Jean Francois Lyotard


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J ea n - F ran ^ ois L yo ta rd . El

ejer c ic io d e

LA DIFERENCIA Dolores Lyotard, Jean-Claude Milner y Gérald Sfez (coordinadores)

Directora de la colección: Esther Cohén

Dolores Lyotard, Jean-Claude Milner y Gérald Sfez (coordinadores)

J e a n F r a n c o is L El

yo tard .

e je r c ic io d e

LA DIFERENCIA Traducción de María del Pilar Ortiz Lovillo

taurus

JEAN-FRANgOIS LYOTARD. EL EJERCICIO DE LA DIFERENCIA D.R. © Edición original en francés: Jean-Frangois Lyotard. Vexcercice du différend, París, PUF, 2001. D.R. © Dolores Lyotard, Jean-Claude Milner y Gérald Sfez (coords.), 2001.

taurus

De esta edición: D.R. © Aguilar, Altea, Taurus, Alfaguara, S.A. de C.V., 2003 Av. Universidad 767, Col. del Valle México, 03100, D. F. Teléfonos: 5604-9209 y 5420-7530

www.taurusaguilar.com.mx

• Distribuidora y Editora Aguilar, Altea, Taurus, Alfaguara, S.A. Calle 80 Núm. 10-23, Santafé de Bogotá, Colombia. • Santillana S.A. Torrelaguna 60-28043, Madrid, España. • Santillana S.A. Av. San Felipe 731, Lima, Perú. • Editorial Santillana S.A. Av. Rómulo Gallegos, Edif. Zulia 1er. piso Boleita Nte., 1071, Caracas, Venezuela. • Editorial Santillana Inc. P.O. Box 19-5462 Hato Rey, 00919, San Juan, Puerto Rico. • Santillana Publishing Company Inc. 2105 N.W. 86th Avenue, Miami, Fl., 33122, E.U.A. • Ediciones Santillana S.A. (ROU) Constitución 1889, 11800, Montevideo, Uruguay. • Aguilar, Altea, Taurus, Alfaguara, S.A. Beazley 3860, 1437, Buenos Aires, Argentina. • Aguilar Chilena de Ediciones Ltda. Dr. Aníbal Ariztía 1444, Providencia, Santiago de Chile. • Santillana de Costa Rica, S.A. La Uruca, 100 m. Oeste de Migración y Extranjería, San José, Costa Rica. Primera edición en Taurus: abril de 2003.

ISBN: 968-19-1135-0 D.R. © Diseño de cubierta: Angélica Alva Robledo, 2003-

Impreso en México

Dolores Lyotard Prefacio: el tono de lo vivo

9

Las escrituras de la diferencia Gérald Sfez

21

Dies illa. De un fin al infinito, o de la creación Jean-Luc Nancy

53

El guardián de la mañana Alain Badiou

81

La diferencia del arte Christine Buci-Glucksmann

95

Lyotard y nosotros Jacques Derrida

111

De lo intratable Miguel Abensour

145

Jean-Franfois Lyotard. del diagnóstico a la intervención Jean-Claude Milner

P r efa c io : el t o n o d e lo v iv o Dolores Lyotard

Un modus vivendi fue la expresión que utilizó Jean-Frangois; la lanzó como paloma al vuelo e hizo vibrar nuestros oídos ese 26 de febrero de 1997, el cual justificaba —dijo— que todos nosotros, reunidos en asamblea, como amigos del Co­ legio Internacional de Filosofía, proclamáramos su existencia y ensalzáramos su juventud. Modus vivendi, o sea el tono de lo vivo, vida de la filosofía y modo de pensar, idiomático, propio de cada uno y que nos incumbía vivir como un arte, dotar de un estilo. Nosotros lo escuchamos y su voz, enton­ ces ensombrecida hasta la ronquera, dictó; su pluma en el papel subrayaba: no especu lar sobre objetos un tanto fantomáticos, sino ejercer los riesgos del cuestionamiento sobre el terreno. —¿Cuál terreno?, ¿había entonces un terreno? Sí, una tierra, la tierra siempre presupuesta, amistosa, hostil, siempre vista, nunca vista desde que una pregunta trata de articularse, en lo escrito, en lo oral: la lengua [...] —ni siquiera un horizonte y ni siquiera una pregunta como las otras: más bien un mons­ truo, el exterior en el interior, el antes en el después, el silen­ cio en la frase. La lengua, a la que él a veces llamaba la Diosa, ¿quién no adivinaba que desde siempre ella había sido para el pensa­ dor Jean-Frangois Lyotard la verdadera amante? Perseguida continuamente desde sus primeros hasta sus últimos textos, aunque era evidente —y la comunidad filosófica se inquietó—

que este amor empeoraba. Aun cuando ella, la lengua, hizo sentir su autoridad a la idea filosófica que valía en sí probi­ dad y mandato (“Uno se coloca en el inicio, se comienza en lugar de continuar”), y en cuanto a lo peor, se sabe que j f l la exceptuaba como una deuda impagable, bautizando su cau­ sa con nombres adversos, todos negativos — ««tratable, inhu­ mana. ..—, que la colmaban de una belleza afirmativa, fuerza de lo débil, resistencia sediciosa y salvaje, aunque extraña­ mente apareada con algún dulce espíritu de pobreza. Líneas de frente, líneas de afrenta, puesto que había un periculum, un peligro al que se debía someter la prueba de pensar y la fidelidad: el silencio en la frase, el perecer en carne viva en la existencia, como noche de la agonía, el nacer que no pere­ ce. Nada en verdad que pudiera prevalecer y tener mérito; aun cuando j f l no disentía, la ambición de la filosofía era “salvar el honor de pensar”. Modestia arrogante, orgullo de la melancolía. La gracia no pertenece a la obra, decía. Pero en cuanto a calificar el estilo propio de su pensa­ miento, ¿a qué poemática, a que techné de idea se podría invocar? ¿Cómo acercarse al modus vivendi de Lyotard? A. su timbre, su ritmo “quebranto y brisa”, a ese tono de lo vivo, a la herida viva de su estilo, incisión en lo oscuro como en lo claro, a la danza tan caballerosa de su frase, su caminar, el garbo, el soplo, la cabalgata franca, caracoleante y austera, con clase, gastada, rota, a lo directo de la lengua.1 La elegancia esbelta de lo escrito, la proposición filosófica fresca como razón de lo vivo, la coreografía de sus libros arqueados en umbelas al aire libre, todos igualmente tendidos en el azul de la aliena­ ción y curvados al viento que borra. Sí, ¿cómo atrapar al anim a m inim a de su pensamiento reflexivo y artista? Y veloz, tanto como lo que él llamaba él “espacio-tiem­ po” de la idea. La atracción ligera del fuera de campo desde el cual el espíritu estereotipó su catastro. La acentuación a toda velocidad de los inconmensurables. La instrucción pa­ gana de los confines, la deriva pulsiva de los circuitos como de los continentes. La regla íntegra de los desarreglos, tan

nueva y antigua como lo era él amor de los animales. La celeridad tensante de los diferenciales que, dice, son seme­ jantes al curso de las nubes. Una sofisticada sensualidad astral, lo “sublime inmanente” de las galaxias. La desmultiplicación seca, anacoreta, de los formalismos, de las lógicas aporéticas, la cerebralidad de los sistemas apuntados en vía libre (Duchamp, Kant, Gorgias, Cage, Stein, Wittgenstein, el cine), buenas y buenos al espíritu que él se figuraba todo atlético. Una posmodernidad muy hard, pero estupefacta de Inmateriales de cuyo talento hacía fábula. Un “Ángel conta­ dor”, tomado apresuradamente por el acontecimiento, el dandy desencantado. La gracia, el escándalo del alma infantil. De un golpe el resultado, un cuasi-mundo que él catalogó en fichas, “el golpeteo del mar congelado en él”, el archipiélago de las frases, la herida oceánica de Le D ifférend —perjuicio, litigio, daño—, a pleno látigo el gran viento de disipación ontológica, la resaca ética que abate el acantilado. Con lo dulce, el terrible Arrive-t-il? Para estremecer todo el horizon­ te de la filosofía. Los dos sexos que él supone en la escritura, donde vislumbra como destello la disputa, “vestido y desnu­ dez” discordantemente impúdicos, desposando en tres bajo la característica rubricada de su diferencia: “Porque cada uno es triple [...] hombre, mujer y golpeador de rasgo, y este aún desdoblado en ceguera y en mirada interior”.2 El amor lábil pero insigne del arte. La lección de tinieblas de un Lázaro extravagante —laberinto muy negro de una vida que no se tiene, el monstruo apócrifo, la Ariadna de las obras indultadas de un hilo, el gato de Alicia que sonríe—, el estilo jm firmante, ahí, en nombre de los limbos. Garra de eclipse claro. La recámara ardiente que él erige al Otro infinito, punzante y lancinante, su vocalización de timbres desnudos, abismalmente temporales, astillando el cristal de su Confession y su cielo de referencias (im)personales para casarlas con el equívoco absoluto de lo Perfecto. La pasión de la letra, ardor de noche, que él dibuja en Vanidad, vertiéndola en el olvido memora­ ble; el adiós de la letra, que prometió al anim a de la ceniza.

Cada uno puede hacer así desfilar tal cine interior y público, en la compulsión del recuerdo, de la deuda innombrable, la imagen misma, la imagen única, de idea y de alma vivas, aquélla de la que Roland Barthes afirmó que es la que nos atrapa —la imagen falta—. Llega a sugerir in­ cluso que él no está de acuerdo en publicar el secreto. En­ tonces, replicaría Jean-Frangois, hojear un álbum así no es filosofar. Sólo, a decir verdad: hacer venir, recordar, evocar... La escritura de la idea filosófica reclama más disciplina, ex­ plicaba, y si acaso el concepto es insuficiente, no se sabrá sino rompiéndose los dientes con él. Él llamó lo mismo a la invención temeraria del espíritu que se ampara como a la posibi­ lidad del arte, que desampara. Pero la cuestión no parece ser menos intimidante: ¿cómo calificar el incalificable modus vi­ vendi de la idea? ¿Cómo cuidar un estilo? ¿A qué frase —de filosofía, de amor o de arte— no le faltaría el aleteo de j f l ? ¿Qué comentario, que no sepulte lo vivo, no mortifica el modus vivendi tan sensible, no ataca a ese “breve ruido del enigma”,3 con el que la obra entera se mantiene, que su ser aviva? No hace falta acusar de entrada la muletilla que es toda paráfrasis: ella no se suma sino para construir el tor­ mento de su insuficiencia, vana como ella, la dolencia no engaña su tristeza. Nos quejamos por ser abandonados del otro lado del saber, del otro lado de la vida. Mientras que se intenta, como lo hace aquí cada autor, unir la amistad y la deuda del pensa­ miento, descaradamente singulares, por el don de una frase nueva en donde la regla manda y la rememoración exacta y la “anamnesia” crítica de lo que fue dado viene, es recibido en la ocurrencia reflexiva que la idea elabora, se arriesga. Porque de un pensamiento al otro no hay regreso, sino pasa­ je, enseñaba Jean-Frangois. No se honra nunca sino bajo la condición de un éxodo: “Lo que fue anunciado en el pasado tendrá un porvenir para certificarlo”.4 Tal es la fidelidad y la justicia del homenaje que se leerá en este volumen, que res­ ponde del porvenir oculto detrás de él, responde con fuerza,

ardor y singularidad, según el m odus vivendi de la idea ex­ clusiva a cada uno. Si el entusiasmo es un signo, se com­ prende que aturda su clamor, empeñado en hacer entender, por el afecto absorto, el silencio del otro del que es testigo. A cada uno, entonces, se dirige una frase, la cual sin duda fue prometida a todos, igualmente anónimos, pero que hay que leer solo, más oscuramente solitario por estar confiado al comentario que destina el reparto. Puede ocurrir que j f l tome el m odu s vivendi de la idea como el rasgo atormentado de una obsesión. Que la frase, como sostiene aquí Jacques Derrida, si encanta ahora, es también porque ha aparecido antes y por ella misma, hechizada, críptica a la hora del envío, del avance postumo (o del grito) que lo inflexible “muy pronto/muy tarde” inscribía tan inten­ samente en la obra de Lyotard. Ejemplarmente, la frase se enuncia así: “No habrá duelo”, y sin que se haya querido, previsto, presentido, porque el estilo j f l fue de pensamiento y de arte, mientras que la escucha se evade de un aleteo o de gracia — se escucha por la garganta, hubiera dicho JeanFrangois— , el abandono es arañado. De una nada, lo ausen­ te emana, rompe el tono, salva la idea. Lo vivo llega a la frase. Es lo vivo lo que predice, promete, profiere. Pasa al presente: Él no terminará. A n im a del alma. El alma asigna. “No habrá duelo”, dice el amor, el cual sabe qLie su tiempo nunca es contemporáneo. Comprender entonces, desde ese envío postumo, lo que algunos habrán juzgado como locLira o impertinencia, el duelo qLie j f l midió como una filosofía pasajera al amor del que San Agustín perpetuó su letra. Se­ guir el m odu s vivendi de la obra hasta el soplo cortado de la Confession, cuando la vida de la muerte alerta, anima, preci­ pita el alma, apura al escritor por la espalda — “Belleza, he tardado en amarte”— , ella que ya asume la responsabilidad firmará el libro, él lo sabe, Jean-Frangois Lyotard deja su fe­ brilidad celosa a cuenta de la escritura, la rapta, se diría, in f i n e , hasta la afonía y el estallido de su protesta de amor. Y pregunta: ¿era esa última frase, aquellos laudos de entonces,

el alma transida de San Agustín, ese poema de la idea extasiada, precipitando la antífona del anuncio al punto de pretender evitar que su noche viniera de una aurora sempi­ terna? ¿Es esa última frase, aquélla que, “de un fin al infinito”, inspira la promesa, lo inacabado en estas palabras: “El fin de la noche no termina de empezar”?5 Como amigo cabal, Alain Badiou no se equivoca; él abrió la conferencia que aparece en este libro con esta frase admirable: “Cuando mi pensamiento se vuelve hacia las hue­ llas, los escritos, o incluso al cuerpo, al rostro, o digamos la belleza o la seducción de Jean-Frangois Lyotard, pienso siem­ pre en la noche, porque significa el orden donde, simultá­ neamente, el día se vuelve poco a poco impensable, y donde, sin embargo, existe o debe existir la huella indecible de lo que habrá tenido lugar como imagen de la mañana”. Que haya habido, para j f l , una “noche de inicio, necesaria para dar a luz la presencia”, una noche encargada, madre de som­ bras de pleno sol y reticente a lo sensible, aunque coronada en él como ella lo está al alba y al despuntar el día, lo está en el eclipse o en el espasmo del arte, en los gises de color de Tintoretto que “captan al vuelo, en su humilde neblina, algo de exclamación discordante que impulsa el cosmos a lo ne­ gro”;6 que afín al nihilismo, esa tenebra fue la hostilidad ope­ rante, noche del silencio como de la infamia, de las cavernas o de la “extenuante posmodernidad”, noche íntima y fóbica —“íntimo es el terror”, decía él—, la cual impide que la filo­ sofía nombre al igual el ser, la nada, o peor —como sugiere con audacia Jean-Claude Milner—, la cual nombra el “mal ser de antes del ser”, infiriendo del tiempo el perjuicio abso­ luto, aun cuando su rima eclíptica nos mantiene aplicados cada día a la conjugación de éste; que en suma, de ella sola, la noche, uno sea el obligado puesto que lo que ella mortifica y lacera ella lo ha dado, ex nihilo, dado lo vivo como milagro y mañana, en nacimiento y rayo de resurrección —sí, que ese “rasgo matinal de la noche” fue también la sonrisa de Jean-Fran?ois, el germen de su nombre (“así renacido de la

noche”7)—, que el modus vivendi de la obra de Lyotard, cada uno de los signatarios de este libro, de una forma o de otra, lo habrá reflexionado. En la última página de su Augustin, Jean-Frangois escri­ be: “La esperanza habla al futuro, pero es ahora la mañana, ella hace el día”. Él forma parte del monograma j f l como el aleteo de golondrina que revolotea en primavera, como con la punta ínfima del lápiz que espera ser pueda en lo blanco del papel. Glifos ínfimos, ellos son los signos de una línea por venir. La pista que ellos trazan no explica por qué ellos la despiertan, la hacen nacer, se conmueven y pronto trata­ rán de surcarla. Toda señal de vida se ignora, no es ninguna causalidad. “Es ahora la mañana”: tiempo de la presencia, de su puesta al día ahora, tiempo donde el estilo j f l asesta el golpe claro del instante: “Se diría que la línea es lo que llega cuando nada llegaba. Es por eso que ella recuerda la nada, anima el desierto”.8 Así la aurora despunta apenas, saca el rasgo de la noche, donde ella raya y rubrica la ocurrencia negativa, que ella vetea en líneas de vida, en razones múlti­ ples, frases nuevas y pistas que hay que seguir. “Muy poco faltó”: miserables milagros. Bajo cada especie, el pensamien­ to de j f l relaciona el acontecimiento a ese orden de lo infini­ to del signo,9 acontecimiento infatigablemente marcado por su precariedad. El rasgo matinal de la noche o “la gracia hecha a Lázaro”. Linfa blanca de la aparición, blan kdel arte. En cuanto a la queja, es el sello en la idea de lo que, al instante de presencia y de noche desandada, el “espíritu faltó”. Porque el ejercicio del pensamiento pasa al hilo de la melancolía, que puede ser considerada como la experiencia misma —pero a JFL no le agradaba el término—, o el ojo de la aguja. La claridad muy disminuida pero que basta a la idea j f l para que ella se fascine: “La alegría que tú eres yo la ignoro”. Y ¿de dónde viene la alegría, sino de esa sensación de lo más ignorada? Sea del color en la obra —Lyotard.

“El color (como ‘Heme aquí’) se hace ignorar”, escribía Jean-Frangois en su Flora danica. No hables quebrantapiedras a la idea. Verdeante como “brote de silencio”. Predica en flor lo Virginal y lo Vivaz. Eleva en “Veme aquí” el claro hoy. Apertura de un tiempo edénico y estúpido, a falta de ser nacido al verbo. Alcanza su plenitud en edad prematura, “antes de que Adán hubiera mordido el conocimiento” y que la flor no fuera culpable. El color, o el infante de todo ramillete — ‘Inarticulado como es la frase-afecto del /nfans”, su “flora­ ción evanescente no dice: ven, sino: tú no me has dejado jamás”.10 Como tal, también, es un caso del polvo reunido. Ahora bien, que la pintura fuera la recipiendaria de este touché del color no podría concordar, para Jean-Frangois, sino al precio de una ascesis cuya obra era el resultado. Be­ lleza sacra del arte —llamada sublime, si se prefiere—. La flor del discernir sería cortada. La idea de su inocencia toma­ ría cuerpo. La carne del color sería aureática. He ahí —ense­ ñaba— la promesa, el modus vivendi del arte. “La luna amarilla de cadmio es disonante como un sol en plena noche”. Por­ que a pesar de la “eflorescencia”, en la fuga de presencia sensible (abstracta o no) que mueve el acto de pintar, hay, irremisiblemente, una ley de separación. La obra no puede responder por el color infante sino bajo esta cláusula desgarradora: “Ofrenda pictórica, donde lo articulado y lo inarticulado, asociados, se mantienen por su diferencia. Ellos son indispensables el uno para el otro, pero su unión es imposible”.11 Dolor de una separación, ofrenda sin “resolu­ ción” —decía él—. El gesto de pintar es de secesión. Uno no debe equivocarse: que el estilo j f l haya derrotado todos los golpes con una «soteriología histerizada», incisiva hasta lo imposible del trompo extremo de paracronismos y paratropismos, penetrando el alma con lo absoluto que le falta, ac­ tuando el éxtasis como conversión histérica, lanzando el hyster cruel del Gran Vidrio al vidrio confeso, la risa helada de Duchamp a la loca alegría de San Agustín, la conclusión de Jean-Frangois no varía: “Casados, permanecen célibes”.

Por sí sola, la separación es transitiva, j f l lo repite en su Cham bre sourde cuando evoca la comunión de aficionados, lectores, espectadores. La comunión de los amantes. A tal títu­ lo, permítaseme saludar los textos que componen este volu­ men: ellos retienen la lección de lo intacto. Convincente, se dirá, de estar reflejado tan magníficamente por el ejemplo de pensamientos en acto, en la apuesta de un debate donde la escritura de la idea se comparte, radiante con una lucidez crítica de la que no puedo pensar que no haya encontrado su fuente en el eclipse claro, el color de j f l que no se toca. Tal es el modus vivendi de este homenaje, que no cede ante el ejercicio de la diferencia. Más aún, que traduce la lección, según los campos de interrogación diversos en que cada autor se torna en el socio escrupuloso, pero además, preocupación más rara, en el destinatario. Deuda de afecto, explicará Plínio Prado. A ese respecto, se puede estar lo más cerca del corazón o elegir el desvío tangible que, de un pen­ samiento al otro, aumenta el hoyo: el pensamiento de la di­ ferencia exige esas clases de variables extremas, propias del estilo j f l , de la facultad de su frase, diría Gérald Sfez.12 Este prólogo no pretende hacer la suma de lo que fue dado por la gracia de los amigos, su audacia y su inquietud reflexivas. ¿Cómo lo pudo hacer sin daño? ¿Se dirá que el juguete de niño que se planta al borde de la mar puede, con su hélice precaria, romper el viento? Él le saluda, simplemente, en agra­ decimiento. Señala lo que, por él, voltea, revira: del color o del arte insurreccionista del que Christine Buci-Glucksmann traza con impulso la pista que persiguen; en caminos atrave­ sados, Jean-Louis Déotte; en pasajes, Philippe Bonnefis y Robert Harvey; en presencia sensible, Clemens-Carl Hárle; del día y del duelo, de un fin infinito que exaltan un mundo, Jean-Luc Nancy o bien, en comunidad incompartible, Jacques Derrida; del tiempo, sobre el que regresa Pierre Fédida, que fija en número Dietmar Kóvecker; de lo Intratable en políti­ ca, que Miguel Abensour vierte en huellas ínfimas y fieles; de la infancia y su deuda afectiva de la cual Plínio Prado se hace

oficiante; del golpe prematuro (infante y sexual), revestido como figura matricial, en que Geoffrey Bennington recorre la génesis activa; de la anamnesia a la obra en la escritura de la diferencia en que Gérald Sfez sigue, más cercanamente, la resaca; del “rasgo matinal de la noche” que saluda como hermano de armas Alain Badiou; de nombres insignes de la Diferencia —“ser, alma, mundo, Dios”— que Jean-Claude Milner deletrea para sellar los hierros del dolor.13 Este volumen retoma así casi la totalidad de las confe­ rencias pronunciadas durante el coloquio organizado en Pa­ rís los días 23, 24 y 25 de marzo de 1999 en el Colegio Internacional de Filosofía.14 Homenaje al pensamiento del filósofo Jean-Frangois Lyotard, pero también al amigo, al hombre que fue por un tiempo su presidente “se inmiscuyó”, como él lo decía, burlón y radical, pero que sobre todo vigi­ ló al detalle lo que llamábamos con un término tembloroso “la vida del Colegio”. Vigiló con tacto y, creo, por decirlo esta vez con un término antiguo que habría que volver a aprender a amar, con bondad. Que Fran^ois Jullien, quien lanzó la idea de este colo­ quio, y que Jean-Claude Milner, quien con su cuidado hizo posible su realización, ambos sucesivamente presidentes del Colegio, hallen aquí la expresión de mi gratitud. El Colegio confío a Jean-Claude Milner, a Gérald Sfez y a mí misma la tarea de organizar este homenaje. El honor, sobre todo si implica a los más cercanos, no deja de causar tormento: ¿cómo hacer justicia a las peregrinaciones pensan­ tes y afectuosas para Jean-Frangois? En el conflicto de las dificultades, las circunstancias geográficas, los calendarios, afectaron sin miramientos. Que los amigos, filósofos, escrito­ res, a quienes no pudimos dar la palabra, nos perdonen. Se ha requerido una década, la multitud de amigos re­ cién desembarcados: pintores, poetas, músicos, cineastas, nombres extranjeros impronunciables. Se hubiera requerido del castillo resucitado de Cerisy-la-Salle.15 El azul de su vera­ no, sus duelas dormidas, su rosal tan vivo.

De esa época —“Un recuerdo de pensamiento, como se dice, un recuerdo de amor, un recuerdo de infancia”, es­ cribió j f l — , uno no se desprende. No es que tengamos que cuidarlo como razón y riqueza, sino porque él nos protege. Los signatarios de este volumen lo atestiguan, todos, nos hemos confiado al tono de lo vivo, lo habitamos. Porque del otro, el verdadero pensamiento no es rehén, el verdadero pensamiento es niño. París, marzo de 1999: nuestra reunión, enlutada, nece­ sariamente modesta, deja un testimonio. Otros reencuentros del pensamiento y otras frases se­ guirán. Que ellas sean saludadas.

Notas 1 Todo idioma indica un nombre tú de la lengua: ¿cómo suponer que de una madre nacida Cavalli el estilo j f l no hubiera tenido que cifrar la dedicatoria? 2 Quepeindre? Adami Arakawa Burén, París, La Différence, 1987, p. 44. 3 La expresión es de Jean-Luc Nancy, quien la dirigió a Jean-Frangois en una página escrita en su memoria y que compartió el 25 de abril de 1998 en el cementerio Pére-Lachaise. 4 Retour. Lectures d ’enfance, París, Galilée, 1991, p. 22. Es ese tiempo paradójico de la promesa que interroga Pierre Fédida en su conferencia, aquí titulada “Un grand avenir derriére lui”. 5 La frase citada cierra el segundo texto de La Confession d ’Augustin, libro inacabado y cuya publicación, en septiembre de 1998, fue postuma (París, Galilée, p. 88). En cuanto a la expresión “de un fin a lo infinito”, la tomé del título de la conferencia que dio j . l . Nancy, publicada en el presente libro. 6 Chambre sourde, París, Galilée, 1998, p. 1097 “Porque el color es un caso del polvo”, en: Misére de laphilosophie, París, Galilée, 2000. 8 Que peindre? Adami Arakawa Burén, París, La Différence, 1987, p. 47. El párrafo se escribe completo en consideración a la página citada donde JFL busca “decir lo que es la línea”. 9 Miguel Abensour, en su análisis de lo Intratable en j f l , retoma a justo título Traces de Ernst Bloch para evocar ese estatus de “signo ínfimo”. 10 Flora danica. La sécession du geste dans la peinture de Stig Brogger; París, Galilée, 1997, p. 31.

11 Ibid, p. 32. 12 Gérald Sfez, Jean-Frangois Lyotard, lafaculté d ’une phrase, París, Galilée, 2000. 13 La edición francesa recoge textos de Pierre Fédida, Philippe Bonnefis, Plínio Walder Prado, Robert Harvey, Geoffrey Bennington, Clemens-Carl Hárle, Jean-Louis Déotte y Dietmar Kóveker, no incluidos en este volumen [nota del editor]. 14Como quería darle una amplitud mayor, Elisabeth de Fontenay ha preferido reservar el texto de su conferencia intitulada “Les figures juives de J.F. Lyotard”. 15 Evoco aquí la década de Cerisy-la-Salle, donde, bajo la dirección de Michel Enaudeau y de Jean-Loup Thébaud, un coloquio intitulado “Comment juger” tuvo lugar en el otoño de 1982 sobre el pensamiento de Jean-Frangois Lyotard.

L as ESCRITURAS DE LA DIFERENCIA Gérald Sfez

Hacer justicia a la diferencia, atestiguar la diferencia. El pen­ samiento de Jean-Frangois Lyotard habrá multiplicado los tes­ timonios, adquiriendo todos los tonos, empleando todas las formas —de la argumentación a la escritura reflexiva o a la poética—, inscribiéndose tanto en el género del comentario como en el de la biografía, para desviarlos de su resistencia y, cada vez, buscando la oblicuidad necesaria, la forma del ensayo, la diagonal susceptible de portar la huella o presen­ tar lo que él llama D iferencia, en sentido inédito y extraño, jurídico y extrajurídico, en donde las definiciones mismas no escapan a la inestabilidad de sus ocurrencias. Concepto o expresión esencial de su pensamiento, que evoca más un aire, una música inmemorial, sin dar nunca la fecha de su inicio, de un yo com encé a escribir en tal mo­ mento, sin añadir tampoco una reserva, un incluso antes. Ese aire que toca el ombligo de lo desconocido, en cuya obra busca reencontrar la huella, siempre acude al llamado de otra huella que podría aproximarlo, es el hilo de equili­ brio de su escritura. Aquí el bailarín es el espectador. Él es el vigilante. Consagrado a las escrituras y los arabescos de la diferencia. “Para nosotros, filosofar — declaró en una discu­ sión sobre la Diferencia—, no es otra cosa que escribir, y lo que para nosotros es interesante en ese ‘escribir’ no es con­ ciliar, sino inscribir lo que no se deja inscribir” (t d , 118).1 Fórmula determinante, en apariencia provocadora, que ha­ bla del deseo profundo, por lo que es llamado vocatur.

