comu­ nidad sigue siendo puramente interior: los medios a que recurre no la someten a nada extraño. Su actividad es considerada inmediata­ mente como interioridad. El grupo de trabajo no siente ninguna ne­ cesidad que le ate al resto del mundo, y por consiguiente no em­ prende ninguna relación comercial. No va más allá del trueque. Al haber asegurado su perfecta autonomía, la comunidad cerrada se coloca frente al resto del mundo como una persona ociosa y perfec­ tamente libre. En Clarens todo está estrechamente relacionado. La autarquía económica supone la unanimidad del grupo social; ésta, a su vez, $upone corazones abiertos, confianza sin sombras. Rousseau les 67 Confessions, tib. VIII, O. C., I, 363.

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confiere todas estas condiciones ideales y asegura la perfecta fusión de las mismas. En particular, nada es tan instructivo como ciertas invenciones simbólicas en las que el tema de la suficiencia se aúna con el tema de la reconciliación entre naturaleza y cultura. El málaga de Julie. El principio de suficiencia prohíbe entera­ mente la importación de productos extranjeros. «Todo lo que pro­ cede de lejos está expuesto a ser desfigurado o falsificado»6*, dice M. de Wolmar. Para quien ha resuelto vivir en la suficiencia, el ex­ terior es el dominio de la mentira y de la ilusión. Sólo es auténtico lo que es fabricado alli mismo, home made. Si hay verdaderos pla­ ceres que el mundo exterior puede ofrecer, es inútil buscarlos fue­ ra. Clarens también sabrá procurárselos. Julie posee un secreto de fabricación que permite hacer de la uva local un vino que da la im­ presión de que es málaga. Para esto, hay que forzar un poco a la naturaleza, violentarla con ayuda de una «actividad ahorrativa». ¿Es una mentira? Casi no lo es: este falso málaga es menos falso que aquel que habria sido preciso comprar en el extranjero. El arte suple, asi, las inevitables limitaciones de la naturaleza. Clarens «reúne veinte climas en uno solo»6869 y se convierte en un mundo ca­ paz de prescindir del resto del mundo. El Elíseo de Julie. En el centro de las tierras que han llegado a ser prósperas por medio del trabajo, Julie se ha reservado un espa­ cio cerrado, un hortus clausus, un locus amoenus. «El espeso folla­ je que lo rodea no permite que la mirada penetre en él, y siempre es­ tá cuidadosamente cerrado con llave»10. ¿Qué es este jardín?, una obra de arte que produce la ilusión de ser naturaleza salvaje. Un «desierto artificial». Saint-Preux se sorprende inocentemente: «No veo huella de trabajo humano». Pues bien, ocurre justamente lo contrario; el trabajo humano ha sido tan perfecto que se ha hecho invisible. No hay nada en este santuario de la naturaleza que no ha­ ya sido querido y dispuesto por Julie: «Bien es verdad —dice— que la naturaleza ha hecho todo, pero bajo mi dirección, y aquí no hay nada que yo no haya ordenado». Y si no se ve huella alguna de los hombres, «es porque se ha tenido buen cuidado de borrarlas». Por otra parte, todo este arreglo se ha hecho «por medio de una activi­ dad bastante sencilla» y Julie asegura que no le ha costado nada. La moral económica está a salvo: el arte ha seguido siendo frugal, el lu­ gar es exuberante, pero es la naturaleza la que se ha hecho cargo del 68 La Nouvelle Hélol'se, V parte, carta II. O. C., II, 550. 69 V parte, cana Vil. O. C.. II. 606. 79 IV pane, carta XI, O. C.. II, 471.

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lujo. Así, el sanctus sanctorum de la familia civilizada es un lugar que ofrece la imagen de la naturaleza tal como era antes de que la civilización la haya transformado. «Creí ver el lugar más salvaje y más solitario de la naturaleza, y me decia que era el primer mortal que nunca hubiese penetrado en este desierto.» En el corazón de la isla civilizada de Clarens se encuentra la isla de la lejana Polinesia. Asi pues, la síntesis ha conservado lo que ha superado. Gracias a una feliz ilusión, el Eliseo nos hace poseer lo que está en el comien­ zo de los tiempos y lo que se encuentra en los confínes del mundo. «¡Oh Tinian! ¡Oh Juan Fernández! ¡Julie, los confínes del mundo están en la puerta de tu casa!» ¿Quién desearía ya viajar? La su­ ficiencia de Clarens llega hasta reproducir la imagen perfecta del origen. Desde luego, la naturaleza que ha sido recobrada de esta manera no es aquella en donde vive el primitivo, y con la que está en con­ tacto inmediato gracias a la simple sensación. El Eliseo es una natu­ raleza reconstruida por seres razonables que han pasado de la exis­ tencia sensible a la existencia moral. Con palabras de Schiller di­ riamos que esta naturaleza recobrada ya no es la naturaleza «in­ genua», sino un simulacro de naturaleza suscitado por la nostal­ gia «sentimental» por la naturaleza perdida. Recordemos el pasaje de Kant, que ya hemos citado: «El arte consumado se vuelve a con­ vertir en naturaleza». Nada tan mediato como esta naturaleza obte­ nida como producto del arte humano. Sólo en un arte consumado se borra el trabajo y el objeto obtenido es una nueva naturaleza. La obra es mediata, pero la mediación se desvanece y el goce es de nuevo inmediato (o tiene la ilusión de que es inmediato). Volvemos a encontrar aqui la estética de Pigmalión: la más bella de las formas producidas por el artista no ha de limitarse a ser «obra de arte», sino que ha de retornar la existencia natural, como si el trabajo del escultor no hubiese existido nunca.

D

iv in iz a c ió n

Este logro es puramente humano, puramente terrestre. Es la obra del ateo Wolmar. (Pero hay que reconocer que Julie, converti­ da a la fe cristiana, es el alma del pequeño grupo de amigos.) La transparencia es reconquistada por unas consciencias humanas que han realizado el esfuerzo de la virtud y de la confianza. A cambio de este esfuerzo no tienen nada que ocultar. Todos los deseos tur­ bios, todos los anhelos impuros, pueden ser confesados, puesto que 140

el acto mismo de la confesión es una represión que transmuta la pa­ sión carnal y la convierte en transparencia moral. De este modo, se establece en la tierra un anticipo del Reino de Dios limitado a un pequeño grupo de elegidos que experimentan la felicidad de la unidad. Pues la presencia inmediata, el goce interior y el poder ordenador son privilegios de Dios: el hombre se los apro­ pia en el momento en que su conflicto esencial se serena en la sin­ tesis. El «padre de familia» se hace entonces semejante a Dios; está presente en todo lo que posee y se basta a si mismo. Para él, la ple­ nitud del tener coincide exactamente con la plenitud del ser. Él mis­ mo es todo lo que tiene; se posee por completo dentro de su domi­ nio. El pequeño mundo que le rodea es su sensorium del mismo mo­ do que el espacio es el sensorium del Dios de Newton. No le falta nada y, por consiguiente, para ¿1 no existe nada de lo exterior. En él, ya no hay lugar para esta falta de ser que sería el deseo. Si re­ curre a medios éstos son siempre los más directos, y desde el mis­ mo momento en que son utilizados, se desvanecen y ceden paso a vínculos inmediatos. El padre de familia no gobierna a sus subordi­ nados por la mediación del dinero o de la violencia autoritaria; ob­ tiene su colaboración por medio del lazo directo de la confianza y de la estima; por medio de una relación inmediata entre las concien­ cias (o, al menos, por algo que equivale a la libre persuasión): Un padre de familia que se encuentre a gusto en su casa tiene como recompensa de los continuos cuidados que le dedica el goce continuo de los más dulces sentimientos de la naturaleza. Es el único entre todos los m ortales que sea señor de su propia felici­ dad, porque es feliz com o Dios mismo, sin desear nada más que aquello de lo que goza: com o este Ser inmenso, no sueña con am pliar sus posesiones, sino con hacerlas verdaderam ente suyas por medio de las relaciones más perfectas y de la dirección m ejor entendida: no se enriquece con nuevas adquisiciones, se enriquece poseyendo m ejor lo que tiene. No disfrutaba más que de la renta de sus tierras, ahora disfruta además de sus mismas tierras al presidir su cultivo y al recorrerlas sin cesar. Su servidor le era extraño; lo convierte de bien suyo, en hijo suyo, se lo apropia. Sólo tenía derecho sobre los actos, se lo da también sobre sus de­ cisiones. Sólo era señor al precio del dinero, se convierte en ello por el el sagrado imperio de la estima y de la generosidad71.

Wolmar no cree en Dios, pero se ve convertido en algo análogo a Dios en la meditativa satisfacción en la que se posee y posee todo 71 La Nouvelle Hélotse, IV parte, carta X, O. C., II, 466-467.

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lo que le rodea. La posesión material ha conducido a la posesión es­ piritual; el dominio de Clarens es el campo de una conciencia que se reconoce idéntica a si misma por todas partes. (Wolmar ya habia reivindicado un privilegio divino cuando formuló el deseo de con­ vertirse en «un ojo viviente».) ¿Ha de sorprendernos que un ateo quiera ser tan semejante a Dios? Nada hay que sea incompatible con las tendencias (manifesta­ das o implícitas) de la «filosofía de las luces». Como frecuentemen­ te se ha subrayado, las grandes ideas de los filósofos son, en su mayoría, conceptos religiosos laicizados. «Parece como si —escribe Yvon Belaval— la filosofía del siglo xvm aplicase al Mundo los atributos de la infinidad de Dios y permitiese aplicar al hombre sus atributos morales»*72. El ateo Wolmar sólo rechaza el creer en un Dios personal para convertirse en su sucesor sobre la tierra. Se siente en posesión de una prerrogativa divina, porque la perfecta suficiencia hace divino a aquel que goza de ella. Para Rousseau, lo que hace al hombre seme­ jante a Dios no es nunca el fruto del árbol del conocimiento: es la suficiencia, el perfecto reposo de la suficiencia, aunque estuviese muy próxima de la ausencia de conocimiento, aunque se viese ate­ nuada hasta reducirse solamente al «sentimiento de la existencia». La quinta Ensoñación describe uno de estos felices momentos en los que el hombre se siente divino no por estar en contacto con Dios o por estar iluminado por el Ser trascendente, sino porque se basta a sí mismo en su ser inmanente, y consigue asi una completa analogía con Dios: ¿De qué se goza en una situación semejante? De nada exterior a uno mismo, de nada sino de si mismo y de su propia existen­ cia; mientras dura este estado, uno se basta a si mismo igual que Dios73.

La felicidad que experimenta Jean-Jacques, ocioso y solitario en la orilla del lago de Bienne, se formula casi en los mismos términos que la felicidad activa de Wolmar. ¡Qué diferencia entre esta pasivi­ dad y esta actividad —se dirá! Sólo que, como ya hemos visto, una actividad que no sale del horizonte del yo equivale a una indepen72 Yvon Belaval, «La Crise de la gtométrisation de l’univers dans la philosophie des lumiéres», en Revue Internationale de philasophie. 21, 1952. 2, p. 354. 72 Revertes, quinto Paseo, O. C., 1, 1047. Sobre la comparación con Dios, cfr. Marcel Raymond, introducción a las Réveries (Ginebra. Droz, 1948), XXXIIIXXXVI; ver también Jean-Jacques Rousseau. La quite de soi et la Réverie (París, Corti, 1962), 150.

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dencia ociosa; la suficiencia confiere a la actividad material de Wol­ mar el valor de un reposo infinito. Jean-Jacques ocioso y Wolmar activo acceden a la misma divinidad. La

m u e r t e de

J u l ie

Pero al éxito humano de Wolmar, que se hace semejante a Dios, se opone el movimiento de Julie que va al encuentro de Dios. Rous­ seau opone, a esta felicidad terrestre, que habría podido ser la conclusión «razonable» de La Nueva Eloísa, una segunda conclu­ sión, que esta vez es de orden religioso. La aventura no se estabiliza en la idilica felicidad de la sociedad intima de Clarens. Julie muere. Esta muerte es mucho más que un accidente patético sobreañadido para entristecer a las bellas almas unánimes, como una cadencia en menor tras la cadencia en mayor. La muerte de Julie y su profesión de fe abren una perspectiva «ideológica» muy diferente de la que parecía haber encontrado su plenitud en el equilibrio humano de Clarens. Lo que la muerte de Julie vuelve a poner en cuestión es todo el orden humano. Y lo que ésta indica e ilustra es un descubrimiento de la transparencia com­ pletamente distinto. La conclusión trágica de la obra nos remite, sin duda, al clima del amor-pasión, que dominó las primeras partes de la novela. La pasión es destructiva. Saint-Preux ha pensado a menudo en darse muerte. El arquetipo de Tristán —del que, según Rougemont74, La Nueva Eloísa seria una reposición en tono burgués— impone a los amantes obstáculos insuperables de los que sólo triunfan al reunirse en la tumba. Desde luego, Julie no muere de muerte por amor, sino por haber realizado su deber de madre: Rousseau ha traspuesto al plano de la virtud un acto que, según el mito del amor-pasión, habría debido estar motivado por la voluntad de destrucción inhe­ rente a la pasión misma. Sin embargo, subsiste una ambivalencia. Julie muere por la virtud, pero su muerte ocasiona una apasionada nostalgia de Saint-Preux: «¡Ojalá hubiera muerto!»75. Sabemos que por un momento Rousseau había pensado dar un fin trágico al famoso paseo nocturno por el lago, de Julie y de Saint-Preux: una borrasca habría hecho zozobrar al bote, y el amor imposible habría encontrado su culminación en la muerte simultá­ nea de los dos amantes. Pero un-desenlace así habría hecho perder 74 Denis de Rougemont, L'A m our et t ’Occideni (París, Pión, 1939), 205-209. 75 La Nouvelle Hélofse, V parte, cana IX, O. C., II, 615.

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todo su alcance a la dialéctica del progreso de las almas, la novela habría concluido con el triunfo de la pasión en su forma más devas­ tadora. La catástrofe pasional habría hecho que la aventura regre­ sase a su punto de partida: la afirmación del carácter absoluto del amor, cuya única salida es la muerte, y que ve su más puro cumpli­ miento en este éxtaxis nocturno. A fin de conservar la pasión que supera, Rousseau se propone sublimarla. Ya de por si, la muerte a dos representa una negación de la pasión carnal. Después, esta negación debe ser sublimada a su vez, y la pasión amorosa se regenera para lanzarse hacia Dios: se salva negándose, pero esto no impide que la muerte religiosa de Julie pueda ser todavía una muerte por amor. Las últimas palabras que Julie escribe a Saint-Preux son significativas: «No, no te aban­ dono, voy a esperarte. La virtud que nos separó en la tierra nos uni­ rá en la vida eterna»76. Al volverse-hacia Dios, Julie no le dio la es­ palda a su amante. (El ideal de la triada virtuosa se traslada a la eternidad, Dios reemplaza a Wolmar en el papel del Esposo.) Persisten un cierto número de equívocos. ¿Se han reconciliado realmente los términos opuestos de pasión y virtud? ¿Ha sido supe­ rada realmente la pasión? ¿Ha tenido lugar, realmente, una sínte­ sis? Y, finalmente, ¿cuál ha sido la solidez de la concordancia entre naturaleza y cultura que había aparecido ante nosotros en la felici­ dad «social» de Clarens? Todas estas preguntas deben ser plante­ adas y la dificultad que se tiene para reponderlas hace aparecer el peligro que tendría el aceptar, sin reservas, una interpretación «dialéctica» del pensamiento de Rousseau como la que hemos esbo­ zado. Es Kant quien nos sugirió la idea de buscar la síntesis entre naturaleza y cultura tal y como la hemos visto realizarse en Clarens. ¿Rousseau tuvo claramente la intención de oponer los contrarios para conciliarios seguidamente? Nos asegura que su novela ha sido una ensoñación y las dialécticas no se sueñan... Se ha podido decir que el estilo de pensamiento de Rousseau era bipolar. Está anima­ do, asi mismo, por una constante aspiración a la unidad. Por su consistencia, la bipolaridad y el deseo pueden iniciar el movimiento de una dialéctica e incluso llevarlo muy lejos. Pero las contradic­ ciones internas y la aspiración a la unidad no se articulan ni se ajus­ tan intelectualmente en un «sistema» coordinado. Aunque él mismo confiese que su naturaleza es contradictoria, Rousseau está lejos de conocer todas las contradicciones de su carácter y todas las de su pensamiento. Así pues, la voluntad de unidad no está apoyada por 76 VI parte, carta XII, O.-C., II, 743.

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una perfecta claridad conceptual: es un confuso anhelo de toda su persona, y no un método intelectual. Desde luego, hay en él y en su obra más sentido implícito de lo que él mismo cree. Este hecho, que vale para cualquier escritor, vale de modo eminente en el caso de Rousseau. «Hacía falta Kant para pensar los pensamientos de Rousseau»7778, escribe Eric Weil (y nosotros añadiremos: hacía falta Freud para pensar los sentimientos de Rousseau). La aspiración a la unidad sigue estando perpetuamente insatis­ fecha: indica la dirección de un deseo y no una posesión segura. És­ ta impide que Jean-Jacques recaiga en las contradicciones iniciales. A menudo se tiene la impresión de que los contrarios se obstinan en su oposición, el acceso a la unidad superior es la utopía que re­ nace sin cesar y que permite soportar el conflicto. En vez de asistir a un movimiento dialéctico, permanecemos en el desgarramiento y en la división: hay fuerzas adversas, combaten sin descanso unas contra otras. Al entregarse a la atracción simultánea de tentaciones contradictorias, el deseo querría poder responder a la solicitación del dia y de la noche, a la esperanza de un orden terrestre y al éxta­ sis que niega la tierra. Cuando Jean-Jacques se abandona de este modo a la fascinación de los extremos, nos aparece como un alma inquieta presa de ambivalencia, y no como un pensador que plantea la tesis y la antítesis. La Nueva Eloísa es una novela «ideológica». Pero, en beneficio de la obra, la búsqueda de una sintesis moral no impide un desliza­ miento constante hacia la ambivalencia pasional. Es altamente sig­ nificativo que el éxito voluntario de Wolmar, que es el personaje ra­ cional de la novela, esté amenazado por las ambigüedades psicológi­ cas que el propio Rousseau no cesó de experimentar, y cuyos repre­ sentantes novelescos han llegado a ser Saint-Preux y Julie. Así, el atractivo del fracaso contrapesa la aspiración a la felicidad y el de­ seo de castigo coexiste con la voluntad de justificación. Reaparece el tema del velo. La sociedad intima de Clarens vive en la felicidad y en la con­ fianza reciprocas: la transparencia de los corazones sería absoluta si no persistiese un último secreto, un último vestigio de opacidad. No todo está claro en el corazón de Julie; la radiante Julie está ator­ mentada por «secretos pesares»7* (y,- por una vez, Rousseau da aqui 77 Eric Weil , op. d i., 11. 78 La Nouvelle Hélolse, V pane, cana V, O. C., II, 592.

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un valor positivo al secreto, que aparece como algo peligroso y pre­ cioso): Un velo de sabiduría y de honestidad produce tantos replie­ gues alrededor de su corazón, que ya no le es posible penetrar en él al ojo hum ano ni siquiera al suyo propio79.

Estas palabras —aunque pronunciadas por el omnisciente Wolmar— significan que el conocimiento total está reservado única­ mente a la mirada de Dios. Es preciso admitir, entonces, que en las relaciones entre conciencias humanas se termina por encontrar lí­ mites infranqueables que protegen una parte escondida del ser y que son inaccesibles para cualquiera que no sea Dios. Se prepara ya la afirmación de una nueva «comunicación inmediata», infinitamente más limpida y más directa, que ya no se establece entre conciencias humanas, sino que une al alma con Dios. Julie es cristiana. La causa de su «secreto pesar» es que Wolmar no acepta creer en Dios. Julie no esconde su fe ante Wolmar, pero se esfuerza por disimular su tristeza, sin conseguir ocultarla sin embargo: P or mucho cuidado que se tom e su m ujer en disfrazarle su tristeza, él la siente y la com parte: a un o jo tan clarividente no se le engaña80.

Un disimulo llama a otro. Wolmar consiente en escotjder su ateísmo a los ojos del pueblo. (¿Acaso no aporta la religión útiles consuelos a los humildes?) Hará los gestos externos de la religión, para dar buen ejemplo. «Acude al templo... se pliega a los usos es­ tablecidos... evita el escándalo.» De este modo estarán «a salvo» las «apariencias»8'. El alma bella se ha hecho hipócrita. ¡Pero qué infracción al principio de la franqueza absoluta que deberia prevale­ cer en todo momento! Una melancólica aureola rodea a los esposos: El velo de tristeza con que cubre su unión esta oposición de sentimientos prueba m ejor que cualquier o tra cosa el invencible ascendiente de Julie. . . K.

¡Unión y separación simultáneas! El ascendiente de Julie es «in­ vencible», pero no deja de suscitar por ello la tristeza de la «oposi» *° « »

IV parte, carta XIV. O. C.. II. 509. V parte, carta V, O. C., II, 594.

Op. Op.

cit.. 592. cit.. 595.

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ción». El símbolo del velo no interviene como una imagen de lo que separa a Julie de Wolmar, sino, por el contrario, de aquello que les envuelve en su unión misma, como una bruma que difuminase la luz de esta unión. La ambivalencia de Jean-Jacques se manifiesta en el modo en que imagina un mundo cuyos habitantes viven, a la vez, en el senti­ miento de la perfecta unidad y en el sentimiento de la separación. Unión de las conciencias y separación de las conciencias. Unión con Dios y separación de Dios. Si Wolmar no es creyente es porque «le falta la prueba interior o la del sentimiento»*83. Julie posee esta prueba. Además necesita vivir bajo la mirada de un testigo trascendente; para cumplir con su de­ ber, necesita apelar a un Juicio perpetuo. La presencia de Dios le es necesaria. Y, sin embargo, esta presencia se sustrae. Ambivalencia suprema: Dios está presente en todas partes y Dios está oculto. «El propio Dios ha vetado su faz»**. Julie posee la «prueba in­ terna» y, sin embargo, se siente separada de Dios. Parece como si Rousseau hiciese coexistir aquí dos doctrinas teológicas difícilmente conciliables: por una parte, la revelación inmanente de Dios en el interior de la conciencia humana, cuyas «facultades inmediatas» bastan enteramente para reconocer el dictamen divino; por otra parte, la teología del Deus absconditus, que afirma una separación trágica, que sólo preservan de ser un desgarramiento irreparable la revelación de la Escritura y la mediación de Cristo. Julie querría acceder a Dios por un vinculo directo. No lo consi­ gue y confiesa su fracaso: Cuando quiero elevarme hasta él, no sé dónde estoy; al no percibir ninguna relación entre él y yo no sé por dónde alcanzarle, ya no veo ni siento nada, me encuentro en una especie de anona­ damiento85. Una comunicación inmediata es irrealizable. Queda entonces la posibilidad de una relación mediata con Dios. Julie debe consentir en pasar «por la mediación de los sentidos o de la imaginación». Pero (según sus propias palabras) acepta la vía mediata contra su voluntad: 83 Op. cit., 594.

« VI parte, carta VIH. O. C., II, 699. 83 V parte, carta V, O. C„ II, 590.

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A pesar m ío rebajo la m ajestad divina, interpongo entre ella y y o objetos sensibles, al no poder contem plarla en su esencia la contem plo al menos en sus obras, la amo en sus dones86.

Asi pues, hay que volverse hacia las criaturas, amar y con­ templar a Dios a través de sus obras: pero Rousseau sugiere que es­ to es un mal menor. Todo lo que nos es sensible inmediatamente es en realidad un obstáculo (un yelo) entre Dios y nosotros. Para quienquiera que desee «elevarse hasta su fuente», todo lo que la sensación y el sentimiento nos ofrecen inmediatamente no tiene ya el valor de lo inmediato, sino que, al contrario, se convierte en un intermediario interpuesto, y la claridad de la evidencia sensible to­ ma repentinamente el sentido de una opacidad. Señalemos que, según Julie, la contemplación mediata de Dios, pasa por el mundo, es decir, por los seres y los objetos sensibles, no por Cristo ni por el Evangelio. Este Dios escondido que podemos amar en sus obras no es el del Jansenismo, se parecería bastante más al Dios incognoscible del Pseudo-Dionisio el Areopagita y de San Francisco de Asis, que invitan al alma amante a la humilde adoración de la criaturas. Dios ha velado su faz, pero el mundo es una teofania. Por muy satisfactoria que sea para el espíritu la teoría de la rela­ ción mediata, ésta no es aceptada más que a regañadientes, pues no tranquiliza a Rousseau, cuya exigencia personal se vuelve siempre hacia lo inmediato. Como ya hemos visto en numerosas ocasiones, ante cualquier forma de comunicación mediata, Rousseau siente un malestar y una inquietud: no se detiene hasta conseguir prescindir de los medios y de los intermediarios. Rousseau es muy capaz de concebir la relación entre medios y fines, es incapaz de permanecer en el mundo de los medios. De este modo, tiene prisa por interrum­ pir el estado en el que Julie se encuentra constreñida a interponer «objetos sensibles». Al morir, Julie accederá felizmente a la «comu­ nicación inmediata». Al expirar, liberada del obstáculo de la vida carnal, ve elevarse el velo que ocultaba a Dios. Según un dualismo casi maniqueo que separa radicalmente espíritu y materia, la muerte provoca la abolición de todos los obstáculos interpuestos y la des­ aparición de todos los medios: 86 tbid. Pero por otra parte, Julie desconfía del misticismo: «He censurado los éxtasis de los místicos. Los sigo rechazando cuando nos distraen de nuestros deberes, y cuando, al alejarnos de la vida activa por los encantos de la contemplación, nos conducen a ese quietismo del que me creéis tan próxima, y del que creo estar tan te­ jos como vos» (VI parte, carta VIH, O. C., U, 695).

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No veo qué hay de absurdo en suponer que un alma libre de un cuerpo que en otro tiempo habitó en la tierra pueda volver a ella de nuevo, errar y, posiblemente, permanecer alrededor de lo que fue querido; no para advertirnos de su presencia, no dispone de medio alguno para ello; ni para actuar sobre nosotros y comu­ nicamos sus pensamientos, carece de la posibilidad de excitar los órganos de nuestro cerebro, tampoco para percibir lo que nos­ otros hacemos, pues seria preciso que tuviese sentidos, sino para conocer por sí misma lo que pensamos y lo que sentimos, gracias a una comunicación inmediata semejante a aquella por la que Dios lee nuestros pensamientos ya en esta vida, y por la que nos­ otros leeremos los suyos recíprocamente en la otra, puesto que le veremos cara a cara87. No es ésta la ocasión de discutir cuánta metafísica audazmente espiritualista comporta esta profesión de fe. Lo importante es que en ella se ve triunfar lo inmediato en su forma más absoluta. El alma liberada goza de la visión de Dios, y en este cara a cara se hace divina ella misma, se hace semejante a Dios, puesto que adquiere el poder de leer en los corazones, privilegio, que, hasta entonces, sólo poseia Dios. Wolmar se comparaba a Dios, y Julie, a su vez, se hace la anunciadora de su propia divinización. Pues no sólo se reú­ ne, por fin, con el Dios testigo a que siempre invocó y por el que es­ pera ser justificada definitivamente, sino que a partir de entonces se convierte en un testigo trascendente. «Vivamos siempre bajo su mi­ rada»88, exclama Claire. Dios ha velado su faz, pero Julie franquea el velo que separa materia y espíritu, vida y muerte. Aún hay más: en las últimas pági­ nas de la novela, al mismo tiempo que Rousseau da al velo un signi­ ficado metafísico, hace también de él una realidad física. Sobre la cara desfigurada de Julie muerta, se coloca «el velo de oro bordado con perlas» que Saint-Preux trajo de las Indias. Asi, la muerte de Julie, que es un acceso a la transparencia, representa también el triunfo del velo. En la cadencia final del libro, los dos temas opues­ tos, el tema y la contrafuga, se amplían y se afirman solemnemente. El verbo «velar», el «velo», no eran hasta entonces más que expresiones metafóricas destinadas a simbolizar la separación y la opacidad. El velo toma ahora una existencia material y concreta, se sobrecarga hasta convertirse en un objeto real, sin perder por ello su poder de significación alegórica. A excepción de las estatuas cu­ biertas que hemos encontrado en el centro de dos obras de menor 87 La Nouvelle Héloise, VI parte, carta XI, O. C.. 11, 728. 88 VI parte, carta XIII, O. C., II, 744.

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envergadura, estamos aquí ante el único pasaje de los escritos de Rousseau en el que la imagen del velo es utilizada de un modo con­ tinuo, voluntario y deliberado, donde el escritor renuncia a la semiabstracción que normalmente caracteriza a esta imagen. Ahora, el velo ha dejado de ser una metáfora episódica y fugitiva, para con­ vertirse en una alegoría continuada. El velo es la separación y la muerte. Al constatar la importancia que aquí toma esta imagen, podemos extraer la conclusión fácilmente de que, en los propios pa­ sajes en los que ésta parece convencional, su presencia no es indife­ rente, y que siempre está llena de intenciones y valores simbólicos. La metáfora del velo pasa a la realidad. Pero pasa en etapas su­ cesivas: pues antes de ser un objeto concreto el velo es una visión onírica. Como es sabido, se le aparece a Saint-Preux en el curso de un sueño premonitorio, en el más tradicional estilo «novelesco»: La vi, la reconocí, aunque su cara estuviese cubierta por un velo. Doy un grito; me apresuro a apartar el velo; no pude alcan­ zarlo, alargaba los brazos, me atormentaba y no tocaba nada. Amigo, cálmate, me dijo ella con débil voz. El velo temible me cubre y no hay mano que pueda alejarlo89.

Saint-Preux, que iba camino de Italia, vuelve a Clarens en un es­ tado de «letargo» sonámbulo; escucha desde el exterior las voces de Claire y de Julie conversando en el Elíseo. Y parte sin haber vuelto a ver a Julie. Como ha señalado Robert Osmont90, el símbolo del velo se desdobla en un nuevo símbolo: el seto que rodea el jardín secreto es una «imagen» del velo: Pensando que no había más que un seto y algunos matorrales que franquear para ver llena de vida y de salud a la que creí no volver a ver jamás, abjuré para siempre de mis temores, de mi miedo, de mis quimeras y me dispuse a partir sin problemas, in­ cluso sin verla91.

Rousseau multiplica las intenciones simbólicas: el velo que cu­ brirá el rostro de la muerta es un testigo de la separación de los amantes, puesto que Saint-Preux lo adquirió en tiempos dei exilio en la Indias lejanas. De este modo, se establece una profunda simili­ tud entre el alejamiento impuesto por el amor imposible y el aleja89 V parte, carta IX, O. C., 11, 616. 90 Robert Osmont, «Remarques sur la genése et la composition de La Nouvelle Héloíse», Annales J.-J. Rousseau, XXX11I (1953-1955), 126. 9* La Nouvelle Héloíse, V parte, carta IX, O. C., II, 618.

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miento de la muerte. Y del mismo modo que el exilio habia sido la condición de una perfecta unión espiritual, la separación por medio de la muerte constituye la promesa de una reunión absoluta. Es pre­ ciso que el obstáculo triunfe completamente por su lado, para que, por el otro, el espíritu liberado conozca por fin la plenitud extática que ha deseado durante todo tiempo. Rousseau no omite nada para conferirle al velo el carácter de lo sobrenatural. Las «imprecacio­ nes» de Claire, la actitud de los espectadores impresionados, el contraste intencionado entre la materia preciosa del velo (oro y perlas) y la carne de la cara que comienza a «corromperse»92: todo indica, con una insistencia un poco pesada, la presencia del miste­ rio, el horror y la fascinación de lo sagrado. La felicidad terrestre de Garens nos habia aparecido como una victoria sobre el maleficio del velo, pero esta felicidad era frágil, la transparencia seguía siendo imperfecta; para conservar la felicidad hacía falta una tensión virtuosa, una perpetua resistencia al vértigo del deseo que renacía continuamente, hacía falta un trabajo cons­ tante a fin de poder bastarse divinamente; la «sociedad intima», fundada sobre la libertad de las personas y sobre la relación actual de las conciencias, debia afirmarse sin descanso contra la amenaza del tiempo y del destino (pues una sociedad como ésta, que es me­ nos que una república y más que una familia, no puede apoyarse ni sobre tradiciones familiares ni sobre instituciones legales); por últi­ mo, la oposición entre la fe de Julie y la incredulidad de Wolmar dejaba que subsistiese una duda sobre la naturaleza misma de la transparencia: ¿basta con una benévola comunicación entre las con­ ciencias humanas? ¿Es absolutamente preciso recurrir a una luz trascendente? La muerte de Julie entraña la destrucción de toda la felicidad so­ cial que se habia construido a su alrededor: sus amigos le sobrevivi­ rán individualmente, pero la sociedad intima no sobrevive. Julie accede individualmente al éxtasis de la presencia ante Dios, será la única que conozca la alegría de la «comunicación inmediata». El supremo descubrimiento concierne ahora a una conciencia que apa­ rece sola ante su Juez, mientras que, antes, el descubrimiento era la tarea que se imponía un pequeño número de seres humanos decidi­ dos a vivir en la más estrecha comunidad. El ensueño de Rousseau se dio a si mismo primero, en un movi­ miento de expansión, la amistad sin sombras de una «sociedad inti­ ma»; después, en un movimiento de solitaria recuperación, el im« VI pane, carta XI, O. C.. II. 737.

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pulso personal hacia un testigo trascendente cuya mirada le permite al alma saberse justificada, por fin; Rousseau imaginó sucesivamen­ te, la efusión de la confianza y la ruptura con el mundo humano; la sintesis razonable y la catástrofe sublime; la actuación del esfuerzo virtuoso, y el abandono de la muerte ejemplar, el difícil perdón de los vivos (perdón que hace falta reconquistar sin cesar y merecer sin cesar), y la comparecencia ante el Juez que no condena, pero que «fija» al alma en su felicidad, le da la plenitud del ser, le libera del dolor de la decisión y del esfuerzo, le permite consentir a sus deseos sin hacerse culpable, puesto que bajo su mirada de Juez justificador ya no puede perderse la transparencia. Se nos proponen sucesivamente imágenes de retorno a la trans­ parencia, ¿cuál elegir? ¿Y hay que elegir? Rousseau, por su lado, concluye su novela de una forma que equivale a una elección. Entre el absoluto de la comunidad y el absoluto de la salvación personal, ha optado por el segundo. La muerte de Julie significa esta opción. Y veremos que, más tarde, en los escritos autobiográficos, JeanJacques lo retoma por su cuenta.

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VI

LOS MALENTENDIDOS

Antes de convertirse en escritor Rousseau descubrió la fuerza y la impotencia de la palabra. En Bossey, en casa de los Lambercier, sus alegatos de inocencia no le fueron de ninguna ayuda: «Las apa­ riencias me condenaban». En Turin en casa de los Vercellis, donde ha robado una cinta, acusa a la pobre Marión y miente con «una desfachatez endiablada», y los íntegros jueces se dejan engañar por su mentira: «Las ideas preconcebidas estaban a mi favor»'. La pa­ labra no puede nada y lo puede todo: es incapaz de vencer las «apa­ riencias» engañosas, y es capaz de inspirar «las ideas preconcebi­ das» que resisten victoriosamente a la verdad. Ninguna palabra puede comunicar el sentimiento interior de inocencia, mientras' que la mentira encuentra crédito con una extraña facilidad. El lenguaje no es evidente. Y Jean-Jacques no está a gusto cuan­ do hay que hablar. No es dueño de su palabra al igual que no es dueño de su pasión. Casi nunca coincide con lo que dice: sus pa­ labras se le escapan, y él se sustrae a su discurso. Cuando se dirige a los otros es banalmente inferior a sí mismo o se lanza elocuente­ mente más allá de su manera de ser. Por lo que unas veces siente que una debilidad asustadiza paraliza su lenguaje y otras que éste es deformado por un exceso «involuntario». Unas veces encontra­ mos a Jean-Jacques balbuciente y turbado; otras, lleno de seguridad ante los otros, aplastando con «sus agudezas», «como aplastaría un insecto entre los dedos»*2. Pero en ninguna de estas ocasiones es él mismo, no es el verdadero Jean-Jacques. Absurdo o inspirado, está fuera de si, está más acá o más allá de sí mismo: > Corrfessions, lib. II, O. C., I, 85. 2 Coñfessions, lib. IX, O. C., I, 417.

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Si soy tan poco dueño de mi cuando estoy solo conmigo mis­ mo, piénsese como debo ser en la conversación, donde para hablar oportunamente, hay que pensar en mil cosas a la vez y sobre la marcha. La sola idea de tantas conveniencias de las que estoy seguro de olvidar al menos alguna, basta para intimidarme. Ni siquiera comprendo cómo alguien se atreve a hablar en un circulo... En la conversación con otra persona hay otro inconve­ niente que considero que es peor: la necesidad de hablar conti­ nuamente. Cuando se os habla hay que responder, y si no se dice una sola palabra hay que reanimar la conversación... Lo que es más terrible es que en lugar de saber callarme cuando no tengo nada que decir, es cuando, con el fin de saldar más rápidamente mi deuda, tengo la manía de querer hablar. Me apresuro a balbu­ cir rápidamente palabras sin ideas, sintiéndome muy feliz con solo que éstas no signifiquen nada en absoluto1.