¿Cómo se escribe la diferencia?2 Su modo de presenta­ ción adhiere a la dificultad que plantea la de su propia con­ sistencia. “Distinta de un litigio, la diferencia será un caso de conflicto entre dos partes (por lo menos) que no podrá re­ solverse equitativamente a falta de una regla de juicio aplica­ ble para ambos argumentos” (d , § 9). “Que una parte sea legitimada no implica que la otra no lo sea. Si se aplica no obstante la misma regla de juicio a una y otra de las partes para resolver su diferencia, como si se tratara de un litigio, se causa un perjuicio a una de ellas (al menos, y a ambas si ninguna admite dicha regla)” (d, § 9)- O más aún: “Resulta un perjuicio cuando las reglas del género del discurso según las cuales se juzga no son las adecuadas a los géneros del dis­ curso juzgados” ( d , § 9). Parece de pronto que presentar la diferencia —lo que se hace necesariamente según una regla de juicio o en un género de discurso, una lengua, un idio­ ma— es ya exponerse a causar un perjuicio a alguna de las partes en cuestión, si no es que a las dos, y a desconocer la diferencia. ¿Cómo decir la diferencia? Esta fórmula, lejana y cercana a la de justicia p o r su derecho, se revela de inmediato en su paradoja: hacer justicia a la diferencia no pasa por una relación de arbitraje según la regla de un género de discurso, desde el momento en que es casi imposible juzgar el conflic­ to y presentar el desacuerdo en un género de discurso o una lengua que no sea de una o de otra o de una tercera. En cada caso, uno o ambos argumentos están destinados a sufrir un perjuicio. El tercero no puede arbitrar legítimamente. ¿Se dirá, entonces, que la presentación legítima de la diferencia tien­ de al argumento o estima de la palabra de la parte perjudica­ da? ¿En tal caso, decir la diferencia coincidirá con decir su desacuerdo? Pero tal decir del desacuerdo de la parte que se estima perjudicada (la querellante) carece de sentido, a me­ nos que una instancia pueda confirmar que está bien así, por el hecho de la existencia de los testigos, de los jueces [...] lo que conduce nuevamente a la cuestión anterior. Esta dificul­ tad significa que decir la diferencia necesita hallar una vía

indirecta y problemática: “Dada la ausencia de un género de discurso universal para regularlos o, si se prefiere, la necesi­ dad de que el juez sea parte, hay que hallar aquello que pueda legitimar el juicio (el correcto encadenamiento), al menos la forma de salvar el honor de pensar” (d, § 10). La presentación indirecta de la diferencia debe eludir la imposibilidad de un tercero que dé pruebas sin por ello vali­ dar la parcialidad. La forma discontinua del ensayo ha de ocupar un lugar entre aquel del tercero y el de la parte per­ judicada, con pleno entendimiento de los argumentos y de las lenguas que se oponen, es decir, desempeñando al mis­ mo tiempo el papel de agente doble para un tercero, tanto más esencial o constitutivo del campo porque se encuentra en los linderos; un tercero que aparece y desaparece. Las escrituras lyotardianas de la diferencia son siempre la inven­ ción del sesgo para responder a ese discurso indirecto y obli­ cuo, aquello que requiere cada vez la invención de estilos de escritura reflexiva. La escritura del libro Le D ifférend es la invención de un estilo en afinidad con su objeto. La diferencia se revela a través de la cuestión de la víc­ tima y del perjuicio. “La frase: ya no hay víctima (es tautológica con la frase: ya no hay diferencia)” (d , § 36). La diferencia se hace visible a través de toda experiencia de la pérdida de los medios para demostrar la injusticia sufrida: pertenece a la realidad misma de la injusticia de ser “un daño acompañado de la pérdida de los medios para probar el daño mismo” ( d , § 7). Lyotard proporciona varias definiciones de esa relación: “Es común de una víctima no poder p rob ar que ha sufrido un perjuicio” ( d , § 9). “Me gustaría llamar diferencia al caso donde el querellante es despojado de los medios para argu­ m entar y se convierte de ese modo en una víctima” ( d , § 12). O más aún: “El querellante deviene víctima cuando no es posible ninguna presentación del perjuicio que dice haber sufrido” ( d , § 9). Estas definiciones de la diferencia, sensible­ mente distintas, no pueden unificarse entre ellas ni buscan establecer un concepto estable, sino indicar la vía para esti­

mar la insuficiencia del discurso articulado (prueba, argu­ mentación, presentación) para testimoniar la existencia de un perjuicio. Un perjuicio se reconoce por la dificultad para decirlo. La distinción esbozada opone el daño al perjuicio y, paralelamente, lo que es materia de debate a lo que es materia de diferencia. Un perjuicio tiene lugar cuando una o más de cuatro valencias de la frase (el referente, el significado, el destinatario o el remitente) son vedadas del idioma y es casi imposible articularse para la frase. Atrapado en las redes del discurso cognitivo, el perjuicio se enfrenta a las paradojologías, que son otras tantas formas de rechazarlo. La frase de la víctima nunca es una frase cognitivamente correcta. El per­ seguidor puede así quitar toda legitimidad a esa frase y hacerla callar. El perjuicio se atestigua así en un sentimiento, frente a la palabra bien formada que alerta. La frase de la víctima se ha de reencontrar en otro orden de testimonio de signos; debe inventar su idioma o hallar su lenguaje oblicuo, su diagonal. El testimonio de lo que se ha sufrido se entiende así desde de un doble curso de su inscripción: una parte de lo sufrido puede ser fácilmente entendida (la que se trata como daño en relación con las reglas del idioma dominante) e ins­ cribirse en una transacción, mientras que la otra parte —infi­ nita, intratable, no negociable en términos de las reglas del idioma dominante— es negada. “Aquél que tiene una queja es escuchado, pero aquél que es una víctima, y que pudiera ser el mismo, es reducido al silencio” ( d , § 13); “permanece víctima al tiempo que se hace querellante” ( d , § 12). Hay ahí, al mismo tiempo, daño y perjuicio, tema de debate y tema de diferencia: “Un caso de diferencia entre las dos partes tiene lugar cuando ‘el reglamento’ del conflicto que las opone se hace en el idioma de una de ellas, en tanto que el perjui­ cio que la otra sufre no tiene significado en ese idioma” ( d , § 12). Lyotard da el ejemplo de las relaciones económicas de clase cuando el trabajador habla de su trabajo como si impli­ cara la cesión temporal de una mercancía de la que fuera

propietario, cuando su fuerza de trabajo es otra cosa distinta de una mercancía. Para hacer entender su fuerza de trabajo como fu erza de fra se no basta que se incorpore en la rela­ ción de mercado y de su derecho apropiado, requiere hallar otro tribunal distinto al del idioma, de la economía y del derecho. Se trata ahí de dos inscripciones, donde una es la inscripción del litigio y la otra la de la diferencia. Entre ellas hay una brecha. La fuerza de frase que oculta la fuerza de trabajo debe hallar un idioma distinto. Hacerle justicia es descubrir otro tribunal, entendemos a la vez otra instancia de tribunal y otra instancia que la del tribunal: el derecho se sofoca al poder presentar lo que lo excede. Se destituye y se continúa en otra frase. Esta otra frase reclama su deber en otra escena. Se perfila a través de la idea de la emancipación de los traba­ jadores. Hay allí dos registros de inscripción, donde el primero tiene efecto en la articulación argumentativa y el segundo está en el horizonte de una escritura. Esta doble inscripción oculta una paradoja: la diferencia no aparece sino para dar cuenta de que la parte de lo sufrido puede hacerse percibir como daño entendido a ese título o tratado. Si el trabajador no entrara en el juego del otro (aquél de la clase antagonis­ ta), si no tuviese recursos y no existiera en el campo de ese idioma, sería un esclavo. “Al emplearlo deviene un quere­ llante” ( d , § 12). No deja de ser una víctima. Pero entra, así, en el desfile de la diferencia. En tanto que es reconocido por el daño, su protesta como víctima es entendida dentro de lo que podríamos llamar los límites mismos de la inconmensurabilidad de la diferencia. De suerte que hace falta aquí hablar de una relación extraña que sin ser dialécti­ ca no hay una correlación, dentro del marco o los linderos de la diferencia, entre las dos inscripciones: la del daño y la del perjuicio, del litigio y de la diferencia propiamente dicha. Escritura, en parte doble, que manifiesta el rasgo de recono­ cimiento que conlleva la diferencia. Este reconocimiento se percibe en todas las diferencias ocultas en los litigios y en la

comparación entre este perjuicio y otro extremo, como el de Auschwitz. Al meditar sobre Auschwitz, Lyotard ve allí el ejemplo mismo de la diferencia sin litigio, donde “la diferencia aso­ ciada a los nombres nazis no puede ser transformada en litigio y regulada por un veredicto” ( d , § 93); la realidad del perjuicio es tan aguda que termina por ser el objeto de un aniquilamiento de toda huella, “la más real de las realidades a este respecto” en donde la cantidad de silencio alerta. Aho­ ra bien, esa diferencia sin litigio —que se señala a un signo sin paralelo (lo que no significa que no pueda haber otros en la historia)— se refiere a lo que no fue incluso una diferen­ cia. ¿Por qué no?: “Entre la SS y el judío no hay en sí una diferencia porque no hay un mismo idioma común (el de un tribunal) en el que un daño al menos pudiera formularse, sustituyendo un perjuicio” ( d , § 160). El aniquilamiento de la frase judía (“la frase judía no ha tenido lugar. ¿No hay un sucede?, sucedió” (d , § 160)) está directamente ligado a lo que, de un perjuicio sin daño reconocido y de una diferencia sin litigio, señala la existencia de un perjuicio que puede decirse extremo porque rebasa a la diferencia. La relación de regreso del daño hacia el perjuicio marca así una correlación entre el litigio y la diferencia que hace la sentencia: la dife­ rencia parece, con estas consideraciones, depender de una relación de reconocimiento que se indica por su misma trai­ ción en daño. Que este reconocimiento tenga lugar con su juego de reenvío del litigio a la diferencia y de la diferencia al litigio, y por tanto su juego de signo, en el marco de la explotación capitalista, marca la naturaleza de la diferencia política: que ésta no haya tenido lugar en absoluto en la relación entre la SS y el judío, y que no haya habido por tanto nada que sea del orden del reconocimiento, hace del aniquilamiento aquello que surge de la diferencia. Es nota­ ble el trabajo de tal concepto en el pensamiento de Lyotard: es en la demostración de Auschwitz que Lyotard descubre la diferencia (Discussions, ou: Phraser ‘aprés Auschwitz’, colo-

quio Derrida de Cerisy-la-Salle, 1981), la que lo conduce a obtener el paradigma de una diferencia generalizada (Le D ifférend, 1983), siguiendo una reconfiguración de ese pen­ samiento, donde Auschwitz se convierte, a partir de enton­ ces, en el ejemplo de lo que está más allá de la diferencia misma; lo que hace la diferencia de fondo entre política de dominación (donde se reconoce al perjuicio como daño) y política de aniquilamiento (donde se excluye la existencia del daño mismo y con ello toda posibilidad de evocar el perjuicio a partir del daño) y demuestra que es necesario evaluar la política de dominación desde aquélla, sin medida común, de aniquilamiento. Las dos relaciones de la diferencia y su dialéctica sin dialéctica, más allá de la dialéctica negativa de Adorno—aque­ lla de la transacción de la diferencia bajo la forma de litigios y la de lo que queda irreductiblemente a frasear—, marcan, cada una a su modo, el carácter de inconclusión de la dife­ rencia y, de ese modo, el hecho de la escritura como vesti­ gio. Inconclusión que da el compás. Los litigios crean nuevos perjuicios, que a su vez demandan nuevos tribunales, etcéte­ ra: “Es imposible que los juicios del nuevo tribunal no den lugar a nuevos perjuicios dado que regularán o creerán que regulan las diferencias como los litigios” ( d , § 197). En cierto modo, que no es el de la tragedia, en la medida en que no se trata de la misma ocurrencia, es decir, de un mismo eje que sería destinado, hay ahí una posposición indefinida del per­ juicio, que se encuentra lanzado nuevamente como tal en cada transacción. Más todavía: si es verdad que se trata de hacer justicia a la diferencia instituyendo sus destinatarios, remitentes, significaciones y referentes nuevos, este perjui­ cio que llega así a buscar su tribunal no se borra jamás. Con­ lleva vestigios. ¿Hace falta decir que cuando el perjuicio se logra explicar, el querellante deja de ser una víctima? ¿Aun cuando una instancia de juicio es hallada y la diferencia da lugar a un idioma, no queda sino y siempre frasear, en otra parte, de otro modo? ¿No hay nunca reparación? En la dife-

renda, la cuestión queda abierta. La inconclusión es definiti­ va. Entre las dos inscripciones, la del litigio y la del idioma hallado, hay como un entrecruzamiento de escrituras. Lo que puede ser fraseado debe serlo siempre. Es en ese sentido que hay escritura en el sentido fuerte: la inscripción es ins­ cripción de lo que no puede ser inscrito y rechaza las fronte­ ras de lo inscriptible, en la medida en que es inscripción definitiva que por ello no puede inscribirse. Esa diferencia tiende a la facu ltad de la frase.3 La eco­ nomía crítica de la diferencia es el dominio sensible de una economía más general, la de la guerra de las frases entre sí. El perjuicio crucial no tendría lugar si las frases no se hicieran de ordinario perjuicio y si el lenguaje no estuviera dividido en varios lenguajes y separado por una grieta entre el sentido de la frase y la frase que llega. Sólo hay tal diferencia porque todo escapa a la unidad del lenguaje: todo, es decir, no hay un solo lenguaje y eso no pertenece al lenguaje. Por lo que hay necesidad de concatenar y la posibilidad de hacerlo de distintas maneras; esto se deriva de que la concatenación prevalente ocasionó perjuicio a otros. El perjuicio está en la decisión de la frase. No hay diferencia entre las partes desig­ nadas y la experiencia aguda de la diferencia en los casos flagrantes en que, dada la existencia de la diferencia genera­ lizada en amplia escala en el lenguaje, al perjuicio hecho a lo posible. Las experiencias sensibles de la diferencia atestiguan la universalidad de la diferencia entre las frases. Y el perjui­ cio es el hecho de la frase, inherente a la decisión de la frase. Como no hay espacio común de las frases, la diferencia no puede ser regulada de antemano ni establecida. La escri­ tura lyotardiana, en lo que presenta de tribunal de la escritu­ ra (de definición, de argumentación y de estilo), se expone ella misma a la diferencia y cae bajo el golpe de la ocurren­ cia. Es necesario hallar los sesgos y presentar, con las dife­ rencias que describen y que son incomparables entre sí, las diferencias entre las frases mismas que tratan de esto, único medio de habérselas con el perjuicio.

Le D ifférend es, en sí mismo, la presentación ejemplar. En el momento en que hizo la separación entre c iertos géne­ ros del discurso y modos de ser de las frases (la presenta­ ción, la obligación, lo histórico-político, el relato), y describió las distinciones internas de cada uno, el libro, en su carácter singular, abre un espacio polémico de ocurrencias definitorias. Es testimonio, por la invención de un idioma y la forma que tiene para prevalecer, de la diferencia misma: como arbitraje y disensión, como invención y usurpación. El m odus argumentativo se despliega bajo la forma del diálogo ince­ sante y de la relación constante hacia la objeción y su refuta­ ción, de tal manera que la discusión, en el mismo tiempo en que abarca una coherencia, no tiene fin. El juego de devolu­ ción a distancia de los párrafos entre sí, según una inscripción que trata de evitar al mismo tiempo la derrota de la formalibro, no pretende tanto conceder los pasajes, las contrarie­ dades, sino multiplicar los sesgos y los umbrales de la escritura: la usurpación entre ellos suspende la frase. Hay siempre en­ tre ellos inadecuación y un borde insalvable. El modus argumentativo despliega el carácter inconcluso del libro y se da en micrologías. Se rinde, por tanto, a la escritura: no sólo como escritura de la disimulación, sino también como impli­ cación de la frase. La contradicción no es marca de falsedad y la síncopa de la palabra indica la ausencia de frase. La promesa de ambigüedad entre el cuidado de la coherencia y el de la disensión de las frases es mantenida. La exactitud de la escritura pertenece a la Idea de la diferen cia que se deja aproximar de manera sesgada. El pensamiento-Lyotard se escribe como lugar de tensión entre dos frases entre las que sería un error contrastar. Si el perjuicio define la diferencia, el perjuicio la excede: la víctima está más allá del perjuicio, al contrario de lo que ciertos pasajes enuncian; pero si la diferencia define el perjuicio, en res­ puesta, la diferencia lo excede: porque la diferencia remite tanto a lo incompatible entre dos argumentaciones igualmente legítimas que exigen suspender su juicio, o dos idiomas

heterogéneos de argumentación; como a lo irreparable del perjuicio hecho a un idioma por la vía tiránica de otro, un idioma puesto en mal o que ni siquiera tuvo derecho a exis­ tir. Así como el perjuicio señala la diferencia, no coincide con él. Si el perjuicio y la diferencia parecen referirse a casos particulares, marcan al mismo tiempo la universalidad de las frases. Y si el arbitraje respeta la heterogeneidad al restituir a tal o cual frase su facultad (como en el análisis kantiano de lo que corresponde a cada facultad), la facu ltad de la frase deshace toda economía de las facultades. Igualmente, la facultad o virtú de la frase es su poder de suspender el encadenamiento tanto como concatenar. Pensamiento extremo del suspenso: no sólo designa lo que, sufriendo, espera su frase, él es quien permanece. No hay suspenso en la resolución de una intriga. Más aún: el suspen­ so no designa ya el sufrimiento infinito, el diferir intermina­ ble y el único rasgo de lo indecidible, porque es la interrupción la que no intercede en vano. Una suspensión, una detención del diferir mismo que habita la concatenación entre las fra­ ses-universo. Los distintos géneros del suspenso no dejan de entremezclarse y contrariarse. Como al sesgo del estilo le corresponde decir lo que escapa a la inscripción, la escritura lyotardiana de la diferen­ cia es así subrepticia: la frase no se dice sino jugando el juego del otro y no hay arbitraje sino por las vías del revés. No tanto por las vías de la metáfora o de una proyección legalista, sino por una forma de afectar un régimen de signos a una idea nueva. Es así que el registro jurídico se halla restituido en los términos de la diferencia y se continúa en la hegemonía de su frase. Una frase no se dice igual en un idioma que en otro. Ella juega el juego de la diferencia. Escritura oblicua y que sin embargo no es necesariamente corrupción: ella es de entrada palabra tomada en la lengua del otro. Lo subrepticio es el buen aquilatamiento de la frase. Si, como dice Pascal, “tiranía es querer tener por una vía aquello que no se puede

tener por otra”4 (p, 58-132), lo que confirma la diversidad de géneros del discurso y de sus mundos, y señala hacia una política de usurpaciones, inversamente, todo idioma y todo surgimiento de un género no se halla sino a la vuelta del otro. Y al desvío, por supuesto. El pensamiento de la dife­ rencia se argumenta y se escribe en tal o cual lengua por desapropiación. Esta exactitud del sesgo pasa, preferentemente, por dos modos de escritura crítica. La filosófica y la política represen­ tan la sabiduría de la diferencia, cuyo papel es inubicable en la cartografía de los géneros del discurso: la política es el sentido de la concatenación de las frases entre los géneros del discurso; la filosófica está siempre en busca de su propia regla. Esos modos críticos (que se derivan del juicio en gene­ ral) responden al doble registro de la necesidad: hay una necesidad de la concatenación y una obligación de elegir tal o tal concatenación, sin pretender superar el perjuicio, lo indecidible y la interrupción. Esos dos modos, atravesados como lo están por la obligación, no definen menos los mo­ dos principales de la ausencia de toda resolución: ni la filo­ sófica como género del discurso en busca de su propia regla, ni la política como sentido mismo de la concatenación pue­ den pretender llegar a la posición dominante de un metalenguaje o de una clave de las concatenaciones. Si la filosófica tiene por papel el examen de las frases, éste resurge de una frase y no puede hacer las veces de gobierno de ellas. Asimismo, “el examen de las frases no puede hacer las veces de la política” ( d , § 227): se deriva de un género de discurso y del examen de los géneros de dis­ curso. Lo filosófico no es un metalenguaje y, por lo mismo, la frase filosófica sobre la diferencia es portadora de legitimi­ dad y de abuso, para mayor poder de su papel crítico. Lo político es, a su vez, portador de legitimidad y de abuso. “Todo es político si política es la posibilidad de la diferencia a propósito de la menor concatenación. Pero la política no es todo si se cree que es el género que contiene

a todos los géneros. Ella no es un género” ( d , § 192). Lo político es com o al gobierno de las frases. Vigila su disen­ sión, que es como la salud y la ubicación de las frases. Se observa que incluso si el universo de lo político no abarca todos los discursos, tiene afinidad con una escritura donde lo político com o tal juega un papel de paradigma. Por muy tra­ bajada que esté por la ética de la obligación, la frase de la diferencia está en extrema afinidad con lo jurídico-político: así la idea según la cual es imposible que los juicios no creen nuevos perjuicios está anclada en la idea reguladora de las concatenaciones mismas, según la cual, tomando en cuenta el carácter definitivo del perjuicio, “los políticos no pueden tener por desafío el bien, pero deberán tener el menor mal” ( d , § 197). Frase singular en tanto que es la de un desafío (la del bien político) y la frase que vigila la exactitud de las relaciones entre las frases y atraviesa oblicuamente todos sus universos. La primera escritura de la diferencia es puesta en evi­ dencia por la conjunción de lo filosófico y lo político, habita­ das como están estas dos frases singulares por la cuestión Quidjuris? Ahora bien, el pensamiento de la diferencia conoce una inflexión mayor —en la que la lectura de Kant en la tercera Critique, y particularmente las Legons sur l ’analytique du sublim e juegan un papel decisivo al mismo tiempo que una conciencia cada vez más crítica de la posmodernidad—. Se puede casi hablar de una segunda filosofía de la diferencia, cuyo papel no es resolver las contrariedades, las aporías y las disonancias anteriores sobre el uso del término, sino reencontrarlas de otro modo. Se asiste a un desplazamiento de acento que no resuelve más de lo que desclasifica el pen­ samiento anterior. La diferencia sufre un cambio de aspecto. La cuestión de la escritura es acentuada de otra forma y una brecha se abre entre la inscripción y la escritura como tal. El testigo de la diferencia no habla de la misma manera ni del mismo lugar.

La distancia es manifiesta entre las dos formulaciones de la cuestión. En Le D ifférend, Lyotard escribió: “Es el desa­ fío de una literatura, de una filosofía, quizá de una política, testimoniar las diferencias en su hallazgo de idiomas” (d, § 30). A partir de 1988, el desafío cambia. Así lo escribe por ejemplo en L’Inhum ain.5 “Sólo basta no olvidar para resistir y, tal vez, para no ser injusto. Es tarea de la escritura, el pensamiento, la literatura y el arte aventurarse a dejar testi­ monio” (I, 15). Se abreviará el eclipse de la diferencia políti­ ca, la sustitución del pensamiento por la filosofía y el surgimiento de la escritura como lo que rige todas las formas de testimonio de la diferencia. Testimoniar la diferencia es aventurarse en la escritura. Se está ahí muy a gusto con la conjunción anterior —del reencuentro— entre filosofía y política. ¿De dónde surge que la inscripción de la diferencia haya cambiado? ¿Que esté en lo sucesivo más cerca de la escritura? ¿Y que el mismo Lyotard, para hablar de eso, se convierta cada vez más en escritor? La nueva conjunción que nace no se deja descomponer en circunstancias históricas o de pensamiento. Lleva con ella otro mundo. Nace del reencuentro entre dos concomitancias indisociables. Los tres registros —la desconfianza respecto de lo político, el realce del pensamiento, las aventuras de la escritura— definen, con las modificaciones de sus transcrip­ ciones, otra configuración del concepto de la diferencia. En­ tre los tres se buscará en vano la prevalencia. El eclipse de la diferencia política es, sin duda, el rasgo más perceptible. No es que la política se desvanezca o se pierda interés en ella, como se ha entendido frecuentemente en la actualidad mediática, sino que pierde su valor de testi­ monio. En la época de Le Différend, Lyotard dejó la puerta abierta a un quizá-, pero desde 1986 testimoniar la diferencia no pasa más por la política. La conciencia cada vez más crí­ tica de la posmodernidad lleva a pensar que la diferencia se calla ahí donde se hacía oír antes en las luchas sociales y políticas. No es sólo cuestión del declive de la política como

ambición de resolución —de relevo, del verdadero lugar de la intriga del relato de la humanidad, su tragedia o su epope­ ya—, sino de su declive como ambición de inscripción. El desafío de la diferencia y de su inscripción no es más el desafío principal de lo político. Si siempre hay, sin duda, diferencia en nuestras sociedades, es porque existen conflic­ tos distintos, como el de saber quién es ciudadano y quién no lo es, quién es extranjero y quién no lo es, o aquéllos concer­ nientes a las mujeres, la escuela [...] “su dimensión de ‘dife­ rencia’ es mucho menos fuerte que su dimensión de ‘litigio’,”6 cualquiera que sea la extrema violencia y la necesidad de intervenir como ciudadanos para decir qué hay que hacer. La dimensión histórica del acontecimiento corresponde a la autoridad total que Lyotard llama el Sistema —que se honraría mucho si le llamara capitalismo—. El Sistema repa­ ra o más bien se repara. El Sistema “suscita las disparidades, solicita las divergencias, el multiculturalismo le conviene, pero a condición de un acuerdo sobre las reglas del desacuerdo” ( mp, § 171).7 Si la diferencia se desvanece como un desafío principal, si la política no es más un medio de testimoniar un perjuicio radical, si no hay inscripción colectiva de la dife­ rencia simultáneamente al litigio, es que a la vez la queja halla la forma de expresarse en las transacciones y no puede sellar ahí su resistencia. ¿Qué se lo impide? ¿De dónde resulta que la inscripción política de la diferencia sea cosa del pasa­ do y no se pueda constituir como parte civil en la escena de la historia? Es porque el Sistema divide al mundo en dos regímenes: por un lado, el de la cuenta sin tema y la huida sin fin del desarrollo; y por el otro, el de los países dejados por su cuenta, abandonados ahí, en un espacio sin lugar. No hay escritura política para ese desastre. Espacio que se divi­ de en la sin-relación entre daño sin signo del perjuicio y el perjuicio sin ningún signo de daño, de este lado o más allá de la diferencia. Toda la correlación entre perjuicio y daño, que caracteriza a la diferencia y ni siquiera se deriva de una dialéctica negativa, se halla separada. Ninguna lucha puede

pretender manifestarse para la emancipación de la humani­ dad de cara al Sistema sin autor ni proyecto ele l;i posinodernidad triunfante y helada. En un universo dónele nuestro horizonte es afortunadamente el de la democracia liberal, pero donde el Sistema tiene siempre la última palabra, la de la hazaña, la escritura de lo político no deja huella. Allí se tiene con seguridad una paradoja. Es en el mo­ mento mismo en que la diferencia política aparece a plena luz, descargada de las ilusiones de su relevo en la puesta en escena de un proyecto de revolución de la sociedad, que se borra como dimensión principal, deja la escena o no se con­ creta. No había inscripción política de la diferencia sino en la medida en que lo inconmensurable se manifestaba. No se comprende la diferencia sin pen sar en el gesto. La diferencia no podría ser dirigida sino a ese gesto (de promesa posible de una emancipación de la humanidad, de amenaza posible de destrucción del Sistema), en el entre-dos de un gesto en sus­ penso que no podría realizarse, pero que se manifestaría hacia esa realización como su horizonte. La diferencia no encuentra ya la superficie de inscripción para una escritura porque sobre ese escenario o ese teatro público no puede más ser gesto. El fin de la diferencia en política es el gesto en suspenso en él mismo suspendido. Ahora bien, ese gesto en suspenso no tendría sentido sino en el equívoco entre su destino y su realización, de manera que la diferencia no po­ dría aparecer en su verdad que envuelve la ilusión de su relevo. La exactitud de la frase de la diferencia no tendrá lugar en política. La época en la que seríamos incluidos —y que define al mismo tiempo una actitud de la diferencia— podría intitularse así: La diferencia política y después. La expresión designaría ese tiempo paracrónico donde la novedad de la diferencia política llega con retraso, aportando con ella otra novedad, la de su desaparición. Aprenderíamos en ese instante que ha ha­ bido diferencia política y que ya no puede haber. Que ha habido diferencia: testimonio sin relevo, escritura política, y

que ya no puede haberla sino con el fin de la promesa de resolución, y de la ilusión del relevo viene el fin de la pro­ mesa de inscripción y de la verdad de la diferencia. Tal D ifférence et aprés marcaría el reencuentro de la persistencia de la política: para qué sirve la política como desafío princi­ pal del pensamiento dado que en ese tiempo del En vain y del Á quoi bonP, ese tiempo de vanidad o de sobrecogimiento de la vanidad, de nihilismo fútil o advertido, la política no puede ni siquiera inscribir la diferencia. ¿Se trata de añorar el antiguo estado de cosas en su ambigüedad promisoria y temible o, por el contrario, de feli­ citarse por su desaparición? ¿Qué pensar del fin de la escritu­ ra política de la diferencia? ¡Tanto mejor! ¡Tanto peor! ¿Elogio u ofensa? Lyotard duda: ¡tanto mejor! si se piensa en los pe­ ligros que hicieron incurrir en la persecución del desafío, dos ciclos de masacres sin paralelo ligan indisociablemente en la historia la cara oculta de la luz de la diferencia con la cara manifiesta de sus negras ilusiones. Es ¡tanto peor! si se piensa en la victoria en lo sucesivo incontestable del Sistema mundial en el piloto automático del Desarrollo a la mayor velocidad, rechazando siempre ir más lejos; por un lado los límites del desarrollo, por el otro los del abandono de pue­ blos enteros. El acontecimiento posmodemo no puede sino suscitar alivio y repulsión. Nuestra época evoca ensueños negros. La forma de derrumbe del totalitarismo —por implosión, desmantelamiento del interior— suena el tañido fúnebre de la inscripción de la diferencia en lo político. Ya en el pensamiento de la lucha contra el totalitarismo, la línea de resistencia se ubicaba en la frontera de lo político y de sus alrededores: fue el diario de Winston, en 1984 de Orwell, la línea de escritura como la última resistencia y la más discutible, el sitio donde la sensi­ bilidad toca lo insensible, a decir de la fobia. El poder totali­ tario debía ir a buscar el sujeto allá, si quería encontrarlo, en el punto en donde se da a escribir la extrema realidad. Con el despotismo nuevo de la posmodernidad, el del Sistema que

pide las divergencias y busca las disfunciones y se repara, la resistencia es plenamente de escritura. De una escritura que ni siquiera es política. El padecer, la pasividad ante el acon­ tecimiento, no es más de su mundo, de la corte de apelación de la frase: el padecer no halla más sus máscaras en la ronda de las pasiones políticas y no encuentra lugar en una escritura política de la resistencia. En una entrevista para Rué Descar­ tes,8 Lyotard escribió: “La política es uno de los circuitos de corrección del Sistema. Los despliegues sacrificantes, holo­ caustos tal vez, genocidios sin duda, a los que el retiro de los Imperios dio lugar en las zonas abandonadas, manifiestan la violencia del padecer. Pero ¿qué le sucede a éste en la polí­ tica aséptica de los países ricos? Una angustia difusa que no encuentra escena en el teatro público. ¿Dónde p asa lo extre­ mo real?” ( r d , § 204). Hay en Lyotard un sobrealertamiento del acontecimiento y un gran estoicismo, una helenística en todo caso, que acom­ paña al nuevo pensamiento de la diferencia, que Hegel diría de conciencia desafortunada y nihilismo del espíritu porque es el espíritu fuera del mismo espíritu, el alma. Nueva luz después de la noche, porque a ese cambio de ocurrencia principal responde un cambio de aspecto de la frase de la diferencia. Con el fin de la política como desafío principal, desaparece la instancia política del arbitraje. Lyotard no dirá ya más que “política significa concatenar” o “saber concatenar con precisión”. Guarda silencio en adelante acerca de la inci­ dencia política y no plantea más la cuestión en términos de la obligación de concatenar. El pensamiento de la diferencia que surge es muy ex­ tremo. Todo lo contrario, dice, del extremismo, dado que se trata, a partir de ahora, de dar cuenta de lo intratable. Lyotard extiende más aún el lienzo de lo inconmensurable, de lo impresentable, de lo impagable, da testimonio de una queja tanto más vehemente que no puede arrogarse el derecho de oponérsele. Una queja “hacia y contra nada, hacia y contra todo”, la “queja muda de aquello de lo que carece el absolu­

to” ( mp, 36). Y dado que la frase marxista regresa, es para anunciar un régimen más elevado de la diferencia sobre ese padecer extremo y sin oposición: en la comparecencia de un Marx de 1843 que enfrentó la filosofía del derecho de Hegel, tal Marx nos dice, “desvergonzado más que atrevido, bus­ cando romper el principio pasional binario de la intriga”. Lyotard cita a Marx, lo reescribe en este sentido: “Me gusta ese texto: los extremos reales no pueden ser mediatizados uno con el otro, precisamente porque son extremos reales [...] El norte y el sur son determinaciones opuestas de un mismo ser [...] ambos son polos. Asimismo, sexo masculino y femenino son ambos un género [...] Extremos verdaderos, reales, se­ rían el polo y el no polo, el sexo humano y el sexo no huma­ no” ( r ,d 202). El extremo real del padecer se dice en la frase de Marx. Señala hacia la diferencia en el fondo y en la misma superficie de las cosas, la diferencia afectiva, que cruza la diferencia política y la diferencia sexual, y toca lo intratable absoluto. Lo intratable aquí no designa ya lo tratable para otra frase; se trata de hallar una frase que rinda, si no razón o cuenta, al menos testimonio apropiado. No es ya lo que se deja concatenar, en otra parte, de otro modo. Escapa, defini­ tivamente, al modus político y a su ejercicio de juicio. Lyotard escribe: “Polémos no es el padre de todas las cosas sino el hijo de la relación del espíritu con una cosa que no tiene relación con el espíritu” (mp, 165). Intervención de los roles: Polémos ya no es el padre. Llega a la madurez desde su infancia y en voz baja. Está desamparado de la concatena­ ción. El cambio de aspecto de la diferencia está más allá del principio del conflicto y de la heterogeneidad misma, del pensamiento de relación sin relación y de lo intratable. Rela­ ción del espíritu con lo que se le escapa ahora y siempre. Además, la relación ya no es filosófica. Es una relación de pensamiento hacia lo que la rebasa, que no regresa por eso más allá de la experiencia crítica. Es más bien la punta extrema de esa experiencia, lo abrupto que ella reencuentra. Las Legons sur l’analytique du sublim e han sido decisivas. El

Kant de la tercera crítica es el vigilante de la atribución facul­ tativa, que declara para cada facultad la fiase- que recuerda y reflexiona en la manera en la que el espíritu concatena, aquél que habla de ese lugar no ubicado, aquél del juicio desde el cual se distribuye la partición de facultades y la concatena­ ción de frases: “quién puede decir que inhumano significa incompatible con la frase de la Idea de la humanidad” ( d , § 31) y arbitrar así en las diferencias que pueblan la guerra de frases entre ellas mismas. La concatenación legítima de las fra­ ses entre ellas se refleja. Y es otra: la diferencia facultativa recubre la diferencia del pensamiento con aquello que care­ ce de relación con ella. El criticismo kantiano tiene un doble fondo: transcribe la diferencia de lo sublime en términos de una diferencia entre la facultad de la imaginación y la de la razón, donde cada facultad permanece absoluta y sigue sien­ do para ella misma su corte de apelación, sin posibilidad de una tercera instancia, en esa relación de desconocimiento en el reconocimiento de acuerdo con una relación desconcer­ tante entre dos absolutos, una relación que hace el senti­ miento. Y en un mismo gesto, ese criticismo describe la línea de esa relación, donde el pensamiento se siente más allá de la partición y de modo que le es inmanente y toca lo absolu­ to, la relación toca lo sin relación. Lo inhumano es esta vez de otra tonalidad. En la misma diferencia facultativa se juega una diferencia que no lo es más, aquella que deja entrever y entreoír la resistencia del espíritu en lo que carece de rela­ ción con ella, resistencia sin oposición, el alma. Experiencia del sentimiento de lo sublime y reencuentro distinto en lo analítico de lo bello. Lyotard escribe, en Que peindre?-? “El análisis del gusto lleva a la crítica a sobrepasar la desarticula­ ción del ‘y° pienso’ en facultades (yo pienso en verdad se­ gún tal, yo pienso justamente como tal otra, según las reglas heterogéneas) hasta exhumar un estado de pensamiento en plural, una ‘facultad’ quizá, pero que es la infancia de todas las otras y que sigue siendo su acreedora” ( q p , 62). Regresar a la facultad de la infancia de todas las facultades, ineconom ía

esencial que subtiende a la propia economía de las faculta­ des, diferencia íntima del pensamiento que sostiene la dife­ rencia interfacultativa. En el pensamiento mismo es cuestión de anamnesia, de resurgimiento y preelaboración de la in­ fancia del pensamiento y de su relación, esta vez sin relación alguna y sin ningún reconocimiento de causa con lo absolu­ to. Facultad de infancia del pensamiento y cuya impresión habría engendrado el pensamiento en todos sus estados de luz y de ceguera. Hay que hacer la anamnesia de la reflexión, o si no, la anabase. El alma no se orienta como el espíritu encadenado. La orientación del alma deshace los intereses facultativos y se relaciona con esos polos que no son ya del norte ni del sur, sino del polo y del no polo. Su orientación es desorienta­ ción. Pobreza del espíritu, todo lo contrario de su miseria, iluminación sustraída a la evidencia: “Yo no hablo de eviden­ cia [en lo absoluto], digamos que se trata del alma. Ella es la pobreza del espíritu, el grado cero de la reflexividad, una aptitud a la presencia” ( q p , 18). Humildad del arte en la que no se puede dejar de escuchar la fórmula pascaliana: “La sabiduría nos lleva hacia la infancia” (p, 82-299). De esta hu­ mildad, de esta infancia, el gesto de la escritura del arte es de una extraña reflexividad negativa. El alma se hace sentir en las escrituras del arte. La dife­ rencia del alma está en suspenso, estupidez misma que se indica en esa frase donde el arte de la presencia se dice aquí, esta vez, y no en otra parte, y donde ella rechaza el arte de diferir. “El espacio-tiempo se desenreda por completo.” La pintura nos lleva más allá de la presentación negativa o de la presentación de lo impresentable. En Que peindre?, Lyotard aboga por el acontecimiento azul de Adami: “El azul se les adelantará. Tal es la presencia”. La frase del azul despojada de deícticos. “Ustedes olvidan, Kant olvida el acontecimiento azul. Que no es el objeto”, ( q p , 31). Una frase de presencia sin ser de presentación y que no es una parusía. Sin dejar del todo el criticismo al hacer caer los muros, Lyotard reencuentra

la carta dicha de la fenomenología: la fórmula carnal del: “yo pienso en pintura” de Cézanne, la de hacer línea o de “ir línea” de Michaux,10 o más aún la de Merleau-Ponty de la mirada de las cosas indistinta de nuestra propia mirada “el paisaje se piensa en mí y yo soy su conciencia”.11 Cuando el espíritu es tocado es alma; esta alma es indistinta: en la fron­ tera del sujeto y el objeto en una comunión del padecer del pensamiento. Lyotard: “El paisaje no se expone, se pone en estado de alma” (q p , 62). Más allá de la escritura cifrada de la que da cuenta el pensamiento kantiano, allí en su virtuosidad de presencia sobria, equilibrista sin orilla de la partición fa­ cultativa; más allá de toda prosa y de toda voz prestada al silencio o del quiasma apacible de lo activo y de lo pasivo. El azul que se posa como un acontecimiento sobre sus patas de paloma no se libra como no sea en atención de las formas. Él no está puesto, como lo pensaba Merleau-Ponty, para el fin de “hallar la actitud que le dará el medio de determinarse y convertirse en azul”.12 Toda postura es impostura, todo or­ den de una pista es prevaricación. La facultad llega con la frase, la recepción con el acontecimiento. Presencia externa de las formas, frase sin referencias. La frase que se dice que­ da prohibida. Ella es la que se prohíbe en sí misma, los pun­ tos cardinales, uno o varios de ellos o todos al mismo tiempo. Frase exangüe de referencias y de luminiscencia. Prohibida, impenetrable: su fuego rojo es un fuego verde. Esta frase es inarticulada, se prohíben sus instancias mínimas que hacen que una frase atribuya un sentido a un referente, que ella se autorice un remitente y se dirija a un destinatario. En Flora dan ica,13 acompañando la secesión del gesto de la pintura de Stig Brogger, Lyotard habla de esas “frases que no se re­ fieren a nada identificable, no significan nada concebible, no emanan de nadie y no se dirigen a nadie. Son frases, sin embargo. Sus propiedades negativas, su inarticulación, las asemejan a los sentimientos” ( f d , 11). Frase que suscita esa susceptibilidad a lo imposible, el sentimiento, y donde nin­ gún logos, ni siquiera el de las líneas apreciadas por Merleau-

Ponty, puede dar cuenta. El suspenso de la frase inarticulada, despojada de las valencias de la frase, es lo que toca. Virtú de la frase pictórica sin puntos cardinales y sin deícticos. Los puntos de la articulación no están lo suficientemente defor­ mados para el arte de la presencia. La presencia que aflora aquí, presencia sensible, carac­ terística del alma, y que no es de forma ni de materia, es una fractura que se diría de Ser si no fuera de Otro. La intriga del tocante-tocado confina a lo intocable. Al enigma. En un diá­ logo con Frangoise Rouan,14 Lyotard habla de esa “presencia que escapa a toda ofensa, dicho de otro modo: ‘Aquello que del otro no tocaré jamás...’ y no más de mí mismo”. “Este intoca­ ble absoluto es lo que se llama lo real”. Y él prosigue: “Espe­ raba lo real, tú dices la belleza” (Rué Descartes, 12-13, 225). La presencia sensible toca el extremo real, pero en la escritura del arte sólo la escritura. Ella es la punta más ñna que hace tocar lo que aparece y lo que desaparece, una sensibilidad que sale de sí misma, fuera de lo que es de la sensibilidad, y por tanto, están en la frontera de la intimidad del terror, de la fobia, de la última línea de la resistencia. “La estética es fóbica, deriva de la anestesia, se reencuentra. Se canta por no entender, se pinta por no ver, se baila por estar paralizado” ( mp, 197). Lo absoluto se deja sentir en la obse­ sión, a la manera en que se retracta. Lo visible frecuenta lo invisible, la infancia de la visión congenia con la ceguera. El arte de la presencia no toca la belleza sino en la promiscui­ dad silenciosa con una cosa opaca, llamada lo real extremo, siguiendo la inarticulación del padecer indecidible. En Que peindre?, Lyotard escribe: “¿No se pinta siempre así en la retirada, sino en la forma más elevada, más reservada, más modesta, para domar lo salvaje de la cosa, para someterla a lo visible plegando a ella las costumbres de la mirada?” ( q p , 51). El acento de la diferencia se ha desplazado: no está ya tanto en la obligación de concatenar, sino en la obediencia a la escritura. El gesto del pensador acompaña al del pintor, al del músico, al del escritor. Redobla el gesto externo al co­

mentado. La queja no es ya del perjuicio sufrido sino de la posibilidad oculta. El gesto del pensador acompaña al artista en un dúo. Ese dúo es un duelo. “Se ve que la pluma de Diderot se esfuerza en rivalizar con el pincel de Chardin, de Vemet, de Greuze. ¿Forzaré mi talento? No lo conseguiré” ( q p , 72). Al defender la pintura, denuncian con ella, escribir con el pintor y componer el diálogo del comentario y de lo que este fractura, una mano contraría a la otra, la mano de pensador persigue al gesto del pintor. El pensador envidia, rivaliza, es el amigo íntimo. Se mide a lo imposible, escribe. Rinde las armas del discurso ante lo que no tiene voz. El árbitro está fuera del juego y puede bien serlo. La escenogra­ fía de la diferencia ha cambiado. La reflexividad del pensamiento ya no es de juicio. Es de escritura. Escritura reflexiva que multiplica sus estilos: de Quepeindre?, que es como la de Le Neveu de Ram eau de la belleza, a Signé Malraux, una vida, una obra, ¿qué es la lite­ ratura? ¿Pensar en la literatura cuando el arte mismo ha pasa­ do al pastel de la noche y bajo la capa de la sombra? ¿Ir allá a alejar las fronteras de la diferencia, luego de la estética, después del arte y de la antiestética, donde la gracia sorda desde lo abrupto de Signé M alraux a La Confession d ’Augustin y después, sufriendo las paradojas de la voz y de la escritura, pasando por Cham bre sourde como la caverna vocal y lo negativo sensible de la escritura del pensador? Se ensayan diversas formas para retirar las pasarelas argumentativas y meter los trenes de aterrizaje, el pensamiento se esfuerza con lo que lo rebasa. El problema filosófico verdaderamente serio no es ya desde hoy el de la concatenación, sino el de la escritura. En la primera entrega de lo diferente, Lyotard escribió: “La con­ catenación de una frase sobre otra es problemática y ese problema es la política”. El problema ha cambiado. No es que la cuestión de la concatenación desaparezca. Ni que ese eclipse se diga de manera unívoca sólo en términos de la presencia sensible: “Lo que quiere con presen cia: sin conca-

tenación” (q p , 27). Pero pasa a segundo término. La escritura le adelanta, y la obediencia a ella recuerda el carácter muy entero de lo intratable. El doble curso de la diferencia —el llamado de lo heterogéneo y de lo intratable— desvía el pa­ radigma de la obligación de concatenar y desubica el de la argumentación. En varias ocasiones Lyotard renueva la inte­ rrogación: nada dice que la puesta en juego del pensamiento sea el consenso antes que la diferencia, el orden del litigio antes que el desorden pragmático, la división de la palabra an­ tes que la posibilidad ante el acontecimiento. Que la salud, si se puede decir, o lo razonable ( d , 142; mp, 130) esté de un lado antes que del otro. De una formulación a otra, la varia­ ción de ocurrencia atestigua un doble y simultáneo desafío de la diferencia: el manifestado por la divergencia y la escu­ cha del otro, lo manifestado por lo intratable y el otro abso­ luto, lo que Lyotard llama la nada, la Cosa y lo extremo. Alter y Aliud. Hay un entrelazamiento entre ambos fines del testi­ monio. La diferencia está relacionada con un enigma más desarticulado que aquél planteado por la deformidad de la esfinge, a la pregunta de la Cosa que en sí no interroga. Tomando prestado el término a Lacan, Lyotard le da otro sentido. Si la Cosa puede suscitar atracción y horror, es me­ nos atormentada por la abyección. Alguna cosa nada, tal podría ser la forma de llamarla. El extremo real es el nihil. En la relación con esos dos fines de la escucha de la diferen­ cia, la concatenación pierde su consonancia ética. A menos que ésta no sea del tipo que se burle de sí misma. Los otros dos, el de la voz obligante y el de la Cosa y sus requisitos, no sólo representan dos dominios o dos territorios de la diferen­ cia, ni tampoco dos modalidades, sino dos cursos entrelaza­ dos por su modo de llegar, de la ocurrencia misma de la diferencia. Ésa es la razón por la cual la escritura, que por excelencia se relaciona con la Cosa, y extraordinariamente, representa el modus privilegiado del testimonio de la dife­ rencia. No sólo estético, sino con lo que está más allá del arte, el modus de predilección de la transcripción.

En “Un partenaire bizarre”, Lyotard escribe: “Yo creo que pensamos sinceramente que las verdaderas cuestiones no están sujetas a argumentación y que sólo la escritura pue­ de acogerlas” (mp, 118). La escritura da testimonio de aquello que escapa a la interlocución argumentativa (como es el caso, por ejemplo, de la frase de la obligación) y representa toda otra frase distinta a la argumentación. La escritura sola puede responder a lo plural de las frases. Es a la vez uno de los modos (lo que tiene que ver con lo intratable de lo real) y el modo soberano, la única que puede decir todas las diferen­ cias. Es también una inscripción y todas las inscripciones. Es el modo, así como es ella misma plural: existen las escrituras y entre ellas no hay sistema de equivalencia o corresponden­ cia, de traducción honorable, de logos de las escrituras. El modus argumentativo se halla desubicado. Aquello que le recusa es su pretensión inveterada en la hegemonía. Su racionalidad no es razonable desde el momento en que no admite la multiplicidad de la razón y desconoce la diver­ sidad del frasear. Ahora bien, la tentación argumentativa es no admitir un solo desafío, el de la veracidad, como si, por ejemplo, el procedimiento por el que busco persuadir a mi interlocutor de que algo bello pudiera traducirse en el proce­ dimiento para persuadirle de que algo es verdad. La subordi­ nación de los desafíos al de la veracidad se acompaña de una superposición de gestos. Más aún: la operación hegemónica tiende al hecho de no admitir sino un solo proce­ dimiento, el de la persuasión en general. El objetivo argumentativo acompaña todo reencuentro de frases al cam­ po cercado de un concurso de persuasión y, por ello, al único desafío de esa binariedad de lo verdadero y de lo falso según el discurso de la prueba. Lyotard no sólo sitúa la argu­ mentación como un modo entre otros de frasear, hace pen­ sar cuánto tiende ella misma en su singularidad idiomática a un giro indiscutible: una relación tenida por secreta con la interlocución, que es relación con una alteridad intratable, a espaldas tanto de aquél que habla como de aquél al que se

dirige, como una circunstancia inconsciente de la frase argumentativa. Así, por ejemplo, en la discusión americana con Rorty, escribe: “Yo creo que si el propio Rorty, como yo lo veo, escri­ be y piensa, así sea para significar que la única cosa impor­ tante es la discusión, es porque él está igualmente atrapado por un deber que nunca ha sido objeto de discusión ni-de contrato, o, para decirlo de otro modo, que es rehén de otro que no es su interlocutor” ( mp, 125). Fórmula que se ha de entender radicalmente: la pasión de la interlocución argumentativa es rehén de otro que no es un interlocutor, tampoco ausente o hueco, del que no se puede hablar en términos de una dirección profunda. Hay otro inadquirible que se destina en esta frase argumentativa, la alteridad en su actualidad singular que hace hablar y requerir la asociación argumentativa. La base continua de un loneliness. El giro del otro o del ser mismo del quien me obsesiona para tal frase argumentativa es la que ejerce un derecho silenciosamente absoluto que da derecho al derecho y deber al deber de argumentar, y que escapa al derecho, en el no-a-lugar o la amnistía. Ese otro del que depende aquí toda la relación de interlocución, y que la discusión sesga al tiempo que pasa ante sus ojos, es innombrable. En la interlocución se oye afónica la deuda del otro. Una relación lateral que no es comunicación preside toda forma de comunicación: la argu­ mentación es uno de los casos. Pero, de igual modo, el sentido común estético es otro caso: Kant, releído por Lyotard, pone en evidencia el origi­ nario manifiesto del sensus communis de la presencia sensible, una voz que no es de sentido compartible, un suprasensible que se oculta y requiere de compartir el sentido estético. Se pueden multiplicar los nombres: es lo real lo que nos pone en deuda de pensamiento a la unión de lo que simboliza: es lo suprasensible incondicional de lo sensible común. Tantas aperturas desde las incógnitas, tantas incógnitas múltiples y no unificables entre sí (en cuanto a su acción del ser) que

desafían toda frase. Todo volverá así a las diferencias ínti­ mas, y no habrá diferencias reconocibles más que en la me­ dida indominable de una diferencia con lo sin-relación. Una frase^afecto que transita toda frase. Es el giro de esa segunda diferencia, más críptica, que marca la primera impresión. De cada uno de ellos, la escritura sola confesará la relación. Cada escritura en su actualidad singular como una susceptibilidad a remontar al ombligo de tal incógnita. Así, el recelo de esa incógnita que obsesiona la argumentación, por ejemplo, la escritura le dará su carta de nobleza y exhumará la deuda. ¿Se dirá que la argumentación conoce su declinación? Hay que decir lo contrario. La escritura negada, de modo muy implícito, por decirlo así, de la argumentación no es sólo donde la escritura negada declara poder rendir cuentas: ella lleva en sí misma los rasgos de una escritura particular, sui generis. El modus argumentativo es a la vez la desapari­ ción del estilo en lo filosófico y un estilo filosófico. La escri­ tura negada es al mismo tiempo una estilización de la escritura. Como tal, la argumentación no es reductible a la escritura que no podría unificar todo bajo un mismo emblema sin empo­ brecerse en un simple ser de razón, hacerse ídolo a su vez. ¿Se dirá incluso que, con el pensamiento de la escritura, la filosofía se desvanece? Si con la escritura, la pluma filosófica exige al polvo, al nihil, e inscribe la nada, esa nada “exige del pensamiento que la inscriba no como resultado de su argumento crítico, sino como el estilo de su escritura reflexi­ va” ( mp, 30). La filosofía convertida manifiestamente en asun­ to de estilo —y en verdad nunca ha dejado de serlo—, con la nueva ocurrencia de la diferencia, se expone el pensamiento del estilo. El estilo filosófico que se inscribe en el intersticio de la vanidad, del ¿para qué sirve?, del ¿y después?, exige de la filosofía, más que el reconocimiento de una amnesia de es­ critura, la secesión de un gesto: “hace falta que el filósofo elabore la resistencia que, en su propia articulación, el animus opone al anim d' ( mp, 209). Que el pensamiento-cuerpo tra­ baje la filosofía de otro modo que a pesar de sí mismo.

¿Significa eso todo desvanecimiento de la asociación? ¿Se trata de morir al espíritu de la filosofía para nacer en alma-poeta? Eso será pronto mal dicho. Importa que la filo­ sofía no se haga artista completamente, que no se revoque al trabajar su resistencia. “Que una escritura reflexiva se obsti­ ne —escribe Lyotard— a interrogar su propiedad y, por lo mismo, a expropiarse sin cesar” ( mp, 209). La escritura filosó­ fica lleva queja. De “la queja muda de que lo absoluto care­ ce”, el filósofo protesta una queja. Singular, idiomática. Al reconocerse como materia de estilo, la escritura filosófica no se disuelve en escritura de escritor, sea cual sea la usurpa­ ción. Cualquiera que sea su escritura, le es singular. Si, a la prueba de la lectura lyotardiana de Paul Valéry, el estilo es quien tiene perfección de transmitir el presentimiento que ha dado lugar a la obra, de pasar el sentimiento de la obra próxima,15el estilo filosófico lleva a pensar en filosofía, como el estilo pictórico lleva a pensar en pintura. Acompañar la deuda del gesto con el afecto de la escri­ tura del arte exclusivamente sería engañarse. Es que hay muchos otros que escapan a la interlocución, la niegan o la destinan. En tanto que haya el imperativo incomunicable con nacimiento de una comunicación, habrá cesión de la escritu­ ra. Hay muchas otras. Varios escritores de la diferencia. Como en es tiempo, de urgencias del tiempo. El socio extraño o el destinatario innombrable —y que nunca es el mismo— con el cual jugamos, escribimos, al extremo opuesto del terreno poco común donde él se man­ tiene en silencio, al borde de un abismo, no responde de acuerdo con el mismo juego que nosotros y, sobre su borde, las trayectorias y las líneas no son visibles. En tanto él esté allí, real o fantasma, nosotros estaremos salvados. No tendre­ mos sino la preocupación. Misreading, amenaza que ya nada llega. Y una memoria del suspenso. La relación del pensa­ miento con lo que no tiene relación con ella insistirá, resisti­ rá en su tensión permanente con las diferencias que divergen entre sí y que dividen nuestro espacio interior y exterior. La

escritura, mejor que cualquier otra transcripción, es el sopor­ te y el testigo. Ella es la frecuencia de la resistencia. Mejor, sin duda, que la argumentación —que es ella misma una escritura, sin duda, pero una escritura negada—. Hay que aflojar el puño de la argumentación. La escritura se arriesga con un gesto más en el que ella no niega que no puede inscribir, que no podrá cualquiera que sea. Por elocuente que sea, aún más, en la espacialización del discurso que es necesario, de noche, deshacer. Porque al espíritu lo obsesio­ na, también, los lugares del alma, allí rondan elocuentemente. Provocan un conflicto de obsesiones. Agustín y Pascal lo sabían: el arte de persuadir, con la escritura, lo engañan. La escritura permanece sin nombre. El término mismo de del modo estético no le conviene. Todo arte y todo lo que le sigue obedece a una escritura que le es singular. Múltiples son los caminos de la elaboración de la resistencia, y las artes y la literatura están ciertas de ellas. Entre las escrituras, las semejanzas de familia dejan intacto el hecho de que escri­ tura es estar personalmente sin familia. Hay puntos de alma, de los signos. Aislados, fuera de un mundo de signos y de la aprensión semiótica o fenomenológica. Signos solos en con­ trasentido de todo el mundo de signos, casi sin iteración. Ellos dan lugar a la escritura. La nada da lugar al contrasigno. La relación del espíritu con lo que carece de relación con él, el punto de alma, ¿puede ser aniquilada? Si el filósofo es afectado por lo que las seducciones del megapolo ocultan al manifestarla, a esa queja muda, “¿es verdad —pregunta Lyotard— que la estética climatizada, que es el modo de existencia dentro el megapolo, ‘manifiesta y oculta’ el sufri­ miento de una carencia absoluta?” ( mp, 36). Pregunta formu­ lada en ese espacio donde lo insensible ha sitiado a la ciudad, y a “ese tiempo gélido de nuestra intolerable posmoderni­ dad” ( q p , 47), ¿cuándo la indiferencia es ejecutante y la expe­ rimentación sin anamnesia? Pregunta formulada que queda en suspenso. No de la frase que sigue: “¿Este sufrimiento no es sino una fantasía que la filosofía necesita para legitimar el

papel que se atribuye?” ( mp, 36). Formulación fácil de des­ viar. Lyotard puede continuar: “El megapolo está en todo caso perfectamente organizado para ignorar y hacer olvidar esas cuestiones, esta cuestión. Y sin embargo, el olvido del olvido hace aún signo para que la escritura —arte, literatura y filosofía confundidos— se obstine en dar testimonio de que algo permanece” (mp, 36). Aún signo, y el tiempo no cuenta. Ella señalará siempre. El alma es interminable y no puede morir. Tal es la frase ausente. La sombra de una duda ha pasado. Sin embargo, por fulgurante que haya sido, no testi­ monia un gran temor. Que con el eclipse de la escritura de la diferencia política, la diferencia misma que nos liga a sus escrituras sea más que amenazada. ¿Cómo saber? ¿Lo sabre­ mos alguna vez?, repite a menudo Lyotard. La inconclusión lyotardiana es manifiesta. Rehúsa pre­ tender reencontrar las tablas de la huella. No hay sino esbo­ zos de la diferencia, trabajados en una tensión sin recursos. Nada de caminos que no lleven a ninguna parte, ¡tan patéti­ cos!, precisa Lyotard, sino otra cosa: pasajes que no pasan. La obra está hecha de tales pasajes, impasses. Ésos son los umbrales. La ascesis es en sí misma un umbral, uno de ellos. Ella no es resolutiva. No más que el movimiento que acom­ paña al pincel del pintor y escribe con él. No más que el hostigamiento argumentativo o la meditación rumiada. Cada movimiento es una forma de inscribir el en vano, de no dife­ rir la vanidad. Sabiduría que nos remite a la infancia. La inconclusión de la obra lyotardiana es la escritura de los umbrales. Lyotard no deja de escribir suprimiendo: método p er via di levare. “Una forma de lenguaje: lo menos por lo más”.16 Pero el que hable con los puntos cardinales de la frase o sin ellos, él añade. Las escrituras de la diferencia no se anulan. Se entrelazan. Lyotard no deja, sin glosar, de escri­ bir al lado. Se mantiene sobre el umbral, al punto de alma. Al instante. Tal vez una de. las figuras que conviene en este punto es aquella danzante y esforzada de esta instantánea de escultura que Giacometti quería que fuera honorablemente

inhumana: L’homme qui chavire, “Yo deseo decir también: la embriaguez del alma” ( q p , 28).

Notas 1 Témoignages du différend, París, Osiris, 1989. 2 Le Différend, París, Minuit, 1983. 3Cf. Gérald Sfez, Jean-Frangois Lyotard, lafaculté d ’unephrase, París, Galilée, 2000.

4 Pascal, “L’integrale”, en: Pensées, pp. 58-132, Lafuma, Seuil. 5 Llnhumain, París, Galilée, 1988. 6 “Devant la loi, aprés la loi”, en: Questions aujudaisme, París, Desclée de Brouwer, 1996, p. 209. 7 Moralitéspostmodernes, París, Galilée, 1993. 8 “L’extréme réel”, en: Rué Descartes, núm. 12-13, París, Albin Michel, 1995. 9 Quepeindre?, Adami Arakawa Burén, París, La Différence, 1987. 10 Cf. Maurice Merleau-Ponty, Z’oeil et l’Esprit, París, Gallimard. Folio. 11 Cf. “Formule charnelle”, en: Misére de laphilosophie, París, Galilée, 2000, p. 273. 12Maurice Merleau-Ponty, Phenoménologie delaperception, París, Gallimard. Bibliothéque de Philosophie, p. 48. 13 Flora danica. La sécession du queste dans la peinture de Stig Brogger, París, Galilée, 1997. 14 “Le visuel touché”, en: Rué Descartes, núm 12-13, París, Albin Michel, 1995. 15 Lectures d ’enfance, París, Galilée, 1991. 16James Joyce, GiacomoJoyce\ trad. André du Bouchet, París, Gallimard, 1973.