Jean-Jacques es un torpe en sociedad; carece del tono y del sen­ tido de la oportunidad necesarios. Lo que en su caso es grave no es el que sea incapaz de comunicar sus pensamientos o de defender sus ideas, sino la dificultad que encuentra en hacerse valer a si mismo. En un «circulo» del siglo xvm, nadie defiende sus ideas más que para defender su categoría ante la opinión de los demás. Jean-Jac­ ques balbucea y se siente avergonzado: su falta de palabra equivale a una falta de ser. Si no habla, no es nada, y cuando habla, es para no decir nada, es decir, para anularse, como si sólo tomase la pa­ labra con el fin de castigarse por hablar. Si Jean-Jacques manifiesta un malestar tal en la conversación es porque lo que está en juego es su propia imagen, su yo expuesto a las miradas de los otros. Querria aparecer en persona en cada una de sus palabras y ser reconocido por lo que vale. Pues para él vivir en sociedad es exponerse a un juicio implícito que no concierne a lo que dice, sino a lo que es: toda palabra torpe empequeñece a JeanJacques. Y en las conversaciones más indiferentes, nunca le es indi­ ferente aquello de lo que se habla, puesto que compromete su ima­ gen en ello. El malentendido que teme Rousseau no concierne a aquello de lo que se habla, sino a la persona que habla, a él mismo. Siente su valia, o la presiente interiormente, y no sabe hacer que resulte evi­ dente. Sin embargo, el sentimiento interior de su valia no le basta (¿se habría convertido en un escritor si le bastase?), su valia sólo existirá para él si es confirmado por la admiración de los demás. Por supuesto, no aceptará nunca la opinión que los otros se forJ Confessions, lib. 111, O. C., 1, 115.

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man de él. No aceptará jamás los valores según los cuales pretenden juzgarle los otros. No quiere compartir nada con ellos: pretende im­ ponerse a ellos, exponerse a sus ojos como un ser admirable y sin­ gular. Pero Rousseau, balbuciente, se muestra estúpido y entonces es verdaderamente estúpido para sí mismo y para los otros: «Al querer vencer o esconder mi estupidez, raras veces dejo de mostrar­ la»4. Torpe y confuso, sólo ha expuesto un fragmento de su carác­ ter: su sentimiento le asegura que vale más que eso, pero los otros ya han juzgado, le han ignorado, le han privado del derecho de con­ vertirse en si mismo, de mostrar un rostro diferente. Que se le deje en libertad y sabrá revelar perfectamente a otro Jean-Jacques com­ pletamente diferente, sabrá ofrecer una imagen completamente dis­ tinta. Jean-Jacques se sustrae, asi, a los «falsos criterios» de los otros, pero con la esperanza de inventar otro lenguaje que sabrá conquistarlos y obligarlos a reconocer su naturaleza y su valia ex­ cepcionales: «Preferiría ser olvidado por todo el género humano a ser considerado un hombre corriente»*9. Aunque rechace la opinión de los testigos, Rousseau no puede, sin embargo, prescindir de ellos y renunciar a mostrarse, pues él no es nada si no es reconocido públicamente. Se rebela contra los juicios que le aprisionan en los valores reconocidos, o que le in­ movilizan en la imagen que ha ostentado torpemente. Pero a la vez que niega la validez de los juicios externos, tiene interés en conser­ var una posición destacada. No me juzguéis, pero no dejéis de mi­ rarme... En efecto, Rousseau desea y teme no ser reconocido en su justo valor. No quiere ser comprendido en la medida en que ser compren­ dido quiere decir ser atrapado: encontrar un lugar ya establecido en el sistema de valores «inauténticos» a los que se somete el mundo. No, no quiere que se le reduzca a no ser más que un hombre de letras, según la acepción corriente del término; el sentimiento que Jean-Jacques tiene de sí mismo es absolutamente único. A la vez que espera que los otros le reconozcan, rechaza ser reconocido como uno de los suyos. Quiere que se le distinga: «Cuando me pres­ tan atención, no me molesta que sea de un modo un poco espe­ cial»9. Aún a riesgo de que este «modo un poco especial» pueda provocar el escándalo. Pues es preferible el escándalo a no contar para los otros. El fracaso no consistiría en ser incomprendido, sino en permanecer ignorado, en haberse afirmado irrisoriamente en el 4 Con/essions, lib. 111, O. C„ I, 115. 9 Mon Portrait. Armales J.-J. Rousseau, IV (1908), 265; ver O. C., I, 1123. * Ibtdem.

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vacio, en medio de la indiferencia general. Jean-Jacques ha conoci­ do innumerables veces la decepción de exhibirse inútilmente, de cantar con su mejor voz bajo ventanas que no se abren. Baste con recordar el viaje hacia Annecy al comienzo del segundo libro de las Confesiones: «No veía un castillo a un lado o a otro al que no fuese a buscar la aventura que estaba seguro allí me esperaba. No me atrevía a entrar en el castillo, ni a llamar, pues era muy tímido. Pero cantaba bajo la ventana que tenía la mejor apariencia, quedándóme muy sorprendido, después de haberme desgañitado duran­ te largo tiempo, al no ver aparecer ni señoras ni damiselas a las que atrajese la belleza de mi voz o el ingenio de mis canciones...»7. Cuando los otros están presentes se produce el malentendido. Jean-Jacques no consigue parecer lo que su sentimiento le asegura que es: Sin ser bobo, a menudo he pasado p o r serlo, incluso en casa de gentes que estaban en situación de juzgar correctam ente: sien­ do tam o más desgraciado cuanto que mi fisonomía y mis ojos prom etían más, y que esta espera frustrada hace que mi estupidez les resulte más chocante a los dem ás**.

¿Cómo superará este malentendido que le impide expresarse se­ gún su verdadero valor? ¿Cómo escapar a los peligros de la palabra improvisada? ¿A qué otro modo de comunicación recurrir? ¿Por qué otro medio manifestarse? Jean-Jacques escoge estar ausente y escribir. Paradójicamente, se esconderá para mostrarse mejor, y se abandonará a la palabra escrita: Me gustaría la vida social com o a cualquier o tra persona, si no estuviera seguro de m ostrarm e en ella no solamente de m odo des­ favorable, sino com pletam ente distinto a com o soy. La decisión que he tom ado de escribir y d e esconderme es precisamente la que me convenía. Estando yo presente, no se habría sabido nunca lo que valía9.

Esta declaración es singular y merece ser subrayada: Jean-Jac­ ques rompe con los otros, pero para presentarse ante ellos en la pa­ labra escrita. Protegido por la soledad, dará vueltas a sus frases una y otra vez con toda tranquilidad. Conferirá a su ausencia el sentido más fuerte: la verdad está ausente de esta sociedad, y yo también es7 Confessions, lib. II, O. C., I, 48. * Coñfessioits, lib. III, O. C.. I, 116. * tbtdem.

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toy ausente de ella; asi pues, yo soy la verdad ausente; al oponer a los otros el valor de mi yo, les opongo la universal autoridad de la naturaleza que ellos desconocen. Para aquellos que viven en la con* fusión espiritual, la verdad es escandalosa y seductora: yo seré ese escándalo y esa seducción. Para que por fin se sepa lo que vale, Jean-Jacques se aleja y se pone a componer libros, música... Confia a su ser (su personalidad) a un parecer de otro tipo, que ya no es su cuerpo, ni su cara, ni su palabra concreta, sino el patético mensaje de un ausente. Compone asi una imagen de sí mismo que se impondrá a los otros al mismo tiempo por el prestigio de la ausencia y por la vibración de la sen­ tencia escrita. Pues Jean-Jacques, soñador apasionado, sabe por experiencia que nada es tan fascinante como una presencia que se impone en y por ausencia. «A excepción del Ser que existe por si mismo, sólo es bello lo que no existe»10. Al tomar «la decisión de escribir y de esconderse», Jean-Jacques intenta operar la transmuta­ ción que le dará, a los ojos de los otros, la belleza de «lo que no existe». Escribir y esconderse. Nos sorprende la idéntica importancia que Rousseau concede a estos dos actos. Pero lo uno no puede ir sin lo otro. Esconderse sin escribir, seria desaparecer. Escribir sin escon­ derse, sería renunciar a proclamarse diferente. Jean-Jacques no se expresará más que si escribe y se esconde. La intención expresiva re­ side en uno y otro gesto, en la decisión de escribir y en la voluntad de soledad. Al romper con los otros, Rousseau cree que les da a en­ tender que su alma no está hecha para los placeres comunes. El ges­ to de la separación dice tanto como el propio texto (de ahi la nece­ sidad oí la que nos encontramos de tener en cuenta, en la misma medida, el pensamiento de Rousseau y su biografía). El acto de escribir apunta a un resultado que no puede ser escri­ to, a un objetivo que está fuera de la literatura. Sus lectores se equivocan cuando pretenden iniciar con él un debate de ideas. Sus críticos yerran cuando discuten sus cualidades de escritor. No se tra­ ta de esto; se trata de ser reconocido como un «alma bella», se trata de provocar la efusión de una acogida que no le habían concedido cuando se presentó en persona. Se habría abstenido de escribir, e incluso de hablar, si esta acogida hubiese sido posible a la primera impresión.

io La NouveUe Héloise, VI parte, carta VIII, O. C., II, 693.

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El

reg reso

Jean-Jacques se esconde y escribe, pero sólo para crear las con­ diciones de un regreso que reparará la decepción de la acogida frustrada. Así pues, la ruptura no tendrá lugar más que con la espe­ ranza de un regreso más emotivo, y Jean-Jacques sólo habría pasa­ do por un «circuito de palabras» para volver a presentarse ante los otros y pedirles que se le salude según su verdadera valia. Oe hecho, el problema de la acogida y del regreso no determina solamente la vocación de escritor de Rousseau: éste es un tema que se vuelve a encontrar en el propio interior de su obra y que determi­ na su comportamiento personal en numerosísimas circunstancias. Estamos en presencia de una conducta arquetipo, que él no deja de vivir ni de imaginar: a falta de una acogida espontánea, Jean-Jac­ ques agrava el malentendido hasta convertirlo en una situación de ruptura: pero es para superar inmediatamente esta ruptura, con la efusión de un retorno patético en el que se abrazan mutuamente perdonando y pidiendo perdón. Se podría completar el análisis de La Nueva Eloísa desde esta óptica: Saint-Preux es un extranjero acogido, hasta antes de que haya comenzado la acción. Así, el pre­ supuesto fundamental del libro lo constituye una ensoñación sobre la acogida: la novela se desarrollará con una serie de rupturas y de retornos. Reconciliaciones y «aclaraciones» después de malentendi­ dos y sospechas injustificadas (véase en particular el episodio de la disputa y del desafio a un duelo entre Edouard y Saint-Preux). Via­ jes de larga duración en los que se consuma el sacrificio de la pa­ sión, pero que harán el momento del reencuentro más emocionante. Cada progreso de la transparencia de ios corazones presupone un oscurecimiento momentáneo, que será atravesado por el deslumbra­ miento del regreso. Para Julie, morir es retomar a la fuente de su ser. Y como para acentuar aún más el símbolo místico, Rousseau hace coincidir la muerte de su heroína con el regreso del marido de la criada Fanchon...11. El quinto libro del Emilio nos muestra, sucesivamente, la acogi­ da, las separaciones y los regresos. La continuación del Emilio (los 11 El regreso del marido de Fanchon está en el tono y la tradición del idilio pasto­ ril. Es la repetición del regreso de Colin, que constituía el propio tema del Adivino de la Aldea. Pero no es imposible que Rousseau haya soñado con otro regreso, el de su padre Isaac Rousseau, alejado de su mujer desde hacía mucho tiempo por ser el relojero del palacio de Constantinopla. «Yo fui el triste fruto de ese regreso», añade Rousseau.

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Solitarios) va a hacer todavía más trágica la separación y más con­ movedor el regreso. El primer encuentro de Émile y de Sophic es significativo: perdidos en el campo y sorprendidos por la lluvia, Émile y su preceptor piden hospitalidad en una casa desconocida. Son generosamente acogidos por una familia modelo... El sueño de la acogida se expresa aqui en su forma más inocente y más adoles­ cente: la hospitalidad ofrecida, el caluroso asilo en el que uno se re­ cupera de sus fatigas, en el que se recibe una comida sencilla y sabrosa, y en el que se encuentra, repentinamente, la mirada de la muchacha pura que espera a Telémaco. La felicidad reside en este rústico retiro, que ofrece la promesa de una larga existencia, frugal pero sabrosa, tranquila pero apasionada. Comienza una nueva eta­ pa de la vida: Émile nace al amor. Alrededor de este retiro irradian los paseos en pareja (o con un tercero). Pero enseguida se producen cortas peleas que ofrecen el pretexto para «dulces reconciliaciones». Después sobreviene una separación más grave: el preceptor quiere que Émile conozca el mundo y las instituciones políticas de diversos países. Viajarán, pero dejarán a Sophie en su campiña natal. Asisti­ mos a una separación entre lágrimas. (El preceptor encuentra un secreto placer en las lágrimas que hace derramar: pero no hemos te­ nido que esperar al quinto libro del Emilio para descubrir el sadis­ mo del preceptor.) La separación se acabará y asistiremos al «deli­ rio» de un regreso. La edad de oro «parece renacer ya en tomo a la habitación de Sophie»12. Pues regresar es, verdaderamente, re­ patriarse en un origen profundo. He aquí a los jóvenes casados, ¿pero se ha estabilizado su felicidad? No. Si se permite a JeanJacques que imagine su vida conyugal, no termina nunca con las se­ paraciones y los regresos. Instalados en Paris, Émile y Sophie sufren la influencia corruptora de la gran ciudad; se vuelven extra­ ños el uno para el otro. «Ya no eramos uno»13. Sophie es infiel. Émile se aleja; muere a su pasado, bebe «el agua del olvido»14. Va a renacer a si mismo en la soledad. Es, una vez más, un regreso, pero un regreso a si mismo; el pasado, el porvenir, y los demás ya no existen: Intentaba ponerme por completo en el estado de un hombre que empieza a vivir. Me decía que en realidad nunca hacíamos otra cosa que com enzar, y que no habla otra relación en nuestra

12 Émile, lib. V, O. C„ IV, 859. 13 Émile el Sophie, O. C., IV, 887. *4 Op. cit., 912.

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existencia que una sucesión de m omentos presentes, en la que el primero de los cuales es siempre aquel que está en a c to '5.

Pero el regreso a sí mismo no es nada todavía si no se completa con la reconciliación de las almas separadas. Émile volverá a encon­ trar a Sophie y descubrirá que su falta fue involuntaria: en el para­ disiaco clima de una isla desierta se producirá un reencuentro ines­ perado y un reconocimiento. La novela está inacabada, pero nos anuncia desde su comienzo la embriaguez del regreso: «¡De qué temple único debió ser un alma que pudo regresar desde tan lejos, a lo que fue anteriormente!»1516. Se nos tranquiliza desde el primer mo­ mento: la larga prueba tendrá una conclusión enternecedora. En la vida existe el problema de la acogida: ¿cómo aceptar la acogida sin alienar la propia libertad y sin depender del generoso anfitrión? ¿Cómo ser acogido con igualdad? Pues, para que la aco­ gida sea pura, no debe comportar ningún lazo material ni conllevar ninguna obligación de reconocimiento. Debe significar la unión in­ mediata de las almas que se saben superiores y que han reconocido su semejanza. ¿Jean-Jacques dejará que le inviten a casa del maris­ cal de Luxembourg? ¿Podrá vivir en presencia inmediata de su ami­ go? ¿No deberá soportar un número demasiado grande de /mermediarios? Desde luego, este proyecto fue uno de los que m edité por más tiempo y con la mayor complacencia. Sin em bargo, al final tuve que reconocer, a pesar m ió, que no era bueno. Sólo pensaba en la unión con las personas sin pensar en los intermediarios que nos habrían m antenido aleja d o s...17.

Pero al menos una vez se hizo realidad el sueño de la acogida. La hospitalaria, la excesivamente hospitalaria Mme. de Warens se encontró en su camino. Bastó una mirada, la presentación de una carta: ella sonrió, reconoció a Jean-Jacques y le recogió: Era el dom ingo de Ramos del año 1728. C orro para seguirla, la veo, le doy alcance, le hablo... Debo acordarm e del lugar; des­ pués lo he em papado a m enudo con mis lágrimas y cubierto con mis besos. ¡Ojalá pudiese rodear este dichoso lugar con una ba15 Op. cit., 905. Entrar en $1 mismo, forma narcisista del regreso. 16 Op. cit., 887. Sobre la proyectada conclusión de Emilio y Sofia, véase el ar­ tículo de Charles Wirz : nota sobre «Émile et Sophie ou les Solitaires», A m ales J.-J. Rousseau, XXXVI, 291-303. 17 Cuarta carta a Malesherbes, O. C., 1, 1146.

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laustrada de oro y hacer que la tierra entera le tributase venera­ ción! Cualquiera que guste de honrar los m onum entos en honor de la salvación de los hombres no debería acercarse a éste más que de rodillas. E ra un callejón que había detrás de su casa, entre un arroyo que la separaba del jardín, a m ano derecha, y el m uro del patio a la izquierda, que conducía por una puerta falsa a la iglesia de los franciscanos. Cuando se disponía a entrar por esa puerta, Mme. de W arens se volvió al oir mi voz. ¡Qué se produjo en mí cuando la vi! Me había imaginado a una vieja devota muy m alhum orada... Vi un rostro lleno de gracias, unos bellos ojos azules llenos de dul­ zura, un color resplandeciente, y el contorno de un pecho encan­ tador. N ada escapó a la rápida mirada del joven prosélito, pues inmediatam ente me convertí en el suyo, convencido de que una religión predicada por tales misioneros n o podía dejar de llevar al paraíso. Ella, sonriendo, tom a la carta que con m ano tem blorosa le presento, la abre, echa un vistazo a la de M. de Pontverre, vuel­ ve a la m ía que lee por com pleto, y que hubiese vuelto a leer, si su criado no le hubiese avisado de que era hora de entrar. «¡Y bien!, hijo mió —me dijo en un tono que hizo que me estremeciese— re­ corréis la región siendo aún muy joven; en verdad que es una pena.» Después, sin esperar a mi respuesta, añadió: «Id a esperar­ me a mi casa, decid que se os dé de com er: después de la misa iré a hablar con vos»18.

En la escena, tal y como se reconstruyó en la memoria de JeanJacques, éste casi no profiere palabra alguna; se expresó en su carta y por consiguiente está libre de la angustia del lenguaje, el espacio está libre para el intercambio de miradas. Al preceder a cualquier explicación, «la simpatía de las almas», sólo tuvo necesidad, para manifestarse, de la «mirada» del «primer encuentro»19. Mme. de Warens ni siquiera espera la respuesta de Jean-Jacques; ¿era necesa­ rio hablar para responder? Su verdadera respuesta está por entero en el estremecimiento que suscitan el tono y la voz de Mme. de Wa­ rens —esta «voz cristalina de la juventud»... ¡Cómo me palpitaba el corazón al acercarme a casa de Mme. Warens! Mis piernas tem blaban, m is ojos se vetaban, no veía nada, no oia nada, no habría podido reconocer a nadie; me vi obligado a detenerme varias veces para respirar y recobrar el do­ minio de mi m ism o... En cuanto me vi ante Mme. de W arens, su aspecto m e tranquilizó. Me estremecí al oir por primera vez el so18 Confessions, lib. II, O. C., I, 49. 19 Confessions, lib. III, O. C., I, 107.

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nido de su voz, me arro jo a sus pies, y entre arrebatos de la m ás viva alegría elevo su m ano a mis labios20.

Asi pues, el velo se disipa inmediatamente: Jean-Jacques entra en un periodo que señala para él el retomo de la transparencia. Le lleva a Mme. de Warens un corazón «abierto ante ella como ante Dios»21. Ha recobrado la felicidad que habia perdido en Bossey: vi­ vir bajo la mirada de una persona divina (o divinizada), ser uno mismo «sin mezcla ni obstáculos»22*y sin preocupación por los medios: Me entregaba tan to más a la dulce sensación de bienestar que sentía cerca de ella, cuanto que este bienestar del que gozaba no se veia em pañado por ninguna inquietud respecto a los medios con que m antenerlo22.

En el texto inacabado del décimo paseo es significativo ver como Jean-Jacques (cincuenta años después del primer encuentro de Annecy) se cuenta a si mismo la felicidad del primer regreso: Ella me había alejado. Todo me hacia volver a su lado y tuve que regresar allí. Este regreso determ inó m i destino24.

Pero Jean-Jacques es presa de su «deseo de ir y de volver», y los otros regresos serán más decepcionantes. Tras el viaje a Lyon, en el que acompañó y abandonó al pobre M. Le Maítre, Jean-Jacques —que había partido muy alegremente— está obsesionado por la idea del regreso: N ada me apetecia, nada me tentaba, no tenia o tro deseo que el de regresar ju n to a M am á... Asi regresé tan pronto com o me fue posible. Mi regreso fue tan apresurado y mi m ente estaba tan dis­ traída que, aunque me acuerdo con tan ta satisfacción de lodos los otros viajes, no tengo el más minimo recuerdo de éste. No recuer­ do nad a... Llego y no la encuentro. ¡Cuál no seria mi sorpresa y mi dolor!25. 20 Op. cit., 103. Sobre el parecido del regreso de Jean-Jacques con el de SaintPreux, véase unas lineas más adelante: «Vi cómo llevaban mi hatillo a la habitación que me habla sido destinada, aproximadamente como Saint-Preux vio cómo encerra­ ban su silla en la cochera de la casa de Mme. de Wolmar». Confessions, lib. V, O. C., I, 191. 22 Réveries, décimo Pasco, O. C., 1, 1098-1099. 25 Confessions. lib. III, O. C.f I, 10¡6. 24 Réveries, décimo Paseo, O. C., I, 1098. 25 Confessions, libs. III-IV, O. C., I, 130-132. Observemos que la abrupta censu­ ra entre el libro III y el libro IV marca la decepción del regreso frustrado.

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¡Y el último regreso! Tras la larga consunción hipocondriaca, tras Mme. de Larnage, tras Montpellier, Jean-Jacques vuelve a Les Charmettes completamente poseído por el entusiasmo, por la virtud. Ha tomado algunas resoluciones. En lo sucesivo, sabrá dominar sus impulsos de partida y de huida. Ha cambiado de vida. Una vez más, la idea de regreso se pone en relación con la idea de un nuevo naci­ miento, y Jean-Jacques viene a renacer junto a mamá: «En cuanto hube tomado mi resolución, me convertí en un hombre nuevo, o mejor aún, me convertí en el que era antes». Regreso a si mismo, regreso a mamá, «regreso al bien». Pero, ¡ay!, esta vez la fiesta del regreso no tendrá lugar: Quería experimentar en todo su encanto el placer de volver a verla. Prefería esperar un poco para que se añadiese a aquél de ser esperado. Esta precaución siempre me habla dado buen resultado. Siempre había visto señalar mi llegada con una especie de fiestecita: no esperaba menos esta vez y valia la pena procurarse estas complacencias a las que tan sensible era26.

El lugar está ocupado por el oficial de peluquero Vintzenried. En vez del deslumbramiento del regreso, el mundo se oscurece. Y en un pasaje exactamente paralelo a aquel que evocaba el campo de Bossey que se había vuelto desierto y sombrío, Jean-Jacques se des­ pide de la felicidad de su juventud, igual que se había despedido de la felicidad de su infancia: Habrían tenido que conocer mi corazón, sus sentimientos más constantes y más auténticos, sobre todo los que en ese momento me hacian volver a su lado. ¡Qué conmoción tan rápida y comple­ ta en todo mi ser! Pónganse en mi lugar para estimarlo. En un mo­ mento vi cómo se desvanecía para siempre todo el futuro de felici­ dad que me había imaginado. Desaparecieron completamente las dulces ideas que con tanto afecto acariciaba; y yo, que desde mi infancia no sabría concebir mí existencia más que junto a la suya, me vi solo por vez primera. Fue un momento espantoso, y los que le siguieron siempre fueron sombríos. Aún era joven, pero ese dulce sentimiento de goce y de esperanza que vivifica la juventud me abandonó para siempre. A partir de entonces mi ser sensible estuvo muerto a medias. Ya no vi ante mi sino los tristes restos de una vida insípida, y si en algunas ocasiones mis deseos fueron conmovidos aún por una imagen de felicidad, esa felicidad ya no era la que me era propia, sentía que alcanzándola no seria verda­ deramente feliz27. 26 Confessions. lib. VI, O. C.. I, 261. 27 Op. til.. 263.

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Un regreso feliz determinó su destino; ahora, un regreso fraca­ sado determina definitivamente la privación de felicidad. (Conceda­ mos la importancia que se merece a una tendencia que Rousseau manifiesta a lo largo del relato de las Confesiones: la necesidad de asignar a ciertos acontecimientos un valor fatal que señala el co­ mienzo de una desgracia y de un embrujamiento catastrófico. Aquí empieza es una fórmula que encontramos cada vez más a menudo; cada vez que aparece hace referencia a una entrada solemne en el reino de la desgracia, como si, mientras tanto, Jean-Jacques hubiese tenido tiempo de olvidar un maleficio precedente.) Por supuesto, en las relaciones entre Jean-Jacques y Mme. de Warens el deseo de re­ greso sólo adquiere tal importancia, porque existe, al mismo tiem­ po, una intensa voluntad de alejamiento y de separación. A Rous­ seau le asusta una intimidad demasiado grande. Quiere la presencia de una semiausencia. Quiere la separación para tener la alegría del regreso. Cuanto más larga sea la separación, más dulce será la re­ conciliación. Tras haber sido suplantado por Vintzenried, Jean-Jac­ ques intenta regresar una vez más con el corazón lleno de perdón y de amor, lleno sobre todo de reproches hacia si mismo: Muchas veces m e vi vivamente tentado de partir al instante y a pie para regresar a su lado; con tal de volver a verla una vez m ás, habría aceptado m orir en aquel mismo m om ento. Finalm ente, no pude resistir a esos recuerdos tan tiernos que me reclamaban a su lado a cualquier precio. Me decía a mi mismo que no habia sido bastante paciente, complaciente y afectuoso, que poniendo de mi parte más de lo que habia puesto, aún podia vivir feliz en una am istad muy dulce. Concibo los más bellos proyectos del mundo y ardo en ejecutarlos. A bandono todo, renuncio a todo; parto, vuelo, llego presa de los mismos arrebatos de mi prim era juventud y me encuentro a sus pies. ¡Ah! Hubiera m uerto de goce allí si hu­ biese encontrado en su acogida, en sus caricias, en una palabra, en su corazón, la cuarta parte de lo que encontraba en otro tiem­ po, y que yo aún traia conmigo de nuevo. ¡Horrible ilusión de los asuntos humanos! Me recibió una vez más con su excelente corazón, que no podia m orir más que con ella, pero yo venia a buscar un pasado que ya no era y que no podia renacer. Apenas hube permanecido una media hora con ella, sentí que mi antigua felicidad habia muerto para siempre21.

Igual fracaso cuando Rousseau quiera regresar a Ginebra. Hu­ biese deseado encontrar alli lo que buscaba cada vez que regresaba* 2* Op. t i l ., 270.

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junto a mamá: la ternura de una «fiestecita». Las cosas no cin piezan demasiado mal, pero en seguida descubre de nuevo que su «lugar está ocupado». AI igual que el peluquero Vintzenried en la cama de Mme. de Warens, «el polichinela Voltaire» está instalado en Ginebra. Otro le ha robado su fiesta. Son éstas las propias pa­ labras que Rousseau emplea para quejarse: «Si J.-J. no fuese de Gi­ nebra, a Voltaire le hubiesen festejado menos allí»29. Lo dirá direc­ tamente a Voltaire: «No os quiero, Señor, me habéis ocasionado los males que podian serme más dolorosos, a mi, vuestro discípulo y vuestro ferviente admirador. Habéis perdido a Ginebra como re­ compensa por el asilo que alli se os ha dado. Habéis alejado de mi a mis conciudadanos como recompensa por los aplausos que yo os he prodigado entre ellos: Sois vos quien hacéis que me resulte inso­ portable la estancia en mi pais; sois vos quien me haréis morir en tierra extraña, privado de todos los consuelos de los moribundos, y por todo honor, arrojado en un basurero»30. ¡El regreso o la muer­ te! Pero a falta del regreso y en lugar de la muerte existe la literatu­ ra. El exilio es favorable al libro. «Tomé la decisión de escribir y de esconderme.» La Carta a D'Alembert y las Cartas de la Montaña son regresos (tiernos o fulgurantes) a la ciudad natal. Y Jean-Jac­ ques se convencerá de que la distancia es la condición misma de la acción política más eficaz: «Cuando se quiere consagrar libros al verdadero bien de la patria, no hay que realizarlos en su seno»31. Lo mismo ocurre entre Jean-Jacques y sus amigos: a partir del momento en que se produce el más mínimo malentendido se replie­ ga sobre si mismo y se aleja. Más aún, trabaja activamente para ha­ cer más grave el malentendido; acumula las quejas dirigidas al ami­ go culpable. Jean-Jacques quiere saberse querido, y para obtener esta certeza, para obligar al amigo a descubrirle su corazón con la ardiente efusión del regreso, multiplica las desengañadas nega­ ciones. ¡No!, ya no me queréis, ya no me comprendéis, os habéis convertido en un extraño para mí. Espera impacientemente que le tranquilicen, que le regañen e incluso le castiguen por haber duda­ do. Jean-Jacques está dispuesto a pedir perdón. Experimentará una alegría llena de humillación parecida al placer que experimentó la primera vez con ocasión de la azotaina propinada por Mlle. Lambercier. «Estar de rodillas ante una amante exigente, obedecer sus 29 En Moultou a 25 de abril de 1762, Correspondace genérale, DP, Vil, 191, L, X, 210. 30 A Voltaire, 17 de junio de 1760, Correspondance générale, DP, 1315, L, VII, 136. 31 Confessions, lib. IX, O. C., I, 406.

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órdenes y tener que pedirle perdón eran para mi goces muy dulces»32. Éste es el trato que Jean-Jacques pide expresamente a Mme. de Epinay: Tiene usted demasiados miramientos conmigo y me trata con dem asiada delicadeza. A m enudo, tengo necesidad de que me ri­ ñan más de lo que usted lo hace; me gusta mucho el to n o de repri­ m enda cuando lo merezco; creo que seria persona capaz de consi­ derarlo a veces como una especie de mimo amistoso.

Y Rousseau describe la escena ideal con la que sueña, en la que se confunden caricias y castigos: He aqui lo que quiero que haga un amigo m ió ... Quiero que me acaricie y que me bese m ucho, ¿entendéis, señora? En una palabra, que comience por calmarm e, lo que seguramente no lle­ vará mucho tiem po, pues nunca hubo incendio alguno en el fondo de mi corazón que no fuese extinguido por una lágrima. E nton­ ces, cuando me haya enternecido y calmado y esté avergonzado y confuso, que me regañe mucho, que me cante las cuarenta y con toda seguridad estará contento de m í33.

La Correspondencia de Rousseau nos ofrece gran número de ejemplos de comportamientos como éste. Con gran frecuencia la maniobra tiene éxito, Jean-Jacques recibe la confirmación que espe­ raba: le quieren, le estiman, no le han olvidado, sus quejas eran in­ justas. Así, a la muerte del mariscal de Luxembourg, Rousseau es­ cribe a su viuda una carta de pésame, extrañamente egocéntrica, en la que se apiada de si mismo: ...A l igual que vos él me había olvidado. ¡Ayl ¿Q ué he hecho? ¿Cuál es mi crimen si no es el de haber querido dem asiado tanto a uno com o al o tro , y el de haberm e preocupado asi los p e­ sares que me consum en?34*.

El reproche injusto provoca la respuesta tranquilizadora: «El os quería, os lo repito, si, él os quería de todo corazón, y os aseguro que vuestro alejamiento de París es una de las cosas que más pena y dolor le causaron»33. Son, exactamente, las palabras que Rousseau 31 Confessions, tib. I, O. C., I, 17. 33 A Mme. de Epinay, Correspondance générale. DP, III, 43, L, IV, 197 y ss. 34 A Mme. de Luxembourg, S de junio de 1764, Correspondance générale. DP, XI, 112. 33 Mme. de Luxembourg a Rousseau, 10 de junio de 1764, Correspondance géné­ rale, DP. XI. 123.

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deseaba escuchar, es la certeza que necesitaba. Le embarga una tier­ na felicidad que transforma el duelo en una deleitación narcisista: ¡En qué terrible estado me encontraba y cóm o me ha aliviado vuestra carta! Si, señora Maríscala, la certeza de que el señor M a­ riscal me quiso, sin que llegue a consolarm e de su pérdida, suaviza la am argura de la misma y hace que a mi desesperación sucedan preciosas y dulces lágrim as36.

En Rousseau, cuanto más viva sea la queja tanto más necesaria será la anticipación del delicioso momento de la aclaración. Así su­ cede con respecto a Diderot: Una palabra, una sola palabra de dulzura hacía que me cayese de las m anos la pluma y que manasen lágrimas mis ojos, y caía a los pies de mi am igo37.

Y en la larga carta a Hume, todo conduce a la evocación de una escena conmovedora, en la que Hume vendría a su encuentro lle­ vándole la prueba de su inocencia, liberándole de «esta duda funes­ ta». Jean-Jacques debió experimentar una felicidad suprema al implorar misericordia: Si sois culpable, soy el más desdichado d e los hum anos; el m ás vil, si sois inocente. Hacéis que desee ser esa cosa despreciable. Si, el estado en que me vería postrado, pisoteado bajo vuestros pies, pidiendo a gritos misericordia y haciendo lo que fuese por o b te­ nerla, proclam ando en voz alta mi indignidad y ofreciendo el más brillante hom enaje a vuestras virtudes, ese estado, digo, seria, para mi corazón, un estado de plenitud y de alegría, tras el estado de ahogo y de muerte en el que le habéis colocado38.

De hecho, Rousseau ya habla representado esta gran escena, pero la había representado solo, sin que Hume entendiese nada, sin la más minima respuesta, sin la menor reacción emotiva por parte del escocés; extraña escena en la que Rousseau se estremece de es­ panto al topar con la mirada de su anfitrión y después, antes inclu­ so de haber pronunciado una sola palabra, se arroja sollozando en brazos del «bondadoso David» (que no comprende nada): 36 A Mme. de Luxembourg, 17 de junio de 1764, Correspondance générale. DP, XI, 141. 37 A Mme. de Epinay, Correspondance générale. DP, III, 32, L, IV, 183. 38 A Hume, 10 de julio de 1766, Correspondance générale. DP, XV, 324.

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P ronto me invade un violento rem ordim iento; me indigno conmigo mismo; por fin, en un arrebato del que aún me acuerdo con placer, me arrojo a su cuello y le abrazo con fuerza; sofocado por los sollozos e inundado por las lágrimas, exclamó con voz entrecortada: No, no, David Hume no es un traidor; si no fuese el m ejor de los hombres seria el más perverso...39.

Esta escena reproduce, poco más o menos, aquella en la que Saint-Preux implora el perdón de Milord Edouard. Rousseau se comporta según el modelo novelesco del que es autor: «Me precipité a sus pies, y con el corazón lleno de admiración, de dolor, y de ver­ güenza, estrechaba sus rodillas con todas mis fuerzas, sin poder proferir una sola palabra»40. Pero Rousseau repite en vano la con­ movedora demostración: en el mejor de los casos será un simulacro de regreso, una reconciliación imperfecta en la que el amigo sólo es recuperado por poco tiempo, después de lo cual se interponen de nuevo el velo y el malentendido. Las inquietas gestiones por las que Rousseau intentaba provocar la certeza de ser querido desembocan finalmente en lo contrario. Agravaba la separación con la esperanza de precipitar el brusco cambio en el que la distancia fuese abolida y en el que reinase una perfecta confianza. Quería que la ruptura se acentuase hasta los límites de lo intolerable, para que resultase de ello la catástrofe deliciosamente humillante en la que el enemigo imagi­ nado se convierte en un amigo recuperado: se alejaba dolorosamen­ te hasta el fin del mundo, hasta las más negras profundidades de la noche, para surgir súbitamente a la luz de la presencia reparadora. Pero la espera es en vano, hay que contentarse con un sustento ima­ ginario. (Asi es la acción que se desarrolla entre el primer y el tercer Diálogo: es la historia de un regreso. El francés reconoce la inocen­ cia de Jean-Jacques, y su regreso prefigura aquel más tardio, de to­ dos aquellos que siguen ignorándola: «Se ha recurrido a todo para prevenir e impedir este regreso: pero de nada les va a servir, tarde o temprano se restablece el orden natural»41. Ahora bien, JeanJacques se ve reducido a contárselo a si mismo por mucho tiempo: es una bella quimera de la que se complace en sustentarse.) Rousseau es capaz de estos cambios instantáneos, de estos re­ gresos fascinados. ¿Pero vuelven los otros a él sinceramente? ¿Por mucho tiempo? ¿No será necesario provocarlos continuamente? ¿No será necesario alejarse constantemente para llamarlos? Están 3» Op. cit., 308. 40 La NouveUe Hélolse, II pacte, cana X, O. C., II. 219. 41 Dialogues, III, O. C„ I. 973.