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I

D ie s i l l a . De un fin al in fin it o , O DE LA CREACIÓN1 Jean-Luc Nancy

Como estaba enfermo, Philippe Lacoue-Labarthe no pudo venir hoy. Él y yo conocimos a Jean-Frangois juntos, en 1969, con Andrée, en Estrasburgo. (A decir verdad, Philippe lo conoció antes, en el marco de “Socialismo o Barbarie”.) Habíamos organizado un coloquio sobre retórica; estaban también Derrida —otro primer encuentro— y Genette. Eso en cuanto al pasado lejano, el pasado en resumen. Luego hubo un largo pretérito perfecto compuesto de amistad, de colaboración, de encuentros y también de disputas. Puesto que su partida está todavía muy cercana, es el prim er aniversario, y estas palabras, “prim er aniversario”, están im pregnadas de una extraña frescu ra a l mismo tiempo que de, com o se dice, una opresión del corazón, es muy difí­ cil hablar de fean-Frangois, o d e “Lyotard”, com o debiera ser, de acuerdo con una cierta ley del género, nuestra tarea de hoy. Resiento esta dificultad debido a una historia común donde la am istad prevaleció, en más de una ocasión, sobre serias diferencias teóricas o políticas; p o r lo demás, el gusto p o r la diferencia y la disputatio form ab a parte del ethos de Jean-Frangois: de su m oral y de su gusto. En nuestra última conversación por teléfono, entre dos hospitales (enfermos de dos enfermedades parecidas, pero él más debilitado que yo, porque no podía soportar cierto tratamiento), oponía todavía el horror amargo que pone en escena o en fuga en sus dos libros sobre Malraux a lo que

consideraba dependía de mí con una confianza peligrosa. En esta amargura, en donde hablaba de un “grito”, sin ocultar nada, pero sin exhibir tampoco su conocimiento de la muer­ te cercana, estuvo alegre aún. Era también la diferencia de dos antiguos cristianos; regresaré a esto: como un trozo de autodeconstrucción del cristianismo. (Deslizo aquí, com o si lo escuchara pronunciado p o r su voz burlona y sentenciosa a la vez, esta fr a s e d e Bossueten su Sermón sur la mort: “Todos guardan en su recuerdo desde h ace Cuánto tiempo hablaron con él, y de qué conversaron con el difu n to; y d e repen te se m u eren ”.) No voy a dialectizar nuestra diferencia a sus espaldas, p or a sí decirlo, y justam ente no hay n ada que dialectizar. El horror del aniquilam iento no se am olda a la sim plicidad de la existencia; am bos coexisten, son paralelos, se tocan hasta el infinito: es decir no se tocan p ero se desafían uno a l otro. No voy a dialectizar, ni tam poco a h acer h ablar a fe a n Frangois pretendiendo interpretarlo: es p or eso que no h abla­ ré de él. Pero no dejaré de dirigirle lo que sigue, en donde proseguiré el intercam bio y la diferencia, su proxim idad y su alejam iento. Le hablo entonces o hablo a su fin, en varios sentidos posibles, com o se com prenderá muy p ron to.2 Cómo el fin toca al infinito, y cómo ese contacto (no digo ni unión ni mezcla) define una condición esencial del pensar hoy —es el ahora, a lo que él llamaba posmoderno, y que por mi parte no lo nombro así— y es de lo que voy a ocuparme, mientras sigo dirigiéndome a ti, Jean-Frangois.

I Así, comentaré la conversación que tuvo lugar en Cerisy en 1982; como lo ha querido señalar ya mi título: “dies illa" se propone encadenar, así como lo hace en el himno latino (him­ no para una liturgia de funerales, junto al réquiem), con el “dies iraé' con el que titulé mi palabra hace diecisiete años.3

Dies irae significaba el día del juicio, puesto que este último —el juicio— era entonces el gran tema de Jean-Fran^ois Lyotard. Significaba que el juicio sobre los fines (en consecuen­ cia, la decisión expresa o secreta que subtiende forzosamente un gesto filosófico y que hace su ethos) no puede ser una elec­ ción entre posibilidades, sino solamente y cada vez una de­ cisión para lo que no es ni real, ni posible; para aquello que no es de ninguna manera dado por adelantado, pero que irrumpe en lo nuevo y es imprevisible porque no tiene rostro y es así el “comienzo de una serie de fenómenos”, por medio de los cua­ les se define la libertad kantiana y su relación con el mundo. Decisión para el ni-real ni-posible, por lo tanto ni dado ni representable, pero en cierto modo necesario e imperioso (como la libertad kantiana en relación con la ley que es ella misma), y al mismo tiempo decisión violenta y sin llamado, porque resuelve entre todo y nada —o más exactamente hace ser alguna cosa en lugar de nada, y esa alguna cosa es todo—; la libertad no se divide, como bien lo sabía Kant, ni su objeto o su efecto. El juicio de los fines o del fin, de un destino o un sentido del mundo, es el compromiso de una filosofía (o de aquello a lo que se llama una “vida”), desde el momento en que un fin ya no ha sido: es como decir que es el acta de nacimiento de la filosofía y de nuestra historia llamada “occi­ dental” o “moderna”. En ese sentido, acta de un día de có­ lera, donde se libera la tensión y el corte de un juicio (primero/ último) que sólo depende de sí mismo: ese dies irae del que Lyotard vuelve a hablar en su Augustin,4 y con San Agustín e Isaías, como el día en que los cielos serán arrastrados como un volumen, replegados sobre la luz de los signos y abierta la espesura tenebrosa como antes de la creación o después de su aniquilamiento, o incluso retirados del mundo como en el momento y el lugar precisos de su creación o decisión, espacio-tiempo fuera del espacio y del tiempo. Y entonces también dies illa: ese día, ese día ilustre, entre todos notable porque sustrae a todos los días, el día del fin como día del infinito.

Del interés que demostró Lyotard hacia el juicio llama­ do por Kant “reflexionante” como juicio por medio del cual “lo universal no está dado”, fórmula de Kant para lo que pasa los límites del objeto físico-matemático del juicio “de­ terminante” y del esquematismo trascendental, llegando a ser en Lyotard fórmula general de la “posmodemidad”; me parecía importante hablar de esto: si lo universal no es dado, no quiere decir que se tenga que imitar o soñar (fórmula débil de la filosofía del hacer como si, y que es una fórmula más o menos latente de los filósofos que se hacen llamar de los “valores”) lo que se está por hacer. Dicho de otro modo, me parecía necesario no insistir en plantear un “juicio sin crite­ rios” (otra fórmula de Lyotard), éste mismo definido como un juicio “que maximiza los conceptos al margen de todo conocimiento de la realidad” (así el primer objeto del con­ cepto de fin último o de destino del mundo y del hombre). Pero es importante comprender, además, que el “conocimien­ to” falla aquí no por falta intrínseca de entendimiento huma­ no (finitud relativa en relación con el modelo de un intelectos intuitivas), sino por ausencia pura y simple de la “realidad” así efectivamente no dada (finitud absoluta de un dasein que no pone en juego allí nada menos que el sentido —infinito— del ser).5 En otros términos, el juicio sin criterios no es solamente (o quizá no es en absoluto) una avanzada riesgosa, analógica y aproximativa, simbólica y no esquemática, del juicio deter­ minante. No es ni una extensión ni una proyección ni una figuración. Quizá, para terminar, la apelación de “juicio” con­ tiene una ambigüedad en su falsa simetría o en su continui­ dad aparente, porque allí donde el primero procede por construcción, o presentación esquemática, es decir, por apuntalamiento de un concepto sobre una intuición, que define las condiciones de una experiencia posible, el segun­ do se encuentra colocado delante de —o suscitado por— un inconstruible, el cual responde a una ausencia de intuición. Esta ausencia de intuición forma la condición kantiana del

“objeto” absoluto, aquél que no puede ser objeto, es decir, el sujeto de los principios y de los fines (“Dios”, o en lo sucesi­ vo el hombre, en todo caso el sujeto razonable, el cual se convierte en el nombre preciso del sujeto inintuible de las razones suficientes y de los fines últimos). Lo inconstruible por una ausencia de intuición —que engendra una ausencia de concepto si aquellos de “razón primera” o de “fin último” se encuentran fragilizados en su estructura misma—, define la necesidad, no de construir en el vacío (lo cual no tiene sentido, sino por simulacro), sino de dejar surgir del vacío, o de hacer con ese vacío aquello de lo que se trata, es decir el fin, de ahora en adelante apuesta y es asunto más de una praxis que de un juicio estrictamente intelectual. Por decirlo en una palabra: no construir, sino crear. (Aquí me permito una breve digresión: tener que ver con lo inconstruible en el sentido kantiano, también, y en todo caso, al menos, lo que quiere decir “deconstruir”, esa palabra en lo sucesivo versada en la doxa a cuenta de la demolición y del nihilismo. Lyotard mismo a veces lo malinterpretó, lo que es otra fuente de divergencia. Ahora bien, a través de Husserl, Heidegger y Derrida, esa palabra abbau de origen, y no zerstórung, nos habrá llevado más bien hacia aquello que no es ni construido ni construible, sino en contracción de la estructura, su casilla vacía y que la hace avanzar o la transita.) Lyotard planteaba en esa época que el juicio de los fines debía ser liberado de la teleología unitaria de Kant, la del reino de una “humanidad razonable”. Consciente del hecho de que la única sustitución de la pluralidad en la uni­ dad corría el riesgo de desplazar simplemente una estructura firme hacia el contenido renovado que él llamaba “el hori­ zonte de una multiplicidad o de una diversidad”, se apresu­ raba a agregar que la multiplicidad fin a l imponía con ella la irreductibilidad de las singularidades —que comprendía al modo de los “juegos de lenguaje” wittgensteinianos—, y que lo “universal”, viniendo en suplencia de lo universal “no dado”,

no podía ser más que la prescripción de “observar la justicia singular de cada juego”. Aparecía así una exigencia que no habría cesado -—se puede estar seguro de ello— de trabajar nuestros pensamien­ tos y que acompasa siempre de diversas maneras una in­ quietud en el fondo común a nuestra ausencia de comunidad, incluso a nuestro rechazo a la comunidad y a un destino comunitario: cómo hacer justicia, no solamente al todo de la existencia sino a todas las existencias, tomadas juntas pero distinta y discontinuamente, no como el conjunto de sus dis­ tinciones, diferencias y diferendos —justam ente no así—, sino como esas distinciones juntas, coexistentes o comparecien­ tes, mantenidas juntas, múltiples y por lo tanto múltiplemente juntas, si se puede decir conjuntamente múltiples, si se pue­ de decir aún más mal... —y mantenidas por un co— que no es un principio, o bien que es principio o archiprincipio de espaciamiento en el principio mismo. (Hace veinticinco años ya, Lyotard escribía: “Nos gustaría tener multiplicidad de prin ­ cipios...”).6 Hacer justicia a la multiplicidad y a la coexistencia de los singulares, multiplicar entonces y singularizar infinitamente los fines, es una de las preocupaciones que nos ha trasmitido ese tiempo que al mismo tiempo que es “post” podría muy bien ser un tiempo primero, un tiempo suspendido en lo previo de otro tiempo, de otro comienzo y de otro fin. La justicia que se ha hecho al singular plural no es sim­ plemente una justicia desmultiplicada. No es una única justi­ cia interpretada de acuerdo con perspectivas o subjetividades —y sin embargo es la misma justicia, igual para todos aun­ que irreductible e insustituible de uno a otro— . (Aquí se esconde uno de los secretos o de los resortes más poderosa­ mente tensados en la historia desde hace dos siglos, o bien desde el cristianismo: la igualdad de las personas en la in­ conmensurabilidad de las singularidades.) Esta justicia es, entonces, para retomar un tema que vuelve a aparecer tam­ bién en el Augustin, sin común medida: pero su inconmen­

surabilidad es la única vara con la que se podría medir el juicio de los fines; lo que implica dos,aspectos juntos: por una parte, que los fin(es) sean inconmensurables con toda intención determinante de una meta, de un objetivo, de una realización cualquiera; y por otra parte, que la “comunidad” humana (incluso el ser conjunto de todos los seres en cali­ dad de fenómenos) no tendrá otra medida común que este exceso de inconmensurabilidad. En otras palabras, lo que Kant llamaba “humanidad razonable”, en lugar de ser la aproximación tendenciosa de una racionalidad dada (como, por ejemplo, en las utopías, con sus modelos de equilibrio mecánico), aunque también en lugar de simplemente consis­ tir en la conversión de esta unidad postulada en difracción de singularidades, deberá pensar su propia racionalidad como la inconmensurabilidad de la Razón en sí misma, o en ella misma. Tal juicio de los fines no puede conformarse con ser definido como una forma de extrapolación del juicio deter­ minante, ni como una extensión de los conceptos al margen de las condiciones del saber, bajo la condición kantiana de un uso “únicamente reflexionante”. En ese punto sin duda se vuelve necesario pensar que ahí donde Kant comprende este uso, según el régimen de una prudencia recelosa hacia la schw árm erei metafísica, debemos pensarlo también en el régimen de una invención activa y productora de los fines, lo que podría todavía formularse así: el orden kantiano de la postulación, en lugar de constituir un simple suplemento de representación de la esterilidad de la ley moral superpuesta a un conocimiento terminado, debe constituir por sí mismo la praxis de la relación con los fines. Se puede entonces pensar que la “maximización de los conceptos” de que habla Lyotard debe ser llevada más allá de sí misma al mismo tiempo que permanece tomada a la letra: el máximum lleva hasta la extremidad, pero la extremi­ dad no es aquí precisamente determinable y el máximum se comporta como una extensión infinita o como un exceso. En

el movimiento de este exceso, el “concepto” que se trataba de “maximizar” se trastorna y cambia de naturaleza o de estatus: así se comporta el juicio de lo sublime cuando “el concepto de gran número se mueve allí con la Idea de un infinito absoluto o actual”.7 La “Idea”, para retomar ese léxico kantiano-lyotardiano, no es más que un concepto trabajado sobre el modo analógico o simbólico fuera de los límites de la experiencia posible o de la intuición dada. Ya no es un concepto sin intuición maneja­ do con un sustituto de tema sensible: se convierte en la crea­ ción de su propio esquema, es decir, de una realidad inédita, que es la forma/materia de un mundo de los fines. Al mismo tiempo y según los requisitos enunciados, ese esquema debe ser de un universal múltiple, o sea, el esquema de una dife­ rencia o de una inconmensurabilidad general o absoluta. (Entre paréntesis, se observará aquí que el esquematismo de un mundo tal de los fines bien podría corresponder a lo que se llama “naturaleza” en Kant. En efecto, si la preocupa­ ción de la primera Critique es la reducción de la multiplici­ dad sensible natural en beneficio de una objetividad de la experiencia, el de la tercera es hacer justicia, de un modo reflexivo, a este exceso sensible sobre el objeto que constitu­ ye la proliferación vertiginosa e irreductible de las “leyes empíricas” de la naturaleza.8Ahora bien, a esta proliferación, donde el entendimiento corre el riesgo de perderse, no co­ rresponde sino la pregunta de los fines: ¿en vista de qué hay una igual multiplicidad de los principios empíricos? (pregun­ ta que se especifica sobre todo en ésta: ¿en vista de qué es la “fuerza formadora” de la vida la producción y el progreso de la cultura humana?) La naturaleza, con Kant, dejó de consti­ tuir un orden dado para convertirse en el orden —o el desor­ den siempre posible...— del enigma de los fines. Entre la primera y la tercera Critique, la segunda habrá conformado el juicio moral —el del actuar establecido sobre una univer­ salidad formal— según lo cual no puede, para Kant, tener la naturaleza constitutiva o constructora de un esquema, pero

con el nombre de tipo no presenta menos la regulación analógica de una naturaleza (el reino moral como una se­ gunda naturaleza). A través de toda esta reelaboración de la naturaleza, no se discute más que esto: ¿cómo pensar la uni­ dad imposible de encontrar, la moción, la intención o el desti­ no de este orden de las cosas, que lleva naturalmente en él el ser no natural de los fines? La cuestión de la naturaleza se ha vuelto entonces la de un universo que ya no apoya la acción creadora y ordenadora de una Providencia, y al mismo tiem­ po la de una finalidad que no guía ya la instancia o el índice de un fin: ni de un fin, en general, ni de una fin alidad. Entonces hay que darse a la búsqueda de un juicio arre­ glado para tal esquematismo, una vez más, ni determinante (o presentante) ni reflexivo (o representante com o sí) y, en otros términos, ni matemático ni estético (en el primer senti­ do del término en Kant) y que, en consecuencia, puede ser todo junto: ético y estético (en el segundo sentido del térmi­ no), pero también así, ni ético ni estético en ninguno de los sentidos recibidos por esos términos. Para eso, hay que repartir aquello que se trata de juz­ gar: de los fines, en consecuencia, pero más precisamente de esos fines que se separan tanto de la simple ausencia de fin (como las matemáticas) como del fin intencional (el fin téc­ nico, es decir, el del “arte” en general, aunque él mismo carezca “de fines”). Quizás, a fin de cuentas, no tengamos en último análi­ sis ningún otro concepto de “fin” que aquél o aquéllos que acaban de ser evocados y quizá nuestro asunto compromete hasta sus últimas consecuencias una ruptura con toda espe­ cie de fin en calidad de fin en los objetivos, es decir, también en tanto que fin representado y ejecutado para el efecto de esta representación motora ella misma (como en Kant el fin de una voluntad), y al mismo tiempo en tanto que fin puesto en marcha a partir de una causa, y más ampliamente por efecto de un concurso de causas: formal, eficiente, material y final, esta última encierra en verdad la causalidad propia­

mente dicha —y que por cierto, para Aristóteles significa igualmente el Bien como fin último—;9 en este sentido nues­ tra cuestión es la del Bien en un mundo sin fin o sin fines singulares... Regresando más cerca de Kant, podemos decir que no ños encontramos aquí, en realidad, delante de este elemento ya brevemente evocado, la “fuerza formadora” de la natura­ leza, de la que Kant declara10 que posee una “cualidad inson­ dable” y “que no tiene nada de análogo con una causalidad cualquiera conocida por nosotros”: el juicio reflexionante puede prestarle solamente una “analogía alejada” con nues­ tra finalidad y causalidad técnica. (Se puede sin duda hacer observar que Kant habla aquí de la vida, no de la naturaleza en general. Pero se podría mostrar que la primera vale por la segunda: la distinción kantiana no pasa por una naturaleza inorgánica y una naturaleza orgánica —luego, sobre otro pla­ no, por una cultura—), sino por un orden de condiciones del entendimiento y un orden de expectativas de la razón. Res­ pecto del segundo orden, la “naturaleza” es de entrada toda entera ordenada por una “finalidad interna” que el ser vi­ viente expone y que la humanidad lleva hasta su cima. Ahora bien, lo que queda claramente grabado en hue­ co en esta “forma formadora” de la causalidad inédita no es otra cosa que la tesis de una creación del mundo, que se vuelve inadmisible por la destitución de un Dios creador, pero al mismo tiempo es reavivada o afilada como en nega­ tivo por la exigencia de pensar un mundo en donde no son dadas ni la razón ni el fin, ni la proveniencia, ni el destino, mientras que hay que pensarlo, sin embargo, como mundo, es decir, como totalidad de sentido, al menos hipotético o asintótico. Un fin que excluiría el fin intencional, o bien una causa final que confundiría en ella la causa formal, o la sustancia misma, y tendería a identificarse con la ausencia de fin, o sea, para Aristóteles, la tautología vacía: “Por qué una cosa es ella misma”.11 Pero del vacío de esta tautología sale quizá,

a partir de Kant, la realidad de un nuevo mundo, o bien una nueva realidad del mundo. Porque la pura y simple ausencia de fin conviene al esquema matemático, o al del objeto construible. Ahora bien, se trata aquí de lo inconstruible, es decir, de la existencia, cuya inconstruibilidad, indeterminabilidad o inobjetabilidad constituyen en el fondo, en Kant, la definición.12 La existencia como tal es precisamente lo que no puede ser presentado como objeto en las condiciones de la expe­ riencia posible. Como lo explican las dos primeras Analogías de la experiencia, la sustancia cambia en el tiempo, pero no nace allí como tampoco muere allí. La substantiaphaenomenon es por supuesto coextensiva al tiempo como al espacio que forman el despliegue del fenómeno. Kant recuerda el princi­ pio: Gigni de Nihilo nihil, in nihilum nilposse revertí.13 Este principio enuncia expresamente la negación de una creación y es también ese principio el que, al tiempo que mantiene al objeto en las condiciones de la experiencia posible, es decir, del mecanismo, separa en una experiencia imposible toda consideración del fin de las cosas, así como de la proveniencia de su existencia como tal. Nuestro tema se vuelve así claramente cuestión de la experiencia imposible o de la experiencia de lo imposible: una experiencia sustraída de las condiciones de posibilidad de un conocimiento finito, y que sea, sin embargo, una ex­ periencia. El juicio de los fines sin criterio dado, y que hace por sí mismo, en acto, el ethos y la praxis de esta “finalidad”, singular desde todos los puntos de vista, tal es la “experien­ cia” en cuestión. De cierta manera, la filosofía después de Kant no habrá dejado de ser el pensamiento de una expe­ riencia de lo imposible: es decir, una experiencia del intuitus originarius, o de la penetración originaria, por medio de la cual existe un mundo, existencias, sus “razones” y sus “fi­ nes”. La base del problema era la siguiente: “Sin regresar para nada sobre la estricta delimitación crítica de la metafísi­ ca, ¿cómo reabrir y reinaugurar la esencia de la capacidad y

de la exigencia metafísicas, por lo tanto del discernimiento de las razones y de los fines?”.14 Por otra parte, lo que es “imposible” de acuerdo con el contexto kantiano de un “posible” limitativo, trazando la cir­ cunscripción del entendimiento no originario (no creador de su objeto, o más bien constructor de su objeto pero no crea­ dor de la cosa ni, en consecuencia, de la proveniencia-y-fín del mundo), es también lo que ha cambiado, desde Descar­ tes y sobre todo desde Leibniz, del estatus de lo real al estatus de lo posible, esta vez entendido no del modo limitativo, al contrario, del modo ilimitante de la apertura y de la activi­ dad. El mundo es algo posible antes de ser algo real, eso reinvierte la perspectiva del dado al donante, de lo proveni­ do a lo proveniente. El “mejor de los mundos posibles” es una expresión que remite ante todo a la actividad, que saca este mundo del seno de la inmensidad de los posibles.15 El pensa­ miento que inaugura la singularidad plural monádica es tam­ bién aquél que cambió (con Descartes y Spinoza) el régimen de pensamiento de la proveniencia-y-fin del mundo: de la creación como resultado de una acción divina acabada, se pasa a la creación como actividad y como actualidad en suma incesante de este mundo en su singularidad (singular de sin­ gulares). Un valor de la palabra (la creación como estado de cosas del mundo dado) cede a otra (la creación como puesta al mundo de un mundo —sentido activo que no es por otra parte sino el primer sentido de creatio—. De este modo, incluso la criatura —que era imagen terminada de su creador,16 y por consecuencia dedicada a representar (interpretar, figurar) la creación, se vuelve ella misma creador en potencia, como sujeto de los posibles y sujeto de los fines, como ser de lo lejano y de su propio alejamiento— o también (o al mismo tiempo) afronta la “creación” —origen y fin— como lo in­ conmensurable y lo imposible de su experiencia. Pero eso mismo, que haya en el mundo ya sea la instan­ cia o la potencia o al menos la cuestión o la experiencia de su propia creación, eso es en lo sucesivo dado con el mundo y

como su mundanalidad misma —que de creatural se vuelve creativa—, incluso, a corto plazo, como su mundialidad. Que haya en el mundo o incluso com o el mundo (con el nombre de “hombre” o bajo otros nombres: “historia”, “técnica”, “arte”, “existencia”) un uso y que este uso de su proveniencia y de su fin, de su ser posible y así de su ser o del ser en general, y que este uso sea él mismo toda la necesidad discernible, en el lugar de un ser necesario situado por encima y más arriba del mundo, he aquí en lo sucesivo el estado de las cosas.17 Es lo que, en consecuencia, se indica en el fondo como una problemática inédita de la “creación”, es la cuestión de un juicio de los fines que es no solamente un juicio extrapolado más allá de los límites del entendimiento, sino el juicio de una razón a la cual no se le han dado por anticipa­ do ni fin (es) ni medio (s), ni nada de lo que hace cualquier especie de “causalidad conocida por nosotros”. El juicio de los “fines de todas las cosas” tendrá que ver con una condi­ ción de ser que no debe nada a la causalidad ni a la finali­ dad, nada en consecuencia ni a la consecución mecánica ni a la intención subjetiva. Al destituir al Dios creador y al ens summum, razón suficiente del mundo, Kant pone también al descubierto que la razón del mundo no puede apoyarse en una causalidad productora. Abre en profundidad y fuera de la teología una cuestión inédita de la “creación”. Al mismo tiempo, tenemos una segunda indicación di­ rectriz: lo que excluye el ex nihilo del entendimiento kantiano es la permanencia necesaria de la única sustancia fenomenal en la cual se producen los cambios por vía de la causalidad. Pero la unicidad de esta sustancia es en sí misma el correlato del “principio de la producción” (segunda analogía) de todos los fenómenos. Ahora bien, lo que hemos dicho hasta aquí obliga a plantear que el principio no de todos los fenómenos, sino del todo de los fenómenos y de la fenomenalidad misma, o el principio ontológico de la fenomenalidad de la cosa en sí misma,18 no puede precisamente ser un principio de la pro­ ducción: debe ser del orden que se indica en el fondo como el

de una “creación”, es decir, una proveniencia sin producción (ni procesión, ni providencia, ni proyecto; una proveniencia desprovista de pro- de prototipo y de promotor...). Pero por ese hecho, e incluso si no sabemos todavía nada de un “principio de la creación”, podría ser que lo que la producción encadena a priori como y en la unicidad de una sustancia se encuentre, al contrario, dispersa por la crea­ ción —y no menos a priori— en una pluralidad esencial de las sustancias: en una multiplicidad de existencias cuya sin­ gularidad, cada vez, es precisamente homologa al carácter existencial, si la existencia es lo que se desprende o lo que se distingue absolutamente (lo que se desprende de sí en todos los sentidos de la expresión), y no lo que puede ser producido por otra cosa.19 En ese sentido, una existencia es forzosamente un re­ corte finito sobre (o dentro, o fuera de...) la permanencia indefinida (o infinita en el sentido de interminable), de la misma manera que ella es no fenomenal bajo (o dentro, o fuera de...) lo fenomenal de la misma permanencia. Pero esta finitud forma exactamente el infinito real y absoluto o el acto de esta existencia: y en este infinito ella compromete su fin más distintivo. De dos maneras al menos, conjuntas y coimplicadas —la que tiene que ver con la proveniencia y destino del mundo y la que concierne a la pluralidad de los sujetos—, la cuestión lyotardiana de un juicio de los fines sin fin dado y sin unidad teológica, la cuestión de un fin al infinito, conduce entonces hacia una cuestión que parece ser inevitable nombrar como cuestión de la “creación”.20

n Como condición para entenderse, esto se da por supuesto: Primero que nada, que yo no empleo aquí la palabra “creación” más que a título previo o provisional, reservando

la esperanza de poder transformarla. A corto plazo, esta pa­ labra no puede bastar, está demasiado cargada o gastada de monoteísmo, aunque indique también, en todo ese contexto filosófico, la usura del monoteísmo mismo (vamos a regresar a esto), e incluso si por otra parte ignoro qué palabra podría reemplazarla, a menos que no se tuviera que reemplazar, sino dejar que se borrara en el existir de la existencia. Para todas las significaciones que le son agregadas, la palabra creación remite en efecto, por una parte, a las teolo­ gías monoteístas,21 y por otra, al montaje intelectual de la idea de una producción a partir de nada, montaje tan fre­ cuente y vigorosamente denunciado por los adversarios del monoteísmo.22 La nada o la nulidad utilizada como causa material supone en efecto una causa eficientemente prodi­ giosa (donde la teología parece ceder a la magia) y supone además que el agente de esta eficiencia sea en sí mismo un sujeto preexistente, con su representación de una causa final y con la de una causa formal, a menos que esta última no preexista también por su parte, lo que agravaría todavía más las contradicciones. Figurada así, en efecto, es decir, al me­ nos de acuerdo con la doxa teológica más vulgar, la “crea­ ción” es el más desastroso de los conceptos. (O bien, hay que figurar que el nihil subsume las cuatro causas juntas, y con ellas su sujeto; no queda entonces, de acuerdo con cual­ quier apariencia, más que una palabra sin concepto...) Por lo demás, se podría mostrar que las dificultades intrínsecas de esta noción han ocasionado las elaboraciones teológicas y filosóficas más poderosas y las más sutiles en todos los grandes pensamientos clásicos, en particular en tomo de la libertad del creador respecto de o en su creación, o bien en tomo a su móvil o a su ausencia de móvil, y por supuesto de su intención o de su espera (gloria, potencia, amor...). Pero resulta que, y algunos sin ninguna casualidad, los pensadores del triple monoteísmo —en particular los místi­ cos judíos, cristianos e islámicos—23 han desarrollado un pensamiento, o quizás haya que decir una experiencia de

pensamiento, muy diferente, que se prosiguió en Hegel y Schelling, entre otros, y sin ninguna duda también secreta­ mente en Heidegger, pero que primero fue inscrita indirecta­ mente en Kant, como lo sugerí. Ahora bien, en esta gran filiación, que es también, si se considera en toda su ampli­ tud, la del pensamiento del ser (del ser en calidad de fenó­ meno en su totalidad) a partir del monoteísmo bajo todas sus formas y en sus últimas consecuencias (el pensamiento griego del ser como el del logos con el pensamiento judío de la existencia como ese donde hay paso: lo que forma el “con” extraño de nuestra condición greek-jew...), se encon­ trará que se trata constantemente de un doble movimiento simultáneo: 1. Por una parte, el creador desaparece de ahí necesaria­ mente en el seno mismo de su acto y con esta desapa­ rición se efectúa, al menos en potencia, un episodio decisivo del movimiento de conjunto que ya se me ha ocurrido nombrar “deconstrucción del cristianismo”,24 y que no es sino el movimiento más íntimo y más distin­ tivo del monoteísmo como ausencia integral de Dios en la unidad que lo reabsorbe y donde él se disuelve. 2. Por otra parte, y de manera correlativa, el ser se vuelca completamente fuera de toda posición superpuesta y se vierte allí íntegramente a cuenta de una transitividad por medio de la cual es y no es más que, en toda exis­ tencia, el infinitivo de su existir y la conjugación de este verbo (el ser no apoya a lo existente, ni lo causa, pero “es” o “existe”). En ese doble movimiento, al tiempo que el modelo de una producción por causa y de acuerdo con fines determinados habrá sido claramente desprendido y clasificado de lado del objeto, de la representación, de la intención y de la voluntad, en contraposición del no modelo o del modelo de un ser sin lo dado —sin lo dado universal, sin agente dado y sin fin presupuesto ni considerado, en resumen, sin o con n ada de

lo dado, sin o con una nada de don dado—, habrá hecho surgir su real inconmensurable y habrá arrojado el desal ío al juicio que Kant, en efecto, subraya a su manera, anotando indirectamente el enigma de la creación. El ser sin lo dado no puede comprenderse más que con un valor activo de ese verbo “ser”, incluso con un valor transitivo:25 “ser” no como una sustancia ni como un sustrato, ni mucho menos como un resultado o como un producto, ni como un estado, ni como una propiedad —mucho menos, si es posible— con una simple función de cópula, puesto que “el mundo es” forma una proposición completa sin atributo de su sujeto; más bien como un acto que por lo tanto equiva­ le a “hacer” y aunque no responda a ninguna de las formas conocidas del “hacer” (no a producir, ni engendrar, ni mode­ lar, ni fundar, en resumen, un “hacer” ni hecho ni por ha­ cer...). “Ser” transitivo del cual los valores históricos de los términos empleados por la idea de “creación” no dan, por supuesto, sino aproximaciones vagas ( bara hebreo, reserva­ do a ese acto divino; ktizó griego = plantar, sacar del estado salvaje, instalar; creo latín, forma transitiva de cresco, crecer, por lo tanto = hacer crecer, cultivar, cuidar).26 Este ser es inconmensurable a todo lo dado como a toda operación que supone lo dado puesto en marcha (y un agente operador). Su sustancia es igual a su operación, pero su operación ya no opera más de lo que deja también ser o hacer (se)... nada, es decir, como se sabe, res, la cosa mis­ ma. Este ser no es nada: él es (transitivamente) nada. Él transita nada en algo, o nada se transita allí en alguna cosa. Así, corta de tajo todo pensamiento de una falta o de un “impresentable”,27 que permanecería oculto en el corazón del ser o más arriba de él: no falta nada en el mundo, porque el ser del mundo es la cosa transida de la nada. (Quizás eso se aparta también decididamente de todo pensamiento del fenómeno —aparición/desaparición, presencia/ausencia—, sin apropiarse sin embargo del secreto de la presencia “en sí”: ya no hay ni cosa en sí misma ni fenómeno, pero está la

transitividad del ser-nada. ¿Acaso no es, en el fondo, lo que desde antes había comprendido Nietzsche?) La sustracción de todo lo dado forma entonces el corazón de un pensamiento de la creación. Es también lo que la dis­ tingue del mito, por medio del cual de manera general hay algo de lo dado, algo primordial y que precede, que consti­ tuye la precedencia misma y la proveniencia a partir de ella. El monoteísmo ya no es el régimen del mito de fundación, sino el de una historia de elección y de destino: el dios único no es absolutamente la reunión o la subsunción (ni la “espirituali­ zación”) de los dioses múltiples bajo un principio (un principio único figura con frecuencia en el fondo del mundo mitológico). Hay que decirlo claramente: “politeísmo” y “monoteís­ mo” no son uno al otro como la multiplicidad y la unidad. En el primero hay dioses, es decir, presencias de la ausencia (porque la ley absolutamente general de toda presencia es su multiplicidad). En el segundo hay ateísmo, o la ausencia de la presencia. Los “dioses” no son allí más que “lugares”, donde esta ausencia llega (nacer, morir, sentir, gozar, sufrir, pensar, empezar y acabar).28 El mono- o a-teísmo es entonces una metamorfosis com­ pleta de la divinidad y de la proveniencia. Ya nada es dado, o bien lo único que todavía es dado (porque el mundo del mito no desaparece de golpe, así como lo hicieron los mitos babilónicos de la “creación del mundo” al impregnar el “Li­ bro de las generaciones” o el “Génesis” bíblico) es el don hecho por el Dios único: pero si ese don es todavía dado por un lado (es la creación como estado, el mundo recibido por el hombre), no puede reducirse a este estado: es más propia­ mente donante; es el acto mismo del don y en este acto se compromete la historia singular según la cual el hombre —y con él todas las “criaturas”— es un socio, más que un simple recipiendario de la acción divina (porque recibir el don for­ ma parte del don mismo). La creación no es entonces en su verdad profunda nada que se derive de una producción o de una hechura de fon-

do, ella es de lado a lado la movilización de un acto y este acto es el de una relación entre dos actores o actuantes, Dios y su criatura, en consecuencia tanto uno como el otro son singulares. La creación “hace” con “nada”, porque no hace nada que sea del orden de un sustrato: lo que ella “hace” es historia y relación, en ese sentido no es ninguna cosa ni proviene de ninguna. Tampoco se trata de un “hacer”, y si se trata de un “ser”, es exclusivamente en el sentido de que este ser no es nada más que el sentido de la historia o de la rela­ ción en la que él se compromete. Es por eso que la más famosa versión mística (para utilizar la categoría usual) de la creación, la del tsim-tsoum de la cábala luriánica,29 enuncia que la “nada” de la creación es la que se abre en Dios cuando éste se retira en él (y en suma de él) en el acto de crear. Dios se aniquila como “yo” o como ser distinto para “retirarse” en su acto, que hace la apertura del mundo. Así, la creación forma un punto nodal de una “deconstrucción del monoteísmo”, aunque tal deconstrucción procede del monoteísmo mismo, incluso es su resorte más activo. El Dios único, cuya unicidad es el correlato del acto creador, no puede preceder a su creación y tampoco puede subsistir por encima de ella o aparte de ella en cierto modo. Se confunde con ella: confundiéndose, él se retira de allí y al retirarse se vacía: y al vaciarse no es otra cosa que la apertura de ese vacío. Sólo la apertura es divina, pero el divino no es otra cosa que la apertura. La apertura no es la fundación ni el origen. La apertura no es tampoco una especie de receptáculo o de extensión previa para las cosas del mundo. La apertura del mundo es lo que se abre a lo largo de esas cosas y entre sí mismas, lo que las separa en sus singularidades abundantes y que rela­ ciona a unas con otras en su coexistencia. Lo abierto o la “nada” teje la comparecencia de los existentes, sin relacio­ narlos con otra unidad de origen o de fondo. Como escribe Gérard Granel: “Lo abierto necesita de lo cerrado, o incluso es

un modo de lo cerrado, expresión concreta de la esencial finitud que toda forma de ser modula [...] es a lo cerrado que lo abierto se corta, se hiere y así solamente es abierto”.30 Pero la “finitud” de la que se trata debe por el mismo movimiento ser comprendida como el fin en el cual o hacia la cual lo abierto infinitamente se abre: fin indefinidamente multiplica­ do de y en toda cosa existente en el mundo. El “mundo” mismo no es más que la totalidad inasignable de sentido de todas esos fines abiertos entre sí mismos y al infinito. El mundo del mito y del politeísmo es el mundo de la presuposición dada. La ontoteología —la suspensión del mito— es, al contrario, el orden de la presuposición plantea­ da: activamente planteada como afirmación del Dios único o como tesis del ser. Desde el momento en que no es dada, sino planteada, la presuposición contiene también el princi­ pio de su propia deposición, puesto que ella no puede pre­ suponer nada como una causa (ni, por lo tanto, como un fin), O como una producción, sin rechazar, sin embargo, los límites del mundo. La presuposición se vuelve allí infinita y nula, y ese simple enunciado contiene todo el programa de la ontoteología en cuanto al fundamento y en cuanto a la autodeconstrucción de ese fundamento, es decir, en cuanto a su acceso a lo inconstruible. En otras palabras, si el nihilis­ mo31 corresponde a la realización de la ontoteología de acuer­ do con la lógica de un infinito (“malo”) de la presuposición, en cambio un pensamiento de la “creación” constituye el reverso exacto del nihilismo, de conformidad con la lógica de una presuposición nula (que equivale también a un “buen” infinito, o infinidad actual). El ex nihilo no contiene nada más, pero tampoco nada menos, que el ex de la ex-istencia, ni producida ni construi­ da, sino solamente estando (o si se quiere está, “hecha” del hacer que constituye la transitividad del ser). Y este ex nihilo fractura desde el interior el núcleo duro del nihilismo. Ni dado ni planteado, el mundo está solamente presen­ te en el día en el que existe, dies illa. Ese día ilustre está

infinitamente lejano, ese día del fin y del juicio, es también el día de todos los días, el hoy de cada “aquí”. Esta presencia no difiere ni se deriva de ninguna otra presencia presupues­ ta, así como tampoco de una ausencia que sería lo negativo de una presencia: ex nihilo quiere decir que es el nihil que se abre y que se dispone como el espacio de toda la presen­ cia (o, como se va a ver, de todas las presencias). En un sentido, esta presencia no difiere en absoluto: la diferencia ontológica es nula, y eso es lo que quiere decir la proposición según la cual el ser es el ser en calidad de fenó­ meno y nada más. El ser es: el que el ser en calidad de fenómeno existe.32Es así, por ejemplo, que Wittgenstein com­ prende el sentido de la “creación”, cuando dice que esa pa­ labra describe la experiencia que tengo cuando “me sorprendo de la existencia del mundo”.33 “Que el ser en calidad de fenómeno sea”, eso puede entenderse como el fia t de la creación. Pero ese “que” con­ funde entonces en él lo indicativo, lo subjuntivo y lo impera­ tivo: así se modaliza la transitividad del verbo ser. El hecho de ser es idéntico al deseo de ser y a la obligación de ser, o bien el ser en calidad de fenómeno se desea y se obliga. Pero en ausencia de todo sujeto de un deseo o de una orden, significa que el fia t —el hecho delfia t— borra en sí mismo la diferencia de una necesidad y de una contingencia, lo mis­ mo que la de un posible y un real. Puesto que nada produce al ser en calidad de fenómeno, no hay ni necesidad ni con­ tingencia de su ser, así como la cuestión de la “libertad” de un “creador” desaparece en la identidad de la libertad y de la necesidad en el surgimiento ex nihilo. La nulidad de la dife­ rencia ontológica es también nulidad de la diferencia entre necesidad y contingencia o libertad, o incluso entre ser y deber-ser. La diferencia de Derrida es la articulación de la nulidad de la diferencia ontológica: ella trata de pensar que el “ser” no es otro que el “ex” del existir. Esta articulación es pensada como la de una presencia-en-sí que se difiere.34 Pero “sea” se

resuelve en nihil desde el momento en que la presuposición es depuesta (y se depone...): en efecto, el se/sea es la presu­ posición por excelencia o absolutamente, y no es otra cosa (es la presuposición con su corolario obligado, la posposición de un fin, de una causa final del mundo). El supuesto (o el sujetó) se vuelve entonces nulo o infinito: él mismo es el nihilo y el ex, él es el ex nihilo. En él consiste todo el ser en sí, del ser del mundo y su presencia. Esta presencia no es la de un presente dado (Gegenwartigkeit, Vorhandendheií), ni la de un “presentarse”. Ella es praes-entia, estar-siempre-adelantede-sí-mismo, saliendo de sí ex nihilo. Así que no hay que comprender la diferencia como una especie de huida perma­ nente de un “sea” asintomático e inalcanzable (representa­ ción demasiado frecuente y demasiado ligada a una especie de deseo que se agota hasta el infinito), sino más bien como la estructura generadora propia del ex nihilo. Nada no se presenta-, lo que quiere decir también que ni siquiera la nada, ni una nada se presenta: fin de la teolo­ gía negativa tanto como de una fenomenología en general, así sea de lo inapareciente. El presente no se presenta y no está menos expuesto. No es n ada más que eso, y es eso lo que nos interesa pensar en lo sucesivo. En el ser o en la presencia según la “creación”, el infini­ to como nada (in-fini = ninguna cosa) pasa por lo finito. No es una individuación o una singularización, no es un proce­ so de producción ni de generación y no es una mediación dialéctica. Lo infinito es finito: no sale de sí a d extra, está más bien ahondado “en sí” (en nada) de su propio retiro que hace entonces tan bien su apertura donde se disponen los singulares finitos. Esta apertura como nada, que no se pre­ senta ni se da, abierta en plenos finitos como su ser junto o su ser-con, hace la disposición del mundo. Como su nombre lo indica, la disposición es una sepa­ ración, y su modelo es más espacial que temporal. Más que el retardo infinito de una diferencia en sí misma en el sentido de una diferenciación de sí, o bien como la finitud misma —es

decir, lo absoluto— de ese retardo (y no su fin), es el espaciamiento infinitamente finito de las islas singulares en el archipiélago que constituye un hecho importante del ser, o de ser. (“Archipiélago”, no se nos olvida, era una de las palabras favoritas de Jean-Fran^ois, y Badiou hablaba un día al respecto de “dispersión archipielágica degenerada”).35 Pero propiamente hablando, no hay ser ni acontecimiento: nada proviene ni sobreviene, si nada es presupuesto. Hay existen­ cias, sus aspectos, sus idas y venidas... Según esta archi-espacialidad de la disposición, que es también la espaciosidad de la apertura, lo que está en juego no es la proveniencia de ser (ni un ser de proveniencia o de origen), sino un espaciamiento de presencias. Esas presen­ cias son necesariamente plurales; no provienen de la disper­ sión de una presencia: son ex-istentes, pero menos en el sentido de un ek-stase, a partir de un “sea” inmanente (ema­ nación, generación, expresión, etcétera) que como dispues­ tas juntas y expuestas unas con otras. Su coexistencia es una dimensión esencial de sus presencias en los bordes de las cuales la abertura se abre. El co- es intrincado en el ex. nada existe que sea con, ya que nada existe que no sea ex nihilo. La coexistencia no es dada ni construida. No hay un tema esquematizante y no hay un don previo.36Tampoco, en consecuencia, un “darse”: una presencia única, sin duda, se daría (lo que vendría a ser lo mismo, quizá, que causarse, ser causa sui como Dios). Pero la coexistencia es el don y la deducción, así como el sujeto y la cosa, la presencia y la au­ sencia, lo lleno y lo vacío. Lo que mantiene junto sin ser “un” y ser tenido por otra cosa, o más bien ser tenido por nada: por el n ada del co-, que no es en efecto nada más que el entre-dos o nada más que el con de los singulares unos con otros. Ese nada-con es la no causa del mundo, material, efi­ ciente, formal y final. Lo que quiere decir a la vez que el mundo está allí, simplemente (él es o él transita su “ahí”, su espaciamiento), y que él es la coexistencia que no contiene, sino que lo “hace”.

Que el mundo esté ahí significa que no está en ninguna parte, puesto que es la apertura del espacio-tiempo. Que él sea la coexistencia significa que su apertura lo abre en todos los sentidos, partes extra partes, dispersión dis-ponedora espacio-temporal y entre el espacio y el tiempo, como uno en el otro, materia idéntica a su propia distensión.37 Así es el auseinandertreten del que habla Heidegger y cuya división o la decisión abre, en su lenguaje, la pertenencia al ser.38 La separación, el salir-uno-fuera-del-otro, es al mismo tiempo ent-scheidung, decisión: corresponde a la decisión ser, decisión de no ser nada o de ser, que responde por una parte a la disposición o a la difracción del mundo que es (que hace) el mundo, y la decisión de existencia por medio de la cual un “sujeto” viene al mundo. Ese “venir al mundo” significa nacimiento y muerte, salida de nada e ida a nada que son la relación con el mundo o la relación-mundo, el reparto de su sentido y la existencia entera como ensamble o partición de decisiones singulares. Aquí albergo y dirijo a Lyotard, para terminar mi expo­ sición, una segunda cita del mismo Sermón sur la mort, de Bossuet: “Qué miserable es el hombre mientras pasa y qué infinitamente estimable en cuanto llega a la eternidad”. El juicio de los fines es juicio, o decisión, en cada fin de un infinito que lo inscribe en la eternidad, es decir, en la n ada fuera del mundo. Tú también, Jean-Frangois, tú permaneces aquí inscrito con nosotros y aquí yo te saludo.

Notas 1 Este texto fue elaborado para el coloquio organizado en memoria de Jean-Frangois Lyotard, un año después de su muerte, en París, por el Colegio Internacional de Filosofía. Lo reproduzco aquí tal como estaba escrito, quizá no exactamente como lo pronuncié debido al tiempo disponible, y destaco en itálicas el prólogo ligado a la circunstancia y que sitúa en contraste el régimen del desarrollo más autónomo que le sucede.

2 Una precisión sobre el subtítulo “de un fin al infinito”, donde se podrá ver una alusión a una frase de Le Différend que habla de lo que sería “peor que la muerte” si la muerte fuera “el fin de lo finito y la revelación del infinito”, frase de la que Jacques Derrida habló en su intervención en el mismo coloquio. Pero yo ignoraba esta frase, o al menos la había olvidado hasta que Derrida me hizo observar la coincidencia. Por lo demás, cuando yo hablo del fin que toca el infinito, yo no quiero decir que lo “revela”. 3 Publicado con otras conferencias del mismo coloquio en tomo a Lyotard en el volumen La faculté de juger; París, Minuit, 1983. 4Jean-Frangoise Lyotard, La Confession d ’Augustin, París, Galilée, 1988, p. 59* 5 Es aquí evidentemente donde tiene su origen la divergencia —no forzosamente la diferencia— entre dos relaciones con Kant que regía mi discusión con Lyotard. 6 Économie libidinale, París, Minuit, 1974, p. 303. 7 J.F. Lyotard, Legons sur l’analytique du sublime, París, Galilée, 1989, p. 143. 8 Cf. ante todo el “Premiére Preface” a la tercera Critique. 9 Aristóteles, Metafísica., D. 2, 1013b, p. 25. 10 Tercera Critique, § 65. 11 Aristóteles, Metafísica, Z. 17, p. 1040a, 10-25. 12 Cf. la “Preuve” de las Analogies de Vexperience, Akad. rv, 122-123. 13Akd. iv, 126 (“Nada puede ser engendrado de la nada, nada puede retornar a la nada”). 14 Quizás en este punto deba reconocer esto: la discusión que prosigo aquí con Jean-Frangois no procede de otra cosa sino de la confrontación entre una disposición ante todo ética y política, jurídica y estética (la suya), y una disposición obstinada y abiertamente metafísica (lo que quiere decir, también de golpe, “deconstructora”); no se excluyen, están en desavenencia. 15 Al respecto, Spinoza representa, adelantándose a su tiempo, una conjunción de ese “posible” y de lo “real”, una manera de reunir lo “dado” y el “hacerlo” que por otra parte suprime al mismo tiempo las dificultades o las aporías relacionadas con un “Dios” y con una “creación” de forma que Kant debe por su parte descomponerlos y apartarlos. Es por eso que después de Kant se tendrá un desencadenamiento de spinozismos. No obstante, la sustancia spinoziana mantiene aún al margen, o paraliza, me parece, la cuestión de la “gratuidad” del mundo tal como yo quisiera indicarlo aquí (más de un spinoziano, lo sé bien, me contradirá...). 16 Es importante mencionar brevemente que es precisamente ese estatus de imagen del creador (estatus del hombre, pero también respecto del universo o la naturaleza) que habrá hecho posible, incluso necesaria, la transformación de la que hablo aquí. Dicho de otro modo, esta transforma­ ción proviene del hecho de que la creación no es antes que nada produc­ ción (vamos a volver a esto después), sino expresión, exposición o extraneación del “yo”.

17 Es también la razón por la cual es posible y exigible mostrar que la revolución kantiana entera no gira sino alrededor de una cuestión de la creación, a la vez reconocida y rechazada por el mismo Kant (el gran libro de Gehard Krüger sobre la moral de Kant contiene más de una indicación en ese sentido). 18 ¿Es necesario recordar que uno se mantiene así exactamente sobre la arista del “equívoco ontológico del pensamiento kantiano” tan fuertemente enunciado por Gérard Granel? 19 Se reconoce aquí un corolario de la tesis de Kant sobre el ser que no es predicado real. 20 ¿Se encontrará la huella en la obra de Lyotard? No he tenido el placer de hacer la búsqueda para esta exposición. Lo haré algún día. ¿Se habrá encontrado dicha presencia en su Augustin terminado? Es lo que se nos ha ocultado en Jean-Frangois mismo. Apuesto que sí. 21 De donde forma un rasgo común ampliamente independiente de sus divisiones más marcadas. 22Todos los argumentos necesarios están en particular presentes y repetidos con apasionamiento en Valéry (véase Cahiers, passim). 23 Pero también en más de una meditación espiritual —ni propiamente mística, ni propiamente especulativa, como ésa, para tomar un ejemplo moderno— de Simone Weil. 24 Cf. “La déconstruction du christianisme”, esbozo sumario de este tema aparecido en Étudesphilosophiques, núm. 4,1998, y antes en las indicaciones dadas en Étre singulierpluriel, París, Galilée, 1996. 25 De acuerdo con lo que pregunta Heidegger en Qu’est-ce laphilosophie?, traducido al francés en Questions II, París, Gallimard, p. 21, ser no es solamente un verbo intransitivo: dice la intransitividad misma, pero la dice de tal manera que se debe entender “en el sentido transitivo”. 26 Reservo para otra ocasión un examen preciso de la historia filológica y teológica del léxico de la creación. 27 Otro gran tema de Jean-Frangois, que desarrolló amplia y notablemente alrededor de la cuestión de lo sublime y a propósito de la pintura, a la cual prestó mucha atención. 28 Cf. Jéan-Luc Nancy, Des lieux divins, 2- edición, Mauvezin, t e r , 1998. Es también por esta razón que se puede intentar ser a la vez “pagano” y “ateo”, como deseaba ser j f l . 29 Paso aquí por alto las referencias que serán necesarias, tanto respecto de la cábala (en particular los estudios de Gershom Scholem) como respecto de otras interpretaciones, cristianas y musulmanas, de la “creación”, de la misma manera que no retomo nada de los análisis de Schelling: todo eso, por supuesto, está en segundo plano. 30 Études, París, Galilée, 1995, pp. 126 y 132. 31 Que Jean-Frangois veía implicado en la “deconstrucción”. 32 Comparo así, muy pronto, “ser” con “existir”, sin otra justificación y

como ampliando dasein a todo el ser en calidad de fenómeno. Es un programa para otro trabajo. 33 “Conférence sur l’éthique”, en: Legons et conversations, trad. Jacques Faure, París, Gallimard, 1974, pp. 149-151. 34Jean-Luc Marión, por su parte, trata de relacionar esta diferencia con una “diferencia sin igual”, que estaría de este lado de toda temporalidad y en la simultaneidad de un “llamado” y de una “respuesta” (Cf. Etant donné, París, p u f , 1998, p. 407). Esta tentativa no se desprende todavía de un “darse” (y “mostrarse”) del fenómeno, mientras que yo propongo aquí, simplemente, que nada (no) se da y que nada (no) se muestra, y que eso sea. 35 “Custos, quid noctis?”, en: Critique, núm. 450, noviembre, 1984. 36La aporía del don, de acuerdo con Derrida, es que él “no debe ni siquiera ser lo que tiene que ser, a saber, un don” CDonnerle temps, 1, París, Galilée, 1991, p. 94), puesto que él no puede querer dar ni quererse como don sin suprimir su propia generosidad y gratuidad. 37 La astrofísica y la cosmología contemporáneas no dejan, a este respecto, de alimentar el pensamiento y la interrogación. 38 Cf. Beitráge, p. 88. Hay que recordar que la creación, en los mitos babilónicos, donde se originaron los relatos monoteístas, es ante todo una separación, por ejemplo, de un cielo y de una tierra, o de la tierra y de las aguas.

El

g u ardián d e la mañana

Alain Badiou

Cuando mi pensamiento se vuelve hacia las huellas, los escri­ tos, o incluso al cuerpo, al rostro, o digamos la belleza o la seducción de Jean-Fran^ois Lyotard, pienso siempre en la noche, porque significa el orden donde, simultáneamente, el día se vuelve poco a poco impensable, y donde, sin embar­ go, existe o debe existir la huella indecible de lo que habrá tenido lugar como imagen de la mañana. Hablando de Le D ifférend, encontré este título, tomado de las traducciones latinas de la Biblia, “Cusios, quid noctis?’, “¿Guardia, qué pasa con la noche?”. ¿De qué noche se trata­ ba?: de la que vino, o se derrumbó sobre la política como género. Era uno de los temas insistentes del libro: lo que nos ha sucedido es que hemos comprendido que la política no es un género del discurso; es la multiplicidad de los géneros, es el ser que no es el ser, sino unos “hay”. O, más aún, es “uno de los nombres del ser que no es”. Aquella noche, según Lyotard, sería nuestro sitio en lo sucesivo: que aquello a lo que había consagrado, absolutamente, unos quince de años de su existencia, y yo muchos más todavía, no fuera más que uno de los nombres del ser que no es. Por lo que se podría, si se quiere, entender que la política es todo, pero, según una diseminación heterogénea que prohíbe que se le consa­ gre existencia, puede igualmente decirse: la política no es nada, ya no es más nada. No olvidemos, no olvidemos nun­ ca que, al comentar, en 1986, su libro de 1984, Économ ie libidinale, J.F. Lyotard habla “de la espantosa desesperanza

que se experimenta con ella”. Esa desesperanza es la de la política que se va. Y recordemos también el comentario que hizo en 1973, en Derive áp artir de M arx et Freud, acerca del propio término deriva. “Deriva”, no sólo contra la lógica dia­ léctica del resultado, no sólo contra la Razón: “Nosotros no queremos destruir el capital porque no es racional, sino por­ que lo es”; incluso, no sólo contra la crítica: “Hay que des­ viarse de la crítica. Más aún, la desviación es por sí misma el fin de la crítica”. Pero, en el fondo, es la deriva que acompa­ ña, efectúa y puntualiza la deriva melancólica del capital mismo. J.F. Lyotard puede decir, y eso es la política, uno de los nombres del ser que no es; es la noche sobre la cual vela un pensamiento: Lo que la nueva generación logró es el escepticismo del Ca­ pital, su nihilismo. No hay cosas, no hay personas, no hay fronteras, no hay saberes, no hay creencias, no hay razones para vivir/morir.

J.F. Lyotard tuvo que enfrentar duramente esta ausencia de vivir/morir, atravesarla, pensarla, y aferrarse a ella, con sus reservas, sin duda, en el amor. Al amor confirió siempre un estatus de excepción, incluso a lo más intenso de la abnega­ ción política. Al hablar de sí mismo y de su amigo Pierre Souyri, Lyotard recordó que, durante doce años, ellos “con­ sagraron su tiempo y su capacidad de pensar y de actuar al único intento de crítica y orientación revolucionaria que era la del grupo ‘Socialismo o Barbarie’”. Pero añade: “Ninguna cosa, aparte de amar, nos pareció que valiera un instante de distracción durante esos años”. “Aparte de amar.” Ciertamente, las últimas notas sobre San Agustín nos hablan de la resonancia de esta excepción. Pero, en cuanto a lo demás, en esta abnegación monacal, enérgica, densa, bajo el nombre de política revolucionaria, hubo como una pérdida, un amortajamiento; y es aún más

amplia porque toma poco a poco la forma de un mandato: el imperativo de la noche, de cierta noche. Así, en 1989, en el prefacio a los textos sobre Argelia, aparecen esos enuncia­ dos abruptos, de entrada: “Todo indica que es el fin del mar­ xismo como perspectiva revolucionaria y,, sin duda, de toda perspectiva verdaderamente revolucionaria”. Y, más próxi­ mo al mandato nocturno: “El principio de una alternativa radical a la dominación capitalista debe ser abandonado”. La palabra “debe”, el significante del imperativo, está subrayada en el texto. El pensamiento de Lyotard es una larga, dolorosa y com­ pleja meditación sobre ese deber que, según él, nos es asig­ nado: el deber de asumir la noche sin decaer. También puede decirse: ¿cómo resistir sin el marxismo, es decir, sin sujeto histórico objetivo e incluso, tal vez, como escribió Lyotard, “sin fines asignables”? ¿Dónde estará en lo sucesivo, si la política es como un nombre abandonado, el lugar de la fide­ lidad a lo intratable? ¿Dónde está nuestra deriva en la noche? Es ahí donde está la brecha indecible de la mañana, al reverso de la noche como persistencia ciega y cegada del capital. Últimamente, con los nombres apareados ele la in­ fancia, intratable íntimo; de la ley, intratable inmemorial. Pero tal vez con toda una lista de nombres que han organizado la deriva filosófica de J.F. Lyotard durante los tres últimos dece­ nios. Hasta la palabra “marxismo”, cuyo tachón es uno de los elementos fundamentales de la noche, cuya disipación des­ empeña, en el pensamiento de Lyotard, el papel de ruptura antiespeculativa; hasta esa palabra puede regresar y nombrar al guardián de la mañana. A propósito de su diferencia con Pierre Souyri, y en el ejercicio mismo de esa diferencia, J.F. Lyotard descubre que en el momento mismo en que el mar­ xismo es un discurso “vagamente arcaico”, en el momento en que algunas de nuestras expresiones se vuelven “impro­ nunciables”, entonces se derrumba en él, bajo su nombre, sobre “alguna cosa, una afirmación lejana, que escapa no

sólo a la refutación, sino a la decrepitud, y conserva toda su autoridad sobre la voluntad y el pensamiento”. J.F. Lyotard concluye, en un pasaje que considero decisivo: He sentido, para sorpresa mía, lo que en el marxismo signifi­ ca toda objeción y hace de toda reconciliación un engaño, incluso en la teoría: existen varios géneros de discurso incon­ mensurables que están en juego en la sociedad, nadie puede transcribirlos todos, y sin embargo, uno de ellos, al menos, el capital, la burocracia, impone sus reglas a los otros. Esta opre­ sión, la única radical, la que prohíbe a las víctimas atestiguar contra ella, no basta comprenderla y ser su filósofo, hace falta también destruirla. En este texto se dice a fondo todo aquello que permite al pensamiento, en la noche, conservar la fuerza de la mañana. Permítanme puntualizar estos fundamentos, o estas posibili­ dades: 1. Antes que nada —y en ese punto mi acuerdo con Lyotard es profundo, esencial— está lo múltiple. Por más uniforme e impuesta que pueda ser la noche, no llega sino sobre lo heterogéneo y la multiplicidad. El ser es esencial­ mente plural. Párrafo 132 de Le Différend: “En suma, hay acontecimientos: algo sucede que no es tautológico con lo que sucedió”. Lo que también puede expresarse como: hay singularidades. Lo que existe en la forma dispersiva de la pregunta: ¿Llegó? O más aún: “existen los nombres realmen­ te propios”. Párrafo 133: “Por mundo entiendo una red de nombres propios. Lo propio de los nombres propios es que ninguna frase única puede pretender agotar su plural”. 2. La opresión no es, ciertamente, más que un género del discurso; el capital impone sus reglas a los otros. Y como no hay sujeto político-histórico alternativo, como no hay pro­ letariado, esta imposición es en cierto modo irreversible, o eterna. El capital es el nombre nocturno del ser que es. Pero la imposición de una regla no es sino una apariencia de captura. Ontológicamente, la inconmensurabilidad de los

géneros de acontecimientos, lo heterogéneo de aquello que sucede no puede sino persistir, sino insistir. Lo intratable permanece como tal, silencioso, bajo la regla que ordena su reducción. Ese motivo hace que el “marxismo”, que era para Lyotard el nombre de la política, permanezca, o pueda permanecer, en medio de otros, y al margen de toda política, como el nombre económico de lo intratable. Ese movimiento estaba ya esbozado en Dérive á partir d e M arx et Freud. Se trataba, estoy de acuerdo, de una crítica del tema burocrático de la eficacia. Lyotard anticipó la im­ portante tesis de que lo que había perdido a los partidos y a los grupos revolucionarios fue “el privilegio otorgado a la acción transformadora”. Eso que se diría hoy en mi lenguaje: la política no pertenece al orden del poder, sino al orden del pensamiento; no pretende la transformación sino la creación de posibilidades anteriormente informulables. La política no se deduce de las situaciones, ya que debe prescribirlas. Pero sobre ese fondo aún crítico, ¿qué pone de mani­ fiesto Lyotard? Lo que él llama “otro dispositivo”, y del cual dice, respecto del capital, está “en una relación no dialéctica, no crítica, pero incom posible’. He ahí, sin duda, el problema central de la moderni­ dad. ¿Qué es una relación de negatividad? ¿Qué es una alteridad no dialéctica? ¿Qué es una incom posibilidad no crí­ tica? En un segundo plano, se tienen dos vías: •Aquélla de lo negativo infinitesimal, del vacío sin predica­ do, de la multiplicidad matematizable e indiferente. La rela­ ción es así la pura manifestación lógica. La política es preservada en su fuerza diurna porque no tiene ni ha tenido nunca necesidad de algún sujeto alternativo. “Proletario” es el nombre de singularidades disparatadas y secuenciales, y no el nombre de una fuerza histórica. Ésa es la vía que tomo prestada, y que Lyotard siempre ha criticado como identifica­ ción mortífera de las frases descriptivas y de las frases norma­ tivas, o como permanencia retornada del relato difunto.