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tan dispuestos a apartarse, a mirar a otra parte, y a decepcionar la exigencia absoluta de Jean-Jacques: «Lo que más me indigna es que se resarcen de mi ausencia con el primero que llega»42. Los otros siempre interpretan mal: ven a un hombre que se encierra en la des­ confianza, a un misántropo sumido en la amargura; no perciben (o al menos no siempre) el chantaje de un corazón que quiere obte­ ner la «certeza de ser amado». No se borra ningún malentendido: se habrán acumulado los obstáculos, las sospechas y las palabras crue­ les; sólo queda la ruptura, y en vez de que la distancia se desvanezca al hacerse excesiva, asistimos a un alejamiento irremisible. Los otros desconfían de este loco. Se encierra en una separación y en una soledad irreparables. Y hasta encuentra en ellos una especie de quietud, en la que se siente liberado de la preocupación por el por­ venir: su destino está «determinado irremisiblemente», ha renun­ ciado «al error de contar con un cambio de opinión, incluso en otra época...»43. En la obra de Rousseau no nos faltan ejemplos en los que el tema del regreso se pone en conexión con el mito de la opacidad y de la transparencia. Alejarse es querer y soportar la noche, la opaci­ dad. Después, la alegría del regreso restablece milagrosamente una nueva transparencia. Releamos en el segundo libro del Emilio el epi­ sodio del niño que rompe los cristales de la ventana de su habi­ tación. Prestemos atención al valor simbólico del cristal, y al no menos simbólico significado del castigo por medio de la oscuridad. Está claro que Rousseau participa en la aventura; posiblemente has­ ta se identifique con el niño castigado, para vivir con él la alegría del regreso a la luz: Rompe las ventanas de su habitación: dejad que el viento sople sobre él noche y dfa... Al final hacéis reparar los cristales sin decir nunca nada: los vuelve a rom per. Cam biad entonces d e mé­ to d o ... Le encerraréis en la oscuridad en un lugar sin ventanas. A la vista de tan novedoso proceder, lo prim ero que hace es gri­ tar, chillar; nadie le escucha. Enseguida se cansa y cam bia de tono. Se queja, gime; aparece un criado; el niño desobediente le ruega que le libere. Sin buscar pretexto alguno para no hacer lo que le pide, el criado le responde: Yo también tengo cristales que 42 A Mine, de Epinay, Correspondance générale, DP, III, 45, L, IV, 198. 43 Cfr. Revenes, primer Paseo: «En cuanto hube comenzado a entrever la trama en toda su extensión perdí para siempre la idea de hacer cambiar de criterio sobre mi al público antes de mi muerte, e incluso ese cambio de opinión, al no poder ser reci­ proco, me seria de muy poca utilidad a partir de entonces. De nada les servirla a los hombres volver a mi, ya no me encontrarían» (O. C„ 1, 997-998).

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conservar, y se va. Por últim o, después de que el niño haya per­ manecido allí varias horas, el tiem po suficiente com o para ab u ­ rrirse y recordarlo, alguien le sugerirá que os proponga un acuer­ do por medio del cual le devolveríais la libertad y ya no rom pería más cristales; no deseará o tra cosa. H ará que os nieguen que va­ yáis a verlo; iréis; os hará su proposición y la aceptaréis al m o­ mento diciéndole: está muy bien pensado, con ello ganaremos los dos, ¡qué pena que no hayáis tenido antes esta buena idea! Y des­ pués, sin pedirle ni una declaración formal ni una confirmación de su promesa, le abrazaréis con alegría y le conduciréis de inme­ diato a su habitación44.

Variante pedagógica del regreso, pero en la que no faltan ni el sadismo de la ruptura, ni los abrazos de la reconciliación. La suce­ sión de los acontecimientos repite, con asombrosa fidelidad, el mis­ mo esquema «psicodinámico» y la misma dialéctica ternaria: malen­ tendido, separación voluntaria y abrazo reparador.

« S in

p o d e r p r o f e r ir u n a s o l a p a l a b r a » 45

La alegría del regreso es intensa y muda. La palabra cesa. SaintPreux se arroja a los pies de Milord Edouard «sin poder proferir una sola palabra». Jean-Jacques espera recibir la señal («una pa­ labra, una sola palabra de dulzura») que le hará callar y hará que la pluma le caiga de las manos. En todas las escenas que acabamos de citar, lo esencial se dice por medios distintos del lenguaje conven­ cional; en el momento de la acogida de Mme. de Warens todo se de­ cidió «con la primera palabra, con la primera mirada», antes de cualquier explicación verbal; Jean-Jacques no le habla a Hume más que después de haberse arrojado a su cuello convulsivamente. La acogida ideal, el retorno ideal se produce antes o más allá del len­ guaje: aún no se ha hablado o ya se ha dicho todo y no queda más que abrazar al amigo recobrado. Jean-Jacques ha tomado el partido de escribir y de esconderse, pero sólo escribe en la espera del momento maravilloso en el que la palabra llega a ser inútil, y sólo se esconde con la esperanza del ins­ tante en el que le bastará con mostrarse. En el espíritu de Rousseau, el «circuito de palabras» es verdaderamente un circuito, puesto que debe conducir a un punto que se parece al primer momento en el 44 Émile, lib. II, O. C., IV. 333-334. 45 La Nouvelle Hélolse, II pane, caria X, O. C., II, 219.

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que la palabra aún no ha tenido lugar. El regreso ideal borra los malentendidos; borra incluso las «explicaciones» que se han acumu­ lado en el lenguaje escrito; es un nuevo nacimiento, una «regenera­ ción», un nuevo comienzo, un despertar. En la pluma de Rousseau el lenguaje negaba el mundo de los otros; yo no soy como vosotros, no reconozco vuestros valores. Pero el momento del regreso niega este lenguaje negador; la ausencia y el exilio en la literatura se con­ vierten en una presencia muda, en la que Jean-Jacques se ofrece tal cual es, tal como se ha construido por la ausencia y la literatura. Toda palabra queda abolida; entonces subsiste en estado puro lo que el lenguaje quería probar: la inocencia, la verdad y la unidad de Jean-Jacques. A través del discurso se ha hecho de tal modo que pueda ser reconocido fuera de todo discurso, en un «arrebato» en el que el sentimiento se basta plenamente a si mismo. El ponerse de rodillas, el abrazo y los sollozos lo revelan todo sin el auxilio de ninguna palabra. No es que la palabra no intevenga nunca, sino que no interviene más que por añadidura, sin tener la función de poner en claro lo que ha hecho interrupción fuera del lenguaje. Todo está dicho por la emoción misma, y la palabra no es más que el aventurado eco de la emoción. De ahi el carácter excla­ mativo, no sintáctico y falto de coordinación de esta palabra agita­ da que ya no tiene que organizarse en forma de discurso, porque ya no desempeña el papel de intermediario y ya no es el medio indis­ pensable de la comunicación. (Recuérdese en la tercera carta a Malesherbes «la maravillosa embriaguez» en la que Jean-Jacques no puede más que exclamar: «¡Oh gran Ser!» Recuérdese también la oración de la pobre anciana que no sabia decir otra cosa que: ¡Oh!46.) Presenciamos un ciclón afectivo: estremecimientos, gritos, tem­ blores, sofocos, palpitaciones, etc. Todos estos acontecimientos fi­ siológicos que Rousseau siente de ordinario como obstáculos para la expresión adecuada, puede aceptarlos ahora y entregarse a ellos como a un modo de expresión ideal. En «el estado ordinario» el desorden emotivo es una molestia que paraliza a Rousseau e inhibe su pensamiento. «El sentimiento viene a embargar el alma más ve­ loz que el rayo, pero en vez de iluminarse, me abrasa y me deslum­ bra. Siento todo y no veo nada. Me arrebata pero me deja estúpi­ do...»47. Ahora bien, en el instante ideal del regreso la conmoción física de la emoción lleva consigo un significado suficiente, literal­ * Coirféssions. Bb. XII, O. C.. I, 642. 41 Cnnfessions, Hb. III, O. C., I, II3.

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mente desborda de significado. Convertido en escritor para com­ pensar ante los otros la impresión de estupidez de la que es respon­ sable su emotividad, Jean-Jacques no para hasta crear situaciones en las que la emoción expresiva suprime la necesidad de escribir y de hablar: entonces, está reconciliado con su cuerpo y puede venir a ofrecerse en persona. En estos momentos privilegiados, el sentimiento inmediato es expresión inmediatamente. Estar emocionados y manifestar la emo­ ción no son sino la misma cosa. Asi pues, ya no es necesario enaje­ nar el sentimiento en una palabra que le traicionará. Todo a nivel del cuerpo, pero el cuerpo ha dejado de ser un obstáculo, ya no es una opacidad interpuesta: por su movimiento, su estremecimiento y su placer es significación de parte a parte. La tormenta emotiva es simultáneamente pasión y acción: la expansión y el desahogo se pro­ ducen; el mundo se abre para acogerme y hago que los corazones se abran. El mundo era estrecho cuando había que recurrir a la me­ diación de la palabra; ahora que el lenguaje no es más que uno con el cuerpo y la emoción, el universo despliega todo el espacio exigido por el «corazón» y vuelve a ser posible la unidad. Quizás haya sido la palabra lo que haya preparado la reconciliación, pero, en si mis­ ma, la reconciliación es muda. A la nefasta emoción que perturbaba el mundo y cerraba todas las vias de comunicación se opone una magia emotiva que libera el espacio. Esta magia (como ha señalado Sartre en el Esbozo de una teoría de las emociones) es un modo de vivir el mundo a través del cuerpo, que es la «vivencia inmediata de la conciencia»4®. Así pues, la emoción no es solamente la expresión más inmediata del yo, sino también la forma más inmediata de la acción sobre el mun­ do exterior: su eficacia consiste en transformar el mundo sin salir del cuerpo y sin aplicar ninguna actividad instrumental sobre el mundo. Voluntad de regresar a una expresión que se encuentra antes de la palabra discursiva, retorno al cuerpo: los psicólogos hablarán de narcisismo, de conversión histérica, de regresión... Y por añadidura subrayarán el papel que juega la enfermedad en el sistema expresivo de Jean-Jacques. No es posible determinar si la enfermedad de veji­ ga es orgánica o funcional (psicosomática, diríamos hoy) respecti­ vamente, todas las hipótesis son equivalentes. Lo cierto es que a la enfermedad se le confieren significaciones inmediatas. En Jean-48 48 Jean-Paul Sartre, Esquisse d ’une théoríe des émolions (París, Hermann, 1939), II.

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Jacques la enfermedad tiene siempre una función expresiva. No es sólo la ocasión o el pretexto de ciertos sentimientos, sino que se ma­ nifiesta como sentimiento: es rechazo, reproche, autocastigo, aleja­ miento. Siempre dice alguna cosa más o menos confusamente. Cuando Jean-Jacques cree tener un «pólipo en el corazón» y deja a Mme. de Warens para someterse a tratamiento en Montpellíer, sin duda se está castigando (como supone René Laforgue)49 por haber reclamado la herencia de los trajes de Claude Anet, que desempeña­ ba el papel del padre en el triángulo amoroso. En este caso lo que está claro es que, en vez de exteriorizarse por «medio» del lenguaje, el conflicto se expresa a nivel visceral. El malestar que describe Rousseau es un comportamiento somático en el que manifiesta de­ seos y voluntades que no pueden o no quieren convertirse en acción objetiva y en pensamiento explícito. Los problemas que la concien­ cia se niega a objetivar completamente se «convierten» en trastor­ nos orgánicos y hablan a través del síntoma mórbido. El sentido de la situación vivida se mantiene entonces inherente al cuerpo y se convierte en pasividad sufriente. Al refugiarse en la enfermedad, Jean-Jacques regresa al modo de expresión más inmediato. (¿Pero, se ha observado que a partir de las Confesiones la correspondencia de Rousseau incluye menos quejas sobre su salud, y sobre todo, uti­ liza con menos frecuencia la enfermedad como argumento senti­ mental? Es posible que el hecho mismo de la confesión haya tenido un efecto liberador. Es posible igualmente que la obsesión de perse­ cución movilice enteramente la actividad hipocondriaca que se ha­ bía orientado en dirección al cuerpo.)

El

p o d e r d e l o s s ig n o s

Julie acaba de tener las viruelas, delira y le ha parecido vet a Saint-Preux en sueños (mientas que él estaba realmente presente a la cabecera de su cama). Aventura una hipótesis, que es también un anhelo: ¿Acaso dos almas tan Intimamente unidas no podrían tener una com unicación inm ediata, independiente del cuerpo y de los sentidos?50. 49 René Laforgue, «Étude sur Jean-Jacques Rousseau», en Revue francaise de Psychanalyse, noviembre 1927. 50 La Nouvelle Héloise, III parte, carta XIII, O. C., II, 330.

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Y poco antes de morir, Julie formula de nuevo el mismo anhelo de una comunicación inmediata, «semejante a aquella por la que Dios lee nuestros pensamientos ya en esta vida, y por la que nos­ otros leeremos reciprocamente los suyos en la otra». Comunicar sin pasar por la mediación del cuerpo y del mundo sensible: es éste un privilegio que, en principio, sólo pertenece a Dios; en realidad el alma que se hiciese capaz de una comunicación inmediata llegaría a ser divina y semejante a Dios. Ahora bien, éste es un fruto prohibi­ do, y aunque Rousseau lo codicia, sabe, sin embargo, que al hom­ bre no le está permitido apropiarse de ¿I. Quien quiere prescindir de recurrir a los medios de la acción y del discurso humano, quien pre­ tende poseer el conocimiento inmediato y los «goces inmediatos», ¿no se parece a Lucifer que se enorgulleció de brillar con la misma luz que Dios? Rousseau ha aprendido de San Agustin y de Malebranche que «el hombre no es para si mismo su propia luz»11. Hay que resistir a la tentación de creernos fuente de una luz que sólo está en nosotros desviada, refractada y debilitada. Sólo Dios conoce intuitivamente lo universal; el dominio del hombre no es la intuición inmediata, sino el discurso, el lenguaje, la sucesión y el en­ cadenamiento de los medios. Ésta es una imperfección que hace que nuestro saber sea siempre incompleto, que nuestro pensamiento se transmita siempre de forma precaria y adulterada, que nuestros sen­ timientos resulten, en el fondo, incomprensibles incluso para aque­ llos que creen compartirlos. En el mundo de los medios, el hombre está en exilio. Tal es el orden de las cosas del que sería ocioso querer salir. A fin de conjurar su propio deseo de comunicación in­ mediata, Rousseau repite la lección de los teólogos, que aleja infini­ tamente a la criatura del creador: Dios es inteligente, ¿pero cóm o lo es? El hom bre es inteligente cuando razona, y la suprem a inteligencia no necesita razonar; pa­ ra ella no existen ni premisas, ni conclusiones, ni siquiera existe la proposición; es puram ente intuitiva; ve del mismo m odo to d o lo que es y todo lo que puede ser, todas las verdades no son para ella más que una sola idea, al igual que todos los lugares un solo pun­ to y todos los tiempos un solo m om ento. El poder hum ano actúa a través de los m edios, el poder divino actúa por si mismo5152.

Entre personas humanas la comunicación inmediata es imposi­ ble: de esto resulta que debemos recurrir necesariamente a gestos y 51 Malebranche, Entretiens sur Métaphysique, III, 3. » Émtle, lib. IV. O. C., IV, 593.

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a signos sensibles. En una palabra, los hombres tienen necesidad de un lenguaje convencional porque el pensamiento no puede comuni­ carse inmediatamente: para nosotros los «signos de institución» se­ rán un mal menor. Hay que hablar, hay que escribir y hay que pa­ sar por la mediación del oido y de la vista. Esta teoría del lenguaje se encuentra en un número bastante grande de contemporáneos de Rousseau, que la han tomado de Locke. En efecto, en el último ca­ pitulo del Ensayo sobre el entendimiento humano se dice: Dado que la escena de las ideas que constituyen los pensa­ mientos de un hom bre n o p uede aparecer inm ediatam ente a la vis­ ta de o tro hom bre, ni ser conservada en otro lugar que no sea la memoria, que no es un depósito muy seguro, tenem os necesidad d e signos de nuestras ideas para poder com unicam os m utuam ente nuestos pensamientos, asi com o para grabarlos para nuestro pro­ pio uso. Los signos que los hom bres han considerado más cóm o­ dos y de los que, por consiguiente, han hecho un uso más general son los sonidos articulados3334.

Según Locke, la idea misma es ya el signo de la «cosa considera­ da», de manera que la palabra, signo de la idea, es el signo de un signo. Hay, asi, una sucesión de relaciones de exterioridad. Para Rousseau (que continúa la demostración), la palabra es el signo ana­ lítico del pensamiento, y la escritura es, a su vez, el signo analítico de la palabra: al término nos encontramos también con el signo de un signo: El análisis del pensam iento se hace m ediante la palabra y el análisis de la palabra m ediante la escritura; la palabra representa el pensam iento m ediante signos convencionales, y la escritura representa a la palabra del mismo m odo. De este m odo el arte de escribir no es m ás que una representación m ediata del pensa­ m ie n to ...54.

Asi pues, el arte de escribir será una representación doblemente mediata del pensamiento. Henos aquí lo más lejos posible del privi­ legio de la comunicación inmediata del que espera gozar Julie en el más allá. Henos aquí atrapados en el espesor de la acción instru­ mental, cuando el ideal seria ser comprendidos sin tener que hacerse comprender. 33 Locke, Essai philosophique concernant i'entendement humatn, trad. Pierre Coste (Amsterdam, P. Mortier, 1742), 602. 34 G. Streckeisbn-Moultou, Oeuvres et Correspondance inédites de J.-J. Rous­ seau (París, 1861), 299; véase O. C„ II, 1249.

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Ese maravilloso escritor que es Rousseau denuncia sin cesar el arte de escribir. Pues sin dejar de reconocer que el «poder humano actúa a través de medios», es desgraciado en el mundo de los me­ dios. Entre ellos se siente perdido. Si persevera en su voluntad de escribir es para provocar el momento en el que la pluma le caerá de las manos y en el que lo esencial se dirá en el abrazo mudo de la re­ conciliación y del regreso. A falta de reconciliación con los pérfidos amigos, escribir sólo tendrá sentido para denunciar el sin sentido de todo intento de comunicación; el hombre que escribe las Ensoñacio­ nes podría no parar de escribir ya (sólo la muerte le detiene), pues en lo sucesivo escribir aporta la prueba absoluta de la ausencia de comunicación. Para quién ya no tiene nada más que transmitir, la palabra ya no es un exilio. En efecto, cuando ya no hay nadie hacia quien volverse, cuando ya no se espera la reconciliación, ya no hay lugar, igualmente, para el sentimiento de la separación. El exilio mismo ya no lleva el nombre de exilio; es el único lugar habitable. La palabra puede continuar tranquilamente, interminablemente; se ha liberado de la maldición que hacia de ella un intermediario, un medio, un instrumento mediador. Dicho con más exactitud, la me­ diación de la escritura interviene, pero solamente en el interior del yo. Ella representa a Jean-Jacques ante Jean-Jacques y le permite gozar de una repetición de presencia: la lectura de mis ensoña­ ciones, dice, «me recordará la dulzura de que disfruto al escribirlas, y de este modo, haciendo renacer para mi el tiempo pasado, dobla­ rá, por asi decirlo, mi existencia. A pesar de los hombres, podré go­ zar todavía el encanto de la sociedad, y viviré decrépito conmigo en otra época, igual que viviría con un amigo menos viejo»55. Para Jean-Jacques, el acto de escribir sólo llega a ser feliz a partir del momento en el que ya no tiene destinatario exterior. Lo que llevó a Jean-Jacques a escribir es (ya lo hemos visto) la necesidad de superar la turbación de la timidez, la necesidad de pro­ bar de otro modo su valor. Escribe para afirmar que vale más de lo que escribe. Que no se le tome al pie de la letra, que no se le apri­ sione en sus palabras. Lo que cuenta es la intención que es indepen­ diente de cualquier palabra, es la «disposición anímica»56 en la que se encuentra el lector después de la lectura, disposición que es el eco Réveries, primer Paseo, O. C., 1, 1001. 56 «Para apreciar cuál es el verdadero objetivo de estos libros, no me dedicaba a espulgar aquí y allá algunas frases sueltas y separadas, sino que consultándome a mi mismo, tanto mientras realizaba estas lecturas cuando al acabarlas, examinaba... en qué disposición anímica me ponían y me dejaban, juzgando... qué era la mejor ma­ nera de descubrir aquélla en que se encontraba el autor al escribirlas, y el efecto que se habla propuesto provocar» (Dialogues. III, O. C., I, 930).

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de aquella que sentía el autor antes del acto de escribir. Asi pues. Rousseau no toma la pluma más que para remitir al lector al senti­ miento que precede idealmente al momento de la escritura o que se desprende del texto escrito. Qué reveladora es la carta que escribe a Mme. de Verdelin, en la que suplica que no tenga en cuenta lo que le dijo en una carta precedente: Com prendo que había en mi carta precedente expresiones os­ curas e incorrectas... ¿no aprenderéis nunca que hay que explicar los discursos de un hom bre por su carácter y no su carácter por sus discursos?... De m anera que aprended a interpretarm e m ejor en lo sucesivo5758.

Y de nuevo en otro lugar: A unque algunas veces mis expresiones tienen un sentido equi­ voco, intento vivir de m anera que mi conducta determine su sen­ tid o ...5*.

Jean-Jacques pide ahora que se interprete su lenguaje por su vida. Se ha producido un extraño cambio: Rousseau habia huido de la sociedad, para imponer su valor a los otros, dispuesto a no ofre­ cer ya su imagen más que a través de la palabra escrita: de este modo, esperaba superar el equivoco que en presencia de los otros le obligaba a valer menos de lo que parecía, a no mantener las prome­ sas de su intensa mirada y de su semblante espiritual. Ahora asisti­ mos a un movimiento contrario: el equivoco se produce en el len­ guaje (por el lenguaje) y Jean-Jacques apela a la verdad de la vida contra los malentendidos de la palabra escrita. Habia cogido la plu­ ma porque no quería ser el confuso balbuceo que daba como espec­ táculo a los ojos de los demás. Ahora que escribe tampoco quiere ser reducido a lo que escribe. No, esas frases orgullosas, esos recha­ zos brutales y esas sospechas injustas se le han escapado, no son él, son como mucho su modo de proteger su independencia y de garan­ tizar su libertad, al abrigo de las cuales se abandona en silencio a un sentimiento de ternura y de benevolencia universales. Pide a sus amigos que tengan fe en él, a pesar de las cartas que escribe o que no escribe. Es preciso que él, que tan dispuesto está a leer malos presagios en el silencio de los otros, tenga derecho a callarse si le 57 A Mme. de Verdelin, 4 de febrero de 1760, Correspondance générale, DP, V, 42-43; L, VH. 32. 58 A la misma, 5 de noviembre de 1760, Correspondance générale, DP, V, 243; L. Vil, 293.

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parece bien. Es preciso que no se le tenga por responsable de las enloquecidas palabras que ha escrito en «el delirio del dolor»59. Que se le juzgue por lo que es, y no por lo que escribe. Pide continua­ mente en sus cartas: Juzgadme, estimadme. Pero en cuanto se siente alcanzado por un juicio (aunque éste sea favorable), le parece que se produce una confusión, que se le toma por otro, que se le desfigura, que se le ha juzgado en rebeldía, sin interrogarle a él mismo. Debe­ rá restablecer la verdad indefinidamente, reconstruir la imagen exacta, declararse diferente a las palabras que se le han escapado, contestar la validez de las piezas de las que él mismo ha provisto a sus jueces. En definitiva, reclama el privilegio de no tener que ha­ blar para ser comprendido y aceptado. Pero no puede reclamar este privilegio más que escribiendo y hablando: tiene necesidad de la me­ diación del lenguaje para decir que no acepta esta mediación. En tanto que no se produzca la felicidad silenciosa de lo inme­ diato, sólo se puede deplorar la ausencia de lo inmediato, por me­ dio de una palabra que desea la muerte de la palabra. Por intenso que sea el deseo de comunicación inmediata, hay que tener pacien­ cia, de buen grado o a la fuerza, y aceptar los medios humanos del discurso. La inmensa obra de Rousseau aparece como el testimonio de esta apasionada paciencia. «Alma de fortisima paciencia», starkausdauernde Seele, dirá Hólderlin al hablar de Rousseau60. Paciencia nostálgica, y que no pierde ocasión para expresar su nostalgia. En todo lo que Rousseau escribe a propósito del lenguaje se encuentra una compensación muy clara de las condiciones que hacen inevitable el recurso a los signos convencionales, y encontra­ mos en ello, al mismo tiempo, una nostalgia, muy interna, de las modalidades más directas de la comunicación. Proyecto concerniente a unos nuevos signos para la música, 174261. Ésta es la primera aparición de Rousseau en la escena públi­ ca. Y es un fracaso, que será compensado ocho años más tarde con el premio de la Academia de Dijon. ¡Pero qué significativa es ya esta forma que propone Jean-Jacques para simplificar la notación musical! Declara la guerra a los signos convencionales62: hay dema­ siados, y son obstáculos interpuestos inútilmente entre la idea musi­ cal y el ojo que descifra una melodía: 59 Correspondance générale, DP, VII, 3; L, IX, 341. 60 En el himno Der Rhein. Sdmiliche Werke. (Stuttgart, Kohlhammer, 1953), t. II, 153. 61 O. C. (París, Fume, 1835), III, 448. 62 No volveremos a ocuparnos de la critica de Rousseau con respecto al dinero. Ve en ¿I, igualmente, un signo convencional, al que damos más importancia que a la cosa representada, es decir, a la riqueza real, producida por el trabajo.

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Esta cantidad de lineas, de claves, de transportes, de sosteni­ dos, de bemoles, de becuadros, de compases simples y compues­ tos, de redondas, de blancas, de negras, de corcheas, de semicor­ cheas, de Tusas, silencios de blancas, de negras, de corcheas, de semicorcheas, de fusas, etc., dan una multitud de signos y de combinaciones, de donde resultan dos inconvenientes principales, uno, el de ocupar un espacio demasiado grande, otro, el de sobre­ cargar la memoria de los alumnos, de manera que estando forma­ do el oído y habiendo adquirido los órganos toda la facilidad ne­ cesaria, mucho tiempo antes de que esté en situación de cantar a libro abierto, se deduce que la dificultad reside por completo en la observación de las reglas, y no en la ejecución del canto63. La tradición musical nos impone una «multitud de signos inútil­ mente diversificados». Puesto que es inevitable recurrir a signos, expresémonos al menos del modo más sencillo, y que el «espacio» que ocupan se limite al minimo indispensable para la lectura del dis­ curso musical. Asi pues, Rousseau se propone purificar y simplifi­ car un medio de comunicación en el que los elementos, demasiado numerosos, oponen a nuestra mirada una opacidad desagradable. ¿Qué hacer? ¿Cómo dar más evidencia a nuestros signos sin que su número aumente?6465. «Eliminar signos, contentarse con un número muy pequeño de caracteres», todos de una extrema claridad. Ade­ más, se puede conseguir que los signos, arbitrarios en el antiguo sis­ tema, se vuelvan más semejantes a la propia cosa que designan. Asi, Rousseau sustituirá la nota dibujada sobre un pentagrama por la cifra, pues la cifra, que parece más abstracta, está en realidad más próxima al sonido de un modo natural. Siendo las cifras la expresión que se ha dado a los números, y siendo los propios números los exponentes de la generación de los sonidos, nada más natural que la expresión de los diversos soni­ dos mediante las cifras de la aritmética63. ¿El resultado? Se hace más fácil el acto de mediación de la lectu­ ra, se abrevia el periodo intermedio del aprendizaje. Jean-Jacques, a quien han sido preciso largos rodeos para aprender música, cree haber inventado un «medio breve» de la que espera su fortuna por añadidura. Gracias a su sistema, se sabrá música perfectamente «por caminos más cortos y más fáciles»66. Sin duda, es necesario 63 64 65 66

Projet concernant de nouveaux signes, O. C. (Paris, Fume, 1835), III, 4, 48. Dissertation sur la Musique moderne, O. C. (París, Fume, 1835), III, 460. Op. cit,, 458. Op. cit., 459.

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aprender de todas formas, y no se verá producirse el milagro instan­ táneo que Rousseau habia deseado en Lausana, en casa de M. de Terytorrens. Pero el trabajo preparatorio será reducido al minimo estricto según el nuevo «método». Jean-Jacques promete adiestrar a un músico de primer orden en el espacio de un año, a un músico que puede burlarse de todas las dificultades y que ya no tiene que plantearse el problema de los medios. «Un alumno bien adiestrado con este método» se convierte, con una rapidez sorprendente, en un maestro «que practica con la misma facilidad todas las claves, que conoce todos los modos y todas las tonalidades, todos los acordes que les son propios, toda la secuencia de la modulación, y que transporta cualquier pieza musical a todas las clases de tonalidades, con la más perfecta facilidad»67. «A partir de este momento» la ob­ servación de las reglas ya no es un obstáculo, y el espíritu puede abandonarse enteramente al sentimiento y a la «ejecución del canto». Emilio crece entre las cosas. Es libre, y el único obstáculo que encuentra es la necesidad física. El preceptor sólo le impone su vo­ luntad disfrazándola de necesidad física, es decir, confiriendo a cada una de sus decisiones la autoridad muda e inapelable de una cosa. Mientras aún no está formada la razón de Emilio, su experien­ cia nace del contacto directo con el mundo. El preceptor sólo habla para conducir a Emilio ante las cosas; en suma, sólo habla para de­ jar hablar mejor a las cosas: No deis a vuestro alum no lección verbal alguna, sólo debe reci­ birlas de la experiencia6*.

Rousseau aconseja también retrasar durante el mayor tiempo posible el momento en que el niño pasará de las cosas a los signos de las cosas. ¡Que la infancia siga siendo la edad de lo inmediato! Que no se pierda a un joven espíritu en el mundo de los signos ar­ bitrarios, que son incapaces de revelar su significado: Sea cual fuere el estudio a que me entregue, sin la idea de las cosas representadas los signos que la representan no son nada. Sin em bargo, el niño queda lim itado a esos signos sin que se pueda hacer que com prenda nunca ninguna de las cosas que representan. Pensando que se le enseña la descripción de la tierra, sólo se le en­ seña a conocer m apas: se le enseñan nombres de ciudades, de pai67 Op. a l., 457. « Émile, üb. II, O. C.. IV, 321.

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ses y de ríos cuya existencia no es capaz de concebir en otro lugiii que no sea en el papel en el que se los muestran*9. En general no sustituyáis jam ás la cosa p o r el signo más que cuando os sea imposible m ostrarla. Pues el signo absorbe la aten* ción del niño y le hace olvidar la cosa representada70.

Ciertamente, el Emilio abunda en palabras, pero éstas se pro­ fieren siempre ante las cosas, tras el encuentro con objetos reales. Las lecciones verbales (aunque se trate de la propia Profesión de fe) no hacen más que interpretar y cxplicitar un saber que se ha formado ya, silenciosamente, por el contacto con la situación edu­ cativa. Cuando el vicario saboyano habla a Jean-Jacques, todo ha sido ya revelado por medio del paisaje que contemplan desde lo alto de la colina. La Profesión de fe es también una lección de co­ sas. Los signos de la palabra no están separados de la «cosa repre­ sentada»; el universo y Dios están presentes desde el principio: Estábam os en verano, nos levantamos el despuntar el día. Me condujo fuera de la ciudad, sobre una elevada colina bajo la que pasaba el Po, cuyo curso se veia a través de las fértiles orillas que éste baña. En la lejanía, coronaba el paisaje la inmensa cadena de los Alpes. Los rayos del sol naciente rozaban ya las llanuras y, al proyectar sobre los cam pos, m ediante largas som bras, los árboles, las laderas y las cosas, enriquecían, con mil cam bios de luz, el más bello cuadro por el que haya podido ser sorpendido el o jo hum a­ no. Parecía com o si la naturaleza extendiese ante nuestros ojos toda su magnificencia para ofrecem os el tem a de nuestras charlas. Fue, entonces, cuando después de haber contem plado esos objetos en silencio, el hom bre de paz me habló así71.

El paisaje no hablado en primer lugar: la palabra del hombre de paz no demostrará nada que no se haya mostrado antes en la con­ templación silenciosa que precede a su exposición. Las lenguas modernas están compuestas por signos conven­ cionales. Pero antes, más cerca del origen, ¿cómo se hablaba? ¿Se tenía tan siquiera la necesidad de hablar? ¿No hubo una época en la que el lenguaje habría sido más convencional, más expresivo, más próximo de la naturaleza? Estas son las preguntas que se plantea Rousseau y se ve que, a pesar de todo el aparato de erudición con el w Op. cit., 347. w Émile, lib. III, O. C., IV. 434. Émile, lib. IV, O. C., IV, 565.

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que rodea el segundo Discurso y el Ensayo sobre el Origen de las .'enguas, su interés por la lingüística especulativa es estimulado por una nostalgia que no es de orden cientifíco. En él se percibe, una vez más, su deseo de combatir el mundo en el que está obligado a vivir, es decir, el mundo de la mediación y de las operaciones me­ diatas, oponerle un mundo en el que las relaciones humanas se esta­ blecerían por medios menos numerosos, más directos y más segu­ ros. De este modo una necesidad sentimental se transforma en hipó­ tesis histórica: hubo un tiempo en el que la comunicación se realiza­ ba de forma más instantánea, y menos discursiva, en el que los sig­ nos estaban más próximos del propio sentimiento, en la que a lo mejor los signos eran inútiles porque la emoción y el sentimiento, por si mismos, eran ya suficientemente legibles sin tener que tradu­ cirse en símbolos. En el estado de naturaleza el hombre vive en lo inmediato; sus necesidades no encuentran obstáculos y sus deseos no sobrepasan de los objetos que le son ofrecidos en lo inmediato. Nunca intenta con­ seguir lo que no tiene. Y como la palabra no puede nacer más que cuando existe una carencia que ha de ser compensada, el hombre natural no habla: Los machos y las hembras se unian fortuitamente, dependien­ do de la casualidad, la ocasión y el deseo, sin que la palabra fuese un intérprete muy necesario de las cosas que tenían que decirse: se separaban con la misma facilidad72. Se ve... en el poco cuidado que ha tenido la naturaleza por acercar a los hombres mediante necesidades mutuas y de facili­ tarles el uso de la palabra, qué poco ha preparado su sociabilidad, y qué poco ha puesto de su parte, en todo lo que éstos han hecho para establecer dichos lazos73. El hombre de la naturaleza se limita a una comunicación silen­ ciosa que ni siquiera es una comunicación, sino solamente un con­ tacto: no hay intercambio de pensamientos, no hay discusión, por­ que no hay obstáculos que superar. Pero el hombre querrá ser reconocido por el hombre. La perfec­ tibilidad colocada en él por la naturaleza, reducida durante largo tiempo a no ser más que un poder virtual, encontrará bastante tardíamente la ocasión de desarrollarse. Será ella la que produzca todos los inventos y el instrumento verbal por el que los inventos se 72 Discours sur /*Origine de l ’tnegalité. O. C., 111, 147. 73 Op. rít.. 151.

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conservan y se comunican. Aunque el lenguaje no emprende su vuelo más que en el momento en el que el hombre se ve obligado u luchar contra la naturaleza, sin embargo tiene una «causa natural». Asi pues, existe un comienzo del lenguaje, precedido por una época de perfecta inmediatez, en la que los contactos eran fugitivos y en la que hasta el amor era silencioso. Al comienzo hay gestos y exclamaciones: entonaciones, quejas, «gritos de la naturaleza», vo­ ces arrancadas por las pasiones74*. Inicialmente la palabra aún no es el signo convencional del senti­ miento, es el propio sentimiento, transmite la pasión sin transcri­ birla. La palabra no es un parecer distinto del ser al que designa: el lenguaje original es aquel en el que el sentimiento aparece inme­ diatamente tal como es, en el que la esencia del sentimiento y el so­ nido proferido no son más que uno. Rousseau no se olvida de men­ cionar el Cratilo de Platón, pues su descripción del primer lenguaje no hace sino retomar, aplicándolo a la pasión y al sentimiento, la hipótesis de las denominaciones naturales y de los «hombres primi­ tivos»: «El hombre contiene, por naturaleza, una cierta rectitud»1*. La lengua primitiva, tal como la imagina Rousseau, poseia un poder casi infalible y presentaba «a los sentidos, asi como al enten­ dimiento, las impresiones casi inevitables de la pasión que intenta comunicarse»76. P ersuadiría sin convencer, describiría sin razo n ar77*. S e . cantaría en vez de hablar, la mayoría de ios radicales, serian soni­ dos im itativos, bien del to n o de las pasicones, bien del efecto de los objetos sensibles: con ella la onom atopeya se haría m anifiesta continuam ente76.

¡Qué decadencia cuando se pasa a las lenguas modernas! Su estructura, dominada por las convenciones de la escritura, ya no expresa la presencia viva del sentimiento. Se abandona la verdad particular (la autenticidad) para adquirir la claridad impersonal de ios conceptos generales. «AI escribir uno se ve obligado a tomar todas las palabras en su acepción común, pero el que habla varia las acepciones mediante la 74 Essai sur VOrigine des Langues, cap. II, O. C. (París, Furne, 183$), III, 498. 71 P latón, Oeuvres completes (Bibliolhéque de la Pltiade, Paris, Gallimard, 1950), I. « 3 (Cratyle, 391 a). 76 Essai sur VOrigine des Langues, cap. IV, O. C. (Parte, Fume, 1835), 111, 499. 77 Ibtdem. 76 Ibld. Cfr. Pierre Burceun, op. cit., 246. Ernsi Cassirer pone en relación la teoría del lenguaje de Rousseau con la de Vico (Philosophie der symbolischen For­ men, Oxford, Bruno Cassirer, 1954, I, 90-95).