•La otra vía, común en su principio a Lyotard y a Deleuze, toma prestada la relación sin negatividad, la alteridad no dialéctica al dispositivo bergsoniano de la vida, o de la dura­ ción cualitativa. Por ejemplo: “Hay una percepción y una producción de palabras, prácticas, formas, que pueden ser revolucionarias sin garantía si son lo bastante sensibles como para derivar según las grandes corrientes, los grandes Triebe, los flujos principales que vendrán a desplazar a todos los dispositivos visibles y cambiar la noción misma de operatividad”. Es evidente: la deriva supone la fuerza cuali­ tativa del flujo. Sin embargo, por opuestas que sean, la vía axiomática y la vía vitalista no divergen más que en el punto donde hay que pensar la relación sin recurrir a la negatividad; donde hay que pensar lo inconmensurable sin la trascendencia de una medida. El rasgo matinal de la noche, eso que el pensamien­ to debe tomar bajo su cuidado, sucede entonces cuando exis­ ten los múltiples “composibles”, pero “incompensables”, según la fórmula propuesta por Lyotard como aquélla de las apues­ tas de la deriva. Así pues, está lo múltiple, lo inconmensurable y lo intrata­ ble. Entonces, regresa, al final del texto que yo re-articulo aquí, el motivo de la destrucción: “Esta opresión [...] no basta con comprenderla y ser su filósofo, hace falta también destruirla”. Es necesario detenerse en ese punto. Lo que separa a la filosofía de lo que es exigible respecto del error o de la opre­ sión se dice: “destruir”. El “también destruir” es lo que exce­ de a la comprensión filosófica. Y si ese “destruir” ya no tiene por nombre “política”, ¿cuál es su o sus nombres? ¿Quién, en la noche donde estamos y que es obsolescencia y tachón de la política, desempeña el papel de guardián de la mañana por deterioro y destrucción de la noche? En el fondo, para Lyotard sólo hay una pregunta: ¿Qué es, dónde está, de dón­ de procede el color* Para aislar esta cuestión hace falta desprenderse mati­ nalmente de la uniformidad de la sombra. Uniformidad en la

que los nombres unidos son capital y burocracia. Desprendi­ miento que es convertido a propósito de la destrucción. Este desprendimiento tiene una larga historia, a la vez personal y colectiva, casi olvidada, y de la cual todo el pen­ samiento de Lyotard es el compendio, el balance, el saldo conceptual. Sí, quiero rendir homenaje, aquí, a eso que es, en su lenguaje, una figura. El Jean-Frangois Lyotard para el que no había nada más esencial que unir un pensamiento obstinado y sutil, una crítica radical, con la práctica organizada, cuyo vínculo referencial era la fábrica. Quiero honrar aquí al Lyotard de Renault-Billancourt por cuanto procede, con sus reservas, ya lo he dicho, de la obligación de amar. ¿Cuántos de noso­ tros no hemos medido, no una semana o tres años, sino quince años, o más, la filosofía por la intensidad, vital y pen­ sante, que requiere reunirse por la mañana con algunos obre­ ros? ¿Cuántos de nosotros podemos hablar libre y abiertamente, como hizo J.F. Lyotard incluso en 1989, de “esos militantes, obreros, empleados e intelectuales que se habían reagrupado para proseguir la crítica marxista, teórica y práctica, de la realidad hasta sus últimas consecuencias”? Y éste es uno de los medios, quizá, para distinguir lo que Lyotard llama una figura, de lo que es llamado en todas partes una imagen. Cuando Sartre, manipulado por Benny Lévy y la Iz­ quierda Proletaria, se sube sobre un tonel frente a la puerta de Renault-Billancourt, es una imagen. Es el propósito deli­ berado de producir una imagen transmisible, mediatizable; es una acción publicitaria. Cuando durante años hay, a pro­ pósito del lugar “fábrica”, concentración del pensamiento y de la acción, cuando está ahí el guardián de la mañana, se trata de una figura, que está- sin imagen y que ningún medio captura. Lyotard tiene mucha razón al decir, sin vanagloriar­ se, que durante esos añós “el grupo respetó la ascesis de su propia desaparición en beneficio de la palabra dada a los trabajadores”.

Eso es lo que quiero proclamar: que la mañana de un filósofo pueda ser de fábrica; no en el pesado sentido sus­ tancial de la clase, de la vanguardia, o del pueblo en sí, sino todo lo contrario: la ligereza de una trayectoria, la obstina­ ción de una claridad, la deriva, la partida, la alteridad no dialéctica, la relación no crítica. En suma, la política como creación y ante todo creación de lugares improbables, de conjunciones imperceptibles. “Hasta sus últimas consecuencias”, dice J.F. Lyotard. Ese principio: atenerse a las consecuencias, por más extremas que las considere la opinión pública, es filosóficamente crucial. Es, en mi opinión, la ley misma de una verdad cualquiera. Porque toda verdad se teje con consecuencias extremas. No hay verdad que no sea extremista. ¿Cuántas rupturas tuvo que sufrir J.F. Lyotard en las úl­ timas consecuencias? En un segundo plano, la ruptura aparente de Trotsky con el terrorismo staliniano, en los años treinta. Luego, la ruptura con esa ruptura, después de la guerra, puesto que el trotskismo, como lo recuerda Lyotard, “no ha podido definir la naturaleza de clase de las sociedades llamadas co­ munistas”. Su ingreso, en 1954, al grupo “Socialismo o Bar­ barie”. Los problemas en torno a la salida de Claude Lefort, en 1958. Desde 1960, las primeras sospechas sobre la políti­ ca como nombre genérico, o de destino, de lo intratable. Más que hace un siglo, es verdad, que no se ha causado al proletariado “un perjuicio particular, sino un perjuicio en sí”. Pero el problema que plantea esa descomposición profunda de las actividades y de los ideales es, justamente, saber por dónde, por qué medios puede desde ahora manifestarse, or­ ganizarse, luchar el proyecto revolucionario. Cierta idea de la política muere en esta sociedad. No es seguramente la “democratización” del régimen, reclamada por los politicastros desempleados, o la creación de un “gran par­ tido socialista unificado”, el cual no sería sino la concentración de las miserias de la “izquierda”, que darían vida a esta idea. Todo aquello carece de perspectiva, es minúsculo respecto

de las dimensiones reales de la crisis. Ahora es tiempo que los revolucionarios estén a la medida de la revolución por hacer.

Donde se observa que es no estar a la medida en donde se origina lo inconmensurable. En 1964, se da la gran escisión del grupo donde estaba, por un lado, C. Castoriadis y, del otro, el grupo “Poder obre­ ro”, al que se une Lyotard aunque con una creciente duda. Y en 1966, renuncia a “Poder obrero”. El desgarramien­ to con el amigo e iniciador Pierre Souyri. Y en 1968, la evi­ dencia, para Lyotard, de que el proletariado es cuando más una pesada retaguardia, que el sujeto-supuesto es amorfo, que la historia es errática. Lo que dice el texto poéticamente “Anheladarrevolución”: Pero era la esencia misma de la historia el vacío al que lanza­ mos nuestras piedras la ausencia de un referencial la noche vacilante Violencia del sentido ausente cuestión desempedrada y lanzada por encima de toda institución La negatividad desa­ fía aquello que la reprime o la representa Bajo su gesto el discurso piadoso del paraíso político que sea de hoy o de mañana cae en la vanidad Ellos no han visto esto Que lo que comienza no es una crisis que conlleva hacia otro régimen o sistema por un proceso necesario Que el otro anhelado no puede ser el otro del capitalismo porque es la esencia del capitalismo tener su otro en sí y he ahí la recuperación Que el otro que ha sido deseado abiertamente como es y lo será es el otro de la prehistoria en que estamos encadenados grito caído en escrito imágenes trampas música consoladora in­ vención prohibida patentada juego partido en dos trabajo y ocio saber deslizado en ciencia amor o en sexo El ojo abierto de la sociedad en su medio el ojo griego su política es empleado para llenarlo de arena Lo que ha sido anunciado es el co­ mienzo de la historia la apertura del ojo Ellos no pueden ver.

Eso es lo que puede traducir también la pregunta: ¿en dónde está el color?, es la pregunta, típicamente matinal: ¿qué es la apertura del ojo?

¿La apertura del ojo sobre un pensamiento?: un vistazo, apenas un relámpago. Un pensamiento: apenas una nube. Es lo que él dice, escuchemos: Los pensamientos no son fruto de la tierra. No se consignan en secciones dentro de un gran catastro excepto para la co­ modidad de los humanos. Los pensamientos son nubes. Y la periferia de una nube no se se puede medir con exactitud. La apertura del ojo sobre una nube es la correlación de dos movimientos reversibles. Uno es el parpadeo, abierto/cerra­ do. El otro es un desplazamiento figural. Lyotard no dejará de buscar el punto de reversibilidad, que adviene también como una coincidencia. Ahí donde el ojo se abrió sobre la más improbable figura de una nube. También se puede decir: pensar es la superposición desafinada de una diferencia exterior y de una diferencia interior. Ni la nube ni el ojo son reconciliables, no más entre ellos que en ellos mismos. La mutación de la figura se persi­ gue indefinidamente y nunca lo abierto puede proceder, ni siquiera negativamente, de lo cerrado. Es el punto no dialéc­ tico que hay que captar, parpadeo, desplazamiento y, final­ mente: el acto de lo intratable, un parpadeo sincronizado con el desplazamiento. Un milagro. El pensamiento, después de todo, no es sino milagro; por ese motivo, cada vez más, Lyotard veía el depósito ante todo en la singularidad del arte. Pintura, figura, o más bien: ahí donde lo figural lucha contra lo pictórico. Pero hay que volver a decirlo: la palabra “marxismo” podía nombrar ella misma, también, el punto no dialéctico, lo reversible. Escuchemos el final extremo de Pérégrinations-. El marxismo es entonces la inteligencia crítica de la práctica del desgarramiento; en los dos sentidos: él declara el desga­ rramiento “por fuera”, en la realidad histórica; mientras el desgarramiento “por dentro” de él, como diferencia, impide a esta declaración ser universalmente verdadera de una vez por

todas. Como tal, no está sujeta a refutación, él es la disposi­ ción del campo que hace a ésta posible. Una práctica que vaya en ambos sentidos y, por ende, una práctica no orientada es, según Lyotard, el apoyo que busca el filósofo cuando se ha desprendido al fin del relato proletario. Sin duda, nuestra diferencia se aferraba, a lo que yo me aferró más que él, al proceso contra el milagro; a la verdad, contra las figuras; a las matemáticas, contra el lenguaje y el derecho; a la decisión, contra la llegada; a la orientación, contra lo reversible; a la fábrica como lugar político, contra la fábrica como sitio del sujeto de la historia. Quizás él habría dicho que yo era pictórico, y no figural. Un poco espeso, pero no tan volátil. Un moderno, es más. Tuvimos por mucho tiempo relaciones extremadamen­ te irritantes. La época posterior al 68 fue violenta, colorida y difícil. Lyotard no tenía sino desprecio por el maoísmo, del cual nuestras acciones se inspiraban con virulencia. ¡Imagí­ nense! Desde 1958, el grupo “Socialismo o Barbarie” había publicado un gran artículo de Souyri titulado: La lutte des classes en Chine bureaucratique. La demostración, en mar­ xismo riguroso, de la impostura maoísta era una especiali­ dad de Lyotard y de sus amigos. Ello no facilitaba las cosas, créanme. Así como tampoco, por otra parte, la poca fe que concedía a una significante clave de nuestro pensamiento: el significante “masas”, basado en la línea de masas, acción de masas, democracia de masas. Él escribió, en octubre de 1972: No digan que sabemos lo que desean “las masas”. Nadie lo sabe, ni siquiera ellas. Nada cambiará si ustedes, que son como los sirvientes del deseo de las masas, actúan conforme a su saber supuesto y toman su dirección. Sí, había entre nosotros un abismo político. Además, para él, la política desapareció como lugar privilegiado de manifesta­ ción de lo intratable. Para mí, para quien es un procedimien­ to de verdad, inferible en secuencia de singularidades de

acontecimientos, ella permanecía, y la fábrica con ella. Re­ pentinamente, cierta paz fue posible, y hubo entre nosotros, a distancia, sonriente e inexplorada, lo que en sus dedicato­ rias él llamó un “afecto”. Nuestros antepasados campesinos, hay que decirlo, vienen del mismo pueblo perdido en las planicies de la Haute-Loire. Se llama Moudeyres. En el ce­ menterio de Moudeyres ya no hay más que Badiou y Lyotard, reconciliados no tanto por la muerte como por la insondable espesura del tiempo. Hoy yo vería nuestra diferencia de manera muy cir­ cunscrita y precisa, lo cual no la debilita, al contrario. Se trata, como siempre, como con Deleuze, de la inmanencia y de la trascendencia. Un enunciado crucial, con el que Lyotard determina, en Le Différend, una exigencia fundamental de la filosofía, es el siguiente: “La frase que formula la forma gene­ ral de la operación del pasaje de una frase a otra es ella misma sometida a esta forma de la operación de pasaje”. Lo que él expresará también, en el léxico kantiano al que es afec­ to, como hicieron todos los enemigos de Hegel: “La síntesis de la serie es también un elemento que pertenece a la serie”. Pues bien, no. No es lo que pienso. Existe el exceso real, el fuera de lugar, la desviación. Si se le llama trascen­ dencia, ni modo. El ejemplo más llano es que la síntesis de la que hace un número entero finito no es un número entero finito, es incluso una entidad propiamente inaccesible. El principio inmanente de lo que se repite o sucede, ni se repi­ te ni sucede. Ahí, sin duda, radica todo el punto que nos diferencia, en cuanto a lo que en la noche conviene guardar, del futuro perfecto de la mañana. La lógica serial de la deriva por un lado y, por otro, la localización del punto de exceso. La in­ tratable finitud de la infancia por un lado y, por el otro, la proyección fiel sobre lo que constituye la excepción. Eso sería al fin una diferencia sobre lo infinito, creo. O sobre su correlación con lo finito. Donde se vería que soy menos enemigo de Hegel de lo que él lo es y también menos

inclinado a conceder a Kant el motivo de la Ley, y que el entusiasmo no sea, a fin de cuentas, según escribe Lyotard, más que una “penosa alegría extrema”. Diferencia sobre la esencia de lo infinito, pero no real­ mente sobre su uso. Lo esencial, después de todo, bajo el nombre de infinito, es retener la soberanía ontológica de lo múltiple. En Le D ifférend, Lyotard repudia la noción de los derechos del hombre. Ni “derecho” ni “hombre” convienen, dice con precisión y plantea, siempre con exactitud, que los “derechos del otro” no valdrían más. Finalmente propone una expresión magnífica, ante la que me inclino: “autoridad de lo infinito”. Eso es todo. Hoy, es con este acuerdo que quiero con­ cluir esta comunión filosófica bajo la autoridad de lo infinito, que obliga también a la travesía y a la destrucción, que obli­ ga a eso que no es filosófico. Obligación que es toda de pensamiento, pero a la que el pensamiento no basta. Hay una decisión anterior en mi lenguaje. Y en el suyo, un afecto. En Le D ifférend está escrito: “El marxismo no ha terminado, como sentimiento de la diferencia”. Digamos: la política per­ manece, como decisión excesiva. Y tendremos una diferen­ cia afectuosa con J.F. Lyotard, como quería Rimbaud, el lugar y la fórm ula.

La d iferen cia del arte Christine Buci-Glucksmann

Quisiera legitimar aquí una diferencia que ha surcado toda la obra de Jean-Franfois Lyotard y que nos ha reunido en nu­ merosas ocasiones en una amistad compartida: la diferencia del arte. Porque si bien es cierto que toda diferencia es el “estado inestable y el instante del lenguaje que debe poder ponerse en una frase y al mismo tiempo no ponerse”, la dife­ rencia del arte —o en el arte— parece redoblar esta inestabi­ lidad ontológica con sentimiento, balbuceo o silencio. Porque ¿cómo frasear aquello que se da como el acontecimiento puro e incluso “la infancia del acontecimiento”? Con el color se puede hacer un paradigma de la reali­ dad, es cierto, como Gorgias o Wittgenstein. Se pueden enun­ ciar frases ostentadoras o cognitivas del tipo: “Esto es rojo” o “He aquí esta flor roja”. Pero al hablar del rojo de Tiziano, de las flores de Matisse o de Warhol, ¿qué se podría decir? Lo sensible está bien ahí, pero como “una cuasi frase”, la de un sentimiento emocionado ante el enigma de la materia. Tam­ bién, como dice Jean-Frangois Lyotard en sus últimos textos, la pintura empieza “por anular el valor cromático reconocido e identificado”.1 Algo mejor, hay que dejar de percibir para pintar, en el sentido de que todo color viene de una ceguera inicial, donde sale de los limbos del gesto pictórico. En su peligro, su precariedad y su crueldad, “la cosa pictórica no es solamente un objeto pintado, sino un acontecimiento co­ lorante”.2 ¿Estaría la pintura trabajada por un Edipo judío ja­ más confesado que prohibiría todo discurso cognitivo y

demostrativo? Se podrá decir cuando más que “la función más singular del arte [...] es dar testimonio de la aparición contra la apariencia”.3 ¿Pero cómo legitimar una aparición, y de qué aparición se trata? La de un ángel quizá, como escri­ bió Jean Fran^ois Lyotard en su hermoso artículo acerca de lo sublime de Newman: “Un cuadro de Newman es un ángel. No anuncia nada. Es”.4 De esa diferencia de infancia, de nacimiento y de adve­ nimiento, no hay por tanto reglas. El mensaje es la presenta­ ción misma, aquélla de la pura presencia de un “Hay”, donde se articulan el gestus y el locus como pensamiento del acon­ tecimiento artístico. También, el “espacio-tiempo-materia” que la constituye es siempre desfalleciente, siempre melancólico: “Es Lázaro el que pinta, él da eso que se pierde”.5 La diferen­ cia en el arte será entonces descriptiva o, en términos kantianos, reflexiva, como el juicio de lo bello o lo sublime que lo instituiría. Pero, ¿más allá de esa receptividad, esa “pasibilidad” del sujeto no puede revelar la huella, la marca de una precaria ontología del arte, estableciendo una línea de demarcación radical entre el objeto cultural y la obra? Por­ que si el objeto cultural puede ser “posmodemo” y consagra­ do a todas las transformaciones históricas de los sistemas de legitimación del “mundo del arte” y de la sociedad —como lo demostrara la exposición de los Inm ateriales—, la obra transgrede al tiempo presente, a los metarrelatos y a las cro­ nologías, abriéndose así un “régimen de frases” singular, a un tiempo hecho de repetición y de anamnesia. En ese sen­ tido, el arte, en su misma “inconveniencia”, sería el punto más frágil, pero también el más revelador del pasaje de la diferencia al diferendo, del ser a un acontecimiento marcado por la “indiferencia” de la materia y por un sujeto dedicado a su propia anamnesia. Ni estético ni antiestético; sería más bien “anestésico” en el sentido de Duchamp. La desnaturalización del ser y de lo sensible, propio de la época posmoderna, entrega al arte a su propia anamnesia, la de su concepto y su genealogía.

También es a partir de palabras —donde los nombres presentan mundos y configuraciones de sentido— que elegí construir esa diferencia que se ha transformado en el trans­ curso de los años y de los libros. Laguna, Desorden, Trans­ formador, Anamnesia, Deuda, constituirían una éspecie de alfabeto contextual que autorizaría el deslizamiento del mo­ mento reflexivo o histórico, en ese momento ontológico, donde en la obra el “Ser se anuncia a lo imperativo”, aquél de tener lugar y de la deuda. Momento que los escritos sobre el arte de los últimos años, con frecuencia inéditos, ciñen de más cerca, radicalizando lo que se anunciaba en lo sublime kantiano.

Laguna En muchos aspectos, el libro de 1983, Le Différend, da testi­ monio en negativo de una laguna: aquélla de un fraseo espe­ cífico al arte e incluso a la estética en el sentido más general del término. Ciertamente, a través de los diferentes regíme­ nes de frases —nombre, presentación, obligación, norma o historia— se encuentran indicaciones concernientes al juicio estético de lo bello o de lo sublime. También es en tomo de la instancia reflexiva kantiana que se esboza el estatus de “la frase del gusto” y las categorías críticas ulteriormente desa­ rrolladas. Porque si la de “es bello” sigue siendo “una frase en suspenso o en tensión”, una reflexión de y sobre la forma que apela a una comunidad de sentimiento que la universaliza, lo sublime se da de entrada como “presentación negati­ va”, de un “impresentable” y de un ilimitado. Como en el signo de historia, que suscita el entusiasmo, la obra podría ser “un signo energético” que remite a “una presentación abstracta”. Pero a pesar de las referencias a Cage o a Gertrud Stein, el arte como tal se sustrae a la ontología política de la diferencia. ¿Por qué? Si toda laguna es sintomática, quisiera emitir aquí una hipótesis: la carencia de ser del arte en Le D ifférend remite al

exceso de ser de otro libro, donde el arte está en el centro del cuestionamiento: Discours, figu re (1972). En 1987, en Que peindre?, Jean Fran^ois Lyotard dirá:. No podré trabajar la anamnesia de lo visible sin hacer la anamnesia del Discours, figu ré'.6 En sentido estricto: Discours, figu re es una pantalla que obstaculiza la diferencia anamnésica del arte y prohíbe comprender el acontecimiento como tal. ¿Pero levantar esta pantalla no es cambiar también de paradigma interpretativo, pasar de un paganismo del arte, propio de la inmanencia, a una instancia más kantiana, incluso más judaica, una trascen­ dencia en la inmanencia, donde el arte es habitado por la contracción de lo figural, por el gesto de la aparición? Una pantalla entonces. Porque eso que gobierna al Discours, fig u re no era tanto lo fraseado del acontecimiento del arte, sino la irreductibilidad de lo figural como orden visual. En un diálogo crítico permanente con Merleau-Ponty y Freud, la defensa del ojo —un ojo hecho de sombra, de opacidad y de violencia, “un ojo en estado salvaje”—, inscri­ be el arte en el campo visual de una energética freudiana, hecha de alteridad y plasticidad del deseo. También, ya se trate del “espejo mallarmeano”, donde el trabajo de la repre­ sentación es tomado en la “sobrerreflexión” de un infinito fijo, o se trate de Cézanne y Klee, un mismo enunciado acompasa los análisis: “El ojo es la fuerza”, y la diferencia del arte se deriva de la diferencia introducida por lo figural. Allí se crea un “entremundo”, donde “lo invisible no es el reverso de lo visible, su espalda, sino lo inconsciente reinvertido, lo posi­ ble plástico”.7 Esta noción de lo figural, que retoma Gilíes Deleuze en su Bacon, introduce el acontecimiento en el puro campo visual, mucho más allá de la fenomenología de la percep­ ción. Porque el quiasma verdadero del ver está menos pre­ sente en la relación viendo/visible, ver/verse, que en aquélla de una figurabilidad que perturba el saber y engendra “una negación no dialéctica”, la lateralidad de una diferencia que aún no es un diferendo. Eso figural no es imagen, tampoco

mimesis representativa, en la medida misma en que es sus­ ceptible de metamorfosis. Porque hay un destino de la figu ra, que la hace cada vez más rítmica y abstracta. Figura-imagen, figura-forma y figura-matriz, esta triplicidad marca una teoría del arte y de la pintura, donde la tríada imagen/forma/matriz define un signo visual irreductible al signo lingüístico. Es por eso que la diferencia en el arte no es legible, se le puede “entrepercibir”, e ir hasta ese límite propio de Klee, donde una matriz invisible, y no un modelo, instituye la obra a partir de una escena que toca el rechazo original. La figura matriz, la de Freud en Un enfant est battu, crea una rítmica de pulsiones y de desvíos, todo un “entremundo” en el sen­ tido de Paul Klee. También anuncia lo irrepresentable de lo sublime y de los últimos textos sobre el arte, pero a través de un filtro que exigirá reinvertir el movimiento de fenomenologización del inconsciente en su crítica del “centrismo ocular” (Martin Jay) inicial. Recuerdo esos encuentros en San Petesburgo y Jerusalén en torno a la obra de Bracha Lichtenberg Ettinger: el “pensamiento-cuerpo” del arte con sus estratos y sus “mante­ les de zahúrda” reunirán en lo sucesivo al ojo, en la noche de Lascaux y lo innombrable de Beckett. Lo visual se difuminaba en la paradoja de la supervivencia temporal: “El arte es el deseo que el alma tiene de escapar a la muerte que lo sensible le promete, pero celebrar en lo sensible mismo es lo que le quita de la inexistencia”.8 Esta supervivencia de y por el arte, esta ontología vacilante de lo sensible y de “la frase color”, no es más que aquélla de lo figural, donde la diferencia se derivaba no tanto del anim a como de una ener­ gía libidinal “multipulsional” y atemporal, como el incons­ ciente freudiano y su figurabilidad. Ciertamente, el trabajo del arte propio al Discours, fig u ­ re operaba ya en “un lugar oscilante”, marcado por la ausen­ cia del objeto del deseo. Así, el pasaje de la “figura-forma”, aquélla que “sostiene lo visible sin ser vista”, abría a una lectura de la abstracción a lo Pollock, por medio de todas las

transgresiones dionisiacas de la buena forma hacia “una ener­ gética indiferente a la unidad del conjunto”.9 En cuanto a la figura matriz, que no es visible ni legible, ésta era “la diferen­ cia misma”, aquélla que produce todas las obras como “reto­ ños” que escapan al sujeto. En ese nudo del deseo y de la figurabilidad, el arte se derivaba en el fondo de una transgre­ sión-experimentación permanente que la conduce a hacer visible lo invisible. Transgresión del objeto, de la forma o del espacio, en beneficio de una energética plástica que pone en marcha lo inconsciente, de tal manera que los nexos entre discursos y figuras remitían a un modelo de lenguaje intratextual o extratextual, más cercano al jeroglífico freudiano que al postwittgensteniano. Enunciar “el diferendo” del arte y no “la diferencia” implicaría una reestructuración del corpus metodológico y un desplazamiento concerniente al im­ pacto psicoanalítico del arte. La anamnesia interminable del dolor en la obra estaría por encima de su energética plástica, lo sublime sobre lo figural, lo fraseado sobre las constelacio­ nes lingüísticas de lo inconsciente. El aquí y el ahora de la obra producirá el sentido, al “preelaborar la lengua”, para crear “una lengua singular”, lengua de la pérdida y de la penuria del artista, pero también del intérprete.

Desorden Es en un texto consagrado a la poética de Valéry, “Désordre”, donde la cuestión del estatus de la frase de arte y de lo uni­ versal es abordada frontalmente. Criticando una concepción del nominalismo, proveniente de una interpretación de Duchamp, aquélla que consiste en decir que es arte lo que es dicho y reconocido como arte en un “Esto es del arte”, JeanFrangois Lyotard está en contra de toda concepción nominalista e institucional del arte: “Yo digo simplemente esto: esto es arte, frase cognitivamente inconsistente que es una frase con­ sistente en cuanto a la doble inconsistencia del arte”.10 Sobre un plano cognitivo, la frase no es consistente, puesto que

presupone lo que ella enuncia: su referente y “el nombre” de éste. Se trata de una inconsistencia de incompletud: habría que concatenarla en otra frase del tipo, la Venus de Milo o el Gran Vaso son arte. Pero esta incompletud misma revela la inconsistencia del arte, su “desorden” instituyente y final, que él desvía de lo resoluble de la verdad y de la frase cognitiva. Si bien el juicio sobre el arte no procede de un universal cognitivo, ni de un simple juicio cultural e institucional siem­ pre relativo al “mundo del arte”, los desafíos de tal posición no atañen solamente al arte. Así, en su discusión con Rorty y Davidson, Jean-Franfois Lyotard subrayaba que el sentimien­ to de la belleza de un cuadro no es “exponible”, en el sentido de que se le pudiera traducir en conceptos y argumentarlo, olvidando la diferencia de lo bello y de lo verdadero y la heterogeneidad irreductible de los idiomas y de las frases. La obra apela sobre todo al m isreading de Harold Bloom, una escucha o una visión divergente en relación con las normas establecidas del gusto. Es por ello que la diferencia del arte enunciada en términos kantianos hace aparecer una “indeter­ minación” pragmática de destinación que limita todo pragmatismo argumentativo y toda concepción liberal de lo cultural y de lo político. Del arte, ciertamente se puede discu­ tir en la óptica de un “consenso” o de una pragmática comunicacional, pero no se hace sino recubrir la diferencia de la obra por el litigio del discurso, y se transforma el arte en producto cultural o en monumento de museo siempre de­ cepcionante. ¿Es necesario entonces plantear que el arte como obra es una “cadena externa”: no tratable políticamente ni cognitivamente, irreductible al tiempo del mundo? Será nece­ sario entonces llegar hasta esos enunciados radicales que se podrían traducir por una axiomática de la diferencia: 1. Todo objeto cultural se inscribe en un periodo, en una clasificación de discursos y de prácticas, en una memo­ ria histórica y social. 2. El arte no es un objeto cultural, pero hace “obra” y crea lo “sin relación”.

3. No hay historia del arte, tampoco “fin del arte”, ni arte del “fin del arte”. Ni de antes ni post, incluso el arte posmodemo. Cito aquí a KarelAppel, un geste de couleur, texto aparecido en alemán y todavía inédito en francés: “No hay historia del arte. Hay una historia de los objetos culturales, que son determinables y por ese hecho localizables en sus redes de condición internas y externas, propias de la descripción”.11 Desde entonces, contra todo historicismo, el de Adorno o de Arthur Danto, pero también contra algunos de sus propios análisis historicistas de lo “posmodemo”, marcados por los microrelatos y los Inmateriales, Jean-Frangois Lyotard afirma la “intransmisibilidad” y la “trascendencia perpetua” del arte en un gestus-locus que conjuga desposeimiento y libertad, singularidad y universalidad, “pasibilidad” y productividad. Un gesto “espacio-tiempo-materia”, irreductible a todo siste­ ma de legitimación y a toda historicidad, así sea benjaminiana. Ese gesto aporético puede llegar hasta su propia extenua­ ción, casi hasta la nada, en las obras de arte bruto, los readym ade o las estampas japonesas. Pero como gestus y locus —categorías centrales de los textos sobre arte— hay un po­ der “transformador” que plantea toda la cuestión del comen­ tario. ¿Cómo la singularidad de una obra, de tal obra, puede crear lenguaje, y aspirar a lo universal, mucho más allá del sensus communis kantiano de lo bello?

Transformadores Duchamp, Monory, Albert Ayme, Daniel Burén, Adami, Arakawa, Ruth Franken, Bracha Lichtenberg Ettinger, Karel Appel...: Jean-Frangois Lyotard no ha cesado de interrogarse sobre esos gestos de arte contemporáneo y sobre su Que peindre! En ese último libro consagrado a tres artistas muy diferentes, Adami, Burén y Arakawa, el comentario de las

obras se deriva de una estructura dialógica, que será la del último libro inacabado, La Confession d ’Augustin. La escritu­ ra se pluraliza en instancias de discurso y en personajes con­ ceptuales: Usted, Él, Ella, el Otro, Este, Oeste. Como si esta teatralidad de la dirección, a lo Duras, restituyera lo muy tardío del arte en el lenguaje. Como el “alma” de La Conffesion d ’Augustin, el arte pudiera frasear su: ”En verdad es el espa­ cio de mi obra un espacio-tiempo que habita el inespacio y la intemporalidad que tú eres”.12 Lo dialógico como en direc­ ción al Tú o al Yo, un Yo postulando una comunidad final es signo de fisura. Entre espera y angustia, lengua de una pre­ sencia y de un retardo en contratiempo, la alteridad se oculta; es tomada en la interferencia de lenguajes múltiples (descrip­ tivo, pragmático, filosófico, estético, interrogativo, o afirmati­ vo), gracias a un tópico verbal que desbarata por adelantado la palabra afirmativa propia de la frase cognitiva del saber. Así como la ciencia de las inestabilidades de Thorn y Mandelbrot exigía en La Condition Postmoderne la metacuestión de un “¿Qué vale uno que valga?”.13 El arte no puede ser sino metacuestional. El “Tú como autor, el Tú/Usted como los es­ pectadores”, y Tú como comentador, marcarían las fronteras de ese ars dictandi, que es siempre “una teoría del discurso dirigida, eficaz y circunstancial”, como lo escribía Michel de Certeau a propósito de la tópica mística.14Rompiendo con las diferentes frases de Le Différend, el lenguaje de Quepeindre? construye sus reglas en un arte de escribir que es también una manera de practicar los lugares. El comentario de las obras se encuentra dentro de lo preformativo de Austin, por­ que él trata de encontrar el comienzo-acontecimiento del arte y de crear una universalidad potencial a partir de una singu­ laridad que excluye toda pragmática comunicacional. En Que peindre?, tanto la distribución de los pronom­ bres personales (Él-Ustedes, Ella, Él, El otro, Ustedes-Él-Ustedes), como la utilización de las oposiciones semánticas (Este-Oeste), permiten construir vías duales, triples y dife­ renciadas, donde el Ustedes de una comunidad potencial

autoriza todos los pasajes lingüísticos. Con esa condición el arte puede enunciar el lugar no-lugar de su propia diferen­ cia; una anamnesia de lo visible, que exhibe el no lugar del sentido, una presencia de la nada lo mismo que de lo sensi­ ble, un “tener lugar”, donde reflexión y especulación aban­ donan el objeto. Aquí el acontecimiento del arte se interrumpe, desbaratando por medio de la escritura toda intriga figurativa o abstracta, al confrontarse con lo “Real” de la Cosa en el sentido de Lacan. Por no tomar sino lo dialógico Este-Oeste (Tokio-Nueva York) propio de Arakawa y de sus cuadros cartográficos de “Mécanisme du sens” (cuadros-cifras, líneas o lenguajes), la diferencia de su arte se deriva de una palabra que él emplea y que desarrolla Jean-Fran^ois Lyotard: blank. Ahora bien, blank en inglés quiere decir blanco, pero tam­ bién vacío, cóncavo y hueco. Si to leave blanks significa dejar blancos, bis m ind is a blank significa que él ha perdido la memoria, y en el juego de dominó la ficha blanca es perde­ dora. El arte de Arakawa se deriva de ese “efecto blanco”. Que los “mecanismos del sentido” crean koanes plásticos cercanos al zen, y que el “despertar” remite al shin-shin, el cuerpo-corazón de Dógen, no lo separa, sin embargo, del Oeste. Porque todos los StudiesforBlank, los D egreesofBlank, los Blank Stations manifiestan en las sabias arquitecturas de sus topologías paradójicas una misma reserva del ojo. Ahí “lo preciso, pero inexacto” de Duchamp en su “Machine anamorphique de l’Éros moderne” remite al M umonkan del budismo. Kan, obstáculo y pasaje; mon: pórtico; mu: nada. Toda obra de arte pasa por un pórtico, especie de pasaje y obstáculo sobre lo vacío, propio a una visión desequilibrada. Como en The “I ” o Study fo r I, el Yo (I) es un “ojo” (Eye) cilindrico, desviado y roto, que focaliza el margen, las espacialidades heterogéneas y los “transformadores” visuales y lingüísticos. De la diferencia del arte, de su temporalidad no cronológica y de su Aión, se podría decir que lleva una ontología blank que no es asible y verbalizable, sino en sus efec­

tos siempre singulares, donde se cumple “el regreso del re­ greso”. Y lo que se ponga al día, la “pragmática oculta del arte” y su “frase reflexiva”, como Burén, o que se busque el tono y el timbre del color, como Adami, o que la perspectiva sea el in situ de la obra, que deriva “de los mecanismos del sentido” o que haga aparecer el “topos” que hechizaba a Newman o a Rothko. Si bien la estética, si existe, no puede ser más que una estética “sin naturaleza sensible”, una a-estética o una anestésica. ¿Pero existe? ¿O hay que decir que una ontología mínima del arte está siempre de ese lado o más allá de toda estética, así sea la de lo sublime kantiano?

Anamnesia de una deuda Los últimos textos sobre el arte están marcados por una preocu­ pación radical de la obra, de su desconexión con el tiempo, del mundo y de todo “objeto” cultural historizable y teorizable. El gesto del arte es del orden del afecto, del pathem a, pero de un afecto trascendental, un afecto no sensible. También la oposición kantiana entre bello y sublime de los trabajos pre­ cedentes regresa en otro contexto, en el de la diferencia que no es un litigio. Porque si el litigio presupone una argumen­ tación de la queja, la diferencia se dirige “al caso en que el quejoso es despojado de los medios para argumentar y se convierte por ese hecho en la víctima”.15 A pesar de su “exceso” de forma, el sto ff de su materia, lo bello no está menos presente en el orden del litigio. Divi­ de el pensamiento entre su facultad de conceptuar y su fa­ cultad de presentar y reflexionar la forma. El litigio se aferra a una especie de indiferencia de y a la materia, que hace un llamado a un juicio sin concepto, a un sentido común universalizable. Pero con lo sublime se toca el “sentimiento de una diferencia en el pensam iento”} 6 Es por eso que lo sublime que interesaba a Jean-Frangois Lyotard no es el de la intensificación de lo sensible por la creación de figuras, ya se

trate de los tropos del Pseudo-Longin o de la figura pictórica de Poussin o del Greco. A ese sublime de intensificación clásica o barroca, que procede en forma y “bloques de sensaciones”, Lyotard no dejó de oponer un sublime de retracto kantiano, que presenta lo innombrable y lo impresentable y remite a una estética de la desnaturalización de lo sensible propia de lo moderno. Porque en el fondo “lo que es presentable es inconveniente”. También desde Legons sur l’analytique du sublime, lo sublime abre a la diferencia, con el widerstreit de Kant. Algo mejor, la diferencia se desdoblará en sí misma en “diferencia en el sentimiento”: “El arte está allí y no allá, sobre el modo de una aparición que actúa por la apariencia”.17 Se comprende entonces por qué lo sublime elegido por Jean-Frangois Lyotard es de Kant. Porque sólo la retirada su­ blime anula la pantalla visual de Discours, figu re en un duelo de toda imagen y de todo figural. De ahí, la violencia de lo sublime, que no promete porvenir ni lo tendrá. Con él la obra pasa a lo fantasmal, a una mirada que permite su propia desprotección. En uno de sus últimos textos consagrados a los pasteles de Pierre Skira, el color ya no es más que un “caso del polvo”, un signo extenuado y magnificado, la vibración pura de un efecto óptico que se encubre en lo visual, como en las Vanidades.18 En el fondo, este sublime no puede ser sino la forma exacerbada de una melancolía ontológica del arte, nutrida por Freud y Shakespeare y cercana a la que él descu­ brió en el “sobrevivir” de Hannah Arendt. El arte no salva de nada y no abre a ninguna redención histórica o crítica. El arte es en el sentido que llega siempre demasiado tarde. ¿Pero entonces qué decir y cómo concatenar? ¿Cómo frasear y decidir que una obra es “sublime”? ¿Cuando se refie­ re a ella, como Newman o Rothko? ¿O cuando yo soy afectado al punto de convertirme en su víctima y reconocer una Deu­ da, que nunca podré pagar, porque se trata de la Libertad? Es por ello que el kantismo estético explícito de JeanFrangois Lyotard es siempre comparado con otra instancia, donde nos deslizamos insensiblemente hacia una ontología

no sensible del arte, pensada a partir de categorías freudianas o posfreudianas. La obra es “una anamnesia de lo visible” que se constituye sobre el modo del “fort-da” freudiano, por su modo alterno de aparecer-desaparecer. Por el arte, la re­ petición infantil o mortífera es suspendida en una gracia que puede ser la del ángel de Newman o la de Kleist. La alternan­ cia de ser y no ser se puede contraer en espasmos de “espa­ cio-tiempo-color” y alcanzar el alma-materia del color, antes de toda forma. Ciertamente, hoy día el arte ha sufrido una desublimación, incluso una desestetización, y toda obra “reciclada” en el proceso mundial de “culturizar” es amenazada con convertirse en una mercancía generalizada que parece privarla de todo cuerpo sublime y aureático. Pero en el fon­ do, el sistema de la posmodernidad capitalista fracasará siem­ pre en alguna parte. Es al menos lo que el texto de Jean-Frangois Lyotard, Lapeinture, anam nése du visible, nos da a leer. “Afortunadamente, ocurre que el sistema requiere de complejización y dejar de sí espacios abiertos al libre jue­ go de la ‘imaginación’.” Que entre más está, no está en el poder del sistema protestar por la deuda en apariciones contractada por el pensamiento-cuerpo.19 “Una deuda en aparición”, una deuda-diferencia, una deuda- blank, que la humanidad puede y no puede cumplir en su historia: tal sería quizás el estatus siempre amenazado del arte. Porque expresa la paradoja de la deuda, que es ser “una deuda de infancia”, de esa infancia “indeterminable”, siempre miserable y admirable. Un antidestino universalizable, pero que escapa a la historia, a su cronología y a sus deter­ minaciones lingüísticas establecidas. En ese sentido, la dife­ rencia del arte está por completo en su acontecimiento singular: “eso pasa” u “ocurre”. Ese acontecimiento no es el siempre nuevo del presente, ni lo incorporal estoico, ni el Ereignis de Héidegger. La obra atestigua un nacimiento, el de un “pensamiento-cuerpo”, y este pensamiento-cuerpo es “des­ bordamiento del cuerpo en sus bordes”, por torsión, profu­ sión o extenuación. Cito otra vez el texto sobre Karel Appel:

“La obra es siempre el cuerpo milagroso. El cuerpo no es santificado por la obra, es forzado en ella y por ella, forzado más allá de lo que es y de lo que puede, más allá de lo que se cree. Es torturado, sacrificado. La obra exige que él atesti­ güe sensiblemente, es decir, en su espacio-tiempo-materia, que él no es de este espacio-tiempo-materia. Él se tuerce bajo esta pasión”. También es esta misma pasión temporal, ese cuerpo de terror y de sublimidad, ese padecer deontologizante y sin remedio, que instituye el acontecimiento en una deuda de visión y de palabra. Deuda de tiempo, puesto que el tiempo de la actualización de la obra está siempre en espera y en reserva de su “fuera de tiempo”. Deuda de sensación, de un cuerpo en aparición epifánica o milagrosa. Deuda de len­ guaje también, puesto que toda deuda implica un “dirigirse a”, y un “usted está en deuda con”. La deuda en cuestión roza lo ético, pero no tiene nada que ver con el teatro genealógico de la deuda-resentimiento y culpabilidad de Nietzsche. Ella tampoco es mera obligación de la ley y del deber en el sentido kantiano. Es más bien una deuda en exceso, incluso una “excedencia” sobre toda la “náusea ontológica” de las imágenes y del siempre mostrar, siempre exponer, del Occidente. Porque la deuda nace aquí de una separación y de un desposeimiento. El “Yo-sin-mí” y el “Yosin-ti” se encuentran sometidos a un imperativo del tipo: “sé”. Llamado a la obra y llamado de la obra, una dirección tal permanece abierta e indefinida como el antidestino de Malraux. Eso explica quizá las dificultades finales para concatenar lo sublime del arte y la ontología del aconteci­ miento del “eso pasa”, incluso si una misma contracción del cuerpo y de presentación sensible, una misma “transfigura­ ción”, los habitan en el devenir-humano de lo inhumano. También me pongo a pensar que esta deuda de arte, ese “cuerpo milagroso”, proveniente de unforcing intratable, es cercano a lo que buscabaJean-Frangois en la última La Confession d ’A ugustin, cuando el anim us habla de su prueba, su fisura

y su esperanza: “La noche se oscurece entonces, justo alum­ brada por el pabilo de su esperanza. Porque tú, el acreedor, tú nos has dejado en prenda el pequeño pignus el crédito sobre el tiempo. Que es de la talla: por muy delicada que sea la esperanza, ella reinvierte el curso del tiempo, por una suerte de golpe previo, por la distorsión del mañana en hoy”.20 Es de esta deuda-torsión del mañana de la que quería dejar un testimonio aquí. Una tarea infinita, con su afectivi­ dad blanca, su compartir amistad y humor, su “pabilo de la esperanza”. Y con toda esta hacha de arte y de pensamiento que tú veías, Jean-Frangois, en Kafka:“Un libro debe ser un hacha para el mar congelado en nosotros”.

Notas 1 “Nécessité de Lázaro”, en: Les Nuits, Albert Ayme, Traversiére, 1995. 2 “Des traces diffractées”, en: Bracha Lichtenberg Ettinger, Halala-Autistwork, Jerusalén, The Israel Museum, 1995, p. 93 Lbid., p. 13. 4 L’Lnhumain, París, Galilée, 1988, p. 90. 5 “La peinture, anamnése du visible”, en: Misére de la philosophie, París, Galilée, 2000, p. 109. La primera versión del texto data de 1993, facilitado durante el coloquio organizado en San Petersburgo por Olessia Tourhina y Viktor Mazin. 6 Quepeindre? Adami Atakawa Burén, París, La Différence, 1987, p. 60. 7 Sobre esta “energética” plástica del ojo y sobre el destino de la figura, cf. Discours, figure, Klincksiek, 1971, pp. 11 y 271. 8 Halala-Autistwork, op. cit. p. 9. 9 Discours, figure, p. T il. 10 Lectures d ’enfance, París, Galilée, 1991, p. 123. 11 Karel Appel, un geste de couleur; texto francés comunicado que está por aparecer en lengua francesa. Actualmente está disponible en alemán: Karel Appel: ein Farbgestus, Gachnang & Springer Verlag, 1998. 12 Que peindre?, p. 94. 13 Lbid, p. 89. 14 Sobre esta cuestión, cf. Michel de Certeau, Lafable mystique, Gallimard. 15 La distinción entre litigio y diferencia (cf. Le Différend, Minuit, 1983) es retomada y desarrollada aquí, en Karel Appel, a propósito de la diferencia entre bello y sublime.

16 Karel Appel, op. cit. 17 Ibid. 18 “Parce que la couleur est un cas de la poussiére” [“Porque el color es un caso del polvo”], en: Misére de lapbilosophie, París, Galilée, 2000. 19 Op. cit., p. 115. 20 La Confession d ’Augustin, París, Galilée, 1998, p. 81.

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L y o t a r d y n o so tro s 1 Jacques Derrida

Cuando, sobrevivimos, y nos vemos privados en lo sucesivo de dirigirnos a l amigo, al amigo mismo, estamos condenados a hablar solamente de él, de lo que fue, pensó, escribió. Esta ocasión también es de él de quien tendremos que hablar. Es de él que se oye hablar, sólo de él, sólo en su favor. Pero ¿cómo puede el sobreviviente hablar con amistad del amigo sin que un “nosotros” indecentemente se insinúe, in­ cesantemente se instituya? ¿Sin que ese “nosotros” exija, en nombre de la amistad, hacerse escuchar? Porque al callar o al prohibirse el “nosotros”, provocaríamos al mismo tiempo otra violencia y no menos hiriente; la injusticia sería al menos igual a la que implica decir otra vez “nosotros”. ¿Quién puede atreverse a decir un “nosotros” sin tem­ blar? ¿Quién puede suscribir un “nosotros”, un “nosotros su­ jeto” con el nominativo, el we inglés, o un “nosotros” acusativo o dativo, el us inglés? En francés, es un solo “nosotros”, aun­ que el segundo se refleje en el primero: “nosotros, nos”; sí, nosotros nos hemos encontrado, nosotros nos hemos habla­ do, escrito, nosotros nos hemos escuchado, nosotros nos he­ mos amado, nosotros nos hemos puesto de acuerdo, o no. Suscribir un “nosotros” puede ya parecer imposible, excesi­ vamente pesado o ligero, siempre ilegítimo entre los vivos. ¿Cuánto más aún por parte de un sobreviviente hablando de su amigo? A menos que una cierta experiencia del “sobrevi­ vir” pueda dar nos, al margen de la vida y de la muerte, lo que sólo podría dar, dar al “nosotros”, sí, a saber, su primera

vocación, su sentido o su origen. Su pensamiento quizás, el pensam iento mismo. Aún a último momento, me solicitaron un título para esta sesión, yo rondaba en torno de estas palabras del inglés o del francés, we, nous, “sí, nosotros”,2 pero algo en mí no pudo, no deseaba, sin duda, detener el movimiento. Es im­ posible sostener la firme autoridad que ostenta todo título, por breve que sea, aunque conste sólo de algunas palabras, como “sí, nosotros”. No adelanto aquí ningún título. No ten­ go ninguno. Pero ustedes saben bien que el “nosotros” fue uno de los desafíos más delicados en el pensamiento de JeanFrangois Lyotard, y principalmente en Le Différend. Haga­ mos como si para nosotros no tuviera que haber título, allí incluso donde “Lyotard y nosotros, por ejemplo, no hubiera esbozado quizá la frase más injusta, una frase con la que habría que correr el riesgo, actuar o desbaratar. “No habrá duelo”, escribió un día Jean-Frangois Lyotard. Eso fue hace unos diez años. Nunca me atrevería a decir, pese a algunos indicios que precisaré enseguida, que él me escribiese esta frase. Pero es seguro que él nos la dirigió. Ese día, en el singular lugar donde publicó esta frase, fingía sin parecer fingir. Ese lugar fue una revista filosófica. Quizá fingía que fingía. Fingía, al mismo tiempo, que se diri­ gía a mí y fingía que se dirigía a otra persona, incluso a cualquier otra. Quizás a ustedes, quizás a nosotros. Nada podría establecerlo de manera irrecusable. Fue como si al dirigirse a mí, se dirigiera a otro, o como si al dirigirse a no importa quien, él me confiara también esto: “no habrá duelo”. Escribió entonces lo que debía y como se debía para que la identidad del receptor se disfrazara, para que el domi­ cilio de algún destinatario no pudiera nunca ser probado, lo que se llama probado, ni siquiera por quien firmaba el texto: ni públicamente declarada, ni suficientemente manifiesta por sí misma, ni interrumpida por alguna conclusión en el proce­

dimiento de un juicio teórico y determinante. Por ello inclu­ so planteaba públicamente, a plena luz y prácticamente, a propósito del duelo, la cuestión de las sabidurías o la cues­ tión sobre las sabidurías, a saber, en este espacio kantiano que labró, surcó y resembró, la cuestión del lenguaje racio­ nal y de su destino en el espacio público. “No habrá duelo” fue entonces como un aforismo en perdición, una frase entregada, abandonada, cuerpo y alma expuestos a la dispersión absoluta. Si el tiempo del verbo, “no habrá duelo”, es claramente un futuro, nada de lo que precede y sigue a esta frase permite decidir si la gramática de ese futuro es la de una descripción o la de una prescripción. Nada permite cortar entre, por una parte, la previsión de un “así será” (no habrá duelo, el duelo no tendrá lugar, no se proyectará sobre todo, no habrá signos ni trabajo de duelo) y, por otra parte, la orden o la prohibición de un imperativo implícito, la prescripción “es necesario que así sea”, “no debe haber duelo”, signo o trabajo de un duelo organizado, con­ memoración instituida, incluso el deseo normativo de un “más vale que no haya duelo”. ¿La institución del duelo no correría el riesgo de sellar el olvido? ¿De proteger contra la memoria en lugar de conservarla? Estas hipótesis permanecerán abiertas para siempre: ¿ésa es una previsión o una prescripción?, ¿una orden, una prohi­ bición o un deseo? Todos los “como si” de esas hipótesis se suspenden, por añadidura, alrededor de una negación. Hay que esperar, de inicio, pasar por el duelo, a través del senti­ do de la palabra “duelo”, en la duración del duelo, adecuar a su sentido, a su esencia, según la visión misma de lo que será o debe ser; hay que franquear antes que nada ese um­ bral y comprender el sentido de lo que sería o debiera ser un duelo digno de ese nombre y qué debería en consecuencia, o de inmediato, pero en segundo tiempo, afectar tal duelo, ese sentido del duelo de una negación, de un “no”. Duelo, no habrá. “No habrá duelo”. I ln y’ a u rap a s de deuil, el “de” francés, el artículo partitivo, artículo de la muerte y del duelo

(no duelo), es también desconcertante en la sintaxis de esta frase extraordinaria: del duelo no habrá, en absoluto, ni poco ni mucho, ni totalmente ni en parte, por poco que sea; pero tam­ bién, puesto que del duelo no habrá, no habrá el duelo. Punto. ¿Pero hubo alguna vez duelo... del duelo?, ¿existe un duelo? ¿Se presenta alguna vez? ¿Responde a una esencia? La autoridad misma de la aserción, “no habrá duelo”, puede incluso, en su abandono descontextualizado, llevar a pensar que Jean-Frangois habría querido también exponerla a una pregunta analítica. ¿Qué se dice, en resumen, qué se quiere decir cuando se avanza, así, en una frase suspendida, “no habrá duelo”? La imposibilidad de asignar algún destinatario único a esta frase es también la imposibilidad probablemente calcu­ lada de tener un contexto, con el sentido o el referente del enunciado —que por otra parte, más que un discurso, antes de ser una enunciación, forma y deja una huella—. Es impo­ sible describir un contexto cuyas orillas sean seguras. Ningu­ na orilla es dada, no hay una ribera para llegar o hacer llegar esta frase. Diré más tarde cuál era el contexto al menos apa­ rente o manifiesto de esta declaración púdica pero pública y publicada. Pero justamente, aunque yo haya aportado a ese respecto algunas aclaraciones superficiales, el contexto no existirá, porque está muy lejos, saturado, saturable, guarda­ do en sus orillas. Pensemos entonces: “No habrá duelo” habría podido ser una repetición apocalíptica, la cita oculta o actuada del Apocalipsis de San Juan; “ultra non erit... luctus, ouk estai eti...p en thof \Dios borrará toda lágrima de sus ojos. La muerte no existirá. Duelo, grito ni dolor, ya no serán, porque el primer universo (las primeras cosas del mundo) se ha ido (qu iaprim a abierunt, oti taprota apelthan). Este eco de apo­ calipsis (ultra non erit luctus, ouk estai etipenthos...) está infinitamente lejos de agotar las palabras de Jean-Frangois Lyotard; pero este eco no puede dejar de acompañar, como un doble precursor, como una memoria furtiva, clandestina y

previsora, ese “no habrá duelo”. Se podría decir que este eco espectral ronda como un ladrón de apocalipsis, conspira en el soplo de esta frase, regresa a hechizar nuestra lectura, respira por adelantado. Como lo hará con ese “no habrá due­ lo” que, sin embargo, Jean-Fran^ois habrá firmado, solo. Hace un instante expuse la hipótesis, ella misma inesta­ ble, de que ese “no habrá duelo” podía no ser una frase constativa sino normativa o prescriptiva. Ahora bien, “nor­ mativa” o “prescriptiva” no significa lo mismo. Le D ifférend3 nos propone distinguirlas. A propósito del “nosotros” des­ pués de Auschwitz, Jean-Frangois Lyotard insiste una vez más en la heterogeneidad de las frases y más precisamente en la diferencia sutil entre una frase normativa y una frase prescriptiva. Mientras que la frase normativa “se parece a una performativa” y “efectúa” por ella misma, en sí misma, en su inmanencia, “la legitimación de la obligación, formu­ lándola”, la prescriptiva exige una frase ulterior, una frase de más. Esta frase de más, para el destinatario, retorna aquí para el lector; es para él, entonces, aquí para nosotros, qué regre­ sa de encadenar, aunque sea como se dijo, con una “última frase”. “Es por eso —dijo Jean-Fran?ois Lyotard— que se tie­ ne la costumbre de decir que la obligación implica la libertad del obligado.” Y de agregar, lo imagino sonriendo maliciosa­ mente en el momento de escribir esta advertencia sobre la libertad del obligado y de jugar con las comillas: “Es una ‘advertencia gramatical’ [entre comillas, obsérvenlas], se re­ fiere al modo de concatenamiento que es establecido por la frase ética”. Si se entiende como una obligación, la frase éti­ ca “no habrá duelo” supone, de manera casi gramatical, en­ tonces, que una frase viene en respuesta por parte de algún destinatario. Anticipadamente ella lo evoca. Yo me hubiera dejado llevar por esta última recomen­ dación, por tal “obligación”, si la frase “no habrá duelo” fue­ ra determinable como x frase constativa, normativa o prescriptiva, o si se pudiera identificar, por vía interna o ex­ terna, a su destinatario. Ahora bien, no solamente no es el

caso, sino que esta frase, a diferencia de todos los ejemplos de normativas o prescriptivas que da Jean-Frangois Lyotard, no admite ningún pronombre personal. “No habrá duelo” es una frase impersonal, sin yo, ni tú, ni ustedes, ni nosotros, ni él ( o ellos) ni ella (s). Esta gramática la distingue de todos los ejemplos que da Le D ifférend en el análisis al cual acabo de hacer alusión. No supe entender, en su momento, esta frase sin pro­ nombre personal, eso fue hace cerca de diez años, en un número de la Revue philosophiqu e donde Jean-Fran^ois Lyotard fingía dirigirse a mí fingiendo no dirigirse a mí —o a cualquiera— o a nadie. Como si duelo tuviera que hacer de destinatario de esta frase que dice “no habrá duelo”. El lector debe guardar duelo a su deseo de saber a quién va destinada esta frase, y sobre todo a la posibilidad de ser, él o ella, o nosotros, los destinatarios. La legibilidad lleva este duelo: una frase puede ser legible, ella debe poder serlo, hasta cier­ to punto, sin que el lector, la lectora y quizá ningún lugar de lectura pueda asumirse como la última instancia destinataria. Sin duda ese duelo da la primera oportunidad y la terrible condición de toda lectura. Hoy no lo sé más, todavía no sé leer esta frase de la que sin embargo no me puedo desviar. No puedo despren­ der mi mirada. Me tiene. No me deja, incluso ahí donde no me necesita como destinatario o como heredero, allí mismo donde está hecha, justamente, para pasarse de mí tan rápido que no pasa por mí. Voy entonces a tornar y a retornar alre­ dedor de esas tres palabras cuya trenza no se deja encade­ nar, cuya cadena no se acerca a ningún contexto bastante apremiante, como si corriera el riesgo de estar para siempre, según un riesgo calculado por Jean-Frangois Lyotard, dedica­ da a la dispersión, a una disipación, incluso a una indecibilidad tal, que el duelo del que habla se vuelve de inmediato hacia el murmullo mútico de estas palabras. Esta frase se conlleva a sí misma, se retiene o se retira, no se le puede comprender ni se puede permanecer sordo ante ella, ni descifrarla ni de­