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entonación y las determina como le place79. Mientras que la palabra viva y con entonación constituye una expresión directa de la perso­ nalidad, la lengua escrita exige largos rodeos e interminables pa­ ráfrasis para construir artificialmente el equivalente aproximado de la energía y de la pasión desplegadas en la lengua oral. Problema que no carece de importancia para aquél, que como Jean-Jacques, intenta representarse en lo que tiene de único. ¡Cuánto mejor estaría expresado todo, si se pudiese regresar a la lengua cantarína de los oringenes y de la melodía inmediatamente significativa! Sólo que, ¿tenemos la posibilidad de renunciar a los signos convenciona­ les para volver a los signos naturales? Tampoco en este caso se puede retroceder. Hay que tomar la lengua francesa tal como es, con sus extensiones discursivas y sus abstracciones. No se puede regresar a esta lengua primitiva que con­ sistía por completo «en imágenes, en sentimientos y en representa­ ciones»80, ya no es posible dar «a cada palabra el sentido de una proposición completa»81. Sin embargo, Rousseau intenta que su pa­ labra le aproxime a la lengua primitiva ideal; su escritura, ágil y musical, parece estar a la escucha de la primera lengua. Entre los medios que podrían restituir la energía de la palabra acentuada, su­ giere, en una nota importante a pesar de su brevedad, el perfec­ cionamiento de la puntuación82. Lamenta la ausencia del punto vo­ cativo y del signo de ironía. Asi pues, no dejará de buscar, en el plano de la escritura, los equivalentes de los medios más simples que precedieron a la escritura. Asi en su propio estilo, en la soltura de sus frases, en sus pausas, en su melodía, Rousseau expresa su nostalgia de otro lenguaje más inmediato. Su lengua, maravillosa­ mente presente, deplora secretamente la ausencia de la lengua pri­ mitiva, de su tono patético y de sus continuas imágenes. El «discur­ so» literario de Rousseau se desarrolla con una perfecta belleza en la escritura, pero sus pathos y su tensión interior traicionan la cons­ tante añoranza de los signos naturales presentes en la voz misma. La distinción entre los «signos naturales» y los «signos artifi­ 79 Essai sur /'Origine des Langues (ed. citada), cap. V, 501. 80 Essai sur I'Origine des Langues (ed. citada), cap. IV, 498. 81 Discours sur / ’Origine de l ’lnégalili, O. C., 111, 149. El lenguaje discursivo no sabe expresar la emoción instantánea, la extiende en la duración del enunciado analí­ tico. Esta idea se vuelve a encontrar en Diderot: «El estado de ánimo de un instante indivisible, fue representado por una multitud de términos exigidos por la precisión del lenguaje y que distribuyeron en partes una impresión total... (Leitre sur les Sourds el les Muets, Oeuvres compléles, Paris, 1969, t. II, 543). 82 Essai sur VOrigine des Langues, cap. V., O. C. (París, Fume, 1835), 111, 501502. Sobre la importancia de la puntuación en Rousseau, cfr. Marcel Raymond. introducción a las Revertes (Ginebra. Droz, 1948), LVUI-LIX.

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cíales» (o signos instituidos) es corriente en el siglo xvm. Se la en­ cuentra, entre otros, en Condillac y en la Enciclopedia: Los signos naturales, leemos en la Enciclopedia, son los «sonidos que la natu­ raleza ha establecido para los sentimientos de alegría, de temor y de dolor» (art. Signo). En una acepción ligeramente diferente son también los gestos, es el «lenguaje de la acción»83, que Condillac atribuye a la pareja primitiva antes de que haya descubierto la pa­ labra articulada... Si Jean-Jacques, el hombre de la naturaleza, rechaza la servidumbre de los signos convencionales, ¿por qué me­ dio se expresará si no por el de los signos naturales? Veremos ahora cómo se confía a los signos, con la condición de que sean los de la naturaleza y no los instituidos: Los afectos por los que tiene mayor inclinación se distinguen incluso por signos físico s. A unque esté poco em ocionado. Sus ojos se llenan de lágrimas a la prim era em oción84. Sus em ociones son súbitas e intensas, pero rápidas y poco du­ raderas, y esto se ve ... La sangre inflam ada p o r u na súbita agita­ ción lleva a los ojos, a la voz y al rostro, esos movim ientos im pe­ tuosos que revelan la pasión... En cuanto que el signo de la cólera se borra del rostro, se extingue tam bién ésta en el corazónss.

Jean-Jacques se describe como «un alma sensible» en quien to­ das las emociones son instantáneamente visibles: el signo natural y el sentimiento son exactamente contemporáneos, pues este signo no está hecho de otra sustancia que la del propio sentimiento. Se puede decir que el signo natural es el sentimiento que se habla en el cuer­ po. El acontecimiento efectivo, al invadir el cuerpo, se muestra in­ mediatamente al exterior y el mensaje expresivo no tiene por qué ser «articulado». Por añadidura, la emoción es inmediatamente con­ moción expresiva, y quiere serlo: el brillo de la mirada es, al mismo tiempo, la cólera y el lenguaje que expresa la cólera. Este lenguaje es de una fidelidad absoluta, expresa lo que es. A pesar suyo, todo lo que pase en el alma de Jean-Jacques se manifiesta instantánea­ mente; es por esto por lo que es vulnerable y está expuesto sin de­ fensa a todas las miradas. Asi pues, hay aquí un peligro, puesto que se expone asi a sus perseguidores, quienes, muy al contrario, se cuidan mucho de que sus sentimientos no se muestren. Pero hay también en ello una maravillosa felicidad, pues la lengua de los sig­ 83 Condillac, Essai sur tes Origines des Connaissances Humaines, II parte, Du Langage et de ta Méthode, cap. I, ap. 1. 84 Dialogues, II, O. C., 1, 825. M Op. cit., 860-861.

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nos naturales expresa automáticamente la verdad del yo, antes de cualquier esfuerzo intencionado de veracidad y de sinceridad. Si este automatismo fuese todopoderoso, Jean-Jacques se vería libre de la preocupación por la verdad; podría remitirse a su pasividad y al simple «mecanismo» de su naturaleza. Pues, si pudiésemos confiar plenamente en los signos naturales, bastaría con ser para manifestar la verdad. Entonces, no habría nada que hacer, sino consentir en ser uno mismo, y el único medio adecuado de desvelar el auténtico ser seria el de renunciar a todos los medios artificiales, incluido el de la palabra. Asi pues, hele aquí construyendo la utopia de una comunicación mediante signos (entiéndase: signos naturales) que permitirían igno­ rar cualquier otro lenguaje. El Emilio y la Disertación sobre la Mú­ sica moderna nos ponían en guardia contra el maleficio de los sig­ nos. Se trataba entonces de los signos convencionales que, lejos de ser conductores de significados, son obstáculos interpuestos, inter­ ceptores. Muy distintos son los signos en que Rousseau sueña en confiarse: gestos y movimientos, cuyo sentido se impone infalible­ mente por si mismo, sin la ayuda sobreañadida de los signos con­ vencionales del lenguaje verbal. En el Discurso sobre el Origen de Ia Desigualdad, Jean-Jacques se protege tras la opinión de Isaac Vossius. Satisfecho de haber en­ contrado un texto que expresa exactamente su deseo, deja hablar al latín del docto teórico que deplora la confusión de las lenguas: Me cuidaré muy m ucho de em barcarm e en las reflexiones filo­ sóficas que habría de hacer sobre las ventajas y los inconvenientes de esta institución de las lenguas... Asi pues, dejemos hablar a las gentes a quienes no se ha reprochado el atreverse a tom ar el parti­ do de la razón contra el parecer de la m ultitud. N ec quidquam f e ­ licitan hum ani generis decederet, si, pulsa to t tinguarum p este et confusione, unam artem calierent m ortales, e t ¡ágnis, m otibus, gestibusque, licitum fo r e t quidvis explicare. . . **.

Rousseau sueña con volver a esta lengua verídica, pero sueña con ello porque no la posee al estar obligado a utilizar las palabras del lenguaje convencional para explicar la felicidad que experimenta­ ría al expresarse exclusivamente mediante signos naturales. ¿Acaso no experimenta, a menudo, la impresión de que el sentimiento está condenado a una oscuridad esencial? «Lo que se ve no es más que una mínima parte de lo que es, es el efecto aparente cuya causa in*® Discours sur ¡"Origine de flnégalité, nota 13, O. C., III, 218.

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terna está escondida y es, a menudo, muy complicada... Nadie puede escribir la vida de un hombre más que él mismo, su modo de ser interno, su verdadera vida sólo es conocida por él»*1. En el len­ guaje de los signos naturales, el efecto aparente y la causa interna no estarían separados, no se encontraría la ruptura entre lo mani­ fiesto y lo oculto, ruptura que es objeto de acusación aquí. Y sin embargo, Jean-Jacques no ha dejado de sufrir a causa de esta esci­ sión entre el ser y el parecer. ¿Acaso no hemos visto que ha tomado la pluma, porque su timidez en sociedad le impedía mantener la promesa de su rostro? Escribe para mostrar lo que vale, precisa­ mente porque no ha sabido probar su valor por los medios más rá­ pidos, es decir, por la presencia real y la palabra viva. Pero escribe para expresar su resentimiento contra el «medio más lento» de la escritura, para explicar su nostalgia de la comunicación muda, de la expresión sin medio de expresión. Asi cuando Rousseau describe a los habitantes del «mundo en­ cantado», al comienzo del primer Diálogo, se abandona deliciosa­ mente a su sueño: vivir junto a los otros en una intimidad confiada y casi silenciosa, en que las almas hablarían mediante signos inequí­ vocos que suplantarían a la palabra o que actuarían sin tener en cuenta a las palabras. Porque «no buscan su felicidad en la aparien­ cia, sino en el sentimiento intimo», los «iniciados» no pueden darse por satisfechos con el lenguaje ordinario, que lleva en si el maleficio de la apariencia. Los signos son los únicos que podrán transmitir el sentimiento intimo: Es absolutamente necesario que unos seres constituidos de for­ ma tan angular se expresen de manera diferente que las personas corrientes. No es posible que teniendo almas modificadas de mo­ do tan distinto no lleven la huella de estas modificaciones en la ex­ posición de sus sentimientos y de sus ideas. Aunque los que no tienen noción alguna de este modo de ser no perciben esta huella, no puede dejar de ser percibida por quienes la conocen y partici­ pan de ella. Es un signo característico por medio del cual se reco­ nocen entre si los iniciados, y lo que confiere un gran valor a ese signo, tan poco conocido y aún menos usado, es que no puede ser falsificado, que no actúa nunca más que al nivel de su fuente y que cuando no sale del corazón de quienes lo imitan tampoco lle­ ga a los corazones que están hechos para conocerlo; pero en cuan­ to llega no es posible confundirse; es auténtido en el momento mismo en que es sentido. Es-en la entera conducta de la vida, más n Primera redacción de las Confessions, Armales J.-J. Rousseau, IV, 1908, 3; véase O. C.. 1. 1149.

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que en algunas ocasiones aisladas, en donde con más seguridad se manifiesta. Pero en situaciones intensas en las que el alma se exal­ ta involuntariamente, el iniciado distingue pronto a su hermano de aquel que, sin serlo, sólo pretende tener aspecto de tal...**. Jean-Jacques imagina una lengua más segura, más directa, casi infalible, pero esta lengua no es universal: es un secreto reservado a un pequeño número de iniciados, que la naturaleza ha hecho dife­ rentes del común de los hombres. Por una parte, viven separados del resto de la humanidad, y su lenguaje secreto da testimonio de esta separación, pero, por otra parte, son capaces de una comunica­ ción más profunda entre ellos, y se la deben también al poder de es­ tos signos secretos. Cuando están juntos, no surge ningún malen­ tendido entre los iniciados. Sólo que su conversación no será un diálogo. ¿Sobre qué se discutiría si los «iniciados» se comprenden inmediatamente? No, estos hombres que gozan de «placeres inme­ diatos» no dialogan, no hacen más que simpatizar, es decir, dar libre curso a sus sentimientos: los signos y el silencio son el lenguaje de la simpatía, gracias a lo cual las conciencias se unen «a nivel de la fuente». ¡Pero qué significativo es encontrar aquí, en un texto ti­ tulado Diálogos, la descripción de una comunicación más feliz y más eficaz que el diálogo! Ahi captamos, en vivo, una palabra que desea la desaparición de la palabra, pues tan grande es la impacien­ cia de las almas sensibles: La pesada sucesión del discurso les resulta insoportable; la len­ titud de su marcha les contraría; con la rapidez de emociones que experimentan, les parece que lo que sienten deberla abrirse paso y penetrar en un corazón a otro sin ei frío ministerio de la pala­ bra89. «Sin el frió ministerio de la palabra»: la fórmula es un eco casi literal de La Nueva Eloísa: ¡Qué cosas se han dicho sin abrir la boca! ¡Qué de ardientes sentimientos se han comunicado sin la fría mediación de la pala­ bra!90. Pero habria que citar aqui toda la carta sobre la «mañana a la inglesa» (Parte V, carta III). Es uno de esos momentos de transpa** Dialogues, I, O. C„ I, 672. 89 Dialogues, II, O. C., I, 862. 90 La Nouvelle Hélotse, V parte, caria III, O. C„ II, 560.

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renda perfecta y cuya importancia simbólica no es menor que la de la fiesta de la vendimia. La mañana a la inglesa expresa, en una es­ cena de interior, lo que la fiesta de la vendimia expone a cielo abier­ to: la confianza absoluta y la comunicación sin obstáculos. En estos momentos «consagrados al silencio y recogidos por la amistad», la alegría unánime de tres seres circula de uno a otro a través de los signos: Intenso y celestial sentimiento, ¿qué discursos son dignos de ti? ¿Qué lengua se atreve a ser tu intérprete? ¿Acaso, lo que se le dice a un amigo puede alguna vez tener el valor de lo que se siente a su lado? ¡Señor! ¡Cuántas cosas dice una mano que se estrecha, una mirada animada, un abrazo contra el pecho, y el suspiro que le sigue! ¡Y después de todo esto, qué fría es la primera palabra que se pronuncia!’1. Al oír estas palabras, la labor cayó de entre sus manos, volvió la cabeza, y miró a su digno esposo de forma tan conmovedora y tan tierna que yo mismo me estremecí a causa de ella. No dijo na­ da: ¿qué hubiese podido decir que fuese comparable a esa mira­ da? Nuestros ojos se encontraron también. Por el modo en que su marido me estrechó la mano, senti que la misma emoción nos em­ bargaba a los tres, y que la dulce influencia de aquel alma abierta actuaba a su alrededor, y triunfaba sobre la propia inestabili­ dad92. Comunicatividad, influjo: son los actos esenciales del alma rousseauiana, en la que el ser comunica sin alienarse y sin abando­ narse a si mismo. La mañana a la inglesa aporta la imagen ideal del momento comunicativo. Conducidos por signos y no por palabras, la comunicación es más amplia y la influencia es más pura. La esce­ na que acabamos de leer es un éxtasis a tres. Asi lo entendía Rous­ seau al describir la imagen que debía ilustrar este pasaje: «Un aire de contemplación ensoñadora y dulce en los tres espectadores: sobre todo, la madre debe parecer en un delicioso éxtasis»93. Pero, he aquí otro testimonio del poder de los signos. Bernardin de Saint-Pierre nos transmite una confidencia de Rousseau: Me decia: ¡Oh! ¡Cuánto poder añade la inocencia al amor! He amado dos veces apasionadamente: una, a una persona a la que no había hablado nunca. Una sola señal fue el origen de mil car­ *> Op. Cit.. 558. « Op. cit., 559. 93 Sujets d'Estampes pour la Nouvelle Hélotse, O. C., II, 769; sobre la comuni­ catividad y el influjo, cfr. Pierre Burgelin, op. cit., 149-190.

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las apasionadas y de las más dulces ilusiones. Entré en una habita­ ción en la que se encontraba: la veo de espaldas; al verla, la ale­ gría, el deseo y el amor se pintaban en mi rostro, en mis rasgos y en mis gestos; no me daba cuenta de que ella me veta en el espejo. Se vuelve ofendida por mi éxtasis, y me señala el suelo con el de­ do; iba a caer de rodillas cuando alguien entró44. Se trata de los amores de Rousseau, adolescente aún, y de Mme. Basile, poco después de que Jean-Jacques hubiese abandonado el Hospicio de los catecúmenos en Turin. Abramos ahora las Confe­ siones. No encontraremos allí las «mil cartas apasionadas» (¿Es un adorno añadido por Bernardin? Pero, verídico o no, el hecho es pausible, está de acuerdo con la psicología de Rousseau, las Cartas a Sophie nos aportarán la demostración tardía de ello.) En el relato del segundo libro de las Confesiones, muchos detalles son presenta­ dos de diferente manera. Las dos versiones presentan «variantes» importantes93. ¿Habría que rechazar el testimonio de Bernardin, para simplificar las cosas? Desde luego que no. Entre una y otra versión encontramos «invariantes» más importantes que las varian­ tes. Esto nos invita a suponer que la imaginación de Rousseau poe­ tiza el recuerdo a partir de un cierto número de puntos fijos de re­ ferencia; se elaboran musicalmente detalles inventados según la emoción del momento de la escritura, pero alrededor de elementos estables, que representan el material dado por la memoria. Ahora bien, ¿cuáles son estos elementos fijos en la escena con Mme. Basi­ le? Por una parte, el silencio; acerca de este punto se descubre una concordancia en la misma diferencia: Versión Bernardin: «Una persona a quien nunca había ha­ blado». Confesiones: Jean-Jacques ha hablado ya con Mme. Basile, pero la escena capital es «intensa y muda». Por otra parte, algunas imágenes siguen siendo las mismas: el reflejo de Jean-Jacques visto en el espejo y, sobre todo, la señal con M Bernardin de Saint-Pierre, La Vie et les ouvrages de J.-J. Rousseau, ed. M. Souriau (París, 1907), 94. 55 Según Bernardin de Saint-Pierre, Jean-Jacques es interrumpido por un intruso cuando se dispone a caer de rodillas ante Mme. Basile. Según las Confesiones, per­ manece arrodillado dos minutos. Otra discordancia en los detalles, según la versión definitiva de las Confesiones, Jean-Jacques no se atreve a tocar a Mme. Basile. Pero en un primer esbozo, aparece un gesto más audaz: «... si tenía la temeridad de posar algunas veces mi mano sobre su rodilla, era tan suavemente, que mi inocencia creia que ella no lo sentía» (Anuales J.-J. Rousseau, IV, 1908, 236-237).

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el dedo, único gesto de Mme. Basile a su adorador. Según las Con festones, la calidad infinitamente preciosa de esta escena de aim» reside en el hecho de que sólo fue un silencio atravesado por signos. Jean-Jacques expresó su amor sin pronunciar una sola palabra, y la mujer le respondió con un simple «movimiento con el dedo». Volvamos a leer el pasaje de las Confesiones en el que se nos cuenta la apasionada entrevista: se verá que este «movimiento con el dedo» es el elemento central alrededor del cual se compone y se cristaliza toda la escena: Me puse de rodillas a la entrada de la habitación extendiendo los brazos hacia ella con un movim iento apasionado, seguro de que ella no podía oírm e, y sin pensar que pudiese verme: pero en la chimenea había un espejo que m e traicionó. N o sé qué efecto produjo en ella este arrebato; no me m iró, ni m e dirigió la pa­ labra: pero volviendo a medias la cabeza, me m ostró la estera a sus pies con un sim ple m ovim iento con el dedo. Estremecerme, lanzar un grito y abalanzarm e al lugar que ella me había señalado fue todo uno para m i96, pero lo que costará creer es que, en este estado, no me atrevía a intentar nada más allá, ni a decir una sola palabra, ni a levantar los ojos hacia ella, ni siquiera a tocarla en una actitud tan sumisa, para apoyarm e un instante en sus rodillas. Estaba m udo, inmóvil, pero, desde luego, n o estaba tranquilo... Ella no me parecía ni más tranquila ni menos tim ida que yo. T ur­ bada por verme alli, desconcertada por haberm e atraído, y co­ menzando a darse cuenta de todas las consecuencias de un signo que habia salido, sin duda, irreflexivamente; no me acogió ni me rechazó; no levantaba los ojos de su labor; intentaba hacer como si no me hubiese visto a sus pies...97.

En la meditación que sigue a la descripción del encuentro silen­ cioso, el pensamiento de Rousseau se refiere de nuevo a esa simple señal con el dedo, la inolvidable felicidad de esta entrevista reside en el hecho de que la declaración de Rousseau y el acuerdo de Mme. Basile no recurrieron al lenguaje común, sino que se realizaron con la pureza del sentimiento convertido en signo: N ada de lo que me hizo sentir la posesión de las mujeres vale lo que los dos minutos que pasé a sus pies sin tocar ni siquiera su 9* Notemos aqui la simultaneidad de la reacción física (estremecerme), el «signo natural» (lanzar un grito) y el gesto (abalanzarme). Se constata una excesiva sobre­ carga expresiva, una sobre-expresividad, que se manifiesta de todos los modos po­ sibles con exclusión de la palabra. »7 Confessions, lib. II, O. C., I, 75-76.

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vestido... Una p equ eñ a señal con el d ed o y una ligera expresión de su mano en mis labios son los únicos favores que recibí, para siempre, de Mme. Basile, y el recuerdo de estos favores tan delica­ dos aún me embelesa cuando pienso en ellos98.

Para Jean-Jacques la felicidad amorosa no reside en la posesión, sino en la presencia: inmóvil y mudo, Jean-Jacques está en trance ante Mme. Basile, pero, sobre todo, está presente en su propio sen­ timiento. Asi el intercambio de signos asegura, al sentimiento, una pleni­ tud que la reminiscencia puede gozar todavía. Nadie ha señalado mejor que Hólderlin la importancia del signo para Rousseau. El poder de comunicación mediante signos le inspi­ ra un admirable comentario poético, en una estrofa del poema in­ acabado consagrado a la memoria de Rousseau: Vernommen hasl du sie, verstanden d ie Sprache d e r Frerndlinge, C edeu tet ihre Seele! D em Sehnenden war D er Wink genung, und W inke sin d Von A lters her d ie Sprache d e r G ótter.

¡Tú la has oído, tú has com prendido la lengua de los extranjeros e interpretado su alma! a tu deseo, Le bastaba con el signo, y los signos son, Desde el comienzo de los tiem pos, la lengua de los dioses99.

¿Quiénes son estos extranjeros? Sin duda, los habitantes del «mundo encantado»; aquellos cuya llegada ha sido prometida (die Verheissenen). El signo es lo que permite aquí interpretar (deuien) el alma de los extranjeros. Aunque se trate de un conocimiento ins­ tantáneo (leemos algunas lineas más adelante: «Al primer signo, conocía ya, todo lo realizado», Kennl el itn ersten Zeichen Vollendetes schon), este conocimiento, a los ojos de Hólderlin, es interpreta­ tivo. Los dioses sólo hablan a los escasísimos hombres que com­ prenden su lengua: sólo se revelan a las almas proféticas. Asi sucede claramente, en la descripción que Rousseau nos da del mundo en­ cantado: los «iniciados» constituyen una élite espiritual, y el privile­ gio que poseen de comprenderse mediante signos es un don de in­ terpretación, un poder de predicción. Debemos detenernos en el problema de la interpretación del sig­ no. En una comunicación verdaderamente inmediata, no hay lugar 98 Op . CU., 76-77. 99 Hólderlin, SttmiUche Werke (Stuttgart, Kohlhammer, 19S3), t. II, 13.

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para una interpretación del signo; una /nterpretación es una ínter posición, un acto mediador. El ideal de lo inmediato exige que el sentido del signo sea exactamente idéntico en el objeto mismo y en mi percepción del signo; el sentido se impondrá irresistiblemente, y yo lo acogeré pasivamente. He aqui lo que desea Rousseau: que el signo sea solamente sentido y no que tenga que ser leido (si no, na­ da le distinguirla de la lengua convencional que requiere la fatiga de la lectura). Pero esto equivale a reducir la actividad del alma sólo al sentimiento que responde al signo; el alma no tendrá nada que ha­ cer —según Rousseau— en la elaboración del sentido mismo del sig­ nificado. No tendrá más que dejarse iluminar. Entonces la eviden­ cia del signo es tan grande que hace que cualquier interposición sea inútil. La evidencia se da gratuitamente. Ahora bien, parece que, en la realidad, las cosas suceden según el deseo de Rousseau. Aún re­ nunciando a los signos convencionales para volver a los signos natu­ rales, aún renunciando a disociar el simbolo significante y las cosas significadas, nos vemos forzados a reconocer que la percepción del sentido dei signo presupone una actividad de la conciencia. Dejando a un lado cualquier posición idealista, hay que decir que el sentido no se da más que a una conciencia que espera (o apunta) la apari­ ción del signo y que solicita significados a su alrededor. Esta solici­ tud es ya espontánea y originalmente una interpretación; implica la elección previa de un sentido general del mundo, de cuyo fondo se desprenderán los significados particulares. En otros términos, la mi­ rada que se dirige al exterior despierta alli signos que sólo están destinados a él, y que le anuncian su mundo: ciertamente, no la pu­ ra y simple proyección de la «realidad interior» del espectador, sino el mundo al que él ha elegido hacer frente, el adversario-cómplice que ¿I se asigna. Ahora bien, Rousseau se niega a admitir que el significado de­ pende de ¿1 y que en gran medida es obra suya, que éste pertenezca por completo a la cosa percibida. No reconoce su pregunta en la respuesta que el mundo le devuelve. De este modo, se desposee de la parte de libertad que existe en cada una de nuestras percepciones. Habiendo hecho una elección entre ios sentidos posibles que le anuncia el objeto exterior, atribuye esta elección al objeto mismo, y ve en el signo una intención perentoria e inequívoca. Llega a atri­ buir a la cosa una voluntad decisiva, siendo asi que la decisión está en su propia mirada. Rousseau interpreta instantáneamente al entrar en contacto con el mundo, pero no quiere saber qué ha in­ terpretado. Rousseau soñaba con una comunicación por signos, pero los sig­ nos van a volverse contra él. Le anuncian una adversidad inape193

lable, le aportan la evidencia de la malevolencia y de la hostilidad universales. Con toda seguridad, ¿1 interpreta las apariencias, pero la mayor parte del tiempo, no sabe o no quiere saber que la adversi­ dad se encuentra ya en la mirada que dirige a los seres y a las cosas. El delirio de interpretación de Rousseau, no es más que el derrum­ bamiento paródico de su esperanza en una lengua secreta gracias a la cual los corazones se abrirían y se mostrarían sin ambigüedades. Habia deseado un modo de combinación que estuviese al abrigo de la traición de las palabras, en el que cada índice no tuviese que ser interpretado sino que aportase instantáneamente la certeza infalible del corazón del otro, «al nivel de su fuente»; en una palabra, habia deseado un lenguaje más inmediato que el lenguaje, en el que los se­ res revelasen su alma con su sola presencia. Hele aquí ahora rodea­ do de signos perentorios que hablan más persuasivamente que cual­ quier lenguaje y cualquier razón discursiva, pero que le anuncian la opacidad de los corazones, la oscuridad de las almas y la imposibili­ dad de la comunicación. La magia del signo se ha convertido en una magia nefasta que impone la presencia definitiva de la oscuridad y del velo. La inversión cualitativa es absoluta: en vez de poseer un poder instantáneo de iluminación, el signo ejerce un poder instantá­ neo de oscurecimiento. Vemos intervenir aquí una ley del «todo o nada». No hay punto medio entre la transparencia y la opacidad, no hay término medio entre el trato intimo y el mundo de la perse­ cución. «En cuestión de felicidad y de goce, me era preciso o todo o nada» l0°. Y Jean-Jacques parece querer activamente la nada cuando no ha obtenido el todo. Esta es la razón de que el más ligero empañamiento, el más pequeño vapor se conviertan inmediatamente en el equivalente de la total opacidad. Cualquier obstáculo a la comuni­ cación ideal mediante signos constituye el signo incontestable de una malévola hostilidad. Asi por el mismo exceso de su deseo de transparencia, la mirada de Jean-Jacques se expone a sufrir una opacidad omnipresente. El signo negativo, inicio de hostilidad, no reside solamente en los rostros, sino también en las cosas. Entre el signo expresivo (que es un comportamiento humano) y el signo predictivo o sintomático (que emana misteriosamente de los objetos inanimados) no existe diferencia esencial, pasamos de uno a otro mediante un desliza­ miento casi insensible. Basta con que la mirada interrogue al mundo con cierta insistencia, e inmediatamente se le descubren las inten­ ciones escondidas, y se anuncian los augurios.10 100 Con/essions, lib. IX. 0?C „ I, 442.

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En las mayor parte de los casos, Rousseau interpreta los signos retrospectivamente, a distancia. En las Confesiones, un Rousseau que pretende ser victima del destino intenta leer en las imágenes de su pasado las profecías de su desgracia actual. Es solamente enton­ ces, al escribir su vida, cuando descubre el valor predictivo de cier­ tas circunstancias de su juventud. ¿Vio Jean-Jacques una señal en el momento en que se levantó el puente levadizo de una de las puertas de Ginebra? En todo caso, lo está en su memoria: A veinte pasos de la entrada veo que se levanta el prim er puen­ te. Tiem blo al ver po r los aires aquellos terribles cuernos, siniestro y fatal augurio del destino inevitable que com enzaba para mí en ese m om ento101.

Maravilloso ejemplo de signo negativo: la separación y la expul­ sión se expresan y se formulan mediante una imagen. Pero es preciso que Jean-Jacques haya pasado la prueba de su destino para que esta imagen se convierta, a posteriori, en anunciadora de su destino. Aquí estamos en presencia de una intepretación regresiva (o re­ trospectiva) cuyo principio ha establecido el propio Rousseau en otro pasaje de las Confesiones: Lo único que llama mi atención es el signo exterior. Pero en seguida me acuerdo de todo esto: recuerdo el lugar, el tiem po, el tono, la m irada, el gesto, la circunstancia, nada se me olvida. En­ tonces, de aquello que se hizo o dijo deduzco lo que se pensó, y es raro que me equivoque1M.

El sentido del signo, que quedó confuso en su momento, sólo es decubierto «claramente» por la memoria, que suple los defectos de la percepción efectiva. Sólo lo que es revivido es completamente sig­ nificativo. Rousseau cree que se remonta a las evidencias: Los sig­ nos indican una realidad perentoria detrás de ellos, y Rousseau, in­ capaz de comprender nada en el mismo momento, recompone, con seguridad, el pensamiento secreto de otro cuando la distancia tem­ poral, añadida a la turbación inicial, debería hacer de él un pensa­ miento doblemente escondido. Así pues, nos podemos preguntar, si en las Confesiones y en la correspondencia de Rousseau, los signos nefastos no se construyen a través de una cavilación retrospectiva, que se detiene en un gesto, en una mirada, en un objeto, con el fin de atribuirles, a posteriori, un valor predicativo y fatal. 101 Confessions, lib. I, O. C., I, 42. "« Confessions, lib. III, O. C.. I, 115.

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Sin embargo, no carecemos de ejemplos en los que el signo hos­ til provoca un sobrecogimiento instantáneo. Aqui interviene una in­ terpretación sin distancia. A este respecto, hay que admitir el testi­ monio escrito (así pues, elaborado por la memoria, y por tanto: construido) que nos da Rousseau. Es empresa vana querer confron­ tar este testimonio con lo que habría podido ser «la experiencia real», la cual está definitivamente reorganizada por la reconstruc­ ción autobiográfica. La magia del signo, tal como la describe Rousseau, crea brusca­ mente monstruos, a la inversa de lo que ocurre en los cuentos de ha­ das en los que las bestias se convierten en principes encantados. El que un detalle inesperado enturbie la limpidez de la comunicación esperada, el que una sorpresa no se resuelva de inmediato en trans­ parencia: he aqui lo que transforma al interlocutor en un monstruo, como si el signo ambiguo le hubiese infectado mágicamente y le hu­ biese hecho impuro de punta a cabo. La comunicación es absoluta o no es: el defecto inexplicable que produce una ligera duda o una fu­ gaz interrogación destruye totalmente la simpatía, y el alma de Jean-Jacques se siente paralizada y se retracta, como atraída por la mirada petrificante de la cabeza de Medusa. Entonces se produce una conversión del pro en contra, de la comunicativa embriaguez en la ruptura desconfiada. El pezón tuerto de Zulietta es el ejemplo perfecto de la magia negativa que convierte en mostruo a un ser que en el instante anterior era totalmente deseable. En el momento en el que estaba dispuesto a desfallecer, en un pecho que me parecía que soportaba por primera vez el contacto de la boca y la mano de un hombre, me di cuenta de que tenia un pezón tuerto. Me quedo extrañado, examino, creo ver que este pe­ zón no está formado con el otro. Heme aqui buscando en mi ca­ beza cómo se puede tener un pezón tuerto, y persuadido de que esto deberia tener que ver con algún especial vicio natural, a fuer­ za de dar vueltas y más vueltas a esta idea, vi claro como el dia que en la más encantadora persona de la que pueda hacerme idea, sólo tenia en mis brazos a una especie de m on stru o, el desecho de la naturaleza, de los hombres y del amor103.

¿Pero cómo ha intervenido el signo? ¿Es el signo encontrado re­ pentinamente el que produce la inhibición del impulso amoroso? ¿Es el signo el que es el verdadero obstáculo? Nos preguntaremos si la parálisis de Jean-Jacques ante Zulietta no es la expresión de una

105 Coirfessions, lib. VU, O. C., I, 321-322.

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«conducta de fracaso» que teme y que quiere, al mismo tiempo, lo ruptura, la pérdida de la energía erótica, y el brusco repliegue a una soledad herida. La automutilación, que Rousseau se inflige simbó­ licamente, toma como pretexto objetivo esta insignificante imper­ fección del cuerpo de Zulietta para hacer de ella un signo decisivo. Pero la inhibición habría podido tomar como pretexto cualquier otro detalle real. Para Rousseau posiblemente sólo se trata de impu­ tar su fracaso o su rechazo a un obstáculo exterior: todo, literal­ mente, puede constituir la señal a partir de la cual se justifica la inhibición. A veces basta con que Rousseau fije su atención en un punto particular de la realidad —en el pliegue que hace una sonrisa, no le es necesario insistir por mucho tiempo: la magia nefasta opera y se produce una revelación negativa; ante Jean-Jacques, el otro se ha vuelto horrible, se ha transformado en monstruo y la sonrisa se ha transformado en una mueca diabólica. He aquí una velada a la inglesa en compañía de David Hume. Se intercambian miradas en silencio: esto es lo que producía en la ma­ ñana a la inglesa de La Nueva Eloísa el delicioso goce de las «al­ mas bellas», que gozaban asi de «la unión de los corazones». Esto es lo que hace que ahora la cara del amigo retroceda en la noche, se inmovilice, y se convierta en extraña, para siempre. A partir de ese momento, el amigo es un falso amigo, sin que se haya intercam­ biado una sola palabra: Su mirada seca, ardiente, burlona y prolongada, se hizo más inquietante. Para librarme de ella, intenté mirarle fijamente a mi vez, pero, al detener mis ojos sobre los suyos, siento un estremeci­ miento inexplicable y me veo obligado a bajarlos en seguida. La fisonomía y el tono del buen David son los de un buen hombre, ¿pero de dónde, ¡en nombre de Dios!, saca este buen hombre esos ojos con los que mira fijamente a sus amigos?104*.

Metamorfosis que hace caer repentinamente una máscara, pero para revelar una cara más tenebrosa que la propia máscara. No, ya no es posible la comunicación con Hume, una vez que ha sido des­ enmascarado, sino que ahora ¿1 aparece como aquel que trabaja ac­ tivamente en propagar la ruptura alrededor de Jean-Jacques y en hacerle imposible cualquier otra comunicación. «Parece que la in­ tención de mi perseguidor y de sus amigos es la de cortarme toda co­ municación con el continente y la de hacerme perecer aqui de dolor y de miseria»,os. 104 Correspondance générate, DP, XV, 308. ios Correspondance générate, DP, XVI, 56.

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Mencionemos también otros momentos exactamente semejantes, en los que, ante la mirada de Jean-Jacques, los signos del mal abso­ luto transforman súbitamente la cara de un amigo. Qué extraña me­ tamorfosis desfigura a Du Peyrou, mientras dormita bajo el efecto de un medicamento: Mientras tenia los ojos cerrados, vi cómo sus rasgos se altera­ ban y cómo su rostro tomaba un aspecto deforme y casi horrible: pensé lo que debía estar pasando en esta débil alma acongojada por el temor a la muerte. Entonces elevé mi alma al cielo, me re­ signé en manos de la Providencia y le dejé el cuidado de mi justifi­ cación l06107.

Desde entonces, el «querido anfitrión» pertenece al mundo de la sombra: no habrá ya ningún verdadero vínculo entre Rousseau y él: Nunca pude sacar la más mínima franqueza, la más mínima claridad, la más mínima confianza de este corazón sombrío y oculto... el más oculto que existe,m.

Y qué inquietante signo es la sonrisa del Padre Berthier: Me daba las gracias un día, riendo, por que le hubiese conside­ rado un buen hombre. Encontré en su risa un no sé qué de sardó­ nico que cambió totalmente su fisonomía ante mis ojos y que des­ de entonces se me ha venido a menudo a la memoria108.

Rousseau se acordará de esta sonrisa en el día en que sospeche que los jesuítas han interceptado el manuscrito del Emilio. Ese sig­ no por sí solo permite edificar la idea de un complot. En cuanto Rousseau se enfrenta con lo desconocido, con el misterio, quiere que éste sea un «misterio de iniquidad». No es posible otra hipótesis: un alma que no se abre a la comunicatividad amistosa se convierte de inmediato en un alma completamente negra y que fomenta acti­ vamente el mal. En Rousseau, el conocimiento del otro exige el po­ der detenerse en el si o en el no, en lo negro o en lo blanco. Lo que queda en suspense, la duda y la incertidumbre le resultan más into­ lerables que la decisión que se pone en lo peor. Prefiere el malvado que participa en la liga hostil al amigo dudoso; al menos se puede romper sin remordimientos... 106 Correspondance générale. DP, XVII, 341. 107 Correspondance générale. DP, XVI11, 292. 108 Con/essions. lib. X, O. C.. I, 505.

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Una extraña demarcación separa una «zona» de conciencia en la que Rousseau es todavía capaz de reconocer que su imaginación in terpreta los signos de un modo delirante, y una zona en la que la angustia, al dejar de ser consciente de su trabajo interpretativo, acepta la idea delirante como una evidencia plena e indiscutible. Le­ amos en las Confesiones el relato del enloquecimiento que se apode­ ró de Rousseau con motivo del retraso en la impresión del Emilio; el análisis tan perspicaz que aplica a su comportamiento nos hace creer en la inminencia del despertar, ¿no está a punto de conjurar los maleficios? ¿No va a descubrir que todo lo que le obsesiona es producto del mismo proceso mental? Jamás una desgracia, sea la que fuere, me altera ni abate con tal de que sepa en qué consiste, pero mi inclinación natural es te­ ner miedo de las tinieblas; temo y odio su negro aspecto, el miste­ rio me inquieta siempre, es demasiado contrario a mi tempera­ mento, abierto hasta la imprudencia. El aspecto del monstruo más horrible no me espantaría, creo, pero de noche si viese una figura debajo de una sábana blanca, tendría miedo. He aquí pues, a mi imaginación alimentada por este largo silencio ocupada en pintar­ me fantasmas... Al instante mi imaginación parte como un rayo y me revela to­ do el misterio de iniquidad: vi su avance con tanta claridad, con tanta seguridad, como si me hubiese sido revelado10*.

Rousseau se retracta públicamente: no eran más que visiones, quimeras de un espíritu que se ha inquietado por una soledad dema­ siado larga. Pero el alcance de esta «auto-critica» se limita solamen­ te al incidente del Emilio. Parece que Rousseau sólo revoca su in­ terpretación delirante para dar más peso a otras acusaciones (no menos delirantes) que formula sin ninguna crítica. Asi saca pro­ vecho de una apariencia de objetividad imparcial; puesto que es ca­ paz de reconocer las fechorías de su imaginación, ¿no nos obliga a confiar en él cuando denuncia la encarnizada malevolencia que ve organizarse a su alrededor? Se acusa de haber interpretado ciertos signos, pero para abandonarse mejor, en lo que a los demás se re­ fiere, a su delirio de interpretación; para entregarse mejor al poder de los signos nefastos, que no pone en cuestión. Para Jean-Jacques, vivir en el mundo de la persecución será sen,0* Coitfessions, lib. XI, O. C., I, 566. Cfr. Réveries, segundo Pasco: «Siempre he odiado las tinieblas; me inspiran de modo natural tal horror, que aquéllas con las que se me rodea después de tantos altos no han hecho que disminuyese» (O. C.. I, 1007).

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tirse cautivo en el interior de una red de signos concordantes me­ diante los cuales se refuerza un «misterio impenetrable». Estos sig­ nos serán el punto de partida de una especulación angustiada110y de una interminable búsqueda con vistas a dilucidar más completamen­ te su sentido, que primero es hostilidad muda, acusación disimula­ da y condena clandestina. La hostilidad del signo alcanzará su pun­ to máximo, cuando manifieste no ya un sentido malévolo, sino el rechazo de revelar un sentido cualquiera. A los ojos de Rousseau perseguido, los signos son «claros», pero remiten todos a una últi­ ma oscuridad, a una «fuente» irrevocablemente oscura y absurda: Unos me buscan con ardor, lloran de alegría y de ternura al verme, me abrazan, me besan extasiados, con lágrimas en los ojos, los otros, ante mi aspecto, se inflaman de un furor que veo brillar en sus ojos, otros escupen, o sobre mí o muy cerca de mi, con tanta exageración que su intención me resulta clara. Todos esos signos tan diferentes están inspirados por el mismo senti­ miento, esto está igual de claro para mi. ¿Cuál es este sentimiento que se manifiesta mediante tantos signos contrarios? Veo que es aquél que todos mis contemporáneos tienen con respecto a mí, en cuanto a lo demás me es desconocido"1.

Los signos son infalibles: pero lo que se trasluce de ellos es la imposibilidad de la transparencia. El signo es revelación, pero reve­ lación del obstáculo infranqueable. De este modo nada gana Rous­ seau con interrogar a un signo tras otro. En vez de llegar a dilucidar el misterio, se encuentra en presencia de tinieblas más espesas: las muecas de los niños, el precio de los guisantes en el mercado, los pequeños comercios de la calle Platriére, todo anuncia la misma conspiración cuyos móviles son definitivamente impenetrables. Por más que Rousseau organice los indicios que percibe, por más que intente unirlos en una cadena coherente, siempre desemboca en las mismas tinieblas. «El mórbido universo del intérprete —destaca el doctor Hesnard— es un mundo de significados personales, un universo signifi­ cativo»"2, Y precisar «El enfermo percibe este significado personal mucho antes de razonarlo». Este es el caso de Rousseau al final de no Una tela de araña especulativa (speculative cobweb) dirá Coleridge a propósito de Rousseau (The philasophical Lectures o f Samuel Taytor Coleridge, cd. Ktheen Coburn, Londres. Routledge and Kegan Paul, 1949, p. 308). i" «Phrascs écrites sur des caries á jouer», Revenes, ed. Marcel Raymond (Gi­ nebra, Droz, 1948), 173; véase O. C., I, 1170. " 2 Dr. A. H esnard, L ’l/nivers morbide de la faute (París, P.U.F., 1949), 95-%.

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su vida. La interpretación forma parte de la percepción misma: per­ cibir la realidad e interpretarla como signo de hostilidad son un solo y mismo acto. De ahi la reacción instantánea de Jean-Jacques ante la aparición del signo. Seguidamente interviene la larga cavilación en la que se esforzará por establecer la concordancia que une los sig­ nos y que, tras su multiplicidad, revela la existencia de un plan, de un sistema y de una liga universales. Siempre hay a partir de los sig­ nos instantáneos, una larga secuencia de razonamientos mediante los cuales Rousseau se esfuerza por remontarse hasta una maquina­ ción coherente y permanente. Pero la coloración hostil surge desde el primer momento, desde el instante de la percepción: este dato ini­ cial es, a la vez, decisivo e incompleto: el signo revela una inten­ ción, pero no esclarece ni sus causas ni sus orígenes. El signo revela el mal, pero oculta su procedencia. Por las Ensoñaciones y por los testigos de los últimos años de Rousseau sabemos que es capaz de pasar, imprevisiblemente, del humor más sombrío a una alegría casi infantil. En torno a JeanJacques el mundo de la persecución sólo existe intermitentemente, según las leyes de una extraña alternancia. ¿Pero cómo se produ­ ce el brusco paso de un estado a otro? Dejemos que Rousseau lo ex­ plique: Demasiado afectado siempre por los objetos sensibles y, sobre todo, por aquellos que llevan el sign o del placer o de la pena, de la bondad o de la aversión, me dejo arrastrar por estas impresio­ nes externas sin que a menudo pueda sustraerme a ellas más que por la huida. Un signo, un g esto , una m irada de un desconocido bastan para alterar mis placeres o para calmar mis penas: sólo me poseo cuando estoy solo, fuera de estos casos soy el juguete de todos aquellos que me rodean"3.

Asi pues, los bruscos transtornos de la afectividad son respues­ tas a signos, manifiestan una obediencia inmediata y casi mecánica al estimulo externo. Bastará con un signo y Jean-Jacques pasa no solamente de un humor a otro, sino de un mundo a otro. Así, todo oscila alrededor de un encuentro mudo. El signo ha hablado antes de que el interlocutor se haya explicado: la palabra y el discurso se esforzarán en vano por cambiar la convicción de Jean-Jacques, las protestas no servirán de nada. Al pasar delante de la Escuela Mili­ tar, no dirige la palabra a los inválidos, pero se contenta con in­ terpretar los signos: el saludo que se le dirige, el ojo con el que se le mira: 115 Réveries, noveno Paseo, O. C., I, 1094. 201

Uno de mis paseos favoritos era alrededor de la Escuela Mili­ tar y encontraba con gusto, aquí y allá, algunos inválidos que ha­ biendo conservado la antigua dignidad militar me saludaban al pasar. Este saludo, que mi corazón les devolvía multiplicado por cien, me agradaba y aumentaba el placer que tenia al verles. Co­ mo no sé ocultar nada de lo que me conmueve, hablaba a menudo de los inválidos y del modo en que me afectaba su aspecto. No hi­ zo falta más. Al cabo de algún tiempo me di cuenta de que ya no era un desconocido para ellos, o mejor aún, que lo era mucho más, puesto que me veian con los mismos ojos con que lo hacia el público. Ya no hubo más dignidad, ni más saludos. Un tono des­ aprobador, una mirada hosca habian sucedido a su primera corte­ sía. Como a diferencia de ios otros, la antigua franqueza de su oficio no les dejaba cubrir su animosidad con una máscara burlo­ na y traicionera, me daban muestras del más violento odio con to­ da claridad...IIJ.

Jean-Jacques no precisa nada más para concluir que se le ha dado instrucciones. La mejoría se produce a veces gracias al encuentro con una cara contenta o una expresión bondadosa. Pero la mayoría de las veces, los signos benéficos ya no pertenecen a la categoría de los «signos naturales»; Rousseau renuncia a buscar en los otros los signos que anuncian la simpatia o el afecto: en lo que a esto se refiere, ya no tiene esperanza y ya no quiere esperar nada más; «La liga es univer­ sal, sin excepción, irremisiblemente, y estoy seguro de que daré fin a mis días en esta horrible proscripción sin comprender jamás su misterio»115. Rousseau centra su atención en otros signos, acerca de los cuales aún no hemos dicho nada hasta ahora. Hay aún, en efecto, una última categoría de signos que no son ni signos convencionales, ni signos naturales. La enciclopedia los denomina signos accidentales: son «los objetos que algunas circuns­ tancias particulares han enlazado con algunas de nuestras ideas, de forma que son capaces de despertarlas». (Enciclopedia, art. Signo). Gracias al signo accidental, una felicidad pasada puede resucitar. Jean-Jacques puede refugiarse en su memoria, gozar de la pura pre­ sencia del recuerdo ausentándose para el resto de los hombres. Pide asilo a su pasado cuya llave mágica será el «signo accidental». El signo accidental no anuncia una realidad exterior, sino que despier­ ta imágenes interiores. De hecho, Jean-Jacques no habla del signo «accidental», sino »•* Op. cit., 1095-10%. u* Réveries, octavo Pasco, O. C., I, 1077.

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más sugestivamente habla del signo memorativo, o de memorativo, simplemente. La música actúa como memorativo: Rousseau men­ ciona, en el Diccionario de Música, este poder de reminiscencia a propósito del ranz des vachesUi: Estos efectos que no se producen en absoluto en los extranje­ ros, sólo provienen de la costumbre, de los recuerdos, de mil cir­ cunstancias que, recordadas por medio de esta música a aquellos que la escuchan, y recordándoles su país, sus antiguos placeres, su juventud y todas sus formas de vida, provocan en ellos un dolor amargo por haber perdido todo esto. Entonces, la música no ac­ túa, precisamente, como música, sino como signo memorativo117.

Así, Jean-Jacques cantará para si mismo «con voz ya completa­ mente rota y temblorosa» las melodías que ha aprendido de su tia y que un semiolvido hace que resulten aún más preciosas. ¿Y qué es un herbolario sino un memorativo? Para reconocer bien una planta hay que verla en los campos. Los herbolarios sirven de m em o ra tivo para aquellas que ya se han conocido...11819. Se herboriza inútilmente en un herbolario si no se ha empeza­ do por herborizar en la tierra. Esta clase de colecciones sólo deben servir de m em orativos ...IW.

Ahora bien, el herbolario no es solamente el memorativo de la planta real. La flor seca es el «signo accidental» que hace que re­ aparezcan el paisaje, la jornada, la luz y la feliz soledad del paseo en el que fue cortada. Es el signo que permite que la felicidad pasa­ da vuelva a convertirse en un sentimiento inmediato. Salvando del olvido este fragmento del pasado, establece con anterioridad al mo­ mento presente una perspectiva de transparencia indestructible. En la página del herbolario, la planta no sólo afirma su tipo sub specie aeternitatis, sino también la permanente repetición de la hora, del dia, de la circunstancia en la que Jean-Jacques la encontró. En un mundo obsesivo es uno de los raros signos que no se transforma in­ mediatamente en obstáculo, sino que se convierte en la llave de un espacio abierto, de un espacio interior en el que revive el espacio acogedor de la naturaleza: >16 Melodia pastoril suiza [N. del T.J. ■i? Dictionnaire de Musique, Musique, O. C. (Parts, Fume, 1835), III, 744. Sobre la memoria y los «signos memorativos», hay que remitirse al ensayo que Georges Poulet consagra a Rousseau en Études sur te Temps Humain, Parte, Pión, 1950. 1,8 Lenres élémentaires sur la botanique, O. C., IV, 1191. 119 Letires sur la botanique, O. C. (Parte, Fume, 1835), III, 395-396.

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Ya no volveré a ver esos bellos paisajes, esos bosques, esos la­ gos, esos bosquedllos, esas rocas, esas montañas cuyo aspecto siempre ha conmovido mi corazón: pero ahora ya no puedo correr por esas felices regiones, no tengo más que abrir mi herbo­ lario y en seguida él me transporta allí. Los trozos de las plantas que corté alli bastan para recordarme todo ese magnifico espec­ táculo. Este herbolario es para mi un diario de herborizaciones que hace que las vuelva a empezar con un nuevo encanto y produ­ ce el efecto de un instrumento óptico que los pintase de nuevo ante mis ojos120.

Así pues, se diría que al lado de los signos que hacen de Rous­ seau un prisionero, hay otros que le abren posibilidades de evasión. Para este solitario que ya no escucha las palabras de los hombres, el universo se oscurece o se aclara mágicamente con el paso de los sig­ nos, como un paisaje en el que las nubes forman sombras intermi­ tentes. Asi el mundo posee una doble estructura; una red de signos nefastos y una red de signos benéficos se manifiestan alternativa­ mente. Pero es en la mirada de Jean-Jacques donde pasa la nube. Si hay dos categorías de signos en el mundo, es porque hay dos actitudes intepretativas en Rousseau, actitudes que, al aplicarse algunas veces al mismo ser o al mismo objeto, les atribuyen alternativamente sig­ nificados diametralmente opuestos. Sin que nada haya cambiado en el objeto mismo, se produce una metamorfosis que trastoca su men­ saje. Un signo fasto se ha convertido en nefasto por una sombra que ha pasado por la mirada de Jean-Jacques. He aqui una ilustración fascinante. Rousseau busca una persona segura a quien entregar el manuscrito de los Diálogos. Por casua­ lidad, recibe la visita de un joven inglés que fue vecino suyo en Wooton: Actué como todos los desgraciados que creen ver en todo lo que les ocurre una dirección expresa del destino. Me dije: he aqui el depositario que la Providencia ha escogido para mi; es ella quien me le envia... Todo esto me pareció tan claro, que creyendo ver el dedo de Dios en esta ocasión fortuita, me apresuré a apro­ vecharla121. Pero al reflexionar sobre lo oculto del signo providencial, se os­ curece. En el paso de Brooke Boothby, Rousseau ya no ve el dedo t^o Réveries, séptimo Paseo, O. C., I, 1073. tí* Dialogues, histoire du précédent écrit, O. C., I, 983.

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de Dios sino los negros complots de sus enemigos. Tamo en un caso como en otro es preciso que el extranjero haya sido conducido poi una fuerza oculta. Su visita no tiene ningún sentido en si misma: es signo de otra cosa; anuncia una intención trascendente. Y Rousseau toma partido por lo peor: «¿Y podia yo ignorar que desde hacía tiempo nadie se acerca a mi que no me haya sido enviado expresa­ mente, y que confiarme a las gentes que me rodean es entregarme a mis enemigos?»122. Evidencia no menos clara de lo que habia sido primeramente la misión providencial del visitante. Rousseau cree que el signo habla; no sabe, ni quiere saber que es él mismo quien ha decidido ya el significado. Releamos el episodio de Mme. Basile. ¿Cuál es el verdadero significado de la «señal con el dedo» de la mujer? En el relato citado por Bernardin, es el gesto de una mujer ofendida; según las Confesiones, es una declaración muda. Tanto en un texto como en otro, el signo tiene un valor indu­ dable, y su sentido es dado como cierto. Pero es Jean-Jacques quien decide entre el sentido favorable y el desfavorable. El valor absolu­ to del signo no tiene su fuente en el objeto mismo, sino en un acto de fe de Jean-Jacques, que desea vivir en el seno de un universo fatídico. Si reconociese que es libre de interpretar los signos a su modo, el mundo sería ambigilo a sus ojos: nunca encontraría en él ni el bien absoluto ni el mal absoluto, sino la posibilidad del bien y la posibilidad del mal. Ahora bien, Rousseau quiere el si o el no, el todo o la nada. Quiere que los signos lleven un sentido irrevocable, inapelable. La autoridad que confiere a los signos le quita su propia liber­ tad. Siente un supremo reposo en confiarse a una decisión que pro­ viene completamente de una voluntad exterior, aunque esta volun­ tad sea perseguidora. Si la Providencia, si Dios ha dado a conocer su decreto, no queda más que aceptarlo humildemente, o resistir in­ móvil; no se rebelará: «Su fuerza no reside en la acción, sino en la •resistencia»,2J. Rousseau se encuentra entonces liberado del tormen­ to de la acción, de la elección que ha de hacer entre los posibles sen­ tidos que el mundo le propone. Vive su interpretación de los signos como si no fuera obra suya, sino como si le fuese impuesta desde fuera; a partir de ese momento, su responsabilidad es libre, ya no tiene que preguntar más al mundo exterior, puede replegarse sobre el sentimiento que provocan en él los signos aparecidos a su alre­ dedor. Op. tít., 984. Dialogues, II. O. C.. I. 818.

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Qué revelador es ese momento en Les Charmettes en el que Rousseau pregunta a los signos si será condenado o salvado: Me dedicaba maquinalmente a lanzar piedras contra los tron­ cos de los árboles, y esto con mi habitual habilidad, es decir, sin tocar casi ninguno. En medio de este delicioso ejercicio, pensé en hacerme una especie de pronóstico para calmar mi inquietud. Me dije: voy a lanzar esta piedra contra el árbol que está enfrente de mí. Si le doy, señal d e salvación, si no le doy señal d e condena­ ción. Diciendo esto, lanzo la piedra con una mano temblorosa y con una horrible palpitación en el corazón, pero tan felizmente que va a dar justo en medio del árbol, lo que verdaderamente no era difícil, pues había tenido el cuidado de escogerlo muy grueso y muy próximo. Desde entonces no he tenido más dudas acerca de mi salvación. Al acordarme de esto no sé si debo reir o llorar de mí mismo124.

Como el acceso de locura ante el retraso en la impresión del Emilio, Jean-Jacques critica aquí un conducta que adoptará más tarde sin ninguna critica. Esta página es sintomática de su actitud con respecto a los signos: espera una respuesta que pueda calmar su inquietud. Y lo que calmará su inquietud no es que la respuesta sea favorable, sino simplemente que haya respuesta decisiva. Está claro que Jean-Jacques, al provocar el juicio de Dios, intenta transformar un acto del que ha tomado la iniciativa en un signo que le anuncia­ rla una voluntad trascendente. Es su propio gesto, pero al punto es el gesto de Dios el que habla, el que se apodera del gesto y el que desposee de él a Jean-Jacques. La piedra que partió de su mano, a tocar el árbol, es un signo que viene hacia Jean-Jacques; la direc­ ción se ha invertido, la mano ha olvidado que lanzó la piedra, y en lo sucesivo es Dios quien lo ha hecho todo. «Los signos son, desde el comienzo de los tiempos, la lengua de los dioses», escribe Hólderlin en su oda a Rousseau. Sí, Jean-Jacques quiere escuchar la . lengua de los dioses. Y si los dioses se callan, está dispuesto a pro­ vocarlos, a pedirles la respuesta que calmará su inquietud: estás sal­ vado, estás condenado. ¿Pero quién habla? No es Dios, es el eco de Jean-Jacques, erigido en absoluto. ¿No se encuentra condenado a padecer la ausencia de comunica­ ción por haber querido más que la comunicación humana conven­ cional? ¿No se convierte en el prisionero de una red de signos que en vez de anunciarle el mundo, en vez de revelarle el alma de los otros, le remiten a su propia angustia, o le vuelven a conducir a su i24 Confessions, lib. VI, O. C., I, 243.

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propio pasado? En efecto, tal parece haber sido para Rousseau el poder de los signos: en vez de darle acceso al mundo, han sido (co mo para Narciso la superficie del espejo) el instrumento por el que el yo se convierte mágicamente en el esclavo de su propio reflejo.

L

a c o m u n ic a c ió n a m o r o s a

En Jean-Jacques la experiencia sexual permaneció mucho tiem­ po al margen del problema de la comunicación. Si hay que dar cré­ dito a las Confesiones, el deseo se manifestó primero como una in­ quietud sin objeto, incapaz de apetecer una realidad precisa y de buscar su posesión. Es una efervescencia, un ardor que no ansia de­ masiadas cosas fuera de si mismo. El deseo ni siquiera se conoce co­ mo deseo, sino como turbación. Es una oscura anticipación. Todo le irrita y le «inflama», nada le satisface, pues todavía no existe la demanda de una satisfacción determinada. Durante bastante tiem­ po, según parece, el objeto del deseo permaneció confundido con la embriaguez del deseo. A la vez que presiente alegrías desconocidas, Jean-Jacques se contenta con el placer inquieto de permanecer en estado de deseo, con una emoción sensual perfectamente ciega, a la que ni responde ni corresponde ningún objeto externo. Pero muy pronto se dará «compañías imaginarias», inventará seres conformes a sus sentimientos, soñará situaciones enternecedoras: asi, revive las novelas con las que pasaba las noches de su in­ fancia... Está dispuesto a contentarse con ello: le importa poco el que todas esas conversaciones se hagan a sus expensas. En este te­ rreno la ilusión vale más que la realidad, y como la presencia de un ser deseable no es, aquí, más que una «causa ocasional», es prefe­ rible confiar este papel a criaturas imaginarias que saben desapare­ cer mejor en el momento deseado y dejan a Jean-Jacques gozar en si mismo enternecimientos preciadísimos. En las personas reales, siempre hay demasiada opacidad, demasiada pesadez, demasiados comportamientos imprevisibles, que hay que obviar y con los que Rousseau no sabe qué hacer. Por lo demás, cuando se encuentra en presencia de una persona que le emociona, el sentimiento le inunda inmediatamente y, entonces, ya no tiene bastante lucidez ni energía para emprender una conquista amorosa; permanece torpe y temblo­ roso y al menos que encuentre su felicidad en una entrevista si­ lenciosa, a menos que se contente con la emoción «veloz como el rayo» que provoca la simple presencia del ser amado, la posesión se le escapa y entonces el amor de las personas reales lleva menos lejos 207

que el amor de las quimeras. ¡Cuán preferibles son las visiones en las que se le ofrecen criaturas perfectas! ¿Acaso la alegría que expe­ rimenta con ello no es tan real como la que siente en presencia de un ser de carne y hueso? Si el mundo del ensueño es para Rousseau un mundo ideal, no es sólo en razón de la belleza y de la perfección de los sentidos que hace vivir allí, sino también, en gran medida, a causa de la facilidad instantánea, de la ausencia de obstáculos: Jean-Jacques puede permanecer inmóvil, todo se le ofrece, riada tie­ ne que conquistarse con gran esfuerzo personal. Pues, en su forma imaginaria, la conquista amorosa, las desgracias, las separaciones y los retornos no son más que imágenes ofrecidas y dones milagrosos. Por lo demás, las satisfacciones con las que sueña no son solamen­ te posesiones, son también los rechazos y los sacrificios, pues nada es más delicioso que la emoción de un corazón que renuncia en fa­ vor de la virtud y la frustración imaginaria que puede hacer derra­ mar dulcísimas lágrimas. En esos sueños diurnos llegará a ocurrir que Rousseau ve cómo se arrojan en sus brazos esas dos «encanta­ doras primas» (y con ellas la imagen de Mlle. de Graffenried y de Mlle. Galley), pero sabrá alejarse virtuosamente tanto de una co­ mo de la otra... Lo que hace que el ensueño sea delicioso es que en él todo viene dado: en él todos los actos son representados por la imaginación, apoyados por su inexistencia, siendo el único residuo real el senti­ miento que perturba el alma de Jean-Jacques. No hay ninguna acción efectiva; no tiene más que acoger su ensueño y se sueña aco­ gido por una «sociedad intima». Acoger y ser acogido: una equiva­ lencia y una reversibilidad unen estas dos situaciones: las cosas y los seres vienen a Jean-Jacques sin que tenga que conquistarlos. (Como ya hemos visto, lo que prefiere Rousseau es ser acogido.) Original­ mente se piensa y se siente como un ser excluido, privado de la ter­ nura maternal, errando fuera de los muros, y espera que las prin­ cesas le reciban, ofreciéndole además su intimidad, su mundo, su morada y su lecho. En realidad, esta necesidad de repliegue en una intimidad que le es ofrecida, es la consecuencia de otro movimiento en el que la participación de lo imaginario no es menos importante, movimiento por el que Jean-Jacques hizo primero de él mismo un excluido, un exiliado, un ser errante. Vemos que se alternan dos im­ pulsos, uno por el que Jean-Jacques se lanza «al vasto espacio del mundo» m , otro por el que implora la acogida quejumbrosamente, el calor consolador, el castigo y el perdón por sus errores de hijo pródigo. 125 Confessions, lib. II, O. C., I, 45.

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As! pues, Jean-Jacques esperaba que Mme. de Warens o Mine, de Larnage hubiesen tomado la iniciativa, hubiesen dado los prime ros pasos decisivos: se deja conquistar como lo haría una mujer: Nunca... he sido capaz de hacer una proposición lasciva sin que aquella a quien yo se la hacía no me haya obligado a hacerla en alguna forma por medio de sus iniciativas...126.

Pero no necesitaba tanto: ya era feliz en presencia de «mamá» antes de que ésta hubiese soñado en entregarse a él. Antes de la po­ sesión sexual, Jean-Jacques gozaba de una plenitud perfectamente suficiente: A su lado no tenia ni arrebatos ni deseos: tenia una tranquili­ dad encantadora, gozando sin saber de qué127.

Por otra parte, está dispuesto a contentarse con satisfacciones simbólicas (alguna de ellas de tipo «oral»): Cuántas veces besé mi cama pensando que ella se había acosta­ do allí, y las cortinas y todos los muebles de mi habitación pen­ sando que le pertenecían, que su hermosa mano los había tocado, y hasta el suelo sobre el que me prosternaba pensando que ella había andado por él. Algunas veces, incluso en su presencia, se me escapaban extravagancias que parecía que sólo podían estar inspiradas por el amor más apasionado. Estando un día sentados a la mesa en el momento en que ella se había llevado a la boca un trozo de comida digo que veo un pelo en él: arroja el trozo a su plato, me apodero de él y me lo trago. En una palabra, entre el amante más apasionado y yo no había más que una única diferen­ cia, aunque esencial, y que hace que mi estado sea casi inconce­ bible para la razón124l2S.

Pero una vez convertido en el amante de Mme. de Warens, Jean-Jacques se lanza inmediatamente más allá del amor carnal. Lo que cuenta en su amor no es el trato de los sentidos, sino algo muy semejante a la felicidad que antes experimentaba: su «posesión úni­ ca» no es en modo alguno «la del amor, sino una posesión más esencial, que, sin limitarse a los sentidos, al sexo, la edad y el aspec­ to, se apoyaba en todo aquello por lo que se es uno mismo, y que 124 Confessions, lib. III, O. C., 1, 88. i» Op. cit., 107. «* Op. cit., 108.

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no se puede perder más que dejando de existir»l29130. Posesión inme­ diata que une a los seres sin pasar por los sentidos y los cuerpos.

El

e x h ib ic io n is m o

Nada es tan revelador como ciertas formas extremas del com­ portamiento de Rousseau. A ojos de una critica que tiene la preten­ sión de alcanzar si no la totalidad de una obra y de un escritor, al menos si los principios que hacen inteligible el conjunto, las anoma­ lías sexuales de Rousseau, consignadas en la obra misma, contri­ buyen al sentido de la totalidad con el mismo derecho que las ar­ gumentaciones del pensamiento teórico. Al igual que no se trata de reducir la ideología de Rousseau a sus bases sentimentales, no es posible limitar la vida «intima» a una pura anécdota: lo vivido, explícitamente retomado en la obra, no puede quedar para nosotros como un dato marginal. El exhibicionismo fue una fase aberrante del comportamiento sexual de Jean-Jacques, pero, en su forma transpuesta, está en el principio mismo de una obra como las Con­ fesiones. Ciertamente, nada autoriza una interpretación regresiva (como el psicoanálisis corriente acostumbra a hacer) que llevaría a las Confesiones a no ser más que una variante más o menos subli­ mada del exhibicionismo juvenil de Jean-Jacques. A este método re­ gresivo preferimos una interpretación «prospectiva» que intente descubrir, en el acontecimiento o en la actitud cronológicamente an­ teriores, intenciones, elecciones y deseos cuyo sentido supere la cir­ cunstancia que los ha puesto de manifiesto por primera vez. Aun en el caso de que no se sepa previamente que el exhibicionismo de Jean-Jacques en los «sombríos paseos» y los «reductos escondidos» de Turín prefigura ya la lectura pública de las Cohesiones, un aná­ lisis de su comportamiento sexual quedarla incompleto si no llevase a la puesta en evidencia a un cierto tipo de «relación con el mundo» que conducirá a la narración autobiográfica. El comportamiento erótico no es un dato fragmentario, es una manifestación del indivi­ duo entero, y es asi como debe ser analizadal}0. Ya sea para despre­ ciarlo o para hacer de él un tema de estudio privilegiado, no se puede limitar al exhibicionismo a la «esfera» sexual: en él se mani­ fiesta la personalidad entera, así como algunas de sus «elecciones existenciales» fundamentales. Asi pues, en vez de reducir la obra li­ 129 Confessions, lib, V, O. C., I, 222. 130 Cfr. Maurice Merleau-Ponty, Phénoménologie de la perception (París, Gallimard, 1945), 11 parte, cap. V: «el cuerpo como ser sexuado».

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teraria a no ser más que el disfraz de una tendencia infantil, el ana lisis se esforzará por descubrir en los primeros aspectos de su vio., afectiva lo que les obliga a alcanzar la forma literaria, el pensamicn to y el arte. Si, es cierto que todo parece comenzar por la privación del amor maternal. «Le costé la vida a mi madre, y mi nacimiento fue la pri­ mera de mis desdichas»131. Se ha dicho todo, o casi todo, sobre este nacimiento que posiblemente dio a Jean-Jacques el sentimiento del pecado de existir. A partir de ahí se pueden dar una serie de explica­ ciones que se ajustan bien (e incluso demasiado bien). ¿El maso­ quismo? Una necesidad de pagar la culpa de haber nacido. ¿Mme. de Warens? El evidente deseo del seno materno. ¿Las relaciones en triángulo? La búsqueda simbólica del perdón y de la protección pa­ terna. ¿La pasividad y el narcisismo? Consecuencias de una culpa­ bilidad que impide a Jean-Jacques buscar satisfacciones «norma­ les», es decir, situarse ante las mujeres como rival del padre. ¿El sentimiento de la existencia, los éxtasis y el apetito por lo inme­ diato? Un regreso al vientre original, en una Naturaleza tranquiliza­ dora. ¿Y esta gula por los productos lácteos?132. Desde luego, el sentido de todo esto es excesivamente claro... Pero explicar una conducta por sus fines secretos o por sus pri­ meros pretextos no es aún comprender toda esta conducta. Tampo­ co basta con mostrar que la conciencia se orienta hacia fines simbó­ licos, por los que se sustituye el primer objeto de su deseo. Hay que buscar lo esencial alli donde lo interior se une con lo exterior: en la manera en que una conciencia se relaciona con sus fines, en la es­ tructura propia de esa relación. Solamente entonces nos acercamos a la realidad de un pensamiento y de una experiencia vivida. Admi­ tir la omnipotencia de un complejo (en este caso el de Edipo) que orientaría todos los aspectos de la personalidad, es aceptar una con­ cepción bastante pobre de la causalidad psicológica. A menudo se recurre al complejo como si estuviese dotado de una energía autó­ noma y distinta, cuando la vida psíquica real es desde el comienzo una actividad de la persona en contacto con el «medio» que le ro­ dea. El momento capital de un comportamiento no reside ni en sus 131 Confesions. lib. I, O. C., I, 7. 132 Los productos lácteos son un tema favorito del ensueño erótico de Jean-Jac­ ques. Camino de Turin imagina «frutos deliciosos en los árboles y bajo su sombra voluptuosos encuentros, en las montañas cubas de ¡eche y de nata». Y no olvidemos esa curiosa escena del Pequeño Saboyano, al estilo de las viejas pastorelas, en la que la bella campesina defiende su honor tirándole un vaso de leche al joven señor excesi­ vamente emprendedor. Éste, «inundado e incluso herido, no hizo sino animarse más». ¡Q ué ganga para el aficionado a los símbolos!

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móviles inconscientes ni en sus intenciones conscientes, sino en el punto en que una acción pone en funcionamiento, conjuntamente, los móviles y las intenciones; en otras palabras, en el punto en que el hombre emprende una aventura en la que deberá inventar las for­ mas de su deseo. En el caso de Rousseau, una perspectiva semejante nos obliga a tener en cuenta no sólo lo que desea (consciente o sim­ bólicamente), sino todo el modo en que se dirige hacia la satisfac­ ción deseada, su «estilo de acercamiento»... Rousseau da mil ejemplos de cambios instantáneos. En las Con­ fesiones encontramos yuxtapuestos momentos tan opuestos que pa­ recen corresponder a personalidades distintas. Y lo que en ciertas circunstancias llama la atención por encima de todo el olvido apa­ rente del episodio inmediatamente anterior, cuya importancia pa­ recía capital y que repentinamente parece que ya no cuenta para nada. El paso del segundo libro de las Confesiones al tercero es un testimonio bastante sorprendente. El segundo libro concluye con el asunto de la cinta robada y con la falsa denuncia por la que JeanJacques hace que despidan a la pobre Marión, y Rousseau nos ase­ gura que este «crimen» le dejó una «impresión terrible» para el resto de su vida. Pero el tercer libro comienza en la página siguien­ te, en la que Jean-Jacques describe sus sentimientos en las semanas siguientes al «crimen»: no encontraremos en ellas el más mínimo eco del episodio precedente, nada que mantenga una relación conse­ cuente con lo anterior. Parece como si Jean-Jacques hubiese «bebi­ do el agua del olvido», rechazando pertenecer a su pasado, para entregarse por completo a su deseo presente: Estaba inquieto, distraído, soñador; lloraba, suspiraba, desea­ ba una felicidad de la que nada sabia, y cuya privación sentía a pesar de todo. Este estado no puede describirse, e incluso pocos hombres pueden imaginarlo, porque la mayoría han evitado esta plenitud de vida, a la vez atormentadora y deliciosa, que, en la embriaguez del deseo, da un sabor anticipado del goce. Mi sangre encendida llenaba incesantemente mi cabeza de muchachas y de mujeres: pero, al no adivinar su utilización, las empleaba extraña­ mente con la imaginación en mis fantasías sin saber hacer nada más con ellas133. Ahora bien, estas fantasías describen el trato infligido por Mlle. Lambercier, agresión ambivalente que es a la vez castigo y satisfac­ ción erótica. Nos podemos preguntar si la imaginación del castigo no es, en cierta medida, una respuesta «inconsciente» a la culpa coIU Confessions, lib. III, O. C., I, 88.

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metida contra Marión. Por otro lado, la culpa era también un acto ambivalente: al denunciar a Marión le probaba su amor y casi le hacia una declaración: «Cuando acusaba a esta desgraciada mucha­ cha, es curioso pero lo cierto es que mi amistad hacia ella fue la causa. Estaba presente en mi pensamiento, me justifiqué con el pri­ mer objeto que encontré. Le acusé de haber hecho lo que yo quería hacer y de haberme dado la cinta porque mi tentación era dárse­ la»134. Percibimos aqui una relación secreta entre unos momentos que no están unidos por ninguna continuidad explícita. Por muy abrupta que sea la ruptura entre la narración del «crimen» y el rela­ to de la obsesión erótica, por mucho que parezca que ia única simi­ litud aparente entre los dos pasajes es la presencia de ia palabra cu­ rioso, descubrimos en los ensueños masoquistas de Jean-Jacques todo lo que reviste el sentido de una reacción a la situación sádica que les ha precedido. La efervescencia de la libido es una reacción ante la muerte de Mlle. de Vercellis, y por lo que se refiere a las fan­ tasías punitivas que ponen en escena unas muchachas muy decididas a azotar a Jean-Jacques, es lo mismo que decir que ponen en escena a una Marion-Lambercier que toma venganza voluptuosamente: reaccción perversa y «moral», a la vez, que compensa la falta me­ diante el castigo imaginario, y que completa la declaración de amor sádico mediante el consentimiento de un compañero que castiga. Aqui comienza el episodio del exhibicionismo. Jean-Jacques querría pasar del sueño a la realidad y recibir el tratamiento que ha imaginado en sus fantasías. Pero no sabe ni quiere franquear la dis­ tancia que le separa de las mujeres reales. No se atreve a pedir lo que desea. ¿Y cómo podría pedirlo sin comprometer la posibilidad de la satisfacción? Pues lo que desea es precisamente que las muje­ res tomen la iniciativa a su respecto. La situación más deseable para Jean-Jacques es aquella en la que pudiese quedar inmóvil y en el que la mujer viniese hacia él para pegarle y remitirle a la sensación deliciosamente humillada de su propio cuerpo. Por vergüenza, Jean-Jacques no puede nombrar lo que querría experimentar: sólo intentará provocar el «trato deseado» sin pronunciar una sola pa­ labra y sin formular su deseo. Se contentará con «exponerse ante las personas de ese sexo en el estado en el que habría querido poder estar junto a ellas»l3S. La satisfacción que espera Rousseau no con­ siste en modo alguno en el acto de exhibición, sino en el voluptuoso castigo que debería seguirle. El exhibicionismo no es más que la for­ ma silenciosa de una solicitud que Jean-Jacques tiene vergüenza de13 Confessions. !ib. II. O. C„ I, 86. 133 Confessions, lib. III, O. C., 1, 89.