jar de comprender algo, ni conservarla ni perderla, ni en sí ni fuera de sí. Es de esta frase misma, del fraseo de esta frase sin categoría, que deriva lejos de las categorías analizadas por su autor mismo, que uno se sentiría llevado a hacer su duelo ahí mismo donde nos dice este fraseo: de mí no habrá duelo. De mí —dice—, de mí, dice en todo caso el fraseo de la frase, ustedes no harán su duelo. Sobre todo, ustedes no organizarán el duelo, menos aún lo que se llama el trabajo del duelo. Y por supuesto el “no duelo”, dejado a él solo, puede significar la imposibilidad para siempre de hacer due­ lo, lo inconsolable, lo irreparable que ningún trabajo de due­ lo vendrá nunca a curar. Pero el “no duelo” puede, por lo mismo, oponer el testimonio, la prueba, la protesta —o la rebelión ante la idea misma de testamento— a la hipótesis de un duelo que guarda siempre en sí, nosotros lo sabemos, ¡lástima!, una fase nega­ tiva, a la vez laboriosa, culpable y narcisista, reactiva, vuelta de lado de la melancolía, si no es que de la envidia. Y cuando se acerca a la fiesta o al wake, se corre el riesgo de lo peor. A pesar de todo lo que acabo de decir, y que reafirmo, de la ausencia de destinatario, revelada por una frase que no me estaba destinada, sobre todo en un contexto donde po­ dría, sin embargo, parecer estarlo, no me pude defender ante una tentación: la de imaginar a Jean-Frangois apostando un día de 1990 esta frase: “no habrá duelo”, que la escribió leyéndola, que leí yo mismo en cierto modo en 1990, ¡y bien!, un día, llegado el momento, uno de nosotros dos (¿pero cuál de los dos?) debería releerla, de la misma manera y de otro modo, para sí y en público. Porque esta frase está publicada se mantiene pública, aunque no sea seguro que su publici­ dad la agote y que no oculte una cripta en la que no será nunca enterrada. Como si, publicada, permaneciera todavía absolutamente secreta, privada o clandestina —tres valores (lo secreto, lo privado y la clandestinidad) que yo distinguiré cuidadosamente—. No que esta frase sea testamentaria. Ten­ go a toda frase por virtualmente testamentaria, pero no me

cansaré de reconocerla, so. pretexto de que nos diga algo de la muerte del autor, alguna especificidad de voluntad última, las instrucciones de un mortal, aún menos de un moribundo. Ella nos dice sobre todo algo del testamento —y que quizá la he­ rencia más fiel prescribe la ausencia de testamento—. Por ello, ella dice más, dicta quizás otro “no habrá duelo”. No se de­ bería decir adiós al amado o al amigo ni guardarles duelo. Abandono, aunque provisionalmente, esta frase insólita. Ella conservará toda su reserva. La dejo por un tiempo con el extraño sentimiento de que un día me fuera confiada, diri­ giéndose intensamente, directamente, inmediatamente, a mí, al tiempo que no se me confiere ningún derecho sobre ella, sobre todo el derecho del destinatario. Aquél que la firmó me observa aún con una atención a la vez vigilante y distraída. Al leer a Jean-Frangois Lyotard, al releerlo intensamente hoy, creo ver venir una pregunta que conservaría en él una virtud insólita, una potencia que algunos se apresurarían quizás a llamar renovadora, una fuerza que yo creo también radical­ mente perturbadora. Si dijera que es subversiva, no sería por abusar de una palabra fácil sino para describir en su literalidad trópica (trópica, es decir, revolvente, como la manivela de un remolino o de un tormento), para dibujar en su letra figural, entonces, un movimiento que viene a hacer girar, evolucio­ nar, revolucionar, revertir desde abajo —como debería hacer toda subversión—. El efecto de esta cuestión no se propaga­ ría al infinito desde un centro del pensamiento, pero si se quiere a cualquier precio mantenerse cerca de un centro, sería aquí el de un torbellino, de un abismo abierto como un ojo mudo, una mirada mútica, como a Jean-Frangois Lyotard le gustaba decir de la música, un ojo de silencio, incluso si hace hablar y manda tantas palabras que se apresuran al orificio de la boca. Sería un ojo de huracán. Esta cuestión, a fuerza de vértigo, este pensamiento en el “ojo del huracán”, no sería la del mal, ni siquiera la del mal radical. Sino peor, sería la de lo peor. Cuestión que algunos

juzgarían no solamente apocalíptica sino propiamente infer­ nal. Y el ojo del huracán, la hipérbole de lo peor no es ajena sin duda, en su movimiento excesivo, en la violencia de su soplo, a lo que aspira desde abajo, haciéndola girar sobre sí misma, la frase “no habrá duelo”. Que no haya duelo, ¿está mal?, ¿está bien?, ¿es mejor? ¿O es todavía peor que el duelo, como el duelo sin duelo del duelo? En dos ocasiones al menos, el pensamiento de lo peor es nombrado furtivamente en Le Différend. Primero en oca­ sión de esta cita de Adorno: “Es un nuevo horror el de la muerte en los campos de concentración: desde Auschwitz, tener miedo a la muerte significa tener miedo de algo p eor que la muerte”.4 Subrayo la palabra “peor”, ese comparativo que se torna tan pronto en el superlativo hiperbólico. Hay algo peor que el mal radical, pero no hay nada peor que lo peor. Habrá entonces algo peor que la muerte, en todo caso, una experiencia que, al llevar más allá de la muerte y hacer más daño que ella, sería desde luego desproporcionada res­ pecto de aquello mismo que se concede tan fácilmente al día siguiente de la muerte, a saber: el duelo. Un poco más lejos, segunda ocurrencia de lo peor, y se trata otra vez de los sobrevivientes de Auschwitz, de la imposibilidad de atesti­ guar, de decir “nosotros”, de hablar en la “primera persona del plural”. Jean-Frangois Lyotard se pregunta entonces: “¿Se tratará de una dispersión p eor que la diáspora, la de las fra­ ses?”.5 Lo que parece sobrentenderse es que la dispersión de la diáspora no es más que un mal a medias; es apenas una dispersión —y la dispersión no es en sí el mal absoluto— . Desde el momento en que recibe un nombre propio, incluso un nombre nacional, ese nombre histórico, la diáspora, inte­ rrumpe la dispersión absoluta. Los judíos de la diáspora for­ man o piensan aún formar una comunidad de la diáspora; están unidos por el principio de la dispersión, el exilio origi­ nario, la promesa, la idea de regreso, Jerusalén, si no Israel, etcétera. Mientras que la dispersión de las frases sería un mal peor que el mal, puesto que lo que les falta para siempre, y

tal es lo que afirma Le Différend, es el horizonte mismo de un sentido consensual, de una traducibilidad, de un posible “traducir” (me sirvo de este verbo en infinitivo por una razón que aparecerá en un instante). Lo que le falta a esta disper­ sión de las frases, a ese mal peor que el mal, es el horizonte, incluso la esperanza de una puesta en sentido común de su dispersión misma. Lo que se marca en ese peor es aparente­ mente lo diferente como diferencia por siempre entre el daño y el litigio, por ejemplo. Pero volveremos a eso, quizás haya aún algo peor que ese peor. No es seguro que lo “peor” sea alguna cosa. Que se presente alguna vez, actualmente, esencialmente, sustancial­ mente, como algo que “es”. Se puede dudar entonces que se derive de una cuestión ontológica, pero yo no exigiría me­ nos, para aparentar empezar: “¿Qué es lo peor? ¿Hay una esencia de lo peor? ¿Acaso lo peor significa otra cosa, y es peor que el mal?”.6 Yo quería primero, por razones que dejo esperar, ro­ dear de algunas frases la vieja palabra duelo. Como si lo citara, pero acabo de citarlo y lo volveré a citar. Hay momentos en que, duelo obliga, uno cree que debe declarar sus deudas. Se cree deber al deber decir lo que se debe al amigo. Ahora bien, la conciencia de tal deber podría parecer insostenible e inadmisible. Insostenible para mí como lo hubiera sido, creo, también para Jean-Frangois Lyotard. Insostenible sin duda, indigna de eso mismo a lo que cree aún rendirse sin condición, lo incondicional pasando quizá siempre por la prueba de la muerte.7 Inadmisible no porque costara trabajo reconocer sus deudas o el deber de sus deu­ das, sino simplemente porque al declararlas así, sobre todo cuando el tiempo está contado, uno podría fingir detenerlas y calcular la suma, afectando entonces estar en posición de decirlas, de medirlas e incluso de limitarlas, más gravemente aún de pagarlas con el acto mismo de la exposición. Por sí mismo, un reconocimiento de la deuda tiende a anularla ya

en una negación. La conciencia agradecida, toda conciencia incluso, pertenece quizás a una negación de sacrificio: la conciencia en general sería quizá la negación sacrificante y dolida, del sacrificio que lleva en duelo. Es por eso quizá que no hace falta, no habrá duelo. Yo quería también, por razones que aparecerán sin duda más tarde, rodear con una frase a la vieja palabra “guardar1'. Como si la citara y la citaré. Porque la deuda que me liga a Jean-Frangois Lyotard sé que es de cierto modo incalculable, tengo conciencia de ello y quiero que así sea. La reafirmo incondicionalmente —pre­ guntándome al mismo tiempo, en una especie de desespera­ ción, por qué el compromiso incondicional no liga así más que con la muerte, a aquél o aquélla a quien le llegó la muerte, como si lo incondicional dependiera aún de la muerte absoluta, si hay alguna vez, la muerte sin duelo: otra inter­ pretación de “no habrá duelo”— . La deuda, entonces —no empezaré a hacer cuentas, a hacer la cuenta— trátese de la amistad, de la filosofía o de aquello que ligando la amistad con la filosofía, nos conservara juntos a Jean-Frangois y a mí (conservándonos juntos sin sincronía, sin simetría, sin reci­ procidad, según la dispersión reafirmada), en tantos lugares y tanto tiempo que los contornos mismos han permanecido para mí siempre incircunscritos. Tampoco soy capaz, aquí de mi propia memoria, ni de hacer el recuento de lugares, oca­ siones, personas, textos, pensamientos, palabras que, sabién­ dolo o no, nos mantuvieron juntos, aún hoy, juntos separados, juntos dispersos en la noche, juntos invisibles el uno al otro, al punto en que el sentido de ese estar juntos no está ya más garantizado cuando, entre tanto, nosotros estábamos segu­ ros, yo estoy seguro que nosotros estamos juntos, pero segu­ ros de eso que no es ni una garantía ni la seguridad de una certeza, ni incluso un conjunto (no se está nunca junto en un conjunto, porque el conjunto, la totalidad que se dice bajo ese nombre, el conjunto, es la primera destrucción de lo que el adverbio juntos puede querer decir: para estar juntos, so­

bre todo, no hay que estar en un conjunto). Pero seguros de estar juntos sin ningún conjunto nombrable, nosotros lo está­ bamos, antes incluso de haberlo decidido, y seguros de una fe, una especie de fe, en la que quizá convenimos juntos, según la cual íbamos juntos. Una fe , porque como aquéllos o aquéllas a quienes gusto en llamar mis mejores amigos, JeanFranfois lo sigue siendo también, de alguna manera, por siempre desconocida e infinitamente secreta. Acabo de rodear la vieja palabra “fé ' con algunas frases por razones que sin duda aparecerán más tarde. Como si la citara, y lo citaré. Para liberarme, y a ustedes también, del pathos narcisista en el que compromete tal situación, la exhibición de un tal “nosotros”, yo soñaba con ser capaz de otra alternativa. So­ ñaba con evitar el género en general y, sobre todo, dos géneros de discurso —y dos maneras insoportables, insoportablemente presuntuosas, de decir “nosotros”—. Quería evitar, por una parte, el homenaje esperado al pensamiento de Jean-Franfois Lyotard, un homenaje en forma de contribución filosófica digna de uno de esos coloquios innumerables en los cuales nosotros participamos juntos. Jean-Frangois y yo, en tantos lugares, ciudades y países (y aquí mismo, en este Colegio, que me resulta tan querido por haberlo desde el origen, con él, deseado, habitado, compartido, al igual que los lugares más lejanos, una casa, por ejemplo, sobre el muro del Pacífico). De este homenaje en forma de contribución filosófica me siento incapaz hoy y la obra de Lyotard no necesita de mí para eso. Pero yo quería además evitar el homenaje en forma de testi­ monio personal, siempre un poco reapropiante, y que corre siempre el riesgo de ceder a esa forma indecente de decir “no­ sotros”, o peor: “yo”, ahí donde el primer deseo sería dejar la palabra a Jean-Frangois, leerlo y citarlo, sólo a él, retirándo­ se, pero sin dejarle así, no obstante, la palabra; dejarlo solo, lo que sería otra manera de abandonarlo. Doble conmina­ ción, por lo tanto, contradictoria y sin piedad. ¿Cómo dejarlo solo sin abandonarlo? ¿Cómo hacer entonces, sin traicionar

de nuevo, para desautorizar el acto de memoria narcisista y desbordada de recuerdos, para llorar o hacer llorar? Acabo de rodear estas palabras “llorar” y “hacer llorar” por razones que aparecerán más tarde. Como si las citara, y las citaré. Decidido a no ceder ante ninguno de esos dos géneros, a ninguno de esos dos “nosotros”, apremiado por huirles, sabiendo sin embargo que uno y otro me alcanzarían a cada instante, resignado a debatirme en tal fatalidad, a fracasar ante ella, al menos para tratar de comprenderla, o madurarla, pensé primero en retomar una conversación conJean-Frangois, dirigiéndome a él como si estuviera allí. Afirmo que es com o si él estuviera allí, en mí, cerca de mí, en su nombre, sin enga­ ñarme siquiera ni engañar a nadie con ayuda de ese “como si”, recordando que él no está aquí, pero que a pesar de sus modalidades y sus necesidades y sus cualidades diferentes, entre esos dos saberes incompatibles pero igualmente irrecusables (aquí, él está aquí y no está aquí, en su nombre y más allá de su nombre) no hay transacción posible. Y lo que me hubiera gustado a la vez descubrir e inventar es el lenguaje más justo, el más fino, más allá del concepto, para hacer más que describir y analizar sin complacencia eso mis­ mo, lo más concretamente, lo más sensiblemente del mun­ do, a saber que Jean- Franfois está allí, nos habla, nos ve, nos escucha, nos responde, y que nosotros podemos saber­ lo, sentirlo y decirle sin injuriar ninguna verdad de aquello que se nombra la vida, la muerte, la presencia, la ausencia. Y nada lo prueba mejor que este hecho: quiero dirigirme tam­ bién a él, aquí, sin saber todavía si debo hablarle de “usted”, como lo hice siempre, o de “tú”, y todavía necesito un poco de tiempo para eso. Más tarde, quizá. Ese tiempo incluso, ese porvenir, anuncia quizá la prueba de la cual hablo. Y la pregunta que me planteo temblando, a continuación, es la de cierto derecho, siempre improbable, es decir, rebelde a la prueba, si no a la fe, cierto derecho a decir

“nosotros”. Jean-Frangois, nosotros lo escucharemos, esboza una especie de respuesta a esta pregunta, pero no es fácil ni dada de antemano. Pensé entonces en retomar cierta conversación interrum­ pida, la más extraña de todas. Todas nuestras conversacio­ nes fueron extrañas y cortadas, y por otra parte todas las entrevistas han terminado, nada es más infinito que una en­ trevista y es por eso que las entrevistas o, como él prefería decir, las “discusiones” no se acaban con la interrupción. Pensé entonces en proseguir en mi interior, pero tomándolos por testigos, un intercambio que llegó a su fin, no con la muerte de Jean-Frangois sino mucho antes, sin otras razones que las que cortan el aliento a todas las palabras terminadas. Y pensé entonces en reanudar ese hilo quizá para declarar, entre tantas otras, una deuda en la cual nadie hubiera pensa­ do, ni siquiera Jean-Frangois, ni yo, en verdad, hasta este día. Sin embargo, en lo que se refiere a tantas otras deudas que nos ligan, ustedes no tienen necesidad de mí, éstas se pue­ den leer en varios textos publicados. Traté entonces de seguir un hilo de memoria. Y el re­ cuerdo en espera de lo que podría, un día, llegar a la memo­ ria. Lo que me guió entonces, más o menos oscuramente, fue un entrecruzamiento de motivos cuya economía me pa­ reció bastante necesaria cuando creí ver trenzarse en silencio la mayoría de los hilos de la frase “no habrá duelo”. Primero el hilo de la singularidad, del acontecimiento y del destino —del a quien eso ocurra—; luego el hilo de la repetición, es decir, el de la iterabilidad intrínseca de la frase que divide la destinación, la suspende, entre presencia y ausencia, más allá de una y de otra, de una iterabilidad que, dividiendo la destinación, escinde la singularidad: desde que una frase es iterable, y ella lo es inmediatamente, puede cortarse de su contexto y perder la singularidad de su dirección de destino. Una maquinaria técnica le inspira anticipadamente la unici­ dad de la ocurrencia y la destinación. La trenza de esos hilos (la máquina, la repetición, la oportunidad y la pérdida inex­

tricable de la singularidad destinal) es lo que quisiera con­ fiarles con este recuerdo. Elección más fácil, y más sonriente, más púdica, más acorde con el pudor de adolescente que marcó siempre, de ambos lados, nuestra amistad. Ese pudor se marcaba con un rasgo que titubeaba sin duda y dejaba indecidida su singularidad destinal. Quiero hablar del tuteo que, en un círculo de viejos amigos donde casi todo el mun­ do se tuteaba (pienso en particular en el Colegio), lo evita­ mos siempre entre nosotros por una especie de común acuerdo tácito. Mientras que nosotros tuteábamos a la mayo­ ría de nuestros amigos comunes, que se tuteaban entre ellos y por lo tanto nos tuteaban también después de un tiempo indeterminable (es por ejemplo el caso de Philippe LacoueLabarthe y de Jean-Luc Nancy, pero de otros también), pues bien, a través de décadas, Jean-Frangois y yo habíamos, no evitado sino, precavidamente, cuidado de no tutearnos. Ese hecho habría podido manifestar otra cosa, además de la difi­ cultad constitutiva que tengo para tutear, ciertamente en un grado más grave que Jean-Fran^ois. Eso hubiera podido sig­ nificar solamente la distancia cortés, incluso esa clase de neu­ tralización de la singularidad íntima, de la intimidad privada, en la casi generalidad plural y conveniente del “usted”. Pero no, si ello tradujera de alguna manera un respeto que tiene también en respeto, el carácter excepcional de ese “usted” le confiaría, por el contrario, una suerte de valor transgresivo, como el uso de un código secreto que no estaba reservado más que para nosotros dos. Y de hecho, un día, alguien en el Colegio se sorprendió ante nosotros (¿cómo después de tan­ tos años todavía se hablan de usted?, ¡ustedes son los únicos que se hablan así aquí!). Todavía escucho a Jean-Frangois ser el primero en replicar y protestar sonriendo, con una sonrisa que me gustaría imitar y que ustedes conocen bien, articu­ lando enseguida eso que yo tuve de inmediato como una verdad y siempre le he estado agradecido por haberlo visto y dicho justamente: “Ah, no —dijo más o menos—, déjenos conservar eso, ese ‘usted’ sólo nos pertenece a nosotros, es

nuestra señal de reconocimiento, nuestra lengua secreta”, y yo lo aprobé en silencio. Desde entonces fue como si el “usted” entre nosotros se volviera un privilegio de elección: “nosotros nos reservábamos el ‘usted’; nosotros nos decía­ mos ‘usted’, fue nuestro anacronismo compartido, nuestra excepción en el tiempo.” Ese “usted” entre nosotros pertene­ cía desde entonces a otra lengua, como si diera el paso en contrabando gramatical o en contravención con los usos con­ venidos, a la señal idiomática, al shibboleth de una intimidad oculta, clandestina, codificada, retenida, tenida discretamen­ te en reserva, callada. Entre otros tantos signos de esta complicidad jocosa, signos que hablaban en silencio como guiños, me hubiera gustado también recordar los momentos en que Jean-Frangois se burlaba de mí fingiendo imitar el acento o gesto argelinopied-n oir que podía reconocer en mí precisamente porque él también había tenido, como ustedes saben, su momento en Argelia. Tarde he aprendido el amor extraño que compartía conmigo por aquél a quien siempre tengo tendencia a recor­ dar en su Argelia natal, San Agustín. Nosotros fuimos en los tiempos de esas dos memorias, según una anacronía de quince siglos, una especie de compatriotas argelinos por alianza. Pero si recuerdo lo que fue dicho y callado en ese tú no dicho, es porque el escrito del que extraje hace un momento la frase “no habrá duelo” trae al escenario este secreto del “tú” y del “usted”. Es un texto intitulado “Notas del traduc­ tor”, en el artículo “duelo”, que aparece en el número de una revista,8 que me ha sido como se dice, ¿me atreveré a decir­ lo?, “consagrada”. Jean-Frangois Lyotard juega a responder a los textos que yo había, a petición suya, escrito en 1984 para la gran exposición Les Immatériaux. En lugar de decir más, principalmente sobre los azares calculados para esta exposición y sobre la oportunidad que me dieron a invitación de Jean-Fran^ois Lyotard, recuerdo esa hermosa ocasión maquinada de enseñar a mi cuerpo que se negaba a utilizar un procesador de textos, bajo cuya de­

pendencia me encuentro desde entonces, evoco entonces en lugar de los grandes relatos sobre las deudas mayores, esta deuda aparentemente menor de la que Jean-Frangois quizá nunca se enteró, porque yo nunca supe si él utilizaba una máquina de escribir o una computadora. Esta deuda fue de apariencia técnica o maquinal, pero en razón de esta supre­ sión tecnomaquinada de la singularidad y por lo tanto de la unicidad destinal, su lazo esencial les aparecerá muy pronto con la frase con la que tuve que partir, porque antes que nada ella me rodea y me confirió por anticipado el “no habrá duelo”. Regreso entonces a este gran tema del tuteo. Noso­ tros nunca nos tuteamos, pero en el texto serial que escribí para Les Lnmatériaux (y que consistía en definir en una red informática, en el transcurso de una discusión más o menos virtual sobre las primeras computadoras Olivetti, con 26 invi­ tados de Jean-Frangois —corpus más tarde publicado con el nombre de É’p reuves d ’écriture— una serie de palabras, mo­ tivos, conceptos, cuyo léxico había sido establecido por JeanFrangois) yo jugué con el tuteo sin destinatario asignable, sin dejar al lector o a la lectora la posibilidad de decidir si ese tuteo alcanzaba singularmente a la instancia receptora o lec­ tora —dependiendo de quién fuera el que llegara a leer— en el espacio público de la publicación, o bien, una cosa muy diferente, a tal o cual destinatario(a) privado (a), incluso críptico; le lanzaba el desafío de todos esos procedimientos a la vez sofisticados e ingenuos con los que pretendía, entre otras cosas, hacer temblar —y a veces temblar de miedo— al límite, al mismo límite de todas las fronteras, por ejemplo, entre lo privado y lo público, lo singular y lo general o lo universal, lo íntimo y lo de afuera, etcétera. Y al hacer esto fingía poner algún destinatario al que tuteaba, mediante el desafío de traducirla carta idiomática de mis frases, de tra­ ducirla a otra lengua (traducción interlingüística, como diría Jakobson) o incluso traducirla a la misma lengua (traducción intralingüística) o incluso a otro sistema de signos (música, pintura, por ejemplo, traducción intersemiótica). Agregaba

entonces regularmente, después de tal o cual frase según yo intraducibie y después de un punto, el infinitivo de orden irónico o un desafío imperativo: “traducir”. Es ese desafío {traducir, que era por otra parte, si bien recuerdo, una de las palabras del léxico propuesto), que Jean-Frangois fingió re­ tomar unos cinco o seis años más tarde, el texto del que extraje el “no habrá duelo”. El conjunto de su texto, muchos de ustedes lo conocen bien, estoy seguro, se titulaba enton­ ces “Notas del traductor”. Jean-Frangois juega entonces seria­ mente no a traducir sino a pensar en las notas de un traductor virtual y lo hace bajo cuatro subtítulos, que me conformo con citar, dejando que ustedes lean esas ocho páginas que llamarían a siglos de glosa talmúdica. Esos cuatro títulos son “Déjouer”, “Encoré”, “Toi” y “Deuil”. Y desde la primera frase del primer subcapítulo, “Desbaratar”, desde el principio de la obra, Jean-Fran^ois actúa: desbarata y vuelve a actuar la gran escena del “tú” y del “usted”, del ser “tú” y a “ti”. Él me dice “usted”. Supongo que —sin duda imprudentemente, por las razones que ya dije— él juega a responderme y finge dirigirse a mí, tal es en todo caso la ley del género y la cláusula contractual de ese texto. Desde la primera frase, entonces, él me dice “usted” dejando para los dos últimos tiempos del texto intitulado “Notas del traductor” el paso al “tú”. Primeras frases entonces: Su miedo en lo grande y en lo menudo, a ser cautivo (me dejó el usted, buena medida convenida) en lo grande y en lo menudo de haber sido hecho cautivo. Antes de regresar al tema de lo peor, “peor que la muerte” hacia el que tiende todo el trabajo del duelo (allí donde el trabajo del duelo no buscaría salvar de la muerte, ni negar la muerte, sino salvar de algo “peor que la muerte”), yo quisiera seguir en este texto de ocho páginas, por lo tanto, el trayecto que lleva del primer artículo, “Déjouer”, al cuarto, “Deuil”, pasando entonces por el segundo, “Encoré”, y el tercero, “Toi”.

Sigo ese trayecto en línea punteada porque será necesario, para hacerle justicia, analizar al infinito el juego cerrado de las citas, de las comillas, de las respuestas, vueltas y cuestiones elípticas. He aquí solamente algunos guijarros blancos que nos reconducirán de la escena del “usted” y del “tú” a la escena del duelo a fin de regresar enseguida a eso que Le D ifférend nos habrá dicho anteriormente, un cierto “noso­ tros”, un “nosotros” difícil de pensar, un cierto “nosotros” des­ pués de Auschwitz, un “nosotros pensante” un “nosotros” que no es ni aquél que Lyotard llama “la bella muerte” ni aquél que, en Auschwitz, padece, como él lo dice, “peor que la muerte”. Ese nosotros, el último quizás, o el penúltimo, no será ni el de la “bella muerte”, ni peor que la muerte, sino un “nosotros” postumo, en un sentido muy singular de esa palabra. En un pasaje que leeré dentro de un instante, Jean-Frangois dijo: “No­ sotros no somos ‘nosotros’, sino cuando somos póstumos”. Mis pequeños guijarros blancos son solamente citas. Citaré a jean-Francois y cuando él me cite en la cita, como un texto en el que juega a anotar la traducción, haré un signo con los dos dedos, como para marcar las comillas in­ glesas. Entre esos guijarros blancos del vagabundeo (que ustedes pueden tomar por los de un Pulgarcito que llora por hallar el camino y ver la luz de una casa o por esas prendas que los judíos de Europa central depositan al borde de las tumbas), los dejo, es decir que los dejo leer y releer solos un extraordinario trabajo de escritura trenzada, un texto más que sublime. Cuatro tiempos entonces. Él escogió ese ritmo para la división de esas “Notas del traductor”. 1. Primer tiempo, “Déjouer”, el ductus, se podría decir, o la ducción. Yo deduzco esto que dice dejar esperar, en cierto modo, entre la traducción y la seducción, el paso del usted al tú, y más tarde, todavía con un cierto “tú” a un cierto “nosotros”. Él escribe:

Lo intraducibie deja lo “traducible” para seguir traduciendo. “Que nos esperemos esto o aquello a la llegada” no es lo “esencial”, sino “que nosotros nos esperemos, tú y yo, a la llegada”. No en la lengua de llegada, sino en la “lengua de nuestro país” (difiero ese “tú y yo”). Esperarse: ¿reflexivo o transitivo? ¿Cómo traducir ese desbarajuste? En la lengua en que se escribe. Usted resiste a la captura gracias a su amor por la lengua cautivante. Como ella capta para sus anfibologías usted las marca. Para seducirlas. 2. El segundo tiempo sería propiamente el tiempo, el tiempo del tiempo. Sin dejar esperar más el paso al tú, ese tiempo lo anuncia de manera, diría yo, más cortante. Extraigo algunas líneas de “Encoré”, título del segundo tiempo, cortando más brutalmente. Cortando, pero ustedes van a entender un cierto “contigo y conmigo, eso corta” para concluir. Resueltamente decide respecto de un cierto “nosotros” que sería producido por el espejo que Jean-Frangois dice “nosotros” tender a ambos: Usted me da su voz (Voz). Pero usted no tiene nada que dar, más que el suspenso. Intenta el suspenso [...] Usted sonríe. Uno más que será engañado. Usted me mira mirar su mirada en el espejo que nos tiende (Espejó) [...] Yo corro a Tiempo para ver si su deseo de plegar (¿hacer plegar?) la matriz falta. [...] usted declara sin embargo su “sentimiento”, su rebelión o su astucia: hay simultaneidad, por encima de todas las dife­ rencias temporales. Hay el “a toda velocidad”, a velocidad casi infinita (ibid.), que hace sincronías, contemporaneidades políticas, por ejemplo, incluso “innobles”, pero sobre todo el “al mismo tiempo” absuelto, absoluto de un estar juntos fuera de la red, en “diada” que escapa a un tercero (Espejó). Eso, eres “tú”, regresaré a esto. La importancia del teléfono para esta velocidad [...] caricia amorosa, diligente también. Me pregunto si el a toda veloci­ dad, su “honda certeza” (Simultaneidad) de la simultaneidad posible, por así decir simulada a la diferencia, inspirada a todos los dados, se debe tomar por una franqueza, la libera­ ción al menos negociada por el cautivo de plazos y posterga­

ciones, o bien como un forcejeo del deseo por sí mismo, la eliminación de su todavía, una astucia de la paciencia simu­ lando la impaciencia absoluta. La resolución. Ella cortará. Contigo y conmigo, eso corta. 3. Intitulado “Toi”, el tercer tiempo corta, entonces, y si tiene por título directamente, por así decirlo, “tú”, hay que hacer todo por evitar, ustedes lo entenderán, una “tesis sobre el tú”. En las escasas líneas que yo no debería tener derecho de aislar así, yo quería subrayar el motivo de la simulación y del simulacro, la cuestión del derecho (derecho a tutearse) y so­ bre todo la llegada de un “nosotros” como “nosotros postu­ mo”, palabra en la cual no hay que oír, según yo, solamente la post-mortem testamentaria, sino humear desde antes el humus, la tierra, la tierra húmeda, la humildad, lo humano, lo inhumano y lo inhumado que van a resonar al final del texto, en eso que será el cuarto tiempo y el último acto. Jean-Fran