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enunciar en términos explícitos. ¡Es una modalidad patológica del recurso a los signos! Todo lo que Jean-Jacques sabe hacer para al­ canzar la felicidad deseada es ofrecerse en silencio. Su papel se de­ tiene ahí, no sabe emprender nada más allá: el resto debe venir del exterior. El único gesto de que Rousseau es capaz se detiene en él mismo: Desde allí no había más que un paso que dar para sentir el tra­ to deseado136.

A través del relato burlón de las Confesiones, todo esto parece bastante irrisorio. Sin embargo, la confesión es aquí de una especial importancia. Pone de manifiesto una tendencia que, aunque ya nos la hayamos encontrado anteriormente, nunca se nos había apareci­ do tan claramente: el recurso a la eficacia mágica de la presencia. Jean-Jacques cree que le basta con «exponerse» para ejercer una fascinación a su alrededor. Y con este fin recurre al poder de fasci­ nación de la «ridicula» desnudez. Repitámoslo, Rousseau busca un fin totalmente distinto que el placer de mostrarse. El exhibicionismo no es para él nada más que un medio: más concretamente, es el úni­ co medio del que sea capaz Rousseau, y es el caso que este medio consiste en un rechazo de todos los medios «normales», en un re­ curso a la seducción inmediata. Sin duda, existe en Rousseau una voluntad de actuar sobre los otros, pero en su voluntad de acción es incapaz de salir de si mismo: el exhibicionismo representa el limite extremo de una acción que se dirige hacia fuera sin consentir, sin embargo, en introducirse agresivamente entre los obstáculos del mundo exterior. Se trata, sin duda, de llegar hasta los otros, pues sin abandonarse a si mismo, contentándose con ser uno mismo y con mostrarse tal como se es. Sólo entonces puede franquear un po­ der mágico la distancia que se niega a atravesar mediante una acción real sobre el mundo y sobre los otros. Pero esta tentativa es un fracaso: no es tan fácil provocar el «trato deseado», ni siquiera atraer la atención. El fracaso remite a Jean-Jacques a sí mismo y a la conciencia de su soledad. (Momen­ to propicio para las lecciones del Vicario saboyano o de M. Gaime.) Narciso descubre entonces su propia imagen y la prefiere. Se en­ cierra de nuevo en el ensueño, pero en un sueño que sabe que en lo sucesivo no puede hacer pasar sencillamente de lo imaginario a lo real. Queda la posibilidad de adherirse a lo imaginario, de sumirse u * Ibidem.

en ello sin reservas. «Tomé la decisión de escribir y esconderme.» En el plano erótico, Jean-Jacques adopta la misma decisión: Recuerdo que una vez Mme. de Luxembourg me hablaba con burla de un hombre que abandonaba a su amante para escribirle. Le dije bien podria haber sido yo ese hombre, y habría podido añadir que ya lo habla sido en alguna ocasión,}7.

Escribirle. Esto quiere decir separarse de la persona amada (o deseada) con el fin de conversar con su imagen, y consigo mismo, pero esto quiere decir también: conversar consigo mismo con el fin de entregarse al amor con las palabras, con las frases y con imáge­ nes que posiblemente sabrán ejercer una fascinación mayor de lo que lo había hecho la simple presencia física. Observemos algo ambiguo en este repliegue hacia lo imaginario y hacia la intimidad del yo. Para Jean-Jacques es, por una parte, un regreso a la independencia total y a la perfecta suficiencia del senti­ miento inmediato. Pero, para nosotros, hay aqui, objetivamente, un rodeo con el fin de captar las miradas a través de medios que la presencia física no poseía por si sola. Al recurrir al lenguaje, el alma única de Jean-Jacques recurre a la mediación de lo universal para manifestarse mejor en su singularidad y en su hostilidad hacia el resto del mundo. Jean-Jacques utiliza de hecho la mediación sin dejar de creer que sigue fiel a lo inmediato. Éste parece ser el proyecto de Jean-Jacques: hacerse atractivo a través de una exaltación en la que el yo no abandona su sueAo ni sus ficciones. Seducir, pero sin desprenderse de si mismo, sin que el deseo tenga que sacrificar su embriaguez inmediata. Obtener la atención, la simpatía y la pasión de los otros, pero sin hacer nada más que abandonarse a la seducción de sus queridas ensoñaciones. De este modo será un seductor seducido; seductor porque es seduci­ do; fascinando al auditorio porque su mirada se ha vuelto hacia la fascinación de un espectáculo interior. El doble juego es evidente: cuando Rousseau se expone a las mi­ radas de los otros, leemos claramente en su gesto la intención de provocar la respuesta que necesita; pero provoca esta respuesta como si no hubiese hecho nada para que se produzca, como si no la hubiese deseado ni buscado, y como si surgiese espontáneamente por un extraño capricho del azar. Algunas veces simulará extrañar­ se. No ha hecho más que expresarse en voz alta, para responder a la llamada interior del deber (o de la verdad, o del placer) y he aqui »» Con/essions. lib. V. O. C.. I. 181.

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que se empeñan en contradecirle o en mimarle: no se preocupa por ello, no ha merecido semejante honor, sólo habla querido ser él mismo... La inmediatez de la vida interior es su coartada y su asilo, pero es también el medio de eximirse de los medios por los que hay que pasar normalmente para alcanzar a los demás. Jean-Jacques es­ pera hacerse amar en su interioridad, quiere atraer la solicitud amo­ rosa y la tierna abnegación. Se dirá —y se ha dicho— que esto en­ cierra hipocresía y mala fe, Rousseau no afronta los riesgos y el es­ fuerzo de superación que exige una comunicación auténtica con el prójimo, y de este modo pierde la verdad de su contacto con el otro. Pero pierde también la verdad de su sentimiento, puesto que no tie­ ne sentimiento alguno que, abierta o secretamente, no esté desti­ nado a ser manifestado ante testigos: es inocente, es sincero, está re­ signado, está abrumado ante los ojos de Europa entera. Por no ha­ ber querido realizar las iniciativas decisivas de la acción mediadora, por no haberse comprometido francamente con el duro universo de ios medios, Jean-Jacques pierde, a la vez, la pureza del sentimiento inmediato y la posibilidad de la comunicación concreta con ios otros. Esta doble pérdida le define como un escritor. Si crea libros y óperas es sólo para consolarse, para conversar con sus quimeras. Pero cuenta con que esta actividad que le encie­ rra en si mismo le valdrá la admiración emocionada de sus con­ temporáneos. Sumido en sus ensoñaciones, y sin que aparentemente haga nada por atravesar la distancia, consigue lo que desea: que los otros dirijan sus miradas sobre él, que vengan hasta él turbados y confundidos. No ha buscado puramente el arte, pues ha soñado de­ masiado con el efecto que ejercerla sobre las almas sensibles. Pero, por otra parte, no ha tenido que franquear el verdadero camino que conduce hasta los corazones, no ha tenido que soportar y atravesar los mortales espacios intermedios, pues no se ha preocupado por es­ tablecer y por mantener vínculos reales con los demás. Asi se constituye una magia de la representación cuyo efecto será poderoso de modo bien diferente a como lo es la magia de la presencia con la que Jean-Jacques habia contado primero. Ha escri­ to El Adivino y La Nueva Eloísa, se ha embelesado con sus propias visiones, con su propia música, y he aqui que de un modo imprevis­ to y deseado se dirigen a él las miradas cargadas con «deliciosas lá­ grimas» que recogerá ávidamente. Jean-Jacques se siente presente en una imagen que le representa y que fascina a las oyentes: lo más preciado de su gloria, en el momento en que tiene éxito El Adivino, es una satisfacción amorosa cuya naturaleza no es muy diferente de la que él esperaba, a los dieciséis años, al exhibirse en los paseos y los «reductos» de Turín. Jean-Jacques se muestra, pero esta vez se 216

muestra en su obra (que es el sueño de su alma inocente y tierna); puede permanecer inmóvil, le basta con tener «la audacia de es perar»: la satisfacción amorosa viene hasta él. En vez de recibir un voluptuoso castigo, es él el que hace que broten lágrimas y suspiros. El masoquismo de la azotaina se ha convertido en el dulce sadismo de una ternura pastoril: Sentí que todo el espectáculo se extasiaba en una embriaguez que mi cabeza no soportaba...138. En seguida me entregué plena­ mente y sin discriminación al placer de saborear mi gloria. Sin em­ bargo, estoy seguro de que en este momento la voluptuosidad se­ xual tenia ihás importancia que la vanidad de autor, y con toda seguridad, si no hubiese habido alli más que hombres, no me ha­ bría sentido devorado, como lo estaba sin cesar, por el deseo de recoger con mis labios las deliciosas lágrimas que hacia correr139.

Es un regreso milagroso. Jean-Jacques había fracasado cuando se presentó por primera vez; ahora, triunfa en el momento en el que se representa. Desde luego, Rousseau sabe perfectamente que una ópera sólo imita los sentimientos de la forma menos inmediata. No dejará de decirlo en el Diccionario de Música: Para agradar constantemente y prevenir el aburrimiento la música debe elevarse al rango de las artes imitativas, pero su imi­ tación no siempre es inmediata, como la de la poesía y la de la pintura; la palabra es el medio por el que la música determina las más de las veces el objeto cuya imagen nos ofrece, y es por medio de los emotivos sonidos de la voz humana por lo que esta imagen despierta en el fondo del corazón los sentimientos que debe pro­ ducir en él140.

Pero el placer que experimenta Rousseau en el momento del éxi­ to de El Adivino ya no pasa por las palabras ni los sonidos de la obra que ha compuesto. Se ha producido un acontecimiento erótico en el que los propios cuerpos ya no cuentan. La felicidad reside en una comunicación a distancia. Aunque las miradas de las especta­ doras están dirigidas al escenario, Jean-Jacques se siente dueño de los corazones. Estas mujeres que lloran enternecidas le pertenecen; no deseaba poseer sus cuerpos, sino su emoción, y ahora sabe que 13» Armales J.-J. Rousseau, IV (1908, 228; véase O. C., 1, 1164). U» Confessions. lib. VIII, O. C., I, 379. 140 Diciionnaire de Musique, O. C. (París, Furne, 1835), III, 810-811.

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sus lágrimas le pertenecen. Este goce, obtenido de modo tan indi­ recto, es, sin embargo, un placer inmediato que anula la pesada opacidad de los cuerpos: en ese contacto sólo se tocan las almas. Rousseau es el Dionisos que dispensa una embriaguez de amor vir­ tuoso y de perdición involuntaria; tiene a sus ménades a su alrede­ dor. Se apasionan para él, y por él. Su poder coincide por fin con su presencia porque ha sabido hacerse infinitamente ausente en una música que canta la seducción de la ausencia y la felicidad del re­ greso. Pero, para Rousseau, la embriaguez lírica no es el único medio de reconquistar la posibilidad de una presencia seductora. Se le ofrecen otras vias. En particular el recurso a la superioridad reflexi­ va, la pretensión del heroísmo virtuoso. No veamos en ello, sola­ mente, la superación —la sublimación— que hace triunfar a la mo­ ral: esta conducta tiene como efecto el reforzar el prestigio de la presencia a fin de obtener satisfacciones amorosas bastante sin­ gulares. El

preceptor

Se ha pretendido (concretamente ésta es la tesis de René Laforgue) que el amor a tres es en Rousseau una ocasión para revivir la situación del hijo culpable, que intenta volver a encontrar la intimi­ dad perdida. Pero hay que añadir que Rousseau se esfuerza, casi instantáneamente, por superar la dependencia y la inferioridad que le impone su status de intruso: procura asignarse la función del pre­ ceptor, es decir, del Señor, único poseedor de la ciencia de la felici­ dad. Asi, Jean-Jacques se erigirá en mentor protector, deseoso de unir más a Sophie d’Houdetot y Saint-Lambert. Escribirá a Sophie las Cartas Morales para enseñarle el amor-virtud y el amor-sabiduría. Lo que le queda entonces a Jean-Jacques es el placer de ser aquél por el que pasa el arrebato de los amantes. Es el mediador sin dejar el sentimiento inmediato de su propia bondad. En apariencia no quiere poseer nada que sea exterior a él mismo. Le basta con que los amantes tengan necesidad de él para encontrarse. No es ni el amante ni el amado: es el encuentro de los que se aman, el «medio» en el que sus almas entran en contacto. Asi, en el Emilio, el precep­ tor une las manos de los jóvenes esposos: ¡Cuántas veces contemplando en ellos mi obra me siento poseído por un éxtasis que hace palpitar mi corazón! ¡Cuántas ve­ ces uno sus manos a las mias bendiciendo a la Providencia y lan­

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zando ardientes suspiros! ¡Cuántos besos dirijo a esas dos nuiiim que se estrechan! ¡Con cuántas lágrimas de alegría sienten que yo se las riego! Ellos se enternecen, a su vez, compartiendo mis arre batos141.

Extraño goce que quiere ser el reflejo de la alegría de los aman­ tes, pero que vive esta alegría como su obra. El preceptor reivindica su lugar a la vez en el centro del delirio amoroso y fuera de él. En­ tonces posee, simultáneamente, la embriaguez del contacto y la li­ bertad de un perfecto desprendimiento. Goza y renuncia. Se aban­ dona a la sensación, pero retrocede instantáneamente y se entrega a la reflexión. En Rousseau, el amor a tres implica siempre una embriaguez y una reinversión reflexiva. El héroe de Rousseau es a la vez maestro de sabiduría y seductor. Turba a las almas y las educa (las perturba al educarlas). Le preocupa menos poseer sus cuerpos que fascinar sus almas y convertirse en el confidente de las concienciasl42. Rousseau despliega asi una magia seductora que no se compro­ mete en el acto amoroso. A menudo esta magia no puede separarse de la exaltación virtuosa; se refuerza mutuamente, y crean un equi­ voco que se comprende que haya podido parecer impuro. El propio Milord Bomston, «amado por dos amantes», oscila entre la locura pasional y la tranquila razón: pone «furiosa» a una ardiente mar­ quesa y, al mismo tiempo, enseña el arrepentimiento y la virtud a una cortesana romana. Esto le basta: no poseerá a ninguna de las dos. En lo sucesivo puede amarse a si mismo con un amor narcisista y admirarse sin reservas: Su virtud le daba en él mismo un goce más dulce que el de la belleza, y que no se agota como ésta. Más feliz por los placeres de que se privaba de lo que lo es el voluptuoso con aquellos de los que goza, amó durante más tiempo, siguió siendo libre y gozó me­ jor de la vida, que aquellos que la gastan.

Una doble influencia amorosa se ha convertido en el pretexto de un doble rechazo: Milord Edouard Bomston domina a dos mujeres que le desean, pero se mantiene fuera de su alcance. Estas deseables mujeres a las que renuncia le devuelven su propia imagen purificada por el rechazo. Los amores de Milord Bomston se «reflejan» final­ mente sobre él mismo, y la aventura amorosa conduce a una recon141 Émite. lib. V, O. C.. IV, 876. 142 El lector se remitirá también a la tentativa pedagógica de educar Vintzenried (Confessions, lib. VI, O. C.. I, 264-265).

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quista de la integridad del yo, después de la tormenta interior y el tumulto de la pasión. Ni siquiera se puede decir que todo vuelve al sentimiento interior, puesto que nada abandonó nunca el dominio del sentimiento. Como en la escena en la que el preceptor une las manos de Émile y de Sophie, la sabiduría reflexiva apela a la com­ plicidad de la embriaguez sensual para gozar de ella y para separar­ se de ella inmediatamente, en nombre de una libertad superior. Connivencia bastante turbia pero que representa, a su modo, una reconciliación de lo mediato y de lo inmediato, de la reflexión y de la sensación. En tal caso, el hombre de la reflexión capta su felicidad en un terreno al que aparentemente ha renunciado; desvía en su propio provecho el beneficio de la alegría o del dolor sensuales que ha pro­ vocado en otro y de los que no quiere depender. Sin dejar de creer que preserva la pureza de la distancia que ha tomado con respecto a la sensación, se vuelve a convertir por un momento en un alma sen­ sible con el fin de apoderarse furtivamente de una emoción de la que gozará en soledad. Mientras que Émile y Sophie se comprometen reciprocamente, el preceptor se introduce literalmente en su efusión; esta felicidad es obra suya; quiere gozar de ella desde dentro. Sin embargo, conserva una actividad de superioridad independiente: los jóvenes le deben su reconocimiento y su afecto, pero ¿1 no les debe nada en respuesta. Se cobra participando de su emoción amorosa... Pues la responsa­ bilidad del compromiso pesará por completo sobre Émile y Sophie. El preceptor, por su parte, conserva toda su libertad, incluso cuan­ do se mezcla indiscretamente en este dúo conyugal del que conocerá lo más intimo, lo más puro, lo más dulce (y también lo más empala­ goso) sin asumir sus servidumbres materiales. ¡Pero cuánto tiempo y cuántos esfuerzos habrá que haber puesto en movimiento prime­ ro, para gozar de este instante de enternecida superioridad! El pre­ ceptor habrá tenido que producir la felicidad de los jóvenes para ve­ nir a recogerla soberanamente. ¡Cuántas acciones, cuántos medios, para llegar a este momento de placer independiente, a esta pura exaltación del prestigio, a esta participación sin vínculos! También aqui la magia de la presencia no puede realizarse más que al precio de un gran rodeo y de un progreso que se despliega con la ayuda de la reflexión mediadora143. Aquí, la seducción ya no es la que ejerce 143 «Asi pues, heme aqui convertido en el confidente de dos buenas gentes y el mediador de sus amores» (Émile, lib. V, O. C., IV, 788). Dirá a propósito de Sophie y de Saint-Lambert: «Para mi era tan dulce ser el confidente de sus amores como ser el objeto de los mismos» (Con/essions, lib. IX, O. C.. I. 462).

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Dionisos, sino la de un Sócrates que muestra a las almas el camino que éstas deben seguirl44. ¿Y Thérése? Ella permite a Jean-Jacques no abandonarse, no salir de él mismo y le asegura «el suplemento» que precisaba145. Un suplemento. La palabra es reveladora; ya se había encontrado en el tercer libro de las Confesiones: «Conocí este peligroso suplemento que engaña a la naturaleza y salva a los jóvenes de mi temperamen­ to de muchos desórdenes a expensas de su salud, de su vigor y algu­ nas veces de su vida»146. Esta singular similitud de términos nos 144 Sobre Rousseau y Sócrates, cfr. Pierre Burgelin, op. cil., 61-70. Hólderlin compara a Rousseau con Dionisos en el himno Der Rhein. 145 Confessions, lib. Vil, O. C . I. 332. 144 Corifessions, lib. III, O. C., 1.109. Para el psicoanálisis el autoerotismo reve­ la la debilidad de las «relaciones de objeto». Es el yo (la mayoría de las veces disfra­ zado) quien es el verdadero objeto de la energía amorosa de Jean-Jacques, en detri­ mento del objeto exterior hada el que se orienta la sexualidad normal. Dentro de la perspectiva psicoanalitica se tienen buenas razones para atribuir a una «fijación in­ fantil» —liase incluso a una fijadón «pregenital» en los estadios anal y oral— toda la estructura de la vida amorosa de Rousseau, y toda la culpabilidad que de ella se desprende. A partir de aqui, no será difícil reducir a un origen común los múltiples aspectos patológicos del comportamiento de Jean-Jacques, sin excluir de entre ellos las perturbaciones urinarias, los repetidos sondeos (erotismo uretral receptivo), el traje de armenio (homosexualidad latente), e incluso el delirio sistemático de los últi­ mos altos. Lo que es singularmente instructivo aqui es ver el posible encuentro de dos méto­ dos críticos, de dos tipos de interpretación: allí donde decimos en términos freudianos que la «elección del objeto» se fija en el yo, podemos decir también, en térmi­ nos hegdianos, que la subjetividad se niega a «alienarse» en una actividad exterior. B narcisismo y la fijación infantil son tas fórmulas psicoanaliticas que corresponden a la elección de lo inmediato. Pero no podemos hablar del narcisismo de Jean-Jacques sin hacer inmediatamen­ te una precisión: Narciso necesita imágenes. Su deseo no se concentra directamente en el yo ni en los otros, sino en representaciones imaginarias, en reflejos, en fantas­ mas a los que atribuye una ilusoria independencia. En la comedia escrita por JeanJacques, Valóre no se convierte realmente en Narciso hasta el momento en que en­ cuentra su retrato disfrazado de mujer, retrato en el que es incapaz de reconocerse a si mismo. Se enamora de una imagen que es ciertamente la suya, pero que manif esta una secreta femineidad de la que no es consciente. Este desconocimiento de si es la condición misma que hace posible el surgimiento de la pasión narcisista: «por su de­ licadeza y por la afectación de su aspecto. Valóre es una especie de mujer escondida bajo una vestimenta de hombre; y el retrato asi disfrazado, parece devolverle a su es­ tado natural más que enmascararle» (O. C . II, 977). La importancia del retrato es capital aqui, pues aunque al principio revela la femineidad escondida de Valóre, aun­ que es la estratagema gracias a la cual el autoerotismo del joven se actualiza frenéti­ camente y se pone al descubierto, finalmente provoca la crisis definitiva gracias a la cual Narciso se libera de su narcisismo y vuelve a convenirse en Valóre para regresar (|de nuevo un regreso!) a la tierra prometida que habla rechazado. Angélique termi­ na por tener razón con respecto al retrato: Narciso ha encontrado su «objeto». En La Nueva Eloísa la revelación de la imagen —el retrato enviado por Julie a Saint-Preux en su exilio parisiense— va acompaAado por un «delirio» emotivo tan in­ tenso como la posesión física misma: «He sentido palpitar mi corazón con cada pa­ pel que quitaba y me encontré rápidamente tan oprimido que me vi forzado a respi­ rar un momento sobre el último envoltorio... ¡Julie!... ¡oh mi Julie!... el velo se ha

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muestra lo que Rousseau encontraba en Thérése: alguien a quien pueda identificar fácilmente con su propia carne, y frente a quien no hubiese que plantearse nunca el problema del otro. Thérése no es la compañera de un diálogo, sino el auxiliar de la existencia física. Con las otras mujeres Rousseau busca el momento milagroso en el que la presencia del cuerpo no fuese ya un obstáculo, pero en Thé­ rése encuentra un cuerpo que no es ni siquiera un obstáculo.

roto... te veo... y veo tus divinos atractivos!» (ti parte, carta XXII). El retrato de Julie es un signo mnémico. y cada papel arrancado elimina una parte del espesor del tiempo. Saint-Preux se sume en el éxtasis de una posesión en e! pasado; pero es el ob­ jeto, Julie, quién está en la distancia y en el pasado; por lo que se refiere a la emo­ ción del amante, ésta se encuentra claramente en el presente. Transparencia actual de una felicidad que se ha desvanecido, pero que se repite gracias a la imagen, goce agridulce que no necesita más que de la presencia imaginada del objeto ainado. En efecto, el retrato es como un signo total que se hubiese desprendido de Julie. y que permitiría un contacto mágico entre los amantes ausentes; el retrato restablece pura­ mente el sentimiento de la presencia, sin pasar por la presencia real de los cuerpos: «¡Oh Julie!, si fuese cierto que él pudiera transmitir a tus sentidos el delirio y la ilu­ sión de los míos!... ¿Pero por qué no habría de hacerlo? ¿Por qué las impresiones que el alma experimenta con tanta actividad no irían más lejos como ella?» Pero el retrato exige un artista. Lo que distingue a Jcan-Jacques de un neurótico banal es que el fantasma, lejos de agotarse en él mismo, exige ser desarrollado en un trabajo real, provoca el deseo de escribir, quiere seducir al público, etc. La toma de partido por lo inmediato se convierte en obra literaria, y se traiciona al manifestarse de tal manera que todo cobra vida gracias a la contradicción interna: el reposo desea­ do se convierte en movimiento, el goce de si mismo se convierte en reflexión inquie­ ta. Rousseau es proyectado a pesar suyo en el mundo de los medios, y nos vemos obligados a admitir que, al menos en el caso de este hombre excepcional, la regresión patológica del instinto no es incompatible con el progreso de un pensamiento.

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V II

LOS PROBLEMAS DE LA AUTOBIOGRAFÍA

«¿Quién soy yo?» La respuesta a esta pregunta es instantánea. «Siento mi corazón»1. Tal es el privilegio del conocimiento intuiti­ vo, que es presencia inmediada a sí mismo, y que se constituye por completo en un único acto del sentimiento. Para Jean-Jacques, el conocimiento de sí mismo no es un problema: es un dato: «Al pasar mi vida conmigo debe conocerme»12. Indudablemente, el acto del sentimiento que funda el conoci­ miento de sí mismo no tiene nunca el mismo contenido. En cada nueva circunstancia es irrefutable, es la evidencia misma. En cada ocasión el conocimiento de sí está en su comienzo; la verdad se abre paso de forma primordial. El acto del sentimiento es indefinida­ mente renovable, pero en el momento mismo su autoridad es abso­ luta y adquiere valor inaugural. El yo se descubre y se posee de una sola vez. En este instante en que toma posesión de si mismo, pone en duda todo lo que sabia o creía saber con respecto a si mismo: la imagen que antes se hacía de su verdad era borrosa, incompleta e ingenua. Sólo ahora se aclara la cuestión, o va a aclararse... De ahí la multiplicidad de la obra autobiográfica de Rousseau. Emprende los Diálogos como si no se hubiese pintado ya en las Confesiones en las que pretendía haberlo «dicho todo». Después vienen las Ensoñaciones donde hay que empezar de nuevo todo: «¿Qué soy yo mismo? He aquí lo que me queda por buscar»3. A medida que Jean-Jacques se hunda en su delirio y pierda los vínculos que le unen a los hombres, el conocimiento de sí mismo le 1 Confessions, lib. I, O. C., 1, 5. 2 Primera carta a Malesherbes. O. C., 1 ,1.133. 3 Réveries, primer Paseo, O. C., 1, 995.

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parecerá más complejo y más difícil: «El conócete a ti mismo del templo de Delfos» no es «una máxima tan fácil de seguir, como lo había creído en mis Confesiones»4. El conocimiento es arduo, pero nunca hasta el punto de que la verdad se sustraiga; nunca hasta el punto de dejar a la conciencia sin recursos. La introspección no deja nunca de ser posible, y si la verdad no se impone inmediata­ mente bastará con un «examen de conciencia» para acabar con to­ das las oscuridades en el transcurso de un paseo solitario. Todo se explicará; él conseguirá verse por completo, y ser «para sí» lo que es «en sí»: Rousseau, que reconoce eventualmente la extrañeza de algunos de sus actos, no los atribuye nunca a tinieblas esenciales, y no ve en ello la expresión de una parte oscura de su conciencia o de su voluntad. Sus actos insólitos no le pertenecen más que a medias; bastará con narrarlos y declararlos extraños, como si la confesión agotase su misterio. Para Jean-Jacques el espectáculo de su propia conciencia debe ser siempre un espectáculo sin sombras: éste es un postulado que no admite excepción alguna. Desde luego, Rousseau llega a turbarse ante si mismo y a constatar una disminución de la claridad: «Los verdaderos y primeros motivos de la mayoría de mis acciones no están tan claros para mi mismo como yo había imagina­ do durante bastante tiempo». Pero la continuación de este mismo texto (Ensoñaciones, sexto paseo), lejos de insistir en la falta de cla­ ridad interna, se presentará, muy al contrario, como una perfecta elucidación de lo que, en principio, parecería carecer de evidencia. Aunque algunas veces vemos partir la meditación de Rousseau de un reconocimiento de la ignorancia acerca de sí mismo, nunca le ve­ remos llegar a la conclusión de semejante reconocimiento. Las lagu­ nas de su memoria no le inquietarán: nunca se dirá, como Proust, que el acontecimiento olvidado esconde una verdad esencial. Para Rousseau lo que escapa a su memoria no tiene importancia; no puede tratarse más que de lo inesencial. Hay en él a este respecto un optimismo que no se desmiente nunca, y que cuenta firmemente con la plena posesión de una evidencia interior. Además, la evidencia interior tiende a exteriorizarse de inme­ diato: Jean-Jacques dice ser incapaz de disimular. El sentimiento se convierte en signo y se manifiesta abiertamente desde el momento en que es sentido. Como hemos visto, Rousseau quiere creer que to­ dos sus cambios afectivos son legibles en su rostro. Para Rousseau, la vida subjetiva no es en sí misma una vida «escondida» o replega­ da en la «profundidad»; aflora espontáneamente a la superficie, la 4 Réveries, cuarto Paseo, O. C., I, 1024.

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emoción es siempre demasiado poderosa para ser contenida o repri­ mida. Asi, Jean-Jacques proclama: ... La imposibilidad absoluta en que me encuentro por mi tem­ peramento de mantener oculto nada de lo que siento ni de lo que pienso5. Mi corazón, transparente como el cristal, nunca ha sabido ocultar durante un minuto entero un sentimiento mínimamente vivo que se hubiese refugiado en él6.

Pero esta transparencia absoluta se produce en vano. No basta con ofrecerse a todas las miradas; es preciso, además, que los otros acepten ver la verdad que se ofrece; así, es necesario que tengan el don de entender este lenguaje. Ahora bien, desconocen su verdade­ ra naturaleza, sus verdaderos sentimientos, sus verdaderas razones para actuar o para abstenerse: Por el modo en que interpretan mis acciones y mi conducta aquellos que piensan conocerme veo que no comprenden nada. Nadie en el mundo me conoce, solo yo7. Veo que las gentes que viven en mayor intimidad conmigo no me conocen y que atribuyen la mayoría de mis acciones, ya sea para bien o para mal, a motivos completamente distintos que aquellos que los han producido".

Asi pues, el error está en la mirada de los otros. Jean-Jacques es completamente cognoscible y es completamente desconocido. A pe­ sar de que vive al descubierto, parece como si disimulase. En pre­ sencia de los otros, de los que cree ofrecerse ingenuamente, se da cuenta de que su verdad permanece escondida, como si se disfraza­ se, como si llevase una máscara. Asi, por culpa de los otros, parece esconder secretos inconfesables, él, que se muestra a la luz del dia... Lo que pondrán en cuestión los escritos autobiográficos no será el conocimiento de si mismo propiamente dicho, sino el reconocimien­ to de Jean-Jacques por los otros. En efecto, lo que es problemático, a su entender, no es la clara conciencia de si, la coincidencia del «en si» y del «para si», sino la traducción de la conciencia de si en un 5 Con/essions, lib. XII, O. C.. 1.622.

6 Coñfessions, lib. IX, O. C., 1,446.

7 Primera carta Malesherbes, O. C., 1.1133. * Armales J.-J. Rousseau, IV (1908), 263. véase también O .C . 1 ,1121.

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reconocimiento que provenga del exterior. Las Confesiones son, an­ tes que nada, una tentativa de rectificación del error de los otros, y no la búsqueda de un «tiempo perdido». Asi pues, la preocupación de Rousseau comienza con esta pregunta: ¿por qué el sentimiento interior, inmediatamente evidente, no encuentra eco en un reconoci­ miento concedido de modo inmediato? ¿Por qué es tan difícil hacer concordar lo que se es para uno mismo lo que se es para los otros? A Jean-Jacques se le hacen necesarias la apología personal y la autobiografía, porque la claridad de la conciencia de si mismo es in­ suficiente para él mientras ésta no se haya propagado fuera y se haya desdoblado en un claro reflejo en los ojos de sus testigos. No basta con vivir en la gracia de la transparencia, hay que ma­ nifestar además la propia transparencia, y convencer de ella a los otros. A aquel que tiene sed de ser reconocido se le hace necesaria una actividad: esta actividad es lenguaje, palabra infatigable: hay que explicar en las «palabras de la tribu» lo que la inocencia de los signos había manifestado pura pero vanamente. Puesto que la evidencia espontánea del corazón no es suficiente, habrá que darle una mayor evidencia. Poco importa que el corazón sea ya transpa­ rente, hay que hacerlo transparente además para tos otros, revelarlo a todas las miradas, imponerles una verdad que no han sabido al­ canzar por si mismos: Quiero que todo el mundo lea en mi corazón9. Quisiera poder hacer transparente mi alma, de algún modo, ante los ojos del lector; y para esto, intento mostrársela desde to­ dos los puntos de vista; aclararle desde todos los ángulos; actuar de tal modo que no se produzca ni un solo movimiento que él no perciba, a fin de que pueda juzgar por si mismo el principio que los produce10.

Hacer que mi alma sea transparente ante los ojos del lector. Asi pues, parece como si la transparencia no fuese un dato preexistente, sino una tarea a realizar. Dicho con más precisión, parece como si la claridad interna de la conciencia no se pudiese bastar a si misma; mientras continúa siendo estrictamente «interior», mientras no es acogida por los otros es, paradójicamente, una transparencia velada y solitaria; no es una transparencia en acto, sino «en potencia»; se siente, contradictoriamente, como una transparencia envuelta que 9 Correspondance générale. DP, XX, 46. 10 Confessions, lib. IV, O. C„ 1 ,175.

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no puede salir de si misma y que choca con la imposibilidad provi sional de transparentarse. Sólo será transparente en acto cuando tenga un testigo a quien aparecer como transparencia, es decir, se­ gún la expresión de Rousseau, cuando sea transparente ante los ojos deI lector. Provisionalmente —¿pero hasta cuándo?— la transparencia in­ terior de Jean-Jacques recibe del exterior un rechazo: es una trans­ parencia sin espectadores. Pero aún se le toma por lo que no es, se le atribuye el alma de un orgulloso o de un malvado. Es la situación que encontró por primera vez en Bossey, cuando se le acusó de un «crimen» que no habia cometido. Los otros se equivocan a su res­ pecto; le castigan basándose en una sospecha imaginaria; le infligen un castigo inmerecido. Es inocente, pero la «opinión» confunde a sus jueces. Y él es demasiado débil para sustraerse al veredicto... Si Jean-Jacques se pone a hablar sobre si mismo, es porque des­ de el comienzo está en la situación de aquel que ha sido juzgado ya, y que recurre contra este juicio. Las cuatro cartas a Malesherbes, primer gran texto autobiográfico de Rousseau, son escritas inmedia­ tamente después del episodio delirante en el que, ante el silencio de sus impresores, prodigó acusaciones injustificadas y llamadas deses­ peradas. Al recobrar el tino, se retracta públicamente y atribuye su perturbación a su extrema soledad. Pero, entre tanto, los amigos a quienes ha alertado sin razón sin duda le habrán juzgado severa­ mente. Jean-Jacques siente la necesidad de explicarse para rechazar el juicio que siente que pesa sobre él. Puesto que su acceso de locu­ ra se debió a la soledad, va a revelar ahora los verdaderos motivos de su soledad: es por amor a la justicia y a la humanidad; es por aversión hacia la acción por lo que ha preferido vivir retirado. No es misántropo, no odia a los hombres, al contrario, los ama de­ masiado tiernamente para no sentirse herido constantemente en su presencia. En el origen de su comportamiento injusto, no hay ini­ cialmente más que sentimientos e intenciones inocentes, tiernas pa­ siones, una bondad desengañada, una gran necesidad de amistad que se ha conformado con criaturas quiméricas, etc. De este modo proporciona los documentos justificativos con vistas a una revisión del proceso. Denuncia la validez del juicio precedente. Quiere que se le conceda el privilegio de una duda provisional hasta que no lo haya «dicho todo». «Lector, suspende tu juicio...» Apela a un jui­ cio final que será por fin justo y verídico. Como hemos visto, Rous­ seau confunde más o menos voluntariamente el juicio lógico que de­ cide sobre lo verdadero y lo falso y el juicio ético que decide sobre el bien y el mal. Idealmente, el juicio de hecho es al mismo tiempo 227

un juicio de valor. Rousseau invoca sobre él la mirada del juez inte­ gro para quien establecer la verdad y hacer justicia son un solo y mismo acto. «Justicia y verdad» —afirma al hablar de si mismo— «son para él dos palabras sinónimas que toma una por otra, indife­ rentemente»". La «lucha por el reconocimiento» (según termino­ logía hegeliana) no será más que la comparecencia ante un tribunal. Para Rousseau, ser reconocido será esencialmente ser justificado y ser rehabilitado. (Pero el único tribunal cuya competencia no recha­ zará será el de Dios, que es el único en quien reside la Justicia y la Verdad; el único juicio al que aceptará someterse será el Juicio Vi­ nal.) Así pues, Rousseau recurre a una rehabilitación que vendrá a sellar indisolublemente su existencia y su inocencia, su ser auténtico y su valor moral. Entonces, bajo la mirada del Juez para quien jus­ ticia y verdad son sinónimos, tomará posesión del privilegio corres­ pondiente, que le dará, a él criatura juzgada, la certeza definiti­ vamente irrevocable de que existir y ser inocente son dos términos sinónimos. En los esbozos y en el preámbulo de la primera versión de las Confesiones, a Rousseau le preocupa otro problema que necesitaba abordar, aunque sólo fuese para no conservar nada en la redacción definitiva. Concibe el proyecto de contar su vida, pero no es ni obispo (como lo era San Agustín), ni gentilhombre (como Mon­ taigne), y no ha estado mezclado en los acontecimientos de la corte, ni en los del ejército: así pues, no tiene ningún derecho a exponerse ante los ojos del público, al menos no tiene ninguno de los derechos que se han requerido hasta él para justificar una autobiografía. Además, es pobre; está obligado a ganarse el pan. ¿Con qué de­ recho intentaría llamar la atención sobre su existencia? ¿Pero, por qué no se apoderaría de ese derecho? Aunque sea un plebeyo, por qué no reclamaría la atención simplemente porque es un hombre, y porque los sentimientos que habitan el corazón del hombre no de­ penden ni de las condiciones sociales ni de la riqueza: ... Soy pobre y cuando el pan esté a punto de faltarme, no co­ nozco un medio más honrado de conseguirlo que el de vivir de mi propio trabajo. Hay muchos lectores a quienes esta sola idea Ies impedirá con­ tinuar. No concebirán que un hombre que necesita pan sea digno de que se le conozca. No es para ésos para quienes escribo112. 11 Revertes, cuarto Paseo, O. C., I, 1032. 12 Mon portrail. Armales J.-J. Rousseau, IV (1908), 262-263, véase O.C., 1, 1120.

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Y que no se objete que, al no ser yo más que un hom bre del pueblo, no tengo nada que decir que merezca la atención de los lectores. Esto puede ser cierto en lo referente a los acontecimien­ tos de mi vida: pero lo que escribo es menos la historia de esos acontecim ientos en si mismos, que la de mi estado de ánim o, a me­ dida que sucedían. Y las alm as sólo son más o menos ilustres se­ gún tengan sentim ientos más o menos grandes y nobles, ideas más o menos vivaces y num erosas. A quí, los hechos no son más que causas ocasionales. No im porta la oscuridad en que haya podido vivir, si he pensado más y m ejor que los Reyes, la historia de mi alma es más interesante que la de las suyas13.

La afirmación de los derechos del sentimiento y la justificación del hombre del pueblo van aquí parejas, ya que no hay privilegio o prerrogativa social que cuente, puesto que el valor del hombre resi­ de por completo en su sentimiento. (Saint-Preux es el testigo, y Julie, la mártir de esta nueva verdad.) Sentimientos más grandes, ideas más vivaces: inútil añadir que, aquí, el sentimentalismo no se opone en absoluto al racionalismo del siglo de las luces. AI contrario: la auto­ ridad intelectual de la razón y la primacía moral del sentimiento son con el mismo derecho las armas ideológicas de la burguesía pre­ revolucionaria. Estado de ánimo, sentimiento y pensamiento son prendas equivalentes de superioridad. Asi pues, la obra que emprenderá Rousseau no será solamente el alegato de un perseguido que proclama su inocencia. Será también el manifiesto de un hombre del estado llano que afirma que los acontecimientos de su conciencia y de su vida personal tienen una importancia absoluta y que, sin ser ni príncipe, ni obispo, ni recau­ dador general de impuestos, no por ello tiene menos derecho a reclamar la atención universal. No debe dejarse de conceder impor­ tancia al significado social que implica la empresa misma de las Confesiones. Jean-Jacques quiere ser reconocido: no solamente como un alma excepcional, no solamente como una victima con un corazón puro, sino como un hombre sencillo y un extranjero que no es de alta alcurnia y por ello será más capaz de cfrecer una imagen del hombre universalmente válida. Reivindica, para el viajero y el aventuro que fue, el privilegio de un mejor conocimiento de la hu­ manidad, la posesión de un conocimiento más vasto, más diverso y más eficaz. Este antiguo lacayo proclama abiertamente la superiori­ dad del servidor sobre el amo. Su condición de extranjero y su nuli­ dad social le han permitido moverse libremente y observar todos los 13 Armales J.-J. Rousseau, IV (1908), véase O. C., 1, 1150.

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estados de la sociedad francesa, sin detenerse en ninguno de ellos. Ha podido conocer todo, puesto que no tiene su sitio en ningún lugar: ...S in pertenecer yo a ningún estado, los he conocido todos; he vivido en todos, desde los más bajos hasta más elevados, ex­ ceptuando el trono. Los Grandes no conocen más que a los G ran­ des, los humildes no conocen más que a los humildes. Éstos no ven a los primeros más que a través de la admiración de su rango y no son vistos por ellos más que con un injusto desprecio. En s u s ' relaciones excesivamente alejadas, el ser común que tienen unos y otros, el hom bre, es desconocido para ambos por igual. En cuan­ to a mi, preocupado por quitarle su máscara, lo he reconocido en todas partes. He sopesado, com parado sus gustos respectivos, sus placeres, sus prejuicios, sus máximas. Admitido en casa de todos como un hom bre sin pretensiones y sin importancia, les examiné a mi aire y, cuando dejaban de disfrazarse, podía com parar al hom ­ bre con el hom bre y al estado con el estado. Al no ser nada, al no querer nada, no molestaba ni im portunaba a nadie; entraba por todas partes sin estar sujeto a nada, com iendo algunas veces con los Principes, por la m añana, y cenando por la noche con los cam pesinos14.

Una página como ésta establece claramente la reivindicación del individuo Jean-Jacques Rousseau: su experiencia es de tenor univer­ sal; sus cualidades de hombre del pueblo y de autodidacta no le dan sino más derecho a ser escuchado, pues es el único que detenta la verdadera ¡dea del hombre tal como es. Por ser él mismo un hom­ bre de nada, ha podido adquirir en compensación el poder de com­ prender todo. La imagen universal de lo humano, que pertenecía hasta entonces a la aristocracia, al gentilhombre y a la nobleza, pasa ahora por las manos de un advenedizo de la cultura, de un burgués, que, sacando partido de la descomposición de la sociedad aristocrática, ha sabido verlo todo y juzgar acerca de todo.

¿CÓMO PUEDE UNO PINTARSE?

¿Se puede decir la verdad sobre si mismo? Si, afirma Rousseau. La autobiografía accede a la verdad infinitamente mejor que cual­ quier pintura que observe a su modelo desde el exterior. Los pinto-

i« Op. « /., 1150-1151.

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res se contentan con lo verosímil; más que imitar la realidad, la construyen y quedan para siempre alejados del alma cuyo retrato deberían haber hecho; de ahi su audacia en lo arbitrario: Se captan los rasgos destacados de un carácter, se les une me­ diante rasgos inventados, y con tal del que todo constituya una fisonomía, ¿qué im porta que ésta se parezca? Nadie puede juzgar sobre e sto 15.

Vista desde fuera, la imagen de un ser nunca es verifícable. Por muy atentamente que mire a su modelo, el retratista no llegará nun­ ca hasta «el modelo interior»; si quiere explicar los móviles y las causas secretas del comportamiento no tendrá otros recursos que las conjeturas y las ficciones. La perspectiva de profundidad psicológi­ ca —perspectiva estrechamente dependiente de la dimensión tempo­ ral del pasado— se sustrae por principio al observador externo, cuya mirada no puede ir más allá de la superfice, ni remontarse al tiempo anterior al presente. Esta declaración de Rousseau, que pa­ rece establecer la existencia de una parte incognoscible de la vida psicólogica, en realidad sólo concierne al observador externo: Para conocer bien un carácter habría que distinguir en él lo adquirido de lo natural, ver cóm o se h a form ado, qué circunstan­ cias le han hecho desarrollarse, qué encadenam iento d e afecciones secretas le ha hecho ser com o es y cóm o se transform a p ara pro­ ducir algunas veces los efectos más contradictorios y los más ines­ perados. Lo que se ve no es más que una mínima parte d e lo que es; es el efecto aparente cuya causa interna está oculta y que, a me­ nudo, es m uy com plicada. C ada cual adivina a su m odo y pinta a su an to jo ; no tem e que se confronte la imagen con el modelo, ¿y cóm o se nos haría conocer ese m odelo interior que aquel que lo pinta de o tro no lo podría ver y que aquel q ue lo ve en si mismo no lo quiere m ostrar?16

«Aquel que lo ve en si mismo.» Así pues, el modelo interior no es oscuro para el propio sujeto, que podría incluso «mostrarlo», si no interviniese, de ordinario, una mala voluntad, un taciturno rechazo a dejarse conocer. Asi, Rousseau concede a la autobiogra­ fía las oportunidades que niega a la mirada del pintor:

15 Op. 1149. 16 Op. cit., 1149.

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Nadie puede escribir la vida de un hombre, sino él mismo. Su modo de ser interno, su verdadera vida sólo es conocida por éll7. «Pero al escribirla la disfraza», añade inmediatamente Rous­ seau. ¿No será el autorretrato tan arbitrario como el retrato? ¿No es también ficticia y reconstruida la imagen que un hombre da de si mismo? Pero Rousseau no se hace estas objeciones a si mismo; és­ tas conciernen a sus predecesores, a Montaigne en particular. Por primera vez un hombre va a pintarse tal como es... Rousseau se ex­ ceptúa. No solamente su pintura no será arbitraria, como lo son to­ dos los retratos tomados desde fuera, sino que, a diferencia de todas las demás autobiografías, además no será hipócrita. Su relato señalará el comienzo de los tiempos, el advenimiento mismo de la verdad. «Concibo una empresa de la que no hay otro ejemplo»18. Empresa única de un ser «a parte» al que nadie se parece. Sin em­ bargo, reivindica para esta empresa un alcance considerable: ofre­ cerá a los otros hombres «un elemento de comparación» y a los filósofos un objeto de estudio. Los otros no saben juzgar y no se conocen a si mismos, pues, fuera de ellos mismos, no conocen a nadie. Para superar «la doble ilusión del amor propio»19, deberían obligarse a no juzgar a los de­ más a partir de si mismos; deberían aceptar conocer a alguien que sea distinto de ellos mismos. Así pues, es preciso que Jean-Jacques venga a ofrecerles el regalo de su verdad para que los hombres de­ jen de vivir en el error. Tienen necesidad de ¿1, y ¿1 se lo prueba: Quiero procurar que para aprender a apreciarse, se pueda te­ ner al menos un elemento de comparación; que cada cual com­ prenda a sí mismo y a otro, y ese otro seré yo. Si, yo, sólo yo20. Una vez más, Rousseau se exceptúa. En efecto, si se sujetase a la regla que impone a los demás, debería volverse también hacia el ex­ terior, en búsqueda de algún «elemento de comparación». Pero des­ pués de haber afirmado que todo espíritu que permanece encerrado en los limites del yo está amenazado por el error, se arroga autorita­ riamente el derecho de no hablar más que de sí mismo. Se constata aquí hasta qué punto Rousseau es incapaz de ponerse en situación 17 Ibídem. 18 Coqfessions, lib. t, O. C., 1,6. 19 Armales J.-J. Rousseau, IV (1908), 2, véase O. C ., I, 1148. 20 Armales J.-J. Rousseau, IV (1908), 2, véase O. C ., 1 ,1149.

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de reciprocidad y de imponerse deberes idénticos a ios que asigna a los otros. Las verdad es para él un privilegio unilateral: los otros de­ berán conocerle a fin de conocerse mejor, deberán juzgarle y reha­ bilitarle para llegar a «apreciarse» a ellos mismos. Debe prestársele toda la atención del mundo —se le debe esto— sin que su deber le obligue a hacer nada más que contarse a si mismo.

D e c ir l o

todo

Conocerse es un acto simple e instantáneo. No hay diferencia entre conocerse y sentirse y, en Rousseau, el sentimiento decide in­ mediatamente acerca de la inocencia esencial del yo. Pero este senti­ miento, único y simple, no puede contentarse con su propia certeza: hay que comunicarla y no puede ser comunicada tal cual, en un acto expresivo que seria igualmente único y simple. Rousseau lo hu­ biese deseado: que un signo, que una breve palabra pudiese decirlo todo de una sola vez, e imponer a los demás la convicción de su ino­ cencia. Algunos veces incluso, en el punto álgido de su angustia, protesta mediante una afirmación exclamativa: «¡Soy inocente!»21. ¿Pero qué hacer si los otros no oyen este grito o no reconocen la sinceridad del mismo? ¿Callarse? Callarse es intolerable, sería reco­ nocer la validez del veredicto infamante. Asi pues, necesita hablar, buscar un medio de traducir a un lenguaje eficaz una evidencia in­ terna que no se resigna a considerar incomunicable. ¿Cómo traducir una evidencia que para nosotros reside en un acto intuitivo del sentimiento? ¿Cómo obtener de los otros el acto no menos intuitivo del juicio y del reconocimiento? Deberá interpo­ nerse todo un «circuito de palabras» entre el sentimiento primero, en el que Rousseau se declara no culpable, y el juicio final, en el que los otros reconocerán su inocencia. El problema consiste en obligar a los otros a hacerse una imagen verídica del carácter y del corazón de Jean-Jacques; esta imagen deberá ser, por principio, tan simple, tan clara y tan una, como el sentimiento interior de Rousseau. Asi pues, ¿qué hacer? Rousseau va a desplegar «todos los repliegues» de su «alma»22; va a extender en la duración biográfica una verdad global que el sentimiento posee de una sola vez. Va a dejar que se deshaga en una multiplicidad de instantes, vividos suce­ sivamente, su unidad y su sencillez, para mostrar mejor la ley según 21 Correspondancegénérale, DP, XIX, 310. 22 Armales J.-J. Rousseau, IV, (1908), 9, véase O. C., 1, 1153.

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la cual todo está intimamente relacionado y unido en su carácter; va a mostrar cómo ha llegado a ser lo que es. Asi pues, va a enunciar discursivamente toda la historia de su vida con la condición de pedir a los otros que sean ellos mismos quienes hagan la sintesis de ella. Dado que Jean-Jacques no puede enunciar con una sola palabra ni su naturaleza ni su carácter, ni el principio de su unidad, se remite para ello a sus testigos: es a ellos a quienes corresponderá construir la imagen única y juzgarla completamente, pero esta vez a partir de una sobreabundancia de documentos que les obligará a ver al verda­ dero Rousseau. Repitámoslo: Rousseau no duda ni por un momen­ to de su unidad, a pesar de las contradicciones y de las disconti­ nuidades que él mismo ha sabido acusar, sólo que le parece que es imposible afirmarse sin relatarse, y que la narración de los detalles de su vida «se aceptará» mejor que la afirmación global: soy ino­ cente. Toda afirmación global corre el riego de enfrentarse con un rechazo global: ante una sintesis acabada, los hombres desconfían y sospechan que se trata de una impostura. Rousseau presentará la «materia prima» de los acontecimientos y de las circunstancias de su vida, para que los otros los unan en una síntesis en la que podrán creer tanto más gustosamente cuanto que ellos serán sus autores. La narración detallada tendrá como efecto no solamente forzar la aten­ ción de los lectores, sino además forzar su juicio, obligándoles a ha­ cerse una imagen verídica de Jean-Jacques: Todo está íntimamente relacionado... todo es uno en mi carác­ ter... y este extraño y singular ensamblaje precisa de todas las cir­ cunstancias de mi vida para ser revelado adecuadam ente23. Si yo me hiciese cargo del resultado y le dijese (al lector): «Es­ te es mi carácter», podria creer, si no que le engaño, al menos que me equivoco. Pero al detallarle con sencillez todo lo que ocurrió, todo lo que hice, todo lo que pensé y todo lo que senti, no puedo inducirle a error, a menos que quiera hacerlo y aunque quisiera hacerlo no lo conseguiría tan fácilmente de este m odo. Es a él a quien corresponde reunir estos elementos y determ inar el ser que ellos com ponen; el resultado debe ser obra suya; y si, entonces, se equivoca, todo el error será responsabilidad suya... No soy yo quien debe juzgar la im portancia de los hechos, debo contarlos todos, y dejarle el cuidado de escoger24.

23 Op.cit.. 10, O. C., 1,1153. 24 Confessions, lib. IV, O. C., 1, 175.

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Asi pues, Rousseau confía al lector la tarea de reducir la mul­ tiplicidad a unidad. Confia en él. Y adivinamos que esto es ya un modo de alegar falta de culpabilidad: un hombre tan confiado, que no quiere ocultar nada y que deja al lector el cuidado de juzgar, ¿cómo podría ser un malvado? Pero adivinamos también que, al mismo tiempo, Rousseau hace cargar a los otros con la responsabi­ lidad de todos los malententidos que pudiesen subsistir: si el lector se equivoca, todo el error será suyo. La prueba será decisiva: en ca­ so de que el lector o el oyente de las Confesiones no saquen las conclusiones que se imponen, ¡pues bien! Rousseau sabrá de una vez por todas que la culpa recae por completo sobre ellos. En los retratos ordinarios, se construye una cara «a partir de cinco puntos»; el resto es invención del pintor. Pero —pregunta Rousseau— si se cuentan todos los acontecimientos, todos los pen­ samientos, todos los sentimientos, sin omitir el más insignificante de los detalles, ¿no se obliga al lector a aceptar un todo, un conjun­ to, formado por miles de «puntos» que no dejarán que la imagina­ ción se extravie? Con tal de multiplicar los testimonios se proveerá al espectador de los elementos de una sintesis infinitamente parecida al modelo original: ¿Para qué sirve decir esto? Para realizar el resto, para darle coherencia al todo; los rasgos del rostro sólo producen el efecto que producen porque están todos: si falta uno de ellos, el rostro queda desfigurado. Cuando escribo no pienso en absoluto en este conjunto, sólo pienso en decir lo que sé y es de ahi de donde re­ sulta el conjunto y la semejanza del todo con el original25. ¿Pero cómo conseguir decirlo todo? ¿Qué orden y qué método seguir? Si Rousseau necesita de todas las circunstancias de su vida para revelar debidamente su carácter, la revelación se convierte en una tarea interminable. ¿No es inmenso el riesgo dado que la más mínima omisión compromete la verdad de toda la empresa? El espí­ ritu antitético de Rousseau no ve más que una sola alternativa: El éxito o el fracaso absoluto de su empeño. «Si callo alguna cosa no se me conocerá en nada.»26 Por una parte, tiene la-esperanza de al­ canzar una verdad infinitamente próxima (que equivale a una ver­ dad total), y por otra, existe el peligro de no salir del malententido, de agravarlo todavía más. Rousseau siente que pesa sobre él la ame­ naza de una condena, y se ve obligado a no callar nada: 25 Armales J.-J. Rousseau. IV (1908), 264-265, véase O. C.. 1 .1122.

26 Op. di., 10. O. C., 1 .1153.

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En la em presa que he form ado de m ostrarm e por com pleto al público, es preciso que no le quede oscuro u oculto nada de mi; es preciso que me m antenga incesantemente bajo su m irada; que me siga en todos los extravíos de mi corazón, en todos los rincones de mi vida; que no me pierda de vista un solo m om ento, por miedo de que al encontrar en mi relato la más minina laguna, el más mínimo vacio, y al preguntarse: ¿Qué hizo durante este tiempo? no me acuse de no haber querido decirlo todo. Ya doy suficiente ocasión al ejercicio de la malignidad de los hombres a través de mis relatos, sin tener que darlo también a causa de mi silencio27.

Rousseau habla bajo amenaza. La evidencia de esto se hace cada vez más penosa a medida que se progresa en la lectura de las Confe­ siones. Por otra parte, a partir del séptimo libro las intenciones que Rousseau atribuye a sus «contemporáneos» cambian radicalmente de naturaleza; mientras que al principio se sentía requerido a hablar, luego tiene la impresión de que sus adversarios emplean to­ dos los medios imaginables para impedirle que escríba y que sea es­ cuchado. Así pues, si Rousseau persevera en su intención de decirlo todo, ya no será para satisfacer las exigencias del lector, sino para desafiar a la hostilidad universal: «los techos bajo los que me hallo tienen ojos, los muros que me rodean tienen orejas, rodeado de es­ pías y de guardianes pérfidos y vigilantes, inquieto y distraído, pon­ go apresuradamente en el papel algunas palabras entrecortadas, que apenas tengo tiempo de releer y aún menos de corregir»28. Ahora, la mirada de los otros es una mirada que quiere verlo todo, pero que ya no quiere saber la verdad, que ya no pide conocerla, y que, más que nada, se dedicará a hacerla desaparecer. Asi pues, se hace aún más importante decirlo todo, para otros hombres, para otras generaciones (si es que les llega el manuscrito, si es que no ha sido destruido o falsificado entre tanto por los hombres del complot). ¿Pero permite el lenguaje común decirlo todo? Ya hemos visto que Rousseau prefiere los signos a la «fria mediación de la palabra». El lenguaje ordinario es inadecuado para expresar los acontecimientos y los sentimientos cuya suma constituye una existen­ cia única. Esta es la razón por la que este hombre que se siente radi­ calmente diferente de los otros quiere hacer ver su diferencia por medio de otro lenguaje, que ¿1 seria el primero y el único en em­ plear y cuyo molde se romperla a continuación, igual que la natu­ raleza rompió «el molde en que puso» a Jean-Jacques. 27 Confessions. lib. II, O. C„ I, 59-60. 28 Confessions, lib. VII, O. C., I, 279.

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P ara lo que tengo que decir, habría que inventar un lenguaje tan nuevo com o mi proyecto: ¿pues, qué tom o y qué estilo adop­ tar para desenredar este inmenso caos de sentimientos tan diver­ sos, tan contradictorios, a m enudo tan viles y a veces tan sublimes por los que me vi sacudido sin cesar? ¿Cuántas naderías, cuán­ tas miserias no es absolutam ente preciso que exponga, en qué detalles indignantes, indecentes, pueriles y a menudo ridiculos no deberé entrar para seguir el hilo de mis secretas disposiciones, pa­ ra m ostrar com o cada impresión que ha dejado huella en mi alma entró en ella por primera vez?29

Tal y como aquí la expresa Rousseau, la dificultad consiste en encontrar un lenguaje que sea fiel al sabor incomparable de la ex­ periencia personal; inventar una escritura lo suficientemente ligera y lo suficientemente variada como para expresar la diversidad, las contradicciones, los detalles infimos, las «naderías», y el encadena­ miento de las «pequeñas percepciones» cuyo entramado constituye la existencia única de Jean-Jacques. Asi pues, va a buscar un estilo apropiado a su objeto, y este objeto no es nada exterior, nada «ob­ jetivo»: es el yo del escritor, su experiencia personal, en su infinita complejidad y en su diferencia absoluta. Aqui, el hombre quiere confiar, expresamente, en un lenguaje que le represente y en el que pueda reconocer su propia sustancia. Pero su sustancia, si ha de ser explicitada, es su historia; y su historia ha de ser descompuesta en sus elementos constitutivos, es una multitud infinita de nimios acontecimientos sin nobleza y sin coherencia aparente. En rigor, si tuviese que señalar «cada impresión que ha dejado huella», habría que relatar cada instante, pues cada instante es un comienzo, un ac­ to inaugural. Recordemos Los Solitarios: «Nunca hacemos sino co­ menzar, y... no existe en absoluto en nuestra existencia otra rela­ ción que una sucesión de momentos presentes, el primero de los cuales es siempre el que está en acto. Morimos y nacemos en cada instante de nuestra vida»*10. Contar todos los comienzos sería contar todos los instantes: pero esta extremada fidelidad del lenguaje a la vida es casi impensable. Incluso suponiendo que se llegase a ello, es­ to supondría sustituir la vida por el lenguaje. Ésta se desvanecería en la palabra que la desdobla. Ahora bien, para Rousseau, en el or­ den de los valores, la vida está antes que la «literatura», que no es más que su sombra. Rousseau ha renunciado a escribir sus ensoña­ ciones más embriagadoras en nombre del placer vivido: «¿Por qué 29 Aunóles J.-J. Rousseau, IV, (1908), 9-10, véase O. C., L, 1153. 10 Ém ileel Sophie, carta I, O. C., IV, 905.

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privarme del encanto actual del goce para decirle a otros que había gozado?»51. Siente necesidad de una silenciosa plenitud que contrarresta la necesidad de justificación total. Las Confesiones representan un término medio entre estas dos exigencias, pero, en cierto sentido, la obra autobiográfica está condenada a un doble fracaso: por una parte, no le será posible decirlo todo y, por tanto, la justificación no será absoluta; por otra, el silencio de la perfecta felicidad se ha perdido para siempre. La palabra se despliega en un espacio intermedio, entre la inocencia primera y el veredicto final encargado de establecer la certeza de la inocencia recuperada. La fe­ licidad primera ya no existe en su plenitud, y aún se está lejos de de­ terminar la tarea de justificación con un mismo aliento. Las Confe­ siones expresan la nostalgia de la unidad perdida, y la ansiosa espe­ ra de una reconciliación final. Al menos, un principio se impone indiscutiblemente a Rousseau: seguir cronológicamente el desarrollo de su conciencia, recomponer el trazado de su progresión, recorrer la secuencia natural de las ide­ as y sentimientos, revivir por medio de la memoria el encadena­ miento de causas y efectos que han determinado su carácter y su destino. Método «genético» que se remonta a los orígenes para en­ contrar allí las fuentes ocultas del momento presente; es el mismo método que Rousseau aplicaba a la historia en el Discurso sobre el Origen de ia Desigualdad. La tarea consiste en probar la conti­ nuidad de una evolución («el hilo de mis disposiciones secretas»); pero, se va a tratar, también, de señalar la aparición sucesiva y dis­ continua de las «impresiones» que han afectado su alma «por pri­ mera vez». Así pues, hay que mostrar, a la vez, cómo «se relaciona­ ba todo» y cómo surgen, poco a poco, los primeros momentos a partir de los cuales la conciencia se enriquece con una nueva «impresión», con una nueva determinación, con una «huella» o una herida indelebles. De hecho, para Rousseau la continuidad del enca­ denamiento y la discontinuidad de los primeros momentos no son en modo alguno inconciliables; por el contrario, entre lo continuo y lo discontinuo hay una perfecta interdependencia que hace que cada nuevo «rasgo» señale la entrada en la sinfonía de una voz que ya no se interrumpirá: ... Los primeros rasgos que se grabaron en mi cabeza perm ane­ cieron en ella, y aquellos que se imprimieron en ella a conti­ nuación más que borrarlos se han com binado con ellos. Hay una 3' Confessions. lib. IV, O. C., 1,162.

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cierta sucesión de afectos y de ideas que modifican a aquellas que les siguen, y que hay que conocer para juzgar bien. Me dedico a desarrollar bien las primeras causas en todos los casos para hacer sentir el encadenam iento de los efectos32.

¿Pero hasta dónde hay que remontarse para encontrar esas «pri­ meras causas»? ¿Y con qué derecho se decide que un momento po­ see una importancia determinante en relación con otro aconteci­ miento determinado, que no es más que un simple efecto? Distin­ guir las causas y los efectos es un acto de juicio. Ahora bien, ¿no se trata de retomar abiertamente el privilegio de juzgar, que en princi­ pio se ha confiado por completo al lector? En justicia, todos los ins­ tantes vividos son efectos y todos son igualmente causas. Sólo una decisión arbitraria puede atribuir a alguno de ellos un valor absolu­ tamente primero: «Aquí comienza...» Sin embargo, Rousseau no duda; juzga, ordena los acontecimientos según relaciones de causa­ lidad, al mismo tiempo que proclama que deja a los otros el cuida­ do de juzgar. No desaparece en ninguna parte para entregarnos el material bruto, como ha pretendido que hace. Cuando transcribe las cartas se las da de exponer los elementos de un expediente, pero las cartas serán comentadas nada más transcritas. ¿Cómo podría Rousseau obrar de otro modo? ¿Podría contar su vida sin atribuirle un sentido? Establecer un orden de sucesión de causa y efecto es, ya, establecer un sentido, no sólo porque se impone un orden in­ terpretativo que pone de relieve determinados momentos privile­ giados, sino también porque la misma elección de este tipo de in­ terpretación señala desde el primer momento la elección de un cier­ to sentido de la existencia. Por sí misma la idea del «encadenamien­ to de los efectos» implica una ley del destino, una servidumbre que ata al yo a su pasado; Rousseau se pone en posición de víctima, sufre contra su voluntad las consecuencias de un pasado del que ya no es dueño. Es interesante observar que en este fatalismo determi­ nista Rousseau le atribuye el papel preponderante a los aconteci­ mientos más alejados: «Hay una cierta sucesión de afectos y de ide­ as que modifican a las que tes siguen». Por consiguiente, se ve muy bien que el propio método es ya la expresión de una «elección fun­ damental» por la que Rousseau pretende ser la victima inocente de una hostilidad sobre la que ya no tiene ningún medio de actuar co­ mo respuesta. No tiene poder sobre el pasado lejano que le condi­ ciona, igual que no tendrá poder sobre la maldad de sus perseguido­ 32 Op. til., 174- 175.

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res. Está solo, sin medios, privado de toda libertad para actuar, pe­ ro no es por su culpa, nunca ha sido por su culpa. Y si se le concede una última libertad, la de escribir, dirá cómo se le condujo hasta allí. Pero ya le quitan sus papeles, ya le impiden escribir... Como ya no es libre, ya no es responsable, como ya no es responsable, no se le puede imputar cargo alguno, es inocente. Ha quedado probado. La coartada se sostiene. Todas las perspectivas del pasado parecen estar dominadas por la necesidad y la fatalidad. Sin embargo, queda un refugio para la libertad: el sentimiento interior y el acto mismo de escribir. Si la libetad no es el principio que ve Rousseau en funcionamiento en su vida es el que hará posible la expresión literaria de la misma. En efecto, Rousseau considera su vida como un destino impuesto por una suerte temible; pero su autobiografía será un acto de libertad, dirá la verdad sobre si mismo porque se afirmará libremente en su sentimiento, porque no aceptará ningún constreñimiento, ninguna molestia ni ninguna regla: Sí quiero hacer una obra escrita con cuidado, com o las otras, no me pintaré sino que me enm ascararé. De lo que aquí se trata es de mi retrato y no de un libro. Voy a trabajar, por asi decir, en el cuarto oscuro; para lo que no se precisa otro arte que el de seguir exactamente los rasgos que veo m arcados. Así pues, acepto las consecuencias tanto en lo que concierne a mi estilo cuanto en lo que concierne a las cosas. No me preocuparé en absoluto por ha­ cerlo uniforme; tendré siempre el que se me ocurra, lo modificaré sin escrúpulos, según mi hum or, diré cada cosa com o la siento, como la veo, sin rebuscamiento, sin molestia, sin inquietarme por el abigarramiento. Al entregarme a la vez al recuerdo de la impre­ sión vivida y al sentimiento presente, pintaré de m anera doble el estado de mi alm a, a saber: En el mom ento en que me sucedió el acontecim iento y en el momento en que lo describí; mi estilo des­ igual y natural, unas veces rápido y otras difuso, unas veces pru­ dente y otras loco, unas veces grave y otras alegre, form ará él mis­ mo parte de mi historia33.

La posibilidad de alcanzar lo verdadero reside en esta libertad de la palabra y en el movimiento espontáneo del lenguaje. Entregarse al recuerdo, entregarse al sentimiento: Rousseau define aqui una pasividad, pero una pasividad libre. Ya no es el abandono resigna­ do a una fuerza exterior y extraña; es el abandono feliz a un poder 33 Am ales J.-J. Rousseau, IV (1908), 10-11, véase O. C., I, 1154.

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interior, a un azar íntimo. El pasado ya no es vinculo y ese encade­ namiento que paraliza el instante presente, ya no es ese nudo inex­ tricable de determinaciones que nos condenan a sufrir nuestra suer­ te. La perspectiva parte ahora del instante presente: la «fuente» está aqui mismo y no en la vida pasada. El presente gobierna el espacio retrospectivo en vez de ser aplastado por él. Así, en vez de sentirse producido por su pasado, Rousseau descubre que el pa­ sado se produce y se agita en él, en el surgimiento de una emoción actual. «Siempre tendré» el estilo «que se me ocurra»: la fórmula es sig­ nificativa. Indica la voluntad de ceder la iniciativa al lenguaje: Rousseau deja hablar a su emoción y acepta escribir al dictado. No llevará el timón, sino que se dejará invadir por el recuerdo y por las palabras. Aqui se ve aparecer una nueva concepción del lenguaje (cuya aceptación llegará hasta el surrealismo). Ciertamente, Rousseau está lejos de renunciar a la idea tradi­ cional que ve en el lenguaje un instrumento que el escritor trata de gobernar: el lenguaje es simplemente un medio, un útil del que nos servimos como de cualquier otro útil material. Y Rousseau restable­ ce bastante rápidamente el principio de un dominio del escritor sobre el estilo cuando añade: «Lo modificaré según mi humor...». Asi pues, tiene intención de disponer soberanamente de su lenguaje, a la vez que se deja conducir por su humor. Sin embargo, la página que acabamos de leer deja que se apunte a la nueva actitud: dejar hacer al lenguaje, no intervenir. A partir de ese momento la rela­ ción entre el sujeto hablante y el lenguaje deja de ser una relación instrumental, análoga a la del obrero con su útil; ahora el sujeto y el lenguaje ya no son exteriores el uno para el otro. El sujeto es su emoción y la emoción es inmediatamente lenguaje. Sujeto, lenguaje y emoción ya no se dejan diferenciar. La emoción es revelación del sujeto y el lenguaje es la emoción que se habla. En la inspiración narrativa, Jean-Jacques es inemdiatamente su lenguaje. La palabra no es más que una unidad con el sujeto, igual que Galatea viviente no es más que una unidad con el «yo» de Pigmalión. Sin duda, la palabra tiene siempre como función «mediatizar» la relación entre el yo y los otros. Pero ya no es un instrumento distinto del yo que la utiliza; es el yo mismo. Hay que citar aqui a Hegel, pues es él quien ha propuesto el mejor análisis del lenguaje de la «convicción inte­ rior», tal como aparece en Rousseau: «El lenguaje es la conciencia de sí mismo que es para los otros y que está presente inmediatamen­ te como tal... El contenido del lenguaje de la buena conciencia es el Si mismo que se sabe como esencia. Lo que expresa el lenguaje es 241

sólo esto»34. Decirse es la acción esencial, pero es una acción en la que el yo no sale de si mismo. La tarea de mostrarse, que parecía infinita, va a parecer ahora extrañamente fácil. Sólo se trata de abandonarse dócilmente al sen­ timiento, y de confiarle la palabra. Lo que garantizará la verdad de la autobiografía es esta no resistencia al sentimiento y al recuerdo. Ya no estamos ante la ardua empresa de inventar un nuevo len­ guaje; héle aquí inventando por completo, a partir del momento en que ya no dirijamos nuestra atención a la técnica de la palabra, en cuanto renunciemos a hacer una obra literaria. El yo, únicamente atento a si mismo, no pensará ni en la obra ni en el lenguaje-útil. La obra se hará como él pueda, y será precisamente en esto en lo que residirá su verdad. Cuando Rousseau habia hablado de la inmensa dificultad de la expresión, todavía consideraba al acto de escribir como un miedo a poner en práctica para «desenredar este inmenso caos de sentimientos tan diversos». Pero el problema del lenguaje se desvanece desde el momento en el que el acto de escribir ya no es conocido como un medio instrumental con vistas a la revelación de la verdad, sino como la revelación misma. Esto no es otra cosa que reivindicar, hit et nunc, las prerrogativas expresivas que el Ensayo sobre el Origen de las Lenguas asignaba a la «lengua primitiva». La lengua es la emoción expresada de modo inmediato, y en vez de ser el útil que sirve para la revelación de una verdad oculta, él mismo es el secreto revelado, lo oculto que se hace manifiesto al instante. Además, esta fidelidad espontánea que une la palabra con la emo­ ción sirve de garantía a todo lo demás: la verdad inmediata del len­ guaje gartantiza la verdad del pasaso tal como fue vivido. Propaga retrospectivamente su propia pureza, su inocencia y su evidencia. Todo lo que en la vida de Jean-Jacques fue mentira o vicio se reab­ sorbe y se purifica en la transparencia actual de la confesión. Pintaré de manera doble el estado de mi alma. Rousseau se con­ cede la posibilidad de una doble verdad, allí donde se habría podido temer un doble fracaso. Si se hubiese tratado de exhumar del pasa­ do un hecho exacto, de localizarlo con precisión y de describirlo tal como se produjo, se habría corrido un gran peligro de no obtener nada más que un resultado incierto e incompleto. Si considero el antiguo hecho como un objeto, todo me prueba la imposibilidad en la que me encuentro de reconstruirlo tal cual: mi memoria de evoca­ ción no es infinita, es falible. Pocas escenas le siguen siendo verda­ 34 JEAN-HyppoLrrE, Genése a structure de la Phinoménologie de l'esprit de Hegel (París, Aubier, 1946), 494-495.

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deramente presentes. El resto se desvanece en cuanto pretende to­ carlo... Además, ¿no oblitera mi mirada sobre el pasado el estado de ánimo en el que me encuentro ahora? ¿No es mi emoción presen­ te como un prisma a través del cual mi antigua vida cambia de for­ ma y de color? ¿No me parece más oscura o más clara, dependien­ do de las horas? Volverse para captar el pasado objetivo, es Orfeo volviéndose para ver a Euridice... A lo que Rousseau responde co­ mo en el mito de la estatua de Glauco, que lo esencial ha quedado intacto. Pues lo esencial no es el hecho objetivo, sino el sentimien­ to; y el sentimiento antiguo puede surgir de nuevo, hacer irrupción en su alma, convertirse en emoción actual. Aunque la «cadena de acontecimientos» ya no sea accesible a su memoria, le queda la «ca­ dena de los sentimientos», alrededor de las cuales podrá reconstruir los hechos materiales olvidados. Asi pues, el sentimiento es el cora­ zón indestructible de la memoria, y es a partir del sentimiento co­ mo, por una especie de inducción, Jean-Jacques podrá volver a en­ contrar las circunstancias exteriores, las «causas ocasiones»: Todos los papeles que había reunido para suplir a mi memoria y guiarme en esta empresa han pasado a otras m anos y no volve­ rán a las mías. No tengo más que un gula fiel con el que pueda contar; es la cadena de los sentimientos que han m arcado el des­ arrollo de mi ser y, a través de ellos, de los acontecimientos que fueron causa o efecto suyo. Olvido fácilmente mis desgracias, pe­ ro no puedo olvidar mis culpas, y olvido menos aún mis buenos sentimientos. Su recuerdo me es dem asiado querido com o para que nunca se borren de mi corazón. Puedo hacer omisiones en los hechos, trasposiciones, errores de fechas; pero n o puedo equivo­ carm e acerca d e io que sentí, ni de lo que mis sentimientos me han hed ió hacer; y es de esto de lo que prindpalm ente se trata. El ob­ je to propio de mis confesiones es el de hacer conocer exactamente mi interior en todas las situadones de mi vida. E s la historia de mi alm a que he prom etido, y para escribirla fielmente no tengo nece­ sidad de otras memorias: m e basta, com o he hecho hasta aquí, con entrar dentro de m i35.

Asi pues, la memoria afectiva parece infalible. Es sólo por ella, y no por una severa reflexión, por lo que puede producirse una ver­ dadera resurrección del pasado: «Al decirme he gozado, gozo toda­ vía»36. Más aún, a menudo el recuerdo se presenta como una emo­

35 Confessions, lib. Vil, O. C., I, 278. 36 Anuales J.-J. Rousseau, IV (1908), 229, véase O. C„ I, 1174.

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ción más intensa, posee una agudeza mucho más estremecedora que la impresión original. Esta es la razón por la que el pasado, lejos de difuminarse en la memoria, se amplifica en ella y gana una resonan­ cia más profunda: «Los objetos me causan menos impresión sus re­ cuerdos»37. La emoción no revelará su verdadera «dimensión» más que cuando sea vivida de nuevo... Ciertamente, hay excepciones a estas resurrecciones infalibles. Hay momentos felices que ya no pue­ den traducirse en palabras. Hay momentos demasiado deslumbran­ tes cuyo contenido no recuperará Jean-Jacques jamás. Así ocurre con su iluminación en el camino de Vincennes: «Oh, Señor», escribe Rousseau a Malesherbes, «si hubiese podido escribir alguna vez la cuarta parte de lo que vi y sentí bajo este árbol...»38. Por lo demás, poco importa la exactitud de la reminiscencia. Que resuene y se amplifique el recuerdo, que se confunda con el ac­ tual hasta no poder ya distinguirse de él. Rousseau quiere pintar su alma contándonos la historia de su vida; lo que cuenta por encima de todo no es la verdad histórica, es la emoción de una conciencia que deja que el pasado emerja y se represente en ella. Si la imagen es falsa, al menos la emoción actual no lo es. La verdad que Rous­ seau quiere comunicarnos no es la exacta localización de los hechos biográficos, sino la relación que mantiene con su pasado. Se pintará de manera doble, poque en vez de reconstruir simplemente su histo­ ria, se cuenta a sí mismo tal como revive su historia al escribirla. Poco importa, entonces, si llena con la imaginación las lagunas de su memoria, ¿no expresa la calidad de nuestros sueños nuestra na­ turaleza? Poco importa el poco parecido «anecdótico» del autorre­ trato, puesto que el alma del pintor se manifestó por la forma, por el toque y por el estilo. Al deformar su imagen, revela una realidad más esencial, que es la mirada que dirige hacia sí mismo, la imposi­ bilidad en la que se encuentra de captarse si no es deformándose. Ya no pretende dominar su objeto (que es él mismo) del modo impar­ cial y frío que correspondería al historiador, poseedor de una ver­ dad ne varíetur. Se expone en su búsquda y su error. Al mismo tiempo que el objeto incierto que cree captar. Este conjunto consti­ tuye una verdad más completa, pero que se sustrae a las leyes habi­ tuales de la verificación. No estamos ya en el terreno de la verdad (de la historia verídica), en lo sucesivo estamos en el de la autentici­ dad (del discurso auténtico). Rousseau escribe a dom Deschamps: «Estoy convencido de que*31 37 Confessions, lib. IV, O. C., I, 174. 31 Segunda cana a Malesherbes, O. C., I, II3S.

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se está siempre bien pintado cuando es uno mismo el que se ha pin­ tado, aun cuando el retrato no se pareciese en absoluto»39. No hay autorretrato alguno que no se parezca, pues el parecido no se en­ cuentra en absoluto en la imagen representada, sino en la presencia del yo en el interior de su palabra. Asi pues, el autorretrato no será la copia más o menos fiel de un yo-objeto, sino la huella viva de es­ ta acción que es la búsqueda de si mismo. Estoy a la búsqueda de mí mismo. E incluso cuando me olvido y me pierdo en mi palabra, esta palabra me revela y me expresa aún (en los Diálogos Rousseau dirá que toda su obra no es más que un autorretrato). La palabra auténtica es una palabra que ya no se limita a imitar un dato pre­ existente: es libre de deformar y de inventar, con la condición de permanecer fiel a su propia ley. Ahora bien, esta ley interior se sustrae a cualquier control y a cualquier discusión. La ley de la autenticidad no prohíbe nada, pero nunca es satisfecha. No exige que la palabra reproduzca una realidad previa, sino que produzca su verdad en un desarrollo libre e ininterrumpido. Admite e incluso ordena que el escritor, al renunciar a buscar su «verdadero yo» en un pasado fijo, lo construya al escribirlo. Da asi, un valor de ver­ dad al acto al que la moral rigurosa podría reprochar el ser una fic­ ción, una invención incontrolable40. En este punto, la sinceridad no implica ya una reflexión sobre sí mismo. No examina (como dice la fórmula consagrada) un yo pre­ existente que habria que expresar completamente, con una fidelidad descriptiva que mantuviese la distancia necesaria para juzgar. Esta sinceridad reflexiva, que divide el ser y condena a la conciencia a una irreductible separación, es suplantada por una sinceridad irrefle­ xiva. Pues la autenticidad no es nada más que una sinceridad sin dis­ tancia y sin reflexión, una espontaneidad que ya no está sujeta a un objeto que la precediese y al que debiese obediencia. La palabra auténtica se realiza en el abandono despreocupado al impulso inme­ diato. Entonces la conciencia de la palabra y del ser se da a la prime­ ra vez, en el impulso mismo de la afirmación del yo «que se sabe co­ mo esencia», según los términos de Hegel; la coincidencia entre la palabra y el ser ya no es un problema, sino un dato primero. Al pru­ dente proceder de una reflexión que intenta delimitar su objeto suce­ de la libre creación de si mismo. Ya no es necesario que el yo se re­ monte a la búsqueda de su fuente; esta fuente está aqui mismo, en el 39 A don Deschamps, 12 de septiembre de 1761, Correspondance générale, DP, VI, 209; L. IX. 120. 40 En la cuarta Ensoñación, Rousseau se esforzará por distinguir entre ficción y mentira. La ficción es inocente, no perjudica a nadie, es pura invención.

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instante presente en el que surge la emoción. En efecto, todo ocurre en un presente tan puro que el pasado mismo es vivido de nuevo co­ mo sentimiento presente. Por consiguiente, la cuestión primordial no consiste en pensarse ni en juzgarse, sino en ser uno mismo. En una ética de la autenticidad, la divisa de Rousseau, vitam im­ penderé vero, se convierte en sinónimo de vitam impenderé sibi. Pues lo verdadero a lo que debe consagrar su vida es, en primer tér­ mino, su verdad; el pacto con lo verdadero es un pacto consigo mis­ mo. El imperativo ser uno mismo (que Rousseau repetía a Bernardin de Saint-Pierre) no le obliga a entregar su vida a una verdad abstracta previamente establecida41, no le obliga más que a aceptar­ se como fuente absoluta. Esto parece infinitamente fácil, puesto que en toda circunstancia, y haga lo que haga, todos sus actos le expresan. ¿Estoy en peligro de no ser yo? Sí, piensa Rousseau, es­ toy en peligro de perderme pues el hombre posee el don de la refle­ xión, es decir, el peligroso privilegio de vivir a distancia de si mis­ mo; asi pues, ser uno mismo no es tan fácil como parece. Nunca se ha terminado de retomarse uno a sí mismo en la reflexión que nos aliena. Si no, ¿por qué habría que decirse tan ampliamente a fin de ser uno mismo? Esto significa que aún no se posee la unidad indivi­ sa. El tener que continuar escribiendo y justificándose prueba que nunca se hace más que comenzar a ser uno mismo, y que la tarea es­ tá siempre ante nosotros. Sólo aquí es donde se mide toda la novedad que aporta la obra de Rousseau. El lenguaje se ha convertido en el lugar de una expe­ riencia inmediata, a la vez que sigue siendo el instrumento de una mediación. Atestigua al mismo tiempo la inherencia del escritor a su «fuente» interna y la necesidad de hacer frente a un juicio, es decir, de estar justificado en lo universal. Este lenguaje ya no tiene nada de común con el «discurso» clásico. Es infinitamente más impe­ rioso, e infinitamente más precario. La palabra es el yo auténtico, pero, por otra parte, revela que la perfecta autenticidad está todavía ausente, que la plenitud debe ser conquistada aún, que nada está asegurado si el testigo niega su consentimiento. La obra literaria ya no solicita al asentimiento del lector sobre una verdad interpuesta en «tercera persona» entre el escritor y su público; el escritor se de­ signa mediante su obra y solicita el asentimiento sobre la verdad de su experiencia personal. Rousseau ha descubierto estos problemas; 41 Sin lugar a dudas, no hay que subestimar el esfuerzo emprendido por Rous­ seau para establecer una doctrina coherente y atenerse a ella. Necesitaba Jijar sus ideas: ideas que deben sus pruebas al dictamen de la conciencia y que a su vez autori­ zan a Rousseau a entregarse a la verdad del sentimiento.

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ha sido verdadero inventor de la nueva actitud que llegará a sti la de la litetarua moderna (más allá del romanticismo sentimental del que se ha hecho responsable a Rousseau); se puede decir que ha si­ do el primero en vivir de un modo ejemplar el peligroso pacto del yo con el lenguaje: la «nueva alianza» en la que el hombre se hace verbo.

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V III

LA ENFERMEDAD

La singularidad extrema se convierte en anomalía cuando rompe toda relación de reciprocidad. ¿Pero dónde comienza la ruptura? ¿Y acaso no se debe tener en cuenta aquello que en toda relación humana, e incluso en todo diálogo, se niega a aceptar la recipro­ cidad? Para decidir sobre lo normal y lo anormal, hay que remitirse a la decisión previa de aquellos que han establecido las normas, pero la norma nunca es más que una exigencia imperiosa (personal o co­ lectiva) elevada al rango de ley objetiva y científica. La historia, que pretende juzgar a Rousseau, apela a sus propias normas. Examínese la critica contemporánea. Unos le tienen por loco, otros sólo hablan de estupor y de sensibilidad herida; también hay quienes están dis­ puestos a aprobarle y a hacer recaer la acusación sobre la socie­ dad... Semejantes discondancias revelan, en primer lugar, la escasa autoridad de nuestras normas. En segundo lugar, estas contradic­ ciones nos previenen de que probablemente es vano intentar zanjar el «caso Rousseau» con una respuesta clara e inequívoca cuando en nuestros días tantos psiquiatras pretenden tener en cuenta la «perso­ nalidad» de sus enfermos sin concederle un valor excesivo al diag­ nóstico (que clasifica al enfermo en una categoría y que simplemen­ te permite tener una orientación general sobre el pronóstico y el tra­ tamiento), es manifiestamente inútil desear que la última palabra sobre el «caso Rousseau» nos venga dada en forma de diagnóstico retrospectivo. Ahora bien, esto es, sin embargo, lo que no se ha de­ jado de hacer. Se han emitido sobre él los más diversos veredictos dependiendo de las modas médicas y dependiendo de las opciones literarias o moralizantes: degeneración, psicopatía, neurosis, para­ noia, delirio de interpretación, perturbaciones cerebrales de origen 248

urémico... Si se aíslan ciertos síntomas, si se ponen en evidencia ciertos documentos y ciertos testimonios, no cabría la menor duda para un psiquiatra de hoy: estos síntomas son típicos de un delirio sensorial de relación, afección cercana a la paranoia, y cuya base se encuentra en el «carácter sensitivo»1. Una vez efectuado este diag­ nóstico surgen preguntas más bien embarazosas. ¿Lleva toda la vida y la obra de Rousseau la huella de la enfermedad?, o bien, por el contrario, ¿no será la perturbación mental más que un fenómeno sobreañadido, aparecido tardíamente, y que se manifiesta en episo­ dios intermitentes? Así pues, sigue abierta la discusión en lo que se refiere a la importancia de la enfermedad dentro de la vida y de la obra de Jean-Jacques, y en cuanto a la ligazón que podría unir su delirio y su pensamiento «racional». Sabemos que la «perturbación sensitiva» se caracteriza por la intrusión de una idea delirante en un «contexto» psicológico que, en apariencia, sigue siendo absolutamente coherente: la imagen prácti­ ca del mundo no ha cambiado en opinión del enfermo: su personali­ dad, lejos de disolverse, se afirma más irreductiblemente que nunca; para él las coordenadas de referencia familiares del tiempo y del es­ pacio son las mismas que para el hombre «normal». De la intensi­ dad de la enfermedad depende la forma en que la idea delirante po­ lariza las otras actividades de la conciencia y las subordina a sus propios fines. Ahora bien, la cuestión consiste precisamente en sa­ ber en qué medida la obra de Rousseau atestigua la penetración de la enfermedad y, a la inversa, en qué medida ésta representa el es­ fuerzo más o menos deliberado de una resistencia a la angustia de la persecución. En lo que a la expresión se refiere, no es nada fácil dis­ tinguir entre la enfermedad y la reacción contra la enfermedad. (El médico sabe muy bien que los síntomas que constituyen una enfer­ medad son, en general, las manifestaciones de la respuesta defensi­ va del organismo hacia el agente nocivo.) Los pasajes más deliran­ tes de los Diálogos y de las Ensoñaciones pueden ser considerados alternativamente bien como la huella misma del mal, bien como un mecanismo de defensa dirigido a exorcizar el miedo. La huida a la soledad, los arrebatos de imaginación idilica, la búsqueda de un re­ fugio en las ocupaciones maquinales y los grandes alegatos poéti­ cos; todo esto puede considerarse a la vez como la expresión del mal y como una terapéutica improvisada espontáneamente. Los refugios encantados que Rousseau se construye en el sueño no existirían sin su desconfianza patológica (que le hace sentir «la imposibilidad» dei i Véase sobre lodo: Ernst Kretschmer, Der sensitive Beziehungswahn (BerlínTUbingen, Springer, 1918). Véase más adelante (357 y ss.).

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ilegar hasta los seres reales)21, pero esos diálogos con «seres confor mes a su corazón» son momentos de tregua en los que la angustia parece haber cesado y en los que la persecución ya no le alcanza ni le concierne. Las alegrias de una comunicación simulada y la felici­ dad ficticia gozada entre personajes inventados representan la respi­ ración artificial de una conciencia que probablemente habría sido asfixiada y fijada en medio de un mundo muerto por la obsesión de la universal hostilidad. Es tan ingenuo afirmar que nos vemos enfrentados a un ser abo­ cado al delirio a causa de su constitución «sensitiva», como vano seria buscar al «verdadero Rousseau» fuera de su enfermedad. Es demasiado cómodo decidir que en su comportamiento todo está de­ terminado por un «carácter» mórbido o por un desequilibrio innato del temperamento. Y no es menos fácil minimizar la perturbación mental, para celebrar a un gran escritor cuyo pensamiento y genio literario han sabido desplegarse frente a innumerables enemigos, antes de la enfermedad y a pesar de la enfermedad. Por el hecho de que no sea un principio explicativo suficiente, ésta no se reduce, sin embargo, al papel de un epifenómeno accidental. Los enemigos son muy reales, pero ha sido él quien se los ha buscado, y la imagina­ ción los multiplica. Desde la perspectiva de un análisis global resultará que ciertas conductas primeras constituyen, a la vez, la fuente del pensamiento especulativo de Rousseau y la fuente de su locura. Pero, en su ori­ gen, estas conductas no son mórbidas por si mismas. Si la enferme­ dad se declara y se desarrolla es solamente porque éstas llegan hasta la exageración y la ruptura. Ciertamente, la enfermedad es un mis­ terio; este misterio no reside en la propia estructura de la experien­ cia inicial, sino en la exageración que rige en su surgimiento. El des­ arrollo mórbido llevará a cabo la caricaturesca puesta en evidencia de una cuestión «existencia!» fundamental que la conciencia no ha sido capaz de dominar. Rousseau no se sustrae a una comprensión descriptiva, por difí­ cil que sea la tarea de realizarla. En sus momentos de delirio nos pa­ rece solitario, pero no impenetrable. Se encierra en sus convic­ ciones, pero seguimos comprendiéndole, podemos llegar hasta él mediante un esfuerzo de simpatía. En esto la locura de Rousseau nos es infinitamente menos misteriosa que la esquizofrenia, la cual nos impide todo acceso y se repliega en un horizonte irreductible distinto. Es posible y es necesario seguir a Jean-Jacques por los ca­ minos de la locura.2 2 Confessions, lib. IX. O. C., I, 427.

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El delirio interpretativo no destruye la coherencia de la persona­ lidad, sino que la reorganiza a partir de datos extremados. Sufrir es­ te tipo de locura y coger la pluma para expresar el valor único de la personalidad: son éstos, según parece, dos aspectos concordantes de una misma «vocación». La posibilidad de la certeza irreductible se dibuja en filigrana a lo largo de toda la obra teórica de Rousseau. La convicción delirante no es más que el limite extremo de esta ten­ dencia; es la contrapartida del exorbitante privilegio concedido a la experiencia individual. Parece como si Rousseau hubiese querido afirmar la legitimidad de la convicción interna hasta el punto en el que pudiese ser considerada ilegítima por los otros hombres. En el momento de su reforma, Rousseau se singulariza mediante su pre­ sencia y sus propósitos: cree que afirma su derecho a vivir según los principios que le dicta su conciencia; sólo escucha a su corazón y a su razón y no tiene en cuenta la opinión de los demás. A medida que le vaya obsesionando la persecución, su singularidad se le hará perceptible sin que tenga que reivindicarla ni manifestarla mediante signos externos. Renunciará al vestido de armenio: su originalidad ya no necesita ser anunciada exteriormente, la experimenta, quiéra­ lo o no; ya no tiene que tomarse la molestia de alejarse, la sociedad le ha exiliado. Asi pues, el delirio de persecución no hace sino trans­ formar una soledad querida en una soledad padecida. No se ve rup­ tura entre una y otra, no se ve solución de continuidad, y no parece que Jean-Jacques abandone el camino que ha escogido. Toda reivindicación en favor de una singularidad absoluta equi­ vale a una rebelión contra las normas comúnmente aceptadas. For­ ma parte de la lógica de esta rebelión el que el individuo proclame su derecho a instalarse en lo anormal y a realizar dicha experiencia, si tal es la exigencia que experimenta en si mismo. Más aún, preten­ derá ser el fundador y el inventor de una nueva forma, frente a la cual todos los otros hombres le parecen que están cegados por error. En los últimos escritos de Rousseau se verá, alternativamente, a un hombre que pretende haber sido expulsado de todo orden, y a un hombre que afirma ser el único modelo a partir del cual se po­ dría construir un orden humano legítimo. Unos textos nos dicen que Jean-Jacques siente que vive en un mal sueño, cuyo despertar no llega nunca; otros textos nos aseguran, por el contrario, que es el único que ha sabido preservar el arquetipo ideal del «hombre de la naturaleza» en un mundo corrompido. Asi pues, en algunas oca­ siones siente que su vida se desarrolla más allá de toda norma hu­ mana, y en otras cree que salvaguarda la norma esencial que desco­ nocen todos sus contemporáneos. 251

Expulsado de todas partes o en el centro de todo, siempre está solo. Es el único que ha sido arrojado al absurdo y condenado a no saber ya nada de si mismo; es el único que posee la sabiduría correcta, la clara razón que juzga sobre el bien y sobre el mal. No será difícil mostrar, en los primeros textos de Rousseau, en cartas que datan de antes de la veintena, la presencia de la descon­ fianza del malestar: le han calumniado, han malinterpretado su conducta y corren el riesgo de tomarle por un espía. Desde el co­ mienzo, Rousseau hace frente a la acusación (o a la simple posibili­ dad de la acusación) y se esfuerza por disculparse. Es la situación fundamental en la que se encontró en Bossey al sufrir el castigo in­ justo. Así pues, el delirio de los últimos años de Rousseau no inven­ ta ningún dato nuevo: no hace sino exasperar hasta la obsesión un sentimiento que nunca ha estado ausente de su conciencia. Pero no es menos importante mostrar que ciertos temas y ciertas ideas clave del pensamiento teórico de Rousseau evolucionan de tal forma que llegan a constituir lo que se podria denominar como la correlación ideológica de la mania persecutoria. Veremos de nuevo en este caso que en los Diálogos y en las Ensoñaciones Rousseau no inventa nada que no haya pensado y expresado ya. Pero lo que va­ ria es el sistema, las relaciones que las ideas mantienen o dejan de mantener entre ellas; el pensamiento de Rousseau sigue trabajando con elementos adquiridos anteriormente y familiares desde hace tiempo, pero cuya función y significado remodela. ¿Se ha observa­ do que ciertas expresiones que pertenecían primero al vocabulario del amor pasan al vocabulario de la persecución? La palabra ligado, que Rousseau repite en los Diálogos y en las Ensoñaciones para ca­ racterizar su situación de victima, poseia en el quinto libro del Emi­ lio un significado amoroso, y definia la tierna solicitud de Sophie: «Perdonémosle la inquietud que causa a lo que ama, a causa del miedo que le produce el que él no esté nunca suficientemente liga­ do»*. He aquí otro ejemplo de la misma transferencia de significa­ do: Rousseau, perseguido, se siente en manos de aquellos que «dis­ ponen de su destino»; sin embargo, Saint-Preux deseaba esta si­ tuación de dependencia absoluta e imploraba a Julie: «Por piedad no me dejéis abandonado a mis solas fuerzas; dignaos al menos dis-3 3 Emite, lib. V, O. C„ IV, 796. En un curioso pasaje de La Nueva Eloísa (VI parle, cana VI), Julie utiliza esta palabra para anunciar a Saint-Preux los pe­ ligros que corría instalándose en Clarens. Ligado es en esc caso un término ambiguo que caracteriza al mismo tiempo una situación de amante y una situación de victima: Saint-Preux va a exponerse «a todo lo que puede despertar en ¿I las pasiones mal apagadas; se va a ligar a las trampas que más debería temer».

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poner de mi suerte»4. Una vez más, el deseo amoroso parece en­ contrar, aqui, una realización paródica y masoquista en el cruel uni­ verso de la persecución... Y esta unanimidad, que constituía el ca­ rácter exaltante del pacto social, he aqui que se materializa contra Rousseau mediante la inexplicable hostilidad de toda una genera­ ción. «La liga es universal, sin excepción, y definitiva»5. El pro­ nombre se, que en el Contrato Social representaba la voluntad gene­ ral, designa ahora el anonimato colectivo de una conjuración uni­ versal. (A partir del pequeño grupo de «esos señores», la maldad se generaliza y alcanza a todos los hombres: esos señores se convierten en ellos y finalmente en se.)

La

r e f l e x ió n c u l p a b l e

En los Diálogos, algunas de las ideas clave de Rousseau se esta­ bilizan definitivamente y aparecen ante nosotros en su estado final. Conviene examinar aqui el papel que corresponde a la noción de reflexión y a la de obstáculo. En efecto, estas dos nociones experi­ mentan una acentuación extremadamente significativa, que nos per­ mitirá comprender mejor el estado final a que lleva la experiencia de Rousseau6. El segundo Discurso atribuia a la reflexión un papel ambiguo. Como recordarán, el poder de la reflexión está ligado a la perfecti­ bilidad del hombre. El hombre emerge fuera de la animalidad si­ multáneamente mediante el empleo de los utensilios y el desarrollo del juicio reflexivo. Todo se pone en movimiento por tanto, pero este movimiento nos aleja de la plenitud original: nos pervierte, es decir que nos aparta de nuestra primera naturaleza. El hombre que reflexiona es un animal depravado, lo que no implica en primer tér­ mino una condena moral: un animal depravado es un animal que abandona el sencillo camino a que le conducía su instinto. La refle­ xión nos hace perder la presencia inmediata del mundo natural; ¿sta es la razón por la que, en la teoría, el desarrollo de la reflexión es estrictamente contemporáneo de la invención de los primeros instru­ mentos, por medio de los cuales el hombre se opondrá a la naturale­ za en lo sucesivo. La civilización se construye por la conjunción del 4 Lo Nouvelle Hélofse, I parte, carta II, O. C., 11, 35. 5 Réveries, octavo Paseo, O. C., 1, 1077. 6 Hemos retomado el problema en uno de los capítulos del L 'Oeit vivanl (París, Gallímard, 2." ed., 1968): «Jean-Jacques Rousseau y el peligro de la reflexión», pá­ ginas 94-188.

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pensamiento reflexivo de la acción instrumental, y no es posible retroceder. Por desastrosa que haya sido nuestra ruptura con la pri­ mitiva claridad de la experiencia sensible, debemos considerarla irreversible y conformarnos con nuestro estado presente7. Aunque sea licito condenar los daños causados por la reflexión, hay que de­ cir también que ésta procura la prueba de la espiritualidad del hombre. Entre los argumentos que Rousseau opone al materialismo en el Emilio, la reflexión figura en lugar preferente: el hombre po­ see un poder activo de juzgar y comparar. Así pues, no es totalmen­ te el juguete de las causas materiales, su espíritu no está completa­ mente sometido a las leyes de la naturaleza inanimada. Por profun­ da que sea la nostalgia de Rousseau por la inmediatez de la vida sentida y del instinto, en el Emilio reconoce que la sensación no su­ pone aún más que un ser pasivo. Para que el hombre alcance su ple­ nitud, es necesario que revele el «principio activo» de su alma, es necesario que juzgue, que razone y que compare (Locke y Condillac lo habian dicho ya antes que Rousseau). Al superar la existencia sensitiva, el hombre adquiere el poder de «dar un sentido a la pa­ labra es»8. Consecuentemente, la doctrina pedagógica de Rousseau acepta­ ba hacer intervenir a la reflexión como un estadio necesario de la evolución de la conciencia. Ciertamente es nefasto apelar dema­ siado precozmente al juicio del niño: Emilio, al principio, sólo es capaz de sentir. No se le debe imponer un esfuerzo artificial que le separe de la realidad percibida inmediatamente. Pero llega un mo­ mento, en tomo a la pubertad, en el que el espíritu está maduro pa­ ra la reflexión. En una educación conforme a la naturaleza, la refle­ xión tiene derecho a intervenir, pero, en su momento, a la edad que le conviene. Asi pues, Rousseau construye un esquema dinámico en el que el desarrollo de la actividad reflexiva constituye una fase in­ termedia entre el estadio infantil de la sensación inmediata y el des­ cubrimiento del sentimiento moral, que constituirá una sintesis su­ perior al unir la inmediatez del instinto y la exigencia espiritual des­ pertada por la reflexión. Rousseau, en una frase que prefigura a Kant, asigna a la razón raciocinante la tarea de preparar el impera­ tivo práctico del sentimiento moral: «De este modo, mi regla de entregarme más al sentimiento que a la razón obtiene su confirma­ ción de la razón misma»9. La reflexión, estadio intermedio, es en 7 Para más detalles remitimos al lector a las notas que hemos consagrado a este problema en la edición de la Pléiade (O. C., 111, 1310 y ss.). * Émile, IV parte, O. C„ IV. 571. 9 Op. tit., 573.

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cierto sentido una desgracia, puesto que destruye la unidad original de la conciencia y la separa del mundo natural. El acto de juzgar me aleja de la verdad: Solamente sé que la verdad está en las cosas y no en mi espíritu que las juzga, y que cuanto menos pongo de mi parte en los juicios que realizo, más seguro estoy de acercarm e a la ver­ dad ,0.

Pero la conciencia toma posesión de si misma separada de la «verdad de las cosas»; a partir de ahora se conoce como conciencia. Ya no es en el mundo, sino en ella, donde se produce la revelación inmediata. La reflexión, que ha roto la unidad original, nos hace acceder a una nueva unidad tan absoluta como la primera, pero ilu­ minada por el conocimiento. La conciencia ya no vive ingenuamen­ te su unión con el mundo, siente en si misma la fuente de su unidad, se funda en su certeza: La conciencia no nos dice la verdad d e las cosas, sino la regla de nuestros deberes".

La reflexión, que ha ocultado la «verdad de las cosas», ha per­ mitido que el sentimiento moral se manifieste en nosotros y que se imponga categóricamente. Nos encamina hacia el estadio ulterior en el que podemos prescindir de la reflexión para guiarnos por el «dic­ tamen» de la conciencia. Mediante la reflexión se ha operado una interiorización: hemos perdido el contacto sin defecto con el mundo exterior, pero se hace la luz dentro de nosotros en lo sucesivo. El mundo puede permanecer disimulado bajo el velo nos contentare­ mos con una transparencia que se abre paso en nosotros mismos: era en estos términos en los que se formulaba la experiencia extática de la tercera carta a Malesherbes; era asi, igualmente, como Julie accedía al goce de una «comunicación inmediata» mientras el velo de la muerte venia a cubrir su rostro. Todo cambia con la acentuación que Rousseau impone a sus ideas al escribir los Diálogos. La reflexión ya no es aquel poder am­ biguo que determina la corrupción de las sociedades y que hace po­ sible el progreso de la conciencia moral. Ya no es una etapa por la10*2 10 Émile. IV partí, O. C.. II. 573. '• La Nouvelle Hélolse, VI parte, carta VIII. O. C.. II, 698. 12 Videsupra, cap. IV, «Teoría de la revelación». Hay que recordar asimismo la carta de Rousseau a don Deschamps (2$ de junio de 1761. Correspondance générote. DP, VI, 160; L, IX, 28): «La verdad que amo no es tanto metafísica como moral».

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que el espíritu debe pagar necesariamente en el curso de su creci­ miento. Ya no hay ningún camino que lleve más allá de la reflexión. Hela aquí convertida, inequívocamente y sin esperanza de reconci­ liación, en una fuerza enemiga: en el fundamento del mal. Lo que en principio era movimiento y superación se consolida ahora en una oposición definitivamente insuperable. En vez de abrirse hacia un progreso «dialéctico», la antítesis cobra mayor peso y se inmoviliza. El conflicto entre la «vida inmediata» y la «vida reflexiva» es defi­ nitivamente insoluble. Desde el comienzo de los Diálogos, Rousseau construye un sistema en el que la reflexión está representada, en tér­ minos de cinética, como una reflexión de la energía primitiva del alma: Todos los primeros movimientos de la naturaleza son buenos y rectos. Tienden lo más directam ente posible a nuestra conserva­ ción y a nuestra felicidad: pero enseguida, al carecer de fuerza pa­ ra seguir su prim era dirección a través de ta n ta resistencia, se de­ jan difractar por miles de obstáculos que, al desviarles del verda­ dero objetivo. Ies hacen tom ar caminos oblicuos en los que el hom bre olvida su destino prim ero13.

La reflexión hace que nos desviemos de nuestro verdadero obje­ tivo. Aquí encontramos, en el lenguaje de la mecánica, el equivalen­ te de aquello que Rousseau afirmaba cuando definia al hombre que reflexiona como un animal depravado. En este punto, la reflexión aparece como una forma degradada de energía espiritual. En el Emilio, el pensamiento aportaba, por el contrario, la prueba del poder activo que hace del hombre un ser autónomo y libre: capaces de juzgar y de comparar nos oponemos activamente al mundo en vez de soportarlo pasivamente. Pero aho­ ra reflexionar es una «debilidad del alma»: carecemos de fuerza pa­ ra alcanzar por vía directa nuestro objetivo primitivo; al entrar en contacto con el obstáculo nuestras energías se amortiguan, el ardor inicial se frena y se extingue. La reflexión es gélida y todo lo que to­ ca es alcanzado inmediatamente por un frío mortal. Reflexionar es comparar. Ahora bien, el amor propio consiste en compararse con los demás. La reflexión es, por lo tanto, el origen del amor propio y de todas las «pasiones que repelen»: La acción positiva o de atracción es el sencillo producto de la naturaleza que intenta extender y reforzar el sentimiento de >3 Dialogues, I. O. C., I, 668-669.

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nuestro ser; la negativa de repulsión, que comprime y em pequeñe­ ce el de los dem ás, es una com binación que produce la reflexión. De la prim era nacen todas las pasiones afectuosas y dulces, de la segunda todas las pasiones odiosas y crueles14.

Previamente a la reflexión se encuentra el amor de si mismo, mediante el cual nuestra existencia se afirma inocentemente: el amor de si mismo sólo tiene en cuenta al yo, ignora la diferencia del otro, y, por consiguiente, no puede oponerse activamente a los de­ más. Pero desde el momento en el que los demás aparecen en el ho­ rizonte de nuestro juicio, somos victimas del amor propio, nos com­ paramos y el mal se hace posible. Sólo pueden mentí», sólo pueden disfrazarse aquellos que se comparan a los otros hombres mediante la reflexión. Los malvados, los cómplices del complot actúan como «una perfidia meditada y reflexiva» 1S. Es la reflexión lo que consti­ tuye el pecado fundamental y la que introduce en el mundo el male­ ficio de la apariencia engañosa: La principal habilidad de todos los malvados es la prudencia, es decir, el disimulo. Al tener tantos designios y sentimientos que ocultar, saben com poner su apariencia exterior, gobernar sus mi­ radas, su aspecto, su com postura y hacerse dueños de las aparien­ cias. Saben tom ar ventaja y cubrir con un barniz de sabiduría las negras pasiones que les corroen... Las de ios corazones ardientes y sensibles, al ser producto de la naturaleza, se m uestran a pesar de aquel que las tiene; su primera explosión puram ente maquinal es independiente de su voluntad... Pero al no ser el am or propio y los movimientos que de éste derivan más que pasiones secundarías producidas p o r la^ reflexión no actúan de m odo tan sensible sobre el organismo. He aquí por qué aquellos a quienes gobiernan este tipo de pasiones son más dueños de las apariencias que aquellos que se entregan a los impulsos directos de la naturaleza16.

Así pues, perder la espontaneidad, dejar de obedecer el impulso directo, es entrar en el terreno de los malvados, es establecerse en el reino del mal. He aqui el pecado de los otros. Rousseau, por su par­ te, está indemne: es el hombre de la espontaneidad impulsiva, a su naturaleza permanente le repugna la reflexión. Sólo actúa espontá­ neamente, y los movimientos de su sensibilidad, tan ardientes como efímeros, no toman jamás «vías tortuosas». Jean-Jacques está go­ bernado por la sensación inmediata: es la prueba absoluta de su •4 Dialogues. 11, O. C., I, 805. »* Dialogues. III. O. C.. I, 927. Dialogues, II, O. C., I, 86.

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inocencia. No puede ser un malvado, puesto que la reflexión carece de poder sobre él. «Todos sus primeros movimientos serán vivos y puros; los segundos tendrán poco poder sobre él... Nunca hará vo­ luntariamente lo que está mal... Todas sus faltas, incluso las más graves, no serán más que pecados de omisión»'7. Ciertamente ha traicionado algunas veces su naturaleza y ha cedido a la tentación de la reflexión. En realidad, no es responsable de ello, le han sedu­ cido, le han arrastrado al mal. Si se ha convertido en escritor es porque ha sido víctima de una especie de hechizamiento: He pensado algunas veces con bastante profundidad; pero ra­ ram ente con placer, casi siempre contra m i voluntad y com o p o r la fu e rza ■' la ensoflación me relaja y m e divierte, la reflexión m e fa tig a y m e entristece; pensar fue siempre p ara mí un a ocupación penosa y sin encanto1*.

Aún dirá más: Si ha cometido malas acciones en su vida es por haber seguido pasajeramente los consejos del pensamiento reflexi­ vo: «Todo el mal que he hecho en mi vida lo hice por reflexión; y el poco bien que he podido hacer lo hice por impulso»19. Los extravíos de Jean-Jacques no eran movimientos impulsivos, sino re­ cursos poco afortunados a los consejos de la reflexión. La imagen de Jean-Jacques, tal como la construyen los Diálogos, acepta todas las contradicciones, todas las debilidades a excepción del envilecimiento de la reflexión; por consiguiente, la inocencia de Jean-Jacques está radicalmente asegurada, puesto que el fundamen­ to del mal le es ajeno. Rousseau se repliega en un mundo en el que el bien le pertenece infaliblemente por el simple hecho de no estar contaminado por la reflexión. Poco importa que hable sucesiva­ mente de la energia de sus pasiones y de la debilidad que le entrega sin defensa alguna a sus sensaciones. No existe contradicción entre el impulso activo del sentimiento espontáneo, y la pasividad de los automatismos sensitivos, siempre que uno y otro manifiesten una sumisión absoluta a lo inmediato. La actividad inmediata y la pasi­ vidad inmediata son equiparables, su pureza es semejante. La única debilidad culpable es aquella que conduce a la reflexión. Desde luego, Jean-Jacques es débil, es «esclavo de sus sentidos», pero esta debilidad carece de importancia, no le desvia de los goces inme­ diatos. No es virtuoso, sólo es bueno, pero nunca será culpable.*18 n Op. cit.. 824-825. 18 Réveries, séptimo Paseo, O. C.. I, 1061-1062. i* Correspondance générate, DP, XVII, 2-3.

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El mundo no reflexivo en que Rousseau se encierra es un mund